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VICTOR SERGE
MEMORIAS DE UN REVOLUCIONARIO Edición y prólogo de
Jean Rière
Traducción de
Tomás Segovia
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colección in/mediaciones
Título original: Memoires d’un revolutionnaire, 1901-1941, de Victor Serge
© Herederos de Victor Serge, 1947 © de la edición y prólogo, Jean Rière, 2011 © de la traducción, Tomás Segovia, 2011 © de la traducción del aparato crítico, Mariana Pugliese, 2011
© Veintisiete Letras, S.L. Miguel Yuste, 29, B, S-31 28037 Madrid [email protected] www.veintisieteletras.com Primera edición: marzo de 2011 Foto de cubierta: Victor Serge y su hijo Vlady, 1928 Fotos: cortesía de Jean Rière ISBN: 978-84-92720-15-6 Depósito legal: M-2011 Impresión y encuadernación: Villena Artes Gráficas
Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente sin el previo consentimiento escrito de los titulares del copyright. Todos los derechos reservados.
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Prólogo Victor Serge: una voz para el tiempo presente Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros. Jean-Paul Sarte, San Genet, comediante y mártir Todo lo que no me mata me hace más fuerte. Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos La búsqueda de la verdad es un combate por la vida; la verdad, que nunca está hecha, pues está siempre haciéndose, es una conquista incesante recomenzada con una aproximación más útil, más estimulante, más viva de una verdad ideal tal vez inaccesible. Victor Serge, Carnets
No, el destino de Serge no terminó aquella noche funesta y solitaria del 17 de noviembre de 1947 evocada por su viejo amigo y camarada Julián Gorkin1, que, después de haberlo dejado hacia las diez de la noche en el centro de México, habría de volver a encontrarlo poco después de medianoche, muerto, entregado en una delegación de policía por un chofer de taxi2: «En un cuarto desnudo y miserable de paredes grises, estaba tendido sobre una vieja mesa de operaciones, mostrando unas suelas agujereadas, un traje luido, una camisa de obrero… Una venda de tela le cerraba la boca, esa boca que todas las tiranías del siglo no habían podido cerrar. Parecía un vagabundo recogido por caridad. ¿No había sido, en efecto, un eterno vagabundo de la vida y del ideal? Su rostro llevaba todavía la huella de una ironía amarga, una expresión de protesta, la última protesta de Victor Serge, de un hombre que toda su vida se había alzado contra las injusticias». Su destino (con o sin mayúscula), lejos de haberse «acabado» en esos años lejanos, tal vez no hacía sino empezar… Y no es la menor de las paradojas y de los méritos de las Memorias de un revolucionario el hecho de suscitar entre sus lectores esa impresión espontánea, pronto
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memorias de un revolucionario metamorfoseada en certidumbre evidente, de encontrarse delante de un gran ser vivo cuya presencia intensa y densa se impone de buenas a primeras. O, como decía Malraux del «Tío Gide», de encontrarse delante de «un contemporáneo capital». Sus Memorias de un revolucionario no sólo plantean y exponen –después de muchas otras ciertamente, pues ese género literario tiene varios siglos de existencia– los problemas existenciales y filosóficos comunes a todo hombre: ¿qué hacer con una vida? ¿de su vida? ¿qué sentido darle? Obligan también a reflexionar sobre todo proyecto biográfico: ¿por qué un relato de vida, de su vida? ¿Qué hacer con semejante relato: un simple testimonio? ¿un «mensaje»? ¿una «obra de arte»? También aquí la empresa sergiana, ya lo veremos, impone su diferencia, su originalidad. Mientras muchos autores y actores del siglo xx, franceses o extranjeros, han desaparecido irreversiblemente en los arenales de la historia y de la memoria, Serge en cambio está cada vez más presente y su valor real en cuanto hombre, militante revolucionario y, sobre todo y ante todo (al menos para nosotros), en cuanto escritor de primera magnitud se impone de manera igualmente irrevocable.
Una vida enteramente asumida
De acuerdo: toda vida es singular en todas las acepciones del término. Pero las hay que lo son más que otras. Es innegablemente el caso de esta vida que, además, objetivamente, contiene varias otras. ¿Qué hay que retener de ella? Que se construye desde la infancia, desde esa infancia. Que se caracteriza por elecciones de valores y de actitudes decididas por lo tanto muy pronto: nunca dejarse ir, «mantenerse»: de pie, erecto. Serge, desde la edad de doce años, no se conformó con una vida cumplida, dominada de cabo a rabo: no sólo para él mismo, sino también para sus contemporáneos. No sabe uno qué admirar o estimar más en él, si la precocidad en la toma de conciencia, la observación, el análisis, seguidos de compromisos enteramente reivindicados, es decir con la aceptación del precio que habría que pagar –o la continuidad sin fallas ni renuncias en las luchas emprendidas temprano.
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prólogo Hay en esa vida una coherencia y un rigor perseguidos hasta el final, que la hacen absolutamente única. Es cierto: escoger –en los años 1908-1919– «le Rétif» («reacio», «rebelde», etimológicamente «el que resiste») como primer y principal seudónimo, es mostrar claramente el cobre. Nada de difuminos ni colores pastel: sólo el rojo y el negro son aceptables. Y nuestro fogoso y joven militante se pone a manejar entonces una pluma acerada, irónica, vehemente, pronta a veces con exceso en la polémica y sin merced. ¡Es la ley del género! Nunca la contraviene. Hace escarnio y carnicería con un acento ya personal. Nunca el Reacio ni después Victor Serge «se escatimarán»: no son de los que aceptan pausas, «arreglos», acuerdos-compromisos. No son de esos del consenso blando. A la comodidad asegurada por todos los conformismos, preferirá siempre la herejía permanente, ese arte peligroso de no dejarse engañar y menos todavía engañar. El Reacio, le Rétif, diseca los mecanismos de opresión y de dominación, los condena y los combate sin tregua, pero pretende hacer lo mismo con todos los mecanismos de sumisión o de servidumbre voluntaria o propuesta. No asesta pues sus varapalos (que caen tupidos) solamente a los explotadores y paladines de un Orden inicuo, los que someten, sino igualmente a los explotados que o bien son pasivos o conformistas, o bien se someten, o, mucho más, se dejan engañar por los «trampantojos» que los incitan a acomodarse a su estado, por «espejismos» que difieren siempre el paso al acto revolucionario. Es lícito ver en esa actitud que no escatima a nadie (individuos, instituciones, grupos, partidos) las primicias de lo que más tarde, en su periodo «bolchevique», calificará de regla del doble deber (explícita en Soviets 1929 y en Littérature et révolution, pero implícita en sus escritos anteriores), a saber la imperiosa necesidad de ejercer, también en el seno del partido, del grupo, del movimiento, un indispensable espíritu crítico. Para evitar las esclerosis, los empantanamientos estériles en los clisés y las fórmulas vacías de contenido, el estancamiento, tal vez incluso la regresión y la corrupción de los mejores, hay que hacer imperativamente ese trabajo crítico sobre uno mismo y, a veces, contra uno mismo.
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memorias de un revolucionario Para Serge, cada hombre es responsable: de sí mismo y del prójimo. Ningún fatalismo en él. Ciertamente, como toda vida, la suya tiene su parte de errores, de fracasos, por lo menos colocó bien alta la cinta de sus exigencias y de su radicalidad. Por mi parte, no veo en ello nada mediocre, mezquino.
Las Memorias como obra de vida, de verdad, de combate y de arte.
De un hombre que consideró siempre que había una «responsabilidad de los escritores y de los intelectuales» y que siempre la exigió de ellos, que siempre se esforzó por hacer coherentes su vida y sus actos, no puede esperarse un libro de diversión o de disfraces, de negación de la realidad y de la verdad, en otros términos un libro trucado: ya sea el de un prestidigitador*, ya sea el de un falsificador**3. No se puede esperar un libro complaciente consigo mismo o que sacrificara, por demagogia o por interés, a las modas y a los poderes del momento. Menos aún un libro de tópicos aceptados, de imágenes o de ideas convencionales, «para ponerse entre todas las manos», por no poner sobre todo en tela de juicio el orden del mundo. Escribir sus Recuerdos o sus Memorias es a la vez un acto político y literario. Serge hubiera suscrito esta convicción expresada por Henry James en sus Notebooks 4: el escritor es aquel que no deja perderse nada. Habría añadido que, para él, el militante también; siempre hay algo que salvar, incluso y sobre todo en lo más profundo de las derrotas, de los desastres y de los sismos históricos. Escribir y describir las luchas llevadas a cabo no es tanto desear volver a vivirlas como, más bien, querer prolongarlas, proseguirlas de otra manera. Serge no es hombre de renuncias. Resistencia es su palabra soberana, su consigna permanente. Además, como siempre en él, el relato, el análisis, se acompañan con un distanciamiento, un perpetuo «dentro-fuera» destinados a asegurar una visión amplia y lúcida, crítica. El entrelazamiento complejo de los acontecimientos no se le escapa. En eso, puede decirse que actúa «como historiador»5. Sin pretender sin embargo tener tal estatuto oficial y debidamente sellado, consciente de que le 10
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prólogo faltan todavía tiempo y documentación para efectuar ciertas verificaciones indispensables, de donde algunos errores. Pero si le sucede cometer efectivamente algunos, «engañarse», no hay ninguna intención deliberada de «engañar». Comprometido sin duda, pero no enrolado ni maniqueo. Las Memorias de Serge, más que el relato minucioso y detallado de su vida –que por otra parte no emprende6–, son la exposición crítica de los acontecimientos históricos y sociales a los que tuvieron que enfrentarse los hombres de aquel tiempo, y de los que conviene sacar lecciones para que, más informada y por lo tanto más segura de sí, la marcha de los hombres se prosiga hacia un objetivo o un ideal sin duda nunca asegurado. Se trata de dar cuenta y, al hacerlo así, también de rendir cuentas. Se despliega y se muestra en ellas una inteligencia aguda, por la comprensión de que da pruebas, siempre a la altura de los acontecimientos evocados, dominándolos incluso con holgura (la de una reflexión sin cesar profundizada y puesta en tela de juicio). Del mismo modo que para Kierkegaard lo importante no es ser «cristiano» –para otros será «ateo», «comunista», «laico», etc.– e instalarse definitivamente en un estado o una condición, sino ante todo esforzarse por hacerse tal o cual cosa, sin estar nunca seguro de lograrlo en la propia vida, del mismo modo me parece que una de las principales enseñanzas de las Memorias es: caminar, progresar sin tregua, es más importante que llegar y concluir. Nada está nunca asegurado definitivamente y todo está siempre por conquistar. Como su amigo Lichtenstadt-Mazín, al que rindió un sincero homenaje, Serge quiere ser un contrabandista, un transmitidor, simple elemento de una cadena que no debe romperse, pues el mensaje es más importante que quienes aseguran su difusión. Esa modestia y ese borrarse no carecen de grandeza. Reseñando el libro, Pierre Pascal escribe: «Si nos fijamos, son un libro desolador estas Memorias de Victor Serge. Es el relato de una serie de fracasos». Añade sin embargo: «Pero, muy felizmente, en la obra misma, ninguna tristeza». ¿Y si se equivocara? ¿Si, por el contrario, de ese libro (y de esa vida) emanara una extraordinaria energía, una intensidad de vida 11
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memorias de un revolucionario y de pensamiento, una fuerza exaltada y exaltante? Ni desolado ni desolador: un libro tónico, pues el autor no es hombre de resentimiento, de saciedad narcísica y cascarrabias, de amargura y de acritud. Términos y conductas que Serge ignora. Pierre Pascal precisa a pesar de todo que es «historia, una historia muy viva y muy variada en conjunto» y que «Victor Serge no era un militante confinado en la política, frecuentaba todos los medios, viajaba, tuvo incluso misiones en el extranjero. Gracias a esta amplia curiosidad, tenemos medallones excelentemente acuñados de escritores: Gorki, Essenin, Gumilev, Alexis Tolstoi, Barbusse; de políticos: Lenin, Trotsky, y las comparsas, y películas coloreadas de los medios sospechosos de Berlín y de Viena; y visiones elocuentes de las noches y los días de Moscú y de Petrogrado, y de las cárceles y los lugares de deportación. Todo eso visto por un hombre reflexivo, que se presta a la acción sin abdicar de su personalidad, que observa y que juzga». Y pasa a alabar a Serge por ser «sobre todo un humanista» y por haber evolucionado «en el sentido de un más amplio humanismo». Pero si deja en silencio los compromisos de 1936 a 1947, es reconocer implícitamente que por su calidad de escritura, su acento, su ironía tan particular, la inteligencia del análisis y de la visión (a menudo profética), sus frases nunca replegadas sobre sí mismas sino ancladas en el vasto mundo de la historia en marcha, las Memorias, rebasando el simple relato de una experiencia (de «experiencias» sería más exacto), acceden a la perennidad de la obra de arte. Son la expresión de un mundo personal, de una sensibilidad y de una pasión: la de «comprender a los hombres» (Sartre)7, sus tramos y sus trámites, a menudo erráticos. Serge, a pesar e su energía constante, no pudo «cambiar el mundo» y la vida. Concedido. Pero, en definitiva, la energía intrínseca de las Memorias (¡y también de sus novelas, de sus ensayos!) lo invierte todo, lo transfigura todo, lo arrastra todo, asegurando la final victoria, la del «Serge de la obra» que no es (o no es ya) el «Serge de la vida». Del mismo modo que el Serge «narrador» difiere del Serge «personaje» de sus Memorias. Al primero corresponde el afán de realismo y de verdad en el relato de una experiencia fuera de lo común. Al segundo, el encanto, el ascendiente soberano de un personaje de novela épica y poética, que 12
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prólogo hace soñar duraderamente porque es libre, liberado para siempre de toda traba. El verdadero destino de Victor-Napoleón Lvovich Kibalchich alias Victor Serge, es enriquecernos con esa polifonía dominada de cabo a rabo, hecha de compasión y de comprensión profundas, de lucidez serena, de firmeza moral, de intransigencia combativa, de inteligencia clara. «Lo que mide la presencia de un hombre y su peso, es la la elección que haya hecho él mismo de la causa temporal que lo rebasa.»8
Jean Rière
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Nota del traductor
Para la transliteración de los nombres rusos hemos adoptado (con la ayuda de Vlady Kibalchich, hijo del autor) un sistema sencillo aunque naturalmente incompleto, que sugiera por lo menos la pronunciación original. El acento tónico se indica utilizando la tilde según las normas ortográficas españolas. Las letras deben leerse en general también como en español (p. ej., j es nuestro sonido característico: velar sorda, que los ingleses y franceses transcriben a menudo kh); hacemos sin embargo las pocas excepciones siguientes: sh se lee como en inglés; zh es la misma articulación pero sonora (j o g francesas); z es como en inglés (sibilante sonora), mientras que s es siempre sorda (la ss del francés); i puede ser semivocal (como en Maiakovski); en cambio reservamos y para la vocal posterior alta característica del ruso (i velar). Para las terminaciones en -v o -ff calcamos la ortografía francesa del autor; lo mismo para la e velar y la k, indistinguibles tanto en español como en francés. Señalemos que todas las pronunciaciones están reconstruidas a partir de la transliteración francesa del autor, lo cual puede dar pie a algunos errores. Tomás Segovia
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1 Mundo sin evasión posible (1906-1912)
Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve, muy claro, este doble sentimiento que habría de dominarme durante toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible. Sentía una aversión mezclada de rabia y de indignación hacia los hombres a los que veía instalarse en él cómodamente. ¿Cómo podían ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad? Esto provenía, ahora lo veo, de mi formación de hijo de emigrados revolucionarios arrojados a las grandes ciudades de Occidente por los primeros huracanes de las Rusias. El 1 de marzo de 1881, nueve años antes de mi nacimiento, en un día de nieve rala, en San Petersburgo, una mujer1 joven y rubia de rostro dulce y voluntarioso, que esperaba al borde de un canal el paso de un trineo escoltado por cosacos, agitó de pronto un pañuelo. Resonaron pequeñas explosiones sordas, el trineo se detuvo en seco, hubo, sobre la nieve, tirado contra el parapeto del canal, un hombre de patillas entrecanas cuyas piernas y cuyo bajo vientre estaban despedazados: el zar Alejandro II2. El Partido de la Voluntad del Pueblo (Narodnaia Volia3) publicó a la mañana siguiente su decreto de muerte. Mi padre, León Ivanovich Kibalchich4, suboficial en la caballería de la guardia imperial, estaba entonces de servicio en la capital y simpatizaba con ese partido clandestino, que exigía para el pueblo ruso «la tierra y la libertad» y no contaba con más de unos sesenta miembros y de dos a trescientos simpatizantes. Entre los autores del atentado, fue detenido 19
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memorias de un revolucionario el químico Nikolai Kibalchich5, pariente lejano de mi padre, que fue ahorcado, con Zheliabov, Risakov, Mijailov y Sofía Peróvskaia6, hija de un antiguo gobernador de San Petersburgo. Ante los jueces, cuatro de cada cinco condenados defendieron sobriamente, firmemente su reivindicación de libertad; en el cadalso, se abrazaron y murieron con calma… Mi padre se había lanzado al combate con una organización militar del sur de Rusia que fue destruida entera en poco tiempo; se escondió algunos días en los jardines de la Santa-Labra de Kiev, el más viejo de los monasterios de Rusia; pasó la frontera austriaca a nado bajo las balas de los gendarmes; y fue a recomenzar su vida a Ginebra, en tierra de asilo. Quería ser médico, pero la geología, la química, la sociología, la filosofía le apasionaban también. Siempre lo vi poseído de una inex tinguible sed de conocimiento y de comprensión que debía trabarle constantemente en la actividad práctica. Como toda su generación revolucionaria, cuyos maestros eran Alexander Herzen, Bielinsky, Chernyshevsky 7 –presidiario por entonces en Yakutia– y por reacción contra su educación religiosa, se hizo agnóstico, como Herbert Spencer8, a quien escuchó en Londres. Mi abuelo paterno, de origen montenegrino, era sacerdote en una pequeña ciudad del gobierno de Chernigov; sólo he conocido de él un daguerrotipo amarillento que mostraba a un pope flaco y barbudo, de frente grande, de rostro benevolente, rodeado en un jardín de hermosos niños descalzos. Mi madre9, de pequeña nobleza polaca, había huido de la vida burguesa de Petersburgo para venir también ella a estudiar a Ginebra. Yo nací por azar en Bruselas10, por los caminos del mundo, pues mis padres, en busca del pan cotidiano y de las buenas bibliotecas, viajaban entre Londres –British Museum–, París, Suiza y Bélgica. Había siempre en las paredes, en nuestros pequeños alojamientos azarosos, retratos de ahorcados. Las conversaciones de los adultos se referían a procesos, a ejecuciones, a evasiones, a los caminos de Siberia, a grandes ideas constantemente puestas en tela de juicio, a los últimos libros sobre esas ideas… Yo acumulaba en mi memoria infantil las imágenes del mundo, catedral de Canterbury, explanada de la vieja citadela de Dover, encima del mar, tétrica calle de ladrillos 20
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un mundo sin evasión posible rojos de Whitechapel, colinas de Lieja… Aprendí a leer en ediciones baratas de Shakespeare y de Chéjov, y durante mucho tiempo soñé al dormirme con el rey Lear, ciego, sostenido en el páramo inhumano por la ternura de Cordelia. Adquiría también un duro conocimiento de esta ley no escrita: tendrás hambre. Me parece que si, cuando tenía doce años, me hubieran preguntado: ¿qué es la vida? (y yo me lo preguntaba a menudo), habría contestado: no sé, pero veo que quiere decir: pensarás, lucharás, tendrás hambre. [Fue sin duda entre los seis y los ocho años cuando me convertí en malhechor –y esto habría de inculcarme otra ley: resistirás. Era un niño muy amado, el primogénito, me convertí inexplicablemente en un niño malvado durante años. Con una habilidad diabólica, el niño malvado hacía el mal, como si hubiera querido vengarme del universo, y en primer lugar, del modo más cruel, de aquellos a quienes amaba. Las preciosas páginas de notas científicas de mi padre aparecían desgarradas. La leche, puesta a refrescar en el repecho de la ventana, para la cena, aparecía salada. Los vestidos de mi mamá eran quemados misteriosamente con cerillos y acuchillados a tijeretazos. La tinta era volcada solapadamente sobre la ropa recién planchada. Desaparecían objetos destruidos. Nadie podía sorprender las manos del niño malvado, mis manos. Me hablaban largamente, me amonestaban, vi muchas veces a mi madre con los ojos llenos de lágrimas, me pegaban también, me castigaban de cien maneras, pues estos pequeños crímenes eran locos, exasperantes, incomprensibles. Yo bebía la leche salada, negaba –naturalmente–, me deshacía en promesas lamentables y luego me acostaba, en una desolación infinita, pensando en el rey Lear sostenido por Cordelia. Me hacía taciturno y cerrado. A ratos cesaban los crímenes, la vida se iluminaba, hasta algún día sombrío que había aprendido a esperar con una vigilante certidumbre interior. Llegó un momento, a la larga, en que adquirí una presciencia segura del mal; sabía, sentía que la blusa de mi mamá sería manchada o desgarrada a tijeretazos, esperaba el castigo, vivía en la reprobación –y sin embargo jugaba, trepaba a los árboles como si el mal no existiera. Había comprendido lo incomprensible, me había hecho sagaz, llevaba en mí mismo un problema y maduraba una resolución. El fin de este 21
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memorias de un revolucionario episodio que, según creo, dejó una marca de firmeza en mi carácter, me ha dejado el recuerdo más exaltante de ternura. Iba a enterarme de que dos seres pueden, con una profunda mirada y un abrazo, comprenderse a fondo y abolir el peor mal. Vivíamos en los alrededores de Verviers, en Bélgica, en una casa de campo con un gran jardín. Una grave fechoría, no recuerdo cuál, había ensombrecido dos días antes a todos los de la casa. Sin embargo, había pasado aquella jornada con mi hermano menor, Raúl, en el jardín. Al crepúsculo, mi madre nos hizo entrar en la gran cocina donde flotaba un delicioso olor a pan caliente. Se ocupó primero de mi hermano, lo lavó, lo alimentó, lo acostó. Luego hizo sentarse al niño perverso en una silla, se puso de rodillas ante él y le lavó los pies… Estábamos solos, había a nuestro alrededor una dulzura inolvidable. Mi madre levantó los ojos hacia mí y preguntó de repente con un tono lleno de reproche: «¿Pero por qué haces todo eso, pobrecito mío?». Entonces la verdad estalló entre nosotros porque una especie de fuerza estallaba en mí: «¡Pero si no soy yo –dije–, es Silvia! ¡Lo sé todo, todo!». Silvia era una prima adolescente, adoptada por mis padres, que vivía con nosotros, rubia graciosa de ojos fríos. Yo había acumulado tantas observaciones, tantas pruebas, con tal capacidad de análisis, que mi demostración implacable y sollozante fue irrefutable, y que todo quedó dicho, terminado irrevocablemente en la plena confianza recobrada. Había resistido tenazmente al mal y me había librado de él.11*] Recordaba que un día, en Inglaterra, nos habíamos alimentado de granos de trigo sacados de las espigas mismas recogidas por mi padre al borde de un campo, pero eso no era nada. Pasamos un invierno difícil en Lieja, en un suburbio de mineros. Encima de nuestro departamento trabajaba un pequeño restaurante, ¡Almejas y patatas fritas!, olores suntuosos… Daba un poco de crédito, no lo bastante, pues mi hermano y yo nunca estábamos hartos. El chico del dueño birlaba para intercambiarlo con nosotros azúcar que le pagábamos con cuerdas, timbres postales de Rusia, cachivaches diversos. Me acostumbré a encontrar exquisito el pan empapado en café negro bien azucarado gracias a ese comercio, y esto evidentemente me permitió resistir. Mi 22
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un mundo sin evasión posible hermano12, dos años menor que yo –ocho años y medio en aquella época– encontraba repugnante esa alimentación y adelgazaba, se ponía pálido, se volvía triste, lo veía apagarse. «Si no comes –le decía yo–, te vas a morir»; pero yo no sabía lo que era morir, él tampoco, la cosa no nos asustaba. Los asuntos de mi padre, que había sido nombrado en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Bruselas, mejoraron bruscamente, nos llamó junto a él, tuvimos alimentos suntuosos. Demasiado tarde para Raúl, que cayó en cama, desfalleció, luchó algunas semanas. Yo le ponía hielo en la frente, le contaba historias, trataba de persuadirlo de que se iba a curar, trataba de persuadirme yo mismo, y veía algo increíble cumplirse en él, su rostro volvía a ser el de un niño pequeño, sus ojos brillaban y se apagaban a la vez, mientras que los médicos y mi padre entraban con pasos aterciopelados en el cuarto oscuro. Lo llevamos mi padre y yo solos al cementerio de Uccle13, un día de verano. Descubrí lo solos que estábamos en esa ciudad que parecía feliz –y lo solo que estaba yo. Mi padre, que no creía sino en la ciencia, no me había dado ninguna enseñanza religiosa. Por los libros, yo conocía la palabra alma; se convirtió para mí en una revelación. Ese cuerpo inerte que se habían llevado en un ataúd no podía serlo todo: unos versos de Sully Prudhomme14 que aprendí de memoria fueron para mí una especie de certidumbre que no me atreví a confiar en nadie: Bleus ou noirs, tous aimés, tous beaux, Ouverts à quelque immense aurore, De l’autre côté des tombeaux, Les yeux qu’on ferme voient encore15. Había frente a nuestro alojamiento una casa rematada por un frontispicio labrado que me parecía magnífico y sobre el cual se posaban todas las tardes nubes doradas. La llamaba «la casa de Raúl» y me demoraba a menudo contemplando esa casa en el cielo. Detesté el hambre lenta de los niños pobres. En los ojos de los que encontraba creía reconocer las expresiones de Raúl. Me eran así más próximos que todos los demás: hermanos, y los sentía condenados. Son senti23
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memorias de un revolucionario mientos profundos los que me han quedado de aquello. Después de cuarenta años, regresé a Bruselas, fui a ver, en la calzada de Charleroi, el frontispicio contra el cielo; y durante toda la vida me ha sucedido volver a encontrar en muchachitos subalimentados de las plazas de París, de Berlín y de Moscú, los mismos rostros condenados. Que la pena puede pasar y que se siga viviendo después fue para mí un gran asombro. Sobrevivir es para mí la cosa desconcertante entre todas, lo pienso también por muchas otras razones. ¿Por qué sobrevivir si no es para aquellos que no sobreviven? Esta idea confusa justificó a mis ojos mi suerte y mi tenacidad dándoles un sentido; y por muchas otras razones, todavía hoy, me siento unido a muchos hombres a los que sobrevivo, y justificado por ellos. Los muertos están para mí muy cerca de los vivos, no discierno bien la frontera que los separa. Hube de volver a pensar en estas cosas más tarde, en cárceles, durante guerras, viviendo rodeado de las sombras de los fusilados, sin que en el fondo las oscuras certidumbres interiores del niño, casi inexpresables en lenguaje claro, se hubiesen modificado sensiblemente en mí. Mi primera amistad pertenece al año siguiente. Vestido con una camisa rusa a cuadros blancos y malva que mi madre acababa de ter minar, subía por una calle provincial de Ixelles trayendo una col roja. Contento de mi camisa y sintiéndome un poco ridículo por llevar la col. Un chico de mi edad, chaparrito con gafas, me guiñaba irónicamente el ojo desde la otra acera. Dejé la col bajo una puerta y caminé hacia él para buscarle pelea llamándole miope, «cuatro ojos»16, cegato. ¿Quieres que te parta la cara? Nos medimos como gallitos que éramos, empujándonos un poco con el hombro, ¡atrévete! ¡empieza!, sin golpearnos sin embargo, pero anudando en realidad una amistad que debía, a través de entusiasmos y de tragedias, ir siempre acompañada de un conflicto. Y seguíamos siendo, cuando murió en el cadalso a los veinte años, amigos y adversarios. Fue él quien vino después del altercado a preguntarme: «¿Quieres jugar conmigo?», y así se estableció de él a mí una subordinación contra la cual, a pesar de nuestro afecto, se rebeló constantemente en su fuero interior. Raymond Callemin17 se criaba en la calle el mayor tiempo posible, para huir de la trastienda asfixiante en la que se entraba por el puesto 24
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un mundo sin evasión posible de zapatero donde su padre, desde la mañana hasta la noche cerrada, remendaba los zapatos del barrio. Su padre era un borracho resignado, viejo socialista asqueado del socialismo. Desde los trece años, yo viví solo, a consecuencia de los viajes y de los malentendimientos de mis padres; Raymond venía a menudo a refugiarse en mi casa. Juntos, aprendimos a preferir a las novelas de Fenimore Cooper18 la gran Historia de la Revolución francesa de Louis Blanc19, cuyas ilustraciones nos mostraban unas calles en todo semejantes a las que frecuentábamos, recorridas por los sans-culottes armados de picas… Nuestra felicidad era compartir dos centavos de chocolate leyendo esas narraciones conmovedoras. Me conmovían sobre todo porque realizaban en la leyenda del pasado la espera de los hombres que había conocido desde el primer despertar de mi inteligencia. Juntos, debíamos descubrir más tarde el aplastante París de Zola, y queriendo revivir la desesperación y la rabia de Salvat20, acosado en el bosque de Bolonia, después de su atentado, erramos mucho tiempo bajo la lluvia de otoño a través del bosque de la Cambre. Los tejados del palacio de Justicia de Bruselas se convirtieron en nuestro lugar de predilección. Nos colábamos por oscuras escaleras defendidas por letreros: «Prohibido el Paso», dejábamos atrás, llenos de un alegre desprecio, las salas de los tribunales, los polvorientos dédalos vacíos de los pisos y llegábamos al aire libre, a la luz, en un país de hierro, de zinc y de piedras, geométricamente accidentado, de pendientes peligrosas, desde donde se veía toda la ciudad y todo el cielo. Abajo, en la plaza incrustada de minúsculas losas cuadradas, algún coche de caballos liliputiense traía a un minúsculo abogado penetrado de su importancia, portador de un minúsculo portafolios lleno de papeles que significaban leyes y crímenes. Soltábamos, pensando en él, una gran carcajada: «¡Ah, qué miseria, qué miseria esta existencia! ¿Te das cuenta? ¡Vendrá aquí todos los días de su vida y nunca, nunca se le ocurrirá trepar a los tejados para respirar ampliamente! Todos los “pasos prohibidos” se los sabe de memoria, se deleita en ellos, le hacen ganar dinero». Pero lo que más nos conmovía, lo que era para nosotros una enseñanza irrefutable, era la arquitectura misma de la ciudad. El enorme palacio de Justicia, que comparábamos con las construc25
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memorias de un revolucionario ciones asirias, se levanta en una altura, justo encima de los barrios indigentes del centro a los que domina con toda su orgullosa masa de piedras talladas. Ciudad en dos partes, la ciudad superior en el mismo plano que el palacio, ricachona, aérea, extranjera, con las hermosas residencias de la avenida Louise, y abajo, la Marolle, ese enredijo de callejuelas hediondas empavesadas de ropa tendida, llenas de criaturas mocosas jugando entre los montones de basura, con las vociferaciones de los cabarés y los dos ríos humanos de la calle Blaes y de la calle Alta. Desde la Edad Media, el mismo populacho se estancaba allí, bajo la misma injusticia, en las mismas construcciones, sin evasión posible. Para completar el bolo, la cárcel de mujeres, una monástica cárcel de antaño, se intercalaba en la pendiente, entre la ciudad y el palacio. Los zuecos de las detenidas que giraban en círculo sobre el pavimento de los patios nos enviaban un ligero ruido de matraca; desde aquella altura, el ruido de la tortura se reducía verdaderamente a poca cosa. Mi padre, universitario pobre, llevaba su vida ansiosa de emigrado. Yo sabía que se debatía contra los usureros. Su segunda mujer21, desgastada por las maternidades y las estrecheces, pasaba por graves crisis de histeria. Se comía bastante bien en la casa –a la que yo no iba mucho– del 1 al 10 de cada mes, menos bien del 10 al 20, muy mal del 20 al 30. Recuerdos ya antiguos quedaban hundidos en mi alma como clavos en la carne. Así, cuando vivíamos en algún lugar de los barrios nuevos, detrás del parque del Cincuentenario, mi padre saliendo una mañana con un pequeño ataúd barato, de madera amarilla, bajo el brazo. Su rostro endurecido: «Trata de conseguir pan fiado…». De regreso, se encerraba con sus atlas de anatomía y de geología. Yo no había ido a la escuela, pues mi padre despreciaba esa «estúpida enseñanza burguesa para los pobres» y no podía pagar el colegio. Trabajaba él mismo conmigo, poco y mal22; pero la pasión de saber y la irradiación de una inteligencia siempre armada, que nunca consentía en entumecerse, que no retrocedía nunca ante una investigación o una conclusión, emanaban de él hasta tal grado que me magnetizaba y yo andaba en los museos, en las bibliotecas, en las iglesias, llenando cuadernos de notas, hurgando en las enciclopedias23. Aprendí a escribir sin conocer la gramática; más tarde habría de aprender la 26
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un mundo sin evasión posible gramática francesa enseñándola a estudiantes rusos. El conocimiento, para mí, no se separaba de la vida, era la vida misma. Las relaciones misteriosas, de la vida y de la muerte se esclarecían por la importancia misteriosa de los alimentos terrestres. Las palabras pan, hambre, dinero, falta de dinero, trabajo, crédito, alquiler, casero tenían a mis ojos un sentido rudamente concreto que debería, me parece, predisponerme al materialismo histórico… Mi padre hubiera querido sin embargo que yo hiciese estudios superiores, a pesar del desprecio que profesaba hacia los diplomas. Me hablaba a menudo de ello, tratando de orientarme. Un folleto de Kropotkin24, entre tanto, me habló en un lenguaje de una claridad inaudita. No he vuelto a abrirlo después, y hace de esto treinta y cinco años por lo menos, pero su tesis sigue estando presente en mi espíritu. «¿Qué queréis llegar a ser? –pregunta el anarquista a los jóvenes que estudian–. ¿Abogados, para invocar la ley de los ricos que es inicua por definición? ¿Médicos, para cuidar a los ricos y aconsejar la buena alimentación, el buen aire, el reposo a los tuberculosos de los barrios pobres? ¿Arquitectos, para alojar confor tablemente a los propietarios? Mirad pues a vuestro derredor e interro gad después a vuestra conciencia. ¿No comprendéis que vuestro deber es bien diferente, que consiste en poneros del lado de los explotados y en trabajar por la destrucción de un régimen inaceptable?». Si yo hubiese sido hijo de un universitario burgués, esos razonamientos me habrían parecido un poco estrechos y demasiado severos para con un régimen que de todas formas… La teoría del progreso cumpliéndose suavemente de siglo en siglo me hubiese seducido probablemente… Pero yo encontré esos razonamientos tan luminosos que aquellos que no los seguían me parecían culpables. Informé a mi padre de mi resolución de no hacer estudios. La cosa caía de perlas: era un fin de mes pavoroso. «¿Qué quieres hacer, pues? –Trabajar. Estudiaré sin hacer estudios.» En verdad no me atreví, por temor al énfasis y al gran debate ideológico, a contestarle: «Quiero luchar toda la vida. Tú estás vencido, ya lo veo. Trataré de tener más fuerza o más suerte. No hay otra cosa que hacer». Esto era más o menos lo que pensaba. Tenía un poco más de quince años. Me hice aprendiz de fotógrafo (luego mozo de oficina, dibujante, casi técnico en calefacción cen27
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memorias de un revolucionario tral…). La jornada de trabajo era entonces de diez horas. Teniendo en cuenta la hora y media concedida para el almuerzo y la hora necesaria para ir y volver, el resultado era una jornada de doce horas y media. Y el trabajo de los jóvenes se pagaba ridículamente, si es que se pagaba. Muchos patrones proponían dos años de aprendizaje sin sueldo para enseñar un oficio. Mi mejor empleo en estos principios fue de cuarenta francos –ocho dólares– por mes, con un viejo hombre de negocios que poseía minas en Noruega y en Argelia… Si no hubiera habido la amistad en aquellos años de la adolescencia, ¿qué habría habido? Éramos unos cuantos adolescentes más unidos que hermanos. Raymon Callemin, pequeño, fortachón y miope y de espíritu cáustico, se reunía todas las noches con su viejo padre alcohólico cuyo cuello y rostro no eran sino tendones furiosamente anudados. Su hermana, joven y bella lectora, vivía tímidamente delante de una ventana con geranios, en medio del olor a sórdidas chanclas, esperando sin duda llegar a ser un día una mantenida. Jean De Boë 25, huérfano, semiobrero tipógrafo, vivía en Anderlecht, más allá de las aguas fétidas del Senne, con una abuela que lavaba ropa sin cesar desde hacía medio siglo. El tercero de los cuatro, Luce26, muchacho alto, pálido y tímido, provisto de un «buen empleo» en los almacenes de La Innovación, estaba aplastado por él. Disciplina, marrullería y estupidez, estupidez, estupidez. Le parecía que todo el mundo alrededor de él era idiota en el vasto bazar admirablemente organizado, y tal vez tenía razón desde cierto punto de vista. Al cabo de diez años de aplicación, podría llegar a primer vendedor y terminar su vida como jefe de sección, habiendo totalizado cien mil pequeñas bajezas como la historia de la linda vendedora que fue puesta en la calle por indelicadeza porque no había querido acostarse con un inspector. En resumen, la existencia se ofrecía a nosotros bajo el aspecto de un cautiverio bastante horrible. Los domingos eran evasiones bienhechoras, pero sólo había uno por semana y no teníamos un centavo. Errábamos a veces a través de las calles animadas del centro, alegres, sarcásticos, cabezas llenas de ideas y todas las tentaciones transformadas en desprecio. Jóvenes lobos de flancos ahuecados, que tuviesen orgullo, pensamientos. Peligrosos. 28
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un mundo sin evasión posible Teníamos un poco de miedo de convertirnos en arribistas cuando considerábamos a varios de los mayores que habían adoptado actitudes revolucionarias y ahora… «En qué nos habremos convertido dentro de veinte años?», nos preguntábamos una noche. Han pasado treinta años. Raymond fue guillotinado: «bandido anarquista» (los periódicos). Él fue el que caminó hacia la sucia máquina del buen doctor Guillotin lanzando a los reporteros un último sarcasmo: «Es hermoso ¿verdad? ver morir a un hombre». Volví a ver a Jean en Bruselas, obrero, organizador sindical, libertario después de diez años de trabajos forzados. Luce murió de tuberculosis, naturalmente. Por mi parte, sufrí un poco más de diez años de cautiverios diversos, milité en siete países, escribí veinte libros. No poseo nada. [Varias veces he sido cubierto de lodo por una prensa de gran tirada porque digo la verdad.27*] Detrás de nosotros una revolución victoriosa que dio mal resultado. Varias revoluciones fracasadas, un número tan grande de matanzas que da un poco de vértigo. Y decir que no ha terminado… Cerremos este paréntesis. Tales son los únicos caminos que se nos ofrecen. Tengo más confianza en el hombre y en el porvenir que la que tenía entonces. Éramos socialistas: de la Joven Guardia28. Salvados por la idea. No había ninguna necesidad de demostrarnos, con el apoyo de textos, la existencia de las luchas sociales. El socialismo daba un sentido a la vida: militar. Las manifestaciones eran embriagadoras, bajo las pesadas banderas rojas, incómodas de llevar cuando se ha dormido mal, desayunado mal. Después subían al balcón de la Casa del Pueblo el copete ligeramente satánico, la frente abombada, la boca torcida de Camille Huysmans29. Había los encabezados combativos de La Guerre Sociale30. Gustave Hervé, líder de la tendencia insurreccional del PS francés, organizaba un plebiscito entre sus lectores: «¿Se le debe matar?» (estábamos bajo un ministerio de Clemenceau). Unos desertores franceses nos traían, poco después de los grandes procesos de antimilitaristas, el soplo del sindicalismo ofensivo de Pataud, Pouget, Broutchoux, Ivetôt, Griffuelhes, Lagardelle31. (De estos hombres, la mayoría han muerto; Lagardelle vive todavía convertido en consejero de Mussolini y de Pétain…) Los escapados de Rusia nos hablaban 29
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memorias de un revolucionario del motín de Sveaborg32, de una cárcel dinamitada en Odessa33, de las ejecuciones, de la huelga general de octubre de 190534, de los días de libertad. Di sobre estos temas mi primera conferencia en la Joven Guardia de Ixelles35. Los jóvenes de nuestra edad hablaban de bicicletas o de mujeres en términos odiosos. Nosotros éramos castos, esperábamos algo mejor de nosotros mismos y de la suerte. Sin teoría, la adolescencia nos revelaba un nuevo aspecto del problema… En una callejuela sospechosa, al fondo de un corredor húmedo donde colgaban ropas de colores, vivía una familia que conocíamos. La madre enorme y de aspecto dudoso conservaba rastros de belleza, una hija mayor desvergonzada de dientes enfermos, una menor asombrosa, pura belleza española, gracia, blancura y aterciopelado de los ojos, flores de los labios. Apenas podía, al pasar, chaperoneada por su matrona, lanzarnos un sonriente saludo. «Está claro –decía Raymond–, le hacen tomar clases de danza y la guardan para algún viejo cerdo ricachón…» Discutíamos estos problemas. Hubo que leer a Bebel36, La mujer y el socialismo. Poco a poco entrábamos en conflictos no con el socialismo, sino con todos los intereses nada socialistas que pululan alrededor del movimiento obrero. Pululan alrededor y lo penetran y lo conquistan y lo empuercan. Se establecían los itinerarios de los cortejos locales de manera que quedasen contentos tales o cuales dueños de cantinas afiliados a las Ligas Obreras. Y no había manera de contentarlos a todos. La política electoral nos indignó más que nada porque tocaba a la esencia misma socialismo. Éramos a la vez, me parece, muy justos y muy injustos por ignorancia de la vida, que es siempre complicaciones, compromisos. El descuento comercial de dos por ciento otorgado por las cooperativas a los cooperativistas nos hacía reír amargamente porque nos era imposible apreciar lo que representaba como conquista. Juventud presuntuosa, dicen. Hambrienta de absoluto, esta es la verdad. La artimaña existe siempre y en todas partes, porque no se evade uno del tiempo, y estamos en el tiempo del dinero. La he encontrado floreciente, a veces salvadora, en la edad del trueque, en las revoluciones. Hubiéramos querido un socialismo ardiente y puro. 30
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un mundo sin evasión posible Nos hubiéramos contentado con un socialismo combativo. Y era la gran época del reformismo. En un congreso extraordinario del partido obrero belga, Vandervelde37, todavía joven, flaco, negro, lleno de fogosidad, preconizaba la anexión del Congo. Nos levantábamos protestando, abandonábamos la sala con gestos vehementes. ¿Adónde ir, qué hacer de esa necesidad de absoluto, ese deseo de combatir, esa sorda voluntad de evadirse a pesar de todo de la ciudad y de la vida sin evasión posible? Necesitábamos una regla. Realizar y darnos: ser. Comprendo, a la luz de esta introspección, el fácil éxito de los charlatanes que ofrecen a los jóvenes sus reglas de pacotilla: «Avanzad llevando el paso en filas de cuatro en fondo y creer en Mí». A falta de otra cosa… Es la carencia de los otros lo que hace la fuerza de los Fuehrers. A falta de una bandera digna, se pone uno en marcha detrás de las banderas indignas. A falta de metal puro, se vive con moneda falsa. Los gerentes de las cooperativas nos trataban mal. Uno de ellos, en su iracundia, nos llamó «vagabundos», porque distribuíamos a la puerta de su establecimiento volantes revolucionarios. Me acuerdo todavía de nuestra risa loca (amarga, amarga). ¡Socialista, ese, para quien «vagabundo» era un insulto! ¡Habría expulsado a Maxim Gorki38! No sé bien por qué un tal M. B., consejero comunal, me había parecido «alguien». Me las arreglé para verlo más o menos de cerca. Encontré a un señor muy gordo que se estaba haciendo construir en un buen terreno una casa encantadora cuyos planos me mostró amablemente. Traté en vano de llevarlo al terreno de las ideas: imposibilidad total. ¡Y pensar que habría habido que pasar de eso al terreno de la acción! Eran demasiados terrenos, y aquel señor tenía el suyo, debidamente registrado en los libros de la propiedad. Se enriquecía pacientemente. Sin embargo tal vez lo juzgué mal. Si contribuyó a sanear un barrio obrero, su camino en la vida no habrá sido del todo vano. Pero esto él no podía explicármelo, yo no podía todavía comprenderlo. El socialismo era reformismo, parlamentarismo, doctrinarismo aburrido. Su intransigencia se encarnaba en Jules Guesde39, que hacía pensar en una ciudad futura donde todas las casas se parecerían, con un Estado todopoderoso, duro para con los heréticos. El correctivo de 31
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memorias de un revolucionario esa sequedad doctrinal era que no creíamos en ella. Necesitábamos un absoluto, pero de libertad (sin metafísica superflua); una regla de vida, pero desinteresada, ardiente; una regla de acción, pero no para instalarse en ese mundo asfixiante, lo cual sigue siendo un buen truco, sino para intentar, aunque fuese desesperadamente, salir de él puesto que no podíamos destruirlo. La lucha de las clases se habría apoderado de nosotros si nos la hubiesen hecho comprender, si hubiese sido, un poco más, una verdadera lucha. En realidad, la revolución no parecía posible a nadie en esa gran calma de la preguerra. Los que hablaban de ella hablaban tan pobremente que todo se reducía a un comercio de folletos. El señor Bergeret disertaba sobre la piedra blanca40. La regla nos la ofreció el anarquista. Aquel en quien pienso murió hace algunos años. Su sombra está aquí, más grande que él mismo. Minero del Borinage, salido recientemente de la cárcel, Émile Chapelier acababa de fundar una colonia comunista41 –sería mejor decir comunitaria– en el bosque de Soignes en Stockel. En Aiglemont, en las Ardenas, Fortuné Henry42, hermano del terrorista guillotinado Émile Henry, dirigía otra Arcadia… Vivir en libertad, trabajar en comunidad, desde hoy mismo… Llegamos por senderos soleados ante un seto, después a un portón… ¡Zumbido de las abejas, calor dorado, dieciocho años, umbral de la anarquía! Había una mesa al aire libre cargada de volantes y de folletos. El manual del soldado de la CGT, La inmoralidad del matrimonio, La sociedad nueva, Procreación consciente, El crimen de obedecer, Discurso del ciudadano Aristide Briand sobre la huelga general 43. Esas voces vivían… Un platito, dentro de él calderilla, un papel: «Toma lo que quieras, pon lo que puedas». ¡Impresionante hallazgo! Toda la ciudad, toda la tierra contaba sus centavos, la gente se regalaba alcancías en las grandes fiestas, el crédito es la muerte, no se fíen, cierren bien las puertas, lo que es mío es mío, ¿verdad? El señor Th., mi patrón, propietario de minas, entregaba personalmente los sellos de correo, no había modo de estafarlo en diez céntimos, a ese millonario. Los centavos abandonados por la anarquía ante la faz del cielo nos maravillaron. Siguiendo un pedacito de camino se llegaba a una casita blanca, bajo los ramajes. «Haz lo que quieras», encima de la puerta, abierta a todo 32
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un mundo sin evasión posible el mundo. En el patio de granja, un gran tipo negro con perfil de corsario arengaba a un auditorio atento. Mucho estilo, de veras, el tono burlón, las réplicas desarmantes. Tema: el amor libre. ¿Pero puede el amor no ser libre? Tipógrafos, jardineros, un zapatero, un pintor trabajaban aquí en camaradería con sus compañeras… Hubiera sido un idilio si… Habían empezado con nada, entre hermanos, todavía se apretaban el cinturón. Esas colonias se marchitaban generalmente bastante pronto, por falta de recursos. Aunque los celos no estuviesen formalmente proscritos, las historias de mujeres, incluso terminadas con asaltos de generosidad, les hacían mucho daño. La colonia libertaria de Stockel, transferida a Boitsfort vegetó durante varios años. Aprendimos allí a redactar, componer, corregir, imprimir nosotros mismos nuestro Communiste 44 en cuatro pequeñas páginas. Trotamundos, un pequeño albañil francófono prodigiosamente inteligente, un oficial ruso, anarquista tolstoiano, de noble rostro rubio, escapado de una insurrección vencida al año y que, al año siguiente, habría de morir de hambre en el bosque de Fontainebleau –León de Guerassimov45– y luego un temible químico llegado de Odessa vía Buenos Aires46, nos ayudaron a buscar la solución de los grandes problemas. El tipógrafo individualista: «Mira, viejo, no hay nadie más que tú en el mundo, trata de no ser un cerdo ni un baboso». El tolstoiano: «Seamos hombres nuevos, la salvación está en nosotros». El albañil francófono, discípulo de Luigi Bertoni47: «De acuerdo, pero sin descuidar las botas con clavos, en las construcciones…». El químico, después de haber escuchado largamente, decía con su acento ruso-español: «Todo eso es pura palabrería, camaradas; en la guerra social se necesitan buenos laboratorios». Sokoloff48 era un hombre de voluntad fría, formado en Rusia por luchas inhumanas fuera de las cuales ya no podía vivir. Salía de la tormenta, la tormenta estaba en él. Combatió, mató, murió en la cárcel. La idea de los buenos laboratorios era una idea rusa. De Rusia se esparcían por el mundo hombres y mujeres moldeados por los combates sin merced, que no tenían más que una meta en la vida, que respiraban el peligro; y la comodidad, la paz, la campechanería de 33
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memorias de un revolucionario Occidente les parecían sosas, los indignaban tanto más cuanto que habían aprendido a ver, funcionando al desnudo, los engranajes de la máquina social en los que nadie pensaba en esos países privilegiados… Tatiana Leontieva49 liquidaba en Suiza a un señor al que confundía con un ministro del zar; Rips50 disparaba sobre la guardia republicana desde lo alto de la imperial de un autobús, en la plaza de la República; un revolucionario, confidente de la policía, ejecutaba en un cuarto de hotel de Belleville al jefe del servicio secreto de la Ojrana de Petersburgo51. En un barrio mísero de Londres52, llamado Houndsditch, la Fosa-de-los-perros –qué nombre adecuado para unos dramas sórdidos–, unos anarquistas rusos sostenían un cerco en el sótano de una joyería y los fotógrafos sacaban una placa del señor Winston Churchill, joven ministro, dirigiendo el cerco. En París, en el Bosque de Bolonia, Swoboda53, probando sus bombas, era despedazado por ellas. «Alexander Sokoloff», en realidad Vladimir Hartenstein, pertenecía al mismo grupo que Swoboda. En su cuartucho, arriba de una tienda de la calle del Museo, había instalado un laboratorio perfecto, a dos pasos de la Biblioteca Real, donde pasaba una parte de sus días escribiendo para sus amigos de Rusia y de Argentina, en caracteres griegos, pero en español. Eran tiempos de paz pletórica, extrañamente electrizados, en la víspera de la tormenta (la tormenta de 1914…). El primer ministro Clemenceau acababa de derramar la sangre obrera en Draveil, donde unos gendarmes habían entrado en una reunión de huelguistas para descargar sus revólveres y matar a varios inocentes, luego en la manifestación de las exequias de esas víctimas, en Vigneux, donde la tropa abrió fuego…54 (Esa manifestación había sido organizada por el secretario de la Federación de la Alimentación, Mé tivier55, militante de extrema izquierda y agente provocador que poco antes había recibido instrucciones personales del ministro del Interior, Georges Clemenceau56.) Recuerdo nuestra exasperación cuando nos enteramos de esos tiroteos. Esa misma noche, un centenar de jóvenes desplegamos una bandera roja en la zona de los edificios gubernamen tales, contentos de pelear con la policía. Nos sentíamos parientes de todas las víctimas, de todos los sublevados del mundo, habríamos pe leado con alegría por los ejecutados de las prisiones de Montjuich y 34
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un mundo sin evasión posible de Alcalá del Valle57, cuyos sufrimientos recordábamos todos los días. Sentíamos crecer en nosotros una magnífica y temible sensibilidad colectiva. Sokoloff se burló de nuestra manifestación, ese juego de niños. Él preparaba en silencio la verdadera respuesta a los asesinos de obreros. Habiendo sido descubierto su laboratorio a consecuencia de incidentes lamentables, se vio acosado, sin salida. Su rostro de ojos intensos, reconocible entre todos porque la parte superior de la nariz había quedado aplastada como por un golpe de barra de hierro, hacía que le fuera imposible huir. Se encerró en un cuarto amueblado, en Gante, preparó dos revólveres y esperó; y cuando vino la policía, disparó como hubiese disparado sobre los agentes del zar. Los pacíficos gendarmes ganteses pagaban por los cosacos, autores de pogromos –y Sokoloff daba su vida, «aquí o allá, poco importa con tal de darla en plena luz, para despertar a los oprimidos». Que nadie, en aquella Bélgica floreciente donde la clase obrera se convertía en un poder, con sus cooperativas, sus sindicatos ricos, sus mandatarios elocuentes, pudiese comprender el lenguaje y los actos de los idealistas exasperados formados por el despotismo ruso, ¿cómo se habría dado cuenta de ello un Sokoloff? Nuestro grupo se daba cuenta un poco mejor que él, de todos modos no a fondo. Decidimos tomar su defensa ante la opinión, ante el jurado, y yo lo dije en el proceso de Gante: «testigo de descargo»58. Ese combate y muchos otros incidentes, pues nuestro grupo59* revolucionario era en su propaganda extremadamente agresivo, pues había en nosotros una voluntad de desafío casi mortal, hicieron insostenible para nosotros la plaza. Se me hizo imposible encontrar trabajo, incluso como semiobrero tipógrafo; no era el único que estaba en este caso; nos sentíamos en el vacío. No sabíamos a quién hablar. Nos negábamos a comprender a esa ciudad a la que llamábamos «ese pantano», donde no hubiéramos podido cambiar nada, ni siquiera dejándonos matar todos en las plazas… En la casa de un librero-tendero de la calle de Ruysbroek, sospechoso de ser un soplón, había conocido a Édouard Carouy60, un tornero de metales, rechoncho, con un cuerpo de Hércules de feria, de cara espesa fuertemente musculosa, iluminada por pequeños ojos tímidos y astutos. Venía de las fábricas de Lieja, leía a Haeckel61, Los 35
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memorias de un revolucionario enigmas del universo, decía de sí mismo: «Estaba en el camino de llegar a ser una buena bestia. ¡Qué suerte he tenido de comprender!». Y contaba cómo, en los chalanes de la Mosa, había vivido como una bestia, «como los otros» pero más fuerte, por supuesto”, ejerciendo un poco el terror sobre las mujeres, trabajando duro, sisando un poco en las obras de construcción, «sin saber lo que es un hombre y lo que es la vida». Una hermosa mujer joven y ajada, con los cabellos llenos de liendres, con un niño de pecho en sus brazos, y el viejo soplón de barba gris le escuchaban hacerme su confesión de inconsciente «convertido en consciente». Pedía ser admitido en nuestro grupo. Y: «¿Qué debo leer, según tú? –Élisée Reclus62», respondí. «¿No es demasiado difícil? –No», contesté. Pero empezaba ya a entrever que era inmensamente difícil… Lo admitimos, fue buen camarada. Ninguna presciencia ensombreció nuestros encuentros. Más tarde, pronto, habría de morir –de muerte voluntaria– muy cerca de mí… París nos llamaba, el París de Zola, de la Comuna, de la CGT, de los pequeños periódicos impresos con brasa ardiente, el París de nuestros autores preferidos, Anatole France y Jehan Rictus63, el París donde Lenin, a ratos64, redactaba el Iskra y hablaba en las reuniones de emigrados de las pequeñas cooperativas, el París donde tenía su sede el Comité Central del Partido Socialista-Revolucionario Ruso65, donde vivía Burtsev66, que acababa de desenmascarar, en la organización terrorista de ese partido, al ingeniero Evno Azev67, ejecutor del ministro Von Plehve y del gran duque Sergio, agente provocador. Me despedí de Raymond con una ironía amarga. Sin trabajo, lo vi en una esquina, distribuyendo prospaganda para un comerciante de ropa. «¡Salud, hombre libre! ¿Por qué no hombre-sandwich? –Ya llegará, es posible –dijo riendo–, pero las ciudades se acabaron para mí. Lo aplastan a uno. Quiero reventar o trotar por los caminos, por lo menos tendré aire y paisaje. Estoy hasta la coronilla de todos esos hocicos. Sólo espero poderme comprar un par de zapatos…» Se fue por los caminos de las Ardenas, con un camarada, hacia Suiza, hacia el espacio, haciendo la siega, meneando la cal con los albañiles, cortando leña con los leñadores, con un viejo sombrero blando echado sobre los ojos y un tomo de Verhaeren68 en su bolsillo: 36
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un mundo sin evasión posible Nous apportons, ivres du monde et de nous-mêmes, Des coeurs d’hommes nouveaux dans le vieil univers…69 He pensado a menudo desde entonces que la poesía sustituía para nosotros a la oración, hasta tal punto nos exaltaba, hasta tal punto respondía en nosotros a una constante necesidad de elevación. Verhaeren lanzaba para nosotros sobre la ciudad moderna, sus estaciones, sus comercios de mujeres, sus remolinos de muchedumbres, un fulgor de pensamiento ardiente, doloroso y generoso; y tenía gritos de violencia que eran ciertamente los nuestros: «¡Abrir o romperse los puños contra la puerta!». Nos romperemos los puños, ¿por qué no? Vale más que pudrirse… Jehan Rictus70 lamentaba la miseria del intelectual sin un centavo que arrastra sus noches por los bancos de los bulevares exteriores y no había rimas más ricas que las suyas: soñar-engañar, esperanza-desesperanza. En primavera «huele a mierda y a lilas…»71. Partí un día, a la aventura, llevando conmigo diez francos, una camisa de muda, algunos cuadernos de trabajo, algunas fotos de las que nunca me separaba. Delante de la estación, por casualidad, me encontré a mi padre y hablamos de los recientes descubrimientos sobre la estructura de la materia, vulgarizados por Gustave Le Bon72. «¿Te vas? –A Lille, por unos quince días…» Lo creía, pero no habría de volver, no habría de volverlo a ver; las últimas cartas suyas que recibí de Brasil en Rusia, treinta años más tarde, me hablaban todavía de la estructura del continente americano y de la historia de las civilizaciones… Esa Europa ignoraba los pasaportes, la frontera apenas existía. Alquilé en una colonia de mineros, en Fives-Lille, una buhardilla limpia, dos francos cincuenta –cincuenta centavos norteamericanos…– por semana, pagados por adelantado. Deseaba bajar a la mina. Unos viejos mineros cordiales se rieron en mis barbas: «Reventaría usted en dos horas, amigo…». Al tercer día me quedaban cuatro francos, busqué trabajo mientras me imponía un racionamiento: una libra de pan, un kilo de peras verdes, un vaso de leche (la leche, conseguida a crédito con la amable casera), veinticinco céntimos al contado que gastar por día. El fastidio fue que mis suelas empezaron a traicionarme y que al octavo día de ese régimen los vahídos me obligaban a desmoronarme 37
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memorias de un revolucionario sobre los bancos en los jardines públicos, obsesionado por el sueño de una sopa de tocino. Mis fuerzas se iban, no iba a servir para nada, ni siquiera para lo peor; una pasarela de hierro tendida por encima de los rieles de la estación empezaba a atraerme estúpidamente, cuando el encuentro providencial de un camarada, que vigilaba en la calle unos trabajos de canalización, me salvó. Casi en seguida encontré trabajo en casa de un fotógrafo de Armantières, a cuatro francos por día –una fortuna. No quise abandonar la colonia y salía al alba con los proletarios cubiertos de cascos de cuero, en la triste niebla matinal, viajaba en medio del escorial, luego me encerraba para el resto del día en un estrecho laboratorio donde trabajábamos alternativamente con luz verde y roja. Por la noche, antes de que la fatiga acabase conmigo, leía un momento L’Humanité de Jaurès73 –con admiración, con irritación. Detrás del tabique vivía una pareja: se adoraban y el hombre golpeaba fuerte a la mujer antes de tomarla. La oía murmurar a través de sus llantos: «Pégame más, más». Encontraba insuficientes los estudios que había leído sobre la mujer proletaria. ¿Serían pues necesarios siglos para transformar este mundo, a estos seres? Cada uno de nosotros no tiene sin embargo más que una sola vida ante sí. ¿Qué hacer? El anarquismo nos poseía enteros porque nos pedía todo, nos ofrecía todo. No había un rincón de la vida que no iluminase, por lo menos así nos parecía. Podía uno ser católico, protestante, liberal, radical, socialista, sindicalista incluso sin cambiar nada en su vida, en la vida por consiguiente. Bastaba después de todo leer el periódico correspondiente; en rigor, frecuentar el café de los unos o de los otros. Tejido de contradicciones, desgarrado en tendencias y subtendencias, el anarquismo exigía ante todo la concordancia de los actos y de las palabras (cosa que exigen a decir verdad todos los idealismos, pero cosa que todos olvidan al adormecerse). Por eso fuimos hacia la tendencia extrema (en aquel momento), aquella que llegaba, por una dialéctica rigurosa, a fuerza de revolucionarismo, a no necesitar ya la revolución. Nos veíamos empujados un poco a ello por el asco de cierto anarquismo académico muy asentado, cuyo pontífice era Jean Grave74 en Temps Nouveaux. El individualismo acababa de ser afirma38
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un mundo sin evasión posible do por Alberto Libertad75, al que admirábamos. No se sabe su verdadero nombre. No se sabe nada de él antes de la predicación. Inválido de las dos piernas, apoyado en unas muletas que usaba vigorosamente en las escaramuzas, gran peleador por lo demás, llevaba sobre un torso poderoso una cabeza barbuda de frente armoniosa. En la miseria, llegado como un clochard del sur, empezó su predicación en Montmartre, en los círculos libertarios y las colas de pobres gentes a las que se distribuía la sopa no lejos de los solares del Sacré-Coeur. Violento y magnético, se convirtió en el alma de un movimiento de tan extraordinario dinamismo que todavía hoy no está del todo apagado. A él le gustaba la calle, la multitud, el barullo, las ideas, las mujeres, vivió dos veces maritalmente con dos hermanas, las hermanas Mahé, las hermanas Morand. Tuvo hijos que se negó a inscribir en el registro civil. «¿El registro civil? No sé qué es. ¿El nombre? Me importa un carajo, ellos tomarán el que quieran. ¿La ley? Que se vaya al demonio.» Murió en 1908, a consecuencia de una pelea, en el hospital, no sin legar su cuerpo –«mi carroña», decía él– a los prosectores para la ciencia. Su doctrina, que se convirtió casi en la nuestra, era esta: «No esperar a la revolución. Los prometedores de revolución son farsantes como los otros. Haz tu revolución tú mismo. Ser hombres libres, vivir en camaradería». Simplifico evidentemente, pero era también de una bella sencillez. Mando absoluto, reino, «y que reviente el viejo mundo». De allí salieron naturalmente muchas desviaciones. «Vivir según la razón y la ciencia», concluyeron algunos, y su pobre cientificismo, que invocaba a menudo la biología mecanicista de Félix Le Dantec76*, los condujo a toda clase de ridículos como la alimentación vegetariana sin sal y el frutarismo, y también a finales trágicos. Íbamos a ver a jóvenes vegetarianos emprender luchas sin solución contra la sociedad entera. Otros concluyeron «Seamos gente de las afueras, no hay lugar para nosotros sino en el margen de la sociedad», sin sospechar que la sociedad no tiene margen, que se está siempre en ella, aunque sea en el fondo de las mazmorras, y que su «egoísmo consciente» coincidía por abajo, entre los vencidos, con el individualismo burgués más feroz. Otros finalmente, yo entre ellos, intentaron realizar a la par la transformación individual y la acción revolucionaria, según la 39
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memorias de un revolucionario frase de Élisée Reclus: «Mientras dure la iniquidad social, seguiremos estando en estado de revolución permanente…» (cito de memoria). El individualismo libertario nos ponía en contacto con la más punzante realidad, con nosotros mismos. Sé tú mismo. Sólo que se desarrollaba en otra ciudad-sin‑evasión-posible, París, inmensa jungla donde un individualismo primordial, mucho más peligroso que el nuestro, el de la lucha por la vida más darwiniana, regía todas las relaciones. Habiendo partido de las servidumbres de la pobreza, volvíamos a encontrarnos ante ellas. Ser uno mismo hubiera sido un precioso mandamiento y tal vez un alto cumplimiento, a condición de que hubiera sido posible; sólo empieza a ser posible cuando las necesidades más imperiosas del hombre, las que lo confunden con los animales más que con sus semejantes, están satisfechas. La alimentación, la guarida, el vestido debíamos conquistarlos en plena lucha; y después la hora para leer y meditar. El problema de los jóvenes sin un centavo desarraigados por una irresistible aspiración, «arrancados de los arneses», como decíamos nosotros, se planteaba en términos casi insolubles. Muchos camaradas debían deslizarse pronto hacia lo que llamaron el ilegalismo, la vida no ya al margen de la sociedad, sino al margen del código. «No queremos ser ni explotadores ni explotados», afirmaban sin darse cuenta de que se convertían, a la vez que seguían siendo lo uno y lo otro, en hombres acosados. Cuando se sintieron perdidos, decidieron dejarse matar, no aceptando la cárcel. «¡La vida no vale esto!», me decía uno de ellos, que nunca salía sin su browning. «Seis balas para los perros de la policía, la séptima para mí. Sabes, tengo el corazón ligero…» Un corazón ligero pesa mucho. La doctrina de la salvación que está en nosotros desembocaba, en la jungla social, en la batalla del Uno contra todos. Una verdadera explosión de desesperación maduraba entre nosotros sin que lo supiésemos. Hay las ideas; y detrás de las ideas, en esos repliegues de la con ciencia donde se elaboran por medio de las oscuras químicas de la represión, de la censura, de la sublimación, de la intuición y de muchos fenómenos que no tienen nombre, hay, informe, vasto, pesado, a menudo asfixiante, nuestro sentimiento profundo del ser. En esas regiones, las raíces de nuestro pensamiento se hundían en la desespe40
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un mundo sin evasión posible ración. Nada que hacer. Este mundo es inaceptable en sí; inaceptable la suerte que nos reserva. El hombre está vencido, perdido. Estamos aplastados de antemano, hagamos lo que hagamos. Una joven comadrona anarquista renunció a su oficio «porque es un crimen traer a la vida a un ser humano». Unos años más tarde, en el momento en que, despertado ya a la esperanza por la Revolución rusa77, acepté, para llegar a Petrogrado en llamas, pasar por algún sector del frente de la Champaña, a riesgo de acabar allí en una fosa común, a riesgo de matar en la trinchera de enfrente a hombres mejores que yo, escribí: «La vida no es un bien tan grande como para que sea un mal perderla, un crimen arrebatarla…»78. Anatole France ha expresado en sus obras algunas de las intuiciones más características de aquel tiempo, y terminaba su gran sátira de la historia de Francia, La isla de los pingüinos 79, estimando que nada mejor podía hacerse, si tal cosa fuese posible, que construir una formidable máquina infernal para hacer saltar en añicos el planeta «a fin de satisfacer la conciencia universal que por lo demás no existe». El gran burgués escéptico cerraba así, definitivamente, el círculo en el que girábamos nosotros, ¡y lo hacía por generosidad! René Valet80, mi amigo, era una hermosa fuerza errante. Nos habíamos conocido en el Barrio Latino, habíamos discutido de todo, casi siempre de noche, en los alrededores de la montagne Sainte-Geneviève, en los pequeños bares cercanos al bulevar SaintMichel. Barrès, France, Apollinaire, Luis Nazzi81… Murmurábamos juntos retazos de L’oiseau blanc de Vildrac, de la Ode à la foule de Jules Romains, del Revenant de Jehan Rictus82. René era legal, acomodado, tenía incluso, no lejos de Denfert-Rochereau, su pequeño taller de cerrajería. Me parece verlo allí, alzándose como un joven Sigfrido para comenzar el fin del globo terráqueo según France. Luego, René volvía a caer lentamente sobre el asfalto de los bulevares, con una sonrisa atravesada. «Lo cierto es que somos canicas… ¡Eh, canica!» Su bella cabeza cuadrada de pelirrojo, su barbilla de energía, sus ojos verdes, sus manos de vigor, su caminar de atleta, de atleta liberado, por supuesto. (Le gustaba llevar el ancho pantalón de pana de los peones, la faja de franela azul.) Erramos juntos alrededor de una guillotina, durante una tarde de motín, estragados de tristeza, asqueados de debilidad, rabio41
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memorias de un revolucionario sos en una palabra. «Estamos delante de un muro –nos decíamos–, ¡y qué muro!» «¡Los muy cerdos!», murmuraba sordamente el pelirrojo, y me confesó al día siguiente que su mano, durante toda esa noche, se había crispado sobre la frescura negra de una browning. Pelear, pelear, ¿qué otra cosa podía hacerse? Y perecer, no tenía importancia. René se lanzó en una mortal aventura por espíritu de solidaridad, para ayudar a los camaradas perdidos, por necesidad de combate, en el fondo por desesperación. Esos «egoístas conscientes» iban a hacerse matar por amistad. El París opulento de los Champs‑Elysées, de Passy, e incluso de los grandes bulevares comerciales era para nosotros como una ciudad extranjera o enemiga. Nuestro París tenía tres focos: la vasta ciudad obrera que empezaba en alguna parte de una mortecina zona de canales, de cementerios, de baldíos y de fábricas, hacia Charonne, Pantin, el puente de Flandre, trepaba las alturas de Belleville y Ménilmontant, se convertía allí en una capital plebeya ardiente, miserable y nivelada como un hormiguero, luego, en sus fronteras con la ciudad de las estaciones y de los placeres, se rodeaba, bajo los puentes de hierro del metro, de barrios turbios. Pequeños hoteles de paso, «mercaderes de sueños» en cuyos establecimientos por veinte sous podía uno recobrar el aliento en un tejaván sin ventilación, bares frecuentados por los rufianes, enjambres de chicas con moño y delantales de colores en las aceras… Los estruendosos trenes del metro se hundían de pronto en su túnel, bajo la ciudad, y yo me detenía en un círculo de transeúntes para escuchar y ver al Hércules y al Deshuesado, charlatanes asombrosos, payasos con una dignidad llena de sorna, a los que siempre les faltaban quince sous antes de hacer allí mismo sus números más lindos, sobre una antigua alfombra tendida sobre el pavimento. En medio de otro círculo, al caer la noche, en la hora de la salida de los talleres, el ciego, la gruesa comadre y la huérfana sentimental cantaban los estribillos del momento: «los caballeros de la lu-una…»83, y también en esa romanza se hablaba de noche morena y de amor frenético… Nuestro Montmartre bordeaba, sin mezclarse con él, el de los cabarés de artistas, los bares frecuentados por mujeres con sombreros de plumas, que llevaban vestidos trabados en los talones, Moulin Rouge, etc. Sólo admitíamos el Lapin Agile del viejo Frédé84, donde se can42
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un mundo sin evasión posible taban viejas canciones francesas, algunas de las cuales se remontaban tal vez a los tiempos de François Villon, que fue truhán, triste y alegre muchacho, poeta, rebelde como nosotros –y que fue ahorcado. La antigua calle de Rosieres, donde fusilaron durante la Comuna a los generales Lecomte y Clément Thomas85, convertida en la calle del Caballero de La Barre86, no había cambiado de rostro desde la época de las barricadas salvo en una parte de su recorrido. En ese lugar, en la cumbre de la colina, terminaban de construir lentamente la basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en una especie de falso estilo hindú, monumentalmente burgués. Al pie de esas obras, los librepensadores radicales habían hecho levantar el monumento del joven Caballero de La Barre, quemado por la Inquisición. La basílica y el caballero de mármol blanco miran los techos de París, y un océano de techos grises, por encima de los cuales sólo se elevaban en la noche pocas luces sin fuerza y vastos halos rojizos de plazas en delirio. Nos acodábamos allí para desenvainar las ideas. En la otra punta de la calle, las casas del siglo pasado estaban todas de pie, un crucero irregular ostentaba su pavimento en la cumbre de un cruce de calles de las que una era una pendiente empinada y la otra de escaleras todas grises. Frente a una vieja y alta casa de postigos verdes, las Charlas populares y la redacción de l’anarchie, fundadas por Libertad, ocupaban una casa baja, llena del ruido de las prensas, de canciones y de discusiones apasionadas87. Allí me reunía con Rirette88, pequeña militante agresiva y delgada, de perfil gótico, con Émile Armand89, ideólogo enclenque, con barbita y gafas que llevaba torcidas, ex oficial del Ejército de Salvación, recluso de la víspera90, dialéctico empecinado, a veces sutil, que sólo hablaba en nombre del yo: «Yo propongo, yo no impongo», mascullaba casi, pero de su mascullar se desprendía la teoría más nefasta, la del ilegalismo, que transformaba a los libertarios, los marginales, los idealistas de la vida en camaradería, en especialistas de oscuros oficios fuera de la ley. El principal tema de las discusiones, algunas de las cuales terminaron a tiros, entre la sangre de los camaradas, era el «valor de la ciencia». ¿Era necesario que la ley científica rigiese toda la vida de los hombres nuevos, con exclusión del sentimiento irracional, con exclusión de todo idealismo «heredado de las creencias ancestrales»? 43
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memorias de un revolucionario El cientificismo obstinado de Taine y de Le Dantec91*, reducido aquí, por vulgarizadores fanáticos, a fórmulas semejantes a las de un álgebra, se convertía en el catecismo de la rebeldía individualista: yo solo contra todos y «yo no he puesto mi causa en nada», como proclamaba antaño el hegeliano Max Stirner92. La doctrina de la «vida en camaradería» atenuaba un poco el aislamiento sin perdón de los rebeldes, pero formando un medio estrecho, provisto de un lenguaje psicológico que exigía una larga iniciación. Ese medio fue para mí a la vez atractivo y violentamente antipático. Yo estaba bastante lejos de esos puntos de vista elementales, ya que otras influencias se ejercían en mí, había otros valores a los que no podía ni quería renunciar, y era esen cialmente el idealismo revolucionario de los rusos. Por suerte había encontrado trabajo fácilmente en Belleville, como dibujante en una fábrica de máquinas, diez horas por día, doce horas y media con la ida y la vuelta, a partir de las seis y media de la mañana. En la noche, el funicular y el metro me llevaban hacia la orilla izquierda, el Barrio Latino, nuestro tercer París, el que a decir verdad prefería yo. Me quedaba una hora y media para leer en la biblioteca Sainte-Geneviève con un cerebro cansado que ya sólo funcionaba a medias. Tomé alcohol para leer, pero a la mañana siguiente lo había olvidado todo. Abandoné el «buen puesto» embrutecedor, el encanto macilento de las Buttes-Chaumont en la mañana, el encanto de la noche cuando la calle se llenaba de luces y de ojos de las jóvenes mujeres del trabajo. Fui a instalarme en una buhardilla de hotel, en la plaza del Panteón, y a intentar vivir enseñando francés a estudiantes rusos y haciendo pequeños trabajos intelectuales93. Más valía morirse un poco de hambre leyendo en el jardín de Luxemburgo que comer a satisfacción dibujando bielas hasta no poder ya pensar en nada. Desde mi ventana divisaba la plaza, la reja del Panteón, El Pensador de Rodin; hubiera querido saber el lugar exacto donde en 1871 habían fusilado aquí al doctor Tony Moilin94 por haber curado a los heridos de la Comuna. El Pensador de bronce me parecía meditar sobre este crimen en espera de que lo fusilaran a su vez. ¡Qué insolencia, en efecto, no hacer otra cosa que pensar y qué peligro si llegase a alguna conclusión95! 44
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un mundo sin evasión posible Un socialista-revolucionario me había introducido en los medios rusos de su partido. Era un gentleman alto y lampiño, de modales americanizados, letrado, estudioso, encargado a menudo por el partido de misiones en Estados Unidos. El Partido Socialista-Revolucionario ruso atravesaba una dura crisis moral; varios agentes provocadores habían sido desenmascarados en sus organizaciones de combate. El militante que me había acogido a mi llegada a París, con el que había hablado durante toda una noche de Maeterlinck y del sentido de la vida96, se llamaba Patrick, llevaba una existencia ejemplar, resistía la desmoralización general, conservaba un optimismo sano. Cuando en 1917 los archivos del servicio secreto de la Ojrana97 en París se abrieron, nos enteramos de que Patrick era también un agente provocador, pero eso no tenía ya ninguna importancia. Llevé una vida múltiple: atraído por los irregulares de París, ese subproletariado de gente sin clase y de «liberados» que alimentaba sueños de libertad y de dignidad al borde siempre de la cárcel; y respirando entre los rusos un aire mucho más puro, decantado por el sacrificio, la fuerza, la cultura. Enseñé francés a una joven deslumbrante que se vestía de rojo98, maximalista, una de las pocas sobrevivientes del atentado de la isla Aptekarsky en Petersburgo99. Tres maximalistas en uniforme se habían presentado durante una recepción en la villa del presidente del Consejo Stolypin100 y se habían hecho volar ellos mismos en el vestíbulo para que la villa quedase casi enteramente destruida. Se hablaba a mi alrededor, como si acabasen de salir de la habitación, de Salomón Ryss101, «Medvied», el Oso, que había entrado en la Ojrana para desviarla y desorganizarla, había fracasado y acababa de ser ahorcado; de Petrov102, que había hecho lo mismo en Petersburgo y acababa de matar al jefe de la policía secreta; de Guershuni103, que rechazaba el indulto por desprecio al zar, al que sin embargo no se atrevían a ahorcar, que se evadía y moría aquí, muy cerca de nosotros, tuberculoso; de aquel Egor Sazonoff 104 que daba dos veces su vida, la primera vez al lanzar una bomba bajo la carroza de Von Plehve, la segunda al suicidarse en el presidio, pocos meses antes de ser liberado, para protestar contra los malos tratos de que eran víctimas sus camaradas. La nueva teoría de la energética, 45
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memorias de un revolucionario de Mach y de Avenarius105, que renovaba la noción de la materia, era para nosotros un acontecimiento capital… Al salir de esas conversaciones, me encontraba con el viejo Édouard Ferral106 que vendía en la esquina del bulevar Saint-Michel y de la calle Soufflot sus números de «L’Intran! L’Intran!»107. Voceaba la gaceta con suave voz temblorosa. Llevaba unos inverosímiles zapatones desgastados, un traje de auténtico vagabundo; un lamentable sombrero de paja amarillo le auroleaba la frente. Barbudo como Sócrates, con una llama espiritual en sus pequeños ojos del color del agua del Sena, vivía sin necesidades en el último fondo de los bajos fondos de París. Nunca supe qué choques lo habían quebrado hasta ese punto, pues era sin duda una de las mejores inteligencias del movimiento libertario, herético por naturaleza, amado y admirado por los jóvenes. Sólidamente instruido, capaz de recitar y de traducir a Virgilio con lirismo en los miserables cafetines de la plaza Maubert, adonde le gustaba llevarnos. Discípulo de Georges Sorel108, teórico a su vez del sindicalismo, le añadía las ideas de Mecislas Goldberg109, que murió más o menos de hambre en el Barrio Latino afirmando que la más alta misión revolucionaria incumbe a la chusma. Ferral me introdujo a un mundo aterrador, el de la absoluta indigencia, la decadencia aceptada, del final del hombre bajo el cascajo de la gran ciudad. Una tradición de aplastamiento total de los vencidos se mantenía allí –se mantiene todavía– desde hace por lo menos diez siglos. Esos miserables descendían directamente de los primeros truhanes de París, tal vez de la plebe más baja de Lutecia. Eran más viejos que Notre-Dame y nunca ni Santa Genoveva ni la buena virgen habían podido hacer nada por ellos. La prueba es que nadie podía salvarlos… Yo los veía en los bares de la plaza Maub110, bebiendo su piccolo, comiendo sobras de embutidos, rehaciendo los vendajes (algunos espectaculares y falsos) de sus úlceras; los oía discutir los asuntos de la corporación, la atribución de un lugar remunerador de mendicidad, que había quedado vacante por el deceso de alguno que acababan de encontrar muerto bajo un puente. Otros arreglaban sus canastas de cerillas y de agujetas de zapatos, otros finalmente se despiojaban discretamente. Sólo se podía entrar a sus 46
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un mundo sin evasión posible casas si alguien lo llevaba a uno, y entonces le dirigían a uno miradas intrigadas, lagrimosas y burlonas. Un hedor de jaula de fieras se estancaba en esos locales, donde a veces se podía dormir en la noche apoyando los codos sobre una cuerda tendida, cuando el frío y la lluvia hacen inhóspitos los terrenos baldíos y los arcos de los puentes. Allí, por supuesto, sólo se oía jacter (es decir «hablar») el armuche, un argot particular que no era exactamente el de los jóvenes matones con gorra de visera que jugaban a las cartas detrás de las vitrinas de los bares vecinos vigilando con el rabillo del ojo a sus mujeres apostadas en la sombra de las puertas cocheras, cerca de los hoteluchos. Esos jóvenes y esas mujeres de cuarenta centavos, vistos desde aquí, formaban una aristocracia. Lo que la ciudad puede hacer del hombre, la animalidad de perro sarnoso, apestado, acosado a la que lo reduce, era algo que yo veía con espanto y que me ayudaba a comprender las Cartas históricas de Pierre Lavroff 111 sobre el deber social… El clochard 112, vagabundo típico de París, es un ser acabado, con los resortes interiores quebrados, que ha aprendido a gozar débilmente, pero también tenazmente, de la poca existencia vegetativa que le queda. Los ropavejeros formaban un mundo aparte, cercano pero diferente, cuyos centros se encontraban en la barrera de Italia, en Saint-Ouen; menos rebajados, algunos amasaban fortunas, puesto que explotaban una materia prima abundante: los desechos de la ciudad. Los verdaderos desechos humanos no tenían ni siquiera eso, y no bastante fuerza, y demasiada flema para el esfuerzo sistemático de los rebuscadores de basureros. Me sucedió, en un mal momento, que viví algunos días en otro mundo conexo, el de los vendedores de ediciones especiales de los grandes periódicos. Algunos pobres diablos compraban en la cola de los privilegiados, bajo una entrada lateral de Le Matin, diez periódicos que iban a vocear al bulevar Saint-Denis, a riesgo de que el voceador habitual les rompiera la cara, y eso les dejaba veinte céntimos. Los polizontes y los vendedores titulares, por cualquier susurro, los agarraban por el cuello de la camisa y los tiraban al suelo como los guiñapos humanos que sin duda eran. ¡Cuidado, eh, gusano! Yo traducía novelas rusas y poemas: Artzybachev, Balmont, Merejkovski113, para un amable publicista ruso que firmaba esos trabajos: 47
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memorias de un revolucionario gracias a lo cual, al dar la medianoche, podía, cerca de un brasero del mercado central (Les Halles), bajo la maciza silueta achaparrada de San Eustaquio, invitar a Ferral a una sopa de cebollas. Uno de los ras gos particulares del París obrero de aquel tiempo es que lindaba por amplias zonas con la chusma, es decir el vasto mundo de los irregulares, de los caídos, de los míseros, de los contrabandistas. Eran pocas las diferencias esenciales entre el joven obrero o artesano de los viejos barrios del centro y el rufián de las callejuelas que rayaban el mercado central. El chofer, el mecánico despierto birlaban regularmente todo lo que podían en la casa del patrón, por espíritu de clase («eso le llevo ganado al mono») y porque estaban «liberados» de los prejuicios… Tenían una mentalidad belicosa y anarquizante, canalizada en sentidos inversos por dos movimientos opuestos, el del sindicalismo revolucionario de la CGT114, que arrastraba al verdadero proletariado hacia la lucha por reivindicaciones positivas con un gran idealismo nuevo, y aquel otro, amorfo, de los grupos anarquistas. Entre los dos y por debajo flotaban masas inestables y enfermas. Dos manifestaciones extraordinarias marcaron fecha para mí, como para París entero en aquella época, y creo que el historiador no podrá ignorar su significación. La primera fue la del 13 de octubre de 1909. Aquel día nos ente ramos de esta cosa increíble: la ejecución de Francisco Ferrer115, ordenada por Maura, permitida por Alfonso XIII116. El fundador de la escuela moderna de Barcelona, absurdamente considerado responsable de una sublevación popular de unos cuantos días, caía en los fosos de Montjuich gritando a los soldados del pelotón: «¡Os perdono, hijos míos! ¡Apuntad bien!» (Más tarde fue «rehabilitado» por la justicia española.) Yo había escrito, aun antes de que lo detuviesen, el primer artículo de la vasta campaña de prensa que se hizo en su favor. Su inocencia palmaria, su papel de pedagogo, su valor de librepensador y hasta su fisonomía de hombre medio hacían que fuese infinitamente querido de una Europa generosa, en plena fermentación. Una verdadera sensibilidad internacional nacía año por año, respondiendo a los progresos de la civilización capitalista; se pasaban las fronteras sin formalidades, algunos sindicatos facilitaban los viajes de sus miem48
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un mundo sin evasión posible bros, el comercio y las relaciones intelectuales parecían en vías de unificar el mundo. Ya en 1905 los pogromos antisemitas de Rusia117 habían provocado en todas partes una ola de reprobación. De punta a punta del continente –excepto en Rusia, excepto en Turquía– el asesinato jurídico de Ferrer alzó en veinticuatro horas en protestas furiosas a poblaciones enteras. En París, el movimiento fue espontáneo. De todos los barrios confluyeron hacia el centro, por centenares de miles, obreros y gentes de la clase media movidos por una terrible indignación. Los grupos revolucionarios seguían más que guiaban a esas masas. Los redactores de periódicos revolucionarios, sorprendidos de su súbita influencia, lanzaron la consigna: «¡A la embajada de España!». Hubieran entrado a saco en la embajada, pero el prefecto Lépine118 cerró los accesos al bulevar Malesherbes y se trabaron furiosas peleas en esas arterias confortables, rodeadas de bancos y de residencias aristocráticas. Los remolinos de la multitud me llevaron entre quioscos de periódicos que llameaban en la acera y carruajes volcados cuyos caballos, cuidadosamente desenganchados, miraban estúpidamente los caparazones vacíos. Los agentes ciclistas combatían a golpes de bicicleta, haciendo girar con todo el brazo sus máquinas levantadas. Lépine recibió a diez metros una descarga de revólver que partió del grupo de periodistas de La Guerre Sociale, de Le Libertaire y de l’anarchie. El cansancio y la noche calmaron el motín que dejó al pueblo de París una exaltante sensación de fuerza. El gobierno autorizó para dos días más tarde una manifestación legal conducida por Jaurès, en la que desfilamos quinientas mil personas, enmarcados por la guardia republicana a caballo, apaciguados, midiendo aquel crecimiento de un poder nuevo… De esa manifestación a la segunda, la caída fue vertical. Miguel Almereyda119 había tomado parte en la organización de la primera y fue el animador de la segunda. Yo lo había ayudado a esconderse en Bru selas, donde se había burlado duramente de mis veleidades tolstoianas de un momento. En una palabra, éramos amigos. Yo le decía: «No serás más que un arribista, ustedes empezaron mal». Me contestaba: «No entiendes nada de París, viejo. Quítate de encima la costra de las novelas rusas. Aquí la revolución necesita dinero». Representaba 49
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memorias de un revolucionario un éxito humano como pocos he conocido. De una belleza física de catalán de buena raza, de frente grande, con ojos ardientes, muy elegante, periodista brillante, orador lleno de seducción, buen político libertario, hábil en los negocios, capaz de manejar a una multitud, de montar un proceso, de enfrentarse a las porras de la policía, a los revólveres de algunos compañeros, a la malevolencia de los ministros y de anudar una gran intriga; con relaciones en los ministerios y amigos devotos en los tugurios… Mandaba robar en el cajón de Clemenceau un recibo de quinientos francos firmado por un agente provocador sindicalista, se presentaba en el juzgado penal, conseguía una absolución con felicitaciones del jurado, aumentaba la tirada de La Guerre Sociale, periódico cuya alma eran él, Gustave Hervé, «el General», y Eugéne Merle120, que habría de convertirse en el más dinámico y el más balzaciano de los periodistas parisinos. Almereyda había tenido una infancia triste, que pasó en parte en un correccional por un robo menudo. Fue él quien, después de Ferrer, se apoderó del caso Liabeuf 121. Fue una batalla social extraña y salvaje. Preludió algunos otros dramas. Batalla de los bajos fondos. Liabeuf, veinte años, obrero, criado en el bulevar Sebastopol, enamorado de una mujercita del arroyo; los agentes de la moral, redimidores de muchas, viéndolos juntos, lo hicieron condenar como chulo. No lo era, al contrario, soñaba con sacar a aquella muchacha del negocio. El abogado designado de oficio no vino a la audiencia. Las protestas del acusado naturalmente no sirvieron de nada, un juez del correccional despachaba esos asuntos en cinco segundos, y los agentes están juramentados, ¿no es así? Liabeuf se sintió marcado por la infamia. Al salir de la cárcel se armó con un revólver, se puso en los brazos brazaletes con clavos, debajo de una capa, y fue a vengarse. Lo detuvieron, clavado al muro de un sablazo. Había herido a cuatro agentes. Condena a muerte. La prensa de izquierda hacía el proceso de la policía moral y reclamaba el indulto. El jefe de policía Lépine, un señor chiquito fríamente histérico cuya barbita presidía cada primero de mayo el apaleo de manifestantes, exigía la ejecución. Almereyda122 escribió que si se atrevían a alzar la guillotina, habría más sangre alrededor que debajo de ella, y llamó al 50
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un mundo sin evasión posible pueblo de París a impedir por la fuerza la ejecución. El Partido Socialista sostenía el movimiento. La noche de la ejecución, multitudes heterogéneas llegadas de todos los barrios, de todos los linderos donde pululaban el crimen y la miseria, convergieron hacia ese lugar único de París, siempre lívido de día, siniestro de noche; en el bulevar Arago, casas burguesas de un lado, que no se dan cuenta de nada con sus cortinas bien cerradas delante del «cada uno para sí» –y Dios para todos, si quieren ustedes–, dos filas de espesos castaños del otro lado, bajo el muro, un muro de gruesas piedras unidas con cemento, de un gris pardo inerte, el más mudo, el más inexorable de los muros de cárcel; seis metros de altura. ¿Cómo es posible que los enamorados, que vienen a pasearse allí en la oscuridad, en las noches de verano, no sientan la baja inhumanidad que emana de ese muro?, me he preguntado muchas veces al pasar por ese bulevar trivialmente trágico –o encerrado yo mismo del otro lado del muro. Parejas excitadas, salidas de los bailes populares, la chica y su hombre, un poco siniestros también, la chica demasiado alegre, con los ojos agrandados por la pintura, el hombre con gorra de visera haciendo en broma el gesto de cortarse el cuello con el canto de la mano, afluían; algunos llegaron en taxi procedentes de los cabarés, con trajes de gala, con plumas en los cabellos de las queridas de lujo: alrededor de esos aficionados a las ejecuciones subieron gritos y amenazas. Yo había venido con Rirette, con René123, el exasperado, con el viejo Ferral todo iluminado de desolación y que parecía flotar, increíblemente débil, en su traje casi en harapos. Los militantes de todos los grupos estaban allí, contenidos por las vallas de policías negros que realizaban extraños movimientos. Los clamores y las camorras rabiosas estallaron al llegar el furgón de la guillotina escoltado por un pelotón de caballería. Durante horas, fue una batalla en el lugar, las cargas de la policía nos rechazaban apenas, en la oscuridad, hacia calles laterales, de donde las oleadas de la multitud desbordaban de nuevo un instante después. Jaurés, reconocido a la cabeza de una columna, fue dejado medio inconsciente. Almereyda maniobraba en vano para forzar las vallas. Hubo muchos golpes y un poco de sangre –un agente murió. Al alba, la fatiga amontonó a la multitud; en el momento en 51
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memorias de un revolucionario que cayó la cuchilla sobre una cabeza furiosa que seguía gritando su inocencia, un delirio impotente se apoderó de los veinte o treinta mil manifestantes y se exhaló en un largo grito: «¡Asesinos!». Las vallas de agentes sólo se movían ya con cansancio. «¿Ves el muro?», me gritaba René. Cuando regresé por la mañana a aquel lugar del bulevar, un agente gordo, de pie sobre el cuadrado de arena fresca lanzada sobre la sangre, pisoteaba cuidadosamente una rosa. Un poco más lejos, apoyado contra el muro, Ferral se frotaba suavemente las manos. «¡Qué canallada la sociedad!». De aquel día data la repulsión y el desprecio que me inspira la pena de muerte, que sólo responde al crimen del primitivo, del atrasado, del extraviado, del medio loco, del desesperado, con un crimen colectivo, cometido a sangre fría, por hombres investidos de autoridad y que se creen por eso inocentes de la sangre miserable que derraman. Nada veo más absurdamente inhumano sino la tortura sin objeto de las penas perpetuas y de las penas muy largas. Después de la batalla por el ideólogo Ferrer, el combate nocturno por el desesperado Liabeuf mostraba –pero nosotros no lo veíamos– en qué callejón sin salida se encontraba en París el movimiento revolucionario, con todas sus tendencias… Ardiente y poderosa en 1906-1907, la Confederación General del Trabajo empezaba a declinar, llena de prudencia en pocos años por el desarrollo de las categorías obreras bien retribuidas. El «insurreccionalismo» de Gustave Hervé y de Miguel Almereyda giraba en el vacío, expresando sólo en última instancia una necesidad de violencia verbal y física. La Europa pletórica cuya riqueza y cuyo bienestar se habían acrecentado en los últimos treinta años, desde 1880 en proporciones sin precedente, fundaba su régimen social en viejas iniquidades, formando así en sus grandes ciudades una capa social limitada pero numerosa a la que el progreso industrial no traía ninguna esperanza real y no producía sino un mínimo de conciencia, justo lo necesario para esclarecerla sobre su infortunio. Y por su exceso mismo de vigor, tanto como por su estructura histórica incompatible con las nuevas necesidades de la sociedad, esa Europa entera se veía arrastrada hacia las soluciones de violencia. Respirábamos el aire opresivo de la preguerra. Los aconte52
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un mundo sin evasión posible cimientos anunciaban claramente la catástrofe. Incidente de Agadir, reparto de Marruecos, matanza de Casablanca124; Italia, con la agresión contra la Tripolitana, iniciaba el desmembramiento del imperio otomano125 y el poeta «futurista» Marinetti126 describía el esplendor de las entrañas humeantes al sol sobre un campo de batalla… El imperio de Austria se anexaba Bosnia-Herzegovina127. El zar, pidiendo dinero prestado a la República francesa, seguía mandando ahorcar y deportar a los mejores hombres de la Rusia. En los dos extremos del mundo lejano prendían para nuestro entusiasmo las revoluciones mexicana y china128. Yo había fundado en la orilla izquierda del Sena, al borde del Barrio Latino, un círculo de estudios, «La Libre Investigación»129, que se reunía en la calle Grégoire-de-Tours, en el piso superior de una cooperativa socialista, al fondo de unos corredores negros en los que hacían estorbo unos toneles. Las casas vecinas eran casas de mala nota, con faroles rojos, gruesos números, puertas iluminadas, rótulos estilo siglo xvii: La Canasta Florida. El crucero populoso, lleno de puestos que desbordaban sobre las aceras, de pequeños bares sospechosos y de vendedoras ambulantes, de la calle de Buci, me proporcionaba, según me parecía, la sensación del París de Luis XVI. Conocía todas sus viejas puertas y leía en las fachadas desportilladas, por encima de los anuncios de los alquiladores de trajes de noche, la marca, invisible para otros, del Terror. Polemizaba en las reuniones públicas con los demócratas cristianos del Sillon130, que eran duros peleadores, y los monárquicos caldeados al extremo por Léon Daudet131. Cuando aparecía en la tribuna el gordo Léon, con su perfil carnoso de Borbón de la decadencia o de financiero israelita –es exactamente el mismo perfil–, formábamos en un rincón escogido de antemano una formación de combate, y cuando anunciaba con su voz tonante «la monarquía tradicional, federalista, antiparlamentaria», etcétera, se disparaban nuestras interrupciones burlonas: «¡Un siglo de atraso! ¡Coblenza! ¡La guillotina!», y yo pedía la palabra, protegido por una muralla de compañeros sólidos. Los camelots du roi 132 esperaban ese instante para abalanzarse sobre nuestra formación, pero no siempre teníamos las de perder. Georges Valois133, 53
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memorias de un revolucionario ex anarquista también él, recientemente convertido al monarquismo, aceptaba en cambio de buena gana discutir con nosotros su doctrina sindicalista-monárquica, e invocaba a Nietzsche, a Georges Sorel, el «mito social», las corporaciones de las comunas de la Edad Media, el sentimiento nacional… Unos camaradas me ofrecieron entre tanto volver a la dirección134 de l’anarchie, transferida de Montmartre a los jardines de Romainville y amenazada por escisiones de tendencia. Puse como condición que el equipo precedente de redactores y tipógrafos, formado de «individualistas científicos» y cuya alma era Raymond Callemin se fuese y que me dejasen reclutar mis propios colaboradores de trabajo. Sin embargo, durante un mes cohabitaron dos equipos, el antiguo y el mío. Volví a ver allí durante algún tiempo a Raymond y a Édouard135, completamente embriagados con su álgebra, sometidos a disciplinas alimenticias (vegetarianismo absoluto, ni vino ni café, ni té ni menta, y los que comíamos de otra manera éramos «inevolucionados»), exponiendo sin descanso los males del «sentimiento», invocando únicamente la «razón científica» y el «egoísmo consciente». Que había en esa embriaguez un gran infantilismo, muchísima más ignorancia que saber y también un deseo intenso de vivir de otro modo a cualquier precio, era algo que se me presentaba con toda claridad. Un conflicto más grave nos oponía, el del ilegalismo. Eran ya o estaban a punto de convertirse en gente fuera de la ley, sobre todo bajo la influencia de Octave Garnier136, hermoso muchacho de piel tostada, silencioso, de ojos negros asombrosamente vivos y ardientes. Pequeño proletario, copiosamente apaleado en un solar de construcción durante una huelga, Octave rechazaba la discusión con «los intelectuales». «¡Frases, frases!», decía suavemente y se iba, del brazo de una flamenca137, rubia de Rubens, a preparar algún peligroso trabajo nocturno. Ninguno de los hombres que he conocido a lo largo de la vida me ha hecho comprender mejor la impotencia, la inutilidad misma del pensamiento frente a ciertas naturalezas fuertes y primordiales brutalmente despertadas a una inteligencia puramente técnica de la lucha por la vida. Hubiera sido un admirable marino para expediciones polares, un buen soldado en las colonias; en otros tiempos 54
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un mundo sin evasión posible un jefe de Stosstruppe138 nazi, un suboficial de Von Rommel… Nada de todo eso era el caso, no era más que un outlaw. Fuerza errante, suelta, en búsqueda de alguna imposible dignidad nueva que él mismo no conocía. Los pequeños conflictos se multiplicaron, Raymond, Édouard, Octave se fueron bastante pronto, con sus amigos, y yo transferí nuestra imprenta, donde vivíamos en camaradería, a lo alto de Belleville, detrás de las Buttes-Chaumont, en un viejo edificio de artesanos de la calle Fessart139. Yo me esforzaba por dar al periódico un impulso nuevo, en el sentido de una vuelta del individualismo a la acción social. Iniciaba una polémica contra Élie Faure140, el historiador del arte, que acababa de proclamar, apoyándose en Nietzsche, el papel civilizador de la guerra. Comentaba con una especie de entusiasmo la muerte voluntaria de Paul y Laura Lafargue, el yerno y la hija de Karl Marx: Lafargue, que había llegado a los sesenta años, estimando que a esa edad la vida viva y fecunda ha terminado, se envenenó con su compañera141. Trataba de afirmar una «doctrina de solidaridad y de rebeldía en el presente» invocando a Élisée Reclus: «El hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma»142. De Marx yo no sabía casi nada. En el sindicalismo denunciábamos un estatismo futuro tan temible como cualquier otro. El «obrerismo», reaccionando contra los políticos que eran sobre todo abogados preocupados de carreras parlamentarias, nos parecía limitado, portador de los gérmenes de otro arribismo…143 A fines de 1911 estallaron los dramas. José el italiano144, pequeño militante rubio de cabello espeso que soñaba con una vida libre en alguna parte de Argentina, lo más lejos posible de las ciudades, en el monte, fue encontrado muerto en la carretera de Melun. De boca en boca se contó que un individualista de Lyon, Bonnot145 (al que yo no conocía), que viajaba en auto con él, le había dado el tiro de gracia después de que el italiano se había herido él mismo al manejar un revólver. Fuese como fuera, un camarada había matado o «rematado» a otro. Una especie de investigación no aclaró nada, pero exasperó a los ilegalistas «científicos», y como yo había formulado juicios duros sobre ellos, recibí la visita inesperada de Raymond: «Si no quieres desaparecer, cuídate de juzgarnos». Añadió riendo: «¿Qué quieres? Me 55
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memorias de un revolucionario molestas, te liquido. –Ustedes están completamente locos –contesté–, y completamente perdidos». Nos enfrentábamos exactamente como niños alrededor de un pastel. Él, mal crecido, fortachón, rostro de muñecote, siempre riendo. «Puede que sea cierto –dijo– pero es la ley natural.» Una verdadera ola de furor y de desesperación se alzaba. Anarquistas fuera de la ley disparaban contra la policía y se levantaban la tapa de los sesos. Otros, dominados antes de haberse disparado en la cabeza la última bala, iban a la guillotina burlándose. «¡Uno contra todos!» «Peor para los amos, para los esclavos; ¡lo siento por mí!» Yo reconocía en las noticias de los periódicos rostros entrevistos o conocidos, veía todo el movimiento fundado por Libertad arrastrado, en los bajos fondos, por una especie de vértigo, y nadie podía hacer nada, yo mismo no podía hacer nada. Los teóricos asustados se escabullían. Había algo de suicidio colectivo. Una edición especial de los periódicos anunció un atentado extremadamente audaz, cometido en la calle Ordener146 en Montmartre, contra un cobrador de banco que transportaba quinientos mil francos, por unos bandidos en automóvil. Leyendo las descripciones, reconocí a Raymond Callemin y a Octave Garnier, el tipo de intensas pupilas negras que despreciaba a los intelectuales… Adivinaba la lógica de su batalla: para salvar a Bonnot, buscado, acosado, que necesitaba dinero, dinero para acabar con todo eso o para hacerse matar prontamente luchando contra la sociedad entera. Por solidaridad, se lanzaban con sus ínfimos revólveres y sus pequeños razonamientos detonantes en esa sórdida batalla sin salida. Y ahora eran cinco, perdidos, y otra vez sin dinero, incluso para intentar la huida, y el dinero se alzaba contra ellos, cien mil francos de prima para el delator. Erraban en la ciudad sin evasión posible, listos a dejarse matar en cualquier sitio, en un tranvía, en un café, contentos de sentirse totalmente al pie del muro, disponibles, afrontando solos un mundo abominable. Por solidaridad, para compartir esa amarga alegría de dejarse matar, sin ninguna ilusión (varios de ellos, a quienes encontré en la cárcel, me lo dijeron más tarde), otros se unían a los primeros, el pelirrojo René147, fuerza errante también él, y el pobre pequeño André Soudy148. A Soudy lo había encontrado muchas veces en las reuniones del Barrio Latino. Encarnaba a la perfección la 56
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un mundo sin evasión posible infancia pisoteada de los callejones sin salida. Criado en las calzadas, tuberculoso a los trece años, sifilítico a los dieciocho, condenado a los veinte (robo de bicicleta), yo le había llevado libros y naranjas al hospital Tenon. Macilento, de perfil agudo, con acento de barrio bajo, los ojos grises y suaves, decía: «Soy un malsuertudo, no hay nada que hacer», y ganaba su vida en las tiendas de la calle Mouffetard, donde los empleados que se levantaban a las seis de la mañana montaban el escaparate a las siete y subían a acostarse en una buhardilla después de las nueve de la noche, reventados de fatiga, habiendo visto durante el día al patrón robar a las amas de casa en el peso de las judías, en el agua añadida a la leche, al vino, al petróleo, en las trampas con las etiquetas… Sentimental, las canciones tristes de los cantantes callejeros lo conmovían casi hasta las lágrimas, no sabía cómo abordar a una mujer para no ser ridículo, media jornada entre el verde, en los prados, lo embriagaba para mucho tiempo. Se había sentido renacer cuando oyó que lo llamaban «camarada», cuando oyó que le explicaban que se puede, que se debe «convertir uno en un hombre nuevo». Se había puesto a doblar, en su tienda, la porción de judías de las amas de casa, que lo creían un poco loco. Las bromas más amargas lo ayudaban a vivir, convencido como estaba de que no viviría mucho, «dado el precio de los medicamentos». Empuñando sus revólveres, unos inspectores macizos irrumpieron una mañana en nuestro local, en el periódico. Una niña de siete años149, descalza, había abierto al oír el timbre, aterrada por ese abalanzamiento de colosos armados. El subjefe de Seguridad, Jouin150, un señor flaco de largo rostro triste, cortés, casi simpático, vino después, cateó, me habló amablemente de las ideas de Sébastien Faure151 a quien admiraba, del deplorable descrédito lanzado por los fuera de la ley sobre un ideal. «El mundo no va a cambiar tan pronto, créanme», suspiraba. Ni malevolente ni hipócrita, me pareció, profundamente triste, haciendo concienzudamente su oficio. Me convocó en la tarde, me hizo entrar en su gabinete, se apoyó de codos bajo la pantalla verde, me dirigió más o menos estas palabras: «Yo lo conozco bastante bien, lamentaría mucho provocarle proble mas… que pueden ser muy serios… Usted conoce esos medios, a esos 57
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memorias de un revolucionario hombres, que están lejos de usted, que le disparan por la espalda, en una palabra… que están totalmente perdidos, se lo aseguro…. Quédese aquí una hora, hablaremos de ellos, nadie sabrá nunca nada y le garantizo que no tendrá usted ningún problema…» Me sentía avergonzado, increíblemente avergonzado por él, por mí, por todos, tan avergonzado que no tuve ni un sobresalto de indignación ni de temor… «Estoy seguro –dije– de que usted mismo se siente incómodo de hablarme así. –¡Nada de eso!» Sin embargo llevaba a cabo su tarea como abrumado. «Pues mán deme arrestar –dije–, si se cree usted con derecho a ello. Sólo le pido una cosa: que me mande traer de cenar, porque tengo mucha hambre.» El subjefe de seguridad pareció aliviado, como si despertara: «¿De cenar? Es un poco tarde, pero voy a ver, cómo no. ¿Tiene cigarrillos?». Así fue como entré en la cárcel –por mucho tiempo. Las leyes de 1893, votadas después del atentado inofensivo de Vaillant152 contra la Cámara de Diputados, y llamadas por Clemenceau las «leyes malvadas», permitían inculpar a cualquiera; una decisión ministerial acababa de ordenar su aplicación. En una celda de la cárcel de la Santé153, detrás del muro, en la sección de Alta Vigilancia reservada a los condenados a muerte, inicié estudios serios. Lo peor era tener siempre hambre. Legalmente, podría fácilmente ponerme a salvo, pues la gerencia y la redacción del periódico estaban a nombre de Rirette Maîtrejean154; pero yo estaba dispuesto a tomar la responsabilidad. Los atentados, el suicidio colectivo continuaban. Yo sólo recibía lejanos ecos. En el bosque de Sénart, cinco jóvenes155 acosados, transidos por la bruma, se apoderaban a precio de sangre de un automóvil. Ese mismo día asaltaban en Chantilly156 la sucursal de la Sociedad General. Otra vez sangre. En pleno París, en la plaza del Havre, en pleno día, el agente de policía Garnier, a punto de levantar una multa a los viajeros de un coche gris, caía con una bala en el corazón, disparada por otro Garnier, Octave157. La prima de cien mil francos se abría camino mientras tanto en las conciencias de ciertos «egoístas conscientes» y empezaban los arrestos. Bonnot, sorprendido en casa de un pequeño comerciante158, en Ivry, se enzarzaba, en un cuarto oscuro, en una lucha cuerpo a cuerpo con el subjefe de la Seguridad, 58
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un mundo sin evasión posible Jouin, lo abatía de varios tiros de browning disparados a quemarropa, se hacía el muerto un momento en el mismo suelo, luego saltaba por una ventana y desaparecía159. Alcanzado en Choisy le Roi, sostuvo un asedio de un día entero defendiéndose a disparos de pistola, escribió, en los intervalos del tiroteo, una carta que establecía la inocencia de sus camaradas, se acostó entre dos colchones para defenderse todavía del asalto final, fue muerto o se mató, no se sabe exactamente. Alcanzados en Nogent-sur-Marne, en una villa donde vegetaban con sus compañeras, Octave Garnier y René Valet sostuvieron un asedio más largo todavía contra la policía, la gendarmería, los zuavos, dispararon centenares de balas llamando asesinos a sus asediadores puesto que se sentían víctimas –y, en la casa dinamitada, se levantaron la tapa de los sesos160. La rebeldía también es un callejón sin salida, no hay nada que hacer. Entonces, cambiemos pronto los cargadores… Semejantes en sus almas a aquellos dinamiteros de España que surgían delante de los tanques gritando ¡Viva la FAI!161 Desafío al mundo. Raymond162, vendido por una mujer, a buen precio, fue detenido por sorpresa en la calle, cerca de la plaza de Clichy: él creía amar, ser amado por primera vez… André Soudy163, vendido también, probablemente por un periodista libertario, fue detenido en la playa de Berck donde se curaba de su tuberculosis. Édouard (Carouy), ajeno a esos dramas, vendido por la familia que lo escondía, fue detenido también él, armado, sin querer defenderse: ese atleta, excepcionalmente, era completamente incapaz de matar, pero estaba bien decidido a matarse164. Otros más, todos vendidos. Algunos anarquistas disparaban sobre esos traidores; uno de ellos fue muerto165. [El más listo sin embargo seguía redactando una pequeña revista individualista en cuya portada azul se veía al hombre nuevo desprendiéndose de las tinieblas…166*] El juicio contra mí fue corto y fútil, puesto que en realidad no estaba acusado de nada. El primer magistrado que me interrogó sobre la identidad, un hombre muy entrado en años y fino, se sulfuró casi al pensar en mi porvenir: «¡Revolucionario a los veinte años! ¡Sí! ¡Y será usted plutócrata a los cuarenta! –No lo creo» –dije seriamente, y siempre le quedé agradecido de ese movimiento de ira revelador. Pasé por la larga experiencia enriquecedora de la celda, sin visitas, 59
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memorias de un revolucionario sin periódicos, con la infame pitanza reglamentaria reducida por todos los ladrones de la administración, con buenos libros. Comprendí, añoré siempre desde entonces, la antigua costumbre cristiana de los retiros que se hacían en los monasterios para meditar a solas con uno mismo y con Dios, es decir la vasta soledad viva del universo. Habrá que volver a eso cuando el hombre pueda por fin pensar en sí mismo. Mi soledad era penosa, más que penosa muchas veces, asfixiante, rodeada de sufrimientos lamentables y yo no escapaba, no trataba de escapar a ninguno de los males que podía causarme (excepto a la tuberculosis a la que temía un poco), más bien quería agotarlos, exigía de mí mismo el Maxim de esfuerzo. Creo todavía que, por amargas que sean las circunstancias, debe uno ir hasta el fondo de las cosas para los otros y para uno mismo. A fin de agotar su conocimiento y de sacar de ellas un acrecentamiento. Creo todavía que bastan ciertas reglas muy simples de disciplina física e intelectual, gimnasia, absolutamente necesaria para el encarcelado, paseo meditando –yo hacía mis diez kilómetros diarios en la celda–, trabajo intelectual, recurso a esa elevación o a esa ligera embriaguez espiritual que proporcionan las grandes obras líricas. Pasé en total, en diferentes condiciones, entre ellas algunas infernales, unos quince meses de cárcel. El proceso167 de 1913 reunió en los bancos del juzgado penal a una veintena de acusados168, entre ellos alrededor de media docena más o menos inocentes. Trescientos testigos desfilaron por el estrado durante un mes. La insignificancia del testimonio humano es ordinariamente algo desconcertante. Un hombre de cada diez cuando más sabe ver con alguna exactitud, observar lo que ve, retenerlo –y además es preciso que sepa decirlo, que resista a las sugestiones de la prensa, a las tendencias de su imaginación propia. Se ve lo que quisiera uno haber visto, lo que la prensa o la investigación sugieren. Contra la media docena de grandes culpables no había pruebas válidas de ninguna especie, puesto que lo negaban todo. Los más abrumados eran reconocidos por seis testigos entre cuarenta, que se contradecían, pero sucedía que en ese revoltijo de observaciones vacilantes, una palabra daba en el blanco y acarreaba la convicción. Alguien había retenido una frase pronunciada con cierto acento, un grito de Soudy, «el hombre de la 60
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un mundo sin evasión posible carabina», durante un breve combate callejero: «¡Vamos, pélense!», y ya no era posible la duda debido al tono, al acento, al argot. No era en absoluto la prueba científica pero era la prueba humana. Algunos días, el proceso se convirtió en el de la policía que estaba cocinando un testigo capital, una vieja campesina medio sorda, medio ciega, para hacerle reconocer unas fotografías. El jefe de la Seguridad, Xavier Guichard169, que trataba de parecerse a Musset, confesaba haber golpeado a una mujer gritándole: «¡Eres joven, podrás meterte a puta! Tus mocosos los meteremos a la asistencia pública», o cosas muy parecidas. El doctor Paul170, médico legista, engominado, elegante, de una gordura moderada, disertaba sobre los cadáveres complaciéndose visiblemente. Durante treinta años hizo la autopsia de todos los asesinados de París –después de lo cual iba a comer bien, a escoger su corbata de las cinco y a contar en los salones, apoyado con un codo en la chimenea, sus diez mil anécdotas criminales. Un hombre dichoso, el señor Bertillon171, creador de la antropometría, se reconoció modestamente capaz de error en materia de huellas digitales: una posibilidad de error en dos mil millones aproximadamente. El abogado que, creyendo desconcertarlo, obtuvo de él este efecto para la audiencia, quedó confundido a su vez. Los principales acusados, Raymond Callemin, André Soudy, el jardinero Monier, el carpintero Eugène Dieudonné172, negaban todo y, en la pura abstracción, tenían las de ganar. En la realidad, las presunciones irrefutables los mataban, salvo a Dieudonné que era realmente inocente, no de todo, pero sí de aquello de que lo acusaban sobre la base de un parecido de sus ojos negros con otros ojos más negros que estaban en la tumba173. Sólo él gritaba su inocencia sin descanso, con frenesí, y esto contrastaba de manera impresionante con los culpables insolentes y sarcásticos que decían con calma, a través de todo su comportamiento: «¡Les desafiamos a encontrar pruebas!». Como todo el mundo sabía la verdad, la prueba se hacía superflua, lo sentían, seguían haciendo su oficio de desesperados. Sonrientes, agresivos, tomando notas, Raymond «negaba el derecho de juzgar», pero se inclinaba ante la fuerza, enviaba al presidente exabruptos de colegial irritado; Soudy, interrogado sobre la propiedad de una carabina, respondía: «No es mía, pero ¿saben?, Proudhon dijo que la propiedad es el robo». 61
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memorias de un revolucionario El fiscal, queriendo descifrar para la opinión pública una buena novela de complot, me había atribuido en ella el papel de ideólogo, pero tuvo que abandonar ese designio desde la segunda audiencia. Yo creía que me esperaba una absolución174, comprendí que en ese ambiente la absolución de un joven ruso y que peleaba no era posible a pesar de una situación absolutamente clara, pues ninguna responsabilidad ni directa ni indirecta me incumbía en aquellos dramas. Yo sólo estaba allí debido a mi negativa categórica a hablar, es decir a convertirme en delator. Destruía la acusación sobre puntos de detalle y era fácil; defendía la doctrina –libre examen, solidaridad, rebeldía– y esto era mucho más difícil y descontentaba a los culpables «inocentes» al demostrar que la sociedad fabrica el crimen y a los criminales, las ideas desesperadas, los suicidios y el dinero-veneno… Hubo dos testimonios intensos: el presidiario Huc175, con la cabeza afeitada, vestido de arpillera oscura, con las esposas en los puños, vino a decir enel estrado: «Consentí en hacer cargos a algunos compañeros porque me prometían un indulto; vengo a retractarme, señor presidente, porque he sido cobarde, no quiero convertirme en un cerdo». Y volvió a bajar a su infierno. Una linda obrerita176 con flores en el sombrero vino a defender a su novio destinado a la guillotina, Monier, que sólo la había besado dos veces, decía ella con una confusión infantil: «¡Les juro que es inocente!». Lo era en efecto, para ella sola en este mundo. Se anudaban verdaderas simpatías entre los acusados y sus aboga dos –excepto con Paul Reynaud177, que defendía hábilmente a no sé qué comparsa, pero permanecía distante. Moro-Giafferi178, leonino, un perfil de Bonaparte con corbata, atronó en favor de Dieudonné. Su gran elocuencia de mangas agitadas, invocando al Crucificado, a la Revolución francesa, el dolor de las madres, la duda engendradora de pesadillas, me erizó al principio. Al cabo de veinte minutos, estaba hipnotizado, como el jurado, como la multitud, ante el poder de su dialéctica extraordinaria. Inicié casi una amistad con Adad179 (que se suicidó hace algunos años en París –¿y qué cosa mejor podía hacer un abogado que envejecía y sin fortuna?) y César Campinchi180, discutidor frío, chispeante, que apelaba tan sólo a la razón, irónicamente. Habría de verlo de nuevo más tarde, gravemente herido durante la 62
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un mundo sin evasión posible primera guerra, ministro de la Marina durante la segunda. (Fue del partido de la resistencia a ultranza; murió en residencia vigilada en Marsella mientras yo me embarcaba en 1941 hacia América.) Pensé que si aquellos desesperados hubiesen podido encontrar antes de su combate a hombres así, comprensivos, cultos, generosos por vocación y profesión, tal vez más en apariencia que en realidad (pero eso puede bastar), no hubiesen seguido sus negros caminos. La causa más inmediata de su lucha y de su caída me pareció residir en su falta de contactos humanos. Sólo vivían entre ellos. Separados del mundo, en un mundo donde por otra parte casi siempre es uno cautivo de un medio medianamente mediocre y restringido. Lo que me había preservado de su pensamiento lineal, de su fría cólera, de su visión despiadada de la sociedad, había sido, desde la infancia, el contacto de un mundo penetrado de una tenaz esperanza y rico en valores humanos, el de los rusos. Durante el proceso estábamos181* encerrados en las minúsculas celdas de la Conciergerie, oscuros alvéolos dispuestos en una antigua mampostería, en los mismos edificios donde todavía hoy se visita la cárcel de los girondinos y la celda de María Antonieta. Para dirigirnos a la audiencia, nos reuníamos con los guardias republicanos bajo viejas bóvedas que daban una sensación de subterráneo. Subíamos una escalera de caracol, situada en una de las torres puntiagudas que dan sobre el Sena y, por una pequeña puerta lateral, entrábamos en la gran sala del juzgado que zumbaba con la presencia de la multitud. Algunas damas venían ahí como a un espectáculo, naturalmente. Un ujier grueso, porcino como sólo por un caso extraordinario puede llegar a serlo un ser humano, circulaba gravemente entre el jurado, la corte y el público. El jurado tenía doce rostros atentos de hombres de la calle que trataban de comprender, la corte estaba formada por viejos pequeños o gruesos, somnolientos y miopes vestidos de rojo. Oficiaron dos procuradores182, el procurador general y su sustituto. El primero fue sobrio, de bastante brío; el segundo de una mediocridad chata, a menudo deshonesto en la argumentación. Séverine, Sébastien Faure, Pierre Martin183 (el compañero de Kropotkin en el proceso de Lyon en 1883184) vinieron a defenderme y a defender en 63
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memorias de un revolucionario nombre del derecho de asilo a un comerciante que había hospedado a Bonnot. La última audiencia duró unas veinte horas y el veredicto fue anunciado al alba185. Lo esperamos juntos en dos antecámaras, en una extraña atmósfera de reunión en Montmartre, en otros tiempos. Se reanudaban las discusiones habituales. Los abogados, lívidos, nos acogieron. Sala sobrecalentada, silenciosa, los veinte acusados tensos, derechos, duros. Cuatro condenas a muerte, varias a trabajos forza dos a perpetuidad. Únicas absueltas las mujeres, inocentes por lo demás, pero en general el jurado parisino no gustaba de condenar a mujeres. Dieudonné, condenado a muerte aunque nadie dudaba de su inocencia, comprometida por malas coartadas, gritó una vez más esa inocencia, y fue el único que pareció a punto de desfallecer. Raymond, que había pedido la absolución, se levantó con el rostro rojo y gritó violentamente: «¡Dieudonné es inocente, fui yo, fui yo quien disparó…!». El presidente le pidió que volviera a sentarse, pues los debates estaban cerrados, la confesión ya no contaba jurídicamente. Yo resultaba recluso por cinco años, pero había pedido la absolución de Rirette186; dos revólveres encontrados en los locales del periódico sir vieron para justificar mi condena187. Mi agresividad tranquila durante los debates la había provocado sin duda. Esa justicia me era odiosa; más culpable en el sentido más vasto que los peores culpables. Sin duda eso se notaba. Era un enemigo diferente de los culpables, eso era todo. Tal como lo pensaba, la enormidad de la condena no me sorprendió, me preguntaba únicamente si lograría sobrevivir a ella, pues estaba muy debilitado –en lo físico. Tomé la resolución de sobrevivir y me avergoncé de pensar así en mí mismo al lado de los otros que… Nos despedimos unos de otros bajo las altas bóvedas del Terror. Por un espantoso descuido, solté hablando con Raymond una frase que nunca me he perdonado: la frase hecha: «Qui vivra verrá» («Quien viva, verá»), que dije a propósito de no recuerdo qué, probablemente porque acababa de tomar la decisión de vivir. Él se echó a reír con un sobresalto: «Precisamente de eso se trata. –Perdóname…». Se encogió de hombros: «¡Vamos! Sé a qué atenerme». Una hora más tarde, en la mañana macilenta, caminaba todavía en mi celda asfixiante. Alguien sollozaba sin cesar en la celda veci64
