Los usos del lapso
 9789501288551

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Se sabe que el orden de publicación de los cursos

psicoanalíticos de Jacques-AIain Miller no es cronológico. Este curso, Los usos del lapso (1999-2000), abordando el tema inmemorial del tiempo, produce una nueva refutación del tiempo cronológico como principio que aspirara a constituirse en concepto fundamental del psicoanálisis' y de su ejercicio. Lo hace actualizando una lógica congruente con los usos del lapso y de lo que opera en el intervalo, en el esfuerzo de aparejar el tiempo del inconsciente a un real y a sus ex-abruptos. De ahí que el núcleo que va ordenando este curso sea la práctica de la sesión corta. En este punto doctrinario, Jacques-AIain Miller sigue paso a paso a Jacques Lacán; se sabe que este es un punto sobre el que Jacques Lacan no cedió y que hoy mantiene su vigencia. Se verifica también de qué modo y por qué el psicoanálisis de orientación lacaniana es una teoría de la práctica y se separa de toda concepción que pretenda reducirla a tecbne, que no es sino una de las formas de la rutina. William Osler, médico canadiense contemporáneo de Freud, decía que ver a los enfermos sin los libros equivale a navegar sin cartas marinas; pero que leer los libros sin ver enfermos equivale a no embarcarse. Jacques Lacan no se privó de llamar aventura a la experiencia del análisis; Jacques-AIain Miller no se priva dé introducir en el curso el divertimiento. El saber alégre forma parte de la aventura. El lector atento encontrará en el curso la ocasión dé disfrutarlo, si está abierto a la sorpresa a la que es convocado. Y podrá acceder a los recursos necesarios para soportar con más solvencia las peripecias y las desventuras a las que se ve solicitado como psicoanalista en este siglo, tan pródigo en ellas. A sabiendas de que estos recursos no han de evitarle algunas zozobras, inherentes a la contingencia. El psicoanalista advertido tendrá alguna posibilidad de afrontarla si logra encontrar en ella la oportunidad de su acción. Luis Erneta

Los C U R S O S

P S IC O A N A L ÍT IC O S D E

J.-A.

M lL L E R

T í t u l o s p u b lic a d o s

Los signos del goce El banquete de los analistas De la naturaleza de los semblantes La experiencia de lo real en la cura psicoanalüica Los usos del lapso P r ó x im a m e n te en e s t a c o l e c c i ó n

(Títulos provisionales)

Clínica deJacques La can Del síntoma al fantasma (y retomo) Las respuestas de lo real 1, 2, 3, 4 Extimidad Causa y consentimiento Los divinos detalles Arengas Done

Silet La fuga del sentido El Otro que no existe y sus comités de ética (en colaboración con Eric Laurent) El partenaire-síntoma El lugar y el lazo El desencanto del psicoanálisis Un esfuerzo de poesía

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JACQUES-ALAIN MILLER

Los usos del lapso T e x t o e s t a b l e c id o po r S il v ia E l e n a T e n d l a r z

PAIDÓS Buenos Aires • Barcelona • México

Cubierta de Roberto G arcía Balza y Marcela González Traducción: Nilda Prados Transcripción y establecimiento de textos: Silvia Elena Tendlarz Colaboración editorial: Claudia Tedeschi

Miller, Jacques-Alain Los usos del lapso. - 1a ed. 2a reimp. - Buenos A ires: Paidós,

2010 . 520 p .; 22x16 cm. - (Los cursos psicoanalíticos de JacquesAlain Miller) ISBN 978-950-12-8855-1 1. Psicoanálisis I. Título CDD 150.195

I a edición, 2004 2a reimpresión, 2010

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

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Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Im preso en la Argentina - Printed in Argentina

Impreso en Artesud, Concepción Arenal 4562, Ciudad de Buenos Aires, en diciembre de 2 0 1 0 Tirada: 7 0 0 ejemplares

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Indice

I. II. III. IV V. VI. VII. VEH. IX. X. XI. XII. XIII. XIV. XV XVI. XVII. XVIII. XIX. XX. XXI. XXII.

El tiempo en el psicoanálisis ....... Gente del S e creto ..................................................................... El inconsciente en la sesión analítica ................................ El lapso, entre tiempo y espacio ......................................... El estatuto del inconsciente .................................................. Las afinidades entre la feminidad y la voluntad ........... Acontecimientos del discurso ............................................. Capricho y voluntad ............................................................... El inconsciente en los discursos ......................................... La sesión analítica, entre repetición y sorpresa................ El acontecimiento imprevisto................................................ El tiempo de la se sió n ............................................................. El tiempo de Freud y el de L a c a n ....................................... Tres modalidades de conclusión......................................... Tiempo y duración ................................................................. El tiempo para com prender.................................................. La pulsación del tiempo ló g ic o ........................................... El momento de co n clu ir........................................................ El sofisma de Lol V. S te in ....................................................... Angustia y tiem p o .......................................................... La angustia como condición del a c t o ................................. El instante eterno de Lol ......................................................

9 29 49 71 91 117 137 159 183 205 223 237 253 275 305 327 349 373 397 421 447 483

Referencias de los textos citados .......................................................... 513

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I El tiempo en el psicoanálisis

Este año 1999-2000 el título de mi curso será Los usos del lapso, año en el que nosotros, la humanidad, entraremos en el tercer milenio, aun cuando los puristas, los pretenciosos, hayan señalado que el aconteci­ miento, si se trata de tal cosa, no se produciría sino un año más tarde, en el 2001. Esta observación, por otra parte exacta, no puede contra un hecho de orden aritmético, como es que la diferencia entre 2000 y 2001 no re­ side sino en una sola cifra, todo está allí. Se trata de un cambio de ci­ fra que se produce todos los años. Únicamente cada diez años son dos cifras las que cambian. Sólo una vez cada siglo cambian tres y es sólo una vez cada mil años que las cuatro cifras están destinadas a cambiar. ¡Una sola vez cada mil años! Por lo demás, para ser más exacto, la oca­ sión precedente -no sé si ustedes estaban-, pasamos de tres a cuatro ci­ fras: de 999 a 1000. El más uno del año 999 agregó una cifra, y el más uno del año 1999 es el primero que modifica las cuatro. Resulta especialmente notable la ecuanimidad con la cual se prepa­ ra esta entrada sensacional en el tercer milenio. Hace mil años, ese pa­ saje estaba amenazado por fantasías de apocalipsis. Hoy, todo cuanto tenemos es el embrollo de las computadoras, sólo esperamos acciden­ tes - y no habrán de faltar-. Es decir que el acontecimiento no es el fin del mundo, no está situado en el nivel de Dios, sino en el de las máqui­ nas. Qué grande sería la sorpresa si el I o de enero de 2000 el arcángel Gabriel viniera a anunciar que el buen Dios, después de una experien­ cia al fin de cuentas prolongada, considera que ya es suficiente y que el juicio final ha llegado.

JACQUES-ALAIN MILLER

Es sorprendente que nadie espere esto y que todo cuanto se espe­ ra se refiera a las máquinas, ¿y por qué motivo? Por causa de un des­ cuido, de una preocupación por la economía en función de la cual las máquinas fueron codificadas solamente con dos cifras en lugar de cuatro; en síntesis, por causa de una falla en la anticipación, muy sin­ gular de por sí, que podríamos calificar de formación del inconscien­ te globalizada.

Los usos del tiempo Si el cambio de milenio es un acontecimiento, es puramente con­ vencional, puesto que la cuenta, aún la de los años, es convencional. Es decir, hay otras convenciones. El año judío, a partir del mes de sep­ tiembre último, es el 5760, señoras y señores; es decir que los 2000 del año de los goy se los pueden guardar. La noción del carácter convencional de esa cuenta de los años ya re­ sulta suficientemente conocida como para que no nos importe en ab­ soluto. A decir verdad, asistimos a un triunfo de las Luces; hasta po­ dríamos decir que esa es precisamente la prueba de que todos somos posmodernos, y si hay un aspecto oscurantista del posmodernismo es­ tá en la multiplicidad de convenciones como aspecto heredado de las Luces. Pudiera ser, además, que el año al que debiéramos atender no sea el 2000, sino el 2012, que es, por si no lo saben, el que marca la conclu­ sión del gran ciclo actual de los años según el calendario maya. Nuestro calendario, por su parte, es un triunfo de la cuenta católica y, al mismo tiempo, su derrota, por cuanto quedó completamente vaciado'de sentido. Es el triunfo del calendario gregoriano, hoy globalizado, adoptado recién en 1582 y que fue aceptado por la Alemania pro­ testante hace sólo tres siglos, en 1700, con reservas que mantuvieron su vigencia hasta 1775. Fue adoptado por Gran Bretaña en 1752, por Japón en 1873 -según nuestro calendario, por supuesto-, por Rusia en 1917 -algo que constituye por lo demás la realización más notable del poder comunista- y otro tanto ocurrió en China en 1949. Evoco el calendario porque tiene una historia apasionante, es una epopeya del significante que se debe seguir, quizá tengamos la ocasión de hacerlo este año, pa­ ra indagar cómo el significante se adueñó del tiempo, cómo estructuró lo real del tiempo y, por esa vía, estructuró el mundo.

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EL TIEMPO EN EL PSICOANÁLISIS

Ya nadie pone en duda -e n especial a partir del momento en que nuestro tiempo se transformó en atómico, en 1972- el tiempo de todos. Hubo filósofos, por supuesto, que pretendieron objetarlo desde el Lebenswelt, el "mundo vivido" que no conocería el tiempo del signifi­ cante. Del Lebenswelt, quizá podamos ocuparnos este año, con las lec­ ciones referentes a la Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente de Husserl y las consecuencias que de allí se desprenden. El tiempo vi­ vido no permaneció indiferente, impasible, al trabajo del significante en lo que respecta al tiempo. Bergson dejó oír algunas quejas sobre el hecho de que el tiempo mecánico traicionaba la duración vivida. Pero nuestra concepción del tiempo es bien diferente de ésa. Dos m il es una cuenta redonda y es un punto de almohadillado que nos invita a mirar hacia atrás, como así también a anticipar.

En Buenos Aires, donde estuve hace poco tiempo, fui invitado por mi amigo Germán García a dar una conferencia, para la que me propu­ sieron como título en español "¿Al fin y al cabo?", que equivaldría en francés a algo así como Á la fin desfins, en définitive, tout com ptefait, y por mi parte creí -algo que no era necesariamente su intención- que me invitaba a dar un panorama del último milenio, desde el siglo XI al XX. Intenté entonces hacerlo, una especie de broma. Pero uno se da cuenta, cuando considera el último milenio, de que hay un corte entre el período que se extiende desde el siglo XI al XV, en el que no ocurrió gran cosa, y el que abarca desde el siglo XVI al XX, cuyo ritmo es por completo diferente. X I -X V XVI - XX El corte que pasa entre el siglo XV y el XVI está marcado, para no­ sotros, por el Renacimiento. Si nos preguntamos cuáles son los aconte­ cimientos que realmente contaron durante el último milenio, hay evi­ dentemente cierto número de eventos regionales que en su momento

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parecieron tener importancia, pero ¿qué fue lo que contó a nivel glo­ bal? -y o estaba obligado a tomar esta línea de razonamiento en Bue­ nos Aires, donde no tenía tan siquiera un libro a m ano- Lo que contó, en definitiva, al fin y al cabo, es aquello que concierne al saber. El resto son anécdotas. Si tomamos esta concepción, lo que verdaderamente contó entre los siglos XI y XV es la invención, entre el siglo XII y el siglo XÜI, del dis­ curso de la universidad, que se difundió luego a todo el planeta, y des­ pués, en la segunda mitad del siglo XVII, el discurso de la ciencia, la física matemática, sus efectos y reformulaciones, desde Galileo y Des­ cartes a Newton y Einstein. Y también contó el discurso del capitalismo, cuya globalización es un hecho probado, manifiesto a partir de 1989. Evidentemente, nos gustaría agregar a esta lista del discurso universitario, de la ciencia y de! capitalismo, el del psicoanálisis, pero no tenemos suficiente pers­ pectiva para hacerlo a escala del milenio. Y en esa escala milenaria, el siglo XX resulta muy notable; gran si­ glo de masacres, pero también de una sorprendente aceleración del tiem p o en lo que concierne a la ciencia. Hay más sabios en el siglo XX que en el curso de todo el milenio, y el ritmo de las invenciones proce­ dentes del discurso de la ciencia conoce, en el último siglo, su última m itad o su último cuarto, una aceleración absolutamente sorprenden­ te, sobre todo si se la compara con la tranquilidad de la existencia en el siglo XI, en el que no pensamos suficientemente. Todas estas son las circunstancias que han contribuido a que le die­ ra por título al Curso de este año "L os usos del tiem po". Y finalmente dije "Lapso". Los usos los conocemos. Encontramos el término en la expresión "U sos y costumbres", que data del siglo XII y califica los hábitos, las ma­ neras de proceder tradicionales, pero también es un término que puede ser empleado solo, como lo atestiguan los mejores autores, aun en el si­ glo XX. Y como proviene de usus, al igual que usual, de costumbre (d 'usage), es preciso escuchar en él la usanza, y en especial la vieja usan­ za, aquella que se hizo habitual. Señalemos que el término no existe en francés sino en plural (us) y por esa razón figura en mi título. En cuanto al "lapso", data del siglo XIV; también derivado del la­ tín: lapsus, que significa deslizamiento, fluir, transcurrir, y recién en el siglo XIX, antes de Freud y después del verbo labi, caer. Entonces, al parecer, no lo conocemos hasta hoy sino en la expre­

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sión "lapso de tiempo". El lapso está especialmente encargado del tiempo, salvo en el derecho canónico, donde la expresión "lapso y re­ lapso" estigmatiza a quien se convirtió por su propia voluntad a la re­ ligión católica para abandonarla luego. Es el único abuso moderado que me permito; empleo lapso a secas porque al oído, los usos del lapso, muestra que es necesario no perder el tiempo. Podríamos decir los empleos del tiempo y tendríamos la pre­ gunta actual acerca del buen uso del tiempo: ¿cómo nos servimos de él? Algo que ha sido objeto de largas reflexiones filosóficas: a qué de­ be ser consagrada la vida, cuál es la buena manera de pasar esa vida que sólo es un lapso de tiempo acordado a cada uno, una cantidad in­ determinada.

Un saber que se esconde en las palabras Pero para nosotros, evidentemente, la cuestión concierne a la prác­ tica del psicoanálisis. ¿Qué hacemos del tiempo en psicoanálisis? Fun­ damentalmente, hacemos sesiones -otros tantos lapsos de tiempo-, distribuidas en la unidad de la semana, del mes, del año, de la década, y es notable, después de todo, que un psicoanálisis se efectúe bajo la forma de sesiones. Ésta es una de las cuestiones convocadas por el título y que tiene consonancias con otro título, el del próximo Encuentro Internacional del Campo Freudiano: "La sesión analítica", así, sin más, con un sub­ título que agrega complejidad y quizá opacidad a las lógicas de la cu­ ra y el acontecimiento imprevisto. Pero los usos del lapso es, además, el empleo que hacemos en análi­ sis de aquello que se desliza, de lo que cae, de lo que pasa. Interpreta­ mos el lapso. Y me decía, cuando escribía este título, que el lapso era quizá un buen término para designar el inconsciente, ese para el cual Lacan buscaba una nueva palabra. También por esa vía se introduce la pregunta -por medio de ese tí­ tulo cuyos términos parecen entrecortados, precipitados, amputados, se diría que son sufijos en descanso- acerca de qué es el inconsciente. Eso es precisamente lo que pienso abordar, la relación entre el incons­ ciente y la sesión. ¿De qué tipo de relación se trata? ¿Contingente? ¿Necesaria? ¿Qué decir del desarrollo de una cura bajo la forma de se­ siones? ¿Hay una relación esencial entre el inconsciente y la serie de se­

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siones? Y por consiguiente, ¿cuál es la relación entre el inconsciente y el tiempo, ese tiempo del cual Freud dijera -e s en todo caso lo que nos ha llegado- que el inconsciente no lo conocía? Este es mi punto de partida. Y para avanzar en lo que respecta a las relaciones entre el inconsciente y el tiempo, comenzaría por remitir mis puntos de referencia a una expresión de Lacan bien conocida, co­ mentada, que es la del sujeto supuesto saber, ya que, sí la considera­ mos en detalle, es la que nos acerca mejor a la problemática del incons­ ciente y el tiempo. Se trata de una expresión, a decir verdad, con más de una faceta. En primer término, se la puede entender -algo raro en Lacan- según se di­ ce. Cualquiera puede traducirla en términos de "uno de quien los de­ más suponen que sabe". Se trata allí de una significación familiar y se puede decir que surge a partir del momento en el que simplemente planteamos una pregunta para enterarnos de lo que el locutor no sabe y que él supone que el interlocutor sí sabe. Una pregunta basta para hacer surgir la instancia del sujeto supuesto saber. Por cierto, hay diversos tipos de preguntas. Están aquellas que planteamos para verificar que el interlocutor sabe lo que nosotros mis­ mos -supuestam ente- sabemos. Son las preguntas del examinador. Después están las preguntas retóricas, las falsas preguntas, planteadas sólo para suscitar la desmentida, la indignación del interlocutor, para poner en valor la evidencia o incluso para dar estatuto de evidencia a aquello que es cuestionado. Pero cualquiera sea la modalidad de la pregunta, cuando hay una, siempre está en el horizonte, en algún sitio, el sujeto supuesto saber. Só­ lo que el sujeto supuesto saber tal como todo el mundo lo entiende no es el mismo que el sujeto supuesto saber en su sentido técnico, tal como Lacan lo plantea en el materna que algunos de ustedes conocen bien. S*

» - S'1

s (S1, S2... S") Tenemos el significante de la transferencia, ese significante cualquie­ ra y, por otro lado, el sujeto supuesto saber escrito de este modo, que lo distingue de la significación familiar -y sin embargo se entiende-. Es el sujeto supuesto a un significante, supuesto por un significan­ te. Pero ni siquiera es necesario entrar en el detalle para captar que,

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precisamente, la expresión sujeto supuesto saber, con su aspecto familiar v su aspecto técnico, busca ponernos ante la evidencia de la disyun­ ción inherente a la significación, precisamente, de los niveles de com­ prensión -y esta distinción entre los niveles es el sujeto supuesto saber como tal-. Se trata de una expresión bien hecha para que nos demos cuenta de la profundidad semántica, para que captemos que la significación no es una entidad puntual, superficial y transparente, sino que ñeñe face­ tas, que abre perspectivas, que tiene, si se puede decir así, tres dimen­ siones. Hay muchas otras lecturas y empleos suscitados por el sujeto supuesto saber, juegos de significantes: el sujeto supuesto, el saber su­ puesto -porque el saber puede ser verbo o adjetivo-, y, además, por qué no, el sujeto saber, el saber sujeto y el sujeto supuesto al saber, mil y una lecturas se proponen.

S - — -------- ►S' Pero tomemos en tercer lugar el efecto sujeto supuesto saber en su aspecto más puro, que se relaciona con el hecho de que haya un signi­ ficante del cual nos preguntemos qué quiere decir. Por cierto, es necesario en primer término haberlo identificado co­ mo significante. Y cuando nos preguntamos qué quiere decir, ese sig­ nificante llama a un Otro, simplemente, un Otro del que se espera que haga surgir el sentido del primero. En otros términos, es sólo en función de la articulación, de la cone­ xión, de la relación, del vínculo, que el sentido tiene la oportunidad de surgir. Ahora, uno puede asimismo preguntar: ¿qué quiere decir el sen­ tido? La paradoja es que el sentido está tanto más presente, se hace tan­ to más perentorio e insistente cuando no se sabe cuál es. Desde esta perspectiva Lacan puede decir que el colmo del sentido es el enigma, es­ to es, precisamente, el sentido que no se sabe cuál es, de allí la equiva­ lencia que se propone entre sentido y no-saber. Esta equivalencia ubica ya en el horizonte de la articulación m ás simple la suposición de saber, saber lo que eso quiere decir. El sentido está, en efecto, ligado a un que­ rer decir, que se puede considerar en su base como introduciendo una traducción, una substitución, una equivalencia, una sinonimia; se puede decir que dos más dos quiere decir cuatro, mientras que cuatro no es si­

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no la abreviatura significante de los tres símbolos precedentes. Pero "querer decir" oculta otros poderes. Querer decir, ése que ya está pre­ sente en la pregunta "¿Qué quiere decir eso?', una vez que se identificó un significante, ese querer decir, si no se lo rebaja a una simple búsque­ da de sinónimos, impone la presencia de una voluntad, impone el fan­ tasma de una intención y del sujeto de esa intención. Y se puede suponer ya que esa intención, esa voluntad, esa volun­ tad de decir que suscita la pregunta "¿Qué quiere decir eso?", es una voluntad que tiene siempre muchas posibilidades de ser mala. Por lo demás, si preguntamos "qué quiere decir eso", es porque quien lo enuncia no lo ha dicho, lo ha escondido quizá y vaya a saber con qué intención, seguramente no de las mejores. Ya en la histeria, que es ese padecimiento de la inautenticidad del sentido, vemos bien circular esta noción según la cual con el sentido al­ go falso se introdujo en el mundo. Suele ocurrir que el sujeto se haga cargo de esta malignidad, pero tam bién es exactamente de allí que sur­ ge el acento paranoide de la histeria: el Otro me esconde algo, el Otro m e miente. Es el efecto sujeto supuesto saber de todos los días, sin la letra, an­ ticipado, simple efecto del significante, del hecho de que hay cosas que están identificadas como significantes y que corresponde descifrar. Retomemos el asunto de la pregunta. Cuando uno plantea una pre­ gunta, puede ocurrir que se trate de aquella cuya respuesta espera de una enciclopedia. En la actualidad, las enciclopedias están en Internet. Recientemente, antes de entrar en el milenio próximo, la Enciclopedia Británica misma era la lectura favorita, el principio de la obra de Jorge Luis Borges. Esa enciclopedia, por su propia cuenta, renunció a vender sus volúmenes y se hizo el haraquiri ubicándose en Internet. Ustedes concurren a un lugar que anuncia lo sé todo. ¿Se puede de­ cir que se trata allí de un sujeto supuesto saber? No es evidente que allí haya un sujeto, en la medida, precisamente, en que todo está allí, su­ puesto, y sería necesario sin duda distinguir, por un lado, la anticipa­ ción de encontrar allí una respuesta y, por otro, la suposición como tal. En todo caso, no basta con que haya una reserva de saber disponible para que se pueda hablar de sujeto supuesto saber. Suponer que la res­ puesta está en la enciclopedia no constituye un sujeto supuesto saber. Consideremos entonces otro sesgo de la cuestión, según el cual ella es una demanda de saber, dirigida a alguien que posee ese saber. Basta con decir las cosas de este modo para que surja la invitación a refor-

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mular nuestro discurso de esta otra manera: el saber es un objeto de la demanda; plantearlo así basta para tomarlo en la dialéctica de los ob­ jetos de la demanda. En efecto, el saber puede ser un objeto de la necesidad, en todo ca­ so es lo que se pretende: "necesito saber", el saber como información. Pero el saber es eminentemente, en esta dialéctica que toma los dife­ rentes objetos de la demanda, un objeto del amor: dar una respuesta es un testimonio de amor. Es reconocer ya a quien demanda y hacerle un don, establecer un vínculo, mientras que no dar el saber constituye un instrumento de poder. Los historiadores estudian los circuitos de elaboración del saber, de su afiliación, retención y distribución, tanto los historiadores como los especialistas de la administración. El saber es un objeto cuya circulación se estudia, así como los efectos, las incidencias respecto del poder. Dije algo al respecto cuando estaba en la Argentina. Durante mi estadía en el país, leí el Buenos Aires Match, donde el presidente actual, quien de­ jará su puesto en cierto tiempo más, acordaba una entrevista; hombre discutido, pero muy hábil, citaba un proverbio que presentaba como de procedencia bíblica y lo inspiraba en su vida de político: "El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras" -é l habla mucho-. Es indudable que el analista ocupa tanto más el lugar del amo en el discurso analítico en la medida en que se calla. Y callarse no es dar el saber. De allí el reproche que nosotros eligiéramos en otro momento como título para las jornadas sobre la interpretación: "Usted no dice nada", que repercute bajo la forma de "necesito una palabra, necesito que usted me diga algo". El silencio no anula el saber, anula el saber expuesto y produce la suposición de saber, la suposición de que él lo tiene y no quiere darlo. Esto es suficiente para hacer del saber un obje­ to, un objeto escondido, conservado bajo un velo. Podríamos ubicarlo en la serie de los objetos: oral, anal..., el que les sigue sería el objeto epistemológico. Por cierto, no le faltarían afinidades con el objeto anal, por el solo hecho de que suscita la demanda del Otro, la demanda de dar aquello que se encuentra en el interior; se puede decir, asimismo, que es susci­ tado por la demanda del Otro. Podemos considerar que caemos bajo el poder de quien suponemos posee ese objeto; en todo caso, el político manipula esta suposición pa­ ra crear esperanza y anticipación. Pero es necesario distinguir, sin em­ bargo, la relación entre el saber y el poder, y entre el saber y el amor.

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La definición del amor de la que nos servimos afirma que amar es dar lo que no se tiene. Y precisamente hay una relación entre el saber y el amor cuando se da un saber que no se tiene, es decir, cuando uno se traiciona a sí mismo, cuando uno se revela. En ese punto es necesario distinguir lo que ocurre en el ana'lisis. Sin duda el analizante procura obtener del analista -siempre y cuando no sea kleiniano, esto es, en la medida en que no hable tanto como el ana­ lizante-, busca obtener del analista amo, de su silencio, que diga algo, que dé una indicación o una interpretación, que haga don de la pala­ bra, poco importa el contenido. Pero algo que resulta aún más aprecia­ do es obtener del analista un lapsus del acto analítico, un error, un ac­ to fallido por donde pase, de hecho, a la posición de analizante. Allí re­ side lo que tiene de exquisito el don de saber. En el hecho de que se da el saber que no se tiene, y por esa misma vía puede apreciarse que eso es lo que hace sin solución de continuidad el analizante: da algo que no tiene. Bueno, finalmente da su dinero, algo que tiene, pero lo que cuenta es el don, y lo que el significante monetario vela es que da lo que no tie­ ne, esto es, un saber del cual no es ni el amo, ni el propietario, y que se sitúa y se esconde en sus palabras. Ésa es la regla analítica. Consiste en invitar al analizante a dar algo que no tiene y es, por consiguiente, una invitación a amar. Es lo que hace del analizante un amante, un erastés.

El triángulo de la transferencia Volvamos entonces al sujeto supuesto saber, puesto que es allí don­ de esperamos que surja aquello que anuncio como las relaciones esen­ ciales entre el inconsciente y el tiempo. "El sujeto supuesto saber, ¿quién es?"'-pregunta el aprendiz-, ¿Es el analista o el analizante? En primer término, es el analista, aquel que sabe y de quien se pue­ de esperar el saber interpretativo, sin duda. En segundo lugar, es el ana­ lizante como lugar del saber inconsciente, pero es esencialmente una función que proviene de una articulación. He aquí la razón por la cual lo inscribimos como tercero, a ese título, al lado del analista y del anali­ zante. Inscribimos el sujeto supuesto saber en tercer lugar, en la medida en que no es ninguno de los otros dos, sino el saber inconsciente. Esto es lo que me ha conducido, durante la interrupción de las actividades en noviembre, a utilizar simplemente este triángulo de la transferencia:

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el saber Incc.

El analista, el analizante, el saber inconsciente

Me serví de este triángulo para ubicar algunos de fenómenos de la experiencia, de los que en el curso de las conversaciones clínicas po­ dían dar testimonio unos y otros. Tenemos en primer término el eje analista/analizante, donde situa­ mos la transferencia sentimental, las relaciones de amor y de odio, in­ cluida la contratransferencia, a la que Lacan acordó siempre un espa­ cio en ocasión de evocar la maravilla susceptible de deslumbrarnos en ese que es el lugar del saber inconsciente. Por cierto, establecemos diferencias entre el amor narcisista, imagi­ nario, y aquello que hay en el odio m ás real que en el amor por cuan­ to concierne al ser del Otro. El odio es un eminente sentimiento post-analítico, del que se hace meritorio el analista por haber destruido, trabajado contra la homeostasis del sujeto. Queda claro que cuando el sujeto se separa del lugar del Otro, puede dejar del lado del Otro a ese pequeño a horrible. Esa es la función de basura del analista, función que, hay que constatar, puede causar el odio después del análisis. Es allí, por otra parte, don­ de el pase, cuando se produce, constituye un alivio del analista. El pa­ se consiste para él en pasar el relevo de la transferencia a la Escuela, el relevo de la transferencia y el resto. Si lo consigue, podemos imaginar que hay transferencia positiva, y si fracasa, ¡transferencia negativa res­ pecto de la Escuela! Por supuesto, de la misma manera esto puede im­ plicar exactamente lo contrario, pero la razón por la que creo en el éxi­ to del procedimiento del pase en el movimiento analítico en general es que les hace falta cierto tiempo para comprender el alivio que el pase les aportará. El otro eje es el de la relación del analizante con el saber inconscien­ te. El analista sólo está allí para favorecerla, para que el analizante se

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conecte con el inconsciente. Si ustedes quieren, el analista es un provider (servidor), como se designan a las sociedades que mediante el pa­ go de cierta retribución permiten conectarse desde la computadora personal con Internet, esto es, vendedores de accesos, así es como se los llama más o menos en francés. Pues bien, el analista es un vende­ dor de accesos. Entonces, evidentemente, el problema que se plantea ahora es que hay providers gratuitos, pero no sé si ustedes son como yo, que no confío en ellos y, en consecuencia, me quedé con el provider pa­ go, ya que el gratuito lanza publicidades en la PC que vuelven la cues­ tión bastante inquietante. Se trata de algo que puede cambiar. En este eje, podemos señalar al respecto la inversión de la posición del sujeto y del saber que se produce cuando comparamos el discurso del amo y el del analista: Discurso del amo S,

En el discurso del amo, el saber es el que trabaja, mientras que el sujeto se ubica en la suposición; esa es la relación que se invierte en el discurso del analista. Discurso del analista $ S2 En el discurso del amo, el sujeto identificado hace trabajar al saber, la identificación es aquello que le sirve al sujeto para hacer trabajar al saber del Otro y obtener el plus de goce. En cambio, el analista hace trabajar al sujeto para que se separe de sus identificaciones, obligándo­ lo así a dejar el lugar de la verdad supuesta y a ponerse a trabajar en tanto que sujeto dividido. Esto supone algo formulable como: no habrá otro saber en el análi­ sis que el de los efectos de verdad de tu trabajo analítico. No habrá otros saberes que aquel que produzcas con tu trabajo.

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En el discurso del amo, como ocurre, por otra parte, con los demás discursos, salvo el del analista, el saber permanece separado de la ver­ dad. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que hay una verdad descontextualizada y eso le permite al saber acumularse y ser expuesto, mien­ tras que la verdad no es sino un efecto fugaz, algo que Lacan describe cuando ubica "el saber en el lugar de la verdad" en el discurso analíti­ co. Allí es donde la verdad -aunque curiosamente-, que es por esencia un efecto fugaz, se encontraría en condiciones de transformarse en sa­ ber, de acumularse, pero sólo a título de supuesto. Se ve claramente en qué términos el discurso analítico se opone aquí a ese discurso de la universidad del siglo XII. Ese discurso de la universidad está establecido según la exposición del saber; por lo de­ más, el saber sólo tiene valor si se lo sabe exponer según cierta retóri­ ca, que no es la misma en las ciencias que en las letras, pero según una retórica hasta diría ritualizada; exige que se planteen tesis y que uno sea capaz de defenderlas contra el asalto de los demás, que dicen "Pe­ ro no, yo no estoy convencido", "Argumente mejor", etcétera. Pues bien, cuando uno tiene esa relación con el saber, no aprecia lo que el psicoanalista hace con el saber. A los universitarios no les gusta lo que el analista hace con el saber. En la universidad, uno se afirma a través de una posición sosteni­ da contra las agresiones, mientras que el analista hace maniobras con un saber oculto, bajo un velo, algo que no sale del consultorio del ana­ lista; verdaderamente, maniobras quizá sucias, dudosas y que se deja­ rían presentar como refiriéndose a una secta, aquella de quienes aman lo inconsciente, de quienes tienen una transferencia al inconsciente, una transferencia al saber bajo las especies del inconsciente, la secta de los amantes de lo inconsciente. Evidentemente, la universidad es el grupo formado por quienes aman el saber expuesto, quienes aman las notas al pie de página, por ejemplo. Un universitario les consagró un ensayo por cierto notable, referido al origen de estas notas, esenciales en la afirmación del discur­ so de la universidad. Pero, indudablemente, se puede presentar a quienes practican el psicoanálisis como analizantes o como analistas, a la manera de una especie de secta que busca beber en una fuente inagotable de saber, ubicándose unos y otros en la posición de sujeto dividido, trabajador, y que por esa vía cada uno de ellos hace salir de sí mismo una especie de secreción de saber dudosa, que sólo toma valor en ese contexto.

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Borges, a quien evocaba hace un momento, es autor de un texto bre­ ve, sensacional, donde presenta el coito como la práctica de una secta enigmática. Recién hacia el final del relato uno descubre que esa prác­ tica extraña es, de hecho, el coito. Pues bien, así es como se podría describir la práctica del psicoanáli­ sis. En primer término es necesario ir a un lugar, dado que eso no pue­ de hacerse en cualquier sitio, es preciso ir a un lugar determinado don­ de alguien te espera; allí, entonces, se encuentra la puerta de acceso, la esclusa hacia eso que llamamos lo inconsciente, y sólo en ese lugar, en presencia de quien te espera, entras en contacto con lo inconsciente, co­ pulas con lo inconsciente, pagas y sales, y después vuelves a empezar. ¿Qué es lo que se paga? Ahí, ¿qué goce se paga? Si escribimos las cosas así, un poco desde afuera, podemos responder a la pregunta de Lacan acerca de saber por qué el psicoanálisis no inventó una nueva perver­ sión. Ocurre que el análisis es, por sí mismo, una perversión, y una nue­ va y singular manera de gozar del lenguaje y de hacer surgir algo raro. Pasemos a la tercera relación, aquella que concierne al eje del analis­ ta y el saber inconsciente, tercer lado del triángulo. Allí, la tesis no es que el analista conoce el saber inconsciente, que lee como en un libro el inconsciente del paciente. La tesis es que el analista, con su presencia, encarna algo del goce, es decir, encarna la parte no simbolizada del go­ ce. Por cierto, hay una parte simbolizada, aquella que figura en el ma­ terna como S1, S2 ... Sn, y que corresponde a lo que Freud llamaba ideas de la pulsión. Hay una parte simbolizada, pero necesariamente hay otra que no lo está y de la que se puede decir que el testimonio es la pre­ sencia del analista en carne y hueso. Freud podía decir que no se había obtenido la prueba del carácter libidinal de los síntomas antes de haber reparado en la transferencia. Pues bien, podemos decir que la prueba del objeto a la constituye la necesaria presencia del analista, en carne y hueso, en la medida en que hay una parte no simbolizada del goce. Siempre nos planteamos la pregunta: ¿por qué no hacer un análisis por escrito, puesto que también se puede hacer descifrar un escrito, in­ terpretarlo? ¿Por qué no hacer un análisis por teléfono, puesto que al menos se cuenta con la voz y, además, un día de estos tendremos la imagen. ¿Por qué no se hacen análisis en videoconferencia, por qué no un video-psicoanálisis? Ocurre que es necesario que el analista ponga el cuerpo para representar la parte no simbolizable. La tecnología, este es el aspecto anticipador del milenio, nos per­ mite sin duda estar allí sin el cuerpo, es cierto. Pero estar allí sin el

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cuerpo, no es estar allí, no es la verdad verdadera. Sin duda, les van a decir: se puede dar la voz, la imagen, mañana se ofrecerá el olor, ¡y hasta quizá se aporte el clon! Pero aun así habrá, en el próximo mile­ nio, una parte no simbolizada del goce y ella requiere la presencia del analista. Entonces el analista está allí por eso, en todo caso sobre este punto Lacan ajustó el objetivo, el analista está a título de su encarnación y no del saber que tendría del saber inconsciente del paciente. Se trata, con más exactitud, de la pasión de la ignorancia que lo conecta con el suje­ to supuesto saber, y respecto de esta suposición todo reside en saber si ella puede ser imputada al saber inconsciente o si la suposición es al­ go intrínseco a lo inconsciente.

La hipótesis del inconsciente ¡Ah! Aquí es cuestión de dar un paso más, puesto que, en efecto, Lacan utiliza en ocasiones la expresión sujeto supuesto saber como si­ nónimo del inconsciente, en la medida en que el inconsciente está liga­ do a algo que parece tan dudoso como una suposición. ¿Qué hubiera dicho Freud de todo esto? Freud era m uy terminante al respecto: el in­ consciente es algo real. Ante la objeción de que el inconsciente no es si­ no una manera de hablar, Freud, con todas las letras, dice: "Pero des­ pués Janet se ha expresado con excesiva cautela, pretendiendo que lo inconsciente no ha sido para él nada más que un giro verbal, un expe­ diente, unefagon de parler [una manera de decir]"; si se dice que el in­ consciente no tiene nada de real en el sentido de la ciencia, hay que en­ cogerse de hombros. Pueden encontrar esto en la página 235 de las Conferencias de introducción al psicoanálisis. Para Freud el inconsciente es algo real en el sentido de la ciencia, no es una manera de hablar. Pero, al mismo tiempo, debemos constatar que en sus textos presenta la existencia de lo inconsciente, die Existenz [la existencia], o más exactamente, la existencia de los procesos psíqui­ cos inconscientes, como una hipótesis. La palabra es Annahme [suposi­ ción], tal es el estatuto freudiano de lo inconsciente: una hipótesis. Hi­ pótesis es suposición, ese es el término latino que traduce aquello que de griego tiene el de hipótesis y que repercute en la expresión de La­ can de sujeto supuesto saber. Cuando decimos in der Annahme dafi, ¿es­ to quiere decir que se supone qué -e n la lengua-?

