Los umbrales del testimonio: Entre las narraciones de los sobrevivientes y las señas de la posdictadura 9783954870615

Relectura de testimonios de sobrevivientes de centros clandestinos de detención y de ex presos políticos en Argentina, a

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Los umbrales del testimonio: Entre las narraciones de los sobrevivientes y las señas de la posdictadura
 9783954870615

Table of contents :
Índice
AGRADECIMIENTOS
I. Umbrales
II. Testimonios: juicio, impunidad y después…
III. Fugas: la ESMA y sus fronteras
IV. Violencias: corporalidades sexuadas frente al mito del consentimiento
V. Fragmentaciones: los bordes y las lagunas de lo testimonial
VI. Duelos: más acá de la espectrología
Bibliografía
Índice conceptual y onomástico

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Ana FORCINITO

Los umbrales del testimonio Entre las narraciones de los sobrevivientes y las señas de la posdictadura

Ediciones de Iberoamericana Historia y crítica de la literatura, 64

Consejo editorial: Mechthild Albert, Enrique García Santo-Tomás, Frauke Gewecke †, Aníbal González, Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer, Emilio Peral Vega, Roland Spiller.

Ana Forcinito

Los umbrales del testimonio Entre las narraciones de los sobrevivientes y las señas de la posdictadura

Iberoamericana – Vervuert – 2012

Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-696-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-746-6 (Vervuert) Depósito Legal: M-35026-2012 Diseño de cubierta: a.f. diseño y comunicación Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

A la memoria de Jim, con amor

Índice

Agradecimientos I. Umbrales

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II. Testimonios: juicio, impunidad y después… III. Fugas: la ESMA y sus fronteras

IV. Violencias: corporalidades sexuadas frente al mito del consentimiento. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 ............

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V. Fragmentaciones: los bordes y las lagunas de lo testimonial VI. Duelos: más acá de la espectrología Bibliografía

Índice conceptual y onomástico

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AGRADECIMIENTOS

Quiero reconocer las becas otorgadas por la Universidad de Minnesota en las instancias finales de este proyecto y de la Trinity University en sus etapas iniciales. También la beca obtenida en American Philosophical Society me permitió realizar una buena parte de las investigaciones sobre el testimonio. La beca McKnight de la Universidad de Minnesota me hizo posible avanzar en la escritura de este proyecto. Mi agradecimiento a los colegas y amigos con quienes he discutido partes de este libro y que me han dado su estímulo y apoyo. Especialmente a Arturo Madrid y Antonia Castañeda, así como a Matthew Stroud. También a Joanna Sabadell Nieto. Mi gratitud a Stephen Field, Sarah Burke, Carlos Ardavín, Pablo Martínez, Rita-Urquijo Ruiz, Hernán Vidal, Fernando Arenas, Raúl Marrero Fente, Ofelia Ferrán, Carol Klee, Ana Paula Ferreira, Joanna O’Connell, Barbara Weissberger, Michelle Hamilton, Francisco Ocampo, Alicia Ocampo, Tim Face, Jaime Hanneken, Amy Kaminsky, Luis Ramos García, Rafael Tarrago y Barbara Frey. A Nick Spadaccini, por su constante apoyo y estímulo y por su lectura atenta de tramos de este libro y sus comentarios. A René Jara, en memoria de muchas charlas sobre el testimonio y la ficción. A John Beverley, que me inspiró ya hace muchos años a estudiar el testimonio. A Hugo Achugar, que me incitó a repensar la memoria y, sobre todo, los lugares desde los cuales se la piensa. Agradezco muy especialmente a Jorge Montes por la lectura de partes de este trabajo, por sus valiosos comentarios, así como por las tantas discusiones que tuvimos durante estos años, y por ayudarme a transitar con menos tropiezos el escenario de la ley. A Guillermina Wallas, que ha sido una atenta lectora de muchos de estos capítulos. También quiero reconocer a Bladimir Ruiz, Ana Maria Caula, Goffredo Diana, Alejandro Solomianski, Luis Duno, Ana Merino, Anadeli Bencomo, Marisa Kalbermatten, Meritxell Mondejar Pont, Rosa Rubio, Montserrat Torremorell, Ernesto Resnik, Veronica Svetaz, Margarita Perez, Sebastián Hidalgo, Carmen Wesson, Ben Liu, Tom Fazio y David Ott. Mi más profundo agradecimiento a cada uno de ellos, así

como a Thérèse Tardio, Silvina Casen, Hilda Frisari y a Lizzie Millar. A Wanda Evanoff. También a Osvaldo, no sólo por su presencia, sino además por todo el material que me envió durante estos años y el que guardó y todavía guarda. Muy especialmente quiero mencionar a Jim Evanoff, a quien este libro debe muchísimo, probablemente lo más invisible y mucho de lo más importante. Y claro, a Gabriela y a su empecinada y dulce manera de darme claridad.

I Umbrales

En este libro discuto los umbrales a los que nos acerca el testimonio de sobrevivientes en Argentina y los umbrales que esos testimonios deben cruzar para reclamar su condición de testimonios. En especial me acerco al testimonio no jurídico, que es el que acompaña, implacable, las luchas contra la impunidad. Por lo tanto, la re-lectura de textos y narrativas que propongo no puede desvincularse de los numerosos juicios que tienen lugar hoy en día en Argentina, ni de los silencios complacientes que acompañaron las leyes de impunidad en el fin de los ochenta y sobre todo en los noventa, así como tampoco del carácter mutante y nomádico de las prácticas testimoniales y sus puntos de fuga. El testimonio jurídico, que ha tenido un lugar central en los últimos años, mantiene un rol innegable en las condenas a los responsables de crímenes de lesa humanidad. Por otra parte, las diversas prácticas testimoniales fuera de la escena de la ley marcaron de forma indeleble las diferentes etapas que atraviesa el proceso de redemocratización en Argentina y, especialmente, los años que separan el Juicio a las juntas de 1985 hasta el más reciente fin de las leyes de impunidad y el comienzo de las nuevas causas judiciales en el nuevo milenio. Esa marca concierne a una lucha por la pertinencia del testimonio y por un sentido que había sido truncado por las Leyes de Punto Final y de Obediencia Debída y por los indultos. En este libro recorro debates sobre la verdad, sobre la ficción y sobre las transformaciones en la narrativa del testigo. Sin embargo, creo imprescindible afirmar que no intento repensar la pertinencia del testimonio, porque esa pertinencia es mi punto de partida. Sería difícil cuestionar el rol central que han tenido los ex detenidos y los ex presos políticos en el proceso de redemocratización en Argentina y el que siguen teniendo hoy en día en los numerosos juicios que se vienen llevando a cabo por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar desde el año 2003. Sus denuncias, sus testimonios en comisiones de verdad, en juicios, en documentales, films, entrevistas, archivos orales y novelas dieron a conocer desde los ochenta los detalles que inculpaban a los represores, narraban la vida en los campos, la tortura y los tratos degradantes de los detenidos y los prisioneros políticos y daban información sobre los lugares y las condiciones en que los desaparecidos fueron vistos por última vez. Su importancia

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se incrementó recientemente, con la nueva ola de juicios en los cuales sus testimonios hacen posible las condenas a los culpables. La historia de la redemocratización sería impensable sin quienes sobrevivieron la detención o fueron prisioneros políticos durante la dictadura y se expusieron como víctimas al mismo tiempo que se afirmaban como testigos y daban sus testimonios en numerosas y diferentes instancias. También sería imposible pensar en el diseño de políticas de la memoria y en la resignificación del sentido mismo de la práctica democrática a través del respeto a los derechos humanos sin subrayar el rol central de la participación de las Madres, las Abuelas y, desde 1994, de los HIJ@S. Del mismo modo, las luchas contra la impunidad han contado con la constante participación de múltiples organizaciones de derechos humanos y, más recientemente, con la política oficial que se inicia con el gobierno de Néstor Kirchner y que concierne al desmantelamiento de la escenografía legal y jurídica que acompaña dos décadas de impunidad. Sin embargo, este libro surge de una sensación de que, pese al rol central que tuvieron los ex detenidos en las denuncias, en las luchas contra la impunidad, en los juicios y en diversas prácticas testimoniales, sus voces fueron muchas veces recortadas y muchas veces silenciadas. Mientras la figura del subversivo ocupó un rol central en el intento de autolegitimación de la dictadura, la redemocratización tiene como punto de partida la figura del desaparecido, señalando doblemente la denuncia de la memoria del horror y el imperativo de justicia. Pero la figura del desaparecido, como ha sugerido Hugo Vezzetti (2002), es también neutralizada en la trama cultural de la posdictadura y en su ambigüedad respecto de los derechos humanos (que por una parte son postulados como afirmación democrática y, por otra, son burlados con largos años de vigencia de leyes de impunidad) al asociarse a un vacío significacional en el cual el desaparecido queda desvinculado de su propia historia y de la historia nacional y, sobre todo, de la historia política. Los umbrales del testimonio intenta repensar los espacios que abren las narrativas testimoniales de los sobrevivientes y las fronteras que los detienen (la impunidad, el silenciamiento de los ex detenidos, la invisibilidad de sus historias, los mitos que cubren sus narraciones, los parámetros dentro de los cuales sus testimonios son y fueron escuchados). Desde el umbral de una experiencia pasada, inenarrable y como tal irrecuperable, los ex presos políticos y los exdetenidos-desaparecidos, ahora sobrevivientes-testigos, narraron y narran sus historias, dando cuentas de un mundo que ha rehuido, de diferentes formas, a la comprensión desde la lógica del “después” y del “afuera” y que nos vienen

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convocando, como lectores y testigos indirectos, no tanto al orden de lo real sino al de su representación como umbral, zona de contacto, mundo intermedio, espacio en el cual deben lidiar con las expectativas (de verdad, de legitimidad, de ética, de coherencia narrativa, de “normalidad”, de heroicidad, de protagonismo, de memoria indeleble) de quienes desde afuera y desde el presente escuchamos, leemos, juzgamos e intentamos comprender sus testimonios.1 Cruciales como han sido y son en los juicios y denuncias y en las luchas contra la impunidad, los sobrevivientes de centros clandestinos de detención y los que fueron presos políticos durante el último régimen militar han quedado relegados muchas veces al lugar de sospechosos y, por lo tanto, su lugar y su privilegio epistemológico como testigos de crímenes de lesa humanidad fueron puestos en cuestionamiento, en especial hasta las transformaciones que comienzan a tener lugar en 2003. Esta sospecha esparcida sobre sus memorias sirvió para silenciarlas y sólo con el paso de los años algunos de estos silencios comenzaron a desmontarse. Las sospechas apuntaban tanto a la epistemología (sobre la inexactitud de sus narrativas) como a las demandas éticas (el cuestionamiento de la supervivencia repitiendo esa afirmación, “por algo habrá sido”, que durante la dictadura militar sirvió para culpar a los detenidos y que en la democratización comenzó a servir para culpar a los sobrevivientes).2 Las narraciones de quienes sobrevivieron venían a desafiar el cierre superficial que pretendía enmarcar la experiencia de la detención-desaparición con la dicotomía héroe-desaparecido, traidor-sobreviviente. Y en ese desafío de la narración fácil

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Ya sea que entendamos el testimonio en su vertiente estética o con énfasis en el proyecto de las élites intelectuales (Sklodowska) o como contra-literatura con énfasis en el proyecto subalterno (Beverley), podría afirmarse que la función del testimonio reside en la reconstrucción de sujetos olvidados y de memorias excluidas (ya sea que hayan sido silenciadas por el autoritarismo estatal o por su secuela en las democracias de transición). Las vastas discusiones acerca del testimonio latinoamericano en sus diferentes períodos (la relación del testimonio con los procesos revolucionarios, el proceso de institucionalización del género en los ámbitos académicos y luego la controversia del testimonio, a partir de la publicación del texto de David Stoll a fines de los noventa) dan cuenta de una permanente reevaluación del género testimonial que no sólo se produce en los espacios universitarios sino que, principalmente, tiene lugar en los saberes que emergen en torno a las luchas por la memoria y los derechos humanos. Ese es uno de los ejes que ocupa Traiciones (2007) de Ana Longoni, donde se analiza la figura de la traición como constitutiva de la pauta interpretacional de la posdictadura argentina y que sirve para hacer inaudibles a los sobrevivientes y para cancelar el debate político que deberían suscitar sus narrativas.

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que permite catalogar a los sujetos del pasado a través de pautas, muchas veces, ajenas a los principios de los centros clandestinos, los sobrevivientes y sus testimonios van abriendo lentamente las puertas a reflexiones que interrogan las pautas interpretativas que se adueñaron de la memoria en singular para abrir paso a modelos de memoria multiformes, a modelos de olvido como parte integrante del ejercicio del recuerdo y, en definitiva, a un trabajo de duelo marcado más por la presencia de la diferencia que de la asimilación.3 En todo caso, un duelo marcado por la diferencia implica un reconocimiento de las marcas de una resistencia a la apropiación que tiene lugar en el mismo trabajo de duelo y, hasta cierto punto, de ese (supuesto) fracaso que habilita (al menos desde el reverso de la lectura psicoanalítica) una relación ética con el otro perdido (el modelo psicoanalítico asume el fracaso como fracaso, el modelo derrideano lo reinterpreta como éxito en la medida en que elabora el fracaso del duelo, su imposibilidad, como una salida leal). Esta relación más ética puede pensarse, se origina justamente a partir de la imposibilidad de acomodar las irrupciones de la diferencia a una memoria única y de no poder apropiar las presencias que fisuran el modelo de la memoria suturada. En un acercamiento más reciente al testimonio, John Beverley vuelve a enfatizar la importancia de su recepción y de sus debates como una parte constitutiva del quehacer testimonial para recordarnos que las conversaciones que el testimonio dispara en la academia norteamericana no son las mismas que las que dispara en el espacio de la enunciación. La interpelación del testimonio nos ubica, como lectores, dice Beverley, en la obligación de responder: “Algo nos pide” (2004: 1). El testimonio “nos llama a una nueva relación con otros, a un nuevo tipo de política” (la traducción es mía, p. 2). Los umbrales que propongo discutir en este libro pueden ser planteados como pasadizos que nunca pueden transitarse totalmente. Aun cuando los testimonios de denuncia dan cuenta de las desapariciones, desde los seres huma-

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Uno de los puntos centrales de la propuesta de Idelber Avelar en Alegoria de la derrota es justamente la tensión entre el duelo y la narración: “Llevar a cabo el trabajo del duelo presupone, sobre todo —dice Avelar—, la capacidad de contar una historia sobre el pasado. Y a la inversa, sólo ignorando la necesidad del duelo, sólo reprimiéndola en un olvido neurótico, puede uno contentarse con narrar, armar un relato más, sin confrontar la decadencia de la época del arte de narrar, la crisis de la transmisibilidad de la experiencia” (p. 34). Así el duelo, como trabajo cuya promesa es la de matar a los muertos, resulta cancelado en la posdictadura a través de la afirmación de ese otro suplemento, la melancolía, que en cambio promete la posibilidad de negarse al cierre.

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nos asesinados sin reconocimiento del crimen por parte del Estado terrorista hasta los métodos usados para el exterminio, no deberíamos recortar el aporte testimonial en los contornos del testimonio jurídico, puesto que las narrativas testimoniales también han servido para dar cuenta de las fronteras de toda práctica testimonial: de los umbrales que no podemos cruzar, tal vez porque el testimonio nos lleva hasta ahí en sus narraciones, pero sólo hasta ahí, hasta el borde entre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, la reconstrucción del saber y la aceptación del no saber, la zona indeterminada que separa al ex detenido como víctima y como testigo, como militante y como sobreviviente. Tampoco deberíamos recortar el testimonio en sus lagunas, sus ausencias y, en definitiva, su “falta” epistemológica (ni siquiera argumentando sobre su exceso ético), puesto que este recorte no puede dar cuenta ni del presente ni de los roles que cumplen los sobrevivientes hoy en día en los nuevos juicios, ni de las desapariciones o los asesinatos de testigos. Casi como una advertencia, la paradoja del testimonio fuera del marco jurídico parece ser la de su propia imposibilidad, y no sólo en el espacio de la enunciación sino además en el que la recepción viene a completar (aunque nunca totalmente). Por eso, y vuelvo a la propuesta que hace Beverley, el testimonio no sólo apunta a la representación sino que es, en sí mismo, una práctica del poder de gestión (p. 7). En Argentina, como en muchas otras posdictaduras, el testimonio sirvió para mostrar (revelar, develar) las prácticas ocultas en centros clandestinos y funcionó como umbral de mundos que se volvían visibles a través de la misma narración testimonial. Pero sólo como umbral: pasaje y frontera a la vez. El testimonio nos deja a nosotros, sus lectores, también en esa zona indeterminada, invitándonos a pasar, pero nunca totalmente, como si nos dejara en un suspenso irrevocable frente a relatos que se vislumbran pero cuyas imágenes no podemos restituir. En esa zona ambigua entre el ver y el no ver, entre lo visible y lo inaccesible, el testimonio de los ex detenidos y ex presos políticos da cuenta de una experiencia irrepresentable, de una experiencia simultáneamente real y fantasmal que no puede sino instigarnos a poner en duda los modelos de representación y verdad. Y en la narración de esa experiencia como umbral, los sobrevivientes, no ya como figuras sino como sujetos históricos, ejercitan su poder de gestión cultural y simbólico en la lucha contra la impunidad. El registro de lo visual es central al testimonio de la posdictadura argentina: las luchas de derechos humanos han usado fotografías para dar cuenta de la existencia de los ciudadanos secuestrados; los siluetazos en centros clandestinos, la reconstrucción de los diseños de los centros de detención e, incluso,

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imágenes fotográficas que fueron tomadas en el interior de los centros de detención son algunas instancias que dan cuenta de que los umbrales del testimonio conciernen también al ejercicio de hacer visible, un ejercicio donde la imagen usada por los detenidos-desaparecidos (los ojos vendados) pretende tal vez ser el espejo en el cual los ex detenidos invitaron al resto de la sociedad a verse o a ver lo que no quiso ver o admitir. Los textos testimoniales escritos acuden a las imágenes visuales y con ello convocan al lector también desde el régimen de lo visual: a ver los crímenes cometidos, a transitar lo que estaba/quería estar invisible, porque lo visual constituye justamente el centro de la posibilidad de saber quiénes eran los responsables de las violaciones contra su propia dignidad: haber visto y haber podido burlar la prohibición del régimen de la mirada y la identificación (ahora del otro, del torturador, del represor) es lo que los constituye en testigos frente a la justicia. La redemocratización enfatiza la mirada, y con ello el imperativo de poder ver lo que se pretendió dejar oculto. Sin embargo, la restitución de la mirada implica “acceder” a un mundo visible despedazado y reconstruido desde sus despojos, por lo cual el régimen de la mirada no implica sólo un acceso a un mundo visible, sino además la constitución de nuevos sujetos y nuevas interpretaciones que puedan suspender la demanda de imágenes claras e inequívocas. Giorgio Agamben entiende el umbral como una zona de indeterminación entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo no humano, una zona que escapa a la definición, a la delimitación y, por ende, al lenguaje y a la representación. El testimonio del sobreviviente intenta reconstruir los contornos de ese otro mundo y pone en escena una zona de contacto entre el mundo “normalizado” del afuera (y el después) y el de un adentro (y un pasado) impenetrable e intransmisible. Y al mismo tiempo, “la mirada fija en lo inenarrable” (un fragmento de la cita que retoma Ricardo Forster en su lectura de Lo que queda de Auschwitz) da cuenta de un nudo ético-epistemológico: declarar indecible el horror puede ser sacralizarlo. Pero, agrega Forster, “abordarlo como un acontecimiento, complejo y arduo, terrible en su horror, pero reducible a la inteligibilidad científica supone cercar con los instrumentos de la razón y la lógica aquello que en gran parte, se ha sustraído a toda inteligibilidad o, mejor dicho, a aquello que se niega a ser comparado con otras formas de la iniquidad humana”(p. 219). El umbral queda, de alguna forma, marcado por silencios y lagunas que lejos dar cuenta de la debilidad de lo testimonial pueden estar apuntando justamente a una revuelta en términos de la construcción de saber y de los métodos que reducen las narrativas de testigos o bien a un reclamo de verdad o bien a la mentira o la sospecha.

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Cuando se hace oficial el paso de sobreviviente a testigo con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y posteriormente con el Juicio a las juntas, se oficializa también un recorte en la subjetividad del sobreviviente: mientras se reconoce como víctima al desaparecido, el ex detenido queda en un limbo de subjetividad y probablemente mucho más el ex preso político, a quien se acalló además en nombre de que sus experiencias no fueron lo suficientemente atroces como para ser escuchadas. Se le reconoce como testigo (y por lo tanto se hace oficial el reconocimiento de su saber), pero a costa de la erosión de la figura del sobreviviente con una teoría que cancela la discusión sobre el pasado político (los dos demonios) y que obliga a los testigos a truncar sus historias y con ello la posibilidad de interpretarlas. Al mismo tiempo, esta subjetividad está expuesta al permanente cuestionamiento de la integridad del sobreviviente, que viene de la mano de la sospecha: son sospechosos por el hecho de haber sobrevivido y por ser las presencias que dan cuenta del mundo que habitaron, tanto en la militancia política como en el horror que le siguió. La marginalización del sobreviviente hizo invisible su condición de testigo y su rol en la reconfiguración cultural democrática. Escribe Adriana Calvo, que estuvo detenida en cuatro centros clandestinos, al referirse a este silencio: “A todos les pasó lo mismo. No había orejas dispuestas a escuchar, no querían saber, no podían soportarlo. No querían sentirse responsables de lo que estaba pasando” (Gelman, p. 112). Y más adelante: “Para esta sociedad existen las Madres y los HIJOS. Los ex -detenidos-desaparecidos no existimos” (p. 113).

EL TESTIMONIO PUESTO EN JAQUE En el año 2002 el aniversario del golpe militar (24 de marzo) se transforma en el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia con el objetivo de conmemorar a las víctimas. Casi treinta años habían pasado desde 1976 y las luchas por la memoria y las estrategias con las cuales se representaban a sus víctimas habían pasado por numerosos momentos, así como los diálogos establecidos entre democracia y derechos humanos y democracia pactada e impunidad. La memoria es hoy una memoria reflexiva, sin dejar de ser una memoria documental. Y es testimonio, no sólo de los horrores y los crímenes, sino además de los debates, las interpretaciones y luchas que tienen lugar durante más de treinta años Numerosos testimonios, en instancias jurídicas, periodísticas, visuales y literarias, habían dado a conocer diferentes dimensiones de la memoria. La labor de los ex detenidos también iba adquiriendo una mayor visibi-

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lidad, aunque eso no significara una propuesta de fijar la memoria o la subjetividad sobreviviente en una sola faceta, sino por el contrario la de multiplicarla para abrir nuevas significaciones y, sobre todo, nuevas preguntas a la memoria como cuestión, como proyecto y como voluntad. El sobreviviente, sostiene Nora Strejilevich (2006), busca construir puentes “entre el aquí y el allá” a través de su testimonio. Su narración, “que no puede recuperarse a nivel teórico sino vivencial”, es, para Stejilevich, el espacio en el cual el sobreviviente intenta explicar pero además entender hechos “que sobrepasan su capacidad de comprensión” (p. 14). El umbral del centro clandestino y de la prisión política es la marca de una zona que puede vislumbrarse sólo hasta un cierto punto desde el lenguaje disponible del otro lado. El testimonio no “llena” la expectativa de saber. Su rol podría residir en la paradoja de prometer y cuestionar esa expectativa. El umbral permite hacer visible un mundo, pero también permite hacer visible el límite de lo visible, cancelando la ilusión de que es posible restituir lo perdido o de que el testimonio resultará en un encuentro con lo que habitaba y ya no habita el otro lado del umbral. Pero el umbral de ese mundo visible nos pone en contacto con nuestras propias imágenes y expectativas respecto del testimonio, y con el modo en que esas expectativas aceptan o rechazan la práctica testimonial.4 El concepto del “umbral del mundo visible” le sirve a Jacques Lacan para mostrar el lugar que ocupa la imagen cor-

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Desde los estudios de cine Kaja Silverman retoma la imagen del umbral articulada por Lacan para pensar la relación de lo visual con el proceso de constitución de la subjetividad de quien mira una imagen y, por lo tanto, ingresa como espectador a un mundo social y una red de significaciones. Aquí lo visual es un medio entre el sujeto y ese mundo visible que nos constituye como tales, por una parte, y al que constituimos como significativo, por otra, es decir, al que le otorgamos un significado que en parte, y sólo en parte, estaba previamente asignado. Esas imágenes que enfatizan lo visual pueden ser leídas como umbrales que a modo del espejo lacaniano sirven de zonas de pasaje entre el sujeto y el mundo. La imagen que vemos es una imagen cuyo significado se otorga a partir del repertorio cultural de sentidos disponibles. Mirar no puede abrir más mundos visibles que los ya preconcebidos. Desde el estudio de la imagen en movimiento y de la posibilidad ética de la mirada, Silverman pone en juego la identificación, pero además apela justamente a la posibilidad y al desafío de situarse como sujeto en la méconnaissance, en especial cuando esos mundos visibles representan otredades que pretenden escapar a los sistemas de representación y significación que los reducen. Es en esa alternativa a la identificación donde Silverman encuentra una salida ética a la mirada como una práctica en la cual quien mira se constituye como sujeto a través de un duelo consigo mismo, y es justamente a través de esa pugna como se habilita la existencia del otro en su radical diferencia.