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un mundo sin evasión posible na188, eso me ponía muy nervioso. Uno de los guardianes, un viejito simpático y lamentable entró, volviendo la cara: «Carouy (Édouard) se está muriendo. ¿Oye usted? (Escuché en efecto un curioso soplo jadeante, más allá de los sollozos cercanos.) Es él que agoniza… Tomó un veneno que escondía en sus suelas… ¡Caray, qué vida!». No estaba condenado a muerte con un físico adecuado para todas las evasiones, pero asqueado de sí mismo y de todo, inicuamente condenado por causa de circunstancias sobre las cuales prefería callarse: pagando por otro189. Dieudonné, el inocente reconocido inocente, fue indultado, es decir enviado al presidio en cadena perpetua. Curiosa justicia. Él a quien había visto yo aterrado ante la idea de la muerte, envejecido veinte años en algunos meses, sostuvo durante dieciocho años una lucha increíble para vencer al presidio, se evadió varias veces, fue capturado de nuevo en la selva, encerrado en la sección celular durante años, se evadió finalmente sobre una escalera a través del mar de los trópicos, deliró de sed y de fiebre, hizo frente a los tiburones, abordó en un lugar desierto, llegó a Brasil. Albert Londres190 lo hizo regresar a Francia. No era un desesperado, sino por el contrario un aferrado a la vida, que no se planteaba problemas. Raymond dio pruebas, en su celda de condenado a muerte, de tanta firmeza que no le ocultaron la fecha de la ejecución. La esperó leyendo. Ante la guillotina, vio al grupo de los reporteros y les gritó: «Lindo, ¿verdad?». Soudy exigió en el último momento un café con crema y croissant, último placer de la tierra, el de la mañana todavía gris en que desayuna uno alegremente en un pequeño café. Era demasiado temprano, claro, no pudieron encontrarle más que un poco de café negro. «Mala suerte –dijo– hasta el final.» Desfallecía de miedo nervioso, tuvieron que sostenerlo en las escaleras, pero se dominaba y canturreó al ver la blancura del cielo por encima de los castaños, una melodía de canción callejera: «Salud, oh mi última mañana…». El taciturno Monier, loco de angustia, se dominó y estuvo calmado. Esos detalles los supe mucho después191. No he hablado de algunos otros que apenas entreví vagamente, en una multitud, como el minero Lacombe que había «ejecutado», en el pasaje Clichy, a un librero192, delator de la policía, se dejó detener sin 65
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memorias de un revolucionario resistencia en la feria del pan dulce y logró suicidarse en la cárcel de la Santé escalando durante el paseo un tejado. Se mató justo a mediodía, después de haber hablado a su abogado y al director. Tan decidido a morir que se lanzó de cabeza sobre el pavimento y se hizo papilla el cráneo y las vértebras del cuello… Así terminaba en Francia la segunda explosión del anarquismo, la primera, no menos desesperada, fue la de los años 1891-1894, marcada por los atentados de Ravachol, de Émile Henry, de Vaillant, de Caserio193. Los mismos rasgos psicológicos y los mismos elementos sociales se encuentran en los dos episodios; el mismo idealismo exigente en hombres elementales cuya energía no puede encontrar salida en la conquista de una dignidad y de una conciencia más alta, porque en verdad no hay salida a su alcance, y que se sienten en un callejón sin salida, luchan como rabiosos, sucumben… El mundo de esas épocas tenía una estructura acabada, tan duradera en apariencia que no se le veía la posibilidad de un cambio real. En plena ascensión, en pleno progreso, pisoteaba sin embargo masas en su camino. La dura condición obrera sólo mejoraba muy despacio y no ofrecía salida para la inmensa mayoría de los proletarios. Al margen de esto, las gentes sin clase encontraban todas las puertas cerradas, excepto las de los envilecimientos banales. Insolentes riquezas se acumulaban con orgullo por encima de esas multitudes. De esa situación nacían inexorablemente la criminalidad, las luchas de clase, con su secuela de huelgas sangrientas, con las batallas insensatas del Uno contra todos… Estas daban también testimonio de la quiebra de una ideología. Entre las vastas síntesis de Piotr Kropotkin y de Élisée Reclus, y la exasperación de Alberto Libertad, la decadencia del anarquismo en la jungla capitalista era evidente. Kropotkin se había formado en una Europa muy diferente, menos estable, donde el ideal de libertad parecía tener un porvenir, donde se creía en la revolución y en la educación. Reclus había combatido por la Comuna; tanta fuerza generosa vencida lo había llenado de confianza para el resto de su vida; creía en el poder renovador de la ciencia. En vísperas de la guerra europea, la ciencia ya no trabaja sino para acrecentar las posibilidades de desarrollo de un orden tradicionalmente bárbaro. Se siente acercarse una era de violencia: nadie escapará a ella. 66
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un mundo sin evasión posible En otros países, en Polonia, en Rusia, el movimiento revolucionario, enfrentándose a sistemas híbridos medio absolutistas, medio capitalistas, canalizaba esas energías errantes, arrastrándolas, por los caminos del sacrificio, hacia grandes victorias posibles, anheladas por los pueblos. Los hombres, los hechos, las luchas eran casi las mismas, bajo otra iluminación histórica que en Francia, en el seno del «Estado Rentista» según la definición de Yves Guyot194. En Polonia, el Partido Socialista de Joseph Pilsudski (PPS) asaltaba los furgones del tesoro, las cajas del fisco, mataba a los gobernadores y a los policías. En Rusia, el Partido Socialista Revolucionario195 llevaba a cabo el mismo combate y las organizaciones de combate de los social-demócratas bolcheviques, con el extraordinario terrorista Kamo196, el intelectual Krassin197, creador de laboratorios, el hombre de acción Tsintsadzé198, el correo Litvinov199, el hábil y oscuro Koba200 (que pronto se haría llamar Stalin), sostenían en las carreteras, en las plazas públicas de Tiflis y en los barcos de Bakú, con la bomba o la browning en el puño, la lucha por el dinero del partido… En Italia, en Pagine Libere (1 de enero de 1911) un joven agitador socialista, Benito Mussolini201, hacía el elogio de los desesperados anarquistas. [De esa infancia difícil, de esa adolescencia inquieta, de esos años terribles, no lamento nada por mí. Compadezco a los que crecían en ese mundo sin conocer su otro lado inhumano, sin tomar conciencia del callejón sin salida y del deber de combatir –incluso ciegamente– por los hombres. No tengo más nostalgia que la de las fuerzas perdidas en luchas que no podían sino ser estériles. Me enseñaron que lo mejor y lo peor se dan juntos en el hombre, se confunden a veces –y que la corrupción de lo mejor es lo peor que hay…202*]
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2 Una razón para vivir: vencer (1912-1919)
[Los En-dehors1 estábamos sin duda en el fondo del fondo más sombrío, más amargo de la derrota. Tal vez yo era el único que lo sabía en mi cárcel, pues no encontré a nadie que lo sintiese netamente. Era verdad sin embargo, y aquel que toma conciencia solo de semejante verdad toma conciencia por los otros también. El «yo» me repugna como una vana afirmación de uno mismo, que contiene una gran parte de ilusión y otra de vanidad o de injusto orgullo. Todas las veces que es posible, es decir que puedo no sentirme aislado, que mi experiencia aclara por algún lado la de los hombres con los que me siento unido, prefiero emplear el «nosotros», más general y más verdadero. Nunca se vive sólo de sí mismo, para sí mismo, no debe intentarse, hay que saber que nuestro pensamiento más íntimo, más nuestro, se une por mil lazos con el del mundo. Y el que habla, el que escribe es esencialmente un hombre que habla por todos los que están sin voz. Sólo que cada uno de nosotros debe resolver su propio problema. Yo veía bastante claro la derrota del anarquismo, veía claro a fondo en las aberraciones individualistas, no veía su salida.2*] De la cárcel diré aquí pocas cosas. Me cargó de una experiencia tan pesada y tan intolerable de soportar, que mucho tiempo después, cuando me puse otra vez a escribir, mi primer libro –una novela– fue un esfuerzo por librarme de esa pesadilla interior, y también el cumplimiento de un deber para con todos aquellos que no se liberarán nunca (Los hombres en la cárcel 3). Es bastante conocido en Francia y en los países de lengua española. Éramos, en el calabozo donde viví 69
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memorias de un revolucionario más tiempo4, tres o cuatrocientos torturados, la mayoría cumpliendo largas penas, de ocho años a cadena perpetua. Entre esos hombres, conocí tantos débiles, canallas rastreros, hombres medios y hombres notables portadores de una chispa divina como en cualquier otro sitio. En general, los carceleros, oficiales o no, eran de un nivel más bajo (con algunas pocas excepciones), honrada pero netamente criminales a su manera, con la impunidad asegurada y la jubilación al final de una vida sin nombre. Los había sádicos, hipócritamente crueles, estúpidos, marrulleros, rateros, ladrones; había incluso algunos que eran buenos y casi inteligentes, cosa increíble. En sí misma, la cárcel francesa, regida por antiguos reglamentos, no es más que una absurda máquina de triturar a los hombres que le arrojan. Se vive en ella en una especie de locura mecanizada; todo parece allí concebido por un espíritu sórdidamente calculador para debilitar, embrutecer, envilecer, envenenar con un rencor sin nombre al condenado: se trata visiblemente de hacerle por completo imposible el regreso a una vida normal. Ese resultado se alcanza gracias a un aparato penetrado de las tradiciones penales del antiguo régimen, de la idea religiosa del castigo (una idea que, sin el cimiento de la fe, ya no es más que la justificación psicológica del sadismo social) y de la minucia de las grandes administraciones modernas. Promiscuidad de los malhechores, de los semilocos y de las víctimas de toda especie; subalimentación; regla del silencio absoluto y perpetuo impuesta en la vida común de todos los instantes; arbitrariedad de los castigos humillantes, torturantes y debilitantes, prohibición de saber nada sobre la vida del exterior, incluso si es la guerra, la invasión del país, el peligro nacional; privación tan completa como sea posible de ejercicio intelectual, prohibición de estudiar, incluso de leer más que un libro por semana, de entre las novelas idiotas de la biblioteca penitenciaria (por fortuna incluía también a Balzac). A la larga, esa trituradora fabrica invertidos, trastornados, seres débiles y viciados, incapaces de ninguna readaptación, destinados en una palabra a convertirse en los vagabundos de la Maub’ (la plaza Maubert); y también en los «machos» irregulares, templados por el sufrimiento, que mantienen entre ellos una tradición especial. Cínicos y leales, estos conservan su dignidad de «liberados» sin hacer70
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una razón para vivir: vencer se ilusiones ni sobre la sociedad ni sobre ellos mismos. Entre ellos se reclutan los criminales profesionales. Que en todo un siglo nadie haya pensado en el problema de la criminalidad y de las cárceles; que desde Victor Hugo nadie lo haya planteado verdaderamente revela la fuerza de inercia de una sociedad5. Esa máquina de fabricar malhechores y desechos cuesta caro, sin cumplir la menor función útil. Pero en su género, hasta en su arquitectura, alcanza una especie de perfección. Admirable en verdad la lucha que algunos hombres, una irrisoria minoría, sostienen allí victoriosamente para conservar su capacidad de vivir. Yo fui lúcidamente uno de ellos. Se necesita mucha voluntad de cierta calidad, pasiva en apariencia, disimulada, obstinada. Al ver llegar a «los nuevos» sabíamos cuáles de ellos, jóvenes o viejos, no sobrevivirían: el resorte interior roto. No nos equivocábamos nunca en esos pronósticos, pero se habían engañado en cuanto a mí: parecía destinado a no durar mucho. Un antiguo abogado que hacía sus prácticas en el estrado de París, víctima de un espantoso drama burgués, encarcelado a perpetuidad, había logrado, con la ayuda de la corrupción, constituir una biblioteca clandestina bien disimulada de buenas obras científicas y filosóficas. Gracias a su amistad, gracias a ese precioso alimento espiritual, me sentí salvado. No olvidaré nunca ni el deslumbramiento que tuve al vislumbrar, durante un traslado, el firmamento nocturno traspasado de luz por las constelaciones, ni la alegría inexpresable que me proporcionaron los libros y entre todos ellos ciertas páginas de Taine y de Bergson6. En la estrecha celda individual donde dormíamos y cuya ventana daba al cielo, podía leer algunos instantes por la mañana, algunos instantes por la noche. En la imprenta, durante el trabajo obligatorio, componía galeras de notas y de comentarios para algunos camaradas. Desde el momento en que podíamos aprender y pensar, podíamos vivir, y valía la pena vivir. La lenta tortura se mellaba contra nosotros, contra mí. Me sentí seguro de vencer a la trituradora. La guerra estalló de pronto como una brusca tormenta en medio de un cielo claro7. No habíamos conocido sus preámbulos, nos enteramos de su llegada por el extraño pánico que se apoderó de los carceleros (porque muchos de ellos eran movilizables). Y esa tormenta 71
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memorias de un revolucionario explicaba al mundo. Para mí, anunciaba otra tempestad purificadora, ahora indudable: la Revolución rusa. Que el imperio aristocrático, con sus verdugos, sus pogroms, sus perifollos, sus hambrunas, sus presidios siberianos, su vieja iniquidad, no podía en ningún caso sobrevivir a la guerra, era algo que los revolucionarios sabían bien. Así pues aparecía una luz en el horizonte: sería el comienzo de todo, una prodigiosa primera jornada de la creación. ¡No más callejones sin salida! Esa puerta inmensa se abriría sobre el porvenir. No más problemas: por qué luchar, cómo vivir, puesto que la Revolución rusa llamaba desde el fondo del porvenir. Mientras tanto, la súbita conversión de los socialdemócratas alemanes, de los sindicalistas, socialistas y anarquistas franceses al patriotismo en el fratricidio nos pareció incomprensible. ¿No creían pues nada de lo que decían el día anterior? ¿Habíamos tenido razón hasta ese punto en no concederles ninguna confianza? Cantadas por multitudes que acompañaban a los movilizados hasta el tren, llegaban hasta la cárcel Marsellesas vehementes. Oíamos también gritar: «¡A Berlín! ¡A Berlín!». Ese delirio inexplicable para nosotros consumaba el apogeo de una catástrofe social permanente. Arriesgándonos a recibir de sesenta a noventa días de calabozo, es decir casi con seguridad una tuberculosis mortal, la media docena de camaradas dispersos que estábamos en la Casa Central proseguía febrilmente intercambios de tesis. Gustave Hervé, que anunciaba antes la insurrección contra la guerra, solicitaba entrar en el ejército; su Guerre Sociale cambiaba su título por el de La Victoire. Payasos, nada más que payasos, y «no es la veleta la que cambia, es el viento». [En realidad, una enorme inconsciencia de lo que sería la guerra moderna, la guerra olvidada desde 1870, arrastraba a las multitudes. Los infantes iban hacia el fuego en pantalones rojos y los oficiales de carrera de Saint-Cyr de guantes blancos, con plumero en el quepis, como en un desfile. Las masas rebosaban de energías comprimidas en Europa entera. Francia llegó a olvidar la desproporción de fuerzas que la hacía entrar en el combate mortal, con sus treinta y ocho millones de habitantes y su baja natalidad, contra una Alemania prolífica de sesenta millones.8*] Nosotros estuvimos contra la guerra esencialmente por sentimiento humano. En las dos coaliciones, el 72
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una razón para vivir: vencer mismo régimen social con pocas diferencias: repúblicas financieras, más o menos coronadas, gobernadas por parlamentos burgueses, con la única excepción de Rusia. Aquí y allá, las mismas libertades estranguladas del mismo modo por la explotación, el mismo progreso lento, triturador de hombres. El militarismo alemán constituía un peligro monstruoso, pero nosotros preveíamos que la victoria de los Aliados establecería en el continente un militarismo francés cuyo potencial de estúpida reacción quedaba de manifiesto gracias al affaire Dreyfus9 (para no hablar una vez más del general marqués de Galliffet10, de sangrienta memoria). La invasión de Bélgica11 era cosa abominable, pero el recuerdo del aplastamiento, por el poder británico, de las dos pequeñas repúblicas sudafricanas12 seguía fresco en las memorias (1902). Los recientes conflictos de la Tripolitana y de Marruecos13 permitían ver que las matanzas eran desencadenadas sobre Europa con la mira de un reparto de las colonias. Las victorias de unos o de otros nos aterraban. ¿Cómo era posible que no se encontrasen, entre todas esas víctimas, hombres suficientemente valerosos para lanzarse, «enemigos», los unos en brazos de los otros llamándose hermanos? Nos preguntamos sobre esto con nueva desesperación. Sin que lo supiésemos, la invasión avanzaba hacia París. Creo que si hubiéramos estado afuera habríamos seguido la corriente y comprendido instantáneamente que a pesar de todas las consideraciones teóricas, un país asediado, si no está en plena crisis social, no puede sino defenderse; actúan reflejos primordiales, infinitamente superiores a las convicciones; el sentimiento de la nación amenazada prevalece. La cárcel está situada en una isla del Sena, a unos cuarenta kilómetros del Marne. Durante la batalla del Marne, la población de Melun empezó a huir. Nadie preveía la victoria. París parecía perdido. Nos enteramos de que la cárcel no sería evacuada y que se combatiría probablemente en las riberas del Sena. Nos encontraríamos, encerrados en aquella jaula, en un campo de batalla. Carceleros y presidiarios enfermaron de miedo. Yo no. Por el contrario, experimentaba una alegría exaltada al pensar que los cañones destruirían la absurda trituradora, aunque fuese sepultándonos bajo sus escombros. La batalla se alejó: nada cambiaba en nada. 73
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memorias de un revolucionario Había muchas muertes en la prisión. Vi a hombres jóvenes, atacados de una especie de fiebre, tres meses antes de la liberación, perder su equilibrio vegetativo de encarcelados, despertarse en cierto modo a la vida, con los ojos brillantes, y de pronto morir en tres días como por una crisis interior. Yo mismo me agotaba por la subalimentación en seis u ocho meses, ya no podía mantenerme de pie, era admitido en la enfermería, donde el caldo y la leche volvían a ponerme en pie en quince días, y volvía a empezar. La primera vez, temí que partiría hacia el pequeño cementerio reservado, allí al lado, proporcionando así al detenido-sepulturero el paseíto al aire libre y el cuarto de litro de vino usuales (su puesto era envidiado). Luego me acostumbré, decidido a sobrevivir. Más allá de la voluntad consciente, otra voluntad, más profunda y más poderosa, se había pronunciado en mí, lo sentía. Debo nombrar aquí a un gran médico conservador, cuya simpatía me hizo obtener varios periodos de reposo: el doctor Maurice de Fleury14. Vino un alba de invierno15 sobre el Sena, sobre los altos álamos que me gustaban, sobre la triste población dormida donde sólo pasaban a esa hora humildes figuras cubiertas de cascos; me fui, solo, extrañamente ligero sobre la tierra, sin llevar nada, sin alegría verdadera, obsesionado por la idea de que la trituradora seguiría sin término girando después de mí, triturando hombres. En la mañana gris, tomé un café en el puesto de la estación. El dueño se acercó a mí con una especie de simpatía: «¿Liberado? –Sí». Cabeceaba: «¿Tiene prisa? Hay un burdel estupendo por aquí…». El primer hombre que acababa de encontrar, en un puente negro, en la bruma, había sido un soldado de rostro torturado; este alcahuete gordo era el segundo. ¿Otra vez el mundo sin evasión posible? ¿De qué servía la guerra? ¿La danza macabra no enseñaba nada a nadie? París vivía una doble vida. Me detenía, caminando a través de un encantamiento, ante los pobres escaparates de las tiendas de Belleville: los colores de los hilos de zurcir eran admirables, las navajas nacaradas me maravillaban, las postales que mostraban soldados y sus novias enviándose besos que llevaba una paloma portadora de un sobre en el pico, las contemplaba durante largos minutos. Los transeúntes, las transeúntes, ¡qué sorprendente realidad! ¡Un gato sentado confortable74
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una razón para vivir: vencer mente ante la ventana enrejada de una panadería, de donde emanaba el olor del pan caliente! Yo le sonreía embriagado. Belleville estaba en todo caso más triste, más pobre que nunca. «Funerales en veinticuatro horas, precios moderados, facilidades de pago…» Un marmolista exponía medallones de esmalte y todos representaban jóvenes soldados. Unas amas de casa cubiertas de chales traían de la alcaldía el saco de patatas, la cubeta de carbón. Las fachadas grises de la calle Julien-Lacroix donde volví a ver a Rirette sudaban en el frío de su vieja miseria. Me explicaron la vida: «Se da uno casi buena vida, comprendes. Varios duelos por casa, pero los hombres se han ido desde hace tanto tiempo que todas las mujeres andan con otros. No hay desempleo, se pelean por los trabajadores extranjeros, los salarios son altos… Hay montones de soldados de todos los países del mundo, algunos tienen dinero, los ingleses, los canadienses, nunca se ha hecho tanto el amor en todos los rincones. Pigalle, Clichy, el faubourg Montmartre, los grandes bulevares, toda esa parte está atascada de gente, se divierten, después de nosotros, el diluvio. La guerra es un negocio, viejo, ya lo verás, se han instalado en ella, no quieren que termine. Los poilus, claro, son amargos, los que vienen con permiso ponen una cara… “No hay nada que hacer, no hay que tratar de comprender”, eso es lo que dicen. Almereyda dirige un diario16 en los grandes bulevares, tiene dos coches, una villa… Jules Guesde y Marcel Sembat17 son ministros; un socialista defiende al asesino de Jaurès, el licenciado Zévaès18, ya lo conoces. Fulano, el Ilegal, tiene la medalla militar. Kropotkin firmó con Jean Grave un llamamiento19 en favor de la guerra. Mengano hace negocios en las municiones… ¿Qué dices? ¿La Revolución rusa? No estás al tanto, hombre. Los rusos están firmes, en los Cárpatos, y créeme, todo eso no tiene visos de cambiar. Lo único que puede hacerse es tratar de salir adelante. Las cosas son ahora mucho más fáciles que antes». Yo escuchaba estas cosas, miraba a los kabiles flacos barrer lentamente la basura en las calles y nunca terminaban, la basura aumentaba. Unos anamitas que tiritaban bajo el casco y la pelliza guardaban la prefectura y la cárcel de la Santé; el metro acarreaba sus multitudes densas, parejas y parejas, convalecientes que se aburrían en las ventanas de los lazaretos, un soldado desfigurado abrazaba por el 75
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memorias de un revolucionario talle a una modistilla bajo los árboles deshojados del Luxemburgo, los cafés estaban atiborrados. Las barriadas se hundían en una oscuridad intensa, pero el centro, bajo alumbrados discretos, trepidaba hasta altas horas de la noche. «Ya no hay más que dos trópicos, ¿ves?, el amor y el dinero; el dinero primero, ¿eh?» Me informé sobre los rusos. El terrorista Savinkov20 reclutaba para la Legión Extranjera. Varios de los bolcheviques habían ido a morir en el frente como voluntarios. Plejánov21 preconizaba la defensa del Imperio. Trotsky, conducido a la frontera española22 por dos inspectores de policía, debía ser internado en algún lugar de América. Almereyda, en su gabinete de redacción estilo bombonera imperio de los grandes bulevares, más elegante, más Rastignac que nunca antes, me decía que había renunciado a perseguir la provocación policíaca en el movimiento obrero para no hacer más daño que bien: «¡Son demasiados!». La guerra no llevaba a ninguna parte, él trabajaba por la paz, el partido de la paz crecía, el porvenir era suyo. «Poincaré y Joffre son hombres acabados… Todo va a cambiar dentro de poco.» Algunos eran severos con él: «Se ha vendido a una camarilla de financieros, tiene al prefecto de policía en el bolsillo». El abogado César Campinchi me explicaba que Francia estaba desangrada hasta el límite, pero que vencería, en un año o dos, con los norteamericanos. El doctor Maurice de Fleury me preguntaba si mis convicciones se habían modificado; mis respuestas le hacían sacudir la cabeza, su hermosa cabeza meditativa de viejo oficial. Fui a ver la representación de El pájaro azul 23 en un teatro, parejas y parejas, uniformes… Todo aquello daba la loca sensación de una caída en el abismo. «Péguy24 ha caído. Riciotto Canudo25 (un joven escritor que nos había gustado) ha caído. A Gabriel-Tristan Franconi26 (poeta, amigo) un obús le arrancó la cabeza. Jean-Marc Bernard27 ha caído. Los hermanos Bonneff 28 que habían escrito La Vie tragique des travailleurs han caído…» ¡Adiós París! Tomé el express de Barcelona29. Los trenes, las esta ciones revelaban otro rostro de la guerra, el de los soldados. Eran la dureza misma. Esculpidos en la adversidad, tensos, simples como la roca. Devastados. Del otro lado de los Pirineos se abrían países de cal76
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una razón para vivir: vencer ma y abundancia, sin heridos convalecientes, sin soldados de permiso que cuentan las horas, sin duelos, sin prisa por vivir en la víspera de la muerte. Las plazas de grandes árboles de las pequeñas ciudades de Cataluña, bordeadas bajo las arcadas de pequeños cafés, respiraban despreocupación. Barcelona30 estaba en fiesta, con las ramblas iluminadas en la noche, suntuosamente asoleadas en el día, llenas de pájaros y de mujeres. Aquí también corría el pacto de la guerra. Para los Aliados, para los imperios centrales, las fábricas trabajaban a pleno rendimiento, las firmas nadaban en oro. Alegría de vivir en todos los rostros, en todos los escaparates, en los bancos, en los riñones. Era como para volverse loco. Pasé por una mala crisis. La trituradora de hombres seguía girando en mí. No encontraba ninguna alegría en revivir, libre, privilegiado en mi generación movilizada, en esa ciudad feliz. Experimentaba por ello un remordimiento confuso. ¿Por qué estaba yo allí, en esos cafés, en esas playas doradas, mientras tantos otros sangraban en las trincheras de un continente entero? ¿En qué valía yo más que ellos? ¿Por qué estaba excluido de la suerte común? Me encontré con desertores, contentos de haber pasado la frontera, salvados. Les reconocía ese derecho, me erizaba interiormente la idea de que fuese posible, con tanto encarnecimiento, disputar la propia vida cuando se trata de la de todos, de un sufrimiento sin límites que hay que llevar juntos, que hay que compartir, beber hasta la hez. Ese sentimiento estaba claramente en desacuerdo con mi pensamiento racional, pero era más fuerte que él. Esa necesidad de participación en la suerte común, hoy comprendo que la sentí siempre y que fue uno de mis móviles más profundos. Trabajaba en imprentas, iba a las corridas, volvía a ponerme a leer, escalaba la montaña, me demoraba en los cafés mirando bailar a las castellanas, las sevillanas, las andaluzas, las catalanas, y sentía que me sería imposible vivir así, no pensaba sino en los hombres en guerra, me llamaban. Sin duda hubiera acabado por enrolarme en algún ejército si los acontecimientos esperados no se hubieran desencadenado finalmente todos juntos. Escribí en Tierra y Libertad31 mi primer artículo firmado «Victor Serge», para defender a Friedrich Adler 32 al que iban a condenar a muerte en Viena: había matado unos 77
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memorias de un revolucionario meses antes, en 1916, al conde Sturghk, uno de los responsables de la guerra. Mi artículo siguiente33 comentaba la caída de la autocracia rusa. Tan esperada que acababa uno por dudar que fuese real, la Revolución aparecía, lo inverosímil que se realizaba. Leíamos los cables de Rusia y nos sentíamos transfigurados, las imágenes que traían se hacían simples y concretas. Una claridad justa se esparcía sobre las cosas, el mundo no se veía ya arrastrado por una demencia irremediable. Algunos individualistas franceses se burlaban de mí acumulando sus lugares comunes ridículos: «Las revoluciones no sirven para nada. No cambiarán la naturaleza humana. Después vienen las reacciones, hay que volver a empezarlo todo. No tengo otra cosa que mi pellejo, no estoy ni con las guerras ni con las revoluciones, gracias. –Efectivamente ya no sirven ustedes para nada –les contestaba yo–, están ustedes al final del camino, no volverán a estar con nada, porque estar con ustedes mismos, verdaderamente no valdría la pena… Son ustedes productos de la degeneración de todo: de la burguesía, de las ideas burguesas, del movimiento obrero, del anarquismo…». Mi ruptura con esos «camaradas» que no eran ya sino sombras de camaradas se consumaba: inútil discutir, difícil soportarse a uno mismo. Los españoles, hasta los obreros de mi taller, que no eran militantes, comprendían instintivamente las jornadas de Petrogrado porque su espíritu las trasponía a Madrid y a Barcelona. La monarquía de Alfonso XIII no era ni más popular ni más sólida que la de Nicolás II34; la tradición revolucionaria de España remontaba, como la de Rusia, a los tiempos de Bakunin35; causas sociales semejantes obraban aquí y allá, problema agrario, industrialización retrógrada, régimen político atrasado en más de un siglo y medio respecto del Occidente europeo. El boom industrial y comercial del tiempo de la guerra fortificaba a la burguesía, sobre todo a la catalana, hostil a la vieja aristocracia terrateniente y a la administración real completamente esclerosada, acrecentaba las fuerzas y las exigencias de un proletariado joven que no había tenido tiempo de formar una aristocracia obrera, es decir, de aburguesarse; el espectáculo de la guerra despertaba el espíritu de violencia; los bajos salarios (yo ganaba cuatro pesetas al día, alrededor de ochenta centavos de dólar) incitaban a reivindicaciones inmediatas. 78
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una razón para vivir: vencer El horizonte se aclaraba verdaderamente semana a semana. En tres meses el humor de la clase obrera barcelonesa cambió. La combativi dad aumentaba. La CNT36 recibía una inyección de fuerzas. Yo perte necía a un minúsculo sindicato de la imprenta, sin aumento de efectivos –debíamos de ser unos treinta–, su influencia creció hasta el punto de que la corporación entera pareció despertar. Tres meses después del anuncio de la Revolución rusa el Comité Obrero iniciaba la preparación de una huelga general insurreccional, negociaba con la burguesía liberal catalana una alianza política, encaraba con sangre fría el derrocamiento de la monarquía. El programa de reivindicaciones del Comité Obrero, establecido en junio de 1917 y publicado por Solidaridad Obrera37, se anticipaba a las realizaciones de los sóviets rusos. Pronto iba a enterarme de que también en Francia la misma corriente de electricidad a alta tensión pasaba de las trincheras a las fábricas, la misma esperanza violenta nacía. En el Café Español, en el Paralelo, ese bulevar populoso de luces llameantes en las noches, muy cercano al terrible Barrio Chino, cuyas callejuelas enmohecidas estaban llenas de muchachas semidesnudas acurrucadas en los quicios de puertas abiertas de par en par sobre rincones infernales, encontraba militantes que se armaban para la próxima batalla. Hablaban con exaltación de los que caerían en ella, se repartían las brownings, se burlaban, nos burlábamos, en la mesa vecina, de los soplones inquietos. En una callejuela roja, bordeada a un lado por un cuartel de la Guardia Civil, por el otro de habitaciones pobres, encontré al hombre extraordinario de aquellos tiempos de Barcelona, el animador, el jefe sin título, el político intrépido que despreciaba a los políticos, Salvador Seguí, al que apodaban afectuosamente Noy del Sucre38. Cenábamos bajo la luz temblorosa de una lámpara de petróleo. En la mesa de madera cepillada, la comida consistía en tomates, cebollas, un áspero vino rojo, una sopa campesina. La ropa del niño colgaba de una cuerda, Teresita mecía al niño; el balcón se abría hacia la noche amenazadora, el cuartel lleno de fusileros, el halo rojo, estrellado, de la Rambla. Escrutábamos allí los problemas de la Revolución rusa, de la próxima huelga general, de la alianza con los liberales catalanes, del sindicalismo, de la mentalidad anarquista opuesta al renuevo de las formas de organización. 79
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memorias de un revolucionario Sobre la Revolución rusa, yo sólo estaba seguro de una cosa: que no se detendría a mitad de camino. La avalancha rodaría hasta el final. ¿Qué final? «Los campesinos tomarán la tierra, los obreros las fábricas. Después, no sé.» «Después –esto escribí– recomenzarán luchas sin grandeza, pero será sobre una tierra rejuvenecida. La humanidad habrá hecho un gran salto hacia adelante.» El Comité Obrero no se planteaba las preguntas a fondo. Empren día la batalla sin saber hasta dónde llegaría, sin medir sus consecuen cias –y sin duda no podía actuar de otro modo. Expresaba una fuerza creciente, que no podía permanecer inactiva, ni tampoco podía, incluso peleando mal, ser vencida del todo. La idea de tomar Barcelona era precisa, se la estudiaba en detalle. ¿Pero Madrid? ¿Las otras regiones? El enlace con el resto de España era débil. ¿Sería el derribamiento de la monarquía? Algunos republicanos, con Lerroux39 todavía popular aunque ya desacreditado en la izquierda, lo esperaban y les parecía bien lanzar por delante a la Barcelona libertaria, a reserva de replegarse si Barcelona fracasaba. Los republicanos catalanes, con Marcelino Domingo40, contaban con la fuerza obrera para arrancar a la monarquía cierta autonomía, y suspendían sobre el régimen una amenaza de perturbaciones. Con Seguí, yo seguía las negociaciones entre la burguesía catalana avanzada y el Comité Obrero. Alianza dudosa en la que los aliados tenían miedo unos de otros, desconfiaban con razón, jugaban a cuál sería más astuto. Seguí decía en sustancia: «Quisieran utilizarnos y engañarnos. Por el momento les servimos para su chantaje político. Sin nosotros no pueden nada; nosotros somos la calle, la tropa de choque, el león popular. Lo sabemos, pero los necesitamos. Ellos son el dinero, el comercio, la legalidad posible –al principio, ¿no es cierto?–, la prensa, la opinión media, etcétera». «Pero –le contestaba yo–, excepto en caso de victoria deslumbrante, en la que yo no creo, están dispuestos a abandonarnos a la primera dificultad. Estamos traicionados de antemano.» Seguí veía los peligros: optimista sin embargo. «Si somos derrota dos, serán derrotados con nosotros; demasiado tarde para traicionarnos. Si somos vencedores, seremos los dueños de la situación, nosotros y no ellos. Salvador Seguí me inspiró, en Naissance de notre 80
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una razón para vivir: vencer Force 41, el personaje de Darío. Obrero, casi siempre vestido de obrero que sale del trabajo, con la gorra apretada sobre el cráneo, el cuello de la camisa desabotonado bajo la corbata barata; alto, bien formado, de cabeza redonda, con rasgos irregulares, grandes ojos redondos astutos y maliciosos bajo los espesos párpados, con una especie de fealdad media, llena de encanto al acercarse, y en todo el ser una energía flexible, constante, práctica, inteligente sin ninguna afectación. Aportaba al movimiento obrero español un nuevo carácter de gran organizador. No anarquista, aunque libertario, amigo de burlarse de las frases sobre «la vida armoniosa al sol de la libertad», «el florecimiento del yo», «la sociedad futura», de plantear los problemas inmediatos de los salarios, de la organización de los alquileres, del poder revolucionario. Y éste era su drama: ese problema capital, el del poder, no podía permitirse plantearlo en voz alta; creo incluso que fuimos los únicos que lo tocamos, él y yo, en privado. Puesto que él afirmaba que «podemos tomar la ciudad», yo preguntaba: «¿Cómo gobernarla?». No teníamos aún otro ejemplo ante los ojos que el de la Comuna de París y, si se lo miraba de cerca, no era alentador: vacilación, división, parloteos, competencia de hombres sin envergadura… La Comuna, como más tarde la Revolución española, dio héroes por millares, mártires admirables por centenares, pero no tuvo cabeza. Yo pensaba mucho en eso, pues me parecía claro que íbamos hacia una Comuna barcelonesa. Masas magníficas, rebosantes de energía, arrastradas por un gran idealismo confuso, muchos buenos militantes medios –y ninguna cabeza, «salvo la tuya», Salvador, y «es muy frágil una sola cabeza», que por lo demás no estaba muy segura de sí misma ni tenía muchos seguidores. Los anarquistas no querían oír hablar de una toma del poder; se negaban a ver que el Comité Obrero, victorioso, sería en Cataluña el gobierno de mañana. Seguí lo veía, pero, para no abrir un conflicto de ideas que lo habría dejado aislado, no se atrevía a decirlo. Íbamos así a la batalla en una especie de oscuridad. El entusiasmo y la fuerza crecían, los preparativos se hacían casi a la luz del día. A mediados de julio, equipos de militantes patrullaban la ciudad, en overol azul, con la mano sobre la pistola. Yo participaba en esas patrullas, nos cruzábamos con la Guardia Civil montada, 81
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memorias de un revolucionario con sus tricornios negros, sus cabezas barbudas, sabían que éramos insurgentes de mañana, pero tenían orden de no iniciar el combate. Las autoridades perdían la cabeza o adivinaban lo que iba a suceder: el desfallecimiento de los parlamentarios catalanes. La casa de la calle de las Egipciacas, donde me encontraba un día con Seguí, había sido cercada por los tricornios negros, y ayudamos a Seguí a huir por las terrazas de las azoteas. Fui detenido, pasé tres horas detestables en una minúscula celda de policía pintada de ocre rojo. Oía rugir el motín en la rambla vecina, y rugía tanto que un viejo oficial amable me soltó con excusas. Los agentes «vestidos de burgueses», tan lamentablemente civiles, que nos seguían, nos aseguraban su simpatía excusándose de dedicarse a un oficio tan triste por el pan de sus hijos. Yo dudaba de la victoria, pero me hubiese gustado pelear por el porvenir. Escribí más tarde, en una meditación sobre la conquista42: Es muy posible, Darío, que seamos fusilados al terminar toda esta historia. Dudo del hoy y de nosotros. Tú, ayer, cargabas bultos en el puerto. Doblado bajo tu fardo, seguías con paso elástico las tablas botadoras entre el muelle y el entrepuente de un carguero. Yo llevaba cadenas. Expresión literaria, Darío, pues lo único que uno lleva es una matrícula, pero es igualmente pesada. Nuestro viejo Ribas del Comité vendía cuellos postizos en Valencia. Portez dedicaba sus días a triturar pedruscos en muelas mecánicas o a abrir agujeros en ruedas dentadas de aceros. ¿Qué hacía Miró con su elasticidad y su musculatura felina? Engrasaba máquinas en una bodega de Gracia. En verdad, somos esclavos. ¿Tomaremos esta ciudad, pero mírala, esta ciudad espléndida, mira esas luces, estos fuegos, escucha esos ruidos magníficos –coches, tranvías, músicas, voces, cantos de pájaros, y pasos, pasos y el indiscernible murmullo de las telas, de las sedas–, tomar esta ciudad con estas manos, nuestras manos, es posible? Seguro que te reirías, Darío, si te hablara así en voz alta […]. Dirías, abriendo tus gruesas manos peludas, fraternales y sólidas: «Yo me siento capaz de tomarlo todo. Todo». Así nos sentimos inmortales hasta el momento en que ya no nos sentimos nada. Y la vida sigue cuando nuestra gotita ha regresado al océano. Mi confianza se une en esto a la tuya. El mañana es grande. No habremos madurado en vano 82
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una razón para vivir: vencer esta conquista. Esta ciudad será tomada, si no por nuestras manos, por lo menos por unas manos parecidas a las nuestras, pero más fuertes. Más fuertes acaso por haberse endurecido gracias a nuestra misma debilidad. Si somos vencidos, otros hombres, infinitamente diferentes de nosotros, infinitamente semejantes a nosotros, bajarán por esta rambla, en una tarde semejante, dentro de diez años, dentro de veinte años, no tiene verdaderamente ninguna importancia, meditando la misma conquista; pensarán tal vez en nuestra sangre. Creo verlos ya y pienso en su sangre que correrá también. Pero tomarán la ciudad.
Tenía yo razón. Aquellos otros tomaron la ciudad el 19 de julio de 1936. Se llamaban Ascaso, Durruti, Germinal Vidal, la CNT, la FAI, el POUM43… Pero el 19 de julio de 1917, fuimos vencidos casi sin combate, pues los parlamentarios catalanes se asustaron en el último momento y se negaron a iniciar el combate. Lo iniciamos solos durante un día que fue de sol, de clamores, de movimientos, de multitudes, de carreras por las calles, mientras los tricornios negros, prudentes, cargaban lentamente y nos perseguían sin ardor. Tenían miedo. El Comité Obrero daba el toque de retirada. En la estrecha calle Conde de Asalto, me encontré alrededor de mediodía en medio de los ríos de camaradas. Esperábamos instrucciones, la Guardia Civil, con los fusiles cruzados ante el pecho, desembocó bruscamente de la Rambla y subió hacia nosotros, haciéndonos retroceder lentamente. Un pequeño oficial todo amarillo gritaba que iba a dar la orden de fuego si no nos dispersábamos. Dispersarnos era imposible, pues había otra multitud detrás de nosotros –y no teníamos ninguna gana de hacerlo. Se hizo un vacío entre nosotros y esa muralla de hombres negros que ajustaban sus carabinas. En ese vacío se lanzó de repente un joven con traje gris en cuya mano se balanceaba, envuelta en un periódico, una bomba. Gritaba: «¡Yo soy un hombre libre! ¡Hijos de puta!». Me abalancé hacia él, le agarré la muñeca: «¿Estás loco? Vas a desencadenar una matanza inútil». Luchamos un instante, la tropa se había inmovilizado, vacilante, algunos camaradas nos rodearon, nos arrastraron… Estallaron disparos aislados. En el quicio de una puerta, el joven, temblando todavía de exasperación, se enjugaba la frente con la manga. 83
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memorias de un revolucionario «Tú eres el ruso, ¿no es cierto? Suerte que te reconocí a tiempo…» Seguí regresó en la noche baldado de fatiga. «¡Qué cobardes, qué cobardes!», murmuraba. No habría de volverlo a ver, pues se escondió para organizar la insurrección de agosto. En 1921, encontrándome en Petrogrado, recibí de él una carta en la que me anunciaba que vendría a Rusia. Convertido en el verdadero tribuno de Barcelona, regresaba de Menorca, donde había estado deportado durante algún tiempo. A principios de 1922 murió en la calle, a algunos metros de la Rambla44*, asesinado por los pistoleros del «Sindicato Libre» patronal. La insurrección estalló en agosto (1917); causó de uno y otro lado un centenar de cadáveres y se apagó sin interrumpir la marcha hacia adelante del proletariado barcelonés… Yo estaba en camino hacia Rusia. El fracaso del 19 de julio me había decidido, ya no esperaba la victoria aquí, estaba harto de las discusiones con militantes que me parecían a menudo niños crecidos. El cónsul general de Rusia en Barcelona45, un tal príncipe K., al escuchar mi nombre, me recibió en seguida: «¿En qué puedo servirle?». Ese gran señor acababa de rendir su vasallaje al gobierno provisional de Petrogrado. Antes me había dado un poco de miedo, pues hacía detener por el gobernador a los exiliados rusos cuando se enteraba de su presencia en la ciudad. Ahora era todo mieles. Sólo le pedí una hoja de movilización para ir a cumplir mi servicio militar en la Rusia libre. «¡Voluntarios! ¡Con mucho gusto! En seguida.» Nos entendíamos con pocas palabras. París. El estado mayor ruso de la avenida Rapp46 estaba lleno de ofi ciales elegantes, adaptados a las circunstancias: convertidos en repu blicanos desde la caída del Imperio. Buenos republicanos, evidentemente. Con una cortesía extremada, acumularon, ante mí y ante algunos otros, toda clase de dificultades. Las comunicaciones con Rusia estaban sembradas de obstáculos. ¿Por qué no servir a la patria recobrada en las tropas rusas que combatían en Francia?, sugerían. Sería fácil de arreglar… Contesté a un capitán lustroso como un caballo de lujo: «¿Pero no le parece más bien, señor, que las tropas rusas de Francia, formadas bajo el despotismo, deberían ser repatriadas para que respiraran un poco el aire de la Rusia nueva?». Me aseguró que 84
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una razón para vivir: vencer nuestros soldados del campo de Mailly del frente de Champaña habían sido perfectamente informados por sus superiores de los grandes cambios que habían tenido lugar en Rusia. Estábamos en plena mistificación, no valía la pena insistir; no había nada que sacar de todos esos capitanes. Continué sin embargo mis gestiones para enterarme finalmente de que –al parecer– el almirantazgo británico negaba el salvoconducto al grupo de repatriados revolucionarios del que formaba parte. Telegrafiamos al Sóviet de Petrogrado47, a Kerensky, lo cual hacía un efecto deplorable, y no nos disimulaban que, en vista de las diversas censuras, no era nada seguro que nuestros telegramas llegasen a buen puerto. Entre tanto una división rusa que exigía su repatriación se amotinaba en el campo de La Courtine; la sometieron a cañonazos. Algunos camaradas llegados del frente a París me aconsejaron enrolarme en otra división, cuya repatriación se planeaba, y firmé la solicitud formal; pero al recibirla, el general declaró clausurado el enrolamiento de voluntarios y me transmitieron sus disculpas. Pensé en pasar por la Legión Extranjera, que prometía a los voluntarios rusos su incorporación a las tropas rusas, cuando me enteré de que la mayoría de los camaradas que habían intentado ese camino habían muerto en la línea de fuego, como héroes, mientras que sus delegados, encargados de formular las reivindicaciones, eran fusilados en la cercana retaguardia. En las antecámaras del estado mayor, conocí a un soldado ruso de unos treinta años, llegado recientemente de Transjordania, donde había peleado en el ejército inglés. Como yo, trataba de regresar, por razones diferentes, y lo logró antes que yo. Desde nuestra primera conversación, se definió: «Soy tradicionalista, monárquico, imperialista, paneslavista. Estoy en la verdadera naturaleza rusa, tal como la ha hecho el cristianismo ortodoxo. Usted también está en la verdadera naturaleza rusa, pero en su extremo opuesto, del lado de la anarquía espontánea, de los desencadenamientos elementales, de las creencias desordenadas… Lo amo todo de Rusia, incluso lo que quiero combatir en ella, lo que usted representa…». Tuvimos sobre esos temas, mientras íbamos y veníamos por la explanada de los Inválidos, hermosas discusiones. Por lo menos era claro, valeroso en su pensa85
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memorias de un revolucionario miento, inmensamente enamorado de la aventura y del combate –y a veces recitaba versos mágicos. Más bien flaco, de una fealdad singular, con el rostro demasiado largo, los labios y la nariz fuertes, la frente cónica, ojos extraños, azul-verdes, demasiado grandes, de pescado o de ídolo oriental; y precisamente, le encantaban las figuras hieráticas de Asiria, con las cuales acababa uno por encontrarle un parecido. Era uno de los más grandes poetas rusos de nuestra generación, ya famoso, Nikolai Stepánovich Gumilev48. Volveríamos a encontrarnos varias veces en Rusia, opuestos pero amigos. En 1921 hube de luchar varios días, en vano, para impedir a la Cheka que lo fusilara49. Pero de ese cercano porvenir, no teníamos ninguna premonición. La mayoría de los oficiales rusos se decían «socialistas-revoluciona rios» y el hecho es que el Partido S-R se hinchaba a ojos vista, como el sapo de la fábula, y nadie dudaba de que obtendría la mayoría en la próxima Asamblea Constituyente. Yo sabía muy pocas cosas del bolchevismo cuyo solo nombre hacía que a los lindos militares les saliera espuma por la boca. Los motines de julio en Petrogrado mostraban su fuerza. La pregunta-test que le hacían a uno –que me hacían– en toda circunstancia era esta: ¿pro o contra el bolchevismo? ¿Pro o contra la Constituyente? Yo contestaba según mi costumbre con imprudente claridad: la Revolución rusa no puede limitarse a un cambio de régimen político; es y debe ser social. Esto quiere decir que los campesinos deben arrebatar la tierra y la arrebatarán a los terratenientes, con o sin sublevaciones campesinas, con o sin permiso de una Constituyente; que los obreros impondrán la nacionalización o por lo menos el control de las grandes industrias y de los bancos. No han derrocado a los Romanov para regresar al taller tan impotentes como el día anterior y asistir al enriquecimiento de los fabricantes de cañones… Era para mí una evidencia simple, pero vi muy pronto que aun limitándome a expresarla en la colonia rusa de uniforme, me exponía a muchos sinsabores incluso con las autoridades francesas. Estos sinsabores llegaban con pasos seguros. Estaba sin saberlo «en la línea» de Lenin. Lo más extraño en todo esto era la indignación de los socialistas-revolucionarios recientes cuando se les recordaba que el artículo principal del programa de su partido reclamaba la nacionalización de la tierra, la 86
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una razón para vivir: vencer expropiación inmediata y sin indemnización de los grandes dominios, la liquidación de la aristocracia terrateniente. «¡Pero está la guerra! ¡Ante todo vencer!», exclamaban. Era fácil contestarles que la autocracia había arrastrado al imperio a la derrota y a la invasión; que por lo tanto una república conservadora, que desconociese las necesidades del pueblo, no haría sino acumular otros desastres, hasta alguna terrible crisis social en la que se hundiría en lo imprevisible. Yo trabajaba en una imprenta50 del bulevar Port-Royal, tenía muchos contactos con los obreros, allí y en otros sitios. También ellos se mostraban exasperados por el giro inesperado que tomaba la Revolución rusa. Al principio la habían saludado con profunda alegría, después, la idea de que los desórdenes y las reivindicaciones «maximalistas», como decían, debilitaban al ejército ruso se había impuesto a ellos. Oía decir a menudo, puesto que lo decían para mí apenas declaraba ser ruso: «Los bolcheviques son unos canallas, vendidos a Alemania», «los rusos son todos unos cobardes». Estuve a punto de recibir una paliza en un bar por haber desplegado un periódico ruso. Me decía que a ese pueblo ya desangrado hasta el límite no se le podía pedir que pensara con calma y sobre todo que comprendiera fraternalmente las aspiraciones de otro pueblo lejano igualmente desangrado y exhausto. Esa atmósfera no fue ajena a la llegada al poder del viejo Clemenceau51, que por lo demás no tenía en absoluto fama de reaccionario. La leyenda de su juventud, de su papel en el asunto Drey-fus52, de sus exabruptos de destructor de ministerios, de sus campañas contra las guerras coloniales, de la simpatía que había mostrado a los anarquistas en la época del terrorismo de Ravachol53 y de Émile Henry54, lo auroleaba de tal manera que borraba el recuerdo de la sangre obrera vertida bajo su primer ministerio. Tenía fama de jacobino más que de burgués. Y fue la gran oportunidad de la burguesía francesa, representada por los Ribot y los Poincaré, el encontrar en la hora de la crisis, para que volviese a hacerse cargo de todas las responsabilidades, a ese anciano enérgico y testarudo, con un temperamento de convencionista. Nosotros lo detestábamos tanto como lo admirábamos. Supe que por un sincronismo de acontecimientos totalmente claro, Francia acababa de atravesar una crisis revolucionaria ahogada. Marzo 87
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memorias de un revolucionario de 1917, desmoronamiento de la autocracia rusa. Abril de 1917, los motines de Champaña55. Esos motines fueron en realidad más graves de lo que se ha dicho. Todo un ejército estuvo a punto de desintegrarse, se hablaba de marchar sobre París. El generalísimo Nivelle, sucesor de Joffre, había intentado atravesar el frente alemán (abril) en Craonne-Reims, y pagó un pequeño avance a un precio tan elevado que tuvo que detener él mismo la ofensiva. Los motines estallaron en ese momento. Fueron sometidos sin represión excesiva, lo cual era de una gran habilidad. Otro factor psicológico de una importancia capital tenía lugar en ese instante preciso para rehacer la moral del ejército: la entrada en la guerra de los Estados Unidos56 (6 de abril; la ofensiva Nivelle empezó el 9 de abril). Volvió la confianza; ahora era posible vencer; la Revolución rusa, que complicaba la situación, se hizo impopular. Una ínfima minoría obrera fue la única que todavía la siguió, con el grupo de La Vie Ouvrière (Monatte y Rosmer), algunos socialistas como Jean Longet y Rappoport, elementos anarquistas más numerosos pero también más confusos. Clemenceau llegaba al poder en el momento más crítico en aparien cia; en realidad, el peor momento de la crisis había pasado desde todo punto de vista. El vuelco psicológico se había producido: las tropas norteamericanas desembarcaban, la batalla del Atlántico resultaba favorable a los Aliados (en abril, el mes negro, a consecuencia de la campaña de los U-boats Gran Bretaña sólo tenía ya víveres para tres semanas). Clemenceau empezó por liquidar en el interior al partido de la paz blanca57, cuyo jefe casi oficial era Joseph Caillaux58, diputado de la Sarthe, antiguo presidente del Consejo, financiero hábil y reaccionario, al que en una ocasión, en un encabezado de periódico, yo había llamado «Coágulo de sangre»59. El partido de la paz confiaba en la fatiga de las masas, en el temor de una revolución europea, en las inquietudes de los Habsburgo, en la crisis social que despuntaba en Alemania, y era alentado de diferentes maneras por agentes alemanes. Almereyda, director del Bonnet Rouge 60, se había convertido en el condottiere de ese partido; en caso de éxito, habría sido un ministro popular, capaz de explotar sincera y pérfidamente los sentimientos de las masas socializantes y anarquizantes. Como a casi todos los revolu88
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una razón para vivir: vencer cionarios, yo había dejado de verlo desde que hacía lo que nosotros llamábamos irónicamente «alta política» entre las viles bambalinas de la alta finanza. Atacado por el vértigo del dinero y del riesgo, abrazaba su vida, se había hecho morfinómano, se rodeaba de gente de teatro, de chantajistas, de mujeres bonitas y de alcahuetes políticos de toda clase. La curva de su destino, iniciada en los bajos fondos de París, llegada hasta el cenit de la combatividad revolucionaria, terminaba en la podredumbre, bajo las cajas de caudales. Cuando Clemenceau lo hizo detener con sus colaboradores61*, pensé en seguida que su proceso sería imposible: sería demasiado fácil para Almereyda comprometer a fondo a los que estaban detrás de él. Probablemente lo habrían fusilado, pero en buena compañía. Pocos días después, lo encontraron en la cama de la cárcel, estrangulado con un cordón de zapato62. El asunto no fue nunca esclarecido. París, aquel verano, vivió alegremente, con tanta confianza resuelta como inconsciencia. Los soldados de América traían mucho dinero. Los alemanes estaban en Noyon –a un centenar de kilómetros– desde hacía tanto tiempo que la gente se había acostumbrado y no tenía ya inquietud particular. De noche, la llegada de los Gothas63 hacía resonar las sirenas de alarma, la gente bajaba a los sótanos, caían algunas bombas. Yo observaba esos combates aéreos –de los cuales en realidad sólo se veían bien las luces cruzadas de los proyectores– desde un cuartito bajo el tejado, cerca del Pont-Neuf. Nos asomábamos a la ventana, dos compañeros, y hablábamos en voz baja de la muerte estúpida que era posible. «Si mis libros fueran destruidos –decía mi amigo–, no quisiera sobrevivirlos… Tú tienes la esperanza de tu revolución, yo no tengo ni siquiera eso.» Era un obrero instruido, movilizado para tareas idiotas. La sospecha, la delación, el temor se instalaban por todas partes; detenían a pobres diablos por una frase dicha en la calle. Yo gozaba de una libertad precaria estudiando la historia del arte64 –¿y qué cosa mejor podía hacer durante esa tregua? Un día fui detenido65 en la calle por dos inspectores aterrados, que esperaban, no sé por qué, una resistencia mortal de mi parte y se mostraron encantados cuando les dije que no tenía armas ni la menor intención de combatir. Como no había rigurosamente nada 89
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memorias de un revolucionario que reprocharme, salvo tal vez «ideas peligrosas», según la admirable expresión del legislador japonés, fui enviado, como medida administrativa, a un campo de concentración, en Précigné, en la Sarthe. Encontré allí a todo un grupo de revolucionarios, rusos y judíos rusos en su mayoría, calificados de «bolcheviques», como también lo había sido yo, sin serlo, naturalmente. La represión, apenas cesan las garantías de libertad individual de la civilización moderna, sólo procede por aproximaciones, a ciegas, y chapotea con razón en la confusión. El sistema, en semejantes épocas, consiste en encerrar a todo el mundo en ciertas zonas: Dios reconocerá a los suyos. No me indigné demasiado, sintiéndome tan extraño a ese mundo, tan decidido a vivir por otras razones y por otras historias que las suyas, que mi existencia misma se convertía en una infracción a la ley no escrita del conformismo. No podía tener ya otra patria sino la Revolución rusa, mi razón de vivir era la suya. Formé pronto en Précigné un grupo revolucionario ruso, de unos quince militantes y unos veinte simpatizantes. Sólo comprendía un bolchevique, el ingeniero químico Krauterkrafft66, con el cual estuve siempre en oposición, pues preconizaba una dictadura despiadada, la supresión de la libertad de prensa, la revolución autoritaria, la enseñanza marxista. (Se negó más tarde a partir para Rusia.) Queríamos una revolución libertaria, democrática –menos la hipocresía y la vileza de las democracias burguesas–, igualitaria, tolerante con las ideas de los hombres, que usaría el terror si fuese necesario, pero aboliría la pena de muerte. Desde un punto de vista teórico, planteábamos muy mal esos problemas, el bolchevique los planteaba ciertamente mejor que nosotros; desde el punto de vista humano, estábamos en la verdad infinitamente más que él. Veíamos en el poder de los sóviets la realización de nuestras aspiraciones; él también. Nuestro entendimiento se fundaba pues en un malentendido profundo y en una necesidad general. Vigilados por territoriales cansados, que no pensaban en nada, salvo tal vez en revendernos con beneficio algunas botellas de vino, realizábamos, en el amplio patio de aquel ex convento, mítines soviéticos. Paul Fouchs67, viejo libertario apasionado, ingenuamente orgulloso de parecerse a Lafargue68, tomaba en ellos la palabra conmigo. Belgas, macedonios, alsacianos, «sospechosos» 90
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una razón para vivir: vencer diversos, algunos terriblemente, odiosamente sospechosos en efecto, nos escuchaban en silencio, con respeto, pero desaprobándonos, pues seríamos mal vistos por las autoridades, perdíamos nuestra esperanza de liberación, y además: «Lo que ha sido será, siempre ha habido ricos y pobres, la guerra está en la sangre del hombre, no cambiarán ustedes nada, mejor harían en tratar de arreglárselas…». Los belgas y los alsacianos eran vagamente germanófilos, los macedonios, dignos, miserables, silenciosos, no eran más que macedonios, dispuestos a pelear contra el universo por su libertad primitiva de montañeses. Los macedonios vivían en comunidad, todos en la misma miseria, todos piojosos, todos hambrientos, fraternales; belgas y alsacianos se dividían en ricos, pobres y comerciantes venales. Los ricos se pagaban el lujo de pequeños cuartos confortables, adornados con imágenes que representaban mujeres sonrientes en deshabillé, y pasaban allí su tiempo confeccionándose platos finos y jugando a las cartas. Los pobres lavaban la ropa y hacían pequeñas tareas para los ricos. Los más pobres vendían su ración de pan a los ricos a fin de comprarle al traficante unas cuantas colillas, recogían su alimento en los botes de basura y reventaban devorados por los gusanos. Organizamos para ellos una distribución de sopa, pero casi no teníamos dinero, no podía salvarlos a todos. Reventaban a pesar de nuestra sopa. Los traficantes administraban pequeños cafés en rincones de barracas, prestaban sobre prendas, abrían en la noche, a la luz de las velas, garitos de juego donde había a veces peleas frenéticas. Tenían incluso invertidos a disposición de los clientes y arreglos secretos para proporcionar a los ricos, con la complicidad retribuida del servicio de guardia, la felicidad inaudita de un cuarto de hora en un rincón oscuro con una criada de granja. Una sociedad en miniatura, completa, completamente enemiga. La despreciábamos, nos temía un poco. El régimen del campamento era bastante bueno, bastante libre. Sólo que teníamos hambre. Llegó la gripe española, tuvimos por compañera a la muerte a toda hora. Un lazareto improvisado en un cuarto de la planta baja recibía a los moribundos, velados en la puerta por nuestros enfermeros voluntarios. Los dejaban jadear, ponerse azules, cubrirse de manchas como piel de pantera, enfriarse… ¿Qué hacer? 91
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memorias de un revolucionario Cuando me tocó, pasé la noche a la intemperie, cerca de la puerta de esa morgue hedionda, molestándome de vez en cuando en ir a dar de beber a un agonizante. Nuestro grupo no tuvo ni un solo muerto, aunque casi todos estuvimos contaminados; pero nuestra solidaridad nos permitía comer mejor que los otros pobres. La cuarta parte de la población del campamento cayó en algunas semanas; sin embargo ni un solo rico murió. Nos curábamos los unos a los otros, nos negábamos a dejar llevar a nuestros enfermos a la morgue; y estos, que parecieron totalmente perdidos, se curaban. Adquirí sobre la medicina nociones presentidas. Terapéutica esencial en los casos más graves: alimentar y reconfortar. Dar confianza: nunca te abandonaremos, viejo, resiste. Durante la epidemia, nuestras reuniones, nuestros estudios continuaron. Durante una de las conferencias que yo daba, intencionalmente, aquella noche, para distraer la atención del servicio de guardia, uno de los nuestros69 intentó evadirse, con el favor de una tormenta. Cayó en el camino de ronda, bajo el fulgor macilento de los proyectores: «seis balas para un cuerpo de veinte años…». Al día siguiente incitamos al campamento a la rebelión. El staroste, el Anciano de los macedonios, vino a decirnos que nos apoyarían. Los belgas y los alsacianos nos respondieron que esa historia no les incumbía, que todo acabaría mal, que ellos no se metían. El prefecto vino a prometernos una investigación. El jefe del campamento solicitó una conversación confidencial conmigo para revelarme que conocía el proyecto de evasión por un traficante; que varios internados iban a salir –era verdad–; que habían decidido matar a otro, un canalla, un rumano sospechoso de espionaje, soplón además; que «palabra de honor, su camarada, teníamos intención de dejarlo correr y me parte el corazón lo que ha sucedido, ese error, se lo aseguro…». Todo era cierto, la rebelión se apagó. Sentíamos hacia los espías una repulsión física. El que acababa de salvarse siguió paseándose en el patio fumando cigarrillos rubios… La guerra civil estallaba en Rusia70. A consecuencia de la subleva ción contrarrevolucionaria de Yaroslavl71 y del atentado de Dora Kaplan72 contra Lenin, la Cheka73 detenía al cónsul de Gran Bretaña en Moscú, Mr. Lockhart, y a la misión militar francesa del general Lavergne74. Se iniciaron negociaciones conducidas por la Cruz Roja 92
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una razón para vivir: vencer danesa con vistas a un intercambio de rehenes. Chicherin75, que había salido a su vez de un campo de concentración de Inglaterra, reclamó la liberación de Litvinov76, encarcelado en Londres, y la de los «bolcheviques» internados en Francia: nosotros. Las negociaciones sólo llegaron a un resultado después de la explosión de alegría del armisticio. Las autoridades nos dejaban escoger entre una liberación próxima y esa partida hacia Rusia, en calidad de rehenes que respondían con sus cabezas de la seguridad de los oficiales franceses. Cinco de los quince miembros aproximadamente que formaban nuestro grupo insistieron conmigo en partir. Había un marino sindicalista, tuberculoso, Dimitri Barakov77, que quería antes de morir ver la Rusia roja; lo mantuvimos con ayuda de inyecciones durante el viaje y murió apenas llegado; otro marino, letón, que se hizo matar en seguida defendiendo el puerto de Riga, André Brode; un joven socialista judío que habría de morir de tifus en el frente de Polonia, Max Feinberg; una especie de traidor; un fantoche. Partimos con la mochila a la espalda, en la noche fría, seguidos por los alegres clamores del campamento entero. Algunos de los peores habían venido a darnos el abrazo de despedida, sin que tuviésemos ánimo para rechazarlos. La tierra helada resonaba duramente bajo nuestros pies, las estrellas retrocedían ante nosotros. Vasta noche, noche ligera. Atravesamos ciudades bombardeadas, viajamos por los campos sembrados, sobre los taludes del ferrocarril, de cruces de madera, entramos en el país de los tommies. Una noche, en un puerto de casas destrozadas por las bombas, entré con nuestro enfermo y unos inspectores de policía en un cabaré lleno de soldados británicos. Se fijaron en nuestro aspecto desacostumbrado. «¿Quiénes son ustedes? ¿Adónde van? –Revolucionarios, vamos a Rusia.» Treinta rostros atezados nos rodearon ávidamente entre exclamaciones cordiales, tuvimos que estrechar todas las manos. Desde el armisticio, el sentimiento popular volvía a cambiar, la Revolución rusa volvía a convertirse en una lejana antorcha. En Dunquerque, en el edificio que había sido de la cárcel, otro grupo de rehenes nos esperaba, traído de otro campamento por el doctor Nicolaenko78. El intercambio se hacía cabeza por cabeza y los rusos eran engañados. De cuarenta rehenes, apenas había diez mi93
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memorias de un revolucionario litantes auténticos, y casi una veintena de niños. ¿Debíamos protestar contra esa estafa? El doctor Nicolaenko, muy alto, de cabellos blancos, de ojos arrugados, sostuvo que «un niño de teta vale bien un general». Ligado al sindicato de los marinos rusos, había organizado en Marsella una huelga en los barcos cargados de municiones destinadas a los Blancos. Él y yo fuimos los delegados del grupo de los rehenes. «¿Rehenes también los mocosos de menos de diez años? –pregunté a unos oficiales–, ¿les parece eso compatible con el honor militar?» Se abrían de brazos, azorados: «No podemos hacer nada.» Más bien simpáticos, por otra parte, leían en sus cabinas a Romain Rolland79: Au-dessus de la mêlée. Este diálogo tuvo lugar en alta mar –frente a las costas planas de Dinamarca, en un mar lechoso del que se veían emerger a veces las puntas de los mástiles de los barcos hundidos– porque, habiendo corrido el rumor de que unos oficiales franceses habían perecido en Rusia, se nos informaba que estábamos expuestos a represalias. Hermoso viaje, en primera clase. Un destroyer acompañaba a nuestro vapor y cañoneaba a veces, largamente, minas flotantes. Un géiser negro subía de las olas, los niños-rehenes aplaudían. De la bruma y del mar emergió, macizo de líneas, todo de piedras grises, con techos de esmeralda mate, el castillo de Elsinor. Débil príncipe Hamlet, vacilabas en una niebla de crímenes, pero planteabas bien la cuestión. El ser o el no ser, para los hombres de nuestro tiempo, es la voluntad o la servidumbre, no hay sino que escoger. Salimos de la nada, entramos en el dominio de la voluntad. Tal vez aquí está la ideal frontera. Nos espera un país donde la vida vuelve a empezar de nuevo, a golpes de voluntad, de lucidez, de implacable amor a los hombres. Detrás de nosotros, Europa entera arde poco a poco después de haber estado a punto de asfixiarse en su niebla de matanzas. Barcelona incuba su llama, Alemania está en plena revolución, Austria-Hungría se desintegra en países libres, Italia se cubre de banderas rojas… Es solo el comienzo. Hemos nacido a la fuerza; no tú y yo, que somos muy secundarios, todos aquellos a quienes pertenecemos sin que lo sepan, hasta ese senegalés con casco, transido bajo sus pieles que vela tristemente al final de la pasarela de los oficiales. Tales efusiones entusiastas se mezclaban, en verdad, con nuestras discusiones apretadas sobre puntos de doctri94
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una razón para vivir: vencer na. Luego una asombrosa muchacha de veinte años80 llenos de sonrisa y con una especie de terror apaciguado, venía a buscarnos en el puente para decirnos que el té estaba listo en la cabina, atiborrada de niños, de un viejo obrero anarquista más exaltado que nosotros. Llamaba a esta mujer-niña el Pájaro Azul –y fue ella quien me dio la noticia del asesinato de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo81. A partir de las islas Aaland, el Báltico era de hielo, constelado de islas blancas. Un destroyer hendía el hielo, cien metros adelante de no sotros, y nuestro paquebote avanzaba lentamente a través del banco de hielo, por un estrecho canal todo hirviente. Enormes bloques de hielo, arrastrados por una lucha elemental, giraban bajo la proa. Los contemplábamos hasta el vértigo; ese espectáculo, por momentos, me parecía lleno de significación. Más bello que el espectáculo de hada de los paisajes82. Finlandia nos recibió como enemigos, pues el terror blanco acababa de pasar por allí. El puerto desierto de Hangoe, bajo la nieve. Funcionarios antipáticos que me contestaban en ruso, sin acento: «¡No hablamos ruso! –¿Entonces hablan ustedes francés, español, chino? Somos internacionales. La única lengua que no hablamos es la de ustedes». Los oficiales franceses intervinieron y nos encerraron en vagones guardados en la salida por gigantes rubios silenciosos, de ojos de piedra, encapuchados de blanco, con el fusil cargado, que tenían orden de tirar, según nos habían advertido, a la primera tentativa de bajar. Yo insistí: «Sírvanse preguntar al señor oficial finlandés si esa orden se refiere también a los niños-rehenes». El señor oficial montó en cólera: «¡Todo el mundo! –Sírvanse dar las gracias al señor oficial». El aire helado se cargaba de glacial violencia. Sin abandonar los vagones, atravesamos ese vasto país de bosques dormidos, de lagos cubiertos de nieve, de extensiones blancas, de lindos chalets pintados perdidos en las soledades. Atravesamos ciudades tan aseaditas, tan silenciosas que hacían pensar en juguetes infantiles. Tuvimos un momento de pánico cuando, al caer la noche, en un claro del bosque, el tren se detuvo, unos soldados de infantería se desplegaron a lo largo de las vías y se nos invitó a bajar. Las mujeres murmuraban: «Van a fusilarnos». Nos negamos a bajar. Era sólo para tomar el aire, en espera de que barrie95
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memorias de un revolucionario ran los vagones y cargaran de leña la locomotora. Los centinelas, a pesar de la consigna, se suavizaban con los niños. Franqueamos la frontera soviética en plena noche, en el bosque. Caminábamos penosamente, hundiéndonos en la nieve. Un frío agudo traspasaba nuestras delgadas ropas de Occidente. Dábamos diente con diente. Envueltos en mantas, los niños lloraban. Sobre un pequeño puente blanco, bajo un claro de luna brumoso, unos hombres con linternas nos contaban al pasar. El centinela rojo al que gritábamos, ahogándonos de alegría: «¡Salud, camarada!», cabeceaba; luego nos preguntó si teníamos pan. Teníamos. Toma. La revolución tiene hambre. Reunidos alrededor de un fuego de leña que nos iluminaba fantásticamente, en el puesto de mando de aquel sector muerto de las primeras líneas, una barraca de troncos, sin muebles, provista de teléfono, medíamos la extrañeza de ese primer contacto con nuestro país, nuestra revolución. Dos o tres soldados rojos con capotes usados se atareaban en los teléfonos sin parecer interesarse en nosotros. Rostros descarnados. Hacían lo que tenían que hacer sobreponiéndose a una inmensa fatiga. Se animaron cuando les ofrecimos conservas. «¿Entonces no hay hambre en Francia? ¿Tienen todavía pan blanco allá?» Les pedimos periódicos, no los recibían. No pensamos en dormir en el vagón de mercancías, bien calentado por una estufa de hierro forjado, arrastrado por una locomotora catarrosa que nos llevó a través del alba blanca, idealmente pura, hacia Petrogrado. Paisaje boreal. Ni rastro del hombre. Esplendor de la nieve, confines de la nada. En un segundo pequeño puesto perdido, otro soldado indiferente a todo lo que no era el hambre y el alimento, nos encontró un número de la Severnaya Kommuna, órgano del Sóviet de Petrogrado. Era sólo una hoja gris bastante grande impresa con una tinta pálida. De ella recibimos un primer choque. Nunca habíamos pensado en disociar la idea de revolución de la de libertad. Todo lo que sabíamos de la Revolución francesa, de la Comuna de París, del 1905 ruso, nos mostraba la efervescencia popular, el bullir de las ideas, la competencia de los clubes, de los partidos, de los periódicos –excepto durante el Terror–, bajo el reino del Ser supremo; pero el Terror de 1793 era a la vez un apogeo y el comienzo de una declinación, el camino hacia Termidor. Esperábamos respirar 96
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una razón para vivir: vencer en Petrogrado el aire de una libertad, seguramente dura e incluso cruel con sus enemigos, pero amplia y tónica. Y encontrábamos en ese primer periódico un macilento artículo firmado por G. Zinoviev sobre «el monopolio del poder»83. «Nuestro partido gobierna solo […] no permitirá a nadie […]. Somos la dictadura del proletariado […]c las falaces libertades democráticas reclamadas por la contrarrevolución…» Cito de memoria, pero tal era ciertamente el sentido de esa prosa. Tratamos de justificárnosla por el estado de sitio, el peligro mortal, pero uno y otro podían justificar hechos, y los hechos que violentan a los hombres y a las ideas, no una teoría del estrangulamiento de toda libertad. Anoto la fecha de ese artículo: enero de 1919. El desierto de nieve seguía desplegándose bajo nuestros ojos. Nos acercábamos a Petrogrado.
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3 El desaliento y el entusiasmo (1919-1920)
Entrábamos en un mundo mortalmente helado. La estación de Fin landia, centelleante de nieve, estaba desierta. La plaza donde Lenin había hablado a una multitud, desde lo alto de un coche blindado, no era ya más que un desierto blanco bordeado de casas muertas. Las anchas arterias rectas, los puentes sobre el Neva, río de hielo cubierto de nieve, parecían de una ciudad abandonada; de tarde en tarde un soldado flaco con capote gris, una mujer transida bajo sus chales, pasaban como fantasmas en un silencio de olvido. Hacia el centro empezaba una animación dulce y espectral. Algunos trineos descubiertos, arrastrados por caballos famélicos, se iban sin prisa sobre la blancura. Casi ningún automóvil. Raros transeúntes, traspasados por el frío y el hambre, tenían el rostro lívido. Tropas de soldados medio andrajosos, a menudo con el fusil colgado del hombro con una cuerda, caminaban bajo faroles rojos. Los palacios dormitaban a lo largo de las amplias avenidas o delante de los canales helados; otros, más vastos, reinaban sobre las plazas de los desfiles de antaño. Las elegantes fachadas barrocas de las residencias de la familia imperial estaban pintadas de rojo sangre; los teatros, los estados mayores, los ex ministerios, el estilo imperio, hacían un fondo de nobles columnatas blancas para las vastas soledades. La alta cúpula dorada de San Isaac, soportada por poderosas columnas de granito rojo, flotaba sobre esa ciudad perdida como un símbolo de los esplendores pasados. Fuimos a contemplar desde el muelle del Neva, las casamatas bajas de la fortaleza de Pedro y Pablo y la flecha dorada, pensando en tantos revolucionarios que, 99
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memorias de un revolucionario desde Bakunin y Necháiev1, habían luchado, habían muerto bajo esas piedras para darnos el mundo. Era la capital del Frío, del Hambre, del Odio y de la Tenacidad. De tres millones de habitantes aproximadamente, la población de Petrogrado acababa de descender en un año a unas setecientas mil almas en pena. Recibíamos en un Centro de Acogida mínimas raciones de pan negro y de pescado seco. Ninguno de nosotros había conocido nunca antes tan terrible comida. Jóvenes mujeres con diademas rojas y jó venes agitadores con gafas nos resumían el estado de las cosas: «Ham bre, tifus, contrarrevolución por todas partes. Pero la revolución mun dial va a salvarnos». Lo sabían mejor que nosotros, nuestras dudas los ponían a menudo recelosos. Nos preguntaban únicamente si Europa iba a arder pronto. «¿Qué espera el proletariado francés para tomar el poder?» Los dirigentes bolcheviques que vi en seguida me dirigieron más o menos el mismo lenguaje. La mujer de Zinoviev, Lilina, comisaria del pueblo para la Previsión Social de la Comuna del Norte, vestida con una casaca de uniforme, pequeña, con el cabello corto, los ojos grises, vivos y duros2*, me dijo: «¿Traen ustedes familias? Puedo alojarlas en palacios, sé que a algunos les da gusto, pero son imposibles de calentar. Vayan más bien a Moscú. Aquí, estamos asediados en una ciudad asediada3. Pueden estallar motines por el hambre. Los finlandeses pueden atacar, los ingleses pueden echársenos encima. El tifus provoca tantos muertos que no logramos enterrarlos. Felizmente, están helados. Si quieren trabajo, lo hay». Y me habló con pasión de la obra soviética: creación de escuelas, casas de niños, socorro a los inválidos, asistencia médica gratuita, el teatro para todos… «Trabajamos de todos modos y trabajaremos hasta la última hora.» Más tarde hube de conocerla bien en el trabajo: el desgaste no pudo nada contra ella. Shklovski4, comisario del pueblo para los Asuntos Extranjeros (de la Comuna del Norte), un intelectual de barbita negra, de tez amarilla, me recibió en un salón del gran estado mayor de antaño: –¿Qué se dice de nosotros en el extranjero? –Se dice que el bolchevismo no es más que bandidaje… 100
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el desaliento y el entusiasmo –Algo hay de eso –me respondió tranquilamente–. Ya verá usted, estamos desbordados. Los revolucionarios sólo forman en la revolución un porcentaje absolutamente ínfimo. Me describió la situación en términos implacables. Una revolución moribunda, estrangulada por el bloqueo, a punto de transformarse en el interior en una contrarrevolución caótica. Era un hombre de una lucidez amarga. (Se suicidó hacia 1930.) Zinoviev5, en cambio, presidente del Sóviet, tomaba el aire de una seguridad extraordinaria. Bien rasurado, de tez pálida, de rostro un poco abotargado, con cabellera abundante y rizada, la mirada gris-azul, se sentía simplemente en su lugar en la cúspide del poder, pues era el más antiguo de los colaboradores de Lenin en el Comité Central; pero de toda su persona emanaba también una sensación de molicie y como de inconstancia oculta. Una espantosa reputación de terror lo rodeaba en el extranjero y se lo dije. «Claro –respondió sonriendo–, nuestras maneras plebeyas de combatir no les gustan.» E hizo una alusión a los últimos representantes del cuerpo consular, que hacían gestiones ante él en favor de los rehenes de la burguesía y a los que mandaba a paseo: «Si fuéramos nosotros los fusilados, estos señores estarían muy contentos, ¿no?». La conversación giró sobre todo alrededor del estado de espíritu de las masas en los países de Occidente. Yo decía que maduraban inmensos acontecimientos, pero con lentitud, en la incapacidad y la inconsciencia, y que en Francia, más precisamente, no había que esperar una subida revolucionaria antes de mucho tiempo. Zinoviev sonreía con un aire de superioridad benevolente. «Bien se ve que no es usted marxista. La historia no puede ya detenerse a medio camino.» Maxim Gorki6 me recibió afectuosamente. En los tiempos de su juventud de muerto de hambre, había hecho amistad en NijniNovgorod con mi familia materna. Su departamento de la avenida Kronversky, lleno de libros y de objetos de arte chino, me pareció tibio como un invernadero. Él mismo, friolento en su espeso suéter gris, tosía mucho, luchando desde hacía unos treinta años contra la tuberculosis. Alto, flaco, huesudo, de anchos hombros y con el pecho ahuecado, se encorvaba un poco al andar. Su cuerpo vigorosamente 101
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memorias de un revolucionario estructurado, pero anémico, parecía esencialmente llevar la cabeza, una cabeza ordinaria de hombre del pueblo ruso, huesuda y ahuecada, casi fea en una palabra, con sus pómulos salientes y su gran boca delgada, y su nariz de husmeador, ancha y puntiaguda. De tez terrosa, mascullaba, bajo su corto bigote en forma de cepillo, una tristeza y más aún un sufrimiento mezclado de ira. Las cejas espesas se fruncían fácilmente, los ojos grandes y grises tenían una extraordinaria riqueza de expresión. No era sino avidez de conocer y de comprender humanamente, con la voluntad de ir hasta el fondo de las cosas inhumanas, de no detenerse nunca en las apariencias, de no tolerar que le mintiesen, de no mentirse nunca a sí mismo. Vi inmediatamente en él al testigo por excelencia, al justo testigo, al implacable testigo de la revolución, y así fue como me habló. Muy duro para los bolcheviques, «ebrios de autoridad», que «canalizaban la violenta anarquía espontánea del pueblo ruso», «recomenzaban un despotismo sangriento», pero que eran «los únicos en el caos», con algunos hombres incorruptibles a su cabeza. Sus opiniones partían siempre de hechos, de anécdotas impresionantes sobre las cuales se explayaban generalizaciones firmemente pensadas. Las prostitutas le enviaban una delegación: pedían constituir un sindicato. La obra entera de un sabio que había consagrado su vida al estudio de las sectas religiosas, estúpidamente secuestrada por la Cheka, estúpidamente transportada de un punto de la ciudad a otro, a través de las nieves, toda una carreta –descubierta– de documentos y de manuscritos, se perdía sobre un muelle desierto, pues el caballo hambriento reventaba en el camino; unos estudiantes traían por azar a Alexis Maxímovich montones de manuscritos preciosos. Lo que sucedía con los rehenes, en las cárceles, era simplemente monstruoso; el hambre debilitaba a las masas, alcanzaba a la vida cerebral del país entero. Esa revolución socialista subía desde lo más profundo de la vieja Rusia bárbara. El campo saqueaba sistemáticamente a la ciudad, exigiendo un objeto –incluso absurdo– por cada puñado de harina traído clandestinamente a la ciudad por los mujiks. «Se llevan al fondo de los pueblos sillas doradas, candelabros y hasta pianos. Los he visto llevarse faroles de la calle…» Ahora había que aguantar con el régimen revolucionario, por temor de una contrarrevolución 102
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el desaliento y el entusiasmo rural que ya no sería sino un desencadenamiento de salvajismo. Alexis Maxímovich me habló de extraños suplicios reinventados por los «comisarios» en regiones lejanas, como el que consiste en sacar por una incisión hecha en el abdomen el intestino para enrollarlo lentamente alrededor de un árbol. Pensaba que la tradición de los suplicios se mantenía por la lectura de La leyenda dorada7. Los intelectuales no comunistas, es decir antibolcheviques, que veía me daban aproximadamente la misma visión de conjunto. Consideraban el bolchevismo como algo terminado, agotado por el hambre y el terror, con todo el campesinado del país contra él, toda la intelligentsia contra él, la gran mayoría de la clase obrera contra él. Socialistas, las gentes que me hablaban así habían hecho con ardor la revolución de marzo de 1917. Entre ellos, los judíos vivían en la angustia de próximos pogromos. Todos esperaban un caos lleno de matanzas. «Las locuras doctrinales de Lenin y de Trotsky se pagarán caras. El bolchevismo –me decía un ingeniero socialista formado en la Universidad de Lieja– no es ya más que un cadáver. El problema es saber quiénes serán sus enterradores.» La disolución de la Asamblea Constituyente y ciertos crímenes del comienzo de la revolución, como la ejecución-asesinato de los hermanos Hingleize8 y el asesinato, en un hospital, de los diputados liberales Shingarev y Kokoshkin9, dejaban tras ellos resentimientos exasperados. Las violencias de los caudillos de multitudes, como los marinos de Cronstadt, herían el sentimiento humano de los hombres de buena voluntad, hasta el punto de que perdían por ello toda facultad crítica. ¿A cuántos ahorcamientos, humillaciones, represiones sin piedad, amenazas respondían esos excesos? Si el partido contrario triunfaba, ¿sería más clemente? ¿Qué hacían pues los Blancos allí donde se imponían? Discutía con intelectuales que lloraban el sueño de una democracia esclarecida, gobernada por un parlamento prudente, inspirada por una prensa idealista (la suya). Cada conversación con ellos me convencía de que estaban equivocados ante la implacable historia; yo veía su partido de la democracia entre dos fuegos, es decir entre dos complots, a fines del verano de 1917, y me parecía evidente que si en ese momento la insurrección bolchevique no hubiese tomado el poder, la conspiración 103
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memorias de un revolucionario de los viejos generales, apoyada en las organizaciones de oficiales, lo hubiera tomado seguramente. Rusia sólo habría evitado el Terror rojo sufriendo el Terror blanco; sólo habría evitado la dictadura del proletariado sufriendo una dictadura de la reacción. De manera que las afirmaciones más indignadas de los intelectuales antibolcheviques me revelaban la necesidad del bolchevismo. Moscú, sus viejas arquitecturas italianas y bizantinas, sus iglesias innumerables, sus nieves, su hormiguero humano, sus grandes organizaciones, sus mercados semiclandestinos que ocupaban vastas plazas, tan míseros y tan coloreados, Moscú parecía vivir un poco mejor que Petrogrado, acumulando comités sobre consejos y direcciones sobre comisiones. De ese aparato que me pareció funcionar en gran parte en el vacío, perdiendo las tres cuartas partes de su tiempo en deliberacio nes sobre proyectos irrealizables, tuve de inmediato la peor impresión. Alimentaba ya, en la miseria general, a una multitud de funcionarios más atareados que ocupados. Encontraba uno en las oficinas de los comisariados a señores elegantes, lindas mecanógrafas perfectamente empolvadas, uniformes de buen ver sobrecargados de insignias, y todo ese mundo elegante, en contraste con la plebe hambrienta de la calle, lo mandaba a uno por la menor cosa de oficina en oficina, sin el más pequeño resultado. Vi a hombres que pertenecían a los medios dirigentes telefonear finalmente a Lenin para obtener un billete de ferrocarril o un cuarto en el hotel, es decir en la Casa de los Sóviets. La Secretaría del Comité Central me dio billetes de alojamiento, pero no tuve alojamiento, pues se necesitaba además la ayuda de enchufes. Encontré a líderes mencheviques y a algunos anarquistas. Unos y otros denunciaban la intolerancia bolchevique, la firme voluntad de negar a los disidentes de la revolución el derecho a la existencia, y los excesos del terror. Ni unos ni otros tenían sin embargo nada sustancial que proponer. Los mencheviques editaban un diario10 muy leído; habían dado recientemente su adhesión al régimen y recobrado la legalidad11. Reclamaban la abolición de la Cheka12 y preconizaban el retorno a la democracia soviética. Una agrupación anarquista13 preconizaba la Federación de las comunas libres; otras no veían más salida que la de nuevas insurrecciones, sin dejar de reconocer que el hambre 104
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el desaliento y el entusiasmo hacía imposibles los progresos de la revolución. Supe que, hacia el otoño de 1918, las Guardias Negras anarquistas se habían sentido tan fuertes que sus jefes habían considerado el problema de la toma de Moscú. Novomirski y Borovoy14 habían obtenido la mayoría preconizando la abstención. «No podríamos remediar el hambre –decían–; que desgaste a los bolcheviques y que conduzca a la tumba a la dictadura de los comisarios. Después vendrá nuestra hora.» Los mencheviques me parecieron admirablemente inteligentes, probos, devotos del socialismo, pero completamente rebasados por los acontecimientos. Representaban un principio justo, el de la democracia obrera, pero en una situación tan llena de peligros mortales que el estado de sitio no permitía el funcionamiento de instituciones democráticas. Y sus rencores de partido de compromiso, brutalmente vencido, deformaban su pensamiento. Esperando una catástrofe, daban su adhesión sólo de dientes para afuera. Ellos tenían otro compromiso por el apoyo que habían dado en 1917 a los gobiernos que no habían sabido ni realizar la reforma agraria ni paralizar la contrarrevolución militar. De los dirigentes bolcheviques, sólo vi esta vez en Moscú a Aveli Enukidzé15, secretario del Comité Ejecutivo de los Sóviets de la Unión –de hecho el pivote obrero del gobierno de la República. Era un georgiano rubio, de dulce rostro cuadrado, iluminado de ojos azules; corpulento y de porte noble como los montañeses de buena raza. Fue afable, risueño y realista en el mismo tono que los bolcheviques de Petrogrado. «¡Increíble, nuestra burocracia, en efecto! Petrogrado me parece más sano. Le aconsejo incluso que se establezca allá, si los peligros de Petrogrado no le asustan demasiado… Aquí mezclamos todos los defectos de la vieja Rusia con todos los de la nueva. Petrogrado es una avanzada, es el frente…» Mientras hablábamos de conservas y de pan, le pregunté: «¿Piensa usted que avanzaremos? Soy como un hombre caído de otro planeta y a ratos tengo la sensación de una revolución en la agonía». Se echó a reír. «Es que no nos conoce usted. Somos infinitamente más fuertes de lo que parecemos.» En Petrogrado, Gorki me propuso trabajar con él en las ediciones de la «Literatura Universal»16, pero sólo encontré allí intelectuales enve jecidos o amargados que trataban de evadirse del presente volviendo 105
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memorias de un revolucionario a traducir a Boccaccio, Knut Hamsun y Balzac. Mi decisión estaba tomada, no estaría contra los bolcheviques ni sería neutro. Estaría con ellos, pero libremente, sin abdicación de pensamiento ni de sentido crítico. Las grandes carreras revolucionarias eran para mí de un acceso fácil, decidí evitarlas e incluso evitar, en la medida de lo posible, las funciones que implicasen el ejercicio de la autoridad: otros se compla cían tanto en eso que pensé que me estaba permitida esta actitud, evidentemente errónea. Estaría con los bolcheviques porque cumplían tenazmente, sin desaliento, con un ardor magnífico, con una pasión reflexiva, la necesidad misma; porque eran los únicos que la cumplían, echándose encima todas las responsabilidades y todas las iniciativas y dando pruebas de una asombrosa fuerza de espíritu. Se equivocaban sin duda en varios puntos esenciales: en su intolerancia, en su fe en la estatización, en su inclinación hacia la centralización y las medidas administrativas. Pero si había que combatirlos con libertad de espíritu y espíritu de libertad, era con ellos, entre ellos. Por otra parte era posible que esos males fuesen impuestos por la guerra civil, el bloqueo, el hambre y que, si lográbamos sobrevivir, la curación viniese por sí sola. Recuerdo haber escrito en una de mis primeras cartas de Rusia17 que estaba «bien decidido a no hacer carrera en la revolución y, una vez pasado el peligro mortal, a colocarme del lado de aquellos que comba tirán los males interiores del nuevo régimen…». Fui colaborador de la Severnaya-Kummuna [La Comuna del Norte], órgano del Sóviet de Petrogrado, instructor de los clubes de la Instrucción Pública, instructor-organizador de las escuelas del II ramo, encargado de cursos en la milicia de Petrogrado, etc. Faltaban hombres, me abrumaron de trabajo. Todo eso permitía apenas vivir en un caos extrañamente organizado, a salto de mata. Los milicianos, a quienes enseñaba, por la noche, la historia y los primeros elementos de la «ciencia política» –se decía «la gramática política»–, me regalaban, cuando la lección había sido viva, un pedazo de pan negro y un arenque. Contentos de hacerme preguntas interminables, me acompañaban después hasta mi alojamiento a través de la ciudad en tinieblas, para que no me robasen mi precioso paquetito; y tropezábamos juntos, delante de la Ópera, con un esqueleto de caballo muerto en la 106
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el desaliento y el entusiasmo nieve. La III Internacional acababa de fundarse en Moscú (marzo de 1919) y había designado a Zinoviev para la presidencia del Ejecutivo (a propuesta de Lenin, en realidad)18. El nuevo Ejecutivo no tenía todavía ni personal ni oficina. Zinoviev me ofreció, aunque yo no era del partido, organizar sus servicios. Demasiado poco al corriente de la vida rusa, no quise asumir solo semejante tarea. Zinoviev me dijo al cabo de algunos días: «He encontrado a un hombre admirable con el cual se entenderá usted a fondo…»; y era verdad. Conocí allí a Vladimir Ossípovich Mazín19, que, movido por los mismos móviles que yo, acababa de dar su adhesión al partido. Con su centralización estrictamente utilitaria del poder, su desdén del individualismo y del renombre, la Revolución rusa ha dejado en la oscuridad tantos hombres de primer plano –por lo menos– cuantos ha hecho conocer. Mazín me aparece, entre esas grandes figuras que han quedado casi desconocidas, como una de las más notables. Nos encontramos un día en una vasta sala del Instituto Smolny, amueblada únicamente con una mesa y dos sillas, frente a frente, bastante cómicamente vestidos. (Yo seguía llevando un grueso bonete de piel de oveja blanca, regalo de un cosaco, y un pequeño abrigo lamentable de obrero sin trabajo de Occidente…) Mazín, vestido con un viejo uniforme azul desgastado en los codos, con una barba de tres días, los ojos cercados por antiguas gafas de metal blanco, el rostro alargado, la frente alta, la tez terrosa de los hambrientos… «¡Total –me dijo–, somos nosotros el Ejecutivo de la Nueva Internacional! ¡Es chistoso, de veras!» Y en esa mesa desnuda, nos pusimos a dibujar proyectos de sello –pues la presidencia necesitaba de inmediato un gran sello–, el gran sello de la revolución mundial, ni más ni menos. Queríamos como símbolo en él el planeta. Fuimos amigos en la inquietud, la duda y la confianza, pasando juntos todos los momentos que un trabajo abrumador nos dejaba para escrutar los problemas de la autoridad, del terror, de la centralización, del marxismo y de la herejía. Teníamos los dos fuerte tendencia a la herejía; yo empezaba a iniciarme en el marxismo; Mazín había venido a él por caminos personales, en los presidios. Le añadía un viejo fondo libertario y un temperamento ascético. Adolescente en 1905, durante la jornada roja 107
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memorias de un revolucionario del 22 de enero, había visto las calles de San Petersburgo inundadas con la sangre de los peticionarios obreros, y había decidido de inmediato, mientras los cortos látigos de los cosacos acababan de dispersar a la multitud, estudiar la química de los explosivos. Convertido muy pronto en uno de los químicos del grupo nacionalista que quería una revolución socialista «total», Vladimir Ossípovich Lichtenstadt, hijo de una buena familia de burguesía liberal, confeccionó las bombas con las cuales tres de sus camaradas, disfrazados de oficiales, se presentaron, el 12 de agosto de 1906, en una recepción de gala del presidente del Consejo Stolypín, y se volaron a ellos mismos al hacer volar la residencia. Algún tiempo después, los nacionalistas asaltaban en pleno Petersburgo un furgón del Tesoro. Lichtenstadt, condenado a muerte y después indultado, cumplió diez años de presidio en Schlusselburg, a menudo en la celda con el bolchevique georgiano Sergo Ordjonikidzé20, que habría de convertirse en uno de los organizadores de la industrialización soviética. En la celda, Lichtenstadt escribió una obra de meditación científica publicada más tarde: Goethe y la filosofía de la naturaleza y estudió a Marx. Una mañana de marzo de 1917, los presidiarios de Schlusselburg, reunidos en el patio del presidio por unos guardianes armados, creyeron que iban a entregarlos a la matanza, pues llegaban constantemente a través del recinto de la prisión los clamores de una multitud furiosa; pero esa multitud, en realidad delirante de alegría, hundió las puertas, y unos herreros corrían a la cabeza de ella, trayendo sus herramientas para romper las cadenas. Lichtenstadt salió de prisión para tomar en sus manos, ese mismo día, con el anarquista Justin Juk21 la administración de la ciudad de Schlusselburg. Cuando otro presidiario, amigo suyo, al que admiraba, cayó muerto, Lichtenstadt tomó el nombre del muerto y se hizo llamar Mazín para permanecer fiel a un ejemplo. Marxista, fue primero menchevique, por apego a la democracia, luego se afilió al partido bolchevique para estar con los más activos, los más creadores y los más amenazados. Tenía en mente grandes libros, un alma de científico, un candor infantil ante el mal, pocas necesidades. Desde hacía once años, esperaba volver a encontrar a su compañera, ahora se parada de él por el frente sur. «Las taras de la revolución –me repetía–, 108
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el desaliento y el entusiasmo hay que combatirlas en la acción.» Vivimos entre los teléfonos, traqueteados en la vasta ciudad muerta por coches jadeantes, requisando imprentas, seleccionando personal, corrigiendo pruebas hasta en los tranvías, negociando con el Consejo de la Economía por un poco de cuerda, con la imprenta del Banco del Estado por un poco de papel, corriendo a la Cheka o a lejanas cárceles de los suburbios apenas nos señalaban alguna abominación, algún error mortal o abusos –y era todos los días–, conferenciando por la noche con Zinoviev. Como altos funcionarios, fuimos alojados en el hotel Astoria, primera casa de los Sóviets, donde residían los militantes más responsables del partido, bajo la protección de las ametralladoras de la planta baja. Adquirí en el mercado negro una casaca de soldado de caballería forrada; limpiada de los piojos, me dio una buena presentación. En la antigua embajada de Austria-Hungría, encontramos buena ropa de oficiales habsburgueses, de paño fino, para algunos camaradas de nuestro nuevo personal. Éramos grandes privilegiados, aunque la burguesía, desposeída y entregada ahora a todas las especulaciones imaginables, viviese mucho mejor que nosotros. En la mesa del Ejecutivo de la Comuna del Norte, encontrábamos cada día una sopa grasienta y a menudo una ración de caballo ligeramente pasada pero suculenta. Los clientes habituales eran Zinoviev, Evdokimov, del CC, Zorín, del Comité de Petrogrado, Bakáiev, presidente de la Cheka, a veces Helena Stassova22, secretaria del Comité Central, a veces Stalin, casi desconocido. Zinoviev ocupaba un departamento del primer piso en el Astoria; privilegio inaudito, ese hotel de los dictadores estaba más o menos calentado, bien iluminado en la noche, porque el trabajo no cesaba nunca allí, pero parecía así un enorme bajel de luz por encima de las plazas negras. Los chismes nos atribuían un increíble bienestar y comentaban incluso nuestras pretendidas orgías con las actrices del cuerpo de ballet, naturalmente. Bakáiev, de la Cheka, llevaba sin embargo botas agujereadas; a pesar de mis raciones extraordinarias de funcionario gubernamental, me habría muerto de hambre sin las combinaciones difíciles de un mercado negro, donde cambiábamos menudos objetos traídos de Francia. El primogénito de mi amigo Ionov23, cuñado de Zinoviev, miembro del Ejecutivo del Sóviet, director-fundador de la 109
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memorias de un revolucionario librería del Estado, murió de hambre bajo nuestros ojos. Guardábamos sin embargo stocks e incluso riquezas considerables, pero para el Estado con controles rigurosos. Nuestros salarios eran limitados al «Maxim comunista» correspondiente al salario medio de un obrero cualificado. Era el tiempo en que el viejo bolchevique letón Piotr Stuchka24, gran figura olvidada, sovietizando a Letonia, instituía un régimen estrictamente igualitario en el cual el Comité del partido era también el gobierno, y sus miembros no debían gozar de ningún privilegio material. El vodka estaba prohibido, los camaradas se lo procuraban clandestinamente en casas de campesinos que destilaban ellos mismos un terrorífico alcohol de grano de 80°. La única orgía que recuerdo, la sorprendí en una noche de peligro en un cuarto del Astoria donde unos amigos, que eran todos jefes, bebían en silencio este fuego líquido. Había en la mesa una gran lata de atún, tomada a los ingleses en alguna parte de los bosques de Shenkursk y traída por un combatiente. Ese pescado suave y graso nos pareció un bocado paradisíaco. Estábamos tristes a causa de la sangre. El teléfono se convirtió en mi enemigo íntimo, y esta es tal vez la razón de que todavía sienta hacia él una aversión constante. Me traía a todas horas voces de mujeres trastornadas que hablaban de arrestos, de ejecuciones inminentes, de injusticias, suplicando que interviniése mos de inmediato, por el amor de Dios. Desde las primeras matanzas de los Rojos prisioneros por los Blancos, los asesinatos de Volodarski y de Uritski25 y el atentado contra Lenin (el año de 1918), la costumbre del arresto y a menudo de los rehenes se había generalizado y legalizado. Ya la Cheka –Comisión Extraordinaria de Represión de la Contrarrevolución, de la Especulación y de la Deserción– deteniendo en masa a los sospechosos, tenía tendencia a decidir ella misma su suerte26, bajo el control formal del partido, en realidad sin que nadie supiese nada. Se convertía en un Estado en el Estado, resguardada por el secreto de guerra y por procedimientos misteriosos. El partido se esforzaba en poner a su cabeza hombres incorruptibles, como el antiguo presidiario Dzerzhinski, idealista probo, implacable y caballeroso, de perfil demacrado de inquisidor27, gran frente, nariz huesuda, barbita rala, un aire de fatiga y de dureza. Pero el partido tenía 110
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el desaliento y el entusiasmo pocos hombres de ese temple y muchas Chekas; estas seleccionaban poco a poco su personal en virtud de la inclinación psicológica. Sólo se consagraban de buen grado y obstinadamente a ese trabajo de la «defensa interior» ciertos caracteres desconfiados, rencorosos, duros, sádicos. Viejos complejos de inferioridad social, recuerdos de humillación y de sufrimientos en las cárceles del zar los hacían intratables y, como la deformación profesional actuaba pronto, las Chekas formaban inevitablemente depravados con tendencias a ver conspiraciones en todas partes y a vivir ellos mismos en el seno de una conspiración permanente28. Considero la creación de las Chekas como una de las faltas más gravosas, más inconcebibles que cometieron en 1918 los gobernantes bolcheviques cuando los complots, el bloqueo y las intervenciones extranjeras les hicieron perder la cabeza. Con toda evidencia, unos tribunales revolucionarios, funcionando a la luz del día, sin excluir las acciones a puerta cerrada en algunos casos, con admisión de la defensa, hubieran tenido la misma eficacia con muchos menos abusos y depravación. ¿Era inevitable volver a procedimientos de la Inquisición? A principios de 1919, las Chekas se defendían mal contra la perversión psicológica y la corrupción. Dzerzhinski –lo sé– las consideraba como «medio podridas» y no veía otra solución para el mal sino fusilar a los peores chekistas y suprimir lo antes posible la pena de muerte. El terror continuaba sin embargo porque el partido entero vivía sobre la certidumbre interior justa de ser asesinado en caso de derrota; y la derrota era posible de una semana a otra. Había en todas las cárceles sectores reservados a los chekistas, jueces, agentes diversos, delatores, ejecutores… Los ejecutores, que usaban el revólver Nagan, acababan casi siempre por ser ejecutados a su vez. Se ponían a beber, divagaban, de pronto disparaban contra alguien. Conocí varios asuntos de este tipo, conocí también de cerca el lamentable asunto de Chudin. Todavía joven, revolucionario de 1905, Chudin, gran muchacho de cabellera rizada y de mirada despierta tamizada por los lentes, se había enamorado de una joven a la que había conocido durante una instrucción. Se convirtió en su amante. Unos astutos, explotando su buena fe, lo hicieron interceder en favor de auténticos especuladores más que sospechosos cuya 111
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memorias de un revolucionario liberación obtuvieron así. Dzerzhinski mandó fusilar a Chudin y a la joven y a los astutos. Nadie dudaba que Chudin era probo. Fue una consternación profunda. Años más tarde, unos camaradas me decían: «Fusilamos aquel día al mejor de nosotros». No se lo perdonaban. Felizmente, las costumbres democráticas del partido eran tales todavía que los militantes podían sin gran dificultad interceder ante la Cheka para evitar errores. Por mi parte, eso me era tanto más fácil cuanto que los dirigentes de la Cheka vivían en el Astoria e Ivan Bakáiev, presidente de la Comisión Extraordinaria, buen mozo de unos treinta años, de apariencia despreocupada como un acordeonista de pueblo ruso (y le gustaba llevar la blusa de acordeonista bordada en el cuello, con un cordón de color a modo de cinturón), ponía en el cumplimiento de su terrible tarea una resolución indiferente y una atención escrupulosa. Salvé a varias personas, fracasé alguna vez en circunstancias atrozmente idiotas. Se trataba de un oficial llamado, creo, Nesterenko, casado con una francesa, detenido en Cronstadt durante el complot de Lindquist29. Bakáiev me prometió examinar él mismo el expediente. Cuando lo volví a ver estaba sonriente: «No es grave, haré que lo liberen dentro de poco». Comuniqué con alegría esa buena noticia a la mujer y a la hija del sospechoso. Poco después, me encontré a Bakáiev en Smolny, de entrada por salida, sonriente como de costumbre. Al verme su rostro perdió el color: «¡Demasiado tarde, Victor Lvovich! En mi ausencia, fusilaron a ese desdichado». Tenía que hacer, se alejó con un gran gesto de impotencia. Los choques de este tipo no eran frecuentes, pero el terror nos desbordaba. Obtuve la liberación de un lejano pariente, oficial subalterno, encerrado como rehén en la fortaleza de Pedro y Pablo. Vino a decirme que al liberarlo no le habían devuelto sus papeles. «Vaya a buscarlos», dije. Fue y regresó espantado. «Un funcionario me contestó a media voz: “No insista, está usted registrado como fusilado desde hace diez días”.» No volvieron a molestarlo. Me encontraba a menudo en la Cheka a aquel que en mi fuero interior acabé por llamar el gran intercesor, Maxim Gorki. Sus gestiones acosaban a Zinoviev y a Lenin, pero casi siempre obtenía lo que quería. En los casos difíciles, me dirigía a él; nunca se negó a intervenir. Pero aunque colaboraba en La Internacional Comu112
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el desaliento y el entusiasmo nista 30, no sin ásperas discusiones con Zinoviev por alguna frase de cada artículo, me acogió una vez con una especie de furor gruñón. Aquel día venía yo de parte de Zinoviev. «No me hable de ese cerdo –exclamó Gorki– y dígale que sus extorsionadores deshonran la faz de la humanidad.» Su distanciamiento duró hasta el siguiente peligro mortal corrido por Petrogrado. La primavera de 1919 se abrió con acontecimientos tan esperados como sorprendentes. A principios de abril, Múnich adoptaba un régimen soviético31. El 22 de marzo, Hungría se convertía apaciblemente en una República soviética32, por la abdicación del gobierno burgués del conde Karoly. Bela Kun, enviado a Budapest por Lenin y Zinoviev, salió de la cárcel para tomar el poder. Las malas noticias de los frentes de la guerra civil perdían su importancia. La misma caída de Múnich, tomada el 1 de mayo por el general Hoffmann, pareció de poca importancia en comparación con las victorias revolucionarias que se esperaban en Europa central, en Bohemia, en Italia, en Bulgaria. (Pero las matanzas de Múnich fortificaron el estado de espíritu terrorista; las atrocidades cometidas en Ufa33 por las tropas del ayudante Kolchak, que habían quemado vivos a prisioneros rojos, venían a dar ventaja a los chekistas sobre todos aquellos que en el partido aspiraban a un poco más de humanidad.) El Ejecutivo de la Internacional34 tenía su sede en Moscú, Angelica Balabanova35 dirigía la secretaría, pero su política era dirigida en realidad desde Petrogrado por Zinoviev, con quien Karl Radek36 y Bujarin37 venían a conferenciar. El Ejecutivo se reunió incluso en Petrogrado, con finlandeses (Sirola), búlgaros, el embajador de los sóviets de Hungría, Rudnianski, el alemán Klinger (del Volga). Yo asistía a esas reuniones, aunque no estaba todavía afiliado al partido38. Recuerdo que el anarquista William Chatov39, que fue un momento gobernador militar de la antigua capital, y luego el verdadero jefe del 10.º ejército, fue también invitado. La superioridad de los rusos sobre los revolucionarios extranjeros me asombraba; saltaba a los ojos. El optimismo de Zinoviev me desconcertaba. Parecía no dudar de nada. La revolución europea estaba en marcha, nada la detendría. Me parece volverlo a ver, al final de las sesiones, jugueteando con las puntas de 113
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memorias de un revolucionario los dedos entre las pequeñas borlas de los cordones de seda que hacían las veces de corbata, todo sonrisas, y diciendo a propósito de algunas decisiones: «Ojalá que nuevas revoluciones no vengan a obstaculizar nuestros proyectos de las próximas semanas». Daba así el tono40. Y estuvimos de pronto a dos dedos de la catástrofe. Un regimiento traicionó en el frente de Estonia41; en otras palabras, sus oficiales lo hicieron pasar al enemigo, volvieron a ponerse cherreteras, ahorcaron a los comunistas. Unos oficiales, que se pasaron igualmente al enemigo, se apoderaron de repente de uno de los fuertes que dominan en el Oeste la defensa de Petrogrado, el Krasnaia Gorka42. Un mensaje nos anunció la caída de Cronstadt (era falso). En Smolny, en el Astoria, en los comités tuvimos el sentimiento instantáneo del desastre: no había retirada posible, salvo a pie, por las carreteras, pues el ferrocarril no tenía en absoluto combustible. Un momento de pánico y Petrogrado se desmoronaba –y hubo ciertamente pánico, pero no como se lo entiende de ordinario: con una resolución de resistir a cualquier precio o de vender caro nuestro pellejo. Carecíamos literalmente de todo, el estado de espíritu de la ciudad era lamentable. Un comité del partido me envió un día a arengar a los marinos en el depósito de la flota. «¿Por qué –pregunté– me encargan esa misión que cualquiera de ustedes cumpliría mejor que yo? –Porque tú eres un alfeñique; en esas condiciones no te golpearán; y además tu acento francés les interesará…» Los marinos y los obreros abucheaban a menudo a los oradores del partido para los cuales habían inventado un ritual cómico: ponían al orador en una carretilla y le hacían así dar vueltas al patio, entre aullidos y silbidos. No me sucedió nada, en efecto, puesto que era demasiado flaco para ser llevado en carretilla; los marinos me escucharon bastante bien. En las paredes interiores del depósito, había letreros que ponían en ridículo a Lenin y a Trotsky, «Pescado seco y Pan negro». Como si se necesitara más terror, el Comité Central nos envió a Peters43, que fue durante un tiempo comandante de la plaza, y a Stalin, que hizo una inspección en el frente. Una reputación siniestra rodeaba a Peters, joven letón con cabeza de bulldog, tirando a pelirrojo, fusilador despiadado, criado en el ambiente de la represión de los países bálticos. Tomaba un poco 114
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el desaliento y el entusiasmo el aspecto de su oficio, silencioso, gruñón, de trato difícil, pero sólo le oí contar una historia, que casaba mal con su legítima reputación. Durante una de las malas noches después de las cuales los peores despertares parecían probables, había telefoneado a la fortaleza de Pedro y Pablo; y el oficial de guardia había venido al aparato completamente borracho. Peters se indignaba: «Ese Gricha me puso fuera de mí, debería hacerlo fusilar de inmediato. ¡Borracho en su puesto y en tal momento! Vociferé y tardé un buen rato en volver en mí». En la mesa del ejecutivo veía a Stalin, suboficial delgado de caballería, de ojos pardos un poco rasgados, el bigote cortado a ras de los labios, hacerle la corte a Zinoviev. Inquietante y banal como un puñal del Cáucaso. Las noches eran blancas, el tiempo maravilloso. Hacia la una de la mañana, un ligero crepúsculo azuloso flotaba sobre los canales, el Neva, las flechas doradas de los palacios. Las plazas desiertas con sus estatuas ecuestres de emperadores muertos. Yo dormía en salas de guardia, hacía mi turno de centinela en las estaciones de los suburbios leyendo a Alexander Herzen. Éramos no pocos centinelas los que teníamos libros. Hice visitas domiciliarias: casa por casa, registrábamos los departamentos, buscando las armas y a los emisarios de los Blancos. Me hubiera sido fácil rehuir esa triste tarea, pero iba de buen grado, seguro de que adonde fuera no sucederían ni brutalidades, ni robos, ni detenciones estúpidas. Recuerdo un curioso intercambio de disparos sobre los tejados de altos edificios que dominaban un canal azul cielo.Unos hombres huían ante nosotros descargando en nuestra dirección sus revólveres desde detrás de las chimeneas. Yo resbalaba sobre las tejas y mi pesado fusil me estorbaba horriblemente. Los hombres a los que perseguíamos escaparon, pero conservé de la ciudad vista en la blancura mágica de las tres de la mañana una visión inolvidable. La ciudad fue salvada principalmente por Grigori Evdokimov, un antiguo marino, enérgico y canoso, de rasgos rudos de mujik. Bebedor, de voz fuerte, no parecía reconocer situaciones desesperadas. Como la línea Moscú-Petrogrado parecía no poder funcionar ya, pues no quedaba ni siquiera leña seca para más de dos días, le oí exclamar: «¡Bueno, cortaremos leña en el camino! ¡El viaje tardará veinte horas, eso es todo!». Él fue el organizador de la reta115
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memorias de un revolucionario guardia inmediata al frente, donde mujeres jóvenes del partido iban a verificar y modificar la colocación de las baterías de artillería. Las operaciones mismas que acarrearon la toma del fuerte de Krasnaia Gorka44 por los marinos fueron dirigidas por Bill Chatov. Asistí en su cuarto del Astoria a un conciliábulo sobre la manera de utilizar los equipos de la flota. Chatov explicaba que todos esos alegres muchachos, los mejor alimentados de la guarnición, los mejor alojados, los más apreciados por las muchachas lindas, a quienes podían pasar de vez en cuando una lata de conservas, no consentirían en pelear más que algunas horas, a fin de poder dormir a bordo confortablemente. Alguien propuso hacerlos desembarcar y alejar después los barcos con un buen pretexto. Así no tendrían más remedio que resistir en el frente veinticuatro horas, no teniendo ya retirada. ¿Cómo hacía Bill Chatov para conservar sus redondeces y su buen humor? Era el único gordo de nosotros, con una simpática cabeza rasurada y carnosa de businessman americano. Obrero, anarquista formado por la emigración en el Canadá, organizador lleno de empuje y de decisión, era el verdadero jefe del 10.º Ejército Rojo. A cada vuelta del frente, nos acribillaba de anécdotas, como la historia de ese alcalde de aldea que, confundiendo a los Rojos con los Blancos y a Chatov mismo con un coronel, vino a dirigirle en pleno tiroteo una amabilidad de circunstancias; Bill lo liquidó allí mismo. «¡Ese imbécil se había colgado del cuello, imagínense, su gran medalla del antiguo régimen!» (Chatov fue más tarde, hacia 1929, uno de los constructores del ferrocarril Turquestán-Siberia). Dos episodios de aquellos tiempos vuelan a mi memoria. Las vastas salas desiertas de Smolny. Los servicios de la Internacional proseguían ahí bien que mal su trabajo. Yo estaba en mi gabinete cuando entró Zinoviev, hurgando con la mano entre sus cabellos: su gesto de preocu pación. «¿Qué hay, Grigori Evseich? –Hay que los ingleses al parecer han desembarcado no lejos de la frontera de Estonia. No tenemos nada que oponerles. Redáctame inmediatamente unos volantes dirigidos a los soldados de la intervención, conmovedores, directos, breves, ¿eh? Es nuestra mejor arma…» Redacté esos volantes, los hice imprimir el mismo día en tres lenguas, y nuestra mejor arma estuvo lista. Feliz116
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el desaliento y el entusiasmo mente, la noticia era falsa. Pero hay que decir que en general la propaganda se mostraba eficaz. Hablábamos un lenguaje simple y verídico dirigido a hombres que, en los frentes de la intervención, no comprendían bien por qué se los obligaba todavía a pelear, no aspiraban sino a regresar a sus casas, y a los cuales nadie, nunca, había dicho verdades tan elementales. La Gran Guerra se había hecho con una propaganda estúpida que la realidad desmentía cada día. Nos enteramos de un desastre: tres destroyers rojos acababan de ser hundidos en el golfo de Finlandia, ya fuera por los ingleses, ya fuera por un campo de minas. Las tripulaciones de la flota conmemoraron el sacrificio de sus camaradas perdidos en el mar, muertos por la revolución. Luego supimos, confidencialmente, que habían perecido durante una traición; los tres destroyers se rendían al enemigo cuando un error de dirección los hizo entrar en un campo de minas. Se decidió no decir nada. Tuvimos una pausa de varios meses de calma. El verano traía un alivio inexpresable. El hambre misma se atenuaba un poco. Yo hacía frecuentes viajes a Moscú. Los bulevares circulares, con sus follajes, estaban en la noche llenos de una multitud murmurante, amorosa, vestida de colores claros. Y como había, una vez caída la noche, muy poca iluminación, esa multitud susurraba largamente en la penumbra y luego en la oscuridad. Los soldados de la guerra civil, las jóvenes mujeres de la ex burguesía que llenaban durante el día las administraciones soviéticas, los sobrevivientes de las matanzas de Ucrania, donde las bandas nacionalistas realizaban sistemáticas matanzas de la población judía, hombres acosados por la Cheka, que conspiraban a la luz del día, a dos pasos de los sótanos del suplicio, poetas imaginistas y pintores futuristas se apresuraban a vivir. Había varios cafés de poetas en la calle Tvérskaia; era la época en que Serguei Essenin45 se revelaba escribiendo a veces con tiza versos magníficos en las paredes del ex monasterio de la Pasión. Lo conocí en un tétrico café. Unas mujeres demasiado empolvadas, demasiado pintadas, apoyadas de codos sobre el mármol, con el cigarrillo entre los dedos, bebían café de avena tostada; y unos hombres vestidos de cuero negro, con el pesado revólver a la cintura, las cejas fruncidas, los labios apretados, las tomaban por la cintura. Esos conocían el precio de la dura vida, 117
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memorias de un revolucionario el sabor de la sangre, el extraño efecto de angustia de una bala en la carne, y esto les hacía apreciar el encantamiento de los versos casi cantados en los que las imágenes violentas se empujaban como en un combate. Essenin, cuando lo vi por primera vez, me disgustó. Tenía veinticuatro años, frecuentaba a las chicas de mala vida, a los bandidos, a los golfos de los rincones turbios de Moscú; bebía, tenía la voz destemplada, los párpados hinchados, un bello rostro joven abotargado y cuidado, cabellos de un rubio dorado que ondulaban sobre las sienes. Una verdadera gloria lo rodeaba, los viejos poetas simbolistas reconocían en él a su igual, la intelligentsia se disputaba sus plaquettes y la calle cantaba sus poemas. Merecía todo eso. En blusa de seda blanca, subía al estrado y empezaba a declamar. La pose, la elegancia voluntaria, la voz alcohólica, el abotargamiento del rostro me predisponían contra él; y el ambiente de una bohemia en descomposición que mezclaba sus pederastas y sus refinados con nuestros combatientes, me asqueaba casi. Pero, como los otros, cedía al cabo de un momento al encanto real de esa voz estropeada y de una poesía que venía del fondo del ser y del fondo de la época. Al salir de allí, me detenía delante de los escaparates, algunos quebrados en largas hendiduras por las balas del año pasado, donde Maiakovski46 pegaba sus carteles de agitación contra la Entente, el Piojo, los generales blancos, Lloyd George, Clemenceau, el capitalismo encarnado por un ser barrigón, con sombrero de copa y fumando un enorme puro. Una plaquette de Ehrenburg47 (que había huido) circulaba: era una Oración por Rusia violada y crucificada por la revolución. Lunacharski48, comisario del pueblo para la Instrucción Pública, había dado permiso a los pintores futuristas de decorar Moscú, y habían transformado los puestos de un mercado en flores gigantescas. El gran lirismo, hasta entonces confinado en los círculos literarios, buscaba para sí mismo nuevas vías en las plazas públicas. Los poetas aprendían a declamar o a salmodiar sus versos ante grandes auditorios venidos de la calle. Su acento quedaba renovado por ello, las cursilerías cedían su lugar al poder y al ardor. Al acercarse el otoño49, sentimos en Petrogrado, ciudad del frente, que el peligro renacía, tal vez mortal esta vez. Es cierto que teníamos 118
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el desaliento y el entusiasmo ya la costumbre. Un general británico50 formaba en Tallin (Réval), Estonia, un gobierno provisional para Rusia, a cuya cabeza colocaba a un tal Lianosov, gran capitalista petrolero. Sin duda no era grave. En Helsinki, los emigrados manejaban una bolsa blanca donde se cotizaban los billetes de banco con la efigie de los zares (y esto estaba muy bien, porque los imprimíamos especialmente para esos imbéciles), donde se vendían los inmuebles de las ciudades soviéticas y las acciones de las empresas socializadas; un capitalismo fantasma se afanaba por vivir allá. Tampoco eso era grave. Lo grave era el tifus y el hambre. Las divisiones rojas del frente de Estonia, entregadas a los piojos y al hambre, se desmoralizaban. Vi, en trincheras desmoronadas, combatientes macilentos y tristes que verdaderamente no podían más. Vinieron las lluvias frías del otoño y la guerra continuaba tristemente para aquella pobre gente, sin esperanza, sin victorias, sin botas, sin abastos, y para muchos de ellos era el sexto año de guerra, y habían hecho la revolución para hacer la paz. Se sentían en un círculo infernal. El ABC del comunismo51 les explicaba en vano que tendrían la tierra, la justicia, la paz, la igualdad cuando, dentro de poco, la revolución mundial estuviera hecha. Suavemente, nuestras divisiones se fundían bajo el pálido sol de la miseria. Un movimiento extremadamente pernicioso había nacido en los ejércitos de guerra civil, blancos, rojos y otros: el de los Verdes. Tomaban su apelación de los bosques en los que se refugiaban y se reunían los desertores de todos los ejércitos que no querían ya pelear por nadie, ni por los generales ni por los comisarios, no querían ya pelear sino por ellos mismos, para no volver a hacer ninguna guerra. Los había en toda Rusia. Sabíamos que en los bosques de la región de Pskov, los efectivos de los Verdes crecían (alcanzaron varias decenas de millares de hombres). Bien organizados, provistos de un estado mayor, sostenidos por los campesinos, devoraban al Ejército Rojo. Los casos de deserción al enemigo se multiplicaban también apenas se sabía que los generales distribuían pan blanco a sus tropas. El espíritu de casta de los oficiales del antiguo régimen neutralizaba afortunadamente el mal: persistían en llevar charreteras, en exigir el saludo militar, en hacerse llamar «Vuestro Honor», esparciendo así a su alrededor tal hediondez, que nuestros desertores, una vez alimen119
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memorias de un revolucionario tados, volvían a desertar, regresaban a pedir perdón o se unían a los Verdes. De los dos lados del frente los efectivos eran fluidos. El 11 de octubre, el Ejército Blanco del general Yudénich52 tomó Yamburgo, en la frontera de Estonia. A decir verdad, apenas encontró resistencia. Nuestras tropas esqueléticas –o más exactamente lo que quedaba de ellas– se desbandaron y huyeron. Feo momento. El ejército nacional del general Denikin53 ocupaba toda Ucrania y tomaba Orel. El almirante Kolchak, «jefe supremo» de la contrarrevolución, dominaba toda Siberia y amenazaba el Ural. Los británicos ocupaban Arjangelsk, donde uno de los más viejos revolucionarios rusos, Chaikovski54, antiguo amigo de mi padre, presidía un gobierno «democrático» que fusilaba sin piedad a los Rojos. Los franco-rumanos acababan de ser expulsados de Odessa por un ejército negro (anarquista), pero una flota francesa se encontraba en el Mar Negro. La Hungría soviética se había desmoronado. En resumen, cuando hacíamos el balance, lo más probable era que la revolución entraba en agonía, que una dictadura militar «blanca» se impondría pronto y que todos seríamos ahorcados o fusilados. Esta convicción nítida, en lugar de esparcir el desaliento, galvanizó el espíritu de resistencia. Mi amigo Mazín (Lichtenstadt) partió para el frente, después de una conversación que tuvimos los dos con Zinoviev. «El frente está en todas partes», le decíamos. «En el monte y los pantanos, perecerá usted pronto y sin fruto. Se necesitan allí hombres mejor adaptados que usted a la guerra y estos no faltan.» Insistió. Me dijo después que estábamos en plena catástrofe, probablemente perdidos, que no veía ningún interés en ganar un plazo de existencia personal de algunos meses cuando mucho, prosiguiendo trabajos de organización, de edi ción, etc., que eran ahora vanos; que en el momento en que tantos hombres morían inútilmente en los villorrios, tenía horror de las oficinas de Smolny, de los comités, del papel impreso del hotel Astoria. Yo sostenía contra él que debíamos encarnizarnos en resistir, en vivir; no exponernos sin necesidad absoluta; que siempre habría tiempo de dejarnos matar quemando los últimos cartuchos. (Yo mismo regresaba de una misión casi seguramente mortal, interrumpida por Bujarin. No sentía ni temor ni miedo de parecer tener miedo; veía ahora tantas 120