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Freud sostiene ambas cosas, a saber, el estatuto hipotético del in­ consciente y, al mismo tiempo, su estatuto real im Sinne der Wissenschaft -real en el sentido de la ciencia-, porque él no sitúa la hipótesis a la manera en que lo hace Newton, comentada por Lacan después que lo hiciera Koyré: hypotlieses non fingo, no finjo las hipótesis. No se trata aquí de una hipótesis que sería fingida, sino de esto que Freud llama una hipótesis necesaria, ya que para él la hipótesis del inconsciente, co­ mo él sostiene, se infiere a partir de datos de-la experiencia, es decir, de la base que representan los efectos de un proceso realmente tangible, Wirkungen real greifbare. Resulta muy estimable el texto d e Conferencias de introducción al psi­ coanálisis, a menudo despreciado, texto de divulgación popular. Allí podemos captar la organización d el pensamiento de Freud, que nos aporta algo así como la impresión d e un contacto más íntimo con el ac­ ceso que él tema al inconsciente. Pero no sólo en las Conferencias... en­ contramos esto. Esta idea de la hipótesis del inconsciente, la encuentran, por ejem­ plo, en El chiste y su relación con lo inconsciente (mot d'esprit), tercera par­ te y capítulo VI, que en alguna ocasión comenté aquí, acerca de la re­ lación entre el chiste, el sueño y el inconsciente. Si nos dirigimos a la página 156, Freud habla allí del inconsciente como de algo que efecti­ vamente no se sabe, entonces uno se encuentra obligado a completar­ lo por vía de deducciones irrefutables:"[...] lo inconsciente es algo que real y efectivamente uno no sabe, a la vez que se ve precisado a com­ pletarlo mediante unas inferencias concluyentes". Para considerar otra época de la obra de Freud, podemos remitimos al artículo "Lo incons­ ciente", incluido en el volumen que en francés se denominó Métapsychologie, cuya primera parte lleva por título "Justificación del concepto de lo inconsciente" -die Rechtfertigung-. Allí Freud habla de die Annahme des Unbewussten (la suposición de lo inconsciente), dice que la hipótesis del inconsciente es a la vez necesaria y legítima. ¿Cuál es su deducción? Aquella que Lacan retomó en los co­ mienzos de su enseñanza, en "Función y campo de la palabra y del len­ guaje en psicoanálisis" y que procede directamente de la primera parte del inconsciente de la Meta-psicología d e Freud. Freud toma como punto de partida el hecho de que los datos d e la conciencia comportan un gran número de lagunas, hay discontinuidades, no sabemos por qué hace­ m os ciertas cosas y la prueba misma de todo esto la constituye, para él, el olvido de las consignas recibidas durante el sueño hipnótico. Esto

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guardará, desde su perspectiva, un valor de confirmación: alguien resul­ ta dormido por efecto de la hipnosis, se le dan consignas que luego son ejecutadas, y esa persona no sabe por qué tiene un varío. En ese punto Freud sitúa lo que llama la hipótesis del inconsciente, es decir que hay un agujero y que necesitamos hacer, en ese momento, una hipótesis que permita restablecer la inteligibilidad. Es exactamen­ te lo que Lacan tradujo de manera sensacional diciendo: el inconscien­ te es el capítulo censurado de mi historia. Entonces, interpolando los actos inconscientes que inferimos, dice Freud, restablecemos la continuidad. Aquí opera exactamente la hipó­ tesis del inconsciente. Ella nos da lo que Freud llama una ganancia de sentido, Gewinn ein Sinn; emplea el mismo término, Lustgewinn, cuan­ do habla de la ganancia de goce o de placer. Es una ganancia semánti­ ca, una ganancia en cuanto al sentido y, al mismo tiempo, en cuanto a la continuidad -Zusammenhang- la continuidad del relato o del discur­ so consciente, como decía Freud. A partir del momento en que el pro­ cedimiento analítico permite ejercer una influencia efectiva en el curso de los procesos conscientes, tenemos -d ice- una prueba irrefutable de la exactitud de la hipótesis del inconsciente. Se puede decir que esa hipótesis, esto es, esa suposición que para Freud es irrefutable, ligada a la instancia misma del inconsciente, tradu­ ce el pasaje de aquello que está privado de sentido -Sinnlóse- al sentido. Pueden considerar que todo el problema se concentra en esta frase de Freud: la posibilidad -nos dice- de dar un sentido al síntoma neu­ rótico por vía de la interpretación analítica es la prueba irrefutable de la existencia, o si prefieren de la necesidad de la hipótesis de procesos psíquicos inconscientes. Digo que todo está allí porque, como pueden captarlo, en esta fra­ se Freud pasa de la posibilidad de acordar un sentido a la necesidad de la hipótesis del inconsciente. Es decir, pasa de die Móglichkeit, de la posibilidad, a otra modalidad, die Notioendigkeit, la necesidad. Tene­ mos aquí, en escala reducida, ese cambio de modalidad lógica, el pa­ saje de la posibilidad a la necesidad, que se encuentra en el fondo de aquello que le permite atribuir el carácter real al inconsciente. Entonces, lo que resulta sorprendente, si seguimos con precisión y tomamos en serio el encadenamiento de las Conferencias de introducción al psicoanálisis de Freud, es que el capítulo donde expone esta hipóte­ sis del inconsciente está muy alejado de aquel donde habla de la trans­ ferencia. El primero es, en cierto modo, el punto culminante de sus ela­

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boraciones en lo que concierne a la interpretación, entendida como aquello que da sentido al síntoma. El capítulo sobre lo inconsciente es el punto culminante de su elaboración semántica y después, hasta in­ troducir la transferencia, texto con el que más o menos concluye la obra, hay toda una serie de capítulos que se ocupan, para decirlo sim­ plemente, de la libido. Es sólo a partir del carácter libidinal que Freud introduce la trans­ ferencia, cuando se revela que el síntoma, además de tener sentido, constituye también una vía de satisfacción, una modalidad de goce, como decimos nosotros. Toda la elaboración de la transferencia se ha­ ce sobre la vertiente libidinal, en la medida en que la transferencia es comparable al síntoma a título de satisfacción libidinal. Para Freud, la transferencia funda el hecho de que el analista atrai­ ga la libido que se retira de los síntomas, algo que Lacan traduce cuan­ do habla del objeto a como condensador del goce, manteniéndose así muy cerca del texto freudiano. Y es por esa vía que la transferencia nos presentifica el modo según el cual se forma el síntoma. Al mismo tiempo que insiste sobre el carácter artificial de la trans­ ferencia, a la que califica de neurosis de transferencia, Freud no ve en ella una ilusión sino el testimonio mismo de lo que es la realidad psí­ quica, la prueba de que lo reprimido es de naturaleza libidinal. En ese punto, por otra parte, expone aquello que acabo de evocar: la convic­ ción de que los síntomas tienen la significación de satisfacción libidi­ nal, de sustitución, no quedó definitivamente asentada hasta el mo­ mento en el que tomamos en cuenta la transferencia. Aquello que para Freud ocupa un lugar prioritario es el estatuto li­ bidinal del analista, aún más, lo que él llama, precisamente, la Bedeutung (significación) libidinal del analista; y como ya lo señalé en otra ocasión, Freud emplea siempre ese término, Bedeutung, a diferencia de la palabra Sinn (sentido), cuando se trata de una referencia libidinal. Y solamente esta Bedeutung da origen al nuevo sentido que toman los síntomas en la transferencia. Para Lacan, por el contrario, lo que está en primer término es el nuevo sentido que toman los síntomas, el fenómeno semántico, mien­ tras que la emergencia del objeto del referente todavía latente, como lo plantea en la "Proposición del 9 de octubre...", se ubica en segundo lu­ gar. En ese pasaje de Freud a Lacan asistimos, entonces, a una inver­ sión evidente. En Freud, la transferencia como fenómeno libidinal con­ diciona la interpretación; en Lacan, la interpretación condiciona la

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transferencia, y esto es lo que traduce la primada del sujeto supuesto saber en su teoría. Pero esta primaría tiene una consecuencia en la que nos detendre­ mos la próxima vez, cuando abordemos el tema. Se trata de aquella por la cual Lacan define el inconsciente a partir de la transferencia, de mo­ do que establece una relación esencial con el tiempo de su descifra­ miento. En la perspectiva de la transferencia, el inconsciente no es un ser, es un saber supuesto, es decir, en espera. Y por esta misma razón Lacan puede decir que el inconsciente es relativo, es un asunto de ética. Esto no equivale simplemente a decir que es cuestión de nuestro deseo. Es plantear que el inconsciente no es un asunto de ontología sino de éti­ ca, esto es, que el inconsciente está, básicamente, siempre por venir, y este inconsciente por venir constituye lo más sorprendente y quizá lo más oculto del aporte que hizo la práctica de Lacan al psicoanálisis. Desarrollaré esto la próxima vez. 17 de noviembre de 1999

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II Gente del Secreto

Me retrasé. Habitualmente llego tarde y por esa razón me intereso especialmente en el tema de este año. Estoy, en verdad, subjetivamen­ te interesado y confieso que espero lograr, a partir de este Curso, ya no llegar más tarde. Según parece, cuando se enseña como es preciso hacerlo, uno está en la posición de analizante; no veo entonces por qué yo no podría es­ perar del Curso, por una vez, la cura de uno de mis síntomas. Aclaro que sólo llego tarde, regularmente, cuando tengo que ha­ blar. El resto del tiempo tengo una relación muy distinta con el lapso. Se trata entonces de algo muy concentrado, muy recortado y como hoy superé las dos horas, esta ha sido la ocasión de darme cuenta hasta qué punto ese retraso está marcado. El Curso está anunciado para las 13.30 horas No llego nunca a esa hora, pero considero que entre las 13.30 horas y las 13.45 horas, se tra­ ta de algo permitido. Algo que está, por otra parte, ritualizado puesto que se lo designa, para quienes lo ignoran, como "el cuarto de hora académico". Quien enseña en la universidad está autorizado a ese re­ traso, que hasta puede ser recomendable: se permite así llegar a los re­ trasados, los otros retrasados, y se hace esperar la llegada de la pala­ bra magistral. Después de las 13.45 horas y hasta las 14 horas, es ver­ daderamente el campo del síntoma. Por consiguiente, allí se mide con exactitud dónde se ubica mi llegada, entre las 13.45 y las 14 horas. Después de las 14 horas, como hoy, en verdad es el campo del aconte­ cimiento imprevisto, que toca aún distinguir.

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13.30 horas — 45

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14.00 horas

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No voy a continuar con m i análisis en directo bajo esta forma; les comunicaré mis ideas a medida que ellas vayan surgiendo en mí y po­ drán constatar mis progresos a partir de este pequeño dispositivo.

Sectas Retomo entonces. Cuando expongo ante ustedes, aquí, aquello que retiene la atención, lo que engancha, no es en absoluto necesariamente la corriente principal de lo que enuncio; ya he podido constatar más de una vez que muy a menudo es un pequeño detalle, un señalamiento la­ teral, una observación incidental, lo que la convoca. Señalo por lo demás la importancia del pequeño detalle a título de condensador de libido. La primera pregunta que se me planteara en privado -n o aquí, por­ que no doy lugar a tal cosa, en primer término porque llego tarde y sintiéndome culpable por eso, lleno todo el resto del tiempo; si pudie­ ra llegar a las 13.30 horas quizá les cedería la palabra- Entonces, la pregunta que se me planteó sobre el último Curso se refería a la alu­ sión, hecha verdaderamente de paso, a un cuento de Borges. Lo había calificado de sensacional y lo resumía diciendo que presenta al coito como la práctica de una secta enigmática. Me preguntaron el título de ese relato y voy a comenzar por allí, apo­ yándome en esa pregunta, puesto que no contaba desarrollarlo sin ella. Hace dos años les presenté un pequeño cuento de Voltaire sobre los ciegos que juzgan acerca de los colores. Les decía que para mí ese re­ lato era una joya de la obra de Voltaire y quizá mi preferencia mayor en cuanto a la literatura francesa. Encontraba en él una esencia del francés en la literatura. Pues bien, este cuento de Borges es para mí una joya entre todos sus escritos y quizá el relato que prefiero en la literatura de lengua espa­ ñola, a la que accedo en parte sin traducción.

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El relato consta de tres páginas que figuran en la antología más co­ nocida de Borges. En todo caso, lo ubicó en aquella que tuvo diferen­ tes ediciones y que se fue enriqueciendo progresivamente. Borges le dio un lugar in fin e en Ficciones, antología compuesta a su vez por dos colecciones que habían sido publicadas antes por separado. En esta antología, el cuento al que me refiero pasa aparentemente desaperci­ bido. Para indicarles el título, les diré que se llama "La secta del Fé­ nix", y está compuesto tan sólo por cinco parágrafos, nada más que eso. El primero de ellos introduce, bajo una forma paródica, la secta del Fénix. Se trata evidentemente, como muchos de los escritos de Borges, de una especie de broma. La secta es presentada de manera indirecta, se­ gún la perspectiva de quienes escribieron acerca de ella. Al leer ese pá­ rrafo -yo leería el prim ero- nos hace pensar en las menciones que apa­ recen de repente en la literatura antigua, en imas pocas frases, referidas, por ejemplo, a los sectarios de Jesús. Sin duda esto es así porque en ese primer párrafo se trata de Flavio Josefo. Esta aproximación indirecta, a través de lo que ha sido dicho y escrito, conviene evidentemente a la noción de secta como tal, en tanto ella supone la reunión alrededor de un saber que es, en lo esencial, secreto, un saber que no se expone, sa­ ber bajo un velo, saber supuesto para retomar el término de Lacan. Para acceder a esta secta supuestamente secreta, entonces, al saber de esta secta, de lo que ella es, sólo se tienen indicios fragmentarios, re­ cogidos en todas las literaturas, desfasados y eventualmente contra­ dictorios. Es necesario decir que Borges tiene un excelente dominio en cuanto a la evocación del saber fragmentario, aquel de las viejas cróni­ cas, pero asimismo se lo ve deducir un trozo de sistema, el del idealis­ mo alemán, donde el argentino va a recoger una pequeña frase que re­ suena, hasta que el fragmento surge por fin en su resplandor. Borges despliega en toda su producción literaria los cuerpos despe­ dazados del saber. Se mueve como un pez en el agua en el S (A), tal co­ mo designamos el carácter necesariamente fragmentado, estallado, desfasado del saber, y llega a forjar una poesía de la erudición bromis­ ta. Por cierto, Borges había leído mucho, pero había leído, sobre todo, la Enciclopedia Británica, de donde extraía pequeños destellos que ha­ cían alusión a una cultura universal. En ese pequeño texto, "La secta del Fénix", Borges conjuga el saber y el secreto, dos términos que parecen antinómicos. Tendríamos, por un lado, lo que sabemos y, por el otro, lo que no sabemos. Esa partición

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del saber y del secreto es la que alimenta precisamente el imaginario de la conspiración, algo muy presente en Borges. La existencia de una conspiración tiene como efecto dividir a la hu­ manidad en dos clases distintas: los que saben y los que no saben. Es necesario reconocer que el psicoanálisis, en sus comienzos, justamente porque unos y otros estaban allí reunidos en torno a un saber que no era de todos, que presentaba un cierto carácter de novedad, de origi­ nalidad y aspiraba, al mismo tiempo, a la universalidad, ese movi­ miento psicoanalítico fue en un primer momento abordado y concebi­ do como una especie de conspiración, y no queda descartado, por lo demás, que los primeros analistas y hasta el mismo Freud no hayan ce­ dido en gran medida al imaginario de la conspiración. Entre ellos, da­ ban en llamar a ese movimiento "la causa", pero bien pudiera ser de igual modo la conspiración freudiana. Este es el punto de partida de estas cuestiones de sectas y de cons­ piraciones que se refieren a quienes tienen el saber y a quienes no lo tienen. Por una parte, se alinean algunos, los huppyfeiu band ofbrothers y, por la otra, todos los demás. Pero Borges, precisamente, imprime al imaginario de la secta, en lo que concierne a ese relato en particular, una torsión por la cual se re­ vela que no hay algunos que saben más que los otros. Esto no impi­ de que se agrupen y se reúnan. ¿En función de qué finalmente? Del significante de la secta como tal, significante del que, por otra parte, Borges nos muestra de inmediato que es altamente dudoso. No hay un gmpo que sepa más que el otro acerca del secreto, y aún más, hacia el final del texto se revela que aquellos que nos fueran presen­ tados como "algunos", son tan numerosos que en realidad son todos los demás. El secreto para algunos lo es también para ellos mismos -algo que responde a esa frase de Hegel que cito a menudo, extraída de su Estética, en el pasaje donde se refiere al arte egipcio-, Hegel dice que "los secretos de los egipcios eran secretos para los propios egipcios". Esto mismo es lo que, poco a poco, en los cinco parágrafos de Borges se toma evidente. Son dos las grandes vertientes del saber que han ocupado esto que damos en llamar el Occidente, el Occidente de los occidentales, que Lacan llamaba occidentados: el saber griego y el egipcio. El saber griego es el saber desplegado, expuesto, cuyo modelo son las matemáticas. En Grecia se inventó esto de reunir gente, no masas así (señalando el auditorio), sino un pequeño número de personas, para después, en grandes paneles sobre los cuales se ha trazado un círculo,

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un rectángulo, un triángulo, leer las demostraciones, a medida que se inscriben sobre el panel las pequeñas letras en el lugar que les corres­ ponde en el diagrama. Se trata de una práctica que un buen día vino al mundo y se hizo solamente allí, en Grecia. Surgió en primer término bajo la forma de una secta especial, la de los matemáticos. jAh! ¡Esa tuvo éxito! Es, claro está, la razón por la cual ella retiene, tiene con qué retener del psicoanálisis -secta más reciente y que no ha obtenido todavía su lugar-, el lugar central en la cultura que la secta de los matemáticos conquistó. Evidentemente es una secta orientada hacia un real por completo nuevo y en extremo sólido, que hacía palidecer de envidia a Lacan. ¿Cómo obtener para la secta de los psicoanalistas un real destinado al mismo éxito que el real matemático? Entonces, por un lado, el saber griego, saber del materna -comen­ zamos, terminamos, ustedes no tienen nada que decir, queda cerrado, sólo resta volver a hacer el camino o integrar el resultado en una es­ tructura más inteligible-, y, por otro lado, el saber egipcio. El saber egipcio es el saber críptico, misterioso, supuesto y se lo de­ be suponer justamente para asomarse a él e intentar un desciframien­ to; es decir, reemplazar algunos significantes por otros que, por su par­ te, quieran decir algo y, por esa razón, hacen que los primeros también quieran decirnos algo. Dos postulaciones -e l saber griego y el egipcio- antinómicas, como el materna lo es del misterio. Esta antinomia, presente en el texto de Borges, ha sido esencial para el espíritu de las Luces. En este punto, una vez más, podemos retomar a Voltaire, quien en su artículo “Secta" del Diccionario Filosófico nos dice: "En la geometría no hay secta. No se dice un euclidiano, por ejemplo. Cuando la verdad es evidente, es imposible que se susciten partidos y facciones. Nunca hubo disputas acerca de si hay luz al mediodía". Esto es, indudable­ mente, ingenuo. La cuestión de saber si hay luz al mediodía puede perfectamente suscitar una disputa y todavía se trata de saber dónde se produce ese mediodía, por ejemplo. Es característico del espíritu de las Luces como tal, espíritu anti-sectas, examinar todas las cosas a la luz de ese mediodía acerca del cual no hay disputa, extender ese mediodía que reina en el modelo mate­ mático a todas las cuestiones de este mundo. ¡Ah! Evidentemente, cuando desplegamos, cuando queremos exa­ minar a pleno día verdades que sólo prosperan en la sombra, verdades

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murciélagos, cuando ponemos eso a la luz del mediodía, esas verda­ des se evaporan. La Revolución Francesa ratificó la voluntad de ir a examinar los fundamentos de los significantes amos como si fueran significantes matemáticos; la voluntad, en materia política, de ser de­ mostrativo y universal. El psicoanálisis se sitúa entre lo griego y lo egipcio. Por un lado, el objeto de su trabajo es el saber del inconsciente, de tipo egipcio, pues­ to que debe ser descifrado, y sabemos de la fascinación personal de Freud por el antiguo Egipto, su arte, sus productos. Él se rodeaba de testimonios del saber egipcio, de ese saber cifrado. Y, al mismo tiempo, el psicoanálisis apunta a conducir al materna. La referencia de Freud es el saber científico. Así, insiste tanto en el gus­ to y la fascinación por el objeto egipcio como en la pertenencia del psi­ coanálisis al discurso científico, y que es necesario que lo real del in­ consciente sea probable en el discurso científico. A todas luces, la cuestión es mucho más difícil de lo que Voltaire plantea. Hay sectas en las matemáticas y no simplemente especialida­ des; hay sectas cuya tendencia es, en efecto, la de transformarse en es­ pecialidades. Pero no existe la geometría, tal como aún se podía escri­ bir en el siglo XVIII; hay geometrías y después el intuicionismo, como se lo dio en llamar. La concepción intuicionista de las matemáticas, surgida en el siglo XX, emergió con rasgos sectarios en extremo mar­ cados, alrededor de un líder, Brauer, quien concebía, en efecto, su intuicionismo como una verdadera cruzada. La secta queda definida de manera muy incompleta en el dicciona­ rio Robert como "el conjunto de personas que profesan una misma doc­ trina filosófica o como un grupo organizado de personas que tienen una misma doctrina en el seno de una religión". Esto no tiene nada que ver. Se remiten a la raíz latina de la palabra sec¡ui, "seguir", pe­ ro hay evidentemente en la secta algo de "sección", sectio, secare, que designa la acción de cortar, de dividir. La secta comporta esencialmente una condición parcial de la ver­ dad, una idea preconcebida en materia de verdad. El hecho mismo de asumirse como secta implica reconocer que el saber del que se trata, ese saber de doctrina, no es para todos -o que la secta retiene ese saber o constata que los demás le hacen resistencia- Se trata de un saber se­ parado, y por esa razón la secta tiene, en efecto, afinidades esenciales con el secreto, con el saber que no está a disposición de todos.

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La secta del Fénix En "La secta del Fénix", Borges comienza por describimos una sec­ ta por demás lejana, al punto que queremos hacerla más próxima va­ liéndonos de lo que di en llamar indicios, y después, en un desliz sen­ sacional del párrafo siguiente, la extiende a la humanidad toda y reve­ la la perspectiva según la cual la humanidad es en sí misma una secta. Les leo su primer párrafo: Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV, alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la deno­ minación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro y que las fuen­ tes más antiguas (las Saturnales o Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la G ente del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra h e tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nom bre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian.

El misterio reina. La mención de Ginebra, aquí, es evidentemente conmovedora, puesto que es el lugar elegido por Borges para m orir y el lugar donde pasó los años más felices de su infancia y de su adoles­ cencia. Por otra parte, uno de sus últimos libros de poemas lleva por título Los conjurados-, el poema "Conjurados" es el último de esa colec­ ción y Borges llama así en él a la unión de los primeros cantones sui­ zos para formar la nación suiza. En pocos versos, entonces, evoca es­ ta conspiración, esta conjuración inicial, para concluir con la evoca­ ción -que parece encantarlo- de una Su iza que se extendería al m un­ do entero. Qué delicadeza la de ese término de Gente del Secreto, que es, en ma­ yúsculas, el nombre, el nombre propio de todas las sectas iniciáticas: Gen­ tes del Secreto: sería formidable llamarse así, en lugar de psicoanalista. Borges habla también de Gentes de la Costumbre y esto anuncia el lugar que acordará en ese texto a un rito misterioso. Un rito es una acción simbolizada; comporta, precisamente, que prestemos nuestro cuerpo a los símbolos. Freud describe algunos ritos

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individuales, pero lo hace por analogía con el rito antropológico, el que hace lazo social. En el desliz de Borges, finalmente, todo el secreto del que se trata era introducido por los libros, lo que se dice, etcétera; to­ do el secreto se revela concentrado en un rito. En el segundo párrafo, hace la diferencia entre las "Gentes del Se­ creto" y los gitanos. Las Gentes del Secreto no son ni como los gitanos ni como los judíos, "los sectarios -d ic e - se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones". Tercer párrafo: "[...] no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix". Tene­ mos entonces una secta que está en cierto modo omnipresente, que se mezcla con todos. El cuarto párrafo sustrae suavemente a la noción de secta todos los rasgos que la particularizan: no tienen libro sagrado, no tienen memo­ ria común, no tienen un idioma propio, sólo poseen un rito. Más aún -d ice Borges-, el rito constituye e l Secreto. Veamos entonces el rito: He compulsado los informes d e los viajeros, he conversado con pa­ triarcas y teólogos; puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto. Este, como ya indiqué, se transmite de generación en genera­ ción, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tam­ poco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los indivi­ duos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la cera o la goma arábiga.

Bueno, esto es para desorientar al lector, uno empieza a entender de qué se trata. No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propi­ cios. El Secreto es sagrado pero n o deja de ser un poco ridículo; su ejer­ cicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él [esto es­ tá fechado después de la guerra]. No hay palabras decentes para nombrar­ lo, pero se entiende que todas la s palabras lo nombran o mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una co­ sa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado ei Secreto.

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Creo que tuve la ocasión de decir recientemente que Borges había sido muy refractario al psicoanálisis, lo cual es cierto. Por lo demás, di­ jo que el psicoanálisis era la rama médica de la ciencia-ficción, algo que es de una precisión formidable, pero es evidente, se siente aquí la pre­ sencia de ese pequeño número de sesiones de análisis que al parecer hizo. En esta descripción se ve una iniciación azarosa, la ausencia de templo, y finalmente en el quinto párrafo: He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el Secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremenda­ mente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.

Ese es el texto. Se trata del coito; Borges nos desorienta con algunos adornos superfluos como la goma arábiga, que no resulta indispensa­ ble para el acto, pero consigue literariamente hacer un enigma del coi­ to. Es la razón por la cual tomo aquí como referencia una frase del tex­ to, en el intento de hacer para nosotros un enigma de la sesión analíti­ ca y describir según el modo sectario aquello que integra lo cotidiano de algunos analizantes y de analistas. Es el secreto del texto, y el texto se presenta a sí mismo como un sa­ ber a descifrar. Nos preguntamos, en efecto, qué es lo que está en jue­ go, si acaso la goma arábiga es absolutamente definitoria en ese rito. Si podemos dejar eso de lado y captar de qué se trata, puesto que lo lee­ mos, el texto está hecho para que nos preguntemos eso, de qué se tra­ ta, cuál es la referencia. Ahora bien, hacía mucho tiempo que conocía este texto y sabía de su encanto, y me di cuenta, en la notable edición de La Pléiade, edición ver­ daderamente científica que no existe en español, de que en el tomo I, pá­ gina 1595, se encuentra una nota donde se indica que Borges develó el secreto en una entrevista con un americano. Supongo que el americano le dijo: "Vamos, de qué se trata, ya es hora de decirlo", y Borges confie­ sa. Dice, precisamente; La primera vez {para nosotros, por supuesto, los ecos son múltiples] que escuché hablar de ese acto, cuando era un varoncito, quedé escandaíi-

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zado ante la idea de que mi madre y mi padre lo hubieran cometido. Era un descubrimiento, ¿pasmoso, no? Pero se puede decir que es un acto de inmortalidad, un rito de inmortalidad, ¿no es cierto?

La proeza de ese texto, entonces, es la de hacer enigmático, enigma­ tizar -si puedo emplear el término que me prometía lanzar hace ya va­ rios años- el acto sexual, la relación sexual. Hasta diría que consiste en empujar hasta el límite el espíritu de las Luces, hasta el punto donde lo racional, lo real racional, se convierte en fantástico. Es un ejercicio que podríamos practicar aquí, la gente que se reúne, cuerpos, instala­ dos, silenciosos, es decir que sólo utilizan su boca para hacer ruido fur­ tivamente en el oído del vecino y, por otro lado, uno de esos cuerpos puesto en evidencia, que se agita, que parece atrapado en una danza especial y produce ruidos. Esta descripción, si la prosiguiéramos un poquito, podría modificar ligeramente el coeficiente de realidad y de aburrimiento de la realidad cotidiana. Es el ejercicio que hace Borges con su arte, y digo que es el espíritu de las Luces, porque en las Luces primero se formula: existen costum­ bres, no sólo existe nuestra manera de hacer, hay otras costumbres esencialmente diversas de acuerdo con los pueblos y según las tradicio­ nes, y la humanidad se divide entre diversas costumbres. El hecho de que sean múltiples muestra que tanto las nuestras como las otras son semblantes que no tienen un fundamento necesario en la humanidad, que son invenciones y que se trata de elegir la mejor invención, la que haga menos mal a la humanidd -presento un concentrado del espíritu de las Luces- Ahora bien, digo que es el punto límite de este espíritu, puesto que la costumbre de la que se trata -Borges emplea la expresión Gente de la Costumbre- es la costumbre de la humanidad como tal. Se puede decir que en este texto el hecho de naturaleza, la obra de carne, es tratado integralmente como un hecho de cultura, es puesto a cuenta de una secta, de una parcialidad. Así es desligado a cuenta del semblante. Es la pregunta, la vieja pregunta de las Luces, la vieja pregunta de Moniesquieu "¿Cómo se puede ser persa?", la pregunta que plantea aquel que adhiere hasta tal punto a las costumbres de su lugar, de su tiempo, de su pueblo, que ya no puede captar por qué el otro hace las cosas de otra manera, y se sorprende. Es el sentimiento de extrañeza que se produce ante las costumbres del extranjero. En el siglo XVIII han disfrutado de los relatos de los viajantes, del exotismo que giraba

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la vida cotidiana hacia el semblante. Lo que precede al texto de Borges es el Suplemento al viaje de Bongainville de Diderot, donde disfruta mos­ trándonos que existen pueblos para los cuales el acto sexual tiene otros valores morales y simbólicos que para nosotros. El sacerdote llega y de inmediato le ofrecen la esposa del jefe, la hija, etcétera, y Diderot des­ cribe cómo el sacerdote se escandaliza ¡en los primeros momentos! (ri­ sas) frente a este ofrecimiento. Borges nos conduce aquí hacia algo que sería la pregunta acerca de cómo se puede ser hombre. Es la condición humana como tal que pare­ ce extranjera, enigmática, especialmente en lo que concierne al coito. Cómo puede ser que uno se libre a algo tan increíble como es eso que se da en llamar hacer el amor. El genio de Borges, aquí, en la secta del Fénix, reside precisamente en abordar el sexo a través del saber; habla de la secta del Fénix, el Fénix es el falo; es decir, el falo es un Fénix -ustedes son el Fénix de los huéspedes del bosque- En efecto, el acto sexual consuma la desaparición del falo y luego, supuestamente, des­ pués de un lapso más o menos grande, el falo renace de sus cenizas. Entonces aquí tenemos lo que justifica el Fénix, la secta, precisa­ mente que la humanidad hace del sexo un secreto y aun cuando ya no sea así, hay algo del sexo que intrínsecamente es un secreto. Por esa razón, la humanidad puede ser descripta como ima secta, y la paradoja que anima ese texto es precisamente que, en materia de se­ xualidad, todos se comportan como esos que ocultarían un secreto a los demás, cuando justamente el secreto e s de todos -y es el motivo por lo cual se trata, pese a todo, de un texto de la época del psicoanálisis-.

El Congreso del M undo Ahora bien, esos algunos apartados que se revelan integrados en el todo, son un tema fundamental en Borges. Pueden leer su cuento "El congreso", que le llevó mucho tiempo es­ cribir y que tema al parecer para él, según dijo, una importancia espe­ cial. El cuento describe una conspiración, fomentada por un terratenien­ te del Uruguay, quien, ante su incapacidad para llegar a ser diputado en el Congreso del Uruguay, decide fundar un Congreso del Mundo. "Don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso del Mundo que representaría a todos los hom bres de todas las naciones". Entonces no reúne sino una pequeña banda un poco deshonesta, cuyos

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miembros son descriptos... algo a sí como los apóstoles o como la ban­ da de Freud; y, luego, ¿qué hacen cuando están en el Congreso del Mundo? Se ponen a hablar de todo un poco, incluidas las cosas más fú­ tiles, establecen listados, montan una biblioteca de consulta, buscan un idioma conveniente para la reunión del Congreso del mundo, ¿se­ rá acaso el esperanto?, ¿el volapíik?, ¿el latín?, ¿el lenguaje analítico de John Wilkins, sobre el cual Borges escribió una nota erudita, citada por Lacan en los Escritos? Y, después, recaída: Don Alejandro hace quemar los libros, los hace reunir en el patio y los hace quemar. Dice entonces: "El Congreso d el Mundo comenzó con el primer ins­ tante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en que no esté". El Congreso del Mundo está por todas partes, en ca­ da uno, en cada cosa, en cada acontecimiento, y al caer el día se lleva de paseo lo que queda de la pequeña banda, en un auto descubierto, a través de Buenos Aires, no lejos del cementerio de la Recoleta. Es un momento encantador, descripto e n un solo párrafo, una especie de re­ velación: el Congreso del Mundo está allí, no es necesario deslomarse para juntar libros y estudiar idiomas, todo está ya ahí y no necesita de nosotros, no precisa que nos agitemos. Hay como una revelación mística, de la que sólo les cito un pasaje. Dice el narrador: Importa haber sentido que nuestro plan, del cual más de una vez nos burlamos [es gente de ¡as Luces, pese a todo, evidentemente el Congreso

del Mundo es una especie de punto limite del espíritu de las Luces, la univer­ salidad sostenida por una conspiración, quefinalmente descubre su inutilidad] existía realmente y secretamente y era el universo y nosotros.

Entonces, al comienzo, tenem os esos algunos que están como cris­ pados sobre su particularidad; quieren representar a todos y finalmen­ te es la sublime disolución del Congreso del Mundo en el mundo mis­ mo. En cierta manera, el mundo no necesita ser representado por el Congreso del Mundo. No necesita que algunos se consagren a una ta­ rea especial, esa tarea ya está cumplida, ya está ahí, es el universo, el gran todo. No podemos dejar de pensar en la frase de Hegel: "el ab­ soluto que quiere estar cerca de nosotros". Nada de todas esas fenome­ nologías del espíritu sería concebible si el absoluto no quisiera estar y no estuviera ya cerca de nosotros. Se trata del momento místico entre lo universal y lo particular; el universo mismo, por el mero hecho de ser abordado desde lo particu­

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lar, desde el proyecto de ese terrateniente del Uruguay, cuando lo par­ ticular sabe abolirse, luego, cada cosa, lo universal y lo cotidiano, cobra entonces otro sentido. La esencia de todas las sabidurías místicas es la de hacer reencon­ trar en el más intrascendente de los acontecimientos el sentido de lo absoluto, que es aquí un sentido secreto. Se trata de la conjugación tan bella de esas dos palabras: realmente y secretamente. Es un secreto que no tiene contenido, un secreto que es sólo la significación del secreto, como Lacan puede decir que el sujeto supuesto saber no es más que la significación del saber. Para volver a la secta del Fénix, ella pone en escena la pertenencia de la sexualidad al secreto. Es un secreto que todos practican y, sin em­ bargo, sigue siendo un secreto para cada uno. Hay algo secreto en la sexualidad para cada uno. Lacan decía que las palabras de Borges resonaban con las suyas, lo dice en sus Escritos a propósito de la antología Otras inquisiciones, don­ de figura el texto sobre John Wilkins. Encontrarán esta referencia en "La carta robada", a propósito del vocablo nullibiété, un saber que se sostiene por entero en un acto cumplido por todos a la manera de un rito, según muestra Borges, es decir, sin saber qué significa eso. De to­ da la literatura, "La secta del Fénix"es el texto más condensado, más exquisito para poner en escena la no-relación sexual. Aquello que sig­ nifica la no-relación sexual en tanto es secreta, tanto para quienes la realizan como para quienes no lo hacen. En eso, el rito -Borges lo indica en la última frase de manera prodi­ giosa- se reúne con el instinto, porque el rito, como el in stinto, es por excelencia lo que se hace sin saber por qué. Dice Borges en esa última frase: "Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo". Se inscribe exactamente en el mismo filón que la revelación mística, la revelación de aquello que no tiene porqué. Cono­ cen la cita de Angelus Silesius, a la que se refieren tanto Heidegger co­ mo Lacan: "la rosa es sin porqué". Pues bien, tal es la revelación que surge al finalizar el Congreso: "el mundo es sin porqué". El mundo no tiene necesidad de nosotros, de nuestra preocupación, no necesita de nosotros si somos la preocupación, si somos emprendimiento, deseo. Se trata de una sabiduría que coincide con la del Tao. No hace falta mo­ verse tanto, basta con pasearse y después todo lo que pasa está ahí. Es el tema del mundo y de la falta. La falta es ilusoria. Sólo hay lo que es y todavía es decir demasiado, porque esto evoca otra cosa; hay

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eso que es, ¡es demasiado decir! Podríamos decir, como Heidegger, "hay...", el "hay". El mundo, tal como aparece al concluir el Congreso, es el mundo material, el que se percibe en el paseo; por supuesto, existen asimismo las imaginaciones, las ensoñaciones, las ficciones, y todo eso también está de un cierto modo. De se modo, Borges desemboca, en definitiva, en la univocidad del ser. Es decir, eso también es, eso que es materia de tus ensoñaciones, de tus sueños, la idea que te pasa por la cabeza, el instante, es también todo eso. Entonces, claro está, desde esta perspectiva, el tiempo se hace pro­ blemático. Y Borges es el autor de un texto capital para nuestra inves­ tigación de este año, texto que comporta una refutación del tiempo. Por lo demás, Borges es el autor de dos refutaciones del tiempo, una en 1944, la otra en 1946 -é l se encarga de decirlo-. Él hace llegar la ma­ licia hasta publicar esos dos artículos, en su antología, al mismo tiem­ po, e indicando bien sus fechas, 1944 y 1946, refutaciones del tiempo. Por otra parte, el título exacto es "Nueva refutación del tiempo", al­ go que indica, por supuesto, que hubo otras antes. La malicia, aquí, re­ side en que el mismo título desmiente la tesis expuesta y el esmero con el que presentara los artículos bajo la forma de 1944 y 1946. Además, comienza por decir que no cree en esa refutación del tiem­ po, pero que -según afirm a- ella viene a menudo a visitarlo durante la noche o en la languidez del crepúsculo, con la fuerza ilusoria de una verdad primera. Entonces, ¿qué demuestra allí su texto? Que, de hecho, se ha refuta­ do al tiempo. Numerosos filósofos lo hacen y las negaciones del tiempo son refutaciones que pertenecen al idealismo filosófico, al imaginario o a la literatura. ¿Por qué Borges lo hace de este modo, con pequeños frag­ mentos que va a recoger de todos lados? Para mostrar que la negación del tiempo es pensable, es decir que es el producto del pensamiento y de la imaginación. Pero su efecto es el de aislar lo real del tiempo. ¿Qué demuestra la nueva refutación del tiempo de Borges? Que el hecho de ser refutado, no le impide al tiempo ser. Y, además, refutarlo lleva tiempo, el que le tomó entre 1944 y 1946 y, después, hasta que reunió todo eso en 1955. Eso no le impide al tiempo ser, el tiempo es, pese a la refutación, co­ mo lo imposible. Y allí, hacia el final, encontramos esa frase tan bella que podríamos hacerla servir de advertencia este año: el tiempo es la sustancia de la que estoy hecho [en español en el original].

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Entonces, hada el final, se trata de la refutación de la refutación, de la refutación en lo real de la refutadón idealista del tiempo. La última frase es la siguiente: "El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgra­ ciadamente, soy Borges". No es precisamente el final. Me alegró darme cuenta; es un texto que conozco, pero me alegró darme cuenta, en la pequeña construc­ ción que hacía para ustedes, de que verdaderamente el texto se termi­ na después de esa frase con una cita d e Angelus Silesius, un dístico: Freund, es ist auch genug. Im Fall d u m ehr willst lesen, So geh imd werde selbst die Schrift und selbst das Wesen. (Angelus Silesius: Cherubinischer Wandersmann, VI, 263.1675.j 1

Entonces, si forzamos sólo un poquito las cosas para conceptualizarlas, ¿qué introduce esto? Hay una ruptura borgeana del cogito car­ tesiano, por la cual el cogito queda del lado que le corresponde, el del idealismo, la refutación de lo real, la refutación del tiempo. Por lo demás, algunos intérpretes h a n buscado demostrarle a D es­ cartes que el cogito, hablando con propiedad, sólo tiene existencia en el instante. En efecto, a partir del m omento en que Descartes tropieza con su cogito, se plantea la pregunta: pienso, luego existo; pero ¿por cuán­ to tiempo? Quienes comentaron el texto quisieron demostrar que esta pregun­ ta acerca de la duración en el tiempo, sólo podía resolverse pasando por el Otro -e l Otro divino-, puesto q u e el cogito no podía nunca ase­ gurar su ser como no sea en el instante del pensamiento. Entonces, "pero por cuánto tiem po", para que eso tenga continui­ dad hace falta demostrar la existencia de Dios. Por consiguiente, en efecto, del lado del cogito no hay tiem po y, a la vez, eso lo abre a la omnitemporalidad, a la copresencia de tod o lo que sucedió y sucederá; gracias al pensamiento soy el universo, soy todos los hombres. Un te­ ma que encanta a Borges en lo que concierne al cogito. Pero el sum juega la partida por su propia cuenta. Ocurre que con el pensamiento niego lo real, hago literatura, refuto el tiempo; pero del

1. En español: "Amigo, por ahora es suficiente. Si quieres leer más / Vé y transfór­ mate tú mismo en escritura y letra". [N. de la T.]

