Magia En La Villa Y Corte De Los Austrias I Ii Iii

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MAGIA EN LA VILLA Y CORTE DE LOS AUSTRIAS

PHILIP BATES

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Miré los muros de la Patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, FRANCISCO DE QUEVEDO

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I

Lorenzo Gonzaga había puesto por primera vez los pies en la Villa y Corte en el otoño de 1665, a la par que la capital del reino enterraba a su Católica Majestad Felipe IV y no cabía un alfiler en ella a causa de la afluencia provocada por los funerales del monarca. Venía acompañado por su tío Baltasar, canónigo de Sigüenza, con quien había viajado modestamente en diligencia de posta desde Arévalo, ciudad de la que era natural. El muchacho procedía de una familia de hidalgos arruinados por la concatenada serie de catástrofes de todo tipo que se había ensañado contra la hispánica tierra durante los últimos treinta años, epidemias de garrotillo, tabardillos y finalmente la gran peste que la despobló entre los años 1647 y 1652, la cual se llevó, por cierto, a su madre y a tres de sus hermanos, la sequía que produjo cosechas ruinosas, así como las manipulaciones sobre la moneda de vellón. Su padre, don Pedro, tan sólo fue capaz de casar con un semblante de decoro a su primogénito, Gonzalo, el cual, según estipula la ley, estaba destinado a heredar el exiguo mayorazgo. A los demás varones colocó en el ejército, que andaba falto de tales, o en la Iglesia por intercesión de su hermano. De las hijas, guardó una para su cuidado personal y a las dos restantes puso igualmente en un convento. Con lo cual parece que el hidalgo dio por concluido su poco afortunado paso por el penoso mundo que le 7

había tocado en suerte y enfermó de guardar cama durante el resto de sus días, que no fueron ya muchos. El canónigo cumplió la promesa empeñada con el moribundo encargándose de que su sobrino, el menor de su prolífico hermano, entrara como novicio en un convento franciscano de la capital del mundo. Don Baltasar recomendó Lorenzo a los padres, visitó el monasterio situado en pleno centro de Madrid y con las mismas regresó a su Sigüenza, dejando entre aquellos espesos y tenebrosos muros a un muchacho que hasta los dieciséis años se había criado en los vastos espacios, bajo la luz cegadora de la paramera, desarrollando unos ojos de halcón y no de lechuza. De hecho, Lorenzo habría preferido mil veces el ejercicio de las armas, pero la última voluntad de su padre había sido firme, pues los tiempos aciagos, y a fe que aquellos lo eran, inclinaban preferencialmente a la devoción. El monasterio no pasaba de ser una casa solariega de tres pisos, dotada de un huerto tapiado en la parte trasera, donde se hacinaban treinta y cinco monjes y seis novicios. A lo largo de la calle aparecían alineadas otras mansiones similares, construcciones vetustas, algunas de ellas amenazando ruina, amplias, oscuras y silenciosas, con fachadas desconchadas y portalones desportillados, ostentando, muchos de ellos, viejos escudos de armas tallados en piedra, residencia, en general, de hijosdalgo de pequeña y media capa, así como de algún que otro comerciante enriquecido.

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Cuando culminó el ceremonial fúnebre consagrado al óbito del rey, la calle recuperó su habitual estilo lúgubre y solitario, característico de esta parte vetusta de la capital de un imperio caduco, más habitada por fantasmas y ánimas en pena que por gente viva. Durante la noche, su quietud de camposanto sólo se veía interrumpida, de tanto en tanto, por el entrechocar de los aceros y los votos proferidos a tal o cual por asuntos tan negros como la atmósfera que los envolvía. Cuando no por el viático que la cruzaba como una Santa Compaña espectral y agorera que, quizás, era. Lorenzo alzaba la frazada hasta taparse la cabeza con objeto de no oír los latines y de protegerse del frío que comenzaba a dejarse sentir cuando bajaba de la sierra. Dormía junto a los otros novicios y fray Anselmo, su maestro, en una tan descomunal como vacía estancia de techo alto, la cual prometía ser glacial durante los meses de invierno. Desahogado monumento, pensó, en que me ha enterrado mi padre, con estos frailes que saben de todo. Sin embargo, puede estar tranquilo, pues su obsesión era que ninguno de sus hijos había de ser oficial y trabajar por sus manos. Para ello los religiosos recogen a los expósitos que estarían metidos en la paja del granero, rebullendo entre las ratas. Su cometido, por el momento, era estudiar y rezar. Por cierto, no tardarían en despertarles para maitines. Después de todo comía, frugalmente, con mucha

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sopa de guijarro, cierto, pero comía, cosa que no todos los días sucedía en la casa paterna. Lo de estudiar, a fin de cuentas, tampoco se le daba muy mal. En efecto, irrumpió uno de los vigilantes y llamó para los oficios. Mientras fray Anselmo alumbraba un candil, Esteban Sala, su vecino más próximo, se revolvió en su jergón rezongando palabras que a los oídos de Lorenzo no les parecieron muy santas. Luego, poniendo los pies en el suelo y enfilando sus sandalias, comentó en un castellano más derecho: -Cualquier día de éstos, Dios se va a incomodar seriamente con nosotros. -¿Por qué razón? –inquirió Lorenzo, intrigado de verdad. -Por las horas que elegimos para ir a rogarle. Lorenzo escudriñó el rostro de Esteban por ver si descubría un rasgo de hilaridad, mas la poca luz se lo impedía. Así que desistió de ello y buscó a tientas sus propias sandalias. El maestro les ordenó ponerse en fila y salir de la pieza. El largo corredor se hallaba iluminado por hachones. Esteban Sala le había precedido en el cenobio de tan sólo tres meses. Venía de Medina del Campo y su historia parecía calcada a la suya, con la salvedad de que su padre ya había muerto mientras que su madre vivía, pero había casado en segundas nupcias. Decididamente, haría un mal monje, si bien no llamaría forzosamente la atención por ello, pues muchos tenían, en aquella época, un comportamiento dudoso, con las debidas precauciones, desde luego, y 10

procurando no sobrepasar ciertos límites sensibles, pero dando en lo humano, a veces muy humano, tolerado. Mientras lo seguía, divertido, contemplando su pelo crespo y endrino, Lorenzo se preguntaba hacia dónde desviaría Esteban. Por el momento, ningún rasgo, ninguna inclinación permitían aventurarlo. Únicamente esa desafección por lo religioso permitía colegir que una olla, con la tapa encajada y cerrada a presión por barras de hierro insertadas en las asas, no podía sino acabar reventando y esparciendo el cocido por toda Castilla la Vieja. Entraron en la capilla y, a pesar de la pompa del ceremonial, Lorenzo tuvo que pugnar porque no le asomara una sonrisa viendo el rostro mirífico de Esteban, en rudo contraste con la salida de tono que había constituido su desayuno verbal al verse despertado a una hora que, no quedaba mucho lugar para la duda, consideraba intempestiva. En esos momentos, sin embargo, entonaba muy devotamente el invitatorio: “Señor, ábrenos los labios. Y mi boca proclamará tu alabanza.” Luego el salmo: “Oh, venid, lancemos gritos de alegría hacia Jehová.” Concluido el oficio, los monjes se retiraron a sus respectivas celdas y los novicios a la suya común. Fray Anselmo, mientras los abarcaba a todos con una mirada severa, sepultó la llama entre los dedos índice y pulgar. -Esteban.

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-¿Qué? -¿Piensas quedarte aquí toda la vida? La respuesta de Esteban fue un silencio tan compacto que Lorenzo se arrepintió de haber formulado la pregunta. Cuando ya no la aguardaba en modo alguno, sintió un hálito caliente debajo de la oreja. -¿Estás loco? Lorenzo quedó sobresaltado y confuso. Luego reparó en que Esteban había contestado a su pregunta con otra, lo cual siempre había juzgado ser una triquiñuela fácil. Así que, a su vez, se abstuvo por el momento de responder. En vista de lo cual, Esteban prosiguió. -¿Ignoras acaso que fray Anselmo duerme siempre con un ojo, manteniendo los oídos como boca de fraile? ¿A que no me has oído llegar? -No. -Pues él es todavía más sigiloso y más felino. No me extrañaría que estuviera escuchándonos ya, en la otra orilla de tu cama. Lorenzo se sobrecogió de nuevo. Hubo otra pausa en la que sólo se escuchaban los latidos de la noche muerta. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo de pies a cabeza cuando, en efecto, escuchó una voz que procedía justamente de ese lado. Era Esteban que había ido a verificar su propia hipótesis. 12

-Si de verdad quieres saberlo, mi respuesta es no –admitió con un susurro apenas perceptible. –Cuando sepa latín, me largo de aquí. -¿Y qué harás en el mundo? Quiero decir, ¿de qué vivirás? Porque afuera, supongo que lo sabrás, sólo se vive de milagro. -Pues ¿qué se yo? Lo que se tercie. Acaso soldado de fortuna, si no quieren de mí los tercios. -¿Y para ser soldado de fortuna hace falta saber latín? -No seas zonzo. Digo que cuando sepa latín porque, al paso que voy, necesitaré al menos diez años para aprenderlo. Y para entonces ya seré un hombre hecho y derecho. Esta vez sí que no pudo reprimir Lorenzo una primera y única convulsión de risa, que atajó de inmediato tapándose la boca con la mano. Esteban había enmudecido como una sepultura. Por lo que dedujo que ya no estaba allí. Pero enseguida sintió, más que oyó, el roce de un paño contra la frazada. Ya iba a hablarle cuando un escrúpulo selló afortunadamente sus labios. Un minuto más tarde una mano huesuda, de mariposa gigante, se posó, furtiva, sobre su muslo. Era fray Anselmo, quien, de vuelta, iba palpando los jergones por ver si cada mochuelo se hallaba en su correspondiente olivo. Más tarde supo que los oídos de este fraile constituían un instrumento magnificador del sonido, tan sensible, que aún los linces y las garduñas podrían, con razón, envidiar. 13

Al amanecer, cuando llamaron para laudes, Esteban se mostró serio y distante. Lorenzo entendió que, con la ligereza de su comportamiento, había cometido una imprudencia que podía haberles costado cara a ambos. No obstante, junto con esa idea le vino otra. Y es que se arrepentía tal vez de haberle hecho, de buenas a primeras y sin conocerle apenas, una confidencia tan comprometedora. Tras el nuevo oficio y la breve colación matutina, los pupilos y el maestro se dirigieron a la estancia que hacía las veces de aula, la cual estaba situada en el tercer piso y se hallaba provista de cuatro ventanas, que daban al huerto, por las que entraba abundante luz. A lo largo de ella se alineaban varias filas de bancos toscos, con sus planchas de madera para escribir sobre ellas; bastantes más de los que en realidad hacían falta, lo cual permitía al maestro instalar a sus alumnos en puestos considerablemente alejados unos de otros con objeto sin duda de evitar los cuchicheos hueros. Esteban tenía razón en una cosa, consideró Lorenzo, le hubieran hecho falta, no diez, sino acaso veinte años para comenzar a entender algo de la lengua latina. Llevaba tres meses en el establecimiento y todavía no dominaba las declinaciones, por lo que le menudearon las reprimendas a lo largo de la mañana. Lorenzo, en cambio, poseía ya un nivel muy superior gracias a las esporádicas enseñanzas que su tío Baltasar, el canónigo, le prodigaba durante los períodos en los cuales regresaba a Arévalo, al solar familiar.

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El maestro no tardó en darse cuenta de ello y a los deberes de latín añadió otros de griego. Lorenzo quedó muy sorprendido ante esos trazos que no había visto en su vida, pero pronto aprendió su equivalencia y, divertido, se ejercitó en su logro, al principio como si dibujara, luego cada vez de un modo más maquinal. Pero aquella era una lengua extraña, ardua de entender, no solamente porque no ofrecía la menor similitud en los vocablos, como sucedía en numerosas ocasiones en latín, aunque, de tanto en tanto, se llevaba sorpresas al descubrir curiosas etimologías, ciertas e indudables unas, más dudosas otras, las cuales parecían provenir de viejas metáforas lexicalizadas, eso es lo que se dijo, en otros términos, desde luego, sino también porque ofrecía una curiosa distribución de los términos en el interior de la oración, con mucho elemento superfluo, se dijo, demasiada paja. Pero era así y no había más remedio que tratar de entender su mecanismo particular y adoptarla en su propia naturaleza. Más adelante fray Anselmo le explicó que los griegos también se habían asentado en ciertos puntos de la península y que debieron dejar improntas en lenguas ya desaparecidas, las cuales, a su vez, hubieron de repercutir en el latín que vino a instalarse después. Eso sin contar la influencia directa que su lengua ejerció sobre el latín. Pero volviendo a ese primer día de clase, cuando hacia mediodía se les acordó un rato de libertad para desentumecerse en el huerto, Lorenzo se fue derecho a Esteban y le espetó a bocajarro:

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-¿Sabes? También yo me voy a fugar de este sitio cuando sea mayor. Esteban no hizo ningún comentario al respecto. No obstante, resultó evidente que aquella confidencia estaba destinada a establecer un lazo de complicidad entre ambos jóvenes. En sustitución de una respuesta, dijo simplemente: -Ven. Echó a correr y Lorenzo tras él. En el fondo del huerto se encontraba un muchacho de su edad, el cual estaba cavando zanjas con una gran azada y enseguida, cambiando a un horcón, echaba estiércol en ellas. Esteban se acercó a él, pero procurando no ser notado, ocultándose tras las matas de alubias. Lorenzo hizo lo propio. Llegado el primero a la altura del zagal, se le acercó por detrás, le plantó dos dedos en los ijares haciéndole dar tal respingo que saltó del otro lado de la zanja, al tiempo que la impresión le obligó a contraer tan rápida y fuertemente los músculos del abdomen que se le escapó un recio pedo, sonoro y armónico como un cuerno de caza. Lorenzo experimentó una gran dificultad en reprimir una carcajada, pero se esforzó con ahínco en ello pues no quería correr aún más al joven e incauto agricultor. -¡Pedorro! –Exclamó Esteban, implacable.- Ve a cortarnos dos varas de avellano, a guisa de espadas. Y nos las traes al granero. 16

-Enseguida, señor –musitó el aludido, confuso al tiempo que contento de salirse tan pronto de una situación tan poco airosa, o más bien justamente demasiado airosa. Esteban lo vio alejarse exhibiendo una media sonrisa. -Se llama Bartolo. Es un poco simple, pero tiene buen fondo. -Yo diría que el fondo está más bien podrido, a juzgar por la fuerza del olor que emana del interior. -En efecto, huele que alimenta. No resultaría improbable que se reservara una generosa provisión de alubias para sí, ya que es él quien las cultiva. Echó una furtiva mirada a su alrededor y, con una sorprendente rapidez y habilidad, arrancó dos manzanas del árbol, se dejó caer a tierra y le ofreció una a Lorenzo. Éste no se hizo de rogar y ambos la devoraron en cuatro bocados. Concluido el refrigerio, se puso en pie con agilidad felina, que sorprendía incluso teniendo en cuenta su juventud. -Sígueme –dijo. Una rudimentaria y pina escalera conducía al granero. Todavía estaba la paja extendida donde dormían los criados. Esteban se puso a hacerla a un lado con los pies. Lorenzo lo imitó. En eso llegó Bartolo con las varitas de avellano. 17

-Tú ponte al cabo de la escalera y avísanos si alguien quiere subir. Y sin perder tiempo, mirando a Lorenzo a los ojos, le entregó una de las varas. -Se coge así y se pone así para parar. Después giras de este modo la muñeca y me aguardas en esa posición, ¿entendido? Venga, vamos a practicar este movimiento. Cuando comprobó que Lorenzo lo ejecutaba con desenvoltura, le mostró otro y luego otro y otro más. Hasta que fue capaz de efectuar un encadenamiento, del cual pasó a otro y así sucesivamente. -Eres tan hábil con la pluma como con la espada. Aprenderás rápido – comentó. Así, Lorenzo recibió el mismo día su primera lección de griego y de esgrima. -¿Y cómo es que tú conoces tantos secretos acerca del manejo de la segunda? -Mi padre me los enseñó. Combatió en los tercios. Un día de los días, Bartolo hizo este comentario: -Vosotros dos no os estáis preparando para frailes, ¿verdad? Esteban lo consideró con un brillo de guasa en los ojos. -Eres un lince, Bartolo. No se te puede ocultar nada. No, en verdad, sino para caballeros andantes. 18

-Pues he oído decir –replicó éste- que, cuando un caballero se lanza a trotar por estos mundos de Dios, suele llevar consigo un criado que le cuide los caballos y las armas en caso de necesidad y le adobe la comida. -No dices mal, Bartolo –convino, pensativo, Esteban.- Tal es, ciertamente, lo que se acostumbra a hacer. Por eso conviene también que ese criado sea ducho en tirar de la espada. Por lo que pudiera ocurrir. Anda, vente para acá, Bartolo. Y tú, Lorenzo, vigila un rato. Con lo cual, también Bartolo comenzó a aprender el arte de las cuchilladas con tino.

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CAPÍTULO II

Casilda Mercado abrió los ojos, despertada por un rayo de sol, maduro ya como los trigos de julio, que atravesaba su habitación cual espada llameante. Únicamente había logrado conciliar el sueño hacia la madrugada, a esa hora en que un leve resplandor gris comienza a nimbar la estancia. Se levantó pues de un salto y descorrió las cortinas. Una riada de luz invadió la pieza haciéndola comestible como la corteza de una hogaza bien cocida. Por cierto, su ama, doña Rodríguez, llamó de inmediato a la puerta y sin esperar respuesta entró con una bandeja en que venía su desayuno. -No ha sido muy madrugadora la señorita esta mañana. El refrigerio estará de verdad frío. Pero puedo calentárselo en un santiamén. -No, gracias. Lo tomaré de inmediato. Ya llevo bastante retraso. -Eso es verdad. Coma Vuestra Merced en buena hora, que si no, a mediodía no tendrá apetito y su padre le reprochará, como siempre, que no se alimenta lo suficiente. Casilda abrió de par en par las puertas cristaleras del balcón, puso una silla de enea en él y agarrando la bandeja se sentó a desayunar con buen apetito. 20

-Se va a resfriar –protestó la dueña.- Ni siquiera nos hallamos aún en primavera. -Al sol se está bien, ama. Pierda cuidado. Doña Rodríguez refunfuñó algo inaudible y regañando entre dientes salió de la alcoba. Si Casilda no había dormido prácticamente en toda la noche, ello no era sin motivo. La confesión que, la noche anterior, le confió su padre, bien lo veía, era una de esas revelaciones que poseen la facultad de cambiar radicalmente una vida, o al menos la concepción que de ella se tiene. En efecto, ya nada será como antes pues se vería obligada a contemplarlo todo a través de unas lentes como ahumadas, o tintadas de otro color. Quiera Dios que no sea el color rojo de la sangre o peor, del fuego. Durante la cena, ya había observado un comportamiento extraño en su padre. Aparecía como encerrado en una bola de cristal, desde donde manifestaba una reserva digna. Más aún, en cada uno de sus gestos percibía una cierta solemnidad, al tiempo que dolorosa y grave, no desprovista de cierta pátina de orgullo. Después, cuando todos los criados se retiraron, sin decir palabra, le acercó una silla a la chimenea, donde crepitaba un nutrido fuego, y con la palma de la mano extendida le indicó que se sentara. Él, a su vez, tomó otra silla y la colocó a su 21

lado, muy cerca. De repente Casilda recordó el día en que murió su madre. Ella no era más que una niña, pero ahora lo recordaba todo muy bien. Sucedía como si esos recuerdos los hubiera puesto en una gaveta, bajo llave, y luego echado ésta al río. Mas, en ese instante, el cajón se abría solo y de él surgía una infinidad de detalles y sensaciones que creía diluidas para siempre en una atmósfera que el tiempo había esparcido desde hacía mucho. En aquella ocasión, su padre la tomó de la mano y, con mucho cariño y un temblor de emoción en los labios pero sin el menor eufemismo al uso, le reveló escuetamente que su madre había muerto y que ya no la vería nunca más. Ninguno de esos comentarios consolatorios como que está en el cielo y que desde allí vela por ti u otros por el estilo. No, murió y se acabó. Eso era todo. No había más remedio que conformarse. También en esta ocasión don Leandro abordó el asunto sin rodeos. Ellos eran una familia de judíos conversos, pero que, atendiendo al hecho incuestionable de que dicha conversión no se realizó de grado, sino empleando la fuerza, así como la amenaza capital, desde hacía muchas generaciones, en el secreto de las alcobas, cuidando muy bien de que ni siquiera los criados ventearan el menor indicio, siguieron practicando, como casi todos, la religión de sus antepasados. Mientras que, de puertas afuera, exhibían una piedad cristiana exagerada, en numerosos casos acérrima, seguros de que Dios entendería esas cosas. Sin que faltaran ejemplos en que algunos de ellos, por medios diversos y variados,

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hubieran obtenido títulos nobiliarios, alcanzando los peldaños más elevados de la política, las artes e incluso de la jerarquía eclesiástica, procurando, desde allí, en la medida de lo posible, favorecer en secreto nuestros intereses. Si bien, en la mayoría de los casos, hemos continuado ejerciendo los oficios que, a lo largo de los siglos, desempeñaron nuestros ascendientes, es decir, financieros, banqueros, especuladores, o también médicos, profesores de universidad y demás oficios del saber. Claro, no se lo había podido decir antes porque a los niños, ya se sabe, no se les puede atar la lengua. En su inocencia, lo dicen todo, o lo dan a entender con un discurso ignorante de las sutilidades e implicaciones que rigen en una sociedad compleja, hipócrita y cruel. Casilda, entonces, entendió la razón de algunos detalles del ordinario de la casa como que, por ejemplo, si bien la carne de cerdo entraba en ella, era invariablemente destinada a la alimentación de la servidumbre. Hasta el punto de que, durante mucho tiempo, ignoró que ese animal fuera comestible. No es una vianda sana, le explicaron más tarde. En todo caso no es propia de gente de calidad. Pero ella supo, por casualidad, que algunas de sus amigas, entre ellas las había pertenecientes a la nobleza, sí la comían. Mas, habiendo percibido un cierto malestar entre las personas mayores que le habían entregado ese descargo, se guardó de hacer comentarios al respecto. Otra cosa que también había observado era que jamás se encendía fuego los sábados. Se cocinaba la víspera y 23

se guardaba una parte del condumio para el día siguiente. Si era invierno, durante el viernes las chimeneas consumían tal cantidad de madera que caldeaban los muros. Luego, unas horas antes del atardecer, dejaban que se consumieran las brasas. En el transcurso la jornada del sábado, la mansión entera estaba tibia, bastaba con abrigarse un poco más en tiempo de mucho frío. Y todos los años, cuando dicha estación se hallaba a punto de claudicar, solía reinar durante algunos días un ambiente festivo en la casa, las comidas eran más sofisticadas e incluso las personas mayores incrementaban moderadamente el consumo del vino y de ciertos licores. Ella, por su parte, tenía derecho a invitar a todas las amigas que quisiera con objeto de organizar meriendas y representaciones teatrales, para las que les proporcionaban toda suerte de vestidos, disfraces y máscaras. Tal elación, que ella había atribuido al gozo generalizado ante la proximidad del verano, resulta que tenía un nombre, el cual sólo ahora su padre había osado pronunciar. Se trataba de las fiestas del purim que conmemoran los hechos referidos en el Libro de Ester, pero que en realidad simbolizan todas las ocasiones, pasadas y futuras, a las que bien se pueden incluir, si se da el caso, las presentes, en que el pueblo judío supo, y sabrá, eludir una catástrofe colectiva, salir airoso cuando la maldad absoluta lo tiene cercado y se apresta a desatar su aniquilación. Por eso es una fiesta sin connotación religiosa, su único rasgo distintivo es dar rienda suelta a la alegría de sentirse vivo y saber que uno no perecerá en lo inmediato a causa de las asechanzas de los malvados como Hamán, los cuales, por desgracia, siempre los ha habido y 24

los habrá. Y era justamente esa fiesta la que se disponían a celebrar, para la cual podía invitar, como siempre, a todas sus amigas indiscriminadamente, pero por primera vez conocería su significado auténtico. El rostro de su padre se ensombreció de nuevo. Cuántas veces hemos tenido que asistir a Autos de fe contra amigos y hasta parientes con rostro impasible, mientras por dentro el corazón desbordaba el llanto de la amargura y la rabia, mas cercado por el miedo. La próxima vez, cualquiera de nosotros, hombre, mujer o niño, podía estar allí, con coroza y sambenito, blanco de la ira popular y empapado por ella, como un algodón sumergido en alcohol, aturdido, sin reconocer a nadie, sin comprender nada. El pueblo asiste a esos espectáculos como va a los toros y en el fondo de su alma sólo pide una cosa, sangre. Por esta razón, es preciso medir siempre, a lo largo y a lo ancho y a lo alto, cada palabra que se ha de decir y cada acto que se ha de cometer, en este país en que, aún para los cristianos viejos, son aplicables los versos del poeta: “¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Cuánto más para un cristiano nuevo que, en lo más recóndito de su morada, judaíza. Eso le aguardaba en adelante, el constante trabajo interior de saberse diferente y el exterior del disimulo a ultranza como una cuestión de vida o muerte.

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CAPÍTULO III

Dos años largos habían transcurrido y Esteban se hallaba lejos de dominar la lengua latina. Tal vez por eso no soltaba una palabra respecto a la proyectada fuga. Lorenzo, por su parte, hablaba y escribía a la perfección tanto en latín como en griego. Progresos que habían merecido la admiración general de los frailes, así como su nombramiento en tanto que ayudante del bibliotecario, fray Felipe. Dicha actividad, junto con sus conocimientos lingüísticos, le permitieron adquirir una cultura sólida, pues en los ratos libres leía los libros que su nuevo mentor le señalaba como esenciales e incluso le permitía que se los llevara para estudiarlos durante la noche. A pesar de que no habían hecho todavía los votos, se les tenía asignada una celda individual, al igual que a los restantes monjes. Otros novicios ocupaban la celda colectiva bajo la férula de fray Anselmo. Lorenzo recibió el aposento de un viejo fraile recién fallecido que, además, se hallaba junto a la del bibliotecario. Comenzó a ocuparla en verano y la juzgó fresca y espaciosa. Sin embargo, con la llegada del invierno, la sintió fría y desapacible, tanto fue así que se resfrió. 26

Durante toda la lección de esgrima, cuya práctica no habían abandonado un solo día, no paró de estornudar. Y a lo largo de las siguientes, de toser. Hasta tal punto se hizo porfiada la tos que los hermanos, viendo que perturbaba los oficios, solicitaron del prior que éste lo dispensara de los mismos hasta que se repusiera del catarro supino que había contraído. También fray Felipe, a quien la tos irritaba, decidió prescindir durante un tiempo de su ayuda.