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el desaliento y el entusiasmo razones de vivir para seguir el combate que el más sano quijotismo me parecía absurdo; y ese intelectual miope, distraído para las cosas mínimas me parecía destinado a no hacer campaña más de quince días.) Mazín-Lichtenstadt partió e hizo su campaña un poco más de tiempo. Deseando sin duda salvarlo, Zinoviev lo hizo nombrar comisario político ante la 6.ª división que cerraba el camino a Yudénich. La 6.ª división se desmoronó ante el fuego, se desplomó; sus restos murieron en desorden por las carreteras encharcadas. Bill Chatov, indignado, me mostró una carta de Mazín que decía lo siguiente: «Ya no hay 6.ª división, ya no hay más que una turba derrotada ante la cual nada puedo. Ya no hay mando. Solicito ser relevado de mis funciones políticas y tomar un fusil de soldado de infantería». «¡Está loco! –exclamaba Chatov–. Si todos nuestros comisarios tuvieran ese romanticismo, estaríamos fritos. Le envío un telegrama de regaño y de buen estilo. Se lo aseguro.» Pero lo que vi de la derrota me hizo comprender las reacciones de Mazín. Probablemente no hay nada que comparable al espectáculo de un ejército vencido, presa del pánico, que siente la traición a su alrededor, ya no obedece, se transforma en un rebaño de hombres enloquecidos, listos a linchar a cualquiera que trate de ponerse en su camino y que huye arrojando sus armas a los fosos… Se desprende de ello tal sensación de cosa irremediable, el pánico nervioso tiene tan sutiles y violentos contagios, que los valientes no tienen ya a su disposición sino una actitud exasperada de suicida. Vladimir Ossípovich Mazín hizo como lo había escrito, renunció al mando, recogió un fusil, formó un pequeño grupo de comunistas e intentó detener a la vez la derrota y al enemigo. En la linde de un bosque, fueron cuatro rabiosos, uno de los cuatro era su ordenanza que se había negado a abandonarlo. Esos cuatro libraron solos el combate contra la caballería blanca y murieron. Unos campesinos nos indicaron más tarde el lugar donde el comisario había disparado sus últimas balas y había caído. Lo habían enterrado. Trajeron a Petrogrado cuatro cadáveres calcinados por la tierra, uno de los cuales, el de un pequeño soldado derribado a culatazos (con el cráneo hundido) hacía todavía con su brazo rígido el gesto de protegerse el rostro. Reconocí a Mazín por sus uñas finas; un antiguo presidiario de Schlusselburg 121
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memorias de un revolucionario lo reconoció por sus dientes. Lo pusimos en la tierra en el Campo de Marte. (Fue después de la victoria, la victoria en la que me parece que ninguno de nosotros creía ya.) Yo cumplía naturalmente, como todos los camaradas, una multitud de funciones. Dirigía el servicio de lenguas latinas de la Internacional y sus ediciones, recibía a los delegados extranjeros que llegaban por caminos peligrosos a través de las redes de alambres de púas del bloqueo, llenaba las funciones de comisario para los archivos del ex ministerio del Interior, es decir la ex Ojrana55; era a la vez soldado del batallón comunista del II ramo y attaché al estado mayor de la defensa; allí, me ocupaba del contrabando con Finlandia; comprábamos a honrados comerciantes de Helsinski armas excelentes, pistolas Máuser con funda de madera, que nos eran entregadas en un «sector tranquilo» del frente, que habíamos hecho tranquilo para ese pequeño comercio, a unos cincuenta kilómetros de Leningrado. A fin de pagar esas compras útiles, imprimíamos por cajas enteras bellos billetes de quinientos rublos, todos relucientes, con la efigie de la Gran Catalina y firmados por un director de banco tan muerto como su banco, su régimen y la emperatriz Catalina… Cajas contra cajas, el intercambio se hacía en un bosque de abetos sombríos, en silencio –y era ciertamente en el fondo la operación comercial más loca que pudiese imaginarse. Evidentemente, los que recibían los billetes imperiales tomaban una hipoteca sobre nuestra muerte, al mismo tiempo que nos proporcionaban los medios de defendernos. Los archivos de la Ojrana, hasta entonces policía política de la autocracia, planteaban un problema serio. En ningún caso debían volver a caer en manos de la reacción. Contenían biografías y hasta buenos tratados de historia de los partidos revolucionarios; el total, si sufríamos una derrota seguida por el terror blanco y por la resistencia en la ilegalidad –para lo cual nos preparábamos–, proporcionaría a los ahorcadores y fusiladores de mañana armas preciosas. Que unos archivistas sabios y simpáticos, que daban también por descontado nuestro fin próximo, pusieran solapadamente esos papelotes conmovedores bajo saqueo, mientras se consagraban admirablemente a su conservación, todo eso era un mal muy secun122
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el desaliento y el entusiasmo dario. Faltaban vagones para enviarlos a Moscú, faltaba también el tiempo, pues la ciudad podía caer de una semana a otra. Mientras se levantaban barricadas en las esquinas, hice embalar las cajas que se juzgaban más interesantes para intentar hacerlas partir en el último momento; y tomé, según se me ordenó, disposiciones para que, en el edificio del Senado o en la propia estación, todo fuese quemado y dinamitado por un equipo de camaradas seguros, en el momento en que no hubiese ninguna otra cosa que hacer. Los archivistas –a los cuales yo ocultaba ese proyecto– sospechaban algo y eso los ponía enfermos de temor y de pena. Leonid Borissovich Krassin56 vino, de parte del Comité Central, a informarse sobre las medidas tomadas para salvar o destruir los archivos de la policía, en los cuales ocupaba un lugar apreciable. Ese perfecto gentleman, burguesamente vestido con una verdadera preocupación de corrección y de elegancia, pasaba por nuestros estados mayores llenos de obreros de gorra con visera y abrigo ceñido con cartuchera. Hombre hermoso, con la barba bien cortada en punta ancha, muy intelectual, de gran porte, estaba tan fatigado cuando conversamos en medio del desorden, que me pareció por instantes que dormía de pie. Yudénich tomó Gachina, a cuarenta y cinco kilómetros más o menos de Petrogrado, el 17 de octubre. Dos días más tarde, su vanguardia entraba en Ligovo, en los grandes suburbios, a unos quince kilómetros. Bill Chatov echaba rayos y centellas: «Las reglas del arte militar, que mis técnicos me recuerdan sin parar, establecen que el estado mayor de la división esté a tantos y tantos kilómetros de la línea de fuego… ¡Nos hemos encontrado a mil docientos metros! Les dije: “Me importan un bledo las reglas del arte!”…». Era evidentemente la agonía. No había trenes ni combustible para la evacuación, apenas algunas decenas de coches. Habíamos enviado a los hijos de los militantes conocidos hacia el Ural, viajaban hacia allá, bajo las primeras nieves, de un villorrio hambriento a otro, sin saber dónde detenerse. Nos preparábamos identidades nuevas pensando en «cambiar de cara». Era relativamente fácil para los barbudos, que no tenían más que rasurarse. ¡Pero los otros! Una camarada dirigente, burlona y graciosa como una niña, establecía depósitos de armas secretos. Yo ya 123
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memorias de un revolucionario no dormía en el Astoria, cuya planta baja se había llenado de sacos de arena y de ametralladoras para sostener un cerco; pasaba las noches en los puestos avanzados de la defensa, con los batallones comunistas. Mi mujer, encinta57, venía a dormir a la retaguardia, en una ambulancia, con un portafolios que contenía un poco de ropa y nuestros objetos más queridos, a fin de que pudiésemos reunirnos durante la batalla y batirnos en retirada juntos, a lo largo del Neva. El plan de la defensa interior preveía la lucha a lo largo de los canales que recortan la ciudad, la defensa tenaz de los puentes, una retirada final muy impracticable. Los lugares vastos y solemnes de Petrogrado, bajo la tristeza macilenta del otoño, le quedaban bien a ese ambiente de derrota sin salida. Tan desierta, la ciudad, que algunos jinetes se lanzaban a todo galope por las arterias centrales. El Instituto Smolny –hasta entonces establecimiento de educación de las señoritas de la nobleza–, sede del Ejecutivo del Sóviet y del Comité del Partido, provisto de cañones a la entrada, ofrecía paisajes severos. Está formado por dos conjuntos de edificios, rodeados de jardines, entre unas calles anchas y el Neva, arremolinado, muy ancho también, cruzado a poca distancia de allí por un puente de hierro. Un antiguo convento de estilo barroco, de una arquitectura suave y adornada, con una iglesia bastante alta de torrecillas labradas, todo ello pintado de azul claro; a su lado, el cuadrilátero con frontón y columnas del instituto propiamente dicho, cuartel de dos pisos, construido por arquitectos que no conocían sino la línea recta, rectángulos sobre rectángulos. El convento alojaba a la guardia obrera. Las grandes oficinas cuadradas, cuyas ventanas daban sobre las soledades de una ciudad medio muerta, estaban casi desiertas. Un Zinoviev pálido e hinchado, de hombros redondeados, de voz baja, vivía allí entre los teléfonos, en comunicación constante con Lenin. Abogaba por la resistencia, pero su voz se apagaba. Los expertos más competentes, ingenieros y antiguos alumnos de la Escuela de Guerra, imagínense, estimaban que la resistencia era totalmente imposible y hacían alusiones a la matanza que acarrearía, como si la capitulación y el abandono de la ciudad no hubiesen de acarrear una matanza más desmoralizante. Las noticias de los otros frentes eran tan malas que Lenin vacilaba en sacrificar unas fuerzas últimas a la defensa de una 124
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el desaliento y el entusiasmo ciudad perdida. Trotsky fue de otra opinión. El Buró Político le confió la tentativa suprema. Llegó en el penúltimo momento y su presencia cambió instantáneamente el ambiente en Smolny, como en el estado mayor, en la fortaleza de Pedro y Pablo, donde se atareaba Avrov58, comandante de la ciudad. Avrov debía de ser un suboficial de guerra, antiguo obrero; lo veía, con el cuello de la casaca desabotonado, su rostro cuadrado todo surcado de arrugas, los párpados pesados; escu chaba estúpidamente lo que se le decía, luego una pequeña lucecita aparecía en sus ojos de ceniza, contestaba enérgicamente: «Doy órdenes», y añadía al instante siguiente, con un tono furioso: «¡pero no sé si son ejecutables!». Trotsky llegó con un tren, ese famoso tren que recorría los frentes59. Desde el principio de la guerra civil el año anterior en que sus mecánicos, mozos, dactilógrafas y colaboradores de estado mayor con Iván Smirnov y Rosengoltz, habían restablecido cerca de Kazan una situación desesperada al ganar la batalla de Sviajsk. El tren del presidente del Consejo Revolucionario de la Guerra traía bellos coches, servicios de enlace, un tribunal, una imprenta de propaganda, equipos sanitarios, especialistas –de ingeniería, de abastos, de batallas callejeras, de artillería–, todos seleccionados en el combate, todos llenos de fe en sí mismos, todos ligados unos a otros por la amistad y la confianza, todos mantenidos por el jefe al que admiraban en una estricta disciplina de energía, todos vestidos de cuero negro, con la estrella roja en la gorra, respirando vigor. Era un núcleo de organizadores decididos, bien equipados, que se lanzaban allí donde el peligro lo exigía. Tomaron todo en sus manos, con rigor, con pasión. Fue mágico. Trotsky repetía: «Es imposible que un pequeño ejército de quince mil ex oficiales se apodere de una capital obrera de setecientos mil habitantes». Hizo poner carteles diciendo que la ciudad «se defendería en el interior», que desde aquel momento era la mejor solución estratégica, que el pequeño Ejército Blanco se perdería en el dédalo de las calles fortificadas y encontraría allí su tumba… En contraste con esa resolución de vencer, un comunista francés (René Marchand), que acababa de ver a Lenin, me repitió la frase de Vladimir Ilich, positivo y malicioso según su costumbre: «¡Bien, reanudaremos la acción clan125
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memorias de un revolucionario destina!». Pero, ¿era de veras un contraste? Yo pude apenas entrever a Trotsky en la calle, luego en una gran reunión del Sóviet, donde anunció la llegada de una división de caballería bashkir que lanzaríamos despiadadamente sobre Finlandia si Finlandia se movía. (Dependía de Finlandia darnos el tiro de gracia.) Amenaza de una extrema habilidad que hizo pasar sobre Helsinki un soplo de terror. La sesión del Sóviet tenía lugar bajo las altas columnas blancas del palacio de Táuride, en el hemiciclo de la antigua Duma del Imperio. Trotsky era pura fuerza tensa; orador único, además, con una voz metálica que llegaba lejos y lanzaba frases breves, a menudo sardónicas, siempre penetradas de una pasión esencialmente voluntaria60. La decisión de pelear a ultranza se tomó por entusiasmo, y del hemiciclo entero subió un canto de fuerza. Pensé que los salmos de los Cabezas-Redondas de Cromwell, cantados antes de los combates decisivos, no debían tener otro acento. Magníficos regimientos de infantería traídos del frente polaco atra vesaban la ciudad para ir a tomar sus posiciones en los suburbios. La caballería bashkir montada en pequeños caballos de las estepas, de pelo largo, desfilaba por las calles; esos jinetes salidos de un lejano pasado, de piel tostada y cubiertos de bonetes de piel de cordero negro, cantaban también, con voz gutural, acompañándose de estridentes silbatazos. A veces cabalgaba a su cabeza un joven intelectual flaco, con gafas, que habría de convertirse en el escritor Constantin Fedin61. Pelearon poco y deplorablemente; pero eso no tuvo importancia. Convoyes de abastecimiento, arrancados sabe Dios de dónde y sabe Dios cómo, llegaban también. ¡Eso era lo más eficaz! Corrió el rumor de que los Blancos tenían tanques. Trotsky hizo publicar que la infantería podía y sabía vencer a los tanques. No sé qué ingeniosos agitadores lanzaron el rumor, quizá verdadero después de todo, de que los tanques de Yudénich eran de madera pintada. La ciudad se cubrió de verdaderos reductos: los cañones apuntaban en línea recta calle abajo. Se utilizaron en la construcción de esas fortificaciones los materiales de las canalizaciones subterráneas, anchos tubos de alcantarilla sobre todo. Los anarquistas se habían movilizado para la defensa. Un antiguo presidiario de Schlusselburg, Kolabushkin, era su animador. El parti126
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el desaliento y el entusiasmo do le dio armas. Tenían un «estado mayor negro» en el apartamento devastado de un dentista que había huido. Ahí reinaban el desorden y la camaradería. Ahí reinaba también la sonrisa de una joven rubia, más que encantadora, que regresaba de Ucrania, relataba matanzas abominables, y daba noticias de Majno. Marussia Tsvétkova habría de morir poco después de tifus. Traía verdaderamente el sol entre aquellos hombres amargamente exaltados. Fueron ellos los que en la noche del peor peligro ocuparon la imprenta del Pravda, periódico bolchevique que detestaban, para defenderla y dejarse matar allí. Descubrieron entre ellos a dos blancos armados de granadas, listos a volarlo todo. ¿Qué hacer? Los encerraron en un cuarto y se miraron consternados unos a otros: ¡Aquí estamos ahora convertidos en carceleros, como los chekistas! Despreciaban a los chekistas con toda su alma. La proposición de fusilar a esos enemigos, a esos espías, fue rechazada con horror. ¿Nosotros, fusiladores? Finalmente mi amigo Kolabushkin, el antiguo presidiario, uno de los organizadores, ahora, de los abastos de la república en combustible, se encargó de llevarlos62 a la fortaleza Pedro y Pablo, lo cual no era más que un mal compromiso, pues la Cheka los hubiera fusilado de inmediato. En el coche de la guardia negra, Kolabushkin, que había hecho a su vez ese trayecto en otros tiempos, entre los gendarmes del zar, vio sus caras de hombres acosados y se acordó de su juventud. Detuvo el coche y les dijo de pronto: «¡Lárguense, canallas!». Luego, aliviado y desolado, vino a contarme esos instantes intolerables. «¿No fui idiota? –me preguntaba–. Sabes, de todos modos estoy contento. –Comprendo eso, aunque…» Petrogrado se salvó el 21 de octubre en la batalla de los altos de Pulkovo, a unos quince kilómetros al sur de la ciudad semicercada. La derrota se transformó en una victoria tal que las tropas de Yudénich se replegaron en retirada hacia la frontera estonia. Los estonios los bloquearon allí. El Ejército Blanco que había estado a punto de tomar Petrogrado tuvo un fin lamentable. Unos trescientos obreros llegados de Schlusselburg lo habían detenido también, en una hora crítica, y se habían dejado matar por un cuerpo de oficiales que caminaban al combate como si fueran a un desfile. El último mensaje de Mazín-Lichtenstadt me llegó después de la batalla. Era una carta que me rogaba 127
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memorias de un revolucionario transmitir a su mujer. «Cuando se envía a los hombres a la muerte –escribía–, debe uno dejarse matar.» Cosa extraordinaria y que muestra hasta qué punto eran profundas las causas sociales y psicológicas –son lo mismo– de nuestro vigor, el mismo milagro aparente se realizó al mismo tiempo en todos los frentes de la guerra civil, aunque por todas partes a fines de octubre y principios de noviembre la situación pareciese igualmente desesperada. Mientras se peleaba en los alrededores de Pulkovo, el ejército del general Denikin fue vencido no lejos de Voronezhe por la caballería roja improvisada por Trotsky y mandada por un ex suboficial llamado Budienny. El 14 de noviembre, el almirante Kolchak, «jefe supremo», perdía su capital, Omsk, en Siberia occidental. Era la salvación. Los Blancos pagaban con un desastre dos errores capitales: no haber tenido la inteligencia ni el valor de realizar en los territorios conquistados a la revolución una reforma agraria; y haber restaurado en todas partes en el poder a la vieja trinidad de los generales, el alto clero y los terratenientes. Volvió una inmensa confianza. Yo recordaba las frases de Mazín, en nuestros días de más hambre, cuando veíamos a los ancianos desplomarse en la calle, agarrando todavía entre los dedos adelgazados una pequeña cacerola metálica. «Somos de todos modos –me decía– el más grande poder del mundo. Sólo nosotros traemos al mundo un principio nuevo de justicia y de organización racional del trabajo. Sólo nosotros en esta Europa ebria de guerra donde nadie quiere ya pelear podemos formar ejércitos nuevos, podremos mañana hacer guerras verdaderamente justas. Su castillo de naipes debe desmoronarse; cuanto más dure más costará en miseria y en sangre.» Llamábamos «su castillo de naipes» al tratado de Versalles que acababa de firmarse en junio de 1919. Fundamos con Maxim Gorki, el historiador P. E. Shchegolev, el veterano de la Voluntad del Pueblo Novoruski, el primer Museo de la Revolución63. Zinoviev hizo que nos atribuyeran una gran parte del Palacio de Invierno. Pretendía, como la mayoría de los dirigentes del partido, hacer de él en verdad un museo de la propaganda del bolchevismo, pero, preocupado de ganarse a los intelectuales revolucionarios y de no estar en falta aparentemente con el espíritu científico, 128
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el desaliento y el entusiasmo nos dejó tener un inicio honrado. Yo seguí estudiando los archivos de la Ojrana64. La espantosa documentación que encontré allí presentaba un interés psicológico público; pero el interés práctico de ese estudio era tal vez mayor aún. Por primera vez todo el mecanismo de la represión policíaca de un imperio autoritario había caído en las manos de los revolucionarios. Conocerlo podía proporcionar a los militantes de los otros países útiles indicaciones: a pesar de nuestro entusiasmo y de nuestro sentimiento de tener razón, no estábamos seguros de no ser reprimidos algún día por la reacción. Antes bien, estábamos más o menos convencidos de lo contrario: era una tesis generalmente admitida, que Lenin repitió varias veces, que la Rusia agrícola y atrasada (en el sentido industrial) no podía darse por sus propios medios un régimen socialista duradero; y que seríamos por consiguiente vencidos tarde o temprano si la revolución europea, es decir por lo menos la revolución socialista en la Europa central, no aseguraba al socialismo una base infinitamente más amplia y más viable. Finalmente, sabíamos que antiguos agentes provocadores trabajaban entre nosotros, dispuestos en su mayoría a volver al servicio y, peligrosamente para nosotros, al lado de la contrarrevolución. En las primeras jornadas de la revolución de marzo de 1917, el palacio de Justicia de Petrogrado había ardido. Sabíamos que la des trucción de sus archivos, de las fichas de antropometría y del gabinete secreto había sido obra a la vez de la peor chusma, interesada en suprimir esos documentos, y de agentes provocadores. En Cronstadt, un «revolucionario» que era también un agente provocador se había apoderado de los archivos de la Seguridad y los había quemado. El gabinete secreto de la Ojrana contenía entre treinta y cuarenta mil expedientes de agentes provocadores que habían sido activos durante los últimos veinte años. Entregándose a un simple cálculo de probabilidades sobre los decesos, las eliminaciones diversas, y teniendo en cuenta los tres mil poco más o menos que habían sido desenmascarados, gracias al paciente trabajo de los archivistas, estimábamos que varios millares de ex agentes secretos permanecían activos en la revolución: por lo menos cinco mil, afirmaba el historiador Shchegolev, que me relató este incidente que tuvo lugar en una ciudad del Volga. Una comisión 129
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memorias de un revolucionario formada por miembros conocidos de los diversos partidos de extrema izquierda y de izquierda interrogaba a los altos funcionarios de la policía imperial, precisamente sobre la provocación. El jefe de la policía política se disculpó por no poder nombrar a dos de esos ex agentes por el motivo de que formaban parte de la comisión misma. Prefería que esos señores, obedeciendo a la voz de su conciencia, se nombrasen ellos mismos, y dos de los «revolucionarios» se levantaron, confundidos. Los antiguos agentes secretos, todos ellos iniciados en la vida política, se presentaban como revolucionarios probados, perfectamente libres de escrúpulos, tenían interés en irse al partido gobernante, y les era fácil obtener buenos empleos. Desempeñaban, pues, cierto papel en el régimen; se adivinaba que algunos habían debido hacer en él la política de lo peor, llegar a los excesos, sembrar el descrédito. Desenmascararlos era cosa de extrema dificultad. En general, los expedientes se referían a un mote y se necesitaban referencias atentas para lograr una identificación. En 1912, por ejemplo, había en las organizaciones revolucionarias de Moscú, que no eran en absoluto organizaciones de masas, cincuenta y cinco agentes provocadores, diecisiete de ellos socialistas revolucionarios, veinte social-demócratas mencheviques y bolcheviques, tres anarquistas, once estudiantes, varios liberales. En la misma época, el líder de la facción bolchevique de la Duma, portavoz de Lenin, era un agente provocador, Malinovski65; el jefe de la organización terrorista del partido Socialista Revolucionario, miembro del comité central de ese partido, había sido un agente de la Ojrana, Evno Azev66 (de 1903 a 1908), en la época de los atentados más conocidos. Hacia 1930 –para terminar– varios ex agentes provocadores fueron desenmascarados todavía entre los dirigentes de Leningrado. Encontré un extraordinario expediente todo descifrado, el expediente 378, Julia Orestovna Serova67, la mujer de un diputado bolchevique de la II Duma de Imperio, gran militante fusilado en 1918 en Chita. Los estados de servicios de Serova, enumerados en un informe al ministro, revelaban que había entregado depósitos de armas y de literatura, hecho detener a Rykov, Kaméniev y muchos otros, espiado largamente a los comités del partido. Finalmente sospechosa y apartada, escribía al jefe de la policía secreta, en febrero de 1917, algunas semanas antes 130
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el desaliento y el entusiasmo de la caída de la autocracia, que «ante los grandes acontecimientos que se acercaban», pedía volver a entrar en servicio; casada en segundas nupcias con un obrero bolchevique, estaba otra vez en situación de trabajar. Las cartas mostraban a una mujer realmente inteligente, celosa, ávida de dinero, tal vez histérica. Hablamos una noche, entre amigos, mientras tomábamos el té, de ese caso psicológico. Una vieja militante se levantó, trastornada: «¿Serova? ¡Pero si acabo de encon trármela en la ciudad! En efecto se ha vuelto a casar con un camarada de la sección de Vyborg». Serova fue detenida y fusilada. La psicología del provocador era más a menudo doble. Gorki me mostró una carta que le había escrito uno de ellos, no desenmascarado, que decía en sustancia: «Me despreciaba, pero sabía que mis miserables pequeñas traiciones no impedirían a la revolución recorrer su camino». Las instrucciones de la Ojrana recomendaban dirigirse a revolucionarios de carácter débil, amargados y decepcionados; explotar las rivalidades de amor propio; facilitar la promoción política de los buenos agentes eliminando a los militantes más calificados. El viejo abogado Kozlovski, que había sido el primer comisario del pueblo para la Justicia, me participó sus impresiones sobre Malinovski. El antiguo líder bolchevique de la Duma, aunque desenmascarado, regresó de Alemania a Rusia en 1918, se presentó en Smolny, solicitó ser detenido. «¿Malinovski? No lo conozco –le respondió el comandante del servicio de guardias–. Vaya a dar sus explicaciones al Comité del Partido.» Kozlovski interrogó a Malinovski. Este decía no poder vivir fuera de la revolución. «He sido agente doble a pesar mío, consiento en ser fusilado.» Mantuvo esa actitud ante el tribunal revolucionario. Krylenko68 hizo una requisitoria despiadada contra él –«¡El aventurero juega su última carta!»– y Malinovski fue fusilado en los jardines del Kremlin. Muchas razones me llevan a creer que era simplemente sincero y que si le hubiesen dejado vivir, hubiese servido como los otros. Pero ¿qué confianza podían tener los otros en él? Gorki defendía la vida de los agentes provocadores, depositarios a sus ojos de una experiencia social y psicológica pública. «Esos hombres son especies de monstruos que deben conservarse para el estudio.» Defendía con los mismos argumentos la vida de los altos 131
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memorias de un revolucionario funcionarios de la policía política del zar. (Recuerdo una conversación sobre estos temas, que se desvió hacia la necesidad de aplicar la pena de muerte a los niños. La criminalidad infantil preocupaba a los dirigentes del Sóviet. Algunos niños semiabandonados formaban verdaderas bandas; los colocaban en las casas de niños, donde seguían muriéndose de hambre, se evadían de ellas y recomenzaban. Una linda pequeña, Olga, de catorce años, tenía varios asesinatos de niños y varias evasiones en su haber; organizaba el asalto de departamentos donde los padres habían dejado a un niño solo. Le hablaba a través de la puerta, le daba confianza, hacía que le abriera… ¿Qué hacer con ella? Gorki preconizó la creación de colonias de niños criminales en el Norte, donde la vida es ruda y la aventura siempre está presente. No sé lo que hicieron.) Teníamos también una documentación bastante rica sobre los servicios secretos de la Ojrana en el extranjero. Había agentes en todas las emigraciones y en los medios periodísticos y políticos de los diversos países. Se ocupaban de la corrupción de la prensa. Es conocida la frase del alto funcionario Rachkovski69, de misión en París durante la alianza franco-rusa, sobre «la abominable venalidad de la prensa francesa». Encontramos finalmente en los archivos concienzudas obras de historia de los partidos revolucionarios, escritas por los jefes de la policía. Han sido publicadas desde entonces70. ¡Son las únicas que hay! Expuestas en la sala de las malaquitas del Palacio de Invierno, cuyas ventanas dan hacia la fortaleza de Pablo y Pedro, nuestra Bastilla, estas piezas de la formidable maquinaria policíaca se prestaban a serenas meditaciones. Daban el sentimiento de la impotencia final de la represión, cuando esta tiende a impedir un desarrollo histórico que se ha hecho necesario y a defender un régimen contrario a las necesidades de la sociedad. Por muy poderosamente armada que esté en este caso, la represión no puede entonces sino multiplicar los sufrimientos y ganar tiempo. La guerra civil parecía a punto de terminar. El ejército nacional del general Denikin huía a través de Ucrania. El del almirante Kolchak, acosado por los guerrilleros rojos, se replegaba hacia Siberia. La idea de una normalización empezó a abundar, cada vez más, en el parti132
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el desaliento y el entusiasmo do. Riazánov71 reclamaba incansablemente la abolición de la pena de muerte. Las Chekas eran impopulares. A mediados de enero de 1920, Dzerzhinski, de acuerdo con Lenin y Trotsky, propuso la abolición de la pena de muerte en el país, con exclusión de las zonas de operaciones militares. El decreto fue adoptado por el gobierno y firmado por Lenin, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, el 17 de enero. Desde hacía algunos días, las cárceles, atiborradas de sospechosos, vivían en una tensa espera. Conocieron de inmediato la enorme buena noticia, el final del terror. El decreto no había aparecido todavía en los periódicos. El 18 o el 19, en Smolny, unos camaradas me informaron a media voz de la tragedia de esa noche –de la que nunca se habló en voz alta. Mientras los periódicos imprimían el decreto, las Chekas de Petrogrado y de Moscú «liquidaban sus existencias». Los sospechosos, sacados durante la noche por carretadas fuera de la ciudad, eran fusilados en montones. ¿Cuántos? En Petrogrado, entre ciento cincuenta y doscientos; en Moscú, se dice, entre doscientos y trescientos. Los días siguientes, al alba, las familias de los asesinados fueron a recorrer un campo siniestro, recién labrado, para recoger reliquias, botones, jirones de calcetines. Los chekistas habían puesto al gobierno ante una situación de hecho. Mucho más tarde, conocí personalmente a uno de los autores de la matanza de Petrogrado, al que llamaré Leonidov. «Pensábamos –me decía– que si los comisarios del pueblo se ponían a hacer humanitarismo, era asunto de ellos. El nuestro era derribar para siempre la contrarrevolución y que nos fusilaran después, si querían.» Fue en realidad una repulsiva tragedia de la psicosis profesional. Leonidov, por otra parte, cuando lo conocí, era netamente un semiloco. Entre las víctimas, los contrarrevolucionarios irreductibles no constituían probablemente sino un porcentaje mínimo. Algunos meses más tarde, mientras mi mujer daba a luz en una maternidad, inicié una conversación con una enferma que acababa de perder un niño. Su marido, el ingeniero Trotzki o Troytzki, había sido fusilado durante la abominable noche. Era un ex socialista revolucionario de la revolución de 1905 encarcelado por especulación, es decir por una compra de azúcar en el mercado negro. Pude verificar esos datos. Incluso en Smolny el drama se rodeó de un misterio 133
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memorias de un revolucionario total. Pero lanzó sobre el régimen un profundo descrédito. Se hacía evidente –para mí y para otros– que la supresión de las Chekas, el restablecimiento de tribunales regulares y de los derechos de la defensa eran ahora una condición de la salud interior de la revolución. Pero no podíamos absolutamente nada. El Buró Político, formado entonces por Lenin, Trotsky, Zinoviev, Rykov, Kaméniev y Bujarin –si no me equivoco– se planteaba la cuestión sin atreverse a resolverla, presa él mismo, no lo dudo, de cierta psicosis de miedo y de implacable auto ridad. Los anarquistas tenían razón contra él cuando escribían en sus banderas negras que «no hay peor veneno que el poder» –el poder absoluto, por supuesto. Desde aquel momento, la psicosis del poder absoluto dominaba a la gran mayoría de los dirigentes, sobre todo en la base. Podría dar ejemplos innumerables. Resultaba del complejo de inferioridad de los explotados, de los sometidos, de los humillados de ayer; de la tradición de la autocracia, involuntariamente reanudada a cada paso; de los rencores subconscientes de antiguos presidiarios y de sobrevivientes de las horcas y de las cárceles imperiales; de la destrucción del sentimiento humano por la guerra y la guerra civil; del miedo y de la decisión del combate a ultranza. Esos sentimientos eran espoleados al extremo por las atrocidades del Terror blanco. En Perm, el almirante Kolchak había mandado matar a unos cuatro mil obreros de entre cincuenta y cinco mil habitantes. En Finlandia la reacción había hecho una matanza de quince a diecisiete mil rojos. Sólo en la pequeña ciudad de Proskurov, varios millares de judíos habían sido degollados. Vivíamos de estas noticias, de estos relatos, de estas estadísticas increíbles. Otto Corwin72 acababa de ser ahorcado en Budapest, con sus amigos, bajo los ojos de una multitud mundana exaltada. Sigo convencido de que la revolución social hubiese sido sin embargo mucho más fuerte y más clara si los hombres que detentaban en ella el poder supremo se hubiesen obstinado en defender e imponer, con tanta energía como pusieron en vencerlo, un principio de humanidad hacia el enemigo vencido. Sé que tuvieron la tentación de hacerlo así; no tuvieron la voluntad. Conozco la grandeza de esos hombres; pero en este punto, ellos que pertenecían al porvenir eran prisioneros del pasado. 134
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el desaliento y el entusiasmo La primavera de 1920 se abrió con una victoria, la toma de Arjangelsk73, evacuada por los británicos –y de pronto todo cambió de rostro. Fue de nuevo el peligro mortal inmediato: la agresión polaca74. Yo tenía en los expedientes de la Ojrana los retratos de Pilsudski, condenado antaño por un complot contra la vida del zar. Conocí a un médico que había cuidado a Pildsudski en un sanatorio de Petersburgo, donde, para evadirse, simuló la locura –con una rara perfección75. Revolucionario y terrorista él mismo, lanzaba ahora sus lecciones contra nosotros. Un movimiento de exasperación y de entusiasmo le respondió. Viejos generales del zar, escapados por azar de la matanza, Brusilov y Polivanov76, se ofrecieron a combatir, en respuesta a un llamado de Trotsky. Yo veía a Gorki estallar en sollozos al arengar desde lo alto de un balcón del Nevski a un batallón que partía hacia el frente. «¿Cuándo habremos terminado de matar y de desangrar?», mascullaba bajo su bigote erizado. La pena de muerte fue restablecida, las Chekas recibieron, bajo el viento de la derrota, poderes acrecentados. Los polacos entraban en Kiev. Zinoviev decía: «Nuestra salvación está en la Internacional». Era también la opinión de Lenin. En plena guerra, apresuradamente, fue convocado el II Congreso77 de la Internacional Comunista. [Yo trabajaba literalmente día y noche en su preparación, pues era prácticamente el único, gracias a mi conocimiento de las lenguas78 y de Occidente, que podía realizar una multitud de tareas.79*] Recibí a Landsbury80 y a John Reed81 a su llegada; escondí a un delegado de los comunistas de izquierda húngaros, adversarios de Bela Kun82, un poco ligados a Racovski83. Publi cábamos la revista de la Internacional en cuatro lenguas84. Enviábamos mensaje tras mensaje clandestino al extranjero, por diversas vías azarosas. Yo traducía85 los mensajes de Lenin. Traducía también el libro que Trotsky acababa de escribir en su tren de los frentes, Terrorismo y comunismo86, y que sostenía la necesidad de una larga dictadura, durante el «periodo de transición hacia el socialismo»: varias decenas de años sin duda. Ese pensamiento inflexible me asustaba un poco por su esquematismo y su voluntarismo. Faltaba de todo: colaboradores, papel, tinta, hasta el pan, los medios de comunicación, y sólo recibíamos de los periódicos extranjeros algunos números comprados en 135
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memorias de un revolucionario Helsinki por unos contrabandistas que atravesaban para ello el frente. Yo les pagaba el número a cien rublos. Cuando había un muerto entre ellos, venían a pedir un aumento que no discutíamos. En Moscú, un trabajo de organización igualmente febril proseguía bajo la dirección de Angelica Balabanova y de Bujarin. Vi a Lenin cuando vino a Petrogrado para la primera sesión del congreso. Tomábamos el té en una pequeña sala de fiestas de Smolny; yo estaba con Evdokimov y Ángel Pestaña87, delegado de la CNT de España, cuando Lenin entró. Estaba radiante, estrechaba las manos tendidas, pasando de abrazo en abrazo. Evdokimov y él se abrazaron alegremente, mirándose a los ojos, felices como niños grandes. Vladimir Ilich llevaba uno de sus viejas chaquetas de inmigrado, traídas tal vez de Zúrich, que le vi durante toda la estación. Casi calvo, con el cráneo alto y abombado, la frente sólida, tenía rasgos banales, un rostro asombrosamente fresco y rosa, un color de barba rojizo, los pómulos ligeramente salientes, los ojos horizontales que la arruga de la risa hacía aparecer oblicuos, la mirada gris-verde, un gran aspecto de bonachonería y de alegre malicia. Ninguna pose en él, la simplicidad misma. Ocupaba todavía, en el Kremlin, un pequeño departamento de criado de palacio. El invierno anterior, también a él le había faltado la calefacción. Cuando iba a la peluquería tomaba su turno, y le parecía indecente que se apartaran ante él. Una vieja criada se ocupaba del quehacer de su casa y reparaba sus trajes. Sabía que era el primer cerebro del partido, y recientemente, en grandes circunstancias, no había encontrado mayor amenaza que la de dimitir del Comité Central para apelar a los militantes de la base. Anhelaba una popularidad de tribuno, ratificada por las masas, sin aparato ni ceremonial. En sus modales y su comportamiento, no había el menor indicio del gusto por la autoridad; exigencias de técnico serio que quiere que el trabajo se haga, y se haga bien, a la hora debida; la voluntad declarada de hacer respetar las nuevas instituciones, aun cuando fuesen débiles hasta el punto de no ser sino simbólicas. Ese mismo día o al día siguiente habló durante varias horas en la primera sesión solemne del congreso, en el palacio de Táuride, bajo la columnata blanca. Su informe trataba de la situación histórica creada por el tratado de Versalles88. Citando 136
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el desaliento y el entusiasmo abundantemente a Maynard Keynes89, Lenin demostraba lo insostenible de esa Europa arbitrariamente recortada por los imperialismos victoriosos, la imposibilidad para Alemania de soportar mucho tiempo las cargas que le eran impuestas estúpidamente, y concluía de ello la inevitabilidad de una próxima revolución europea, destinada a arder también en los pueblos coloniales de Asia. No era ni un gran orador ni un excelente conferenciante. No utilizaba ninguna retórica y no buscaba ningún efecto de tribuna. Su vocabulario era el del artículo de periódico, su técnica comprendía la repetición variada para grabar bien la idea como quien clava un clavo. Sin embargo no era nunca aburrido, debido a su vivacidad de mímica y a la convicción razonada que lo empujaba. Sus gestos familiares consistían en levantar la mano para subrayar la importancia de la cosa dicha, luego inclinarse hacia el auditorio, todo sonriente y serio, con las palmas abiertas en un movimiento demostrativo: ¿no es evidente? Un hombre esencialmente simple, nos hablaba honestamente, sólo para convencernos, y no apelaba sino a nuestra razón, a los hechos, a la necesidad. «Los hechos son testarudos»90, le gustaba repetir. Era el buen sentido mismo, hasta el punto de decepcionar a los delegados franceses, acostumbrados a las grandes justas parlamentarias. «Lenin pierde mucho de su prestigio cuando se le ve de cerca», me decía un parlamentario francés, escéptico y hablador, atiborrado de frases ingeniosas. (Zinoviev había encargado al pintor Isaac Brodski91 un gran cuadro que representaba esa sesión histórica. Brodski tomaba apuntes. Años más tarde, el pintor retocaba todavía su tela, sustituyendo a tales asistentes por tales otros –y algunos problemáticos– a medida que las crisis y las oposiciones modificaban la composición del Ejecutivo del momento…) El II Congreso de la Internacional Comunista continuó sus trabajos en Moscú. Colaboradores y delegados extranjeros vivían en un hotel del centro, el Dielovoy Dvor, situado en la parte baja de un amplio bulevar bordeado por un lado por la blanca muralla almenada de Kitay-Gorod. Unos portales medievales, bajo una antigua torrecilla, conducían no lejos de allí hacia la Varvarka, donde se encuentra la casa legendaria del primero de los Romanov92. Íbamos de allí al Kre137
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memorias de un revolucionario mlin, ciudad en la ciudad, cuyas entradas estaban todas guardadas por centinelas que verificaban los salvoconductos. El doble poder de la revolución, el gobierno soviético y la Internacional, tenían allí su sede en los palacios de la autocracia, en medio de las viejas iglesias bizantinas. La única ciudad que los delegados extranjeros no conocían –y su falta de curiosidad respecto de ella me desconcertaba– era el Moscú vivo, con sus raciones de hambre, sus arrestos, sus sucias historias de cárceles, sus entretelones de especulación. Lujosamente alimentados en la miseria general (aunque les servían verdaderamente demasiados huevos podridos…), paseados entre museos y casas-cuna modelos, los delegados del socialismo mundial parecían sentirse de vacaciones o hacer turismo en nuestra república asediada, desangrada, en carne viva. Descubrí una forma más de la inconsciencia: la inconsciencia marxista. Un jefe del partido alemán, Paul Lévi93, deportivo y lleno de aplomo, me decía sencillamente que «para un marxista, las contradicciones internas de la Revolución rusa no tenían nada sorprendente», y sin duda era verdad, pero esa verdad general la utilizaba como una pantalla para ocultar la visión de la realidad inmediata, que de todos modos tiene su importancia. La mayoría de los marxistas de izquierda, bolchevizados, adoptaban esa actitud de suficiencia. Las palabras «dictadura del proletariado» explicaban para ellos todo, mágicamente, sin que se les ocurriera preguntarse dónde estaba, qué pensaba, sentía, hacía el proletariado dictador. Los social-demócratas, en cambio, estaban llenos de espíritu crítico y de incomprensión. Entre los mejores –pienso en los alemanes: Daeumig, Crispien, Dittmann94–, un humanismo socialista apaciblemente aburguesado sufría por la rudeza del clima de la revolución hasta el punto de oponerse a todo rigor de pensamiento. Los delegados anarquistas, con los que yo discutía mucho, tenían un sano horror de las «verdades oficiales», de las pompas del poder, y un interés apasionado en la vida real; pero, portadores de una doctrina ante todo afectiva, ignorantes en economía política y sin haberse planteado nunca el problema del poder, les era prácticamente imposible llegar a la inteligencia teórica de lo que sucedía. Eran admirables buenos muchachos que en suma se habían quedado en las posiciones románticas de la «revolución universal», como los artesa138
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el desaliento y el entusiasmo nos libertarios podían representársela entre 1848 y 1860, antes de la formación de la gran industria moderna y del proletariado. Estaban allí: Ángel Pestaña, de la CNT de Barcelona, obrero relojero y tribuno valeroso, delgado, con los ojos y el bigotito de un negro hermoso; Armando Borghi95, de la Unión Sindical italiana, con una bella cabeza de joven mazziniano y una cálida voz aterciopelada; Augustin Souchy96, con su cabeza pelirroja de viejo soldado, delegado por los sindicalistas alemanes y suecos; Lepetit97, un robusto peón caminero de la CNT francesa y de Le Libertaire98, alegre, desconfiado, preguntador, que juró en seguida que en Francia «la revolución se haría de otra manera». Lenin tenía mucho interés en conseguir la adhesión de «los mejores de los anarquistas». A decir verdad, fuera de Rusia y tal vez de Bulgaria, no había todavía comunistas en el mundo. Las viejas escuelas revolucionarias, y también la joven generación salida de la guerra, estaban infinitamente lejos de la mentalidad bolchevique. El conjunto de esos hombres revelaba movimientos envejecidos, totalmente superados por los acontecimientos, mucha buena voluntad y pocas capacidades. El Partido Socialista francés estaba representado por Marcel Cachin y L.-O. Frossard99, los dos de aspecto muy parlamentario. Cachin husmeaba el viento según su costumbre y, siempre fiel a su propia popularidad, evolucionaba hacia la derecha, después de haber sido de la Unión sagrada durante la guerra y haber secundado, para el gobierno francés, las campañas belicistas de Mussolini en Italia (1916). De paso, Cachin y Frossard se habían detenido en Varsovia para entrevistarse con socialistas polacos que aprobaban la agresión de Pilsudski contra la revolución. Desde que se conoció el asunto, Trotsky insistió para que se les pidiera que volvieran a irse sin demora –y no los volvimos a ver. La expulsión de «esos políticos» provocó una satisfacción casi general100*. El Comité de la III Internacional de París había enviado a Alfred Rosmer101, sindicalista de nombre ibseniano, internacionalista firme, viejo amigo personal de Trotsky. Rosmer era a la vez la viveza, la discreción, el silencio, la abnegación bajo una delgada sonrisa. Su colega del mismo Comité, Raymond Lefebvre102, gran muchacho de perfil agudo, camillero en la batalla de Verdun, poeta y novelista, aca139
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memorias de un revolucionario baba de escribir en un estilo suntuosamente lírico una profesión de fe de hombre vuelto de las trincheras, con el título de ¡La revolución o la muerte! Clamaba por los sobrevivientes de una generación enterrada en las fosas comunes. Pronto fuimos amigos. Entre los italianos, recuerdo al veterano Lazzari, anciano erguido de voz febril, que ardía en un perpetuo entusiasmo; la cara de univer sitario barbudo y miope de Serrati; a Terracini, un joven teórico de gran frente severa (destinado a pasar lo mejor de su vida en la cárcel después de haber dado algunas páginas de una inteligencia aguda); al exuberante Bordiga103, vigoroso, de cara cuadrada, de cabellera espesa, negra, cortada en cepillo, trepidante bajo su carga de ideas, de conocimientos y de previsiones graves. Menuda, con el fino rostro ya ma ternal rodeado de una doble diadema de cabellos negros, esparciendo a su alrededor una extrema amabilidad, de una actividad incesante, Angelica Balabanova esperaba todavía una Internacional aérea, gene rosa y un poco romántica. [El abogado de Rosa Luxemburgo, Paul Lévi, representaba a los comunistas alemanes; Daeumig, Crispien, Dittmann y otro, cuatro semigordos simpáticos y un poco desamparados, sin duda buenos bebedores de cerveza y concienzudos funcionarios de organizaciones obreras burguesamente instaladas, representaban la social-democracia independiente de Alemania y parecía evidente al primer vistazo que no tenían alma de insurgentes.104*] De los ingleses, sólo entreví a Gallacher105, que tenía un aspecto de boxeador rechoncho; de los Estados Unidos venían Fraina106, sobre el cual iba a pesar una grave sospecha, y John Reed [testigo de la insurrección bolchevique de 1917, cuyo libro sobre la revolución107 era ya autoridad. A Reed lo había recibido yo en Petrogrado, desde donde habíamos organizado su partida clandestina hacia Finlandia; los fineses, con ganas de hacerle una mala pasada, lo habían dejado algún tiempo en una peligrosa cárcel. Acababa de visitar algunas pequeñas ciudades de los alrededores de Moscú y traía de allí la visión de un país fantasma donde sólo el hambre era real, estupefacto de que la obra soviética se prosiguiese a pesar de todo. Era alto, fuerte, positivo, entusiasta en frío, con una viva inteligencia teñida de humor.108*] Me parece volver a ver a Racovski, jefe del gobierno soviético de una Ucrania presa de 140
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el desaliento y el entusiasmo cientos de bandas blancas, nacionalistas, negras (anarquistas), verdes, rojas; barbudo, vestido con un uniforme arrugado de soldado, habló de pronto en la tribuna en un francés perfecto; Kolarov109 llegaba de Bulgaria, macizo, ligeramente embarnecido, con un noble rostro de líder lleno de seguridad; y de inmediato prometió al congreso tomar el poder en su país en cuanto la Internacional lo desease. De Holanda venía, entre otros, Wijnkup110, negro, barbudo, prógnata, agresivo en apariencia, destinado en realidad a un servilismo sin salida. De la India, pasando por México, Manabendra Nath Roy111, delgado, muy alto, muy bello, muy negro, de cabellos muy ensortijados, acompañado de una anglosajona escultural que parecía desnuda bajo los leves vestidos. Ignorábamos que habían pesado sobre él lamentables sospechas en México; iba a convertirse en el animador del pequeño partido comunista hindú, a pasar años en la cárcel, a recomenzar, a cubrir a las oposiciones de ultrajes insanos, a ser excluido a su vez, a volver a la gracia; pero esto era el lejano porvenir. Los rusos llevaron el juego y eran de una superioridad tan evidente que esto resultaba legítimo; la única cabeza del socialismo occidental capaz de ponerse a su altura y tal vez de rebasarlos por el conocimiento y el espíritu de libertad, la de Rosa Luxemburgo, había sido destrozada en enero de 1919 por los revólveres de los oficiales alemanes. Los rusos fueron, además de Lenin, Zinoviev, Bujarin, Racovski (rumano tan rusificado como afrancesado), Karl Radek, recién salido de una cárcel berlinesa donde había rozado el asesinato, donde habían matado junto a él a Léo Ioguiches112. Trotsky, si es que vino al congreso, debió hacer apenas raras apariciones, pues no me acuerdo de haberlo visto allí; los frentes lo ocupaban más, y el frente de Polonia estaba en llamas. Los trabajos gravitaron en torno a tres cuestiones y una cuarta, más grave aún, que no fue abordada en las sesiones. Lenin se esforzaba en convencer a los «comunistas de izquierda» holandeses, alemanes e italianos (Bordiga) de la necesidad de los compromisos, de la participa ción en la acción electoral y parlamentaria, del peligro de formar sectas revolucionarias. Lenin planteaba la «cuestión nacional y colonial» sos teniendo la posibilidad y la necesidad de provocar revoluciones sovié 141
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memorias de un revolucionario ticas en los países coloniales de Asia. La experiencia del Turquestán ruso parecía darle la razón. Pensaba sobre todo en la India y en China, imaginando que había que golpear allí para debilitar al imperialismo británico que parecía el enemigo irreductible de la República de los Sóviets. No esperando ya nada de los partidos socialistas europeos tradicionales, los rusos estimaban que no quedaba otra salida sino provo car escisiones a fin de romper con los viejos dirigentes reformistas y parlamentarios y formar nuevos partidos, disciplinados y dirigidos por el Ejecutivo de Moscú, capaces de marchar hacia la toma del poder. Serrati hizo objeciones serias a la táctica bolchevique de sosteni miento del movimiento nacionalista de las colonias, mostrando lo que ese movimiento tenía de reaccionario y de inquietante para el porvenir. Naturalmente era imposible que lo escucharan. Bordiga planteó contra Lenin la cuestión de organización y de orientación general. Temía, sin atreverse a decirlo, la influencia del Estado soviético sobre los partidos comunistas, la tendencia a los compromisos, la demagogia, la corrupción –y sobre todo no pensaba que la Rusia campesina estuviese en situación de dirigir el movimiento obrero internacional; Amadeo Bordiga era ciertamente una de las inteligencias más perspicaces del congreso, pero no tenía tras él más que a un pequeño grupo. El congreso preparó la escisión de los partidos franceses (Tours) e italiano113 (Livorno) imponiendo a los afiliados de la Internacional veintiuna condiciones114 estrictas, y aun veintidós: la vigesimosegunda, poco conocida, excluía a los francmasones. La cuarta cuestión no estaba en el orden del día; nadie podría encontrar su rastro en las actas; pero yo vi a Lenin discutirla con calor, rodeado de extranjeros, en una pequeña sala cercana a la gran sala artesonada de oro del palacio imperial; habían relegado ahí un trono y habían tendido sobre la pared, al lado de aquel mueble inútil, un mapa del frente de Polonia. Crepitaban las máquinas de escribir. Lenin, vestido de chaqueta, con la cartera bajo el brazo, rodeado de delegados y de mecanógrafas, comentaba la marcha del ejército Tujachevski sobre Varsovia. De excelente humor, creía firmemente tener la victoria en la mano. Karl Radek, delgado, simiesco, sarcástico y divertido, añadía mientras se 142
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el desaliento y el entusiasmo ajustaba el pantalón demasiado grande que siempre le resbalaba por las caderas: «¡Habremos destrozado el tratado de Versalles a bayonetazos!» (Supimos un poco más tarde que Tujachevski se quejaba del agotamiento de sus fuerzas y del alargamiento de sus vías de comunicación; que Trotsky estimaba que esa ofensiva era demasiado apresurada y arriesgada en aquellas condiciones; que Lenin la había impuesto en cierto modo enviando a Racovski y a Smilga a título de comisarios políticos ante Tujachevski que, a pesar de todo, hubiese tenido éxito según todas las apariencias si Voroshilov, Stalin y Budienny, en lugar de sostenerla, no hubiesen tendido a asegurarse una victoria propia marchando sobre Lvov.115) Bruscamente, a las puertas de Varsovia cuya caída se anunciaba ya, fue el fracaso. Con excepción de algunos estudiantes y de algunos obreros –raros–, los campesinos y los prole tarios de Polonia no habían secundado al Ejército Rojo. Yo quedé convencido de que los rusos habían cometido un error psicológico literalmente enorme al nombrar para gobernar Polonia un comité revolucionario polaco del que formaba parte, con Marshlevski116, el hombre del Terror, Dzerzhinski. Yo sostenía que en lugar de levantar el entusiasmo de la población, ese nombre lo congelaría. Eso fue lo que sucedió. Una vez más, la expansión de la revolución hacia el Occidente industrial fracasaba. Lo único que le quedaba al bolchevismo era volverse hacia Oriente. El Congreso de las nacionalidades oprimidas de Oriente117 se orga nizaba apresuradamente en Bakú. Apenas cerrado el congreso de la Internacional, Zinoviev, Karl Radek, Rosmer, John Reed, Bela Kun, partieron hacia Bakú en un tren especial cuya defensa –pues iban a atravesar regiones poco seguras– y cuyo mando se confió a su amigo Iakov Blumkin118, del que volveré a hablar más tarde a propósito de su terrible muerte. En Bakú, Enver Pashá119 hizo una aparición sensacional. Una sala atiborrada de orientales estalló en clamores, blandiendo sus yataganes y sus puñales: «¡Muera el imperialismo!». El verdadero entendimiento con el mundo musulmán, trabajado por sus propias aspiraciones nacionales y religiosas, seguía siendo difícil sin embargo. Enver Pashá, personaje de salón y maquinador, pensaba en la constitución de un Estado musulmán del Asia central; habría de morir dos 143
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memorias de un revolucionario años después, en un combate contra la caballería roja. Al regresar de ese maravilloso viaje, John Reed mordió con todos sus dientes una sandía comprada en un pequeño mercado pintoresco de Daghestán; eso lo llevó a la tumba: tifoidea120. El Congreso de Moscú estuvo para mí rodeado de duelos. Pero antes de hablar de esto, quisiera regresar al ambiente del momento. El mío era probablemente único, pues en aquel tiempo vivía con una libertad de espíritu que no abdicaba nunca, en contacto cotidiano a la vez con los medios dirigentes y con la calle y los disidentes perseguidos por la revolución. Durante las festividades de Petrogrado la suerte de Volin121 me preocupaba, a pesar de que algunos amigos y yo habíamos logrado salvarlo provisionalmente. Volin (Boris Eichenbaum), obrero intelectual, uno de los fundadores del Sóviet de Petersburgo en 1905, había regresado de América en 1917 para convertirse en el animador del movimiento anarquista ruso; con el «ejército de los campesinos insurgentes de Ucrania», formado por Majno, había combatido a los Blancos, resistido a los Rojos, intentado fundar alrededor de GuliayPolié una confederación de campesinos libres. Atacado de tifus, el Ejército Rojo lo había hecho prisionero durante una retirada de los Negros y temimos que fuese fusilado inmediatamente. Logramos evitarle ese fin enviando al lugar un camarada de Petrogrado que obtuvo el traslado del prisionero a Moscú. Precisamente estaba yo sin noticias de él cuando, en el espléndido escenario de una noche de verano sobre el Neva, asistía con los congresistas de la Internacional a la representación de un verdadero misterio soviético, en el peristilo de la Bolsa: se veía la Comuna de París levantando sus banderas rojas, y luego muriendo; se veía a Jaurès asesinado y a la multitud que clamaba su desesperación; se veía finalmente la revolución feliz y victoriosa triunfando sobre el mundo. En Moscú, me enteré de que Lenin y Kaméniev habían prometido salvar la vida a Volin, encarcelado en la Cheka. Discutíamos en las salas imperiales del Kremlin y aquel revolucionario ejemplar esperaba en una celda un porvenir oscuro. Salí del Kremlin y fui a ver a otro opositor, marxista este, probo y clarividente entre todos, Iuri Ossípovich Martov122, uno de los fundadores con Plejánov y Lenin de la social-democracia rusa, líder del menchevismo. Exigía 144
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el desaliento y el entusiasmo la democracia obrera, denunciaba los abusos de la Cheka, y la «manía de la autoridad» de Lenin y de Trotsky, «como si se pudiese –según repetía– instituir el socialismo a golpe de decretos, fusilando a la gente en los sótanos». Lenin le tenía cariño, lo protegía contra las Chekas, temía su crítica acerada. Yo veía a Martov en un cuartito casi miserable; a primera vista me parecía que comprendía su incompatibilidad absoluta con los bolcheviques, a pesar de ser como ellos un marxista de alta cultura, intransigente y de extraordinaria valentía. Enfermizo, debilucho, un poco cojo, tenía el rostro ligeramente asimétrico, una gran frente, una mirada fina y suave bajo los anteojos, la boca fina, la barba delgada, una expresión de inteligencia y de dulzura. Debía ser el hombre del escrúpulo y del saber, no era el hombre de la voluntad revolucionaria dura y sana que vence los obstáculos. Su crítica era justa, sus soluciones generales rayaban en la utopía. «Sin una vuelta a la democracia, la revolución está perdida», pero ¿cómo volver a la democracia, y a qué democracia? Yo consideraba imperdonable sin embargo que un hombre de ese valor fuese colocado en la imposibilidad de dar a la revolución todo aquello con que su pensamiento podía enriquecerla. «Ya verá, ya verá –me decía–, con los bolcheviques la colaboración libre es siempre imposible.» Acababa yo apenas de regresar a Petrogrado con Raymond Lefebvre, Lepetit, Vergeat (sindicalista francés)123 y Sasha Tubín124, cuando sucedió un drama espantoso, que confirmaba las peores aprensiones de Martov. Resumiré, además el drama tuvo lugar en la semitiniebla. El partido comunista finés, de reciente fundación, salía exasperado y dividido de la sangrienta derrota de 1918. De sus jefes, yo conocía a Sirola y a Kuussinen125, que no parecían muy capaces y reconocían haber multiplicado los errores. Yo acababa de publicar sobre ese tema un pequeño libro de Kuussinen, pequeño hombre tímido, discreto y laborioso. Se había formado una oposición en el partido y detestaba a los viejos líderes, a los parlamentarios de la derrota, ahora adheridos a la Internacional Comunista. Una conferencia del partido, reunida en Petrogrado, dio la mayoría a la oposición contra el Comité Central sostenido por Zinoviev. El presidente de la Internacional hizo suspender los trabajos de la conferencia. Al poco 145
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memorias de un revolucionario tiempo, unos jóvenes estudiantes finlandeses de una escuela militar se dirigieron una noche a una reunión del Comité Central y fusilaron en ese mismo lugar a Ivan Raphia126* y otros siete dirigentes de su propio partido. La prensa mintió sin vergüenza imputando aquel atentado a los Blancos. Los culpables justificaban altaneramente su acto acusando al Comité Central de traición y pedían partir al frente. Una comisión de tres personas fue nombrada por la Internacional para estudiar el asunto; incluía a Rosmer y al búlgaro Shablín, dudo que se haya reunido alguna vez. El asunto, juzgado más tarde por el tribunal revolucionario de Moscú (a puerta cerrada), con Krylenko como demandante, recibió una solución en parte razonable y en parte monstruosa. Los culpables, condenados para mantener las formas, fueron autorizados a partir hacia el frente (no sé lo que fue de ellos en realidad), pero el líder de la oposición, Voyto Eloranta, considerado como «responsable político» y condenado inicialmente a un tiempo de cárcel, fue fusilado (1921). Abrieron pues ocho fosas en el Campo de Marte y, desde el Palacio de Invierno donde estaban expuestos los ocho féretros rojos cubiertos de ramas de pino, los condujimos a aquellas tumbas de héroes de la revolución. Raymond Lefebvre debía tomar la palabra. ¿Qué decir? No paraba de decir palabrotas: «¡Carajo!…». En la tribuna, denunció al imperialismo y a la contrarrevolución, por supuesto. Soldados y proletarios cejijuntos, que no sabían nada, lo escucharon en silencio. Con Raymond Lefebvre, Lepetit, Vergeat, viajaba un amigo mío de otro tiempo al que no había vuelto a ver antes. Sasha Toubine. Du rante mi encarcelamiento en Francia, me había ayudado con perse verancia a mantener una correspondencia con el exterior. Mientras recorríamos Petrogrado, lo veía malhumorado, obsesionado por som bríos presentimientos. Los cuatro partieron hacia Murmansk, camino difícil, para franquear las líneas del bloqueo en Barka por el océano Ártico. Nuestro servicio de enlace había establecido ese camino pe ligroso. Se embarcaba uno con los pescadores, se pasaba frente a un pedazo de la costa finlandesa, se desembarcaba en Vardoe, Noruega, tierra libre y segura. Los cuatro partieron así. Impacientes de tomar parte en un congreso de la CGT, se embarcaron en un día de mal 146
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el desaliento y el entusiasmo tiempo y desaparecieron en el mar. Es posible que la tormenta se los haya tragado. Es posible que una canoa a motor finlandesa los haya alcanzado y ametrallado. Supe que unos espías nos habían seguido paso a paso en Petrogrado. Durante quince días, Zinoviev, cada vez más preocupado, me preguntó diariamente: «¿Tiene usted noticia de los franceses?». De aquella catástrofe habrían de nacer odiosas leyendas127. Mientras desaparecían así los cuatro, un mediocre aventurero atra vesaba con fortuna todas las líneas del bloqueo y regresaba trayendo brillantes adquisiciones a un precio vil en el mercado negro de Odessa. El episodio merece relatarse porque da fe, en un tiempo inhumano, de los escrúpulos de la propia Cheka. Estaba yo almorzando en la mesa de la Internacional, con un hombrecito extremadamente flaco y mal vestido que sostenía sobre su cuello descarnado una cabeza de frágiles rasgos de pájaro de presa enfermo: Skrypnik, viejo bolchevique, miembro del gobierno de Ucrania, el que habría de suicidarse en 1934 bajo la acusación naturalmente falsa de nacionalismo (en realidad porque protegía a algunos intelectuales ucranianos). Vi entrar en la sala a un personaje de gafas y grueso bigote de un rojizo desteñido sobre un rostro coloradote un poco porcino, que reconocí con estupor: Mauricius128, ex propagandista individualista en París, ex propagandista pacifista durante la guerra, ex no sé qué más. En el proceso de la Alta Corte, montado por Clemenceau contra los partidarios de la «paz blanca», Caillaux y Malvy, uno de los jefes de la policía parisina había hablado de repente de aquel agitador como de «uno de nuestros mejores agentes». «¿Qué vienes a hacer aquí? –le pregunté. –He sido delegado por mi grupo, vengo a ver a Lenin… –¿Y qué hay de lo que dijeron en la Alta Corte? –Una vil tentativa de la policía para desacreditarme.» Lo detuvimos, por supuesto, y más tarde tuve que defenderlo contra la Cheka que se empeñaba en hacerle conocer, durante algún tiempo, el trabajo agrícola de Siberia, a fin de que no pudiese llevar informaciones sobre los caminos trazados a través de las líneas del bloqueo por nuestros camaradas. Finalmente lo dejaron partir por su cuenta y riesgo y se las arregló muy bien. 147
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memorias de un revolucionario Termino este capítulo justo después del II Congreso de la Interna cional en septiembre-octubre de 1920, con el sentimiento de que en este momento llegamos a cierta frontera. El fracaso de la ofensiva sobre Varsovia significa, aunque muchos no lo vean, la derrota de la Revolución rusa en la Europa central. En el interior, crecen nuevos peligros, nos encaminamos hacia unos desastres que presentimos apenas (quiero decir los más clarividentes de nosotros; la mayoría del partido vive ya ciegamente sobre un pensamiento oficial muy esquemático). A partir de octubre, acontecimientos significativos que el país ignorará van a acumularse poco a poco, como una avalancha. Ese sentimiento del peligro interior, del peligro que estaba en nosotros mismos, en el carácter y el espíritu del bolchevismo victorioso, debo decir que yo lo tenía, debo decir que yo lo tenía en grado agudo. Estaba constantemente desgarrado por el contraste entre la teoría admitida y la realidad, por la intolerancia creciente, por el servilismo creciente de muchos funcionarios, por su carrera hacia el privilegio. Recuerdo una entrevista que tuve con el comisario del pueblo para los Abastos, Tsiuriupa129, admirable barba blanca y mirada cándida. Le había traído a unos camaradas españoles y franceses para que nos explicara el sistema soviético de racionamiento y de abastos. Nos mostró unos diagramas muy bien dibujados en los cuales el hambre espantosa y el inmenso mercado negro se desvanecían sin dejar rastros. «¿Y el mercado negro?», le pregunté. «No tiene ninguna importancia», me contestó tranquilamente aquel anciano, seguramente honesto pero cautivo de su sistema y de las oficinas donde sin duda ya todo el mundo le mentía. Me sentí aterrado. Zinoviev creía así en la inminencia de una revolución proletaria en Europa occidental. ¿No creía así Lenin en la posibilidad de levantar a los pueblos de Oriente? A la asombrosa lucidez de esos grandes marxistas empezaba a mezclarse una embriaguez teórica que confinaba con la ceguera. Y el servilismo empezaba a rodearlos de estupidez y de bajeza. Yo había visto, en los mítines del frente de Petrogrado, a jóvenes arribistas militares de correajes nuevos bien bruñidos hacer enrojecer a Zinoviev, que bajaba la cabeza molesto, asestándole en pleno rostro las más estúpidas zalamerías: «¡Venceremos! –gritaba uno de ellos– porque nuestro glorioso jefe, 148
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el desaliento y el entusiasmo el camarada Zinoviev, nos lo ordena!». Un camarada ex presidiario mandó hacer para un folleto de Zinoviev una lujosa cubierta a colores, dibujada por uno de los más grandes artistas rusos. El artista y el ex presidiario hicieron juntos una obra maestra de bajeza. El perfil romano de Zinoviev, proconsular, aparecía en un camafeo rodeado de emblemas. Le trajeron la cosa al presidente de la Internacional que les dio las gracias cordialmente y me llamó en cuanto ellos salieron. «Es de un mal gusto increíble –me dijo Zinoviev embarazado–, pero no he querido ofenderlos. No deje que impriman más que una pequeña cantidad y haga una cubierta muy simple.» Me mostró otro día una carta de Lenin, que, hablando de la nueva burocracia, decía: «toda esa canalla soviética…». A esta atmósfera, la permanencia del terror añadía a menudo un elemento de intolerable inhumanidad. Si los militantes bolcheviques no hubieran sido tan admirablemente sencillos, impersonales, desinteresados, resueltos a superar todo obs táculo para cumplir su obra, hubiese sido cosa de desesperarse. Pero su grandeza moral y su valor intelectual inspiraban en cambio una confianza sin límites. La noción del doble deber130 se me presentó entonces como esencial y nunca más habría de olvidarla. El socialismo no debe ser defendido únicamente contra sus enemigos, contra el viejo mundo al que se opone, debe defenderse también en su propio seno, contra sus propios fermentos de reacción. Una revolución no puede considerarse como un bloque a menos que la veamos de lejos; si la vivimos, puede compararse con un torrente que acarrea a la vez, violentamente, lo mejor y lo peor y trae forzosamente verdaderas corrientes de contrarrevolución. Se ve conducida a recoger las viejas armas del antiguo régimen, y esas armas son de doble filo. Para ser servida con honestidad, debe ser incesantemente puesta en guardia contra sus propios abusos, sus propios excesos, sus propios crímenes, sus propios elementos de reacción. Necesita pues vitalmente la crítica, la oposición, el valor cívico de sus realizadores. Y bajo este aspecto, estábamos ya, en 1920, lejos de la perfección. La famosa frase de Lenin: «Es un inmenso infortunio que el honor de comenzar la primera revolución socialista haya tocado en suerte al pueblo más atrasado de Europa»131 (cito de memoria; Lenin lo repitió 149
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memorias de un revolucionario varias veces), volvía constantemente a mi memoria. En la Europa en sangrentada, devastada y profundamente embrutecida de aquel tiempo, era evidente sin embargo para mí que el bolchevismo tenía razón prodigiosamente. Marcaba un nuevo punto de partida en la historia. Que el mundo capitalista, después de una primera guerra suicida, era incapaz de organizar una paz verdadera, era cosa evidente; que fuese incapaz de sacar de sus mejores progresos técnicos con qué dar a los hombres un poco más de bienestar, de libertad, de seguridad, de dig nidad, no era cosa menos evidente. La revolución tenía pues razón contra él; y veíamos el espectro de las guerras futuras poner en tela de juicio a la civilización misma, si el régimen social no cambiaba pronto en Europa. En cuanto al jacobinismo temible de la Revolución rusa, me parecía ineluctable. Veía en la formación, igualmente ineluctable, del nuevo Estado revolucionario, que empezaba a renegar de todas sus promesas del comienzo, un inmenso peligro. El Estado se me presentaba como un instrumento de guerra y no de organización de la producción. Todo se realizaba bajo pena de muerte, pues la derrota hubiera sido para nosotros, para nuestras aspiraciones, para la nueva justicia anunciada, para la nueva economía colectiva naciente, la muerte sin frases –¿y después qué? Yo concebía la revolución como un vasto sacrificio necesario al porvenir; y nada me parecía más esencial que mantener en ella o recobrar en ella el espíritu de libertad. No hago sino resumir, al escribir así, mis escritos de aquella época.
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4 El peligro está en nosotros (1920-1921)1
El régimen de aquel tiempo ha sido llamado más tarde el «comunismo de guerra». Se le llamaba entonces «el comunismo» a secas, y aquel que, como yo, se permitía considerarlo como provisional provocaba miradas de reprobación. Trotsky acababa de escribir que aquel régimen duraría varias decenas de años a fin de asegurar la transición hacia el verdadero socialismo sin constricciones. Bujarin escribía su tratado de La economía del periodo de transición2, cuyo esquematismo marxista indignó a Lenin. Consideraba la organización presente como definitiva. Y sin embargo se hacía sencillamente imposible vivir en ella. Imposible, se sobreentiende, no para los gobernantes, sino para el grueso de la población. El magnífico sistema de abastos creado por Tsiuriupa en Moscú y por Bakáiev3 en Petrogrado funcionaba en el vacío. El gordo Bakáiev mismo exclamaba en sesión del sóviet: «¡El aparato es excelente, pero la sopa es mala!». Y delante de los lindos esquemas ilustrados con círculos verdes y triángulos azules y rojos, Ángel Pestaña4 retorcía una sonrisa burlona murmurando: «Tengo fuertemente la impresión de que me están tomando el pelo…». En realidad, para comer, había que especular cada día, sin interrupción, y los comunistas lo hacían como los demás. Como los billetes de banco ya no valían nada, algunos teóricos ingeniosos hablaban de la próxima supresión del dinero. Como faltaban los colores y el papel para imprimir sellos de correo, un decreto hizo gratuita la correspondencia: nueva realización socialista. La gratuidad de los tranvías fue desastrosa, el material agotado se deterioraba día a día. 151
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memorias de un revolucionario Las raciones entregadas por las cooperativas estatizadas eran ínfimas: pan negro (algunas veces sustituido por vasos de avena), algunos arenques por mes, un poquito de azúcar para la primera categoría (trabajadores manuales y soldados), casi nada para la tercera (no trabajadores). La frase de san Pablo escrita por todas partes: «Quien no trabaja no come», se hacía irónica, pues precisamente, para alimentarse, había que arreglárselas en el mercado negro en lugar de trabajar. Los obreros pasaban su tiempo en las fábricas muertas transformando en cortaplumas piezas de máquinas y en suelas de zapatos las correas de transmisión a fin de intercambiar esos objetos en el mercado clandestino. En total, la producción industrial había caído a menos del 30 por ciento de la de 19135. Para conseguir un poco de harina, de mantequilla o de carne, había que dar a los campesinos, que las traían ilícitamente, tejidos u objetos. Felizmente, los apartamentos de la ex burguesía, en las ciudades, contenían bastante tapices, cortinas, ropa y vajilla. Con el cuero de los divanes se hacían zapatos aceptables, con las cortinas, trajes. Como la especulación desorganizaba unos ferrocarriles exhaustos, las autoridades prohibieron el transporte de víveres por los particulares, colocaron en las estaciones destacamentos especiales que confiscaban sin piedad el saco de harina del ama de casa, mandaron rodear los mercados por la milicia que, disparando al aire, se entregaba a confiscaciones en medio de los gritos y los llantos. Destacamentos especiales y milicia se volvieron odiosos. La palabra «comisariocracia» empezó a circular. Los viejos creyentes6 anunciaban el fin del mundo y el reino del Anticristo. El invierno infligía a la población de las ciudades un verdadero suplicio. Ni calefacción ni alumbrado, y el hambre hostigando. Niños y ancianos débiles morían por millares. El tifus, transmitido por los piojos, hacía sombríos cortes. Todo eso lo he visto y vivido largamente. En los grandes apartamentos desiertos de Petrogrado, la gente se reunía en una sola habitación, vivían unos sobre otros alrededor de una pequeña estufa de hierro forjado o de ladrillo, establecida sobre el entarimado y cuya chimenea humeaba un rincón de la ventana. Se la alimentaba con el entarimado de las habitaciones vecinas, con los restos del mobiliario, con libros. Bibliotecas enteras desaparecieron 152
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el peligro está en nosotros así. Yo mismo, para calentar a una familia con la que me sentía ligado, hice quemar las recopilaciones de las Leyes del imperio con una verdadera satisfacción. La gente se alimentaba de un poco de avena y de carne de caballo semipodrida, compartían, en el círculo de familia, un pedazo de azúcar en fragmentos ínfimos y cada bocado que alguien tomaba cuando no le tocaba provocaba dramas. La Comuna hacía mucho por alimentar a los niños; ese mucho seguía siendo irrisorio. Para mantener el abastecimiento cooperativo, surtiendo en primer lugar a un proletariado amargado y desolado, el ejército, la flota, los cuadros del partido, se enviaban a los campos lejanos destacamentos de incautación que los mujiks expulsaban a menudo a golpes de horquilla y que a veces exterminaban. Campesinos feroces abrían el vientre al comisario, lo llenaban de trigo y lo dejaban al borde de la carretera para que la gente comprendiese bien. Tal fue el fin de un camarada mío, obrero impresor, en los alrededores de Dno, adonde fui más tarde a explicar a una aldea desesperada que la culpa era del bloqueo imperia lista. Era verdad, pero los campesinos exigían sin embargo con razón el fin de las incautaciones, la legalización de los intercambios. El «comunismo de guerra»7 podía definirse así: 1.º incautaciones en los campos; 2.º racionamiento implacable de la población de las ciudades, dividida por categorías; 3.º «socialización» completa de la producción y del trabajo; 4.º reparto burocrático extremadamente complicado de las últimas existencias de artículos manufacturados; 5.º monopolio del poder con tendencia al partido único y a la asfixia de toda disidencia; 6.º estado de sitio y Cheka. Este sistema lo había sancionado el IX Congreso del Partido Comunista en marzo-abril de 192010. Nadie se aventuraba a reconocer que no era viable; el partido ignoraba que Trotsky había propuesto la supresión de las incautaciones11 al Comité Central en febrero anterior (1920). El historiador marxista Rozhkov escribió a Lenin que nos encaminábamos hacia una catástrofe y que era necesario un cambio inmediato en las relaciones económicas con los campos. El Comité Central hizo que le asignaran Pskov como lugar de residencia obligatoria y Lenin le contestó que no tenía ninguna intención de entrar en la vía de las capitulaciones ante la contrarrevolución rural. 153
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memorias de un revolucionario El invierno de 1920-1921 fue espantoso. Buscando casas habita bles para nuestros colaboradores, visité en el corazón de Petrogrado diversos inmuebles. En un antiguo hotel de la elegante Morskaia, no lejos del gran estado mayor y de la puerta triunfal que se abre sobre la plaza del Palacio de Invierno, encontré habitaciones enteras llenas de inmundicias heladas. Los desagües no funcionaban y los soldados alojados allí habían instalado capas de papeles sobre los entarimados. Este era el caso en muchas casas; al llegar la primavera, cuando las inmundicias se pusieran a escurrir a lo largo de los pisos, ¿qué sería de la ciudad? Se organizaron urgentemente tareas de limpieza. Buscando a un enfermo, empujé una mañana la puerta de un lazareto de víctimas del tifus en Vassili-Ostrov. Pequeña casa baja de postigos cerrados que daba sobre una apacible calle asoleada y blanca de nieve. El interior estaba extrañamente oscuro y helado. Acabé por discernir formas humanas echadas como leños sobre el suelo… El lazareto, abandonando a sus muertos que no podía enterrar por falta de caballos, simplemente se había mudado. Recuerdo que, caminando un día por la nieve con uno de los jefes militares de la región, Mijail Lashévich10, viejo revolucionario a los treinta y cinco años, uno de los autores de la toma del poder, soldado intrépido, le hablé de los cambios necesarios. Lashévich era rechoncho y cuadrado, con un rostro carnoso marcado de arrugas; sólo veía para los problemas soluciones de fuerza. ¡La especulación, la aplastaríamos! «¡Voy a mandar destruir los mercados cubiertos y dispersar las reuniones! Eso es.» Lo hizo. Fue peor. La vida política seguía la misma curva de desarrollo –y no podía ser de otro modo. La tendencia a forzar las dificultades económicas por la constricción y la violencia acrecentaba el descontento general, haciendo peligrosa toda opinión libre, es decir crítica, y obligando por lo tanto a tratarla como enemiga. Yo estaba excepcionalmente situado para seguir los progresos del mal; pertenecía a los medios dirigentes de Petrogrado y estaba en relaciones de confianza con diversos elementos de oposición, anarquistas, mencheviques, socialistas revolucionarios de izquierda, comunistas incluso de la «Oposición Obrera»11 que denunciaba ya la burocratización del régimen y la condición del trabajador: 154
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el peligro está en nosotros miserable no sólo de hecho, sino –lo cual era más grave– de derecho, puesto que las oficinas le negaban la palabra. Salvo la Oposición Obrera, estos disidentes, muy desunidos entre ellos, habían caído en diversas quiebras. Los mencheviques más influyentes, Dan y Tseretelli12, se habían opuesto sencillamente a la toma del poder por los sóviets, es decir se habían pronunciado por la continuación de una democracia burguesa que no era viable (y algunos de sus líderes por la represión enérgica del bolchevismo); los socialistas revolucionarios de izquierda, dirigidos por María Spiridónova y Kamkov13 habían boicoteado primero el poder bolchevique, después habían colaborado con él, luego habían fomentado una insurrección contra él, en Moscú, proclamando su voluntad de gobernar solos (julio de 1918); los anarquistas se habían subdividido caóticamente en tendencias prosoviéticas, intermedias y antisoviéticas. En 1919, estos últimos, en plena sesión del comité comunista de Moscú, habían lanzado una bomba que produjo unas quince víctimas14. Pero, vencidos y perseguidos, esos disidentes apasionados de la revolución no dejaban de tener razón en muchas circunstancias, y razón del todo cuando reclamaban para ellos mismos y para el pueblo ruso la libertad de opinión y el retorno a la libertad soviética. Los sóviets, en efecto, tan vivos en 1918, no eran ya sino aparatos secundarios del partido, desprovistos de iniciativa, que no ejercían ningún control, no representaban de hecho sino al comité local del partido. Pero mientras el régimen económico siguiese siendo insostenible para los nueve décimos aproximadamente de la población, no podía ni siquiera plantearse la cuestión de reconocer la libertad de palabra a nadie, en el seno de los sóviets o fuera de ellos. El estado de sitio se instituía incluso en el partido, gobernado cada vez más, de arriba abajo, por los secretarios; y nos encontrábamos en grandes dificultades para remediarlo, puesto que sabíamos que el partido estaba invadido de arribistas, aventureros, interesados que llegaban en masa a colocarse del lado del poder. En el partido, el único remedio para este mal debía ser, era la dictadura no proclamada de los viejos, de los sinceros, de los probos de la Vieja Guardia en una palabra. Yo seguía de cerca sobre todo el drama del anarquismo que iba a alcanzar, con la sublevación de Cronstadt, una importancia histórica. 155
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memorias de un revolucionario Durante el II Congreso de la Internacional15, yo había seguido las nego ciaciones sostenidas con Lenin por Benjamin Markóvich Aleynikov16, antiguo emigrado, matemático, businessman soviético en Holanda y anarquista inteligente, sobre la colaboración con los libertarios. Lenin se mostraba favorable a ella; había recibido antes amistosamente a Néstor Majno17; Trotsky habría de relatar más tarde, demasiado tarde (en 1938, creo…) que Lenin y él mismo pensaron reconocer a los campesinos anarquistas de Ucrania, cuyo jefe de guerra era Majno, un territorio autónomo. Hubiera sido equitativo, hábil, y tal vez esa amplitud de puntos de vista hubiera ahorrado a la revolución la tragedia hacia la que nos encaminábamos. Dos anarquistas prosoviéticos, activos y capaces, trabajaban con Chicherin, en el Comisariado de Asuntos Exteriores: Hermann Sandomirski, antiguo condenado a muerte de Varsovia, ex presidiario, joven erudito, y Alexander Shapiro18, espíritu crítico y moderado. Kaméniev19, presidente del Sóviet de Moscú, les ofrecía la legalización completa del movimiento con su prensa, sus clubes, sus librerías, a condición de que los anarquistas se controlasen a sí mismos, hiciesen una depuración de sus medios donde pululaban los exasperados, los incontrolables, los semilocos y algunos contrarrevolucionarios auténticos mal camuflados. La mayoría de los anarquistas rechazaba con horror esa idea de organización y de control: «¿Cómo?, ¿vamos a formar también nosotros una especie de partido?». Preferían desaparecer, perder su prensa y sus locales. De sus líderes del año tempestuoso de 1918, uno, Gordin20, inventaba una nueva lengua universal, monosilábica, el Ao; otro, Yarchuk221, famoso entre los marinos de Cronstadt, estaba en la cárcel de Butirky, donde el escorbuto roía sus fuerzas; un tercero, Nikolai Rogdáiev, dirigía en el Turquestán la propaganda soviética; un cuarto, Novomirski, antiguo terrorista, ex presidiario, había entrado en el partido y trabajaba conmigo dando pruebas ante Zinoviev de un extraño celo de neófito; un quinto, antaño (1906) teórico del «terrorismo sin motivo» que quería golpear al antiguo régimen en cualquier lugar y a toda hora, Grossman-Roschin22, convertido en sindicalista, amigo de Lenin y de Lunacharski, elaboraba una doctrina de dictadura libertaria del proletariado; finalmente, mi viejo amigo Apolo Karelin23, anciano 156
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el peligro está en nosotros admirable al que había conocido en París, en un cuartucho en la calle de Ulm, estudiando los problemas de la cooperación, miembro del Ejecutivo Panruso de los Sóviets, vivía ahora con su compañera de blancos cabellos en un cuartito del Hotel Nacional (Casa de los Sóviets), quebrantado por la edad, con la vista débil, la barba ancha y blanca, escribiendo con un dedo en una máquina absolutamente antigua un gran libro Contra la pena de muerte y preconizando la aceleración de las comunas libres. El grupo casi totalmente adherido al comunismo inventaba «el anarquismo universalista» (Askárov24); otro, kropotkiniano, no veía una solución sino en la libre cooperación (Atabekian25). Vsevolod Volin26, en la cárcel, rechazaba la dirección de la enseñanza en Ucrania, que le ofrecían los dirigentes bolcheviques. «¡No transigiré –respondía– con la autocracia de los comisarios!» En total, un lamentable caos de buenas voluntades sectarias. En el fondo una doctrina mucho más afectiva que meditada. Cuando esos hombres se reunían, era simplemente para proclamar: «Luchamos por el anonadamiento de las fronteras y de los límites de Estado. Proclamamos: ¡la tierra entera a todos los pueblos!» (Conferencia de la Unión Anarquista de Moscú, diciembre de 1919)27. Su libertad de pensamiento y de expresión, ¿hubiera puesto en peligro al régimen soviético? Sería loco sostenerlo. Sólo que la mayoría de los bolcheviques, fieles a la tradición marxista, los consideraba como «utopistas pequeño-burgue ses» incompatibles con el desarrollo del «socialismo científico». En los cerebros de los chekistas y de ciertos burócratas presos de la psicosis de la autoridad, esos «pequeño-burgueses» se convertían en una turba de contrarrevolucionarios a pesar suyo con la que había que acabar. Gorki lo repetía a menudo: el carácter del pueblo ruso, formado por la resistencia y la sumisión al despotismo, implica un complejo de antiautoridad, es decir un elemento poderoso de anarquismo espontáneo que, en el transcurso de la historia, determinó explosiones periódicas. Entre los campesinos ucranianos, el espíritu de rebelión, la capacidad de self-organization, el amor de la libertad local, la necesidad de sólo contar con ellos mismos para defenderse contra los Blancos, los alemanes, los nacionalistas amarillo-gris-azul, los comisarios a menudo duros e ignaros de Moscú, anunciadores de incautaciones inter157
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memorias de un revolucionario minables, habían dado nacimiento a un movimiento extraordinariamente vivaz y poderoso, el de los «Ejércitos Campesinos Insurgentes», formados alrededor de Guliay-Polié. Inspirada por Vsevolod Volin y Aaron Baron, la Confederación Anarquista del Rebato (Nabat) dio una ideología28 a ese movimiento: la de la tercera revolución libertaria, y una bandera, la bandera negra. Aquellos campesinos mostraron una capacidad de organización y de combate verdaderamente épica. Néstor Majno, bebedor, espadachín, inculto, idealista, se reveló como un estratega nato absolutamente único. Dispuso a veces de varias decenas de millares de combatientes. Tomó sus armas del enemigo, sus insurgentes marcharon a veces a la batalla con un fusil para cada dos o tres hombres; el fusil pasaba entonces de la mano del moribundo a la del vivo que esperaba. Majno inventó una infantería montada en carricoches que fue de gran movilidad. Imaginó enterrar las armas y licenciar momentáneamente a sus fuerzas que franqueaban, desarmadas, las líneas de fuego y desenterraban en otro lugar otras ametralladoras, resurgían donde menos se las esperaba. En septiembre de 1919 infligió en Uman, al general Denikin, una derrota de la que este no habría de reponerse. Era «batko», «padrecito», Jefe. A los ferroviarios de Iekaterinoslav (Dniepropetrovsk) que le pedían el pago de los salarios, contestaba: «Organícense ustedes mismos para explotar los ferrocarriles. Yo no los necesito». Su prestigio popular en toda Rusia era enorme y ha seguido siéndolo, a despecho de algunas atrocidades cometidas por sus bandas y de la calumnia perseverante del partido comunista, que llegó hasta a acusarlo de pactar con los Blancos en el momento en que sostenía contra ellos una lucha a muerte. En octubre de 1920 el barón Wrangel dominaba todavía Crimea y un tratado de alianza fue firmado entre ese Ejército Negro de Majno y el Ejército Rojo. Firmaron por los rojos: Bela Kun, Frunze, Gúsev. El tratado preveía la amnistía de los anarquistas29 en Rusia, la legalización del movimiento, la celebración de un congreso anarquista en Kaharkov. La caballería negra rompió las líneas de los Blancos y penetró en Crimea; esta victoria, paralela a la que Frunze y Blucher ganaban en Perekof 30, decidió la suerte de la Crimea Blanca recientemente reconocida por Gran Bretaña y Francia. 158
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el peligro está en nosotros En Petrogrado y Moscú, los anarquistas preparaban su Congreso. Pero apenas lograron la victoria común, fueron bruscamente detenidos en masa por la Cheka (noviembre de 1920). Los vencedores negros de Crimea, detenidos por traición, Karetnik, Gavrilenko y otros eran fusilados31. Majno, copado en Guliay-Polié, se defendió como un energúmeno, se abrió un camino, prosiguió la resistencia hasta agosto de 192132. (Internado en Rumania, en Polonia, en Dantzig, habría de terminar su vida como obrero de fábrica en París.) Esta actitud inconcebible del poder bolchevique, que desgarraba sus propios compromisos frente a una minoría revolucionaria campesina infinitamente valerosa, tuvo un efecto terriblemente desmoralizante; yo veo en ello una de las causas profundas de la sublevación de Cronstadt. La guerra civil terminaba; y los campesinos exasperados por las incautaciones llegaban a la conclusión de que no era posible ningún entendimiento con los «comisarios». Otro hecho grave: muchos obreros, y entre ellos bastantes obreros comunistas, no estaban lejos de pensar lo mismo. La «Oposición Obrera»33 dirigida por Shliapnikov34, Alexandra Kollontay35, Medviédev, estimaba que si el partido no aportaba cambios radicales a la organización del trabajo, si no devolvía a los sindicatos una libertad y una autoridad verdadera, si no se orientaba inmediatamente hacia una democracia soviética real, la revolución estaría perdida. Tuve sobre este punto largas conversaciones con Shliapnikov. Ex metalúrgico, uno de los raros bolcheviques que tomaron parte en la revolución de febrero-marzo de 1917, en Petrogrado, conservaba en el poder su mentalidad, sus viejas ropas, sus preocupaciones de obrero. Despreciaba a los funcionarios, «esa multitud devorante», dudaba del Komintern, viendo en él demasiados parásitos sedientos de dinero. Corpulento y pesado, con una gruesa cabeza redonda con bigotes, lo vi muy amargado. La discusión sobre los sindicatos, en la que tomó parte apasionadamente, dio pocos resultados. Trotsky propuso la fusión de los sindicatos y del Estado36. Lenin mantuvo el principio de la autonomía sindical y del derecho de huelga, pero con subordinación entera de los sindicatos al partido. Dábamos vueltas sin avanzar. Tomé parte en la discusión en uno de los sectores de Petrogrado y me 159
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memorias de un revolucionario espanté de ver a la «mayoría» de Lenin y de Zinoviev trucar los votos. Eso no arreglaba nada (noviembre- diciembre de 1920). En Smolny, cada día, no se hablaba sino de incidentes en las fábricas, de huelgas, de agitadores abucheados. En febrero el viejo Kropotkin murió en Dimitrovo, cerca de Mos37 cú . Yo no había querido verlo, por temor de una conversación penosa; él creía todavía que los bolcheviques habían recibido dinero alemán38, etc. Sabiendo que vivía en el frío y en la oscuridad, trabajando en su Ética y tocando un poco el piano para descansar, le habíamos enviado, mis amigos y yo, un suntuoso paquete de velas. Yo conocía el texto de sus cartas a Lenin sobre la estatización de la librería y la intolerancia. Si algún día son publicadas, se verá con qué lucidez Kropotkin denunciaba los peligros del pensamiento dirigido. Fui a Moscú para asistir a sus exequias y fueron jornadas conmovedoras, en el gran frío en los tiempos de la gran hambre. Fui el único miembro del partido admitido entre los anarquistas como un camarada. Alrededor del cuerpo del gran viejo, expuesto en la Casa de los Sindicatos en la sala de las columnas, los incidentes se multiplicaban a pesar del pacto benevolente de Kaméniev. La sombra de la Cheka estaba en todas partes, pero una multitud densa y ardiente confluía, esos funerales se convertían en una manifestación significativa. Kaméniev había prometido la liberación por un día de todos los anarquistas encarcelados; Aaron Baron39 y Yarchuk vinieron así a montar guardia junto al despojo mortal. Con la cabeza helada, la alta frente despejada, la nariz fina, la barba nevada, Kropotkin se parecía a un mago dormido, mientras voces airadas susurraban a su alrededor que la Cheka violaba la promesa de Kaméniev, que la huelga de hambre iba a ser decidida en las cárceles, que tales y cuales acababan de ser detenidos, que los fusilamientos de Ucrania continuaban… Por una bandera negra, por un discurso, laboriosas negociaciones esparcían una especie de furor en aquella multitud. El largo cortejo, rodeado de estudiantes que hacían cadena dándose la mano, se puso en marcha hacia el cementerio de Novo-Dievichii, entre el canto de los coros detrás de las banderas negras cuyas inscripciones denunciaban la tiranía. En el cementerio, en el límpido sol de invierno, se 160
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el peligro está en nosotros había abierto una fosa bajo un abedul todo plateado. El delegado del Comité Central bolchevique, Mostovenko, y Alfred Rosmer, delegado del Ejecutivo de la Internacional, se expresaron en un lenguaje conciliador40. Aarón Baron, detenido en Ucrania y que debía volver a la cárcel esa noche –para no volver a salir nunca más– alzó su silueta descarnada, barbuda, con gafas de oro, para clamar despiadadas protestas contra el nuevo despotismo, los verdugos que trabajaban en los sótanos, el deshonor lanzado sobre el socialismo, la violencia gubernamental que hollaba la revolución. Intrépido y vehemente, parecía sembrar nuevas tempestades. El gobierno fundó un museo Kropotkin, atribuyó el nombre de Kropotkin a algunas escuelas, prometió publicar sus obras… (10 de febrero de 1921). Pasaron dieciocho días. En la noche del 28 al 29 de febrero, un telefonema proveniente de un cuarto vecino del Astoria me despertó. Una voz turbada me dijo: «Cronstadt está en poder de los Blancos. Estamos todos movilizados». El que me anunciaba la terrible noticia –terrible porque significaba la caída inminente de Petrogrado– era el cuñado de Zinoviev, Ilya Ionov41. –¿Cuáles Blancos? ¿De dónde salen? ¡Es increíble! –Un tal general Kozlovski… –¿Y nuestros marinos? ¿Y el Sóviet? ¿La Cheka? ¿Los obreros del Arsenal? –Es todo lo que sé. Zinoviev estaba en conferencia con el Consejo Revolucionario del Ejército. Corrí al Comité del II sector. No encontré más que rostros sombríos. «Es incomprensible pero es así… –Pues bien –dije–, hay que movilizar a todo el mundo inmediatamente.» Me contestaron evasivamente que ya lo habían hecho, pero que esperaban instrucciones del Comité de Petrogrado. Pasé el resto de la noche, con algunos camaradas, estudiando el mapa del golfo de Finlandia. Nos enterábamos de que una multitud de pequeñas huelgas se generalizaban a la vez en las barriadas. Los Blancos ante nosotros, el hambre y la huelga tras de nosotros. Al salir, al amanecer, vi a una vieja criada del personal del hotel que se iba discretamente con unos paquetes. –¿Adónde vas así, tan temprano, abuela? 161
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memorias de un revolucionario –Huele a desgracia en la ciudad. Van a degollarlos a todos, pobre citos, van a saquearlo todo una vez más. Así que yo me llevo mis cosas. Pequeños anuncios pegados en las paredes en las calles todavía desiertas anunciaban que, por complot y traición, el general contra rrevolucionario Kozlovski42 se había apoderado de Cronstadt y llamaban a las armas al proletariado. Pero incluso antes de llegar al Comité del sector, encontré a unos camaradas, que venían con sus máusers, y que me dijeron que era una abominable mentira, que los marinos se habían amotinado, que era una revuelta de la flota y dirigida por el sóviet. No por ello la cosa era menos grave, posiblemente; más bien al contrario. Lo peor era que la mentira oficial nos paralizaba. Que nuestro partido nos mintiese de esa manera, era algo que no había sucedido nunca. «Es necesario –decían algunos, aterrados sin embargo– para la población…» La huelga era casi general. No se sabía si los tranvías saldrían. El mismo día, con mis amigos del grupo comunista de lengua fran cesa (recuerdo que Marcel Body43 y Georges Hellfer44 estaban presentes), decidimos no tomar las armas y no combatir contra huelguistas hambrientos ni contra los marinos a los que les habían colmado la paciencia. En Vassili-Ostrov vi una multitud compuesta sobre todo de mujeres situada en la calle blanca de nieve y que se mezclaba con un lento empuje a los aspirantes de las escuelas militares enviados para despejar los alrededores de las fábricas. Multitud calmada y triste que hablaba a los soldados de la miseria, que los llamaba hermanos, les pedía ayuda. Los aspirantes sacaban pan de sus bolsillos y lo repartían. Se atribuía la organización de la huelga general a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios de izquierda. Unos volantes distribuidos en los suburbios dieron a conocer las reivindicaciones del Sóviet de Cronstadt. Era el programa de una renovación de la revolución. Resumiré: reelección de los sóviets con voto secreto; libertad de palabra y de prensa para todos los partidos y agrupaciones revolucionarias; libertad sindical; liberación de los presos políticos revolucionarios; abolición de la propaganda oficial; cesación de las incautaciones en los campos; libertad del artesanado; 162
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el peligro está en nosotros supresión inmediata de los destacamentos de intercepción que impedían a la población abastecerse libremente. El Sóviet, la guarnición de Cronstadt y la tripulación de la 1.ª y de la 2.ª escuadras se sublevaban para hacer triunfar ese programa45. La verdad se filtraba poco a poco, hora a hora, a través de la cortina de humo de la prensa, literalmente dedicada a la mentira. Y era nuestra prensa, la prensa de nuestra revolución, la primera prensa socialista, es decir incorruptible y desinteresada del mundo. Había utilizado antes alguna demagogia, apasionadamente sincera por lo de más, y alguna violencia con respecto a los adversarios. Esto podía ser legítimo, comprensible en todo caso. Ahora mentía sistemáticamente. El Pravda de Leningrado publicó que el comisario ante la flota y el ejército, Kuzmin, que había sido hecho prisionero46 en Cronstadt, había sido apaleado y había escapado apenas a una ejecución sumaria, ordenada por escrito por los contrarrevolucionarios. Yo conocía a Kuzmin, de oficio profesor, soldado enérgico y laborioso, gris de la cabeza a los pies, del uniforme al rostro arrugado. Se «escapó» de Cronstadt y regresó a Smolny. «Me cuesta trabajo creer –le dije– que hayan querido fusilarlo. ¿Vio usted verdaderamente la orden?» Vaciló, confuso. «¡Oh!, siempre se exagera un poco, hubo algún papel conminatorio…» En resumen, había pasado un buen susto, nada más. Pero mientras Cronstadt sublevado no había vertido una gota de sangre, no había detenido más que a algunos funcionarios comunistas, tratados con miramientos (la gran mayoría de los comunistas, varios centenares, se habían adherido al movimiento, lo cual mostraba bastante la inestabilidad de la base del partido), se creaba una leyenda de ejecuciones fallidas. Los rumores, en todo ese drama, desempeñaron un papel funesto. Como la prensa oficial ocultaba todo lo que no era éxito y alabanza del régimen y la Cheka actuaba en las tinieblas absolutas, nacían a cada instante rumores desastrosos. A consecuencia de las huelgas de Petrogrado, había corrido el rumor en Cronstadt de que detenían en masa a los huelguistas y de que la tropa intervenía en las fábricas. A grandes rasgos, era falso, aunque la Cheka, como de costumbre, había procedido sin duda a arrestos estúpidos y generalmente de corta du163
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memorias de un revolucionario ración. Yo veía casi todos los días al secretario del comité de Petrogrado, Serguei Zorin47, y sabía cuánto lo inquietaban las perturbaciones, cuán resuelto estaba a no utilizar la represión en los medios obreros, y que la agitación le parecía la única arma eficaz en esas circunstancias: para reforzarla, conseguía vagones de víveres. Me contó riendo que había ido a caer él mismo en un barrio donde los socialistas revolucionarios de derecha lograban hacer gritar a la gente: «¡Viva la Constituyente!» (traducción clara de «¡Muera el bolchevismo!»). «Anuncié –me dijo– la llegada de varios vagones de víveres e invertí la situación en un abrir y cerrar de ojos.» En todo caso la insubordinación de Cronstadt comenzó por un movimiento de solidaridad con las huelgas de Petrogrado48 y gracias a rumores de represión, falsas en conjunto. Los grandes culpables, cuya brutal torpeza provocó la rebelión, fueron Kalinin y Kuzmin49. Recibido por la guarnición de Cronstadt con música y saludos de bienvenida, Kalinin, presidente del Ejecutivo de la República, informado de las reivindicaciones de los marinos, los había tratado de golfos, de egoístas, de traidores, y amenazado con un castigo despiadado. Kuzmin gritó que la indisciplina y la traición serían quebrantadas con mano de hierro por la dictadura del proletariado. Fueron expulsados entre abucheos; la ruptura se había consumado. Fue probablemente Kalinin quien, de regreso en Petrogrado, inventó al «general blanco Kozlovski». Así, desde el primer momento, cuando era fácil apaciguar el conflicto, los jefes bolcheviques no quisieron utilizar sino el estilo violento. Y supimos después que toda la delegación enviada por Cronstadt al Sóviet y a la población de Petrogrado, para informarlos del desacuerdo, estaba en las cárceles de la Cheka. La idea de una mediación nació durante las conversaciones que sostenía yo cada noche con unos anarquistas norteamericanos llegados recientemente: Emma Goldman, Alexander Berkman50 y el joven secretario de la Unión de los Obreros Rusos de Estados Unidos, Perkus. Hablé de ello a algunos camaradas del partido; me contestaron: «No serviría de nada. Y estamos, como lo estás tú, bajo la disciplina del partido». Me sulfuré: «¡De un partido se puede salir!». Me replicaron fría y tristemente: «Un bolchevique no se sale de su 164
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el peligro está en nosotros partido. ¿Y adónde iría? De todos modos somos los únicos». El grupo de la mediación anarquista se reunió en casa de mi suegro, Alexander Rusákov51. Yo no asistí a esa reunión, pues se había decidido que sólo los anarquistas tomarían esa iniciativa, debido a la influencia de que gozaban en el seno del Sóviet de Cronstadt y que sólo los anarquistas norteamericanos tomarían la responsabilidad ante el gobierno soviético. Muy bien recibidos por Zinoviev, Emma Goldman y Alexander Berkman volvían a hablar con autoridad en nombre de una fracción todavía importante del proletariado internacional. Su mediación fracasó por completo. Zinoviev les ofreció en cambio todas las facilidades para visitar en vagón especial Rusia entera. «Vean y comprenderán…» De los «mediadores rusos», la mayoría fue detenida, excepto yo. Esta indulgencia se la debí a la simpatía de Zinoviev, de Zorin y de algunos otros; y también a mi calidad de militante del movimiento obrero francés. Con muchas vacilaciones y una angustia inexpresable, mis amigos comunistas y yo nos pronunciamos finalmente por el partido52. He aquí por qué. Cronstadt tenía razón. Cronstadt iniciaba una nueva revolución liberadora, la de la democracia popular. «¡La III revolución!», decían algunos anarquistas atiborrados de ilusiones infantiles. Pero el país estaba completamente agotado, la producción casi detenida, no quedaban ya reservas de ninguna clase, ni siquiera reservas nerviosas en el alma de las masas. El proletariado de elite, formado en las luchas del antiguo régimen, estaba literalmente diezmado. El partido, engrosado por la afluencia de los que se adherían al poder, inspiraba poca confianza. De los otros partidos sólo subsistían cuadros ínfimos, de una capacidad más que dudosa. Podían sin duda reconstituirse en algunas semanas, pero incorporando a millares de amargados, descontentos, exasperados –y ya no como en 1917 entusiastas de la nueva revolución. La democracia soviética carecía de impulsos, de cabezas, de organizaciones y sólo tenía tras de sí masas hambrientas y desesperadas. La contrarrevolución popular traducía la reivindicación de los sóviets libremente elegidos por la reivindicación de los «sóviets sin comunistas». Si la dictadura bolchevique caía, era a corto plazo el 165
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memorias de un revolucionario caos, a través del caos el desbordamiento campesino, la matanza de los comunistas, el regreso de los emigrados y finalmente otra dictadura antiproletaria por la fuerza de las cosas. Los cables de Estocolmo y de Tallin mostraban que los emigrados contemplaban las mismas perspectivas. Entre paréntesis, esos cables confirmaron a los dirigentes en su voluntad de reducir pronto a Cronstadt, costase lo que costase. No razonábamos en lo abstracto. Sabíamos que había, tan sólo en la Rusia europea, unos cincuenta focos de insurrecciones campesinas. Al sur de Moscú, el institutor socialista-revolucionario de izquierda Antonov, que proclamaba la abolición del régimen soviético y el restablecimiento de la Constituyente, disponía en la región de Tambov de un ejército perfectamente organizado de varias decenas de millares de campesinos53. Había negociado con los Blancos. (Tujachevski redujo a esa Vendea a mediados del año 1921.) En estas condiciones, el partido debía ceder, reconocer que el régimen económico era intolerable, pero no abandonar el poder. «A pesar de sus faltas y de sus abusos –escribí–, el partido bolchevique es en este momento la gran fuerza organizada, inteligente y segura en la que, a pesar de todo, hay que confiar. La revolución no tiene otro andamiaje y no es susceptible de renovarse a fondo54.» El Buró Político decidió negociar con Cronstadt, después dirigirle un ultimátum55, y en última instancia dar el asalto a la fortaleza y a los acorazados de la flota inmovilizados en el hielo. En verdad, no hubo negociaciones. Un ultimátum firmado por Lenin y Trotsky fue desplegado; estaba concebido en términos indignantes: «Ríndanse o serán ametrallados como conejos». Trotsky no vino a Petrogrado56 y no intervino sino en el Buró Político. Al mismo tiempo que ponían a los anarquistas fuera de la ley inmediatamente después de la victoria común, la Cheka, a fines del otoño o a principios del invierno, había puesto fuera de la ley a los social-demócratas mencheviques57, acusados por ella, en un texto oficial simplemente escandaloso, de «conspirar con el enemigo, organizar el sabotaje de las vías férreas», y otras enormidades de este odioso género. Los dirigentes mismos se ruborizaban de ello; se encogían de hombros: «¡Delirio de la Cheka!», pero no rectificaron nada y se limitaron a pro166
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el peligro está en nosotros meter a los mencheviques que no habría arrestos y que todo se arreglaría. Los líderes del menchevismo, Teodoro Dan y Abrámovich fueron detenidos en Petrogrado. La Cheka, dirigida en aquel momento, si la memoria no me falla, por Semionov, un pequeño obrero pelirrojo, duro e inculto, quería fusilarlos, viendo en ellos a los organizadores de la huelga casi general; era muy probablemente falso, la huelga era espontánea en su mayor parte. Acababa de tener con Semionov un conflicto a propósito de dos estudiantes maltratados en unas celdas heladas. Apelé a Gorki; intervenía en aquel momento ante Lenin para salvar a los líderes mencheviques. Si Lenin era puesto al corriente, seguramente que estaban salvados. Pero durante varias noches tembla mos por ellos. A principios de marzo58, el Ejército Rojo desencadenó sobre el hielo un ataque contra Cronstadt y la flota. La artillería de los navíos y de los fuertes abrió fuego contra los asaltantes. El hielo se rajó en algunos lugares bajo la infantería que avanzaba por oleadas de asaltos, los hombres revestidos de sudarios blancos. Enormes carámbanos se voltearon, arrastrando hacia las ondas negras su carga humana. Comienzo del peor fratricidio. El X Congreso del partido, reunido entre tanto en Moscú59, abolía, a propuesta de Lenin, el régimen de las incautaciones, es decir el «comunismo de guerra», y proclamaba la Nueva Política Económica; ¡todas las reivindicaciones económicas de Cronstadt quedaban satisfechas! El Congreso coartaba así las oposiciones. La Oposición Obrera fue calificada de «desviación anarco-sindicalista incompatible con el partido», aunque no tuviese nada que ver con el anarquismo y reclamase únicamente la administración de la producción por los sindicatos (un gran paso hacia la democracia obrera). El Congreso movilizó a sus miembros –y entre ellos a muchos opositores– para la batalla contra Cronstadt. El ex marino de Cronstadt Dybenko60, de extrema izquierda, y el líder del grupo de la «centralización democrática», Bubnov61, escritor y soldado, vinieron a pelear sobre el hielo contra unos insurgentes a los que en su fuero interno daban la razón. Tujachevski preparaba el asalto final. Lenin, en esas jornadas negras, dijo textualmente a uno de mis amigos: «Esto es Termidor. 167
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memorias de un revolucionario Pero no nos dejaremos guillotinar. Haremos nuestro Termidor nosotros mismos». El episodio de Oranienbaum62, del que nadie ha hablado, creo, puso a Cronstadt al borde de una victoria que los marinos revolucionarios no deseaban, y a Petrogrado al borde de su pérdida. Lo supe por testigos oculares. El secretario del Comité de Petrogrado, Serguei Zorin, gran vikingo rubio, observó, en las disposiciones tomadas por uno de los comandantes de las tropas de infantería, alguna irregularidad. Unos aspirantes a oficiales seleccionados arbitrariamente montaban guardia cerca de los cañones, se efectuaban reagrupamientos sin una justificación clara. Al cabo de dos días, se tuvo la certeza de un complot. Todo un regimiento, solidarizándose con Cronstadt, iba a cambiar de bando y a incitar al ejército a la rebeldía. Zorin lo reforzó de inmediato con hombres seguros, hizo doblar los puestos y los centinelas, arrestó al comandante del regimiento. Este último, ex oficial del ejército imperial, fue de una franqueza brutal. «Esperaba esta hora desde hace años. Los odio, asesinos de Rusia. He perdido la patria, la vida ya no cuenta para mí.» Fue pasado por las armas con muchos otros. Era un regimiento que había sido llamado del frente de Polonia. Había que terminar con el deshielo. El asalto final fue desencade nado por Tujachevski el 17 de marzo y terminado por una audaz victoria sobre el hielo. No disponiendo de buenos oficiales, los marinos de Cronstadt no supieron utilizar su artillería63 (había sin duda entre ellos un ex oficial llamado Kozlovski, pero no hacía gran cosa y no ejercía ninguna autoridad). Una parte de los rebeldes pasó a Finlandia. Otros se defendieron con encarnizamiento, de fuerte en fuerte y de calle en calle. Se dejaban fusilar gritando «¡Viva la revolución mundial!». Hubo algunos que murieron gritando: «¡Viva la Internacional Comunista!». Centenares de prisioneros fueron traídos a Petrogrado y entregados a la Cheka que, meses más tarde, los fusilaba todavía por pequeños paquetes, estúpidamente, criminalmente. Esos vencidos pertenecían en cuerpo y alma a la revolución, habían expresado el sufrimiento y la voluntad del pueblo ruso, la NEP les daba la razón, eran, en fin, prisioneros de guerra civil, y desde hacía mucho tiempo 168
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el peligro está en nosotros el gobierno había prometido la amnistía a sus adversarios, si se adherían a él. Dzerzhinski decidió o permitió esa larga matanza. Los líderes de Cronstadt64 sublevados eran desconocidos de la vís pera, salidos de las filas. Uno de ellos, Petrichenko, sigue tal vez vivo: se refugió primero en Finlandia. Otro, Perepelkin, se encontró en la cárcel con uno de mis amigos al que yo iba a visitar en la vieja Casa de Arrestos de la calle Shpalernaia, por donde habían pasado antaño tantos revolucionarios, y entre ellos Lenin y Trotsky. Desde el fondo de su celda, antes de desaparecer para siempre, Perepelkin nos pidió que le hiciéramos un relato de los acontecimientos65. ¡Sombrío 18 de marzo! Los periódicos de la mañana habían salido con encabezados fogosos que conmemoraban el aniversario proletario de la Comuna de París66. Y el cañón, tronando sobre Cronstadt, hacía vibrar sordamente los vidrios. Un feo malestar reinaba en las oficinas de Smolny. Evitábamos hablarnos, excepto entre íntimos, y lo que nos decíamos entre íntimos era amargo. Nunca me pareció el vasto paisaje del Neva más macilento y desolado. Por una notable coincidencia histórica, aquel mismo 18 de marzo67, una insurrección comunista fracasaba en Berlín y su fracaso señalaba un giro en la táctica de la Internacional, que iba a pasar de la ofensiva a la defensiva. Cronstadt abrió en el partido un periodo de consternación y de duda. En Moscú un bolchevique que se había distinguido durante la guerra civil, Paniushkin68, abandonaba demostrativamente el partido para intentar fundar una nueva organización política, el «Partido Soviético», creo. Abría un club en una calle obrera. Lo toleraron un momento, luego lo detuvieron. Unos camaradas vinieron a pedirme que intercediese por su mujer y su hijo, expulsados del alojamiento que ocupaban; se guarecían ahora en un pasillo. No pude hacer nada útil. Otro viejo bolchevique, Miasnikov 69, un obrero, insurgente del alto Volga en 1905, personalmente ligado con Lenin, exigía la libertad de prensa «para todo el mundo, de los anarquistas a los monárquicos». Rompía con Lenin, después de un encendido intercambio de cartas, y pronto habrían de deportarlo a Eriván, en Armenia, de donde pasó a Turquía. Lo encontré veinte años más tarde en París. La «Oposición Obrera» parecía orientarse hacia la ruptura con el partido. 169
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memorias de un revolucionario A decir verdad, estábamos ya medio triturados por el nacimiento del totalitarismo. La palabra «totalitarismo» no existía todavía. La cosa se nos imponía duramente sin que tuviésemos conciencia de ella. Yo pertenecía a la irrisoria minoría que se daba cuenta. La mayoría de los dirigentes y de los militantes del partido, revisando sus ideas sobre el comunismo de guerra, llegaban a considerarlo como un expediente económico análogo a los regímenes centralizados que se habían creado durante la guerra en Alemania, en Francia, en Inglaterra, y que eran llamados «capitalismo de guerra». Esperaban que, una vez llegada la pacificación, el estado de sitio desaparecería por sí mismo y que regresaríamos a cierta democracia soviética sobre la que nadie tenía ya ideas claras. Las grandes ideas de 1917 que habían permitido al partido bolchevique arrastrar a la masa campesina, al ejército, a la clase obrera y a la intelligentsia marxista, estaban evidentemente muertas. ¿No proponía Lenin una libertad soviética de prensa70, tal que cada agrupación sostenida por diez mil voces pudiese editar su órgano a cargo de la comunidad? (1917). Había escrito que en el seno de los sóviets los desplazamientos de poder de partido a partido podrían realizarse sin conflictos agudos. Su doctrina del Estado soviético prometía un Estado totalmente diferente de los antiguos estados burgueses, «sin funcionarios ni policía distintos del pueblo»71, en el cual los trabajadores ejercerían directamente el poder por sus consejos elegidos y mantendrían ellos mismos el orden gracias a un sistema de milicias. El monopolio del poder, la Cheka, el Ejército Rojo no dejaban ya subsistir del «Estado-comuna» soñado sino un mito teórico. La guerra, la defensa interior contra la contrarrevolución, el hambre creadora de un aparato burocrático de racionamiento habían matado a la democracia soviética. ¿Cómo renacería? ¿Cuándo? El partido vivía con el sentimiento justificado de que el más mínimo abandono del poder daría ventajas a la reacción. A esos factores históricos conviene añadir importantes factores psicológicos. El marxismo ha variado algunas veces, según las épocas. Surge de la ciencia, de la filosofía burguesa y de las aspiraciones revolucionarias del proletariado, en el momento en que la sociedad capitalista se acerca a su apogeo. Se presenta como heredero natural 170
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el peligro está en nosotros de esa sociedad de la que es producto. Así como la sociedad capitalista-industrial tiende a abarcar al mundo entero modelando en él a su capricho todos los aspectos de la vida, así el marxismo de principios del siglo xx aspira a tomarlo todo, a transformarlo todo72, desde el régimen de la propiedad, la organización del trabajo y el mapa de los continentes (por medio de la abolición de las fronteras), hasta la vida interior del hombre (por medio del final de la religiosidad). Aspirando a una transformación total, era, en el sentido etimológico, totalitario. Ofrecía los dos rostros de la sociedad en ascenso: democrática y autoritaria. El mayor partido marxista, entre 1880 y 1920, el partido social-demócrata alemán, está burocráticamente organizado sobre el modelo de un Estado, trabaja para conquistar el poder en el seno del Estado. El pensamiento bolchevique procede de la posesión de la verdad: a los ojos de Lenin, de Bujarin, de Trotsky, de Preobrazhenski y de muchos otros, la dialéctica materialista de Marx-Engels es al mismo tiempo la ley del pensamiento humano y la del desarrollo de la naturaleza y de las sociedades. El partido detenta sencillamente la verdad; todo pensamiento diferente del suyo es error pernicioso o retrógrado. Tal es la fuente espiritual de su intolerancia. La convicción absoluta de su alta misión le asegura una energía moral asombrosa –y al mismo tiempo una mentalidad clerical pronta a hacerse inquisitorial. El «jacobinismo proletario» de Lenin, con su desinterés, su disciplina de pensamiento y de acción, viene a injertarse en la psicología de cuadros formados por el antiguo régimen, es decir por la lucha contra el despotismo; me parece indudable que selecciona los temperamentos autoritarios. La victoria de la revolución, por último, pone remedio al complejo de inferioridad de las masas perpetuamente vencidas y coartadas suscitando entre ellas un espíritu de desquite social que tiende a hacer despóticas a su vez las nuevas instituciones. ¡Con qué embriaguez he visto a marinos y obreros de la víspera ejercer el mando, complacerse en hacer sentir que ahora ellos eran el poder! Incluso los grandes tribunos se debaten por estas razones en con tradicciones inextricables que la dialéctica les permite superar verbal mente, es decir a menudo demagógicamente. Veinte veces o cien, Lenin hizo el elogio de la democracia y subrayó que la dictadura del 171
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memorias de un revolucionario proletariado es una dictadura «contra los ex poseedores desposeídos» y simultáneamente «la más amplia democracia de trabajadores». Lo cree, lo quiere. Va a rendir cuentas a las fábricas, pide afrontar la crítica despiadada de los obreros. Escribe también en 1918 que la dictadura del proletariado no es en modo alguno incompatible con el poder personal, legitimando así de antemano una especie de bonapartismo. Hace encarcelar a su viejo amigo y camarada Bogdánov73 porque ese gran intelectual le presenta objeciones embarazosas. Hace poner a los mencheviques74 fuera de la ley porque esos socialistas «pequeñoburgueses» están lamentablemente en el error. Recibe afectuosamente al guerrillero anarquista Majno e intenta demostrarle que el marxismo tiene razón; pero deja poner o manda poner al anarquismo fuera de la ley. Promete paz a los creyentes y ordena tener miramientos con las iglesias; pero repite que la «religión es el opio del pueblo». Vamos hacia una sociedad sin clases, de hombres libres: pero el partido hace anunciar por todas partes que «el reino de los trabajadores no tendrá fin». ¿Sobre quién reinarán pues? ¿Y qué significa la palabra reino? El totalitarismo está en nosotros. Al final de la primavera de 1921, un gran artículo de Lenin precisa lo que será la NEP75: supresión de las incautaciones, impuestos en especie (para los campesinos); libertad del comercio, libertad de la producción artesanal; concesiones a los capitalistas extranjeros, en condiciones ventajosas; libertad de empresa –restringida, es cierto– para los ciudadanos soviéticos mismos. Es una restauración moderada del capitalismo, y Lenin lo dirá claramente. Rehúsa al mismo tiempo toda libertad política al país: «los mencheviques seguirán en la cárcel», y anuncia una depuración del partido, dirigida contra los revolucionarios llegados de los otros partidos, es decir no imbuidos de la mentalidad bolchevique. [Esto equivale a instituir en el seno del partido la dictadura de los viejos bolcheviques y orientar la represión disciplinaria no contra los arribistas sin convicción y los recién adaptados, sino contra los elementos dotados de pensamiento crítico.76*] Asistí un poco más tarde, durante el III Congreso de la Internacional, a una conferencia de Bujarin ante delegados extranjeros. Bujarin justificó la NEP por «la imposibilidad de someter, al precio de una sangría, 172
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el peligro está en nosotros a la pequeña burguesía rural (los campesinos, apegados a la pequeña propiedad), imposibilidad que resulta del aislamiento de la revolución rusa». Si la Revolución alemana hubiese venido en nuestra ayuda, con su capacidad industrial, habríamos perseverado en la vía del comunismo integral, incluso a precio de sangre. No tengo este texto bajo los ojos, pero yo lo imprimí, estoy seguro de estarlo resumiendo con exactitud. Me impresionó tanto más cuanto que sentía hacia Bujarin, a quien me había tocado encontrar varias veces en casa de Zinoviev, una verdadera admiración77. Lenin, Trotsky, Karl Radek, Bujarin formaban verdaderamente el cerebro de la revolución. Gracias a su común lenguaje marxista y a su común experiencia del socialismo europeo y americano, se comprendían admirablemente a medias palabras, hasta el punto de que parecían pensar juntos. (Y es un hecho que el pensamiento colectivo hacía la fuerza del partido.) Junto a ellos, Lunacharski78, comisario del pueblo para la Instrucción Pública, dramaturgo, poeta, traductor de Holderlin, protector de los artistas futuristas, gran orador, bastante fatuo, producía el efecto de un diletante; Zinoviev79 no era más que un tribuno, vulgarizador de las ideas de Lenin; Chicherin, especializado en política extranjera, no salía de sus archivos; Kalinin no era sino un astuto personaje representativo, escogido por su buena cara de campesino y su intuición del espíritu popular. Había otras grandes figuras80 de valor indudable, pero en el segundo plano, consagrados a tareas prácticas: Krassin, Piatakov, Sokólnikov, Smilga, Racovski, Preobrazhenski, Ioffé, Orjonikidzé, Dzerzhinski […]81* El III Congreso de la Internacional Comunista tuvo lugar en Moscú en junio-julio de 1921 en una atmósfera bastante semejante a la del Congreso precedente, pero con más gente y una especie de relajamiento. La NEP empezaba a atenuar un poco el hambre, se vivía con el sentimiento de un apaciguamiento. Los delegados extranjeros no se interesaron por el drama de Cronstadt y no quisieron, en general, deliberadamente, comprender nada de él, con muy pocas excepciones. Condenaron en comisión, sin escucharla, por entusiasmo, a la Oposición Obrera. Quisieron ver en la NEP «un genial golpe de timón hacia la derecha» que salvaba a la revolución, tal 173