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lado del sum, soy tiempo. Y nadie como Borges -m e parece- marcó de una manera tan pura y precisa la pertenencia del "yo soy" al tiempo. Un "yo soy" que está hecho de tiempo, y como él lo expresa: el tiem­ po, sustancia de lo que soy. En este punto, resulta dem asiado simple decir: sólo soy Borges. Es allí donde ese texto sobre la refutación del tiempo se completa con otro, célebre, que es una simple página de Borges llamada "Borges y yo", donde yo habla de ese Borges que no es yo, de quien lee el nom­ bre, que hace montones de cosas, que tiene una vida apasionante, en tanto yo se pasea por Buenos Aires y, además, todo cuanto hace es car­ gado en la cuenta de Borges. Entonces, evidentemente, ese "sólo soy Borges" con el que termina la refutación del tiempo, em palidece ante esta sublime división, que es exquisita. Es hacia el final de la refutación del tiempo, cuando dice: "El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es u n fuego que me consume, pero yo soy el fuego". Allí es donde dice soy Borges y soy aquello que devora a Borges. No se trata simplemente de una división entre el ser y la apariencia, si­ no que hay un aspecto Borges, el que tiene el nombre, el escritor, el ser de lo simbólico y, al mismo tiem po, el actor cómico que el yo conside­ ra un poco dudoso. Las cualidades de ese yo toman en Borges, según dice él, un cierto acento teatral. Por un lado, está Borges -m e parece que hay que entender esto-, el Borges inmortal, y, por otro lado, estoy yo, el soporte, el material de Borges. El yo mortal, como el texto lo dice: Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y só­ lo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. [...] Spinoza enten­ dió que todas las cosas quieren perseverar en su ser [...] Yo he de que­ dar en Borges, no en mí (si es que alguien soy) [...].

Dicho de otro modo, por un lad o está Borges, un yo que está en el tiempo, que es tiempo y, por otro lado, hay otro que es significante y que en esa vertiente es una idealidad que efectivamente opera y hace del yo, además, el desperdicio de su propia inmortalidad. Aún así es necesario subrayar la primera frase, ¡ah! que no está ex­ plicada, es la primera de todas de esta página célebre: "Al otro, a Bor­ ges, es a quien le ocurren las cosas".

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Esto quiere decir que Borges ubica el acontecimiento del lado del significante, contrariamente a lo que la inmensa mayoría podría pen­ sar, el acontecimiento se ubica del lado de lo inmortal, no del lado del flujo temporal en el que simplemente me paseo Para que pase algo es necesario estar del lado del significante.

Gentes del Saber Supuesto Volvamos entonces un poquito al Fénix-falo. Designar al falo como Fénix es poner el acento, precisamente, en la potencia desplegada fren­ te al tiempo. El (p vence al tiempo, que a su vez lo vence puesto que re­ nace con la potencia del aún. No hay que exaltarse al respecto. El tiempo marca su presencia, por supuesto, a nivel de lo particular, pero no cuando se trata de la trans­ misión de la vida. Y precisamente son esos dos aspectos los que están allí, todo el tiempo presentes en eso que Borges nos pasa, el germen in­ mortal y después los cuerpos que se marchitan y perecen. La vida exis­ te bajo esas dos formas, lo inmortal de la vida y lo perecedero bajo la forma corporal. Recuerden aquel punto sobre el que insistí largamen­ te el año pasado, sobre esa supuesta biología lacaniana. Así, la relación de la vida al tiempo es doble; la vida cede al tiempo y también lo atraviesa. Y lo que permanece, al menos en la especie, cuando ésta perdura, es la celebración del rito sexual, es decir, de ese no-saber acerca del sexo o del secreto sexual, celebración de un no-sa­ ber que toma las apariencias de saber. Esto es lo que se llama un secre­ to, en este caso, igualmente cerrado para con los miembros de su pro­ pia secta. Es la razón por la cual siempre se busca aprender más a pro­ pósito de ese secreto. Ocurre que hay una correspondencia esencial entre lo sexual y el secreto, por la cual nos aplicamos todavía a esta búsqueda. Entonces, el cuento de cinco párrafos está enteramente tramado en una historia recorrida en todos los sentidos, desde las más viejas cró­ nicas hasta los rumores recogidos a lo largo de los viajes. Pero en ver­ dad, aquello que es recortado es un hecho trans-histórico, la repetición misteriosa del mismo acto. Y allí, lo diré en cortocircuito porque llego al término del lapso, se encuentra en la nueva refutación del tiempo de Borges esta proposi­ ción -que no desarrollaré-: "¿No basta un solo término repetido -nos di­

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ce- para desbaratar y confundir toda la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?". Por lo demás, esa biblioteca ambulante que era Borges, al mismo tiempo, tomaba respecto de la historia la misma distancia que Lacan en la primera parte de su enseñanza. No toquen la "h ", la "hache" de la historia. Aquí, el único término que se repite, susceptible de dislocar la his­ toria del mundo y poner en evidencia que no hay historia del mundo, es el rito sexual. Es la lección de esta secta del Fénix, esto es, que el coi­ to anula la historia del mundo y que en él convergen la naturaleza y la cultura, dando acceso como a un punto en el infinito donde los dos ór­ denes de paralelas se cruzan en el secreto, fuera del saber, y al respec­ to, cabe decirlo, perdónenlos porque no saben lo que hacen. Entonces evoqué, terminaré con esto, "La secta del Fénix" a propó­ sito del psicoanálisis como práctica y como práctica de la sesión. Po­ dría haber dicho la secta de la sesión. Evidentemente, el psicoanálisis como práctica sectaria puede ser abordado en el ámbito del grupo analítico. Está claro que hay un em­ puje hacia la secta en el psicoanálisis y, para captarlo, es necesario re­ ferirlo a eso mismo de lo cual se ocupa, el llamado inconsciente. Freud podía querer hacer de él un real digno de la ciencia y Lacan capturar­ lo en el materna, pero hay algo que en efecto resiste y fue situado por Lacan; por eso hay secta, de ahí extrae sustancia el sectarismo en el psi­ coanálisis. No hay que pensar que si se internacionaliza la secta cam­ bia de naturaleza, todo lo que se hace es un sindicato de sectas. Pero aquel es un abordaje muy limitado de la cuestión, porque esas no son sino las consecuencias de la relación con el saber que hay en el discurso psicoanalítico. Corresponde captar el fenómeno en su raíz, es decir, en la sesión analítica misma; hay una correspondencia esencial entre el psicoanálisis y la sesión. Ésta es, con todo, la forma mayor de su práctica; no hay psicoanálisis sin sesión de psicoanálisis, y una se­ sión de psicoanálisis es un encuentro que podríamos calificar, sobre el fondo de la secta del Fénix, entre Gentes del Secreto, Gentes del Incons­ ciente, Gentes del Saber Supuesto. Allí no se podría decir que los lugares propicios para la secta de la sesión son las ruinas, los sótanos o los vestíbulos; se considera que el lugar propicio es el consultorio del analista. Freud acordaba cierta li­ bertad al respecto. Solía dar paseos con algún analizante, excepcional­ mente; no es cuestión de que el paseo se convierta en la forma mayor

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de la práctica analítica. Se trata de un encuentro del que se puede de­ cir, tomando como fondo la secta del Fénix, que los miembros de esta secta, quienes se encuentran con regularidad, se abstienen de librarse al rito sexual. Esto no hace sino poner en evidencia la relación esencial que existe entre la sesión y la relación sexual. Eso que llamamos la regla de abstinencia, eso que amablemente lla­ mamos así y que completaría la regla de asociación libre, ¿qué quiere decir, como no sea que es necesario q u e la relación sexual sea posible para que no tenga lugar? R ela ció n p o r lo dem ás evocad a, e s n e c e s a rio con fesarlo, p o r la m is­ m a p resen cia d e e se lech o que se lla m a d iv á n , e n fu n ció n d el c u a l h ay sujetos q u e n o p u ed e n recostarse en é l d u ra n te la sesió n an alítica, p o r­ que su co n n o ta ció n sexu al es, para e llo s , in so p o rta b le d e sostener.

Se imaginan cómo se diría esto bajo la pluma de Borges: se encuen­ tran en una habitación donde hay un lecho y no hay nunca más de uno que se acuesta allí. Y precisamente p ara que, en su reemplazo, se esta­ blezca una relación con el saber. La relación con el saber moviliza la li­ bido y es necesario que esta libido se em plee en el saber. Bueno, continuaré la semana próxim a, acerca del tiempo y sus em­ pleos en el psicoanálisis. 24 de noviembre de 1999

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III El inconsciente en la sesión analítica *

Quisiera que aprecien cómo he progresado desde la última vez. Us­ tedes constatan que el hecho de enunciar públicamente mi síntoma de retraso y, por consiguiente, cubrirme de vergüenza al mostrarlo, no consiguió mi puntualidad, quiero decir, un atraso reducido al acadé­ mico de un cuarto de hora. Necesité un pequeño suplemento. Constaté que es precisamente en los minutos en los que debo partir que me visita una idea sensacional, de la que sin duda tendré la ocasión de hablar dentro de cuatro o cinco encuentros. Fijarla, por lo tanto, no debiera tener siquiera un carácter de urgencia y, sin embargo, oscilo en­ tre precipitarme aquí y detenerme, a pesar de todo, a anotar esta idea, y ahí tenemos entonces el cortejo patológico que me trae ante ustedes con algunos minutos de atraso. Pero así comprueban hasta qué punto pro­ greso en el conocimiento y quizá en el saber hacer con ese síntoma. Se inquietaron en mi entorno a propósito de lo que hacía con el tiempo. Les parecía que no hablaba lo bastante sobre el tema: "No se olvide del tiempo", me dijeron. Y tanto más perentorio era el tono en que lo hacían, que habían creído darse cuenta, en años anteriores, pa­ sados, que dejaba a veces detrás de mí la palabra, ella me servía de trampolín y yo alzaba el vuelo hacia no sé qué azul, hacia otros cielos. Quisieron, entonces, hacerme volver a tierra, al piso. Así lo traduz­ co yo: no quieren que me divierta; pero debo también constatar que es­

* Un extracto de esta d ase fue publicado con el título "D e la contingencia a la nece­ sidad" en Freudiana 29 (2000).

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te año tengo unas ganas irreprimibles de divertirme en este curso. Así, comienzo por una especie de divertimento que viene a continuación de lo que dije la última vez, ¡es así! Al mismo tiempo, no me olvido del tiempo, no pierdo el tiempo para hablar del tiempo.

La secta de la consecuencia Hablando del lapso y del coito, pensaba en eso, en el lapso. Y me digo: ¡Cómo insiste el tiempo! ¡Cómo domina el tiempo los asuntos del amor! En primer término, está el lapso necesario para hacer el amor y a veces el trabajo -se dice-, la preocupación, la vida cotidiana, reducen el lapso del amor a una porción mezquina. Está el lapso que los aman­ tes furtivos sustraen a la vida en plena luz. El lapso necesario para el goce del hombre y aquel necesario para el de la mujer. Está el acto ma­ logrado, la eyaculación llamada precoz -indicación de análisis en ge­ neral- y, menos localizado, el acto que para tal mujer de orgasmo tar­ dío se hace necesariamente largo. Siempre se habla de eyaculación pre­ coz, hablemos también del orgasmo tardío. Existe el tiempo transcurrido, el envejecimiento que afecta el empuje y el cumplimiento del acto, y que también afecta a veces el fuego de la pasión amorosa. Bueno, el amor y el tiempo hacen un hermoso tema / te quiero.1 Notemos que en "La secta del Fénix", el cuento de Borges que tuve la satisfacción de escuchar y que leimos o releimos con ojos nuevos, no es cuestión de amor. No hay una sola palabra acerca del amor en él. Es la perspectiva elegida la que así lo impone, una perspectiva según la cual el coito es rito, acción prescripta por una tradición y llevada a ca­ bo sin saber q ué es lo que se hace exactamente, a la manera de un ins­ tinto; es decir, según Lacan y de acuerdo con el saber que implica la su­ pervivencia del animal -definición que aporta en algún sitio de Televi­ sión-, en este caso de la especie humana. Desde esta perspectiva, el amor queda entre paréntesis. No, no me olvido en absoluto del tiempo. Esta semana soñé con la

1. El autor aclara: "t" apostrofe, t'aime -"te amo"-, homófono en francés de théme "te­ ma"-. [N. de la T.]

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EL INCONSCIENTE EN LA SESIÓN ANALÍTICA

expresión "en ese momento" (sur ces entrefaites). Curiosa expresión, ya que en la lengua francesa hablada h oy en día, esa palabra, entrefaites, no se emplea sino en ese sintagma. Pero en otros tiempos se decía en francés l 'entrefaire, en singular, para designar el lapso en el que ocurría algo, el lapso del acontecimiento. Vagabundeando por los diccionarios, empecé a lamentar que se hu­ biera perdido la palabra del francés antiguo, entrefaire, que quiere de­ cir exactamente "hacer en el intervalo". Sería muy cómodo disponer de ella de nuevo, contar con ese verbo, ya que hay muchas cosas que por excelencia se hacen en el intervalo. Por lo demás, nuestra vida misma pasa en un intervalo. Diríamos, por ejemplo: entrehicc el amor, entrehice mi sesión de análisis. Quedaría subrayado así el carácter de intervalo, el aspecto entre paréntesis del tiempo, de esos lapsos. En el cuento de Borges se trata de la referencia velada, secreta, y lo que hay de más crudo, el coito, rango donde lo ubicaba la iniciación de Eleusis, el de significante, como lo designa con suficiente precisión el término "secreto": secreto de todos cuantos hablan, secreto de los se­ res hablantes. Pero tuve ganas de n o dejar eso sin decir palabra, el amor que no es el coito -y sólo diré al respecto una palabra que se pu­ so a mi alcance esta semana-. Del amor, es el título de una obra fam osa de Stendhal a la que ya me referí en su oportunidad, que comienza por estas líneas célebres: Intento entender esta pasión cuyas fases sinceras son siempre bellas. Hay cuatro amores diferentes: I o El amor pasión [...] 2° El amor p lacer [...] 3o El amor físico [...] 4“ El amor de vanidad.

Tiene ya mucha gracia, puesto q u e procede a un análisis, hablan­ do con propiedad, ideológico -en el sentido de Destutt de Tracy-, a un análisis del amor, a una descomposición en partes, en tipos, y a una clasificación. Ocurre que pasó por mis manos esta semana el catálogo de una venta de libros que tuvo lugar en Londres en el mes de octubre últi­ mo. Fue rematado allí el ejemplar personal de Stendhal por el precio de 43.000 libras esterlinas; no tuve tiem po de verificar el cambio de esa moneda, pero el monto debe equivaler a algo así como 500.000 francos franceses.

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Allf se encuentra, es emocionante para los seguidores de Stendhal, la fotografía de la primera nota del autor sobre ese libro, escrita en fe­ brero de 1833 en Roma, mientras que el libro fue publicado en 1822. En esa fotografía se lee lo siguiente: Comienzos, entre paréntesis (suprimir en la impresión por dema­ siado pretencioso) -entonces él se acuerda de eso once años después. Capítulo uno, ya no es en absoluto el mismo comienzo; el comienzo pu­ blicado habla de la belleza de las manifestaciones sinceras del amor, mientras que aquí dice otra cosa: m e propongo trazar con precisión y si puedo decir una verdad m atemática, la historia de la enfermedad lla­ mada amor. Casi todo el mundo la conoce, todo el mundo habla de ella al menos y la mayor parte del tiem po [aquí Stendhal escribe todavía t-em-s (en el francés actual corresponde tempsj] de una manera empática. Me parece que hay cuatro amores diferentes...

Al leer esas líneas que no se refieren a la belleza o a la estética del amor, sino más exactamente a la matemática del amor, pensé que Stendhal hubiera quedado encantado con el algoritmo de la transfe­ rencia trazado por Lacan, que encuentra con una precisión matemáti­ ca la fórmula de la enfermedad llamada amor. Esta fórmula, la del sujeto supuesto saber, comporta que cada uno ama en función de aquello que supone que el otro sabe acerca de lo que él ignora de sí mismo y que descifra con el correr del tiempo; yo me decía, para ver si tal cosa se sostiene y si se verifica en la continui­ dad de este curso, que no se ama sino en la medida en que sigue sien­ do un misterio para sí mismo, de allí la cuestión abierta en cuanto al amor de los analizados. Por otro lado, encuentro que D el amor de Stendhal hace yunta con el cuento de la secta del Fénix, al coito-rito responde el amor-enfermedad. Uno que es acallado o que se acallaba y el otro del que todo el mundo habla de manera empática, y es necesario precisar bien que el ideal de sobriedad es el mismo, tanto en Stendhal como en Borges y Lacan. La última vez terminé sobre la cama, es preciso decir la frase ente­ ra -term iné la última vez sobre la cama que es el diván, donde el ana­ lizante se acuesta-, decía; sería m ás exacto decir que allí se extiende, a veces con precauciones, en función de los fantasmas que despierta en él esta posición, y a veces no se extiende en absoluto. ¿Por qué dije acostado? Lo dije porque pensaba de hecho, sin decir­ lo, en otro texto que anticipa al psicoanálisis, que se ubica en su borde

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mismo: un texto de fines del siglo XIX que, desde el punto de vista li­ terario, tiene otro interés que el nuestro, quizá se trate de una ilusión forjada desde la perspectiva contemporánea, pero lo dudo. Se trata de un texto que al menos para mí, gracias a una sorpren­ dente adivinación, anuncia y a la vez rechaza al psicoanálisis. Acabo de presentar La soirée avec monsieur Teste [La velada del señor TesteJ, de Paul Valéry. ¡Curiosa velada! -¡Yo me divierto, dije que me divertía!-. Curiosa velada, curiosa sesión en el curso de la cual Valéry se conecta con una imagen ideal de sí mismo, de su ideal del yo, podríamos de­ cir, donde los rasgos de Stéphane Mallarmé y también de Degas, a quien él quería dedicar la velada -algo que Degas no aceptó-, se su­ perponen con los de Valéry, con su ambición, la ambición de alguien que dejó de escribir, antes de volver a hacerlo como un esclavo de la III República. Agrego, porque las referencias sobreabundan, que Paul Va­ léry no fue del todo indiferente para Borges, de otro modo Pierre Ménard, el autor del Quijote del siglo XX, no sería poeta y francés. Por otra parte, Lacan, el joven Lacan, el Lacan de treinta años no ha­ blaba sino de Valéry, hablaba todo el tiempo de él. Tenemos al respec­ to el testimonio de una argentina que fue además mentora, protectora de Borges, la señora Ocampo, que pescó en París a Roger Caillois y lo importó durante la guerra hasta las costas del Río de la Plata. En una carta que ha sido publicada, la señora Ocampo señala cómo el joven Lacan hablaba todo el tiempo de Valéry, Valéry, Valéry... ¡has­ ta bien avanzada la noche! -d ice-. Ven cómo se teje todo, y si hiciéramos historia literaria tendríamos con qué deleitarnos. Además, el mismo año en que se publica La soirée avec monsieur Teste, Valéry fue a la primera representación de Ubu Rey y consideró que el señor Teste hace yunta con Ubu Rey, son los dos ex­ tremos: el señor Teste y el señor Tripe, pero les ahorro los desarrollos al respecto porque nos alejarían de nuestro tema. El señor Teste es también una broma acerca de quién vendría a pre­ sentarse como dueño de su pensamiento, idea que enuncia Valéry de­ nunciándola como un absurdo sentimental. En alguna parte -no en­ contré la cita- dice que sería aquel que habría matado en la propia per­ sona la marioneta humana. El señor Teste es también una reedición hacia fines del siglo XIX de las Cartas persas, uno y otras comparten un mismo espíritu, y, además, Va­ léry consagró a las Cartas persas un prefacio que es, para mí, ya que es­ toy en el registro de las joyas, la joya de su obra. La soirée avec monsieur

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Teste es la indicación acerca de cómo ser persa, extendida a la humani­ dad toda, ¿cómo se puede ser hombre? El señor Teste se pasea, despren­ dido de todo aquello que encadena a los otros: los prejuicios, las pasio­ nes, los sentimientos, cuyo mecanismo ve, busca, calcula. Es una de esas grandes figuras de solteros que asedian a la literatu­ ra francesa de fines del siglo XIX y comienzos del XX, y que volvemos a encontrar en Gide, en Paludes; todas ellas esbozan algo del extraño personaje que el señor Freud está en vías de poner a punto en su con­ sultorio vienés. Entonces esa noche, la noche de la Velada, el señor Teste está en la Ópera, y la Ópera se convierte en la metáfora de la humanidad. Les leo el pasaje: Cada quien estaba en su lugar. Me deleitaba con el sistema de clasi­ ficación tan libre como para permitirse un pequeño movimiento [¡un poco como aquí!], saboreaba el sistema de clasificación [aquí, digamos que es el desorden], la simplicidad casi teórica de la asamblea, el orden social. Tenía la deliciosa sensación de que todo aquello que respiraba en este cubo iba a seguir sus leyes, a flamear de risas en grandes círculos, con­ moverse por placas, sentir en masa cosas íntimas, únicas, convulsiones secretas elevarse a lo inconfesable. Erraba yo sobre estas hileras de hombres, de fila en fila, por órbitas, con la fantasía de agrupar ideal­ mente entre ellos a todos aquellos que tuvieran la misma enfermedad, o la misma teoría, o el mismo vicio.

Los señalamientos que deja al pasar el señor Teste, de manera enig­ mática, son extraordinariamente sugestivos. ¿Qué dice? "Ellos son devo­ rados por los otros." Son comidos por los demás. ¿Qué dice, además, de esos humanos bien ubicados? "¡Cómo gozan y obedecen!" E incluso, a la salida, a quien lo acompaña, al narrador, le dice: "¿Conoce usted un hombre que no sepa que no sabe lo que dice?" Ese es el saber del señor Teste, un saber muy lacaniano, sabe que la humanidad está dominada y que bajo ese dominio (joug) está el goce (jouissance), y también sabe, aun si esto cobra figura de paradoja al enunciarlo, que el hombre no sabe lo que dice, esto es lo que dice y lo que caracteriza al señor Teste. Este hombre tiene una pasión que es la de no resultar comido por los otros. Es su debilidad, aquello que visiblemente condujo a Valéry a su retiro de varios años, diez, quince años, hasta que en efecto reapa­ rece en medio de la Primera Guerra Mundial, llevando de la mano a La joven parca, algo que produjo de inmediato un estruendo de aplausos,

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y a continu ación, por cierto, n o h a b rá e sc rito r m á s com id o p o r lo s d e ­ m ás que Valéry, com o él m ism o o frece e l testim onio e n la m ed id a en que pasa su vid a escrib ien d o d iscu rso s, con m em oracion es, p re se n ta ­ ciones, elevacion es, h a sta esas to n tería s cu id ad o sam en te ela b o ra d a s para fig u rar en el frontón de u n gran m o n u m e n to p arisin o , el T ro cad ero, ¡hace falta h ab erse rebajad o m u ch o !, ¡es necesario p o r cierto h a b e r sido roído p o r los otros hasta el h u eso p a ra prod u cir sem eja n te s cosas! ¡D estinadas a ser exp u estas allí! E nton ces, de la h isto ria de ser c o m id o p o r los d em ás -y él m ism o ha dejado testim on io d el d olor de ser co m id o p o r los o tr o s - n o e sca p a ­ ba sino lev an tán d o se a la s cu atro de la m a d ru g a d a y g a ra b a te a n d o p a ­ ra sí m ism o sus cu ad ern o s y fu m a n d o u n cig arrillo tras otro.

Su pasión era la de consagrarse por entero a sí mismo; nada lo muestra mejor que esa escena extraña, que perdura casi indescifrada, aquella que concluye un pequeño cuento, la escena donde se duerme. Sale de la Ópera con el narrador y le dice: "Quédese un poco más -m e dijo-, usted no se aburre. Voy a meterme en la cama. Dentro de pocos instantes estaré dormido". El final del texto describe la desaparición de la confianza tan exi­ gente y despierta del señor Teste y m uestra cómo llega a ser él mismo hasta el fin. Se subraya que él sabía cuál era el lugar que le correspon­ día: el de estar en sí, tanto en el café com o en su cama, esto es, se con­ cibe ante todo como ser en su pensamiento, de allí su nombre, señor Teste -n o se llama señor Pierna-. Ser él mismo hasta el fin, ser en sí y verse viendo, todo esto nos dará hacia 1917, La joven parca, salida también de esta cabeza (tete) de Valéry. También se encuentra allí, hacia el final, esta frase que hubiera po­ dido ser de Stendhal y dice casi lo mismo. Valéry le hace decir al señor Teste: "El que me habla, si no me lo prueba... es un enemigo". Valéry era, como Stendhal, como Lacan, de la secta de los amigos de la lógi­ ca, podríamos llamarla la secta de la consecuencia, ya que aquello que los reúne a los tres, dejemos a Borges un poco de lado, aunque él se ha­ ya planteado la pregunta, es la referencia a las matemáticas, es preciso decir con mayor precisión el culto de las matemáticas, para salir de aquello que la palabra tiene de empático, de afectado, de confuso y, pa­ ra decirlo todo, de nulo. Gracias a lo cual, para pensar eso hasta el fin, es necesario ser un retórico. La sesión con el señor Teste, tal com o la llamo, se detiene en el um ­ bral de la Traumdeutung. Se detiene allí donde comienza lo que no co­

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noceremos, los pensamientos d el sueño del señor Teste, y hay que re­ conocer que Valéry dijo tonterías en sus cuadernos, tanto sobre el sue­ ño como sobre Freud, dijo verdades pero son tonterías. Hasta aquí mi divertimento, para mi placer, para empezar.

Lo real del inconsciente Pero estamos entonces en el umbral de la obra de Freud, entremos en ella de nuevo, como él nos invita en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis. Se accede nuevamente allí con ese señalamiento que hi­ ce acerca de la distancia entre el lugar donde Freud introduce en esas conferencias lo inconsciente y el lugar donde introduce la transferen­ cia. "Conferencia XVIII", para lo inconsciente, evocado a partir de la fi­ jación y del trauma; "Conferencia XXVII", penúltimo capítulo, para la transferencia; son muchos los aspectos acerca de los cuales se puede reflexionar a partir de esta distancia, de esta separación entre lo in­ consciente y la transferencia. Cuando Freud presenta al público supuestamente lego, supuesta­ mente idiota -a diferencia de Lacan, tal como este lo expresa en Televi­ sión, Freud tenía la idea de que era necesario hablar a los idiotas-, cuan­ do tiene que mostrarles la práctica, llevarlos a concebir qué es la prácti­ ca del psicoanálisis, justificarla, les presenta el inconsciente captado fue­ ra de la sesión analítica, fuera de eso que la sesión puede introducir co­ mo relativo a aquello que está ligado a él, a saber, se consagra a demos­ trar lo real del inconsciente. Y entonces su recurso se ubica allí mismo, sin duda este aspecto de lo inconsciente que creyó que era más accesi­ ble, que para él acreditaba el concepto y lo real del inconsciente, lo cap­ ta y lo presenta, como lo dije rápidamente en la apertura de este curso, en términos de un principio de acción obsesiva, la Zwangshandlung. Ya que estuve citándoles escritores, cuentistas, si bien este texto es un ensayo, pero aun así se lo puede considerar una antología de anéc­ dotas, Freud no desentona en ese linaje; hay pequeños cuentos en las Conferencias de introducción al psicoanálisis. Hay una historia de amor, no se la puede llamar de otro m odo, una historia de amor patológico, pero historia de amor al fin, que Stendhal hubiera quizá clasificado co­ mo amor-pasión. Es la famosa historia de la señora que repetidamente llama a la mu­ cama para acercarla a una mesa. E s necesario leerlo correctamente. Lo

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repite varias veces por día. La señora corría de su habitación a otra ve­ cina y allí se quedaba en un lugar determinado, cerca de la mesa ubi­ cada en el centro, llamaba a su mucama, le daba una orden irrelevan­ te o la reenviaba sin darle ninguna, y luego volvía al punto de partida, varias veces por día. Y llega el señor Teste, si puedo decir así, que ates­ tigua: cada vez que había preguntado a la enferma por qué hacía eso, qué sentido tenía, ella había respondido: "no lo sé". Aquí tenemos la escisión clara entre la acción que tiene lugar, bajo un modo repetitivo, y el no-saber, el no-conocimiento. Pero un día, después de que pude vencer en ella un grueso reparo de principio, de pronto devino sabedora y contó lo que importaba pa­ ra la acción obsesiva. Hacía más de diez años se había casado con un hombre mucho mayor que ella, que en la noche de bodas resultó im­ potente [es la escena del fénix, lina de sus variantes]. Esa noche él corrió incontables veces desde su habitación a la de ella para repetir el inten­ to, y siempre sin éxito. A la mañana dijo, fastidiado: "Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama, cuando haga la ca­ ma" [podemos comprenderlo al desdichado]; y cogió un frasco de tinta ro­ ja que por casualidad se encontraba en la habitación, y volcó su conte­ nido sobre la sábana, pero no justamente en el sitio que habría tenido derecho a exhibir una mancha así. AI principio yo no entendí la relación que este recuerdo podía te­ ner con la acción obsesiva en cuestión [se hace rogar un poco, pese a to­ do], pues sólo hallaba una concordancia con el repetido correr-de-unahabitación-a-la-otra, y tal vez con la entrada de la mucama. Entonces mi paciente me llevó frente a la mesa en la segunda habitación [Freud está en la casa de ella, no se trata del análisis que uno hace en el consultorio, sino que uno se desplaza hasta lo del paciente para ver cómo está distribuido el departamento, práctica que ha sido dejada de lado] y me hizo ver una gran mancha que había sobre el mantel. Declaró también que se situa­ ba frente a la mesa de modo tal que a la muchacha no pudiera pasarle inadvertida la mancha. Ahora no quedaba nada dudoso sobre la ínti­ ma relación entre aquella escena que siguió a la noche de bodas y su actual acción obsesiva [...] ("Conferencia XVII", página 239). Entonces, de todo esto Freud deduce, en primer término, que ella se identifica con el marido, identificación; en segundo lugar, sustitu­ ción, ella reemplaza la cama y la sábana por la mesa y el pequeño man­ tel; y, en tercer lugar, no olvidemos el núcleo de la acción, la mucama

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a quien muestra la mancha, la mucama cuya humilde profesión no de­ be ocultar que representa, en esta escena, una sanción esencial, puesto que es el superyó del asunto. Y constatamos que no se limitó simple­ mente a repetir la escena, sino que la prosiguió y que, por esa vía, co­ rrige también la otra cuestión que había sido tan molesta esa noche, la impotencia del marido. Y esto, dice Freud, se articula como un sueño. Después, esto se ex­ tiende, como se puede comprender, a partir de allí, a toda la vida de la paciente; podemos entender que el mismo Freud lo llame el secreto de su vida. Esta mujer vive desde hace años separada de su marido y lu­ cha contra la intención de anular su casamiento por vía judicial me­ diante un proceso. Pero no es cuestión de que ella se libere de ese matrimonio. Está obligada a seguir siéndole fiel, se retira del mundo bajo las más diver­ sas formas para no ser tentada, disculpa y engrandece su manera de ser en su imaginación. El secreto más profundo de su enfermedad, de su enfermedad de amor, dice Freud, es que, a través de su enferme­ dad, pone a su marido al abrigo de la maledicencia, justifica su sepa­ ración de él en el espacio y le permite llevar una vida por separado, confortable. Tal es el sacrificio de la paciente, que está enferma para salvar ante los ojos de todas las mucamas del mundo la reputación de virilidad de su esposo. Es un cuento, no digo que sea un cuento para quitar el sueño, aun­ que el mismo Freud indique el parentesco de esta acción con el sueño; es un cuento y es una pieza esencial para que Freud asegure, establez­ ca, lo real del inconsciente. Lo inconsciente es lo que hace cumplir ac­ ciones como ésta. No estamos aquí en la sesión analítica, estamos en la escena donde uno se desplaza de habitación en habitación y mira cuál es el grado de limpieza de los pequeños manteles. Freud asegura allí su convicción, en la acción sin porqué. En la medida en que introduce lo inconsciente y hace surgir esos otros acontecimientos y las conexiones entre ellos, el análisis restable­ ce el vínculo con el trauma inicial de la noche de bodas lamentable­ mente fracasada. Y el analista hace admitir, en eso que Freud nos explica, la intención inconsciente que preside la acción, el motivo que constituye la fuerza motriz de la acción; Freud emplea el término Kraft, la fuerza, y el in­

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consciente, tal como lo aborda, tal como lo capta en la acción obsesiva, es una fuerza, una fuerza motriz, una fuerza energética. De modo que para Freud, el inconsciente es aquello capaz de pro­ ducir efectos -lo califica como Traumdeutungioirkungstellung- fuera del conocimiento del sujeto. Allí es donde se impone para él el estatuto del inconsciente como real en el sentido de la ciencia. Está empeñado en fundarlo así, como real, como algo, Etwas reales, algo en e l sentido de la ciencia. Es un inconsciente que está allí, que ya está ahí, inscrito, que ope­ ra, que es causa, sin duda causa semántica pero también causa eficaz, digamos material, que se deja conocer por sus efectos, y esos efectos son disruptivos en la rutina de la existencia, son intrusivos, vienen de otro lugar. Es lo que llama -e n la página 235 de la "Conferencia X V II"tomando una expresión de Fechner, la otra escena (ein andere Schausplatz). Y de la escena a la sesión hay algo que corresponde articular. El hecho de que Freud, de esta manera, tome lo real como referen­ cia cuando se trata de lo inconsciente en el sentido de la ciencia, no le impide en absoluto hacer literatura, n o le impide, en la misma inspira­ ción, expresar una verdadera poesía d e la clínica cuando evoca esos síntomas de la neurosis obsesiva, esas ideas, esas impulsiones que vie­ nen de no se sabe dónde y de las que dice con frases muy dignas de Borges: [...] representaciones e impulsos que em ergen no se sabe de dónde, que se muestran tan resistentes a todas las influencias de la vida del alma, normal en lo demás, que hacen al enferm o mismo la impresión de que serían unos huéspedes forzosos oriundos de un mundo extraño, cosas inmortales que se han mezclado en el ajetreo de los mortales [...] ("C on­ ferencia XVIII", página 254).

¡Ah, sí, hay que encontrar el tono cuando uno lee las conferencias de Freud! Freud hace del inconsciente, como ya sabemos, una memoria. El término está bien elegido puesto que nosotros tenemos los programas que se desarrollan sin que el sujeto lo sepa y, precisamente, eso es lo que Lacan llama un saber, que no es u n conocimiento, sino más bien una articulación significante. Y eso e s lo que mostraría, asimismo, el otro ejemplo capital que trae Freud a su público, aquel, célebre tam­ bién, del pequeño almohadón y de la almohada, ceremonial una vez

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más, rito que es una organización significante del espacio exigida por el sujeto para dormirse. Es una escena de adormecimiento, que resul­ taría útil comparar con aquella del señor Teste, en la que para que el sujeto pueda abandonarse al sueño es preciso que el entorno se en­ cuentre totalmente controlado, cada cosa fijada en su lugar, función ca­ pital que Lévi-Strauss, algo sobre lo que volveremos en un rato, subra­ yó después de Lacan. Simplemente este inconsciente de Freud, este inconsciente que es algo real, a partir de efectos qu e son por su parte perceptibles, que pro­ ducen daños, extrañezas, que conducen a esta mujer al patetismo más completo, ese algo real que no conocemos sino por sus efectos, el in­ consciente, por este hecho m ism o, es supuesto. Es un real pero inferi­ do a partir de sus efectos. Esta inferencia es un descifram iento y esto quiere decir -tal es la cuestión que él aporta- ¿qué quiere decir esto? La operación analítica, en este punto, consiste en dar u n sentido a eso que se presenta como desprovisto de sentido. Para Freud, esto es un ord en de cosas, por un lado está la dimen­ sión semántica y, por otro lado, hay otra, y son necesarios ocho, nueve capítulos para elaborarla, otra que pertenece a un orden diferente, el de la satisfacción libidinal. Lo que se mantiene, entre esos dos puntos, entre su abordaje del in­ consciente y su abordaje de la transferencia, es su doctrina del sínto­ ma, esto es, tanto en la dim ensión semántica como en la dimensión li­ bidinal el síntoma es un Ersatz, es decir, un sustituto. Simplemente, de un lado opera la sustitución en cuanto al sentido, y, del otro, la sustitución en cuanto a la satisfacción. Es allí donde Freud habla de Ersatz Befriedigung, satisfacción sustituta. Hay dos operaciones que corresponden a esas dos sustituciones, en primer término la represión, cuando se trata del sentido, cuando se tra­ ta del inconsciente, y la regresión cuando se trata de la libido. Al mismo tiempo, esas dos dimensiones se anudan y en referencia a esto Freud trae el término de transferencia. La libido -d ice- transfiere, (iibertragt), el término Übertragung -transferencia- está allí. La libido transfiere su energía a las representaciones bajo la forma de investidu­ ras. Como ya no sabemos qué es la representación, piensen en el signifi­ cante. La libido transfiere su energía a las representaciones bajo la forma de investiduras, esas representaciones forman parte del sistema del in­ consciente y están sometidas a la condensación y al desplazamiento.

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Y por esa misma vía la libido, que transfirió su energía a esas repre­ sentaciones sometidas a la condensación y al desplazamiento, a su vez queda sometida a esos mismos mecanismos. Es decir, hay en Freud, por supuesto, un paralelismo entre esas dos dimensiones, pero el modelo del lenguaje, la estructura de lenguaje es la que evidentemente prevalece, puede percibirse en la frase que aca­ bo de leerles. Prevalece tanto más que es necesario señalar que la di­ mensión libidinal siempre queda asociada por Freud al término de Bedeutung, significación. Es así como puede hablar de significación de satisfacción. Y es pre­ cisamente eso lo que conducirá a Lacan, en un momento de su cami­ no, a conceptualizar el deseo como un significado de la cadena signifi­ cante inconsciente. En la medida en que Freud hace de la libido una significación, hace de la Befriedigung una significación de la satisfac­ ción, hace de la satisfacción libidinal una significación de satisfacción; siguiendo esta vía Lacan conceptualiza la libido como deseo y hace del deseo un significado de la cadena significante. Entonces, lo real del inconsciente, si lo seguimos a Freud, ¿en qué consiste? Consiste en esas representaciones investidas por una libido transferida. Pero, para dar la respuesta en cortocircuito, para anunciar­ lo, lo real del inconsciente consiste para Freud en el fantasma, que es por excelencia el significante investido, el significante reprimido con­ siderado como investido. ’¿A qué conduce, tal como nos lo presenta Freud, el análisis del sín­ toma? Tal como Freud recompone en ese momento el camino, el aná­ lisis parte de los síntomas y conduce al conocimiento de las experien­ cias vividas, donde la libido resulta fijada y los síntomas se producen. El camino del análisis va del síntoma al fantasma, para retomar un tí­ tulo bajo el cual había comenzado en otro momento este curso. Del síntoma al fantasma, algo de lo que ya tenemos un ejemplo a par­ tir de la acción obsesiva, Freud nos conduce al trauma de la noche de bo­ das, donde quedó fijada la libido de la paciente. Tenemos allí el ejemplo de una experiencia vivida, que cumple esta función de fijar la libido. El dice Erlebnis, "experiencia vivida", y la va a buscar más allá de la noche de bodas del sujeto, la busca en la experiencia vivida en la infancia. Evidentemente, en el caso de la paciente, no habrá experiencia de la vivencia infantil del bebé que habría sido concebido con la ayuda de ese ir y venir incesante durante la noche de una habitación a la otra, puesto que justamente el señor es impotente. No habrá allí un fruto de

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esta unión, que pudiera como Tristam Shandy, describir el coito inicial Tristam Shandy comienza con la descripción del coito al que él debe su propia existencia-. Las experiencias infantiles, es allí donde para Freud se reúne lo real del inconsciente, las experiencias infantiles vividas, investidas, cuya representación es reprimida. En este punto no estamos todavía en el fantasma. Estamos en el fantasma cuando Freud subraya, señala -algo que ha sido discutido todavía recientemente-, que esas experiencias vividas no son ciertas, cuando en efecto admite decir, al mismo tiem­ po, que se trata allí de lo real del inconsciente y que ese real comporta algo que no es cierto; Lacan lo retoma cuando habla de un real que só­ lo puede mentir. Entonces, se trata del fantasma. Allí donde echa el ancla el concep­ to de fantasma, respecto del cual Freud señala que el sentido común quisiera oponerlo a la realidad, que es, por un lado, lo que pertenece al orden de la ficción, de la Erfindung, invención y, por otro lado, acon­ tecimiento y estructura, lo que corresponde al orden de la Wirklichkeit, de la realidad efectiva, de la realidad material. A partir de allí se podría pensar, en consecuencia, que lo inconscien­ te no tiene nada de real, que lo inconsciente es ficción. En ese momento Freud trae lo que resulta esencial para asentar su concepto de incons­ ciente, esto es, que hay una realidad de un orden particular, la realidad psíquica, y que los fantasmas son algo real, no en la realidad de todo el mundo, sino en la realidad que es una, como decía Heráclito: "Los hom­ bres, cuando están despiertos, tienen un mundo único y común. En el sueño, cada uno se vuelve a su propio mundo", eso queda por verse, pe­ ro los fantasmas son algo real en el psiquismo. Es decir que Freud, tra­ tándose del inconsciente, da a luz un nuevo real, el real fantasmático. Los grandes fantasmas son depurados por Freud, la observación del coito parental, al cual Borges hizo una especie de alusión, no dijo que lo observó, se le hizo saber cómo ocurría. Concibió al respecto, vi­ siblemente, una repugnancia que fue perdurable en él. La seducción por parte de un adulto es la amenaza de castración. No hago un comentario en detalle, sólo digo que se trata de despren­ der de Freud, en ese punto, una doctrina del acontecimiento, ya que esos fantasmas, tal como los enumera -la observación del coito, la se­ ducción, la amenaza de castración-, son para él otros tantos aconteci­ mientos, cosas que ocurren, simples acontecimientos extrañamente tí­ picos y en las neurosis extrañamente necesarios.