Finalmente

Lorenzo se vio sin esgrima, sin oficios y sin trabajo. Por el contrario, cogió unas fiebres que requirieron la intervención del padre herbolario y que le tuvieron postrado en la cama algo más de una semana. Una noche en que afuera soplaba el cierzo con fuerza, Lorenzo percibió una corriente de aire particularmente intensa dentro de su estancia. A pesar de que la fiebre le tenía como aturdido, decidió levantarse y encontrar a toda costa el resquicio por el cual Eolo se colaba. A tientas buscó el candil y fue a prenderlo en uno de los hachones que ardían en el pasillo. De regreso a la celda, la llama se puso a temblar primero y a agitarse después, tanto más frenéticamente cuanto más se aproximaba a la cama. Lorenzo levantó la frazada que cubría el jergón cayendo hasta el propio suelo y entonces la luz se extinguió, dejándolo a oscuras. Volvió pues a encender el candil y esta vez tomó la precaución de proteger la llama con la mano. En efecto, vio que una de las losas, no del suelo sino del arranque del muro, tenía un canto roto, por cuya abertura se colaba un 27

zarzaganillo de lo más insolente, amén de nocivo. Ahí está la madre del cordero, se dijo, estaba durmiendo sobre una corriente de aire. Con gran esfuerzo, desplazó la cama hacia el rincón que juzgó más al abrigo y se echó a dormir, prometiéndose que, en cuanto se encontrara más restablecido, taparía con argamasa el boquete. Mas la fiebre le duró todavía unos cuantos días. Cuando al fin remitió, acosado aún por fuertes quintas de tos, salió de la celda en busca de Bartolo. -Toma un cubo –le dijo- y adóbame un buen mortero. Y mientras éste preparaba la mezcla, le explicó para qué la quería. -Con razón murió también el viejo Emeterio, no sólo de vejez, sino también de un resfriado de caballo. Dicho lo cual, Bartolo se propuso para efectuar él mismo la reparación. -Bueno. Eso me evitará tocar la masa fría. Con las mismas se dirigieron ambos hacia la celda de Lorenzo, situada en el tercer piso. -Ah, claro. Acabáramos. Hay un buen boquete aquí. Pero en un santiamén le ponemos remedio. Bartolo echó un par de paletadas, lució un poco. 28

-Listo, se acabó el viento colado. Además, le hacía falta, porque la losa se movía ya como una muela desarraigada. Esto bastará para mantenerla fija. Lorenzo agradeció y, aliviado, se puso a leer. Pronto notó que la atmósfera era mucho más acogedora y, por una parte, se felicitó de haber cogido el toro por los cuernos, por otra, en cambio, se irritó consigo mismo por no haberlo hecho antes. En fin, pelillos a la mar. Esa noche, considerando que estaba exento de oficios, decidió aprovecharla, en parte, para estudiar pues, además, la tos había comenzado a remitir de manera perceptible. Así que, a la luz del candil, leyó, entero, un opúsculo de Séneca titulado Sobre la brevedad de la vida. La cual no es tan corta como para todo eso cuando se la sabe aprovechar, parecía ser la lección que se desprendía de él. La mayor parte de la gente, lo mismo en aquellos tiempos como en los presentes, se entrega de lleno a actividades que no les reportan nada esencial y sólo cuando le ven el rostro de cerca a la desdentada recuerdan que se han de morir y no están preparados para ello, razón por la cual la proximidad de la parca desencadena en ellos un miedo cerval. Cuando en realidad la muerte es un regalo de los dioses quienes, arrepentidos por haberle impuesto al hombre la dura ley de la necesidad, le ofrecen esa poterna para salirse al fin de ella y recuperar la verdadera libertad. Cierto, el estudio, la adquisición de conocimientos, constituye la actividad más benéfica con la que pueda el hombre emplear provechosamente el tiempo, mas 29

dichas enseñanzas están destinadas a fortalecerle en su travesía por el mundo, pues resulta obligatorio para él, si pretende que su paso por la existencia sea efectivo, nadar en la melaza de la realidad. No se deja un cielo para entrar en otro. La aventura del hombre consiste en poner en equilibrio sus dos componentes esenciales, a saber, la materia, con toda su impedimenta de trabajos y sinsabores, y el espíritu. Por eso no olvidaba el proyecto de abandonar el convento. Lo cual debía hacerse antes de pronunciar los votos, de lo contrario sería demasiado complicado. Según ello, no había mucho tiempo que perder. Él estaba listo. Únicamente quedaba ultimar un plan de evasión y decidir qué se iba a hacer una vez fuera de esos muros. Dado que Esteban no decía esta boca es mía, Lorenzo decidió reflexionar por sí mismo acerca de ello y en el momento en que tuviera las cosas claras ya hablaría con su compañero, seguro de que no dudaría en seguirle. En fin, ya lo pensaría. Pero no esa noche pues, entre el estudio y la convalecencia, se hallaba fatigado en exceso. Además, se estremecía de placer ante la perspectiva de dormir una noche entera entre unas cobijas realmente calientes. Sopló la vela y se cubrió cabeza y todo.

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La tos había desaparecido por completo y también el penoso trabajo ejecutado durante muchos días por los músculos del tórax a causa de las convulsiones que aquélla les obligaba a efectuar, reemplazado por un dulce sopor. Cuando ya estaba a punto de romperse la cuerda que lo mantenía en este mundo y se disponía a precipitarse en el limbo de los justos, una sensación extraña rompió el hechizo. Tuvo la sensación de no estar solo en el cuarto. Le pareció que había más vida en él y no una sola, por cierto. Primero percibió unos levísimos deslizamientos, como si pequeños objetos, como el tintero o el candil, se desplazaran por sí mismos, pero raudos. Luego, aquí y allá, como un frotar casi inaudible. Finalmente, la entera masa de las tinieblas que poblaba la celda amenazaba con alcanzar el punto de ebullición, aunque discretamente, sin calor y prácticamente sin ruido. Con tanta historia de duendes, trasgos, diablos y hechiceros como había oído contar a las viejas en su lugar de origen, imposible no llegar a la conclusión de que una suerte de pandemónium se había desatado en aquella habitación, acaso como consecuencia del pensamiento impío de abandonar el monasterio, con lo que aquellos santos hombres habían hecho por él. En eso cayó un bulto sobre el cobertor, justo encima de sus piernas, lo cual le obligó a dar un respingo y, sin poderse controlar, echó de un manotazo la frazada hacia atrás, al tiempo que se levantaba de un salto. Mientras buscaba a

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tientas el candil, el corazón le estaba tocando a rebato. Lo agarró y fue a prenderlo. Hecho lo cual, dudó unos instantes entre salir corriendo a todo trapo pasillo abajo, a guisa de sálvese quien pueda, o bien entrar a inspeccionar. Finalmente optó por esto último, pero con mucha precaución. Todavía sin atravesar el umbral, apartó a un lado cuidadosamente la puerta. Alzó el candil por encima de su cabeza y echó un vistazo al interior. Todos sus músculos se hallaban en tensión, como resortes comprimidos al máximo y susceptibles de enviarle, en cualquier momento, de un salto al techo. Por supuesto, la decisión estaba tomada, ante el menor indicio extraño, se colgaba las piernas al cuello y salía pitando. Sin embargo, una primera inspección de la pieza no reveló nada anormal. Dio un paso hacia el interior. Todo se ofrecía en su aspecto habitual. Entonces las percibió. Trotando por el suelo, escalando las estanterías, paseándose por encima de los muebles, de la cama, las ratas. Decenas de ellas.

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CAPÍTULO IV

Don Rodrigo de Araujo, por ahorrar en suelas, salía únicamente lo indispensable, a saber, para comprar una hogaza de pan, que constituía su sustento de una semana, para echar las cartas que enviaba a los administradores de sus tierras, comprar tinta y resmas de papel pues eran su instrumento de trabajo y traer un cántaro de agua de la fuente. Por economía, no sólo de esfuerzos, hacía todo a una. Así, durante seis días, se acumulaban sobre su escritorio las misivas colocadas en forma de pila y racionaba el agua como si fuera un bien tan costoso como el pan por no ir adrede. Hacía muchos lustros que un criado no había pisado aquella casa, pues don Rodrigo consideraba el mantenimiento de la servidumbre un gasto no solamente gravoso sino inútil, puesto que las pocas necesidades que aún no lo habían abandonado él mismo se bastaba y se sobraba para satisfacerlas. Abundar en las mismas sería redundante pues ya están todas dichas. La vida, por su parte, no le había dado ni mujer ni hijos, puesto que él no le había dado a la vida nada, así que estaban ambos servidos por comidos. En cambio le había conferido dinero. Una arqueta llena de escudos de oro, para la cual había mandado construir un falso pilar de madera, en cuya base, recubierta 33

por el mismo zócalo que el resto de la pieza, había disimulado una abertura destinada a alojarla. Para las doradas monedas, entrar en dicho cofre era como entrar en religión, pues efectuaban los votos de un fraile y se comprometían a no salir más del cenobio durante el resto de su existencia. A efectos de subvenir al ordinario de su desolada y fría casa, se reservaba el vellón y la calderilla. Y conocido el tenor del mismo, fuerza es admitir que le venía holgado el presupuesto. Ni siquiera tenía que proveer al forraje de los caballos por la razón fácilmente previsible de que tampoco disponía ya de ellos. Ah, pero día vendrá en que cuelgue de un clavo sus andrajos y merque jubón y calzas nuevas y se revista todo de un abrigo de marta cebellina. Así como dos buenos alazanes para engancharlos en la carroza, que sí había conservado porque no pedía pan. Así será la vuelta a su señorío de Navarra. La gente no vivirá lo bastante para contarlo. El Señor ha hecho fortuna en la Corte y viene nadando en oro. Eso es lo que dirán. Y para confirmarlo reparará la vieja casa solariega desde las puertas hasta el último desván. Mientras llega ese momento de gloria, cada día, hacia el atardecer por no gastar cera, exhumaba la arqueta y contaba pacientemente los escudos. Cuando, obviamente, puesto que sólo él tenía acceso al tesoro, lo más sencillo hubiera sido adicionar al cómputo total las esporádicas obleas que venían, cada vez con menos frecuencia, a integrarse en él. Mas ése era en verdad el único placer que 34

experimentaba en su vida, contemplar su aspecto saludable de miel sólida, observar con detenimiento las inscripciones y los dibujos grabados, avanzar, no sin cierta ansiedad, en el cálculo, hasta comprobar, una vez más, para gran satisfacción suya, que éste era absolutamente cabal. Hecho esto, se apresuraba a guardarla en su escondrijo y cerrar la tapa. Sintiéndose, de inmediato, no solamente aliviado, sino pagado con creces en su propia persona, a causa de la astucia desarrollada para poner a buen recaudo su dinero. Acto seguido, se acostaba en esa misma pieza, donde en realidad vivía, complaciéndose en imaginar la escena de la irrupción de unos supuestos ladrones que se pondrían a escudriñar todo sin llegar jamás a dar con el habilísimo enfoscadero. No obstante, su sueño profundo jamás dejaba de ser agitado porque. ¿Quién sabe? Acaso alguien llegara a descubrirlo con malas artes, con artes mágicas. En tal caso, adiós gloria, adiós entrada triunfal, adiós futuras perdices asadas en la cernada del hogar navarro, adiós pan candeal y confites y miel sobre hojuelas. Ello constituiría un eclipse que empañaría para siempre la luz del mundo y toda vida perecería en un instante. Y para que el tormento cotidiano del sueño fuera lancinante hasta los límites de lo humanamente soportable, éste se complacía en aportar todo lujo de detalles hasta presentar la escena del robo imaginario como una vivencia más real que la que sin duda podría ofrecer la propia vida. Con la ventaja de que, en el sueño, el 35

tiempo no era unidireccional como solía, sino que tenía la facultad de ir hacia adelante y hacia atrás, como le venía en gana, de modo que, cuando parecía terminar la pesadilla, empezaba de nuevo, o a veces sin terminar, o sin haber terminado de empezar, o bien haciendo suceder los momentos más dramáticos en una síntesis intensificadora del dolor. Sin embargo, al amanecer, don Rodrigo de Araujo recobraba la serenidad, o algo que se le parecía bastante, al pensar que su vida estaba solucionada, sólidamente cimentada sobre los doblones de oro, al abrigar la convicción, o acaso sólo era el deseo intenso, de que había excluido definitivamente las estrecheces durante sus viejos días. Entonces se levantaba, cortaba con sumo cuidado una rebanada de pan como un ducado de oro y la consumía ávidamente, sin despreciar las migas. Luego se servía un vaso de agua fresca, que hace la vista clara. Por último, tomaba recado de escribir y apretaba las clavijas lo más que podía a sus administradores, exigiéndoles pagos suplementarios a causa de la devaluación del vellón. Luego redactaba extensos memoriales con objeto de pretender a cargos públicos que no obtendría jamás y lloraba el desperdicio de papel.

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CAPÍTULO V

Enseguida entendió lo que había ocurrido. Al tapar el agujero, había interrumpido una de las vías, tal vez la única, de comunicación para esas bestezuelas repelentes entre el monasterio, probablemente la cocina o el granero y el exterior. Se estremeció al comprender que, durante todas las noches que había dormido en esa celda, un número indeterminado, pero sin duda elevado, de perniciosas ratas había circulado por debajo de su cama. Quizá alguna se atrevió a subir encima de ella. De momento, no halló otra solución que abrir de nuevo el boquete y mañana Dios dirá. Así lo hizo. No le costó excesivo trabajo, pues la obra de Bartolo estaba todavía blanda. También era preciso encontrar la otra abertura por la que penetraban o salían, según el sentido que estuvieran efectuando. Para ello las observó durante un rato. Al cabo, se agachó debajo de un armario provisto de patas y, ayudado de su candil, las vio entrar. Las dejó a su aire y abandonó la habitación, esperando que al amanecer, como de costumbre, no quedara en ella ni una sola. A esas horas de la noche, no tenía más elección que dirigirse a la capilla a fingir que rezaba. Sin embargo, pronto se quedó dormido sentado en un banco. El gregoriano de los monjes 37

acercándose para laudes a donde él se encontraba lo despertó. Se apresuró a arrodillarse y a adoptar una actitud pía. Cuando regresó a su celda, en efecto, no quedaba ni uno de esos enfadosos animales. Un nuevo escalofrío le erizó la entera columna vertebral al considerar que había estado durmiendo con varias decenas, como mínimo, de ratas que se sentían atrapadas en una suerte de trampa y que empezaban seguramente a ponerse nerviosas. Era preciso poner remedio a ello de inmediato. Así que pasó primero por la biblioteca con objeto de pedir permiso a fray Felipe para buscar a Bartolo y encargarle un trabajo urgente en su celda. Lo encontró en el campo y le explicó el caso. El muchacho no hizo ningún aspaviento. Al contrario, su expresión daba a entender que no era nada del otro jueves dormir por una noche en compañía de tales bichejos, los cuales debía considerar como inofensivos. Probablemente, antes de deambular por ese pasaje obligatorio, habían estado haciéndole compañía a él en el granero. Pero claro, procedía impedirles el paso a través de esa habitación. Ya encontrarían otra salida, si no es que la tenían ya. Se pertrechó de nuevo de lo necesario y ambos se dirigieron a la celda en cuestión. La losa estaba, en esta ocasión, completamente arrancada. -Vaya –comentó- no me extraña que tuvierais frío. Por este boquete pasaría un barco con las velas desplegadas.

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Colocó pues la losa y la selló con argamasa. Acto seguido, se echó junto al armario y, como pudo, tapó el segundo agujero. -Listo. Ahora dormiréis como un verdadero monje. Completamente solo. Lorenzo se dirigió de buen humor hacia la biblioteca, dispuesto a olvidar, con la mayor brevedad posible, el incidente. Lo consiguió antes de lo previsto, pues sobre un pupitre encontró la relación que el padre Jerónimo acababa de escribir, todavía estaba la tinta fresca, a propósito de una casa sita en la calle Cava Baja, la cual había sido declarada encantada, pues según testimonio de los vecinos, podían percibirse desde el exterior, durante ciertas noches de luna llena, como relámpagos y gritos y aullidos, por lo que un monje mercedario, acompañado de dos sacerdotes, entró con objeto de exorcizarla y los tres fueron testigos de los mencionados fenómenos, pudiendo certificar, por añadidura, que las puertas y las ventanas se abrían y se cerraban solas, sin que se hallara nadie del otro lado. Y añade fray Jerónimo que la tal casa había pertenecido, a principios de siglo, a un conocido clérigo nigromante ajusticiado por la Santa Inquisición. Justamente la había dejado ahí para que él, a su regreso, la mandara llevar a imprimir, lo cual hizo. Fray Jerónimo escribía todos los días avisos o relaciones que enseguida eran distribuidos por los ciegos a lo largo y ancho de Madrid. Lorenzo se preguntaba de dónde le vendría toda esa información, pues el mencionado fraile pocas veces salía del convento. 39

Se lo preguntaba porque rehusaba creer los rumores que circulaban por el monasterio en el sentido de que tenía un espíritu familiar que se lo contaba todo, e incluso lo llevaba de la mano, por los aires, antes de que ocurrieran ciertos hechos para que pudiera presenciarlos y después referirlos con toda suerte de detalles, cual haría un testigo presencial de los hechos. Después de tan edificante lectura, Lorenzo se olvidó de las ratas, se lanzó a cumplimentar la rutinaria serie de actividades cotidianas y no volvió a pensar en ellas más que en el instante de soplar el candil y embutirse entre las cobijas. No pueden entrar ya. No tienen la menor posibilidad de colarse en el cuarto. Así procuraba tranquilizarse. Sin embargo, no logró conciliar el sueño, a pesar de la noche toledana que había pasado la víspera. Poco después de la media noche percibió un velado alboroto en el pasillo. Eran los vigilantes que, con escobas y palos, trataban de ahuyentar a las ratas desorientadas que afluían al pasillo y después no atinaban a huir por ninguna parte. Al final se hizo el silencio. Probablemente Bartolo tiene razón, pensó Lorenzo. Deben conocer otras salidas alternativas. Pobre del ratón que sólo conoce un forado, reza el proverbio. Pero ese agujero, es más que un simple agujero de rata. Pasaría un barco con las velas desplegadas, había dicho Bartolo. Él mismo había echado una furtiva mirada a esa cavidad negra como la pez. Un barco tal vez no. Pero, ¿y un hombre? 40

CAPÍTULO VI

La marquesa doña Leonor era una llama viva, una pavesa encendida, una zarza ardiente en perpetua busca del cayado de Moisés. A sus veintidós años era una yegua de la remonta privada de semental, retorciéndose en el lecho como un san Lorenzo en la parrilla. Naturaleza le había asignado todo cuanto conviene a una mujer en sazón y no la había privado de nada en absoluto. Sin embargo, no es Naturaleza quien casa por estos pagos, en especial a la nobleza. Don Alonso Zurita, marqués de Villacañas, su señor marido, tenía el nombre muy mal puesto, hasta el punto de semejar una ironía mordaz, pues por no tener cañas, no tenía ni una sola, por lo menos que valiera una nuez podrida. En pocas palabras, era insensible a cualquier estimulación proveniente del bello sexo. Y la marquesa llevaba muy mal esta circunstancia, hasta el punto de que temía perder en cualquier momento el decoro y su ama, doña Águeda, la cabeza, la suya y la de su señora, si alguien no encontraba remedio a semejante desaguisado. Pues el marqués de Villacañas, a la par que impotente, era celoso como un turco, doblado de una inteligencia y una astucia poco común que, tanto su carencia como su pasión, avivaban a cada instante como aceite que se echa al fuego.

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En cuanto comprendió que jamás lograría satisfacer en lo más mínimo a su ansiosa esposa, todo su afán fue impedir que otro lo hiciera en su lugar. Código del honor obliga. Igualmente entendió a la perfección que no sería ella quien pondría el menor obstáculo para evitar ser gozada, pues a todas horas la poseía el demonio de mediodía ya que nadie más podía poseerla. Pero además lo llevaba en la fuerza de la sangre, como otros llevan la flema o la cólera o la enfermedad. No había sino prevenir, antes de curar. En lo cual empleó todas sus dotes intelectuales, que no eran menguadas. Para empezar, atendió al proverbio que dice casa con dos puertas, mala es de guardar. Por lo cual compró ésta que, aunque somera, bastaba, con sus tres pisos, para alojar a su personal de servicio. Y sólo tenía un gran portalón que daba a la calle. A la marquesa le asignó las habitaciones del piso de arriba. Pero puso permanentemente en la puerta a dos esclavos negros castrados, los cuales, si salía, la seguían a todas partes. Aun así, prefería acompañarla él si ello caía dentro de lo posible. Y sí caía las más de las veces pues la nobleza no es precisamente la clase azacaneada y despestañada del país. Doña Leonor se cocía en su propio caldo y se ahogaba de calor en pleno invierno madrileño. Mas no había remedio a su mal.

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-¡Señor! ¡Qué sofoco, señora! Y que no haya modo de traer un poco de alivio a su pesar. -No lo hay, doña Águeda. Ni la devoción, ni los baños calientes, ni el ayuno, ni la astucia, que es muy taimado tu señor. Que si bastara con echarse un balde de agua fría por encima de la cabeza y acabar para siempre con ello, bien que lo haría. Doña Águeda asentía y enriscaba los ojos al cielo. Cuantas tretas habían madurado entre las dos, al intentar llevarlas a la práctica, las previsiones del marqués daban con ellas al traste. Si hubiera el menor resquicio, aunque no fuera más grande que lo necesario para introducir en casa sólo la parte que interesa de la anatomía viril, ella lo intentara. Pero el resquicio no parecía. Los galanes rondaban la mansión como tábanos, como gatos que ventean la famosa gata en celo que guardaban aquellos muros, pero el personal del marqués los mantenía alejados y por si ello no bastara, Villacañas era un temible espadachín. Numerosos eran los que habían pagado con la vida ciertas ponderaciones a propósito de determinadas partes de la anatomía de doña Leonor, que todo Madrid venía a contemplar desde los edificios vecinos, pues la marquesa se bañaba desnuda con todas las ventanas abiertas y en cuanto se veía sola en sus aposentos, afuera sayas y corpiños para que el aire de la sierra enfriase un poco sus crepitantes entrañas, mas era peor el remedio que la

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enfermedad. Aparte de que en ello encontraba la única posibilidad de venganza para con su marido, pues se sabía observada y si no iba a ser gozada de hecho, que al menos lo fuera de pensamiento. A veces percibía el destello producido por el sol en el cristal de un catalejo de marino y experimentaba una inmensa satisfacción al sentirse contemplada de tan cerca y completamente en cueros. Imaginaba al contemplador y evocaba con lancinante lucidez cada una de las manipulaciones que estaría sin duda efectuando y ella lo incitaba más y más, adoptando todas las posiciones posibles de la entrega, todos los gestos del goce que, en verdad, no sentiría jamás de otro modo, sino así. Doña Águeda entraba, se santiguaba y elevaba sus grandes ojos al cielo. Pero no culpaba a su señora pues sabía que tenía que afrontar un destino adverso. -Tarde o temprano –decía- Dios proveerá.

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CAPÍTULO VII

En el corazón de la noche, los vigilantes venían llamando a maitines. Lorenzo no había pegado ojo pensando en la dichosa abertura, en si cabía un hombre por ella, en si podía, en caso de caber, conducirle a alguna parte. A las ratas, en todo caso, es indudable que sí. A ellas las pone en comunicación con el exterior, de eso no tenía la menor duda. Además, circulaban tantas leyendas sobre tesoros encantados, del tiempo de los moros, sobre todo, muchas de las cuales fray Jerónimo se encargaba de difundir a través de sus relaciones, que Lorenzo leía invariablemente. Los pasadizos daban por lo común acceso a cuevas muy hondas y finalmente a salas, salones suntuosos, poblados por hermosísimas ninfas y sobre todo había en ellos muchísimo oro, piedras preciosas, joyas. Todo ello defendido habitualmente por gigantescas, temibles e inteligentes serpientes. Lorenzo cantaba maquinalmente en el coro, pero en su cabeza no dejaban de bullir todas esas ideas y conjeturas. Una certeza, sin embargo, emergió imparable. A saber, que tarde o temprano cedería a la tentación de arrancar una vez más la losa y verificar qué diablos había detrás. Si ello ha de ser así, prosiguió en su razonamiento, más vale hacerlo de inmediato antes de que la 45

argamasa se seque y haya que utilizar martillo y escoplo, con el ruido que ello comportaría. De regreso a su celda, la decisión estaba tomada. En el caso de que no hubiera nada y fuera preciso sellarla de nuevo, no hacía falta recurrir a Bartolo puesto que ya había aprendido a confeccionar la mezcla y a utilizar la paleta. Así evitaría enojosas explicaciones. A la luz del candil, corrió el jergón a un lado y desarraigó sin dificultad la losa. Alargó la mano hacia la lumbre y la introdujo dentro de esa suerte de hornacina. Tuvo que rasgar con la otra mano un tupido conglomerado de telas de araña y, en efecto, había allí una abertura, un espacio entre dos sillares de granito o de sílex, por el que cabía holgadamente un cuerpo humano, pero no le veía fin, tanto el muro era ancho y el pasaje daba como una leve curva. Se metió pues en él y avanzó reptando cual si fuera culebra, sosteniendo ante sí la luz. De repente se vio de pie, al otro lado del muro, en un oscuro corredor abovedado, construido con compactos bloques de sílex. El lugar era tan siniestro que sintió enseguida miedo de su osadía, pero su curiosidad prevaleció. Decidió seguir adelante para ver a dónde conducía. No sin antes regresar a su celda, poner la cama donde solía, limpiar un poco la losa con el dorso de la mano y encastrarla en su lugar.

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Entre maitines y laudes, contando también el tiempo transcurrido, debía disponer aproximadamente de dos horas y media. Se puso pues a avanzar a lo largo del lóbrego corredor hasta llegar a un recodo donde torcía a la izquierda. La luz del candil únicamente le permitía ver a unos pasos delante y siempre era lo mismo. Por el momento, la orientación no presentaba problemas. Aquello era como un cartabón, en cuyo primer extremo se hallaba la entrada a su propia celda, en el otro extremo, lo ignoto. Siguió avanzando hasta que topó con una pared, pero hacia la parte derecha no tardó en descubrir una abertura que era el arranque de una escalera descendente. Al cabo de la misma sólo había una diminuta habitación cuadrada. Aquello no tenía mucho sentido. El pasadizo no podía culminar ahí, en un recinto cerrado por todas partes excepto por donde se entraba. Acercó la luz a la pared frontal y se puso a examinarla detenidamente. Bajo la capa de polvo notó que en un lugar la piedra no poseía exactamente la misma tonalidad. Utilizando la manga del hábito, limpió esa zona y descubrió una losa semejante a la que se encontraba en su celda para dar acceso al oculto corredor. Al inspeccionarla de más cerca comprobó que estaba sellada tan sólo con arena. Probablemente podría extirparla sin necesidad de instrumentos. Depositó el candil en el suelo y se aplicó a la tarea. No tardó en levantarla y descubrir un nuevo paso similar al que daba acceso a su habitación.

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La depositó con cuidado a un lado, agarró el candil y se precipitó a través de la abertura. Una vez del otro lado, se puso en pie, alzó la lumbre por encima de su cabeza para descubrir con horror que se hallaba dentro de un panteón, con numerosos sepulcros y hornacinas alineados a un lado y otro. Dio unos pasos adelante hasta avistar una escalera de mármol. Cubrió el pábilo con la mano para mitigar el resplandor pues no sabía a dónde iría a parar. Y entonces vio una verja, a través de cuyos barrotes tintineaban las estrellas. La empujó hacia delante y no cedió. La atrajo hacia sí y de ese modo sí cedió. Dejó el candil en el interior del panteón y salió al exterior. Aquello era en efecto un camposanto vecino del monasterio del que ya había oído hablar. Se volvió para identificar el panteón en cuestión y corrió a explorar el lugar. Únicamente una tapia lo separaba del exterior. Se acercó a ella, dio un salto y se agarró a la parte superior, puso a contribución sus bíceps y se encontró a horcajadas sobre ella. Era libre, si lo deseaba. Ante él se extendía el vasto mundo.