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memorias de un revolucionario como me lo decía un francés. Ceder al hambre, ante una situación insostenible, no tenía sin embargo nada de genial. Pero la grandeza de la Revolución rusa desarmaba entre sus partidarios el espíritu crítico; parecían comprender la adhesión como una abdicación del derecho a pensar. En la gran sala del trono del palacio imperial en el Kremlin, bajo las altas columnas sobrecargadas de dorados y bajo un dosel de terciopelo escarlata que llevaba los emblemas soviéticos, Lenin justificó la nueva política económica; en materia de estrategia internacional, preconizó la suspensión de armas y el esfuerzo por conquistar a las masas. Fue familiar, cordial, bonachón, sencillo hasta el límite de lo posible, como si hubiese insistido en subrayar con cada uno de sus movimientos que el jefe del gobierno soviético y del Partido Comunista ruso seguía siendo un camarada como cualquier otro, el primero sin duda por la autoridad intelectual y moral reconocida, pero nada más, y no sería nunca ni un hombre de Estado como los demás ni un dictador como los demás. Entendía gobernar la Internacional por la persuasión. Durante algunos discursos bajaba de la tribuna para sentarse, cerca de los taquígrafos, en los escalones, con un cuaderno de notas sobre las rodillas, y desde ahí lanzaba pequeñas interrupciones cáusticas que hacían reír. Entonces su rostro se iluminaba con una sonrisa maliciosa. Detenía en los rincones de la sala a los delegados extranjeros, casi desconocidos, casi insignificantes, para seguir demostrándoles en privado sus tesis, que había que ir a las masas, ¡a las masas!, y no formar una secta, y que la NEP sería mucho menos peligrosa de lo que podría parecer, puesto que conservábamos la plenitud del poder. Los concesionarios capitalistas extranjeros se enfrentarían a un juego muy difícil. En cuanto a los neocapitalistas del interior, los dejaríamos engordar como pollos, y el día en que se volviesen molestos, no sería difícil retorcerles tranquilamente el pescuezo. Yo lo veía, con gorra y chaqueta, irse solo, con pasos apresurados, entre las viejas catedrales del Kremlin. Lo vi siempre bonachón, con el rostro rebosante de salud y de buen humor, apabullar a Bela Kun bajo una filípica implacable. Fue durante el Congreso, en una sesión del Ejecutivo de la Internacional, celebrada en la sala de fiestas de un hotel situado en la plaza del Teatro, abajo 174
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el peligro está en nosotros del Kremlin, el Continental, creo, y se trataba de un verdadero giro en la política del comunismo internacional. Yo conocía un poco a Bela Kun, del cual nada me atraía. Me queda un curioso recuerdo de su llegada a Petrogrado. Mi coche, cruzando la perspectiva Nevsky, se encontró de pronto atrapado en una extraña marea de multitud sobre la que revoloteaba no un canto, sino una especie de murmullo, la multitud llenaba hasta perderse de vista la ancha arteria, se estancaba pesadamente delante de la catedral de Nuestra Señora de Kazán –una multitud del bajo pueblo, mujeres pobres con la cabeza cubierta de pañuelos negros, semimujiks rechonchos y barbudos vestidos de gruesas pieles de borrego, tipos de dvorniks (porteros) y de antisemitas de las bandas negras de antaño. Por encima de ella flotaban las banderolas de iglesias, llevaban en una urna dorada las reliquias de un santo, las tiaras de los popes brillaban débilmente bajo un dosel. Subía el rezo, con miradas exaltadas y malévolas –malévolas para con mi coche, que era en sí mismo un signo de autoridad. Era una de las grandes procesiones de las fiestas de Pascua y, en aquella época de hambre, de guerra civil y de terror, como el alto clero del patriarca Tijón82 estaba abiertamente contra nosotros, se convertía en una gran manifestación contrarrevolucionaria, casi una preparación de pogromos. Vi adelantarse lentamente a través de esta multitud un lamentable coche de caballo todo tambaleante que venía de la estación y transportaba a dos recién llegados. Uno de los dos, lo reconocí por su barba plateada y su delgado perfil casi cadavérico: era el veterano polaco Félix Kohn83, antiguo presidiario en la cárcel de la Kara. El otro podía tener unos treinta y cinco años y noté en él únicamente la gruesa cabeza redonda y el bigote de gato, corto pero erizado. Ese mismo día, Zinoviev me presentó a ese otro: «Bela Kun. ¡Por fin llegó!». Habíamos tenido muchos temores respecto de él, después de la caída de los Sóviets de Hungría, durante su internamiento en Viena –en un asilo de enfermos mentales donde los social-demócratas austriacos, por lo demás, le prodigaron miramientos… Soldado socialista, prisionero de guerra en Rusia, había empezado su carrera revolucionaria en Siberia, con los bolcheviques de Tomsk. Durante la sublevación de los socialistas revolucionarios de izquierda, en Moscú, 175
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memorias de un revolucionario en 1918, se había distinguido un poco formando un destacamento internacional para sostener al partido de Lenin-Trotsky. Presidente del Consejo de los Comisarios del pueblo de Hungría y líder del Partido Comunista de aquel país al salir de la cárcel, había acumulado los errores y las vacilaciones, ejerciendo en la sombra la represión en el seno de su propio partido y dejando al complot militar instalarse aquí y allá. Su papel personal en la derrota de los Sóviets de Hungría había sido lamentable (pero casi no se hablaba de eso, a fin de dejar que se formase alrededor de su nombre una leyenda popular). Después de algunos reveses, los pequeños ejércitos rojos húngaros volvían a trepar la pendiente; derrotaban a los rumanos, avanzaban en Checoslovaquia, donde el movimiento popular los acogía con simpatía. Clemenceau, alarmado por esa recuperación, telegrafió a Bela Kun pidiéndole que suspendiera la ofensiva; el cable daba a entender que con esa condición la Entente trataría con la Hungría roja. Kun se dejó engañar por esa astucia telegráfica y detuvo la ofensiva; los rumanos se recuperaron y atacaron a su vez. Fue el fin84. No puedo dejar de pensar que Bela Kun permaneció toda su vida dominado por el sentimiento de su fracaso y trató sin cesar de redimirlo85. Enviado a Alemania, había desencadenado en Berlín, el 18 de marzo anterior (1921), una acción insurreccional sangrienta y condenada al fracaso, en vista de la innegable debilidad del Partido Comunista. El partido salió de ella debilitado y dividido por la exclusión de Paul Lévi86, que se levantaba contra las «aventuras insurreccionales». De vuelta de Alemania, para hacer frente al fracaso y a quienes lo culpaban de él, Bela Kun había ido a distinguirse en Crimea. Ante el Ejecutivo de la Internacional, Lenin examinó largamente el asunto de Berlín, aquel putsch emprendido sin el apoyo de las masas, sin cálculo político serio, sin otro resultado posible que la derrota. El auditorio era poco numeroso debido al carácter confidencial del debate. Bela Kun agachaba su gruesa cabeza redonda y abotargada; su sonrisa forzada se extinguía poco a poco. Lenin hablaba en francés, con una alegre dureza; repitió una decena de veces estas pequeñas palabras que tenían el efecto de una pedrada: «las estupideces de Bela Kun». Mi mujer tomaba en taquigrafía ese discurso que después tuvimos que atenuar un poco. ¡De 176
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el peligro está en nosotros todos modos, en un acta escrita, no se podía llamar diez veces imbécil al hombre simbólico de la Revolución húngara! En realidad, la filípica de Lenin ponía fin a la táctica ofensiva inmediata de la Internacional. No había más remedio que comprobar su fracaso, y Rusia entraba en un periodo de pacificación. De esas dos razones de desigual valor, no sé cuál pesaba más. El Congreso, en su resolución oficial, aprobó sin embargo la combatividad del Partido Comunista alemán, y Bela Kun no fue apartado del Ejecutivo. Si la revolución no hubiese estado ya tan enferma en aquel mo mento, Kun hubiese tenido que rendir cuentas de otros dos crímenes. Signatario del tratado de alianza con el Ejército Negro de Majno, era de los que habían roto ese tratado inmediatamente después de la victoria común. Miembro del Consejo Revolucionario del Ejército Rojo, que el pasado noviembre (1920) acababa de reducir al barón Wrangel a la fuga de Crimea, Bela Kun había concedido a los últimos restos del Ejército Blanco una capitulación que prometía a aquella tropa de antiguos oficiales monárquicos la amnistía y el regreso al trabajo… Después, había ordenado su matanza. Millares de vencidos fueron exterminados así a traición, para «limpiar el país». Se ha dicho: trece mil, pero no hay estadísticas, esa cifra es probablemente exagerada. No importa, encontré más tarde a varios testigos horrorizados de esas matanzas por las cuales un revolucionario débil de carácter y de inteligencia vacilante había intentado estúpidamente posar como «hombre de hierro». Justamente en aquellos días, durante el Congreso, una militante de primera, enfermera del Ejército Rojo, había venido a buscarme, trastornada por esas abominaciones, pidiendo, en nombre de los camaradas de la base, que se pusieran en conocimiento de los jefes de la revolución. Recuerdo haberla llevado ante Angelica Balabanova, que escuchó estos relatos con una espantosa tristeza87. Trotsky vino a menudo al Congreso. Nadie estaba mejor a la altura de un gran destino. En la cúspide del poder, de la popularidad y de la gloria a los cuarenta y un años88, tribuno de Petrogrado en dos revoluciones, creador del Ejército Rojo al que literalmente había sacado de la nada, según la frase de Lenin a Gorki, vencedor personalmente en varias batallas decisivas, en Sviajsk, en Kazán, en Pulkovo89, orga177
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memorias de un revolucionario nizador reconocido de la victoria en la guerra civil –«¡nuestro Carnot!»90 decía Radek–, eclipsaba a Lenin por su gran talento oratorio, por sus capacidades de organizador sucesivamente del ejército y de los ferrocarriles, por sus brillantes cualidades de ideólogo. Lenin tenía únicamente sobre él la superioridad, inmensa en realidad, de haber sido desde antes de la revolución el jefe innegable del pequeño partido bolchevique que formaba los cuadros verdaderos del Estado y cuyo espíritu de capilla desconfiaba del pensamiento demasiado rico y demasiado suelto del presidente del Consejo Superior de la Guerra. Se habló por un momento en los pequeños grupos del Congreso de la Internacional de llevar a Trotsky a la presidencia de esta. Zinoviev debió sentirse ofendido por esos conciliábulos, y Lenin prefirió sin duda conservar en la dirección del «partido mundial» a su propio portavoz. Trotsky mismo pensaba ocuparse de la economía soviética. Aparecía vestido con una especie de uniforme blanco sin insignias y tocado con el ancho kepis plano, también blanco; de hermosa prestancia, de ancho pecho, barbita y cabellos muy negros, relámpago de los anteojos, menos familiar que Lenin, con algo autoritario en el porte. Tal vez lo veíamos así, mis amigos y yo, comunistas de espíritu crítico, que lo admirábamos mucho sin tenerle cariño. Su severidad, sus exigencias de puntualidad en el trabajo y en la lucha, su corrección absoluta de aspecto en una época de descuido popular, se prestaban a los ataques insidiosos de cierta malevolencia demagógica. Eso me influía un poco, pero sus soluciones políticas a las dificultades presentes me parecían las de un carácter realmente dictatorial. ¿No había propuesto la fusión de los sindicatos con el Estado –mientras que Lenin quería con razón reservar a los sindicatos cierta independencia? No nos dábamos cuenta de que la influencia sindical hubiera modificado tal vez la estructura misma del Estado en el sentido de una obrerización más eficaz. ¿No había creado los ejércitos del trabajo?, ¿y propuesto la militarización91 de la industria para poner un remedio a su increíble deterioro? No sabíamos que antes había propuesto en vano al Comité Central el fin del régimen de las incautaciones. Los ejércitos del trabajo fueron un buen expediente en el periodo de desmovilización. ¿No había firmado contra Cronstadt un manifiesto odiosamente ame178
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el peligro está en nosotros nazador? En verdad, estaba simplemente comprometido a fondo en todas las cosas, con una energía segura de sí misma y que intentaba sucesivamente las soluciones en sentidos contradictorios. En una de las sesiones, bajó de pronto de la tribuna y vino a colo carse en medio de nuestro grupo francés para traducir él mismo su discurso. Hablaba con pasión un francés ligeramente incorrecto pero fluido. Respondió con vivacidad a algunas interrupciones –sobre el terror, sobre la violencia, sobre la disciplina del partido. Nuestro peque ño grupo pareció hostigarlo. Estaban allí Vaillant-Couturier, André Morizet, Charles-André Julien, Fernand Loriot, Jacques y Clara Mesnil, Boris Souvarine92. Trotsky fue afable y cordial, pero contundente en la argumentación. En otra circunstancia, se sulfuró contra el delegado español Arlandis93, que hacía reproches a la persecución de los anarquistas, lo tomó violentamente por la solapa, gritando casi: «¡Ya quisiera yo verle en nuestro lugar, pequeño burgués!». Conocí mejor durante ese Congreso a otros dos dirigentes bolcheviques, Bujarin y Radek. [Nikolai Ivánovich Bujarin tenía treinta y tres años y militaba desde hacía quince años. Había pasado por el exilio en Onega, había vivido con Lenin en Cracovia, militado en Viena, en Suiza, en Nueva York, con una inclinación infatigable hacia la erudición económica. Antes de Lenin, había elaborado una teoría de la supresión completa del Estado capitalista94. Era una inteligencia efervescente, constantemente despierta y atareada, pero rigurosamente disciplinada. De frente alta, bastante calvo en las sienes, de cabello ralo, su nariz ligeramente remangada, su bigote y su perilla de un castaño rojizo le daban un aire ruso medio acentuado por su ropa descuidada. Se vestía de cualquier manera, como si nunca hubiese tenido tiempo de ajustarse un traje a su medida. Su expresión acostumbrada era jovial; incluso cuando estaba silencioso parecía, hasta tal punto su mirada estaba viva, que una chispa de buen humor lo aguzaba, que estaba a punto de soltar alguna ocurrencia. Su manera de hablar de la gente estaba al borde de un cinismo bonachón. Devoraba los libros en varias lenguas, trataba con ironía los temas más serios, y se veía en seguida que su mayor placer era pensar y hablar de las cosas más serias en un tono divertido. 179
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memorias de un revolucionario Los auditorios jóvenes lo rodeaban de sonrisas y bebían su palabra incisiva. Profesaba un desprecio burlón hacia los políticos sindicales y parlamentarios de Occidente. Karl Bernárdovich Radek95 (treinta y cinco años) sólo hablaba, según decíamos, su propia lengua –y todas las demás con un acento inverosímil. Judío de Galitzia, criado en los movimientos socialistas de Galitzia, de Polonia, de Alemania, de Rusia, todos juntos, publicista deslumbrante, tan dotado para la síntesis como para el sarcasmo. Delgado, más bien pequeño, trepidante, atiborrado de anécdotas a menudo feroces, cruelmente realista, tenía el rostro rasurado96, rodeado de una barba en forma de collar como la que llevaban antaño los lobos de mar, rasgos irregulares, ojos muy miopes rodeados de grueso carey. Algo simiesco y divertido en la manera de andar, el gesto sacudido, la mueca de un rostro de belfos pronunciados y que hablaba todo él incesantemente. En 1918, esos dos hombres, Radek y Bujarin, fueron los primeros que reclamaron la nacionalización de las grandes industrias (Lenin pensaba en un régimen mixto); el mismo año, durante las conversaciones de Brest-Litovsk habían acusado a Lenin, que tenía unos quince años más que ellos, de oportunismo y preconizado la guerra a ultranza, la guerra romántica, hasta el suicidio de la república soviética, contra el imperio alemán. En 1919, Radek había intentado dirigir con audacia y buen sentido el movimiento espartaquista de Alemania y sobrevivió por casualidad al asesinato de sus amigos Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Leo Tyshko (Ioguishes)97. Lo vi perseguir con su dialéctica burlona a los moderados alemanes. Me parece volverlo a ver, ajustándose el pantalón siempre demasiado ancho, en la tribuna, y lanzando un «Parteigenossen!» estridente antes de abordar la demostración de la próxima caída del viejo mundo europeo. Erudito asimismo, lector de todas las revistas imaginables pero más improvisador que teórico. Se decía que era ahora derechista porque no tenía miramientos con el Partido Comunista alemán y consideraba terminado, por algún tiempo, el periodo de las ofensivas insurreccionales.98*] Durante aquel verano de 1921, hice entre los camaradas extranjeros algunas amistades duraderas e incluso definitivas. 180
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el peligro está en nosotros Me acerqué a los que venían a Moscú con mayor preocupación de verdad que de ortodoxia, más inquietud por la revolución que admiración por la dictadura del proletariado. Nuestras relaciones empezaron siempre con conversaciones de una franqueza absoluta en las cuales yo consideraba como mi deber revelar los males, los peligros, las dificultades, las perspectivas sombrías. En una época de conformismo entusiasta, era, todavía hoy lo creo, a la vez un mérito y una valentía. Seleccionaba los espíritus libres, animados por el deseo de servir a la revolución sin cerrar los ojos. Se formaba ya una verdad oficial y nada me parecía más nefasto. Conocí a Henriette Roland-Holst99, marxista holandesa y gran poetisa. Esbelta, delgada, entrecana, con el cuello deformado por un bocio, tenía un rostro finamente esculpido, que expresaba la dulzura y la severidad de pensamiento. Me hizo las preguntas más escrupulosamente inquietas. Veía ciertamente muy lejos y con mucha justeza. La dictadura estaba a sus ojos inevitablemente trabajada por los peores males, a punto de negar sus más altas finalidades, puesto que no anunciaba el advenimiento de ninguna nueva libertad. Jacques y Clara Mesnil100, alumnos de Élisée Reclus, ligados con Romain Rolland101 (que oponía a la violencia bolchevique objeciones inspiradas a la vez en el conocimiento de la Revolución francesa y en la influencia de Gandhi102), libertarios de espíritu, estaban en la misma línea de pensamiento. Clara tenía la gracia y la altivez de una figura de Botticelli y Jacques el perfil agudo de un humanista florentino. Iniciaba una Vida de Botticelli que tardó veinte años en escribir. Produjo poco, pero todos los que se le acercaron se beneficiaron del brillo de su inteligencia rica y refinada. El fin de su vida [fue]103* verdaderamente trágico. Hacia la cincuentena, Clara perdió la razón; Jacques murió, solitario, en 1940104*, durante el éxodo de Francia105*. A menudo se sumaba a nosotros un obrero italiano, de la Unione Sindicale, de rostro duro y abierto como su inteligencia, Francesco Ghezzi106, del que tendré ocasión de hablar más adelante. Dos jóvenes de la delegación española nos traían promesas de porvenir que estarían llamados a cumplir al precio del sacrificio: Joaquín Maurín y Andrés Nin107. Siempre me pareció ver que los éxitos humanos se expresan realmente por la apariencia física. Se veía al primer vistazo la calidad 181
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memorias de un revolucionario de ese institutor de Lérida, Maurín, y de ese institutor108* barcelonés, Nin. Maurín tenía un porte de joven caballero como los dibujaban los prerrafaelitas. Nin, bajo sus gafas con aros de oro, una expresión concentrada aligerada por la alegría de vivir. Los dos comprometían su vida, Maurín destinado a un encarcelamiento sin fin y Nin a la peor muerte durante la revolución española… En ese momento, no eran sino entusiasmo y deseo de comprender. Más cultos, más excépticos también, los franceses eran de otra pasta, en general. André Morizet109, alcalde de Boulogne, paseaba entre nosotros su buena cabeza cuadrada de hombre de negocios y sus canciones de taberna. (Defiende todavía su alcaldía obrera de Suresnes, en territorio ocupado, regresó desde hace tiempo al socialismo tradicional.) Charles-André Julien acumulaba innumerables notas para una obra tan completa que nunca habría de escribirla. (En 19361937 fue uno de los buenos socialistas del Frente Popular.) Paul Vaillant-Couturier110, oficial de tanques durante la guerra, poeta, orador popular, líder de los antiguos combatientes, grueso muchacho mofletudo asombrosamente dotado, pero buen vividor y ligero, habría de ser para mí una gran decepción. Comprendiéndolo todo bastante a fondo, iba a dejarse corromper, asociarse cada vez más a todas las vilezas de la degeneración del bolchevismo y morir con una bella popularidad en el proletariado parisino. La necesidad de popularidad y el miedo de marchar contra la corriente pueden ser, en las malas épocas, profundos factores de corrupción. Judío ruso de origen, Boris Souvarine111, naturalizado francés, no tenía un pasado socialista; nos llegaba a los veinticinco años, del periodismo de izquierda más que del movimiento obrero, con una extraordinaria avidez de comprender y de actuar. Delgado y bajo, con la mirada velada por lentes de extraordinario espesor, el habla ligeramente gangosa, el tono agresivo, a menudo irritado, a menudo irritante, planteaba en seguida las preguntas embarazosas, formaba sobre los hombres y las cosas de Francia juicios de un realismo sin piedad, se divertía en desinflar con vivaces alfilerazos a los personajes inflados. En la Internacional su cotización fue en seguida muy alta, aunque desde su llegada había querido visitar las cárceles. Revelaba en toda circunstancia un estupendo poder 182
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el peligro está en nosotros de análisis, una viva intuición de las realidades, un don de polemista hecho para sembrar la exasperación a su alrededor. Elegido miembro del Comité Ejecutivo, asumió con Rosmer y Pierre Monatte112 la dirección del Partido Comunista francés, nacido de la escisión de Tours. Aunque excluido de la Internacional en 1924, Souvarine habría de ser durante una decena de años, una de las inteligencias más aceradas y más perspicaces del comunismo europeo. Yo estaba muy ligado a los dos grupos comunistas franceses de Ru113 sia , y dirigía a fin de cuentas el de Petrogrado. Ilustraban de manera impresionante la regla de que los grandes movimientos de masas transforman a los individuos, les hacen realizar evoluciones imprevisibles, modelan las convicciones, y de que la resaca arrastra a los hombres del mismo modo que la marea los trae. Aunque hubiese entre ellos varios socialistas franceses de antaño –¡deformación nada bolchevique!–, esos comunistas celosos, realmente devotos en su mayoría, venían de todos los puntos del horizonte para volver a partir pronto hacia todos los puntos del horizonte. El grupo de Moscú era un pequeño nido de víboras, aunque estuviese dirigido por un hombre ejemplar, Pierre Pascal. Las disputas, los odios, las denuncias y contradenuncias de los dos personajes más conocidos del momento, Henri Guilbeaux114 y Jacques Sadoul115, los desmoralizaban a fondo y acabaron por ocupar a la Cheka. Guilbeaux desempeñaba en la vida, a la perfección, el papel del fracasado que bordea a su pesar el éxito, pero nunca pasa de bordearlo. En diferentes momentos, Verhaeren, Romain Rolland, Lenin (en Suiza), lo habían tomado en serio. Fue sobre todo cuando, durante la guerra, había publicado en Ginebra una revista pacifista revolucionaria. De donde resultaron para él una honorable condena a muerte en 1918 o 1919 y una curiosa absolución, por un consejo de guerra francés, unos diez años más tarde. Hacía versos cacofónicos, llevaba fichas llenas de chismes sobre sus camaradas, abrumaba a la Cheka con notas confidenciales, llevaba camisas verdes y corbatas de lunares con trajes verdosos; y todo en él parecía teñido de moho, hasta su perfil ganchudo y sus ojos. Murió en París, hacia 1938, convertido en antisemita después de haber publicado dos libros que demostraban que Mussolini era el único verdadero continuador de Lenin… 183
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memorias de un revolucionario El capitán Jacques Sadoul, en cambio, abogado parisino, agente de información de Albert Thomas116 en Rusia, miembro del Ejecutivo de la Internacional, adulador de Lenin y de Trotsky, hombre de gran encanto, contador de anécdotas finas, sibarita, ambicioso con desprendimiento, había dado en todo caso un libro de Cartas sobre la revolución que sigue siendo (si no ha sido modificado en sus ediciones posteriores…) un documento de primera importancia. Condenado a muerte en Francia por haberse pasado al bolchevismo, habría de regresar con una absolución, una vez que los tiempos cambiaron, para seguir en su calidad de abogado de los intereses soviéticos y de agente en los medios parlamentarios, todo el destino del estalinismo, sin tener en el fondo la menor ilusión. El pan amargo de los revolucionarios no le tentaba. René Marchand117, ex corresponsal en Petrogrado del Figaro católico y reaccionario, era un neófito torturado por incesantes crisis de conciencia. Pronto habría de partir hacia Turquía, renegar del bolchevismo y convertirse en un apologista, sincero, no lo dudo, del kemalismo. El hombre ejemplar del grupo comunista francés de Moscú era Pierre Pascal118, probablemente emparentado en algún grado lejano con Blaise Pascal, al que me recordaba. Yo lo había conocido en 1919 en Moscú, con la cabeza rasurada a la rusa, un grueso bigote de cosaco, unos ojos bondadosos siempre sonrientes, vestido con una blusa de campesino y caminando descalzo por la ciudad hacia la Comisaría de Asuntos Exteriores, donde redactaba ciertos mensajes de Chicherin. Católico firme y discreto, justificaba con la Suma de santo Tomás su adhesión al bolchevismo y su aprobación del mismo terror. (Los textos del santo doctor se prestan a esto con precisión.) Pascal llevaba una vida ascética, simpatizaba con la Oposición Obrera, se ligaba con los anarquistas. Teniente adscrito a la misión militar francesa en Rusia, encargado del gabinete de cifras, había pasado a la revolución en plena intervención, para entregarse en cuerpo y alma. Discutía con Berdiaef119 su significación mística, traducía los poemas de Blok120, iba a sufrir muchísimo por el advenimiento progresivo del totalitarismo. Volví a verlo en París, en 1936, cuando era profesor en la Sorbona, autor de una sólida biografía del protopope Avvakum, 184
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el peligro está en nosotros convertido casi en conservador. Habíamos sido casi hermanos, nos fue imposible hablar de la batalla de Madrid… El Ejecutivo había decidido, a iniciativa de los rusos naturalmente, fundar una organización sindical internacional, filial de la IC; la lógica quería que al escindir el movimiento socialista se escindiese también el movimiento sindical. El primer Congreso de la Internacional de los sindicatos rojos121 se celebraba, paralelamente al de la IC, en la Casa de los Sindicatos, antaño club de la nobleza de Moscú. Salomon Abrámovich Lozovski (Dridzo), menchevique recientemente adherido, orador inagotable, dirigía la nueva organización. Tenía una vasta experiencia de la Europa occidental, una barba simpática, bastante brío, algo de buen solterón, el conocimiento del francés, el espíritu bastante abierto… Un servilismo a toda prueba le aseguraron la longevidad. Daba la impresión de un buen maestro de escuela, un poquitín fastidioso, en medio de su chusma de militantes sindicales de todos los países cuyo horizonte político apenas rebasaba el de los suburbios obreros. No lejos de él pasaba, entre la multitud de dele gados, solo y triste, pero distribuyendo a veces vigorosas palmadas en las espaldas de los compañeros, un coloso tuerto, el norteamericano Bill Haywood122, ex leñador, organizador de los IWW, que había venido a terminar su vida en los cuartos asfixiantes del hotel Lux, entre marxistas de los cuales ninguno se preocupaba de comprenderlo y a los que él mismo apenas comprendía. Pero las banderas rojas en las plazas le encantaban. ¡Cuántos nombres, cuántas siluetas de un mundo desaparecido, la piedad del recuerdo quisiera retener aquí! El búlgaro americanizado Andry Tchine123, negro y apasionado. La pequeña chekista rubia de Odessa que se le suponía tan sanguinaria. El feliz casado Fritz Wolf 124* (uno de los primeros fusilados por Stalin). Conocí también allí a un militante ruso que había estado en la cárcel de Inglaterra y regresaba de América Latina, el doctor (creo) Alexandrov: treinta y cinco años, un rostro banal y tostado, moreno de bigote negro, muy informado de las cosas del vasto mundo. Iba a convertirse más tarde en el camarada Borodin125, consejero político ruso ante el Kuomintang en Cantón y después volver a caer en la nu185
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memorias de un revolucionario lidad… Un modesto húngaro partió de mi casa una noche lluviosa, hacia Estonia, y el cochero lo volcó en el lodo: Mathias Rakosi126. En conjunto, los delegados extranjeros formaban una multitud más bien decepcionante, encantada de gozar de privilegios apreciables en un país hambriento, pronta a la admiración, perezosa para el pensamiento. Se veían en ella pocos obreros y bastantes políticos. «¡Qué contentos están –me decía Jacques Mesnil– de ver por fin los desfiles desde la tribuna oficial!» La influencia de la Internacional, al extenderse, perdía calidad. Empezábamos a preguntarnos si no había sido un error grave formar por la escisión del movimiento socialista pequeños partidos nuevos, incapaces de acción eficaz, alimentados de ideas y de dinero por los emisarios del Ejecutivo, destinados a convertirse en oficinas de propaganda del gobierno soviético. Nos plantéabamos ya estos problemas, pero la inestabilidad de la Europa occidental y la ola de entusiasmo que nos empujaba todavía nos tranquilizaban. Yo llegué sin embargo a la conclusión de que, en la Internacional también, el peligro estaba en nosotros. La Nueva Política Económica, en algunos meses, daba resultados maravillosos. La atenuación del hambre y de la especulación se hacían sentir semana a semana. Volvían a abrirse restaurantes, se vendían, cosa inaudita, pasteles comibles a un rublo. La población empezaba a respirar, la gente hablaba con frecuencia del retorno al capitalismo, es decir a la prosperidad. El desconcierto en la filas del partido era en cambio desolador. ¿Para qué habríamos luchado, vertido tanta sangre, consentido en tanto sacrificio? Los combatientes de la guerra civil se lo preguntaban con amargura. Carecían de todo casi siempre: de ropa, de un alojamiento aceptable, de dinero, y todo volvía a convertirse en valor mercantil, se sentía que el dinero vencido volvería pronto a ser soberano. Por mi parte, yo no era tan pesimista, estaba contento del cambio, aunque su aspecto reaccionario –el estrangulamiento ca tegórico de toda democracia– me inquietaba y aun me angustiaba. ¿Hubiera sido posible otra solución al drama del comunismo de guerra? Esto no era ya más que un problema teórico, pero que merecía que se reflexionase sobre él. Yo desarrollaba las ideas siguientes que recuerdo haber expuesto sobre todo en una conversación confidencial, 186
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el peligro está en nosotros en el hotel Lux, a dos socialistas españoles (uno de los dos era Fernando de los Ríos127). Por intolerancia, atribuyéndose el monopolio absoluto del poder y de la iniciativa en toda materia, el régimen bolchevique se hacía rígido, difundía en el país una especie de parálisis general, hacía desesperar de la revolución. Las grandes concesiones a los campesinos eran indispensables, pero la pequeña producción, el comercio medio, ciertas industrias, podían revivir con una simple llamada a la iniciativa de las agrupaciones de productores y de consumidores. Devolviendo la libertad a la cooperación mortalmente estatizada, invitando a las asociaciones a tomar en sus manos la administración de diversas ramas de la actividad económica, se podía suscitar inmediatamente un vasto renuevo. El país carecía de calzado y de cuero; el campo tenía cuero, las cooperativas de zapateros hubieran podido conseguirlo fácilmente y, abandonadas a sí mismas, hubieran tomado inmediatamente auge. Hubieran fijado forzosamente precios relativamente elevados, pero el Estado podía, facilitándoles el trabajo, ejercer una presión en el sentido de la reducción de los precios y, en todo caso, estos hubieran sido inferiores a los del mercado negro. Yo veía en Petrogrado lo que pasaba con las librerías: las existencias de los libreros, confiscadas, se pudrían en bodegas a veces inundadas en primavera; bendecíamos a los ladrones que salvaban un gran número de obras para volverlas a poner clandestinamente en circulación. Confiado a asociaciones de amigos del libro, el salvamento de las librerías hubiese sido cosa rápidamente realizada. En una palabra, preconizaba un «comunismo de las asociaciones», por oposición al comunismo de Estado. Sus competiciones y su desorden natural al principio habrían sido inconvenientes menos graves que la centralización estrictamente burocrática, su despilfarro y su parálisis. Yo concebía el plan de conjunto no como dictado desde arriba por el Estado, sino como resul tado de la armonización de las iniciativas de la base, por medio de congresos y de conferencias especiales. No era sino una visión puramente teórica, puesto que la mentalidad bolchevique había ordenado otras soluciones. Desde Cronstadt, nos preguntábamos, algunos amigos y yo, qué iba a ser de nosotros. No sentíamos la menor gana de entrar en la 187
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memorias de un revolucionario burocracia dirigente para convertirnos en jefes de oficina o secretarios de instituciones. Me ofrecían comenzar una carrera diplomática, en Oriente al principio. Oriente me tentaba, la diplomacia en absoluto. Creímos encontrar una salida. Fundaríamos una colonia agrícola en pleno campo ruso; y mientras la NEP volvería a traer a las ciudades costumbres burguesas y procuraría a los nuevos dirigentes sinecuras y carreras fáciles, nosotros viviríamos con la tierra, en despoblado. La tierra rusa, con sus espacios tristes y suaves, es infinitamente atractiva. Obtuvimos sin dificultad un gran dominio abandonado, centenares de hectáreas de bosques y de campos en barbecho, treinta cabezas de ganado mayor, una residencia de terratenientes, al norte de Petrogrado, no lejos del lago Ladoga, y fundamos allí128, con unos comunistas franceses, unos prisioneros húngaros, un médico tolstoiano y mi suegro Rusákov, la «Comuna Francesa de Novaia-Ladoga». Comenzamos valientemente esa experiencia en realidad muy difícil. La propiedad estaba abandonada porque los campesinos no consentían en explotarla en comunidad; reclamaban su reparto. Dos presidentes de comunas efímeras habían sido matados ahí en dieciocho meses. Un pequeño obrero impresor, que representaba a la Cheka en el distrito, nos aconsejó congraciarnos a cualquier precio con los mujiks a fin de que no pusiesen rápidamente «la barraca en llamas»… Eran bellos bosques nórdicos de follajes ligeros, claros luminosos en medio de las soledades, un lindo río que corría a través del paisaje, una gran casa de madera casi señorial donde encontramos las únicas cosas que nadie había pensado deber llevarse: unas camas de hierro forjado como les gustaban a los mercaderes enriquecidos. La herramienta agrícola había sido robada casi en su totalidad. De los cuatro caballos prometidos, nos entregaron tres animales agotados y una yegua tuerta y un poco coja, a la que llamamos la Perfecta. Tuvimos que traer de Petrogrado, sobre nuestros lomos, casi todos nuestros abastos, y cuerdas, herramientas, cerillas, lámparas, para las cuales por otra parte no encontramos petróleo. La comunicación con la ciudad exigía constantes victorias. Un cami no herboso a través de los bosques nos unía con Novaia-Ladoga, a unos veinte kilómetros; pero en esa aldea desolada no había absoluta188
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el peligro está en nosotros mente nada fuera de las autoridades amodorradas y aterrorizadas por la hostilidad federal. Con la mochila al hombro, hice varias veces el viaje a Petrogrado. Remontaba el Neva de aguas de un sombrío verde marino, ancho y bordeado de bosques tranquilos, bajo cielos límpidos. En Schlusselburgo, había que tomar otra barquichuela, una inverosímil cáscara de nuez a decir verdad, atiborrada de pobre gente cargada de sacos, hasta el punto de que a veces encallaba en las arenas del canal que corría a lo largo de la orilla del lago Ladoga y no podía desprenderse de allí. Desembarcaban entonces en cualquier lugar del despoblado a una chusma de pasajeros furiosos y desesperados con razón, que los otros empujaban sin piedad. Los que estaban amontonados más cerca del borde pagaban el pato de la operación y los más protestones acababan por tomar un baño en el canal, de donde los sacábamos fra ternalmente con pértigas. Una vez hice ese hermoso viaje de pie sobre una plancha y adosado a la chimenea ardiente. El cierzo otoñal me helaba el rostro y el pecho, el fuego de la caldera me abrasaba la espalda, la vista era grandiosa, la sombría bastilla de Schlusselburgo, plana sobre el lago, se hundía lentamente en el azul del horizonte. Al de sembarcar, tenía que hacer a pie unos buenos veinte kilómetros por los senderos del bosque y discutíamos a propósito de eso si era razonable llevar el revólver en la cintura; el arma era evidentemente necesaria, pero podían muy bien matarlo a uno precisamente para quitársela… Nunca me sucedió nada, salvo sufrir de sed. Una vez llegué en pleno bosque a una encantadora casita cuyas ventanas enarbolaban geranios en flor. La campesina me miró con desconfianza y preguntó si tenía yo un pañuelo. «Sí –dije–; ¿para qué? –Aquí, para usted un vaso de agua cuesta un pañuelo. –Váyanse al diablo, malditos cristianos.» Y me fui dejándola en sus persignaciones. El pueblo vecino nos boicoteaba, aunque los niños venían a mirar nos a toda hora como a seres extraordinarios. Al mismo tiempo, lo espiaban todo, y la pala olvidada desaparecía de inmediato. Una noche, nuestra reserva de trigo, alimentos y semillas, para aguantar hasta la cosecha, nos fue robada entera. Fue de veras el hambre y el estado de sitio. Cada noche, esperábamos que intentasen poner en llamas la residencia. Sabíamos en qué casa estaba nuestro trigo, no íbamos a 189
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memorias de un revolucionario buscarlo, empuñando el revólver, como lo esperaban –y eso mismo aumentaba a nuestro alrededor la inquietud y el odio. Un hallazgo magnífico nos permitió comer sopas agrias, que nos calentaban aunque no nos alimentaban: en una bodega, una barrica de pepinillos salados… Gaston Bouley129, capitán de tropas de choque en las trincheras del Argon, luego soldado de la Comuna de Múnich, y ahora nuestro caballerango, proponía en cada comida que devoráramos a la yegua tuerta, y esto provocaba vivas discusiones. En la noche, me levantaba a mi vez, me vestía en la oscuridad para que no pudiesen observarme por las hendiduras de los postigos, me dirigía suavemente hacia la puerta, la abría de repente y saltaba afuera, armado con una estaca y con el revólver en la cintura. Nos habían explicado: tengan cuidado con el hachazo asestado desde detrás de la puerta, hagan rondas ininterrumpidas alrededor de la habitación, toda la noche. Hacíamos las rondas, aunque nos habíamos puesto de acuerdo para no disparar contra las sombras sospechosas o disparar sólo al aire. Los campesinos tenían de todo, pero no querían vender nada a los «judíos» y «anticristos» que éramos nosotros. Decidimos romper ese bloqueo y fui al pueblo con el doctor N.130, viejo creyente y tolstoiano, cuya voz melodiosa y cuya gravedad sonriente debían producir efecto. Una campesina nos negó secamente todo lo que le pedíamos. El doctor abrió el cuello de su blusa y sacó la pequeña cruz de oro que llevaba sobre el pecho. «Somos también cristianos, hermanita.» Y los rostros se iluminaron y nos dieron huevos. Y algunas muchachas se envalentonaron hasta venir a nuestra casa en la noche, cuando cantábamos a coro canciones francesas… De todos modos no era soportable; en tres meses el hambre y la fatiga nos hicieron abandonar la empresa. Desde Cronstadt, Petrogrado vivía bajo el recrudecimiento del terror. La Cheka acababa de «liquidar» allí, mediante una treintena de ejecuciones, el complot de Tagántsev131. Yo conocía un poco al profesor, jurista y uno de los más viejos universitarios de la antigua capital, anciano flaco con grandes patillas blancas. Con él fue fusilado un abogado llamado Bak132, al cual yo daba traducciones y que no me ocultaba sus opiniones contrarrevolucionarias. Fusilado, Dios sabe por qué, el pequeño escultor Bloch que enfrentaba en las plazas 190
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el peligro está en nosotros a trabajadores irritados de Constantin Meunier133. «¿Usted no sabe nada?», me preguntaba su mujer… Yo no podía saber nada, la Cheka se había vuelto mucho menos accesible que poco antes. Con ellos, fue fusilado el admirable poeta Nikolai Stepánovich Gumilev134, mi camarada-adversario de París. Yo solía ir a verlo a la Casa de las Artes de la Moyka. Vivía allí con su mujer muy joven, una muchacha alta de cuello delgado, de ojos de gacela asustada, en una amplia habitación de paredes pintadas con cisnes y lotos, el antiguo cuarto de baño de un comerciante enamorado de esa poesía. La joven mujer de Gumilev me recibió con terror. «¿Cómo? ¿No lo sabe usted? Me lo han quitado hace tres días…», dijo con voz muy baja. Los camaradas del Ejecutivo del Sóviet me tranquilizaron y me inquietaron: Gumilev era muy bien tratado en la Cheka, pasaba una parte de las noches recitando sus versos llenos de noble energía a los chekistas, pero había reconocido haber redactado ciertos documentos políticos del grupo contrarrevolucionario. Todo eso parecía verdad. Gumilev no ocultaba sus ideas. Durante el asunto de Cronstadt, los universitarios habían debido considerar el fin del régimen como inminente y pensar en intervenir en la liquidación. El «complot» no había debido ir más lejos. La Cheka se preparaba a fusilar a todo el mundo. «¡No es el momento de suavizarnos!» Un camarada se dirigió a Moscú para hacer a Dzerzhinski esta pregunta: «¿Podía fusilarse a uno de los dos o tres más grandes poetas de Rusia?». Dzerzhinski contestó: «¿Podemos hacer una excepción para un poeta fusilando a los otros?». Gumilev cayó al alba al borde de un bosque, con el sombrero sobre los ojos, el cigarrillo en los labios, tranquilo, como lo había escrito en un poema que trajo de Etiopía: «Y sin miedo apareceré ante el Señor Dios». Por lo menos tal fue el relato que me hicieron. Yo releía con una admiración mezclada de espanto los versos que él había intitulado El obrero, donde describía al hombre apacible de ojos grises que, antes de acostarse, terminaba «la bala que me matará…»135. Los rostros de Nikolai y de Olga Gumilev habrían de obsesionarme durante años. Otro de nuestros más grandes poetas moría al mismo tiempo de agotamiento, de hambre en una palabra, a los cuarenta y un años, Alexander Blok136. Yo lo había conocido un poco, admirado mucho. 191
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memorias de un revolucionario Con Andrei Biely137 y Serguei Essenin, había creado la visión mística de la revolución: el «Cristo coronado de rosas» que «invisible y silencioso» precede en la tormenta de nieve a los Doce guardias rojos con gorra, los fusiles apuntando a las tinieblas de la ciudad. Me había participado sus rebeldías contra el nuevo absolutismo revolucionario; yo le había oído leer su última gran obra. Se traducían a muchas lenguas sus dos poemas, que han quedado como monumentos espirituales de esa época, Los doce y Los escitas. Uno proclamaba el mesianismo de la revolución, el otro revelaba su antiguo rostro asiático. Tan contradictorios como la realidad. Blok era un gentleman occidental, más bien de tipo inglés, de rostro alargado, grave y que sonreía poco, de ojos azules, sobrio de gesto y de una dignidad refinada. Desde hacía quince años, desde el auge del simbolismo ruso, era el primero de los poetas rusos. Acompañé su despojo hasta el cementerio de Vasilii-Ostrov mientras la Cheka juzgaba a Gumilev. Yo pertenecía a la última de las asociaciones de pensamiento libre; creo ciertamente que era el único comunista allí. Era la Libre Asocia ción Filosófica (Volfila), cuyo verdadero animador era otro gran poeta, Andrei Biely. Organizábamos grandes debates públicos en los que to maba también la palabra un hombrecito enfermizo, de rostro marcado de arrugas perpendiculares, de ojos bizcos, miserablemente vestido, que seguía siendo una de las más altas cabezas de la vieja intelligentsia revolucionaria rusa, el historiador y filósofo Ivanov-Razúmnik138. La discusión llegaba a veces a la gran divagación lírica sobre los problemas del ser, del cosmos y del conocimiento. Lo mismo que Blok, Andrei Biely e Ivanov-Razúmnik se sentían más bien inclinados por su roman ticismo revolucionario hacia el partido perseguido y reducido al silencio de los socialistas de izquierda. Por esa razón y porque los vuelos filosóficos de los poetas rebasaban los límites del marxismo, la Cheka y el partido miraban con ojos turbios a la Volfila. Sus dirigentes se pre guntaban cada día si no iban a ser detenidos. En nuestras reuniones íntimas, en casa de Andrei Biely, que vivía entonces en un amplio cuarto del antiguo estado mayor enfrente del Palacio de Invierno, encima de las oficinas de la milicia criminal, nos preguntábamos cómo mantener un principio de pensamiento libre, cómo demostrar que no era 192
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el peligro está en nosotros un principio de contrarrevolución. Biely sugirió que convocásemos en Moscú un congreso mundial del pensamiento libre y que invitásemos a Romain Rolland, Henri Barbusse, Gandhi. Un coro de voces replicó: «¡Nunca lo autorizarán!». Yo sostuve que apelando a los intelectuales del extranjero, indudablemente incapaces de comprender de veras la Revolución rusa, la intelligentsia rusa corría el riesgo de lanzar el descrédito sobre esta, ya incalificablemente atacada por los emigrados. Andrei Biely, estilista audaz comparable a James Joyce139, poeta y prosista admirable, teósofo (antropósofo, según su propia definición) tenía un poco más de cuarenta años. Molesto por su calvicie, llevaba siempre un gorro negro, bajo el cual sus grandes ojos de mago, de un color de piedra azul verde, no paraban de chispear, su vitalidad intelectual era prodigiosa y prodigiosamente variada. Encarnaba el entusiasmo espiritual con poses de visionario y candideces de niño. Célebre inmediatamente después de la revolución de 1905 por una novela psicológica sobre la época, místico, revolucionario, impregnado de cultura alemana y latina, empezaba a sentirse como una gran fuerza perdida. «¿Qué me queda por hacer en la vida?», me preguntó una noche de desaliento. «¡No puedo vivir fuera de esta Rusia y no puedo respirar en ella!» Le contesté que el estado de sitio tendría que acabar algún día y que el socialismo occidental devolvería a Rusia vastos horizontes. «¿Cree usted?», replicaba pensativamente. Pero, en aquel comienzo de otoño de 1921, abrumados por los duelos del terror, veíamos sucumbir incluso a la Volfila. Bien sé que el terror hasta ahora ha sido siempre necesario en las grandes revoluciones, que estas no se hacen al gusto de los hombres de buena voluntad, sino por ellas mismas, con violencias de huracanes, que el individuo allí no cuenta más que una brizna de paja en un torrente; que el deber de los revolucionarios es utilizar las únicas armas que la Historia nos deja para no ser vencidos estúpidamente. Pero veía también que la permanencia del terror, después del final de la guerra civil y del advenimiento de una era de libertad económica, constituía un inmenso error desmoralizante. El nuevo régimen, estaba y sigo estando convencido de ello, se habría sentido cien veces más fuerte si desde aquel momento hubiese proclamado su respeto socialista a 193
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memorias de un revolucionario la vida humana y al derecho del individuo cualquiera que sea. Me pregunto todavía, puesto que conocí la probidad y la inteligencia de sus jefes, por qué no lo hizo. ¿Qué psicosis de miedo y de autoridad se lo impidieron? Los dramas continuaban. De Odessa nos llegó una monstruosa noticia: la Cheka acababa de fusilar a Fanny Baron (la mujer de Aaron Baron) y a Lev Chorny, uno de los ideólogos del anarquismo ruso. (Fue una vil historia de provocación provincial.) A Lev Chorny140 lo había conocido bien en París, unos doce años antes, cuando vivía, personaje salido de un icono bizantino, la tez color de cera, las órbitas hundidas, los ojos de brasa, en el Barrio Latino, lavando las vitrinas de los restaurantes para ir a escribir después bajo los árboles del Luxemburgo su Sociometría. Salía naturalmente de una cárcel o de un presidio, espíritu sistemático, gran creyente y asceta. Su muerte exasperó a Emma Goldman y a Alexander Berkman. Durante el III Congreso de la Internacional, Emma Goldman había pensado en provocar un escándalo a la manera de las sufragistas inglesas: hacerse encadenar a un asiento de las tribunas públicas y gritar al Congreso su protesta… Los anarquistas rusos la habían disuadido. En el país de los escitas semejantes demostraciones no valían mucho; más valía hostigar a Lenin y a Zinoviev. Emma Goldman y Alexander Berkman141, que sin embargo habían venido a Rusia movidos por una viva simpatía, vivían en tal indignación que toda serenidad de juicio acababa por faltarles y que ya no veían en la gran revolución sino las bajas miserias, un desencadenamiento inhumano de autoridad, el fin de todas las esperanzas. Mis relaciones con ellos se hacían difíciles, tan difíciles como mis relaciones con Zinoviev, al que había planteado varias veces la cuestión de la persecución de los libertarios –y al que evitaba desde el asunto de Cronstadt. Nuestra insistente campaña por la liberación de los perseguidos obtuvo sin embargo un resultado: una decena de anarquistas142 encarcelados, entre ellos el sindicalista Maximov y Vsevolod Volin, fueron autorizados a salir de Rusia. Otros fueron liberados. Kaméniev prometía el exilio a Aaron Baron143, pero esa promesa no fue cumplida. La Cheka debió oponerse a ella. Algunos mencheviques, en particular Martov144, recibieron también pasaportes para el extranjero. 194
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el peligro está en nosotros Cronstadt, aquellos dramas, la influencia de Emma Goldman y de Alexander Berkman sobre el movimiento obrero de los dos mundos, iban a cavar desde entonces un foso infranqueable entre los marxistas y los libertarios. Y esa división desempeñaría más tarde en la historia un papel funesto: fue uno de los factores del desaliento intelectual y el fracaso de la revolución española. A este respecto, mis peores previsiones se han visto confirmadas. Pero la mayoría de los bolcheviques consideraba el movimiento libertario como un movimiento pequeño-burgués en plena decadencia e incluso en vías de desaparición natural. La formación norteamericana de Emma Goldman y de Alexander Berkman los alejaba de los rusos y hacía de ellos representantes de una generación idealista completamente desaparecida en Rusia. (Pues no dudo que se habrían sentido igual de desorientados y de indignados por multitud de cosas en el seno del movimiento de Majno.) Encarnaban la rebelión humanista de fines del siglo pasado, Emma Goldman con el espíritu de organización, el sentido práctico, los prejuicios a la vez estrechos y generosos, la preocupación de la propia persona de una norteamericana inclinada a las acciones sociales, Berkman con la tensión interior de su viejo idealismo. Sus dieciocho años de cárcel (en Estados Unidos) lo habían mantenido en la mentalidad del tiempo de su juventud, cuando para sostener una huelga había ofrecido su vida disparando sobre uno de los reyes del acero145. Cuando su tensión decaía, se volvía taciturno, y no puedo dejar de pensar que las ideas de suicidio lo torturaban ya, aunque sólo mucho más tarde habría de poner fin a sus días (en 1936, en la Costa Azul)146. Los dos me guardaron rencor por haber divulgado en una revista berlinesa147 la existencia de la Confesión de Bakunin, dirigida al zar Nicolás I desde el fondo de una barraca148. Ese documento humano –que en nada disminuye a Bakunin– había sido encontrado en los archivos del imperio y hurtado inmediatamente por unos archivistas. Yo hice conocer su existencia y su contenido a fin de que no fuese posible escamotearlo. Unos marxistas (?) imbéciles pro clamaron inmediatamente el deshonor de Bakunin. Unos anarquistas igualmente tontos me acusaron de calumniarlo. Esas polémicas eran poca cosa. 195
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memorias de un revolucionario … Y el soplo de una desdicha inconmensurable llegó sobre nosotros desde las llanuras abrasadas del Volga. Después del paso de la guerra civil, la sequía se había abatido sobre esas regiones. El hambre hacía huir a millones de hambrientos en todas direcciones. Vi llegar, a pie, en carricoches, algunos de ellos hasta Petrogrado. Ninguno tenía ni la fuerza ni los medios de huir, iban a morir en aquel lugar también por millones. Regiones pobladas por veintitrés millones de habitantes eran devastadas por el azote que llegaba hasta Ucrania y Crimea. El golpe fue tan rudo que el poder vaciló. ¿La dictadura bolchevique vencería al espectro de la muerte macilenta? Vi a Maxim Gorki149, más huesudo, más gris, con las cejas más fruncidas que nunca, y me dijo que un comité de grandes intelectuales y de técnicos no comunistas se estaba formando para apelar a todas las energías del país, y que podría ser el embrión del gobierno democrático de mañana. (El gobierno reconoció al principio a ese comité, a cuya cabeza se encontraban el economista marxista-revisionista Prokopóvich y la publicista liberal Elena Kuskova; luego mandó detener y expulsar a estos últimos.150) Yo no compartía esa opinión. El régimen revolucionario me parecía tener ya una armazón tan sólida que la mano esquelética del hambre no lograría arrancarle el poder. Y le daba a pesar mío plenamente la razón de querer vivir, puesto que tenía fe en su porvenir y sabía que Rusia era incapaz de un nuevo impulso en los siguientes años. Cronstadt, la NEP, la continuación del terror y del régimen de la intolerancia sembraban tal desaliento entre los cuadros del partido que estábamos en plena crisis moral. (En Cronstadt, la gran mayoría de los comunistas habían seguido el movimiento.) Yo vivía en dos grupos de amigos, uno francés, el otro ruso, los dos presa de la misma inquietud. La mayoría de mis camaradas decidían abandonar la vida política o el partido. Novomirski151, alto funcionario de la Internacional, terrorista de 1905, antiguo presidiario, libertario adherido al bolchevismo por la cordialidad de Lenin, devolvió su tarjeta de miembro al Comité Central, por razones de desacuerdo grave. Se consagró a trabajos científicos y nadie pensó en guardarle rencor (pero habrían de acordarse de él en 1937 y entonces desapareció, con su mujer, en los campos de concentración). Uno de nuestros amigos comunes152 196
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el peligro está en nosotros pasó buenamente la frontera polaca y se fue a vivir a Francia, «en una democracia burguesa simpáticamente decadente donde podía por lo menos pensar en voz alta». De mis amigos franceses, Hellfer153, temperamento de aventurero mátalas‑callando, me decía: «Creí ver cambiar al mundo, compruebo que sigue siendo la misma gata revolcada. Me voy a Tahití, donde tengo un amigo. No quiero ver ya más que cocoteros, monos y los menos civilizados posibles». No fue tan lejos y se convirtió en criador de gallinas en un pueblecito perdido de Francia. Marcel Body, obrero socialista, se hizo colocar en una embajada soviética, en Oslo154. Otro logró que lo enviaran a Turquía. Otro fue a dirigir un aserradero en los confines de los bosques del Extremo Oriente. Pierre Pascal se retiró del partido sin escándalo y vivió de traducciones preparando su historia del cisma de la Iglesia rusa155. Yo era más duro en mi fuero interno y tenía, creo, una visión de la revolución más amplia con menos sentimiento individualista. No me sentía ni desalentado ni tambaleante. Estaba harto de algunas cosas, el terror desgastaba mis nervios, los errores que veía acumularse sin poder hacer nada contra ellos me atormentaban. Sacaba la conclusión de que la Revolución rusa, entregada a sí misma, estaría probablemente perdida, de una manera o de otra (no veía cómo: ¿por la guerra o por la reacción desde el interior?); que los rusos, habiendo realizado esfuerzos sobrehumanos para fundar una sociedad nueva, estaban en una palabra agotados; que el remozamiento y la salvación debían venir de Occidente. En lo sucesivo, habría que trabajar para formar en Occidente un movimiento obrero capaz de sostener a los rusos y, algún día, de sustituirlos. Decidí partir hacia Europa central, que parecía deber ser el foco de los próximos acontecimientos. (El estado de mi mujer, que estaba pretuberculosa debido a las privaciones, me incitaba también a eso.) Zinoviev y los camaradas del Ejecutivo me ofrecieron un puesto en Berlín, en la ilegalidad. Si el peligro estaba en nosotros, la salvación también debía de estar en nosotros156.
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5 Europa en el viraje oscuro1 (1922-1926)
Las últimas semanas antes de mi partida estuvieron ocupadas en parte por un asunto completamente banal, pero que, quince años más tarde, en la época de los grandes procesos de Moscú, habría de adquirir entre mis recuerdos una nueva importancia significativa. Uno de mis parientes lejanos, viejo oficial adscrito al Ejército Rojo, llamado Schmerling, iba a ser juzgado por el Tribunal Revolucionario del Ejército –con varios coacusados– por dilapidación de las existencias. Era un viejo honrado; en su calidad de antiguo oficial que servía ahora en la Intendencia, estaba subordinado a un comisario comunista que le enviaba a menudo pequeños papeles ordenando entregar al portador tal cantidad de víveres… Era ilegal; pero ¿podía el «especialista» desobedecer al comisario que de muchas maneras podía mandarlo fusilar? Schmerling obedecía diciéndose que todo eso terminaría en una historia turbia. En efecto, comisarios y oficiales fueron encerrados un buen día, pasibles de la pena capital. Esto coincidía con una campaña de prensa sobre la necesidad de terminar «con mano implacable» con las dilapidaciones de las existencias del ejército, que se habían convertido en una plaga. La ley soviética permitía a todo ciudadano cumplir ante los tribunales la función de defensor; yo me constituí en defensor de Schmerling, bien decidido a sacarlo de aquello sin miramientos por las ficciones jurídicas. El proceso tuvo lugar en el hall, todavía recortado por mostradores de mármol gris, de un ex gran banco de la calle Gógol, antigua calle Morskaia. De inmediato, la intención de los tres jueces militares –que aplicaban una directiva– fue 199
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memorias de un revolucionario visible: dar un ejemplo. Eran cabezas impasibles de las que sólo salían preguntas o réplicas glaciales y congeladoras. El ejercicio de la justicia no tenía nada que hacer evidentemente con la aplicación de una consigna mortalmente utilitaria. Algún tiempo antes, había visto juzgar en Moscú a un oficial superior contrarrevolucionario, en el seno de un ambiente de tribunal popular conmovido y combativo, y el asunto había terminado con una condena de principio. Aquí, en cambio, sentía que los jueces-robot dejaban caer una especie de cuchilla inicua. Los otros defensores me suplicaron que no interviniese para no exasperar a unos jueces tan peligrosos; la sugerencia debía venir de los jueces mismos y cedí a ella. Los cuatro acusados fueron condenados automáticamente a la pena de muerte, veredicto ejecutorio dentro de las setenta y dos horas siguientes –¡y estábamos a sábado! Al día siguiente, domingo, ninguna gestión tendente a obtener un plazo podía tener efecto. Habría que telegrafiar inmediatamente al Ejecutivo central de los Sóviets en Moscú, pero para que el telegrama fuese transmitido debía estar revestido de un sello oficial (los particulares no podían utilizar el telégrafo sin autorización especial). De costumbre, para las peticiones de indulto, el tribunal ponía su sello a disposición de los defensores. Fui a pedírselo a uno de los jueces, un hombre joven, más bien pelirrojo, de boca apretada, de largo rostro áspero, que me lo negó con tono seco. «¿Están ustedes pues empeñados en fusilar a ese desdichado?», pregunté. «¡No tengo por qué darle a usted cuenta!» Aquel joven juez con cara de cuchillo se llamaba Ullrich2 y estaba prometido a la historia. En 1936, fue él quien presidió el proceso de los Dieciséis (Zinoviev, Kaméniev, Iván Smirnov). El sello de la Internacional nos permitió obtener el aplazamiento. En Moscú, el secretario del Ejecutivo Panruso, Avelii Enukidzé, me prometió formalmente el indulto, pero no antes del fin de la serie de procesos que se avecinaban… El viejo oficial pasó largos meses en la celda de los condenados a muerte, esperando cada noche la suprema partida. Luego fue indultado y volvió al servicio. Su familia no me perdonó jamás esa torturante lentitud… El tren cruzó un taciturno no man’s land socavado de trincheras abandonadas, erizado de alambres de púas. Unos soldados con capo200
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europa en el viraje oscuro tes grises, con la estrella roja sobre su falso casco de paño nos vieron tristemente pasar… Estaban flacos y grises como la tierra. ¡Adiós, camarada! A partir de Narva, primera ciudad estoniana, Narva de viejas casas con fachadas en viejo estilo alemán, se respiraba un aire bruscamente más leve y más tónico. Se salía de un vasto campo cerrado sometido a la áspera ley de un entusiasmo helado, se entraba en una pequeña provincia burguesa confortable y aseada cuyas modestas tiendas nos parecieron opulentas y sus uniformes llenos de adornos grotescamente odiosos. Con su pequeño millón de habitantes, sin hinterland 3 económico, Estonia simulaba seriamente un Estado moderno, se permitía tener un parlamento, generales, una diplomacia. Rusificada en buena medida, olvidaba la lengua de Tolstoi, despedía a los profesores rusos de la Universidad de Dorpat (transformada en Tartu) y se improvisaba una intelligentsia nacional sin idioma común con el resto del mundo. ¿Cuánto duraría aquello y a qué precio? Me detuve, literalmente trastornado, en Tallin (antes Reval), delante de las casas en construcción. Había visto destruir tanto que el simple trabajo de los albañiles me pareció conmovedor. El viejo castillo, en la altura, dominaba unas calles desiertas pavimentadas con pequeños adoquines puntiagudos de la Edad Media. Un carruaje arrastrado sobre rieles por caballos seguía una calle bordeada de almacenes y de cafés-pastelerías. Delante de cada una de esas tiendas, los niños rusos, nuestros niños, habrían gritado de alegría. Los niños rusos, por centenares de millares, en los países del Volga, se convertían en esqueletos vivos4. Comprendí mejor que en la teoría lo que significaba la política del «derecho de las nacionalidades», completada por la del bloqueo de la revolución. Yo viajaba ilegalmente con mi mujer, Liuba, y con mi hijo, Vladimir, que todavía no tenía un año5, pero era una ilegalidad fácil. De Petrogrado a Stettin y algunas otras ciudades de Occidente, el camino no presentaba obstáculos. Éramos una docena de delegados y de agentes de la Internacional, discretamente (y a veces ostensiblemente) acompañados por un correo diplomático, Slivkin, grueso muchacho jovial metido en todos los contrabandos imaginables y que había comprado a todas las policías, a todas las aduanas, a todos los controles 201
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memorias de un revolucionario situados en su itinerario. En el último momento, nos habíamos dado cuenta de que la oficina del OMS –Otdiel Mezhdunarodnoy Sviazy, servicio de enlace internacional del Ejecutivo de la IC–, al poner en orden nuestros pasaportes belgas, había omitido mencionar a nuestro hijo… «Nada grave –me dijo Slivkin–, durante los controles haré como que juego con él…» En Stettin, se tomó mucho más trabajo para hacer pasar a «un enfermo», muchacho alto y flaco de mirada negra y puntiaguda, de tez gris, que todas las policías del Reich buscaban como uno de los organizadores, con Bela Kun, de la insurrección de marzo de 1921, Guralsky, en realidad. Heifitz 6, antiguo militante del Bund7, judío, convertido en uno de los agentes de la Internacional más activos. Compré sin dificultades en el Polizeipraesidium de Berlín, por diez dólares y algunos puros, un permiso de estancia auténtico y que, de belga, me transformaba en polaco. Pronto tuve que cambiar otra vez de nacionalidad, para convertirme esta vez en lituano, pues los cafés de Berlín se cubrían de letreros que decían: «No servimos a los polacos». Era el momento de la adhesión a Polonia de varios distritos mineros de la Alta Silesia, a pesar de que un plebiscito había arrojado un resultado más bien favorable al Reich8. Un furor frío se apoderaba visiblemente de Alemania. En un bar del Kurfurstendamm9, acababa yo de pronunciar algunas palabras en ruso cuando un tipo enorme con la cara cubierta de tajos se lanzó casi encima de mí: «¿Es usted polaco? –No –contesté divertido–, lituano… –Entonces, brindemos. Si hubiera sido usted polaco, tal vez lo habría matado…» Se respiraba, en aquella Alemania de después de Versalles, bajo el presidente social-demócrata Ebert10, y la más democrática de las constituciones republicanas, el aire de un mundo agonizante. Todo se mantenía correctamente, la gente era modesta, benevolente, activa, decaída, miserable, disipada, exasperada. Se construía una gran estación en pleno centro de la ciudad por encima de la Spree negra y de la Friedrichstrasse, los inválidos condecorados de la Gran Guerra vendían cerillas en las puertas de los cabarés, donde jóvenes mujeres, en venta como todo lo demás, bailaban desnudas entre las mesas floridas de los comensales. Un capitalismo delirante, cuya alma parecía ser 202
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europa en el viraje oscuro Hugo Stinnes11, sacaba inmensas fortunas de las quiebras. En venta, las hijas de la burguesía en los bares, las hijas del pueblo en las calles. En venta los funcionarios, las licencias de exportación y de importación, los papeles de Estado. En venta las empresas en cuyo porvenir nadie creía ya. El grueso dólar y la delgada valuta orgullosa de los vencedores dominaban la situación, compradores de todo y creyendo incluso comprar las almas. Las misiones militares aliadas, encargadas de un imposible control del desarme, circulaban con bellos uniformes, rodeadas de un odio cortés pero evidente; varias conspiraciones permanentes se ramificaban hasta el infinito: la de los separatistas renanos, pagados por el extranjero, las de las ligas militares reaccionarias y la de los revolucionarios –la nuestra. Oswald Spengler12 anunciaba en términos filosóficos La decadencia de Occidente, ¡vean a Egipto muerto, piensen en el fin de Roma! Los poetas revolucionarios publicaban Daemmerung der Menschen13* (El crepúsculo de los hombres). Los retratos de Oskar Kokoschka, líneas, colores y volúmenes, temblaban de una neurosis cósmica, Georg Grosz trazaba con un rasgo metálico siluetas de burgueses porcinos y de carceleros autómatas bajo los cuales vivían con una vida larvaria prisioneros y proletarios macilentos. Barlach14 esculpía campesinos adormilados por el miedo. Yo mismo escribía: C’est la vie comme une maladie Traitement par le fer rouge, –mais on lui préfère les poisons 15. Las pequeñas iglesias puntiagudas de ladrillo rojo dormitaban al borde de las plazas recortadas en jardincillos. Pesadamente cubiertos por sus cascos, los soldadotes escogidos de la Reichswehr guardaban un ministerio de la Guerra de ventanas floridas. La Madona de Rafael, en su cuarto luminoso de la galería de Dresde, ofrecía a todo el que llegaba su profunda mirada negra y dorada. La organización era tan perfecta que, en los bosques de Sajonia y del Harz, encontraba en plena soledad canastas para papeles y letreros indicadores: «Schoenes Blick»16 –paisaje recomendado, diplomado como quien dice. Las 203
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memorias de un revolucionario ciudades de noche estaban suntuosamente iluminadas. En comparación con nuestra pobreza rusa, el bienestar seguía siendo asombroso. Nadie en aquella Alemania desangrada creía verdaderamente en el porvenir; pocas personas pensaban en el bien público. Los capitalistas vivían en el terror de la revolución. La burguesía media, empobrecida, veía desvanecerse las viejas costumbres y las esperanzas de ayer. Los social-demócratas eran los únicos que creían en el porvenir del capitalismo, en la estabilización de una democracia alemana e incluso en la inteligencia y la benevolencia de los vencedores de Versalles. Tenían la mentalidad esclarecida y optimista de la burguesía liberal de 1848. La juventud se apartaba de ellos. Era nacionalista y socializante. Mi impresión es que deseaba una revolución y la alianza con Rusia para la guerra revolucionaria. La energía, desprovista de pensamiento, se refugiaba en las ligas militares; teñidas de pensamiento doctrinal se polarizaba alrededor del partido comunista. Charles Rappoport 17, muequeando una sonrisa en su barba de cínico, me decía: «No habrá revolución alemana por la misma razón por la que no habrá contrarrevolución en Rusia: estamos demasiado cansados, tenemos demasiada hambre». Vista desde Berlín, la Revolución rusa aparecía como una hazaña magnífica. Conservaba casi toda su aureola de nueva justicia, de nueva organización de la producción, de democracia desconocida. Era verdad para nosotros y para el gran público, verdad incluso para muchos reaccionarios. Los social-demócratas eran los únicos que sólo consideraban sus gastos generales, su carácter despótico, el hambre, las largas guerras y no ocultaban que en su opinión «la revolución costaba demasiado», sobre todo en un país atrasado. En todo caso, estaban bien decididos a no seguir a su vez esos duros caminos. Intentarían más bien acomodarse a un capitalismo exhausto modificándolo poco a poco. Se instalaban en todos los poros del Estado, administraciones, escuelas, municipalidades, policía, y a ratos parecía imposible sacarlos de allí. «¡Qué formidable impotencia!», decíamos. Nuestra miseria soviética, nuestro sumario igualitarismo (con sus mediocres privilegios para los gobernantes), nuestra ardiente voluntad creadora, nuestro desinterés de revolucionarios, en contraste con el feroz cada204
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europa en el viraje oscuro uno-para-sí de la especulación, el lujo arrogante y estúpido de los ricos, el despojo vergonzoso de las masas hacían perdonar fácilmente a la revolución su dureza rectilínea, sus errores, sus costumbres espartanas. Realizábamos en aquel mundo burgués en descomposición una cura de confianza. Yo pertenecía a la redacción del Inprekorr 18, agencia de prensa del Ejecutivo de la IC, que publicaba en tres lenguas, alemán, inglés, francés, materiales copiosos destinados a la prensa obrera del mundo entero. En mi oficina de la Rote Fahne19, fui sucesivamente Siegfried y Gottlieb; en la ciudad, era el doctor Albert; en mis papeles, Viktor Klein y, cuando iba a Rusia, Alexis Berlovski, ex prisionero de guerra ruso en Alemania. Victor Serge fechaba sus artículos reproducidos hasta en China, en Kiev, donde el azar ha hecho que no haya estado nunca… Me mostraba muy rara vez en la Legación soviética, Unter den Linden20, donde conocí sin embargo a Krestinski21 y a Iakubóvich. Si por casualidad me cruzaba con Radek22 en el Kurfurstendamm, intercambiábamos sin saludarnos una mirada de connivencia, pues uno de nosotros podía ser seguido. Yo frecuentaba en Grünewald la casa amiga de Jacques Sadoul23, un comunista francés que vivía bajo un nombre falso, naturalmente, y podíamos ver en el jardín vecino a un señor corpulento paseándose entre sus rosales: el capitán Eckhart24, uno de los jefes de la Reichswehr negra, es decir secreta, y de la conspiración militar. En Zehlendorf, en una villa rosa y cuadrada, bajo altos pinos romanos, en casa de Eduard Fuchs25, todavía vigoroso, nos reuníamos a veces ilegales y emisarios de la Internacional, para hablar de socialismo o escuchar un poco de música. Venían allí Radek, los hermanos Vuyóvich26, el embajador de Austria Otto Pohl, L.-O. Frossard 27, algunos rusos… Fuchs, historiador de las costumbres, coleccionaba las obras de Daumier y de Sleevogt 28, objetos de arte chino y japonés, recuerdos y detalles desconocidos sobre los secretos de la Revolución alemana. Al margen del movimiento comunista, seguía haciendo servicios no exentos de riesgos. Por diversas razones, no me era fácil alojarme con mi pequeña familia, aumentada a menudo por la presencia de algún camarada 205
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memorias de un revolucionario que no estaba en regla con las leyes en su pasaporte. Viví bastante tiempo en un edificio proletario de los alrededores de la estación de Anhalt, en casa de unos obreros espartaquistas. En el momento más crítico, durante la preparación insurreccional de 1923, tenía un pequeño departamento en Schoeneberg, justo enfrente del gran cuartel de la Reichswehr… Y me di cuenta de que mis correos, muchachos jóvenes de una devoción admirable, además de llevar el traje de pana de los militantes, olvidaban cuando venían a verme quitarse la estrella roja del ojal. Estuve varias veces al borde del arresto idiota. A punto de entrar a la galería de la Rote Fahne, mi mujer me retuvo por el brazo: «¡Pasemos pronto, pasemos!». El vestíbulo estaba lleno de uniformes verdes de la Schutzpolizei. Buena idea, de todos modos, la de ponerlos tan a la vista. Alquilé una pequeña oficina separada en la ciudad, en calidad de agente comercial –nunca supe de qué comercio. La redacción de la Inprekorr, animadora intelectual y política del movimiento comunista internacional, era de una impresionante nulidad. A su cabeza, Julius Alpari29, ex alto funcionario de los Sóviets de Hungría, personaje obeso, instruido y fino, no se concebía ya a sí mismo sino como un funcionario destinado a hacer prudentemente, a través de la ilegalidad, una tranquila carrera. No se comprometía nunca, dejaba hacer, empujaba suavemente hacia un conformismo revolucionario honestamente retribuido. «Cuando una mujer bonita dice no, puede querer decir sí –me explicaba con una sonrisa obesa–, cuando un diplomático dice sí, puede querer decir no; cuando yo digo sí o no, no quiere decir ni sí ni no…» La sección alemana estaba dirigida por dos diputados del Landtag de Prusia, Bartz30, exactamente igual al pequeño funcionario detrás de su ventanilla que dibujan los caricaturistas, y Franz Dahlem31, joven, de rasgos duros, de nariz grande, mirada inexpresiva, trabajador sin personalidad, militante sin inquietud, informado sin pensamiento, que nunca hacía una pregunta mínimamente viva, pero aplicaba cuidadosamente las consignas y las directivas. El tipo del suboficial comunista. Ni tonto ni inteligente: obediente. Bartz murió convertido en buen diputado obrero; Alpari continuó hasta la caída de París su carrera de agente de la Internacional; Franz Dahlem, convertido, después del arresto de 206
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europa en el viraje oscuro Thaelmann32, en líder del Partido Comunista alemán, internado en Francia, fue entregado a la Gestapo por el gobierno de Vichy, muy probablemente para que lo mataran. Había hecho concienzudamente todas las bajas tareas del comunismo totalitario. Ya desde 1922 la Internacional, sin quererlo, modelaba funcionarios para toda tarea, prontos a la obediencia pasiva. Nadie comprendió en la Internacional la marcha sobre Roma y el advenimiento de Mussolini33, salvo algunos militantes aislados (entre los cuales me contaba, pues había seguido de bastante cerca la subida del fascismo). La opinión de los dirigentes fue que esa forma bufa de la reacción se desgastaría pronto preparando el camino a la revolución. Yo decía, por el contrario, que aprendiendo de la Revolución rusa, en lo que se refiere a la represión y al manejo de las masas por la agitación, esa nueva forma de contrarrevolución, logrando arrastrar a una multitud de ex revolucionarios decepcionados y ávidos, se impondría para muchos años. La Internacional y el gobierno soviético buscaban sus caminos en dos planos paralelos, con dos objetivos distintos: formar con vistas a los próximos acontecimientos partidos disciplinados en toda Europa; hacerse tolerar por el mundo capitalista y obtener de él créditos para la reconstrucción de Rusia. Si esos créditos se hubieran obtenido, el régimen soviético hubiera evolucionado probablemente hacia cierto liberalismo. Sé que en la época de la conferencia de Génova (mayo de 1922) 34, Lenin y Kaméniev estudiaron el retorno a cierta libertad de prensa y que se habló de autorizar en Moscú la creación de un diario sin partido. Pudo haber nacido una revista literaria realmente independiente. Se preveía también alguna tolerancia religiosa, aunque la miseria obligaba a incautarse en las iglesias de los metales preciosos, lo cual provocaba conflictos innumerables y ejecuciones. Génova fue un fracaso para Rusia, a pesar de la flexibilidad de Chicherin y de Racovski; Chicherin se desquitó en Rapallo firmando con Alemania un tratado de amistad35 que colocaba decididamente a la Unión Soviética del lado de los vencidos de Versalles. La conferencia de las tres Internacionales36 reunió por primera vez alrededor de una sola mesa, en una de las salas de trabajo del Reichstag, a los hermanos enemigos: dirigentes de la Internacional Socialista, 207
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memorias de un revolucionario dirigentes de la Internacional II y media, como llamábamos por burla a los pequeños agrupamientos reunidos en una posición intermedia entre la de los reformistas y la de los bolcheviques, dirigentes de la III Internacional. Yo asistí a la conferencia en calidad de periodista. Esos hombres formaban un impresionante contraste físico. Los socialistas, Abrámovich, Vandervelde37, Friedrich Adler, tenían finos rostros prematuramente envejecidos de intelectuales occidentales, modales de buenos abogados; todo su comportamiento expresaba la moderación; frente a ellos, el viejo rostro enérgico y cuadrado de Clara Zetkin, el rostro móvil y sarcástico de Radek, la dura bonachonería de Bujarin. Los socialistas insistían –con razón– en la cesación de las persecuciones políticas en Rusia. Bujarin me decía: «No es más que un pretexto; esas gentes están bien decididas a no pelear por el socialismo». Y añadía a manera de directiva: «Nuestra prensa debe atacarlos a fondo». El proceso del Comité Central del Partido Socialista Revolucionario38 ruso acabó de arruinar toda posibilidad de acercamiento. Los S-R habían tomado parte en la guerra civil contra nosotros. En 1918, uno de sus terroristas, Semiónov, había organizado en Petrogrado el asesinato del tribuno bolchevique Volodarski; Dora Kaplan había disparado contra Lenin. Habiéndose pasado al bolchevismo, este Semiónov hizo confesiones singularmente completas… (y más tarde se convirtió en agente secreto del Guepeú). Se estudiaron las entretelas de los atentados cometidos contra Lenin (los autores del primer atentado, el de Petrogrado39, habían entrado mientras tanto en el Partido Comunista), y el proceso terminó con una condena a muerte condicional pronunciada contra los doce principales acusados (Gotz, Timoféiev, Kendelman, Guerstein…)40. Desde Berlín, yo seguí ese asunto con angustia. Una vez terminada la guerra civil, ¿irían a verter la sangre de un partido vencido que bajo el antiguo régimen había proporcionado tantos héroes a la revolución? El Buró Político vacilaba. Yo oía decir a algunos: «Vamos a un conflicto inevitable con las masas campesinas. Ese partido campesino tiene porvenir. Por lo tanto hay que decapitarlo». Yo conspiraba con algunos amigos para impedir esa desgracia. Clara Zetkin41, Jacques Sadoul, Souvarine hicieron presión en ese sentido; Maxim Gorki 208
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europa en el viraje oscuro envió a Lenin una carta de ruptura42… No corrió la sangre. Trece años más tarde, habría de ver al viejo Guerstein, idealista inflexible y atormentado, morir deportado en Orenburgo, en una miseria casi completa. (Gotz, en 1936, estaba todavía deportado en una ciudad del Volga. Funcionario de finanzas, gozaba de una real autoridad. Fue torturado y muerto en Alma Ata en 1937.) Poco después, a fines de 1922, hice un corto viaje a Moscú43. Rusia revivía, Petrogrado curaba sus llagas y salía del deterioro. Las noches, con su alumbrado lamentable, inspiraban una infinita tristeza, pero la gente no tenía ya hambre, una alegría de vivir se expresaba en todo. El terror había cesado sin haber quedado abolido, la gente se esforzaba en olvidar la pesadilla de los arrestos y de los fusilamientos. Una literatura nueva estallaba con el cenáculo de los Hermanos de Serapión44 y con nombres desconocidos la víspera que se clasificaban de pronto como grandes escritores: Boris Pilniak, Vsevolod Ivanov, Constantin Fedin45. Sus obras eran densas y rudas, cargadas de un humanismo viril y de espíritu crítico. Les reprochaban que no fueran comunistas, ni con mucho, pero los publicaban, los querían46. La gran tradición de la literatura rusa, interrumpida por los años de huracán, renacía en el segundo año de la pacificación. Era una maravilla. Pequeños comerciantes surgían por todas partes, multitudes pululaban en los mercados, los cabarés exhalaban música, muchachitos descalzos corrían en las calles al amanecer, siguiendo a los coches de caballos, para ofrecer flores a las parejas… Había muchos mendigos, pero no se morían de hambre. En los círculos dirigentes empezaba a hablarse del Plan de Reconstrucción preconizado por Trotsky47. País en convalecencia, país en marcha. En el Kremlin, volvía a encontrar el ambiente que me era familiar. Una sesión ampliada del Ejecutivo de la IC estudiaba no sé qué problemas. Encontré allí a Amadeo Bordiga48, más negro, más fortachón, más combativo que nunca, librando esta vez un combate por la moralidad revolucionaria. Zinoviev lo escuchaba sonriendo. Jacques Doriot se volvía alguien… La corrupción, el servilismo, la intriga, los informes ocultos, el espíritu oficial empezaban a desempeñar en los servicios de la Internacional un papel creciente. Lo peor era que, para conservar una in209
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memorias de un revolucionario fluencia o una función política, había que ofrecer a los rusos y a sus emisarios una constante aprobación. El dinero, por lo demás, estaba en sus manos, los otros partidos hacían el papel de parientes pobres. Dirigidos por políticos acostumbrados a la vida burguesa, no revelaban ninguna capacidad de propaganda o de acción. La Internacional, para insuflarles vida, utilizaba dos o tres medios: ponía a su cabeza a eminencias grises, rusos en su mayoría, es decir extraños a la mentalidad occidental y devotos de Zinoviev; enviaba fondos considerables; apartaba a los viejos políticos fogueados para sustituirlos por jóvenes que a veces no eran más que jóvenes ambiciosos. Los partidos iban de crisis en crisis. En la encrucijada de Berlín, encontraba a muchos delegados y emisarios. Entre ellos, a un joven metalúrgico de SaintDenis, Jacques Doriot49, al que cotizaban mucho como «una fuerza». Frossard me aseguraba su voluntad de servir a la Revolución rusa y de no regresar a los carriles del viejo socialismo parlamentario de la III República. Pierre Sémard50, secretario del sindicato de ferroviarios, alto, de andar balanceado, con una cabeza característica de proletario de los suburbios de París, hablaba de la obrerización del partido. Louis Sellier51 se desbocaba hablando de la reforma financiera de la URSS, de la cual, según vi en seguida, no entendía nada… Frossard rompió con la Internacional algunos meses más tarde. Sémard habría de seguir al partido hasta la muerte, a pesar de muchas humillaciones, a pesar de la acusación infamante de haber pertenecido a la policía, aviesamente lanzada contra él cuando quisieron apartarlo de la dirección. (Los nazis lo fusilaron en París el 15 de abril de 1942.) Marcel Cachin contaba cómo había exhortado a Lenin a no marchar sobre Varsovia: ¡ah, si lo hubieran escuchado! Simpático, cordial, con la cabeza entrecana de un viejo marino o de un viejo minero bigotudo, de voz emocionada, hablaba únicamente un francés perfecto de orador parlamentario, pensaba únicamente como hombre de tribuna, adoraba al partido, vivía únicamente de su popularidad y, para alimentarla, se esforzaba en seguir la corriente de opinión más fuerte, que sabía husmear en seguida. Bastante inteligente, viéndolo prácticamente todo, sufrió sin duda mucho y mucho tiempo sin sublevarse nunca. ¿Qué habría sido de él fuera del partido, del parlamento, etc.? [(En 210
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europa en el viraje oscuro el momento en que escribo, me entero de que a los setenta y dos años, Marcel Cachin acaba de desaparecer en Bretaña, país ocupado, tal vez secuestrado por los doriotistas, en respuesta a los atentados comunistas cuya actividad acababa de desaprobar bajo la presión de las autoridades nazis.) El escritor alemán Arthur Hollitscher, en el que me gustaban la noble cabeza de cabellos blancos y el sentimiento trágico de ese final de una Europa, me decía: «Todos estos hombres de la Internacional están destinados a ser triturados de esta o de otra manera. Yo estoy bastante lejos de ellos, pero les tengo cariño por eso. Su alegría, su apetito de vivir, me gustan y me duelen…» Y yo le contestaba que las grandes borrascas sociales hacen héroes y mártires incluso de los mediocres, de los ambiciosos sin escrúpulos y de los pobres diablos vacilantes…]52* Pero en general nuestro material humano y los hombres que acabo de nombrar entre muchos otros eran de una buena calidad media. El conflicto de las reparaciones impuestas a Alemania por el Tratado de Versalles se agravaba día a día. En el momento en que Vorovski53, viejo humanista marxista, embajador de los Sóviets en Italia, cayó, acribillado de balas en Lausana por un joven emigrado ruso blanco, el ambiente era tal en Alemania que una orden de Moscú mandó hacer en ocasión del traslado del cuerpo una gran manifestación comunista y prosoviética. Llegó, una tarde brumosa, el momento de la entrada en la estación de Silesia del furgón mortuorio; una multitud tensa, que había llegado con banderas rojas, rodeaba la estación oscura. Un camión cargado de flores y erizado de banderas sirvió de tribuna a Radek. Lo rodeaban antorchas. Su voz estridente se perdía en la noche electrizada. Pero se distinguía bien su silueta delgada y dura. El embajador Krestinski siguió el convoy a pie, protegido únicamente por jóvenes comunistas alemanes. Krestinski era un hombre extraordinariamente inteligente, prudente y valeroso. No vivía sino para el partido de la revolución, estaba allí en una especie de exilio, pues había sido destituido de la secretaría general a causa de sus veleidades de democratización. Todavía joven, de una miopía asombrosa que daba a su mirada fina, oculta bajo unos vidrios de medio centímetro de espesor, una expresión tímida, de cráneo alto y 211
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memorias de un revolucionario desnudo, una brizna de barbita negra, hacía pensar que era un sabio y era en realidad un gran técnico del socialismo. Se oponía a los riesgos inútiles sin temerlos, pronto en varias circunstancias a defender la embajada a tiros, con sus secretarios y sus mozos. Aquella noche, se negó a tomar precauciones personales, diciendo que era bueno que el embajador de la URSS en Berlín se expusiera un poco. La manifestación con antorchas alrededor del féretro de Vorovski abrió el periodo de movilización revolucionaria. El gobierno de Cuno54 declaraba a Alemania incapaz de seguir pagando las reparaciones. La Schwerindustrie55 que estaba detrás de él suspendía así sobre Europa la amenaza de una bancarrota del Reich e incluso de una revolución. Poincaré mandaba ocupar el Ruhr por las tropas francesas56, que fusilaban a un agitador nacionalista, Schlageter57. Unos agentes franceses creaban un movimiento separatista renano. Los acontecimientos, que yo seguía hora a hora, se precipitaban a un ritmo vertiginoso58. Inflación catastrófica, especulación sobre las valutas; el cambio del dólar varió hasta dos veces por día y los poseedores de los preciosos papeles verdes emitidos por los bancos federales norteamericanos, en los intervalos entre telefonazos que anunciaban la nueva alza, se apoderaban de las mercancías en los almacenes… En las arterias centrales de las grandes ciudades no se veía sino gente corriendo con paquetes. El pueblo alemán, por su parte, se amotinaba a las puertas de las panaderías y de los almacenes; no se adoptaba ningún racionamiento. En las calles se estancaban aglomeraciones. ¿Cuántos trillones se necesitaban para franquear una carta? Yo veía en la caja de un almacén Wertheim a una viejita con cuello de pasamanería negra sacar de su redecilla billetes de cien marcos del año anterior: del tiempo de Walter Rathenau59… «Pero si ya no valen nada, gnaedige Frau (honorable dama…). –¿Qué dice usted? No comprendo…» La gente suelta la carcajada. Walter Rathenau yacía en su tumba, con el cuerpo destrozado: ese gran judío había soñado con un neocapitalismo alemán inteligentemente organizado; y había hablado de ello con Radek. No lejos de la Alexanderplatz y del Polizeipraesidium, saquean en buen orden un pequeño almacén. ¡Que nadie se lleve más de tres latas de conserva! ¿eh? Disciplina proletaria. En otro lugar, veo saquear un 212
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europa en el viraje oscuro comercio de calzado. Dos voluntarios vigilan en la entrada, la gente prueba apresuradamente, suela contra suela, el número de su calzado, y algunos que no han encontrado zapatos a su medida, se van con las manos vacías, concienzudos… Por la noche, en esas mismas calles de la Alexanderplatz, oigo de repente silbatazos; respondiendo a la señal, surgen sombras de todas partes, se reúnen ante una tienda judía: gritos, llantos, tintineo de vidrios rotos se elevan durante un momento; al acercarse la patrulla de los Schupos que llega a paso veloz, el ruido se apaga, las sombras huyen. A la mañana siguiente la calle presenta un espectáculo de motín extinto. Unos edredones reventados la han inundado de plumas. Ya no hay calles ricas, aunque los cabarés siguen acogiendo a los calaveras: seguirán abiertos hasta el fin del mundo. Los Schieber (mercanti) llevan abrigos de pieles y viajan en coches imperiales. Conocen el precio justo de las acciones, de las mercancías, de los barcos, de las criaturas y de las máquinas, de los ministros y de los funcionarios de policía con uniforme verde moho. El pueblo no conoce ya el precio de nada. Yo pago tres grandes panes morenos por semana al viejo ingeniero que me alquila un apartamento. «¿Y si no puedo encontrar pan con este papel –me pregunta–, qué hago?» Es un antiguo amigo del rey de Sajonia, tiene setenta y cinco años. No puedo aconsejarle que ayune o que vaya a romper escaparates… Las mujeres de obreros de Wedding, Neukolln, Moabit, tienen esa tez gris que conocí por primera vez en los prisioneros de las casas centrales, después en la población de las ciudades hambrientas de la Revolución rusa. Pocas luces en las ventanas, grupos sombríos en la calle. Cada día tiene su alboroto de huelgas, cada noche estallan pistoletazos en el turbio silencio. La voz del agitador comenta eso entre los rostros de la calle. Social-demócrata moderado, moderadamente exasperado, comunista ardiente, patriota afiliado a las ligas secretas, están casi de acuerdo: Versalles es un nudo corredizo para la nación alemana, ¡ay de Francia, ay de Polonia, ay del capitalismo! La situación es ventajosa para los comunistas: la Alemania industrial y la Rusia agrícola pueden, uniéndose, lograr la salvación del mundo. Radek consigue imponer su «táctica Schlageter»60 de acercamiento a los nacionalistas. Es jugar con fuego –¡juguemos con el fuego! ¿Por dónde empezar? 213
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memorias de un revolucionario Nuestros agitadores lo dicen con una palabra que estalla en sus labios: Loschlagen! ¡Golpear! La decisión está tomada. Golpeamos. No falta sino escoger el instante, después de una buena preparación a fondo. Se publican en varias lenguas las conferencias pronunciadas en la Escuela de Guerra de Moscú por Trotsky sobre este tema: «¿Puede fijarse de antemano la fecha de una revolución?»61. La Sajonia y la Turingia rojas, gobernadas por gabinetes obreros (comunistas y social-demócratas) forman dos divisiones rojas. Las armas vienen de Checoslovaquia. Las armas las vende la Reichswehr. Los dólares vienen de Rusia. (Se da el caso de que la Reichswehr, habiendo entregado al caer la noche un vagón lleno de carabinas cortas y cobrado en dólares nuevos, avisa a la Schutzpolizei que viene al alba a apoderarse del vagón…) Recomienden a los jóvenes militantes que hagan contactos en la tropa; a los ferroviarios que guarden mejor los vagones, camuflándolos; a los camaradas encargados de los transportes, que sean diligentes, ¡carajo! Por la noche, en las rejas de los cuarteles, muchachas de trenzas recogidas coquetean con los jóvenes cubiertos de cascos: «¿Sacará usted las granadas, querido?». Liebeslied, dulce romance. ¿No se echarán para atrás las masas? El partido sólo se ha decidido después de las primeras grandes huelgas de la región renana y ha frenado el movimiento para no malgastar las fuerzas. ¿Esas fuerzas se concentran o se enervan? El hambre desorienta. Cuando la Internacional haya puesto todo en regla, ¿qué habrá sucedido en la cabeza de los social-demócratas –que desconfían de los comunistas– y de los hombres de la calle? Desde Moscú donde tiene su sede el Ejecutivo, Boris Souvarine62 me escribe: «Vamos a intentar sustituir a Lenin nosotros mismos…». El Ejecutivo fija la fecha de la insurrección para el 25 de octubre, aniversario de la toma del poder en Petrogrado en 1917. ¡Poco importa en este momento la diferencia de los calendarios juliano y gregoriano!63 Contesto a Souvarine64, escribo a algunos otros en Moscú que si la iniciativa del partido no va ligada al movimiento espontáneo de las masas, está vencida de antemano. Cada día me entero de una nueva apropiación de depósitos de armas. La espera tensa de los suburbios parece relajarse inexplicablemente. El obrero 214
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europa en el viraje oscuro sin trabajo pasa, por bruscas gradaciones, de una fiebre de insurgente a una lasitud de resignado. Voia Vuyóvich, llegado de Moscú, tiene bajo una gran frente abultada un joven rostro iluminado por ojos grises. Conozco su vida militante comenzada durante la retirada de Serbia. Voia se hizo socialista, pues había en aquel desorden de vencidos hombres que seguían pensando con calma. Después la cárcel en Francia, los pequeños comités, la Internacional, los viajes ilegales, los mensajes secretos, la intriga fraccional en los viejos partidos socialistas. En el congreso de Livorno65, Voia fue uno de los artesanos ocultos de la escisión del PS italiano. «En el Ruhr, la propaganda entre las tropas de ocupación dio resultados tangibles… Un agente provocador fue abatido en Colonia…» Voia piensa que venceremos en la fecha fijada: «Todo sucederá mucho mejor que en Rusia…». Deseo que tengas razón, Voia. Otros preparan para después de la insurrección equipos de «limpiadores» que diezmarán al personal de la contrarrevolución. Los cuadros superiores tienen impulso, pero son los únicos que lo tienen. Un militante de la sección militar del Komunistische Partei Deutschlands a quien planteo brutalmente esta cuestión algunos días antes de la insurrección, me contesta mirándome a los ojos: «Pelearemos muy bien, pero seremos vencidos». Es lo que todos sentimos, mientras el Comité Central del KPD reparte entre sus miembros las carteras de un gobierno de comisarios del pueblo y mientras Koenen66, que tiene una barbita de cabra pelirroja e impertinentes de profesor, nos expone en nombre del servicio de información del CC que todo va magníficamente. Vuelve a demostrarlo al día siguiente de la incautación de los principales depósitos de armas de Berlín. El azar es mi principal informador y me tiene admirablemente al corriente. Me entero de que han detenido, al salir de la casa de Willi Muentzenberg67, a un funcionario del partido que llevaba justamente en su portafolios la contabilidad del armamento destinada al Ejecutivo; que el partido en una palabra está desarmado en la capital; que su disolución está decidida en principio. Doy aviso de esto, por intermediarios, puesto que se ha hecho imposible abordarlos, a los miembros del CC. Me mandan contestar que eso es un chisme que corre por las 215
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memorias de un revolucionario calles, pero que ellos saben a qué atenerse: ¡no se atreverán! «Seguro, si somos vencidos…» Lo están ya, todavía no lo sospechan. Todo está listo para tomar el poder el 25 de octubre de 1923. Primero en la Sajonia y en la Turingia roja. Conforme a las directivas del Ejecutivo, Brandler, Heckert y Boettcher han entrado en el gabinete formado en Dresde por el social-demócrata Zeigner68. En la mente de los comunistas, es el gobierno de la preparación insurreccional; en la mente de los social-demócratas, tal vez no es más que un gobierno de crisis como cualquier otro: una vez más todo se arreglará. El 21, una conferencia de los comités de fábricas69 se reúne en Chemnitz, prefigurando el congreso de los consejos obreros que proclamará la dictadura del proletariado. Las centurias obreras lo protegen. Esos muchachotes orgullosos de llevar en la casaca deportiva la estrella de cinco puntas, esos viejos espartaquistas que han vivido las jornadas de 1918, la insurrección de enero de 1919, el asesinato de Karl y de Rosa en pleno día, en plena ciudad, la dictadura del hombre sangriento, Gustav Noske70, honesto social-demócrata –esos hombres están dispuestos a todo lo que se les pida. Vivo entre ellos, me interrogan tímidamente sobre Rusia, los hijos mayores estudian la técnica del combate callejero. Mientras sesiona la conferencia de Chemnitz y mientras Eberlin71 prosigue en Berlín preparativos secretos, los expertos militares rusos examinan la situación estratégica. Entre ellos, Iuri Piatakov, que tiene la experiencia de la guerra civil en Ucrania (y, según creo, Lozovski). Con semejante armamento apenas se podría combatir en los campos de Kiev. Lo único que queda es dar contraorden sobre la insurrección. Los compañeros regresan de Chemnitz con cara larga. Algunos correos parten hacia todos los Bezirks –distritos– del país con contraorden. ¿Nos dejarán volver a tomar aliento, completar el armamento? Sería una locura creerlo. Somos pocos los que nos damos cuenta, en el primer momento, de la extensión de la derrota. La contraorden no llega a Hamburgo, donde trescientos comunistas comienzan la revolución72. La ciudad está glacial de silencio y de espera concentrada; se lanzan, cargados de un entusiasmo terrible, organizados con método. Las comisarías de policías caen una tras otra, se instalan tiradores en las buhardillas que dominan las encru216
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europa en el viraje oscuro cijadas, Hamburgo está tomada, aquellos trescientos la han tomado. Alemania entera no se ha movido, la ciudad misma no se ha movido. Las amas de casa van de compras mientras la policía reaparece y vuelve a tomar confianza, se pone a tirotear contra invisibles insurgentes que se evaporan al acercarse. En los barrios obreros la gente se muerde los puños. «Otro putsch más –dicen los social-demócratas–, ¿es que no aprenderán nunca?» Les contestamos: «¿Y ustedes qué han aprendido?». La izquierda del partido denuncia a los dirigentes, que son de derecha, el dialéctico Thalheimer73 y el albañil jorobado de pesada cabeza, de mirada maliciosa, Brandler. La izquierda se pregunta si el Ejecutivo va a comprender finalmente que «nosotros somos los de verdad», los únicos revolucionarios, los únicos dirigentes posibles de una revolución alemana. Ruth Fischer, Arcadi Maslov, Heinz Neumann, Arthur Rosenberg74 sienten que ha llegado su hora. Veo algunas veces a Rosenberg en la Rote Fahne. Ese intelectual de gran clase me asusta un poco cuando me pregunta: «¿Cree usted verdaderamente que los rusos quieren la revolución alemana?». Él lo duda. Heinz Neumann, joven pálido y burlón, actúa en la conspiración con un brío de actor apasionado y un valor auténtico. Tiene un falso bigote en su bolsillo, acaba de evadirse de una comisaría de policía en Renania, se escapa en el último minuto de una casa cercada, roba cartas en la casa de los camaradas que lo alojan y que son de la tendencia opuesta, lleva a la par tres o cuatro actividades, una para el partido, otra para el partido de izquierda en el partido, otras cuantas, más peligrosas, sin olvidar a las mujeres… Veinticinco años, cierto infantilismo, algún cinismo en sus dichos, una facultad de asimilación de niño prodigio, sentido de la historia, juicios implacables sobre los viejos, el amor de una clase obrera teórica en comparación de la cual la clase obrera no es sino material humano muy imperfecto. «No hay todavía verdaderos bolcheviques en Alemania. Estamos podridos de moderación, de sabiduría, cuellos duros, respeto por el Polizeipraesident, no rompan los vidrios de los faroles, por favor. El proletariado es el orden. Necesitamos pasar por el fascismo para curarnos de esa viruela.» Heinz viene a veces, después de la caída de la noche, a hablar conmigo de estas cosas, él que es buscado por todas las policías, 217
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memorias de un revolucionario a mi casa, la casa de alguien que está fichado y que vive enfrente del cuartel de Lichterfelde… El presidente social-demócrata Ebert responde a los disturbios agonizantes dando plenos poderes al general Von Seeckt75, cuyo rostro ascético emerge de repente en los periódicos. El general Müller76 entra en Dresde con un regimiento y destituye al gobierno Zeigner: ninguna resistencia. Von Seeckt, seguido de un ordenanza, da un paseo a caballo todas las mañanas por el Tiergarten. Heinz Neumann aposta en su camino a dos obreros, buenos tiradores, armados de brownings. Dos veces esos proletarios flaquean, Von Seeckt pasa… El 9 de noviembre, Adolph Hitler, pequeño agitador de un partido minúsculo que se agita en Baviera, intenta su ridículo golpe de Múnich… Balance: un disparo al techo por encima de las jarras de cerveza, catorce muertos en la calle, el futuro Führer bocabajo sobre el pavimento, y esperado por una cárcel muy confortable77. ¡Vamos, ni la izquierda ni la derecha sirven para nada! La República de Weimar sólo sobrevive a la crisis de octubre-noviembre de 1923 por la fuerza de inercia de las masas. Sus adversarios, revolucionarios y contrarrevolucionarios, no tienen agallas y no son seguidos. El grueso de la población no se compromete, pues no tiene confianza ni en los unos ni en los otros. Se necesitarán años de decepciones para que se vea a algunos trabajadores desocupados venderse por un mendrugo de pan al partido nazi, a otros seguir sin creer en ella a una confusa esperanza. Nada puede hacerse sin las masas social-demócratas, y se subdividen en funcionarios instalados en el régimen que se hunde y en obreros instruidos dominados por el miedo a la revolución: la de Rusia, la única que ha tenido éxito, ha conocido demasiada hambre, establecido demasiado terror, ahogado prematuramente demasiadas libertades. Trotsky explicará la derrota de Alemania por «la crisis de la dirección revolucionaria»; pero esa crisis traducía la de la conciencia popular por una parte, y por otra parte la de la Internacional, ya burocratizada. Se había hablado de llamar a Trotsky a Alemania en las horas decisivas: esa sugerencia irritó a Zinoviev. ¿Por qué no él, efectivamente? El Buró político había decidido en principio llegar si era necesario hasta la intervención militar para sostener la insurrección en Alemania; y se 218
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europa en el viraje oscuro preparaban divisiones… Ahora el Ejecutivo, preocupado sobre todo por su propio prestigio, condena «el oportunismo» y la incapacidad de los dos jefes del KPD, que no han sabido hacer la revolución alemana, Brandler y Thalheimer. ¡Pero si no arriesgaron un solo gesto sin consultar al Ejecutivo! ¡Pero si Brandler se enteró en el tren de que habían hecho de él un ministro sajón! ¿Qué es lo que dice? ¿Pretende pues desacreditar al Ejecutivo? ¿El prestigio de la IC es o no más importante que lo que usted llama la verdad y que el interés moral de las personas? Se necesitan chivos expiatorios. La mentira, las cortinas de humo, la disciplina desmoralizadora que violenta las conciencias nacen de la derrota. Del mal más profundo nadie habla. Todo el partido vivía del bluff involuntario de los funcionarios preocupados por no contrariar a sus dirigentes; la información falsa nacía en la base del interés del pobre tipo que, para no perder su empleo, certificaba al organizador del Bezirk o del CC que existían efectivamente los cincuenta hombres disponibles y que los cincuenta máusers habían sido comprados –cuando en realidad tenía diez hombres y trataba en vano de comprar los máusers. La información falsa subía escalón tras escalón por toda la jerarquía de los secretarios para que finalmente el delegado del CC del KPC viniese a decir al presidente de la Internacional: «Estamos listos», cuando nada estaba listo y todo el mundo lo sabía en el partido, salvo aquellos que redactaban los informes confidenciales… Ahora, la crisis de la Internacional queda abierta. Presentimos que a través de ella es la crisis de la Revolución rusa la que se abre. ¿Qué va a hacer la República de los Sóviets, sin reservas de oro, sin créditos, con su industria ridícula, en presencia de ese desastre? La misma mañana de la proclamación de la dictadura de Von Seec78 kt , yo tomaba el expreso de Praga, con mi mujer y mi hijo, que tenía cuatro años 79. Habíamos atravesado días críticos trabajando prácticamente sin dinero, sin identidad de repuesto, suciamente abandonados en el último minuto por la embajada soviética, que no estaba dispuesta a comprometerse ayudando a unos ilegales. En el coche, unos viajeros preguntaron a mi hijo, que sólo hablaba bien el alemán, qué haría cuando fuese grande, y contestó sin vacilar: «Krieg gegen die Franzosen!» («¡Guerra a los franceses!»). 219
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memorias de un revolucionario Praga era un oasis de bienestar y de urbanidad. Gozaba, bajo el sabio presidente Masaryk80, de los beneficios de la victoria: desahogo y libertad. Estuve allí muy poco, admirando sus viejas calles, las aguas claras del Vltava, las estatuas tan vivas del puente Karl, las frondas y las nobles construcciones del Hradschin a lo lejos. Que una simple frontera trazada sobre un mapa y vigilada por apacibles aduaneros pudiese crear entre dos países de cultura tan cercana, de tan profunda unidad europea, semejantes diferencias de condiciones, era algo que formaba un extraño e inquietante espectáculo. Viena se reponía penosamente de su crisis de inflación; Austria, comprobando que no podía vivir en sus estrechas fronteras, ganaba tiempo construyendo habitaciones obreras y haciendo buena música en sus más pequeños cafés… Llegué con un pasaporte diplomático de servicios que me devolvía mi identidad, pero poniéndome en una situación un poco embarazosa, pues no figuraba en las listas oficiales. Andrés Nin, secretario de la Internacional Sindical roja, con Lozovski, de paso por Viena, me informó de que Lenin iba a morir. Lenin parecía tener todavía toda su conciencia, sin medios de expresión ni de trabajo. Apenas lograba tartamudear unas palabras; le deletreaban letra por letra el título del Pravda. Tenía a veces miradas preñadas de una amargura inexpresable. Se había manifestado una mejoría. Había querido volver a ver el Kremlin, su mesa de trabajo, sus teléfonos; lo llevaron allá… «Te lo imaginas, sostenido por Nadiezhda Constantinovna (Krupskaia)81 y Nikolai Ivánovich (Bujarin), arrastrando sus pasos de inválido a través del gabinete, mirando, aterrado de no comprenderlo ya, el mapa de la pared, tomando entre sus dedos lápices para esbozar una firma, todo eso como un fantasma, como un desesperado que se sobrevive… Bujarin lo visita a menudo en su casa de campo de Gorki, Bujarin se hace el bromista delante de él, luego se esconde detrás de un arbusto y lo mira con ojos borrosos de lágrimas… Es de veras el fin, viejo. –¿Y después? –Después, será la bronca. La unidad del partido sólo se sostiene ya por esa sombra.» Yo recordaba una frase de Lenin al doctor Goldenberg, viejo bolchevique que vivía en Berlín y que Lenin había hecho venir urgentemente para consultarlo al principio de su enfermedad. «¡Cuánto habremos demolido! ¡Para eso sí que hemos sido capaces!» 220
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europa en el viraje oscuro Un día de enero de 1924 me encontraba de viaje. El tren brincaba fuera de los túneles en medio de los vastos paisajes de la montaña centelleante de nieve, por donde se precipitaban de repente los sombríos ejércitos de los pinos. En el compartimento lleno de hombres corpulentos y pesadamente sentados, alguien desplegó un periódico y leí: «Muerte de Lenin»82. Luego aquellos hombres hablaron de esa muerte con el sentimiento de que alguien único y muy grande se iba. Yo miraba esos rostros de gentes de otro mundo, pequeños burgueses de Austria, cerrados a toda renovación, que lamentaban la muerte del revolucionario; y tenía también ante mis ojos a Lenin, con las manos abiertas en un gesto de demostración familiar, un poco inclinado hacia el auditorio, manejando la evidencia histórica, con una gran frente sólida, una sonrisa de hombre sano, seguro de la verdad, seguro de sí mismo. Con algunos otros, ese hombre había aportado a un inmenso movimiento de masas vacilantes la conciencia política más clara y más determinada. Incluso cuando las condiciones sociales están dadas, semejante éxito humano es raro, único, insustituible en el momento en que se produce. Sin él, la lucidez de los hombres en marcha hubiera sido menor en varios grados, las probabilidades de caos, las probabilidades de derrota en el caos hubieran sido inconmensurablemente mayores –pues no se mide la grandeza de un grado de conciencia perdido. Los acontecimientos seguían abrumándonos. Incluso cuando se cumplían lejos, me sería difícil disociarlos de mis recuerdos personales. No vivíamos sino para una acción integrada a la historia; éramos intercambiables; percibíamos inmediatamente las repercusiones de los choques de Rusia sobre las cosas de Alemania y de los Balcanes; nos sentíamos ligados con los camaradas que, prosiguiendo las mismas tareas, sucumbían o marcaban puntos en el otro extremo de Europa. Ninguno de nosotros tenía en el sentido burgués de la palabra una existencia personal; cambiábamos de nombre, de lugar, de trabajo según las necesidades del partido, teníamos justo con qué vivir sin preocupaciones materiales sensibles y no nos interesábamos ni en hacer dinero ni en hacer una carrera, ni en producir una obra, ni en dejar un nombre; no nos interesábamos sino en las vías difíciles del socialismo. 221
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memorias de un revolucionario Al decir nosotros pienso en el tipo medio de mis camaradas militantes internacionales y rusos. Bujarin acababa de definir al partido como «la Corte de hierro»; uno de nosotros lo comparaba con la Orden de los Jesuitas fundada por un santo que fue un soldado, un político, un organizador y por encima de todo un hombre inteligente. Los jesuitas supieron unir a la fe una comprensión materialista flexible y voluntaria de la vida social; y supieron servir a la Iglesia con un perfecto desprendimiento de las vanidades y de los intereses individuales… «Somos los jesuitas rojos, en el mejor sentido de la palabra. –Es bastante peligroso para nosotros –contestaba yo–, pues tenemos detrás de nosotros un Estado que no tiene nada de incorruptible. Pero tales como somos, somos una gran fuerza porque realizamos un nuevo modo de conciencia y de vida.» El 1 de diciembre de 1924, a las 5:15 de la mañana, doscientos veintisiete comunistas estonianos, obedeciendo las órdenes del Ejecutivo de la IC asaltaban los edificios públicos de Tallin a fin de tomar el poder. A las nueve, les daban duro en los rincones de la pequeña capital. A mediodía no quedaba de su impulso más que un poco de sangre sobre los pequeños adoquines redondos. Jan Tomp era fusilado83*. ¿Cómo había podido Zinoviev desencadenar aquella estúpida aventura? Zinoviev nos desconcertaba. Se negaba a admitir la derrota de Alemania. La insurrección a sus ojos sólo había quedado pospuesta, el KPD proseguía su marcha hacia el poder. Los motines de Cracovia le hacían anunciar la revolución en Polonia. Yo pensaba que el error de apreciación, inteligente por lo demás, que le había llevado a pronunciarse en 1917 contra la insurrección bolchevique en preparación, pesaba sobre él y le empujaba ahora a un optimismo revolucionario autoritario y exagerado. «Zinoviev –decíamos– es el más grande error de Lenin…» En septiembre (1924), nos enteramos de que una insurrección acababa de ser reprimida en la Georgia soviética84. Los camaradas que venían de Rusia sólo hablaban de eso en la intimidad y con amargura. «Bancarrota de nuestra política agraria… Todo el partido georgiano está en la oposición contra el Comité Central, Mdivani a la cabeza, y todo el país en la oposición contra el partido…» Supimos, después, 222
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europa en el viraje oscuro de la matanza, presidida por Sergo Ordjonikidzé, el antiguo presidiario de Schlusselburgo, un probo, un escrupuloso, periódicamente atormentado por crisis de conciencia. Conocí las entretelas de aquella tragedia: un país en fermentación, su sentimiento nacional humillado, la provocación organizada por la Cheka para detectar las tendencias insurreccionales y liquidarlas; los miembros del Comité Central menchevique georgiano, informados en la cárcel de la preparación de la sublevación, implorando que les devolviesen la libertad por algunos días a fin de evitar lo irreparable, ofreciendo incluso tomar veneno antes de salir, mantenidos en la impotencia y fusilados después… Problema político del Cáucaso: ¿la vasta Rusia roja hubiera podido admitir que dos pequeños países, Georgia y Azerbayán, sometidos a influencias enemigas y destinados a convertirse en presa de otras potencias, conservasen para ellos solos el petróleo, el manganeso y las carreteras estratégicas? Respirábamos en Viena el aire de tormenta de los Balcanes. De lo que se hacía teníamos sólo una visión fragmentaria, pero que se extendía a varios planos de la propaganda, de la acción confesada, de la acción inconfesada, del secreto. Bulgaria seguía preñada de una revolución varias veces abortada. En la tribuna del Kremlin, yo había oído a Kolarov, parlamentario imponente, y al flaco Kabakchiev85, con la barba que le llegaba a los ojos, hablar con orgullo de su partido, el único partido socialista de Europa fiel, como los bolcheviques, a la intransigencia doctrinal. Se autodenominaban Tiesniaki, los Rigurosos, por contraste con los oportunistas laxos y blandos en todos los países. Afirmaban que habrían tomado ya el poder si el Ejecutivo no hubiese temido las complicaciones internacionales; mientras tanto, había que dejar que el Partido Campesino de Stambuliiski se desgastase y perdiese su crédito ante las masas rurales que se volverían después hacia nosotros… Mientras tanto, en junio de 1923, el profesor Tsankov86, apoyado por una línea militar, dio su golpe. El gordo Stambuliiski87, gigante de cabeza hirsuta, sorprendido en su casa de campo, fue cabalgado como un animal por unos brutos que lo mataron con la crueldad de las imaginaciones primitivas. El poderoso Partido Comunista de Kolarov, Kabakchiev, Dimitrov observaba una neutralidad 223
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memorias de un revolucionario justificada por la intransigencia doctrinal más obtusa: «Un partido obrero no tiene por qué sostener a la pequeña burguesía rural contra la gran burguesía reaccionaria…». Perseguido inmediatamente, sus líderes reconocían en Moscú su error y prometían repararlo. Demasiado tarde. En septiembre, los comunistas tomaban las armas, mal sostenidos por los campesinos debilitados y desamparados. Se peleó de cualquier manera, y el rumor de esos tiroteos secundarios se perdió en el gran ruido de avalancha de la Revolución alemana en marcha… Yo estaba en Viena cuando, a principios de abril de 1925, el zar Boris88, al que habíamos puesto el sobrenombre de «el Matador de los búlgaros», escapó apenas a un atentado; el 15 de abril, el general Kosta Gueorguieff89 cayó bajo las balas de un terrorista. El 1690*, el gobierno se encontraba reunido en sus exequias en la catedral de los Siete Santos, en Sofía, cuando una máquina infernal provocó el desmoronamiento de una de las cúpulas. Se recogieron ciento veinte muertos entre los escombros, entre ellos tres diputados, trece generales, ocho coroneles, ocho altos funcionarios. Por un azar singular, el gobierno y la dinastía quedaban indemnes. El atentado había sido organizado por unos oficiales de la sección militar del PC que actuaba tal vez por su propia cuenta –pues el partido estaba carcomido por disensiones– o bajo directivas secretas; sorprendió a los propios comunistas, inmediatamente asaltados, ametrallados, torturados, asesinados por la tropa y la policía. Shablín91, hermoso hombre sonriente al que había conocido en Rusia, fue según parece quemado vivo en un horno. Los dos autores del atentado, Yankov y Minkov92, murieron resistiendo. Ahorcaron en mayo delante de cincuenta mil sofiotas a tres comunistas, uno de los cuales, Marko Friedman, había defendido pulgada por pulgada93 ante los jueces las ideas y la acción del partido. Un comunista francés, Eugène Léger, juzgado y condenado con aquellos hombres, liberado más tarde en condiciones oscuras, se refugió en Moscú donde desapareció. Hube de enterarme más tarde de que había permanecido largo tiempo en el aislador secreto de Yaroslavl y de que había sido transferido loco, a una casa de salud. Muchas cosas que veía y de las que me enteraba lanzaban sobre esos dramas sospechosos fulgores. Todo un grupo de combatientes de nuestra guerra 224
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europa en el viraje oscuro civil, poderoso en los servicios secretos, se mostraba partidario de la «diversión en el enemigo», principalmente en Polonia, porque se consideraba inminente una agresión polaca contra Rusia. Por otra parte, el régimen autoritario instituido en el partido suscitaba reacciones de cólera y de desesperación. Finalmente, los revolucionarios macedonios, numerosos en Viena, divididos entre ellos y corrompidos por tres gobiernos cuando menos (ruso, búlgaro, italiano), no eran gente como para detenerse delante de nada. Por cada atentado cometido en Sofía, varias pequeñas bandas solicitaban las gratificaciones de varios servicios secretos dependientes de tres embajadas. El día de la ejecución de los tres, en Sofía, el azar me había llevado a Carinthia, sobre el Woerthersee, espejo del Azur, a los pies de los montes Karawanken, que separaban a Austria de Yugoslavia. Muy lejos, muy arriba por encima de las pendientes de la montaña, asombrosos paisajes se destacaban en un verde aéreo. Atroz todo aquello. Poco después de eso, el agregado militar soviético en Viena, Iaroslavski, traicionó –nos dijeron. Yo lo había entrevisto apenas en la embajada. Sabía que había peleado mucho, que bebía, que los asuntos de los Balcanes lo aburrían monstruosamente. Se fue, dejando en la mesa una breve carta de ruptura. Alguien lo encontró, lo abordó, lo llevó a cenar con mujeres, echó algo en su vaso. Ese alguien sacó después de su bolsillo una cámara fotográfica e hizo del muerto una buena instantánea que un camarada de la embajada me mostró con una sonrisa amarga. La Guepeú afirmaba que Iaroslavski había entrado en contacto con el Intelligence Service. Yo me interesaba en el movimiento de la Federación Balcánica94. La idea era grande, la división de los pequeños pueblos hermanos de la península en estados débiles, destinados tarde o temprano a ser triturados desgarrándose mutuamente, no sugería otro remedio. El Doctor, un gran búlgaro de cabellos blancos, erudito y parisianizado, me daba citas en pequeños cafés de barrio completamente discretos. En taxi, en tranvía, navegábamos entre Floridsdorf y Moedlin hasta los viñedos. Ahí nos reuníamos con un joven desconocido de ancho gabán, al que clasifiqué en seguida en la categoría de los guardaespaldas; me parecía ver la enorme browning, a la que son aficionados 225
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memorias de un revolucionario los macedonios que no confían en las pequeñas balas, abultando en el bolsillo de su abrigo. El hombre del gabán, todo sonriente, me arrastraba con pasos apresurados; el tranvía, y llegábamos a un pueblecito de amables cabarés, a una villa florida como las otras, a la casa del último líder vivo de la Federación Balcánica (comunizante), un antiguo diputado del Parlamento turco… ¿hubo pues un parlamento turco? Claro que sí, convocado por Abdul-Hamid y, el día de la inauguración, bombas… V.95 no salía apenas, acechado en todas las esquinas por el asesinato; unos hombres seguros vigilaban de noche en el jardín de su villa. Acababan de abatir aquí mismo, en pleno espectáculo en un teatro de Viena, a su predecesor, Todor Panitza96. Poco tiempo antes, Peter Chaulev97, el predecesor de Panitza, se había sentido seguido en las calles y había tomado el tren para Milán… Lo mataron en Milán. Poco tiempo antes el viejo jefe de la ORIM –la Organización Revolucionaria para la Independencia de Macedonia98–, Todor Alexandrov99, se había pronunciado en favor de la colaboración con los comunistas y había sido asesinado al final de la conferencia, en la montaña. Yo había redactado para la prensa las tres noticias necrológicas… Alrededor de la gran idea de una Federación Balcánica pululaban montones de agentes secretos, empresarios de irredentismos, traficantes de influencias, políticos nocturnos que seguían a la vez seis intrigas; y aquella salvaje energía de los comitadzhis, todos aquellos señores elegantes, de corbatas demasiado vistosas, pretendían capturarla, venderla y revenderla. Había la orientación italiana, la orientación búlgara, la orientación yugoslava, dos influencias griegas, monárquica y republicana, las ideologías, las camarillas personales, las vendettas… Conocíamos los cafés donde esperaban tales revólveres, vigilados desde el café de enfrente por tales otros. Alrededor de la Federación Balcánica se agrupaban revolucionarios románticos que sobrevivían a otras tragedias. Conocí entre ellos a jóvenes serbios de antaño, amigos y discípulos de aquel Vladimir Gachinovich, bakunista y nacionalista, que murió de tuberculosis a los treinta años después de haber formado el grupo que, el 28 de junio de 1914, habría de cometer el atentado de Sarajevo100. Guardaban la memoria de Gavrilo Princip y del institutor Illich. Afirmaban 226
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europa en el viraje oscuro que su jefe, el coronel Dragutin Dimitrijevic –Apis en los círculos clandestinos– se había asegurado, antes de desencadenar la acción, el apoyo de Rusia, y que el agregado militar del imperio ruso en Belgrado, Artamonov, enterado de ello, había prometido formalmente ese apoyo. Yo publiqué en Clarté (en París) esos testimonios101 que me habían sido confirmados por un antiguo colaborador de Dimitrijevic, el coronel Bozhin Simic, y en términos más reticentes por un antiguo embajador de Serbia, M. Boguichevic. A consecuencia de esa publicación, unos amigos yugoslavos me recomendaron no acercarme demasiado a la frontera yugoslava durante mis excursiones por el Woerthersee y no ir por ningún motivo a Yugoslavia; había sobre mí, me decían, instrucciones muy confidenciales. Aquellos sobrevivientes de las conspiraciones serbias contra la monarquía de los Habsburgo iban a adherirse pronto al Partido Comunista. En 1938, encontré sus nombres en una hoja comunista que publicaba su exclusión del partido. Desaparecieron en Rusia. Los rusos conservaban en medio de esos reveses y de ese ambiente su sencilla buena fe y mucho optimismo. Unos hombres desgastados acababan de vivir en las misiones soviéticas en el extranjero observando la decadencia del mundo burgués. Les daban esas sinecuras para que tuviesen paz. Eran antiguos perseguidos obstinados, antiguos emigrados marxistas, los ex dirigentes de las primeras instituciones soviéticas que funcionaron contra toda esperanza. A veces ya chochos, cuidaban sus corazones exhaustos, contentos de fumar buenos puros y de trasladarse en coche al restaurante del Kobenzl. Infames canallas serviciales se atareaban a su alrededor y observaban sus reveses diciéndose con satisfacción: «Estos son los grandes revolucionarios vistos de cerca…». De unos y otros no diré nada. Pero quiero esbozar aquí algunos retratos de hombres admirables hacia los que mi recuerdo se vuelve con afecto. Caracterizan bien a una generación desaparecida. Volví a ver a Adolf Abrámovich Ioffé102, poco envejecido desde que lo conocí en Petrogrado, en las jornadas desesperadas de la resistencia. Presentaba entonces el aspecto de un sabio médico de apariencia casi robusta, de una gravedad casi agradable, llamado a la cabecera de un moribundo. Regresaba ahora de China y del Japón, después 227
