Esta cuidada compilación, constituida por diversas propuestas metodológicas contemporáneas, conforma un libro actualizad
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Spanish Pages 526 [499] Year 2016
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Índice
Agradecimientos
Prólogo. Guillermo Lariguet
Primera parte. Cuestiones meta-metodológicas: Concepciones de la investigación jurídica
¿Epistemología sin filosofía?
Un análisis crítico del discurso de
“la” “metodología” de la investigación (socio) jurídica. Roberth Uribe Álvarez
Mundo objetivo y subjetivo: O sobre como unos animales arrogantes inventaron en un rincón perdido del universo algo llamado la verdad y la falsedad. Minor E. Salas
¿Para qué sirven ––¡o no! ––
Los «métodos» en cuestión?
Enrique P. Haba
Los métodos del pragmatismo jurídico1. Daniel Gorra
El “método” hermenéutico para la interpretación de la ley: comprensión y aplicación en verdad y método de Gadamer. Andrés Crelier
Teorías feministas de la investigación jurídica. Silvina Alvarez
Segunda parte. Problemas sobre interpretación, lógica, prueba y ciencia jurídica
Teorías del significado y de la interpretación. Lorena Ramírez Ludeña
Métodos de interpretación del Derecho. María Concepción Gimeno Presa
Metodología el papel general de la deducción y la inducción en el Derecho. Pablo E. Navarro
Categorías de conocimiento y estándares de prueba en decisiones judiciales complejas (Notas sobre lógica en la motivación de los hechos en las sentencias). Claudio Agüero y Rodrigo Coloma
Tercera parte. Cuestiones de método teóricas, normativas y de decisión de casos
Métodos en las teorías del derecho. Félix Morales Luna
El método del equilibrio reflexivo
y su uso en el derecho. Hugo Omar Seleme
Variaciones metodológicas en el análisis de casos y Jurisprudencia. David Martínez Zorrilla
Cuarta parte. Metodología de la investigación jurídica: Nuevos aportes y alternativas
Interdisciplina y estatuto cientifico de lo jurídico. Roberto Follari
El Búho de Minerva o como el Derecho debe aprender de la Literatura. René González de la Vega
El papel del cine en la enseñanza del Derecho. Pablo Bonorino
Derecho y psicoanálisis.
Hernán G. Bouvier
El giro metodológico en el razonamiento judicial: la importancia de las emociones. Luciana B. Samamé
Metodología cualitativa de análisis del discurso jurídico. Beatriz Bixio
Quinta parte. Metodología de la investigación jurídica: implicancias sociales, culturales, históricas, políticas, económicas y criminológicas
Reflexiones sobre las estrategias metodológicas de la sociología jurídica. Carlos A. Lista y Silvana Begala
Análisis culturales del derecho. María Alejandra Ciuffolini
La relectura histórica de la tradición jurídica. Esteban F. Llamosas
Una metodología para pensar sobre los derechos humanos. Julio Montero
Metodología del análisis económico del derecho. Germán Coloma
El problema metodológico en criminología: la interdisciplinariedad como ventaja a superar. Luis Ramón Ruiz Rodríguez
Sexta parte. Nuevos avances en la lógica y su impacto en la investigación jurídica
Un nuevo rol para la lógica en el estudio del derecho. Manuel Dahlquist
El Derecho y la Inteligencia artificial: un aspecto metodológico fundamental. Víctor Manuel Peralta del Riego
Séptima parte. Perspectivas metodológicas en la ética jurídica, el Bioderecho y el Neuroderecho
Ética del abogado y modelos de ética normativa. Nicolás Zavadivker
Cuestiones metodológicas del bioderecho. María Isolina Dabove
Metodología del neuroderecho. Natalia Zavadivker
Octava parte. Cuestiones metodológicas de la denominada “dogmática jurídica”
Los conceptos dogmáticos como normas apócrifas (o sobre la creación dogmática del Derecho): una primera aproximación. Álvaro Núñez Vaquero
Áreas esenciales e identidad de la dogmática juridica. Alejandro Vergara Blanco
Interpretación constitucional: aspectos teóricos, metodológicos y prácticos. Andrés Rossetti
Problemas metodológicos del derecho internacional público. Nelson D. Marcionni
Metodología en la aplicación de normas del derecho internacional privado. Milton C. Feuillade.
El método del nuevo código civil y comercial argentino en torno a la interpretación jurídica. María del Carmen Cerutti
Internismo y externismo en el derecho privado. Diego M. Papayannis
Metodología derecho privado intención de las partes y contenido del contrato. Federico José Arena
Metodología de la ciencia jurídico-penal. José Daniel Cesano
Reflexiones metodológicas mínimas para el estudio, la comprensión y la investigación del derecho procesal penal. Gustavo A. Arocena
Metodología del derecho probatorio la prueba judicial: de la materialidad en átomos a la inmaterialidad en bit´s. Retos Metodológicos. Giovanni Andrés Bernal Salamanca
Metodología del derecho tributario. Eduardo Arroyo
Dificultades teóricas y metodológicas para abordar problemas ambientales desde el derecho. Marta Susana Juliá
Guillermo Lariguet (Comp.)
Metodología de la investigación jurídica
Propuestas contemporáneas
Título: Metodología de la investigación jurídica. Propuestas contemporáneas Compilador y prologuista: Guillermo Lariguet Colaboración general: Romina Frontalini Rekers, Tristán Reyna Martínez, Santiago Truccone y Ramiro Moyano Autores: Andrés Crelier , Alejandro Vergara Blanco, Andrés Rossetti , Federico José Arena, Eduardo Arroyo, David Martínez Zorrilla, Milton C. Feuillade, José Daniel Cesano, María Alejandra Ciuffolini, Claudio Agüero, Rodrigo Coloma, Félix Morales Luna, Gustavo Alberto Arocena, Hernán Bouvier, Álvaro Núñez Vaquero, Germán Coloma, Carlos Alberto Lista, Silvana Begala, Luis Ramón Ruiz Rodríguez, Daniel Gustavo Gorra , Silvina Álvarez , Giovanni Andrés Bernal Salamanca , Beatriz Bixio, Concepción Gimeno Presa, Guillermo Lariguet , Esteban F. Llamosas, Minor E. Salas, Julio Montero, Pablo Navarro, Roberth Uribe Alvarez , Luciana Samamé , Hugo Seleme, María Isolina Dabove, Manuel Dahlquist , Nelson Daniel Marcionni, Enrique Pedro Haba Müller, Lorena Ramírez Ludeña, Marta Susana Juliá, María del Carmen Cerutti, Pablo Bonorino Ramírez, Diego M. Papayannis, Nicolás Zavadivker, Natalia Zavadivker, René González de la Vega, Roberto Follari, Víctor Manuel Peralta Del Riego. Metodología de la investigación jurídica : propuestas actuales / Andrés Crelier ... [et al.] ; compilado por Guillermo Lariguet ; prólogo de Guillermo Lariguet. - 1a ed . - Córdoba : Brujas, 2016. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-591-787-3 1. Metodología de la Investigación. I. Crelier, Andrés II. Lariguet, Guillermo, comp. III. Lariguet, Guillermo, prolog. CDD 001.42
© De todas las ediciones, los autores © 2016 Editorial Brujas 1° Edición. Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-591-787-3 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de tapa, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o por fotocopia sin autorización previa.
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AUTORIDADES
FACULTAD DE DERECHO UNIVERSIDAD NACIONAL DE CÓRDOBA
DECANO Ramón Pedro YANZI FERREIRA VICEDECANO Lorenzo Daniel BARONE
CENTRO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Y SOCIALES
DIRECTOR Esteban F. LLAMOSAS COORDINADORA ACADÉMICA María Alejandra STICCA COORDINADORA DE EXTENSIÓN Isabel Lucía ALEM DE MUTTONI
COMITÉ EDITORIAL Esteban F. LLAMOSAS Elena GARCÍA CIMA Carlos Julio LASCANO Hugo SELEME Ernesto REY CARO María Alejandra STICCA (Secretaria)
Este libro ha sido sometido a referato académico por el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales, a través de la evaluación de dos investigadores externos.
ÍNDICE Agradecimientos................................................................................................................... 11 Prólogo. Guillermo Lariguet................................................................................................. 13 PRIMERA PARTE CUESTIONES META-METODOLÓGICAS: CONCEPCIONES DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA ¿Epistemología sin filosofía? Un análisis crítico del discurso de “la” “metodología” de la investigación (socio) jurídica Roberth Uribe Álvarez.......................................................................................................... 47 Mundo objetivo y subjetivo: O sobre como unos animales arrogantes inventaron en un rincón perdido del universo algo llamado la verdad y la falsedad Minor. E. Salas...................................................................................................................... 59 ¿Para qué sirven ––¡o no! –– los «métodos» en cuestión? Enrique. P. Haba.................................................................................................................. 67 Los métodos del pragmatismo jurídico Daniel Gorra......................................................................................................................... 81 El “método” hermenéutico para la interpretación de la ley: comprensión y aplicación en Verdad y Método de Gadamer Andrés Crelier...................................................................................................................... 91 Teorías feministas de la investigación jurídica Silvina Álvarez.................................................................................................................... 103 SEGUNDA PARTE PROBLEMAS SOBRE INTERPRETACIÓN, LÓGICA, PRUEBA Y CIENCIA JURÍDICA Teorías del significado y la interpretación Lorena Ramírez Ludueña.................................................................................................... 115 Métodos de interpretación del Derecho Concepción Gimeno Presa................................................................................................. 125 Metodología. El papel general de la deducción y la inducción en el Derecho Pablo Navarro..................................................................................................................... 137 Categorías de conocimiento y estándares de prueba en decisiones judiciales complejas (Notas sobre lógica en la motivación de los hechos en las sentencias) Claudio Agüero y Rodrigo Coloma.................................................................................... 147 TERCERA PARTE CUESTIONES DE MÉTODO TEÓRICAS, NORMATIVAS Y DE DECISIÓN DE CASOS Métodos en las teorías del Derecho Félix Morales Luna............................................................................................................. 157 El método del equilibrio reflexivo y su uso en el Derecho Hugo Seleme....................................................................................................................... 167
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Variaciones metodológicas en el análisis de casos y jurisprudencia David Martínez Zorrilla...................................................................................................... 175 CUARTA PARTE METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA: NUEVOS APORTES Y ALTERNATIVAS Interdisciplina y estatuto científico de lo jurídico Roberto Follari................................................................................................................... 189 El Búho de Minerva o como el Derecho debe aprender de la Literatura René González de la Vega................................................................................................... 197 El papel del cine en la enseñanza del Derecho Pablo Bonorino................................................................................................................... 209 Derecho y psicoanálisis Hernán G. Bouvier.............................................................................................................. 219 El giro metodológico en el razonamiento judicial: el papel de las emociones Luciana Samamé................................................................................................................. 229 Metodología cualitativa de análisis del discurso jurídico Beatriz Bixio........................................................................................................................ 239 QUINTA PARTE METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA. IMPLICANCIAS SOCIALES, CULTURALES, HISTÓRICAS, POLÍTICAS, ECONÓMICAS Y CRIMINOLÓGICAS Reflexiones sobre las estrategias metodológicas de la sociología jurídica Carlos Lista y Silvana Begala............................................................................................ 253 Análisis culturales del derecho María Alejandra Ciuffolini................................................................................................. 265 La relectura histórica de la tradición jurídica Esteban F. Llamosas........................................................................................................... 273 Una metodología para pensar sobre los derechos humanos Julio Montero...................................................................................................................... 283 Metodología del análisis económico del derecho Germán Coloma.................................................................................................................. 295 El problema metodológico en criminología: la interdisciplinariedad como ventaja a superar Luis Ramón Ruiz Rodríguez................................................................................................ 309 SEXTA PARTE NUEVOS AVANCES EN LA LÓGICA Y SU IMPACTO EN LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA Un nuevo rol para la lógica en el estudio del derecho Manuel Dahlquist................................................................................................................ 321 El Derecho y la Inteligencia Artificial: un aspecto metodológico fundamental Víctor Manuel Peralta del Riego........................................................................................ 333
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SÉPTIMA PARTE PERSPECTIVAS METODOLÓGICAS EN LA ÉTICA JURÍDICA, EL BIODERECHO Y EL NEURODERECHO Ética del abogado y modelos de ética normativa Nicolás Zavadivker............................................................................................................. 347 Cuestiones metodológicas del bioderecho María Isolina Dabove......................................................................................................... 355 Metodología del neuroderecho Natalia Zavadivker.............................................................................................................. 367 OCTAVA PARTE CUESTIONES METODOLÓGICAS DE LA LLAMADA “DOGMÁTICA JURÍDICA” Los conceptos dogmáticos como normas apócrifas (o sobre la creación dogmática del Derecho). Primera aproximación. Álvaro Núñez Vaquero......................................................................................................... 381 Tareas esenciales e identidad de la dogmática jurídica Alejandro Vergara Blanco................................................................................................... 393 Interpretación constitucional: aspectos teóricos, metodológicos y prácticos Andrés Rossetti.................................................................................................................... 403 Problemas metodológicos del derecho internacional público Nelson. D. Marcionni......................................................................................................... 415 Metodología en la aplicación de normas del derecho internacional privado Milton. C. Feuidalle............................................................................................................ 421 El método del nuevo código civil y comercial argentino en torno a la interpretación jurídica María del Carmen Cerutti.................................................................................................. 429 Internismo y externismo en el derecho privado Diego Papayannis.............................................................................................................. 439 Metodología del derecho privado. Intención de las partes y contenido del contrato Federico Arena.................................................................................................................... 449 Metodología de la ciencia jurídico-penal Daniel Cesano..................................................................................................................... 459 Reflexiones metodológicas mínimas para el estudio, la comprensión y la investigación del derecho procesal penal Gustavo Arocena................................................................................................................. 469 La prueba judicial: de la materialidad en átomos a la inmaterialidad en Bit´s. Retos Metodológicos Giovanni Andrés Bernal Salamanca................................................................................... 477 Metodología del derecho tributario Eduardo Arroyo................................................................................................................... 487 Dificultades teóricas y metodológicas para abordar problemas ambientales desde el Derecho Marta. S. Juliá..................................................................................................................... 501
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“Construir una teoría acerca de la naturaleza del derecho es difícil porque el derecho parece ser una combinación de lo inmutable y de lo contingente, de institución social y de razonamiento práctico, de voluntad política y elaboración razonada. Quizá esto signifique que nuestras teorías sobre la naturaleza del derecho sólo están destinadas a ser parciales, a capturar sólo una porción de una verdad compleja, que sólo puede ser completamente asida a través de la combinación de teorías”. Brian Bix. “Teoría del Derecho: ambición y límites”, Marcial Pons, Madrid,2006, p. 15
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AGRADECIMIENTOS Agradezco a Marcelo Ferrero, Médici cordobés, por su imprescindible trabajo como editor. Al CONICET por dar marco institucional para la investigación. Al Director del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la UNC, Argentina, Dr. Esteban Llamosas por su soporte inclaudicable para la realización de esta obra. A los referees del libro por sus observaciones precisas. Al Prof. Hugo Seleme, director del Programa de Ética y Teoría Política de la UNC, ámbito por excelencia de investigación, discusión y camaradería que posibilita mi trabajo intelectual cotidiano. A los autores de este libro que prestaron su apoyo fundamental para su consecución. A mis colaboradores, Tristán Reyna Martínez, Romina Frontalini, Santiago Truccone y Ramiro Moyano. Sin su ayuda decisiva e inteligente, no habría podido llevar adelante esta empresa. Finalmente, pero no por ello es mención menos trascendente, a mi esposa, Cecilia Lazcano y mis hijos Eliseo y Oliverio, por su amor, comprensión y paciencia.
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PRÓLOGO Guillermo Lariguet El “Derecho” o “derecho”, como quiera que se escriba su grafía, en forma constante o inconstante, en un mismo texto, o en distintos textos, y por la razón que fuere que se escoja la mayúscula o la minúscula para designarlo, es un objeto muy complejo, y por eso mismo susceptible de ser investigado. Comencemos por un dato de biografía académica. Es el siguiente: desde hace algunos años, en el curso de posgrado de metodología de la investigación jurídica que doy en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, no me canso de insistir en dos temas a los estudiantes. Primero, en que los futuros investigadores del Derecho deben obsesionarse por desentrañar “problemas”. Problemas relevantes, dados sus aspectos teóricos y/o prácticos. Segundo, que los pasos metodológicos que conducen a revelar, justificar y tratar dichos problemas, mediante la formulación de un marco teórico, de unos objetivos y de una metodología propiamente dicha, son diversos y el investigador debe tomar la decisión vital (no solo intelectual) de “elegir” uno de ellos. Diversos debido a la pluralidad epistemológica de concepciones sobre el Derecho, objeto de las pesquisas. Diversos, además, por la pluralidad de instrumentos, categorías y conceptos; en una palabra, diversidad de métodos que se pueden emplear para investigar el Derecho. Ambos temas, mencionados en el párrafo anterior, parecen obvios. Sin embargo, su importancia y naturaleza no son tan obvias, ni para los estudiantes, ni para muchos intelectuales del Derecho que, inclusive, se auto-consideran, por algún motivo, “metodólogos” del Derecho. Ningún manual de metodología de la investigación, y esto vale para lo jurídico también, enseña a cómo descubrir y perseguir problemas. Uno puede encontrar “definiciones” de la noción ‘problema’. Pero de aquí no se sigue, que la persona en cuestión exhiba las habilidades epistémicas y prácticas, las intuiciones, el olfato preciso, para encontrar problemas, o para saber qué hacer cuando, aparentemente, o de verdad, se enfrenta a vías muertas, atolladeros, o caminos inesperados deparados por alguna etapa de su investigación jurídica. Es debido a esto que, muchas veces, insisto en mis cursos de metodología, en la necesidad no sólo de incorporar herramientas idóneas sobre el papel del lenguaje, la lógica, o la discusión sobre el rol de la ideología, etc., en la configuración del Derecho y en la implementación de la investigación jurídica. Descular problemas es una actividad intelectual compleja que requiere “pensar”. Y reflexionar sobre qué implica pensar es una tarea ardua para cualquier curso de metodología. Entre otras cosas, porque la formación habitual de los juristas, en el mundo hispanoamericano, cuando es de “baja intensidad teórica”, transita por un ritualismo burocrático, esto es, una forma de incorporar conocimientos sin cuestionarlos demasiado. La actividad de “pensar”, en cambio, es anti-burocrática o anti mecánica como ha sostenido alguna vez Heidegger. Produce interrupciones en los rituales. Demanda atreverse a la originalidad; originalidad quizás Guillermo Lariguet
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controlada por los métodos, pero algún tipo de originalidad al fin. En una palabra, al “sapere aude” kantiano-ilustrado1. Por otro lado, aunque la afirmación de la existencia de pluralidad de concepciones y herramientas metodológicas para ver al Derecho, parece una verdad de Perogrullo, muchos investigadores fatigan a sus estudiantes con exigencias “unidimensionales”. Entiendo por tales, aquellas exigencias que, de manera consciente o no, pretenden reducir el amplio espectro de teorías, enfoques, o categorías del (y sobre el) Derecho a una única posibilidad metodológica. Esto no es sólo inadecuado por el hecho de que no parece mostrar sensibilidad por la complejidad misma del Derecho como fenómeno normativo, social, cultural, político, etc. Sino que, además, y en sintonía con lo que se acaba de indicar, no capta la multiplicidad de acepciones con las que se puede –y se debe- entender la idea de un “método” para la investigación jurídica. La última aseveración, además, cuaja con otra verdad epistémica sobre la investigación jurídica. Hay investigaciones jurídicas más bien “empíricas”, investigaciones más bien analíticas e investigaciones más bien normativas. (Lariguet, 2015a) Enfatizar el uso del “más bien” en cursiva sugiere que las investigaciones marcan “tendencias”, incluso tendencias preeminentes, pero esto no significa que en el contexto concreto de la investigación, dimensiones de diversa índole (empírica, analítica o normativa) no puedan “combinarse”, que no es lo mismo que “confundirse”. Pero, para añadir complejidad a lo anteriormente señalado, cabe recordar que las investigaciones más bien “empíricas”, “conceptuales” y “normativas” presuponen también amplias y distintas posibilidades. Ello es así por las diversas formas de entender y abordar lo empírico, lo conceptual y lo normativo dentro de la llamada “ciencia jurídica”. La razón del uso del entrecomillado para acompañar al sintagma ‘ciencia jurídica”, en el párrafo antecedente, ya es conocido por “propios” y “extraños”. La sempiterna discusión sobre si lo que investiga el llamado “dogmático” del Derecho, para poner solamente un ejemplo que me queda cerca en intereses, es “ciencia” o no, ya no expresa, en mi opinión, más que una obsesión que es preciso revisar seriamente. Mientras sea posible mostrar que las construcciones de los juristas, pueden cobijarse bajo algún uso epistémicamente rico de “teoría” y que dicha teoría, además, y eventualmente, pueda tener algún rendimiento práctico, o trazar alguna “diferencia práctica” en el mundo, es más que suficiente. Sobre cómo las teorías de los juristas pueden ser “ricas” desde el punto de vista epistémico y práctico, habrá evidencia, en la octava parte de este prólogo, cuando describa el contenido de los trabajos de los juristas dogmáticos. A la luz de lo anteriormente expuesto, surgen, por lo menos, dos conclusiones. La primera es que lo metodológico, y la investigación propiamente jurídica, pueden ser asumidas de modos muy diversos. Esto no implica, per se, un afianzamiento del “todo vale”. “Pluralismo epistemológico” no es igual a “relativismo epistemológico” (véase Lariguet, 2015b). Los investigadores deben dar razones válidas, buenas razones, de sus opciones teóricas, de la construcción de su marco teórico y de su propuesta metodológica. Lo cual, dicho sea de paso, explica por qué en los cursos de metodología, insisto con reflexionar sobre el campo de las denominadas “teorías de la argumentación”. Una investigación, después de todo, presupone una discusión, por lo menos mediata, del paPor lo que se acaba de puntualizar es preciso, también, reflexionar sobre una “epistemología de las virtudes”. No se enseña –si acaso se puede hacer esto- simplemente a investigar. También hay que promover una reflexión sobre qué significa ser un “buen” investigador. Y para esto, un estudio de las virtudes intelectuales (humildad, paciencia, generosidad, apertura de miras, autocrítica, etc.) y por qué no, también éticas, sobre cómo se debe investigar, es más apremiante que nunca. Pero no sólo su estudio. Pues hay que volverse investigador, hay que volverse un buen investigador. Y esto requiere entrenamiento, práctica de investigación.
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Prólogo
pel de la razón, y de cómo entender su esfera y límites, en el campo de la investigación del Derecho. La pluralidad a la que he referido líneas atrás también tiene una consecuencia práctica. Ya no es tan fácil para un metodólogo justificar el aserto dirigido a investigadores noveles, cuando éstos intentan ser creativos, según el cual “Usted no puede hacer esto”. Este aserto debe ser justificado en una reflexión racional más amplia sobre la gama de métodos y sus posibles combinaciones. “Combinaciones” que no siempre son sencillas. Combinaciones entre disciplinas, teorías, categorías, etc, que dan pábulo a una también interesante discusión teórica sobre la naturaleza y posibilidades explicativas (sea lo que sea el significado de “explicación”2) de la así llamada “interdisciplina”. La segunda conclusión provisoria es que el “método”, y en particular el “método del conocimiento jurídico”, se puede decir de muchas maneras. Esto no implica avalar una dilasceratio scientiarum conforme la cual cada región metódica designe una isla sin conexión alguna con otras regiones. Siempre fortalezco en mis alumnos la necesidad del diálogo entre concepciones, métodos, disciplinas y teorías. Acaso porque sea ésta una reminiscencia de la modernidad ilustrada que aún me persigue. Pues bien, con las aclaraciones y matices expuestos en los párrafos anteriores quiero, a continuación, presentar en forma directa este libro que tengo a cargo compilar y prologar, libro que ha contado, para su concreción, con la inestimable colaboración general, en la coordinación y revisión de la obra, de Tristán Reyna Martínez, Romina Frontalini Rekers, Santiago Trucconne y Ramiro Moyano. Para empezar, diré qué es lo que no debe esperarse de este libro. Este libro no ofrece pautas sobre cómo citar un texto, construir un marco teórico puntual o diseñar un cronograma de actividades. Tampoco es un recetario de pautas epistémicas, y políticas, sobre cómo conseguir financiamiento para realizar una tesis de maestría o doctorado. No. Aunque, desde luego, de manera oblicua o indirecta, de la lectura del mismo se puedan seguir algunas indicaciones sobre algunos de los puntos antes señalados. Este libro de metodología de la investigación jurídica está construido sobre la base de numerosas propuestas teóricas, entre las cuales está incluida la mía, en tanto trabajo de selección, compilación y prólogo. Para usar un giro cortazariano con cierta libertad: se trata de 44 “modelos para armar” –de maneras ricamente diversas- investigaciones jurídicas. Conforme la idea de pluralidad, pero también de rigor, que es uno de los desideratas de la investigación, aquí han sido escogidos en función de su experticia dominante, investigadores y profesores, destacados por su quehacer intelectual en diversas áreas del pensamiento jurídico. Ellos provienen de diversas universidades de Argentina, Chile, México, Colombia, Perú, Costa Rica y España. A tono con la pluralidad de la que hablaba líneas atrás, el lector encontrará filósofos de diversas especialidades, también a lingüistas, sociólogos, economistas, historiadores, criminólogos y, por supuesto, juristas de diversas ramas jurídicas, “dogmáticos” del Derecho, como acostumbramos a decir en el marco del Derecho continental europeo. La rica pluralidad de la presente obra, no obstante hay que indicarlo a pie seguido, no es igual a “exhaustividad”. Es imposible, además de inmanejable para propósitos intelectuales, compilar TODO lo que se pueda pensar desde (o sobre) el Derecho. Aunque hubiera deseado lograrlo, en este libro, por ejemplo, el lector no encontrará reflexiones Las explicaciones pueden ser empíricas, de índole cualitativa o cuantitativa. Pero en filosofía también hablamos de explicación “racional” o “conceptual” como sinónimos de análisis conceptual o reconstrucción racional.
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Guillermo Lariguet
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metodológicas sobre teoría de la legislación, el estatus de la antropología jurídica, o una reflexión sobre el papel causal o justificante de diversos sentidos de la categoría “ideología” en las decisiones judiciales, para citar solamente tres ejemplos puntuales, bien diferenciados entre sí. Una característica notoria de esta obra es que, pese a la gran diversidad de temáticas, problemas tratados, disciplinas y enfoques metodológicos propuestos, la mayoría de los trabajos se entrecruzan en torno a preocupaciones o temáticas. Esto genera una genuina “unidad” en la propuesta metodológica global elevada por este libro. Además, la obra como un todo, expresa un común compromiso con la “racionalidad”. Inclusive, si tiene sentido lo que el poeta René Char sostenía respecto de atreverse a “cultivar la propia rareza”, en este caso, en los proyectos de investigación jurídicas, es necesario un compromiso con la razón. Todos los autores de este libro lo suscriben. Una prueba contundente de ello es que todos, desde sus propias perspectivas metodológicas, defienden con razones, con argumentos, sus posturas teóricas, a veces parcialmente coincidentes, a veces parcial o totalmente diferentes entre sí. Dicho lo anterior es momento de explicar la unidad de la obra. Para ordenar la multiplicidad del libro bajo algunos hilos conductores, he adoptado, a mi vez, una actitud “metodológica” consistente en ordenar el material bajo 8 partes. Es muy posible que Usted lector, e incluso los propios invitados participantes de esta obra, podrían haber adoptado otros criterios de organización de la misma. Sin embargo, creo que la organización que propongo, a la par de dotar de más orden y claridad a la obra qua conjunto global, facilita su lectura y seguimiento Al respecto cabe indicar que el lector puede imaginarse que está frente a una Rayuela metodológica. Por lo cual, puede optar por leer el libro de comienzo a fin. O comenzar por el final. O por el medio. O leer un artículo en particular y retomar luego la lectura de otros artículos específicos, etc. En esto, el libro muestra la flexibilidad necesaria y requerida por lectores curiosos, a la vez que exigentes. El lector de esta obra es, por todo lo dicho precedentemente, múltiple y amplio a la vez. Desde juristas profesionales, estudiantes de metodología de la investigación jurídica de cualquier país del mundo (que dominen la lengua española) hasta intelectuales de diversas áreas del conocimiento social, a saber, sociólogos, politólogos, lingüistas, etc, que se interesen por algún aspecto del complejo fenómeno social y normativo que encarna el Derecho. A continuación, divido este prólogo siguiendo el nervio trazado por las ocho partes en que se estructura el libro. Estas partes son las siguientes: • Primera parte. Cuestiones meta-metodológicas: concepciones de la investigación jurídica • Segunda parte. Problemas sobre interpretación, lógica, prueba y ciencia jurídica • Tercera parte. Cuestiones de método teóricas, normativas y de decisión de casos • Cuarta parte. Metodología de la investigación jurídica: nuevos aportes y alternativas • Quinta parte. Metodología de la investigación jurídica. implicancias sociales, culturales, históricas, políticas, económicas y criminológicas • Sexta parte. Nuevos avances en la lógica y su impacto en la investigación jurídica • séptima parte. perspectivas metodológicas en la ética jurídica, el bioderecho y el neuroderecho
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Prólogo
Octava parte. Cuestiones metodológicas de la llamada “dogmática jurídica” Aprovecharé el espacio brindado por cada una de las mencionadas partes para exponer –brevemente- en qué consiste el contenido de cada uno de los trabajos incluidos en el respectivo segmento, precediendo tal exposición de una sucinta introducción teórica. •
PRIMERA PARTE. CUESTIONES META-METODOLÓGICAS: CONCEPCIONES DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA En la primera parte del libro he ubicado cuestiones meta-metodológicas. Las llamo así para referir al tratamiento de temas que inciden desde un plano más abstracto en el tipo de concepciones metodológicas que podemos tener sobre la investigación jurídica en alguna de sus facetas. He propiciado un panorama diverso, plural, de concepciones sobre lo metodológico y sus prioridades en lo que atañe a la investigación jurídica. Así, por ejemplo, una concepción de tipo analítica, como la que formula Roberth Uribe, una concepción realista, como la sustentada por Haba, una concepción hermenéutica como la desarrollada por Crelier, una de tipo pragmatista, como la defendida por Gorra y también feminista como en el caso de Silvina Álvarez. También, al ser una parte vinculada con lo meta-metodológico, hay un ensayo como el de Minor. E. Salas acerca de una cuestión primitiva, por ser primordial, y como tal anterior a toda investigación, como ser la relación entre algunos de los distintos sentidos en que el conocimiento humano en general, y jurídico en particular, puede ser considerado subjetivo u objetivo. A continuación, presento una breve reseña de cada uno de los trabajos que componen esta primera parte. ¿EPISTEMOLOGÍA SIN FILOSOFÍA? Un análisis crítico del discurso de “la” “Metodología” de la investigación (socio) jurídica es el trabajo escrito por Roberth Uribe Álvarez en el que se formula la necesidad epistemológica de distinguir el discurso metodológico de lo que él denomina la “metodología de investigación de las ciencias sociales”, y de la investigación “socio-jurídica”, respecto del discurso básico sobre el Derecho que construyen los llamados dogmáticos y teóricos generales del Derecho. Si esta distinción epistemológica no es trazada, dice Uribe, se corre un doble riesgo: de un lado, un reduccionismo epistemológico, por ejemplo de los trabajos dogmáticos a trabajos de ciencias sociales, del otro, una confusión de métodos diversos, en uno y otro caso, y el ocultamiento de problemas relevantes en los términos en que tal “relevancia” es abordada por la dogmática del Derecho y la teoría y filosofía del Derecho. En otras palabras, el panorama metodológico trazado por ciencias empíricas, como la sociología, por ejemplo, no puede reducir la riqueza peculiar desde la cual, disciplinas como la teoría del derecho o la dogmática jurídica, estudian el llamado fenómeno jurídico. Minor. E. Salas titula su trabajo Mundo objetivo y subjetivo: O sobre como unos animales arrogantes inventaron en un rincón perdido del universo algo llamado la verdad y la falsedad. Bajo la forma ensayística, en el mismo, el autor plantea que el tema de la objetividad tiene que ser desenredado de confusiones. Para realizar la tarea Guillermo Lariguet
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de clarificación, propone un experimento mental, la hipótesis cero, en la que un hombre no socializado, que “cae” a la tierra por primera vez, se enfrenta a su entorno. Aquí se podría pensar que la percepción de este hombre en estado cero, al ser pura, es aquella de quien ve las cosas de la manera objetiva más dura posible. Sin embargo, esta hipótesis es implausible. Pues el hombre real, al ser un sujeto social, cultural, comunicativo, tiene “representaciones simbólicas” del mundo. Son estas representaciones las que prefiguran lo que el sujeto va a percibir del mundo. Por otro lado, el mundo “en sí”, como vio Kant, no es percibido. Lo que se percibe es el “fanerón”, lo que se muestra o se hace visible. La tesis de Minor. E. Salas es que hay algo de dosis de “realidad” al aceptar que percibimos un mundo, en este caso el fanerón, pero por otro lado hay una dosis de subjetividad, dada por la aceptación de existencia de nuestras representaciones simbólicas, que son influidas por nuestro sistema cultural. Estas representaciones, que luego se hacen visibles, por ejemplo, en los sistemas sintácticos que construimos, pueden ser objeto de consenso intersubjetivo. En el caso ya puntual del Derecho, al mismo se le pueden aplicar las distinciones antes mencionadas. Sin embargo, la tesis de la subjetividad es más atrevida aquí. Pues se podría pensar que los hechos que conoce un juez ya vienen mediatizados. Las normas que el juez aplica, por otro lado, son imperfectas. Por lo tanto hay un amplio espacio para la subjetividad y lo único que resta, al parecer, es ver el Derecho como el arte de la “prudencia”; prudencia del juzgador, con lo cual caemos también en un cierto criterio subjetivo pues la prudencia es un rasgo de un sujeto que juzga situaciones a la luz de unas normas imperfectas. Enrique. P. Haba en ¿PARA QUÉ SIRVEN ––¡O NO! –– LOS «MÉTODOS» EN CUESTIÓN? plantea la necesidad ineludible de distinguir enfoques de metodología de la investigación jurídica de carácter “normativista” o “idealista” respecto de enfoques “realistas”. En sus palabras, se trata de que la metodología nos ayude a distinguir el “law in books” respecto del “law in action”. Por más sensata que suene esta idea, consistente en rendir los enfoques métodicos, a datos empíricos o “reales” acerca de cómo funciona la práctica jurídica, la tendencia mayoritaria de la teoría del Derecho, del “establishment”, según Haba, es muy otra. Esta tendencia mayoritaria, dice Haba, deja de lado esta distinción y propone métodos, conceptos, teorías, como si “surgieran de la propia práctica”, de manera ineluctable, cuando en realidad se encubre la existencia de “opciones” meta-teóricas impuestas, en general en forma poco consciente, por el propio investigador jurídico. Todo esto termina desembocando en una “novela de conceptos” que poco tienen que ver con las prácticas vitales de los juristas. O, en los términos también acuñados por Haba, se trata del afianzamiento mayoritario del “síndrome del normativismo”, el cual debería constrarrestarse con una plataforma “anti-síndrome” que permita acceder al carácter “real”, “vital” de las prácticas jurídicas. La metodología jurídica, así, designaría una actividad tendiente a develar el carácter vital de la práctica, distinguiendo para ello, convenciones del lenguaje, de esencias, descripciones de prescripciones, realidad respecto de idealizaciones, etc. En Los métodos del pragmatismo jurídico Daniel Gorra defiende que esta corriente filosófica resulta fructífera para pensar la naturaleza del Derecho, especialmente, la naturaleza de la adopción de decisiones judiciales. Para demostrar lo anterior, Gorra ofrece un panorama general sobre la evolución del pragmatismo, en general, y el pragmatismo jurídico en particular. Realizada esta tarea, muestra las principales críticas que Ronald Dworkin le realiza al pragmatismo defendido por Posner. Las críticas de Dworkin se centran en el hecho de que la concepción de Posner carece de una teoría
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moral relevante que permita discriminar qué fines sociales deben ser perseguidos, o qué consecuencias sociales deben ser privilegiadas a partir de la decisión de un juez. Para contra-atacar esta crítica de Dworkin, Gorra se concentra en la propuesta pragmatista que sobre los valores morales realizó Dewey. En particular, Gorra, toma en cuenta la postura metaética de Todd Lekan, basada en los planteos de Dewey, para mostrar que hay concepciones pragmatistas que sí cuentan con una teoría moral que permitiría determinar qué fines o consecuencias sociales regulan mejor, de una manera inteligente, una práctica social. El “método” hermenéutico para la interpretación de la ley: comprensión y aplicación en Verdad y Método de Gadamer es la contribución de Andrés Crelier. En la misma, el autor se concentra en la propuesta intelectual de Gadamer. Según esta propuesta, muchos de los problemas que afronta la hermenéutica pueden iluminarse en el momento de intelección de textos legales. La idea interesante de Gadamer, a contrapelo de las corrientes metodológicas modernas prevalecientes, consiste en integrar tres momentos: la interpretación, la comprensión y la aplicación. El foco de Crelier está puesto, justamente, en el tercer momento: la aplicación. La justificación de la focalización en la aplicación es la siguiente. Los textos legales tienen una dimensión histórica. Esto exige, de parte del intérprete, un proceso de “actualización” del mensaje normativo a su propio contexto. Este proceso ya fue visto por los filósofos analíticos que ponían en entredicho la definición “clásica” de los conceptos, entendidos como estructuras definicionales que se aplican referencialmente en tanto los objetos a los que designan cumplan las condiciones necesarias y suficientes de la definición del concepto. Sin embargo, las definiciones están expuestas, de manera más o menos constante, a “contra-ejemplos” que fuerzan a un proceso complejo y constante de redefinición de los conceptos. Una manera de sortear la estrechez de las estructuras definicionales, justamente, vendría de la mano de la propuesta metodológica de Gadamer consistente en tomar en cuenta el momento de la “aplicación”. Pues, es en este momento, donde se pueden actualizar los efectos redefinitorios de los contraejemplos que las normas jurídicas también poseen. Sin embargo, esta “ganancia hermenéutica” tambalea cuando se toma consciencia de la dimensión “historicista” de la aplicación. Según la misma, los momentos de aplicación se actualizan en forma histórica. Esta actualización puede involucrar, así, un proceso de disolución de la “objetividad” o “corrección normativa” de la comprensión-interpretación. Para evitar los efectos corrosivos del relativismo histórico, Crelier considera, en forma breve, diversas alternativas de tipos de normatividad. Se decanta, al final, por la propuesta de Karl Otto Apel de una normatividad “irrebasable”. Esta normatividad surge de considerar a la hermenéutica de una manera “trascendental”, esto es, presuponiendo que los criterios de comprensión-aplicación, implícitos en una práctica determinada, son irrebasables en términos de argumentación racional. Fijan los postes de la argumentación correcta. Así, por esta vía, sería posible, finalmente, conciliar la historicidad de la aplicación, con la existencia de criterios objetivos trascendentales que, como tales, serían baremos de corrección de la comprensión, independientes de los avatares históricos. En Teorías feministas de la investigación jurídica, Silvina Álvarez expone los núcleos metodológicos que imponen las teorías feministas a la investigación jurídica. Buena parte de estos núcleos descansan en categorías, conceptos y teorías elaboradas, propiamente, a partir de una reconsideración más compleja del “género” como término básico. En efecto, las lecturas a partir del género conducen a una problematización del estatus del estado de Derecho, de la formulación legislativa de normas jurídicas, de la
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aplicación judicial de las mismas, etc. Esto porque, el esquema liberal tradicional, asentado en la noción de “neutralidad” de las normas, de un lado, y en la noción de aplicación “imparcial” de normas jurídicas, del otro lado, ha eclipsado la potencia teórica del género como categoría para problematizar, en especial, el lugar de la mujer en la política, el trabajo, la cultura, el Derecho, etc. El trabajo a partir de la significación especial que tiene el cuerpo femenino, su percepción de la sexualidad, de las relaciones sociales de cuidado, del embarazo, etc., exigen un replanteo del ideal puro de neutralidad. Lo anterior, sin embargo, puede implicar un “dilema de la diferencia” consistente en que, por un lado, si se acentúa el significado de las situaciones especiales de las mujeres, se pone en tensión la neutralidad pero, por el otro lado, si no se consideran las situaciones especiales, y se pondera el carácter estelar de la neutralidad, podría haber injusticias de género. En suma, desde el punto de vista metodológico, una investigación jurídica, encaramada a la redefinición del género como categoría basal, impactará en una reconsideración del Derecho y el lugar que ocupa la mujer en las regulaciones legales y en las aplicaciones judiciales. Finalmente, desde un punto de vista epistemológico, Álvarez propugna una “reflexión originaria”, definida como aquella que prescinde de constreñimientos dogmáticos o estándares para repensar los substractos morales y culturales que subyacen a las diferenciaciones culturales, políticas y jurídicas que se hacen en torno a las mujeres y que terminan impactando en las diversas áreas del Derecho que contemplan la situación de la mujer: Derecho contractual, administrativo, penal, etc.
SEGUNDA PARTE. PROBLEMAS SOBRE INTERPRETACIÓN, LÓGICA, PRUEBA Y CIENCIA JURÍDICA La denominada ciencia jurídica “stricto sensu”, término al que regresaré al presentar la octava parte de este libro, se caracteriza por tres grandes grupos de preocupaciones, cada una de las cuales tiene sus propios vericuetos metodológicos y epistemológicos. Estos grupos de preocupaciones, de tareas o actividades, de la ciencia jurídica, son las siguientes: la interpretación, la sistematización y la cuestión de la prueba. En lo que concierne a las primeras dos nombradas, constituye un acervo comúnmente aceptado admitir que la ciencia jurídica se endereza a interpretar y sistematizar materiales normativos. Ambas tareas, complejas de por sí, aspiran a ser gobernadas, controladas, o evaluadas conforme diversos criterios de racionalidad. Antes que nada, es preciso aclarar una confusión habitual. No se trata de aseverar que los científicos del Derecho trabajan exactamente en los “mismos términos” que son presentados en los modelos teóricos. Más bien, los modelos teóricos toman en cuenta ciertas aspiraciones o ideales racionales de los juristas teóricos, en torno a la interpretación, la sistematización o la prueba, a fin de presentarlos en forma más clara y explícita. No se trata, por ende, necesariamente, de “wishfull thinking” de la ciencia jurídica, sino de ciertos ideales que se pueden encontrar en las manifestaciones efectivas más sofisticadas de la ciencia o dogmática jurídica. Cuando me ocupe del segmento de la dogmática regresaré a estas cuestiones. Los primeros dos trabajos, los de Ludueña y Gimeno Presa, buscan marcar los contornos de la actividad interpretativa. La primera autora exponiendo la gama de clasificaciones posibles de las teorías del significado y la interpretación, la segunda autora, deteniéndose en la llamada interpretación “literal” de la ley. La interpretación, sea declarada
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una actividad “cognoscitiva”, sea declarada una actividad “creativa”, es esencial en la ciencia jurídica. Sin esta actividad, no aparecen las “normas”, las cuales son el producto de complejos procesos de asignación de significado a textos o prácticas legales. Cumplido este paso, los juristas aspiran a presentar el Derecho de formas ordenadas mediante la denominada “sistematización”. La misma, como cabe esperar, no es entendida de modo unívoco por los juristas y los teóricos del Derecho. En esta obra se presenta una de las versiones más importantes, sin embargo, del sentido del vocablo “sistematizar”. Esto de la mano de la contribución de Pablo Navarro, basada en la propuesta metodológica de Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin. Por último, tenemos un problema en el que se interesan los juristas, en atención a los problemas más “procesales”, que de “fondo”. Aparece, así, el tema de la prueba. Tema complejo porque parece demandar tipos de inferencias más sensibles a las “particularidades” de casos individuales, ya que se buscan probar “hechos concretos”. Sobre el papel de la lógica en estas inferencias, Claudio Agüero y Rodrigo Coloma nos brindan una interesante aproximación desde la lógica borrosa y la teoría de los juegos como modo de entender el conflicto potencial entre preferencias fuertes y débiles en un proceso. A continuación, reseño el contenido de los trabajos incluidos en esta parte. Teorías del significado y la interpretación es el texto producido por Lorena Ramírez Ludueña en el cual muestra la relación natural que existe entre significado e interpretación, si por ésta última se entiende, una actividad enderezada a atribuir significados a textos o prácticas determinadas. Pero el centro del trabajo de Lorena Ramírez Ludueña es otro. Su lente está puesta en una cuestión de tipo metodológica y que tiene que ver con indagar en cuán problemáticos son los criterios con base en los cuales se “clasifican” las distintas teorías de la interpretación jurídica. La cuestión dista de ser clara, como ella aduce, por varias razones. Una de ellas es que los teóricos del Derecho rara vez definen claramente los enunciados interpretativos. Otras veces, ocurre que parece haber pseudo-disputas en torno a las diferencias entre las distintas teorías de la interpretación. Por ejemplo, y respecto de esto último, las diferencias que se sustentan entre formalistas y realistas radicales. En el medio, y para complejizar el panorama clasificatorio, habría formalistas y realistas moderados con algunos puntos en común sobre la interpretación. Por otro lado tenemos a las teorías del significado elaboradas por la filosofía del lenguaje. Aquí también es usual distinguir las teorías descriptivistas y causales del significado, respectivamente. Sin embargo, la relación entre estas teorías y el Derecho no es clara. Ello porque, antes de establecer la relación que sea, es preciso determinar qué ámbito es lógicamente o epistémicamente prioritario para analizar: si las teorías del significado en cuestión con independencia de lo jurídico o si las teorías acerca de la interpretación jurídica con independencia del funcionamiento del significado según los filósofos del lenguaje, o bien si debe partirse del concepto sobre la naturaleza del Derecho que se maneje y al cual deben luego adaptarse las teorías del significado. A fin de cuentas, todas estas precisiones, hechas por Ludueña, repercuten en la cuestión metodológica neurálgica de su trabajo, a saber: las diferentes formas de organizar las concepciones sobre la interpretación del Derecho. Métodos de interpretación del Derecho es el escrito brindado por Concepción Gimeno Presa, en el cual pone toda su atención en los principales aspectos metodológicos que suscita un tipo particularmente citado de interpretación jurídica: la llamada “interpretación literal”. Empero, como el artículo de Gimeno Presa pone en evidencia, no queda claro qué cabe entender por el sintagma “interpretación literal”. Esto es así por
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un doble orden de razones. En primer lugar debido a las diferencias que existen entre lingüistas y juristas en torno a la naturaleza del vocablo “interpretación”. Aquí Gimeno Presa distingue, siguiendo a Alston, entre teorías “referenciales”, “ideacionales” y “comportamentales”. Por la otra, y por motivos semejantes, debido a la multiplicidad de sentidos que los lingüistas y juristas le adscriben al término “literal”. Por ejemplo, por “literal” suelen entenderse cosas diferenciables como “significado al margen de todo contexto”, “significado como sentido equivalente al uso ordinario consensuado en una comunidad lingüística”, “significado como la mera disposición sintáctica de los constituyentes de un enunciado”, etc. De manera precisa, Gimeno Presa demuestra que la relación entre el enunciado interpretado y el enunciado interpretante varía según la concepción de “literalidad” que se maneja. Para poner en evidencia esta afirmación, la autora se detiene en dos teorías jurídicas: la del profesor genovés Riccardo Guastini, por un lado, y la teoría del profesor español Hernández Marín, por el otro. Metodología. El papel general de la deducción y la inducción en el Derecho es el trabajo escrito por Pablo Navarro en el cual contrasta, en dos planos diferentes, el funcionamiento de la deducción e inducción lógicas en el ámbito de la ciencia jurídica, específicamente de la denominada “dogmática jurídica”. Con un argumento general Navarro se encamina a demostrar que los juristas, desde un punto de vista metodológico, no se comprometen solamente con normas jurídicas positivas, esto es, “explícitas”, sino también con normas “implícitas”. Las normas positivas se relacionan entre sí acorde al criterio de legalidad, el cual es un criterio dinámico en el Derecho. Las normas –lógicamente- implícitas, en cambio, se deducen de las normas explícitas qua consecuencias lógicas, conforme un criterio estático. A diferencia de las normas implícitas que son deducidas de normas explícitas, las normas obtenidas mediante “inducción” no respaldan consecuencias prácticas con la misma fuerza lógica que las normas deducidas. Esto porque, mientras en las normas deducidas, las consecuencias lógicas tienen carácter “monotónico”, esto es, “necesario”, en las normas inducidas las consecuencias lógicas, por definición, tienen carácter más o menos probable. Más allá de su naturaleza, las normas inducidas forman parte de uno de los procedimientos más habituales de la ciencia jurídica en la “elaboración” de principios generales de cada disciplina; principios que, en parte, dotan de identidad epistemológica a cada una de las mismas. En cambio, las normas deducidas sirven, más bien, como marcos de evaluación racional de la aplicación de normas generales a casos particulares. Agregado al esquema deductivo-inductivo, Navarro menciona también las normas “derrotables”, aquellas que intentan captar en el marco del razonamiento jurídico, la presencia de “excepciones implícitas” relevantes no consideradas, necesariamente, por el legislador. Para tales excepciones no valen las leyes de la lógica deductiva (modus ponens y refuerzo del antecedente), por lo cual es común que los juristas, en forma no siempre consciente, aboguen por una lógica de condicionales derrotables para dar cuenta de estas situaciones por lo demás frecuentes en la ciencia jurídica. En la contribución titulada Categorías de conocimiento y estándares de prueba en decisiones judiciales complejas (Notas sobre lógica en la motivación de los hechos en las sentencias) Claudio Agüero y Rodrigo Coloma explican la complejidad de los procesos judiciales desde el punto de vista de la “prueba de los hechos”. Una de sus principales tesis es que la lógica que controla los procesos probatorios parece ser de carácter “borroso”. Ello se debe a varios factores, entre los cuales cabe citar a los siguientes. En primer lugar el tipo de racionalidad de los participantes en un proceso es de
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tipo “limitada”. Esto porque la información que tienen los participantes es por lo general incompleta. A este dato se le suma lo siguiente. La formulación de los hechos depende de un lenguaje técnico y también de un lenguaje común que pueden ser, en ocasiones, borrosos o vagos. Esto se puede acompasar, a su vez, con el hecho de que hay un elenco de varias descripciones posibles de los mismos hechos. Con estas precisiones, los autores encaran el proceso judicial como un ‘juego’ cooperativo, a la vez que competitivo, de “preferencias”. La lógica, aquí, vendría a jugar el papel de determinar qué tipo de saltos inferenciales son permitidos o prohibidos. Estos saltos tienen distinta magnitud en un procedimiento judicial de prueba “tasada” donde las movidas de los participantes son más restringidas, a un proceso de “sana crítica racional”, donde la amplitud del juzgador es mayor.
TERCERA PARTE. CUESTIONES DE MÉTODO TEÓRICAS, NORMATIVAS Y DE DECISIÓN DE CASOS El Derecho requiere de distintas metodologías, según el “nivel” en el que se planteen las inquietudes. Hay, por ejemplo, cuestiones metodológicas que se plantean en el nivel de las llamadas “teorías generales del Derecho”, o teorías “filosóficas” sobre el Derecho, tal como sostiene Félix Morales Luna. Aquí el debate se centra en determinar qué aspectos del Derecho deben privilegiarse por dichas teorías: si aspectos meramente empíricos, como en los que se detienen, por ejemplo, teorías “naturalizadas” en los términos asumidos después de Quine o en los términos realistas escandinavos o pragmatistas americanos; si aspectos más bien conceptuales en los términos asumidos por los filósofos analíticos o, por último, si aspectos normativos que las teorías utilicen para evaluar la moralidad política del Derecho, por ejemplo en los términos de la teoría jurídica de John Finnis o la de Ronald Dworkin o en clave política en los términos, por ejemplo, de una teoría de la justicia como la de John Rawls . También hay métodos en otro nivel: el de los casos que los juristas deben resolver. Este es un aspecto nada menor ya que el Derecho tiene una impronta fundamentalmente práctica, esto es, encaminada a dar respuesta a casos reales. En lo que concierne a este nivel, esta parte del libro congrega dos propuestas. Por un lado, la propuesta de Hugo Seleme de un “equilibrio reflexivo” que tiene como fundamento último la idea rousseauniana de legitimidad como “autoría”. Por el otro, la idea de David Martínez de que una cosa es la metodología para casos claros de subsunción en la norma genérica y otra la metodología que requieren casos difíciles como los de laguna, antinomia o conflictos entre principios. En este último supuesto, el autor examina las propuestas de Alexy y Hurley. Una basada en la ponderación (Alexy) y otra en la idea coherentista de Hurley (parecida al equilibrio reflexivo en el que se concentra Seleme) según la cual hay que deliberar desde los casos paradigmáticos (consensuados en cuanto a su respuesta correcta) hasta llegar a la solución coherente de los casos difíciles. A continuación, expongo brevemente el contenido de los tres trabajos incluidos en esta parte. Métodos en las teorías del Derecho es el trabajo presentado por Félix Morales Luna, en el cual formula una cuestión crucial. El modo en que se representen los métodos de la llamada “teoría del Derecho” tiene un doble impacto. Por un lado, en la comprensión de la naturaleza del Derecho desde un punto de vista teórico. Por el otro lado, Guillermo Lariguet
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no es de extrañar que dicha comprensión termine impactando, como ha dicho Ronald Dworkin, en la manera de razonar de los jueces. Sobre la base de dos binomios, empírico-analítico y descriptivo-prescriptivo, Morales Luna, distingue tres pares de métodos en las teorías jurídicas contemporáneas. Teorías “descriptivas”, (lo que al comienzo de este prólogo he denominado teorías más bien empíricas), teorías analíticas (las que he llamado conceptuales) y teorías prescriptivas (las que he llamado normativas). Entre los juristas, y en especial, entre los teóricos del Derecho, no parece haber acuerdo acerca de cuál variante de algunos de los tres tipos de teorías capturan mejor el fenómeno jurídico. Esto parece indicar, por una parte, la naturaleza plural de la teoría jurídica contemporánea, a la vez que quedan señalados los límites de cada una de ellas a la luz de las otras. Hugo Seleme, en El método del equilibrio reflexivo y su uso en el Derecho expone en qué consiste la naturaleza del método del equilibrio reflexivo. Originalmente, se trataba solamente de un método para acomodar las relaciones entre principios lógicos y sus inferencias. Pero desde La teoría de la justicia de John Rawls se extendió dicho método a cuestiones normativas de la moral, la política y el Derecho. Básicamente, el equilibrio reflexivo es un método que permite acomodar, o armonizar, creencias de distinto grado de generalidad. La incorporación de un método con estas características se debió a Ronald Dworkin. Seleme se pregunta qué es lo que subyace al empleo de dicho método en el campo de los derechos y deberes jurídicos. Para ello postula dos tesis interconectadas. La primera es que las comunidades político-jurídicas constituyen “agentes colectivos unificados”; la segunda es que las decisiones –normas- que adopta dicha comunidad le pertenecen a los sujetos individuales que forman el colectivo en la medida en que los mismos son considerados “autores” de las decisiones. Solamente en la medida en que una comunidad trata a sus sujetos como autores, podemos decir que el Derecho que organiza dicha comunidad es legítimo. Y esta noción de autoría, finalmente, no puede comprenderse sin el tipo de coherencia presupuesta por la necesidad de equilibrar, reflexivamente, pretensiones contrapuestas en el mundo jurídico. Variaciones metodológicas en el análisis de casos y jurisprudencia es el trabajo de David Martínez Zorrilla. En el mismo, el autor destaca que los “casos concretos” son los que mayor interés suscitan en la ciudadanía. A diferencia de este interés, los filósofos del Derecho se interesan por temas como la validez jurídica o la estructura de los sistemas jurídicos. Ahora bien, la palabra “caso” es ambigua, pues puede referir al caso individual o concreto, o bien al caso genérico que es un conjunto de propiedades generales que se ejemplifican en infinidad de casos concretos. Martínez Zorrilla distingue, respecto del trato con los casos, dos metodologías diferentes. La primera, “descendente”, es la que va de los casos genéricos a los casos individuales. Aquí se intenta mostrar, mediante esta metodología, que el caso genérico subsume el caso individual. A diferencia de esta metodología, propuesta canónicamente por Alchourrón y Bulygin, hay una metodología “ascendente”, esto es, aquella que va desde los casos individuales (o judiciales) a los casos genéricos. En este nivel pueden identificarse lagunas normativas, antinomias o conflictos entre principios. En lo que atañe a los conflictos entre principios, David Martínez Zorrilla analiza dos propuestas contemporáneas orientadas a brindar guías argumentativas, racionales, para resolverlos. Estas son las propuestas de Robert Alexy que se basa en la idea de proporcionalidad estricta como criterio para resolver los conflictos y, por otro lado, la idea de Susan Hurley, de buscar soluciones coherentes a partir de casos entendidos como paradigmáticos, esto es, como casos que tienen detrás un amplio consenso jurídico.
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CUARTA PARTE. METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA: NUEVOS APORTES Y ALTERNATIVAS Hablar de metodología de la investigación jurídica es una tarea que exige mucha responsabilidad. No es fácil hacerlo debido a lo que reconocí en la introducción de este prólogo, a saber: la pluralidad de enfoques, teorías, disciplinas, categorías y, en última instancia, métodos para abordar lo jurídico. Pero lo que llamamos “jurídico”, a su vez, es como una cebolla con muchas capas. Los dispositivos metodológicos de “la” investigación jurídica son diversos porque toman en cuenta capas diversas. En otro lugar (Lariguet, 2015b) he sostenido que para entender lo metodológicojurídico es preciso efectuar, ante todo, una distinción entre dos niveles de aproximación al derecho: uno internista y otro externista. Niveles que no siempre son puros, desde luego, ya que se puede encontrar en la práctica de investigación una intersección, en ocasiones, entre ambos. Pero su discernimiento analítico ayuda a ver el tipo de problemas que pueden ser de interés en una investigación. Lo “internista” es propiamente el nivel de análisis del jurista teórico (el dogmático o el teórico del derecho). Aquí el conocimiento jurídico, “sea ciencia o no”, tiene finalidades explicativas que no son, primariamente, del orden causal o empírico sino del orden conceptual-racional y/o normativo. También interesa, para algunos enfoques, sobre todo los de los positivistas “metodológicos” como Kelsen o Hart, una explicación, entendida en términos descriptivos (de hecho en las ciencias naturales hay también leyes descriptivas). Pero la descripción aquí es o bien de regularidades (como el hábito de obediencia austiniano) o de entidades prácticas como las normas. Para enfoques decididamente prescriptivos como los de, por ejemplo, John Finnis, en cambio, la explicación que asume el jurista colapsa con una forma sofisticada, desde el punto de vista conceptual, de valoración, de delimitación axiológica de aspectos “focales” del Derecho que lo representan de manera floreciente (Finnis en la vena de Aristóteles) o bajo su mejor aspecto o luz (Ronald Dworkin). Este internismo es diferente, metodológicamente hablando, del “externismo”, el cual tiene que ver con aproximaciones explicativas entendidas en un sentido empírico estricto, sea asumido este sentido en el estilo de la explicación causal del positivismo (por ejemplo Marvin Harris en antropología), o bien en el sentido diferenciado de la interpretación (por ejemplo al estilo de Geertz), entendiendo a la interpretación aludida en términos de la “comprensión” del derecho. Aquí las disciplinas descollantes no son ni la dogmática o ciencia jurídica “stricto sensu” ni la teoría analítica del derecho o la filosofía moral o política entendidas en sentidos normativos, esto es, evaluativos del rango de valores de una práctica social. Más bien, las disciplinas-estrella son la antropología jurídica, la psicología jurídica, la sociología jurídica, la historia jurídica o el análisis del discurso jurídico. Como he señalado párrafos atrás, la distinción que propongo entre internismo y externismo no obtura la posibilidad de combinación. Ni mucho menos de “interdisciplina”. Aunque, respecto de este último término-categoría hay que reconocer que sus presupuestos orientados a obtener una integración lógicamente armónica de saberes requiere de complejas operaciones epistemológicas, por ejemplo de reducción de una disciplina a otra (Lariguet, 2008), así como de la superación de obstáculos epistemológicos, en los términos que utilizaba este último término Bachelard.
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La interdisciplina, como arguye Follari, puede ser una herramienta valiosa de comprensión de las raíces históricas, imaginativas o sociales de lo jurídico. Pero, como él mismo dice, no es “fácil” de lograr. Lo jurídico tiene una especificidad en su constitución epistemológica; especificidad estudiada por los dogmáticos y teóricos del derecho desde un punto de vista interno. Esa especificidad a la que hago mención no es unívoca por cierto, como reconoce Bixio, siguiendo a Bourdieu. Pues el Derecho, como discurso, trasparenta u opaca luchas o disputas sobre su significación o sentido. Sin embargo, pese a estos obstáculos para la interdisciplina, autores como González de la Vega, Bonorino, Bouvier y Samamé, la misma Bixio, procuran tender “puentes” entre modos de comprensión de una región del saber con esa región compleja que se define como “lo jurídico”. De la Vega de la mano de la literatura y el derecho, Bonorino de la mano de la ligazón cine-derecho, Bouvier de la mano de la conexión entre psicoanálisis y derecho, Samamé desde el punto de vista ético, buscando la posibilidad de que las virtudes y las emociones jueguen un rol justificatorio en el razonamiento judicial y Bixio explorando canales de interconexión entre el análisis cualitativo del discurso y el propio discurso jurídico. A continuación, reseño brevemente el contenido de los trabajos aglutinados en esta cuarta parte. Roberto Follari hace su aportación en el trabajo titulado Interdisciplina y estatuto científico de lo jurídico en el cual plantea varias tesis. La primera es que lo jurídico “per se” no tiene carácter científico. Lo científico, en todo caso, y eventualmente, estaría dado por el estudio de las orientaciones normativas dadas por un legislador a un cuerpo jurídico. El estudio de dichas orientaciones normativas, la concentración –casi exclusiva en las mismas- ha dado pábulo a un “normativismo formal”. Sin embargo, esta concentración no tiene carácter propiamente científico pues su pretensión “descriptiva” de lo normativo no alcanza para otorgarle a este estudio estatuto científico. Es por ello que en la formación del grado del estudiante de Derecho, así como en la aplicación institucional del mismo, es perentorio convocar a ciencias “auxiliares” realmente explicativas como son la sociología, la psicología, la antropología o la ciencia política. Las mismas tienen objetivos propiamente explicativos y, por ende, científicos. Sin embargo, la convocatoria de las mismas apenas si establece una “multidisciplinariedad”. La “interdisciplina”, en cambio, es un paso ulterior no siempre fácil de realizar pues involucra la necesidad epistemológica de “integrar”, de manera epistemológica exigente, diversos saberes teóricos. En el caso del Derecho, dada su complejidad social, tal interdisciplinariedad sería más que bienvenida pues podría mejorar la visión en principio estrecha, normativista formal, que tiene, según Follari, el profesional del Derecho por lo general. El Búho de Minerva o como el Derecho debe aprender de la Literatura es el ensayo en el que René González de la Vega se plantea el rol cognitivo que puede tener la literatura en procesos como la imaginación, la deliberación o la solución de casos jurídicos. También para revisar nuestras imágenes establecidas por las teorías estándares sobre el Derecho, la moralidad o la política. De la mano de diversos ejemplos literarios, González de la Vega se ocupa de establecer como el Derecho “en” la literatura aparece satirizado o cuestionado. También de la Vega muestra que el recurso a la literatura, defendido por ejemplo por el romanticismo, es un buen antídoto contra una versión demasiada estrecha de la razón en los términos ilustrados. Finalmente, se trataría de bregar por una “interdisciplinariedad” entre los estudios jurídicos tradicionales, sostenidos por los filósofos del derecho, de la moral o la política, con los estudios literarios y su fertilidad
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teórica para dar cuenta de modo crítico de fenómenos como la injusticia, la incorrección moral o las dificultades en la aplicación racional de la ley. De este modo, sostiene René González de la Vega, el búho de Minerva de la filosofía llegará más “puntual” para explicar fenómenos sociales complejos en los que el Derecho está involucrado, pues la literatura proporciona un “realismo ficcional” interesante para abordar estas cuestiones sin la rigidez o formalidad de las teorías del Derecho. El papel del cine en la enseñanza del Derecho es el trabajo propuesto por Pablo Bonorino. En el mismo repasa el modo en que él mismo, como profesor, ha utilizado el cine y series de televisión en sus clases de filosofía del Derecho. Tal utilización del cine, de su parte, obedece a una doble razón. Por una parte, para motivar a sus estudiantes a comprometerse con la reflexión crítica sobre ciertos temas morales, políticos o jurídicos. Por el otro, para poner en evidencia la conexión que puede trazarse entre filosofía y “cultura popular”. Respecto de esta conexión, Bonorino nos recuerda la existencia de dos posiciones. Una según la cual la cultura popular suministra ejemplos vívidos a la reflexión filosófica. Otra según la cual las propias películas o series de televisión involucran argumentos de tipo filosófico. Pablo Bonorino nos recuerda dos experimentos filosóficos que realizó con motivo de la proyección en el aula de filmes o series de televisión. En el primero, se propuso examinar hasta qué punto pueden sostenerse tesis que avalan la corrección moral de la tortura en escenarios extremos como por ejemplo la inminente explosión de una bomba. El contexto de tal análisis es la pregunta de si después del atentado a las torres gemelas cambiaron las creencias morales sobre la tortura, patentizadas en películas y series de televisión posteriores a 2001. En el segundo caso, Bonorino exploró, mediante el análisis de Los sopranos, el modo en que ciertas organizaciones mafiosas, de manera semejante a lo que predicamos de un Estado, puede distinguir “venganza” de “retribución”. Esta última distinción, por cierto, será independiente, como alega Bonorino, de la apreciación sobre el valor moral de las reglas de una mafia. En cualquier caso, la consigna metodológica del trabajo de Bonorino es que el cine es una valiosa herramienta para el análisis filosófico de problemas centrales para el derecho, la moralidad y la política, como se acaba de reseñar en los párrafos anteriores. Hernán G. Bouvier, por su parte, nos presenta el trabajo Derecho y psicoanálisis en el que luego de una caracterización preliminar de carácter general del psicoanálisis como un tipo de “terapia del lenguaje” examina dos objeciones que suelen planteársele al mismo. La primera es que el psicoanálisis no es objetivo o serio. Bouvier desanda esta objeción sosteniendo que la misma descansa en una cuestionable identificación de la objetividad con explicación causal al estilo de las que acostumbramos a ver en ciencias naturales. La segunda objeción, planteada por algunos psicoanalistas también, es que el psicoanálisis no es aplicable, sin más, en el derecho. Esto por lo siguiente. Mientras el psicoanálisis sería una pura experiencia “privada” entre analizante y analizado, el derecho involucraría a otros, a un colectivo. Luego también de relativizar esta objeción de la mano de asumir que el discurso del diván, siempre presupone en la comunicación a “otros”, Bouvier se concentra en el acaso principal tema de su trabajo: el reconocimiento. Para exponer el mismo se focaliza en la propuesta de Axel Honneth. De la mano de esta propuesta, Hernán Bouvier distingue diversos aspectos conceptuales del término “reconocimiento”. En varios de ellos hay un anclaje en categorías psicológicas de enorme trascendencia en dos planos. Por una parte, el plano del reconocimiento como precondición misma del conocimiento del mundo y la adquisición y formación del lenguaje. Por el otro, con el aspecto propiamente “normativo” que tiene que ver con el reconocimiento
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que nos “deben” los otros o las instituciones. En este último tramo, Bouvier examina algunos ejemplos de la fertilidad teórica del reconocimiento institucional en casos como la vulneración de derechos o el castigo penal. El giro metodológico en el razonamiento judicial: el papel de las emociones es el artículo de Luciana Samamé en el cual sostiene que el dominio casi exclusivo de las perspectivas deontologistas y consecuencialistas sobre el razonamiento judicial viene cediendo lugar a la llamada “virtue jurisprudence”. Conforme la misma, es preciso atender a las virtudes epistémicas y morales de los jueces y cómo las mismas conducen a razonamientos prácticos correctos desde el punto de vista jurídico y/o moral. A esto es a lo que la autora denomina el “giro metodológico”, pues ahora, en vez de evaluar la corrección de las decisiones judiciales con base a la satisfacción de reglas o a la maximización de consecuencias sociales determinadas, hay un énfasis en el papel causal, o contrafáctico, instrumental o deóntico, de las virtudes. A este cuadro, además, debe añadírsele un punto central en la argumentación de Samamé, a saber: el que tiene que ver con el papel de las “emociones” en el razonamiento de los jueces. En este punto, la autora distingue dos tipos de problemas que deben ser abordados. El primero tiene que ver con la discusión de si todas las emociones son “irracionales” y, por ende, amenazan un Estado de Derecho. El segundo tiene que ver con la distinción epistémica entre contexto de “explicación” y contexto de “justificación”; distinción que es perentorio discutir y problematizar para preguntarse qué tipo de emociones verdaderamente tienen aptitud “justificatoria” de la conclusión práctica a la que un juez debe arribar en un caso determinado. En Metodología cualitativa de análisis del discurso jurídico, Beatriz Bixio define a lo “cualitativo” no como negación de lo “cuantitativo” sino en un sentido positivo como la indagación de las condiciones de producción y recepción de sentidos sociales del discurso. “Las sociedades andan a discurso”, como los “automóviles a nafta”, dirá en un tramo de su exposición. Con un robusto marco teórico sobre la idea de producción discursiva de sentido social, aunada a la idea de “huella” del sentido en la materialidad de los textos o de las condiciones observables de la conversación, Bixio mostrará “derivas operacionales” de su propuesta teórica. A tal efecto, examinará la aplicación de su marco teórico al análisis de discursos jurídicos orales y escritos. Un rasgo de su acercamiento metodológico estará dado por la diferencia entre explicación social de los discursos y su evaluación racional o normativa en los términos en que los juristas intérpretes del derecho entienden este último enfoque.
QUINTA PARTE. METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA. IMPLICANCIAS SOCIALES, CULTURALES, HISTÓRICAS, POLÍTICAS, ECONÓMICAS Y CRIMINOLÓGICAS Lo trabajos reunidos en esta parte parecen efectuar, sin haberlo concertado previamente, reclamos comunes. El primero y principal tiene que ver con la manifestación de un “hastío”, si así se puede decir, con los llamados estudios jurídicos. Por “estudios jurídicos” se entiende la ciencia jurídica llamada “stricto sensu” o “dogmática del derecho”, en cualquiera de sus disciplinas. Las contribuciones aglutinadas en esta parte sostienen que estos estudios jurídicos no agotan, ni por lejos, ni por cerca, el abordaje del fenómeno jurídico. Además
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de ello, varias de estas contribuciones, por ejemplo las de Lista-Begala y Ciuffolini, mantienen el carácter “no científico” de la dogmática, por carecer ésta de la suficiente sensibilidad “empírica” por el fenómeno jurídico. Con lo cual, la necesidad de sociología o estudios culturales es esencial si el conocimiento del derecho pretende tener un prestigio cimentado en alguna clase de genuina actividad científica. El segundo problema que se advierte tiene que ver con la construcción o delimitación del objeto de estudio. Los trabajos reunidos exponen la existencia de disputas metodológicas en torno a la cuestión preliminar de cualquier investigación, a saber: cuál es el objeto que se investiga. Siendo esta cuestión, al parecer, relevante para la definición de un método propio que rija las operaciones o técnicas de investigación de cierto campo de estudio. Por ejemplo: En el caso de Lista-Begala se habla de tres aproximaciones diferentes a lo sociológico-jurídico; en el caso de Ciuffolini a distintos puntos de interés en los llamados “estudios culturales del derecho”; en el caso de Llamosas a dos visiones contrapuestas de lo que significa hacer una historia jurídica plausible; en el caso de Germán Coloma, de diversas posturas, por ejemplo la positiva y la normativa, para encarar el análisis económico del derecho; en el caso de Montero, de tres aproximaciones metodológicas discrepantes en torno al estatus y justificación de los derechos humanos; en el caso de Ruiz Rodríguez a múltiples relaciones interdisciplinares entre la criminología con otras disciplinas al punto que la identidad de esta disciplina todavía no resulta prístina del todo. Lo anterior parece poner en entredicho, para la investigación jurídica, la existencia de lo que Kuhn denomina paradigmas unificantes o, en sentido más débil, de acuerdos teóricos básicos sobre un mismo conjunto de problemas. Las diferencias teóricas a veces no son problemáticas si pueden acompasarse en un marco de complementariedad. Sin embargo, son preocupantes cuando chocan decididamente entre sí. La cuestión, por más que se presuma lo contrario, no es del orden puramente especulativo. Tiene consecuencias prácticas directas o indirectas visibles como, por caso, las que se visualizan en las mentadas disciplinas “no dogmático jurídicas”. Así, para poner el siguiente ejemplo tomado del trabajo de Julio Montero. La concepción ortodoxa o la práctico dependiente pueden llevar a considerar en un caso que organizaciones terroristas pueden violar derechos humanos o no, o que solamente el estado es el agente que viola derechos humanos. Se me dirá que el ejemplo, al ser adquirido de la filosofía política, en tanto área práctica de la filosofía, muestra con facilidad consecuencias prácticas que se siguen de las cavilaciones teóricas. Sin embargo, puedo contestar esto con ejemplos tomados de otras áreas puramente teóricas como la historia jurídica. Como se verá con el trabajo de Llamosas, una visión conservadora y positivista de la historia puede conducir, a la postre, a legitimar argumentos a favor del statu quo de cierto régimen jurídico, por ejemplo, el régimen heterosexual y monoparental del matrimonio cristiano, inhibiendo leyes como las del matrimonio igualitario. En una palabra: los diferendos teóricos no sólo afectan la delimitación de un objeto y un método; también alcanzan el terreno sustancial. Y lo alcanzan de un modo erosivo. Pues, ahora, necesitamos discutir si existe –si es posible- un “método racional” para decidir cuál de las posturas es la mejor para analizar, explicar o enfocar un problema determinado. Las diferencias teóricas, por otro lado, amenazan en colocar al ideal –o a la situación de facto misma- de la llamada “interdisciplina” en una situación de estancamiento o bien en ubicar la palabra en un contexto de referencia vacía. Es claro que los trabajos compilados en esta parte, pero por extensión en todo el
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libro, parecen trasuntar alguna forma de interdisciplina. Sin embargo, ¿a qué forma de la misma? En primer lugar es obvio que el libro es “multidisciplinar” pues convoca a múltiples disciplinas y métodos que en cada una de ellas se vienen desarrollando. Empero, la interdisciplina es una exigencia epistemológica mayor por cuanto demanda que los conocimientos teóricos forjados en distintas disciplinas se agrupen entre sí en forma integrada para producir una nueva explicación, distinta de la que surgiría de la operación de una única disciplina. Como se verá, tal demanda de interdisciplina no es fácil. No sólo porque haya que poner a traducir términos de diversas disciplinas y todo lo que ello conlleva. También, y fundamentalmente, porque cuando se intenta hacer una conexión entre teorías pertenecientes a disciplinas diferentes para explicar una región del saber, se corre el riesgo de “superfluidad” o “inocuidad” (Para mayor detalle, Lariguet, 2007). Empero, superando esta dificultad con una esgrima teórica de gran nivel, los trabajos que se consignan en esta parte, y en el libro en general, hacen un uso sabio de diversas herramientas disciplinares y teóricas al punto de que el riesgo de superfluidad o inocuidad son sorteados con éxito. Pues, al final, la idea de apelar a otras instancias teóricas, más allá de los estudios dogmático-jurídicos- debe ser vista como una forma de superar la estrechez de las anteojeras jurídicas. Con las clarificaciones anteriores, en lo que sigue explicito los resúmenes de los trabajos incluidos en esta parte. Reflexiones sobre las estrategias metodológicas de la sociología jurídica es la contribución de Carlos Lista y Silvana Begala, en la cual repasan dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, las maneras en que, con el tiempo, la denominada “sociología jurídica” se fue constituyendo en un sub-campo disciplinar relativamente autónomo, equidistante de la sociología general y de los estudios dogmático-jurídicos. Una sociología del fenómeno jurídico es un examen teórico empírico y externo de las condiciones de producción, sostenimiento o cambio del derecho o prácticas asociadas al mismo. Se diferencia de la dogmática, para Lista y Begala, en cuanto esta última no es “científica”, no hace parte de las ciencias sociales dado su carácter no empírico. Dicho esto, en segundo lugar, los autores reflexionan sobre tres estrategias metodológicas fundamentales, brindando, al respecto, diversos ejemplos operativos de tales metodologías. Consideran tres estrategias fundamentalmente: la positivista, caracterizada por un marcado acento en las técnicas de investigación cuantitativas, la hermenéutica o comprensivista, caracterizada por una fuerte predominancia de técnicas cualitativas de investigación y la crítica, propia del marxismo o la Escuela de Frankfurt, que apuntan a lo que Lista-Begala llaman, siguiendo la literatura especializada, como “investigaciones-acciones participantes” que combinan, en ocasiones, técnicas tanto cuantitativas como cualitativas. En Análisis culturales del derecho, María Alejandra Ciuffolini contextualiza la operación de diversos enfoques teóricos y metodológicos sobre el derecho que se enmarcan en una corriente conocida bajo el nombre de “estudios culturales del derecho”. No se trata, como advierte la autora, de una corriente totalmente homogénea en cuanto a sus métodos y acentos teóricos. Empero, en la primera parte de su trabajo, Ciuffolini señalará algunos puntos comunes que agrupan a los estudios culturales, señalando sus diversas preocupaciones: el derecho como forma de poder, la politicidad del derecho, el papel de los imaginarios trasuntados por las categorías jurídicas, el lugar del derecho dentro de una noción más amplia de cultura, el papel simbólico del discurso jurídico, etc. A partir de la segunda parte de su trabajo, la autora se concentra en dos propuestas específicas que pueden ser encuadradas, con los matices hechos en la primera parte, en los estudios
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culturales del derecho. Ella, en efecto, se detiene en las propuestas de Pierre Bourdieu, por un lado, y Michel Foucault, por el otro. La primera, con su insistencia en definir el campo jurídico como un campo de lucha entre diversas concepciones; la segunda como una propuesta teórica centrada en la relación entre el poder, el discurso y la verdad. La relectura histórica de la tradición jurídica es el capítulo escrito por Esteban F. Llamosas. En el mismo, el autor formula claramente la existencia de un paradigma de lo que significa hacer historia jurídica. Conforme al mismo, la historia ingresó como disciplina a las facultades de derecho con el propósito de legitimar el presente. Esta legitimación del presente, por medio de la atribución de racionalidad y estatalidad al orden jurídico historiado, hacía ver al pasado como preludio necesario, inevitable y único de un futuro, ahora presente, también único y previsible. La historia, al legitimar un orden presente, se legitimaba así misma y fortalecía su posición institucional en las facultades de derecho. Sin embargo, y con independencia del obvio problema metodológico que esta visión implica, la historia del derecho cumple una función ideológica conservadora del derecho que obtura, mediante argumentos de deficiente validez, la posibilidad de cambios en el derecho. Frente a esta historia conservadora, Llamosas adopta un enfoque crítico. Tal enfoque, influido por los estudios culturales del derecho, la antropología y la sociología, y sobre todo, por la historia conceptual, propone una historia donde el pasado puede reconstruirse de diversas maneras en disputa, maneras aleatorias que no determinan necesariamente un mismo tipo de presente o capítulo de la novela histórica. El historiador, en este modelo, enfrenta desafíos metodológicos. Como lo dirá Llamosas: Por un lado, el historiador crítico ve las discontinuidades y rupturas en el pasado pero, por el otro, debe captar aquellos aspectos que tienen que ver con la continuidad y la tradición de una cultura jurídica. Una metodología para pensar sobre los derechos humanos es el texto aportado por Julio Montero, en el cual sostiene lo siguiente. Antes de librar las discusiones sustantivas de la filosofía política y moral, que son las que verdaderamente importan, parece que tenemos que zanjar nuestras discrepancias metodológicas. De lo contrario, el choque entre argumentos en torno a las cuestiones sustanciales será un juego de impresionismos sin objeto y fin. Al efecto de dilucidar las discrepancias metodológicas, Montero examina tres posturas metódicas discrepantes en torno a la función y justificación de los derechos humanos. Las posturas que él examinará son la “naturalista u ortodoxa”, la práctico-dependiente y la constructivista. La primera es representada por autores como Locke, Gewirth, Griffin o Nussbaum y sostiene que los derechos humanos son naturales. La segunda, propiciada por autores como Rawls, Raz, o Beitz sostiene que los derechos humanos deben encajar con nuestras prácticas morales en los términos en que las mismas son valoradas por los partícipes. La tercera, la constructivista, es propia de autores como Ronald Dworkin. Julio Montero, revisa las objeciones que experimentan las primeras dos concepciones. La ortodoxa sufre de falta de ajuste con nuestras prácticas. La práctico-dependiente ofrece un criterio de justificación endeble sujeto a los vaivenes de la falacia naturalista. Solamente la posición constructiva, o interpretativista dworkiniana, parece susceptible de superar el tipo de objeciones experimentadas por las otras dos concepciones. Además, como Julio Montero, postula, existen pasos argumentales precisos que el método de Dworkin proporciona para establecer el modo en que un argumento moral o político encaja con la práctica, es ejemplo de una interpretación bajo la mejor luz político-moral y señala el rasgo distintivo de la práctica reconstruida; en este caso, de la práctica jurídica reconstruida vinculada al tema de los derechos humanos.
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Germán Coloma escribe Metodología del análisis económico del derecho, texto en el cual muestra los múltiples niveles de conexión de esta metodología con el derecho. En primer lugar, su relación con las concepciones filosóficas tradicionales sobre el derecho, tales como el positivismo, el iusnaturalismo y el realismo. El positivismo es el que, al parecer, no tiene por lo general superposiciones con la teoría económica, tal el caso si se piensa en la idea de una teoría jurídica pura y descriptiva de normas jurídicas. Al contrario, el iusnaturalismo y el realismo, en su idea de incorporar al derecho valores implícitos, puede superponerse con el análisis económico en cuanto se consideren valores económicos como por ejemplo la eficiencia de un sistema jurídico. Luego, en un segundo tramo, Germán Coloma muestra la incorporación del análisis de las funciones económicas de las normas jurídicas dentro del contexto del llamado “sistema jurídico”. Aquí distingue dos concepciones, una positiva, basada en la idea nuclear de explicación y predicción y una concepción normativa que implica el reemplazo de una teoría jurídica por una teoría económica para evaluar ciertos argumentos jurídicos. Allí también se destacan las relaciones con el análisis económico en general. Esto último por cuanto cualquier análisis económico, sostendrá Colomba, involucra elementos jurídicos. Esto así porque muchas reglas de funcionamiento económico, el diseño mismo de un sistema como por ejemplo socialista centralizado o socialista de mercado (para poner solo estos dos ejemplos), involucra la existencia de reglas jurídicas que obligan, prohíben o permiten ciertas conductas de tipo económico. El problema metodológico en criminología: la interdisciplinariedad como ventaja a superar es la contribución de Luis Ramón Ruiz Rodríguez, en la cual plantea la existencia de dos problemas epistemológicos profundos que experimenta la criminología como disciplina. El primero tiene que ver con la constitución misma de su objeto. Pues en la constitución del objeto se elabora la identidad y, por ende, la autonomía de la disciplina. En conexión con este problema, el otro tiene que ver con el modo de articular las relaciones disciplinares, y por tanto, teóricas y metodológicas con disciplinas interesadas en diversos aspectos del fenómeno denominado “crimen”; disciplinas como la dogmática penal, la criminalística, la psiquiatría, la medicina o la sociología. En algún sentido, postula Ruiz Rodríguez, la interdisciplina es la ventaja que ha tenido la criminología para avanzar en el estudio del fenómeno criminal pero, a la vez también, es una ventaja a superar por cuanto se corre el riesgo de tener una disciplina de bases débiles, sin identidad y objeto claro y, ergo, sin un método preciso para investigar.
SEXTA PARTE. NUEVOS AVANCES EN LA LÓGICA Y SU IMPACTO EN LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA La lógica, especialmente la lógica clásica o deductiva, pensada para representar a las normas jurídicas o morales, se denomina lógica “deóntica”. Usualmente, se trata de una lógica pergeñada para el análisis conceptual de la estructura de los sistemas jurídicos o como criterio para evaluar la validez o invalidez de los argumentos jurídicos que asumen una forma deductiva. La lógica deductiva, como tal, ha experimentado diversos desafíos, en particular tres, a saber: El primero de ellos, basado en la necesidad de superar el dilema de Jorgensen, conforme al cual, dado que las normas no pueden ser verdaderas o falsas, no puede aplicárseles la lógica. Este desafío ha sido contestado de diversas maneras. Desde
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concepciones semánticas de consecuencia lógica hasta teorías del legislador racional; teorías que asumen que un legislador, en tanto que racional, debe comprometerse no solamente con las normas explícitas que positiviza sino también con las implícitas. El segundo desafío clásico ha rondado en torno a la noción de inconsistencia o antinomia. Suponiendo que haya una lógica para las “normas”, y no sólo para proposiciones que describen normas, la cuestión es qué se sigue de una inconsistencia detectada en un determinado sistema normativo. La conclusión estándar es que de un conjunto inconsistente se sigue cualquier consecuencia lógica. Frente a esta tesis desalentadora de la lógica clásica, ha habido desarrollos de lógicas llamadas “paraconsistentes” orientadas a defender, mediante cálculos específicos, que las contradicciones no son tan fulmíneas como se piensa. Por último, el tercer desafío se ha vinculado a la representación de la naturaleza del condicional que liga un supuesto de hecho con una consecuencia deóntica. Aquí hay dos problemas. El primero es si la concepción que subyace a la ligazón del antecedente con el consecuente (denominada concepción “puente”) es una concepción válida. El segundo problema es el siguiente: Para los juristas deductivistas, tal condicional, que liga antecedente fáctico con consecuente deóntico, es el material propio de la lógica clásica. Se trata de un condicional estricto, suficiente, inderrotable. En cambio, para los defensores de la lógica de condicionales derrotables, tal condicional solamente hace surgir la consecuencia deóntica si va acompañado de un revisor pues, de lo contrario, podría ser derrotada la consecuencia deóntica de presentarse excepciones implícitas. Para la lógica de condicionales derrotables no valen el condicional material estricto ni las conocidas leyes de refuerzo del antecedente. Con independencia de los tres desafíos expuestos en los párrafos anteriores, hoy los lógicos parecen avizorar otro tipo de retos. Así, la lógica filosófica, ha ido más allá de los límites expuestos en el párrafo anterior. Desde este punto de vista, se está meditando ahora en lógicas más descriptivas de los razonamientos que de facto tienen lugar en las prácticas jurídicas. Éste es el tipo de preocupación de Manuel Dahlquist. Por otro lado, la lógica se está pensando como herramienta, que a través de las ciencias de la computación, intenta emular la adopción de decisiones judiciales. Peralta del Riego explora este aspecto, a través de un examen de la inteligencia artificial y de aquello que puede o no ser computable en el ámbito jurídico. A continuación, se ofrece una breve reseña de ambos trabajos. Manuel Dahlquist escribe Un nuevo rol para la lógica en el estudio del derecho, trabajo en el que contrapone dos maneras de entender el rol de la lógica. El primer modelo, el propio de fundadores como Frege y Tarski, es una lógica abstracta, ideal, separada de la práctica, no contextual y anti-psicologista. La lógica de agentes, en cambio, es una lógica más de tipo descriptivo, contextual, centrada en agentes epistémicos ideales y atenta a aspectos psicológicos del razonamiento. Es desde el punto de vista de esta lógica de agentes que el trabajo de Dahlquist trascurre. Su tesis es que esta lógica ya estaba de algún modo planteada entre los intereses lógicos de Aristóteles. La lógica de agentes epistémicos ideales intenta modelar los razonamientos situacionales de los agentes en un contexto de hechos determinados. Se trata de una clase de lógica filosófica, dirá Manuel Dahlquist, preocupada por dar cuenta realmente de cómo razonamos en la práctica jurídica. En El Derecho y la Inteligencia Artificial: un aspecto metodológico fundamental, trabajo escrito por Víctor Manuel Peralta del Riego, se expone el modo en que la lla-
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mada “inteligencia artificial” ha venido a revolucionar el análisis conceptual y la posible aplicación del Derecho a casos concretos. Arrancando con el experimento computacional de Alan Turing, la inteligencia artificial se ha transformado en una disciplina pujante que es aliada a las ciencias de la computación. Luego de discutir si la lógica y las teorías de la argumentación son aplicables al Derecho, el autor se endereza a plantear los casos en que las leyes pueden ser o no computables. Plantea una serie de desafíos sintácticos y semánticos para la computabilidad. Vincula algunos de estos desafíos con el teorema de incompletud de Gödel. Concluye del Riego con diversas posibilidades de computación de datos jurídicos.
SÉPTIMA PARTE. PERSPECTIVAS METODOLÓGICAS EN LA ÉTICA JURÍDICA, EL BIODERECHO Y EL NEURODERECHO La expresión “ética jurídica” alude a una disciplina filosófica que se desprende de la ética como disciplina filosófica general. Una gran discusión, al respecto, versa en determinar cuáles son las relaciones conceptuales entre la ética general y la ética jurídica. Para cierta postura, llamada “unidad del razonamiento práctico”, la ética jurídica sería una derivación lógica de principios éticos generales que, en caso de conflicto con normas éticas particulares, siempre deberían triunfar. Frente a esta postura, hay otra: la de la fragmentación del razonamiento práctico, conforme la cual, la ética jurídica (y otras éticas) tienen autonomía respecto de los principios morales generales, con lo cual, en caso de conflicto, el triunfo de lo particular sobre lo general no podría ser rechazado. La ética jurídica es una denominación que alude a numerosas problemáticas, diferenciables conceptualmente entre sí. Una de las preocupaciones clásicas de la ética jurídica ha versado siempre sobre la relación entre derecho y moral. De forma estrechamente vinculada con esta discusión abstracta, se han planteado otras discusiones más específicas, a saber: si la pornografía debiera ser prohibida, si el castigo del consumo de drogas debería o no ser permitido, cuáles deberían ser los fines primordiales de la pena en un Estado liberal de Derecho, etc. Como disciplina teórica, la ética jurídica se diferencia de la metaética, la ética aplicada y la ética normativa. La metaética es el estudio filosófico, de segundo orden, de los presupuestos semánticos, ontológicos o metafísicos y epistémicos de los juicios morales ordinarios o de primer orden. Semánticos en tanto se preocupa por la naturaleza del significado de los juicios morales; metafísicos u ontológicos en tanto se preocupa por el tipo de hechos que hacen verdaderos o no los juicios morales; epistémicos en tanto se preocupa por cuáles son los mecanismos de acceso al conocimiento moral. En tanto que, los juicios morales ordinarios se conciben de “primer orden” por referir inmediatamente a las conductas prescriptas desde el punto de vista moral. La ética normativa, en cambio, sería una ética de primer orden y no de segundo orden como la metaética. Su preocupación, de alguna manera, es ofrecer criterios de guía para la acción moral. Así, el imperativo categórico kantiano, el principio de utilidad de Mill, etc, serían criterios metodológicos que permitirían formular, a la postre, juicios morales válidos de primer orden.
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Por último, la ética aplicada englobaría a un conjunto de disciplinas específicas, dentro de las profesiones, esto es, dentro del derecho, la medicina, la tecnología, la empresa, etc, tendente a ofrecer criterios racionales más específicos para establecer normas, derechos, deberes o articular normas o principios prevalecientes en caso de conflictos normativos que especialmente se planteen en dichas áreas. Con la mínima arquitectura teórica que acabo de plantear, puedo ahora dar marco a los tres trabajos incluidos en esta parte. Los tres parecen responder a ejemplos de ética aplicada. En este caso, a la ética del abogado litigante (Nicolás Zavadivker), al bioderecho (María Isolina Dabove) y al neuroderecho (Natalia Zavadivker). Cabe consignar aquí, que la idea misma de qué significa que una ética sea aplicada, es motivo de controversia metodológica dentro de la ética. El primer escollo a salvar es si existe y qué significa que exista una ética “aplicada”. Autores como MacIntyre, en trabajos seminales como “Does applied ethics rest on a mistake”, han sostenido que el término “aplicada” oculta en realidad un modo subrepticio de hacer a un lado principios éticos o morales generales. Si esta objeción se supera, el próximo paso, también de orden metodológico, consistirá en establecer qué tipo de modelos de aplicación de normas subyacen en forma dominante, o problemática, en cada profesión (Lariguet, 2012). De esta cuestión se ocupan primordialmente los tres autores que he mencionado líneas atrás. Es momento, pues, de presentar un resumen de sus trabajos. Nicolás Zavadivker escribe Ética del abogado y modelos de ética normativa, trabajo en el cual distingue, primero, ética normativa de ética aplicada. Mientras la primera pertenece, según el autor, a la ética filosófica, no ocurre lo mismo con la segunda. Según Nicolás Zavadivker la ética aplicada es un tipo de sistematización de reglas morales surgida en el contexto de determinadas profesiones sociales. Luego de efectuar esta distinción, el principal objetivo del autor estriba en mostrar las diferencias existentes entre la ética kantiana y la ética utilitarista. Estas diferencias, de método, impactan a posteriori en la consideración de problemas específicos de la ética jurídica del abogado litigante. La propuesta de Zavadivker es que, frente a ciertos conflictos entre principios de la ética jurídica y la ética general, una salida puede ser por la vía del utilitarismo de “regla”. Cuestiones Metodológicas del Bioderecho de María Isolina Dabove es el trabajo en el cual la autora propone como metodología de trabajo teórico y práctico para el Bioderecho al enfoque “trialista”. Antes que nada, Dabove sostiene el carácter “transversal” del objeto Bioderecho. Esto es: se trata de una rama, la propiamente biojurídica, que atraviesa todo el ordenamiento jurídico argentino. No obstante lo cual, se trata ya de una disciplina respecto de la cual se puede ir reconstruyendo una autonomía disciplinar a través de las categorizaciones de la doctrina científica y jurisprudencial del Derecho. El antes aludido enfoque trialista, en síntesis, consiste en un método en virtud del cual se deslindan tres aspectos del objeto o fenómeno jurídico, a saber: el fáctico (del que se ocupan en distintos niveles los enfoques sociológicos), el normativo (del que se ocupa la doctrina científica del derecho y los jueces) y el valorativo (que tiene que ver con la pretensión de corrección, legitimidad o justicia de las adjudicaciones de derechos y deberes en el orden biojurídico). Natalia Zavadivker contribuye al libro con Metodología del Neuroderecho, texto en el que expone los desafíos teóricos y empíricos que las neurociencias, aplicadas al Derecho, le plantean tanto a este como a la ética. El desafío primordial tiene que ver con la presuposición habitual de “libre albedrío”, conforme la cual hacemos nuestros juicios
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de reproche –o de mérito- por ciertas conductas. Empero, si los estudios neurocientíficos, neuroéticos y neurojurídicos indican que la base y fin de nuestras conductas es el cerebro, entendiendo a este como un compuesto material electro químico determinado por leyes causales, poco lugar parece haber, para la imputación y la responsabilidad. Luego de un repaso meticuloso de cómo el Neuroroderecho puede afectar tanto a la ciencia o doctrina jurídica como a la adopción de decisiones legislativas y jurisprudenciales, Natalia Zavadivker formula numerosos ejemplos que reavivan la polémica ética y jurídica sobre la libertad y la responsabilidad. En ciertos tramos de su trabajo, además, la autora realiza un contrapunto entre teorías retribucionistas basadas en la intención y teorías consecuencialistas de tipo utilitario basadas en los efectos de las acciones. Su hipótesis es que el consecuencialismo podría verse menos aquejado del problema del determinismo ya que su fin primordial es la prevención social. En cuyo caso, habría menos reparos morales y jurídicos para las técnicas diversas de intervención o lectura de cerebros.
OCTAVA PARTE. CUESTIONES METODOLÓGICAS DE LA LLAMADA “DOGMÁTICA JURÍDICA” Llegamos, por último, a la así llamada “dogmática jurídica”. No parece casualidad que la dogmática es asumida por los juristas teóricos como la ciencia “stricto sensu”, como el símbolo de lo que significa propiamente estar “dentro” del conocimiento jurídico, siendo que “dentro” vendría a ser una metáfora de proximidad con lo “normativo”. La categoría “dogmática jurídica” no exhibe un procedimiento teorético idéntico al que manifiesta la “jurisprudence” anglosajona aunque, por supuesto, se pueden establecer, a posteriori, interesantes semejanzas. Desde el punto de vista histórico, esta manera de trabajar sobre el derecho arranca en el siglo XIX europeo a partir de manifestaciones como la escuela de la “exégesis” francesa o la jurisprudencia de “conceptos” alemana. Su complejización vendrá muy pronto de la mano de corrientes como la jurisprudencia de “intereses”, la “escuela histórica” o la escuela del derecho “libre”. Sin embargo, el trayecto histórico que esta manera de trabajar pone de manifiesto podría entrelazarse con capas más antiguas, tales como la jurisprudencia de los glosadores y posglosadores surgidas en torno al derecho justinianeo. Y la historia, si se persigue con ahínco y curiosidad, podría seguir hacia atrás más aún. Todas las manifestaciones antes nombradas, y muchas otras, exponen al desnudo la complejidad histórico-política y cultural del derecho, en tanto fenómeno social expresivo de la normatividad por excelencia. No es éste el lugar de desandar tales complejidades, aunque sí de mencionarlas como estoy haciendo. Comencemos, pues. La expresión “dogma”, en torno a la cual se nuclea la utilización del sintagma “dogmática jurídica” no ha sido a veces correctamente interpretado por aquellos que conocen el derecho solamente “por fuera”. Con la expresión “dogma”, en rigor, se alude a un conjunto de “axiomas” a partir de los cuales se construyen las teorías y conceptos jurídicos. También alude a los axiomas sostenidos por las diversas disciplinas o “ramas autónomas” en las que se divide un derecho que se considera “cosido” por diversas maneras de entender el llamado postulado de “unidad” del ordenamiento jurídico. Entre los dogmas más recurrentes de la dogmática que podríamos llamar “tradicional”, se encuentran la lealtad a un legislador que es asumido, en tanto ideal regulativo, como un legislador sabio que establece regímenes jurídicos completos, consistentes y, en lo posible, moralmente justos. La dogmática, pues, desde este punto de vista, sería una
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tematización intelectual de estos dogmas cuyas raíces podrían remontarse a la dogmática teológica. Como la alusión hecha párrafos atrás indica, no ha habido una única manera de asumir el trabajo teórico de la dogmática jurídica. Las disputas metodológicas, también políticas, no siempre ambas bien distinguidas, han dado pábulo a una miríada de aproximaciones metodológicas operativas para investigar el derecho. Diferencias tan fundamentales acerca de cómo estructurar el derecho, si bajo formas codificadas o no, por ejemplo, separarán a la escuela histórica de Savigny de la escuela conceptualista de autores que asumen la noción de “sistema” como piedra de toque de la racionalidad del derecho y no, entonces, a la más difusa idea de “pueblo”. Sobre la base de estas disputas es que puede explicarse, al menos en buena medida, el por qué también de las divergencias modélicas entre las construcciones de tipo “meta-teórico” que sobre la dogmática elaboraron los teóricos y filósofos del derecho como Kelsen, Hart, Raz, Dworkin, Finnis, etc. Así, es común encontrar en la dogmática diferentes dimensiones de su quehacer; dimensiones que suelen referir a un haz, diverso, de “métodos jurídicos”. Estas dimensiones, entre otras, son las siguientes: i)Una empírica, cuando prima en sus tareas un abocamiento a las condiciones de vigencia o eficacia de las normas (en los términos de Alf Ross o Hans Kelsen, por ejemplo). ii)También una versión normativa cuando prima una preocupación por la fuerza obligatoria intrínseca (Kelsen) de las normas o su fuerza para otorgar razones para actuar (Raz). Además una dimensión conceptual, analogada con la tarea propia de la filosofía, de trazar las condiciones esenciales (necesarias y suficientes) de la aplicación de términos jurídicos, o bien consistente en delinear los “parecidos de familia” (Wittgenstein, Hart) entre diversas instituciones jurídicas. iii)De manera descollante, además, una dimensión interpretativa consistente en disputar diversos cánones o modos en virtud de los cuales asignar –en forma descriptiva o creativa- significados a prácticas, enunciados o estados de cosas jurídicos. iv)Una dimensión argumentativa cuando la tarea del dogmático no se constriñe a determinar condiciones para la subsunción de casos bajo predicados generales o de predicados bajo otros predicados sino que se extiende a brindar diversos criterios racionales para resolver casos difíciles, sean estos criterios la idea aristotélica de “tópicos”, de auditorio universal (Perelman y su nueva retórica), criterios morales específicos (Alexy), etc. v)Por último, una dimensión lógica, entendida tanto como rasero que permite evaluar cuándo se forman conjuntos sistemáticos de normas, como para evaluar si las normas deben entenderse bajo la lógica deductiva y por tanto bajo el condicional material o bajo una lógica de condicionales derrotables, dando lugar a excepciones implícitas para las normas. Pero la anterior distinción de dimensiones en la dogmática no agota su complejidad conceptual e histórica. Esto por cuanto a la dogmática se le adscriben diferentes tipos de operaciones metódicas que no siempre se llevan bien entre sí. Podrían presentarse tales versiones, por caso, bajo la forma de binomios. Así, la operación “descriptiva” de la dogmática versus la operación “prescriptiva” o “práctica”, parece constituir una de las primordiales querellas epistémicas acerca de cómo caracterizar a la dogmática qua forma de “conocimiento” normativo. Los descriptivistas creen ser fieles al legislador al exponer bajo teorías descriptivas los criterios de relevancia que este ha expuesto oportunamente bajo la forma de leyes. Pese a su carácter
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“descriptivo”, los mismos son acusados de cumplir un fin práctico inconfesado, a saber: la validación incuestionada de un “statu quo”. Para los prescriptivistas o prácticos, en cambio, no obstante se puedan aceptar necesarias operaciones de descripción a los fines de identificar un objeto de estudio, lo esencial de la actividad teórica de los juristas consiste en brindar justificaciones prácticas del derecho a fin de reconstruirlo de la mejor manera desde el punto de vista de una moralidad política plausible. Al antes referido binomio, empero, se le agregan otros que complejizan el primero que acabo de presentar arriba. Por ejemplo, el binomio conocimiento objetivo versus conocimiento subjetivo. Conteste con este binomio, el conocimiento del dogmático puede ser objetivo en tanto se expongan de manera pulcra las “condiciones de verdad” de las proposiciones que integran las disciplinas y teorías jurídicas. Sean cuales fueren, por supuesto, dichas condiciones de verdad o sea cual fuere el estatus de la “verdad” o tipo de verdad involucrada. Para los subjetivistas, en cambio, las operaciones teóricas de la dogmática están empañadas por “ideologías” en el sentido marxista de la expresión. Conforme con esta perspectiva, el derecho no sería neutral ni imparcialmente administrado, pace las intenciones de los usuarios y teóricos del derecho. Ello porque el mismo sería un recipiente de las más variadas ideologías en disputa; ideologías que disputan por la hegemonía y tratan de acallar o silenciar el disenso. Desde este punto de vista, por caso, se ha dicho que el derecho es “burgués” o “masculino” o diseñado para clases “explotadoras”, etc. No hay duda alguna que los teóricos del derecho analítico han prestado escasa atención, si acaso alguna al fenómeno de la ideología. Más bien, parecen haber privilegiado un sentido epistémico-racional de “ideología”, entendida como la ideología “normativa” que define propiamente a un sistema y permite determinar qué cambios del orden jurídico son racionalmente previsibles, a menos claro, que tal previsibilidad de cambios racionalmente estipulados sea alterada bruscamente por procesos de revolución política. También hay otro binomio importante: la dogmática como castillo de naipes que enlaza, por subsunción, casos genéricos con soluciones deónticas, respecto de la dogmática como “argumentadora sofisticada” que intenta orientar las soluciones a casos “difíciles”. Por último, el binomio “monismo metodológico”, versus “pluralismo metodológico”. En virtud de esta dicotomía, se considera, o bien que la dogmática se define característicamente por un tipo de método, por ejemplo uno de índole normativa y conceptual, en oposición a métodos empíricos, o bien que la dogmática no se desdibuja si se vincula con otras disciplinas no pertenecientes a la dogmática jurídica. En este último caso, existiría un pluralismo metodológico que conviviría, a la par, con criterios relativamente estables para identificar, todavía, qué es lo propiamente dogmático de la tarea del jurista. Dejando atrás el tema de los binomios, la dogmática también ha sido vista bajo la lupa en cuanto a qué orden de “generalidad” proporcionan sus teorías. Algunos entienden, la mayoría diría yo, que su generalidad es destacada. Sin ser necesariamente “generales” como las denominadas teorías “generales” del derecho, sus elaboraciones conceptuales, aunque fraguadas en un cierto lugar social, por ejemplo la Alemania contemporánea, no excluyen la posibilidad conceptual y práctica de su empleo para la reconstrucción y aplicación del derecho en otros lugares del orbe como por ejemplo la Argentina. Esta presión por la generalidad, por otro lado, se ha exponenciado históricamente con el así llamado estudio de “derecho comparado”; estudio que ofrece sus propios problemas metodológicos, por cierto. Pero que, después de todo, vendría a garantizar la posibilidad de advertir elementos comunes a distintos ordenamientos jurídicos.
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También se ha problematizado el rango de conexión que puede verificarse empíricamente entre las construcciones dogmáticas y las construcciones más sofisticadas de la filosofía analítica del derecho o de las filosofía moral y política, respectivamente. Aquí parece abrirse a análisis otro binomio, a saber: entre dogmática “tradicionalista” y “dogmática sofisticada”. La primera es la típica dogmática que inspecciona la superficialidad de los textos legales; que hace un examen lexicográfico o de diccionario del uso de las palabras de la ley, para agotar, de esta manera, su tarea racionalizadora. En cambio, la dogmática sofisticada, podría verse como la aplicación local de una teoría filosófica más abstracta a un campo específico del ordenamiento jurídico. Desde este punto de vista, los dogmáticos sofisticados serían filósofos a “pequeña escala” con la ventaja de dominar más de cerca los problemas normativos y conceptuales que destacan en su rama del derecho. Finalmente, el problema restante es el de la posible conexión –en diferentes niveles y por diversos procedimientos- entre la dogmática que es una típica aproximación “internista” al derecho con otros procedimientos y disciplinas más bien de tipo “externista”. Esta cuestión es otra forma de mirar el tema que –líneas atrás- planteé entre monismo y pluralismo metodológico en la dogmática. El debate conceptual pasa por determinar, hasta qué punto, el empleo de recursos externistas preserva o no la “identidad” epistémica de la dogmática. Intentando superar este debate, existen dogmáticos que, de manera pronunciada, utilizan datos empíricos colectados con los recursos de disciplinas vistas desde el punto de vista externista (sociología, economía, antropología, etc.) o empiezan a utilizar los insumos “teóricos” de disciplinas externistas. Así, no es extraño ver dogmáticos que complejizan sus investigaciones de la mano de aplicar categorías y teorías urdidas en disciplinas como el análisis del discurso, la historia o la sociología. Ahora bien, definir, dentro de lo que he denominado “dogmática sofisticada”, quién es propiamente dogmático o filósofo del derecho es una cuestión que depende solamente de “grados”. Los grados de vinculación entre la dogmática y la filosofía son diversos. Por ejemplo: hay dogmáticos que operan como filósofos a escala local (de un problema o un área jurídica) o filósofos del derecho que tienen obsesiones propias de la dogmática jurídica. Esta distinción, además, se complejiza con otra adicional, a saber: existe una preocupación metodológica “común”, se podría decir, a “la” llamada dogmática jurídica como empresa intelectual global dirigida a especular sobre el ámbito práctico. Pero también existen “regiones autónomas” de “las” dogmáticas, cada una con sus problemas metodológicos propios. Por ejemplo, los métodos del derecho internacional privado no son iguales que los métodos del derecho penal. Con las prevenciones anteriores, a continuación, aprovecho la oportunidad de presentar trabajos de dogmática que responden, en mi opinión, a la versión sofisticada que expliqué párrafos atrás. Como tales, los trabajos vienen acompañados de rasgos conceptuales y argumentativos complejos para vislumbrar diversos problemas normativos. Se trata, por lo general en este caso, de dogmáticos hablando desde su propia disciplina y no de teóricos descarnados hablando sobre un área del derecho. Como la dogmática se divide según ramas y disciplinas, veremos ejemplos del estudio dogmático dividido en disciplinas (civil, internacional, penal, procesal, tributaria, etc.). También habrá división por problemas y no disciplinas; por ejemplo: internismoexternismo en el derecho privado, la intención en los contratos, el problema del nuevo método del código civil argentino, etc.
