Memoria Y Autobiografia

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Leonor Arfuch

Memoria y autobiografía Exploraciones en los límites

Primera edición, 2013

Arfuch, Leonor Memoria y autobiografía : exploraciones en los límites . - 1a ed. - Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2013. 168 p. ; 21x14 cm. - (Sociología) ISBN 978-950-557-968-6 1. Sociología. I. Título CDD 301

La investigación que dio origen a este libro fue realizada con el apoyo de una beca otorgada por la John Simon Guggenheim Memorial Foundation en 2007. Imagen de tapa: Memoria y fetiches, de Mariela Antuña Armado de tapa: Juan Balaguer Foto de solapa: Ignacio Sourrouille D.R. © 2013, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires, Argentina [email protected] / www.fce.com.ar Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F. ISBN: 978-950-557-968-6 Comentarios y sugerencias: [email protected] Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en español o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial. Impreso en Argentina – Printed in Argentina Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Índice

Agradecimientos Prólogo

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I. Un comienzo

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II. La mirada como autobiografía: el tiempo, el lugar, los objetos 1. Recorridos: el tiempo, el lugar 2. Los objetos, la memoria 3. Biografías/autobiografías 4. Recapitulaciones

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III. Memoria e imagen

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IV. Mujeres que narran. Autobiografía y memorias traumáticas 1. En torno de la narración 2. Lo biográfico, la memoria 3. El ser en el límite 4. (In)conclusiones

73 74 76 84 101

V. Violencia política, autobiografía y testimonio 1. Los tonos del debate 2. Colofón

105 107 114

VI. El umbral, la frontera. Exploraciones en los límites 1. Lenguaje y transgresión 2. Arte en la frontera

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3. Arte público/arte crítico

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VII. El nombre, el número 1. Sobre la masacre 2. La distancia del número 3. Ética y responsabilidad 4. Dar el nombre 5. El silencio, los nombres

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Bibliografía Índice de nombres

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El mundo que venía como un pájaro se ha posado en mi hombro y yo tiemblo lo mismo que una rama bajo el peso del canto y del vuelo un instante detenido. Rosario Castellanos

Agradecimientos

Agradezco muy especialmente a Adriana Rodríguez Pérsico, Mariana Wikinski, Héctor Schmucler, Aída Loya, María Stegmayer y Micaela Cuesta la atenta lectura y las sugerencias con las que acompañaron los recorridos de este libro. Y a Alejandro Archain y Mariana Rey por la calidez con que lo acogieron en la editorial, haciéndome sentir una vez más como en mi casa.

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Prólogo

Este libro fue, antes de toda exploración, una promesa. La de tratar de dar respuesta a preguntas que se arremolinaban en torno de un conjunto heteróclito que podríamos resumir en un significante abstracto e inclusivo: narrativas del pasado reciente. Narrativas que, en la diversidad de sus registros –escrituras, filmes, debates, performances, obras de arte visuales–, mostraban, con una insistencia sintomática, la huella perentoria de un pasado abierto como una herida, cuya urgencia nos “salía al paso”, tomando la expresión benjaminiana, en voces, imágenes, polémicas, materialidades, trazos, gestos. Gritos y susurros, podríamos decir. Una trama simbólica con indudable protagonismo de la autorreferencia, en una gama que va desde formas más o menos canónicas del testimonio, las memorias, la biografía y la autobiografía, la entrevista, los relatos de vida o de trayectorias, a formas híbridas, intersticiales, que infringen a menudo los límites genéricos o los umbrales de la intimidad: autoficciones, cuadernos de notas, diarios de cárcel, cartas personales, agendas, obituarios, fotografías, recuerdos. Voces de víctimas de la dictadura, de hijos de desaparecidos, de ex militantes, de exiliados, de testigos, de autores que se interrogan sobre sus ancestros, de intelectuales que remueven sus recuerdos, de jóvenes inquisitivos, de creadores que optan por una vía lírica, alegórica o experimental, de pensadores que revisan “sendas perdidas”, utopías y desencantos… Si bien la inmersión creciente en la (propia) subjetividad es sin duda un signo de la época, adquiere sin embargo otras connotaciones cuando 

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esa expresión subjetiva se articula de modo elíptico o declarado, y hasta militante, al horizonte problemático de lo colectivo. Una articulación no siempre nítida, que ronda, como inquietud teórica, toda evocación de “lo colectivo” –la memoria, el imaginario, las representaciones, las identidades– y que merece por lo tanto ser analizada en particular. Cabía preguntarse entonces: ¿qué distancia hay del yo al nosotros o, mejor, a un “tenue nosotros”, como gusta decir Judith Butler? ¿Cómo se enlazan, en esas narrativas, lo biográfico y lo memorial? ¿Qué formas (diversas, enmascaradas) adopta allí lo auto/biográfico? ¿De qué manera el relato configura la experiencia? Y ¿cuál es el linde entre testimonio y ficción? Estos interrogantes delinearon un camino posible para mi investigación, que se planteó de entrada en rechazo a límites prefijados –de géneros discursivos, espacios, campos del saber, expresiones artísticas–; más bien como un andar en zonas fronterizas, en apertura al diálogo, la conversación, al devenir inesperado de las trayectorias. La idea era tratar de dar cuenta, ante esa constelación de formas y estéticas disímiles, de algunas figuras recurrentes en el imaginario, de las tramas (sociales) del afecto, en definitiva, de los modos diversos en que se inscribe la huella traumática de los acontecimientos en los destinos individuales, y aportar así, desde la crítica cultural, ciertas claves interpretativas de una subjetividad situada, tanto en términos estéticos como éticos y políticos. Lejos de toda pretensión de “representatividad”, la selección del corpus a analizar fue arbitraria y azarosa, producto del cruce de lecturas, viajes, filmes, visitas a museos y exposiciones, encuentros entrañables y conversaciones. Así, la voz, la escucha y la mirada se tornaron en algo esencial. Más que indagar sobre la memoria –al amparo de un singular ya establecido– me interesaba lo “inolvidadizo”, según la feliz expresión de Nicole Loraux, aquello activo y punzante, performativo, capaz de conformar y subvertir el relato, de aparecer sin ser llamado en una simple conversación, en una actualidad que convive con lo cotidiano aun sin emerger, sin mostrarse, formando parte de la historia común y de cada biografía. Es que hemos vivido, aquí o en otros sitios, en un dolor de exilio, una “poética de la distancia” (Molloy y Suskind, 2006), o en exilio interior, en una cotidianidad amenazada, un estado de excepción que iba transformándose a través de los años en una rutina naturalizada. Durante ese tiempo –tiempo de la vida que no podía ponerse entre paréntesis–, algunos cumplimos los ritos de la “vida normal”, mientras otras eran 