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poral en esa zona de pasaje (más que frontera de delimitación) entre el cuerpo y la imagen especular, donde también se intenta establecer una relación entre el adentro y el afuera.5 La experiencia de detención, sugiere Strejilevich, “se percibe como irreal” no sólo para quienes no pasaron por ella, sino también para los sobrevivientes que intentan entenderla desde “la cotidianeidad de la liberación.” Y se pregunta: “¿Por qué los sobrevivientes de un escenario tan siniestro insisten en transmitir su historia y qué tipo de historia cuentan?” (p. 11). Su respuesta afirma la urgencia de narrar la propia experiencia a los de afuera, al “resto” que no había participado en esa historia y que en el intercambio testimonial tiene ahora una parte (ibíd.). Esta convocatoria a saber implica al mismo tiempo una llamada a poner en duda la construcción de saberes y los modelos desde los cuales se intentan escuchar los testimonios. El testimonio posibilita y cancela simultáneamente la figura del testigo y su pacto de decir “toda la verdad” para abrir la posibilidad de la ficción. Pero la posibilidad del testimonio no mutila al testimonio puesto que puede pensarse que el testimonio contiene también lo ficcional, aunque sea, como sugiere Jacques Derrida, como exclusión constitutiva de su intención o de su pretensión de establecerse como prueba. Para Derrida no existe el testimonio que no involucre “la ficción, simulacro, disimulo, mentira y perjurio” y agrega que es justamente ésa la posibilidad de la literatura que entra en escena para “jugar inocentemente a pervertir todas estas distinciones” (2000: 29).6 El testimonio podría interrumpir tanto la ilusión de verdad como la de ficción. Hay que subrayar, sin embargo, que esa ficcionalidad no está relacionada con la verdad del sobreviviente

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La identificación para Lacan tiene que ver justamente con esa relación que se pone en juego en el estadio del espejo y que define como ”la transformación que tiene lugar en el sujeto cuando asume una imagen” (la traducción es mía, p. 2). En esa transformación, y ligada al proceso de selección de imágenes aceptables o no en la identificación, hay un ingreso a lo social y al régimen visual. El énfasis en la mirada de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos no puede pasarse por alto porque pone en juego no sólo el gesto de recuperar la mirada, o de afirmarla, sino además de señalar que se trata de restituir un régimen visual mutilado a través del terrorismo de Estado. Por lo tanto, puede ser pensado a través del estadio del espejo y de esta noción de umbral de lo visible que activa la imagen especular y que pone en juego disputas por el sentido y la identificación. Doy la cita en inglés: “And yet if the testimonial is by law irreducible to the fictional, there is no testimony that does not structurally imply in itself the possibility of fiction, simulacra, dissimulation, lie and perjury- that is to say; the possibility of literature, of an innocent or perverse literature that innocently plays at perverting all of these distinctions” (p. 29).

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como falta, sino que tiene que ver con que sus narraciones intentan dar cuenta de un registro de la experiencia que desde afuera de la detención ilegal (temporal o espacial) no se puede comprender enteramente. A través del testimonio pueden traspasarse las fronteras entre uno y otro lado, y al mismo tiempo pueden ponerse en escena las zonas de disputa que habitan ese umbral, en particular la tensión entre ficción y verdad que contraviene las expectativas de las líneas divisorias bien demarcadas y las que reducen a la categoría de ficción narrativa que se hacen desde el reclamo de la verdad y que involucran a la ficción para poder narrar lo que en principio parece inenarrable. No intento negociar una zona intermedia entre ficción y verdad, más bien proponer que muchas narrativas testimoniales no sólo reclaman su verdad sino que además reclaman repensar los límites fijos (y ficticios) que ponemos entre verdad y ficción, en especial cuando esta última es usada para poder dar cuenta de ese reclamo de verdad. La reducción a las zonas fronterizas delimitadas no sólo tiene que ver con expectativas epistemológicas, sino con el hecho de que el testigo es siempre sospechoso y tal vez no sólo porque ha sobrevivido sino además porque la experiencia que viene a narrar pulveriza las representaciones rígidas a través de las cuales se espera que testimonie eventos que desde el comienzo escapan a la representación. Aun cuando involucre la ficción, el testimonio tiene un reclamo de verdad que no debe ignorarse. En el marco de los nuevos debates sobre el testimonio, su ficcionalidad y su verdad, Beverley propone diferenciar autoridad ética de autoridad epistemológica. La verdad, sugiere Beverley, no debe ser sólo entendida como una verdad sobre el otro, sino sobre todo como una verdad del otro, que viene del otro (p. 7), es decir, del sujeto testimoniante. Por lo tanto se trata de reconocer, para Beverley, no sólo que “el otro existe como algo afuera de nosotros, sin estar sujeto a nuestra voluntad o deseos”, sino también “el sentido que tiene el otro de lo que es verdadero y lo que es falso” (ibíd., la traducción es mía).7 Y es justamente en esta propuesta acerca de la verdad del otro y de las significaciones que ese otro —el sobreviviente— como sujeto testimoniante establece con su propia existencia (en un lenguaje que se resiste a dar cuenta de la misma) donde se pone en escena la recepción del testimonio como umbral, zona de pasaje y frontera a la vez. En una ya clásica exploración de las narrativas testimoniales Dori Laub enfatiza la importancia de la escucha, puesto que en el intercambio que implica el tes-

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Doy la cita textual en inglés: “What I mean by this is the recognition not only that the other exists as something outside ourselves not subject to our will or desires, but also of the other’s sense of what is true and what is false” (p. 7).

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timonio quien escucha se enfrenta a la disyuntiva de aceptar transformarse en testigo, o de lo contrario rechazar esa convocatoria. Para Laub, el testimonio de un trauma incluye la escucha que deviene “la pantalla en blanco en la cual los eventos se inscriben por primera vez” (p. 57). La escucha participa hasta tal punto que su saber forma parte también del testimonio: es constitutivo del testimonio. Y ahí viene justamente uno de los desafíos centrales de la práctica testimonial. Este desafío, que es entendido muchas veces como un gesto solidario frente a la situación de opresión, urgencia o marginalidad del testimoniante, es también una cuestión ligada al saber, a un saber limitado, a veces inexistente, donde el acto de hablar/ dar testimonio no existe sin su contraparte, una escucha que le dé sentido. Pero así pensada, la práctica testimonial se disuelve en su recepción, o más específicamente en los sentidos que en esa recepción se traman desde afuera de esa experiencia y con una serie de expectativas que el testimonio, tal vez, viene a burlar. Laub sugiere que para que la escucha pueda realmente cumplir su rol debe estar bien informada, puesto que el testimonio hace señas que sólo pueden ser entendidas (e inscriptas) a través de esa competencia. Y al mismo tiempo sostiene que ese mismo saber puede obstruir el testimonio, si impide o sustituye la escucha. Laub plantea aquí la existencia de otro umbral ya que el saber que viene a construir el testimonio está condicionado: tanto la falta de información o la presencia obstructiva de esa información pueden aniquilar el saber de la práctica testimonial. El umbral existe en la medida en que el testimonio no se ubica sólo en la zona en que el testigo cuenta su experiencia, sino además en la zona en la cual la escucha puede transformar al testigo en tal y a su narración en testimonio. Lo testimonial encuentra aquí otro de sus límites, que no son otros que los límites de quienes reciben el testimonio pero que, al mismo tiempo, deben enfrentarse, con incomodidad (en especial desde los discursos académicos), con nuestro propio “no saber”, puesto que el testimonio viene a poner en duda las pautas usadas en la construcción misma del saber (y eso incluye la relación entre el privilegio epistemológico y las credenciales académicas). La voluntad de la memoria, sostiene Hugo Vezzetti, va seguida de los obstáculos de la representación testimonial: por una parte, la dificultad de la representación y, por otra, el hecho de que los sobrevivientes son entendidos doblemente como fuente clave y al mismo tiempo dudosa.8 Siempre en un doblez que los interpela y los cancela, los testigos son sujetos sospechosos en la posdictadura. Este

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Aquí Vezzetti cita a Primo Levi, cuando sostiene que el sobreviviente es una “fuente esencial para la reconstrucción y una herramienta insegura” (Vezzetti, 2002: 182).

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libro también trata de la lucha de los sobrevivientes y los sujetos de las narrativas testimoniales contra esa sospecha, una sospecha que sostuvo largos años de impunidad. Una curiosa anécdota de Mario Villani —que estuvo detenido en cinco centros clandestinos, el Olimpo, Malvinas, el Atlético, el Banco y la ESMA, y que es también reconocido como testigo en el Juicio a las juntas en Argentina— es muy ilustrativa al respecto: durante el Juicio a las juntas, uno de los abogados defensores de los militares comienza a usar la palabra acusado para referirse a él: “Que le pregunten al acusa…”. Y se corrige. Villani está claramente apuntando a su condición de sospechoso, en este caso para la defensa (246 A, Septiembre 14, 2002).9 Hay una reconsideración de la noción misma del testigo y del sobreviviente. ¿Quiénes son los acusados y para quién o quiénes lo son? Traidores, sospechosos y acusados, no sólo para los defensores de la junta militar en el Juicio a las juntas, sino para la clave cultural que imparten los dos demonios y luego las leyes que cancelan el gesto original de justicia. Al invocar la teoría de los dos demonios, los sobrevivientes se transforman en los acusados de militancia política y sus narraciones son recortadas a través del eje de la detención ilegal y, al mismo tiempo, se sospecha de esas narraciones por ser incompletas. Los dos demonios como teoría de la transición democrática convoca al testimonio y lo neutraliza. Los sobrevivientes no son sólo sospechosos sino además, como sugiere Ana Longoni, son inaudibles para la sociedad. Ese ser inaudible, esa ausencia de escucha está conectada doblemente con la experiencia del horror, es decir, de la desaparición forzada (de la que el sobreviviente puede dar cuenta en parte) y con la experiencia de la militancia política, es decir, con el volver a hacer presentes/visibles los mundos y los ideales que representaban los detenidos-desaparecidos. Graciela Daleo propone usar el nombre aparecidos para articular al mismo tiempo la diferencia entre los sobrevivientes y los desaparecidos dejando percibir su continuidad: Los aparecidos somos portadores de la memoria del horror. Y eso no es grato. También somos—como tantos otros que sobrevivieron, aun sin haber pasado por campos de concentración— portadores del recuerdo y sobre todo de una práctica real de militancia, compromiso y lucha que protagonizó un vasto sector de la sociedad argentina (Vezzetti, 2002: 209).

En este caso, como en el de Villani, se trata de repensar la sospecha de la supervivencia respecto de la militancia política. Vezzetti insiste en una despoliti-

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Archivo Oral de Memoria Abierta. Para un listado de los testimoniantes: http:// www.memoriaabierta.org.ar/bases/opac/Registros/oral/listado.html.

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zación de la memoria como una de las características centrales de los sentidos que la memoria tiene en la posdictadura (al menos hasta el año 2003). Más recientemente, en 2008, sugiere situar dos relaciones del testimonio: la primera, entre el testimoniante y lo testimoniado, y la segunda entre el testimonio y los destinatarios. Si la primera relación está marcada por lagunas y por opacidad en las narraciones, la segunda es la que da la clave acerca de qué parte del testimonio ha llegado a transformarse, efectivamente, en testimonio. El ejemplo de Vezzetti es justamente el del intento frustrado de los sobrevivientes de testimoniar su experiencia como militantes políticos en la primera etapa democrática por no encontrar los oídos que pudieran transformar sus narraciones en testimonios. Frente a esta recepción de los ochenta y noventa, en la última década se nota una apertura a dejar el modelo de la víctima de las violaciones a los derechos humanos como una subjetividad sin historia (a la que Vezzetti llama “hipervíctima”), para dejar paso a un testimonio que trasciende lo jurídico y se propone también como testimonio de la militancia política.10 En los aportes testimoniales no jurídicos pueden verse los múltiples lugares que habitan los testigos y que deben articular en la primera persona testimonial: el “yo” del detenido-desaparecido, pero también del reaparecido, de la víctima, del sobreviviente, del militante político, del testigo y del ciudadano. Y en estos espacios también se nota el doble gesto que hace el testimonio frente a la justicia y a la memoria, pero también frente al pasado y al presente. Pilar Calveiro enfatiza la necesidad de “recuperar la historicidad de lo que se recuerda, reconociendo el sentido que en su momento tuvo para los protagonistas, a la vez que revisitar el pasado como algo cargado de sentido para el presente” (Calveiro, 2005: 11). Por lo tanto, no puede considerarse al testimonio como gesto unidireccional, puesto que está cargado simultáneamente de sentidos que

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En su libro más reciente, Vezzetti (2009) se acerca a lo que considera excesivo de la memoria de la posdictadura como uno de los impedimentos para transitar hacia el olvido que implica el duelo y propone que así como la teoría de los dos demonios acalló la posibilidad de acercarse a la significación de los desaparecidos (y mantenerlos solamente como víctimas), la producción testimonial a partir de fines de los noventa produce una idealización acrítica de la militancia política dejando a los desaparecidos en el lugar de víctimas (ahora recuperados también desde lo heroico). Sin embargo, los aportes testimoniales de e xpresos y ex detenidos ejercitan diferentes gestos, a veces simultáneos y paradójicos, donde incluso el relato heroico (que es el que más se asociaría al vacío significacional al que se refiere Vezzetti) viene fisurado con críticas de las mismas organizaciones que los gestan para resultar en una serie de disputas del significado de la militancia política, de su jerarquización y de su derrota.

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apuntan al pasado y al presente pero además a las transformaciones que sufre el sujeto testimoniante con el paso de los años. Esas transformaciones van de la mano de las interpretaciones que se esbozan sobre ese “yo” testimonial, su privilegio epistemológico y su autoridad interpretativa y que, con las mismas, le abren las puertas al testimonio o lo cancelan. La impunidad, como clave cultural del proceso de redemocratización en Argentina a partir de fines de los ochenta (proceso que recién hacia comienzos del milenio comienza a desmontarse), constituye la recepción oficial de los sobrevivientes y sus denuncias. Por otra parte, a treinta y cinco años del golpe en Argentina las formas de entender la memoria y el testimonio han ido transformándose y habitando nuevos espacios en los cuales cabe dar cuenta no sólo de los horrores del pasado sino explorar los alcances y los límites del mismo gesto testimonial. Vezzetti insiste, por ejemplo, en revisar la calidad de transparente de los testimonios no para poner en duda la verdad, sino para poner sobre la mesa la opacidad de los acontecimientos del pasado “y mucho más cuando se trata de cernir su impacto sobre el presente” (p. 46). La no transparencia de la memoria, más que la confianza absoluta en el recuerdo, implica una aceptación de que el pasado, como tal, no es del todo recuperable sino a través de sus fragmentos, lagunas y zonas opacas. Las reflexiones de este libro acerca de las dificultades que rodean al testimonio no implican una negación de su verdad jurídica ni del derecho a la verdad o a la identidad que vienen de la mano con los aportes testimoniales. Tampoco intento poner en tela de juicio la autoridad narrativa del testigo que narra su historia. Al contrario, me interesa subrayar la importancia de las narrativas testimoniales en Argentina para pensar en una autoridad narrativa que no sólo postula la narración como su verdad (y en especial como verdad ante la ley), sino que además tiene la autoridad para cuestionar las interpretaciones culturales con las cuales se ha representado esa verdad, al considerar, sobre todo, que el testimonio intenta construir puentes de significación entre el “aquí y el allá” para usar la expresión de Strejilevich una tarea que en sí misma es una imposible tarea de traducción.

EL TESTIMONIO Y SU CUESTIONAMIENTO En 1970 Casa de las Américas establece el premio Testimonio como una de las categorías consideradas anualmente y oficializa así la práctica testimonial al otorgar un reconocimiento anual, a través de su prestigioso premio, a aquellas

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narraciones que sin estar destinadas a ser “literatura” en un sentido ortodoxo daban cuenta de la realidad latinoamericana desde narrativas encuadrables en el terreno literario.11 El carácter de denuncia del testimonio es uno de sus rasgos centrales, así como su caracterización como “narrativa de urgencia”, según John Beverley, uno de los referentes claves de la crítica testimonial latinoamericana y que define el testimonio como una narración en primera persona (de quien es protagonista o testigo), aun cuando también sea común la figura de un editor que funciona como mediador entre la voz narrativa del protagonista y la escritura del testimonio (1989, 1992, 1993). Los dos textos que recibieron más atención crítica a la hora de pensar el testimonio latinoamericano como género fueron la Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet (1966), y el testimonio de Rigoberta Menchú editado por Elisabeth Burgos-Debray con el título Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983). La novela testimonio de Barnet da cuenta de la preocupación del escritor por el rol de los intelectuales para “dar voz” a los sin voz (sus reflexiones pueden encontrarse por ejemplo en su ensayo de 1969 “Novela Testimonio: socio-literatura”). Esta novela testimonio es un texto híbrido respecto de las definiciones más estrictas del género testimonial puesto que, en pri-

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Éstos son los premios Casa de las Américas de la categoría Testimonio: 1971, La guerrilla tupamara, de María Esther Gilio (Uruguay); 1972, Un grano de mostaza (El despertar de la revolución brasileña), de Márcio Moreira Alves (Brasil); 1973, Los subversivos, de Antonio Caso (Cuba); 1974, Huillca: habla un campesino peruano (Perú); 1975, Aquí se habla de combatientes y de bandidos, de Raúl Gonzalez de Cascorro (Cuba); 1977, Cerco de púas, de Aníbal Quijada Cerda (Chile); 1978, Días y noches de amor y de guerra, de Eduardo Galeano (Uruguay); 1978, El que debe vivir, de Marta Rojas (Cuba); 1980, Los días de la selva, de Mario Payeras (Guatemala); 1981, Corresponsales de guerra, de Fernando Pérez Valdez (Cuba); 1982, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, de Omar Cabezas (Nicaragua); 1983, Me llamo Rigoberta Menchú, de Elizabeth Burgos Debray (Guatemala); 1985, Contra agua y viento, de Juan Almeida Bosque (Cuba); 1985, Falsas, maliciosas y escandalosas reflexiones de un ñángara, de Ali Gómez García (Nicaragua); 1987, Mi general Torrijos, de José de Jesús Martinez (Panamá); 1989, La paciente impaciencia, de Tomas Borge (Nicaragua); 1991, Wadubari, de Marcos Pellegrini (Brasil); 1993, El imperio de La Habana, de Enrique Cirules (Cuba); 1995, El sueño africano del Che. ¿Qué sucedió en la guerrilla congolesa?, de William Gálvez (Cuba); 1997, Rita Montaner (testimonio de una época del arte cubano), de Ramón Fajardo Estrada (Cuba); 2003, La isla de Morgan, de José Alejandro Castaño Hoyos (Colombia); 2007, Oblivion, de Edda Fabbri (Uruguay); 2009, Mañana es lejos, de Eduardo Rosenzvaig (Argentina); 2011, Su paso, de Carlos Enrique Bischoff (Argentina).

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mer lugar, está presentado como una biografía y, en segundo lugar, a pesar de estar basado en las entrevistas que Barnet tuvo con Esteban Montejo (y que dan origen a la narración de su fuga y su posterior experiencia en el proceso de independencia cubana y mucho más tarde en la revolución), el escritor defiende su centralidad no sólo en el proceso de edición sino además en la escritura misma del texto (de modo mucho más análogo a la novela de Elena Poniatowska Hasta no verte Jesús mío, que al de Elisabeth Burgos en Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia). El texto de Barnet fue usado como uno de los textos testimoniales que sirvieron en los debates latinoamericanistas del testimonio en los Estados Unidos para destacar los elementos estéticos (muchas veces en desmedro de los elementos testimoniales) y muchos de los puntos problemáticos de la práctica testimonial, como la cuestión de la autoría, de la verdad narrativa, de la relación entre sujetos privilegiados y subalternos, y la cuestión de su representatividad (o su ausencia) en la delegación testimonial. Barnet hace referencia a la participación directa del testimoniante, aunque no defiende que su narración deba asociarse necesariamente a la verdad ni que deba esperarse de ella una precisión de reconstrucción verídica. Por lo tanto, hay un énfasis en la importancia de la visión de Montejo, de tener acceso a su perspectiva, a su propia versión de su experiencia y no necesariamente en la veracidad de su relato. De ahí la postulación del texto de Barnet como novela testimonio, sin esa expectativa de verdad que tiene el relato testimonial propiamente dicho. El texto de Menchú, en cambio, sirve casi como “modelo” de la definición del testimonio (en el caso, por ejemplo, de John Beverley) y de las controversias que luego se van suscitando respecto del género testimonial (entendido muchas veces en una relación tan estrecha con el testimonio de Menchú que todos los cuestionamientos que se hacían de “lo testimonial” tenían efecto en las formas de leer la narración de Menchú y viceversa). Probablemente algunas de las cuestiones centrales de estas discusiones giran en torno a la autenticidad de la voz subalterna y a la presencia (solidaria, letrada y altamente problemática) del editor y de su rol no sólo en el hacer público el testimonio sino mas bien en cómo hacerlo público, es decir, a partir de qué transformaciones de la narración misma (oral) dependía el testimonio (escrito). A partir del premio Casa de las Américas y de la institucionalización del testimonio a través de la institución cubana, la crítica atraviesa tres etapas bastante bien definidas. En la primera de ellas, los debates sobre el testimonio enfatizan muchas veces la solidaridad, la toma de conciencia y, sobre todo, la autenticidad de la voz testimonial. La segunda etapa (luego de 1990) está marcada

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por el sentimiento de fracaso que sigue a la derrota de los sandinistas en Nicaragua y los pactos de paz en Centroamérica, y está recorrida por la duda sobre la autenticidad de esa voz pero cuya validez es defendida en la confrontación de lo testimonial con los discursos de las ciencias sociales y su pretensión de verdad. Esta etapa hace crisis en 1999 con los debates que surgen en las universidades de los Estados Unidos cuando David Stoll publica su controversial texto sobre Rigoberta Menchú, y desde la metodología de las ciencias sociales cuestiona la verdad del texto y de la narración de la líder indígena de Guatemala. Su crítica (que se basa en la existencia de voces —informantes— que disputan la narrativa que había elaborado Menchú como sujeto narrativo de su famoso testimonio) puede ser leída como una puesta en escena de la profunda incomodidad de supuestos sujetos de saber frente al privilegio epistemológico del sujeto testimonial (y subalterno) y sobre todo frente a las lagunas de la narración de los testigos.12 La tercera etapa surge probablemente como respuesta a esta puesta en duda y en ella puede notarse un cambio de dirección en la crítica testimonial, especialmente en torno a nuevos acercamientos al testimonio, como género, y a los debates que genera en función de su relación con la estética y la literatura (más tempranamente) y en función de su verdad y de su legitimidad epistemológica (más recientemente).13 Las posiciones que privilegian la pregunta por la estética (como la crítica de Elzbieta Sklodwska, por ejemplo) tienden a negar la voz subalterna auténtica en el testimonio (característica central para críticos como Beverley al menos en la primera etapa) para proponerla como una ilusión de las élites letradas en su proyecto de compromiso político y en este sentido como una reproduc-

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Me refiero a David Stoll, Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans (Boulder: Westview Press, 1999). Para las dos primeras etapas véase John Beverley, Against Literature, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993; Hugo Achugar y John Beverley, La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa (Lima/Pittsburgh: Iberoamericana editores, 1992); René Jara y Hernán Vidal (eds.), Testimonio y literatura (Minneapolis, MN: Institute of Ideologies and Literatures, 1986); Elzbieta Sklodovska, Testimonio hispano-americano: historia, teoría, política (New York: Peter Lang, 1992); Georg Gugelberger y Michael Kearney (eds.), Testimonio, the Voice of the Voiceless. Latin American Perspectives 70 y 71. 18.3; 18.4 (1991); Georg Gugelberger, The Real Thing: Testimonial Discourse and Latin America (Durham: Duke UP, 1996); Ileana Rodríguez, Women, Guerrillas and Love (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1995). Este cambio puede verse en muchas de las lecturas propuestas en The Rigoberta Menchú Controversy (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001).

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ción (y no un desmantelamiento) de la jerarquía letrada (y su forma de pensar al otro).14 Como contraparte de los intentos de repensar el testimonio desde lo estético o su falta estética, las discusiones más recientes proponen una revisión y una resignificación de la figura del testigo y su autoridad representacional y epistemológica.15 Dentro de este último momento crítico, la autoridad narrativa del testigo es defendida justamente porque desmantela aunque sea en forma intermitente la marginalidad del sujeto testimoniante en una confrontación no con un sujeto representado como subalterno, sino como agente activo (Beverley, 2004: 233).16 Podemos afirmar, sin embargo, que a pesar de las diferentes interpretaciones y posiciones (puesto que el testimonio implica una disputa política e interpretacional), hay consenso respecto de la intención testimonial: tanto del sujeto narrativo (o su supuesta “voz”) como de la misma textualidad del testimonio, y que esa intención consiste en la denuncia de una situación (de represión u opresión) que es crucial hacer pública. En el marco argentino, la narrativa testimonial está asociada a la tradición del periodismo investigativo y de la figura del intelectual en su rol de “hacer públicas” las violencias que el Estado intentaba mantener en secreto. Operación masacre (1956), de Rodolfo Walsh, sirve como uno de los textos ejemplares de esta tradición. El texto de Walsh es pionero de la tradición del testimonio latinoamericano. Se trata de una reformulación de la práctica escrituraria ligada no sólo a la tradición periodística y al rol del intelectual respecto de quienes no tienen voz, sino además, como sugiere Ana María Amar Sánchez, de un cuestionamiento de códigos preconcebidos y aceptados y de una búsqueda de nuevas alternativas para la escritura y el desmantelamiento de las fronteras rígidas entre géneros consagrados y géneros menores (1986: 29). Se trata de un texto que privilegia la hibridez entre lo documental y lo ficcional y a través del cual, por lo tanto, se puede entender el testimonio desde su paradójica imposi-

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Para un acercamiento a cuestiones estéticas del testimonio remito a Sklodovska en Testimonio hispano-americano: historia, teoría, política (New York: Peter Lang, 1992) y a Roberto González Echevarría, Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative (Cambridge: Cambridge UP, 1990). Tanto en Sklodovska como en González Echevarría el testimonio es una extensión o subcategoría de la novela. Muchos de los acercamientos de The Rigoberta Menchú Controversy de Arturo Arias dan cuenta de esto. Dice Beverley: “What I Rigoberta Menchú forces us to confront is not someone who is being represented for us as subaltern, but rather an active agent of a transformative cultural and political project” (p. 233).