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memorias de un revolucionario de conquistar a Sun Yat-Sen103 para la amistad soviética. Enfermo, en desgracia debido a la amplitud de sus puntos de vista, representaba a la Unión Soviética ante la República austriaca, es decir ante el canciller-cardenal Seipel104. Se oponía a las aventuras. Me decía que una liga de oficiales yugoslavos le ofrecía instalar –por la fuerza– en Belgrado un gobierno de izquierda. El Partido Campesino croata de Stepan Radich105 se adheriría… (Se hablaba mucho de Stepan Radich, que valía más y era mejor que un político balcánico; pronto habría de morir, asesinado en pleno parlamento yugoslavo.) Ioffé, rostro de asirio barbado, de labios poderosos, de mirada desarmante a causa de un duro estrabismo, esbozaba una fuerte mueca de desdén. «Se imaginan que las revoluciones se hacen así… ¡No, gracias!» Golpes de Estado, dictaduras, conciencia republicana, simpatía soviética, negocios turbios en venta. Un Ioffé conocía mejor que nadie el enorme margen que hay entre la acción revolucionaria y la aventura dudosa. Otros quisieron ignorarlo, los que suscitaron en Albania la formación de un gobierno de izquierda prosoviético, con monseñor Fan-Noli106. El golpe de Estado de Ahmed Zogu107 fue la consecuencia y Albania cayó bajo la influencia italiana. Ese mal margen, el doctor Goldstein, secretario de embajadas, lo rozaba a menudo por deber… Existe, hubiera explicado él, una zona de claroscuro en la cual las viejas técnicas revolucionarias se complican por el hecho de que hemos conquistado el dinero y el poder. Entregados pues a bajas seducciones, destinados a hacer nacer la codicia bajo nuestros pasos. Los hombres, cuando imaginan haber conquistado el dinero, son infaliblemente conquistados y desfigurados por él. Quisiéramos creer que el gobierno del proletariado está inmunizado contra este mal: ¡ojalá no nos equivoquemos! Especializado en los asuntos balcánicos, Goldstein es alto, delgado, fino, muy modesto, muy sencillamente un socialista de viejo temple que aplica las peores directivas de modo que hagan el menor daño posible. Equipos de pistoleros sofiotas lo acechan en los alrededores de la Schwartzenbergplatz. Felizmente, como les han recomendado que lo supriman sin escándalo, eso les complica la tarea. Me devuelve unas fotos que han sido tomadas sin que yo lo sepa de mis cajones: «Le aconsejo que 228
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europa en el viraje oscuro despida a la criada. Son tipos de una oficina de los Blancos los que vienen a visitar sus papeles; pero tenemos a alguien entre ellos…». El viejo Koslovski108, con su cabeza simpática de abogado petersburgués, fue nuestro primer comisario del pueblo para la Justicia. Su tarea consistió en luchar contra los excesos. Me cuenta que unos funcionarios de la Cheka elaboraron un texto que definía a los sospechosos: «Orígenes sociales; nobleza o burguesía; instrucción universitaria…». Koslovski tomó ese papel y fue a llamar a la puerta de Lenin. «Oiga, Vladimir Illich, me parece que esto se refiere un poco a usted y a mí. –¡Imbéciles siniestros!», dijo Lenin. Una Cheka de provincia, en 1918, propuso restablecer la tortura para hacer hablar a los agentes del extranjero. Kaméniev y Koslovski se sulfuraron muchísimo y esa enormidad obtuvo respuestas sin miramientos. R. se suponía que vendía petróleo para el sindicato de las Gasolinas soviético. «El petróleo –decía– no lo he visto más que en las lámparas y no quiero verlo…» La única lengua que conocía fuera del ruso era el turco de Asia central. La estrella roja de Bujara relucía en su casaca. Rechoncho, de piel tostada, con el cráneo rasurado, con un perfil de halcón, de ojos arrugados, conservaba los andares de un jinete de Oriente. Exiliado aquí por haber votado mal en una reunión del partido en Moscú, es decir votado por la democratización del partido reclamada por Preobrazhenski y Trostky. «O resucitamos –decía–, o la revolución se ahoga.» Yo lo veía hacer muecas de tristeza y de furor reprimido cuando los periódicos de Moscú nos traían páginas enteras de espantosa polémica contra Trotsky. El monopolio oficial de las impresiones envilecía ya increíblemente los espíritus: los razonamientos eran tirados por los pelos, el estilo era pastoso, la ironía gruesa, la pobre verdad desnuda entregada a los patanes… No me atrevo todavía a pensar que es el fin del partido, el fin del idealismo; en ese nivel de degradación espiritual –por la opresión– ya no se puede vivir. Cuando me lo dicen, me encabrito sin embargo; cuando un Souvarine me lo escribe con su pluma llena de vitriolo, me rebelo, estoy a punto de gritar que es una traición. Nos quedaremos aquí, aferrados a postreras esperanzas, durante diez años o más, muchos hasta la muerte, la suya propia con el cráneo reventado, por órdenes del Buró Político. Pero es 229
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memorias de un revolucionario el limbo de un lejano porvenir absolutamente inimaginable… Trotsky preside todavía el Consejo Superior de la Guerra; escribe con una pluma fulgurante. Amamos al partido, no concebimos ya la vida fuera del partido. Tenemos fe en su porvenir como en nosotros mismos, seguros como estamos de no traicionar nunca. R.109 ha ganado la estrella roja de Bujara cabalgando en las arenas del Turquestán. Me cuenta en un café del Graben que Trotsky se acercó, en los tiempos del tifus y de las cabezas cortadas, a una caballería amotinada, quiso avanzar su automóvil hasta en medio de los sables, habló a unos rostros de Eurasia del siglo xiii, fue implacablemente autoritario, humano, hábil, y las hojas curvas volvieron a sus vainas, y los jinetes de las estepas gritaron: «¡Hurra! ¡Viva la revolución mundial!». «Yo me sentí terriblemente aliviado…» (R. fue en 1927 uno de los consejeros de Chang Kai-Shek110, durante la campaña del Norte que dio la victoria al Kuomintang; fue personalmente artesano de una victoria que se hizo legendaria en China. Debió desaparecer durante las depuraciones.) Con Iuri Kotziubinski111 puedo hablar de todo, con franqueza. Sobrevivió por azar y por milagro, alegremente. Esperaba en Kiev, en un sótano, a que lo fusilaran, cuando los Rojos tomaron la ciudad, tan rápidamente que los Blancos no tuvieron tiempo de sacar a los últimos prisioneros. Escapó de pequeñas ciudades cercadas, con Piatakov y los últimos combatientes soviéticos que eran también el gobierno de Ucrania. Pueblo por pueblo, se conquistaba ese país, y lo que era tomado en la mañana se perdía a menudo en la noche. Los héroes del año 1918 se llamaban allí Evguenia Bosch112, Iuri Kotziubinski, Iuri Piatakov… Alto y buen mozo, con una barba ligera en forma de collar, el perfil aguileño, una cabeza armoniosamente construida de joven humanista de antaño, pero mucho más seriamente dotada. Demasiado popular en los suburbios de Jarkov, Kotziubiski había sido exiliado en la diplomacia. Simpatizaba con el grupo de oposición más radical, el de la «centralización democrática»: Sapronov, Vladimir Smirnov, en Ucrania, Drobnis113 (el fusilado de 1937). Trepábamos las cuestas empinadas de Leopoldsberg para contemplar desde arriba la cinta azulosa del Danubio discutiendo los problemas del partido. Me parece volver a verlo riendo en el viento, con la blusa 230
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europa en el viraje oscuro de seda flotante ceñida por un cordón… (De Viena pasó a Varsovia en calidad de cónsul general; fue fusilado sin juicio en 1937.) Como Iuri Kotziubinski, N. no llevaba casi nunca bajo la chaqueta más que la camisa rusa; pero N. tenía un solo traje gris y no concebía que pudiese uno tener más. Joven, más bien sin edad, sin empleo oficial en la legación, sin un centavo (porque le daba igual), sin nombre, sin pasado conocido, sin vida personal, de tipo muy judío, de mirada infantil, N. era un conspirador valeroso. Su rincón en la embajada, reservado a tareas rigurosamente secretas, estaba lleno de frascos, de reactivos, de tintas, de cámaras fotográficas, de cifras… Yo me preguntaba si no había llegado a olvidar su verdadero nombre a fuerza de cambiar de país y de identidad (¿pero qué es un «verdadero» nombre?). De una época de cárcel en Francia conservaba un mal recuerdo, excepto el de un 1.º de Mayo en que, detenido en la cárcel central, se había puesto en medio del taller para leer, en su torpe francés, un discurso laboriosamente preparado: «¡Camaradas prisioneros! Hoy es el día de la fiesta universal de los trabajadores…». Los detenidos estupefactos creyeron que estaba loco; los guardias se apoderaron de él. Estaba ya en el calabozo y los ladrones de larga trayectoria, los ladrones de casas, los vendedores de chicas, los vendedores de cocaína, los notarios que se zamparon la pasta, se pitorreaban todavía detrás de él. ¿Te has fijado qué idiota? En el calabozo, se sintió contento de haberse manifestado. Hablábamos con pasión del partido enfermo. Enfermo, ¿pero qué otra cosa hay en el mundo? (Pasaron años. Yo salía de la cárcel en la URSS cuando N. llamó a mi puerta, en Leningrado. «¿De dónde vienes, fantasma? –De Shangai.» No era ninguna sinecura Shangai en el año 1928… N. había sido allí el reorganizador de los sindicatos después de la matanza de 1927. Había conocido allí a hombres más estoicos, más hábiles, más anónimos que él. «Los anarquistas –me decía– son también magníficos, pero qué ideología para niños de doce años.» De vuelta en Moscú, acababa de enterarse al desembarcar de la ejecución de Iakov Blumkin114, mantenida en secreto; había buscado a los camaradas-verdugos para conocer los últimos momentos de nuestro amigo común. Me traía aquel mensaje.) 231
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memorias de un revolucionario Angelica Balabanova115, primera secretaria del Ejecutivo de la IC, cuyas objeciones morales habían exasperado a menudo a Lenin y a Zinoviev, acababa de ser excluida de la III Internacional. Vivía a veces en Viena, a veces en los suburbios, transportando de un cuarto amueblado a otro su material de perpetua estudiante pobre, la lamparilla de alcohol para el té, la pequeña sartén para la omelette, tres tazas para los invitados; y el gran retrato de Filippo Turati116, el retrato masculino y radiante de Matteotti117, rimeros del periódico Avanti!, la correspondencia del partido nacionalista italiano, cuadernos de poemas… Pequeña, morena, envejeciendo ya, Angelica proseguía una vida entusiasta de militante, retardada, por la llama romántica, de unos buenos tres cuartos de siglo. Hubiera necesitado a su alrededor a unos mazzinianos y a unos carbonari ardiendo en deseos de combatir por la República universal. Después de una existencia pasada cerca de los Lazzari y los Serrati, en quienes sobrevivía, convenientemente puesta al día por el parlamentarismo, un poco de esa llama, Angelica, que había acudido a ponerse al servicio de la Revolución rusa, no sin ser acuchillada en Suiza por una chusma reaccionaria, vio de cerca a ese gobierno del marxismo mundial que se llamaba el Ejecutivo de la IC. ¡No era ya el ambiente de Zimmerwald! Se dosificaban hábilmente los puestos en las comisiones, se enviaban al extranjero, a los partidos hermanos, correos portadores de diamantes (y los correos desaparecían con los diamantes); se enviaban otros mensajeros a preparar la exclusión de hombres tratados todavía de «queridos camaradas». No era sin duda sino la inevitable cocina de las grandes organizaciones e incluso realzada por la grandeza indudable de los acontecimientos, y sobre todo justificada por la necesidad de hacer una selección entre aquellos que querían realmente combatir y los viejos caviladores acostumbrados a vivir confortablemente de una propaganda que no corría el riesgo de empujarlos a la acción. La política revolucionaria, hecha de clarividencia y de valor, exige en los tiempos decisivos cualidades de buen cirujano, pues nadie en este mundo es más humano y más probo que el buen cirujano que trabaja sin embargo en la carne viva, en el dolor y en la sangre. Angelica se rebeló a la vez contra la cirugía política que tendía a apartar sin miramientos a los líderes 232
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europa en el viraje oscuro reformistas dispuestos a torpedear toda ofensiva, y contra los pequeños procedimientos feos de curandero y de político de Zinoviev118. Discernió pronto los primeros indicios de la enfermedad moral que en unos quince años iba a provocar la muerte del bolchevismo. «Los marxistas saben –me decía Georg Lukács119, el autor de Geschichte und Klassenbewusstein– que se pueden cometer impunemente muchas pequeñas cochinadas cuando se hacen grandes cosas; el error de algunos consiste en creer que se puede llegar a grandes resultados no haciendo sino pequeñas cochinadas…» Angelica me ofrecía el café sobre el repecho de la ventana y me dirigía reproches amistosos por nuestras publicaciones oficiales… Yo recordaba el tiempo del hambre en Petrogrado, cuando, para el nacimiento de mi hijo, nos enviaba una naranja y una tableta de chocolate, golosinas, de otro mundo, traídas por el correo diplomático. Una gran bondad había en sus manos, una pasión reconfortante en sus ojos. Pensaba que había escapado varias veces a la muerte de una Rosa Luxemburgo. Antonio Gramsci120 vivía en Viena en plan de emigrado laborioso y bohemio, acostándose tarde, levantándose temprano, militando en el Comité ilegal del PC italiano. Paseaba una pesada cabeza de frente alta y ancha, de boca delgada, sobre un cuerpo debilucho, cuadrado de hombros y quebrado hacia adelante, de jorobado. Sus manos frágiles y finas tenían encanto en el gesto. Inhábil para el ajetreo de la existencia cotidiana, perdiéndose de noche en las calles familiares, tomando un tranvía equivocado, despreocupado de la comodidad de la guarida y de la calidad de la comida, era inteligentemente de este mundo. Ducho por intuición y dialéctica, pronto para discernir lo falso y traspasarlo con un dardo irónico. Tenía una visión muy clara. Nos interrogamos sobre los doscientos cincuenta mil obreros admitidos de una sola vez en el PC ruso justo después de la muerte de Lenin. ¿Qué valían esos proletarios si habían esperado la muerte de Vladimir Illich para venir al partido? Después de Matteoti, diputado como él, amenazado como él, inválido y débil, execrado pero respetado por Mussolini, Gramsci había permanecido en Roma para proseguir el combate121. Contaba a menudo anécdotas de su infancia miserable; cómo había estado a punto de hacerse sacerdote, carrera a la que lo 233
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memorias de un revolucionario destinaba su familia; desenmascaraba con pequeñas risas sarcásticas a algunos signatarios del fascismo a los que conocía bien. Cuando la crisis rusa empezó a agravarse, Gramsci, para no verse desgarrado, hizo que su partido lo enviara a Italia, él que era reconocible a primera vista por su deformidad y su gran frente. Encarcelado en junio de 1928 con Umberto Terracini y algunos otros, la mazmorra fascista lo mantuvo apartado de las luchas de tendencia que provocaron casi en todas partes la eliminación de los militantes de su generación. Nuestros años negros fueron para él años de resistencia obstinada. (Al salir de la deportación de la URSS, yo acababa de llegar a París y seguía una manifestación del Frente Popular, en 1937, doce años más tarde, cuando me pusieron en la mano un volante comunista con el retrato de Antonio Gramsci, muerto el 27 de abril de aquel año, en una enfermería penitenciaria de Italia, después de ocho años de cautiverio.122) La emigración húngara estaba profundamente dividida. Bela Kun era para la oposición de su partido una figura verdaderamente odiosa. Encarnaba la insuficiencia intelectual, la voluntad vacilante y la corrupción autoritaria. Varios de sus adversarios se morían de hambre en Viena. Yo apreciaba sobre todo a Georg Lukács, a quien debo mucho. Universitario en Budapest, luego comisario de una división roja en el frente, filósofo nutrido de Hegel, de Marx, de Freud, espíritu libre y riguroso, escribía grandes libros que no debían ver el día. Yo veía en él a uno de esos cerebros de primer orden que hubieran podido dar al comunismo una grandeza intelectual si el comunismo se hubiera desarrollado en cuanto movimiento social, en lugar de degenerar en movimiento de sostén de un poder autoritario. El pensamiento de Lukács lo llevaba a una visión totalitaria del marxismo que abarcaba para él todos los aspectos de la vida humana; su teoría del partido podía ser, según las circunstancias, admirable o mortal. Estimaba por ejemplo que la historia, puesto que no podía ser extraña a la política, debía ser escrita por historiadores al servicio del Comité Central. Hablábamos un día del suicidio de los revolucionarios condenados a muerte, esto a propósito de la ejecución en Budapest, en 1919, del poeta Otto Korwin, que había dirigido la Cheka húngara, y al que la «sociedad» vino a ver ahorcar como si se tratara de un espectácu234
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europa en el viraje oscuro lo selecto. «El suicidio —dijo Lukács— es algo en lo que yo había pensado cuando esperaba ser detenido y colgado con él; y llegué a la conclusión de que no tenía derecho a eso: un miembro del Comité Central debe dar el ejemplo.» (Encontré más tarde a Georg Lukács y a su compañera, en 1928 o 1929, en una calle de Moscú123. Trabajaba en el Instituto Marx-Engels, sus libros eran ahogados, vivía valerosamente en el miedo; más o menos conformista, no se atrevió a darme la mano en un lugar público, pues yo estaba excluido y era conocido como opositor. Sobrevivió físicamente. Escribe pequeños artículos macilentos en las revistas del Komintern.) Eugenio Landler124 se acercaba a los cincuenta años. Embarnecido, de nariz poderosa, con una cabeza de buen bebedor de cerveza, una sonrisa amplia y la mirada maliciosa, ese antiguo ferroviario, organizador de su sindicato, dirigente de grandes huelgas, se encontró convertido, en las horas de crisis de la República de los Sóviets en Hungría, en generalísimo de un ejército sindical, y obtuvo un día personalmente una victoria casi cómica. Se dirigía a las líneas de fuego cuando se encontró con un general que regresaba de ellas en side-car y que le dio un informe al borde de la carretera: «Situación insostenible, he ordenado la retirada». El grueso ferroviario no escuchó más: abofeteó al general a voleo, lo sacó del side-car, salió disparado hacia la línea de fuego, restableció la situación movilizando a la población obrera de una ciudad abandonada, armándola con viejas escopetas de caza, mandando fundir balas en el lugar mismo como hacía cincuenta años. Aquellos mosqueteros, contaba él, hicieron un alboroto infernal en el momento en que los checos esperaban no encontrar ninguna resistencia –¡y los pusieron en fuga! El humor de Landler bordeaba la enormidad con sentido común. Explicaba que los militantes tienen todavía mucho que hacer cuando los oficiales estiman que, según las reglas del arte, una situación está perdida. «¡Felizmente yo no tenía la menor idea de las reglas de su arte!» Puesto al margen, Landler malvivía. Murió en paz, en el exilio, en 1928. Asistí en calidad de representante de la prensa soviética –cosa que no era– a una conferencia de la paz rumano-soviética125. El jefe de la delegación soviética, Leonid Serebriakov126, antiguo obrero metalúr235
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memorias de un revolucionario gico, viejo cliente de las cárceles del Imperio, soldado de la revolución en Siberia y en muchas otras partes, organizador del sindicato soviético de los trabajadores del riel, reorganizador de nuestros ferrocarriles, uno de los líderes de la oposición democrática en el partido, era a los treinta y cuatro años, por su autoridad moral, su pasado, uno de los futuros dirigentes del Estado soviético. Enviado un poco más tarde a los Estados Unidos, logró hacerse en los medios de los negocios una reputación de gran administrador socialista. Corpulento, enérgico de modales, rubio, con un rostro redondo y lleno, el bigotito agresivo, afrontaba con buen humor a un viejo diplomático rumano de la más vieja escuela, que contaba sus palabras, hablaba rebuscadamente, nos recibía con mucha ceremonia en el salón blanco de un hotel chic y declaraba a tuertas y a derechas que debía consultar a su gobierno. Dicho lo cual, ofrecía una cena. «¡Qué fósil!», decíamos nosotros. Pero alrededor del fósil, unos jóvenes secretarios en todo semejantes a donjuanes de casino o a gángsters hablaban un ruso perfecto y se interesaban mucho en el mando del Ejército Rojo. «Díganme, entre nosotros –me preguntaba uno de ellos a la hora del coñac– ¿qué se piensa en su país de la solución de la cuestión besárabe? –Se piensa – contestaba yo– que habría que confiársela a Frunzé dándole dos divisiones de caballería…» Estas palabras caían como hielo. Un senador rumano, muy simpático por lo demás, ex libertario naturalmente, M. Draghicescu127, me invitaba a cenar para decirme hacia el final, en la efusión que sigue a las comidas finas: «Déjennos Besarabia a nosotros, querido amigo. Le aseguro que étnicamente, históricamente, etc.». Yo desviaba la conversación hacia los progresos realizados en el armamento del Ejército Rojo… Las negociaciones fracasaron por completo. ¡Uf! (Leonid Serebriakov habría de ser fusilado en 1937.) Teníamos poco contacto con los social-demócratas austriacos. Mientras el minúsculo PC, dividido en dos fracciones enemigas de un centenar de militantes cada una –Toman contra Frey128–, cubría periódicamente los muros de Viena de carteles que preconizaban el armamento de los obreros y la dictadura del proletariado, la socialdemocracia austriaca proseguía su gran carrera sin que pareciese sospechar que vivía sus últimos tiempos. (Lo sospechaba en realidad, 236
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europa en el viraje oscuro pero ponía valerosamente al mal tiempo buena cara e incluso cara despreocupada.) Organizando e influyendo en más de un millón de proletarios, dueño de Viena donde desarrollaba un socialismo municipal rico en realizaciones, capaz de movilizar en algunas horas sobre el Rhin a cincuenta mil Schuetzbuendler129 en uniformes deportivos, aceptablemente armados, como era sabido, dirigido por los teóricos más capaces del mundo obrero, el austro-marxismo, dos o tres veces en diez años, por sabiduría, por prudencia, por moderación burguesa, había errado su destino. Si… Si una Austria roja se hubiera unido a los Sóviets de Hungría, ¿no hubieran seguido ese ejemplo la Bohemia agitada y después Alemania? Una revolución fermentaba en la misma época en Italia… Pero tal vez era ya demasiado tarde. Si, desde 1918… Si por ventura la comisión de nacionalización de las industrias principales, formada por el gobierno socialista, no hubiera sido una farsa. Si los social-demócratas de Austria hubieran tenido un poco de la energía apasionada de los bolcheviques de Rusia. Sólo que habían bebido buen vino blanco en el país de la opereta donde transcurre el Danubio Azul, mientras que los bolcheviques seguían, encadenados, los caminos de las Siberias. Perdidas las oportunidades, pasadas las horas de la audacia, la pequeña Austria se encontró acorralada entre las contrarrevoluciones crecientes de Hungría, de Italia, de Alemania; y en el interior, Viena socialista amenazada por el campo y por la burguesía católica. El príncipe Starhemberg formaba contra ella sus bandas campesinas… Asistí a reuniones de hombres de confianza del partido social-demócrata: eran hombres de edad madura, pesados en su mayoría, que bebían cerveza escuchando a los oradores… ¡El Schutzbund desfilaba delante del palacio municipal con treinta mil bicicletas floridas! Otto Bauer130, saludado por miradas afectuosas, miraba pasar a esa fuerza obrera, confiada en sí misma, digna del porvenir… ¡Si se hubiera tratado solamente de ser dignos de él! La inmensa debilidad de esos hombres y en primer lugar de sus jefes me parecía discernirla bien: era sin duda el hecho de ser, por la cultura y la conciencia, los mejores de los europeos de aquel tiempo, los más apegados a la democracia del siglo xix, los más alejados de las violencias inhumanas. Los vi, en la Taborstrasse, después de algunas 237
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memorias de un revolucionario agresiones antisemitas, ponerse furiosos y corretear de encrucijada en encrucijada a unos golfos y señoritos que llevaban la cruz gamada. Vi a la policía montada cargar suavemente contra multitudes de manifestantes alrededor del Palacio de Justicia… (Catorce años más tarde, en París, no reconocí a Otto Bauer, hasta tal punto la derrota había crispado su rostro lleno y regular, antaño impregnado de una tan noble seguridad. Iba a morir súbitamente, del corazón, en realidad de la derrota de la Austria obrera. En su lecho de muerte, su rostro recobró una extraordinaria expresión de serenidad.) Veía yo también, en la noche, en la Mariahilferstrasse, a otros hombres en uniforme y con gorra irse por pequeños destacamentos, con paso cadencioso, hacia las alturas de los suburbios, para ejercitarse en el manejo de armas. Ligas de oficiales, antiguos combatientes, formaciones Starhemberg, cruces, cruces gamadas… Los políticos afirmaban todavía que no había peligro fascista en Austria. Fui probablemente el primero en denunciar el peligro en 1925, en Francia en La Vie Ouvrière131, en Rusia en un folleto que no sirvió de nada. Ese peligro se alzaba con toda evidencia, puesto que una democracia obrera poderosa por su número, su cultura, sus obras, pero casi totalmente acorralada, se veía ya entonces reducida a la alternativa de un combate desesperado o de la impotencia total. Mientras vivió en Alemania la República de Weimar, la Austria obrera pudo esperar. Cuando el socialismo alemán sucumbió, estuvo perdida. Si Francia y Checoslovaquia no se hubieran opuesto a la Anschluss132 de las dos democracias de Alemania y Austria, las fuerzas unidas de las dos clases obreras hubiesen podido probablemente cerrar el camino al nazismo, realizando, es cierto, grandes reformas socialistas… Si… Flotaba sangre y desesperación en el aire ligero de Viena. Nos paseábamos una noche de Año Nuevo, sobre una nieve sedosa, bajo la musiquilla de los valses de Strauss y las serpentinas, cuando estalló una detonación bajo las arcadas de la Ópera: un trabajador desocupado se había volado la cabeza con un cartucho de dinamita… Otro disparaba contra el canciller-cardenal Seipel… Hugo Bettauer133, periodista amable, frecuentador de los bailes desnudos, cultivaba en semanarios de pequeños anuncios un erotismo freudiano y sentimental. Un joven 238
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europa en el viraje oscuro fanático metió seis balas en el cuerpo de aquel «corruptor judío de la juventud austriaca…». Yo estudiaba a Marx y a Freud, dirigía campañas de prensa internacionales134 contra el terror patronal y policiaco en España, donde todos mis antiguos camaradas caían, uno tras otro, bajo las balas del «Sindicato Libre», sobre el Terror blanco en «Bulgaria gobernada por el puñal…». Tomaba partido por la oposición del PC ruso, dirigida en 1923-1924 por Preobrazhenski y ampliamente inspirada por Trostky. Una lucha de la que nadie medía todavía la gravedad empezaba en Rusia. Mientras se fijaba la fecha de la revolución alemana, cuarenta y seis viejos militantes135 señalaban al Comité Central dos clases de peligros: la debilidad de la industria, incapaz de satisfacer las necesidades del campo, y la asfixiante dictadura de las oficinas. No había habido en la indigencia espiritual de los últimos años más que dos respiros, dos pequeños libros densos de Trotsky, la reivindicación del Curso nuevo y el análisis de Las enseñanzas de octubre de 1917, los dos136 vilipendiados por nuestra prensa oficial. Nos reuníamos discretamente en un suburbio para leer y comentar esas páginas vivas. Luego, ligados por la disciplina y retenidos por el pan cotidiano, reimprimíamos sin fin nuestros periódicos, las mismas condenaciones chatas nauseabundas de todo lo que sabíamos que era verdad. ¿Valía de veras la pena ser revolucionario para hacer ese oficio? Me negué a aplicar una directiva de Bela Kun, deshonesta para con el PC francés137. Interceptaron misteriosamente una carta que me habían enviado de Moscú. Un camarada138, alto funcionario de la Internacional, sincero como una auténtica moneda falsa, trataba de hacerme entrar en razón. (No era absolutamente seguro que no fuésemos los vencedores políticos de mañana.) En resumen, tiene usted en el aparato una situación excelente; en Rusia, en los tiempos que corren, nunca se sabe por anticipado. Después de esa conversación resbaladiza, exigí categóricamente mi regreso. El aire de los servicios de la Internacional me parecía irrespirable. Por haber dado algunas pruebas de valor cívico, creyendo ver claro en los asuntos rusos, hombres como Monatte, Rosmer, Loriot, Souvarine, eran expulsados del partido francés139. Los partidos cambiaban de rostro y hasta de lenguaje: una jerga convencional se imponía en nuestras 239
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memorias de un revolucionario publicaciones, y la llamábamos «le sabir de l’agit-prop». No se hablaba sino de «la aprobación ciento por ciento de la línea justa del Ejecutivo», de «monolitismo bolchevique», de «bolchevización acelerada de los partidos hermanos». Eran estas las últimas invenciones de Zinoviev y de Bela Kun. ¿Por qué no trescientos por ciento de aprobación? Los comités centrales de todos los partidos, que telegrafían a la primera señal, no han pensado todavía en ello. El sistema parece terminado. Un compañero bromea: «Veremos en el cuadragésimo congreso de Moscú a un Zinoviev nonagenario, sostenido por enfermeras, agitar la campanilla presidencial…». Se fundan «escuelas de bolchevismo» como, en Francia, la de Bobigny con Paul Marion, aquel mismo que habría de convertirse en 1941 en ministro de Pétain-Laval y Jacques Doriot… La Internacional presenta todavía una imponente fachada, tiene centenares de millares de obreros adheridos que creen en ella con toda su alma; yo la veo pudrirse por dentro. Y veo que no puede ser salvada sino en Rusia, por una renovación del partido. Hay que regresar. Sobre todo, me decía Georg Lukács, una noche que errábamos bajo las flechas grises de la iglesia votiva, no se deje deportar estúpidamente por nada, por el rechazo de una pequeña humillación, por el placer de votar con desafío… Créame, las vejaciones no tienen gran importancia para nosotros. Los revolucionarios marxistas necesitan paciencia y valor; no necesitan amor propio. La hora es mala, estamos en un viraje oscuro. Ahorremos nuestras fuerzas: la historia recurrirá todavía a nosotros140*. Yo contestaba que si el ambiente del partido en Leningrado y en Moscú se hacía demasiado pesado para mí, pediría una misión en alguna parte de Siberia, y allí, en medio de las nieves, lejos de las políticas tortuosas, escribiría libros que tenía en la cabeza –en espera de mejores días. Para acabar de una vez con una antigua pesadilla que seguía obsesionándome a veces, había comenzado a escribir al borde de un lago de Carintia Los hombres en la prisión141.
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6 La revolución en el callejón sin salida (1926-1928)
Llueve. Los muelles están negros. Dos filas de linternas lucen espaciadas en la noche. Entre ellas, las aguas negras del Neva. A los dos lados, dividida, la ciudad oscura. Inhóspita. No ha salido de su desaliento. Hace cuatro días, veía un vasto fulgor extenderse en el cielo nocturno por encima de Berlín, Berlín que conoció hace tan poco tiempo una inflación más fabulosa que la nuestra. Nunca hemos rebasado el millón como precio de un limón; se han pagado sellos de correos por trillones en Berlín. ¿Por qué este agobio persistente sobre nuestra tierra rusa? Al salir de la aduana, viene hacia nosotros, a través de los charcos de lodo, un transporte descuajeringado, caballo fantasma y coche tambaleante, como en los tiempos de Gógol en alguna ciudad de miseria1… Así es desde siempre… Los regresos a la tierra rusa son sobrecogedores. «Tierra rusa –escribe el poeta–, Cristo esclavo te recorrió entera…» (Tiutschev2). El marxista explica con la misma voz: «Nunca la producción de mercancías fue allí suficiente, siempre faltaron las vías de comunicación…». Así, las pobres gentes (y algunos cristos entre ellos), esclavos de la necesidad, no han tenido más remedio que ponerse en camino descalzos, con el morral al hombro, de una estepa a otra, siempre en fuga, siempre en busca de algo… Encuentro un ambiente apacible y tristemente opresor. Lutovinov3 se ha suicidado. El organizador de los metalúrgicos erraba por Berlín, de noche, con Radek. Los cócteles del Kurfuerstendamm le raspaban la garganta. «Qué porquería, caray, no inventarán los burgueses para 241
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memorias de un revolucionario intoxicarse. ¿Qué voy a hacer cuando regrese? Me he cansado de decirlo en el Comité Central: hay que reexaminar el problema de los salarios. Nuestros metalúrgicos se mueren de hambre. Entonces, la comisión sanitaria del partido me envió a curarme en el extranjero…» Glazman4 se ha suicidado. Es una historia poco conocida que sucedió entre los allegados de Trotsky, presidente del Consejo Superior de la Guerra. Sólo se habla de ella en voz baja. Glazman no es el único. Excluidos del partido por haber reclamado el «curso nuevo», algunos jóvenes empuñaron por sí mismos el revólver. Las muchachas, como todo el mundo sabe, prefieren el veronal. ¿Para qué vivir si el partido nos niega el derecho a servir? Este mundo naciente nos llama, sólo le pertenecemos a él –y he aquí que en su nombre nos escupen en la cara. «Son ustedes indignos…» ¿Indignos porque somos la carne convulsa de la revolución y su pensamiento indignado? Más bien morir. La curva de los suicidios sube. La Comisión Central de Control se reúne en sesión extraordinaria. Evguenia Bogdanovna Bosch5 se ha suicidado. No se ha publicado nada en el extranjero de esa muerte de una de las más grandes figuras del bolchevismo. Desde la guerra civil, desde Ucrania, cuyo primer gobierno soviético fue dirigido por ella, con Piatakov6, desde los disturbios de Astrakán en los que fue severa, la contrarrevolución campesina en Parm, los ejércitos que comandó, dormía siempre con un revólver bajo la almohada. La discusión de 1923 en el partido, el escamoteo de la democracia obrera en resoluciones del CC de triple sentido, la depuración de las universidades, la dictadura de los secretarios la ensombrecieron, mientras que la enfermedad socavaba su sólido rostro cuadrado de combatiente de ojos intensos. A la muerte de Lenin, tomó su resolución. ¿Qué hacer ante el partido engañado y dividido, una vez desaparecido Ilich, qué esperar si uno mismo no puede ya nada? Se disparó, acostada, un tiro de revólver en la sien. Los comités deliberaron sobre sus exequias. Algunos rigoristas arguyeron que un suicidio, incluso justificado por un mal incurable, seguía siendo un acto de indisciplina. En este caso, el suicidio daba fe además de un espíritu de oposición. Nada de exequias nacionales, sólo regionales. Nada de urna en la muralla del Kremlin; un lugar según su rango en 242
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la revolución en el callejón sin salida el terraplén de los comunistas del cementerio de Novo-Dievichii… Cuarenta líneas de necrología en el Pravda. Preobrazhenski encuentra que es una grosería sin nombre. Cuando hacían frente a los alemanes, a los nacionalistas ucranianos, a los Blancos, a la Vendea rural, ¿qué humorista hubiera preguntado por su rango oficial en la jerarquía del partido? Ni siquiera existían esas nociones. Se ruega a Preobrazhenski que se calle. El espectro carnal de Lenin, privado de toda sustancia y de todo espíritu, yace bajo el Mausoleo, mientras que la jerarquía, bien vivita y hasta devorante, no ha acabado de hacernos de las suyas… Serguei Essenin, nuestro poeta incomparable, se ha suicidado7. Teléfono: «Venga en seguida, Essenin se ha matado…». Corro en la nieve, entro en el cuarto del Hotel Internacional, me cuesta trabajo reconocerlo: ya no se parece a sí mismo. La víspera había bebido, naturalmente, luego despedido a sus amigos. «Quiero estar solo…» En la tristeza del despertar, aquella mañana, le vinieron ganas de escribir. Ni lápiz ni pluma bajo su mano. Nada de tinta en el tintero del hotel, pero una navaja de afeitar con la que se cortó la muñeca. Y con una pluma oxidada mojada en su propia sangre, Essenin escribió sus últimos versos: Hasta pronto, amigo mío, hasta pronto… … No es nuevo morir en esta vida, pero ciertamente no es más nuevo vivir. Recomendó que no dejasen entrar a nadie. Lo encontraron colgando, con la correa de una maleta alrededor del cuello, la frente magullada por una caída que tuvo al morir contra una tubería de calefacción. Lavado, peinado, en su lecho de muerte, tiene el rostro endurecido, los cabellos más morenos que dorados, una expresión de fría y distante dureza. «Parecía –anoté– un joven soldado muerto a solas después de haber combatido amargamente8.» Treinta años, en la cúspide de la gloria, casado ocho veces… Era nuestro más grande poeta lírico, el poeta de los campos rusos, de los cabarés de Moscú, de la bohemia cantadora durante la revolución. Gritó la victoria de los caballos de acero sobre los potros pardos en los «campos sin fulgor». Sembró sus versos de 243
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memorias de un revolucionario imágenes deslumbrantes, y son sencillos sin embargo como el habla de los pueblos. Midió su propia caída en el vacío: «¿Adónde me has traído, cabeza mía temeraria?». «He sido infame, he sido malvado para arder con más ardor…» Había intentado ponerse al unísono con la época y con nuestra literatura dirigida. «Soy un extranjero en mi propia región…» «Mis poemas ya no los necesitan, y yo mismo estoy de más…» «Floreced, oh jóvenes, en vuestras carnes sanas… Vuestra vida es otra, vuestros estribillos son otros…» «No soy un hombre nuevo, tengo un pie en el pasado –y sin embargo, quisiera unirme, yo titubeante, yo claudicante, a las cohortes de acero…» ¡Aquí está el implacable rigor que resume el sufrimiento de los hombres! La hoz corta las pesadas espigas como se degüellan cisnes. El más popular después de él de nuestros poetas, Vladimir Maiakovski, le dirige ahora un adiós lleno de reproche: Te has ido ahora, como dicen hacia el otro mundo… El vacío… revoloteas, tropezando con las estrellas… Maiakovski, atlético, todo él erguido por una especie de violencia burlona, martilleó su adiós delante de auditorios para los que esa muerte se hacía simbólica: Este planeta no está equipado para la alegría. ¡La alegría hay que arrancársela a los tiempos futuros! 244
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la revolución en el callejón sin salida Y Maiakovski se matará a su vez, pronto, con una bala en el corazón; pero esta es otra historia. Cargamos a través de la noche y de la nieve el cuerpo de Serguei Essenin. No es una época de sueños y de lirismo. Adiós, poeta. Lenka Panteléiev, marino de Cronstadt en 1917, uno de los que derribaron a culatazos las puertas del Palacio de Invierno, acaba de terminar su carrera en Leningrado. Una leyenda lo rodea en los bajos fondos, puesto que hay otra vez bajos fondos. Cuando el dinero reapareció, Lenka sintió que llegaba su fin. No era un manejador de ideas, era un igualitario. Se hizo bandido para desvalijar las primeras joyerías abiertas por los primeros neocapitalistas de la NEP. La otra noche, las gentes de la milicia que me cuentan ese drama –y que admiran a Lenka– lo acorralaron en su malina, su guarida; vendido, naturalmente. Había mujeres y alcohol. Entró, tiró al suelo su casaca de cuero, despachó un vaso de vodka, tomó su guitarra. ¿Qué cantar? «Rueda bajo el hacha, cabeza de Stenka Razín…» Lo abatieron cantando, se acabó aquella peligrosa guitarra. Los hombres de la milicia, pagados a cuarenta rublos por mes, llevan en sus kepis la estrella roja que los Panteléiev fueron los primeros que se imprimieron en la frente9. Ilya Ionov, que era de una flacura de yoga cuando lo conocí, en la época en que hacía funcionar sin combustibles ni materias primas empresas fantasmagóricas, y que me decía, en el año de hielo de 1919 –¡hace seis años de eso!–, una noche que volvíamos del frente que estaba en Ligovo, a treinta minutos de la ciudad: «Hay que echar al fuego todas las últimas fuerzas, hasta los muchachitos anémicos de diecisiete años, todo, menos el cerebro. Algunas cabezas pensantes en la retaguardia, bien rodeadas de ametralladoras, y todo lo demás al fuego, esa es mi doctrina». Mi amigo I. ha dejado de pensar a su vez. (En 1919, con él y algunos otros, habíamos proyectado una resistencia encarnizada, terminada por explosiones e incendios, «que se vea bien lo que cuesta matarnos».) Ahora, nos reunimos en su casa en la noche y jugamos a las cartas. Un bienestar tibio reina en esa habitación de antiguo presidiario alto funcionario. Bellos libros, miniaturas, vajillas historiadas, muebles de caoba oscura de tiempos del emperador Pablo. Es lo que queda en las casas de algunos combatientes del botín 245
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memorias de un revolucionario recogido después de muchas expropiaciones. Conocí a Lisa Ionova, rubia demacrada de ojos locos, en la época en que su primer hijo murió de inanición. Ahora tienen otro niño, mucho mejor alimentado que los de nuestros proletarios-desocupados. Lisa se ha convertido en una rubia gorda que lleva un collar de gruesas piedras del Ural. Queda algo un poco loco en sus ojos que hace que me den ganas de preguntarle bruscamente: «¿Fue algo grande, verdad, aquel naufragio? ¿Se acuerdan del cadáver de Mazín bajo las ramas de pino? ¿Y del pequeño escultor Bloch al que fusilaron sin que supiéramos por qué?, ¿y de su mujer, tan infantil, se acuerdan?». Pero no digo nada de eso, no sería conveniente, el mundo ha cambiado. Grisha Evdokimov10 viene a jugar con nosotros una partida de cartas. Regresa de Alemania, donde el PC lo había enviado a cuidarse una intoxicación alcohólica. Hablamos del asunto Púshkov11. Otro domingo delante de la baraja, el té, el vodka, hablaremos del asunto Menshoy. La vida continúa (no hablamos de política, pues yo soy un opositor en desgracia y lo saben; pues están inquietos del porvenir y yo lo sé: en el Buró Político un frío extraño empieza a sentirse entre Zinoviev, del que ellos son amigos, y Stalin. Ionov fue fusilado en 1937). Conocí a Púshkov en otra época cuando dirigía la Petrokommuna, Cooperación Central de la Comuna de Petrogrado. Traté con él, para el estado mayor del lugar, cuestiones de abastecimiento. Trotsky había prometido a las tropas de la ciudad hambrienta una ración cotidiana de carne o de pescado. Púshkov entregaba a la guarnición sacos de vobla, ese terrible pescado checo que no es más que espinas y sal y hace sangrar las encías. Púshkov, hombrecito rubio, preguntaba con una sonrisa desarmante: «¿Negará usted que es pescado?». Esta frase se hizo célebre en la ciudad. «Le aseguro –respondía yo– que Trotsky no pensaba en ese pescado y que la cosa está clara…» Sabíamos que el heroísmo auténtico de nuestros soldados dependía a menudo de una ración un poco más alimenticia. Púshkov se debatía entre órdenes de abastecimiento y existencias desvalijadas cada noche, o que sólo existían en el papel, o que debían llegar y no llegaban… Todo eso está lejos. He aquí por qué acaban de excluir a Púshkov del partido, es decir lanzarlo por la borda. La decisión de la Comisión de Con246
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la revolución en el callejón sin salida trol dice: «Irregularidad de administración (que debe someterse a los tribunales) y desmoralización». Estaba casado. En su casa también, los domingos por la noche, se jugaba a las cartas ante los vasos de té. Amaba a su mujer con un gran amor desplazado en su espíritu de administrador materialista. Cuando la muerte se la quitó de repente, olvidó que la materia es perecedera y que el culto de los muertos pertenece a ideologías ancestrales formalmente condenadas por la doctrina del partido. Hizo embalsamar el despojo y construir para ella, en un cementerio, una bóveda donde durmió bajo el vidrio. Si Lenin reposaba bajo un mausoleo para vivir mejor en la memoria de los hombres, ¿por qué la forma de la mujer amada no sería guardada así para el recuerdo desesperado de un hombre? Púshkov es honesto, pero su féretro de vidrio es caro: ha echado mano de los fondos de la colectividad. Indigno. No se volverá a hablar de él. No sé por qué, lo que me entristecía más de todo esto era el pensamiento de una muerta que volvía a caer en la nada. El asunto Menshoy nos turbó más porque Menshoy era un publicista, una especie de businessman judío-americano, con ojos de grueso pescado rodeado de carey, vestido de buena lana inglesa, siempre al día, ocupando únicamente, por supuesto, empleos serios. Yo lo había conocido cuando acababa de llegar de América para dirigir con Rothstein, el historiador del cartismo12, la sección inglesa de la IC en los servicios del Ejecutivo en Moscú. Excluido, detenido, enviado a las islas Solovietski, se habla hoy de él con una ira mezclada de asco. Comunista oficial, traicionó. Dio a una revista literaria apenas tolerada artículos firmados con seudónimos, contrarios a la línea del partido. Encontraron en su casa notas de una tinta repugnante. Me citan pasajes como este: «Cobrado ochocientos rublos por la pequeña porquería que di a luz sobre Lenin. Contratado dos putas y nos hemos emborrachado bárbaramente». Comprendes, me dice un camarada, el hombre que vivía entre nosotros esa doble vida y que escribía para el Comité de Moscú folletos de agitación sobre Ilich. ¡Podrido hasta el alma! Comprendo… No hay más que ver la ciudad y la calle. La fea marca del dinero ha reaparecido sobre todas las cosas. Las tiendas tienen escaparates suntuosos, llenos de frutas de Crimea y de vinos 247
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memorias de un revolucionario de Georgia, pero un cartero gana unos cincuenta rublos al mes. Ciento cincuenta mil desempleados, sólo en Leningrado: la pensión que reciben varía entre veinte y veintisiete rublos por mes. Los jornaleros agrícolas y las criadas ganan quince, aunque es verdad que son alimentados. Los funcionarios del partido cobran entre ciento ochenta y doscientos veinticinco rublos por mes, como los trabajadores cualificados. Muchos mendigos y niños abandonados; muchas prostitutas. Tenemos tres grandes garitos en la ciudad donde se juega al bacarrá, a la ruleta, al ferrocarril; lugares siniestros rodeados de crímenes. Los hoteles arreglados para los extranjeros y para los altos funcionarios tienen bares con mesas cubiertas de manteles blancos con manchas, palmeras polvorientas, mozos diligentes informados de los secretos que la revolución ignora. ¿Quiere usted coca? Treinta chicas exhiben, en el bar de Europa, sus afeites y sus sortijas de pacotilla a hombres con gorras y abrigos de pieles, que beben vasos enteros de alcohol, y de los cuales la tercera parte son ladrones, otra tercera parte concusionarios y la última tercera parte obreros y camaradas atacados de un spleen que, hacia las tres de la mañana, estalla en riñas y hace sacar las navajas. Entonces alguien grita con un curioso orgullo, lo oí la otra noche: «¡Yo soy miembro del partido desde 1917!». El año en que el mundo tembló. En las noches de nieve, trineos tirados por caballos de pura sangre de altivo perfil y guiados por cocheros tan barbudos como los de los calaveras del antiguo régimen se detienen allí antes del alba. Y el director de una fábrica nacionalizada, el revendedor al por mayor de los tejidos de la fábrica Lenin, el asesino buscado por los soplones que beben con él se llevan a toda prisa, abrazada sobre el estrecho asiento, a la hija del Riazán o del Volga, la hija de las hambres y de los trastornos, que no tiene que vender más que su juventud y que ama demasiado la vida para figurar en la crónica de los suicidios que recorro en una redacción. Leningrado vive a razón de diez a quince suicidios por día: sobre todo menores de treinta años. Se puede tomar el ascensor y encontrar en el tejado del Hotel de Europa otro bar, semejante a los de París o de Berlín, luminoso, lleno de bailes y de jazz, más triste aún que el de la acera. Estábamos allí, dos escritores, al principio de una velada vacía, en la sala desierta, 248
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la revolución en el callejón sin salida cuando Maiakovski entró con su paso de atleta. Vino a acodarse cerca de nosotros. «¿Qué tal? –Bien. ¡Mierda! –¿De malas? –No. Pero un día me voy a levantar la tapa de los sesos. ¡Todos los hombres son unos cerdos!» Esto sucedía varios años antes de su suicidio. Ganaba mucho dinero Maiakovski, escribiendo para la prensa poemas oficiales, a veces todavía muy fuertes. Queremos seguir siendo un partido de pobres, y el dinero se convierte suavemente en el más fuerte, el dinero lo pudre todo –y sin embargo hace surgir también la vida en todos los lugares. En menos de cinco años, la libertad de comercio ha hecho un verdadero milagro. Ya no hay hambre, una alegría de vivir vacilante sube a nuestro alrededor, nos desborda, y lo peor es que se tiene la sensación de irse a pique fácilmente. Es un gran cuerpo convaleciente, este país, pero sobre ese cuerpo cuya carne es nuestra carne vemos multiplicarse las pústulas. Presidente de una cooperativa de habitación, sustento largas luchas para hacer que atribuyan en ese edificio aburguesado un cuarto de criada a alguna estudiante; la contabilidad que un ingeniero me somete está enteramente falseada y no tengo más remedio que firmarla. Uno de nuestros locatarios se enriquece a ojos vista revendiendo al precio más alto los tejidos que una fábrica socializada le vende a bajo precio teniendo en cuenta los bajos salarios. Explicación: el déficit de los artículos manufacturados se evalúa en cuatrocientos millones de rublos-mercancía. Los obreros, huyendo de los apartamentos miserables, van al cabaré; las amas de casa del barrio de las fábricas Putilov-rojo preguntan a los comités del partido si no hay manera de entregarles una parte del salario de los borrachos de sus maridos… Los días de paga, se ve a proletarios borrachos hasta caerse revolcándose en las afueras y otros le empujan a uno con injurias. Me tratan con odio de intelectual cuatro ojos. Un comité de ayuda a los niños explota el club Vladimirski, vil casa de juego. Allí he visto arrojar por una escalera a una mujer medio desvestida y abofeteada. El gerente vino hacia mí y me dijo tranquilamente: «¿De qué se indigna usted? No es más que una puta. ¿Si estuviera usted en mi lugar?». Es comunista, ese gerente, somos del mismo partido. El comercio da a la sociedad cierta animación, y es el comercio más agusanado del mundo. El comercio al por menor, es decir la dis249
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memorias de un revolucionario tribución de artículos manufacturados, ha pasado a las manos de las empresas privadas, que han derrotado a la cooperación y al comercio estatizado. ¿De dónde salieron esos capitales, inexistentes hace cinco años? Del robo, de la especulación fraudulenta y de las más hábiles artimañas. Unos mercaderes fundan una falsa cooperativa; dan propina a los funcionarios a fin de que les atribuyan créditos, materias primas, pedidos. Ayer no tenían nada, el Estado socialista les ha proporcionado todo en condiciones onerosas, porque los contratos, las convenciones, los pedidos, todo está falseado por la corrupción. Una vez lanzados, continúan, tratando de hacerse en todas partes intermediarios entre la industria socializada y el consumo. Doblan los precios. El comercio soviético, a consecuencia de nuestra debilidad industrial, se ha convertido en campo de acción de una multitud de gente de rapiña en los que es fácil ver a los capitalistas más duros y más hábiles de mañana. A este respecto, la NEP es indudablemente un fracaso. Los procuradores, empezando por Krylenko, se pasan la vida abriendo en vano procesos de especulación. Un pequeño personaje arrugado, voluble y rojizo, llamado Pliatski13, está en Leningrado en el centro de todos los asuntos de corrupción y de especulación. Ese hombre de negocios balzaciano ha montado empresas en serie, pagado a funcionarios en todas las oficinas, y no lo fusilan, porque en el fondo lo necesitan; hace caminar muchas cosas. La NEP se convierte en un engañabobos. Lo mismo es cierto en los campos, aunque de manera diferente. Sólo la cría de borregos en el sur ha producido singulares millonarios soviéticos, ex guerrilleros rojos, cuyas hijas viven en los más bellos hoteles de Crimea, cuyos hijos juegan gruesas sumas en los casinos. En un plano muy diferente, la enormidad de ciertos derechos de autor facilita la lenta instalación de la literatura dirigida. Los dramaturgos Shchegolev (el historiador) y Alexis Tolstoi14, con piezas fáciles sobre Rasputín y la emperatriz, amasan rublos por centenares de millares; y el sueño de muchos de nuestros jóvenes escritores es imitarlos. No hay más que escribir a la vez a gusto del público y según las directivas de la sección cultural del PC. Por lo demás, no es muy fácil. Se hace evidente que tendremos una literatura conformista y corrompida a pesar de la asombrosa resistencia de la mayoría de los jóvenes escri250
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la revolución en el callejón sin salida tores soviéticos… En la reanudación de la vida, percibimos en todo los signos de lo que se nos escapa, nos amenaza y va a perdernos. Konstantinov ha resuelto la ecuación. Nos conocemos sin habernos visto nunca. Yo lo detestaba, empiezo a comprenderlo. Alguien me dijo: «Es un letrado, un coleccionista de autógrafos. Tiene manuscritos de Tolstoi, de Andréiev, de Chéjov, de Rosanov15… Es un materialista, pero se ha puesto a frecuentar a algunos místicos. Un poco chiflado, pero inteligente. Antiguo chekista, dice que le cae usted bien…». Encontré en un edificio de la orilla derecha a algunas personas bajo una lámpara de techo. Un anciano nos habló de Rosanov, en el que había algo de Nietzsche, de Freud y de Tolstoi, todo eso sublimado en un cristianismo carnal en rebeldía consigo mismo. Una especie de santo presa de ideas fijas, que ha escrutado a fondo el problema moral y el problema sexual. Un poquitín infame a fuerza de pensarlo, de no querer serlo y de decirse que todos lo somos esencialmente, a pesar de todo. Autor de Hojas caídas, meditaciones sobre la vida, la muerte, la hipocresía, la carne inmunda y el Salvador; libro hecho de hojas de papel higiénico que escribía en los WC… Murió en tiempos de Lenin dejando en la intelligentsia rusa un recuerdo profundo. Se habló de él como si acabara de salir de aquella habitación. Había mujeres jóvenes y un flaco alto de bigotito rubio, tez y mirada descoloridas, al que reconocí en seguida: Ott, el director de los servicios administrativos de la Cheka de 1919-1920. Estoniano o letón, dotado de una calma anémica, gobernaba entonces sus papelotes en medio de las ejecuciones. A Konstantinov, cráneo despoblado, nariz huesuda, boca negra, gafas, no lo reconocía aunque me trataba como a un viejo conocido. Sólo hacia el final me dijo en privado: «Pero usted me conoce bien: el juez de instrucción del asunto Bayrach…». Inolvidable en efecto, aquel chekista contra el cual, con un comunista francés, en 1920 sostuve una larga lucha para salvar a algunos hombres sin duda inocentes a los que parecía querer fusilar a cualquier precio. No contaré ese asunto de importancia mínima. Hubo el episodio de la camisa ensangrentada que me trajeron de una cárcel, el episodio de la joven de rostro de odalisca a la que el juez torturador tendía trampas extrañas y hacía promesas bajo condiciones insultantes. 251
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memorias de un revolucionario Hubo muchos episodios y salvamos finalmente a los inculpados recurriendo a los dirigentes supremos de la Cheka, a Xenofontov16, creo. En la Cheka de Petrogrado, los camaradas me habían hablado del juez de instrucción en términos ambiguos. Muy duro, incorruptible (fingía querer vender un indulto), sádico tal vez, «pero usted sabe, ¡la psicología…!». Yo evitaba conocerlo, considerándolo como un personaje peligroso: maniático profesional. Siete años después, me invitaba a tomar té mirándome con amistad. –Sus protegidos partieron a Constantinopla, donde se han convertido sin duda en grandes especuladores. Hizo usted mal en tomarse tanto trabajo para impedirme liquidarlos. Yo sabía bien que eran formalmente inocentes, pero había algo muy diferente en el fondo del expediente. Ahora ya no tiene importancia. En otras circunstancias, otros más grandes que usted no me impidieron cumplir con mi deber revolucionario… Fui yo quien… Es uno de aquellos chekistas que, en enero de 1920, mientras Lenin y Dzerzhinski decretaban la abolición de la pena de muerte, procedían, en el último minuto, con el decreto imprimiéndose ya en las rotativas, a la liquidación nocturna, es decir a la matanza de varios centenares de sospechosos. –¡Ah!, fue usted quien… ¿Y ahora? Ahora está al margen del partido, no totalmente excluido, pensionado, tolerado. De vez en cuando, toma el tren para Moscú y se presenta en el Comité Central. Un alto secretario lo recibe. Konstantinov trae su expediente secreto, aumentado con algunas piezas nuevas, suplemento de memoria, elemento de acusación irrefutable. Demuestra, acusa, nombra a altos personajes, no se atreve sin embargo a decirlo todo… ¡Lo matarían! Va a decirme casi todo. ¿De dónde le viene esa confianza hacia mí? «¿Es usted opositor? Está usted totalmente al margen de la cuestión. No sospecha usted nada…» Procede al principio por alusiones y hablamos de lo que sucede. De lo que preveía Lenin: «Cree uno conducir la máquina y es ella la que lo lleva a uno, y otras manos que no son las de uno se encuentran de pronto en el volante»17. Cifras del desempleo, lista de los salarios, conquista del mercado interior por la iniciativa privada nacida del saqueo del 252
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la revolución en el callejón sin salida Estado, miseria de los campos y formación de una burguesía campesina, incapacidad del Komintern y política de Rapallo, congoja de las ciudades y arrogancia de los nuevos ricos, ¿le parecen naturales esos resultados? «¿Y hemos hecho todo lo que hemos hecho para llegar a esto?» Muestra su juego y me entrega el secreto. El secreto es que todo ha sido traicionado. En vida de Lenin la traición se instaló en el Comité Central. Sabe los nombres, tiene las pruebas. No puede decírmelo todo, es demasiado grave, se sabe lo que se sabe. Si sospecharan que lo sé por él, estaría yo perdido. Es inmenso y temible. Se necesita, para hacer frente a ese complot, una lucidez sin fondo, un genio inquisitorial, una prudencia absoluta. Con peligro de su vida, somete al Comité Central sus análisis del inmenso crimen que estudia desde hace años. Murmura nombres extranjeros, los de los capitalistas más poderosos y otros más a los que presta un significado oculto. Menciona una ciudad del otro lado del Atlántico. Sigo su demostración con la sorda inquietud que se experimenta ante los enajenados razonadores. Y veo que tiene el rostro inspirado de un loco. Pero, en lo que dice, predomina un sentimiento primordial, que no es el de un loco: «No hemos hecho la revolución para llegar a esto». Nos separamos confiados y amistosos. La noche es blanca, los tranvías ya no pasan. Me voy con Ott18. Entonces, al atravesar un puente, entre el cielo descolorido y el agua color de bruma, reconozco que mi compañero no ha cambiado en seis años. Lleva todavía el largo abrigo de caballería sin insignias, tiene el mismo andar flemático y la misma semisonrisa bajo su bigotito pálido que si saliese de la Cheka en una noche blanca del año 1920. Está totalmente de acuerdo con Konstantinov. ¿No es cierto que su demostración es clara? Tenemos en nuestra mano los hilos del complot más pérfido y más ramificado, el complot universal contra la primera república socialista… Todo podrá salvarse si… Quedan todavía algunos hombres en el Comité Central. ¿Cuáles? La ciudad macilenta de las dos de la mañana nos abre sus avenidas vastas y despobladas. Parece abstracta. Un frío esquema de piedra lleno de reminiscencias. Hemos rebasado la cúpula azul de la mezquita. En el montículo, a la derecha, colgaban en 1825 253
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memorias de un revolucionario a los cinco héroes del complot masón de los decembristas19. A la izquierda, en aquel palacete de una favorita20 de Nicolás II, se organizó en 1917 el complot bolchevique. La flecha dorada de la fortaleza de Pedro y Pablo aparece por encima de las barracas y del río: Necháiev21 tramó allí su prodigioso complot de encadenado para derribar el imperio. Los conspiradores de la Voluntad del Pueblo murieron allí; los dejaron morir de hambre en 1881-1883. Varios de los más jóvenes sobreviven; han asegurado el nexo hasta nosotros. Nos acercamos a las tumbas del Campo de Marte, rodeadas de murallas de granito rojo. Nuestras tumbas. Enfrente, en el castillo de la Ingeniería, Pablo I fue asesinado por sus oficiales22. «Complot tras complot, ¿no es cierto?», dice Ott sonriendo. «Juegos de niños, todo eso. Hoy…» Tengo ganas de contestar (pero no serviría de nada con estos obsesionados): «Hoy es mucho menos simple. Es una cosa muy diferente. Y los complots que inventa usted, pobre Ott, son bien superfluos…». Si garrapateo estos retratos e informo de estas frases del año 1926, es porque revelan ya una atmósfera y los comienzos oscuros de una psicosis. La URSS entera, más tarde, durante años trágicos, habría de vivir cada vez más intensamente esa psicosis y constituye sin duda un fenómeno psicológico único en la historia. (Konstantinov desapareció a principios de los años treinta, deportado a Siberia central.) Hubo en la calma de Leningrado, ciudad obrera, el drama de la callejuela Chubarov que lanzó un resplandor siniestro sobre la condición de nuestra juventud. Unos quince obreros jóvenes de la fábrica SanGalli, en un terreno baldío cercano a la Estación de Octubre, habían violado a una desdichada de su edad. Esto sucedía en un barrio de bajos fondos de trabajo, el de la Ligovka, de edificios leprosos. Las comisiones de control del partido, sobrecargadas de pequeños asuntos feos de moral, estudiaban una especie de epidemia de violaciones colectivas. Sin duda la sexualidad, mucho tiempo reprimida por el ascetismo revolucionario y luego por la escasez y el hambre, empezaba a recobrar su impetuosidad en una sociedad que había quedado de pronto sin alimentos espirituales. Dos asuntos del mismo tipo se conocieron en la Casa de los Estudiantes de la calle Zheliábova23*, el antiguo hotel del Oso, Medvied, a unos pasos de mi casa. En el transcurso de la misma 254
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la revolución en el callejón sin salida noche, dos fiestas íntimas habían terminado, en dos cuartos diferentes, por el abandono, cada vez, de una joven a varios muchachos ebrios… Visité esa casa con una comisión sanitaria. Los cuartos, casi totalmente desprovistos de mobiliario, eran de una espantosa indigencia. Los harapos colgaban de los picaportes de las ventanas, había infiernillos y pequeñas palanganas de peltre sobre el piso, libros esparcidos por los rincones junto con los zapatos agujereados. Sobre las camas de hierro, casi siempre sin muelles, se ponían tablas y sobre las tablas colchones. Cuando había sábanas, estaban grises de mugre. Encontramos en un amplio cuarto donde no había más que un colchón sobre el piso a tres jóvenes que dormían, la muchacha entre los dos muchachos. La promiscuidad nacía de la miseria material. Libros como los de Alexandra Kollontay difundían una teoría simplista del amor libre; un materialismo infantil reducía la «necesidad sexual» a su contenido de estricta animalidad. «Se hace el amor como se bebe un vaso de agua, para aliviarse.»24 La juventud más instruida, la de las universidades, comentaba la teoría de Entschmen25 –combatida por Bujarin– sobre la desaparición de la moral en la futura sociedad comunista… Sometieron a los quince culpables de la callejuela Chubarov a un proceso de propaganda, en una sala del club obrero, bajo el retrato de Lenin. Rafail26, director del Pravda de Leningrado, funcionario calvo, de aspecto descolorido y astuto, presidía. En ningún momento pareció comprender qué ovillo de bajezas humanas y de decadencia por la miseria tenía que desenredar en nombre de la justicia de los trabajadores. Una sala llena de obreros y de obreras seguía los debates en una atmósfera de sufrimiento aburrido. Los quince acusados tenían esas caras de aprendices de golfos de la Ligovka que mezclan el tipo campesino al tipo proletario con una acentuación de brutalidad elemental. Confesaban y se acusaban unos a otros, tranquilos para dar detalles, dejando de comprender en cuanto los apartaban de los hechos y encontrando que era hacer mucho lío por cosas como las que sucedían a cada rato sin que se hiciese escándalo. ¿Qué cosa más natural que el amor en los terrenos baldíos? ¿Y si la chica quiere acostarse con cuatro o cinco o seis? De todos modos se embarazará o se enfermará una sola vez. Y si no quiere, a lo mejor es que tiene «prejuicios». Algunos intercambios de réplicas me quedaron 255
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memorias de un revolucionario en la memoria. La inconsciencia de los culpables tenía un tono tan primitivo que el presidente Rafail, el hombre de los comités, se desconcertaba a cada instante. Acababa de hablar tontamente de cultura nueva y de las buenas costumbres soviéticas. Un muchachillo rubio de nariz chata le contestó: –No sé qué es eso. Rafail prosiguió: –¿Preferiría usted seguramente las costumbres burguesas del extranjero? Era odiosamente estúpido. El muchachillo contestó: –No las conozco. Yo no he estado nunca en el extranjero. –Podría conocerlas por los periódicos extranjeros. –Yo no miraba ni siquiera los periódicos soviéticos. Mi cultura es la acera de la Ligovka. Cinco de los culpables fueron condenados a muerte. Para poder aplicarles la pena capital, había habido que violentar la ley y acusarlos de bandidaje. La noche del veredicto, el cielo de la ciudad se empurpuró. Caminé hacia aquel resplandor. La fábrica San-Galli ardía entera. Los cinco condenados fueron ejecutados a la mañana siguiente. Según los rumores, hubo ejecuciones secretas de obreros incendiarios. Inverificable. Tuve deseos de conocer nuestro infierno social –puesto que clamaba en las noches con semejantes hogueras. Me sumergí en los asilos nocturnos del sóviet. Asistí a redadas de chicas a las que enviaban, como medida administrativa, a los campos de concentración del extremo norte. Podría decir que Dostoievski no lo había visto todo27; supe en todo caso que desde Dostoievski no habíamos mejorado nada en ciertos recodos tenebrosos del mundo. ¡Hermanos clochards de París, qué difícil es la transformación social! Fue en esa época cuando Vasilii Nikiforóvich Chadáiev28 me abordó en la Casa de Prensa de Leningrado, en el muelle de la Frontaka, el antiguo palacio de la condesa Panina29. «Taras me ha hablado de usted…» Taras era un nombre convencional que me habían indicado entre los allegados de Piatakov en Moscú, para tomar contacto con la oposición clandestinamente organizada en Leningrado. Los «trots256
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la revolución en el callejón sin salida kistas» formaban un grupo retirado de la actividad política, a la expectativa desde 1923. Era el Centro (dirigente) de la Oposición de izquierda en la región y fui invitado a entrar en él. Nos reuníamos en un cuarto del Astoria, habitualmente en el de N. I. Karpov30, profesor de agronomía, antiguo comisario ante el ejército. Venían allí: dos o tres estudiantes obreros, dos viejos bolcheviques obreros que habían participado en todas las resoluciones de Petrogrado en veinte años; X., antiguo organizador de una imprenta del partido, persona modesta, apartado de las sinecuras por un exceso de conciencia y que, diez años después de la toma del poder, vivía en la misma pobreza de siempre, flaco y pálido bajo su gorra desteñida. Fedorov, grandullón pelirrojo, admirablemente vigoroso, con un rostro abierto de guerrero bárbaro, que trabajaba en una fábrica y habría de abandonarnos pronto para perecer finalmente con la tendencia Zinoviev. Contábamos con dos teóricos marxistas de verdadero valor, Iakovin y Dingelstedt. Grigorii Iakovlévich Iakovin31, treinta años, regresado de Alemania, acababa de escribir una excelente obra sobre aquel país… Deportivo, de inteligencia siempre despierta, buen mozo, gustoso de encantar, después de un periodo de ilegalidad ingeniosa, audaz y arriesgada, habría de caminar indefinidamente por las cárceles y desaparecer en ellas en 1937. Fedor Dingelstedt32 había sido a los veinte años, con el abanderado Roshal, Illín Genevski y Raskólnikov33, uno de los agitadores bolcheviques que en 1917 sublevaron a la flota del Báltico. Dirigía el Instituto de los Bosques y publicaba un libro sobre La cuestión agraria en la India. Representaba entre nosotros a una extrema izquierda cercana al grupo Sapronov34, que consideraba la degeneración del régimen como terminada. El rostro de Dingelstedt, en su fealdad brusca e inspirada, expresaba una invencible obstinación. «A este –pensaba yo–, no lo quebrarán nunca.» No me equivocaba, habría de seguir sin desfallecimiento los mismos caminos que Iakovin. «Babushka», la Abuela, presidía habitualmente nuestras reuniones. Embarnecida, con un rostro bondadoso bajo los cabellos blancos, Alexandra Lvovna Bronstein35 era el buen sentido y la lealtad misma. Alrededor de treinta y cinco años de vida militante detrás de ella, el exilio en Siberia; había sido la compañera de los primeros años de Trotsky, la madre de sus dos hijas Nina y Zina 257
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memorias de un revolucionario (que iban a morir las dos…). Ya sólo le permitían enseñar elementos de sociología a menores de quince años, y aun eso no habría de durar mucho. He conocido a pocos marxistas con un espíritu tan libre como el de Alexandra Lvovna. Nikolai Pávlovich Baskákov36, hombrecito enérgico de gran frente abultada y de ojos azules, consideraba que el enderezamiento del régimen se había hecho problemático. No sé qué fue de él en las cárceles. Con Chadáiev y conmigo, que me especialicé en el estudio de las cuestiones internacionales, quedaba completado el Centro. Insisto en un punto de historia: no hubo nunca otro Centro de la Oposición de izquierda en Leningrado. Baskákov dirigía la Casa de la Prensa donde se sentía a gusto entre los fantasmas salidos de los talleres del gran pintor Filonov37. ¿Dónde están esas obras, dónde están esos hombres? Filonov seguía a su manera un camino paralelo al de Picasso y los surrealistas de Occidente, a los que apenas conocía. Rodeado de una veintena de alumnos entusiastas y hambrientos, proseguía, a pesar del desconocimiento oficial, su obra de renovación –total, por supuesto– del arte. Baskákov le encargaba decorar la Casa de la Prensa, y se veía entre las columnas imperio grandes paneles delirantes que construían escenas en figuras engastadas unas en otras, de tal modo que un ojo estaba hecho allí de visiones analíticas y que al acercarse una frente revelaba un cerebro lleno de imágenes. Filonov trastornaba también la perspectiva para expresar la visión de un ojo imaginario situado en algún lugar en medio de la tela… Baskákov se paseaba en medio de esos personajes suprarreales y encontraba que la Oposición estaba retrasada respecto de los acontecimientos. Me hice amigo de Chadáiev. Sería el primero de nosotros al que matarían. Mucho antes que los jefes del partido, planteó en tesis notable la cuestión de la colectivización de la agricultura. Fue el único de nosotros que se atrevió a plantear la cuestión del segundo partido –en privado. Fue el único que previó los grandes procesos de impostura. Combatiente de 1917, redactor de la Krasnaia Gazeta de la noche, el conocimiento de la condición de los obreros le llevaba a una visión realista de los problemas políticos. Siguió las perturbaciones de la Bolsa del Trabajo, que unos obreros sin empleo acabaron por saquear. «Vi 258
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la revolución en el callejón sin salida en aquella pelea –me decía– a una mujer asombrosa que me recordó los mejores días de 1917. Ponía voluntad, casi orden en el motín. De apariencia insignificante, la veía hecha para la tribuna… ¡Y obreras como esa deben alzarse contra nosotros!» Seguimos juntos el odioso proceso de los funcionarios de la Bolsa del Trabajo, que no enviaban a las fábricas sino obreras bastante bonitas y, además, complacientes… Dejó varios preciosos libritos de observaciones, probablemente destruidos como tantos otros… El partido dormitaba. Las reuniones sólo eran seguidas por un público indiferente. Desde la depuración de las universidades, la juventud se replegaba sobre sí misma. En Moscú, en una pequeña residencia de la Petrovka, en el Glavkonzeskom, Comité principal de las Concesiones, Trotsky38 estudiaba las proposiciones de un señor Urquhardt39, discutía con la Lena-Goldfields40, comprobaba que el señor Hammer41, ciudadano de los Estados Unidos, que había logrado montar las primeras fábricas de lápices de Rusia, se enriquecía en otra parte, pues le permitían exportar sus beneficios… Alrededor de Trotsky un equipo de viejos camaradas, que por lo demás son todos jóvenes, se entregan a otras tareas. Su secretaría es un laboratorio único en el mundo donde se elaboran sin cesar las ideas. Se trabaja allí con una puntualidad reglamentada al minuto. La cita fijada para las diez no es para las diez y dos minutos. Volví a ver allí a Georg Andreychin, búlgaro enérgico de ojos de brasa negra hundidos bajo una frente amarilla y despoblada. Antiguo militante de los IWW de Norteamérica, aquel muchacho entrevé un sombrío porvenir: «La pequeña burguesía que se enriquece y se instala a nuestro alrededor, si no le rompemos los riñones nos hará pedazos un día u otro…». No es el único de esa opinión. (Andreychin será vencido miserablemente bien pronto, nos abandonará a causa de la enfermedad de su mujer, nos dirá por sí mismo al regresar de la deportación: «Me he convertido en un cerdo», llegará a ser un alto funcionario del comercio con los Estados Unidos y morirá a su hora.) Sin embargo somos bastante optimistas por el momento, pues Trotsky demuestra en una serie de artículos que vamos «hacia el socialismo y no hacia el capitalismo», y preconiza el mantenimiento alrededor de las empresas socializadas 259
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memorias de un revolucionario de un margen para la iniciativa privada, sobre el cual recaerán las crisis. Comento esas ideas en La Vie Ouvrière de París42. Victor Eltsin43 me transmite la directiva del Viejo (Trotsky): «En este momento, no hacer nada, no manifestarnos, mantener nuestros enlaces, conservar nuestros cuadros de 1923, dejar desgastarse a Zinoviev…». Producir buenos libros, publicar las Obras completas de León Davídovich44 era mantener el espíritu. Victor Eltsin tiene el carácter frío del táctico. Me dice también que en Moscú la Oposición de izquierda puede contar con más de quinientos camaradas. Sermux es un gentleman rubio extremadamente cortés y reservado. Poznansky un gran judío de cabellera hirsuta. Son los tres secretarios de Trotsky, treinta a treinta y cinco años todos ellos; guardarán al Viejo, hasta no sé qué fin terrible, una fidelidad inquebrantable45. La tormenta estalló de modo totalmente imprevisto. Nosotros mismos no la esperábamos. Algunas palabras de Zinoviev al que yo había visto cansado, con la mirada apagada, hubieran debido esclarecerme… De paso por Moscú, me enteré (primavera de 1925) de que Zinoviev y Kaméniev, todopoderosos aún en apariencia, las dos primeras figuras del Buró Político desde la muerte de Lenin, iban a ser derrocados en el próximo congreso, XVI Congreso del partido46, y que Stalin ofrecía a Trotsky la cartera de Industria… La Oposición de 1923 se preguntaba a quién aliarse. Mrachkovski47, el héroe de las batallas del Ural, dijo esta frase: «No nos aliemos con nadie. Zinoviev nos abandonaría finalmente y Stalin nos engañaría». Los militantes de la vieja Oposición Obrera se mostraban resistentes, encontrando que éramos demasiado débiles y desconfiando, decían, del carácter autoritario de Trotsky. Yo pensaba que el régimen burocrático de Zinoviev no podría agravarse; nada sería peor… Todo cambio debía ofrecer oportunidades de saneamiento. Me engañaba enormemente, como se ve. Grossman-Roschin, líder del grupo sindicalista Goloss Truda [La Voz del Trabajo], el único en libertad de su grupo, por lo demás, vino a participarme su inquietud: –Stalin se queja de los farsantes y de los lacayos del Komintern y se dispone a cortarles los víveres cuando haya despachado a Zinoviev. ¿No teme usted que la Internacional comunista sufra por ello? 260
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la revolución en el callejón sin salida Contesté: –Nada podría ser más bueno para la Internacional que cortarle los víveres. Los aprovechados se irán a otra parte, los partidos artificiales reventarán, el movimiento obrero quedará saneado. En realidad, la pieza del XVI Congreso (diciembre de 1925) estaba ensayada de antemano, tal como el director de escena la preparaba desde hacía varios años. Todos los secretarios de las regiones, nombrados por el secretario general, habían enviado al congreso los delegados de su devoción. La fácil victoria de la coalición Stalin-Rykov-Bujarin fue la de las oficinas sobre el grupo Zinoviev que sólo era dueño de las oficinas de Leningrado. La delegación de Leningrado, dirigida por Zinoviev, Evdokimov, Bakáiev, Lachévich, Zorin, Ionov, Najimson, Guertik y sostenida por Kaméniev –los futuros fusilados de 1936– se encontró aislada en la votación. Zinoviev y Kaméniev respondían de varios años de administración sin gloria ni éxito: dos revoluciones vencidas, en Alemania y en Bulgaria, el sangriento y estúpido episodio de Estonia; en el interior, el renacimiento de las clases, dos millones aproximadamente de trabajadores parados, la penuria de las mercancías, el conflicto latente entre el campo y la dictadura, la asfixia de toda democracia; en el partido, las depuraciones, las represiones (benignas pero indignantes porque eran nuevas), las vilezas multiplicadas contra el organizador de la victoria, Trotsky. Que Stalin compartiese todas esas responsabilidades era indudable, pero las eludía alzándose contra sus colegas del triunvirato. Zinoviev y Kaméniev caían literalmente bajo el peso de sus errores y sin embargo, en aquel momento, a grandes rasgos, tenían razón, lo veíamos. Se oponían a la doctrina improvisada del «socialismo en un solo país» en nombre de la tradición del socialismo internacional. Kaméniev, hablando de la condición miserable de los obreros, pronunciaba la frase «capitalismo de Estado» y preconizaba la participación de los asalariados en los beneficios de las empresas. El crimen de Zinoviev fue exigir la palabra en el congreso en calidad de correlator. Toda la prensa del CC quiso ver en ello un atentado a la unidad del partido. Bujarin estaba harto del reino de la mediocridad; esperaba ser el «cerebro» de Stalin. Rykov, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, Tomski, 261
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memorias de un revolucionario dirigente de los sindicatos, Voroshilov, dirigente del ejército, Kalinin, presidente del Ejecutivo Central, medían el descontento de los campesinos y reprobaban las aventuras internacionales. La masa de los funcionarios quería vivir en paz, nada más. Zinoviev, sinceramente demagogo, creía en lo que decía del apego de las masas obreras de Leningrado a su camarilla. «Nuestra fortaleza es inexpugnable», le oí decir. Tomaba por una opinión viva la opinión fabricada por sus subalternos del Pravda de Leningrado. Regresó para apelar al partido y a las masas cuando el partido no era ya sino la sombra de las oficinas y las masas indiferentes se reservaban. La resistencia de Leningrado, de la que fui testigo, fue quebrantada en quince días, aunque algunas noches algunos obreros fieles a Zinoviev habían venido a montar guardia en la imprenta del periódico en previsión de un golpe de fuerza. El sector proletario de Vyborg, famoso desde las jornadas de marzo de 1917, fue el primero en ceder. No eran ya los mismos hombres ni el mismo espíritu. Hubo en cada comité local maliciosos que comprendieron que pronunciarse por el CC era empezar una carrera; por otra parte, el respeto, mejor sería decir el fetichismo, del CC desarmaba a los mejores. El CC nos envió a Gúsev y Stetski48 para instalar nuevos comités. Stetski, treinta y cinco años, discípulo de Bujarin, jugaba al americano soviético, bien vestido, bien rasurado, cordial, cabeza y gafas redondas, muy amigo de los intelectuales, escrutando con ellos los «problemas». (Más tarde habría de traicionar a Bujarin y sustituirlo por algún tiempo ante Stalin en calidad de ideólogo, inventar una teoría nítida del Estado totalitario y desaparecer en las cárceles hacia 1938.) Escuché a Gúsev hablar ante grandes asambleas del partido. Grueso, un poco calvo, peludo, rendía al auditorio por medio de un bajo hipnotismo fundado sobre la violencia sistemática. Hay que estar seguro de tener la fuerza tras de uno y decidido a no detenerse ante nada para argumentar de cierta manera baja. En el fondo, daba miedo. Ninguna palabra conseguía la adhesión, pero los vencidos se habían puesto en mala situación, no quedaba sino votar por el CC… Nosotros, opositores, nos íbamos antes del voto, en silencio. El nivel de educación, muy bajo, de una parte del auditorio y la dependencia material de cada uno respecto de 262
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la revolución en el callejón sin salida los comités del partido aseguraban el éxito de la operación. Bajo los golpes de ariete de un Gúsev, la mayoría oficial que Zinoviev conservaba en Leningrado desde 1918 se desmoronó en una semana. Nuestro «Centro Dirigente de la Oposición de Izquierda» se había abstenido en aquel combate. La noticia del acuerdo a que había llegado Trotsky con la «Oposición de Leningrado» nos sorprendió. ¿Cómo sentarnos en la misma mesa que los burócratas que nos habían acorralado y calumniado?, ¿que habían matado la probidad y el pensamiento del partido? Los viejos jefes del partido de Leningrado, a casi todos los cuales conocía yo desde 1919, Evdokimov, Bakáiev, Lashévich, Zorin, Ionov, Najimson, Guertik49, parecían haber cambiado de alma en una noche y no puedo dejar de pensar que experimentaban un profundo alivio al salir de la mentira asfixiante para tendernos la mano. Hablaban de ese Trotsky, al que denigraban odiosamente ayer, con admiración y comentaban los detalles de las primeras entrevistas entre él, Zinoviev y Kaméniev. Las relaciones son «mejores que nunca; como en 1918». Fue entonces cuando Zinoviev y Kaméniev entregaron a Trotsky cartas-testimonio que relataban cómo, en conversaciones con Stalin, Bujarin y Rykov, habían decidido forjar una doctrina «trotskista» para desencadenar contra ella campañas de descrédito. Hicieron incluso revelaciones más graves de las que volveré a hablar luego. Firmaron una declaración que reconocía que sobre la cuestión del régimen interior del partido la Oposición de 1923 (Preobrazhenski, Trotsky, Racovski, Antonov-Ovseienko) había tenido razón contra ellos. Alrededor de nuestro Centro de Leningrado se agrupaba una veintena de simpatizantes. La tendencia Zinoviev afirmaba poder contar con quinientos a seiscientos miembros clandestinamente organizados. Nosotros dudábamos de esa cifra, pero nos decidimos a abrir una campaña de reclutamiento a fin de crear una organización análoga para el momento en que tuviésemos que confrontar los efectivos. El grupo Zinoviev, conociendo nuestra debilidad, reclamaba la fusión inmediata de las organizaciones. Nosotros vacilábamos en entregarles la lista de nuestros dirigentes. ¿Qué harían mañana? Varios de nosotros propusieron ocultar a nuestros nuevos aliados algunos nombres; 263
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memorias de un revolucionario descartamos esa propuesta por desleal. Nuestros agitadores se ponían al trabajo. Manteníamos reuniones semiclandestinas barrio por barrio. Chadáiev, el organizador del sector central, llegaba a mi casa en la noche, con los ojos brillantes en su rostro surcado, y anunciaba el balance de la jornada: «Te digo que tendremos cuatrocientos camaradas organizados para el día de la fusión». En efecto, llegaríamos a rebasar esa cifra, pero posponíamos la fusión por desconfianza. Necháiev y Chadáiev se dirigieron a Moscú para comunicar nuestras aprensiones a Trotsky. Yo fui después a informar a León Davídovich y a presentarle nuestras reticencias. León Davídovich temblaba de fiebre aquel día; tenía los labios violetas, pero el porte seguía siendo sólido, el rostro modelado de inteligencia y de voluntad. Justificó la fusión por la necesidad de unir las fuerzas políticas de dos capitales obreras, Leningrado y Moscú. «Es una batalla difícil de ganar –decía suavemente–, pero tenemos grandes oportunidades y la salvación de la revolución depende de ello.» Le traían telegramas cifrados. En el gran salón de espera del Comité de las Concesiones, dos campesinos barbudos, vestidos con pellizas y calzados de corteza trenzada, parlamentaban con Sermux para ser recibidos por Trotsky, al que insistían en someter un litigio interminable que tenían con las autoridades locales de un campo lejano. «Puesto que Lenin ha muerto –repetían obstinadamente– no queda más que el camarada Trotsky para hacernos justicia… –Va a recibirlos –respondía pacientemente Sermux, elegante y sonriente–, pero ya no puede hacer nada, ya no es del gobierno…» Los mujiks cabecean, visiblemente apenados de que quisieran hacerles creer que «Trotsky no podía hacer ya nada». «Haga como que se suena la nariz al salir», me dijo uno de los secretarios, «la Guepeú ha instalado fotógrafos en la casa de enfrente… Por lo demás, son amigos…» Preobrazhenski y Smilga50 nos fueron enviados por el Centro de Moscú para reunir a los dirigentes de las dos oposiciones de Leningrado. Preobrazhenski tenía el ancho rostro y la corta barbita castaña de un hombre del pueblo. Tan exhausto que en todo momento, durante las reuniones, parecía a punto de dormirse; pero con la cabeza fresca y atiborrada de cifras sobre la cuestión agraria… Smilga, economista, ex jefe del ejército, hombre de confianza de Lenin en la flota del Báltico 264
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la revolución en el callejón sin salida en 1917, era un intelectual rubio, de unos cuarenta años, con gafas y barbita, de frente despoblada, de aspecto ordinario, muy hombre de gabinete. Habló toda una noche en un cuartito de obreros donde cincuenta personas no podían hacer ningún movimiento de tan apretadas que estaban unas contra otras. Una especie de gigante casi pelirrojo, letón de rostro tranquilo, controlaba a los que llegaban. Smilga se había sentado sobre un taburete en medio de la pieza y con tono de técnico, sin una sola frase de agitación, hablaba de la producción, del desempleo, del trigo, de las cifras de control, del plan que preconizábamos. Desde los primeros días de la revolución, los jefes del partido no se habían visto en esa pobreza y esa sencillez en privado con los militantes de las filas. Yo pertenecía como Chadáiev a la célula comunista de la Krasnaia Gazeta, gran diario de la noche. (Naturalmente era mantenido al margen de los comités y de los empleos llamados «responsables» desde mi regreso de Europa central.) Éramos alrededor de cuatrocientos impresores, tipógrafos, linotipistas, empleados, redactores y militantes adscritos. Perdidos entre ese número, tres viejos bolcheviques que ocupaban puestos en la administración. Una decena de camaradas habían hecho la guerra civil. Los otros trescientos ochenta y siete (aproximadamente) pertenecían a la «promoción de Lenin»: obreros que sólo habían llegado al partido después de la muerte de Lenin, después de la consolidación del poder, en plena NEP. Éramos cinco opositores, de los cuales uno dudoso, todos de la generación de la guerra civil. Era en pequeño la composición de conjunto del partido y explica muchas cosas. La batalla de las ideas se inició sobre tres cuestiones de las que se hablaba lo menos posible: régimen de la agricultura, democracia en el partido, Revolución china. Chang Kai-Shek51, aconsejado por Blucher52 (Gallen) y por mi camarada Olguín53, uno de los vencedores antaño de Bujara, iniciaba su marcha triunfal de Cantón a Shangai, ganando victorias inesperadas: subida de la Revolución china. Desde el principio, por orden de las oficinas, la discusión fue falseada en todo el partido. El comité de célula, obedeciendo al comité de sector, convocaba cada quince días a una asamblea plenaria con presencia obligatoria y control a la entrada. Un orador mediocre demostraba 265
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memorias de un revolucionario durante dos horas la posibilidad de edificar el socialismo en un sólo país y denunciaba la «falta de fe» de la oposición. Se limitaba a desleír las tesis impresas del Servicio de Agitación del CC. Después tomaban la palabra los que eran llamados «activistas», siempre los mismos, viejos obreros charlatanes, protegidos del comité, jóvenes arribistas celosos que presentaban en realidad su candidatura a pequeños empleos. Me parece oír todavía a un joven militar explicar penosamente en la tribuna que sin duda Marx y Engels no concebían que uno solo de los «pequeños países de Occidente» como Francia, Inglaterra, Alemania, pudiese edificar el socialismo por sus propios medios; ¡pero la URSS era la sexta parte del mundo!… El Buró, compuesto de obreros adscritos a la administración, se empeñaba en tener una larga lista de oradores para limitar el tiempo de palabra a los opositores y demostrar estadísticamente la participación de las masas en la vida del partido. De los opositores, tres permanecían en la sombra; sólo tomábamos la palabra Chadáiev y yo, y nos concedían cinco minutos. Se trataba de no perder ni un segundo; con este fin habíamos inventado un estilo. Hablábamos con frases sueltas que eran todas afirmaciones, enunciados de hechos o preguntas. Era preciso que cada una tuviese efecto, incluso si los clamores de los «activistas» cubrían la precedente. Apenas abríamos la boca, las interrupciones y los gritos brotaban a profusión, mezclados con insultos: «¡Traidores! ¡Mencheviques! ¡Defensores de la burguesía!». Había que hacer observar con calma al presidente que se perdía medio minuto en recomenzar la frase interrumpida. Alguien, en el Buró, tomaba apresuradamente notas para el Comité de la ciudad y para el CC. La sala asistía a ese duelo en un silencio absoluto. Veinte asistentes la llenaban de gritos, sólo nos enfrentábamos a ellos, turbados por el silencio de los demás. La Revolución china nos electrizaba a todos. Tengo la impresión de que una verdadera ola de entusiasmo alzaba al mundo soviético –por lo menos a los elementos pensantes de aquel mundo. Confusamente, el país sentía que una China roja podía ser la salvación de la URSS. Sobrevino el desastre de Shangai. Yo lo esperaba, lo había anunciado por anticipado54. Formaba parte, en Moscú, de la Comisión Internacional del Centro de la Oposición, con Jaritonov55, portavoz de 266
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la revolución en el callejón sin salida Zinoviev, Radek, Fritz Wolf 56 (que capituló pronto y no obstante fue fusilado en 1937), Andrés Nin, el búlgaro Lebedef (Stepanov)57, opositor secreto, que nos traicionó y fue más tarde en España, durante la revolución, agente del Komintern) y otros dos o tres militantes cuyos nombres he olvidado. Por unos camaradas llegados de China, por los documentos de Radek (rector de la Universidad China de Moscú), de Zinoviev y de Trotsky, yo estaba bien informado58. Cosa inconcebible, el único periódico no comunista francés que entraba en la URSS, Le Temps59, conservador pero sobornado (el dinero no tiene olor), me traía preciosos recortes. Llegado ante Shangai, Chang Kai-Shek había encontrado a la ciudad en poder de los sindicatos, cuya sublevación había sido perfectamente organizada con la ayuda de agentes rusos60. Seguíamos día tras día la preparación del golpe militar que habría de desembocar inevitablemente en la matanza de los proletarios de Shangai. Zinoviev, Trotsky, Radek exigían del CC un cambio inmediato de política. Hubiese bastado un telegrama al Comité de Shangai: «¡Defiéndanse si es necesario!», y la Revolución china no hubiese sido decapitada. El jefe de una división ponía sus tropas a disposición del CC para oponerse al desarme del proletariado. Pero el Buró Político exigía la subordinación del PC al Kuomintang. El PC, dirigido por un hombre honesto, Chen Du-Siu61, había desautorizado las sublevaciones campesinas de Hupei y había dejado asesinar por millares a los cultivadores insurgentes de Chan-Sha. Exactamente la víspera del acontecimiento de Shangai, Stalin vino a explicarse ante los militantes de Moscú reunidos en el Gran Teatro. Todo el partido comentó una de sus frases agarradas al vuelo: «Dicen que Chang Kai-Shek se prepara para volverse contra nosotros. Sé que juega a quién será el más astuto, pero será él el engañado. Lo exprimiremos como a un limón y luego nos desharemos de él». Este discurso estaba en prensa en el Pravda cuando recibimos la terrible noticia. La tropa limpiaba con sable y ametralladora los suburbios de Shangai. (Malraux describió más tarde este drama en La condición humana62.) Nos reuníamos desesperados. Los debates del CC se reproducían con la misma violencia en todas las células del partido donde había opositores. Me pareció, cuando tomé la palabra después de Chadáiev, que el odio alcanzaba su 267
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memorias de un revolucionario paroxismo y que íbamos a ser linchados a la salida. Terminé mis cinco minutos lanzando una frase que produjo un silencio helado: «¡El prestigio de la secretaría general le es infinitamente más caro que la sangre de los proletarios chinos!». La parte frenética de la sala estalló: «¡Enemigos del partido!». A los pocos días tuvo lugar nuestro primer arresto: arrestaron a Necháiev63, nuevo miembro de nuestro Centro, obrero reflexivo, antiguo comisario ante el ejército, de rostro rudo y cansado, con gafas de oro, unos cuarenta años. Lo dijimos en una sesión. El Buró no se atrevía a tomar ninguna responsabilidad. Habíamos preparado dos intervenciones exasperadas. Chadáiev hizo la suya en la tribuna, yo hablé abajo para hacer frente mejor a los energúmenos de las primeras filas. Grité: «Detienen ustedes a Necháiev. Mañana tendrán que detenernos por millares. Sepan que aceptamos la cárcel, la deportación, las islas Solovki para servir a la clase obrera. Nada nos hará callar. ¡La contrarrevolución se levanta detrás de ustedes, estranguladores del partido!». Por ráfagas, los activistas gritaban a coro: «¡Calumniadores! ¡Traidores!». Estos debates en una sala donde, entre miembros de un solo partido, nos sentíamos de pronto delante del enemigo, en un umbral de cárcel, me dejaban exhausto. En otra ocasión ganamos un punto –¡pero cuán negro! Invité a la sala a levantarse para rendir homenaje a la memoria de Adolf Abrámovich Ioffé64, al que yo acababa de velar en Moscú en su lecho de muerte, muerto por la revolución. Informado por una circular confidencial, el secretario de la célula nos miraba con furor, pero cedió. Se realizó el homenaje, puesto que la circular no lo prohibía… «Y ahora, díganos por qué y cómo murió. –El comité del sector no me ha comunicado nada sobre ese punto» –respondió el secretario, y añadió que nadie tenía derecho a hablar sobre ese tema antes que el CC. Semejante muerte se desvanecía en los comunicados de comité a comité. Media tonelada de papel abolía el sacrificio sobre el que los periódicos guardaban silencio. Empezábamos a cansarnos de esa batalla estéril en una organización de base. Una vez, en la calle lluviosa, dirigiéndonos allá, Chadáiev y yo nos miramos, con el mismo pensamiento en los ojos. «¿Y si nos calláramos esta noche?» No recuerdo lo que se discutía. Cuando 268
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la revolución en el callejón sin salida los activistas terminaron sus arengas, el presidente intrigado anunció que la lista de oradores quedaba cerrada. Entonces, por primera vez, la sala apagada se removió. Se formaron remolinos alrededor de nosotros: «¿Y ustedes, qué?». Chadáiev se levantó riendo y lo vi, muy alto, levantando la mano para pedir la palabra. Y esta vez en el momento de votar la moción final, en el momento en que de costumbre votábamos solos en contra –contra doscientos cincuenta presentes– una tercera mano se levantó al mismo tiempo que las nuestras. Un joven impresor exclamaba: «¡Tienen razón! ¡Estoy con ellos!». En la calle se reunió con nosotros. Supimos que unos cuarenta obreros, seguros unos de otros, estaban dispuestos a sostenernos, pero sólo lo harían en conciencia, por temor a quedar sin empleo. Contaban con otros tantos simpatizantes. Regresamos en la noche, tensos y alegres. El hielo se rompía. Atando cabos nos dábamos cuenta de que lo mismo sucedía en el conjunto del partido. Chadáiev dijo: –Creo que nos torcerán el pescuezo antes del gran deshielo. Zinoviev, derribado de la presidencia del Sóviet de Leningrado65, no había regresado a esa ciudad desde hacía meses. Vino con Trotsky con motivo de una sesión del Ejecutivo Central de los Sóviets, puramente formal por supuesto. Una llovizna gris caía sobre las tribunas cubiertas de manta roja y sobre la manifestación que desfilaba por los alrededores del palacio de Táuride. Los líderes de la oposición se habían colocado en la tribuna aparte del grupo oficial. La multitud no tenía ojos sino para ellos. Después de las aclamaciones lanzadas a una seña ante el nuevo presidente del Sóviet, Komarov66, el cortejo llegaba a la altura de los hombres legendarios que ya no eran nada en el Estado. En ese lugar la gente se demoraba marcando el paso, en silencio, y las manos se tendían por millares, agitando pañuelos o gorras. Era una aclamación muda, vencida, conmovedora. Zinoviev y Trotsky la aceptaban con una alegría resuelta, creyendo discernir en ella un testimonio de fuerza. «¡Las masas están con nosotros!», decían en la noche. ¿Qué podían unas masas resignadas hasta el punto de contener así su emoción? En realidad, en aquella multitud cada uno sabía que al menor gesto arriesgaba su pan, el pan de los suyos. Hicimos con los dos líderes una campaña de agitación, legal después 269
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memorias de un revolucionario de todo: los estatutos del partido no prohibían a los miembros del partido charlar con los militantes… ¡Cincuenta personas llenaban un cuartito alrededor de un Zinoviev espeso y pálido, con el cabello ensortijado, de voz baja. En el otro extremo de la mesa, Trotsky, que envejecía visiblemente, casi blanco, bien puesto, con los rasgos fuertemente marcados, encontrando siempre la respuesta inteligente. Una obrera, sentada con las piernas cruzadas en el suelo, preguntaba: «¿Y si nos excluyen?». Trotsky explicaba que «nada podría separarnos en realidad de nuestro partido». Y Zinoviev demostraba que entrábamos en un periodo de luchas durante el cual habría sin duda en el partido exclusiones, semiexclusiones de gente que sería más digna del nombre de bolcheviques que los secretarios. Unos voluntarios vigilaban los patios y los alrededores, pues la intervención de la Guepeú podía producirse de un momento a otro. Era sencillo y reconfortante ver a los hombres de la dictadura del proletariado, los más grandes de la víspera, regresar así a los barrios pobres para buscar en ellos apoyo de hombre a hombre. Acompañé a Trotsky al salir de una de esas reuniones celebrada en un alojamiento deteriorado, marcado por la miseria. En la calle, León Davídovich se levantó el cuello del abrigo y se bajó la visera de la gorra para no ser reconocido. Parecía un viejo intelectual ilegal de antaño, todavía derecho después de veinte años de desgaste y algunas victorias deslumbrantes. Abordamos a un cochero y regateé el precio del viaje, pues teníamos poco dinero. El cochero, un campesino barbudo de la vieja Rusia, se agachó y dijo: «Para usted no es nada. Suba, camarada. Usted es Trotsky, ¿verdad?». La gorra no desfiguraba bastante al hombre de la revolución. El Viejo tuvo una débil sonrisa divertida: «No cuente esta anécdota, pues todo el mundo sabe que los cocheros pertenecen a la pequeña burguesía cuyo apoyo sólo puede desprestigiarnos…». Una noche, en casa de Alexandra Bronstein, nos habló del marino Markin67, héroe puro caído en 1918 en la región del Volga. «Fueron los Markin los que hicieron la Revolución rusa…» Discutíamos la jornada de siete horas68 decretada por el Ejecutivo, tras una decisión de Stalin, Rykov, Bujarin, para burlar las reivindicaciones de la Oposición. Nosotros estábamos en contra. Estimábamos que hubiera 270
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la revolución en el callejón sin salida valido más aumentar los salarios en un octavo. ¿Qué valen los ocios problemáticos en los tiempos del vodka, de los bajos salarios y de los tugurios atiborrados? Olga Grigorievna Livschitz69, vieja camarada de Lenin, mujercita con gafas, extremadamente erudita, espiritual y benevolente, entraba, trayendo una larga memoria en la que demostraba los errores oportunistas de la Oposición en la cuestión china. «Gracias –decía el Viejo–, trataré de contestarle…» Yo hablaba bajo nombres supuestos en barrios alejados. Uno de mis círculos, media docena de obreros y de obreras, se reunía bajo los pequeños abetos de un cementerio abandonado. Comentaba sobre las tumbas las actas confidenciales del CC, las noticias de China, los artículos de Mao Tse-Tung70. (El futuro jefe militar de la China soviética estaba muy cerca de nosotros por sus ideas; pero se mantuvo en la línea para recibir armas y municiones.) Yo no creía en nuestra victoria, estaba incluso seguro en mi fuero interior de nuestra derrota. Recuerdo habérselo dicho a Trotsky, en su gran gabinete del Comité de las Concesiones. En la antigua capital no reuníamos más que a algunos centenares de militantes, el conjunto de los obreros se mostraba indiferente a nuestros debates. La gente quería vivir en paz. Sentía claramente que el Viejo lo sabía como yo, pero que era preciso que cumpliésemos todos con nuestro deber de revolucionarios. Si la derrota es inevitable, ¿qué hacer sino aceptarla con valor, salirle al encuentro con un espíritu invicto? Eso serviría para el porvenir. León Davídovich hizo un gran gesto: «Hay siempre un gran riesgo que correr. Uno termina como Liebknecht y otro como Lenin». Para mí todo se resumía en esta idea: aunque sólo hubiese una sola oportunidad entre ciento en favor del enderezamiento de la revolución y de la democracia obrera, esa oportunidad habría que intentarla a cualquier precio. A nadie podía confesar ese sentimiento… A los camaradas que, bajo los abetos del cementerio, en un páramo en los alrededores de un hospital, en alojamientos indigentes, me pedían una promesa de victoria, contestaba que la lucha sería larga y severa. En la medida en que hablaba ese lenguaje en privado para algunos, tenía efecto, endurecía rostros; pero si lo hablaba ante un auditorio más numeroso, producía un ambiente de frialdad… «Te portas demasiado como un intelec271
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memorias de un revolucionario tual», me decían mis amigos del Centro. Otros agitadores prodigaban las promesas de victoria y creo que las vivían ellos mismos. Decidimos apoderarnos por sorpresa de una sala del Palacio del Trabajo y celebrar en ella un gran mitin con Zinoviev (Kaméniev lo había hecho en Moscú, hablando al resplandor de algunas velas, pues el CC había mandado cortar la electricidad). En el último minuto, Zinoviev, asustado de las responsabilidades, se echó para atrás y Radek no aceptó hablar solo. Nos dirigimos entonces, un centenar, a una conferencia de los metalúrgicos que tenía lugar en el Teatro María, para manifestarnos. Uno de nosotros fue apaleado. Nuestro Centro se reunió en mi casa, alrededor del té, con Radek. Karl Bernárdovich mordisqueaba la pipa entre sus gruesos belfos, con los ojos muy cansados, produciendo como siempre una impresión de extrema inteligencia, desagradable al principio, a causa de cierta mofa; pero el hombre de fe se transparentaba bajo el aficionado a las anécdotas sarcásticas. Ante la idea de que la Oposición Obrera que, desde 1920-1921, había dicho sobre la burocratización del partido y la condición de la clase obrera cosas que nosotros osábamos apenas repetir en voz alta siete años después –ante la idea de que esa oposición de antaño hubiera tenido razón contra Lenin–, Radek se encabritaba. «Idea malsana. Si se apegan ustedes a ella, estarán perdidos para nosotros. Ningún Termidor estaba a la vista en 1920, Lenin vivía, la revolución se incubaba en Europa…» Lo interrogué sobre Dzerzhinski que acababa de morir71 derribado sobre un diván por una crisis cardiaca al salir de una sesión tumultuosa del CC. De la rectitud absoluta de Dzerzhinski no dudaba nadie. La pequeña trapacería convertida en moneda corriente entre los dirigentes debía de ponerlo enfermo… Radek dijo: «Félix murió a tiempo. Era un esquemático. No hubiera vacilado en teñirse las manos en nuestra sangre…». A la medianoche resonó el teléfono: «¡Dispérsense, caray! Los van a poner a todos a la sombra, las órdenes han sido dadas por Messing72…». Nos dispersamos sin prisa. Radek encendía su pipa. «Muchas cosas van a volver a empezar. Lo esencial es no hacer tonterías…» El CC autorizó a los «activistas» a dispersar por la fuerza las «reuniones ilegales». Equipos de muchachotes fuertes, dispuestos a apalear 272
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la revolución en el callejón sin salida a cualquiera en nombre del CC, se formaron en los sectores, provistos de camiones. Por prurito de dignidad, la Oposición retrocedió ante las riñas callejeras: las reuniones se suspendieron o se hicieron totalmente clandestinas. Vivíamos desde hacía años de fórmulas políticas muchas de las cuales estaban caducas y algunas eran mentiras. La oposición decidió forjarse un programa: esto equivalía a proclamar que el partido gobernante no lo tenía ya o tenía uno que no era el de la revolución. Zinoviev se encargó de redactar con Kaméniev los capítulos referentes a la agricultura y a la Internacional; el de la industrialización le tocó a Trotsky; Smilga y Piatakov, ayudados por algunos jóvenes, trabajaron también en la redacción de aquel documento que fue sometido, fragmento por fragmento, a nuestras reuniones y, siempre que fue posible, a grupos obreros. Por última vez (pero de eso no dudábamos), el partido regresaba a su tradición de pensamiento colectivo, con la preocupación de consultar al hombre de taller. Las máquinas de escribir crepitaron noches enteras en los departamentos todavía inviolables del Kremlin. La hija del embajador Vorovski, asesinado en Suiza, se agotaba en ese trabajo (habría de morir pronto de tuberculosis, de trabajos y de privaciones)73. Unos camaradas juntaron tres o cuatro máquinas en un pequeño alojamiento, en Moscú. Los agentes de la Guepeú cercaron ostensiblemente aquel local. Uno de los jefes del Ejército Rojo, con las insignias en el cuello de la casaca, Ojotnikov74, levantó por decisión propia esa vigilancia y pudimos salvar una parte del material. Al día siguiente la prensa anunció el descubrimiento de una «imprenta clandestina». Crimen sobre crimen: un ex oficial blanco75 estaba mezclado en el complot y era verdad en parte, pero el ex oficial pertenecía ahora a la Guepeú. Por primera vez una sórdida intriga policiaca intervenía en la vida del partido. En el extranjero, la odiosa leyenda fue propalada por la prensa comunista al recibir la señal. Vaillant-Couturier firmó el artículo ordenado a L’Humanité 76. Pocos días después, lo encontré en Moscú, en una conferencia internacional de escritores77. Éramos amigos desde hacía años. Rechacé la mano que me tendía. «¡Sabes perfectamente que acabas de firmar una infamia!» Su gruesa cabeza mofletuda se ponía pálida y tartamu273
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memorias de un revolucionario deaba: «Ven a verme esta noche, te lo explicaré. Recibí los informes oficiales. ¿Acaso puedo yo verificar?». En la noche, llamé en vano a su puerta. Nunca olvidaré su mirada desamparada por la vergüenza. Por primera vez, veía envilecerse a un hombre que pretendía sinceramente ser un revolucionario –y que era dotado, elocuente, sensible, valeroso (en lo físico). Lo acorralaban: «¡Debe usted escribir esto, Vaillant, el Ejecutivo lo exige!». Negarse era romper con la poderosa Internacional, capaz de hacer y deshacer reputaciones, pasar a una minoría sin prensa ni recursos… Hubiera preferido arriesgar el pellejo en una barricada que arriesgar su carrera de tribuno de aquella manera. Pero sólo la primera vergüenza es difícil. No teníamos ya ningún medio de expresión legal. A partir de 1926, fecha de la desaparición de las últimas pequeñas hojas anarquistas, sindicalistas y maximalistas, el CC se había reservado el monopolio absoluto de lo impreso. Un viejo militante, antaño compañero de Trotsky en Canadá, ahora director de una imprenta en Leningrado, Fishéliev, publicó clandestinamente nuestra Plataforma78, firmada por diecisiete miembros del CC (Trotsky, Zinoviev, Kaméniev, Smilga, Evdokimov, Racovski, Piatakov, Bakáiev…). Fishéliev79, condenado por malversación de material y de papel, fue enviado al campo de concentración de las islas Solovietski. Recogíamos sin embargo firmas bajo la Plataforma. «Si logramos treinta mil –decía Zinoviev–, no podrán negarnos la palabra en el XV Congreso80…» Llegamos penosamente a reunir cinco o seis mil. Puesto que la situación evolucionaba rápidamente hacia lo peor, sólo algunos centenares, las de los hombres de la vieja guardia bolchevique, fueron enviadas al CC. Los acontecimientos se precipitaban de tal manera que todas esas peticiones aparecieron pronto bajo su verdadera luz: la de una niñería. La Plataforma denunciaba en cien páginas las fuerzas hostiles al socialismo que crecían en el régimen de la NEP, encarnadas por el kulak (el campesino enriquecido), el mercanti, el burócrata. Aumento de los impuestos indirectos que gravaban a las masas, estabilización de los salarios reales en un nivel demasiado bajo que correspondía aproximadamente al de 1913; dos millones de desempleados. Sindicatos en vías de convertirse en órganos de ejecución del Estado-patrón. 274
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la revolución en el callejón sin salida (Reclamábamos el mantenimiento del derecho de huelga.) 30 a 40 por ciento de cultivadores pobres, sin caballos ni herramientas, y 6 por ciento de ricos, que detentaban el 53 por ciento de las reservas de trigo: preconizábamos la exención de impuestos para los cultivadores pobres, el desarrollo de las explotaciones colectivas (koljozes), el impuesto progresivo. Preconizábamos un poderoso esfuerzo de reequipamiento, la creación de nuevas industrias, y sometíamos a una dura crítica la primera y ridícula variante del plan quinquenal. Los recursos de la industrialización debían tomarse del capital privado (ciento cincuenta a doscientos millones de rublos), de las reservas de los kulaks (¿ciento cincuenta a doscientos millones?), de los ahorros, de las exportaciones. En cambio, reclamábamos la supresión progresiva de la administración del alcohol que proporcionaba entradas bastante importantes. Criticábamos la frase de Lenin: «Venderemos de todo, excepto iconos y vodka». En el plan político, se trataba de volver a dar vida a los sóviets, de aplicar «con buena fe» el principio de la autonomía de las nacionalidades, y sobre todo de reanimar al partido y a los sindicatos. El «partido del proletariado» no incluía ya más que una tercera parte de los obreros: cuatrocientos treinta mil contra cuatrocientos sesenta y dos mil funcionarios, trescientos mil campesinos (más de la mitad de ellos funcionarios rurales), quince mil jornaleros agrícolas… Revelábamos que existían dos tendencias en el seno del Comité Central. Una, moderada, anhelaba la creación de una pequeña burguesía campesina rica, susceptible de facilitar involuntariamente un deslizamiento hacia el capitalismo, hacia la derecha: Rykov, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, Tomski, presidente del Consejo de los Sindicatos, Kalinin, presidente del Ejecutivo de la URSS, Chubar, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo de Ucrania, Petrovski, presidente del Ejecutivo de los Sóviets de Ucrania, Melnichanski y Dogadov, del Consejo de los Sindicatos (con excepción de Kalinin y de Voroshilov81, todos aquellos hombres habrían de perecer en 1937-1938). Calificábamos de «centrista» la tendencia Stalin (Molotov, Kagánovich, Mikoian, Kirov, Uglanov82) porque parecía no querer otra cosa sino conservar el poder recurriendo sucesivamente a los políticos de la derecha y de la Oposición. Bujarin, inesta275
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memorias de un revolucionario ble, flotaba. (En realidad de derecha.) El CC respondió a esa «infame calumnia» que «nunca, ni siquiera en vida de Lenin, había sido tan perfectamente unánime» (textual). En conclusión, la Oposición pedía con candor un congreso de enderezamiento del partido y la aplicación de las excelentes resoluciones sobre la democracia interior adoptadas en 1921 y 1923… La Plataforma criticaba naturalmente con dureza la política del Komintern, que desembocaba en China en una serie ininterrumpida de desastres sangrientos. [Si nos hubiera sido posible contemporizar de tres a seis meses –y algunos de nosotros lo pensaban–, tal vez no hubiésemos perdido esa batalla política de manera tan completa. En seis meses, varias de las soluciones que preconizábamos iban a imponerse en la política económica de la URSS. La Revolución china no nos permitió contemporizar. Reclamábamos una industrialización enérgica y moderada, proporcionada a los recursos del país; nos trataban de «superindustrializadores»; nos reprochaban «minar la NEP», es decir el buen acuerdo con los campesinos. Yo tenía el sentimiento de que formábamos una pequeña minoría clarividente que intentaba reformar una corriente tanto más poderosa cuanto que su fuerza era a menudo la de la inercia. Se lo escribí así a mis amigos de París: «Tenemos razón como Marx en 1848. Y estamos condenados como él a la derrota».]83* Significativa coincidencia de fechas: el Termidor soviético se cumple en noviembre de 1927, en los días aniversarios de la toma del poder. En diez años, la revolución agotada se ha vuelto contra sí misma. El 7 de noviembre de 1917, Trotsky, presidente del Sóviet de Petrogrado, dirigía la insurrección victoriosa. Aquel 2 de noviembre de 1927, el Pravda publica la reseña de su último discurso pronunciado en octubre en el CC entre clamores. Mientras hablaba en la tribuna, rodeado de hombres que le hacían una valla, Skrypnik, Chubar, Unschlicht, Goloschekin, Lomov y algunos otros, que, bien robustos, no sospechaban que no eran ya en realidad sino fantasmas agitados de futuros suicidados y fusilados, lo abrumaban de ultrajes taquigrafiados: «¡Menchevique! ¡Traidor! ¡Pillo! ¡Liberal! ¡Mentiroso! ¡Canalla! ¡Despreciable hablador! ¡Renegado! ¡Infame!». Iaroslavski84 le lanza a la cabeza un grueso libro. Evdokimov empieza a subirse sus mangas de 276
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la revolución en el callejón sin salida viejo obrero para aceptar el pugilato. La insoportable voz sarcástica de Trotsky dice marcando las sílabas: «Vuestros libros no pueden ya leerse, pero todavía pueden servir para golpear a la gente…» «El orador: detrás de los burócratas está la burguesía renaciente… (Ruido. Gritos): ¡Basta! Voroshilov: ¡Basta! ¡Vergüenza! (Silbidos. Tumulto. No se oye ya al orador. El presidente agita la campanilla. Silbidos. Gritos): ¡Bájenlo de la tribuna! (El camarada Trotsky sigue leyendo, pero ya no se distingue una sola palabra. Los miembros del CC empiezan a dispersarse). (Esto del Pravda.) Zinoviev abandonó la tribuna entre abucheos después de haber dicho: «O se resignan ustedes a dejarnos hablar en el partido o tendrán que encarcelarnos a todos… (Risas)». ¿Creían los insultadores lo que gritaban? Sinceros en su mayoría, cerriles y abnegados. Aquellos rudos arribistas de la victoria revolucionaria justificaban por el servicio al socialismo sus abusos y sus privilegios. Abofeteados por la Oposición, se sentían traicionados y en cierto sentido lo estaban, pues la Oposición pertenecía a su vez a la burocracia dirigente. Decidimos participar con nuestras propias «consignas» en las manifestaciones del 7 de noviembre… En Leningrado, un hábil servicio de orden dejó desfilar a los opositores ante la tribuna oficial levantada bajo las ventanas del Palacio de Invierno, para bloquearlos entre las cariátides del museo del Ermitage y el edificio de los Archivos. Después de tropezar con varias barreras, no pude reunirme con el cortejo. Me detuve un momento a contemplar la marea de pobres gentes que llevaban consigo banderas rojas. De vez en cuando un organizador se volvía hacia su grupo y lanzaba un «¡Viva!» repetido por un coro inseguro. Di algunos pasos hacia el cortejo y grité de igual forma –solo, con una mujer y un niño a algunos pasos detrás de mí. Había lanzado los nombres de Trotsky y de Zinoviev, un silencio asombrado los acogió. En el cortejo, un organizador, saliendo de su somnolencia, replicó con voz rabiosa: «¡Al cubo de la basura!». Nadie le hizo eco, pero tuve inmediatamente el sentimiento muy claro de que iba a ser apaleado. Unos forzudos, salidos de no sé dónde, me miraban de arriba abajo, vacilando un poco, porque después de todo podría ser yo un alto funcionario. Un estudiante atravesó el vacío que se había hecho alrededor de mí y vino a susurrarme al oído: «Vámonos, la cosa va a terminar 277
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memorias de un revolucionario mal, le acompaño para que no le golpeen por detrás…». Comprendí que basta proclamar en la plaza pública de una ciudad civilizada que puede golpearse impunemente a un hombre para que converjan instantáneamente hacia él violencias reprimidas. Por un rodeo, intenté reunirme con los camaradas. En el puente de la calle Jalturin (la antigua calle Millionnaia), la milicia montada contenía a grupos de curiosos. Un motín sin maldad hervía allí mismo a los pies de las altas figuras de granito gris que sostienen el pórtico del Ermitage. Algunos centenares de opositores combatían allí fraternalmente contra la milicia. Los pechos de los caballos rechazaban sin cesar la misma ola de hombres que regresaba contra ellos, dirigida por un alto militar imberbe de rostro abierto, Bakáiev, el antiguo jefe de nuestra Cheka. Vi también a Lashévich85, grueso y rechoncho, que había mandado ejércitos, lanzarse con algunos obreros contra un miliciano, arrancarlo de su silla, derribarlo y ayudarle después a levantarse apostrofándolo con su voz de mando: «¿Cómo no te da vergüenza cargar contra los proletarios de Leningrado?». Alrededor de él flotaba su abrigo de soldado, sin insignias. Su ruda cabeza de bebedor como las ha pintado Frans Hals estaba púrpura. El tumulto duró mucho tiempo. Alrededor del grupo efervescente donde yo estaba reinaba un silencio de estupor. En la noche, nos reunimos con Bakáiev y Lashévich, cuyos uniformes estaban hechos pedazos. Voces acaloradas exclamaban: «¡Bueno, pues pelearemos! –¿Contra quién? –preguntaban otras con pasión– ¿Contra los nuestros?». En la casa, mi hijo (siete años), oyendo hablar de las riñas, de las cargas, de los arrestos, se turbó muchísimo: «¿Qué pasa, papá? ¿Han llegado los burgueses, los fascistas?». Pues sabía ya que contra los comunistas sólo podría cargar las calles la policía burguesa o fascista. ¿Cómo explicarle las cosas? La prensa nos acusó de haber fomentado una insurrección. El 16 de noviembre fue publicada la exclusión de Trotsky y de Zinoviev del CC: de esta manera, no hablarían en el próximo congreso. En su pequeño departamento del Kremlin, Zinoviev fingía una gran calma. Cerca de él, bajo un vidrio, una máscara mortuoria: la cabeza de Lenin abandonada sobre un cojín… ¿Por qué –pregunté– no se han divulgado copias de esta máscara sobrecogedora? Porque expre278
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la revolución en el callejón sin salida saba demasiado la angustia y la muerte: el prurito de la propaganda exigía que se prefiriesen bronces con las manos alzadas… Zinoviev me dijo que iban a ponerlo de patitas en la calle, pues sólo los miembros del CC tenían derecho a residir en el Kremlin. Se iría con la mascarilla mortuoria del viejo Ilich… Trotsky, burlando las vigilancias, se había mudado discretamente; durante todo un día, la Guepeú y el Buró Político, presas de un miedo cómico, se habían preguntado qué tramaba. Estaba en casa de Bieloboródov, en la Casa de los Sóviets del Sheremetievski Pereulok. Encontré a Radek también en el Kremlin, asimismo expulsado del Kremlin, clasificando y destruyendo papeles esparcidos en medio de un diluvio de viejos libros acumulados en desorden sobre las alfombras. «Mando al diablo todo esto –me dijo– y me largo. ¡Si habremos sido idiotas! No tenemos un céntimo, cuando habríamos podido reservarnos un lindo tesoro de guerra. Hoy la falta de dinero nos mata. Con nuestra famosa probidad revolucionaria, no hemos sido más que malditos intelectuales llenos de escrúpulos…» Y sin transición, como si se tratara de la cosa más sencilla: «Ioffé se ha matado esta noche86, ha dejado un testamento político dirigido a Leon Davídovich, que naturalmente la Guepeú robó en seguida. Pero yo había llegado a tiempo, les prepararé un lindo escándalo en el extranjero si no lo restituyen…» (Las oficinas sostenían que todos los papeles de un militante de primera fila difunto pertenecían al CC.) Radek deploraba nuestra ruptura, querida por Trotsky, con el Grupo de los Quince (Sapronov y Vladimir Smirnov) que estimaba que la dictadura del proletariado había dado lugar a un régimen burocrático y policiaco… «Exageran un poco, tal vez no se equivocan tanto, ¿no le parece?» –Sí», dije. Kaméniev y Sokólnikov aparecieron y fue la última vez que vi a Kaméniev, sorprendido de encontrarlo con la barba toda blanca: un hermoso anciano de mirada clara… «¿Quiere usted libros? –me decía Radek–. Llévese lo que quiera. Todo esto se va a la mierda…» Me llevé como recuerdo de aquella jornada un pequeño tomo de Goethe encuadernado en cuero rojo: El diván oriental… Ioffé estaba tendido en su gabinete de trabajo del Leontievski Pereulok sobre una gran mesa. Un retrato de Lenin, de tamaño mayor que el natural, de frente enorme, dominaba la habitación, colgado en279
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memorias de un revolucionario cima del escritorio donde el viejo revolucionario había escrito las últimas páginas –admirables– de su pensamiento. Dormía, con las manos juntas, la frente despejada, la barba entrecana bien peinada. Sus párpados estaban azulosos, sus labios ensombrecidos. En el pequeño agujero de bordes negros en la sien, habían puesto un tapón de guata… Cuarenta y siete años, cárceles, la rebelión de la flota en 1905, Siberia, las evasiones, la emigración, los congresos, Brest-Litovsk, la Revolución alemana, la Revolución china, las embajadas, Tokio, Viena… Al lado, en un cuartito lleno de juguetes infantiles, María Mijailovna Ioffé, con el rostro ardiente y seco, charlaba en voz baja con unos camaradas. El corresponsal del Berliner Tageblatt, Paul Schaeffer, había divulgado la existencia del testamento político de Ioffé, y el CC permitía que se diese copia al destinatario, Trotsky. Ioffé, una vez tomada su decisión, había escrito mucho tiempo, afirmando ante todo su derecho al suicidio: «Durante toda mi vida, he pensado que el hombre político debe irse a tiempo… pues tiene plenamente derecho a abandonar la vida en el momento en que tiene conciencia de no poder ser ya útil a la causa a la que ha servido… Hace más de treinta años, hice mía la concepción de que la vida humana sólo tiene sentido en la medida en que está al servicio de un infinito –que para nosotros es la humanidad; puesto que lo demás es limitado, trabajar por lo demás está desprovisto de sentido…» Seguía una afirmación de fe razonada, tan grande que rebasaba a la razón misma, con riesgo de parecer pueril: «Incluso si la humanidad debe tener un término, este debe sobrevenir en todo caso en una época tan lejana que para nosotros la humanidad puede considerarse como un infinito absoluto. Y si como yo se tiene fe en el progreso, se puede muy bien imaginar que al desaparecer nuestro planeta, la humanidad encuentre el medio de ir a habitar otro más joven… Así todo lo que se haya cumplido por su bien en nuestro tiempo se reflejará en los siglos futuros…». El hombre que escribía estas líneas, dispuesto a sellarlas con su sangre, llegaba a esas cumbres de la fe donde ya no hay ni razón ni sinrazón; y nadie expresó mejor la comunión del revolucionario con todos los hombres de todos los tiempos. «Mi muerte es un gesto de protesta contra aquellos que han reducido al partido a una condición tal que no puede de ninguna ma280