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CAPÍTULO VIII

Fray Felipe avanzó hacia el centro de su celda donde reposaba un libro abierto sobre un atril. Encima de su hábito llevaba una suerte de estola de cuero que le caía por delante y por detrás, en la cual se hallaba trazado, en tinta roja, tal vez en sangre de algún animal, un pentáculo de los que llaman de Salomón. Todo su rostro exhalaba una energía que hubiera asustado a sus hermanos, puesto le tenían por un sabio imperturbable e inofensivo. Pero en ese momento su gesto se hallaba erguido, sus ojos desorbitados y todo su cuerpo estirado como si tiraran de él miles de cordeles accionados por poleas. Alzó los brazos, muy separados, con las palmas mirándose y con voz baja aunque profunda exclamó: “¡Que todos los diablos huyan, particularmente aquellos que son enemigos de esta operación! Al entrar nosotros aquí solicitamos humildemente de Dios, el Altísimo, que penetre en esta sala para proyectar divino placer, prosperidad y gozo, caridad y cariño. ¡Que los Ángeles de la Paz defiendan y salven a este aposento! ¡Que la discordia desaparezca de él! ¡Ayúdanos y ensálzanos. Oh, Señor. Que Tu muy Santo Nombre bendiga nuestra reunión y nuestras palabras. ¡Oh, Señor, Dios nuestro, bendice nuestra 49

entrada en este Círculo invisible para los hombres pero patente para los espíritus liberados, pues Tú fuiste bendecido por los siglos de los siglos! Amén.” Luego, cayendo de rodillas, prosiguió: “Oh, Señor, Dios nuestro, el más Poderoso y el más Clemente, Tú que no deseas la muerte del pecador, sino su apartamiento del mal, y que siga viviendo, concédenos Tu bendición y consagra este terreno y este círculo que aquí se describe y que contiene los Nombres más poderosos y divinos. ¡Oh, Tierra! Yo te conjuro, por el más sagrado nombre ASHER EHEIEH, con este arco, ¡hecho por mi propia mano! Que Dios, ADONAI, bendiga este lugar con todas las virtudes celestiales. Que ningún espíritu corrompido sea capaz de entrar en este círculo, que no pueda causar molestias a ninguno de los que están dentro. Por medio del Señor Dios, ADONAI, Quien vivirá siempre, por los siglos de los siglos. Amén. ¡Oh, Señor Dios! Te ruego, a Ti, el más Poderoso, el más Clemente, que bendigas este círculo y este lugar en su totalidad y a los que dentro de él nos hallamos. Y que se nos permita disfrutar de la protección de un buen Ángel. Elimina, oh Señor, todos los poderes enemigos. ¡Danos, oh Señor, seguridad, pues Tú eres el Regidor Eterno! Amén.”

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“AGLA, AGLAI, AGLATA, AGLATAI.” Tras ello, se puso en pie y cambió de orientación. “Oh, Señor, escucha mi plegaria, deja que mi voz llegue hasta ti. Oh Señor, Dios Todopoderoso, que reinaste antes del comienzo de los tiempos, que con Tu infinito poder creaste los cielos, la tierra y el mar y cuanto en ellos hay, todo lo que es visible, así como todo lo invisible, con una sola palabra. Te ensalzo y bendigo, a Ti, Te adoro, Te glorifico, y Te ruego que en este momento seas misericordioso conmigo, un miserable pecador, yo, que he sido hecho con Tus manos. Sálvame y dirígeme, por Tu Santo Nombre, Tú para quien nada es difícil, nada es imposible; y sácame de la noche de mi ignorancia, permitiéndome avanzar. Ilumíname con una chispa de Tu infinita sabiduría. Suprime en mí el ansia de codicia y la iniquidad de mis palabras ociosas. Dígnate dar a este Tu servidor una sabia comprensión, un corazón sutil y penetrante; haz que adquiera y complete todas las ciencias y las artes; dame capacidad para escuchar; refuerza mi memoria para retener aquéllas, de suerte que pueda ser capaz de realizar mis deseos y de comprender y asimilar todas las ciencias difíciles y deseables y haz también que yo pueda ser comprendido.

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Dame la virtud para concebirlas, a fin de que sea capaz de elaborar ideas, pronunciando mis palabras con paciencia y humildad, para que sirvan de instrucción a los demás, tal como Tú me ordenaste. ¡Oh, Dios! Padre Poderoso y Clemente que creaste todas las cosas, que las concebiste y conoces universalmente, a cuyos ojos no se esconde nada, Tú, para el que no hay nada imposible: Pido Tu Misericordia para mí y para Tus servidores, porque Tú sabes muy bien que nosotros no hacemos esto para tentar Tu Poder, como podría juzgarse, sino para impetrar la atención de un favor, por Tu Esplendor, Tu Magnificencia, Tu Santidad, y por Tu Santo, Terrible y Poderoso Nombre IAH, ante el cual todo el mundo tiembla y por el temor que hace que todas las criaturas Te obedezcan. Concédenos, oh Señor, que sepamos corresponder a Tu Gracia, para que a través de esto podamos confiar en Ti y conocerte mejor. Haz que los Espíritus se revelen aquí, en nuestra presencia, y que aquellos que sean amables y pacíficos puedan acercarse a nosotros, mostrándose obedientes a Tus mandatos, por Ti, oh muy Santo ADONAI, cuyo reino durará por los siglos de los siglos. Amén.” Por último, volviéndose hacia cada uno de los puntos cardinales, pronunció estas otras palabras: “Oh, Señor, sé Tú, dentro de mí, una muralla fuerte y defensiva contra los ataques y el aspecto de los Espíritus Malignos.” Y en un

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segundo recorrido por dichos puntos añadió: “Estos Pentáculos son los símbolos de los Nombres del Creador, que os pueden causar miedo y terror. Obedecedme, pues, por el poder de esos Sagrados Nombres y por esos misteriosos símbolos y el secreto de los secretos.” En ese preciso instante estalló en el exterior una espantosa tormenta, cuyos rayos parecían detonar justo encima del convento. La habitación comenzó a girar como una vorágine cada vez más acelerada, en la que flotaban rostros deformes y amedrentadores, aullando o invocando o recitando salmos o plegarias terribles. Fray Felipe permaneció impertérrito. Así, poco a poco, la atmósfera se fue calmando y la nube de fantasmas y diablos se disipó. Pero de un rincón salió un anciano de rostro redondo, afeitado, calvo, vestido con una túnica escarlata. Y dijo: -Mi nombre es Dunia. Dime, oh amo y señor, cuál es tu deseo y por qué te has dirigido a los príncipes regidores de su Altura. A lo que fray Felipe repuso: -Deseo que sean atendidas todas mis peticiones y que sea cumplido aquello por lo que oro: por vuestro oficio, hacedlo aparecer y declarad que esto va a ser realizado por vosotros, si es del agrado de Dios.

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CAPÍTULO IX

Lorenzo estuvo un momento cabalgando la tapia y reflexionando. Por un lado sentía el fuerte reclamo de la fascinante capital del Imperio, e incluso de la ancha Castilla; en suma, de la libertad absoluta de movimiento, que jamás había conocido. Por otro estaba el compromiso que había contraído con Esteban y Bartolo de abandonar el convento los tres juntos. Además, en trío siempre se afrontaría mejor el mundo, que según había oído decir suele ser engañoso, cuando no pérfido, o como mínimo complicado y hostil, que completamente solo y, por añadidura, inexperto. Si había permanecido dos años en el monasterio, bien podía aguantar dos días más en él. Tal vez menos. El tiempo de concertarse para utilizar los tres esa vía de escape que sólo él conocía. Y quién sabe cuánto tiempo había estado allí sin que nadie tuviera noticia de su existencia. Allí permanecería, por lo tanto, hasta que decidieran emplearla. Pero aún había otra cosa que vagamente le retenía, o más bien le convocaba hacia el interior. Paró mientes en ello y dejó que la idea aflorara bien a la superficie de su consciencia. Se trataba, por supuesto, del pasadizo en sí mismo, no como mera vía de escape, sino como lugar recóndito y misterioso. Enseguida surgieron multitud de preguntas. ¿Cuándo fue construido? ¿Por quiénes? ¿Con 54

qué fin? ¿Seguirá siendo empleado en relación con el propósito original? ¿Con otros, acaso? ¿Y si escondiera algún tesoro, o algún secreto o alguna consigna para ser desvelada a los tiempos futuros o ya presentes? Puede que disimulara una biblioteca conteniendo los volúmenes de un conocimiento oculto o de una magia potentísima que no podía ser puesto al alcance de la mano de cualquiera o que era legado a la humanidad desde unas generaciones que se perdían en la niebla de los tiempos. Bien mirado, valía la pena posponer unos días, incluso unas semanas, la consecución de la ansiada libertad. Más aún, lo que procedía era efectuar una investigación personal, sin siquiera comunicarlo a sus dos compañeros, porque mejor calla una boca que tres, sin que ello fuera óbice para ponerles al corriente en el momento oportuno y compartir con ellos lo poco o lo mucho que se encuentre. Sí, eso era lo que iba a hacer. Ello era, sin la menor duda, la decisión acertada. Volvió sobre sus pasos hacia el panteón donde ardía el pábilo del candil, descendió a sus podridas entrañas, penetró de nuevo en el frío pasadizo, colocó cuidadosamente la losa y comenzó a desandar lo andado a lo largo de él. Pero despacio, pues le había acudido la idea de que tal vez a ambos lados hubiera losas del mismo tipo que la del panteón o la de su celda y que dieran acceso a otras estancias. O dicho de otro modo, quizá no se tratara únicamente de una vía

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de escape del monasterio hacia el exterior, o al contrario, de entrada, sino que, además, comunicara entre sí diversas casas. Recordó el día en que llegó con su tío Baltasar. Todas las casas de la vecindad eran mansiones señoriales, de abolengo, de prosapia antigua. Algo vetustas, cierto, pero poseyendo todas un innegable carácter. Observaba cuidadosamente el color y la textura del muro. Y, en efecto, acabó dando con una. La examinó bien, comprobando que estaba sellada sólo con arena, bien encajada, pero fácil de retirar. Tentado estuvo de hacerlo de inmediato. Sin embargo, una última precaución lo retuvo. No resultaba muy hábil intentarlo de noche, con el silencio de mausoleo que reinaba en todo el barrio, amén de que pudiera darse el caso de que, tras la losa, como era el caso en su propia celda, se hallara la cama de alguien, que podría despertarse fácilmente con la operación. Mejor sería efectuarla durante el día. Desde luego, la acción comportaba de todos modos un riesgo, mas lo juzgó menor. Además, quizá hubiera un resquicio a través del cual pudiera ver algo del otro lado. Y si hay personas, oiría sus voces. Dejando aparte el hecho de que ya no debía quedarle mucho tiempo hasta laudes. Nada, no había sino volver durante el día y proceder a una nueva inspección del lugar, antes de tomar una decisión que, indudablemente, en ese momento se revelaba precipitada. Apresuró pues el paso.

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Llegado ante su celda, paró un instante las orejas por ver si detectaba algún ruido extraño en las inmediaciones. Alguien, por ejemplo, que hubiera entrado en su aposento. Como no oyera nada, entró. Seguidamente colocó la losa en su sitio. El corazón le golpeaba tan fuerte el pecho que le causaba dolor. Enseguida se metió en su jergón y se tapó hasta la cabeza. ¿Y si esa calma fuera engañosa porque ya hubieran descubierto su ausencia? Pero claro, tendrían que haber descubierto su ausencia y el pasadizo, lo cual no era probable. No solamente no era probable, sino que era casi imposible. Pensó en una coartada, en caso de que alguien hubiera entrado en su celda sin haberle hallado en ella. ¿Pero cuándo había sucedido eso? Nunca. Se tranquilizó pues. Aunque no logró dormirse, desde luego. De todos modos no tardaron en llamar para laudes. Mientras se dirigía al coro con los demás, pensó que tal vez el pasadizo formara parte de la antigua muralla de Madrid, de la que, ahora lo recordaba, había oído hablar a los monjes pero sin que ninguno de ellos mencionara que se encontraba justo en el espaldar del monasterio, y que acaso en los archivos de la biblioteca se pudieran hallar los planos de la misma, aunque mucho le extrañaría que figurara en ellos el pasadizo, pero quizá le diera alguna idea. Ello no dejaba de comportar un cierto riesgo, porque si el padre Felipe, por ejemplo, le sorprendía curioseando en los planos, podría preguntarse con qué 57

intención y si es que había algo detrás de semejante interés. Lo cual podría constituir el inicio de una investigación por parte del astuto fraile. Todo ello iba pensando y comidiendo mientras rezaba maquinalmente.

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CAPÍTULO X

Diego Fuensaldaña yacía cuan largo era sobre su lecho en la penumbra del aposento. Las manos juntas, los dedos entrelazados. Parecía rezar. Con su rostro óseo y enteco, semejaba un santo de Zurbarán, mirando hacia arriba, hacia el techo o hacia el cielo. No pedía nada. Sólo esperaba. Toda su vida había sido una larga espera. Eterno postulante de un beneficio en una Corte que ya no reconocía los antiguos valores, que habían sido reemplazados por la intriga o el dinero. Pero ahora el verbo esperar había tomado un sentido más estacionario, menos volitivo, más conformista. Su mirada bien podía calificarse de imperturbable. Lo demás ya se sabe, las crisis agrícolas, las catástrofes naturales con sus malas cosechas, la pérdida de poder adquisitivo, los gastos desmesurados de la Corte para mantener las apariencias y el tren de la casa. La tenacidad de don Diego Fuensaldaña fue lo que le perdió. Únicamente cuando ya no tenía remedio comprendió que tan sólo era afortunado en títulos, es decir en humo. Lo restante, había tenido que venderlo y ya no quedaban rentas, ni ingresos, ni administradores, ni tierras, ni deudos, ni amigos, ni criados, ni pan. La Corte es una baraja con naipes marcados, las partidas tienen un texto como las obras de teatro y cuantas veces se represente la comedia, los ganadores 59

siempre serán los mismos, así como los perdedores. Y don Diego era como uno de esos personajes que deben recibir una estocada en el último acto y la acción se desarrolla de manera que, en efecto, la reciben. Ello a pesar de que a mitad de ella, e incluso antes, ya se prevé el desenlace cuando se conoce el género. El conde de Fuensaldaña no lo ignoraba. Pero la tenacidad, acompañada de un carácter altivo, es realmente una piedra que arrastra al abismo. Por ello no cejó en sus pretensiones, aún cuando su existencia desapareció por completo de la memoria de todos o, como mucho, para los más viejos, era un personaje mítico que se había engullido la historia y que sólo podía figurar en viejos pergaminos, archivados en voluminosos armarios cubiertos de polvo. Aún entonces, don Diego contemplaba sus títulos nobiliarios y aguardaba la carta de Su Majestad por la cual le nombraba esto o aquello y le asignaba una renta de tantos ducados que le sacaría de apuros y le otorgaría la relevancia que tuvieron sus abuelos. Ello lo esperó durante una serie imposible de años. Lo esperó hasta el final. Pero ahora ya no esperaba nada porque estaba muerto. En el momento en que se cumplieron siete arcos de sol sin haber comido una sola miga de pan, don Diego, conde de Fuensaldaña, cuyos antepasados aportaron huestes para ganar España, por cuyas venas fluía sangre real, sacó todos sus títulos del cajón, los puso sobre la cama y se tendió junto a ellos para dejarse morir.

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Ni siquiera él debió saber cuánto tiempo empleó en hacerlo. La vigilia y el sueño se enlazaron y se enredaron poco a poco con la muerte como en un juego. Ocasión habría, sin duda, en que el conde se preguntó acaso si se hallaba vivo todavía o si había muerto, si el sueño era la muerte o el despertar el limbo. El mundo y todo cuanto contiene le importarían entonces lo que suelen importar bofetadas en la mejilla de un turco. Razón por la cual se puede presumir que, al menos durante esos días, conoció la felicidad. Porque, ¿qué mortal, que se encuentre de veras en sus cabales, no lo envidiaría? Al cabo, se extinguió sin sentirlo, sin importarle, ignorando a la Corte y al Rey y a sus privados, de modo semejante a como ellos le habían ignorado a él. Tanto fue así, que nadie se apercibió de su muerte, nadie lo echó en falta, el mundo siguió su tren ordinario sin que a nadie se le ocurriera decir pero qué será del conde de Fuensaldaña, pues hace meses que no lo hallamos. A decir verdad, durante los últimos años de su existencia, quienes le veían caminar encorvado, vistiendo harapos, por las callejas de Madrid, le tenían por un mendigo que acababa de abandonar el zaguán de alguna iglesia y se dirigía a su cubil.

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CAPÍTULO XI

Fray Felipe no se encontraba en la biblioteca. Lorenzo se dirigió al catálogo y comenzó a inspeccionarlo. Rápidamente encontró la rúbrica “planos”, así como su emplazamiento. Varios planos del Madrid antiguo aparecían consignados, con mención de la muralla árabe y de su prolongación cristiana. También figuraba un plano del propio convento. Si consultaba todo ese material en la gran sala, podría llamar la atención de alguno de los padres que se encontraban allí o que podían llegar en cualquier momento, pero sobre todo temía despertar la curiosidad de fray Felipe, en caso de que se presentara repentinamente. Mejor sería estudiarlos en la recámara que servía como taller de reparación de los libros desvencijados que en ese momento estaba desocupada. Sin embargo, si fray Felipe le descubría allí con ese material, sería peor el remedio que la enfermedad. Fue a ella y la examinó. Había una repisa alta donde, en caso de necesidad, podía deslizar rápidamente los planos enrollados. Decidió afrontar el riesgo. Se proveyó de un libro desencuadernado y de un bote de cola con su correspondiente pincel, que depositó sobre una mesa de trabajo. Seguidamente, fue a buscar un plano de Madrid en el que aparecían las viejas murallas. Lo llevó 62

a la recámara, se situó en un lugar desde donde podía vigilar la puerta de entrada a la biblioteca, pero de modo que, quien la utilizara, no pudiera ver lo que estaba manipulando sobre el tablero de la mesa. Lo desplegó, siguió con el dedo el trazado de la porción cristiana de la muralla. En efecto, pasaba justo por donde se hallaba emplazado el monasterio. Leyó atentamente aunque sin mucha convicción la diminuta caligrafía a plumilla practicada en los márgenes, por si acaso se mencionara el pasadizo. Devolvió el plano a su sitio y agarró el del monasterio. En él no se mencionaba la muralla, pero en cambio figuraba el espacio de la misma pues resultaba inverosímil un muro de tal espesor. No solamente aparecía el convento sino parte de las casas vecinas. Ahora tenía una idea más clara de la disposición espacial de las construcciones que le rodeaban. No quiso demorarse más y fue a colocar el plano en su lugar, cerrando con parsimonia el cajón que lo contenía. Nadie parecía haber reparado sus movimientos y menos abrigar el menor recelo respecto a ellos. Regresó a la recámara y reparó el libro. Fray Felipe no venía. Evidentemente, se reposaba en él, lo que significaba que le acordaba su confianza. Esa conclusión no le vino sin su pizca de orgullo. Su maestro le consideraba capaz de orientar a cualquier hermano en el laberinto bibliográfico de la biblioteca y de ofrecerle la descripción y las características esenciales del volumen buscado con objeto de proporcionar al interesado las indicaciones necesarias para confirmarle, o no, en el supuesto interés que 63

entraña con relación al estudio que lo ocupa. Y ello cualquiera que fuera la lengua en cuestión. Lorenzo tomó un libro escrito en griego y fingió sumergirse en su estudio. ¿Con qué objeto se habría construido la muralla dotándola de un pasadizo secreto en su interior? No veía otra explicación que la del complot de las familias más pudientes de la época para evitar pagar el fielato sobre los productos que introducían, por ese medio, en la ciudad. Lo cual excluía, en un principio, la posibilidad del tesoro escondido o de una eventualidad más misteriosa y deseable aún. Aunque, respecto a dicha contingencia, no se hallaría completamente satisfecho hasta haber practicado un examen minucioso del corredor secreto en toda su extensión. Con éstas y otras hipótesis transcurrió la mañana hasta sexta, hora en que todos los monjes se dirigían al refectorio. Una vez provisto de su escudilla, generosamente rellena de carne de vaca con salsa y su correspondiente rebujo de pan, Lorenzo barrió la sala con la mirada para localizar a Esteban, con quien solía comer. No le fue difícil reconocerlo bajo el hábito pardo, pues éste disimulaba cada vez peor la estructura hercúlea del hermano. Resultaba evidente que no estaba hecho para llevar vida de anacoreta, pues su cuerpo llevaba sin lugar a dudas el sello de Marte. De tal palo, tal astilla. Los leones, pensó, no hacen corderos. 64

Salta a la vista que su lugar no es el monasterio. Por lo tanto, había que sacarlo lo antes posible de allí. Tal era el sentimiento de urgencia que se percibía en ello, que Lorenzo no osó comunicarle su descubrimiento, temiendo que el impetuoso Esteban no determinase utilizarlo de inmediato para poner los pies en polvorosa. Así que hablaron de otra cosa. Esteban solía pedirle que le refiriera el contenido de la última relación escrita por el padre Jerónimo. -Esta vez habla de un médico de la Corte, ya fallecido, que tenía una casa en Madrid y otra en Roma y pacientes tanto en una ciudad como en otra. Parece ser que viajaba entre ambas volando por medios mágicos. De modo que era capaz de revelar noticias que acababan de ocurrir a tantas leguas de distancia como separan estos dos lugares. Es más, fray Jerónimo aporta testimonios de personas principales y dignas de la mayor fe que confirman que fue visto simultáneamente, o al menos durante el mismo día, en ambas ciudades. Lorenzo no supo jamás si Esteban creía todo aquello. Lo que sí era evidente era el placer que experimentaba al escuchar tales relaciones. -Si uno no tuviera que vender su alma para ello –comentó- daría lo que fuera por poder hacer otro tanto.

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CAPÍTULO XII

Una noche del mes de enero, particularmente desapacible a causa de una fría y persistente lluvia, una carroza, tirada por cuatro caballos y escoltada por una tropilla de jinetes envueltos en negras capas, se detuvo ante la casona de Leandro Mercado. De ella bajó un capitán igualmente vestido de negro, con una cruz de Santiago en el pecho, sobre el lugar del corazón. El cual, acercándose al portalón, dio dos grandes aldabonazos en él. Todo el personal de la casa se sobresaltó, pues no resultaban habituales las visitas en ella después de anochecido y menos aún anunciándose con tal autoridad. Leandro se levantó de la mesa, a la que estaba sentado junto con su hija, y apartando una cortina echó un discreto vistazo al exterior. El corazón le dio un vuelco y el rostro fue presa de una mortal palidez. Le pidió a su hija que no asomara por nada del mundo y se dirigió hacia la escalera. Mientras descendía, con un gesto ordenó a los criados que abrieran el postigo, lo cual hicieron de inmediato, cuando don Leandro se hallaba todavía a mitad del tiro de la escalera. Entró el capitán y enriscando altivamente los ojos tronó: -¿Don Leandro Mercado? 66

-Heme aquí. -Su Majestad la Reina ordena su comparecencia inmediata en Palacio. Diciendo esto, se echó a un lado para permitir el paso a don Leandro a través de la puerta que había permanecido abierta. La circunstancia no admitía apelación. Por lo tanto, el interpelado se cubrió los hombros con una espesa capa que un doméstico se apresuró a ofrecerle y salió a la calle. El capitán, abriendo la portezuela de la carroza, le invitó a instalarse en ella. Al saber que su destino era Palacio, don Leandro se tranquilizó un tanto. No obstante, escrutaba las calles por donde circulaban con objeto de tratar de averiguar si realmente se dirigían a donde le habían dicho. Llegaron, en efecto, al Real Alcázar y lo introdujeron por una puerta secundaria. El capitán, sin decir palabra, se puso a avanzar con decisión a lo largo de una red de pasillos iluminados todos por hachones, subiendo, de tanto en tanto, escaleras. Al final se detuvo ante una ornamentada puerta y llamó con los nudillos. Un chambelán la abrió. El capitán hizo una reverencia y, mudo, dio media vuelta y se fue. El chambelán ya no se ocupó más de él, sino que, posando su inquisitiva mirada sobre don Leandro, le indicó con un gesto que pasara adelante. Tras ello, cerró de nuevo la puerta y echó a andar. Después de doblar un recodo, se detuvo ante otra puerta no menos ornamentada que la anterior y llamó con gran 67

suavidad. Aguardó un instante y enseguida abrió, franqueando la entrada a don Leandro. Se trataba de un vastísimo despacho, aunque tan mal iluminado que buena parte de él permanecía en tinieblas. En un rincón, de pie ante una mesa iluminada por un candelabro, el cual era, junto con un hachón colgado de la pared, la única luz que brillaba en la estancia, vio a una mujer delgada y alta, vestida con hábito religioso. Don Leandro supo enseguida, por la majestad y altivez de su porte, así como por sus rasgos severos, que se hallaba ante la Reina Regente Doña Mariana de Austria. Ante ella, del otro lado de la mesa, se encontraban dos personajes revestidos de negro desde los botines hasta el birrete jesuítico con que tocaban sus cabezas. Don Leandro avanzó hacia la Reina y cuando estuvo a una distancia prudente hizo una profunda reverencia. Durante un tiempo que le pareció interminable, la Reina permaneció impertérrita, escrutándole con extraordinaria atención, como si quisiera averiguar lo que había dentro de él, o peor, como si lo supiera y se lo estuviera reprochando. Concluido el minucioso examen, todavía sin pronunciar palabra, le hizo un gesto para que se sentara en una silla que permanecía vacía entre las de los dos jesuitas. Una vez los cuatro personajes habían tomado asiento, la Reina se dirigió a uno de los sacerdotes y dijo:

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-Padre Nithard, hablad vos. El interpelado clavó los ojos en el recién llegado y se puso a estudiarlo con la misma fijeza que antes lo había hecho el real personaje. Al cabo, desató su lengua con fuerte acento germánico: -La Reina, así como su hijo el Rey Carlos II, se hallan desprotegidos en Madrid, dado que la Villa y Corte goza, por fuero, del privilegio de no alojar ni sufrir el peso de ninguna tropa. No obstante, ciertos personajes encumbrados del Reino han adoptado, durante los últimos tiempos, una actitud desafiante ante la Corona tratando de imponerle, apoyados en su fuerza militar, algunas disposiciones de gobierno que sólo a ella incumben. Según este estado de cosas, con el fin de respaldar y asentar cabalmente la autoridad real, su Majestad la Reina ha tomado la determinación de constituir, aun haciendo fuerza a los fueros, una guardia de chambergos que quedaría emplazada en la capital. Llegado a este punto, el jesuita marcó una pausa para estudiar el modo en que su interlocutor iba asimilando las nociones. Luego prosiguió con una prosodia más sibilina: -El proyecto tropieza, sin embargo, con un escollo de talla. Las arcas reales se encuentran casi vacías. Entre otras cosas –y entonces dirigió una furtiva mirada a la Reina- por atender a las demandas de don Juan José de Austria, actualmente, por cierto, acuartelado en Guadalajara como consecuencia del fracaso de la 69

misión de don Diego Correa, cuyo objeto era obligar a don Juan a licenciar la escolta que se había traído de Cataluña, referentes a la disminución de los impuestos y a la modalidad con que éstos deben aplicarse, es decir, no gravándolos mayormente sobre el pueblo llano, para cuya aplicación solicita igualmente la creación de una Junta de Alivios. Como consecuencia de lo anteriormente expuesto, su Majestad la Reina ha determinado recurrir a otros procedimientos a fin de reclutar y alojar convenientemente dicha fuerza de intervención. El jesuita, sabedor de que no hacía falta añadir nada más, detuvo ahí su discurso. Don Leandro Mercader se dio por aludido. -Excelencia –repuso,- con la mayor brevedad posible me pondré en contacto con mis proveedores. -Así debe ser, puesto que la situación política actual no admite demora. Cualquier día de estos amanece tarde ya para todo. -¿Sugiere su Excelencia un determinado plazo? -Una semana para aportar un tercio de la cantidad global, constituiría un período ya, de por sí, largo, dadas las circunstancias que, insisto, se hallan cargadas del mayor dramatismo. El estado de precariedad extrema en que se halla la Corona urge y no hay un momento que perder. Si salís airoso de la misión que se os encomienda, seréis dignamente recompensado. 70

Dichas estas palabras, la Reina se puso en pie. Los demás la imitaron. El padre Nithard se dirigió a la puerta para convocar al ujier, quien había recibido la orden de aguardar en la sala contigua. Don Leandro ejecutó de nuevo una profunda reverencia y salió del aposento. Los padres jesuitas, Juan Everardo Nithard, Inquisidor General de España, y el otro inquisidor, el padre Valladares, procedieron de idéntica manera, aunque demorándose un tanto para poder salir solos de los aposentos reales, cuando ya el ujier había hecho desaparecer al converso. Ambos jesuitas se perdieron solos por los interminables pasillos de Palacio que Nithard conocía ya como la palma de su mano. -No escatime Vuestra Merced los agentes en su seguimiento –le recomendó a Valladares.- Que tenga siempre varios de ellos a sus talones. Pues, dada la urgencia que hemos imprimido a su gestión, forzosamente habrá de cometer errores o imprudencias. Necesitamos conocer el mayor número de sus proveedores, a la par que reunir elementos para que, una vez los fondos en nuestro poder, erigirles, a él el primero, una causa en el Santo Oficio. Una causa en el Santo Oficio implicaba arresto sin ningún mandato y prisión secreta. Eso no hacía falta ni siquiera mencionarlo. El objetivo con ello perseguido tampoco. Evitar, no solamente el pago de los intereses, sino también la devolución del capital en su totalidad. Amén de, por el mismo procedimiento, 71

apoderarse de las haciendas, a ser posible de todos ellos, para engrosar con ellas las ávidas arcas de la Santa Inquisición y con sus vidas dar un sonado espectáculo en la Plaza Mayor de Madrid, mediante un Auto de fe con el boato y la solemnidad de los de antaño.