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En ese nivel se establece ya una conexión y cabe inscribir una re­ flexión entre el fantasma y el acontecimiento. Como él se expresa, hay acontecimientos que vuelven siempre en la historia de la génesis de las neurosis. Lo que resulta extraño, y aquello de lo que cabe dar cuenta, es esa alianza, esa unión de la contingencia y de la necesidad. Evidentemente, no se trata de algo semejante entre familias, entre historias, pero hay siempre uno, siempre hay una curiosa alianza de la contingencia y de la necesidad. Algo semejante a la multitud descrita por Valéry en la Ópera, donde, por grandes masas, cada uno, al mismo tiempo que todos los demás, siente las mismas cosas íntimas y únicas. Se tiene la impresión de que esos acontecimientos en Freud se re­ quieren necesariamente y forman parte del fondo permanente de la neurosis, que en la contingencia del acontecimiento como tal se puede leer la necesidad de la estructura, eso quiere decir en Freud Wirklichkeit [la realidad]. Y precisamente porque la contingencia propia del acontecimiento está prescrita, en su necesidad, por la estructura, pues bien, se produ­ cen siempre esos acontecimientos contingentes. O bien se producen en la realidad, y cuando no se producen en la realidad, dice Freud, se los fabrica a partir de esbozos que ofrece la realidad y que se completan gracias al fantasma. El concepto que Freud tiene de esta necesidad se relaciona con lo que él designa como patrimonio filogenético de la humanidad. Mien­ tras que Lacan, por su parte, dice m ás sencillamente que los aconteci­ mientos son de estructura, que pertenecen a lo más central de la estruc­ tura del lenguaje, y que son como una puesta en escena mítica de lo que impone la estructura del lenguaje, esto es, el borramiento de la li­ bido y el carácter inexistente de la relación sexual, puestos en escena bajo las formas de la curiosidad respecto del coito parental y de la se­ ducción del adulto. Dicho de otro m odo, Lacan nos conduce hasta el extremo de formular que hay acontecimientos de estructura.

Lévi-Strauss con Freud Cuando estaba preparándoles esta semana el material que la última vez no tuve oportunidad de presentarles, dados los vagabundeos por donde los fui conduciendo, recibí por Internet -n o sólo me llegan las publicidades habituales, las fechas, los correos que valen lo que valen-

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este pequeño texto de una página de uno de nuestros colegas de Bar­ celona, Vicente Palomera, un viejo amigo, quien hizo una pequeña no­ ta para un boletín electrónico y tuvo el gesto amistoso de enviármelo como primicia (' A contecim iento y estructura. Lévi-Strauss con Freud"). Él descifra de manera sensacional el título del Encuentro In­ ternacional "La sesión analítica"; más exactamente el subtítulo, "Las lógicas de la cura y el acontecimiento imprevisto". En el título pusimos "événement impremí" porque en español el término acontecimiento no tiene el mismo valor que événement en francés, y era entonces necesa­ rio precisarlo calificándolo de '"imprevisto". A causa de esto fue con­ signado imprevisto en francés. Vicente Palomera descifra ese subtítulo, en el que reconoce con mu­ cha exactitud el ingrediente que yo le había puesto, esto es, la oposi­ ción entre la estructura y el acontecimiento. Y tiene la idea, perfecta­ mente atinada, de ir a consultar en El pensamiento salvaje de LéviStrauss el capítulo que se llam a "La ciencia de lo concreto". Imagino que ha sido conducido por algunas consideraciones que figuran en un volumen colectivo titulado La Conversation d ’Arcachon [publicado en castellano como Los inclasificables de la clínica psicoanalítica]. La oposición y la articulación entre la estructura y el acontecimien­ to son absolutamente nucleares en la perspectiva propiamente estructuralista. Lévi-Strauss parte del rito, del ceremonial, que es el ejemplo mismo, para él, de la exigencia de orden que está en la base de todo pensamiento. Es, por otra parte, lo que le encanta a Valéry en la Opera: todo el mundo está bien ubicado en su lugar, como él dice, en el orden social. No lo dice porque sea conservador, sino porque es realista y constata cómo todo el mundo guarda su sitio, salvo en los momentos en los que hay tumulto o hasta una revolución, que consiste en que unos vengan al lugar de los otros, pero los lugares, como tales, siguen siendo los mismos. Y es así como los cortadores de cabeza, los revolucionarios s a t is cnlottes, como se llamaban con orgullo-, se transforman diez años des­ pués en condes, barones y marqueses. Es algo que vimos en Francia, esto es historia francesa. Cada cosa sagrada debe estar en su lugar. No es Lévi-Strausss quien lo dice, sino que convoca a "un pensador indígena" de la tribu de los panwnee de América del Norte. Ese pensador indígena dice lo mismo que Lacan -otro pensador indígena, de nuestras tierras-. Seña-

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Iemos de pasada el lugar prevalente del espacio, en la perspectiva estructuralista. Todos esos problemas de lugar traducen la prevalencia del esquema espacial. Para que se produzcan sustituciones en el mis­ mo lugar, permutaciones y desplazamientos tan veloces como se los imagina, pues bien, es preciso que haya una referencia espacial. Lévi-Strauss subraya la eminente función del ritual de asignar a ca­ da ser, a cada objeto, a cada aspecto mismo, un lugar en el interior de una clase. Esto le basta, por otra parte, para fundar el parentesco en los ritos, las creencias mágicas y la ciencia. Llega incluso a ver en los ritos y en la magia "expresiones de un acto de fe en una ciencia que estaba aún por nacer". Ve ahí alguna cosa como el mismo sujeto supuesto al saber, la misma suposición de saber, y en el arte otro tanto. Siguiendo esta vía -aquí sólo hago un comentario, para aludir a la estructura del acontecimiento-, Lévi-Strauss compara el mito y el bricolage. ¿Que reposa en qué? En un conjunto finito de materiales heteróclitos reunidos según los acontecimientos, según la contingencia y según el régimen del "de algo habrán de servir". He aquí lo que fun­ da el bricolage. No es tener la idea preconcebida de lo que se necesita, sino acumular en función de lo que podrá servir un día. Por otra parte, así preparo mis cursos. Acumulo cierto número de cosas que pueden resultar útiles para encontrar mis referencias en los usos del lapso. Y después llega un momento que, evidentemente, com­ porta cierta precipitación, donde voy a hurgar en mi tesoro para que mi conferencia tome forma. Después, con el tiempo, aprendí que no era necesario ocuparse demasiado de saber si todo estaba inmediata­ mente ajustado, que eso terminaría bien por servir un poco más tarde y que se lo podrá retomar en poco tiempo. Lo esencial desde el punto de vista de Lévi-Strauss es que exista el tesoro, la reserva sincrónica, que no está totalmente organizada por el proyecto particular -que vendrá quizá-, que pueda servir para algo, y hay un momento en que el proyecto viene, se apodera del material y luego lo organiza. De manera muy elemental fue lo que hizo Duchamp. Debía de te­ ner en su casa un orinal -n o lo construyó- y, luego, lo puso sobre un pedestal. Esto constituyó una obra de arte, desde entonces fue un ar­ tista. Toda la cuestión está ahí: ser reconocido como artista. Con la in­ terpretación pasa lo mismo: usted dice una tontería, y es una interpre­ tación si fue dicha por un analista. Esta puede ser seguramente una in­ terpretación malévola.

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Comento así lo que Palomera ha introducido, ya que es la buena re­ ferencia. Lévi-Strauss dice: "Cada elemento representa un conjunto de relaciones, a la vez concretas y virtuales: son operadores que se utilizan con cualquier operación en el seno de un tipo. De la misma manera que los elementos de la reflexión mítica [...]". Esto nos da el concepto bastante preciso de tura libertad, la libertad del proyecto, pero preconstreñida por la reserva en la que se apoya y a partir de la cual moviliza los acontecimientos. Lévi-Strauss dice, con mu­ cha precisión, que el resultado -entre el tesoro y el proyecto- siempre se­ rá un compromiso, y la "realización del proyecto", como él se expresa -la realización es un término muy importante en Lacan-, "estará siempre dislocada con relación a la intención inicial". Subraya de paso que hay allí un efecto propiamente surrealista, ese que los surrealistas bautizaron con el nombre de "azar objetivo". Esta es una pista que habré de seguir hasta el amor loco, versión del amor que no figura en el cuadro de las cuatro formas descritas por Stendhal. Es así como, de la misma manera -explica Lévi-Strauss-, se cumple la integración del acontecimiento en la es trac tur a, que se realiza la es­ pecie de metamorfosis maravillosa -q u e el arte realiza a su m odo- de la contingencia a la necesidad. Encontramos allí el pasaje citado con mucha pertinencia por Palomera: Lo propio del pensamiento mítico como del bricolage en el plano práctico consiste en elaborar conjuntos estructurados [...] utilizando re­ siduos y restos de acontecimientos; odds and ends [diría el inglés, ese es el párrafo que cita Palomera porque adora el inglés y rellena su español con tér­ minos ingleses]; fue directamente allí donde en francés es cuestión de so­ bras y trozos de acontecimientos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad (página 119).

Al leer este pasaje, Palomera se sorprende -si leí bien- de que LéviStrauss no cite a Freud, puesto que hay allí una perspectiva freudiana so­ bre la relación entre el acontecimiento y la estructura. Palomera encuen­ tra ahí, de manera sensacional, lo que llama la primera intuición del fan­ tasma en Freud en una carta a Fliess del 2 de mayo de 1897, un año des­ pués de La soirée avec monsieur Teste y después de la representación de Ubu rey, donde Freud dice exactamente, a propósito de la construcción del fantasma: "Las fantasías provienen de lo oído, entendido con posterioridad, y desde luego son genuinas en todo su material" ("Carta 61", página 288).

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Palom era d ice que d e eso se trata p re c isa m e n te en los resto s fó siles de un d iscu rso antiguo y que la lógica fre u d ia n a d e la re la ció n e n tre el acontecim iento y la estru ctu ra es la q u e re v istió de n u ev o L év i-S tra u ss con el ejem plo tópico d el bricolage. Freud p ien sa la tran sferen cia, que e s u n a co n tecim ien to d e e stru c ­ tura, a p artir del sín tom a y a p a rtir de s u in cid e n cia sobre lo s sín to m a s. Es decir que la tran sferen cia les su stra e su sig n ifica ció n o rig in a ria , su

Bedeutung o rigin aria y se reorg an iza e n to rn o a u n n u ev o sen tid o , ein

neuer Sinn que consiste e n su relació n c o n la tran sferen cia. Para Freud , so n dos co sas b ie n d istin ta s, e l in co n scien te co m o s is te ­ ma de rep resentaciones rep rim id as, in v e s tid a s p o r cierto, q u e p ro d u ce efectos y eso s efectos son p e rfe cta m e n te sen sib les e n la rea lid a d p o r la disrupción que in trod u cen, en fu n ció n d e la cu al la d am ita, la lo ca e n a ­ m orada de su m arid o -a q u í tenem os a l a m o r lo c o - se fab rica u n a e n ­ ferm edad sen sacion al para que é l no te n g a v erg ü en za fre n te a la s m u ­ camas; y lu ego, p o r otro lado, h a y una tra n sfere n cia que te stim o n ia d e una incid encia lib id in al q u e p ro d u ce la reo rg a n iz a ció n sem á n tica d e los síntom as.

¿Qué hace Lacan cuando trae el sujeto supuesto saber? El sujeto su­ puesto saber es una manera de decir lo inconsciente, y Lacan lo utiliza más de una vez como su equivalente, pero esa formulación dice que lo primero es el acontecimiento semántico, eso es lo que cuenta en primer término, que los síntomas toman sentido en transferencia y que, a par­ tir del momento en que se viene a contar su síntoma a alguien en la po­ sición del análisis, hay una presuposición de sentido, el síntoma habla­ do comporta una presuposición de sentido que el médico, cuando no es analista, debe aplastar, pisotear. El sujeto supuesto saber implica que el efecto de sentido transferencial, primario, es el que -e n términos de Lacan- ocupa el lugar del referente aún latente. El Sinn ocupa el lugar de la Bedeutung que advendrá y se revelará, ocupa el lugar de la satisfacción, del principio de la satisfacción, ocu­ pa el lugar de la significación de la satisfacción, todavía latente, que terminará revelándose, que Lacan tomó del objeto a. Por esa razón el camino va, para Lacan, como lo dice el título de uno de sus seminarios, en otros tiempos mal impreso sobre la tapa. De un Otro al otro, el primero con mayúscula y esto indica la vía del suje­ to supuesto saber, es decir, la cualidad primaria de la transferencia co­ mo acontecimiento semántico respecto de la aparición de la referencia libidinal del a, que viene luego.

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Es decir, la transferencia se produce en primer término al Otro que no existe, a un Otro en general, a uno cualquiera, y ese Otro se encuen­ tra en el materna, en el algoritmo de la transferencia con el nombre de significante cualquiera; es un Otro, cualquiera, que encama la función semántica del Otro que dice "¿Q u é quiere decir eso?". Ese es el nivel de la transferencia propio de Borges, en el sentido en que Borges no ce­ sa de repetir y de variar la proposición según la cual toda la humani­ dad está en un hombre, que toda la biblioteca universal está en un li­ bro, y que el pasado y el futuro de la humanidad están ahí en el pre­ sente, si se los sabe considerar en la buena posición, paseándose en au­ to descapotable por la Recoleta, el mundo y su misterio ya están cerca nuestro, y toda la historia y lo absoluto. No seamos enfáticos. Ese es el nivel de un Otro, es el nivel donde hay alguien cualquiera antes q u e eso no se particularice y es asimismo la distancia que hay entre la secta del Fénix, donde el amor está ausen­ te, donde sólo hay "cualquiera", donde existe el acto en su crudeza y también en el refinamiento de su s secretos y, por otro lado, aquello que examina Stendhal, esto es, ¿por qué este, por qué esta, por qué justo el otro, con el artículo en singular? Entonces, ahí está lo que comporta ese trayecto lacaniano, de un Otro al otro, el trayecto del Sinn a la Bedeutung, el trayecto del sentido al objeto, como el trayecto, en Freud, del síntoma al fantasma. Eviden­ temente, es una trayectoria orientada, que comporta, inscribe y necesi­ ta del factor tiempo. Pero, es lo mismo, eso que Lacan presenta como el algoritmo de la transferencia, con el tiempo inscrito en el hecho de que el referente toda­ vía latente terminará por revelarse -está la presentación sincrónica de ese algoritmo-, corresponde en lo s cuatro discursos de Lacan al objeto a ubicado sobre el saber-supuesto en el lugar de la verdad.

Arriba tenemos el factor libidina!, el elemento libidinal, y debajo la suposición de saber. Lacan, en esta articulación, nos da la presentación sincrónica de esas dos dimensiones adjuntas una a la otra, la referen­ cia al objeto y la suposición semántica; aquí presentada en la sincronía de un solo tiempo.

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El sujeto supuesto saber es el inconsciente, sin duda, pero no el in­ consciente tal como lo aborda Freud en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, es el inconsciente que no es abordado como saber preexistente, ya inscrito allí, productor de efectos. El sujeto supuesto saber es el inconsciente en tanto le damos su es­ tatuto en la experiencia analítica, en el sentido propio, es decir, en la sesión, en tanto le damos su estatuto propiamente fenomenológico, es por allí que Lacan comenzó, por donde entra en la experiencia analíti­ ca, en la teoría. Comenzó con una tentativa de descripción fenomenológica de la experiencia psicoanalítica, que tuve la ocasión de comen­ tar -prácticamente he comentado todo de Lacan, salvo el tramo final-. Esto se encuentra en "Más allá del 'principio de realidad'" -Escri­ tos, páginas 74-75-, un texto del joven Lacan, del Lacan que estaba aún apasionado por Valéry y esta ficción presente en todas partes que es la tesis de Valéry. Pues bien, el sujeto supuesto saber pertenece a ese registro: se trata del estatuto del inconsciente en la sesión analítica. Ese es un inconsciente, no es el inconsciente de la dama de la man­ cha, de esa enamorada, es el inconsciente definido como sujeto y no co­ mo saber que ya está allí. El inconsciente definido como sujeto se presenta, puesto que justa­ mente allí se trata de presentación, de una manera muy distinta del in­ consciente como saber; se presenta como obedeciendo a leyes, como un automaton, esa es la acción obsesiva y se puede saber cuántas veces por día la dama llamará a la mucama para que venga o no venga cerca del pequeño mantel, hasta que la mucama se vaya porque está harta. Se podrá entonces saber a qué hora viene a hacer eso, como el paseo que hacía Kant: todo el mundo ponía en hora su reloj sobre esa base. Ese es el inconsciente como saber, se sabe que eso se produce a una hora prefijada, es una pequeña acción obsesiva y después otra: ¡es la hora!, el inconsciente como sujeto, ¡por supuesto que es algo bien di­ ferente! ¡No tiene hora! Como el espíritu, sopla donde quiere, no res­ ponde a leyes, tiene una causa, y una causa está siempre ligeramente desplazada, exactamente lo necesario para que se la pueda separar del efecto, de otro modo no habría causa. Sólo hay causas en la medi­ da en que un pequeño empalme no se produce, y hay leyes, cuando todo funciona, cuando todo anda bien, entonces uno desprende una ley y, por lo demás, se descuida de que eso no se ensambla nunca del todo exactamente. Pero hablamos de causa y efecto lo bastante para

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que podamos individualizarlas y no estemos en la pura y simple continuidad. El inconsciente como sujeto, no es automaton, sino tyché, según la oposición planteada por Aristóteles y explotada por Lacan en El semi­ nario 11. Se presenta como laguna, como discontinuidad, y no como aquello susceptible de completar esa discontinuidad. Y es, sin embar­ go, de esa manera que Freud adora representar al inconsciente, como aquello inferido a partir de efectos extraños, que resultan comprensi­ bles a partir del momento en que se admite el aporte de lo inconscien­ te, a partir de allí se comprende todo, es liso, continuo, es científico. Por el contrario, aquello que Lacan privilegia como inconsciente no es lo que llena la laguna, no es lo que vuelve a una hora prefijada, sino eso que aparece cuando quiere y después se va a acostar, se cierra y después vuelve. Entonces, esto es el inconsciente como fenómeno, el inconsciente tal como aparece en la sesión analítica, y además ¡es un fenómeno impo­ nente! 1 de diciembre de 1999

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IV El lapso , entre tiem po y espacio

Si les contara lo que me retuvo, lo que me hizo llegar tarde, ustedes no me creerían; en realidad sólo se trata de lo habitual. Creo que toda­ vía no lo entiendo. Les señalo que autoricé ese proyector, ese aparatito a cuyo servicio se encuentra esta dama. El Conservatorio de Artes y Oficios desea apa­ rentemente fotografiar algunas de su s salas ocupadas, llenas, y pensé, a modo de reconocimiento hacia la administración del Conservatorio que tiene a bien alquilar esta sala al Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, que podíam os soportar el inconveniente menor de esta iluminación. Me doy cuenta que este año d ecid í, sin saberlo, recibir el azar, aque­ llo que me aporte la fortuna, con una m ayor liberalidad que la habitual en mí. Sin duda porque si uno tiene la estructura, la lógica, puede dar cabida a lo imprevisto y ubicarlo en s u lugar. Dado que este curso in­ tegra el objetivo de responder a la invitación del título del Encuentro Internacional a realizarse en el mes d e julio acerca de "La sesión analí­ tica", cuyo subtítulo es "Las lógicas d e la cura y del acontecimiento im­ previsto", sin duda me pareció conveniente dar el ejemplo de ese reci­ bimiento de lo imprevisto en el curso mismo que se ocupa de él.

El uso moderno de la lengua Continúo, así, en ese estilo de divertimento que inauguré. No bus­ co el término lapso sino que, es preciso creer, es él quien me encuentra;

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yo invito a buscarlo conmigo, puesto que es un término usual y el uso nos aporta información. Entonces, ese término, sin que yo lo busque hasta el presente, me encontró esta semana y se manifestó en un «s, en un uso, en una acepción que m e dejó muy contento y esa satisfacción me lleva a compartirlo con ustedes. Me había prometido leer, o por lo menos recorrer en una primera ocasión, el volumen de los É cnts critiques [Escritos críticos] de André Gide publicado a comienzos de este año universitario por la Pléiade. Había leído alguno de esos ensayos de crítica dispersos en diversas an­ tologías y hasta había com prado separatas de algunas conferencias de Gide que tenían los viejos libreros, entre las cuales una -retomada en ese volumen-, acerca de "La influencia en literatura", me había dejado un recuerdo que retuvo mi atención. Esperaba algo más de esa antología, una visión panorámica y, ade­ más, placer, el placer literario d e seguir en sus meandros a un eminen­ te conocedor de la lengua, alguien a quien podemos considerar un maestro del uso moderno de la lengua francesa. Esta es una expresión en cierta medida caída en desuso. ¿Qué se requiere para ser reconoci­ do como un maestro del uso moderno de la lengua francesa? Es necesario sin duda, en prim er término, un conocimiento del an­ tiguo uso y aun de los usos antiguos de la lengua en su relación de de­ pendencia respecto de una jerarquía establecida, su diversidad, sus transformaciones. Es preciso, además, un no sé qué, como se hubiera dicho en tiempos de Gide, u na sensibilidad para la lengua, es necesa­ rio sentir ese maestro de la lengua y que esté de acuerdo, en consonan­ cia con el espíritu de la lengua, algo muy misterioso. En efecto, a mi entender, sólo se reconoce verdaderamente a uno de esos maestros del uso m oderno de la lengua, si es que los hubo des­ pués de Gide -e s una pregunta—, en la medida que procede, insensible­ mente, al aggiornamento de la lengua. Me parece que hace falta aún otra cosa más. Es necesario que el su­ jeto en cuestión tenga precisamente una influencia sobre los espíritus, sobre los locutores de la lengua, en los seres-hablantes (parlétres) de esa lengua, a través de las ideas, los afectos y, como decimos nosotros, los sentimientos. Esto debe ocurrir de tal manera que sea verdad que actúe sobre el uso que sus contemporáneos hacen de la lengua. Esto lleva a que para ser un maestro del uso m oderno de la lengua, del uso contemporáneo de la lengua, en todas las épocas, no baste con ser un buen gramático;

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es necesario respetar a los buenos gramáticos, leerlos, pero maestros de la lengua son Moliere, Corneille, Racine y La Fontaine -existieron muchos maestros de la lengua en esa época-; no es Vaugelas, pese al sentido exquisito de la lengua del que testimonian sus notas. pues bien, André Gide estuvo por cierto entre ellos, entre esos maestros; en todo caso, ocurre que ahora, por fin, en diciembre de 1999, podemos comenzar a hacer algunas proposiciones generales acerca del siglo XX. Es poco probable que un acontecimiento imprevis­ to se produzca entre el 8 y el 31 de diciembre, cuya naturaleza nos obli­ gue a revisar fundamentalmente nuestra visión del siglo. Toquemos madera, no sabemos todavía qué puede producirse en ese lapso, qui­ zá nos están reservadas sorpresas in-extreniis, malas sorpresas, con to­ dos esos misiles nucleares que se pasean, un tanto incontrolados, por el lado de Europa del este, no sabemos qué puede ocurrir. Gide no fue el más grande novelista del siglo, lejos de eso. Escribió Sótanos del Vaticano y algunos cuentos, pero no fue el más grande pen­ sador, ni tampoco el crítico más grande y por cierto tampoco el poeta más grande, sí fue un maestro de la lengua y de la sensibilidad france­ sa; yo adoro esas expresiones desusadas, que no son tan antiguas. Por esa razón sus escritos autobiográficos y su Diario perduran en un primer plano de su posteridad. Fue para sus contemporáneos -y nadie lo fue tanto como él en el siglo X X - la norma viviente de la len­ gua francesa, a un tiempo que desviado, como lo saben, en cuanto a los usos sexuales. "Desviado", entre comillas; si bien en su práctica sexual no encarna la norma, sí lo hace en lo que concierne a la lengua. Abordo aquí, aceptando la contingencia de esto que me llega a las manos, un tema que debe retenemos: el de la lengua y el tiempo. Se trata precisamente de eso, del hecho que la lengua se mueve, cambia, conoce el tiempo y, sin duda, no se la puede definir en modo alguno sin hacer entrar en línea de cuentas el factor tiempo. Tomemos esta definición extraída del "Atolondradicho", cuyo co­ mentario tuve la ocasión de hacer en otro momento. Una lengua entre otras -n o s dice Lacan- no es otra cosa sino la in­ tegral de los equívocos que de su historia persisten en ella. Es la veta en la que lo real, el único para el discurso analítico que motiva su desen­ lace, lo real de que no hay relación sexual, ha dejado su sedimento en el curso de los siglos (página 63).

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Precisamente allí está la cuestión, en el hecho de que haya una in­ cidencia del transcurso de las edades en la vida. No hay ejemplo don­ de esto haya sido localizado con m ayor exactitud, donde haya dado lugar a más debate y pasión que la lengua francesa, precisamente por­ que el maestro encarnó allí la norma de la lengua, delegó un cuerpo es­ pecializado para cuidarla. Que ese cuerpo, quiero decir la Academia, sea incapaz de hacerla valer, no quita que estaba encargada de eso. Es completamente única en esta función y comprenderlo nos conduciría a la extraordinaria operación política del discurso del amo producida en el siglo clásico, entre Luis XIII y Luis XIV, y que dio una forma en extremo durable al ser en el mundo francés. Las manifestaciones del inconsciente en la lengua francesa conti­ núan llevando esa marca. Cuando tratemos aquí el tema de la lengua y del tiempo tendremos que reconsiderar lo que se dio en llamar, sin con­ sideración precisamente, la vida del lenguaje, sus modificaciones, las transformaciones que no se sitúan, hablando con propiedad, a nivel del lenguaje, sino a nivel de la lengua y donde no se trata de la vida, sino de otra cosa que es preciso delimitar. En ese término "vida" -inapropia­ do, por otra parte- no está en cuestión la biología. Si queremos ocupar­ nos del tiempo y de la vida, tenemos allí otro tema y será necesario con­ siderar, rectificar, por ejemplo, el término "evolución", según el cual se intenta nombrar eso, el tiempo de la naturaleza, el de la vida. Desde nuestra perspectiva, tampoco este último término resulta del todo apro­ piado, incluso si el discurso analítico se apoyó en ese concepto. Volvamos a eso que encontré como lapso, ¡lo que encontré! Lo que me encontró -el lapso me encontró en mi lectura-, veamos cómo pro­ cedí para que me encuentre. Simplemente, comencé a leer el prefacio del editor un poco largo, me tomó bastante tiempo y luego me detuve allí donde evoca hasta qué punto Baudelaire era, todavía en 1920, se­ veramente criticado y hasta pisoteado por las voces de los críticos más autorizados de la época. No sé si esos nombres les dicen algo a ustedes -Brunetiére, Faguet-; a mí sí, sobre todo porque eran citas que se encontraban al final de los textos clásicos, en las pequeñas ediciones escolares de los años cin­ cuenta, donde algunas palabras eran puestas de relieve. Hasta tuve la curiosidad de ir a comprar -siem pre en esas viejas librerías, porque se trata de algo que ya no se reedita- los Ensayos críticos de Faguet, el se­ ñor Faguet, y Brunetiére, texto que por cierto dominó el examen críti­ co de las obras hacia el fin del siglo XIX.

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¿A ustedes les dice algo? ¡Eso depende! De todos modos, dándolo por sentado, fui a leer el artículo de Gide, fechado en 1910, "Baudelaire y el señor Faguet" -¡es preciso que lo s domingos sirvan para algo!-, donde Gide responde a un artículo de Faguet; no tuve tiempo de pro­ curarme este último, aparecido el 1 de septiembre del mismo año, don­ de, según las citas hechas por Gide, Faguet explicaba que él era un con­ temporáneo de Baudelaire, no estaba tan lejos. Dice al respecto: "C o­ mencé a leer los nuevos poetas cuando Las flores del mal no tenían más de cinco años de existencia", un contemporáneo. El señor Faguet da testimonio, según una modalidad liberal en 1920, de su estupefacción ante el hecho de que Baudelaire no haya zo­ zobrado, puesto que en su lectura adolescente de Las flores del mal, él se había dicho que no podría sostenerse. Sin embargo, se mantuvo para esa generación y para la siguiente -estam os ya en la tercera generación y Baudelaire sigue estando allí—. Al procurar hacer fracasar verdaderamente a Baudelaire, este maestro de la crítica explica en ese texto -hasta qué punto no debía es­ tar seguro de lo que decía, puesto que Brunetiére había dicho ya casi lo mismo- que Baudelaire no tiene ni idea y, sobre todo, es muy a me­ nudo muy mal escritor, su lengua es abundante en impropiedades, en torpezas, en pesadez y chatura -se trata de una cita-. Me gustaría por cierto leer íntegramente el artículo de Faguet, lo encuentro refrescante. Baudelaire es una estrella en el firmamento de la literatura francesa, no tanto tiempo después es un intocable, ¡¿y aca­ so se publica hoy una sola línea que diga algo concerniente al señor Fa­ guet?! Digo que es refrescante, ya que uno se da cuenta que eso no es­ tá desde siempre en el cielo de las ideas ni en el de la literatura france­ sa, en absoluto, sino que es al fin de cuentas bastante reciente. Lo que aparece allí como omnítemporal, para siempre y quizá desde siempre, esto es, ese alguien en conocimiento de que el pequeño Baude­ laire llegaría a ser uno de los más grandes escritores franceses, no tiene en absoluto ese perfil. Es una operación que intervino allí porque la gen­ te no creyó ciegamente en el señor Brunetiére ni en el señor Faguet. En­ tonces, ese tipo de estrellas, durante su vida y aun durante un pedacito de tiempo después, reciben sobre todo barro. Pero, felizmente, hay un buen número de personas que confía en el propio buen gusto, si de eso se trata, y logran que el acontecimiento Baudelaire no resulte borrado. En todo caso, si me remito a lo que circulaba por el liceo en esa épo­ ca, Faguet había perdido claramente, ya estaba jugado en los años cin­

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cuenta. Supongo, en efecto, que e l operador que consagró a Baudelaire fue Lagarde y Michard, esos d os seguidores de importancia tan mar­ cada en el dominio de los estudios literarios, quienes habían tomado el partido de Gide en lo que respecta a Baudelaire. Por esa razón es preciso leer los manuales de literatura, resultan muy interesantes. Además, un espíritu fino, que Lacan había conocido cuando ese espíritu era aún m u y joven -lo menciona, según creo, en los Escritos-, cronista todavía hoy, Bemard Frank, es el único cronista literario que prepara largos artículos acerca de esos manuales, cuya importancia en la formación del gusto ha identificado. Todos aquellos que cursaron los años del liceo en esta última terce­ ra o cuarta parte del siglo, supongo que la mayor parte de entre ellos, ustedes, aquí mismo, son productos de Lagarde y Michard.

La espuma de los días Es allí donde Gide formula su objeción, en el terreno de las ideas, en el de la lengua propiamente dicha. En cuanto a las ideas, desarrolla su exposición a partir de la siguiente frase: "En arte, donde la expresión es todo lo que cuenta, las ideas sólo parecen jóvenes durante quince días". Es bonito este punto de vista que hace de la idea una rosa, el pun­ to de vista que, lejos de celebrar la duración de la idea, celebra, desde la perspectiva literaria, su fragilidad, su condición de devenir obsole­ ta. Esta misma frase se inspira e n una estética temporal, desde este án­ gulo la misma que la de Valéry, según la cual lo durable en arte es la forma, mientras que la idea es perecedera. Se desprende de allí la no­ ción del tiempo como discriminador, tan importante no sólo en los asuntos de crítica literaria, sino también en los del campo artístico. También es la ocasión de subrayar esa noción en cuanto nos concier­ ne, para saber darle su lugar. Se trata de un concepto del que nos servi­ mos sin prestarle demasiada atención, acordándole a la cualidad de du­ rable un valor especial. Allí se inspiran, por ejemplo, las dos páginas de Valéry acerca de Bossuet tan divertidas, tan bromistas, donde explica que no le importa en absoluto la temática de Bossuet, por completo de­ susada, ya no se sabe para nada qué quiere decir, nunca se lo volverá a encontrar, todo eso pasó, pero lo que queda es la gran forma retórica de Bossuet y, respecto dé ella, sí es preciso ver cómo fue recibido ese punto de vista en su época, cuando el partido católico tenía en Francia una pre-

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senda y una profundidad en el tono que, ¡desdichadamente!, perdió. No fue bien recibido y ese artículo, esa broma de Valéry, termina con esta frase, sujeto-verbo: el arca permanece,1 permanece el arca, el arca significante de Bossuet, el arca vacía donde ya no está Dios, Dios sólo era un significado y, como tal, se evacúa. Queda el arca vacía del significante, pero es ella la que atraviesa el tiempo que queda. No es cuestión de los días pasan y yo permanezco, sino que los días pasan y el significante permanece. Si se quiere apren­ der la diferencia entre significante y significado, es necesario leer este texto de Valéry acerca de Bossuet. Se enuncia en él por connotación, por colusión, que finalmente só­ lo el significante es sano, sagrado en su arca, es un vacío. No es que só­ lo la tumba de Cristo está vacía, sino que la tumba significante magní­ fica sólo recubre vacuidad. En consecuencia, en esta estética se puede decir que la verdad esté­ tica está del lado de lo durable. Finalmente, ese valor acordado a lo du­ rable es de todas formas un valor platónico, siempre fundado sobre la idea, ya no se trata allí de las pequeñas ideas así no más, sino de la "Idea", con una "l" mayúscula. Allí está, en esa estética, opuesta a eso que es la santa espuma del día. Idea / / Espuma Desde este punto de vista, se trata de una estética platónica y, por lo demás, reencontraremos un poco después la espuma de los días. Es una manera de introducir ya ese tema mayor de las relaciones entre la verdad y el tiempo, la noción según la cual la verdad sería aquello que dura, eterna, o bien, para los más prudentes, omnitemporal, mientras que la mentira quedaría sometida a variaciones, sería del orden de la espuma. Es cierto, si ligamos la verdad a lo durable, tenemos algo obligato­ rio; cuando tomamos como referencia un poco elemental a la verdad matemática, del tipo dos más dos igual a cuatro, en efecto esto es, po­ demos decirlo, verdadero para siempre, y siempre lo fue. Así y todo es un juicio sin duda por clasificar.

1. de la T.]

"Demeure"-. verbo "quedar"; "residir"; "perm anecer" y sustantivo "inorada". [N.

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Hay asimismo verdades matemáticas de un orden más elevado que conocen transformaciones en el correr del tiempo. Este tiene una fun­ ción por completo presente en las matemáticas, aunque más no sea el tiempo necesario para demostrar un teorema bien elegido, demostrar­ lo y, cuando algo importante ha sido olvidado, volver a demostrarlo, como ha ocurrido recientemente con el teorema de Fermat. Entonces, cuando se tiene una idea simple de la verdad matemáti­ ca, la verdad y el tiempo, sí, son dos cosas distintas. Uno podría ima­ ginar que la verdad no conoce el tiempo, quizá es esto mismo lo que inspiró en Freud la idea según la cual lo inconsciente tampoco conocía el tiempo. Pero, evidentemente, hay una verdad, hay otro aspecto de las cosas. El aspecto de la verdad variable, temporal o temporalizada, que no es la mentira. Por supuesto, cuando Don Juan le va a decir a Marión "Te amo", y, un poco más tarde, le dice a Marinette "E s a tí a quien amo", se pue­ de considerar que son mentiras. Por lo demás, es algo discutible por­ que él sigue siendo el mismo, quiere serle agradable a Marión y des­ pués quiere serle agradable a Marinette y en eso permanece constan­ te. Pero bueno, admitamos, dejemos de lado este ejemplo que suscita­ rá controversias. La verdad variable no es la mentira. Se trata de algo abordado a ni­ vel del espacio cuando Pascal, ya en su momento, remarca que la ver­ dad no era la misma más acá o más allá de los Pirineos. El valorizaba así la propiedad de los Pirineos, aún cuando esto tenga que ver sin du­ da con la relación especial establecida por entonces entre la monarquía francesa y la española, que incluía cierto tipo de conflicto. Por eso ha­ bla de los Pirineos y no, como hubiera podido hacerlo, de la Mancha, más acá o más allá de la Mancha. Habló de los Pirineos porque había una relación especialmente entre­ lazada, compleja, entre Francia y España por entonces, cierta disputa por objetos preciosos, entre ellos, a título eminente, la Cataluña. Fue ne­ cesario el Campo Freudíano para que verdaderamente la Cataluña entre en el mismo conjunto integrado por nosotros y otras comarcas, pero el país del psicoanálisis es de todos modos muy reciente, muy frágil. Pascal habló entonces conceptualmente. No son los Pirineos los que cuentan sino destacar el carácter variable de la verdad según el espa­ cio. Pero además, en-esa frase donde todo está dicho, porque tenemos allí la verdad variable puesta en evidencia, ridiculizada, por cuanto

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basta cruzar una frontera, abrirse p aso en la montaña y la verdad ya cambió, se plantea la pregunta: ¿qué son esas verdades? Pavadas, dice Pascal, mientras que, si seguimos el hilo de su pensamiento, hay una verdad, ya sea que esté más allá, m ás acá, hay una verdad allá arriba -por eso elige una m ontaña- que enseña a mirar mucho más alto que los Pirineos. Allí hay una verdad que no se mueve, que atraviesa el tiempo. Podríamos discutir acerca de esto, porque evidentemente es una verdad eterna que integra el acontecimiento por excelencia, que es la llegada de Cristo desde su Inmaculada Concepción. Señalaré que digo esto el 8 de diciembre. No sé si todo el mundo to­ mó nota del hecho de que se trata del d ía de la Inmaculada Concepción. ¿Quién lo sabía? ¡Ah! ¡Así y todo algunos, no muchos! En Italia, to­ dos lo saben, porque ese día es feriado. Es 11 Giorno dell 'Immacolata, el día de la Inmaculada Concepción. Volviendo al señor Faguet, él quería personajes, gente, gran espec­ táculo, quería -supongo y o - el tecnicolor a lo Víctor Hugo, quería el poema histórico como un gran espectáculo, la pantalla tridimensional. En fin, Hugo, quien también sabía, p o r supuesto, pintar la intimidad y hacer épica a la vaca. Pero en relación con esto, Baudelaire con la transeúnte, Baudelaire con la gigante, Baudelaire con los olores, con los gatos, era para el se­ ñor Faguet ausencia de la idea, Baudelaire gato.