prólogo

absolutamente anormales. Esa cotidianidad del “afuera”, de vivir igualmente bajo riesgo a cada paso, de saber y no saber –una de las estrategias de la desaparición–, también formó parte de mi estudio. Hubo así una particular disposición a la escucha, en escenas de cuerpos presentes –un ideal de la comunicación–, a lo que quisiera surgir de ese pasado: el miedo, la emoción, la experiencia, la huella dolorosa. El relato que se abre y se cierra luego, como un relámpago. Como en verdad vivimos siempre, en una rutina de gestos y voces y trayectos, con todo el pasado bajo la piel y a flor de lenguaje, para ser despertado por momentos, súbitamente, quizá por otra voz, por una circunstancia, por un encuentro. Y luego el decir vuelve a cerrarse, para permanecer, pero diferente. Es que cada relato transforma la vivencia, la dota de otro matiz. Quizá, de otro sentido. Cada relato anota también una diferencia en el devenir del mundo. Inscribe algo que no estaba. Algo que nunca deja de brotar. Por eso las clausuras suenan autoritarias. Si ya es tiempo de no decir, de terminar con el flujo de la voz. De acomodar el estante de la historia con sus libros numerados. De pasar a otra cosa. La experiencia dice que si bien hay temporalidades de la memoria los relatos nunca se acaban. Y hay cosas que no se pueden decir y no se pueden escuchar quizá en un primer momento de la voz. Y sí más tarde. Para otros oídos y otra disposición de la atención. Y cuando hablo de la voz no dejo afuera la mirada: aquello que la imagen nos narra y donde el arte juega –con la poesía– su apuesta mayor. Quizá por eso, por lo que el trabajo de la metáfora puede hacer sobre los males, “las desgracias”, como decían los antiguos griegos, otras voces e imágenes, otros espacios y otras lenguas se fueron incorporando a la reflexión: literaturas, biografías, prácticas artísticas, memorias de otros tiempos y del infortunio actual: ese lugar en que podemos compartir el duelo y la pérdida, no importa el signo del padecimiento. Un lugar protegido del avasallamiento mediático y la conmiseración, donde el rodeo, un método también benjaminiano, impone una distancia –ética, estética, poética– a la narración: voces sobre voces, alegorías, metonimias, un decir/mostrar que reconoce la figura barthesiana de la delicadeza y que sabe del límite de lo inexpresable. Así, luego de un recorrido por lugares que configuran entrañablemente nuestra biografía aunque quizá no reparemos en ellos –una poética del espacio, al decir de Bachelard–, la obra de Sebald, el notable autor 

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alemán, y la del artista visual francés Christian Boltanski, ambas signadas por la huella memorial de la guerra y la Shoá, son puestas a dialogar en el capítulo “La mirada como autobiografía: el tiempo, el lugar, los objetos”. Voces a las que se suma la de Michael Holroyd, el reconocido biógrafo inglés, que nos cuenta acerca del apasionante trabajo de hacer de una vida una forma, que no existía antes del relato. Memoria y autobiografía se entraman aquí de modos diversos, dejando ver precisamente la impronta de lo colectivo en el devenir individual, según el arco existencial de cada trayectoria. Los dilemas de la representación, la cualidad significante –y aún deslumbrante– de la forma, la tensión entre el singular y el número –el número atroz de las pérdidas– también tienen lugar en este diálogo. Sebald y Boltanski vuelven a encontrarse en el siguiente capítulo, “Memoria e imagen”, a partir de la contraposición de dos escenas –una literaria, la otra visual–, donde la primera, de Austerlitz, contiene a la vez la clave de la novela y una desgarradora historia real –otro relato de los tantos que brotan más de medio siglo después del fin de la guerra–, y encuentra, según mi percepción, su cara inversa en la Reserva del Museo de los Niños, una instalación donada por Boltanski al Museo de Arte Moderno de París, en referencia alegórica, según su estilo, a la Shoá. Aquí, el misterio de un origen –el personaje de Sebald, alguien que sólo sabe que el nombre que lleva no es el suyo– y la inquietud de una búsqueda sin pausa, donde el aflorar de la memoria súbita provoca el destello de una revelación, traen el eco, en inquietante cercanía, de nuestras historias de hijos en busca de su verdadera identidad. En “Mujeres que narran. Autobiografía y memorias traumáticas”, analizo la relación de estos significantes en Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la esma, un libro en coautoría de Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar, y en Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina, de Pilar Calveiro, cuyo género es el de una tesis doctoral. Me interesa aquí, en textos que narran experiencias similares, la perspectiva diferente que ofrecen dos posiciones enunciativas contrapuestas (el yo narrativo/autobiográfico en el primero, la tercera persona en el segundo), y sus consecuencias a nivel discursivo, ético y político. Intento así mostrar, mediante el análisis del discurso, no solamente lo que hacen las narradoras con el lenguaje, sino sobre todo lo que hace el lenguaje con ellas, desde una concepción 

prólogo

performativa y un enfoque de género. Hay asimismo una intención de aportar a la discusión sobre el testimonio, en la línea de una (posible) ética de los géneros discursivos. El conocido “debate Del Barco”, que concitó hace algunos años gran atención en el medio intelectual y académico, dando lugar a una profusa circulación epistolar reunida luego en dos volúmenes bajo el título No matar. Sobre la responsabilidad, anima el capítulo “Violencia política, autobiografía y testimonio”, cuya primera versión presenté en el seminario “Escrituras de la violencia”, en la Universidad de Campinas en 2009. Más allá de los argumentos en conflicto, que tejen una trama casi inextricable –y a menudo indecidible–, me interesó en particular el sesgo biográfico que estos asumen, el modo en que se entrelazan, a veces con singular virulencia, la posición teórica y/o política y la experiencia vivida. Así, atendiendo a los tonos del debate, me propuse leerlo como un síntoma. Del estado del alma –si se me permite esta expresión– de la izquierda en nuestro medio –en la diversidad de sus versiones–, y de la enorme dificultad para analizar los claroscuros de nuestro pasado reciente. En el capítulo siguiente, “El umbral, la frontera” se extienden, literalmente, los límites de nuestra exploración a una de las “fronteras calientes” del planeta, el linde Tijuana/San Diego, punto emblemático y militarizado de la infausta frontera entre México y Estados Unidos. Me llevan allí intervenciones artísticas que revelan la potencialidad del arte público y el arte crítico –cuya definición también está en juego en el ensayo– para dar cuenta del sufrimiento actual, el que se produce a diario en un mundo que ha aceptado vivir en una rutina de guerra perpetua, de creciente violencia e inequidad, de fronteras físicas cada vez más expulsivas que desdicen el estado de gloria de la conectividad global. Hay aquí un planteo sobre la territorialidad, sobre la dificultad del reconocimiento, sobre otras memorias de pasados recientes, con sus víctimas y sus desapariciones, y una valoración de la apuesta ética del arte en términos de comunicación y traducción, como modos de estimular el “principio dialógico”, al decir de Bajtín. Una posibilidad que se expresa en las obras de Antoni Muntadas, Krzysztof Wodiczko, Francis Alÿs y Alfredo Jaar, que elegimos para analizar. Finalmente, “El nombre, el número” recoge los hilos del itinerario con una reflexión sobre la impronta ética del nombre, escamoteado en las cifras de víctimas que acompañan desde las pantallas –e 