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SEGUNDA PARTE

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CAPÍTULO I

Nona era la hora ideal para explorar el pasadizo durante el día. Poca luz iba a penetrar en él, presumió Lorenzo, mas cada rayo de la misma, cada resquicio que la dejara pasar, sería un indicio a tomar en consideración, junto con otros, por supuesto. La aprensión de la noche anterior fue reemplazada por una ansiedad que le obligó a despedirse sumariamente de Esteban, no sin prometerle que hacia la media tarde iría, como siempre, al granero para su cotidiana lección de esgrima. Los corredores del convento se hallaban ya desiertos, pues la mayor parte de los monjes, especialmente los más viejos, practicaban la benéfica siesta. Mejor, se dijo, si nadie me ve entrar en mi celda. Sin pensarlo dos veces, atrapó su candil, por si acaso, y se escabulló debajo de su cama. En un santiamén se encontraba al otro lado, en un mundo como de ultratumba, frío y oscuro. Al comienzo no veía nada, por lo que se sentó un momento en el suelo para habituar sus ojos a las tinieblas. En efecto, al cabo de un rato, una suerte de halo, de nimbo impreciso que no se sabía bien de dónde provenía le permitió 74

distinguir los paños de muro más cercanos y, conforme pasaba el tiempo, una porción más grande del cañón abovedado. No obstante, mientras aguardaba sentado en el frío y húmedo suelo, abrazado a sus rodillas, otra cosa atrajo su atención. No se trataba de un estímulo visual, sino sonoro. Un leve murmullo como el que producen dos personas navegando en el mar sereno de un diálogo pausado, maduro, cabal. Algo así como la conversación entre dos viejos que, durante los cálidos atardeceres de verano, sacaban sus sillas de enea a la puerta de las casas de Arévalo y platicaban queda y sentenciosamente sobre el tiempo, las cosechas, la política, la vida y la muerte. Y decían cosas dignas de ser grabadas en el blanco del ojo. Se levantó para acercarse a la losa que sellaba la entrada secreta a la celda de su maestro. En efecto, a medida que se aproximaba a ella fue reconociendo su voz cavernosa de hombre enjuto pero denso. Sintió un poco de vergüenza al comprender que no era legítimo escuchar aquella conversación privada. Era como espiarle. Sin embargo, no dejaba de ser curioso que fray Felipe recibiera a otro monje en su celda. No constituía un hecho habitual en él, pues de sobra era conocido su carácter distante, altivo y autosuficiente. Además, la voz de su interlocutor le era absolutamente desconocida y lo más notable afectaba la calidad de la misma, daba la sensación de que estuviera hablando por la boca de un pozo toda el agua que cabe en un río o en un lago. De ella se despedía un sentimiento de potencia al tiempo que de suavidad. Y el tono era el de alguien 75

para quien la vida no es más que un juego de naipes en el que no se apuesta nada. Sólo se juega para ayudar a pasar una larga tarde de estío y para reunirse alrededor de una mesa y hablar de cualquier cosa mientras se ocupan las manos. No obstante, Lorenzo no prestaba todavía atención al significado de las palabras que ya oía con toda nitidez. Por el mero hecho, sin duda, de que aunque se comprenda la carga semántica de una palabra, o de una frase incluso, si éstas se hallan desligadas todavía de un corpus lingüístico suficiente, pues se oyen como quien escucha llover. Había, sin embargo, otro detalle que absorbía toda la atención del muchacho. En una de las junturas de la losa había desaparecido la arenilla en parte y podía percibirse netamente una diminuta rendija a través de la cual se afirmaba una levísima raja de claridad. A Lorenzo le pareció indigno lo que iba a hacer, pero no pudo evitarlo. Acercó el ojo a la minúscula grieta. Al fondo de la celda se veía enteramente a fray Felipe, de pie, aunque apoyado en su mesa de trabajo. El desconocido no se hallaba en su campo visual, pero su voz sonaba muy cerca. Por eso y por la dirección de la mirada del fraile, Lorenzo dedujo que, en realidad, lo tenía casi junto a él y se estremeció de repente sin saber muy bien por qué. Su maestro hablaba de algo extremadamente peligroso, como una nube de serpientes de fuego. Ahora ya podía concentrar toda su atención en el sentido de 76

las palabras que escuchaba. Algo que no podía caer entre las manos de una persona vana o sensual o apasionada, porque entonces se revelaba su lado maléfico que poseía con igual intensidad que el provechoso y saludable. Por otra parte, tampoco debía permanecer sepultado por los siglos de los siglos, pues era un cuerpo vivo y salvado. Rogaba pues a su interlocutor, a quien se había dirigido con el curioso nombre de Dunia, que le ayudara a encontrar un nuevo posesor, alguien que fuera digno e irreprochable, dado que a él, ambos lo sabían, le había sonado la hora. ¿Qué diablos podía ser ese algo, esa cosa u objeto, que, al propio tiempo podía ser calificado de cuerpo vivo y salvado? Y sobre todo, ¿qué podía ser aquello a quien, o a lo que, ya no sabía muy bien cómo hablar, su maestro atribuía propiedades tan terribles y espantosas? En eso fray Felipe se volvió de repente hacia la mesa, abrió la primera gaveta, la más próxima al tablero, introdujo en el hueco sus largos y sarmentosos dedos que hicieron crujir algo en el interior. Seguidamente alzó el tablero quedando al descubierto un pequeño cajón secreto, del que extrajo un libro encuadernado con tapas de un ennegrecido cuero repujado. -Si lo dejo aquí –explicó, mientras levantaba en el aire el misterioso volumen cual Moisés hubiera hecho con las tablas de la Ley ante el pueblo judío.- Tarde o temprano alguien lo encontrará. Pero ¿quién será ese alguien?

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-Para empezar, deberá ser una persona culta, de lo contrario no le sería de ninguna utilidad, ya que está escrito en latín. -La cultura, incluso el saber, no es un argumento definitivo. En este monasterio existen varones doctos y la mayoría de los monjes lee correctamente el latín. Sin embargo, ¿cuántos de ellos se hallan preparados para detentar, sin perder la razón, el inmenso poder contenido entre estas dos tapas? Entonces Lorenzo vio aparecer el más curioso personaje que jamás habían contemplado sus ojos. Vestía una túnica escarlata con infinidad de pliegues, confeccionada con una materia que le era desconocida, la cual le dejaba al descubierto, hasta los hombros, unos brazos rollizos. Era de talla y de edad mediana. Su rostro aparecía redondo como una luna llena, pero atezado, diríase más bien como un anaranjado sol cercano ya al poniente. Ofrecía pues la impresión de que llevaba una hogaza bien cocida sobre un cuello corto en demasía. Y en ella, unos ojos inmensos, dotados de una córnea blanquísima, que deslumbraba casi a quien la miraba, en el centro de la cual se hallaba incrustada una durísima piedra de ónice. Negra pupila que semejaba un botón a punto de dispararse y uno sentía sobre su corazón la presión real de esa mirada. -No debes preocuparte, amo, por cuanto pueda suceder después de ti. Cuando tú ya no estés, se habrá acabado el universo, pues éste ha sido creado expresamente con relación a cada uno de los hombres, que son dioses. Lo

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mismo sucede para con el libro, el cual, como muy bien has dicho, es un cuerpo salvado y vivo. Entonces, el misterioso personaje llamado Dunia, se volvió para mirar directamente a los ojos de Lorenzo, como si el muro y la losa no existieran para él, sino que hubieran sido siempre como una neblina que el sol de sus ojos disipa con autoridad. El muchacho se quedó petrificado, lleno a rebosar de un terror inefable. Pero aquel ser prosiguió, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, turbando igualmente al padre Felipe, quien no alcanzaba a vislumbrar el objeto de su atención. -El libro siempre encuentra su camino. Es Él quien elige a su amo. Los ojos de Dunia estaban escrutando los más escondidos, los más profundos y oscuros recovecos del alma de Lorenzo, quien no pudo soportar tal examen y levantándose de golpe huyó a su celda como alma que lleva el diablo. Sólo cuando se hubo tapado, cabeza y todo, con la frazada, notó que estaba empapado con un sudor frío y tiritando como si se hubiera bañado bajo la capa de hielo de un estanque.

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CAPÍTULO II

Cuando llegó al granero donde se daban las cuchilladas de palo, todavía le temblaban las piernas. Bartolo, nada más verle, dijo: -Demasiado tarde me llamasteis. Habéis cogido uno de esos resfriados que son para señalar con una raya en la chimenea. Yo en vuestro lugar iría a ver al padre herbolario de inmediato. -No es nada. Pero la verdad... Más vale que no desenfunde hoy la espada. -Entonces te tocará vigilar todo el rato –sentenció Esteban.- ¿Y cómo has podido atrapar ese resfriado caballar? Bartolo le refirió todo con pelos y señales. Lo de las corrientes de aire y, de postre, lo de las ratas. Lorenzo no le quitaba ojo al rostro de Esteban por ver si el relato de su desventura despertaba en él alguna sospecha, si vislumbraba algún indicio del estilo de que las corrientes vienen del exterior, así como que las ratas entran y salen y que tal vez... Pero claro, el aire y las ratas no son personas. Afortunadamente Bartolo no repitió su metáfora del barco con las velas desplegadas. Calificó simplemente el boquete de enorme, pero claro, enorme... Y en boca de Bartolo.... 80

Esteban se limitó a exclamar: -¡Vaya por Dios! ¡Menuda aventura! Y enseguida se pusieron a hacer cantar las espadas. Que, por cierto, menos mal que la mayor parte de los hermanos era algo dura de oído. Lorenzo se quedó pues allí, al pie de la escalera, abrazado a sus rodillas y sin poder ahuyentar la desconcertante, aguda e inquisitiva mirada de ese curioso personaje que atendía al no menos extravagante nombre de Dunia. ¿Cómo habría podido penetrar allí? Si por la puerta principal, forzosamente habría sido visto y a esas horas el cenobio entero se habría hecho callos en el paladar con la lengua, pero nadie hacía el menor comentario al respecto. Si por el pasadizo, la losa no conservaría todavía casi enteramente la suerte de arenilla que la sella. Tanto le dio vueltas a la cuestión al derecho y al revés, que el tiempo pasó sin que llegara a enterarse. Los espadachines habían escondido ya sus armas entre la paja y se disponían a abandonar el campo. Descendieron la escalera en silencio y Bartolo se fue raudo a continuar un trabajo de albañilería que estaba efectuando en el jardín. Los otros dos se sentaron en el claustro. -¿No habrás olvidado nuestro proyecto de hacernos caballeros andantes y de recorrer el mundo deshaciendo entuertos? Mira –señaló con un gesto de la barbilla a Bartolo.-Tenemos un buen escudero.

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No dejaba de ser curioso que, después de dos años, justamente ese día lo mencionara. Lorenzo, sin embargo, sonrió. -No. -¿Y tienes algún plan? El interpelado recuperó la seriedad antes de responder. -No lo tengo todavía –mintió,- pero pienso a menudo. Y luego, ensimismado, añadió: -En cualquier caso, ve haciéndote a la idea que ello ya no puede tardar. Aquella noche se presentaba mal para conciliar el sueño. Todos los esfuerzos que hizo para descartar la sospecha de que el tal Dunia no era una persona de carne y hueso, sino un genio tutelar, invocado por fray Felipe, con ayuda del grimorio extraído del escondite secreto que había apañado en su mesa de trabajo, resultaron vanos. No deja de ser curioso, pensó, el hecho de que la mayor parte de la gente suele creer en la brujería y, en un sentido amplio, en todo fenómeno sobrenatural. Arévalo constituye un claro ejemplo de ello. Si cuanta historia de brujas que circula por la población tuviera que ser reunida e impresa en pliegos de cordel, no se fabricaría bastante esparto en toda España para confeccionarlos. Sin embargo, en la vida real, cada cual toma innumerables precauciones antes de admitir como cierto un hecho de esta índole. Tú sueñas 82

despierto, muchacho, suelen replicar, ante toda relación que exhale un tufillo sospechoso a azufre, viejas que, por su aspecto, podrían figurar sin desdoro en el grabado de cualquier escena de aquelarre y que tal vez, al anochecer, junto al fuego, mientras hierve la marmita, espantan a la chiquillería con historias de hechiceras que sacrifican niños al diablo. Él, sin ir más lejos, encontraba un placer indudable con las relaciones de fray Jerónimo, pero no podía evitar leerlas con cierto escepticismo, el cual crecía a ojos vistas cuando se trataba de comentarlas con otros. Por esta misma razón, se resistía a admitir lo que cada vez se le iba perfilando con mayor nitidez como pintado con todas las trazas de la evidencia. Parece ser que, envuelto en las tinieblas de la noche, uno esté más predispuesto a acordar crédito a tales fenómenos, mas con la llegada del día se desvanecen las fantasías al tiempo que toma cuerpo y densidad la realidad cotidiana que constituye el mundo. Pero Lorenzo se hallaba en la oscuridad de su habitación, rodeado del silencio sepulcral de un monasterio y era otra visión del universo la que, muy a pesar suyo, se le iba imponiendo a su mente. Mas la fatiga acabó dando cuenta de él. En algún momento debió dormirse porque se vio dentro del corredor secreto, caminando despacio tras el enigmático Dunia. De repente éste se detuvo y volviéndose a mirarlo con sus ojos sabios e inquisitivos, susurró estas palabras: “¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la primera Sala! ¿Escuchas cómo lloran en torno tuyo? ¿Escuchas cómo te glorifican, 83

cómo exaltan tus virtudes? Erguido, derecho, ¡oh Horus!, eres, en verdad, majestuoso y fuerte. Lo mismo que tú, y después de las ceremonias en mi honor, he sido puesto enteramente derecho.... Ptah ha deshecho a tus enemigos; prisioneros, obedecen tus órdenes. De pie estás y tu palabra es ley para ellos, así como para la multitud de dioses y diosas”.

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CAPÍTULO III

Mientras sonaba nona en los campanarios de la Villa y Corte, Lorenzo penetraba en el pasadizo. Abrigaba la intuición de que Dunia se había dirigido a él en sueños con objeto de incitarle a introducirse en lo que había denominado “primera sala”. Venía provisto de un mondadientes que le iba a servir para raspar la frágil arenilla de la losa y crear un punto o una grieta, a través de la cual observar primero el interior antes de entrar, si no había peligro. “La primera sala” no podía ser la de fray Felipe, porque el mistagogo había pasado de largo. En cambio, se había detenido tras el recodo, al principio de ese tramo. No era fácil distinguir la losa en la semioscuridad, cubierta como estaba por una densa capa de polvo. El gris uniforme apenas viraba un grado hacia el blanco. Tuvo que efectuar varias idas y venidas a lo largo de la porción probable para dar al fin con ella. Se puso pues a rascar con delicadeza hasta que se formó un átomo de luz como una diminuta burbuja brillante. Aplicó a él su ojo y al punto todo su cuerpo se estremeció como una higuera que se sacude para que caiga su fruto. Una sensación hasta entonces desconocida y extraordinariamente turbadora lo

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invadió. Era como si se hubiera impregnado de una niebla de fuego. Su sangre y toda su naturaleza se exaltó. La visión que surgió ante él se componía de los siguientes elementos. Se trataba de una estancia rutilante, con un balcón al fondo por donde entraba la luz a raudales. Cerca de él había una cama, se veían varios muebles de madera noble y oscura, cuadros y tapices. Pero en el centro de la pieza había una bañera y dentro de ella una aparición tan deslumbrante, tan esplendorosa, conmovedora e impresionante que, en un primer momento, dudó que se tratara de una criatura real, sino más bien el producto de un hechizo que Dunia, ese ser fantástico, había lanzado sobre él para hacerle ver cosas que no existían. Que no podían existir. Dentro de la bañera se hallaba una doncella o ninfa de una belleza tal, que un pobre monje, de apenas dieciocho años, sólo de milagro podía soportar y seguir manteniéndose vivo. Aquella visión únicamente podía resultar apropiada para los más fuertes, para los más imperturbables. Pero a él le estaba causando unos efectos devastadores. Se la veía desnuda de medio cuerpo. Una forma ondulante y esbelta como una llama color corteza de pan surgía por encima del alabastro de la bañera, envuelta por una larguísima y tupida cabellera castaña que debía llegarle a la cintura o quizás más abajo. Los senos turgentes y enhiestos como dos brevas silvestres.

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La boca, breve, se abría de un modo irresistible, dejando ver unos dientes como ermitas enjalbegadas coruscando bajo el implacable sol del mediodía. De sus orejas pendían dos grandes y finos aros de oro. Su mirada poseía el poder de cien mil escorpiones y Lorenzo prefirió morir antes que sacarla de sus ojos y de su conciencia y separarse de ella. Aquello era más, muchísimo más de lo que él estaba preparado para soportar y se quedó anonadado, cual si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Así, como flotando por los aires, como soñando, vio entrar una dueña. -Casilda, vuestro padre desea hablaros. Entonces fue lo más duro, lo más difícil. Porque lo que vio fue nada menos que Venus saliendo del baño. El corazón dejó de latir y la boca se le secó hasta convertirse en una grieta polvorienta. Casilda, tras secarse con una nacarada toalla, comenzó a vestirse pero no a amenguar su belleza, sino a transformarla, a hacerla distinta, a darle un toque tal que pudiera ser vista y asimilada por el mundo. Pero él llevaba ya en el corazón una herida que no se curaría jamás. Cuando la doncella hubo terminado de vestirse, salió el ama, volviendo al poco rato con dos esclavos negros quienes retiraron la bañera.

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Seguidamente entró un caballero provecto, con una barba blanca pero bien cortada y envuelto en una espesa capa negra. -Casilda, hija, sé que has estado inquieta durante estos últimos días. Habrás adivinado, no obstante, que un asunto de la más elevada importancia se ha abatido sobre mí, requiriendo toda mi atención. Ahora, todo lo que tenía que hacer está hecho y sólo queda esperar la suerte que el destino nos tenga reservada. La muchacha se sentó en una silla situada ante el umbral de la puerta que daba al balcón. Al fondo se veía el cielo azul de Madrid. -Ni siquiera vale la pena mencionar –repuso- que dicho asunto está relacionado con aquella intempestiva salida nocturna, de cuando vino la carroza, escoltada por jinetes de la guardia real, a buscarte. -En efecto. -¿A dónde te llevaron? -A Palacio. -¿Y para qué se te requería en Palacio? -Me recibió la Reina regente en persona. Flanqueada por nuestros más temibles enemigos. Junto a ella se hallaba el inquisidor Valladares y el propio

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Nithard, Inquisidor General. Resulta difícil expresar la sensación que uno experimenta cuando se sabe cordero bajo la piel de otro animal, paseándose entre lobos hambrientos. En fin, el valido de la Reina ha concebido la creación de una guardia de chambergos, un verdadero cuerpo de ejército, que pretende alojar aquí en Madrid, pese a que los fueros no lo permiten, con el fin de afirmar con esta fuerza armada la autoridad real y asegurar su protección, especialmente contra las asechanzas del hermanastro del Rey, don Juan José de Austria, quien se encuentra acuartelado en Guadalajara, con una potente fuerza militar a su disposición. Lo que de mí se espera es que convenza a mis relaciones para que, entre todos, sufraguemos la creación de dicho cuerpo. -Mediante la percepción de intereses, supongo. -No muy elevados, desde luego, aunque, dada la envergadura de la operación, no dejarían de producir pingües beneficios. -Pero recelas una celada. -En efecto. -La demanda no está desprovista de cierta lógica, dada la apremiante situación política. -No me cabe la menor duda de la sinceridad con que se pretende la creación de dicha fuerza militar. No obstante, dudo más respecto a la intención de los 89

futuros acreedores por cuanto se refiere a pagar los intereses contraídos, una vez su propósito alcanzado. -¿Y si tus relaciones decidieran rechazar la proposición? -Ello podría revelarse infinitamente más peligroso para todos nosotros. -Entiendo. -Habrá que ir con los pies de plomo. -Ocurre, sin embargo, que me han acordado una semana de plazo para reunir un tercio de la cantidad requerida. Lo cual se deriva sin duda de la suposición de que bastará con mis más allegados colaboradores para aportar tal cantidad. El resto, presumen que tardará más en llegar pues se supone que debo solicitarlo fuera de Madrid, tal vez en el extranjero. -Sí, la cercana presencia de don Juan les inquieta. Los mandos del ejército ven en él al único candidato posible a salvador de la Patria. -Eso es verdad. Pero también lo es que, dándome un plazo tan breve, cabe dentro de lo posible que cometa algún error y delate a mis fuentes. Siendo enseguida vigilados todos de cerca por los invisibles familiares del Santo Oficio, que están por todas partes, en todos los estamentos y profesiones. Razón por la cual debemos mostrarnos extraordinariamente prudentes y redoblar de devoción católica. 90

-Así se hará, padre. Sé tú también cauto en tus contactos y gestiones. -Por cierto, don Ricardo Cusach nos envía el aporte de Barcelona, traído por su hijo en persona, tu prometido, aprovechando la coyuntura para que os conozcáis. Casilda inclinó ligeramente la cabeza. -Tu voluntad será cumplida en todo, padre. Lorenzo había escuchado la conversación tal como si se hubiera encontrado entre ellos dos. Y se quedó maravillado, como si estuviera todavía en la prolongación del sueño en que se le había aparecido Dunia. Hasta tal punto que dudó en ese instante de la realidad de la visión en la que éste se mostró por primera vez ante sus ojos, en la celda de fray Felipe, o si acaso se trataba también de una ilusión sobrevenida mientras dormía.

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CAPÍTULO IV

“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la cuarta Sala! Tus dos brazos son semejantes a estanques en la época de las inundaciones abundantes... ¡Mira cuántas estatuas del Amo de las Aguas adornan por todas partes los estanques sagrados! ¡Observa! Tus dos caderas están circundadas de oro; tus rodillas son semejantes a plantas acuáticas abrigando a profusión nidos de pájaros. Tus piernas te conducen hacia la Vía de la Felicidad y tus pies estables son ya para siempre jamás... En verdad, tus brazos son estanques con bordes de piedra; tus dedos son barras de oro; y sus uñas, como pedazos de sílex, ¡laboran por ti!” Lorenzo se despertó bañado en sudor. Dunia había pasado de la primera Sala a la cuarta, saltándose la segunda y la tercera. Así, lo había conducido hasta casi el final del pasillo antes de detenerse para hablar. Sus palabras le habían insuflado una inusitada confianza en sí mismo, sentía como si le hubieran refrescado los huesos. Por otra parte, no podía dejar de pensar en Casilda. En su peregrina belleza y en todo cuanto había escuchado de su boca y de la de su padre. Le faltaban elementos para poder enlazar todos los cabos de la situación en que se veían inmersos, sin embargo, lo esencial, el grave peligro en que se encontraban 92

ambos, sí lo había percibido. Pero claro, la envergadura y la ubicación de la misma estaban tan fuera de su alcance que no podía hacer otra cosa sino inquietarse por ellos. Tras los oficios de la mañana, se dirigió a afrontar su trabajo de la biblioteca con la cabeza plenamente ocupada en otros asuntos. El padre Felipe se le quedó mirando de un modo muy extraño. Lorenzo procuró disimular su azoramiento. -Toma –le dijo-, lee esto. Mejor, estúdialo. Yo me ocuparé de atender a los hermanos que vayan llegando. Tú, ve a la recámara y lee. El libro en cuestión estaba escrito en griego y traía por título Stobaeus. Dicha lectura lo mantuvo ocupado y, milagro, concentrado, durante toda la mañana. Para llevarla a cabo no tuvo más remedio que recurrir a un voluminoso diccionario que colocó a su lado y al que no concedió tregua en el transcurso del mencionado lapso. De repente se volvió y descubrió que fray Felipe se encontraba justo detrás de él, contemplándole. Lo mismo podía haber estado allí desde hacía una hora. -El secreto de los secretos –le espetó a bocajarro- está contenido en la palabra Emmanuel, Dios con nosotros. O si lo prefieres, Dios en nosotros. Y diciendo eso, abandonó precipitadamente la pequeña estancia, como si hubiera dicho demasiado y se arrepintiera de haberlo hecho. 93

Lorenzo siguió leyendo hasta que sonó sexta y entonces se dirigió al refectorio. Temía encontrar en él a Esteban porque su amigo tenía la rara habilidad de leer en su pensamiento. Pero ello era inevitable y tuvo que esforzarse por ocultar su agitación interna. Si lo consiguió o no, resultaba difícil saberlo pues Esteban poseía la rara cualidad de la discreción. No así Bartolo quien, al cruzarse con él en el claustro, le dijo con su característico y redondo vozarrón: -Todavía no os habéis repuesto, señor bibliotecario. Estáis más pálido que una lechada. -Se me pasará, Bartolo. Descuida. -Debéis cuidaros. Una buena siesta no os vendría mal. -A eso voy, Bartolo. Hasta dentro de un rato. De siesta ni hablar. Le esperaba la cuarta sala. Al pasar por la primera no pudo evitar demorarse un instante para echar un vistazo, pero la alcoba de Casilda estaba desierta. Siguió pues adelante hasta dar con la cuarta losa y rascó sutilmente con el mondadientes. Ante sí se descubrió un vasto aposento similar al de la hermosa joven, pero en este caso sumido en penumbra y desprovisto de adornos y mobiliario. La puerta

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cristalera del balcón se hallaba cubierta por espesos cortinones que apenas dejaban pasar una macilenta claridad. Las paredes se hallaban desnudas. La pieza sólo contenía, en realidad, dos enseres, un jergón cubierto de una manta raída y una mesa con una única silla. En ella se hallaba sentado un viejo de pelo y barbas tan albos que parecía iluminar con ellos la semioscuridad. Vestía un sayo en piltrafas, de un color indefinible. Inclinado sobre la mesa, escribía con aplicación febril. La imagen que ofrecía era tan lóbrega que Lorenzo no pudo evitar sentir una cierta desdicha. Al cabo, el carcamal concluyó la misiva. La dobló y la deslizó en el interior de un sobre que selló de inmediato. Hecho esto, se volvió con un movimiento tan brusco que Lorenzo se sobresaltó, creyendo que lo había descubierto o más bien que, mediante una rara intuición, había adivinado su presencia. Sin embargo, la mirada del vejete se lanzó en otra dirección, lo cual tuvo la virtud de serenar al contemplador, y acto seguido se levantó como movido por un resorte. Se fue directo hacia un pilar, desplazó una moldura, quitó una pequeña plancha de madera, extrajo una arqueta de un hueco y volvió a cerrar todo en un movimiento rapidísimo, visto y no visto. Tras lo cual protegió el cofre con ambos brazos y lanzó miradas como cuchilladas en todas direcciones, incluida la de Lorenzo. Al cabo se calmó y regresó a la mesa.