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la revolución en el callejón sin salida nera reaccionar contra ese oprobio» (la exclusión de Trotsky y de Zinoviev del CC). «Tal vez esos acontecimientos, el grande y el pequeño (el suicidio de Ioffé), al unirse, despierten al partido y lo detengan en el camino que lleva a Termidor… Me haría feliz creerlo, pues sabría entonces que no muero en vano. Pero aunque estoy convencido de que llegará para el partido la hora del despertar, no puedo creer que haya llegado ya. No dudo sin embargo que mi muerte es hoy más útil que la prolongación de mi vida». Ioffé dirigía a Trotsky críticas amistosas, lo exhortaba a la intransigencia respecto del leninismo ortodoxo, lo autorizaba a aportar modificaciones a ese texto antes de publicarlo, le confiaba su mujer y su hijo. «Le envío un fuerte abrazo. Adiós. Moscú, a 16 de noviembre de 1927. Suyo, A. I. Ioffé.» Firmado, cerrado el sobre, bien visible sobre escritorio. Una corta meditación: la mujer, el niño, la ciudad; el vasto universo eterno y yo que acabo. Los hombres de la Revolución francesa decían: la muerte es un sueño eterno… Hacer pronto y bien lo que ha sido decidido irrevocablemente: apoyar cómodamente la browning sobre la sien, habrá un choque y ningún dolor. Choque y la nada. La enfermedad impedía militar a Ioffé. Respiramos por última vez, en sus exequias, el aire salino de las jornadas de un tiempo pasado. El CC había fijado para las dos la salida del cortejo que debía conducir el despojo mortal desde la Comisaría de los Asuntos Exteriores hasta el cementerio de Novo-Dievichii: la gente trabajadora no podría venir tan temprano… los camaradas retrasaron todo lo que pudieron el levantamiento del cuerpo. Hacia las cuatro, una multitud lenta, pisando la nieve y cantando, con pocas banderas rojas, descendió hacia el Gran Teatro. Contaba ya varios millares de personas. Seguimos la calle Kropotkin, antigua calle Ostozhenka. Por ese mismo camino, en otra época, había acompañado a Kropotkin hacia el mismo cementerio, con otros perseguidos; ahora nuestra persecución comenzaba; no podía dejar de ver en ello una secreta justicia… Alto, de perfil agudo, con gorra, el cuello del delgado abrigo levantado, Trotsky caminaba con Iván Nikítich Smirnov, flaco y rubio, todavía comisario del pueblo para Correos y Telégrafos, y Cristian Racovski. Unos militantes georgianos que tenían, bajo 281
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memorias de un revolucionario sus abrigos azules entallados, un hermoso porte militar, escoltaban a aquel grupo. Cortejo gris y pobre, sin aparato, pero cuya alma estaba tensa y cuyos cantos tenían una resonancia de desafío. Al acercarnos al cementerio comenzaron los incidentes. Sapronov, de blanca crin (a los cuarenta años) erizada alrededor de un viejo rostro demacrado, pasó por las filas: Calma, camaradas, no nos dejemos provocar. Romperemos la barrera. Uno de los organizadores de la insurrección de Moscú en 1917 organizaba ahora aquel triste combate a la puerta del cementerio. Nos removimos un rato sin avanzar delante del alto portal almenado; el CC había dado orden de no dejar entrar sino a unas veinte personas. «Entonces –respondieron Trotsky y Sapronov– el féretro no entrará tampoco y los discursos se pronunciarán en la calzada.» Pareció por un momento que iban a estallar peleas. Los delegados del CC intervinieron, entramos. El féretro flotó una última vez por encima de las cabezas en el silencio y el frío, luego lo bajaron a la fosa. No recuerdo ya qué funcionario trajo el pésame oficial del CC. Se levantaron murmullos: «¡Basta! ¡Que se vaya!». Fue agobiante. Racovski dominó a la multitud, lampiño y corpulento, con su palabra restallante que llegaba lejos: «Esta bandera – la seguiremos – como tú – hasta el final – lo juramos – sobre la tumba»87. ¡Vieja Rusia! Una alta torre labrada, roja y blanca, alza por encima del monasterio de Novo-Dievichii, hacia un azul límpido, su arquitectura llameante. Aquí duermen grandes místicos y Chéjov. Ricos mercaderes que se llamaban Bujarin y Evguenia Bosch. Un abedul de corteza plateada lleva un pequeño letrero: «Aquí yace P. A. Kropotkin». Algunas tumbas opulentas son de granito, sobre otras hay pequeños bulbos dorados encima de las capillas. Más tarde, en la época de la industrialización, destruyeron muchas para utilizar sus materiales de construcción. El país no escuchó el pistoletazo de Ioffé cuyo supremo mensaje permaneció en secreto. El país no conoció nuestra Plataforma, documento ilegal. Hacíamos circular copias de estos papeles, y la Guepeú venía a buscarlas en la noche a los domicilios. Haber leído uno de esos textos se convertía en un delito castigado con la cárcel –violando toda ley, por supuesto. El país oficial organizaba las fiestas del X aniversario 282
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la revolución en el callejón sin salida de la revolución de Octubre: congresos, banquetes, etc. Los delegados extranjeros, seleccionados por los PC, las Sociedades de Amigos de la URSS y los servicios secretos, confluían hacia Moscú. Entre ellos se encontraron dos jóvenes franceses, procedentes del surrealismo, singularmente rectos de carácter y de espíritu inflexiblemente claro, Pierre Naville y Gérard Rosenthal88. Habían venido a velar conmigo los despojos de loffé. Los llevé a casa de Zinoviev y a casa de Trotsky. La entrevista con Zinoviev tuvo lugar en el pequeño apartamento de un viejo erudito marxista, Sachs-Gladnev89, un tímido, un escrupuloso, miope y barbudo hasta los ojos… Unas cigüeñas de seda blanca volaban en una tapicería china. En la biblioteca, los veintitantos volúmenes de Lenin… Los dos franceses interrogaron a Zinoviev sobre las perspectivas de la Oposición en la Internacional. Zinoviev dijo en sustancia: «Recomenzamos el movimiento de Zimmerwald. Acuérdense de la Europa en guerra y de aquel puñado de internacionalistas reunidos en un pueblo suizo… Somos ya más fuertes que lo que eran ellos. Tenemos núcleos casi en todas partes. En nuestros días, la historia va más rápido…». Al salir, Naville, Rosenthal y yo nos miramos, un poco aterrados de todos modos por aquel simplismo. ¿Creía Zinoviev lo que nos decía? A grandes rasgos, creo que sí. Pero tenía también en reserva una segunda y una tercera perspectivas que no entregaba… (El pobre Sachs-Gladnev, nuestro anfitrión de aquel día, desapareció en 1937, calificado de «terrorista»…) No hubo un solo opositor entre los mil seiscientos delegados del XV Congreso del partido ante el cual Stalin, Rykov, Bujarin, Ordjonikidzé desarrollaron el tema del éxito continuo en todos los dominios. Bujarin denunció el crimen del trotskismo que preparaba la formación de un segundo partido; y detrás de ese segundo partido harían masa todos los que maldecían al régimen; así el cisma llevaría al desmoronamiento de la dictadura del proletariado, la Oposición no sería sino el ariete de la «tercera fuerza» silenciosa por su lado, la reacción. La Oposición tenía mucho miedo de ese razonamiento cuya justeza admitía; dirigió al congreso un nuevo mensaje de fidelidad a pesar de todo. Que la «tercera fuerza» estuviera ya organizada en el seno de la burocracia gobernante, era una idea que sólo se le había ocurrido a 283
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memorias de un revolucionario un joven desconocido, Osovski, desautorizado por todo el mundo. El CC sabía lo que sucedía en el seno de la Oposición. La tendencia de Leningrado, Zinoviev, Kaméniev, Evdokimov, Bakáiev, se inclinaba a la capitulación. «Quieren sacarnos del partido; debemos permanecer en él a cualquier precio. La exclusión es la muerte política, la deportación, la imposibilidad de intervenir cuando se abra la próxima crisis del régimen… Nada podrá hacerse fuera del partido. Las humillaciones nos importan poco.» Constructores del sistema, Kaméniev y Zinoviev se daban cuenta del poder de la máquina burocrática fuera de la cual nada podía vivir; pero no veían qué transformación se había realizado en aquella máquina, destinada a aplastar ahora todo brote vivo en el interior como en el exterior del partido gubernamental. El Centro de la Oposición deliberaba sin cesar durante el congreso. «Rindámonos sin condiciones, traguémonos la humillación», acabaron por proponer nuestros aliados de Leningrado. Hubo entre Zinoviev y Trotsky aquel intercambio de réplicas, en pedazos de papel que pasaban de mano en mano. Zinoviev: «León Davídovich, ha llegado la hora de tener el valor de capitular…». Trotsky: «Si hubiera bastado con ese valor, la revolución estaría hecha en el mundo entero…». El XV Congreso pronunció la exclusión de la Oposición, considerada como una desviación menchevique, es decir, social-demócrata. Kaméniev, que acababa de preguntar en la tribuna, con una voz trastornada: «¿Va a exigírsenos que abjuremos en una noche nuestras convicciones?», volvió a tomar la palabra para decir: «Nos sometemos sin reservas a las decisiones del Congreso, por penosas que puedan ser para nosotros…». Se habían desembarazado de Trotsky. ¡Uf! Bujarin, alegre, bromista, inagotable, tuvo una frase impresionante: «La cortina de hierro de la historia se estaba cerrando, ustedes han pasado justo en el último momento…». Cortina de hierro, efectivamente, e incluso cuchilla, pero todavía no se veía. Rykov anunció que el partido utilizaría inexorablemente contra los excluidos los medios de la represión. Esto equivaldría a liquidar con una palabra la legalidad soviética y dar el tiro de gracia a la libertad de opinión. La capitulación de Zinoviev y Kaméniev nos pareció un suicidio político unido a una triste palinodia. Racovski, Radek, Muralov afirmaron una suprema 284
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la revolución en el callejón sin salida vez la indefectible fidelidad de los excluidos al partido. Y el cisma se consumó en esa exaltación de la fidelidad. La exclusión del partido, bastante nos lo habían repetido, era para nosotros la «muerte política». ¿Cómo hacer de unos seres vivos llenos de fe, de ideas, de abnegación, unos muertos políticos? No son muchas las maneras. De todos modos los espíritus no estaban preparados para una dura represión. El CC inició conversaciones con los excluidos más reputados, los comités locales hacían lo mismo con los menos importantes. Puesto que se declaraban fieles a pesar de todo, les ofrecían empleos en Bashkiria, en Kazajistán, en Extremo Oriente, en las regiones árticas. Trotsky debía partir así «por su plena voluntad» hacia Alma Ata, en la frontera del Turkestán chino. Después de romper con la hipocresía de las deportaciones por las buenas, recibió una condena administrativa de la Guepeú, en virtud del artículo 58 del Código Penal sobre las acciones contrarrevolucionarias. Para que la cosa fuese conocida en Moscú y en el país –en alguna medida– decidió resistir. Vivía en casa de Bieloboródov90, bolchevique del Ural que tuvo que decidir en 1918 la suerte de la dinastía de los Romanov, todavía hacía poco comisario del pueblo para Interior, en la Casa de los Sóviets del Granovski Pereulok (antiguamente Shemeretievski). Allí fui a despedirme de él, algunos días antes de que fuese sacado a la fuerza y deportado. Unos camaradas velaban noche y día en la calle y en el edificio, vigilados a su vez por agentes de la Guepeú. Unos motociclistas observaban las idas y venidas de los coches. Subí por una escalera de servicio; en el piso, una puerta vigilada: «Es aquí». En la cocina, Iakovin, mi camarada, dirigía el servicio de defensa a la vez que redactaba un documento. El Viejo me recibió en un cuartito que daba al patio, donde no había más que una cama inglesa y una mesa cargada de mapas de todos los países del mundo. Vestido con una bata muy gastada, alerta y alto, con la gran cabellera casi blanca, el color enfermizo, desplegaba enjaulado una energía encarnizada. En el cuarto de al lado, recopiaban los mensajes que acababa de dictar; en el comedor, recibía a los camaradas que llegaban de todos los rincones del país y con los cuales charlaba apresuradamente entre dos telefonemas. El arresto de todos era posible de un momento a otro. Después del 285
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memorias de un revolucionario arresto, ¿qué? No se sabía, pero se tenía prisa en sacar partido de las últimas horas, pues eran sin duda las últimas horas. Mi conversación con Trotsky giró principalmente alrededor de la oposición internacional, cuya acción había que extender y sistematizar a cualquier precio. El Viejo acababa de recibir de París los primeros números de Contre le Courant 91, publicados por mis amigos Magdeleine y Maurice Paz, y en los que yo había colaborado. Estaba contento del tono y del ritmo de esa publicación, me aconsejó partir, incluso ilegalmente, hacia Francia, a fin de trabajar en el lugar mismo. Estudiamos un momento las posibilidades. «Hemos emprendido una lucha a fondo, que puede durar años y exigir muchos sacrificios –decía él–. Yo parto hacia Asia central, trate de partir hacia Europa… ¡Buena suerte!». Nos abrazamos. El crepúsculo me ayudó a despistar a los soplones en la calle. La multitud impidió al día siguiente o al otro la partida del Viejo ocupando una estación. La Guepeú vino a sacarlo por sorpresa. Para que ninguna mentira fuese posible respecto de su partida, el Viejo dejó a esa policía política hundir las puertas, se negó a caminar, se dejó llevar hasta el coche que partió hacia una pequeña estación desierta. Yo pensaba que llegaba verdaderamente a la cumbre de un alto destino. Si era asesinado misteriosamente, cosa que todos temíamos, seguiría siendo el símbolo de la revolución apuñalada. Vivo, continuaría su lucha y su obra mientras pudiese sostener una pluma entre los dedos, mientras hubiese un aliento en su pecho, aunque fuese en el fondo de las cárceles… Más que la lucidez de sus juicios de economista y de político, más que el vigor de su estilo, esa firmeza hacía de Trotsky, en una época de desgaste moral, un hombre ejemplar cuya sola existencia, aunque estuviese amordazado, devolvía la confianza en el hombre. La denigración no hacía ya mella en su nombre, la calumnia y la injuria prodigadas en avalancha acababan por volverse contra sí mismas, impotentes, dándole una extraña aureola nueva; y él, que nunca había sabido formar un partido –pues sus capacidades de ideólogo y de organizador eran de un orden completamente diferente de las de los secretarios de organizaciones–, adquiría por la virtud de su fuerza moral y de su pensamiento algunos millares de devociones indefectibles. 286
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la revolución en el callejón sin salida Partió 92, desapareció, los Izvestia anunciaron en letra minúscula su deportación por «incitación insurreccional», acusación extravagante. Dieciocho meses antes, hubiera sido posible un golpe contra el Buró Político de Zinoviev-Kaméniev-Stalin, y entre los opositores, habíamos considerado esa posibilidad. El ejército y la Guepeú misma hubiesen plebiscitado a Trotsky si lo hubiese querido, se lo repetían. No sé si hubo entre los dirigentes de la Oposición de izquierda deliberaciones formales sobre ese punto, pero sé que la cuestión fue discutida (fines de 1925, principios de 1926) y que fue entonces cuando Trotsky renunció deliberadamente al poder por respeto a una ley no escrita que no permite recurrir a los pronunciamientos en el seno de un régimen socialista; pues existen demasiadas probabilidades de que el poder adquirido así, incluso con las más nobles intenciones, desemboque después en una dictadura militar y policiaca, antisocialista por definición. Trotsky escribió más tarde (en 1935): «Sin duda alguna un golpe militar contra la fracción Zinoviev-Kaméniev-Stalin no hubiera presentado ninguna dificultad, ni siquiera hubiera provocado derramamiento de sangre; pero su resultado hubiese sido la aceleración del triunfo de la burocracia y del bonapartismo contra los cuales se alzaba la Oposición de izquierda»93. Rara vez se ha señalado mejor que el fin, lejos de justificar los medios, los gobierna, y que para la fundación de una democracia socialista los viejos medios de la fuerza armada son inadecuados. Varias decenas de militantes conspicuos de la Oposición partían hacia exilios lejanos mientras que la agencia oficial soviética desmentía en el extranjero ese mismo hecho. ¿Por qué esa grosera mentira que no podía engañar al público sino durante algunas semanas? Racovski era enviado a Astrakán, Preobrazhenski al Ural, Smilga a Minusinsk, Siberia central, Radek a Siberia del Norte, Muralov a los bosques de la Tara, Serebriakov, Iván Smirnov, Sapronov, Vladimir Smirnov, Sosnovski, Voia Vuyóvich, a otros lugares, no siempre sabíamos adónde, pues todo se hacía en secreto. Acababa de ver a Cristian Racovski, que regresaba de la embajada en París, alojado en la Sofiiskaia Naberezhnia en el hotel reservado a los diplomáticos. Se encontraba uno en los corredores con un Krestinski grave y discreto hasta en la manera 287
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memorias de un revolucionario de andar, con la frente de bello marfil; y con Karajan94, más que elegante, incluso en ropa de casa, debido a su extraordinaria nobleza de rasgos y de porte… Racovski regresaba de París sin un céntimo; a los cincuenta y cuatro años, se enfrentaba sin ilusiones, con buen humor, a la larga lucha que habría de sostener. Su rostro macizo y regular expresaba una calma casi sonriente. Su mujer estaba más nerviosa –a causa de él. Decía que Europa entraba en un periodo de inestabilidad sin desenlace, que había que esperar… A alguien que le invitaba a capitular ante el CC, respondió suavemente: «Empiezo a envejecer. ¿Por qué echar a perder mi biografía?». Yo veía de vez en cuando a Iván Nikítich Smirnov, comisario del pueblo para Correos y Telégrafos, en su pequeño gabinete de la Varvarka. A los cincuenta años pasados, era alto, derecho, delgado, con una mirada tímida y firme, modales discretos, mucha juventud reflexiva en la mirada gris-verde, detrás de las gafas. Cuando le preguntaba un día si toda la correspondencia con el extranjero era leída (la censura postal no existía oficialmente), me respondió con vivacidad: «Toda. No le confíe nada… Hay en mis oficinas una verdadera fábrica de la Guepeú que se ocupa de eso y en la cual no tengo derecho a entrar…». Cuando le quitaron su cartera ministerial, se puso contento. «Será bueno para nosotros volver a las filas por algún tiempo…» Como no tenía un céntimo, fue a inscribirse a la Bolsa de Trabajo, en el registro de los empleados, en su categoría de mecánico de precisión. Esperaba ingenuamente que lo contratarían pronto en una fábrica. Un pequeño funcionario arrogante vio inclinarse delante de su ventanilla a aquel hombretón entrecano, de ojo vivaz, que, en el cuestionario que le hicieron llenar, escribió en la casilla del último empleo ocupado: «Comisario del pueblo para Correos y Telégrafos». La Bolsa de Trabajo consultó al CC, y la Guepeú deportó a Iván Nikítich al sur del Cáucaso, pues, por indignante que fuese, la represión empezaba benignamente. En la batalla de Sviazhsk, en 191895, con Trotsky, Rosengoltz96, unos mecanógrafos, unos mecánicos del tren especial del ejército, unos cocineros y unos telegrafistas, Iván Smirnov había detenido en seco la desbandada de los Rojos y la ofensiva victoriosa de los Blancos al mando de Kappel97 y de Savinkov. La república na288
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la revolución en el callejón sin salida ciente fue salvada aquel día por aquel puñado de hombres. Más tarde, en 1920-1921, fue a Smirnov a quien Lenin encargó poner orden en el caos siberiano y sovietizar el Asia rusa. Para la joven generación, encarnaba sin gestos ni frases el idealismo del partido. Las deportaciones siguieron rápidamente, por centenares. Así diez años de poder, los últimos de los cuales habían transcurrido, para los más conocidos, en el confort de las delegaciones, de los ministerios, de los consejos de administración y de los puestos de mando, no habían desmoralizado en absoluto a los revolucionarios de octubre de 1917. Su aburguesamiento aparente de gentes bien vestidas se revelaba tan superficial que se iban alegremente a malvivir en puebluchos perdidos del Asia central y de Siberia, porque la salvación de la revolución lo exigía. Viendo aquellas partidas, me sentí inexpresablemente reconfortado. Cierto número de comunistas se habían unido a la oposición por cálculo, creyendo ver en ella al próximo gobierno: la experiencia mostró que eran poco numerosos. Los perdimos sin remedio ni añoranza en el primer viraje oscuro, al cabo de algunos meses. De diversas maneras, todos los opositores de 1927, ya hayan decidido humillarse interminablemente por fidelidad al partido o resistir interminablemente por fidelidad al socialismo, todos siguieron su terrible camino hasta el final… ¡Qué impresionante contraste con aquellos hombres formaban los extranjeros, escritores de renombre, delegados comunistas, invitados liberales notables, que festejaban en aquel tiempo en Moscú el X aniversario de la revolución! Y nos ofrecían lecciones de prudencia. Paul Marion98 (el futuro subsecretario de Estado de un gobierno Pétain), miembro del CC del PC francés, paseaba a través de Moscú sus frases de bulevar, apreciaba a las pequeñas rusas y trataba de explicarme que éramos utopistas, que él veía muy bien los defectos del movimiento comunista, pero que permanecía dentro de él porque era «de todos modos la única fuerza…». No era más que un francés medio, listo –sin inteligencia–, que pensaba sobre todo en arreglárselas. En resumen: en venta. Jacques Sadoul99 me sermoneaba amistosamente sobre el mismo tema. Éramos amigos, teníamos buenos y conmovedores recuerdos comunes de Rusia y de Alemania. Me gustaba su inteli289
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memorias de un revolucionario gencia viva y burlona, su desenfado de epicúreo, su finura política. El PC francés no le permitía ninguna actividad, aunque hubiera podido ser un líder parlamentario de primera línea. Su pensamiento y su naturaleza eran los de un socialista moderado, completamente cercano al liberalismo esclarecido, pero la necesidad de vivir bien hacía que se apegase al servicio del Estado soviético. El viejo Kalinin acababa de condecorarle con la Orden de la Bandera Roja y me contaba que Vaillant-Couturier, para rebajar la importancia de aquella distinción, había propuesto condecorar al mismo tiempo a viejos miembros de las comunas que no se sabía con precisión si no eran viejos farsantes… «A los jefes de la oposición –me decía– los encerrarán en confortables villas en Crimea y les dejarán escribir librotes que nadie leerá… ¡Pero a ustedes, Serge, lo que les va a caer encima!» Estábamos comiendo en la mesa de los huéspedes extranjeros; unas jóvenes hindúes, envueltas en sedas de colores oscuros, que eran nuestras vecinas, distrajeron un momento la conversación. Jacques insistía: «Van a lograr que los persigan otra vez ¡y la vida es tan bella! Mire esas formas, esa gracia, piense que…». Nos separamos así afectuosamente. Jacques, condecorado y provisto de varias sinecuras, regresaba a París; yo me preparaba a volver a las andadas, cárcel, líos, etcétera. Sadoul por lo menos no aspiraba al apostolado. Barbusse escribía en aquella época sus libros místicos, Jesús, Los Judas de Jesús 100: invitado a Moscú por otros Judas. Yo admiraba El fuego; el lirismo de algunas páginas de Jesús me parecía de buena ley. Vi a Barbusse, con el que mantenía correspondencia, en el hotel Metropol101, guardado por un secretario-intérprete (Guepeú) y asistido por una secretariamuñeca muy bonita102… Yo venía de los cuartos superpoblados de los suburbios, de donde desaparecían camaradas cada noche, veía en sus compañeras ojos demasiado enrojecidos y demasiado ensombrecidos por la ansiedad, para estar dispuesto a la indulgencia hacia las grandes conciencias oficiales del extranjero de gira ante nosotros; sabía además a quién habían sacado del hotel para alojar al gran escritor… Barbusse tenía un gran cuerpo flaco y encorvado, y sobre él una cabeza pequeña, color de cera, surcada, de labios delgados de hombre de sufrimiento. Desde los primeros instantes lo vi muy diferente, preocupado de 290
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la revolución en el callejón sin salida no comprometerse, de no ver lo que hubiera podido comprometerlo a su pesar, preocupado de velar un pensamiento que ya no podía confesar, hurtándose a la interrogación directa, escapando por todas las tangentes, con la mirada vaga, las manos afiladas describiendo curvas alrededor de palabras confusas como «envergadura», «profundidades», «exaltación», y todo eso para hacerse en realidad cómplice de los más fuertes. Como no se sabía todavía si la lucha estaba bien decidida, acababa de dedicar largamente un libro a Trotsky, al que no se atrevía a ir a ver por temor a comprometerse. Cuando le hablé de la represión, fingió tener dolor de cabeza, no oír, elevarse a alturas prodigiosas: «Destino trágico de las revoluciones, envergaduras, profundidades, sí, sí… ¡Oh, amigo mío!». Comprobé con una especie de crispación de las mandíbulas que me encontraba delante de la hipocresía misma103. Me enteré algunos días más tarde de que el Socorro Rojo Internacional, dirigido entonces por Helena Stassova, dedicaba una fuerte suma a la creación en Francia de un semanario «cultural» bajo la dirección de Barbusse. Se trataba de Monde104. Y Barbusse me inscribió entre los colaboradores-fundadores… Yo había desplegado durante nuestras luchas una actividad doble: en el Centro de Leningrado, en Moscú y en el extranjero, principalmente en Francia, por mis escritos. Pertenecía en París a la redacción de Clarté 105. Publicaba en aquella revista mis artículos –firmados– sobre la Plataforma de la Oposición 106 y sobre la Revolución china107. Durante meses, con una clarividencia que a mí mismo me desolaba, esos artículos se anticiparon a los acontecimientos. El último lo había firmado por mí un camarada, pero seguía siendo transparente. Durante el Congreso del partido, los días 11 y 12 de diciembre (1927), la fulgurante victoria de la Comuna de Cantón había llegado singularmente a tiempo para refutar a la Oposición que consideraba la Revolución china como vencida para mucho tiempo. La prensa exultaba. El Pravda publicaba decretos, totalmente semejantes a los de la Revolución rusa, implantados por los dictadores comunistas de la ciudad china –detrás de los cuales había, en el lugar mismo, enviados del secretario general del PC de la URSS, Lominadzé, y mi camarada de antaño Heinz Neumann, impacientes de proporcionar al XV 291
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memorias de un revolucionario Congreso cables triunfales. Veinticuatro horas más tarde, la llamarada cantonesa se apagó bajo ríos de sangre; los coolies que habían creído combatir por la justicia social morían a millares por el comunicado; y el personal del consulado soviético, hombres y mujeres, moría en la estaca. Me encontré a Preobrazhenski. «¿Ha escrito usted sobre Cantón? –me preguntó. –Sí. Y lo he enviado… –¡Pero está usted loco! Puede costarle años de cárcel. Ataje la publicación…» Modifiqué la firma108. De una manera o de otra, esperaba ser deportado. Convocado finalmente ante la Comisión de Control del sector central de Leningrado, comparecí ante el tribunal del partido. Un viejo obrero triste, Karol, presidía; había una obrera, un joven con gafas, dos o tres personas más alrededor de un tapete rojo (y el comité del partido ocupaba el antiguo palacio de estilo barroco del gran duque Sergio). Karol parecía no tener ningunas ganas de excluirme, me tendió varios puentes. Pero tenía que hacer la pregunta pérfida y decisiva: «¿Cuál es su actitud ante la decisión del congreso que pronunció la exclusión de la Oposición?». Contesté: –Me someto por disciplina a todas las decisiones del partido, pero considerando esta como un error grave cuyas consecuencias serán funestas si no es reparado pronto… La obrera de pañuelo rojo en la cabeza se levantó y dijo con voz estupefacta: –Camarada, ¿ha dicho usted un error? ¿Piensa usted pues que el Congreso del partido puede equivocarse y cometer errores? Cité el ejemplo de la social-democracia alemana que votó la guerra el 3 de agosto de 1924, contra las dos únicas voces de Karl Liebknecht y de Otto Ruhle109. Esa comparación sacrílega aterró a la Comisión. Fui excluido en el acto110. Llamaron a Vasilii Nikiforóvich Chadáiev, fue excluido igualmente en algunos minutos. Salimos. «Ya estamos convertidos en muertos políticos… –Porque somos los únicos que estamos vivos…» Pasaron unos pocos días. Llamaron cerca de medianoche. Abrí y comprendí en seguida (no era difícil): un joven militar, un joven judío vestido de cuero. Echaron un vistazo, se quedaron parados delante de unas traducciones de Lenin111. «¿Se incautan también de eso?», 292
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la revolución en el callejón sin salida pregunté irónicamente. «No bromee –replicó uno de los dos–, somos leninistas también nosotros.» Perfecto; estábamos entre leninistas; el alba flotaba sobre Leningrado, de un azul de fondo de mar, cuando salí entre aquellos dos camaradas, que se excusaban de no tener un automóvil disponible: «Tenemos tanto que hacer cada noche… –Lo sé», dije. Mi hijo (siete años) lloraba cuando lo besé al partir, pero me había explicado: «Papá, no es de miedo de lo que lloro, es de rabia». Me llevaron a la vieja casa de detención. El cascarón de ladrillo del antiguo Palacio de Justicia, ennegrecido por el incendio, recordaba, al lado, grandes jornadas liberadoras. Pero en el pesado edificio cuadrado, pocas cosas habían cambiado desde hacía medio siglo. Un guardián me explicó que servía allí desde hacía unos veinte años: «Llevé a Trotsky al paseo después de la revolución de 1905». Le quedaba un orgullo de aquello y estaba dispuesto a volver a hacerlo… En un corredor, durante una de esas esperas que preceden a la encarcelación, me senté al lado de un muchachote que me reconoció y me susurró al oído: «Arnold, opositor del sector de Viborg, fulano, fulano, fulano han sido detenidos…». Bien. ¿Podríamos esperar otra cosa? Trepé a través de la semitiniebla unas escaleras de hierro suspendidas a los pisos de la prisión. De tarde en tarde, ardían lámparas sobre las consolas de los vigilantes de barrio. Una puerta se abrió para mí, en el quinto o el sexto piso, en la espesa mampostería negra. La sombría celda estaba ya habitada por dos hombres: un antiguo oficial, ingeniero municipal, acusado de haber vendido hielo del Neva por su propia cuenta, cuando debía entregarlo para el Sóviet; y un ser de mugre, de locura susurrante, de sufrimiento inútil, una especie de vagabundo loco, detenido cuando rondaba cerca del cementerio católico; vendía allí pequeñas cruces de metal. De origen polaco, lo acusaban de espionaje… Aquel ser de viejo rostro avellanado no se lavaba nunca, no hablaba nunca, siempre murmurando oraciones. Varias veces al día se arrodillaba para rezar golpeándose la frente contra el borde de la cama. Un murmullo un poco aterrador me despertaba en la noche y lo veía de rodillas, con las manos juntas. Vino después un pequeño contable acusado de haber servido en el Ejército Blanco del almirante Kolchak. El juez de instrucción afirmaba reconocer en él a un oficial blanco. Todo aquello era inhuma293
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memorias de un revolucionario namente grotesco. Me enteraba de que la cárcel estaba atiborrada de víctimas contra las cuales se encarnizaban unos funcionarios que eran profesionalmente obsesos, maníacos y tergiversadores. Yo releía en una penumbra perpetua a Dostoievski que unos dulces sectarios encarcelados, encargados de la biblioteca, me pasaban con simpatía. Los muchachos del servicio general nos traían alegremente dos veces por día «la sopa para lavarse el culo», incomible al principio, pero que esperaba uno con impaciencia a partir del cuarto día. De esos muchachos, un rubio forzudo de sonrisa descolorida no reapareció una mañana, y los otros tenían caras malhumoradas. Supimos que a aquel ausente lo habían fusilado en la noche. Ya no lo esperaba, la cosa duraba desde hacía meses, se creía indultado. Vinieron a llamarlo un poco antes del alba. «Despídete de los compañeros y nada de historias, ¿eh?» Acusado de espionaje por haberse dirigido ilegalmente a Polonia y haber regresado. Un muchacho de la frontera. Su muerte ni siquiera servía de ejemplo, puesto que quedaba en secreto. Un camisero de la Sadovaia, acusado de haber engañado al fisco, era nuestro vecino; saltó por encima de la balaustrada de la galería, se tiró al vacío, encontró el reposo eterno. Alguien en nuestra vecindad trató de ahorcarse y alguien trató de abrirse las venas… No recibíamos de esos dramas sino ecos ahogados. Nuestros días transcurrían tranquilamente, sin ansiedad particular ni mal humor, pues dos de cada tres en la celda conservábamos el equilibrio; y se hablaba de socialismo. Yo invocaba en mis epístolas al procurador, la constitución y las leyes soviéticas. Graciosa broma. Mi arresto, que había causado alguna emoción en París112, fue juzgado engorroso en las altas esferas. Yo estaba bien decidido a no conceder ninguna abjuración; se contentaron con el compromiso de mi parte de no participar en ninguna actividad «antisoviética». Ocioso juego palabras, pues el antisovietismo no nos incumbía en modo alguno. Nunca olvidaré la dulzura maravillosa de los follajes tiernos a lo largo de los muelles de la Fontanka, en la noche blanca en que regresé a mi casa después de siete u ocho semanas de reclusión. El portero de la casa se había explicado muy bien mi arresto: «Ya bajo el antiguo régimen –decía–, a los intelectuales así los detenían siempre la víspera del 1.º de Mayo113…». En París, Vaillant-Couturier publicaba 294
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la revolución en el callejón sin salida en L’Humanité que yo había sido tratado en la cárcel con los mayores miramientos114. Barbusse me envió cartas azoradas para excusarse de haber suprimido, al saber mi arresto, mi nombre de la lista de los colaboradores de Monde115… Chadáiev, por el que no se interesaban en París, permaneció seis meses en la cárcel; luego un amigo personal, miembro del gobierno, lo sacó de allí. Como no abjuraba, su presencia en Leningrado pareció indeseable. La Krassnaia Gazeta lo envió a hacer encuestas en los koljozes de Kubán. Terminaba su vida, creyendo empezarla, en el entusiasmo de una nueva partida. Pasamos varias horas remando sobre el lago de Dietskoe Selo en el escenario del parque imperial. Vasilii Nikiforóvich me alababa la cárcel, bienhechor retiro donde uno toma la medida de sí mismo. Dudaba del enderezamiento del partido, que muchos creían que había empezado a realizarse. En Kubán, cayó con su cuaderno de notas, su mirada escrutadora, sus preguntas precisas, por medio de las artimañas más repugnantes. Artimaña la construcción del puerto de Tuapsé, artimaña el mejoramiento de las playas, artimaña el refaccionamiento de las carreteras, artimaña la colectivización de la agricultura. El «bandidaje» intervenía en las carreteras negras para apartar a los investigadores indiscretos. El 26 de agosto de 1928116, en una noche de verano llena del canto de las cigarras, las autoridades locales encarecieron vivamente a Chadáiev que partiese en coche, con otras personas, hacia el pueblito vecino. Viaje nocturno a través de la estepa y los campos de maíz. Un miliciano acompañaba a la caravana; huyó el primero cuando unas voces brutales salieron de la noche gritando: «Stoi! ¡Alto!». El coche de Chadáiev fue el único que retuvieron al borde de la carretera. El cochero escuchó a mi pobre Vasilii discutir con los bandidos: «¿Qué les pasa? ¡Somos todos hombres! ¿Por qué?». No volví a ver de él más que unas espantosas fotografías: las balas deformadas de los fusiles aserrados le habían desgarrado monstruosamente el rostro y el pecho. Quisimos hacer las exequias en la ciudad que él amaba. ¿No era un combatiente del año 17? El Comité de Leningrado se opuso: ¿no estaba excluido? Sus asesinos por supuesto quedaron desconocidos. Una piedra, con una inscripción, erigida en el lugar de su muerte, fue despedazada… 295
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7 Los años de resistencia (1928-1933)
Fueron cinco años de resistencia de un hombre solo –rodeado de su familia, es decir de criaturas débiles– a la aplastante e incesante presión de un régimen totalitario. Para su trabajo, para su tarjeta de alimentación, para su alojamiento, para su combustible durante el rudo invierno ruso, el individuo depende del Estado-partido contra el cual está absolutamente indefenso. Y aquel que se ha alzado contra el Estado-partido en nombre de la libertad de opinión lleva a dondequiera que vaya la cara del sospechoso. La poca libertad que le queda y su valor mismo –que parece insensato– suscitan un asombro mezclado de inquietud. Los dirigentes de la Oposición vencida esperaban crear una organización clandestina bastante fuerte para lograr un día su reintegración al partido con derecho a la palabra y a tener influencia. Yo no compartía aquella ilusión. Decía que la ilegalidad fracasaría por dos razones: el poder ilimitado del aparato policiaco lo aplastaría todo –y nuestra fidelidad doctrinal y sentimental al partido nos hacía vulnerables a la maniobras políticas y más aún a la provocación policiaca. Decía que, mejor que dejarnos arrojar a la ilegalidad, debíamos defender a la luz del día nuestro derecho a existir, a pensar, a escribir; formar a la luz del día una oposición rigurosamente leal, sin organización, pero rigurosamente intransigente… Discusión puramente académica, pues las dos eran igualmente imposibles. De los opositores conocidos, a principios de 1928, Alexandra Bronstein1 y yo éramos los únicos que estábamos todavía en libertad 297
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memorias de un revolucionario en Leningrado. En Moscú, Andrés Nin estaba libre, pero había «dimitido» de su secretaría de la Internacional de los Sindicatos Rojos y era muy vigilado en el hotel Lux. Su calidad de extranjero le ahorraba la prisión2. De los rusos, Boris Mijáilovich Eltsin3, bolchevique de 1903, fundador del partido, ex presidente del Sóviet de Ekaterinburg (Sverdlovák) en 1917, estaba libre también porque la Guepeú necesitaba, por algún tiempo, su presencia en la capital. Enfermo, el viejo Eltsin confiaba, para mantener los enlaces y la vida espiritual de íntimos círculos de militantes, en un colaborador joven, activo –e invulnerable– llamado Mijail Tverskoi, que era un agente de la Guepeú. Tverskoi redactó volantes idiotas, inmediatamente calificados –y estaban hechos para eso– de «documentos antisoviéticos», hizo detener a los últimos simpatizantes de la Oposición en las fábricas de Moscú y nos llegó a Leningrado, con el fin, decía, de «ayudarnos a reorganizarnos». Alexandra Bronstein y yo nos negamos a recibirlo. Creó rápidamente, sin que pudiésemos impedírselo, una sombra de organización de unos cincuenta obreros para hacerla, en dos meses, adherirse ruidosamente a la «línea general», mientras que los resistentes eran lanzados a la cárcel. Esa maniobra policiaca se repitió en todos los centros obreros. El desaliento moral de los comunistas la facilitaba. Opositores y oficiales competían en fidelidad al partido, y los opositores eran con mucho los más sinceros… Nadie quería ver el mal en todo su tamaño. Que la contrarrevolución burocrática había llegado al poder y que un nuevo Estado despótico salía de nuestras manos para aplastarnos reduciendo al país al silencio absoluto, nadie, nadie de nosotros quería admitirlo. Desde el fondo de su exilio de Alma Ata, Trotsky sostenía que aquel régimen seguía siendo el nuestro, proletario, socialista, aunque enfermo; el partido que nos excomulgaba, nos encarcelaba, empezaba a asesinarnos, seguía siendo el nuestro y seguíamos debiéndole todo; no había que vivir sino por él, no pudiendo servir a la revolución sino por él. Estábamos vencidos por el patriotismo del partido; suscitaba nuestra rebeldía y nos levantaba contra nosotros mismos. Este chiste corría de boca en boca: «Dicen, Ivanov, que simpatizas con la Oposición. –¿Yo? ¡Nunca! ¡Tengo mujer e hijos, hombre!». 298
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los años de resistencia Pasé un triste cuarto de hora con el obrero manco que vino a consultarme. ¿Abjuraría? Era un hombre de cuarenta años, serio y apasionado. Me decía con voz estrangulada: «Nunca pensaré de otra manera. ¡Estamos tan en lo justo! Pero si la fábrica me echa a la calle estoy acabado. No volveré a encontrar trabajo con mi único brazo válido…». Adaptado a la vigilancia de una máquina, lo trataban bien. Había peleado en Arjangelsk, en Polonia, en Yakutia para llegar a eso con su muñón, sus mocosos y su conciencia. ¿Qué habría hecho yo en su lugar? «Conserva tu alma –le contesté–, puesto que es lo único que te queda…» No era fácil de guardar, esa alma, pues una vez firmada la abjuración, el partido exigía que fuese uno a la tribuna a condenar los propios errores de ayer, a denunciar a los compañeros de ayer, y no una vez, diez veces, sin cesar. Nunca era bastante humillación. El viraje político del CC acabó de embrollar las ideas. Tres meses después de nuestra exclusión4, la crisis del trigo que habíamos anunciado estallaba, comprometiendo el abastecimiento de las ciudades y del ejército. Los campesinos, que habían pagado el impuesto, se negaban a entregar su trigo al Estado, por no recibir un precio suficiente. El CC decretó incautaciones, por aplicación abusiva del artículo 107 sobre el ocultamiento de existencias. Unos destacamentos de jóvenes comunistas recorrieron los campos, apoderándose de los cereales, del lino, del tabaco, del algodón, según la región. Se encontró, como en los tiempos de la guerra civil, a comunistas con el cráneo hundido en los bordes de los caminos. Algunos silos confiscados ardieron. Faltó del todo el forraje; los campesinos asediaron las panaderías de las ciudades para alimentar a su ganado con pan negro comprado al precio gravado. Las incautaciones no eran sino un expediente. La política la había esbozado Molotov en el XV Congreso del partido5: desarrollo de las explotaciones agrícolas colectivas (koljozes) o fábricas de granos del Estado (sovjozes). Se preveía un desarrollo lento que hubiera tardado largos años, pues las explotaciones colectivas no podían suplantar el cultivo parcelario sino a medida que el Estado les fuese proporcionando la herramienta indispensable para la monocultura. Pero de hecho, con las incautaciones, se había declarado la guerra al campesinado. 299
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memorias de un revolucionario Si el Estado confisca los granos, ¿para qué sembrar? La primavera siguiente las estadísticas habrían de comprobar la disminución de las tierras sembradas de trigo. Huelga de los cultivadores. Una única manera de constreñirlos: la cooperación obligatoria administrada por los comunistas. ¿Lo lograrán por la persuasión? Sucede que el cultivador independiente que ha resistido a la agitación-constricción es más libre y está mejor alimentado que el otro. El gobierno saca la conclusión de que la colectivización debe ser total e inmediata. Pero la gente de la tierra se defiende ásperamente. ¿Cómo quebrantar su resistencia? Por la expropiación y la deportación en masa de los ricos (los kulaks) y de todos aquellos que se decida calificar de kulaks. Es lo que llaman la «liquidación de los kulaks en cuanto clase». ¿Se sabrá alguna vez qué desorganización de la agricultura resulta de ello? Los campesinos, antes que entregar su ganado al koljoz, lo destruyen, venden la carne y se hacen botas con el cuero. Con la destrucción del ganado el país pasa de la escasez al hambre. Tarjeta de pan en las ciudades, mercado negro, desmoronamiento del rublo y de los salarios reales. Se necesitarán pasaportes interiores para retener a su pesar la mano de obra calificada en las fábricas. Puesto que la colectivización total se encamina al desastre, se la declarará alcanzada en sesenta y ocho por ciento, demasiado tarde por lo demás, en marzo de 1930, en lo más fuerte del hambre y el terror. Las mujeres venían a soltar las vacas tomadas por el koljoz, hacían con sus cuerpos una muralla a los animales: «¡Disparen pues, bandidos!». ¿Y por qué no dispararían contra esos rebeldes? En la Rusia Blanca, cuando vinieron a cortar la crin de los caballos para la exportación, sin sospechar que los animales reventarían por ello, las mujeres rodearon al jefe del gobierno local, Golodied (fusilado o suicidado más tarde en 1937) y de pronto alzaron, furiosas, sus sarafanes bajo los cuales estaban desnudas: «¡Aquí tienes, puerco! ¡Toma nuestra crin si te atreves, no te daremos la de los caballos!». En una aldea de Kubán cuya población entera fue deportada, las mujeres se desnudaron en las casas, pensando que no las harían salir desnudas; las expulsaron tal como estaban, a culatazos, hacia unos vagones de ganado… Cheboldáiev, del CC, presidía las deportaciones en masa de aquella región, 300
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los años de resistencia sin sospechar que, por su celo mismo, sería fusilado en 19376. Terror en los más pequeños pueblecitos. Hubo hasta trescientos focos de sublevación campesina a la vez en la Eurasia soviética. En trenes llenos, los campesinos deportados partían hacia el Norte glacial, los bosques, las estepas, los desiertos, poblaciones despojadas de todo; y los viejos reventaban en el camino, enterraban a los recién nacidos en los taludes de las carreteras, sembraban en todas las soledades pequeñas cruces de ramas o de leña blanca. Algunas poblaciones, arrastrando en carricoches todo su pobre haber, se lanzaban hacia las fronteras de Polonia, de Rumanía, de China y pasaban –no enteras, claro– a pesar de las ametralladoras. En un largo mensaje al gobierno, de noble estilo, la población de Abjasia solicitó autorización para emigrar a Turquía. He visto y sabido tantas cosas sobre el drama de aquellos años negros que necesitaría todo un libro para dar testimonio de ellas. Recorrí varias veces la Ucrania hambrienta, la Georgia en duelo y duramente racionada, viví un tiempo en Crimea durante el hambre, viví toda la miseria y la ansiedad de las dos capitales sumidas en la indigencia, Moscú y Leningrado. ¿Cuántas víctimas produjo la colectivización total, resultado de la imprevisión, de la incapacidad y de la violencia totalitarias? Un científico ruso, el señor Prokopóvich7, hizo el siguiente cálculo según las estadísticas soviéticas oficiales –en los tiempos, por lo demás, en que se encarcelaba y se fusilaba a los estadísticos: hasta 1929, el número de hogares campesinos no cesa de crecer: 1928: 24.500.000 hogares. 1929: 25.800.000 hogares. Al terminar la colectivización en 1936, no hay ya más que 20.300.000 hogares: en seis años cerca de cinco millones de familias han desaparecido. Los transportes se agotaban, todos los planes de la industrialización eran trastornados para hacer frente a las nuevas necesidades. Era, según una frase justa de Boris Souvarine8, «la anarquía del plan». Ingenieros agrónomos y científicos denunciaban valerosamente los errores y los excesos; los detuvieron por millares, les hicieron grandes procesos de sabotaje para desviar hacia alguien las responsabilida301
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memorias de un revolucionario des. El rublo se desvanecía: fusilaron a los acaparadores de moneda-plata (1930). Crisis de la industria hullera y proceso de sabotaje de Shakty9, cincuenta y tres técnicos acusados, ejecuciones (1928). Faltaba la carne naturalmente: ejecución del profesor Karatiguin y de sus cuarenta y siete coacusados10 por sabotaje del abastecimiento de carne. Ejecución sin proceso. El día de la matanza de aquellos cuarenta y ocho, Moscú recibía a Rabindranath Tagore11 y se hablaba abundantemente, en una hermosa velada oficial, del nuevo humanismo. En noviembre de 1930, proceso del «partido industrial»12 del que reconocía ser el líder el ingeniero-agente provocador Ramsin (indultado); reconocía haber preparado una intervención militar contra la URSS en Londres, París, Varsovia. Delirio, cinco fusilados. En la misma época, un «partido campesino», con los profesores Makárov y Kondrátiev, adversarios de la colectivización total, es liquidado en las tinieblas13. Proceso delirante de los viejos socialistas (menchevizantes) de la Comisión del Plan, Groman, Guinzburg, el historiador Sujánov, Rubin, Sher14… Proceso secreto de los funcionarios de la Comisaría de Finanzas, Iurovski y otros. Proceso secreto de los bacteriólogos. Varios de ellos muertos en la cárcel. Ejecución de los treinta y cinco dirigentes de la Comisaría de Agricultura, todos acusados de sabotaje; entre ellos, varios comunistas conocidos (Connor, Wolfe, vicecomisarios del pueblo, Kovarski). Proceso secreto de los físicos y deportación del académico Lazárev. Proceso secreto de los historiadores Tarlé, Platónov, Karéiev15… No puedo, en estas páginas de recuerdos, dar un testimonio completo sobre estos acontecimientos y el ambiente aterrador en el que se desarrollaron16. Conocía a intelectuales de todas las categorías, estaba ligado por una vieja simpatía con varios de los acusados y de los desaparecidos de aquellos dramas. Sólo quiero consignar aquí algunos hechos: –La acusación de sabotaje dirigida contra millares, incluso decenas de millares de técnicos, era en general una calumnia monstruosa únicamente justificada por la necesidad de encontrar responsables de una situación económica que se había hecho insostenible. El estudio detallado de una multitud de casos lo demuestra irrefutablemente. 302
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los años de resistencia Además se apeló constantemente al patriotismo de los técnicos para arrancarles confesiones. Todo sucedía en la industrialización en medio de tal despilfarro y bajo un régimen autoritario tan intratable que era posible encontrar «sabotaje» en cualquier parte, en cualquier momento. Podría citar ejemplos innumerables. Mi cuñado difunto, el ingeniero-constructor Jayn, diplomado en Lieja, construía un gran sovjoz no lejos de Leningrado. Me decía: «En verdad, no debería construir. Me faltan materiales, llegan tarde, son de una calidad lamentable. Si me niego a trabajar en esas condiciones insensatas, me llamarán contrarrevolucionario y me enviarán a un campo de concentración. Construyo pues como puedo, con lo que consigo, pues todos los proyectos están falseados, y un día u otro puedo ser acusado de sabotaje. Estaré retrasado con respecto al plan, lo que permitirá una vez más acusarme de sabotaje. Cuando dirijo informes detallados a mis dirigentes, me responden que tomo contra ellos precauciones burocráticas y que vivimos en una época de lucha encarnizada: ¡su deber es superar los obstáculos!». Caso típico. Añado que, por lo que yo sé, la mentalidad del técnico es radicalmente opuesta al sabotaje, dominada por el amor de la técnica y del trabajo bien hecho. En estas condiciones infernales, los técnicos soviéticos se entusiasmaban por su trabajo y, a fin de cuentas, hicieron maravillas. –El «partido industrial» –como el «partido campesino» de los grandes agrónomos– no fue sino una invención policial sancionada por el Buró Político. Había en verdad una «mentalidad tecnocrática» bastante extendida. Oía corrientemente a mis amigos ingenieros hablar del porvenir con confianza y sostener que en la URSS dotada de una industrialización nueva, el verdadero poder pertenecería naturalmente a los técnicos capaces de dirigir y de hacer progresar la nueva organización económica. Los técnicos se sentían indispensables y ampliamente superiores a los hombres del gobierno. –Muchos fueron castigados por haber previsto en realidad las consecuencias desastrosas de ciertas decisiones del gobierno. El viejo socialista Groman fue detenido después de un vivo altercado con Miliutin17 en la Comisión del Plan. Groman, con los nervios deshechos, gritaba que llevaban al país al abismo. 303
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memorias de un revolucionario –Aunque había espionaje extranjero, los complots de los técnicos con los gobiernos de Londres, París, Varsovia y la Internacional Socialista existían únicamente en la psicosis del complot y de la impostura política. Durante el proceso llamado del «Centro Menchevique», los acusados –que confesaban, naturalmente– cayeron en flagrante delito de mentira al inventar, por orden, un viaje a la URSS del viejo líder menchevique Abrámovich18. Más tarde, el historiador Sujánov, encerrado en el aislador de Verjneuralsk, hizo circular entre los presos políticos documentos que relataban cómo el texto de las confesiones había sido establecido para él y sus coacusados por los instructores de la Guepeú, cómo habían apelado a su patriotismo a la vez que los amenazaban de muerte, qué compromisos habían tomado con ellos los inquisidores. (Sujánov hizo largas huelgas de hambre para obtener la libertad que le había sido prometida19; desapareció en 1934.) Durante el proceso del «Centro Menchevique», yo veía todos los días a personas ligadas con los acusados y estaban en situación de seguir línea por línea el desarrollo de la mentira en las declaraciones. –El Buró Político sabía exactamente la verdad. Los procesos sólo le servían para manipular la opinión en el interior y en el extranjero. El Buró Político dictaba las sentencias. La Guepeú organizaba, con los técnicos condenados, Burós de Trabajo que seguían trabajando por la industrialización. Algunos técnicos eran rehabilitados prontamente. Me sucedió cenar con un gran especialista de la energética que, en veinte meses, había sido condenado a muerte, indultado, enviado a un campo de concentración (Buró de Trabajo), rehabilitado, condecorado… El físico Lazárev20 fue rehabilitado así. El académico-historiador Tarlé21, el único historiador soviético no marxista de renombre, pasó largos meses en la cárcel, fue deportado a Alma Ata: es hoy el historiador más oficial de la URSS (1942). El ingeniero Ramsin22, cómplice si hemos de creerle de Poincaré y de Winston Churchill en la «preparación de la guerra contra la URSS», condenado a la pena capital, fue indultado, prosiguió sus trabajos científicos en un clemente cautiverio y fue rehabilitado a principios de 1936, con sus principales cómplices, por servicios eméritos a la industrialización. En cambio, los viejos socialistas del pretendido «Centro Menche304
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los años de resistencia vique» desaparecieron. –Viví durante años en el ambiente de aquellos procesos. Cuántas veces oí a parientes o amigos de acusados comentar sus confesiones con un estupor desesperado: «¿Pero por qué miente así?». He oído discutir en detalle tales o cuales puntos de la acusación que nunca resistían a un análisis. Nadie, por lo menos en la sociedad instruida, creía en esas comedias judiciales cuyo objeto se veía perfectamente. El número de técnicos que se negaban a confesar y desaparecían en las cárceles sin proceso era por lo demás mucho mayor que el de los acusados complacientes. La Guepeú sabía sin embargo quebrantar las resistencias. Conocí a hombres que habían pasado por «el interrogatorio ininterrumpido» durante veinte o treinta horas, hasta el agotamiento completo de las fuerzas nerviosas. Otros a los que habían interrogado bajo amenaza de ejecución inmediata. Recuerdo a los que, como el ingeniero Jrennikov23, murieron «en el transcurso de la instrucción». Palchinski, tecnócrata, acusado de sabotaje en la industria próspera del oro y del platino, había sido matado de un tiro de revólver por el juez de instrucción al que acababa de abofetear. Después se le declaró fusilado, con Von Mekk24, viejo administrador de los ferrocarriles, cuya probidad era reconocida por Rykov, presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, prometiendo su liberación. –Yo estaba muy ligado a varios colaboradores científicos del Instituto Marx-Engels, dirigido por David Borísovich Riazánov25, que había hecho de él un establecimiento científico de gran clase. Riazánov, uno de los fundadores del movimiento obrero ruso, alcanzaba hacia los sesenta años la cúspide de un destino que podría parecer un éxito excepcional en tiempos tan crueles. Había consagrado una gran parte de su vida al estudio más escrupuloso de la biografía y de los textos de Marx –y la revolución lo colmaba; en el partido, su independencia de espíritu era respetada. Era el único que había elevado incesantemente su voz contra la pena de muerte, incluso durante el terror, reclamando sin cesar la estricta limitación de los derechos de la Cheka y luego de la Guepeú. Los heréticos de todas clases, socialistas, mencheviques u opositores de izquierda o de derecha, encontraban paz y trabajo en su Instituto, con tal de que tuviesen amor al 305
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memorias de un revolucionario conocimiento. Seguía siendo el hombre que había dicho en plena conferencia: «Yo no soy de esos viejos bolcheviques a los que durante veinte años Lenin trató de viejos imbéciles…». Me había encontrado con él varias veces: corpulento, de brazos fuertes, barba y bigote tupidos y blancos, mirada tensa, frente olímpica, temperamento tormentoso, palabra irónica… Naturalmente detenían a menudo a sus colaboradores heréticos y él los defendía con circunspección. Tenía entrada en todas partes, los dirigentes temían un poco su hablar franco. Acababan de consagrar su fama festejando sus sesenta años y su obra, cuando el arresto del menchevizante Sher, un intelectual neurótico, que hizo inmediatamente todas las confesiones que tuvieron a bien dictarle, puso a Riazánov fuera de sí. Habiéndose enterado de que montaban un proceso contra viejos socialistas imponiéndoles confesiones grotescamente monstruosas, Riazánov se sulfuró, repitió ante miembros del Buró Político que era deshonrar al régimen, que todo aquel delirio organizado no tenía pies ni cabeza y que Sher, además, estaba medio loco. Durante el proceso llamado del «Centro Menchevique», el acusado Rubin26, protegido de Riazánov, pone de pronto a este en tela de juicio y lo acusa de haber ocultado en el Instituto documentos elaborados por la Internacional Socialista sobre la guerra contra la URSS. Todo lo que se decía en la audiencia estaba concertado de antemano; aquella revelación sensacional tenía lugar por una orden. Convocado esa misma noche el Buró Político, Riazánov tuvo un violento altercado con Stalin. «¿Dónde están los documentos?», gritaba el secretario general. Riazánov respondía con violencia: «¡No los encontrarán en ninguna parte a menos que los traigan ustedes mismos!». Fue detenido, encarcelado, deportado a pequeñas ciudades del Volga, condenado a la miseria y a la decadencia física; los bibliotecarios recibieron la orden de expurgar de las bibliotecas sus obras y sus ediciones de Marx. Para quien conoce la política de la Internacional Socialista y el carácter de sus dirigentes, Fritz Adler, Vandervelde, Abrámovich, Otto Bauer27, Bracke28, la acusación forjada es de un grotesco absolutamente inverosímil. Si hubiera habido que admitirla, Riazánov, traidor, merecía la muerte; se limitaron a exiliarlo. Al escribir este libro me entero de que murió 306
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los años de resistencia hace un par de años (¿en 1940?) en la soledad y el cautiverio, nadie sabe exactamente dónde. –¿No había pues en el proceso del «Centro Menchevique» ningún fondo de verdad? Nikolai Nikoláievich Sujánov (Himmer), menchevique adherido a la línea, miembro del Sóviet de Petrogrado a partir de su formación en 1917, autor de una decena de volúmenes de notas preciosas sobre los comienzos de la revolución29, colaborador de las Comisiones del Plan, como sus coacusados Groman, Guinzburg, Rubin30, mantenía una especie de salón donde se hablaba muy libremente, entre íntimos, y donde se estimaba en 1930, que la situación del país era absolutamente catastrófica: lo era innegablemente. Se había pensado allí, para salir de la crisis, en la formación de un nuevo gobierno soviético, con las mejores cabezas de la derecha del partido (¿Rykov, Tomski, Bujarin?31), veteranos del movimiento revolucionario ruso y el legendario jefe de ejército Blucher. Hay que subrayar que durante cerca de tres años, entre 1930 y 1934, el nuevo régimen totalitario sólo se mantuvo por el terror, contra toda previsión racional y pareciendo constantemente a punto de desmoronarse. Desde 1928-1929, el Buró Político toma por su cuenta las grandes ideas directivas de la Oposición excluida –salvo por supuesto la democracia obrera– y las aplica con una violencia implacable. Habíamos propuesto el impuesto a los campesinos ricos –¡lo suprimen! Habíamos propuesto restricciones y cambios en la NEP –¡queda abolida! Habíamos propuesto la industrialización –la hacen, en proporciones colosales que, aunque nos calificaban sin embargo de «superindustrialistas», no nos habíamos atrevido a soñar y que infligen al país inmensos sufrimientos. En plena crisis económica mundial, para encontrar oro se exportan víveres al precio más bajo y Rusia entera revienta de hambre. Desde 1928-1929, muchos opositores se adhieren a la «línea general», abjuran de sus errores, puesto que, dicen, «de todos modos se aplica nuestro programa» –y también porque la República está en peligro, y finalmente porque más vale someterse y construir fábricas que defender los grandes principios en la inacción forzosa de los cautiverios. Piatákov32 era pesimista desde hacía años. Repetía que la clase obrera europea y rusa atravesaba una larga fase de depresión, 307
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memorias de un revolucionario que no había nada que esperar de ella durante mucho tiempo, que sólo había librado la batalla de la Oposición por los principios y por amistad hacia Trotsky; capituló para dirigir la banca y la industrialización. Iván Nikítich Smirnov33 dijo en sustancia a uno de mis amigos: «No puedo sufrir la inacción. ¡Quiero construir! De manera bárbara y a menudo estúpida, el CC construye para el porvenir. Nuestras divergencias ideológicas tienen poca importancia ante la construcción de las grandes industrias nuevas». Capituló. Smilga34 también. El movimiento de sumisión al CC arrastró en 1928-1929 a la mayoría de los cinco mil opositores detenidos (había habido entre cinco y ocho mil arrestos). Las cárceles y las deportaciones del principio fueron a fin de cuentas fraternales. Las autoridades locales, viendo llegar a condenados políticos que eran grandes militantes y hombres del poder de la víspera, se preguntaban si no eran además los hombres del poder de mañana. Radek35 amenazaba a los jefes de la Guepeú de Tomsk: «¡Esperen un poco a que capitule y les voy a hacer ver su suerte!». Seis meses después de la exclusión de la izquierda del partido –nuestra exclusión–, el Buró Político y el CC se desgajaban ásperamente, la oposición de derecha, Rykov, Tomski, Bujarin36, se alzaba contra Stalin, contra la política de colectivización forzosa a toda prisa, contra los peligros de la industrialización apresurada y sin recursos, a precio de hambre, contra los hábitos totalitarios. El jefe de la Guepeú, Heinrich Grigórievich Iagoda37, simpatizaba también con la derecha. Llevados por móviles personales que han quedado desconocidos, Kalinin y Voroshilov38, que eran sin embargo de la derecha, dieron una mayoría a Stalin y a Molotov. La oposición de derecha fue más un estado de espíritu que una organización y por momentos abarcó a la gran mayoría de los funcionarios, con la simpatía del país entero. Pero inspirada por hombres de temperamento moderado, que carecieron varias veces de decisión, se dejó constantemente manipular, calumniar y finalmente aplastar. A fines de 1928, Trotsky, exiliado en Alma Ata39, nos escribía que, puesto que la derecha representaba el peligro de deslizamiento hacia el capitalismo, debíamos sostener contra ella al «centro» –a Stalin. Stalin mandó sondear hasta en las cárceles a los 308
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los años de resistencia líderes de la oposición de izquierda: «¿Me sostendrá usted contra ellos si lo hago reintegrar al partido?». Discutimos de esto con vacilación. En el «aislador», es decir en la cárcel de Suzdal, Boris Mijáilovich Eltsin pidió que se reuniese antes una conferencia de opositores excluidos y planteó la cuestión del regreso de Trotsky. Las conversaciones se detuvieron allí. En 1929, la última columna de nuestra oposición se redujo a Trotsky; Muralov40, deportado al Irtysh, en los bosques de la Tara; Racovski41, pequeño funcionario del plan en Barnaúl, Siberia Central; Fedor Dingaelstaedt42, en un pueblito de Siberia Central; María Mijáilovna Ioffé43 en Asia central; un buen equipo de jóvenes en las cárceles, con Eleazar Solntsev, Vasilii Pankrátov, Grigorii Iakovin44. En libertad, en Moscú, Andrés Nin; en Leningrado, Alexandra Bronstein y yo. En la cárcel, León Sosnovski45. En las cárceles, varios centenares de camaradas sostienen huelgas de hambre y luchas a veces sangrientas; en la deportación, otros centenares de camaradas esperan la cárcel. Nuestra actividad intelectual es muy grande, nuestra acción política nula. En total, debemos ser menos de un millar. Entre nosotros y los «entreguistas», ninguna relación, una viva hostilidad creciente. Los intratables Timoteo Vladimírovich Saprónov y Vladimir Mijáilovich Smirnov46 son, el primero deportado a Crimea –enfermo–, el segundo a un «aislador» donde pierde lentamente la vista. Logramos mantener entre nosotros algunos enlaces. Encuentro una noche, en Moscú, en el cuarto de hotel de Panait Istrati47, a una anciana flaca, que es una militante rumana de gran reputación, Arbory-Rallé48, y hablamos de Trotsky. Nos inquietábamos por él, pues, sacado de Alma Ata, había desaparecido. Arbory-Rallé dijo «que conocía bien la ambición insaciable de ese hombre y que había obtenido ahora del CC un pasaporte para el extranjero…». «¿Cómo puede usted difundir semejante cosa –pregunté sin miramientos– cuando sabe perfectamente que es falso?» La anciana me miró con maldad y dijo únicamente: «¡Usted ya no es comunista!». Cuando ella se fue, Panait Istrati estalló: «¡Carajo! ¡No creía que se pudiera envilecer hasta ese punto a la gente! Explícame cómo es posible después de una revolución». Nuevos arrestos en masa acababan de tener lugar en los barrios 309
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memorias de un revolucionario obreros de Moscú, se hablaba de ciento cincuenta «trotskistas» arrojados a las cárceles. Fuimos a visitar, Istrati y yo, al presidente del Ejecutivo Central de los Sóviets, Mijail Ivánovich Kalinin49. Íbamos a verlo a propósito de una tentativa criminal dirigida contra mis familiares. Kalinin trabajaba en una pequeña oficina clara, muy sobriamente amueblada, de una casa sin ostentación, cercana al Kremlin. Tenía la tez estropeada, la mirada vivaz, la barbita delgada y cuidada –un viejo intelectual sutil de raza campesina… Hablamos de manera bastante libre. Le pregunté por qué esos arrestos de opositores, contrarios a la Constitución. Nos miró apaciblemente de frente, con su aire más simpático, y dijo: «Es absolutamente falso… ¡Se cuentan tantas cosas! Sólo hemos detenido a los que se entregaban al proselitismo antisoviético, unas pocas decenas de personas cuando mucho…». ¿Desmentir al jefe del Estado? ¿Pero qué otra cosa habría podido decirnos? En la calle, Panait exclamó: «Lástima, porque tiene una cara simpática el viejo tergiversador…». Mientras tanto moría de una huelga de hambre de cincuenta y cuatro días según unos, de treinta días solamente según otros, en uno de los calabozos de Moscú, uno de los ex secretarios de Trostky, Gueorg Valentínovich Búrtov50, a quien habían tratado de arrancar declaraciones susceptibles de comprometer al Viejo. ¡Silencio sobre este asunto, silencio! ¡Sobre todo no nos dejemos amargar por los infortunios individuales! Sólo la política cuenta. En octubre-noviembre de 1929, me esforcé en Leningrado en arrojar luz sobre otro drama –sin lograrlo. Habían detenido el 21 de octubre a uno de nuestros camaradas obreros poco conocidos, Albert Heinrichsohn51, de la fábrica del Triángulo Rojo, militante de 1905, comunista de la guerra civil. Diez días más tarde, su mujer, convocada a la Casa de arrestos, sólo encontró de él un cadáver desfigurado, con la boca desgarrada. El director explicó a la viuda que el prisionero se había suicidado; y le tendieron un billete de cien rublos… Los comités del partido prometieron una investigación sobre la que echaron tierra. Hicimos la nuestra, que me llevó a un edificio del viejo Petersburgo: seis pisos de apartamentos superpoblados. El chiquillo del muerto afirmaba haber sido llevado allí, a cuartos que describía minuciosamente, para asistir 310
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los años de resistencia a una reunión «de amigos de papá». Esos «camaradas» lo habían interrogado largamente sobre la actividad y las expresiones de su padre. ¿Guepeú? ¿Histeria? No pudimos esclarecer nada. Pasaron algunos meses y vino el tenebroso asunto Blumkin52. Yo conocía y quería a Iakov Grigórievich Blumkin desde 1919. Alto, huesudo, con un rostro enérgico rodeado de una espesa barba negra, una mirada negra y decidida, Blumkin ocupaba entonces, al lado de Chicherin, un cuarto glacial del hotel Metropol. Convaleciente, se preparaba a cumplir en Oriente unas misiones confidenciales. El año anterior, mientras los funcionarios de Asuntos Exteriores aseguraban a los alemanes que era fusilado, el CC le encargaba dirigir en Ucrania operaciones arriesgadas. El 6 de junio de 1918, Blumkin –diecinueve años–, por orden del Partido Socialista-Revolucionario de Izquierda, había matado en Moscú al embajador de Alemania, conde Mirbach53. Él y su camarada Andréiev fueron enviados por la Cheka para examinar el caso de un oficial alemán; el embajador los recibió en un saloncito. «Le hablaba, le miraba a los ojos y me decía: tengo que matar a este hombre… Mi portafolios contenía, entre los papeles, una browning. –Tenga, dije, aquí están las piezas, y disparé a quemarropa. Mirbach; herido, huyó a través del gran salón, su secretario se dejó caer bajo las butacas. En el gran salón Mirbach cayó y lancé entonces contra las losas de mármol mi granada…» Era el día de la sublevación de los socialistas-revolucionarios de izquierda contra los bolcheviques y contra la paz de Brest-Litovsk: los insurgentes pretendían reanudar, al lado de los Aliados, la guerra revolucionaria. Perdieron la partida. Blumkin me decía también: «Sabíamos que Alemania, en plena disgregación, no podía comenzar una nueva guerra contra Rusia. Queríamos infligirle una afrenta. Dábamos por descontado el efecto de aquel acto en Alemania misma…». «Estábamos en conversaciones con revolucionarios alemanes que nos pedían que les ayudáramos a organizar un atentado contra el Káiser. El atentado no tuvo lugar porque insistíamos en que el principal ejecutante fuese un alemán… No pudieron encontrar uno.» Un poco más tarde, en Ucrania, hacia la época en que su camarada Bonskoy abatía al mariscal Eichhorn54, Blumkin se había adherido al partido bolchevique. Su partido de ayer 311
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memorias de un revolucionario estaba fuera de la ley. Sus camaradas de ayer le alojaron varias balas en el cuerpo y vinieron a lanzar una granada a su cuarto de hospital; la volvió a tirar por la ventana. En 1920-1921 lo enviaron a Persia a hacer, con Kuchuj-Jan55, la revolución en el Ghilán, en el litoral del mar Caspio. Y volví a verlo en Moscú, con el uniforme de la Academia del estado mayor, más pausado, más masculino aún, con un rostro lleno y rasurado, un perfil orgulloso de guerrero de Israel. Declamaba versos de Firdusi56 y firmaba en el Pravda artículos sobre Foch. «¿Mi historia persa? Estábamos allá algunos centenares de rusos harapientos… Recibíamos un día del CC un telegrama: Suspendan los gastos, ya no hay revolución en Irán… Si no, habríamos llegado a Teherán.» Volví a verlo más tarde a su regreso de Ulán-Bator donde acababa de organizar el ejército de la República Popular de Mongolia. Los servicios secretos del Ejército Rojo le confiaron misiones en la India y en Egipto. Se alojaba en un pequeño apartamento del Arbat57 amueblado únicamente de tapices, de una silla de montar magnífica, regalo de algún príncipe mongol; y sables curvos andaban entre las botellas de buen vino… Blumkin pertenecía a la Oposición, sin tener ocasión de manifestarse mucho. Trilisser58, el jefe del servicio secreto de la Guepeú en el extranjero, Iagoda y Menzhinski conocían bien sus ideas. Lo enviaron sin embargo a Constantinopla, para vigilar ahí a Trotsky –tal vez también para preparar ahí algo contra Trotsky. ¿Aceptó Blumkin para velar al contrario por la vida de Trosky? En todo caso, vio al Viejo en Constantinopla y se encargó de traernos un mensaje de su parte, anodino por lo demás. En Moscú, se sintió de pronto rodeado de tal vigilancia que se vio perdido. Cree saberse que una mujer, llamada Rosenzweig, de la Guepeú, que había ganado su confianza, lo traicionó. A punto de ser detenido y sabiendo bien que la ley de los servicios secretos no le dejaba ninguna esperanza, fue a ver a Radek59. Radek le aconsejó que se dirigiera de inmediato a la casa del presidente de la Comisión Central de Control, Ordzhonikidzé60, hombre duro pero escrupuloso, el único que podría salvarle la vida. Radek arregló la cita –demasiado tarde. Blumkin fue detenido en la calle. No entregó a nadie. Condenado a muerte por el colegio secreto de la Guepeú, sé que pidió y obtuvo un plazo de quince días para 312
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los años de resistencia escribir sus recuerdos e hizo un hermoso libro… Cuando vinieron a buscarle para llevarlo al sótano de las ejecuciones, preguntó si los periódicos publicarían su muerte; se lo prometieron –sin cumplirlo, naturalmente. La ejecución de Blumkin sólo fue publicada en Alemania. León Sedov me habló más tarde del secretario de Blumkin, un joven francés de origen burgués, comunista entusiasta, fusilado en Odessa. Sedov conservaba de aquel joven un recuerdo emocionado; pero su memoria exhausta no podía recordar el nombre. Me parece volvernos a ver en los jardines del Instituto Marx-Engels, algunos sobrevivientes, reunidos alrededor de una encantadora joven camarada y coleccionando los recortes sobre los últimos días y la muerte de Blumkin… ¿Había que publicar ahora, nos preguntábamos, las cartas de Kaméniev y Zinoviev que relataban que en 1924 el secretario general les había sugerido deshacerse de Trotsky «por un procedimiento florentino»61? ¿No íbamos, al publicar aquello en el extranjero, a lanzar el descrédito sobre el régimen? Yo fui de la opinión de que en todo caso la advertencia sobre los procedimientos florentinos debía comunicarse a nuestros camaradas de Occidente. No sé si se hizo así. El reino de la duplicidad comenzaba en el partido. Consecuencia natural de la asfixia de la libertad de opinión por la tiranía. Los camaradas «entreguistas» conservaban sus ideas, naturalmente, y se frecuentaban entre ellos; como no les permitían ninguna participación en la vida política, no constituían sino un medio considerado por el Buró Político como sospechoso. Me encontré con Smilga que me resumió muy bien la manera de pensar de aquellos hombres (1929). Los alfilerazos con que lo había acribillado Trotsky en Mi vida le ardían62*, la apoteosis de Stalin lo indignaba, pero decía: «La oposición se desvía hacia una amargura estéril. El deber es trabajar con y en el partido. Piénselo, la prenda de esas luchas es la agonía de un país de ciento sesenta millones de almas. Vea cuánto progreso realiza ya la revolución socialista respecto de su predecesora, la revolución burguesa: entre Danton, Hébert, Robespierre, Barras, la discusión terminó a golpes de guillotina. Acabo de regresar de Minusinsk… ¿Qué son nuestras pequeñas deportaciones? ¿No deberíamos pasearnos todos 313
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memorias de un revolucionario ahora con las cabezas cortadas bajo el brazo?». «Si logramos ahora esa victoria –la colectivización– sobre el campesinado milenario, sin agotar al proletariado, será magnífico…» Lo dudaba, a decir verdad. (Desapareció en las cárceles en 1932 y murió sin duda en ellas fusilado en 1937.) Nuestro programa de opositores irreductibles no variará hasta 1937; es la reforma del Estado soviético por el retorno a la democracia obrera. Los pocos irreductibles que quedamos somos los únicos salvados de la duplicidad por la intransigencia; pero somos también «muertos políticos». En el seno del partido, la derecha no se deja excluir y la tendencia Zinoviev, reintegrada, mantiene sus cuadros bajo la humillación. Uno de los últimos actos de nuestro «Centro» de Moscú había sido la publicación en 1928 de octavillas que relataban las conversaciones confidenciales entre Bujarin y Kaméniev63. Bujarin, miembro todavía del Buró Político, el ideólogo oficial del partido, decía: «¿Qué hacer en presencia de un adversario de este tipo: Gengis Kan, bajo producto del CC? Si el país perece, perecemos todos (nosotros, el partido). Si el país sale del atolladero, evoluciona a tiempo y perecemos también». Bujarin dijo además a Kaméniev: «Que nadie conozca nuestra entrevista. No me telefonees, nos escuchan. Me siguen, te vigilan». Tal vez la responsabilidad de nuestro «Centro» (B. M. Eltsin) es grande en cuanto a la publicación de esos documentos. La derecha BujarinRykov-Tomski está de hecho desposeída del poder a partir de aquella fecha. Y durante los años críticos las conspiraciones proseguirán, en un partido donde quienquiera que se permita pensar en el interés del país debe tener dos rostros: el oficial y el otro. No haré más que enumerar. Fines de 1930, el presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo de la RSFSR, Serguei Ivánovich Syrtsov64, desaparece con todo un grupo de dirigentes acusados de oposición (y su sucesor Danil Egórovich Sulimov65 seguirá más tarde la misma suerte). Con Syrtsov se van Lominadzé, Shatskin, Ian Sten, llamado la «joven izquierda stalinista». (Lominadzé se suicidará más tarde, hacia 1935; e Ian Sten, calificado de «terrorista» será fusilado hacia 1937.) Fines de 1932, encarcelamiento del grupo «Riutin». Antiguo secretario del comité de Moscú, Riutin66, que había organizado contra nosotros a 314
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los años de resistencia grupos de apaleadores, se ligó con varios intelectuales de la tendencia Bujarin, como Slépkov, Maretski, Astrov, Eichenwald, todos miembros del «profesorado rojo», y con el viejo obrero bolchevique Kayúrov. Han redactado un programa de enderezamiento del país y del partido, lo han hecho divulgar en las fábricas de Moscú, comunicado a Zinoviev y Kaméniev y a varios de nosotros. Es una implacable requisitoria contra la política del secretario general y termina con la proposición de un nuevo comienzo que implica la reintegración de todos los excluidos incluyendo a Trotsky. El cuadro de la situación del régimen es esbozado en términos tales que termina con esta interrogación: «Podríamos preguntarnos si no es fruto de una inmensa provocación consciente…». El secretario general es comparado con el agente-provocador Azev de antaño. Riutin, condenado a muerte por el Colegio secreto es indultado –por algún tiempo… Por haber leído ese documento sin denunciar a sus autores, Zinoviev, traicionado a su vez por Ian Sten, es excluido una vez más del partido67. Al escuchar la sentencia, comunicada por Iaroslavski68, se agarra la garganta, se asfixia, murmura: «¡No sobreviviré a esto!» y cae con un síncope. Fines de 1932, dos viejos bolcheviques de la Comisaría de Agricultura, de regreso del Cáucaso, denuncian en un círculo de íntimos los efectos de la colectivización, son detenidos, desaparecen: es el asunto Eysmont y Tolmachiev69. En 1933 comienzan los asuntos de «desviación nacionalista» en las repúblicas federadas: encarcelamiento de Shumski y Maximov en Ucrania, suicidio de Scrypnik que fue uno de los partidarios más resueltos de Stalin70; depuraciones de gobiernos del Asia Central… Un ingeniero, de regreso de la deportación en la lejana Siberia, me cuenta: «Mi tren penitenciario comprendía tres clases de vagones: vagones piojosos y helados, de los que sacaban cadáveres, para los criminales de derecho común y los niños abandonados (besprizornyé); vagón relativamente soportable de los técnicos y de los «poseedores de valuta71» –el viejo liberal Nikolai Visariónovich Nekrásov72, antiguo ministro de Kerensky, murió en ellos–; vagón privilegiado de los comisarios del pueblo del Asia central…». Nuestras comunicaciones con Trotsky estaban casi totalmente cortadas. Entre nosotros, las comunicaciones eran tan difíciles que 315
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memorias de un revolucionario durante meses creímos que Racovski había muerto: sólo estaba enfermo. Yo había logrado enviar a Trotsky, en 1929 creo, un voluminoso correo que venía de la cárcel de Verjneuralsk, escrito en letra microscópica sobre finas tiras de papel: fue el último que recibió de los perseguidos. El Boletín de la Oposición73 que Trotsky publicaba no nos llegaba sino ocasionalmente, por fragmentos, y dejó de llegarnos del todo hacia la misma fecha. Yo admiraba cómo podían cerrar herméticamente las fronteras intelectuales o, más exactamente, policiacas de un gran país. Sólo conocimos la línea de pensamiento de Trotsky por funcionarios encarcelados a su regreso del extranjero, que la comentaban en los patios de las cárceles, esos últimos refugios de la libre investigación socialista en la URSS. Nos sentimos desolados al enterarnos de que sobre varias cuestiones graves, Trotsky, mal inspirado por su patriotismo de partido, se engañaba gravemente. Cuando la ejecución de Blumkin, crimen regular de la Guepeú, defendió una vez más el principio de esa inquisición. Más tarde, admitió el sabotaje, los «complots» de los técnicos y de los mencheviques, sin poder imaginar a qué grado de inhumanidad, de cinismo y de psicosis había llegado nuestro aparato policiaco. No teníamos ningún medio de informarle, pero la prensa socialista de la época emitía sobre aquellas monstruosas imposturas juicios sensatos. Con Trotsky, estábamos contra la industrialización desmesurada, contra la colectivización forzosa, contra los planes hiperbólicos, contra los sacrificios y el esfuerzo excesivo infinitamente peligroso impuesto al país por el totalitarismo burocrático. Reconocíamos al mismo tiempo, a través de los desastres, los éxitos de esa industrialización misma. Los atribuíamos al inmenso capital moral de la revolución socialista. El fondo de energía popular inteligente y resuelta que esta había creado se mostraba inagotable. La superioridad de la planificación, por torpe y tiránica que fuese, en relación con la ausencia de plan, saltaba también a la vista para nosotros. Pero no podíamos, como tantos turistas extranjeros y periodistas burgueses ingenuamente inclinados a adorar la fuerza, dejar de comprobar que los gastos generales de la creación industrial quedaban centuplicados por la tiranía. Seguíamos convencidos de que un régimen de democracia socialista lo hubiera 316
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los años de resistencia hecho mejor, infinitamente mejor y hubiera hecho más, con menos gastos, sin hambre, sin terror, sin asfixia del pensamiento. Algunos días después de mi salida de la cárcel en 192874, un intolerable dolor abdominal me tumbó en la cama y durante veinticuatro horas estuve en téte a téte con la muerte. Me salvó la suerte, encarnada en un médico amigo que intervino inmediatamente y en otro amigo, menchevique, que no me abandonó, en el hospital María, mientras estuve en peligro. Era una oclusión intestinal. Me parece ver todavía la pobre luz nocturna de aquella sala de hospital en donde de pronto, invadido por un gran estremecimiento, salí del semidelirio para recobrar una lucidez interior tranquila y rica. «Creo que voy a morir –dije a la enfermera–, llame al interno de servicio.» Y pensé que había trabajado enormemente, luchado, aprendido, sin producir nada válido y duradero. «Si por casualidad (me dije), sobrevivo, habrá que terminar pronto los libros comenzados, escribir, escribir…» Pensé en lo que escribiría, esbocé mentalmente el plan de un conjunto de novelas-testimonios75 sobre mi tiempo inolvidable… Una bella cabeza de enfermera de la gran Rusia de pómulos anchos se inclinaba hacia mí, un médico me ponía una inyección, experimentaba un perfecto despego de mí mismo y pensé que mi hijo era ya bastante grande, a los ocho años, para no olvidarme. Luego vi al médico hacer con la mano, alrededor de mi rostro, gestos extraños. Logré incorporarme y vi que espantaba a collejas gruesas chinches ahítas. «¿Cree usted que viviré?», le pregunté. «Lo creo», contestó seriamente. «Gracias.» A la mañana siguiente, me dijo que estaba salvado. Había tomado una decisión y fue así como me hice escritor. Había renunciado a escribir al entrar en la Revolución rusa. La literatura me parecía cosa bien secundaria –para mí– en semejante época. Mi deber era dictado por la historia misma. Además, en lo que llegaba a escribir, se revelaba una disonancia tal entre mi sensibilidad y mi pensamiento que no podía verdaderamente escribir nada válido. Habían pasado cerca de diez años, me sentía bastante de acuerdo conmigo mismo para escribir. Me decía que nuestro periodo de reacción podría ser largo, que Occidente se estabilizaba también para muchos 317
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memorias de un revolucionario años, y que puesto que me era negado el derecho a participar en la industrialización sin renegar de la libertad de opinión, podría, sin dejar de mantener firmemente mi actitud de opositor reducido a la inacción, dar sobre este tiempo testimonios útiles. Por amor a la historia había acumulado multitud de notas y de documentos sobre la revolución. Me puse a escribir El año I de la Revolución rusa y a preparar El año II. Terminé Los hombres en la prisión. El trabajo histórico no me satisfacía enteramente; además de que exige medios y una tranquilidad de la que probablemente no dispondré nunca, no permite mostrar suficientemente a hombres vivos, desmontar su mecanismo interior, penetrar hasta su alma. Cierta luz sobre la historia misma sólo puede lanzarse, estoy persuadido de ello, por la creación literaria libre y desinteresada, es decir exenta de la preocupación de vender bien. Tenía, tengo todavía un enorme respeto por la obra literaria –y un desprecio igualmente grande por la «literatura». Muchos escritores escriben por el placer (los ricos evidentemente) y a veces hacen bien; muchos otros ejercen concienzudamente un oficio para vivir de él y encontrar en él renombre. Quienes llevan en sí un mensaje lo expresan al hacer estas cosas y su aportación tiene su valor humano. Los otros abastecen el mercado del libro… Yo concebía, concibo todavía lo escrito como necesitado de una justificación más fuerte, como un medio de expresar para los hombres lo que la mayoría vive sin saber expresarlo, como un medio de comunión, como un testimonio sobre la vasta vida que huye a través de nosotros y de la que debemos intentar fijar los aspectos esenciales para aquellos que vendrán después de nosotros. Estaba así en la línea de los escritores rusos. Sabía que nunca tendría el tiempo de pulir bien mis obras. Tendrían que valer sin eso. Otros, menos combativos, harían un estilo perfecto; lo que yo tenía que decir, ellos no podrían decirlo. A cada uno su tarea. Yo debía luchar duramente para encontrar el pan cotidiano de los míos en una sociedad donde todas las puertas me estaban cerradas y donde las gentes a menudo tenían miedo de darme la mano en la calle. Me preguntaba cada día, sin emoción particular, pero preocupado por las cuestiones del alquiler, por la salud de mi mujer, por la educación de mi hijo, si no sería detenido en la noche. Adopté para 318
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los años de resistencia mis libros una forma apropiada; había que construirlos por fragmentos sueltos susceptibles de ser terminados separadamente y enviados inmediatamente al extranjero; susceptibles de ser publicados en caso necesario tal cual, sin continuación; me sería difícil componer de otra manera. Las existencias individuales no me interesaban –empezando por la mía– sino en función de la gran vida colectiva de la que no somos sino parcelas más o menos dotadas de conciencia. La forma de la novela clásica me pareció, pues, pobre y superada. Gravita alrededor de algunos seres artificialmente separados del mundo. La banal novela francesa en particular, con su drama de amor y de interés centrado cuando más en una familia me ofrecía el ejemplo que no había que seguir en ningún caso76. Mi primera novela no tuvo personaje central; no se trata ni de mí ni de algunos, se trata de los hombres y de la cárcel77. Escribí después Nacimiento de nuestra fuerza, para pintar el ascenso del idealismo revolucionario a través de la Europa devastada de 1917-191878. Luego Ciudad ganada79, testimonio riguroso sobre Petrogrado en 1919. Si alguien me influyó, fue John Dos Passos80, cuyo impresionismo literario no me gustaba sin embargo. Me parecía sin duda buscar una nueva vía para la novela. De entre los rusos, Boris Pilniak81 entraba igualmente en esa vía. Entre 1928 y 1933, construí así un libro de historia y tres novelas publicadas en Francia y en España82. Desde París me llegaron palabras de aliento de Jacques Mesnil, de Magdeleine Paz, del asombroso poeta Marcel Martinet, de Georges Duhamel, de Léon Werth83, de la revista Europe84. Tenía cierta necesidad de ellas, pues trabajaba en una soledad casi absoluta, bajo la persecución, «aplastado más que a medias», como lo escribí a mis lejanos amigos. En el propio París mis libros encontraban una doble hostilidad. La crítica burguesa los consideraba como obras revolucionarias que más valía dejar en el silencio (y además, ¿no estaba el autor en el quinto demonio?). La crítica de izquierda, conquistada, influida o pagada por la URSS, me boicoteaba más completamente aún85. Mis libros vivían sin embargo con una vida tenaz; pero daban pocos beneficios. En Rusia, situación clara. Mi viejo amigo Ilya Ionov, lector de las Ediciones Literarias de la Librería del Estado, antiguo presidiario, ex 319
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memorias de un revolucionario opositor de la tendencia Zinoviev, prohibió la impresión de mi primera novela86, corregida y compuesta. Fui a verlo. «¿Es cierto lo que me dicen? –Es cierto. Puede usted producir una obra maestra por año, pero mientras no haya regresado a la línea del partido, ni una línea suya verá la luz.» Le volví la espalda y me fui. Cuando se publicó en París mi segunda novela, hice la pregunta al camarada Leopold Averbach87, secretario general de la Asociación de Escritores Proletarios. Nos conocíamos desde hacía mucho. Era un joven arribista soviético extraordinariamente dotado para las carreras burocráticas. Menos de treinta años y una cabeza calva de joven alto funcionario, una facundia de orador de congresos, la mirada autoritaria, falsamente cordial del manejador de asambleas. «Yo lo arreglaré, Victor Lvóvich. No hemos llegado a tanto.» Mientras, la Librería Cooperativa de los escritores de Leningrado, que se disponía a firmar conmigo un contrato, tropezó con el veto categórico de la Sección Cultural del Comité Regional del partido. Los azares de la política me proporcionaron, es cierto, un desquite de Averbach y de sus hombres de letras en uniforme. Publiqué en París un librito intitulado Literatura y revolución88, que se alzaba contra el conformismo de lo que llamaban la «literatura proletaria». Apenas había salido de las prensas aquel cuaderno cuando Leopold Averbach supo por los periódicos soviéticos que las asociaciones de escritores proletarios quedaban disueltas por el CC y que ya no era secretario general de nada. Seguía siendo sobrino del jefe de la Seguridad, lagoda, buen burócrata además. Pronunció algunos discursos que condenaban su propia «política cultural» de la víspera. La gente se preguntaba sonriendo: «¿Ha leído usted la diatriba de Averbach contra Averbach?». Y el CC le confió la dirección de una organización comunista en Magnitogorsk. Leopold Averbach montó allí un proceso de sabotaje, hizo él mismo la acusación contra unos técnicos, los hizo condenar a muerte según el rito –y lo perdí de vista. (En 1937, cuando la caída de Iagoda, fue denunciado en la prensa soviética como traidor, saboteador, terrorista y trotskista, y por consiguiente fusilado.) Mi librito Literatura y revolución, aunque se había adelantado a la decisión del CC, fue prohibido en la URSS. 320
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los años de resistencia Debería hablar largamente en este lugar de los escritores soviéticos89 cuya existencia he compartido, de su resistencia a la vez tímida y tenaz a la asfixia de la libertad de crear, de sus humillaciones, de sus suicidios. Debería esbozar retratos de hombres notables. Me falta lugar para ello; y muchos de esos hombres sobreviven: al hablar de ellos, podría ponerlos en peligro. Lo que debo resumir aquí es la tragedia de una literatura con poderosas fuentes espirituales estranguladas por el régimen totalitario –y las diversas reacciones que esa tragedia provocó en hombres altamente dotados para la creación, poetas y novelistas. Poetas y novelistas no son espíritus políticos porque no son esencialmente racionales. La inteligencia política, aunque fundada en el caso del revolucionario sobre un profundo idealismo, exige un armamento científico y pragmático y se subordina a la consecución de fines sociales definidos. El artista90, en cambio, saca constantemente sus materiales del subconsciente, del preconsciente, de la intuición, de una vida interior lírica bastante difícil de definir; no sabe con certeza adónde va, qué crea. Si los personajes del novelista están realmente vivos, actúan por su cuenta hasta el punto de que llegan a sorprender al escritor, y este se encontraría a veces bastante desconcertado si tuviera que clasificarlos según la moralidad o la utilidad social. Dostoievski, Gorki, Balzac hacen vivir con amor a criminales que la política fusilaría sin amor… Que el escritor deba situarse en las luchas sociales, tener convicciones enriquecedoras, y que sean tanto más poderosas cuanto mejor se integren a las clases en ascensión, comunicándose así con grandes masas de hombres cargadas de un precioso potencial interior, es esta una comprobación que no modifica sensiblemente las sencillas verdades psicológicas que acabo de enunciar. ¿Podría el mismo hombre ser a la vez un gran político y un gran novelista, reunir en una sola personalidad a Thiers y a Victor Hugo, a Lenin y a Gorki? Lo dudo, pues veo entre esas naturalezas incompatibilidades fundamentales; y sea como sea, la historia no ha producido todavía semejante logro. Bajo todos los regímenes, los escritores se han adaptado a las necesidades espirituales de las clases dominantes y, según las circunstancias históricas, esto los ha hecho grandes o los ha mantenido en la mediocridad. Esta adaptación estaba, en las grandes épocas de la 321
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memorias de un revolucionario cultura interior y espontánea, llena de contradicciones y de fecundos tormentos. Los nuevos estados totalitarios, al imponer a los escritores consignas de estricta ideología y de conformismo absoluto, sólo logran matar en ellos la facultad creadora. La literatura soviética había conocido entre 1921 y 1928 un florecimiento magnífico. A partir de 1928, declina y se apaga. Es cierto que se imprime –¿pero qué se imprime? Max Eastman encontró la expresión justa: «escritores en uniforme»91. La puesta en uniforme de los escritores rusos exigió años; y la libertad de crear desapareció al mismo tiempo que la libertad de opinión, con la que está forzosamente ligada. En 1928 o 1929, los escritores de Leningrado pensaron elevar contra las censuras, las campañas de denigración y las amenazas de la prensa, la presión administrativa, una protesta categórica. Fui consultado y opiné en este sentido. Gorki, consultado en estos términos: «¿Cree usted, Alexis Maxímovich, que ha llegado el momento de hacer que nos deporten?», contestó: «Lo creo». Esta humorada suya corría de boca en boca: «Antes el escritor ruso no tenía que temer más que al policía y al arzobispo; el funcionario comunista de hoy es las dos cosas a la vez; quiere siempre hurgar en el alma de uno con sus patas sucias…». Todo se limitó a conversaciones con altos funcionarios tranquilizadores, y a pequeñas cobardías cotidianas. Cuando la prensa denunció a Zamiatin y a Pilniak92, uno por una cruel sátira del totalitarismo, el otro por un bello relato realista, lleno de sufrimiento (Bosques de las islas), mis amigos escritores votaron contra sus dos camaradas todo lo que les pidieron, a reserva de venir después a pedirles perdón en la intimidad. Cuando, en ocasión de los procesos de los técnicos, el partido mandó hacer manifestaciones para la ejecución de los culpables y votar en todas partes la pena de muerte, los escritores votaron y manifestaron como todo el mundo, y sin embargo había entre ellos hombres que comprendían todo, sufrían por todo, como Constatin Fedin, Boris Pilniak, Alexis Tolstoi, Vsevolod Ivanov, Boris Pasternak… Durante el proceso Ramsin, el Sindicato de Escritores de Leningrado me convocó para una reunión importante. Sabiendo que se trataba de reclamar ejecuciones, no fui. Un miembro del Buró vino a verme y me dijo: 322
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los años de resistencia –Seguramente estaba usted enfermo, Victor Lvóvich. –Nada de eso. Soy contrario en principio a la pena de muerte en nuestro país, en este momento. Pienso que se ha hecho tal abuso del revólver que la única manera de volver a dar un precio a la vida humana, en la URSS, sería proclamar la abolición de la pena de muerte, conforme al programa socialista de 1917. Le ruego tomar nota de esta declaración. –Bien, bien. En ese caso, ¿quiere usted tomar conocimiento de nuestra moción, votada por unanimidad, sobre el proceso del partido industrial, y darnos su aprobación manifestando sus reservas sobre la pena capital? –No. Pienso que juzgar es asunto de los tribunales y no de los sindicatos. Y… ¡no me sucedió nada! Dos institutrices que habían adoptado la misma actitud (yo no las conocía) fueron excluidas inmediatamente del sindicato, expulsadas del trabajo, detenidas como contrarrevolucionarias y deportadas… Lo más fuerte es que después de haber tomado tanto trabajo para hacer reclamar sangre, el CC indultó a los condenados. Con cada voto de este tipo los escritores sentían que se domesticaban un poco más. Nuestras reuniones amistosas alrededor del té eran en dos partes. De ocho a diez de la noche, las conversaciones eran convencionales, directamente inspiradas por los editoriales de los periódicos: admiración oficial, entusiasmo oficial, etc. Entre las diez y las doce, cuando habíamos bebido algunas botellas de vodka, una especie de histeria se abría paso, las conversaciones –diametralmente opuestas– se mezclaban a veces con crisis de rabia o de lágrimas… De persona a persona, no más lenguaje oficial, sino un espíritu crítico despierto, una tristeza trágica, un patriotismo soviético de desollados vivos… Al mismo tiempo que Serguei Essenin, Andrei Sobol, cuentista notable y buen revolucionario (antiguo presidiario), se había suicidado en 192693*. Hubo varios suicidios de jóvenes; recuerdo el de Victor Dmítriev y su mujer. El 14 de abril de 1930, Vladimir Maiakovski se alojó una bala en el corazón. Escribí (en París, sin firmar…)94: «Esta muerte sobreviene después de dieciocho meses de pesado marasmo 323
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memorias de un revolucionario en la literatura: ni una sola obra, ¡ni una sola! en este lapso de tiempo, sino campañas frenéticas contra uno y contra otro, excomuniones mayores y menores a profusión, abjuraciones de herejías a pedir de boca. No han sabido conservar a este artista, esto es lo cierto. La gran fama oficial, publicitaria, y el éxito monetario no le han bastado, precisamente a causa de la parte de mentira y el gran vacío que encierran. Era un magnífico “compañero de ruta”; malgastó lo mejor de sí mismo en una agotadora búsqueda de no se sabe qué línea ideológica que unos míseros pedantes exigían de él porque tal es su oficio… Convertido en el rimador más solicitado por las gacetas, sufrió por tener que sacrificar su personalidad a esa tarea cotidiana… Se sintió desmoronar. No paraba de justificarse y de alegar motivos de fuerza mayor…». Maiakovski acababa de dar su adhesión a la Asociación de Escritores Proletarios de Leopold Averbach… En su último poema, A plena voz, escribía: La mierda petrificada del presente… Sé que el día antes había pasado una noche amarga justificándose, bebiendo, delante de amigos que le repetían duramente: «Estás acabado, ya no haces más que cagar artículos para las gacetas…». Sólo había tenido con él una conversación significativa. Estaba descontento del gran artículo que le había dedicado en Clarté en la época en que Occidente lo ignoraba. «¿Por qué dice usted que mi futurismo no es más que nostalgia del pasado?» «–Porque sus hipérboles y sus gritos, y sus imágenes más atrevidas, todo eso está saturado del más desalentador pasado… Y usted escribe: En las almas, El vapor y la electricidad… »¿Cree usted verdaderamente que baste con eso? ¿No es eso el materialismo más limitado, más envejecido?» Sabía clamar ante las multitudes, no sabía discutir. «¡Yo soy materialista! ¡El futurismo es materialista!» Nos separamos cordialmente, 324
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los años de resistencia pero se hizo tan oficial que no volví a verlo más y la mayoría de sus amigos de juventud lo abandonaron. Tampoco veía más a Gorki, que había regresado a la URSS terriblemente cambiado. Mis parientes cercanos, que lo conocían desde su adolescencia, habían dejado de verlo desde el día en que se negó a intervenir en favor de los cinco condenados a muerte del proceso de Shajty. Escribía malos artículos duramente sofisticados para justificar los peores procesos95 por el humanismo soviético. ¿Qué sucedía en su interior? Sabíamos que seguía refunfuñando, que estaba crispado, que su dureza tenía un reverso de protesta y de dolor. Nos decíamos: «¡Uno de estos días va a estallar!». Y terminó en efecto por disgustarse con Stalin poco tiempo antes de morir. Pero todos sus colaboradores de la Novaia Zhizn [La Vida Nueva] de 1917 desaparecían en las cárceles y él no decía nada. La literatura sucumbía y él no decía nada. Lo entreví por casualidad en la calle. Reclinado, solo, en la parte de atrás de un gran coche Lincoln, me pareció separado de la calle, separado de la vida de Moscú y reducido al símbolo algebraico de sí mismo. No había envejecido, había adelgazado secándose, con la cabeza huesuda, rasurada, tocada con un gorro turco, la nariz puntiaguda, los pómulos puntiagudos, las órbitas hundidas como las de una calavera. Personaje ascético, descarnado, y que no vivía ya sino por la voluntad de ser y de pensar. ¿Es posible, me preguntaba, que haya un desecamiento, un descarnamiento, una rigidez de la vejez y que empiezan en él a los sesenta años? Esa idea me impresionó tanto que, años más tarde, en París, en la época en que Romain Rolland96, a los setenta años, seguía exactamente el mismo camino espiritual que el Gorki envejecido, me sentí inexpresablemente reconfortado por el sentido humano y la lucidez de André Gide, y pensé con gratitud en la clarividencia íntegra de un John Dewey. Después de aquel encuentro, traté de ver a Alexis Maxímovich, pero su secretario (Guepeú), robusto personaje con gafas, generalmente despreciado, singularmente bien nombrado puesto que se llamaba Kriuchkov97 es decir «del Gancho», me cerró la puerta. (Kriuchkov fue fusilado en 1938.) Boris Andréievich Pilniak escribía El Volga desemboca en el mar Caspio98… Yo veía en su mesa de trabajo manuscritos que estaba revi325
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memorias de un revolucionario sando. Para no excluirlo de la literatura soviética, le habían sugerido que rehiciese Bosques de las islas, ese relato «contrarrevolucionario», dándole la forma de una novela que complaciese al CC. La Sección Cultural del CC le había asignado un colaborador que, página por página, le invitaba a suprimir esto, añadir aquello. Ese colaborador se llamaba Iezhov99*, y un alto destino seguido de muerte violenta le esperaba: fue el sucesor de lagoda a la cabeza de la Guepeú, fusilado como Iagoda en 1938 o 1939. Pilniak retorcía su gran boca: «¡Me ha hecho una lista de cincuenta pasajes que debo modificar completamente!» «¡Ah –exclamaba–, si pudiera escribir libremente! ¡Qué no haría!». Otras veces, lo encontraba sumido en la depresión. «Acabarán por echarme a la cárcel… ¿Qué piensa usted?» Yo lo alentaba explicando que su celebridad en Europa y en América, lo protegía; tenía yo razón por algún tiempo. «No hay un solo adulto pensante en este país –decía– que no haya pensado que podía ser fusilado…» Y me contaba detalles de ejecuciones recogidos mientras bebía con ejecutores borrachos. Escribió sobre un proceso de técnicos un miserable artículo para el Pravda, recibió, por intervención personal de Stalin, un pasaporte para el extranjero, visitó París, Nueva York, Tokio, nos regresó vestido de casimir inglés, provisto de un pequeño coche, deslumbrado por América, y me decía: «¡Están ustedes acabados! ¡Se acabó el romanticismo revolucionario! ¡Entramos en una era de americanismo soviético: técnica y solidez práctica!». Infantilmente feliz de su fama, de sus ventajas materiales… Treinta y cinco años, libros como El año desnudo, Ivanda-María, Las máquinas y los lobos, detrás de él; el amor y el conocimiento de las tierras rusas, buena voluntad respecto de los poderosos; era alto, de cabeza alargada, de rasgos acentuados, de tipo más bien germánico, muy egoísta y muy humano. Le reprochaban no ser marxista, ser «un intelectual típico», y tener de la revolución una visión nacional y campesina, hacer prevalecer el instinto sobre la razón… Poco antes de mi arresto, dimos juntos un largo paseo en coche a través del paisaje de nieve pura y de sol. Disminuyó de pronto la velocidad y se volvió hacia mí, con la mirada sombría: «Estoy casi seguro, Victor Lvóvich, de que yo también me meteré un día una bala en la cabeza. Tal vez es lo mejor que puedo hacer. No puedo emigrar 326
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los años de resistencia como Zamiatin100. No podría vivir fuera de Rusia. Y tengo la sensación de ir y venir delante de la punta del fusil de un montón de granujas…». Cuando fui detenido, tuvo el valor de ir a protestar a la Guepeú. (Desapareció sin proceso, de manera absolutamente misteriosa, en 1937; uno de los dos o tres creadores de la literatura soviética, un gran escritor traducido a diez lenguas desapareció sin que nadie en los dos mundos –excepto yo, cuya voz estaba ahogada– indagase sobre su suerte o sobre su fin.) Un crítico ha dicho que su obra elaborada con Iezhov «grita la mentira y murmura la verdad». La estrella del conde Alexis Nikolaiévich Tolstoi101 subía suavemente hacia el cenit. Yo lo había conocido en Berlín, en 1922 emigrado auténticamente contrarrevolucionario, negociando su regreso a Rusia y sus futuros derechos de autor. Apreciado por los letrados del antiguo régimen, prudentemente liberal y sinceramente patriota, había huido de la revolución con los Blancos. Estilista honrado, buen psicólogo a veces, hábil para adaptarse a los gustos del público, hábil para fabricar la pieza de éxito o la novela de actualidad. En su tipo, en sus modales, en sus hábitos un gran señor ruso de antaño, que amaba las cosas bellas, la buena mesa, las bellas letras, las ideas prudentemente avanzadas, el olor del poder –y por añadidura al pueblo ruso, «nuestro pequeño mujik eterno». Me invitaba a Dietskoe Selo cuyos muebles provenían de los palacios imperiales, a escuchar los primeros capítulos de su Pedro I 102. No muy bien visto en aquel tiempo, trastornado por el espectáculo de la ruina de los campos, concebía su gran novela histórica como una defensa del pueblo campesino contra la tiranía y como una explicación de la tiranía presente por la del pasado. Un poco más tarde, la analogía que se establecía entre Pedro el Grande y el secretario general le gustó extrañamente a este último. Alexis Tolstoi, cuando había bebido, exclamaba él también que era casi imposible escribir bajo tanta opresión. Se lo dijo al secretario general mismo durante una velada de escritores, y el secretario general lo acompañó en su coche, lo tranquilizó, le prodigó testimonios de amistad… Al día siguiente la prensa dejó de atacar al novelista. Alexis Tolstoi revisaba sus textos. Es hoy el gran escritor soviético oficial. ¿Pero ha investigado alguna vez la suerte de Boris Pilniak –y de tantos otros de 327
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memorias de un revolucionario sus amigos? La calidad de sus escritos ha bajado increíblemente y se encuentran en ellos falsificaciones de la historia simplemente monstruosas. (Pienso en una novela sobre la guerra civil.) Tres hombres bien diferentes de aquella celebridad oficial en ascensión se reunían en una vieja casucha de Dietskoe y encontré junto a ellos el contacto con otros valores. Representaban a la intelligentsia rusa de la gran época 1905-1917. El interior vetusto y pobre parecía penetrado de silencio. Andrei Biely103 y Fiodor Sologub jugaban al ajedrez. Sologub104, el novelista del Demonio mezquino, en el último año de su vida (sesenta y cuatro años) era un hombrecito de una asombrosa palidez, de rostro ovalado bien construido, de frente alta, de ojos claros, tímido y replegado sobre sí mismo. Desde el suicidio de su mujer, buscaba en las matemáticas la prueba de una inmortalidad abstracta. Su obra se había desplegado entre el mundo místico, el mundo carnal y la revolución. Tenía expresiones de una ingenuidad infantil y se decía de él que ya sólo vivía gracias a «un gran secreto». Andrei Biely conservaba en sus ojos de mago y en su voz cálida un ardor inextinguible. Defendía a su mujer encarcelada, escribía sus memorias: En la frontera de dos siglos, seguía viviendo en la exaltación intelectual… Ivanov-Razúmnik105, debilitado, con el rostro terroso, el traje desgastado hasta la trama, colocaba de vez en cuando una observación mordaz; sólo le permitían tratar temas de erudición literaria y escribía su Shchedrin –antes de desaparecer. Una múltiple censura deformaba o mataba los libros. Antes de llevar un manuscrito al editor, el escritor reunía a sus amigos, les leía su obra y se preguntaban juntos si tales o cuales páginas podrían «pasar». El director de las ediciones consultaba después al Glavlit o «Buró de las Letras», que ejercía la censura de los manuscritos y de las pruebas. Una vez publicado el libro, la crítica oficial emitía su opinión y de esa opinión dependía la compra del libro por las bibliotecas, la simple tolerancia o la retirada de la circulación… He visto retirar la edición entera del primer volumen de un Diccionario enciclopédico que había costado años de trabajo a los intelectuales de Leningrado. El éxito era fabricado de arriba abajo en las oficinas del partido. El libro elegido, recomendado a todas las bibliotecas del país, se tiraba en decenas de 328
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los años de resistencia millares de ejemplares; las Ediciones [Sociales106*] Internacionales107 lo traducían a varias lenguas, el autor, colmado de dinero y de elogios, se convertía en «gran escritor» en una temporada, cosa que por lo demás no engañaba a nadie. Tal fue el caso de Henriette Chaguinian108 con La hidrocentral, novela. En la misma época, la censura y la «crítica» acababan de reducir al silencio a un poderoso escritor comunista salido del pueblo, Artemio Vesioly109. ¡Pero qué título se le había ocurrido poner a una gran novela: Rusia bañada en sangre! La Sección Cultural del CC fijaba para la temporada un tema de pieza teatral. Además del tema, se daba la ideología, ya se tratase de la cosecha o de la reeducación de los contrarrevolucionarios por el trabajo en los campos de concentración. He visto representar así una pieza famosa, Los aristócratas, de Afinoguenov110*, al final de la cual se veía a unos popes, a unos técnicos saboteadores, a unos bandidos, a unos rateros y a unas prostitutas regenerados por el trabajo forzado en los bosques del Norte, pasearse alegremente, ataviados de ropa nueva, por un campo idílico… El autor de la pieza más adecuada a la propaganda se hacía célebre y rico, representado en todos los teatros de la Eurasia soviética, traducido por la Literatura Internacional, comentado en el extranjero… Jóvenes poetas, tan prodigiosamente dotados como un Pavel Vasíliev111, iban a la cárcel apenas empezaban a declamarse sus versos en algunas casas… Lo que no podría describir es la atmósfera de apabullante y asqueante estupidez de ciertas reuniones de escritores reducidos a la obediencia celosa. Escuchábamos un día, en una pequeña sala oscura de la casa Herzen, un informe de Averbach sobre el espíritu proletario, koljoziano, bolchevique en la literatura. Lunacharski, tieso en un aburrimiento desolado, me enviaba pequeños recados irónicos –pero no decía nada más que algunas palabras casi oficiales, en términos más inteligentes que el secretario de actas. Entre nosotros dos se había sentado Ernst Toller112, recién salido de una cárcel de Baviera. Le traducían trozo a trozo el desconcertante discurso, y sus grandes ojos negros, su rostro de fuerza y de suavidad expresaban una especie de desaliento. Sin duda en sus cárceles de poeta insurgente, se había figurado la literatura de los Sóviets con otros rasgos… Recuerdo una 329
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memorias de un revolucionario sesión de nuestro Sindicato de Escritores de Leningrado donde unos jóvenes hombres de letras, por lo demás casi iletrados, propusieron formar equipos de «limpiadores» para ir a retirar de las librerías de segunda mano obras de historia que el jefe acababa de criticar. La sala guardaba un silencio embarazoso. Sin duda yo no tendría nunca un lugar en esa literatura boca abajo; y mis relaciones mismas con los escritores no eran fáciles. Mi actitud de no conformista era para ellos un reproche; mi presencia los comprometía. Las amistades que me quedaron fueron valerosas y no tengo derecho a hablar de ellas aquí. ¿Cómo y de qué vivir? Durante algún tiempo, después de mi exclusión del partido, me dejaron continuar algunas traducciones de Lenin para el Instituto Lenin, suprimiendo mi nombre en los volúmenes publicados y haciendo que me controlaran línea por línea expertos encargados de detectar el sabotaje posible113 en el empleo de los puntos y comas. Yo sabía que Nadiezhda Constantinovna Krupskaia trabajaba en condiciones análogas en sus recuerdos sobre Lenin114; una comisión los revisaba línea por línea. Gorki retocaba sus recuerdos a petición del CC115. El director de las Ediciones Sociales Internacionales, Kreps, un pequeño tártaro de ojos pardos, me recibía frotándose las manos: «¡Acabo de fundar una librería en las Filipinas!». Tomaba una voz amistosa para darme a entender que corría grandemente el riesgo, debido a mi correspondencia con el extranjero, de ser inculpado de traición (pena capital). Dicho esto, me invitaba a reflexionar haciéndome entrever, si regresaba al partido, un soberbio porvenir: «¡Dirigirá usted un día el Instituto Lenin de París!». (Aquel pobre Kreps desapareció a su vez en 1937.) Llegaron los años de racionamiento, de hambre y de mercado negro. Los escritores bien situados recibieron en secreto de las cooperativas de la Guepeú raciones inauditas, que incluían hasta mantequilla, queso y chocolate. «Pruebe un poco –me decía un amigo– de este gruyére muy confidencial…» Los escritores dudosos, es decir líricos, místicos, apolíticos, recibían mediocres raciones oficiales. Yo no recibía nada, salvo ocasionalmente un poco de pescado; y aun así algunos camaradas venían a decirme que habían tenido que pelear en el comité para que mi nombre no fuese suprimido de la lista… 330
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los años de resistencia Yo vivía con mi mujer y mi hijo en un pequeño alojamiento en el centro de Leningrado en la calle Zheliabova, en el número 19, en un «departamento comunal» de doce cuartos, poblado en promedio por una buena treintena de personas. Varias familias vivían cada una en un cuarto. Un joven oficial de la Guepeú, su mujer, su niño y la abuela ocupaban una pequeña habitación que daba al patio; sabía que lo habían instalado allí, en el cuarto que había dejado un técnico encarcelado, para tener a «alguien» cerca de mí. Una estudiante besárabe me espiaba, además, vigilando mis idas y venidas, escuchando mis conversaciones telefónicas (el aparato estaba colocado en el corredor). Un pequeño funcionario secreto de la Guepeú vivía en un reducto al lado del cuarto de baño; me daba prueba de amistad, sin disimular que lo interrogaban sobre mí; era el soplón amistoso. En el departamento mismo, era vigilado así por tres agentes. Un falso opositor, por lo demás apenado del papel que le hacían desempeñar, venía a verme una o dos veces por semana para hablar confidencialmente de política –y yo sabía que el texto de nuestra conversación era clasificado a la mañana siguiente en mi expediente. Un joven pariente de mi mujer vino una noche a llamar a mi puerta. Era un muchacho débil, recién casado, que vivía con dificultades económicas: «Escucha, vengo de la Guepeú, quieren que les haga informes detallados de las gentes que te visitan, perderé mi trabajo si me niego, ¡qué hacer, Dios mío, qué hacer! –No te hagas mala sangre –contesté–, prepararemos juntos tus informes…». Otra vez, también de noche, un intelectual avejentado, con gafas, asmático, asustado él mismo de su audacia, entró en mi casa, recobró largamente el aliento en una butaca. Luego, reuniendo todo su valor: –Victor Lvóvich, usted no me conoce, pero yo le conozco bien y le estimo mucho… Soy censor en el servicio secreto. Sea prudente, prudente, se ocupan de usted incesantemente… –No tengo nada que disimular, pienso lo que pienso, soy lo que soy… Él repetía: –Ya sé, ya sé, pero es muy peligroso… Durante mis frecuentes viajes a Moscú, me sentía cada vez más un 331
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memorias de un revolucionario hombre acosado. ¿Alojarme en el hotel? Imposible, los hoteles estaban reservados a los funcionarios. Los parientes que me recibían de costumbre me encontraron demasiado comprometedor y me rogaron que fuera a otra parte. Dormía casi siempre en alojamientos donde la Guepeú acababa de hacer un vacío; allí no tenían ya miedo de comprometerse alojándome. Los conocidos me evitaban en la calle. Bujarin, a quien encontré en el umbral del hotel Lux, se escabulló con un furtivo: «¿Cómo va?» –ojeada a la derecha, ojeada a la izquierda, escapemos. El cuartito de Pierre Pascal116, en un hotel fuera de servicio del Leontievski Pereulok, era un rincón vigilado también a lo bestia, pero donde se respiraba libremente. Todavía miembro del Ejecutivo de la Internacional, el italiano Rossi117 (Angelo Tasca) venía a tumbarse en el diván. Su gran frente abultada era la de un quimérico –¡y esperaba todavía sanear la Internacional! Esperaba con Ercoli118 apoderarse de la mayoría en el CC del partido italiano, sostener después a Bujarin. (Ercoli lo traicionó, Rossi fue excluido.) Me decía: «Le aseguro, Serge, que todas las veces que son ustedes tres, alguien de ustedes es un agente provocador». «Sólo somos dos», contestaba yo, aludiendo a Andrés Nin, siempre de buen humor y con la crin al viento, con quien recorría Moscú seguido paso a paso… La suerte me ayudaba. Un día que helaba a veinte grados bajo cero, regresaba en la noche de casa de unos camaradas para dormir en la yacija de un amigo detenido. Una muchacha asustada me entreabrió la puerta: «Desaparezca pronto. Están registrando el apartamento…». Volví a partir sin saber adónde… Otra vez, invitado a una velada íntima, perdí la conexión de trenes y aquella noche detuvieron a todos los invitados. ¿Tal vez mi presencia estaba prevista? Otra vez más, escapé de casa de María Mijáilovna Ioffé mientras los agentes rodeaban la casa; alguien naturalmente empezó a pegárseme a los talones; caminé con paso apresurado sin volverme a lo largo de la fachada blanca del Komintern, di vuelta a la esquina e hice un salto de acróbata para colgarme de un tranvía que corría a toda velocidad… La cosa duraría lo que durase… (La joven viuda de nuestro gran Ioffé desapareció para siempre, deportada a Asia central con su hijo –que murió allí–, varias veces encarcelada; puso fin a sus días119* en el cautiverio, en 1936, 332
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los años de resistencia nadie sabe exactamente ni dónde ni cómo… Yo la había conocido como una muchacha rubia, orgullosa y coqueta; había vuelto a verla hecha una mujer, de un tipo encantador de campesina rusa, seria e irónica; en la deportación, su firmeza moral ejerció sobre las colonias de opositores del Turquestán una influencia bienhechora. Luchó ocho años sin debilitarse.) Más tarde descubrieron complots en serie. ¿Conspirar en esas condiciones? ¿Cuando era apenas posible respirar, cuando se vivía en casas de vidrio, cuando los menores gestos y palabras eran espiados? Nuestro crimen de opositores era simplemente el de existir, el de no renunciar a nosotros mismos, conservar nuestras amistades, hablar libremente entre nosotros… En las dos capitales, el círculo de mis relaciones fundadas sobre la libertad de pensar no pasaba de unas veinte personas, muy diferentes por las ideas y los caracteres. Flaco, duro, mal vestido como el verdadero proletario que era, el sindicalista italiano Francesco Ghezzi120, de la Unione Sindicale, salía de la cárcel de Suzdal para hablarnos fogosamente de la industrialización victoriosa. Unos ojos febriles iluminaban su rostro socavado. Y regresaba de la fábrica con la frente atormentada. «Veo a proletarios dormir bajo las máquinas. ¿Sabe usted que los salarios reales han bajado hasta una veinteava parte durante mis dos años de “Aislador”?» (Ghezzi desapareció en 1937.) Gaston Bouley121, fantasioso como un muchacho viejo de París, colaborador de la Comisaría de Asuntos Exteriores, sacaba planos para regresar a Francia y no se atrevía a pedir un pasaporte: «¡Me pondrían a la sombra en seguida!». (En 1937 fue deportado a Kamchatka.) El anarquista infinitamente tranquilizado Hermann Sandomirski122, igualmente colaborador de Asuntos Exteriores, publicaba sus poderosos estudios sobre el fascismo italiano y nos servía de intermediario con la Guepeú; defendía blandamente el museo Kropotkin. (Desapareció en 1937, deportado a Ieniseisk y probablemente fusilado.) Zinaida Lvovna Bronstein, la hija menor de Trotsky, enferma, logró partir para el extranjero, donde pronto habría de suicidarse123. Se parecía rasgo por rasgo a su padre, con una viva inteligencia y una gran firmeza de alma. Su marido, Volkov, estaba para siempre en la cárcel. Andrés Nin enviaba paquetes a los perseguidos, 333
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memorias de un revolucionario acumulaba fichas sobre Marx, traducía a Pilniak al catalán. Para conseguir que le dejaran irse a España que estaba en revolución, dirigió al CC un verdadero ultimátum, escrito con una tinta intrépida. Lo dejaron partir –y hablaré después de su fin atroz. Por momentos, nos hacíamos pocas ilusiones. Recuerdo haber dicho: «Si algún desesperado dispara contra algún sátrapa, corremos gran riesgo de ser fusilados todos juntos en el curso de una semana». No sabía hasta qué punto estaba en lo cierto. Durante años, la persecución estuvo en todas partes, acosadora, enloquecedora. El régimen devoraba todos los semestres una nueva categoría de víctimas. Una vez terminados los trotskistas, se habían lanzado sobre los kulaks; luego sobre los técnicos; luego sobre los ex burgueses, comerciantes y oficiales privados del derecho inútil de voto; luego sobre los sacerdotes y los creyentes; luego sobre la oposición de derecha… La Guepeú procedió finalmente a las extorsiones de oro y de joyas, sin retroceder ante el empleo de la tortura. Lo he visto. Se necesitaban esas diversiones psicológicas y políticas de la gran miseria. La privación era su causa evidente; estoy convencido de que las brutales campañas antirreligiosas tuvieron su punto de partida en la prohibición de las fiestas cristianas, porque la costumbre es comer bien durante esas fiestas y precisamente el poder no podía dar a las gentes ni harina blanca, ni mantequilla ni azúcar. La descristianización condujo a la destrucción de iglesias, en masa, y de monumentos históricos tan notables como la torre Sujareva124, en el centro de Moscú; es que se necesitaban materiales de construcción (y que perdían la cabeza). Mi mujer perdió la razón en aquel ambiente. La encontré una noche, acostada, con un diccionario de medicina en la mano, tranquila y devastada. «Acabo de leer el artículo “Locura”. Sé que me vuelvo loca. ¿No sería mejor que me muriese?» Había tenido su primera crisis durante una visita en casa de Boris Pilniak: se hablaba del proceso de los técnicos, rechazó con horror la taza de té: «¡Es veneno, no beban!». Yo la llevaba a consultar psiquiatras125 que eran generalmente hombres admirables, descansaba en clínicas, pero las clínicas estaban llenas de gentes de la Guepeú que se curaban de sus perturbaciones 334