Una erudita imprecisión Esta afinnadón queda refutada p or Gide y llegamos al punto relati­ vo a la expresión. La cuestión es saber si el señor Baudelaire se expresa bien o mal en francés. Entonces, hay u n proceso en su contra, en el que se le reprocha la impropiedad. Gide cita a Brunetiére, quien ya lo había dicho antes que Faguet, críticos de gran mérito que se consagraron al in­ tento de demoler a Baudelaire. Gide d ice estar en deuda con ellos, con esos herederos de Sainte-Beuve, cuya grandeza no alcanza esa altura re­ verenciada por Gide. Es él quien habla en algún sitio, creo, de la emo­ ción que lo embargaba cuando iba a visitar la pequeña casa donde Sain­ te-Beuve, todas las semanas, trabajaba invariablemente su artículo de crítica para el Constitutionnel. Siempre está allí esa casa, con una placa, en la Rué de Montpamasse, paso delante de ella con frecuencia.

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Entonces, Brunetiére, no cualquiera, escribía: "Baudelaire, este hombre está genialmente dotado de la debilidad y la impropiedad de la expresión". ¡Baudelaire! Y G ide responde en los siguientes térmi­ nos: "Es cierto que la poesía de Baudelaire, y allí reside precisamente su potencia, busca en el lector una suerte de connivencia, invita a la colaboración". Es muy bonito esto, esta noción según la cual el poeta establece una connivencia con el lector, incitándolo a colaborar con él, porque sin el vocabulario técnico usado por nosotros y que nos usa, queda designa­ do allí un modo de absorción d el sujeto por el texto, la aptitud que tie­ nen algunos de ellos para instrumentalizar al sujeto, hacerlo trabajar, ponerlo a contribución. N osotros traduciríamos la observación, que bajo esta forma delicada aporta Gide, como el significante que instru­ menta al sujeto. Preferimos decirlo así, porque en esos términos nos ubicamos en la cuestión, aunque sea mucho más bonito decir: se trata de buscar en el lector una especie de connivencia que invita a la cola­ boración. En un texto de 1910 - y no en los artículos de 1940 de Gidefigura este término de colaboración en el que estuve pensando. Si prestan atención, se trata exactamente del mismo concepto que encontramos en el comienzo de los Escritos de Lacan, inspirado en la última frase de la obertura. P ara esos Escritos -d ice allí Lacan-, le lle­ vó tiempo reunir toda esa cantidad de papeles, todos esos pequeños apartados para llegar al volum en de los Escritos, etcétera. Al fin y al cabo, el editor le pidió que presentara ese revoltijo de textos y enton­ ces Lacan, que tema también otras cosas que hacer, en particular su Se­ minario, además de asegurar su práctica, se rezagó un poco, de mane­ ra que el editor mandó im prim ir esos textos sin dejar más de una pá­ gina en blanco. Debió de pensar que Lacan aportaría tres líneas y asun­ to terminado. Ocurre que escribió algo un poco más largo, pero de to­ dos modos no quedaba sino la página prevista en un comienzo. Es por eso que en los Escritos la obertura aparece impresa en un cuerpo de le­ tra más pequeño, más apretado. También se había pensado que el tex­ to destinado a presentar la edición estaría impreso en ese tipo de letra. Entonces, aportó ese pequeño texto y con él tomamos en verdad conocimiento de cuál era el estado de ánimo de Lacan, qué quería co­ municar en el momento mismo en el que concluía los Escritos. Eso que se cerraba allí reaparecería poco tiempo después y era, a pesar de to­ do, una botella al maf. Era necesaria toda la sensibilidad del editor de entonces, Franqois Wahl, a quien quiero rendirle homenaje, para cap­

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tar que ese adoquín, que se hubiera podido decir que era ilegible, se­ ría un éxito. Com o L acan lo subraya, no fue u n in ten to de lectu ra, p ero se com ­ pró, d esd e este pu nto de vista, fue lan zad o en e l b u en m om en to.

Lacan termina esta pequeña obertura, entonces, verdaderamente z'n the jaws o f the press, en el momento mismo en que interviene la máqui­ na de imprenta, cuando se imprime de inmediato eso que uno acaba de escribir, y termina diciendo que con esos Escritos entiende -lo cito"[...] llevar al lector a una consecuencia en la que le sea preciso poner de su parte" ("Obertura...", página 4). Es decir que, precisamente, está obligado a decirlo y, además, no se siente molesto por eso, no es tímido, busca la connivencia, invita al lec­ tor a la colaboración y un poco más, lo invita a poner algo de su parte, a pagar con su persona. Si comparamos estas formulaciones de Lacan con las de Gide, ha­ bría al respecto mucho para decir. Observen que Lacan, cuando un li­ bro aparece en librería, sabe que es un libro, se dirige al lector; dice, al igual que Gide: "buscar al lector". Punto en el cual no vale la pena vol­ ver a la carga con aquello de "únicamente los psicoanalistas... ", ¡no! Es un libro, un libro tiene lectores o no los tiene, en todo caso su partenaire es el lector, a quien se dirige explícitamente Lacan. Se puede decir que en ese caso, la consecuencia, llamada por él de acción, no consiste exactamente en la connivencia emocional aludida por Gide. Y, por otra parte, se podría decir también que es Gide quien afirma la necesidad de colaboración por parte del lector, no Baudelaire, en tanto Lacan fuerza un poco esa afirmación: considera que el lector tiene que colaborar, subraya, lo fuerza un poco. Podría darlo a enten­ der, quizá, antes que enunciarlo así, pero ése es Lacan, no permite dar brincos, como él decía, no sé qué es la libertad. Se puede decir que cuando se toman excesivas precauciones res­ pecto de la libertad del otro, pues bien, es porque a uno no le importa nada de ese otro. "Te dejo tu libertad", ¿qué quiere decir esto en fran­ cés? Quiere decir: "Haz lo que quieras". Por el contrario, cuando al­ guien importa, uno no le deja hacer necesariamente lo que él quiere. Si respetáramos la libertad de los analizantes, ¿adonde iríamos a parar? Están todo el tiempo diciéndoles que por tal razón ustedes no les gus­ taron, les dijeron algo desagradable. La interpretación no está hecha para complacerlos, entonces se pronuncian: "¡Si es así, no vendré más!". ¿Ustedes van a responderles: "Tiene toda su libertad"? Pueden

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hacerlo si piensan que eso, justamente, los hará volver. Pero en cuanto concierne a la posición del analista, en efecto, encontramos esto que se hace sentir a través de esa pequeña frase de Lacan, a saber: ¡se trata de hacer ese trabajo seriamente, chicos! No vayan a creer que este libro es­ tá hecho para recorrerlo, está hecho para ser leído. Esta frase, además de su acento muy específico en cuanto al discur­ so psicoanalítico, constituye un gran tópico literario. Ella daría lugar a infinitos comentarios, conduciría al lector a una consecuencia donde será necesario que él ponga algo propio porque hasta el enunciado mismo de la regla analítica constituye ese género de proposición, de encadenamiento del significante que obliga a poner algo propio. Entonces, Gide continúa y aparece el lapso: "La aparente impropie­ dad de los términos que irritará tanto a ciertos críticos, esta erudita imprecisión que Racine usara ya como maestro" -por mi parte, soy sen­ sible a esta alianza entre el uso y la gran habilidad-. Precisamente, la figura de los maestros del uso evocada al comienzo muestra que el uso concierne a la aplicación, no a la teoría. En ese registro, hay algo cuyo aprendizaje sólo tiene lugar en contacto con un maestro, con alguien que sabe arreglárselas con eso y que no se transmite como el saber teórico. Algo de ese mismo registro encontramos en el psicoanálisis. Se ha­ bla de supervisión. ¡Qué término! Allí, se tiene la impresión de que el otro viene para ajustar los tornillos: "Muéstreme lo que hizo... No, no es así, para nada, ¡fuera!". Eso que damos en llamar supervisión con­ siste en referirse a alguien que debiera ser maestro del uso, pero, evi­ dentemente, como se trata de lo inconsciente, acaso es preciso decir cuál es el buen momento para los maestros... Digamos que, aquí, "m aestro" es alguien que sabe arreglárselas con el kairós, que sabe hacer allí con lo imprevisto. ¿Cómo se aprende esto, es decir, este saber hacer con algo respecto de lo cual no se puede enunciar una regla preestablecida? Cada vez que él diga esto, usted di­ rá aquello, ¡y todo andará muy bien! No es así, uno debe deslizarse en el momento, después se debe estar verdaderamente listo, con los mús­ culos preparados para atrapar a la presa, el animal, cuando llegue ese momento siempre imprevisible. Se trata, precisamente, de capturar aquello que no responde a una regla. En materia de arte, Kant situó bien la función en estos términos: saber Hacer allí y hacer bien cuando no hay reglas. Continúo: "[...] estaem d ita imprecisión que Racine usara ya como maestro". Aquí se abre un bulevar delante de nosotros, la erudita im-

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precisión de Racine, la manera según la cual Racine elige justamente entre sus términos más vagos, produciendo un efecto de ensordeci­ miento. Algún crítico escribió un artículo muy lindo acerca del voca­ bulario de Racine y de este efecto. "Esta erudita imprecisión que Racine ya usara como maestro y de la que Verlaine hará una de las condiciones de su poesía". Gide se re­ fiere a un poeta célebre del arte poético. "Sobre todo, no se te ocurra elegir tus palabras sin alguna equivocación." Es un término lacaniano, la "equivocación". El único artículo de su autoría donde figura el sujeto supuesto saber, lo incluye en su título: "La equivocación del sujeto supuesto saber", algo que nos enseña mu­ cho aquí, justamente porque según Verlaine lo explica, el poeta es quien busca en ese punto cierta equivocación. No se trata de la equivocación del lapsus, ese que nos cae encima y nos sorprende, no, es la equivocación buscada por el significante, la equivocación organizada. Y es precisamente por esa vía que el escritor puede ganarle de mano a lo inconsciente, como se expresa Lacan a pro­ pósito del chiste, al final de Televisión. A llí reside toda la distancia en­ tre la equivocación padecida, patológica, el paterna de la equivocación, y esta otra equivocación calculada d e Verlaine. La aparente impropiedad de los térm inos [...] esta erudita impreci­ sión que Racine [...] y que Verlaine h a rá una de las condidones de su poesía, este espaciamiento, este lapso [¡bravo!] entre imagen e idea, en­ tre la palabra y la cosa, es precisamente el lugar que la emoción poéti­ ca podrá venir a habitar.

¡Muy bien! Fíjense dónde Gide, m aestro del uso moderno de la len­ gua, usa el lapso y con qué valor. Lo utiliza yuxtapuesto a espaciamien­ to, es decir que desplaza el término lapso, normalmente soldado al tiempo en la lengua -suele decirse " u n lapso de tiem po"-; pues bien, él lo toma y lo introduce en las connotaciones del espacio. Hay abismos allí, porque un poco más tarde, dice que, cuando es­ taba -creo y o - en la escuela, el profesor le decía: "Señor Gide, usted ignora que en la lengua hay palabras que van juntas y las utiliza se­ paradas unas de otras". Pues bien, a h í uno se dice: debe de haber un cálculo en esa opción por el lapso que, ubicado normalmente, en el uso regulado de la lengua del lado del tiempo, es desplazado del la­ do del espacio.

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Pero, al mismo tiempo, ese uso generalizado del lapso merece per­ manecer como tal, válido tanto para el tiempo como para el espacio y calificando, aquí, una distancia entre la imagen y la idea, entre la pala­ bra y la cosa. En el lapso está el deslizam iento, pero en cierta medida tomado, fi­ jado y, de esa manera, espacializado. Me esforzaré para que este uso gideano del término lapso, este uso generalizado, llegue a tocar aun­ que más no sea un poco la lengua francesa, acordándole nuevo vigor al lapso. Cuando uno quiere hacer eso, fracasa siempre. Lacan. había queri­ do, enojado como estaba con el director de la Escuela Normal Superior, tuvo con él un mal gesto, que el nombre de ese director tomara el sen­ tido, en la lengua francesa, de trapo de piso. Lo propuso a la misma Es­ cuela Normal, algo que no pareció una cortesía. Pero fracasó, eso no ocurrió. Yo recuerdo el nombre de ese director -m e cuidaré mucho de pronunciarlo aquí-; se hubiera vuelto inmortal, evidentemente, si ese intento hubiera tenido éxito, como ocurrió con el señor Basura. Pero fracasó, ¡y quizá el lapso va a fracasar también! Aquí no es cuestión de injuria, no se dice "¡Pequeña cabeza de lap­ so!". Entonces, en este punto G ide busca, tal como él lo dice muy bien, atrapar el efecto poético. Sitúa ese lapso entre las palabras y las cosas. Son las palabras y las cosas las que componen, a través de cierta con­ tingencia, el título del célebre libro de Michel Foucault. Él quería lla­ marlo de otro modo, "El orden d e las cosas", pero era un título ya exis­ tente y entonces optó por: Las palabras y las cosas. Aquí se trata de las palabras, las cosas y el lapso. Quizá sea necesa­ rio deslizar esto aquí. Gide apunta al uso no referencia! del lenguaje, aquel que no permite encontrar la cosa, mientras que el valor esencial del uso referencial es llegar a encontrarla, algo que puede resultar complicado, como les di el ejemplo. Cuando se trata de indicar el ca­ mino donde encontrar las cosas, no se puede tener una eradita impre­ cisión, salvo si quieren que el m uchacho a quien indican el camino se pierda, como ocurre con frecuencia aun cuando no lo sepan. En el uso referencial uno trata, por el contrario, de reducir el lapso entre la palabra y la cosa. Evidentemente, cuando intentamos hacer es­ to, se producen ampulosidades terribles en el lenguaje. Resulta mucho más natural para el lenguaje, finalmente, dejar que el lapso se instale con tranquilidad. Es necesario, p o r cierto, retorcer el lenguaje y en ese momento se hace visible que le ponemos un corsé para forzarlo a ser

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referencial. Estamos obligados a hacerlo, al parecer, en el plano del dis­ curso jurídico. Allí es necesario poner etiquetas a los objetos, y deci­ mos: cuerpo del delito número tal. Lo mostramos. A veces hay equivo­ caciones en las etiquetas y en lugar de mostrar el arma del crimen, se muestra un chupetín.

Poesía y derecho En el discurso jurídico se procura justamente impedir el efecto poético, se deja el efecto poético para el gran alegato, la gran retóri­ ca capaz de tocar el corazón de los jueces para que el triple asesino salga felicitado por el jurado. No hace mucho se vio a un doble ase­ sino, que no nombraré, salir de un tribunal americano con las felici­ taciones del jurado. ¿Quieren su nombre? O. J. Simpson, ahí está. Es­ to no impresionó a nadie aquí, pero en los Estados Unidos, durante varios meses, todo el mundo estaba pegado a la televisión para ver si un señor, sospechado de haber cometido un crimen, iba a lograr salir del apuro gracias al discurso de sus abogados, gracias al signi­ ficante. Era un triunfo del significante contra un triunfo de la verdad, de una verdad especial, sin duda, una verdad contra las costumbres. Na­ die dudaba de la efectividad del asunto, pero cierto tipo de solidari­ dad, más acá de los Pirineos, sumado al dominio significante, hicieron posible el triunfo ante una nación que estaba con todo, es preciso de­ cirlo, pasmada de admiración, no sólo por la audacia del crimen, prac­ ticado con cierta frecuencia en ese país -y allí, verdaderamente, había uno, su mujer no hacía lo que él quería; mujer de la que, por otra par­ te, estaba separado, no estaba en la fid es- La encuentran atravesada a puñaladas. Y el muchacho sale del apuro. Como pueden bien imagi­ nar, a nivel fantasmático esto encantó absolutamente a la población. Terminarán levantándole estatuas. Entonces allí, justamente, se veía todo cuanto era necesario hacer con el uso referencial del lenguaje, la designación exacta gracias a la cual uno cae sobre ese y no otro es esencial; caer sobre el falso culpa­ ble, como dice Hitchcock. Se trata entonces ante todo, en este uso, de poder reconocer el obje­ to. Ese objeto puede ser alguien, un sujeto o bien un objeto a recono­ cer; es cuestión de la referencia del discurso sin equívocos ni impreci-

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siones, de una manera infalible. En suma, un uso del lenguaje situado en el ángulo del reconocimiento. Para poder decir "es ese". En todo uso no referencial del lenguaje, podemos decir, habita ya el efecto poético. En un extremo, entonces, la poesía y en el otro el dere­ cho, gracias a lo cual, por supuesto, hay una poesía propia del derecho. Y, además, sin duda, hay también un derecho en la poesía, puesto que hay cánones, formas a respetar, y en un momento dado se luchaba para saber quién fijaba el derecho en la poesía. Se había encontrado al­ guien formidable para encamar la potencia ordenadora, el significante amo en el lenguaje. En poesía se había encontrado a Malerbes, quien vi­ no e impuso el orden, no se puede decir mejor, en todo ese fárrago de papeles que venía arrastrándose desde la Edad Media, cuando todavía la lengua francesa guardaba toda la viscosidad de su membrana nativa y no había aún cortado el cordón umbilical con el bajo latín, con el con­ tenido más trivial en él, con el lenguaje de las tabernas. El francés, así y todo, es en primera instancia los equívocos del latín, data de la épo­ ca en la que existía gente no cultivada que comprendía mal el latín, de ahí surgió el francés y fue necesario, piensen todo cuanto fue necesario como musculatura del francés, como ordenamiento del significante amo y todo lo demás, para que tengamos, para que nazca al fin la len­ gua francesa, acorazada con sus normas, para que podamos hablarle francés al Rey, en la Corte, todo eso, sin considerar que le hablábamos, que nos dirigíamos a él en un galimatías absolutamente asqueroso. Y entonces pudimos cortar el cordón, olvidar esos orígenes medio­ cres y después, al final, bruñirlo, embellecerlo, ponerle cuarenta tipos alrededor para vigilar su constitución, su buena salud, etcétera. Poesía y derecho se ubican, así, como opuestos y, al mismo tiempo, es divertido ver cómo se ligan y se traman. En este punto Gide nos muestra dónde instala la poesía, y define el lapso poético, que es el lu­ gar de lo poético, la casa de la poesía. Da un ejemplo de esta impropiedad de los términos -e s cierto que hasta aquí no hablé demasiado del tiempo en Freud ni en Lacan, todo eso viene después, pero ya aporté mucho antes-. Como no me queda sino un lapso de ocho minutos, voy a proseguir el hilo de mi idea. Gide cita un poema de Baudelaire para mostrar la impropiedad de los tér­ minos. Se trata del siguiente pasaje, que voy a leer por placer: El verde paraíso de los amores de infancia, las carreras, las cancio­ nes, los besos, los ramos de flores, los violines vibrando detrás de las

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colinas, después los jarros de vino, al anochecer en los bosquecillos. Pe­ ro el verde paraíso de los amores de infancia, el inocente paraíso lleno de placeres furtivos, ¿ya está más lejos que la India y la China? Acaso podemos hacerlo volver con gritos plañideros y la luz de una voz toda­ vía argentina, el inocente paraíso, lleno de placeres furtivos.

El señor Brunetiére atacó esto, diciendo: "Verdaderamente, ¡ah!, verdaderamente no es bueno". La crítica de Faguet, por su parte, di­ ce: "¡Formidable!" -tengan en cuenta que quizá Gide imputa las pre­ guntas a Faguet, es preciso que yo lea e l artículo- "¿Por qué esos jarros de vino? ¿Por qué furtivos?", preguntará, "y nosotros no sabremos qué responderle", agrega Gide. ¡Ah! ¡Ah! Después dirá: "Era necesario ani­ mar con cura voz" -el texto de Baudelaire dice de una voz, usa la expre­ sión lacaniana, quizá se trata de lo contrario-; “con los jarros de vino" no constituye sino un ripio, una frase innecesaria, utilizada para com­ pletar la rima, recurso en este caso para continuar con la enumeración. En efecto, tenemos las carreras, los besos, los ramos, los violines con los jarros de vino. Entonces, el supuesto Faguet dice: ¡Y por qué con los jarros de vino y n o con las carreras, las canciones, los violines! Ese con es un ripio, era necesario para continuar con la enumeración; en tanto "China" figura allí en función de la rima. Tene­ mos entonces una, dos, tres, cuatro, cinco faltas.

Evidentemente, uno tiene ganas d e hacer también un comentario cuando le llega el tumo. Me resulta irresistible, en primer término, el hecho de que sea Gide y no Faguet quien inventa ese "por qué furti­ vo" al que no sabremos responder. Es Gide quien lo dice, cuando en lo atinente a los placeres furtivos, seguramente en 1910 todavía no había revelado el secreto, pero como pese a todo leimos el Gide que vino des­ pués, decimos que la elección de ese pequeño ejemplo no es azarosa. ¿Por qué no sabríamos responder e n lo que concierne a los jarros de vino? Si consideramos el verso, no están ubicados en absoluto en el mismo plano que las carreras, las canciones, los besos, los ramos, los violines. La enumeración no debe continuar con ellos, sino que se re­ porta al verso precedente: los violines vibrando detrás de las colinas, con los jarros de vino al anochecer en los bosquecillos. Se escucha bien en el verso que, p o r un lado, tenemos los violines vibrando, las colinas, y después los jarros (brocs), los bosquecillos (bosquets), y justamente, tenemos con {avec), que comparte su terminación

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con unos y otros. Esto traduce de manera maravillosa, con una preci­ sión conmovedora, justam ente, la existencia de las vibraciones de los violines en las colinas. ¿Cómo es que hay violines en las colinas? Ocu­ rre que hay un pequeño baile, un pequeño festejo, y la música vibran­ te de los violines es interrum pida por el choque (choc) de los jarros (.brocs), de los bosquecillos (bosquets) y del con (avec). Allí, precisamente, ese avec tiene el sentido de al mismo tiempo, el choque de los jarros acom paña la queja de los violines, por lo tanto no se justifica decir que jam ás sabrem os responder acerca de los jarros, por cuanto están animados de una voz. Lacan lo dice, Baudelaire pue­ de decirlo también. Y, además, si bien se recuerda el paraíso, no es en absoluto lo mismo recordarlo, en cuyo caso el paraíso se queda en su lugar, que convocarlo,2 porque entonces el paraíso viene, responde a ese llamado, se hace presente de nuevo. A propósito de la China, no tuve todavía tiempo de pensar, pero al­ go se me va a ocurrir al respecto seguramente. Me queda apenas el tiem po suficiente para leerles la última frase de este párrafo del texto de Gide que me interesó, que tanto me retuvo hoy, pero creo que con él, pese a todo, señalamos un buen número de temas por venir. La frase dice así: "Y si nada es más comprometedor que este permiso de dejar de hablar claro, es muy precisamente porque sólo el verdadero poeta logra hacerlo". Hay muchas cosas, ¿no es cierto?, en este permiso para dejar de ha­ blar con claridad. Gide entiende como tal el permiso que finalmente el lenguaje acuerda al poeta d e desglosar, de hacer valer el lapso poé­ tico entre la palabra y la cosa. E l lector concede esta autorización al poeta. Ustedes saben bien que el u so poético del lenguaje es, con todo, un uso desviado, desviación que convoca una autorización implícita. Es necesario aún así que el lector ceda, consienta, y que los textos se juz­ guen también en función del objeto de ese consentimiento. De eso mismo se trata en u r análisis, donde hay un uso desviado del lenguaje, como hay también cierto tipo de lapso, diferente del poé­ tico: el lapso psicoanalítico, freudiano. Se trata de una desviación del uso normal del lenguaje y ella debe ser autorizada; Lacan llama acto psicoanalítico a la autorización acor­

2. "Se rappeler" = recordar / "Rnppeltr" = convocar, llamar a las filas. [N. de la T.]

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dada por el analista, que es también el permiso de no hablar claro, de dejar hablar al fantasma, de decir cualquier cosa, las tonterías y todo lo demás. Es también el permiso, quizá la obligación, de no hacer arte. Pero es un permiso acordado a una desconfianza en el uso de la len­ gua, el tiempo de la sesión. Y es en ese lapso de tiempo de la sesión analítica que se acuerda la autorización al lapso psicoanalítico del len­ guaje, el cual guarda sus afinidades con el lapso poético tal como lo si­ túa Gide, sin confundirse con él. No se sitúa entre la palabra y la cosa, sino entre la palabra y la idea, entre el significante y el significado, en­ tre el significante y el significante. Se trata de ese lapso que no viene a habitar la emoción poética si­ no, más sobriamente y, a veces, más ferozmente, la interpretación psicoanalítica. La próxima vez, Lacan, Freud y todo el resto. 8 de diciembre de 1999

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V El estatuto del inconsciente

Tomé una buena decisión para el añ o 2000: trato de llegar puntual­ mente, es decir, a las dos menos cuarto, pase lo que pase. Pienso que podré hacer un esfuerzo para el nuevo siglo. La última vez había prometido Freud, Lacan y todo el resto, por consiguiente seré breve en el divertimento de la introducción. En las horas que siguieron a ese curso -la velocidad, en esos casos, cobra todo su peso-, digamos tres h oras después, me hicieron llegar el artículo de Faguet acerca de Baudelaire del que habla Gide. Fue nece­ sario ir a buscarlo en los sótanos de Saínte-Géneviéve. Le agradezco a Rose-Marie Bognard haber tenido la disponibilidad y la inspiración para hacer esa búsqueda. Pude darme cuenta de que Gide hacía una cita muy exacta de los pasajes más increíbles. Así también recibí, por fax, de Catherine Lazarus-Matet una refe­ rencia al lugar donde, en el Tesoro de la Lengua Francesa, se mencionan dos ejemplos del uso raro del término lapso sin que se vea acompaña­ do de tiempo, algo que no figura en el diccionario Robert. Un ejemplo proviene de Balzac -y a volveré sobre é l- y el otro de la Correspondencia de Flaubert. En uno y otro caso, los autores dicen lapso y no lapso de tiempo. Un poco más tarde, creo, Pierre-Gilles Guéguen me puso al tanto de la presencia del término lapso en El S er y la Nada, de Jean-Paul Sartre, en el capítulo del futuro. Y finalmente ayer me llegó por correo una carta de Danielle Marie acerca de la China, que seguía resultando enig­ mática para Gide en el poema de Baudelaire "El verde paraíso de los amores infantiles".

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Les agradezco a todos ellos su colaboración. Habría mil cosas para decir de cada uno de esos ejemplos, pero dado el compromiso asumi­ do la última vez, lo dejo para el próximo milenio, es decir, dentro de poco tiempo. Aun así, me ocuparé del ejemplo de Balzac citado en El tesoro de la Lengua Francesa, por el carácter altamente instructivo de la cita. Dejo para más tarde m uchas cosas; sin duda la última vez hablé de­ masiado rápido -y no demasiado bien- de la Inmaculada Concepción. Me corrigió alguien que escucho y me habla con cierta libertad, dado que está aquí para eso. Esa persona deploraba, si doy cuenta con exac­ titud de sus palabras, ¡que alguien de mi nivel caiga tan bajo como pa­ ra hacer bromas de estudiante sobre la Inmaculada Concepción, por lo demás inexactas! Aceptada la fraternal corrección, me precipité de inmediato a la li­ brería de la Procuraduría, donde acumulé cierta cantidad de docu­ mentos sobre el dogma de la Inmaculada Concepción y espero tener la oportunidad, en el curso del año 2000 -n o cae del todo m al-, de refe­ rirme a ellos. Saco provecho tanto de las gentilezas que me dicen como de lo que no resulta tan gentil. Así, alguien me aconsejó también cambiar de sa­ co. Esta mañana dudé pero, para no llegar tarde, no demasiado, y pa­ ra no quedar atrapado en una vacilación de último momento, tengo por costumbre, al contrario, vestirme más o menos siempre de la mis­ ma manera para mi Curso. No derogué entonces ese principio, pero a partir del momento en que logre ser puntual, quizó pueda también se­ guir ese consejo.

Lapso de virtud El ejemplo de Balzac proviene de La prima Bette. Leyendo esta fra­ se, uno podría prácticamente adivinarlo: "Durante ese lapso de virtud, el barón había ido tres veces a la Rué du Dauphin y jamás allí había te­ nido setenta años". ¡La prima! E s sin duda la frase que mejor conden­ sa el medio, la esencia de esa novela de donde en otras épocas, en los tiempos antediluvianos, cuando enseñaba aún en los locales del Cen­ tro Universitario Experimental d e Vincennes, si recuerdo bien, yo ha­ bía tomado al barón Hulot para ilustrar la fuerza del deseo, tal como la plantea Lacan.

EL ESTATUTO DEL INCONSCIENTE

El barón Hulot, en La prima Bette, es un clon, una proyección, en cuanto a su gusto por las mujeres, de nuestro escritor nacional, Víctor j_[l|a0, de quien conocen eso que se puede llamar, en nuestro contex­ to la atracción obsesiva hacia La mujer. No sólo Víctor Hugo quedó fiiado en los espíritus en función de las eminentes contribuciones he­ chas a nuestro tesoro poético, por la infinita diversidad de su expre­ sión, así como su regularidad, puesto que en Guernesey, cada maña­ na, apechugaba con seis horas de versos sin titubear, y permaneció por eso, sino que, además, fue célebre en su tiempo por su condición de amante extraordinario. E incluso en su edad más avanzada persiguió a las damas, las jóve­ nes, las baronesas, las sirvientas, todo lo que estaba a su alcance, sin discriminación. Es por eso que digo La mujer, pues tenemos la impre­ sión que, para él. La mujer existía, estaba presente en cada una y hasta en su ancianidad -q u e Balzac no conoció- cuando sus medios pese a todo habían declinado, con algunas monedas obtenía -discúlpenmeque las damas a su alcance levantaran sus polleras, de modo que le fuera posible contemplar el origen del mundo. El barón Hulot de La prima Bette, entonces, es una proyección de Víctor Hugo. Se muestra aquí al general Napoleón arruinando a toda su familia, renunciando y sacrificando a su mujer, la sublime Adeline, para correr detrás de aventuras amorosas hasta el último suspiro, has­ ta el último suspiro de su mujer y el suyo propio, algo admirable, su­ perando en efecto todos los límites, se diría, yendo más allá de lo ve­ rosímil, justamente si no supiéramos lo que sabemos de Hugo. La Rué du Dauphin que figura en esta frase, es el domicilio de Valérie Marneffe. Ella es la peor que se pueda encontrar en toda la obra de Balzac, en donde, sin embargo, abundan Instalada por el barón Hu­ lot entre sus cosas, haciéndolo sufrir con un viejo rival, ambos demos­ trándole que ella tiene un tercero. Hay escenas donde verdaderamente se anuncia Feydeau, cuando vemos a un tiempo al barón Hulot, a Crevel y al brasileño, el preferido, pasearse en la Rué du Dauphin. Ella ha­ ce esperar a uno abajo, mete al otro en el placard, vuelve a subir, tene­ mos escenas de comedia, eso es lo que ocurre en la Rué du Dauphin. En esta ocasión, entonces, el barón Hulot prometió, durante un tiempo, abstenerse de esas citas. Es el lapso de la virtud, durante el cual, pese a todo, va tres veces a la Rué du Dauphin y nunca tiene se­ tenta años cuando está allí, porque Valérie Marneffe, como lo detalla Balzac, sabe arreglárselas para que los viejos olviden su edad. Por lo

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tanto, él va más a menudo. Estamos en la inminencia de la próxima ci­ ta cuando Balzac hace esta mención. Estudiemos en primer término -v oy a ir rápido, porque son Freud y Lacan quienes nos ocupan-, simplemente la expresión: Lapso de virtud No terminé de establecer mi dogma respecto de esta expresión, donde vemos que Balzac no es un maestro de la lengua francesa; na­ die se lo ha imputado, la lengua no proviene de él, no es él quien la en­ carna, por el contrario. Hasta sus admiradores critican, hacen notar lo que consideran es una impropiedad, a saber, la pesadez, la torpeza de su estilo, es decir que se le siguen haciendo aún hoy a Balzac las críti­ cas que Faguet le hacía a Baudelaire. Sin embargo Balzac es, quizá, mucho más que un maestro del uso o de la norma, un creador, un recreador de la lengua, algo que pode­ mos percibir aquí. ¿Cómo analizar "lapso de virtud"? Se puede hacer de esa expresión una metáfora, considerando que "virtud" reemplaza a "tiempo", se inscribe en su lugar. Hay sin duda allí un efecto metafórico de sentido. Pero también se la puede considerar desde el punto de vista metonímico, es decir, fijarse en aquello que sería la escena completa, lapso de tiempo de virtud, parecería el nombre de un noble, como decir "Me llamo Lapso de Tiempo de Virtud". En esta cadena, finalmente, el sig­ nificante tiempo resultaría elidido en la continuidad de la cosa. La tercera hipótesis, aparentemente la adoptada por el Tesoro de la Lengua Francesa, considera que Balzac hace un uso absoluto del térmi­ no "lapso", sólo ese, lo emplea solo, como lo encontramos en Gide, en Flaubert o en otras ocasiones, en nuestro título de este año, y que cali­ fica ese lapso imponiéndole la virtud. 1 - virtud tiempo 2 - lapso (de tiempo) de virtud * - 3 - lapso - de virtud No se trata de tres posibilidades exclusivas, pero en todo caso la tercera de ellas es la menos interesante, no da cuenta de la particulari­ dad del efecto de sentido de la expresión en ese lapso de virtud.

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De todas maneras, el tiempo constituye una referencia latente en esta expresión, tanto más presente y existente por cuanto no se lo ex­ plícita y es por ese hecho mismo que captamos el lazo delicioso, con­ movedor, entre ese lapso y el viejo barón que ya no siente el paso del tiempo cuando está con su amante. No siente pasar el tiempo y, además, ya no siente el tiempo que ha pasado, no siente ya su edad. "Jamás allí había tenido setenta años". Es espantoso, es preciso decir que n o es muy eufónico cuando se lo pronuncia, hasta resulta extraño. Hay que comprender bien ese "allí": nunca había tenido setenta años en la Rué du Dauphin, cuando había ido allí. No hay frase que haga sentir más la instancia del tiempo en su mo­ dalidad de envejecimiento y se recuerda en ese pasaje, varias veces a lo largo de la novela, que pronto cum plirá setenta años. Subraya aún mas el precio de este amor clandestino -finalm ente conocido por todo el mundo, y no sólo por los lectores- el hecho de que el tiempo bioló­ gico, la edad del personaje, la edad d el estado civil, se encuentre como suspendida en los momentos que pasa en la Rué du Dauphin. Esto es algo que pone especialmente de relieve la oposición, el contraste, entre el tiempo biológico y al mismo tiempo social -"Bueno, mi viejo, usted tiene setenta años, ya es hora de retirarse, no está más en carrera"-, y el tiempo del amor. Esto dice que no h a y edad para las cosas del amor, cuando uno está dotado para eso, claro está, cuando uno es, como di­ ce Balzac, un libertino. El pasaje es, p or cierto, sorprendente. La baronesa Adeline, hablándole a los hijos, dice: Vuestro padre tendrá pronto setenta años -respondió la baronesa-, todavía piensa en la señora Marneffe, y o me di cuenta, pero en poco tiempo más ya no pensará en ella, la pasión por las mujeres no es como el juego, como la especulación, como la avaricia, se deja ver en ella un límite.

Eso es lo que cree Adeline, "la bella Adeline, ya que esta mujer era siempre bella, pese a sus cincuenta añ os y sus pesadumbres, la bella Adeline se equivocaba en esto: los libertinos, esa gente dotada por la naturaleza de la preciosa facultad de amar más allá de los límites que ella fija al amor", allí está todo. Hay alg o en el ser hablante que sobre­ pasa los límites naturales - o supuestamente naturales-, "los libertinos no tienen casi nunca su edad. Durante ese lapso de virtud, el barón ha­

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bía ido tres veces a la Rué du Dauphin y jamás allí había tenido seten­ ta años", ese es el contexto. Balzac no confía del todo en su lector y explica: "La pasión reani­ mada lo rejuvenecía y hubiera entregado su honor a Valérie, su fami­ lia, todo, sin un remordimiento". Es, por otra parte, lo que hace más tarde en esta extraordinaria novela. Veamos ahora cómo se construye eso que Balzac nos presenta en es­ ta frase. En primer término, tenemos el lapso de virtud, que llama la aten­ ción al principio de la frase. Se entiende bien de qué se trata: el lapso de virtud se define respecto del conjunto de la vida. En su horizonte se sitúa el conjunto de la vida del barón, su lapso de vida, y después, en el interior de ese lapso de vida, está el lapso de virtud -lo hago más grande de lo que es en realidad, es aquí donde se sitúa. ( ... (

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Pero la irom'a de la frase reside en que durante ese lapso de virtud, hay aún así un bonito lapso de vicio, hay hasta tres bonitos pequeños lapsos de vicio. El esquema que nos presenta la frase supone que evi­ dentemente hay, diré, toda una vida de vicio, un pequeño lapso de vir­ tud y, en su interior, de nuevo el vicio.

Es decir, un esquema que tomaría esta forma: si representamos el tiempo en función del espacio, tenemos aquí el espacio exterior, vicio­ so. La segunda zona es el espacio de la virtud, pero en su interior vol­ vemos a encontrar el del vicio. E n esta frase tenemos, para decirlo to­ do, una envoltura topológica que permite comprender bien el carácter estrictamente infinito/sin térm ino -contrariamente a la creencia de Adeline-, de la pasión por las mujeres del barón Hulot, quien formula

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promesas de borracho pero está repetidamente, lapso tras lapso, en su misma conducta. Así, encama de maravillas aquello que Lacan desig­ na como el et cetera del síntoma. Voluntariamente me limito, porque de esta frase podríamos obte­ ner, sin esfuerzos, toda la trama de la novela, se trata verdaderamente del agatina, es el aleph de la novela, en el sentido de Borges. Podría haber pasado estas dos horas comentando el texto. Les apor­ to un pasaje aún, con muchas resonancias para nosotros. Evoca a los señores que quieren tener una amante además de su mujer legítima. "Muchos hombres quieren tener esas dos ediciones de la misma obra". No es un delicado, por cierto, no es un Gide quien escribiría semejan­ te cosa, por muchas razones, aunque Gide..., en parte yo improviso, se­ guramente, sí... Muchos hombres quieren tener esas dos ediciones de la misma obra, aun cuando sea una inmensa prueba de interioridad en un hom­ bre el hecho de no saber hacer [es formidable] de su mujer su amante. La variedad en este género es un signo de impotencia, la constancia será siempre el genio, el genio del amor, el índice de una fuerza inmensa, aquella que constituye al poeta. Se deben tener todas las mujeres en la propia mujer, como los poetas cubiertos de barro del siglo XVII hacían de su Manon otras tantas Iris y Chloé.