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Los conceptos dogmáticos como normas apócrifas (o sobre la creación dogmática del Derecho). Primera aproximación es el artículo de Álvaro Núñez Vaquero, en el cual parte, en primera medida, de la reconstrucción que de los conceptos dogmáticos ofreció el teórico danés Alf Ross. A continuación señala una serie de críticas a la concepción de Ross que harían infértil su propuesta sobre los conceptos dogmáticos. La propia visión de Núñez Vaquero es que los conceptos dogmáticos sirven –creativamentepara la producción de normas “apócrifas”, esto es, normas que no surgen de un estudio descriptivo del derecho positivo. El autor, además, explica qué entiende por conceptos dogmáticos, sistema científico del dogmático, y discrimina diversos tipos de funciones descriptivas y prescriptivas imputables a los conceptos dogmáticos. Alejandro Vergara Blanco escribe Tareas esenciales e identidad de la dogmática jurídica, texto en el cual planea cuáles son los “núcleos” a partir de los cuales se elabora la identidad -y diferencia- entre disciplinas jurídicas. Para ello, el autor, sostiene que entre las principales tareas definitorias de la doctrina o dogmática jurídica, está la división del conocimiento por disciplinas especiales, cada una con sus propias teorías. Estas teorías asignan, en los términos preferidos por Ronald Dworkin, “prioridad local” a la aplicación de reglas y principios de una rama del derecho. Es así que los jueces utilizan este saber jurídico dividido en disciplinas y ramas para construir la decisión del caso; caso que siempre es “civil”, “administrativo”, “laboral”, etc. En última instancia, la interpretación jurídica es siempre, por lo dicho anteriormente, sedes materiae y la sistematización jurídica se despliega como un complejo conjunto de técnicas destinadas a identificar ramas del derecho con sus propios criterios de integración en supuestos de lagunas o contradicciones normativas. Interpretación constitucional: aspectos teóricos, metodológicos y prácticos es el artículo de Andrés Rossetti, en el cual plantea la pregunta de si la interpretación de los textos constitucionales es diferente o peculiar respecto de los textos infraconstitucionales. La respuesta de Rossetti a la pregunta parece ser cauta y negativa a la vez. Para desarrollar su respuesta Rossetti divide su trabajo en dos planos. Un plano general donde se pregunta sobre qué es el derecho y expone el elenco de principales respuestas a tales preguntas. A pie seguido admite que aquello que resulte ser derecho depende de la interpretación. Por este motivo la primera parte del trabajo desarrolla algunos de los clásicos problemas que la interpretación en general comporta. El segundo plano del trabajo, en cambio, es específico y atañe a la interpretación constitucional en sí, la cual, como se dijo líneas atrás, no es para el autor cualitativamente diferente de la interpretación de la ley ordinaria. Aquí, el autor examina los diferentes problemas lingüísticos y axiológicos que la interpretación constitucional involucra. Destaca, asimismo, la existencia de los diversos métodos para interpretar y el modo en que los mismos se relacionan, en un sentido amplio, con el tipo de órgano y poder que tenga a su cargo la interpretación. Esta última cuestión es la que le da pie a Andrés Rossetti para subrayar que lo lingüístico no es la única –ni la decisiva- dimensión en la interpretación constitucional. Sino que, la misma, depende de cuestiones de poder, razón por la cual es tan importante en una sociedad qué tipo de miembros conforman la Corte Suprema de Justicia de un país. Problemas metodológicos del derecho internacional público es la nota escrita por Nelson. D. Marcionni en la cual formula diversos desafíos intelectuales que tiene que sortear con habilidad el teórico del derecho internacional público. La primera gran dificultad tiene que ver con la construcción del marco teórico. Existe, al respecto, una tendencia reduccionista –de tipo colonialista, diríamos- en aquellos estudios de derecho
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internacional público que solo consideran doctrina y jurisprudencia europeas. Un diseño de marco teórico reducido a estos términos no capta los aspectos contextuales y diversos del mundo que debe ser atendido por el jurista del derecho internacional público. El otro desafío pasa por considerar que la disciplina en cuestión no es a-valorativa sino todo lo contrario. El investigador debe, dice Marcionni, dar cuenta de los intereses –tanto propios como extraños- que inciden en la delimitación del objeto teórico. Si no lo hace, se transforma de científico en “cuentista de novelas”. El jurista, así, nos dice Marcionni pasa a legitimar, a veces en forma no consciente, el orden establecido y a pensar que es imposible conceptualmente imaginar mundos jurídicos alternativos mejores. El tercer desafío, por último, pasa por la consideración y recopilación de las fuentes. Las mismas, como el autor advierte, son cada vez más numerosas y complejas. No es suficiente que el investigador escriba un determinado y limitado protocolo de investigación porque, el mismo, corre el riesgo de ser irrelevante o incompleto. Dado que el universo de las fuentes es vastísimo, conviene que el investigador del derecho internacional público muestre habilidad epistémica respecto de la elaboración de “micro-universos conceptuales” consistentes y completos para luego ir ampliando su mirada; mirada que es compatible, por cierto, con la existencia de “yerros comprobables” en su propio quehacer intelectual. Metodología en la aplicación de normas del derecho internacional privado es la contribución de Milton C. Feuidalle. En la misma, el autor se centra en los avances metodológicos que ha implicado, fundamentalmente, el artículo 2595 del nuevo Código Civil y Comercial Argentino. Luego de exponer la teoría de la norma en el derecho internacional privado, de las calificaciones positivas y negativas que operan a nivel del antecedente y el consecuente de la norma, Feiullade examina paso por paso las implicancias del ya mencionado artículo 2595. Una síntesis de lo ensayado por el autor se puede encontrar en sus propias palabras, que cito in extenso: “Los principales pasos metodológicos que consideramos para la resolución del caso de Derecho Internacional Privado son las tareas de reconocimiento, interpretación, determinación, elaboración, aplicación, argumentación y síntesis de las normas, conjeturando las soluciones en el recorrido de antecedente y consecuente, aplicando la teoría del uso jurídico Podemos decir que el Derecho Internacional Privado ha evolucionado en sus métodos. Desde el método indirecto, al analítico analógico y síntesis judicial, a los métodos directos con las normas de policía y de aplicación inmediata, el derecho unificado, todo ello influye sobre la determinación. A ello se le ha agregado un pluralismo metodológico, con principios de proximidad, razonabilidad, consideración del elemento cultural e interpersonalidad. A nuestro criterio el operador jurídico debe estar abierto siempre a la aplicación del Derecho extranjero cuando es reclamado haciendo un esfuerzo de equidad y adaptación para la resolución justa del caso”. El método del nuevo código civil y comercial argentino en torno a la interpretación jurídica es el aporte de María del Carmen Cerutti, el cual se contextualiza en el nuevo código civil y comercial argentino; en particular en los tres primeros artículos del título preliminar referidos a la interpretación de la ley. De la mano de una reconstrucción de los motivos de la Comisión reformadora del código, la autora distingue distintos problemas a la luz de una primera diferencia entre dos modelos de interpretación: el conversacional o intencionalista de filósofos como Raz o Marmor, y el constructivista de autores como Dworkin. Sostiene, a pie seguido, que el modelo filosófico que parece más consistente con las nuevas disposiciones interpretativas del código civil y comercial es
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el atribuible a Ronald Dworkin. Pero, a partir de esta constatación, Cerutti se pregunta si este modelo no lleva a una “vulgarización” del derecho privado que implique, entre otras cosas, incertidumbre, imprevisibilidad e indeterminación jurídicas. Internismo y externismo en el derecho privado es el trabajo de Diego Papayannis en el cual sitúa su análisis en la clásica disputa entre el análisis económico del derecho y la postura formalista. En otras palabras, entre el llamado “instrumentalismo”, de autores como Calabresi o Posner, y el formalismo emblemáticamente representado por Weinrib y su The idea of private law. La disputa sobre el estatus del derecho privado, entre ambas corrientes, es enconado y ha tenido diversos capítulos que son narrados por Papayannis. Sin embargo, una de las tesis principales de Papayannis es que hay un debate esencial, que es el metodológico, pero que viene operando de manera silenciosa. Al operar en forma silenciosa, no se ha podido advertir, por parte de los contrincantes, que ambas familias de posturas, las instrumentalistas y formalistas, no son mutuamente excluyentes sino que, en rigor, pueden ser complementarias. Mientras los instrumentalistas pueden ser vistos como externistas, los formalistas como internistas. Mientras los primeros buscan la “explicación” de la práctica ius-privatista, los segundos parecen buscar su “comprensión”. Federico Arena escribe Metodología del derecho privado. Intención de las partes y contenido del contrato, texto en el cual discute cuál puede ser el papel que la ‘intención’ de las partes cumpla en la determinación del “contenido” del contrato. Lo anterior, sin pronunciarse acerca de si ese debe ser también el contenido normativo. El punto a tener en cuenta es si, y en qué modo, nos dice Arena, la intención puede determinar el contenido del contrato de manera autónoma o independiente del significado convencional de las palabras usadas por las partes para formular el contrato. Sobre esa base el autor sostiene, que la intención puede incidir en la determinación del contenido contractual en algunos casos de imprecisión del significado convencional de los términos usados por las partes; imprecisión que él relaciona con la vaguedad en sentido semántico. Sin embargo, a continuación, Arena sostiene que dado el carácter abierto de la atribución de estados mentales se implica que, inevitablemente, el juez recurra a convenciones para poder identificar la intención de las partes. A lo largo de este recorrido la pretensión de Arena será desplegar el abanico de dificultades que enfrenta la pretensión de identificar el contenido contractual mediante las intenciones de las partes. Tales dificultades tienen que ver, básicamente, con el sentido de términos como subjetivo/objetivo e interno/externo para calificar el contenido de los contratos y su relación con diversos sentidos del sintagma “intención de las partes”. Para mayor claridad, el autor discutirá casos donde el relevamiento de la intención depende del comportamiento efectivo de las partes contratantes, de casos donde la atribución de intención es producto de un ejercicio racional o ideal. En este último caso, Arena postula el término “buen contratante”, para distinguirlo del término “contratante a secas”. Metodología de la ciencia jurídico-penal es el ensayo en el cual Daniel Cesano identifica un modo criticable de hacer dogmática penal, modelo basado en el “monismo disciplinar” y reductivo a una empresa entendida solo como puramente conceptual y normativa. A este modelo, que podría calificarse el modelo del “diccionario”, el autor opone un modelo “integral” de hacer dogmática penal, basado en la intuición de necesidad de “interdisciplina”. La necesidad de tal modelo viene avalada, según Cesano, por la presencia de innumerables problemas “prácticos” que el saber penal debe saber diagnosticar adecuadamente. Al respecto, Daniel Cesano pone ejemplos en el ámbito de
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la imputación penal, por ejemplo, para mostrar cómo conceptos como los de “enfermedad mental” requieren del ensamblaje definitorio de otras disciplinas empíricas como la psiquiatría o las neurociencias. Daniel Cesano no se detiene en este ejemplo. Muestra, también, cómo la aplicación de conceptos de una dogmática forjada en un país en otro país requiere de disciplinas como la historia –entendida en el sentido de la formación de los conceptos- y el derecho comparado. Finalmente, cierra su trabajo mostrando los vínculos entre la dogmática penal, la ciencia criminológica, la política criminal y el derecho procesal penal, tema éste último, que deja abierto dado que el tratamiento del mismo se aborda en otro capítulo de este libro. Reflexiones metodológicas mínimas para el estudio, la comprensión y la investigación del derecho procesal penal es la contribución en la que Gustavo Arocena defiende que el derecho procesal penal, en tanto derecho que “reglamenta” el tratamiento judicial del delito, es un “sismógrafo social”, pues en el derecho procesal penal se ven reflejados los principales conflictos entre la sociedad que quiere castigar y el individuo que busca defenderse. En el artículo de marras, Gustavo Arocena defiende con relación al derecho procesal penal, qua disciplina teórica, principalmente, tres tesis que pueden distinguirse entre sí. La primera es la concepción según la cual aunque la dogmática procesalista del derecho penal tenga un aspecto descriptivo, el mismo no es incompatible con la combinación de métodos valorativos, propios de la filosofía práctica (léase: filosofía moral y política). La segunda tesis es que la dogmática procesal penal, según Arocena, debe concebirse de manera “abierta”. Este adjetivo implica, según él, que la dogmática procesal penal se puede “integrar” con “otros” saberes; en particular saberes político-normativos (como la política criminal) y saberes empíricos (como los propios de la criminología). La tercera tesis, por último, que defiende Gustavo Arocena, es que la dogmática procesal penal forma parte de una “ciencia penal global”. Tal “globalidad” implica que el derecho procesal penal pueda integrarse con el derecho constitucional (en particular el de los tratados de derechos humanos) con la política criminal, el derecho de ejecución penal y el derecho penal sustantivo. Donde se pueda posibilitar, desde el punto de vista metodológico, y a fin de cuentas, que estas disciplinas se retroalimenten entre sí. Esto último en el sentido que se considere que en el tratamiento teórico y práctico de los problemas penales, unas y otras se afectan recíprocamente. La prueba judicial: De la Materialidad en átomos a la Inmaterialidad en Bit´s. Retos Metodológicos es el trabajo en el que Giovanni Andrés Bernal Salamanca plantea los complejos desafíos conceptuales que el comercio electrónico dirige al derecho probatorio. Su tesis es que es posible, cambiando la metodología conceptual de la dogmática y del derecho probatorio, incorporar prueba digital y contar con criterios para valorarla. Esto no sólo debido a que hay normas internacionales que ya regulan este instituto, sino que es posible apelar a la imaginación del jurista para dar cabida a situaciones nuevas como las planteadas por la sociedad de la información y la comunicación. Imaginación que se amplifica si se conecta la disciplina del derecho probatorio con disciplinas como la informática, la ingeniería, la robótica, etc. Examina Bernal, además, los métodos clásicos para valorar la prueba: la sana crítica racional y la tarifa legal y cómo estos pueden combinarse con la situación de la prueba de realidades inmateriales. Eduardo Arroyo escribe Metodología del derecho tributario. En este capítulo, el autor se concentra, en primera medida, en determinar cuáles podrían ser los criterios distintivos del derecho tributario como rama jurídica y como disciplina teórica. Arroyo advierte, al respecto, que en la evolución de la disciplina, su identidad estuvo confundida
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con disciplinas “ajenas” como la economía pública y la teoría de la justicia. En contra de Griziotti, que postulaba la “interdisciplina” para la dogmática tributarista, Eduardo Arroyo mantiene la necesidad de fortalecer la “autonomía” de la disciplina. Sostiene, al punto, que lo “característico” del derecho tributario como disciplina es su concentración en las “normas jurídicas” que establecen, conforme al principio de legalidad y capacidad contributiva, quiénes están sujetos a los tributos, y quienes no. Dado que el objeto dilecto de la disciplina son las normas, la disciplina “derecho tributario” debe entenderse desde el método propio de la llamada “dogmática jurídica”, la cual tiene como objeto de estudio las normas. Este estudio, dirá Arroyo, tiene sus cánones metodológicos, los cuales se refieren a la identificación de normas tributarias, su interpretación, sistematización y a la construcción de conceptos y teorías propias del ámbito jurídico-tributario. Dificultades teóricas y metodológicas para abordar problemas ambientales desde el Derecho es el texto de Marta. S. Juliá. En dicho trabajo, la autora toma una postura decidida a favor de la “interdisciplinariedad” del conocimiento “jurídico-ambiental”. Ello en tanto y en cuanto, el punto de partida de una investigación de derecho ambiental, necesariamente está arrancando de problemas que, como los ambientales, son “complejos”. “Complejos” en el sentido de que tienen diversas dimensiones, susceptibles de ser encaradas con instrumentos de análisis, enfoques metodológicos, disciplinares y teóricos diversos que es preciso integrar de manera armónica en un “sistema”. Por ello, el punto de inicio de una investigación de derecho ambiental se basa en la definición de las coordenadas conceptuales, espaciales y temporales del problema complejo a investigar. Ello requiere, a su tiempo, de la construcción de un marco teórico que, mediante la elaboración y refinamiento de conceptos jurídicos, en ensamble con conceptos proporcionados por otras disciplinas, diseñe el contexto teórico del problema que se va a investigar. Marta Juliá expone, una a una, las características meticulosas, así como las dificultades por las que tiene que transitar un investigador jurídico de lo ambiental. Bibliografía Lariguet, Guillermo. 2007. Dogmática jurídica y aplicación de normas. Prólogo de Fernando Atria. México. Fontamara. Lariguet, Guillermo. 2008. Problemas del conocimiento jurídico. Prólogo de Daniel Cesano. Buenos Aires. Ediar. Lariguet, Guillermo. 2012. “Modelos de aplicación en bioética”, Actas de las Jornadas Interdisciplinarias Bios y Sociedad, Assalone y Bedin Compiladores, Mar del Plata. Universidad Nacional de Mar del Plata. Lariguet, Guillermo. 2015a. “Señor, ¡yo soy un dogmático!...pero jurídico”, Revista de Ciencias Jurídicas, Costa Rica, Universidad de Costa Rica. Lariguet, Guillermo. 2015b. “Retos de la formación doctoral en derecho en América Latina”, Revista Estudios de Derecho. Nueva Época. Medellín, Universidad de Antioquia.
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PRIMERA PARTE CUESTIONES META-METODOLÓGICAS: CONCEPCIONES DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA
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¿EPISTEMOLOGÍA SIN FILOSOFÍA? UN ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO DE “LA” “METODOLOGÍA” DE LA INVESTIGACIÓN (SOCIO) JURÍDICA Roberth Uribe Álvarez “La jurisprudencia, suponiendo, pero no concediendo, que convenga llamarla ciencia, no es una ciencia como todas las demás: su fin principal no es describir hechos, explicar causalmente sucesos del mundo natural o social, formular hipótesis, hacer previsiones de sucesos futuros, sino interpretar discursos”. Norberto Bobbio.1
Introducción y planteamiento del problema. 1. Desde hace ya varias décadas, en el campo correspondiente a las denominadas ‘ciencias sociales’ ha operado la consolidación, vertiginosa, de una nueva y muy importante disciplina, la denominada ‘Metodología de la investigación de las ciencias sociales’ (en adelante MICS). Entre sus problemas de estudio los teóricos de MICS se ocupan, con especial atención, de afianzar esta metodología en una ‘Epistemología de la Investigación de las Ciencias Sociales’ (muy dirigida sobre todo a y desde la sociología –poco en la de Luhmann, por cierto), que obedece a unas particularidades epistémicas que la diferencian, en gran medida, de los discursos epistemológicos, de alguna manera más genuinos y, por supuesto más tradicionales, de la filosofía. A este respecto, con su epistemología MICS se propone, como uno de sus cometidos principales, la determinación de sentidos y significados del término ‘investigación’ en tanto que actividad de conocimiento en el ámbito de las ciencias sociales, así como la elaboración de los conceptos, categorías, técnicas y procedimientos investigativos básicos de estas ciencias. En tal medida, MICS ha asumido la identidad de una epistemología específica de la investigación teórico-social. Tiene, entonces, pretensiones metateóricas, incluso suprateóricas, e interdisciplinares. Provista de un estatus de “metaconocimiento”, o lo que es lo mismo, situada en un plano meta-metodológico, en el sentido de constituir “la” teoría de cómo elaborar tanto “métodos” de investigación como “investigaciones” científicosociales, al estilo de una “investigación de la investigación”, ha construido conceptos, categorías y discursos que funcionan como paradigmáticos para las más variadas, e incluso divergentes, disciplinas humanístico-sociales. 2. El conocimiento del derecho, los saberes, disciplinas e interdisciplinas jurídicos, no ha(n) estado exento(s) de esta incorporación del paradigma MICS a sus claves metodológicas, experimentando diferentes procesos de adecuación de sus conceptos y categorías discursivas a este paradigma. Esta integración de MICS a las teorías metodológicojurídicas ha dado lugar al surgimiento de un dualismo conceptual hoy casi consensual en los discursos iusmetodológicos: la distinción entre los tipos de investigación ‘jurídica’ 1
Bobbio, 1965, p. 21 -Cursivas añadidas.
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(teoría general del derecho, dogmática jurídica) y ‘sociojurídica’ (sociología del derecho, antropología jurídica, entre otras), como modalidades distintas de construcción de los objetos y/o de la generación de los saberes jurídicos, plasmada en una discursividad que es conocida como ‘Metodología de la investigación jurídica y socio-jurídica’, como caso especial o discurso-tipo de MICS. Esta pretensión meta-metodológica, que se trasmite desde MICS a sus discursos-tipo, está presente, y quizás exacerbadamente, en MIJS como uno de ellos, haciendo de él un dispositivo discursivo que se ha instaurado en el lenguaje de las distintas disciplinas jurídicas, a veces entendido como inviolable. Y esta consolidación de MIJS como discurso paradigmático, esto es, reconocido y hablado por diferentes teóricos que se dirigen a las disciplinas jurídicas, le ha ido convirtiendo en un mito discursivo para los teóricos de varias de dichas disciplinas, que en muchas ocasiones lo ven como un lenguaje no sólo especializado sino incluso inaccesible, materia de estudio de unos cuántos “expertos”, quienes tienen la legitimidad para catalogar (o no) como “investigaciones”, los diversos estudios jurídicos que se producen. El principal problema de que adolece MIJS es que en no pocas veces su aspiración de constituir una epistemología de la investigación jurídica; una meta-metodología gnoseológica y epistemológica de los más diversos y heterogéneos saberes jurídicos, no llega a más que a eso, dado que la asignación del estatutus investigativo de algún texto generalmente es formal o burocrática: es investigación aquello que surge de un proyecto de investigación, que a su vez es tal porque ha sido inscrito como tal en algún sistema universitario de investigación. Pero, desde un punto de vista material o de los contenidos filosóficos de la discusión metodológica MIJS (como tampoco MICS) no suele ser una actividad seria ni rigurosa. En efecto, una revisión de los discursos de MIJS, específicamente de sus fundamentos filosóficos (ontológicos, lógicos, epistemológicos y axiológicos), da cuenta de serios y varios déficits de comprensión del problema del(os) método(s) de conocimiento del derecho y de su(s) teoría(s), la(s) metodología(s), en tanto que cuestiones filosóficas, en nada pacíficas ni de complejidad reducida, como suele ser presentadas en la versión de MIJS, que generalmente viene formulada con el respaldo de teóricos de la educación, entre pedagogos y sociólogos de ésta, así como de algunos sociólogos y juristas orientados a un tipo muy informal de sociología jurídica, principalmente, como un conjunto de cuestiones desligadas de la ontología, la lógica, la epistemología y la axiológía filosóficas. 3. Estos enfoques metodológico-jurídicos, específicamente los de perspectiva “socio-jurídica”, se han ido afianzando en Latinoamérica y en Colombia, sobre todo a partir de los años 80’s del siglo XX, en no pocos casos, como formas privilegiadas de investigación para ciertos juristas (los “investigadores”), en desmedro de otras formas de elaboración de los discursos y saberes jurídicos que, aunque más clásicas, seguramente (como por ejemplo la ‘dogmática’ jurídica heredada de la tradición occidental germanista), bajo ciertas explicitaciones teóricas, son considerables aún válidas o sustentables desde el punto de vista epistemológico. Dicho afianzamiento de MIJS en las tradiciones jurídicas latinoamericana y colombiana contemporáneas soslaya que este nuevo paradigma se ha consolidado fusionando e integrando conceptos y categorías que desde un punto de vista epistemológico tal vez no sea correcto unificar, i.e., algunas filosofías hemernéuticas que sólo tienen en común esta denominación, o ciertas teorías de la argumentación que comparten igualmente en común solo su nombre, por citar sólo unos casos.
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¿Epistemología sin filosofía?
En consecuencia, es factible que el nuevo paradigma carezca de una capacidad de rendimiento filosófico para todos los discursos que pretende condensar como discursotipo de MICS, y que, por tal razón, algunas de las recepciones de MIJS en el ámbito de los saberes jurídicos, son más el resultado de una doble confusión filosófica: de un lado, de una inadecuada epistemología jurídica fundada en conceptos esencialistas de derecho y de teoría jurídica, así como, de otro lado, fundada en monismos y fundamentalismos conceptuales de las categorías “investigación”, “método”, “ciencia social” y “teoría jurídica”, como claves lingüísticas básicas de MIJS. 4. En este escrito se realiza un análisis descriptivo y crítico acerca de la mencionada discursividad MIJS como discurso-tipo de la metadisciplina MICS. Estas reflexiones versan sobre cuestiones principalmente epistemológicas de MIJS que se refieren a temas filosóficos complejos, que admiten teorizaciones muy diversas, y que contienen un inventario muy rico de problemas, de los cuales serán tratados los tres siguientes de forma apenas general y aproximativa: (i) MIJS como una epistemología de la investigación socio-jurídica y jurídica; (ii) Las proyecciones iusfilosóficas de MIJS como discurso estándar de epistemología de la investigación jurídica y sociojurídica; y (iii) Los desafíos de una epistemología de la investigación jurídica para saberes jurídicos como la dogmática jurídica (DJ) y la teoría general del derecho (TGD).
1. El concepto ‘epistemología de la investigación’ de MIJS y MICS. Uno de los saberes tradicionales de la cultura y el pensamiento occidentales es la filosofía. Es un saber milenario, que por ello conoce de muchas versiones, todas ellas originadas en la utilización de métodos y de teorías metodológicas (metodologías) muy distintos: idealistas (teológicos y racionalistas), existencialistas, materialistas, hermenéuticos, analíticos, estructuralistas, desconstructivistas, etc. Ahora bien, no obstante ser diversas las filosofías, según el o los métodos con el(os) que se elabore cada una de ellas, existen unos grandes problemas comunes a las distintas concepciones filosóficas. Estos problemas corresponden al ser, el conocimiento, el razonamiento y los valores y/o las valoraciones. Ontología(s), epistemología(s), lógica(s) y ética(s) son las disciplinas filosóficas que se ocupan, en su orden, del estudio de problemas ontológicos, epistemológicos, lógicos y axiológicos (Comanducci, 2004, p. 13-14). El campo de reflexión de este artículo está adscrito, entonces, a cuestiones relacionadas con estos saberes, principalmente a la epistemología, específicamente, la de la investigación (socio) jurídica. Ahora bien, ¿qué podemos entender, filosóficamente hablando, por ‘epistemología de la investigación’? En primer lugar, etimológicamente podemos entender por epistemología de la investigación el conocimiento de la investigación, en perspectiva más formal, una teoría del conocimiento de “la investigación”. En segundo lugar, el enfoque filosófico de dicha teoría es variable según el método filosófico que se elija. Una dilucidación filosófico-conceptual del término ‘Epistemología de la Investigación’ implica su desconstrucción y su reconstrucción racionales. Ésta puede comenzar por una indagación respecto del concepto ‘investigación’ como objeto de reflexión o, si se quiere, de la respectiva actividad epistemológica. Una primera consideración que resulta pertinente es la del carácter tautológico que puede estar involucrado en la expresión. En efecto, y probablemente desde un punto de Roberth Uribe Álvarez
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vista intuitivo, puede plantearse que la epistemología, esto es, que una teoría del conocimiento, es en cuanto tal una actividad investigativa, es investigación. Y lo es en la medida en que, si bien es cierto que ‘investigar’ es una acción que admite ser conceptualizada en muchos sentidos, de ellos parecen relevantes aquellos que están vinculados a alguna actividad de saber, de conocimiento, de explicación racional de un problema. A ese respecto, un concepto de investigación como el aquí referido, esto es, de carácter epistemológico, y por el cual se plantea un aspecto tautológico en la reflexión conceptual de la que nos ocupamos, es descrito por Haba (2007, p. 133): “[l]as investigaciones propiamente dichas requieren que mediante ellas se arribe a algún conocimiento que no sea bastante trivial y no esté ya adquirido antes. Una investigación no tiene sentido si no es para arribar a alguna novedad. Si Usted investiga, es para aportar algo nuevo y con interés para ciertos renglones del conocimiento. Si no, ¿para qué investigar? ¿Qué chiste tiene dedicar el tiempo a “descubrir” algo que ya de por sí es bastante conocido? “Cuando uno dice “novedad”, se trata de que el resultado consiste en algo que no es suficientemente sabido en la rama académica respectiva; o al menos sea dudoso, discutido, y que entonces usted venga a aportar elementos de juicio importantes que no estaban ya fácilmente a mano.”
Como puede verse, esto nos aboca a la siguiente traducción semántica del término epistemología de la investigación: “epistemología del conocimiento”, es decir, una especie de “teoría de la teoría del conocimiento”, y es por ello que es denunciable una noción tautológica de principio. Ahora bien, ¿se puede tomar como un problema filosófico genuino, esta noción tautológica, o adoptar más bien la forma de un pseudoproblema? Las respuestas que admite esta cuestión son variadas, y oscilan entre puntos de vista afirmativos y otros negativos. En nuestro criterio, hay más razones que respaldan la elección de las respuestas negativas o, en tal medida, escépticas, respecto de la existencia de un problema filosófico en la interrogante referida, que razones afirmativas del mismo. Este escepticismo radica, básicamente, en que, en esos términos tautológicos en que puede terminar siendo planteada la cuestión, la llamada epistemología de la investigación no representa realmente un saber epistémico distinto al de la epistemología como teoría del conocimiento, incluyendo a la ciencia. En otras palabras, un saber tautológicamente formulado como el de una epistemología de la investigación, no termina siendo una teoría filosófica de ninguna ciencia (epistemología propiamente dicha) ni una filosofía del conocimiento (gnoseología), dado que dicha ‘investigación’ como objeto epistémico de reflexión no podría ser algo distinto, filosóficamente hablando, que un conocimiento, que en algunos casos es científico. Sin embargo, existen opciones de respuestas afirmativas respecto del carácter de problema filosófico de la cuestión acerca de la ‘epistemología de la investigación’. Precisamente, estas respuestas optimistas o no-escépticas son las que están representadas en modelos discursivos como los que se han denominado MICS (metodología de la investigación en ciencias sociales) y su discurso-tipo MIJS (metodología de la investigación jurídica y socio-jurídica). Sobre estas respuestas va a versar la reflexión que sigue.
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2. Las proyecciones iusfilosóficas de MIJS como discurso estándar de epistemología de la investigación jurídica y socio-jurídica: El dualismo “investigación jurídica” – “investigación socio-jurídica” en MIJS como caso especial de MICS MICS ha tenido repercusiones distintas no sólo en diversos niveles de las denominadas disciplinas sociales y humanísticas, sino también del pensamiento jurídico; de la investigación jurídica.2 Como se ha advertido, la incorporación del paradigma MICS a los saberes acerca del derecho ha generado la postulación de un discurso tipo o caso especial de MICS, conocido con la denominación de Metodología de la investigación jurídica y sociojurídica (MIJS). En el marco conceptual de MIJS existe una serie de conceptos y categorías “iusmetodológicos” (de epistemología jurídica) receptivos de los elaborados por MICS, entre los cuales se destaca el dualismo investigación jurídica “básica” e investigación jurídica “aplicada” (o “sociojurídica”), a partir del cual se pretende, en no pocos casos, el abandono de los estudios jurídicos consistentes en la elaboración de discursos de análisis conceptual (i.e. la teoría general del derecho y la dogmática jurídica) y su subrogación por discursos de otro tipo, especialmente de carácter empírico (i.e. “la” ‘sociología del derecho’), a los cuales se concibe como privilegiados y de un estatus de mayor respetabilidad epistémica. 2.1. Investigación “jurídica” (IJ) como problema de MIJS en tanto discurso-tipo de MICS. Para MIJS la investigación es “jurídica” básicamente por su desvinculación con procedimientos metodológico-empíricos (i.e., los análisis estadísticos, las encuestas, los ABP, entre otros) característica esta última de su opuesto, la investigación “sociojurídica”. En otros términos, siguiendo el lenguaje de MIJS, la investigación jurídica es, ante todo, “cualitativa”, a diferencia de la sociojurídica que es tanto cualitativa como, especialmente, cuantitativa. Esta concepción de la IJ es producto de dos prejuicios teóricos. Un primer prejuicio, consiste en privilegiar el método empírico como arquetipo de conocimiento, privilegio en virtud del cual se suele identificar la IJ con una especulación metafísica incontrolada, tanto en su modalidad de la dogmática jurídica como de la teoría general del derecho. El segundo prejuicio consiste en menospreciar, en el estudio de los problemas filosóficos del derecho, la importancia que tiene la lógica (en sentido amplio) del razonamiento jurídico, esto es, la retórica y la hermenéutica jurídicas, que no por ser campos de saberes “cualitativos” carecen de un rigor y valor filosófico relevante.3 Debido a su ontología de discurso normativo de primer nivel, esto es, a que se trata de un lenguaje deontológico o prescriptivo encaminado a motivar el comportamiento de los individuos, el derecho tiene un carácter preponderantemente argumentativo, toda vez que la aplicación de dicho lenguaje a las relaciones jurídicas implica la transformación Cf. SARLO, 2003, 184: “Entre los juristas dogmáticos, es común utilizar el término investigación en un sentido muy amplio, que comprende hasta el caso de quien escribe un libro o artículo donde se pasa revista a un catálogo de opiniones ajenas, y al final se opta por una de ellas. De ahí que no resulte extraño que los manuales de Metodología de Investigación Jurídica (MIJ) oscilen entre algunos de estos variados enfoques: método para escribir monografías, tesis, etc; método para resolver casos; método para interpretar el derecho, etc.”; también ADARVE/LOPERA, 2006, passim. 3 Similar crítica dirige ALBERT (1987: 121): “La metodología de la jurisprudencia pura parece así retrotraerse más bien a los modos de procedimiento hermenéuticos o analíticos acentuados en estas corrientes filosóficas que a los métodos de las ciencias positivas reales”. 2
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de los enunciados generales en normas individuales, conversión que se da a través de la interpretación y la argumentación razonables de los enunciados del derecho positivo, así como de los metalenguajes sobre dichos enunciados (enunciados normativos) y sobre enunciados de carácter fáctico (enunciados fácticos) que han sido jurídicamente institucionalizados, entre otros. MIJS menosprecia, debido a dichos prejuicios teóricos, el aspecto funcional que la investigación jurídica desempeña en relación con ese carácter argumentativo del derecho: dogmática y teoría general del derecho son fuentes de elaboración de argumentos, sirven como instrumentos para construir criterios de consenso o de intersubjetividad en los auditorios jurídicos. De allí que el análisis conceptual de estas estructuras discursivas, sea un asunto de gran relevancia para la investigación en (y sobre) el derecho. 2.2. Investigación “socio-jurídica” (ISJ) según MIJS en aplicación y extensión de MICS. Con lo dicho, para MIJS la investigación “socio-jurídica” es un tipo especial, privilegiado, de conocimiento acerca del derecho. Esta condición de privilegio de la investigación sociojurídica en MIJS responde, por lo menos, a dos razones. En primer lugar, a la posibilidad que presenta MIJS para que los estudios jurídicos tengan niveles de adecuación al paradigma de la investigación científico-social: elementos de análisis empírico y su evaluación de acuerdo a métodos cuantitativos (tanto de las ciencias sociales como de las ciencias exactas). De este modo, MIJS representa un mecanismo para conminar la investigación cualitativa a la IJ y adscribir la investigación cuantitativa a la ISJ. En segundo lugar, el discurso de la investigación socio-jurídica que elabora MIJS, permite depurar el conocimiento jurídico de su carácter retórico y valorativo, o, si se prefiere, hermenéutico y argumentativo, por la vía de la formulación de proposiciones “empíricas”, esto es, mediante el establecimiento de objetos de estudio no lingüístico-valorativos, o adscriptos al plano deontológico, sino pertenecientes al plano fáctico-social. ‘Hechos sociales’ en lugar de ‘normas’ y de un ‘ordenamiento jurídico’ qué sistematizar.
3. Los desafíos de una epistemología de la investigación jurídica. 3.1. Las insuficiencias del paradigma MIJS para abarcar los discursos de investigación jurídica básica o “pura”. Con lo dicho, como metateoría metodológica de los saberes jurídicos, MIJS adolece de problemas de carácter filosófico que le hacen concebir erróneamente la estructura de la investigación jurídica básica (la teoría general del derecho y la dogmática jurídica), su pertinencia académica y su relevancia institucional, a la cual ve con un gran reduccionismo epistémico.4 Esta investigación jurídica ‘básica’ no es otra cosa que la discursividad elaborada con respecto al derecho por los juristas, en ocasiones con metadiscursos de primer nivel, como es el caso de los dogmáticos, o en otras de segundo nivel, como es el de los iusfilósofos. El referido reduccionismo deviene en gran medida de la actitud de restar importancia al carácter relevante y en muchos casos problemático que representan las piezas del 4
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Cf. GONZÉLEZ SÁNCHEZ/MARTINEZ MONSALVE, 2013, 194-195.
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derecho en tanto instrumentos para la resolución, limitada y falible, pero socialmente relevante, de los conflictos intersubjetivos jurídicamente regulados, como objeto de estudio complejo de la dogmática jurídica, discurso éste que a su vez, especialmente en sus aspectos conceptuales, constituye el objeto de estudio de la teoría general del derecho, que habla de aquella descriptiva o valorativamente. Una alternativa de superación del referido reduccionismo epistemológico criticable a MIJS puede comenzar recurriendo a una indagación respecto de los derroteros epistemológicos (esto es, de cómo se construyen los objetos y los conocimientos jurídicos) que los referidos tipos de investigación jurídica básica deberían adoptar, como forma de superar la noción peyorativa y esencialista de investigación “jurídica” (por oposición a la “sociojurídica”) que a partir de MICS se le genera en MIJS a estos discursos, dando de este modo respuesta a las deficiencias filosóficas (lógicas, ontológicas, epistemológicas y axiológicas) que existen en MIJS, desde donde se les concibe como discursos metodológicamente inferiores a la investigación jurídica externa o “socio-jurídica”. Un punto de partida valioso para este propósito es el diagnóstico que realiza Sarlo,5 al discurso que él denomina ‘metodología de la investigación jurídica (MIJ), en Latinoamérica, como portador de carencias epistemológicas, el cual puede imputarse a MIJS, analógicamente: “Desde el plano epistemológico, voy a señalar seis carencias importantes de los textos de MIJ, en general; en cuanto ello sea pertinente, señalaré las honrosas excepciones. Esas carencias se refieren a: 1. Epistemología de la ciencia jurídica6. 2. Relevancia del lenguaje7. 3. Lógica interna de la investigación jurídica8. 4. Relevancia de los marcos teóricos en derecho y su conexión con la interdisciplinariedad9. 5. Conexión de la IJ con el mundo social10. 6. Importancia de la comunidad científica en la práctica de la investigación”11. Cf. SARLO, 2003, 186. “La mayoría de los textos entran directamente al tratamiento de unos criterios metodológicos, sin explicitar los supuestos epistemológicos, con lo cual no previenen adecuadamente al investigador acerca de los problemas que indefectiblemente se le platearán” (SARLO, Ib.) 7 “La teoría del derecho suministra un abundante material que no es tomado en cuenta a la hora de estructurar manuales de MIJ” Una excepción importante, la constituyen los trabajos del Prof. Enrique P. Haba sobre MIJ, que desde una óptica más bien escéptica (que él denomina ‘heurístico-negativa’), desarrolla claras indicaciones para el investigador valiéndose de los hallazgos de la lingüística moderna”. (SARLO, Ib., 187) 8 “Por lógica interna de la investigación jurídica, entendemos la estructura o modelos formales que deberían observar tanto los problemas como las respuestas propias de la ciencia jurídica. Ello se reflejaría en los modelos de argumentación admisibles en la teoría del derecho. Dado que tales estructuras actualmente quedan en la penumbra conceptual, lleva a que se procese de cualquier manera en la caja negra del investigador, o en términos más claros: queda librado a la intuición” (SARLO, Ib., 187). 9 “Los numerosos trabajos de MIJ prescinden de las modernas teorías del derecho en sentido fuerte, que tienen la virtud de conectarse con teorías sociales más amplias” (SARLO, Ib., 88). 10 “En este rubro existe mayor preocupación de los textos sobre MIJ, aunque en general resultan insuficientes, en la medida que un proyecto se basa en el dominio de la lógica interna de la investigación jurídica, y ésta, como vimos, no es objeto de un tratamiento suficiente” (SARLO, 2003, 189). 11 “[n]o encontramos desarrollos explícitos ni fundamentaciones epistemológicas para políticas de apoyo y fortalecimiento de la investigación jurídica institucional” (SARLO, 2003, 189). 5 6
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SARLO también formula la siguiente conclusión general, que aunque gnoseológicamente lapidaria, es crucial en una discusión iusmetodológica de la investigación jurídica básica latinoamericana (tanto para la dogmática como para la teoría general del derecho): “Con todo, dentro de la zona deficitaria, la más descuidada es la referencia al lenguaje… [l]o cual se explica porque si bien muchos textos aluden a problemas generales de epistemología, al momento de abordar la problemática específica del conocimiento del derecho, se descuida un elemento clave como es el lenguaje. En otras palabras, pueden abundar citas de Popper o Kuhn, pero será difícil encontrar referencias a Wittgenstein, Hart, Ross, Searle, Habermas, etc”.12 A partir de esta aproximación preliminar a los déficits epistemológicos de MIJS con relación a su condición de una metateoría jurídica para la investigación jurídica básica, es menester realizar algunas consideraciones respecto de los rasgos de dicha investigación frente a los cuales MIJS resulta insuficiente. A continuación se describirá un marco de problemas presentes en la investigación jurídica, para cuyo tratamiento el paradigma MIJS, debido a su condición a-filosófica, resulta impertinente. 3.2. Un marco de problemas filosóficos de la investigación jurídica básica (soslayados por MIJS). En un sentido general, la investigación jurídica básica, metodológicamente, consiste en dos tipos de actividades principales: (i) análisis conceptual (‘teoría general del derecho’ -TGD) y (ii) elaboración de discursos acerca de enunciados normativos del derecho positivo (‘dogmática jurídica’ -DJ). El concepto de ‘investigación jurídica básica’ y sus desarrollos teóricos (TGD y DJ), debería incluir la comprensión y elucidación de algunas de las siguientes cuestiones metodológicas entendidas en un sentido filosófico: (i) construcciones teóricas acerca del derecho (conceptos de derecho), incidentes en la formulación y resolución de problemas “prácticos” (i.e. la aplicación de disposiciones jurídicas a casos concretos y la conversión del ordenamiento jurídico en un sistema); (ii) una caracterización y dilucidación acerca de lo que puede ser considerado un ‘problema jurídico’; (iii) un lenguaje riguroso y consensual que garantice la circulación de la información relevante para la investigación acerca del discurso conocido como teoría de la legislación; (iv) un consenso en alto grado, acerca de la estructura lógica de los enunciados, argumentos y explicaciones que se tienen como admisibles en los discursos y prácticas jurídicos.13 Estos problemas adquieren un lugar sistemático y un tratamiento teórico distintos según se vislumbren como adscriptos a la dogmática jurídica o la teoría general del derecho, como saberes-tipo de la discursividad a la que, desde MIJS se le denomina ‘investigación jurídica’ (básica). 3.2.1. El marco de problemas filosóficos de la dogmática jurídica. La investigación jurídica básica que corresponde a la dogmática jurídica, concebida como un metadiscurso analítico de las disposiciones del derecho positivo y de los 12 13
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Cf. SARLO, 2003, 190, resaltado añadido. SARLO, 2003, 185.
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enunciados acerca de estas disposiciones (normas), debería centrarse en el análisis de problemas del siguiente tipo, los que suelen ser soslayados por MIJS: a) Problemas teórico-conceptuales: alusivos a los conceptos de dogmática y a los conceptos de derecho que usan los dogmáticos. El del concepto de derecho es un problema central de la dogmática jurídica, dado que ella, en cuanto denotativa de un método de conocimiento de “lo jurídico”, el método “dogmático”, puede asumir diferentes enfoques que es importante distinguir: hay conceptos de derecho descriptivos, normativos o mixtos, que inciden en el tipo de método dogmático que se postule, generando (metodologías) dogmáticas descriptivas, prescriptivas e incluso mixtas, respectivamente. b) Problemas epistemológicos: entre el concepto de derecho y el discurso dogmático existe una relación directa. Estos problemas, originados en dicha relación, tienen que ver con el modelo metodológico de dogmática que sea apropiado para el estudio del concepto de derecho elegido: si el concepto de derecho es descriptivo, el método utilizado para una dogmática descriptiva correspondientemente deberá ser descriptivo; contrario sensu, si el concepto de derecho elegido es normativo, el método a implementar deberá ser normativo, para dar lugar a una dogmática también normativa. c) Problemas lógicos: que se refieren a la utilización y aplicación de los enunciados de derecho positivo por los operadores jurídicos a los casos que son sometidos a su resolución, y que pueden ser (i) problemas de razonamiento o argumentativos: que se encaminan a estudiar y proponer soluciones, mediante doctrinas de interpretación y de la integración, a los problemas lingüísticos que presenta el lenguaje-objeto de las autoridades jurídicas; (ii) problemas ideológicos, que tienen relación con las concepciones teóricas, mentalidad jurídica y cultura ético-política de los operadores jurídicos con relación al derecho como técnica e institución social de solución de los conflictos. Esta ideología guarda directa relación con el grado de admisión que den los operadores jurídicos a la cuestión del alcance heurístico del derecho.14 d) Problemas axiológicos: Los ordenamientos jurídicos están insertos en sistemas de valores sociales y políticos e incluyen a su vez criterios de valor jurídicos (i.e. la justicia, la igualdad, la seguridad jurídica). La pregunta acerca de si estos sistemas de valores son cognoscibles racionalmente y, con ello, si son relevantes para el derecho, es uno de los problemas que debería enfrentar el conocimiento dogmático, y que siendo un problema de carácter valorativo o normativo (de filosofía práctica), no es resoluble a través de la investigación sociojurídica, por lo menos no por aquellas de perspectiva funcionalista y empírica. Este es un problema de gran relevancia para la construcción de un discurso dogmático, dado que las disposiciones del derecho positivo a partir de las cuales se formulan las normas jurídicas, pueden ser comprendidas como partes o no de un sistema moral, esto es, como razones para la acción, independientes o dependientes de otros sistemas normativos. En tal medida, dentro de los problemas relevantes de la investigación jurídica, el de los enunciados jurídicos, como razones para la acción, constituye uno de los aspectos que no se pueden abordar adecuadamente con los criterios de la investigación sociojurídica, dado que se trata de un problema justificatorio y no explicativo. 2.2. El marco de problemas filosóficos de la teoría general del derecho (soslayados por MIJS): 14
Cf. SALAS, 2007, pp. 137-138.
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A partir de una concepción estándar de la teoría general del derecho, originada en el paradigma analítico contemporáneo, puede afirmarse que ésta, desde un punto de vista inmediato, es un metalenguaje de la dogmática jurídica y, desde un punto de vista mediato, un meta-metalenguaje del derecho positivo.15 En tal virtud, en tanto elaboración filosófica de un tipo específico de sujetos jurídicos, los juristas (la filosofía del derecho de los filosófos suele ser distinta), los problemas metodológicos (filosóficos) de una teoría general del derecho, superando los déficits que le son generados desde MIJS, son básicamente: a) Problemas ontológicos o teórico-conceptuales: en los cuales se analizan dos tipos de problemas que aluden a una conceptualización del derecho: (i) los aspectos centrales de la formulación de un concepto de derecho, es decir, sus rasgos ontológicos básicos, entre ellos: la autoridad, la institucionalidad, el origen social del derecho y el carácter lingüístico-prescriptivo de las entidades jurídicas; y (ii) los conceptos de derecho que formulan y usan los dogmáticos en sus metalenguajes sobre el derecho positivo, desde el punto de vista de su fundamentación y coherencia metodológicas, esto es, de su carácter descriptivo o valorativo y de la consistencia que existe entre el método elegido y el discurso resultante (falacias naturalista y normativista). b) Problemas epistemológicos: estos aluden a (i) problemas (meta)metodológicos del conocimiento jurídico constuido por la teoría general del derecho, en los cuales es pertinente describir algunos de los métodos con los que se formulan las diferentes teorías “generales” del derecho en el pensamiento jurídico occidental, recabando en la caracterización de dos de los principales enfoques filosóficos de la metodología de los discursos de teoría general del derecho: esencialismos metafísicos (iusnaturalismo e iuspositivismo ideológicos), convencionalismo analítico (positivismo conceptual o metodológico y constructivismo) y realismos. (ii) Al lado de los anteriores, se encuentran los problemas del conocimiento jurídico científico. En tanto que los problemas epistemológicos de un discurso iusteórico general forman parte de un entramado de mayor generalidad, alusivo a cuestiones referidas a la adscripción de una teoría general del derecho en un lenguaje metateórico más amplio (el metalenguaje de un discurso filosófico del derecho), su análisis debe dar cuenta de una dilucidación referida al estatuto epistemológico (científico, tecnológico, técnico o retórico) y a la estructura conceptual del más tradicional discurso jurídico interno en el civil law: la dogmática jurídica. c) Problemas lógicos: los problemas de cómo deben razonar y de cómo razonan de hecho los juristas (dogmáticos y operadores jurídicos) son, en una medida, problemas lógicos, que en cuanto tal interesan a la filosofía del derecho de los juristas. En relación con el cómo deberían razonar los juristas, las teorías de la argumentación suministran modelos generalmente normativos que postulan lo que Atienza ha denominado los ‘enfoques formales’ de la argumentación. Estos aspectos lógicos, aunque no agotan el estudio de las argumentaciones, son una parte necesaria de las mismas, sobre todo en el aseguramiento que a través de ellos se hace de unos criterios mínimos de consistencia en la articulación de nuestros razonamientos prácticos, no sólo de los jurídicos. En lo que a la cuestión de cómo razonan de hecho los juristas, la teoría del derecho cuenta con los enfoques realistas, según los cuales el razonamiento judicial surge como 15
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GUASTINI, 1999, pp. 15-27.
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una confluencia de aspectos racionales, irracionales, emotivos, subjetivos, objetivos, teóricos, ideológicos, conceptuales, morales, etc., dado que los jueces, cuando profieren una decisión judicial, no tienen como objetivo inmediato producir una teoría jurídica ni impactar teóricamente una comunidad de iusteóricos, sino, básicamente, la resolución de un conflicto intersubjetivo de intereses, es decir, su objetivo es un objetivo esencialmente práctico. Este aspecto óntico de las decisiones judiciales es la cuestión relevante del escepticismo racionalista, especialmente judicial, de estos enfoques realistas, pues, para ellos la reflexión en torno a una lógica del razonamiento jurídico en sus diversas modalidades no es un campo de problemas pertinente para la teoría jurídica, debido al carácter prácticoirracional de la decisión judicial. d) Problemas axiológicos: una cuestión relevante en el estudio de una filosofía del derecho de juristas o teoría general del derecho es la que tiene que ver con la posibilidad de fundamentar o no la existencia de “valores” y, derivada de ella, la de si es posible o no formular juicios axiológicos con predicados de objetividad y verdad. La filosofía moral contemporánea introdujo en el discurso cognoscitivo de la moral una triple distinción de subdisciplinas, como niveles de estudio de la moral; como espacios para su conocimiento racional o epistémico, atendiendo a la clase de método con que dicho conocimiento se lleve a cabo: la ética sociológica, propia de un método descriptivo; la ética normativa, consecuencia de un método prescriptivo, y la ética analítica o metaética, en la que se estudian problemas conceptuales y de fundamentación de los juicios morales.16 La discusión metaética, o sea, el discurso que problematiza la (in)fundamentabilidad racional de los juicios morales, debe partir de la diferenciación de este nivel de estudio metaético de la moral, con respecto a los dos restantes. Vale señalar que la regla de juego epistemológica que rige la distinción de los planos de estudio aquí comentados, demanda el establecimiento de soluciones de continuidad cuando se trasunte de un plano a otro. Es decir, del plano ético descriptivo no puede pasarse, sin más, derivando consecuencias conceptuales y discursivas, al plano prescriptivo, y viceversa. Y en ambos casos debe resguardarse de estos dos niveles el correspondiente al conocimiento metaético.17 Para una teoría general del derecho interesada en el rigor metodológico, esto es, en la validez de sus argumentos y en la ausencia de dogmatismos, es de suma importancia distinguir y proyectar las relaciones entre el derecho y la moral, determinando el alcance de estas categorías metaéticas en sus enunciados. Bibliografía Adarve Calle, Lina/Lopera Quiroz, Olga (2006). ¿Metodología para investigar en derecho? Estudios de Derecho, Vol. LXIII, No. 141, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de Antioquia, Medellín. Albert, Hans (1987). El concepto de jurisprudencia racional. En: Revista de Estudios Públicos, No. 26, Santiago de Chile, pp- 109-133 versión digital (http:// http://www.cepchile.cl/ dms/archivo_1094_1090/rev26_albert.pdf ). Bobbio, Norberto. Derecho y lógica (1965), traducción de Alejandro Rossi En: BOBBIO, 16 17
Cf. NINO, 1980, pp. 353-355. Cf. MENDONCA, Daniel, 2001.
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Norberto/Conte, Amedeo (1965). Derecho y lógica – Bibliografía de lógica jurídica, Centro de Estudios Filosóficos/UNAM, México. Comanducci, Paolo (1999). Razonamiento jurídico. Elementos para un modelo, traducción de Pablo Larrañaga, Fontamara, México Commanducci, Paolo. (Comp., 2004). Introducción a Análisis y derecho, Fontamara, México. González Sánchez, Flor Patricia/Martínez Monsale, Sandra Milena (2013). Las representaciones sociales y las prácticas investigativas del saber jurídico. En: Opinión jurídica, Vol. 12, No. 23, Universidad de Medellín, Medellín, pp. 187-200. Guastini, Riccardo (1999). Distinguiendo, traducción de Jordi Ferrer, Gedisa, Barcelona. Haba, Enrique (2007). “Métodos” para la investigación jurídica: ¡Un cuentito más¡ (Primera parte). En: Estudios de Derecho, Universidad de Antioquia, Medellín, No. 144, pp. 125145. Mendonca, Daniel (2001). Los secretos de la ética, Tecnos, Madrid. Salas, Minor (2007). Debate sobre la utilidad de la metodología jurídica: una reconstrucción crítica de las actuales tendencias metodológicas en la teoría del derecho. En Isonomía, México, pp. 111-142. Sarlo, Oscar (2003). Investigación jurídica. Fundamentos y requisitos para su desarrollo institucional, Isonomía: Revista de Teoría del Derecho, México.
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¿Epistemología sin filosofía?
MUNDO OBJETIVO Y SUBJETIVO: O SOBRE COMO UNOS ANIMALES ARROGANTES INVENTARON EN UN RINCÓN PERDIDO DEL UNIVERSO ALGO LLAMADO LA VERDAD Y LA FALSEDAD Minor E. Salas Quizá, queridos lectores, no sois más que una ficción en el sueño de algún dios, igual que Sherlock Holmes fue una ficción de la mente de Sir Arthur Conan Doyle. M. Gardner 1. El Dr. Lariguet, compilador de este libro, me invitó amablemente a escribir un artículo sobre un tema algo esotérico: lo “objetivo” y lo “subjetivo” en el conocimiento; específicamente, en el conocimiento jurídico. Yo no le haré caso (rebeldía, que él quizás me sepa disculpar) en dos sentidos muy específicos: en primer lugar, no escribiré un artículo erudito, lleno de citas, autores, digresiones, paréntesis y acotaciones. Escribiré un ensayo. Y un ensayo es solo eso: un intento. Logrado o fallido. Pero ensayo al fin y al cabo. Trataré de exponer lo que yo pienso sobre el invocado tema esotérico, de una forma lo más directa y clara posible. Al grano. En segundo lugar, no me limitaré específicamente al conocimiento jurídico; sino que mis observaciones son más bien de un orden general; aunque ciertamente alguna mención directa haré al campo del Derecho hacia el final del texto. 2. Quiero empezar haciendo un experimento mental (o sea, algo que no es “real” y que de hecho no podría llevarse a cabo, pero que es útil para ilustrar el punto clave de un pensamiento). Voy a llamarle a este el “Experimento del Estado Mental Cero”. El experimento consiste en lo siguiente: imaginemos que un ser humano –hombre o mujer da lo mismo– con todas sus capacidades mentales y físicas, aparece de pronto en este mundo; o sea, en nuestro planeta Tierra. Imaginemos, además, que aparece en la Tierra de hace varios millones de años, cuando aún existían los dinosaurios (¡si es que de verdad existieron, y no es un invento de Hollywood para hacer películas taquilleras!). Este ser humano simplemente aparece allí, de la nada. Ex nihilo, como dicen los eruditos. Con un cerebro plenamente formado, es un adulto físicamente hablando, de unos 30 años, con todas sus condiciones físicas y biológicas en perfecto estado. Claramente es un miembro de nuestra especie (homo sapiens sapiens). Es más, podríamos asumir, para hacer más interesante el experimento mental indicado, que se trata del mismísimo Aristóteles; al menos del cuerpo de Aristóteles con todas sus condiciones físicas y biológicas presentes. Únicamente que no cuenta con una socialización de tipo alguno y, por lo tanto, no domina un lenguaje ni tampoco representaciones sociales o culturales de su entorno. Aparece simplemente allí, entre unas montañas rodeadas de vegetación y animales salvajes y fieros. Está con los ojos cerrados, pero de pronto los abre y mira a su alrededor. Mira como Adán o Eva miraron el mundo por primera vez; con inmaculada pureza, sin sombra o vicio; una visión de paraíso, o para ponerlo más técnicamente: con inmaculada “objetividad”, pues no hay en su mente nada más que unas facultades fisiológicas para ver, sentir, oler y escuchar su entorno. No hay vicio ni prejuicio. ¿Habrá mente? En este punto del experimento mental, quiero hacerle al estimado lector una pregunta esencial de mi reflexión: ¿Qué ve nuestro hipotético Aristóteles? Sí, como lo leyó. Minor E. Salas
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¿Qué ve, observa o mira? ¿Acaso verá una montaña y dirá, “he allí una montaña con sus riscos, peñascos y abismos?” ¿O verá una roca y expresará: “esto es una roca dura” (material predilecto en la construcción de corazones humanos = A. Bierce)?Y si mira un animal salvaje,¿podrá decir acaso: “he aquí un animal, distinto a mí, y tan indómito como mi alma?” ¿Y logrará distinguir los diferentes colores: el verde del bosque, el azul del cielo y el negro muy negro de una noche sin estrellas, de la que hablaba el inmortal Dante? ¿Qué verá y cómo lo verá nuestro (pseudo) Aristóteles? Y si escucha unos ruidos, ¿podrá diferenciar el tronar del rayo del latir de su corazón solitario? Y el olor a tierra virgen o el aire salado de la mar, ¿podrá percibirlos? Pero si suponemos, como hemos supuesto, que este ser humano se encuentra privado de toda cultura, de toda civilización, de todo contacto con otros miembros de su propia especie y que tampoco posee un lenguaje: ¿Serán sus representaciones de este mundo: “brutas”, “reales”, “objetivas”, “verdaderas”, tal y como ellas son en sí mismas? ¿Y si decimos que no lo son, entonces cómo son? ¡La selva se pone espesa! En este punto de la reflexión, y como un intento por responder a los interrogantes formulados en el párrafo anterior, deseo plantear una hipótesis (nada más que eso). Esta hipótesis no es nada nueva quizás, pero sí deseo dejarla establecida claramente como un punto de partida para las reflexiones ulteriores. Voy a llamarle a esta, para hablar de la mano de Ernst Cassirer: La hipótesis de la representación simbólica: Según ésta, nuestro personaje ficticio en realidad no ve nada, ni oye, ni huele, al menos de la misma forma que lo hace un hombre del mundo moderno. ¿Pues será posible ver, oír, sentir u oler allí donde solo existe la “tabula rasa” de ese gran filósofo que fue John Locke, donde solo hay una consciencia carente totalmente de experiencia y de vivencia? Aunque resulte una cuestión muy obvia decirlo, la posibilidad de “ver” el mundo, en un sentido conceptual, requiere, en primer lugar, que uno desarrolle, tal y como lo ha estudiado ampliamente el filósofo francés Jean Piaget, en sus investigaciones psicológicas, una representación simbólica de la realidad. Vamos a entender por “simbólica” aquella representación que supone un lenguaje, un conocimiento, una capacidad de distinguir entre la “cosa” y el “concepto” que ésta designa; entre la “cosa” y el “nombre” (aunque tal capacidad es, como se sabe, más bien poco frecuente en el colectivo humano). Y eso solamente es posible gracias a la condición social del ser humano y de su intercambio comunicativo con otros individuos de su especie. Este problema, como se sabe, ha sido tratado maravillosamente por los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann en su obra clásica: La construcción social de la realidad. Las denominadas “estructuras de sentido”, de las cuales hablan estos dos autores, le otorgan a la variedad de fenómenos del mundo (entes, cosas, situaciones)y que se muestran fuera de nuestra consciencia, un significado individual y social, que solo es posible gracias al intercambio de las relaciones humanas. No somos criaturas arrodilladas y solitarias. Miserable y sucias. A pesar de lo que diga el gran Hobbes. Así pues, según la hipótesis planteada, es probable que la mirada de nuestro hipotético Aristóteles perciba los objetos de la realidad física, incluso las formas, los colores y los contornos, pues para eso nuestra especie ha desarrollado unos órganos sensibles a esas formas, colores y contornos particulares; pero más allá de eso, esas formas, colores y contornos no significarán para él absolutamente nada. Serán como, valga la imagen bien gráfica, una “mancha” en su conciencia. Esa “mancha” no tendrá el sentido, ni el significado, o como dicen los lingüistas: las denotaciones y connotaciones, que tienen para nosotros el color verde musgo del bosque, la textura de la dura roca, ni la forma redonda de la luna (la cual nos contempla silenciosa con su monóculo = Jules Renard).
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Todas estas representaciones son posibles solo gracias al intercambio cultural de nuestra civilización. ZoonPolitikón. Así le llamó el gran Aristóteles (el verdadero, no el falso que hemos descrito hasta ahora). Sin ese intercambio, y el consiguiente desarrollo psico-lingüístico y simbólico (un fenómeno único en nuestro universo, hasta donde se sabe), nuestra mirada sería posiblemente igual a la de cualquier otro animal, movida esencialmente por una batería de instintos, sensaciones e impulsos de sobre y supervivencia biológica. Pero, en esas condiciones, ¿será posible ya hablar de subjetividad y objetividad? Charles Sanders Peirce, considerado el padre del pragmatismo y de la semiótica moderna, acuñó un concepto realmente útil para referirse a este mundo exterior, independiente de nuestra percepción y consciencia. Él hablaba de un “Fanerón”: la palabra proviene del griego “ (phaneros) que significa “visible”, o lo que se “muestra”. Eso que está allí afuera. Lo que podemos ver, sentir, tocar y que a veces choca contra nuestras narices. No sabemos muy bien qué sea o cómo sea eso que se muestra, pero su presencia difícilmente se pueda negar (al menos sin que nos internen en una institución para enajenados mentales). Eso que se muestra no es, por supuesto, accesible tal cual es, según lo he explicado ya con la Hipótesis de la representación simbólica: no podemos ver un mundo allí afuera, outthere, de una forma absolutamente objetiva, bruta e independiente de nuestra constitución biológica, social y cultural. A los seres humanos–en virtud de la constitución de su cerebro, y de la estructura de su visión, del tacto, del oído, del olfato, etc.,–el Fanerónse muestra de una forma particular (entre muchísimas otras posibles). Para un murciélago, que es prácticamente ciego y que se orienta mediante el sonido, eso que se muestra es muy distinto; o para un perro, o para un caballo, o para cualquier otro animal con sentidos similares a los nuestros. De allí que, un dato fundamental de la civilización humana, es que lo que se “muestra” no es reconocible, ni por nosotros ni por nadie, tal cual es. No sabemos siquiera qué sea o cómo sea. Lo que está detrás, por decirlo así, del Fanerón, es un misterio inasible. El secreto del Ser. Tampoco sabemos exactamente de qué se compone (las únicas referencias que da la ciencia, hasta el momento, es que lo que percibimos está hecho de materia y que esa materia a su vez se compone de átomos, neutrones, protones, neutrinos, etc.). Pero más allá de allí, no se conoce mucho; y por eso ya se habla de una sustancia misteriosa denominada la “anti-materia”. Por consiguiente, eso que se denomina “realidad”, “mundo objetivo”,“realidad bruta”, es, en resumidas cuentas y para efectos prácticos, únicamente lo que se muestra (un “Fanerón”, y ese Fanerón es, a su vez, un presupuesto ontológico indemostrable). Llamemos a este presupuesto, en honor a su creador: El Axioma de Peirce. Este axioma postula, repitamos, que lo que está allí afuera solo nos es accesible mediante nuestros limitados sentidos humanos. De allí que en cierta medida, tenía razón Platón al creer que lo único que en este mundo podemos ver y sentir y pensar es la apariencia. No obstante, detrás de esa apariencia, de existir algo (según Platón existía detrás de esta apariencia un mundo de ideas, al que llamaba «lugar más allá de los cielos»), ese algo es inasible humanamente. No lo conocemos. No lo conoceremos. Por supuesto, que el Fanerón, y esencialmente lo que está detrás de él, sea indemostrable, no significa, ni remotamente, que no haya muy buenas razones, para creer en él. Las razones para creer en lo que “se muestra” son de tres tipos básicamente, tal y como Minor E. Salas
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maravillosamente ha expuesto el científico y filósofo: Martin Gardner (en su libro: Los porqués de un escriba filósofo): 1. La primera, es por razones de conveniencia: resulta muy útil, para comunicarse con otros miembros de la sociedad, pero también para la supervivencia, asumir que fuera de nuestra mente hay un mundo lleno de fieras, enfermedades, torbellinos,rosas y claveles, con todo y espinas. 2. La segunda razón es de carácter empírico: nuestros sentidos, pero también los sentidos de otras especies animales, perciben eso que se muestra y reaccionan generalmente según ciertas regularidades e instintos. 3. La tercera razón es, finalmente, de naturaleza emocional.Creer en la realidad, aunque no la podamos filosóficamente demostrar, nos da tranquilidad y paz. Sentir que las cosas sensibles se nos escapan de las manos, se desvanecen en la nada, son humo y sueño, es una experiencia verdaderamente aterradora. Ella causa angustia y malestar psicológico. Volverse loco es muy doloroso, contrariamente a lo que cree la gente. Por eso dice Gardner a este respecto: “Estoy convencido de que el realismo refleja una actitud saludable hacia uno mismo y los demás, así como una humildad ante el misterio impenetrable del ser. El subjetivismo refleja un narcisismo que extrapolado a un grado extremo puede llevar a la locura.” Todas las reflexiones anteriores: en especial, si sumamos el conocimiento que obtenemos del Experimento del Estado Mental Cero, de la Hipótesis de la Representación Simbólica y del Axioma de Peirce, nos conducen a una primera conclusión provisional importante: En un cierto sentido, todo en nuestra percepción de la realidad es subjetivo. No hay manera, lógica- o psicológicamente hablando, que podamos escapar a nuestra estructura mental heredada, biológica y culturalmente.Un acto de renuncia a esa condición se revela como pragmáticamente estéril e imposible. Sería algo así como un “acto de suicidio antropológico”; una renuncia voluntaria a la condición humana, un regreso a la bestia primitiva; y ello, si bien teoréticamente imaginable, no es ejecutable en la realidad misma de una civilización. A este respecto, Leszek Kolakowski ha dedicado unas páginas iluminadoras del problema, cuyos pasajes principales vale la pena transcribir (aunque resulten difíciles de entender): “Tales reducciones están inevitablemente incluidas en el ser-humano (Menschsein), pero son injustificadas en cuanto pretenden haber escapado de esta prisión. En realidad el hombre, por no poder trascenderse superando su ser humano, se encuentra ya a sí mismo como la única realidad no condicionada. Sabiendo que no es una realidad incondicionada, no puede, sin embargo, articular la propia relatividad sin concluir circularmente, pues la percepción precede siempre y dentro de ésta se dan conjuntamente ser y mundo en un acoplamiento inamortizable. Por eso no podemos explicar el sentido que prestamos a las cosas y situaciones, relacionándolos a necesidades preconscientes del cuerpo, de lo contrario repetiríamos la misma animalización injustificada del ser humano; prestar un sentido a las cosas mediante el proyecto precede a la determinación de aquello a lo que se presta el sentido”. Y continúa Kolakowski: “Si cambiar la piel propia es una esperanza vana para los hombres, si el mundo viene dado sólo como dotado de sentido, y el sentido es un producto del proyecto práctico humano, si el hombre no puede comprenderse a sí mismo colocándose en un mundo previo al sentido y pre-humano…porque ese mundo no puede serle conocido en su desvinculación del proyecto del hombre –siendo esto así pierden de golpe su vigencia el problema metafísico y el problema del conocimiento”.
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Ahora bien, que todo pueda ser considerado subjetivo (humano) requiere, empero, una aclaración analítica importante y sin la cual se desembocaría en el absurdo solipsista ya mencionado, según el cual la realidad sería una mera ilusión de mi propia mente. Acá la clave, lo que da pie al posible malentendido o al “embrujo del lenguaje”, por decirlo así, es el concepto “todo” (en la expresión: “todo puede ser considerado subjetivo”). En realidad, “todo” acá significa, no la totalidad del universo físico existente, ni la totalidad del mundo, sino sólo la representación que yo tenga de ese universo o de ese mundo; del Fanerón, para ser más precisos. Si hemos aceptado que no hay forma de escapar de la propia condición humana, o sea, del proyecto biológico-cultural homo sapiens sapiens; entonces tampoco podemos negar que la representación que yo me haga de la realidad circundante, será necesariamente humana. Así las cosas, el primer eslabón en la dilucidación del problema de la objetividad/subjetividad en el conocimiento se reduce a la constatación de que “todo es subjetivo” y no puede ser de otra manera. Por eso, vamos a llamarle a este primer presupuesto: La Prisión Antropológica de la Subjetividad. Pero, adicionalmente, ello no niega, ni podría negarlo, el hecho de que haya un mundo allí afuera, sea este como sea, y fuere como fuere; pues ya hemos establecido que lo único que percibimos es el Fanerón. Se podría establecer, entonces, como segunda conclusión provisional, que existen entonces dos variantes del solipsismo (esa absurda doctrina que niega la realidad exterior): La versión fuerte o radical (que sostiene que todo lo que esté fuera de mi mente es inexistente), o con otras palabras, que todo lo existente es producto de mi cerebro o sea, del hecho de que yo mismo me lo imagine; y la versión débil que sostiene que el mundo como tal puede, eventualmente, existir, pero en todo caso cómo sea este, es una cuestión de mi representación; o sea, el mundo es mi representación (Schopenhauer) y, por ello mismo, nunca podremos captarlo en su “esencia” misma; es decir, como “hecho bruto”, “objetivamente”. Lo único que podemos aprehender es el Fanerón; o la apariencia en términos platónicos.La doctrina del solipsismo radical es insostenible (“…y que yo sepa, nunca ha habido un auténtico solipsista que no acabara en una institución mental…”= Gardner); y por otro lado, aunque suene pedante decirlo, la doctrina del solipsismo débil es una trivialidad. Resulta imposible que un ser humano no se represente el mundo como ser humano y de acuerdo con sus estructuras mentales y biológicas propias. Sería como pedirle a un perro que no perciba el entorno a través del olfato, o a un murciélago que no se oriente por el sonido. El Fanerón, es, por consiguiente, lo único accesible. Pero con eso basta: para la ciencia, y para el Derecho, creo yo. 3. En el extremo opuesto de la representación del mundo como mera subjetividad, se puede ubicar una concepción puramente lógico-objetiva de la realidad. A esa concepción se le podría llamar, para seguir el lenguaje filosófico usual, un sistema sintáctico. Vamos a entender acá por “sistema sintáctico” básicamente un lenguaje artificial. En ese lenguaje artificial las reglas de relación de unos signos con otros signos del lenguaje están rigurosamente establecidas y definidas, tal y como se sabe desde las investigaciones de Charles W. Morris (recordemos que Morris dividió la teoría de los signos en: una sintaxis, una semántica y una pragmática). Esas reglas de relación son la “gramática” (Wittgenstein) del lenguaje en cuestión. Esa gramática no puede ser alterada o modificada de forma caprichosa, al menos en periodos relativamente cortos de tiempo, y una vez que los usuarios del lenguaje considerado han decidido, voluntariamente o no, hacer uso de ese lenguaje, con los propósitos que sean.
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La posibilidad de construir un lenguaje de tal naturaleza ha sido ampliamente discutida desde hace mucho tiempo. Muchas de las investigaciones de la lógica simbólica o de las matemáticas puras y de la física contemporáneas se basan justamente en esa posibilidad. Ahora bien, hay que tener absolutamente claro que un lenguaje artificial de esta naturaleza, así como la información que de él se pueda obtener, no dice nada, en principio, del mundo tal cual es. O sea, un sistema sintáctico no informa sobre las regularidades empíricas del Fanerón; informa sobre el lenguaje creado, en sí mismo. Es meta-lenguaje. Nada más. Igualmente, hay que tener claro que, también acá y desde una cierta óptica, un sistema sintáctico también es subjetivo, pues se trata de una construcción humana, hecha por la mente humana y para los humanos. Así, por ejemplo, un sistema lógicomatemático perfectamente construido no sería nada (no tendría sentido objetivo) sin una civilización que comprendiera las reglas lógicas y los principios matemáticos. No hay escapatoria. Caemos de nuevo en la Prisión Antropológica de la Subjetividad. Sin embargo, cuando se habla de la “objetividad” de un sistema sintáctico, se quiere decir con ello algo un poco distinto. Se apunta, esencialmente, al hecho de que una vez aceptados por consenso unos determinados signos (por ejemplo, los signos matemáticos) y una vez reconocidas las reglas que regulan esos signos; entonces, no es posible variarlos sin alterar la “gramática” del sistema sintáctico en cuestión y sin unas consecuencias prácticas determinadas (por ejemplo, que lo consideren a uno como un pésimo matemático o como un ignorante de las reglas en cuestión). Yo no puedo jugar ajedrez a punta de golpes y patadas, como si estuviera en un ring de lucha libre. Si lo hago, soy muy malo en ello. Juego otra cosa. Punto. Ahora bien, se debe tener siempre claro que un sistema sintáctico no tiene por qué relacionarse con los hechos de la realidad, del Fanerón.De un sistema tal se puede, indudablemente, obtener información, pero toda esa información es propia de las reglas de relación de los signos lingüísticos entre sí; no de estos signos con eventos, hechos o circunstancias del mundo empírico; lo cual pertenece a otro campo denominado “Semántica”. En segundo lugar, se debe saber que el uso o no de un sistema tal, dependerá de un acuerdo, expreso o tácito, entre varias personas que decidan emplear tal sistema. Una vez aceptado este, es posible hablar allí de corrección o incorrección; dependiendo de si se respetan o no las reglas sintácticas acordadas. Si las personas deciden, por ejemplo, hablar en “Esperanto”, pues se podrá hablar de oraciones bien o mal construidas según la gramática establecida; todo está en que decidan, en primer lugar, hacerlo así. En el campo de la ciencia, el problema de la objetividad y subjetividad adopta, pues, básicamente, la siguiente forma: por un lado, de lo que se trata es de describir las regularidades empíricas del Fanerón, más allá de lo que nosotros podamos creer al respecto o de lo que deseemos creer. En este sentido, los esfuerzos de la ciencia adoptan siempre el realismo como presupuesto de base (aunque, repetimos, esa realidad no es asequible en sí misma). Por otro lado, como siempre esas regularidades del Fanerón van a ser “procesadas” (por así decirlo) con nuestra cabeza, y según la forma inevitablemente antropológica de nuestra percepción, entonces lo que debe lograrse es un cierto consenso respecto a lo que, temporalmente, sea establecido como una regularidad empírica. A ese consenso se le llama justamente intersubjetividad. De allí que todos los esfuerzos científicos, o que se consideren tales por un grupo de personas, están supeditados, y no queda de otra, a este Principio de la Intersubjetividad. Cuál sea el grado de intersubjetividad que se requiera (alto, medio o bajo) para que una hipótesis sobre un cierto fenómeno sea estimada como científica o no, es una cuestión que no se puede examinar en este ensayo, por razones de espacio.
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Quizás valga la pena, para mayor claridad en la exposición, realizar a estas alturas del ensayo un breve resumen de lo dicho: He indicado que, según el Experimento del Estado Mental Cero, es dudoso (y no hay forma de constatarlo) que una consciencia humana pueda obtener un “conocimiento puro” del mundo. Tal conocimiento “puro” es simplemente un presupuesto indemostrable de la filosofía, por ejemplo para Kant y su hipótesis del “noúmeno” (o la cosa en sí). Esto arroja como resultado que todo conocimiento humano se reduce, en esencia,a mostrar ciertas regularidades del Fanerón. Si hay algo más allá (o “detrás”) de ese Fanerón, no se puede saber. Es una hipótesis metafísica. Eso que se muestra es lo que se denomina “lo objetivo”, “lo verdadero”, en un sentido ontológico. Pero el acceso a ese mundo “objetivo”, está mediatizado por las estructuras antropológicas de nuestra especie y de nuestra civilización. De allí que lo objetivo, para efectos del saber humano, es siempre en algún grado lo subjetivo; solo que mediatizado por el consenso; lo cual da pie a lo inter-subjetivo. A este principio le hemos llamado: La Prisión Antropológica de la Subjetividad. En el extremo opuesto, se encuentra la posibilidad de construir un universo puramente simbólico; que ya no tenga necesariamente que ver con los entes del mundo real. Por ejemplo, construir un lenguaje totalmente artificial, sin referencia alguna a las regularidades del Fanerón: un sistema sintáctico. A esto le hemos llamado la Hipótesis de la Representación Simbólica. La actividad científica se mueve, entonces, entre esos dos extremos: la objetividad dada del Fanerón y las representaciones simbólicas que nos hacemos de él. Eso arroja una conclusión muy importante para la ciencia moderna, y que es, además, un presupuesto ético de humildad intelectual: nunca conocemos más que lo que, parcial- e incompletamente, se nos muestra y algunas de sus regularidades, y esto siempre estará mediatizado por nuestra subjetividad, la cual es, al final de la partida, siempre inter-subjetividad, mayor o menor. 2. ¿Y qué demonios pasó con el Derecho? Tranquilos. No lo hemos olvidado. Una vez hecho este breve recorrido, creo que ya estamos en mejores condiciones para referirnos, aunque sea muy brevemente, al tema de la objetividad/subjetividad en el Derecho. Se puede decir que, en este ámbito, el problema (el de la objetividad y la subjetividad) no se ubica ni en el plano ontológico, ni tampoco en el plano puramente lógico (o sintáctico) referidos líneas atrás. Es cierto que hay algunas corrientes: por ejemplo una de las vertientes (la constructivista) del realismo norteamericano (Pound, Cohen, Cardozo), que pretendían sostener que el derecho es un hecho social. Entonces, de lo que se trataría es de estudiar las correlaciones ontológicas (eficacia jurídica) entre la promulgación de unas normas y los efectos empíricos que éstas surtan. En el otro lado, están las corrientes formalistas (normativismo,ius-positivismo metodológico) del Derecho, que reducen, básicamente, el quehacer jurídico a una cuestión de dogmática y de aplicación de reglas; o sea, el Derecho sería entonces una Sintaxis. El ejemplo más extremo de esta orientación está dado por la “teoría axiomática del Derecho” del profesor italiano Luigi Ferrajoli, teoría que yo estimo como un enfoque esencialmente “sintáctico” (o sea, un lenguaje artificial sobre el fenómeno jurídico); mientras que para el Prof. Ferrajoli se trata más bien de una “semántica” o incluso una “pragmática”, pues él opina que sus construcciones lógico-formalistas tienen relación con las prácticas mismas del Derecho; cosa que yo pongo en tela de duda y que he criticado en otros sitios ampliamente (“Sin derecho ni razón. Sobre el garantismo penal de L. Ferrajoli: su carencia de validez científica y de practicidad real”, en Revista DOXA No. 35).
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El problema de la objetividad/subjetividad en el Derecho debe ubicarse (al menos en una buena parte) en otro nivel y yo creo que ese nivel es el psicológico. Desde esta perspectiva psicológica, la cuestión de la aplicación del Derecho nunca ha sido solo ni un problema de hechos (Ontología), ni de reglas lógicas (Sintaxis); aunque ello tenga alguna importancia allí. Ha sido un problema de voluntad. Es cierto: imaginemos un caso práctico. Un hombre es asesinado por un sicario. Hay que juzgar al sicario y ver si es responsable o no de un homicidio, y de ser así, establecer una pena. Los hechos claro que cuentan (finalmente, hay un muerto, y sobre los muertos siempre se llora). Pero esos hechos llegan al juez muchas veces totalmente mediatizados por la historia de unos testigos, por unos dictámenes médico-forenses, por unas pericias, por unos indicios, etc. En este sentido, el tema de la objetividad (o sea, del apego a lo real, a lo que “se muestra”) es muy importante. La aplicación del Derecho no puede desconocer lo que diga sobre un caso la investigación científico-empírica. Por otro lado, están las normas. Pero esas normas no siempre son claras. Son incompletas. Vagas. Ambiguas. Polisémicas. Y es por acá donde entra lo subjetivo. Es el juez quien tiene que resolver sobre ellas. Y si ellas aplican o no a los hechos que le han sido narrados. Esta situación conduce al siguiente dilema: Lo objetivo en lo jurídico es importante. Y mucho. Pero lo objetivo solo le llega a quien debe resolver (e.g., a un juez) mediatizado en un doble sentido: por un lado, como ya se examinó en la primera parte de este trabajo, lo “real” en sí mismo es inaccesible no solo al Derecho, sino a toda empresa científica y humana en general. Una limitación insalvable del conocimiento. Y por otro lado, lo que se muestra (el Fanerón jurídico, valga la expresión que quisiera acuñar) le llega al juez por medio de una historia (que muchas veces se convierte, en la práctica misma del Derecho, en una historia de ficción o en una leyenda). Lo objetivo, en un sentido sintáctico también cuenta. De hecho, muchas corrientes jurídicas creen que para alcanzar la objetividad en el campo del Derecho, lo mejor es construir unos sistemas lógico-jurídicos absolutamente rigurosos (ejemplo, el intento de Ferrajoli). No obstante, el problema es que, al final de la partida, esas construcciones terminan siendo unas “novelas de conceptos” (para citar al filósofo uruguayo-costarricense Enrique P. Haba), que tienen poco o nada que ver con la praxis vital misma de lo jurídico, tal y como esta se desarrolla en un tribunal de justicia cualquiera. La condena parece ser, entonces, la siguiente: ¡Subjetividad por todos lados! Subjetivo es el Derecho en la interpretación de los hechos “objetivos”, que siempre serán develados, no tal cual son o fueron en la realidad misma, sino tal y como estos puedan ser narrados y referidos frente al Tribunal. Subjetivo es el Derecho en la interpretación de las normas, las cuales, al estar redactadas en un lenguaje natural no pueden escapar a la condena de su incompletitud e imperfección humanas. Subjetivo es en cuanto a la aplicación o no de unas doctrinas jurídicas, recogidas en un lenguaje que aspira a la pureza sintáctica (Alexy, Ferrajoli), pero que al final cae postrada como una “novela de conceptos” que se ha alejado tanto de la realidad que, prácticamente, no tiene ya nada que ver con esta. ¿Qué queda, entonces? La antiquísima máxima, de carácter tan general que poco ayuda, pero es lo único que parece prevalecer a través de los tiempos inmemoriales: El Derecho es el arte de la prudencia. Un hombre juzgando a otro. Con sus virtudes y defectos. Y su juicio será tan bueno o malo como lo sea él. Están los hechos. Están las normas. Están las teorías. Pero al final de la partida, será él quien decida y resuelva.
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¿PARA QUÉ SIRVEN ––¡O NO! –– LOS «MÉTODOS» EN CUESTIÓN? Enrique P. Haba ... hacen totalmente caso omiso del aspecto empírico de la ciencia y se concentran exclusivamente en el formalismo teórico y el lenguaje. Al leerlos, se tiene la impresión de que un discurso es «científico» cuando parece superficialmente coherente, aunque nunca se le someta a pruebas empíricas. O, peor aún, que basta con colocar fórmulas matemáticas (o unos esquemas deónticos) sobre los problemas para que la investigación avance. Sokal/Bricmont (238//553)1 No sólo hay que defenderse de las soluciones, hay que defenderse hasta de las cuestiones, de los problemas mismos que se plantean en los enunciados. Vaz Ferreira (7/121) El Dr. Lariguet me había sugerido inicialmente como título: «Contra el método». La cuestión sería, entonces: ¿«contra» qué entiendo ubicarme? Las razones fundamentales al respecto se encuentran puestas de relieve desde hace mucho tiempo, pero no suelen aparecer en estudios actuales sobre la materia.... ¡menos que menos en los más renombrados! Ellas provienen sobre todo de las siguientes orientaciones: estudios clásicos del realismo jurídico, complementados con precisiones analíticas no-formalistas sobre dinámicas del lenguaje ordinario y estudios críticos con respecto a las funciones simbólico«ideológicas» de las ideas político-sociales. Hacia ese tipo de razones, tan ajenas a las modas que imperan en el establishment profesoral de Teoría del Derecho [abrev.: TD], me propongo dirigir la atención. Aquí no puedo abordarlo sino en forma extremadamente aforística, «telegráfica», ofreceré como un «tráiler» de eso que sería necesario explicar mucho mejor. (No me extrañaría, mas no veo modo de evitarlo, que estos «telegramas» no resulten bastante comprensibles cuando no se poseen ya ciertos conocimientos sobre unas elementales bases al respecto que no es posible explayar acá). Si me es dado, así y todo, tal vez despertar cierta «curiosidad» en algunos lectores de este libro, acaso puedan sentir ellos alguna tentación ––¡a más no puedo aspirar!–– por conocer partes de la «película» propiamente... [Para esto último, se puede escoger entre los estudios fundamentales (A) que señalo en la Bibliografía ubicada al final, o inclusive entre la abundancia de referencias consignadas en cualquiera de los trabajos míos (B) indicados también ahí.] Sobre el asunto específico de la presente obra, en otro sito he explicado lo que me parece principal: «“Métodos” para la investigación jurídica: ¡un cuentito más!» [781ss.]. Las cifras entre corchetes [ ] colocadas a continuación de una cita, o aun en el seno del propio texto principal, remiten a las páginas donde el pasaje en cuestión se puede localizar en HABA, 2006a y 2012. Mediante // separo el señalamiento de las páginas respectivas en el primer libro de las correspondientes en el segundo; si indico una sola cifra (sin //), esta corresponde a la edición amplia (el pasaje referencido no está en la primera). Para ciertos puntos, el tratamiento dispensado al asunto en la segunda obra es más amplio que en la primera.
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Ahora aludiré a ciertos aspectos más teorético-«técnicos» (por así llamarles) de ello, unas bases epistemológicas que no abordé directamente en dicho escrito.
Puntualizaciones conclusivas (¿Normativismo o realismo?) Los conceptos que aquí tú ves, son, y con eso está todo dicho. Lo único que tiene que hacer con respecto a ellos un espíritu pensante, es entregarse a ellos por completo y bucear en lo más hondo de su esencia para sacar a relucir y dar a conocer toda la riqueza de contenido que un concepto encierra. Los conceptos viven su propia vida; y si no quieres arruinarte todas las posibilidades de ingresar en este reino, no preguntes jamás a nadie para qué sirve todo esto que acá ves. ––En vuestro cielo, podrá ser. Pero en la Tierra... ––¡No me vengas con tu Tierra! Jhering (259//575,695) Los realistas fueron quienes nos hicieron ver que los jueces, para ponerse los pantalones, meten primero una pierna y después la otra, como todo el mundo. Boyle (25//13)
I.¿De qué, y cómo, se ocupan las investigaciones jurídicas? Supongamos que alguien afirme: El gosta distima a los doches. Nadie sabe lo que esto significa; yo tampoco. Pero si suponemos que eso es castellano, sabemos que los doches son distimados por el gosta. Sabemos además que un distimador de doches es un gosta. Además, si los doches son galones, sabemos que algunos galones son distimados por el gosta. Y así podemos seguir; y, en efecto, a menudo seguimos. Ogden/Richards (259//575) El problema que inevitablemente surge cuando se sucumbe ante semejantes quimeras es que se olvidan partes importantes de la realidad (así, en las investigaciones jurídicas, se aparta la vista del «Síndrome normativista» y de las condiciones sociales efectivas pertinentes) sólo porque no encajan en el marco establecido a priori. Sokal/Bricmont (135//274) Habiéndose apoderado de todos ellos el furor por los sistemas, ninguno procura ver las cosas como son, sino como estas se acomoden a su sistema. Rousseau (231//547) 68
¿Para qué sirven ––¡o no! –– Los «métodos» en cuestión?
Decía Leo Strauss de la «nueva» ciencia política, en conclusión, que «está tocando la lira, mientras Roma arde»...(653). Por lo general, las investigaciones jurídicas consisten en referencias a unos u otros textos, conjugadas con ciertas paráfrasis acerca de estos encarándolos principalmente como un en-sí-y-por-sí: resultados-texto (esas investigaciones) que entienden dar cuenta de lo que «dicen» o debieran decir los objetos-texto examinados. Estos últimos suelen ser la letra de preceptos de derecho positivo o formulaciones de jurisprudencia, o las circunvoluciones internas de doctrinas dirigidas como a «develar» justamente eso mismo. Pues bien, ¿exactamente qué se trata de averiguar ahí acerca del objeto investigado, y con base en qué se entiende estar en condiciones de detectarlo? El «qué» investigado suele consistir en todo o parte de lo siguiente: ––dar cuenta sobre «cosas» que dicen, real o presumiblemente, tales objetos semánticos; ––añadir más interpretaciones al respecto, elaboradas por ese investigador u otros, pero él las enuncia como contenidas ya en el propio texto investigado, serían mero descubrimiento de un en-sí; ––formular propuestas doctrinarias adyacentes, también ellas presentadas como cuestiones de verdadero-o-falso. Casi siempre, cada investigación se dirige principalmente a destacar unas variables semánticas, ciertas convenciones lingüísticas entre las posibles para la materia. Sólo que, sobre aquellas no se hace la advertencia de que son justamente eso: ¡convenciones! Se enfoca el asunto cual si se tratare substancialmente de cuestiones verdadero-o-falso, meramente «objetivas», no de optar entre unas preferencias doctrinarias. Todavía más: no pocas veces, las respuestas elegidas se ven como una necesidad lógica, y eventualmente hasta bajo ópticas esencialistas («naturalezas» jurídicas, etc.). En última instancia esas elucidaciones se asientan principalmente sobre: alguna convicción personal del investigador (compartida por unos colegas y por otros no), o invocar una referencia de autoridad doctrinaria, o pre-suponer ciertos axiomas interpretativos y aplicarlos según las preferencias teoréticas de dicho investigador (compartidas por unos colegas y por otros no), o ... Cada uno de dichos tres grandes tipos de «qué» tiene sus condiciones de credibilidad propias, estas saltan a la vista si las vías de investigación se analizan cuidadosamente. Tales condiciones constituyen sus requisitos «metodológicos» respectivos, si se les quiere llamar así; son total o parcialmente distintos los requeridos para ser consecuente con unas vías frente a los de otras. Ellos suelen asumirse de maneras simplemente tácitas, pero sobre todo sin tener conciencia de su carácter doctrinario optativo. Asimismo se acostumbra presentar entremezclados indistintamente aspectos de categorías de pensamiento heterogéneas: raramente se distingue entre comprobar la existencia-«es» de un uso lingüístico, o señalarlo como criterio posible (i.e., optativo) entre otros, y el postularlo como un «debe»-normativo; tampoco se diferencia entre juicios normativos categóricos y juicios de valor instrumentales (312s.//630ss.), etcétera. Sépalo o no él mismo, la decisión básica del investigador jurídico queda sujeta a la siguiente disyuntiva: Opción 1: su investigación es meramente, o sobre todo, de carácter semántico-dogmático; vale decir, ello se enfoca como elucidación de cuestiones inmanentes a unas tramas inter-semánticas, cuyas ideas normativas básicas son presentadas ya sea como evidentes por sí mismas (recogiendo tal o cual doctrina) o como establecidas
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sin más por autoridades estatales (textos de ley, etc., en su interpretación preferida por tales o cuales comentaristas). Opción 2: que la investigación se enfoque también ––¿hasta qué punto?–– en poner sobre el tapete las pragmáticas discursivas de los operadores jurídicos mismos cuando estos invoquen (acaso) las semánticas consideradas; vale decir, examinar cómo funcionan realmente esos discursos en sus consecuencias mundanas, lo que estos cosechen de veras en cuanto «tecnología social» (cf. Haba, 2013b). Por lo habitual se toma principalmente, muy a menudo exclusivamente, por vías de la primera opción. Entonces estamos, como es tan común, ante unas u otras modalidades de ius-normativismo. Cierta caracterización muy gráfica sobre la orientación básica de esa tendencia hace ver que ahí se trata de: «... aquel paraíso de los juristas ... donde ...el jurista, con el documento en cuestión delante suyo, puede, sentado en su mesa, inspeccionar el texto (semántica) y responder a todas las cuestiones sin levantar los ojos» (James Bradley Thayer) (576). Tales visiones «paradisíacas» se presentan en múltiples urdimbres de la dogmática profesional corriente. A ello se añaden gran variedad de idealizaciones (frecuentemente aparecen desarrolladas como unas «novelas de conceptos»2) que circulan profusamente en la TD: teorías sobre argumentación jurídica «racional» o «razonable», fórmulas matemáticas de «ponderación», aproximaciones «relatistas», variados «sistemas», esquematomanías de «lógica deóntica» y demás. Las acreditan autores muy admirados hoy: Rawls, Alexy, Ferrajoli, Alchourrón-Bulygin, Nino, Dworkin y tutti quanti (Sus respectivas teoretizaciones se constituyen en otra grata «fábrica de sueños», una suerte de Hollywood peculiarmente iusprofesoral3). Claro, los investigadores normativistas no perciben, ellos mismos, que el contenido de sus estudios es predominantemente supra-«terrenal». Mas es ese, de hecho, el resultado de presuponer ––subconscientemente–– que en esta materia se cumple, sin más, la fantasiosa implicación: semántica = pragmática; o sea, ¡decir = hacer! En su pensamiento, el del autor en cuestión: «law-in-books» = «law-in-action». Sus objetivos teoréticos (por más subjetivamente bien intencionados que sean), y sobre todo los resultados generales de tales investigaciones, permanecen visceralmente encadenados a unos u otros modos de falacias intelectualista (the intellectualist assumption –Wallas–). Esos tipos de investigaciones jurídicas, los dominantes, al fin de cuentas constituyen unos expedientes intelectuales de «lavarse las manos» (Haba, 2002: § 9) ante las principales cuestiones prácticas controvertidas que se suscitan al realizar el lenguaje del derecho. Son modos primordialmente escapistas de presentar los fenómenos jurídicos. Empero, nada de imposible tiene efectuar investigaciones jurídicas realistas (Opción 2). Este otro camino cuenta con antecedentes ilustres en la TD, sólo que antes fueron menos ignorados. Incluso actualmente existen estudios jurídicos realistas (p.ej., los de Peter Goodrich o Minor E. Salas o buena parte de los Critical Legal Studies, y tal vez hasta lo publicado por mí con tal propósito); mas no se apercibirán de tales aperturas quienes se contentan con frecuentar las literaturas doctrinarias de moda en la materia.
Véase HABA, 2013b. Cf. HABA: 1996, 1998, 2001/2009, 2007, 2009, 2013b, 2014a, 2014b, 2015b. Vid. también el ejemplar análisis de SALAS, Minor E., 2012: «Sin Derecho ni Razón. Sobre el garantismo penal de L. Ferrajoli: su carencia de validez científica y de practicidad real», Doxa-35.
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II.Respuesta realista para la pregunta del título: ¡nada de disimulaciones! (Heurística: Plataforma anti-Síndrome + normatividad instrumental (tecnología social)... pero, no es así la «naturaleza» del pensamiento jurídico) El método por sí mismo no engendra nada. Bernard (134//273) El espíritu científico sólo puede constituirse destruyendo (ej., Plataforma anti-Síndrome) el espíritu no científico (ej., normativismo). Bachelard (382//598) En su esencia, la metodología [para las ciencias sociales] es profiláctica. Del mismo modo en que la higiene puede ayudarnos a evitar algunos contagios, pero resulta impotente para garantizar la salud, la metodología puede prevenirnos contra ciertos peligros, pero no nos ayudará a concebir nuevas ideas. El más esencial de los métodos de investigación es el pensamiento liberado de prejuicios. Andreski (165//322) Las normas del Derecho ––como también otras normas de la vida social–– deben considerarse desde el punto de vista de su conveniencia o utilidad real. En mi opinión, la ciencia jurídica puede cumplir cabalmente la tarea antedicha siempre y cuando se la conciba, no como una disciplina normativa, sino más bien como una tecnología social. Albert (695) Los razonamientos de los operadores profesionales del derecho suelen estar anclados a unas «celadas» retóricas típicas. Pero los estudios jurídicos corrientes y asimismo las más pulidas («exquisitas»4) investigaciones normativistas hacen abstracción de ello. Señaladamente consiste en los variados aspectos mistificadores que integran lo que he denominado Síndrome normativista (259ss.//575ss.) (mas esa enumeración no es exhaustiva): —1. Énfasis principal reservado a ciertas controversias terminológicas, con base fundamentalmente en: a. pasar por alto la diferencia clave entre cuestiones de hechos y cuestiones de palabras (Vaz Ferreira); b. desconocer, o al menos disimular, la naturaleza convencional del lenguaje y el carácter optativo de la acepción semántica acogida por quien interprete los textos jurídicos cuando es controvertida por otros intérpretes –pero tal opción está limitada, de hecho, a no ultrapasar los márgenes (condicionamientos sociolingüísticos) de que los juristas puedan disponer efectivamente en la práctica–. —2. Platonicismo normativista como principal técnica general de examen, construcciones doctrinarias ubicadas en cierto «cielo» (Jhering); con omisión de los tests propiamente empírico-científicos, o recurso muy insuficiente a estos, para aquilatar cómo los criterios ahí postulados funcionen (¡o no!) en las prácticas sociales correspondientes. —3. Fundamentación jurídica mediante peticiones de principios y aceptación sim4
Cf. HABA, 2015a.
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plemente dogmática –esto es, no empírico-crítica– de las ideas en cuestión. —4. Terminología «técnica» de tipo esencialista («naturalezas» jurídicas, en general clasificaciones y definiciones tomadas apriorísticamente ambas como válidas per se –o sea, consideradas como definiciones «reales»–). —5. In-distinciones entre «es» y «debe», que provocan confusiones entre lo correspondiente en atención a lo uno y a lo otro. —6. Recurso a un multicolor repertorio de nociones jurídicas bastante indeterminadas, invocándolas como si cada una remita a un solo sentido identificable inequívocamente; entre ellas figuran, y hasta como última ratio, inclusive fórmulas vacías persuasivas con funciones de comodín retórico omniubicable (ej.: «unidad» del Derecho, «proporcionalidad», «equilibrio», «racionalidad» o «razonabilidad», Richtigkeit (lo «correcto»), etc.). —7. Recepción espontánea de universos simbólicos del pensamiento social vulgar (ej.: «justicia» y «equidad», «bien común», «interés» social o de «la» colectividad o «nacional»...), a los que sin precauciones analíticas se recurre como asiento de las tesis propugnadas; pasando así por encima de precisiones decisivas que en la Sociología, la Psicología, la Lingüística y otras disciplinas se han aportado para desmitificar el uso de tales términos. Cualquiera de estos rubros desempeña papel mental decisivo con frecuencia ––a veces son unos y a veces otros, bajo variadas modalidades––, tanto en la doctrina jurídica en general como en las resoluciones judiciales, pero también en la TD. Eso sí, no solo es fundamental (mejor dicho: debiera serlo) no pasar por alto tales engranajes intra-semánticos. Además importa tener muy presentes las circunstancias empírico-sociales, al menos las más típicas del medio respectivo, que condicionan a dichos operadores en sus desempeños discursivos profesionales. Vale decir, examinar estos de manera muy diferente a como proceden las investigaciones normativistas, sean de la dirección que fuere: ¡nada de «mirar para otro lado»! ni ante lo uno (expedientes discursivos engañadores), ni con respecto a lo otro (condicionamientos sociales efectivos)––. Para no enfrascarse en «tocar la lira» con respecto a los discursos jurídicos, es indispensable tener muy presente por lo menos dos comprobaciones claves. «La interpretación jurídica es una mezcolanza indisoluble de elementos teóricos y prácticos, cognoscitivos y creativos, reproductivos y productivos, científicos y supracientíficos, objetivos y subjetivos» (Radbruch)(154/ 295). Por ende: «Debiera, pues, observarse el plano de las tácitas ––calladas, disimuladas–– formas de aplicación, transformación o eludimiento, en la “interpretación” de las condiciones de hecho (i.e., el supuesto fáctico formulado en la norma); en contraposición con aquel otro plano bien distinto, mencionado antes (law-in-books), donde públicamente se presenta un combate expreso llevado a cabo mediante el lenguaje del derecho-en-el-papel» (Llewellyn) (485). De ahí que los exámenes realistas sobre el pensamiento jurídico apuntan señaladamente más allá de lo que suele decirse ––y sobre todo examinando también lo que ahí no se dice–– en las law-in-books de TD (esas celestiales controversias acerca de «permisos» o «derrotabilidad», disquisiciones sobre unas ultraminuciosas clasificaciones de «principios», formulación de álgebras deónticas u otras idealizaciones, etc.). Los realistas no aceptan enrolarse en disimular ningún tipo de factores que frecuentemente resultan decisivos en prácticas jurídicas habituales. Para cualquier investigación no-«celestial» sobre dinámicas intradiscusivas de los razonamientos jurídicos, es indispensable fijarse, antes que nada, en cuáles ítems del susodicho Síndrome juegan algún papel importante en esos discursos. En tomar
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tal precaución consiste aplicar a estos lo que he llamado: Plataforma anti-Síndrome (278ss.//594ss.). Esto constituye la condición básica más general para precaverse de hacerle concesiones a cualquier reduccionismo normativista: evitar encerrarse en unos «cielos» doctrinarios, sean cuales fueren. No significa que es necesario limitarse a examinar solamente eso (tal Plataforma); mas es cuestión, sí, de empezar por ahí mismo. A falta de ello, la investigación jurídica no puede menos ––¡quiérase o no!–– que seguir navegando dentro del propio seno de unos u otros entre los «cielos» consabidos para esta materia, o hasta venir a incorporarle otros más aún. He ahí el punto de partida de «mi» Propuesta metodológica (si quiere llamársele así). Ella no puede consistir, en cuanto realista de veras, sino en señalar unas «ideas para tener en cuenta» (Vaz Ferreira). Cada ítem del Síndrome-normativista significa apenas cierta idea de ese tipo: permanece siempre sometible a eventual falsación empírica (si la hay), en relación con cada experiencia jurídica concreta examinada o para algún grupo típico de estas experiencias. Constituye, así, una aproximación de carácter negativo-heurístico (226ss.,289ss.//266ss.,609ss.,316ss.). En efecto, es fundamental comenzar por proceder ahí a un tamizaje crítico de tipo negativo (Bachelard), o sea, precaverse ––«profilaxis» (Andreski)–– de sucumbir ante aquellos básicos «hechizos» (Wittgenstein) de indiscriminaciones que los estudios de TD suelen pasar por alto: entre cuestiones de palabras y cuestiones de hechos (Vaz Ferreira), entre semántica y linguopragmática (Morris), entre es y debe (Hume), entre juicios normativo-categóricos y normativo-instrumentales (Weber, Brecht), entre creencias y actitudes (Stevenson, Ross), y otras in-distinciones consecutivas; como tampoco suelen, dichos estudios, considerar las múltiples contradicciones internas ––¡no-«sistema»! (231ss.//547ss.)–– del pensamiento jurídico5. No quiere decir que las posibilidades heurísticas para encarar realísticamente las cuestiones de derecho se agoten en adoptar tales precauciones fundamentales. Dentro del material de «ideas para tener cuenta», realistas, suele haberlas también dirigidas a otros aspectos prácticos de esos discursos. El asunto no queda restringido a meramente obtener una «higiene» (i.e., no-«tramposidad») lingüística, como si esta en sí misma pudiere constituir la finalidad principal de esos discursos; ¡pensar tal cosa sería precipitarse en otra suerte más de conceptualismo idealista! (Inclusive cuando no se trata de unos modelos algebraico-formalistas, obsesionarse en alcanzar precisión por la precisión misma viene a ser un parangón, al fin de cuentas, de los vacuos juegos en abstracciones denominados «lógica deóntica»). Esos otros aspectos conciernen directamente a las posibilidades efectivas ––esto es, las práctico-reales–– del funcionamiento de unos discursos jurídicos como tecnología social (705s.)6. Para aquilatar estos efectos, no basta con ningún análisis simplemente lingüístico. Es necesario considerar también los aspectos correspondientes de la realidad social, sobre todo para efectos de aquilatarlos con vistas a su posible manejo en términos de tal o cual racionalidad instrumental: específicamente, la racionalidad de medios con arreglo a fines preestablecidos (Weber) (310ss/ 630ss.). La «higiene» de pensamiento introducida por el momento «negativo» propicia, y hasta puede constituir un requisito indispensable para, la posibilidad de tener los ojos abiertos hacia ni más ni menos que tal racionalidad: ¡law-in-action!
Cf. HABA, 2016 (especialmente Secs. C, D, H). Véase HABA, 2013b.
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III. ¿Qué preguntarse ante los planteamientos de Metodología propugnados respectivamente en cada estudio del presente libro? ... nosotros no hacemos sino preguntar: «¿Qué es lo que tú quieres decir verdaderamente?». A cualquiera, quienquiera sea, le hacemos esta pregunta: «¿Cuál es el sentido de tu discurso?». A la mayoría, tal proceder los saca completamente de balance. Mas esto no es culpa nuestra, nosotros preguntamos con toda honestidad y no queremos tenderle trampas a nadie. Schlick (167) La «reconstrucción» parece más bien una cirugía estética. Courtis (787). ¿Qué pensar sobre cada una de las «Propuestas metodológicas» ofrecidas en este libro? Obviamente, depende del «color del cristal» bajo el que tal apreciación se efectúe. Yo trato de llamar la atención sobre la gran diferencia entre qué se «ve», respectivamente, según mediante cuál de dos grandes tipos de «cristal» quede encarado cómo es o cómo debería ser el pensamiento jurídico: elucidaciones intra-semánticas de una discursividad jurídica idealista vs. las indagaciones realistas sobre las pragmáticas discursivas de los locutores jurídicos normales. En una palabra: ¿propuestas metodológicas para locutores jurídicos ideales?; o, muy otra cosa, ¿propuestas metodológicas para discernir la «lógica viva» de los discursos desempeñados por los operadores efectivos del derecho? Para quienes se interesen de veras en esto último ––¡sólo para ellos!–– pienso que también ante cada una de las demás Propuestas reunidas en este libro valdría bien la pena no dejar de convocar unos ejes de pensamiento como los que a continuación recalcaré aún. Esto es, justamente fijarse sobremanera en si: ––¿Llama la atención o se abstiene de hacerlo, la Propuesta metodológica en cuestión, sobre «celadas» de lenguaje corrientes que típicamente suelen ser asumidas sin más en numerosos discursos jurídicos? (rubros como los del Síndrome normativista u otras figuras retóricas). –– ¿Toma en consideración, esa Propuesta, la no menos inevitable que decisiva «zanja epistemológica» (Arnold Brecht) que, al menos para las respectivas posibilidades de presentar unas pruebas intersubjetivas, hay entre los enunciados normativos categóricos y los enunciados normativos instrumentales, con respecto a cada especie de fundamentaciones jurídicas? ––¿Distingue o no distingue, ella, entre los contenidos semánticos ahí considerados y sus respectivos efectos (o falta de efectos) linguo-pragmáticos en los discursos jurídicos efectivos, en atención a las probabilidades propiamente empíricas de producir o evitar tales efectos reales? –– ¿Permite distinguir bien, tal Propuesta, entre cuáles de sus planteamientos entienden ser principalmente normativo-descriptivos (de razonamientos que efectúan los propios operadores jurídicos) y cuáles son más bien de índole normativo-propositiva (fórmulas jurídicas ideales)?