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inadvertidamente– nuestra vida cotidiana, de la misma manera como fue escamoteado en los diversos pasados recientes, de la Shoá a la última dictadura militar en Argentina, donde el número remplazaba al nombre de los detenidos como el primer paso de la desaparición. Retomo entonces la relación entre el nombre y el número tal como aparece en Sebald y Boltanski, en el relato de las sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada (esma) y en el debate de los intelectuales, para detenerme luego en otras obras de arte público de Krzysztof Wodiczko y de Alfredo Jaar, que, a la manera de un Aleph, contienen buena parte de las inquietudes de este libro, y donde el nombre asume el sentido de una restauración de humanidad. El capítulo se cierra con una evocación del “muro de los nombres” –o Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado–, situado en nuestro Parque de la Memoria, aquí, en Buenos Aires. Retornando al principio, “Un comienzo” señala, sintéticamente, la perspectiva teórica y transdisciplinaria que orienta mi investigación. Si la elección de los autores que nos acompañan en este recorrido estuvo signada por el devenir poético y metafórico de sus obras, verbales o visuales, y por el rodeo como método, reconocible en todas ellas, no puedo menos que advertir, al cabo de esta larga exploración, que ese método signó también mi propio trabajo: distancia de lo inmediato y doloroso, voces sobre voces, memorias sobre memorias, y el intento de abrigar con la palabra el desamparo, sin desánimo, con la esperanza, compartida tal vez con el arte crítico, de que esta narración haya logrado, volviendo a Benjamin, hacer justicia.



l. Un comienzo

El ser en el límite: estas palabras todavía

no forman una proposición, menos todavía un discurso. Pero en ellas hay, con tal que juguemos, con qué engendrar, poco más o menos todas las frases de este libro. JACQUES DERRIDA

CoN

ESTA FRASE, sugerente y misteriosa, Derrida comenzaba "Tímpano� capítulo de Márgenes de la filosofía (1987), en contrapunto gráfi­

primer

co y metafórico con un texto de Michel Leiris que, estrechándose página tras página, en el margen, nos hablaba de curvas, helicoides, tímpanos, volutas, esos remedos naturales y simbólicos de la cavidad del oído y, por lo tanto, del escuchar, como tensión de la filosofía hacia la diferencia, la multiplicidad de sonidos y voces -también los del margen-; en definiti­ va, la impugnadón misma del margen como lo marginal y descentrado para oponerlo, en tanto espacio pleno de habitantes, a la supuesta centra­ lidad de la filosofía como discurso instituyente y a la ilusión de la presen­ cia en ese centro. Podríamos jugar entonces, según la incitación, a ver en la aparente centralidad del sujeto en la cultura contemporánea, en esa preeminencia de su figura bajo los engañosos desdoblamientos del yo, en esos atisbos biográficos que pueblan toda suerte de discursos, de los más canónicos a los más innovadores -de la autobiografía clásica a la autoficción, del diario íntimo a los escarceos del blog-, una proliferación de voces que pugnan por hacerse oír, disputando espacios éticos, estéticos y políticos, su bvirtiendo los límites, nunca precisos, entre público y privado y tor­ nando también indecidible la distinción entre el centro y el margen. Hace años se habló de un "retorno del sujeto': celebrado desde las teorías de la diferencia y percibido -desde otra orilla- como el ocaso de la cultura pública y de la primacía de lo social. El tiempo transcurrido fue afirmando ese protagonismo -no desligado sin embargo de otras 19

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ideas de socialidad- tanto en el horizonte mediático como en la inves­ tigación académica y la experimentación artística. Rostros, voces, cuer­ pos se hacen cargo de palabras, sostienen autorías, reafirman posicio­ nes de agencia o de autoridad, testimonian el haber vivido o haber visto, desnudan sus emociones, rubrican políticas de identidad. Un fenómeno susceptible de ser definido como ampliación de los límites -o bien sin límites- del "espacio biográfico" (Arfuch, 2002), como "giro subjetivo" (Sarlo, 2005) o como efecto tardío de aquellas transformaciones de la in­ timidad (Giddens, 1995) que llevaran a hablar sin eufemismos de una (nueva) "intimidad pública" (Berlant, 1998). Sin embargo, este subjetivismo a menudo excesivo -donde también podría incluirse la expansión del género de autoayuda- no hace del sujeto -de la multiplicidad de los sujetos- el centro de la escena. Por el contra­ rio, ese centro -llámese así el mercado, el capitalismo global, la instancia metafísica que regula las bolsas del mundo haciéndolas subir o bajar a su antojo- se presenta sin faz reconocible, sin sujeto, como fuerza ciega que gobierna detrás de meros maniquíes, definiendo las tendencias que se im� ponen a sus propios ejecutores al frente de gobiernos, regiones, organis­ mos internacionales, donde la tensión entre la política -como ejercicio de administración- y lo político -como pugna agonística por la hegemonía­ se dirime, las más de las veces, en favor de la primera (Mouffe, 2007a). Quizá sea precisamente en contrapunto con este hipotético centro -y su entropía-, resistente a toda adjetivación que pretenda atenuar sus efectos devastadores -¿cómo sería un capitalismo "humanitario"?-, que haya que leer la emergencia abrumadora de la subjetividad, esos peque­ ños relatos que -según algunos- han sucedido a los grandes relatos cuyo ocaso anunció, hace más de dos décadas, el controvertido concepto de "posmodernidad': Declinación de los sujetos colectivos que las conme­ moraciones instituyen en el lugar de la nostalgia -el 40º aniversario de 1

Mayo del '68, por ejemplo-, cuya comparación con el presente y su acenJ drado individualismo no deja de producir decepción. Pequeños relatos que podemos escuchar -disponiendo el oído en el sen­ tido tenso que le otorga Derrida- aun en el silencio de la escritura, en el tes­ timonio que da cuenta de una memoria traumática, compartida, en la historia de vida que se ofrece al investigador como rasgo emblemático de lo social, en el "documental subjetivo" - ya no un oxímoron sino un nue­ vo género-, en la instalación de artes visuales compuesta por objetos 20

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íntimos, personales, en el teatro como "biodrama'' o en las imágenes -a menudo sin voz- de la catástrofe y el sufrimiento, que los medios han convertido en uno de los registros paradigmáticos de la época. Podrá objetarse esta enumeración heteróclita, que no hace justicia a Ja diferencia valorativa entre los géneros -el testimonio o la historia de vida frente al sensacionalismo mediático, por ejemplo, o la experimen­ tación de la escritura y de las artes visuales frente a la explosión de inti­ midad en la Web-, pero en verdad -y sin desdeñar la pertinencia de tal empeño- nuestra mirada no apunta tanto a la jerarquización de los gé­ neros discursivos involucrados en esta reconfiguración de la subjetivi­ dad contemporánea como a esa reconfiguración misma, leída en clave sintomática. ¿Pero porqué una "reconfiguración"? ¿Qué tendría de nuevo -y de sintomático- esta tendencia si siempre ha habido voces autorreferencia­ Jes y protagónicas, si la narración de una vida quizá se remonta a los más lejanos ancestros del cuento popular? Tres significantes podrían antici­ parse en dirección a una posible respuesta: historicidad, simultaneidad, multiplicidad. En primer lugar, los géneros considerados canónicos -autobiogra­ fías, memorias, diarios íntimos, correspondencias- tienen una historici­ dad precisa que marca un quiebre respecto de un tiempo anterior: fue­ ron consustanciales a esa invención del sujeto moderno que despunta en el siglo xvm, según consensos, con las Confesiones de Jacques Rousseau -el espacio de la interioridad y de la afectividad que debe ser dicho para