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bilidad (la de ser ficción y la de documentar fielmente la realidad) (Amar Sánchez, 1990: 449). Por otra parte, es un texto que plantea un tipo de delegación que apunta no sólo a la subalternidad (como una ausencia de una voz traducible al lenguaje dominante), sino a la masacre misma: es decir, donde la delegación testimonial implica una ausencia completa de voz, una condición de irrecuperable y de “irregistrable” que excede incluso los límites de la relación letrado/ subalterno que se postula como central a la producción testimonial. Se trata, en todo caso, de una relación mucho más comparable a los textos que me ocupan en este libro porque implica una práctica narrativa frente al definitivo silencio del otro: el de la muerte o el de la desaparición. En Walsh se reformula también la tarea misma del periodista (y como sugiere Amar Sánchez, de su supuesto “relato objetivo”) y su rol , y su compromiso, como intelectual frente a la denuncia de lo silenciado. Sin embargo, textos testimoniales de esta vertiente dan un giro a través de una nueva marca que Walsh imprime en el testimonio, como puede verse en la “Carta abierta a la junta militar”, donde el carácter de denuncia de la misma se cierra con la primera persona testimonial: “Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”. En relación con el uso de la primera persona en el testimonio, creo relevante posicionarme respecto de la controversia generada por Beatriz Sarlo en Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (2005). En este trabajo, Sarlo reduce la problemática del testimonio a una “retórica”, sin tener en cuenta los problemas que presentaron al género testimonial las discusiones teóricas sobre la hechura de testimonios a través de editores con acceso a la educación que usaban la primera persona en textos claramente colaborativos y donde la autoría del texto se reservaba al escritor, académico (en general de las ciencias sociales) que funcionaba como “gestor” del testimonio y que, aun cuando hacía preguntas que guiaban la exposición testimonial, las escondía del texto editado, así como ocultaba largos pasajes que no correspondían a sus intereses temáticos o estéticos (como el caso de la escritura de Elena Poniatowska en Hasta no verte, Jesús mío) o corregía los errores gramaticales de quienes hablaban lenguas indígenas y habían aprendido el castellano como segunda lengua (como el caso de Elizabeth Burgos con Rigoberta Menchú en Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia).17 También Sarlo pasa por alto, en su acercamien-

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Remito a Beverley, Against Literature (Minneapolis: University of Minnesota P, 1993); Cynthia Steele, “Testimonio y autoridad en Hasta no verte, Jesús mío de Elena Poniatowska”, Achugar y Beverley, pp. 155-180; George Yúdice, “Testimonio y

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to a lo testimonial, el reclamo que la primera persona elegida en la producción del testimonio venía a hacer justamente, en el marco latinoamericano, a la metodología de las ciencias sociales y su objetividad científica con el doble efecto de transformar a la víctima en informante nativo y de reivindicar el estatus de verdad de textos académicos escritos en tercera persona frente a la subjetividad (y falta de autoridad epistemológica) conferida a textos que desde la narración personal venían a poner en duda los mismos archivos que los historiadores usaban como punto de partida.18 Frente a la toma de palabra de los sobrevivientes, y en especial frente a su autoridad interpretativa, Sarlo pone en cuestión las narrativas en primera persona y, a pesar de recuperar el testimonio como denuncia, sostiene que ha perdido su poder de crítica al ser parte de la lógica del mercado neoliberal. Por un lado, afirma que el testimonio tiene un privilegio por sus denuncias del horror (p. 63). Por otro, sostiene que el género testimonial se reduce a “una confianza ingenua en la primera persona y en el recuerdo de lo vivido” (ibíd.). Para Sarlo el testimonio no es suficiente para inscribir las memorias de los sobrevivientes en nombre de un “giro personal.” Sin embargo, parece dejar de lado que el testimonio puede ser considerado, como propone Beverley, como “constancia de las víctimas del neoliberalismo” y como “una forma de agencia dirigida contra él”, y no como un efecto del neoliberalismo, que ahora comercializa con el dolor humano (2008: 74). La crítica del testimonio en Sarlo asume que el uso de la primera persona es cuestionable debido a una supuesta ausencia de distancia crítica que ese “giro personal” genera. Sin embargo, muchas narraciones testimoniales, aun en primera persona, no sólo intentan documentar hechos del pasado sino además interpretarlos y es en esa interpretación de esos hechos donde dan cuenta no sólo del pasado representado sino además de las señas

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concientización”, Achugar y Beverley, pp. 207-228; Alberto Moreiras, “The Aura of Testimonio”, Gugelberger, pp. 192-224; Alice Brittin y Kenia C. Dworkin, “Rigoberta Menchú: los indígenas no nos quedamos como bichos aislados, inmunes desde hace 500 años. Nosotros hemos sido protagonistas de la historia”, Nuevo texto crítico, 6.11 (1993): 207-220. También es de destacar la crítica de Walas (que se acerca a las alternativas testimoniales en Argentina), donde hace mención de una notable ausencia de la tradición latinoamericana del testimonio (y la crítica testimonial) dentro del acercamiento de Sarlo. Remito aquí a Beverley (2008) y Alicia Partnoy (2006) para la relación del sujeto testimoniante con el “informante nativo” de las ciencias sociales. También remito a René Jara en Testimonio y literatura y a Hugo Achugar en “Leones, cazadores e historiadores: a propósito de las políticas de la memoria y del conocimiento”.

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interpretativas (y sus marcas a veces indelebles) con las que deben enfrentarse en el momento mismo de dar testimonio. Sarlo apunta a una reducción al mundo de los afectos en la narrativa testimonial. Sin embargo, creo relevante pensar el testimonio desde las interpretaciones que propone de esos afectos y del mundo en el cual esos afectos tuvieron lugar. Strejilevich (que escribe el testimonio de su propia experiencia como detenida-desaparecida en Una sola muerte numerosa y además reflexiona sobre el testimonio en Argentina en El arte de no olvidar) propone entender el testimonio como “dolor reflexivo” (p. 8).19 Es decir que, sin dejar de lado ni los sentimientos ni las sensaciones, propone una superposición con la reflexión y con eso se distancia de la idea de “muestra” o “exhibición”. Es ese dolor reflexivo, en Strejilevich, el que apunta a un espacio diferente y complementario de la dimensión jurídica del testimonio y donde defiende para el sobreviviente un rol afuera de lo jurídico: “En última instancia, no es el juicio lo que importa. La verdad tiene una consistencia no jurídica” (p. 8). Strejilevich reivindica el testimonio como espacio de narración y simultáneamente como espacio de reflexión sobre la experiencia narrada en primera persona, pero al mismo tiempo reivindica los afectos que habitan el testimonio sin pensarlos como una reducción apolítica e irreflexiva. Para ello defiende el rol del testimonio en la reflexión sobre el pasado y el presente y reivindica al testigo en su ejercicio del poder interpretativo y no sólo de su autoridad narrativa.20 La posición de Sarlo respecto del testimonio despierta no pocas respuestas que re-examinan, desde diferentes lugares, la producción testimonial en Argentina. Para Vezzetti, los testimonios que Sarlo cuestiona son justamente los que permiten a los sobrevivientes hablar sobre sí mismos, en vez de ejercitar el gesto que caracteriza la producción testimonial de los primeros años de redemocratización, es decir, una producción centrada en los desaparecidos y, por lo tanto, dentro de la propuesta de Vezzetti, en un proceso de vaciamiento de significado político que va de la mano con la teoría de los dos demonios. La críti-

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Sarlo no la incluye en su discusión, pero como discutiré en el capítulo 4 Strejilevich en su testimonio entra y sale de la primera persona para proponer justamente la presencia de voces numerosas. Sarlo rescata el testimonio de Alicia Partnoy, en parte porque está fragmentado y distanciado a través del uso de la tercera persona. Por otro lado, destaca el texto de Pilar Calveiro, Poder y Desaparición, donde Calveiro, desde las ciencias sociales, usa testimonios de sobrevivientes para reconstruir una historia que le es personal, puesto que Calveiro también estuvo detenida.

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ca de Sarlo apunta justamente a los testimonios en los cuales los sobrevivientes pasan a hablar sobre sí mismos y por ello a las narrativas en las cuales la figura del sobreviviente (y del desaparecido) se repolitiza. “Lo que me importa destacar —dice Vezzetti— es que el yo, la primera persona, la experiencia que se busca transmitir, no es nunca una pura vivencia individual, no es la autenticidad de una conciencia replegada; en la base de ese yo hay otro, generalmente otro colectivo, un mandato familiar o de un grupo, y eso incluye los enigmas, los pequeños mitos, los relatos ya armados“ (2008: 29). Y frente a estas formaciones más o menos colectivas de memoria política, Vezzetti propone no encasillar a todos los testimonios bajo una misma categoría (por ejemplo, podríamos decir el ‘giro personal’) y, por el contrario, reconocer no sólo la pluralidad del testimonio, sino además los testimonios que toman distancia, que toman posiciones críticas frente a su misma representación (2008: 29-30). Frente a la crítica que hace Sarlo, Vezzetti insiste en recuperar el efecto de “revelación” de la magnitud de los crímenes que tuvo el gesto testimonial en una sociedad que, aunque sabía lo que había sucedido, tuvo la oportunidad de escucharlo a través del testimonio. Para Vezzetti, el fracaso del testimonio residió, en todo caso, en su recepción, en sus usos públicos, que no lograron “cumplir la función de revelación sobre las condiciones y las responsabilidades de la propia sociedad” (p. 31).21 En un reciente acercamiento a las alternativas testimoniales en la Argentina de la posdictadura, Guillermina Walas discute el dilema que suscita la práctica testimonial y que tiene que ver justamente con el poder interpretativo de la historia, al que plantea como una disyuntiva entre testimonio y reflexión, pero también acerca de quién ejercita el derecho a la interpretación:

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Cuando Todorov habla de los excesos de la memoria se centra justamente en sus usos, el uso literal y el uso ejemplar. Es el primero el que Todorov relaciona con la memoria abusiva, la memoria incapaz de reevaluar los sentidos del mismo duelo. La otra es la memoria que sirve para revisitar el pasado, para proponer un acercamiento crítico al pasado que se recuerda, que no lo congela sino que lo resignifica. La insistencia de Vezzetti en los usos de la memoria está íntimamente conectada con su propuesta de revisar la memoria desde su sentido político. De ahí que Vezzetti (2002) plantee el desplazamiento desde la figura de la víctima a la del militante político, tomando como dos textos centrales los tres tomos de La voluntad de Eduardo Anguita y Martín Caparrós y Cazadores de utopías de David Blaustein, donde el recorrido hacia el pasado se propone desde la militancia política y no desde las violaciones a los derechos humanos.

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Por un lado seguir produciendo testimonio, e instaurando espacios, fechas, mojones conmemorativos, tal vez sin detenerse en un análisis crítico, congelando así la memoria al intentar recuperarla mediante el museo y el archivo entre otras formas, una vez que si, con suerte se ha profesado alguna justicia o como alternativa, promover sólo nominalmente que circule y se analice esa memoria en sus múltiples manifestaciones delegando en un grupo específico dicha labor (¿la academia?, ¿los historiadores y científicos sociales?, ¿los intelectuales consagrados?), por lo cual ese grupo detentaría la “aprobación” y difusión de ciertas manifestaciones o por el contrario las negaría por no considerarlas pertinentes a la historia nacional (p. 13).

En su discusión sobre estas controversias del testimonio y pensando sobre todo en la posición de Sarlo respecto de la pertinencia de lo testimonial, Ricardo Forster retoma la crítica de Derrida en Espectros de Marx para insistir en la despolitización y la neutralización del debate sobre la memoria que promueven posiciones como las de Sarlo, que “privilegia el campo de los estudios académicos que son portadores de metodologías y lenguajes que buscan desprenderse de la subjetividad propia del testimonio” (2008: 131). Forster insiste en la brecha insalvable que se abre entre el privilegio de los estudios académicos (que reafirman el método científico) y el testimonio “cargado por la densidad de una experiencia que bordea, casi siempre los límites de lo decible y la propia capacidad de hacer experiencia de ese horror” (2008: 133). También Alicia Partnoy se refiere a esta controversial lectura de Sarlo y recuerda, como Beverley, el debate despertado por Stoll en los Estados Unidos a partir de ciertas reflexiones y preguntas sobre la construcción del saber académico y sobre el modo en el cual el testimonio afecta a la construcción del saber para formular el siguiente planteamiento: “¿Necesitan los sobrevivientes entrenamiento académico para hablar de su experiencia?” (1665, la traducción es mía). Partnoy vuelve a enfatizar la solidaridad como una fuerza de empoderamiento de las víctimas que se extiende a todos aquellos que luchan por los derechos humanos (p. 1665).22 La validación de la voz de los sobrevivientes, dice Partnoy, se relaciona muchas veces con la visión del sujeto testimonial como el informante nativo que pide que hablen por él/ella (p. 1666). Los derechos humanos, como disciplina, tienen en su centro la representación de sujetos como “otros”, es decir, de sujetos que han perdido sus derechos a tener derechos y por lo tanto dan cuenta del proceso discursivo de la construcción de la otredad que hace posible esa pérdida, o

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“The desire to construct a discourse of solidarity that empowers the victims by moving other to act to stop genocides and archive justice is often an unseen force behind testimonial texts” (Partnoy, p. 1665).

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dicho de otro modo, su existencia como sujeto abyecto, todavía/ya no humano. La reconsideración de la figura del sobreviviente y su proceso de ser ese Otro dentro del discurso autoritario va acompañado de un proceso de otredad dentro del discurso de la impunidad que es también parte del discurso democratizador, por lo menos el de sus primeras décadas. Forster sugiere que el límite del testimonio “levanta la impudicia revisionista que, paradójicamente apela a los recursos de las ciencias sociales e históricas y que le dice al juez que no debe tomar en cuenta aquello que es del orden de la intimidad y de una interioridad agusanada por la parcialidad, por un equívoco trabajo de la memoria que lo lleva a relatar lo que solo hubiera podido ser narrado por los muertos” (2003: 229). Si para el revisionista la verdad está en los documentos, dice Forster, lo que dice el testigo queda entonces asociado a la literatura (como opuesto al paradigma de verdad). Forster, como Partnoy, se sitúa en el lugar de la duda respecto de las lógicas académicas y de esa particular rigurosidad que convierte la perspectiva del testigo en (mera) literatura. Sin embargo, la ficción también embiste contra la rigidez de los discursos academicistas y, cuando tiene una dimensión testimonial (como el caso de las novelas testimoniales abordadas en este libro), hace un doble gesto en el reclamo de la verdad del sobreviviente, como testigo, y en el reclamo de suspensión de la expectativa de verdad con la que postula a la escritura como espacio de reflexión acerca de la misma práctica testimonial en sus fragmentaciones, sus cortes, sus alegorías y sus brechas insalvables. Muchos textos testimoniales que no se postulan como ficción han venido proponiendo también esa suspensión intermitente de lo testimonial como prueba, verdad y denuncia para elaborar cuáles son algunos de los umbrales que el testimonio debe cruzar al encontrarse con expectativas reduccionistas que no sólo le cuestionan su valor de verdad, sino que además evitan pasar por esa zona incómoda en la cual los lectores (o receptores) de testimonios no vienen (venimos) a escuchar lo que quieren (queremos) escuchar, sino lo que el testimoniante quiere decir, aun cuando diga que hay partes de la narración que no puede articular y que deben quedar como brechas y como ausencias inherentes a la práctica del testimonio. El concepto de “delegación” (que retoma de una cita de Primo Levi) le sirve a Forster para recordar que en el testimonio los sobrevivientes hablan por los que no sobrevivieron. Es en ese límite donde ”encontramos lo infranqueable, no en el sentido de lo que carece de explicación […] sino simplemente de lo que no puede ser dicho porque nadie está en condiciones de hacerlo” (Forster, 2003: 221). Y sin embargo, pese a ese límite, y tal vez justamente a causa de ese límite, los sobrevivientes dan su testimonio. La sugerencia de Daniel Link, en un reciente

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debate sobre el testimonio, me parece muy pertinente en tanto propone que la “subjetividad se constituye (se hace y se deshace) en esa experiencia radical que es la escritura del testimonio y no en la adecuación de una vivencia y un texto que sería una mera transcripción” (p. 125). Es la experiencia misma del testimoniar la que Link enfatiza, “aunque el testigo venga a decirnos que nada sabe y ni siquiera (o sobre todo) por qué se ha puesto a hablar en nombre de qué causa” (p. 128). Las rupturas y continuidades del testimonio jurídico y cultural en materia de derechos humanos y luchas por la memoria ponen sobre la mesa la centralidad de la noción de la verdad, tanto en la dimensión legal y jurídica de las denuncias como en las luchas contra la impunidad. Sin embargo, en el escenario testimonial de la posdictadura argentina se despliegan narraciones que simultáneamente reclaman el estatus de testigo del sobreviviente y ponen en duda las expectativas que se tienen de tales relatos desde el afuera de la experiencia de detención o prisión política. Si bien los sobrevivientes, en el escenario jurídico, siguen siendo testigos de las violaciones a los derechos humanos durante los regímenes militares, el ingreso de sus testimonios a una esfera pública caracterizada por procesos de democratización y al mismo tiempo por diferentes fases de impunidad da cuenta de que se trata de una lucha que tiene al Estado democrático y no al autoritarismo de Estado como supuesto interlocutor. Por otra parte, en los bordes del escenario jurídico legal, los sobrevivientes, como agentes culturales de procesos de redemocratización articulados en la teoría pero no siempre en la práctica como respeto a los derechos humanos, ofrecen sus relatos testimoniales al debate cultural para irrumpir (e interrumpir) transiciones democráticas marcadas por la impunidad, donde volver a narrar sus historias significa también reposicionarse como testigos, no reconocidos por mucho tiempo por el Estado. Los sobrevivientes dan a conocer, con sus historias, memorias que nada tienen que ver con el relato sin fisuras que desde afuera muchas veces esperamos. Se trata de un afuera doble: la ausencia del presente de la detención, en el sentido de que los sobrevivientes como testigos dan cuenta de las violaciones a su integridad al salir de las prisiones y los centros clandestinos; pero también se trata del afuera de la visión, de la escucha y del lector del testimonio, con quien el sujeto testimoniarte pretende entablar, si no un diálogo, al menos el puente que le permita que la intención testimonial se transforme, efectivamente, en testimonio. Doblemente desplazado del evento que el testigo viene a testimoniar, el lector del testimonio es testigo de la pérdida y la ausencia de una experiencia innombrable. Los umbrales del testimonio son múltiples, entre las vícti-

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mas y los de afuera, entre los militantes y los detenidos, entre los sobrevivientes y los desparecidos, entre la normalidad del lenguaje con que se recuerda y las memorias que escapan a la representación y su lógica, entre el aquí y el allá, entre la verdad y la ficción, entre el dolor y la interpretación, entre la corporalidad y la subjetividad. Tal vez podrían pensarse como los umbrales que deben ser traspasados para que las narrativas testimoniales de los sobrevivientes se transformen en testimonio. Son umbrales que a la vez son límites y zonas de pasaje: tanto cuando pensamos en el sobreviviente frente a la teoría de los dos demonios, a la impunidad, a las expectativas de heroicidad militante, a las marcas sexuadas/sexistas de la interpretación de la experiencia concentracionaria, a la expectativa de la verdad, del relato que restituya “lo que le pasó” a través de la muestra y de la prueba e incluso de las interpretaciones psicoanalíticas sobre la elaboración del duelo y sus límites patológicos. Las narrativas testimoniales de la supervivencia deben no sólo traducir al lenguaje del afuera (y a sus expectativas) una experiencia intraducible e impenetrable a través de palabras, sino además construir un espacio de escucha adecuado a su narración, es decir, un espacio en el cual esa narración sea aceptada y respetada como narración que no está en falta. No se trata de negar la dimensión de verdad, pero tal vez deberíamos desplazarla no a la dimensión de la ficción o de la imposibilidad del testimonio (posibles o imposibles, muchos sobrevivientes siguen dando su testimonio y son los que hacen viables las causas judiciales), sino a la posibilidad de que el testimonio nos deje frente a umbrales no siempre transitables. Tal vez es necesaria la posibilidad de pensar la memoria y el testimonio a través del modelo del caleidoscopio, como reemplazo del modelo del rompecabezas que propone Calveiro cuando dice que no deberían silenciarse “las voces discordantes con la propia sino sumarlas para ir armando, en lugar de un puzzle en que cada pieza tiene un solo lugar, una especie de caleidoscopio que reconoce distintas figuras posibles” (2005: 14). El caleidoscopio, como ese mundo visible, pero fragmentado y habitado de partes nunca fijas, es una imagen que puede condensar (frente al modelo del puzle) las zonas de los umbrales que el testimonio atraviesa para reclamar, en última instancia, ser reconocido como tal. ••• Este libro está dividido en cinco capítulos. El primero sitúa al testimonio de sobrevivientes frente al umbral de lo jurídico e intenta establecer un mapa en el cual ubicar diferentes gestos testimoniales en estrecha relación con la historia de la impunidad y su posterior desmantelamiento en tres momentos claves de

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la posdictadura argentina: el gesto inaugural de la justicia, las leyes del indulto y la impunidad y la anulación de las leyes de impunidad. Este capítulo examina las narrativas testimoniales recogidas en el Nunca más y El libro del Diario del Juicio dentro del primer momento, para luego proponer un texto que escapa al formato testimonial propiamente dicho. Me refiero a El vuelo, la confesión de un represor, que resulta de las entrevistas del periodista Horacio Verbitsky al capitán retirado Adolfo Scilingo. Se trata de un texto que si bien es la contracara del relato testimonial de los sobrevivientes, no sólo corrobora las narraciones de los ex detenidos sobre los vuelos de la muerte (ya mencionados por los testigos en la Comisión sobre la Desaparición Forzada de Personas), sino que además funciona como un texto que documenta la cultura de la impunidad. Finalmente, en el último momento del retorno a la justicia, discuto Pase libre de Claudio Tamburrini y el Archivo Oral de la organización Memoria Abierta. El segundo capítulo discute los umbrales que atraviesan los sobrevivientes en el intento de dar su testimonio sobre uno de los centros de detención clandestinos de la última dictadura militar, y probablemente el más conocido: la Escuela de Mecánica de la Armada, ESMA. Este capítulo aborda dos representaciones de la ESMA a partir del eje de la fuga: el texto de Marcelo Brodsky Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA y la novela testimonial de Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte, a su vez la representación testimonial más conocida sobre la ahora ex ESMA. El texto de Bonasso, construido a partir del relato de un ex detenido, da cuenta del umbral que atraviesa el sobreviviente en la reconstrucción de una subjetividad que se hace posible en la práctica testimonial. En este caso, se trata de un testimonio frente al umbral de las pautas de la heroicidad militante, que son las que se usan para narrar una experiencia anómala y heroica. La anomalía, que apunta a la fuga de la ESMA del protagonista de la novela, en cuyo testimonio está basado el texto, refuerza uno de los mitos (el del héroe) que sirven para significar la supervivencia en los centros clandestinos como contracara del otro mito: el de la traición. Tres décadas más tarde, el texto de Brodsky registra un debate sobre la ESMA y para ello usa como punto de partida otra fuga, no menos heroica, aunque no concebida como tal: la fuga de unas fotografías tomadas en la ESMA, que atraviesan, con los sobrevivientes, los testimonios, los ensayos y las representaciones artísticas convocadas por el proyecto de Brosdsky, el umbral de la resignificación y el rediseño del centro clandestino, hoy espacio de memoria. El capítulo tercero intenta pensar la experiencia de las sobrevivientes a través de los umbrales del género sexual y las interpretaciones sexuadas que marcan la experiencia de militancia, secuestro y detención. Tanto los testimonios de

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Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar en Ese infierno como el documental Montoneros, una historia de Andrés di Tella, me sirven de punto de partida para una discusión que reinserta al género sexual como parte ineludible de la experiencia, de la narración testimonial y de los derechos humanos. Ni puede pensarse que la tortura se puede aplicar a un cuerpo no sexuado ni que la experiencia de la detención o la prisión política escapa a las normas del género. En esta parte exploro no sólo los límites que encontraron por décadas las sobrevivientes mujeres en sus intentos de dar testimonio frente a muros interpretativos que los cancelaban en nombre de definiciones masculinistas de la violencia, sino que además abordo los umbrales interpretativos que construyeron estos testimonios para poder ser escuchados hoy en día como tales, y que ayudan a repensar las formas específicas de violencia sufrida por mujeres detenidas legal e ilegalmente. El cuarto capítulo aborda los umbrales que las narrativas testimoniales de sobrevivientes deben enfrentar respecto de las expectativas de verdad que no contemplan las fragmentaciones, las brechas y las ausencias de las que está formada la memoria testimonial. No hay aquí un intento de negar la verdad jurídica del testimonio sino, al contrario, de proponer que la defensa de la verdad jurídica no implica silenciar las brechas y las lagunas de los recuerdos. La función del testimonio no concierne sólo a la verdad, sino que además sirve para poner en duda la representación misma de la experiencia carcelaria y concentracionaria desde los parámetros narrativos, cognoscitivos y epistemológicos que buscan relatos que sustituyan los hechos en vez de aquellos que los evoquen, los dispersen, los trasformen o los rodeen. Por este motivo intento repensar qué vienen a testimoniar los gestos del olvido y la fragmentación de las narraciones y las reflexiones sobre la memoria a través de tres aportes testimoniales de sobrevivientes que enfatizan su derecho a dar testimonio no sólo de su experiencia, sino además de los intersticios y las lagunas de sus recuerdos, y que con ello apuntan a un rediseño de la memoria y de sus zonas borrosas, que se hacen transitables sólo a través de sus silencios, sus lagunas y sus opacidades. Las narrativas testimoniales de Alicia Kozameh (en Pasos bajo el Agua y 259 saltos, uno inmortal), de Alicia Partnoy (en La escuelita, publicado anteriormente en inglés como The Little School) y Nora Strejilevich (en Una sola muerte numerosa) me sirven para discutir el testimonio a través de sus ausencias de saber y de su imposibilidad de dar cuenta (al menos en su totalidad) de los eventos que se intentan representar. Discuto aquí la disgregación de la memoria como memoria única y la centralidad de las lagunas y las zonas indecibles del recuerdo dentro de la narración testimonial en un ejercicio intermitente de lo ficcional y

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lo testimonial, de la denuncia y la reflexión, de la afirmación de la memoria y del doloroso reconocimiento de sus lagunas infranqueables. En la parte final, y a la manera de conclusión, discuto el testimonio frente al umbral del duelo y la presencia de lo espectral como lo no totalmente visible ni completamente invisible. Tomo como punto de partida la huella visual de la supervivencia en el film de Israel Adrián Caetano Crónica de una fuga (2006), basado en el testimonio de Claudio Tamburrini Pase libre, para repensar la presencia que repite la reaparición fantasmal, entendida en el marco de la propuesta que elabora Jacques Derrida en relación con el duelo y el fantasma. La espectrología derrideana —ubicada también en el umbral del ser y el no ser, de la desaparición y la reaparición, del sentido y del vaciamiento de sentido— me ayuda a repensar en esta parte la importancia de las transformaciones, las disputas, los debates, los desacuerdos, las reconstrucciones y, sobre todo, los rodeos y las intermitencias de la memoria en tanto siguen haciendo vigente y necesaria la tarea del testimonio no sólo frente a la desaparición, sino además frente al dilema que plantea el duelo o su imposibilidad en términos éticos. El testimonio de sobrevivientes narra a los de afuera lo que sucedió en un adentro que ya no existe, traduce al lenguaje de lo imaginable lo que no puede traducirse a la normalidad. El testimonio, nos alerta Laub, no puede resucitar a los muertos ni borrar los horrores. El gesto testimonial es tal vez, como propone Laub, el de una promesa que se hace y se rompe casi al mismo tiempo: la promesa de dar cuenta de una realidad que no se puede narrar. El testimonio entonces, al ser pensado en relación con el instante (Derrida) o con el evento (Laub), promete un retorno (el de la normalidad, el del orden de la representación) y lo quiebra, puesto que no logra reconstruirlo. Pese a esa imposibilidad, el testimonio da cuenta de la presencia contundente de los sobrevivientes no sólo en relación con el pasado y con las denuncias sobre ese pasado, sino también respecto de la reconstrucción de memorias y de las pautas interpretativas para ponerlas a salvo.