Inconsciente sujeto e inconsciente saber Bueno, dados los compromisos asumidos ante ustedes, dejo todo lo que hubiera tenido para decir al respecto. Freud, Lacan, no tienen Iris ni Chloé y, por consiguiente, vamos al tema de lo inconsciente y del tiem­ po, esa nueva alianza conceptual, nueva por cuanto Freud había aparen­ temente roto los lazos cuando enuncia, repetidamente, sin detenerse de­ masiado en ir a ver el contexto, que el inconsciente desconoce el tiempo. Ni siquiera se trata de un: ¡Retroceda, señor, no puedo verlo! Es una ignorancia pura y simple, otra dimensión, de otro orden; la dimensión del inconsciente sería otra que la del tiempo. Y mientras nos deslomamos en la espuma de los días, el incons­ ciente, si puedo decirlo así, descansa cómodamente en un sillón, nos deja pasar y él permanece, con su automatismo de repetición. Es inú­ til decirle que ya hizo muchas veces eso, él no quiere saber nada. En Lacan el inconsciente tiene una afinidad esencial con el tiempo,

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a tal punto que uno no puede dilucidarlo sin jugarse el todo por el todo y el tiempo no es allí una circunstancia contingente, sino una afi­ nidad esencial. Pero agrego de inmediato que es necesario prestar atención para ubicarse al respecto, porque todo eso califica en Lacan al inconsciente como fenómeno, al inconsciente-acontecimiento, en tanto se inscribe como acontecimiento en la trama del tiempo. Y hay entonces, sí, una oposición. Porque Freud habla de hipótesis del inconsciente y Lacan de la suposición del sujeto. A decir verdad, el término de "suposición" es la traducción latina del griego "hipótesis", es el mismo término. Entonces, efectivamente, una y otra formulación encajan. Sólo que Freud habla de hipótesis en tanto el inconsciente se de­ duce, es inferido a partir de algunos efectos extraños, detonadores, de los que sólo se puede dar cuenta infiriendo la existencia de procesos in­ conscientes, puesto que el sujeto por sí mismo se muestra incapaz de si­ tuarlos a partir de su proceso de pensamiento consciente, su argumen­ tación, etcétera. Freud habla de hipótesis del inconsciente en tanto el in­ consciente es inferido como estando ya ahí, produciendo efectos. Freud sólo dice "hipótesis del inconsciente" para afirmar que no es porque el inconsciente no se presenta nunca en persona, sino a partir de las inferencias que hacemos, no por eso no es algo real, en el senti­ do de la ciencia. Para Freud se trata de salvar el carácter real del inconsciente, a pe­ sar de que no se presenta en persona sino a través de una deducción, que no es para Freud, por lo demás, menos cierta e indudable. Para Freud la transferencia es de otro orden. Ella permite acceder a ese inconsciente que ya está ahí e introducir transformaciones en ese algo de real que es el inconsciente. Introduce esas transformaciones de dos maneras: porque la persona del analista atrae hacia sí la libido in­ vestida en los síntomas y, en segundo término, porque en la transferen­ cia los síntomas adquieren un nuevo sentido, ein muer Sinn, como ya lo consigné. Evidentemente, el sujeto supuesto saber de Lacan procede de aque­ llo que Freud designa en repetidas oportunidades "hipótesis del in­ consciente" y es, sin embargo, una suposición de un orden bien distin­ to. En primer término, porque se trata de una definición del incons­ ciente a partir de la transferencia. Se trata de la perspectiva que da la transferencia sobre el inconsciente y entra, más tarde, en la definición del estatuto del inconsciente. Es una definición del inconsciente a par­ tir del medio de su descubrimiento.

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In]o está ta n claro en la c o m p o s ic ió n m is m a d e El seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales..., e n d o n d e se in tro d u ce h a d a el fin al, de una m anera u n p o co m ás am plia, la c u e s tió n d e l sujeto su p u esto saber, ap u n tad a y a e n alg ú n otro sem in a rio .

En El seminario 11, p recisam en te, s e n o ta la d istan cia m a n ten id a p o r Lacan entre el in co n scien te y la tra n sfe re n c ia , p u esto que h a c e d e e llo s dos concep tos d istin to s y, e n la serie d e los cu a tro co n cep to s que d is­ tribuye, el in co n scien te se sitú a e n p r im e r té rm in o , luego, a n te s d e in ­ troducir la tran sferen cia, se pasa p o r l a r e p e tid ó n y se co n clu y e co n la pulsión.

puede remarcarse así, en la com posición misma de ese seminario, cómo se conserva la distancia introducida por Freud, en las Conferen­ cias de introducción al psicoanálisis, entre inconsciente y transferencia. Evidentemente, este texto de Freud no podía estar lejos de la inten­ ción de Lacan, precisamente cuando, después de una ruptura definiti­ va con la Asociación Psicoanalítica Internacional, debía cambiar de lu­ gar y de público, pasar del anfiteatro d e Sainte-Anne en la sala Dusanne a la École Nórmale Supérieure y encontrar allí el vasto público in­ telectual, donde además, la facción d e los analistas se desarrollaba en un comienzo, si recuerdo bien, especialmente ese año, como un peque­ ño núcleo ocupando de derecho los prim eros rangos, lo que nos obli­ gaba, a los alumnos de la Ecole, a ubicarnos detrás. Lacan dice bien, por otra parte, haber encontrado en ese seminario no tanto la oportunidad de una introducción, sino la de repensar los fundamentos del psicoanálisis. Lo afirm a en el texto ubicado en la con­ tratapa del texto original en francés: La hospitalidad recibida de la École Nórmale Supérieure, un audito­ rio muy acrecentado, indicaba un cam bio de fondo en nuestro discurso. Dimos una indicación para su uso [para e l nso de ese nuevo público], emitién­ dolo a partir de una propedéutica según la cual no se avanzaba ningún nivel antes que hubieran podido medir la legitimidad del precedente:

Mutatis mutandis, se trata de algo q u e se aproxima al intento hecho por Freud en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis. Lacan man­ tiene la distancia entre inconsciente y transferencia. El inconsciente es presentado, introducido a partir del orden simbólico, mientras que la transferencia ante todo se pone en evidencia por su carácter libidinal, conforme a la orientación de Freud en ese texto.

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La realidad sexual, la libido, parece dar el centro del concepto de transferencia en El seminario 11. La fórmula que había retenido en esa época a algunos de sus auditores, yo entre ellos -Lacan se dio cuenta de esto y vino a hacernos el comentario, se incluyó como quinto en un pequeño cartel, aunque aún no se llamara así, de los cuatro que éramos-, esa fórmula era: la transferencia es la puesta en acto de la rea­ lidad sexual del inconsciente. E s preciso reconocer que nos había sor­ prendido, sobre todo porque ignorábamos al propio Freud. Se trata de una fórmula que podría ser extraída del capítulo sobre la transferencia de las Conferencias de introducción al psicoanálisis. Puede parecer, por cierto, que esta fórmula incluso no avanza de­ masiado respecto del esquema fundamental aportado por Lacan en los comienzos de su enseñanza y que muchas veces, un número incalcu­ lable de veces, escribe en el pizarrón, esos dos ejes opuestos, el de lo simbólico y el de lo imaginario. Claramente, aquí está el apoyo del Se­ minario para ubicar el inconsciente en el eje de lo simbólico, mientras que la transferencia, cuando se habla de ella inscrita, en términos de su sustancia, es la realidad sexual del inconsciente, y aparece, por el con­ trario, en el orden imaginario, con la relación de obturación de la trans­ ferencia respecto a las emergencias del inconsciente. in co n scie n te

transferencia

Por otra parte, esto permanece en el esquema que Lacan elabora ese año de la separación y de la alienación. Demostré en otra oportunidad que ese esquema es una transformación, aquí presentado bajo la forma de una oposición, y luego presentado como una articulación. inconsciente

transferencia

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En el primer esquema uno puede decir que si no fuera por lo ima­ ginario, todo andaría bien en lo simbólico. Lacan, por otra parte, en la primera página de los Escritos, en "El Seminario sobre X a carta roba­ da"', afirma finalmente que lo imaginario no cuenta respecto de la dia­ léctica simbólica, alienación-separación. Esto dice otra cosa, dice que la emergencia imaginaria del objeto, su emergencia libidinal, está deter­ minada estrictamente por el proceso simbólico de la alienación. Se trata de alg o que resp on d e m u y b ie n a la o p osición freu d ian a en ­ tre Sinn y Bedeutung : el Sinn d el ord en sim b ó lico , la Bedeutung com o re­ ferencia lib id in al, siem p re em p lead a p o r F re u d en ese sentid o.

Simplemente, resulta mucho más complejo en El seminario 11, por­ que el inconsciente se encuentra definido allí como sujeto y esta defi­ nición es la opuesta a definirlo como saber. Definirlo como saber es la diferencia, son los pequeños "más" y "menos" del esquema de los a , y, 5 de Lacan. Definir el inconsciente como saber es atraparlo por el extremo en el que es un automaton, de ahí el acento tan marcado puesto por Freud en la Zwanshandlung -ac­ to obsesivo, la acción obsesiva. Tal la d efin ició n del in con scien te co m o saber, m ien tra s que d efinir­ lo como su jeto es p o n er el acento, p o r el co n trario , ya n o en el automa­

ton sino en la tyché, el en cu en tro al azar, lo im p rev isto e in clu so m ás allá, lo im p revisib le.

Tomar el inconsciente como sujeto no es en absoluto tomarlo como si ya estuviera allí, produciendo efectos; es tomarlo a nivel del efecto, algo que se produce y se manifiesta de manera aleatoria. En ese senti­ do, el sujeto es un acontecimiento. Cuando el presidente de una sesión dice, en el momento de abrirla: "Declaro cerrada la sesión", se produ­ jo allí un acontecimiento freudiano y captamos el inconsciente como sujeto disruptivo. Mientras que si dice "La sesión está ajbierta" en el momento de la apertura, y viceversa, estamos en el nivel performativo, todo está en su lugar. El presidente hace eso todos los días y si después, cuando se jubi­ la, al cabo de setenta años, sigue diciendo, por la mañana y por la no­ che, "La sesión se abre" y, antes de despedirse, "Se levanta la sesión", diremos que es una acción obsesiva y todos los días de su vida conti­ nuarán así. Vimos algo de este orden con Salazar, quien hacia el fin de su vida creía estar siempre dirigiendo Portugal y se organizaba todo alrededor de su persona para que él pudiera pensarlo. "La sesión es­ tá abierta; la sesión se levanta; sí, señor presidente." Dicho de otro

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modo, la oposición es grande entre el inconsciente-sujeto y el incons­ ciente-saber. Por otra parte, el mismo contraste repercute, si pensamos la cues­ tión, entre la sesión analítica y los acontecimientos del inconsciente. La sesión analítica, indica Lacan, se caracteriza por su regularidad casi burocrática: ¿cuál es su día, sus días, sus horas?, es decir, la sesión que­ da abierta, la sesión se levanta. Es, con todo, lo esencial del acto del analista, ir de su consultorio a la sala de espera, invitar al sujeto que si­ gue a acompañarlo, precediéndolo o siguiéndolo. Donald Meltzer de­ cía: "Es necesario siempre que el paciente pase adelante porque de otro modo, si está detrás, es muy inquietante para el analista". Era muy in­ quietante para él y no lo desarrollo porque ahí estamos al borde, es preciso decirlo, de la locura de un gran analista. Y luego, a continua­ ción, el trayecto inverso. Cuando yo mismo estaba en análisis, me de­ cía que, verdaderamente, para ser analista hay que ser muy obsesivo para poder hacer eso a lo largo del tiempo. Entonces, por un lado, la sesión tomada en el automaton - y quizá tengamos el tiempo hoy de ir hasta el extremo de este automaton-, Y luego todo esto, este orden supuestamente invariable, esta constancia admirable para que, en su momento, imprevisible como el espíritu que sopla donde quiere, se capte una manifestación sintomática del incons­ ciente, un pequeño chiste, un pequeño lapsus. Dicho de otro modo, existe un contraste evidente, a nivel del fenó­ meno, entre el orden de la sesión y el del inconsciente como sujeto. Y es la paradoja de la sesión analítica, lugar previsto para que se produz­ ca allí lo imprevisible. Evidentemente, lo imprevisible tiene una pe­ queña tendencia a producirse desplazado respecto del lugar donde se lo espera. Pero no es grave, porque entonces uno lo cuenta en la sesión. Claro que, cuanto más regular es la sesión, tanto más el quantum de im ­ previsible tiene tendencia a manifestarse en otro lugar. Así podemos apreciar bien cuál es la diferencia de la sesión lacaniana. No es que reniegue el automaton de la sesión, sino que demuestra cierta inclinación a estructurarse como el inconsciente-sujeto. La sesión analítica de orientación lacaniana se desliza a estructurarse como el in­ consciente-sujeto, y en el interior de la regularidad casi burocrática evocada por Lacan se ubican, precisamente, por lo menos los índices y las marcas de lo imprevisible. Nunca una vez exactamente igual a la otra, algo que se ubica en el extremo opuesto de lo esperable de esta lógica.

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¡Cada sesión exactamente parecida! Ustedes saben, nuestros analis­ tas neoyorkinos de los años cincuenta, habían llevado -com o yo en mi Curso, pero en m i caso son dos horas por semana- siempre el mismo saco, la misma corbata, ni siquiera movían una sola cosa en sus consul­ torios. Esto fue descrito por Janet Malcom, una ensayista hoy conoci­ da, en la primera de sus obras; como lo recordé a menudo, es un docu­ mento inolvidable. Se trata de algo que alcanzó extremos. En primer término, si llevan puesto esa ropa todo el día, es preciso limpiarla de vez en cuando. Por lo tanto, es necesario que tengan la misma repeti­ da varias veces. Después, según consigna esta autora, había una ten­ dencia entre los analistas a proveerse de trajes en el mismo sastre, pa­ ra no ser demasiado diferentes unos de otros. Estamos, por cierto, en la reducción del analista a la pura diferencia numérica. Entonces, el inconsciente-sujeto, esa es la jugada de Lacan, el incons­ ciente fenómeno, es decir, el que aparece en la sesión o bien, si lo hace fuera de la sesión, se habla en ella precisamente de su emergencia disruptiva. Es el sentido que corresponde dar a la frase pronunciada por Lacan en El seminario 11, en el capítulo II, página 33: "La discontinuidad es, pues, la forma esencial en que se nos aparece el inconsciente como fenómeno -la discontinuidad en la que algo se manifiesta como vacila­ ción". Lo que cuenta, aquí, son los términos "aparecer" y "fenómeno", porque ellos designan un aspecto preciso del inconsciente. Por lo tanto, d ecir que la forma esencial en que se nos aparece el in­ consciente como fenómeno es la discontinuidad, es afirmar que no se trata del inconsciente como inferido, no es el inconsciente de la hipó­ tesis freudiana, válido como algo real en el orden de la ciencia, el in­ consciente del pizarrón, ése donde uno dice: hay esto... y después, bue­ no, etcétera, conclusión... es el inconsciente concluido, ¿concluido a partir de qué? A partir de discontinuidades. El inconsciente freudiano es aquel que restablece la continuidad, como lo subrayé, y que está casi en la superficie del texto en el capítu­ lo de Freud titulado "Justificación del concepto de lo inconsciente", al comienzo del texto francés Métapsychologie. El abordaje de Lacan es otro: la forma esencial del inconsciente co­ mo fenómeno es la discontinuidad. Esto se confirma con lo que Lacan dice más tarde: el inconsciente se manifiesta siempre como aquello que vacila en un corte del sujeto. Eso designa el inconsciente-sujeto como fenómeno, es decir, el inconsciente-sujeto que se puede escribir con una S barrada: $.

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Se trata de la manifestación del inconsciente y es allí donde se jus­ tifica plantear como tesis que hay una temporalidad del inconscien­ te, la temporalidad del relámpago, susceptible de ser percibida en el lapsus, por cuanto lo que aparece puede desaparecer de inmediato, lo que se abre puede cerrarse, de manera tal que cabe pensar que el in­ consciente en tanto sujeto supuesto saber, no es en absoluto el incons­ ciente como saber, sino que se sitúa a nivel del fenómeno, de la espu­ ma.

El inconsciente no es un ser A propósito de la espuma, creo no haber tenido tiempo de leerles la última vez la cita de Valéry al respecto, por cierto muy hermosa; Gide la consigna y ella sitúa muy b ien la posición de Valéry: "Los aconteci­ mientos me aburren -decía Valéry-. Los acontecimientos son la espu­ ma de las cosas. Lo que me interesa es el mar, en el mar se pesca y se navega y en el mar nos sumergimos". Es muy hermoso porque desig­ na bien la posición platónica de Valéry: lo que le interesa es el medio marino, no es el acontecimiento, son las condiciones de posibilidad del acontecimiento. Es la razón por la cual Valéry supera, aparta el acon­ tecimiento, como si se tratara de un velo, para ir en dirección de la es­ tructura que hace posible ese acontecimiento y muchos otros. Aquí se funda la consideración de Valéry respecto de la belleza del verso. No le importaba el verso hermoso, sino cómo, a partir de qué matriz, se lo puede generar en permanencia. Y, por consiguiente, tam­ bién la distancia para su realización; es mucho más hermosa la matriz virtual de aquello que se podría realizar... quince años de silencio. Es­ to no estaba jugado en él, allí está el corazón palpitante, si puedo de­ cir así, de su ser. Pero, evidentemente, las producciones surgidas de esta visión es­ tructural y mecánica tampoco tienen hoy el mismo esplendor, precisa­ mente porque están calculadas con distancia. Perfeccionó mucho el verso, a tal punto que ese verso neoclásico, pese a todo, se derrumbó. Pero si incursiono en ese tema, n o salgo más. Digamos: Valéry era el hom bre a quien los acontecimientos abu­ rrían. Es así como -se los adelanté la vez pasada, lo encontré en Gide, a manera de confirmación-, finalmente, el señor Teste no quiere, mira al público y dice: son comidos p or los otros. Dije por mi parte: es Va-

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jéry por excelencia, él terminó comido por los otros. Algo confirmado r Gide en un escrito que hasta ese momento yo no conocía, donde dialoga con Valéry: T oda e s a g e n te d e m a s ia d o en ca n ta d o ra m e m a ta rá - d e c í a - . ¿U sted sabe el e p ita fio q u e se rá n e ce sa rio g ra b a r so b re m i tu m b a ? ¡A q u í y ace Paul Valéry, m a ta d o p o r lo s otros!

Me impresionó la convergencia de perspectivas. Y, además, ya que estoy en el tema, había en Gide otro pasaje muy divertido a propósito de Proust. Dice que esa mención que hace Proust de las vértebras de la frente de la tía Léonie es una verdadera paradoja -ustedes saben que se llevó un chasco al principio, le hizo perder ese trabajo a su editor-. A Gide le parecía que no era posible dejar pasar eso, las vértebras de la frente. Hizo entonces rechazar la obra y luego compensó lo dicho con un elogio. Subraya la paradoja de En busca del tiempo perdido, libro desarrollado con una extrema lentitud, con un manejo muy especial del tiempo de lectura. Aparece en un tiempo puntualizado así por Gi­ de: "A la hora en que el acontecimiento triunfa por todas partes sobre la idea". Me pareció una observación muy atinente; en 1921 puede escribir "El acontecimiento triunfa por todas partes sobre la idea" porque asis­ te a eso; se trata de algo que por cierto hoy no podría ser formulado, en la medida en que el acontecimiento triunfó y avanzamos a toda ve­ locidad hacia el siglo XXL Eso que llamamos la información, los me­ dios de información, es exactamente el triunfo del acontecimiento so­ bre la idea. Es la razón por la cual, con el oportunismo que nos carac­ teriza, estamos con estos asuntos del tiempo y de los acontecimientos, ¡era hora!, además de poner al inconsciente mismo, supuestamente el mar en el que nos sumergimos y navegamos, a la hora del aconteci­ miento. Es lo que hace Lacan. ¿C uál es la co n secu en cia de d istin g u ir el in co n scien te-su je to del in­ con sciente-saber y, pese a todo, dar la p riorid ad al p rim e ro respecto del seg u n d o? P orq u e n u estro p eq u eñ o in con scien te-sab er, e l q u e infe­ rimos, ¿d e d ó n d e v iene? ¡A h! D e sus a , sus (3, n o co n o ce a n a d ie y con­ tinúo y los m o le sto , p ero ¿d e d ónd e v ien e?

Este inconsciente-saber es de origen humilde, viene de esos peque­ ños encontronazos imprevisibles, nació en el fango, este inconscientesaber. Y sí -L acan lo repite-: sólo estás hecho de eso, de esas manifes­

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taciones contingentes, de esas pequeñas interrupciones, esas pequeñas discontinuidades, esos pequeños deslices; donde pierdas pie, allí va a levantarse el golem del inconsciente, aparentemente inmutable. Y entonces, ¿qué es eso? Es recordar, dándole su sentido, que el in­ consciente no es un ser. Allí cobra sentido, pongo un poco de colores para despertar aquello que yo mismo machaqué durante años, lo re­ dacté y después lo hice leer; luego fue comentado por todas partes, es necesario entonces disculparme, solicito a mi crítico severo me discul­ pe, pongo un poco de colores para despertar esto. En ese contexto cobra todo su valor decir que el inconsciente no es un ser. Por cierto, tomarlo según la perspectiva del fenómeno lo desustancializa, lo desontologíza. Aquí tenemos un título de tesis: La desontologización del inconsciente en Lacan, entre tal fecha y tal otra. ¡Qué me­ jor manera de decirlo que la de situar al inconsciente a partir de la falta-en-ser! En ese contexto Lacan dijo que el estatuto del inconsciente no es óntico sino ético. Es la diferencia entre los entes, a nivel óntico, y el ser, a nivel ontológico. Pero dejo esto de lado. ¿Qué quiere decir, por qué se introduce aquí la ética? El momento en que tomé el término "ética" y lo puse en el edificio del campo freudiano en letras luminosas, que tendrían que aparecer y desaparecer: ¡ética!, ¡ética!, ¡ética!, tuvo mucho éxito. Pero respecto de esta ética es preciso ver, en primer término, que se inscribe en la falta a nivel óntico, que se trata verdaderamente de la ética en el lugar de la ontología. ética ontología Lacan pronunció una ética del psicoanálisis, no una ontología del psicoanálisis, y lo hizo por razones por completo esenciales. Podemos escribir esa falta S (A), para decir que precisamente en esa falta óntica se requiere la decisión, el acto, la creación como ex nihilo, la invención del saber, porque eso no es el acto, y en esa falta un compromiso se ha­ ce necesario. Pero, por supuesto, Lacan pertenece, en este punto, en ese registro, a la red de los pensadores decisionistas, es decir, valoriza el carácter "en el vacío" de la verdadera decisión, la que creará luego el espacio mismo donde irá a inscribirse. Entonces, de pronto se habló de ética, se entiende ética del analista y es necesario que el analista sostenga el inconsciente a partir de su de­

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seo. Esto produce, precisamente, la desontologización del inconscien­ te, que valoriza el deseo del analista, y los analistas adoran esto ahora, el deseo del analista. Lo adoran, porque todo esto pasa en la medida en que tenemos el deseo del analista. Y la cuestión clínica es si hay o no nacimiento del deseo del analista Es decir, deseo de sostener esa ficción necesaria pa­ ra que el inconsciente se manifieste d e la buena manera. Esto es justo, pero toma a menudo el giro de: ¡Toda esa gente se apoya en mi deseo! Se hace necesaria la ética del analizante, es preciso que él consien­ ta, que sea puntual, que respete eso q u e no llamamos un contrato pe­ ro que es, con todo, una forma de pacto, es necesario verdaderamen­ te que él quiera. ¿Cómo verificar que verdaderamente quiere sin que reviente? Segundo registro, la ética del analizante. Pero el más importante es el tercero. Es la traducción que daba Lacan de la falta-en-ser en inglés. Como ya lo recordé aquí, el traductor había propuesto lake ofbeing, que es exacto pero estático. Yo le había transmitido algunas propuestas del traductor, como la de traducir Super ego como super I, aille, aille, aille. La­ can había rechazado lake o f beeing y exigió la traducción the zoant to be que designa: "el inconsciente no es, pero quiere ser algo", como el pue­ blo según Sieyés. Es decir, la ética m ás importante es la del inconscien­ te, es el deseo del inconsciente de ser, distinto del deseo inconsciente. ¡Ah! Fue una sorpresa. La ética d el inconsciente traduce aquello que, en términos freudianos, se plantea bajo la forma de lo reprimido y del retorno de lo reprimido. Esto se presenta a partir de la resisten­ cia y de la represión, como oposiciones de dos fuerzas mecánicas, pe­ ro es un asunto que concierne al deseo: el inconsciente quiere ser, es­ tá en estado de intención inconsciente y es por eso que ustedes no lle­ gan verdaderamente a situarlo aquí, una vez hecha una bipartición respecto del ser: "sí" y "n o ", ¡m arquen la casilla que corresponde al inconsciente! ser no

si

Todo el tiempo se les pide esto, a través de las fronteras, fuera de Europa, masculino, femenino, etcétera. El inconsciente, precisamente,

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no encuentra dónde alojarse en una distribución estática. Tal como La­ can lo pone de relieve en El seminario 11, el inconsciente es un querer ser, es decir que está tomado esencialmente en una dinámica, en el pa­ saje de lo virtual a lo real, para decirlo en términos filosóficos. Es la razón por la cual el inconsciente siempre fue captado por La­ can, porque es un realista, y en ese orden de ideas los verdaderos rea­ listas son quienes se atienen al fenómeno, quienes miran lo que ocurre en primer término, una problemática de realización. Así, Lacan puede decir que el inconsciente es fundamentalmente lo no realizado que quiere realizarse, de ahí esta inversión radical a la que procede. Mientras que para Freud la referencia más importante del inconsciente es el pasado, para Lacan es el futuro. Se trata de algo presente en los textos de Lacan desde el comienzo, desde el primer capítulo de "Función y campo de la palabra y del len­ guaje...", donde encontramos la expresión en el título de la primera parte: "Palabra vacía y palabra plena en la realización psicoanalítica del sujeto". En ese capítulo, por otra parte, explica por primera vez la retroacción temporal. Por supuesto, esto resulta un poco molesto. ¿Qué es la realización del inconsciente como "virtual", entre comillas? ¿Su realización es única, necesariamente única, o bien hay un margen donde el incons­ ciente puede realizarse de esta manera o de esta otra, más o menos? Claro está, esto a nivel de la práctica porque si uno se pregunta cómo dirige la cura, por aquí, por allá, es precisamente porque piensa que al hacerlo inducirá, incitará al inconsciente a realizarse de esta mane­ ra o de aquella, a realizar su intención aún virtual bajo esta forma u otra. Por esta razón nuestros colegas de Madrid quieren tomar como tema para un coloquio próximo "Volverse a analizar", volver a ana­ lizarse. Quizá la inspiración provenga del hecho de que con otro eso podrá realizarse de otra manera; no se trata entonces allí de especulaciones que nos introducen a la virtualidad, sino de ceñir aquello con lo que nos enfrentamos todos los días. Allí sitúo la imagen que había introducido a partir de la inducción hecha por Palomera, acerca de quien se libra a pequeños trabajos de re­ paración "utilizando residuos y restos -odds and ends- de aconteci­ mientos", y que acumula cierto tesoro ("elabora cierta estructura") después, está disponible para tal o cual realización donde ese tesoro encontrará tal o cual fin. Otro tanto ocurre con ciertos juegos: una vez

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que realizaron algo, lo deshacen, lo acomodan en su caja, y después los mismos elementos pueden ser montados de otro modo. Resulta entonces por lo menos pensable, no digo que este ejemplo del juego sea el colmo de la especulación conceptual, pero los peque­ ños trabajos de reparación al alcance de todos es eso. Allí vemos el margen entre lo no realizado y la realización. En esta dinámica el inconsciente se realiza finalmente, para ser lue­ go reproyectado, como si hubiera estado ya allí, por eso que Bergson llamaba un movimiento retroactivo, retrógrado de lo verdadero, del que también hablé yo en otro momento. Por esta vía se realiza el saber inconsciente. Démosle su fórmula: allí donde era el sujeto, la S del sujeto, adviene el saber. Es necesaria la S barrada, acordemos a la $ el valor de sujeto -como lo hiciera Lacan-, solí Ich werden, acordemos al Ich su valor de saber. ¡Ah, no! Ahí, usted exagera -m e replica quien viene a molestarme-; va­ ya usted a ver en el capítulo IV, páginas 52-53, de El seminario 11, donde Lacan dice explícitamente: "Se trata de lo que es el Ich bajo la pluma de Freud, desde el comienzo hasta el fin, el lugar completo, to­ tal, de la red de los significantes, es decir, el sujeto donde eso estaba desde siempre... es el lugar de la cadena de los significantes. ¡Ah! Es decir que en El seminario 11 da este valor al Ich, precisamente, de ser la cadena constituida del significante, de modo que la operación analíti­ ca consiste en pasar del inconsciente como sujeto al inconsciente como saber, un saber hecho a partir del sujeto y de acontecimientos del suje­ to, un saber, como dice Lacan, que se manifiesta en la equivocación del sujeto. Cada vez que ustedes se equivocan, hay producción de un sa­ ber; cada vez que se equivocan tienen diez puntos sobre diez en psi­ coanálisis, ¡los felicitan con entusiasmo! Pues bien, allí está la paradoja en la que pone el acento Lacan, el as­ pecto que guarda una mayor -proximidad respecto de lo que ocurre en nuestro quehacer; es preciso realmente que tengamos un montón de tesis ante los ojos para aplicárselas y no captar en qué medida esto des­ cribe lo que hacemos. En ese texto, entonces, captamos qué es el estatuto ético del incons­ ciente. Esto quiere decir que el inconsciente es relativo, relativo al de­ seo del analista, relativo al deseo del analizante. Lo es en la medida en que puede realizarse como saber de una manera o de otra. Mientras no esté realizado, está en suspensión, indeterminado, pero también suje­ to a un deseo de realizarse.

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¡Objeción! ¡Objeción! -vuelve a replicar quien viene a molestarme-, La objeción freudiana. ¿Qué es esta historia? La acción obsesiva de­ muestra que hay coerciones inscriptas y programadas, que uno no ha­ ce lo que se le da la gana, que existen los lapsus y todo lo demás, la es­ puma de los días como dice Paul Valéry, pero aquello duro, lo que no se puede cambiar, es ese programa inscripto. ¡Bueno! No se enfurezca. Por esa razón, precisamente, después de habernos presentado el inconsciente como sujeto, Lacan nos trae el concepto de repetición y lo trabaja en segundo lugar. Freud, desde la perspectiva de su hipótesis, nos dice que la consta­ tación de la repetición -siempre significante- nos fuerza a plantear el inconsciente como algo efectivo (real) -eticas real-, Pero Lacan no pien­ sa que haya efecto alguno, datos, un conjunto de significantes que obli­ guen a inferir esto. La inferencia, la conclusión, es siempre un asunto de deseo. Por mi parte, me agoto con algunos colegas italianos procu­ rando hacerles admitir que dos más dos son cuatro y que cuando al­ guien escribe lo que escribió, eso quiere decir... eso; pues bien, no se pueden acumular todas las demostraciones. No, en absoluto. — ¡Pero usted lo escribió...! ¿No? —Los adoro. Es la historia de la tortuga de Lewis Carroll, la tortuga que siempre pide una regla suplementaria para poder admitir la deducción; es imbatible, porque se trata de S (A). En buen francés, se dice: "On ne fait pas boire l'áne qui ne veut pas boire" ["No se hace beber al asno que no quiere beber"]. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que el profesor Freud, cuando nos indica la lista de los hechos en función de los cuales inferimos esto, ¡no, Profesor!, ¡no! Aun para decir "dos más dos igual a cuatro", y como bien lo demostró el cardenal Newman, alguien que ha­ bía captado bien la necesidad de que Dios continuara existiendo en tiempos de la lógica matemática, las computadoras, etc., hay que saltar un hiato antes de inferir, el hiato de ese S ( f ) y su abismo. Por este motivo Lacan habla aquí de ética. Ella es, incluso, la que permite concluir el más pequeño de los razonamientos, y es por este motivo que Lacan subraya en El seminario 11 que Freud no pone en evi­ dencia -justamente porque es dentista- su propio coraje ético, el de plantear el inconsciente. Leemos en la página 41 de El seminario 11: "El status del inconsciente, tan frágil en el plano óntico, como se los he in­ dicado, es ético. Freud, con su sed de verdad dice: Sea como fuere, hay que ir a ver, porque, en alguna parte, el inconsciente se muestra". Por su­ puesto, no lo pone en un primer plano porque privilegia la deducción

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lógica/ en el sentido dentista que no le permitiría decir otra cosa. La­ can por su Parte/ agrega: "Y mi intención de la sed de la verdad que lo mueve es una simple indicación para seguir la pista que nos permi­ tirá preguntamos en qué consistió la pasión de Freud" (página 42). Precisamente, esto introduce el lugar de la ética en el vacío de S (A); lo confirma lo que dice Lacan en las páginas 47 y 48: "Freud reduce to­ do lo que llega a sus oídos a la función de puros significantes. A partir de esta reducción se da la operación, y así puede aparecer, dice Freud, un momento de concluir [...]". Lacan reintroduce allí, en el momento mismo de concluir, el lugar de la ética. N o hay momento de concluir sin esta exigencia ética; el final de análisis no es algo que llegue en un momento dado y ¡upa! se obtuvo el ticket de salida. Es necesario que­ rerlo de la buena manera, es preciso que el deseo esté allí, esto es lo su­ brayado por Lacan: "[...] un momento de concluir, un momento en el que él siente que tiene el coraje de juzgar y de concluir. Esto forma par­ te de lo que llamé su testimonio ético". No se trata en él de refutar la justificación del concepto de inconsciente en el sentido freudiano, por cuanto sería puramente objetivo. Lacan recuerda que esto se inscribe en el lugar de S (A), que hay allí un abismo, que solicita tma decisión. Freud, entonces, tiene el coraje de concluir -aquí, concluir es elabo­ rar- que "el inconsciente es algo real", en el sentido de la ciencia esto quiere decir que elabora la repetición como el garante óntico del fenó­ meno del inconsciente. H ace fa lta tiempo Pasamos del inconsciente como lo evasivo, lo fugaz, lo imprevisi­ ble, al estatuto del inconsciente como algo que se repite, algo que po­ ne en evidencia, la acción obsesiva. Esto nos permite percibir que la re­ petición es una elaboración de saber a partir del fenómeno inconscien­ te. Éste se presenta bajo dos aspectos, el del superyó, por un lado, y el del sujeto supuesto saber, por el otro. En tanto superyó, el inconscien­ te es designado por fórmulas inscriptas que programan al sujeto. En cuanto a la faz sujeto supuesto saber, es prácticamente a partir de ella que se elaboran la repetición, el saber, el superyó. ¡Ah! Pero no es moco de pavo pensar el inconsciente-sujeto al mis­ mo tiempo que la repetición, porque el inconsciente sólo tiene estatu­ to de suposición - y se plantea la cuestión de saber si el inconsciente no sería un semblante, fuera del discurso efím ero-.

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Por lo demás, tomen nota de que en la "Proposición del 9 de octu­ bre de 1967...", como primera referencia, Lacan dice: "No solamente el sujeto supuesto al saber, no es real [...]". Y, justamente, le da el estatu­ to de un efecto de sentido: a partir del momento en que uno cuenta sus síntomas al analista, se está preguntando qué quieren decir. Y, por esa misma vía, hay un efecto de significación especial, según el cual en al­ guna parte eso habría de saberse. Pero de este efecto Lacan afirma que no es real. Al mismo tiempo que respecto de la transferencia, como notarán, afirma que es la pues­ ta en acto de la realidad del inconsciente. Entonces, en primer lugar, se plantea la cuestión acerca de que si el sujeto supuesto saber no es real, ¿no sería un semblante? Teniendo en cuenta, además, que los efectos de verdad guardan siempre un parentesco con el engaño, son siempre momentáneos, el inconsciente puede ejercerse en el sentido del enga­ ño. En ese punto se detienen lo s posmodernos, por otra parte, creyen­ do haber hecho lo necesario. ¡Y sí, la interpretación siempre es arbi­ traria! ¡Todo eso implica una convención! ¡Es más, una convención apoyada en poderes e intereses! Pero, en segundo término, el inconsciente no tiene estatuto de sem­ blante. El inconsciente, en tanto ligado a la repetición que en él se ela­ bora, apunta a un núcleo de real no asimilable, cuyo modelo es el trau­ ma. Así, la repetición puede ser conceptualizada como la repetición del evitamiento de un núcleo de real.

Se trata del esquema fundamental propuesto por Lacan en el Semi­ nario 22, que es exactamente parecido al propuesto cuando aborda la pulsión. Entonces se trata de la repetición de un evitamiento, es decir, la rea­ lidad psíquica está allí en suspenso y espera. Si pensamos el incons­ ciente con la repetición, entonces la transferencia es la puesta en acto de una realidad, no de una ilusión. Y la pulsión, que es un automaton libidinal, donde la palpitación del sujeto en apertura y cierre reproduce la estructura, también obedece a

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EL ESTATUTO DEL INCONSCIENTE esta estructura inscrita en el pizarrón, por la cual el único objeto que la satisface es seguir su trayectoria. Por consiguiente, el inconsciente como sujeto nos obliga a pensar una temporalidad que es, por cierto, muy diferente de la temporalidad de la repetición. La temporalidad de la repetición es siempre una temporalidad de ¡a primera vez. Cuando ponemos el acento en la repetición, subraya­ rnos precisamente el hecho de que ella no modifica eso que se repite. No es algo del orden de usted ya lo hizo, ya lo dijo, entonces, pase a otra cosa. La repetición, justamente, no acumula las unidades que se repiten. Estamos, una y otra vez, como si se tratara de la primera vez y ninguna resulta modificada por la serie precedente, ni se produce un vínculo entre aquello que se repite. Podríamos decir, entonces, el inconsciente-sujeto aparece y desapa­ rece, es una temporalidad de repetición. Eso no es sino un semblante. Por el contrario, es inherente a la operación analítica hacer que los efec­ tos de sujeto que aparecen y desaparecen, al mismo tiempo se acumu­ len bajo forma de saber. Ése es el valor de la fórmula propuesta por La­ can como sujeto supuesto saber; bajo la barra, la significación de suje­ to y, dentro del paréntesis, los significantes supuestamente ya ahí.

s (Sj, S , ... Sn) s —>■ Se debe captar con esta forma que aquello que aparece como efecto de sujeto se deposite y se acumule como saber. Eso es, precisamente, lo que no se produce en la repetición, donde uno está, cada vez, como si se tratara de la primera vez. En esto, la repetición es, justamente, la anulación del tiempo. Es gracias al sujeto supuesto saber que la fun­ ción del tiempo se introduce en el inconsciente. Este inconsciente a me­ nudo es pensado como una memoria, de un pasado ciertamente acti­ vo en el presente y en la transferencia. Consideramos que es el pasado presentificado que es puesto en acto. Mientras que en la perspectiva del sujeto supuesto saber, en cambio, lo primero que captamos es el fu­ turo. Se trata de la dinámica de la realización de un inconsciente sos­ tenido por un deseo y en procura del momento de concluir, momento que no será nunca automático y que Lacan denomina "pase".

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El inconsciente-sujeto, el inconsciente a determinar, virtual, no se realiza, no puede realizarse, si puedo decirlo así, de golpe. Se realiza uno por uno bajo forma significante, y la cadena se extiende. Y para eso, hace falta tiempo. Allí se inscribe la sesión analítica. Lacan, en una nota al pie de la pá­ gina 316 en los Escritos, dice: "En 1966, nadie que siga nuestra enseñanza sin ver en ella que la transferencia es la intromisión del tiempo de saber". Habla de intromisión. Precisamente, el inconsciente de la repetición es un inconsciente intemporal u omnitemporal, mientras que la trans­ ferencia traduce la intromisión del tiempo en el saber y la introducción de algo que se llamará, en Lacan, tiempo lógico, que es el tiempo lógi­ co de la cura, el tiempo de una demostración de real. Esta demostración de real obliga, por cierto, a revisar el estatuto de real. Nos imaginamos que lo real está sólo en conexión con la modali­ dad de lo necesario, es decir, con la permanencia de las leyes que no se pueden desobedecer, como las del superyó. Lacan nos mostró la conexión de lo real y lo imposible, aquello que precisamente es imposible de simbolizar. Pero, al mismo tiempo, nos indicó no retroceder ante la conexión entre lo real y la contingencia. La doctrina del sujeto supuesto saber comporta, justamente, que si la ex­ periencia analítica da acceso a un real, no lo hace a través de la contin­ gencia. Es la contingencia de la transferencia, tanto como la contingen­ cia de las manifestaciones sintomáticas, y es también la contingencia de la elucubración del saber. La orientación lacaniana es el resultado de un deseo lacaniano en el psicoanálisis, en la medida en que uno podría imaginarse que está allí, sobre un mapa -¿pasam os por aquí o por allá?-. Y ese deseo laca­ niano es que la experiencia analítica sea conclusiva, demostrativa, que demuestre un real, esto es, que obtenga de la contingencia como tal, condición de la experiencia analítica, la demostración de un real. Pues bien, si esto no está sostenido por un deseo, esta propuesta de obtener de la contingencia una demostración de real no se produce. En fun­ ción del sujeto supuesto saber, la contingencia reside, precisamente, en que el inconsciente cese de no escribirse; implica que la represión ha sido levantada, cesa de estar reprimido. En el psicoanálisis, se ga­ na respecto de la represión, se llega a escribir acerca de aquello que no se escribe. Es, precisamente, lo-que permite poner en evidencia aquello que no cesa de no escribirse, justamente porque llegamos a ganarle a la repre­

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sión. Se hace entonces patente que hay algo que no cesa de no escribir­ se y que no se logra hacer volver, llamado por Lacan la relación sexual. Cuando logramos levantar la represión, en la experiencia analítica, caemos sobre algo que no vuelve nunca a escribirse. Eso es lo real, lo im posible.