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––¿Conduce a advertir, ella, la disparidad epistemológica entre conceptos jurídicos bastante precisos (vale decir, cuyas implicaciones prácticas son casi siempre reconocibles intersubjetivamente) y conceptos jurídicos multivalentes (aquellos sobre cuyas aplicaciones prácticas hay a menudo desacuerdos entre los juristas)?; y la propia Propuesta, ¿en cuál de estos dos órdenes de conceptos se basa sobre todo? ––¿Advierte decididamente, ella, sobre el hecho de que las prácticas de dichos conceptos quedan sujetas, en definitiva, a variadas suertes de condicionamientos («mezcolanza indisoluble») no contemplados en esas elucidaciones mismas? ¿Su autor deja bien señalado que, de hecho, tales elucidaciones (las presentadas por él ahí y también sus eventuales aplicaciones para otras investigaciones jurídicas) no constituyen sino un indicio de a primera vista, y siempre muy parcial, sobre cómo estos conceptos funcionen tal vez en la práctica, si es que se invocan en ella? ––Si, por acaso, la Propuesta pretende estar dirigida a que los discursos jurídicos funcionen lo mejor posible como tecnología social, o sea, si entiende proponer instrumentos para orientar en unos sectores de law-in-action, sería interesante saber en qué estudios empírico-sociales específicos se apoya o al menos en qué comprobaciones generales muy conocidas se asienta aquella: ¿dicha Propuesta atiende –¡de veras!– cómo funcionan las mentalidades reales y circunstancias típicas efectivas de los operadores que supuestamente querrían ponerla en práctica? –––En definitiva: ¿no será que semejante Propuesta concierne sobre todo (o hasta exclusivamente) a examinar unas cuestiones «técnico»-discursivas de law-in-books? ¿No será que pre-supone, ella, que conocer esto último significa saber asimismo cómo funcionen al respecto las law-in-action? ¿O acaso examina unas relaciones reales entre ambos extremos? En las propuestas metodológicas idealistas (normativismo), sean cuales fueren, tales disyuntivas pasan simplemente desapercibidas. Así, cuando la Metodología Jurídica guarda silencio sobre estos interrogantes (todos o unos cuantos de ellos), como pasa casi siempre en la TD, entonces la pregunta clave, esa que tales estudios soslayan, sigue siendo ni más ni menos que la levantada hace tantos años por Jhering: ¿A quién podrán serle útiles tales cosas [«novelas» de conceptos], entonces, si no sirven ni para la vida práctica ni para la docencia (Schule)? La única respuesta que se me ocurre es: a aquel que halle deleite en ese tipo de elaboraciones7. Pues bien, de las demás contribuciones que componen esta obra conozco apenas los títulos de temática propuestos. En relación con al menos buena parte de ello, acaso la posibilidad de plantearle a sus autores dichas preguntas se vea como requerimiento no poco extraño8. Entonces esa reflexión final de Jhering puede venir a ser, mucho me lo temo, apenas una impertinencia...
Cit. HABA, 2010, pp. 191 y 195(n.5). P.ej: ALEXY no chista palabra sobre los análisis de mi 1998 (¡los conoce!), tampoco ninguno de los estudios sobre ese autor publicados posteriormente en la misma revista; para Ferrajoli, cf. Haba, 2013; y sobre Dworkin, ¡ni qué decir! [cf. HABA, 2001/2009]... 7
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IV. Coda: ¿Qué «utilidad» tiene la Metodología jurídica? ... no quedándome más remedio que exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos: los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más piadosos. Freud9 Sea como fuere, no es cuestión de confundir entre dos niveles para la etiqueta «Metodología Jurídica». El primero son las vías intelectuales que utilizan los operadores mismos del derecho, recomendadas por su doctrina profesional normal. El segundo consiste en ciertas especies muy particulares de análisis sobre las primeras, los cuales dicha doctrina no suele abordar: meta-teorías al respecto. Estos análisis pueden tratar meramente de describir en profundidad (real o supuestamente) lo que de por sí hacen ––sin tener clara conciencia de esto mismo–– los protagonistas del primer nivel; pero no es extraño que, además, tales estudios se presenten dirigidos a ofrecer inclusive como unas «mejoras» técnicas para que las apliquen (supuestamente) dichos protagonistas. Así es cómo en este segundo nivel (TD), que es el de la presente obra, por «Propuestas metodológicas» puede entenderse: [a] unas destinadas simplemente a plantear modos para mejor conocer ––sea de veras (realismo jurídico) o supuestamente («novelas de conceptos»)–– aspectos cruciales del primer nivel, vale decir, aun sin hacerse ilusiones de que saberlo vaya a importarle a sus propios operadores; [b] unas que hasta pretenden propiciar incluso, o hasta principalmente, ni más ni menos que «mejoras» en desempeños discursivos de esos operadores mismos. Ahora bien, mi «Propuesta» no se inscribe en el rubro [b]. Ella no es supuestamente «práctica», apenas trata de sugerir unas líneas [a] de orden cognoscitivo. Es obvio que cuanto aquí he subrayado no puede ser bien recibido ––aun suponiendo que, por un azar bien extraño, llegare a ser conocido–– en el susodicho nivel primero, el de los juristas prácticos. Mas tampoco puede alcanzar algún «éxito» de audiencia en la TD: por supuesto, lo mío no «sirve» ––¡vaya descubrimiento!–– para retroalimentar la producción de iusnovelaciones... Lo cierto es que tal propuesta va más bien «contra-natura». Digo «natura», aquí, para referirme en particular a las costumbres mentales arraigadas en el pensamiento doctrinario sobre el derecho. También ahí, la vieja sentencia (1494) de Sebastian Brant sigue siendo ilevantablemente cierta: El mundo quiere ser engañado... La «naturaleza» discursiva del derecho se dirige sobre todo a prevenir y calmar posibles conflictos interpersonales típicos, tratando así de apoyar lo deseable según las preferencias de unas u otras ideologías («construcciones sociales» –Berger/Luckmann–). Kelsen supo advertirlo, con esa lucidez implacable tan suya: «El derecho no puede ser separado de la política, pues es esencialmente un instrumento de la política. Tanto su creación como su aplicación son funciones políticas...»[291]. A diferencia de las ciencias de la naturaleza, el objetivo principal real (esto es, tal como ello funciona en las propias cabezas de sus locutores habituales) de las «técnicas» jurídicas, de hecho, no es conocer ciertas verdades sin más. No se trata, ahí, de alcanCit. HABA, 2010, p.251.
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zar saberes cuyos contenidos en sí mismos son bastante independientes de cuáles sean los anhelos humanos ––ideologías y demás–– al respecto. Las «verdades» (si se quiere llamarles así) pergeñadas en las doctrinas jurídicas consisten principalmente, cuando no exclusivamente, en adecuar el pensamiento a unos ensamblajes de ideas ––llamadas normas o principios, obtenidos de unas u otras maneras–– tomadas como válidas en sí mismas; o sea, reconocidas con independencia de si tales o cuales de aquellas contradigan conocimientos comprobados en otras ciencias sociales (p.ej., ciertas mitologías básicas asumidas por las doctrinas del Derecho Constitucional y del Derecho Internacional Público10). A semejante tipo de «verdades» sui generis pertenecen asimismo las elucidadas por la inmensa mayoría de las investigaciones-TD [«... el escritor que en su comentario caracteriza a una determinada interpretación, entre varias posibles, como la única “correcta”, no cumple una función científico-jurídica, sino una función jurídico-política» (Kelsen)11]. Los desacuerdos entre esos autores se quedan ahí, en desglosar argumentos a favor o en contra de postulaciones máximamente abstracto-normativistas, para sustentar las preferencias por unos u otros «cielos» conceptualistas. Nada tiene de extraño que, para ese nivel de exámenes, las precauciones metodológicas fundamentales enfatizadas por los autores realistas de la materia, desde tanto tiempo atrás, constituyan una «propuesta» que, si por acaso se toma conocimiento de que ella existe, no puede resultar sino inaceptable ad portas. La TD, como las ciencias sociales en general, pertenece al amplísimo rubro general de las inclinaciones cognoscitivas humanas no-«utilitarias». Estas consisten en distintas modalidades intelectuales de «arte-por-el-arte», generalmente carecen de efectos prácticos más allá de disfrutar ese conocimiento por el conocimiento mismo, sea verdadero o supuesto. Existen múltiples esferas de la «curiosidad» intelectual que, análogamente a la música o la poesía o la escultura, se llevan a cabo por el interés que despiertan en sí mismas, en unos u otros grupos de personas. Así es para la inmensa mayoría de los conocimientos sociológicos especializados, como también en las ciencias de la Historia, la Astronomía, la Filología, etc.12, y desde luego en conocimientos tan profanos como las informaciones sobre vida y costumbres de personajes de la farándula o estrellas del deporte. Los estudios de TD son análogos a la Crítica Literaria. Conforman ni más ni menos que una «ciencia jurídica exquisita», a diferencia de la ciencia jurídica normal [Haba, 2015a]. Verdad o no eso de lo cual entiendan dar cuenta aquellos, y ya sean más o menos realistas sus elucidaciones o antes bien consistan sobre todo en unas «cirugías estéticas» conceptualistas con que son desplegadas ciertas storytelling juridicistas, sobre todo cumplen, de hecho, funciones de entretenimiento académico para disfrute de sus propios locutores especializados (amén, claro está, de efectos negociales adyacentes: cargos de profesor para conocedores de esas materias, puestos del personal administrativo universitario correspondiente, mercado editorial de la literatura respectiva, etc.). Sea cual sea su respectiva orientación metodológica, las investigaciones-TD no resultan unas más «útiles» y otras menos «útiles» para la actividad jurídica profesional. Siempre se trata principalmente de unas cuestiones de curiosidad intelectual, legítimamente «inútiles», apetecidas o no apetecidas según gustos en la materia compartidos por eventuales destiCf. HABA, 2013a. Teoría pura del derecho (ed. definitiva), § 47. 12 Vid. HABA, 2010. 10 11
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natarios de esos divertimentos discursivos. [Pero la dogmática jurídica profesional misma, a diferencia de las investigaciones-TD, puede alcanzar cierto papel de guía efectiva, en alguna medida, para los operadores jurídicos reales: Haba, 2006b, § 7]. Mi propia «Propuesta metodológica» no escapa a esa condición generalísima. Solo que, por añadidura, al «no poder ofrecerles consuelo alguno» (Freud) a tirios ni troyanos ––¡siquiera eso!–– su «inutilidad» resulta señaladamente menos simpática que la de tantas otras teorizaciones para estos asuntos. Pues sí, ¡realismo jurídico es asunto de «outsiders» en el territorio Teoría-del-Derecho! Una bibliografía de contramoda [A] Selección entre textos fundamentales Albert, Hans, 1973: Tratado sobre la razón crítica, Bs.As. ––2007: La Ciencia del Derecho como Ciencia Real, México. Andreski, Stanislaw, 1973: Las ciencias sociales como forma de brujería, Madrid. Arnold, Thurman, 1962: The Symbols of Government, Nueva York. Bachelard, Gaston, 1973: La Filosofía del No, Bs.As. Berger, Peter y Luckmann, Thomas, 1968: La construcción social de la realidad, Bs.As. Blanché, Robert, 1973: Le raisonnement, París. Brecht, Arnold, 1963: Teoría política, Barcelona. Carrió, Genaro, 1965: Notas sobre derecho y lenguaje, Bs.As. Dewey, John, 1924: «Logical Method and Law», Cornell Law Quarterly-10. Engisch, Karl, 1968: La idea de concreción en el derecho y en la ciencia juridica actuales, Pamplona. Esser, Josef, 1970: Vorverständnis und Methodenwahl in der Rechtsfindung, Francfort. Frank, Jerome, 1970: Law and the Modern Mind, Gloucester. –– 2012: Derecho e incertidumbre, México. Freud, Sigmund, 1967: «Animismo, magia y omnipotencia de las ideas», Tótem y tabú, Madrid. Hospers, John, 1976: Introducción al análisis filosófico (cap.1), Madrid. Jhering, Rudolf, 1974: Bromas y veras en la Jurisprudencia (Parte III), Bs.As. Kantorowicz, Hermann, 1934: «Some Rationalism about Realism”, Yale Law Journal-43. –– 1949: «La lucha por la Ciencia del Derecho» (orig.1906), La ciencia del derecho, Bs.As. Kelsen, Hans, 1979: Teoría pura del derecho (2ª.ed.), México. Kolakowski, Leszek, 1970: El racionalismo como ideología, Barcelona. –– 1975: La presencia del mito, Bs.As. Lautmann, Rüdiger, 1972: Justiz –– die stille Gewalt, Francfort. Llewellyn, Karl, 1930: «A Realistic Jurisprudence –– The Next Step», Columbia Law Review-30. Macdonald, Margaret, 1951: «The Language of Political Theory», Essays on Logic and Language, First. Series, Oxford. Mourgeon, Jean, 1978: Les droits de l’homme, París. Neumann-Duesberg, Horst, 1949: Sprache im Recht, Münster. Ogden, C.K. / Richards, I.A, 1964: El significado del significado, Bs.As. Perelman, Chaïm / Olbrechts-Tyteca, Lucie, 1989: Tratado de la argumentación, Madrid.
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social práctica, Tomos I y II impresos + III en CD, Editorial UCR, San José. 2013a: «Puntualizaciones terrenales en torno a las formas de discursear sobre el talismán “derechos humanos”», RTFD-17. 2013b: «La opción capital para los discursos jurídicos: ¿novelas de conceptos o una tecnología social?», Doxa-36. Versión revisada: http://emporiododireito.com.br/la-opcion-cardinalpara-los-discursos-juridicos-novelas-de-conceptos-o-una-tecnologia-social-por-enriquep-haba/ ––Complemento: 2015b. 2014a: (Ed.) Un debate sobre las teorías de la argumentación jurídica, Lima-Bogotá, Palestra-Temis. [La mayor parte había sido publicada: Doxa-33 (319ss.) y RTFD-14 (239ss.).] 2014b: «A revueltas con la storytelling llamada “ponderación”, y también preguntando sobre “límites” del derecho», Doxa-37 [con texto complementario en Doxa-38, 2015: sección Notas, «Sobre la in-distinción...»]. 2015a: La ciencia de los juristas: ¿qué «ciencia»?, Editorial Jurídica Continental, San José (C.R.). 2015b: «Qué es “realidad” jurídica?», RTFD-18. 2016: Axiología jurídica fundamental, Editorial UCR, San José (3ª ed., nuevamente revisada y ampliada).
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LOS MÉTODOS DEL PRAGMATISMO JURÍDICO1 Daniel Gorra « El caso ante nosotros debe ser considerado a la luz de toda nuestra experiencia y no meramente de lo que fue dicho hace cien años atrás»2.
1. Introducción3 El título del trabajo trata de ser coherente con la advertencia de reconocer la diversidad y pluralidad de posiciones dentro del pragmatismo4, en vez de hablar de “método”, lo más adecuado es referirse a “métodos”. Proponer una alternativa metodológica desde el pragmatismo implica aclarar qué segmento teórico y autores se toman como referencia en la elaboración de un marco teórico5. Susan Haack (2006) da como ejemplo la metáfora Giovanni Papini, al entender al pragmatismo “como el pasillo de un hotel al que dan innumerables habitaciones. En una puede encontrarse a un hombre escribiendo un libro ateo; en la siguiente, alguien de rodillas pidiendo fe y fortaleza; en la tercera, un químico investigando las propiedades 1 Quiero agradecer especialmente al Dr. Guillermo Lariguet por invitarme a participar de esta obra. Asimismo, un agradecimiento a quienes colaboraron con sugerencias, críticas y aportes: Dr. Claudio Viale (CONICET), Dra. Susan Haack (Miami University), Dr. Todd Lekan (Muskingum University), Dr. Eugenio Bulygin (Universidad de Buenos Aires), Dr. Alejandro Tomasini Bassols (Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM)) y Lic. Juan Manuel Saharrea (Universidad Nacional de San Luis). 2 Missouri v. Holland, 252 U.S. 416, 433 (1920). 3 Para una introducción general sobre pragmatismo se recomienda el libro de Ángel Manuel Faerna García –Bermejo (1996) Introducción a la teoría pragmática del conocimiento, España, Siglo XXI; sobre pragmatismo jurídico un artículo de Susan Haack, “On Legal Pramatism: Where does “The Path of the Law” Lead Us ?”, The American Journal of Jurisprudence, V. 50, Notredame Law School, Natural Law Institute, 51-105. Recientemente Peter Hare, Pragmatism with Purpose: Selected Writings, Joseph Palencik, Douglas R. Anderson, and Steven A. Miller (eds.), Fordham University Press, 2015. 4 El pragmatismo como corriente filosófica se encuentra en el período de epistemologías postkantianas y se desarrolló principalmente en los Estados Unidos a partir del siglo XIX. Entre sus principales precursores clásicos se destacan Charles Peirce, William James y John Dewey. Durante el siglo XX las obras de W.V.O. Quine, Wilfrid Sellars, Putnam y Rorty entre otros elaboraron nuevas líneas teóricas; en la actualidad los trabajos de Susan Haack, Gary A. Olson, Stephen Toulmin, Todd Lekan y Gregory Pappas han contribuido en la profundización de nuevas perspectivas pragmáticas. El pragmatismo abarca diversos campos filosóficos desde la filosofía de la ciencia, lógica, metafísica, ética, estética, filosofía de la mente, filosofía de la religión y filosofía del derecho. Desde el punto de vista epistemológico, a diferencia del empirismo lógico, que consiste en fijar las condiciones de validez del lenguaje científico, mediante la exigencia de reducibilidad a términos empíricos, el pragmatismo busca averiguar los procedimientos por los que los individuos establecen o modifican la naturaleza de sus creencias y la naturaleza de la significación de los términos con que las expresa (Samaja, 2008). Los pragmatistas proponen derrumbar la distinción entre hechos y valores, creyendo en el control racional de enunciados axiológicos. (Putnam, 2004).“El pragmatismo no cree que la verdad sea la meta de la indagación. La meta de la indagación es la utilidad, y existen tantos instrumentos diferentes como propósitos a satisfacer” (Rorty, 1994: 53). “Richard Rorty ha sido probablemente quien con su trabajo más ha hecho por el resurgimiento del pragmatismo en las tres últimas décadas” (Nubiola, 2010). 5 Al respecto, Gregory Pappas (2015) señala que “lo admirable del pragmatismo como tendencia o corriente filosófica es el hecho de que ha evolucionado y que cuenta con una pluralidad de versiones y modalidades. Nunca en la historia de la filosofía tantos y tan diversos pensadores han sido catalogados como “pragmatistas”. A pesar de esta inclusividad y diversidad no hubo suficiente diálogo entre los miembros de esta tradición filosófica sobre las diferencias en su pensamiento”.
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de un cuerpo; en la cuarta se demuestra la imposibilidad de la metafísica. Pero el pasillo pertenece a todos y todos deben pasar por él si quieren encontrar una vía práctica de entrar o salir de sus respectivas habitaciones”. Arthur Lovejo (1908) llegó a distinguir trece clases de pragmatismos. Incluso los filósofos del derecho tienen sus propias versiones de pragmatismo, como Posner y Dworkin. La propuesta de este trabajo es ofrecer una alternativa metodológica partiendo de algunas de las ideas de Dewey desde su tesis de la valoración. A continuación, haremos una breve referencia al pragmatismo jurídico en general, y en particular, a su posibilidad de constituir una metodología de las decisiones judiciales. Tomaremos como punto de partida las críticas que hace Dworkin al pragmatismo jurídico, en particular al de Posner, e intentaremos responder a ellas desde una concepción deweyana de los valores como posible teoría moral pragmática en las decisiones judiciales.
2. Algunas consideraciones sobre pragmatismo jurídico6: La influencia del pragmatismo en el ámbito jurídico puede advertirse en autores clásicos, como Dewey (1924) quien hacía referencia a “la infiltración en el Derecho de una lógica más experimental y flexible” y “una necesidad tanto social como intelectual”, una lógica en consonancia con los postulados pragmáticos “relativa a las consecuencias antes que a los antecedentes”. (Dewey, 1924: 25-26) Para Dewey (1024) la lógica consistiría en un conjunto de procedimientos donde se obtienen conclusiones luego de haber analizado las distintas alternativas posibles a partir de la experiencia. Dewey (1924) considera que las decisiones que se toman en el razonamiento jurídico y judicial son similares a las decisiones tomadas por los ingenieros, comerciantes, médicos, banqueros. “En la ley ciertamente estamos preocupados por la necesidad de resolver sobre un curso de acción que debe perseguirse, dando el juicio de uno u otro tipo a favor de la adopción de un modo de conducta y en contra de otro” (Dewey, 1924:18). La lógica consistiría en un instrumento para facilitar la toma de decisiones. Dewey considera que las proposiciones generales que conforman la ley deben guardar coherencia interna entre sí pero, en última instancia, se trate del campo de los contratos, derechos de daños, delincuencia, etc, la decisión judicial se encuentra subordinada a la experiencia, con un contexto político y económico determinado. En este sentido la lógica pasa a ser una disciplina empírica. Dewey toma como referencia el análisis de Holmes7 sobre las nociones jurídicas, que una vez creadas en un sistema jurídico son coherentes entre sí, pero inertes y deben aplicarse a situaciones concretas. La lógica no puede servir como un sistema rígido en la toma de decisiones. En vez de partir de premisas, partimos de la decisión más favorable para el caso concreto entre todas las alternativas posibles. La propuesta de Dewey de una lógica relativa a las consecuencias en lugar de los 6 La expresión pragmatismo jurídico la traducimos de legal pragmatism. El término inglés “legal” no significa lo mismo que “legal” en castellano. En castellano “legal” es adjetivo correspondiente a “ley.” 7 Holmes cit. por Dewey en: “Justice Holmes has generalized the situation by saying that “the whole outline of the law is the result of a conflict at every point between logic and good sense the one striving to work fiction out consistent results, the other restraining and at last overcoming that effort when the results become too manifestly”, en Collected Legal Papers, p. 50 ob. Cit. por Dewey en “Logic Method and Law, ob. cit. en bibliografía.
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antecedentes, una lógica de predicción de probabilidades más que de la deducción de certezas, nos permitiría afirmar que los principios generales emergen como declaraciones de formas genéricas útiles para tratar los casos concretos. La afirmación de Holmes de que las proposiciones generales no resuelven casos concretos, implica que debe ubicarse el hecho concreto en un espacio y tiempo. Nadie pone en duda, sostendría Holmes, la conclusión del silogismo “Sócrates es mortal”, el punto era si esta mortalidad habría de producirse en una fecha determinada y de una manera especificada. El pensamiento de Dewey sería el punto de partida para el inicio del pragmatismo jurídico en los Estados Unidos a partir de Holmes. En efecto, la filosofía pragmatista de Dewey ha sido considerada (Grey, 2014) como una de las más influyentes en el American Law, en particular en la doctrina de Holmes –admirador de Dewey- y considerado uno de los fundadores del movimiento del pragmatismo jurídico. El pensamiento jurídico de inspiración pragmática comenzó con un fuerte rechazo al modelo tradicional jurídico en medio de una crisis socioeconómica a principio del siglo XX. Se comenzó por indagar acerca del conflicto de intereses y objetivos sociales, que no podía ser resuelto deductivamente; en este sentido, Holmes8 manifestaría que la vida del Derecho no ha sido lógica, ha sido experiencia. Holmes propondrá que las instituciones jurídicas deben ser reevaluadas constantemente en función de sus consecuencias. De este modo, emerge una perspectiva pragmática o funcional. El Derecho ya no es entendido como algo preexistente, que el jurista debe descubrir, sino como un producto cultural forjado a partir de determinadas experiencias, necesidades, circunstancias históricas. (Solar Cayón, 2012). Otros de los exponentes fue Pound (1938), quien concibe la experiencia jurídica como una formidable tarea de ingeniería social. El quehacer jurídico constituye a su entender una tarea altamente especializada de control y ajuste de las relaciones sociales en busca de un sistema de compromisos entre demandas en conflicto (Solar Cayón, 2012).El pragmatismo jurídico es una teoría crítica de las imágenes más tradicionales de la ley y, más concretamente, de la toma de decisiones judiciales. La visión clásica de la ley ofrece una teoría basada en casos de la ley que hace hincapié en la calidad de los hechos específicamente jurídicos, el análisis minucioso de los precedentes y el argumento por analogía. Por una parte, el pragmatismo jurídico puede ser caracterizado como una teoría con pretensiones descriptivas. Es decir, como una teoría sobre lo que realmente sucede con los actores sociales que interpretan y aplican la ley, a pesar de la prevalencia ideológica del modelo clásico. El pragmatismo jurídico descriptivo piensa que la imagen clásica de la jurisprudencia no se ajusta a los hechos de la ley, y que una imagen pragmatista ofrece una mejor descripción. Un pragmatismo jurídico de este tipo se parece a los realistas jurídicos como precursor histórico. Los realistas jurídicos afirmaron que la ley era mucho más descuidada y más política. En otras palabras, las razones y los datos que ofrece el modelo clásico de la toma de decisiones jurídicas no explica adecuadamente las acciones de las instituciones jurídicas. El pragmatismo jurídico, por lo tanto, busca evidencia empírica y se opone a una visión limitada de la toma de decisiones. Por otro lado, el pragmatismo jurídico puede ser enfocado como una teoría normativa que trata la ley y el ámbito legal como una herramienta útil para perseguir ciertos fines sociales. El pragmatismo jurídico se opone al estilo racionalista de la argumentación aplicada tradicionalmente en la argumentación jurídica. Respecto de Holmes se recomienda el análisis efectuado por Susan Haack en su artículo “On legal pragmatism”, ob.cit. nota 1.
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Para Posner (1996, 1-20) “el pragmatismo filosófico es básicamente una filosofía americana, no viaja bien a otros países. Lo mismo es verdad para la adjudicación pragmática. Concretamente, el caso para esta adjudicación es más débil en una democracia parlamentaria que en una democracia federalista de frenos y contrapesos al estilo de los Estados Unidos”. Posner considera que el pragmatismo tiene tres rasgos característicos: 1) desconfianza ante las entidades metafísicas; 2) prioridad del resultado sobre la intención y 3) prioridad de la responsabilidad sobre la convicción. Posner rechaza la idea de principios objetivos a los cuáles deba ajustarse el Derecho. Para Posner el pragmatismo es una práctica, instrumental, dirigida hacia adelante, activista, empírica, escéptica, antidogmática que defiende la primacía de las consecuencias tanto en la interpretación como en los otros campos de la razón práctica, la continuidad del discurso legal y el moral, y una actitud crítica en vez de piadosa hacia la historia y la tradición. Desarrollos recientes sobre pragmatismo jurídico, se hallan en la obra de Susan Haack, quien expone la transmutación de un viejo pragmatismo hacia uno nuevo. Haack (2009) concluye que es fácil quedarse atrapado en la cuestión de cuáles son las variantes que califican como pragmatismo auténtico; pero es mejor —potencialmente más fructuoso y apropiadamente progresista— preguntarse más bien qué podemos aprender de la vieja tradición pragmática y del naufragio intelectual de la nueva. Haack (2011) se ha referido a la falibilidad moral de los jueces como cualquier otro ser humano; pensar lo contrario sería peligroso; cometen errores como cualquier humano. Asimismo Haack (2009) ha reconocido desde el pragmatismo la importancia del desarrollo del significado y cómo éste puede contribuir al progreso de la ciencia y a la adaptabilidad de un sistema jurídico.
3. El pragmatismo jurídico como una teoría de las decisiones judiciales Dworkin establece que el Derecho puede ser analizado como una teoría acerca de lo que es el derecho y como una práctica de las decisiones judiciales. Su obra El imperio del Derecho es una exposición completa sobre su teoría del derecho, donde plantea el siguiente interrogante: ¿cómo establecen ─o cómo deberían establecer─ los jueces qué es la ley? Dworkin muestra que los jueces deben decidir los casos difíciles interpretando y no simplemente aplicando decisiones legales del pasado y formula una teoría general sobre qué es la interpretación tanto en literatura como en derecho. Toda interpretación jurídica refleja una teoría subyacente sobre el carácter general de la ley Dworkin sostiene que el pragmatismo asume que la práctica legal se comprende mejor como un instrumento de la sociedad para lograr sus objetivos. Frente a este enfoque contrapone su versión del derecho como integridad, donde el objetivo fundamental es responder a la necesidad de que una comunidad política actúe de forma coherente y de acuerdo a principios establecidos para todos sus miembros. La propia versión de Dworkin de la toma de decisiones jurídicas se titula “ Derecho como integridad “ (Dworkin, 1986). De acuerdo con esta teoría, la coherencia (Lariguet, 2011) con las decisiones judiciales anteriores se destaca como una de las virtudes jurídicas más importantes. Él ofrece la imagen de una creación imaginaria, la “novela en cadena, “ para argumentar a favor de la centralidad del precedente en el derecho. Una novela en cadena es un texto narrativo que se va escribiendo por capítulos. Después de la creación de cada nuevo capítulo, en la novela se pasa a un nuevo autor para su posterior
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elaboración. Dworkin sostiene a este respecto que seguramente querríamos que la nueva autora se percatase de la importante necesidad de cohesionar y respetar el contenido de los capítulos anteriores. Un autor que no sigue esta regla, no cumple adecuadamente su función. Dworkin argumenta a continuación, que los mismos supuestos deben gobernar el mundo jurídico y, por lo tanto, la actividad del juez. Es decir, cada caso es directamente análogo a un nuevo capítulo en la novela en cadena. Si se acepta la analogía, se obtiene una imagen de un sistema jurídico que demanda profunda necesidad de coherencia interna. El pragmatismo jurídico, empero, encuentra mucho que discutir con en esta imagen de la jurisprudencia suministrada por Dworkin. Ahora bien, las críticas de Dworkin al pragmatismo jurídico, se han centrado principalmente en la figura de Posner (Pérez de la Fuente, 2012), cuya versión del pragmatismo, sostiene Dworkin, conduce a la nada, aunque él insiste que los jueces deberían decidir los casos de manera de producir las mejores consecuencias, no especifica cómo deberían decidir cuáles son las mejores consecuencias. Su única respuesta al argumento de que su pragmatismo queda vacío es que los jueces norteamericanos están suficientemente de acuerdo acerca de los fines apropiados de su sociedad, por lo que ninguna definición o discusión académica sobre tales fines es necesaria. Es importante destacar que Dworkin reconoce que el pragmatismo jurídico es una teoría de las decisiones judiciales, pero lo acusa de ser antiteórico; parecería ser que al medir las decisiones judiciales por sus consecuencias, no sería necesaria una teoría real. De manera que no adopta ninguna posición respecto de la naturaleza del concepto doctrinal de derecho, sobre cómo deben justificarse de mejor modo las prácticas jurídicas contemporáneas, o sobre las condiciones de verdad de las proposiciones jurídicas. Sin embargo Dworkin llega a reconocer que el pragmatismo jurídico es una concepción poderosa y persuasiva del Derecho y supone un desafío mayor que la que genera el convencionalismo a su propia concepción: el Derecho como integridad. Lo que separa “al Derecho como integridad del pragmatismo jurídico, es el papel de la Teoría moral como elemento relevante en la toma de decisiones judiciales. Las posiciones iniciales de la controversia serían, por una parte, la propuesta dworkiniana de vincular Derecho constitucional y filosofía moral, aportando un marco teórico adecuado que permita a los jueces realizar su tarea desde cuestiones más especificas a las más abstractas, en lo que denomina “ascenso justificatorio”. Por otro lado, estaría el pragmatismo jurídico que, según sus adversarios, sería una posición antiteórica. Los jueces deberían decidir según las consecuencias, siguiendo el lema pragmático de “aquello que funciona”, de una forma prospectiva, mientras que las elaboraciones de la Teoría moral serían una mera cuestión académica, que no tendría que ver con el día a día de las decisiones judiciales. La oportunidad de analizar el enfoque del pragmatismo jurídico, en los países de tradición continental, vendría precisamente de la crítica del habitual papel de la Teoría para dar cuenta de la función judicial y la propuesta de alternativas que encajen mejor con la práctica jurídica” (Corona Nakamura y otro, 143-154). Posner sostiene que la caracterización que Dworkin ofrece del pragmatismo jurídico no es adecuada, ya que un juez pragmático siempre intenta hacer lo mejor que puede para el presente y el futuro, sin restricción de sentir un deber para asegurar la consistencia con lo que otros funcionarios hayan hecho en el pasado. La pregunta eminentemente pragmática sería: “¿Qué funciona?” mientras que la pregunta, según otras concepciones del Derecho, sería: “¿Qué reglas y puntos de vista forman conexiones, en una cadena
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lógica, sobre una fuente autorizada del derecho que nadie desafía?” Posner sostiene que el pragmatismo es un antídoto al formalismo. La posición de Dworkin ha sido criticada, entre otros, por Coleman, quien defiende una versión particular del pragmatismo filosófico como un acercamiento a la teoría jurídica. Coleman (2001) critica a Dworkin, por considerar que no analiza adecuadamente las raíces filosóficas del pragmatismo como movimiento. Coleman (2001) afirma que lo que distingue a los positivistas jurídicos de los dworkinianos, es la afirmación de que todos los criterios de legalidad son convencionales; para los positivistas incluyentes, la moral puede ser una condición de legalidad, y esto, es lo que los separaría del positivismo excluyente. Para Coleman (2001), no hay claridad sobre la convencionalidad de principios o normas morales que se incluyen como condiciones de legalidad. Tampoco -Dworkin- ofrecería una respuesta plausible, acerca de lo que hace legal a una autoridad. La invocación de estas convenciones por parte de Dworkin, -considera Coleman (2001)-, no hacen, sino traer más confusión a la práctica legal, y mayor confusión teórica debido al desacuerdo semántico. Tal vez el error de Dworkin sea dar por sentado que el pragmatismo jurídico se reduce a la versión de Posner. A pesar del rol que Dworkin atribuye a los jueces según su visión del pragmatismo, podemos apreciar en la práctica judicial actual todo lo contrario. Tanto los jueces reales como los potenciales disienten profundamente respecto de una gama completa de cuestiones políticas que tienen significado para el derecho: desde la importancia relativa de la eficiencia económica, la seguridad y la protección ambiental, hasta la justicia racial y la igualdad de género. ¿Es posible un acercamiento de Dworkin hacia el pragmatismo desde una teoría moral? o ¿ Una reconstrucción del pragmatismo jurídico desde las críticas de Dworkin por intermedio del pragmatismo moral en términos de Dewey? Responder afirmativamente esta pregunta implicaría que Dworkin podría tener puntos de contacto con el pragmatismo y ofrecer una respuesta a la indeterminación teórica que éste atribuye al pragmatismo.
4. Una posible teoría moral del pragmatismo jurídico: Un enfoque pragmatista implicaría el rechazo del esencialismo ético. En este sentido, Rorty y Putnam expusieron una posición antimetafísica9. 9 RORTY (2000) explica que la ética se construye en base a normas que no tienen que ver con coerciones externas de carácter, sino fruto de la cooperación entre los miembros de una comunidad, en este sentido el pragmatismo sería la teoría acerca del la capacidad del individuo de actuar en función del interés social y las buenas costumbres. No es necesario buscar para la ética ninguna fundamentación externa a la propias prácticas sociales contingentes de las sociedades democráticas y, sí es preciso, en cambio, huir de los argumentos de autoridad basados en una pretendida racionalidad epistemológica. (RORTY, 2000). La ética no tiene obligaciones universales; “la moralidad es, sencillamente, una costumbre nueva y discutible” (RORTY, 1994: 84). “Hilary Putnam ha repetido en varias ocasiones que él no está interesado en la ética como un sistema acabado de principios, sino más bien como una actividad en la que se entrelazan una serie de preocupaciones sobre el comportamiento social humano y sobre las distintas estrategias que éste genera —encauzadas en el plano político— para la resolución de problemas concretos y perentorios. Es decir, de forma consecuente con su herencia pragmatista, Putnam desconfía en sus reflexiones éticas de algunas de las grandes y grandilocuentes síntesis teóricas del pasado, si bien no las discute en profundidad” (ROSALES RODRIGUEZ, 2007, p. 82). Sin embargo, la posición de Putnam no es un relativismo moral, sino la búsqueda constante de adecuar decisiones morales, políticas y jurídicas no en base a una ética universal, sino a las necesidades humanas básicas en un contexto dado. Siguiendo a Dewey, PUTNAM (2004) tiene una visión de la ética como actividad para solucionar problemas prácticos, específicos y situados.
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La teoría de la valoración de Dewey constituye una metodología donde la pregunta no es ¿qué hacer? sino ¿cómo decidir qué hacer? Dewey propuso una mediación entre el emotivismo y el objetivismo ofreciendo una alternativa naturalista –tomado del emotivismo- y cognitivista –tomada del objetivismo-. De esta manera surge una teoría moral donde los juicios valorativos están sujetos a criterios de verificación. En este sentido, los deseos e intereses son actividades que se producen en el mundo, y que tienen efectos en el mundo, por lo que son observables en sí mismos y en relación con sus efectos observados. La teoría de los valores de Dewey toma como punto de partida el continuo mediofines. Dewey (2008) sostenía que las relaciones entre medios y fines de hecho cambian temporal y racionalmente. En la continuidad medios-fines, los medios son al mismo tiempo fines deseados, y los fines alcanzados se constituyen como nuevos medios para nuevos objetivos. El concepto “medios – fines” es clave en la teoría de la valoración de Dewey. A diferencia de otros , como Bentham y Hobbes, para quienes la conducta humana tiene un fin fijo como procurar el placer o evitar la muerte, los fines en Dewey son limitados y constituyen nuevos medios para consecución de otro fin. La conducta humana no puede estar sujeta a principios o reglas fijos, sino situados contextualmente y culturalmente, por tanto cambiantes (Grey, 2014). En el último capítulo de la obra de Dewey10 (2008) sobre la valoración y las condiciones de la teoría social, se establece que éstas también serían capaces de referirse al comportamiento observable del hombre en comunidad (psicología y sociología). De este modo, Dewey abre la discusión en torno a los problemas de la valoración a otras ciencias de lo humano (Aguayo, 2010). El “propio enfoque de Dewey estaba tan solo limitado a los métodos de las ciencias naturales o en la situación de vida de la persona, sino más referida a problemas de la teoría social, la política y la ley” (Grey, 2014, p. 105). Todd Lekan ha efectuado una contribución metaética desde el pragmatismo con la moralidad de las decisiones tomando como base la tesis de los valores de Dewey. Para Lekan (2003) la moral es una práctica racional y falible, donde las normas constituyen herramientas para la toma de decisiones. Lekan (2003) propone una concepción pragmatista de la moral como una práctica en evolución, educativa y falible de la vida cotidiana. Lekan (2003) afirma que las normas morales no son ni verdades eternas ni caprichos subjetivos, sino hábitos transmitidos a través de las prácticas “mediante reflexiones cuidadosas y contrastadas intersubjetivamente, sujetas a pruebas de contraejemplos y al debate discursivo racional que debe quedar abierto” (Lariguet, 2011). Al igual que los hábitos que conforman la medicina o la ingeniería, los hábitos morales son objeto de una evaluación racional y cambian de acuerdo a los nuevos desafíos y circunstancias. Esta interpretación pragmática de la moralidad proporciona una manera de salir del dilema del relativismo y el absolutismo. Lekan (2003) explica desde un punto de vista pragmático que las normas son formas concretas de sentir, pensar y hacer. La norma como un hábito es adquirida hasta formar un patrón o regla de conducta que permitirá a individuo evaluar qué decisión tomar en un caso particular y frente a casos similares. Sin embargo, cada caso ofrece diferentes circunstancias, por lo que no se podrá aplicar la misma norma –o hábito. Esto último DEWEY distingue entre lo que él llama “reglas” y “principios”, para diferenciar entre los problemas de determinación y decisión. Las reglas son de índole práctica, son formas habituales de hacer las cosas. Pero los principios son de índole intelectual, son los métodos finales utilizados para juzgar cursos concretos de acción. El objeto de los principios morales es suministrar puntos de vista y métodos que permiten al individuo tomar una decisión en un caso concreto. Un principio moral daría la base para mirar y examinar una cuestión particular.
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depende del contexto de fondo de la situación concreta. El hábito moral (aplicar una norma) se adquiere como cualquier otra habilidad y pasa a ser un patrón de conducta para identificar cuál es la decisión adecuada luego de una observación. ¿Cómo justificar una decisión? Lekan (2003) pone como ejemplo la presentación de Toulmin para justificar una decisión. Toulmin (1958) considera que entre los hechos (o datos) y la conclusión hay un puente que consiste en una regla de inferencia (warrants11) que autoriza a deducir a partir de ciertos hechos del caso una conclusión para adoptar una acción. Toulmin (1958) aclara que la conclusión no se sigue necesariamente de la inferencia. La fuerza de la conclusión dependerá del peso de los motivos y orden ofrecidos. Cada decisión deberá tener una justificación racional de por qué fue seleccionada entre las diferentes alternativas. Hay casos complejos donde los jueces deben considerar planes de acción. Pensemos, a título de ejemplo, en el supuesto donde los padres se niegan a la transfusión de sangre a su hijo por motivos religiosos, o al caso en que se trata de determinar si un homicidio como consecuencia de una carrera ilegal de automóviles es culposo o doloso en grado eventual o cuantificar el daño moral sufrido por la víctima de un ilícito. La decisión que adopte el juez deberá tener un respaldo en la argumentación, una justificación racional en la que ha tenido en cuenta las eventuales consecuencias de la decisión adoptada. Incluso esta decisión puede servir de base para otras deliberaciones y argumentos. Compartimos con Haack (2011) el carácter falible de las decisiones de los jueces. En este sentido Lekan (2003) sostiene que la posición pragmatista es fundamental fabilista, es decir, debemos pensar que las decisiones que se adoptan siempre están abiertas a cambios o nuevos problemas.
5. Conclusiones El análisis de la tesis de Dewey y la reconstrucción de Lekan de esa tesis ofrecerían una respuesta a la “orfandad moral” que Dworkin atribuye al pragmatismo jurídico, es decir, una teoría moral del pragmatismo que surgiría de la observación y reflexión de hábitos situados contextual y culturalmente como herramientas para situaciones de interpretación y sin degenerar en particularismos. Se trataría de una práctica social inteligente y comprendería que las normas –o hábitos- surgen de experiencias concretas y prácticas sociales proporcionando herramientas para la resolución de problemas. Una perspectiva pragmatista daría cuenta del carácter contingente de la moralidad, sin que esto implique renunciar a “valores fundamentales”, “principios” o desconocer una “moral en común”. ¿Cómo diferenciarla del relativismo o utilitarismo ético con los cuales Dworkin identifica al pragmatismo? En primer lugar, respecto del relativismo los jueces desde una concepción pragmatista de la ética no tendrían valores a priori –ni objetivos ni relativos- como eje regulador de su decisión, ya que estos valores surgirían de la reflexión del caso particular de acuerdo con los datos empíricos pertinentes. En el análisis de un caso concreto surgen diferentes alternativas divergentes sobre qué decisión tomar. La jurisprudencia no sería una acumulación de saberes sino una práctica social que consiste avanzar en base a las necesidades del contexto actual y futuro. Respecto del utilitarismo, un juez pragmatista no buscaría adecuar su decisión al 11
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bienestar general de la comunidad. La pregunta sobre ¿qué funciona? no es en miras a la comunidad sino al caso concreto en particular.Un juez pragmatista construiría su argumento desde el conocimiento que tiene del hecho que se presenta. Una decisión judicial consistiría en analizar alternativas prácticas aplicables a un caso concreto como en cualquier actividad social humana. En este sentido, las decisiones judiciales desde una perspectiva pragmatista, a diferencia de lo que sostendría Dworkin -de considerar “vacías” o “antiteóricas”-, presupondrían una teoría moral, tomando como referencia principios y normas cambiantes que surgen de la reflexión, es decir, de eventos deliberativos donde la dinámica social de las normas morales sujetas a evolución exige un compromiso mayor por parte del juez para adecuar su decisión al caso concreto. Bibliografía Coleman, Jules L. (2001), The Practice of Principle, New York University, Oxford University Press. Corona Nakamura, L. – Rosales Rodriguez M, “El derecho más allá del derecho”, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, pp. 143-154. Dewey, John, (1924),“Logical Method and Law”, 10 Cornell L. Rev. 17. Dewey, John (2008), Teoría de la valoración. Un debate sobre la dicotomía de hechos y valores. Madrid: Biblioteca Nueva. Dworkin, R. (1986), Law´s Empire, Cambribge, University Press. Dworkin, R (2006), Justice in Robes, Cambribge, Harvard University Press. Faerna García –Bermejo, Angel Manuel, (1996) Introducción a la teoría pragmática del conocimiento, España, Siglo XXI Grey, T.C. (2014), Formalims and Pragmatism in American Law.Boston, Brill. Haack, S. (2009) “The growth of meaning and the limits of formalism: in science, in Law”,AnálisisFilosófico XXIX Nº 1 - ISSN 0326-1301 (mayo 2009) 5-29. Haack, S. (2009), “Viejo y nuevo pragmatismo”, DIÁNOIA, Vol. XLVI, Núm. 47, (Noviembre 2009), 21–59. Haack, S. (2009) “The growth of meaning and the limits of formalism: in science, in Law”,AnálisisFilosófico XXIX Nº 1 - ISSN 0326-1301 (mayo 2009) 5-29. Haack S. (2011), “Pragmatism, Law, and Morality: The Lessons of Buck v. Bell”, European Journal of Pragmatism and American Philosophy, 2011, III, 2. Haack S. (2005 ), “On Legal Pramatism: Where does “The Path of the Law” Lead Us ?”, The American Journal of Jurisprudence, V. 50, Notredame Law School, Natural Law Institute, 51-105. Palencik, J. y otros (eds.), Peter Hare, Pragmatism with Purpose: Selected Writings Fordham University Press, 2015 Lariguet, G. (2011), “Todo lo que Ud. quería saber sobre coherencia y no se atrevió a preguntarle a Amalia Amaya”, Discusiones: La coherencia en el derecho, núm. 10 (2011), pp.87-137. Lekan, T. (2003), Making Morality Pragmatist Reconstruction in Ethical Theory, Vanderbilt University Press. Lovejoy, Arthur, (1980), “The Thirteen Pragmatisms”, Journal of Philosophy 5, pp. 1-12 y 29-39.
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EL “MÉTODO” HERMENÉUTICO PARA LA INTERPRETACIÓN DE LA LEY: COMPRENSIÓN Y APLICACIÓN EN VERDAD Y MÉTODO DE GADAMER Andrés Crelier
Introducción En El guardián entre el centeno, la novela de J. D. Sallinger, el protagonista sugiere que las visitas a una misma exposición en el museo son siempre diferentes: “Pero lo mejor en aquel museo era que todo permanecía siempre justo donde estaba. Nadie se movía. Podías ir allí cientos de veces y el esquimal estaría todavía acabando de atrapar esos dos peces, las aves estarían aún en su camino hacia el sur, los ciervos estarían todavía bebiendo de ese agujero con agua, con su hermosa cornamenta y sus lindas piernas flacas (…) Nadie sería diferente. Lo único que sería diferente serías tú. No es que serías mucho más viejo o algo así. No sería exactamente eso. Sólo serías diferente, eso es todo. Esta vez tendrías un abrigo (…) o habrías pasado justo por uno de esos charcos en la calle con arcoíris de gasolina. Quiero decir que serías diferente de algún modo.” (Sallinger, 1994 (1945-46), 109-110, la traducción es mía). Podría pensarse que si visitamos varias veces la misma exposición en un museo, actualizamos un mismo proceso de comprensión e interpretación de algo que permanece fijo. La comprensión simplemente se repetiría sin cambios de contenido, de manera por así decirlo automática. Sin embargo, como ilustra Sallinger, en cada visita al museo hay algo que cambia, incluso si la exposición permanece completamente idéntica a lo que era la última vez. Lo que ha cambiado somos nosotros. Lo “mejor” de la visita a un museo, para el protagonista, es justamente este fenómeno. Podemos forzar esta imagen como sigue. De los dos elementos en juego -el visitante y la exposición-, el visitante genera un cambio en la comprensión, y por lo tanto en la exposición misma. No se trata de que el visitante cambie sus esquemas de comprensión de manera profunda. Haber cruzado un charco donde se ha formado un arcoíris a causa de una mancha de gasolina es suficiente para que la exposición misma sea también diferente. Dicho en términos filosóficos, la inestabilidad en la identidad del sujeto se transfiere automáticamente a una inestabilidad en la identidad del objeto. Trazando una analogía, lo mismo puede decirse acerca de la comprensión e interpretación de una ley o norma jurídica: si bien la letra permanece idéntica, quien la interpreta genera un cambio en esa identidad. En este caso, el cambio incluye no sólo al intérprete sino especialmente a las circunstancias a las que la norma ha de aplicarse. En este trabajo voy a explorar justamente este fenómeno tal como lo entiende la hermenéutica contemporánea de Gadamer en su obra Verdad y método (Gadamer 1990). Para este autor, la comprensión de una norma jurídica es un modelo que vale para toda comprensión pues allí se advierte que se trata de un proceso que incluye la “aplicación” misma, como luego veremos. La problematización que propongo pretende además evaluar los alcances de esta propuesta. Mi modo de hacerlo consiste en actualizar la filosofía
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gadameriana mediante un debate reciente sobre conceptos que tiene su centro en autores analíticos. La estructura de mi trabajo es por tanto la siguiente. En primer lugar, ofrezco una reconstrucción de la posición gadameriana sobre la comprensión y aplicación de la ley en el contexto de algunas tesis centrales de su propuesta hermenéutica. En segundo lugar, actualizo esta posición estableciendo una analogía entre ella y las dificultades que las teorías “clásicas” han tenido para definir y aplicar conceptos. En tercer lugar, discuto el problema de la pérdida de criterios de objetividad que acecha a esta propuesta hermenéutica y exploro algunas maneras de evitar ese problema.
Aplicar la ley como parte de comprenderla La obra Verdad y método ofrece una reflexión filosófica sobre las condiciones de la comprensión humana y el modo en que ésta se realiza. Si bien su referencia más fuerte es la comprensión de textos escritos que nos ofrece la tradición, las tesis vertidas abarcan la comprensión de otras culturas, personas o lenguajes. Es por ello que Gadamer se refiere constantemente a la comprensión -o términos a fines- a secas. Su filosofía puede entenderse entonces como una elucidación de la capacidad humana de comprender en su sentido amplio o “universal”. Gadamer considera que una concepción filosóficamente adecuada de la comprensión debe tomar nota del modo en que la hermenéutica jurídica ha entendido la comprensión de la ley. Para este autor, existen allí diversas indicaciones que pueden revelar aspectos centrales de la actividad humana de comprender en general. En lo que sigue, me detendré justamente en lo que la hermenéutica jurídica tiene para enseñarle a una reflexión adecuada sobre la comprensión. Para ello, tomaré en consideración las páginas de Verdad y método donde Gadamer recurre a esta tradición, incorporando el momento de la “aplicación” al proceso de la comprensión.1 Así, el objetivo central consiste allí en señalar que comprender, interpretar y aplicar lo comprendido no son momentos separables sino que forman parte de un mismo proceso. Veámoslo más en detalle. La tradición hermenéutica ha distinguido según Gadamer entre tres capacidades humanas -subtilitas- de la comprensión en sentido amplio (o de la realización de la comprensión): la comprensión, la interpretación y la aplicación. No se trata de métodos diversos sino de capacidades humanas que parecen en principio operar separadamente. Sin embargo, esta separación ha sido puesta en tela de juicio y Gadamer argumenta en el sentido de su integración indisoluble. En efecto, ya el romanticismo vio acertadamente que existe una unidad interna entre la comprensión y la interpretación. Adoptando esta posición, Gadamer sostiene que la comprensión es siempre interpretación y la interpretación es una forma explícita de la comprensión.Con esto ya se unen las primeras dos capacidades, dejando todavía la aplicación de lado. Ciertamente, podemos pensar que esta integración de dos capacidades tradicionalmente separadas posee sus dificultades, aunque más no sea porque no logra anular completamente la distinción entre ambas. Dado que mi interés se centrará en el tercer momento de la comprensión en sentido amplio, que incluye la aplicación, no abordaré 1 La reconstrucción que ofrezco a continuación se refiere al siguiente pasaje de la edición alemana: GADAMER, 1990, 312-316; de modo que no volveré a citar la obra de manera explícita.
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las dificultades que representa este primer paso integrativo, una de cuyas consecuencias centrales es que el lenguaje, el medio necesario de la interpretación, es también una condición de la propia comprensión. Gadamer arguye que en el proceso de comprender siempre tiene lugar una aplicación del texto a la situación actual del intérprete, tal como se entendía antaño la interpretación de los dioses a través de un oráculo. Las palabras de un oráculo se caracterizan justamente porque su sentido está ligado con el destinatario del mensaje, de modo que los mensajes oraculares resultan incomprensibles fuera de ese contexto. En este mismo sentido, Gadamer pone el acento en que la tradición hermenéutica, antes de los siglos XVIII y XIX, unía la filología con la hermenéutica teológica y la jurídica. En todos los casos la comprensión integraba el momento de la aplicación a la situación presente. Volver a esta tesis permite, para el filósofo alemán, recuperar una noción adecuada de la comprensión. Podemos expresar esta perspectiva con la imagen de Sallinger. La exposición del museo cambia con cada visita pues la situación –en este caso el “yo” al que se aplica lo comprendido- es cada vez diferente. La aplicación es aquí la nueva relación entre la exposición y el sujeto que la visita, a quien se le “aplica”. En el ámbito legal, el juicio representa la tensión constitutiva entre la ley –el texto- y la aplicación al momento o caso actual. Comprender una ley adecuadamente consiste en tomar en serio su pretensión de ser aplicada de manera diferente y nueva en cada situación. Y podemos agregar que comprender una ley implica realizar esta aplicación. (de modo real o imaginario) Otro modo en que Gadamer expresa esta unidad es mediante la idea de que las funciones cognitiva –representada por la comprensión y la interpretación- y normativa –representada por la aplicación- están presentes en toda comprensión. Así, conocer el sentido de un texto legal y aplicarlo a un caso concreto conforman para este autor un mismo proceso o fenómeno. En el marco de esta unidad, Gadamer parece darle cierta preeminencia a la función normativa de la aplicación por sobre la función cognitiva de la comprensión (en sentido estrecho), lo cual supondría al menos la posibilidad de distinguirlas. En efecto, la cognición sugiere una apropiación activa mientras que la normatividad indica, en este caso, que el intérprete debe aplicar el texto –o lo interpretado- a su propia situación, lo cual determina una suerte de sometimiento al control del texto mismo o a las pretensiones de la ley, en el caso jurídico. En sintonía con la pretensión gadameriana de quitarle capacidad de control a un sujeto autónomo, la interpretación consiste más bien en someterse a las pretensiones normativas del texto, la ley o la tradición. Esto le da además un carácter de historicidad a la comprensión. La reflexión hermenéutica, que extrae conclusiones generales a partir de los diversos modos de comprender, considera que la situación humana tiñe de historicidad cualquier proceso de comprensión. Como corolario, la comprensión no puede desarrollarse a la manera de un método que un sujeto aplicara a un objeto separado de él para obtener un conocimiento válido fuera de todo contexto. De entrada todos los momentos, incluyendo la situación del intérprete, están integrados, y la hermenéutica no hace sino mostrar o tematizar este hecho inevitable propio de la finitud humana.
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Actualizando a Gadamer desde una mirada analítica sobre los conceptos Así como se ha afirmado que la hermenéutica de Gadamer “urbaniza” la filosofía de Heidegger en tanto la hace legible –o “transitable”-, creo que la propia filosofía gadameriana admite una urbanización o al menos una actualización. Intentaré hacerlo trazando una analogía a la luz de determinadas críticas analíticas a las teorías “clásicas” sobre conceptos. Con todo, ¿cómo se justifica una analogía entre este autor y un debate sobre conceptos que, si bien pretende tener conexiones con problemas de la filosofía griega, tiene un carácter más bien analítico en sus recientes discusiones? Creo que la conexión puede justificarse del siguiente modo. Primero, no es arriesgado afirmar que la comprensión es para Gadamer conceptual (así lo entiende a mi modo de ver McDowell (1996, 115-119)) y que por lo tanto la actividad de comprender supone la existencia de unidades conceptuales, más allá de cómo las entendamos. Segundo, sus argumentos sobre la comprensión van en la misma dirección que ciertas críticas que, como veremos, han encontrado consenso.Tercero, podemos dejar de lado como no relevantes algunos supuestos de esta discusión que generan tensiones con la filosofía gadameriana, como la idea de que los conceptos son “representaciones mentales”, sin alterar la analogía que presento. Para hacerlo me centraré entonces en algunos aspectos centrales de la teoría “clásica” sobre conceptos y las críticas a la misma en base a la reconstrucción del debate que realizan Margolis y Laurence (1999, 8 ss.). La reconstrucción proporciona una idealización de algo que no constituye una teoría homogénea y cuyos orígenes se remontan a la filosofía antigua. De hecho, los rasgos de esta posición clásica se vislumbran a partir del contraste generado por los cuestionamientos más fuertes recién a mediados del siglo XX. Sea como fuere, según esta teoría los conceptos poseen una “estructura definicional”, que contiene o codifica las condiciones necesarias y suficientes para su aplicación, es decir, para determinar si algo se encuentra (o no) dentro de su extensión (en el sentido semántico destacado por estos autores). En mi analogía, esta estructura definicional se equipara con el momento de la comprensión hermenéutica entendida como algo separable de la aplicación (dejo de lado aquí el momento de la interpretación, que puede incluirse en la comprensión misma). Según este momento de la definición (analogada con la comprensión), un concepto tiene propiedades referenciales evaluables. Alguien puede intentar aplicar el concepto “ave” correcta o incorrectamente a un objeto volador que ve en el cielo. Si este último satisface la definición –las condiciones necesarias y suficientes para ser un “ave”-, la aplicación referencial resultará correcta. En relación con esto, los conceptos permiten categorizar, algo que los autores que estoy tomando en cuenta tienden a ver como el proceso psicológico de juzgar si algo se encuentra bajo el concepto. En todo caso, la definición resulta determinante para esta evaluación referencial y la actividad de categorizar. Dejando de lado algunos supuestos que suelen aparecer en la teoría clásica, como el de que los componentes de los conceptos son en última instancia elementos primitivos o la idea de que los conceptos son particulares en una mente, me interesa resaltar la tesis de que se los puede definir con precisión en el sentido de contar expresamente con las condiciones necesarias y suficientes que determinan su aplicación (en el sentido referencial y respecto de la actividad de categorizar). Un ejemplo usual es “soltero”, compuesto presumiblemente por “no casado”, “hombre/mujer” y “adulto” (aunque este ejemplo se ha usado a menudo en inglés, idioma en el que bachelor no incluye a “mujer”). Si algo
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cumple con esas condiciones, puede aplicársele el concepto en cuestión, en la referencia y la clasificación. Así pues, esta concepción permite una distinción análoga a la que Gadamer observa en la tradición hermenéutica de la que él toma distancia. La distinción allí presente entre comprender (e interpretar) y aplicar es análoga a la que existe entre definir un concepto (o comprender su definición) y aplicarlo (en el sentido de determinar si algo cae o no bajo la definición, por ejemplo en la categorización). Según la mirada clásica, la aplicación sería un momento (psicológico o semántico) secundario y dependiente de la definición del concepto. La definición de “soltero” sería previa o al menos independiente de la determinación de si una persona cae o no bajo ese concepto. La aplicación (en la referencia o la categorización) estaría entonces pre-determinada por el concepto en el sentido de que éste indicaría las condiciones exhaustivas (suficientes y necesarias) de si algo cae o no bajo él. Si es preciso, puedo hacer un análisis de los constituyentes del concepto, de su estructura definicional, para tener claro el ámbito de aplicación (la “extensión” del concepto). Esto implica una asimetría constitutiva de lo conceptual: la definición es un momento independiente que pre-determina las condiciones de aplicación y no al revés. La aplicación, por su parte, no cumpliría ningún papel relevante en la definición. Como reseñan Margolis y Laurence, desde mediados del siglo XX surgieron fuertes cuestionamientos a esta concepción que parece intuitiva y que en todo caso ha sido clásica en la tradición filosófica.2 Puede afirmarse que estos cuestionamientos han estado inspirados en dificultades prácticas, es decir, en la dificultad de contar con definiciones que expresen verdaderamente las condiciones necesarias y suficientes para caer bajo el concepto definido. Dicho en otros términos, ha quedado de manifiesto que las definiciones más firmes sucumben a contraejemplos. Es entonces en gran medida a causa de la consideración de ejemplos concretos que esta concepción tambalea, lo cual sorprendentemente habría pasado desapercibido para algunos de sus representantes canónicos como Locke. Veamos algunos ejemplos. Era usual ilustrar la analiticidad de los conceptos mediante la definición corriente (según se presume) de términos como “soltero”, que como vimos se armaría a partir de los constituyentes “hombre/mujer”, “adulto” y “no casado”. Si recurrimos exclusivamente a esta definición, no hay en principio razones para excluir al Papa. Pero incluirlo es algo que un hablante nativo del español consideraría inadecuado. Un hombre soltero es alguien que podría llegar a casarse, algo que las reglas institucionales del catolicismo no admitirían para el Papa.3 Se podría objetar que “soltero” se puede definir de manera bastante aceptable si excluimos los casos fronterizos como el del Papa. Por ello resultan relevantes los cuestionamientos a conceptos usuales que intuitivamente consideraríamos fácilmente definibles. Como es sabido, el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas ha explorado este terreno mostrando que conceptos como el de “juego” no pueden definirse concluyentemente en el sentido clásico. (Wittgenstein, Investigaciones lógicas§ 65-78.) En efecto, la intuición de que existe algo común a todos los fenómenos que llamamos “juego” se desvanece tan pronto miramos casos concretos para buscar esos elementos comunes. Para FODOR, esta noción ha sido compartida tanto por la tradición empirista como por la racionalista, y en el ámbito anglo-americano ha regido durante los últimos tres siglos (FODOR et al., 1999, 511). 3 Existe también el problema del uso metafórico, como cuando “soltero” designa una forma de vida, pero lo dejo de lado suponiendo que se entiende en base al uso no metafórico. 2
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Los grupos de juegos de cartas, de destreza física, los competitivos, los practicados en soledad, los que entretienen, etc., poseen rasgos que se solapan pero también otros que sólo aparecen en algunos grupos (no todos los juegos son competencias, o son entretenidos, etc.). Ahora bien, puede insistirse en que las dificultades prácticas no implican que se trata de una empresa en principio imposible de realizar. Quizás la tarea filosófica pueda lograr con esfuerzo definiciones estables y duraderas que avalen la teoría clásica. Contra estas esperanzas, resulta relevante mencionar ejemplos largamente discutidos en filosofía, como la definición de “conocimiento” como “creencia verdadera y justificada”. Como se sabe, esta definición ha sido fuertemente cuestionada en el siglo XX a partir de Gettier y el debate subsiguiente (cf. Gettier 1963). Margolis y Laurence ilustran esto con un caso en el que se cumplen las tres condiciones mencionadas para que haya conocimiento sin que intuitivamente aceptemos que lo haya (Margolis y Laurence, 1999, 15.). Adapto a su vez el ejemplo: Pedro está mirando en vivo a través de internet la final del ATP de Basilea 2013 entre Del Potro y Federer. En la transmisión, Del Potro tiene un match point y lo gana. Pedro cree entonces que Del Potro ganó y es el campeón del torneo, y de hecho esto es cierto. Lo que no sabe es que la página de internet, en lugar de transmitir la parte final del torneo actual, transmitió por un error técnico la definición de la final del año anterior en Basilea, en la que Del Potro también le había ganado a Federer. Por lo tanto, tiene una creencia que es verdadera y está justificada, pero no diríamos que se trata de auténtico conocimiento en tanto las imágenes que vio corresponden a otra edición del torneo. Los cuestionamientos a la teoría clásica sobre conceptos se relacionan con problemas muy diversos: si es posible mantener una distinción entre analítico y sintético, cómo se adquieren los términos o conceptos primitivos o si los significados son algo convencional, entre otros. En relación con los temas que aquí interesan, pueden extraerse en principio dos conclusiones diferentes. La primera de ellas -siguiendo a Margolis, Laurence y Fodor- es que resulta directamente imposible contar con definiciones carentes de contraejemplos que contengan los constituyentes necesarios y suficientes de un concepto. Esto abre a su vez otras opciones, como la de que los conceptos no son definibles (Fodor 1999) o que las definiciones pueden adoptar formas menos definitivas o sólidas. En esta última línea, la teoría de los prototipos indica que si bien no podemos determinar las condiciones suficientes y necesarias que constituyen un concepto, sí podemos esclarecer sus componentes típicos. La segunda conclusión resulta particularmente interesante y va en la dirección gadameriana. Consiste no tanto en sostener que las definiciones son imposibles sino que no son semánticamente “cerradas”, es decir, separables de las intuiciones –corrientes o filosóficas- que ofrecen contraejemplos. Con otras palabras, la tarea de definir un concepto incorpora la búsqueda de contraejemplos para mejorar o corregir indefinidamente la definición. Cuando intento aplicar “soltero” al Papa se genera según esto una “retroalimentación” que pone en tela de juicio la definición inicial y en todo caso la complejiza. Este proceso es indefinido pues la institución católica podría cambiar sus reglas abandonando el celibato, en cuyo caso el Papa sería re-categorizado como “soltero” en nuestro sentido corriente actual. Los diccionarios no captan esta complejidad pues aíslan artificialmente una definición incompleta. La definición es incapaz de pre-determinar la aplicación para todos los casos, pues existen contraejemplos relevantes que contribuyen a la definición del concepto. Los con-
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ceptos son “abiertos” ya desde el punto de vista de la propia definición. Según esta apertura por principio, no hay significado separado del contexto de aplicación. De modo semejante a la hermenéutica, la definición (el análogo de la comprensión) no resultaría una tarea previa separable de la consideración de casos, especialmente de contraejemplos (el análogo de la aplicación de lo comprendido a la situación); la aplicación tiene repercusiones en la comprensión, o mejor, es parte de la misma. ¿Qué relevancia tiene esto respecto de la aplicación en el terreno jurídico? Quien intenta aplicar la ley intenta comprender y aplicar conceptos incluidos en formulaciones legales. Una concepción clásica diría que éstos se encuentran previamente definidos y que un juez –por ejemplo- debe simplemente aplicarlos. Pero si no es posible contar con conceptos bien definidos, la aplicación (así entendida) pierde sentido. Gadamer señala justamente que quienes han reflexionado sobre la aplicación de las leyes han advertido desde hace tiempo esta circunstancia, entendiendo que no hay separación entre la comprensión y la aplicación legal. Por ello la hermenéutica jurídica, tomando nota de lo que sucede en la práctica, sirve para criticar nociones inadecuadas referidas a la comprensión. El sentido de la ley sólo puede manifestarse plenamente en su aplicación. Como resume Varela, para Gadamer, “Interpretar la ley es, en cierta medida, corregir la ley” (Varela, 2014, 315).
La pérdida de objetividad en el planteo hermenéutico Una condición para que un enunciado sea justo (en sentido legal) es que sea objetivo. La validez objetiva de los enunciados supone, a su vez, que los conceptos utilizados en ellos pueden poseer también una validez de esa clase. Esto supone que es posible comprender los conceptos, definirlos o aplicarlos de manera correcta o incorrecta, por ejemplo al formular un juicio en sentido legal. Finalmente, esta normatividad implica la posibilidad de contar con criterios para evaluar la corrección. Se trata en suma de poder contar con criterios normativos de la objetividad conceptual. Volvamos a la hermenéutica gadameriana para ver qué sucede allí con la normatividad, pues su modo de entenderla tendrá un impacto sobre la posibilidad, para esta perspectiva, de contar con esos criterios. Hay que insistir de entrada en que esta propuesta no reniega de la idea de que toda comprensión es normativa; muy por el contrario, podemos descubrir en ella al menos dos sentidos de normatividad: 1) La normatividad puede asociarse con las prescripciones metodológicas. Aquí existe una ambigüedad en la propuesta gadameriana. Un propósito central de Verdad y método es criticar la propuesta típicamente moderna que consiste en proponer métodos para la comprensión, especialmente cuando la fuente de inspiración proviene de las ciencias naturales. En este sentido, la filosofía de Gadamer, a diferencia de las tradiciones hermenéuticas de las que toma distancia, es fuertemente anti-metodológica. Pero existe aquí una ambigüedad en el hecho de que su parsconstruens puede leerse tanto como un esclarecimiento de las condiciones de posibilidad de la comprensión como en el sentido de prescripciones. Así, podemos parafrasear diversas tesis gadamerianas en forma de reglas: no intentes reconstruir la interioridad del autor cuando pretendas entender el sentido del texto que ha producido; no intentes comprender el contexto histórico en lugar del asunto, etc. Con otras palabras, la descripción del proceso de comprender es a la vez una descripción de la comprensión correctamente ejecutada (por ello hay Andrés Crelier
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prejuicios buenos, que facilitan la comprensión, y malos, que la obstaculizan). Si esto no fuera así, no tendría sentido la crítica al paradigma moderno del método, pues incluso allí se manifestaría inevitablemente un proceso correcto. Aunque no hay modo de escapar de las condiciones universales de la comprensión, paradójicamente éstas se actualizan a veces de manera incorrecta. Un modo de evitar este problema es pensar que si bien el fenómeno de la comprensión tiene condiciones que se cumplen de manera inevitable, las explicaciones que intentan dar cuenta del mismo han sido a menudo erróneas. No es mi intención resolver aquí las incoherencias internas de esta propuesta o, si se quiere, esta paradoja central en Gadamer. Me interesa solamente señalar que, incluso si asociamos lo normativo con lo metodológico (en el sentido de reglas para la comprensión), puede pensarse que la filosofía gadameriana posee un carácter normativo-metodológico. 2) Gadamer piensa que el modo en que la comprensión se realiza incluye un aspecto normativo presente en el fenómeno mismo. Como vimos, en tanto la comprensión no está desligada de la aplicación de lo comprendido, y la aplicación puede ser correcta o incorrecta, la propia comprensión es normativa. No se trata de la noción clásica (hermenéutica o conceptual) de normatividad, según la cual la definición -y la comprensióntiene relevancia normativa para una aplicación que se produce en un momento posterior. Se trata de que la normatividad de la aplicación impacta de manera directa en la comprensión misma del concepto. Aquí existe el riesgo de perder la objetividad: no hay criterio de corrección independiente o separable de la aplicación a la situación o al caso, lo cual va en el sentido de la “historicidad” de la comprensión resaltada por la hermenéutica. En consecuencia, si la corrección de un concepto depende del contexto histórico, deja de haber criterios normativos de la objetividad por fuera del devenir histórico. En el sentido de este “relativismo histórico”, Gadamer llega a sostener que no hay comprender “mejor”, pues todo comprender es comprender de “otra manera”. No es difícil ver las consecuencias indeseables de este relativismo con respecto a toda pretensión de objetividad. Lo que hoy y aquí puede ser “válido” u “objetivo”, puede dejar de serlo allí o mañana. Llevando esto hacia una (legítima) reducción al absurdo, si una norma tiene esta “inestabilidad” no puede siquiera declararse válida hoy y aquí. La propia normatividad, y con ello toda posible objetividad, pierden sentido. Así pues, el problema es que los argumentos hermenéuticos que hemos presentado y actualizado parecen conspirar contra la existencia de criterios normativos que aseguren la objetividad en un sentido fuerte. La definición y la correspondiente comprensión de cualquier concepto cambiarían de acuerdo con las circunstancias de aplicación, que es esencialmente histórica. Otro modo de verlo es el siguiente. Para que la aplicación sea en cada caso diferente tiene que haber algo que conserve en algún sentido su identidad, en tanto es aquello idéntico a lo que se aplica lo que cambia. Pero al cambiar la situación de aplicación, todo el proceso de comprensión cambia, de modo que esta identidad no puede conservarse. Esto disuelve la comprensión (entendida en sentido amplio) en una dialéctica donde no hay nada que se mantenga idéntico, donde los sentidos fluyen. Una consecuencia de esto es que se pierde la objetividad -y sus criterios-como algo idéntico y estable en el tiempo. Las dificultades que experimenta la noción de objetividad se transfieren al plano legal, donde por ejemplo la validez de cualquier tipo de enunciación de justicia queda restringida al contexto temporal y sometida a una reducción al absurdo equivalente al
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mencionado. Lo que está en cuestión es la posibilidad de contar con criterios de normatividad lo suficientemente sólidos como para permitir asegurar la objetividad, lo cual resulta esencial en el ámbito legal si es que la justicia ha de ser “objetiva”. Recapitulando el recorrido de este trabajo, hemos visto que la hermenéutica propone ampliar la noción de comprensión de una manera adecuada, convergiendo con las críticas al punto de vista tradicional sobre los conceptos, lo cual permite actualizar la filosofía gadameriana. Pero también vimos que esta orientación desemboca en el problema de cómo resguardar criterios normativos no sometidos a la historicidad. ¿De qué modo podría entonces resguardarse la objetividad en esta coyuntura teórica? Creo que pueden explorarse aquí varias salidas teóricas que no renieguen de la “ganancia” hermenéutica. En lo que sigue, explicitaré estas estrategias y sus problemas correspondientes. Normatividad ampliada. Una manera de pensar criterios de objetividad en el marco hermenéutico es considerar que éstos pertenecen a la comprensión en el sentido amplio que incluye la aplicación. Los criterios normativos no serían ni previos ni independientes de la aplicación, la cual puede cumplir un papel relevante a la hora de justificarlos. De hecho, la tarea concreta de la justicia, enfocada en casos particulares, consiste en gran medida en tener en cuenta las circunstancias de aplicación. Por ejemplo, la equidad no es algo abstracto sino que cobra sentido en referencia a la situación concreta, como sugiere la metáfora de la “regla de plomo” que se adapta a la piedra, mencionada por Aristóteles, y su propia noción de frónesis. No se trata entonces de renunciar a todo criterio sino de ampliar el criterio de justicia incluyendo la referencia a la situación como relevante para la comprensión de la ley. Se amplía con esto la comprensión objetiva, no se le quita objetividad. Pienso que esta ampliación resulta aceptable pero no supera todos los problemas relativos a la pérdida de objetividad. En efecto, sigue en pie el problema de justificar los criterios de objetividad ahora ampliados. Más aún, el problema en cierto modo se acentúa pues se han integrado estos criterios con lo particular e histórico. En suma, ampliar lo normativo incluyendo la aplicación va en el sentido correcto, pero termina generando el problema de dar cuenta de la necesaria pretensión de aplicación universal de los criterios objetivos. Normatividad intermedia. Esta solución al problema de la objetividad consiste en evitar los contraejemplos extremos, tomando solamente en cuenta los aspectos más relevantes de la aplicación. Así, al margen de que no podamos dar una definición exhaustiva de un concepto como “asesinato”, es claro que hay casos paradigmáticos y aplicaciones menos controvertidas que otras. Esto transforma la objetividad en una cuestión de grado. De modo similar a la idea de ampliar la normatividad, me parece un camino aceptable pero no definitivo. Como desventaja aparece aquí el hecho de que los criterios de objetividad dependerían de nociones comunes, ideas corrientes o consensos fácticos locales. Normatividad en la pretensión. Es posible pensar que los criterios normativos más generales de la objetividad se encuentran en el plano de la pretensión, no en la realización de la comprensión.De este modo, pretendemos definir, comprender y aplicar los conceptos de manera objetiva en un sentido fuerte, y es posible articular esos presupuestos presentes en las pretensiones de objetividad. De este modo, la hermenéutica ofrecería una explicación correcta acerca del modo en que se realiza toda comprensión, pero esta explicación no se aplicaría al plano de la pretensión. El problema es que esto restringiría su radio de validez de una manera qui-
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zás no compatible con los propósitos gadamerianos, al menos por dos razones ligadas entre sí. Primero, porque la hermenéutica trata de captar algo constitutivo de todos los fenómenos y aspectos de la comprensión. Segundo, porquela universalidad de la hermenéutica es paradójicamente historicista y rechaza la mera posibilidad de momentos “trascendentales”. Más allá de esto, creo que vale la pena considerar de qué modo la hermenéutica puede ser salvada de sus propias contradicciones. La búsqueda de criterios de normatividad en la dimensión de la pretensión puede conducir a la noción de normas irrebasables en el sentido que indago a continuación. Criterios no rebasables de normatividad. La crítica a la hermenéutica suele señalar sus consecuencias relativistas, pero no posee a menudo una parsconstruens que la acompañe. Una excepción es la filosofía de Karl-Otto Apel y sus discípulos como W. Kuhlmann (cf. Apel, 1998; Kuhlmann,2009), quienes critican a Gadamer y edifican una fundamentación de las condiciones del conocimiento objetivo a partir de la propia hermenéutica (esa es mi interpretación en Crelier, 2010). Se trata de una “hermenéutica trascendental” que indaga por las condiciones de posibilidad de la comprensión válida (cf. Apel 1998, cap. 9). Como se advierte, esto le pone un límite a lo expresado por el eslogan gadameriano según el cual todo comprender es comprender de otro modo, sosteniendo en cambio que existen condiciones irrebasables no sometidas al cambio histórico y que pueden entenderse en el sentido de criterios de objetividad. La complementación trascendental de Apel y sus seguidores es una propuesta compleja que no puedo exponer en todas sus aristas pero que posee los siguientes rasgos. Su propósito es una reconstrucción de las condiciones de toda comprensión que pretende validez objetiva (en tal sentido es filosófica o meta-filosófica). Las condiciones reconstruidas se encuentran entre las reglas intersubjetivas necesariamente asumidas cuando se pretende validez objetiva. La naturaleza de lo reconstruido es abstracta y formal, pues no ofrece conceptos concretos; y procedimental, en tanto atañe a las reglas necesariamente involucradas en la elaboración del conocimiento válido u objetivo. Finalmente, se trata de una propuesta idealizante (aunque no idealista), pues las condiciones se asumen como “ideales regulativos”, en este caso de la comprensión válida. Como resultado, los criterios normativos de la objetividad no se encuentran en cada concepto sino en las reglas pragmáticas que indican cómo elaborarlos correctamente. Dicho en términos apelianos, un concepto tendrá validez objetiva si es consensuable en una “comunidad ideal de comunicación”. Puede pensarse que la integración hermenéutica entre comprensión y aplicación se mantiene aquí respecto de los criterios o condiciones irrebasables de la comprensión, sólo que las condiciones de la aplicación son ahora universales y necesarias. El cambio histórico no puede alterar las condiciones más básicas de la objetividad, pues se trata de las condiciones de toda aplicación con pretensión de objetividad. Por otro lado, en los niveles concretos (no trascendentales) se conserva la apertura contextualista destacada por la hermenéutica: la definición de “soltero” o “asesinato” pertenecen a niveles de la comprensión donde el contexto histórico es determinante. Sin bien es de naturaleza formal, esta propuesta permite avanzar en la elaboración de definiciones no históricas de conceptos normativos de carácter ético, político y jurídico, o al menos de sus pre-condiciones conceptuales más básicas. Así, cualquier noción de equidad o de justicia debe incluir determinados componentes como la exigencia de validez de las normas justas para todos los afectados, etc. Esto ha dado lugar a la pro-
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puesta de una “ética discursiva”, que puede entenderse como un “marco” dentro del cual se desarrollan otras propuestas normativas de naturaleza más sustantiva. Según la hermenéutica trascendental, el nivel más abstracto de la objetividad no resulta “rebasable” –es decir rechazable con sentido- pues está presupuesto en todo acto de comprender. Los modos de asegurar la validez objetiva en los otros niveles dependerán de una suerte de frónesis o sabiduría práctica. Aquí puede recurrirse, al igual que Gadamer, a la práctica legal, pues un juez tiene en cuenta las normas más generales pero sabe que la comprensión de los conceptos correspondientes depende de las circunstancias de aplicación. En suma, no hay por qué considerar que la apertura de lo conceptual que hemos descrito, siguiendo a la hermenéutica gadameriana, está reñida con todo criterio abstracto de objetividad. Apenas he enumerado algunos rasgos de esta hermenéutica trascendental. No es mi intención abordar los difíciles problemas teóricos que ha generado. Me interesa más bien finalizar este trabajo con el señalamiento de que, por este camino, se puede evitar la disolución de los criterios de objetividad y adoptar la posición gadameriana acerca de la comprensión en sintonía con las críticas analíticas a las nociones clásicas sobre los conceptos. Bibliografía Crelier, Andrés (2010), De los argumentos trascendentales a la hermenéutica trascendental. La Plata: Editorial de la Universidad de La Plata. Fodor, J. et al. (1999), “AgainstDefinitions”, en: Margolis y Laurecen, Margolis, E., & Laurence, S. (1999). Concepts: corereadings. MitPress, pp. 419-512. Gadamer, H.-G. (1990), WahrheitundMethode, Tübingen, Mohr (Hay traducción al español: Verdad y método, Salamanca, Sígueme 1999). Gettier, E. L. (1963), “Isjustified true beliefknowledge?” Analysis, 23(6), 121-123. Kuhlmann, W. (2009),Unhintergehbarkeit. StudienzurTranszendentalpragmatik, Königshausen& Neumann. Margolis, E., & Laurence, S. (1999),Concepts: corereadings. MitPress. McDowell, J. (1996), Mind and World, Harvard UniversityPress. Sallinger, J. D. (1994 (1945-46)), TheCatcher in theRye, Penguin. Varela, Luis Enrique (2014), Filosofía práctica y prudencia. Lo universal y lo particular en la ética de Aristóteles. Buenos Aires, Biblos. Wittgenstein, L. (1960), Schriften I. Tractatus lógico-philosophicus – Tagebücher 1914-1916 – PhilosophischeUntersuchungen. Frankfurt am Main, Suhrkamp.
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TEORÍAS FEMINISTAS DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA Silvina Alvarez Uno de los enfoques desde los cuales podemos reflexionar sobre el derecho, su génesis, su alcance, sus efectos, su capacidad como motor de cambio social, como productor de valores y de patrones de comportamiento, es el de la teoría feminista. No puedo abordar aquí una definición exhaustiva del enfoque feminista del derecho, tarea que podría llevarme muchas páginas.1 En pocas palabras, la perspectiva feminista sobre el derecho surge a partir de utilizar teorías, conceptos y herramientas de análisis acuñadas por la teoría feminista, en la reflexión sobre el derecho. Esta breve definición, sin embargo, resulta poco satisfactoria en la medida en que la teoría feminista es tan variada en su interior como puede serlo, por ejemplo, la teoría liberal. Sin embargo, si tuviésemos que escoger solo algunos rasgos distintivos de dicho enfoque, diría que se trata de tomar en cuenta en el análisis –social, político, jurídico, etc.- no a los sujetos aisladamente considerados, sino a los sujetos posicionados en relación con el género. Dicha posición se manifiesta a través del entramado de relaciones, el significado que rodea dichas relaciones, las calificaciones jerárquicas, de consideración o prestigio que conlleva dicho significado y otros aspectos contextuales relevantes. Un enfoque que tiene en cuenta estos aspectos pone de manifiesto que las relaciones entre las personas están significativamente condicionadas por el género. El lugar que cada uno ocupa, el significado que se confiere a las acciones que cada uno emprende, la capacidad de elección y decisión que cada una tiene, la vulnerabilidad a que cada una está expuesta, se configuran a partir de un entramado relacional en el que el género es un elemento relevante. Para llevar a cabo este análisis que lejos de ignorar o prescindir de las relaciones entre varones y mujeres, las incorpora al objeto de estudio, la teoría feminista ha desarrollado un marco teórico general, así como herramientas conceptuales y metodológicas. Algunos de los conceptos más conocidos y utilizados en el análisis feministas son, entre otros, la noción de patriarcado2, los estereotipos de género3, la centralidad de la intimidad y el cuidado,4 la dimensión política de la vida privada y las relaciones entre público y privado,5 los cuerpos y la sexualidad en las relaciones personales, así como la perspectiva institucional sobre el cuerpo de las mujeres y su sexualidad,6 la dominación en las relaciones interpersonales e institucionales,7 la interseccionalidad,8 la autonomía relacional,9 la maternidad y la reproducción.10 Para una aproximación a la teoría feminista del derecho, ver M. MINOW, 1990; K. BARTLETT y R. KENNEDY, 1991; F. E. OLSEN, 1995; Lacey, 2004. 2 Entre la bibliografía clásica sobre patriarcado, ver K. MILLET, 1969; S. FIRESTONE, 1973; C. PATEMAN, 1988; C. AMORÓS, 1985. 3 Sobre estereotipos de género, ver R. COOK y S. CUSACK, 2000. 4 Entre la bibliografía más relevante sobre la noción de cuidado, ver N. Chodorow, 1978; C. Gilligan, 1982; N. NODDINGS, 1984; J. TRONTO, 1993; V. HELD, 1995. 5 Sobre ámbitos público y privado ver, entre otras, B. FRIEDAN, 1974; S. M. OKIN, 1989; N. FRASER, 1997. 6 Entre la bibliografía más reciente sobre el tema, ver Anne PHILLIPS, 2013. 7 Sobre derecho y dominación, ver C. MACKINNON, 1989. 8 Sobre interseccionalidad, ver N. YUVAL-DAVIS, 2006; S. WALBY 2007; J. NASH, 2008. 9 Sobre autonomía personal, autonomía de las mujeres y autonomía relacional, ver, D. T. MEYERS, 1989; M. FRIEDMAN, 2003; C. MACKENZIE y N. STOLJER, 2000; J. NEDELSKY, 2011; ver también S. ALVAREZ, 2014. 10 Aunque en el ámbito de los derechos reproductivos el aborto ha sido uno de los temas centrales de la agenda feminista, en los últimos años, la dimensión jurídica de la reproducción ha adquirido gran protagonismo 1
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Aplicados al derecho, estos conceptos han permitido que la investigación jurídica se preguntase por el alcance que las leyes tienen cuando se trata de regular diversos aspectos de la vida de las mujeres. En otras palabras, la investigación jurídica feminista se ha ocupado de ver qué efectos producen normas pensadas en términos neutrales –o aparentemente neutrales- en relación con el género, cuando se aplican a situaciones de la vida –familiar, laboral, reproductiva, política, sexual- en las que ser varón o ser mujer ubica a las personas en escenarios de significado diferentes. Como señala Katharine Bartlett en un conocido trabajo sobre metodología jurídica feminista, se puede rastrear una línea de trabajo feminista que no ha cesado de plantear “la pregunta sobre las mujeres”11, es decir, sobre las consecuencias que las normas, las prácticas consuetudinarias, las decisiones judiciales, las elaboraciones doctrinales, tienen para las mujeres. Para referirme a cómo la teoría feminista del derecho ha aplicado la metodología y categorías mencionadas a la investigación sobre el derecho, me centraré en dos autoras cuyo trabajo muestra interesantes puntos de contacto que revelan y ejemplifican el tipo de análisis que interesa a la perspectiva de género. Aunque las teorías y las autoras feministas del derecho son muchas y muy variadas en sus enfoques, no puedo ocuparme aquí de realizar un mapa exhaustivo de todas ellas, por lo que solo me ocuparé de resaltar algunas propuestas metodológicas y conceptuales a través de la obra de Robin West y Jennifer Nedesky.
R. West y J. Nedelsky: propuestas desde la singularidad de las mujeres Una de las propuestas metodológicas en la que me parece interesante indagar es la que se refiere a pensar el derecho, el diseño de instituciones jurídicas, de las propuestas doctrinales, de criterios interpretativos, no desde la abstracción representada en un individuo ideal o estándar, sino desde las demandas, necesidades, intereses y preferencias de las mujeres. Este punto es importante porque en los sistemas jurídicos de base liberal, la construcción jurídica se presenta como el producto de un razonamiento imparcial que expresa sus enunciados sin atender a peculiaridades de ningún tipo, incluidas las del género. Esta perspectiva ha hecho que ese ideal, ese modelo abstracto o abstraído de las características reales de los sujetos, no tomara en cuenta rasgos constitutivos de los individuos-mujeres, rasgos sin los cuales no son tales individuos. Para salir de este marco metodológico que arroja resultados excluyentes, en la medida en que excluye a las mujeres toda vez que no recoge rasgos que son fundamentales para entender su posición frente al Estado y al derecho, la teoría feminista nos propone volver a pensar cuáles son los términos de lo universalizable teniendo en cuenta en quiénes recae la titularidad de los derechos.12 En una mirada retrospectiva, vemos que la realización de la igualdad fue planteando la necesidad de reconocer no solo las semejanprincipalmente en relación con las nuevas técnicas de reproducción asistida; para una aproximación al tema, ver M. A. FINEMAN, 1995. 11 Sobre la metodología jurídica feminista y “the woman question”, ver BARLETT, 1991. 12 Sobre feminismo y universalismo, ver MULLALLY, 2006, p. xxxii-xxxiii. Como afirma REILLY en relación con su propuesta de derechos humanos de las mujeres desde una lectura cosmopolita, la actualización de los derechos de las mujeres puede hacerse en la línea de autoras que reivindican el compromiso normativo con la universalidad, tales como OKIN, PHILLIPS, NUSSBAUM, entre otras (2009, p.7). Sobre abstracción e idealización en relación con la propuesta de O. O’NEILL, ver BELTRÁN, 2001, p.194. Sobre la abstracción y la pretensión de neutralidad de las leyes, ver también AÑÓN y MESTRE, 2005, p.46-49).
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zas sino también las diferencias entre varones y mujeres, con vistas a alcanzar una tutela efectiva de la libertad. Esto hizo que progresivamente se consolidase una matriz jurídica en la que encontramos un patrón o molde común, que sería válido para varones y mujeres, por un lado, y desarrollos específicos, válidos para algunos titulares, por ejemplo las mujeres. Con el tiempo, surgieron disposiciones legales específicas, como respuesta a situaciones singularmente femeninas. En el ámbito del trabajo, por ejemplo, se hizo necesario introducir salvaguardias con el objeto de intentar impedir que el embarazo y la maternidad fueran causas de menoscabo en la vida laboral de las mujeres. En el ámbito penal, se fueron incorporando tipos penales que recogieran la especificidad de las agresiones perpetradas contra las mujeres, como la violación, el acoso sexual o la violencia de género. Esta forma de aproximación a los derechos humanos de las mujeres, en el sentido de plantear especificaciones respecto del modelo general, tergiversa a menudo el enfoque y, en consecuencia, equivoca la caracterización de dichos derechos. Esta perspectiva tiene en cuenta como titular de derechos a un sujeto que carece de las llamadas “especificidades” y, de este modo, no llega a percibir que las características que encierra esa especificidad, no son apéndices o agregados al modelo inicial, sino notas centrales de sus titulares, sin las cuales difícilmente se pueda entender el tipo de protección jurídica que demandan. Lo específico forma parte, en realidad, de aquello que está en la base de la titularidad y, por tanto, convendría incorporarlo a la formulación original. Robin West señala entre las experiencias singularmente femeninas, la especial relación que el cuerpo femenino plantea a partir de experiencias que conectan a las mujeres con otros cuerpos: la menstruación, la penetración, el embarazo, la lactancia (West, 2000, p. 71). Esta reflexión nos permite pensar la autonomía –eje indiscutible de los derechos individuales y del diseño jurídico en su conjunto- no solo como un anhelo de separación e independencia sino también como un ámbito de toma de decisiones que compromete la intimidad y la conexión con otros.13 West reflexiona sobre la necesidad de pensar la vida de las mujeres, el tipo de relaciones que ellas entablan con los demás, el tipo de problemas que enfrentan en la vida pública y privada, los conflictos que deben afrontar, y los ámbitos en los que se sienten más vulnerables y expuestas a sufrir vulneraciones de sus derechos. Propone además, pensar estas cuestiones no con las categorías ya existentes (West, 2000, p. 159), porque éstas pueden servir en algunos casos y ser insuficientes en otros. Violaciones de derechos que afectan a la integridad física o a la integridad sexual, por ejemplo, se configuran para las mujeres con características específicas que involucran la singularidad de su cuerpo, de su significado social y cultural–por contraposición al significado social y cultural del cuerpo masculino-, y que por tanto pueden requerir un tratamiento singular por parte del derecho. De manera similar, las leyes que regulan la reproducción, tienen un potencial grande para marcar pautas y modelos de comportamiento, así como para propiciar posiciones valorativas sobre ella. En una materia como el aborto, tan sensible en numerosas sociedades, el derecho ha jugado un papel importante para reforzar estereotipos de mujer, de sexualidad y de maternidad; como afirma West “necesitamos entender cómo las leyes que criminalizan el aborto construyen ‘la maternidad’ ” (West, 2000, p.169). Estas ideas sobre el derecho, basadas en la necesidad de volver a pensar la relación público-privado, analizar las relaciones de cuidado, detenernos en el contexto en el que 13 Sobre la “tesis de la conexión”, ver West, 2000, p.87-90; sobre el ideal liberal de la autonomía como separación e independencia, ver West, 2000, p.76-79.
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se gestan las necesidades e intereses de las personas, aparecen en la obra de West y de otras autoras feministas que se han ocupado de estas cuestiones. Más recientemente, el trabajo de Jennifer Nedelsky retoma estos temas para analizar el derecho desde la perspectiva relacional, y conecta de este modo las preocupaciones y las reflexiones de una larga tradición de pensamiento feminista con un proyecto jurídico basado en una noción, la de conexión o relaciones entre las personas, cuyo origen probablemente podamos buscar en la bibliografía feminista sobre autonomía personal. El punto de partida de Nedelsky vuelve a ser la constatación de que el derecho, el conjunto de normas jurídicas, se presenta con una formulación cuidadosamente pensada a partir de la neutralidad que, sin embargo, no evita los sesgos de género. A menudo, tales distorsiones se producen porque la realidad presenta escenarios diferentes para varones y mujeres y, por tanto, una realidad diferente demanda soluciones jurídicas también diferentes. Estos aspectos en relación con la diferencia son conocidos en la literatura feminista como “dilemas de la diferencia”14: si no recogemos esa diferencia en las normas jurídicas se produce discriminación y desigualdad; si recogemos la diferencia en las normas jurídicas abandonamos entonces la neutralidad. El liberalismo ha entendido la neutralidad como un presupuesto irrenunciable y en su nombre ha evitado la recepción jurídica de la diferencia en relación con las mujeres y ha preferido la vía de los derechos especiales, en la medida en que plantean situaciones diferentes en relación con el conjunto de los titulares varones de derechos –como veremos en seguida que ha sucedido con el embarazo. Para lograr un derecho más incluyente, que recoja los aspectos que la singularidad de las mujeres presenta en la realidad (en relación con la reproducción, la sexualidad, la maternidad, la vida laboral y familiar, las relaciones de pareja, la integridad física, la conciliación, la dependencia), debemos partir de una reflexión sobre la igualdad moral y cómo el derecho puede contribuir a propiciarla. Desde esta perspectiva, tal vez la neutralidad deje de ser un valor central del sistema jurídico para pasar a ser un principio dependiente de la igualdad, cuya pertinencia deberá evaluarse en función de esta última. Nedelsky propone pensar en los derechos a partir de las relaciones entre las personas, para poner en el centro del análisis el tipo de valores que las normas jurídicas pueden promover (Nedelsky, 2011, p.65-68). Así, por ejemplo, en el derecho de familia, las leyes sobre el matrimonio promueven un tipo de relaciones íntimas al tiempo que desincentivan otros tipos de dichas relaciones (Nedelsky, 2011, p.68), o en el derecho de obligaciones y contratos, las normas que regulan los derechos y obligaciones de arrendadores y arrendatarios han ido configurando, de manera progresiva a través de la historia, un escenario de mayores garantías y seguridad para los segundos (Nedelsky, 2011, p.66). De manera similar, la autora se detiene a analizar desde la perspectiva relacional, la configuración jurídica de la violencia entre varones y mujeres.15 El enfoque de la autora parte de estudiar qué formas de intervención jurídica podrían propiciar un cambio de los patrones violentos de relación –antes que detenerse en el enfoque jurídico disuasorio que intenta solo frenar la violencia. En este sentido, Nedelsky propone pensar categoría nuevas tanto para el diagnóstico de la situación social sobre la que el derecho debe intervenir, como para diseñar instituciones jurídicas para la protección de las víctimas Sobre dilemas de la diferencia y sus distintas formulaciones en la bibliografía asociada a este punto, ver L. FRANCIS y P. SMITH, 2013. 15 Siempre desde la perspectiva relacional, la autora se ocupa también de analizar otras cuestiones del ámbito constitucional, administrativo y otros. Ver NEDELSKY, 2011. 14
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(Nedelsky, 2011, pp.204; 217). En este sentido propone estudiar el consentimiento, noción nuclear del derecho penal para desentrañar la existencia de delitos contra la libertad sexual, a través de la legislación canadiense en la materia, que propone un estándar objetivo en contraposición con la construcción de la defensa basada en la creencia de que existía consentimiento (Nedelsky, 2011, pp.218-219). Conforme a dicha legislación, “no es eximente… que el acusado creyese que la demandante había consentido la actividad que constituye el objeto de los cargos formulados, cuando (a) la creencia del acusado haya surgido de (i) la intoxicación del acusado por él mismo inducida, o (ii) la falta de percepción de los hechos por imprudencia o propia voluntad; o (b) el acusado no siguió los pasos razonables, en las circunstancias conocidas por el acusado en ese momento, para determinar que la demandante estaba consintiendo”.16 Nedelsky propone esta legislación como ejemplo de un tipo de construcción legal que incorpora la dimensión relacional, en la medida en que propugna a través de la configuración del delito de violación, una intervención jurídica receptiva a los elementos contextuales que sirven de marco para construir las distintas opciones y posibilidades de acción, que desestima disposiciones negligentes o carentes de receptividad en las relaciones íntimas.17 Aunque repensar el contenido de los derechos subjetivos y las herramientas jurídicas a menudo puede llevarnos a revisar algunos de los elementos del concepto, no creo que este ejercicio tenga que ponernos en la tesitura de abandonar el concepto original sino, más bien, de redimensionar su alcance. Desde una perspectiva liberal-igualitaria, a menudo se entendió que la forma de corregir las distorsiones que el derecho podía reflejar en relación con los intereses específicamente femeninos, podía provenir de un tratamiento diferente para los casos que revelaban diferencias entre varones y mujeres. Así, el embarazo se contempla como singularidad femenina que deben recoger las leyes laborales existentes, o la violencia doméstica se plantea como un tipo especial de delito de lesiones o un homicidio calificado. Sin embargo, a menudo esta concepción solo ha servido para plantear excepciones al modelo original, evitando una reflexión más amplia sobre el tipo de soluciones jurídicas adecuadas para casos singularmente distintos. Al aceptar para las mujeres un modelo estándar de adjudicación de derechos, incorporamos también la visión según la cual la igualdad se consigue con un tratamiento neutral, que logre ignorar el género como fuente de tratamiento legal o jurídico. Desde una perspectiva más incisiva en relación con la recepción jurídica del reparto de roles y posiciones en la sociedad, se ha señalado que falta indagar en el sustrato moral que alimenta las diferencias. No bastaría con compensar a través del derecho antidiscriminatorio las diferencias que aparecen de facto en las diversas esferas o ámbitos de la vida de las mujeres. Esto no quiere decir que el derecho antidiscriminatorio no sea importante y no haya cumplido y siga cumpliendo una función fundamental en la tarea de reparación de situaciones de desigualdad.18 Sin embargo, resulta importante no detenerse en la reparación y profundizar en las diferentes asignaciones de valor que subyacen a las diferencias de hecho –cómo se valora ser madre y ser padre, cómo se valora la sexualidad femenina y masculina, cómo se valora el cuerpo de la mujer y el cuerpo del varón, cómo se valora el trabajo femenino y masculino, cómo se califica moralmente la vulnerabilidad Canadian Criminal Code, R.S.C., 1985 chap. C-46, sec. 273.2, citado en NEDELSKY, 2011, p.219. Ver NEDESKY, 2011, pp.220-221). 18 AÑÓN Y MESTRE señalan algunas críticas que se han hecho al derecho antidiscriminatorio como concreción de una concepción distributiva, que se centra en la redistribución sin señalar las relaciones jerárquicas o las asimetrías en las relaciones (dominación y opresión en los términos de I. YOUNG) (2005, p.58). 16 17
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de unos y otras, etc.- y que a menudo son la fuente de las actitudes y comportamientos discriminatorios.19 Como señala Ann C. Scales a raíz del análisis de la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, una visión que ignore las peculiaridades del género y no recoja rasgos fundamentales de la vida de las mujeres, no puede ser satisfactoria cuando se trata de dirimir conflictos que involucran cuestiones como el embarazo o la maternidad en relación con la primera infancia (Scales, 1986, pp.1395-1397). ¿Qué consecuencias puede arrastrar un tratamiento que prescinda de consideraciones de género cuando son precisamente tales consideraciones las que generan el conflicto? El análisis parece estar mal enfocado desde el inicio, en la medida en que no se encuadran todos los elementos relevantes para la búsqueda de un tratamiento jurídico adecuado. En relación con el embarazo como aspecto de la vida de las mujeres que requiere recepción jurídica, es interesante el itinerario de la jurisprudencia norteamericana en las primeras decisiones sobre subvenciones por embarazo, casos Geduldig v. Aiello (417 U.S. 484, 496-97 n.20 1974, equal protection) y General Electric Co. V. Gilbert (429 U.S. 125, 136-40 1976, Title VII), en las que se negaba la universalidad de la prestación sanitaria por embarazo. El argumento entonces utilizado apelaba al hecho que el universo de quienes no se quedan embarazadas no es solo masculino, también hay mujeres que no se quedan embarazadas y, por tanto, no se trataría de una condición universalizable; al respecto, Martha Minow afirma: “The Court considered, both as a statutory and a constitutional question, wether discrimination in health insurance plans on the basis of pregnancy amounted to discrimination on the basis of sex. In both instances, the Court answered negatively because pregnancy marks a division between the groups of pregnant and nonpregnant persons, and women fall in both categories. Only from a point of view that treats pregnancy as a strange occasion, rather than a present, bodily potential, would its relationship to female experience be made so tenuous; and only from a vantage point that treats men as the norm would the exclusion of pregnancy from health insurance coverage seem unproblematic and free from forbidden gender discrimination.” (Scales, 1991, p.361) (la cursiva es mía) Minow sostiene que la experiencia de quienes defienden los derechos de las mujeres en los tribunales, constata que solo adaptándose a los estándares y doctrina jurídica existente pueden intentar reivindicar y tal vez lograr el reconocimiento de los derechos de las mujeres. Sin embargo, en la medida en que se utilizan categorías que han sido diseñadas sin tener en cuenta la singularidad que plantean las mujeres, se aceptan dichas categorías como si no fuesen problemáticas (Scales, 1991, p.361).20 En un caso posterior (California Federal Savings and Loan Association V. Guerra, 107 S. Ct. 683, 1987) en el que la Corte Suprema norteamericana concedió a una mujer embarazada una baja no pagada de “Law must embrace a version of equality that focuses on the real issues –domination, disadvantage and disempowerment- instead of on the interminable and diseased issue of differences between the sexes.” (SCALE, 1986, pp. 1395-1397). “The next step for theory is therefore to demostrate that feminist method leads to principled adjudication and a more orderly coexistence.” SCALES, 1986, p.1385 20 MINOW señala, en relación con este punto, los riesgos de esencialismo y las exclusiones que la construcción de conceptos demasiado rígidos de mujer o de género pueden entrañar (MINOW, 1991, pp.361-362). Aunque no me detendré aquí en este punto, cabe señalar que uno de los desafíos que debe asumir la teoría feminista es la de ser lo suficientemente flexible e incluyente para dar cabida a través de sus propuestas a la heterogeneidad de experiencias femeninas. 19
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cuatro meses, el razonamiento de la Corte consistió en centrarse en los costes que en términos de discriminación podía tener validar los acuerdos sociales existentes (1991:364). Estos tortuosos desarrollos ponen de manifiesto las dificultades de los sistemas jurídicos para incorporar las peculiaridades de la titularidad femenina en la configuración de los derechos. En otras palabras, la tendencia a la exclusión de la singularidad femenina revela las dificultades que existen para poder brindar reconocimiento jurídico a la toma de decisiones y a los intereses de las mujeres. De este modo, las demandas singularmente femeninas no siempre encuentran fácil reconocimiento en los derechos y garantías de los documentos nacionales e internacionales con los que contamos. Estas experiencias son las que motivan la necesidad de revisitar el derecho para intentar un contenido, una interpretación y una aplicación acordes con las demandas de intervención jurídica que plantea la posición de las mujeres en la sociedad.
Una reflexión jurídica originaria Por todo esto, cabe plantear la necesidad de pensar el derecho desde las preocupaciones de las mujeres y a través de lo que podríamos llamar una reflexión jurídica originaria. Esto no quiere decir que tengamos que prescindir ni de las bases de fundamentación ni de los elementos conceptuales generales que nos ayudan a definir el contenido de los derechos individuales o del derecho objetivo. Entiendo, en cambio, por “originaria” una reflexión no vinculada por concepciones jurídicas o constricciones dogmáticas que nos impidan hallar nuevas propuestas legales o interpretativas. Esta modalidad singular de derechos de las mujeres, que responden desde su creación a situaciones personales, sociales y culturales exclusivamente femeninas y que demandan, por tanto, respuestas singularmente diseñadas para dichas situaciones, sigue encontrando numerosas dificultades tanto para manifestarse en el ámbito político como para plasmarse en el ámbito jurídico. Algunas de las cuestiones sobre las que las mujeres siguen sin encontrar respuestas satisfactorias para proteger espacios fundamentales de su libertad son ampliamente conocidas y se refieren a espacios de especial vulnerabilidad para las mujeres, situaciones que a las mujeres les preocupan especialmente en relación con su libertad y toma de decisiones. Se trata del tipo de situaciones respecto de las cuales las personas buscan respaldo jurídico. Si pensamos en la configuración de los derechos humanos de la llamada primera generación, los derechos civiles y políticos, nos encontramos con que en la génesis y evolución de estos derechos los individuos buscaron fórmulas para poder proteger sus espacios de libertad, salvaguardar su propiedad, realizar sus planes de vida, participar en el ámbito público, expresar sus ideas políticas, etc. Y en la búsqueda de las fórmulas para proteger su voluntad y a través de ésta, sus intereses, se configuraron los derechos humanos de esta primera etapa como derechos contra el Estado, ya que era precisamente del poder político de quien los individuos querían protegerse. 21 Siguiendo este esquemático itinerario histórico-conceptual, podemos ahora pensar sobre los ámbitos en los que las mujeres se sienten especialmente desprotegidas cuando tienen que ejercer su capacidad de elección, trazar su plan de vida o salvaguardar aquello que consideran valioso. Por ejemplo, en relación con la configuración de los derechos 21
Ver H. CHARLESWORTH, 1994, p.71.