existir, la (consecuente) expresión pública de las emociones y el peso res­ trictivo de la sociedad sobre ellas-.1 Una nueva sensibilidad, una aguza­ da -y angustiosa- conciencia histórica acompañaba el afianzamiento del capitalismo y el mundo burgués y su clásica partición entre lo público y lo privado. Y si bien es cierto que esos géneros nunca perdieron su vi­ gencia, que se fueron afirmando y transformando a lo largo de los siglos, adoptando otros formatos y soportes, es con el despliegue vertiginoso de las nuevas tecnologías de la comunicación que su impronta se hace "glob al': reconocible aquí y allí en insólita simultaneidad, sin importar 'Un peso que, según Hannah Arendt ( 1 974), se expresa a través de la conducta, como Pa rámetro que instaura el orden de la sociedad moderna y que permea tanto el ámbito de 10 Públic o como la más recóndita intimidad.

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las fronteras físicas, las tradiciones lingüísticas o los ámbitos culturales diversos. Se trata de una expansión que no sólo tiene que ver con los clásicos contenidos vivenciales, modulados por la complejidad de nues­ tro tiempo, sino que es también estética, estilística, plasmada en formas múltiples e innovadoras: la autoficción, por ejemplo, que a diferenci� de la autobiografía clásica propone un juego de equívocos a su lector o perceptor, donde se desdibujan los límites entre personajes y aconteci­ mientos reales o ficticios; el docudrama, que también juega con la indis­ tinción de las fronteras; la confesión mediática, que oscila entre la revela­ ción íntima y la puesta en escena del espectáculo; las múltiples variantes del reality show; la vida online de las redes sociales . . . Es esa patente simultaneidad, que se corresponde con el énfasis pe­ riodístico en la voz y la presencia, sobre todo a través de la entrevista, un género prioritario también en la investigación social (Arfuch, 2010), es esa insistencia en la figura del enunciador como garantía de autenticidad -un yo o un otro yo, no hay diferencia sustancial- que alcanza incluso a los creadores de ficción,2 es esa tentación de revelar los detalles de la inti­ midad -y la pasión correlativa de atisbarlos-, es esa multiplicación ince­ sante de personas y personajes, de los famosos -en toda su gaip.a- a la gente común, lo que configura precisamente un horizonte sintomático. Hay así distintos tipos de sujetos en los márgenes: literalmente -y lite­ rariamente- en los borradores, en esas inscripciones que la mano nerviosa dejó en el borde blanco del manuscrito,3 en las tachaduras que marcan el paso vacilante de la inspiración, su contra-tiempo, en los cuadernos de no­ tas, de viajes, de infancia, que sin tener la retórica del diario íntimo guar­ dan con él un estrecho parentesco, en los papeles perdidos y encontrados4 o atesorados en archivos literarios, en las correspondencias secretas que ' Si en los años sesenta Roland Barthes anunció "la muerte del autor" y su reemplazo por la figura textual del narrador, que el estructuralismo instituyó con fuerza en el plano dti la crítica literaria, poniendo así a distancia la influencia de la biografía, ese autor de carne y hueso es hoy llevado -y hasta conminado-, en entrevistas y presentaciones, a dar cuenta de 1 vida y obra en términos de preferencia autobiográficos. 3 Es notorio el auge de la crítica genética, que estudia justamente estos manuscritos y borradores como modos de acceder al proceso mismo de la creación a través de la transfi­ guración textual (marcas que seguramente se perderán para el futuro en la era de la com­ putadora y la desaparición -quizá- de toda tentativa previa al texto final). • Dos recientes ejemplos lo constituyen la publicación de Diario de duelo, de Roland Barthes (2009), compuesto por las notas que tomara a la muerte de su madre, en 1 977 (él 22

UN COMIENZO

salen a la luz . 5 y hasta en las tarjetas postales que registran la huella fugaz de un paisaje. Quizá nunca antes esos textos, retaws de la interioridad, del pensamiento o la vivencia, suscitaron tal entusiasmo editorial, un entu­ si a sm o que comparten con otras especies consagradas: biografías, auto­ biografías, recopilaciones de entrevistas, testimonios, recuerdos . 6 Las lis­ ta s de best sellers en cualquier escenario cultural dan cuenta de ello. En la tonalidad que caracteriza este espacio discursivo -tomado el d iscurso en la amplia acepción que le da Wittgenstein (1988), como pa­ lab ra, imagen, gesto, forma de vida- tiene sin duda primacía el valor bio­ gráfico (Bajtín, 1982), que "no sólo puede organizar una narración sobre . .

. .

la vida del otro sino que también ordena la vivencia de la vida misma y la narración de la propia vida de uno; este valor puede ser la forma de com­ prensión, visión y expresión de la vida propia" (ibid. : 136). Varios aspec­ tos merecen destacarse en este concepto, quizá el que mejor explica la

predominancia de lo biográfico en la sociedad contemporánea. En pri­ mer lugar, su carácter intersubjetiva, la posibilidad de alentar una sinto­ nía valorativa entre el narrador y su destinatario, tanto respecto de la ex­ periencia -la "vida propia''- como de la "vivencia de la vida misma': es decir, la dimensión ética de la vida en general. En segundo lugar, su cua­ lidad de forma, una puesta en forma -narrativa, expresiva- que es tam­ bién una puesta en sentido, una "forma de comprensión': Los valores biográficos son entonces comunes, compartidos entre la vida y el arte, y mismo muere en 1 980). y los

Papeles inesperados de Julio Cortázar (2009). compuesto por

notas y, literalmente, "papeles" encontrados en su biblioteca.

'Para remitir a algunos casos donde lo biográfico y lo (traumático) memorial se articu­ lan fuertemente, cabe mencionar la Correspondencia 1925-1975 entre Hannah Arendt y Martin Heidegger (2000); las cartas de Heidegger a su mujer Elfride ( 1 9 1 5 - 1 970), publica­

das baj o el título de ¡Alma mía! (2008). y la correspondencia de Ingeborg Bachmann y Paul Celan , Tiempo del corazón (20 1 2). ' E n una nota sobre Georges Perec -un autor emblemático en cuanto a este tipo de na­ rrativ as-,

cuya célebre (y peculiar) autobiografía Nací. . . (20 1 2 ) acaba de publicarse en Bue­

nos Aires en una nueva edición, el crítico Jorge Fondebrider señalaba: "Desde la prematura mue rte de Georges Perec, en 1 982, hasta la actualidad, se publicaron no menos de 18 nue­ vos volú menes

que llevan su firma y que vienen a sumarse a los 1 7 títulos que había publi­

cado en vida. Esos libros póstumos, ordenados temáticamente, incluyen desde artículos