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Una vez en ella, puso ambas manos sobre el cofre, como si quisiera calentarlo, o propiciarle una caricia única si bien intensa, pero no lo abrió todavía, sino que se dirigió a la puerta para comprobar que se hallaba cerrada con llave. Sólo entonces regresó ante la arqueta y, con sumo cuidado, abrió la tapa. Metió la mano en su interior experimentando un placer indescriptible, cual si se tratara de un cuero de agua caliente en el transcurso de una de las más frías noches de invierno, y empezó a sacar doblones de oro que iba contando y apilando en doradas columnas de idénticas dimensiones. Cuando los hubo sacado todos, los contempló durante un rato sin moverse, sin apenas parpadear. Luego se levantó y se puso a mirarlas de arriba abajo. Seguidamente buscó otro ángulo para tener otra perspectiva de sus queridas hijuelas y luego otro, hasta que se hartó de verlas desde todas las direcciones posibles, como almacenando en su conciencia la mayor cantidad posible de su existencia tangible. Tomada la decisión de guardarlas, lo ejecutó con una rapidez y habilidad sorprendentes. Nuevo vistazo suspicaz hacia los cuatro puntos cardinales y cual ratón que ventea el gato y se apresura a ganar su agujero, se dirigió él a su escondrijo, metió la arqueta dentro y lo tapó con una agilidad difícilmente imaginable a sus años. Hecho lo cual, regresó a su silla y se quedó hierático como una esfinge.

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Lorenzo lo contempló, incrédulo, durante un rato, hasta que se aburrió y se fue de vuelta a su celda.

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CAPÍTULO V

Esa tarde se mostró más animoso con la espada y peleó valientemente con ambos contrincantes, razón por la cual Bartolo dio por concluido el episodio del resfriado de Lorenzo. Realmente el ejercicio físico le hizo bien y le abrió el apetito. El hombre está hecho así, sus pasmos pueden ser intensos, mas duran poco. Si de repente los burros se pusieran a predicar en las cátedras y en los púlpitos, o el cielo pasara abajo y la tierra firme arriba, o todos los animales de esta última se echaran de cabeza al mar para habitar en él y los de éste se establecieran definitivamente en la tierra, el hombre se quedaría despatarrado el primer día, sorprendido el segundo, pero al tercero ya se habría hecho a la nueva situación. Lorenzo se trajo después de vísperas el Stobaeus, así como el diccionario, a su celda, alumbró el candil y prosiguió su lectura. Este libro le explicaba hasta qué punto el hombre es una maravilla, una luz brillante aunque escondida bajo un celemín, un microcosmos hecho a imagen y semejanza del macrocosmos y en permanente conexión con él. Estuvo leyendo más tiempo del que convenía a un monje que debe levantarse a maitines para cantar las alabanzas de su Señor.

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Cuando se dio cuenta de lo tarde que era, se apresuró a apagar el candil y cayó rendido en el jergón. “¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la tercera Sala! Tu cabeza, ¡oh Señor!, adornada con largas trenzas de mujer asiática, navega en la Barca; y el brillo de tu Rostro ilumina la morada del dios de la Luna. La parte alta de tu Cuerpo es azul como el lapislázuli, los bucles de tu cabellera son más negros que las Puertas de la Mansión de los Muertos. Los rayos de Ra iluminan tu Corona adornada con piedras azules. Tus vestidos de oro están adornados con lapislázuli. Tus cejas son dos diosas hermanas de las cuales las serpientes sagradas dominan la cabellera. Tu nariz respira el Aire del Cielo. Tus ojos, fijos, miran las montañas de Bakhó que se extienden en el Más allá. Tus pestañas inmóviles están para toda la Eternidad. Tu párpado inferior está teñido de pintura sombría “mestem”. Tus dos labios testimonian la Verdad, hija de Ra; ella calma la cólera de los dioses. Tus dientes son cabezas de la diosa serpiente Mehén. He aquí que tu lengua llega a ser hábil e inteligente. Tu manera de hablar es más penetrante que lo es al alba la melodía de los pájaros de los campos. Tus mandíbulas se extienden hasta lo infinito, y alcanzan los Espacios Estrellados. Tu pecho permanece inmóvil; luego se dirige, al punto, hacia los Mundos del Amenti.”

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-El secreto de los secretos está en la palabra Emmanuel –insistió fray Felipeúnete a él, que eres tú, mediante una vida de santidad y tus palabras quedarán inscritas para siempre en el eterno devenir. Otra vez, por orden de su maestro, Lorenzo pasó la mañana entera en concentrado estudio. La actitud de fray Felipe daba a entender que había cierta urgencia en ello. A decir verdad, esa impresión de que las aguas de la existencia en las que se hallaba flotando comenzaban a agitarse y a avanzar cada vez más aceleradamente era generalizada, la podía sentir allí donde estuviera, pero no alcanzaba a atribuirla a nada en concreto. Cierto, intuía que iba a abandonar el convento, pero no sabía ni cuándo ni cómo. Dunia, en sus oníricas apariciones, parecía inscribir las visiones que le presentaba en ese designio, pero cualquiera sabe, sus palabras eran tan misteriosas. De momento, la historia de Casilda, con la amenaza que pesaba sobre ella, no le incitaba precisamente a abandonarla e irse por los montes reales, aunque no tenía ni la menor idea de qué hacer para ayudarla en caso de necesidad. Quizá, después de todo, la operación salida se revele más laboriosa y paulatina de lo que había imaginado, si bien parecía perfilarse como algo inevitable, cargado, si acaso, ahora, con algún designio particular, atendiendo a la intervención de ese extraño personaje que se le aparecía regularmente en sueños. Cuando concluyó la refacción de mediodía, se dirigió, presuroso, hacia su aposento, pues de súbito le había venido el prurito de conocer esa tercera sala. 100

Resultaba curioso cómo, desde hacía unos días, lograba embridar sus ansias, concentrarse plenamente en lo que tenía que hacer y desplazar el entusiasmo para los momentos de acción. Ahora había llegado uno de ellos. Unos minutos más tarde se hallaba avanzando por el lúgubre corredor en busca de la tercera losa. Sus ojos ya estaban avezados a la tarea de buscarla, así que no tardó en dar con ella. Rascó hasta delinear una rajita de luz. Aplicó el ojo. Otra alcoba preñada de luminosidad. Balcones y ventanas abiertos, cortinas descorridas. Suntuosamente decorada y amueblada. Pero no había nadie en ella. Lorenzo se cansó de mirar y tomó asiento en el duro y frío suelo. Aún no había terminado de posarse cuando escuchó, con toda claridad, dos voces distintas de mujer. Una de ellas con un timbre más joven que la otra. La mujer joven parecía presa de una agitación incontrolable, una precipitación, un apuro, un apremio inaplazable. Mientras que la otra, más madura, trataba en vano de sosegarla, pero había en su voz una suerte de cansancio que indicaba claramente una total desconfianza en conseguirlo, así como una cierta costumbre en la práctica de tal menester. La pasión, el agobio, el sofoco, de la mujer joven no pudieron por menos que intrigar a Lorenzo, quien se levantó a mirar, siempre con la conciencia intranquila a causa de esa curiosidad que juzgaba malsana. Pero era indudable que Dunia deseaba que él presenciara esas escenas. Sus razones tendrá.

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Cuando vio lo que ocurría allí, sus manos se crisparon y se agarraron instintivamente a la berroqueña del pasadizo como si quisiera pulverizarla con los dedos. Una mujer más bella aún que un ejército dispuesto para la batalla se estaba desvistiendo con una furia salvaje. Faldas, camisa, corpiño, todo volaba por los aires. Su respiración era entrecortada, tanta era su dificultad para aspirar todo el aire que le hacía falta, por lo que su boca, de labios carnosos y sensuales, permanecía abierta como un fruto en sazón que pedía a gritos comer y ser comido. Pronto quedó enteramente al descubierto un cuerpo inimaginable, todo ondulaciones y rotundidades, unas formas contundentes, exaltadas, que provocaron en Lorenzo un frenesí todavía mayor que el desencadenado por Casilda, porque aquella era mujer y ésta más parecía diablo. Una vez puesta en vivo cuero, saltó como una pantera sobre la vastísima cama y se puso a retorcerse como una lagartija primero, aunque luego con unos movimientos ondulatorios, rítmicos, que a punto estuvieron de dar con Lorenzo desmayado en el suelo. -¡Ah, doña Águeda! ¡Tanto hombre galán rondando por la iglesia, desnudándome fieramente con la mirada en la propia casa de Dios! ¡Qué despropósito y qué desarreglo! Cuando no se obedece la ley divina en su preciso momento, se ofende en otro a lo más sagrado. ¿No ha creado Dios varón y hembra y los ha hecho a cada uno según su naturaleza? Pues sus razones tendrá en su infinita sabiduría al poner esa fuerza de atracción, indomable, entre ambos. 102

Mayor y más irresistible cuanto más grande es su voluntad de que esa criatura engendre para subvenir a la preservación de la especie. De mi ha querido hacer una hembra placentera. Pues ése ha sido su gusto, ¿qué puede hacer mi flaco albedrío? Si me ha dado brasas en lugar de carnes. -Si al menos con ello os hubiera dado marido –repuso la otra-. -No será porque no lo intenté todo con él. Pero no le corre la sangre por ese sitio. -Dios da nueces a quien no tiene dientes. Luego, es como el perro del hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer. Por muy ansiosos que estén los galanes, la punta de la espada del marqués impone mucho respeto. -Otra punta del marqués quisiera yo que impusiera respeto. Al menos tendría el consuelo de las demás mujeres. -¡Ah, Señora! –exclamó la dueña, como dando a entender que era aquella mucha vaina para una sola espada. -Si al menos los dos mayúsculos negros que me ha asignado como ángeles custodios no estuvieran castrados. -Ésos son peor que mujeres.

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-Pero tienen planta de hombres y eso puede ser un consuelo. Magro, pero consuelo. -Son peor que mujeres, digo, y al faltarles el interés, irían con el cuento a su marido. -¡Qué sino más adverso! -¡Qué tragos, Señor, qué tragos! -Ya tarda la vejez, con sus nieves, que calmen este ardor. -No deja de ser un desperdicio, Señora, que una hembra como vos, se malogre de esta manera. Si hay para matar de gusto al Cid Campeador. -Aunque fuera Álvar Fáñez, con su fardida lanza. -¡Dios proveerá, Señora, Dios proveerá! -Enciende las candelas, que voy a rogarle de nuevo. -¡Qué sacrilegio, Dios mío, qué sacrilegio! –Pero diciendo esto, doña Águeda las quemaba. Entonces dio comienzo la oración más impía que imaginarse pueda. Tanto, que Lorenzo se tapó los oídos y huyó malherido como pájaro que lleva un plomo en el ala.

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CAPÍTULO VI

Aquella tarde, en la esgrima, Lorenzo no sólo se mostró completamente recuperado del resfriado, sino agresivo como un tigre. -¿Has comido carne de león, o qué? –comentó, sonriendo, Esteban, parando con suma facilidad cuanta estocada y embestida lanzaba su furioso contrincante. Y cuando éste menos lo esperaba: -¡Tocado! Pero Lorenzo, no curando de sus errores, se lanzaba de nuevo con redoblado denuedo. De vez en cuando, Esteban lo paraba muy a pesar suyo para explicarle los defectos que todavía poseía. -En un duelo con un fino espadachín, estas cosas podrían costarte la vida. Así, no tuvo más remedio que parar mientes en lo que su compañero le explicaba, de modo que consiguió neutralizar algunos ataques bien trabados de su experimentado compañero.

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-Muy bien, Lorenzo, -dijo éste al concluir la sesión-. Es en días así cuando uno hace progresos extraordinarios. Ya vamos estando preparados para salir a echar un vistazo fuera, a ver qué pasa en ese dichoso mundo. -Parece ser que todo va de mal en peor. Y que España está de capa caída. Portugal se perderá. Y en Europa, nuestros tercios cada vez causan menos respeto. -¡Ah, -bromeó Esteban-, ello será hasta que tres finas láminas logren salir de cierto monasterio. A partir de ese momento, todo cambiará. Ambos se echaron a reír. Los días eran todavía cortos. El sol aceleró el último tramo de carrera y una noche fría se vino encima. Sonó vísperas y los dos monjes guerreros se dirigieron al coro para cantar los oficios. Luego comieron con apetito, pero guardando, como siempre, una porción para Bartolo, a quien los monjes, en tanto que criado, alimentaban menos bien que a ellos mismos, aunque él sabía resarcirse en el huerto y en el corral. Poco tiempo después, ya se encontraba cada uno en su celda y Bartolo en su pajar. Lorenzo se lanzó a la lectura con el mismo ahínco que poco antes a la esgrima. Afortunadamente, admitió. Porque si no funcionaran tan bien los diques que protegían su conciencia de tanta sensación contradictoria e inquietante como

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había afluido a ella durante los últimos días, a esas horas se habría anegado en un magma hirviente y enajenante que le hubiera intoxicado la mollera. Cuando cerró el libro se preguntó qué sorpresa le reservaría todavía el bueno de Dunia. “¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la quinta Sala! Aquí el dios Anubis, que te ama, te trae tu mortaja. Te recibe entre los Grandes Videntes y te cubre de adornos. Él, Guardián de la Gran Divinidad.... Tú te diriges hacia el Lago de la Perfección y en él te purificas. Tú cumples los ritos de los sacrificios en las moradas celestiales. Tú te concilias las gracias del Señor de Heliópolis. Te presentan, en dos vasos preciosos, Leche Sagrada y Agua de Ra. Ahora te levantan y te ponen derecho. Tú te lavas los pies sobre una piedra sagrada, al borde del Lago de los Dioses. Esto hecho, vuelves a emprender tu Viaje. Tú contemplas a Ra sentado sobre sus Pilares. Semejantes a brazos tendidos, sostienen el Cielo infinito. Una vía se abre ante ti.... Y tú contemplas los vastos horizontes del Cielo donde reina la Pureza tan grata a tu corazón.” Lorenzo fue parco aquella mañana en la colación. Deseaba concluir ese mismo día la lectura del libro que su maestro le había recomendado. Con tal fin, se dirigió directo a la recámara, donde podía concentrarse en tal menester sin ser requerido por los monjes a los cuales fray Felipe atendía personalmente. La biblioteca estaba desierta y todavía sumida en la oscuridad. Apenas había

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entrado, sin que hubiera tenido tiempo a encender ninguna luz, oyó la voz de su maestro que hablaba, en susurros, con otro monje, el cual no hacía más que asentir o, a lo sumo, efectuar alguna que otra pregunta. De ese discurso que le llegaba como un rumor apenas inteligible, logró identificar los términos círculo mágico, ropajes puros, agujas consagradas. Pareciéndole un tema en extremo delicado, dados los tiempos que corrían, se apresuró a encender una luz, marcando, de este modo, su presencia. El diálogo cesó de inmediato. Entonces pudo mostrarse en el acto de ejecutar su primer cometido, encender los hachones de la biblioteca y la recámara, los cuales arderían hasta que hubiera suficiente claridad natural en ellas. Saludó a fray Felipe y a su interlocutor, que resultó ser fray Jerónimo. Ambos respondieron al saludo pero se quedaron mirándole recelosos. Lorenzo seguía a lo suyo como para demostrar que no había oído nada en absoluto, o si algo le llegó, no acertaba a atribuirle la menor importancia. Fray Jerónimo se sentó en un pupitre y comenzó a escribir. Lorenzo podía escuchar cómo su pluma corría enérgicamente sobre el papel. Enseguida comenzaron a entrar los monjes y fray Felipe fue a atenderles, no sin antes indicarle con un gesto a Lorenzo que fuera, sin más, realizar su cometido en la pieza de al lado. Lorenzo no se hizo de rogar y así consumió la mañana de un tirón.

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Poco antes de mediodía fue, como de costumbre, a recoger las cartas que los hermanos deseaban expedir fuera del monasterio para llevarlas al hermano portero, entre ellas se hallaban las relaciones y los avisos de fray Jerónimo, los cuales leía invariablemente. Al trabar conocimiento de la relación del día comprobó que en ella figuraban, en efecto, las palabras círculos mágicos, ropajes puros y agujas consagradas. De manera que el Espíritu Santo le llega a fray Jerónimo a través de fray Felipe, concluyó. ¿Y por medio de quién le llega a fray Felipe? La respuesta le vino rodada. Por medio de Dunia, evidentemente. Llegó el momento de afrontar la quinta Sala, en ese sin orden ni concierto del susodicho Dunia. ¿Era realmente Dunia o ese delirante hacedor de sueños que llevamos todos en nuestro interior, el cual utiliza material visto para sus desopilantes creaciones? Sea quien fuere, esa quinta Sala le inquietaba particularmente. Aquí el dios Anubis, que te ama, te trae tu mortaja. ¿Será razonable ir al encuentro de una muerte anunciada? Con respecto a las invocaciones referentes a las salas precedentes, existía siempre una relación vaga entre ambas. Resulta evidente que la quinta Sala alude a la muerte y Lorenzo se preguntó si no sería más prudente saltarse esa casilla. Las dudas, sin embargo, duraron poco, pues temió romper ese encadenamiento mágico. El cual, viniere de donde viniere, era innegable que poseía un halo, el inconfundible sello de lo maravilloso. Aparte de que se sabía incapaz de resistir a la curiosidad. Bastaría con mostrarse prudente en todos sus pasos. 109

Animado con tal propósito, penetró en el corredor. Fue contando las losas. Ya tan sólo la segunda permanecía inviolada. Y calculaba que, más allá de la quinta, ya no podía haber otra, en ese tramo de pasillo al menos. Llegado pues ante esa postrera losa, procedió como solía al rascado de la arenilla. Si bien en esa ocasión no veía aparecer el esperado rayo de luz. Cuando se hubo asegurado que el agujero perpetrado era lo suficientemente grande, le puso el ojo encima. No pudo ver nada en absoluto. Del otro lado, si había algo, era la oscuridad completa. ¿Sería ésta una metáfora o símbolo de la muerte? En tal caso, ¿dónde está la utilidad? A esas alturas se había instalado bien en su mente que había un propósito detrás de todo ello. Se hizo a un lado y se sentó en el suelo, con objeto de reflexionar. No se le ocurrió nada, excepto, al cabo, empecinarse. De modo que se levantó y volvió a echar un vistazo. Probablemente porque sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, le pareció distinguir ciertos volúmenes, y como un suspiro de luz proveniente del fondo. Decidió persistir, esforzarse en su voluntad de ver. Sabía por experiencia que, cuanto más tiempo se queda uno en las tinieblas, por ejemplo de una cueva, mejor se va viendo, hasta el punto de que luego nos parece mentira no haber podido distinguir los objetos al principio. Así fue, poco a poco, la mencionada aureola se fue afirmando como el resplandor atenuado del día que penetraba por los leves resquicios de una espesa

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cortina, por obra y gracia del cual fueron apareciendo gradualmente algunos muebles, un par de armarios roperos, una mesa al fondo, una cama. Lorenzo se concentró en esa cama y se puso tenso, ya que le pareció que un bulto reposaba sobre ella. Descargó sobre él toda la fuerza de su vista, de modo que el bulto comenzó a adquirir los perfiles de una forma humana yaciente. Como por ensalmo, el resto de la pieza se le había revelado en toda su integridad. Volvió a concentrarse en la figura tendida sobre la cama. Debía tratarse de una persona muy vieja y muy delgada, pues la impresión que se desprendía era de una extrema fragilidad. Poco le hubiera sorprendido, a la verdad, que semejante cuerpo se alzara en los aires y se pusiera a levitar. Su mirada iba acercándose a su rostro, a sus pómulos salientes, a sus mejillas hundidas, a la mandíbula descarnada, al hueso.... puro de la calavera. Aquel personaje estaba más muerto que su tatarabuelo, que en paz descanse. Se retiró un paso atrás con horror. Ya estaba clara la alusión a la muerte. Tratando de sobreponerse a los escalofríos volvió a mirar. El hueso no estaba mondo en todas sus partes, sino que restaba aún carne en descomposición y, colmo del horror, percibió unos puntitos blancos que se desplazaban sobre él y rebullían a lo largo del cuello.

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La horripilante visión lo echó hacia atrás como de un manotazo. Al ponerse en pie, Lorenzo se sintió desfallecer y tuvo que apoyarse en el muro varias veces hasta alcanzar la entrada a su celda.

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CAPÍTULO VII

Aquella tarde no acudió al granero, como solía. Tan sólo se levantó de la cama para asistir a vísperas, si bien luego no pasó por el refectorio, sino que se refugió de nuevo en su celda. Y después de completas, sin ánimo siquiera para leer, se acostó. “¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la segunda Sala! Aquí encuentro aire puro para las ventanas de mi nariz, mil ánsares y cincuenta cestas con hermosas y puras ofrendas... En verdad, tus enemigos han sido volteados para toda la Eternidad venidera....” ¡Mis enemigos! ¿Quiénes pueden ser los enemigos de un pobre monje que no tiene mucho más de dieciocho años? ¿Se refiere a los diablos, eternos adversarios del hombre? ¿A los malos espíritus? ¿A los enemigos del alma en su conjunto, el mundo, el demonio y la carne? ¿Sería acaso una advertencia para que no abandonara el recinto protector del monasterio? No, porque anunciaba que los enemigos habían sido volteados para toda la Eternidad venidera. Lorenzo tenía la sensación de hallarse cada vez más comprometido en un asunto del que, a medida que pasaban los días y se le iban presentando nuevas 113

Salas, iba resultando progresivamente más difícil desasirse de él, echar marcha atrás. Tuvo miedo y consideró seriamente la posibilidad de abandonarlo todo en el acto. De dirigirse inmediatamente a Esteban y Bartolo, comunicarles la existencia del pasadizo, de dónde desemboca y lo fácil que resultaría utilizarlo y perderse enseguida en el largo y ancho mundo. Tan vasto es, que ni siquiera Dunia podría seguirle la pista. ¿O sí? Pero ello sería huir como un cobarde, por puro miedo, a pesar de los alicientes que el destino parece poner al alcance de su mano, si es que ha interpretado bien los augurios proferidos por la boca de Dunia. Y ese Dunia, ¿existe realmente? Y si tiene existencia real, ¿cuál es su naturaleza? ¿Se puede existir de otro modo que en carne y hueso? En verdad, no le extrañaría que aquello fuera esa suerte de remolino de pensamiento que se desata justo antes de que se declare la locura. Si ello es así, apaga y vámonos, porque ésa es una enfermedad que no tiene remedio. O no lo da la medicina humana y tal vez sí la divina. Por si es o no es, ese día se entregó con fervor a los oficios de maitines y laudes, rellenando el paréntesis entre ambos mediante sentidas oraciones y ese tipo de reflexiones que suelen incluirse en el conocido tema del memento mortis. Y hubo de reconocer que ello le causó un cierto alivio. 114

Tanto fue así, que a la hora de desayunar le pareció que regresaba a él una sospecha de sensación de hambre. En el refectorio se cruzó con Esteban. -Oye, -le dijo éste-, me parece que estás pasando una mala racha. -Quizás, pero cuando uno se hunde, si está sano, suele ser para mejor saltar. Y si todavía quieres saltar conmigo, mantente dispuesto para cualquier eventualidad. En todo momento. Esteban se le quedó mirando fijamente a los ojos. Pero Lorenzo dio media vuelta y se dirigió a la biblioteca. Fray Felipe lo sintió llegar y alzó la vista. -Ven –le ordenó-. El tiempo apremia. -¿Apremia, para qué maestro? -A los maestros no les está permitido responder a todas las preguntas. Y ello porque hay algunas cuya respuesta insiste en darla la vida misma. Formula las preguntas conscientemente y te serán respondidas, tarde o temprano. -¿La vida tiene consciencia y albedrío para que le sea dado ejecutar tal cometido?

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-La tiene. Además, el hombre posee el maestro interior del que habla San Agustín. Al cual, por cierto, pronto habrás de recurrir. -¿Cómo se recurre a él? -Es lo más fácil del mundo. Ora. -¿Es Dios? -Es Emmanuel, ya te lo dije. Para simplificar, se afirma que el hombre está hecho de cuerpo y alma. Esta verdad resulta suficiente para la mayoría. La cuestión, sin embargo, es mucho más compleja. Lo que llamamos alma, en realidad es tres cosas, a saber, el mero soplo de vida, que anima también a los animales y que es como una llama que tiende a acercarse a un fuego mayor, a fundirse con él; el Logos o inteligencia pensante, lo que reconocemos intuitivamente como el Yo; y finalmente el Espíritu puro, el cual es una chispa de la Divinidad, pero que la contiene en su totalidad. He aquí el misterio de la Santísima Trinidad que habita en nosotros. Esto es lo que se conoce como la Tríada Superior, la parte inmortal del hombre. Todo el trabajo del hombre consiste en armonizar, en fusionar estos tres componentes, operando en este mundo físico determinado por la necesidad. Un ejercicio delicado y peligroso. Pero hay que superarlo, empleando para ello las existencias que haga falta. -Si es la obligación de todo hombre, ¿cómo la va a ejecutar, si la mayoría de ellos la desconoce? 116

Mientras hablaba, fray Felipe había cogido una llave del interior de cierta cajita de madera. Y abriendo una puerta que daba acceso a la recámara de la recámara, le mostró unos anaqueles que no había visto jamás. Él siempre había pensado que ahí dentro sólo había libros descosidos, material inservible. Pero se equivocaba. Allí debían estar los ejemplares más preciosos, pues para protegerlos, los libros estaban atados con cadenas a su correspondiente armario. -Al que tiene, se le dará, y al que no tiene, aún lo que tiene le será arrebatado. Éstas son las palabras del Maestro. Por eso a las multitudes les hablaba con parábolas, pero a sus discípulos les entregó la palabra de fuego. Diciendo esto, penetró en el aposento secreto. Lorenzo lo siguió, admirado. -No todo el mundo está preparado para escuchar la verdad, ya que, incapaces todavía de entender, en todas sus consecuencias, que no hay destinos individuales, sino un destino único para toda la creación, caerían en la tentación de hacer un uso personal de este saber, lo cual no dejaría de producir efectos perniciosos. Razón por la cual, dicho conocimiento debe permanecer oculto, excepto para una minoría de elegidos. La existencia de este aposento sólo es conocida del bibliotecario y del prior. Y todavía resta apoderarse, con la paciencia de toda una vida, de las verdades dispersas que contiene e ir enlazándolas poco a poco hasta reconstruir el cuerpo único y original. Si alguna vez un hermano acierta a pedir un libro que se encuentra aquí, deberás

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comunicárselo al prior y entre ambos estudiar la conveniencia o no de dárselo, en función, claro está, de la motivación que alegue el solicitante. En cualquier caso, los libros encadenados, obviamente no pueden salir de esta pieza y ningún profano puede entrar en ella, lo cual excluye, en principio, su consulta. La cual sólo sería posible como consecuencia de alguna razón de fuerza mayor. En tal caso se le haría jurar al hermano sobre los textos sagrados que no divulgaría bajo ningún concepto la existencia de esta parte de la biblioteca, amén de que se le tendría bajo observación todo el tiempo que durara la consulta. Lorenzo observó todo aquello maravillado, al tiempo que anonadado por la responsabilidad que le había caído encima. -Se ha dado el caso –prosiguió fray Felipe-, que mediante autorizaciones especiales emanadas de lo más alto de la jerarquía, personajes encumbrados, tanto seglares como eclesiásticos, han acudido a este monasterio para consultar uno de estos volúmenes. Dos veces vino, de riguroso incógnito, durante el período de mi cargo, Su Majestad el Rey Felipe IV. Y las dos veces tuve que quedarme, impasible como una estatua, en su presencia, todo el tiempo que duró la real lectura.