II Testimonios: juicio, impunidad y después…

El proceso de impunidad en Argentina, que no puede leerse de forma aislada con los intentos de desmontarlo a nivel nacional e internacional, comienza a fines de la dictadura pero es interrumpido temporariamente por el gesto inaugural de la democracia hacia los derechos humanos que culmina con el Juicio a las juntas en 1985. No es mi intención negar ni la importancia ni la centralidad del evento histórico que constituye dicho juicio, donde no sólo la democracia transicional proyecta la escena del derecho hacia el futuro, sino que la utiliza para revisar el pasado y marcar con esa revisión (investigativa y jurídica) la relación existente entre democracia y derechos humanos. Sin embargo, no es posible rever las décadas que se inician en 1983 a través del eje de la justicia, puesto que es la impunidad la que marca sus hitos fundamentales al menos por las dos décadas que siguen. Durante estos años el testimonio es la práctica central y persistente no sólo en relación con los crímenes de la dictadura, sino además con las diferentes formas que adquiere la impunidad de la transición democrática. El fin de las leyes de impunidad y los juicios que tienen lugar en Argentina después de 2003 reconocen el importante rol que cumplen (y han cumplido) los sobrevivientes y testigos en la reconstrucción del pasado y en el diseño de un futuro en el cual las leyes y los aparatos de justicia estén orientados al castigo de crímenes de lesa humanidad. Al mismo tiempo, el rol de los organismos internacionales tampoco puede ser ignorado, en especial en el diálogo que se establece entre la ley internacional y la ley interna, un diálogo que tiene lugar además porque es en el marco internacional donde los sobrevivientes hacen las demandas que no son escuchadas en Argentina en los noventa.1 El aparato legal, sobre todo a nivel nacional, no puede enten-

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A partir de las peticiones recibidas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), luego de que entran en efecto las leyes de impunidad, se abren en total seis casos en 1992. Mientras que el Gobierno argentino reclama en ese momento que los crímenes habían sido cometidos antes de la entrada en vigor de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos, la Comisión sostiene que al haber entrado la Convención en vigor en Argentina en 1984, “las Leyes Nº 23.492 y

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derse sin referencia a las luchas por la justicia y a la participación activa de los testigos y de las víctimas de violaciones a los derechos humanos. Este capítulo intenta rever la historia de la lucha contra la impunidad en Argentina en tres momentos claves de la posdictadura, a través del eje de narrativas testimoniales que ejemplifican las diferentes instancias del proceso de impunidad y su lucha por contrarrestarla. Los primeros testimonios son los del Nunca Más y El libro del diario del juicio, característicos del primer gesto hacia la justicia que se produce en los primeros años de la redemocratización. El segundo es El vuelo, el texto editado por Horacio Verbitsky basado en la confesión de Adolfo Scilingo. Sin ser un testimonio, es un texto que sirve para documentar simultáneamente los crímenes y la impunidad de los mismos y es, en ese sentido, como ejerce la función testimonial de hacer visibles los vuelos de la muerte y de corroborar con la voz de uno de los represores los crímenes que ya habían sido denunciados por testigos. Dice Verbitsky: “En el juicio de 1985, varios sobrevivientes lo contaron porque había prisioneros que fueron hasta el avión y los trajeron de vuelta. Pero la conmoción fue el relato en primera persona” (p. 4). Verbitsky pone en escena además la vigencia de la impunidad como clave cultural y política, donde la brecha entre verdad y justicia hace posible que se haga pública la confesión. Paso luego a la tercera etapa y al tardío desmontaje de las leyes de impunidad para discutir dos aportes testimoniales, el de Claudio Tamburrini en Pase libre y el del primer archivo oral en Argentina, compilado por la organización Memoria Abierta como ejemplo de la narrativa testimonial en años recientes.

PRIMER MOMENTO: EL NUNCA MÁS Y EL DIARIO DEL JUICIO Cuando el 15 de diciembre de 1983 el entonces presidente Raúl Alfonsín crea la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) sintetiza

Nº 23.521 y el Decreto Nº 1002/89 son incompatibles con el artículo XVIII (Derecho de Justicia) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y los artículos 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos”. El informe anual de la CIDH de 1992-1993 recomienda, en primer lugar “que el Gobierno de Argentina otorgue a los peticionarios una justa compensación por las violaciones a las que se refiere el párrafo precedente”. Y en segundo lugar recomienda “al Gobierno de Argentina la adopción de medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la pasada dictadura militar” (informe disponible en: http://www.cidh. org/annualrep/92span/argentina10.147.htm).

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la primera seña de la redemocratización: la investigación de los crímenes de lesa humanidad que podía resultar en el castigo de los responsables. El reporte de la CONADEP, que sintetiza el gesto investigativo de la transición democrática, funciona como un testimonio colectivo oficializado por la comisión de investigación que recoge las voces de las víctimas e intenta establecer pautas para analizar la detención y la desaparición. El Nunca Más reconstruye a través de testimonios de sobrevivientes las condiciones de vida en los campos de detención, el paradero de los desaparecidos, de las embarazadas, de los niños, la metodología de la detención ilegal y de la desaparición forzada. Hay un claro intento de clasificación (por edad, por género, por ocupación, por lugar del secuestro) que responde al propósito central de la comisión: la indagación y no directamente la justicia, aun cuando dentro de sus recomendaciones incluye iniciar los procesos judiciales y aprobar leyes contra los crímenes de lesa humanidad. El Nunca más registra las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar y en este sentido puede ser considerado el testimonio más representativo de la transición democrática como gesto que inaugura el derecho a la verdad. Al mismo tiempo, como sugiere Vezzeti, testimonia la centralidad de la víctima y con ello refuerza la representación de los detenidos-desaparecidos dentro de la “categoría de los inocentes de toda militancia política” (p. 119). Esta representación está estrechamente relacionada con la teoría de los demonios que posibilita y limita las actividades de la comisión y, por lo tanto, los testimonios del Nunca Más. A través de esta teoría se produce un borramiento de la memoria o al menos un recorte porque se privilegia el imperativo de no recordar a los desaparecidos como militantes políticos. En este paisaje la figura del sobreviviente se recupera sólo parcialmente, siempre y cuando su dimensión política quede excluida de su relato testimonial. La teoría de los dos demonios cancela una parte del pasado y, por lo tanto, incorpora sólo una porción de las voces de la supervivencia: las que dan cuenta de las víctimas. Así, la militancia de los sesenta y setenta queda suspendida en una suerte de limbo y con ella la posibilidad de los sobrevivientes de reconstruir una subjetividad fuera de los contornos del marco interpretativo oficial (en cuya escenografía quienes habían sido los “subversivos” para la dictadura eran ahora los “otros demonios”). Vezzetti propone ver el Juicio a las juntas como la escena bisagra que pone en relieve a la transición democrática argentina como una transición que tiene lugar en la escena de la ley y sostiene que el Nunca Más “instauró una significación ampliamente consensual no sólo acerca de lo sucedido sino sobre todo de lo que debía quedar atrás” (p. 115). Para Vezzetti, en el Nunca Más convergen dos operaciones sobre el pasado: el imperativo de verdad y el ideal de la pacificación a través del rechazo de la violen-

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cia armada (ibíd.). Son dos operaciones que, en definitiva, recortan la verdad y la memoria y convocan a los testimoniantes sobrevivientes, pero con la condición de que silencien la experiencia militante. Desde su prólogo, el informe de la CONADEP se inscribe dentro de la lógica de la teoría de los dos demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países” (p. 7). Es ése el punto de partida de la investigación, el marco en el cual la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas propone su investigación y sus recomendaciones. Para la comisión el accionar de las Fuerzas Armadas fue una respuesta “a los delitos de los terroristas”, a pesar de que también sostiene que “las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos” (ibíd.). En la reedición y revisión (quince años después) de uno de los textos más claves de la redemocratización argentina, El estado terrorista argentino, Eduardo Duhalde expone lo que llama la gran “falacia discursiva” de la teoría de los dos demonios, que se articula a través de dos acciones “equiparadas” (aunque no equiparables) en relación con quién o quiénes la llevan a cabo. En un caso, sostiene Duhalde, se trata del terrorismo de Estado, en otro se alude a la acción de particulares. A esto Duhalde agrega una cuestión que no puede dejarse de lado al pensar en el decreto 158/85 a través del cual el poder ejecutivo legaliza el juicio a las juntas militares, donde se “formula una peligrosa distinción de la criminalidad del Terrorismo de Estado según la actividad de las víctimas, censurando aquellos ilícitos cometidos contra las llamadas víctimas inocentes” (p. 172). Se establecía así que había crímenes que habían sido cometidos contra quienes no eran “inocentes” y, por lo tanto, se usaba una “peligrosa teoría de la culpabilidad de la víctima para medir la violación de los derechos humanos” (ibíd.). Este principio de diferenciación resulta elocuente respecto de los efectos de la teoría de los dos demonios en la definición misma de los derechos humanos en 1985. En la reedición del año 2006 (que se hace a los treinta años del golpe) se propone dejar de lado la teoría de los dos demonios. El prólogo que antecede al informe de 1984 dice: Por ello al recordar el pasado reciente en la reedición del Nunca Más, este año del treinta aniversario del golpe de estado de 1976 tiene un significado particular cuando, a instancias del poder ejecutivo, el Congreso ha anulado las leyes de impunidad y una Corte Suprema renovada las ha declarado inconstitucionales y ha confir-

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mado el carácter imprescriptible de los crímenes de lesa humanidad (“Prólogo” del Nunca Más, 2006).

Este intento de demarcar un final a la historia de la impunidad que caracteriza el proceso de democratización va acompañado de una referencia directa a los dos demonios: Es preciso dejar establecido —porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes— que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares, frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del estado que son irrenunciables (ibíd.).

Sin embargo, es la teoría de los dos demonios la que da marco a la investigación y al informe, durante los primeros años de la redemocratización, incluso a los asociados al gesto inicial de la justicia y la verdad. Es decir que, mientras se afirma el valor documental y testimonial de la gestión de la CONADEP, los testimonios están recortados, desde una convocatoria oficial en la cual se equipara la lucha armada con el terrorismo del Estado. Sin dejar de lado las limitaciones que implica leer el testimonio de sobrevivientes desde el informe de la CONADEP, es preciso destacar la afirmación “del aporte testimonial y documental” y “la palabra de testigos directos de esos hechos” (p. 13).2 A pesar de estar estructurado a través de la modalidad de informe, sin pretensión punitiva, la última sección incluye una serie de recomendaciones entre las que se señalan la asistencia económica a los hijos de desaparecidos, la sanción de normas a través de las cuales la desaparición forzada sea declarada “crimen de lesa humanidad”, el apoyo y la adhesión a las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos, la educación sobre los derechos humanos y la derogación de leyes de represión. “El juicio a las juntas adquiere en este marco —dice Vezzetti— una significación política mayor, ante todo como una segunda derrota de la dictadura que

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El Nunca Más se divide en un prólogo y seis capítulos, seguidos de una sección de “Recomendaciones“ y de “Conclusiones”. El primer capítulo investiga sobre “La acción represiva”; el segundo, sobre las “Víctimas”; el tercero se acerca a “El poder judicial durante el período en que se consumó la desaparición forzada de personas”; el capítulo cuatro trata de la “Creación y organización de la comisión nacional sobre la desaparición de personas”; el capítulo cinco consta de una serie de documentos que representan “El respaldo doctrinario de la represión” y el capítulo seis consiste en las recomendaciones.

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dejaba atrás definitivamente la guerra y construía con autonomía esa otra escena: la ley, imponiendo y reconstruyendo la trama social a través de un nuevo origen” (2002: 129). El decreto 158/83 marca indeleblemente la transición argentina a través de dos operaciones: la des-legalización de la impunidad autootorgada por las juntas antes de la redemocratización y la legalización del proceso democratizador como un proceso post-dictatorial que debía lidiar, dentro del marco de la ley, con los crímenes cometidos durante la dictadura. Las acusaciones están basadas en el informe de la CONADEP, por lo cual puede verse que aunque el informe de la comisión está orientado solamente al esclarecimiento de la verdad tiene, sin embargo, un efecto en los procesos judiciales.3 El juicio a las juntas procesa a la cúpula militar: Jorge Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola y Leopoldo Fortunato Galtieri (los tres comandantes en jefe del Ejército), Emilio Eduardo Massera, Armando Lambruschini y Jorge Isaac Anaya (comandantes en jefe de la Armada) y Orlando Ramón Agosti, Omar Domingo Graffigna y Basilio Lami Dozo (de la Fuerza Aérea). El alegato de la acusación del fiscal Julio César Strassera se cierra con estas palabras: “Quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más” (El libro del diario del juicio, p. 9). Es esta escena de enjuiciamiento como restitución dentro y fuera del escenario jurídico la que articula la democracia transicional argentina a través del eje de la justicia, es decir, de la defensa a los derechos humanos no sólo como verdad sino fundamentalmente como una lucha dentro de la legalidad y como una práctica jurídica. La publicación de El libro del diario del juicio (1985) pone sobre la mesa el testimonio en el marco de las causas judiciales, es decir, el testimonio de los testigos como registros públicos y oficiales de la transición democrática.4 Al mis-

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Y eso lo diferencia de otros informes de transiciones democráticas de los países del Cono Sur, donde el esclarecimiento de la verdad se divorcia de la justicia, como condición misma de la investigación. El libro, publicado por la editorial Perfil, compila los fascículos que habían sido publicados como Diario del Juicio a las Juntas Militares (Memoria Abierta, documentos “El diario del Juicio”). En los últimos años se han abierto nuevos debates acerca de la complicidad de los medios de comunicación con la dictadura militar (en los cuales se incluye a la editorial Perfil). Si bien los debates relacionados con los medios y su legitimación de la dictadura pueden hacernos leer el libro desde las sospechas de sus recortes y del proceso de edición, yo propongo entenderlo desde su dimensión testimonial como un intento de registrar las voces que se hicieron audibles en los juicios

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mo tiempo, como texto, impone nuevos recortes a los testimonios presentados en el juicio. Al ser testimonios que provienen del marco jurídico, responden entonces a la llamada oficial por parte del Estado democrático y, por lo tanto, ejercitan un gesto público: el de la inscripción del reconocimiento oficial de los sobrevivientes como testigos, ya no sólo en la búsqueda de la verdad sino en la afirmación de la justicia como uno de los gestos inaugurales del horizonte democratizador. Además, se estructura a través de los testimonios de algunas partes del Juicio a las juntas, y puede ser considerado como una de las claves testimoniales que representan el giro público de esta relación entre escena política y jurídica y que, por otra parte, dejan su marca indeleble en el desarrollo testimonial argentino a través de la relación estrecha que establecen entre testimonio jurídico y testimonio literario o periodístico, especialmente en el caso de los sobrevivientes. El libro del diario del juicio como texto documental que representa parcialmente el Juicio a las juntas gira en torno a la producción de una “verdad” (en sentido jurídico) que si bien sirve para condenar a las juntas militares, al mismo tiempo,da cuenta de los recortes que hacen posibles (aunque solo transitoriamente) esas condenas.5 Aunque el carácter pactado de la democracia transicional se inicia en 1986 con las primeras leyes de impunidad (y podríamos decir que se extiende hasta 2003), la teoría de los dos demonios da cuenta del carácter pactado de la investigación de la CONADEP y del mismo Juicio a las juntas. El testimonio jurídico, como lo habían hecho los testimonios de la CONADEP, recorta un aspecto central del relato testimonial de muchos sobrevivientes: la

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mismos, debido al llamado oficial del Gobierno democrático y a que llegan a los lectores en los fascículos y luego se publican como texto. Aun con sus recortes, dan testimonio de lo que probablemente había sido el evento más importante de la transición democrática hasta los recientes juicios que comienzan luego de la derogación de las leyes de impunidad. Remito aquí a Juan Méndez, que al referirse al derecho a la verdad habla de la limitación de los métodos usados en comisiones de verdad, que cuentan la versión de las víctimas pero que no tienen los medios ni la autoridad para hacerse con las pruebas necesarias como lo hacen los tribunales de justicia. Para Méndez no hay forma más eficiente de llegar a la verdad que el procedimiento contencioso. Además, considera que la verdad obtenida en juicio tiene un carácter innegable porque los acusados pueden confrontar las pruebas, ofrecer pruebas propias y dar interpretaciones o narrativas diferentes a los hechos. Para Méndez la buena fe de la obligación del Estado en la efectiva garantía del derecho a la verdad reside en el juicio (como espacio en el cual se ponen en escena hechos en disputa, p. 540).

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historia de vida en la que se trama el nacimiento de la conciencia política o de un sentido de lucha colectiva. Se trata de testimonios que dan a conocer los crímenes cometidos en los centros clandestinos. La transcripción de las preguntas de fiscales y abogados defensores tanto a los testigos como a los acusados ilustra los recortes que produce el testimonio del juicio a otras narrativas testimoniales que circularon incluso en la CONADEP. En una reflexión acerca de estos recortes Luis Moreno Ocampo, uno de los fiscales en el Juicio, se refiere al problema de acusar a los miembros de la junta de los crímenes dentro del escenario de la ley, puesto que se consideraba que las acusaciones eran “vagas”, ya que había miles de personas nombradas por la CONADEP. Los recortes en cuanto a testimoniantes responden también a una estrategia (controversial, si se quiere) por la cual se selecciona un número limitado de casos a probar (y se dejan afuera la mayoría de ellos). La fiscalía presenta setecientos casos para formular su acusación. La selección responde a casos fuertes, a zonas geográficas, a crímenes que representaran las tres armas (Moreno Ocampo, “Reflexiones”) y deja en evidencia desde el comienzo que el Juicio a las juntas representa una exclusión de narraciones testimoniales al servicio de una estrategia que responde a la producción de verdad jurídica. Por otra parte, muchas de las preguntas durante el Juicio están orientadas a establecer detalles, a clarificar ambivalencias o contradicciones, e incluso a reformular respuestas ya dadas. El libro nos deja, además, en el umbral del juicio: se trata de un texto que registra los testimonios de diez testigos, sobrevivientes, familiares de detenidos-desaparecidos y funcionarios, como es el caso de Patricia Derian, ex subsecretaria de Estado de los Estados Unidos, Emilio Grasselli, vicario castrense de las Fuerzas Armadas, y el del militar y ex presidente de facto (1971-1973) Alejandro Agustín Lanusse. Uno de los testimonios de sobrevivientes seleccionados dentro de esta publicación es el de Claudio Tamburrini. Además de que Tamburrini es uno de los pocos ejemplos de detenidos que logran fugarse y sobrevivir a la fuga de un centro clandestino, la publicación de su testimonio Pase libre: la fuga de la Mansión Seré (2002), que discutiré más adelante, y de la película Crónica de una fuga (2006), basada en su testimonio , tiene que ver justamente con un intento de oponerse a la sentencia benévola que recibe Agosti (condenado a cuatro años y medio de prisión) y al mito de que la Fuerza Aérea no tuvo una participación tan protagonista en la represión a través de un relato que documenta justamente las violaciones a los derechos humanos cometidas en los campos dirigidos por la Fuerza Aérea (Calveiro, 2001: 32). En su testimonio en el Juicio a las juntas, Tamburrini, que fue detenido en noviembre de 1977 y lo estuvo hasta marzo de 1978, describe su detención ile-

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gal, su traslado a la Mansión Seré, los métodos de tortura y las condiciones de vida en el centro clandestino. Algunas de las preguntas intentan clarificar el funcionamiento de las patotas, otras apuntan a revisar algunos aspectos específicos de la vida cotidiana en el centro de detención, otras se relacionan directamente con la desaparición de otros detenidos. Si bien una gran parte del testimonio consiste en el relato de la fuga de la Mansión Seré con otros tres detenidos, hay un énfasis en la descripción de la vida cotidiana y con ella las interacciones con los guardias. Es esa exploración de lo cotidiano la que retoma Pilar Calveiro en Poder y desaparición, para reflexionar acerca de la falta de lógica de la supervivencia o la muerte dentro de los centros clandestinos de detención. Calveiro toma como ejemplo el hecho de que Tamburrini da cuenta del “traslado” de dos detenidos que, según las conversaciones de la patota, tenían un “caso leve” que no preanunciaba en teoría la desaparición, para enfatizar en este testimonio no sólo un intento de denunciar las violaciones a los derechos humanos, sino además de dar cuenta de la imposibilidad misma de dar testimonio sobre la lógica de la desaparición o la supervivencia (p. 79). El testimonio de Tamburrini, como otros testimonios del Libro del diario del juicio, denuncia a las juntas militares, sobre todo a través de la puesta en práctica de la desaparición forzada de personas, donde se enfatiza claramente que las órdenes de la desaparición no eran tomadas por los guardias o las patotas, sino que venían de los altos mandos militares. Esto es crucial en el marco del Juicio a las juntas como testimonio que refuerza la responsabilidad de las mismas. Moreno Ocampo sostiene que uno de los desafíos más importantes de la fiscalía fue el de probar la conexión entre comandante de las Fuerzas Armadas y víctima (“Reflexiones”), justamente porque la defensa de la junta militar se centraba en torno a una puesta en duda de esa relación directa. Las apreciaciones de Tamburrini y otros testigos respecto de la responsabilidad de las patotas y los guardias en la tortura, los tratos degradantes, los secuestros, acompañadas del énfasis en la responsabilidad respecto de la toma de decisiones en la cúpula militar son relevantes en tanto dejan ver la estrategia de la fiscalía frente a la situación de la falta de archivos o documentos oficiales que pudieran servir como prueba, más allá de las denuncias en la CONADEP, que funcionan como fuente primaria de información. El testimonio de Tamburrini subraya una lógica de la desaparición que no es entendida ni por detenidos ni por oficiales de menor rango. Pero el testimonio no se detiene ahí, sino que da un paso más puesto que la tortura y los tratamientos degradantes se sitúan dentro del centro de detención y con esto se responsabiliza directamente a quienes los llevan a cabo (y no sólo a quienes los planifican).