circu nst anc

iales hasta verdaderos relatos, pasando por entrevistas, cartas, textos de tarjetas

os P tales, notas personales, prólogos, reseñas bibliográficas, desgrabaciones de conferencias, espu est as a encuestas y apostillas de todo tipo. La cosa no concluye ahí: todavia estarnos e os de haber terminado con la inmensa cantidad de textos que Perec desperdigó por el ¡



mundo en

los escasos 46 at\os que le tocó vivir" (Fondebtider, 20 1 2 ) . 23

MEMORIA

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pueden definir los actos prácticos, "son forma y valores de la estética de la vida" (Bajtín, 1982: 136; el énfasis pertenece al original). Siguiendo esta idea, y en tanto el relato de una vida compromete siempre la temporalidad, existe también, en el espacio biográfico, lo que podríamos llamar el valor memorial, que trae al presente narrativo la re• memoración de un pasado, con su carga simbólica y a menudo traumá tica para la experiencia individual y/o colectiva. Un valor doblementf! significativo cuando el relato biográfico está centrado justamente en ese pasado por su cualidad misma, por lo que ha dejado como marca, como huella imborrable en una existencia. Se trata de un valor que aparece exaltado en distintos soportes, también los visuales, y que da lugar a nue­ vos giros, como ciertas memorias intelectuales que entraman, a distancia de la autobiografía clásica, lecturas, derroteros teóricos y experiencias vi­ tales en una articulación singular.7 Si en toda sociedad la rememoración forma parte obligada de las ope­ raciones de transmisión de la cultura, del trazado de la historia y la "in­ vención de la tradición': es a partir del hito paradigmático de Auschwitz, la Shoá, que la cuestión de la memoria, como dilema y como elaboración in­ eludible -teórica, ética, política- de las atrocidades del siglo xx y su más allá,8 se ha transformado en uno de los registros prioritarios de la actuali­ dad, sobre todo en relación con lo que ha dado en llamarse "historia re­ ciente': Inflación memorial, según algunos, por cuanto no solamente se despliegan, en una temporalidad diferida, innumerables narrativas -re­ cuerdos personales, testimonios, experiencias, anécdotas, todo tipo de ma­



terial documental, visual y artístico- sino también, y en estrecha relación1 las políticas oficiales de la memoria: museos, memoriales, monumentos, contra-monumentos, efemérides, conmemoraciones ... una maquinaria material y simbólica que puede tornarse en "abuso de la memoria� según la conocida expresión de Todorov (2000). Pero no es solamente la inquietud del pasado lo que atormenta la memoria -y sus obligados "usos del olvido" (Yerushalmi, Loraux et al.;· 1989)-, de la terrible experiencia del nazismo a las cruentas dictadura� 7 Para dar sólo algunos ejemplos, véanse Deberes y delicias. Una vida entre fronteras, de Tzvetan Todorov (2003); No ser Dios. Autobiografia a cuatro manos, de Gianni Vattimo (2008), y La vida en doble, de Marc Augé (201 2). • Sobre ese "más allá", que no es sólo temporal sino también traumático, por la huella ! que queda sobre las generaciones, véase Davoine y Gaudilliere (20 1 1 ).

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UN COMIENZO

latinoamericanas de los años setenta, para poner sólo dos puntuaciones emblemáticas. Es también su transfiguración en el presente bajo la forma de guerra perpetua que sólo va cambiando de lugar en lejanas, desoladas g eografías -Iraq, Afganistán, Gaza-, pero que puede golpear súbitamente a la puerta en los centros neurálgicos de las grandes ciudades, haciendo de la categoría de víctima, aquí y allí, un personaje recurrente, difuminado en ci­ fras abstractas y no por ello menos aterradoras. Si el auge actual del testi­ monio aporta a la elaboración de las experiencias traumáticas de décadas pasadas, rodeando así de palabra a lo indecible -hay, como es sabido, tem­ poralidades de la memoria, cosas que sólo pueden aflorar paulatinamente, a m edida que pasan los años y la distancia atenúa la angustia, libera el secreto o la prohibición-, es la fotografía la que parece tomar hoy a su cargo el su­ frimiento mudo del presente que padecen poblaciones enteras, sea en el ojo

del reportero gráfico o del artista -o en su cada vez más frecuente confluen­ cia-,9 haciendo de las imágenes una narrativa a la que siempre le faltará la singularidad biográfica. Relatos contra imágenes -desgarradoras-, cuya proliferación plantea no pocos dilemas éticos y estéticos, y que trazan tam­ bién el margen de los que quedan afuera -fuera de su tierra natal en forza­ das migraciones, fuera de una tierra de acogida, en campos de refugiados, fuera de las "cuentas" de los que cuentan (Ranciere, 1996)-.1º Los capítulos que siguen abordan, con diferentes acentuaciones, la relación entre lo biográfico y lo memorial -y, por ende, entre el valor biográfico y el valor memorial-; el modo en que se articulan, en narra­ tivas verbales y visuales que escapan a cánones estrictos, autobiografía, autoficción, memoria y testimonio. Un terreno preferentemente ensayís­ tico, donde se cruzan varias disciplinas -teorías del lenguaje y del discur­ so, la semiótica visual, el psicoanálisis, la teoría política, la crítica literaria Y cultural- trazando zonas fronterizas que plantean nuevos interrogantes sin temor al desdibujamiento de los límites.

' C omo ejemplos de esta modalidad creciente se puede mencionar al artista chileno Alfre­

do Jaar, que viene desarrollando su arte conceptual, donde la fotografia es determinante, en te­ rrit orios en conflicto -Ruanda, Palestina-; y del otro lado, al reportero gráfico francés Luc Da­ lahaye, que, desde esos mismos territorios -Iraq, Bosnia, Rusia-, fue haciendo cada vez más de

su métier un arte reconocido como tal. Véase al respecto Didi-Huberman y otros (2008). 'º Suj etos en los márgenes en una dimensión tal que ni siquiera es la del excluido dentro de una so ciedad donde al mismo tiempo es incluido en otras cuentas -las pollticas públi­ cas, los sub sidios de desempleo, las organizaciones filantrópicas, etcétera-. 25

11. La mirada como autobiografía: el tiempo, el lugar, los obj etos

LA NARRACIÓN auto/biográfica -como toda narración- parece invocar en primera instancia la temporalidad, ese arco existencial que se desplie­ ga -y también se pliega- desde algún punto imaginario de comienzo y recorre, de modo contingente, las estaciones obligadas de la vida en el vaivén entre diferencia y repetición, entre lo que hace a la experiencia común y lo que distingue a cada trayectoria. Pero si la pregunta "¿cómo se narra una vida?" podría responderse de maneras diversas aunque cer­ teras, quizá sea más incierto preguntar qué lugares configuran una bio­ grafía y cómo se vinculan el afecto y el lugar. Interrogantes clave en la defi­ nición del espacio biográfico, la experiencia literaria de W G. Sebald, por un lado, y la de Christian Boltanski, desde las artes visuales, por el otro, aportan respuestas quizá inesperadas -y hasta perturbadoras- en el juego, siempre renovado, de "mantener a la muerte en su lugar': según el decir de Michael Holroyd (201 1 ), reconocido biógrafo inglés, cuya voz también se hace oír en este texto.