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CAPÍTULO VIII

La losa de la segunda sala mostró a un sujeto atildado, pelo y barba endrinos, bien cortados y bien peinados. Escribía utilizando una gran pluma, que se agitaba con movimientos rápidos y decididos, como quien está sujeto a la fiebre de la inspiración. Lorenzo podía oír perfectamente el ruido que efectuaba al lanzar los trazos sobre el papel. En eso llamaron a la puerta y el escribidor torció el gesto, contrariado. Dejó reposar la pluma sobre el tintero y enlazando ambas manos en actitud de espera, exclamó: -¡Adelante! Entró un criado en el aposento: -El Señor Inquisidor Valladares desea verle. Sin responder enseguida, el escribidor guardó sus escritos en una gaveta. Luego: -Hazlo pasar.

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Una suerte de cuervo pareció desprenderse de una rama y caer a los pies del escribidor. -Excelencia, el padre Nithard nos ha dado el visto bueno respecto al asunto de su vecino, el converso Mercader. Debemos proceder con la mayor celeridad posible. -Ya sabe Vuestra Merced que el proceso está montado, con suficientes deposiciones de testigos como para enviar a la hoguera al mentado Mercader. Pero tome asiento en esta silla, hágame el favor. El jesuita redondeó los ojos y con un melindre obedeció. -No obstante –repuso el religioso, procurando afectar una humildad que paliara el aspecto avieso de sus intenciones-, sería aún mejor obtener una prueba irrefutable, definitiva, presenciada por testigos dignos de la mayor fe. En otras palabras, el hombre prudente debe atar bien los machos cuando es tiempo de hacerlo. El tiempo es, en efecto, el mejor auxiliar de quien sabe utilizarlo. -Vuestra Merced habrá concebido, según me es dado colegir, un plan para obtener una prueba que reúna las mencionadas características. -Así es, en efecto, Excelencia. El tiempo tiene sus hitos y conviene aprovecharlos. Nosotros tenemos nuestro calendario y ellos tienen el suyo. Según este último, el seis de abril cae la fiesta de pesaj. Dejemos que Mercader 120

ultime sus preparativos para celebrarla y, en el momento oportuno, entramos y descubrimos el pastel; acompañados, por supuesto, de un número suficiente de testigos relevantes. -¿Y si, por alguna de aquellas, no hubiera pastel? Quiero decir que si Mercader hubiera sido prudente, justamente por tratarse de un día señalado, o acaso hubiera recibido el soplo. Podría ser que nos quedáramos con un palmo de narices justamente ante esos testigos relevantes. El jesuita esbozó una sonrisa. -Su Excelencia el Señor Marqués acaba de decir que hay un proceso suficiente contra el encausado. ¿Qué mejor momento pues para apresarle que aquél en el que es susceptible de añadir gravámenes a su caso? Sea como fuere, su destino inmediato es una mazmorra secreta del Santo Oficio, con un largo período de maduración de la causa. Ello con pastel o sin él. Pero si lo hay, más grata será la fiesta. Pero enseguida corrigió el efecto de la última frase: -La fiesta, digo, de la Gloria sin tacha de Dios, a quien ofenden las apostasías de esa raza de dura cerviz. Lorenzo se apartó de la losa, horrorizado. Casilda y su padre estaban perdidos, destinados a una agonía cruel y en extremo miserable, coronada sin duda por 121

una muerte atroz. Si él no hacía algo. Pero ¿qué hacer contra la Santa Inquisición? Cabizbajo, regresó a su celda. Todavía tenía algo más de un mes por delante. Pero, o bien concebía un plan, o bien les avisaba con tiempo para que ellos tomaran sus disposiciones. Aunque esto último tal vez se revelara imposible pues lo más probable es que la casa estuviera cercada por los espías y esbirros del Santo Oficio y sus moradores controlados en todos sus movimientos. Si lograran traspasar esa barrera de vigilancia, de todos modos no irían muy lejos. A partir de esa noche, Dunia faltó a su cita de las apariciones oníricas. Ya no había más Salas. No obstante, Lorenzo albergaba la intuición que el mistagogo no había hecho otra cosa, mostrándole las Salas, que proponerle un enigma y él debía esforzarse por resolverlo.

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CAPÍTULO IX

Tras darle muchas vueltas, Lorenzo adoptó una primera resolución. Partiendo de la base de que cada sala presentada por Dunia debía poseer su papel en la resolución del acertijo, no había que desdeñar ninguna. Ahora bien, todas excepto una se hallaban pobladas por seres vivos quienes podrían reprocharle una eventual intromisión. Esa quinta, en cambio, no presentaba ningún obstáculo para que lo hiciera, pues resultaba evidente que ese cadáver exquisito vivía, se permitió tal licencia poética, solo en la casa, ya que, dado su avanzado estado de descomposición, era inconcebible que otros habitantes de la casa no lo hubieran descubierto durante ese lapso importante de tiempo o hubieran optado por dejarlo pudrirse en su propio lecho. Lógicamente, si debía pasar a la acción, y algo le urgía en su interior a hacerlo, lo más razonable era empezar por ahí. Tomada la decisión, acordó llevarla a cabo de inmediato. Así es que se proveyó de un trapo y, sin más dilación, se dirigió a la quinta losa. La levantó y con las mismas se coló en el interior de la alcoba, casi sin pensarlo, para no arrepentirse. Como había previsto, dentro reinaba un olor pestilencial, por lo que se aplicó el trapo a la nariz. Hecho lo cual, pasó ante el difunto procurando no mirarlo y se dirigió a las cortinas, que descorrió levemente, abriéndole un 123

resquicio a la luz. Giró sobre sus talones para afrontar la tétrica visión. Junto a aquellos lamentables restos mortales había unos documentos. Los recogió con gesto rápido y salió del aposento, pero hacia el interior de la casa. Así, penetró en una antecámara, ésta totalmente vacía. Las puertas eran de madera de nogal, pero sedientas de pulimento, las ventanas carecían de cortinas, por lo que a Lorenzo le pareció que, de repente, se hacía de día, quedando, al principio, cegado por la luz. Entonces leyó los documentos. Eran títulos de nobleza y de propiedad a nombre del conde don Diego de Fuensaldaña. Los depositó, por el momento, en el suelo y se lanzó a una inspección de la casa. La segunda puerta daba sobre el rellano de una escalera, provista de peldaños hechos de madera y ladrillo rojo, con varios tramos. A lo largo del mismo se ofrecían a la curiosidad de Lorenzo varias puertas que daban invariablemente a habitaciones desoladas. Bajó dicha escalera sin prestar ya atención a las piezas de las diferentes plantas, pues todo parecía hallarse igual de vacío. Lo dejaba para un examen posterior. Llegó a un mirador hecho con balaustres de madera y vio que daba sobre un zaguán. Terminó de bajar la escalera y eligió la dirección opuesta a aquél. Así, penetró en una cocina que no había servido desde los tiempos del ruido, de allí a los corrales y cuadras, tan vacíos de animales como la casa de personas. Volvió sobre sus pasos, pero no empleando el mismo camino, por lo que entró en una cochera, donde había una carroza polvorienta aunque en buen estado, con unos escudos de armas pintados sobre las 124

portezuelas. Ante ella se hallaba el gran portalón que daba a la calle. Otro camino hacia la libertad, pensó Lorenzo. Se acercó a él. Colgada en un clavo de la pared, pendía una enorme llave. La alcanzó, la deslizó en la cerradura para probarla, y en efecto, el mecanismo crujió. Lo devolvió a la posición anterior pues desde el interior no le hacía falta para abrir el postigo. Abrió ligeramente, sólo lo necesario para aplicar el ojo y echar una ojeada al exterior. Entró una raja de sol y, durante unos instantes, obtuvo la instantánea de una calle bastante concurrida a esas horas. Cerró de nuevo, quedándose enseguida apoyado de espaldas contra la enorme portalada. Bien, se dijo, tenemos una casa enorme para nosotros solos. Entonces se puso a examinarla con más detenimiento. No dejó una sola pieza, de las muchas que había, sin inspeccionar. Finalmente regresó a donde estaban los documentos y los leyó de nuevo. El único lugar donde quedaba todavía algún mueble era la propia habitación y cámara mortuoria. Echó mano al trapo y se adentró de nuevo en ella. Entreabrió la ventana, con objeto de disipar un tanto los malsanos efluvios retenidos en la cerrada estancia, descorriendo también un poco más las cortinas. Procurando no mirar al difunto, inició un registro minucioso. Primero, en varias gavetas, dio con más documentos, que iba colocando encima de la mesa. Luego pasó a un gran armario, también de madera de nogal y tan ajado y ávido de pulimento como las puertas. En él encontró varios trajes de caballero 125

completos y en bastante buen estado. Quedaba otro armario más pequeño que contenía una apreciable colección de espadas y puñales, visiblemente antiguos, pero de la mejor factura, fabricados con acero toledano según pudo comprobar con ayuda de algunas letras grabadas. Dejó las armas en su sitio, pero tomó los trajes y las cartas, pasando con todo ello a la habitación contigua, para observar los primeros y leer las últimas cómodamente. Tras la lectura de los mencionados documentos, Lorenzo tuvo la confirmación de lo que ya había intuido. Don Diego de Fuensaldaña había muerto en la más absoluta indigencia. Las pocas tierras que le quedaban no producían beneficio alguno, pues se trataba de bosques y jarales. Había vendido todo lo vendible, excepto los solares paternos. La casa en que residía en Madrid y la solariega en la aldea. Por no tener, no tenía ni herederos con opción a reclamar estas casas, aptas únicamente para albergar espíritus. Triste fin de un linaje que había llenado las páginas de la historia castellana. Lorenzo no pudo dejar de ver en ello una suerte de símbolo, una puesta en abismo, de la entera realidad nacional. España, la antigua dueña del mundo, se veía reducida a la más sórdida impotencia. Ahora no era más que un cadáver exquisito, en presencia del cual, no sus deudos, sino extraños, iban a disputarse el magro peculio restante, botín de aves carroñeras.

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Si bien, razonó Lorenzo, para ello tienen que tener noticia de la muerte de don Diego. Y ello no parecía haberse producido todavía. Dejó todos sus hallazgos en esa pieza, pasó a la cámara mortuoria, cerró de nuevo la ventana para que no se rompiera si acaso se declaraba viento y fue a buscar la salida secreta que le devolvería a su celda.

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CAPÍTULO X

-Maestro, he terminado el Stobaeus. Fray Felipe, sin responder palabra, tomó la llave de la rebotica secreta y regresó con uno de los libros horros que, a pesar de todo, habitaban en su interior. -Lee el Asclepius ahora. Este libro transmite el conocimiento que, a lo largo de las generaciones, debe acompañar al hombre hasta el final. Éste ha de saber que se halla envuelto en un fluido luminoso, bipolar, representado en los antiguos monumentos por el cinturón de Isis que se enrolla alrededor de dos polos, por la serpiente devorando su propia cola, emblema del infinito y de la inmortalidad. Es el dragón alado de Medea, una de las dos serpientes del caduceo y también la serpiente tentadora del Génesis. En realidad es algo físico, es sólo una fuerza de la naturaleza y debe perecer al final de los tiempos. Su objeto es mantener vivo el sortilegio universal, la Gran Ilusión que conserva y mantiene el mundo. En ese sentido, no carece de utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una simple masa de carne y de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra, si ésta alberga la carga polar opuesta. Si el macho pudiera mirar a la hembra sin que sus ojos fueran víctimas de ese sortilegio contenido en la luz que aspiran, la 128

vería con la misma emoción con que se contempla un tintero o el tablero de una mesa. Quiero decir al nivel de la forma y de la sensación puramente visual o táctil. La turbación de Lorenzo al oír estas palabras no le impidió captar el sentido de todas ellas, por eso repuso: -Una de las dos serpientes del caduceo, decís, ese emblema de la salud y la medicina.... ¿Y cuál es la otra? -Esta primera luz, representada por la primera serpiente, no es más que una reflexión y una sombra del más brillante, aunque invisible para el ojo humano, Sol Central de Verdad, el cual ilumina el mundo intelectual del Espíritu. Es a un tiempo la Materia Primordial y el Logos, la Inteligencia Universal, es la siempre Inmaculada Madre y el Hijo, que se convierte en Padre. Es el Creador, el Primogénito, la Mente Divina en operación creativa, la Causa de todas las cosas. He aquí la segunda serpiente. Mundo y Espíritu se las puede llamar, ambas enroscándose alrededor del caduceo que representa la naturaleza bipolar del hombre y atrayéndose permanentemente puesto que tienen carga polar inversa. He ahí el drama, al tiempo que la grandeza del hombre, constituir el escenario de tal atracción. Se dice que los ángeles aguardan aún el honor de ser hombres para obtener el privilegio de pasar por ese trance, la prueba suprema, la puerta de acceso a la unión con la Divinidad.

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Lorenzo se quedó enervado, aturdido, por lo que intuía era una de esas verdades telúricas, ciclónicas, que modifican todo a su paso y cambian el entero paisaje de cuanto alcanzan a ver los ojos. Fray Felipe entendió esa sensación de saturación, de borrachera intelectual de su discípulo, y lo dejó para que se entregara de lleno a sus cavilaciones. Hasta tal punto lo hizo que, durante varios días, no penetró en el pasadizo. Entre otras cosas porque Dunia había dejado de frecuentar su mundo onírico y, por lo tanto, dejó de proponerle nuevas Salas. No es que algunas de ellas, por no decir todas, mediante razones distintas, hubieran cesado de atraerle, bien al contrario; lo que ocurría es que juzgaba dicha atracción como algo malsano que debía reprimir. Bien es verdad que una Sala, además de atraerle, le inquietaba, y el motivo de la inquietud se hallaba justamente en la siguiente. Mas el problema que le planteaba seguía pareciéndole sin solución, o si la había, se hallaba fuera de su alcance. Aunque, por otra parte, no podía dejar de pensar en ello. Eran, en verdad, muchas cosas en las que pensar y su mente vagaba de una a otra sin poder detenerse de modo duradero en ninguna. Convino en que su estado anímico era caótico y tampoco tuvo dificultad en admitir que el ejercicio físico y la compañía de Esteban y Bartolo le hacían un gran bien. A pesar de todo, pasados unos días, comenzó a manifestarse, como a través de una espesa niebla de confusión, una fuerza que tiraba de él y lo arrastraba de

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nuevo hacia el pasadizo secreto, cual si éste fuera un vacío que atrae irremisiblemente los cuerpos que gravitan alrededor. Así que, no pudiendo resistir la llamada, penetró de nuevo en él. Se dijo que, si obtenía más información de la primera Sala, tal vez ello le permitiera encontrar el modo de ayudar a sus moradores. Fue pues a mirar a través de la primera losa, pero no había nadie. Casilda no estaba en su habitación. La aguardó un rato en vano. El aposento permanecía desesperadamente vacío. Lo mismo ocurrió con la estancia siguiente, la del malévolo marqués. Dudó antes de proseguir. Recordó las palabras de su maestro: no carece de utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una simple masa de carne y de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra, si ésta alberga la carga polar opuesta. No obstante haberlo dicho el maestro, se hallaba lejos de sentirse lo suficientemente fuerte como para afrontar tal experimento, a pesar de intuir que se trataba realmente de una ilusión, de un espejismo, creado verdaderamente por un sortilegio potentísimo e inveterado. ¿Qué iba a ser si no? ¿No era acaso materia y forma, similar a otras materias y formas idénticas en otro contexto? ¿Por qué pues el cuerpo femenino se imponía con tal autoridad al apetito? Se sofocó, sintió un ahogo ardiente que subía de sus entrañas y le comprimía los pulmones. Trató de luchar por no ir, pero su voluntad quedó derrotada en pocos segundos.

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Antes incluso de llegar a la losa pudo percibir el jadeo encelado de la marquesa de Villacañas. Diciéndose que no, que no podía ver aquello, que mirarlo era como merendarse un buen atracón de cicuta, aplicó el ojo donde, seguro estaba, no debía.

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CAPÍTULO XI A través de la ventana del fondo penetraba una claridad rutilante. La marquesa no podía, ella sola, con la entera madurez vespertina y se retorcía sobre su vasto lecho como serpiente que se despereza, se enrosca y se hincha. Su mirada era la de una gata hambrienta contemplando una jaula de canarios, pero estaba fija en el techo, mientras sus manos recorrían sus prominentes y potentes formas, deteniéndose un instante en su centro, provocando una tremenda sacudida en todas ellas, antes de curvar su espalda como un arco. La boca de la marquesa estaba entreabierta, ávida de algo, sin saber exactamente de qué. Luego de repente se volteaba, hundía la cabeza en la almohada dándole dentelladas, mientras sus cuartos traseros se alzaban como un áureo cáliz convexo, como esperando que la ira de Zeus la parta en dos con su formidable rayo. A Lorenzo casi se le para el corazón cuando de repente la marquesa, tras un salto espectacular que la había desplazado desde la cama hasta un metro escaso de su globo ocular, cayó de rodillas ante él y, con las manos convulsamente entrelazadas, rezó la siguiente aberración: -¡Un varón, Señor! ¡Un varón, pero con una vara de siete palmos de larga! A partir de ese momento, Lorenzo no fue dueño de sus actos. No solamente no fue dueño, sino que, podría decirse, ni tan siquiera testigo. Lo que en realidad hizo, sin tener clara conciencia de ello, fue quitarse el sayo, pues maldita falta 133

que le iba a hacer, alzar la losa y deslizarse hacia dentro con los pies por delante. Cuando aterrizó delante de doña Leonor, tenía el miembro viril tan duro que, de no hallarse en el particular estado alucinatorio en que se encontraba, le hubiera provocado un dolor intenso. La marquesa palideció intensamente. Estaba tensa como una maroma que sujeta en vilo la cúpula de una catedral. Durante unos segundos interminables, ni se movía ni respiraba. Luego, de repente, se puso a jadear. También de súbito se calmó. Pero esa calma fue la que precede y desencadena el ciclón, pues de un salto se abalanzó sobre Lorenzo, derribando entre ambos el crucifijo y los candelabros que se hallaban justo al lado del milagro, operado por la palabra de potencia de la fervorosa oración, en forma de hombre de carne y hueso, amén de hallarse en la flor de la edad. Los cuerpos buscaban el acoplo con tanta ansiedad que daban la impresión de hallarse enzarzados en encarnizada lucha. Mas la marquesa no se anduvo con chiquitas, en cuanto se vio cabalgando sobre el centauro, sin pensárselo dos veces, se calzó la pica hasta la empuñadura. La abstinencia de siglos a la que había sido sometida, le causó un efecto demoledor en el acto de romperla en mil pedazos y convertirla en un millón de agujas incandescentes que le aguijoneaban las entrañas, provocaban en ellas un auténtico cataclismo sísmico, y la convertían en una yegua desesperada, lanzada

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irremisiblemente a un galope frenético hacia un precipicio que la atraía con toda la fuerza de la gravedad. Lo malo fue que aquello no se produjo silenciosamente. Doña Águeda acudió a ver qué eran aquellos gemidos que ya se pasaban de castaño oscuro y se quedó muda ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. -¡Cristo del Gran Poder! –dijo, y se agarró a la jamba de una puerta para no dar con toda ella en el suelo cuan larga era. Pero en ese momento sonaron dos recios golpes en otra puerta, la que daba acceso al entero apartamento de la marquesa. -¡Los esclavos negros! –exclamó, todavía más azorada, la dueña. -¡Señora marquesa, por los clavos de Cristo, no dé esas voces, que se nos cuelan los negros y nos ponen verdes! Pero la marquesa se curaba tanto de sus palabras como de las nieves de antaño. Viendo que no la podía apaciguar, o más bien que para apaciguarla haría falta un cubo con toda el agua del Manzanares, optó por cerrar la puerta de la habitación y afrontar los esclavos del marqués. Les abrió la puerta que con tanta rudeza golpeaban, pero se les interpuso en el vano.

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-¿Qué diablos os pasa, con tanto golpe? ¿Os habéis vuelto locos, negros del demonio? -¿Qué son esos gritos de la marquesa? –replicó uno de ellos, avanzando ya una mano para empujar al ama. -¿Qué van a ser, sino dolor de madre? El negro se quedó un momento parado. En eso cesaron en seco los alaridos. -Pues no parecía dolor de madre, eso. -¡Ve y que te zurzan, negro tiznado! Ante la confusión del esclavo, doña Águeda cerró la puerta de un golpazo. Aunque enseguida sintió que se le disipaban las fuerzas y tuvo que apoyar la espalda sobre ella para no caer por segunda vez. -¡Dios mío –exclamó en un susurró- en qué buena hora calló mi señora! ¡A fe mía que no fue pronto! Mas enseguida se preguntó qué fuerza en la tierra sería susceptible de calmar tan radicalmente el furor telúrico que se había desatado en el cuerpo serrano de la marquesa de Villacañas. No tuvo más que abrir la puerta de su habitación para obtener la respuesta.

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Lorenzo, que había comprendido la urgencia de la situación, buscó algo con qué tapar eficazmente la boca de la dama y de pronto se le alcanzó que ese algo lo tenía entre las manos. -Esto creo que se llama una felación, ¿no es así? –preguntó la marquesa, algo más calmada. Lorenzo fue absolutamente incapaz de responder, pero aunque hubiera podido hacerlo, no tenía ni la más remota idea de que eso se llamara así. Lo único que hubiera podido acertar a decir, si no hubiera perdido momentáneamente el don de la palabra, habría sido que le estaba haciendo el mayor bien que imaginarse pueda. Tanto era así, que jamás había imaginado siquiera que un tal estado pudiera darse en este bajo mundo. Viendo lo cual, la buena de doña Águeda acabó por desmayarse y cayó redonda al suelo. Pasado el peligro, la adrenalina volvió a ganar por completo el cuerpo de la marquesa. No obstante, con un relámpago de lucidez, vio la utilidad de la almohada. Saltó sobre la cama y hundió la cabeza en el mullido objeto, mordiéndolo con todas sus fuerzas, ofreciéndose por detrás a Lorenzo como una azucena con todas las velas de sus infinitas gracias desplegadas. Éste no se hizo de rogar y si por ventura llevó la cuenta de las veces que cabalgó a su señora, acabó por perderla. 137

Cuando

la

marquesa

recuperó

la

serenidad

suficiente

como

para

responsabilizarse del comportamiento de su garganta, quiso ser gozada de otras maneras, adoptando posturas diferentes, a lo cual Lorenzo no encontró el modo de oponerse, así que andaba ya doña Águeda por la sexta o séptima tila, cuando los dos polos opuestos acertaron a separarse algo. Y las lenguas, amordazadas antes por la durísima emoción, a desatarse progresivamente. No era aquello milagro, ni tampoco industria por una vez, sino puro azar. La llamada de la marquesa había tirado de su carne y de su sangre como una maroma de barco, de modo que él no era consciente de su osadía. La dama, para mostrar que era ella la que estaba agradecida y que en ese tipo de cosas no había castas sino cuerpos y una misma naturaleza para todos, se arrodilló con objeto de proseguir la felación que había iniciado hasta su término absoluto, sin querer derramar una sola gota del dulce licor. -¡Es una verdadera fábrica de ambrosía, lo que tiene este doncel entre las piernas! –comentó la marquesa dirigiéndose a doña Águeda. Pero ahora era ésta la más sofocada y quiso responder, mas no pudo, pues se ahogaba. La marquesa, no queriendo dar por concluido el suceso, se abalanzó una vez más sobre Lorenzo, con lo que se reanudó la refriega.

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De no haber recordado la dueña a su señora que, a esa hora, solía venir el marqués a sus aposentos, la lucha hubiera durado hasta la media noche, cuanto menos. Hubo, no obstante, que atender a razones. -¿Volverás? -Todos los días, mi dueña y señora. Cuando acabó de poner la losa en su sitio, Lorenzo exclamó para sí: -Señora del Fuego.

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CAPÍTULO XII

De vuelta a su celda parecía como si, en vez de andar, flotara. Tal había sido el ejercicio físico desarrollado en la tercera Sala. Y era tan tarde, que no osó siquiera echar un vistazo en la primera. Los oficios de vísperas habrían concluido y su presencia echada en falta. Se azoró. Pensó en qué excusa dar. Pero mientras lo iba pensando, al pasar ante la losa del bibliotecario, notó una agitación extraña en su interior. Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la cabeza. ¿Estaría Dunia allí dentro? Una cosa era verlo en sueños y otra muy distinta con esos ojos que se había de comer la tierra. Estaba seguro que si le echaba la mirada encima, aunque estuviera tras la losa, le descubriría de inmediato el acto vergonzoso, o cuanto menos pecaminoso, que acababa de cometer. La marquesa era, por añadidura, una mujer casada. No se atrevía a pronunciar, ni siquiera para sí, en el fondo de su conciencia, el nombre que esto tenía, tan ignominioso sonaba en los textos sagrados. En tales razones andaba embarazado, cuando se le presentó la idea de que lo que estaba sucediendo dentro de esa celda no se parecía en nada al diálogo reposado que había escuchado la primera vez entre su maestro y ese curioso ser que atendía al nombre, no menos inusual, de Dunia. Lo de esta ocasión eran 140

frases entrecortadas, como acicateadas por una prisa nerviosa. Decidió hacer de tripas corazón y mirar. Lo primero que vio fue a fray Felipe, tendido cuan largo era sobre su lecho. Blanco el rostro como la cal. Las manos reposando sobre sus partes pudendas. Llevaba puesto un hábito nuevo. Lorenzo lo miró angustiado, pero el hermano bibliotecario no movió ni un solo músculo. Entonces cruzó, cual ave agorera, su campo visual un hábito negro bien conocido. Aunque no le vio bien el rostro, no tuvo la menor duda de que se trataba del inquisidor Valladares. Estaba acompañado del padre prior y ambos intercambiaban frases raudas, atropelladamente, sin parar de revolverlo todo, de hurgar por todos los rincones y recovecos, de agarrar libros de la estantería y devolverlos a su sitio. Lorenzo no tuvo la menor duda de que estaban buscando el libro. Aquél que su maestro quería evitar a toda costa cayera en manos ímprobas. Retiró el ojo. Por cierto, mientras él se moría de amor, fray Felipe, su maestro, se moría de verdad. Lo cual no hizo sino aumentar su tristeza y su sentimiento de culpabilidad. No obstante, pronto postergó tales sentimientos, pues se hallaba en el fuego de la acción. Manos ímprobas, no podía haberlas peores que las que hurgaban ahora por todos los huecos de la celda de fray Felipe. Le dio un vuelco el corazón cuando el jesuita se puso a escudriñar los cajones de la mesa en la cual sabía se hallaba escondido el objeto de los desvelos de aquellos hombres. Y más cuando tiró hacia sí de ella para examinarla por detrás. Así estuvo, en vilo, 141

mientras duró la minuciosa inspección del mueble. Pero Valladares, casi por puro milagro, no dio con la palanquita, o lo que quiera que fuera que había allí para, pulsándolo, abrir el tablero. No encontrando ningún indicio, colocó de nuevo la mesa en su sitio. -Recurriré a mis especialistas en registros, que ejercen un verdadero oficio. Entretanto, cierre Vuestra Merced la puerta con llave y coloque un vigilante ante ella. Que nadie, bajo ningún concepto, la traspase, hasta que hayamos registrado la celda y cuanto contiene con el debido cuidado. Así hicieron. Lorenzo, sin pensarlo dos veces, quitó la losa y se lanzó al interior. Sus dedos buscaron ávidamente en el lugar adecuado y tropezaron con un bultito. Lo palpó con la yema, comprendió, accionó, y oyó un leve crujido. Levantó el tablero. Allí estaba el viejo libro, aguardándole. Se apoderó de él, dejó todo como estaba y salió por donde había venido. Se cuidó bien de que la propia losa no delatara el acceso al pasadizo. No, encajaba perfectamente. Pero con esos especialistas nunca se sabe. Se le ocurrió una idea. Representaba un cierto trabajo, pero comprendió que la urgencia lo requería. El día que llegó hasta el cementerio, había reparado, sin conceder la menor importancia a tales objetos, varias palas, azadas y algunos sacos vacíos, apilados junto al muro. Un cementerio es también un jardín.