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El testimonio de Patricia Derian, ex subsecretaria de Estado de los Estados Unidos, es también revelador de la lógica del juicio, puesto que da a conocer que existían informes oficiales a los cuales tuvo acceso su oficina de Derechos Humanos y Asuntos Humanitarios. Su testimonio se refiere a las denuncias que existían durante la dictadura sobre las violaciones a los derechos humanos en Argentina y, en primer lugar, documenta que había denuncias sobre la desaparición forzada en Argentina. Derian dice: “La información con que contamos sobre la Argentina indicaba que había una enorme cantidad de ciudadanos que estaban desapareciendo de sus casas, de sus oficinas, de las calles, automóviles, etc., que no se daba cuenta de estas desapariciones, que existían en algunos casos ejecuciones sumarias, que existían centros secretos de detención […] que eran sometidas a torturas brutales […]” (p. 87). Esta cita hoy en día ha perdido la fuerza reveladora que tuvo en 1985, cuando todavía parecía que los crímenes de lesa humanidad debían ser probados en una lógica social que se resistía a creer no sólo las atrocidades de los hechos sino además el conocimiento que existía de los hechos en el marco internacional. El testimonio de Derian sirve justamente para ponerle un sello al conocimiento que existía fuera del país respecto de las violaciones a los derechos humanos que habían tenido lugar en Argentina. Parte de su testimonio se centra en preguntas sobre sus conversaciones con los altos mandos de la junta militar y en sus tres visitas a Argentina. Uno de los aspectos centrales de su testimonio y de las preguntas que lo guían es si hubo un reconocimiento de las prácticas represivas por parte de la junta militar. Frente a las respuestas de Massera, que alternaban entre la evasión y la negación, aparecen señas de reconocimientos de los que Derian da cuenta: “Yo volví a llevar la discusión al tema de las torturas y le dije que yo había visto un esquema rudimentario del piso que estaba justamente debajo de aquél donde nos encontrábamos y le dije: ‘Es posible que mientras nosotros estemos hablando en el piso de abajo se esté torturando a alguien’; entonces sucedió lo que realmente fue asombroso: él me sonrió con una enorme sonrisa, hizo el gesto de lavarse las manos y me dijo: ‘Usted recuerda lo que pasó con Poncio Pilatos’” (p. 91). Además de esta elocuente interacción, su testimonio sirve para dar legitimidad a la existencia de documentación sobre las violaciones a los derechos humanos en Argentina y, en especial, de la directa responsabilidad de las juntas en ella. Cuando una de las preguntas apunta a la existencia de informes que se elevaban al Departamento de Estado de los Estados Unidos sobre la responsabilidad de la junta militar en crímenes de lesa humanidad, la respuesta de Derian no deja lugar a dudas: “Sí, se hacía responsable al gobierno de Argentina en todos los informes, por las prácticas de ese gobierno” (p. 95). El testi-

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monio de Derian funciona, de alguna forma, como una prueba doble que no sólo apunta a dejar sentadas las denuncias que existen a nivel internacional, sino además a comprobar, desde la supuesta objetividad que le confiere estar teóricamente afuera del montaje de los “dos demonios”, que los testimonios de los sobrevivientes y familiares no hacen sino corroborar los informes que ya existían en el Departamento de Estado de los Estados Unidos y, por lo tanto, asignaba, indirectamente, valor de verdad a los mismos dentro de un marco en el cual la figura del sobreviviente seguía rotulada no tan invisiblemente por la sospecha y por ese “por algo será” que lo transformaba en demonio.6 Tanto el Nunca Más y el Libro del diario del juicio son gestos oficiales que reconocen como testimonios (aunque con los recortes y las limitaciones discutidas) las narrativas silenciadas durante la dictadura. Son justamente los recortes a lo testimonial los que ponen el sello oficial de la redemocratización y, por lo tanto, no pueden considerarse narrativas marginales en el primer escenario democrático que concluye con el comienzo de la etapa de la impunidad. Es más, deben ser consideradas de algún modo, como centrales a la constitución del imaginario de democratización. Pero en ambos se repite la paradoja de un gesto marginalizador en la misma interpelación a los sujetos testimoniantes: si bien la convocatoria al testimonio los oficializa como testigos, al mismo tiempo lo hace según las limitaciones de la figura del testimoniante y lo testimoniado. En los ochenta estos textos y los eventos que cada uno representa apuntan a revelar, mostrar y denunciar desde una incipiente oficialidad la narrativa oficial que se inaugura con la democracia, con los residuos que venían del pasado,

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El texto también incluye las defensas de las juntas, el alegato de los abogados defensores de los militares acusados, que atacan el título mismo del procedimiento al traer a colación los decretos de aniquilamiento (261, 2770, 2771 y 2272) de 1975 que ordenan el comienzo de la represión durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón. Con esto atacan las bases del juicio al defender la supuesta “legalidad” de los métodos represivos. Este ataque viene acompañado de una defensa misma de la actuación militar durante la dictadura a través del concepto ‘patria’ y de los militares como ‘patriotas’. Eso es particularmente evidente en el caso de la defensa de Massera, donde se iguala a las fuerzas armadas con el ser nacional recordando al almirante Brown y a su defensa de la patria. Es aquí donde Massera dice: “No he venido a defenderme, nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa” (p. 368). La sección de las condenas expone las sentencias a los integrantes de la junta: reclusión perpetua al general Jorge Videla y al almirante Emilio Massera, a diecisiete años al general Roberto Viola, a cuatro años y medio al brigadier Orlando Agosti, y a ocho años al almirante Armando Lambruschini. Graffigna, Leopoldo Galtieri, Anaya y Lami Dozo resultaron absueltos.

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pero también con una innegable ruptura frente al antes y al después de 1983. Hoy en día estos textos pueden ser leídos como instancias del discurso oficial de la transición democrática de los ochenta: el gesto oficial que se ve interrumpido con las primeras leyes de impunidad.

SEGUNDO MOMENTO: EL VUELO FRENTE A LA IMPUNIDAD ARGENTINA Ya el Decreto de Autoamnistía de 1983 pretendía extinguir las acciones penales en relación con delitos cometidos durante la dictadura militar. Sin embargo, esta ley fue derogada en diciembre del mismo año, con la llegada de la democracia, y fue seguida por la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) por parte del poder ejecutivo. El gesto de la democratización orientado a la denuncia y a la justicia concluye en 1986 para dar lugar a la rearticulación de la democracia a través del punto final, el perdón y el olvido.7 La Ley de Punto Final de 1986 (Ley 23.492) y la Ley de Obediencia Debida de 1987 (Ley 23.521) funcionan como una continuación de la voluntad militar de transición democrática ligada a la impunidad. A esto habría que agregar los alzamientos militares que se inician en abril de 1987 con la sublevación de los carapintadas comandados por Aldo Rico, el alzamiento militar de enero de 1988 en Monte Caseros, también comandado por Aldo Rico, y los dos levantamientos encabezados por Mohamed Ali Seineldín, en diciembre de 1988 en Villa Martelli y en octubre de 1990. Entre 1989 y 1990, el entonces presidente Carlos Menem dicta los decretos del indulto y, bajo pretexto de una “reconciliación”, deja en libertad a los represores sentenciados en el Juicio a las juntas. Habían pasado siete años, pero la Ley de Autoamnistía promulgada por el gobierno militar había anticipado, de alguna manera, el decurso de las leyes y de los decretos que seguirían a la primera euforia democrática. Es dentro de esta lógica de impunidad como puede entenderse el discurso de los “arrepentidos”, muchos de ellos en la cadena televisiva, como por ejemplo el del general Balza en 1995 y que cito a continuación:

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Diego Taitan se refiere al “estado terrorista“ entre 1974 y 1983 y al “estado negacionista” entre 1983 y 2004: “En Argentina, solo gracias al testimonio fue posible hacer frente al negacionismo, que de otro modo seguramente hubiera prosperado con el auxilio de la mentira y la destrucción de los vestigios y los documentos probatorios de los crímenes perpetrados desde el estado” (p. 57).

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Nuestro país vivió una década, la del setenta, signada por la violencia, por el mesianismo y por la ideología. Una violencia que se inició con el terrorismo, que no se detuvo ni siquiera en la democracia que vivimos entre 1973 y 1976, y que desató una represión que hoy estremece. […] Las Fuerzas Armadas, dentro de ellas el Ejército, por quien tengo la responsabilidad de hablar, creyeron erróneamente que el cuerpo social no tenía los anticuerpos necesarios para enfrentar el flagelo y con la anuencia de muchos tomó el poder, una vez más, abandonando el camino de la legitimidad constitucional. Error del ejército. El Ejército instruido y adiestrado para la guerra clásica, no supo cómo enfrentar desde la ley paterna al terrorismo demencial. Este error llevó a privilegiar la individualización del adversario, su ubicación por encima de la dignidad, mediante la obtención, en algunos casos, de esa información por métodos ilegítimos, llegando incluso a la supresión de la vida, confundiendo el camino que lleva a todo fin justo, y que pasa por el empleo de medios justos. Una vez más reitero: el fin nunca justifica los medios (Duhalde, p. 179).

La ruptura que producen las leyes de impunidad en la relación entre verdad y justicia genera una nueva lógica de reconciliación a través de la cual se intenta cubrir la brecha entre una y otra. Esto da lugar a los discursos de los “arrepentidos” y al de quienes reconocen sus crímenes públicamente. En todo caso, se trata, como sugiere Duhalde refiriéndose a Balza, de un arrepentimiento parcial, en parte porque se enuncia en nombre de las Fuerzas Armadas y no en primera persona del singular, es decir, porque se lo enuncia como un discurso institucional. Al mismo tiempo, las fórmulas de arrepentimiento están plagadas de una transferencia de responsabilidad a las víctimas (Duhalde, p. 183). Es aquí donde un genocidio, propone Duhalde, se transforma en una instancia en la cual “algunos de sus integrantes deshonraran un uniforme que eran indignos de vestir” (ibíd.). Para Duhalde, las declaraciones de Balza en 1995 constituyen, como el Juicio a las juntas, el informe de la CONADEP y las leyes de restitución a las víctimas, uno de los cuatro hitos en los que hay un reconocimiento oficial del terrorismo de Estado. Pero estas declaraciones que responsabilizan a las Fuerzas Armadas de prácticas represivas criminales son pensables solo en un marco donde la impunidad protege a los culpables. También la confesión de Adolfo Scilingo puede entenderse en este marco. La publicación en 1995 de El vuelo, de Horacio Verbitsky, hace pública la confesión de Scilingo que confirma los vuelos de la muerte, llevados a cabo todos los miércoles en la ESMA, donde los detenidos eran arrojados vivos desde 13.000 metros de altura al Río de la Plata. Este texto, que testimonia no sólo los crímenes cometidos durante la dictadura

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sino además los crímenes a los que la impunidad da la espalda, es posible justamente porque la verdad ha sido desvinculada de la justicia. A pesar de no tratarse de un texto testimonial, sino de una supuesta “confesión” de un victimario, es difícil negar la dimensión testimonial del texto de Verbitsky (que hace un uso testimonial de la confesión de Scilingo). Su texto, claramente asociado a la vertiente del periodismo investigativo de Argentina y su rol de dar cuenta de los crímenes del Estado, no podría considerarse un testimonio, si se piensa en la narrativa de Scilingo (un victimario). Sin embargo, y a pesar de que el relato de Scilingo es justamente el reverso de las denuncias de los sobrevivientes, el texto de Verbitsky hace pública la evidencia de un crimen que, aunque había sido narrado por sobrevivientes (no sólo de los centros de detención sino más específicamente de los vuelos de la muerte), no contaba hasta el momento con la corroboración del mismo criminal que daba cuentas de su propia acción en los traslados y además del plan sistemático del Estado terrorista. Por lo tanto, la puesta en escena del texto tiene del testimonio la fuerza de la denuncia, y a través de ella la urgencia de un reclamo que tendrá lugar primero en España y donde el mismo Vertbitsky volverá a jugar un rol importante al entregar parte de las grabaciones con Scilingo al juez Baltasar Garzón (“Verbitsky ante Garzón”, s/n). Este texto no hace sino corroborar lo que ya habían testificado los sobrevivientes en el Juicio a las juntas acerca de los vuelos de la muerte, y al mismo tiempo deja en evidencia, de manos de una confesión en primera persona, las atrocidades que se han perdonado en los noventa. Dice Verbitsky: “A partir de ahí dejó de haber dos relatos. Habían pasado veinte años del golpe y había una nueva generación que se acercaba al conocimiento de la realidad del país” (“Verbitsky por Verbitsky”, s/n). El texto surge no de una voluntad de confesión por parte de Scilingo, sino de un reclamo a los superiores, un cuestionamiento de las órdenes impartidas y por lo tanto obedecidas y una presunción de que esas acciones (es decir, esos crímenes) no debían ser consideradas crímenes. Scilingo reclama a la jerarquía militar haber aceptado el indulto, porque la lógica que yace en esa aceptación es la confirmación del crimen al que alude la condena que precede al indulto. Scilingo reclama que altos mandos hayan sido ascendidos cuando habían impartido órdenes delictivas. Sus reclamos defienden las jerarquías más bajas y se oponen a la teoría de los excesos de los oficiales de las Fuerzas Armadas que se manejó en el Juicio a las juntas (por parte de los defensores de militares acusados) para exculpar a los altos mandos. En la Argentina de los noventa, un texto como El vuelo puede denunciar estas tensiones internas de las Fuerzas Armadas justamente porque impera una

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cultura de la impunidad que hace posible esta confesión pública. Verbitsky hace un uso estratégico de lo testimonial para denunciar la política del perdón y el olvido que rige en los noventa llevándola hasta el límite: es posible confesar crímenes del calibre de los cometidos por Scilingo sin que esa confesión tenga un efecto en la justicia doméstica ni en la obligación del Estado respecto de las violaciones de los derechos humanos. Ya desde el comienzo se menciona que otros oficiales (Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías) se habían sentido “abandonados por la armada”, por lo cual deciden reconocer la tortura y los secuestros de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. Estos reconocimientos tienen que ver no sólo con hacer públicos los mecanismos de las Fuerzas Armadas, sino con el hecho de “justificar” a los oficiales de bajos mandos a través de la obediencia debida: “Dijo que no daría bajo ninguna circunstancia órdenes como las que obedeció y que ‘fueron equivocadas’ pero impartidas por ‘superiores’ que ahora son almirantes con acuerdo del Senado” (p. 15). Este testimonio expone el quiebre que ya se había producido en el proceso de redemocratización: su relato no cuestiona la impunidad, pero sí expone que la impunidad no concierne sólo al perdón de los crímenes, sino además al reconocimiento y la oficialización por parte del Estado democrático de los represores de la dictadura militar. Scilingo cuestiona la Ley de Obediencia Debida para hacer la apología de las órdenes recibidas y negarlas como crímenes. Lleva al extremo el discurso de la impunidad en dos sentidos: primero porque cuestiona a las leyes de impunidad la concepción de los crímenes como tales, y en segundo lugar, porque pone en escena la posibilidad de reconocer los crímenes en público e incluso cuestionarlos como tales en el marco de un Estado de derecho que hace caso omiso a esa criminalidad. Pero la violación de los derechos humanos como crimen de lesa humanidad va más allá de los límites nacionales. En 1997 el juez Baltasar Garzón en España ordena el arresto de Scilingo. Debemos recordar que la Audiencia Nacional española se declara competente para juzgar delitos de lesa humanidad cometidos fuera de su jurisdicción nacional, reclamando jurisdicción universal. La jurisdicción española tenía que ver no sólo con ciudadanos españoles víctimas de la represión, sino además con un decreto constitucional en el cual se establecía la competencia de las Cortes españolas para juzgar genocidio y violaciones de derechos humanos en cualquier lugar del mundo (Briscoe, s/n). Aunque después Scilingo niega sus declaraciones anteriores, su caso, que comienza en gran medida con la publicación del testimonio editado por Verbitsky, da cuenta de la importancia de ubicar las violaciones a los derechos hu-

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manos en un marco internacional. En 1999, y luego de la negación de Scilingo de los crímenes que había reconocido cometer, Verbitsky entrega a Garzón las grabaciones que comprueban la confesión del ex capitán de la Armada. Por lo tanto, estas grabaciones adquieren reconocimiento jurídico y funcionan como una prueba dentro de la causa que en España se llevaba contra Scilingo (“Horacio Verbitsky ante Garzón”, s/n). En abril de 2005 la Audiencia Nacional española condena a Scilingo a 640 años de prisión por delitos de lesa humanidad. Se incluye su participación en los vuelos de la muerte. Se trata de 30 penas de 21 años de cárcel por asesinato, más otros cinco años por detención ilegal y cinco más por torturas (Amnesty International, noticias, 19-04-05). La repercusión de El vuelo no puede pasarse por alto, porque si bien los testimonios literarios y periodísticos no pretenden tener una dimensión jurídica directa, la confesión de Scilingo como represor, sea en su instancia textual o mediática, tiene un impacto jurídico que podría haberse considerado impensable en la Argentina de Menem: es una confesión que surge justamente de la cultura de la impunidad y que termina en una condena por parte de la Audiencia Nacional en España. Cuando la Audiencia española se declara competente para juzgar los crímenes de lesa humanidad en Argentina, reclama su jurisdicción respecto de crímenes relacionados con la desaparición o tortura de ciudadanos españoles y, por otra parte, frente a crímenes de genocidio (y que son los que llevan la condena de Scilingo, por ejemplo). El puntapié inicial lo da el fiscal Carlos Castresana, que presenta en 1996 frente a la Audiencia Nacional de España el reclamo de competencia de los tribunales españoles para juzgar delitos de lesa humanidad en Argentina. El juez Baltasar Garzón admite la denuncia contra militares argentinos por genocidio y terrorismo. Es ahí donde tiene lugar una lucha que puede verse como un efecto de las leyes de indulto y de la ausencia total de reconocimiento de quienes fueron víctimas del terrorismo de Estado para dar testimonio sobre esos crímenes en Argentina.8

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Uno de los textos que probablemente mejor representa la lucha de los sobrevivientes por ser legitimados como testigos frente a la negación de los crímenes en Argentina (y en América Latina) es Sano Juicio: Baltasar Garzón, algunos sobrevivientes y la lucha contra la impunidad en Latinoamérica (2001), de Eduardo Anguita. Sano Juicio evidencia las luchas por dar testimonio en el escenario jurídico español, en el caso argentino, justamente a causa de la impunidad imperante a partir de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. En una de sus partes, el texto narra la presentación del caso a la Audiencia Nacional en 1996 y se centra en la actividad de los sobrevivientes para dar cauce a este pedido. Las reconstrucciones que se hacen en la Audiencia Nacional y que llevan al pedido de detención de Ricardo Cavallo en el año

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El vuelo no es un testimonio en un sentido estricto, puesto que no narra en primera persona los crímenes del terrorismo de Estado que sufrieron las víctimas en forma de secuestros, privación de libertad, torturas, tratos degradantes, etc., y sin embargo tiene una dimensión testimonial difícil de cuestionar. Documenta el crimen de la desaparición forzada a través del relato de un perpetrador, pero ejerciendo, como texto, la delegación inherente al testimonio sobre los desaparecidos en el sentido de que da testimonio precisamente de aquello que los desaparecidos no pueden testimoniar. Además, Verbitsky documenta el silenciamiento que se produce de los sobrevivientes y familiares en el marco de las leyes de impunidad y pone en escena (con un hacer pública una confesión en primera persona) la brecha existente entre verdad y justicia.

UN PARÉNTESIS: ACTORES TRANSNACIONALES EN LA LUCHA CONTRA LA IMPUNIDAD Cuando en el año 2002, España, Francia, Alemania y Suecia pidieron el arresto y la extradición de militares argentinos por crímenes de lesa humanidad, se reactivaron muchas de las discusiones sobre la soberanía y del derecho internacional y sus organizaciones transnacionales que se habían iniciado anteriormente. El arresto de Augusto Pinochet en 1998, así como el de Ricardo Cavallo en 2001, son dos instancias claves en la discusión acerca de la territorialidad y la jurisdicción a la hora de juzgar crímenes que son concebidos como violaciones a los derechos humanos. Los convenios internacionales impactaron no sólo el sistema legal interno, sino además los espacios en los cuales han tenido lugar los reclamos de justicia, porque es a través de sus cortes, audiencias y comités como los testigos (familiares y sobrevivientes de detención clandestina) dieron sus testimonios en los noventa, cuando esa posibilidad les había sido negada en Argentina.9 Son justamente estas diferentes instancias de la red internacional de derechos humanos las que

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2000, que ordenan la prisión de Leopoldo Galtieri en 1997 y la detención de cuarenta y ocho represores argentinos en 1998 están basadas en relatos de sobrevivientes. Ya en el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 1980 se da cuenta no sólo del relato de las denuncias y los testimonios de sobrevivientes, sino además de las respuestas del Estado. Escrito durante la dictadura militar argentina, este informe de la CIDH constituye una de las primeras referencias entre los delitos de la dictadura y el derecho internacional de los derechos humanos (http://www. cidh.oas.org/countryrep/Argentina80sp/indice.htm).

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dejan abierta la posibilidad de justicia y las que dan a los sobrevivientes y familiares espacios en los cuales ser reconocidos como testigos y en última instancia poder demandar a los estados el respeto de los convenios internacionales.10 La ratificación de los convenios internacionales, ya sea los que preceden a las dictaduras —como la Convención para la Prevención y la Sanción del De-

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Al considerar el camino que van tomando los derechos humanos en Argentina desde las ciencias políticas, Kathryn Sikkink (1993) pone en juego los actores transnacionales, tanto las ONG como las organizaciones internacionales y globales gubernamentales, y que rompen con el modelo establecido por la Corte Mundial donde la soberanía de cada estado es exclusiva (pp. 411-413). Las actividades internacionales para proteger los derechos humanos entran en conflicto con la noción tradicional de la soberanía. Esto tiene relación directa con el carácter transnacional de los derechos humanos, que, al mismo tiempo, deben ser garantizados por los estados nacionales. Cuando un estado reconoce la legitimidad de las regulaciones internacionales de los derechos humanos, los cambios deben traducirse en el derecho interno. Las violaciones severas de los derechos humanos no son ya una cuestión de jurisdicción doméstica, sino también de dominio transnacional (Sikkink, p. 415). Tal vez el caso más claro sea el de la Operación Cóndor, donde el carácter transnacional de las violaciones de derechos humanos llama a revisar la cuestión de la soberanía. Si una operación de inteligencia militar transnacional, como en el caso de la Operación Cóndor, tiene lugar en Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Bolivia, ¿cómo y dónde deben ser juzgados esos crímenes? Cuando Patrick McSherry toma como punto de partida los Archivos del Horror descubiertos en 1992 en Paraguay, donde abunda la documentación sobre el funcionamiento del Plan Cóndor, enfatiza el carácter transnacional de dicha operación (a lo cual se suma el financiamiento y la participación de la CIA y el FBI) y plantea la necesidad de repensar los derechos humanos dentro y fuera de la responsabilidad del Estado. McSherry subraya el hecho de que la Operación Cóndor fue un secreto de la Guerra Fría y que su gravedad sólo se hace más accesible en 1999. Los Archivos de Paraguay dan cuenta de pedidos oficiales para rastrear sospechosos de la embajada de los Estados Unidos, de la CIA y el FBI, así como pedidos que se hacen a las mismas entidades. En junio de 1999 el Departamento de Estado de los EE.UU. da a conocer miles de documentos desclasificados que muestran por primera vez que la CIA y el Departamento de Defensa tenían conocimiento del Plan Cóndor (McSherry, p. 145). Una de las preguntas que pueden plantearse es justamente, en el caso de una operación transnacional, quién es responsable de los crímenes de lesa humanidad. McSherry usa este ejemplo para enfatizar el carácter transnacional de los derechos humanos como respuesta al carácter transnacional de sus violaciones. Sin embargo, pese a la evidencia de operaciones como la Cóndor y de ratificaciones de convenciones de derechos humanos por parte de los estados firmantes, el carácter transnacional de la justicia en relación con crímenes de lesa humanidad es una afirmación paradójica porque está supeditada al derecho interno de las naciones que reclaman su jurisdicción respecto de los procesos judiciales.

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lito de Genocidio de 1948, la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad de 1968, que entra en vigencia en 1970 (ONU), o la Convención Americana de Derechos Humanos (1969), conocida como Pacto de San José— o los posteriores —como el caso de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 1984, que entra en vigencia en 1987, la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas (1994), o la Convención Internacional sobre la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, de las Naciones Unidas de 2006—, genera obligaciones por parte de los estados firmantes, que, en muchos casos, aceptan la jurisdicción de cortes internacionales, lo que genera un conflicto entre el derecho interno y el internacional. De esos conflictos surgen readaptaciones de la jurisprudencia.11 Como consecuencia de la ratificación de convenios internacionales dentro del paisaje judicial nacional, la justicia argentina debe reconocer la fuerza vinculante que existe con las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Montes, p. 137).12 La incorporación de los tratados internacionales de derechos humanos a la legislación interna genera también conflictos en relación con la jurisdicción nacional y con la autonomía provincial, donde emergen nuevas zonas de tensión entre la internalización del derecho tanto a nivel nacional como provincial. En un acercamiento al impacto de los tratados internacionales en el derecho interno, Víctor Abramovich hace hincapié en las tensiones que despierta la tarea de cumplir con compromisos del Estado con los tratados internacionales sin afec-

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Uno de los puntos más relevantes de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, que Argentina ratifica en 1956, es la definición del genocidio como “delito del derecho internacional contrario al espíritu y a los fines de las Naciones Unidas y que el mundo civilizado condena”. El rótulo de genocidio (cuestionado por muchos en el caso argentino) tuvo una importante incidencia en la articulación que hacia mediados de los noventa se hace frente a la Audiencia Nacional española, que reclama jurisdicción para juzgar crímenes que puedan tipificarse como genocidio o terrorismo. A la hora de repensar las definiciones legales de los crímenes de lesa humanidad que anteceden a la última dictadura militar, debemos recordar la convención que establece que los crímenes de guerra y de lesa humanidad son imprescriptibles, cualquiera sea la fecha en que se los haya cometido. Es importante notar en este caso que se trata de una convención anterior a la última dictadura militar y, por lo tanto, a la autoamnistía militar y a las leyes de impunidad. Para un análisis de los procesos de recepción en el ámbito del derecho interno de las normas internacionales y de las decisiones de los órganos de supervisión, tanto en el plano legal como en el jurídico, véase Montes 2009.

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tar a la autonomía de las provincias. Al mismo tiempo, Abramovich sostiene que fue clave la jurisprudencia de la Corte que asignó “carácter operativo” a los tratados, permitiendo así que los derechos establecidos en ellos pudieran exigirse directamente ante los tribunales, aun en ausencia de leyes (p. IV). Las decisiones de la Corte Interamericana, sostiene Abramovich, han de funcionar como una guía crucial para los tribunales a nivel doméstico. La globalización de la ley internacional en materia de derechos humanos tiene como efecto muchas veces la declaración inconstitucional de leyes domésticas por parte de la justicia nacional debido a la contradicción con tratados internacionales. Por lo tanto, es la interpretación de la cultura jurídica misma la que ya no es solamente nacional (ni provincial), sino que está afectada también por pautas interpretativas internacionales; por ejemplo, sigue Abramovich, si se piensa en las opiniones de la Comisión Interamericana y de la Corte Interamericana o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos como una importante fuente de interpretación. Entre 1986 y 2003, la historia de la impunidad argentina sigue marcada por una postulación del lazo democracia y derechos humanos que continúa vigente en prácticas culturales, artísticas y testimoniales asociadas a movimientos y organizaciones de derechos humanos y que intentan desmontar la legalización de la impunidad y la puesta en escena de un proceso de redemocratización condicionado por la ausencia de justicia. Sin las luchas de organizaciones y movimientos de derechos humanos no podría entenderse ni la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas (1994) ni la más reciente Convención Internacional sobre la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, de las Naciones Unidas, del año 2006. En ambos casos, la visibilidad de la desaparición concierne no sólo al mero reconocimiento simbólico, sino a la tipificación del crimen de la desaparición forzada de personas.13

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En la primera se define por primera vez la desaparición forzada en su artículo 2: “Para los efectos de la presente Convención, se considera desaparición forzada la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes”. Al mismo tiempo establece en el artículo 3 el carácter permanente de la desaparición forzada: “Dicho delito será considerado como continuado o permanente mientras no se establezca el destino o paradero de la víctima”.