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MEMORIA Y AUTOBIOGRAFÍA

l.

RECORRIDOS: EL TIEMPO, EL LUGAR "

"... poéticamente habita el hombre ... El poetizar construye la esencia del

habitar. Poetizar y habitar no sólo no se ¡

excluyen. No, poetizar y habitar,

exigiéndose alternativamente el uno al otro, se pertenecen el uno al otro. MARTIN HEIDEGGER

El espacio biográfico bien podría comenzar por la casa, el hogar, la mo­ rada, en el sentido fuerte de morar: estar en el mundo, además de tener un cobijo, un resguardo, un refugio. La casa natal como el punto inicial de una poética del espacio, al decir de Bachelard ( 1 965), un modo de ha­ bitar donde anidan la memoria del cuerpo y las tempranas imágenes que quizá nos sea imposible recuperar y que por eso mismo constituyen una especie de zócalo mítico de la subjetividad. Lugar extático en las fotogra­ fías que atesoran instantes singulares, pero a la vez el primer territorio de la exploración, de los itinerarios que definen el movimiento y el ser de los habitantes. Podemos detenernos en esa pequeña geografía universal: la cocina, la sala, el dormitorio, el sótano, el desván. Cada uno con su carga poéti­ ca y dramática: las risas, la celebración en torno a la mesa, la calidez de la lámpara junto a la ventana y las sombras en los rincones que preanuncian momentos de melancolía o de meditación. La casa como espacio/tempo­ ralidad, que es como Doreen Massey piensa el espacio mismo, como pro­ ducto de interrelaciones, de interacciones, desde la inmensidad de lo glo­ bal hasta lo íntimo, como "esfera de la posibilidad de la existencia de la multiplicidad, en la que coexisten distintas trayectorias, la que hace posi­ ble la existencia de más de una voz" (Massey, 2005: 105). La casa, enton­ ces, está constituida por las interacciones, los afectos, las rutinas, los trán­ sitos cotidianos, donde la diferencia de género marca también sus ritmos.1 1 El inquietante y ya clásico filme de Chanta! Akerman, /eanne Die/man, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles ( 1 975), se demora justamente en los quehaceres y recorridos do­

mésticos, el eterno afanarse de la protagonista en los pasillos, la pileta de lavar, la cocina, lugares donde quizá no se detendría otra cámara y que definen, en su mirada, ji/mar como

una mujer. 28

LA MIRADA COMO AUTOBIOGRAFÍA: EL TIEMPO, EL LUGAR, LOS OBJETOS

Transgrediendo el umbral hacia lo públic� la calle, el barrio, la ciu­ dad -que también forman parte del espacio biográfico-, podríamos p erdernos, con Benjamin -pese a la desaparición del Jldneur-, o bien escribir" esos tránsitos con Michel de Certeau ( 1 990), aunque seamos incapaces de leerlos, según reza su conocida expresión. Sin embargo, la invisibilidad de los tránsitos en el espacio -la huella de los pasos al an­ dar- no vuelve insensibles a los cuerpos, que llevan su carga de repeti­ ción, el mínimo lugar que día a día deben disputar a la muchedumbre. "

Una ciudad trashumante o metafórica, volviendo al autor, que desborda la tra za urbana, susceptible de ser pensada desde una perspectiva poética o mítica del espacio. Pese al automatismo de marchar por los mismos lugares, de la ina­ ten ción con que miramos a menudo por las ventanillas la fugacidad del p aisaje a veces podemos evocar los pasos de otro tiempo allí donde todo ha cambiado. Así, suele impactarnos el retorno -después de viajes, exi­ lios o el vivir en otra parte- cuando ya no reconocemos como propio el lu gar. Lo que ha desaparecido, aun cuando no nos pertenezca, también se ha llevado consigo algo de nuestra biografía, del mismo modo que las casas que ya no habitamos se nos han vuelto extrañamente ajenas: otras luces y otras sombras, otros moradores, desconocedores de lo que guar­ dan las paredes, esa intensidad de cuerpos, gestos, emociones, que per­ duran quizá como campos de energía.2 La diferencia entre interior y exterior guarda cierta semejanza con l a que media entre distancia y proximidad, l entre la panorámica desde la altura y el "abajo" de la muchedumbre, los remolinos de la circulación y la respiración de la calle. La inmensidad de la metrópoli, su inabarcable extensión en el caso de las megalópolis, deja dudas en cuanto a su cuali­ dad humana, dando lugar a todo tipo de fantasías, desde los cataclismos ,

' Sobre esto reflexionaba justamente el célebre documentalista experimental lituano­ a mer icano

Jonas Melcas en su filme A Letter from Greenpoint (2004), mientras se despedla

de la cas a donde habla vivido durante décadas recorriéndola con su cámara digital y evo­ c a ndo la presencia -cual "átomos invisibles" - de quienes habían pasado por allí y confor­ mado el espíritu

del lugar.

' Richard Sennett dedica un capítulo de su libro

The Conscience of the Eye. The Design

�nd Socia/ Life of Cities ( 1 990) a analizar históricamente la diferencia entre el interior, el r efugio" del hogar, y el exterior, que conlleva, en la tradición judeocristiana, una cierta a me na a z de exposición, intemperie y privación (véase el capítulo " The Refuge': pp. 5-40).

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M E MORIA Y AUTO B I OGRAF ÍA

geológicos a la ciencia ficción: San Pablo y la cresta montañosa de sus edificios que parecen brotar sin control de l a tierra; la i n fi n ita llanura nocturna de Los Á ngeles en las imágenes i nolvidables de Blade Run ner o el sorpresivo océano de luces de México DF cualquier atardecer al bajar del Aj usco. "A ndar es no tener lugar -dice De Certeau- [ . . . ]. La errancia que multiplica y agrupa la ciudad hace de ella una inmensa experiencia social de la privación del l ugar" ( 1 990: 1 55). ¿Pero no podría pensarse, por el