Entonces, el desciframiento, la lectura del inconsciente es del orden de lo contingente. El discurso psicoanalítico hace existir lo inconscien­ te como real, mientras que lo real del que da testimonio lo inconscien­ te es un imposible que no cesa de no escribirse. Queda lo posible, que es siempre e l pobre de la partida, el que cesa de escribirse. Lo que cesa de escribirse es lo que está reprimido. Preci­ samente, lo que atormenta a los psicoanalistas a propósito del discur­ so psicoanalítico como tal es que cese de escribirse. De ahí la importancia para el próximo siglo -saludamos por antici­ pado su llegada entre nosotros o la nuestra en é l- de que el discurso ana­ lítico no cese de escribirse, algo que depende de un deseo lacaniano. Eso es todo. ¡Hasta el siglo próximo! 15 de diciembre de 2000

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VI Las afinidades entre la fem inidad y la voluntad

Dada la hora de mi llegada... no admitiré ninguna risa burlona. Me quedé encerrado en el ascensor... No, no es cierto. Quedé encerrado, como de costumbre, en el ascensor de las ideas. Cuanto más cambia, tanto más se trata de lo mismo. El tiempo pasa, es preciso avanzar, no tenemos un segundo que perder. Es la significación mayor ligada, a mi parecer, al atravesamiento del corte significante, el corte simbólico por el cual una noche, vivi­ da por todos los que están aquí, albergó el pasaje de la humanidad mundializada de un milenio al otro. Y aquí estamos, por consiguiente, para hablar por primera vez en tanto hombres del siglo XXI. ¡Ah! Por cierto es diferente. Después, ser un hombre del siglo XXI parece una broma, ya que desde hace largo tiem­ po el siglo XXI es el futuro, hace dos mil años y aún más, entonces sólo es el presente desde hace apenas quince días, ni siquiera eso. Todavía no nos hicimos a la idea de ser hombres y mujeres de este nuevo siglo. El siglo XXI ha sido, hasta el presente, el tiempo de la ciencia-fic­ ción, importante rama de la literatura expandida en otras épocas, en el siglo XX. La broma es también que en lugar de la catástrofe tecnológi­ ca anunciada, origen de tantos gastos, tuvimos aquí en Francia, como en otras naciones, una buena y conocida catástrofe natural. No tuvi­ mos el bug, tuvimos la tempestad, el ciclón, el huracán que devastó co­ mo nunca había ocurrido hasta entonces la dulce Francia. Uno se pregunta, además, inquieto por la desaparición de Francia en la mundializadón, si Francia no arriesga simplemente desaparecer por efecto de las catástrofes naturales. ¡Para estar ai abrigo, sería nece­

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sario ir a América Central! En definitiva no se detuvieron las compu­ tadoras sino que se cayeron los árboles. Como sorpresa, hubo sorpre­ sa. Operó a la vieja usanza. Al mismo tiempo, esa catástrofe no era tan natural como parecía. Si se la mira en detalle, se puede sospechar que los cambios del clima son demasiado pronunciados como para no considerar que juega allí el re­ calentamiento de los hielos polares, consecuencia de nuestros excesos, productores del efecto invernadero. Puede ser quizá que comencemos, hombres del siglo XXI, a cobrar los dividendos del discurso de la ciencia y de la cantidad increíble de máquinas, aparatos, accesorios, que ese discurso permitió volcar en el mundo. Pensemos entonces un poco en el impudor de Descartes postulan­ do un amo y poseedor de la naturaleza, es decir, prescribiendo desde el comienzo que el discurso de la ciencia debe servir a las finalidades del discurso del amo, y habiendo programado de entrada que el resul­ tado, el producto del discurso de la ciencia, el saber científico, debe tra­ bajar al servicio del discurso amo. Como podíamos enteramos leyendo y descifrando los maternas de Lacan, se trata de algo que produce un efecto extraño, llamado a, obje­ to gadget pero que también es el objeto catástrofe y acontecimiento im­ previsto. Asistimos al espectáculo del acontecimiento imprevisto. Por otra parte, tuvimos de todo: el acontecimiento previsto y el im­ previsto, el moderado y el salvaje. El atravesamiento del milenio pro­ ducido -n o sé si lo notaron- exactamente a la hora prevista y esperada. ¡Bueno! La torre Eiffel se apagó, y la cuenta regresiva no impidió que el milenio avance hasta su fin último, no faltó siquiera un segundo y el nuevo milenio de inmediato lo relevó, hubo allí, entre un siglo y otro, un relevar de postas absolutamente fascinante por su perfección. Es muy complicado pasar de un milenio a otro. Tuvimos, además, el acontecimiento imprevisto, esta formidable tempestad desencade­ nada especialmente en Francia -nadie la esperaba y se hizo anunciar algunas horas antes de producirse- Me han podido hacer el relato ate­ rrador, fascinante, de los árboles cayendo al lado de un auto, con las hojas rozando el rostro de la conductora, bastante en buen estado co­ mo para contar todo esto, cuando por poco dejaba allí su vida. En efec­ to, resulta cautivante como efecto imprevisto. Pues bien, después de estas reflexiones a título de divertimento, no perdamos un instante m ás y pongamos rumbo a la sesión analítica.

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LAS AFINIDADES ENTRE LA FEMINIDAD Y LA VOLUNTAD

Ellas quieren, quieren y quieren Escribí "sesión analítica", pero se produjo algo imprevisto. Cuando jlegué al final de mi primera página de notas, me lancé en un excursus del que también les daré cuenta, ligado al sujeto. Abordamos la sesión analítica, si tienen a bien recordar lo que dije el siglo pasado (es divertido finalmente, es la primera vez que uno tie­ ne la ocasión de decir eso), a partir de la noción de un inconsciente desontologizado, es decir, para hablar correctamente, un inconsciente del que no diremos que no es un ente -e n el francés que hablamos, un "étant", pero con "g " al final, “étang", es el estanque y evocaría el de los patos-, un inconsciente que no es un ser, sino algo no realizado y que, por consiguiente, busca realizarse. Es lo que tendría que decir quien no está analizado: "Tengo un inconsciente no realizado, ¿dónde voy a realizarlo? ¿Con quién? ¿Quién me ayudará a realizar mi incons­ ciente?". En tanto el analizante diría: "Estoy en camino de realizar mi inconsciente, estoy en la tarea de hacerlo". Esta definición, esta perspectiva para introducir el inconsciente, es la de Lacan con su sujeto supuesto saber. De elegirla para abordar la sesión analítica, cabe tener en cuenta, por un lado, la importancia de que no constituya una perspectiva entre otras muchas y, por otro, el hecho de que es imposible escapar al tema y al término de "serie" cuando se habla de la sesión analítica. Evidentemente, podríamos de­ cir la sesión analítica, una sola, mi sesión, tuve una, partí de inmediato y no volví más. Es algo imaginable. Por lo demás, se ofrecen terapias, se inventó una forma de terapia cuyo destino desconozco, se hablaba de ella hace algunos años, la terapia de una sola sesión, bien prepara­ da y desarrollada a lo largo de una jomada, regulando lo esencial, aquellas regulaciones abordables durante ese tiempo. Hubiera sido in­ teresante tener acceso a algunas reseñas, pero, con exclusión de esa va­ riante, el tema de la sesión analítica introduce el de la serie. Y en ella, si tomamos la perspectiva del sujeto supuesto saber, se trata menos del pasado y de la rememoración -tal la prioridad freudiana- que del fu­ turo y la realización, como lo indica Lacan. Decir que Freud pinta la sesión analítica tal como debiera ser y La­ can tal como es, es hablar como La Bruyére, alguien de un siglo aún más lejano ahora que antes. Se trata de que el inconsciente se realice como saber -e so dije en otros tiempos-; no lo hace de golpe, esto es, de inmediato se encuentra

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aquello de "hace falta tiem po". Allí es donde ustedes dan un paso no hacia adelante, sino esencial, por cuanto arruina el concepto mismo de análisis de sesión única. A partir de allí se inscribe el sujeto supuesto de Lacan, en la medi­ da en que, antes de ser saber realizado, el inconsciente es saber supues­ to. Cuando distribuimos los elementos de manera tal que nos vemos llevados a hablar de la realización del inconsciente -tal como en defi­ nitiva lo hace Lacan desde el principio, a partir de "Función y campo de la palabra y del lenguaje...", donde ya es un término esencial-, es preciso dar un estatuto a lo que existía antes. A eso responde el con­ cepto de saber supuesto. Evidentemente, por otra vía se puede decir que el inconsciente es­ tá allí, opera y gobierna, en efecto, a título de amo. El inconsciente que programa ya está ahí, pero aquel que se descifra y busca realizar­ se como saber descifrado, no está en el punto de partida. Sólo es su­ puesto. A partir de allí podemos designar el trayecto de un análisis, para ir paso a paso, haciendo del análisis un camino que va de un punto a otro, para designar luego este trayecto como aquel que va de la supo­ sición a la realización. Podem os agregar una pregunta aferente: en qué momento la suposición bascula en la realización y se encuentra en cierto modo aspirada por ésta, p or lo realizado, cuáles son en el análi­ sis las competencias entre suposición y realización, etcétera. Puedo volver a decir algo ya adelantado la última vez -puesto que el otro siglo también es la última vez-, en el sentido de que el así lla­ mado dispositivo analítico es el que permite poner a trabajar los efec­ tos de sujeto, los tropiezos, las lagunas, las discontinuidades, todo eso que a partir de Freud aprendimos a aislar y que con Lacan llamamos efectos de sujeto. Por supuesto, los efectos de sujeto también existen fuera del análisis. El dispositivo permite ponerlos a trabajar, algo que no ocurre en ningún otro sitio. Los efectos de sujeto aparecen, con las dos ortografías;1 no son, en su calidad de tales, productos del análisis, no son artefactos. Claro es­ tá, son de una especie especial cuando aparecen en el espacio y el tiem­ po del análisis, en el lapso del análisis, pero existen por fuera y hasta existen con un valor de verdad, a veces incluso con un valor de verdad

1. Paraitre/appam itre: "p arecer"/ "ap arecer" (manifestarse). [N. de !a T.]

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iie no tienen en el análisis. Tal el caso, si seguimos a Lacan, de los efectos de verdad que se manifiestan en el marco del discurso del amo. En él, los efectos de sujeto aparecen en el lugar de la verdad. Por lo demás, Freud recurre a ese registro para tomar prestado el fa­ moso ejemplo del lapsus del presidente que cierra la sesión cuando tie­ ne que abrirla. Todo el mundo, a partir de Freud, pero sin duda antes también, se ríe a carcajadas porque el presidente acaba de revelar su deseo, esto es, irse rápidamente de allí, etcétera, para reinstalarse có­ modo en su casa. Este lugar, esos efectos de sujeto en el lugar de la verdad, los había­ mos asignado, en un tiempo en el que considerábamos el sentido de los lugares, precisamente a un personaje por completo esencial en el si­ tio mismo donde los mandos se personifican: es indispensable tener su loco al lado, su bufón encargado, en efecto, de explicitar los efectos de sujeto y decir sus cuatro verdades a todos los personajes que pue­ blan las elevadas esferas del poder. Lacan señala el rol distinguido del bufón, para situar una relación clásica en cuanto a la verdad, tanto más manifiesta cuanto más nos acercamos al significante amo, cuanto más resplandece el S, en su glo­ ria, más crece por debajo -y tanto mejor acordarle su lugar- la verdad que se burla. Por esta razón, cuando las cosas ocupaban bien su lugar se disponía de un tiempo acordado para el carnaval, momento en el que podían desordenarse por un lapso de tiempo. Ya no tenemos el sentido del carnaval porque para nosotros todo está patas arriba, todo el tiempo. Entonces, por un ratito se permite que algunos estudiantes ato­ londrados arrojen harina a los transeúntes, eso es cuanto nos resta, el residuo conservado de una función eminente como ha sido la del car­ naval, profunda inspiradora de los artistas en tanto era, en efecto, la expresión de una dimensión de ordinario reprimida por el orden je­ rárquico. Afortunadamente, este orden se ha visto, por otra parte, subvertido hasta llegar a esta espléndida igualdad del mercado en la que estamos convocados a desplegamos en el correr del siglo que es ahora el nuestro. Dejemos el discurso del amo y los efectos de sujeto que allí tienen lugar. En el discurso de la histeria -esto es lo que me condujo a un pe­ queño excursus-, los efectos de sujeto están ahí, por supuesto. Más aún, esto tiene un gran alcance. Si seguimos los planteos de Lacan, los efec­ tos de sujeto ordenan, están en el lugar del significante amo.

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¡Eso es la histérica que hace de amo! Hay más para decir al respec­ to. Es lo que expresaba ayer mismo un sujeto obsesivo bajo una forma que me pareció, en su simplicidad, teñida por un especial bien decir. Designaba a las parejas femeninas que le habían caído en suerte a lo largo de su existencia, las caracterizaba de la manera siguiente: "¡Mu­ jeres locas y que quieren, quieren, quieren!". Me pareció muy esclarecedor. Después hubo una pequeña recaída, poique agregó -y o ya estaba transportado-: "¡Ellas no saben qué quie­ ren!". Eso ya no me pareció tan bueno y al respecto me extendí un po­ quito en exceso, sin duda, pero en ñn... Es una recaída, en primer tér­ mino -n o lo voy a desarrollar ahora- Les diré mi convicción: es él mis­ mo quien no sabe, en primera instancia, lo que ellas quieren. Es dema­ siado cómodo decir "ellas no saben...". No saben, ¿qué? Es él quien no sabe qué quieren ellas. Esta forma de inmediato agresiva y misógina es una proyección. Entonces, en segundo término, ellas tampoco saben, tenemos todas las razones para suponerlo. Pero en primer lugar hay algo que sí saben, con todo, muy bien. En ese no-saber, ellas saben muy bien -todos los testimonios convergen al respecto- que quieren embarullarlo, ¡que­ riendo, queriendo, queriendo! Es la razón por la cual aquellas con quienes regularmente él tiene que vérselas son, diría, sabiamente incoherentes. Por otro lado, en estas así llamadas vacaciones de invierno, retomé para acomodarlos algunos documentos, hoy históricos, que conciernen a los malestares y crisis atravesados por ese conglomerado extraño lla­ mado Asociación Mundial de Psicoanálisis. Me sorprendió, sobre todo, hasta qué punto yo mismo y algunos otros estábamos perdidos ante las incoherencias que se nos presentaban. Se aprecia una bella lógica impa­ rable -hasta podría calificársela de inflexible-, pero perdida, en la me­ dida en que tiene que vérselas con una espléndida incoherencia. No me burlo de ese paciente sin extender la burla a la confrontación general de los espíritus lógicos con eso que suscita, evidentemente, no cualquier cosa, sino la incoherencia. En tercer lugar, el paciente cree saber lo que ellas quieren: que él les haga, cómo decirlo, el rito del Fénix. Pero está desorientado por cuan­ to es eso, pero no es eso. El falo del que se trata no es precisamente ese que él cree. Entonces diremos: por supuesto, no es el órgano que fun­ ciona o no -p o r lo demás, en cuanto al señor que nos ocupa,, marcha bastante bien-, es el falo simbólico. ¡No, no! El falo simbólico es el ce­

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tro, esto es, un vulgar significante amo, insignia del poder, aquel que hace marchar las cosas, es el bastón de mando del agente de policía. Lacan pone el significante amo en el lugar del agente, del flic [cana], de la policía. Para cualquier uso eventual, preciso que "flic" no es una injuria, sino una designación del lunfardo. Tuve también la ocasión en estas vacaciones de recurrir al Dalloz en lo que concierne a la injuria, la difamación, etcétera, sutileza extrema. Pues bien, la jurisprudencia indica que si llaman “flic” a un agente de policía -n o les aconsejo h a­ cerlo-, sin agregar ningún otro calificativo descortés -s i no dicen "M al­ ditos canas", etcétera-, él no debe considerar eso como una injuria. Hav una jurisprudencia de la Corte de Apelaciones que lo confirma. Uno se queda contento sabiéndolo. El significante amo, entonces, está en el lugar del cana. Y no es ese bastón, con todo, el falo que le interesa al sujeto histérico. Hablo del sujeto histérico, pero, todo sujeto lo es en su fase más profunda, según Lacan. El falo que le interesa es, por el contrario, signo del no-dominio del Otro, es decir, lo irreprimible, lo imprevisto, aquello que es suple­ mentario y que, precisamente, perturba el orden, los dispositivos. Se trata del falo como efecto de sujeto. Entonces, si de eso se trata, ellas quieren aquello que no puede pe­ dirse o sólo puede pedirse llamándolo, con muchos equívocos, "amor".

La constancia de la voluntad ¿Qué es el amor? A partir de Lacan, designamos así aquello que no pertenece al registro del tener. Podríamos decir entonces que es del re­ gistro del ser. ¿Se trata de una afirmación exacta? Por mi parte diría que es el amor real el que busca en el Otro lo que él es como objeto a. ¿Esto es su ser? Lacan pudo emplear la expresión, pero es más exactamente su real, es decir, aquello que del Otro está bien hecho para suscitar en to­ do caso el asco, el horror o el odio. El milagro, en esta cuestión del amor -ese es el término empleado p or Lacan al respecto-, el milagro del acontecimiento-amor, puesto que el amor es un acontecimiento, es lo que quiere decir escribirlo en el registro de la contingencia. El mila­ gro del acontecimiento-amor es que ese real del Otro, en lugar de sus­ citar asco, horror u odio, suscita amor.

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Evidentemente, es un am or diferente al amor considerado ya sea en el eje simbólico o en el eje imaginario (narcisístico). Es esta tercera for­ ma singular del amor la que Lacan se vio conducido a abordar y aislar a partir de El seminario 20, A un y los que le siguieron. Por mi parte, esta es m i m anera de considerar la expresión singu­ lar, muy singular, surgida de un analista de la Escuela, como se los llama, para no nombrarlo, Virginio Baio, quien hablaba del amor de lo real. Es una expresión tan singular que me llamó la atención desde un comienzo. En un primer tiem po, la dejé librada a la singularidad de Virginio Baio; me había parecido formidable y había dicho: "Es Baio quien lo dice, para él es así". Pero ahora me parece que lo dicho por Baio surge del final de su análisis, autentificado tanto com o puede serlo en las formas, y aclara lo que concierne al amor. Si el amor no es el amor de lo real del Otro, de lo real en el Otro, entonces es el amor narcisístico, el amor simbóli­ co, el amor del símbolo que protege, y ése no es el colmo en los confi­ nes donde el amor se acerca al horror y al odio. Me parece que ésa es precisam ente la razón por la cual Lacan pue­ de decir en El seminario Aun, al final del capítulo "Una carta de alm or": "[...] mientras más se p reste el hombre a que la mujer lo confun­ da con Dios, o sea, con lo que ella goza, menos odia (hait), menos es (iest) -la s dos ortografías- y com o no hay, después de todo, amor sin odio, menos ama" (página 108). Dice exactamente que cuanto más puede tomar de la m ujer la confusión con Dios, menos odia,2 menos es, menos ama. Esta formulación, después de todo misteriosa, se aclara cuando ha­ cemos surgir el término que se opone diciendo: cuanto más se presta a la confusión con el objeto a com o real, más ama, más "odia"/"es" ("ha-i-t" /"e-s-f"), empuja al ser h asta lo real -y hasta se puede agregar, más es amado y más es odiado, aunque no forzosamente por las mis­ mas personas-. A partir de aquí sería posible decir algo acerca de lo universal de eso que ellas quieren, algo que, para todas, permitiría decir que para el universal de lo que ellas quieren n o hay una idea general, el universal

2. H a it " , tercera persona de "ha'ir" (odiar): homófono de "est", tercera persona de "étre" (ser). A sí lo indica Jacques-A lain M iller: "m enos odia/menos es''. [N. de la T.]

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. j 0 que ellas quieren que no se ordena ni se demanda, como no sea bajo la forma equívoca de la demanda de amor. Entiendo que es por eso mismo que ellas quieren, quieren, quieren. Tocamos allí, quizá, u n g ran m isterio d el q u e p o d e m o s abordar a l­ gunos p equ eños resplandores, alg u n as lu cecitas: las a fin id a d e s entre la fem inidad y la voluntad. A s í fo rm u lad o, e n térm in o s de afinidad e n ­ tre la fem inid ad y la v o lu n tad , p u ed e ser q u e lleg u em o s a bosqu ejar el hecho de que cu ando a ellas les g u sta m andar, es p recisa m en te para aislar lo que no pu ed e ser m an d ad o.

Y aun así, ¿se puede decir que discernimos algo? Vemos aquí por qué la voluntad ha constituido, desde siempre, un misterio tan grande para el pensamiento, para la filosofía de la voluntad, tan grande como la mujer. Además, por esa misma vía despertamos algo conocido por todos ustedes, sin duda, como es la cuestión de Freud acerca de la fe­ minidad. Después de todo, ella no implica sino la voluntad. ¿Qué quiere la mujer? Esto es lo que Freud interroga. Y es, sin du­ da, del lado de la mujer que la voluntad es llevada al estado de miste­ rio, del más grande misterio. En esa perspectiva que conduce a erotizar la voluntad encontramos, por ejemplo, a los estoicos y su sabidu­ ría. Ella consistía, ante todo, en un aprendizaje, un adiestramiento, una cultura de la voluntad, al punto de darse por objetivo una identifica­ ción del sujeto con su voluntad, algo que hasta deja sospechar en ellos un goce de la voluntad. En ese camino, además, encontramos a Schopenhauer, famoso mi­ sógino, aquel que puso la misoginia de moda. Cuando se comenzó a leer, cuando se introdujo a Schopenhauer, él ya era viejo. Escribió su gran tratado alrededor de los treinta años, pero en el momento en que se lo descubrió terna sesenta. En verdad, sólo fue descubierto en fun­ ción de los extremos a los que llegó su misoginia y su diagnóstico ca­ tastrófico sobre el estado de la civilización. Schopenhauer, precisamente, situaba la voluntad en el lugar mismo de la cosa en sí. Lee a Kant, lo simplifica y finalmente da el verdadero nombre de la cosa en sí kantiana: es la voluntad. Hizo entonces un gran tratado, primera parte "La representación", segunda parte "La voluntad". Concibió la voluntad como la cosa en sí por excelencia. Evidente­ mente tendríamos cosas para decir respecto de las relaciones entre la voluntad y el deseo, dado que Lacan eligió, para introducir la cuestión del deseo, la fórmula del Che vuoil, adelantada en italiano por el pro-

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pió Cazotte. ¿Por qué especialmente en italiano? ¿Sería para indicar que los italianos no saben lo que quieren? Es preciso reconocer que ellos mismos se quejaron de eso durante largo tiempo; Maquiavelo só­ lo desplegó sus tesoros de astucias porque tema que vérselas con suje­ tos que no sabían lo que querían -é l se quejaba de esta circunstancia-. Por lo demás, El Príncipe, el tratado del príncipe, es un gran Che vuoi? dirigido a Italia. Dejo eso de lado. Entonces, la voluntad es una especie de deseo, pero el deseo, como lo definimos, es algo huidizo, por completo mezclado con la defensa. Lacan decía que no se podía siquiera distinguir -e n todo caso en la neurosis- el deseo de la defensa. En esto reside, precisamente, la dife­ rencia entre deseo y voluntad. La voluntad es el deseo una vez despe­ jada la defensa. No se trata sólo de perturbar la defensa, molestarla, co­ mo pude decirlo subrayando un término de Lacan, no se trata sólo de eludirla, sino de vencerla. ¿Cómo puede ser que el deseo, todo mezclado con la defensa, con­ fuso y perturbado, a veces -com o dice Lacan- inestable en su proble­ mática, empantanado, esponjoso, adquiera el esplendor de la volun­ tad, su entereza? Yo había incluido aquí "la constancia de la voluntad", pero no, si bien la constancia tiene algo que ver con la voluntad, no es ése su ras­ go distintivo respecto del deseo. Aun cuando lo presente así, todo en­ redado, el deseo tiene, al mismo tiempo, su constancia freudiana. Por consiguiente, no es la constancia el rasgo que hace aquí la dife­ rencia. Más exactamente cabría preguntarse: ¿cómo puede el deseo, bajo la forma de la voluntad, volverse perentorio, imperativo? Esto es, no enunciarse simplemente en términos de: "N o soy más que el deseo del Otro", etcétera, sino afirmarse en su entereza. Podríamos decir: ¿cómo el deseo se vuelve deseo decidido? -según la expresión de Lacan-. Lo distintivo, aquí, es el deseo que pasa al ac­ to, el deseo que quiere, que se vuelve voluntad. En efecto, la constancia de la voluntad es verdaderamente diferen­ te de la manifestación de la voluntad. Así, cuando una voluntad se ma­ nifiesta estamos tan poco seguros, en cuanto a su duración, que hay un montón de procedimientos por los cuales se la rodea. Se entiende que al menos ustedes no podrán cambiar de voluntad, aunque cambien de parecer, firmaron y la voluntad de ustedes va a durar, pese a ustedes mismos. Hay entonces, todo un dispositivo significante para que, una vez manifestada una voluntad, se la encierre y se les impida cambiar­

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la. Esto prueba que la esencia de la voluntad no reside en su constan­ cia. La voluntad es también -o mucho m ás aú n- su inconstancia. Estoy contento porque hasta el presente tenía tendencia, justamen­ te, a ligar en el nivel imaginario voluntad y constancia. Pero no es así, en absoluto. Hacerlo implica confundir la voluntad con la jaula. Situar con precisión aquello distintivo de la voluntad abre perspectivas, co­ mo la de ver que el rasgo distintivo que le concierne es el pasaje al ac­ to. Uno se da cuenta que el capricho ilustra muy bien la voluntad, no ya simplemente el guiñol sostenido desde el significante amo, que cree tomar una decisión para todos y para siempre. No es ese el modelo de la voluntad. El capricho, mucho más exactamente, nos permite captar de qué se trata. El capricho es un término esencial en Lacan. Lo hizo entrar en su construcción de la famosa metáfora paterna. El capricho es justamente aquello asignado a la mujer a título de madre, mientras que al hombre como padre le es asignada la ley, el N om bre del Padre, respecto del cual desde hace ya tiempo se hizo la broma de formularlo como el "nom", nombre, "non", no, el "no del padre". El capricho, en tanto voluntad sin ley, es lo que mejor encama a la vo­ luntad. La voluntad confundida con una ley, que cumple en todo mo­ mento y lugar función de ley, implica que sólo se ve la ley, su fuerza anó­ nima. En cierta medida, el sujeto desaparece allí. En el capricho como voluntad sin ley, en cambio, como voluntad imprevisible, sin principio, se capta mucho mejor lo inherente a la esencia de la voluntad. Encontra­ mos allí, positivizada, esta asignación del capricho a la mujer como ma­ dre. Esto designa las afinidades entre la feminidad y la voluntad. No ocurre lo mismo del lado del hom bre como padre. Allí tenemos el aspecto donde se acabó la risa. Necesario, necesario y, además, en El seminario 1 -cuyas primeras lecciones se perdieron y Lacan sólo pudo proporcionarme de las copias estenográficas unas pocas páginas, un pedacito conservado por milagro-, u na vez abordada la cuestión del zen, que yo aporté a modo de apertura, pasa todo un trimestre y uno se pregunta qué ocurrió allí. Después vuelve a empezar: se terminó la diversión, dice Lacan en enero, si mal no recuerdo. Lo puse de relieve al comienzo, por otra parte. Sin duda es muy importante que alguien, en un momento dado, diga: ¡Basta de risas! Basta de risas, vamos a ubicar cada cosa en su lugar: aquí lo real, allá lo simbólico, acá lo imaginario y después, aquí, de un modo u otro, vamos a querer siempre lo mismo.

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fv? ■

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El capricho consiste en querer con mucha fuerza algo y después también con mucha fuerza, querer otra cosa -y es mucho más diverti­ do así-. Me parece mucho m ás divertido de este modo, porque el mer­ cado constituido por la sociedad donde nos desplazamos es una cultu­ ra del capricho. Se nos incita a querer muy intensamente algo y des­ pués otra cosa y después otra. Evidentemente, la promoción del capri­ cho -el marketing-. Se acom paña de la declinación del deber. Es decir, aquello que tendría que ser en lugar de la metáfora, ley sobre capricho, ley y deber, se encuentra seriam ente subvertido -esta metáfora pater­ na de mediados del siglo X X L e y (deber)

Capricho

Sic volo, sic jubeo Esto permite, por otra parte, echar una pequeña mirada de soslayo sobre el filósofo que, en otros tiempos, exaltara el deber, dándole a ese concepto un resplandor sublim e. Me refiero a Immanuel Kant. En este punto, lo siento por aquellos a quienes haré perder sus ilu­ siones respecto de Kant; no sé si otros, además de yo mismo, las tenían, pero encontré algo a tal extrem o singular, por cierto, tan increíble, tan lacaniano acerca de Kant, que e s preciso que los lleve a ello. Kant marcó los espíritus al producir una fórmula del deber única, universal, una fórmula única lógicamente deducida, al menos de for­ ma lógica. Hasta entonces, se hacía la lista de los deberes. Más aún, cuando Dios tomó la iniciativa d e escribir las tablas, los mandamien­ tos, nos dio un catálogo, no es la revisión de la revista La Redoute, pe­ ro, es de temer ("redouter"). H izo un catálogo y después otro, y des­ pués lo recitamos. Olvidamos u no y entonces se le agrega otro, no es­ tá en su lugar... Todos ustedes vieron eso en el filme de Cecil B. de Mille, es impresionante. Uno lo v e, se escribe así. Y después llegó Kant, tomó la goma, borró y dijo: "E s pura comedia". Y es cierto, pueden constatar que la Biblia es pura comedia, retrospectivamente uno se da cuenta que lo era, en tanto hasta hoy, pese a todo, nadie hizo un filme con la Crítica de la razón pura. A llí reside la superioridad de la Crítica... sobre la Biblia.

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Entonces Kant borra esta lista con un movimiento súbito, diciendo: //j-já^anme su versión", para después dar él, más fuerte, una sola fór­ mula. Y no estaba sólo la tradición llamada judeocristiana del catálogo ¿e los diez. Había, entre los paganos, todo un refinamiento de deberes. Había listas de los deberes respecto de la familia, de la comunidad po­ lítica soberana, de los dioses, catálogos mucho más amplios. Y des­ pués, hay un punto donde el catálogo de los deberes se orienta hacia los consejos higiénicos. Entre los griegos, por ejemplo, los deberes in­ cluían cómo mantenerse en buena salud. Si seguimos a Kant, la dife­ rencia no estaba hecha. Se dice que por fin vino Malesherbes para poner orden en la lengua francesa y limpiarla d e sus impurezas. Kant hizo lo propio en el orden del pensamiento y eso permanece. No sé todavía cómo será en el siglo XXI, pero es preciso admitir que en el siglo XIX y en el siglo XX hay un zócalo teórico muy sólido, constituido por el hecho de que todos los pensadores han leído a Kant, han meditado y sobre esa base se cons­ truyó ese pensamiento, aun para hacerle pito catalán después, como ocurrió sin mayor tardanza. Kant llegó entonces con una fórmula única, válida para todo x, sin detenerse en la diversidad, el exotismo que había seducido tanto al si­ glo XVIII, una fórmula que estaría inscrita en cada uno, a partir del momento en que está en relación con la razón pura. No vamos a antropologizar esto, pero, es una gran cuestión, a partir del momento en que para él pertenece a la esencia misma de la razón pura. Kant no dice: esto es válido sólo si se entendió bien mi razonamien­ to. Dice: esto es un hecho. Emplea el término factum, el hecho, el hecho único de la razón pura en su uso práctico. Si no la conocen, les traigo esa fórmula para que saquen de ella el mayor provecho: Obra de modo que tu máxima [es decir, el principio según el cual dic­ tas tu voluntad] pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal.

Que el principio según el cual gobiernas tu propia voluntad, si por un experimentum mentís (prueba de la razón) se lo extiende a todos los demás, cada uno pueda también hacer de él la máxima de su voluntad y que eso se sostenga de manera conjunta. No voy a entrar en el detalle de la paradoja eventualmente lógica de esta fórmula. Se trata del deber, pero un deber que prescribe tam­

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bién una infinidad de otros, puesto que es una simple forma; como se expresa Kant, es una matriz para verificar si el principio según el cual uno se dirige podría ser válido para todo el mundo y para una socie­ dad donde estuviera todo el mundo. Se trata de algo que desaloja todo cuanto concierne al interés per­ sonal: lo hago a escondidas -ojos que no ven, corazón que no siente, todo eso, excluido-. Kant da a este enunciado, precisamente, la forma de un imperativo que llama categórico, indicando así su incondicionalidad. Vale para todos y no hay "si" que valga, no hay con qué soste­ ner las pequeñas excusas, no se trata de "si eso me conviene", "si me miran", "si no arriesgo mucho", es sin condición. Y toma la forma de un imperativo, es decir, de la expresión de una voluntad. No es la for­ ma de un teorema: si... entonces. Tampoco es pericoloso sporgersi [peli­ groso asomarse]. Es un imperativo, es decir, una forma verbal bien es­ pecífica que traduce la expresión de la voluntad. Todo el mundo se dio perfectamente cuenta de que era con todo al­ go bastante extraño. ¿Quién dice eso? Quien lo dice, actúa. Se sintió cla­ ramente que había allí una escisión del sujeto más o menos implicada por ese deber único y que esto tenía una pequeña cabeza de superyó. El mismo Freud, por otra parte, que no debía haber consultado tan­ to a Kant, pero, como todo hombre cultivado de su época tenía una idea al respecto, lo dice: debe de haber una relación entre mi superyó y Kant. Lo dice, si mal no recuerdo, en "El problema económico del masoquis­ m o", texto que en su momento comenté. Allí mismo, además, encuen­ tran una referencia de Freud a Sade, a propósito de la pulsión. Uno se da cuenta que no es sólo a partir de los libros de filosofía y de literatu­ ra del segundo estante que Lacan construyó su "Kant con Sade". Lo hi­ zo a partir del "Problema económico del masoquismo" de Freud. También Kant percibió que había una extraña escisión en juego en su imperativo único y universal del deber, y lo encontramos más claramen­ te formulado en las notas publicadas bajo el nombre del Opus poshimum, obra postuma. Se juntaron todos los papeles de Kant desparramados y se publicaron como se pudo, con todos los problemas de clasificación que eso implica, como los hubo con Pascal. Pero Kant escribía, con todo, mucho peor y, además, había dejado muchos más papeles. Entonces, se­ gún creo, es por cierto sólo ahora que algo emerge de todos ellos. Encontramos en las notas del Opus postumum de Kant, a propósito del imperativo categórico, esta breve y valiosa observación. En cuanto a ese "Obra de modo que...", dice:

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Hay un ser en mí, distinto de mí, q u e tiene poder sobre mí, que me dirige interiormente. Y yo, el hombre, so y yo mismo ese ser. Esta dispo­ sición interior inexplicable, se descubre por el hecho del imperativo ca­ tegórico del deber.

No se trata de una formulación definitiva de Kant, quien estaba por entonces viejo, enfermo y escribía, preparaba la obra que no había ter­ minado y que, por consiguiente, corregía a menudo. Pero sigue siendo muy sugestivo el modo según el cual abordó algo de la diferencia en­ tre enunciado y enunciación. Se puede ver también que acentúa marcadamente, es muy impor­ tante para él, la noción de que el deber no es algo que se deduce, aun cuando tenga una forma lógica, puesto que afirma con claridad recor­ tarlo como un hecho. Allí se sitúa, podríam os decir, como un real de la razón. Tal sería la traducción más próxim a que podríamos dar en nuestra jerga de lo indicado por Kant con el término factum. Acentúa con fuerza, justamente, el hecho de que el deber no se de­ duce y que, en definitiva, está ligado d e manera intrínseca a la expre­ sión de una voluntad -se dirá de alguien-. Por esa razón dice "im pe­ rativo", ese es todo el valor del término "im perativo". Encontramos en el Opus postumum una nota que dice: "E l imperativo categórico del mandato del deber tiene, en el fundamento, la idea de un imperans, es decir, de alguien que manda". Encontramos allí la misma raíz de emperador, imperator. Creo que no fuerzo las cosas acentuando esta instancia de la voluntad en el fun­ damento de este enunciado. Sin duda, él establece la relación con el modo según el cual el Otro, que no era un filósofo tan preciso, presentó su catálogo de los Diez, di­ ciendo: todos mis deberes pueden ser considerados como mandamien­ tos divinos, para decirlo así. Entonces, el deber está detrás del manda­ miento, es decir, de la manifestación de una voluntad. Vemos que él mismo, en sus notas, se atiene al sujeto del imperati­ vo categórico. Por lo demás, él mismo em plea el término: ¿en qué con­ siste el sujeto del imperativo categórico? Es sensacional. En una nota dice: "El sujeto del imperativo categórico en m í es un objeto que mere­ ce obediencia, un objeto de adoración". Es m ás hermoso aún porque escribe "adoración" en francés, y dice: Est Deus in nobis (Es D ios en nosotros)

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Lo vemos así dividido entre el hecho, por un lado, de ser él mismo, en su autonomía de sujeto, quien se da a sí mismo esta ley; la razón re­ side allí, es allí donde se m uestra verdaderamente autónoma y legisla­ dora, en el imperativo categórico, es por esa vía que el sujeto puede sa­ ber que es un ser libre. Pero, por otro lado, esto se plantea exactamen­ te como si fuera un dios quien lo quisiera, dios en tanto sujeto por fue­ ra del sujeto, obligándolo. Dicho de otro modo, acerca del imperativo categórico se puede considerar que el concepto de extimidad falta en él, esto es, el concepto de algo que se encontraría en e l interior, al mismo tiempo que consti­ tuiría una especie de enclave externo. En alguna medida, una especie de aproximación éxtima. Extremando las cosas, se puede decir que el imperativo categórico es el equivalente de la idea de Dios. Entonces, pasamos al aspecto có­ mico del asunto. Ahora que captaron bien y se pueden situar las premisas de la esci­ sión entre enunciado y enunciación, así como la exaltación extraordi­ naria derivada de ese deber único impuesto a todos, al mismo tiempo que el equívoco de esta voz, la del propio sujeto que vuelve a él como si fuera la de otro, entonces, ese pasaje de la Crítica de la razón práctica es un acontecimiento en el que Kant trae el imperativo categórico. Se trata de un acontecimiento en la historia del pensamiento. El párrafo termina afirmando que la ley e s el hecho de la razón pura, que se pro­ clama por esa vía misma como originariamente legisladora. Esto provocó un deliro de exaltación en todas las universidades ale­ manas y queda verdaderam ente fechado, a partir de ese momento, el acceso de la subjetividad a su estatuto de autonomía en el dominio práctico. Esto es lo que Fichte y Hegel intentaron extender por do­ quier: el sujeto legislador. Después de eso encontramos, en un paréntesis, cuatro palabritas en latín: Sic volo, sicjubeo Así lo quiero, así lo ordeno. De esta manera termina el pasaje don­ de Kant trae ese deber en su fórmula única y universal. Recuerdo haber leído en mis años de estudiante la Critica de la razón práctica, en francés, además, y quedar sorprendido por esta fórmula latina, porque salía un poco del texto. Pese a una afinidad emocional especial con el latín, in­

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cluyendo sueños importantes en latín, con muchos barbarismos y solipsismos, claro está, no logré tener la menor idea acerca de dónde venía esta fórmula que me había llamado ¡a atención, suponiendo que vinie­ ra de un tratado de derecho, de un juez que ordena. Aún así, en este ca­ so no se trata del Che vuoil del camello, Biondetta transformada en ca­ mello y planteando la pregunta del deseo. Es el Sic volo, sic jubeo de la voz del deber. ¿Quién pudo haberlo dicho? ¿Es una fórmula jurídica? ¿De dónde viene? Hubo otras ediciones que permiten saberlo, y en particular el propio Kant aporta la respuesta en el Opus postumum. ¿Sa­ ben quién profiere la voz del deber? Pues bien, para sorpresa general -la mía cuando tomé conocimiento- esa voz proviene de Juvenal. Juvenal fue un autor satírico de la Roma antigua, cuyas burlas amargas obsesionaron durante siglos y constituyeron el modelo para todos los autores del género. Me ocuparé en otra ocasión de Juvenal, ahora voy al grano. La frase completa de la cual Kant extrajo esas cua­ tro palabras, en las que pudo apreciar que verdaderamente eran la fór­ mula completa, es: Hoc volo, hoc jubeo, ¡quiero esto, ordeno esto! -hoc y no sic, es preciso saber si la definición es diferente-, stet pro ratione volontas, es decir que la voluntad ocupe el lugar de la razón. Volontas, la voluntad, stet, derivado de store, verbo estar, tal como se lo utiliza en español, pro ratione, en el lugar de la razón, es decir, una voluntad a la que poco le importa la razón. Se trata de una disyunción entre la voluntad y la razón y supongo que este es el motivo consciente de la elección de Kant. ¿Quién dice es­ to? ¿Dónde está dicho en Juvenal? Es en la "Sátira V I" -texto que qui­ zá no les diga nada a ustedes-, la sátira más larga, me parece, de Juve­ nal, y que pasó a la historia por ser sin duda el texto más misógino que se haya escrito jamás. Comienza invocando al pudor y después apare­ ce la gran pregunta, se abre con el pobre Postumo y su idea estrafala­ ria de casarse. Se trata de la gran pregunta que va a rodar en la litera­ tura, extendiéndose en Rabelais, ya que Panurgo arrastra todo el mun­ do consigo tras la pregunta: "¿Debo casarme o no?". ¡Vaya uno a saber! Esto que ya está en Juvenal, es preciso ver cómo lo introduce. Me puse contento cuando vi que había una traducción muy reciente de es­ te autor, un poco más alejada del texto, pero que recupera bien el tono del original. Dice Juvenal: Es desde la más remota antigüedad, Postumo, que se piratea la ca­ ma del vecino, que a uno le importa un bledo la santa alcoba y su ge-

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rúo protector. La generación de la edad de hierro pudo producir todos los demás crímenes y el siglo de plata inauguró el de poner los cuernos. Y sin embargo aquí estás, en la época moderna, en tren de organizar los esponsales y los encuentros de firmas. ¡No estarás loco así y todo! ¿Te casas, Postumo? ¡Dime quién es la Teséfona que te hostiga con sus cu­ lebras! ¿Llegarías a soportar una patrona teniendo a tu disposición tan­ tas robustas cuerdas, ventanas abiertas hacia tenebrosos precipicios? O bien, si no aceptas ninguna de esas soluciones, ¿no crees que más val­ dría un muchachito para acostarse con él? ¡Es encantador, no hace una escena esa noche, se recuesta a tu lado sin reclamar su regalito, no se queja porque cuidas tus pulmones y no pierdes el aliento com o se de­ be cuando se imparte una orden!