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Fue hasta allí corriendo. Afortunadamente ya era tarde para que alguien se hallara demorándose en un cementerio. Agarró una de las palas y llenó de tierra uno de los sacos. Cargó con él. Llegado ante la losa de la celda de fray Felipe, vació el contenido sobre ella, de modo que, si acaso la golpearan de cualquier manera, no sonara a hueco. Ya estaba a punto de penetrar en su propia celda con el libro cuando le asaltó una duda. Si no encuentran el libro en la celda del bibliotecario fallecido, tampoco es una idea descabellada buscarlo en la de su ayudante. Interrogarlo, tal vez. Tate, tate, se dijo. Dio marcha atrás, regresando hasta la hornacina donde había depositado antes el libro para ir a por la tierra. -Aquí estarás más seguro –le dijo-. Por el momento. Entonces entró en su celda. Pero no permaneció mucho tiempo en ella, pues era la hora de completas. De camino hacia la iglesia, se encontró con Esteban. -¿Dónde te habías metido hoy? -Te explicaré más tarde. ¿Alguien más ha notado mi ausencia? -No. La muerte de fray Felipe ha tenido ocupada a toda la comunidad durante toda la tarde. Nadie se ha fijado que su ayudante no aparecía por ninguna parte. Yo sí te busqué sin resultado. -Perfecto entonces. 143

Le pareció que Esteban sonreía bajo el capuchón. Aquella noche, completas duró más de lo habitual, prolongado el oficio con los rezos por el alma del hermano fallecido. Al concluir, muchos se encaminaron hacia su celda, pero se les impidió el paso. Únicamente a Lorenzo le permitieron que avanzara hasta su propia celda para recogerse en ella. Durante una buena parte de la noche, escuchó al lado los ruidos de un registro minucioso. Temblaba con la sola suposición de que Valladares encontrara el corredor secreto y se apoderara del libro. Por otra parte, ¿qué hacer, dadas las circunstancias? Desde el punto de vista lógico, era obvio que procedía huir cuanto antes con sus amigos y el libro, protegiéndolo así de caer bajo el dominio del negro personaje que lo buscaba sin escatimar medios. Sólo de pensar en que el jesuita pudiera apoderarse de él, se le erizaba el cabello. Por otra parte, en el fondo de su conciencia, una voz le susurraba que no podía huir abandonando a su suerte a Casilda y a su padre. Pero seguía sin saber qué podía hacer por ellos. Al final acabó por dormirse. No debió permanecer en tal estado mucho tiempo. Pero sí el suficiente para ver de nuevo en sueños a Dunia. Se le apareció sentado en la silla plegable de su celda, en actitud de meditar profundamente, pero no dijo una sola palabra. Lorenzo trató de hablarle, pero sus labios se hallaban como sellados con cemento. 144

Cuando se despertó y recobró la lucidez, comprendió que Dunia le estaba incitando reflexionar, a considerar detenidamente todas las posibilidades. Reflexionar, sí. Como si hubiera estado haciendo otra cosa durante los últimos días. En fin, casi en su entera totalidad. De repente, todo fue encajando ante sus ojos interiores, como si estuvieran viendo las diferentes acciones que procedía realizar proyectadas sobre un muro. Lorenzo quedó maravillado, el plan era perfecto y ni siquiera había tenido que discurrir para encontrarlo. Bueno, discurrir sí había discurrido, aunque sin resultado. El plan, por su parte, se había colado en su mente como una inspiración del Espíritu Santo. Lo revisó punto por punto y encontró que cada parte se ensamblaba dentro de la otra como las diferentes piezas de un acertijo. El único inconveniente era que hacía falta aguardar aún unos cuantos días, con el riesgo que ello comportaba. Como había vaticinado, el padre prior lo llamó a su celda con objeto de practicarle una suerte de interrogatorio velado y suave. Le instó, eso sí, con suma delicadeza, a que le confesara si el padre bibliotecario le había encomendado el cuidado de algún libro en especial. Lorenzo repuso que sólo hacía unos días que le había confiado el secreto de la recámara oculta, tras la propia recámara de la biblioteca. Únicamente se la había mostrado y le había hablado de la índole general de los volúmenes que allí se encontraban. Si acaso

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quería revelarle algo más, visiblemente su muerte repentina no le dio la ocasión. El prior sacudió, meditativo, la cabeza en signo de aprobación. En eso, un hermano llamó a la puerta. Tras recibir el permiso de entrar, avanzó hacia el prior con un sobre en la mano. -La carta que estaba esperando Vuestra Merced. El padre prior hizo un gesto para que fuera depositada sobre la mesa. Sin alargar siquiera la mano hacia ella, despidió a ambos frailes.

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TERCERA PARTE

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CAPÍTULO I

Lorenzo determinó que la primera fase de su plan arrancaría el día 4 de abril. No obstante, había cierto paso previo que debía dar, sencillamente, en el momento más oportuno. Razón por la cual consagró las tardes siguientes a la observación de cuanto ocurría en la sala número cuatro. Claro que, pasado un tiempo en su atalaya, siempre acababa por dejarse arrastrar un número más abajo para deslizarse en la alcoba de doña Leonor. Pero un buen día, don Rodrigo de Araujo, interrumpió la arrobada y habitual contemplación de su tesoro para, tras haberlo puesto a buen recaudo en su escondrijo secreto, consagrarse a la escritura de una carta. Terminada la cual, selló el sobre y se dispuso a salir, no sin antes comprobar una vez más que las tapas de madera que celaban su oro estaban correctamente encajadas y no dejaban adivinar el menor indicio de su cometido. Lorenzo pudo oír con toda claridad las dos vueltas dadas al mecanismo del cerrojo. Al fin se le presentaba la ocasión. Levantó la losa y se deslizó al interior de la cuarta Sala. No tuvo la menor dificultad en poner al descubierto el cofre del tesoro. Tampoco tuvo remordimiento en llenar la bolsa de cuero que a tal efecto tenía preparada, pues estaba ya claro que la única utilidad que le iban a reportar 148

esas monedas al carcamal de Araujo se limitaba al discutible placer de su contemplación. Así, hasta el propio día de su muerte. Por otra parte, no arramblaba con todo. Todavía le dejaba rico. En cambio, en sus manos, ese dinero iba a salvar vidas e iba igualmente a marcar el verdadero inicio de otras. La propiedad, después de todo, debe ser avalada por un buen fin, de lo contrario es inmoral y por lo tanto ilegítima. No pudiendo resistir la tentación de recordarle al miserable avaro la conocida fábula de Esopo, tomó el recado de escribir que se hallaba sobre la mesa y redactó la siguiente nota: Imagínate entonces que todo el oro está aún aquí. Para ti será lo mismo que el oro esté o no esté completo, ya que de por sí no harías nunca ningún uso de él.

Cumplimentado lo cual, dejó todo exactamente como lo había encontrado, sellando bien la losa y añadiendo tras ella, al igual que había hecho con la de fray Felipe, el contenido de un gran saco terrero. Luego fue a esconder el dinero en el mismo lugar en que ya se encontraba el libro. El tiempo que le quedaba por pasar en el convento, es decir, el que le restaba tras el ejercicio de su cometido en tanto que bibliotecario en funciones, lo empleó en una lectura frenética, contra reloj, de algunas obras, las que solicitaba su instinto, contenidas en el sancta sanctórum del monasterio.

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En ellas aprendió el poder indeleble de la palabra pronunciada con fervor por la voz humana, el Verbo encarnado, el gran Creador de existencia. Todo cuanto se dice y hasta cuanto se piensa, porque el Logos es inteligencia y pensamiento, queda grabado en la Luz, en la piel de la Serpiente de Fuego, y comienza enseguida a operar. Por eso hay que aprender también a encadenar de modo conveniente las palabras y a reforzar el espíritu para que la semilla de aquéllas progrese con una celeridad mayor que la de su ritmo natural. Un espíritu que arde con todo su Fuego podría hacer crecer la semilla de un baobab de modo que, en unos cuantos días, se convirtiera en una planta adulta. Una vez conseguido esto último, el mago puede elaborar sus propias recetas o bien utilizar y hasta combinar otras preexistentes, aureoladas por un efecto probado. El Reino de los Cielos está dentro de uno mismo, como ya había dicho el Gran Instructor. Pero hay que ganarlo con un esfuerzo denodado y tenaz, negándose a sí mismo. Por otra parte, hay que tener también mucho cuidado en lo que se dice cuando uno está distraído o, más aún, cuando uno es llevado en volandas por una fuerte pasión. Lorenzo, temiendo que el tiempo diluyera los conocimientos que había adquirido mediante el contacto con fray Felipe y la biblioteca, tomó un pliego de papel y se aplicó a resumirlos. Dios se manifiesta en la Naturaleza a través de seis fuerzas, ocultas para la mayoría de los hombres, las cuales se sintetizan en una séptima. La primera es el 150

poder grande o supremo, que incluye los poderes de la luz y el calor. En segundo lugar cabe mencionar el poder de la inteligencia o conocimiento verdadero. Sigue en tercer lugar el poder de la voluntad, el cual genera corrientes nerviosas que llevan a efecto el fin deseado. En cuarto lugar aparece el misterioso poder del pensamiento susceptible de producir resultados externos perceptibles gracias a su propia energía inherente. La quinta fuerza se mueve en forma serpentina, es el Principio Universal de vida, manifestándose en todas las partes del Universo, incluye las dos grandes fuerzas de atracción y de repulsión, el cual asegura la continuidad de las relaciones internas con las externas, que es la esencia de la vida. Finalmente es de notar la fuerza o poder de las letras, el lenguaje hablado o la música. Estas seis fuerzas se reúnen en la Luz del Logos. Cuando hubo terminado, se guardó el papel en el seno con objeto de leerlo a menudo y meditar sobre su contenido, confrontándolo a lecturas posteriores. Esta síntesis, pensó Lorenzo, se acompasa y explica el comportamiento ancestral del hombre. La tarde se llamaba esgrima a fondo. Esteban notó un ímpetu de mar en la espada de Lorenzo que no le resultaba sencillo domeñar y aplacar. Le había enseñado toda su técnica y si no fuera porque él mismo se había superado también con tan constante entrenamiento, el alumno habría igualado ya a su profesor.

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-Ya estás preparado para andar por el monte solo, como las garduñas –le espetó al final de la sesión, sin poder evitar una sonrisa que daba a entender a Lorenzo que sabía más de sus planes de cuanto éste podría sospechar. Tanto es así que se le quedó mirando a los ojos y a punto estuvo de revelárselo todo en ese mismo instante. Pero reflexionó y decidió que no valía la pena que sus compañeros se desgastaran emocionalmente durante los pocos días que faltaban para entrar en acción. Por el contrario, él sí, debía revisar, secuencia a secuencia, la totalidad de su plan y para ello lo imaginaba, lo veía con sus ojos interiores y cuando encontraba un fallo lo corregía también visualmente, introduciendo las imágenes pertinentes para subsanarlo y a partir de ahí continuaba la visión por mejores derroteros.

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CAPÍTULO II

Una discreta carroza, con todas las cortinillas cerradas, entró en el patio del Real Alcázar, deteniéndose al pie de las escalinatas situadas en el ala izquierda. Un capitán de la Guardia Real, luciendo una cruz de la Orden de Santiago en el pecho, se acercó a abrir la portezuela, seguido por uno de sus guardias quien se precipitó a desplegar el estribo. De la oscuridad interior surgió el hábito del jesuita inquisidor Valladares que pareció absorber todo el sol de la plaza, devolviéndolo en luz negra. -Tenga la bondad de seguirme –le rogó el capitán. Ambos subieron la escalinata, introduciéndose después en el dédalo de corredores que constituía las entrañas del corpulento y descomedido edificio. Tras una buena caminata, llegaron ante una colosal puerta con dos batientes, adornada mediante complicados trabajos de dorada marquetería. El capitán la abrió flanqueando el paso al jesuita hacia el vasto ámbito de una descomunal antecámara sobrecargada de adornos, muebles y cuadros.

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El capitán encaminó sus pasos hacia una puerta de tamaño más reducido, aunque no menos historiada, llamó suavemente con los nudillos, y tras abrirla, se echó a un lado. El jesuita avanzó solo. Más allá de una imponente mesa de ébano, escribía el Inquisidor General del Reino, el padre jesuita Juan Everardo Nithard, quien ni siquiera levantó los ojos del papel hasta haber concluido su frase. Entretanto, Valladares había llegado a orillas de la formidable mesa y aguardaba en silencio. Finalmente el austríaco depositó la pluma en el tintero y alargó su fino bigote en el esbozo de una tétrica sonrisa. Valladares inclinó la cabeza y saludó: -Dios guarde a su Excelencia. Nithard le indicó con un gesto de la mano que se sentara en el magnífico sillón castellano con que acogía a sus huéspedes. -Antes de proceder a la lectura del memorial detallado que Vuestra Merced ha preparado y que obra ya en mi poder –declaró con fuerte acento germánico-, quisiera recibir de viva voz un resumen de la capital misión que se le ha encomendado, la cual orientará, presumo, la posterior lectura del mismo de modo conveniente. -Pues bien. Las sospechas de su Excelencia resultaron absolutamente certeras. En efecto, quienes se presentan nominalmente como asentistas de la Corona, no 154

son más que testaferros de las auténticas fortunas que aportan el capital que ellos gestionan. En tal caso se encuentra Mercader, aunque su solvencia personal es innegable. Ello nos lleva directamente al segundo aspecto de la cuestión. Ninguno de ellos, dado el volumen de los asientos, puede actuar de manera aislada e independiente, sino formando constelaciones cuya verdadera figura constituye un dibujo secreto, invisible para el ojo del profano. Semejante situación fuerza las alianzas, políticas y familiares. De modo que hoy en día, las dos grandes ramas, la portuguesa, para entendernos, la de los conversos, judaizantes en su inmensa mayoría, y la de los genoveses, se han unido de manera inextricable mediante lazos familiares y de intereses comunes. Tal y como su Excelencia había igualmente previsto, la propia lógica de la situación ha disipado las sospechas de Mercader y de sus socios más inmediatos, quienes, comprendiendo la urgencia y viendo la oportunidad, no han dudado en activar sus redes de contactos, nacionales en un primer momento e internacionales después. El capital, pues, está afluyendo de todas partes, especialmente de Portugal, los Países Bajos y Génova, hacia la persona de Mercader. De esta última, por cierto, llega a través de un banquero catalán, un converso llamado Ricardo Cusach, quien ha encargado a su propio hijo, prometido para más señas de la hija de Mercader, el transporte hasta Madrid de una importante cantidad de oro para los gastos más inmediatos, así como un no despreciable volumen de letras de cambio. Dicho joven, Carlos Cusach, tiene prevista su llegada a casa de su futuro suegro justamente el seis de abril, día de la fiesta judía de pesaj, para la 155

cual sin duda la familia ha dispuesto una celebración tradicional con la que agasajar a su huésped y cuyos preparativos no dispondrían del tiempo suficiente para eliminar ante una entrada intempestiva de una nube de familiares del Santo Oficio, que irrumpiera justo durante los instantes que siguieran a la llegada del mancebo a la casa. Es la oportunidad ideal, no solamente para sorprender a Mercader en flagrante delito de apostasía, sino también de implicar en ello a un miembro de otra potente familia catalana y tras él a toda ella. Tal operación, bien coordinada, permitiría la incautación no solamente del capital recién arribado de Génova, sino también de los bienes de dichas familias, que no son deleznables. -Desde luego que no lo son. Pero la operación montada es mucho más vasta. Es preciso que otras presas caigan en la celada, así como el capital que debe afluir por las restantes vías. -Según la información colectada, el seis de abril todo el caudal debe haber afluido ya a Madrid. Tanto el proveniente de Portugal como el de los Países Bajos. Y sabemos en casa de quiénes encontrarlo. Cuando su Excelencia lea el memorial, encontrará los nombres y las funciones de los miembros de todas las redes, así como el resultado de las investigaciones que permiten demostrar ahora mismo la condición de judaizantes de muchos de ellos. Y puedo asegurarle a su Excelencia que dicho informe le reserva grandes sorpresas.

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-Lo leeré con la máxima atención. Basta entonces con montar ese día una magna operación, que envuelva prácticamente a todos los efectivos del Santo Oficio así como de la Guardia Real. -Así es, en efecto, Excelencia. Y convendría, además, enviar cartas a la Inquisición de Barcelona para que intervenga ese mismo día en casa de los Cusach, pues existen grandes posibilidades de que si el hijo celebra aquí pesaj, también ellos lo hagan allí. -Por supuesto. Más vale batir el hierro cuando aún está caliente. Encárguese Vuestra Merced personalmente del montaje y supervisión de la entera operación, teniendo particular cuidado en no desencadenarla, con pesaj o sin él, hasta que la totalidad de los fondos haya llegado a su destino natural e identificable. Si todo sale bien, la Reina y yo mismo sabremos recompensar su devoción, fidelidad y eficacia. Puede retirarse. Valladares, al tiempo que se inclinaba, repuso: -Todo se hará como previsto. Para mayor gloria de Dios. Mientras seguía al capitán por los entresijos de palacio, en busca de la carroza que aguardaba en el patio de armas, el inquisidor Valladares acabó de convencerse que el asunto no podía por menos que reportarle un obispado. La cuestión era únicamente saber cuál. Debería ser uno que le permitiera seguir haciendo gala de sus múltiples y probadas cualidades para el desempeño de sus 157

funciones en el seno del Santo Oficio. Y no le cabía duda que si una operación de tal envergadura era coronada por el éxito, no quedaría defraudado en cuanto a la importancia y peso específico de la sede elegida, que le situaría definitivamente en la zona neurálgica del poder. Una vez instalado en ella, sus luces naturales le procurarían un medro al que sería aventurado ponerle límites.

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CAPÍTULO III

Transcurridos los necesarios días de espera, en lugar de la consabida lucha de palos, Lorenzo expuso sus planes con todo detalle a sus compañeros, seguro de que ellos no hallarían el menor inconveniente en correr riesgos suplementarios con tal de salvar la vida de una gentil doncella y de su atribulado padre. Y así fue, pues apenas oído su relato, Esteban replicó: -Aún no hemos salido del cenobio y ya estamos envueltos en una peligrosa aventura. No podría presentársenos un mejor augurio. Entonces Lorenzo les emplazó en su celda para el próximo día, a la hora nona, cuando los religiosos disfrutan de los profusos beneficios de la siesta. Lorenzo los dejó boquiabiertos al levantar la losa y mostrarles el boquete. -Éste no es paso de rata, sino de burro –exclamó Bartolo, examinando el acceso al corredor oculto. -Venga, vamos allá, no hay tiempo que perder –determinó Esteban. Lorenzo les condujo sin pérdida de tiempo hasta la Sala quinta, donde se vistieron con los trajes de Fuensaldaña y ciñeron sus nobles espadas ante la 159

imperturbable flema de éste. No tan impasibles se hallaban sus compañeros, a quienes las camisas que se ponían no les llegaban al cuerpo. Luego bajaron hasta la planta baja para recoger la llave, mas Lorenzo juzgó que no era prudente utilizar a esas horas la puerta de la casa del conde, para no infundir sospechas en nadie. De modo que salieron por el cementerio. Bartolo les sirvió de guía por la ciudad pues, no siendo más que un criado de los que tanto abundan en Madrid, los frailes solían enviarlo a diversos recados fuera de los muros del convento, ya que, si no regresaba un día, por el mismo precio tenían otro igual. Lorenzo y Esteban, por su parte, desconocían por completo el ambiente abigarrado y tumultuoso que estaban atravesando, el griterío y el movimiento los aturdían, por todas partes pululaban nubes de arrapiezos aullando y corriendo, verduleras y mercaderes voceando sus mercaderías, titiriteros y amaestradores de cabras declamando y ordenando, ciegos cantando sus viejas coplas, músicos y tullidos pidiendo limosna, damas y caballeros atravesando el proceloso mar humano con todas las velas de sus grandes ínfulas desplegadas, carretas tiradas por bueyes ocupando la calle entera, casi de pared a pared, obligando a los transeúntes a refugiarse en los huecos de las portaladas, cascos de mulas, caballos y rucios retronando contra el suelo.

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Bartolo les condujo hasta un tratante de caballos que tenía su cuadra en la Cava Baja. Habían convenido en que sería él quien efectuara el trato y no fue una vana prevención, pues el criado de los frailes se mostró un consumado regateador. En la elección de las bestias se dejó, sin embargo, asistir por Esteban. De modo que, entre ambos, dieron al tratante la impresión de que tales compradores sabían muy bien dónde les apretaba el zapato. Tras intenso debate, se hicieron con los siete mejores caballos que allí había. Quedaron en que, en cuanto oscureciera, vendrían a por ellos. Bartolo exigió que les dieran bebida y forraje en ese mismo momento, ante ellos, y una segunda ración a la noche, también en su presencia. Seguidamente fueron a apalabrar sillas de montar y arneses, para cinchar y equipar tres monturas al completo. Las otras cuatro estaban destinadas a ser enganchadas en la carroza. No obstante, Bartolo recordó que debían ponerles riendas para llevarlas hasta la casa del conde. También allí, en el guarnicionero, declararon que pasarían a recogerlo todo al anochecer. Compraron, además, un gran saco de algarrobas que Bartolo cargó a sus espaldas y fue a colocarse con él ante el postigo de la casa del conde. Tras una señal convenida, Bartolo se preparó y, en cuanto vio que nadie reparaba en él, dio a su vez un golpe, le abrieron y se coló de rondón con el saco.

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Finalizada esta primera expedición, tuvieron que regresar al convento pues no convenía que los frailes les echaran de menos antes de tiempo. Pero al anochecer, mientras los monjes se hallaban en completas, Bartolo se introdujo en la celda de Lorenzo para aguardar allí a sus dos compañeros. Llegados éstos, sin pérdida de tiempo pasaron al corredor, optando de nuevo por salir a través del cementerio. El bullicio de las calles apenas había disminuido, pues para el siglo aún no había sonado la hora de cenar. Los hachones de algunas tiendas y establecimientos diversos daban, aquí y allá, una luz de fogata lejana, suficiente para adivinar dónde se ponen los pies. Así, llegaron hasta el domicilio del tratante de la Cava Baja. Mientras Esteban y Lorenzo asistían a la comida de los caballos, Bartolo fue hasta la tienda del talabartero, situada unas cuantas manzanas más allá y, ayudado de un par de aprendices de aquél, trajo los arneses. Eligieron a los tres animales con mejor estampa, los cincharon y los montaron, llevando cada cual otro de la rienda, excepto Bartolo, que llevaba dos. Con tal guisa, salieron en arrogante comitiva. Si bien nadie reparó demasiado en ellos pues de todos modos, bajo las anchas alas de los sombreros empenachados, nadie hubiera sido capaz de distinguir sus rostros, así que los curiosos se daban por satisfechos con contemplar de reojo el empaque y el ímpetu de la cabalgada, apresurándose a apartarse de su camino.

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Ante el portalón de la casa del conde de Fuensaldaña convenía apresurarse. Bartolo saltó de su montura, abrió diestramente ambos batientes y hombres y bestias penetraron lo más presto que pudieron. Entre los tres cerraron de nuevo. Visto y no visto. Aquel establo ni siquiera olía ya a animal, pero conservaba, en un rincón, un montón de paja vieja. Bartolo la esparció a los pies de las caballerías, haciéndoles una buena cama. Luego preparó otra para sí, pues ya no debía volver al convento, debido a la dificultad que se le hubiera presentado para atravesarlo a tales horas hasta ganar el granero sin despertar las sospechas de los vigilantes. Para Esteban la situación era, obviamente, distinta y por otra parte su celda no se hallaba muy lejos de la de Lorenzo. Así que, a pesar de la fuerte aprensión que sentía por dormir en el viejo y vacío caserón en el que reposaban los restos mortales del conde de Fuensaldaña, Bartolo tuvo que hacer de tripas corazón y quedarse. -No te quejes –le lanzó, con guasa, Esteban- aquí por lo menos no habrá ratas. Hace lustros que habrán abandonado la casa por falta de comida. -Prefiero mil veces las ratas a las ánimas en pena –repuso el interpelado con no fingida angustia.

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-Si sales de estampida de la casa, no te olvides de coger la llave para regresar al alba –le recomendó Lorenzo.- Pues a primera hora los animales deben estar listos, cinchados los unos y enganchados los otros. -Descuida, que bien pensaré en la maldita llave si me veo delante al conde de Fuensaldaña, medio comido de gusanos. -Si prefieres venir con nosotros, que vamos a tener que atravesar ahora su cámara mortuoria, a estas horas de la noche –replicó Esteban. -Pero sois dos y sólo puede agarrar a uno. Tenéis la mitad de las probabilidades de escapar. A pesar de la incómoda y tétrica situación en que se hallaban, ambos rieron la ocurrencia de Bartolo. -Deja de preocuparte –intervino Lorenzo- que Fuensaldaña ya no está para esos trotes. Presumo que optará por dejarnos tranquilos a los tres. Bartolo, no muy convencido, se fue refunfuñando a tumbarse sobre la paja. -Buenas noches –le dijeron los otros dos, llevándose hacia arriba la única luz que ardía en la casa. -Podía haber pensado en mercar unas cuantas velas –se dijo, para sí, Bartolo.

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Cuando se perdieron los pasos por los altos, se produjo un silencio hecho de decenas de cuartos completamente vacíos, interrumpido únicamente por algún que otro resuello de los caballos.