contrario, que andar es también apropiarse del lugar, tal como la lectura o\ la escucha se apropian del texto, lo i ncorporan, lo transforman en expe­ riencia? Por cierto, hay andares cargados con el peso de la obligación -o la desesperanza- y otros llevados por el placer de la deambulación. Es posible pensar l a ciudad como una trama textual, narrativa, donde metá­ foras, metoni mias, hipérboles y sobre todo oxímoron se articulan sin ce-, sar bajo la m irada avezada del poeta o del crítico, y tal vez escapan al transeúnte apresurado. Pero también puede pensarse como el " imperio de los signos'', parafraseando a Roland Barthes, donde la visualidad pri­ m a sin duda aunque i ndisociable de l a sonoridad -la ciudad nocturna y silenciosa puede gen e rarnos enorme i n quietud-. La ciudad entonces como lugar de encuentro con el Otro en su más rotunda otredad -étnica, lingüística, cultural, sexual-, habitada por nombres -calles, plazas, ba­ rrios, monumentos, edificios, comercios- en una cartografía caprichosa que une aconteci mientos trascendentales de la h istoria con remotas geo­ grafías, que pone a dialogar a héroes desconocidos con artistas, poetas, santos, músicos, oficios, herbolarios, en conj untos o vecindades que re-1 cuerdan la enciclopedia china de Borges. También esos nombres, reco­ rridos una y otra vez, forman parte del espacio biográfico. Pero no todo se ve ni tiene nombre en la ciudad. Hay lugares y nombres escamoteado s a lo visible; en tanto vivimos en espacios antiguos, lo nuevo surge siem­ pre sobre los restos de lo viejo, acumulaciones sobre ruinas, misterios , un telón de trasfondos borrosos: "dormimos donde se agitan somnolien­ tas revoluciones antiguas", otra vez De Certeau ( ibid.). Sobre esos misterios de la ciudad, la literatura y el cine han trabaj ado sin descanso. Del lado del cine, l a ciudad es protagon ista de la mayor par­ te de los filmes que vemos, el escenario privilegiado de todos los regis­ tros de la vida humana: personajes, h istorias, m itos, afectos, sensaciones, violencias. Así, en un impacto visual que se hace hábito, reconocemos 30

LA MIRADA COMO AUTOBIOGRAFÍA: EL TIEMPO, EL LUGAR, LOS OBJETOS

aj enas geografías en un efecto de anticipación: antes de llegar en un po­ sib le viaje ya habremos recorrido -y sufrido- los derroteros de innúme­ ros personajes en una rara familiaridad. La misma que después de haber estado allí, según el viejo adagio antropológico, nos llena de excitación ante su aparición en la pantalla, más allá de la historia que se narre. Y la conjunción entre cine, literatura y autoficción puede dar lugar a ensa­ yos victoriosos, como Mégapolis, de Régine Robin (2009), libro que lle­ va un subtítulo sugerente, Les derniers pas du flaneur, donde, en pos de una "poética de las megalópolis': la narradora nos invita a acompañarla mientras deambula por algunas de ellas -Nueva York, Tokio, Los Ange­

les, Londres, Buenos Aires- siguiendo los pasos de diversos personajes de ficción. Partiendo de la casa natal nos hemos ido lejos. Es que quizá no resul­ te tan clara para este caso la distinción heideggeriana entre morar y deam­ bular: morar es también deambular, física y virtualmente, sobre todo en tiempos en que "navegamos" en la Web -un verbo no casualmente elegi­ do- tal vez a pérdida de la capacidad de ensoñación abstracta, sin referen­ tes. Aún hoy los tránsitos parecen primar por sobre anclajes y raíces -a menos que se piense en "raíces en el aire': según la expresión de Roland Barthes-. En ese movimiento, que no descree sin embargo de genealo­ gías, identificaciones, afectos, pertenencias, pueden pensarse también las identidades, lejos del esencialismo, en tanto identidades narrativas, fluc­ tuaciones entre lo mismo y lo otro, lo que permanece y lo que cambia, esa otredad constitutiva del sí mismo (Ricreur, 1 99 1 ) . Pensar la relación entre espacio y subjetividad -la ciudad como autobiografía- también su­ pone esa fluctuación, una temporalidad disyunta de pasados presentes, una trama social y afectiva, configurativa de la propia experiencia, una espacialidad habitada por discontinuidades, tanto físicas como de la me moria. Pero si hablamos de la memoria, ¿cómo opera aquí esa aporía aris­ totélica de hacer presente lo que está ausente? Porque, según el filósofo, al recordar, se recuerda una imagen y la afección que conlleva esa imagen. Podríamos afirmar entonces que no hay imagen sin lugar, un contexto espacial , un ámbito en el cual se recorta, y también, con un dejo ben­ iaminiano, que en la ciudad -particularmente- la memoria nos sale al Paso, a cada paso, aún desprevenido. Memorias de su propia temporali­ dad -y entonces, ya hecha historia- y memorias que nos pertenecen, que 31

MEMORIA Y AUTOBIOGRAFÍA



están atesoradas como en un desván sin ser llamadas, pero que de pront irrumpen al atravesar una esquina, al ver una casa de otro tiempo, el sitié de una escena feliz o infortunada . . . Imágenes súbitas que se articulan en sintaxis caprichosas. Entre la lejana memoria histórica de hechos y personajes que tal ve� desconocemos, cuya traza en el espacio no despierta nuestra atención, y la memoria biográfica, familiar, que inviste afectivamente lugares y mo­ mentos, hay otras memorias, de pasados recientes, que insisten doloro­ samente en la conciencia colectiva. Memorias ligadas a acontecimientos traumáticos, cuyos anclajes físicos, materiales, también salen al paso ante el transeúnte no tan desprevenido: estelas, inscripciones, placas, baldo­ sas, museos, monumentos, memoriales. Marcas urbanas que señalan pa­ decimientos y destinos trágicos, heridas de guerra, desapariciones, xeno­ fobia, persecución. Pero no solamente el espacio urbano atesora las huellas del pasado, las formas espectrales de quienes nos precedieron, las voces que resona­ ron en los ámbitos que ahora habitamos. También el camino, el campo� el bosque, la piedra, se ofrecen como testigos para quien sepa interro­ garlos, hacerlos hablar. Eso es lo que hace magistralmente W. G. Sebald, el autor alemán considerado como uno de los mayores escritores con­ temporáneos, quien podría dar respuesta, desde su obra, a la pregunta acerca de en qué lugares se configura una biografía. En el camino, dirá, en el viaje, en la errancia por terrenos desiertos o sitios emblemáticos, en la relación, cercana a la del entomólogo, con una naturaleza tan agreste como hollada por el paso de los siglos. En Los anillos de Saturno (2008), el narrador, identificado con la vo autobiográfica, decide recorrer a pie los senderos del condado de Suffolkl al este de Inglaterra -país en el que vivió durante más de treinta años has � ta su muerte-, extensión de gran belleza forestal, campiña amable con una costa veraniega que mira al continente y que ofrece la particularidad de no contar con ninguna ciudad, sólo con pequeños towns, algunos adormecidos en el tiempo, con huellas desvaídas de un pasado que cuesta imaginar. Sin embargo, la escritura de Sebald -su personaje- hace de ese recorrido una aventura fascinante donde se funden naturaleza e historia, descripciones y conjeturas, personajes y biografías en una profundidad de la experiencia que configura un nuevo territorio para la autobiografía: es la mirada, la declarada actualidad de la presencia, la que devuelve al