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Si bien los tratados impactan la cultura jurídica y sus escenarios concretos, el efecto de las organizaciones y de los movimientos de derechos humanos en la articulación misma de los crímenes de lesa humanidad en el marco de la ley internacional tampoco puede ser dejado de lado. Hay un doble movimiento, nunca unidireccional y por lo tanto los planteos acerca de la jurisdicción de los crímenes de lesa humanidad quedan muchas veces en un terreno incierto. La cuestión más controversial en el marco internacional es el rol de las cortes internacionales, sobre todo en torno al eje de la jurisdicción de los crímenes de lesa humanidad.14

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El artículo 5 discute la extradición en relación con la desaparición forzada: “Los Estados Partes se comprometen a incluir el delito de desaparición forzada como susceptible de extradición en todo tratado de extradición que celebren entre sí en el futuro”. Los estados firmantes deben tipificar la desaparición forzada e “imponerle la pena apropiada que tenga en cuenta su extrema gravedad”. El artículo 8 establece: “No se admitirá la eximente de la obediencia debida a órdenes o instrucciones superiores que dispongan, autoricen o alienten la desaparición forzada. Toda persona que reciba tales órdenes tiene el derecho y el deber de no obedecerlas”. Mientras que el artículo 12 hace referencia al robo de bebés y a la obligación del Estado: “Los Estados Partes se prestarán recíproca cooperación en la búsqueda, identificación, localización y restitución de menores que hubieren sido trasladados a otro Estado o retenidos en éste, como consecuencia de la desaparición forzada de sus padres, tutores o guardadores”. La más reciente Convención Internacional define la desaparición forzada en términos similares al de la Convención Interamericana y hace un énfasis particular en el derecho a la verdad de los familiares de desaparecidos y en la justicia y restitución a las víctimas. Tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dependiente de la Organización de Estados Americanos (OEA) (que se establece en 1959 y entra en fuerza en 1979), como la Corte Interamericana son entidades del sistema interamericano para la protección y promoción de los derechos humanos en las Américas. La primera tiene su sede en Washington, DC, y desde el año 1965 la CIDH puede recibir denuncias sobre casos en los cuales se alegan violaciones a los derechos humanos. Su función es la de promover la defensa de los derechos humanos en los estados partes y hacer “recomendaciones a los Estados miembros de la OEA sobre la adopción de medidas para contribuir a promover y garantizar los derechos humanos”. Es la Comisión Interamericana la que “somete casos a la jurisdicción de la Corte Interamericana y actúa frente a la Corte en dichos litigios”. Al mismo tiempo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, establecida en 1978, como una institución judicial autónoma con sede en Costa Rica, ha declarado como obligaciones de los estados partes respetar los derechos y libertades que se establecen en la Convención y “garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la Convención a toda persona sujeta a su jurisdicción”. La jurisdicción de la Corte es

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TERCER MOMENTO: EN TORNO A LA JUSTICIA En julio de 1998 el juez federal Roberto Marquevich ordena la detención de Jorge Rafael Videla, por casos de secuestro y falsificación de la identidad de hijos de los desaparecidos, uno de los pocos delitos que no cubrían las leyes de impunidad (Meyer, p. 3). Videla permanece diez años en prisión domiciliaria (por tener más de setenta años) y recién en octubre de 2008 es trasladado a una cárcel militar. Más recientemente, en diciembre de 2010, es condenado a prisión perpetua por delitos de homicidio y crímenes contra la humanidad. Entre 1998 y la reciente condena de finales de 2010, la historia de la impunidad en Argentina comienza a desmontarse. En 2004, en la causa por el Plan Cóndor, se procesa a dieciocho ex militares (CELS, 2004: 50). Luego, cuando comienza a ponerse en duda la constitucionalidad de las leyes de impunidad, las causas empiezan a multiplicarse. En 2003 las leyes de Punto Final y Obediencia Debida son declaradas nulas y en 2005 son declaradas inválidas y anticonstitucionales (www.cels.org.ar). Otro de los hitos en la historia más reciente que termina en el desmantelamiento de las leyes de impunidad tiene lugar en el año 2003, cuando el juez federal Rodolfo Canicoba Corral ordena el arresto de treinta y nueve oficiales y un civil acusados de tortura y desaparición durante la dictadura militar. Un año más tarde, el juez Canicoba Corral se pronuncia contra la inconstitucionalidad del indulto y establece que “la facultad de indultar no se encuentra exenta del control de constitucionalidad por parte de los jueces” (CELS, 2004: 43). También jueces en las provincias de Entre Ríos y Santa Fe declararon la inconstitucionalidad del indulto en 2004. En el año 2007 la Cámara Federal argentina

entonces condicional: depende de que los estados hayan ratificado la Convención Americana y hayan aceptado la jurisdicción de la Corte Interamericana. Mientras la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reciben denuncias contra los estados, la Corte Penal Internacional afirma su jurisdicción sobre las personas. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que fue aprobado en 1998 y entró en vigor en 2002, enfatiza la responsabilidad de los estados de “ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales” (preámbulo), pero al mismo tiempo establece a la Corte Penal Internacional con sede en La Haya, como una “institución permanente” con la facultad de “ejercer su jurisdicción sobre personas respecto de los crímenes más graves de trascendencia internacional” (artículos 1 y 3). Establece la competencia de la Corte en materia del crimen de genocidio, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra.

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declara inconstitucionales los indultos concedidos por el ex presidente Carlos Menem a los jefes militares Jorge Videla y Emilio Massera, quienes habían sido condenados a cadena perpetua por los crímenes cometidos durante la dictadura militar (1973-1986). A partir del año 2003, cuando se reanudan los juicios que fueron detenidos por el proceso que se inicia con el Punto Final (como el caso del juicio de Julio Simón el turco Julián, Christian von Wermich, Miguel Etchecolatz, entre los casos más conocidos), los testigos vuelven a jugar un rol central en la escena jurídica nacional. Es en el juicio de Julio Simón, alias el turco Julián, en el que la Corte Suprema declara inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En 2006, se condena a Miguel Etchecolatz, ex director de investigaciones de la policía de la provincia de Buenos Aires, a prisión perpetua, por seis asesinatos y ochos secuestros y torturas. Etchecolatz había sido sentenciado anteriormente, pero se había amparado en la Ley de Obediencia Debida (Pertot, 2006: s/n). Durante el juicio desaparece uno de sus testigos claves, Julio López, un ex detenido desaparecido y querellante en la causa de Miguel Etchecolatz. Más recientemente, en marzo de 2010, fue presuntamente “asesinada” en un intento de robo la ex detenida-desaparecida Silvia Suppo, que había sido secuestrada en 1977 en la provincia de Santa Fe, y que estaba en ese preciso momento participando como testigo en causas relacionadas con tortura y privación ilegítima de la libertad, entre ellos contra el ex juez Víctor Brusa. El testimonio de Suppo estaba denunciando también los crímenes de género que habían tenido lugar en la experiencia de las mujeres detenidas, puesto que había sido torturada y violada y, luego de haber quedado embarazada como resultado de las violaciones sexuales, había sufrido un aborto en cautiverio.15 En el informe del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) de mayo de 2010 hay una referencia al número de imputados y al número de sentencias: de mil cuatrocientos sesenta y cuatro casos, tanto civiles como fuerzas de seguridad, acusados de crímenes vinculados con el terrorismo de Estado, solamente setenta y cinco imputados obtuvieron sentencia (CELS, 2010). Cito parte del informe: “Del total de imputados, 44% (649 personas) están procesados, pero sólo el 9% (59 personas) están siendo sometidos a juicio oral en la actualidad. En cuanto a la cantidad de causas, existen 321 en movimiento en todo el país, de las cuales 23 han finalizado la instancia de debate y 10 son juicios en curso,

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En diciembre de 2010 se elevó el expediente a la Justicia federal, para que el crimen sea tratado como un hecho de lesa humanidad (“El crimen de Suppo”, Página/12, 7 de diciembre de 2010).

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421 procesados permanecen detenidos con carácter preventivo. El resto, un total de 228, se encuentran en libertad. En estos días se está resolviendo la situación procesal de 37 imputados que han sido recientemente indagados por primera vez. Por otra parte, 230 imputados fallecieron mientras eran investigados y 18 fueron declarados incapaces” (CELS, 2010).16 En el informe anual el CELS se refiere, por una parte, a las “trabas por parte de algunos tribunales y dificultades logísticas irresueltas que demoran los juicios más allá de lo razonable”, pero al mismo tiempo destaca el inicio de debates en la ciudad de Buenos Aires y la apertura de juicios orales y públicos por crímenes cometidos en cinco centros clandestinos de detención (ESMA, Vesubio, Atlético, Banco y Olimpo en Buenos Aires), así como el inicio de juicios orales en las provincias de Formosa, Salta y Santa Fe. En el año 2011 comienzan a revertirse estas dificultades y demoras. En el informe del CELS de 2011 se indica que “diversos pronunciamientos públicos —en particular la declaración de los juicios como “política de Estado” adoptada de forma unánime por la Cámara de Diputados— han contribuido a robustecer la sustentabilidad política del proceso, cuya fortaleza se cuestionaba en el Informe anual 2010” (p. 29). En esta tercera etapa, dentro del escenario jurídico interno marcado por la lucha por la derogación de las leyes de impunidad y por la posterior apertura de nuevos juicios, dos aportes testimoniales resultan representativos de nuevos rumbos de la memoria y sus debates y de la apertura a nuevos significados y escenarios en la práctica testimonial. Uno de estos textos es el de Claudio Tamburrini, Pase libre (2002), que no sólo testimonia su detención ilegal y posterior fuga, sino que también reflexiona acerca de las interpretaciones a las que los sobrevivientes fueron sometidos a partir de sus testimonios y, por lo tanto, los sentidos que condicionan los gestos testimoniantes de los sobrevivientes, es decir, que completan la narrativa testimonial con la interpretación del presente sobre el pasado. Una de las más fuertes marcas interpretativas es la oposición héroe/traidor (que discutiré en más detalle en el próximo capítulo), contra la cual advierte Tamburrini desde las primeras páginas: “La historia que se cuenta en este libro no es una historia de héroes y villanos” (p. 9). Con ello establece la referencia que lo relaciona doblemente con la dictadura como textualidad de dicotomías, pero también con criterios testimoniales que se establecen a través de dicotomías entre traidores y traicionados. Agrega Tamburrini: “A diferen-

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El informe del año 2011 da cuenta de un salto cuantitativo en el numero de sentenciados: de 37 en 2009 a 119 en 2010 (CELS, 2011: 30).

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cia de las novelas fantasiosas, los hechos verídicos son protagonizados por seres humanos de carne y hueso, con sus virtudes y defectos, nunca por santos” (ibíd.). La verdad aquí (lo que el relato reclama de verídico) apunta al reverso de la narrativa heroica y se esgrime contra la necesidad de construir figuras sobrehumanas, y no sólo en torno de los sobrevivientes sino también en torno a los desaparecidos. ¿En qué consiste el acto de testimoniar a casi treinta años del secuestro y luego de haber presentado testimonio en el juicio que se hace a las juntas en 1985? El testimonio de Tamburrini no es sólo narrativo, sino que propone además una reflexión sobre la experiencia misma del secuestro, la detención y, en particular, la fuga. Su cautiverio dura cuatro meses, después de los cuales se fuga con otros tres detenidos. Se trata de una fuga ciertamente espectacular si se considera que, en medio de la lluvia, cuatro detenidos ahora libres corren desnudos por las proximidades de la Mansión Seré, auxiliados por algún vecino que les da ropa, perseguidos por helicópteros que vuelan cada vez más bajo y que iluminan la calle con sus focos. La búsqueda, sin embargo, se ve interrumpida por una tormenta eléctrica. Sólo entonces, “la fuga es irreversible”.17 En su testimonio, Tamburrini intenta corregir no ya la versión autoritaria de la dictadura militar, sino la de algunas interpretaciones de la misma transición democrática; por ejemplo, la que minimizaba los abusos de la aeronáutica pretendiendo que no usó los métodos salvajes que usaron el Ejército y la Marina. El texto, que expande la historia de la detención y la fuga que formó parte del Juicio a las juntas y que puede leerse en el Libro del diario del juicio, viene a desmontar cualquier intento de afirmar la completa eficacia de los campos de detención de la aeronáutica, puesto que propone representarlos a través de la historia de la fuga exitosa de cuatro detenidos desaparecidos del centro clandestino Atila o Mansión Seré, centro que deja de operar muy poco después de producida esta fuga. No sólo hay un contrapunto entre los discursos autoritarios y la narrativa testimonial (como podía pensarse del testimonio de Tamburrini en el marco de 1985), sino que el testimonio como género en permanente transformación propone una disputa con las interpretaciones que se vuelven oficiales como la del “Nunca más”, para poner en tela de juicio que la memoria pueda ser una cuestión cerrada en la posdictadura argentina.

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En el año 2000 se crea la Casa de la Memoria y de la Vida en la antigua Mansión Seré, que funcionó a veces, con el nombre de Atila, como centro clandestino de la Fuerza Aérea entre 1977 y 1978 en Morón.

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El testimonio, como narrativa intertextual, siempre reclama su derecho frente a otra narración que ha dejado la propia en una zona invisible e intenta, por una parte, desmontar el mito que representó a las Fuerzas Aéreas como incomparables con las otras fuerzas represoras, y por otra cuestiona desde un comienzo la narrativa del héroe y el traidor y, sobre todo, la del héroe desaparecido y el traidor sobreviviente, y lo hace justamente, como anticipa en las primeras páginas, como una defensa de lo humano frente a una situación límite. Al desmontar esta presunción oculta de interpretaciones sobre la desaparición y la supervivencia, el testimonio de Tamburrini es uno de los pocos textos que pone sobre la mesa un posible cuestionamiento de la heroicidad del desaparecido, no para negarla sino para afirmarla de otra manera y, sobre todo, para poner en duda el tácito acuerdo acerca de cómo se debe representar a los desaparecidos. Si bien esta representación sirvió como forma de homenaje a la memoria de quienes no podían dar su testimonio, es posible pensar que también sirvió para cancelar la historia de grises que habita los centros clandestinos y para condenar de antemano a todos los sobrevivientes por el simple hecho de haber sobrevivido. El texto de Tamburrini reniega de este tácito acuerdo y, sobre todo, de sus efectos en las herramientas que usamos para entender los secuestros, las desapariciones y la supervivencia. El relato del comienzo de su detención y en particular de las primeras sesiones de tortura gira en torno a un forzado diálogo con un ex compañero de secundaria, el Tano, que dio su nombre bajo tortura y que ha involucrado a Tamburrini (a quien no veía hacía años) para cubrir a compañeros de su organización. Sin embargo, la primera presentación del Tano, a través de la implicación de Tamburrini, no se resuelve sino hasta una confrontación que tiene lugar mucho tiempo después y está articulada mediante un cuestionamiento ético que sirve para reflexionar acerca de lo que, en la introducción, Tamburrini advierte que son los protagonistas: “Seres humanos reales, con sus angustias, sus temores, sus grandezas. Pero también con sus miserias, sus conflictos y rivalidades” (p. 10). La resolución del conflicto que surge a partir de esta “delación” no implica de ninguna forma una resolución, sino más bien una aceptación de la lógica incomprensible que habita el centro clandestino: “O uno se aguanta y no canta, o si no se la banca, delata a los verdaderos responsables. Pero en qué cabeza cabe traer a personas que no tienen nada que ver, ¿para tapar a tu gente?” (p. 92). Y sigue: El Tano despliega todo su arsenal ideológico para justificar su táctica delatoria. Su conducta había estado destinada a minimizar el daño. Los verdaderos implicados hubieran sufrido, seguramente, tormentos más severos que quienes no estaban comprometidos en actividades políticas de envergadura. Además, como se había comprobado en Atila, los perejiles eran rápidamente liberados (ibíd.).

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No se trata aquí solamente de la denuncia testimonial respecto de violaciones a los derechos humanos, sino además de la reflexión sobre esa estrecha zona de decisiones de los detenidos, en este caso, no apuntando a la delación en sí misma sino al dilema planteado por Tamburrini de la siguiente manera: “Existía no obstante un aspecto problemático en ese cálculo. El precio de la táctica del Tano había sido pagado por inocentes y no por quienes, por su propia voluntad, habían decidido correr el riesgo de ser capturados y torturados” (ibíd.). Frente a la duda: “¿Era en verdad tan canallesco someter a inocentes a un daño menor para salvar a los verdaderos responsables de una muerte segura?” (p. 93), la reconciliación del Tano y Tamburrini tiene lugar en medio de este dilema, que escapa a la dicotomía del héroe y del traidor. La posterior pregunta de Tamburrini acerca del destino de los compañeros que el Tano intentaba salvar desmonta en última instancia todo intento de construcción de una lógica comprensible: —Y tus compañeros de militancia zafaron, ¿no es cierto? […] —No, los boludos se confiaron, cuando los fueron a buscar estaban todavía en sus casas (ibíd.).

“Mi involuntario sacrificio había sido en vano”, agrega Tamburrini. Pase libre pone en juego la posibilidad misma de la pregunta por la ética bajo las condiciones de vida del cautiverio, y si por una parte subraya la necesidad de formularse preguntas desde la ética, por otra sugiere que muchas de las pautas que servían para re-construirse a sí mismo dentro de Atila estaban expuestas a un permanente fracaso. La posterior mención de la desaparición del Tano (p. 196) sirve para arrasar aún más con la lógica del traidor y el héroe. La rehumanización de los detenidos tiene lugar en este testimonio, justamente, a través de una puesta en escena de lo humano como contrapuesto a lo heroico. El discurso heroico está presente aunque cuestionado, no sólo en relación con la vida en el centro clandestino sino, además, en relación con la militancia política. En una de las discusiones de cinco detenidos (Tamburrini, Guillermo, el Gallego, el Vasco y el Tano) se abre una reflexión acerca del modelo de heroicidad que habitó la lógica revolucionaria, como una voluntad de protagonismo individual que dejaba de lado la otra voluntad de un nosotros colectivo, que quedaba así subordinada a la fantasía heroica y a un modelo protagónico sumamente individualista (p. 110). La deshumanización concierne a la marca indeleble de la experiencia del detenido, a los tratos degradantes, la violencia, las condiciones de vida y la constitución de subjetividades sometidas a la lógica completamente inentendible de la Mansión Seré. Sin embargo, la rehumanización no se propone en este texto como un intento de enfatizar lo heroico y desmontar, desde la lógica militante,

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la deshumanización como “quiebre” del traidor, sino como énfasis de la complejidad del sujeto detenido frente al extremo dolor, su razonamiento (exitoso o no), su reflexión sobre su propia experiencia, la toma de decisiones aún dentro de la escasa gama de posibilidades en juego: “Acciones abyectas y bajas” acompañadas de “impresionante actitudes de nobleza” (p. 10). Sin pretensión de ser una narración objetiva, el texto se presenta en cambio como una lectura, como un intento de reflexión por una parte y de reconstrucción por otra. Es aquí donde la rehumanización, entendida como derecho a salirse de la representación forzada del héroe y el traidor, entra en juego para marcar un nuevo momento en el cual el sobreviviente reclama, junto con la narración de una fuga espectacular, el derecho de narrar otras historias más acalladas de la trama del recuerdo, la de las conflictividades, resueltas e irresueltas, como parte de la experiencia concentracionaria. ¿Haber dado un nombre bajo tortura hace a una víctima del crimen de desaparición forzada menos víctima? ¿Qué tipo de homenaje se les rinde a los desaparecidos a través de narrativas que los condicionan como héroes en vez de como seres humanos? Y ¿por qué la heroicidad parece estar sometida a una dicotomía fácil con la cual se supone que se puede entender la lógica de la desaparición, como si la supervivencia hubiera sido comprada inevitablemente con la traición? ¿Hasta qué punto la cultura de la impunidad de la Argentina de los noventa no está condicionada por esta oposición binaria donde el sobreviviente, sospechoso de todo, no es admitido como testigo en una trama cultural que lo mira con reclamos? Y ¿qué cambios en definitiva son necesarios para el ingreso de voces e historias más disonantes que ejerciten su derecho a reclamar no tanto una defensa del sobreviviente desde el binarismo héroe/traidor, sino justamente desde su desmantelamiento? El desmontaje de la impunidad y los nuevos juicios apuntan a una nueva centralidad de los testigos en relación directa con la justicia. Implican además una apertura a nuevas zonas de la memoria y de la representación simbólica de la supervivencia y la desaparición. Dentro de este nuevo momento caracterizado por el inicio de numerosas causas, el rol de los testigos se ha redefinido en tanto testimonio jurídico. A partir de esa llamada oficial la reflexión sobre el testimonio toma otro giro, tanto en términos teóricos como en la especificidad misma de las narrativas de los testimoniantes. En el año 2001, en la antesala de la derogación de la leyes de impunidad y del reinicio de los juicios, la organización Memoria Abierta inicia la construcción del primer archivo oral de Argentina con testimonios de sobrevivientes de represión política durante la última dictadura militar. “El Archivo Oral produce testimonios referentes a la memoria del terrorismo de Estado en Argentina y a las diferentes acciones impulsadas

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por los organismos de Derechos Humanos y la sociedad civil en la búsqueda de Verdad y Justicia”.18 Este proyecto abre un nuevo espacio en el cual las memorias son narradas (qué se narra, para quién se narra) y donde el testimonio adquiere nuevas dimensiones. Los testimonios no jurídicos (sean literarios o documentales) tienen un lugar de privilegio a la hora de reconstruir el movimiento doble de la memoria. En el sitio oficial de Memoria Abierta leemos: Las entrevistas, en tanto contienen relatos y recuerdos de vivencias personales, ofrecen visiones de la historia no siempre presentes en los documentos escritos y constituyen un aporte fundamental para la documentación, el estudio y la interpretación de este proceso histórico. Los testimonios obtenidos forman parte de un archivo audiovisual abierto al público que puede ser consultado por investigadores, estudiantes e historiadores interesados en el estudio de aquel período (http://www. memoriaabierta.org.ar/).

Este énfasis en la existencia de nuevas narraciones da cuenta no ya de un intento de constituir un archivo de memorias capaz de contrarrestar la memoria oficial de la dictadura, sino de construir memorias que compiten y tal vez desafían los archivos que se producen en la democratización. Una de las características de los numerosos testimonios reunidos en el Archivo Oral (setencientas entrevistas en 2011) es que dan cuenta de la experiencia de las víctimas (ex detenidos, familiares, ex presos políticos) no sólo como víctimas, es decir, sin recortar su historia de militancia política. Las categorías a través de las cuales se clasifican los testimonios son variadas: familiares de detenidos-desaparecidos (madres, padres, abuelos de niños apropiados, esposos, hijos, hermanos, otros), sobrevivientes (ex detenidos-desaparecidos), ex presos políticos, ex militantes de organizaciones armadas, exiliados... Las preguntas de las entrevistas apuntan a hacer el recuento de la militancia y, por lo tanto, no borran la memoria anterior a la detención, sino que la incorporan al relato del archivo, para registrar una parte que desde el comienzo de la democratización había quedado afuera de la memoria. El detenido y el desaparecido recuperan así una dimensión política que da claras señales de ese viraje de la narrativa testimonial que acompaña (y probablemente incita) al proceso que termina en la derogación de las leyes de impunidad y el cuestionamiento de los “dos demonios”. Pero tampoco las preguntas que guían los testimonios apuntan sólo a la narración de la militancia, sino

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Remito al sitio de la organización Memoria Abierta: http://www.memoriaabierta. org.ar/

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además a la supervivencia que viene después de la experiencia de detención clandestina o prisión política, y enfatiza, sobre todo, la reflexión acerca del pasado, el presente, el ser testigos y el dar testimonio. En muchos de los casos los testimonios pertenecen a quienes ya, en una instancia o en muchas, habían contado su experiencia. Las duraciones de las entrevistas son variadas, algunos testimonios duran varias horas y en ellos se recorre una historia de vida, alejada de la urgencia que el testimonio tuvo en los primeros años de democracia y sin los recortes que los caracterizaron, en cuanto a los temas, por una parte, y al enfoque en hechos más que en reflexiones, por otra. Los testimonios del Archivo Oral cuentan historias variadas, siguen los caminos de diferentes posibles narrativas y reflexionan sobre el mismo acto (repetido) de ofrecer un relato, de narrar y de volver a narrar. Se trata, en definitiva, como bien sugiere el nombre de la organización, de una memoria abierta a las transformaciones y las reconstrucciones que acompañan los vestigios y las huellas. Son testimonios fijados por una cámara que los registra en el día o los días en que tiene lugar la narración, y que dan cuenta, especialmente, de la relación entre memoria y narración. Se presentan como archivos en la medida en que quieren quedar registrados. Al mismo tiempo, se va produciendo una resignificación del rol del testimonio y de la figura de los sobrevivientes y testigos. Lo que reconstruye el proyecto es una trama de voces que narran y de una presencia que da cuenta, en el caso de los sobrevivientes, de una re-aparición, de un estatus de existencia que, desde el presente de la toma del video, representa un pasado recuperado como narrativa desde lo vivencial. Recupera y enfatiza al testimonio como historia del vida, y al mismo tiempo, de vida política, de voluntad colectiva y de una narración que no sólo se hace en nombre de los desaparecidos, sino que viene a dar cuenta también del nombre propio con el que los que sobrevivieron dan ahora sentido a las diferentes experiencias narradas. No son sólo testigos en un sentido jurídico, sino que además reconstruyen memorias y dan cuenta de las tensiones entre las memorias de la militancia y las de la supervivencia, para incluir el pasado anterior al secuestro y al cautiverio y el pasado que sigue a la liberación. Los nuevos juicios y los nuevos debates sobre la memoria y el testimonio dan cuenta de la vigencia de lo testimonial hoy en Argentina y no sólo en su primera articulación a través del eje de los derechos humanos, sino además, y muy especialmente, en la lucha contra la impunidad.19 Es aquí donde no puede

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“De acuerdo con los registros del CELS a agosto de 2010, un total de 1.576 personas, entre civiles y personal de las fuerzas armadas y de seguridad, están o estuvieron

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desconocerse el rol de los sobrevivientes no sólo en la rearticulación simbólica de la justicia y la democracia, sino también en la lucha contra la impunidad a nivel jurídico. La condena de Videla en diciembre de 2010 a prisión perpetua y en cárcel común, así como la de Menéndez y otros veintiún represores, puede resumir esa vigencia incontestable, que tuvo lugar veinticinco años después del Juicio a las juntas.

involucradas en causas vinculadas con el terrorismo de Estado.” (http://www.cels. org.ar/comunicacion/?info=detalleDoc&ids=4&lang=es&ss=46&idc=1246) 

III Fugas: la ESMA y sus fronteras

Cuando en el año 2004 se aprueba el proyecto de transformación de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, se oficializa la política de la memoria tras los años de impunidad que caracterizaron la posdictadura luego del Juicio a las juntas. El edificio de la Avenida del Libertador 8151-8461, uno de los más incontestables símbolos del terrorismo de Estado, se abre al público en 2007. También desde el año 2007 el Archivo Nacional de la Memoria, creado en 2003, funciona en el Espacio para la Memoria. Probablemente la ESMA es el centro de detención sobre el cual se ha producido una reconstrucción más minuciosa debido al número de sobrevivientes que dieron sus testimonios. Si durante la dictadura albergó aproximadamente a 5.000 detenidos, la ex ESMA hoy representa un espacio de memoria monumentalizada, por una parte, y en construcción y cambio, por otra. Esta transformación (que no deja de presentar conflictos, para muchos) no implica un debilitamiento de la justicia como queda evidenciado en la Causa ESMA, cuyo juicio oral comienza en el año 2009 y concierne a muchas investigaciones iniciadas en los ochenta e interrumpidas por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, así como afecta a la desaparición de las madres fundadoras de Plaza de Mayo Esther Ballestrino de Careaga, María Ponce de Bianco y Azucena Villaflor de De Vincenti, a la desaparición de las monjas francesas y al secuestro y la desaparición de Rodolfo Walsh. El 26 de octubre de 2011 se da la sentencia en este primer juicio a los represores de la ESMA, donde se condena a dieciocho represores, doce de ellos a cadena perpetua (entre los cuales están Alfredo Astiz, Ricardo Cavallo y Jorge Acosta).1 Con estas sentencias se inaugura un nuevo momento dentro de las luchas por los derechos humanos en Argentina y queda afirmada la estrecha e inevitable relación entre memoria histórica y derechos fundamentales.