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civiles y políticos, podríamos preguntarnos cuáles son los ámbitos en los que las mujeres se sienten más vulnerables y respecto de los cuales necesitan instrumentos jurídicos para protegerse. Esto nos lleva a una de las cuestiones sobre las que la literatura feminista más ha insistido. La división entre público y privado que permea el diseño de los sistemas jurídicos, concibe el ámbito privado como aquel espacio para el desarrollo personal en el que es deseable evitar las injerencias del Estado. Este énfasis en la protección de la privacidad ha tenido para las mujeres significados contrapuestos. Por un lado, la conquista por parte de las mujeres de las libertades individuales que defienden el ámbito de acción y decisión personales, sirvieron como herramientas a través de las cuales se les reconocieron importantes espacios de decisión. Por ejemplo, el derecho a la intimidad dio lugar al reconocimiento jurisprudencial del aborto –pensemos en el importante hito jurisprudencial y político que marcó la decisión de la Corte Suprema norteamericana en Roe v. Wade-, al reconocerse que es una decisión personal e íntima en la que el Estado no debe interferir restringiendo la capacidad de decisión de las mujeres. Las conquistas alcanzadas por las mujeres a través de esta vía, sin embargo, no han sido muchas. Por otro lado, y precisamente porque en ese espacio de privacidad las mujeres ven comprometidas muchas decisiones de su vida íntima, como la sexualidad, la reproducción, los vínculos afectivos y familiares, la maternidad, etc., ese es probablemente el espacio en el que demandan mayor tutela jurídica. El ámbito privado –el espacio para la vida familiar, la sexualidad, la reproducción, etc.- es a menudo para muchas mujeres un espacio en el que sus preferencias, su cuerpo, su sexualidad son vulneradas y encuentran dificultades para la toma de decisiones autónomas. La especificidad femenina o el perfil de género de algunos derechos se pone de manifiesto especialmente en situaciones tan variadas como el tráfico de mujeres y niñas, la violencia sexual, la violencia doméstica, la prostitución, la pornografía, el acoso sexual en el ámbito laboral y educativo, los procesos de toma de decisiones en el ámbito familiar, sanitario y reproductivo, entre otros. Estos ejemplos vienen a señalar espacios de la vida de las mujeres –sexualidad, contexto doméstico, relaciones familiares, decisiones reproductivas- en los que se hace especialmente necesaria la intervención del Estado a través de un sistema de derechos y garantías. Con frecuencia, sin embargo, se pone de manifiesto la falta de instituciones o herramientas jurídicas adecuadas para abordar situaciones específicamente femeninas. Este es un problema que la teoría feminista del derecho ha señalado con insistencia y desde distintos enfoques, y que se pone de manifiesto tanto en el diseño de las instituciones y conceptos jurídicos como en la práctica de la interpretación y adjudicación de los derechos –es decir, en la actividad judicial. Por todo esto hace falta una reflexión jurídica originaria cuyo punto de partida sea la situación de las mujeres en la sociedad, los conflictos que ellas enfrentan y las soluciones que éstos demandan. Como lo expresara Alda Facio, las cuestiones que preocupan en relación con las mujeres y el derecho no solo tienen que ver con la discriminación en la aplicación de las normas, sino que “se deben también a las leyes que no existen, a todas las instituciones que no se han creado […]” (1999, p.108). Sobre esa perspectiva ausente trabaja la teoría feminista del derecho.
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SEGUNDA PARTE PROBLEMAS SOBRE INTERPRETACIÓN, LÓGICA, PRUEBA Y CIENCIA JURÍDICA
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TEORÍAS DEL SIGNIFICADO Y DE LA INTERPRETACIÓN Lorena Ramírez Ludeña Introducción Intuitivamente, parece haber una clara relación entre el significado y la interpretación. En este sentido, si se entiende que interpretar consiste fundamentalmente en la atribución de significado, la actividad de interpretar y de atribuir significado son, cuanto menos, coincidentes en buena medida. La situación no es distinta en el caso de la interpretación jurídica, en que generalmente se asume que interpretar el derecho consiste en atribuir significado a entidades lingüísticas de distinto tipo. En este trabajo no me centraré exclusivamente en precisar la conexión anterior, relativamente trivial, sino, sobre todo, en la conexión que parece existir entre las teorías de la interpretación jurídica y las teorías semánticas, lo que requiere plantearse en última instancia la incidencia que la filosofía del lenguaje puede tener para la interpretación del derecho. Una vez expuesta la relación que habitualmente se establece entre teorías de la interpretación jurídica y del significado, cuestionaré el modo en que suele trazarse la diferenciación entre las distintas concepciones acerca de la interpretación jurídica, por ejemplo en atención a la posibilidad de atribuir verdad o falsedad a los enunciados interpretativos, del tipo “X significa Y”. Ello supone plantearse la interesante cuestión metodológica relativa a cuál es el mejor modo de diferenciar las posiciones en torno a la interpretación jurídica. A continuación, reflexionaré sobre las distintas conexiones que pueden darse entre las teorías de la interpretación jurídica, las teorías semánticas y las teorías del derecho con carácter general. Veremos que la problemática metodológica fundamental que se plantea en este punto es si la posición que se adopta sobre la interpretación jurídica debe estar condicionada por la teoría semántica que se considere más adecuada, por la teoría del derecho que se defienda, o bien ser el punto de partida para abordar el resto de cuestiones.
Teorías de la interpretación jurídica Generalmente, cuando se analizan las diversas teorías acerca de la interpretación por parte de los jueces, se hace referencia a dos concepciones radicales. Así, aunque no sea tarea sencilla encontrar a sus partidarios, es habitual diferenciar dos posiciones extremas: el realismo y el formalismo radical. Por un lado, suele afirmarse que, desde una perspectiva realista radical, los enunciados interpretativos nunca son verdaderos o falsos. El derecho depende de lo que decidan los jueces y no es posible sostener que se equivocan al interpretar las disposiciones jurídicas. Por otro lado, desde una concepción formalista radical, los enunciados interpretativos son siempre verdaderos o falsos y los jueces sí pueden equivocarse en sus interpretaciones. En la literatura iusfilosófica se han defendido posiciones menos radicales, en apariencia mucho más plausibles. Pese a sostener, del mismo modo el realismo radical, que los enunciados interpretativos carecen de valor de verdad, se ha argumentado que los jueces crean derecho en lugar de interpretarlo si optan por interpretaciones que se hallan fuera del marco de interpretaciones admisibles en la comunidad. De acuerdo con esta
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posición, los jueces cuentan con diferentes instrumentos interpretativos, que conducen a diferentes soluciones, entre los que pueden optar. Entonces, en un sentido relevante, el derecho es lo que los jueces dicen que es. Pero hay límites a lo que pueden hacer qua intérpretes. Llamaré a esta posición que sostiene, entre otros, Riccardo Guastini1, “realismo moderado”. Además, se ha defendido una posición moderada por parte de quienes entienden que los enunciados interpretativos sí tienen valor de verdad en los casos claros, aunque también sostienen que hay casos difíciles en que carecen de valor de verdad. Denominaré a esta concepción, que ha sido sostenido por Hart2, “formalismo moderado”. Pero la terminología anterior, útil a efectos expositivos dado que permite poner en relación las distintas concepciones, puede generar grandes perplejidades. En este sentido, puede resultar extraño considerar que Hart sostuvo algún tipo de formalismo. No obstante, si tenemos en cuenta que en el esquema hartiano los casos difíciles son vistos como marginales, la caracterización de su posición como una forma moderada de formalismo no parece tan desencaminada. Por otro lado, bajo la clasificación anterior habría que considerar que Dworkin es un formalista radical, aun si su posición enfatiza lo dificultoso de hallar la respuesta correcta a efectos de resolver los casos3. En esta medida, se hallaría muy lejos del formalismo tal y como éste ha sido tradicionalmente entendido. Lo antecedente no parece representar una crítica devastadora, dado que puede ser visto como una cuestión meramente terminológica, que podría ser fácilmente superada si modificáramos las etiquetas empleadas4. Más problemático resulta en cambio trazar una única clasificación en este ámbito, dado que los diversos autores no parecen hacer referencia a la interpretación de un mismo modo. En esta medida, no todos ellos coinciden en cuál es el objeto de la interpretación jurídica, que puede ser por ejemplo la ley, o entidades lingüísticas en un sentido más amplio, o bien, como en el caso de Dworkin, prácticas sociales. Otros aspectos no pacíficos son también determinar cuándo se interpreta (si siempre, o solo en los casos difíciles) o si la interpretación propiamente dicha tiene lugar en abstracto o en concreto5. De hecho, con respecto al escepticismo extremo, incluso se ha cuestionado que sea una concepción en disputa con el resto, precisamente porque es cuestionable que haga referencia a una genuina interpretación de textos jurídicos6. Pero, obviando las perplejidades con respecto a cómo clasificar a los autores y los problemas que pueden conllevar las discrepancias en torno a qué se interpreta y cuándo se interpreta, volvamos a la clasificación anterior. Como he señalado, un elemento central a efectos de diferenciar las diversas posiciones parece ser si éstas sostienen que tiene sentido hablar o no de la verdad de los enunciados interpretativos, y, en caso afirmativo, cuándo. Los enunciados interpretativos tienen la forma «X significa Y»7. En este Véase, por ejemplo, GUASTINI, 2012, donde señala que en los sistemas jurídicos existen diversos instrumentos interpretativos, que son además cambiantes. Los diferentes instrumentos suponen que las disposiciones no expresan una única norma, sino una multiplicidad de ellas, entre las que el intérprete puede optar puesto que no existen metacriterios para seleccionar una interpretación. Quien interpreta adscribe un significado a un texto, entre otros posibles, por lo que los enunciados interpretativos carecen de valor de verdad. 2 HART, 1994, capítulo 7. 3 DWORKIN, 1977. 4 En este sentido, en la literatura se hace referencia al noble sueño, la pesadilla y la vigilia, o a la disputa entre cognoscitivistas y no cognoscitivstas. Véase MORESO, 1997 y MORESO-VILAJOSANA, 2004. Creo que estos modos de establecer la clasificación no nos permiten ver de una forma tan clara la relación entre las diferentes posiciones y, lo más importante, tienen los mismos problemas que señalaré a continuación. 5 Sobre todas estas cuestiones, véase el esclarecedor trabajo de Lifante, 2015. 6 En este sentido, RUIZ MANERO, 2012, pp. 204 y ss. 7 Aunque emplee esta forma abreviada a efectos expositivos, creo, siguiendo a HERNÁNDEZ MARÍN (2008), que 1
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esquema, «X» e «Y» son variables metalingüísticas que están en lugar del nombre del enunciado interpretado y del enunciado interpretante, respectivamente. El juez menciona ambos enunciados para afirmar la existencia de una relación de sinonimia entre ambos. Pues bien, tomar este elemento como relevante también plantea grandes dificultades. Así, diferenciar las teorías acerca de la interpretación judicial de este modo resulta de entrada sorprendente, puesto que los enunciados interpretativos están generalmente implícitos en las sentencias judiciales y no es frecuente la reflexión sobre su naturaleza. Entre los teóricos del derecho, en general, no se han desarrollado detallados argumentos acerca de qué es un enunciado interpretativo y de cuál sería la principal justificación para afirmar o negar que los enunciados interpretativos tengan valor de verdad. Por ejemplo, no está claro qué posición acerca de los enunciados interpretativos sostendría Ronald Dworkin, uno de los principales teóricos del derecho de los últimos años, y que hemos visto que puede ser considerado como un formalista en el sentido de que defiende que el derecho siempre proporciona una respuesta correcta. De hecho, es dudoso que, dada su concepción del derecho como práctica interpretativa, aceptara como central el discurso acerca de la verdad de los enunciados interpretativos empleados o asumidos por los jueces8. Pero, incluso entre los autores que sí se refieren a los enunciados interpretativos, no es fácil identificar con base en qué consideraciones entienden que son verdaderos o falsos, o que carecen de valor de verdad. Veamos el caso de los realistas moderados, que esgrimen muchos de sus argumentos contra el formalismo moderado de Herbert Hart. El realismo moderado rechaza que tenga sentido hacer referencia al valor de verdad de los enunciados interpretativos, pero no es sencillo hallar una explicación clara de por qué ello sería así. Uno de los argumentos que parecen centrales en su concepción es que existen múltiples instrumentos interpretativos entre los que el juez puede optar9. No obstante, esto no es en sí mismo suficiente para sostener su tesis, dado que el formalismo moderado también acepta que hay diversos instrumentos pero sostiene que, en los casos fáciles, los enunciados interpretativos sí son verdaderos o falsos. Además, si pretenden distanciarse del realismo radical, tampoco está claro por qué no aceptan que los enunciados interpretativos que recogen interpretaciones fuera del marco de interpretaciones posibles son falsos. Analizaré más detalladamente el argumento de Guastini con respecto a los casos no problemáticos. Guastini admite que, aunque pueden variar con el tiempo, en ocasiones hay interpretaciones que se consolidan y además las controversias interpretativas no suelen afectar al significado de un texto normativo en su totalidad10. Pero ¿no habría entonces que reconocer que hay enunciados interpretativos verdaderos desde la perspectiva sincrónica? El realismo moderado asume que no, porque se trataría de enunciados descriptivos de interpretaciones, no genuinos enunciados interpretativos11. No obstante, esto es bastante los enunciados interpretativos tienen la forma «X significa lo mismo que Y». Para Guastini, uno de los autores con mayor incidencia en el debate, los enunciados interpretativos tienen la forma «“X” significa “Y”». No obstante, no creo que esta diferencia afecte al análisis que se realizará a continuación. 8 Véase DWORKIN, 1986. 9 Analizo otros argumentos que podrían conducir a rechazar que los enunciados interpretativos tengan valor de verdad (por ejemplo, el carácter adscriptivo de los enunciados) en RAMÍREZ LUDEÑA, 2015a. 10 GUASTINI 2010: 134-137. 11 Según GUASTINI (2010: 132 y ss.), cuando se consolida una interpretación, y en todo caso con respecto a partes de las disposiciones que no son problemáticas en términos interpretativos, a las proposiciones jurídicas subyacen no enunciados interpretativos verdaderos sino enunciados verdaderos acerca de interpretaciones. En esta medida, para GUASTINI (2012, 194, n.38), si existe una interpretación consolidada de un enunciado normativo, es verdadero el enunciado que la describe (el enunciado que describe la interpretación vigente) y no el enunciado interpretativo mismo.
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extraño. Así, no se entiende en qué se diferenciarían estos casos de los enunciados subsuntivos en los casos claros, que Guastini sí admite que pueden tener valores de verdad, en tanto enunciados genuinamente subsuntivos y no como enunciados que describen subsunciones. Pero la cuestión no es sólo que es problemático justificar la diferenciación anterior, sino que además Guastini haría verdadera la tesis del realismo moderado simplemente mediante una redefinición de lo que es un enunciado interpretativo, que supondría la elección de una interpretación entre otras posibles. Habría solo un desacuerdo aparente entre la posición de Guastini y el formalismo moderado, que ya hemos visto que también admitiría que, en los casos de elección entre diversas opciones interpretativas, los enunciados interpretativos carecen de valor de verdad. El formalismo moderado puede reconocer que existen numerosos instrumentos interpretativos, que dependen de toda la comunidad y son cambiantes pero que, desde el punto de vista del juez individual y desde la perspectiva sincrónica, hay enunciados interpretativos verdaderos que describen la única interpretación admisible en esa comunidad, en ese momento dado. No está claro qué se gana señalando que, en tales supuestos, no se trata de genuinos enunciados interpretativos, sino de enunciados que describen interpretaciones y, en todo caso, como acabo de apuntar no habría entonces un genuino desacuerdo puesto que lo que para la vigilia sería un enunciado interpretativo, para el realismo sería un enunciado que describe interpretaciones. Aunque aquí no me extenderé en otros posibles argumentos que podría esgrimir el realismo moderado, creo que ninguna de las consideraciones expuestas por Guastini en sus distintos trabajos parece justificar el rechazo del valor de verdad de esos enunciados12. Ello, evidentemente, no fundamenta que sí tengan valor de verdad, pero pone de manifiesto que la cuestión es altamente problemática. Y, lo que es más importante, ello deja constancia de que puede controvertirse que se trace la distinción entre las concepciones en atención a ese elemento, que no es central a sus posiciones interpretativas y que no hace inteligible algunas de las discusiones. Así, si a nivel metateórico es preferible adoptar criterios para diferenciar entre teorías que recojan sus aspectos centrales y que hagan inteligibles los desacuerdos entre las distintas posiciones, el valor de verdad de los enunciados interpretativos parece un mal candidato. ¿Por qué no diferenciar, en cambio, las posiciones en atención a si hacen referencia o no a la corrección de las interpretaciones de los jueces, en lugar de en atención al valor de verdad de los enunciados interpretativos? Ello permitiría ordenar el debate entre los diferentes autores con independencia de si entienden que los enunciados interpretativos (sobre los que raramente se pronuncian y que no son centrales en el debate ni para los propios participantes) son descriptivos, adscriptivos, etcétera13. Estarían quienes admiten el discurso acerca de la corrección, y quienes lo rechazan. Así, de un lado tendríamos a los realistas radicales (que creen que los jueces no pueden equivocarse), y del otro a los formalistas radicales y a los moderados (que se diferenciarían en virtud de si entienden que siempre, o solo a veces, pueden equivocarse). ¿Qué ocurriría con el realismo moderado? Cabe reconstruirlo de diferentes modos. Podría sostener que su posición no toma en cuenta el punto de vista interno de los participantes, si aceptan o no, sino que su análisis es externo. Ello supone no ofrecer un Véase RAMÍREZ LUDEÑA, 2015a. Hablar de corrección posibilita incorporar en el debate de un modo no problemático aquellas concepciones que entienden que no tiene sentido el discurso acerca de la verdad de los enunciados interpretativos. En este sentido, el debate en términos de corrección es más abarcativo. Véase CANALE (2012) y RUIZ MANERO (2012). 12 13
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discurso en términos de corrección, pero también que el realismo moderado no pueda ser considerado una concepción interpretativa en pugna con las demás, al situarse en un nivel diferente de análisis. Si se entendiera en cambio que el realismo moderado defiende que el juez puede equivocarse, aunque en los casos difíciles cuenta con distintas opciones, la diferencia entre esta posición y el formalismo moderado vendría dada únicamente por el número de supuestos problemáticos. De esta manera, podría considerarse que, si bien ambas posiciones reconocen que hay diferentes instrumentos interpretativos y que hay casos problemáticos, el realismo moderado insiste en que los jueces disponen generalmente de diversas opciones interpretativas, mientras que el formalismo moderado lo considera un fenómeno marginal14. Lo fundamental entonces, para avanzar en el debate, será la indagación empírica acerca de número de casos problemáticos. Para ello, resulta determinante teorizar previamente sobre cuáles son los sujetos relevantes a efectos interpretativos. Ello es así puesto que el realismo moderado parece asumir una concepción más amplia acerca de los sujetos relevantes, incluyendo a abogados y a dogmáticos, a efectos de considerar un caso como interpretativamente difícil. Pero, al mismo tiempo, al plantear la cuestión en términos de la verdad de los enunciados interpretativos, se ha centrado exclusivamente en lo que ocurre en sede judicial cuando el juez profiere o asume un enunciado interpretativo. Para una concepción formalista moderada de corte hartiano, en cambio, la relevancia de otros sujetos depende de que los funcionarios de justicia, que son los sujetos relevantes, les concedan esa incidencia. Al mismo tiempo, enfatizan el rol que el derecho desempeña en general en nuestras vidas, y el carácter residual de los conflictos interpretativos si tenemos en cuenta tal incidencia. Pero entonces, si el derecho tiene un impacto en casi todo lo que hacemos, y solo algunos casos llegan a los tribunales, y además solo algunos de ellos plantean problemas interpretativos, enfatizar que siempre hay diferentes instrumentos y que el juez elige supondría presentar una imagen distorsionada de la práctica jurídica. El realismo moderado podría, por último, rechazar el discurso acerca de la corrección y enfatizar que los jueces simplemente buscan alcanzar ciertos objetivos o evitar consecuencias indeseables. Pero, además de obviar rasgos prominentes de la práctica jurídica, ello no le permitiría diferenciarse de la pesadilla15.
14 Creo, en todo caso, que es importante tener presente que ésta es una cuestión contingente, que depende de cada sistema jurídico. 15 GUASTINI, no obstante, podría insistir en que se diferencia de la pesadilla porque entiende que en determinados casos el juez crea, en lugar de interpretar. Pero la diferencia es entonces meramente terminológica y, además, no está claro qué se gana enfatizando ese punto si la consecuencia parece ser la misma: el juez emplea un instrumento no idóneo para desempeñar su labor interpretativa. Contra lo expuesto de modo tentativo en este apartado, cabría cuestionar si el discurso sobre la corrección de las interpretaciones es sustancialmente distinto del de la verdad de los enunciados interpretativos. Si bien es posible que toda posición interpretativa en términos de corrección sea reconducible, en última instancia, a un discurso acerca de la verdad de los enunciados interpretativos, creo que resulta preferible en términos teóricos hacer meramente referencia a la corrección de las interpretaciones. Como ya he señalado, creo que ello es conveniente dado que el discurso acerca de la verdad de los enunciados interpretativos es poco frecuente, no sólo a nivel teórico sino también entre los propios participantes. Además, no existe un gran consenso acerca de la naturaleza de los enunciados interpretativos, ni acerca de cómo cabe entender la verdad en este ámbito. El debate sobre la corrección es por ello más abarcativo, y permite clasificar las distintas posiciones con independencia de aspectos tan controvertidos como la posición que los autores asumen con respecto a la verdad de los enunciados. Y es también un discurso mucho más frecuente entre participantes y teóricos. Finalmente, la posibilidad de predicar error sí constituye un aspecto central en el debate sobre la interpretación jurídica, por lo que permite una mejor comprensión de las distintas posiciones.
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Teorías de la interpretación, teorías semánticas y teorías del derecho Una vez presentadas las teorías de la interpretación, y analizado el criterio de delimitación entre ellas, me referiré ahora a cuál es el rol de esas teorías en las concepciones de los teóricos del derecho. En este sentido, pueden adoptarse varias estrategias a efectos de sostener una determinada posición sobre la interpretación judicial. Por un lado, puede comenzarse por consideraciones semánticas, defenderse una determinada posición –independiente del derecho- como la más plausible y, como consecuencia de ello, una visión sobre la interpretación jurídica y (en ocasiones) sobre la naturaleza del derecho (o sobre los rasgos centrales del derecho o sobre el concepto de derecho, si se prefiere). Aquí me refiero a consideraciones semánticas en sentido amplio, lo que abarcaría también aquellas teorías que abordan cuestiones pragmáticas o que contienen reflexiones sobre los conceptos16. El punto que me interesa destacar aquí es que a veces se adopta como punto de partida las teorías de los filósofos del lenguaje, y se analizan problemas lingüísticos, con independencia de lo jurídico. Y solo de modo secundario se abordan los problemas de asumir esas posiciones en el ámbito derecho. Por otro lado, podría comenzarse por las cuestiones relativas a la naturaleza del derecho, y ver qué concepción sobre la interpretación jurídica se desprende de ellas. Esto no tiene que conducir a rechazar las reflexiones de los autores en filosofía del lenguaje, pero solo se entiende que son relevantes en la medida en que así lo determine la teoría del derecho que se considera más adecuada. Finalmente, es posible centrar la atención en las particularidades de la interpretación jurídica y a partir de entonces extraer conclusiones en otros ámbitos, fundamentalmente, el relativo a la naturaleza del derecho. Cuando me refiero a cómo podría comenzarse, no estoy apuntando a una prioridad temporal, al orden en el que los autores abordan las cuestiones, sino a qué consideraciones determinan o condicionan las demás. Por ello, podría comenzarse por el análisis semántico pero en realidad entender que la concepción acerca del significado y la interpretación más adecuada depende centralmente de cuál es la naturaleza del derecho. Por otro lado, es importante tener en cuenta que se trata de una cuestión de énfasis. Así, si bien los diferentes autores suelen apuntar rasgos relativos a los tres ámbitos, consideran prioritario uno de ellos. Por ejemplo, pensemos en la incidencia de las nuevas teorías de la referencia (también conocidas como “teoría causal de la referencia” o “teorías de la referencia directa”, y que han tenido un gran impacto entre los filósofos del lenguaje) en el ámbito jurídico17. Algunos autores han presentado esas teorías como las más plausibles a efectos de reconstruir determinados términos con carácter general, y por ello han deSobre las distintas relaciones entre la teorización semántica en este sentido amplio y del derecho, véase ENDICOTT, 2016. 17 Sobre estas teorías y su incidencia en el derecho, véase RAMÍREZ LUDEÑA, 2015. Conviene advertir que clasificar las distintas teorías semánticas también plantea numerosas dificultades, incluso mayores que las anteriormente expuestas con respecto a la interpretación jurídica, ya que existen múltiples clasificaciones que toman en cuenta distintos criterios y que abarcan ciertas teorías, pero no otras. Para una excelente introducción a las diferentes discusiones, véase LYCAN, 2000. Si las teorías semánticas se clasifican en virtud de si entienden o no que las descripciones son determinantes a efectos de referir a los objetos, las posiciones descriptivistas se contraponen con las nuevas teorías de la referencia. Los partidarios de las nuevas teorías de la referencia entienden que los individuos, pero también la comunidad en su conjunto, cuentan a menudo con descripciones pobres y/o equivocadas y, no obstante, son capaces de referir. Esto no parece demasiado controvertido si pensamos en lo que ocurre en el caso de nombres propios como “Aristóteles”, en que referimos a Aristóteles aunque contemos con descripciones que no nos permiten seleccionar a un único individuo, o que nos conducirían a seleccionar a un individuo diferente. En este sentido, aunque es difícil negar que asociamos determinadas descripciones, connotaciones positivas y negativas, y otros elementos con los términos, el punto destacado por las nuevas teorías de la referencia es que estos no explican cómo y a qué referimos. 16
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fendido también su incidencia cuando esos mismos términos aparecen en la normativa18. Otros, en cambio, han destacado su relevancia en el ámbito jurídico poniendo el foco de atención en el modo en que deciden los jueces19. Finalmente, nos encontramos con autores que han defendido estas teorías en conexión con su visión general acerca de la naturaleza del derecho20. Veamos ahora cómo los distintos autores que he presentado en el apartado anterior abordan y relacionan los tres elementos anteriormente expuestos. Existen al menos dos estrategias para fundamentar una concepción realista: ser escéptico acerca de los significados en general y que ello tenga incidencia en el análisis de la interpretación jurídica21; o, como sucede con Guastini, destacar la existencia en el ámbito jurídico de numerosos instrumentos interpretativos. Esta última estrategia parece ser la única de ellas que permite articular una concepción realista moderada. En todo caso, lo que aquí me interesa enfatizar es que, si para los primeros las cuestiones semánticas tienen prioridad, en el caso del realismo moderado se destacan aspectos característicos de la interpretación jurídica y a partir de ellos se extraen conclusiones sobre los rasgos prominentes del derecho. ¿Qué ocurre en el caso de Dworkin? Su crítica a las concepciones que califica de semánticas, así como su énfasis en que el derecho es una práctica interpretativa, práctica que a su vez es una rama de la moral, nos permiten concluir que prioriza la cuestión de la naturaleza del derecho y la moral, a partir de la cual sostiene una determinada visión –que aquí he denominado, con todas las matizaciones pertinentes, “formalista”- sobre la interpretación por parte de los jueces22. Y que los distintos argumentos esgrimidos por los filósofos del lenguaje son en un sentido importante residuales en el ámbito jurídico, puesto que su relevancia depende, dada la naturaleza del derecho, de consideraciones normativas. El caso de Hart, en cambio, es más controvertido. Por un lado, siguiendo la filosofía del lenguaje ordinario, influyente en Oxford cuando Hart desarrolló su obra, destacó problemas generales del lenguaje común, fundamentalmente la vaguedad y la textura abierta, lo que le condujo a su concepción formalista moderada en que hay casos claros pero también casos difíciles en la zona de penumbra de las reglas, en que el juez tiene discreción. Pero, al mismo tiempo, en Hart las reflexiones acerca de la naturaleza del derecho, su carácter de práctica social, tienen un rol preponderante y son perfectamente compatibles con la relevancia de nuestras prácticas lingüísticas cotidianas. Por todo ello, quizá lo más adecuado sea señalar que, en su trabajo, las consideraciones semánticas y las relativas a la naturaleza del derecho se complementan perfectamente para ofrecer una concepción de la interpretación judicial. Aunque con frecuencia se ha destacado la preeminencia de la reflexión acerca de la naturaleza del derecho con respecto al resto, aquí no me posicionaré acerca cuál de los tres ámbitos es más importante23. Pero la exposición anterior sí nos permite alcanzar Por ejemplo, así podría interpretarse la posición de STAVROPOULOS, 1996 y de Moreso, 2010. Por poner un ejemplo, BRINK, 1979. 20 Véase MOORE, 1992. 21 Por ejemplo, siguiendo lo señalado en KRIPKE, 1982. 22 Es importante advertir que la posición de Dworkin ha sido calificada de “semántica” por parte e algunos autores, al desarrollar su visión acerca de los conceptos interpretativos, entre los que se encontraría el concepto de derecho. Dicho brevemente, puede ser reconstruido como reflexionando sobre consideraciones semánticas relacionadas con el concepto de derecho, lo que le conduce a conclusiones sobre la naturaleza de nuestras prácticas jurídicas, de la interpretación judicial y, en última instancia, le llevan a comprometerse con la existencia de un nuevo tipo de conceptos con carácter general, los interpretativos. Sobre esta posible crítica a Dworkin, véase GREEN, 2003. 23 Véase, por ejemplo, SHAPIRO, 2011, quien considera fundamental la reflexión sobre la naturaleza del derecho, 18 19
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diversas conclusiones que son relevantes. Por un lado, no hay que confundir cuál es el debate que se está llevando a cabo en cada caso. Es decir, la discusión en cada uno de los ámbitos es diferente, y no tener claro qué es lo que se está debatiendo, y las conexiones que se asumen, puede conducir a pseudodisputas. Por otro lado, de lo anterior se desprende también que, a efectos de avanzar en la discusión jurídica, habría que mantener primero una discusión acerca de qué ámbito tiene preeminencia sobre el resto. Volviendo al caso de las nuevas teorías de la referencia, no es lo mismo discutir sobre su plausibilidad general que sobre su plausibilidad dado que el derecho se concibe como un fenómeno social. Y no es lo mismo tratar de argumentar en su contra porque se asume que se comprometen con alguna forma de esencialismo, que hacerlo con base en consideraciones normativas. En esta medida, lo fundamental es tener claro si el debate sobre su incidencia depende de consideraciones normativas, de cómo opere la práctica judicial o de su propia plausibilidad. Y es este debate el que habría que tener en primer lugar, para no dar lugar a disputas espurias y poder así avanzar en la comprensión del fenómeno jurídico. Bibliografía Brink, D., 1989. “Semantics and Legal Interpretation (Further Thoughts)”, Canadian Journal of law and jurisprudence, vol. II (2), pp. 181-191. Canale, D., 2012. “Teorías de la interpretación jurídica y teorías del significado”, Discusiones, XI, 135-165. Dworkin, R., 1977. Taking rights seriously. Citado por la traducción de Guastavino, M., 1984: Los derechos en serio, Ariel Derecho, Barcelona. Dworkin, R., 1986. Law’s Empire, Hart Publishing, Oxford. Green, M., 2003. “Dworkin’s Fallacy or What the Philosophy of Language Can’t Teach Us About The Law”, Virginia Law Review, vol.89, pp. 1897-1952. Endicott, T., 2016. “Law and Language”, Stanford Encyclopedia of Philosophy. Guastini, R., 2010. Nuevos estudios sobre la interpretación, Universidad Externado de Colombia, Bogotá. Guastini, R., 2012. “El escepticismo ante las reglas replanteado”, Discusiones, XI, pp. 27-57. Hart, H., 1994. The Concept of Law, 2ª ed, Oxford University Press, Oxford. Hernández Marín, R., 2008. “Sobre ontología jurídica e interpretación del derecho”, Isonomía, 29, pp. 33-78. Kripke, S., 1982. Wittgenstein on rules and private language, Basil Blackwell, Oxford. Lifante, I., 2015. “Interpretación jurídica”, en Fabra, J. – Rodriguez Blanco, V. (eds.), Enciclopedia de Filosofía y Teoría del Derecho, vol. 2, pp. 1349- 1387. Lycan, W., 2000. Philosophy of Language, Routledge, Londres. Moore, M., 1992. Law as a functional kind, en George R. (ed.), Natural Law Theories: contemporary essays, Clarendon Press, Oxford, pp. 188-242. Moreso, J.J., 1997. La indeterminación del derecho y la interpretación de la Constitución, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid. Moreso, J.J., 2010. “Tomates, hongos y significado jurídico”, en Moreso, J.J. – Prieto Sanchís, que él entiende fuertemente ligada a la noción de planes, y de la que se desprende una determinada teoría de la (meta-)interpretación, que depende de cómo opera la planificación en cada sistema particular. Pero, más allá de lo anterior, Shapiro se mantiene neutral con respecto a qué particular teoría semántica es más adecuada.
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L. – Ferrer Beltrán, J., 2010: Los desacuerdos en el derecho, Fundación coloquio jurídico europeo, Madrid, pp. 15-47. Moreso, J.J. - Vilajosana, J.M., 2004. Introducción a la teoría del derecho, Marcial Pons, Barcelona. Ramírez Ludeña, L. 2015a. “Verdad y corrección de los enunciados interpretativos”, Revista de derecho de la Universidad Austral de Chile, pp. 9-31. Ramírez Ludeña, L., 2015b. Diferencias y Deferencia, Marcial Pons, Barcelona. Ruiz Manero, J., 2012. “Epílogo: interpretación jurídica y direcciones de ajuste”, Discusiones, XI, pp. 203-219. Shapiro, S., 2011. Legality, Harvard University Press, Cambridge. Stavropoulos, N., 1996. Objectivity in Law, Clarendon Press, Oxford. Tarello, G., 1974. La semántica del néustico. Observaciones sobre la “parte descriptiva” de los enunciados prescriptivos, tr. esp. En Ferrer, J., Ratti, G. (eds.) (2011), El realismo jurídico genovés, Marcial Pons, Barcelona, pp. 15-39.
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MÉTODOS DE INTERPRETACIÓN DEL DERECHO1 María Concepción Gimeno Presa Los temas relacionados con la interpretación del derecho han dado lugar a una amplia gama de publicaciones, que abarcan desde cuestiones específicas relacionadas con los argumentos interpretativos a la formulación de teorías generales del derecho de naturaleza hermenéutica. En este trabajo nos centraremos sólo en ciertos problemas relacionados con la llamada “interpretación literal de la ley”, los que se enmarcan en la cuestión más amplia de la interpretación y el razonamiento jurídico. A pesar de este recorte importante en el tema amplio que nos pidieron abordar en este capítulo, hay que decir que la bibliografía sobre el mismo es prácticamente inabarcable2. Por ello trataremos de señalar sólo una parte de los problemas que suscita la determinación del “sentido literal de la ley”, aquellos relacionados con los aspectos teóricos y conceptuales. Intentaremos encontrar respuestas a dos interrogantes: ¿En qué consiste realizar una interpretación literal de la ley? Y ¿Cuál es el papel que representa la interpretación literal en una concepción general de la interpretación jurídica? El objetivo de este trabajo es mostrar que la interpretación literal sigue teniendo un papel metodológico importante en la actividad de interpretar el derecho incluso en aquellas posturas que reniegan de ella. Como se verá, el estudio de la interpretación literal del derecho se enfrenta, con una serie de problemas como la pluralidad de sentidos con los que se usa el término significado y el sentido de la locución sentido literal o significado literal en el ámbito de la interpretación jurídica. Además, estas locuciones suelen ser utilizadas de forma distinta por los lingüistas y por los juristas3.
1. Problemas derivados de la noción de significado. En el ámbito de la interpretación, y especialmente de la interpretación de la ley, se suele relacionar los términos: interpretación y significado. Esto se puede apreciar cuando examinamos el concepto de interpretación que sostienen, entre otros autores, Kelsen, Hart o Ross. Además, existen pensadores que ven en dicha relación una condición conceptual necesaria e imprescindible para una teoría de la interpretación4. Pareciera a simple vista que sostener que interpretar la ley es determinar el significado de la misma es una afirmación que aclara la cuestión acerca de la interpretación del derecho. Sin embargo, dado lo polémico que resulta el término significado dicha afirmación dista de cumplir tan radicalmente esta función. Mostrar este hecho es la intención que perseguimos con este epígrafe. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación DER2013-47662-C2-2-R financiado por el MINECO y FEDER. 2 Ver COMANDUCCI 1999, BIX 1995, LIFANTE VIDAL 1999, MARMOR 1995, SCHAUEr 1993. 3 Entre juristas y lingüistas no sólo no existe unanimidad a la hora de determinar el uso del término sentido literal sino que ni siquiera existe tal unanimidad a la hora de establecer el papel que juega la interpretación literal dentro del ámbito de la interpretación en general. Ha puesto de manifiesto esto MAZARESSE quien sostiene al respecto que, pese a las críticas que el sentido literal tiene para las teorías lingüísticas actuales, este tipo de interpretación sigue siendo una pieza importante en las teorías jurídicas (Mazaresse 2000) 4 Defiende esta postura VILLA 2000:167-168; BRINK 1988:111; STAVROPOULOS 1996:4. 1
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Cuando intentamos rastrear la teoría del significado sustentada por algún autor, lo que hacemos en primer lugar es preguntar en qué consiste, para él, el significado lingüístico de un enunciado. Lo siguiente es emplear algún esquema que nos permita clasificar las diversas teorías, a los efectos de poder ubicar en ese marco la propuesta que se quiere explicar. En este sentido y siguiendo a Alston (1985), podemos distinguir entre: (i) teorías referenciales, que parten del supuesto de que las expresiones significativas están en lugar de algo, a lo que representan; (ii) teorías ideacionales, en las que las expresiones significativas lo son en la medida de que se usan en la comunicación suscitando ciertas ideas compartidas entre los que las emiten y las reciben; (iii) teorías comportamentales, para las que las expresiones significativas lo son en la medida en que provocan ciertas reacciones observales comunes en los usuarios de las mismas. En virtud de estas teorías por lo tanto, el significado lingüístico de una expresión se identifica con :1. aquello a lo que esta se refiere o con la conexión referencial, 2. las ideas con las que se la asocia; 3. los estímulos que suscita su emisión y /o con las respuestas que esa emisión, a su vez, vuelve a suscitar (Alston 1985:27). El concepto de significado de una expresión variará de acuerdo con la teoría de la cual se parta5. Si identificamos el término significado como reglas que determinan el uso de una expresión, nos preguntaremos cuántos tipos de reglas son las que especifican el mismo. Normalmente se suele admitir que son las reglas semánticas las encargadas de precisar el significado de un término. Ahora bien, cuando de lo que se habla es del significado de una expresión lingüística más amplia que un término, como es el caso de un texto jurídico, la duda surge en determinar si el significado de dicho texto viene dado por la suma de los significados de sus términos aplicando a los mismos las reglas semánticas, o si tal significado no viene determinado por dicha suma, y, por lo tanto, la sola aplicación de las reglas semánticas no es suficiente para hallarlo. En este sentido, se sostiene la importancia de las reglas de la sintáxis además de las semánticas, para llevar a cabo esta actividad y por lo tanto se parte de un concepto de significado estructural y no meramente léxico6. Otro de los problemas que origina el término significado viene dado a la hora de relacionar este con la actividad interpretativa. En este caso los problemas del término significado no consisten en responder qué cosa es éste, cual es su naturaleza o cuales son sus características, sino que el problema consiste en responder la cuestión acerca de qué clase es la conexión que se da entre la actividad interpretativa y el significado. Vittorio Villa sostiene al respecto que las teorías de la interpretación jurídica formalistas contestan esta pregunta afirmando que interpretar es descubrir el significado, o sea se trataría de una actividad cognoscitiva o descriptiva, mientras que las teorías de la interpretación jurídica antiformalistas entienden que la conexión entre interpretación y significado no deriva de una tarea descriptiva sino prescriptiva. Para estas últimas la interpretación sería una actividad encargada de crear un significado y, por lo tanto una actividad valorativa. Estas formas radicalmente opuestas entre sí de entender la relación entre ambos términos de la discusión, se basan a juicio del autor italiano, en una concepción errónea del significado que es visto desde una concepción estática. Esto significa que por significado 5 Evidentemente el panorama de las teorías del significado es mucho más complejo que lo expuesto en este epígrafe. Normalmente cada teoría funciona bien en ciertos aspectos y no en otros. Esto ha originado la aparición de otras muchas posiciones. Algunas de estas son versiones refinadas de las teorías vistas, mientras que otras adoptan posiciones eclécticas incorporando las partes que se consideran más satisfactorias de cada teoría examinada. Cf. LUZZATI 2000:73 6 La sintaxis se encargaría de estudiar los signos con independencia de su significado, se trata por lo tanto, de estudiar las relaciones de los signos entre sí.
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se entiende una entidad que se descubre o se produce toda de una vez7. Según Villa, el significado no es una entidad que viene dada de una vez, sino que se trata del éxito de un proceso complejo que requiere la aparición progresiva de varios niveles de significación. Partir de esta idea de significado es sostener una concepción dinámica del mismo y afirmar su estructura multidimensional8. En base a todo lo apuntado en este epígrafe, podemos sostener que cuando se afirma que la interpretación jurídica es la actividad encargada de adscribir (describir, proponer, crear etc, dependiendo de la teoría en cuestión) el significado del objeto interpretado, nos podemos estar refiriendo a cosas muy diversas en base a, entre otros posibles aspectos, el sentido que del término significado estemos partiendo, en virtud del tipo de semántica que se adopte (generativa o interpretativa) y en virtud de cómo consideremos la estructura del término significado (monodimensional o pluridimensional).
2. Problemas derivados de la locución significado literal. Chiassoni diferencia seis usos que los lingüístas hacen de la locución significado literal. El autor italiano las enumera de las siguiente forma: 1. El significado literal es entendido como el significado de un enunciado analítico, interactivo del enunciado interpretado. De esta forma, la locución “significado literal” se refiere al significado expreso de un enunciado interpretativo el cual es identico al enunciado interpretado pero que es emitido en el nivel de lenguaje metalingüístico9. 2. La noción “significado literal” se entiende como “significado no contextual”, es decir como aquel significado que se puede atribuir a un enunciado, en base a la aplicación de los siguientes elementos: el significado lexical de los términos que componen el enunciado, las características gramaticales de los mismos (tales como el género, y el número, los modos verbales y sus tiempos etc), la estructura sintáctica del enunciado. De acuerdo con esta noción el significado literal no dependerá de ningún aspecto contextual, ya sea este entendido como contexto lingüístico donde está formulado el enunciado a interpretar, o como contexto extra-lingüístico10. 3. También se usa la locución significado literal para hacer referencia al significado que se extrae combinando dos componentes: la fuerza ilocutoria explícita de un enunciado y el contenido proposicional11. De acuerdo con los partidarios de esta posición, el significado literal de un enunciado se extrae del significado lexical de las palabras que lo componen, las características gramaticales de las mismas, la estructura sintáctica del enunciado y además, de un conjunto de asuntos contextuales denominados asuntos de fondo12. 4. Una cuarta acepción de “signi“Naturalmente, si se sostiene que el significado es descubierto, esta entidad preexiste a la actividad interpretativa; si se sostiene, por el contrario, que es creado en sede de interpretación, entonces la entidad en cuestión viene producida íntegramente por el intérprete” (VILLA 2000:175). 8 Villa distingue tres estratos dentro de la noción de significado. Para un estudio de los mismos ver VILLA 2000:178179. 9 Hay sin embargo juristas que niegan la existencia de interpretación cuando el enunciado interpretativo es igual al enunciado interpretado como es el caso de Riccardo GUASTINI. 10 Algunos filósofos del derecho identifican contexto con el contexto lingüístico, mientras que los factores que pueden influir en la interpretación de un enunciado extralingüísticos se denominan “situación”. Es el caso de Alf ROSS por ejemplo. 11 La fuerza ilocutoria de un enunciado nos permite determinar la función lingüística de un enunciado (descriptiva, prescriptiva, emotiva...), y viene determinada por una serie de elementos como el lugar que ocupan las palabras dentro de un enunciado, el tiempo verbal, la puntuación etc. 12 Esta es la posición por ejemplo de SEARLE: 1978, según quien ningún significado puede darse al margen de un contexto, a no ser que sea del todo indeterminado. Por esta razón, y de acuerdo con este autor, para identificar el 7
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ficado literal” viene a considerarle como el significado o significados adscribibles a un enunciado en un cierto contexto de uso en el que, a posteriori, los factores pragmáticos se descubren como faltos totalmente de importancia, de ahí que se hable de “contexto pragmáticamente nulo a posteriori o ex post”13. 5. Una quinta forma de ser entendida la locución significado literal, sostiene que se pueden dar dos tipos de significados literales en un enunciado. El primero, al que se denomina, significado standard, sería aquel significado que se le asigna al enunciado sobre la base de los conocimientos habituales de la semántica por parte de los intérpretes. El segundo, denominado significado incidental, seria aquel o aquellos significados que, al margen de los usos generalizados y/o de convenciones sociales, son el fruto de tácitos acuerdos, bilaterales, momentaneos y transitorios entre un intérprete y un emitente determinado. 6. La sexta acepción, según Chiassioni, identifica significado literal con el significado verdadero o falso de un enunciado. Esta forma de relacionar significado literal con signifcado verdadero, trae como consecuncia que solo se pueda hablar de significado literal respecto de un enunciado descriptivo negando la posibilidad de hablar de significado literal de un enunciado cuya función lingüística sea interrogativa, expresiva o imperativa. Si tenemos en cuenta la relación de significados que los lingüístas dan a la locución significado literal podemos afirmar que entre los filósofos del lenguaje no existe una unanimidad a la hora de entender dicha locución. Y, que al menos existen actualmente dos teorías distintas acerca de su uso: las teorías semánticas que conciben el significado literal como aquel que se obtiene al margen del contexto, y las teorías pragmáticas para quienes incluso el significado literal de un enunciado no puede determinarse al margen del contexto en el que se emite. Es importante tener además en cuenta, que entre los lingüístas no sólo no existe unanimidad a la hora de establecer que es el sentido literal sino también a la hora de contestar a la pregunta de cuál es el rol que la interpretación literal juega cuando se quiere determinar el significado de un enunciado. A este respecto, y siguiendo a Tecla Mazzaresse, se puede afirmar que existen corrientes lingüísticas para las cuales el significado literal es lo único que se necesita para definir el significado de una expresión lingüística, mientras que otras sostendrán que el significado literal no sirve ni siquiera, como un punto de partida para empezar a estudiar el significado de una expresión. Todavía más: ni siquiera es concebido como un elemento entre otros muchos para individualizar el significado de una expresión. Entre ambas posturas radicales, Mazzaresse distingue también posturas más moderadas, para quienes si bien el significado literal de una expresión no se puede identificar con el significado de la expresión misma, aquel sí que juega un papel más o menos importante como elemento a tener en cuenta a la hora de determinar éste, o como punto de partida en su determinación14. Si prestamos ahora atención a cómo entienden los juristas la locución significado literal nos encontramos con que tampoco existe una unanimidad a la hora de definirla. Así Vernengo sostiene que dicha locución es usada para referirse a cinco cosas diferentes: 1. el significado adscribible a un enunciado en virtud de la suma del significado lexical de los vocablos que lo componen, 2. el significado que puede ser comunicado ostensivamente, indicando el hecho (comportamiento, situación...) a los cuales el enunciado significado literal de un enunciado hay que tener en cuenta, entre otras muchas otras cosas, las características físicas, institucionales y morales que se encuentran en el uso de dicho enunciado, ver Searle 1998:cap.6 13 Chiassoni 2000:26-27 14 Tecla Mazzaresse establece una clasificación más extensa acerca de las posiciones adoptadas por los lingüistas en torno al rol del significado literal. Para un estudio detallado de la misma ver Mazzaresse 2000: 100-110.
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interpretado se refiere, 3. el significado expreso de un enunciado exactamente interactivo del enunciado interpretado, 4. el significado expresado por un enunciado perfectamente sinónimo del enunciado interpretado, 5. la traducción o paráfrasis aclaradora del enunciado interpretado, que consiste en sustituir los términos técnicos por otros términos más fácilmente inteligibles, teniendo en cuenta además la estructura sintáctica profunda del enunciado (Vernengo, 1994). Luzzati, por su parte, también señala que por significado literal de una disposición se pueden entender al menos cinco cosas diferentes: 1. El sentido de las expresiones lingüísticas al margen de su contexto (verbal, cultural y/o situacional), 2. el significado conforme al uso ordinario de las palabras, 3. el significado prima facie claro y unívoco, o sea obvio, de sentido común, no absurdo, 4. el significado identificado mediante un argumento a contrario; 5. los significados atribuibles a una disposición en base a los usos lingüísticos consolidados por los juristas, a la sintaxis, al co-texto, al contexto cultural y al contexto situacional. (Luzzati 1990, 208 y ss)15 La pluralidad de formas distintas de entender el significado literal por parte de los juristas obedece a dos tipos de razones. Por un lado, en muchas ocasiones, los juristas aluden o justifican sus interpretaciones afirmando ser el resultado de una interpretación literal de sus disposiciones, cuando en realidad su actividad se ha alejado de cuantos instrumentos pueden ser considerados propios de una interpretación de este tipo a nivel conceptual. Esto es lo que hace explicable el hecho de que tanto con una interpretación extensiva como con una restrictiva se pueda determinar el sentido literal de una expresión. Por eso cuando si lo que hacemos a la hora de estudiar qué es la interpretación literal es recoger todos los usos que los juristas hacen de ella cuando la mencionan nos encontraremos con una lista muy dilatada y en ocasiones contradictoria de definiciones de la locución. Por otro lado, en los supuestos en que esto no ocurre, o sea en los casos en que realmente se pretenden analizar el sentido desde la perspectiva iusfilosófica de la locución significado literal, tampoco existe unanimidad de lo que por literal se entiende. Prueba de ello es que si nos fijamos en la misma terminología que se usa para hablar del sentido literal es muy variada, en algunas ocasiones se considera sinónimo de sentido ordinario, otras veces del sentido más inmediato, en otras ocasiones el sentido aparente, sentido lingüístico, gramatical, propio, semántico etc etc y sin embargo luego hay quienes distinguen entre los términos propio y literal (N. Irti 1996,150-151), o entre los términos lingüístico y literal (MacCormick 1991, 365-366, o Aarnio 1991, 133-134), mientras que otros los usan como sinónimos (Peczenik y Berghoiz, 1991). Expuesto lo anterior, vamos ahora dedicar la segunda parte de este artículo a examinar dos teorías de la interpretación jurídica para determinar el papel que juega en ellas la interpretación literal.
1. Interpretación y definición: la propuesta de Riccardo Guastini. La teoría de Guastini se caracteriza por el intento de ser una teoría descriptiva, cuyo objeto son los discursos de los intérpretes. De acuerdo con este autor, una teoría debe responder al interrogante qué es interpretar y no al interrogante qué debería ser interpretar. A través de un análisis lógico del discurso de los intérpretes, Guastini sostiene que la También hacen un estudio acerca de los usos que los juristas hacen del sentido literal MAZZARESSE 2000 y CHIASSONI 2000.
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interpretación no es una tarea cognoscitiva sino valorativa, donde el intérprete elige y/o propone un significado dentro de los posibles que, en todo caso, expresa un enunciado jurídico. Se parte de la idea de que el lenguaje es siempre ambiguo y vago, lo que hace que nunca podamos afirmar que un enunciado expresado en lengua natural tenga un significado unívoco. Todo enunciado admite una pluralidad de sentidos distintos. El juez cuando interpreta puede, o bien elegir uno de entre esos significados posibles, o bien elegir uno distinto. El jurista y el científico cuando interpretan proponen uno de esos significados. La actividad interpretativa es, según la teoría de Guastini, una actividad altamente discrecional. Para este autor además, la interpretación jurídica es una actividad consistente en traducir un texto jurídico perteneciente a las fuentes del derecho. Esto se realiza adscribiéndole un significado a sus términos, lo que es lo mismo que redefinir o definir estipulativamente su significado. Esto da como resultado la formulación de otro texto sinónimo del interpretado. Si interpretar no es otra cosa que definir, el significado literal de un texto se determinará definiendo los términos en los que está formulado, y teniendo además en cuenta su estructura sintáctica. A la vista de estas ideas, nos preguntamos ¿qué es para el autor la interpretación literal?, Y ¿cuál es el rol que juega la misma a la hora de interpretar el derecho, según el autor? Pues bien, según Guastini el significado literal es aquel más inmediato, el significado prima facie, como se suele decir, que surge de considerar el uso común de las palabras y las conexiones sintácticas que se establecen entre ellas en el enunciado interpretado (Guastini 1993:360)16. Tal y como es definido el significado literal pareciera que una expresión lingüística sólo pudiera tener un significado literal. Por otra parte, en la teoría de Guastini no se establece de forma expresa si la interpretación literal juega un rol mayor o menor que otros tipos de interpretaciones a la hora de ser el derecho lo que se interpreta. Sin embargo, si prestamos atención a la doctrina de la interpretación del autor genovés nos encontramos con las siguientes tesis: 1. los jueces deberían elegir uno de entre los significados posibles que la disposición normativa expresa, 2. los científicos del derecho deberían limitarse a describir los significados posibles sin proponer uno de ellos en detrimento de los otros, 3. los significados posibles son aquellos derivados de los problemas de ambigüedad y vaguedad del lenguaje natural con que se expresa los enunciados jurídicos. Los problemas de ambigüedad vienen dados por razones semánticas, sintácticas y pragmáticas. La ambigüedad pragmática hace referencia a la función del enunciado (descriptiva, prescriptiva, etc.). De esta forma en la doctrina de Guastini no se tiene en cuenta los aspectos extralingüísticos a la hora de determinar los significados posibles de una expresión lingüística. 4. Teniendo en cuenta que para el autor el lenguaje es siempre ambiguo y vago, no existiría nada que se adecuara a la definición de significado literal dada por él como el significado más inmediato, prima facie, sino que existirían varios significados literales posibles, (todos aquellos significados que surgirían de considerar el uso común de las palabras y las conexiones sintácticas), 5. De esto resulta que cuando Guastini sostiene que el juez cuando interpreta debería elegir entre los significados posibles de la expresión, lo que sostiene es que debería elegir entre los significados literales Otra definición de interpretación literal se puede ver en GUASTINI 1988, 79-80, donde se establece que se trata de la interpretación realizada según el uso común de las palabras en su contexto. Aunque el autor no define qué entiende por contexto, a la vista de la definición dada en obras más recientes creemos que contexto hace referencia a los aspectos sintácticos del enunciado, es decir al orden de las palabras en el enunciado y sus conexiones.
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posibles que pueda tener dicha expresión. De lo que resulta que en el pensamiento de Riccardo Guastini interpretar el derecho debería ser interpretarlo literalmente17.
2. Interpretación y sinonimia: La postura de Hernández Marín. Hernández Marín en su libro Interpretación, subsunción y aplicación del derecho (Hernández Marín, 1999) sostiene que la interpretación jurídica no es nunca interpretación literal ya que un enunciado interpretativo no consiste en describir el significado literal del enunciado interpretado. A esta conclusión llega tras sostener las siguientes tesis: 1. La interpretación jurídica es la actividad consistente en atribuir sentido a los enunciados jurídicos. El producto de dicha tarea son enunciados interpretativos en los que se atribuye sentido total a los mismos. 2. Hernández Marín diferencia entre sentido literal y sentido total de un enunciado jurídico. El primero es definido como el que tiene un enunciado en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia que rodee la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las palabras que componen el enunciado... y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí. El sentido total es el que tiene un enunciado en sí mismo, pero atendiendo además al conjunto de circunstancias que rodean la formulación del enunciado. El sentido total de un enunciado es el que éste tiene en atención, por un lado, al sentido de las palabras que componen el enunciado, a la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí y en atención también, por otro lado, al contexto en sentido amplio, o sea, al mundo que rodea el acto de formulación del enunciado. 3. El contexto es definido en un sentido amplio y en un sentido estricto. En un sentido amplio el contexto es todo el mundo que rodea al acto de emisión de un enunciado. En sentido estricto, es el conjunto de los factores que rodean al acto de formular un enunciado y que condicionan su sentido total. Estos factores son de dos tipos: unos lingüísticos, formado por otros enunciados que por origen o tema se encuentran próximos al enunciado emitido y otros extralingüísticos que vendrían a estar formado por las características de la persona que lo emite y las circunstancias de tiempo y lugar de emisión. 4. Hernández Marín afirma que cuando se interpreta el derecho lo que se hace es determinar el sentido total de los enunciados jurídicos. 5. El autor afirma que el intérprete para atribuir sentido total a un enunciado jurídico, debe citar otro enunciado llamado enunciado interpretante que sea sinónimo del que se pretende interpretar denominado enunciado interpretado. 6. Los enunciados interpretativos afirman que el sentido total del enunciado interpretado es igual al sentido del enunciado interpretante. Aquí cabe preguntarse con que sentido se está usando el término sentido del enunciado interpretante: ¿nos referimos al sentido literal del enunciado interpretante o a su sentido total? Hernández Marín afirma que en ninguna de las dos acepciones. No se puede entender que sea su sentido literal porque el sentido total de un enunciado interpretado no puede ser reducido al sentido literal de otro enunciado. Tampoco puede ser su sentido total porque si el enunciado interpretativo lo que hace es describir el sentido total del enunciado interpretado (es decir el que éste tiene en un contexto determinado), dicho contexto nunca puede ser el mismo que el del enunciado interpretante. Para resolver esto, el autor estipula que el enunciado interpretante es un enunciado eterno, es decir, un enunciado cuyo sentido es el mismo en cualquier Para un estudio acerca de la diferenciación entre teoría y doctrina en el pensamiento de Guastini ver: GIMENO PRESA, Mª.C. 2000
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contexto. 7. Una buena interpretación de un enunciado es un enunciado interpretativo de dicho enunciado que, ante todo, es verdadero (criterio semántico) y además mejora en algún aspecto la comprensión que pueda proporcionar la mera lectura del enunciado (criterio pragmático). Resumida así la teoría de Hernández Marín, nos encontramos con que en la misma se da respuesta a los dos interrogantes objeto de este artículo: ¿qué es la interpretación jurídica? Y, ¿cuál es el rol que juega la misma a la hora de interpretar el derecho? El sentido literal es definido como el que tiene un enunciado en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia que rodee la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las palabras que componen el enunciado y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí. Por otra parte, si consideramos la forma en la que Hernández Marín caracteriza la actividad interpretativa, esto es, como la descripción del sentido total de los enunciados jurídicos, podríamos concluir que en su propuesta no hay espacio para hablar de “interpretación literal” de un enunciado jurídico, en cuanto que la interpretación de un enunciado jurídico no es nunca una interpretación literal. La misma se encuentra excluida por la propia definición de “interpretar” que formula el autor18. No obstante, consideramos que en esta teoría de la interpretación del derecho existe también la posibilidad de dar un papel a la interpretación literal. Como ha quedado puesto de manifiesto anteriormente, el autor distingue entre el sentido literal (el que solo depende del sentido de las palabras que lo componen y de la forma en que se relacionan entre sí) y el sentido total (el que, además de atender al sentido de las palabras y sus relaciones, tiene en cuenta también las condiciones extralingüísticas que rodean el acto de su emisión). En consecuencia, se puede afirmar que en la teoría de Hernández Marín la determinación del sentido total de un enunciado presupone que se ha establecido con anterioridad su sentido literal, y que además se han tenido en cuenta los factores relevantes del mundo que rodeó el acto de su formulación. Esto significa no sólo que se puede establecer el sentido literal de un enunciado, sino que el intérprete del Derecho debe hacerlo necesariamente como paso previo a la formulación de cualquier enunciado interpretativo (tal como son concebidos por esta teoría, esto es, como descripciones del sentido total de un enunciado). Aunque el intérprete del Derecho no lo haga de forma explícita, cada vez que emite una afirmación respecto del sentido total de un enunciado, presupone la aceptación de un enunciado en el que se describe el sentido literal del enunciado interpretado. La propia definición de “sentido total” es lo que permite realizar esta afirmación. El siguiente ejemplo que propone Hernández Marín en su libro muestra hasta qué punto lo dicho anteriormente se encuentra presupuesto en su teoría. Tomando como punto de partida el enunciado: “...el sentido literal del enunciado “no la he visto”, al que en su ejemplo señala con el número (2), afirma:”...el sentido literal de enunciado (2), el sentido que (2) tiene en sí mismo y al margen de cualquier contexto... es que un individuo indeterminado no ha visto una persona o una cosa indeterminada en un intervalo de tiempo también indeterminado” (Hernández Marín 1999:37). Luego considera un posible contexto de emisión, aislando los siguientes factores relevantes para la determinación del sentido total del mismo enunciado (2): si “... dicho enunciado fue emitido por Carlos a las 3 de tarde del día 20 de enero de 1999... (e) instantes antes de dicha emisión, 18 “...Lo que se entiende usualmente por “interpretación del Derecho” no consiste en determinar el sentido literal de los enunciados jurídicos... consiste en determinar... el sentido que tienen... en sí mismos, pero atendiendo también a todas las circunstancias que los rodean” (HERNÁNDEZ MARÍN 1999:45).
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un amigo de Carlos había preguntado a éste si había visto la película “Casablanca””: (Hernández Marín, 1999, p.37). Teniendo en cuenta la descripción del sentido literal realizada en un primer momento, más los factores extralingüísticos enumerados con posterioridad, se puede emitir un enunciado interpretativo de (2) que reúna las condiciones establecidas por la Teoría de la interpretación del derecho para ser un enunciado interpretativo correcto. Dicho enunciado diría lo siguiente: “el sentido total del enunciado “No la he visto” es igual al sentido del enunciado eterno “Carlos no ha visto la película “Casablanca” antes de las 3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”19. En la propuesta de Hernández Marín los enunciados que describen el sentido literal de un enunciado jurídico, no pueden ser entendidos como enunciados interpretativos. Sin embargo, no sólo es posible emitirlos con sentido, sino que muchas veces esto es lo que hacen los intérpretes del Derecho en la práctica jurídica. Incluso, tal como vimos, pareciera ser una condición necesaria para considerar que un enunciado interpretativo es verdadero según la teoría de la interpretación de este autor, que el mismo presuponga la verdad del enunciado en el que se afirme cuál es el sentido literal del enunciado interpretado (otra condición es que los enunciados que describen los factores extralingüísticos relevantes también sean verdaderos). Pero que no se puedan considerar enunciados interpretativos no significa que no tengan cabida en esta teoría. Los mismos podrían ser considerados lo que Hernández Marín denomina “enunciados seminterpretativos”, y que son aquellos que “ describen el sentido de los enunciados jurídicos a los que se refieren, no completamente, como hacen o pretenden hacer los enunciados interpretativos, sino sólo parcialmente” (Hernández Marín, 1999, p.120, resaltado en el original). De esta manera, podemos considerar que en la teoría de la interpretación del Derecho los enunciados en los que describe el sentido literal de los enunciados jurídicos deben ser considerados “enunciados seminterpretativos”, ya que en ellos no se describe el sentido total del enunciado interpretado, sino una parte del mismo. Los enunciados interpretativos en los que se describe el sentido literal de un enunciado son (1) asertivos, pues en ellos se describe parcialmente el sentido de los enunciados interpretativos, (2) no jurídicos, pues de la misma manera que los enunciados interpretativos, no pueden ser considerados parte del Derecho; (3) metajurídicos, pues se refieren a enunciados jurídicos, que son entidades lingüísticas. ¿Cuál es la estructura de este tipo de enunciados? Los enunciados seminterpretativos del tipo que estamos analizando afirman que el sentido literal de un enunciado jurídico, al que llamaremos “enunciado seminterpretado”, es igual (o semejante) al sentido de otro enunciado denominado “enunciado seminterpretante”. ¿Con qué alcance debemos entender la noción “sentido” en su segunda aparición, esto es, cuando con ella se alude al enunciado seminterpretante? En este caso creemos que no existen inconvenientes para considerar que en los enunciados seminterpretativos se afirma que el sentido literal del enunciado seminterpretado es igual al sentido literal del enunciado seminterpretante. Las razones por las que Hernández Marín desecha esta posibilidad en relación con los enunciados interpretativos no son aplicables en este caso, pues en los enunciados seminterpretativos no se pretende describir el sentido total del enunciado seminterpretado y, en consecuencia, la alusión al sentido literal de los enunciados seminterpretantes no los haría inevitablemente falsos (cf. Hernández Marín, 1999, p. 49). “Teniendo en cuenta estos factores que rodean la emisión del enunciado (2) (y teniendo en cuenta también el sentido de las palabras que lo componen y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí), podemos concluir que el sentido total de dicho enunciado es que Carlos no ha visto la película “Casablanca” antes de las 3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”. (HERNÁNDEZ MARÍN 1999:37).
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Nada de lo dicho contradice lo expuesto en la teoría de la interpretación del Derecho de Hernández Marín, sino que constituye una expansión de su capacidad explicativa hacia otras actividades que, a pesar de que no podrían ser consideradas interpretativas en sentido estricto, se encuentran en estrecha conexión con ellas. Cabría preguntarse, no obstante, si no pueden existir enunciados seminterpretativos que pudieran constituir el fundamento de derecho para una decisión jurídica. Esto es, si no pueden existir situaciones en las que a un juez, para justificar la aplicación de un enunciado jurídico determinado, no le baste con la formulación de un enunciado seminterpretativo verdadero que describa el sentido literal del enunciado que supuestamente ha aplicado. Si aceptamos que los enunciados seminterpretativos que describen el sentido literal pueden agotar la actividad interpretativa requerida por la justificación de decisiones jurídicas en ciertas circunstancias, entonces deberíamos preguntarnos si merece la pena seguir excluyéndolos del ámbito de aplicación del término “interpretar”. Bibliografía Aarnio, Aulis. 1991. Lo racional como razonable. Un tratado sobre la justificación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. Alston, William P. 1985. Filosofía del Lenguaje, 3ra. Ed., Madrid, Alianza. Bix, Brian, 1995. “Questions in Legal Interpretation”·, en Marmor, Andrei (ed.), Law and Interpretation. Essays in Legal Philosophy, Oxford, Clarendon Press, pp. 137-153. Brink, David O. 1988. “Legal Theory, Legal Interpretation, and Judicial Review”, Philosophy and Public Affairs, 17, 105 y ss. .1992. “Sull´interpretazione giuridica”, Analisi e Diritto, 1992, 1-30. Comanducci, Paolo. 1999. “L´interpretazione delle norme giuridiche. La problemática attuale”, en Mario Bessone (ed.), Interpretazione e diritto giudiziale. I. Regole, metodi, modelli, Torino, Giappichelli, pp. 1-20. Chiassoni, Pierluigi. 2000 “Significato letterale: giuristi e linguisti a confronto (another view of the cathedral)”, en Vito Velluzzi (ed.), Significato letterale e interpretazione del diritto, Torino, Giappichelli, pp. 1-63. Gimeno Presa, Mª Concepción, 2001. “Teoría y doctrina en la propuesta de Riccardo Guastini”, Doxa. Guastini, Riccardo, 1988. “Redazione e interpretazione dei documenti normativi”, en S. Bartole (ed.), Lezioni di tecnica legislativa, Padova, págs. 37-117. . 1993 Le fonti del diritto e l´interpretazione, Milano, Giuffré. Hernández Marín, Rafael. 1999. Interpretación, subsunción y aplicación del derecho, Madrid, Marcial Pons. Irti, Natalio. 1996. Testo e contesto. Una lettura dell´art 1362 codice civile. Padova, Cedam. Lifante Vidal, Isabel. 1999 La interpretación jurídica en la teoría del derecho contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Luzzati, Claudio, 1990. La vaghezza delle norme. Un´analisi del linguaggio giuridico. Milano, Giuffré. . 2000. “Se una volta un giurista al buffet della stazione”, en Vito Velluzzi (ed.), Significato letterale e interpretazione del diritto, Torino, Giappichelli, pp. 65-94. Maccormick, Neil y Summers, Robert S. 1991, “Interpretation and Justification” en Summers, R. Y MacCormick, N.,m (eds.), Interpreting Statues. A Comparative Study, Aldershot,
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METODOLOGÍA EL PAPEL GENERAL DE LA DEDUCCIÓN Y LA INDUCCIÓN EN EL DERECHO Pablo E. Navarro
1. Introducción El conocimiento jurídico se muestra paradigmáticamente en la capacidad de distinguir entre enunciados jurídicos verdaderos y falsos. En general, estos enunciados se refieren a las calificaciones normativas que el derecho de una comunidad específica atribuye a ciertas acciones y estados de cosas. Por ejemplo, la afirmación ‘El presidente de la República está obligado a residir en la Capital Federal’ es un enunciado normativo referido a las obligaciones que surgen de las normas del derecho argentino. Estos derechos y obligaciones pueden ser caracterizados como ‘posiciones jurídicas’ y, en este sentido, la metodología jurídica puede ser considerada como el conjunto de métodos que los juristas efectivamente utilizan para determinar las posiciones jurídicas de los individuos de una cierta comunidad. En general, los juristas asumen que el derecho no se agota en las pautas normativas (normas, principios, etc.) explícitamente promulgadas por las autoridades, sino que también comprende otras pautas que no han sido expresamente formuladas. Sin embargo, no siempre resulta claro qué conecta ese material expresamente suministrado por las fuentes del derecho (e.g. la legislación) con su contenido implícito. El objetivo central de este trabajo es dar cuenta de algunas de las relaciones principales entre los contenidos explícitos e implícitos del derecho, y, al mismo tiempo, trataré de analizar el papel que juegan la deducción y la inducción en el conocimiento jurídico. Por supuesto, en este esbozo dejaré de lado muchos problemas que han preocupado a los juristas y que, ocasionalmente, son agrupados bajo el rótulo de ‘metodología’. En particular dejaré de lado dos aspectos importantes de este campo de investigación. En primer lugar, algunas veces las discusiones acerca de la metodología jurídica giran en torno a los denominados métodos interpretativos. En estos casos, las controversias se vinculan a los significados que poseen determinadas formulaciones promulgadas por las autoridades normativas y a las técnicas necesarias para dar cuenta de ellos. No es claro que estos desacuerdos se vinculen a cuestiones inductivas o deductivas y, por ello, a pesar de su innegable importancia, no me ocuparé de estas cuestiones. En segundo lugar, los argumentos de jueces y abogados frecuentemente ejemplifican esquemas deductivos y parámetros inductivos. Sin embargo, esos argumentos tienen básicamente una función práctica y se dirigen a motivar, influir o justificar decisiones. Por ello, en este trabajo no me ocuparé de esos problemas bien conocidos en el ámbito de la práctica jurídica profesional. Dada la amplitud y diversidad de problemas involucrados, no pretendo defender tesis novedosas acerca del papel de la deducción y la inducción en la metodología del derecho (ni tampoco una mención de la impresionante bibliografía acerca de esos temas), sino más bien trazar de manera genérica un mapa conceptual de ciertos aspectos
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especialmente relevantes para la ciencia jurídica. Pero, tampoco en este ámbito pretendo agotar el análisis del horizonte de problemas y, por ello, dejaré de lado, sin tan siquiera mencionarlas, importantes cuestiones metodológicas que desarrollan los juristas (e.g., la construcción de conceptos y teorías), incluso cuando ellas indudablemente tienen una importante conexión con la deducción e inducción en el derecho.
2. La naturaleza de la deducción en la ciencia jurídica La explicación de los conceptos de deducción y consecuencia lógica son el objeto principal de la lógica. En general, podría señalarse que un enunciado B se deduce de otro conjunto A cuando B es una consecuencia lógica de A. Diversos enfoques son usuales en la caracterización de la noción de consecuencia lógica (e.g., sintácticos, semánticos, etc.) y todos ellos establecen criterios para determinar cuándo una conclusión se sigue lógicamente de un conjunto de premisas. También es frecuente señalar que, en los casos en que una conclusión A se deduce de un conjunto de premisas B, esa conclusión A se sigue necesariamente de B. La ‘fuerza’ de la deducción, entonces, está estrechamente ligada a la inevitabilidad de la transición de las premisas a la conclusión. Así, a menudo se expresa esta idea señalando que en un argumento lógicamente válido, si las premisas son verdaderas, entonces la conclusión es necesariamente verdadera. Los juristas y los usuarios del derecho (jueces, abogados, etc.) rara vez cuestionan que los esquemas deductivos sean útiles en sus razonamiento. Por ejemplo, es usual señalar que la parte dispositiva de una sentencia judicial está justificada sólo cuando la sentencia puede ser reconstruida como un argumento válido (Bulygin, 1991, p. 356). Sin embargo, la caracterización intuitiva de las relaciones deductivas en términos de valores de verdad genera inmediatamente una dificultad importante ya que las normas jurídicas no son verdaderas ni falsas. Ello resulta en un dilema (conocido como ‘Dilema de Jorgensen’), que puede presentarse de manera simplificada del siguiente modo: o bien la lógica y las relaciones deductivas pueden ser analizadas con independencia de la atribución de valores de verdad a las premisas y conclusiones de los argumentos, o bien, por el contrario, los razonamientos jurídicos no pueden ser controlados mediante las herramientas clásicas de la lógica. Hay diversas maneras de enfrentar a este dilema y esas diferentes estrategias han sido cruciales en el desarrollo de una de las disciplinas más controvertidas del horizonte filosófico contemporáneo: la lógica deóntica. (Para una presentación general de este problema, Navarro y Rodríguez, 2015) Tres líneas de análisis han sido frecuentemente exploradas en los intentos de disolver el dilema: 1. La atribución de valores semánticos a las normas (e.g. verdad, validez, cumplimiento, etc.) 2. La equiparación de los discursos descriptivos y prescriptivos 3. La elaboración de una genuina lógica de normas No es posible ofrecer aquí una reconstrucción exhaustiva de cada una de estas líneas de análisis y solo puedo destacar que ellas han contribuido decisivamente al desarrollo tanto de la teoría jurídica como de la lógica de normas. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la filosofía del derecho o en la lógica deóntica, la mayoría de los juristas no se preocupan por estas complejidades filosóficas y asumen, sin mayores argumentos, que es posible ofrecer una fundamentación adecuada para sus razonamientos normativos. Por ello, frente a los puntos de vista escépticos, Hart señala que ellos dependen (Hart, 1983, p. 100)
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Metodología. El papel general de la deducción.
… de una definición restrictiva, en términos de verdad y falsedad, de la noción de inferencia deductiva válida y de las relaciones lógicas tales como la consistencia y la contradicción. Eso excluiría del alcance de la inferencia deductiva no solamente a las normas jurídicas o enunciados jurídicos sino también a las órdenes y muchos otros enunciados que son ordinariamente considerados como aptos para relaciones lógicas y como constituyentes de argumentos deductivos válidos. Aunque hay complejidades técnicas considerables, muchas otras definiciones de la idea de inferencia deductiva válida, que son aplicables a elementos que no son caracterizados como verdaderos o falsos, han sido elaboradas por los lógicos. En lo que sigue, al igual que la mayoría de la literatura contemporánea en teoría de derecho, se asume la aceptabilidad general de esta definición más general de inferencia válida.
Al igual que Hart, en lo sucesivo, también asumiré la validez de las inferencias normativas que los juristas despliegan en la solución de los problemas normativos.
3. Deducción y solución de problemas normativos Un problema jurídico, en última instancia, siempre se refiere a una disputa acerca de la calificación normativa de una determinada acción A, i.e. acerca de si A es obligatoria, prohibida o permitida. Conforme al paradigma dominante, la solución de estos problemas requiere una justificación en derecho y para ello se exige que la solución del problema se derive de un determinado conjunto de normas jurídicas generales (base normativa). A su vez, las normas pueden ser analizadas en términos de correlaciones entre un conjunto de propiedades y un conjunto de soluciones, que califican normativamente a una cierta acción (Alchourrón y Bulygin, 1975, pp. 29-37). En la medida en que las normas jurídicas generales resuelven una clase de situaciones, ellas agrupan a conjuntos de situaciones a la luz de la presencia o ausencia de ciertas características. Inevitablemente, esta generalización impone una cierta abstracción con respecto a innumerables factores que pueden producirse en un determinado acontecimiento. Aunque en un contexto de decisión particularista (i.e., en el que se puede tomar en favor o en contra de la decisión a cualquier característica de la situación), todas las propiedades de los eventos pueden jugar un papel relevante en la justificación de la decisión, en el ámbito del derecho estas decisiones están institucionalmente limitadas ya que, por ejemplo, un juez tiene que mostrar deferencia a otras instituciones a los efectos de justificar su decisión. En general, ello implica que los jueces están obligados a usar las propiedades y soluciones tenidas en cuenta por los legisladores y otras autoridades normativas al momento de formular sus normas generales. En principio, esas propiedades son seleccionadas por la autoridad normativa y reflejan las valoraciones que ella hace de un cierto problema. En otras palabras, las propiedades seleccionadas muestran qué circunstancias son valoradas como relevantes por autoridad. El conjunto de propiedades relevantes define un marco de circunstancias fácticas ya que sus posibles combinaciones es un marco analítico para el análisis de un problema normativo. Esas combinaciones de propiedades se denomina ‘Universo de Casos’ (UC) y una de las principales funciones de la ciencia jurídica, consiste en deducir las soluciones que un conjunto de normas generales establece para un determinado UC (Alchourrón y Bulygin, 1971, pp. 54-57). Así, utilizando un célebre ejemplo (Alchourrón y Bulygin, 1971, pp. 37-50), supongamos que nos interesa resolver el problema de la restitución de un bien inmueble. Este problema surge en un contexto específico: cuando un enajenante Pablo E. Navarro
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transfiere el inmueble a otro individuo (el adquirente), pero el propietario reclama su restitución. Supongamos también que el legislador ha resuelto el caso de la acción de restitución (en adelante, acción R, o simplemente, R), tomando en cuenta las propiedades de la buena fe del enajenante (BFE), buena fe del adquirente (BFA) y el título oneroso de la transferencia. La valoración de esas propiedades se muestra en las siguientes normas: N1: (OR/¬BFE); N2: (OR/¬BFA), N3: (OR/¬TO) La combinación de la presencia y ausencia de esas tres propiedades genera un UC de ocho casos, que son resueltos conforme al siguiente diagrama I: BFE
BFA
TO
N1
N2
Caso 1
+
+
+
Caso 2
+
+
-
Caso 3
+
-
+
OR
Caso 4
+
-
-
OR
Caso 5
-
+
+
OR
Caso 6
-
+
-
OR
Caso 7
-
-
+
OR
OR
Caso 8
-
-
-
OR
OR
N3 OR OR OR OR
El signo ‘+’ indica que una propiedad está presente y el signo ‘-’ indica que la propiedad está ausente. Así, mientras que el caso 1 representa una clase de situaciones en la que existe buena fe del enajenante, buena fe del adquirente y una transferencia a título oneroso, el caso 7, captura una situación en la que hay mala fe de enajenante y adquirente y una transferencia a título oneroso. A pesar de que ninguna de las normas de la base normativa se refiere expresamente a ninguno de los ocho casos del UC, de esas normas se deducen las consecuencias que el diagrama pone de manifiesto. Si se admite que la relación entre casos y soluciones es una relación condicional, entonces, por ejemplo, la norma N1 puede representarse de la siguiente forma: (¬BFE → OR). Conforme a este esquema, la ausencia de buena fe del enajenante (es decir, su mala fe) es una condición suficiente para que surja la obligatoriedad de restituir el inmueble. El hecho de ser una condición suficiente asegura que ese evento, por sí mismo, basta para obtener la consecuencia. Por ello, si un determinado estado de cosas (¬BFE) es suficiente para una determinada consecuencia (OR), entonces cuando ese estado se produce acompañado de cualquier otra circunstancia, también se produce la consecuencia. En otras palabras, de la norma expresamente formulada N1 (¬BFE → OR) se deducen las normas derivadas: (¬BFE&BFA&TO→ OR) (Caso 5) (¬BFE&BFA&¬TO → OR) (Caso 6) (¬BFE&¬BFA&TO → OR) (Caso 7) (¬BFE&¬BFA&¬TO → OR) (caso 8) Este esquema de deducciones obtiene su plausibilidad de las reglas que definen la noción clásica de consecuencia lógica (e.g., regla de monotonicidad de la consecuencia). A partir de esa regla (y otras adicionales) se pueden obtener en la lógica clásica esquemas válidos como la llamada Ley de Refuerzo del Antecedente: (p → q) → (p&s → q). Este esquema es una tautología de la lógica proposicional y ello significa que su valor de
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Metodología. El papel general de la deducción.
verdad es independiente de la interpretación asignada a las variables proposicionales. La conexión entre casos y soluciones depende, entonces, tanto de aquello que expresamente determina la autoridad como también de asumir ciertas reglas conceptuales que permiten deducir normas que están implícitas en el contenido conceptual de aquellas expresamente formuladas por la autoridad. El despliegue de las consecuencias lógicas de una base normativa es una de las herramientas metodológicas paradigmáticas de la Ciencia Jurídica. Esta tarea, que a menudo los juristas realizan de manera inconsciente, se denomina sistematización y, en este sentido, la construcción de sistemas normativos es una de las principales tareas de los juristas en la solución de problemas normativos. En el diagrama antes mencionado, el caso 1 carece de solución, es decir: no se deduce para esa combinación de propiedades ninguna solución normativa. Frente a estas situaciones, usualmente denominadas lagunas normativas, los filósofos del derecho han desplegado diferentes actitudes. Por ejemplo, Kelsen y Raz niegan que el derecho padezca este tipo de indeterminaciones. Otros autores, por el contrario, señalan que la presencia o ausencia de lagunas es una cuestión contingente. Algunas veces las discrepancias no se centran en la pregunta acerca de si se deduce alguna consecuencia normativa para un determinado caso sino en una cuestión diferente: el grado de discrecionalidad de los jueces en esas supuestas situaciones de indeterminación. En el ámbito del positivismo jurídico, como consecuencia de la tesis de las fuentes sociales, se sostiene que en casos de indeterminación los jueces tienen discreción para resolver la controversia. Sin embargo, es un tema ampliamente debatido en la literatura contemporánea si los jueces tienen o no discrecionalidad para resolver los casos de lagunas. En particular, algunos autores sostienen que cuando del derecho no se sigue una consecuencia normativa específica, un individuo I no tiene una obligación jurídica de ejecutar una cierta acción R. Tampoco está expresamente autorizado a no realizarla ya que, por hipótesis, el derecho no ofrece solución alguna. Pero del hecho de que no haya una norma que lo obligue, continua el argumento, se sigue que los jueces tienen que rechazar las pretensiones de quien demanda a I la realización de R. Por ello, si los jueces están obligados a proteger el ámbito de libertad de I, ello equivaldría a reconocer que los jueces carecen de discrecionalidad y eso sería, al menos pragmáticamente, equivalente a asegurar a I la opción de ¬R (Bayón 2009). Más allá de las distintas versiones de este argumento, su principal problema es que depende de si, como cuestión de hecho, los jueces tienen la obligación o no de rechazar las demandas que pretenden la realización de una acción que el derecho no exige. Finalmente, el alcance de una norma general depende de los casos que ella regula. Dado que el contenido de una norma se manifiesta en sus consecuencias lógicas, las normas se proyectan hacia situaciones más complejas, a partir de la aplicación de la regla del refuerzo del antecedente. Así, si (¬BFE → OR) es una norma del sistema entonces ella también regula infinitas circunstancias tales como ((¬BFE&¬BFA&¬TO&…&Pn) → OR). Esto significa que una vez que se ha comprobado que está presente la propiedad ¬BFE, entonces cualquier otra propiedad no puede desplazar la consecuencia normativa. En otras palabras, las consecuencias normativas determinadas por una cierta propiedad P se heredan a infinitas situaciones más complejas, i.e. a una conjunción de P con otras propiedades P1, P2,… Pn. Sin embargo, los juristas señalan, con frecuencia, que las normas son derrotables y, entre las muchas cosas a las que se refieren con este fenómeno, apuntan a que la aplicación de cualquier norma puede estar sujeta a excepciones implícitas. Normalmente, ese tipo de excepciones están ligadas a las razones subyacentes u propósitos que la norma
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procura lograr. En casos de discrepancia entre lo que la regla prescribe y aquello que su razón subyacente protege es usual dejar al interprete la tarea de ajustar la norma y evitar una consecuencia disvaliosa. El problema de la naturaleza derrotable de las normas es uno de los temas más importantes de las discusiones contemporáneas en la filosofía analítica del derecho (al respecto, véase, Ferrer y Ratti, 2012). Su valor radica, principalmente, en sus conexiones con otros temas y problemas de indudable relevancia filosófica (e.g., el seguimiento de reglas, la naturaleza de las excepciones, etc.). En particular, el problema de la derrotabilidad de las normas se ha usado como un ejemplo de las limitaciones de la noción clásica de consecuencia lógica. En ese sentido, una creciente línea de investigación se ocupa de las lógicas no-monotónicas, que tienen como consecuencia principal el rechazo de ciertas reglas clásicas que definen la noción de consecuencia lógica (i.e., monotonicidad). Como resultado de este rechazo, esas lógicas divergentes tampoco convalidan a ciertas tautologías clásicas como, por ejemplo, la regla de refuerzo del antecedente. Precisamente por ello, quienes rechazan los compromisos formalistas de una noción estricta de regla, ven en este tipo de lógicas una herramienta conceptual atractiva para lidiar con los problemas de la argumentación jurídica.
4. Acerca de la inducción en el derecho Por ‘inducción’ es habitual referirse a una familia de conceptos y procedimientos, que se formulan con el propósito de ofrecer una alternativa a los esquemas deductivos. En otras palabras, mientras que en un argumento lógicamente válido, la conclusión se justifica porque se deduce de las premisas, en los argumentos inductivos la conclusión se induce de un conjunto de premisas. De manera simplificada, se puede señalar que en este tipo de argumentos, el rasgo característico es que las premisas son enunciados particulares y la conclusión es un enunciado general (la bibliografía sobre inducción es inagotable. Para una presentación general, véase, Vickers, John, 2016). Ahora bien, ¿es lógicamente válida la conclusión de un argumento inductivo? La respuesta a este interrogante depende del tipo de inducción. En los casos de inducción perfecta o completa, la conclusión es válida ya que la enumeración de características (propiedades) mencionada en las premisas agota a los elementos de un determinado universo del discurso. En este tipo de argumentos, la base de la conclusión es el examen de todos los casos posibles y, de esta manera, si las premisas son verdaderas, la conclusión (la generalización) también es verdadera. Por ejemplo, supongamos que adaptamos el análisis del problema normativo (la reivindicación de bienes inmuebles), ilustrado anteriormente en el diagrama I, de la siguiente manera: asumamos que el legislador, en lugar de formular una norma (¬BFE → OR), hubiese directamente prescripto las siguientes normas: (¬BFE&BFA&TO→ OR) (¬BFE&BFA&¬TO → OR) (¬BFE&¬BFA&TO → OR) (¬BFE&¬BFA&¬TO → OR) En esta situación, el jurista podría inducir a una norma de carácter más general que las previamente señaladas: (¬BFE → OR). Dado que las normas formuladas expresamente correlacionan a todos los casos de mala fe del enajenante con la obligación de restituir el inmueble, es válido concluir que esa propiedad es suficiente para el surgimiento de esa obligación.
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Este tipo de inferencias (de hecho, en el caso de la inducción completa el argumento puede reconstruirse como una inferencia válida) es, a menudo, utilizada para identificar los principios jurídicos de una cierta disciplina. Así, si nos preguntamos acerca de si la protección de la buena fe es un principio del derecho civil argentino, una manera de responder a esta cuestión es analizando las normas positivas y mostrando que de ellas puede inducirse una conclusión general que protege (otorga igual o mejor posición) a la buena fe que a la mala fe (Alchourrón y Bulygin, 1975, pp. 130-133). Otra forma común de argumentos inductivos es el que ejemplifica una inducción imperfecta o incompleta. A diferencia de los esquemas anteriormente mencionados, en este caso la conclusión es una generalización que carece lógicamente de validez, es decir, la conclusión no se sigue necesariamente de las premisas. En una inducción incompleta, las premisas no agotan todos los casos relevantes de un cierto universo del discurso y, por ello, la conclusión sólo representa un probable estado de cosas, pero no hay certeza definitiva. Aquí, el mecanismo es bien conocido e intuitivamente plausible, pero, sin embargo, no hay garantías que permitan justificar la conclusión (Alonso, 2006, p. 197). A pesar de este déficit, es normalmente este tipo de esquemas el que los juristas tienen en mente cuando sostienen que la inducción juega un papel relevante en la argumentación jurídica. Por ejemplo, en la reconstrucción de la institución del precedente es usual señalar que una cierta decisión es solo una ‘cristalización’ o reconstrucción general de un conjunto de decisiones previas. En este sentido, los jueces presentan su actividad más como un proceso de (re)descubrimiento del derecho existente que como un fenómeno de creación judicial. Este proceso inductivo es normalmente guiado por la necesidad de resolver un determinado problema normativo, i.e., un cierto caso individual Ci y, de esta manera, de un conjunto de decisiones previas D1, D2,… Dn se ‘extrae’ una norma general N, que es la base normativa de la nueva decisión. Una vez que se identifica a la norma general N, lo único que resta es controlar que ella se refiera a Ci, y justificar la nueva decisión en N. A pesar de la estructura formal de este procedimiento, los jueces ejercen una actividad discrecional (pero de ninguna manera arbitraria) en (i) la identificación de la norma general N, y (ii) en la subsunción del caso individual en el alcance de la regla general. Por una parte, en la identificación de una regla, la discreción se origina en el hecho de que a partir de un conjunto de decisiones previas D1, D2,… Dn siempre se puede elaborar un conjunto de normas generales alternativas y, por consiguiente, la identificación de la base normativa de la nueva decisión resulta indeterminada hasta que la autoridad (e.g., el juez) no adopta una de esas alternativas. Por otra parte, aunque la adopción de la misma norma general por parte de diferentes jueces ayuda a dotar de certeza a la identificación de una norma general inducida a partir de decisiones previas, los jueces siempre retienen la autoridad para decidir si el nuevo caso Ci tiene características excepcionales que desplazan la aplicación de la norma, o bien, se eliminan restricciones establecidas en las formulaciones previas a los efectos de ampliar el alcance del precedente (Hart, 1983, pp. 102-105). Del análisis precedente surgen varias consecuencias importantes. Una de ellas es que la inducción y la deducción se ubican en diferentes planos: mientras que la inducción es un procedimiento de elaboración de normas y principios generales, que involucra un cierto rango de discrecionalidad, la deducción es una estrategia de justificación cuya principal utilidad es ofrecer un control racional de la aplicación de normas generales. La creación y aplicación de normas son funciones jurídicas básicas y su análisis es uno de los temas centrales de las teorías del derecho. Aunque la inducción pueda ser considerada como una manera de crear normas generales, esta función, en el derecho contempoPablo E. Navarro
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ráneo es paradigmáticamente cumplida por la legislación. Surge, por consiguiente, una importante cuestión: ¿de qué manera se relacionan la legislación y las normas lógicamente derivadas? En la próxima sección abordaré esta pregunta, presentando a modo de conjetura y sin mayor desarrollo argumental, un esquema de argumento general.
5. La validez de normas derivadas La estructura sistemática del derecho está determinada por las relaciones de validez entre los elementos del conjunto normativo. Sin embargo, es importante recordar que, en cualquier sistema, ciertos elementos forman parte del conjunto sin que satisfagan esas relaciones. Es usual denominar normas dependientes a aquellas normas del conjunto que satisfacen las relaciones sistemáticas en el conjunto normativo y normas independientes a aquellas normas del conjunto que no satisfacen las relaciones sistemáticas (Caracciolo 1988, 31). La identidad y la unidad de un sistema jurídico son tradicionalmente analizadas en función de los criterios que se utilizan para establecer a sus normas independientes. Por el contrario, los criterios que definen las relaciones de validez en un sistema son los que determinan la estructura del sistema normativo. A su vez, la distinción entre normas dependientes y normas independientes es un requisito conceptualmente asociado a la operación de sistematizar un conjunto de normas ya que sin esa distinción no sería posible evitar la circularidad o el regreso al infinito en la operación de separar las normas jurídicas de otras normas socialmente relevantes. Según he señalado, las normas dependientes son aquellas que, en un determinado conjunto normativo, satisfacen las relaciones que definen la estructura del sistema jurídico. Ahora bien, ¿cuáles son esas relaciones? Kelsen y Hart han proporcionado poderosos argumentos conceptuales para establecer que las normas válidas son aquellas introducidas por una autoridad competente. Esto parece dar cuenta de una intuición central: el derecho es un sistema dinámico. Bajo esta reconstrucción, las relaciones que satisfacen las normas dependientes son relaciones de legalidad y el criterio que establece que son válidas en el sistema las normas que han sido promulgadas por autoridades competentes puede ser denominado ‘criterio de legalidad’. Sin embargo, parece claro que los juristas, con frecuencia, admiten que el derecho no se agota en las normas expresamente formuladas por las autoridades competentes. A menudo, también admiten como fundamento del valor de verdad de los enunciados jurídicos a normas que se derivan lógicamente de otras normas del sistema. De esta manera, conocer todo el contenido conceptual de aquello que ha prescripto el legislador exige establecer las consecuencias lógicas de las normas que ha promulgado expresamente. Las normas que se deducen de las expresamente promulgadas por el legislador son normas derivadas. El criterio que establece que también son válidas en el sistema todas aquellas normas derivadas de otras normas válidas puede ser denominado como ‘criterio de deducibilidad’. La identificación de las normas derivadas permite reconstruir los aspectos estáticos del derecho. Así la combinación de ambos criterios de validez (i.e., legalidad y deducibilidad) permite dar cuenta de la estructura peculiar del derecho: su dependencia de decisiones de las autoridades, pero también de su alcance más allá de lo que esas autoridades han señalado expresamente en sus normas formuladas. El esfuerzo teórico para mostrar en qué medida el criterio de legalidad está anclado en nuestro concepto de derecho contrasta con la ausencia de un argumento persuasivo que muestre que el criterio de deducibilidad también está asociado a nuestro concepto de derecho. ¿Qué forma podría tener un argumento de este tipo? En esta sección expondré el
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esquema de un argumento según el cual no es posible aceptar el criterio de legalidad sin admitir también (alguna versión de) un criterio de deducibilidad. En otras palabras, no es posible caracterizar adecuadamente la dinámica de los sistemas jurídicos sin dar cuenta a su vez del papel que desempeñan las normas derivadas en la calificación de las acciones. Legislar es básicamente seleccionar un determinado conjunto de propiedades que se consideran relevantes para determinar la calificación normativa de una cierta acción. Por ejemplo, el legislador puede haber establecido que la reivindicación de un bien inmueble es obligatoria en casos en que la posesión se haya adquirido a título gratuito. En este caso, el título gratuito es una condición suficiente para la obligatoriedad de la acción de restituir el inmueble. Otras posibles propiedades, como por ejemplo, la inscripción del inmueble en el registro de la propiedad son irrelevantes desde el punto de vista de la calificación normativa. La irrelevancia normativa de una propiedad significa que su presencia o ausencia no afecta a la calificación normativa de una cierta acción. De ese modo si tanto la propiedad P como ¬P están correlacionadas con la misma solución, entonces esa propiedad es normativamente irrelevante. El criterio de legalidad, que al ser inseparable de la dinámica jurídica, está conceptualmente asociado a nuestro concepto de derecho, requiere que ciertos individuos decidan de manera explícita acerca de la calificación normativa de ciertas acciones. Estas decisiones reflejan sus valoraciones de un número indefinido de circunstancias y, dado que se trata de seres humanos, esas valoraciones explícitas se refieren siempre a un conjunto finito de propiedades. Es decir, los legisladores regulan la conducta tomando explícitamente en cuenta solo un subconjunto de propiedades. Ahora bien, ¿significa esto que el alcance de las normas se limita únicamente a aquellos casos que ellos han considerado expresamente? ¿Son relevantes únicamente aquellas propiedades que el legislador se ha representado al momento de decidir sobre la calificación normativa de una acción? La respuesta a esta pregunta es negativa. La existencia de una norma se muestra en nuestras prácticas de justificación de acciones. Nuestra disposición a invocar normas como justificación de acciones no se agota en la repetición de lo que ha previsto la autoridad. Según ha mostrado Hart (Hart, 1963, cap. V), el criterio de legalidad surge como una técnica para superar el carácter relativamente estático de las normas primarias. La única manera de resolver esta dificultad es mediante órganos que puedan modificar deliberadamente la situación normativa, i.e. órganos creadores de normas generales. Pero, dado que esas normas son siempre una selección de propiedades, se sigue que no todas las propiedades posibles de un evento son relevantes. ¿De qué manera puede mostrarse la irrelevancia de una propiedad P, que el legislador no ha tenido en cuenta al momento de regular una cierta conducta? Para ello es necesario mostrar que, en ese sistema, se puede derivar para un cierto universo de acciones, las mismas consecuencias normativas en casos de la presencia o ausencia de P. Por el contrario, considerar que todas las propiedades pueden ser relevantes para determinar el status normativo de una cierta acción supone una estrategia particularista de decisión y, en este sentido, es incompatible con la naturaleza misma de la legislación (es decir, de la creación de normas generales). Una característica central de las normas jurídicas generales es que su aplicación no requiere de la intervención permanente de órganos de adjudicación. En otras palabras, la técnica jurídica de regulación de conductas mediante normas generales presupone que es posible comprender qué exige el derecho sin la intermediación de la interpretación por parte de una autoridad jurídica. Por tanto, si las normas generales regulan situaciones particulares de los individuos (casos individuales), ello se debe a que es posible identifi-
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car un conjunto de características que poseen esos eventos y que pueden ser subsumidas en el alcance de las normas generales. Las situaciones individuales, sin embargo, pueden ser descriptas a partir de un número infinito de características o propiedades. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, solo son relevantes para determinar la solución jurídica de un problema normativo, aquellas propiedades que el legislador ha seleccionado. Ello significa que no es posible desprenderse completamente de alguna versión del criterio de deducibilidad ya que solo a partir del empleo de este principio es posible mostrar qué propiedades son normativamente irrelevantes al momento de analizar universos de casos más finos que aquellos que el legislador ha considerado.
6. Conclusiones La deducción y la inducción son estrategias fundamentales en la argumentación jurídica ya que muestran en qué sentido el derecho está formado no sólo por pautas expresamente formuladas sino también por contenidos implícitos. La identificación de estos contenidos implícitos constituye una de las principales tareas de la ciencia jurídica y un análisis general de la metodología jurídica tiene que articular los criterios que los juristas emplean en la fundamentación de sus enunciados y jurídicos. En la medida en que la deducción y la inducción son recursos conceptuales utilizados para mostrar qué se sigue de un determinado conjunto de normas formuladas, el estudio de ambos esquemas es fundamental para comprender la naturaleza de la ciencia jurídica. Bibliografía Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio. 1975. Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Astrea, Buenos Aires . Alonso, Juan Pablo. 2006. Interpretación de las normas y derecho penal, Editora del Puerto, Buenos Aires. Bayón, Juan Carlos. 2009. “Sobre el principio de prohibición y las condiciones de verdad de las proposiciones normativas” en Bulygin et al, Problemas lógicos en la teoría y práctica del derecho, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid. Bulygin, Eugenio. 1991. “Sentencia judicial y creación de derecho” en Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, Análisis lógico y derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid. Caracciolo, Ricardo. 1988. El Sistema jurídico. Problemas actuales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid. Ferrer, Jordi y Ratti, Giovanni. 2012. The Logic of Legal Requirement. Essays on Defeasibility, Oxford University Press, Oxford. Hart, H.L.A. 1963. El concepto de derecho, Abeledo Perrot, Buenos Aires. Hart, H.L.A. 1983. “Problems of the Philosophy of Law” en Hart, H.L.A., Essays in Jurisprudence and Philosophy, Oxford University Press, Oxford. Navarro, Pablo y Rodríguez, Jorge, L. 2015. Deontic Logic and Legal Systems, Cambridge University Press, New York. Vickers, John, “The Problem of Induction”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2016 Edition), Edward N. Zalta (ed.), forthcoming URL = .
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CATEGORÍAS DE CONOCIMIENTO Y ESTÁNDARES DE PRUEBA EN DECISIONES JUDICIALES COMPLEJAS (Notas sobre lógica en la motivación de los hechos en las sentencias) Claudio Agüero y Rodrigo Coloma 1. En los escritos de jueces, juristas y académicos no es infrecuente encontrar argumentos que apelen a la lógica. Más allá de que las formas que llegan a adoptar sean diversas —tanto es así que en muchos casos resulta dudoso demostrar de que efectivamente se esté usando la lógica— constituye un rasgo corriente la pretensión de neutralidad en algunos de los análisis allí realizados. Un argumento desde la lógica aspira a que su evaluación se haga entendiendo lo que se dice desde fuera de cualquier sistema de valores y circunstancias concretas de la vida: por ello, la lógica del siglo XX se lleva bien con las matemáticas (Carnap, 1993, p. 139). En caso de ser exitoso, esta particularidad le provee al argumento lógico —bajo la condición de que se encuentre bien construido— de una fuerza aparentemente inderrotable frente a un abanico amplio de destinatarios y de expectativas de vida muy diversas. Aquello no sería posible si el trasfondo de los juicios realizados estuviese conformado por valores, por razones prudenciales o por cualquier otra premisa que se redujere, en último término, a las preferencias de sus autores. 2. De acuerdo a la teoría lógico-deductiva tradicional sobre las decisiones judiciales el control de la racionalidad de la decisión se garantiza reconstruyéndola como una inferencia lógica trazada según la estructura de un silogismo. La norma concreta que resulta aplicable al caso es el resultado (la conclusión lógica) de un razonamiento deductivo formado por dos premisas: una premisa jurídica (la mayor en el silogismo) que es una norma general y abstracta concebida para hacer frente a un universo de casos potenciales y una premisa fáctica (la menor en el silogismo) que es la descripción de los hechos en concreto. 3. Las críticas sostenidas a la teoría tradicional tienen, según Mazzarese, su fundamento en la borrosidad múltiple de las decisiones judiciales o, en términos más precisos, de la borrosidad múltiple del lenguaje judicial (Mazzarese, 1996, p. 209). Dentro del conjunto de críticas realizadas a la teoría tradicional aquí nos concentraremos en aquellas que refieren a la determinación de los hechos; esto en cuanto se sospecha que el uso de la lógica que sustenta la teoría tradicional de la decisión judicial tiene escaso rendimiento frente a problemas de razonamiento probatorio. 4. Siguiendo a Mazzarese, cabe sostener que el lenguaje jurídico de la determinación de los hechos1 es borroso en dos sentidos: depende del lenguaje jurídico y depende del lenguaje común (Mazzarese, 1996, p. 214 - 215). A ello cabe añadir que el análisis de la cuestión de hecho plantea, a la vez, dos tipos de problemas: la formulación de la descripción del hecho y la elección de una formulación o descripción del hecho determinada entre un conjunto de diferentes descripciones posibles. Así, por un lado, en lo que toca a la formulación lingüística del hecho, es ineludible tanto la borrosidad del lenguaje jurídico, dado que aquella requiere un juicio de pertinencia 1 Mazzarese define este lenguaje como “el lenguaje usado en las decisiones judiciales para formular aquello relativo a la denominada determinación de los hechos, esto es, aquello referido a los enunciados probatorios y a la valoración de las pruebas” (Mazzarese, 1996, p. 214).
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o de ajuste con la norma jurídica, como la borrosidad del lenguaje común, dado que por la conexión que se espera del hecho con la base que le sirve de soporte (discursos de testigos y peritos) el lenguaje jurídico resulta claramente insuficiente. Por otro lado, en lo que concierne a la evaluación de que una cierta formulación del hecho cuenta con credenciales suficientes como para que se entienda que ha sido demostrada (o no demostrada), parece difícil zafarse de la idea de que cada caso es distinto, de que no podemos intentar descubrir regularidades en el comportamiento humano, o de que las inferencias que pueden realizarse tienen un carácter muy provisional («mientras no aparezca nada mejor»).2 En este sentido, la pauta de razonamiento que se sigue para evaluar y elegir la formulación del hecho es borrosa. En lo que sigue nos proponemos llamar la atención respecto de dos problemas vinculados a la justificación de los hechos en las sentencias judiciales. El trasfondo del análisis está representado por la interrogante de si la lógica podría llegar a ser una herramienta relevante para los efectos de establecer preferencias. El primero de ellos refiere a una cierta de forma de relación que debiese darse entre los conocimientos públicos y los conocimientos comunes de los participantes en el texto de las sentencias. El segundo concierne al control que la lógica puede desempeñar en la construcción del discurso de justificación de los hechos. Algunas precisiones sobre el conocimiento común y el conocimiento público en decisiones judiciales complejas. Las personas tenemos capacidades cognitivas limitadas, lo cual se traduce en que nuestras intervenciones en el mundo se realizan desde una racionalidad limitada. La locución ‘racionalidad limitada’ significa que las personas no estamos en condiciones de procesar toda la información disponible en un caso, ni tampoco, de hacernos cargo de todo lo que falta. Las limitaciones que nos afectan son, básicamente, que operamos desde ciertos marcos mentales, que dependemos de estímulos ambientales y sociales, como también, que existen costos de acceso y de procesamiento de la información en un escenario general de recursos limitados. El proceso judicial es una respuesta institucional a los problemas que implica operar desde los supuestos de la racionalidad limitada a los efectos de la toma de decisión en conflictos jurídicos. El proceso es una estructura estable de interacción (puede modelarse como un juego) que permite recopilar, seleccionar e interpretar información sobre los hechos juzgados e interpretarla ‘de acuerdo a ciertas variables’ estimadas como ‘deseables’ y así posibilita el cumplimiento de un propósito social o colectivo. En términos simples, el proceso implica la determinación institucional de qué pasó y de qué norma debe ser aplicada para desde allí dar respuestas a las expectativas sociales que surgen cada vez que un litigio es entregado al sistema judicial. Un problema institucional es que las estructuras estables del proceso dificultan asumir casos complejos: el proceso está diseñado por el legislador para solucionar preferentemente conflictos recurrentes (más o menos simples), es decir, para que sus operadores tomen decisiones en tareas repetitivas de poca variación. El proceso judicial tambalea frente a casos nuevos, inauditos o demasiado complejos. Ese fallo
El siguiente fragmento de David Hume es revelador en el sentido señalado: “Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho.” (Hume, 2012, p. 60). 2
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se produce por el colapso de las reglas de juego: frente a estos casos los participantes deben tomar decisiones innovadoras y, entonces, el supuesto de racionalidad con base en la predicción de las movidas que se darán en el juego queda derrotado. 9. En términos de la valoración de la prueba, la repetitividad que es supuesta por el legislador al diseñar un proceso judicial es recepcionada claramente por el sistema de la prueba legal o tasada. En cambio, la complejidad de los casos es recepcionada por el sistema de la sana crítica. La prueba legal o tasada, por un lado, reduce las posibilidades de las que se precisará hacerse cargo a un número limitado de situaciones, ocultando así los matices que estas presentan. La sana crítica, por su parte, expresa un compromiso de solucionar múltiples situaciones de la vida social jurídicamente relevantes abriendo un espacio amplio de posibilidades interpretativas (o sí se prefiere de valoración) de los datos que se producen en un proceso judicial. Esto, por cierto, trae consigo una mayor carga argumentativa en lo que atañe al discurso de los hechos. 10. Los participantes de los procesos judiciales actúan de modo estratégico. Es decir, consideran sus interacciones en función de la utilidad que ellas les reportan. Esto implica que dos o más participantes (por ejemplo, varios querellantes) pueden formar alianzas de búsqueda de soluciones de mutuo beneficio. El proceso judicial puede ser reconstruido, entonces, como un juego que combina cooperación y competencia. Este juego debe jugarse cooperativamente porque cada participante debe razonar sobre lo que harán los demás, pero la acción de los demás depende de lo que él haga; y, por tanto, las expectativas de cada participante dependen de sus conjeturas sobre las conjeturas de los demás. El problema es que las expectativas sobre la acción de los demás se configuran con información incompleta. 11. La participación en un proceso judicial implica compartir y producir un conocimiento común representado por los contenidos de las interacciones que se llevan a cabo y de los productos que es posible constituir a partir de esas interacciones. Si el modelo de análisis no es tan tosco como para reducirse a solo unas pocas movidas autorizadas (lo que resulta propio de la prueba legal o tasada) el conocimiento común debiera expandirse hacia cuestiones de detalle que hagan posible una mirada lo suficientemente fina acerca de lo acontecido en el evento juzgado y en las interacciones pasadas del proceso. 12. La utilidad de las interacciones está medida por variables que modulan el compromiso que cada participante puede adquirir con su interés básico (demanda acogida/ demanda rechazada; inocencia/máxima condena) y que lo hacen más o menos sensible a las advertencias, incentivos y desincentivos procesales. Así, en ciertas etapas del proceso es más útil, por ejemplo, renunciar a la tesis de la inocencia y aceptar los hechos para acordar algún tipo de salida alternativa (un juicio abreviado en que se reconozca el hecho imputado). A contrario, pasada la etapa procesal en donde esa movida reporta la máxima utilidad no es racional renunciar al interés básico de la inocencia. 13. Hay variables que son conocimiento común o compartido de todos los participantes en el proceso. Por ejemplo, la circunstancia de que el proceso se juega con asimetría de la información es conocimiento común de todos los participantes. Otro conocimiento común es la definición de la situación procesal en que todas las partes están en un momento determinado, las reglas procesales que son aplicables a los participantes (incluido el juez) y los puntos de controversia que se discuten mientras ocurre
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una audiencia. Una variable es, en cambio, conocimiento individual, si es conocida solo por un participante. Por ello no es conocimiento común el conjunto de parámetros de deliberación, negociación, cooperación o competición que serán usadas por cada parte en cada intervención o situación procesal. Otras variables de conocimiento individual son, por ejemplo, el hecho de que acusado sepa si él cometió o no el delito que se imputa, la existencia de cierta prueba no detectada y que podría afectar los intereses propios, etcétera. 14. Hay, además, variables que son conocimiento público, es decir, son potencialmente accesibles a todos los participantes en el proceso. Por ejemplo, el hecho de que la ciencia médica pueda determinar el ADN en una muestra biológica (esto es diferente de la probabilidad que ‘en este caso’ tiene un laboratorio especializado de detectar con éxito el ADN en una muestra individualizada), los precios de mercado de los inmuebles, el valor del dólar en un periodo de tiempo pasado, las máximas de la experiencia entendidas como conocimientos colectivos provenientes de vivencias repetibles, entre otras variables. El conocimiento público provee de un trasfondo cultural potencial que es relativamente amplio, en términos de que al momento de decidir el juez y las partes estén en condiciones de reaccionar ante un número virtualmente infinito de posibilidades. Hay, también, variables que son conocimiento privado, porque solo son (fácilmente) accesibles a uno de los participantes. No es obvio que las distinciones presentadas sean conjuntamente exhaustivas ni mutuamente excluyentes. 15. La distinción entre conocimiento común e individual enfatiza el grado de conocimiento que ciertos sujetos (en este caso, todos los participantes en un litigio) tienen sobre una variable. En un estado de conocimiento común todos los participantes tienen igual grado de conocimiento sobre la variable y pueden tomar decisiones usando ese conocimiento. En términos estrictos, el conocimiento es común cuando todos los participantes del proceso saben o conocen la variable I, luego, todos saben que todos ellos saben I y todos saben que todos ellos saben que todos ellos saben I y así sucesivamente (Lugon, 2013, p.202). En el conocimiento individual, en cambio, solo quien conoce la variable puede usarla maximizando su rendimiento. 16. La diferenciación entre conocimiento público y privado pone la atención en la disponibilidad o accesibilidad al conocimiento. El conocimiento es público si es potencialmente accesible a cualquier sujeto (y, en el que aquí interesa, a todos los participantes del proceso, aun cuando no estén en condiciones empíricas de usarlo al momento de tomar una decisión), mientras el conocimiento privado no es ampliamente accesible. 17. En ocasiones, las relaciones entre el conocimiento común y el público son tomadas en cuenta en el diseño del proceso. Un ejemplo. El proceso con reglas de prueba legal o tasada divorcia el conocimiento común de las partes que ha sido generado en el mismo proceso (llamado a veces verdad procesal) del conocimiento público, es decir, del conocimiento social ampliamente accesible y que es considerado ‘correcto’ o ‘verdadero’ por la sociedad fuera de los márgenes del proceso judicial.3 A 3 En los sistemas de prueba legal o tasada los participantes no se ocupan tanto de crear las condiciones para que los hechos debatidos sean entendidos como probados en contextos que vayan más allá del proceso judicial. Su foco está puesto en la generación de piezas de información respecto de las cuales se sabe ex ante que recibirán cierta valoración (la del legislador), la cual muchas veces no coincide con la que habría recibido en un espacio amplio de diálogo. La manera en que aquello ocurre es inhibiendo el uso de generalizaciones culturalmente aceptadas como es el caso de los conocimientos científicos y la máximas de la experiencia.