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LA MIRADA COMO AUTOBIOGRAFÍA: EL TIEMPO, EL LUGAR, LOS OBJETOS

entorno natural y a las diversas estaciones del itinerario la impronta de la historicidad, lo sucedido en el devenir imaginario del acontecimiento, en la escena que se rehace ante los ojos con tonos vívidos bajo la inspiración de imágenes oníricas, pictóricas o fotográficas, varias de las cuales acompañan la evidencia de los textos. Una escena habitada por voces cuya "heteroge­ neidad marcad¡l,4 al decir de Jacqueline Authier ( 1 982), no sólo restituye un eco. polifónico de autorías diversas -relatos, archivos, imágenes, anéc­ dotas , diálogos al pasar- sino que las inviste afectivamente -poéticamente­ en la cadencia y la modulación de la propia voz.5 Esa mirada singular es capaz de percibir, desde una playa solitaria, el estruendo de una batalla encarnizada sobre el mar varios siglos atrás, de imaginar el andar y el sentir de antiguos pobladores, de descifrar ignotas inscripciones, leer las huellas de pasados esplendores en el trazado de un j ard ín invadido de maleza o en la caprichosa aglomeración de las copas de l os árboles. Recrear incluso, en la poética de la propia enunciación,

viej as descripciones de lugares ilustres, como el castillo de Somerleyton, una de las etapas de su viaje: Bajo ustedes los tejados que descienden abruptos, cubiertos de pizarra azul

oscura y, en el reflejo de los invernaderos que despiden una luz blanca como la nieve, ven las negras superficies regulares del césped. A lo lejos, en el par­

que, se mecen las sombras de los cedros del Líbano; en el parque de vena­

dos, los animales, recelosos, duermen con un ojo abierto, y pasado el cerca­

do más distante, hacia el horizonte, se extienden las tierras de regadío y ondean al viento las telas de las aspas de los molinos (Sebald, 2008: 45).

Nada de esto verían hoy los visitantes del castillo, nos advierte el narra­ dor, mientras recorre habitaciones polvorientas y pasillos llenos de trastos

. 4 L a autora distingue, en la concepción bajtiniana de la polifonía, la heterogeneidad cons­ titutiva, que remite a las diversas voces que hablan en una voz, sin identificación de autoría, d.e la heterogeneidad marcada, donde se explicita esa identificación de la palabra de otros: la

cit , l a re a ferencia, la alusión, el uso de comillas, la inclusión de expresiones en otros idio­ mas, etc étera .

.

; En el filme documental Patience (after Seba/d) (20 1 2), el director, Grant Gee, confron­

ta 1mágenes del itinerario de Sebald, alternando blanco y negro y color, con voces en off de

'lUtenes lo

conocieron o escribieron sobre él, enlazando asl, de alguna manera, la doble tra­

ma que so stiene el libro.

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MEMOR I A Y AUTOB I OGR A F Í A

inútiles: hace mucho que ha dej ado de ser, propiamente, una morada. S i n embargo, allí están los obj etos familiares, que han sobrevivido a sus poseedores y se ofrecen, en vitrinas atestadas, como pruebas de genea­ logías, costumbres, privilegios y aficiones: retratos, palos de golf, raque­ tas de tenis, trofeos, máscaras exóticas, recordatorios del paso i nexorable del tiempo y lo efímero de las trayectorias: "momentos autobiográficos': como señala Paul de Man ( 1 984), que nos colocan, como lectores, en sin­ tonía con el enunciador en una mutua relación reflexiva; nos interpelan en nuestra propia condición efímera. Esos momentos se acentúan en los capítulos donde t rabaj a la mate­ ria biográfica de personajes emi nentes que dej aron alguna huella e n el territorio que hoy cubren sus pasos. Los datos rigurosos de la enciclope­ dia -vidas y obras- se articulan entonces con el trazado imaginario de un devenir cotidiano, momentos y escenas que quizá h ayan tenido lugar, trayectorias literarias o científicas leídas a contraluz de los textos que dan cuenta de ellas -voces sobre voces-, en atención al detalle significante que pueda acercarnos a la pasión, la emoción, la inquietud de seres de otro tiempo -fuera de todo anacronismo-, en una lengua precisa y per­ fecta, con ecos borgeanos. Se dibujan así -entre otros recorridos- la fa­ bulosa aventura del saber en Thomas Browne, el adm irado por Borges y Bioy -cuyas voces también se entraman en el relato- , que vivió hasta su muerte, en 1 682, en Norwich, en el vecino condado de Norfolk;" la acci­ dentada travesía de Joseph Conrad, que en 1 878 atraca en un barco mer-. cante en Lowestoft, pueblo que hoy visita el caminante, ligada a la ex­ traordinaria historia de Roger Casement, el primer denunciante de los exterm i nios de la colonización y la esclavitud; el frustrado romance de Charlotte Ives y el vizconde de Chateaubriand, que pasara algún tiempo en otro pequeño pueblo, I lkershall, huyendo de los horrores de la Revo-· lución Francesa. Pero este recorrido -esta escritura- que transcurre flui­ damente entre épocas, documentos, diarios í ntimos, viajes por exót icas geografías, lejos está de ser solamente un rescate erudito de la historici­ dad que guardan los sitios sensibles del camino. Se trata más bien de un trabaj o profundo sobre la i nterioridad, de aquello que, sin desl indarse de la ficción, quizá con mayor derecho pueda llamarse autobiografía. 'El propio Schald, profesor en la Universidad de East Anglia, vivió en Norwich hasta su muerte, e n un accidente automovilístico, en diciembre de 200 1 .

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LA MIRADA COMO AUTOBIOGRAFÍA: EL TIEMPO, EL LUGAR, LOS OBJETOS

Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano ale­ mán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se su­ mergen en el más profundo sueño. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hu­ bieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno -el cemente­ rio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica- (Sebald, 2008: 93).

No e s casual que esa imagen de destrucción, tan cercana a la de un esce­ nario de guerra, aparezca en el diálogo sutil del narrador con su persona­ je il ustre Tal imagen se vincula a las preocupaciones más recónditas del autor, a la huella traumática que atraviesa su vida y su obra. Es que lo au­ to biográfico -parece decirnos Sebald- no remite solamente al relato per­ sonal de las vicisitudes en orden a las cronologías, sino que es también la m ir ada sobre los otros, los diálogos que podemos sostener con ellos -aun después de que hayan desaparecido-, el discurrir de la experiencia en el tiempo y el espacio. Así, sólo sabremos del caminante lo que el ca­ mino le inspira, las coordenadas históricas y existenciales que lo llevan a .detenerse aquí y allí, los encuentros con personajes clásicos o contempo­ ráneos, reales o imaginados. Y también, punzantes, los recuerdos de la guerra, como marcas indelebles en el terreno y en las personas. Ruinas de viejas fortalezas; hangares desafectados, como restos fósiles, cuya fun­ ción mortífera trae al presente la voz de William Hazel, el jardinero del castillo, que evoca ante el visitante alemán la sombra de los aviones in­ gles es surcando el cielo, ese antiguo cielo de East Anglia, para ir a bom­ bardear noche tras noche las ciudades alemanas, a distancia fortuita del pequeño pueblo alpino en el que nació Sebald en mayo de 1 944. .

Todas las tardes veía pasar la escuadrilla de bombarderos sobre Somerley­ to n y todas las noches, antes de quedarme dormido, me imaginaba cómo las

ciudades alemanas se consumían en llamas, cómo las torres de fuego despe­ dían llamaradas hacia el cielo y los supervivientes se revolvían entre los es­ combros. Un día, decía Hazel, Lord Somerleyton [ ] me contó con todo . . .

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M E MORIA Y AUTOB I OGRAFÍA

detalle la estrategia seguida por los aliados en el ataque