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los años de resistencia nerviosas haciéndose confidencias. Salía de allí un poco repuesta, por un tiempo, y las historias de tarjetas de pan negadas, de denuncias, de arrestos, de penas capitales exigidas por todos los altavoces situados en las esquinas volvían a empezar… Había sufrido mucho de una sórdida persecución desencadenada contra mis suegros –puesto que eran mis suegros y libertarios por añadidura… Y siempre en la base el struggle for life en la privación: mi suegro, Rusákov, combatiente de la revolución en 1905 en Rostov, secretario del Sindicato de marinos rusos de Marsella, expulsado de Francia en 1918 por haber organizado una huelga de los barcos cargados de municiones para los Blancos, ahora obrero fabricante de gorras, ocupaba con su familia dos hermosos cuartos en el mismo departamento comunal que nosotros; se trataba de quitárselos puesto que estaba indefenso. Gentes del partido y de la Guepeú vinieron a ultrajarlo en su casa, a golpear a mi mujer en el rostro, y lo denunciaron como contrarrevolucionario, ex capitalista, antisemita y terrorista. Expulsado ese mismo día del trabajo y del sindicato, inculpado, unas fábricas alertadas por los agitadores pidieron contra él la pena de muerte –¡y la iban a conseguir! Esto sucedía en un momento en que yo estaba en Moscú, y los soplones que me vigilaban a domicilio me creían detenido puesto que me habían perdido de vista. Estaba en realidad en casa de Panait Istrati126, en una pequeña villa perdida en medio de los bosques de Bykovo. Informados por los periódicos, tomamos el tren, Istrati, el doctor N.127 y yo, y llegamos a Leningrado para correr a la redacción del Pravda local. «¿Pero qué crimen insensato cometen ustedes?», preguntamos, exasperados, al redactor Rafail, funcionario descolorido y duro, de cabeza rasurada. «Ha habido cien pruebas de que en esa historia todo es mentira y que hubo cuando mucho un comienzo de pelea en el corredor donde asaltaron a una mujer joven y ultrajaron a un viejo obrero. –Yo respeto la democracia obrera –nos contestó aquel perfecto funcionario–, y tengo diez resoluciones de fábricas que piden la pena de muerte. Pero por consideración a usted, voy a suspender esa campaña durante la investigación…» Los jefes del partido, en cambio, se mostraron comprensivos y circunspectos. La instrucción, naturalmente, no llegó a nada. Un proceso público ter335
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memorias de un revolucionario minó con la absolución de mis suegros y de mi mujer, ante los aplausos de la asistencia. Ese mismo día, las células comunistas hicieron mítines para exigir que «aquella sentencia escandalosa» fuese anulada, y el procurador del sector, cediendo a «la voz de las masas», según me dijo, la anuló. Un segundo proceso tuvo lugar con un juez adecuado que, cuando Rusákov hubo contado, apoyándose en pruebas, toda su vida, y hablado de sus viajes a Nueva York –veinte años antes en calidad de lavaplatos– y a Buenos Aires –en la bodega de inmigrantes de un barco–, le contestó sarcásticamente: «¡Pretende usted ser un proletario y veo que ha hecho usted bastantes viajes al extranjero!». Pero como no había nada en el asunto más que una provocación de una soplona de la Guepeú, revelada a puerta cerrada, el segundo proceso sólo logró una condena de principio, pronunciada, es cierto, contra las víctimas. Aquella sórdida historia duró todo un año, y durante aquel año negaron cada mes las tarjetas de pan a los Rusákov considerados como ex capitalistas; Rusákov estaba sin trabajo. La Inspección obrera y campesina instruyó un proceso separado y lo hizo reintegrar al Sindicato, sin lograr que le devolvieran su trabajo… El investigador de la Inspección era un joven alto y flaco de cabellera revuelta, de ojos grises, que se mostró singularmente leal. Se llamaba Nikoláiev –y me he preguntado después si no es el mismo Nikoláiev, ex agente de la Inspección y de la Guepeú, que disparó contra Kirov, en 1934128. Istrati volvió a partir hacia Francia completamente desolado por aquellas experiencias. Me vuelvo con emoción hacia su memoria. Era joven todavía, de una flacura de montañés balcánico, más bien feo con gran nariz afilada, ¡pero tan vivo a pesar de su tuberculosis, tan entusiasta de vivir! Pescador de esponjas, marino, contrabandista, vagabundo, peón de albañil, había recorrido todos los puertos del Mediterráneo antes de ponerse a escribir, y de cortarse la garganta para terminar. Romain Rolland lo salvó129, la celebridad literaria le llegó de repente y el buen dinero de los derechos de autor, por sus historias de haiduks 130. Escribía sin tener la menor idea de la gramática y del estilo, pero como poeta nato, enamorado con toda su alma de varias cosas simples: la aventura, la amistad, la rebeldía, la carne, la sangre. Incapaz de un razonamiento teórico y por consiguiente de 336
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los años de resistencia caer en la trampa de un sofisma bien hecho. Le decían delante de mí: «Panait, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, nuestra revolución…, etc.». Él exclamó: «Bueno, ya veo los huevos rotos. ¿Dónde está la tortilla?». Salíamos de la colonia penitenciaria modelo de Bolshevo donde grandes criminales trabajaban en libertad vigilándose ellos mismos. Istrati dijo únicamente: «Lástima que para conseguir ese bienestar y esa hermosa organización del trabajo, haya que haber asesinado por lo menos a tres personas». A unos redactores de revistas que le pagaban cien rublos por artículo, preguntaba de repente: «¿Es cierto que un cartero gana en su país cincuenta rublos al mes?». Y añadía: «Yo no soy teórico, pero entiendo el socialismo de otra manera». Estallaba con cualquier propósito en indignaciones vehementes. Se necesitaba un refractario de nacimiento como él para resistir a todas las tentativas de corrupción y para salir de la URSS diciendo: «Escribiré un libro entusiasta y doloroso donde diré toda la verdad131». La prensa comunista lo acusó inmediatamente de ser un agente de la Siguranza rumana… Murió pobre, abandonado y completamente desorientado, en Rumania. Si sobrevivo es en parte gracias a él. Encontré un poco más tarde un gran consuelo en el hecho de trabajar un poco con otra gran figura, esta ejemplar: Vera Nikoláievna Figner. Traducía sus recuerdos132 y me abrumaba de observaciones formuladas en un tono intratable. A los setenta y siete años, era una viejita muy pequeña, envuelta friolentamente en un chal, de rostro todavía regular que conservaba la huella de una belleza clásica, de una perfecta lucidez intelectual, y de una nobleza de alma sin mancha. Sin duda se consideraba con orgullo como el símbolo vivo de las generaciones revolucionarias pasadas, que fueron las del puro sacrificio. Miembro del Comité Ejecutivo de la Narodnaya Volia (Partido de la Voluntad del Pueblo) en 1879-1883, Vera Figner decidió con sus camaradas el recurso supremo al terrorismo, tomó parte en la organización de una decena de atentados contra el zar Alejandro II, preparó el atentado final que tuvo éxito, el 1 de marzo de 1881, mantuvo durante cerca de dos años la actividad del partido después del arresto y la ejecución en la horca de los otros dirigentes, pasó después veinte 337
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memorias de un revolucionario años en el presidio de la fortaleza de Schlusselburgo y seis años en Siberia; y de todas esas luchas salió delicada, dura, derecha, exigente para consigo misma tanto como para con los otros. En 1931, su edad avanzada y su situación moral absolutamente excepcional la salvaron de la cárcel, pues no ocultaba sus rebeldías. Murió en libertad vigilada, hace poco tiempo (1942). De semestre en semestre, a partir de 1928, el círculo se estrecha sin cesar, el valor de la vida humana no cesa de disminuir, la mentira que impregna todas las relaciones sociales se hace cada vez más acre, la opresión se hace más pesada –y esto durará hasta la distensión económica de 1935 y las explosiones de terror que la siguen. Pedí un pasaporte para el extranjero133 y escribí a propósito de eso al secretario general del partido una carta muy firme y clara. Sé que le llegó, pero no tuve respuesta. Sólo obtuve una degradación militar en términos amistosos. Las comisiones de clasificación de los cuadros de reserva del Ejército Rojo me habían conservado, a pesar de la exclusión del partido, un puesto elevado en la reserva del mando de la región de Leningrado. Era yo jefe adjunto del servicio de información del frente, lo cual correspondía a un grado de coronel o de general. Como expresaba mi asombro de conservar aquel puesto en el momento en que se encarcelaba a toda la oposición, el jefe de servicio de los cuadros me dijo sonriendo: «Bien sabemos que en caso de guerra la oposición cumplirá con su deber. Aquí somos sobre todo prácticos». Tanto buen sentido me asombró. La autoridad militar, a fin de permitirme obtener un pasaporte, me reclasificó en las filas y me liberó del servicio, por haber alcanzado el límite de edad. A fines de 1932, la situación económica y política se agravó aún más, de repente. Una verdadera hambruna azotaba a tres cuartas partes del campo; se hablaba en voz baja de una epidemia de peste en la región de Stavropol, Cáucaso septentrional. El 8 de noviembre, la joven mujer de Stalin, Nadiedzha Allilueva, se suicidó en el Kremlin de un tiro de revólver en el pecho134. Estudiante, veía en las calles los retratos de su marido que cubrían edificios enteros; vivía a la vez en la cúspide del poder, en la mentira oficial y el drama de las conciencias y en la simple realidad de Moscú. Detuvieron durante algunos días 338
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los años de resistencia a la nuera de Kaméniev, joven doctora que había dado los primeros auxilios a Allilueva, y propalaron la leyenda de una apendicitis. Comenzaban arrestos misteriosos entre los ex opositores de izquierda adheridos a la «línea general». De tarde en tarde, iba yo, tomando precauciones minuciosas, a visitar a Alexandra Bronstein, en Leningrado, del otro lado del Neva, en una gran ciudad obrera de ladrillos rojos del sector de Vyborg. Tranquila bajo sus cabellos blancos, me daba noticias directas del Viejo exiliado entonces en Prinkipo, en el Cuerno de Oro135. Tenía abiertamente correspondencia con él, debió pagar ese valor con su vida (desaparecida en 1936). Ella me informó del suicidio de Zinaida Lvovna Bronstein en Berlín. Me mostró una carta de Trotsky en la cual se decía rodeado de tantas amenazas que no salía y sólo con mucha prudencia tomaba el aire en el jardín. Algunos días después, la villa donde vivía ardió, tal vez por accidente… Me enteraba de los arrestos de Smilga, de Ter-Vaganian, de Iván Smirnov, de Mrachkovski136. Este Mrachkovski, opositor irreductible pero sometido al CC, construía una vía férrea estratégica en el norte del lago Baikal, y Stalin, poco tiempo antes, lo había recibido con amistad. El jefe se había quejado de no estar rodeado sino de imbéciles, «¡una pirámide de imbéciles! Necesitamos hombres como tú…». Vi a Evgueni Elexéievich Preobrazhenski, hablamos un momento sin tapujos en un patiecito negro, bajo unos árboles mudos. «No sé adónde vamos –decía–. Me impiden respirar, espero cualquier cosa…» Descubrían indicios de traición moral en sus trabajos de economista sobre la crisis mundial. Con las manos en los bolsillos, triste y encorvado en la noche fría, lo sentí inexplicablemente condenado… Yo mismo estaba tan vigilado que aquello olía a arresto. Me parecía que en mi departamento comunal, la vieja madre, la mujer del oficial de la Guepeú, aquel joven oficial mismo, tan correcto y simpático, tenía hacia mí miradas singulares. La anciana me buscaba tímidamente y me decía: «¡Qué terrible trabajo el de ellos! Todas las veces que mi hijo se va en la noche, rezo por él…». Me miraba desde abajo y añadía: «Y rezo también por los otros…». Estimé razonablemente en un setenta por ciento mis probabilidades de desaparición en breve plazo. Se me ofreció una ocasión única 339
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memorias de un revolucionario de hacer llegar a algunos amigos de París un mensaje, y redacté una carta-testamento137, dirigida a Magdeleine y Maurice Paz, Jacques Mesnil, Marcel Martinet y les pedí, si desaparecía, que publicaran sus partes esenciales; así, mis últimos años de resistencia no habrían sido totalmente en vano. Estoy casi seguro de haber sido el primero que definió en aquel documento al Estado soviético como un Estado totalitario. Desde hace ya largos años –escribía–, la revolución ha entrado en una fase de duración… No hay que disimular que el socialismo lleva en sí mismo gérmenes de reacción. En el terreno ruso, esos gérmenes han dado una increíble floración. En la hora actual, estamos cada vez más en presencia de un Estado totalitario, castocrático, absoluto, embriagado de su poder, para el cual el hombre no cuenta. Esa máquina formidable reposa sobre un doble asiento: una Seguridad general todopoderosa que ha reanudado las tradiciones de las cancillerías secretas de fines del siglo xviii (Anna Iohánnovna)138 y una «orden», en el sentido clerical de la palabra, burocrática, de ejecutantes privilegiados. La concentración de los poderes económicos y políticos que hace que el individuo esté sujeto por el pan, el vestido, el alojamiento, el trabajo, colocado totalmente a disposición de la máquina, permite a esta desentenderse del hombre y tener sólo en cuenta los grandes números, a la larga. Este régimen está en contradicción con todo lo que se ha dicho, proclamado, querido, pensado durante la revolución misma.
Escribía yo: En tres puntos esenciales, superiores a toda consideración de táctica, sigo y seguiré siendo, cualquiera que sea el precio que me cueste, un no conformista confeso, claro, que sólo se callará si lo obligan a ello: I. Defensa del hombre. Respeto del hombre. Hay que devolverle derechos, una seguridad, un valor. Sin ello, no hay socialismo. Sin ello, todo es falso, fracasado, viciado. El hombre, cualquiera que sea, aunque fuese el último de los hombres. «Enemigo de clase», hijo o 340
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los años de resistencia nieto de burgueses, poco me importa, nunca hay que olvidar que un ser humano es un ser humano. Se olvida todos los días bajo mis ojos, en todas partes, es la cosa más indignante, la más antisocialista del mundo. Y a propósito de esto, sin querer tachar una línea de lo que escribí sobre la necesidad del terror en las revoluciones en peligro de muerte, debo decir que considero como una abominación incalificable, reaccionaria, asqueante y desmoralizante el uso continuo de la pena de muerte por justicia administrativa y secreta (¡en tiempos de paz!, ¡en un estado más poderoso que cualquier otro!). Mi punto de vista es el de Dzerzhinski a principios de 1920, cuando la guerra civil parecía terminada y propuso –y obtuvo fácilmente de Lenin– la supresión de la pena de muerte en materia política… Es también el de los comunistas que propusieron durante años reducir las funciones de las comisiones extraordinarias (Cheka y Guepeú) a la investigación. El precio de la vida humana ha caído tan bajo y es tan trágico que toda pena de muerte debe condenarse en este régimen. Abominable igualmente, e injustificable, la represión por el exilio, la deportación, la cárcel casi perpetua, de toda disidencia en el movimiento obrero… II. Defensa de la verdad. El hombre y las masas tienen derecho a ella. No consiento ni el amañamiento sistemático de la historia y de la literatura ni la supresión de toda información seria en la prensa (reducida a un papel de agitación). Considero la verdad como una condición de salud intelectual y moral. Quien habla de verdad habla de sinceridad. Derecho del hombre a la una y a la otra. III. Defensa del pensamiento. Ninguna investigación intelectual, en ningún dominio, está permitida. Todo se reduce a una casuística nutrida de citas… El miedo interesado a la herejía desemboca en el dogmatismo mojigato más paralizador. Considero que el socialismo no puede crecer en el orden intelectual sino por la emulación, la investigación, la lucha de las ideas; que no tiene por qué temer el error, siempre reparado con el tiempo por la vida misma, sino el estancamiento y la reacción; que el respeto al hombre supone para el hombre el derecho a conocerlo todo y la libertad de pensar. No es contra 341
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memorias de un revolucionario la libertad de pensar, contra el hombre, como el socialismo puede triunfar, sino por el contrario por la libertad de pensar, mejorando la condición del hombre. Fechado: Moscú, a 1 de febrero de 1933.
No tuve tiempo de releerme. Los amigos que podían hacer llegar ese mensaje a su destino partían –y temían ser detenidos en el último momento… El día en que aquella carta llegó a París139, mis presentimientos se habían verificado. Nadie sabía lo que había sido de mí y yo mismo no sabía qué sería de mí.
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8 Los años de cautiverio (1933-1936)
Mi gran enferma tiene ese rostro de sus peores angustias…1 Salgo en la mañana fría para buscarle calmantes y telefonear a la clínica psiquiátrica. Quiero ver también los periódicos expuestos cerca de la catedral de Kasán, pues acaban de decirme que Thaelman2 ha sido detenido en Berlín. Me siento seguido, es natural. Esta vez sin embargo, «ellos» me siguen de tan cerca que me inquieto. A la salida de la farmacia, me abordan. Es en la acera de la perspectiva del 25 de Octubre, en el movimiento de la calle. –Investigaciones criminales. Sírvase seguirnos, ciudadano, para verificar su identidad. Hablando en voz baja, sacan sus credenciales rojas y se colocan a ambos lados. Me encojo de hombros. –Seguramente no tengo nada que ver con las investigaciones criminales. Aquí está mi credencial del Sindicato de Escritores Soviéticos. Aquí están unos medicamentos para una enferma que no puede esperar. Aquí está el edificio donde vivo; pasemos donde el gerente, les informará sobre mi identidad… No, tengo absolutamente que acompañarlos por diez minutos, sólo por diez minutos, el malentendido evidente será disipado en seguida… Bien. Se consultan: ¿qué coche? Examinan los automóviles estacionados, escogen uno, el más confortable, me abren la portezuela. «Sírvase tomar asiento, ciudadano.» Inician con el chófer estupefacto un breve coloquio. «A la Guepeú, y rápido, ¿eh? –¡Pero no puedo! El director del Trust va a salir, tengo que… –Nada de discusiones. Te daremos un papel. ¡Vamos!» Y salimos disparados en línea recta hacia 343
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memorias de un revolucionario el nuevo edificio de la Guepeú, el más hermoso del nuevo Leningrado soviético, quince pisos y las fachadas de granito claro, en la esquina del Neva y de la antigua perspectiva Liteinaia. Puerta lateral, ventanilla: «Aquí está el criminal…». El criminal soy yo. «Sírvase entrar, ciudadano.» Apenas he entrado en una vasta antecámara cuando un joven militar amable viene hacia mí, me tiende la mano: «Buenos días, Victor Lvóvich. ¿Todo ha sido correcto?». En última instancia sí… –Entonces –digo–, ¿mi identidad no ofrece duda? Sonrisa de inteligencia. El edificio es espacioso, austero y suntuoso. Un Lenin de bronce me acoge como a todo el mundo. Cinco minutos después, estoy en el amplio gabinete del juez de instrucción encargado de los asuntos del partido, Karpóvich. Es un pelirrojo alto, fríamente cordial, astuto, en guardia. –Vamos a tener largas conversaciones, Victor Lvóvich… –No lo dudo. Pero no tendremos ninguna si primero no accede usted a mis peticiones. Le ruego mandar transferir hoy mismo a mi mujer a la clínica psiquiátrica del Ejercito Rojo; pretendo después tener una conversación telefónica con mi hijo –doce años– en cuanto regrese de la escuela… –Entendido. Ante mí el camarada Karpóvich da por teléfono las órdenes a la clínica. Llevará la amabilidad hasta ofrecerme telefonear a mi casa mientras se llevan a la enferma. Y añade: –Victor Lvóvich, ¿cuál es su opinión sobre la línea general del partido? –¡Cómo! ¿Lo ignora usted? ¿Y es para preguntarme eso para lo que se toma tanto trabajo? Karpóvich me contesta: –¿Debo recordarle que estamos entre camaradas de partido? –Entonces, déjeme interrogarle primero. ¿Es cierto que Thaelman ha sido detenido en Berlín? Karpóvich piensa que el cable está sujeto a confirmación, pero que en Berlín «las cosas van mal». Mi segunda pregunta lo turba. 344
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los años de cautiverio –¿Cristian Racovski3 ha muerto en la deportación? El pelirrojo vacila, me mira a los ojos, dice: «No puedo decirle nada», y dice que no con la cabeza. La conversación que iniciamos durará desde mediodía hasta después de medianoche, interrumpida por la comida que me es ofrecida y por algunas pausas durante las cuales, cuando siento necesidad de descansar, voy a pasearme por el ancho corredor. Estamos en el cuarto o quinto piso, contemplo por amplias vidrieras el movimiento de la ciudad, veo descender el crepúsculo, llegar la noche sobre una perspectiva animada, me pregunto cuándo volveré a ver esa ciudad a la que amo entre todas –si es que vuelvo a verla alguna vez. Hablamos de todo, punto por punto: cuestión agraria, industrialización, Komintern, régimen interior, etc. Tengo objeciones sobre la línea general en todas las materias; son las de un marxista. Veo llegar todos los papeles de los que se han incautado en mi casa, varias maletas. Los temas de conversaciones teóricas no nos faltarán. Tomamos té. Medianoche. «Victor Lvóvich, lamento mucho tener que enviarlo a la Casa de arrestos, pero voy a dar órdenes para que lo traten bien… –Gracias.» Es muy cerca. Un joven agente vestido de civil, imberbe y de rostro abierto, me acompaña y, a petición mía, nos acodamos un momento en el muelle ante las aguas negras del Neva. El aire de las distancias es bienhechor… Y ese río me parece siempre tan cargado de poder y de inquietud que me conmueve como un canto ruso. La vieja Casa de arrestos no ha cambiado desde 1928 –ni desde hace medio siglo sin duda. ¿La estabilidad de las cárceles domina pues las caídas de imperios y las revoluciones? Formalidades de encarcelamiento, escribanía, separaciones a través de las cuales el hombre pasa como un grano encaminado hacia una muela complicada. Encuentro al pasar a un anciano elegante, de talla elevada, de noble cabeza blanca, y me dice que es de la Academia de Ciencias, que acaban de quitarle sus gafas, eso es lo más molesto… Después de trepar en la penumbra la escalera de hierro, una puerta se abre para mí en la espesa mampostería, se abre y vuelve a cerrarse. Estrecha celda débilmente iluminada por una bombilla miserable, semejante a un corredor subterráneo. En una de 345
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memorias de un revolucionario las dos yacijas alguien se levanta y me saluda. Después se presenta. Alguien enfermizo al que al principio distingo mal: –Petrovski, del Sindicato de Escritores, sección de los poetas… –Yo, prosista –digo. La fatiga nerviosa me hace tiritar bajo mi pesado abrigo de cuero. El poeta tirita de frío y de debilidad en su viejo abrigo forrado de piel de cordero. Es joven, delgado, pálido, con una barba delgada y descolorida. Entramos en conocimiento mutuo. Habla, habla, siento que mi presencia es para él un acontecimiento, y es verdad, hace meses que vive solo en esa soledad subterránea, preguntándose si no van a fusilarlo. La misma fiebre nos mantiene despiertos mucho tiempo, nos acerca, extrañamente conmovidos, conteniendo la misma efusión, no sabiendo qué hacer el uno por el otro. Puedo hacer algo por él: escucharlo, tranquilizarlo. Le demuestro que no pueden fusilarlo, que el juez de instrucción que le amenaza es una bestia y que utiliza una estratagema profesional; los arrestos son sometidos al colegio secreto que sopesa un poco –de todos modos– las responsabilidades. Estoy tranquilo y razonable, creo ver al poeta enderezarse un poco, tranquilizado. Es un hijo de las carreteras y del hambre. Se ha formado él mismo, se ha convertido en institutor, se ha puesto a escribir versos sencillos –que me parecieron llenos de encanto– porque le gusta contemplar el movimiento de los trigos, las carreras de las nubes sobre los paisajes, los bajos bosques, los caminos radiantes bajo el claro de la luna. «Poeta campesino, ¿comprende usted?» Con dos o tres amigos, publicaba en Dietskoe Selo un periódico manuscrito donde creen discernir una intención subversiva. ¿Por qué, le preguntaron, no hay en sus versos ninguna alusión a la colectivización? ¿Por qué es usted hostil a ella? Lo peor es que pertenecía a un círculo literario –de ningún modo clandestino– dirigido por el filósofo Ivanov-Razúmnik4, ex socialista revolucionario de izquierda… Me entero así de que mi amigo Ivanov-Razúmnik, ese gran idealista hambriento de pensamiento, está también en la cárcel. «Dígame más de sus versos, camarada poeta, me parecen muy hermosos…» Declama a media voz, con los ojos ardientes, los hombros friolentamente encogidos bajo la pelliza, el cuello 346
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los años de cautiverio descarnado. Nos acostamos al alba para no olvidar nunca más aquella noche. A la mañana siguiente, fui transferido a Moscú, discretamente, en un compartimento de viajeros, acompañado por dos agentes de la Guepeú, el uno de civil, el otro vestido con un uniforme anónimo, fraternales y corteses. El traslado indicaba un asunto grave. ¿Pero qué asunto? No había, no podía haber nada que reprocharme si no era un crimen de opinión, conocido desde hacía años, fácil de juzgar en el lugar mismo. Donde no hay nada, es cierto que se puede fraguar todo. Una visita de agente provocador me volvió a la memoria. Pensé también que mi mensaje a mis amigos parisinos podía haber sido interceptado5. Sería muy grave, ¿pero de qué pasaje podrían agarrarse para justificar una inculpación importante? Las personas que tenían correspondencia con el extranjero eran inculpadas a menudo de espionaje (pena capital). Yo había escrito: «A veces llego a preguntarme si no debemos acabar asesinados así o de otra manera, porque hay muchas maneras de hacerlo…». ¿No era lanzar sobre el régimen el descrédito más criminal? Pero aquella carta no debía ser publicada sino en caso de que yo desapareciera. Me pareció encontrar la explicación. Había escrito también: «¡Y la mentira que se respira como el aire! Toda la prensa proclamaba hace algunos días que la ejecución del plan quinquenal desembocaba en un aumento de los salarios del sesenta y ocho por ciento… Pero el rublo ha bajado alrededor de treinta veces mientras se producía esa alza de los salarios nominales…». Esto, a los ojos del Colegio secreto, podía justificar una inculpación de «espionaje económico». En una palabra, llegaba a Moscú bastante inquieto, pero totalmente resuelto a mantenerme inflexiblemente erguido. Fui conducido de inmediato a la «Lubianka»6, ese gran edificio de estilo comercial del siglo pasado, en la plaza Dzerzhinski. Me encontré al cabo de una hora en una minúscula celda sin ventana, tal vez situada en los sótanos, fuertemente iluminada, en compañía de un obrero corpulento, de barbilla enérgica, que me dijo ser un antiguo chófer de coche de la Guepeú, detenido por haber escuchado leer en casa de unos amigos un panfleto contrarrevolucionario sin denunciar inmediatamente a todo el mundo. El tugurio asfixiante de dos metros por dos en 347
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memorias de un revolucionario el que nos encontrábamos lo deprimía mucho. Acabó por decirme que los condenados a muerte esperaban aquí ser enviados a la ejecución… Hacia las tres de la mañana, estábamos unas diez personas en aquella celda sobrecalentada por nuestras respiraciones. Varios de nosotros sobre el trenzado de hierro de las dos camas, varios otros debajo, sobre los mosaicos frescos, varios otros finalmente estaban arrinconados en el marco de la puerta. Yo tenía jaqueca y me dolía el corazón. Nos mostrábamos todos llenos de miramientos los unos con los otros, con un buen humor de enterradores. Recuerdo cuánto nos alegró un viejo judío que contaba haber sido detenido el año pasado exactamente en esa fecha. Ahora, le reprochaban haber tomado una comisión en la compra y la venta de una máquina de escribir entre dos oficinas. «No hay pruebas –decía ingenuamente–, y además no es cierto; pero hay una diferencia entre las dos contabilidades. ¿Cómo quieren ustedes que la explique yo?» Nuestro pequeño rincón de infierno fue sacudido por una risa sin maldad. El último que había llegado fue el más simpático; era un intelectual siberiano de unos sesenta años, vigoroso, tenso, alegre. Trabé conversación con él y, cuando supo que yo era opositor, me contó ahogándose de risa el asunto que lo traía a Moscú desde Irkutsk y le llenaba de optimismo. A consecuencia del hambre y de las epizootias en su lejana región, habían montado contra los agrónomos, los veterinarios y los ingenieros una historia de sabotaje contrarrevolucionario. Habían exigido de ellos que hiciesen confesiones contrarias al simple buen sentido. Él había resistido durante meses, en el frío, el hambre, el aislamiento; luego había cedido a una promesa de mejoría del régimen y confesado todo lo que quisieron. Después de lo cual, le habían dado una celda con calefacción, le habían permitido recibir víveres y ver a su mujer; le habían prometido solicitar para él en razón de su arrepentimiento, la indulgencia del Colegio secreto. «Sólo que, fíjese: hemos confesado tantas cosas y tan locas que Moscú no las creyó, Moscú pidió el expediente, y como es absurdo, el expediente, nos hicieron venir, a los dos principales acusados y al juez de instrucción para estudiar el asunto aquí mismo. Hemos viajado un mes con el juez, se sentía en nuestras manos, tenía miedo de nosotros, nos colmaba de amabilidades…» 348
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los años de cautiverio Algunas horas más tarde, por la mañana, entré en una espaciosa sala de la planta baja que se parecía a un campo de náufragos. Unos quince hombres más o menos instalados vivían allí desde hacía días o semanas en una espera vaga. Varios tenían colchones, los otros dormían sobre el cemento. El ambiente era de espesa inquietud y de fingido buen humor. Un joven soldado, de pie cerca de la ventana, no paraba de hablarse a sí mismo en voz alta y se oía distintamente esta frase que repetía con obstinación: «Bueno, que me fusilen», seguida de una tremenda palabrota. Escogí un lugar y pregunté: «Ciudadanos, ¿alguno de ustedes puede prestarme una gaita, una maleta, cualquier cosa para apoyar la cabeza?». Un hombretón vestido de siberiano, con el rostro picado de viruela, me ofreció un portafolios cubierto por una toalla y vino a acostarse cerca de mí presentándose: «N., profesor de agronomía en Irkutsk…» «¡Ah! –dije–, ¿no es su camarada al que acabo de conocer?» Era el segundo gran culpable del terrible asunto de sabotaje contrarrevolucionario que acababa de oír relatar. El profesor N., tan divertido como su colega, me dio con gusto más detalle… Pensaba que todo iba a voltearse y que los jueces de instrucción de la Guepeú local ocuparían pronto las celdas de sus inculpados de ayer. Otro agrónomo, moscovita este, muy bien vestido, y cuya mirada expresaba una angustia insuperable, vino a inmiscuirse en nuestra conversación. Detenido la noche precedente, no podía dominar su conmoción: todos los dirigentes de la Comisaría del Pueblo para Agricultura acababan de ser secuestrados por la Guepeú, y lo que más impresionaba a ese «técnico sin partido», era que los jefes comunistas estaban en aquel momento en algún lugar de aquella misma prisión, sí, ¡el comisario del pueblo suplente Wolfe estaba allí, y Connor y Kovarski! Tenían la sensación de un sismo. Aquel mismo día unos ascensores me elevaron a los pisos de la cárcel interior. Breve visita médica, quinto registro (no me quedaba rigurosamente nada de los pequeños objetos que lleva uno habitualmente encima, pero ese último registro fue tan cuidadoso que hizo descubrir la mina del lápiz oculta en el dobladillo y la media hoja de rasurar precavidamente escondida en un forro de chaqueta). Entré por fin a la cárcel perfecta, reservada evidentemente a los grandes 349
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memorias de un revolucionario personajes y a los acusados de los asuntos más graves. Cárcel secreta celular, silenciosa, sencillamente establecida en un edificio ocupado antaño por las oficinas de una compañía de seguros. Cada piso formaba una cárcel aparte, aislada de las otras, con una entrada única, una ventanilla de recepción; señales eléctricas, con lámparas de colores, funcionaban en los pisos para anunciar las idas y venidas de modo que los prisioneros no pudiesen encontrarse nunca. Un corredor de hotel misterioso donde la alfombra roja ahogaba el ruido ligero de los pasos; una celda entarimada, desnuda, con una cama aceptable, una mesa, una silla, todo ello limpio. La gran ventana con barrotes tapada por fuera con una pantalla. Ni una inscripción, ni un arañazo en las paredes recién pintadas. Me encontraba en lo abstracto, rodeado de un asombroso silencio. A lo lejos sin embargo pasaban agitando sus campanillas y sus hierros los tranvías de la calle Miasnítskaia, populosa a toda hora… Soldados del cuerpo especial, vestidos con admirable estilo, pulidos y como reducidos a funciones mecánicas, cerraron suavemente la puerta. Pedí al suboficial libros y papel. «Tendrá usted que dirigir esa petición al juez de instrucción, ciudadano.» Habría de pasar ahí, en el aislamiento absoluto, sin comunicación con nadie, sin la menor lectura, sin una hoja de papel, sin ocupación de ninguna clase, sin paseo al aire libre por un patio, alrededor de ochenta días. Ruda prueba para los nervios de la que salí muy bien. Estaba cansado por años de tensión nerviosa, experimentaba una gran necesidad física de reposo. Dormí lo más posible, más de doce horas por día sin duda. El resto del tiempo, caminé trabajando con aplicación. Me di lecciones de historia, de economía política –¡e incluso de ciencias naturales! Escribí mentalmente un drama, varios relatos, algunos poemas. Hice un gran esfuerzo de voluntad para no escrutar mi «asunto» sino utilitariamente, durante un tiempo limitado, precaución que había que tomar contra la obsesión. Tuve una vida interior muy intensa y muy rica, no demasiado penosa en definitiva. Hice también varias veces al día un poco de gimnasia, lo cual es extremadamente benéfico. El alimento, pan negro, pasta de sémola o de mijo, sopa de pescado, era aceptable pero insuficiente, sufría de hambre todas las noches. El 1.º de Mayo, ¡fiesta de los proletarios del mundo!, me trajeron una comi350
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los años de cautiverio da extraordinaria: côtelettes de picadillo, patatas y compota. Recibía trece cigarrillos y trece cerillas por día. Con miga de pan, hice unos dados y una especie de calendario. La instrucción rompía la monotonía de aquella existencia… Pasé una media docena de interrogatorios espaciados, el juez Boguín, perfil afilado, gafas, uniforme, abrió la serie. Probablemente salido de la escuela especial de la Guepeú (¡curso superior!), hablaba abundantemente, para probar sin duda todos sus pequeños trucos psicológicos, y yo le dejaba hacer, sabiendo bien que en casos así conviene hablar uno mismo lo menos posible y escuchar bien todo lo que le dicen a uno. Despertado hacia medianoche: «¡A la instrucción, ciudadano!», era conducido por ascensores, subterráneos, corredores, hasta un piso de oficinas que, como descubrí, estaba muy cerca de mi sector celular. Todas las piezas de corredores sin fin estaban ocupadas por inquisidores. Aquella adonde me llevaban tenía el número 380 o 390. En el camino sólo encontré a una persona: una especie de obispo, muy imponente, salía, apoyándose en un bastón, de uno de aquellos gabinetes. Le dije en voz alta por el gusto de aterrar a nuestros guardias: «¡Que le vaya bien, batiushka (padre)!». Y me contestó gravemente con un signo de la mano. Eso debió dar pie a informes que estudiaron. Llegué a mi primer interrogatorio con un humor agresivo. «¡Cómo! ¿Reanudan ustedes la tradición de los interrogatorios nocturnos? ¿Como en los peores momentos del antiguo régimen? ¡Los felicito!» Boguín no perdió su aplomo: «¡Ah!, ¡qué frases tan amargas! Si le convoco en la noche, es que nosotros trabajamos día y noche. ¡Nosotros no tenemos vida privada!». Estuvimos sonrientes en un plan superior de buen humor. Boguín expuso que sabía todo. «Todo. Sus camaradas están tan desmoralizados, tengo aquí sus declaraciones, no creería usted lo que ven sus ojos. Quisiéramos saber si es usted un enemigo o, a pesar de su disidencia, un verdadero comunista. Es usted libre de negarse a contestarme, la instrucción se cerrará hoy mismo, y le consideramos con la estimación que se merece un adversario político a rostro descubierto.» ¡Trampa! Quieres que te facilite la tarea dándote carta blanca para cocinar después, contra mí, con tus informes secretos, no sé qué con351
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memorias de un revolucionario clusiones que equivaldrían para mí por lo menos a varios años de «aislador». «No. Insisto en contestar al interrogatorio. Interrogue.» «Pues bien, hablemos como comunistas que somos usted y yo. Estoy en el puesto que me asigna el partido. Usted piensa servir al partido, le comprendo. ¿Acepta usted la autoridad del CC?» ¡Trampa! Si admito la autoridad del CC entro en el juego, pueden hacerme decir cualquier cosa en nombre de la devoción al partido. «Perdón, estoy excluido. No he solicitado la readmisión. No estoy obligado a observar la disciplina del partido…» Boguín: «¡Es usted deplorablemente formalista!». Yo: «Quiero saber de qué soy acusado a fin de destruir la acusación. Me siento irreprochable desde el punto de vista de las leyes soviéticas». Boguín: «¡Qué formalismo! ¿Entonces quisiera usted que muestre mi juego?». Yo: «¿Es que estamos jugando a las cartas?». Acabó por decirme que habían encontrado en mi casa documentos que emanaban de Trotsky. «Es falso», dije. Que yo frecuentaba a Alexandra Bronstein y discutimos sobre el número de visitas que le había hecho. –¡Hablaba usted de oposición con ella, admítalo! –No. ¡Hablábamos de literatura! –¿Mantiene usted correspondencia con Andrés Nin7, que es un contrarrevolucionario? –Sí, por correo, en tarjetas postales. Nin es un revolucionario ejemplar, ¿y sabe usted que está en la cárcel en Algeciras? Boguín me explicó ofreciéndome cigarrillos que yo tenía visiblemente la mentalidad de un contrarrevolucionario irreductible y que era infinitamente peligroso para mí. Lo interrumpí: –¿Debo ver en esto una amenaza de pena capital? Replicó: –¡De ninguna manera! ¡Pero usted se pierde de todos modos! Su única salvación consistiría en un cambio de actitud y una confesión completa. Piénselo. Regresé a mi celda hacia las cuatro de la mañana. 352
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los años de cautiverio Varias conversaciones nocturnas de este tipo no nos hicieron avanzar ni al uno ni al otro. Supe únicamente que trataban de asociarme a un personaje llamado Solovian, que me era totalmente desconocido. Esto me intrigó y me inquietó: puerta abierta para cualquier maquinación. Las señales eléctricas jugaban a mi paso cuando iba al interrogatorio, de tal modo que no veía ni siquiera ningún guardia más que el mío. Una noche, observé que varios guardias me miraban partir con una atención singular. A mi regreso, al alba, los encontré reunidos en la oficina de la entrada, y me pareció que tenían miradas cordiales; y el que me registraba fue amistoso hasta el punto de esbozar una semibroma… Supe después que, aquella noche, habían ejecutado a los treinta y cinco técnicos de agricultura, con Connor, Wolfe, Kovarski, altos funcionarios todos ellos, varios de ellos comunistas influyentes. Partían como yo, por aquellos mismos corredores, llamados como yo «al interrogatorio» y el servicio de guardia sabía únicamente que se fusilaba en algún lugar, abajo, en los subterráneos. Sin duda me creyeron destinado a la misma suerte –y me miraron con la atención humana que había observado yo. Cuando regresé, los guardias se sorprendieron y se sintieron contentos de ver regresar a alguien del supremo «interrogatorio». A veces, yendo y viniendo de la instrucción, me tocaba pasar delante de la entrada abierta de un corredor de cemento de la planta baja brutalmente iluminado. ¿Era la entrada de la última bajada? La instrucción quedó de pronto cortada en seco; me sentí claramente en peligro. Llamado en pleno día, recibido por un personaje con altos grados, flaco, gris, arrugado, de pequeña cabeza fría encaramada sobre un cuello de pájaro, de labios delgados y planos, reconocí al juez de instrucción de los asuntos graves de la oposición, Rutkovsky, colaborador personal del jefe de servicio Molchánov, miembro del Colegio secreto. (Molchánov fue fusilado en la época del proceso de Iagoda.) Rutkovski fue seco y malévolo. «Veo que es usted un enemigo irreductible. Está usted labrando su pérdida. Le esperan años de cárcel. Es usted el jefe de una conspiración trotskista. Lo sabemos todo. Quiero, a pesar suyo, intentar salvarlo. Es nuestra última tentativa.» 353
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memorias de un revolucionario Era como para helarlo a uno. Sentí la necesidad de ganar algunos instantes y le interrumpí. «Tengo mucha sed. ¿Puede mandar que me den un vaso de agua?» No había jarro. Rutkovski tuvo que levantarse, llamar a alguien… Yo reflexionaba y sus efectos estaban interrumpidos. Continuó: «Hago pues una última tentativa para salvarle. No espero mucho de usted porque lo conozco. Voy a informarle de las confesiones completas hechas por su cuñada y secretaria Anita Rusákova8. Lo único que tendrá que hacer es decir: reconozco que es verdad, y firmar. No le interrogaré más, la instrucción quedará cerrada, su situación mejorará y trataré de obtener para usted la indulgencia del Colegio». ¡Así pues habían detenido a Anita Rusákova! Yo le dictaba traducciones insignificantes. Muchacha apolítica, que sólo amaba la música, inocente en todo como el niño que acaba de nacer… «Le escucho», dije. Rutkovski se puso a leer y me sentí aterrado. Era verdadero delirio. Anita contaba que yo le había hecho transmitir mensajes y llevar paquetes a direcciones que me eran completamente desconocidas, a personas de las que lo ignoraba todo, a un tal Solovian sobre todo, que vivía en una «ciudad del Ejército Rojo». Esa acumulación de imposturas y la dirección de una «ciudad militar» fueron para mí una revelación instantánea. Así pues, pretendían fusilarme. Así pues, habían torturado a Anita para hacerle mentir de aquella manera. Así pues, estaba perdida como yo. Estallé: –¡Basta! Ni una línea más. Está usted leyendo una falsedad abominable, cada línea es una falsedad. ¿Qué han hecho ustedes de esa niña para que mienta de ese modo? Estaba exasperado y sentía que había que estarlo, que no tenía ya nada que cuidar. ¡Lo mismo daba que me fusilaran limpiamente! El inquisidor fingió enojarse o se enojó: –¿Sabe usted que me está insultando? ¿Y que también eso es grave? –Déjeme tranquilizarme y le contestaré con más calma… Por respeto a mí mismo, por respeto a usted, por respeto al lugar en que está usted, me niego a escuchar una línea más de esa declaración cargada de mentiras y exijo una confrontación con Anita Rusákova. 354
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los años de cautiverio –Está usted buscando su perdición. En realidad, lo demolía todo y me salvaba, salvaba a Anita. Un instante de cobardía y la falsedad triunfaba, éramos fusilables. Sabía que los inquisidores de la Guepeú están controlados por diversas comisiones, sobre todo la Comisión de Control del CC, y que para motivar los veredictos que se les piden, tienen que preparar expedientes según las reglas. Escribí todos los días a Rutkovski para exigir la confrontación a fin de desenmascarar la «mentira» de Anita. «¡Que describa los lugares donde pretende haber estado!» Me sentía en un callejón sin salida. Era evidente que sorprendía a mis inquisidores en flagrante fabricación de falsedades. Ponía a la Guepeú bajo acusación. ¿Podrían después de eso dejarme vivir, devolverme la libertad, mandarme a un «aislador» donde encontraría a algunos camaradas y les relataría aquello, de donde podría escribir a los jefes del gobierno? Rutkovski se jugaba por lo menos su carrera si no acababa conmigo (estoy convencido de que pereció al mismo tiempo que sus jefes Molchánov y Iagoda, en 1938). Decidí prepararme para lo peor. En el mejor de los casos, pensaba, me enviarán al aislador secreto de Iaroslavl, donde los condenados están bajo régimen de aislamiento, para muchos años. En el peor de los casos, seré fusilado. El único argumento en sentido contrario era que habría que dar explicaciones en el extranjero, puesto que yo era conocido en Francia como escritor y como militante. Inventarán alguna falsedad, eso es todo. Pasé días y noches mirando bien de frente la posibilidad de ser llamado de repente al «interrogatorio» y conducido por el pasaje de cemento tan fuertemente iluminado de la planta baja, hacia el sótano de las ejecuciones. Estudié el problema de la vida y de la muerte. Escruté el misterio de la vida individual que emerge de la gran vida colectiva y parece apagarse, y se apaga tal vez mientras que la vida continúa, vuelve a florecer sin cesar, tal vez eternamente. Tuve el sentimiento, lo tengo todavía, de llegar a una visión de estas cosas casi inexpresables en términos filosóficos, pero justa, vasta, serena. En todo caso, obtuve de mí mismo una verdadera calma. Y el recuerdo de aquellos días sigue como un recuerdo de exaltación inteligente y de fuerza atormentada. 355
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memorias de un revolucionario Segundo interrogatorio Rutkovski. El personaje estuvo esta vez un poco más desahogado, esbozó una sonrisa. Breve amonestación por la forma: –Mucho más le valdría, se lo aseguro, cambiar de actitud y no tratarnos como enemigos. Se lo digo por su propio interés…, etcétera. Yo escuchaba cortésmente meneando la cabeza. –Bueno, veo que no hay nada que hacer con usted. Voy a cerrar la instrucción. Peor para usted. –Hágalo. Hasta aquí todos los interrogatorios habían tenido lugar sin una palabra escrita. Tal vez los taquigrafiaban sin que yo me diera cuenta. El inquisidor sacó unas grandes hojas con membrete y se puso a escribir las preguntas y las respuestas. Seis preguntas anodinas, seis respuestas sin interés. ¿Conoce usted a tales y tales personas? ¿Está usted interesado con ellas en la suerte de los deportados? Sí, naturalmente. Nos frecuentábamos a la luz del día, enviábamos a la luz del día cartas y paquetes a los deportados. ¿Ha tenido usted con ellos conversaciones subversivas? No, naturalmente. Eso es todo. Firme. –¿Y mi confrontación con Anita Rusákova? Pretendo demostrarle su inocencia. Mintiendo con respecto a mí mentía también con respecto a ella misma. Ni siquiera tiene ideas de oposición. Es una niña. Los ojos grises del inquisidor me miraron con una especie de sonrisa significativa. –Si le diera a usted la seguridad de que no le damos ninguna importancia a la declaración Rusákova y que toda esa historia no tendrá consecuencias serias para su cuñada, ¿le bastaría con eso? –Sí. –Pues bien, así es. La instrucción está cerrada. Pedí noticias de mi mujer y de mi hijo. –Están bien. Pedí libros. –¡Cómo! ¿No le han dado libros hasta ahora? Pues es un descuido imperdonable. –No –dije suavemente–, no es un descuido… 356
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los años de cautiverio –Los tendrá usted en seguida. –¿Y no podría tener una hora de paseo como en todas las cárceles de los países civilizados? Rutkovski fingía ir de asombro en asombro. –¡Cómo! ¿No la tiene usted? Un guardia me trajo esa misma noche un rimero de libros, una Historia del mundo musulmán, una Historia económica del Directorio, los Recuerdos de Siberia de Noguin9, ¡qué riqueza! La Cruz Roja política10 me enviaba cebollas, un poco de mantequilla, un panecillo blanco, un pedazo de jabón. Comprendí que mi desaparición se había sabido en París y que, no pudiendo arrancarme una firma que hubiera justificado mi propia condena, preferían no tener historias desagradables a propósito de mí. Si en lugar de ser también un escritor francés no hubiera sido yo más que un militante ruso, las cosas habrían tomado un giro muy diferente. Ya no sé en qué momento de la instrucción me desperté una noche cubierto de sudor frío, sintiendo en alguna parte de lo bajo del abdomen un intolerable dolor –que nunca he sentido ni antes ni después. El dolor irradió durante un largo momento en mis entrañas y se calmó dejándome deshecho. Había gemido, entró un guardia, le rogué que llamara al médico. Una especie de enfermero vino a la mañana siguiente, me escuchó sin mirarme, y me dio tres pequeñas píldoras blancas que, colocadas sobre la mesa, iluminaron la celda. Aparté algunas ideas negras y no pensé más en ello. Volví a acordarme de aquel detalle cuando, durante el proceso Iagoda, evocaron en 1938 el laboratorio especial de la Guepeú. Una advertencia fisiológica podía servir para debilitar la moral del detenido. Es posible. Cuando no hay defensa ni leyes todo es posible. Durante un respiro de unos ocho días, a consecuencia de un error, estoy convencido de ello, había tenido un compañero de celda. Entró, vestido de gris claro, con la camisa desabotonada en el cuello, hermoso hombre de alrededor de treinta y cinco años, originario de la gran Rusia y de raza campesina, de rasgos acusados, de cabellera castaña revuelta en mechones rebeldes, de ojos grises ligeramente oblicuos: Nestérov, ex jefe del gabinete del presidente del Consejo de los Comi357
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memorias de un revolucionario sarios del Pueblo: Alexis Rykov11, más recientemente miembro de la comisión del Plan del Ural. Desconfiamos al principio uno del otro, luego trabamos amistad. Él era de la oposición de derecha, no sabía exactamente por qué lo detenían; se sentía muy inquieto, pensando que tratarían de extorsionarle declaraciones susceptibles de comprometer a Rykov, todavía miembro del CC. Profesaba una admiración sin límites por Rykov. «¡Pueden cortarme en pedacitos, no dejaré de repetir que es uno de nuestros más grandes revolucionarios!» Tuvimos algunas buenas jornadas de discusiones sobre el marxismo, el porvenir de la URSS, las crisis del partido, Tolstoi, del que sabía de memoria páginas enteras. Me parece volver a verlo enseñándome, con el torso desnudo, el movimiento del segador, ejercicio de gimnasia que le da a uno la sensación de aire libre, me parece oírle decir: «¿Cuándo pues, Victor Lvóvich, fundaremos el Instituto Soviético del Hombre, para investigar científicamente los medios de mejorar al ser humano, física y psíquicamente? Sólo nosotros en el mundo actual podríamos hacerlo. Le hablé de ello a Rykov…». Nestérov no habría de salir ya de las cárceles. Fue fusilado en 1937-1938. Si me he demorado en describir tan largamente esta instrucción, es que, con lo que sé por otros medios, contribuyó mucho a esclarecerme más tarde sobre la fabricación de los grandes procesos. Atravesé Moscú, en la noche, en coche celular, solo, y me encontré en una celda clara y desnuda de la vieja cárcel de Butirky12, ciudad en la ciudad. Sólo permanecí allí dos o tres días, con libros, tranquilidad, pensando que habría de conocer muchas otras cárceles. El segundo o tercer día, me hicieron bajar para encerrarme en una celda de paredes de mosaico verde, semejante a un cuarto de baño, situada al borde de un corredor espacioso. Un joven golfo moscovita me hizo compañía allí durante un momento y me contó que fusilarían sin duda a su padre y a su hermano, pero que él estaba salvado, ¡ah!, un asunto muy complicado. Yo escuchaba las idas y venidas del corredor. Un oficial de la Guepeú entró como una tromba con una delgada hoja de papel en la mano. «¡Lea, firme!» Leí: «Incitación contrarrevolucionaria. Condenado por la Conferencia Especial a tres años de deportación en Orenburgo…». Firmé con tanta rabia como alegría; la rabia de la 358
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los años de cautiverio impotencia, la alegría, pues la deportación era de todos modos el aire libre, el cielo libre encima de la cabeza. Una especie de convoy de deportados se formó en el vestíbulo. Encontré allí a una mujer joven y a un joven intelectual de rostro macizo que estrechaba manos presentándose: «Solovian», y repetía rápidamente: «No pertenezco a ninguna oposición. Partidario de la línea general… –Buena suerte con la línea general», le dije. Un coche descubierto me llevó, con la mujer joven y varios uniformados, hacia una estación13. ¡Adiós, Moscú! La ciudad me deslumbraba bajo el sol primaveral. La mujer era una obrera de Moscú, opositora de izquierda, mujer de un opositor encarcelado, deportada hacia el Volga. Tuve gracias a ella noticias de camaradas encarceladas en la cárcel de mujeres. Compartió conmigo sus riquezas: una tableta de té comprimido, veinte rublos. Murmuraba: «¡Ah!, usted es Sergo, Sergo por quien teníamos tanto miedo. Pensábamos que se quedaría usted durante años en la cárcel». Nos separamos con un fuerte abrazo en una pequeña estación de la república tártara. Varios soldados de la Guepeú guardaban el comportamiento; un oficial muy elegante y estúpido, adornado de magníficas gafas de vidrio cortadas en ángulo recto, última moda de la óptica, tomaba poses sobre la banqueta de enfrente e iniciaba conversaciones políticas que yo dejaba en el aire hablando de la luna. El tren recorría los campos rusos. En la orilla del Volga, en un bosque lleno de ruiseñores cantarines, en la noche, tuve un instante de maravillas. Atravesé Samara (Kuybishev) al alba, caminando en medio de las calles dormidas bajo una claridad rosa, y detrás de mí un soldado con el fusil bajo, listo para hacer fuego si hacía yo el gesto de correr… En la Guepeú del lugar, bajo la ducha –una bendición– encontré a un gran barbudo esquelético y negro que se ajetreaba bajo las cascadas de agua hirviente. «¿Quién es usted con esa cara de intelectual?», me preguntó alegremente: «Yo, comunista de derecha, secretario del sector de…, región de Stalingrado, combatiente de la guerra civil, Iván legórich Bobrov». Me presenté a mi vez. Por un informe cruelmente verídico sobre la colectivización en su sector, Bobrov, después de estar a punto de morir de hambre en una infernal cárcel-sótano donde, de treinta encarcelados, diez ago359
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memorias de un revolucionario nizaban, partía ahora él también hacia Orenburgo. Nuestra amistad duradera empezó en un confortable sótano amueblado de paja. Una decena de soldados de la caballería especial de la Guepeú, haciendo resonar sobre el pavimento sus espuelas, nos llevaron al día siguiente a la estación y allí nos rodearon en medio del público. Me vi, divertido, en el espejo de una puerta vidriera. Tenía una barba salvaje revuelta, negra y entrecana, estaba vestido de cuero y de pieles en pleno verano; Bobrov, con la chaqueta agujereada en los codos, el pantalón en tiras y agujereado en las rodillas, de una flacura de espantapájaros, imitaba a la perfección al ferroviario. Y teníamos los ojos llenos de una fiebre alegre. La gente nos miraba con simpatía. Una campesina vino a pedir permiso a los hombres de nuestra escolta para ofrecernos galletas de harina. Exquisitas aquellas galletas. El suboficial que mandaba nuestra escolta, veinte años, rubio, atlético, nos hacía confidencias. Servía en los traslados. «¡Una vida de combate, ciudadanos! Imposible casarme. Regreso de Sajalin, vuelvo a partir para Kamchatka, con otros clientes. No se acaba nunca. Y hay golpes duros. Echo candado a mis vagones en una estación de Siberia. Digo a los compañeros: vamos a ver en el pueblito si hay chicas bonitas, y me traen un papel que me esperaba en la estación: ¡fusilar a fulano! Tengo tres horas para ejecutar la orden, hay que encontrar el lugar, nadie tiene que darse cuenta de nada, me llevo al tipo aparte, hacia el monte, empieza a sospechar algo, se tira por el suelo, hay que soltarle una bala en la cabeza de improvisto y mandarlo a enterrar de noche, sobre todo que nadie se dé cuenta de nada…» Aquel joven comunista disciplinado nos robó nuestra ración de azúcar y de arenques. Orenburgo, sobre el río Ural, es una capital de las estepas, aislado bajo cielos magníficos, sobre la línea Kuybichev-Tashkent. La ciudad está situada en la frontera de Europa y Asia, pero pertenece a Asia. Hasta 1925 había sido la capital de la república autónoma de los kazajos (o kirguises), pueblo nómada del Asia central, de origen turco, musulmán-sunita, todavía dividido en tres grandes hordas. Kazajistán se convirtió más tarde en una de las repúblicas federativas de la URSS y tiene por capital Alma Ata. Bajo el antiguo régimen, Orenburgo, mercado central de las estepas ricas en ganado, era una ciudad opu360
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los años de cautiverio lenta embellecida por unas quince iglesias ortodoxas y varias grandes mezquitas. Durante la guerra civil, la clase obrera sostuvo allí luchas legendarias –y quedó marcada por espantosas matanzas de pobres gentes– contra un atamán cosaco, el general Dútov14. Bajo la NEP, la ciudad había recobrado, gracias a la estepa próvida, un bienestar confortable. Cuando llegamos allí, en julio de 1933, un hambre sin nombre reinaba junto con la destrucción y el deterioro. Casi ninguna vegetación, pero un bosque refrescante del otro lado del Ural, lleno de follajes plateados. Ciudad baja, de calles bordeadas de casitas acogedoras de estilo campesino. Grandes camellos de ijares flacos caminaban tristemente bajo sus cargas. Dos calles centrales, la Soviétskaia y la Kooperatívnaia, de aspecto europeo, y algunos edificios orgullosos de ese estilo imperio de macizas columnas blancas que los gobernadores generales de antaño instalaron en todas partes. Salvo una, situada en el gran poblado cosaco vecino, en Vorstadt (Orenpassad), todas las iglesias acababan de ser destruidas. Los escombros de la catedral dinamitada formaban un islote de pintorescos pedruscos en el centro de una plaza. Una vieja iglesita blanca en la altura que dominaba el río, a la que estaban unidos recuerdos de la rebelión de Pugachev15 (1774), no había sido perdonada. Todos los sacerdotes y el obispo estaban deportados en el Norte; el culto subsistía en la ilegalidad. La sinagoga estaba cerrada o destruida; a falta de un carnicero koscher, los judíos ya no comían carne. Las mezquitas en cambio no habían sido tocadas, a fin de no descontentar a las masas musulmanas, con las cuales el poder tenía ya demasiados conflictos. La más hermosa había sido transformada en escuela superior kirguís. Una o dos iglesias cristianas con los bulbos reventados, las cruces arrancadas, servían de depósito de mercancías a la cooperativa, pero en esos depósitos no había nada. El vasto bazar de las caravanas, antaño rebosante de mercancías, estaba desierto; el caravanserrallo, vacío. Una ciudad nueva empezaba a crecer al lado de aquellas ruinas, con cuarteles y escuelas militares. Caballería, tanques, aviación, llenaban la ciudad de jóvenes bien vestidos y bien alimentados. Numerosos campos de aviación se extendían en la estepa vecina, la escuela de aviación ocupaba edificios completamente nuevos de ladrillo rojo, se sabía, cuando se cruzaba 361
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memorias de un revolucionario uno en la calle con mujeres jóvenes de mejillas llenas, vestidas de sedas vistosas, que eran las mujeres de los aviadores. El comercio soviético moría. No se encontraban en los almacenes ni tejidos ni papel, ni zapatos ni víveres. Durante los tres años que pasé allí, Orenburgo no recibió zapatos, salvo en la cooperativa reservada del partido y de la Guepeú. Había varias escuelas superiores que formaban agrónomos, veterinarios, pedagogos; una fábrica de confecciones, un taller de reparación de materiales de los ferrocarriles, varias cárceles atiborradas de gente, un pequeño campo de concentración. Yo veía pasar a menudo bajo mis ventanas un gran tropel de hombres en harapos, descalzos en su mayoría, rodeados de soldados con los fusiles bajos y de perros guardianes. Eran brigadas de trabajadores de la administración penitenciaria, a los que llamábamos amargamente «las brigadas de entusiastas», porque algunas se autodenominaban así y participaban en la «emulación socialista del trabajo». Un inmenso mercado piojoso desbordaba a la ciudad sobre la estepa, entre el cementerio musulmán, habitado por los niños abandonados y los bandidos, la triste fábrica de confecciones, la escuela de caballería, una maternidad y arenas sin fin. La Guepeú nos dio tarjetas de pan, válidas desde principios de mes (¡una fortuna!). Prohibición de salir de la ciudad salvo para ir a tomar el fresco en el bosque; y ahora, busquen trabajo, alójense como puedan; sin embargo, para aceptar trabajo, nuestra autorización les es indispensable. Encontramos la luz del cielo de una riqueza y de una transparencia inauditas: lo era. La ciudad misma, abrasada de sol, conmovedora, simpática, abrumada de calor, de miseria, de arena. Después de pasar por la peluquería recobramos nuestras cabezas de civilizados; un mocoso moreno me robó mis tres últimos rublos; empeñamos en el monte de piedad, por ochenta rublos, mi abrigo de cuero y piel y empezó la experiencia del hambre. El cuarto en el Albergue del Campesino, costaba dos rublos por noche, con sábanas tan mugrosas que cuando las vi a la luz de una cerilla decidí dormir completamente vestido. El albergue tenía un amplio patio cuadrangular, repleto de carretas, de caballos, de camellos, de nómadas que dormían allí por familias enteras, sobre tapices, cerca de sus anima362
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los años de cautiverio les. Me ofreció en el frescor delicioso de la gran mañana azul y rosa un cuadro conmovedor. Las familias kirguises estaban levantadas, es decir silenciosamente acuclilladas y ocupadas en el aseo matinal: ancianos bíblicos, madres de ojos mongoles que daban el pecho a sus críos, niños de todas las edades que se despiojaban con una atención concentrada, muchos de ellos haciendo crujir el piojo entre sus dientes. Parece que se los comen a menudo, diciendo: «Tú me comes y yo te como». Una fila de asiáticos en cuclillas se aliviaba en las letrinas y vi que varios defecaban sangre. Harapos sobre harapos. Muchachas delgadas de finos perfiles rectos tenían en aquel desorden una belleza perfecta de princesas de Israel o de Irán. Escuché grandes gritos en la calle y llamaban vigorosamente a la puerta. «Abre pronto, Victor Lvóvich.» Bobrov regresa de la panadería, trayendo sobre sus hombros dos grandes panes negros de cuatro kilos cada uno. Una nube de niños hambrientos lo rodeaba; saltaban hacia aquel pan como gorriones, se colgaban de la ropa del camarada, suplicaban: «¡Un pedacito, tío, nada más que un pedacito!». Estaban casi desnudos. Les lanzamos pedazos sobre los cuales iniciaron una batalla campal. Un instante después, la criada descalza nos trajo espontáneamente agua hirviendo para el té. En un momento en que se quedó sola conmigo me dijo, con los ojos risueños: «Si me das una libra de pan, te haré una seña dentro de un rato… ¡Y sabes, ciudadano, te aseguro que yo no tengo sífilis!». Decidimos, Bobrov y yo, no salir sino alternativamente para vigilar el pan. Alquilamos un alojamiento en una casa campesina antaño desocupada, todavía limpia, casa de la viuda del jefe de la artillería proletaria que en 1918 había ganado aquí la batalla memorable… Dos mocosos de siete y nueve años, prodigiosamente despabilados jugaban en el patio. Ofrecí al más pequeño un poco de azúcar. Tomó el polvo blanco en la mano, lo miró largamente y dijo: «¿No es sal? ¿De veras se come?». Insistí, lo probó y escupió en seguida aquel azúcar, haciendo una mueca. «¡Quema, está malo!» Comprendí que nunca habían probado el azúcar. Habíamos puesto a secar nuestra reserva de pan. Aquellos mocosos, ágiles y traviesos como monos, trepaban al tejado en nuestra ausencia, entraban en nuestra casa por una trampa del gra363
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memorias de un revolucionario nero, descubrían nuestros más hábiles escondites y devoraban nuestras galletas secas. Cometimos el error de quejarnos de ello a la viuda y la casa se llenó de gritos desgarradores. La madre daba de latigazos a los niños con frenesí y, cuando intervinimos, nos explicó: «¡Lo mismo hacen en la casa! ¡Que vayan a robar al mercado!». Uno de los días siguientes, el mayor de los dos críos dio a su vez de latigazos al menor por un nuevo hurto. Errábamos por la ciudad y los bosques, Bobrov y yo, tan hambrientos como esos niños. Una sopa sustanciosa costaba un rublo en el restorán donde unas niñitas ayudaban al servicio para poder lamer el plato cuando uno había terminado y recoger las migas del pan. Nos racionábamos duramente para ganar tiempo, hasta tener trabajo, hasta recibir la ayuda que yo esperaba de Leningrado o de París. Dos veces por semana, comprábamos en el mercado tallos de cebolla verdes y huesos de carnero y hacíamos con ellos, sobre un fuego de leña en el patio, una sopa perfumada. Después los digeríamos, acostados, en un verdadero estado de euforia. Una vez ese festín nos enfermó. De costumbre nos alimentábamos de pan seco y de té azucarado hecho en el samovar gracias al té comprimido que me había dado la camarada encontrada en la cárcel de Butyrki. Recibimos finalmente noticias: Bobrov, que su padre había muerto de hambre, en el pueblo; yo, que mi mujer iba mejor y me enviaba un paquete… Estábamos de constante buen humor, discutiendo sin cesar los problemas, hurgando en los recuerdos de la revolución, divertidos de comprobar que todas nuestras conversaciones se desviaban inevitablemente hacia una conclusión de este tipo: «Oiga, Victor Lvóvich, o Iván Iegórich, una sopa de col, ¿qué tal?». Nos deteníamos pensativos delante de pequeños escaparates donde vendían huevos duros a un rublo veinte la pieza, precios sólo accesibles a los militares. Un huevo duro era para nosotros un verdadero tema de contemplación. En las ruinas de las iglesias, bajo porches abandonados, en el borde de la estepa bajo las ropas del Ural, veíamos a familias kirguises, tumbadas en montón, morir lentamente de hambre. Recogí en el mercado desierto, una noche, a un niño que ardía de fiebre, que gemía y al que la gente que lo miraba no se atrevía a tocar, por miedo de que fuese 364
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los años de cautiverio contagioso. Diagnostiqué sencillamente hambre y lo llevé a la milicia agarrándolo por su frágil muñeca que el fuego interior devoraba. Un vaso de agua, un pedazo de pan que fui a buscar a mi casa hicieron con el niño un pequeño milagro instantáneo. –¿Qué quiere usted que hagamos con él? –me preguntaban los milicianos. –Llévenlo a la Casa de Niños… –¡Pero si se escapan de ahí porque se mueren de hambre! Al regresar a mi casa vi que me habían robado mi reserva de pan para varios días… Al lado de los kirguises, tumbados al sol en los terrenos baldíos, y de los que no se sabía con precisión si estaban vivos o muertos, la gente pasaba sin mirarlos: las pobres gentes apresuradas, lamentables, los funcionarios, los militares, sus damas de aspecto burgués, en una palabra aquellos a los que llamábamos el «ocho por ciento de satisfechos». El mercado, al borde del cielo y del desierto, invadido por la arena, pululaba de una multitud heterogénea. Se vendía y revendía allí sobre todo el mismo batiburrillo de miseria. Lámparas cien veces arregladas que humeaban todavía pero ya no alumbraban; vidrios de lámparas, preciosos, pero descabalados; calentadores estropeados, vestimentas de nómadas, relojes robados que ya no andaban más que cinco minutos (conocí a los especialistas que con tres relojes y una reserva de desperdicios hacían cuatro…), animales. Los kirguises discutían largamente alrededor de un altivo camello regiamente blanco. Ancianas trogloditas, tan morenas que parecían negras, hacían quiromancia. Un extraño turkmeno con turbante leía el porvenir lanzando vértebras de cabra sobre los grabados de un libro erótico francés publicado en Amsterdam en los tiempos de Voltaire. En los tiempos más negros, se encontraban allí pan, mantequilla y carne a precios de locura y a una distancia sideral del menor control higiénico. Ladrones hambrientos de todas las edades, que tenían el tipo de Turquestán o de Pamir, erraban en esas multitudes, y le arrancaban a uno de las manos una zanahoria, una cebolla, para engullírsela de inmediato. Mi mujer fue testigo del robo siguiente: un ama de casa acababa de comprar una libra de mantequilla a quince rublos (tres días de salario de un obrero calificado); un asiático se la quitó prestamente de las manos 365
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memorias de un revolucionario y huyó. Lo persiguieron, lo alcanzaron fácilmente; se hizo una bola en el suelo y mientras lo golpeaban con los puños, con piedras, se comió esa mantequilla. Lo dejaron allí, ensangrentado pero alimentado. Ciudad bien atendida, por lo demás. Tres cines. En verano un teatro de paso bastante bueno. Un jardín de variedades. Los Tilos, Tópoli… Alrededor de ciento sesenta mil habitantes, de los cuales el diez por ciento fijado ahí por la Guepeú. Clima salubre: cinco meses de invierno muy rudo con fríos que llegan a cuarenta y dos grados bajo cero; cinco meses de verano muy cálido, con calores de cuarenta grados. Todo el año vientos de estepa violentos, el burán salvaje que en invierno hacía revolotear la nieve y levantaba dunas blancas en las plazas, y en verano amasaba ráfagas de arena caliente. Setenta por ciento cuando menos de paludismo en la población pobre, y ninguna quinina, naturalmente. He visto temblar de la misma fiebre a la abuela octogenaria y al lactante; ¡y no se morían! Los salarios ordinarios variaban entre ochenta y ciento cincuenta rublos. De manera que las obreras de las fábricas de confecciones buscaban en la noche al aviador ocasional… La mitad por lo menos de la ciudad pobre, desde los escolares hasta las ancianas, era alcohólica; los días de fiestas revolucionarias, la ciudad entera estaba borracha. Las gentes se atrincheraban en la noche en sus casas con barras de hierro y troncos de árboles. Mataban cada año a varios pequeños funcionarios del partido, en la noche, en las calles sin iluminación… Al lado de eso, una población activa, una juventud estudiosa, muy buena gente en conjunto, que no se desesperaban por nada, comprendían a medias palabras el texto de un decreto, seguían con interés verdadero los acontecimientos de Austria, de España o de Etiopía, daban pruebas cada día de una tenaz capacidad de vivir. Había, cuando yo llegué, unos quince deportados políticos: socialistas-revolucionarios, sionistas, anarquistas, opositores entreguistas, y se consideraba a Orenburgo como un lugar de deportación privilegiado. La Guepeú sólo enviaba a personalidades y a condenados que tenían ya tras ellos años de cárcel y de exilio en otros lugares… La deportación, en efecto, comprendía numerosas gradaciones. He conocido hombres que habían vivido en aldeas de cinco casas bajo el círculo polar; otros en Turgai, por ejem366
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los años de cautiverio plo, en el desierto de Kazajistán, donde unos kazajos primitivos viven en barracas de barro y paja y pasan cinco meses del año casi sin agua. Aquí, L. Guerstein, del CC del Partido Socialista-Revolucionario, terminaba apaciblemente su vida; la Guepeú reunía –con fines que ignorábamos y que nos inquietaban– a trotskistas influyentes, conocidos como irreductibles. Pronto fuimos todo un pequeño grupo fraternal, de una moral excelente. Llegó un viejo menchevique georgiano, que llevaba catorce años de cautiverio, Ramishvili; otro menchevique del CC de su partido, Georg Dimitriévich Kuchin; algunos opositores de derecha, que eran altos funcionarios de ayer, adheridos a la línea general y con los cuales nunca intercambiábamos una palabra16. El régimen de la deportación se caracterizaba por su inestabilidad. La Guepeú formaba colonias de deportados bastante homogéneas como para ver nacer en ellas cierta actividad intelectual, alentar las divisiones y las traiciones, y bajo un pretexto fácil de crear, volver a meter en la cárcel a los intransigentes o a deportarlos hacia rincones más horribles. El deportado, controlado por su correspondencia con sus allegados, por el trabajo, por los cuidados médicos, vivía literalmente a merced de algunos funcionarios de policía. Obligado a presentarse a la Guepeú todos los días, o cada tres, o siete días, según los casos. Tan pronto como lograba organizar un poco su existencia, le destruían todo, por el desempleo, la cárcel o el desplazamiento. Juego interminable del gato y del ratón. El deportado arrepentido, que presentaba sus excusas ante el CC, mejor tratado (no siempre), obtenía un buen empleo de economista o de bibliotecario; pero los otros lo boicoteaban. Una ex trotskista, mujer de un entreguista todavía encarcelado, fue encargada así de depurar la biblioteca pública, es decir de retirar las obras de Trotsky, de Riazánov, de Preobrazhenski y de muchos otros, conforme a listas periódicas; no quemaban los libros, como hacían a veces los nazis, los mandaban al batán para hacer nueva pasta de papel. Me hicieron comprender claramente que no conseguiría trabajo si no era buscando la gracia de la Guepeú. En el trust del oro del Ural, adonde fui a hablar de un empleo posible, tuve con el jefe del servicio secreto este pequeño diálogo: 367
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memorias de un revolucionario –¿Tiene usted la intención de solicitar su reintegración al partido? –De ninguna manera. –¿Y de apelar al Colegio especial del interior de la condena pronunciada contra usted? –De ninguna manera. No se habló más del empleo. Decidí resistir. Tenía un libro de historia, tres novelas y varias otras publicaciones en venta en París17. Había en Orenburgo un almacén del Torgsin donde en plena hambre se podían comprar a veces a precios inferiores a los precios mundiales víveres y artículos manufacturados de buena calidad que la ciudad entera contemplaba con avidez. Se necesitaba únicamente pagarlos en oro, en plata o en valuta recibida del extranjero18. Veía a los kirguises y a los mujiks traer a aquella tienda antiguos collares de monedas persas, revestimientos de iconos de plata cincelada, y esos objetos de arte, esas monedas raras, comprados al precio del metal, les eran pagados en harina, tejidos, cuero… Antiguos burgueses deportados traían sus dentaduras. Con trescientos francos por mes, que representaban unos quince dólares, pude vivir y hasta hacer vivir a algún camarada que salía de la cárcel. El trueque en el mercado me permitió conseguir leña para el invierno y derivados de leche. Un rublo del Torgsin valía normalmente en el mercado entre treinta y cinco y cuarenta rublos papel; de modo que un salario de ochenta rublos equivalía a dos rublos de mercancía a los precios del mercado internacional, o sea alrededor de un dólar… Alquilé, en los confines del suburbio de Vorstadt y de la estepa infinita, la mitad de una casa antaño confortable, ahora en ruinas. El marido de la propietaria estaba en la cárcel; Daria Timoféievna, por su parte, alta, flaca, huesuda y con el rostro duro como un personaje de la danza macabra de Holbein, vivía de quiromancia en una privación absoluta. Una abuela, periódicamente sacudida por la fiebre palúdica y que yacía entonces, entregada a las moscas, sobre el piso de un vestíbulo, trabajaba en la noche confeccionando bolitas de tiza para el mercado. Un muchachito de unos doce años, igualmente palúdico, inteligente y deportivo sin embargo, birlaba en la casa y fuera de ella todas las cosas comestibles que encontraba19. Cuando había ganado 368
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los años de cautiverio tres rublos, Daria Timoféievna compraba un poco de harina y una botella de vodka y se emborrachaba hasta el delirio o hasta el olvido. Mis vecinos vivían al borde mismo de la tumba, al parecer, por un constante milagro de resistencia tal que en tres años no vi sucumbir a nadie. En el frío de los sótanos donde, durante las grandes heladas, se mantenía una sombra de calor quemando boñigas de vacas, sobrevivían tenazmente dos ancianas, una joven neurótica bastante bonita, abandonada con dos niños a los que encerraba para ir a rondar en el mercado en busca de no sé qué pitanza. Los críos pegaban entonces sus pequeños rostros mocosos a las planchas disparejas de las puertas y gemían lamentablemente: «Golodno! ¡Tenemos hambre!». Como yo los alimentaba un poco, las madres de otros niños vinieron a reprocharme que sólo diera pan y arroz a aquellos: «¡Los nuestros se mueren también de hambre!». Yo no podía hacer nada. Mi mujer trajo de Leningrado algunos libros; los manuscritos y trabajos comenzados me fueron restituidos por la Guepeú, así como mi máquina de escribir. Decidí trabajar como si tuviera un porvenir ante mí; después de todo, era posible. Cincuenta por ciento de oportunidades de sobrevivir y el otro cincuenta por ciento de desaparecer en las cárceles. A cualquier precio, irrevocablemente mantendría contra el despotismo aquel mínimo de derecho y de dignidad: el derecho a pensar libremente. Me puse a escribir dos libros a la vez20, un testimonio sobre las luchas de mi juventud en París, y a acumular notas para la historia de los años 1918-1920. Estaba en el país de los guerrilleros de Chapáiev21 y encontraba a sobrevivientes de aquella epopeya. Mientras la película soviética divulgaba su gloria por el mundo, malvivían, alcohólicos y desmoralizados –pero bellos caracteres de todos modos. Estudié esa fase de la guerra civil y ese mundo popular, a la vez primitivo y de un alto valor humano. Seguí especialmente de cerca un asunto de bandidaje, en el cual no había sino la violencia espontánea de algunos jóvenes que, borrachos, juzgaban valeroso pelear hasta matar. Vi juzgar en un club obrero al más notable de los muchachos que tenía varias muertes sobre su conciencia y no comprendía bien lo que le reprochaban. Se llamaba Sudákov, lo fusilaron. Observé alrededor de él el fenómeno de la 369
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memorias de un revolucionario creación de leyendas. Salí del tribunal una hora antes del veredicto durante una asfixiante noche de agosto. Al día siguiente, unos asistentes me contaron con pasión, con todos sus detalles, la evasión de Sudákov. Había saludado a la multitud inclinándose, según la vieja costumbre rusa, hacia los cuatro puntos cardinales y, brincando por una ventana, se había perdido en los jardines. Habían visto eso, toda la ciudad hablaba de ello, pero nada de eso era verdad. Cuando se les pasó la embriaguez, afirmaron que Sudákov estaba indultado. Luego la Guepeú devolvió su ropa a su familia… Los veranos tórridos y secos, los inviernos deslumbrantes pero implacables imponían una lucha de todas las horas22. Conseguir leña para empezar. Las reglamentaciones estúpidas del Sóviet y la costumbre que tenía la Guepeú de apoderarse con algún pretexto de las habitaciones campesinas mínimamente confortables obligaban a las gentes a abandonar las casas amplias y bien construidas para construir nuevas, apenas habitables por una familia y que no representarían una tentación para ningún militar. Dejaban deteriorarse una gran casa, obtenían –en vista de su estado– la autorización de demolerla. Vendían la madera como leña, ¡un negocio magnífico! –yo me calentaba así como los técnicos despabilados– y la superficie de los alojamientos disminuía regularmente mientras la ciudad se sobrepoblaba. A través de las tormentas de nieve, arrastrábamos, mi hijo y yo, sobre trineos, el saco de patatas o el gran bidón de petróleo proveniente del mercado negro. Algunas mañanas, la nieve asaltaba la casa hasta cubrirla casi enteramente, había que combatir contra ella con pala para despejar puertas y ventanas. Había también que partir la leña con hacha, aserrarla, esconderla para que no fuese robada. Yo hacía con ella barricadas delante de la puerta de entrada condenada. Había que buscar el pan en la otra punta de la ciudad; y a veces darse de narices contra un pequeño letrero: «La ración de pan del día 10 queda suprimida». En la oficina de racionamiento, un cartel declaraba: «Los abuelos no tienen derecho a la tarjeta de abastecimiento». La gente se las arreglaba de todos modos para hacer vivir a esas «bocas inútiles». Hacíamos también en esquís grandes caminatas sobre el Ural helado y por el bosque. La nieve irisada estaba marcada aquí y allá por 370
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los años de cautiverio los pasos de animales salvajes cuya pista seguíamos… Mi hijo se convirtió a los trece años en un esquiador emérito que no tenía esquís, por supuesto, sino viejas planchas en los pies. Iba a la escuela, donde tenían un libro de estudio para cada tres alumnos, tres cuadernos por escolar para la temporada; donde los pequeños cosacos peleaban con navaja y merodeaban en el mercado. Como peleaba bien (sin navaja), el pequeño Frantzuz (el francés) era estimado por todos. Hijo de un deportado, inquietaba a los directores comunistas, que llegaban hasta reprocharle que no se insolidarizase de su padre. Durante un tiempo fue excluido de la escuela por haber afirmado en el curso de sociología que en Francia los sindicatos funcionaban libremente. La dirección de la escuela me convocó para reprenderme sobre «el estado de espíritu antisoviético» que alimentaba yo en mi hijo. «Pero –dije– es un hecho que la libertad sindical e incluso política existe en Francia; y eso no tiene nada de antisoviético. –Me es difícil creerle –me contestó el director de la escuela–; y en todo caso debemos inculcar a nuestros hijos que la verdadera libertad existe en nuestro país y no bajo la dictadura capitalista de los países llamados democráticos.» Como la Guepeú había reunido en Orenburgo (sin duda para montar un día un «asunto») a media docena de deportados de la Oposición de izquierda y a algunos jóvenes simpatizantes, formábamos una verdadera familia. Eran hombres y mujeres de una calidad verdaderamente admirable. En mi novela S’il est minuit dans le siècle [Si es medianoche en el siglo]23, me esforcé en restituir la atmósfera espiritual de la deportación. Desde hacía años, pasando de cárcel en cárcel y de exilio en exilio, acosados por las privaciones, sin otra perspectiva que la cárcel y la deportación, aquellos camaradas conservaban su fe revolucionaria, su buen humor, su viva inteligencia política24. Fayna Upstein, menos de treinta años, era una intelectual de Odessa entregada al estudio; Lydia Sválova, obrera de Perm, muy joven, deportada a la orilla del mar Blanco por haber tomado la palabra en una asamblea sobre la cuestión de los salarios; en el Norte, había sido carretera. Lisa Senátskaia, graciosa y firme, era la mujer de Vasilii Pankrátov, opositor encarcelado desde hacía cinco años, deportada a su vez por no haber querido divorciarse, «cosa que probaba su solidaridad con 371
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memorias de un revolucionario su marido». Esperaban reunirse aquí. Los hombres eran todos combatientes de la guerra civil. Bolchevique de 1903, miembro del Centro Dirigente de la Oposición, Boris Mijáilovich Eltsin era un hombrecito cardiaco y reumático; de cabeza poderosa coronada de una cabellera negra en mechones rebeldes, barbita y bigotes negros, tez tostada, arrugas profundas, los ojos vivos, la palabra meditativa, a menudo sarcástica. Con más de cincuenta y cinco años, nos llegaba de la cárcel de Suzdal, donde había negociado con Stalin. Deportado primero a Feodosia, Crimea, con uno de sus hijos, que murió de tuberculosis, habían encontrado aquel clima demasiado suave para un hombre tan intratable. No se separaba de las Obras completas de Hegel y le veía cenar unas pocas patatas y medio arenque, luego hacer el té como el viejo estudiante que era y sonreír finalmente, con los ojos chispeantes: «He releído esta noche una página de Hegel. Es para el espíritu un estímulo prodigioso». «Nuestra unidad –decía también– es obra de la Guepeú; en realidad tenemos tantas tendencias como militantes. No creo que esto sea un inconveniente.» Su hijo, Victor Borisovich, estaba deportado en Arjangelsk después de cinco años de cárcel. Vasilii Fiodórovich Pankrátov, salida de un «aislador» (Suzdal, creo), después de cinco años, nos fue enviado… Cuarenta años, cuadrado de hombros y de frente, un gran vigor, una nitidez atlética en los rasgos como en el espíritu. Altivo marino de la flota de guerra, había sido en 1917 uno de los jefes del movimiento revolucionario en Cronstadt; combatiente más tarde, jefe de la Guepeú de Vladicáucaso (Cáucaso septentrional), encarcelado en 1928 por tres años; al acabar esos tres años, la Guepeú le mandó preguntar si sus ideas se habían modificado y, ante su respuesta negativa, le añadió dos nuevos años de cárcel. Se necesitó una amenaza de huelga de hambre mortal en las cárceles para que el Colegio secreto renunciase a prodigar así los suplementos de condenas y para que Pankrátov recobrase la libertad –en la deportación. Su mujer, Lisa, lo había esperado; fueron entre nosotros una pareja feliz –por un breve tiempo… Shanaan Markóvich Pevzner, economista de la Comisaría de Finanzas, gran mutilado de la campaña de Manchuria, sólo había es372
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los años de cautiverio tado cuatro años en el «aislador» debido al estado lamentable de su brazo izquierdo, atravesado por siete balas y que colgaba como un trapo. La Guepeú hizo que le dieran trabajo en las finanzas regionales a fin de que pudiese cuidarse un comienzo de escorbuto comiendo más o menos lo necesario. Pevzner era joven, alegre, buen nadador y pesimista. «Nos faltan todavía años –repetía–; no creo en ninguna normalización del terror: la situación económica lo exigirá.» Tenía un perfil acentuado de guerrero de Israel. Vasilii Mijáilovich Chernyj, alto funcionario de la Guepeú en el Ural, había tomado Rostov en otro tiempo con un pequeño ejército de mineros, de marinos y de estudiantes… Salía de la cárcel de Verjneuralsk. Alto, con una estructura de leñador de los bosques nórdicos, de fuerte porte, de frente dura, de crin rubia, con una mirada burlona, era un soldado sentimental de cerebro serio. Profesaba que, a falta de dirigentes clarividentes y decididos, el Sóviet de Petrogrado había errado la revolución en febrero-marzo de 1917, cuando la caída de la autocracia; que hubiera habido que tomar el poder desde aquel momento y ahorrarse un año de Kerenskysmo semiburgués. Chernyj fue conmigo del clan de los revisionistas que sostenían que todas las ideas debían revisarse a fondo –lo mismo que la historia reciente. Sobre esa cuestión, la oposición se dividía en general por mitades; a los revisionistas respondían los doctrinarios, a su vez subdivididos en ortodoxos, extrema izquierda y sostenedores de la teoría según la cual la URSS realizaba el capitalismo de Estado… Iván Byk nos llegó del campo de concentración de las islas Solovietski25. Joven, combatiente de Ucrania, militante de la Oposición Obrera encerrado en Verjneuralsk, había sido uno de los organizadores de una gran huelga de hambre contra el «redoblamiento» de las penas infligidas por medida administrativa. Los huelguistas bebían agua, lo cual les permitió aguantar más tiempo; el decimoctavo día, el comité de huelga proseguía su actividad normal. La terrible Andréieva, encargada de la vigilancia de las cárceles políticas, vino a negociar con el comité, al que empezó por amenazar con trabajos forzados: «Si el trabajo les asusta –le respondió Byk–, a mí no me da miedo; soy obrero». Al salir de esa entrevista, los tres miembros del comité de 373
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memorias de un revolucionario huelga, encapuchados por sorpresa con unas mantas, atados con cuerdas, transportados no sabían adónde, se encontraron en un vagón, en ruta hacia las islas Solovki. «Ahora –les decían los guardias– su huelga ha terminado, quiéranlo o no; beban pues esta leche; coman pues este queso…» El comité solicitó deliberar antes y decidió que mientras el tren no hubiese salido de la región del Ural, debía considerarse en funciones… No tomaron alimentos sino al día siguiente. En el campo de concentración, Byk se enteró de que, por un telegrama de algunas líneas, publicado por los periódicos, Cristian Racovski se adhería al CC «a fin de hacer frente con el partido al peligro de guerra». De espíritu conciliador, Byk encontró aquello razonable y se adhirió a la fórmula del «frente único» de Racovski. Lo transportaron en avión a la casa de Butyrki, en Moscú. «¿Está usted por el frente único de la oposición y del CC? –Sí. –Rakovski va más lejos… Lea su artículo y, si lo firma usted, le devolvemos la libertad.» Byk después de leer el artículo, pidió simplemente que volvieran a enviarlo al campo de concentración… Terminaba su tiempo de cárcel, la Guepeú nos lo envió. Boris Illich Lajovitski, obrero moscovita, ex jefe del estado mayor y letrado de un ejército de guerrilleros, hermoso guerrero de Israel también él, portador de varias cicatrices, era una cabeza testaruda siempre en lucha contra la Guepeú, que le privaba de trabajo o se lo conseguía en condiciones tales que un día fue a decir al jefe del servicio secreto: «Veo su juego, estimado camarada, ¿me preparan ustedes un pequeño asunto de sabotaje? ¡No es mala idea! Vaya a controlar usted mismo las fechorías de la fábrica de confecciones; ¡le prevengo que todo allí es fechoría!». Lo sacábamos a flote como podíamos en sus momentos de negra miseria. No podíamos ni defenderlo contra su propio temperamento demasiado combativo ni contra el paludismo tropical que lo derribaba periódicamente. Pasé un día con él, en la nieve glacial, cerca del edificio en ruinas en el cual los cosacos del Ural guardaban antaño sus banderas y los trofeos de guerra. Unos niños salieron de las bodegas abismales y negras: «¡Tíos, hay cadáveres allí adentro!». Bajamos en las tinieblas para encontrar, al resplandor de nuestra cerilla, a un joven kirguís con el cráneo rajado y, arrinconado totalmente al 374
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los años de cautiverio fondo, en una oscuridad polar, un enfermo gimiente al que no nos acercamos mucho, por miedo a los piojos. Hicimos recoger al uno y al otro. «¡Vamos ahora a comernos nuestras santas patatitas –dijo alegremente Lajovitski–, puesto que los hombres de este tiempo del socialismo deben ser duros y estar provistos de buen apetito!» Después de algunos altercados con el servicio secreto, lo enviaron, cuando terminaba su tiempo de deportación, a un «campo de reeducación por el trabajo…» de Asia central. Alexis Semiónovich Santálov, proletario de las fábricas Putilov, había hecho en más de veinte años todas las revoluciones de Petrogrado. Instruido y reflexivo, con un rostro de pesada máscara, se hacía, en todos los talleres por donde pasaba, defensor del derecho sindical y de la legislación obrera, lo cual, era grave. «Qué juventud invertebrada, estos proletarios nuestros de hoy –decía–. Nunca vieron antes una lámpara eléctrica. Necesitarán diez años por lo menos para aprender a exigir excusados tolerables.» La Guepeú le respetaba, pero terminó mal. Durante una fiesta de la revolución, después de haber bebido un poco, Santálov entró en un club obrero, se quedó parado delante de un retrato del jefe y exclamó ruidosamente: «¡Pero qué cara tiene este enterrador de la revolución!». Lo detuvieron, no volvimos a verlo. Describo a estos hombres porque les estoy agradecido por haber existido y porque encarnan a una época. Lo más probable es que hayan perecido todos. Ch., profesor de historia en Moscú, detenido porque habían creído oír alusiones en sus conferencias sobre la Revolución francesa (¡Termidor!), estaba tan enfermo que exigimos de la Guepeú su traslado a una clínica de Moscú. Lo conseguimos. Nos regresó menos vacilante y nos trajo noticias: Trotsky, del que no sabíamos absolutamente nada desde hacía mucho tiempo, fundaba la IV Internacional26. ¿Con qué fuerzas? ¿Con qué partidos?, nos preguntábamos. Ch. me propuso, de parte de misteriosos «camaradas» con los cuales, si había de dársele crédito, había logrado entrar en contacto en el hospital, formar con Eltsin un comité ilegal de la oposición. ¡Se necesita una cabeza! Estábamos sentados a la puerta de mi casa, delante de la estepa. Yo lo interrogaba sobre los camaradas de Moscú, tratando de identificarlos, 375
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memorias de un revolucionario lo miraba al fondo de los ojos y pensaba: «¡Tú, amiguito, eres un agente provocador!». Le expliqué que incluso en el fondo de las cárceles representábamos un principio de vida y de libertad, que no teníamos ninguna necesidad de constituirnos en comités clandestinos. Fracasó pues, pero fue indultado algún tiempo después. Tenía yo razón. Si le hubiera escuchado, estaría seguramente muerto en este momento, con un pequeño agujero en la nuca. El invierno de 1934-1935 fue terrible a pesar de la atenuación del hambre hacia el año nuevo, debida a la supresión de las tarjetas de pan y a la valorización del rublo que se había convertido en el equivalente de un kilo de pan negro. Desde hacía mucho tiempo, mi mujer, presa de crisis de demencia27, me había dejado para entrar en tratamiento en Leningrado. Me había quedado solo con mi hijo, y la Guepeú me cortó los víveres bruscamente. Un envío de dinero de París, a través de Torgsin, interceptado, se «perdió». Pedí trabajo a la Guepeú y el servicio secreto me ofreció irónicamente un puesto de vigilante nocturno añadiendo por lo demás que no se sabía si podía recibir autorización de llevar un arma, lo cual era contrario al reglamento. Comprendí que había contra mí una consigna de estrangulamiento –o que la campaña de protestas proseguida sobre mí en Francia exasperaba a Moscú y que iban a intentar suprimirme. ¡A ver si pueden! Nuestro estado de ánimo era excelente. Habíamos seguido con pasión las batallas de octubre de 1934 en Asturias28; en mis charlas, realizadas al borde del Ural, en el bosque, anunciaba a los camaradas la Revolución española –y no me equivocaba. Una gran victoria popular en Occidente podía salvarnos a la vez que haría pasar sobre la URSS un soplo nuevo. Esto coincidía con rumores de amnistía política; los funcionarios de la Guepeú nos decían que Trotsky solicitaba su regreso ofreciendo dar su sumisión al CC. Supe más tarde que Lozovski anunciaba igualmente a mis camaradas de París mi próxima sumisión y el término, de este modo, del «asunto Victor Serge». Racovski acababa de rendirse, pero eso no nos perturbaba. Nos decíamos: «Envejece y le han hecho el truco clásico de la comunicación de documentos confidenciales sobre la proximidad de la guerra…». En esto, la Guepeú dejó sin trabajo a la mayoría de los camaradas. 376
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los años de cautiverio Nos racionamos, mi hijo y yo, hasta el extremo, hasta no alimentarnos ya más que con un poco de pan negro y de «sopa de huevo» que hacía yo para dos días con un poco de acedera y un huevo. Por fortuna, teníamos leña. Pronto sufrí de forunculosis. Pevzner, hambriento y además sin alojamiento, vino a guardar cama en nuestra casa, derribado por una extrañas fiebres. Supimos más tarde que tenía escarlatina. Un enorme ántrax debajo del pecho izquierdo me tumbó en cama. Vi a la llaga devorarme. La Guepeú se negaba a enviarme un médico, la doctora del dispensario de Vorstadt, una mujercita que trabajaba demasiado, nos cuidaba como podía, ya que no disponía de medicamentos. Corrió el rumor en los alrededores de que Pevzner estaba moribundo (el hecho es que deliraba) y que yo había muerto. Bien veía yo que estaba en un estado lamentable. La Guepeú despertó, pues respondía de nosotros ante el Colegio Central. Una mañana, el más grande cirujano de la ciudad, un neurótico infatigable y notablemente dotado, irrumpió en mi casa, movió la cabeza, me dijo: «No se preocupe, yo lo salvaré», y me hizo trasladar de inmediato al hospital. Pevzner estaba ya en las barracas de los contagiosos. Esto sucedía un poco después del asesinato de Kirov29. Acostado sobre la paja en un trineo bajo, un día deslumbrante de sol y nieve partí hacia el hospital. Un campesino barbudo y arrugado se volvía de vez en cuando hacia mí para preguntarme si no me traqueteaba demasiado. Mi hijo caminaba junto al trineo. No podía moverme y no veía sino un azul luminoso y una pureza maravillosa. Vasilii Pankrátov acababa de desaparecer, misteriosamente detenido, dejando encinta a su joven mujer. Los camaradas pensaban que mi estado impedía que me arrestasen, pero que no saldría del hospital sino para pasar a la cárcel. Tal fue la suerte de Pevzner, al que no volvimos a ver. Convaleciente, unos agentes lo esperaron a la salida de las barracas y se lo llevaron hacia el sótano de la Seguridad. Pevzner y Pankrátov, como muchos otros deportados de importancia, recién salidos de los «aisladores» y detenidos en aquella época, habrían de ser conectados con una «conspiración de las cárceles» que inventaron con el pánico del asunto Kirov. No volvimos a saber nada de ellos, salvo la llegada, al cabo de algunos meses, de Pankrátov a la 377
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memorias de un revolucionario cárcel de Verjneuralsk, donde se encontraban Kaméniev y Zinoviev. Sólo nos mandó decir una cosa: «La instrucción ha sido espantosa. Nada de lo que hemos vivido antes puede compararse a lo que sucede ahora. ¡Prepárense para todo!». Estábamos preparados. Ya no sé cuántas semanas pasé en el hospital quirúrgico de Orenburgo, en el servicio de los «purulentos», en lo peor del infierno. Tan bien cuidado como lo permitía la privación general, el hospital curaba sobre todo la miseria. Estaba lleno de enfermos y de accidentados, cuya verdadera enfermedad, cuyo verdadero accidente era la subalimentación crónica agravada por el alcoholismo. Al obrero alimentado de sopa de col agria sin materias grasas, por una simple contusión le salía un absceso y un flemón seguía al absceso y como el hospital alimentaba muy mal a sus enfermos, esto duraba indefinidamente. Algunos niños estaban cubiertos de abscesos fríos. Campesinos de miembros helados llenaban salas enteras; con el vientre vacío y vestidos de harapos desgastados ofrecían poca resistencia al frío. Los desinfectantes, los anestésicos, los analgésicos, la gasa y el esparadrapo, hasta la tintura de yodo llegaban en cantidades insuficientes, de suerte que curaciones que hubiesen debido renovarse cada día, sólo se renovaban cada tres días. En la sala de curaciones, asistía, entre las enfermeras, a discusiones y a regateos: «Devuelve los tres metros de gasa que te presté anteayer, tengo un enfermo que no puede esperar más, ¡por favor! –Pero bien sabes que no has hecho el reparto prometido…», etc. Las mismas telas, lavadas, volvían a servir varias veces. Veía arrancar con pinzas la carne gangrenosa de los miembros helados; resultaban de ello llagas indescriptibles. Para curarme, los médicos tuvieron que pedir vacunas y medicamentos a la enfermería especial de la Guepeú, la única que no carecía de nada. Estaba yo, por supuesto, en el hospital de los pobres –con antiguos guerrilleros de Chapáiev. Los funcionarios, los técnicos, los militares tenían a su disposición clínicas reservadas. El personal médico y subalterno, muy mal pagado en general, era extraordinariamente concienzudo. En las largas veladas de invierno, los convalecientes se reunían alrededor de una gran estufa en el corredor y cantaban en sordina un canto triste de amor y de bandidaje cuyo estribillo era: 378
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los años de cautiverio ¡Y siempre el dinero, el dinero! Sin dinero, no se puede vivir… Me curé, principalmente, creo, porque la Guepeú dejó pasar el envío de dinero siguiente y pude comprar en Torgsin mantequilla, azúcar y arroz… Nunca olvidaré la mirada de algunos enfermos cuando me trajeron semejantes alimentos y el respeto con que tomaron su parte. Tampoco olvidaré que en lo peor de los malos días escuché como los demás la transmisión radiofónica de una conferencia regional de los trabajadores de los koljozes. Voces vehementes daban gracias sin fin al jefe por «la buena vida»; una veintena de enfermos atormentados por el hambre, la mitad de los cuales eran koljozniki, escuchaban aquello en silencio. Contrariamente a todas nuestras predicciones regresé a mi casa en lugar de desaparecer. Era porque una batalla obstinada se libraba en Francia alrededor de mi nombre. Militantes e intelectuales exigían o mi liberación o la justificación de mi deportación. Les prometían que me harían un proceso regular –y el proceso no tenía lugar–; les prometían una documentación sobre el asunto –y la documentación no llegaba. Les prometían que sería liberado de un momento a otro –y no lo era. En el momento en que la política soviética buscaba en Francia el apoyo de los medios de izquierda, eso era embarazoso. Una ruda mañana de hielo y de nieve, en la primavera de 1935, llamaron suavemente a mi puerta. Abrí y vi a dos mujeres encapuchadas que tenían rostros suplicantes. «Somos gente de Leningrado, nos han dado su dirección… –Entren, camaradas. –No somos camaradas –dijo la mujer joven sonriendo–, ¡somos ex burguesas! –Pues sean bienvenidas, ciudadanas.» Se calentaron y se instalaron en mi casa. Supe por ellas las grandes proscripciones en Leningrado, cincuenta a cien mil deportados, toda la población emparentada con la ex burguesía enviada hacia el Volga, el Asia central, el Norte, mujeres, niños, ancianos, técnicos, todos sin discriminación. Mujeres encintas daban a luz en el camino, se enterraba a los ancianos en pequeñas estaciones desconocidas. Todos arruinados, naturalmente, por la venta apresurada de su mobilario y 379
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memorias de un revolucionario por la pérdida de los empleos. A consecuencia del asunto Kirov, Stalin había enviado al Comité Regional de Leningrado un mensaje donde le reprochaba no haber limpiado a la ciudad de la antigua «burguesía» imperial. La «limpia» comenzó de inmediato. Los hombres partían a menudo hacia los campos de concentración. La joven mujer que yo acogí era la esposa de un gran arquitecto soviético, joven y muchas veces premiado, el constructor, si mal no recuerdo, del edificio de la Guepeú de Stalingrado, enviado ahora a un campo de concentración. Su madre había sido deportada por ser su madre… Sólo a Orenburgo llegaron de tres a cuatrocientas familias de Leningrado, un millar de personas. «Trenes de Leningrado» pasaban por la estación, en ruta hacia el Asia central; íbamos a verlos… La Guepeú entregaba a los ancianos una pensión de treinta rublos por mes; y no la entregaba mucho tiempo. Conocí casos tan enloquecedores como el de la mujer de un comunista, deportada por haber estado casada, en primeras nupcias, diez años antes, con un ex oficial. Comparados con nosotros, los deportados de Leningrado eran ricos; les permitieron trabajar, la mayoría se situaron bastante pronto. Hubo dramas innumerables, pero nuestra vasta Rusia no se demora en ellos, la vida continúa. Entre aquellos deportados conocí a la doctora Kerénskaia, hermana del antiguo jefe del gobierno provisional de la Revolución rusa. «¡Cómo! –decían con asombro–, ¿lleva usted todavía ese nombre? ¡Pero si es de una enorme imprudencia!» La doctora contestaba que nunca en su vida se había ocupado sino de cuidar enfermos y que allí o en otra parte encontraría sin duda la manera de hacerse útil. En efecto, gracias a los médicos deportados, el personal médico de la región quedó redoblado. Tengo la convicción de que a fines de 1934, en el momento en que mataron a Kirov, el Buró Político iniciaba una política de normalización y de apaciguamiento. El régimen de los koljozes había sido modificado de manera que permitiese a los cultivadores reunir en el koljoz mismo un haber personal. El gobierno tenía interés en dar a la URSS, en el seno de la Sociedad de Naciones, un aspecto de democracia, y buscaba el apoyo en el extranjero de la burguesía y de la pequeña burguesía ilustrada. El pistoletazo de Nikoláiev abrió una era 380
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los años de cautiverio de pánico y de ferocidad. Ciento catorce ejecuciones respondieron de inmediato a aquel pistoletazo, luego la ejecución de Nikoláiev y de sus amigos, catorce jóvenes en total, luego el arresto y el encarcelamiento de toda la antigua tendencia Zinoviev-Kaméniev, muy cerca de tres mil personas, según mis reconstrucciones, luego la deportación en masa de varias decenas de millares de habitantes de Leningrado y, simultáneamente, centenares de arrestos en la deportación; y el inicio en las cárceles mismas de nuevos procesos secretos. En la cúspide del partido, fueron descubiertos oscuros asuntos, sobre los cuales no se publicó nada: así el asunto Enukidzé30. Aveli Enukidzé, al que he mencionado varias veces en estos recuerdos, era un viejo bolchevique del Cáucaso, compañero de juventud de Stalin, georgiano como él; y secretario del Ejecutivo Central de los Sóviets, desde la fundación de la Unión Soviética. En estas altas funciones, daba pruebas de tacto y de tanto liberalismo y generosidad como lo permitían los tiempos. Su rectitud se convirtió evidentemente en un obstáculo para los grandes arreglos de cuentas políticas que se preparaban. Suspendido de sus funciones, nombrado para un empleo subalterno, Enukidzé desapareció poco a poco (para ser fusilado sin «confesiones» ni proceso en 1937). Sobre el atentado de Nikoláiev se han publicado numerosas versiones31 sucesivas prodigiosamente ricas en inverosimilitudes, pero los documentos originales, declaraciones del terrorista y piezas de la instrucción, no lo han sido. Fue casi con seguridad el acto individual de un joven comunista exasperado. Que la Oposición de izquierda (trotskista), tal vez representada en aquel momento en Leningrado únicamente por Alexandra Bronstein, haya sido totalmente ajena a aquel atentado, es algo que no puedo dudar conociendo a fondo a su personal, sus ideas, su situación. Nos considerábamos todavía como el partido de la «reforma soviética», la reforma excluía el recurso a la violencia. Conocía bastante a los hombres de la tendencia Zinoviev y a los de la oposición de derecha, prudentes y abnegados hasta un grado trágico, para no sospechar de ellos ni un solo instante. El atentado fue espontáneo pero planteó ante el Buró Político la terrible cuestión de las responsabilidades por los años negros y de los equipos 381
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memorias de un revolucionario de repuesto del poder, formados por perseguidos humillados sin cesar, pero más populares en el seno de la población ilustrada que los jefes del Estado. «Piense nada más –me decía con espanto un funcionario–: ¡uno de los jefes del partido ha sido deliberadamente fusilado por un joven miembro del partido, y que no pertenece a ninguna tendencia de oposición!» Durante todo el año 1935, el Buró Político fue trabajado sordamente por veleidades contradictorias de normalización y de terror. Las primeras parecía que habrían de prevalecer… Las ejecuciones, los encarcelamientos, las deportaciones habían dejado desde hacía mucho tiempo de conmover a las masas. La supresión de las tarjetas de pan, en cambio, iluminaba todos los rostros. Para caminar hacia un poco de bienestar, ese país pasaría por encima de los cadáveres que fueran necesarios. Yo me decía que aumentando ligeramente los salarios reales, permitiendo a los campesinos respirar en los koljozes, liquidando los campos de concentración, concediendo ruidosamente la amnistía a aquellos de sus adversarios políticos que no eran ya sino inválidos o no pedían otra cosa sino adherirse a él sin indignidad, Stalin podía alcanzar de inmediato una popularidad indestructible. Pensaba que iba a emprender esa vía con la nueva constitución soviética en cuya redacción trabajaba Bujarin32. En efecto, transcurrió el año, para lo que quedaba de nuestra familia de deportados, en una engañosa tranquilidad. Cantidad de deportados comunistas, que seguían todos declarándose fieles a la «línea general», iban llegando; salvo excepciones, no los frecuentábamos. Yo terminaba mis libros en la incertidumbre. ¿Cuál sería su destino y cuál sería el mío? Eran un testimonio sobre el movimiento anarquista francés en la víspera de la primera guerra mundial, Les Hommes perdus [Los hombres perdidos], y una novela que continuaba mis novelas publicadas, La Tourmente [La tormenta]. Reconstituía en ellos la atmósfera del año 1920, apogeo de la revolución. Había terminado también un cuaderno de poemas, Résistance [Resistencia], y acumulado un gran número de notas para un libro de historia sobre el comunismo de guerra. Terminé esas obras, las únicas que me ha sido dado revisar con calma, en dos años y medio. Escribía en francés en 382
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los años de cautiverio una ciudad donde nadie conocía el francés. Yo mismo no podía hablar esa lengua sino con mi hijo. Aunque acostumbrado al esfuerzo de voluntad, debo reconocer que a menudo sólo pude perseverar gracias a una verdadera rigidez interior. Trabajar sin descanso y preguntándose si todo lo que hace uno no será secuestrado, confiscado, destruido al día siguiente no es cosa fácil. Por una de esas ironías de la suerte tan frecuentes en Rusia, la prensa soviética conmemoraba justamente un aniversario del poeta nacional ucraniano Taras Shevchenko33, que en 1847 había sido exiliado por diez años a las estepas de Orenburgo, «con prohibición de dibujar o de escribir». Escribía de todos modos, a escondidas, versos que ocultaba en sus botas. Que la firme decisión de apagar brutalmente la inteligencia rebelde persistiese en nuestra Rusia después de un siglo de reformas, de progresos y de revolución, era para mí algo que representaba una aplastante visión. No importa, me decía, hay que resistir, aguantar y trabajar incluso bajo esta losa de plomo. Hice de mis manuscritos varias copias y me entendí34 por correspondencia con Romain Rolland para enviarle mis libros que estaba dispuesto a transmitir a editores parisinos. Rolland no me tenía cariño, pues en otro tiempo yo había criticado su doctrina de la no violencia inspirada en el gandhismo35; pero las represiones soviéticas le turbaban y me escribió muy amistosamente36. Le envié un primer manuscrito en cuatro pliegos certificados, no sin informar de ello a la Guepeú. Los cuatro pliegos se perdieron. El jefe del servicio secreto a quien fui a quejarme exclamó: –¡Vea qué deplorablemente funciona el correo! ¡Y dice usted que exageramos cuando descubrimos sabotaje! ¡Fíjese, a mí mismo se me pierden también las cartas a mi mujer! ¡Le prometo que la investigación será bien realizada y que el correo le pagará de inmediato la indemnización legal! Me ofreció amablemente vigilar también la expedición, a Romain Rolland una vez más, de otra serie de manuscritos que la Guepeú haría visar por la censura literaria. Se los confié –y naturalmente no llegaron nunca. Entre tanto, mi correspondencia con el extranjero quedó cortada. El jefe del servicio secreto meneaba gravemente la ca383
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memorias de un revolucionario beza: «¡Ah! ¿qué quiere usted que hagamos para poner orden en el correo?». El correo me pagaba con regularidad centenares de rublos por las cartas certificadas que yo seguía enviando a razón de cinco al mes y que «se extraviaban». Esto me proporcionaba las entradas de un técnico bien retribuido. En Francia, sin embargo, en los medios obreros e intelectuales, «el asunto Victor Serge» se hacía embarazoso. La Federación Unitaria de la Enseñanza, en sus congresos anuales, exigía mi liberación o una justificación de mi cautiverio. En el congreso de 193437, la delegación de la enseñanza soviética había prometido que sería yo juzgado por tribunales regulares. En el congreso de Reims38*, en 1935, la delegación rusa, recibida con gritos de «¡Victor Serge, Victor Serge!» coreados por la sala entera, desencadenó abucheos al declarar que yo estaba implicado en el asunto Kirov. La Liga de los Derechos del Hombre publicaba la documentación detallada de Magdeleine Paz39. La Révolution Prolétarienne, L’École Émancipée, Le Combat Marxiste, Les Humbles40 (Maurice Wullens) hacían campaña. Georges Duhamel, Léon Werth, Charles Vildrac, Marcel Martinet, Jacques Mesnil, Maurice Parijanine, Boris Souvarine, la redacción vacilante de Europe se interesaban de maneras diversas en el asunto. En Holanda, Henriette Roland Holst41, en Suiza Fritz Brupbacher42, en Bélgica Charles Plisnier43 sostenían las protestas. Helena Stássova44, secretaria del Socorro Rojo Internacional de Moscú, dijo sencillamente a Brupbacher: «Serge no saldrá nunca». En junio de 1935, un Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura»45 se reunió en París por iniciativa formal de hombres de izquierda entre los cuales figuraban Alain, Barbusse, Romain Rolland, Élie Faure, André Gide, André Malraux, Victor Margueritte. La iniciativa verdadera correspondía a oficinas comunistas especializadas en la organización de congresos de este tipo; su objetivo era suscitar un movimiento pro estalinista en la intelligentsia francesa y comprar algunas conciencias renombradas. Mis amigos decidieron ir a aquel congreso y exigir en él la palabra. Algunos fueron expulsados por el «servicio de orden»46. Aragon47 y Ehrenburg48 manipulaban la asamblea según directivas ocultas. Barbusse, Malraux y Gide presi384
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los años de cautiverio dieron con malestar. Heinrich Mann49 y Gustav Regler50 hablaron de los intelectuales perseguidos en Alemania, Gaetano Salvemini51 de los italianos y de la libertad de pensamiento en general. Salvemini provocó un escándalo condenando a «todas las opresiones» y pronunciando mi nombre. Gide52, asombrado de que trataran obstinadamente de ahogar un debate, insistió para que la cuestión fuese dilucidada, y Malraux53, presidente de la sesión, acabó por dar la palabra a Magdeleine Paz, que habló rudamente, como combatiente. Charles Plisnier, novelista, poeta místico, militante comunista de ayer, la apoyó. El autor de Les damnés de la terre [Los condenados de la tierra], Henry Poulaille54, un verdadero muchacho de los suburbios y que no tenía pelos en la lengua, manifestaba en la sala… La delegación de los escritores soviéticos incluía a dos hombres con los cuales yo había mantenido relaciones amistosas, los poetas Boris Pasternak55 y Nikolai Tijónov56, y un personaje perfectamente iniciado, al que había conocido en Moscú, el periodista oficial Mijail Koltsov57, tan notablemente dotado como flexible y dócil; además el dramaturgo de éxito Kirshon58 y el agitador y novelista para cualquier uso Ehrenburg59. Pasternak, que es a la vez el Mallarmé y el Apollinaire de la poesía rusa, auténticamente grande, medio perseguido por lo demás, decidió quedar en la sombra. Los otros cuatro ejecutaron sus consignas y declararon sin pestañear que lo ignoraban todo del escritor Victor Serge –¡mis buenos colegas del Sindicato de Autores Soviéticos!– y que no conocían sino a un «ciudadano soviético, contrarrevolucionario confeso, que había participado en la conjuración cuyo resultado era el asesinato de Kirov». Koltsov, cuando soltaba aquello en la tribuna, no sospechaba que en 1939 desaparecería a su vez, de manera totalmente misteriosa, en las cárceles de la Guepeú; Kirshon no sospechaba que desaparecería él también, dos años más tarde, calificado de «terrorista-trotskista», él que nunca fue sino un hombre de pluma estrictamente conformista; Ehrenburg olvidaba su fuga de Rusia, sus novelas prohibidas, y que había acusado al bolchevismo de «crucificar a Rusia»; Tijónov olvidaba el himno al valor de sus admirables baladas épicas que yo había traducido al francés… Nadie preveía las siniestras carretas de los procesos de Moscú, pero conocían las ciento veintisiete ejecuciones 385
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memorias de un revolucionario de inocentes publicadas después del atentado de Nikoláiev, y por lo demás altamente aprobadas, según la prensa soviética60, por humanistas tales como Jean Richard Bloch y Romain Rolland. La impúdica declaración que justificaba mi cautiverio por un atentado cometido dos años después de mi arresto hizo pasar un estremecimiento por algunas espaldas. André Gide fue a ver al embajador de la URSS, que no supo esclarecerlo en nada61. Casi en el mismo momento, Romain Rolland, invitado a Moscú y recibido por Stalin62, le hablaba del «asunto Victor Serge». El jefe de la policía política, Iagoda, consultado, no encontró nada en sus expedientes (si hubiese encontrado la menor confesión de complacencia firmada por mí, estaba perdido). Stalin prometió que se me autorizaría a salir de la URSS con mi familia. ¿Pero adónde ir? La batalla de las visas pareció desesperada por un momento. El señor Laval63, presidente del Consejo, nos negó la visa de entrada en Francia solicitada por mis amigos. Una gestión hecha en Londres no obtuvo resultado. Una gestión hecha en Holanda no obtuvo resultado. Copenhague prometía… Émile Vandervelde, ministro en Bélgica, hizo que nos concedieran permisos de residencia de tres años. Si esas gestiones se hubieran prolongado algunas semanas más, no hubiera partido, me hubiera convertido en un muerto emplazado. Yo ignoraba prácticamente todo de aquellas luchas sostenidas por la solidaridad y la amistad. Ignoraba también la enormidad del peligro que corría y la de las acusaciones insensatas formuladas contra mí en el extranjero. Sabía únicamente que la deportación política no terminaba nunca para las convicciones firmes. Lo único que se hace es cambiar de lugar. Para pasar sin complicaciones por todas las etapas «normales» de la deportación, se necesitaría una decena de años. Esperaba pues ser enviado a otro lugar por un nuevo periodo; mi término había expirado y los funcionarios de la Guepeú no me decían nada, pero un camarada acababa de terminar sus dos años y le habían añadido otros dos años… Y de pronto me dieron tres días para prepararme a partir hacia Moscú y después hacia un «destino desconocido» que decidiría el Colegio de Seguridad. 386
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los años de cautiverio La Cruz Roja política me había enviado papeles para firmar con objeto de obtener la visa belga, y creí comprender. Sobre todo me sentí bastante fuerte y bastante apoyado en Francia para considerar que no se atreverían a prolongar mi cautiverio. Mis camaradas, Bobrov, Eltsin, y otros que acababan de salir de los «aisladores», como Leonid Guirshek e Iakov Bielenkii, me creían presa de ilusiones lamentables. «Va usted a encontrarse, después de una fuerte lucha, en una cárcel bien negra o en un pueblucho kazaj…» Yo contestaba: «La Guepeú no tiene ningún interés en hacerme estudiar más su sistema, pues sabe bien que no capitularé nunca y que finalmente no habrá más remedio que liberarme con mi buena pluma… Sólo estaría perdido si el fascismo triunfase en Francia, y erró su golpe el 6 de febrero de 193464». El viejo Eltsin, abatido por el reumatismo, que vivía en un cuartito helado, en una casa sin excusado, cuando le pregunté: «¿Debo hacer en el extranjero una campaña de prensa para exigir su salida?» dijo: «No. Mi lugar está aquí». Tuve la precaución de dar mis artículos del hogar a condición de que los conservaran a mi disposición durante un mes y que me los enviaran si los reclamaba desde el fondo de alguna Siberia. Sólo me llevé los papeles, libros útiles y recuerdos. Partí con mi hijo en un día helado de abril. La nieve cubría las llanuras y la ciudad. Chernyk, tan alegre de costumbre con su paso vigoroso y sus cabellos locos de hombre de las llanuras rusas, se puso sombrío al despedirse de mí. «Aquellos de nosotros que sobrevivan –me decía– serán viejos, estarán olvidados y superados el día en que una nueva libertad nazca para Rusia. Correremos la suerte de aquel viejo revolucionario que, después de treinta años de exilio, regresó a Petersburgo durante las jornadas de marzo en 1917, no encontró a nadie en el caos y murió de abandono en un cuarto de hotel… ¡Lo reconocieron más tarde!» Partí totalmente destrozado, desgarrando afectos únicos. Hubiera querido imprimirme en el cerebro los rostros queridos que no volvería a ver, los paisajes de aquellas tierras blancas, hasta la imagen de nuestra gran miseria rusa, soportada por aquel pueblo con tanto valor tenaz y tanta espera. Si hubiera podido admitir alguna probabilidad razonable de no quedar a la larga totalmente aplastado, en una lucha silenciosa y 387
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memorias de un revolucionario estéril, hubiese estado contento de quedarme –aunque fuese en una aldea de pescadores mongoles bajo el círculo polar. Pero no vivimos para nosotros mismos, vivimos para trabajar y combatir. Las llanuras blancas huyeron interminablemente a través de las ventanas del vagón. Dos agentes lamentables habían tomado lugar no lejos de nosotros. El Volga estaba todavía helado en Kuybishev. República tártara, pequeñas estaciones animadas, mujeres jóvenes con la cabeza cubierta de pañuelos de colores, casas campesinas rodeadas de pequeños cercados de madera y de abedules… En Syrzan, en la estación, un estruendo de hierros sacudió a los viajeros y vimos un inverosímil tren de mercancías hecho un tirabuzón sobre rieles danzantes y blandos. No era más que un pequeño descarrilamiento sin importancia. El balasto usado, la tierra empapada por el deshielo que empezaba, una maniobra en falso. Unos ferroviarios bromeaban amargamente: «¡Los resultados del estajanovismo, ciudadano! ¡Deberían darse cuenta de que el material se cansa como el hombre!». En otro lugar, el tren disminuyó su velocidad en plena estepa y vi a unos obreros mantener con barras de hierro los rieles rotos sobre los cuales pasábamos suavemente. Nuestro tren tuvo que modificar su itinerario –y llegó con horas de retraso– porque una catástrofe se había producido en la vía. Moscú. El movimiento de la calle. ¡Tantos recuerdos! El metro suntuoso, embaldosado de granito, con paredes de piedras del Ural, con salidas que formaban amplias avenidas subterráneas –pero sin bancos para los viajeros, y caro. Sabemos construir palacios subterráneos, pero olvidamos que la obrera, al regresar de su trabajo, quisiera sentarse bajo todas esas piedras de ricos colores. En la Cruz Roja política, en pequeñas oficinas atiborradas del Kuznetski Most, a dos pasos de la alta torre cuadrada de la Guepeú, Ekaterina Pavlovna Piéshkova65 y su colaborador Vinaver66, un antiguo abogado liberal, nos recibieron. Ekaterina Pavlovna llevaba todavía el nombre de Gorki, cuya compañera había sido y del que seguía siendo devota amiga. La confianza de Lenin le había permitido fundar bajo el terror rojo una organización de ayuda a los detenidos políticos –cualesquiera que fuesen– que la Cheka y luego la Guepeú toleraron con tanto respeto como 388
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los años de cautiverio confianza y hostilidad. Piéshkova supo realizar la difícil hazaña moral de conservar simultáneamente la confianza absoluta de las víctimas y la de los inquisidores. Durante años y años, esa mujer flaca y triste, de bellos ojos grises, elegantemente vestida en su sencillez, rodeada de un pequeño número de colaboradores infatigables, prodigó la ayuda, las intervenciones, las intercesiones en favor de todas las víctimas de los diversos terrores que se sucedían sin descanso. Nadie en el mundo, en este siglo, estoy convencido, ha conocido de tan cerca tantos infortunios, fatalidades, atrocidades, tragedias inevitables o insensatas. Piéshkova vivía en un infierno secreto, depositaria de secretos innumerables, todos mortales como el peor veneno. Nunca se cansó ni se desalentó, por muy negros que fuesen los tiempos –y sólo para ella todos los tiempos de la revolución fueron negros. Ligada por el secreto, permaneció desconocida en el vasto mundo. Conozco bastantes episodios de su dura tarea para poder hacer sobre ellos un amplio capítulo que no haré. Un único rasgo, entre otros cien. La Cruz Roja política se ocupaba de un ex oficial internado en el campo de trabajo de las islas Solovietski, mar Blanco. Iba a regresar, indultado. Su mujer lo esperaba y venía a informarse sobre él con Piéshkova. En el momento de partir hacia Moscú, liberado, el ex oficial fue fusilado con otros internados de su barraca, porque uno de sus compañeros de cautiverio se había evadido… «Informará usted a la viuda…» Ekaterina Pavlovna me informó de que mi mujer, mi gran enferma, me esperaba con la niña que nos había nacido, Jeannine67, mientras yo estaba en el hospital de Orenburgo, un poco más de un año antes. Me informó también de que no vería a Anita Rusákova68 que acababa de ser detenida y deportada por cinco años a Viatka. Comprendí en seguida por qué: así no podría yo esclarecer con Anita el misterio de sus confesiones embusteras. Me dijeron que debíamos partir para Varsovia aquella misma noche. Rogué a Ekaterina Pavlovna que pidiese a la Guepeú un plazo de veinticuatro horas para obtener de la censura la visa de mis manuscritos69 (que me prometían amablemente para el día siguiente) y de la aduana central la visa de nuestro equipaje. De regreso, Piéshkova me dijo: «Parta esta misma noche. No insista en nada. Mañana correría usted fuertemente el riesgo de no poder partir. El 389
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memorias de un revolucionario jefe del servicio secreto acaba de decirme que usted no había partido todavía y que sometía a Iagoda un nuevo informe sobre usted…». No insistí. No habría de volver a ver ninguno de mis manuscritos, a pesar de que la Censura literaria (Glavlit) autorizó su salida. De nuestro equipaje no nos llevamos sino algunos objetos menudos en maletas de mano. Todo el resto fue finalmente incautado, es decir robado por la Guepeú. Francesco Ghezzi70, flaco y orgulloso, obrero de fábrica en Moscú, el único «sindicalista» que estaba todavía libre en Rusia, nos acompañó al tren. Partimos en tercera clase, solos en nuestro vagón, con algunos rublos y diez dólares para cuatro personas. En la bella estación vacía de Niegoreloé, uniformes decorativos nos rodearon para registrarnos tan minuciosamente que nos hicieron desnudarnos y estudiaron atentamente las suelas de mis zapatos. El tren entró en el no man’s land gris de la frontera. Dejábamos tras de nosotros los campos grises, ilimitados de los koljozes; atravesábamos una especie de desierto preparado para la guerra. Teníamos la impresión de ser los únicos viajeros en aquellas soledades. ¡Gran Rusia nuestra atormentada, qué dificil es arrancarse de ti! Así terminaba yo la experiencia de 17 años de revolución victoriosa.