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la inversa, el proceso con reglas de sana crítica supone (casi de modo intuitivo) que el conocimiento común es un subconjunto del conocimiento público. En un sistema de sana crítica, las convenciones probatorias son acuerdos basados en la decisión de cooperación entre las partes que pueden ser valorados por la partes en función de la utilidad que les reportan (ej. reducen costo de aportar la prueba sobre un hecho o de demostrar que la prueba producida se alinea con el conocimiento público). 18. El proceso también modela las relaciones entre conocimiento individual y conocimiento privado. Las reglas de secreto de ciertas actuaciones de la investigación y la institución de los testigos protegidos son ejemplos de pautas que protegen el saber de uno de los participantes o impiden que éste ingrese información que solo él conoce y que no puede ser contrastada con los conocimientos público y común. 19. La existencia de un conocimiento común entre los participantes del proceso es condición ex ante para que ellas tomen la decisión de cooperar. Por ejemplo, el conocer las reglas de proceso y que todos sepan que todos ellos saben cuáles son esas reglas. Así, cuando el diseño del proceso aspira a que los participantes cooperen, se debería establecer mecanismos que hagan posible que todas las partes tengan la mayor cantidad de información común. Esto exige, por ejemplo, forzar interacciones entre los participantes, dado que de la comunicación entre las partes surgirá conocimiento común ‘nuevo’. Ahora bien, como es obvio, si el número de participantes es muy grande o la interacción es muy compleja la información que cada participante puede procesar (sobre el modo de juego de los demás) es muy limitada y es cada vez más costoso obtenerla. Así, los errores en la generación de la prueba en casos complejos pueden explicarse porque la información que maneja el demandante o acusador es incompleta, los participantes son muchos (por ejemplo, muchos demandados o acusados) y la capacidad de procesamiento de información es limitada. 20. Las normas que regulan la nulidad, la apelación y la impugnación son desincentivos para el incumplimiento de las reglas del proceso, esto es, si se realiza una movida que no se encuentra autorizada, el sistema prevé la forma de dejar sin efecto los beneficios que ocasionalmente hayan sido alcanzados. La estructura institucional asociada a la sana crítica no asegura, en cambio, el desincentivo eficiente de la conducta del participante oportunista que se salta las reglas sin ser detectado, o bien que manipula los conocimientos públicos, haciéndolos aparecer como si estuvieran en su favor. Aquello requiere de una participación especialmente atenta del único participante que no tiene incentivo algunos para saltarse las reglas, esto es, el juez; como también, de los lectores de las sentencias que se encuentren en condiciones de desarrollar labores de crítica frente a formulaciones de los hechos susceptibles de ser calificadas como defectuosas. 21. El juez y el papel de la lógica como forma de control de la elección de la formulación del hecho. Para simplificar supondremos que el juez debe elegir entre dos formulaciones del hecho F1 (el demandado/acusado cometió la conducta X) y F2 (el demandado/acusado no cometió la conducta X4) que forman un conjunto de alternativas posibles mutuamente excluyentes. En este supuesto, las relaciones de preferencia entre F1 y F2 pueden ser de tres tipos: preferencia fuerte ‘ F1 es mejor que F2’ (y viceversa), preferencia débil ‘F1 es parecida a F2’ (y viceversa) y de indiferencia ‘No estoy en condiciones de sostener cuán bueno es F1 respecto de F2’. En muchas ocasiones F2 asumirá la forma de una negación ilocucionaria ‘F1 no cuenta con un apoyo probatorio y argumental suficiente como para ser afirmado’.
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22. Como se sabe, al momento de fallar a los jueces les está prohibido asumir una posición de indiferencia (principio de inexcusabilidad). Por otro lado, los estándares de prueba determinarán si la preferencia débil se encuentra o no suficiente legitimada como para tomar una decisión en favor de la parte que tiene la pretensión de que se le otorgue a ella un beneficio o, a la contraria, una carga. 23. Un punto sobre el que vale la pena llamar la atención es que las actuaciones en el proceso judicial sean conducentes a generar piezas de evidencia a las que sea posible conferir el rango de conocimientos comunes y que, en su momento, sean pasadas por el tamiz de los conocimientos públicos, tal que permitan formular los hechos de una manera compleja. La relevancia de aquello se traduce fundamentalmente en que se facilitarán las relaciones comparativas entre las dos opciones, en términos de preferencias fuertes y débiles. 24. Como se sabe, para que una preferencia sea racional se debe cumplir con dos condiciones: completitud y transitividad. La completitud consiste en conocer el conjunto de las alternativas y en ser capaz de fijar entre ellas una preferencia fuerte o débil. La transitividad, por su parte, fija una relación de prelación entre F1 y F2. En los procesos judiciales, el uso de los estándares de prueba debiese redundar en que el juez debe privilegiar una opción por sobre la otra. Por ejemplo, en el proceso penal F2 debe preferirse por sobre F1 ya sea que haya una preferencia fuerte en favor de ella o débil en favor de cualquiera; en los procesos civiles, en cambio, las preferencias débiles no siempre implicarán que debe optarse por F2. 25. El juez para los efectos de tomar una decisión debe tener en consideración los soportes a los cuales está autorizado a recurrir (testigos, peritos, documentos, etcétera) y que adoptan la forma de conocimiento común. En un escenario en que ellos deben justificar sus decisiones los conocimientos usados en el texto de las sentencias deben alcanzar el estatus de públicos. Esto implica que los conocimientos comunes a los cuales habrá de recurrirse deberán salir del ámbito privado (en los procesos judiciales es difícil acceder a los conocimientos allí producidos a quienes no han sido partícipes). Transformar lo común en público implica asumir ciertos costos en términos de hacerlos transparentes. 26. Estándar de prueba como medida de cuánto hablar y de cuánto callar. El tránsito desde lo común hacia lo público que es preciso llevar a cabo en la fase final de un proceso judicial es costoso en dos sentidos. Por una parte, se requiere la construcción de un texto autoritativo mediante el cual lo que ha sido producido en el proceso debe hacerse accesible a cualquier sujeto y, de esa manera, pasa desde lo privado hacia lo público. Por otra parte, desde la perspectiva de sus lectores el procesamiento de la información que es transmitida a través de la sentencia requiere asumir el costo propio del uso de tiempo. Si variables tales como complejidad de las estructuras gramaticales y de las palabras utilizadas permanecen inalteradas, a mayor extensión de la sentencia habrá que incurrir en un mayor coste para su procesamiento. 27. De acuerdo a una comprensión más o menos estándar de la sana crítica, puede sostenerse que mediante ella se obliga a que los hechos formulados en las sentencias (vinculados con la norma general y abstracta que se usa en el caso concreto) no deben entrar en tensión ni con los conocimientos científicamente afianzados, ni con las máximas de la experiencia, ni con los principios de la lógica. Las dos primeras clases de generalizaciones señaladas calzan bien dentro de la categoría de los conocimientos públicos, pues se entiende que son potencialmente accesibles a cualquier
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sujeto si se hacen las búsquedas adecuadas. Su función primordial es la de constituir una barrera de naturaleza epistémica respecto de las conexiones, que cabe invocar, existen entre la formulación de los hechos y las piezas de información que han sido producidas en el proceso judicial concreto (declaraciones de testigos, peritos, documentos, etcétera). La situación de los principios de la lógica es diferente, ya que su función es la de establecer barreras respecto de las estructuras argumentativas y, en general, estructuras narrativas del discurso de justificación de las sentencias (Coloma y Agüero, 2014, p. 693 y ss.). 28. El uso de los principios de la lógica en el contexto de la sana crítica podría prima facie hacer referencia ya sea, a lo que se está autorizado a afirmar, o bien a lo que está prohibido afirmar. En un escenario de racionalidad limitada aparece como mucho más realista concebir los límites de la lógica como una herramienta que evita movidas no autorizadas dentro del juego del proceso. Al aludir a los principios de la lógica, en lo que concierne al discurso de la determinación de los hechos, de lo que se trata es de fijar la magnitud de los saltos inferenciales. Con el uso de la lógica lo que se quiere evitar, entonces, es «lo absurdo» y no «lo falso» en aquellos espacios en los que es admisible poner en tela de juicio la argumentación de los abogados y sobre todo, la motivación de las sentencias. 29. Un estándar exigente como es el caso del «más allá de toda duda razonable» que es utilizado en el ámbito de lo penal, constituye una razón para desechar inferencias ambiciosas que dejen abiertas otras posibilidades. Un estándar menos exigente como es el caso de la «preponderancia de la prueba» que es utilizado en el ámbito civil, deja abiertas otras posibilidades inferenciales a condición de que no aparezcan como preferibles ante aquella que ha sido elegida. 30. Lo que precede no tiene, en modo alguno, pretensiones de exhaustividad. Tenemos perfecta conciencia de que hay una serie de afirmaciones que se han limitado a presentar algunas intuiciones, siendo deseable un desarrollo más profundo de ellas. En vista de ello, y a modo de cierre, reforzaremos algunos de los puntos que nos parecen más relevantes, sugeriremos algunos énfasis respecto de las relaciones que de ellos resultan posibles y añadiremos algunas observaciones que no han sido previamente anunciadas con la esperanza de que contribuyan a entender mejor los propósitos que hemos tenido en cuenta: a) Las decisiones judiciales se llevan a cabo en un contexto de racionalidad limitada y, por tanto, los criterios que se apliquen para evaluar sus niveles de logro deben tener en cuenta aquella característica. b) Las exigencias que se hacen recaer sobre los jueces en lo que concierne al discurso de lo fáctico radican en una adecuada formulación de los hechos (adecuada conexión con lo normativo) y en un suficiente anclaje en las actividades probatorias desarrolladas en el proceso judicial. c) La experiencia del proceso judicial redunda en que durante su desarrollo se genera conocimiento común que, como tal, comparten los participantes en el juicio. A pesar de las exigencias de publicidad que son propias de distintos procedimientos, hay una serie de circunstancias que provocan que lo que nace como consecuencia de la interacción permanezca a nivel de los participantes, a menos que se den pasos explícitos conducentes a hacerlos públicos. d) La sana crítica implica que el material que se usa en la fase decisoria requiere pasar a formar parte de lo público, pues las generalizaciones que controlan la cons-
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trucción de inferencias habitan en ese espacio (máximas de la experiencia y conocimientos científicamente afianzados). e) Uno de los aspectos que más claramente aparecen gobernados por la lógica es la extensión permisible de los saltos argumentativos (movidas permitidas en el juego del discurso). De la normativa aplicable en los procesos judiciales, los estándares de prueba son los que más claramente fijan dicha variable. d) El rol de los estándares de prueba no se limita a lo que precede pues también de ellos se hace depender lo que deberán hacer los jueces cuando deben tomar decisiones en situaciones de preferencia débil entre las opciones que están en juego. Bibliografía Carnap, Rudolf, 1993, “La antigua y la nueva lógica”, en Ayer, J.A. “El Positivismo Lógico”, México D.F., Fondo de Cultura Económica. Coloma, Rodrigo; Agüero, Claudio, 2014, “Lógica, ciencia y experiencia en la valoración de la prueba”, en Revista Chilena de Derecho, vol. 41, Nº2, p. 673 – 703. Hume, David, 2012, Investigación sobre el conocimiento humano, Madrid, Alianza. Lugon, Alejandro, 2013, “Robert Aumann y la teoría de juegos”, en Economía, Vol. XXXVI, nº 72. Mazzarese, Tecla, 1996, “Lógica borrosa y decisiones judiciales: el peligro de una falacia racionalista”, en Doxa, nº 19.
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TERCERA PARTE CUESTIONES DE MÉTODO TEÓRICAS, NORMATIVAS Y DE DECISIÓN DE CASOS
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1. Introducción Preguntarse por el propio objeto de estudio de una disciplina resulta ser una interrogante esencial y elemental, que no tendría que ser mayormente controvertida; sin embargo, en el ámbito jurídico, la pregunta “¿qué es el Derecho?” resulta ser extremadamente compleja y de la que el jurista tiende a alejarse, prefiriendo mantenerse en su zona de confort determinada por los límites del propio sistema jurídico, que estudia y con el que trabaja. Su situación, dice Jori, es como la metáfora del gusano y la manzana: el jurista se mueve perfectamente en el interior de la manzana (su Derecho, entendido como un concreto sistema jurídico) pero no sabe cómo llegar hasta ahí; para desplegar sus conocimientos ya debe estar ahí (Jori, 2011, p. 53). La vocación práctica de la labor del jurista explica esta actitud de prudencia ante una empresa intelectualmente compleja, por su elevado nivel de abstracción, como es la definición del Derecho. No obstante, es claro que, aunque inconscientemente y aunque no pudiera expresarlo con suficiente detalle, el jurista asume una cierta idea de lo que el Derecho es, que le asegure que aquello que estudia es una especie que cabe dentro del concepto de lo que es Derecho. Construir una teoría acerca de la naturaleza del Derecho, dice Bix, “es difícil porque el Derecho parece ser una combinación de lo inmutable y de lo contingente, de institución social y razonamiento práctico, de voluntad política y elaboración razonada” (Bix, 2006, p. 15). A pesar de ello, los teóricos del Derecho parecen empeñados en aprehender lo esencial de esta práctica social, dinámica y cambiante, en una definición precisa, aunque con resultados diversos y dispares. ¿Qué sería exactamente lo que esperamos como respuesta a dicha pregunta? ¿La referencia a alguna realidad tangible o conceptual; el registro de cómo se utiliza la palabra ‘Derecho’; una pauta de cómo debería usarse; un juicio de valor? Tal vez las distintas respuestas dadas a la pregunta inicial se corresponden con una o más de algunas de estas opciones. En todo caso, todos estos esfuerzos tendrían en común que asumen que la pregunta “¿qué es derecho?” tiene sentido, es decir, que puede ser referida a algo suficientemente objetivo como para poder ser descrito y sobre lo que se puede discutir de un modo racional (Bix, 2008, p. 22). Pero, además de tener sentido, es una pregunta necesaria y relevante, pues con base en su respuesta definiremos nuestra labor en relación con el Derecho, por ejemplo, cómo conocerlo, cómo justificarlo, cómo interpretarlo, cómo aplicarlo. El Derecho define una práctica social, de la que ninguna persona resulta ajena, y que se distingue por contar con una clase de profesionales dedicados al estudio de sus normas y a la orientación para su uso (los juristas), además de todas las autoridades investidas por sus normas, que actúan y deciden con base en ellas. Todos estos actores, cada uno en su rol y desde sus perspectivas, y metodologías, profesionales o no, asumen ideas del Derecho que han de ser, en alguna medida convergentes, para que la práctica sea eficaz por ser compartida. Félix Morales Luna
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Esta centralidad y su carácter nodal en nuestra cultura lo hace un espacio de convergencia de las expectativas más vitales de la vida en una sociedad, pero también de disputa sobre sus elementos constitutivos. Ello se evidencia en la manifiesta disparidad de ideas sobre el Derecho postuladas por las principales concepciones jurídicas, lo cual obliga profundizar sobre aquello que subyace a la tarea de conceptualizar lo que el Derecho es pues, como dice Bix, “una barrera para la existencia de un mayor diálogo y entendimiento dentro de la teoría jurídica es la falta de reconocimiento de la variedad de formas y propósitos de las diferentes teorías de (o sobre) la naturaleza del Derecho” (Bix, 2006, p. 17). En esta línea, el propósito de este ensayo es reflexionar acerca de lo que subyace tras la postulación de un determinado concepto del Derecho. Para este efecto, el análisis girará en torno a ciertos instrumentos, como son los binomios: analítico/empírico y descriptivo/prescriptivo, que constituyen el gran trasfondo que interviene y condiciona toda aproximación teórica al Derecho1. Este entramado nos proveerá de un marco adecuado a la luz del cual evaluar el estatus epistemológico del concepto del Derecho presente en las principales concepciones jurídicas.
2. Los instrumentos del análisis Una primera distinción clásica y fundamental es la que media entre los enunciados analíticos y los enunciados empíricos. Los primeros, nos remiten a problemas conceptuales, referidos al significado de las palabras. Así, un enunciado analítico es necesariamente verdadero en virtud, bien del significado de los términos que lo componen o bien por su estructura lógica, sin que su validación requiera o dependa de algún contraste con la experiencia. Los enunciados empíricos (o sintéticos), por su parte, nos remiten a problemas empíricos, referidos a hechos acaecidos en el mundo; su referencia es la realidad extra-lingüística. Además, mientras que los problemas empíricos solo pueden ser resueltos con base en la observación de la realidad, la solución de los problemas conceptuales dependerá de los distintos usos de las palabras, es decir, de las definiciones empleadas o, en todo caso, presupuestas, por los usuarios del habla (Guastini, 1999, p. 20). Esta distinción se corresponde, a grandes rasgos, con la división de labores entre la ciencia y la filosofía. En efecto, el desarrollo científico y la fiabilidad de sus métodos para proveernos de conocimiento sobre el mundo pusieron en cuestión la viabilidad de otras formas de aproximación al mundo, como la reflexión filosófica. A falta de un lugar propio, la filosofía hubo de establecer su objeto en relación con la ciencia; sin embargo, antes que asumir los métodos científicos, diluyéndose en ella, el espacio a ser reivindicado por la filosofía -al menos en su orientación analítica que fuera protagónica en el siglo pasado- es el del análisis de las ideas o de los conceptos, y de los que ninguna disciplina, incluso las científicas, pueden prescindir. Desde esta perspectiva, mientras que la ciencia se ocuparía de los hechos que acaecen y los objetos que están en mundo, dándonos información o nuevo conocimiento mediante enunciados empíricos, la filosofía se ocuparía de las ideas y de los conceptos, clarificando aquello que ya sabemos, mediante enunciados conceptuales o analíticos (Bouvier, 2007, pp. 11 y ss.). Según este enfoque, precisa Leiter, la filosofía es la rama abstracta y reflexiva de la ciencia empírica, que esclarece 1 Esta estructura de análisis la tomo de LARIGUET, 2008: 45 – 95, a cuyo texto remito para quien quiera profundizar en los argumentos que aquí se exponen.
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los límites y la extensión de los conceptos que se han impuesto por su rol en las explicaciones y predicciones exitosas de los fenómenos empíricos (Leiter, 2012, p. 246). El segundo binomio, por su parte, distingue los enunciados del discurso descriptivo y los enunciados del discurso prescriptivo o valorativo. Mientras que los primeros nos informan sobre la realidad dando cuenta de lo que acontece en el mundo y, por ello, pueden ser calificados como verdaderos o falsos, según se correspondan o no con aquello a lo que se refieren, los enunciados prescriptivos tienen por finalidad orientar el comportamiento libre de las personas a las que se dirigen, por lo que no pueden ser calificados como verdaderos o falsos. Los enunciados descriptivos, al referirse a los hechos y a las relaciones de causalidad que median entre los fenómenos naturales, son aptos para la explicación y predicción; los problemas a los que nos remiten son solubles, con mayor o menor dificultad, con base en la verificación de lo afirmado, debiéndose en todo caso ampliar o profundizar el conocimiento de lo que existe. Están referidos a la razón teórica. Los enunciados del discurso prescriptivo, en cambio, nos remiten a controversias referidas a valores que no siempre pueden ser resueltas y, de serlo, su solución se basa en la argumentación y persuasión que permita generar acuerdos sobre lo que se sostiene (Guastini, 1999, pp. 20 – 21). Están referidos a la razón práctica. No obstante estas distinciones, en la práctica, estas categorías se superponen y entremezclan dificultando su distinción. Así, por ejemplo, un enunciado analítico tiene una base descriptiva (en el sentido que está orientado a dar cuenta de cómo son las cosas que existen, y no a valorarlos, criticarlos o prescribirlos) pero pretende ser más que una mera descripción o que un registro de datos u observaciones. El análisis conceptual usualmente involucra la pretensión filosóficamente ambiciosa de que la teoría capte aquello que es esencial a cierto tipo de concepto o práctica, las características necesarias para que una práctica o institución justifique la etiqueta en cuestión (Bix, 2006, p. 20). Simplificando en exceso el enfoque, conceptualizar implica abstraer de la experiencia los elementos recurrentes e inherentes al concepto, dejando fuera los ocasionales o contingentes2. Su propósito no está en explicar cómo suceden los fenómenos en el mundo sino en ofrecer definiciones o delimitar categorías. Mayor cercanía media aún, entre lo empírico y descriptivo, pues ambos se refieren al mundo y a sus fenómenos; sin embargo, mientras lo primero alude a la referencia del discurso, lo segundo alude a la función del lenguaje que se emplea para su conocimiento. Considerando la diversidad de enfoques que es posible promover en relación con el Derecho, con base en el par de binomios explicados y para mayor capacidad explicativa, podríamos resumir las teorías acerca de las prácticas sociales, como el Derecho, en tres amplias categorías: teorías descriptivas, que presentan cómo son las prácticas en la realidad; teorías analíticas o conceptuales, que destacan lo necesario o intrínseco de alguna práctica o institución; y teorías prescriptivas o normativas: que identifican propósitos o valores de la práctica, que las orienten o con base en las cuales reformarlas (Bix, 2006, p. 18).
El alcance y las limitaciones del análisis conceptual es ciertamente mucho más complejo y controvertido que la idea básica con la que aquí lo caracterizamos. Para un estudio sucinto pero riguroso sobre los principales aspectos de dicha controversia, como la clase de objetos que serían los conceptos o en qué consiste su estructura, véase BOUVIER y otros, 2007. 2
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3. Tras el concepto de Derecho 3.1. El análisis conceptual del Derecho: alcances y limitaciones La mayoría de las más importantes teorías jurídicas contemporáneas tienden a asumir que es posible y valioso hacer teoría general del Derecho, y que el análisis conceptual es el enfoque apropiado (Bix, 2006, p. 188). Tales teorías despliegan una labor analítica para ofrecer aserciones verdaderas sobre el Derecho en general, en oposición a aquellas cuyas aserciones se aplican únicamente a un sistema jurídico particular, y en un momento particular en el tiempo, como las aproximaciones sociológicas, antropológicas, psicológicas o históricas a las experiencias jurídicas (Bix, 2008, p. 19). Este enfoque está principalmente asociado al positivismo jurídico que, en oposición a las teorías del derecho natural, basa la identificación de su objeto de estudio en criterios objetivos y verificables, no dependiendo de su vinculación con la moral o de algún juicio de valor. Su atención por el Derecho que es o que existe (el derecho positivo) en oposición al derecho que debería ser (el derecho ideal) alentó aproximaciones descriptivas y conceptuales al Derecho. En esta línea podemos incluir, como las principales referencias en el contexto europeo-continental y anglosajón, respectivamente a las teorías de Kelsen y Hart que, desde el título de sus principales obras, anuncian el enfoque conceptual que asumen: La Teoría Pura del Derecho y El concepto del Derecho. No obstante, repasando algunas definiciones relevantes propuestas desde esta concepción jurídica, advertimos que el Derecho podría ser entendido como un conjunto de órdenes, respaldadas por amenazas, impuestas por un soberano, sobre quien recae un hábito general de obediencia (Austin); un sistema jerarquizado de normas coactivas (Kelsen); o, un conjunto de normas primarias y secundarias (Hart). Lo plausible de cada una de estas definiciones se explica por su correspondencia con algún aspecto relevante de aquello que asumimos intuitivamente que es Derecho. No obstante, su disparidad supondría que el objeto a definir no cuenta en su naturaleza con algún atributo esencial que permita su identificación y distinción; que estas definiciones puedan no estar dando cuenta del mismo objeto o, aún coincidiendo, son tan solo aproximaciones parciales; o que no son propiamente (o puramente) enfoques analíticos. Como fuera dicho, un presupuesto de toda aproximación conceptual es que recaiga sobre algo suficientemente objetivo como para ser identificado y expresado mediante un concepto, que destaque sus elementos constitutivos y distintivos, que han de verificarse en las concreciones empíricas del concepto. ¿Habría tal objetividad en el Derecho? ¿A qué tipo de realidad nos remitimos cuando aludimos al Derecho? ¿Hay elementos ‘esenciales’ en el Derecho? Si tales elementos fueran los que destacan las aludidas teorías ¿ qué explica sus discrepancias? El enfoque analítico, nos remite inicialmente a la idea platónica de un Derecho perfecto, del cual los Derechos que existen y han existido en el mundo no serían sino expresiones imperfectas. Sin asumir este realismo metafísico extremo, la objetividad del Derecho podría encontrarse en una teoría como la de las clases naturales, fundada sobre la idea de que hay categorías cuyos contornos o extensión no están determinados por las creencias de las personas sino por la manera como es el mundo. Es una tesis sumamente plausible para términos cuya estructura física define con total suficiencia la categoría (suele citarse como ejemplos los términos ‘agua’ u ‘oro’) pero no para una categoría como ‘Derecho’ que alude a una práctica social, que no solo varía en el tiempo y en el
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lugar sino que es dependiente de aquello que los participantes en su práctica creen que es (Bix, 2008, p. 23). La idea de alguna ‘esencia’, ya de por sí controvertida, parece menos apropiada aún a prácticas socialmente definidas, como el Derecho. Si las prácticas e instituciones jurídicas son productos humanos, podrían ser definidas como lo quisieran sus participantes antes que por alguna esencia inmutable. En efecto, no parece apropiado pretender dar una descripción general de un fenómeno variable según el contexto, que pudiera abarcar cualquiera de sus posibles manifestaciones empíricas. Más aún, la singularidad de una práctica social como objeto de estudio no estaría únicamente en su carencia de un componente natural o en su variabilidad, sino en que, además, involucra de un modo intenso elementos normativos y valorativos de los que habría que dar cuenta. Cabría preguntarse, entonces, ¿cómo puede construirse una teoría de lo que el Derecho es cuando aquello a lo que se hace referencia no solo está sujeto a un cambio constante, depende de las creencias de las personas que participan en la práctica así definida y, además, requeriría algún grado de evaluación moral? Sin algo necesario que vincule toda manifestación de la práctica jurídica, la pregunta por el Derecho carecería de una suficiente base objetiva, y solo cabría preguntarse por un determinado Derecho, a partir de la idea de lo que sus participantes consideren que es. Desarrollaremos estas insuficiencias advertidas al enfoque conceptual desde sus dos principales líneas de cuestionamientos. La primera, a cargo del naturalismo, que reivindica el método empírico como el idóneo para dar cuenta de la realidad, incluyendo el Derecho. La segunda, a cargo de quienes reivindican la evaluación moral desatendida (o encubierta) en el análisis conceptual del Derecho. 3.2. El enfoque empirista del Derecho El enfoque naturalista se deriva de las críticas de Quine al análisis conceptual, planteadas en su ensayo Dos dogmas del empirismo (1953), donde cuestiona la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas, al no tratarse de una diferencia epistémica sino tan solo socio-histórica. En contra de la idea de que hay verdades necesarias a priori (enunciados analíticos) y otras contingentes, dependientes de las experiencias (enunciados sintéticos), Quine sostuvo que, en principio, todos los enunciados son contrastables con la experiencia y, a su vez, todos los enunciados pueden ser sostenidos en contra de experiencias recalcitrantes siempre que cambiemos otros aspectos de nuestra imagen del mundo. Estas críticas dieron lugar al denominado giro naturalista, según el cual los problemas filosóficos tradicionales resultan irresolubles cuando son sometidos únicamente a métodos que funcionan con prescindencia y de forma anterior a cualquier experiencia. Por ello, la teorización filosófica debe conectarse con los métodos de investigación empírica y estilos de interpretación que caracterizan a las ciencias exitosas (Leiter, 2012, pp. 68 – 71). En el Derecho, el enfoque empirista es asumido por el realismo jurídico que, al igual que el positivismo jurídico, atiende al Derecho que es o que existe, rechazando una aproximación metafísica al fenómeno jurídico, pero discrepa con éste en cuanto a la epistemología con base en la cual aproximarse al conocimiento del Derecho. En el realismo jurídico se distinguen dos corrientes: la escandinava (influida por el empirismo lógico) y la americana (influida por el pragmatismo), aunque coinciden en conocer el Derecho a través de su realidad sensible, mediante los métodos de las ciencias naturales, y con capacidad para predecir las decisiones judiciales.
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En este marco, cabe destacar la reconstrucción que hace Leiter de las tesis del realismo jurídico americano para presentarlo como una teoría jurídica naturalista. Destacan los realistas que el Derecho está racionalmente indeterminado, por lo que carece de sentido mostrar las decisiones como justificadas sobre la base de las reglas predeterminadas. Si el Derecho estuviese determinado, cabría esperar que tales reglas fuesen factores de predicción confiables de tales decisiones. Si las normas no son aptas para la justificación de las decisiones, es necesario buscar otros factores para explicar por qué un tribunal decidió de una cierta manera. Al cambiar la pregunta de ¿cómo deben decidir los tribunal los casos? a ¿cómo proceden efectivamente los tribunales en la decisión de los casos? los realistas postulan una teoría de la adjudicación naturalizada y, por lo tanto, descriptiva, acerca de lo que efectivamente produce la decisión de los tribunales. En esta línea, los realistas asumen: “1) una teoría descriptiva acerca de la naturaleza de la decisión judicial, según la cual 2) las decisiones judiciales pueden ser reconstruidas bajo modelos (sociológicamente) determinados, en los que 3) los jueces alcanzan resultados basados en una respuesta (generalmente compartida) a los hechos que subyacen al caso, que 4) ellos racionalizan luego, después de lo hechos, con las reglas y las razones jurídicas apropiadas” (Leiter, 2012, p. 67). Esta reconstrucción permite advertir su compromiso filosófico tanto con el naturalismo como con el pragmatismo. En efecto, si la predicción de lo que harán los jueces constituía el objetivo de su planteamiento, esto solo sería posible conociendo las razones que causan tales decisiones, las que solo podrían ser identificadas mediante una investigación empírica, orientada según los cánones de las ciencias sociales y naturales. Así, solo una teoría naturalista de la adjudicación sería funcional para producir una teoría valiosa para los juristas en un sentido pragmático, es decir, una teoría que permita predecir lo que harán los tribunales (Leiter, 2012, p. 67). Ahora bien, nótese que este enfoque naturalista en el Derecho se centra en la teoría de la adjudicación, lo que no implica que la teoría del Derecho haya sido naturalizada. Más aún, los realistas americanos asumen tácitamente una teoría del Derecho que no estaría determinada por la investigación empírica de las ciencias naturales o sociales. Sobre esta labor pendiente, y moderando las tesis extremas de Quine, consideran que en relación con el Derecho queda aún un trabajo propiamente filosófico que hacer, a cargo del análisis conceptual, aun cuando las preguntas filosóficas requieran siempre respuestas naturalistas. La reflexión del realismo americano en relación con el Derecho es más bien indirecta; respondería a la pregunta ¿qué debemos entender por Derecho para que la teoría socio-científica de la adjudicación resulte verdadera y explicativa? Como destaca Leiter, el concepto de Derecho que mejor explica la decisión de los jueces y, por tanto, el que asume el iusrealismo, no es otro que el del denominado ‘positivismo excluyente’ postulado por Raz; es decir, el determinado por una regla de reconocimiento cuyos criterios de legalidad están constituidos exclusivamente por criterios formales (Leiter, 2012, p. 252). No obstante, aunque el realismo americano coincida con el positivismo excluyente en cuanto al concepto de Derecho, se distingue de este en cuanto a las razones para asumirlo; mientras que Raz plantea argumentos conceptuales sobre como el argumento de la guía pública y el argumento de autoridad se articulan, para el naturalista es suficiente que este concepto de Derecho constituya la mejor reconstrucción explicativa de los fenómenos jurídicos.
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El principal desafío para naturalizar plenamente la teoría del Derecho consistiría en apoyarse sólidamente en las ciencias naturales que cuentan con un indudable éxito explicativo y predictivo, antes que en ciencias sociales cuya capacidad de predicción de ciertos fenómenos jurídicos es limitada. Posiblemente esto requiera que se deba cambiar el objeto de la investigación; hasta entonces, las limitaciones del enfoque empirista nos obliga a continuar reflexionando sobre el concepto de Derecho. 3.3. Entre la descripción y la prescripción La segunda línea crítica al análisis conceptual es aquella que cuestiona que la teoría del Derecho pueda tener un carácter puramente descriptivo, debiendo además tener un carácter prescriptivo o valorativo. En el contexto anglo-americano, el principal objeto de crítica de esta corriente lo representa la teoría del Derecho de Hart, que pretende ofrecer una descripción normativamente neutral del Derecho. El punto de inicio del argumento es que el Derecho no se corresponde con aquellos fenómenos naturales cuya existencia y características solo depende de cómo es el mundo. Por el contrario, al consistir en una práctica socialmente definida, aquello que el Derecho es, resulta necesariamente dependiente de lo que piensan aquellos que participan en dicha práctica (Bix, 2006, p. 137). Por ello se afirma que el Derecho es un concepto hermenéutico, es decir, un tipo de concepto cuya extensión está determinada por las propias explicaciones que los seres humanos dan a sus prácticas, haciéndolas inteligibles para ellos mismos; que les permite entenderse a sí mismos. De este modo, el concepto de Derecho no se puede derivar de un enfoque puramente externo y descriptivo, pues no captaría aquello que resulta esencial en el fenómeno descrito, debiendo por ello considerar el punto de vista del participante. Hasta este punto, la crítica no descalifica al descriptivismo como un enfoque idóneo para dar cuenta de lo que el Derecho es, pues podría incorporar en su descripción de la práctica jurídica la perspectiva interna del participante. Este es, precisamente, el aporte de la teoría del Derecho de Hart, que formula enunciados descriptivos desde el punto de vista interno del aceptante de la práctica jurídica, quien ve en las normas jurídicas razones para actuar. Su ventaja en relación con un enfoque estrictamente empirista está en que no solo permite dar cuenta de lo que ocurre (y predecir lo que ocurrirá) sino que, además, permite dar cuenta de la comprensión de los participantes en tales eventos (Bix, 2006, p. 137). El empeño de Hart está en insistir que es posible analizar el Derecho desde el punto de vista interno de los participantes sin abandonar por ello la idea de estar haciendo un trabajo descriptivo, moralmente neutral y objetivo. Con ello, se mantendría en las tesis centrales del positivismo jurídico, en la medida que para identificar el Derecho que es, el teórico no necesita realizar alguna evaluación moral, sino únicamente dar cuenta de hechos sociales. En suma, no tiene que aceptar el Derecho que describe sino describir la aceptación por los participantes, situándose en su perspectiva, sin ser él mismo uno de ellos. Esta aproximación de Hart al punto de vista interno, en su afán de sofisticar la descripción de la práctica jurídica, es temeraria pues pondría en riesgo el propio proyecto descriptivista del Derecho. Un primer argumento que acorta aún más la estrecha distancia entre aceptar las reglas que definen una práctica y describir dicha aceptación de una manera neutral, señala que, para que dicha práctica resulte inteligible para quien la describe, el teórico ha de tener él mismo, un sentido de lo que podría significar tener
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el punto de vista normativo. ¿Podría, por ejemplo, comprender plenamente una práctica religiosa quien nunca ha sido creyente? (Bix, 2006, p. 138). Si para entender en sentido pleno una creencia que pretende describir, el teórico debe creer y no solo saber cómo es la creencia, la neutralidad se habría desvanecido. Asumiendo que el teórico cuente con este sentido de lo que supondría asumir la vivencia del participante, la crítica se refina cuando se advierte, como plantea Perry, que la categoría “punto de vista interno” contiene, a su vez, la perspectiva de diferentes tipos de participantes, para quienes las normas jurídicas constituyen razones para actuar, aunque de distinto tipo. Algunos de ellos (típicamente los funcionarios en quienes Hart centra su análisis) obedecerán las normas por razones morales, mientras que otros (como el “hombre malo” de Holmes) lo harán por razones prudenciales. En ambos casos estaríamos ante participantes que aceptan las normas como razones para actuar, aunque discrepan sobre el tipo de razones que tales normas le suministran. Habiendo más de un tipo de participantes posible, ¿con base en qué criterio preferir alguno de ellos como la referencia para dar cuenta de una práctica social? Dicha selección trasciende cualquier proyecto descriptivista y nos sitúa propiamente en el terreno de la valoración. Otro referente de la crítica a la teoría hartiana es John Finnis, para quien los objetivos e ideales morales son inherentes a la naturaleza del Derecho y, por lo tanto, centrales para su comprensión. Finnis inicia su argumento destacando la ya mencionada insuficiencia del enfoque descriptivista para dar cuenta de una práctica social compleja como el Derecho que, además, no es un fenómeno claramente separado de otros rasgos de la vida y de las prácticas sociales. ¿Podría tan vasto material, que puede llegar a ser sumamente diferente según y el tiempo y lugar, ser plenamente captado únicamente con base en una descripción? Registrar todo lo relacionado a esta práctica, dice Finnis, terminaría siendo una conjunción de lexicografía con historia local; buscar un común denominador devendría en algo tan mínimo que condenaría a la teoría a la irrelevancia. De ahí que resulte ineludible la exigencia teórica de seleccionar del objeto, aquello relevante e importante. Para Finnis, tales juicios de relevancia e importancia deben darse desde una perspectiva práctica, interesada en la decisión y en la acción. Ello pues, separada de la cuestión normativa, es decir, de cómo los jueces deben decidir o de cómo los ciudadanos deben actuar ante los decretos del gobierno, una teoría del derecho cobra poco valor e interés. A su entender, la teoría del Derecho debe ser construida desde el punto de vista de quien obedece al derecho por razones morales, actitud que expresa una virtud o una verdad moral a través de la razonabilidad. Esta perspectiva se logra, no solo prefiriendo el punto de vista interno sobre el externo, ni prefiriendo, además, al aceptante por razones morales; se requiere ulteriormente distinguir entre casos centrales y casos periféricos. La identificación del caso central del punto de vista interno, requiere, por parte del teórico, decidir previamente cuáles son los verdaderos requisitos de la razonabilidad práctica, en relación con dicha práctica, es decir, determinar por qué es importante tener Derecho desde una perspectiva práctica. Esto lleva al teórico más allá de la neutralidad moral debiendo justificar cuál es la perspectiva más razonable en el ámbito práctico, la que mejor capte la dimensión moral de dicha práctica (Bix, 2006, pp. 147 – 149; Leiter, 2012, pp. 224 – 225). Estas críticas subrayan, en primer lugar, un aspecto no controvertido del trabajo teórico: el hecho que en la formación de los conceptos empleados en la descripción de los fenómenos humanos, como el Derecho, las valoraciones y selecciones resultan un componente indispensable y decisivo. Sin embargo, plantean, en segundo lugar, la pregunta
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¿dicha evaluación podría estar guiada solamente por valores epistémicos orientados al conocimiento o es indispensable, también, la consideración de valores morales referidos a la razonabilidad práctica? El positivismo jurídico parece haber quedado atrapado por esta disyuntiva, generando un cisma entre sus partidarios, según se reafirmen en el enfoque conceptual, como el positivismo excluyente (por razones analíticas, la identificación de lo que es Derecho no puede depender de evaluaciones morales) o incluyente (para ser identificado, el Derecho no necesita depender de evaluaciones morales aunque en la práctica pueda depender de tales criterios), o reconozcan su carácter prescriptivo, como el positivismo ético (por razones morales, la identificación del Derecho no debería depender de evaluaciones morales). De hecho, no es tan extraño reconstruir las tesis positivistas en clave prescriptiva, principalmente en la tradición europea-continental, pues basta atender a los orígenes de esta concepción, asociada al surgimiento y consolidación del Estado Liberal de Derecho y a los valores que este modelo de organización política expresa, para advertir el innegable compromiso ético-político en el que se asientan sus tesis originales. Estos irresueltos problemas de identidad del positivismo jurídico han dado paso a las actuales teorías del Derecho, planteadas en oposición a aquella concepción, que tienen como indudable referencia a la teoría de Dworkin, construida desde el punto de vista interno del participante (el teórico no solo considera en su descripción ese punto de vista sino que trasciende a lo descriptivo y actúa como un participante) y presenta al Derecho como un concepto interpretativo, por lo que no podrá ser comprendido a menos que se entienda su valor o finalidad que, en su teoría, consiste en justificar el ejercicio del poder coactivo por parte del Estado. Siendo la legalidad un valor que forma parte de una red mayor de valores morales y políticos, resulta insuficiente un alcance descriptivo de la práctica, siendo necesaria una aproximación que dote al juez de criterios para decidir, a la luz las teorías morales y políticas que justifican dichas prácticas, haciéndola ver como la mejor expresión posible del género al que pertenece. En esta misma línea, ubicamos las actuales teorías postpositivistas, propia de los Estados constitucionalizados, que asumen una conexión conceptual necesaria entre el Derecho y la moral, expresada en la pretensión de corrección que justifica la práctica jurídica en tales contextos. Su orientación no es descriptiva sino valorativa, centrando su atención no en la identificación del Derecho sino en la justificación de las decisiones jurídicas, que permita realizar del mejor modo posible, en cada una de ellas, los principios y valores que justifican dicha práctica.
4. Reflexión final Este sucinto recorrido por las principales teorías del Derecho permite advertir la precariedad sobre la que hoy se asienta el enfoque conceptual en el Derecho, difícilmente sostenible únicamente en aspectos epistémicos, y teniendo como dilema si apoyarse en las tesis del empirismo o en los enfoques valorativos3. Eludiendo el dilema hay quienes, 3 Cabe destacar que, en el contexto europeo-continental, particularmente en Italia, estos enfoques en el conocimiento del Derecho se definieron tras el encuentro de PAVÍA (1966), donde se discutieron las propuestas de Bobbio y de Scarpelli sobre lo que debía entenderse por positivismo jurídico. Bobbio, identificaba al positivismo jurídico en torno a su metodología descriptiva; Scarpelli reivindicaba una interpretación ético-política de dicha concepción jurídica. Desde entonces la ciencia y la política signaron los nuevos derroteros hacia los que se orientaron los teóricos del Derecho italiano.
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como Schauer, plantean la necesidad de retornar a una versión ligera de positivismo jurídico, alejada del camino hermenéutico recorrido por Hart y más cercana a la teoría de Austin, que eluda cuestiones morales controvertidas que pudieran afectar su capacidad explicativa. En todo caso, como sugería el propio Hart, todo aquello que representa la idea de Derecho es de tal riqueza y complejidad, que reducirlo a una definición breve supone una simplificación excesiva que oculta más problemas de los que aclara. Coincidiendo con Bix, “la mayoría de las teorías influyentes sobre la naturaleza del derecho son teorías conceptuales, pero estas teorías están siendo cada vez más objetadas. Es importante determinar si el análisis conceptual es apropiado para la filosofía jurídica (o para cualquier área de la filosofía); si, aun siendo apropiada es suficiente (o necesita ser complementada con la evaluación moral); y si, aun siendo apropiada y suficiente, sus objetivos y logros son sustanciales” (Bix, 2008, p. 42). En todo caso, antes que imponer alguno de los distintos enfoques con los que es posible abordar el fenómeno jurídico, lo que resulta ineludible para el jurista es conocer cuáles son sus alcances y limitaciones, tanto en la dimensión teórica como práctica, y qué relación media entre ellos. Tomar conciencia sobre el método con el que uno se aproxima al Derecho, y del impacto que dicho proceder pueda tener en la práctica jurídica, constituye una exigencia de honestidad intelectual que todo jurista debe asumir. Bibliografía Bix, B., 2006: Teoría del Derecho: ambición y límites. Madrid – Barcelona: Marcial Pons. ___2008: Lenguaje, teoría y derecho. Bogotá: Universidad Externado de Colombia. Bouvier, H; Gaido, P; Sánchez, R., 2007: “Teoría del Derecho y análisis conceptual”. En: Raz, J; Alexy, R; y, Bulygin; E. Una discusión sobre la teoría del derecho. Madrid – Barcelona: Marcial Pons. 2007, pp. 9 – 45. Guastini, R., 1999: Distinguiendo. Estudios de teoría y metatteoría del derecho. Barcelona: Gedisa. Jori, M., 2013: Del Derecho inexistente. El sentido común en la teoría del Derecho. Lima: Palestra. Lariguet, G., 2012: Problemas del conocimiento jurídico. Buenos Aires: Ediar. Leiter, B., 2012: Naturalismo y teoría del Derecho. Madrid – Barcelona: Marcial Pons.
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EL MÉTODO DEL EQUILIBRIO REFLEXIVO Y SU USO EN EL DERECHO Hugo Omar Seleme
1. Introducción Desde que fuese descripto por Nelson Goodman en Fact, Fiction and Forecast (Goodman, 1955) el método del “equilibrio reflexivo” ha recibido una profusa atención por parte de teóricos de diferentes disciplinas. Aunque Goodman presentó el método como una manera de justificar las reglas de inferencia lógica, su aplicación al ámbito de la teoría moral y política por parte de John Rawls en A Theory of Justice (Rawls, 1971) hizo que el interés académico en el mismo escalase de manera exponencial. Básicamente el “equilibrio reflexivo” se produce cuando, luego de un proceso de deliberación, hemos acomodado las creencias de diferente grado de generalidad que poseemos sobre un determinado asunto. Los asuntos sobre los que se reflexiona pueden ser tan variados como cuáles son los principios correctos de inferencia lógica, cuáles son los principios de justicia adecuados para evaluar las instituciones públicas, cuál es el modo correcto de comportarnos, entre otros. De lo que se trata es de movernos entre nuestras creencias ajustándolas para que formen un todo coherente que se nos presente como atractivo, en el cuál cada una de nuestras creencias se brinda apoyo recíproco. Cuando a través de un proceso deliberativo hemos alcanzado un conjunto de creencias que se brindan apoyo mutuo y que no nos sentimos inclinados a revisar, estamos en una situación de “equilibrio reflexivo”. El “equilibrio reflexivo” ha sido sometido a un minucioso escrutinio crítico. Su aplicación en el campo de la lógica ha sido cuestionada arguyendo que confiere demasiada importancia a las prácticas inductivas que de hecho tenemos. Si lo que se quiere obtener son principios lógicos que tengan poder para evaluar las inferencias que hacemos, justificarlos porque encajan con nuestras prácticas inductivas actualmente existente parece completamente inadecuado (Siegel, 1992; Stich, 1990) Una crítica semejante ha sido dirigida en contra de la utilización del método en el ámbito de la filosofía moral y política. Si el método busca equilibrar nuestras intuiciones morales, sostiene la crítica, entonces carece de cualquier poder para evaluarlas o justificarlas (Hare, 1973) Con Ronald Dworkin el método del “equilibrio reflexivo”, y los problemas que suscita, son incorporados al Derecho. Para identificar lo que el Derecho prescribe es necesario interpretar la historia institucional – incluidas las decisiones legislativas y precedentes – a su mejor luz moral de manera que cada uno de los elementos identificados se brinde apoyo mutuo. Cuando hemos encontrado una interpretación de lo que el Derecho prescribe, que logra equilibrar el pasado institucional visto a su mejor luz, la misma se encuentra justificada. El “equilibrio reflexivo” no sirve aquí para identificar principios lógicos o morales sino deberes y derechos jurídicos. De acuerdo con el “Interpretativismo Jurídico” inaugurado por Dworkin para identificar lo que el Derecho prescribe es necesario realizar tres diferentes tipos de acciones. Una de ellas consiste en identificar la práctica jurídica en términos descriptivos, Hugo Omar Seleme
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cuasi-sociológicos. Lo que se busca identificar aquí es el objeto de interpretación. Una actividad diferente es la de caracterizar los objetivos que persigue la práctica identificada. Aquí se enfatizan los elementos morales de la práctica, y se enuncian los principios morales que deben considerarse como condiciones o presupuestos de sus objetivos o elementos. Finalmente, otra actividad, es la de ofrecer una justificación moral sustantiva de los principios implícitos en la práctica. En síntesis, de lo que se trata es de encontrar una descripción de la práctica que dé cuenta de sus principales elementos, a la que se le pueda atribuir un objetivo y se la pueda ver fundada en un conjunto de principios coherentes, que se encuentren moralmente justificados. Si no es posible encontrar un conjunto coherente de principios que puedan considerarse como subyacente a los elementos de la práctica, entonces es necesario examinar si algunos elementos pueden ser suprimidos de la descripción de manera aceptable. Si no es posible encontrar una justificación moral para el objetivo propuesto de la práctica y sus principios subyacentes, entonces es necesario revisar unos u otros. Al final de este proceso de revisión o “equilibrio” el resultado será una descripción de la práctica jurídica unificada por la persecución de un fin, estructurada a partir de un conjunto coherente de principios moralmente justificados (James, 2012, pp. 28–31).1 Que los juristas alertados por Dworkin hayan advertido que utilizan en sus argumentaciones el método del “equilibrio reflexivo” ha contribuido a poner de manifiesto la semejanza estructural que existe entre el método con el que evaluamos nuestros juicios acerca de los deberes y derechos morales y el que utilizamos para evaluar los deberes y derechos jurídicos. Más allá de si es necesario o no argumentar moralmente a la hora de identificar o aplicar las normas jurídicas, el método con el que identificamos lo que el Derecho prescribe tiene una estructura semejante al método con el que identificamos los requerimientos morales. En lo que sigue me propongo mostrar la semejanza metodológica en ambos dominios – moral y jurídico – para luego analizar cuáles son sus raíces profundas. Intentaré poner de manifiesto que lo que explica la semejanza es el hecho de que la condición de posibilidad tanto del razonamiento moral como del jurídico es que exista un agente de actuación unificado. Mientras la raíz última del método que utilizamos al identificar nuestros requerimientos morales individuales es la idea de que cada uno de nosotros es un agente unificado a quien se atribuyen sus acciones y decisiones, la raíz última del método que utilizamos al identificar los requerimientos jurídicos es la idea de que junto con nuestros conciudadanos conformamos un agente colectivo unificado a quien se atribuyen ciertos estados de cosas y decisiones. Para alcanzar este objetivo seguiré los siguientes pasos. En primer lugar, ejemplificaré el método que utilizamos para razonar acerca de cuestiones morales. Para ello emplearé ciertos casos hipotéticos que han sido largamente debatidos por los filósofos morales y que servirán de ayuda para identificar la característica estructural del método moral que pretendo poner de manifiesto. Una vez hecho esto, intentaré mostrar que lo que en última instancia justifica la utilización de este método es una concepción de 1 Ha existido un debate intenso en torno al Interpretativismo. Una de los puntos más álgidos ha sido el referido a si los hechos sociales que configuran la práctica pueden bastar por sí solos para crear normas jurídicas, o fundar pretensiones legales. Para lo que Nicos Stavropoulos denomina “Interpretativismo Híbrido” la respuesta es afirmativa, mientras que el “Interpretativismo Puro” sostiene la posición contraria. La idea extendida de que según Dworkin el derecho está compuesto por reglas que se identifican a partir de hechos sociales y principios con contenido moral, ubica a este autor dentro de la posición híbrida. Esta no parece ser una reconstrucción adecuada de su pensamiento (STAVROPOULOS, 2014)
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agente moral unificado. En segundo lugar, me abocaré a mostrar que el método jurídico posee una estructura semejante a la previamente identificada en el método de la moral. Para elucidar la estructura del método jurídico me valdré del análisis del caso “Saguir y Dibb” resuelto por la Corte Suprema (Saguir y Dib, Claudia Graciela s/ autorización. 06/11/1980 - Fallos: 302:1284). Finalmente, sostendré que si lo que explica los rasgos estructurales del método moral es la existencia de un agente moral unificado, y si el método jurídico posee una estructura semejante, debe concluirse que detrás del método jurídico subyace una concepción análoga de agente moral unificado. En este caso se trata de un agente colectivo, de un “nosotros” a quien se atribuyen las decisiones y resultados de las instituciones públicas.
2. La estructural del método moral y la unidad del yo Un modo práctico de identificar los rasgos estructurales del método de la moral consiste en examinar su funcionamiento en un caso difícil. En estos casos el método moral es exigido hasta sus límites, lo cual ayuda a percibir de modo consciente la manera en la que funciona. La dificultad de la tarea hace que tomemos conciencia de los rasgos de la herramienta que utilizamos para llevarla adelante. Desde que Philippa Foot enunciase por primera vez los “Trolley Cases”, estos no han dejado de ser objeto de debate por los filósofos morales (Foot, 1967).2 Mi objetivo al tratarlos no es encontrar un modo de resolverlos, sino mostrar lo que estos casos provocan en quien se enfrenta con ellos. Una versión del problema hipotético señala lo siguiente. Un tren corre fuera de control sobre una vía férrea. Sobre la vía se encuentran trabajando cinco personas que, de seguir el tren su curso, serán arrolladas. Afortunadamente es posible, accionando una palanca que se encuentra cerca suyo, hacer que el tren tome una vía alternativa. Desafortunadamente, sobre esta vía alternativa se encuentra otra persona. ¿Es correcto que usted accione la palanca para hacer que el tren tome la vía alternativa? La mayoría de las personas, al enfrentarse a este caso hipotético, señalan que accionarían la palanca. El porcentaje de personas que responden afirmativamente a la pregunta asciende al 80 o 90% (Appiah, 2008, p.89). El modo en que la mayoría de estos individuos justifican su elección es señalando que los números cuentan. Ayudar a que cinco personas no mueran, aun si esto provoca la muerte de otra, es una acción moralmente correcta. Haciendo el balance de pérdidas y ganancias, puede decirse que hemos salvado a cuatro personas. No obstante, si la situación se altera ligeramente, la respuesta cambia y los porcentajes se invierten. Frente al nuevo caso, la mayoría no accionaría la palanca. La situación es similar a la anterior, un tren corre fuera de control sobre una vía férrea. Sobre la vía se encuentran cinco personas que serán arrolladas. Usted se encuentra parado en un puente sobre la vía férrea. A su lado hay una persona obesa que de ser arrojada a la vía del tren, dado el volumen de su cuerpo y su peso, haría que el tren se detuviese. ¿Empujaría usted a la persona obesa que se encuentra a su lado para detener el tren? (Thompson, 1986, p.109) Aun aquellos que decidirían por la afirmativa en el primer caso, aquí se inclinan por la negativa. Los “Trolley Cases” han dado lugar a un intenso debate en el que han participado múltiples filósofos morales. Entre ellos cabe destacar a Judith Jarvis THOMPSON (1976, 1985), Frances Myrna KAMM (1989), Peter UNGER (1996) y Michael OTSUKA (2008).
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Lo interesante es que quienes son enfrentados a las dos situaciones y ofrecen respuestas divergentes, no se quedan tranquilos con sus respuestas aparentemente contradictorias. No señalan simplemente: “Así soy yo, a veces los números me importan y a veces no.” Por el contrario, todos intentan buscar una explicación de la divergencia. Para explicarla se han usado diferentes estrategias. Algunos teóricos han señalado que tenemos un sentimiento evolutivo de aversión a matar con nuestras propias manos – como en el caso del puente – pero evolutivamente no hemos desarrollado un sentimiento semejante en contra de matar a distancia – como en el caso de la palanca – (Singer, 2007). Otros, han apelado a la teoría del doble efecto. Lo que hace que la acción de empujar a una persona desde el puente para salvar a cinco sea incorrecta, es que aquí el efecto negativo – la muerte del obeso – se quiere como medio. Por el contrario, en el primer caso hipotético la muerte de quien se encuentra sobre la vía alternativa no se quiere ni como medio ni como fin (McMahan, 1994). El rasgo estructural del método moral que muestran las teorías elaboradas a partir de los casos hipotéticos, es la búsqueda de equilibrio entre las creencias o intuiciones morales que poseemos. Quienes piensan que los números cuentan, aun si esto implica matar a alguien, han intentado mostrar que la reacción divergente en la segunda situación hipotética se debe a la interferencia de ciertos sentimientos evolutivos que no poseen ninguna relevancia moral. Según éstos los casos son moralmente equivalentes y, por lo tanto, la respuesta en las dos situaciones debería ser idéntica. En ambos supuestos se debería optar por matar a uno para salvar a cinco. Quienes piensan que quitar la vida de modo intencional es moralmente incorrecto, se han esforzado por mostrar que en el primer caso la muerte no se quiere ni como medio ni como fin. En el segundo, por el contrario, la muerte de la persona obesa es una consecuencia intencional. Ninguno de nosotros se queda tranquilo cuando la teoría moral que suscribe no es coherente con los principios morales que considera correctos o no permite dar cuenta de las respuestas frente a casos concretos que parecen intuitivamente correctas. Si somos utilitaristas y suscribimos el principio de que los números cuentan, no nos quedamos tranquilos al darnos cuenta de que creemos que es incorrecto empujar a la persona obesa desde el puente. Frente a esta reacción divergente con el primer caso nos quedan abiertas dos alternativas. O bien mostramos que los casos son diferentes, o bien aceptamos que son iguales. En este segundo supuesto, podemos o bien mantener nuestra creencia con respecto al caso del obeso y abandonar el principio de que los números cuentan y la teoría utilitarista, o bien abandonar nuestra creencia con respecto al caso del obeso. Precisamente en esto consiste el “equilibrio reflexivo”. Ahora bien, ¿Qué justifica que cada uno busque acomodar sus creencias o intuiciones morales de este modo? ¿Por qué cada uno busca actuar a partir de un conjunto unificado de teorías, principios y convicciones específicas? ¿Por qué la falta de acomodamiento entre nuestras creencias morales de diverso grado de generalidad representa un problema que buscamos solucionar? Pienso que la respuesta no puede ser otra que una concepción de sujeto unificado. Lo que justifica que cada uno de nosotros intente acomodar sus intuiciones en un conjunto unificado y coherente es que nos concebimos a nosotros mismos como un “yo” integrado, esto es como un agente unificado. Que nuestras decisiones y conductas se nos atribuyan y que cada uno se conciba a sí mismo como un sujeto unificado es lo que justifica nuestra aspiración de que el sistema de convicciones a partir del cual adoptamos esas decisiones y llevamos adelante esas conductas se encuentre unificado. Esto explica por qué el sujeto que se concibe fractu-
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rado – por ejemplo por una conversión religiosa – deja de intentar equilibrar sus convicciones morales presentes con las pasadas. Como no se concibe como un sujeto unificado con quien era en el pasado, sino que considera que es un “nuevo” sujeto, la exigencia de acomodamiento de las creencias morales desaparece. A lo que ahora aspira es a guiarse por un sistema coherente en el cual se acomoden sus “nuevas” creencias e intuiciones.
3. La estructura del método jurídico y la unidad de la comunidad política Un rasgo estructural semejante puede identificarse en el método que utilizan los juristas para identificar deberes y derechos. Al igual que en el ámbito de la moral, el análisis de un caso jurídico difícil puede ser de ayuda para percibirlo. El caso es uno que debió resolver la Corte Suprema argentina. Un matrimonio tenía dos hijos, un varón y una mujer. El varón necesitaba un trasplante de riñón para seguir con vida. La única donante compatible era su hermana menor de casi 18 años de edad. La madre, aunque era compatible, ya le había donado uno de sus riñones. El riñón donado había dejado de funcionar. Frente a esta situación, y dado que la posible donante era una menor de edad, los padres se presentaron pidiendo autorización judicial para posibilitar la donación por parte de la menor. El caso es difícil porque aunque la Constitución reconoce el derecho a la vida – lo que, en principio, justifica autorizar el trasplante – el art. 13 de la ley de trasplantes de órganos establece que la edad mínima para ser donante vivo es de 18 años – lo que, en principio, justifica no autorizar el trasplante.3 Más aún, la Constitución también reconoce el derecho a la integridad corporal la que en este caso se vería amenazada si se autorizase el trasplante de la menor de edad. Finalmente, la Corte decidió autorizar el trasplante. Lo que interesa es advertir cómo procedió frente a las exigencias divergentes establecidas por la ley y la Constitución. La Corte no se limitó a resolver siguiendo alguna de ellas y desechando las otras. No dijo “Así soy yo a veces sigo lo que dice el parlamento a través de las leyes, por ejemplo cuando aplico el Código Penal, y otras sigo la Constitución, como en este caso”. La Corte tuvo especial cuidado de mostrar cómo podían ser acomodadas las exigencias de la ley con las de la Constitución. Señaló: “no se trata en el caso de desconocer las palabras de la ley, sino de dar preeminencia a su espíritu, a sus fines, al conjunto armónico del ordenamiento jurídico y a los principios fundamentales del derecho en el grado y jerarquía en que éstos son valorados por el todo normativo.” (Considerando 12 del voto del Dr. Adolfo R. Cabrielli y Abelardo F. Rossi) Para establecer los deberes y derechos jurídicos, sostuvo, se debe lograr un “equilibrio” entre lo prescripto por la ley, los fines perseguidos por la ley y el orden jurídico, los principios fundamentales del derecho, y lo establecido por la Constitución. Al igual que en el caso de la moral, lo que explica que los jueces busquen acomodar en un conjunto coherente lo que ha sido señalado por la asamblea constituyente, por los principios del derecho, por el parlamento a través de la legislación, por otros jueces en resoluciones precedentes y por la costumbre, es una concepción de sujeto unificado. A diferencia del caso moral, el sujeto no es aquí individual sino colectivo lo que explica porqué debe incluirse en el equilibrio no sólo las creencias de un único individuo, sino El art. 13 de la ley 21.541 establece que “Toda persona capaz, mayor de 18 años, podrá disponer de la ablación en vida de algún órgano o de material anatómico de su propio cuerpo para ser implantado en otro ser humano, en tanto el receptor fuere con respecto al dador, padre, madre, hijo o hermano consanguíneo...”
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también lo que ha sido señalado por otros a través de la Constitución, la legislación, la costumbre o el precedente. Se trata de una comunidad política que se extiende en el tiempo – como un agente unitario - de allí la deferencia a las decisiones constitucionales, legislativas o jurisprudenciales adoptadas en el pasado. La idea sería la siguiente. Una característica central de las instituciones jurídicas es su carácter coercitivo. Las mismas se aplican sobre los individuos más allá de cuáles sean sus deseos. No obstante, la coerción ejercitada por las instituciones jurídicas no es semejante a la llevada adelante por una banda de ladrones. La diferencia reside en que la coerción jurídica, esto es el Derecho, aspira a estar moralmente justificada. No se trata de que el Derecho que no es legítimo deje de ser Derecho, sino de que todo Derecho pretende legitimidad. Es esta pretensión lo que distingue al Derecho de la mera coacción. La legitimidad es la solución al problema que engendra el carácter coercitivo del derecho. El riesgo que engendra la existencia de instituciones coercitivas es que los sujetos sobre quienes inciden no dirijan su vida por sí mismos sino de acuerdo a consideraciones que no le son propias. El mal moral de la coerción para un sujeto que aspira a dirigir su propia vida, de acuerdo con sus propias convicciones y creencias, es el quedar sujeto a una decisión ajena. Ahora bien, si este es el mal que engendra la coerción, existe un único modo en que las instituciones coercitivas pueden ser legítimas. Estas deben ser propias de los individuos sobre quienes se aplican. Si todos los individuos a quienes se aplican las instituciones jurídicas son sus autores, entonces su imposición no les causará ninguna afrenta moral. El derecho es legítimo cuando las instituciones jurídicas son de autoría de cada uno de aquellos a quienes se aplican. Sólo cuando cada uno de los sometidos al Derecho es también su autor, su imposición coercitiva se encuentra moralmente justificada y es legítima. Sólo cuando existe un sujeto unificado a quienes se atribuyen las instituciones jurídicas y las decisiones adoptadas en su seno, éstas son legítimas. Esto se configura cuando existe un “nosotros” que es autor de las instituciones jurídicas. En este contexto de legitimidad, lo que justifica que intentemos acomodar lo señalado por la Constitución, las leyes, la costumbre, la jurisprudencia, a la hora de adoptar decisiones jurídicas es que todas estas instituciones son “nuestras”. Buscamos acomodarlas en un conjunto unificado y coherente porque estas son autoría de un “nosotros” integrado, un agente colectivo.4 Las instituciones estatales son de autoría de todos aquellos ciudadanos a quienes se aplican coercitivamente cuando dichas instituciones los ubican en el rol de autor. Tal cosa sucede cuando el esquema institucional satisface los intereses que en tanto autores poseen. Si un esquema institucional estatal concede a los ciudadanos los derechos y libertades políticas que les permiten acceder a los roles públicos y hacer escuchar sus opiniones –tales como el derecho político a elegir a sus representantes y a ser elegidos, a peticionar a las autoridades, a expresar sus opiniones, etc. – y les garantiza los derechos civiles y sociales que hacen posible que el esquema institucional sea aceptado y no sólo obedecido, entonces los ubica en el rol de autores y, por tanto, es legítimo (Seleme, 2010, p.73-99).5 No obstante, lo señalado no basta para explicar por qué a la hora de identificar lo 4 No existe un “nosotros” como una entidad colectiva independiente de cada uno de los miembros que constituyen la comunidad política. Existe un “nosotros” en el sentido que las instituciones se imputan a un colectivo de individuos. La comunidad política no es una entidad diferente de los sujetos que la componen. 5 Agradezco a un evaluador anónimo el haberme mostrado la necesidad de introducir esta referencia a la concepción de legitimidad que estoy utilizando. Dada que he defendido esta concepción de legitimidad en otro lugar, me he limitado aquí a presentar sus principales líneas y conclusiones.
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que prescribe el Derecho – y no sólo el Derecho legítimo – intentamos equilibrar lo que la Constitución, la legislación, la costumbre y el precedente han establecido. Si no existe un “nosotros”, esto es un sujeto unificado a quienes estas instituciones jurídicas se les atribuyan como autores, entonces parece que queda sin explicación porqué a la hora de identificar lo que establecen intentamos elaborar un esquema unificado. Lo que permite explicar por qué la exigencia de equilibrar sigue estando en pie aun en presencia de un sistema jurídico ilegítimo, es un rasgo característico del Derecho. Todo sistema jurídico pretende legitimidad.6 La coacción ejercida por el Derecho aspira a ser diferente a la ejercida por una banda de asaltantes. Ahora bien si el Derecho pretende ser legítimo, tiene que poder ser visto como un esquema unificado de prescripciones que se atribuyen a un sujeto colectivo unificado. Esta es la razón por la que cualquiera que intente identificar lo que prescribe el Derecho – reconociéndole su pretensión de legitimidad – deba intentar equilibrar sus diferentes prescripciones en un esquema unificado. Que las instituciones jurídicas pretendan legitimidad y que sean legítimas cuando se atribuyen a todos aquellos a quienes se aplican coercitivamente como un sujeto unificado es lo que justifica la exigencia de que intentemos presentar una versión coherente y unificada de sistema jurídico. Esto explica por qué cuando se produce un cambio revolucionario, esto es una fractura en la comunidad política, los operadores jurídicos dejan de intentar equilibrar las prescripciones dictadas en el pasado pre-revolucionario. Como la nueva comunidad política generada por la revolución no se concibe como un sujeto unificado que se extiende hacia atrás en el tiempo, la exigencia de acomodamiento con las prescripciones del pasado desaparece. A lo que ahora se aspira es a guiarse por un sistema coherente que abarca sólo las prescripciones post-revolucionarias.
4. Conclusión Para identificar derechos y deberes morales, por un lado, y derechos y deberes jurídicos, por el otro, utilizamos el método del “equilibrio reflexivo”. En ambos supuestos tratamos de equilibrar para elaborar un todo coherente de teorías, principios y convicciones morales específicas – en el caso de la moral – y de prescripciones constitucionales, legislativas, consuetudinarias o jurisprudenciales – en el caso del Derecho -. Lo que subyace a esta analogía es, por un lado, la existencia de un sujeto unificado a quienes se atribuyen las decisiones y acciones individuales, y por el otro, la pretensión de las instituciones jurídicas de ser de “autoría” de – esto es, de ser atribuidas a – todos aquellos a quienes se aplican coercitivamente. Lo que subyace al método de la moral y el derecho es una concepción de agente unificado. Bibliografía
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VARIACIONES METODOLÓGICAS EN EL ANÁLISIS DE CASOS Y JURISPRUDENCIA David Martínez Zorrilla
1. Introducción En la vida cotidiana de la gran mayoría de la población, así como en los medios de comunicación, el interés en cuestiones jurídicas parece estar indisolublemente ligado a los casos. Los “grandes” temas generales y abstractos que afectan a los sistemas jurídicos en su conjunto, como por ejemplo si todos los elementos que lo conforman pueden o no reducirse a una única categoría, la noción de validez de las normas jurídicas, la dinámica de los sistemas, la pretensión de autoridad del Derecho, las relaciones entre el Derecho y la moral o la justificación del deber moral de obediencia al Derecho, parecen importar tan sólo a teóricos y filósofos del Derecho. El ciudadano de a pie, en contraste, cuando se interesa por temas jurídicos suele hacerlo, por ejemplo, por cómo se resolverá el proceso judicial contra el inquilino que no le paga la renta del alquiler, o la reclamación que ha interpuesto contra el fabricante de un producto que adquirió y que estaba defectuoso, habiéndole causado una serie de daños, o su recurso contra la última sanción de tráfico recibida, o cuál será la liquidación de impuestos que deberá satisfacer por las rentas del último ejercicio, o qué ocurrirá con el enésimo caso de corrupción política que se ha descubierto recientemente. En todos estos ejemplos el interés se centra en casos concretos, no en las propiedades o características que presenta el sistema jurídico en su conjunto, o una parte de éste. Es evidente que el análisis de los casos puede realizarse desde múltiples perspectivas y puntos de vista. Los “casos” y la jurisprudencia pueden analizarse en términos históricos, sociológicos, políticos, económicos, etc., y cada uno de estos enfoques precisará de la correspondiente metodología adecuada al ámbito de conocimiento y al fin perseguido. Pero ahora sólo nos interesaría centrarnos en cuestiones metodológicas relacionadas con un análisis jurídico de los casos. Por “jurídico” me refiero al análisis acerca de si la decisión tomada (o que habría de tomarse) es correcta o conforme a Derecho. Se trata, por tanto, de las metodologías acerca de la justificación jurídica de la decisión. Hasta el momento el término “caso” ha sido mencionado en diversas ocasiones, pero todavía no se ha hecho ninguna definición ni precisión conceptual del mismo. Como es sabido, sobre todo a partir de Normative Systems (Alchourrón y Bulygin, 1971), la palabra “caso” adolece de ambigüedad, pudiendo diferenciarse al menos dos sentidos distintos, denominados como caso genérico y caso individual, respectivamente. Nadie mejor que el propio profesor Bulygin para explicar dicha distinción: «El término “caso” es ambiguo, tanto en el lenguaje corriente, como en el lenguaje jurídico: así hablamos del caso de atentado político y del caso del ataque a las Torres Gemelas. La palabra “caso” alude aquí, sin embargo, a dos cosas bien distintas. El caso se atentado político está caracterizado por un conjunto de propiedades (un hecho de violencia tendente a causar daños a personas o cosas, producido por razones políticas). El atentado político puede producirse -y, lamentablemente, se produce con
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bastante frecuencia- en distintos lugares y en diferentes momentos (la explosión de la Embajada de Israel en Buenos Aires en 1992, el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, un coche bomba colocado por ETA en una calle de Madrid, son todos ejemplos de atentado político). Para despejar esta ambigüedad usaré los términos caso genérico y caso individual. Un caso individual es un evento concreto ubicado en tiempo y espacio, cuyos protagonistas son individuos; un caso genérico es una propiedad o conjunto de propiedades que pueden ejemplificarse en un número indefinido de casos individuales» (Bulygin, 2005, p. 32).
Además de las categorías de caso genérico y caso individual, resulta interesante añadir también la noción de caso judicial, introducida por el profesor Pablo E. Navarro (Navarro, 2005). En breve, un caso judicial es un caso individual que es objeto de una controversia o proceso judicial. No todo caso individual es a su vez un caso judicial (por poner un ejemplo, por fortuna tan sólo una ínfima parte del total de los contratos celebrados da lugar a una controversia que acaba en los tribunales), y cabe la posibilidad (teórica, al menos) de que haya casos judiciales que no se correspondan con ningún caso genérico1. Esta categoría es teórica y metodológicamente relevante (entre otras razones, porque son los casos judiciales los que dan lugar a la jurisprudencia), como se mostrará más adelante. Los distintos sentidos de “caso” son relevantes a efectos metodológicos, porque en función de en cuál de ellos se centre la atención, la metodología adecuada a utilizar será una u otra. Así, podría hablarse de (al menos) dos enfoques metodológicos distintos, que más que contrapuestos, serían complementarios: 1) Centrando la atención en la noción de caso genérico, se optaría por un enfoque metodológico “descendente”, de lo general a lo particular, analizando el sistema jurídico para extraer de él la respuesta a los casos genéricos, y de ahí a los casos individuales; y 2) Centrando la atención en los casos individuales (o mejor, judiciales), la metodología sería “ascendente”, para extraer de los casos individuales o de las controversias judiciales ciertas pautas, elementos y características que nos ayuden a configurar soluciones a casos genéricos.
2. De lo general a lo particular: el modelo de análisis lógico de sistemas normativos de C.E. Alchourrón y E. Bulygin Una manera de determinar la respuesta jurídica que corresponde a una situación dada consiste en partir de la selección de un conjunto de disposiciones legales que regulan un determinado ámbito que nos interesa, para así determinar, tras el correspondiente proceso de interpretación de tales disposiciones, cuáles son los diferentes casos (genéricos) que este sistema (o subsistema) normativo regula, y qué soluciones asigna a cada uno de dichos casos. De ese modo, en la medida en que todo caso individual es una ejemplificación o manifestación de un caso genérico, la solución que el sistema ofrece a un caso genérico dado resolverá todos los casos individuales posibles que se subsuman 1 Así ocurriría si llega a plantearse una controversia judicial sobre un asunto relativo a un ámbito no regulado en absoluto por el Derecho, como en el ejemplo hipotético ideado por el profesor chileno Fernando Atria (véase ATRIA, 2002) de una pareja escocesa de recién casados que no se pone de acuerdo respecto del destino del viaje de novios y uno de los cónyuges demanda judicialmente al otro para que el juez obligue a la demandada a acompañar al actor al destino preferido por éste. El sistema normativo correspondiente al universo del discurso sería un conjunto vacío, ya que no contiene normas, ni por tanto casos genéricos.
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en el caso genérico (i. e., que presenten las propiedades definitorias del mismo). Se trata de una metodología que opera “de arriba hacia abajo”, partiendo de la reconstrucción de un sistema normativo para determinar las respuestas a los distintos casos genéricos, y con éstas la solución de los casos individuales. Un ejemplo paradigmático de una propuesta metodológica de este tipo es el modelo de análisis lógico de sistemas normativos desarrollado por los profesores C.E. Alchourrón y E. Bulygin en Normative Systems (Alchourrón y Bulygin, 1971), todo un ejemplo de precisión y rigor analítico, gracias a las aportaciones que ofrecen la filosofía del lenguaje y el análisis lógico aplicados al ámbito jurídico. Una exposición del modelo, incluso muy esquemática, excedería ampliamente los límites de este trabajo, aunque puede destacarse que el mismo respondería perfectamente al enfoque aludido: tras una delimitación del ámbito del análisis (mediante el concepto de “universo del discurso”), se selecciona el material jurídico relevante para dicho universo, y tras su interpretación (para lo cual se requiere de alguna teoría normativa de la interpretación jurídica) se determina el conjunto de propiedades o circunstancias cuya presencia o ausencia es tomada en consideración por el sistema para atribuir una u otra solución (el “universo de propiedades”), así como las acciones o comportamientos deónticamente regulados por el sistema (el “universo de acciones”). El conjunto de todas las combinaciones posibles de la presencia o ausencia de los elementos del universo de propiedades configura el “universo de casos”, que no es sino el conjunto de todos los casos genéricos posibles de ese sistema normativo. Las normas de dicho sistema determinan cómo la presencia o ausencia de las propiedades del universo de propiedades se conectan con las calificaciones deónticas de las distintas acciones reguladas, de modo que es posible determinar qué solución corresponde (si es que corresponde alguna, pues puede haber lagunas normativas) a todos y cada uno de los casos genéricos posibles. En la medida en que cualquier caso individual posible del universo del discurso es subsumible en uno y sólo uno de los casos genéricos, este análisis permite determinar cuál es la solución jurídica de cualquier caso individual (siempre que el sistema proporcione una solución al caso genérico). Partiendo del análisis más abstracto y general se llega a la respuesta jurídica del caso individual examinado. Los profesores argentinos ilustran el funcionamiento del modelo mediante el ejemplo, ya famoso en la teoría jurídica de orientación analítica, del universo del discurso consistente en la transmisión de bienes inmuebles a un tercero por parte de quien no era el legítimo titular del mismo (Alchourrón y Bulygin, 1971, Cap. I). Partiendo de las disposiciones del (viejo) código civil argentino relativas a esta cuestión, los autores señalan que existen tres propiedades relevantes: la buena fe del adquirente (y su ausencia, esto es, la mala fe), la buena fe del enajenante (y su ausencia), y el título oneroso de la transmisión (y su ausencia, es decir, la transmisión a título gratuito). Esto implica que existen ocho casos genéricos posibles en el universo de casos (combinaciones de presencia o ausencia de propiedades): 1) buena fe del adquirente, buena fe del enajenante y título oneroso; 2) mala fe del adquirente, buena fe del enajenante, y título oneroso; y así sucesivamente hasta la octava combinación. El sistema regula una única acción: la de restituir el inmueble al legítimo titular, que en función de las circunstancias (propiedades relevantes antes indicadas) puede estar calificada como obligatoria o como facultativa. La interpretación de los preceptos del código civil argentino en términos de correlaciones entre propiedades o combinaciones de propiedades y soluciones (calificaciones deónticas de la acción de restituir) permite determinar la respuesta jurídica a cada uno de los casos genéricos posibles. Como cualquier caso individual será subsumible en un
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(y sólo un) caso genérico, el análisis permite determinar la respuesta a cualquier caso individual de este universo del discurso. En la medida que este modelo permite determinar con precisión la respuesta que ofrece el sistema a cada caso genérico, su utilidad resulta indiscutible. No obstante, no siempre es suficiente para proporcionar la respuesta correcta a los casos individuales o judiciales que se plantean (si bien conviene resaltar que si ello es así no es por un problema del modelo metodológico en sí, sino por algún defecto del propio sistema normativo). Por ejemplo, puede ocurrir que exista una laguna normativa, esto es, que el caso genérico (y por ende los casos individuales subsumibles en aquél) no esté correlacionado por el sistema con ninguna solución. O puede que exista una antinomia, cuando el mismo caso es correlacionado por soluciones distintas y lógicamente incompatibles (por ejemplo, prohibiendo y permitiendo un mismo comportamiento). En estas situaciones, se precisan otros modelos metodológicos y argumentativos para ofrecer una respuesta justificada. Dichos modelos, a diferencia del anterior, centran la atención en el caso individual o judicial para extraer después a partir de ellos consecuencias generales (sobre esta cuestión se insistirá más adelante). Por otro lado, es importante destacar que la respuesta que el sistema ofrece al caso genérico (y por ende individual) no siempre coincide con la respuesta correcta al caso judicial. Es decir, pueden plantearse situaciones en la que la respuesta correcta al caso judicial sea distinta a la del caso genérico, de modo que resolver el caso judicial aplicando la solución que el sistema otorga al caso genérico se pueda considerar jurídicamente incorrecto. Esto muestra la relevancia teórica del concepto de ‘caso judicial’2. Un caso judicial involucra la intervención de un aparato institucional (la administración de justicia, u órganos con funciones similares de la administración pública), lo que conlleva la aplicación de todo un conjunto de normas de tipo procesal, o dicho en términos de Hart, de reglas secundarias de adjudicación (véase Hart, 1994, pp. 96 ss). Pueden encontrarse múltiples ejemplos de discordancia entre la respuesta que el sistema establece para el caso genérico/individual y la respuesta correcta al caso judicial correspondiente. Lo que sigue es sólo una pequeña ilustración. La mayoría (por no decir la totalidad) de ordenamientos jurídicos establecen la obligación del deudor en un contrato de compraventa de pagar el precio de la cosa vendida, y otorgan al vendedor una acción judicial para reclamar dicho pago en caso de incumplimiento. En un caso judicial en el que el acreedor reclama al deudor el pago, la solución al caso individual está claramente determinada, pero aún así puede ocurrir que la solución correcta del caso judicial sea otra: por ejemplo, si ha transcurrido el plazo de prescripción de la acción, o si se ha interpuesto la demanda ante un órgano judicial que no tiene la competencia para conocer del asunto, o si el acreeEste concepto fue introducido por el profesor argentino Pablo E. Navarro para hacer frente a la crítica del profesor chileno Fernando Atria (en ATRIA 2002, 2005a y 2005b) a la idea positivista de que los jueces gozan de discreción en los casos de laguna normativa. Según Atria, no es cierto que exista discreción en los casos de laguna, o dicho de otro modo, existe una respuesta correcta a pesar de que se presente una laguna normativa. Para ello utiliza el ejemplo hipotético de una pareja escocesa de recién casados que no se pone de acuerdo en el destino del viaje nupcial, en el que el conflicto llega al punto de que uno de sus miembros demanda judicialmente al otro para que el juez condene a la otra parte a viajar al destino preferido por el demandante. Dado que el derecho escocés (como probablemente cualquier otro) no contiene normas que regulen las cuestiones relativas al destino del viaje nupcial, existe una laguna, pero no habría discreción judicial porque el juez sólo puede tomar una decisión jurídicamente correcta: rechazar la demanda. Navarro responde (véase NAVARRO, 2005) que en la posición de Atria se entremezclan distintas cuestiones conceptuales que deben ser debidamente distinguidas, para lo cual introduce la noción de ‘caso judicial’ como categoría distinta a la de ‘caso individual’. La tesis de fondo es que puede no existir una respuesta correcta para el caso individual a pesar de que ésta sí exista para el caso judicial (que exista o no es una cuestión contingente de cada sistema jurídico).
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dor no consigue acreditar la existencia del contrato y de la deuda, etc. O imaginemos el caso en que una deuda ha sido ya previamente satisfecha pero a pesar de ello el acreedor demanda al deudor por impago, aportando la documentación que acredita la existencia del contrato y la cuantía de la deuda, y el deudor no tiene manera de acreditar que ésta ya ha sido liquidada. O el caso, no infrecuente, de que la acusación en un proceso penal no consiga acreditar que el acusado cometió el delito (pese a que lo cometió realmente). En todos estos ejemplos, y en muchísimos más, la respuesta correcta del caso individual y del caso judicial son divergentes.
3. De lo particular a lo general. Del ‘caso concreto’ a las soluciones generales. La ponderación en los conflictos entre principios Algunos de los problemas de los sistemas normativos, tales como las lagunas o las antinomias, muestran que no siempre basta con seguir una metodología “descendente”, partiendo del análisis del sistema normativo, para hallar la solución correcta o justificada para el caso, ya sea éste individual o judicial. El modelo de Alchourrón y Bulygin es especialmente apto para detectar lagunas o antinomias, pero no proporciona (ni es su cometido hacerlo) una metodología normativa para resolverlos, y así determinar una respuesta correcta o justificada a los mismos. Las metodologías o modelos argumentativos para hacer frente a estas situaciones y proporcionar una respuesta correcta o justificada suelen tener en común el hecho de partir del “caso concreto” (usualmente un caso judicial, en el que resulta necesario ofrecer una respuesta y el juez no puede rehuir sus obligaciones alegando que el sistema no ofrece una solución unívoca y determinada), para extraer de éste elementos, aspectos o propiedades que permitan justificar una solución o respuesta genérica, tanto para el caso judicial bajo examen como para todos aquellos otros casos (individuales y/o judiciales) que sean iguales en sus aspectos relevantes. En los casos de laguna normativa, por ejemplo, suele recurrirse a esquemas argumentativos como la analogía, el argumento a fortiori o el razonamiento a contrario sensu. En todos ellos se centra la atención en el caso individual o judicial, es decir, en “los hechos del caso concreto” para extraer de entre las múltiples y variadas características y circunstancias que presentan, aquellas que se estiman especialmente importantes o relevantes, por su similitud o disimilitud con otros casos genéricos regulados por el sistema, y por su (in)compatibilidad o (des)ajuste con la ratio o las finalidades perseguidas por estas otras normas, para así justificar la solución del caso de forma análoga o contraria a otros casos genéricos. Lo destacable es que, para la justificación de la respuesta dada al caso individual o judicial planteado, las razones deben ser extrapolables a cualesquiera otros casos individuales/judiciales que presenten las mismas propiedades, características o circunstancias estimadas como relevantes. Es decir, se trata en suma de crear y justificar una norma que dé respuesta al caso genérico del que el caso individual/judicial es una ejemplificación o manifestación. En el supuesto de las antinomias o contradicciones normativas, a primera vista el asunto parece más sencillo debido a la existencia de una larga tradición jurídica de criterios como el jerárquico (lex superior), el cronológico (lex posterior) o el de especialidad (lex specialis). Sin embargo, como bien explica Norberto Bobbio (véase Bobbio, 1964), tales criterios resultan insuficientes en muchas ocasiones, ya sea por resultar inaplicables David Martínez Zorrilla
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al no concurrir los requisitos necesarios para su aplicación, o porque la aplicación de diversos criterios aplicables da lugar a resultados incompatibles (las denominadas ‘antinomias de segundo grado’). Pero quisiera centrar la atención en unos supuestos de conflicto o colisión normativa especialmente relevantes y que han centrado el interés de los teóricos en las últimas décadas: los conflictos entre principios. A partir del impulso de la obra de autores como Ronald Dworkin o Robert Alexy, parece haberse generalizado la asunción de que nuestros ordenamientos jurídicos contienen fundamentalmente dos categorías diferentes e irreductibles de normas: las reglas y los principios jurídicos. Pese a las distintas concepciones teóricas de éstos últimos, existiría un consenso bastante amplio en que los preceptos constitucionales sustantivos tales como los derechos fundamentales, los valores constitucionales o los bienes constitucionalmente protegidos corresponderían a la categoría de los principios. No resulta infrecuente que, bajo determinadas circunstancias, distintos principios que en abstracto parecen perfectamente compatibles entren en colisión, en el sentido de que cada uno de ellos respaldaría una solución distinta e incompatible del “caso concreto”. Por ejemplo, el ejercicio de la libertad de expresión o información de un periodista puede lesionar el honor o la intimidad de la persona respecto de la cual se informa o se valora su comportamiento; o ciertas prácticas en principio amparadas por la libertad religiosa (como por ejemplo la circuncisión de niños pequeños) podrían afectar a la integridad física o la salud. Parece existir un amplio consenso entre los teóricos del derecho acerca de los tres aspectos centrales o definitorios de este tipo de situaciones: 1) Los elementos que entran en conflicto son principios, y no reglas; 2) El conflicto o colisión se plantea en el “caso concreto”, debido a las “circunstancias del caso”, y no porque exista una contradicción o incompatibilidad en abstracto entre los principios afectados; y 3) Los clásicos criterios de resolución de antinomias no son adecuados para resolver estos conflictos, no sólo porque en la gran mayoría de casos no sean aplicables, sino porque aun siéndolo, no deberían ser aplicados. La respuesta a los conflictos requiere de otro mecanismo, metodología o procedimiento adecuado, usualmente denominado ‘ponderación’ o ‘balance de principios’. Aunque esta concepción “estándar” no está exenta de problemas (sobre este punto, véase Martínez Zorrilla, 2007), no entraré en esta cuestión, y se asumirá por hipótesis como adecuada. Lo que más nos interesa para los fines de este trabajo es el mecanismo de la ponderación en sí. Sin duda, uno de los autores que más y mejor ha contribuido al desarrollo teórico de la ponderación es Robert Alexy, en su Teoría de los derechos fundamentales (Alexy, 1986) y en obras posteriores. Partiendo de la idea intuitiva de que en estas situaciones hay que “ponderar” o “poner en la balanza” los distintos principios en juego para determinar cuál “pesa” más en las circunstancias del caso, el profesor alemán desarrolla un sofisticado modelo teórico y metodológico para intentar ofrecer rigor en la determinación y justificación de la respuesta al conflicto. El esquema sigue la línea “ascendente” aquí indicada: a partir del análisis del “caso concreto” (individual o -habitualmente- judicial), se intentan extraer de éste aquellas circunstancias, propiedades o elementos que se estiman como relevantes para ofrecer y justificar una solución, no sólo al caso individual o judicial entre manos, sino también a cualesquiera otras situaciones de conflicto entre los mismos principios que compartan las mismas circunstancias o propiedades relevantes. Esto es, la ponderación no sólo ofrecería una respuesta al caso individual de conflicto, sino que justificaría la creación de una regla que resuelve un caso genérico. Como afirma el propio Alexy, “Si el principio P1, bajo las circunstancias C,
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precede al principio P2: (P1 P P2) C, y si de P1 bajo las circunstancias C resulta la consecuencia R, entonces vale una regla que contiene C como supuesto de hecho y R como consecuencia jurídica: C → R” (Alexy 1986, p. 94). En consecuencia, se resolvería no sólo el caso judicial objeto de examen, sino cualesquiera otros casos individuales en los que se manifiesten las circunstancias C, que define un caso genérico3. Desde el punto de vista conceptual, la ponderación establece que una decisión estará justificada si y sólo si satisface el requisito de la proporcionalidad, esto es, si el sacrificio o lesión impuesto a uno de los principios es inferior (o al menos no superior) al grado de satisfacción del otro. Desde el punto de vista estrictamente metodológico, Alexy configura el proceso ponderativo como una sucesión de tres etapas consecutivas: 1) el análisis de la adecuación o idoneidad; 2) el análisis de la necesidad; y 3) el análisis de la proporcionalidad en sentido estricto. En primer lugar, ha de verificarse que la decisión que se propone es adecuada o idónea para la satisfacción de un fin constitucionalmente legítimo (lo que será lo más habitual si estamos hablando del ejercicio de un derecho). En segundo lugar, debe analizarse si es una medida necesaria, en el sentido de que no existan alternativas menos gravosas que resulten como mínimo igual de efectivas. Si se satisfacen los dos requisitos anteriores, se procede al valorar la proporcionalidad en sentido estricto, en la que se analizan los niveles de satisfacción y de lesión o menoscabo de los principios afectados, para comparar las alternativas y comprobar si la satisfacción de uno de los principios supera la lesión del otro (en cuyo caso la decisión estará justificada, no estándolo en caso contrario). En el Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales (Alexy, 2002) y en obras posteriores, el profesor alemán desarrolla un modelo cuasimatemático de la proporcionalidad en sentido estricto, que permite atribuir un valor numérico a las magnitudes de lesión y satisfacción de los principios implicados, para así poderlos comparar de manera precisa. La de Alexy no es, sin embargo, la única propuesta teórica de un modelo para ofrecer respuestas a los casos de conflicto entre principios. En este ámbito merece atención también el modelo propuesto por la filósofa Susan L. Hurley para resolver los conflictos tanto en el ámbito moral como en el jurídico (de manera general, en Hurley 1989; centrado en el ámbito jurídico, Hurley 1990), y que en algunos aspectos podría incluso resultar preferible al de Alexy (sobre esta cuestión, véase Martínez Zorrilla 2009). Se trata de un modelo que se inserta en la concepción filosófica más general del coherentismo. Según dicha concepción, el objetivo de la deliberación práctica es la elaboración de la “mejor teoría posible” para guiar la toma de decisiones en el ámbito de la razón práctica (que incluye tanto la moral como el derecho). La decisión justificada en cada caso será aquella que resulte coherente o favorecida por dicha “mejor teoría”. En la propuesta de la autora, además, cobra especial relevancia el concepto de ‘caso paradigmático’ (settled case). Un caso (individual) adquiere el estatus de ‘paradigmático’ cuando la respuesta al mismo aglutina un amplio consenso entre la comunidad de expertos o especialistas en ese ámbito acerca de su corrección. Si nos referimos a un ámbito jurídico, adquiere relevancia no sólo el consenso entre los juristas, sino también un aspecto institucional, el de la jurisprudencia, especialmente si ésta es de obligado seguimiento (como ocurre Un ejemplo, a partir de la reconstrucción de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español sobre los casos de conflicto entre la libertad de información y el derecho al honor, es que la primera prevalecerá sobre el segundo cuando concurran las circunstancias siguientes: que la información sea veraz (diligencia en la verificación y contrastación de las fuentes), que sea de relevancia pública (por ejemplo, por referirse a las actividades de un cargo público en el ejercicio de sus funciones), y que no se utilicen expresiones injuriosas, insultantes o vejatorias. En cualesquiera otras circunstancias, prevalecerá el derecho al honor del afectado.
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con la de muchas cortes constitucionales, o con el precedent anglosajón). Es decir, un caso puede resultar paradigmático no sólo por el consenso generado por las razones que fundamentan la respuesta, sino también por consideraciones de tipo institucional. Por otro lado, como afirma la autora, no es imprescindible que se trate de casos “reales”, ya que pueden ser hipotéticos (experimentos mentales), siempre que las razones para fundamentar la respuesta generen un amplio consenso acerca de su corrección, que es el aspecto relevante. De nuevo, el esquema general sigue siendo de tipo “ascendente”, pues el objeto de centrar la atención en uno o varios casos paradigmáticos (individuales o judiciales) sirve no sólo para dar una respuesta al caso individual/judicial entre manos, sino para justificar la misma respuesta a cualquier otro que comparta las mismas características o propiedades relevantes (caso genérico). En concreto, Hurley presenta un modelo dividido en cinco etapas sucesivas, para la elaboración de la teoría y la determinación y justificación de la respuesta (en la medida en que resulte favorecida por la teoría). Para facilitar el seguimiento del modelo de manera ordenada, la autora propone una “matriz deliberativa” (deliberative matrix) que se irá completando a medida que se superen las diversas etapas. En esta breve presentación, no obstante, prescindiremos de ella por motivos de brevedad. 1) La primera etapa consiste en la especificación del problema: se identifican las alternativas que se plantean en el caso y se determinan las distintas razones (principios jurídicos, en este caso) relevantes que se aplican a cada una de ellas y cómo éstas ordenan las alternativas en conflicto. Si tomamos el ejemplo de la posibilidad de publicar una noticia que afecta gravemente al honor, buena imagen y proyección pública de una persona, las razones serían, por un lado, la libertad informativa, y del otro, el derecho al honor. Cada una de ellas favorece una determinada respuesta (la permisión y la prohibición de la publicación de la noticia, respectivamente). 2) La segunda etapa consiste en un examen más detenido de las razones en juego, para determinar más el propósito, cometido o fundamento (las llamadas “razones subyacentes”) de cada razón, con el fin de ayudarnos a determinar mejor la importancia que tiene cada una de las razones en el caso que decidir. Por lo que respecta a la libertad de información, el Tribunal Constitucional español ha afirmado reiteradamente que ésta tiene su fundamento en la formación de una opinión pública libre, pilar básico de una sociedad democrática. Ello requiere que todos puedan expresar libremente ideas y opiniones, así como informarse sin limitaciones ni censuras de los hechos acontecidos. Por lo que respecta al derecho al honor, resultaría más discutible o problemática la determinación de su principal fundamento. Posiblemente éste podría situarse en el autorrespeto, en la medida en que la proyección externa incide también en la imagen que cada uno tiene de sí mismo; o posiblemente el fundamento se encuentre en la dignidad de la persona, en la medida en que una de las dimensiones en las que se plasma el respeto a la persona es respetando su imagen y proyección pública. Tan sólo como hipótesis a efectos del ejemplo, situaremos el fundamento del derecho al honor en la dignidad. 3) En la tercera etapa se toman en consideración distintos casos paradigmáticos, reales o hipotéticos, en los que se plantee un conflicto entre las mismas razones y haya un amplio consenso sobre la solución correcta. A efectos del ejemplo consideraremos que contamos con los siguientes (hipotéticos): a) Se informa acerca de que el ministro de fomento aprobó la concesión de las
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obras del nuevo aeropuerto a una empresa a cambio de una millonaria comisión. En este supuesto, se considera que debe prevalecer la libertad de información porque se trata de hechos de gran relevancia para la opinión pública. b) Se informa acerca de ciertas actividades de una persona de relevancia pública (por ejemplo, ese mismo ministro) que afectan a su buena imagen pública pero que no se refieren a ningún asunto público o relacionado con su cargo (por ejemplo, se dice que ese ministro sólo se cambia de ropa interior una vez al mes). En este supuesto prevalece el derecho al honor sobre la libertad de información porque se afecta negativamente al honor de la persona y la información no contribuye prácticamente a la formación de la opinión pública. c) Se informa de la actividad de una persona anónima ha llevado a cabo un acto que puede poner en serio peligro la seguridad del Estado (por ejemplo, que ha sustraído importantes documentos secretos del centro de inteligencia). En este supuesto se considera que debe prevalecer la libertad de información. d) Se informa de que un funcionario público en el ejercicio de su cargo ha cometido determinadas ilegalidades, pero se comunica la noticia de tal manera que se utilizan muchos insultos y descalificativos injuriosos para con el afectado, lesionando de un modo extremadamente grave su imagen y proyección pública. En este supuesto, se considera que tiene mayor importancia la protección del honor del afectado. 4) La cuarta etapa es el núcleo del proceso deliberativo. En ella se elaboran hipótesis teóricas acerca de los fundamentos de las soluciones de los casos paradigmáticos seleccionados en la etapa anterior. Tales hipótesis intentan determinar qué circunstancias o propiedades de tales casos son las que contribuyen a incrementar o disminuir el «peso» de cada una de las razones en conflicto en relación con las demás. Cada hipótesis o teoría identifica ciertas circunstancias o propiedades y les atribuye relevancia para determinar un cierto resultado. Se trata de contrastar cada una de las hipótesis con distintos casos paradigmáticos (en principio, cuantos más, mejor), para comprobar si ofrecen una resolución satisfactoria del caso. Si la hipótesis es insatisfactoria (no da adecuada cuenta de los casos paradigmáticos), es abandonada. El objetivo es encontrar la mejor teoría posible, es decir, aquella hipótesis que mejor reconstruya y sea más compatible con nuestras intuiciones plasmadas en la resolución de los distintos casos paradigmáticos. En nuestro ejemplo podríamos decir que la hipótesis más coherente con los distintos casos paradigmáticos es aquella que establece que cuando el asunto del que se informa (y no meramente la persona) sea de relevancia pública y no se utilice lenguaje injurioso, prevalece la libertad de información, mientras que prevalecerá el derecho al honor en caso contrario. 5) En la quinta y última etapa, se determinan las consecuencias que la mejor de las hipótesis obtenidas supone para el caso individual o judicial que debe ser resuelto (en otras palabras, cuál de las alternativas en conflicto tiene prevalencia en el caso a decidir, de acuerdo con la mejor teoría). Si el caso individual/judicial presenta las circunstancias de informar de un asunto de relevancia pública y no se utiliza lenguaje injurioso, prevalecerá la libertad informativa y le permitirá la publicación, mientras que en caso contrario prevalecerá el derecho al honor del afectado (se prohibirá a publicación o se tomarán medidas para restituir el perjuicio causado).
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4. Conclusiones
Se ha intentado poner de manifiesto que existen destacables diferencias metodológicas en función de si el foco de interés se sitúa en la respuesta a los casos genéricos, o bien en la de los casos individuales o judiciales. Si se trata de lo primero, se suele utilizar una metodología “descendente” en la que el análisis se centra en el sistema normativo, para a partir de éste llegar después al caso individual. Un magnífico ejemplo de una metodología de este tipo es el modelo desarrollado por Alchourrón y Bulygin. En determinados supuestos, no obstante, el análisis de los sistemas normativos no nos ofrece una respuesta para el caso individual o judicial a resolver, por lo que resultan necesarias otras metodologías (más que opuestas, complementarias a la anterior) de tipo “ascendente”, en las que se parte de las circunstancias del caso concreto a decidir para justificar una respuesta no sólo al mismo, sino al caso genérico que comparta las mismas propiedades relevantes. Un ejemplo destacado de la necesidad de estas metodologías es el de los conflictos entre principios, cuyo análisis ha dado lugar a propuestas metodológicas tan interesantes como el principio de proporcionalidad de Alexy o el modelo coherentista de Hurley. Bibliografía Alchourrón, C.E. y Bulygin, E. (1971): Normative Systems. Viena: Springer-Verlag. Alexy, R. (1986): Theorie der Grundrechte. Frankfurt: Suhrkamp. Citado por la traducción castellana de E. Garzón Valdés (1993): Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. (2002): “Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho Constitucional, nº 66, pp. 13-64, Atria, F. (2002): On Law and Legal Reasoning, Oxford: Hart Publishers. (2005a): “Sobre las lagunas”, en Atria, F., Bulygin, E. et al.: Lagunas en el derecho. Una controversia sobre el derecho y la función judicial. Madrid: Marcial Pons, pp. 15-27. (2005b): “Creación y aplicación del derecho: entre formalismo y escepticismo”, en Atria, F., Bulygin, E. et al.: Lagunas en el derecho. Una controversia sobre el derecho y la función judicial. Madrid: Marcial Pons, pp. 45-71. Bobbio, N. (1964): “Sobre los criterios para resolver las antinomias”, en Bobbio, N (1990): Contribución a la teoría del derecho (ed. a cargo de A. Ruiz Miguel), Madrid: Debate, pp. 339-354. Bulygin, E. (2005): “Creación y aplicación del derecho”, en Atria, F., Bulygin, E. et al.: Lagunas en el derecho. Una controversia sobre el derecho y la función judicial. Madrid: Marcial Pons, pp. 29-44. Hart, H.L.A (1994): The Concept of Law (2nd edition with Postscript), Oxford: Clarendon Press. Hurley, S.L. (1989): Natural Reasons. Personality and Polity, New York: Oxford University Press.
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(1990): “Coherence, Hypothetical Cases and Precedent”, en Oxford Journal of Legal Studies, pp. 221-251. Martínez Zorrilla, D. (2007): Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa. Madrid-Barcelona-Buenos Aires: Marcial Pons. (2009): “Alternativas a la ponderación. El modelo de Susan L. Hurley”, en Revista Española de Derecho Constitucional, nº86, pp. 119-144. Navarro, P.E. (2005): “Casos difíciles, lagunas en el derecho y discreción judicial”, en Atria, F., Bulygin, E. et al.: Lagunas en el derecho. Una controversia sobre el derecho y la función judicial. Madrid: Marcial Pons, pp. 87-101.
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CUARTA PARTE METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA: NUEVOS APORTES Y ALTERNATIVAS
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INTERDISCIPLINA Y ESTATUTO CIENTIFICO DE LO JURIDICO Roberto Follari ¿Qué es lo científico del Derecho? Ciertamente, no su origen. El derecho positivo proviene de esa especie de “voluntad constituyente” inicial, que no tiene otro fundamento que el acto político mismo a partir del cual se toma la decisión de instaurar cierta Constitución y ciertas leyes. Dicho de otro modo, puede por supuesto el legislador auxiliarse de asesoramiento científico o de conocimiento científico para orientar su propuesta –si es el caso- y su rechazo o aceptación frente a propuestas de otros. Peros no hay dudas de que nunca esa decisión es reductible a los condicionamientos informativos y/o explicativos a partir de los cuales finalmente se decida tomarla. Establecer la legislación es inevitablemente un acto y, como tal, imposible de ser considerado solamente en términos de determinadas postulaciones científicas. Son las orientaciones normativas del legislador las que cuentan como principales en estos casos, y es desde ellas que se realiza la lectura e interpretación de lo que la ciencia pudiera aportar, para justificar la decisión en orden a esas orientaciones. Siendo así, de ninguna manera podría imaginarse al derecho positivo (la legislación “realmente existente”) como científico o derivado de lo científico. Aun cuando en algún caso la ciencia hubiera sido puesta al centro de los fundamentos esgrimidos para imponer una determinada ley, la decisión de apelar a la ciencia y no a otro tipo de justificación, sería por sí misma eminentemente valorativa. Hay imposibilidad de remitir a los hechos sin que en esa misma remisión se implique un valor, lo que ya fue entrevisto en su momento por Max Weber.