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Los documentos pueden consultarse en la sección Causa Judicial ESMA en el sitio del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales): http://www.cels.org.ar/esma/judicial.html.

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Las narraciones que van dando a conocer el funcionamiento de la ESMA (primero como acto de denuncia testimoniante, luego como insistente testimonio que abre zonas canceladas al ejercicio narrativo y que finalmente se consuma en el pasaje simbólico de la ESMA como centro clandestino a la ex ESMA como espacio de memoria oficial) documentan la voluntad testimoniante que saca a la luz las desapariciones y torturas, por una parte, y la práctica de la vida cotidiana, por otra. Ubicado afuera del estado de ley, pero como una exclusión inclusiva a ese estado de ley, dice Agamben, el centro clandestino es productor, a través de la repetición performativa, de prácticas de terror, de sujetos que dejan de ser tales para entrar en la categoría de abyectos en un afuera constitutivo de la subjetividad.2 Tanto pensada como espacio de memoria como recordada como espacio del horror, la ESMA es uno de los lugares centrales de la memoria y del duelo. Desde los más tempranos proyectos testimoniales que dieron cuenta de su existencia, como Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso, hasta más recientes intentos de representar las transformaciones de la memoria en torno a ella, como el acercamiento de Marcelo Brodsky en Memoria en construcción, intentan aproximarse a este espacio de horror y a su anclaje inevitable de la memoria. Tomo la fuga como eje de acercamiento a la ex ESMA porque las dos representaciones arriba mencionadas, que considero paradigmáticas del gesto de “hacer visible” a la ESMA, se centran en fugas que burlan su poder absoluto y arrasador: la fuga de detenidos, la fuga de información, de documentos, de fotografías, o la fuga de los sentidos en el proceso de rediseño de la ex ESMA. En la exploración de esa fuga reside la posibilidad de pensar una serie de umbrales que transita el testimonio. El umbral entre lo jurídico y su excepción, como sugiere Agamben para la vida en los campos de concentración. Y me refiero aquí a la legalidad (o lo que queda de ella) que hace posible

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El concepto de afuera constitutivo —usado por Ernesto Laclau (1990) y por Judith Butler (1993), como espacio del enemigo (excluido pero siempre ahí) que requiere la construcción del nosotros— implica entonces (y sigo aquí a Judith Butler) la existencia no sólo de dos espacios separados dentro de la trama social (un espacio permitido y uno abyecto), sino de un espacio continuo donde los sujetos que quedan afuera de ciertas normas de vigilancia (Butler discute primariamente las normas de la sexualidad, pero también puede pensarse este acercamiento en relación con otras formas de normativizar la subjetividad) no están desconectados del dominio de lo permitido o aceptado, sino que funcionan, productivamente, como un afuera constitutivo de la subjetividad. Recordemos que lo abyecto, para Butler, concierne a “zonas invivibles e inhabitables de la vida social” que se caracterizan por alojar a quienes “no gozan de la condición de sujeto, pero cuya existencia bajo el signo ‘inhabitable’ es requerida para circunscribir el dominio del sujeto” (Bodies that Matter, p. 4).

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que un detenido-desaparecido recupere su identidad legal para transformarse en sobreviviente y testigo. Y no me refiero sólo a los mecanismos desaparecedores y a quienes dentro de los centros clandestinos se postulan como dueños de la vida y la muerte, sino a las luchas de los detenidos-desaparecidos por su propia identidad, en el reverso de la lógica de la desaparición, en sus puntos de fuga, en los umbrales de la abyección y la subjetividad, de la interioridad del centro clandestino (como espacio de excepción) y su exterioridad (como afuera, como espacio visible y como lugar en el cual se harán posibles las denuncias). Cuando Giorgio Agamben intenta responder a la pregunta “qué es un Campo”, no tanto en una búsqueda de definición como en un intento de localizarlo respecto de las estructuras jurídicas existentes, dice: “Lo que sucedió en los campos excede el concepto jurídico de crimen hasta un punto tal que la estructura político-jurídica específica dentro de la cual esos eventos ocurrieron simplemente nunca ha sido examinada” (Means without End, p. 37, la traducción es mía).3 Agamben ubica al campo de concentración en un espacio exterior al estado legal normal para pensarlo como una suspensión, una excepción (p. 39). Es este atributo de suspensión (el campo como espacio mismo de excepción) el que posibilita que ocurra cualquier cosa dentro de sus confines (imaginable o inimaginable), puesto que se trata de una “zona de indistinción entre el afuera y el adentro, la excepción y la regla, lo lícito y lo ilícito, en la cual toda la protección jurídica había desaparecido” (pp. 40-41, la traducción es mía).4 Siguiendo aquí a Hannah Arendt, Agamben insiste en el hecho de que dentro del campo de concentración el sujeto ha perdido todos sus derechos, hasta el punto de que cualquier acción cometida en su contra, dentro de esta “legalidad ilegal” del interior del campo, no se percibe como un crimen. Arendt piensa esa suspensión de la legalidad como una negación del derecho a tener derechos, no sólo los derechos legales sino, sobre todo, los derechos de pertenecer a una comunidad, lo cual es el primer paso de la inserción legal de un individuo (Origins, pp. 296-297).5

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Doy la cita en inglés: “What happened in the camps exceeds the juridical concept of crime to such an extent that the specific political-juridical structure within which those events took place has often been left simply unexamined”. Doy la cita textual en inglés: “The people who entered the camp moved about in a zone of indistinction between the outside and the inside, the exception and the rule, the licit and the illicit, in which every juridical protection had disappeared”. Dice Arendt: “We became aware of the existence of a right to have rights (and that means to live in a framework where one is judged by one’s actions and opinions) and the right to belong to some kind of organized community”.

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La legalidad existe como contracara de la suspensión de esa legalidad, de su negación. De ahí que Agamben hable de una exclusión inclusiva: la exterioridad del campo se define a través de la negación del interior del campo, es decir, se trata de una exterioridad constitutiva. La excepción en Agamben “incluye algo a través de la exclusión”; por lo tanto, no puede entenderse sin la legalidad que suspende. Arendt, por su parte, piensa en el campo de concentración, pero sobre todo en la sociedad regida por el totalitarismo y con ello piensa no tanto en la ilegalidad sino en el juego (macabro) entre ilegalidad y legitimación. El acercamiento de Arendt propone preguntas acerca no tanto de la legalidad o de la ilegalidad del campo y su relación con la sociedad totalitaria, sino de la epistemología que subyace en el totalitarismo y que afecta a las formas de pensar las mismas estructuras jurídicas. El gobierno totalitario, sostiene Arendt, suspende la epistemología occidental y con ella la posibilidad de pensar la oposición entre legalidad e ilegalidad. El gobierno totalitario, dice Arendt, no tiene ley (está afuera de la ley), pero no es arbitrario porque tiene reglas que obedecen a una lógica interna y, sobre todo, porque siempre busca su legitimación y se termina autolegitimando (Essays on Understanding, pp. 339-340). Desde el comienzo de Poder y desaparición, queda claro que Pilar Calveiro se acerca a los centros clandestinos a través de una relación especular con la sociedad. Los centros clandestinos no están entendidos como un afuera del Estado de derecho sino, al contrario, como la contracara (oculta, si se quiere) del poder visible del régimen que “muestra y esconde y se revela a sí mismo tanto en lo que exhibe como en lo que oculta” (p. 25). Las subjetividades que genera el Estado terrorista en Argentina dependen del espacio abyecto y amenazante de la otredad radical que existe en los centros clandestinos y de la violencia ejercida contra la misma. El centro clandestino, como exclusión inclusiva (Agamben), quedó localizado en el seno de la sociedad totalitaria. Aunque no se reconocía su existencia, estaba presente (escondido o no), así como quienes lo habitaban, aunque el Estado terrorista los negaba bajo el rótulo de la desaparición. Y pienso aquí en el término desaparición cuando no estaba todavía inscripto como crimen contra la humanidad, sino cuando era usado por el Estado para desentenderse de su responsabilidad en los crímenes. En los dos textos que discuto en este capítulo, los umbrales conciernen también a zonas de disputa por la interpretación —sobre la experiencia de la detención-desaparición, sobre el despedazamiento de la representación misma dentro de la ESMA, sobre los intentos de resignificar la subjetividad, sobre los límites de la ESMA y en especial sobre sus fracasos—. En el caso de Bonasso, que narra la fuga literal de su protagonista, se usa la dicotomía traidor/héroe

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para cruzar un umbral casi impensable: afirmar la posibilidad de ser héroe dentro de la ESMA (y de sobrevivir) y con eso empezar a traspasar sus límites, es decir, transformarlos en una zona de pasaje que culminará con la fuga literal: la redefinición de la propia identidad a través de la heroicidad que le permite escapar de la deshumanización de la tortura y los tratos degradantes. En el caso del texto de Brodsky se traspasan los límites de la ESMA desde su rediseño y su resignificación, y se los transforma primero en umbrales por donde se fugan las fotos mencionadas al comienzo del texto y luego en umbrales que invitan a reconstruir la zona de pasaje que ha de transformar a la ESMA en ex ESMA (nuevo punto de fuga, ahora en el presente). En ambos casos (Bonasso y Brodsky), la fuga es el eje, es lo que permite que el límite, o la frontera se transforme en umbral. Esa transformación en ambos textos se da, de formas diferentes, como una fuga de significaciones: en Bonasso está representada por la fuga de un militante montonero, en Brodsky por las fugas de las fotos. Pero la fuga es el eje que sostiene la reflexión sobre la supervivencia y, en particular, sobre cómo significarla. Es ahí donde entran en juego dos dicotomías diferentes: la dicotomía héroe/delator en Bonasso, porque es a través de ella como el personaje central se redefine imaginariamente como militante político justamente en ese espacio que lo reducía a la corporalidad abyecta y desechable (es decir, de quien no goza del estatus de “sujeto”). Como forma de resistencia a la corporalidad paralizante de los centros clandestinos, la capacidad de imaginarse más allá del cuerpo, como sujeto, en primer lugar, y como sujeto aún ligado a la organización Montoneros, en segundo lugar, es la batalla más importante del texto y la primera fuga. En el caso de Brodsky, y a través de la dicotomía mostrar frente a reflexionar, se pone en escena una nueva tarea de construcción de memorias (diferentes y al mismo tiempo colectivas) que también se centran en una resistencia a la corporalidad (anclada en la acción de exhibir o mostrar los horrores) y en la reflexión sobre los mismos, así como en la redefinición de los contornos del que fue centro clandestino del pasado en espacio presente de memoria.

IDENTIDADES Y FUGAS HEROICAS EN EL MARCO DE LA TRAICIÓN La fuga de un detenido es el testimonio de un fracaso: el del totalitarismo justamente al mostrarlo desde su reverso, desde lo que no pudo controlar. Las fugas pueden ser literales (el detenido que escapa) y metafóricas (el escape de la representación como detenido), pero al tratarse del texto de Miguel Bonasso (cuya primera edición es de 1984, es decir, justamente en la transición democrática)

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se articula alrededor de una heroicidad que sirve como punto de fuga frente al borramiento de la identidad que implica la experiencia de la detención-desaparición y que anticipa o reduplica la otra fuga que viene a relatar el texto: la fuga de la ESMA. Como sostiene Longoni, se trata de un texto pionero en tanto da a conocer detalles de la represión ilegal en la ESMA que se anticipan a los testimonios de la CONADEP o al Juicio a las juntas.6 Se trata además de un texto que responde a la avidez, dice Longoni, de un mercado literario que da un vuelco hacia el “género no ficción” (el texto se agota en un par de semanas y vende un total de doscientos mil ejemplares) (Longoni, pp. 50-51).7 Por una parte, Recuerdo de la muerte es el primer texto en denunciar las atrocidades vividas en la ESMA; muchos de sus pasajes testimoniales e interpretativos “fueron usados tanto por la defensa como por la fiscalía —indudablemente con lecturas distintas— en los juicios a la última dictadura militar” (Russo, 1998: s/n). Su protagonista, Jaime Dri, hace públicas sus experiencias como detenido desparecido (secuestrado en Uruguay, luego trasladado a la ESMA, luego a la Quinta de Funes, a la escuela Magnasco y la Intermedia y más tarde nuevamente a la ESMA, de donde se fuga), primero en una conferencia de prensa poco después de su fuga, luego en Recuerdo de la muerte y más tarde en sucesivos testimonios que llegan hasta los más recientes juicios.8 Por otra

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Es relevante mencionar también el testimonio del periodista Jacobo Timerman, secuestrado en 1977 y detenido en la Dirección de Inteligencia de la Policía de Buenos Aires (DIPBA) por seis meses. Desde el exilio Timerman comienza a denunciar las violaciones a los derechos humanos en los centros clandestinos. Su testimonio Prisioner without a Name, Cell without a Number (London: Weidenfeld and Nicolson, 1981; Nueva York: Random House, 1981; trad. esp., Prisionero sin nombre, celda sin número, Barcelona: El Cid, 1982) es uno de los más conocidos y ciertamente un relato pionero en cuanto da a conocer su secuestro y la tortura a la que fue sometido. Uno de los aspectos centrales del acercamiento de Longoni a Recuerdo de la muerte pasa por la discusión del texto y su dimensión ficcional o testimonial, encrucijada que para Longoni no parece ser tal porque el texto, pese a que pueda existir un pacto de lectura ambiguo, requiere “lectores suficientemente informados que se introducen en su versión ficcionalizada de lo ocurrido en los campos de concentración argentinos en términos en que se lee un testimonio” (p. 66). Por otra parte, la participación de Dri en denuncias y como testimoniante en el escenario jurídico resulta en un reclamo de verdad, así como la urgencia que tiene, desde incluso antes del informe de la CONADEP, la lucha por la justicia. Muy recientemente, Jaime Dri dio testimonio por videoconferencia (desde Panamá) en el juicio oral y público contra seis represores por delitos de sustracción de menores, en el caso del hijo de Raquel Negro y Tulio Valenzuela. Su labor como testigo

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parte, el texto produce una yuxtaposición (y por lo tanto un doblez) entre su innegable dimensión testimonial y estrategias narrativas de ficción que, si bien transforman el texto en una novela testimonial, no necesariamente apuntan a enfatizar el carácter ficcional de lo narrado, sino más bien las estrategias que permiten indagar las posibilidades de reconstrucción de una historia y, sobre todo, de una subjetividad sobreviviente. El texto comienza con la imagen de Manuel siguiendo instrucciones del Tigre Acosta en Roma. El objetivo es asesinar al personaje principal, el Pelado. Éste logra burlarlos, “por segunda vez”. La novela testimonial de Bonasso narra la primera burla: la fuga del Pelado, el dirigente sindical, diputado peronista y militante montonero Jaime Dri, de la Escuela de Mecánica de la Armada en 1978. Desde un comienzo el relato enfatiza la militancia montonera, su dimensión política, simbólica y militar, su demolición, las traiciones que la atraviesan y sus burlas al poder represivo militar. El comienzo en Roma ubica la narración en la distancia de los centros clandestinos por los que pasa Dri y, al mismo tiempo, en sus tentáculos afuera de sus fronteras. Se trata de un texto que, como novela, se trama como un montaje de testimonios y segmentos novelados donde se narra la fuga y, por lo tanto, la derrota de la ESMA frente a un militante montonero. La novela testimonial de Bonasso ficcionaliza los diálogos de los torturadores y las víctimas en la sala de tortura, construye la tensión narrativa a través del avance de la acción (que, claro está, llega a su clímax con la fuga de Dri). En todo caso, la pose de ficción que habita el texto es también suspendida por marcas testimoniales donde citas de su entrevista a Dri irrumpen en el relato del narrador y reencauzan la narración hacia lo documental. La dimensión testimonial del texto da cuenta de la necesidad de reconstrucción significativa de la experiencia concentracionaria. Y aquí entra en consideración otra cuestión respecto del testimonio y la ficción: en Recuerdo de la muerte entrevistas y documentos (el material testimonial del relato) se entremezclan con la ficcionalización dada por la reconstrucción imaginativa tanto de monólogos interiores como de diálogos entre detenidos y entre éstos y sus represores. David William Foster insiste en el carácter de novela de este texto como una característica problemática, “tanto su rasgo central como su principal problema retórico” (“it is both its main characteristic and its central rhetorical problem” (p. 21). Por una parte, si se piensa en este texto en el

comienza en 1978 en una conferencia de prensa en París, donde denuncia, en plena dictadura militar, las violaciones a los derechos humanos cometidas en los centros clandestinos donde estuvo secuestrado.

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marco de los testimonios recogidos por la CONADEP y luego publicados en el Nunca Más, el carácter ficcional de esta novela es, por contraste, su aspecto determinante. Y es justamente ése el aspecto que permite al texto no sólo narrar y denunciar, sino además reflexionar sobre cuestiones que el informe de la CONADEP no iría a desarrollar. La forma novelada permite espacios de reflexión que escapan a la expectativa testimonial (marcadamente orientada a la denuncia en los ochenta), si pensamos tanto en el informe de la CONADEP como en el testimonio público que hace Dri en Francia. Estas reflexiones giran en especial en torno al testimonio como espacio de proyección identitaria, es decir, como un espacio en el cual, por una parte, se narra el proceso de desmantelamiento de la identidad militante pero, simultáneamente, se narra la lucha por la reconstrucción de la subjetividad política aun dentro del centro clandestino: La capucha y las vendas constituyen una precaución de los torturadores: los protegen de la mirada de la víctima. Pero cumplen otra función: encierran a la víctima en sí misma. El mundo entero ha quedado en tinieblas. Más allá de la tela basta y grasienta que cubre el rostro hay un universo de amenazas. No están allí los compañeros, la familia, los amigos. La capucha ha suprimido toda historia y todo porvenir. Es un negro presente de soledad y desamparo (p. 44).

La capucha como imagen de corte brusco con el mundo circundante y como supresión de la identidad militante, afectiva y humana del detenido se resignifica en la narración de Dri como el punto de partida de la reflexión, de la mirada hacia adentro, de la búsqueda de los mundos que logran fugarse de las pautas del mundo concentracionario para encontrar en las pautas de la militancia política el espacio que permite reconstituir una identidad nunca del todo perdida ni aislada ni clausurada. Cuando Pilar Calveiro se refiere a una de las ceremonias iniciales del centro clandestino, plantea un proceso de deshumanización que tiene lugar justamente a partir de la supresión de identidad del detenido en el pasaje traumático de la subjetividad del militante hacia la del detenido-desaparecido, donde el estatus de lo humano está en juego a través de un desconocimiento de su humanidad y de un desmoronamiento de su identidad a través de la práctica sistemática de la tortura. Bonasso da cuenta de la reflexión que acompaña la posible demolición del detenido o su resistencia como una disyuntiva identitaria. La pregunta del secuestrado está planteada de la siguiente manera: “Si va a salir de la prueba siendo el mismo de antes o si va a convertirse en traidor” (p. 44). Ser el mismo de antes implica aquí mantener la identidad militante y en ese dilema (militante o traidor) se debate su resistencia. Del

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otro lado de esta identidad está la pérdida (entendida como traición). Se trata de un sistema netamente binario, donde la resistencia está entendida a través del eje héroe-traidor y, por lo tanto, de una disyuntiva problemática no sólo por la ausencia de zonas grises, sino además porque la coerción no es tomada en consideración dentro la lógica de heroicidad propuesta. Es a partir de este eje como se representa a los detenidos en la ESMA. El texto de Bonasso gira en torno a esta dicotomía. Es preciso aclarar que no propongo una crítica del texto de Bonasso desde los problemas que representa la afirmación masculinista y jerárquica de la identificación heroica, aun cuando el eje de lo heroico en esta dicotomía pueda ser entendido como un aspecto cuestionable y hasta deshumanizante de la experiencia de los detenidos-desaparecidos. Me acerco al texto, en cambio, a partir del uso estratégico que hace de la heroicidad como punto de fuga de la demolición militante y como un ejercicio de interpretación (que refuerza la mente frente al cuerpo) en el marco de la vida bruta y de la reducción a la corporalidad. En un espacio donde la representación intenta ser destrozada, la afirmación del relato heroico (por más problemático y falocéntrico que sea) permite el ingreso de las representaciones del afuera (la organización Montoneros) en el entramado del adentro y, por lo tanto, da cuenta del fracaso del centro clandestino al intentar ser el único mundo para el detenido.9

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En el próximo capítulo discutiré cuestiones de género en relación incluso con la dicotomía héroe/traidor. Desde una lectura de género, el espacio de la heroicidad privilegiada tiene un claro sello de masculinidad, mientras que las expresiones “femeninas” se distribuyen, como sugiere Longoni, entre la traición política (reservada a hombres débiles y que, por lo tanto, ocupan un espacio femenino comparado con el espacio masculino de la heroicidad militante) o sexual (reservada a las mujeres que son entendidas dentro de esta distribución de significados, sugiere Longoni, como ‘putas traidoras’). No creo que sea posible negar la fuerte carga de género sexual de estas representaciones, que obedecen a modelos fálicos de la heroicidad, aun cuando hay relatos sobre mujeres que también hacen este hincapié (puede verse, por ejemplo, en la narración en torno a Norma Arrostito). Sin embargo, no me interesa cargar las tintas sobre el modelo heroico masculinista propuesto en este texto, porque intento acercarme a esa dicotomía que maneja Bonasso como el primer punto de fuga en la pregunta acerca de cómo narrar la ESMA y la Quinta de Funes, un punto de fuga que consiste en la supervivencia o incluso la posible rearticulación del discurso de la militancia política (con sus jerarquías, sus individualismos, sus problemas y sus errores incluidos) en un espacio que es usualmente representado a través de la corporalidad y no de la disputa política. La fórmula es, sin duda, individualista, como también lo era la individuación de ciertos grupos selectos de militantes que ocupaban

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La heroicidad en el texto es un punto de fuga no tanto de la traición sino de la recuperación de una dignidad diezmada a través de la experiencia del centro clandestino. Esta dicotomía heroicidad frente a traición es una marca que habita muchos de los testimonios y que pone en juego la existencia de otro umbral, borroso y habitado de fantasmas: el de la alucinación. Sigo aquí a dos psicoanalistas uruguayos, Marcelo y Maren Viñar, que estudiaron casos de ex presos políticos cuyas narraciones enfatizaban la queja de traición asociada a la supervivencia y la de la heroicidad asociada a la desaparición. La propuesta de los Viñar consiste en sugerir que no hay una opción lúcida del sujeto que se quiebra (y enfatizan que esa supuesta “traición” tiene lugar en un sujeto que ya no es tal, sino una subjetividad demolida).10 Es la alucinación, afirman, el espacio en el que “cada cual preservará o claudicará sus valores éticos” (p. 63). Los Viñar reflexionan acerca del quiebre del sujeto a través de la tortura y proponen que lo que se quiebra es justamente el vínculo de ese sujeto con el mundo exterior (y el mundo interior que significa ese mundo exterior). Lo que hay en juego en el héroe es una proyección imaginaria (anclada en una alucinación) que puede ser recreada a partir de su relación con la militancia política. Por el contrario, el “traidor” (que por supuesto para los Viñar no es tal) no puede recrear esa relación imaginaria y se somete al discurso del torturador, en una suerte de dependencia con él.11

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las jerarquías de poder dentro de las organizaciones. Por otra parte, para hacer una crítica de género a la heroicidad militante sería esclarecedor repensar los modelos de heroicidad masculina que propone Hélène Cixous en su famosísima discusión sobre la Risa de Medusa, donde pone a dialogar los dos modelos heroicos de la Iliada y la Odisea para tomar partido por el héroe más femenino de los dos, Aquiles, el héroe bisexual que se atreve a cuestionar el poder y a ponerlo en jaque, como una fuerza desestructurante que contrasta con el modelo de Odiseo y sus victoriosas tretas que responden a un relato heroico masculino, más tradicional y, por lo tanto, más conservador del orden político y patriarcal. Cito a Viñar: “El orden del mundo que trasmitía el oficial calaba en su carne. Lo otro, lo de antes, se esfumaba. Lo inmediato y patente era que había dos categorías de hombre: unos estaban limpios, su risa denotaba que estaban vivos, sus voces y sus gestos mostraban que eran seguros. Y en cada acto cotidiano —como el baño, la comida o el reposo— tenían el poder de dar o de quitar. Los otros eran sucios y malolientes, reptaban gimiendo en las pocilgas. Sus voces ya no expresaban contenidos discernibles, sólo la monótona reiteración de gritos de dolor y algún insulto de rabia. Unos eran el triunfo, otros el derrumbe” (p. 35). Los Viñar usan dos “casos” en su argumentación: el de Pedro (el traidor) y Pepe (el héroe). Y dicen: “Pedro y Pepe son desenlaces opuestos a una misma encrucijada: la

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A pesar de todas las referencias a los héroes y los traidores, es posible acercarse al texto de Bonasso como una puesta en escena de una subjetividad que lucha por constituirse como tal en el umbral de la abyección y la alucinación, bajo constante amenaza y confusión, y que usa los significados disponibles (dentro de la organización montonera) para clasificar lo inclasificable, para hacer sentido, con pautas interpretativas de una militancia que habita el afuera del centro clandestino, de la experiencia extrema que se vive adentro. El uso de la heroicidad es aquí estratégico y se yergue como una forma de fuga literal y simbólica, puesto que propone la posibilidad misma de existencia de un sujeto que, sin poder seguir siendo militante bajo las condiciones de vida de la ESMA, se escapa literalmente (y con eso se burla de un poder que se postulaba como absoluto) y simbólicamente (y con eso es capaz de narrarse y tramarse como un sujeto heroico —cuestionado e incluso castigado por la misma organización montonera— y, en todo caso, problemáticamente heroico, que con su narración se resiste a la aniquilación de su subjetividad y su dignidad). En parte, la lógica binaria del texto de Bonasso tiene que ver con los límites del testimonio y la ficción. Recordemos aquí la posición de Derrida respecto de lo testimonial, su estrecha relación con lo ficcional y, sobre todo, con la imposibilidad de nombrar la brecha entre uno y otro (y en este sentido, en todo testimonio hay necesariamente una ficcionalización) (Demeure, pp. 27-28). Este límite se transforma en un umbral transitado por las ficciones identitarias que permiten reconstruir el relato de la primera fuga (la simbólica), con sus cortes y con una trama narrativa que llama a una preponderancia de la acción sobre la reflexión, a primera vista (la fuga literal), y a la que se irán superponiendo largos pasajes en los que se reflexiona sobre la posibilidad misma de la fuga y que están construidos en apoyo de esta lógica binaria usada para defender la subjetividad de Dri y su resistencia a lo abyecto dentro de las peores condiciones de vida imaginables. “Después recordaría: ‘Yo creía antes de caer que lo que te sostiene e impide que seas un traidor son tus puntales ideológicos y políticos. Son importantes. Pero mucho más importante fue el temor a dejar de ser yo mismo’” (p. 52). En el texto de Bonasso, es sólo a través de una defensa de la

resurgencia en la tortura de una relación arcaica con el cuerpo y con el símbolo, entendido éste como fuente primera de valores éticos y estéticos. Pedro rellena el agujero insostenible de su indefensión con la imagen de su enemigo, transformada en fascinación, madre terrorífica pero presente. Pepe puede mediatizar esta propuesta de lo inmediato, entregando el cuerpo al sufrimiento y recreando un mundo evocado, en la alucinación, en el cual recupera su inscripción simbólica” (p. 64).