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9 La derrota de Occidente (1936-1941)
Después de pasar la frontera polaca1 aparecían casitas simpáticas, quioscos de periódico que exhibían las publicaciones de París, de Berlín, de Londres, de Nueva York, ferroviarios con ropas limpias, rostros distinguidos… Bajo las luces de la noche, Varsovia revelaba altas fachadas sobriamente decoradas por líneas de electricidad azul. En la Marszalkowska toda la ropa nos pareció elegante y el movimiento mismo de la calle teñido de despreocupación y de bienestar. Los almacenes, llenos de todo lo que uno pudiera soñar, contrastaban más aún con las pobres cooperativas nuestras. Todo eso nos oprimía inexpresablemente el corazón. Atravesamos la Alemania nazi sin bajar del tren; no hice sino entrever desde lo alto de un puente una plaza antaño familiar de los alrededores de la estación de Silesia, en Berlín. Alemania se mostraba muy cambiada al transeúnte: buena organización y limpieza por todas partes, una arquitectura enamorada de la intimidad y de la grandeza, jardincillos cuidados. Unos viajeros judíos a los que interrogué me dijeron que se podía vivir, pero en el miedo. Tuve la impresión de que cada uno sufría su propio destino en un vasto país donde el terror era sobre todo secreto, y por eso sabían poco sobre las entretelas del régimen, y de lo poco que sabían no se atrevían a hablar, ni siquiera con un viajero ruso. Consideraban sin embargo a la URSS como una tierra privilegiada. Nos alojamos en Bruselas en la pequeña habitación de un militante sindicalista de origen ruso encarcelado antaño en Suzdal y expulsado de la URSS, Nikolai Lazarevich2. Vivía de una pensión de desocupa391
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memorias de un revolucionario do y tomaba en la alcaldía la comida de los desocupados vendida al precio mínimo. Cuando me ofreció compartir su almuerzo, buena sopa, guisado de carne y patatas, exclamé: «¡En nuestra tierra, allá es una comida de alto funcionario del partido!». Tenía tres cuartos, poseía una bicicleta y un gramófono; ese desocupado belga vivía al nivel de un técnico bien retribuido en la URSS. En cuanto me levanté, a la mañana siguiente de nuestra llegada, exploré aquel barrio provinciano. Las casas recién pintadas conservaban allí el aspecto de las solteronas flamencas, con una arquitectura moderna preocupada del gusto individual; los adoquines cuadrados estaban recién lavados. Delante de las tiendas, nos deteníamos, mi hijo y yo, inexpresablemente conmovidos. Los pequeños escaparates rebosaban de jamones, de chocolates, de pan dulce, de arroz, de frutas inverosímiles, naranjas, mandarinas, plátanos. ¡Aquellas riquezas al alcance de la mano, al alcance del desocupado de un suburbio obrero, sin socialismo ni plan! Era crispante. Yo sabía todo aquello por anticipado, pero la realidad me impresionaba como si no hubiese sabido nada. Era como para llorar de humillación y de pena por nuestra Rusia revolucionaria. «¡Ah! ¡Si Tatiana3 viera esto! ¡Si Petka4 pudiese entrar por un minuto en esta opulenta tienda, bombones y papelerías a dos centavos, reservadas a los escolares! ¡Ah, si…!» Esas mujeres, esos escolares, esas gentes a las que nos arrancábamos penosamente hora por hora no creerían lo que veían sus ojos, ¡qué alegría estallaría en sus rostros! «Exclamarían –sugirió amargamente mi hijo–: ¡este es el socialismo real!» Teníamos afecto a una joven trabajadora de más de veinte años que no había visto nunca, hasta que le trajimos una del Torgsín, una tableta de chocolate, y que recordaba lejanamente haber probado una naranja… El 1.º de mayo, vimos irse por aquellas calles provincianas a los obreros endomingados con sus familias, muchachitas de cabellos anudados con cintas rojas, los hombres con insignias rojas en el ojal, todos los rostros llenos, las madres gordas a los treinta años, los hombres obesos hacia los cuarenta… Iban a la gran manifestación socialista y se parecían a los burgueses tales como, a través del cine, se los representaba la imaginación popular en Rusia. Pacíficos, contentos de su suerte; yo entreveía que aquellos obreros de Occidente no experimentaban ya 392
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la derrota de occidente ningunas ganas de combatir por el socialismo, ni por ninguna otra cosa, además. El centro de la ciudad, con su opulencia comercial, sus letreros luminosos, la Bolsa establecida en medio de la ciudad, provocó en mi hijo, que había entrado en sus dieciséis años de escolar soviético, asombros que mis respuestas increíbles acrecentaban. –¿Entonces ese gran edificio con esos almacenes y esas cascadas de luces sobre el techo pertenecen a un hombre… que puede hacer con él lo que quiera? ¿Ese almacén donde había zapatos para todo Orenburgo pertenece a un propietario? –Sí, hijo mío; su nombre está escrito bajo el rótulo, y ese señor tiene probablemente una fábrica, una casa de campo, varios coches… –¿Para él solo? –En última instancia sí… Aquello parecía una locura al adolescente soviético, que continuó: –¡Pero por qué vive ese hombre? ¿Cuál es la meta de su vida? –Su meta –dije– es enriquecerse y enriquecer a sus hijos… –¡Pero si ya es rico! ¿Por qué quiere enriquecerse más? En primer lugar, es injusto; y además, vivir para enriquecerse, ¡pues es una idiotez! ¿Y son todos así, todos los propietarios de estos almacenes? –Sí, hijo mío, y si te oyeran hablar, te creerían loco (un loco más bien peligroso)… No he olvidado estas conversaciones porque me enseñaban más que a mi hijo. Fui a volver a ver en Ixelles las calles de mi infancia –donde nada había cambiado, ¡nada! Volví a encontrar, en la plaza Comunal, la pastelería Timmermans y las mismas excelentes tartas de arroz espolvoreadas de azúcar, caras a mis doce años, en el mismo escaparate. El librero en cuya tienda, cuando niño, compraba historias de pieles rojas había crecido; yo lo había conocido anarquista, con una belicosa corbata a la Laval; era ahora comunistizante, con el cabello blanco, la corbata artista; obeso, naturalmente… Tantas ideas en llamas, tantas luchas, tanta sangre vertida, las guerras, las revoluciones, las guerras civiles, nuestros mártires en las cárceles –nada cambiaba en ese Occidente, y 393
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memorias de un revolucionario las buenas tartas de arroz en el escaparate del pastelero daban fe de una estupefaciente perennidad de las cosas. Los barrios bajos me hicieron reflexionar de otra manera porque ellos sí habían cambiado. La Marolle, rue Haute, rue Blaes y todas las callejuelas de miseria de las cercanías habían sido saneadas, embellecidas, enriquecidas. Aquella ciudad del pauperismo, antaño pavimentada de harapos y llena de basura, respiraba bienestar; salchichonerías magníficas, hermoso hospital completamente nuevo, las barracas remplazadas por habitaciones obreras de balcones cubiertos de flores. La obra del socialismo reformista, tan bella como en Viena. Vi allí a Vandelverde5, al que habíamos llamado «social-traidor»; regresaba de una manifestación, rodeado de algunos líderes socialistas, y un gran murmullo de afecto recorría la calle, como una aclamación a media voz: «¡El Patrón! ¡El Patrón!». Volví a verlo en su casa. Sus setenta años lo habían vuelto espeso, hablaba bajo, escuchaba ayudándose con un aparato acústico, con la cabeza agachada, la mirada muy atenta. Su barbita puntiaguda seguía siendo negra, su mirada viva y vagamente triste bajo el cristal. Me interrogó meneando la cabeza sobre las cárceles rusas, sobre Trotsky cuyo «estilo agresivo» no comprendía –¿y cómo explicárselo? Y me dijo: «Esta Bélgica feliz que ve usted es un verdadero oasis rodeado de peligros, de inmensos peligros…». Otra vez, después de la ejecución de los Dieciséis en Moscú, lo encontré espantosamente triste, todavía abrumado por lo incomprensible: «He leído las confesiones de Kaméniev; es puro delirio… ¿Cómo me explicará usted esto? Conozco a Kaméniev, ha estado aquí delante de mí, con sus cabellos blancos, su noble cabeza –no puedo admitir que lo hayan matado después de ese desbordamiento de locura…». ¿Cómo explicar semejantes crímenes a aquel anciano que encarnaba, al borde de la tumba, medio siglo de humanismo socialista? Me sentía más desconcertado aún que ante las preguntas de mi hijo. Los amigos que venían a verme de París6 me decían: «No escriba nada sobre Rusia, seria usted demasiado amargo… Estamos en los inicios de un formidable movimiento de entusiasmo popular, ¡si viera usted París, los mítines, las manifestaciones! Es el nacimiento de una esperanza sin límite, ¡estamos aliados al Partido Comunista, arrastra 394
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la derrota de occidente a masas magníficas! Rusia sigue siendo para ellas una pura estrella… Además, no le creerían…». Sólo uno, Boris Souvarine, fue de otra opinión. Decía: «¡La verdad desnuda, lo más fuertemente posible, lo más brutalmente posible! ¡Asistimos a un desbordamiento de imbecilidad peligrosa!»7. Las huelgas de mayo-junio de 1936 se desbordaron de pronto sobre Francia y Bélgica, con esa forma nueva que nadie había preconizado: la ocupación de las fábricas. En Amberes8 y en la región de Borinage, el movimiento se inició espontáneamente, a la lectura de los periódicos que anunciaban los acontecimientos de Francia. Mis amigos socialistas, algunos de los cuales pertenecían a la dirección del movimiento sindical, quedaron sorprendidos, entusiasmados y desconcertados. Léon Blum tomaba el poder9 proclamando reformas sociales en las que nadie pensaba el día anterior, las vacaciones pagadas, la nacionalización de las industrias de guerra… Un verdadero pánico se apoderó de la patronal. La Seguridad nacional belga me convocó para acusarme, según algunos periódicos, de «hacer agitación entre los mineros del Borinage». ¡Me «habían visto en Jumet»! Muy afortunadamente, yo no había salido de Bruselas y pasaba casi todas mis noches en compañía de socialistas influyentes. «La Guepeú no me olvida –dije–, sírvanse comprobarlo ustedes mismos…» Durante años, las denuncias lloverían a mi alrededor, a veces públicas, lanzadas por la prensa comunista10 que, en Bélgica, reclamó mi expulsión «en nombre del respeto al derecho de asilo», a veces secretas, misteriosamente transmitidas a las policías occidentales… El telegrama de bienvenida que Trotsky me había enviado desde Oslo se había perdido –interceptado, no se sabía cómo11. Una carta del hijo de Trotsky12 en la que me hablaba del agente provocador Sobolevicius (Senin) no me llegó nunca. En la casa que yo habitaba, el primer piso estaba alquilado por extranjeros que observaban sin disimulo mis idas y venidas. Cuando la guerra civil estalló en España, un comisario de policía se presentó en mi casa con una orden de registro para buscar, hasta en la cuna de mi hijita, armas destinadas a los republicanos. «Bien sé que no es serio –se excusaba–, pero ha sido usted denunciado.» Dos días después de mi llegada, un 395
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memorias de un revolucionario señor de tez demasiado tostada, demasiado bien vestido, demasiado afectuoso, me había abordado en un café: «¡Querido Victor Serge! ¡Qué alegría encontrarlo!». Reconocí a Basteich13, de la Federación Balcánica, y me dijo que vivía en Ginebra, e insistía para que le diera yo una cita… «Ginebra –me dije–, eso quiere decir que es un agente secreto», y no fui a la cita. Supe más tarde que me había sido enviado por la Guepeú; tomó parte en los preparativos del asesinato de Ignaz Reiss14. Detenían a todos mis parientes cercanos en Rusia, dos mujeres jóvenes y dos hombres jóvenes –todos apolíticos–, mis cuñados y cuñadas15, de los que nunca más tuve noticias; mi hermana mayor16, intelectual igualmente apolítica, desapareció también. Mi suegra, arrancada a sus hijos, fue deportada sola –no sé adónde17… En París, más tarde, conocí a una estudiante del Instituto de Estudios de Lenguas Eslavas y nos hicimos amigos. Fue a pasar unas vacaciones a Polonia con algunos profesores y otros estudiantes; denunciaron que yo la había enviado a Varsovia con no sé qué misión secreta. Poco tiempo después, invitada a Moscú, pasaba allí quince días en conversación con personajes de la Guepeú que la interrogaban sobre André Gide y sobre mí. A su regreso, me dijo: «No nos veamos más, estoy en sus manos…». En 1938 vivía yo en los suburbios de París18. Leopoldo III vino a París, acompañado de funcionarios entre los cuales algunos socialistas eran amigos míos. Una denuncia, transmitida de servicio en servicio en el último minuto, me acusó de «preparar un atentado contra el rey de los belgas»19. Uno de los jefes de la policía parisina me dijo: «Ya se imagina usted de dónde viene eso. ¡Lo fastidian a usted y se burlan de mí!». Pero una ficha que me clasificaba como «sospechoso de terrorismo» era transmitida a todas las policías de Europa, mi expediente crecía20, desconcertando a los funcionarios de la Prefectura21. De ello resultaban molestias infinitas. Entre tanto, después que elevé contra el primer proceso de Moscú mi protesta desolada, la legación soviética de Bruselas nos había retirado nuestros pasaportes. El primer secretario Antonov me informó de que quedábamos «fuera de la nacionalidad soviética»22. –¿Mi hija Jeannine, que no tiene dieciocho meses, también? –pregunté irónicamente. 396
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la derrota de occidente –Por supuesto. Antonov se negó a notificármelo por escrito. El ministro de Asuntos Exteriores de Bélgica no obtuvo de él sino una confirmación verbal –después de haber insistido mucho. La prensa comunista desencadenaba contra mí una inverosímil campaña de calumnias, dirigida por un hombre con el cual estaba yo ligado por una vieja amistad y que, como habría de saber más tarde, estaba asqueado y enfermo él mismo por ello23. Durante un tiempo fui el hombre más insultado del mundo, pues, siguiendo una directiva, esos papeles infames eran reproducidos en todas las lenguas. Algunas agencias de prensa ofrecían enviarme todos esos recortes al precio de un franco veinte el ejemplar. Los comunistas se infiltraban en la prensa y en la revistas francesas con una perfección admirable, la revista Europe, de la que era yo colaborador, estaba en cierto modo vendida a ellos24. En la Nouvelle Revue Française estaban en su casa con Malraux. El semanario de los intelectuales de izquierda, Vendredi25, financiado por industriales que hacían buenos negocios en Rusia, estaba «en la línea». Tuve que cesar una colaboración iniciada en Le Populaire26, dirigido por Léon Blum, en vista de ciertas presiones en el seno de la redacción. Las ediciones Rieder, que habían publicado mis novelas, no las ponían ya en los escaparates y las suprimían de sus catálogos. Me encontré casi completamente boicoteado, sin posibilidad de vivir de mi pluma. No tuve más tribuna que la del diario socialista de Lieja, La Wallonie27, y en las publicaciones de tirada restringida de extrema izquierda28. Decidí volver a uno de los oficios de mi juventud, el de corrector de imprenta29. Tampoco fue fácil, pues no podía trabajar en los talleres donde había comunistas. Por suerte, el sindicato escapaba a su influencia. Trabajé en las imprentas del Croissant; me gustaban sus viejas construcciones del siglo pasado, el ruido de máquinas, el olor de tinta y de polvo, los alrededores: cantinas, pequeños hoteles que albergaban amores de proletarios y mujeres fáciles, casas del viejo París, el pequeño restaurante donde mataron a Jaurès30. Unos ciclistas esperaban la última edición tomando un trago. Hacia el final del «servicio», los rostros se distendían, las bromas tradicionales se disparaban alrededor de la platina. Corregí hojas reaccionarias. Corregí también hojas de izquierda 397
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memorias de un revolucionario que me boicoteaban en cuanto escritor, como Messidor, semanario de la CGT, nominalmente dirigido por Jouhaux31, efectivamente dirigido por hombres que iban a tomar sus consignas a Moscú y con agentes discretos o secretos. Publiqué mis libros, un ensayo sobre Rusia, Destin d’une Révolution32 [Destino de una revolución] y una novela, S’il est minuit dans le siècle33 [Si es medianoche en el siglo], en la casa Bernard Grasset. Grasset34 era más bien un reaccionario, pero de espíritu libre, rodeado de colaboradores que, como él, amaban el libro, cualquiera que fuese, con tal de que fuese bueno. Se sentía, en aquella casa de escritores, lejos de las grandes fábricas. Pero una obra conservaba allí toda su personalidad, nunca pedían los editores al autor que modificase una sola línea. Se puso de moda en Francia una expresión para caracterizar el sentimiento de fuerza y de confianza en el porvenir que hacía nacer el Frente Popular: una «euforia», decían. Trotsky me escribía desde Noruega que eso llevaba a desastres, y yo me equivocaba al creer que se equivocaba: veía con justeza y lejos en aquel momento35. Viví durante un tiempo entre amigos de Léon Blum: la alta inteligencia, la integridad, la nobleza auténtica, la popularidad afectuosa de Blum le daban una aureola tan extraordinaria que se temía, entre sus allegados, que fuese asesinado por gentes de derecha. «Sería preciso –decía yo– que fuese también un hombre de fuerza, mucho menos un gran parlamentario y mucho más un conductor de masas combativas…» Me aseguraban que lo era. Se negaba sin embargo a utilizar fondos secretos para dirigir a la prensa y sostener su propio partido; seguí de bastante cerca una negociación edificante entre su jefe de oficina de prensa y un gran diario influido por Mussolini36, que pedía simplemente dinero para hacerse favorable al Frente Popular –y que acabó por conseguirlo… Me preguntaba si el empleo tradicional de los fondos secretos no hubiese salvado a Salengro37, ministro socialista del Interior, a quien la calumnia de los periódicos reaccionarios orilló al suicidio. (¡Tampoco ese era un duro!) Cuando las exequias de Salengro, el gran diario al que hago alusión había «cobrado»: hizo de esas exequias una reseña lírica38… El complot de las derechas39 se desarrollaba a la luz del día; 398
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la derrota de occidente los comunistas manipulaban el Partido Socialista en el interior como en el exterior, prometían a Blum el «apoyo sin eclipse» y dirigían contra él campañas de descrédito. Ni Blum ni el viejo Bracke40, asombroso de energía a los setenta años, con su perfil nietzscheano y sus gafas belicosas, veían que la doctrina de la unidad socialista no es ya sino un engaño cuando se trata de la unidad con un partido obrero totalitario dirigido y financiado desde el extranjero por un gobierno absoluto. Varias veces, nos pareció que esa unidad engañosa iba a realizarse, abriendo la puerta a los crímenes y a las aventuras. Yo no compartía la opinión de algunos militantes de extrema izquierda, que pensaban que en junio de 1936 se había dejado escapar, por falta de decisión, una revolución41. Consideraba las huelgas victoriosas como signo de la salud recobrada de la clase obrera francesa, debilitada por las sangrías de la guerra y en camino de lograr la recuperación de sus fuerzas. Sostenía que necesitaba todavía algunos años para llegar a una nueva madurez cuando hubieran pasado más de veinte años desde las hecatombes. Por la misma razón, tenía una confianza profunda en el movimiento obrero de España; no habiendo hecho la guerra, la España popular vivía en un justo sentimiento de fuerza pletórica. Y la euforia fue bruscamente interrumpida por dos acontecimientos históricamente conectados. El 18 de julio de 1936 estallaba la sedición militar en España42, tan claramente anunciada en la tribuna de las cortes por mi camarada Joaquín Maurín43. En la URSS entera al mismo tiempo tenían lugar detenciones –publicadas– de funcionarios comunistas conocidos. Trotsky me enviaba un recorte infame del Pravda que anunciaba que «los monstruos, enemigos del pueblo, serían anonadados con mano firme». «Temo –me escribía el viejo– que sea el preludio de una matanza…»44 Desde hacía largos meses, años tal vez, no recibía ya noticias directas de Rusia y las que yo le daba lo trastornaban. Empecé a temblar por todos aquellos que había dejado detrás de mí allá. Y el 14 de agosto fue –como un trueno– el anuncio del proceso de los Dieciséis, terminado el 25 –en once días– con la ejecución de Zinoviev, Kaméniev, Iván Smirnov y todos sus coacusados45. Me daba cuenta, lo escribí en seguida, de que era el comienzo de la exterminación de toda la vieja generación 399
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memorias de un revolucionario revolucionaria. Imposible asesinar a estos y dejar vivir a los otros, sus hermanos, testigos impotentes pero testigos que comprendían todo a fondo. ¿Por qué esa matanza?, me preguntaba yo en La Révolution Prolétarienne46, y no encontraba otra explicación sino la voluntad de suprimir a los equipos de reserva del poder en la víspera de una guerra considerada como inminente. Stalin, estoy persuadido de ello, no había premeditado estrictamente los procesos, pero vio en la guerra civil de España el comienzo de la guerra europea. Tengo el sentimiento de ser la prueba viva de la no-premeditación del primer proceso –y también de la falsedad delirante de las acusaciones formuladas en todos los procesos. Yo había salido de la URSS a mediados de abril, en un momento en que casi todos los acusados estaban ya en la cárcel. Había colaborado con Zinoviev y con Trotsky, conocía de cerca a varias decenas de aquellos que iban a desaparecer fusilados, había sido uno de los dirigentes de la Oposición de izquierda en Leningrado, uno de sus portavoces en el extranjero, nunca había abjurado… ¿Me habrían dejado salir de Rusia, con mi pluma y mis firmes convicciones de testigo irrefutablemente informado, si los procesos de exterminación hubieran estado ya planeados? Que, por otra parte, ninguna acusación insensata haya sido formulada contra mí durante los procesos basta para mostrar que sólo se mentía respecto de aquellos que no tenían ningún medio de defensa. El caso de Trotsky es diferente: era la cabeza más alta, a la que había que abatir a cualquier precio. Fundamos en París, con el poeta surrealista André Breton, el pacifista Félicien Challaye, el poeta Marcel Martinet, algunos socialistas como Magdeleine Paz y André Philip, escritores como Henry Poulaille y Jean Galtier-Boissiére, militantes obreros como Pierre Monatte, Alfred Rosmer, publicistas de izquierda, tales como Georges Pioch, Maurice Wullens, Emery, los historiadores Georges Michon y Dommanget, un «Comité para la investigación sobre los procesos de Moscú47 y para la defensa de la libertad de opinión en la revolución». Logré que aceptarán este largo título sosteniendo, desde el verano de 1936, que tendríamos que defender también, en el seno de la Revolución española, a hombres de los que el totalitarismo ruso intentaría deshacerse en Ma400
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la derrota de occidente drid y Barcelona por los mismos medios de la impostura y el asesinato. Nos reuníamos en la parte de atrás de cafés, en la Place de la République y luego en el Odéon. Estábamos absolutamente sin dinero, y la prensa del Frente Popular nos estaba cerrada. Le Populaire publicó de los procesos únicamente reseñas reducidas al mínimo y nunca publicó nuestros documentos. Fue verdaderamente, durante años, la lucha de un puñado de conciencias contra la asfixia completa de la verdad, en presencia de crímenes que decapitaban a la URSS y prepararon pronto la derrota de la República española. A menudo teníamos la impresión de gritar en el desierto. La formación en Estados Unidos de la Comisión John Dewey-Suzanne La Follette-Otto Ruhle48, para la investigación, nos devolvió el valor. (Y ahora al escribir estas líneas me entero del misterioso asesinato, en Nueva York, de uno de los grandes idealistas que colaboraron con esa comisión, el viejo libertario italiano Carlo Tresca49…) La enormidad del infundio más impúdico que pueda imaginarse estallaba ante nuestros ojos de testigos más o menos amordazados. Leía yo en el Pravda las reseñas –todas truncas– de los procesos. Anoté por centenares las inverosimilitudes, los contrasentidos, las distorsiones groseras de hechos, las afirmaciones sencillamente insensatas. Pero ese delirio era también un diluvio. Apenas había analizado una cascada de imposturas flagrantes cuando otra cascada más violenta se llevaba el trabajo inútil de la víspera. Aquello desbordaba que hubiese posibilidad de fijar un punto. El Intelligence Service se mezclaba con la Gestapo, los accidentes de ferrocarriles se convertían en crímenes políticos, Japón entraba en escena, la gran hambre de la colectivización había sido organizada por los «trotskistas» (¡todos encarcelados en aquella época!). Una multitud de acusados cuyo proceso era esperado desaparecían para siempre en las tinieblas, las ejecuciones se sucedían por millares sin proceso de ninguna clase –y había en todos los países civilizados juristas instruidos y «avanzados» para estimar que aquellos procedimientos eran regulares y convincentes. Aquello se convertía en una lamentable quiebra de la conciencia moderna. La Liga francesa de los Derechos del Hombre, encontró un jurista de esta clase50 en su seno. El comité de la Liga se dividía en mayoría hostil 401
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memorias de un revolucionario a toda investigación y en minoría asqueada –y la minoría se iba. El argumento común se reducía a esto: «Rusia es nuestra aliada…». Era estúpido: una alianza de Estados que se convierte en una esclavización política y moral tiene algo de suicidio; pero la cosa era fuerte. Tuve con el presidente de la Liga de los Derechos del Hombre, Victor Basch51, uno de los hombres valerosos de los tiempos de las luchas contra el estado mayor (el asunto Dreyfus), una conversación de varias horas, al final de la cual, anonadado de tristeza, me prometió la reunión de una comisión –que no se reunió nunca. Publiqué sin medios ni apoyo análisis irreprochables de los tres grandes procesos de impostura52. Los acontecimientos confirmaron cada línea de ellos, hasta «detalles» como estos: anuncié que Radek53, condenado a diez años de cárcel, no sobreviviría mucho tiempo: fue asesinado en la cárcel. Necesitaría cien páginas para volver aquí a ese tema; sólo puedo indicar sus líneas esenciales. Conociendo a los hombres y a Rusia, debo repetir que los viejos bolcheviques estaban impregnados de un fanatismo de partido tal, de un patriotismo soviético tal que los hacía capaces de aceptar los peores suplicios, incapaces por eso mismo de una traición. Sus confesiones mismas prueban así su inocencia. El Estado totalitario reposaba sobre un sistema de vigilancia y de espionaje interior tan perfecto que toda conspiración era en él imposible. Pero el viejo partido entero execraba al régimen y al jefe, vivía en la espera de catástrofes –que llegaron– y esto se traducía por muchas conversaciones íntimas y por un estado de espíritu general de oposición al jefe, a despecho de los actos de sumisión y de adoración que el jefe imponía sin descanso. La inmensa mayoría de los bolcheviques, por lo demás, se dejaron fusilar en la noche sin prestarse al juego abominable de las confesiones de complacencia política. Algunos marcharon hasta la tumba triturando su conciencia misma para servir una vez más al partido. Con una o dos excepciones, todos los que se declararon «trotskistas» no lo eran, no lo habían sido nunca, estaban incluso bastante profundamente en desacuerdo con Trotsky y sus polémicas contra él duraron años. Si hubo tramas de conspiración en algunos lugares, fueron urdidas por la Guepeú misma, que había aprovechado este 402
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la derrota de occidente procedimiento de provocación para liquidar a los últimos Blancos (monárquicos), liquidar a los mencheviques del Cáucaso, liquidar finalmente, como ya relaté, a nuestras organizaciones de oposición. Si diplomáticos, ingenieros, militares, periodistas, agentes secretos tuvieron contactos con el extranjero, fue siempre siguiendo instrucciones y bajo un control continuo; después hicieron de ello un crimen suyo. Conozco personalmente varios casos de este tipo. Una horrible lógica presidió la hecatombe. El poder pretendía suprimir los equipos de reserva en la víspera de la guerra y castigar a unos chivos expiatorios para encontrar responsables del hambre, de la desorganización de los transportes, de la miseria de las que él mismo era responsable. Una vez asesinados los primeros bolcheviques, era necesario evidentemente asesinar a todos los demás, convertidos en testigos incapaces de perdonar. Fue necesario también, después de los primeros procesos, suprimir a aquellos que los habían montado y que conocían sus entretelas, a fin de que la leyenda forjada se hiciese creíble. El mecanismo de la exterminación era tan simple que podía preverse su marcha. Anuncié, con meses de anticipación, el fin de Rykov54, de Bujarin55, de Krestinski56, de Smilga57, de Racovski58, de Bubnov59… Cuando Antonov-Ovseienko60, el revolucionario que en 1917 había efectuado el asalto al Palacio de Invierno, el desdichado que acababa de mandar asesinar en Barcelona a mi amigo Andrés Nin61 y al filósofo anarquista Camillo Berneri62, fue llamado de su puesto en España para tomar posesión del de Comisario del Pueblo para la Justicia, que había dejado vacante Krylenko63, al desaparecer en las tinieblas, anuncié que estaba perdido –y lo estaba. Cuando Iagoda64, jefe de la Guepeú, organizador del proceso de Zinoviev, fue nombrado comisario del Pueblo para Correos y Telégrafos, anuncié que estaba perdido; y lo estaba… Prever no servía absolutamente de nada. La espantosa máquina continuaba su marcha, los intelectuales y los políticos nos volvían la espalda, la opinión de izquierda estaba muda y ciega. Un obrero comunista me gritaba desde el fondo de una sala de reunión: «¡Traidor! ¡Fascista! ¡No impedirá usted que la URSS siga siendo la patria de los oprimidos!». Hablaba en todos los lugares donde me era posible, en secciones socialistas, en asambleas sindicales, en la Liga de los Derechos del Hombre, 403
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memorias de un revolucionario en logias masónicas, en las veladas del grupo Esprit. Conseguía fácilmente la convicción, nunca encontraba contradicciones, me enfrentaba a menudo a la injuria y a la amenaza. Jefes de la policía parisina me aconsejaban que cambiase de alojamiento, que tomase precauciones… (No hacía nada de eso, por falta de dinero.) En todas partes, hombres de buena fe, turbados hasta el fondo del alma, me preguntaban: «Pero explíquenos el misterio de las confesiones», y cuando les daba la triple explicación rusa, por la selección de los acusados, la devoción al partido, el terror, meneaban la cabeza, invocando «la conciencia individual que…». No podían comprender que las revoluciones y los regímenes totalitarios forman otra conciencia individual y que estamos en la edad del trastorno de la conciencia humana. Les gritaba a veces, exasperado a mi vez: «Explíquenme ustedes la conciencia de los grandes intelectuales y de los jefes de partido occidentales que se tragan todo eso, la sangre, el absurdo, el culto al jefe, una constitución democrática cuyos autores son fusilados inmediatamente». Romain Rolland había tomado conmigo, en otro tiempo, el compromiso65 de intervenir si la pena de muerte fuese de temerse. Le escribí: «Hoy se abre en Moscú un proceso… Basta de sangre, basta de sangre sobre esa pobre revolución asesinada… Usted es el único que goza en la URSS de una autoridad moral que le permite intervenir y lo obliga a intervenir…»66. Romain Rolland guardó silencio y siguieron trece ejecuciones. Georges Duhamel me decía: «Comprendo esos dramas. Una experiencia personal sobre la que tengo que guardar silencio me ha iluminado… Pero siento que no puedo hacer nada, nada…»67. Rodeado de sus hijos mayores destinados a la guerra, vivía en su apacible gabinete de trabajo de la rue de Liége a solas frente a la visión de un final de civilización. «Soy un burgués, Serge, este mundo me es caro, pues de todos modos ha hecho mucho por el hombre, me parece que todo va a desmoronarse…» Henri Sellier 68, ministro socialista de Higiene, gran constructor de habitaciones obreras, me explicaba que la salvación del Frente Popular exigía tener miramientos con los comunistas. En la revista Esprit 69, encontré a católicos de izquierda que eran auténticos cristianos y bellas inteligencias honestas, como Jacques Lefrancq y 404
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la derrota de occidente Emmanuel Mounier70. Tenían claramente conciencia de vivir un fin de época, tenían horror de la mentira y de la sangre vertida bajo la mentira, y lo dijeron con fuerza. Yo me sentía en el mismo terreno que ellos en cuanto a la simple doctrina del «respeto de la persona humana». ¿Y qué doctrina sería más saludable en un tiempo en que la civilización se quiebra como las rocas bajo una erupción volcánica? En vísperas de su viaje a Rusia, yo había dirigido a André Gide71 una carta abierta en la que le decía: Hacemos frente contra el fascismo. ¿Cómo cerrarle el camino con tantos campos de concentración detrás de nosotros?… Déjeme decirle que no se puede servir a la clase obrera y a la URSS sino con toda lucidez. Déjeme pedirle, en nombre de aquellos que, allá, tienen todas las valentías, que tengan la valentía de esa lucidez.
Nos encontramos varias veces72 en Bruselas y en París. De bastante más de sesenta años, seguía siendo asombrosamente joven de porte y de pensamiento. Su rostro lampiño de gran frente despejada era severo, como modelado por un incesante esfuerzo interior. Revelaba en seguida una gran timidez superada por una firmeza escrupulosa. Le vi sopesar, lleno de dudas, cada palabra de sus notas sobre la URSS, pero la duda se refería al acto de publicar, el espíritu no dudaba, condenaba con esperanza de todos modos. Su manuscrito, confiado al impresor con el compromiso de guardar el secreto, fue sin embargo leído por Ehrenburg73: «Esas gentes tienen medios…». Unos milicianos del frente de Madrid –¿informados de qué manera?– telegrafiaban a Gide conjurándolo a no publicar un libro que pudiera ser «un golpe mortal» para ellos… Gide despreciaba la maniobra, pero los milicianos de Madrid le eran infinitamente cercanos. El tono de su palabra es de una tristeza que confina con lo absoluto. «Pensaba hacer mucho en Moscú, por muchas víctimas… Vi en seguida que no había absolutamente nada que hacer… Me colmaron de banquetes –¡como si fuese allí para asistir a banquetes!… Dos veces Bujarin intentó acercárseme y se lo impidieron… Sin embargo no quiero que haya la menor nota de pesimismo en mi libro… ¡Qué cascada de injurias voy a recibir! 405
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memorias de un revolucionario ¡Y habrá milicianos de España que me creerán realmente un traidor!» Sobreentendida, en todas sus expresiones, la angustia del «¿cómo servir todavía?». Lo que yo esperaba sucedió… En marzo de 1937 –¡esta fecha tiene su importancia!–, visitando una casa amiga en Bruselas, encontré una mujer joven de ojos agrandados por el terror. «Tengo miedo de creer lo que acabo de oír –me dijo–. Un comunista influyente, llegado de España, ha venido a ver a mi marido. Le he oído decir que se preparan en Barcelona para liquidar a algunos millares de anarquistas y de militantes del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista74) y que la cosa va muy bien…» Advertí en seguida a los camaradas del POUM. Partido minoritario de revolucionarios intransigentes, tenían en el frente una división de voluntarios, contaban con unos cuarenta mil miembros. Sus líderes, Maurín (desaparecido en territorio franquista), Juan Andrade, Andrés Nin, Julián Gorkin, Gironella, Jordi Arquer, Rovira, habían salido todos de las oposiciones comunistas y se pronunciaban, con extrema moderación, pero claramente, sobre los procesos de Moscú. Graves desacuerdos los separaban de Trotsky pero le conservaban una admiración fraternal. Publicaban mis artículos y mi folleto Dieciséis fusilados. Conocían a fondo los métodos del Komintern y defenderían sin desfallecimiento la democracia obrera. Sin aplastarlos, el Partido Comunista no podría imponer su hegemonía a la República española. Julián Gorkin pasó por Bruselas y fuimos a ver juntos a los dirigentes de la Internacional Obrera Socialista, Fritz Adler75 y Oscar Pollack76. Adler acababa de publicar sobre los «procesos de brujería» de Moscú un panfleto doloroso y sensato77. Era el desaliento mismo. Pollack nos contestó: «¿Qué quieren ustedes que hagamos? ¡Los rusos son amos de la situación puesto que envían armas a España!». En abril seguí, día tras día, desde París, la preparación de las sangrientas jornadas de mayo de Barcelona. Prodigaba mis advertencias inútiles en la prensa socialista de izquierda, hasta en Estados Unidos… Fuerzas superiormente armadas que hubieran podido tomar Zaragoza se quedaban en Barcelona para fines oscuros –y Cataluña no recibía de Rusia las armas prometidas. Si Franco la hubiera atacado ya en la primavera de 1937, probablemente la hu406
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la derrota de occidente biera reducido. La provocación comunista operó en la hora fijada, el 4 de mayo. Combate callejero. Antes que abrir una guerra civil en la retaguardia, la Confederación Nacional del Trabajo se somete. Pasan algunos días y el POUM es puesto fuera de la ley, sus dirigentes son detenidos, llevados a destinos desconocidos, no por la policía regular de la República, sino por la policía del Partido Comunista. Yo sabía que si Andrés Nin caía en manos de los rusos, no saldría vivo, él que conocía tan bien Moscú. Intrépido, optimista, físicamente diminuido por la enfermedad, no se ocultó. Inmediatamente, nuestro Comité parisino envió una delegación a la legación de España (Magdeleine Paz, Félicien Challaye, Georges Pioch) y recibió una respuesta glacial. Un secretario de embajada le prometió garantías de justicia para todos los encarcelados, pero añadió, con un pequeño gesto desesperado: «En cuanto a Nin… –¿En cuanto a Nin, qué? –Nada, nada no sé nada, no puedo decir nada…». El gran aviador Édouard Serre, director de Air France y socialista convencido, que hacía servicios importantes a la República y a los rusos, fue a ver al embajador soviético en París, Suritz, o Potiemkin, ya no sé78, y le pidió que salvara a Nin, cuya muerte tendría un eco infinitamente molesto para la causa de España. «Le agradezco su gestión –dijo el embajador–. Redacte en seguida un breve informe, lo transmitiré.» Serre nos dio cuenta de esto. Era demasiado tarde. Nuestras delegaciones enviadas a España encontraron difícilmente el rastro de Nin –hasta una frontera negra donde se perdía. Encerrado en una villa aislada de los alrededores de Madrid, en Alcalá de Henares, cerca de un aeródromo ocupado por la aviación soviética, Nin, secuestrado por hombres en uniforme, desaparecía para siempre en tinieblas absolutas79. Un director de la Seguridad madrileña, socialista, y un juez de instrucción abrieron una investigación que puso de inmediato en tela de juicio a altos funcionarios comunistas. El director de la Seguridad, Gabriel Morón, tuvo que dimitir, el juez de instrucción acabó por darse a la fuga. Largo Caballero80, jefe del gobierno, dimitía también, cediendo el poder a Negrín. Nos enterábamos de que el viejo Largo Caballero se había negado a poner fuera de la ley a un partido obrero y que la presión comunista imponía la 407
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memorias de un revolucionario formación de un gobierno más dócil. Tuvimos un solo grito: «¡La República española está perdida!». Imposible vencer al fascismo, en efecto, instituyendo en el interior un régimen de campos de concentración y de asesinatos contra los antifascistas más enérgicos y más seguros, y perdiendo así el prestigio moral de la democracia. El ingeniero socialista ruso Marc Rhein81, hijo del líder menchevique Abrámovich, secuestrado en el hotel, en Barcelona, había precedido a Nin en la misma tumba misteriosa. El socialista austriaco Kurt Landau82 lo siguió. Erwin Wolf 83, estudiante checo-alemán de origen burgués, que había sido en Oslo secretario de Trotsky, vino a verme a Bruselas y me dijo que no podía vivir en paz, prosiguiendo sus estudios marxistas, mientras una revolución luchaba por vivir. Se iba a España. «Va usted –le contesté– hacia un asesinato seguro.» Pero tenía toda la confianza combativa de la juventud. Gran frente, rasgos finos, una seriedad de joven teórico, un pensamiento lineal, esquemático y acerado… Acababa de casarse con una joven noruega, la hija del socialista Knudsen84. Feliz y seguro de sí mismo. En Barcelona, lo detuvieron naturalmente. Los consulados de Checoslovaquia y de Noruega se ocuparon de él y volvieron a soltarlo. Secuestrado algunos días después, desapareció –para siempre. Todos estos crímenes se rodeaban de espesas nubes asfixiantes esparcidas por la prensa comunista. El POUM, los desaparecidos, los asesinados, los fusilados, como Mena85, los revolucionarios encerrados eran denunciados sin cesar como «trotskistas, espías, agentes de Franco-Hitler-Mussolini, enemigos del pueblo», en el puro estilo de los procesos de Moscú. Este delirio organizado en clamor ininterrumpido por los periódicos, la radio, los mítines, el libro incluso, estaba exactamente al nivel, por su naturaleza psicológica, de la agitación nazi contra «la plutocracia judeo-masónica, el marxismo, el bolchevismo» y –a veces– «¡los jesuitas!». Asistíamos al nacimiento de psicosis colectivas como las que conoció la Edad Media; y a la formación de una técnica de estrangulamiento del sentido crítico tan laboriosamente adquirido por la inteligencia moderna. Hay por alguna parte en Mein Kampf 86 veinte líneas de un perfecto cinismo sobre la utilidad de la calumnia empleada con fuerza. Los nuevos métodos totalitarios de dominación 408
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la derrota de occidente del espíritu de las masas adoptan los procedimientos de la gran publicidad comercial añadiéndole, sobre un fondo irracional, una violencia frenética. El desafio a la inteligencia la humilla y prefigura su derrota. La afirmación enorme e inesperada sorprende al hombre medio, que no concibe que se pueda mentir de esa manera. La brutalidad lo intimida y rescata en cierto modo la impostura; el hombre medio, desfalleciendo bajo ese choque, siente la tentación de decirse que después de todo ese frenesí debe tener una justificación interior que rebasa su entendimiento. El éxito de estas técnicas no es posible evidentemente sino en épocas perturbadas y a condición de que las minorías valerosas que encarnan el sentido crítico estén bien amordazadas o reducidas a la impotencia por la razón de Estado y la falta de recursos materiales. En ningún caso se trata de convencer; se trata en definitiva de matar. Uno de los fines perseguidos por el desencadenamiento de disparates de los procesos de Moscú, fue hacer imposible la discusión entre comunistas oficiales y comunistas de oposición. El totalitarismo no tiene enemigo más peligroso que el sentido crítico; se dedica encarnizadamente a exterminarlo. Los clamores ahogan la objeción razonable y, si persiste, un ataúd se lleva al objetor a la morgue. He hecho frente a atacantes en reuniones públicas. Les ofrecía contestar a todas sus preguntas. Ráfagas de injurias, lanzadas a voz en grito, se esforzaban por cubrir mi voz. Mis libros, completamente documentados, escritos con la única pasión de la verdad, han sido traducidos en Polonia, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Argentina, en Chile, en España87: nunca, en ninguna parte, han impugnado una sola línea, nunca me han opuesto un argumento. Nada más que la injuria, la denuncia y la amenaza. En París como en México, hubo momentos en que, en algunos cafés, se hablaba corrientemente de mi próximo asesinato. Tal vez es necesario, para el lector no iniciado en esos dramas históricos, insistir en un ejemplo. Andrés Nin88 había pasado su juventud en Rusia: comunista devoto y luego militante de la Oposición de izquierda. De regreso en España, había pasado por la experiencia de las cárceles de la república reaccionaria, traducido a Dostoievski y a Pilniak, polemizado contra los fascizantes, participado en la fundación de un partido revolucionario marxista. La Revolución de julio de 1936 409
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memorias de un revolucionario había hecho de él un consejero para la Justicia de la Generalitat de Cataluña. En esa función había creado los tribunales populares, había puesto fin al terrorismo de los irresponsables, había establecido una legislación nueva del matrimonio. Era un socialista erudito y un intelectual de gran clase, estimado por todos aquellos que lo conocían, ligado por la amistad al jefe de gobierno catalán Companys89. Sin ninguna vergüenza, los comunistas lo denuncian como «agente de FrancoHitler-Mussolini», se niegan a firmar el «pacto contra la calumnia» que les ofrecen los otros partidos; se retiran de una conferencia donde los otros partidos les piden con calma que aporten pruebas; en su propia prensa, invocan sin cesar los procesos de Moscú durante los cuales, por lo demás, el nombre de Nin nunca fue pronunciado. La justa popularidad de Nin crece de todos modos; no queda más que matarlo. Logramos desencadenar en favor de los perseguidos de España un movimiento de solidaridad internacional. El Independent Labour Party británico, con Fenner Brockway, Maxton, MacGovern, MacNair, y el Partido Socialista-Revolucionario de Holanda, con Sneevliet90, nos prestaron una ayuda infatigable. En Francia, la izquierda revolucionaria del Partido Socialista, con Marceau Pivert, Collinet, Édouard Serre, Paul Schmierer91, fue muy activa. La conciencia velaba únicamente en los partidos minoritarios de izquierda y entre hombres aislados. La «gran política», que no era a menudo sino una política ciega y baja, paralizaba a las grandes organizaciones. Redactor en Le Populaire, Rossi92, el historiador del fascismo, exclamó: «¡La conciencia de las masas, viejo, eso ya no existe! Un Marcel Cachin puede tranquilamente multiplicar las bajezas, proporcionar fondos93 a Mussolini en 1915, denigrar a Lenin en 1917, lanzar incienso a Lenin en 1920, lamentarse sin cesar en privado de los métodos de Moscú, aprobar en voz alta todos los fusilamientos de allá, tratar ayer a Léon Blum de social-fascista, ofrecerle hoy su amistad, y los suburbios rojos lo idolatran. ¡Estamos jodidos con nuestro idealismo de otro tiempo!». Era para explicarme que sería muy difícil hacer publicar en el diario socialista una noticia sobre el proceso del POUM… Maxton, del ILP, Sneevliet, del PSR de Holanda, dirigieron nuestras delegaciones en España. Dábamos instrucciones a nuestros dele410
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la derrota de occidente gados. «No crean a nadie sobre palabra. Si les muestran a un hombre en un patio de la cárcel diciendo que es Nin, exijan hablar con él y tocarlo. Si les dicen que la cárcel de Gorkin es un sanatorio, exijan ir allá –¡el mismo día! Si les traen una carreta de “pruebas”, exijan el peritaje de una sola hoja, pero de inmediato.» Acosaron a los ministros de la República con preguntas y protestas. Fueron a llamar a las puertas de las cárceles secretas del Partido Comunista. El imperturbable Maxton, rostro anguloso, firme mirada gris, con la pipa en los labios, escuchaba a los ministros españoles Irujo y Zugazagoitia94 –honestos republicanos que hicieron lo posible por salvar a las víctimas– contestarle: «Esas cosas abominables se hacen a nuestro pesar. ¿Creen ustedes que nosotros mismos estamos seguros? Y no olviden que los rusos nos dan armas». Veinte veces esperamos el anuncio de la ejecución sumaria de los miembros del Comité Ejecutivo del POUM en alguna prisión comunista. Nuestra campaña les salvaba la vida. Su proceso95, en el momento en que la República agonizaba ya, fue un verdadero triunfo moral. ¡Negra primavera de 1937! Apenas terminados los motines de Barcelona, apenas enterrados o misteriosamente incinerados los asesinados, cuando, según mis fáciles previsiones, el drama ruso96 esparcía de nuevo por el mundo una especie de estupor. La matanza continua de una generación revolucionaria entera no conmovía a fin de cuentas a nadie. Los reaccionarios se sentían más bien satisfechos de ver a una revolución victoriosa deshonrarse exterminando a sus mejores hombres. Una revista fascista de Italia97 escribía que el bolchevismo mismo había llegado a fundar un Estado de tipo fascista… Los adversarios socialistas del bolchevismo, indignados sin duda, subrayaban que era la marcha ineluctable de la historia… La exterminación del gran estado mayor soviético –el mariscal Tujachevski98 y sus compañeros de infortunio– tuvo una profunda resonancia. «¡Piense nada más! –me decía un periodista francés–: ¡todos los generales del universo están impresionados! ¡Fusilar a mariscales! ¡Eso no se hace!» Se comprendía también que la decapitación del mando del Ejército Rojo en el ambiente de una preguerra europea podía tener consecuencias graves. La lógica de los acontecimientos no tenía nada de misterioso: imposible 411
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memorias de un revolucionario destruir los cuadros del régimen revolucionario sin tocar los del ejército; el ejército lo sentía bien y tal vez sus viejos jefes hubiesen querido parar el golpe… Los jefes del Ejército Rojo son ejecutados en las tinieblas el 11 de junio99. Apenas había desaparecido de las primeras páginas de los periódicos el asunto Tujachevski cuando leía yo el relato del crimen de Bagnoles-de-l’Orne: dos hombres apuñalados en su automóvil en una carretera verde de Normandía. Y reconocía de inmediato a uno de ellos, un gran camarada, el antifascista italiano Carlo Rosselli100, redactor de Giustizia e Libertà. Nos habíamos encontrado poco tiempo antes. Bien construido, en la plenitud de la edad, con el rostro pleno, la tez sanguínea, los cabellos castaño claro, la mirada azul, abierto, de palabra atenta, me decía suavemente: «Sabe usted, en el fondo no soy más que un liberal…», y hablábamos de las implicaciones internacionales de la guerra de España que él conocía a fondo… Carlo Rosselli regresaba de las trincheras de Huesca. No dudaba que esa guerra civil sería el comienzo de la guerra europea. Estaba lleno de esperanza y de grandes proyectos. Como en el caso de Matteoti101, la orden de matarlo debió ser dada por Mussolini mismo. Con él cayó su hermano, el historiador Nello Rosselli, al que habían dejado salir de Italia –¡de vacaciones!– para deshacerse así de él. Mussolini era en aquel tiempo, para la gente conformista de los dos mundos, el «dictador ilustrado de la civilización latina»… Nos sentíamos apuñalados por los dos lados. En Rusia, desaparecían escritores, empezando por uno de los más grandes: Boris Pilniak102 (los Pen Clubs guardaban un silencio prudente…), los «jueces de Tujachevski» (probablemente ejecutado sin sombra de juicio) desaparecían, los almirantes y constructores de la aviación seguían hacia la tumba a los generales y a los creadores de las industrias de guerra. Descifrar sin descanso esas tragedias era para mí una pesadilla continua. Septiembre de 1937… Yo había hecho amistad con Henk Sneevliet. Habíamos hablado juntos, el año precedente, en reuniones nocturnas de Amsterdam y de Rotterdam, a proletarios admirablemente inteligentes, de la solidaridad con los republicanos de España. Yo conocía la alta calidad humana de su partido. Me informó de que un 412
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la derrota de occidente dirigente de los servicios secretos de la Guepeú, que residía en Holanda, trastornado por el proceso de Zinoviev, pasaba a la oposición: Ignaz Reiss. Nos advertía de que estábamos todos en peligro y decía que quería vernos103*. Reiss se escondía ahora en Suiza. Concertamos una cita con él en Reims, el 5 de septiembre de 1937. Lo esperamos en el restaurante de la estación, luego en el correo. No apareció. Intrigados, erramos por la ciudad, admirando la catedral herida por los bombardeos, bebiendo champaña en pequeños cafés, intercambiando confidencias de hombres entristecidos por demasiadas experiencias amargas… Los dos hijos de Sneevliet se habían suicidado –el segundo por la desesperación de que no pudiesen hacer casi nada por sostener a los refugiados antinazis de Amsterdam e impedir que los rechazaran a la frontera. Varios jóvenes de su partido acababan de perecer en España. ¿De qué serviría su sacrificio? Deportado en otra época a las Indias neerlandesas, Sneevliet había fundado allí un partido del pueblo104; sus amigos de juventud estaban encarcelados a perpetuidad en un presidio, y las gestiones que hacía por ellos no llegaban a nada. En su propio país las fuerzas fascizantes crecían a ojos vistas, aunque tuviesen en su contra al grueso de la población… Sneevliet sentía venir la guerra en la que Holanda y su proletariado y su alta cultura serían inevitablemente triturados –al comienzo, para resurgir sin duda, ¿pero, cuándo, cómo? «¿Es preciso que pasemos por baños de sangre y por la noche completa? ¿Qué hacer?» Todo eso lo envejecía un poco, dando a su rostro de líneas apretadas una expresión malhumorada –pero nunca se desalentaba. «Es extraño –dijo– que Reiss no haya venido, es tan puntual…» Al volver a tomar el tren para París, leímos un periódico que, la víspera, habían recogido en la carretera de Chamblandes, cerca de Lausana, el cadáver acribillado de balas de un extranjero que tenía en su bolsillo un billete de ferrocarril para Reims105… Tres días más tarde, la viuda, Elsa Reiss, nos contaba con voz entrecortada la celada: la llegada de una camarada (Gertrude Schildbach) que había llorado con ellos de desolación al enterarse de las ejecuciones de Moscú y que, amiga de Reiss desde hacía quince años, venía a pedirle consejo. Salieron juntos; la camarada dejaba para la mujer y el niño chocolates envenenados. Encontraron en la mano 413
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memorias de un revolucionario convulsa del asesinado un puñado de cabellos grises… La prensa comunizante de Suiza escribía que un agente de la Gestapo acababa de ser liquidado por sus colegas. Ni un solo periódico parisino quiso acoger nuestras revelaciones precisas. Fui a ver a Gaston Bergery106 a La Flèche. Bergery dirigía un movimiento de izquierda, el «Frontismo», orientado a la vez contra los trusts y el comunismo. Elegante, combativo, de rostro abierto y fino, tan bien dotado, al perecer, para el manejo de las masas como para el gobierno, pero amante también de la vida rica, claramente ambicioso, capaz, todos lo sabíamos, de evolucionar un día hacia la derecha fascista o hacia la revolución, conservaba en el seno del Frente Popular una posición independiente. «¡Lo publicaremos!», me dijo. Se rompió el silencio. La investigación aclaró a fondo el crimen. Altos funcionarios rusos, cubiertos por la inmunidad diplomática, recibieron el amable ruego de tomar el tren en un plazo de tres días. La investigación reveló una preparación minuciosa de secuestro tramada alrededor del hijo de Trotsky, León Sedov. Una empleada de la representación comercial de la URSS, Lydia Grozóvskaia, inculpada, puesta en libertad bajo una fuerte fianza, seguida paso a paso, desapareció sin embargo. Varias veces, las investigaciones parecieron detenerse. Informamos al ministro del Interior, Marx Dormoy107, viejo socialista de derecha, duro y concienzudo, que nos prometió que el asunto no sería ahogado y mantuvo su palabra. Alguien que se sentía a punto de perecer nos pedía por teléfono una entrevista. León Sedov, Sneevliet y yo mismo recibimos a ese alguien en casa de un abogado parisino (Gérard Rosenthal108). Era un hombrecito delgado, de rostro surcado de arrugas prematuras, de mirada nerviosa, Walter Krivitsky109, al que había visto varias veces en Rusia. Uno de los jefes de los servicios secretos en el extranjero, con Reiss y Brunn (Ilk), trabajaba en el armamento de España; había tomado parte a pesar suyo en la preparación de la celada contra su amigo; lo conminaron a «liquidar» a la viuda antes de regresar a Moscú. Nuestras conversaciones fueron penosas al principio. Decía a Sneevliet: «Tenemos un agente en su partido, pero no sé su nombre…», y el viejo honrado Sneevliet estallaba de ira: «¡Miserable!». Me decía 414
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la derrota de occidente que nuestro amigo común, Brunn, acababa de ser fusilado en Rusia, como la mayoría de los agentes secretos del primer periodo de la revolución. Añadía que, a pesar de todo, se sentía muy lejos de nosotros y seguiría siendo fiel al Estado revolucionario; que la misión de ese Estado rebasaba con mucho sus crímenes, que no creía en el éxito de ninguna oposición… Tuve con él, una noche, una larga conversación, en un bulevar desierto y negro bordeado por el muro siniestro de la cárcel de la Santé. Krivitsky temía las calles iluminadas. Cada vez que hundía las manos en el bolsillo de su abrigo para buscar un cigarrillo, yo seguía sus movimientos con gran atención y me llevaba también la mano al bolsillo… –Corro el riesgo de ser asesinado de un instante a otro –me dijo con una pobre sonrisa crispada–, y todavía desconfía usted de mí, ¿no es cierto? –Sí. –Y estaríamos dispuestos a morir por la misma causa, ¿no es cierto? –Tal vez –dije–: habría que definir de todos modos esa causa. En febrero de 1938, el hijo mayor de Trotsky, León Sedov110, murió bruscamente en circunstancias oscuras. Joven, enérgico, de rasgos suaves y decididos, llevaba una vida infernal. De su padre había heredado una inteligencia ardiente, una fe revolucionaría absoluta, la mentalidad política utilitaria e intolerante de los bolcheviques en vías de desaparición. Más de una vez, demorándonos hasta el alba en las calles de Montparnasse, habíamos tratado de desenmarañar juntos la madeja insensata de los procesos de Moscú, deteniéndonos a veces bajo un farol para que uno de nosotros exclamara: «¡Estamos en un laberinto de pura locura!». Exhausto de trabajo, sin un centavo, ansioso por su padre, no vivía sino en ese laberinto. En noviembre de 1936, una parte de los archivos de Trotsky, depositada en secreto, algunos días antes, en el Instituto de Historia Social, en el numero 7 de la calle de Michelet, fue secuestrada111 en la noche por unos malhechores que cortaron simplemente una puerta con un soplete oxhídrico. Ayudé a Sedov a hacer su investigación inútil: nada más claro que aquel robo. Más tarde, se excusó de no darme su dirección al partir para descansar 415
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memorias de un revolucionario al borde del Mediterráneo: «Sólo se la doy a nuestro agente de enlace, es necesario que tema las menores imprudencias…». Y supimos que en Antibes, dos de los asesinos de Reiss habían vivido muy cerca de él; otro ocupaba un alojamiento que lindaba con el suyo… Estaba completamente cercado, sufría de fiebres todas las noches. Operado de una apendicitis en una clínica administrada por unos rusos sospechosos adonde lo habían transportado bajo una identidad improvisada, murió allí –tal vez a consecuencias de descuidos imperdonables… Llevamos al cementerio del Pére-Lachaise un féretro de madera blanca cubierto con la bandera roja soviética; la instrucción no dio ningún resultado preciso. Era el tercero de los hijos de Trotsky que veía yo sucumbir; y su hermano acababa de desaparecer en Siberia oriental. En el cementerio, un gran joven flaco y pálido, de rostro alargado –gafas, mirada gris aguda y reservada–, pobremente vestido, vino a estrecharme la mano… Yo había conocido a aquel joven doctrinario en Bruselas y no nos entendíamos: Rudolf Klement112, secretario de la IV Internacional. Desplegaba, para dar vida a una organización débil, una actividad fanática no exenta de errores políticos groseros que yo había criticado muchas veces. El 13 de julio siguiente (1938), recibí un mensaje: «Rudolf secuestrado esta mañana… En su cuarto todo estaba en orden, la comida preparada sobre la mesa…». Falsas cartas suyas –o cartas verdaderas dictadas con el revólver en la sien– llegaron de la frontera española. Luego pescaron en el Sena, en Meulan, un cadáver sin cabeza que se le parecía. La prensa del Frente Popular, naturalmente, guardaba silencio. Unos amigos del desaparecido reconocían el cadáver decapitado por la forma bastante característica del tronco y de las manos. Los diarios comunistas, L’Humanité y Ce Soir, dirigido por Aragon, intervinieron; un oficial español, en realidad un ruso, que no se le volvió a ver después, afirmó haber visto a Klement en Perpignan el día de su desaparición… Con las pistas así embrolladas, el asunto se consideró cerrado. Poco tiempo después, Krivitsky partió hacia Estados Unidos, donde publicó su libro: Yo fui agente de Stalin. En febrero de 1941 lo encontraron muerto, en un cuarto de hotel en Washington, con la cabeza agujereada por una bala. 416
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la derrota de occidente El París confiado y lujoso de la Exposición Universal de 1937113, sus multitudes cosmopolitas embriagadas de vida ligera, su Torre Eiffel chorreante de cohetes luminosos se alejaban del pasado. El París de las grandes huelgas pacíficas y de las manifestaciones de unanimidad popular, el París obrero y pequeño-burgués, que aclamaba a un gran jurista, un gran intelectual judío, socialista, revolucionario y moderado, retrocedía en el pasado… «¡Lo fuertes que nos sentíamos, oiga usted!» El París tenso de los suburbios, de los salones de izquierda, de los pequeños comités donde se realizaban mil tareas eficaces de solidaridad con los republicanos y los rojos de España, aquel París apagaba poco a poco sus luces en la duda. En cuanto al poderoso París burgués y plebeyo de la victoria, con su dureza versallesca, sus antiguos combatientes convertidos en pacifistas, sus simpatías hacia la Revolución rusa, sus buenos negocios, se desdibujaba en algún lugar al fondo de la memorial colectiva. Desde mediados de 1937, sentíamos que la República española no adoptaba, bajo el señor Negrín, un «gobierno de la victoria» sino para entrar en la agonía. Ese sentimiento ganaba a las masas como un crepúsculo que desciende e imponía una conciencia indistinta de la impotencia. Marx Dormoy revelaba el complot de los «encapuchados», y sabíamos que en el consejo de ministros se había planteado la cuestión de los generales y de los mariscales comprometidos: Pétain y Franchet d’Esperey114. Un universitario me decía: «No los tocarán. Sería un crimen contra Francia. Nosotros no queremos un asunto Tujachevski!». Las bombas de los conjurados profascistas de derecha explotaban aquí y allá, en la Place de l’Étoile, en Villejuif, despedazaban a pobres gentes, y la Confederación General del Patronato –del Patronato que pagaba esas bombas– denunciaba el extremismo de izquierda, a los refugiados extranjeros, al «Frente crapular»… Una guerra civil abortaba en Francia y tal vez fue, a pesar de los errores que acumularon, el mérito de los Léon Blum y de los Marx Dormoy el haberla evitado. El armamento italiano penetraba más o menos en todas partes; la influencias nazi trabajaba los medios periodísticos, parlamentarios, diplomáticos; los medios militares admiraban a Franco; el conservadurismo británico dejaba a Francia aislada en el conti417
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memorias de un revolucionario nente frente a dos potencias totalitarias y una guerra civil perdida por el pueblo. La gran mayoría de las poblaciones, de espíritu radical y socialista, se sentía confusamente vencida. «El Frente Popular, decían, se está volviendo una mistificación; los encapuchados están armados y nosotros no lo estamos; dos tercios de los jefes del ejército, la mitad de los prefectos, la mitad por lo menos de los jefes de la policía están con ellos…» No sé si esos cálculos son justos, pero pienso que no estaban lejos de la verdad. La clase obrera y la clase media de izquierda con la cual se confundía a menudo –es decir la mayoría del sufragio universal– sufrían simultáneamente la desmoralizante influencia de las derrotas de España y de las matanzas de Rusia. Tenían naturalmente varias maneras de desmoralizarse. Unos mantenían la fe ciega –esa fe vacilante y desesperada que hace cerrar los ojos. Otros desembocaban en un antiestalinismo tal que oía yo a militantes obreros preguntarse si el nazismo no valía más y si no calumniaban a Hitler «exagerando» su antisemitismo. Otros finalmente llegaban a un pacifismo sin salida. [¡Todo antes que la guerra! Un militante, hablando a un congreso sindical, exclamaba: «¡Antes la servidumbre que la muerte!». Yo contestaba a una institutriz que defendía ante mí esa tesis de la decadencia: «Pero la servidumbre es también la muerte, mientras que el combate no es más que el riesgo de muerte!». Conocí de cerca a hombres que siguieron todas esas corrientes; eran estimables, de buena fe, inteligentes; dieciocho meses antes, habrían peleado valerosamente por la España revolucionaria o por una democracia nueva.115*] El desastre de España116 provocó en Francia una verdadera catástrofe moral, invisible a los ojos del observador superficial, innegable para el observador iniciado. El más vivaz de los sentimientos socialistas, es decir de los sentimientos humanos generosos, se apagó casi en algunos meses. Centenares de millares de refugiados pasaban los Pirineos, acogidos por guardias móviles que los desvalijaban, los brutalizaban, los internaban en campos de concentración indescriptibles. La CGT, bastante opulenta, no pensaba en despojarse de sus fondos para venir en ayuda de aquella cascada de héroes y de víctimas. Los gobiernos roídos por la discordia117, pues la presidencia pasaba y volvía a pasar 418
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la derrota de occidente de Léon Blum a Daladier, a Daladier-Reynaud, oscilaban hacia la derecha, estableciendo poco a poco contra los refugiados una legislación implacable (que nunca fue aplicada con rigor, precisamente por eso). Las masas daban sencillamente la espalda a los vencidos y a los problemas que planteaban en silencio. Hubiera sido fácil en último término acogerlos en la vida normal, instalarlos en regiones del país en vías de despoblación, abrir las familias a los niños y a los muchachos –e incluso sacar de ellos para la defensa de la Francia amenazada una o dos divisiones de élite. Ninguna de esas ideas se le ocurrió a nadie. Yo veía operar el mecanismo psicológico del rechazo. Gozando por su parte de tanto bienestar, la gente daba la espalda a tanto sufrimiento. Viviendo por su parte bajo tantas amenazas, la gente volvía la espalda a tantas derrotas después de tantas luchas. A los españoles se les reprochaba haber sido vencidos. Camaradas que los habían recibido bien al principio se apartaban de ellos con una especie de ira. Habría de oír más tarde, en los caminos de la derrota de Francia, a gente excelente hablar con desprecio de los «refugiados españoles». [Podría ilustrar con hechos cada una de las líneas que escribo aquí. ¿Para qué? En el sindicato de los correctores de imprenta teníamos refugiados internacionales que se morían de hambre y los colegas les concedían una o dos jornadas de trabajo por semana al precio de insistencias sin fin, cuando la mayoría de los sindicados no carecían de nada. Luché durante meses para conseguir una miserable ayuda de trescientos francos para un anciano de setenta años que se moría sobre un jergón en un campo de concentración y que era uno de los fundadores de la CNT, José Negre; avisé a los «Veteranos de la CGT», hice hablar a Jouhaux, en vano. No reconocía ya a antiguos amigos afectuosos a los que había conocido llenos de impulsos generosos y se producía entre nosotros una especie de ruptura. ¿De qué hablar? En la gran política, Múnich118 traducía ese estado de espíritu. Era una capitulación ante la fuerza nazi, una traición de la Checoslovaquia aliada, una traición para con la URSS. Yo sabía que algunos políticos franceses, reaccionarios pero honestos, creo, al regresar de Berlín, invitaban a conversaciones a militantes obreros para decirles que temían por Francia –y que se necesitaba la paz, la paz a cualquier precio, o 419
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memorias de un revolucionario si no sería el desastre.119*] Es un hecho que la inmensa mayoría de la población acogió con un alivio inexpresable la baja transacción de Múnich. Daladier, de regreso de sus conversaciones con Chamberlain, Hitler y Mussolini, con el rostro sombrío como de costumbre –tenía en todas las fotos una cabeza pesada y triste de jefe de gobierno que preside el entierro de un régimen– se asombró de ser aclamado: esperaba ser abucheado120. Confieso que Múnich me alivió a mí también. Era evidente para mí que aquel pueblo francés, en aquel momento de depresión, no podía pelear. Si no había peleado para salvar a la República española, si no había sabido ni siquiera impedir que la no intervención se volviese una farsa sangrienta, ¿podría pedírsele, al día siguiente de aquella decepción, que fuese a la guerra por la lejana Checoslovaquia? En lo sucesivo necesitaría años un nuevo aporte de fuerzas para recobrar su plena salud moral. En el movimiento obrero, la depresión se traduce y se acentúa por la división. Puesto que todos los valores se ponen en tela de juicio, una rigidez hace a las minorías intolerantes, mientras que las mayorías están desorientadas. En el congreso de Royan121, el Partido Socialista se extinguía. Tontamente ofendida por las medidas disciplinarias de Paul Faure122, la izquierda revolucionaria, cuyo animador era Marceau Pivert, se iba para fundar el Partido Socialista Obrero y Campesino. Perdía así la audiencia de un partido de trescientos mil miembros, aislaba a sus cuatro millares de adherentes, comenzaba un movimiento revolucionario en el momento preciso en que la clase obrera se replegaba sobre sí misma, descorazonada. La escisión de Royan debilitaba al PS y daba nacimiento a un partido no viable. Los sindicatos perdían sus efectivos. El pacifismo y el antiestalinismo se oponían en ellos al belicismo y a la obediencia ciega de los comunistas. Tuve que romper con una pequeña revista de extrema izquierda123, dirigida por un viejo libertario, de costumbre lleno de buen sentido (Maurice Wullens), ¡porque invocaba la libertad de discusión para publicar apologías del nazismo! De esa época también data mi ruptura con Trotsky124. Yo me había mantenido aparte del movimiento trotskista, en el cual no encontraba 420
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la derrota de occidente las aspiraciones de la Oposición de izquierda en Rusia a una renovación de las ideas, de las costumbres y de las instituciones del socialismo. En los países que yo conocía, en Bélgica, en Holanda, en Francia, en España, los ínfimos partidos de la IV Internacional, desgarrados por frecuentes escisiones y, en París, por lamentables querellas, constituían un movimiento débil y sectario en el cual, me parecía, ningún pensamiento nuevo podía nacer. El prestigio del Viejo y su gran labor incesante eran lo único que mantenía la vida de los grupos, y ese prestigio y la calidad de esa labor perdían con ello. La idea misma de fundar una Internacional en el momento en que todas las organizaciones internacionales socialistas sucumbían, en plena ola de reacción y sin apoyo en ninguna parte, me parecía insensata. Se lo escribí a León Davídovich. Estaba también en desacuerdo con él sobre importantes cuestiones de historia de la revolución; se negaba a admitir que en el terrible episodio de Cronstadt 1921, las responsabilidades del Comité Central Bolchevique hubieran sido enormes; que la represión que siguió fue inútilmente bárbara; que el establecimiento de la Cheka (convertida más tarde en la Guepeú), con sus métodos de inquisición secreta, fue de parte de los dirigentes de la revolución un considerable error incompatible con la mentalidad socialista. Sobre los problemas de la actualidad rusa, yo le reconocía a Trotsky una clarividencia e intuiciones asombrosas. Había obtenido de él, en el momento en que escribía La revolución traicionada125, que inscribiese en el programa de la oposición la libertad de los partidos soviéticos. Lo veía mezclar con los relámpagos de una alta inteligencia los esquematismos sistemáticos del bolchevismo de antaño cuya resurrección le parecería inevitable en todo país. Yo comprendía su rigidez de último sobreviviente de una generación de gigantes, pero, convencido de que las grandes tradiciones históricas no se prosiguen sino por renovaciones, pensaba que el socialismo debe también renovarse en el mundo presente y que debe ser por el abandono de la tradición autoritaria e intolerante del marxismo ruso de principios de este siglo. Yo recordaba, contra Trotsky mismo, una frase asombrosa de perspicacia que escribió en 1914, creo: «El bolchevismo podrá ser un buen instrumento de conquista del poder, pero revelará en seguida sus aspectos contrarrevolucionarios…»126. 421
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memorias de un revolucionario [El único problema que la Rusia roja de 1917-1927 no supo plantear nunca fue el de la libertad, la única declaración indispensable que el gobierno soviético no hizo fue la de los Derechos del Hombre. Yo exponía estas ideas en artículos publicados en París y en Nueva York127. El Viejo, utilizando las frases hechas habituales y por lo demás deplorablemente informado por adeptos más limitados que comprensivos, no veía en ellos más que una «manifestación de intelectual desanimado…». Las publicaciones trotskistas se negaron a publicar mis rectificaciones. Volví a encontrar entre los perseguidos los mismos hábitos que entre los perseguidores. Hay una lógica natural del contagio por el combate; la Revolución rusa siguió así a pesar suyo ciertas tradiciones del despotismo al que acababa de abatir; trotskismo calumniado, fusilado, asesinado daba pruebas de una mentalidad simétrica a la del estalinismo que lo trituraba… Yo conocía muy bien la honestidad de sus militantes para saber lo que ellos mismos sufrían. Pero no se lucha impunemente contra hechos sociales y psicológicos tan monstruosos. No se engancha impunemente a una doctrina autoritaria que pertenece al pasado… Esto me dejaba desolado, pues considero que la fuerza encarnizada de algunos hombres puede romper sin embargo con las tradiciones asfixiantes, debe resistir a los funestos contagios. Es duro, es dificil, pero es necesario que sea posible. Considero todavía que la Oposición de izquierda, en Rusia, fue esencialmente un movimiento vinculado a la defensa del derecho de pensar, de los derechos del trabajador, de la libre crítica. No éramos «trotskistas», pues no aceptábamos subordinarnos a una personalidad, por oída y admirada que fuera, y nos rebelábamos precisamente contra el culto del Jefe. El Viejo no era para nosotros, en las prisiones y la deportación, sino uno de nuestros más grandes camaradas, un hermano mayor con quien se discutía libremente las ideas.128*] Diez años después, minúsculos partidos como en Bélgica el de Walter Dauge129, que no tenía sino algunos centenares de miembros en una región del Borinage, lo llamaban «nuestro glorioso jefe», y cualquiera que, en los círculos de la IV Internacional se permitiese elevar objeciones a sus tesis era rápidamente excluido y denunciado en los mismos términos que había utilizado la burocracia contra nosotros en la URSS. 422
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la derrota de occidente Sin duda esto no tenía gran importancia, pero que semejante círculo vicioso pudiese cerrarse era un indicio psicológico de los más tristes: el de la decadencia interior del movimiento. Me parecía que nuestra oposición había tenido a la vez dos significaciones contrarias. Para la mayoría, la de una resistencia al totalitarismo en nombre de las aspiraciones democráticas del principio de la revolución; para algunos de nuestros dirigentes viejos bolcheviques, era en cambio una defensa de la ortodoxia doctrinal, que no excluía cierto democratismo a la vez que era en el fondo autoritaria. Estas dos tendencias confundidas habían dado entre 1923 y 1928 a la fuerte personalidad de Trotsky una poderosa aureola. Si, desterrado de la URSS, se hubiera hecho el ideólogo de un socialismo renovado, de espíritu crítico y menos temeroso de la diversidad que del dogmatismo, tal vez hubiera alcanzado una nueva grandeza. Pero fue cautivo de su propia ortodoxia, tanto más cuanto que le reprochaban como una traición atentar contra ella. Quiso ser el continuador en el mundo de un movimiento ruso y que en Rusia misma estaba terminado, dos veces asesinado por los revólveres de los ejecutores y por cambios de mentalidad. … Y la guerra se acercaba a pasos agigantados. Yo había conocido el tiempo en que la República española podía vencer, casi con seguridad, en algunas semanas o algunos meses. Después de la sublevación militar, cuya base estaba todavía en Marruecos, los autonomistas marroquíes se habían ofrecido a combatir a Franco con la única condición de que la República les concediese un estatuto generoso. La negociación, dirigida por varios de mis amigos, fracasó, probablemente porque las cancillerías europeas se mostraron hostiles a una reforma tan audaz… Todo había sucedido después como si la URSS, más que desear la victoria de una república en la que el Partido Comunista no hubiera conservado la hegemonía, hubiera tratado de prolongar la resistencia al fascismo con el único fin de ganar tiempo. La desmoralización hizo su obra y a fines de enero de 1939 Franco entraba en Barcelona sin encontrar resistencia. Hacia el 15 de marzo, los nazis entraban en Praga. En el transcurso de aquel mismo mes de marzo, leí en el Pravda el discurso de Stalin en el XVIII Congreso130 del partido. El jefe acusaba a Inglaterra y a Francia de haber querido «sembrar 423
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memorias de un revolucionario la discordia entre la URSS y Alemania». Un discurso de Voroshilov autentificaba los informes sobre el poderío militar de la URSS publicados por una revista militar nazi. Por Reiss y Krivitsky, sabíamos que unos agentes soviéticos mantenían el contacto con los gobernantes nazis. El 5 de mayo, Litvinov131, protagonista de la «seguridad colectiva» y de la «política de paz» del Buró Político en el seno de la Sociedad de las Naciones, era removido del cargo bruscamente. Esos indicios y algunos otros anunciaban claramente un próximo giro de la política rusa hacia la colaboración con el III Reich. Pero la prensa francesa manipulada por los agentes comunistas no quería ni podía comprender nada; los artículos que propuse a periódicos de izquierda fueron rechazados, sólo encontré una tribuna en la revista Esprit. Era claro para mí que el Buró Político, considerando a Francia como vencida de antemano, se volvía hacia el más fuerte, buscando un acomodo con él. Un publicista poco conocido, autor de una aceptable Historia del ejército alemán, Benoist-Méchin132, me pidió una cita. Me informé sobre él con un editor de izquierda que me dijo: «Es un ex compositor de música, buen compilador, sin rastro político…». Nos encontramos en un café del Boulevard Saint-Michel. El personaje era joven, treinta y cinco años, descolorido, con gafas, circunspecto en sus expresiones, muy atento. Al cabo de diez minutos, yo estaba convencido de que debía pertenecer a la vez al segundo Buró y a alguna otra organización, tal vez alemana. Me decía que pensaba escribir una historia de la guerra civil en Ucrania. –¿Conoce usted el ruso? –No. –¿Ha viajado usted por Ucrania? –No… –¿Ha estudiado usted la Revolución rusa? –No particularmente… La conversación se desvió hacia los acontecimientos del momento y vi que mi interlocutor se interesaba sobre todo por la actitud de los campesinos ucranianos en tiempos de guerra. Corté por lo sano diciéndole: –Ucrania está descontenta, pero se defendería furiosamente contra 424
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la derrota de occidente toda agresión… Y además, lo que está en el orden del día no es una guerra entre la URSS y Alemania, es más bien el reparto de Polonia. Dejé al señor Benoist-Méchin, agente doble, totalmente perplejo, pues nadie en los servicios competentes preveía esa hipótesis. (No volvimos a vernos; Benoist-Méchin se convirtió en 1942 en uno de los jefes del régimen de Vichy…) Londres y París iniciaban con Moscú laboriosas y tardías negociaciones que pasaban del bluff al fracaso y del fracaso al falso acuerdo. El 22 de agosto (1939)133, Molotov y Ribbentrop firmaban bruscamente en el Kremlin, mientras las misiones militares británica y francesa deliberaban con Voroshilov134 en un edificio cercano, un pacto de no agresión por diez años, que era con toda evidencia un pacto de agresión contra Polonia. Daladier cometió el error de suspender la publicación comunista135: hubiera sido verla volver sus baterías de un día para otro, y, después de haber denunciado la «barbarie fascista», denunciar las «plutocracias imperialistas». La prensa comunista ilegal adoptó de inmediato aquel nuevo lenguaje136. Ese brusco viraje acabó de desmoralizar a la clase obrera de la izquierda popular en general. A los ojos de los antiestalinistas, constituía una incalificable traición; a los ojos de los comunistas, era una excelente maniobra que les dejaba las manos libres con respecto al régimen. En realidad, era el abandono del pueblo polaco y de los judíos de Polonia al nazismo, el abandono de las democracias amenazadas por el totalitarismo, el visto bueno de la URSS al desencadenamiento de la guerra; desde el punto de vista socialista, una traición estúpida; desde el punto de vista ruso, una traición idiota –pues seguía siendo evidente que el Reich nazi, victorioso en el centro de Europa y en Occidente, se volvería inevitablemente tarde o temprano con todo su poder contra la Rusia aislada y comprometida ante todas las democracias. Era, para ganar tiempo, condenar a Rusia a la invasión. La guerra137 sorprendió a las masas populares en la peor confusión de sentimientos y de ideas. Yo estaba enfermo y profundamente solo. Vivía en una ciudad obrera del Pré-Saint-Gervais; la mayoría de los camaradas, mis vecinos, huyeron a la provincia en cuanto empezó la movilización, temiendo los bombardeos. No vi a casi nadie. ¡Cada 425
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memorias de un revolucionario uno para sí, eh! No es hora de bromas. Las publicaciones dejaron de aparecer por sí mismas. El día de la movilización general, hice que me llevaran a la Casa del Partido Socialista, en un barrio de cabarés y de salones de baile, en la parte baja de la plaza Pigalle; el callejón, de aspecto burgués, estaba desierto, la Casa vacía. Fui el único visitante aquella tarde. Séverac138, pálido y resignado, despachaba el trabajo rutinario. Maurice Paz me repitió una frase singular de Henri de Man139: «Alemania no quiere la guerra general, es posible un acuerdo durante la movilización…». El Partido Socialista Obrero y Campesino había perdido su influencia en la región parisina y estaba en plena crisis moral, abandonado por sus líderes más conocidos. Daniel Guérin140, el autor de Fascismo y gran capital, que empezaba a figurar como líder revolucionario, y al que encontré en una imprenta del faubourg Montmartre, preparaba febrilmente su huida a Oslo141*. Gotitas de sudor brillaban en su frente… Ni un solo grupo vivo subsistía. En la estación del Este, los movilizados se iban sin Marsellesa en un silencio pesado de angustia y de valentía sin impulso. Las mujeres lloraban poco… No olvidaré al viejo obrero al que vi subir con paso abrumado la escalera del metro, hablándose a sí mismo: «¡Ah, carajo! ¡Ah, carajo! ¡Dos guerras en una vida!». Una caricatura de periódico pacifista mostraba al pegador de los carteles de la movilización explicando a un borrachín: «¡Pos es la guerra! –¿Cuál guerra?», preguntaba el otro estúpidamente. Esa guerra no la quería nadie. Las clases ricas no tenían ningunas ganas de combatir contra el fascismo y lo preferían al Frente Popular. Los intelectuales estimaban que Francia, país de baja natalidad que empezaba a reponerse de sus pérdidas espantosas de 1914-1918, no podía consentir una nueva sangría. El pacifismo de izquierda traducía el mismo sentimiento. La clase obrera y el pueblo medio se sentían vagamente traicionados, no tenían confianza ni en el gobierno ni en el estado mayor, no comprendían que hubiese que combatir por Polonia después de haber abandonado a la Austria socialista, la España socialista y la Checoslovaquia aliada; de la noche a la mañana los elementos más enérgicos de los suburbios proletarios, los comunistas, se habían hecho pacifistas, «antiimperialistas», para la nueva «política de paz de 426
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la derrota de occidente la URSS». El líder del PC, Maurice Thorez142, desertaba; el vicepresidente de la Cámara, Duclos, partía hacia Moscú143, algunos diputados renegaban del partido, los otros iban a la cárcel. El sentimiento general era que se lucharía lo menos posible y que se estaría seguro detrás de la inexpugnable línea Maginot. Encontré en el Deux Magots144 al viejo Harmel145 al que veía antes escribir para el Messidor los artículos de fondo firmados Léon Jouhaux. En la mesa de la imprenta, sólo intercambiábamos un saludo silencioso. Esta vez me abordó cordialmente: «¡Ah, qué razón tenía usted, Serge! ¡Y cómo nos han tomado el pelo! Justo antes del pacto de Moscú, vi al embajador de la URSS, Suritz, y hablamos como de costumbre. Al día siguiente, corrí a su casa, furioso, y tenía por qué estarlo, ¡carajo! El pobre hombre me dijo que estaba tan sorprendido, tan aterrado como yo…» (Suritz desapareció más tarde.) [París esperó tranquilamente los bombardeos; apagones, largos aullidos de las sirenas en la noche y a veces en pleno día, tableteos de la DCA, bajadas a los refugios de los sótanos, ridículas trincheras-refugios excavadas en las plazas… La gente rica se iba hacia el Sur. ¡Chistosa guerra! Los muros se cubrían de carteles: «Venceremos porque somos los más fuertes…». Un escritor de derecha, Thierry Maulinier, denunciaba el miedo de la victoria que dominaba a los partidos reaccionarios. Sabían que la derrota era posible –¡y con razón!- y «la derrota de Alemania significaría el desmoronamiento de los sistemas autoritarios que constituyen la principal muralla contra la revolución comunista, y tal vez la bolchevización de Europa…». La Action Française, monárquica, seguía siendo italianófila.146*] El éxito de mi novela Si es medianoche en el siglo me salvaba de los riesgos de internamiento. Vi a Georges Duhamel147, había envejecido diez años de repente, con los párpados enrojecidos, la voz baja; veía ya el desastre. Encontré a Jean Giraudoux148, elegante, simple y triste; aunque era uno de los dirigentes de la información, habían censurado su «Llamada a los trabajadores de Francia». Que un gran escritor, miembro del gobierno, quisiese hablar «a los trabajadores», ¡que extraña idea! En la misma época, un camarada, voluntario en el ejercito francés, que había escrito en una carta que se sentía feliz de combatir 427
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memorias de un revolucionario por la causa de la libertad y de la democracia, era agriamente reprendido por su capitán: «¡Combatimos por Francia y por ninguna otra cosa!». Jean Malaquais149 (Les Javanais), soldado en la línea Maginot, me relataba la facilidad completa de los hombres del frente, que no comprendían nada de nada y no hablaban más que de mujeres y de vinazo… El libro más comentado del año era el de J.-P. Sartre, análisis novelado de un caso de neurosis, La náusea. Un título justo. Las ediciones Gallimard tenían en prensa una novela de un joven polígrafo sobre la guerra civil de España, y decidían no publicarla150. Tema demasiado espinoso. Podía descontentar a los italianos. Las ediciones Bernard Grasset preparaban una nueva edición de mi libro, El año I de la Revolución rusa, que la Información rogó posponer para tiempos mejores151; en definitiva un tema bastante espinoso también. Una consigna recomendó no hablar demasiado de mi Retrato de Stalin que acababa de aparecer… algunos editores rechazaban obras antihitlerianas. Ni libertad ni brújula intelectual. La guerra misma no tenía ideología. Yo comentaba en algunos artículos152 la ocupación de los países bálticos y la agresión soviética contra Finlandia como el comienzo de otra guerra, en el seno de la colaboración Hitler-Stalin «sellada en la sangre», según la frase de Stalin. Desprovistos de ilusiones, los hombres del gobierno ruso tomaban sus precauciones contra sus aliados momentáneos. Uno de los colaboradores de Daladier me invitó a ir a verlo al hotel Matignon. –¿Qué piensa usted del pacto Hitler-Stalin? –Que es un pacto circunstancial entre enemigos mortales que tienen un miedo terrible uno del otro. Pero que la colaboración puede ir bastante lejos entre ellos, sobre todo si el Buró Político piensa que el III Reich perderá la guerra. Ya está sincronizada la propaganda. [Mientras la industria nazi fabricaba sus divisiones acorazadas, Goering mandaba plantar rosales sobre la línea Siegfried. En enero de 1940, un funcionario del quai d’Orsay me decía que el III Reich hacía grandes preparativos militares en el Este –y era verdad sin duda, pero los nazis hacían otros preparativos no menos importantes en el Oeste…153*] 428
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la derrota de occidente El 8 o 9 de mayo, Le Figaro publicó que la concentración de las fuerzas del Reich en las fronteras de los Países Bajos no era más que un bluff. Pasé la noche del 9 en casa de Léon Werth154. El novelista humano y sutil de después de la otra guerra ya no escribía; vivía en la duda, interrogándose sin cesar sobre los valores perdidos. Saint-Exupéry, en uniforme, extendió su gran cuerpo sobre el diván. Saint-Exupéry hacía todavía reconocimientos en territorio enemigo e inventaba un nuevo procedimiento de defensa de los aeródromos. No sabía bien por sí mismo si era de izquierda o de derecha, vacilaba en situarse entre partidos desacreditados, comprometido por su nombre y sus relaciones, decepcionado por la tragedia española, viviendo con toda su alma aquel final de un mundo sin que su pensamiento dominase sus grandes líneas. Aquella noche, febril y hundido en la depresión, estuvo casi silencioso. Le pregunté si era cierto que la aviación aliada sería todavía durante largos meses inferior a la del enemigo. Sólo me contestó algunas palabras desesperadas, acentuadas por el gesto. Me fui bajo la hermosa noche de París, literalmente angustiado. La mañana del 10, los periódicos publicaron la invasión de Bélgica y Holanda. [En seis días, las Panzerdivisionnen alcanzaban Sedán. Unos belgas en fuga contaban la matanza de la caballería francesa en las Ardenas: «¡caballería contra tanques y aviones!». Los comunicados inventan un nuevo término, el «colmamiento de las bolsas»… El mapa muestra claramente que apuntan al corazón de Francia, que amenazaban a París. El 3 de junio el cielo de verano se llena a mediodía de un estruendo de motores, se diría un ejército aéreo, y no se ve nada en el azul. Luego las sordas detonaciones de las bombas estallan y el crepitar de la DCA. Seguimos, mi compañera y yo, esa batalla invisible desde el balcón cuyos vidrios tiemblan. Ante la idea de que la