1. ¿Hay una ciencia que estudie el Derecho? No cabe duda de que hay estudios científicos sobre el Derecho. Existen “comunidades científicas” constituidas al respecto. Es cierto que en las Facultades de Derecho no suelen abundar los investigadores ni los académicos de tiempo completo; la profesión es mucho más rentable –y a menudo también más proveedora de prestigio y status social- que el ejercicio universitario. Pero ello no impide que haya investigación que se realice en esas dependencias, en torno del Derecho mismo. Y si bien algunas de esas investigaciones pueden ser rigurosas pero no estrictamente científicas (es el caso de las que investigan desde la Filosofía del Derecho, en tanto la filosofía no es una ciencia “strictu sensu”)(1), muchas de ellas abrevan en repertorios teórico-explicativos propios de la Historia, la Sociología, La Ciencia Política u otras disciplinas sociales reconocidas. Surge la pregunta de si hay un estatuto científico propio del Derecho, si este constituye (o no) un espacio de explicación propio. Nuestra impresión al respecto, es que no existe tal espacio científico específico. Es cierto que el Derecho constituye un cúmulo específico de hechos, una especie de objeto real tipificable; tanto el conocimiento de la juridicidad existente, como el relativo a su aplicación concreta por fiscales y jueces, son primariamente territorio de aquello que es propio de quien hace estudio de Derecho. Y, más genéricamente, los modos en que diferentes estratos de la sociedad asumen o no las normativas vigentes, las formas diver-
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sificadas de lo delictual, los procedimientos estatales de prevención del delito, los dispositivos carcelarios y las prácticas que en ellos se realizan, son también parte de aquello que importa estudiar desde quienes están interesados en lo que el Derecho abarca. Pero no advertimos que el Derecho constituya un objeto teórico propio (Bourdieu et al., 1975), que no sea el configurado en torno de la Filosofía del Derecho. El fundamento de la obligatoriedad de la ley no es un tema científico sino filosófico; la remisión al iusnaturalismo o la asunción del derecho positivo como intrínsecamente legítimo, son tomas de posición que no dependen de ninguna explicación científica: son propios del ejercicio filosófico en lo conceptual, y de la posición ético/ideológica de cada sujeto en lo práctico. El estudio del Derecho surge desde una práctica profesional, es similar en ello a la Medicina, que no constituye de por sí una ciencia como sí lo son la Biología o la Fisiología. Siendo el Derecho un hecho social, es en parte explicable a partir de la Sociología. Dependiendo, como efectivamente sucede, de decisiones políticas, en parte también es explicable desde la Ciencia Política. Y en tanto las condiciones sociales de ejercicio de los comportamientos regulados por el Derecho resultan diferentes para sujetos diferenciados, son la Psicología y la Antropología auxiliares necesarias para realizar el análisis de esas condiciones concretas. Las ciencias buscan explicar, el Derecho es para aplicar. Y la explicación de las condiciones bajo las cuales el Derecho surge y funciona, no surge del Derecho mismo. No hay una explicación puramente (ni prioritariamente) jurídica de cómo se urde lo jurídico, y menos aún de cómo esto aplica para el conjunto de la sociedad, y para sus sectores diferenciados (de clase, étnicos, diversos según territorio, etc.). Es en este sentido que decimos que el Derecho no sería por sí mismo científico, sino que hay ciencia respecto del Derecho. Alguna puede ser de análisis interno del Derecho, por ej. el estudio de su consistencia lógica; ello remite a herramientas de la lógica (y, en su caso, incluso de cierta Matemática elemental), que por cierto no son surgidas del Derecho mismo, aunque le sean enormemente necesarias a este. Insistimos en el punto de que la ciencia no es la información acerca de lo existente. Si así lo fuera, el Derecho sí se bastaría a sí mismo. Se trataría de conocer el derecho positivo, la normativa en cuanto tal. La vigente, la pasada, la comparada entre épocas, países y tradiciones diferentes. En lo que hace estrictamente a la referencia fáctica de qué diferencialidad han adquirido estas normativas, sin dudas que el Derecho daría por sí solo la información suficiente, el material desde el cual trabajar. Pero la ciencia requiere explicación, nunca se limita a la descripción. Y cuando la explicación se exige, la salida fuera de la normatividad jurídica se hace imprescindible para dar cuenta de por qué esta ha existido, cómo llegó a imponerse y/o a aceptarse, y cuáles fueron luego los resultados de la misma en su ejercicio social. Si vamos a diferenciar el Derecho en la Argentina y el Brasil, es evidente que aparecerán consideraciones propiamente históricas que son las que han hecho esa diferencialidad; el Imperio en Brasil hasta comienzos del siglo XX sin dudas que sería un punto importante, así como el mantenimiento de la esclavitud por un período muy posterior a su abolición en la actual Argentina (hasta poco antes, virreinato del Río de la Plata) por la Asamblea del año XIII. Las condiciones políticas, y las relaciones de fuerza sociales expresadas en lo político que llevan a la existencia de un cierto régimen político y la posterior plasmación de la vigencia de ese régimen en su normatividad jurídica, remiten a un conjunto
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de determinaciones que el Derecho por sí solo en ningún caso podría proveer. Son la Sociología, la Ciencia Política, la Antropología, las que en estos casos vienen a cuento en la explicación. Eso no significa que necesariamente sean los sociólogos o los politólogos los que tengan que participar de las investigaciones sobre el Derecho. Desde esas disciplinas habitualmente nada se sabe de Derecho, y aquí se trata de aplicarle a este –o, al menos, a fenómenos sociales que se le asocian- el conocimiento sociológico o politológico. Por lo tanto, si un sociólogo o un politólogo quisieran intervenir en este tipo de pesquisas, o debieran formar parte de un equipo donde el conocimiento de Derecho lo provea un profesional de esa área, o debieran estudiar específicamente aspectos de Derecho, o de áreas disciplinares ligadas, como es la Criminología. De tal manera, pensamos más bien que la formación del profesional en Derecho es la que exige la remisión a esas disciplinas, con sus inherentes teorías explicativas. Si la constitución epistémica de los estudios sobre Derecho exige que se sepa sobre Sociología y Ciencia Política (y no sólo sobre ellas), el profesional del Derecho, ya sea para su práctica profesional como también para la actividad académica de docencia e investigación, debiera tener formación en estas disciplinas como partes constitutivas de su propio conocimiento disciplinar.
2. Derecho, disciplina multidisciplinar Así, el Derecho comparte sus características de conformación epistémica con otras discipinas sociales: el Trabajo Social (B.Lima,1986), o la Comunicación Social (Follari, 2000). Más allá de que, por una razón de prestigio acordado relativo, difícilmente a algunos de quienes trabajan en Derecho pudiera gustarles ese parentesco en las características formales de su constitución como objeto conceptual, lo cierto es que se trata de “disciplinas multidisciplinares”; es decir, de disciplinas que –surgidas desde la profesión que luego busca fundarse científicamente, y no desde lo científico en sí mismo- requieren, para su propio acervo explicativo, de lo que aportan otras disciplinas previamente constituidas. Malo sería pretender “autonomía epistémica” como si fuera un oropel brillante al cual hay que aspirar; ha sucedido a veces ese fenómeno “defensivo” ante el sentimiento de que se podría ser “menos” que la Sociología o la Antropología, ciencias constituidas como tales hace mucho tiempo, y en las cuales la conformación desde lo académico e investigativo es indisputable. Pero Derecho no es menos que Sociología, ni más que ella; es, científicamente, diferente. El Derecho sí se constituye como ciencia (si tomamos como criterio la existencia de comunidades científicas y existencia de las mismas dentro de las instituciones de ejercicio y reproducción de la ciencia, tal las universidades) (Kuhn, 1980), sólo que para ello debe tomar –como parte inherente de su propia explicación- a otras disciplinas científicas existentes. Por supuesto que alguien podría argumentar que el Derecho es tan añejo como la historia de Occidente, y en cambio la Sociología surgió apenas en los comienzos del siglo XX. Pero sería un razonamiento erróneo: el Derecho como práctico es muy viejo (digamos, como “objeto en lo real”), pero como objeto científico construido sin dudas que aún está en su proceso de construcción. Y por cierto que el prestigio social asociado a la profesión, poco ayuda en la advertencia de sus problemas epistémicos de constitución.
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La curiosa costumbre de todavía hoy llamar “doctores” en la Argentina a los licenciados en Derecho –a la cual suelen aportar fervientemente muchos de los licenciados mismoses muestra de un status acordado que requiere de la imaginaria completud (Lacan,1981) para sostenerse. De tal modo, la necesidad de apelar a otras disciplinas, pensada en términos de carencia, queda impedida de asumirse. Y en la medida en que así sea, la calidad en la formación de los profesionales del área se resiente. Sin dudas que se resiente en el plano de lo investigativo: la discusión de por qué se impuso tal normatividad o tal otra, la forma en que una determinada sociedad la absorbió o la rechazó en los hechos, la mirada social sobre las normas y su transgresión, son todas cuestiones que exigen conocimiento científico-social específico. Quien quiera investigar en Derecho tiene que conocer la normatividad en sí misma –por supuesto-, pero tiene que dominar herramientas que le permitan poner lo jurídico en su lugar dentro del conjunto de las prácticas sociales. De tal modo, un investigador que no conociera las concomitancias sociológicas, políticas, antropológicas y psicológicas del Derecho, ciertamente estaría muy limitado para sus pesquisas, y para dar razón suficiente de los hechos que pretenda explicar. Y sin dudas que también el profesional del Derecho se vería limitado. Esto es menos evidente, pero puede ser –desde el punto de vista social- más importante que lo anterior, ya que son muchos más los profesionales del Derecho que se dedican a ejercerlo, que aquellos que se dedican académicamente a estudiarlo; y que la práctica social de la profesión es fuerte en sus efectos para la población, por vía de lo que realizan quienes litigan, tanto como aquellos que van a formar parte del aparato judicial. Si los profesionales del Derecho tienen una formación amplia, estarán en condiciones de superar cierto “normativismo” que es inherente a las condiciones de formación en el estudio de la positividad legal. Para el hombre de Derecho, en algún sentido la ley rige las condiciones del comportamiento social. Pero para los sujetos sociales concretos, en su número mayoritario, el Derecho es un límite difuso a su libertad, casi nunca presente a su representación conciente. La mayoría de las personas no conoce las leyes, y a menudo no le interesa conocerlas, excepto cuando ellas aparecen imprescindibles para resolver alguna cuestión específica. El Derecho es abstracto y opera con un lenguaje formal, tedioso e inexpresivo, de modo que la lectura de las leyes se hace poco amigable para casi cualquier sujeto que no sea un especialista en el área. De tal manera, el mundo del Derecho es apenas aquello que me arriesgo a confrontar si es que hago algo extremo; así suele representarse para muchos sujetos la noción de punición asociada a la ley. Sólo en los casos específicos de leyes por las cuales se ha luchado (caso de la igualdad de género, leyes de protección al trabajador, etc.), estas aparecen ligadas “por la positiva” a las prácticas sociales de los sujetos concernidos. De tal modo, entender la relación de los sujetos sociales con la ley, poco tiene que ver con el estudio de las leyes en cuanto tales. Se trata de teoría social, constitución social de los valores, teoría de la ideología, composición de los imaginarios. Si desde los funcionarios del Poder Judicial se comprendieran todos estos factores, estaríamos haciendo un avance decisivo, más allá de cualquier normativismo formal. Y si los profesionales del Derecho en general se formaran rigurosamente en el análisis de estos fenómenos, estaríamos ante defensores y litigantes mejor dotados, y más comprensivos de las condiciones extra-jurídicas en las cuales se sitúa su práctica jurídica. Ahora bien, ¿qué significa “multidisciplinar”? Simplemente, que concurren disciplinas diferentes en la formación, cada una con sus propias teorías, categorías propias de
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las mismas, metodologías, etc. No significa que tales disciplinas estén integradas entre sí. Solamente, que tengan un lugar propio, por ej. como asignaturas diferenciadas que el estudiante cursa durante sus estudios de grado. No se requiere la ardua tarea de la integración, la cual es propia de lo interdisciplinar (Follari, 1982). Por cierto que esta condición implica algunas perplejidades inherentes. Si se estudia a fondo –durante la carrera de grado, por ej.- cada una de esas disciplinas por sí, se requiere demasiado tiempo, y no se podría hacer la formación específica en Derecho (entendiendo por tal el conocimiento de la legalidad positiva, existente). También, a mayor número de esas disciplinas necesarias pero “auxiliares” en el curriculum, menos intensidad en el análisis de cada una. Y si en las ciencias sociales el disenso es constitutivo (Alexander, 1990), ello complejiza cualquier ciencia social obligando a estudiar varias teorías diferentes y mutuamente incompatibles; pero en el caso de Derecho o de Comunicación, ya no se trata de estudiar varias sino muchas, además correspondientes a disciplinas diferentes entre sí. No parece que estas aporías tengan solución; creo que solamente llevan a decisiones “de compromiso”, donde se elige según criterios de conveniencia asumidos para la ocasión específica. Es evidente que son situaciones inherentemente complicadas, de modo que se elegirá de modo necesariamente “decisionista” en cada situación. Pero ello de ningún modo debiera llevar, como imaginaria reducción de la complejidad, a la liquidación del estudio de estas disciplinas en la formación del profesional del Derecho. Si bien las aguas son procelosas, vale la pena recorrerlas; peor es quedarse fuera del circuito conceptual necesario, sobrenadando en aguas tranquilas, pero que no son las que se debe recorrer para llevar a puerto. De tal manera, vale la pena insistir en el alto valor de lo multidisciplinar en la formación de grado y posgrado de los profesionales del Derecho, de modo que esté claramente presente en la constitución de los planes de estudio.
3. La difícil interdisciplina Lo interdisciplinar goza de buena prensa: desde los años setentas aparece como una solución-para-todo (Apostel,1975), y desde poco después, algunos hemos denunciado esa pretensión omnirresolutiva (Follari,1982). Lo cierto es que en los años noventa se opacó un tanto, y luego reapareció con renovados bríos, singularmente en discursos que se pretenden críticos, como los “cultural studies” (García Canclini,1998), los “estudios decoloniales” (Castro-Gómez,1998), la teoría del sistema-mundo (Wallerstein,2002), e incluso dentro de posiciones tecnocrático-empresariales muy definidas (Gibbons,1994). Las posiciones de los estudios culturales y los decoloniales –dejando en esto de lado sus fuertes diferencias mutuas- hacen una versión estetizante de la cuestión; les impresiona “superar diques” y ”romper estructuras cristalizadas”, de modo que usan parecidas frases efectistas y carentes de significación epistemológica precisable. En el caso de Wallerstein, hay una confusión entre lo epistémico y lo político, pretendiéndose resolver la cuestión de la organización universitaria departamental por vía de una resolución epistémica que sería la interdisciplina, superponiendo así dos planos totalmente disímiles (el administrativo-académico con el epistemológico). El caso de Gibbons aparece, por contraste, interesante: es que su posición en favor de un “modo 2 de producción de ciencia”, que apelaría siempre a lo grupal, lo aplicado/ Roberto Follari
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técnico y lo interdisciplinar, deja claro que la interdisciplina no siempre es crítica e ideológicamente progresista. Y, además, desnuda el carácter pragmático al cual apunta más exitosamente lo interdisciplinario. Así, los desarrollos varios de lo interdisciplinar propuestos en términos de teoría de sistemas (R.García,2006), (Glez. Casanova,2004) permiten advertir una clara veta de relación de la interdisciplina a la resolución de problemas, al pensamiento aplicado, a lo tecnológico más que a lo científico, aunque los autores del caso busquen otorgar oropeles epistemológicos a posiciones que en verdad buscan un “conocimiento por objetivos”. En algo ilumina esta opción motivada por los resultados técnicos: sin dudas que en la aplicación del Derecho es útil lo interdisciplinar. De hecho, ya trabajadores sociales y psicólogos –quizá debiera agregarse sociólogos- intervienen en determinados momentos del proceso penal, para establecer imputabilidad o tipificar las condiciones sociales de un acusado. Pero la actividad de un grupo interdisciplinario –lo interdisciplinar nunca es personal (Follari,1982)- permitiría discutir y resolver casos con una integración de lo propiamente legal en lo psíquico y lo social, que habitualmente está ausente de los procesos judiciales. Por supuesto, habría que convenir en qué “lugar y momento” de un procedimiento judicial ordinario o de un juicio podría apelarse a la visión interdisciplinar, pero sin dudas que ella propondría una luz superadora respecto de las modalidades más unidireccionales de aplicación del Derecho. Por cierto que aún lo multidisciplinar sería en estos casos superador de la visión monodisciplinar del Derecho entendido según el modo tradicional. Pero para que la aproximación fuera propiamente interdisciplinaria, se requeriría márgenes de integración de categorías y lenguajes entre los miembros diferentes del grupo, provenientes de disciplinas disímiles. Ello requiere mucho tiempo de trabajo en conjunto, y asunción de riesgos y creatividad epistémicos. No siempre se consigue: pero si se lo hace, puede superarse la simple suma de disciplinas diversas, para conseguir un haz explicativo superior, que pueda englobar aspectos provenientes de las diferentes disciplinas a que se haya apelado. Y, por cierto, a más de ese uso aplicado de lo interdisciplinar en las prácticas jurídicas, está el uso conceptual, dentro de procesos de investigación e indagación científicoacadémica. Hay allí, sin dudas, una monumental veta para el análisis: la relación del Derecho con el poder económico y político, las demandas sociales insatisfechas en cuanto a modificación de la legalidad y al comportamiento del Poder Judicial, la imaginería social en cuanto a la ley y la sanción, la función de la cárcel y otros muchísimos y candentes temas, podrían pensarse en grupos, donde los estudiosos del Derecho estuvieran presentes junto a sociólogos, antropólogos, psicólogos, politólogos. Ciertamente, no pocos son los problemas para estos grupos, desde lo epistémico mismo (cómo acercar los enfoques fuertemente diferenciados entre sí de las disciplinas), hasta lo institucional –no suele haber espacios en las universidades para agrupar a diferentes profesiones-, hasta las cuestiones del status relativo que se suele otorgar a las diversas disciplinas, el cual se “cuela” al interior del grupo. La necesaria existencia de un coordinador del conjunto, ayuda con estas cuestiones pero no las salva. Sin embargo, aún con esos escollos, afrontar el desafío vale la pena. Sacar al Derecho del aislamiento epistémico –a veces vivido con olímpico orgullo por algunos- es una necesidad imperiosa de los procesos de conocimiento en el área, que, si fuera satisfecha, implicaría una fuerte recomposición en la teoría y práctica del Derecho contemporáneo.
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Interdisciplina y estatuto cientifico de lo juridico.
Nota (1) Hay quienes sostienen –son minoritarios en Epistemología- que la Filosofía es una ciencia, en tanto configura un saber metódico, sistemático, con background acumulado y procedimientos públicos de evaluación y merituación. Sin embargo, no sólo carece de objeto –ya sea real o teórico- (Althusser, 1970), sino que está imposibilitada de la prueba propia de la ciencia, ya sea ésta puramente ligada a la consistencia formal de un sistema (Matemáticas y Lógica), ya sea al campo de la contrastación empírica (ciencias físico-naturales y sociales).Bibliografía Alexander, Jeffrey (1990): “La centralidad de los clásicos” en Alexander, J. et al.: La teoría social, hoy, Alianza, Madrid. Althusser, Louis (1970): Lenin y la filosofía, Era, México. Apostel, Leo et al. (1975): Interdisciplinariedad, ed. ANUIES, México. Bourdieu, Pierre et al. (1975): El oficio de sociólogo, Siglo XXI, Bs.Aires. Castro-Gómez, Santiago et al. (1998): Teorías sin disciplina, Porrúa, México. Follari, Roberto (1982): Interdisciplinariedad: los avatares de la ideología, ed. UAMAzcapotzalco, México. Follari, Roberto (2000): “Comunicología, disciplina a la búsqueda de objeto”, Fundamentos en Humanidades, núm. 1, vol. 1, San Luis. García, Rolando (2006): Sistemas complejos: concepto, método y fundamentación epistemológica de la investigación interdisciplinaria, Gedisa, Barcelona. García Canclini, Néstor (1998): “De cómo Pierre Bourdieu y Clifford Geertz llegaron al exilio”, Causas y Azares núm. 7, Bs.Aires. Gibbons, Michael (1994): La nueva producción del conocimiento, Pomares-Corredor, Barcelona González Casanova, Pablo (2004) Las nuevas ciencias y las humanidades: de la academia a la política, Anthropos, Madrid. Kuhn; Thomas (1980); La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E., México. Lacan, Jacques (1981), Escritos I, Siglo XXI, México. Lima, Boris (1986): Epistemología del Trabajo Social, Humanitas, Bs.Aires. Wallerstein, Immanuel (2002): Conocer el mundo, saber el mundo, Siglo XXI, México.
Roberto Follari
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EL BÚHO DE MINERVA O COMO EL DERECHO DEBE APRENDER DE LA LITERATURA René González de la Vega
1. Introducción En la última parte de su prefacio a la Filosofía del Derecho, Hegel hace una de las más bellas metáforas que podamos encontrar en la filosofía. Hegel dice que el búho de Minerva sólo despliega sus alas cuando irrumpe el ocaso (Hegel, 2000, p. 77). Tanto la teoría como la filosofía son representadas por el búho de Minerva. Ambas siempre llegan tarde; construyen conocimiento una vez que los hechos ya han sucedido en la realidad. Con esta metáfora, Hegel criticaba la puntualidad de los teóricos y filósofos que siempre tienen algo que decir una vez que sucedió lo que tenía que suceder. Efectivamente, los filósofos no son profetas, no pueden predecir el futuro, ni adivinar nuestro destino. Sin embargo, sí pueden adelantarse a ciertos hechos, prever causas, derivar consecuencias e imaginar escenarios. La penosa impuntualidad de los teóricos y filósofos no es propiedad exclusiva de ellos. En muchos casos –la gran mayoría–, también sucede con el Derecho, con los sistemas jurídicos positivos, que los abogados y legisladores tienden a llegan tarde convirtiendo a la ley en recurso restaurativo y no preventivo. En las sociedades complejas y plurales hay hechos obvios que pueden preverse. Empero, también hay hechos menos tangibles; más difíciles de discernir y de entender a simple vista. Situaciones de cambio social que no atajamos con el escrutinio de nuestros ojos y que por ello requieren de análisis detallados y profundos. Para esos casos, aquellos que no atrapamos a simple vista, teóricos y filósofos pueden acceder a un mundo que les habla quedo y les ofrece pistas: el mundo de las letras. Ese es el poder de la literatura: el del silencioso y progresivo análisis de su entorno a través de su capacidad creadora. El poder que puede llegar a ejercer la literatura en el pensamiento social, en el pensamiento jurídico o en las deliberaciones prácticas (públicas y privadas) ha sido un tema que ha preocupado a más de un filósofo. Sin duda esto se debe a la capacidad que tiene la literatura para reflejar críticamente su entorno, para configurar distintos escenarios y dibujarlos como deseables o indeseables, para predecir las consecuencias de ciertos sucesos históricos. La literatura, así entendida, se puede constituir como un vehículo de crítica social, un repositorio de reflexiones que conciernen al ámbito de la razón pública, pero también, se puede considerar como fuente de conocimiento y reflexión jurídica en general. En términos generales, la literatura ha servido (aunque poco) pero podría servir (mucho) como una herramienta de reflexión práctica y prevenir el retraso del búho o ayudar a que también despliegue sus alas al amanecer. ¿Debería ser tomada en cuenta la literatura cuando discutimos cuestiones relacionadas con el Derecho, la moral o la política? ¿Debería de formar parte de nuestros criterios metodológicos para el conocimiento de cualquiera de estas áreas? ¿Realmente podría evitar que los teóricos, filósofos u operadores del derecho sigan llegando tarde? La respuesta a estas preguntas ha sido, y sigue siendo, un tema amplio de discusión y debate entre distintas corrientes filosóficas. René González de la Vega
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Estoy inclinado a pensar que todos coincidimos en el poder que le he atribuido a la literatura. Sin embargo, desde la antigüedad existen posturas sobre la relación que ésta debe guardar frente al razonamiento práctico en general; incluso, desde la antigüedad encontramos posturas francamente disimiles como las que defendieron Platón y Aristóteles. Recuérdese que en el Libro II de su República, Platón sostiene que la literatura contradice las exigencias de la moral; para Platón la poesía es germen de falsedades y posee un sospechoso poder de encantamiento del que hay que proteger a las jóvenes generaciones. Al final de Libro II, Platón dice: “Cuando un poeta diga cosas de tal índole acerca de los dioses, nos encolerizaremos con él y no le facilitaremos un coro. Tampoco permitiremos que su obra sea utilizada para la educación de los jóvenes; al menos si nos proponemos que los guardianes respeten a los dioses y se aproximen a lo divino. En la medida que eso es posible para un hombre”. (Platón, 2008, II) Las obras literarias, según Platón, no se someten a la verdad y, por ello, se engendra a través de ellas un poder corruptor de almas que hace parecer lo ficticio por verdadero y lo verdadero por ficticio. Tras estas premisas, no es para sorprendernos que Platón expulsara a los poetas de su “ciudad ideal” y que exigiera a los gobernantes un control (una censura) sobre las obras literarias. Y en cambio, Aristóteles en su Poética defiende una idea completamente contraria. Según Aristóteles, la poesía está sujeta a estándares de veracidad distintos a los que estaría, por ejemplo, la historia. Al poeta no le corresponde decir lo que ha sucedido, sino lo que podría llegar a suceder. Él habla sobre posibilidades fácticas según criterios de verosimilitud o de necesidad distintos a los del historiador. Como el poeta se dedica a decir lo que podría suceder, lo que podría ser o lo que debería de ser, a diferencia del historiador que dice lo que sucedió, lo que fue, su labor es más filosófica y elevada que la historia. (Aristóteles, 1999, 9). Es importante notar algo, independientemente de que éstas posturas sean contradictorias y disimiles, ambas consideran y reconocen que la literatura es una herramienta lo suficientemente poderosa como para modificar actitudes, creencias y cursos de acción. Tanto Platón como Aristóteles no ven a la literatura como un mero divertimento, o como un recinto de imaginación delirante, sino la ven como una especie de reflexión proactiva que tiene el poder de influenciar en el pensamiento y en las creencias de los individuos; de modificar creencias sobre la justicia, sobre la paz y sobre la sociedad en general. La literatura se concentra, entonces, en lo posible y no en lo realizado. Pone el énfasis en los escenarios potenciales, “invitando a sus lectores a que reflexionen sobre ellos mismos” y sobre la situación que les rodea. (Nussbaum, 1995, p. 5) Esta es la perspectiva que me interesa rescatar aquí; es la que me parece puede contrarrestar el vuelo nocturno del Búho y auxiliar en algo al conocimiento y al debate jurídico. Me refiero a la perspectiva que le da a la literatura un papel relevante en tanto fuente de crítica y de conocimiento sobre la moral, la política y el Derecho. En ocasiones, la literatura puede ser la herramienta que logra modificar valores preestablecidos, que permite cambiar prejuicios o erradicar dogmas. Esta es la perspectiva de análisis que me interesa abordar en este texto: aquella que estudia el derecho en la literatura y no la que estudia el derecho de la literatura o el derecho como literatura. Me interesa la perspectiva que han desarrollado filósofos como Ost o Nussbaum (Ost, 2006, pp. 335-336; Nussbaum, 1995; Nussbaum, 2001)
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El Búho de Minerva o como el Derecho debe aprender.
A estas alturas me parece que muchos ya están familiarizados con la distinción entre el derecho de la literatura, el derecho como literatura y el derecho en la literatura. Sobre todo, porque las tres perspectivas, aunque se ocupan de cuestiones completamente distintas y representan métodos distintos de vincular al Derecho con la literatura y a la literatura con el Derecho, siempre las encontramos mencionadas en los textos especializados sobre este tema. La primera de ellas, el derecho de la literatura, habla sobre cómo el Derecho resguarda los derechos de autor y cómo se protegen las obras literarias desde el sistema jurídico; en la actualidad, algunas corrientes se encargan de discutir la regulación jurídica para la difusión literaria por Internet y los derechos de autor, así como el problema de las redes sociales y la difusión gratuita y no regulada de obras literarias. Se ocupa de los límites jurídicos que deben ser impuestos a cierta clase de material literario, como la pornografía o la propaganda (en este caso es característica la prohibición alemana ante la difusión o publicación de cualquier clase de literatura Nazi). Esta perspectiva también analiza los efectos de ciertas publicaciones en contra del honor o el daño moral, como la difamación o el plagio. Esta es la clase de perspectiva que desarrolla y analiza Richard Posner en la última parte de su Law & Literature (Posner, 2009, pp. 497-544). La segunda perspectiva, aquella que habla sobre el derecho como literatura, es la adoptada por autores como Ronald Dworkin (Dworkin, 1985, pp. 146 y ss; Dworkin, 1986, pp. 45 y ss.), los cuales sostienen una analogía entre el Derecho y la literatura según la cual el Derecho es como una obra literaria que se va escribiendo poco a poco y en la que todos los operadores del Derecho participan; para poder ser lo que Dworkin llamaba un “participante” implica conocer esta gran obra jurídica que compone nuestros sistemas. Cada sentencia, cada fallo, cada ley, cada antecedente judicial, forman parte de un capítulo o son capítulos enteros que integran la historia del sistema jurídico. La labor de los jueces y de los abogados en general, está en conocer esa gran novela. Todo buen abogado, a manera de crítico literario, debe conocer las normas explícitas y saber reconocer las implícitas; las que guardan coherencia con la historia jurídica y las que son consistentes con las posibilidades que el sistema jurídico contempla. La analogía sirve para sostener diversas teorías sobre la interpretación jurídica y sobre la adjudicación del Derecho. En el caso particular de Dworkin, la analogía ha servido para defender dos de sus más famosas tesis sobre el Derecho: la tesis de la única respuesta correcta en el Derecho y la inexistencia de la discrecionalidad judicial, por ejemplo. Empero, y como he dicho, el Derecho en la literatura es la perspectiva que analiza la forma en la que se concibe al Derecho dentro de las grandes obras literarias. El impacto que estas perspectivas pueden llegar a generar dentro de la interpretación o la formación jurídica. También se encarga de analizar las críticas que se formulan desde la literatura hacia el Derecho establecido en determinada época y circunstancia. El Derecho en la literatura, ofrece un método para la crítica, para el análisis y para el aprendizaje jurídico. Es un método que nos permite elaborar juicios sobre la realidad que nos rodea; esta perspectiva pretende expandir nuestra imaginación reflexiva y enriquecer nuestra capacidad crítica frente a los sistemas establecidos. La literatura, bajo esta perspectiva, se presenta como un gran laboratorio deliberativo y dialéctico que aporta elementos para la discusión y para el conocimiento jurídico. No es que las otras dos perspectivas sean menos importantes, o menos interesantes. Sin embargo, desde una perspectiva metodológica, las otras dos responden a criterios y métodos que consideran las relaciones entre Derecho y literatura de manera contingente;
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como anécdotas, como ejemplos o como objeto de protección jurídica. En cambio, bajo esta tercera perspectiva, el método de conocimiento y de discusión jurídica está centrado, específicamente, en las relaciones que hay entre el ámbito jurídico y el literario; en lo que la literatura puede aportar y de hecho ha aportado al mundo de la reflexión jurídica. En ese sentido, dentro de este trabajo abordaré dos perspectivas específicas en las que considero la literatura puede verse como una fuente de discusión y conocimiento jurídico. La primera de ellas consiste en una perspectiva que analiza la crítica que se hace desde la literatura al Derecho, la moral y la política. Esta clase de perspectiva, como argumentaré más adelante, en la primera parte, se dejó por un tiempo de lado involucrando como consecuencia que Minerva sólo soltara a su Búho por las noches. Fundamentalmente, porque en un momento específico de la historia, la literatura y el arte en general fueron considerados como ajenos o irrelevantes para el discurso práctico racional; no tenían cabida en el diseño por un método racional y la búsqueda de respuestas correctas. Esto, por supuesto, con perjuicio para el ámbito del razonamiento práctico y del derecho. La segunda perspectiva que abordaré se trata de una concepción que toma a la literatura como un laboratorio de circunstancias, conflictos y respuestas de carácter práctico que alimentan nuestra imaginación y nuestra percepción sobre las normas jurídicas y principios morales. Esta segunda perspectiva deriva de aquella concepción aristotélica según la cual, la literatura trata sobre lo que es verídica o necesariamente posible. Terminaré argumentando que una buena comprensión del material literario sirve para analizar, criticar y evaluar al Derecho, a las prácticas sociales y a los sistemas políticos en su conjunto y que dado su potencial reflexivo, jueces, abogados, políticos y operadores del Derecho en general deberían tener una educación literaria mucho más amplia y robusta.
2. Del romanticismo y la ilustración Uno de los grandes pecados de la Ilustración fue la de relegar al ámbito de lo irracional, de lo a-racional o de lo emocional ciertos medios de expresión cultural y social que pretendían buscar vías de diálogo y de deliberación práctica como la literatura y el arte en general. No obstante, la crítica fue pronta. Uno de los reclamos centrales que los autores del romanticismo hicieron a los filósofos de la ilustración fue el de, precisamente, tomar demasiado a la ligera la capacidad creadora e inventiva de los seres humanos. El no prestar atención a aquellos eventos inexplicables, o difícilmente explicables, en los que ocasionalmente el ser humano se ve envuelto. En su adoración a la Razón, para los románticos el pensamiento ilustrado pecó de ingenuo y fue “incapaz de captar la profundidad de la vida y su lado nocturno” (Safranzki, 2009, p. 52). En su culto por la Razón, así, en mayúsculas (nihil est sine ratione), los filósofos de las luces creyeron poder solucionar cualquier clase de conflicto práctico y de duda teórica sobre el mundo a través de un método racional. Isaiah Berlin ha logrado resumir las proposiciones sobre las que se fundó el pensamiento ilustrado en tres premisas básicas: La primera de ellas consiste en que cualquier pregunta genuina puede ser contestada. Si una pregunta no encuentra respuesta se debe a que no es una pregunta genuina; bien formulada. Ante las preguntas genuinas, es posible que nosotros no conozcamos la
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respuesta, pero, podemos estar seguros de que alguien más la encontrará. Es decir, que para el pensamiento ilustrado, si la pregunta está bien hecha siempre existirá una única respuesta correcta. La segunda proposición es que todas las respuestas son cognoscibles. Todas pueden ser descubiertas mediante medios que pueden ser trasmitidos y enseñados a cualquier persona. Esta proposición sostiene la existencia de métodos y de técnicas que nos aportan medios para descubrir en qué consiste el mundo y conocer nuestro lugar dentro de él. Un método que nos aporta el medio según el cual podemos alcanzar las respuestas correctas a todas las preguntas genuinas. Por tanto, sólo basta con tener las herramientas de un método racional para dar cuenta de los que sucede en el mundo. La tercera y última proposición consiste en que todas las respuestas que se den a preguntas genuinas deberán ser compatibles entre sí mismas. Si no son compatibles entre sí, el resultado sería el caos. Es una verdad lógica que una proposición verdadera no puede contradecir a otra proposición verdadera, por lo tanto, una respuesta correcta a una pregunta genuina no puede contradecir a otra respuesta correcta. Esto implica que la respuesta que demos a un problema práctica debe ser armónica con el resto de respuestas que hemos dado y vayamos a dar. (Berlin, 1999, pp. 21-22). Estas premisas, sin duda, colocaban todas sus esperanzas en el poder del pensamiento racional. Los ilustrados cargaban, así, la bandera de la previsibilidad y de la calculabilidad en el mundo. Lo irracional y lo extraño en el mundo aparecían como una contradicción con la razón. En realidad, los románticos no estuvieron completamente en contra de esta perspectiva. Lo que rechazaban era esa devoción desbordante que los ilustrados profesaban a la Razón; una devoción que terminó cegándolos frente a eventos que sucedían en el mundo y que no terminaban de explicarse a través de un método racional. Esto es, no criticaban la actividad racional o el razonamiento, sino la abstracción que, finalmente, alienaba a los individuos del mundo (Williams, 2006, p. 97). Para los románticos, la racionalidad ilustrada era en realidad un sistema mecánico y no una forma de comprender la humanidad y la sociedad donde vivían. La revolución francesa fue para los románticos una colosal irradiación de libertad. La ilustración no sólo traía las esperanzas de eliminar un sistema de poder injusto, sino de eliminar el Poder en general a través del conocimiento (Safranski, 2009, p. 35). Sin embargo, los románticos intuían que esta perspectiva no podría aportar todas las respuestas ni alcanzar un conocimiento pleno sobre el ser humano y su papel en la sociedad y en el mundo. Para autores como Herder, por ejemplo, los postulados de la ilustración sólo ponían trabas para captar de lleno la “vida” de los individuos; esa “vida” que no es contrapuesta a los postulados de la ilustración, pero sí más abundante y compleja que lo que la razón abstracta alcanza a vislumbrar. Pues no toma en cuenta la imaginación ni la potencia creadora de los individuos como formas de expresión racional, sino que las entiende como un enemigo del pensamiento abstracto y racional. La razón abstracta, la fría razón, es ajena a la historia y a la “vida” y por ello se puede tornar tiránica. Cuando la razón “alza la pretensión de desarrollar una imagen verdadera del hombre, cuando presume de saber en qué se cifra el interés general, cuando en nombre del bien general establece un nuevo régimen de opresión” (Safranski, 2009, p. 35). En términos hegelianos, podríamos decir que el primer acto de la Revolución Francesa todavía respondía a los criterios de lo racional pues en ese momento el mundo se sostenía “sobre la cabeza” (Hegel, 1971, p. 346). Sin embargo, el segundo acto es otra historia. La historia terminaría por darle la razón a los románticos con la “época del
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terror” en Francia; época en la que en nombre de la razón y de los derechos se cortaban cabezas en las plazas públicas. Ante la ceguera de la Razón, los románticos convirtieron a la literatura y el arte en general, lo imaginario, en un medio para comprender la vida. Para dar un lugar de muestra a aquellos rincones oscuros e incomprensibles que el método racional no lograba captar por sí mismo. La literatura no era únicamente un medio para comprender la vastedad y la complejidad de la vida humana, sino un repositorio de las muy variadas formas y posibilidades que ofrece la vida. La literatura, así entendida, es considerada como el lienzo en el que la fantasía juega y explora las posibilidades siempre abiertas de una amplia diversidad de formas de vida y de pensamiento. Pone a prueba situaciones, critica ultrajes y construye personalidades, todo ello, con el único fin de expandir la capacidad imaginativa y reflexiva de sus lectores. Por ello, autores como Tieck sostenían que los individuos “estamos hechos de literatura” (Tieck, 1963, p. 124), pues ésta, cuando es leída, termina por configurar la clase de personas que somos y las vidas que consideramos que valen la pena de ser vividas. Sensible ante este poder transformador que los románticos atribuían a la literatura y que los ilustrados le negaban por ser ficticia o carente de un método racional, Brentano veía “cada vez […] con más claridad que una enorme cantidad de nuestras acciones está determinada maquinalmente por la novelas, y que las damas, sobre todo al final de su vida, no son sino copias de los caracteres de las novelas que han tomado en préstamo en las bibliotecas de su región” (Safranski, p.50). La perspectiva defendida por los autores de la ilustración tuvo un impacto mucho mayor al del romanticismo en el desarrollo filosófico. Ésta, en realidad, configuró nuestra forma de hacer teoría y filosofía en el mundo occidental. Logró cambiar nuestros esquemas mentales y nuestros criterios de discernimiento, esto con el obvio impacto dentro de los sistemas jurídicos y políticos. En el caso particular de la teoría del Derecho, el arte y la literatura salieron de la escena deliberativa y comenzaron a perder su importancia; ya no fueron tomadas como medios genuinos de interpretación social y cultural. Sin embargo, esto no afectó a la literatura en sí misma, sino que afectó al modo de hacer filosofía del Derecho. La literatura continuó su camino sirviendo como un escaparate de crítica y de reflexión imaginativa, aunque ésta no fuera tomada en cuenta por aquellos encargados en la construcción de las ideas formales del Derecho o por aquellos que construían doctrinas filosóficas sobre este fenómeno social.
3. La literatura como crítica. Pensemos ahora en el panorama de las teorías del Derecho que han dominado el siglo XX y que son herederas del pensamiento ilustrado. Esta clase de teorías, a pesar de que fueron desarrolladas en medio de un mundo destruido y sumergido por las calamidades de la Segunda Guerra Mundial, respondían a las enseñanzas de la ilustración y profesaban al igual que los ilustrados una indiscutible fe en la Razón abstracta. Autores como Kelsen, Hart o Ross, quienes independientemente de que escribieron sus obras en medio de esta clase de conflictos, que sumergían a los seres humanos en lo más profundo y oscuro de nuestra existencia, su pensamiento no fue producto de la historia específica de su tiempo, ni sus conclusiones respondían a esa imagen de un mundo sometido a los caprichos inexplicables de un hombre o a las tiránicas imposiciones de sistema político corrupto.
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Las teorías del Derecho más reconocidas en el mundo de la filosofía abogaban por el orden y la estabilidad, tanto política como del pensamiento. Un orden dentro del sistema político de un Estado que organizara las estructuras internas y configurara una imagen fuerte de soberanía; soberanía que no era más que un constructo abstracto pues abogaban por una separación de Poderes tajante y una distribución de competencias y facultades estrictamente jerarquizada. Una soberanía que estableciera fronteras territoriales netamente delimitadas que protegieran del exterior y establecieran el interior de un Estado. Y dibujaban un sistema jurídico construido bajo una lógica de jerarquías conceptuales y normativas, las cuales se debían poder subsumir las de menor jerarquía a las de mayor jerarquía. Estableciendo un criterio de deducción lógico normativo perfectamente previsible, construido bajo principios como el de identidad (A=A) y de diferencia (A no es ~A), generalizando un rigorista sistema binario de pertenencia y no-pertenencia (Ost y van de Kerchove, 2002). En breve, teorías que representan los intereses sociales y sus criterios de legitimación y validez a través de una figura geométrica: la pirámide. Símbolo geométrico que representa la jerarquización y la subsunsión de menor a mayor bajo el más formal criterio de racionalidad. La crítica que surgió con el romanticismo sigue estando viva. Introducir una perspectiva literaria en la comprensión del Derecho, vía su crítica, implica cambiar de paradigma. En estricto sentido, la crítica literaria (como la crítica del romanticismo a la ilustración) no va dirigida a las fallas de estas teorías, ni tampoco intenta decir que por ser absolutamente abstractas sean deficientes. Su propósito, más bien, es el de reflexionar sobre su capacidad para explicar el mundo, pues al leer nuestra realidad únicamente a través de esta clase de teorías estamos usando la mitad de nuestros anteojos. Si trazamos una línea genealógica de la historia de las ideas filosóficas, veremos que ésta se halla estructurada por preguntas centrales y temporalmente estables. Lo que va cambiando, con cierta regularidad son las respuestas que se van dando a estas preguntas. El cambio de respuestas se puede deber a una posible evolución moral, racional o cognitiva del hombre, la cual no sólo depende de la construcción racional y abstracta del hombre. Preguntas como: ¿Qué es justo?, ¿cómo debo vivir mi vida?, ¿qué justifica la autoridad?, ¿qué valores nos rigen?, ¿qué es el Derecho?, ¿qué es la justicia? son permanentes y a ellas se les ha dado diversas respuestas. Claro está que con esto no quiero implicar una defensa boba del relativismo. Lo único que quiero implicar es lo que filósofos como Bernard Williams han denominado “relativismo a distancia” (Williams, 1985, p. 162). Es decir, que las respuestas a estas grandes preguntas han sido contestadas de manera diferente en distintas épocas de la historia por razones propias de cada momento histórico. Defender esta cuestión no implica defender un relativismo cognitivo en cuanto a la “verdad”, ni un relativismo que niegue la posibilidad de una moral objetiva. Lo que implica es que las teorías del Derecho de estos autores son representaciones de respuestas a esas grandes preguntas, pero nada más y ni nada menos que eso. Pero como sostienen autores al estilo de Ost y Williams, el mundo cambia y con él deben cambiar nuestras respuestas ante los problemas centrales. La vida se ha mostrado mucho más caótica y compleja de lo que los procesos de racionalidad empleados por el pensamiento ilustrado han podido mostrar. Para ello, sostienen estos mismos autores, sirve la crítica que se hace desde la literatura. Para poder entender los entresijos de una rama compleja de conflictos de los cuales no podemos salir con tanta facilidad como la que suponen algunos teóricos del Derecho y filósofos morales.
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La soberanía estatal no es tan rígida como la configuraron, ni las fronteras son tan nítidas como las pensaron, tampoco los conflictos prácticos son tan claros, ni son resolubles de manera mecánica. Requerimos de nuevas respuestas que nos provean con distintas herramientas para comprender, modificar e interactuar en el mundo. Es aquí donde se ubica la importancia de la crítica que hace la literatura. Francois Ost, por ejemplo, piensa que la literatura es un reflejo de lo que sucede en el mundo. Aquellos autores que no están del todo convencidos de las enseñanzas de la ilustración, como fueron los románticos, le otorgan a la literatura el poderoso papel que tiene un espejo; puede ser lo suficientemente fiel al punto que nos brinde pistas sobre cómo se configura la sociedad, la vida y la razón pública en determinadas épocas históricas. Sólo basta saber leerlo. Víctor Hugo no fue sólo un novelista. No fue un hombre que haya dedicado sus páginas a historias imaginadas y a relatos fantásticos con el propósito de entretener a un mundo burgués y aristocrático de la Francia del siglo XIX. Víctor Hugo, por el contrario, criticaba el sistema coercitivo; lo dibujó como un sistema injusto e inequitativo. A través de su obra criticaba la perspectiva del optimismo ilustrado y la imagen del progreso a expensas de una mano de obra barata; expuso y criticó la opresión, relató la suciedad y la tragedia de un mundo ajeno a los mecanismos racionales del pensamiento ilustrado. Su obra está plagada de dilemas que nos hacen ver la tragedia del mundo en el que vivimos: Jean Valjean, tironeado por el deber de salvar la vida de su amigo quien estaba atrapado debajo de la carreta, a riesgo de ser identificado por Javert, encerrado y alejado de Cosette. La imagen de una vida rodeada de dilemas, como la de Valjean, es una crítica catapultada desde el romanticismo que le pega en la cien a la ilustración; incluso en nuestros días (González de la Vega, Lariguet, 2014). En el Último día de un condenado a muerte, que se ha considerado una especie de sátira sobre la vida trágica, Hugo no sólo dibuja los contornos de la conciencia de un hombre que está a punto de morir, su desilusión y su irá escondida pero latente, sino que pretende ir más allá. Participar en la deliberación pública sobre una práctica que le parece primitiva, indignante, salvaje e indolente. Su obra quiere formar parte de lo que hoy llamamos razón pública y no ser mero entretenimiento; por el contrario, es reclamo, es angustia y participación, todas sumergidas y encapsuladas en las páginas de una obra literaria. Pero al leer la literatura Rusa sucede lo mismo. Tolstói, Pushkin, Gógol, Dostoievski, Chéjov, son autores que dibujaban personajes dramáticos como sus propias vidas. Pushkin, el fundador de esta corriente, murió en un duelo. El resto, o murieron en la cárcel o de enfermedades por el frío y el hambre. En su mayoría, estos autores fueron víctimas de la zozobra intelectual, de la pobreza extrema y de los abusos de poder. Sus obras, por ello, enmarcan el diálogo que los individuos sostienen con su propio destino; un destino representado por la injusticia absoluta; una injusticia que viene por todos lados: por parte del Estado, por parte de la naturaleza, por parte de la humanidad, incluso, por esa falsa esperanza que nos brinda la idea de la felicidad. En Ana Karénina, Tolstói no tarda ni una línea para afirmar que “las familias felices no tienen historia como la tienen las familias desgraciadas” (Tolstói, 2009, p. 5). Esta misma imagen la representa en “Tres muertes”, relato que comienza con dos muertes y el paso de unos zapatos a otros pies: “alguien debe morir para que otro camine mejor” (Tolstói, 2012, pp. 96-101).
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Si tomamos las obras literarias de esta manera, desde la Biblia hasta Kafka, se aparecen ante nosotros como representaciones de ese mundo al que la teoría y filosofía de corte ilustrado no presta atención: conflictos irresolubles, soluciones y respuestas irracionales o emocionales, entre muchas otras perspectivas. Es decir, no son únicamente productos de una imaginación librada de sí misma, austera y desarraigada. Por el contrario, son imágenes del mundo en el que se produjeron. Son el reflejo del mundo al que pertenecieron y pertenecen.
4. Realismo ficcional y conocimiento del Derecho Si aceptamos lo anterior, entonces, aceptaremos que la literatura no es únicamente divertimento, o arte abstracto, sino que es un escenario más de la razón práctica, tal y como los románticos lo insinuaban. Es un laboratorio de exploración moral, ética y jurídica, que debe ser tomada en cuenta dentro de nuestras deliberaciones y que enriquece el razonamiento práctico. De la misma forma en que para Iris Murdoch, su obra literaria (sus novelas) eran el laboratorio experimental perfecto para poner en práctica sus tesis filosóficas de fondo; sus concepciones sobre el “bien” y el “mal”, sobre lo “justo” y lo “injusto” (Nussbaum, 2003, pp. xiii-xv), autores como Ost sostienen que la literatura es un caleidoscopio que utilizando los mismos elementos de siempre --la justicia, la moral, el Derecho, la ética-- logra configurar diferentes formas y estructuras de reflexión. La literatura tiene la facilidad de presentar estos elementos como siempre mutantes y flexibles, dándole una ventaja frente a las establecidas estructuras formales del Derecho y la política. Esta facilidad hace de la literatura un laboratorio perfecto de crítica y conocimiento. Sus figuras dúctiles sirven para explorar nuevas alternativas y dar distintas respuestas a las mismas preguntas filosóficas que han sido perennemente establecidas. Por ello, la literatura deja de ser únicamente una obra de arte para convertirse en una metáfora del mundo. En una extensión del pensamiento que requiere de interpretación y de un ejercicio de traducción que nos explique el pensamiento de ese “ahí” y de ese “ahora”. Tal y como lo ha sostenido en su The Sovereingnty of Good Iris Murdoch, quien defiende el uso de las metáforas dentro del discurso filosófico diciendo que éstas no sólo son permisibles sino que son, hasta cierto grado, necesarias; válidas extensiones del pensamiento y la imaginación que pueden llegar a tener tanta capacidad descriptiva como cualquier otra formulación lingüística (Murdoch, 2002). Cuando las metáforas son entendidas en un sentido ‘figurado’ y no en un sentido literal, suelen brindar luz a nuestro argumento en vez de opacarlo. Como cuando Mario, el personaje principal de Ardiente Paciencia de Antonio Skármeta, le dice a Neruda que la sonrisa de Beatriz (su amor platónico) es como una mariposa. Si esta expresión es tomada literalmente nos llevaría a pensar que Beatriz es una mujer deforme que no merecería la atención de Mario. Sin embargo, cuando la entendemos en sentido figurado la metáfora describe una encantadora y juguetona sonrisa difícil de resistir. Las metáforas tomadas de esta forma, como extensiones del pensamiento, pueden satisfacer las necesidades de un orador cuando éste ha topado con los límites del lenguaje descriptivo. Las metáforas deben entenderse como complementos lingüísticos y como recursos epistémicos, y no como decoraciones superfluas del pensamiento.
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De la misma forma debe tomarse a la literatura. Como una extensión de nuestras deliberaciones prácticas. La imaginación, ciertamente, no es conocimiento. Como la ficción tampoco implica aseveraciones. Sin embargo, la imaginación “podría ser una fuente de conocimiento; al imaginar cosas, podríamos, por eso mismo, llegar a saber cosas. Y las ficciones son ayudas para la imaginación, pueden conducir indirectamente al conocimiento” (Currie, 2010, p. 253). Gregory Currie sostiene, me parece que con atino, que la imaginación y la ficción literaria son capaces de provocar respuestas similares a las que son emitidas por gente real. Tomar esta perspectiva sobre las obras literarias, es lo que él llama, realismo ficcional el cual, como lo indica Currie, no es una tesis ontológica (como lo son las tesis del realismo filosófico), y tampoco es una clase de realismo que pueda ser aplicado a todas las obras literarias o a todas las obras de arte. La clase de realismo que él sugiere, que es el que adopto en este momento del texto, parte de la idea de proyección imaginativa. Esa clase de proyección que algunas obras literarias generan en sus lectores ocasionando empatía entre lector y personaje. Esta simbiosis de caracteres es la que se sugiere como sumamente relevante para comprender las mentes de otros; es aquella que permite nos pongamos en los zapatos de otro y pensemos qué haríamos en su lugar. El realismo ficcional de Currie sostiene que las obras de ficción literaria, con sus descripciones de personajes y sus actividades son capaces de provocar en la imaginación respuestas similares a las que son provocadas por encuentros con gente real. Por tanto, esta clase de imaginación es capaz de crear conocimiento. Puede llevar a un individuo en particular a un conocimiento sobre cómo actuar para conseguir resultados moralmente mejores. Muchos de los fracasos en la aplicación y creación de las normas, se deben a que nuestras elecciones no estaban bien planeadas. La literatura, en este caso, puede servir y funcionar como un laboratorio en el que podemos planear distintos escenarios, diversos cursos de acción, imaginar resultados y consecuencias, sin los prejuicios que pueden llegar a tener esas elecciones en la vida cotidiana y real. La literatura, fuera de ser relatos sobre personajes imaginados y situaciones no reales, sirve como un laboratorio para expandir la imaginación jurídica y el conocimiento sobre nuestras prácticas del Derecho; en términos de Murdoch, la literatura bien puede ser también una extensión de nuestro pensamiento racional. Kafka sabía que alguien debió haber calumniado a Joseph K. Porque aquella mañana, sin haber hecho nada malo, fue detenido. Sin embargo, Joseph K. trata de hacer una defensa lo más apropiada que pudiera, partiendo de su ignorancia y de acuerdo con las reglas del Derecho escrito. Sin embargo, la pesadilla la encuentra cuando se da cuenta que al usar las reglas establecidas y las instancias judiciales más altas, nunca encontrará justicia. Kafka no sólo nos marca una frontera bastante usual entre la justicia y el Derecho, y el infierno que resulta por la burocratización de la justicia. Nos pone en la piel de un hombre indefenso, como muchos que se han encontrado en las manos de un policía o de un Juez que. K sin haber cometido ningún mal, cayó en la arquitectura de un sistema que difícilmente lo dejará salir. La imaginación nos permite vivir la angustia que Joseph K debió vivir; el delirio de sus días y las pesadillas de sus noches. En El Proceso, Kafka procura que su crítica a sistemas claramente injustos, no sea percibida más que a través del sufrimiento emocional y físico de un hombre inocente; sufrimiento bastante asequible y comprensible para todos. Genera esa empatía que nos revuelve el estómago con tal
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sólo pensar en esa clase de sistemas, y por ello, estaríamos dispuestos a evitarlos o, al menos, a combatirlos. Similar a la empatía que nos genera el Capitán Vere en Billy Budd de Herman Melville y el destino de Billy Budd mismo. El Capitán Vere después del imprudente acto de su carismático tripulante Billy Budd, sabe que no tiene otra salida más que condenarlo a una corte marcial que le quitará la vida y Billy sabe, también, que no tiene otra salida. Que no será culpa del Capitán y por ello, antes de su ejecución sus últimas palabras son: “Que Dios bendiga al Capitán Vere!”. La imaginación y la empatía que generan en nosotros los personajes de ficción, no tiende a darnos un corolario específico sobre qué es lo correcto, pero sí pretenderían acercarnos a formas de comportamiento y a la existencia de reglas que deben ser erradicadas en nombre de lo correcto.
5. Conclusión Minerva anda cerca rondando con su búho y el Derecho lo sabe, por ello está comenzando a cambiar su paradigma en el mundo. Y por ello también debemos cambiar nuestros recursos epistémicos para comprenderlo, conceptualizarlo y justificarlo. Estos recursos ya no se pueden ubicar únicamente bajo el panorama de una filosofía monolítica y jerarquizada, sino en la interdisciplinariedad; en la diversidad de perspectivas teóricas, en la multiplicación de métodos y en la pluralidad conceptual. Si logramos comprender la tesis aristotélica sobre los criterios de necesidad y de veracidad sobre los que se mueve la literatura, tendremos la oportunidad de acercarnos sin celo epistémico a medios de expresión cultural y social que mucho tiene que decir sobre temas como el Derecho, la justicia y la moral. Bibliografía Aristóteles (1999), Poética, Bibliotéca Clásica Gredos, España. Berlin, Isaiah (1999), The Roots of Romanticism, The A. W. Mellon Lectures in the Fine Arts, The National Gallery of Art, Washington D.C., Bollingen Series XXXV:45, Princeton University Press. Currie, Gregory (2010), “El realismo de los personajes y el valor de la ficción”, en Levinson, Jerrold (ed.), Ética y estética. Ensayos en la intersección, La balsa de la Medusa, España. Dworkin, Ronald (1985), A Matter of Principle, Harvard University Press. Dworkin, Ronald (1986), Law’s Empire, Harvard University Press. González de la Vega, René y Lariguet, Guillermo (2014), “La supremacía práctica de los derechos humanos. Optimismo, pesimismo y moderación”, Ethica. Revista Internacional de Filosofía Moral, Vol. 13, No. 2, Santa Catarina, Brasil, pp. 252-282. Hegel, G. W. F. (1971), La fenomenología del espíritu, FCE, México. Hegel, Georg. W.F. (2000), Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho. o compendio de derecho natural y ciencia del estado, Biblioteca Nueva, Madrid. Murdoch, Iris (2002), The Sovereignty of Good, Routledge Classics. Nussbaum, Martha C. (1995), Poetic Justice. The Literary Imagination and Public Life, Beacon Press, Boston.
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EL PAPEL DEL CINE EN LA ENSEÑANZA DEL DERECHO 1 Pablo Bonorino En este trabajo centraré mis reflexiones en el campo de los estudios jurídicos en el que desarrollo mi actividad docente e investigadora: la Filosofía del Derecho. No obstante, considero que las experiencias que compartiré y las propuestas que llevaré a cabo pueden ser de utilidad para quienes están interesados en otros ámbitos del saber jurídico. La enseñanza de la Filosofía del Derecho tiene que lidiar con la falta de preparación básica de los alumnos en la reflexión crítica y con la falta de interés de los alumnos –que la perciben erróneamente como inútil para las tareas prácticas que aspiran a desarrollar una vez graduados2–. Para paliar esta falta de motivación utilicé para el dictado de los cursos cuatrimestrales de Filosofía del Derecho (materia que ha sido suprimida del actual plan de estudios cuando se lo adaptó al llamado Plan Bolonia) ciertos elementos de la cultura popular como punto de partida para la reflexión filosófica. “Filosofía” es una expresión aquejada por la ambigüedad proceso-producto: se puede utilizar para aludir al resultado de la labor filosófica –un conjunto de conocimientos- o bien para referirse a cierto tipo de actividad reflexiva. Solo adoptando este último sentido se pueden establecer puentes con las manifestaciones de la cultura popular tal como hice a lo largo estos años. Pero existe otra elección teórica a la que debí enfrentarme antes de comenzar. Hay dos posiciones muy marcadas entre quienes defienden la conexión entre filosofía y cultura popular. El primer grupo –al que podemos denominar “cultura popular y filosofía”- sostiene que la única relación seria que se puede establecer entre filosofía y cultura popular es la generada por la conjunción (Irwin, 2007). La función de la cultura popular es la misma que puede cumplir cualquier manifestación de alta cultura: proveer de ejemplos vívidos y motivar la reflexión filosófica. El segundo grupo, en cambio, está compuesto por pensadores que consideran que la relación es más estrecha, por eso los llamaremos defensores de la “cultura popular como filosofía” (Korsmeyer, 2007). Afirman que si entendemos la filosofía como una actividad y no como cierto género literario entonces se puede sostener que ciertas narraciones populares pueden transmitir tesis filosóficas. La cultura popular –y con ello el cine y las series de televisión como unas de sus manifestaciones fundamentales– puede ser un vehículo para la filosofía. A lo largo de varios cursos académicos he puesto en práctica actividades docentes a partir de ambas formas de entender la relación entre cultura popular y filosofía. He utilizado cómics de superhéroes y las películas de James Bond para iniciar la discusión filosófica de problemas como la justificación del castigo, la relación entre justicia y venganza, la corrección moral de las acciones, la discriminación por género, etc. Una gran parte de los trabajos generados por los alumnos en esta línea se pueden consultar en el blog que creé especialmente a esos efectos: www.pablobonorino.blogspot.com. Estos trabajos lograron trascender a los medios de comunicación, quienes publicaron notas periodísticas sobre las labores que se desarrollan en la asignatura (hecho inédito en los años que llevo enseñando la materia en España y en Hispanoamérica)3. Pero también he Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto DER2013-47662-C2-2-R financiado por el MINECO y FEDER. 2 También existen otras dificultades comunes a la enseñanza de cualquier disciplina filosófica, las que se encuentran bien analizadas en OBIOLS y RABOSSI (eds.) 2000. 3 Ver, por ejemplo, La Voz de Galicia del Lunes 15 de diciembre de 2008 que dedico una página completa (la 31 de 1
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explorado la segunda vía, aquella que considera que los productos de la cultura popular pueden transmitir posiciones filosóficas de manera autónoma. Es en esta en la que me quiero detener en esta colaboración porque la considero la más interesante y fructífera –aunque también es aquella que requiere un trabajo de investigación en paralelo por parte del docente para poderla aplicar en el aula–. Dos trabajos en particular centrarán mi atención: el que realicé en torno a la defensa de la justificación moral de la tortura y aquel en el que examiné la difusión de posiciones sobre la naturaleza de los sistemas normativos, tomando como objeto de análisis –en ambos casos– series de televisión4. En ellos he tomado a la ficción audiovisual en serio: no como ejemplos ilustrativos sino como vehículos aptos para generar creencias de carácter moral y jurídico en los espectadores. Utilicé las series de televisión norteamericanas desde el año 1960 hasta nuestros días para analizar la forma de representar la tortura y su conexión con las discusiones políticas sobre su utilización que se llevaban a cabo al mismo tiempo en otros ámbitos5. La gente está siendo persuadida de que la tortura a terroristas durante su interrogatorio para evitar una catástrofe inminente (Ticking Bomb Scenario, en adelante TBS) está moralmente justificada, y que sería mejor regular jurídicamente su utilización para abandonar la hipocresía con que se trata la cuestión en la actualidad y evitar su proliferación sin control. Uno de los pilares de esta campaña es el esfuerzo de un grupo de abogados y filósofos norteamericanos6, quienes abogan por legalizar la tortura en TBS como herramienta en la llamada “guerra contra el terrorismo”. Ya se han dedicado varios libros y artículos a mostrar que estos argumentos son inadecuados, pues están basados en fantasías y en una deficiente valoración de las consecuencias políticas, sociales y jurídicas que traería aparejada la institucionalización de la tortura en las democracias occidentales. Pero, aunque la defensa teórica de la propuesta pretende brindarle respetabilidad académica y legitimidad jurídica, la principal tarea de persuasión no consiste en la difusión de trabajos técnicos y dirigidos a un auditorio limitado, sino en la defensa –directa o indirecta- de sus principales presupuestos a través de los medios masivos de comunicación y de las diversas manifestaciones de la cultura popular. En la batalla por la opinión pública las formas de la comunicación académica no son las armas más eficaces. La televisión, a pesar de la importancia creciente de otros medios, sigue siendo el medio más extendido e influyente. Por eso es importante no sólo debatir con los ideólogos en su terreno, la comunicación académica, sino ingresar en la discusión de los productos difundidos de manera masiva que persiguen el objetivo de presentar una situación -que hasta hace poco tiempo resultaba indiscutible- como moralmente aceptable y políticamente imprescindible para combatir el terrorismo internacional. En este contexto, propuse comparar el tratamiento que las series de televisión norteamericanas han hecho de la tortura antes y después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Planteé cuatro interrogantes: (1) ¿Ha habido un cambio en la forma de representar la tortura en las series de ficción norteamericanas después de los atentala edición nacional) al trabajo realizado en el aula sobre la última película de James Bond –con foto y entrevistas a los alumnos sobre los problemas filosóficos que detectaron. 4 A tenor del reconocimiento que tienen en la actualidad los relatos audiovisuales desarrollados para la televisión, que incluye su análisis crítico en las principales revistas dedicadas tradicionalmente al cine, no resulta necesario justificar su utilización en un trabajo dedicado al uso del cine en la enseñanza. Las series de televisión en la actualidad desarrollan en muchos casos relatos más complejos y adultos que los que pueden encontrarse en las pantallas cinematográficas (sobre todo en las producciones norteamericanas). 5 Para un examen detallado del trabajo de investigación previo que me permitió fundar este trabajo en el aula ver Bonorino 2013. 6 Cf. Dershowitz 2004a y 2004b, Greenberg y Dratel (eds.) 2005.
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dos del 11 de septiembre?; (2) ¿Se puede encontrar en las series de televisión recientes (“Alias”, “24”, “Lost”, “Battlestar Galactica”) una defensa de la tortura en consonancia con la que se propone en trabajos académicos y documentos jurídicos elaborados durante el mismo período de tiempo de su emisión?; (3) ¿Cómo se puede interpretar la popularidad de estas series y la posición que en ellas se sostiene sobre la tortura?; (4) ¿Qué posición cabe asumir frente a productos audiovisuales de difusión masiva que defienden posiciones que –como el uso de la tortura en interrogatorios - consideramos moralmente incorrectas? En el trabajo con los alumnos se obtuvieron resultados capaces de apoyar las siguientes afirmaciones (1) que existe un cambio importante en la forma de presentar la tortura en las series de televisión norteamericanas antes y después de los atentados del 11/9: se pasó de su condena absoluta a su defensa en ciertos casos de emergencia. (2) Que en series recientes -Alias, Lost, Battlestar Galactica y 24- se ofrece una imagen favorable del uso de la tortura en interrogatorios en un TBS, lo que contribuye –tal como ocurre en los trabajos académicos y documentos jurídicos elaborados durante el mismo período de tiempo de su emisión - a la legitimación moral y jurídica del uso de la tortura como herramienta indispensable en la lucha contra el terrorismo. (3) La gran audiencia que sigue estos programas debe ser considerada como un indicador del aumento de la aceptación social de la tortura en TBS, aumento que no se debe entender exclusivamente como inyectado desde la instancia autoral de las series ni tampoco como una tendencia social preexistente, sino como un proceso complejo en el que ambos factores coexisten y se retroalimentan. (4) Debemos emplear lo que Umberto Eco ha denominado tácticas de “guerrilla semiológica” frente a algunos productos difundidos a través de los medios masivos de comunicación, tarea en la que trabajos de aula como el que estoy reportando resultan un primer paso fundamental. Los resultados del análisis comparativo del tratamiento que se ha dado a la tortura en las series de televisión norteamericanas antes y después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron de manifiesto las diferencias cuantitativas, y sobre todo cualitativas, en la representación de la tortura en ambos períodos. La tortura no sólo aparece muy poco en los cincuenta años finales del siglo XX, sino que las situaciones que se representan refuerzan su condena absoluta (se analizaron ejemplos tomados de El tunel del tiempo (1966), Starsky y Hutch (1974), Star Trek. La nueva generación (1992) y Expediente X (2000)). A partir del inicio de la llamada “guerra contra el terrorismo”, se puede percibir un incremento notable de representaciones de actos de tortura en las series televisivas, pero además reforzando la única situación en la que se defiende su corrección moral desde posiciones liberales: el caso excepcional en el que resulta el único medio para evitar la muerte de miles de inocentes (TBS). El análisis fílmico de algunas secuencias en las que se tortura en el marco de un TBS permitió mostrar como los mecanismos narrativos escogidos y las situaciones descritas, reforzaban los principales puntos débiles de la argumentación teórica sobre la cuestión, constituyendo de esta manera su defensa más influyente y absoluta7. En el segundo caso se analizó la forma en que la serie televisiva The Sopranos (HBO, 1999-2007) representa a la mafia como un sistema normativo retributivo, condición mínima para establecer la existencia de un ordenamiento jurídico infraestatal8 Ver Brecher 2007, Ginbar 2008, Luban 2006. Para un examen detallado del trabajo de investigación previo que me permitió fundar este trabajo en el aula ver Bonorino 2010. 7 8
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–aquellos en los que aún es posible distinguir entre retribución y venganza: castigo y crimen–. Dicha imagen aleja a la organización de aquellas concepciones que la entienden como una empresa criminal basada únicamente en el uso indiscriminado de la violencia y la extorsión, y ponen en discusión la forma en la que se entiende la función punitiva del Estado en las sociedades complejas en las que vivimos (Cf. Gambetta 2007). Para ello comparé dos secuencias de la serie en la que su protagonista, Tony Soprano, realiza la misma conducta: mata a otro hombre con sus propias manos9. Para afirmar la existencia de un sistema normativo retributivo lo mínimo que deben permitir hacer sus reglas es diferenciar la imposición de un castigo de un acto de venganza, aun cuando externamente la acción realizada en ambos casos fuera la misma. Sólo cuando un grupo humano se vale de un conjunto de reglas que posean al menos esta característica están dadas las condiciones para que pueda surgir algún tipo de conflicto con el ordenamiento jurídico estatal. Pues prima facie se desafía su monopolio sobre la tarea de impartir justicia apelando al uso de la fuerza si fuera necesario, uno de sus rasgos distintivos por excelencia. La primera secuencia sobre la que giró el análisis está incluida en el episodio titulado “College”, quinto capítulo emitido durante la primera temporada de la serie. Tony Soprano y su hija Meadow están recorriendo universidades en el Estado de Maine, pues la joven deberá elegir pronto dónde proseguir sus estudios, cuando cree reconocer a Fabián Petrulio –ex miembro de la familia que testificó en contra de sus compañeros años atrás. Investiga lo suficiente para estar seguro de su identidad y decide matarlo personalmente. Lo ataca en el sitio en el que trabaja y lo ahorca con un cable, mientras le susurra al oído las razones por las que lo está matando: por haber traicionado su juramento de fidelidad a la mafia. La segunda secuencia forma parte del episodio “Whoever did this”, noveno capítulo de la cuarta temporada y número 48 de la serie. Al inicio del episodio el hijo de Ralph Cifaretto (uno de los hombres de Tony) sufre un terrible accidente, del que logra salvarse de milagro con graves daños. Los gastos que ocasiona la yegua que comparte con Tony (y a la que este tiene un gran aprecio) son mayores que las ganancias y un incendio “accidental” acaba con su vida (y abre las puertas al cobro del seguro). Tony sospecha de Ralph y lo visita en su casa para comentar el suceso. Luego de una feroz discusión lo mata. Después llama a su sobrino para que lo ayude a deshacerse del cadáver y lo obliga a mantener el secreto. Los elementos comunes a ambas secuencias son la presencia protagónica del mismo personaje (Tony Soprano), la realización por dicho personaje de la misma acción en ambos casos (matar intencionalmente a otro hombre), valiéndose de los mismos instrumentos: en las dos oportunidades utiliza sus propias manos, y con la misma motivación: como respuesta al mal comportamiento previo de su antagonista (Peters en la primera secuencia y Cifaretto en la segunda). Las dos víctimas eran miembros iniciados de la mafia. En ninguno de los dos casos hay testigos presenciales del hecho, ni cuenta con el auxilio (directo o indirecto) de algún miembro de su banda para llevar a cabo el asesinato. En las dos secuencias se muestra a Tony verbalizando (en primer plano) las razones con las que justifica su acción, poco antes de la muerte de su antagonista. No hay música en las secuencias, en las dos se oyen los gemidos, gruñidos y sofocos que muestran por un lado el esfuerzo de Tony para acabar con la vida del otro usando sus manos y la resistencia y agonía de sus víctimas antes de morir. 9
Las secuencias se pueden ver en mi blog : .
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¿Cuáles son las principales diferencias que se pueden apreciar entre las dos secuencias? El plano en el que Tony expresa verbalmente sus razones para matar al otro difieren. En el primer caso, Tony (a) lo saluda con el mote de “rata” (la peor falta en la mafia, castigada con la muerte) al oído, mientras lo tiene enlazado por el cuello desde atrás con un cable, y se los ve a ambos, y (b) le habla al oído a Peters, y se los ve a los dos, mientras le recuerda que “hizo un juramento y lo rompió”. En la segunda secuencia, en cambio, cuando Tony alude a los motivos que lo llevan a golpear una y otra vez a Ralph, se intercalan planos suyos y planos de la cabeza de Ralph, pero no aparecen nunca juntos en el mismo plano –su presencia se hace notar por las manos, que ahorcan en un caso, que tratan de frenarlo en el otro. Otro tanto ocurre en el momento de la muerte del antagonista. En la primera secuencia, Tony aparece detrás de Peters mientras este expira, comparten el mismo plano. En la segunda, la cabeza golpeada de Ralph sin vida ocupa todo el espacio del plano, solo se perciben las manos de Tony alrededor de su cuello, no vuelven aparecer en el mismo plano juntos. En un caso ambos se encuentran bajo la misma influencia: las reglas a las que juraron lealtad, y son ellas las que dan sentido a sus actos –uno matar castigando, el otro morir siendo castigado-. En el otro, en cambio, la acción es absolutamente personal, Tony habla expresando sus sentimientos, las emociones que lo llevan a matar al otro. Ralph, que durante la discusión previa no comprendió la importancia afectiva que tenía el caballo para Tony –o bien no midió bien cual podría ser el alcance de su reacción si había contado con ella al ordenar el incendio del establo-, muere sin ser capaz de compartir (en el sentido de entender) la desmesura que lo ha arrastrado a su final. En la primera secuencia, todo ocurre a la luz del día, en plena naturaleza (¿un guiño al estado de naturaleza sobre el que se ha especulado una y otra vez en filosofía política?), durante una mañana luminosa. La segunda se desarrolla en la cocina de la casa de Ralph, y durante la pelea Ralph rocía los ojos de Tony con insecticida. No solo es que en el interior la luz es mortecina y no permite ver con claridad las cosas, sino que el insecticida ciega físicamente a Tony, imagen que traduce como la ira y el deseo de venganza lo ciegan a otro nivel, impidiéndole percibir que matando a Ralph no sólo está violando las reglas que ha jurado respetar –es un capitán, está iniciado, nadie puede ponerle la mano encima-, sino que pone en riesgo su cargo y perjudica seriamente el negocio. Tony mata a Peters a plena luz del día, habiéndolo identificado como una rata, y con los ojos bien abiertos mientras aprieta el cable y su víctima se desmorona. De inmediato le toma el pulso para estar seguro que ha muerto: fue allí a matarlo por haber roto su juramento y no se podía marchar sin haber cumplido su tarea. Se levanta y se marcha, dejando el cuerpo tirado tal como cayó. No hay nada que esconder, cuando se castiga a una rata todos deben saberlo –en especial el grupo, que considera un mérito especial cumplir con esa labor. Pasemos al segundo caso. Tony ciego –por el insecticida y por la ira- golpea a Ralph hasta matarlo, sus manos palpan la cabeza para cerciorarse que ha dejado de ofrecer resistencia. No sabe si se ha desmayado o ha muerto hasta que no se lava la cara –después de vomitar- y se quema las manos dos veces con los hornillos de la cocina: recién ahí ve el cuerpo muerto de Ralph (un plano independiente lo muestra cuan largo es tendido en el suelo) y puede percibir –aún con dificultad- las consecuencias de su reacción emocional. En ese momento ya se da cuenta que debe deshacerse del cadáver y que no puede dejar que sus propios hombres se enteren de lo ocurrido: está en un grave problema. Aquellos elementos que hacen homogénea la muestra del texto seleccionada, expresan los aspectos estructurales comunes a la retribución y la venganza señalados por Pablo Bonorino
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Nozick (1981: 368): se infringe una penalización a un sujeto como respuesta a una ofensa que ha cometido previamente (en este caso la muerte), con el deseo de que sepa por qué le está ocurriendo y conozca también que quién lo penaliza pretende que lo sepa (Tony expresa verbalmente durante sus asesinatos los motivos que lo impulsan a actuar de esa manera y lo hace dirigiéndose expresamente a sus antagonistas cuando pueden oírlo claramente). Es por ello que la suerte de mi hipótesis interpretativa se juega en el plano de las diferencias. ¿Podemos afirmar que en un caso la muerte constituye una retribución y en el otro una venganza? Utilizaré como guía las cinco diferencias con las que Nozick distingue ambos conceptos. (1) La retribución se realiza como respuesta a una conducta que transgrede una regla de la comunidad, mientras que la venganza se puede llevar a cabo por un daño, perjuicio o menosprecio personal. En el primer caso, Peters es asesinado porque violó la regla básica de la mafia, la Omertá o código de silencio, traicionando a sus compañeros luego de haber jurado lealtad tanto a las reglas como a los miembros de la Familia. Su testimonio llevó a la cárcel a muchos de sus antiguos colegas. Tony lo mata como respuesta a una incorrección previa de su parte, por haber transgredido la regla más importante para la subsistencia del grupo. Ralph, en cambio, cree haber actuado correctamente de acuerdo a la regla de la mafia que dice: maximiza tus ganancias sin importar los medios que emplees para ello. El establo fue incendiado, murió el caballo que les traía más problemas que beneficios, el trabajo fue muy bien realizado: los inspectores lo consideraron accidental con lo que el cobro de la elevada suma del seguro está garantizada. ¿Qué aspecto de su accionar podría generar desaprobación en la Familia? La respuesta es clara: ninguno. Pero Tony quería a la yegua, sintió su pérdida como un daño irreparable, y consideró que el perjuicio personal sufrido era lo suficientemente grave como para que quien lo hubiera cometido lo pagara con su vida. (2) La retribución establece un límite interno acorde con la gravedad de la incorrección para determinar la medida del castigo a imponer, mientras que la venganza no establece ningún límite. La falta de Peters es la más grave que puede cometer un miembro de la mafia: colaborar con las autoridades para lograr la condena penal de sus compañeros. El juramento de lealtad es la piedra de toque del acto ceremonial de iniciación. Su violación requiere infringir el mayor daño que se puede hacer a una persona: quitarle su vida. Se podrá considerar desproporcionado, pero en el interior del grupo se considera la respuesta adecuada dada la gravedad de la falta (en la serie se muestra la resignación con la que los traidores, una vez que se saben descubiertos por sus compañeros, aceptan lo que saben irremediable: su muerte). No en vano en la historia se narra la investigación previa de Tony para estar seguro que la persona a la que creyó reconocer se trataba efectivamente del viejo traidor huido (en los otros casos presentados en la serie también existe una verificación de la falta, con más exigencia cuanto más cercano afectivamente se encuentra el aparente traidor). Ralph, por su parte, no cometió ninguna falta, pero hizo daño a la yegua de Tony (y Tony lo sintió como un perjuicio personal muy grave). ¿Fue a verlo a su casa para matarlo? No. De lo contrario, lo hubiera hecho de otra manera. Lo va a ver porque sospecha que él puede estar detrás del incendio, pero sin una idea clara de lo que hará si llega a descubrirlo. Una paliza (como la que le propinó cuando Ralph mató a la bailarina en el Bada Bing) o una lesión de importancia, o una simple recriminación. Todo es posible, porque no hay límites para medir la posible reacción de Tony (hasta el punto
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que ni él es consciente al llegar a casa de Ralph de hasta donde lo puede llevar la ira). Lo termina matando: la venganza tiende a ser desproporcionada en relación con la ofensa (cf. Wilker y Sarat 1999: 23). (3) La venganza es una cuestión personal, mientras que quien retribuye no necesita tener ningún lazo especial o personal con la víctima de la incorrección por la que se exige la retribución. Tony mata a Peters, un traidor a quien vio una o dos veces en su vida, que llevó a la cárcel a miembros de la organización que pertenecían a una generación anterior a la suya. Recuerda como afectó a su padre, por ejemplo, aumentando las consecuencias de la enfermedad que lo aquejaba ya en ese entonces. Pero su lazo personal con las víctimas directas de su traición es débil. Asume la responsabilidad de matarlo porque lo ha encontrado lejos de la zona de acción inmediata de la banda y teme que, al haberlo descubierto (como efectivamente ocurrió), pueda huir antes de que otro miembro se haga cargo del asunto. No tiene ningún interés personal en ser él quién lo mate. Por el contrario, Tony mata a Ralph por lo que le hizo a su yegua. Tony mató a Ralph en venganza por lo que él cree que le hizo a su yegua. (4) La venganza despierta una reacción emocional, mientras que la retribución no requiere ningún tono emocional en particular. Tony mata a Peters y se percibe en él cierta satisfacción al acabar con la vida de un famoso traidor. Pero como dije anteriormente, si hubiera sido encontrado en otras circunstancias, es muy poco probable que Tony hubiera participado en su ejecución y mucho menos que hubiera presenciado los hechos si hubiera sido otro el encargado de matarlo (los cargos altos de la organización deben ser preservados, y cuanto más alto están en la escala de poder, menos participan en acciones ilegales que puedan ponerlos en riesgo ante la justicia estatal). Tampoco se puede hablar de que Tony sienta placer al matar a Ralph. Las circunstancias indican todo lo contrario. Pero que la muerte se produce como consecuencia de una respuesta exclusivamente emocional de Tony es indudable. Ningún razonamiento podría haberlo llevado no sólo a matarlo, incluso a poderle recriminar alguna de sus acciones. El asesinato de Ralph es fruto de la ira incontrolada de Tony, que intenta devolverle el daño que siente que ha provocado, pero que mide la respuesta con sus emociones en lugar de con su razón. (5) La venganza no aspira a ningún grado de generalidad, mientras que quien impone una retribución actúa en virtud de la existencia de una regla general que lo obliga a tratar igual a los actos similares. Encontramos aquí las mayores diferencias entre lo narrado en las dos secuencias. Tony mata a Ralph por la forma en la que se siente esa mañana al conocer la muerte de la yegua, las horribles circunstancias en las que ocurrió (sufrió terribles quemaduras y debió ser sacrificada), y la reacción de Ralph cuando se lo recrimina. Si alguna de estas circunstancias hubiera variado es probable que el desenlace también hubiera cambiado. La muerte de Peters, en cambio, obedece al cumplimiento de una regla general (los traidores son castigados con la muerte) y su falta consiste en la violación de otra regla general (que surge del juramento de lealtad y silencio realizado durante la iniciación por todos los miembros del grupo). Todos los actos de traición similares que se narran en la serie (y que son descubiertos) son retribuidos de la misma manera: con la muerte. También se muestra en la secuencia cómo Tony justifica ante su víctima lo que le va a ocurrir, explicitando las reglas generales que lo obligan a actuar de esa manera. Tony tiene la obligación de acabar con la vida del traidor una vez que se ha cerciorado de su
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identidad y existe un riesgo real de que se fugue al saberse descubierto. De lo contrario no lo haría mientras se encuentra recorriendo universidades con su hija adolescente. Se encarga, además, de hacerle saber a su gente (por intermedio de Christopher) lo que ha descubierto y lo que hará. El cadáver del traidor se deja a la vista de todos (como advertencia frente a futuras infracciones y como señal de que las reglas siguen vigentes). La retribución es un acto público, al menos para el grupo en virtud de cuyas reglas se actúa. Ralph, en cambio, es víctima de un crimen, porque no ha violado ninguna regla del grupo con sus actos anteriores y porque Tony tenía la obligación de protegerlo (y la prohibición expresa de levantar la mano contra él) por su carácter de miembro de la Familia y por su rango de Capitán en la organización. Su muerte sería entendida como una falta incluso en el interior de una organización delictiva como la mafia. Por ello Tony debe esperar a la noche para deshacerse del cadáver, por eso sólo Christopher sabrá la verdad, con el compromiso personal de no comentar nada, por eso deben despedazar el cuerpo y hacerlo desaparecer, y por eso Tony debe mentir a su gente atribuyéndole la desaparición de Ralph a la Familia rival de New York en el episodio siguiente. El análisis de las dos secuencias elegidas nos permitió detectar cómo la serie de televisión The Sopranos representa a la mafia como un sistema normativo retributivo: un ordenamiento jurídico infraestatal compuesto por reglas que permiten distinguir con relativa claridad –frente a una misma acción– cuándo constituye un castigo merecido (retribución) y cuando debe ser condenada como un crimen (venganza). Pero esto no significa atribuirle también una respuesta positiva a la cuestión sobre su legitimidad o valor moral, pues se trata de dos cuestiones que, aunque puedan estar conectadas, resultan lógicamente independientes10. Esta cuestión valorativa también es abordada por la serie y su análisis podría llevarse a cabo de forma similar a cómo he tratado la cuestión conceptual. Considero que ambas experiencias han sido sumamente interesantes, pues los alumnos han mostrado un alto grado de motivación durante todo el curso y han incorporado algunas nociones teóricas complejas a través de trabajos personales que fomentaron su reflexión crítica. El uso de narraciones audiovisuales –tanto como proveedora de ejemplos vívidos como vehículo de creencias valorativas y conceptuales– ha demostrado ser una herramienta didáctica de primera magnitud, cuya posible aplicación excede el marco de la filosofía del Derecho11. Referencias bibliográficas Aumont, Jacques y Marie, Michel. 1990. Análisis del film. Barcelona: Paidós. Barton, Charles K. B. 1999. Getting Even. Revenge as a Form of Justice. Chicago-La Salle: Open Court. Bonorino, Pablo. 2010. “Crimen y castigo en The Sopranos”, en Álvarez Maurín y otros (eds.), Ficción criminal: Justicia y Castigo, León, ULE, pp. 29-56. Bonorino, Pablo. 2011. La violación en el cine, Valencia, Tirant lo Blanch. Bonorino, Pablo. 2013. “Sobre la corrección moral de la tortura”, en Martínez Morán y otros (eds.), Derechos humanos: Problemas actuales, volumen I, Madrid, Universitas, pp. 381402. Ver los trabajos contenidos en Lavery ed. 2002 y 2006, y especialmente en Greene y Vernezze eds. 2004. Otro trabajo interesante en esta línea es el que desarrollé en torno a la difusión de ciertos mitos sobre la violencia sexual contra las mujeres en las narraciones cinematográficas, mitos que en muchos casos siguen presentes guiando las tareas interpretativas y probatorias en casos de violación en los procesos judiciales. Ver Bonorino 2011.
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Brecher, Bob. 2007. Torture and the Ticking Bomb, Oxford, Blackwell. Casetti, Francesco y di Chio, Federico. 1999. Análisis de la televisión. Instrumentos, métodos y prácticas de investigación. Barcelona: Paidós. Dershowitz, Alan M. 2004a. ¿Por qué aumenta el terrorismo? Para comprender la amenaza y responder al desafío, Madrid, Encuentro. Dershowitz, Alan M. 2004b. “Tortured reasoning”, en: Levinson, Sanford (edit), Torture. A Collection, Oxford, OUP, pp. 257-280. Gambetta, Diego. 2007. La mafia siciliana. El negocio de la protección privada. México: Fondo de Cultura Económica. Ginbar, Yuval. 2008. Why Not Torture Terrorists? Moral, Practical, and Legal Aspects of the ‘Ticking Bomb’ Justification for Torture, Oxford, OUP. Greenberg, Karen J. y Dratel, Joshua L. (eds.). 2005. The Torture Papers. The Road to Abu Ghraib (New York, Cambridge University Press). Greene, Richard y Vernezze, Peter, eds. 2004. The Sopranos and Philosophy. I Kill Therefore I Am. Chicago: Open Court. Hart, H. L. A. 1963. El concepto de derecho. Buenos Aires: Abeledo-Perrot. Hart, H. L. A. 1992. Punishment and Responsibility. Essays in the Philosophy of Law. Oxford: Clarendon Press. Henberg, Marvin. 1990. Retribution. Evil for Evil in Ethics, Law, and Literature. Philadelphia: Temple University Press. Irwin, William. 2007. “Philosophy as/and/of popular culture”, en Irwin, W. y Gracia, J. (eds.), Philosophy and the interpretation of pop culture, Lanham: Rowman & Littlefield, pp. 41-64. Jacoby, Susan. 1983. Wild Justice: The Evolution of Revenge. New York: Harper & Row. Korsmeyer, Carolyn. 2007. “Philosophy and the probable impossible”, en Irwin, W. y Gracia, J. (eds.), Philosophy and the interpretation of pop culture, Lanham: Rowman & Littlefield, pp. 21-40. Lavery, David, ed. 2002. This Thing of Ours. Investigating The Sopranos. New York/London: Columbia University Press/Wallflower Press. Luban, David. 2006. “Liberalism, Torture, and the Ticking Bomb”, en: Greenberg, Karen J. (ed.), The Torture Debate in America, New York, CUP, pp. 35-83. Nozick, Robert. 1981. Philosophical Explanations. Oxford: Clarendon Press. Obiols, Guillermo y Eduardo Rabossi, eds. 2000. La enseñanza de la filosofía en debate. Bs. As.-México: Novedades Educativas. Rabossi, Eduardo. 1976. La justificación moral del castigo. Buenos Aires: Astrea. Ross, Alf. 1976. “La finalidad del castigo”, en Genaro Carrió (ed.) Derecho, filosofía y lenguaje. Homenaje a Ambrosio L. Gioja, Buenos Aires: Astrea, pp. 151-192. Souza, María de Lourdes. 2001. El uso alternativo del derecho. Génesis y evolución en Italia, España y Brasil. Bogotá: Unibiblos. Wilker, Josh y Sarat, Austin. 1999. Revenge and Retribution. Philadelphia, Pa.: Chelsea House Publishers.
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1. Introducción El psicoanálisis puede ser definido como una terapia del lenguaje. Sus recursos básicos son el discurso, la escucha y la atención al acontecimiento. Tiene como horizonte, entre otros, el de disolver y solucionar malestares. Uno de sus principios éticos básicos parece ser el de preservar al sujeto de sí mismo, en el sentido de preservar a la persona de sus propios mecanismos de aniquilamiento, negación o autoboicot que lo reprenden o sacrifican. Se pretende identificar la compleja economía psíquica que convierte a alguien en el depredador de sí mismo por violencia autoinfligida a modo de directo castigo o de “placer penoso” (goce). Así entendido, se trata de una terapia del lenguaje en donde se intenta identificar y desarmar los discursos contra-uno. Por el momento bastará esta caracterización amplia. El psicoanálisis puede ser útil de múltiples maneras en el ámbito del derecho. Puede ayudar a entender por qué se piensa lo que se piensa en determinados ámbitos jurídicos, o por qué una acción fue llevada a cabo y no otra, o cuál ha sido lo que los juristan llaman el “daño moral” causado a una víctima. Así, por ejemplo, podría colaborar a entender por qué un conjunto de personas dictó o se rige por este o aquel conjunto de normas, o podría ayudar a aplicar ese derecho en el caso en que se lo solicite como condición necesaria de la fijación de un daño. No obstante, existen múltiples objeciones a la supuesta utilidad/plausibilidad del psicoanálisis. La primera de ellas es que no puede considerarse científico o serio. La segunda de ellas es que aún salvada la primera objeción, no es aplicable o implementable a algunos supuestos de lo que genéricamente se llama “fenómeno jurídico”. La tercera proviene del psicoanálisis mismo. Algunos de los fines del derecho, como investigar la responsabilidad penal y hallar un culpable, son incompatibles con los fines que persigue la terapia psicoanalítica. Voy a detenerme un poco en estas dos objeciones. Luego quiero ingresar en una idea relacionada con el derecho que podría resultar interesante analizar con las herramientas de la psicología en general y el psicoanálisis en particular. Me refiero al reconocimiento. Al hablar del reconocimiento y su relación con el derecho me referiré a éste último tanto en su aspecto descriptivo como prescriptivo. Intentaré mostrar que el concepto de reconocimiento puede ser fructífero para analizar diversos aspectos de lo que el derecho hace y debería hacer. Aunque el rendimiento de este análisis puede ser vasto, me limitaré a sugerir sólo tres aspectos que considero abiertos a ulterior desarrollo: un aspecto conceptual relacionado con el contenido y alcance del reconocimiento en el derecho; un aspecto valorativo relacionado al derecho a ser oído y obtener respuestas institucionales; y un aspecto político relacionado con el análisis del concepto de libertad.
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2. Objetividad y sensatez La objeción sobre la plausibilidad/utilidad del psicoanálisis es compleja. Una forma en que se ha planteado es la siguiente: no hay bases objetivas para evaluar la plausibilidad de las ideas sostenidas por el psicoanálisis. Sus tesis explicativas (p.ej. sobre el acto fallido, el trauma, el goce o la negación) son endebles y por tanto insensatas o poco serias. Tales objeciones merecerían un tratamiento aparte dado que son extensas y profundas. Por lo pronto cabe decir lo siguiente. En primer lugar, si “objetivo” o “científico” se reduce a las ciencias naturales y a la explicación causal, el psicoanálisis y cualquier disciplina social pierde la calidad de seriedad o sensatez asociadas a esas ideas. Pero no hay que presuponer que las ciencias naturales y la explicación causal son las únicas fuentes de seriedad o sensatez. Aquí, por lo demás, se encuentra un principio implícito. Aquel según el cual “algo es valioso/ objetivo/serio si refiere a la causalidad”. Ese principio no es obtenido por verificación, ni resulta un fenómeno causal, con lo cual o bien se autodestruye o bien requiere una explicación o fundamentación no causal.1 En segundo lugar, lo que pretende el psicoanálisis junto con otras disciplinas es comprender la conducta humana. La comprensión de la conducta humana puede brindar lo que se conoce como explicaciones parciales. Una explicación parcial permite indicar por qué sucedió lo que sucedió y cómo sucedió, pero no permite predecir exactamente cuándo sucederá. Por retomar una conocida anécdota: una persona debe introducir con honores a un colega a quien detesta y con quien compite en diversos ámbitos. Está obligado a presentarlo debido a su posición institucional y una serie de expectativas que rodean al ritual en cuestión. Por hipótesis se trata de halagarlo y honrarlo. Al presentarlo sostiene “Es para mí un alto honor presentar en esta ocasión a mi ignorante colega”. A partir de ciertos datos de partida acerca de la enemistad manifiesta y el rencor reprimido puede comprenderse por qué se dijo lo que se dijo. Un acto fallido de tal tenor tiene un aspecto paradójico y lógico (podríamos llamarlo paradlógico). Es paradójico que se diga “ignorante” a quien supuestamente es sabio. Pero es lógico si se tiene en cuenta las animosidades, broncas y odios sumergidos. Las explicaciones parciales son típicas en historiografía, sociología, psicología y psicoanálisis (Klimovsky-Hidalgo, 1998). No pueden predecir exactamente cuándo algo sucederá, pero pueden ayudar a comprender y eventualmente solucionar problemas defectuosamente anudados. Sólo si se supone que aquello que predice efectivamente es lo único objetivo, científico y/o valioso, puede decirse que el psicoanálisis carece o bien de objetividad, cientificidad o valor. Pero algo puede ser valioso e incluso útil aunque no sea “objetivo” o “científico” en el sentido estrecho de esas palabras. Cualquier ámbito del hacer y el saber que se vincule con la acción, las intenciones y la libertad (antes llamado “ciencias del espíritu”) no encontrará lugar o traducción en el mundo de lo causal, si a esto se lo entiende como un ámbito ajeno al lenguaje y lo simbólico. Así entendido, el psicoanálisis se encuentra en algún lugar intermedio entre las ciencias naturales y la filosofía. Con las primeras comparte la metodología de observación y revisión de fenómenos complejos. Con la segunda la pretensión interpretativa de las ideas, del lenguaje y de la libertad (Tauber, 2009). Se resiste a la reducción de mente Un argumento análogo utiliza Ronald Dworkin para relativizar la preminencia de la causalidad en la discusión moral. Véase Dworkin (2011), capítulo 4, titulado “Morals and Causes”.
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a un mero cerebro, pero también a la mera especulación alejada de toda observación y escucha. Lo que toca observar, escuchar e intervenir es complejo. Somos cuerpos con lenguaje cuya mente no está sólo en nuestra cabeza.
3. Dificultad de su implementación. Discursos de saber y poder. La segunda objeción es algo más específica. Incluso habiendo salvado la primera objeción, cabría preguntarse si el psicoanálisis es aplicable o utilizable en el derecho, entendido como una práctica social destinada a regular conductas. Como práctica terapéutica del lenguaje, el psicoanálisis ha sido implementado de manera individual. Cuando Freud presenta su metodología, por ejemplo en el caso Dora, el carácter privado de la terapia aparece como un elemento fundamental. Se trata de una experiencia entre dos personas (analizante y analista) donde sucede una escucha y a partir de ella se generan acontecimientos y movimientos terapéuticos en todas las direcciones. Puede haber conmoción para ambos. En la medida en que se realiza de a dos, el psicoanálisis perdura en parte como un “inmenso proyecto de educación privada” (Miller, 2003). Lo que produce lo hace en un ámbito cerrado, privado, intramuros. Desde esta perspectiva, por definición, no serviría para fenómenos sociales. No se puede psicoanalizar, continúa el argumento, a toda la sociedad. Por carácter transitivo, su utilidad es reducida para el fenómeno social llamado derecho. No obstante, algunos conceptos surgidos del psicoanálisis han sido utilizados con éxito en el análisis de fenómenos sociales. Allí están, utilizados de manera más o menos literal, los conceptos de “inconsciente colectivo”, pero también el de “pánico moral”, que ayuda a explicar por qué un grupo social puede terminar ladrando al árbol equivocado cada vez que percibe que su condición social está en descenso. Con tales conceptos se puede explicar cómo funcionó el odio a los judíos y gitanos en la Europa nazi-soviética, los linchamientos, el sentimiento de inseguridad, y la reacción frente al inmigrante. A su vez, el uso de los términos puede verificarse como extendido en cierta clase y público. Grandes grupos de teleaudiencia pueden reírse con un mafioso que se analiza (Film: Analízame/Analyze this, 1999). Por último, se lo puede detectar en el habla cotidiana, usado de manera variopinta. Cuentan entre estos fenómenos observables las siguientes frases: “tiene un ego...”, “es una histérica”, “no te pongas paranoico”, “te está psicopateando”, “histeria social”. En un cuento de Fogwill, el taxista usa con naturalidad terminología “psi” y el pasajero se sorprende. Esto presupone la familiaridad con el uso de los términos y de algunos de los conceptos. Así que puede decirse que de múltiples maneras el psicoanálisis no está sólo en el consultorio. Si se asume que sirve, no sirve solo en el consultorio. Hay dos perspectivas en que psicoanálisis no sirve solo en el consultorio. No únicamente y no en solitario. No sirve únicamente en el consultorio en la medida que puede ser usado en otros ámbitos (por el analizante mismo o un tercero). Pero además, no sirve en solitario en el consultorio porque aquí son relevantes dispositivos, con el lenguaje en el primer lugar, que están atados a la relación con otras personas, a otros hablantes. Miríadas de símbolos que se vinculan entre sí. En el ámbito del derecho el psicoanálisis puede utilizarse de múltiples maneras. Por sólo citar dos ejemplos: para intentar explicar por qué un funcionario (juez/a) niega su condición de actor político (Kennedy, 2010, Cap. I) o para analizar cómo los rituales, los relatos mitológicos, la arquitectura y la vestimenta, colaboran en promover comporHernán G. Bouvier
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tamientos (Marí, 1986). No obstante, existen objeciones a la utilización indiscriminada del psicoanálisis en el derecho, en especial como instrumento del derecho. Esta vez, las críticas son internas, pues provienen de algunas corrientes psicoanalíticas. En efecto, ciertas perspectivas del psicoanálisis entienden que no corresponde usarlo como instrumento para ciertos fines del derecho pues los fines de uno y otro son diametralmente opuestos. Se sostiene, por ejemplo, que el “saber” que interesa en algunos aspectos jurídicos está en las antípodas del “saber” que pretende el psicoanálisis. Así, mientras que el derecho positivo y sus instituciones están dirigidas a, por ejemplo, acusar y castigar (derecho penal), no es este tipo de saber el que corresponde al psicoanálisis. La incompatibilidad vendría dada porque en un caso usualmente se busca juzgar de una manera algo inquisitiva obligando a aceptar ciertas formas de ver el mundo, mientras que en el otro no hay compromiso con ese tipo de tareas. Desde el momento en que el derecho asume ciertas identidades y subjetivaciones y dirige sus esfuerzos a determinar si la persona está en una u otra categoría ya pre-decidida, sus actividades no están abiertas a la escucha, sino a la clasificación en base a categorías ajenas al sujeto que habla y constituídas a pesar de él (culpable/inocente, buen padre de familia, madre responsable, contraventor recurrente, desviado, masculino/femenino, etc.). No es posible detenerse aquí en profundidad en este problema. Sólo corresponde decir que del hecho que las instituciones jurídicas estén diseñadas para no escuchar ciertas voces, o que el derecho transforme lo que dice una persona en algo diferente a lo que ha dicho (lo traduzca a su lenguaje jurídico, por definición parcial y rector) no se sigue que no pueda pensarse instituciones jurídicas más abiertas a la escucha y a la comprensión. Si este o aquel derecho no puede escuchar ciertas cuestiones que se consideran valiosas, o no reconoce el valor de escuchar sin juzgar con fines preconcebidos, peor para ese derecho. No hay un límite metafísico ni definicional que impida pensar instituciones jurídicas abiertas a la escucha. En lo que sigue indicaré algunos aspectos por los cuales considero interesante en el ámbito del derecho el análisis del concepto de reconocimiento desde el punto de vista psicoanalítico. Espero mostrar que aquí existe un concepto relacionado con el derecho y la política para el cual el psicoanálisis tiene mucho para decir, incluso ayudando o colaborando como instrumento del derecho, en su aplicación.
4. Derecho y reconocimiento En el habla cotidiana se utiliza el término “reconocimiento” para connotar dos conceptos diferentes. En primer lugar se lo utiliza para referir a la capacidad de discriminar e identificar cognitivamente objetos, lugares y personas. Así puede decirse que “no reconocí el lugar, había muchos más edificios que la última vez” o “no te reconocí al verte con gafas y sombrero”. En segundo lugar se connota situaciones valiosas, positivas, que merecen ser destacadas. Pertenecen a este grupo los usos relativos al reconocimiento de la trayectoria, del mérito, valor, entrega, etc. Si nos mantenemos en este nivel de análisis, es fácil detectar que se considera al reconocimiento como algo necesario y valioso en ciertas circunstancias. Su omisión, en consecuencia, da lugar a algún déficit o propiedad negativa. Es usual que nos importe que sea reconocido nuestro trabajo o predisposición a hacer tal o cual cosa, o que se nos critique cuando no destacamos o mostramos que estamos al tanto de acciones valiosas. En el ámbito de habla en que esto se escribe, existe un neologismo para captar situa-
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ciones disvaliosas relacionadas con la falta de reconocimiento: se trata del denominado “ninguneo”. Tal acción (“ningunear”) supone tratar a otro como si no estuviera allí, no prestar atención a sus comentarios (como si no hubiera dicho nada). En estos supuestos se refiere con tal expresión a algún tipo de invisibilización de la persona en cuestión. Usted en efecto puede estar familiarizado con alguna de las siguientes situaciones que pueden generar malestar: no recibir respuesta alguna cuando se la esperaba o era debida (p.ej. una persona particular o una repartición no responde a nuestras llamadas o mensajes); no recibir apreciación, respuesta o gesto alguno con respecto a algo que hemos dicho; no recibir consulta sobre un tema con respecto al cual uno considera que tiene algo para decir y quien no consulta lo sabe; haber participado en una comunicación que se interrumpe unilateralmente sin motivos explícitos; no ser considerado en una decisión colectiva; no sentirse incluido en la descripción de un fenómeno (p.ej. cuando una crónica o reconstrucción histórica no tiene en cuenta el rol de las mujeres). Estas y otras circunstancias que pueden dar lugar a incomodidad y desasosiego pueden enmarcarse en alguno de los sentidos en los cuales se usa e importa el reconocimiento. Ninguna de ellas excluye, claro está, casos de expectativas y malestares infundados o que exigen más de lo que deberían. Se puede esperar respuesta o interés simplemente porque se exije más allá de todo límite razonable. En este sentido, si bien el reconocimiento puede ser un valor o una virtud, su exigencia desmedida bien puede ser un vicio. Resulta también simple encontrar escenificaciones literarias en donde algún tipo de invisibilización conlleva un malestar.2 Considero que las situaciones aludidas son bastante familiares y forman parte de nuestra experiencia con el uso del término o de las situaciones involucradas. Como puede verse, aquí se encuentran múltiples usos de términos que forman parte de, por así decirlo, nuestra experiencia ética cotidiana. A veces los usos tienen sentidos cercanos o relacionados a los de “in/visibilización”, “correspondencia”, “consideración”, “respeto”, “rechazo”etc. Tales usos y situaciones son también analizados desde perspectivas teóricas con proyección sobre el ámbito práctico. En efecto, la relevancia del reconocimiento y sus conceptos cercanos (desprecio, reificación, invisibilización, nulificación) abre un sinnúmero de interrogantes. En primer lugar, si todas las situaciones deben ser categorizadas como relativas al reconocimiento. Dicho de otra manera, de qué se habla cuando se habla de reconocimiento, qué conceptos implica y cuáles excluye. En segundo lugar, cómo es que funciona la dinámica del reconocimiento. En tercer lugar, si las situaciones identificadas “nos importan” y en base a qué consideraciones. Por último, asumiendo que importan y que eso indica algún núcleo de acciones a fomentar/desalentar, cuáles de ellas podría asumir esta o aquella institución jurídica. No es posible abordar aquí todos estos aspectos. Espero en lo que sigue mostrar cómo de múltiples maneras el concepto de reconocimiento está esperando análisis y puede ser fructífero en el amplio ámbito de reflexión sobre el derecho como es y sobre el derecho como debería ser. Dividiré las siguientes consideraciones en aspectos del reconocimiento. Con esto pretendo aludir a diferentes perspectivas de análisis que pueden desarrollarse a partir de las múltiples instancias de uso del concepto. El aspecto conceptual requiere intentar identificar a qué circunstancias y contexto se refiere cuando se habla de reconocimiento. En primer lugar puede tomarse como En la novela “El hombre que amaba a los perros” (Padura) el personaje que relata describe lo que a su parecer fue una especificidad del régimen comunista en Cuba. “Cuando como literato pasó de ser aclamado a ser ignorado, su desgracia no fue ser encerrado, expulsado o torturado. Se lo relegó a ser nada, nadie, ninguno. Se le vetó, de múltiples maneras formales e informales, la escritura, la opinión, la enseñanza y cualquier otro ámbito de visibilización de su quehacer”. Honneth indica múltiples obras literarias en francés e inglés en donde aparecen problemas relacionados con el reconocimiento (en forma de desprecio o reificación). Véase Honneth (2008, 2011).
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circunstancias de reconocimiento las instancias de afecto e interacción inicial y prematuro (p.ej. del niño con la/s persona/s de referencia). Puede incluirse aquí cualquier otra instancia en la cual la persona es introducida en una compleja red de deseos, interdictos, cuidados en donde aprende a ver al otro y a ser visto como otro. Desde el punto de vista psicoanalítico no puede presuponerse que la persona ingresa en este estadio sólo gracias a una estructura predeterminada de familia. Esto relativiza (aunque no elimina) el acento que se pone en la estrecha relación entre madre o padre y reconocimiento. La persona de referencia en el afecto inicial y prematuro puede ser otra. En el ámbito de este aspecto conceptual, la apuesta más fuerte parece ser la de Honneth (2008, 2011). Esta coincide en parte con lo que estaría implicado en los usos cotidianos y valorativos de reconocimiento, atención y respeto, indicados más arriba. Honneth ha distinguido al menos tres tipos de reconocimiento social: el afecto emocional en relaciones sociales íntimas como el amor y la amistad, el reconocimiento jurídico como miembro responsable de sus actos de una sociedad y, finalmente, la apreciación social del rendimiento y de las capacidades individuales (Honneth,2011. p.141)
Sin embargo su apuesta va más allá. No sólo pretende explorar la importancia de ser reconocido como algo relacionado con el buen o mal trato de personas, digamos, con autonomía y pleno uso del lenguaje. Su pretensión es mostrar o resaltar que el reconocimiento tiene prioridad conceptual (e incluso temporal) con respecto al desarrollo de otras cualidades que son condición de posibilidad del respeto, la autonomía o la dignidad. En lo que puede considerarse una tesis pragmatista radical con respecto al lenguaje, la mente y el mundo, Honneth indica que las instancias en que se aprende la distancia con otros, y nuestra ubicación compleja con respecto a esos otros, son condición de posibilidad del conocimiento y del lenguaje. Sólo a través de una serie compleja de juegos y prácticas de reconocimiento, visibilización, distanciación, cercanía, un sujeto aprende a conocer su entorno, en el sentido de clasificación cognitiva de objetos y personas. La tesis es radical pero no nueva. Múltiples enfoques pragmatistas en teoría del lenguaje confluyen en este punto. La conformación de la propia identidad implica la adquisición de un lenguaje, y ese lenguaje, preexistente en otros, es lo que nos introduce a las distancias y cercanías entre objetos y personas. No hay conocimiento, sin reconocimiento. Sólo a través del aprendizaje de reglas y conceptos, que incluyen la idea de límite, categoría, separación, cercanía, etc. puede un no hablante comenzar a conocer objetos e identificar personas. Su punto de partida entonces difiere en algunos aspectos de lo que valoramos o rechazamos cuando en el habla cotidiana apelamos al reconocimiento. El reconocimiento no sería solamente eso que se puede dar o quitar en las interacciones cotidianas a personas con lenguaje, sino también (y sobre todo) la condición de posibilidad del desarrollo del resto de nuestras capacidades cognitivas y prácticas. En sus palabras, la forma de reconocimiento de la cual se ocupa este seminario es entendida solamente como un prerequisito necesario de toda comunicación humana, una que consiste en experimentar al otro en un modo que no está conectado con implicaciones normativas o incluso actitudes positivas3 En el original “the form of recognition dealt with in these lectures is only intended as a necessary prerequisite of all human communication, one which consists in experiencing the other in a way that is not connected with normative implications or even positive attitudes” (Honneth, 2008, p. 148). No obstante es claro que Honneth
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Por hipótesis esto definiría un ámbito de disenso con las teorías que centran su análisis teórico y práctico en la importancia del discurso, la deliberación y la acción comunicativa. En lo que pretende ser una objeción a una teoría como la de Habermas, Honneth sostiene: las condiciones normativas de la interacción social no se pueden comprender en toda su amplitud si solo se basan en las condiciones lingüísticas de un entendimiento libre de dominio (Honneth, 2011 p. 137)
Incluso si se asume que el reconocimiento, al menos es un sentido, es condición de posibilidad del resto de circunstancias necesarias para una vida digna y plena (que incluyen democracia, participación, acción comunicativa, deliberación), esto no quita que pueda decirse que hay aquí un sentido normativo relevante. Se puede decir que en una discusión normativa esta cuestión puede tener relevancia explicativa a nivel teórico. Por ejemplo, para explicar teóricamente (racionalizar) actitudes que reprochan más el no brindar a una persona las precondiciones de posibilidad de la comunicación y autonomía, que el simple desprecio frente a alguien que ya posee lenguaje y autonomía. Se trataría de dos niveles de reconocimiento capaces de explicar diferentes intensidades de actitud. Justamente, lo que explicaría el diverso reproche normativo (si existe) es que se afecta algo más básico que el simple y llano “tener en cuenta al otro” o “no tratarlo para este o aquel caso como sujeto”. Se atacarían las condiciones de posibilidad de todo el resto de presupuestos valiosos en la vida ética y política (dignidad, humanidad). La tesis de Honneth no tiene por qué interpretarse en este sentido, sólo sugiero que es una vía posible.4 Tal eje presupone una discusión sobre las condiciones de formación del lenguaje, la psique y la identidad sobre la cual el psicoanálisis tiene mucho para decir y de hecho lo ha hecho. En la medida en que se considera que el reconocimiento así entendido puede tener relevancia normativa y las instituciones jurídicas deberían tenerlo en cuenta, la profundización de esta línea de trabajo puede traer interesantes resultados para las teorías de la justicia que trabajan enfocadas con aquello que las instituciones jurídicas deberían cuidar o fomentar. Un segundo aspecto, atañe a la multiplicidad de figuras jurídicas que protegen ciertos derechos. Estas podrían verse bajo otra luz si son analizadas bajo la perspectiva del reconocimiento (entendido en términos valorativos positivos). En efecto, tómese por ejemplo el derecho a ser oído que incluye no sólo la obligación de la autoridad de recibir una declaración o reclamo, sino también la de contestarlo. La forma usual de justificar este derecho se suele conectar con cuestiones de democracia y, en el ámbito procesal, con el derecho a defensa y de peticionar ante las autoridades como derecho fundamental. Es claro que estas fundamentaciones sobre el derecho a ser oído y expresarse podrían verse bajo una luz ulterior, como el derecho a obtener reconocimiento por la autoridad, debiendo mostrar ésta que nos ha tenido en el horizonte de su análisis, nos ha considerado adecuadamente y ha respondido en consecuencia. Múltiples instituciones jurídicas (como la sanción penal) podrían obtener un análisis diverso y más robusto si son leídas aprovecha los dos aspectos del reconocimiento: el conceptual (como prerequisito del lenguaje y la interacción) y el normativo (como razón para la acción). Críticas con respecto a los sentidos en que usa Honneth “reconocimiento”, pero también “reificación”, pueden verse en los textos de Butler, Geuss y Lear en Honneth, 2008. 4 De hecho la tesis de Honneth, si entiendo bien, es que la reificación es una forma de vulnerar este reconocimiento de primer nivel (Honneth, 2008, p.150). Este punto, no obstante, merece mayor desarrollo y no es posible tratarlo aquí.