Este es el principio, como para ir encaminándose. Entonces, hay que imaginárselo: Kant lee esto y, en un momento dado, encuentra un pasaje donde se dice que la vía del deber es exac­ tamente esto. ¿Cuál es ese pasaje? Se describe, se pasa revista de las da­ mas, y de las damas que se conservan unas peor que otras, y se llega a lo siguiente: Cuando los encargados de un burdel, cuando los Lenistas -quien es tratan con los gladiadores- tienen derecho a examinar como m ejor les parezca, cuando los gladiadores hacen otro tanto, a ti te dictarán tus úl­ timas voluntades y te harán elegir como herederos a tus rivales.

Sigue un pequeño diálogo y la mujer agrega: "¡Ordena crucificar a este esclavo!". Y entonces el marido responde: "¿A este esclavo? ¿Por qué crimen merece tal suplicio? ¿Qué testigos hay? ¿Quién lo ha dela­ tado? Oye, si se trata de la vida de un hombre, no hay reflexión que re­ sulte excesiva". Y la dama replica: "¡Loco! ¡Loco! ¿De manera que un esclavo es un hombre? No ha hecho nada, de acuerdo, pero lo quiero y lo ordeno, sirva como razón mi voluntad". Y en este momento, con toda certeza, Kant encuentra la voz del deber. Dicho de otro modo, el efecto cómico se produce porque Kant ilus­ tra la fórmula del deber incondicional de la razón pura con el impera­ tivo del capricho más alejado de la razón, expresado por Juvenal en su "Sátira VI". Es decir, los términos escogidos vienen de un disenso del amo que se volvió loco. Porque hay que admitirlo, matar al esclavo cuando el otro dice: ¡No, no, atención, hay que tener cuidado! Porque el esclavo es un bien, crucificarlo es una pérdida total para el patrimonio familiar.

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y aquí estamos, por excelencia, en el discurso del amo. Y llegamos al momento en el que, entre toda la literatura universal, Kant escuchó la voz pura de la razón y la escuchó justam ente en la expresión del ca­ pricho, de la voluntad puesta de manifiesto en la mujer, a la que, has­ ta donde se sabe, nunca se acercó. Y se consagró a eso que, a pesar de todo, estaba desligado para él de ese lugar, a saber, la fórmula y la ex­ presión del imperativo categórico. No hay que faltar a ninguna de estas sesiones, de otro modo se pa­ ga. Es nuestra propia versión del imperativo categórico y la semana próxima nos acercaremos a la sesión analítica.

12 de enero de 2000

VII Acontecim ientos del discurso

Sí, ya veo que pasa: se burlan de m í porque llego tarde. Pues bien, les voy a decir algo: lo hice a propósito, porque de haber sido puntual ]a mitad de la sala no hubiera estado aquí. Hay, además, otra razón: un retraso de un cuarto de hora es el retraso académico, universitario. Y bien, justamente, pese a los semblantes, ¡no soy un universitario! En­ tonces practico el retraso analítico. ¡Ah! Es fantástico ver que me toman en broma, cuando es por cul­ pa de ustedes que llego tarde. Si llegara tarde bajo los abucheos que merezco sería puntual. Pero sólo veo caras sonrientes que esperan, además de m o rirse de risa, porque parece ser que los divierto. Pues bien, de esta manera me alientan a llegar tarde. Esto es un juego, un juego para provocarles un pequeño escalofrío, para reprenderlos por ese lugar del analista donde ahora están uste­ des, por el solo hecho de que me dirijo a ustedes desde el borde de la ignorancia y, además, pagando con mi persona y aun con mi síntoma temporal. Cuando se asume la responsabilidad de escuchar semejantes cosas, pues bien, se suscita precisamente en el sujeto paciente ese género de reproches locos, como el que vengo de darles un bocadito.

Acontecimientos ritnaiizados Continuemos, retomemos. La última vez hice un pequeño excursus, siguiendo la ocasión que me ofreciera el examen del efecto sujeto en

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los diferentes discursos distinguidos por Lacan, examen, estudio a los que procedía con el objeto de poner de relieve qué ocurre con este efec­ to de sujeto en el discurso analítico en la medida en que permite, pre­ cisamente, la transmutación de ese efecto en saber que se deposita. Di­ je "en el discurso analítico", sintagma que debemos a Lacan. Apunto justamente a la sesión analítica, doy vueltas alrededor del lapso de tiempo de la sesión analítica. Ahora es la ocasión de preguntarnos cómo pensar, cómo formular la relación entre el discurso analítico y la sesión analítica. ¡Oh! No voy a ordenar eso hoy. Todavía voy a excursionar, a excursiver. Pero para darles una pequeña referencia acerca de esta cuestión del discurso y de la sesión, discurso que para nosotros se asienta en un materna de Lacan, sesión que es nuestro pan cotidiano, para dar una pequeña referencia digamos que la sesión analítica es el aconteci­ miento regular -y no me vengan a objetar de inmediato que todos los acontecimientos son regulares porque no es exacto-, no es el aconteci­ miento imprevisto, por supuesto, es el acontecimiento regular institui­ do por el discurso analítico. Aquí tenemos, al menos, una definición muy fácil; es necesario aún expresarla y hacerlo de manera tal que ponga en evidencia hasta qué punto cada discurso instituye, determina, prescribe, dispone de acon­ tecimientos. Examinemos entonces un poco nuestros discursos desde esta perspectiva. En el discurso del amo, en el de la universidad, los acontecimientos de discurso están hasta ritualizados, reglamentados; toman gustosos la forma ceremonial; son acontecimientos convencionales. Los aconteci­ mientos de discurso en el amo y en la universidad están reglamenta­ dos por obligaciones precisas, prescripciones que se deben observar, a menudo bajo pena de nulidad del acto. Consideremos el discurso del amo bajo su forma más evidente, la más asombrosa y, al mismo tiempo, la más tonta, la más paródica, la verdad sobre lo verdadero del discurso del amo, si es que hay uno. Tomemos la figura que se deja representar con facilidad en esta fun­ ción inminente, en el transcurso de los sueños. En el correr de los sue­ ños, en esos pequeños relatos llenos de imágenes que pasan en la ca­ beza cuando no prestamos atención y practicamos ese curioso ejercicio que consiste en dormir, en ese momento soñamos -y suele ocurrir que recordemos los sueños, todo el mundo hizo esa experiencia. A menudo, en esos sueños, la autoridad, el soporte humano del

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significante amo aparece bajo las formas, cambiantes en el transcurso ¿el tiempo, de aquel que lleva el nombre de "Presidente de la Repú­ blica” en Francia. Soñamos con el presidente de la República, no siem­ pre por cierto, no soñamos serlo -sa lv o excepcionalm ente-, pero so­ ñamos con el presidente, con su figura, m otivo suficiente para intere­ sarnos en ella. Tomemos ese sueño llamado actualidad política. Se trata del sueño que hacemos todos juntos en el transcurso de esa plegaria matinal o vespertina que es la lectura del diario - o delante del televisor, quienes lo tienen-. El recuerdo más inmediato: esta disolución de la Cámara extraordi­ nariamente espiritual que tuvo lugar h a ce algunos años y que trastocó toda la situación política de Francia, E sto tiene, de verdad, por un la­ do, cierto aspecto de levantar una piedra para dejársela caer en los pies, un lapsus, un mal cálculo que tiene consecuencias de cierto alcan­ ce en el gobierno del país. No se trata d e algo que hubiera impedido la tormenta, se los aseguro de inmediato. Pues bien, si mal no recuerdo, el presidente de la República sólo puede disolver la Cámara una vez que ha consultado al presidente de la Cámara de Diputados y al presidente del Senado. Estoy sorprendi­ do de saber esto, me llegó y no lo verifiqué. Hay quizá un detalle o dos que no son exactos, pero veo que los espíritus políticos de la asistencia me aprueban. Entonces, es necesario consultarlos. Es decir, es necesario que el se­ ñor que lleva el título de presidente de la Cámara de Diputados se des­ place -esto no está en los textos-, supongamos que esté en el hospital, en esa circunstancia el presidente de la República se desplaza, esto es un detalle, mientras su salud sea buena, él se desplaza a la casa de go­ bierno y luego se va de allí: ha sido consultado. Otro tanto ocurre con el presidente del Senado. ¿Qué se dijeron en el transcurso de esta consulta? Es muy posible que el presidente de la Cámara de Diputados haya dicho al presiden­ te de la República: ¡Es una tontería! Y qu e el presidente del Senado ha­ ya dicho al presidente de la República: ¡Usted está chiflado, hombre! Poco importa, el presidente hizo la consulta, hizo lo que tenía que hacer según la prescripción constitucional. Entonces, la disolución de la Cámara de Diputados a la que procede el presidente no es un golpe de Estado, no es un golpe de fuerza, responde a la Constitución y to­ do el mundo se disuelve y se dirige al pueblo de Francia para pedirle

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que manifieste su opinión, deslizando un pequeño papel regular, si­ guiendo formas regulares, en una caja regular, de donde emerge, so­ berbio, un nuevo poder. Aquí tenemos lo que constituye un acontecimiento de discurso, más aún, toda una cadena de acontecimientos de discurso. Cuando deslizan un papelucho en la caja, después de algunos mamarrachos y algunos: "Pronuncie, el señor X votó", etcétera, llevan a cabo, en la for­ ma, un acontecimiento de discurso, aun cuando en el sobre hayan des­ lizado un papel, son muchas las variantes de papel que hay. Esta concepción del acontecimiento de discurso se extiende aún más allá de aquello previsto explícitamente por los textos fundamen­ tales de la vida republicana; se extiende a los usos y costumbres. Por ejemplo, el árbol de Navidad en el Palacio Gubernamental (Elysée). Quienquiera que sea el presidente de la República, un poqui­ to antes y un poquito después de Navidad hay allí un árbol de Navi­ dad, al que se convoca a los niños y donde reciben regalos de la Repú­ blica. Recuerdo haberme enterado de esto cuando era pequeño y ha­ berme dicho por entonces: "¡Qué bueno que es este presidente de la República que satisface así los deseos de los niños de Francia!". Y qué decepción ver que todos los años era parecido, poco importaba quien fuera el presidente, ¡siempre era bueno! La decepción de ver que se debía a un acontecimiento ritualizado, que en verdad nada tenía que ver con la bondad del presidente de la República, sino que se trataba de una obligación impuesta por la s costumbres, que él tenía a su car­ go y que era preciso no confundir los acontecimientos de discurso y aquellos provenientes del corazón. ¡Ah! En el discurso de la universidad, con menos decorado, soste­ ner una tesis en la actualidad, la entrega de un diploma de doctor, eventualmente y por lo común con las felicitaciones del jurado, ahí te­ nemos un acontecimiento de discurso que, para ser válido, debe cum­ plirse siguiendo ciertas formalidades ¡Oh! No es imperativo categórico, pero se trata, sin embargo, de los imperativos para que este acontecimiento de discurso acuerde valida­ mente lo que uno esperaba de él. Es necesario que haya la cantidad prescrita de profesores, que el candidato esté allí, que haya páginas puestas a consideración, que hayan sido previamente visadas por la autoridad habilitada para hacerlo, es necesario todavía cierto número de prescripciones de las que se ocupa, por lo común, una secretaria ge­ neral; tuve que vérmelas, sobre todo, con damas que en este punto sa­

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bían encam ar la voluntad del discurso y hacían desfilar esos profeso­ res, en conformidad con el reglamento. Una vez que está todo lo que hace falta en la sala, que los así llama­ dos profesores hayan o no leído la tesis, que digan al respecto tonterías o maravillas, que se pongan a hablar de sus enfermedades, sus biblio­ tecas, sus gatos, no tiene ninguna importancia, eso no invalida el acon­ tecimiento de discurso, soberbio, que tiene lugar ante los ojos de uste­ des y del que eventualmente forman parte. Hacer un curso es también un acontecimiento de discurso, con me­ nos decorado, menos reglamento, no se dice que es preciso ser pun­ tual; un curso sigue siendo válido aun cuando el profesor llegue tarde, quizá hasta siga siendo válido si llega tarde después de hora, no sabe­ mos, pero normalmente es preciso que esté ahí, más o menos a la hora convenida, que tenga textos, los abra, los haga abrir a otros para des­ cansar y si también él repite constantemente, como yo: Lacan, Freud, etcétera, aun si repite todos los años lo mismo, es una hora de enseñan­ za, ¡qué quieren! Y después, cuando está verdaderamente bien hecho, no como aquí, los estudiantes consignan su presencia; si firmaron al comienzo para indicar su presencia, se pueden ir después -y si tienen que firmar al final, es al final que llegan-: tienen las horas de presen­ cia. Tenemos allí lo que corresponde al orden de la ceremonia. Digo todo esto pensando, por supuesto, en la sesión analítica. Voy a agregar algo más, una pequeña dosis aún acerca de la ceremonia, porque el discurso del derecho, elemento por cierto esencial en la com­ posición del discurso del amo, es su soporte o su divertículo, según cuál sea la perspectiva considerada. No más tarde que ayer a la noche había en Le Monde una página que contaba una historia, es preciso de­ cir, desopilante, un episodio clínico jurídico extraordinariamente ilus­ trativo. Algunos de ustedes le habrán consagrado unos minutos a ese artículo ayer.

El sem blante jurídico al desnudo Es la historia -no se trata de Balzac, en todo caso sería Courtelinehistoria de dos restauradores arruinados por causa de un juicio erró­ neo. La historia es bastante sombría. Al ser inquilinos de un local muy estropeado, requirieron de los propietarios que hagan los trabajos ne­ cesarios aquellos que les correspondían y que estaban sin duda prohi­

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bidos a los inquilinos; como los propietarios no quisieron saber nada, los inquilinos iniciaron un proceso. En primera instancia, son ellos los culpables. Y tal como se van encadenando las cosas, se encuentran arruinados después de haber conocido la prosperidad, y ahí los tene­ mos, desde hace quince años intentando obtener de la justicia que re­ conozca el carácter erróneo del fallo dictado, apelando a testimonios fotográficos. Hasta ahí nada sorprendente. Lo más curioso es que los dos restauradores, el señor y la señora, dando muestras de una hiperactividad fantástica en cuanto a la reivin­ dicación, al sentido de la justicia, a un grado tal que podría ser clínica­ mente inquietante -pero esto no quita nada a sus razones-, encuentran al presidente del tribunal de apelaciones, que en ese momento está ha­ ciendo otra cosa: dirige ia escuela de la magistratura. Y este buen hom­ bre, al considerar los documentos que le muestran, reconoce que se equivocó, que falló erróneamente. Entonces, los dos restauradores, creyendo haber sido restaurados en sus derechos, y por consiguiente que se hará justicia, dan cuenta de la opinión del mismo juez responsable del veredicto. ¿Qué creen que ocurrió? Se castigó al juez porque no debe decir semejantes cosas. Se lo castigó por poner en cuestión la autoridad de la cosa juzgada, no es pe­ se a todo un juez quien debe hacer eso, si no adonde vamos. Se lo cas­ tiga por haberse pronunciado respecto de un asunto que él había juz­ gado, como juez que era en las formas, y pronunciarse cuando ya no lo es, como si se planteara la pregunta: "¿Quién es usted, señor, para decir eso? El juez ya se pronunció". "Pero el juez era yo." "¡No nos in­ teresa! En otra época, cuando usted era juez en las formas, primer juez, presidente de la Corte de Apelaciones, en ese momento usted hablaba en oro, cada una de sus tonterías valía como si fuera cosa juzgada, aho­ ra usted es uno cualquiera y lo que dice no vale nada." No fue castigado, no fue juzgado, se hace notar que no hubo ningu­ na medida disciplinaria contra el juez rebelde, pero desde 1986, no da­ ta de ayer, con todo son catorce años, su carrera está bloqueada. Esa es la historia. Allí hubo ministros de justicias de derecha, de izquierda y el minis­ tro de justicia no ha variado su posición. El juicio, gran acontecimiento de discurso que tiene consecuencias, ya fue emitido; nadie, ni siquiera aquellos que transitoriamente fueron vehículo del discurso del dere­ cho, ninguno entre ellos puede elevarse contra esta cosa juzgada. A lo sumo, es lo ocurrido a partir de este artículo en la prensa, todo el mun­

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do se ríe. Se le acordará pese a todo una compensación excepcional, apelando a lo que resta en el fondillo d e algún presupuesto, lamentan­ do, por otra parte, no haberlo dado antes, para que se callen la boca, pa­ ra que no se vea, como ayer por la noche, el semblante jurídico al des­ nudo. Aquí tenemos lo que Lacan llama el semblante desnudo. ¡Ah! Ese sería un hermoso título, " E l semblante jurídico desnudo". Recuerda el título de William Burroughs, El festín desnudo. Es eso, no es el banquete de los analistas, sino el festín desnudo de la justicia. ¿Por qué este arrebato de mi parte? Es que todo esto, con su aire de ir muy lejos, es lo que nos retiene, es la miseria con la que cargamos. El juez no tema que decirlo - y es e l Estado quien se lo indica-. Es­ to se dice en latín, está reproducido en Le M onde y ya hablé de latín la última vez, pues continuemos: res judicata pro veritate habetur. Res judicata, la cosa juzgada, la cosa habiendo sido juzgada, pro veritate habetur, es considerada en el lugar de la verdad. Pro veritate no quiere decir "por la verdad", doy mi vida, no, quiere decir: "en el lugar de la ver­ dad". El juicio, aun falso hasta la m édula, el enundado del juicio vale como si fuera un enunciado verdadero. Por consiguiente, cuando es la form a lo que reina por excelencia en un discurso, ¡cabe sorprenderse de que el juez esté todavía en libertad! Esto dice algo, claro está, del estatuto de la verdad en la sala de au­ diencias. Dice evidentemente algo d e la justicia. La justicia no es la equidad, cualidad del alma, sino la propiedad de un discurso. Esto dice también algo de la verdad. La verdad no está en cuestión en este asunto. Aquí está representada por el señor y la señora X, que pasean su desdicha desde hace quince años, ¡nada que ver con esa pa­ reja de paisanos! La verdad sólo está autorizada a aparecer en la sala de audiencias si se la hace entrar en las formas -y la verdad en las formas, es la verdad afuera- Tienen ese ejemplo, pero nuestro Código, el que llevaba el nom­ bre de Napoleón, que había penetrado profundamente en los mecanis­ mos del discurso del amo y tema una caterva de Portalis y otros para re­ dactar como era preciso el Código, dice con todas sus letras que la ver­ dad no tiene nada que ver, que no hay nada más peligroso que la verdad. El señor X es una persona con antecedentes penales, como pronto lo será quizá ese juez. Ustedes dicen: E l señor X tiene antecedentes pe­ nales y mandan a imprimir eso. ¡Oh! N o es necesario que sea en Le Monde, imprimen quince, veinte ejemplares, para los amigos -eso creen ustedes-, ¡Difamación! Pero, señor juez, ¡es alguien que tiene an­

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tecedentes penales! ¡Usted no tiene por qué decirlo, eso se llama difa­ mación! La difamación no consiste en absoluto en decir cosas falsas. Es tanto más grave cuando dicen cosas verdaderas, porque la difamación opera según los términos que utilicen, cómo sean dichos, cómo el Otro lo dijo, según la función del campo de la palabra y del lenguaje. Así atenían contra la reputación de alguien. Y atenían tanto más cuando dicen una verdad desagradable sobre él. En consecuencia, no vuelvan sobre las pruebas, no aporten otras. Entró en prisión a tal fecha, salió a tal otra. Cuanto más cierto, peor, si se puede decir así. Algo todavía más hermoso, además -indicativo de eso que damos en llamar orden social-, es que si, acusados de difamación, se los hace compadecer ante los tribunales, se presume en ustedes la mala fe. Es el único caso. Esto es, se dice: ¡Oh! ¡oh! Ese señor tiene afinidades con la verdad, es un mal signo. Tienen entonces que hacer esfuerzos para probar la buena fe de us­ tedes, algo que no quiere decir en absoluto que es exacto, sino que al decir “El señor X tiene antecedentes penales" ustedes pensaban abso­ lutamente en otra cosa, perseguían objetivos elevados que conciernen a la salud pública, al buen funcionamiento de los servicios, etcétera. Allí, quizá esa buena fe sea reconocida, lo cual quiere decir que pue­ den haberse equivocado, pero fue con buenas intenciones. La verdad en esta forma de discurso, esta estructura de discurso, y en los acontecimientos de discurso que proceden de ella, no debe so­ bre todo comparecer, y esto nuevamente se dice en latín -aunque hay algunas excepciones-; pero es necesario que el tribunal tome la deci­ sión en las formas según las cuales, por excepción, la verdad será con­ siderada en ese caso de difamación como absolutoria, y para marcar bien que no corresponde abusar de esto, se anuncia en latín: se trata de la exceptio veritatis, la excepción de la verdad. Por excepción, la verdad será autorizada a comparecer ante el tribunal. Aquí tenemos lo que corresponde al orden del discurso, al orden de las ceremonias, la disposición de esas ceremonias respecto de la ver­ dad, algo que es necesario tener presente para captar en qué consiste el escándalo de la sesión analítica. No quisiera que se crea -ad em ás podría ser peligroso- que difamo a la justicia y a los jueces que la administran, en nombre del pueblo francés, bajo la autoridad del presidente de la República, él mismo in­ mune a lo que hubiera p.odido hacer cuando era otro, según el mismo principio.

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Lejos de m í la idea de atentar oresco referens a la majestad y a la ne­ cesidad de la justicia. No me estoy riendo en este punto, no soy iróni­ co e s 11113 profonda sabiduría. Es cierto que, por lo demás, cuanto más decimos la verdad, más nos confinamos en la injuria; algo bien indica­ do en la expresión "Decir sus cuatro verdades" a alguien -n o se la em­ plea para decir que uno hace el elogio de ese alguien- Cuando multi­ plicamos la verdad por cuatro, esto quiere decir que el buen muchacho no se levanta más después de recibir la carga de insultos y de injurias que descargamos sobre él. El código distingue, precisamente, la difa­ mación y la injuria. Es refinado, pero les ahorraré los detalles. Todo esto es de una profunda sabiduría, porque el orden civil, el or­ den social, no se sostendría tan siquiera un segundo si se pudiera decir la verdad, y menos aún sus cuatro verdades, al otro. Se sostiene porque estamos amordazados todos los días. Decimos eso, un señor interroga­ do por Le Monde o en un tratado, ya no sé dónde, justifica la iniquidad de la situación del señor y la señora X diciendo: "¡Ah! Existe la autori­ dad de la cosa juzgada. Es necesario que los procesos terminen". Es cier­ to que, como no hay metalenguaje, no habría razón alguna para que no se continúe apelando hasta el fin de los tiempos, hace falta un momen­ to para que se manifieste una arbitrariedad formal para decir ¡basta! Cuando había huelgas, todavía, pero son cosa del pasado. Por en­ tonces haría falta alguien que se adelantara para decir: es preciso saber cómo se termina una huelga -M aurice Thorez hijo del pueblo-. Pero la necesidad de que los procesos se terminen procede de otra necesidad social. El fin del proceso está codificado. Por lo demás, se trata de lo mismo; es necesario que los procesos terminen como es necesario que las huelgas terminen, porque es preciso que eso funcione, marche -y en ese punto todos queremos lo mismo. El discurso del amo consiste en encontrar los significantes necesa­ rios en posición de semblantes bien articulados, para reprimir al suje­ to de la verdad. Lacan lo escribió de la manera más simple: Sj sobre $ y todas esas pequeñas historias, todas esas anécdotas, responden per­ fectamente a ese materna.

A $

A propósito de esto, me decía que, finalmente, salvo error de mi parte que no he verificado, nunca fue revisado el asunto Dreyfus, don­

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de la autoridad de la cosa juzgada se aplicaba también -y se benefició con la gracia del presidente de la República- Mejor para él, como di­ ría el otro, pero Dreyfus es exactamente el mismo caso que los esposos, el señor y la señora X, salvo que ellos no han sido aún deportados. El resultado es, con todo, que Alfred Dreyfus tiene en París una pe­ queña estatua. Cuando se comete con alguno de ustedes una gran in­ justicia, se les levanta una pequeña estatua. Quizá mañana, los espo­ sos X también tendrán una pequeña estatua e irán de la mano con el juez. Me gusta esa pequeña estatua que le levantaron a Dreyfus. Está cer­ ca de mi casa. Al principio querían ponerla un poco más abajo, en el bulevar Raspail, frente a la antigua ubicación de la prisión de ChercheMidi, donde se encuentra ahora la Casa de las Ciencias del Hombre, ¡es verdaderamente...! Yo asistí allí a cursos interesantes, de los que no reniego. Después, las autoridades clamaron contra la injusticia: así y todo no se podía hacer eso. Entonces la ubicaron un poco más arriba en el bulevar Raspail, porque todavía algo continúa ejerciéndose. Al­ guien que fue una ocasión de escándalo. Que perjudicó al prestigio y a la consideración debido a las autoridades. ¡Ya es bastante con que no se los haya perseguido por difamación! No está muy lejos de la calle de Cherche-Midi, y con ese género de argumentos somos nosotros quienes buscamos cinco patas al gato. ¡Siempre hay que buscárselas, porque es allí donde está la cuestión!

Acontecim ientos del discurso histérico En el discurso analítico hay acontecimientos prescritos, hay un acontecimiento prescrito por excelencia, que es la sesión. Esto aproxi­ ma el discurso analítico al discurso del amo, al discurso de la univer­ sidad, donde también hay acontecimientos prescritos que constituyen un soporte. Me dirán: ¿y dónde están los acontecimientos prescritos en el dis­ curso histérico? Puesto que, justamente, la histeria tiene en todo caso una afinidad con el escándalo, con la dificultad, precisamente se trata por excelencia de acontecimientos no ritualizados, no regulados por convenciones preexistentes y, si reflexionamos en esta dirección, po­ dríamos preguntarnos si hay una regla de discurso histérico en cuan­ to al acontecimiento. En todo caso ocurre lo contrario.

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ACONTECIMIENTOS DEL DISCURSO

F orm u lem os la reg la q u e se ría la d e l a co n te c im ie n to d e l d iscu rso histérico: p ro d u cir sie m p re a c o n te c im ie n to s s in re g la , a c o n te c im ie n ­ tos d esregu lad os, a co n te c im ie n to s fu e r a d e to d a c o n v e n c ió n . ¡Ah! E videntem ente es u n a p a ra d o ja p ro d u c ir a c o n te c im ie n to s sin reg la. Se podría d ecir que en la h is te ria se tra ta d e u n a re g la e x c e p c io n a l. P o ­ dríamos decir, ad em á s, q u e es la m is m a in s p ira c ió n q u e C a ri Sch m itt intentó h a ce r e n tra r en e l d iscu rso d e l d erech o . H a b ía c o n s a g ra d o un Curso, e n o tra é p o ca , q u e fu e u n e sc á n d a lo p a ra a lg u n o s, p o rq u e Cari Schm itt fu e u n p e rso n a je p o co re c o m e n d a b le , p e ro a u n a s í u n ju rista de gran im p o rta n cia - e s a lg o q u e o c u rre , co m o fu e ta m b ié n el caso de Céline, en otro o rd e n d e id e a s - Cari S c h m itt h a b ía q u e rid o h a ce r en­ trar en el d iscu rso del d erech o la n o c ió n de u n a in s ta n c ia q u e in te rv ie ­ ne cu ando las reg las, la s c o n v e n c io n e s , las c o n s titu c io n e s , to d o s los usos, ya no fu n cio n a n . P ensaba q u e u n a co n stitu ció n b ien h e c h a d e b e p re v e r el caso excep ­ cional en el q u e to d o lo d em á s d eja d e fu n cio n a r, d o n d e to d o sem blan ­ te es ech ad o a perd er. ¿Q u é se d eb e h a c e r ? P u e s b ie n , é l p e n sa b a que debía in clu irse e n la co n stitu ció n u n a re g la s u p le m e n ta ria d o n d e fu e­ ra precisad o q u e cu a n d o to d o s lo s s e m b la n te s n o só lo h a n v acilad o , si­ no que h a n caíd o, h a y a lg u ie n q u e tie n e d erech o d e h a c e r algo e n esa situación.

Dijo esto en circunstancias en las que simplemente se trataba de una puesta en forma significante déla práctica del Nacionalsocialismo. Esto hace que, desde entonces, su doctrina decisionista huela a azufre, con justa razón. Bueno, pero vivimos aquí, felices en una República organizada, fundada sobre la Constitución llamada de la Va República, la de 1958, donde se introdujeron pequeños retoques -d e vez en cuando se inten­ ta hacerlo-, pero no se tocó para nada un enunciado muy preciso que es el artículo 16 de esta Constitución, introducido en ella expresamen­ te por el fundador de nuestra República, a saber, Charles de Gaulle. El general, que había sido alumno del Mariscal, concluyó que era necesa­ rio un artículo que especificara que en caso de interrupción del funcio­ namiento regular de los Poderes Públicos, el presidente de la Repúbli­ ca estaba autorizado a hacer algunas cosas que, en tiempos normales, no tenía derecho a hacer. Esto suscitó, por lo demás, un panfleto memorable, cuyo autor fue alguien que más tarde sería a su v ez presidente de la República, Frangoís Mitterrand; panfleto admirable, la mejor cosa que él haya es­

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crito y cuya reedición lamentamos mucho que se haya prohibido, por­ que como presidente hizo m uchas cosas, pero sobre todo no modificó esta obra de discurso, algo, a mi parecer, muy razonable. ¿Por qué Francois Mitterrand, presidente de la República, tendría que pagar las deudas de Francois Mitterrand autor del panfleto? No se trata del mismo Mitterrand, por supuesto. Permanentemente vemos gentes que no son las mismas a partir del momento en el que cambia su posición de enunciación en una cadena significante de semblantes. ¡Ah! La sustancia corporal es la misma, el germen, el cuerpo, lo que uno quiera, es el mismo Mitterrand, pero, desde el punto de vista del significante, eso no tiene nada que ver; permanentemente nos enfren­ tamos con este tipo de clivajes. Evidentemente, en el psicoanálisis, no llegamos a operar sobre ellos, sobre ese aspecto, esta heterogeneidad de los lugares de enunciación, porque en el psicoanálisis, justamente, el semblante como tal es puesto en cuestión, es lo que se siente cuan­ do se acaba de recibir algún título de un determinado discurso. En el psicoanálisis, justamente, ante ese género de acontecimientos de dis­ curso que depende por completo de los semblantes, se invita a ese al­ guien a volverse sujeto, a ir un poco por debajo de eso que es cuando está afectado por un significante amo, y él mismo se interesa -esto es lo que uno espera-, a lo que es por debajo. Entonces, en la constitución en la cual vivimos hay algo de esta re­ gla de excepcíonalidad formulada en su momento por ese jurista infa­ me, pero que inspiró cierta reflexión y que no fue indiferente a ese gran germanista que era el general De Gaulle, y que, finalmente, desde ha­ ce casi cincuenta años está allí en su lugar, en la constitución, para el caso que resulte necesaria. Ya veremos si cuando se modifique la situación y vuelva a este lu­ gar una vez más un elemento proveniente de los representantes del mo­ vimiento o de las clases laboriosas -n o , eso es anticuado-, de las clases medias asalariadas, etcétera, se toca allí ese semblante de discurso. Se trata de lo mismo en la regla paradójica de la histérica, de la que me ocupaba hace un momento. Pero no es del todo lo mismo. Si tuvié­ ramos que formular el imperativo categórico del discurso histérico, ¿qué diríamos?: "Intentarás -¡n o !-, actúa siempre de manera tal que interrumpas el funcionamiento regular de los poderes, tanto privados como públicos, para desconcertar -seam os precisos- a los tontos que vinieron a encamar el significante amo".

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No sé si soy claro. Sería necesario reunir una asamblea histérica, susceptible de adoptar o de reconocerse... ¡un concilio histérico! Sus­ ceptible de validar esta formulación. Esto evidentemente es lo contrario del acontecimiento regular, o bien puede decirse que el acontecimiento regular del discurso histéri­ co es el cortocircuito, el disfuncionamiento que conduce a la implosión del significante amo. Precisamente ese rasgo en el acontecimiento regular permite al efecto histérico de sujeto conducir, dirigir las operaciones. Ya mencio­ né este ejemplo sorprendente que me fuera aportado en un Coloquio del Campo Freudiano en el Japón, en la única ocasión en que fui allí. Un colega de la IPA -allá cuando hay una ocasión de hablar juntos, to­ do el mundo está presente-, un lindo muchacho que había sido cantor de melodías sentimentales, muy conocido en el Japón y que se había formado en Inglaterra, contaba en ese coloquio, con gran satisfacción, un caso de su práctica. Consistía en lo siguiente: la chica que él anali­ zaba había logrado instalarse en el sillón y él había terminado en el di­ ván. ¡Lo juro! Hay quienes creen que exagero, que adorno. Les juro que ese era el caso. Se puede ver bien, es perfectamente creíble que, si se da libre curso al acontecimiento del discurso histérico, se va a parar derecho ahí. Hasta diría más, con mucha frecuencia es así, aun cuando uno conser­ ve otras posiciones, porque ¡los muebles!, ¡qué importancia tienen! Pueden seguir muy bien sentados en el sillón, seguir satisfechos en tanto el paciente o la paciente sigan acostados en el diván, pero en rea­ lidad ocurre exactamente como en el caso del cantor de canciones me­ lódicas, analizado en Inglaterra y japonés. Además, hay personas que estuvieron presentes y puedan dar tes­ timonio de la exactitud de esto que recuerdo aquí. Esto quiere decir un montón de cosas, pero quiere decir que la histeria, fundamentalmente, tiende al carnaval, es decir, al sentido en completo desorden, patas pa­ ra arriba. Claro está, el sentido patas arriba tiene un sentido muy pre­ ciso. Se escribe de dos maneras, tiene una doble ortografía, porque si lo de arriba (dessus) sigue siendo lo de arriba y lo de abajo (dessous) lo de abajo, el sentido no está patas arriba. El "sentido patas arriba" se re­ fiere exactamente a la situación en la cual lo de abajo está encima y lo de arriba por debajo, estamos de acuerdo. El carnaval, justamente cuando los semblantes conservan bien su lu­ gar en la sociedad, como lo evocaba la última vez, guardaba su sentido,

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no se hadan las parodias de carnaval que vemos hoy en día. Precisa­ mente porque había un enrima y un debajo, un al lado, etcétera. Uno es­ taba bien enmarcado en una cadena significante; con todo, no estaba to­ davía un poco disuelto por el mercado, por la democrada, por el cristia­ nismo, etcétera, y, por consiguiente, se podía tener de veras el carnaval. De golpe, el acontecimiento pese a todo regular, encontrado en el discurso histérico, ¿cómo llamarlo? Podríamos llamarlo simplemente disputa conyugal, disputa con un representante o un ejemplar del otro sexo. Se trata de algo regularmente narrado como disputa, como dificultad. Tenemos aquí un acontecimiento regular. Entonces, evidentemente, esto se modela, se encarna, se desliza de maneras diferentes. Por ejem­ plo, me hablaban de un muchacho, probablemente histérico, para quien el mismo acontecimiento se repetía siempre. Un muchacho apuesto, gentil, seductor, hasta Don Juan, pero presumiblemente histé­ rico, es decir, con todo, habitado por la histeria -algo siempre más in­ quietante en el hombre, en lo que hace al sujeto es más inquietante en el hombre que en la mujer-. El sujeto masculino se siente confrontado, habitado por algo difícilmente situable; en ocasiones, cuando se trata de jóvenes, de adolescentes, le hace pensar al muchacho que podría ser homosexual, por ejemplo. Aquí, entonces, se debe suponer que el sujeto histérico masculino del que se trata tiene finalmente el sentido de su persona bajo la forma del -(p. Las mujeres lo adoran, corren detrás de él, quieren casarse con él, pero lo que adoran en él es que se debe reconstruir, adoran en él más exactamente (p: el muchacho apuesto que sabe hablar bien, gentil, que pasea con ellas, que hace todo lo necesario para seducirlas. Preci­ samente porque ellas deben amar en él algo que se encuentra por com­ pleto a distancia e incluso que es lo inverso del sentimiento de su per­ sona, pues bien, él está siempre convencido de que se equivocan res­ pecto de la persona. Y entonces, cuando la chica le da verdaderamen­ te todo y también el resto, pues bien, él la deja, dice no, no es eso. ¿Por qué? ¿Qué pasa? Y después, recomienza con otra, hace eso desde hace ya un buen rato, algo que finalmente lo inquieta bastante como para terminar pidiendo un análisis y preguntarse si no será homosexual, él que pasa de chica en chica. Tiene esta inquietud trascendental sobre su identidad. Cuando dejó de lado la fop model m illonada que quería decididamente casarse con él, todo el mundo le dijo: "Pero, ¿por qué

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hiciste eso?". Sin embargo, dijo: "Debe haber algo que no funciona ///

bien en mi .

Cuanto más encantadoras y más oportunas pueden parecer para él, más se equivocan respecto de su persona. Entonces, este tipo de error, este género de acontecimiento de dis­ curso, regular en él, sintomático del lado de la mujer histérica, donde es más frecuente encontrarlo bajo la forma de que el muchacho se anuncia como (p y, después, el acontecimiento consiste finalmente en reducirlo a o descubrir que la verdad del asunto es el "-