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CAPÍTULO IV

Aquella noche Lorenzo la durmió mal, como suele suceder en las que preceden a los días decisivos. No paraba de revolverse en su jergón pensando en el formidable enemigo que iba a echarse entre pecho y espalda. A pesar de su juventud y de su encierro en el monasterio, no se le había escapado el poder inmenso, inconmensurable, de que gozaba el Santo Oficio en este país, pues hasta los reyes y potentados le temían. La Compañía de Jesús, ya de por sí poderosa, ahora, dotada con las credenciales de la Santa Inquisición, tenía a la nación dentro de un pañuelo con los cuatro cabos atados. No en balde los cargos supremos de Inquisidor General y Primer Ministro recaían ambos en la misma persona, el jesuita Nithard, quien hacía mangas y capirotes de la voluntad de la Reina regente. Y en general habían desplazado a los dominicanos en el control de la temible institución. Más aún, su acerada red de espías envolvía el viejo y el nuevo continente con una tupida tela de araña de la cual nadie, sea cual fuera su estado, podía sentirse al abrigo, ni exento de su amenaza constante. A través de las conversaciones que había escuchado en la Sala segunda, se había enterado que los familiares del Santo Oficio tenían literalmente tomada la calle, vigilándola desde abajo y desde arriba, apostados en los tejados. Debiendo

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incluso intervenir una sección de soldados de la guardia real al mando de un capitán, con objeto de controlar, en un momento dado, las entradas y salidas de ambos extremos de la misma, así como cuidar que nadie escape de la casa de Mercader por los tejados. Había demasiado dinero en juego como para dejar que el pájaro se les fuera por los aires volando. Dinero y presión política. Cuando al cabo se durmió, no fue Dunia quien se dignó aparecer para darle consejo, sino el cadáver de Fuensaldaña, tal como lo habían visto, él y Esteban, la última vez, a la luz de una palmatoria. Así hasta que llamaron a maitines, cual si fuera el espectro que custodia el tesoro y ahuyenta a quienes lo buscan sin tener el corazón lo suficientemente templado. ¿Lo tenía él para afrontar cuanto se le venía encima? Luego, el lapso entre maitines y laudes transcurrió de idéntica manera. Tras este último oficio, Lorenzo se dejó ver por la biblioteca, atendió a los primeros monjes, entró un momento en la recámara, pero enseguida se eclipsó discretamente para encaminarse a su celda. Allí se colgó al cuello un zurrón de cuero que contenía algunos efectos personales, así como diversos títulos pertenecientes al conde de Fuensaldaña. En eso llegó Esteban y pasaron ambos al corredor secreto. Vaciaron el saco terrero que habían tenido la previsión de acarrear sobre la losa que ya nunca más debía ser abierta. Lorenzo recogió el

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libro de magia así como la bolsa con las monedas de oro y con las mismas se dirigieron directamente a la Sala quinta. En ella, revistieron ambos ropas de caballero, ciñeron espadas de acendrado acero de Toledo. Y luego, mientras Esteban iba a ocupar su posición ante la Sala primera, Lorenzo se dirigió hacia la salida del cementerio. Poco tiempo después, dejaba caer dos aldabonazos sobre la puerta de la casa de Mercader. La suerte estaba echada. Ante el criado que fue a abrirla, se presentó como Carlos Cusach. -Tu señor me está aguardando. El doméstico se inclinó dejándole pasar al zaguán y fue enseguida a prevenir al dueño de la casa. El cual acudió casi al instante. Se le quedó mirando intensamente y sólo entonces Lorenzo cayó en la cuenta de que ambos, Carlos Cusach y Mercader, podían haberse visto antes y se azoró un tanto. Pero el financiero sonrió, satisfecho. -La última vez que te vi –rió sonoramente- eras un mocoso que no levantaba dos palmos del suelo. Y ahora mira qué pedazo de hombre estás hecho. Ven que te presente a tu prometida. Don Leandro Mercader echó una mirada furtiva al zurrón que colgaba al cuello de Lorenzo, creyendo adivinar lo que contenía, mas no dijo nada. 168

Los dos hombres subieron hasta los aposentos privados de Casilda. El padre llamó suavemente a la puerta y desde el interior llegó una voz musical que le autorizó a entrar. Don Leandro penetró el primero para situarse un paso más allá del quicio y desde allí dijo, al tiempo que hacía un gesto a Lorenzo para que pasara: -Casilda, te presento a tu prometido Carlos Cusach. Los dos jóvenes se ruborizaron a un tiempo y don Leandro soltó una nueva y estentórea carcajada, pues supo en el acto que ambos se aprobaban el uno al otro con ese calor intenso que proviene de la médula. En eso sonaron dos recios golpes en la puerta de abajo dados con algo más contundente que la aldaba y que retumbaron como truenos en toda la casa. Don Leandro Mercader palideció. Y más blanco aún se puso cuando restalló el grito de: -¡Abran al Santo Oficio! Pero entonces Lorenzo sorprendió a padre e hija. -Si confían en mí, tengan la bondad de seguirme. Abajo se produjo el alboroto característico de un tropel de gente entrando a una y subiendo a todo correr las escaleras, entrechocando las espadas con los

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peldaños y la barandilla de hierro forjado. Don Leandro miró a Lorenzo sin comprender lo que éste había querido decir, pero el que creía su futuro yerno se puso a avanzar hacia la habitación de Casilda. Y, lo más sorprendente, nada más entrar en ella gritó: -¡Esteban, abre, deprisa! En eso, una losa se levantó sola ante ellos, dejando ver un hueco por donde podían huir. -¡Vamos, no hay tiempo que perder! –les intimó Lorenzo. Casilda se abalanzó la primera, luego Lorenzo le hizo un signo al padre para que la siguiera. Finalmente se echó Lorenzo, mientras Esteban dejaba caer la losa en su sitio casi al tiempo que los primeros soldados y familiares entraban en el aposento. Seguidamente vaciaron el consabido saco terrero para que su contenido hiciera presión sobre la losa. Los salvados in extremis no paraban de miran a su alrededor sin lograr salir de su asombro. A pesar de la tierra, se oía perfectamente cómo registraban la habitación y cómo se daban las órdenes a gritos. Esteban, sin decir palabra, avanzó hacia la Sala quinta y penetró en ella. Lorenzo lo siguió para vaciar el saco terrero. Tras lo cual les confió a los atónitos espectadores el objeto de su, para ellos, incomprensible tarea: 170

-Nosotros saldremos por otra parte. Cuando Esteban llegó a la planta baja, todo estaba listo. Los caballos, bien comidos y bien bebidos, piafaban de satisfacción, como si se hallaran ansiosos por desempeñar el cometido que se les había asignado. Cuatro de ellos estaban enganchados a la carroza y Bartolo se encontraba ya en el pescante empuñando las riendas. Los otros tres, cinchados y ensillados, aguardaban la llegada de Esteban. Éste, sin pensarlo dos veces, abrió de par en par la portalada, dando paso a la carroza. Enseguida sacó los tres corceles, los ató a una reja y cerró los dos batientes de la gran puerta. Montó uno de los caballos de un salto y se puso a seguir la carroza. Ésta iba, tal como había aconsejado Lorenzo, con todas las cortinillas abiertas. Al cabo de la calle surgió, tras una arcada, un grupo de soldados que detuvo el coche. Pero Esteban, adelantándose, les espetó con voz firme: -Es la carroza del conde de Fuensaldaña, que nuestro amo nos ha mandado llevarle con urgencia. El cabo echó un rápido vistazo al escudo de armas grabado sobre la portezuela. -Tenemos orden de registrarla. 171

-Ya veis que no hay nadie dentro. El guardia abrió la portezuela y se asomó al interior. Reflexionó unos instantes. Luego hizo un gesto a sus soldados: -¡Déjenlos pasar! Ninguno de ellos obedecía a la descripción de las personas que andaban buscando. Entretanto, Lorenzo había explicado a don Leandro Mercader y a su hija Casilda las razones por las cuales no tuvo más remedio que usurpar la identidad de Carlos Cusach. Ambos le lanzaron una mirada complicada. Pero el primero le agradeció sincera y calurosamente el riesgo que asumía por ellos. Una vez fuera del panteón, se dirigieron a buen paso hacia la puerta del cementerio. Fueron aquellos unos minutos de tensa espera hasta que vieron la carroza doblar la esquina. Mientras se acercaba al trote de sus cuatro hermosas bestias, Lorenzo preguntó a don Leandro: -Está claro que hay que salir cuanto antes de Madrid. Pero ¿hacia dónde? Éste repuso de inmediato: -Hacia Zaragoza, para de allí dirigirnos a Barcelona.

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Don Leandro había comprendido que en cualquier punto de España corrían peligro, así que determinó tomar el primer barco que saliera del puerto de Barcelona con dirección a Génova, en cuyos bancos tenía depositada una buena parte de su fortuna. Desde allí vería el modo, a través de terceras personas, de recuperar lo que pudiera de sus posesiones en España. Casilda le echó una última mirada de fuego a Lorenzo que le dejó temblando. -Gracias –le dijo, y subió tras su padre en la carroza. Lorenzo montó de un salto en la cabalgadura que Esteban le ofrecía y le espetó a Bartolo: -Hacia la carretera de Zaragoza. Conduce más bien con cuidado, no vayamos a tener algún contratiempo que nos retrase. A la salida de la Villa y Corte tuvieron que superar una nueva inspección. No obstante, dado que el sentido era el de abandonar la ciudad, los guardas encargados del fielato no se mostraron demasiado escrupulosos. Aparte de que el empaque de la carroza, tirada por cuatro caballos, así como el escudo de armas que figuraba en las portezuelas, debió resumir todo ello el expediente. Viéndose ya en campo abierto, los fugitivos decidieron poner tierra de por medio. Lorenzo y Esteban, tirando este último de las riendas de un tercer caballo que iban a utilizar de tanto en tanto para aliviar a los otros dos, se pusieron a 173

cabalgar delante, después de indicar a Bartolo que aligerara el paso. Cuatro caballerías como ésas podían llevar en volandas una carroza ligera de equipaje y de ocupantes. Los tres respiraban por primera vez en mucho tiempo las primicias de la primavera en libertad y sentían bullir, con el esfuerzo de la cabalgada, la sangre en sus venas. Enfrente, el infinito azul del cielo les daba la medida de sus ambiciones y esperanzas.

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CAPÍTULO V

Entretanto, el inquisidor Valladares no comprendía un adarme de cuanto le estaba sucediendo. Doña Rodríguez y los demás criados de la casa, interrogados separadamente, coincidían en afirmar que, unos segundos antes de la irrupción de sus familiares junto con los soldados de la Guardia Real, tanto el padre como la hija se encontraban en la casa. El primero había bajado incluso a recibir a un desconocido que se presentaba en calidad de prometido de la señorita Casilda. De repente, nada. Los tres desaparecidos como si se hubieran evaporado y posteriormente diluido en el aire. La puerta quedó guardada, los que subían fueron a abrir la poterna que daba acceso al tejado. Allí se encontraban los que, habiendo accedido a través de la casa de Juan de Silva, aguardaban de facción, pero no habían visto pasar a nadie. Acto seguido había mandado registrar minuciosamente la mansión. Sin resultado. El inquisidor Valladares tenía la impresión de estar perdiendo un tiempo precioso. Si se le llegaran a escapar los pájaros, el padre Nithard descargaría su mal humor sobre él y sus ambiciones recibirían un rudo golpe. Mientras los familiares seguían insistiendo en el registro exhaustivo de la casa, él había renunciado provisionalmente a explicarse cómo habían salido de ella, si 175

es que habían salido, y decidió pasar al ámbito inmediatamente superior, es decir, ver si existían indicios para presumir que habían rebasado el cerco impuesto a ambos extremos de la calle. En uno de ellos no sucedió nada anormal, los guardias habían cerrado el paso justo antes de que se desencadenase la operación y desde entonces nadie había entrado ni salido. Al acercarse por ese lado, el prior del convento de franciscanos lo reconoció y lo abordó: -Dios envía en buena hora a Vuestra Merced por aquí, pues acabamos de constatar que dos de nuestros hermanos, junto con un criado, han huido de la congregación. Valladares lo interrumpió bruscamente: -Ya veremos esto más tarde. Ahora tengo entre manos un asunto de un calado infinitamente superior. -Tal vez querrá Vuestra Merced saber que uno de los huidos es el hermano bibliotecario. El inquisidor, que ya le había dado la espalda al prior para encaminarse hacia el otro extremo de la calle, se volvió bruscamente y le clavó los dos dardos negros de su mirada. Recordó que, en un momento dado, se sospechó que fray

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Felipe había legado su libro, su supuesto libro de magia, a su ayudante. No obstante, no dijo nada y continuó su camino. En el extremo opuesto de la calle seguía el piquete de guardias impidiendo el paso a los curiosos. El inquisidor Valladares se dirigió al cabo que lo mandaba. -¿Has visto algo digno de señalar desde aquí? ¿Ha intentado pasar alguien? -Nadie, Señor. Únicamente dos criados del conde de Fuensaldaña han solicitado permiso para llevarle la carroza a su Señor, quien la aguardaba para efectuar un viaje. -¿Y les ha sido concedido ese permiso? -No sin antes inspeccionar cuidadosamente la carroza. -¿Cómo eran esos criados? -Muy jóvenes, Señor. Ninguno de ellos obedecía a la descripción que se nos había dado. A saber un hombre provecto y su hija. Valladares montó en cólera, pero decidió no perder tiempo manifestándola. A decir verdad, la orden que había dado no era impedir el paso a cualquiera, sino de retener a todo aquél que presentara un vago parecido con Mercader o su hija. En ese caso se trataba tan sólo de dos mancebos, no solamente jóvenes, sino muy jóvenes había dicho el cabo. ¿Dos de los evadidos del convento? Quizás.

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Pero, ¿cómo es que conducían la carroza del conde de Fuensaldaña? Ese libro, es preciso recuperarlo igualmente. Eran sólo dos, ¿y el tercero? ¿Habrán utilizado medios mágicos para evadirse, llevando con ellos a Mercader y a su hija? Entonces no hay nada que hacer. Lo mismo podrían encontrarse en Roma que en Moscú a estas alturas. Pero el jesuita Valladares no era de los que se quedan cruzados de brazos, sea cual sea la circunstancia en que se vean envueltos. El único cabo suelto de que disponía era la carroza de Fuensaldaña y, aun consciente de que no había en realidad nada anormal en el comportamiento de los criados del conde, estaba dispuesto a tirar de él. Volviendo sobre sus pasos, se dirigió hacia el capitán de la Guardia, quien estaba conversando con don Juan de Silva. -Capitán, le sugiero que mande a uno de sus hombres a cada puerta de salida de Madrid para ver por cuál de ellas ha salido el conde de Fuensaldaña. -¿Fuensaldaña? –intervino Juan de Silva-. Pues si es un carcamal arruinado que hace siglos no se le ve. -Pues hoy ha solicitado, seguramente desde la casa de un amigo o conocido, su carroza tirada por cuatro hermosos caballos... -¿Caballos Fuensaldaña? Pues si no tiene dinero para comer él mismo, ¿cómo va a alimentar cuatro caballos?

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-¿Cómo es Fuensaldaña? -La última vez que lo vi era un viejo valetudinario, vestido casi con harapos. Y de eso hace, como digo, un siglo por lo menos. -Llamemos a su casa. Interrogaremos a los criados. -¿Criados? –Rió sarcástico de Silva-. Si no los tiene. Vive más solo que la una, pues se halla en el último peldaño de la ruina antes de bajar a la indigencia. Si no es que ha bajado ya. -En tal caso –intervino el capitán-, en la casa no hay nadie, puesto que su dueño ha solicitado la carroza para un viaje. -Y por lo tanto la carroza no iba sola, sino que la conducían dos criados de carne y hueso. Capitán, lance la diligencia que le he solicitado y luego vamos de todos modos a llamar a la casa de Fuensaldaña. Así lo hicieron, mas ya podían dar aldabonazos que no corrían el menor riesgo de ser atendidos. Valladares ordenó a uno de sus hombres, uno de tantos familiares de la Santa Inquisición que pululaban siempre como moscas a su alrededor: -Que venga un cerrajero de inmediato.

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Al poco rato acudió un hombre orondo de mediana edad con un manojo de llaves. Observó la cerradura antes de elegir una de las llaves. No funcionó. Pero a la segunda el mecanismo crujió y se abrió la poterna. Valladares se dirigió a los suyos: -¡Que registren la casa! El personal se fue dispersando por las diversas dependencias y plantas. El capitán se encaminó directo a las cuadras. -Aquí han dormido caballos, en efecto. Pero no han pasado más de una noche. La cama no ha sido cambiada y no hay montón de estiércol. No huele realmente a cuadra impregnada de verdad de olor a bestia. En eso oyeron a un familiar que bajaba los escalones de cuatro en cuatro: -¡Señores! Vengan a ver esto. Los tres subieron tras el individuo en cuestión hasta llegar a una puerta entreabierta. Dentro reinaba una densa oscuridad. El inquisidor penetró el primero, seguido de los otros dos. Nada más entrar, se quedaron confusos pues no alcanzaban a distinguir nada. No obstante, los resquicios a través de los cuales los postigos de las ventanas y las cortinas dejaban pasar haces de luz, así como la adaptación natural de los ojos, les permitió distinguir una figura yaciente sobre la cama. Al acercarse más a ella, supieron sin ningún género de 180

dudas que el conde de Fuensaldaña hacía mucho tiempo que no estaba en condiciones de viajar. No al menos sacando beneficio de ello. Por cuanto se refiere al resto de la casa, no se halló nada en absoluto digno de interés. Se encontraba completamente vacía. Por no haber, no había ni pulgas debido a la falta de sangre viva que chupar. Valladares dio media vuelta y sin soltar palabra bajó precipitadamente la escalera. El capitán de la Guardia Real y caballero de la Orden de Santiago, don Diego Castañeda, y Juan de Silva, marqués de Brihuega, lo siguieron. Llegado a la planta baja, salió al exterior, miró a su alrededor. Los vecinos habían salido a los balcones, el gentío se acumulaba en los extremos de la calle, detenido por los guardias, los que habían sido cogidos en el interior de la celada formaban corros y cuchicheaban. Pronto tendría que levantar el cerco y dispersar a la muchedumbre, antes de que todo el mundo pudiera ver que el Santo Oficio había dado un golpe en falso y se iba con las manos vacías. Lo que el jesuita no podía saber es que bajo uno de los arcos, tras la barrera de los guardias reales, un joven llamado Carlos Cusach, con un zurrón repleto de oro colgado al cuello, estaba contemplando lo que sucedía ante la casa de su prometida, comenzando a comprender algo respecto al tinglado que se había armado.

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En eso llegó a galope tendido un jinete vestido con el uniforme de la Guardia Real. Sus compañeros se apartaron para dejarle paso. Al divisar a su capitán dirigió hacia él su montura y puso pie a tierra a unos cuantos pasos del mismo. -Mi capitán, una carroza que obedece a las señas que nos ha dado salió hace poco por la puerta de Alcalá. El jesuita intervino antes de que el capitán reaccionara. -Se dirigen a Barcelona, donde Mercader tiene socios y amigos. Que salga de inmediato una tropa por el camino de Aragón. No deben llevar mucha ventaja. El capitán transmitió la orden a un sargento quien formó de inmediato el contingente y salieron a galope tendido, con don Diego Castañeda a la cabeza. Valladares, por su parte, ya más sosegado, se dirigió a la puerta de Alcalá para interrogar a los guardas del fielato. En efecto, había salido por allí, haría cosa de una hora, una carroza tirada por cuatro caballos, con un escudo de armas en la portezuela. En ella viajaban un hombre en la edad madura y una joven. Iban escoltados por dos caballeros, uno de los cuales llevaba de las riendas un tercer caballo. Las cuentas empezaban ahora a salirle al inquisidor. Los dos jóvenes frailes, el criado conduciendo la carroza, Mercader y su hija en su interior. Pero ¿y el judío catalán llamado Carlos Cusach? ¿Dónde se le había quedado traspapelado ese judío? Y sobre todo, ¿cómo habían logrado salir de la casa los

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que lo habían hecho y escurrírsele entre los dedos? Eso es lo que no tardaría en averiguar, empleando los medios que hiciera falta.

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CAPÍTULO VI

Tal vez el que se le hubiera traspapelado fuera únicamente el criado del monasterio, quien acaso ha integrado ya de corrido el hampa madrileña de la que sin duda provenía, cansado de la disciplina conventual que debían imponerle a pesar de todo los franciscanos. Con su pan se lo coma, no era precisamente el volátil que más le interesaba. Así debía ser, en efecto, y entonces sí le salían las cuentas a Valladares. En ese caso, el lazo se había cerrado a la perfección, encerrando a todos los pájaros de cuenta en el interior de la red. Pronto los tendría entre sus manos, sin que faltara uno solo. Y principalmente caería en el fondo de la celada el importe completo de los asientos proveniente de los genoveses, el más substancioso, que vendría a sumarse a los otros, ya a buen recaudo. Por un momento había temido por su obispado, mas ahora tales temores se disipaban como la niebla matinal fustigada por el sol, o como sus primeros rayos hacen desvanecerse las pesadillas nocturnas. De nuevo regresaban a su mente las exiliadas cábalas acerca de cuál podía ser la sede episcopal que el destino, o sus buenas artes, le había reservado. Entretanto aguardaba el regreso de los huidos, bien custodiados por la Guardia Real, dispuso ir a visitar las cárceles secretas donde, a esas horas, debían 184

encontrarse ya todos los caídos en la formidable redada. Todo carnes blancas y delicadas, con reacciones vivas y absolutamente sentidas ante la rudeza de los cuidados que les salen al paso, pero cuya auténtica naturaleza y dimensión aún están lejos de imaginar. Valladares se aprestaba a acompañarles en ese descubrimiento paulatino que despertaba en él el máximo interés. Le excitaba intelectualmente comprobar cómo el tiempo y determinados factores, oportunamente aplicados, modificaban, moldeaban, las conciencias. Deseaba sorprenderse de nuevo al comprobar lo bajo que podía caer el orgullo de los más arrogantes mediante la aplicación del tratamiento adecuado. Por cierto que el secreto de la eficacia irremisible de cada uno de ellos consiste en transformar los mayores exponentes de la buena fortuna y felicidad de cada víctima en su mayor pesadilla, aduciendo el conocido principio de que los extremos se tocan. Viajaba solo en su carroza, con una sola cortinilla descorrida, por un Madrid abigarrado, rebosante de pordioseros como una cabeza hirviente de piojos y demás inmundicias. Pero él había hecho de la Iglesia su refugio. Y dentro de la Iglesia, había asentado sus reales en su baluarte más recio, la Compañía de Jesús. Dada su condición de eclesiástico, no poseía hijos, que son siempre el punto vulnerable de un hombre, su talón de Aquiles, la cadena por la que se encuentra sujeto a la roca de su martirio prometeico. De este modo podía contemplar el mundo como si estuviera separado de él por un abismo, aislado de 185

él por el fino, si bien eficaz, cristal de la ventanilla de su coche que no dejaba pasar la miseria, esa miseria que ensucia, que mancha, y él, por su parte, mediante una abstracción, mediante el ejercicio intelectual recomendado por los filósofos, conseguía permanecer ajeno al sufrimiento ajeno. Así, su mundo estaba constituido de tres esferas, él, un universo en miniatura, el poder que debe ser conquistado mediante el utensilio de la institución a la que pertenecía y Dios, el dador supremo. Nada ni nadie más debía perturbar esa relación permanente e indisociable. Más aún, fuera de ella, no había existencia posible, todo era una ilusión. Una gran ilusión. Ante la cual el sabio debe mostrarse impasible. La carroza se detuvo ante una casa solariega sólida y cuadrangular. Valladares dejó que el cochero se apeara, soltara la aldaba y diera el santo y seña. Hecho lo cual, se vino a bajarle el estribo. Sólo entonces el inquisidor puso pie a tierra, mas no se detuvo en contemplaciones sino que, raudo, se coló por la puerta. Los familiares que se ocupaban de este menester no eran generalmente adonises, no era gente agraciada ni de modales refinados. Tampoco había que prestar demasiada atención a su origen ni hoja de servicios. Eso sí, no debían ser cristianos nuevos, desde luego. El carcelero tenía una pata de palo, la cara santiguada de costurones y un cuerpo bamboleante del tamaño de un armario ropero. Hablaba de manera ininteligible a causa de la configuración monstruosa y brutal de su dentadura. Estaba acompañado de otros cariacuchillados, tuertos, mancos, comidos de viruela, aves de mal agüero vestidas de cualquier forma, 186

con harapos en los que predominaba el color negro diluido y no oliendo precisamente a rosas. Todos hicieron una profunda reverencia ante el inquisidor y su jefe se puso servilmente a la disposición del mismo profiriendo frases de bienvenida y agasajo que Valladares ni se molestó en descifrar, sino que, interrumpiéndolo con un signo perentorio de la mano, en la que despuntaba un índice enhiesto, le significó que lo condujera sin más preámbulos a las caponeras. El aludido se calló en seco, agarró un aro de alambre en el que se hallaban ensartadas varias llaves y se puso a andar dando tumbos como una galera sacudida por un mar grueso de temporal. Atravesaron una gran sala, tomaron un tenebroso pasillo, al cabo del cual el carcelero introdujo una llave en una cerradura que el inquisidor no hubiera sido capaz ni siquiera de distinguir. Una puerta negra se abrió para darle paso a una estancia sumida en la penumbra, donde se percibía un leve murmullo de muchas voces temerosas, ansiosas por comunicar pero temiendo al propio tiempo interrumpir el silencio, llamar la atención. La pieza era de vastas proporciones, amueblada con el severo estilo castellano, decoradas sus paredes encaladas con grandes cuadros de santos envueltos en tinieblas y desafiando a los diablos blandiendo cruces o mediante el éxtasis de la oración. Pero su parte central estaba toda ella ocupada por una suerte de mesa octogonal gigantesca hecha de adobes. En cada uno de los puntos cardinales de la misma había sillones de cuero arrimados.

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Valladares se sentó en el más próximo. Ante él se presentaba un orificio luminoso donde aplicó el ojo. Allí abajo estaban los prisioneros en diminutas celdas, asustados y todavía sin comprender nada de lo que les sucedía. Sus contactos les sacarán de ese pozo oscuro de la fortuna, el más hondo y el más miserable que se pueda hallar. Es un malentendido que pronto se aclarará. El Estado necesita de su dinero, de su talento, de su red internacional. Sus amigos, sus clientes, se movilizarán por ellos, aunque han caído entre las manos del enemigo más temible que, hoy por hoy, se puede recelar en el mundo. Los niños miraban a sus padres como esperando a que, de un momento a otro, restablecieran la situación con su nunca hasta ahora desmentida autoridad. Todo esto parecía salir de la mirada de cualquiera de ellos aumentada, en el fondo, por el espanto. Pero, a pesar de todo, ni siquiera sospechaban la que les había caído encima. Valladares sí lo sabía. Y bien que lo sabía. Más que saberlo, lo recordaba de sus múltiples experiencias. Tanto es así que un escalofrío de placer lo recorrió de pies a cabeza mientras contemplaba esas carnes todavía frescas, limpias, blancas. Dios sabe hasta qué punto inocentes. Las familias habían sido dispuestas de modo que los padres, a pesar de hallarse separados de sus hijos, instalados en celdas distintas, los tenían justo enfrente, de modo que pudieran verlos en todo momento. Ello era esencial para asegurar el éxito, relativamente rápido y rotundo, del método. 188

Si había doncellas de buen ver, serían violadas por los carceleros ante los ojos de sus padres, obligándolas a efectuar los servicios y caricias más humillantes. Si mujer casada exhalando aún todos sus fuegos, lo sería ante los del marido y probablemente ante los de sus hijos, sin ahorrarle ninguna grosería degradante ni desaguisado, de entre el vasto repertorio de ambos que poseían. Eso para empezar. Por cierto, dado que él no da nunca la cara en ninguna fase del proceso, los subalternos se encargan de tal menester, sus ojos y sus oídos, si bien están siempre presentes en los interrogatorios, permanecen en todo momento invisibles, ello le permitirá, disfrazado de carcelero, y deslizando unas cuantas monedas de oro en los bolsillos de los tales para comprar su silencio, participar activamente en esas orgías. Dios sabe que la carne es débil y si nos vemos confrontados a tales tentaciones, inusitadas para los demás mortales, es únicamente para mejor servirle, para hacer reinar sin contestación su ley y su santa religión. Después vendrá el hambre, el frío, las ratas. La miseria, los desperdicios, a veces añadidos a propósito por el personal de la casa, atraen a estas últimas como al hierro la piedra imán. Cuando los padres vean que sus hijos, todavía en la edad tierna, evolucionan entre nubes de ratas. Cuando se duerman con una rata, de pelaje húmedo y erizado, chupándoles la herida del cuello, entonces gritarán como fieras durante toda la noche para que se les permita, no solamente confesar de inmediato todo lo que se quiera, sino judaizar allí mismo para que 189

sus hijos, las niñas de sus ojos, puedan salir, en el acto, de ese eficaz infierno que obra milagros inauditos para la causa del Dios único y verdadero, cuyo excelso nombre sea siempre ensalzado y glorificado. Pero lo que no saben es que su suerte, la de todos, está sellada, la de los padres y la de los hijos, pues éstos son sus herederos y también los testigos de cuanto sucederá ahí abajo, razón por la cual deben perecer al final del proceso. Y puesto que no tienen futuro, no existen. Se puede disponer de ellos según se desee. Son carne y huesos de fosa común.

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