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en algunas de las múltiples interpretaciones que asume el reconocimiento como valor. Podría ser útil explorar en qué medida el reconocimiento se vincula con las precondiciones de la punición, y en qué medida una punición puede ser subóptima si no tiene en cuenta (en un sentido a especificar) el debido reconocimiento como agente de la persona a quien se impone el castigo o se la exonera de responsabilidad penal.5 Una utilidad análoga semejante podría prestar el análisis del reconocimiento en el ámbito de las expectativas (legítimas o no) a que una autoridad reconozca que ciertos derechos han sido vulnerados. En efecto, puede constatarse empíricamente que víctimas de ciertos delitos no sólo aspiran a que el victimario reconozca su hecho públicamente, sino que consideran que es necesario un ámbito de reconocimiento institucional ulterior por medio de la cosa juzgada (esto es patente en los reclamos por graves violaciones a los derechos humanos). No está suficientemente explorado, hasta donde conozco, si y en qué medida puede el reconocimiento institucional (por medio de la punición de los culpables) colaborar en ese pedido de visibilización de la víctima y cómo las respuestas institucionales pueden colaborar en el plano de cierre, solución o sutura de un duelo, de un daño o de un conflicto. Para concluir, un último aspecto que vincula el análisis del reconocimiento con el de la libertad. Como es sabido, abundan análisis de filosofía política que intentan identificar los diferentes sentidos en que “nos” importa la vulneración de la libertad. Resulta estándar a esta altura sostener que junto al interés por la libertad como no interferencia, convive un interés por la libertad como no dominación. Es decir, un interés por vivir a salvo de la capacidad de interferencia sobre bases arbitrarias. No bastaría con que nuestra vida no esté interferida, sería necesario además que no exista la posibilidad de interferencia sobre bases libradas al mero arbitrio del amo o el gobernante.6 Este tipo de consideraciones se utilizan, entre otras cosas, para elaborar criterios normativos de justicia que permitan evaluar instituciones (v.g. impositivas, contravencionales, penales, etc.). Es con el desarrollo de los diferentes sentidos de libertad que puede evaluarse una Anthony Duff se ocupa de las precondiciones de la punición. Es decir, condiciones que harían legítima la imposición de un mal. Entre esas condiciones enumera la inclusión política, material y normativa. No nombra dentro de esas condiciones la exigencia de que la pena incluya de alguna manera algún tipo de reconocimiento de la persona a quien se le inflige, aunque claramente sus premisas pueden ser conjugadas con el análisis aquí sugerido. En especial, el análisis sería fructífero si se lo conjuga con los fines del castigo legítimo el cual, según Duff, debería dirigirse a satisfacer tres “R” (repentance, reform, reconciliation). Véase Duff, 2001. cap 3. No concuerdo en muchos aspectos con la concepción de Duff, pero eso no quita que pueda ser interesante conjugar su investigación sobre las condiciones legítimas del castigo con las diferentes perspectivas sobre el reconocimiento. Una vía posible es evaluar si y en qué medida el castigo penal puede servir no sólo para desalentar conductas o lograr que el sujeto se “arrepienta” o lamente su acto, sino como mecanismo para reconocerse como responsable. Es más, entiendo que hay estudios del ámbito lacaniano que podrían explicar por qué la no imposición de responsabilidad penal, o la exoneración de responsabilidad penal por parte de la autoridad por una causal incorrecta, podría ser sentida en algunos casos por el sujeto acusado como un desprecio institucional al carácter simbólico de la actividad emprendida. Creo que corresponde consultar aquí la obra “Extraviada” (Capurro y Nin) . En el ámbito de la discusión política y jurídica esta problemática puede verse expresada en las numerosas controversias relativas a la violencia de género y la legítima defensa de la “battered woman”. Según una reivindicación feminista en tal ámbito, las mujeres golpeadas sistemáticamente que agreden al victimario cuando la agresión no es actual, no deberían ser exoneradas de responsabilidad por estado de necesidad exculpante (i.e. disminución de su capacidad de adecuarse a lo que exige la norma, por temor o perturbación insuperable) sino que debería reconocerse su acto como justificado (no antijurídico). Esta pretensión de que tal acto sea institucionalmente reconocido de una manera y no de otra puede tomarse como mero “capricho” si no existe un estudio pormenorizado de cómo la ley puede servir (por vía de pena o exoneración de ella) al reconocimiento social del acto emprendido, o a su desprecio. 6 La literatura en estos supuestos transcurre largamente sobre la obra de Philip Pettit. En el ámbito de habla hispana puede consultarse, entre otros, Roberto Gargarella. Considero importante comenzar a desandar esta discusión consultando Skinner (1998). 5
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miríada de instituciones jurídicas y eventualmente criticarlas. A esta altura resulta obvio que los estudios de psicoanálisis y de filosofía que rodean al problema del reconocimiento pueden sofisticar o ampliar esta discusión. Asumiendo que se tiene alguna definición acabada de cómo tiene lugar el reconocimiento, cuál es su conformación, y qué tipo de daños puede generar su ausencia o retaceo, cabe preguntarse si esto abre o no nuevos conceptos de vulneración de la libertad, o se trata solamente de otros medios de interferir o dominar. No me resulta obvio que cuando mediante desprecio una persona o institución no reconoce a alguien, se pueda decir sin más que eso es un caso de interferencia o dominación. Bibliografía Dworkin, R. (2011) Justice for Hedgehogs. Harvard University Press. Capítulo 4. Duff, A. (2001) Punishment, Communication and Community. Oxford University Press, Oxford. Honneth, A. (2008). Reification, A New look to an old idea, Oxford University Press, Oxford. Honneth, A. (2011) La sociedad del desprecio. Trotta, Madrid. Kennedy, D. (2010) “El comportamiento estratégico en la interpretación jurídica” en Kennedy, D. Izquierda y derecho. Ensayos de teoría jurídica crítica. Siglo veintiuno editores, Buenos Aires. Klimovsky, G y Hidalgo, C. (1998) La inexplicable sociedad, A-Z editora, Buenos Aires. Marí, E. (1986) “Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden” en Doxa, 3, pp.93-111. Miller, Jacques-Alain (2003). “Lacan y la Política. Entrevista con Jacques-Alain Miller. Declaraciones recogidas por Jean Pierre Cléro y Linda Lotte” en Cités, 16. Skinner, Q. (1998) Liberty Before Liberalism. Cambridge University Press, Cambridge. Tauber, A. (2009). “Freud’s philosophical path. From a science of mind to a philosophy of human being” en The Scandinavian Psychoanalytic Review, 32, pp- 32-43.
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EL GIRO METODOLÓGICO EN EL RAZONAMIENTO JUDICIAL: LA IMPORTANCIA DE LAS EMOCIONES Luciana B. Samamé
1. Introducción En años recientes, las perspectivas de análisis vinculadas al razonamiento judicial se han visto enriquecidas por la influencia que concepciones de cuño aretaico empezaron a ejercer sobre dicho dominio. En este trabajo, me propongo explorar tanto las posibilidades que este novel enfoque ofrece como así también sus limitaciones e inevitables escollos. Para empezar, es preciso destacar que la teoría de la argumentación jurídica ha estado normalmente dominada por dos paradigmas en pugna: uno de naturaleza formal y deontológica, y otro de carácter más bien instrumental y consecuencialista. Conforme al primero, la corrección del razonamiento depende de su estricta adhesión a reglas y principios, en tanto el segundo postula su legitimidad en función de su contribución a fines valiosos. Si bien ambos criterios se fundan sobre bases divergentes, exhiben un común presupuesto: la idea según la cual existe un método procedimental capaz de determinar la validez del razonamiento judicial. Este método procedimental extrae y reclama validez independientemente de los operadores jurídicos. De manera que la corrección de la argumentación y de la decisión a la que conduce, se establece con completa independencia de los agentes que lo aplican, esto es, los magistrados. Esta visión ha encontrado un interesante contrapunto en una serie de pensadores alineados con la llamada Virtue Jurisprudence. Abrevando en las teorías de la virtud clásicas, especialmente la aristotélica, tales autores postulan como categorías centrales de análisis aquellas de virtud, excelencia y florecimiento humano (Solum, 2013, p. 2), defendiendo a un tiempo una concepción distintiva y en su opinión crucial, de razón práctica: aquella que la emparenta con la phrónesis o prudencia. A diferencia de otros tipos de racionalidad – v.g. la formal e instrumental respectivamente–, la phrónesis se caracteriza por su direccionalidad al caso concreto y su permeabilidad a las especificidades que el mismo envuelve; es así que su función no se deja reducir ni a un cálculo instrumental ni a la aplicación estricta de preceptos rígidos. Semejante concepción de razón práctica, de singular relevancia para la filosofía moral y política, está ganando terreno en el ámbito de la filosofía jurídica. De la aplicación de esta noción típicamente aretaica en la teoría de la argumentación jurídica, se desprenden importantes consideraciones. Entre ellas, la idea según la cual existiría una estrecha conexión entre el carácter del juez y la calidad de los argumentos que formula, estableciéndose de esta suerte una íntima soldadura entre la ética judicial y la teoría de la argumentación jurídica (Amaya, 2011, p. 137). Pues bien, a lo largo de este escrito procuraré evidenciar los elementos centrales que caracterizan lo que he dado en llamar el “giro metodológico” en el razonamiento judicial. Para ello se procederá por partes: 1) primeramente mostraré el escenario preciso en el que se propició dicho giro; 2) en segundo lugar reconstruiré sucintamente los diferentes roles que pueden concederse a la virtud en el razonamiento judicial; 3) finalmente, identificaré cuáles son las estrategias que vuelven plausible la incorporación de las emociones en tal terreno. Luciana B. Samamé
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2. Giro aretaico, virtudes judiciales y razonamiento práctico Se ha mencionado que la filosofía jurídica se insufló en años recientes de un vigoroso impulso aretaico, replicando lo antes sucedido en el ámbito de la filosofía moral. En la década del 60´del pasado siglo, el resurgimiento de la ética de la virtud corrió parejo con un fuerte descontento ocasionado por los enfoques normativos dominantes, a saber: el deontologismo y el consecuencialismo. Dicha insatisfacción se originaba principalmente en la naturaleza restringida exhibida por tales enfoques: pues éstos aparecían exclusivamente preocupados por la regulación de la acción –por la provisión de un método o criterio de cuya correcta aplicación se siguiera la acción moralmente válida–, dejándose en un segundo plano la cuestión del carácter del agente. Sin embargo, partidarios de la teoría aretaica estimaban necesaria la evaluación de la acción en profunda trabazón con la índole interna de quien la ejecuta, ya que en su opinión la cualidad del carácter condiciona la cualidad moral de la acción. Simplificando entonces los términos de esta disputa, un teórico de la virtud le recrimina al teórico consecuencialista o deontologista su mirada fragmentaria o demasiado focalizada del fenómeno moral. Cabe trasladar idéntica observación al dominio jurídico: no han faltado quienes hicieron expresa también su disconformidad con la teoría y práctica legal contemporáneas, por encontrarse atrapadas entre dos enfoques normativos incapaces de solventar acabadamente los conflictos que se le presentan. Al igual que en la filosofía moral, estas orientaciones vuelven a ser el consecuencialismo y el deontologismo (Solum, 2003, pp. 179180). El aspecto mayormente criticable del primero se vincula con el papel dominante que suele atribuir a las mejores consecuencias, aún en desmedro de ciertos derechos básicos. El punto endeble del segundo se relaciona, en cambio, con su visión rígida de las normas y su indiferencia excesiva hacia las consecuencias de los actos (Amaya, 2009, p. 18). Más todavía: quienes miran con recelo ambas concepciones, señalan adicionalmente su insuficiente caudal práctico-normativo, al trasuntar cierta deficiencia respecto de una clase especial de casos, a saber, aquellos en los que se presentan conflictos entre derechos. En este tipo de situaciones, no solamente puede resultar altamente complejo –por no decir imposible– calcular las mejores consecuencias, sino también decidir entre normas en pugna en ausencia de criterios claros para hacerlo. En definitivas cuentas, tanto el deontologismo como el consecuencialismo se vuelven en ocasiones silentes o, en el mejor de los casos, vacilantes, a la hora de guiar la deliberación y la acción de los operadores jurídicos. Tal problema se revela especialmente acuciante en el contexto de la práctica judicial. En virtud de ello se reclama la necesidad de un paradigma alternativo o complementario: el encuadre aretaico. Este último nos viene a decir lo siguiente: no es posible evaluar adecuadamente el razonamiento judicial en completa desconexión con el carácter del juez, ya que una argumentación sólida y ecuánime depende de sus virtudes. De esta manera, se arguye que la buena argumentación es aquella que característicamente realiza el buen juez, y que el buen juez es aquel que está equipado con las virtudes morales y epistémicas pertinentes (Amaya, 2011, p. 137). Entre ellas destacan la imparcialidad, la integridad, el coraje, la templanza y, especialmente, la sabiduría práctica. Sin esta cualidad, los jueces carecerían de la principal habilidad patrocinante del buen razonamiento, esto es, el que se muestra sensible a las particularidades del caso concreto. Los defensores contemporáneos del enfoque aretaico simpatizan así con una noción de razón práctica afín a la aristotélica, bajo cuya estela el rol capital es desempeñado por la phrónesis. Según el estagirita, la
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prudencia no está solamente limitada a lo universal, “sino que debe conocer también lo particular, porque es práctica y la acción tiene que ver con lo particular” (EN 1141b 15). De esto se infiere que los principios generales no bastan por sí solos para guiar la acción. Algunos teóricos del derecho encuentran especialmente fértil y atractiva dicha concepción. El motivo es aproximadamente el siguiente: el derecho permite ser concebido como un sistema articulado de normas y principios generales, los cuales, por su parte, sirven de guía al juez para dirimir conflictos; sin embargo, en ciertas ocasiones pueden manifestarse poco aptos para guiar el razonamiento judicial y motivar sus sentencias. Es consabido que aquél se compone de premisas normativas y fácticas de las cuales se infiere deductivamente una conclusión práctica por la que, por ejemplo pensando en el caso penal, se condena o se exime de culpa al imputado en cuestión. La reconstrucción de este tipo de razonamiento sugiere que alcanzaría con que el magistrado conozca los hechos relevantes del caso y las normas bajo las que se encuadran para poder resolverlo. Sin embargo, las cosas no son tan simples, sencillamente porque no se trata de una aplicación mecánica comparable a la secuencia de un algoritmo. A veces sucede que se suscitan dudas respecto de los hechos y su respectivo encuadre con las normas. Así, y por solo nombrar un tipo de dificultad con la que no es inusual que tropiecen los juzgadores, puede suceder que los hechos en cuestión presenten tal complejidad y singularidad, que se resistan a ser subsumidos bajo las normas preestablecidas. O dicho de otro modo: la formulación general de las normas complica ocasionalmente su aplicación al caso concreto. También existen otras dificultades relacionadas con los conflictos normativos y los casos, aunque tal vez menos frecuentes, en los que de aplicarse la ley, se seguiría un resultado inequitativo, esto es, una sentencia legalmente correcta pero moralmente reprochable. En vistas de tales peculiaridades y embrollos, es menester –concluyen los defensores del modelo aretaico– que los togados revistan ciertas virtudes en general, y la virtud de la prudencia en particular.
3. El rol de la virtud en el razonamiento judicial Probablemente a nadie se le ocurriría oponerse hasta aquí a la idea de que los jueces, para poder desempeñar con éxito y de manera señalada su función, deben poseer determinadas cualidades epistémicas y morales: un conocimiento erudito del derecho, perspicacia para detectar los rasgos salientes de un caso, coraje para desempeñar su cargo con independencia del poder político y la opinión pública, incorruptibilidad, etc. Con todo, las discrepancias comienzan a exhibirse a la hora de determinar qué tipo de rol compete a la virtud de cara a la justificación del razonamiento judicial. Estas discrepancias variarán según se crea que el enfoque aretaico es un complemento adecuado del deontologismo y el consecuencialismo, o bien, de un paradigma alternativo y en liza con ellos. En este sentido, Amalia Amaya (2013, pp. 52-57) distingue tres posiciones: 1. Según el primer punto de vista, las virtudes desempeñarían un rol auxiliar o simplemente instrumental. En esta dirección, se piensa que su posesión facilita la toma de decisiones justificadas. Desde esta óptica, los rasgos de carácter del juez son herramientas o medios conducentes a la buena deliberación. En un artículo relativamente reciente, Guillermo Lariguet (2013, p. 120) parece adoptar esta posición, al calificar a las virtudes de “instrumentos normativos”. 2. Para la segunda perspectiva, la virtud entrañaría un papel epistémico. El éxito en la Luciana B. Samamé
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identificación de las decisiones correctas o mejores, se alcanza fundamentalmente a través de la captación e imitación de aquellas decisiones tomadas por, o que podrían tomar, jueces virtuosos. Este procedimiento permite aprehender qué tipo de solución contaría como la más adecuada. Según Amaya, la concepción del derecho como integridad postulada por Dworkin, encaja con este modelo de virtud epistémica. 3. La tercera y más comprometida posición le concede un papel constitutivo a la virtud, convirtiéndose en condición de la justificación. Ahora bien, al interior de esta concepción es posible distinguir una versión débil y otra fuerte. Según la primera, el razonamiento judicial debe forzosamente explicarse en términos aretaicos, aunque no exclusivamente en dichos términos (la virtud es necesaria pero no suficiente). En contraste, la versión fuerte sostiene que el status de la decisión –en cuanto a su justificación– procede enteramente del carácter de quien la toma (la virtud es necesaria y suficiente). Para esta última posición el buen juzgar se concibe como una función de las virtudes del juez. En el marco de esta concepción fuerte, es posible distinguir todavía dos versiones: la causal y la contra-fáctica. La primera –al parecer defendida por Solum– sostiene que el razonamiento judicial está justificado si y sólo si ha sido efectuado por un enjuiciador virtuoso. La versión contra-fáctica, postulada por la propia Amaya, asevera en cambio que una decisión está justificada si y sólo si se trata de una decisión que un magistrado virtuoso habría tomado en circunstancias semejantes. No es este el lugar para analizar pormenorizadamente cada una de estas orientaciones. Tan solo me limitaré a realizar dos observaciones. En primer lugar, pienso que la perspectiva más interesante es aquella que concede a la virtud un papel constitutivo. Creo que la teoría de la argumentación jurídica puede verse sustancialmente enriquecida por una concepción de este tipo, al ser la única en plantear al modelo aretaico como un modelo propiamente alternativo a los enfoques formalista y consecuencialista respectivamente. Esto es así al aducirse que el primero es capaz de abordar y dar respuesta en forma mayormente satisfactoria a cuestiones que aquellos últimos no consiguen responder acabadamente. Entre ellas, como se ha mencionado ya, se encuentran los conflictos normativos y los casos atípicos, aspectos que demandan sabiduría práctica por parte del juez, esto es, la capacidad de razonar en forma “especificatoria”. No obstante, y en segundo lugar, considero que dicha concepción aretaica no puede ser aceptada toto genere, sin anteponerle previamente ciertos reparos. Me refiero principalmente a su versión robusta, aquella que hace depender el criterio de corrección legal del carácter del juez –ya en su versión causal, ya contra-fáctica–. Este posicionamiento adolece del mismo problema, por lo demás emblemático, de la teoría moral aretaica, a saber: el problema envuelto en la concesión de prioridad al concepto de “virtud” por encima del concepto de lo “correcto”. Es decir que, en esta tónica, la corrección de una decisión se funda en última instancia en el carácter virtuoso de quien la formula, y no en un criterio independiente del mismo. El inconveniente que este punto de vista entraña permite ser visto más agudamente cuando es pensado a partir de la virtud de la justicia. Bernard Williams (1980) ha puntualizado en forma penetrante semejante dificultad. ¿El carácter ecuánime de una decisión se basa en que es una decisión que típicamente toma o tomaría una persona justa? ¿O más bien la persona justa es aquella proclive a actuar equitativamente según ciertos parámetros objetivos? Esta segunda opción se muestra mayormente intuitiva, puesto que es dable reconocer la justicia o injusticia inherente a
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un estado de cosas independientemente del hecho de poseerse o no la virtud de la justicia. Desde esta perspectiva, no habría necesidad de otorgar a esta última un rol fundante o justificatorio per se. Dada esta dificultad palmaria, parece que un enfoque mixto presenta mejores credenciales. Es decir, una teoría del razonamiento judicial que incluya a la virtud como parte ineliminable, por un lado, aunque permeable también a los aportes que tanto el deontologismo como el consecuencialismo puedan hacer, por el otro. Es posible que en relación con ciertos casos, estos últimos sean capaces de brindar mejores herramientas de análisis como así también de ofrecer pautas normativas mejor orientadas. Habría, por lo demás, dos razones de peso para considerar que la virtud por sí sola no alcanza para explicar la naturaleza de la decisión judicial: en primer lugar, porque en los llamados “casos fáciles”, las decisiones pueden justificarse con independencia de nociones aretaicas; en segundo término, porque en los “casos difíciles” tampoco puede dispensarse la justificación de su basamento en la ley aplicable, aun cuando en tales situaciones la virtud desempeñe un rol dominante. Si bien estos matices resultan aceptables, es preciso destacar el punto cardinal que la teoría aretaica anota en su favor: dada la naturaleza de los asuntos prácticos –compleja e irreductible a principios y reglas que permitan captarla– la virtud evidencia ser una guía más confiable; en el contexto del razonamiento judicial, tal cosa se vuelve en especial predicable en ocasión de conflictos e indeterminación normativa, situaciones que requieren del enjuiciador la habilidad práctica de la ponderación en vistas a la resolución del caso particular.
4. Razonamiento judicial y emociones Es indudable que la teoría de la argumentación jurídica se ve ampliada y enriquecida a raíz de los aportes de la orientación aretaica. Esta última posee el mérito de haber sacado a la luz aspectos invisibilizados o apenas abordados por las teorías standard del razonamiento judicial. Su contribución apunta, por cierto, en las siguientes direcciones: a) el razonamiento jurídico consiste en deliberar, principalmente, sobre los rasgos particulares del caso concreto; b) en dicho marco, la percepción juega un papel crucial; c) cuando se presenta un conflicto entre normas, la razón práctica debe señalar fines y valores y realizar una especificación de los mismos; d) las emociones ejercen un cometido central en la deliberación judicial (Amaya, 2015, p. 1773). Dado los fines de este trabajo, voy a referirme en lo sucesivo a este último punto. A mi entender, la incorporación de las emociones a dicho dominio, depende de dos estrategias fundamentales: el cuestionamiento de la naturaleza irracional que aquéllas tendrían, por un lado, y el cuestionamiento de la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, por el otro. Ofrezco a continuación una reconstrucción de ambos aspectos. La introducción de la teoría de la virtud en terreno jurídico, conlleva parejamente la introducción de las emociones. Esto es así porque una concepción de tipo aretaico destaca la importancia de la vida moral “interior”, esto es, las motivaciones, disposiciones e intenciones desde las cuales se actúa, como asimismo también los estados emocionales que aquéllas envuelven. A este respecto se encuentra inspiración, una vez más, en Aristóteles. En el libro II de su Ética Nicomáquea nos dice, en efecto, que la virtud ética está referida a acciones y pasiones (EN 1106 b 15) y, en forma concomitante, que una acción de acuerdo con la virtud no es sobria o justa por ser de tal manera, sino también Luciana B. Samamé
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porque el agente se encuentra en cierta disposición al ejecutarla (EN 1105 a 30). Es como si estas disposiciones imprimieran su sello a la acción, cualificándola de un modo o de otro. Por consiguiente, las acciones moralmente elogiables emanan de un carácter virtuoso, aquel que reúne un conjunto de excelencias éticas y epistémicas. Por las primeras se actúa en forma admirable en las circunstancias oportunas, por las razones correctas y desde una disposición recta; por las segundas, se es capaz de captar el conjunto relevante de elementos implicados en el caso concreto, y encauzar según ello la deliberación y la elección. Es sabido que la phrónesis constituye a tal efecto una virtud intelectual de primer orden, dado el papel unificador que representa. De vernos privados de semejante aptitud, seríamos incapaces –pensaba Aristóteles– de poner en práctica las virtudes morales, simplemente porque no sabríamos cómo canalizarlas ni aplicarlas. Una vez esbozada esta caracterización, es factible concluir que las virtudes éticas se vinculan íntimamente con las intelectuales, a pesar de la distinción analítica que puede establecerse entre ambas. La existencia de esta amalgama permite inferir que, cuando razonamos, las virtudes morales y las emociones correspondientes constituyen factores intervinientes. Aún más: no podríamos percibir adecuadamente una situación determinada si careciéramos de ciertas emociones. Ellas direccionan nuestra percepción y nuestro juicio. Así, por ejemplo, la indignación nos permite captar la injusticia de un hecho, o el miedo, la peligrosidad envuelta en él. Al carecer de tales emociones, semejantes rasgos se volverían inermes para nosotros. Lo que acaba de exponerse podría resultar aceptable para muchos y considerarse de fácil aplicación en el dominio de la teoría moral. Sin embargo, ¿podría encontrar cabida también en el marco de la filosofía del derecho en general, y de la argumentación jurídica, en particular? Al plantearse el interrogante en dicha esfera, las cosas se vuelven más opacas, sobre todo en lo que respecta a la ética y al razonamiento judicial. Pues una opinión bastante extendida es que un juez debe guiar su decisión por una deliberación “fría e imparcial”, tomando máxima distancia de sus emociones. Éstas podrían nublar su juicio y afectar la ecuanimidad de sus veredictos. Conforme dicha visión, las emociones son parciales, irracionales e indomeñables. Nada, por tanto, más amenazante que ellas para la función encarnada por togados. Desde esta perspectiva, razón y emoción parecen erigirse en calidad de enemigos irreconciliables, y en función de ello, se descarta que la segunda haya de jugar rol alguno en las actividades de la primera. Al contrario: deben permanecer lo más apartadas posible. Esta concepción hundiría sus raíces en Kant, un pensador por lo demás decisivo para una tradición bastante asentada en ética y teoría de la argumentación jurídica. La referida tradición aparece dominada por una visión no-cognitivista o irracionalista de la emoción. Dicha tesitura puede, con todo, ser desafiada. Principalmente por parte de aquellos que, lejos de concebir los sesgos racionales y emocionales en forma contrastante, los consideran mutuamente armonizables. Abrevando nuevamente en Aristóteles, fundamentalmente en su Retórica, pensadores contemporáneos como Solomon (1984), Nussbaum (2001) o Roberts (2013) postulan una versión cognitivista de las emociones. En esta dirección, las mismas son caracterizadas en términos de juicios evaluativos, al envolver contenidos y actitudes proposicionales, tales como deseos y creencias. Así, por ejemplo, uno no podría enojarse con alguien a menos que lo crea responsable de haber cometido alguna ofensa (De Souza, 2014). Si esta concepción cognitivista es a grandes rasgos correcta, no habría buenos motivos para contrastar tajantemente entre razón y emoción. Luego una concepción de este tipo se muestra especialmente ade-
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cuada para defender la incorporación de las emociones en el análisis del razonamiento judicial, puesto que, y al menos en principio, no representaría una amenaza incontestable contra la imparcialidad, la sensatez o la coherencia. Ahora bien, el papel de las emociones en el razonamiento judicial admite ser analizado desde un panorama doble: en primer lugar, en tanto influyen y participan efectivamente en la decisión tomada por el enjuiciador; en segundo lugar, en cuanto justifican dicha decisión. En el primer sentido su rol sería empírico-psicológico, y se diferencia señaladamente del segundo, de orden evaluativo-normativo. Tal vez todos podríamos acordar en que muchas veces los jueces deliberan y deciden un caso movidos en parte por sus emociones: compasión, indignación, temor, etc. No caben dudas de que esta cuestión es de naturaleza empírica. Sin embargo, una cuestión de muy diversa índole, es la de si están justificados al hacerlo de ese modo. La misma nos conduce a un plano evaluativo, donde la pregunta no es tanto por las razones que motivan la sentencia judicial desde un punto de vista, v.g., psicológico o ideológico, sino por las razones que la justifican, es decir, aquellas que permiten caracterizar al razonamiento judicial como válido. En su libro “Las razones del derecho”, Manuel Atienza (2005, pp. 4-7) aplica a la teoría de la argumentación jurídica una distinción que hizo historia en la filosofía de la ciencia: la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. De especial relevancia para la epistemología de corte positivista, esta discriminación permitía establecer una separación tajante entre historia externa e interna de la ciencia. Por la primera se mentaba todo aspecto extrínseco al conocimiento científico, esto es, aspectos vinculados con el contexto socio-histórico y económico como asimismo con las motivaciones de tipo moral, religioso o psicológico que incidirían en la formulación de hipótesis y teorías. Aunque de interés para la sociología e historia de la ciencia, dichos factores –aseveraban los empiristas lógicos– no contribuían a esclarecer otro factor de índole completamente diversa, a saber, si una teoría científica puede o no considerarse validada: ésta era precisamente la tarea que en su óptica debía acometer la epistemología. De este modo, la lógica mediante la cual se establece que un conocimiento está justificado, nada tiene que ver con el proceso por el cual se lo ha formulado. Las razones que explican cómo se llega a dar forma a una teoría pueden diferir de las razones que la justifican. Esto nos permite trazar una analogía: así como la epistemología positivista se interesa principalmente por la lógica de la justificación de las teorías, la teoría standard de la argumentación jurídica se sitúa exclusivamente en el contexto de justificación. En tal contexto, el tratamiento de dicha cuestión se ha efectuado básicamente bajo dos modelos: para el paradigma deontológico, una sentencia judicial es válida cuando es tomada sobre la base de la certera identificación y la rigurosa aplicación, de la norma pertinente al caso concreto; para el paradigma consecuencialista, en cambio, una decisión es correcta en la medida en que contribuye a un fin valioso, por ejemplo, la estabilidad social, la seguridad jurídica, o la confianza en el poder judicial. A pesar de sus marcadas diferencias, ambas concepciones acordarían presumiblemente en la división estricta entre razones que explican y razones que justifican. El enfoque aretaico, empero, tendría buenos motivos para manifestarse en desacuerdo con esta separación rígida. Ello es así por su concepción definida de razón práctica y de lo que en su óptica configuran buenas razones para la deliberación y la decisión. Si bien me resultaría inviable explayarme mayormente sobre este punto aquí –aunque sin dudas lo haré en futuros trabajos–, basta con asentar a los presentes propósitos lo siguiente: conforme dicho enfoque, no es dable distinguir tajantemente entre razones que explican y razones que justifican.
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Es posible que las mismas razones que explican sean también aquellas que validan una decisión. Semejante punto de vista encuentra apoyo en su concepción integral de razón práctica, donde la percepción y la emoción configuran aspectos esenciales. La corrección del razonamiento práctico sólo artificialmente permite separarse de los modos correctos de ver o percibir y los modos adecuados de sentir o ser afectados. En un escrito aún inédito, Guillermo Lariguet (2016) parece asumir tal orientación, retomando y profundizando un matiz que el propio Atienza introduce más tarde en su teoría de la argumentación jurídica. Dicho matiz consiste, precisamente, en desdibujar esa frontera inamovible entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, lo cual permite afirmar que, elementos de carácter explicativo pueden jugar también un rol justificatorio. Lariguet ve allí un campo fértil para la incorporación de las emociones, dado que éstas poseen en su opinión una dimensión normativa. Aunque sin considerarlas en sí suficientes, piensa que la valentía o la pasión por la justicia son, por ejemplo, emociones necesarias en el buen juez, al contribuir a la deliberación atinada y la decisión equitativa. En el marco de la llamada Virtue Jurisprudence, se están desarrollando importantes tentativas en este sentido, aunque resta aún mucho por hacerse. Quizá el lugar más destacado lo ocupe la discusión que recientemente se ha dado en torno a la empatía y su relación con la jurisprudencia (Deigh, 2011), tema del que me he ocupado en otros trabajos (Samamé, 2016 a; 2016 b). Pienso que de momento no se puede dar un debate ajustado sobre ello debido al uso poco asentado del término. En sus respectivos modos de entender la empatía, los autores exhiben señaladas discrepancias (Deigh, 2013; Slote, 2013), cosa que vuelve a la postre confusos algunos aspectos de sus análisis. Es dable pensar que la compasión, al menos desde un punto de vista conceptual, está mejor posicionada. Con todo, y más allá de cuáles sean las emociones que en forma puntual consideremos judicialmente relevantes, en este apartado sólo me he ocupado de mostrar cuáles son las principales razones por las que podrían ser incorporadas a la teoría de la argumentación jurídica. Y esto no en un sentido trivial o meramente psicológico, sino evaluativo. Tal como se ha afirmado, semejante posibilidad depende crucialmente de estos dos sesgos: una teoría cognitivista de la emoción, y el considerable relajamiento de la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Ha sido mérito del enfoque aretaico instalar este debate a partir de su concepción distintiva de razón práctica. Es de esperar que en años próximos las contribuciones al respecto se multipliquen y profundicen.
5. A modo de cierre A lo largo de este trabajo me he esforzado por delinear a grandes pinceladas el giro metodológico que el razonamiento judicial ha experimentado recientemente. Este viraje está dado por la tematización de las emociones y el reconocimiento creciente de su importancia, cuestiones altamente resistidas por las teorías standard de la argumentación. Por lo demás, semejante reivindicación de las emociones no se da en un vacío: forma parte, al contrario, de una tendencia más amplia y de un programa definido dentro de la filosofía jurídica, a saber, la Virtue Jurisprudence. En función de ello, me ha parecido pertinente ofrecer aquí algunas de las nociones características que dicho enfoque propone. Entre ellas, se han destacado las de razón práctica, virtudes judiciales y phrónesis.
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Una contribución sustanciosa a la teoría de la argumentación jurídica y que he procurado también referir, concierne al papel constitutivo que el enfoque aretaico concede a la noción de virtud. Con ella viene atada, ciertamente, la de emoción. En consecuencia, de ese papel constitutivo concedido a la primera, se sigue el papel igualmente constitutivo de la segunda, no sólo desde un punto de vista explicativo sino fundamentalmente justificatorio. Ahora bien, de qué modo concreto se articulan ciertas virtudes y emociones en el plano de la justificación judicial, es un tema en el que todavía faltan dar pasos más firmes. Sería por ejemplo sumamente valiosa la identificación de las disposiciones emocionales que excelencias primarias para el ejercicio de la magistratura como la prudencia o la imparcialidad, envuelven. De manera que en futuras investigaciones me gustaría centrarme en tales cuestiones. Bibliografía Amaya, Amalia (2009). Virtudes Judiciales y Argumentación. Una aproximación a la ética jurídica, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, México. _______ (2011). “Virtudes, argumentación jurídica y ética judicial”, Diánoia, Volumen LVI, Nº 67, pp. 135–142. _______ (2013). “The role of virtue in legal justification”, en Law, Virtue and Justice (eds. A. Amaya y H. Hock Lai), Hart Publishing, Oxford. _______ (2015). “Virtudes y filosofía del derecho”, Enciclopedia de Filosofía y Teoría del Derecho, Vol. 3, Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 1758-1810. Aristóteles (1985). Ética Nicomáquea, Gredos, Madrid. Atienza, Manuel (2005). Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, Universidad Nacional Autónoma de México, México. De Souza, Ronald (2014). “Emotion”, en The Standford Encyclopedia of Philosophy, . Deigh, John (2011). “Empathy, Justice and Jurisprudence”, en The Southern Journal of Philosophy, Volume 49, pp. 73-90. _______ (2013). “Empathy in Law (A Response to Slote)”, en Law, Virtue and Justice (eds. A. Amaya y H. Hock Lai), Hart Publishing, Oxford. Lariguet, Guillermo (2013). “El aguijón de Aristófanes y la moralidad de los jueces”, en Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho 36, pp. 107-126. _______ (2016/ en prensa). “De vísceras, razones, arte, jueces y emociones. Comentarios sobre “Algunas tesis sobre el razonamiento judicial” de Manuel Atienza”, en Diálogos con la teoría de la argumentación jurídica de Manuel Atienza (eds. P. Grández Castro y J. Aguiló Regla), Palestra Editores, Lima-Bogotá. Nussbaum, Martha (2001). Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions, Cambridge University Press, Cambridge. Roberts, Robert (2013). Emotions in the Moral Life, Cambridge University Press, Cambridge. Samamé, Luciana (2016 a). “Virtudes judiciales y empatía”, en Prometeica. Revista de Filosofía y Ciencias, N° 12, Año V, pp. 63-79. _______ (2016 b/ en prensa). “Justicia y empatía. Dificultades y propuestas”, en Revista Estudios de Filosofía práctica e Historia de las ideas, N° 18. Slote, Michael (2013). “Empathy, Law and Justice”, en Law, Virtue and Justice (eds. A. Amaya y H. Hock Lai), Hart Publishing, Oxford.
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METODOLOGÍA CUALITATIVA DE ANÁLISIS DEL DISCURSO JURÍDICO Beatriz Bixio
Algunos principios del método: La complejidad de las articulaciones que propone este capítulo exige comenzar nuestra exposición realizando algunas delimitaciones de los términos que involucra: metodología cualitativa, análisis del discurso y discurso jurídico. En lo relativo a la primera noción, sólo quiero advertir que, en la concepción que se sostiene en este trabajo, las metodologías cualitativas no se definen negativamente (porque no recurran a la cuantificación o porque no busquen resultados generalizables), sino porque sus problemas de indagación son los sentidos, los valores o las sensibilidades de sujetos contextuados histórica y socioculturalmente, por lo que no requieren validar sus resultados a partir de alguna cuantificación o “triangulación”. Si admitimos que no hay sentido que no sea social (Verón 1987), se hace evidente que los sentidos o actos más excepcionales se integran sin dificultad en cuanto permiten visualizar un aspecto que complejiza la totalidad social, aportando a la comprensión de experiencias que nunca son individuales. En esta concepción, el análisis del discurso aparece como un medio privilegiado del análisis cualitativo porque los discursos no son sino fragmentos de sentido que circulan socialmente. La totalidad de los significados que afectan a los fenómenos sociales -la totalidad de la semiosis social- es incognoscible y sólo tenemos acceso a fragmentos a partir de conjuntos textuales que constituyen la materialidad en la que aquéllos se asientan. Proponemos una dimensión de análisis de los discursos jurídicos que se ancla en la búsqueda de sentidos sociales, lo cual significa explicar las prácticas discursivas del derecho a partir del reconocimiento de las complejas relaciones y articulaciones que se establecen entre los discursos jurídicos y el edificio de significados (Halliday 2001, Geertz 1987) de una determinada formación sociocultural. En esta búsqueda se advierte que los sentidos sociales están fragmentados en toda sociocultura y, en buena medida, las luchas sociales son luchas por el sentido que se asigna a lo real y por ello son luchas por y con los discursos. En términos de Bourdieu (1991), el campo social es una arena de “luchas” por imponer una visión legítima del mundo y lo relevante del análisis del discurso es que ofrece instrumentos para comprender que los discursos, puestos en diálogo, permiten la interrogación sobre hegemonías y disidencias, sobre acuerdos y polémicas, cristalizaciones y desplazamientos de sentidos (Angenot, 1998). Bajtin (1990:294) destacó que todas las disciplinas sociales trabajan con discurso y son discurso. La antropología, la sociología, el derecho, la historia, etc. son discurso sobre discursos y por ello, a todas ellas les atañe las consideraciones que puedan hacerse en este campo. En el caso del discurso jurídico, esta es una verdad que, incluso, define a la misma ciencia que reconoce que no es sino un metalenguaje. La noción de circularidad narrativa de Calvo González (1996) avala esta observación. No hay un método de análisis del discurso. Tampoco el análisis del discurso puede entenderse como un método. Más bien, se trata de un conjunto de reconocimientos teóricos de los cuales surgen derivas Beatriz Bixio
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operacionales. Las distintas teorizaciones han revelado, entre otras cosas, la imposibilidad de la existencia de un único modelo de análisis que dé cuenta de los sentidos discursivos en su complejidad, pues realizar el análisis de un discurso es proponer una lectura, entre otras posibles (Verón, 1987). En el caso que nos ocupa, la lectura que proponemos es social y enfocar los discursos desde proposiciones sociológicas significa -como ya lo especificara Saussure- salir del terreno de la lingüística propiamente dicha e introducirnos en el espacio en el que esta disciplina intersecta con otras, especialmente, para nuestros objetivos, con la historia, la sociología, la antropología y el derecho. Son varios los autores que han destacado esta transversalidad necesaria del análisis del discurso (Vgr. Bajtin 1990, Barthes, 1987, Van Dijk, 2008, Verón, 1987), y más específicamente, del análisis del discurso jurídico (Legendre, 1982, Landowsky, 1993). Los autores que tomamos como referencia en este trabajo acuerdan en proponer una neta separación entre los estudios lingüísticos y los del discurso, insistiendo en la imposibilidad de comprender los sentidos discursivos con independencia de las condiciones sociales en las que éstos se producen, funcionan y generan efectos. En la materialidad del texto quedan huellas de las condiciones en que ha sido producido y son estas huellas (o marcas de la semiosis –Verón, 2013) el centro de la indagación, lo cual implica, entre otras cosas, alejarnos de las metodologías cualitativas de corte interpretativistas que intentan conocer el punto de vista del actor. Se asume la imposibilidad de acceder a significados internalizados por un actor social, que resultan inefables incluso para él mismo. Por ello, no interpretamos los hechos a partir de consideraciones sobre las intenciones de los sujetos involucrados1, sino a partir de los efectos de sus acciones. Es así que en lugar de preguntarnos sobre lo que los actores piensan o creen, por razones de método, interrogamos sobre el sentido de lo que los actores dicen -el sentido de los discursos- e indagamos, para ello, tanto en la superficie del texto como en el complejo dispositivo del que forma parte, esto es, el conjunto heterogéneo de otros discursos, instituciones, arquitecturas, reglamentos, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, etc. que asignan un determinado estatuto de verdad al discurso que se somete a análisis (Foucault, 2000). Un discurso, y en particular, un discurso incluido en la categoría de jurídico, no puede autonomizarse de su propio dispositivo porque es él el que le asigna sentidos, funciones, credibilidad, eficacia y legitimidad. En síntesis, esta mirada pretende atender a la complejidad social en la que todo proceso de textualización se inserta como un componente, y analizar las articulaciones entre este proceso, las prácticas sociales y las instituciones que las enmarcan. El abordaje propuesto se funda en el reconocimiento de que los discursos sociales constituyen el espacio en el que los significados que conforman el mundo social se producen, se reproducen y se transforman; en el que los sujetos se inscriben, se conforman a sí mismos y a los otros, a la vez que al mundo social en el que viven sus vidas. El centro del análisis será, entonces, cómo esta producción de sentido se inserta en lo social, y concomitantemente, de qué manera las prácticas sociales se invisten de sentido mediante los sentidos discursivos. Abordamos, así, el centro del encadenamiento entre los discursos y la vida social. Sin los discursos es impensable la vida social, la división del trabajo, la transmisión de conocimientos, el funcionamiento de las instituciones, las interacciones sociales, etc. En consecuencia, “las sociedades funcionan a discursos, un poco, -para parafrasear a Althusser- como los automóviles funcionan a nafta” (Angenot, 1984:28), pues no hay Esto explica también por qué no partimos de las reflexiones de la pragmática ilocutoria iniciada por J. Austin (1979) y especialmente desarrollada por Searle (1994), entre otros. 1
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práctica social que no se instituya acompañada de un discurso, que la signifique, que la hable. Por todo ello, los discursos sociales constituyen el principal basamento a partir del cual se construye socialmente la realidad2. Pero los discursos en general, y los discursos jurídicos particularmente, no sólo nos interesan en tanto representan construcciones de segmentos de la realidad social, sino también, y especialmente, en tanto estrategias, armas políticas que posibilitan prácticas que se articulan con ellas y las configuran. Son dos vertientes de análisis que no siempre se integran en un mismo proceso: el discurso como construcción de sentidos y el discurso como acción, acontecimiento. Esta capacidad de hacer del discurso jurídico ha sido estudiada tomando como referencia la teoría de los actos de habla desarrollada por Austin y Searle, destacando la performatividad de enunciados tales como “condeno”, “absuelvo”, etc. Sin embargo, es dable recordar que este carácter performativo no es un resultado de la forma de los discursos sino que es una función de la autoridad de los agentes (su carácter de portavoces), la iteratividad y el ritual que envuelven todos los actos de la justicia. Se requiere una memoria actualizada en cada acto para que cada uno de ellos recuerde los siglos de consolidación de ese poder de decir/hacer. Pero este recurso a la historicidad tiene un efecto: el de la ahistoricidad de estos mismos actos que, por iterativos, obturan el reconocimiento de su condición convencional e histórica. La performatividad no es carácter exclusivo del discurso jurídico y se refiere a su capacidad de imponer modelos de comportamiento que producen realidades nuevas o que modifican situaciones existentes; es así que el discurso jurídico (como el de todas las instituciones) no puede ser escindido del funcionamiento de una formación social en la que se inscribe y que habilita la generación de verdad en lo relativo a las definiciones de bien y el mal, lo lícito y lo ilícito, lo justo y lo injusto, lo normal y lo patológico, lo falso y lo verdadero. Discurso que deviene universal, absoluto, que no reflexiona sobre la historicidad de estas nociones, produciendo una suerte de naturalización de lo social y lo institucional.
Consideraciones sobre el discurso jurídico Han sido destacadas las dificultades que devienen a la hora de intentar una caracterización del discurso jurídico que efectivamente responda a todos los usos con los que se ha empleado este término y que lo recorte con claridad de otros tipos de discurso, a pesar de los intentos de establecer una semiótica jurídica, esto es, una gramática y una semántica jurídica autónomas (Greimás y Landowsky 1980: 94-95). La naturaleza del discurso jurídico, en todo caso, será un resultado de la investigación y no un objeto definido de antemano. En algunos casos, el discurso jurídico se separa del discurso legal en un afán de diferenciar el discurso de la elaboración de la ley, como lenguaje primario, y el discurso de la reflexión sobre la ley (los juristas) o de los usuarios de esa ley en el proceso de aplicación de la ley y administrar justicia (abogados, fiscales, jueces, etc.). En otros casos, El derecho y la literatura encuentran su articulación, entre otras muchas, en que su función mítica, su vocación instituyente de dar sentido al desorden de la experiencia. La institución jurídica otorga sentido reordenando el conflicto social, la literatura, mediante una “promesa del sentido frente al desconcierto de la experiencia” (Calvo, 20007: 312). En esta concepción, ambos comparten una misma práctica poética: de instituir lo social, de tipificar actos y procesos, de institucionalizar imaginarios sociales. Esta observación es válida para todos los discursos sociales (políticos y religiosos, cotidianos e institucionales), aunque reconocemos el carácter especialmente institucionalizante de la literatura y el derecho.
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la mayoría, estos términos se homologan. En nuestro caso esta distinción no es operativa porque tanto el discurso de la ley como de las lecturas que se puedan hacer sobre ella (doctrinarias o con fines prácticos) constituyen un todo inalienable. A esta misma conclusión llegan Greimás y Landowsky (1980: 92 y ss.), Landowsky (1993) y Entelman (1982), entre otros, aunque con diferentes argumentos. En derecho también se ha usado la expresión “discurso jurídico” como aquel que indaga sobre el funcionamiento correcto de los razonamientos jurídicos o racionalidad jurídica, en particular, en lo referido a la argumentación, a fin de valorar la correcta la interpretación del derecho en la toma de decisiones, esto es, en relación a la búsqueda, el desarrollo y la mejora de los procedimientos destinados a la resolución pacífica de los conflictos sociales (Atienza, 1997: 15). El análisis del discurso que proponemos en este trabajo, por el contrario, no es evaluativo sino interpretativo. Sin embargo, estas dos miradas no son contradictorias y es posible que la indagación de los sentidos, sus anclajes, sus modos de construcción de protagonistas y hechos, el análisis de las modalidades de otorgar la palabra al testigo, al acusado, al fiscal, etc. habilite evaluaciones sobre el grado de acomodación de ese discurso a las reglas de un discurso racional. En nuestra concepción el discurso jurídico sólo puede ser definido desde la institución que lo produce o que lo integra como propio, o sea, lo reproduce, apropiándose de él, fagocitando la palabra de los no habilitados (la palabra del testigo, del confesante, del lego, que se integra como cita, desplazando sentidos en contexto). Se trata del reconocimiento de un género que se inscribe en determinadas esferas de la praxis, que emana de algún sector de la justicia (tribunal, abogado defensor, acusador, jurista) tomando en consideración la responsabilidad de la palabra que se articula. En esta línea, las reglas de formación del discurso jurídico son, para este autor, las reglas de designación de los sujetos que tendrían a su cargo el proceso discursivo (Entelman, 1982, 1991), reglas que excluyen a determinados locutores e incluyen a otros, a aquellos que producirán, establecerán y fijarán el sentido de las proposiciones jurídicas. El discurso jurídico ha sido caracterizado como un discurso de poder en su vertiente productora de representaciones colectivas y estratégicas que constituyen los principios de su propia legitimación, regulando las conductas sociales. Sin embargo, a pesar de que el discurso jurídico expone, manifiesta, exhibe elocuentemente su propio poder, y de que esta capacidad productiva está en el centro mismo de su funcionamiento, debe reconocerse que no hay discursos del poder propiamente dicho; el poder es una dimensión presente –en mayor o menor medida- en todos los discursos porque no hay un poder o una fuente de poder. El discurso jurídico lo es porque hay un poder que le delega su capacidad de definición, pero básicamente porque a su propio interior se tensan relaciones de poder, se reformulan, se ponen en crisis. Nos parece que se puede proponer un acercamiento a la delimitación del discurso jurídico a partir de los modos que propone de emergencia del sentido y de sus efectos performativos en relación a la institución justicia: son múltiples los sentidos producidos por el discurso jurídico pero hay uno primario, un macrosentido, que comparte con el discurso histórico, pero que tiene otros efectos: es el sentido que se niega a sí mismo, o como diría Barthes (1987), un discurso que se presenta como puro significante, no mediado por significado alguno; un sentido según el cual los hechos se narran solos, las normas se aplican ciegamente. Este macrosentido es la condición de su valor performativo. El análisis no puede escamotear interrogarse sobre las razones, los efectos y las formas de su materialización: sujetos despersonalizados, construcción de portavoces, tecnolecto críptico –opaco- reelaboración de todas las palabras que se articulan a su interior, citas de autoridad, ocultamiento de las instancias de emisión y recepción, negación de la historia, etc.
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En el discurso jurídico el locutor no es sino un representante, un portavoz autorizado para articular la palabra de la institución y por ello, se presenta negándose a sí mismo en su discurso, sin marcas de individualidad, de modo que su ausencia delata una presencia que pretende escamotear su cualidad de sujeto pasional, dando origen a un discurso objetivo y generando un efecto de sentido recurrente: nadie habla, habla la ley. Son estrategias discursivas para enmarcar el propio discurso en un espacio institucional y desenmarcarlo de la subjetividad de sus productores empíricos. Es lo que Bourdieu (2000: 166) ha llamado, en relación al discurso jurídico, la “retórica de la autonomía, de la neutralidad y de la universalidad”. Esta ficción de la delegación crea nuevas ficciones: esta instancia se construye a sí misma como una fuente natural de producción de verdad, de una verdad universal, aséptica, no contaminada por ninguna subjetividad. ¿Mediante qué mecanismos, qué retórica se escamotea la historicidad, la subjetividad en el discurso? ¿Cómo negar a la escritura la diseminación de sus sentidos? Los discursos jurídicos del pasado constituyen un camino fructífero en estas indagaciones3. Operaciones: Es posible establecer algunas derivas operacionales de estas reflexiones teóricas. En los estudios sobre discurso jurídico oral (audiencias, entrevistas, testificaciones, etc.), el análisis de la conversación ha resultado eficazmente empleado en conjunción con la antropología lingüística y la etnometodología. Ha permitido reconocer las modalidades epistémicas de construcción de un discurso de verdad en la sala de audiencias por parte de diferentes intervinientes, las resolución de las relaciones asimétricas que se juegan en cada interacción cara a cara, las posibilidades que tienen testificantes y testigos de reelaborar un discurso previo que ha sido escrito, los destinatarios a los que se dirigen los litigantes en un proceso penal con jurados legos, cambios de turno, cambios bruscos de temas, alternancia de código técnico a lenguaje cotidiano, forma y función de las preguntas en un interrogatorio, etc. Las contribuciones en nuestro país de Carranza (2001, 2003, 2007, 2008, 2010) destacan en esta línea de indagación, en filiación con los trabajos de Blomaert (2001), Fairclough (1987, 1992), Briggs (1997), entre otros. Otro instrumental intelectual se requiere si se toman como objeto de estudio los discursos escritos, área más desarrollada en nuestro país, en la que se abordan diferentes problemas: el discurso como estructurador de la institución justicia, como mero estilo críptico que desplaza y oculta el conflicto, como productor de violencias, como productor de sujetos y subjetividades, como cristalizador de identidades sociales, como estrategia de defensa de la sociedad, como reproductor de un orden social, como legitimador del carácter selectivo de la justicia, etc. En coherencia con los métodos de investigaciones generales para cualquier disciplina, una vez definido el problema y delimitadas con claridad las preguntas de investigación y sus posibles respuestas –hipótesis-, así como los axiomas de los que se parte, se procede a la recolección de los datos y su análisis. La primera etapa suele denominarse también selección del corpus, en atención a su particularidad en relación a otros modelos. Selección del corpus La constitución del corpus no es independiente de las hipótesis planteadas, de la teoría que se toma como referencia, ni de las operaciones de análisis previstas. Un principio que tiene que respetar la construcción del corpus es el de la homoge3
Un estudio sobre este aspecto se encuentra en Bixio 2011.
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neidad, que dependerá del problema de investigación. Así, la homogeneidad puede estar dada en el contenido descriptivo de los documentos, o sea, en los temas: violencia de género (Femenías 2014); o en los agentes involucrados: población indígena (Bixio 2003, 2006), o en los cortes cronológicos (Cesano 2013). En todos los casos, los objetos que construye el análisis no son unitarios ni estables a lo largo del tiempo o de las instancias de enunciación, de allí que, siempre, la unidad se reconoce en relación a las condiciones a las que están sometidos los discursos en estudio, que actúan como condición de su existencia4 y basándonos en hipótesis y conocimientos previos podemos proponer cortes al corpus, que respeten algún principio que se considere pertinente: político (leyes de educación de la dictadura), social (noción de peligrosidad en causas penales por el mismo delito relacionado con diferentes grupos sociales), etc. Se puede trabajar también con corpus paralelos que se someten a contrastación (sentencias penales de la corte suprema y de tribunales provinciales para conocer los sentidos que despliegan sobre la función de la pena: vindicta pública, reeducación, resocialización, defensa de la sociedad). Mediante estas operaciones de construcción del corpus se vuelven inteligibles los objetos de investigación, así como se operativizan sus hipótesis. Los corpus complejos, compuestos por discursos emanados de diferentes espacios institucionales, exigen atender a las distancias en sus dispositivos enunciativos, tradiciones discursivas, modalidades retóricas y simbólicas. En cada una de estas instancias surgen -se visibilizan- diferentes fragmentos de significados sociales que afectan a los fenómenos sociales. Si partimos del reconocimiento de la heterogeneidad de los sentidos sociales y de la lucha que en el campo social se establecen entre estos sentidos, habremos de concluir que es necesario poner en diálogo conjuntos significantes complejos para su aprehensión. Análisis del corpus: El ingreso a los sentidos sociales Un principio esencial para el análisis es conceptualizar las condiciones de producción consideradas relevantes en la lectura de los textos, o lo que es lo mismo, el nivel de lectura en el que situamos el análisis. Un mismo texto acepta diferentes lecturas (social, histórica, ideológica, política, psicológica, estética, etc.) y cada una de éstas se funda en una conceptualización específica de sus condiciones productivas. En este sentido, lo social (entendido como campo de luchas), lo institucional (como dispositivo) y lo histórico (como acontecimientos y procesos integrados al campo de luchas) constituyen el recorte más relevante en nuestra conceptualización de las condiciones que han hecho posible la producción de sentidos de los discursos jurídicos. El análisis de las condiciones sociales de producción del documento es el centro del análisis pues permitirá develar a qué intereses responde, cómo se inscribe en el entramado de las luchas por el poder (el poder de decir, de imponer la palabra legítima y autorizada sobre un tema, el poder de ofrecer interpretaciones de segmentos de realidad que asuman el estatuto de verdad, el poder hacer discursos y el poder hacer con discursos). Las condiciones de producción dejan huellas en los textos, marcas de la semiosis que trascienden al texto que se está analizando en ese momento (Verón 2013: 105) por lo que para reconocerlas e interpretarlas se debe recurrir a otros textos. No existe el análisis de un discurso. Todo análisis es interdiscursivo; el sentido emana de las redes discursivas en las que un discurso se apoya, confirmando o polemizando significados. El proceso analítico es dinámico: un fenómeno extratextual merece el nombre de condiciones sociales de producción si ha dejado sus huellas en el discurso (Verón 1987), «... corpus heterogéneos pero con una especie de isotopía, o sea, teniendo como campo de aplicación un dominio histórico particular” (Foucault, 1992:161).
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pero estas huellas son reconocidas, a su vez, a partir de lo extratextual. Estas condiciones de producción son, paralelamente, condiciones de posibilidad que permiten -posibilitan- decir algo de un objeto, formar un objeto de discurso. Son condiciones de aparición histórica de los objetos y sus relaciones. En toda sociedad el discurso se desarrolla en el contexto de limitaciones externas que aparecen como reglas de exclusión, reglas que determinan lo que puede decirse y no puede decirse, quién tiene derecho a hablar sobre determinado tema, qué constituyen acciones punibles y qué no, qué es lo reprobable y qué lo meritorio. Así, estas reglas determinan las condiciones de existencia del discurso de forma diferente en distintas épocas y lugares (Foucault, 1987). Tomando como eje las propuestas de E. Verón (1987) reconocemos la existencia de tres ejes presentes en todo proceso de asignación de sentido mediante el discurso, de tres niveles de funcionamiento discursivo que serán los basamentos del proceso analítico: La enunciación (o producción), la circulación y la recepción (o reconocimiento) del discurso. En relación a la primera instancia –la enunciación- hay que atender a las figuras del enunciador (o locutor) y del destinatario (o alocutario) de la relación entre ambos, en tanto entidades construidas por el propio discurso, y no sujetos individuales o cosas. A este nivel de la enunciación corresponde también el enunciado, entendido como la particular construcción que por el discurso se hace de un referente, lo cual implica tanto una relación del enunciador con el contenido como la relación con el alocutario que el discurso propone. Los textos que circulan en una sociedad tienen valores -como las mercancías- y los locutores los ofrecen en un mercado conformado por otros productos simultáneamente propuestos en un determinado espacio social, que se impone como un sistema de sanciones y censuras específicas (Bourdieu; 1985 y 1990). La producción completa de los sentidos del discurso se produce en relación a este mercado, el que contribuye a crear no sólo el valor simbólico sino también el sentido del discurso. El carácter productivo del discurso jurídico -en el sentido que produce e institucionaliza el imaginario social en un espacio sociohistórico-, se analiza a partir de diferentes indicadores que van desde las formas de nominación de actores y procesos hasta las focalizaciones, selecciones de la información, inscripciones subjetivas, ordenamientos sintagmáticos, selecciones paradigmáticas, etc. todo lo cual debe ser inscripto al interior de las secuencias discursivas que caracterizan al discurso jurídico: la argumentación y la narración. La producción académica sobre estas dos formas de organización del discurso jurídico es tan voluminosa que resultaría imposible hacer referencia en el marco de este escrito a siquiera algunas de sus posibilidades operacionales. Sólo se trata de advertir que, en nuestra concepción, todo en el discurso jurídico está al servicio de la argumentación y que la narración –puesta en el cuadro del discurso jurídico- no puede sino interpretarse como una estrategia orientada al apoyo de determinadas conclusiones. Desde el clásico texto de Greimás y Landowsky (1980) se reconoce una inherente naturaleza narrativa a los discursos jurídicos, sintaxis narrativa que se encuentra, incluso, en el razonamiento jurídico, cuya veracidad depende de la cualidad de su coherencia (Calvo 1996, MacCormick 2005). Las reglas del derecho establecen un modelo válido de discurso narrativo al interior del discurso jurídico, que establece las condiciones de validez de los relatos factuales del derecho (Brunner 2002). En síntesis, la estructura narrativa actúa como una matriz de la interpretación jurídica en tanto establece patrones de lectura y estrategias de verosimilización (Soler Bistué 2011). En la medida en que el discurso jurídico pertenece al orden fundamentalmente de lo argumentativo, se trata de mostrar en qué manera, todo en este discurso, desde los rasgos
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del estilo, los modos de la narrativa, la presentación de los agentes, etc. orienta la argumentación hacia determinadas conclusiones. No se trata de evaluar el grado de acomodación de estas operaciones a la lógica racional, sino su cualidad estratégica y los sentidos sociales que encadena en orden a estas argumentaciones. Las formas y estructuras de la argumentación se integran con investigaciones que provienen de la vertiente enunciativa, tales como presuposiciones, implicaciones y sobreentendidos (Ducrot, 1983 y 1986, Ascombre y Ducrot 1994). Estamos asumiendo una posición de argumentación amplia, como Nueva Retórica (Perelman 1989). El propio vocabulario jurídico, en cuanto vocabulario técnico, expresa interpretaciones legales con contenido axiológico. La palabra delito, por ejemplo, no remite a ninguna realidad, se trata de una construcción discursiva de nuestra comunidad que adquiere pretensión de verdad cuando el vocablo (que incluye un componente moral) es sancionado por el acto legislativo. Incluye la orientación de negación de la comunidad hacia una conducta prohibida por la ley penal, asumida en el lenguaje ordinario. El contenido de este vocablo no es más que una interpretación, una construcción que la sociedad hace de ciertas conductas. Es el lenguaje el que da lugar al hecho, que lo crea y le adjudica una valoración (Ribeiro Toral 2006: 60 y ss). Esta advertencia es válida para todo lenguaje. Pequeñas narrativas, aparentemente intrascendentes, del discurso jurídico resultan productoras de un campo iterativo de tipos sociales, actos regulares y actos conflictivos constructora de subjetividades y modelos de conducta. Todo signo establece conexiones con las bases de la vida material, todo signo es ideológico en el sentido que siempre refleja y refracta sentidos, evoca otros signos y diferentes espacios sociales, culturales, históricos. De allí que los discursos (sobre el delito o delincuente, por ejemplo) interactúan, están en relación, dialogan y disputan sentidos sociales. Este asiento material del signo permite el ingreso de las voces sociales, las conductas y las prácticas en un mismo discurso que es receptor de lenguas y voces sociales. Los discursos son heteroglósicos y polifónicos, son eslabones de una cadena discursiva en la que confluye lo “ya dicho” sobre un determinado tema (Bajtin, 1990). Por ello, puesta en discurso, no hay palabra neutra ni palabra original. En consecuencia, la teoría bajtiniana permite estudiar el constituyente ideológico de una cultura determinada, con sus diferentes voces sociales y sus políticas…, sin establecer un adentro y un afuera del texto. Ese es su gran aporte para una metodología que intente superar tanto el inmanentismo por el que se pretendió dar cuenta del texto aislado y ahistórico, como el determinismo que lo considera producto de una situación englobante (Flores 2000: 241). El funcionamiento discursivo no se agota en su acto de enunciación. Interesa saber, entonces, cómo circulan los sentidos transversalmente (en los distintos espacios institucionales, en el mundo social) y horizontalmente (a través del tiempo). La circulación parece ser bastante independiente de la producción, aunque en el discurso jurídico suelen estar prescriptos los mecanismos de publicación de las leyes. Sin embargo, un discurso puede circular por surcos no previstos en la enunciación ni en el enunciado, mirada que exige centrar la atención en la recepción –tercer nivel del funcionamiento discursivo-, o sea, en los discursos que surgen en otras instancias enunciativas y que son respuesta -o retoman- discursos anteriores, debido a que los efectos que un discurso ha tenido se visualizan en el estudio de otros discursos posteriores que lo dicen, lo interpretan, lo reelaboran, etc., aspecto especialmente interesante en el caso del discurso jurídico. Los sentidos que un discurso adquiere durante su reconocimiento, no coinciden nunca exactamente con los que se le asignan en producción. Los discursos sociales no constituyen unidades cerradas de sentido; es por ello que debemos hablar más bien de un
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campo de efectos de sentido y no de un efecto de sentido determinado y determinable. Se trata de individualizar las respuestas que los discursos han promovido, las cadenas de enunciados a que han dado lugar, como confirmación o polémica, como diseminación o encapsulamiento de un sentido, etc. El discurso jurídico actual tiene la propiedad de circular ampliamente en el espacio social, es retomado por legos, medios de comunicación, políticos, académicos, instancias éstas de reconocimiento de los discursos que se inscriben cada vez más directamente en la superficie textual, construyendo un receptor que merece ser “enseñado” en los vericuetos del derecho y domado en los de la moral. Estos tres momentos del funcionamiento discursivo (enunciación, circulación y reconocimiento) -que valen también como momentos de análisis- son válidos teóricamente en tanto encuentran su razón de ser en el hecho de que son lógicamente independientes uno de otro y por ello la investigación generalmente se concentra en uno de estos momentos.
Coda Volvamos a una idea ya esbozada. El análisis del discurso que proponemos se distingue, radicalmente, de cualquier pretensión analítica orientada a la evaluación normativa o de la racionalidad del discurso jurídico. Sin embargo, a la propuesta que hemos hecho la guía una política del deseo: que un mejor y más profundo conocimiento de la producción de sentidos de los discursos jurídicos coadyuve a la responsabilidad ética que nos cabe a todos –y en particular a la justicia- en la construcción de condiciones que reconozcan la precariedad y vulnerabilidad de algunos y que apoyen el proceso de protección de su existencia. Bibliografía Angenot, Marc, 1984. “Le discours social: problématique d’ensemble”, Cahiers de Recherche Sociologique, Vol 2, N°1, pp: 19-44. --------- 2010. El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible, Siglo XXI, Argentina. ---------- 1998, Interdiscursividades. De hegemonías y disidencias, UNC, Córdoba. Anscombre, J. y Ducrot, O., 1994. La argumentación en la lengua, Gredos, Madrid. Atienza, Manuel, 1997. Derecho y argumentación, Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho, N° 6, Colombia. ----------- 2005. Las razones del derecho: Teoría de la Argumentación Jurídica, UNAM. México DF. Disponible en: http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=710 Austin, John, 1979. Cómo hacer cosas con palabras, Paidós, Buenos Aires. Bajtin, Mijail, 1990. Estética de la creación verbal, Siglo XXI, México. Barthes, Roland, 1974. Investigaciones retóricas I. La antigua retórica. Ayudamemoria, Tiempo Contemporáneo, Comunicaciones, Argentina. ------------- 1987. “El discurso de la Historia”, El susurro del Lenguaje, Paidós, España, pp. 163-177. Bixio, Beatriz, 2003. “Políticas de la justicia criminal interétnica en Córdoba del Tucumán (Siglos XVI y XVII)”, Anuario de Estudios Americanos, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, España, Tomo LX, 2, pp. 441-462.
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QUINTA PARTE METODOLOGÍA DE LA INVESTIACIÓN JURÍDICA: IMPLICANCIAS SOCIALES, CULTURALES, HISTÓRICAS, POLÍTICAS, ECONÓMICAS Y CRIMINOLÓGICAS
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REFLEXIONES SOBRE LAS ESTRATEGIAS METODOLÓGICAS DE LA SOCIOLOGÍA JURÍDICA Carlos A. Lista y Silvana Begala
La sociología jurídica como campo de conocimiento Resulta obvio, aunque no por ello innecesario, afirmar que la sociología jurídica (SJ) es una especialidad sociológica o un sub-campo disciplinar, en el que la perspectiva sociológica, sus teorías y métodos son centrales. Los fenómenos jurídicos1 serían su objeto y para su estudio se adopta una perspectiva externa al derecho. Dicho de otra manera, los textos, prácticas e instituciones jurídicas se analizan e investigan en su contexto de producción y acción, como fenómenos socialmente construidos que no son tomados por dados. Sin embargo, resulta difícil caracterizar la SJ como una sub-disciplina sociológica autónoma, ya que más bien aparece como un campo interdisciplinar, en el que coexisten distintas aproximaciones teóricas y metodológicas. Estas se remontan al origen mismo de la sociología como disciplina y a las distintas formas de concebir la sociedad y el conocimiento por autores que respondían a diversas vertientes epistemológicas2. Dos procesos referidos a la formación histórica de este campo de conocimiento contribuyen a explicarlo. Por un lado, tal como lo afirma Roger Cotterrell (2007, p.1413), históricamente, la SJ se ha conformado bajo la fuerte influencia de los estudios jurídicos y de pensadores formados en el campo del derecho, aunque en su mayor parte sus trabajos fueron críticos, en disidencia y contradicción con las concepciones jurídicas dominantes, en particular con las inspiradas por el positivismo jurídico. Así ocurre tanto en Europa3 como en EE.UU4 y con variaciones en Latinoamérica.
Es habitual y corriente el uso de los términos “estudios de derecho” o simplemente “derecho” para identificar la disciplina que aborda los fenómenos jurídicos desde la perspectiva dogmática. De ese modo, el conocimiento se reduce e identifica con el objeto que estudia. Si bien, para esta perspectiva, los textos legales ocupan un lugar privilegiado en la enseñanza e investigación, el mismo no agota ni comprende la totalidad del objeto jurídico. Por tal razón, en este trabajo preferimos utilizar el término fenómeno jurídico para designar el objeto de estudio sociológico, a fin de incluir no sólo al derecho, sino a las prácticas profesionales y a las organizaciones jurídicas en su conjunto, entre ellas la encargada de la administración de justicia. 2 Autores como Emile Durkheim, Max Weber y Karl Marx, a partir de distintas tradiciones epistemológicas, contribuyeron singularmente a ver, pensar y abordar el estudio de la sociedad a partir de supuestos diversos y aun contrapuestos. Fueron muy influyentes en la configuración de estilos y modelos sociológicos que se proyectaron más allá de sus respectivas teorías. 3 Autores europeos como Petrazycki, Timasheff, Gurvith, Geiger y Ehrlich ofrecieron una visión más amplia del derecho moderno en divergencia con el positivismo jurídico que lo reduce y limita al derecho del estado. Así contribuyeron “a generar un campo de investigación más allá del estrecho margen que impone el formalismo jurídico de carácter dogmático y con ello a ampliar y diversificar los intereses intelectuales sobre el derecho y la justicia” (Lista, 2013, p.20). Sostenían que el análisis sociológico podía y debía jugar un rol importante en producir un mayor sentido moral y de justicia en el derecho y apoyaban la idea de que la SJ, para desarrollarse, debía trascender los límites del pensamiento jurídico que imponía la modernidad (idem). 4 Los análisis de Holmes, Pound y Llewellyn, en los EE.UU., se originaron en el campo de los estudios legales, aunque en el marco del common law y fueron ellos, antes que los sociólogos, los que recogieron, difundieron y redefinieron el pensamiento de los autores europeos antes citados. 1
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Por otro lado, si bien la preocupación por el derecho ocupó un lugar fundamental en el pensamiento sociológico clásico de autores como Emile Durkheim, Max Weber y aun Karl Marx, el estudio del derecho y las instituciones jurídicas no es concebido por ellos como una sub-disciplina sociológica o como un sub-campo disciplinar, sino como un aspecto o fenómeno central de sus respectivos proyectos sociológicos. El derecho y las instituciones jurídicas tienden a ser vistos por ellos como consecuencia de otros hechos sociales o como epifenómenos, indicadores o variables dependientes de distintas estructuras y procesos sociales (el tipo de solidaridad social, la dominación, la clase social, la ideología, etc.). Tal reconocimiento y los aportes realizados por dichos autores fueron, sin lugar a dudas, singularmente importantes, aunque no necesariamente consolidaron a la SJ como especialidad. Las consideraciones de los sociólogos clásicos sobre el derecho y la justicia formaron parte de proyectos intelectuales personales de mayor envergadura, ya que ellos se mostraron más interesados en la sociología como campo general, en la sociedad capitalista, industrial o burguesa como objeto de análisis, o en otras especialidades sociológicas. Más tarde, primero Talcott Parsons desde el funcionalismo, y posteriormente Niklas Luhmann y los seguidores de ambos ponen atención sobre el derecho y las profesiones jurídicas y favorecen cierto grado de especialización del campo de la SJ, aunque el modelo teórico que adoptan ubica al sistema jurídico en relación de dependencia con las necesidades sistémicas. Son Bourdieu y Sousa Santos quienes trabajan lo jurídico como campo específico de observación. Pierre Bourdieu aporta una visión crítica que reconoce mayor autonomía al campo jurídico, ubicando su análisis en el marco de una elaboración teórica de gran alcance y para Boaventura de Sousa Santos, el análisis del derecho ocupa un lugar importante, pues aparece situado, junto con la ciencia, en el centro de la tensión moderna entre regulación y emancipación social. A partir del breve análisis anterior podemos concluir que la SJ como especialidad, es parte del pensamiento sociológico y se nutre teórica y metodológicamente del mismo, aunque su objeto está conformado por los fenómenos jurídicos y su inserción se ha dado fundamentalmente en las facultades o escuelas de derecho. Se ubica, de manera intersticial, entre dos disciplinas consolidadas aunque distantes en sus respectivos perfiles epistemológicos, teóricos y metodológicos: la sociología y los estudios jurídico-legales5. En el campo sociológico los fenómenos jurídicos no son objeto de demasiada atención. En todo caso, los sociólogos les atribuyen un poder explicativo relativo y se los conciben, preferentemente, como mecanismos de control social. El campo de los estudios jurídico-legales, en su versión más tradicional y hegemónica, está regido por los postulados de un modelo jurídico y pedagógico que podemos identificar con la dogmática jurídica de corte positivista, en el cual se privilegia el estudio técnico y pragmático de los textos legales y en menor medida, de la doctrina jurídica y la jurisprudencia (Lista, 2013, p.17-18, Brigido et al, 2009; Lista y Brigido, 2002).
Optamos por la denominación “estudios jurídico-legales” para hacer referencia a la perspectiva que aborda el análisis de los fenómenos jurídicos de modo más restrictivo, esto es tomando al derecho como objeto privilegiado de estudio. Consideramos que la denominación ciencia jurídica no resulta aplicable pues no reúne los rasgos propios de las ciencias sociales. Especialmente su orientación dogmática, su carácter no empírico y el sentido de producción de este tipo de conocimiento constituyen aspectos que lo alejan de este amplio y diversificado campo de conocimiento, en el que se ubican la sociología y sus especialidades.
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Reflexiones sobre las estrategias metodológicas.
La relación epistemología, teoría y método en la sociología jurídica Vamos a partir de afirmaciones generales que resultan aclaratorias y que merecen ser discutidas con mayor profundidad, pero que acá sólo enunciaremos: a. La SJ, por ser una ciencia social, se aproxima empíricamente a lo que define como realidad social y jurídica y para ello utiliza distintos métodos y técnicas. b. No hay un único método sociológico, sino un conjunto de métodos. c. Para comprender los métodos utilizados por la SJ es necesario conocer cómo son entendidos por los diferentes modelos teóricos. d. Los supuestos epistemológicos, las teorías y los métodos de investigación están estrechamente unidos. e. Cada método puede ser entendido como un conjunto de capacidades y habilidades que el investigador debe desarrollar y que, fundamentalmente, se aprenden de investigadores expertos y de enfrentar y resolver problemas durante el propio proceso de investigación (Banakar y Traves, 2005, p. 20). El investigador adquiere su competencia a través de la práctica informada, esto es, en el quehacer guiado por criterios teóricos y por el saber práctico. No resulta suficiente estudiar metodología, sino hacer investigación, así como tampoco resulta suficiente hacer investigación de manera irreflexiva y técnica, desconociendo los fundamentos teóricos y epistemológicos del quehacer investigativo. Esto dificulta la autocrítica y la maduración como investigador. f. Si bien los métodos utilizados por la SJ son elegidos según la orientación teórica del investigador y sus objetivos de investigación, esto no significa que los investigadores sean representantes “puros” de una teoría o modelo teórico, ni que a cada teoría corresponda necesariamente un método de investigación y que cada método sea utilizado sólo por investigadores que adhieren a determinada epistemología y teoría. Aún así, reconociendo que el determinismo tampoco existe en el campo de la teoría y metodología sociológicas, existen tendencias que se han generado históricamente y que marcan relaciones típicas entre modelos teóricos y estrategias metodológicas y con ello distintas tradiciones o paradigmas de investigación.
El modelo positivista de ciencia Si bien en el siglo XIX Auguste Comte fue quien denominó a este paradigma y quien abogó para que la sociología tomara el modelo de las ciencias naturales, fue Emile Durkheim quien llevó a cabo esa empresa a través de su obra teórica y de sus investigaciones. Muchos autores pueden ser ubicados dentro de este paradigma, aunque es importante reconocer la labor de Paul Lazarsfeld como el investigador y teórico que primero desarrolló, en la década del cuarenta, variadas y sofisticadas técnicas de recolección y análisis de datos utilizando procedimientos cuantitativos. El modelo positivista parte del supuesto ontológico que sostiene que la realidad social, es objetiva, externa al sujeto y que resulta susceptible de observación, medición y control experimental mediante la aplicación de las matemáticas y la estadística. En esta visión, la subjetividad del actor social tiene un reconocimiento nulo o escaso. Sostiene la unicidad de la ciencia y procura un conocimiento sistemático, que se valida empíricaCarlos A. Lista y Silvana Begala
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mente por contrastación con el objeto y que aspira a ser valorativamente neutro (Lista, 2000, pp. 8-20). Su aproximación metodológica a lo que define como realidad social y jurídica es cuantitativa y utiliza el modelo hipotético deductivo. De manera típica los fenómenos sociales se definen como variables entre las que se buscan relaciones estadísticas (Pérez Serrano, 1998, p. 23). Este modelo procura describir y explicar, estableciendo relaciones causales entre los fenómenos y a partir de ello formular leyes predictivas, indicando qué cambios pueden suceder si se modifica algún aspecto de una situación socio-jurídica dada. Este es el sentido de la estrategia teórica y metodológica de la propuesta positivista: conocer para intervenir en la sociedad y modificarla a través de la ingeniería social. Se adhieren a las ideas científico-técnicas de las ciencias naturales y definen al investigador como un experto. Con mucha frecuencia, las opiniones y valoraciones de la población (o lo que se sostiene como tales) son utilizadas por políticos, legisladores y juristas como argumentos que fundamentan la sanción, modificación o derogación de leyes, aun cuando las investigaciones al respecto, cuando existen, suelen ser ignoradas o refutadas sin mayor fundamento. Tal es el caso de los estudios sobre opiniones, valoraciones y actitudes hacia el aborto que tomaremos para ejemplificar la utilización de métodos cuantitativos. Citaremos los estudios realizados por Lista (1996) y Rabbia (2014)6, en los que se utiliza la técnica de encuesta, a través de la aplicación de cuestionarios semiestructurados sobre muestras representativas de un mismo universo poblacional (la ciudad de Córdoba, Argentina), en distintos momentos (1995 y 2011, respectivamente). Ambos trabajos consisten en mediciones de las actitudes hacia el aborto. Parte de los cuestionarios utilizados son comunes, lo cual hizo posible observar tendencias actitudinales a través del tiempo. La utilización parcial de un mismo instrumento y el procesamiento estadístico con fines descriptivos y explicativos, permitió detectar tendencias que forman parte de la cultura jurídica de la población. Entre las más consistentes se destacan las siguientes: a) en ambos momentos, la mayoría de la población acepta la legalización del aborto por un número mayor de causas que las establecidas por el código penal argentino, lo cual revela, una vez más, que el derecho tiende a estar desajustado o atrasado respecto a las creencias y valores de la población; b) el desconocimiento de los contenidos legales que penalizan el aborto es muy extendido; c) las personas se muestran más favorables a legalizar el aborto en casos de situaciones graves o traumáticas para la mujer que por razones socioafectivas y económicas; d) la intensidad del sentimiento religioso autopercibido7 aparece en ambos estudios como el principal factor determinante de las actitudes hacia el aborto inducido, siendo su impacto negativo sobre la aceptación de la legalización; e) si bien las actitudes de la población hacia la legalización del aborto son más favorables en 2011 que en 1995, la liberalización es relativa. La población tiende a posicionarse de manera intermedia y ambivalente y, además, la mayoría de las opiniones son situacionistas, dado que su aprobación/desaprobación depende del caso o situación de que se trate; f) existen “minorías cognitivas” (Casanova, 1994), constituidas por segmentos poblacionales, en particular conservadores, que aunque minoritarios tienden a percibirse como mayoría y
El estudio de Hugo Rabbia incluye, además, el estudio de actitudes hacia el matrimonio de personas del mismo sexo, con posterioridad a la sanción en 2010 de la ley Nº 26.618. 7 Medida por una variable índice creada por GRASMICK et al (1990). 6
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que se movilizan públicamente por cuestiones de religión y sexualidad8. Este tipo de estudio, como las encuestas realizadas a sectores de población específica (médicos, abogados, jueces, mujeres en situación de vulnerabilidad, etc.), sobre diversos temas de interés jurídico, muestra la utilidad de los métodos cuantitativos para dar cuenta de la realidad socio-jurídica. Tal utilidad se acrecienta cuando se combinan con estrategias cualitativas que permiten ahondar en la comprensión de distintos fenómenos de la cultura jurídica.
El modelo comprensivo e interpretativo Una de las principales críticas al modelo positivista de ciencia proviene de pensadores alemanes, quienes reaccionan contra los supuestos epistemológicos del positivismo, en particular la concepción ontológica objetivista. Por un lado, cuestionan que la realidad social y la acción humana puedan ser observadas, medidas y explicadas del mismo modo en que lo es la naturaleza no humana. Por el otro, rescatan la importancia de la subjetividad del actor social y en particular su habilidad para compartir distintos significados. Objetan la concepción positivista de un único tipo de ciencia y con ello el monismo metodológico. Desde el punto de vista epistemológico, el conocimiento comienza a ser visto como construido socialmente, el cual es producido, no descubierto. En el campo sociológico, fue Max Weber quien plantea la necesidad de comprender el sentido de la acción social como objeto de la sociología. Su propuesta implicó no sólo un replanteo teórico, sino también metodológico y el cuestionamiento del sentido de la sociología como conocimiento. El propósito positivista de explicar causalmente la realidad social fue ampliado o reemplazado (depende el alcance que se le dé a la propuesta de Weber) por comprender e interpretar los significados que los seres humanos crean y comparten en interacciones recíprocas. A todo esto se sumó el abandono de la pretensión predictiva de los positivistas, esto es fijar leyes científicas del acontecer social. La validación empírica del conocimiento por el objeto fue reemplazado por la interpretación hermenéutica del sentido de la acción social. Otras corrientes de pensamiento y autores confluyeron en la configuración de este modelo, entre otros George Mead y sus discípulos y los fenomenólogos Alfred Schutz, Peter Berger y Thomas Luckman. La etnometodología, una corriente de pensamiento creada por Harold Garfinkel en 1960, va más allá de Weber y el interaccionismo simbólico en el estudio de los significados y plantea preguntas que dan lugar a una revisión radical de la metodología cualitativa. No proponen interpretar acciones significativas en contextos dados, sino indagar sobre los procedimientos interpretativos a través de los cuales las personas producen significados. El paradigma que postula la comprensión y la interpretación dirige su atención a la vida cotidiana, se desinteresa por las estructuras sociales y pone el acento en la idea que los seres humanos construyen la realidad social y sobre sí mismos a través de la comunicación simbólica, por lo cual el lenguaje en todas sus modalidades adquiere un valor central para el investigador. Para captar este mundo de significados y el sentido de la acción social, la metodología cuantitativa y la estadística se tornan inadecuadas y es preciso innovar en técnicas y 8
RABBIA (2014, p. 418).
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procedimientos. En consecuencia, se adoptan estrategias cualitativas aptas para producir datos descriptivos sobre las interacciones e intercambios significativos entre los actores sociales. Los métodos cualitativos comenzaron a ser desarrollados por la Escuela de Chicago de sociología y los antropólogos urbanos, durante la primera mitad del siglo XX. El enfoque cualitativo aspira a “ofrecer profundidad, a la vez que el detalle mediante una descripción y registro cuidadoso” (Pérez Serrano, 1998, p. 32), a través del empleo de técnicas como la entrevista, el estudio de casos, la observación participante, el análisis documental y de textos, los grupos de discusión, el análisis de contenido y conversacional, para citar algunos de los más utilizados. Cualquiera sea el modo de entender el sistema jurídico, tanto como conjunto de normas y decisiones, o como un serie de instituciones o patrones de prácticas reiteradas y relacionadas, es preciso reconocer la importancia de su constitución lingüística (Banakar y Travers, 2005, p. 133). Dicho sistema se sostiene por la comunicación escrita y verbal que se realiza a través de formas textuales contenidas en normas legales, expedientes judiciales, escritos profesionales, informes, conversaciones, transcripciones, etc. Esta dependencia que el derecho y las profesiones jurídicas tienen de los textos y el lenguaje dificulta ver la realidad jurídica como un conjunto de prácticas generadas en un contexto particular. El mundo jurídico es, entonces, esencialmente discursivo y el derecho, sus procesos e instituciones se reproducen a través de palabras escritas o habladas. De ahí la importancia teórica y metodológica que el lenguaje tiene tanto para el positivismo jurídico, como para las ciencias sociales que estudian los fenómenos jurídicos. El positivismo jurídico pone gran énfasis en el lenguaje de las normas legales, la doctrina y la jurisprudencia. Idealmente, considera al pensamiento jurídico como autónomo y a las decisiones judiciales como un proceso neutral, objetivo y desapasionado de aplicación de los contenidos legales a los hechos. Sin embargo, el discurso jurídico es, por una parte, lingüísticamente indeterminado, ambiguo y de textura abierta. Por otra parte, la utilización de este lenguaje por los jueces dista mucho de la imagen ideal, dado que sus decisiones y razonamientos no sólo responden a la lógica racional formal, sino que, en distinto grado, están impregnados de contenidos propios de la racionalidad organizacional y de algún tipo de racionalidad material (Lista, 1999). Por otra parte, la SJ y otras ciencias sociales ven al discurso jurídico como social y políticamente construido y al uso del lenguaje jurídico como una forma de práctica social y como reflejo y consecuencia de tales prácticas. Las investigaciones de estas disciplinas no se orientan al conocimiento e interpretación de los contenidos legales para su aplicación, sino a detectar que hay “detrás” de los textos legales o “más allá” del significado literal de una norma o una decisión judicial. Toman a los textos como fuentes de datos para indagar sobre otros fenómenos socio-jurídicos. Investigan, por ejemplo, sobre qué prácticas sociales se derivan del discurso jurídico y con qué resultados, o cómo el género, la raza, la etnicidad, la sexualidad o las diferencias de clases social son legalmente construidas y reproducidas por el discurso y las prácticas que este genera. Una investigación de Reza Banakar (2005) hace uso, precisamente, de documentos legales para estudiar la institución del ombudsman sueco en casos contra la discriminación por motivos étnicos. Toma a tales textos como bases de datos y a sus contenidos como indicadores sociológicos, para conocer cómo se construyen los hechos institucionales referidos al ombudsman y al Acta de anti-discriminación suecos. Utiliza demandas escritas sobre discriminación y registros legales que sirven para analizar cómo estos
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reclamos fueron procesados y posteriormente resueltos por el ombudsman. Su principal interés de investigación es la evaluación del funcionamiento de una institución de acceso a la justicia, como el ombudsman, para ver, en particular, si se adapta a los cambios de la estructura política y social y si favorece la inclusión social. En otras palabras, al autor le preocupa la eficacia jurídica y social de tal institución. Encuentra que la acción del ombudsman analizado opera satisfactoriamente como un instrumento efectivo de resolución de disputas y que, además, tiene efectos positivos en el monitoreo de agencias administrativas y de otras organizaciones (idem, p. 172). El estudio de Banakar es descriptivo y no pretende que sus resultados sean generalizables, dado que no utiliza una muestra representativa. Explica un caso concreto con el fin de comprender y evaluar su funcionamiento sin realizar mediciones. Su trabajo sirve no sólo para ilustrar la utilización de métodos y técnicas cualitativas, sino también para mostrar la utilidad de investigaciones de carácter descriptivo y evaluativo sobre el funcionamiento de instituciones jurídicas.
El modelo crítico Otra crítica importante al positivismo científico, que en sí misma constituye una visión muy influyente en la sociología, es el modelo crítico. Tomado en un sentido amplio, reúne muchas corrientes y versiones. En él se destaca el aporte de Karl Marx y más tarde de la Escuela de Frankfurt. A este modelo han contribuido perspectivas no marxistas, entre otras, algunas versiones de la teoría feminista y las teorías sobre diversidad sexual y el postestructuralismo. La premisa ontológica básica es que la realidad social está cruzada por estructuras y procesos que ubican a los seres humanos en distintas situaciones de desigualdad (basadas en la clase social, el género, la raza, la etnia, la sexualidad, la religión, etc.). Estas realidades son creaciones humanas e históricas y a su vez generan situaciones de dominación y alienación. Por lo tanto, pueden transformarse a través de acciones sociales liberadoras y emancipadoras. Las teorías críticas sirven a estos fines y su objetivo no es la producción de conocimientos que meramente expliquen la realidad social o interpreten el sentido de la acción social, sino que se orienten a transformarlas. Ante ello, el investigador asume el compromiso que exige dicho cambio y orienta sus investigaciones a promover acciones liberadoras y formas de conciencia no alienadas. En consecuencia, las teorías críticas llevan implícita la formulación de algún tipo de praxis emancipadora. Tales supuestos resignifican la relación entre el investigador y los sujetos o grupos investigados. Para cumplir sus objetivos, la misma no debe ser jerárquica ni favorecer la distancia entre ellos. Quienes se hallan en situaciones de desigualdad no son tomados como sujetos pasivos. Se rescata la capacidad humana de transformación y autotransformación de quienes se hallan en situaciones de desigualdad, que pasan a ser implicados en el proceso de investigación como agentes de cambio. “El investigador crítico intenta descubrir qué condiciones objetivas y subjetivas limitan las situaciones y cómo podrían cambiar unas y otras. Ello implica un proceso participativo y colaborativo de autorreflexión que se materializa en comunidades autocríticas de investigación comprometidas en mejorar la realidad” (Carr y Kemmis, 1988, p. 14). Es fundamental, entonces, que los individuos en situaciones sociales desfavorables tomen conciencia que la realidad en la que viven es construida, cambiable y contradicCarlos A. Lista y Silvana Begala
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toria y que ellos tienen capacidad de transformarla. El investigador puede utilizar esta capacidad y aquel objetivo como recurso y método en la propia investigación. La metodología utilizada debe ser, consecuentemente, sensible y apta para cumplirlos. Las teorías críticas adoptan y combinan distintos métodos cualitativos y cuantitativos en tanto y en cuanto se adapten a sus supuestos epistemológicos, sus planteos teóricos y su visión crítica de la realidad. La investigación-acción-participativa (IAP) constituye un buen ejemplo de una estrategia metodológica que responde a las inquietudes de la investigación crítica. Aspira no sólo a producir nuevos conocimientos teóricos, sino transformaciones a nivel del sujeto y de sus condiciones de vida. En 1944, Kurt Lewin acuña el término “investigaciónacción” para denominar la estrategia metodológica a través de la cual se podían obtener, de modo simultáneo, avances teóricos, concientización y transformaciones sociales. A partir de los años sesenta adquiere gran difusión en Latinoamérica. La IAP combina los procesos de conocer y de actuar e implica en ambos a la población cuya realidad se estudia. Vincula teoría y praxis y posibilita el aprendizaje y la toma de conciencia crítica de la población sobre su situación, el incremento de poder político (empowerment), la movilización y la acción transformadora. La desviación social y el delito son objeto de particular atención por los estudios jurídico penales y las ciencias sociales, entre otras, la SJ y la criminología. En este campo, a partir de mediados de los años sesenta del siglo pasado, se produce un giro radical en el tratamiento del delito como objeto de estudio. Las teorías críticas de base marxista comienzan a plantear al delito como esencialmente político y como resultado de desigualdades económicas y de la distribución asimétrica del poder. Lo definen como un fenómeno inherente a las sociedades capitalistas. Reaccionan contra las teorías etiológicas de corte positivista y el escepticismo y relativismo de las teorías interaccionistas. Ponen la atención en la desviación “oficial”, esto es, en el delito común de las clases pobres y explotadas y en los delitos de los poderosos. La idea de causa se desplaza hacia las estructuras y la matriz socio-económica del capitalismo, que son considerados como factores productores de delincuencia. La crítica se dirige, entonces, contra tales factores y contra el estado y el papel que el derecho penal cumple como mecanismo de control social en protección de los intereses de la clase dominante. Por lo general, la perspectiva del investigador es macrosocial y comprometida. Parte de una toma de posición crítica y anticapitalista. Investiga para desmitificar y de-construir el sistema de opresión y para promover cambios sociales emancipadores. El método privilegiado es el histórico y dialéctico que analiza el contexto de producción socio-económico del acto, no del actor. Así, por ejemplo, Richard Quinney (1970, 1974) un pionero de la teoría crítica del delito, sostiene que a través del poder, esto es, de la habilidad de controlar a otros, se formulan políticas públicas que crean el significado social o “realidad” del delito. Según este autor, en EE.UU., una clase económica poderosa se beneficia del sistema de represión de individuos y grupos contrarios a sus intereses de clase. La policía, el sistema judicial, las cárceles y aun los intelectuales son parte de esta estructura. Argumenta que comprender la economía política de la justicia penal, es comprender una parte crucial del sistema capitalista (Quinney, 1977, p. 108). Utilizando el marco teórico y la metodología dialéctica a la manera de Marx, ofrece una versión interpretativa crítica de la delincuencia y sus causas. En algunos casos, las estadísticas y los procedimientos cuantitativos son revalorizados, porque reflejan la realidad y la mayor vulnerabilidad de los sectores más débiles
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y así muestran que la reacción policial es selectiva. Asimismo, sirven para poner en evidencia cómo la matriz capitalista genera delito. Un ejemplo es la investigación de Wallace & Humphries (1981) que analiza los efectos de la acumulación capitalista sobre delitos urbanos contra las personas y la propiedad en los EE.UU., durante el período 1950-1971. Los autores utilizan una aproximación crítica de base marxista, pero emplean un modelo causal y métodos propios del paradigma cuantitativo. Toman estadísticas disponibles y aplican análisis de regresión. Parten de dos procesos históricos propios del capitalismo. Uno es la incorporación de la periferia a las regiones centrales de la economía, después de la segunda guerra mundial y el otro es la transición del capitalismo industrial al corporativo (idem, p. 146). Hipotetizan que ambos fenómenos tienen consecuencias sobre la conformación de las ciudades y la distribución demográfica, que a su vez impactan sobre las tasas de delito. Así, determinan los sitios de las industrias y reestructuran las tramas urbanas donde estas se asientan y con ello su correlación con el delito (idem p. 150). Los autores encuentran que, entre otros aspectos, en las ciudades conformadas durante el capitalismo industrial, con una marcada desigualdad entre el centro y la periferia, las tasas de robo y violencia son más altas que en las ciudades desarrolladas durante el capitalismo corporativo, lo que sería explicado por el mejoramiento económico del centro de la ciudad y la incorporación de los trabajadores a la fuerza laboral (idem). Los estudios cuantitativos, combinados con marcos teóricos marxistas no son habituales, pero sirven para mostrar que no hay relaciones deterministas entre la teoría y la elección de un método y que es posible la adecuación de este a la teoría a través de un esfuerzo intelectual por parte del investigador. Los estudios con los que ejemplificamos el modelo de conflicto son útiles para dar cuenta de la economía política del delito a nivel macrosocial y sugerir políticas profundas para la prevención y la reducción de cierto tipo de delincuencia.
Consideraciones finales En la SJ, como en otras disciplinas, la preocupación por la metodología se basa en la necesidad de legitimar la producción de conocimientos de manera sistemática y rigurosa. Por un lado, esta es, además, una función necesaria para la constitución de un campo de conocimiento propio y autónomo que es preciso sostener a través del tiempo más allá de la etapa fundacional. Por el otro, los postulados metodológicos sirven para entrenar y “disciplinar” a quienes acceden a dicho campo, a través de un proceso de internalización de los estándares disciplinares (Banakar y Travers, 2005, p. 4). En suma, la metodología sirve de garantía y control de calidad del conocimiento y a la vez como discurso socializador de los investigadores que se inician (idem). La metodología de la investigación es altamente prescriptiva y restrictiva. En consecuencia, todo auténtico intento innovador en SJ, como en otras ciencias sociales debe confrontar los cánones metodológicos, además de los postulados teóricos vigentes en el campo disciplinar. Esto supone dominar ambos tipos de conocimiento. El desarrollo histórico de la sociología y de su especialidad, la SJ, abunda en ejemplos de renovación y transformación teórica y metodológica que han contribuido a ampliar y complejizar el campo de estos conocimientos. El análisis crítico de los momentos Carlos A. Lista y Silvana Begala
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de cambio permite afirmar que la originalidad y la innovación no surgen de la ignorancia teórica y metodológica, sino del dominio del saber y la práctica sumados al propósito de superar sus límites. Ese sigue siendo el desafío. Bibliografía Banakar, Reza (2005). “Studying Cases Empirically: A Sociological Method for Studying Discrimination Cases in Sweden, en Banakar, Reza & Max Travers (eds.), Theory and Method in Socio-legal Research. Oxford, Hart Publishing, pp. 139-173. Banakar, Reza & Max Travers (eds.) (2005). Theory and Method in Socio-legal Research. Oxford, Hart Publishing. Brigido, Ana María; Lista, Carlos; Begala, Silvana y Tessio Conca, Adriana, 2009. La socialización de los estudianes de abogacía. Crónica de una metamorfosis. Córdoba, Hispania. Carr, Wilfred y Stephen Kemmis (1988). Teoría crítica de la enseñanza. La InvestigaciónAcción en la formación del profesorado. Barcelona, Martínez Roca. Casanova, José (1994). Public Religions in the Modern World. Chicago, University of Chicago Press. Cotterrell, Roger (2007). “Sociology of Law”, en Clark, David S. (ed.), Encyclopedia of Law & Society: American and Global Perspectives. Los Angeles, London, New Delhi, Singapore, Sage, pp. 1413-20. Grasmick, Harold, Linda Wilcox y & Sharon Bird (1990). “The Effects of Religious Fundamentalism and Religiosity on Preference for Traditional Family Norms”, Sociological Inquiry, 60 (4), 352-369. Lista, Carlos A. (2013). “El movimiento internacional de la sociología jurídica: desafíos y alternativas”, en María Ovidia Rojas Castro, Francisco Javier Ibarra Serrano y María Elena Pineda Solorio, Educación y profesión jurídica: qué y quién detrás del derecho. México, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y Red de Sociología Jurídica en América Latina y el Caribe.
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ANÁLISIS CULTURALES DEL DERECHO María Alejandra Ciuffolini
Introducción En el marco del debate abierto respecto de la actual crisis del derecho moderno, la intención de este trabajo preliminar es describir brevemente algunas posiciones relevantes en los análisis culturales del derecho, para luego introducirnos en las propuestas de Pierre Bourdieu y Michel Foucault. En el contexto actual, la necesidad de abordar el derecho desde otras perspectivas puede entenderse a partir de diagnósticos diferentes, que son incluso distantes del análisis cultural. Así, Teubner expone que: “la crisis del derecho moderno está inextricablemente ligada a la insuficiencia del modelo de racionalidad empleado por el derecho, un modelo que corresponde a necesidades funcionales de una sociedad distinta de ésta en la que vive el hombre contemporáneo y que exige mecanismos nuevos…”(Morales de Setién Ravina, 2000, p.18); o bien, desde argumentos como la crisis de legitimación cíclica al estilo de Habermas (1998);o, a partir de afirmar la situación de crisis del concepto occidental de derecho (Berman, 1996); o, como consecuencia de la crítica al orden legal tal como lo expone Kennedy (1999); en todos los casos y más allá de la sutileza de los argumentos, los autores coinciden en que la crisis pasa por la noción de racionalidad del derecho restringida a condiciones puramente objetivas. Se trate entonces de entender como insuficiente la vieja forma de racionalidad frente a la diversidad y complejidad de la sociedad moderna, o bien se esgrima la extendida creencia en la falta de capacidad del derecho para resolver los conflictos del presente, lo cierto es que los enfoques alternativos al positivismo jurídico se erigen como oportunas posiciones para repensar el estudio del derecho. En este sentido, las diferentes propuestas de análisis por parte de los estudios culturales permitirán un examen y una comprensión más exhaustiva sobre temas como la política judicial, la política jurídica, las prácticas y mecanismos de dominación que se despliegan en el derecho, las luchas por el monopolio de decir el derecho, etc. Al proponerse este artículo como una introducción a los análisis culturales, se presentan en un primer apartado los aspectos comunes o compartidos por los distintos enfoques, lo que permite delinear el paradigma propuesto; en un segundo apartado se tratan las principales contribuciones de los autores especializados en estos abordajes; en el tercer y cuarto se desarrollan las específicas posiciones conceptuales de Pierre Bourdieu y Michel Foucault. Para finalizar se ofrece un racconto de los principales ejes desarrollados a lo largo del texto y una breve reflexión a partir de ellos.
Aspectos Comunes en los estudios culturales del derecho Cuando hablamos de los estudios culturales del derecho,hacemos referencia a un grupo heterogéneo de autores1 y teorías que no presentan rasgos unificados absolutos, Desde sus diversos enfoques, autores como Richard Hoggart, Fredric Jameson, Pierre Bourdieu, François Ost,
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sino que conviven y disputan a partir de algunos consensos básicos. Tales consensos pueden resumirse en: a) tienen por objeto el estudio de las implicaciones culturales de la relación entre derecho y sociedad; b) plantean un abordaje que reinscribe lo jurídico en el universo social y, por lo tanto se desplazan de los aspectos institucionales para dar cuenta de la dimensión social del derecho; c) explican el derecho a partir de su relación con otras disciplinas, hechos o discursos sociales sin perjuicio de eliminar su especificidad; d) proponen un análisis crítico y descriptivo del derecho y, en consecuencia, utilizan una multiplicidad de herramientas teóricas y metodológicas; e) ponen especial atención en las relaciones de poder, atendiendo a los modos en que los grupos sociales organizan simbólicamente –tanto cultural como jurídicamente- la vida en común. Desde esta plataforma de cuestiones comunes, los autores se enfocan en dimensiones específicas del fenómeno jurídico. Así, Paul Kahn (2001, p. 51) señala que –a diferencia de los teóricos del derecho que dan por sentada la verdad de las creencias en la racionalidad jurídica y en la autoridad del juez–, el auténtico estudio de nuestra cultura jurídica no consiste en“incrementar nuestro conocimiento o reinventar las normas morales de nuestra experiencia, sino exponer las normas a priori de nuestra experiencia epistémica y moral abordando la pregunta ¿Cuáles son las condiciones conceptuales y las estructuras de la imaginación que llevan a experimentar y hacer posible un mundo de acontecimientos con significado?”. Mientras que para François Ost: “sólola ley misma de circulación del derecho puede aclarar su génesis y desarrollo”(2007, p. 122). Y con este objetivo propone una teoría lúdica del derecho, en la que antes de ser regla e institución el derecho es logos y por lo tanto, discurso argumentativo, paradójico y dialéctico. Por su parte, los estudios críticos del derecho (CLS) según Duncan Kennedy se caracterizan por “poner al descubierto el sentido político de la práctica cotidiana de los jueces y los juristas, que construyen el Derecho mientras se ven a sí mismos como un instrumento del mismo” (1992, p.284). Para Pierre Bourdieu (2000), hacer una ciencia rigurosa del derecho implica necesariamente superar las visiones más extendidas en el mundo académico que se inclinan o bien por una visión interna y formalista del derecho o por una mirada externa e instrumentalista del mismo, a fin de entenderlo como discursos en competencia y como un espacio de lucha. En el siguiente apartado desarrollamos con más detenimiento la propuesta realizada por este autor, para luego contraponerlo con otra alternativa también centrada en el análisis del poder, como es la desplegada por Michel Foucault, quien indaga en la producción de verdad y los efectos de dominación que produce el orden jurídico.
El campo del derecho y la lucha por el monopolio Para Bourdieu (2000), el campo jurídico es una parte del espacio social en el que distintos agentes disputan los sentidos de las normas jurídicas y compiten para tener el monopolio de la interpretación jurídica legítima. Inscripto en el campo social, el campo jurídico se autonomiza de este y de otros campos por la negociación de un capital específico: la competencia jurídica–entendida como conocimientos y capacidades que permiten identificar y reconocer a quienes pertenecen al campo de aquellos que se encuentran fuera de él, los profanos–. Dice el autor: “El desfase entre la visión profana de quien va Dunkan Kenedy y Paul Kahn, han desarrollado aportes valiosos en este campo de estudio.
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Análisis culturales del derecho
a convertirse en un justiciable, es decir, un cliente, y la visión especializada del experto, juez, abogado, asesor jurídico, etc., no tiene nada de accidental; dicho desnivel es constitutivo de una relación de poder que funda dos sistemas diferentes de presupuestos, de intenciones expresivas, en una palabra dos visiones del mundo. Este desfase, que es el fundamento de una desposesión, deriva del hecho que a través de la estructura misma del campo y del sistema de principios, de visión y división inscrito en su ley fundamental, su constitución, se impone un sistema de exigencias cuyo núcleo es la adopción de una postura global, particularmente visible en materia de lenguaje” (2000, p.184.) Definir el campo jurídico como un espacio de lucha significa que en él se enfrentan diferentesconcepciones respecto de la forma en que debe entenderse el derecho –tanto en sus aspectos teóricos como prácticos–, así como también respecto de los principios que deben regirlo como un todo.Los límites para las prácticas, los discursos jurídicos y los conflictos que entre ellos se desatan están dados por una doble determinación: “por una parte, por las relaciones de fuerza específicas que le confieren su estructura y que orientan las luchas de concurrencia o, más precisamente, los conflictos de competencia que tienen lugar en el derecho; y, por otra parte, por la lógica interna de las obras jurídicas que delimitan en cada momento el espacio de lo posible y, por consiguiente, el universo de soluciones propiamente jurídicas” (2000, p.168). Como todo texto, el texto jurídico es objeto de luchas entre distintas hermenéuticas ya que la lectura es una forma de apropiarse de la fuerza simbólica que se encuentra encerrada allí en estado potencial. Sin embargo, por más que los sentidos de los textos jurídicos no se imponen jamás de manera absolutamente imperativa, los juristas se encuentran incluidos dentro de un campo fuertemente integrado por instancias jerarquizadas que están en condiciones de resolver los conflictos entre los intérpretes y las interpretaciones. El análisis el derecho tiene, además del conflicto entre las posiciones de los agentes en el campo, un componente que es el discurso o –mejor aún– discursos en competencia. Como unidad o práctica enunciativa en un contexto de producción, el texto jurídico requiere interpretación. La interpretación opera la historización de la norma, adaptando las fuentes a las nuevas circunstancias, y descubriendo en ellas posibilidades inéditas, rehaciendo y dejando de lado lo caduco. Dada la extraordinaria elasticidad de los textos, que a veces llega hasta la indeterminación o el equívoco, la operación hermenéutica dispone de una inmensa libertad. No es nada extraño que el derecho, instrumento dócil, adaptable, flexible y polimorfo, sea utilizado, en realidad, para contribuir a racionalizar ex post decisiones político/ideológicas. en las que él no ha tenido ninguna participación. Los juristas y los jueces disponen todos, aunque en grados muy diferentes, del poder de explotar la polisemia de las fórmulas jurídicas: pueden recurrir a la restrictio–procedimiento necesario para no aplicar una ley que, entendida en sentido literal, debería ser aplicada–, a la extensio–procedimiento que permite aplicar una ley que, tomada al pie de la letra, no debería aplicarse– o incluso pueden recurrir a todas las técnicas que –como la analogía o la distinción entre la letra y el espíritu de la ley– tienden a obtener el máximo partido de la elasticidad de la norma, de sus contradicciones, sus equívocos o sus lagunas. En síntesis, “la transformación de conflictos irreconciliables de intereses, en intercambios reglados de argumentos racionales entre sujetos iguales está inscrita en la existencia misma de un personal especializado, independiente de los grupos sociales en conflicto y encargado de organizar según formas codificadas la manifestación pública de los conflictos sociales así como de aportarles soluciones socialmente reconocidas
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como imparciales porque están definidas según las reglas formales y lógicamente coherentes con una doctrina percibida como independiente de los antagonismos inmediatos” (Bourdieu, 2000, p. 191). Desde esta perspectiva apenas aquí bosquejada, el análisis del derecho debe trabajar poniendo metódicamente en relación las distintas posiciones al interior de esa lucha simbólica con las posiciones dentro de la división del trabajo jurídico; lo cual permitirá hacer una historia social comparada de la producción jurídica mostrando los grupos e interpretaciones dominantes y las de los dominados, permitiendo conocer los cambios en la fuerza relativa de las posiciones a favor de una u otra orientación del trabajo jurídico, según el lugar y el momento, y por otro, las variaciones de la fuerza relativa de las dos corrientes dentro de las relaciones de poder constitutivas de la estructura del campo y también sus relaciones con el espacio social más amplio (Bourdieu, 2000). La propuesta de Bourdieu permite efectuar una profunda mirada crítica de las razones que llevan a todos los participantes en el mundo del derecho a construirlo de manera impermeable a las necesidades y exigencias políticas de una gran parte de la sociedad.
Derecho y campo judicial: vehículos permanentes de dominación Analizar las estructuras jurídicas mostrando en qué saberes y poderes se apoyan, y a partir de allí señalar los modos de subjetivación –comprendiendo sus prolongaciones políticas y las relaciones con la verdad que la sostienen– es el objetivo del análisis genealógico que propone M. Foucault. Para el autor, el análisis del poder consiste en tratar de captar sus mecanismos entre dos referencias o dos límites: por un lado, las reglas de derecho que delimitan formalmente el poder, y por el otro, los efectos de verdad que ese poder produce –y que a su vez lo prorroga–. El foco de interés está en desentrañar las relaciones entre poder, derecho y verdad. Dicho en palabras de Foucault (2000, pp.33-34) el interrogante sería el siguiente: “¿cuáles son las reglas de derecho que las relaciones de poder ponen en acción para producir discursos de verdad? O bien: ¿cuál es el tipo de poder susceptible de producir discursos de verdad que, en una sociedad como la nuestra, están dotados de efectos tan poderosos?”. Su presupuesto es que el cuerpo social está constituido por una multiplicidad de relaciones de poder, que no pueden disociarse ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, en definitiva, una economía del discurso verdadero que funciona a partir y a través de ese poder. Así, el poder nos somete a la producción de verdad y solo por esa producción de verdad puede ejercerse el poder. De allí que para el autor, no puede escindirse la relación entre poder, derecho y verdad. La intensidad y constancia de tal relación se expresa en una dinámica de poder que “no cesa de cuestionar, de cuestionarnos; no cesa de investigar, de registrar; institucionaliza la búsqueda de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. Tenemos que producir la verdad del mismo modo que, al fin y al cabo, tenemos que producir riquezas, y tenemos que producir una para poder producir las otras. Y por otro lado, estamos igualmente sometidos a la verdad, en el sentido de que ésta es ley; el que decide, al menos en parte, es el discurso verdadero; él mismo vehiculiza, propulsa efectos de poder. Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a cumplir tareas, destinados a cierta manera de vivir o a cierta manera de morir, en función de discursos verdaderos que llevan consigo efectos
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específicos de poder. Por lo tanto: reglas de derecho, mecanismos de poder, efectos de verdad. O bien: reglas de poder y poder de los discursos verdaderos” (2000, pp.33-34). La perspectiva genealógica de Foucault, propone ir más allá de la hermenéutica jurídica a favor de una semiología jurídica. Este enfoque trabaja sobre las cadenas simbólicas, mostrando “el carácter histórico y relativo-perspectivo, y por eso mismo pone en crisis la relación de los sujetos productores, usuarios y destinatarios del derecho con la propia auto narración del orden jurídico” (Medici, 2009, p.189). Dice Foucault (2000, p.36): “el sistema del derecho y el campo judicial son el vehículo permanente de relaciones de dominación, de técnicas de sometimiento polimorfas. Creo que no hay que ver el derecho por el lado de una legitimidad a establecer, sino por el de los mecanismos de sometimiento que pone en acción. Por lo tanto, la cuestión es para mí eludir o evitar el problema, central para el derecho, de la soberanía y la obediencia de los individuos sometidos a ella y poner de relieve, en lugar de una y otra, el problema de la dominación y el sometimiento”. A partir de este interés por la dominación y el sometimiento, la propuesta foucaultiana indaga cada uno de sus objetos, entre ellos el derecho, asumiendo una serie de precauciones de método, que pueden resumirse en las siguientes: En primer lugar, no se trata de analizar las formas regladas y legítimas en su centro, en sus mecanismos generales o efectos de conjunto; sino de captar el poder en sus extremos y sus instituciones más locales, dice el autor “sobre todo donde ese poder, al desbordar las reglas del derecho que lo organizan y lo delimitan, se prolonga, por consiguiente, más allá de ellas, se inviste de unas instituciones, cobra cuerpo en unas técnicas y se da instrumentos materiales de intervención, eventualmente incluso violentos. Un ejemplo, si quieren: en vez de procurar saber dónde y cómo se funda el poder punitivo en la soberanía (…), traté de ver cómo el castigo, el poder de castigar, cobraban cuerpo, efectivamente, en cierta cantidad de instituciones locales, regionales, materiales, ya fuera el suplicio o la prisión, y esto en el mundo a la vez institucional, físico, reglamentario y violento de los aparatos concretos del castigo” (2000, pp.36-37). En segundo lugar, se trata de abandonar la idea ampliamente extendida de una racionalidad y una verdad universal en la concepción del derecho para poner el foco en un derecho afectado por la disimetría y que funciona como privilegio a mantener o restablecer; por lo tanto el objetivo es despertar y visibilizar el pasado olvidado de las luchas reales: las victorias o las derrotas enmascaradas bajo las instituciones o las legislaciones. En tercer lugar, se trata de estudiar la relación derecho-poder por el lado en que su intención ―si la hay― se inviste por completo dentro de prácticas reales y efectivas: estudiarlo, en cierto modo, por el lado de su cara externa, “donde está en relación directa e inmediata con lo que podemos llamar, de manera muy provisoria, su objeto, su blanco, su campo de aplicación; en otras palabras, donde se implanta y produce sus efectos reales” (Foucault,2000, pp.36-37) Cuarto, y en el marco ya de su teorización respecto de la biopolítica y el biopoder2, habría que indagar en las formas de intervención cada vez más intensa del poder y el derecho sobre la manera de vivir y sobre el cómo de la vida, a partir del momento, enAquí estamos refiriendo a una línea de investigación desarrollada por Michel Foucault hacia fines de la década del setenta, para quien la biopolítica designa un poder que se ejerce sobre la vida, en tanto distribuye los cuerpos en una jerarquía de valor y utilidad. Este “biopoder” fue indispensable para el desarrollo del capitalismo y significó una inversión drástica en las técnicas de poder desarrolladas hasta el siglo XV por los “regímenes de soberanía”. En palabras de Foucault: “Podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o de arrojar a la muerte” (FOUCAULT, 2008, p.130).
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tonces, “en que el poder interviene sobre todo en ese nivel para realzar la vida, controlar sus accidentes, sus riesgos, sus deficiencias” (2000, p.229). En quinto lugar, esta teoría es pertinente para fundar prácticas alternativas de derecho porque muestra las opciones de política jurídica que están silenciadas, sujetas pero latentes por el régimen de producción de verdad jurídica dominante y operativa en un momento histórico (Medici, 2009). Finalmente, y para cerrar con palabras del autor, el objetivo de esta perspectiva es: “recuperar la sangre que se secó en los códigos y, por consiguiente, no el absoluto del derecho bajo la fugacidad de la historia: no referir la relatividad de la historia al absoluto de la ley o la verdad, sino reencontrar, bajo la estabilidad del derecho, el infinito de la historia, bajo la fórmula de la ley, los gritos de guerra, bajo el equilibrio de la justicia, la disimetría de las fuerzas. En un campo histórico que ni siquiera se puede calificar de relativo, porque no está en relación con ningún absoluto, en cierto modo se -irrelativiza- un infinito de la historia, el de la eterna disolución en unos mecanismos y acontecimientos que son los de la fuerza, el poder y la guerra (2000, pp.60-61).
Conclusión Los estudios culturales del derecho proponen una mirada crítica y reflexiva respecto del campo jurídico, a partir de enfocar sus análisis desde una perspectiva epistemológica y metodológica que abandona los clásicos estudios normativos, en favor de enfoques que insisten en la necesidad de inscribir el estudio del derecho dentro del marco más amplio de las relaciones sociales, o más estrictamente en la relación derecho-sociedad. Esto implica una importante ruptura epistemológica respecto de las racionalizaciones corrientes del fenómeno jurídico en pos de una ciencia del derecho interdisciplinaria (Ost, 2005), que suture el hiato entre derecho y ciencias sociales y viceversa. Pues se trata de una forma de conocimiento que desafía la pretendida unidad o adecuación de la racionalidad propuesta por las filosofías del derecho de cuño positivista o iusnaturalista –racional o teológico–, en pos de escudriñar el bajo fondo del derecho: los mitos sobre su fundación y las creencias esenciales que constituyen el imperio de la ley, como insiste P. Kahn; o descubrirlo y analizarlo como ese juego colectivo, ininterrumpido y multidireccional de circulación del logos jurídico, al decir de Ost; o como propone Chase (2011) indagar las formas institucionalizadas de resolución de conflictos como reflejos de una cultura en la que se ubican valores, convenciones, símbolos y ritos. Como señala Ost (2007), en tanto signo lingüístico el derecho pide ser interpretado por sus destinatarios; como manifestación de voluntad, el derecho pide ser interiorizado y aceptado. A partir del momento en que los “sujetos de derecho” –que no son los sujetos del derecho sino mejor sujetos de derecho, es decir, seres susceptibles de derechos y coautores del derecho, todo a la vez– reconstruyen mentalmente el mensaje que se les dirige y mediatizan su puesta en práctica con una operación de voluntad –que también es una manifestación de libertad–, el derecho se configura como algo necesariamente inacabado, siempre en suspenso y siempre relanzado, indefinidamente retomado en la mediación del cambio. Mientras que en los planteos más radicales que son aquellos que hemos tratado con mayor especificidad –Bourdieu y Foucault– el punto de indagación se establece en la relación entre derecho y poder. Es desde aquí que se vuelve pensable la políticidad
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del derecho, lo cual significa colocar la pregunta acerca de las relaciones de poder en el centro de las preocupaciones por las modalidades en que los grupos sociales organizan simbólicamente la vida en común. Los valores y las creencias; el sentido de las prácticas; las formas de concebir lo propio y lo extraño, lo semejante y lo diferente; en definitiva, los modos de definir las categorías que procuran ordenar el mapa social son interrogados en su articulación con procesos de construcción, validación o desafío de lo legítimo y lo subalterno, de relaciones de jerarquía o de desigualdad, de mecanismos de inclusión y exclusión. Y entonces como dice Medici (2009), es necesario acercarse al conocimiento jurídico, o mejor, a la práctica jurídica, no como filósofos sino como políticos; pues solamente en las relaciones de poder comprendemos en qué consiste dicha práctica.Porque la interpretación termina siempre afectando a la concepción que de sí misma tiene la sociedad. Más allá de su pretensión de fijeza y sus inercias institucionales, los discursos y prácticas jurídicas–en tanto son productos culturales elaborados desde una perspectiva cultural– están siempre grávidos de politicidad. Bibliografía
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LA RELECTURA HISTÓRICA DE LA TRADICIÓN JURÍDICA Esteban F. Llamosas
1. Rasgos de la historia jurídica clásica: desarmando el último capítulo de la novela La historia del derecho, disciplina deudora de las concepciones románticas y positivistas decimonónicas, fue llamada a nuestras facultades para garantizar una imagen de lo jurídico construida sobre la ley y el Estado. Las primeras cátedras de fines del siglo XIX, sus primeros especialistas, hijos de un tiempo en que leyes, códigos y constituciones parecían haber remitido la tradición jurídica al pasado para diseñar una estatalidad racional y sistemática, se ocuparon de difundir una disciplina sujeta a este triunfo, a fin de avalarlo teóricamente presentando la historia como mero antecedente o simple anticipación. Pero la historia, en el derecho, nunca es pasado. Si el derecho ya era la ley, si todo el orden político reconducía al Estado, la historia jurídica debía proteger esta concepción devaluando aquello que en el pasado fuera costumbre, doctrina o arbitrio de los jueces; sesgando la potencia de un orden político plural y compartido; y minimizando a metáfora las fuentes religiosas y domésticas que disciplinaban la vida en común. Así la historia, aparentemente condecorada por su ingreso disciplinar a las facultades jurídicas, venía en todo caso a prestar servicio al derecho vigente, mirando lo que este pretendía que mirara, y obviando aquellos datos que podían discutir la idea de la estatalidad como una lenta preparación de la racionalidad jurídica. Evidentemente, esos primeros juristas que indagaron el pasado del derecho, no fueron culpables de mirar como miraron, retroproyectando las categorías del presente. Tampoco lo serían sus discípulos, modelados todos por una cultura jurídica normativista, compartida y dominante. Pero la consecuencia, inevitable, fue el desarrollo de una historiografía jurídica argentina (como la americana y europea) que durante muchos años explicó nuestro pasado jurídico en términos lineales, evolutivos, anticipatorios y legitimadores. Cierta función conservadora de la disciplina ya podía rastrearse en la primera mitad del siglo XIX, por el influjo de la Escuela Histórica alemana, variante jurídica del romanticismo en boga. Savigny y sus seguidores, preocupados por alejar la tentación generalizadora y abstracta de los códigos y el racionalismo, determinaron que el verdadero derecho era una obra colectiva y popular, sedimentada en las viejas prácticas y tradiciones, y debía ser buscado por los juristas en el “espíritu del pueblo”. El derecho, anclado así en las costumbres, en la “peculiaridad local”, asumía un fuerte carácter identitario y permitía el rechazo a cualquier novedad legislativa por extraña o antinacional (Hespanha, 2002, p.17) Por otra parte, el positivismo, ya causalista, ya legal, terminó por definir la función conservadora de la historia del derecho, fortaleciendo la idea de un orden jurídico que se venía preparando lentamente desde un pasado rústico hacia un presente civilizado. En primer lugar, las variantes causalistas entendieron que el derecho antiguo arribaba, como consecuencia inevitable, al derecho del presente. Que aquel era su causa, su antecedente. Así podía pensarse en un desarrollo lineal y evolutivo de doctrinas, leyes e instituciones, Esteban F. Llamosas
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que poco a poco se enmendaban y perfeccionaban dejando atrás sus rasgos menos racionales. El derecho tenía así un objetivo predefinido, una orientación establecida, un plan de acción que lo conducía de un pasado desordenado, plural y desigual, a la seguridad del sistema y la abstracción igualadora. Era así, todo el pasado, una anticipación del presente. (Hespanha, 2002, p.19) El problema de la historia jurídica, entonces, fue que para celebrar su legitimación disciplinar y su ingreso a las facultades de derecho, tuvo que desalojar a la historia y remitirla al pasado como dato anecdótico o preparatorio. Tuvo que “olvidar” que aún el derecho vigente, el de códigos y constituciones, está preñado de historia y que el tiempo lo constituye inevitablemente. El tiempo es inherente al derecho (Caroni, 2014, p.73), pero no sólo al antiguo, sino también al nuestro, aunque lo pretendamos fruto de la racionalidad estatal. Muchas veces, en defensa de la especificidad de la disciplina, se ha acusado al jurista dogmático que incorpora algún capítulo histórico en sus tratados o manuales, de falta de sensibilidad hacia el pasado y de analizarlo bajo las categorías conceptuales del presente. La acusación, que suele llevar razón, en todo caso dice más de los historiadores del derecho que de los civilistas o penalistas, ya que también aquellos han recurrido a estas asociaciones, con el agravante de su especialidad. En todo caso, no han sabido transferir a sus colegas una percepción del pasado jurídico menos legalista. Un simple recorrido por los manuales al uso en nuestras facultades puede servir de ejemplo, con dos tópicos muy extendidos: la idea de “antecedentes históricos” y la de “evolución de las instituciones jurídicas”. La primera responde a la creencia ya explicitada de un pasado que es causa del presente; la segunda cristaliza el derecho actual, erigido como última escala del desarrollo jurídico. En la obra de G. Borda, antes de la sanción del matrimonio igualitario (Ley 26618), encontramos un ejemplo claro de la idea evolutiva del derecho, siempre funcional a la legitimación sin crítica del ordenamiento vigente. El autor traza una evolución histórica del matrimonio para explicar que este “ha ido sufriendo a través de los tiempos un largo proceso evolutivo hacia su perfeccionamiento y dignificación” (Borda, 1993, p.45). El procedimiento es explícito, el matrimonio de ese momento era la cumbre de un lento avance desde la oscuridad hacia la luz, desde unas formas bárbaras hasta las más civilizadas. Ese matrimonio se había venido preparando durante siglos, dejando atrás las formas “repugnantes” de la poliandría o la poligamia, hasta alcanzar por fin la monogamia y moralizarse y dignificarse con el cristianismo. Esta noción evolutiva suele ser un tópico frecuente en los manuales de derecho de familia (en verdad, en casi todos los manuales de la dogmática jurídica que presentan “antecedentes históricos”), incluso en aquellos que sostienen posturas con mayores matices. Basta ver la primera página del texto de Bossert y Zannoni para encontrar este título, “La familia: Evolución”. Estos autores parecen tener claras las diferencias entre las etapas históricas y la existencia de “preconceptos o motivaciones ideológicas” para explicarlas, pero caen en la tentación (a veces inconsciente) de adherir a la noción evolutiva con todo lo que ella implica. Así, “la familia evoluciona hacia su organización actual fundada en la relación monogámica: un solo hombre y una sola mujer sostienen relaciones sexuales exclusivas...” (Bossert - Zannoni, 2005, p.3). También A. Belluscio plantea las cosas en estos términos, y escribe que “la pequeña familia, última etapa de la evolución, es el tipo actual de núcleo paterno-filial” y que su función primordial es “la procreación y educación de los hijos, así como la asistencia moral y espiritual entre sus integrantes”. (Belluscio, 2004, p.16)
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De todos modos, como advertimos, sería injusto caer sobre la dogmática, cuando muchos cultivadores de la propia historia jurídica, formados en el mismo modelo cultural, participan de una visión bastante similar del pasado. R. Zorraquín Becú, uno de los principales referentes de la escuela argentina, en su manual de 1969 dedicado a la formación de los estudiantes, aunque explicita la necesidad de contextualizar y observar las fuentes materiales, escribe que “ha surgido así –en tiempos relativamente modernos- una nueva disciplina destinada a investigar los sistemas jurídicos del pasado y su evolución respectiva” (Zorraquín Becú, 1992, p.21), y que la historia “permite superar la contemplación estática de las normas vigentes para ofrecer un panorama completo de las doctrinas y de las realidades que han contribuido a su elaboración y a sus transformaciones” (Zorraquín Becú, 1992, p.24) Hallamos otra muestra de esta posición, claramente un rasgo historiográfico de época y no una falencia individual de los historiadores, en el Manual de Historia del Derecho Argentino de A. Levaggi, uno de los ineludibles referentes actuales de la especialidad. En la obra, publicada por primera vez en 1986, afirma que “la historia del derecho estudia el desarrollo del derecho a través del tiempo” y que “la naturaleza histórica de la disciplina (dinámica y no estática), le exige mostrar y explicar el desenvolvimiento del Derecho, por épocas sucesivas, hasta el presente, con sus constantes y sus transformaciones” (Levaggi, 1991, p.9) Para justificar la necesidad del estudio histórico del derecho, escribe que “entendiendo por saber científico el conocimiento de las cosas, no en sí mismas, sino por sus causas o antecedentes, un conocimiento causal y razonado del derecho requiere, necesariamente, el estudio de su desarrollo histórico, hasta desembocar en la situación actual”. (Levaggi, 1991, p.4) Su postura teórica se ratifica con la utilización de una metáfora que da cuenta del modo en que considera al derecho actual y su historia. Relacionando el derecho vigente con el capítulo final de una novela, es decir, con una culminación, una llegada, explica que “su sola lectura puede satisfacer nuestra curiosidad acerca del desenlace, pero nos deja en la ignorancia del por qué, que resulta de la trama completa de la obra”. (Levaggi, 1991, p.4) Está claro, entonces, que los capítulos precedentes han preparado el final, que inevitablemente debían desembocar en él, y que sin el desenlace, no tendrían sentido. El objetivo de estas breves páginas es señalar que nuestro derecho no constituye ninguna meta prevista de antemano, ninguna anticipación, sino una de varias posibilidades aleatorias fruto de relecturas, tensiones e intereses en disputa, y que si alguien pretende conocer el derecho del pasado, una historia del derecho propiamente dicha, debería observar, en su propio contexto pero autónomo, cada uno de los capítulos previos de esa novela imaginaria sin esperar que conduzcan a ningún final preestablecido.
2. El uso del argumento histórico en el debate jurídico No nos preocuparía tanto la discusión metodológica, y la crítica a esta versión evolutiva y estatalizada de la historia del derecho, si no trajera consecuencias en el debate público del presente. El modo en que la disciplina se comprende y practica, la manera en que se enseña y difunde desde las facultades, no resulta inocuo como proveedor de argumentos o críticas al derecho y las instituciones vigentes. Además, sobre estas miradas del pasado teñidas de actualidad, suele sobrevolar otro riesgo, el uso de un recurso frecuente para justificar la resistencia al cambio: la “aparente Esteban F. Llamosas
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intemporalidad de los dogmas” (Caroni, 2014, p.64) y de algunas instituciones, ya por provenir de la tradición, ya por derivar de la naturaleza. Aquí ya podemos hallar otros argumentos de autoridad, como la sabiduría del tiempo que avala por repetición, y la sabiduría de un orden natural indisponible, en el que las cosas vienen otorgadas de antemano. Generalmente, la utilización de estas “razones históricas” en el debate jurídico no tiene más pretensión que demorar o evitar el cambio legislativo, convirtiéndose así en razones conservadoras. En julio de 2010, luego de un largo y encendido debate público, el Poder Ejecutivo Nacional promulgó la ley 26.618 modificando algunos artículos del Código Civil. Entre sus cambios más importantes figuraba el reemplazo del art. 172, que en su segundo párrafo quedó redactado así: “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o diferente sexo”. En el debate, naturaleza, religión e historia fueron esgrimidas, con mayor o menor lucidez, para oponerse al cambio legislativo que irremediablemente se produjo. Estos argumentos suelen desempolvarse cuando se ponen en juego convicciones sociales profundas, vinculadas a largas y arraigadas tradiciones culturales o religiosas, como las ideas de familia, sexualidad o filiación. Cabe preguntarse, ¿sirven como instrumentos de legitimación de nuestras instituciones actuales?, ¿pueden utilizarse sin más como argumentos de autoridad y a partir de allí fundar un discurso? Uno de los argumentos más repetidos para oponerse al matrimonio entre personas del mismo sexo, podría resumirse en las palabras del arzobispo de Buenos Aires, leídas en la marcha de los opositores al proyecto el día previo a su debate en el Senado: “El matrimonio precede al Estado, es anterior a toda legislación y a la misma Iglesia”. (Diario Clarín, 14/7/2010) En el mismo sentido, el arzobispo de Córdoba expresó: “Espero que el de mañana sea un debate adecuado a la seriedad del tema, a favor del matrimonio entre hombre y mujer. Es mi deseo más profundo, como el de la multitud que está aquí. El matrimonio y la familia son bienes inalterables”. (Diario La Voz del Interior, 14/7/2010) Este tipo de expresiones podrían acompañarse por muchas otras de tono similar. Basta revisar los diarios de julio de 2010: “Creemos que la familia es una institución natural, no cultural”, o “la familia es creación de Dios” (Diario Clarín, 14/7/2010), son algunos ejemplos de lo que puede encontrarse. ¿Qué se quiere decir cuando se dice que la familia es anterior al Estado o que el matrimonio es un bien inalterable?, ¿qué significa que sea una institución natural? ¿quiere decir que la familia está allí desde siempre, que no ha cambiado nunca, que brota de la naturaleza?, ¿significa que el matrimonio sólo cumple una función procreativa garantizada por la diversidad de sexos? Estas afirmaciones parten de la confianza en un orden natural superior, trascendente a los hombres y permanente en el tiempo, del cual se derivan las instituciones humanas, que así se vuelven indisponibles y ajenas a la voluntad del legislador. Esta lógica argumentativa impone que cualquier disposición contraria al “orden natural” se convierta en “desviación antinatural”, “desorden”, y por lo tanto sea inadmisible. Este tipo de pensamiento presenta al historiador del derecho un grave conflicto metodológico, porque implica disolver los contextos culturales que determinan el derecho, para suponerlo mandato natural o traducción de un orden preexistente. ¿Así pensamos el derecho de hoy?, ¿ese es el consenso que funda nuestras instituciones jurídicas? Parece claro que lo fue durante mucho tiempo, que el derecho del llamado Antiguo Régimen se basaba en estas pautas, mediado tanto por juristas como por teólogos. ¿Nada ha cam-
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biado?, ¿qué tipo de familia se defiende con estos argumentos?, ¿cuál es esa familia, proveniente de la naturaleza, previa al Estado, que se habría conservado inalterable y hoy no podríamos modificar?, ¿es la familia romana (para buscar alguna en las raíces de nuestra tradición jurídica) bajo la autoridad del paterfamilias?, ¿es esa familia que abarcaba lazos sanguíneos y civiles, que incluía también el patrimonio de una persona y sus esclavos? (Argüello, 1984, p.364), ¿es la familia del derecho castellano-indiano, derivada de la romana, con una patria potestad paterna perpetua sobre los hijos legítimos, no ejercida nunca por la madre, ni siquiera ante la muerte del padre? ¿Y el matrimonio?, ¿cuál se defiende como natural? El de varón y mujer, está claro. ¿Pero unidos de qué forma, bajo qué condiciones?, ¿el matrimonio del derecho clásico romano, probado por la maritalis affectio (intención de permanecer unidos) y el honor matrimonii (apariencia conyugal honorable), con amplias posibilidades de divorcio?, ¿o el elevado a la dignidad de sacramento por la Iglesia Católica, con vínculo indisoluble, cuyas formalidades fueron definidas por el concilio contrarreformista de Trento y luego asumidas por la Monarquía española por real cédula de Felipe II?, ¿será el anterior a Trento, cuando la unión carnal de los que habían celebrado esponsales los convertía de inmediato en esposos?, ¿o será el que requería, bajo pena de desheredación, el consentimiento paterno hasta los veinticinco años, como mandaba la pragmática de 1776 de Carlos III? Parecería que quienes sostienen estos argumentos desean regresar a unos míticos “tiempos dorados” en que un orden superior fijaba las pautas de comportamiento, la sociedad era jerárquica y corporativa, no había noción de individuo y cada cosa (y cada uno) ocupaba “naturalmente” su lugar. Posiciones de este tipo fueron muchas veces avaladas por la historia jurídica, que asimiló la idea de la existencia de un derecho tradicional, natural o nacional y pretendió constatarlo en el pasado, obrando así como una disciplina legitimadora del derecho establecido y reluctante al cambio. Como hemos visto, el argumento fue elaborado por la Escuela Histórica del Derecho en la Alemania del siglo XIX, que con su propuesta de “revelar” el derecho tradicional, “depositado” en las tradiciones culturales de la Nación, intentaba poner un dique a los embates del racionalismo universalista. Esta postura fue recuperada después por el pensamiento conservador, para defenderse de las modificaciones jurídicas en nombre de “valores nacionales imperecederos” (Hespanha, 2002, p.17). La trampa (a veces evidente, a veces imperceptible) de este tipo de corrientes, es que el historiador, más que revelar ese “orden nacional o natural”, lo creaba en base a sus propios preconceptos culturales. Cierto es que “familia” o “matrimonio” son palabras que existen desde hace mucho tiempo en el mundo jurídico, pero han pervivido “con rupturas decisivas en su significado” (Hespanha, 2002, p.18). El valor de una misma palabra cambia según los diferentes contextos en que se utiliza, lo que vuelve indispensable, para comprenderlo, el recurso a una historia de los conceptos. Podemos encontrar múltiples ejemplos de estos avales “históricos” para el derecho y las instituciones. En 1996, en un ensayo destinado a demostrar que las Fuerzas Armadas chilenas eran una de las instituciones matrices del Estado de derecho y que a partir de 1924 funcionaban como garantes de la institucionalidad, B. Bravo Lira argumentó que “el Estado de derecho no se improvisa ni se importa de fuera. O se forja con el país mismo o es tan sólo una fachada sobrepuesta al país real…, el Estado de derecho es en Chile una realidad con casi medio milenio de existencia, que descansa sobre bases permanen-
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tes, como son las instituciones, y no sobre el frágil articulado de una constitución, sujeto a los vaivenes de mayorías ocasionales”. (Bravo Lira, 1996, p.197) Estas razones resultan muy interesantes, ya que provienen de un especialista, de un historiador del derecho, que fundado en el historicismo que atribuye permanencia y estabilidad a las instituciones por provenir de la propia identidad nacional, devalúa así la importancia del constitucionalismo. Para resaltar el rol de las Fuerzas Armadas en el proceso político chileno, tal su intención explícita, las vincula por vía histórica a una verdadera institucionalidad forjada en las peculiaridades de la nación. Frente a la “endeble fuerza” de la voluntad general, pactada y representada en asambleas constituyentes, opone la vieja seguridad del tiempo y de las prácticas de la nación, ajenas a los caprichos de los individuos.
3. Discontinuidad, contextualización y localización para una historia jurídica diferente. Una historia que contemple los fracasos Frente a estos posibles relatos del pasado que la Historia del Derecho ha planteado, que han brindado argumentos tanto a juristas como a historiadores en el debate público, y que todavía dominan (aunque cada vez más impugnados) la enseñanza de nuestras universidades, se deben oponer las propuestas metódicas de una historia jurídica diferente. Una Historia del Derecho crítica, que aunque más reciente, ya cuenta con cierto recorrido. Asumiendo claves de interpretación provenientes de la antropología jurídica, la sociología, la teoría crítica del derecho, la École des Annales, y a veces del mismo campo jurídico conservador que pretendía desmitificar el triunfo político del Estado liberal, una nueva Historia del Derecho comenzó a desligar del presente el análisis del pasado. Lo hizo, lo hace, recuperando la rica pluralidad del orden político de Antiguo Régimen frente al rastreo retrospectivo de la estatalidad (Hespanha, 1986); considerando en serio las fuentes religiosas, teológicas y morales del pasado, que al dejar de leerse como metáfora o mera literatura, dan cuenta de una sociedad con una cosmovisión trascendente, disciplinada antes por esos órdenes que por el derecho (Clavero, 1984); reconsiderando las nociones de continuidad jurídica y evolución progresiva, reemplazándolas por un análisis que contemple las rupturas, brechas y discontinuidades institucionales; recurriendo al aporte de la historia de los conceptos, para no desconocer que más allá del “valor facial” de las palabras los significados cambian, y por ende lo hacen las instituciones y figuras jurídicas que ellas nombran (Benigno, 2013); localizando el derecho en un tiempo y espacio determinados para evitar generalizaciones improcedentes; y desmontando críticamente las categorías atemporales construidas por el historicismo, develando la operación del jurista que al intentar detectar el derecho verdadero hundido en el alma de la nación, no hacía más que atribuir a ésta su propia visión cultural del pasado. No pretendo, ni mucho menos, someter a juicio a los historiadores del derecho que actuaron bajo este paradigma historiográfico, ya que derivaba de unas nociones sobre lo jurídico ampliamente compartidas. Por otra parte, muchos tuvieron la perspicacia y la sensibilidad, aún dentro de sus esquemas conceptuales, de alejar la mirada de la norma y extenderla hacia la sociedad, la cultura, la política y la economía, tratando de observar el pasado en sus múltiples dimensiones. Y muchos trabajaron con un rigor documental digno de elogio.
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De todas maneras, en el estado actual de conocimiento de la disciplina, ya sería más difícil aceptar la vieja mirada legalista y estatal, obviando el aporte de la historia jurídica crítica. Esta nueva mirada acepta con mayor naturalidad la relación con las otras historias (social, económica, política) que revelan la conexión de lo jurídico con la sociedad; asume la discontinuidad de los procesos históricos, lo que exige estudiar los períodos con mayor autonomía, prestando especial atención a los fracasos y proyectos inconclusos. “También los errores tienen su historia” (Caroni, 2014, p. 131) y suelen resultar más instructivos sobre la cultura de una época que sus propios aciertos. Una historia jurídica de los fracasos nos aleja de la linealidad para presentarnos el derecho con sus avances y repliegues. La nueva mirada exige además una fuerte contextualización temporal y cultural para alejar la tentación de atribuir al pasado nuestras convicciones y categorías, evitando las comparaciones entre tiempos diferentes; y comprende que la investigación jurídica debe estar preferentemente “localizada” en un espacio determinado, a fin de analizar allí las refracciones de ideas y las relecturas llevadas a cabo por los operadores del derecho. Con estos recaudos logramos dos objetivos. Por un lado, evitamos la consideración acrítica del derecho presente, despojado ya de su título de último escalón de la racionalidad. Lo suprimimos como último capítulo del libro para dejar el final siembre abierto. Por el otro, comprendemos mejor el derecho del pasado al desvincularlo del lazo que inexorablemente lo presentaba como preparación del actual. Bajo esta luz, la riqueza y los matices del pasado jurídico emergen sin la contaminación del presente y cobran nuevo sentido. Ya muchos historiadores del derecho han comenzado a plasmar este programa en sus investigaciones, con lo que tenemos sobrados ejemplos del nuevo modelo historiográfico. Así, al cuestionar el triunfo del paradigma legalista y estatal, podemos rever el rol de la ilustración racionalista del siglo XVIII, considerada siempre la corriente que produjo el quiebre cultural que derivó en constituciones y códigos. A ese pretendido universalismo iluminista que incorporó la idea de individuo, de sujeto de derechos, de contrato social para fundar el poder, puede oponerse la pervivencia, incluso no tan larvada, del viejo orden social colectivo y de las corporaciones. El nuevo orden liberal, construido con relecturas y reelaboraciones de tradiciones de Antiguo Régimen, pierde así su sentido inaugural y fundante. Quienes han investigado en profundidad la codificación, no han observado sólo la ruptura que implicó la noción de sujeto jurídico único para lograr componer textos breves, claros y abstractos, sino también el revés de la trama, esto es, la ficción de la igualdad declamada en una sociedad todavía plagada de desigualdades, que el discurso jurídico escondía en las incapacidades para actuar (Tarello, 1995). Sin dejar de observar lo visible (la igualdad formal declamada en el código) debe entenderse que esto presupone lo invisible. (la desigualdad material persistente) (Caroni, 2014, p.71) Por otra parte, los estudios más recientes sobre el constitucionalismo atlántico revelan, desde Cádiz a Hispanoamérica, la fuerte carga antigua de los textos compuestos a comienzos del siglo XIX, que con habilidad y eclecticismo mixturaban principios modernos con instituciones tradicionales (Garriga - Lorente, 2007) (Lorente - Portillo Valdés, 2011) La misma concepción del poder político ha sido revisitada, gracias a la recuperación historiográfica de la iurisdictio (Costa, 1969), entendida como potestad pública para “declarar el derecho y establecer la equidad”, que explica cualquier acto legítimo de ejercicio del poder como la explicitación de un orden preconcebido y dependiente de una
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noción de justicia trascendental (Vallejo, 1998, pp. 37-42). La idea que teníamos de las leyes de Antiguo Régimen también se ha visto alterada por esta recuperación y por los aportes de la historia conceptual. Ya no se puede pensar en términos estatales y suponer las leyes antiguas como el producto voluntario de la actividad normativa de un centro político. La ley, antes que acto creativo, para la cultura jurídica de Antiguo Régimen era manifestación, interpretación, traducción humana de un orden superior, por natural y divino. Los desplazamientos del concepto ayudan a comprender mejor los cambios culturales y políticos que permiten pasar de una noción a otra. (Agüero, 2007) Y la justicia, virtud social por excelencia en ese orden jurídico, ya no podrá comprenderse como la aplicación de leyes, sino como una actividad restauradora de equilibrios, de una armonía natural afectada. El buen juez, más que un letrado conocedor de leyes escritas, más que un técnico, deberá ser un hombre prudente, piadoso y paciente, un buen cristiano temeroso de Dios, que pueda interpretar y volver visibles las reglas de ese orden natural que lo regía todo (Vallejo, 1998, p. 35) Esta mirada al pasado requiere la precomprensión religiosa de la sociedad (europea, americana) donde se localizaba el derecho. Esto implica, necesariamente, rastrear la disciplina social en fuentes que consideramos alejadas del derecho, como un tratado teológico, un manual de confesores o una oración fúnebre. Es decir, buscar el derecho en sedes donde hoy, por el triunfo del legalismo, no se nos ocurriría buscarlo. Puede resultar incómodo, puede alejar al historiador más clásico de las fuentes que maneja con mayor solvencia, pero no hay otra manera, para entender esa sociedad que se ordenaba y disciplinaba primero por la religión católica que por las leyes humanas, que recurrir a ellas para conocer las claves culturales que regulaban la vida en común (Clavero, 1984). La posesión de esas claves, la observación del pasado en términos de cultura jurídica, evitará forzadas comparaciones con el presente y la tentación de argumentar históricamente sin matices cuando se pretenda defender o atacar instituciones actuales. Valga de ejemplo el castigo del aborto, amparado hoy en el derecho a la vida y en ocasiones justificado en una antigua tradición punitiva. Sin embargo, en la sociedad castellano-indiana que nos precedió, si el aborto se castigaba no era por tutelar la vida, que no figuraba en la primera línea de la protección jurídica, sino por proteger el alma. Si el feto no estaba animado, si no había alma, no había castigo. La determinación del momento en que Dios insuflaba el alma al cuerpo, por supuesto, era materia de la teología (Clavero, 1990, pp. 83-84). La diferencia de escalas en los bienes protegidos es muy grande, pero sólo el conocimiento de aquella cultura jurídica puede volverla visible y ahorrarnos forzadas comparaciones entre épocas.
4. La relectura de la tradición jurídica. El archivo y la biblioteca Este afán por contextualizar y relativizar, no supone desconocer que los juristas trabajamos con unos materiales constantemente atravesados por la tradición. Así como es discontinuidad y brecha, el derecho también es larga tradición de instituciones, doctrinas y leyes. El desafío para el historiador del derecho que pretenda comprender el pasado y juzgar bien el presente, será justamente cómo tratarla. Si lo hace como mera reiteración acumulativa de conocimientos, o como depósito intemporal de soluciones jurídicas disponibles, devaluará su importancia y minimizará su riqueza; si lo hace comprendiendo que cada época relee y reelabora la tradición jurídica, pasado y presente emergerán con
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nuevo brillo. El tiempo “transcurre y cambia” el derecho, inclusive el actual, y no se debe “ocultarlo invocando continuidades imaginarias y consoladoras”. (Caroni, 2014, p.208) Los juristas de cada tiempo encontramos en la larga tradición jurídica (en nuestro caso, romana, castellana e indiana), un precioso instrumental que traducimos y contextualizamos al servicio de nuestro presente. Cada cultura jurídica, así, reactualiza la tradición y le brinda nuevos sentidos (Hespanha, 2002, p.25) A los fines de esa relectura contribuye decisivamente el aporte teórico de la historia conceptual. A través de ella, tomamos conciencia de la contingencia del lenguaje y de la gestación histórica de los conceptos. El valor de las palabras muta, sus representaciones se desplazan. Los cambios culturales varían los significados y dejamos de nombrar lo mismo aunque utilicemos idénticos términos. Desde el denominado “giro lingüístico”, los análisis conceptuales de Pocock y Skinner, hasta la investigación histórico-conceptual de Koselleck, reconocemos que a través de los “deslizamientos de significado, el nacimiento de nuevas palabras, la transformación de términos en uso, es posible captar las transformaciones, sobre todo las epocales” (Benigno, 2013, p.35) El historiador del derecho y el jurista deben saber que al escribir ley, familia, república, pueblos, poder, matrimonio y estado, por tomar algunas palabras de arraigada tradición jurídica, están refiriendo a un campo de significación bien diferente al de otros tiempos. La historia que proponemos, en última instancia, será una historia de las culturas jurídicas, que nos permita asumir el complejo entramado de valores simbólicos, cosmovisiones, relecturas del pasado, doctrinas, instituciones y leyes que conforman el derecho de un período determinado. Para esa tarea, además de la fatigosa exploración de los archivos que manifiestan la reiteración de los casos particulares, habrá que recurrir a la literatura jurídica, teológica y moral del pasado, que nos brinda las claves para comprenderlos. Como expresó en forma magistral uno de los referentes de esta nueva historia, será la bibliotheca, antes que el archivo, la que nos permita comprender mejor el derecho del pasado (Clavero, 1993-1994, p.111)
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UNA METODOLOGÍA PARA PENSAR SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS Julio Montero1
Introducción Los debates metodológicos han cobrado un papel cada vez más protagónico en la filosofía política contemporánea. La mayoría de los/as autores/as parecen haber tomado consciencia de que, además de discutir problemas sustantivos, debemos disponer de criterios compartidos respecto de cómo abordarlos, y de estándares de éxito que puedan ayudarnos a dirimir las controversias. De otro modo, la discusión filosófica se disuelve en una suerte de impresionismo argumentativo en el que las partes intercambian objeciones hasta el infinito sin avanzar. En la última década, el debate metodológico se ha trasladado con especial vigor al campo de los derechos humanos. Y no es difícil entender por qué. Los derechos humanos contemporáneos son una práctica social floreciente. Desde la adopción de la Declaración Universal, casi la totalidad de los estados han suscrito los principales instrumentos internacionales, y el lenguaje de los derechos humanos se ha convertido en una suerte de lengua franca universal. A pesar de que los/as participantes de esta práctica están de acuerdo en que se trata de una actividad valiosa, mantienen, sin embargo, desacuerdos persistentes sobre su función, su alcance, y su verdadera naturaleza. Algunos/as piensan, por ejemplo, que los derechos humanos son derechos naturales que protegen ciertos rasgos o intereses de la persona humana contra las actividades de cualquier otro agente. Desde esta perspectiva, los derechos humanos podrían ser violados por actores no estatales, como guerrillas, corporaciones trasnacionales y otros individuos. Otros/as, en cambio, sostienen que son derechos puramente políticos, que fijan restricciones al trato que los gobiernos pueden dar a sus residentes y generan razones para la intervención de la comunidad internacional. Finalmente, hay una tercera familia de autores/as que los conciben como derechos de alcance cosmopolita, aplicables a cualquier regimen coercitivo, incluido el orden global actual. En este capítulo analizo tres metodologías alternativas para pensar sobre los derechos humanos. La primera de ellas es la metodología “ortodoxa” que ha prevalecido entre los filósofos durante muchos años. Esta consiste en elaborar una concepción de los derechos humanos mediante una reflexión puramente teórica acerca de la verdadera naturaleza humana y de los intereses fundamentales de las personas. A esta metodología se ha contrapuesto en la última década una segunda estrategia, conocida en la bibliografía especializada como el “enfoque práctico-dependiente”. De acuerdo con esta perspectiva, una concepción de los derechos humanos debe tratar de capturar el rol funcional que las normas de derechos humanos desempeñan en la vida política contemporánea, identificando acuerdos, presupuestos y patrones comunes entre sus participantes. Finalmente, considero una tercera metodología, inspirada en el interpretivismo constructivo de 1
Deseo agradecer especialmente a Guillermo Lariguet su amable invitación a contribuir con esta importante obra.
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Ronald Dworkin, explico por qué se trata de la metodología más consistente, y elaboro algunas guías específicas para aplicarla al campo de los derechos humanos a modo de ilustración.
El método filosófico ortodoxo El método ortodoxo es tal vez el más extendido entre los teóricos de los derechos humanos ya que representa un modo intuitivo de reflexionar sobre esta práctica. El primer autor en desarrollarlo fue probablemente John Locke. En su Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil, Locke postula la existencia de ciertos derechos naturales de los que las personas gozaríamos incluso en un hipotético estado de naturaleza. Estos derechos se derivan de un razonamiento normativo abstracto sobre los intereses fundamentales de la persona humana y generan obligaciones correlativas de alcance universal (Locke, 1988, 1-8). En el debate contemporáneo, el método ortodoxo ha sido retomado por autores como Alan Gewirth (1982), James Griffin (2008) y Martha Nussbaum (2002). En varios trabajos publicados durante la década de 1980, Griffin sostiene, por ejemplo, que los derechos humanos son protecciones de la agencia racional, comprendida como la capacidad de fijarnos fines y de actuar para realizarlos. La protección de esta crucial capacidad presupone, a su vez, el reconocimiento de derechos genéricos a la libertad y al bienestar, así como de derechos a una serie de “bienes aditivos” que incrementan la capacidad para la acción propositiva (Gewirth, 1982, cap. 1). Siguiendo esta misma estrategia, Griffin ha procurado derivar los derechos humanos de la condición de persona. De acuerdo con él, un agente es una persona cuando dispone de la capacidad para concebir una imagen de lo que sería una vida con sentido y de actuar para realizarla. Éste es el atributo que nos distingue del resto de los animales y que valoramos más que ninguna otra cosa, incluidos el bienestar material y la felicidad. Por consiguiente, vale la pena proteger esta capacidad mediante el reconocimiento de derechos que la resguarden, incluyendo especialmente la autonomía, la libertad, y una dotación mínima de recursos (Griffin, 2008, cap. 2). Finalmente, Martha Nussbaum ha tratado de construir una concepción de los derechos humanos a partir de una serie de capacidades que resultan cruciales para desarrollar cualquier clase de vida que nos podamos proponer. Las capacidades que, en su opinión, deben ser elevadas a la categoría de derechos humanos abarcan desde la capacidad de vivir una vida humana completa, hasta la de desarrollar talentos artísticos, establecer vínculos emocionales con los demás, y acceder a experiencias sexuales satisfactorias (Nussbaum, 2002). A partir de las consideraciones anteriores podemos concluir que el método ortodoxo aspira a elaborar una concepción de los derechos humanos mediante tres movimientos conceptuales complementarios. El primer movimiento consiste en producir una concepción de la naturaleza humana y de los intereses, rasgos o capacidades que la definen; el segundo consiste en derivar una concepción de los derechos que resultan indispensables para la preservación de esos intereses, rasgos o capacidades; y el tercero consiste en imponer a todos los agentes un deber de no dañar esos intereses, rasgos o capacidades y de contribuir a promoverlos de acuerdo con sus posibilidades.
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Como se ha señalado recurrentemente en la bibliografía especializada, este método es vulnerable a objeciones de peso. Un grave problema de este enfoque es que no da cuenta de la función que los derechos humanos desempeñan en la vida política contemporánea. Entre los/as estudiosos/as del derecho internacional, existe un amplio consenso respecto de que los derechos humanos no son normas dirigidas contra cualquier agente, sino más bien contra actores políticos, como los gobiernos y las instituciones de gobernanza global. Por ejemplo, si mi vecina inspecciona mi correspondencia, esto no contaría como una violación de derechos humanos a menos que se tratara de una agente de seguridad que sigue órdenes del gobierno (Nickel, 2012; Raz, 2010; Beitz, 2009, cap. 5; Sangiovanni, 2007). La creencia que sostiene esta intuición es que los estados tienen una responsabilidad especial respecto de las personas situadas bajo su autoridad, y que la negativa a cumplir con esa responsabilidad constituye una clase especial de ofensa moral que merece ser designada con un nombre distintivo. Otro problema importante del método ortodoxo es que no justifica adecuadamente los deberes correspondientes a los derechos humanos. El mero hecho de que valoremos cierta capacidad, rasgo o interés no basta para imponer a un agente una obligación de comportarse de cierta manera. Supongamos, por ejemplo, que usted necesita un trasplante de riñón y que, por razones de compatibilidad genética, yo soy la única persona que puede hacer la donación. O supongamos, en cambio, que en mi vecindario hay un niño que no puede acceder a educación elemental y que yo soy la única persona lo bastante rica como para pagarle una matrícula en la escuela. Aunque sería moralmente encomiable que yo accediera a realizar estas acciones, no es evidente que tenga una obligación moral de hacerlo. Finalmente, una tercera dificultad con el método ortodoxo es que la concepción de los derechos humanos que genera es tan distante de la práctica actual de los derechos humanos que resulta irrelevante. Por lo general, las propuestas que hemos estado examinando exhiben diferencias significativas con la doctrina actual de los derechos humanos tanto en lo que concierne a la función que estas normas desempeñan como en lo que concierne a su contenido. Y no hay ninguna razón por la que debamos reformar una práctica bien establecida y exitosa para adaptarla a una creación de la filosofia. Más que una interpretación o reconstrucción de una práctica existente, el método ortodoxo parece conducir a la postulación de una práctica ciertamente valiosa, aunque distinta (Raz, 2010).
El método práctico-dependiente En vistas de estas dificultades, un grupo de autores/as ha desarrollado en la última década una metodología alternativa para pensar sobre los derechos humanos. Esta metodología se conoce en la bibliografía especializada como el enfoque práctico-dependiente. De acuerdo con estos/as autores/as, el modo correcto de pensar sobre los derechos humanos consiste tratar de capturar la función que éstos desempeñan en la vida política contemporánea y los patrones discursivos asociados con esta práctica. En otras palabras, el conjunto de reglas, presupuestos y objetivos compartidos por los participantes es el material que debemos usar para modelar una concepción filosófica de los derechos humanos (Raz, 2010; Beitz, 2009, cap. 5; Sangiovanni, 2007). Naturalmente, la concepción que elaboremos no puede ser una mera descripción de la práctica tal como la encontramos. Al igual que cualquier práctica humana, la práctica de los derechos humanos Julio Montero
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está compuesta por una pluralidad de elementos. Algunos de esos elementos podrían ser mutuamente inconsistentes, y otros podrían conspirar contra la consecución de sus metas constitutivas. El desafío para quienes adopten este método consiste, pues, en identificar la función primordial de los derechos humanos contemporáneos, construir un modelo en vistas de esa función, y proceder a proponer reformas para que la práctica alcance más armónicamente sus objetivos. Suele decirse que el primer autor en aplicar este método al campo de los derechos humanos fue John Rawls. En El Derecho de Gentes. Este filósofo cuestiona abiertamente el método ortodoxo, argumentando que los derechos humanos no deben derivarse de doctrinas morales, metafísicas o religiosas generales. En su lugar, propone comprenderlos como dispositivos que cumplen un papel especifico en una concepción moralizada de las relaciones internacionales entre diversas clases de pueblos (Rawls, 1999, 10). El método práctico-dependiente fue recientemente retomado por Joseph Raz en su influyente artículo “Human Rights Without Foundations” (2010), y por Andrea Sangiovanni (2007). Pero el autor que hizo el intento más elaborado de aplicarlo a los derechos humanos, fue quizá Charles Beitz. En su libro The Idea of Human Rights, Beitz sostiene que para construir una concepción filosófica de los derechos humanos debemos basarnos en la prácticas discursivas de los/as participantes competentes y prestar atención a los reclamos que ellos/ellas aceptarían como reclamos legítimos de derechos humanos (Beitz, 2009, cap. 5). El método práctico-dependiente tiene ventajas evidentes sobre el método ortodoxo. No solamente porque al alimentarse de la práctica exhibe mayor consistencia con ésta, pudiendo reclamar autoridad teórica sobre ella, sino, además, porque al comprender los derechos humanos como normas dirigidas contra los gobiernos puede explicar de una manera menos controvertida las obligaciones correspondientes. A pesar de sus ventajas, este método enfrenta, sin embargo, algunos problemas importantes. El problema principal es que parece incurrir en una suerte de falacia naturalista. A menos que adoptemos una concepción meta-ética de corte convencionalista, el mero hecho de que exista una determinada práctica aceptada por un grupo de personas no permite concluir que dicha práctica está moralmente justificada. Imaginemos, por ejemplo, que en lugar de adoptar la Declaración Universal, la comunidad internacional hubiera decidido preservar las regulaciones existentes desde la Paz de Westfalia. Semejante orden hubiera sido profundamente injusto sin importar cuánto apoyo recibiera por parte de sus participantes. Los/as defensores/as del método práctico-dependiente intentan eludir esta objeción, argumentando que una vez identificada la función de los derechos humanos debemos preguntarnos si se trata de una función genuinamente valiosa. Beitz, por ejemplo, recurre a un dispositivo similar a la posición original para realizar esta tarea justificatoria. De acuerdo con él, representantes de las personas situadas tras un velo de ignorancia sólo accederían a vivir bajo un sistema de estados soberanos si se tomaran recaudos para conjurar el riesgo de que los gobiernos laceraran la dignidad de los seres humanos situados bajo su autoridad (Beitz, cap. 6). Es importante aclarar, sin embargo, que esa posición original se construye sobre presupuestos no validados, como, por ejemplo, la existencia de un sistema de estados soberanos. Así es como el mundo está constituido y cualquier reconstrucción realista de una práctica social debe aceptar eso como un hecho dado. Pero este recurso no es plenamente convincente. Escindir la identificación de la función que una práctica desempeña de su justificación moral es una jugada controvertida.
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Como ha argumentado Ronald Dworkin, parece imposible reconocer la función de una práctica normativa sin recurrir a convicciones morales de orden general. Postular una función para una práctica supone tomar una decisión sobre qué metas son moralmente valiosas. Y no hay manera de tomar semejante decisión sin recurrir a principios morales de mayor nivel de abstracción, independientes de la práctica misma (Dworkin, 1986, cap. 2). En este sentido, los rasgos actuales de la práctica de los derechos humanos son compatibles con varias funciones alternativas. Podría pensarse, por ejemplo, que su objetivo primordial es (a) proteger ciertos intereses fundamentales de las personas respecto de sus propios gobiernos; (b) garantizar que ciertos intereses fundamentales de las personas serán satisfechos de modo universal; o (c) disminuir el riesgo de conflictos internacionales autorizando la aplicación de sanciones a gobiernos con tendencias autoritarias, bajo el supuesto de que éstos serán más belicosos. Sólo podemos inclinarnos por alguna de estas opciones si apelamos a convicciones más generales sobre el valor comparativo de estas metas y sobre la aceptabilidad de disponer de un sistema de estados soberanos en general. En conclusión, no hay descripción sin justificación. Existe, sin embargo, una versión del enfoque práctico-dependiente que promote superar esta objeción. Se trata de la variante “institucionalista” propuesta por Andrea Sangiovanni. A diferencia del convencionalismo, el institucionalismo sostiene que las creencias de los/as participantes competentes condicionan la naturaleza de los conceptos normativos, sin determinarla (Sangiovanni, 2007, pp. 13-14). Esto se debe a que el instutitucionalismo suscribe un principio práctico-independiente en virtud del cual todos los seres humanos deben ser tratados con “una consideración moral general, última e igual” (Sangiovanni, 2007, p. 11). Dado que este principio opera como una restricción externa a la compresión de las prácticas sociales, puede proveernos de recursos para combatir prejuicios y las reglas actuales de una actividad. Así, lo que distingue al método prácticodependiente es simplemente que acepta que las consideraciones históricas, sociales y políticas pueden modelar las razones que tenemos para abrazar principios morales abstractos (Sangiovanni, 2008, p. 11). Pero la versión institucionalista enfrenta un dilema fatal. Si se lo interpreta como sosteniendo que ciertos hechos relacionados con las instituciones efectivamente existentes y el modo en que éstas alteran las relaciones humanas son moralmente relevantes porque pueden disparar la aplicación de principios normativos generales o contribuir a especificar lo que requieren en un contexto particular, entonces el método colapsa en el razonamiento moral ordinario. De hecho, ningún teórico que rechace el método práctico-dependiente negaría que ciertas consideraciones empíricas pueden ser relevantes a la hora de decidir si un principio moral es operativo en un contexto particular (Cohen 2003, p. 214). Consideremos, por ejemplo, un principio que afirme que debemos respetar nuestras promesas. Si este principio aplica a mi situación o no, depende de si he hecho promesas a los demás. Alternativamente, la versión institucionalista puede interpretarse como sosteniendo que los hechos pueden ser moralmente relevantes porque contribuyen a justificar la existencia misma de principios generales (Sangiovanni, 2008, p. 4). Por ejemplo, podría argumentarse que el hecho de que las personas en una determinada sociedad conciban los principios de justicia como normas que regulan la distribución de bienes sociales primarios entre ciudadanos/as libres e iguales justifica una visión particular del contenido y el alcance de dichos principios (Sangiovanni, 2008, p. 15). El problema ahora es que, bajo esta interpretación, el método carece de toda capacidad justificatoria y se disuelve
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en un puro convencionalismo. Simplemente afirma que la justicia es lo que la mayoría en cierta sociedad considera que es. A menos que queramos cometer una falacia naturalista, debemos aceptar que un principio normativo sólo puede justificarse invocando razones normativas, nunca hechos pelados (Cohen, 2003, p. 216).
La interpretación constructiva Este es el momento de sugerir un método alternativo para pensar sobre los derechos humanos y las prácticas sociales en general. Mi propuesta es adoptar el constructivismo interpretativista elaborado por Ronald Dworkin en varios trabajos. En esta sección explicaré en qué consiste este método. Las etapas de la interpretación En El Imperio de la Justicia, Dworkin sostiene que el método interpretativo involucra tres etapas complementarias. En la primera etapa debemos identificar el material a interpretar, definiendo el contenido tentativo de la práctica (Dworkin, 1986, p. 66). Esta es la etapa pre-interpretiva. Por supuesto, esta tarea ya puede suscitar controversias dado que personas con interpretaciones rivales de una misma práctica pueden tener visiones distintas sobre sus reglas, sus funciones y sus límites. Sin embargo, existen, por lo general, algunas instancias que los participantes reconocen como paradigmas de la práctica, y que pueden ser adoptadas como puntos de partida para iniciar el proceso interpretativo. Este podría ser el caso, por ejemplo, con la tesis de que torturar disidentes políticos, o suprimir la libertad de expresión constituye una violación de derechos humanos. En la segunda etapa, debemos proponer una meta general para la práctica que justifique el material que hemos reunido. Esta justificación cobrará la forma de un argumento que explique por qué un práctica así es valiosa y vale la pena conservarla (Dworkin, 1986, p. 52). Para elaborar este argumento, el/la intérprete no puede simplemente basarse en las creencias de los participantes. Interpretar una práctica social no equivale a realizar encuestas de opinión. Esto es así porque, en general, los participantes mantienen desacuerdos profundos sobre sus metas constitutivas. Por eso es necesaria una teoría. Al mismo tiempo, la responsabilidad del/la intérprete no radica en contarnos lo que los/ as participantes piensan sobre la práctica, sino, más bien, en explicar de qué se trata la práctica en realidad. Por consiguiente, el/la intérprete no tiene otra opción que proponer un rol para la práctica que interpreta, examinando el material pre-interpretativo a la luz de sus propias convicciones generales (Dworkin, 1986). Esto es lo que hace de la interpretación una actividad constructiva. Finalmente, en la tercera etapa, debemos ajustar nuestra comprensión de la práctica y de sus reglas a la justificación que hemos propuesto (Dworkin, 1986, p. 66). Esta es la etapa post-interpretativa o reformadora. Así, por ejemplo, si concluimos que los derechos humanos son normas que regulan las intervenciones humanitarias armadas, su contenido debería reducirse radicalmente. Si, por el contrario, concluimos que los derechos humanos expresan estándares de justicia política, entonces podrían incluir varios derechos sociales así como directrices generales para la distribución del ingreso y las oportunidades.
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Tres restricciones generales Hay, a su vez, tres restricciones generales que una interpretación debe respetar de acuerdo con este método. La primera exige que la interpretación propuesta presente la práctica como sirviendo alguna meta moralmente valiosa (Dworkin, 1986, p. 66; Dworkin, 2011, p. 131). Si una práctica no puede ser presentada de esta manera, entonces no cumple ninguna función valiosa y podría haber razones para discontinuarla. Al mismo tiempo, la meta propuesta debe ser valiosa con independencia de la práctica misma, en el sentido de que deberíamos ser capaces de entender su valor aún cuando la práctica no existiera. De otro modo, la justificación propuesta sería circular y carecería de verdadero poder normativo (Dworkin, 1986, p. 64). La segunda restricción es el encaje con la práctica. Esto quiere decir que la meta que hemos propuesto debe ser capaz de acomodar los rasgos más salientes de la práctica tal como la encontramos. Desde luego, ninguna concepción debe acomodar todo el material identificado en la etapa pre-interpretativa. Pero si no consigue iluminar al menos un paquete considerable de esos datos, podría resultar irrelevante y perder toda autoridad teórica sobre la práctica. Cuando existan varias metas posibles que acomoden razonablemente el material per-interpretativo, el/la intérprete debe elegir aquella que muestra la práctica en su mejor luz, incrementando su valor (Dworkin, 1986, p. 53; Dworkin 2011, p. 166). La tercera restricción es la distintividad. En este sentido, el intérprete debe explicar por qué la interpretación que favorece hace de la práctica una actividad realmente distintiva. En otras palabras, debe explicar cuál es el espacio conceptual específico que la práctica desempeña y qué aporte hace al acervo de actividades de las que ya disponemos. Este objetivo puede alcanzarse conectando la práctica con un principio moral particular. Si, en cambio, hay varias prácticas que sirven un mismo principio, entonces el desafío radica en explicar qué contribución especial la práctica hace a su promoción (Dworkin, 2006, p. 159-162). Así, la interpretación constructiva supone una interacción entre tres niveles conceptuales distintos. El primer nivel es, por supuesto, la práctica misma. Ésta provee el material para construir la interpretación y ofrece una plataforma compartida para evaluar las diversas propuestas. El segundo nivel se refiere a las metas que la práctica persigue y los principios que subyacen a ella. Finalmente, el tercer nivel se vincula con las convicciones generales del/la intérprete, incluyendo su visión de la moralidad política y de la moralidad en general.
¿Por qué el método interpretativo es superior? En esta sección me gustaría explicar por qué el método constructivo ofrece el marco más fructífero para pensar sobre los derechos humanos, las prácticas sociales, y los conceptos normativos en general. La principal ventaja de este enfoque es, por supuesto, que permite justificar moralmente la práctica que consideramos. A diferencia del método práctico-dependiente, el interpretivismo constructivo no se orienta meramente a descubrir las intenciones o los supuestos compartidos por los/las participantes. Más bien, en la etapa interpretativa, el/ la intérprete debe proponer una meta general para la práctica, conectándola con princiJulio Montero
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pios o valores externos que tiene razones para abrazar. En otras palabras, debe examinar la práctica tal como la encuentra a la luz de sus propias convicciones morales y decidir si algún principio moral genuino, inteligible con indepencia de ella, puede contribuir a darle sentido. Es cierto que el encaje con la práctica cuenta como evidencia a favor o en contra de una interpretación. Aún así esta evidencia no es concluyente. Aunque una interpretación que se corresponde con la práctica muy pobremente debe ser inmediatamente descartada, el encaje es sólo una dimensión del proceso interpretativo que tiene que ser balanceada con los requerimientos restantes. En consecuencia, el intérprete puede resignar cierta dosis de encaje para alcanzar una justificación más atractiva o mayor distintividad. El método interpretativo concibe la práctica como constituida por su historia y como trascendiendo esa historia a la vez (Dworkin, 1986, p. 72; Dworkin, 2011, p. 161). Incluso instancias tenidas por paradigmáticas pueden ser cuestionadas. De igual modo, el método interpretativo no se compromete con el controvertido presupuesto de que los/as participantes comparten acuerdos sobre los principales rasgos y funciones de una práctica social. De hecho, cuando una práctica se vuelve interpretativa, sus participantes pueden mantener desacuerdos profundos sobre el rol que juega en la vida moral. Pueden discrepar, por ejemplo, respecto de si los derechos humanos son derechos naturales que pretenden preservar ciertos intereses humanos aún en un hipotético estado de naturaleza, o si se refieren, en cambio, al trato que los gobiernos pueden dar a sus residentes. Por consiguiente, el método interpretativo es el único que no prejuzga a favor de alguna concepción sustantiva en particular. Al mismo tiempo, sólo cuando adoptamos una actitud interpretativa respecto de las prácticas sociales podemos identificar adecuadamente las metas que aspiran a promover. Aún si se adopta una concepción puramente descriptiva de la labor teórica, resulta imposible descubrir las metas que los/las participantes adscriben a una práctica sin recurrir a las convicciones morales generales de los/las intérpretes. En efecto, parece imposible identificar metas normativas, principios o valores a partir de hechos brutos, reglas o patrones de comportamiento. Esta tarea únicamente puede completarse si apelamos a nuestras propias convicciones respecto de lo que es realmente valioso (Dworkin, 1986, pp. 55-59; Dworkin, 2011, p. 162). Finalmente, es importante tener en cuenta que cuando tratamos de interpretar una práctica normativa en lugar de un juego, una convención social, o una obra de arte, surgen razones especiales para que procuremos ver la práctica en su mejor luz. Dado que esta clase de prácticas tienen un impacto significativo sobre el bienestar, los derechos y las obligaciones de quienes están sujetos a ellas, deberían ser siempre construidas por referencia a los principios más justos. La responsabilidad de mejorar la práctica parece así un parte integral de la actitud interpretativa cuando se aplica a prácticas normativas, y sólo el método interpretativo recoge adecuadamente esta exigencia.
Un ejemplo de aplicación Antes de concluir me gustaría explicar, a modo de ilustración, cómo puede aplicarse el método interpretativo a la práctica de los derechos humanos. Hay, en este sentido, un aspecto crucial que vale la pena destacar. Éste se refiere a la naturaleza sofisticada de los argumentos interpretativos.
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Las prácticas humanas particulares suelen ser parte de una red más amplia de actividades. Pueden, por ejemplo, ser un componente de una práctica más general, o contribuir a servir un mismo valor, o verse limitadas por otras prácticas. Para ver esto, consideremos el caso del derecho civil. El derecho civil es parte de una práctica legal más amplia, tiene relación con otras regulaciones legales, y está restringido por el derecho constitucional. Como consecuencia, es imposible alcanzar una comprensión adecuada de lo que requiere a menos que reflexionemos también sobre la naturaleza del derecho en general. Esta consideración se vuelve especialmente importante cuando tratamos de interpretar los derechos humanos contemporáneos, ya que éstos se presentan como un módulo de un derecho internacional que contiene muchas otras provincias, como el derecho internacional humanitario, las regulaciones de los conflictos armados, y el derecho penal internacional, entre otras. Por consiguiente, antes de abordar asuntos de derechos humanos, el/la teórico/a debe procurar entender la naturaleza de esta práctica más abarcativa, tomar decisiones sobre las metas que pretende promover, y determinar qué contribución puede hacerle la práctica de los derechos humanos. Todo esto puede tener un impacto crucial sobre la comprensión de los derechos humanos. Si, por ejemplo, el/la intérprete concluye que el derecho internacional simplemente se propone promover relaciones pacíficas entre estados soberanos, esto sería una razón para favorecer una concepción más restrictiva de los derechos humanos. Si, por el contrario, concluye que una meta importante del derecho internacional es incrementar la legitimidad del sistema de estados, regulando el trato que los gobiernos pueden dar a sus habitantes, esto abonaría una comprensión más expansiva de la práctica. A su vez, el derecho internacional es parte de la estructura normativa todavía más vasta compuesta por la moralidad política. Por tanto, para capturar el sentido de la práctica de los derechos humanos, el intérprete tendrá que formarse una opinión respecto de cómo funcionan sus diversos departamentos y de cómo éstos se vinculan con el derecho internacional y los derechos humanos. Por supuesto, esta tarea será imposible a menos que indaguemos principios abstractos todavía más generales, como los de dignidad, libertad, y autonomía. Así, interpretar los derechos humanos puede requerir que el intérprete refine su comprensión de estas nociones y trace una jerarquía entre ellas. No se puede negar que esta es una tarea ardua. Pero la lección que el método interpretativo nos enseña es que ninguna concepción de los derechos humanos será verdaderamente exitosa a menos que la acometa seriamente (Dworkin, 2006, p. 161). Alternativamente, puede suceder que una misma práctica sirva más de un meta, valor, o principio. Por ejemplo, la democracia puede servir simultáneamente a valores vinculados a la igualdad y a la justicia social. Si es así, la práctica se vuelve una estructura compleja y el intérprete tendrá que aislar sus diversos propósitos y explicar por qué pueden integrarse consistentemente en un mismo todo normativo. Esto bien podría ser el caso con los derechos humanos contemporáneos. Como muchos/as autores/as han señalado, las normas de derechos humanos parecen desempeñar un amplio abanico de funciones en la vida política actual, desde regular el trato que los gobiernos pueden dar a sus residentes, hasta restringir el comportamiento de los estados a través de las fronteras y proveer estándares para criticar el trabajo de las instituciones de gobernanza global. Si esta caracterización es convincente, podría ser imposible derivar esas múltiples funciones de un único valor o principio. Por consiguiente, el desafío será explicar cómo estas funciones y los valores asociados a ellas se combinan, y por qué es razonable agruparlos en una misma práctica.
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Los diversos pasos que una interpretación constructiva de los derechos humanos involucra pueden resumirse así: Identificar la práctica de los derechos humanos proponiendo un concepción provisoria de las reglas, textos y estándares que la componen. Vamos a designar a esta práctica como P1. Determinar si P1 es parte de una práctica más general, P2, y comprender cómo se conecta con ella. Adquirir una comprensión de P2, conectándola con algún valor o principio independiente. Proponer una serie de metas posibles que puedan justificar los rasgos principales de P1, conectándola con valores o principios independientes que el/la intérprete tiene razones para suscribir. Lograr una comprensión de lo que esos valores o principios independientes requieren. Si hay razones para pensar que P1 sirve más de un valor o principio a la vez, investigar si éstos son consistentes entre sí y cuál es el mejor balance entre ellos. Seleccionar de entre las opciones propuestas en (iv) la meta que muestre a P1 en su mejor luz dado que incrementa su valor. Verificar que la concepción propuesta encaje razonablemente con los rasgos principales de la práctica identificados en (i), ilumine sus relaciones con P2 y otras prácticas relacionadas, y permita construirla como una práctica distintiva. Si la verificación realizada en (viii) fracasa, considerar alguna meta alternativa para la práctica. Realizar una propuesta de reforma para P1a partir de la meta propuesta, cuando sea necesario. Como este esquema pone en evidencia, interpretar una práctica social supone alcanzar un complicado balance entre las diversas dimensiones interpretativas. Estas incluyen el encaje con el material recolectado en la etapa pre-interpretativa; la capacidad para justificar la práctica por referencia a valores o principios independientes; la coherencia con otras prácticas conectadas a la que estamos interpretando; y la consistencia con las convicciones generales del intérprete como un todo. La mejor interpretación de la práctica será la que mejor se desempeña en estas varias dimensiones, logrando el mejor balance entre ellas. Estas son, desde luego, etapas analíticas. La mayoría de los/as intérpretes normalmente no tendrá que revisar todo el universo moral cuando interpreta una práctica particular. Más bien, tomará sus convicciones más abstractas como puntos fijos. A pesar de esto, producir una interpretación convincente de una práctica compleja puede a menudo requerir que estemos preparados/as para investigar nuestros compromisos más profundos. Dadas sus conexiones con las nociones de dignidad, libertad, igualdad, legitimidad y justicia, este será probablemente el caso con los derechos humanos.
Conclusión En este artículo he discutido qué metodología debemos aplicar para pensar sobre los derechos humanos. He considerado los dos enfoques más extendidos en el debate actual y argumentado que ambos son deficientes. Mientras que el método ortodoxo carece de encaje con la práctica actual, el método práctico-dependiente, en cambio, es incapaz
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de proporcionar una verdadera justificación para la práctica de los derechos humanos. Finalmente, he argumentado que el método interpretativo elaborado por Dworkin ofrece un marco más promisorio. Esto se debe a que, al combinar las restricciones de encaje, justificación y distintividad, promete brindar una concepción de la práctica que la justifique y conserve autoridad sobre ella. Asimismo, he destacado la naturaleza sofisticada de los argumentos interpretaivos, en especial cuando se refieren a prácticas como la de los derechos humanos. Esta característica ha puesto en evidencia que producir una concepción adecuada de los derechos humanos exige que tomemos decisiones interpretativas sobre muchas otras prácticas — incluyendo especialmente al derecho internacional— y sobre varios conceptos normativos abstractos. Aunque en este capitulo me he concentrado en la práctica actual de los derechos humanos, las conclusiones alcanzadas tienen un alcance general. Este mismo método puede aplicarse exitosamente para comprender todo el universo de nuestras prácticas, abarcando conceptos tales como el de derecho, legitimidad, justicia y democracia. Este es el momento de iniciar las discusiones sustantivas, que son las que verdaderamente importan. Bibliografía Beitz, Charles, 2009.The Idea of Human Rights, Oxford University Press, Oxford. Cohen, Gerald, 2002. “Facts and Principles”, Philosophy and Public Affairs 8 (31), pp. 144156. Dworkin, Ronald, 2011. Justice for Hedgehogs, The Belknap Press, London. Dworkin, Ronald, 2006. Justice in Robes, Harvard University Press. Dworkin, Ronald, 1986. Law’s Empire, Hart Publishing, Oxford. Gewirth, Alan, 1982.Human Rights: Essays on Justification and Applications, University of Chicago Press, Chicago. Griffin, James, 2008.On Human Rights, Oxford University Press, Oxford. Letsas, George, 2013. “Dworkin on Human Rights”, Jurisprudence (en prensa). Locke, John, 1988. Second Treatise of Government, en P. Laslett (ed.), Two Treatises of Government, Cambridge University Press, Cambridge. Nickel, James, 2012. “Human Rights”, Stanford Encyclopedia of Philosophy, disponible online enhttp://plato.stanford.edu/entries/rights-human/. Nussbaum, Martha, 2002. “Capabilities and Human Rights”, en P. De Grieff and C. Cronin (eds.), Global Justice and Transnational Politics, The MIT Press, Cambridge (Mass.), pp. 119-1149. Rawls, John, 1999.The Law of Peoples with “The Idea of Public Reason Revisited”, Harvard University Press, Cambridge (Mass.). Raz, Joseph, 2010. “Human Rights without Foundations”, en S. Besson y J. Tasioulas (comps.), The Philosophy of International Law, Oxford University Press, Oxford. Sangiovanni, Andrea, 2007. “Justice and the Priority of Politics to Morality”, The Journal of Political Philosophy 12 (12), pp.137-164.
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METODOLOGÍA DEL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO Germán Coloma El análisis económico del derecho consiste en el estudio de las normas jurídicas desde el punto de vista de sus funciones económicas, sea mediante la descripción del modo en el que dichas normas operan o de la evaluación de las mismas desde el punto de vista de su capacidad de obtener un determinado objetivo económico. Esta manera de visualizar las funciones económicas del derecho y de encarar el análisis económico del mismo tiene la ventaja de que puede ser aplicada desde distintas perspectivas en lo que atañe al origen del derecho, a la concepción que se tenga respecto del mismo, y al tipo de análisis económico que se quiera hacer. La misma conduce naturalmente a reconocer que buena parte del análisis que se efectúa en cualquier área del conocimiento económico puede involucrar análisis económico del derecho, pero lleva también a visualizar que el papel de la teoría económica dentro del análisis del derecho está limitado a un conjunto de funciones y no puede tener por lo tanto un carácter totalizador. A fin de desarrollar las ideas mencionadas en el párrafo anterior, organizaremos este trabajo de la siguiente manera. En la sección 1 trataremos el tema de cómo el análisis económico puede ser aplicado a las distintas concepciones acerca del derecho (positivista, iusnaturalista, realista), según cuál sea la perspectiva que se adopte (positiva, normativa). En la sección 2 expondremos la idea de que los sistemas económicos están definidos por sistemas jurídicos, y que dichos sistemas jurídicos son también los que establecen las distintas porciones de actividad en las cuales se aplican los diferentes regímenes económicos. En la sección 3 relacionaremos el análisis de las funciones económicas de los diferentes grupos de normas jurídicas con las distintas áreas del conocimiento económico, y veremos en qué sentido cualquier análisis económico tiene casi siempre un componente de análisis económico del derecho mezclado con un componente que se refiere a aspectos no jurídicos. El trabajo, por último, se completará con una sección 4 en la cual se expondrán las principales conclusiones.
1. Enfoques de la teoría jurídica y económica Un tema de suma importancia en el análisis económico del derecho es definir previamente cuál es el objeto de estudio de dicho campo del conocimiento. Una posibilidad al respecto es utilizar la expresión “derecho” como sinónimo de “sistema jurídico”, entendiendo por tal al conjunto de enunciados de carácter normativo, coactivo e institucionalizado vigente en una determinada sociedad. Esta concepción del derecho no es en modo alguno la única posible, pero representa la visión básica de la escuela de teoría jurídica conocida como “positivismo”, para la cual el derecho no debe caracterizarse según propiedades valorativas sino tomando en cuenta sólo propiedades descriptivas. Esto lleva a que el objeto de estudio del conocimiento jurídico se limite a las normas jurídicas (o, en una concepción más amplia, al sistema jurídico dentro del cual se insertan dichas normas) y no incluya los juicios de valor sobre los cuales se basan tales normas ni las conductas que se derivan de las mismas1. 1
Con muy diferentes variaciones, esta concepción del derecho es la que ha sido sostenida por juristas tales como
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Como opuesta al positivismo, existe en la teoría jurídica una concepción alternativa conocida como “iusnaturalismo”, según la cual hay ciertos principios morales y de justicia universalmente válidos que determinan la existencia de un “derecho natural”. De acuerdo con esta concepción, un sistema o norma no es propiamente jurídico si contradice dichos principios morales o de justicia. Esto hace que el objeto de estudio de la teoría jurídica iusnaturalista no esté conformado sólo por los sistemas jurídicos y las normas vigentes sino también por los valores implícitos en el derecho natural, cuyo origen difiere según el tipo de iusnaturalismo de que se trate (teológico, racionalista, historicista). Un tercer enfoque que tiene importancia dentro de la teoría jurídica recibe el nombre genérico de “realismo”, y sostiene que el objeto de estudio del conocimiento jurídico no está formado sólo por normas sino básicamente por las conductas que se derivan de esas normas, y que el objetivo de dicho conocimiento es fundamentalmente el de predecir las decisiones que el sistema institucional tomará cuando deba resolver conflictos (o, en el lenguaje de esta teoría, el de predecir la conducta de los jueces)2. Así entendido, el derecho tiene también margen para incorporar indirectamente los valores, pero de un modo distinto al propuesto por el iusnaturalismo. Para el realismo, los valores que importan en el análisis del derecho son los que están implícitos en las decisiones que se toman o los que están implícitos en las normas que se aplican al tomar dichas decisiones. Los distintos enfoques respecto del objeto del derecho tienen sin duda cierta relación con las fuentes de las cuales pueden provenir las normas jurídicas. Es evidente, por ejemplo, que el positivismo es una corriente de pensamiento aplicada mayoritariamente por juristas de países en los cuales predomina el derecho codificado, cuya fuente principal son leyes escritas y producidas orgánicamente por el poder legislativo. El realismo, en cambio, tiene su origen en los Estados Unidos, donde predomina el derecho consuetudinario (common law), basado en precedentes jurisprudenciales mucho más inorgánicos. El iusnaturalismo, por último, tiende a considerar que la fuente del “verdadero derecho” (el derecho natural) no está en la ley ni en la jurisprudencia sino en un conjunto de principios rectores que, según la concepción de que se trate, emanan de Dios, de la razón humana o de la “naturaleza de las cosas”3. Con menos controversias filosóficas internas acerca de su objeto de estudio (que normalmente se define como “la asignación de recursos escasos a la satisfacción de fines múltiples”), la teoría económica presenta también dos enfoques que serán relevantes para nuestro análisis. Los mismos se refieren al tipo de estudio que se desea realizar, y reciben los nombres de “enfoque positivo” y “enfoque normativo”. El primero de tales enfoques tiene por objetivo explicar y predecir los fenómenos económicos, haciendo hincapié en las consecuencias de los mismos en términos de precios, cantidades y beneficios para los distintos agentes económicos. El segundo tiene por objetivo evaluar dichas consecuencias en términos de su deseabilidad, y sacar conclusiones respecto de determinadas normas, políticas o conductas basadas en un conjunto predeterminado de valores. Dicho enfoque normativo es la base de lo que se conoce como “economía del bienestar”. Norberto Bobbio, H. L. A. Hart, Hans Kelsen y Alf Ross. Para un análisis general de la misma, véase NINO (1980), capítulo 1, o MURPHY y COLEMAN (1990), capítulo 1. 2 Esta corriente de pensamiento se encuentra básicamente arraigada en los Estados Unidos, y proviene de las ideas de juristas como Oliver HOLMES, Benjamin CARDOZO y Karl LLEWELLYN. Para una explicación resumida de las mismas, véase Cossío DÍAZ (1997), capítulo 7. 3 Esta última es, por ejemplo, la posición de ciertos juristas alemanes como Hans Welzel, para quien los principios del derecho natural provienen de “estructuras lógico-objetivas” que ponen límites a la voluntad del legislador. Véase NINO (1980), capítulo 1.
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Siguiendo a Backhaus (1999), diremos que el enfoque económico positivo aplicado al análisis del derecho puede desdoblarse en dos: un análisis explicativo y predictivo de las conductas generadas o inducidas por las normas jurídicas, y un “análisis positivo de las estructuras jurídicas o una reconstrucción económica de los argumentos jurídicos”. Mientras el primero de tales enfoques implica concentrarse en las funciones económicas del derecho, el segundo implica “reemplazar una teoría jurídica por una teoría económica”. La mayor parte del análisis económico que toma como objeto el derecho sigue el primero de tales enfoques positivos y estudia, por ejemplo, cómo impactan los impuestos sobre el equilibrio de mercado, cómo influyen las reglas de responsabilidad civil sobre el nivel de precaución de los agentes económicos que crean riesgos de accidentes, qué efecto tienen las multas sobre el comportamiento de las personas que analizan cometer una determinada infracción, etc. Existe sin embargo una corriente de pensamiento central dentro del análisis económico del derecho que ha elaborado también teorías que tratan de explicar económicamente el derecho, y al respecto debe señalarse como muy prominente el aporte de Posner (1972), con su teoría de la “eficiencia del derecho consuetudinario”, y el de Stigler (1971), iniciador de la llamada “teoría positiva de la regulación”. Según la teoría de la eficiencia del derecho consuetudinario, la conducta de los jueces que aplican ese derecho (que en los Estados Unidos constituye la base del derecho privado y del derecho penal) obedece a factores que en el agregado generan un sistema jurídico eficiente. La lógica detrás de esta teoría se relaciona con la que sirve de base a los teoremas económicos que demuestran la eficiencia del equilibrio competitivo, ya que sostiene que los incentivos individuales de los jueces que deben resolver descentralizadamente los casos los llevan a elegir la solución que maximiza el excedente total o minimiza los costos sociales y, cuando así no lo hacen, la propia dinámica de la justicia hace que aparezcan nuevos fallos que hagan caer en desuso el precedente ineficientemente creado. La teoría positiva de la regulación, en cambio, explica la aparición del derecho regulatorio como el resultado de la puja de intereses sectoriales entre distintos actores económicos que hallan poco satisfactorio el equilibrio que espontáneamente existe cuando no hay regulación. Esto lleva a que surja una demanda por regulación en sectores en los cuales el mercado llega a una solución manifiestamente ineficiente (por ejemplo, monopolios naturales) pero también a que dicha demanda por regulación se genere en sectores en los cuales el mercado funciona de manera muy competitiva y eficiente (por ejemplo, mercados en los cuales se regula la entrada o se establecen “precios sostén”). Esto último tiene que ver con la posibilidad de generar rentas a través de la regulación, redistribuyendo ingresos entre los distintos agentes económicos4. En lo que atañe al enfoque de la economía normativa o economía del bienestar, el mismo implica un estudio de los diferentes aspectos de la vida económica (por ejemplo, de las normas jurídicas) utilizando criterios valorativos que permitan distinguir entre situaciones mejores y peores, y encontrar soluciones óptimas a determinados problemas de asignación de recursos. Esto puede hacerse de dos maneras: o bien eludiendo las comparaciones interpersonales de utilidad y concentrándose exclusivamente en el aspecto de la eficiencia (entendida como la propiedad que garantiza que no se puede mejorar a ningún individuo sin empeorar a otro), o bien incorporando dichas comparaciones a través del empleo de las denominadas “funciones de bienestar social”, que son funciones Emparentados con la teoría positiva de la regulación se encuentran también los aportes de la llamada “teoría de la elección pública” (public choice theory), cuyo máximo expositor es BUCHANAN (1972). Para una buena reseña de la contribución de esta teoría al análisis económico del derecho, véase ROEMER (1994), capítulo 3.
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que intentan medir el bienestar económico global que una determinada asignación de recursos le genera a una sociedad. Siguiendo a Mas-Colell, Whinston y Green (1995), diremos que las funciones de bienestar social se caracterizan por poseer tres propiedades básicas: individualismo (o “propiedad paretiana”), simetría y concavidad5. La primera de dichas propiedades implica que el bienestar social debe ser una función creciente de las utilidades individuales. La segunda implica que dichas utilidades deben entrar simétricamente en la función de bienestar social, en el sentido de que el bienestar generado por una asignación que le otorga una utilidad de “x” a un individuo A y una utilidad de “y” a un individuo B debe ser el mismo que genera otra asignación que le dé una utilidad de “y” al individuo A y una utilidad de “x” al individuo B (suponiendo todo lo demás constante). Por último, la concavidad implica que siempre es mayor (o, por lo menos, no menor) el bienestar generado por una combinación de utilidades con menor variabilidad que el bienestar generado por otra combinación de utilidades de igual valor promedio pero mayor variabilidad. Las tres propiedades mencionadas se relacionan directamente con tres valores implícitos en el análisis económico normativo, que son la eficiencia, la equidad impersonal y la equidad interpersonal. Como ya hemos dicho, la eficiencia implica una situación en la cual nadie puede estar mejor sin que otro empeore y, bajo ciertos supuestos, puede identificarse también con la maximización de la riqueza o del excedente total generado por la sociedad. Este valor está implícito en la propiedad paretiana de las funciones de bienestar, por la cual el bienestar siempre es mayor si resulta posible aumentar la utilidad de algún individuo dejando constante las de los demás. La equidad impersonal está implícita en la propiedad de simetría, por la cual no importan los nombres con los que se designen a los individuos sino simplemente sus utilidades para incorporarlos a la función de bienestar, no correspondiendo efectuar ningún tipo de discriminación en ese respecto. Por último, la equidad interpersonal surge de la propiedad de concavidad, que implica que, a igual utilidad promedio, nunca debe preferirse una distribución menos igualitaria de la utilidad en vez de una distribución más igualitaria. De la comparación entre los enfoques de las teorías jurídica y económica aplicados al estudio del derecho resulta posible observar que, de acuerdo con la perspectiva que se tome, se producen algunas superposiciones. La concepción del derecho adoptada por el positivismo jurídico elude dichas superposiciones limitando el objeto de estudio a las normas jurídicas y concentrándose en la identificación y jerarquización de las mismas (teoría pura del derecho) y en su interpretación (dogmática jurídica). Contrariamente, el iusnaturalismo incorpora como objeto de estudio de la teoría jurídica a los valores a través de su concepción del derecho natural, en tanto que el realismo incorpora las conductas a través de su propósito de predecir las decisiones de los jueces y los legisladores. Como consecuencia de dichas incorporaciones, la teoría jurídica iusnaturalista superpone en parte su objeto de estudio con el que tiene el análisis económico normativo del derecho, mientras que la teoría jurídica realista se yuxtapone parcialmente con el análisis económico positivo de las estructuras jurídicas. No es casual que estas dos áreas en las cuales existen superposiciones sean las dos partes por las cuales el análisis económico del derecho recibe más críticas, en tanto que En rigor, estos autores mencionan también una cuarta propiedad: ausencia de paternalismo. La misma tiene que ver con la idea de que las asignaciones de recursos deben valorarse de acuerdo a las utilidades que les generan a los individuos y no a la apreciación que de las mismas tenga alguna otra persona. Véase MAS-COLELL, WHINSTON y GREEN (1995), capítulo 22.
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la parte que no se superpone con ninguna de las tres concepciones de la teoría jurídica (es decir, el análisis explicativo y predictivo de las conductas generadas o inducidas por las normas jurídicas) no es objeto de críticas semejantes. Como ejemplo de las críticas hacia el análisis económico normativo provenientes de la teoría jurídica baste señalar las efectuadas por Dworkin (1980) en su comentario respecto de la eficiencia como valor a tener en cuenta para definir el concepto de justicia. Esta crítica es un ataque directo al modo en el cual uno de los enfoques de la economía del bienestar trata el tema de la optimalidad de las conductas (o, en este caso, de las normas jurídicas), señalando la parcialidad con la cual este tipo de análisis llega usualmente a la definición de eficiencia y la necesidad de que dicha definición se sume a la consecución de algún otro objetivo (por ejemplo, utilidad o equidad) a fin de que pueda ser considerada como base para evaluar la deseabilidad de determinadas conductas, políticas o normas. Como ejemplo de crítica al enfoque económico positivo de las estructuras jurídicas, por su parte, resulta interesante mencionar la efectuada por Leff (1974). Comentando la teoría de la eficiencia del derecho consuetudinario de Posner, este autor señala que la misma no logra explicar claramente por qué la jurisprudencia es una fuente del derecho que le asigna sistemáticamente menos valor a la distribución del ingreso que las leyes creadas por las legislaturas. En el mismo sentido, algunos autores europeos tales como Mattei y Pardolesi (1991) han señalado que no existen tampoco evidencias respecto de la mayor eficiencia del derecho consuetudinario respecto del derecho codificado, y que el tema de la relación entre derecho, eficiencia y distribución del ingreso parece relacionarse más con el tipo de derecho (privado, regulatorio) que con la fuente del mismo (ley, jurisprudencia). En la concepción del conocimiento jurídico adoptada por el enfoque positivista, la superposición entre la teoría económica y otras visiones del fenómeno jurídico tiene lugar respecto de dos visiones complementarias de la teoría jurídica, que son la sociología jurídica y la política jurídica. Según la definición de Cossío Díaz (1997), la primera de tales disciplinas se ocupa de explicar las acciones sociales relacionadas con el derecho, en tanto que la segunda se ocupa de la consecución de determinados objetivos a través del derecho y de las conductas inducidas por él. El enfoque económico positivo tiene por lo tanto puntos de contacto con la sociología jurídica, en tanto que el enfoque normativo los tiene con la política jurídica. Al analizar la forma en que estas disciplinas efectúan su análisis y compararla con el método y los resultados del enfoque económico6, Cossío Díaz llega a la conclusión de que ambas son diferentes pero que también ambas son válidas, teniendo el enfoque tradicional (de la sociología y la política jurídicas) la ventaja de su mayor amplitud de criterios y el enfoque económico la ventaja de una mayor precisión y nitidez en sus resultados.
2. Sistemas económicos y jurídicos Los sistemas económicos pueden definirse como los distintos modos en los cuales se organiza una economía, en especial en lo que se refiere al papel del Estado y al papel de los agentes privados en las distintas decisiones económicas. Desde un punto de vista global, los sistemas económicos implican la existencia de ciertas relaciones funcionales 6
Véase COSSÍO DÍAZ (1997), capítulo 7.
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entre una serie de elementos tales como recursos (capital, trabajo, tecnología, recursos naturales) y agentes económicos (familias, empresas, gobiernos), que se manifiestan a través de instituciones que establecen ciertos derechos y obligaciones a tales agentes económicos, y de procesos (de información, incentivos y decisiones) que dichos agentes llevan a cabo. En su trabajo sobre descripción y comparación de sistemas económicos, Koopmans y Montias (1971) hacen una distinción entre cuatro tipos de elementos de una economía: entorno, sistema, acciones y resultados. Su idea es que los resultados (por ejemplo, el consumo, el ingreso, el crecimiento, etc) son una función de los otros tres elementos, dentro de los cuales está el sistema económico pero también están el entorno (es decir, los recursos mencionados en el párrafo anterior) y las acciones (es decir, el comportamiento de los agentes económicos). Los sistemas económicos suelen clasificarse de acuerdo con dos criterios básicos: la propiedad de los recursos y la forma de asignar los mismos. Siguiendo a Holesovsky (1977), diremos que el criterio basado en la propiedad clasifica a los sistemas económicos de acuerdo a “... cómo están distribuidos los distintos poderes de decisión entre los agentes económicos”, en tanto que el criterio basado en la forma de asignar los recursos los clasifica según “... el modo en el cual se constituyen los procesos de información, incentivos y decisiones y de cómo dichos procesos se relacionan entre sí, a fin de integrar a los participantes del sistema dentro de estructuras institucionalizadas de actividad económica coherente”7. Cada una de las clasificaciones mencionadas en el párrafo anterior implica la aparición de distintas categorías de sistemas económicos. La clasificación basada en la propiedad de los recursos, por ejemplo, puede aplicarse tanto al capital como al trabajo, y distinguir entre sistemas en los cuales la propiedad es individual, grupal o colectiva (y, dentro de estos últimos, entre sistemas con y sin Estado). La mayor parte de la literatura sobre sistemas económicos comparados, sin embargo, se concentra en distinguir entre sistemas en los cuales la propiedad del capital es estatal o privada, usando la expresión “socialismo” para los primeros y “capitalismo” para los segundos. La clasificación basada en la forma de asignar recursos, por su parte, hace hincapié en la diferencia entre sistemas centralizados y descentralizados, dentro de los cuales tienen relevancia el uso de procesos jerárquicos (en el caso de los sistemas centralizados) y de mecanismos de mercado (en el caso de los descentralizados)8. Las clasificaciones de los sistemas económicos pueden cruzarse dando lugar a diferentes combinaciones. Tomando como base las categorías principales enunciadas en el párrafo anterior, resulta posible concebir sistemas económicos de socialismo centralizado, socialismo descentralizado (también llamado “socialismo de mercado”), capitalismo centralizado (también conocido como “capitalismo planificado” o “capitalismo regulado”) y capitalismo descentralizado. Estas categorías suelen usarse en el análisis de los sistemas económicos reales como estilizaciones aproximadas respecto de la organización de las diferentes economías, ubicando a las distintas sociedades (y a las distintas épocas de dichas sociedades) más cerca de una de dichas categorías y más lejos de las otras. También sirven para efectuar estudios comparativos teóricos de los resultados que HOLESOVSKY (1977), capítulo 3. En el caso de los procesos jerárquicos, la literatura sobre sistemas económicos comparados suele usar la expresión “planificación central”. Esta expresión resulta sin embargo más acotada que la de “proceso jerárquico”, ya que esta última tiene también implícita la toma de decisiones que no son necesariamente de planificación (tales como decisiones operativas, de información, de supervisión, etc). 7 8
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pueden obtenerse con los distintos sistemas, analizando dimensiones tales como la eficiencia y la equidad. Sin embargo, los sistemas económicos que se observan en la realidad son siempre mezclas de estos sistemas puros, ya que se refieren a economías en las que coexisten sectores en los cuales los activos son de propiedad privada con otros en los cuales la propiedad es estatal y, dentro de tales sectores público y privado, las decisiones se toman utilizando procedimientos que implican mayor o menor centralización. Retornando a la idea más general de un sistema económico como un conjunto de instituciones y de procesos que sirven para generar o inducir conductas por parte de los agentes que actúan en una economía, surge con claridad que los sistemas económicos son en rigor sistemas normativos, en el sentido de que están constituidos básicamente por normas o reglas de organización y conducta. Algunos autores (por ejemplo, Koopmans y Montias, 1971) incluyen dentro de estas normas y reglas a todas las instituciones, estructuras organizativas, leyes, tradiciones, creencias, actitudes, valores y tabúes existentes dentro de una sociedad que afectan directa o indirectamente sus conductas y resultados económicos. Para los temas que más interesan a la clasificación de los sistemas económicos contemporáneos, sin embargo, la casi totalidad de las normas y reglas incluidas en dicha definición tienen un carácter jurídico, es decir, están determinadas por el derecho vigente en el país de que se trate. Puede de este modo afirmarse que, al menos en lo que atañe a sus características básicas, los sistemas económicos observables en las distintas economías están determinados directamente por los sistemas jurídicos que rigen en las mismas. Desde esa perspectiva, por ende, cada sistema económico puede verse como una proyección de un sistema jurídico determinado. Siguiendo el análisis que al respecto efectúa Nino (1980), diremos que los sistemas jurídicos son sistemas de enunciados de carácter normativo, coactivo e institucionalizado. Por sistema normativo se entiende un sistema formado básicamente por normas, es decir, por enunciados que correlacionan diferentes circunstancias con consecuencias tales como la permisión, prohibición u obligatoriedad de ciertas acciones. Para que el sistema sea además coactivo, debe darse que contemple la existencia de sanciones por incumplimiento de sus normas. Finalmente, para que esté institucionalizado es necesario que establezca autoridades u órganos encargados de operar el sistema (por ejemplo, órganos legislativos, judiciales, administrativos, etc). Un conjunto de enunciados de carácter normativo, coactivo e institucionalizado, sin embargo, sólo será un sistema si sus componentes tienen cierta integración entre sí, en el sentido de conformar un todo más o menos ordenado. En la teoría jurídica esto se identifica con la idea de un ordenamiento jurídico, dentro del cual existen normas superiores e inferiores9. En la mayoría de los sistemas jurídicos modernos, por ejemplo, este ordenamiento se basa en la existencia de una norma superior a las demás (la constitución del estado de que se trate), por debajo de la cual se escalona el resto de las normas (leyes, decretos, resoluciones, decisiones judiciales, etc). Interpretada desde el punto de vista de sus funciones económicas, la constitución suele tener el papel de definir el sistema económico básico dentro del cual se desarrollan la mayor parte de las actividades de una sociedad. Hay así constituciones que pueden catalogarse como “capitalistas descentralizadas”, otras que resultan ser “socialistas centralizadas”, y eventualmente podría haber también constituciones que cayeran dentro de los otros dos sistemas definidos anteriormente (capitalismo regulado o socialismo de mercado). 9
Véase, por ejemplo, COSSÍO DÍAZ (1997), capítulo 1.
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La forma en la cual la constitución define el sistema económico básico dentro del cual van a desarrollarse las actividades de una sociedad tiene que ver con ciertas “reglas por omisión”, que establecen qué régimen económico corresponde aplicar en ausencia de una norma legal específica. Esto abre la posibilidad de que, por medio de leyes o conjuntos de normas que se encuentren por debajo de la constitución (o, eventualmente, por normas que también formen parte de la constitución) se establezcan casos particulares en los cuales se adopten soluciones propias de un sistema económico diferente. Podría acaecer, por ejemplo, que en un sistema económico que básicamente se ubica dentro del capitalismo descentralizado existan sectores (ciertos servicios públicos, ciertas actividades relacionadas con la provisión de bienes públicos, etc) para los cuales se establezca la obligatoriedad de la propiedad pública de los medios de producción, de la asignación centralizada, o de ambas. Inversamente, dentro de un sistema económico ubicado en la zona del socialismo centralizado podrían existir sectores (ciertas actividades comerciales, agropecuarias o de servicios personales, por poner los ejemplos más habituales) para los cuales se permita la propiedad privada de los medios de producción, la asignación descentralizada, o ambas. Inclusive podría haber sistemas en los cuales estas excepciones sean tan amplias que se vuelva difícil saber en qué sistema económico encaja verdaderamente el ordenamiento jurídico vigente, o sistemas en los cuales la constitución establece por omisión un sistema (digamos, el capitalismo descentralizado) y las leyes avanzan luego acotando cada vez más el conjunto de actividades que caen dentro de dichas reglas generales, generando porciones muy grandes del sistema jurídico en las cuales imperan regímenes económicos distintos. Es por eso útil, a los efectos de identificar el sistema económico vigente a la luz de su relación con el sistema jurídico, evaluar el peso relativo de las distintas normas clasificándolas de acuerdo con el régimen económico que implícitamente sostienen. Tal como veremos en la sección siguiente, esta clasificación tiene cierta relación con las diferentes ramas del conocimiento jurídico, si bien es raro encontrar áreas cuyas normas sólo sean congruentes con un sistema y no estén contaminadas para nada con elementos de otros sistemas. En un intento por depurar estas normas y hacerlas totalmente compatibles con nuestra clasificación de los sistemas económicos, de aquí en adelante dividiremos al derecho en tres porciones diferentes: derecho privado propiamente dicho, derecho público propiamente dicho, y derecho regulatorio. En el primer concepto incluiremos a la porción del derecho cuya función económica es organizar la parte de la economía que funciona bajo un régimen de capitalismo descentralizado, en el segundo a la porción cuya función es organizar la parte de la economía que funciona bajo un régimen de socialismo centralizado, y en el tercero a la porción que intenta organizar a la parte de la economía que funciona bajo un régimen de capitalismo regulado. No parece haber, en cambio, una parte del derecho especialmente pensada para organizar actividades que se efectúen bajo un régimen de socialismo de mercado. Las mismas, si es que existen, suelen regirse por una combinación de normas de derecho privado y de derecho público, que operan simultáneamente sobre distintos aspectos de las actividades en cuestión.
3. Áreas del conocimiento jurídico y económico Tal como hemos expuesto en el final de la sección anterior, resulta posible clasificar a las normas jurídicas según su impacto sobre el sistema económico en tres categorías
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que hemos denominado derecho privado propiamente dicho, derecho público propiamente dicho, y derecho regulatorio. En líneas generales, estas categorías tienen que ver con áreas específicas del conocimiento jurídico, que en muchos países han sido codificadas, separadas en fueros y definidas como materias específicas de las currículas universitarias. Dentro del derecho privado propiamente dicho, por ejemplo, se encuentra la mayor parte del derecho civil y comercial, y algunas porciones de otras áreas más especializadas tales como el derecho laboral, el derecho agrario, etc. Dentro del derecho público propiamente dicho, por su parte, incluiremos a la mayor parte del derecho administrativo (la que se refiere a la organización de los organismos públicos), al derecho tributario, al derecho fiscal y al derecho procesal. Por último, dentro del derecho regulatorio se incluyen básicamente las áreas que tienen que ver con la actividad del Estado como regulador del sector privado, tales como el derecho de los servicios públicos, el derecho ambiental, el derecho de las regulaciones financieras, el derecho de la competencia, etc. La principal característica que tiene el derecho privado propiamente dicho como elemento constitutivo de un sistema económico capitalista descentralizado (o de la porción de un sistema económico cualquiera que opere bajo un régimen capitalista descentralizado) es establecer las reglas generales dentro de las cuales los agentes privados pueden operar los mecanismos descentralizados de la economía. Dichas reglas generales implican la organización de dos instituciones básicas: el mercado y la responsabilidad civil. La primera de dichas instituciones consiste esencialmente en una serie de normas que establecen derechos de propiedad (sobre activos tangibles e intangibles) y criterios para transferir dichos derechos o para crear derechos personales basados directa o indirectamente en tales derechos de propiedad (derecho contractual). A través de ello se pueden establecer criterios respecto de quiénes son los oferentes de los diferentes bienes o servicios que se comercian en una sociedad y qué deben hacer los demandantes para obtener dichos bienes o servicios, posibilitando la transferencia de los recursos desde usos menos valorados a usos más valorados y la creación de riqueza a través de la transformación de dichos recursos en bienes y servicios. Al revés del mercado, la institución de la responsabilidad civil consiste esencialmente en una serie de normas que establecen obligaciones de indemnizar cuando se han vulnerado ciertos derechos subjetivos de difícil o imposible transferencia a través del mecanismo de mercado (derechos de no sufrir daños ocasionados por accidentes, incumplimientos contractuales, etc). Siguiendo el criterio de Calabresi y Melamed (1972), diremos que la responsabilidad civil es una forma alternativa de proteger ciertos derechos que pueden ser apropiados por terceras personas sin el consentimiento de quien posee originalmente el derecho, y que se justifica para ciertas situaciones en las cuales los costos de transacción son elevados. La institución de la responsabilidad civil, por lo tanto, puede verse como un mecanismo descentralizado que en cierto modo sustituye o complementa al mercado, generando transferencias a posteriori de la apropiación de los derechos. Así, por ejemplo, su existencia sirve para que una persona que ha provocado un accidente pueda pactar con la víctima de dicho accidente una transacción por la cual renuncie a su derecho de indemnización judicial, y en dichas transacciones pueden intervenir también compañías de seguros que compren y vendan dichas obligaciones de indemnizar y dichos derechos a ser indemnizado. El derecho público propiamente dicho se ocupa en cambio de las normas que establecen la organización de las actividades encaradas directamente por el Estado, a través de criterios de tipo jerárquico o centralizado. Muchas veces estas normas tienen un
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impacto directo sobre ciertos agentes económicos privados (proveedores y contratistas del Estado, empleados públicos, contribuyentes impositivos, partes en los procesos judiciales, beneficiarios de los servicios prestados por el Estado, etc) pero su objetivo es básicamente fijar criterios que el Estado impone respecto de actividades que él mismo encara dentro del área de la economía que opera bajo un régimen de socialismo centralizado (sea porque ése es el sistema económico básico o porque la actividad en cuestión ha quedado específica