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identidad militante como el detenido puede reconocerse a sí mismo afuera del circuito de significaciones del enemigo. Este énfasis es una parte central de la estructura del relato y del marco discursivo en el cual se produce la resistencia. Recuerdo de la muerte tiene en su primer capítulo una referencia histórica: la de 1955, es decir, el golpe militar que se autodenominó “revolución libertadora” que lleva a Juan Domingo Perón al exilio. Pero además, el texto propone otra repetición: al no tratarse de setiembre de 1955, mes en el cual tiene lugar el golpe, sino del 16 de junio de 1955 y de un intento frustrado de golpe de Estado, comienza la narración con la mención de un fracasado golpe y de su impacto en la historia familiar del protagonista. El padre de Jaime Dri, en Buenos Aires durante el bombardeo, se demora en volver a la provincia de Entre Ríos y su familia lo da por muerto. Es de este modo como el texto presenta a Jaime Dri: “Al abrazar a su padre, Jaime, un muchacho de trece años, estaba lejos de imaginar que veintidós años después, sus hijos también lo darían a él por muerto” (p. 40). La presentación de Dri a través de la historia de su padre y la irrupción del golpe de Estado y de la violencia militar sirven de puntapié para una narración que ha de tramar saltos temporales y que ha de jugar permanentemente con esta doble representación de Dri: la de detenido y la de militante. Al narrar su secuestro en Uruguay y su traslado a Argentina, se intercalan escenas de Dri como una importante figura dentro de la militancia montonera y con eso re-escribe su condición de detenido. El texto entonces no plantea una historia lineal “militancia-detención-fuga”, sino historias superpuestas (y simultáneas) que tienen el efecto de representar al Pelado como agente de repetidas fugas que terminan en la final (las primeras más simbólicas, la última literal) y al texto como un espacio donde se pone en escena el poder no sólo del aparato represor sino, sobre todo, de la narración del sobreviviente en la medida en que ese sobreviviente mantenga su identidad como militante. Bonasso narra el secuestro de Dri ya desde los primeros capítulos y localiza el suspenso de la narración en una fuga, y con eso desplaza la condición de víctima del detenido para enfatizar su condición de agente. Recuerdo de la muerte insiste en que no narra la fuga de un traidor. A pesar de que por momentos dejan verse las fisuras de esta afirmación (no por acusar a Dri de traidor, sino porque la dicotomía héroe/traidor resulta difícil de mantener dentro de la vida cotidiana de la ESMA sin ponerla en juego con la falsa colaboración), el texto afirma con vehemencia la oposición héroe-traidor y de este modo afirma que la fuga de Dri implica tanto una victoria militar de la organización como una victoria ética. Aun cuando, en algún momento, será el mismo Dri el que esté en la Pecera (donde residen muchos detenidos que él mismo considera sospechosos),

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el texto no reflexiona sobre la “colaboración” de Dri (es decir, el trabajo forzado de muchos sobrevivientes), sino que, situado en su perspectiva, cuestiona siempre a los otros. La “falsa colaboración” se estructura aquí mucho más como mímica (una colaboración ambigua y por eso mismo productora de sujetos aislados) que como estrategia de fuga (y aquí puede verse la diferencia con el texto de Calveiro, para quien claramente todo ejercicio de falsa colaboración constituyó una forma de fuga de la lógica concentracionaria). El énfasis en el aspecto militante de Dri se expresa en la historia intercalada de su llegada a la ESMA, en la que se da cuenta de su participación en la militancia montonera, pero además se subraya dentro de la vida cotidiana en el centro de detención. En una discusión con uno de los captores que lo acusa de marxista, Dri afirma su identidad como peronista para dar cauce a una disputa sobre Perón (pp. 66-67), que se resuelve en el intento del captor de explicar el plan de Massera (la continuidad de “ese liderazgo vacante desde su muerte”, p. 67). Este recorrido por la política dentro del centro de detención no sólo permite a Bonasso exponer las ambiciones de Massera, sino que también sirve de eje de la supervivencia identitaria de Dri alrededor de sus propias convicciones y da al centro clandestino una marca política que funciona de lazo con el mundo exterior y como evidencia de su fracaso en aniquilar la militancia. La figura de Norma Arrostito (y no considero casual que se trate de una mujer) desequilibra aunque transitoriamente la dicotomía sobreviviente-traidor frente a desaparecido-héroe. No sirve para borrarla totalmente, pero sí para crear excepciones dentro de esta lógica que maneja el texto. Norma Arrostito es una de las figuras más importantes de la organización montonera, que participó, además, en el secuestro y la muerte del general Aramburu. Los periódicos registran la muerte de Arrostito el día de su detención el 2 de diciembre de 1976.12 Por lo tanto, su supervivencia en la ESMA (acompañada del mito tejido a su alrededor) comienza a poner signos de interrogación al intento de Dri de comprender la lógica del centro clandestino a través de un binarismo que no siempre puede mantenerse. Arrostito aparece, como otros militantes que se presumían muertos, “sin grilletes, ni esposas, con ropa limpia (p. 72) y su mera presencia pone en cuestionamiento las ideas de Dri sobre la supervivencia (“solo se salvaban los que se habían pasado con alma y bagajes”, p. 72). La figura de Arrostito (antes de su desaparición) sirve para ponerlo todo en duda: no

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“Trató de huir pero fue abatida antes de que pudiera hacer uso del veneno que llevaba encima” (La razón, 3 de diciembre de 1976). La revista Gente, junto a su fotografía, dice: “Muerta: 2.12.76- 21 horas” (Blaustein y Zubieta, pp. 163-165).

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hay forma de diferenciar, sostiene Dri, “la voz del leal de la del traidor” (pp. 7273). Queda así inmerso en un submundo donde el aislamiento conduce a una absoluta falta de confianza respecto de otros “secuestrados” (como los llama en el texto, a diferencia de muchos otros testimonios, donde se los nombra como “compañeros”). La falta de lógica de todo lo que lo circunda parece llevarlo a un aislamiento aún mayor. Es probablemente esta interferencia epistemológica que Arendt señala como efecto del totalitarismo la que afecta la posibilidad misma de saber, es decir, esta imposibilidad de poder dilucidar las diferencias en un espacio donde todo parece confundirse y que explica los repetidos intentos del protagonista por aferrarse a las pautas e interpretaciones que le permitan defender su identidad en ese espacio de indistinción (término que usa Agamben para los campos de concentración). El sujeto colectivo de la militancia política parece, sin embargo, quedar suspendido en la narración de Dri con respecto a otros detenidos y, aunque sí se afirma respecto del sujeto colectivo que existe afuera del centro clandestino, la afirmación del sujeto heroico es aquí una afirmación individual. Guiado por las formas, ignorante de las complejidades de la catacumba a la que habrá sido arrojado, el Pelado miró con recelo a los recién llegados y tomó partido por los de su clase, por los que habían arrojado recién sus mugrientas capuchas. Se equivocaba. En uno y otro grupo había leales y traidores. La frontera era de otro tipo y tardaría un tiempo en descubrirla (p. 104).

A partir de estas preguntas sin respuestas, queda claro que es la duda el principio organizador de la vida en la ESMA, una duda relacionada con la identidad, no tanto de sí como de los otros. Y es este proceso de fragmentación de la significación y los lazos políticos, que se evidencia en la mirada de los otros, el que permite leer la representación del protagonista (afirmada con la más absoluta claridad) como una ficción estratégica, que se superpone (no sin problemas) a la zona de indistinción y de suspensión del sentido que Bonasso y Dri plantean como un recuerdo de la muerte. A pesar de esta desconfianza generalizada hacia los secuestrados, la narración no propone a la ESMA como espacio de aniquilamiento de los militantes ahora detenidos y la victoria militar del grupo de tareas 3.3.2, sino como una zona de contacto entre enemigos: el del grupo de tareas (incluso con la presencia de Massera, Chamorro y Acosta) y el grupo de “montoneros notorios”. Y es aquí donde las referencias a las traiciones en el texto (anticipando la reflexión final sobre la traición) apuntan a una crítica de la jerarquía de la organización montonera: “Algunos sabían que no tenían retorno y estaban resueltos a en-

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contrar un lugar bajo el sol, poniéndose incondicionalmente al servicio de sus enemigos del pasado. Otros, que no habían hablado en la tortura, querían sobrevivir y simulaban colaboración política” (p. 110). El texto de Bonasso produce una intencionada negación de la identidad del detenido como “paquete” o “número” para afirmar, aun en el secuestro y la detención, la figura del militante político y su liderazgo. Esta operación es particularmente significativa, sobre todo porque existe, a través de la narración de otras dos fugas (la de Maggio, la de Valenzuela), una crítica de la organización montonera de fines de los setenta. Esta crítica está anclada en la despersonalización y la des-identificación del militante como detenido (o ex detenido) y su re-identificación (en el afuera, en este caso en la misma conducción montonera) como traidor y delator. En este aspecto puede notarse que la disputa testimonial que origina el texto no es solamente con los silencios de las prácticas ilegales dentro de la ESMA por parte de las Fuerzas Armadas, sino además con las interpretaciones que desde el exilio hacían los mismos militantes montoneros de los compañeros detenidos. Uno de los umbrales que transita, como testimonio, es el que separa la figura del sobreviviente (con todas las interpretaciones que se hacen sobre él o ella) de su propia experiencia y su propia narración. El texto deja claro que la dirigencia montonera desconfía del primer fugado (en este caso, de la Quinta de Funes, dependiente del ejército), Tulio Valenzuela, y le hace un juicio en el cual le “dan la pena de degradación por traición y colaboración” (p. 227). Hay en el texto una exploración permanente de esa oscura zona de la colaboración, ya sea dentro de la estructura del centro clandestino (la ESMA y la Quinta de Funes), como afuera, luego de la fuga. La trama de desconfianzas (de Dri por el resto, de Valenzuela por la conducción o por los sobrevivientes en general) se teje desde otra estructura militarista: la de la organización Montoneros. Sobre este aspecto, Calveiro propone una larga reflexión acerca de la organización Montoneros en la cual plantea que la militarización viene de la mano de la desviación de su componente político. Hay en su propuesta una clara crítica de este proceso, de su rígido sistema de jerarquización y del “enquistamiento de una conducción torpe e ineficiente que, sin embargo se consideraba revocable e infalible” (pp. 19-20). Poder y desaparición propone un acercamiento crítico a las organizaciones guerrilleras que, sostiene Calveiro, asumiendo su “indestructibilidad” pasaban por alto la falta de respuesta en la sociedad y la capacidad de las Fuerzas Armadas en su plan de destrucción de la guerrilla. El texto de Bonasso parece reclamar a esa militarización una doble falta, la de saber y la de ética. La primera parece incluso más justificada porque el mis-

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mo personaje central circula por la ESMA sin saber quién es quién y utilizando el binarismo traidor/militante como armazón a través de la cual clasificar a los otros y a sí mismo. Es en cambio más pronunciada la crítica que articula en cuanto a la falta ética, que puede verse muy claramente expuesta al final del texto, cuando Bonasso reflexiona acerca del significado mismo de la traición. Para Strejilevich hay una identificación de Bonasso con quienes “se salvaron de la decadencia moral” y “su denuncia quiere ser ética” (p. 200). Al mismo tiempo, agrega que pese a la postura independiente que clama el texto, al ser Bonasso el responsable de los asuntos de prensa de la organización, “[n]o sorprendería, entonces, que la obra fuera tarea encargada por activistas disconformes con la política interna del movimiento” (ibíd.). Hacia el final del texto Bonasso sostiene que la traición no viene del centro de detención, sino del fracaso político, de la derrota política. Esta reflexión sobre la traición que apela a la lógica política y no concentracionaria vuelve a significar a la ESMA a través del componente político, y en este sentido sigue actuando como punto de fuga de la significación totalitaria del centro clandestino como espacio de tortura, de deshumanización y de exterminio. Nunca se niega lo atroz de la ESMA, pero sí es posible percibir en el texto un claro intento de narrarlo desde diversas fugas. Se trata de fugas que siempre son problemáticas y que están expuestas (o son vulnerables) a la dicotomía de la traición y la heroicidad, pero también se trata de fugas que en definitiva parecen restituir una subjetividad política bajo amenaza constante de aniquilación. En una de las discusiones con otro detenido el texto explora la aniquilación de la subjetividad política para defender el plan de fuga de Dri. Cuando lo llevan de la ESMA a una dependencia del ejército (la Quinta de Funes), Dri se encuentra con un ex compañero de militancia a quien cree muerto, Pedro Retamar, el Tío (p. 146), y con él entabla una discusión que apunta a la identidad militante o su aniquilamiento después de la detención. La crítica de Retamar señala al individualismo de la conducción, a través de la referencia a Mario Firmenich (“Todo por la locura del Pepe. Por sus aires […] de comandante”, p. 147) como la causa central del fracaso de la organización. Y así narra su proceso de demolición: “Mirá Pelado yo soy otro. El Tío que conociste murió en esa cita. Yo habito su cuerpo como un zombie habita su propio cadáver” (p. 149). Ese otro, el zombi, sirve no tanto para explorar la interioridad de la demolición como para afirmar la identidad del protagonista, que debe ser mantenida no sólo frente a las condiciones de vida de la ESMA, sino frente a un cuestionamiento de la organización en la que el texto también insiste: “Su traición no solo rompía la

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imagen del héroe muerto en combate: cuestionaba retroactivamente al jefe que tuvo” (p. 153). Se plantean dos posibilidades: o la fuga o la traición (p. 195), y se va tramando la opción de la fuga como la única posibilidad de no traicionar. Esta defensa puede leerse también como una confrontación con la suerte de “pacto” de los sobrevivientes del staff, cuyo motor colectivo era transformarse en testimoniantes en el futuro y dar cuenta de lo sucedido en la ESMA. Este futuro proyectado de un nosotros colectivo representaba una nueva forma de identidad no anclada en la militancia política, sino en la proyección de un nosotros testimoniante. En este marco de interpretación, una fuga de un detenido es percibida por otros detenidos como una acción individualista que pone en peligro la vida del resto de los sobrevivientes, y por lo tanto puede ser considerado como un acto que quiebra el pacto de identidad colectiva y de la posibilidad de supervivencia que permitiría la denuncia y el testimonio. El exterminio no sería completo si los sobrevivientes testimoniaban su experiencia y desmontaban la clandestinidad del centro de detención. El texto de Bonasso, en cambio, se ubica en otro espacio: el de la defensa de la fuga individual, que no propone como plan individualista sino como parte de una militancia política que se resiste a la traición dentro de la ESMA. Y aquí radica, probablemente, la cuestión más problemática de la lógica propuesta por el texto. Las fugas espectaculares, como la de Dri o la de Valenzuela, que son las que se narran (hay otra fuga, la de Horacio Domingo Maggio, pero sólo se menciona), también producen sospechas de traición y situaciones donde el supuesto héroe se transforma — como sugiere Strejilevich para el caso de Valenzuela— en héroe trágico (p. 208). Es posible pensar que a través de esta crítica propuesta por Bonasso respecto de la dirigencia montonera (sobre todo a través del caso particular de Valenzuela y hasta cierto punto, como veremos, de Dri) estructura doblemente la figura del héroe como respuesta a la lógica del centro clandestino (de forma más evidente), pero además de la organización montonera. La construcción de la heroicidad juega un importante rol respecto de estos dos espacios: uno, el del terror y la violencia más allá de lo imaginable; el otro, el del monopolio de la identidad del militante. En el primer caso, y como he discutido en esta parte, se trata de una recuperación de la identidad política y de una suspensión del poder concentracionario, sobre todo en lo que atañe al proceso de fragmentación y deshumanización. En el caso de la fuga de Dri Bonasso también plantea una crítica del partido, aun cuando Dri se comunica desde la ESMA con su compañera y a través de ella con la organización Montoneros. Al mismo tiempo que se plantea una zona de contacto entre la detención ilegal y la libertad, se aborda la imposibilidad del partido de interpretar eficazmente

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la lógica del centro clandestino: “Si han mantenido con vida a compañeros notorios e importantes es sin duda como prenda de negociación”, le dicen desde la organización Montoneros a Dri (p. 376). El Pelado responde en sus pensamientos: “¿Para qué van a negociar estos tipos si nos están rompiendo el culo?” (p. 380). La crítica de la organización es aquí más que elocuente y está anclada en una falta de saber que hace extremadamente difícil, si no imposible, la comunicación del sobreviviente con las pautas interpretativas que sirven para dar sentido a su supervivencia dentro de la misma organización. El partido se niega a ayudar a la compañera de Dri porque lo considera traidor (p. 388), pero con la ayuda de diplomáticos panameños logra su fuga de la ESMA. La fuga tiene lugar en julio de 1978 en la frontera de Paraguay. Bonasso expone con esta fuga la negativa de la organización a asistirlo (p. 436). El partido desconfía de él y se mantiene al margen (ibíd.), aunque después lo somete a juicio y le ordena declarar en organismos de derechos humanos. “Si aquel que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que sobrevive lo es muchísimo más”, sostiene Calveiro para señalar la “sospecha” que se ciñe sobre los sobrevivientes como si la “aceptación” de las condiciones de vida en el cautiverio haya sido una aceptación genuina (p. 160). En el caso de la construcción heroica en Recuerdo de la muerte se alude a la (falsa) colaboración de Dri y de su “proceso de recuperación” como la estrategia que posibilita su propia fuga al ser enviado a la frontera con Paraguay. Cabe preguntarse, al leer el texto, cuáles son los puntos de fuga del protagonista, más allá de la fuga final del centro clandestino. No se trata solamente de defender una identidad militante en una situación extrema, sino de defender una identidad que pueda hacer frente a la trizadura de la identidad que busca reducir a un ser humano a una corporalidad vejada. La construcción heroica en este texto es un punto de fuga, es la parte de la discursividad que parece hacer posible superponer otra lógica a la lógica totalitaria de la ESMA (la vida bruta, el umbral de la vida y la muerte). Es la construcción que se utiliza como contracara de la (no) subjetividad abyecta y la negación del estatus de sujeto que tiene lugar como efecto del secuestro, la tortura y la privación ilegítima de libertad. El texto de Bonasso, con estas estrategias, narra la ESMA desde la fuga, pero no sólo la de Dri sino la de su lógica, porque le superpone otra narración, otro suspenso, otra identidad y, sobre todo, una burla a su poder. Una de las secciones del texto de Calveiro explora las diferentes formas de resistencia que existieron en los centros clandestinos y se detiene a pensarlos no sólo desde el “aparato desaparecedor”, sino también desde las zonas de escape que se establecieron dentro de un espacio que se suponía estaba totalmente

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controlado y vigilado. En un sentido podría decirse que Bonasso sitúa la fuga de Dri como la metáfora del fracaso del la ESMA; sin embargo, la fuga de Dri es la suma de otra serie de fugas que también dan cuenta de las múltiples instancias del fracaso de la ESMA. Dice Calveiro: En consecuencia, la marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela de Mecánica cuadros guerrilleros que el Ejército hubiera matado de inmediato, dejando entrever que había alcanzado un grado de colaboración altísimo por parte de ellos. Por su parte, el staff dejaba correr y alimentaba esas versiones que representaban, aunque muy precariamente, una cierta protección. El mito de la Escuela de Mecánica crecía y adquiría una dinámica propia, en la que, por razones diferentes, coincidían los intereses de los secuestrados y este grupo de secuestradores (pp. 122-123).

La propuesta de Calveiro apunta al hecho de no ver en la fuga espectacular el único espacio de resistencia al centro clandestino, sino más bien acercarse a la fuga a través de formas más cotidianas. La primera de ellas es, justamente, la supervivencia como portadora de un proceso doble de re-personalización del detenido a través del discurso concentracionario de la colaboración y su inesperado reverso, el que los detenidos empiezan a elaborar para sí mismos: la posible condición de testigo que se suma a la posibilidad de supervivencia. Los sobrevivientes hablan de manera recurrente de una obsesión: estando dentro del campo una de las ideas más fuertes era que alguien debía salir con vida; alguien debía sobrevivir para testimoniar y contar, alguien debía construir la memoria de los campos de concentración (Calveiro, p. 114).

A pesar de que las fugas, como la de Dri de la ESMA o como la de Tamburrini y otros tres detenidos de la Mansión Seré, logran narrar una burla más grandilocuente al poder sobre la vida y la muerte del centro clandestino, el planteamiento de Calveiro respecto de otras formas de fuga nos recuerda que la vida cotidiana en los centros de detención clandestinos también expresa microformas de fracaso del poder totalizador de las Fuerzas Armadas. Esas burlas menos grandilocuentes al poder concentracionario son las que narran la mayoría de los sobrevivientes cuando dan sus testimonios y aceptan, como testigos, la delegación de quienes no sobrevivieron. Lo que me interesa señalar de esta contraposición entre la más reciente interpretación de Calveiro (de fines de los noventa) frente a la de Bonasso (a comienzos de los ochenta) es la forma más cotidiana, menos espectacular, menos jerárquica de entender la fuga dentro del texto de Calveiro, donde se privilegia la figura del testigo y de la información que logra fugarse del centro clandestino para reconstruir la memoria y

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para luchar por la justicia. Localizado en un espacio de disputa entre la corporalidad y la identidad, el texto de Bonasso logra narrar una instancia del fracaso de la ESMA a través de la figura de un militante que se afirma como tal en una situación extrema y que se re-construye como sujeto heroico (aunque sea interpretado dentro de su misma organización como posible traidor). Dos décadas después, un nuevo texto sobre la ESMA ha de dar cuenta justamente del sentido colectivo de la fuga y la supervivencia, aunque no sin conflictos o tensiones, que llevan a repensar el rol del testimonio y las nuevas configuraciones que va tomando la memoria en el nuevo milenio. Y más recientemente, la transformación de la ex ESMA en espacio de memoria da una vuelta de tuerca sobre las formas de fugarse de ese espacio de horror, ahora concebido como espacio de defensa de los derechos humanos y de debate acerca de la permanencia de la memoria.

EL DEBATE SOBRE LA ESMA “Es un sitio de horror y de memoria”, dice Marcelo Brodsky en Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA. El texto toma como punto de partida el debate que surge a partir de la decisión de transformar el antiguo centro clandestino en espacio de memoria y concierne a la posibilidad (ética) de su representación frente a lo que se entiende casi como un imperativo: la proyección de su significado hacia el futuro que puede condensarse en la siguiente pregunta: “¿Con qué herramientas contar esta historia a las nuevas generaciones?” (p. 44). Si, por una parte, la representación de la ESMA está inexorablemente ligada a la memoria, y por ende al pasado, por otra, adopta el compromiso hacia el porvenir. La respuesta de Brodsky apunta al testimonio colectivo: “El itinerario y sus testimonios, los elementos de la época y su contexto, las interpretaciones de los sobrevivientes, de los familiares, de los testigos eventuales, de los intelectuales, los artistas, los educadores, los científicos” (ibíd.). Se trata de “un coro de voces, no necesariamente armónico ni unidireccional” (ibíd.). Y al mismo tiempo, se trata de un espacio proyectado hacia nuevos agentes sociales y culturales y hacia nuevas generaciones. La ex ESMA, como espacio reivindicativo del recuerdo y como espacio de debate, pone en escena la necesaria y no por ello menos problemática conflictividad de las memorias plurales, conflictividad que tiene que ver no tanto con qué recordar o a quiénes recordar, sino con la existencia de memorias diversas y con la dificultosa tarea de asignarles un lugar.

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El debate que recoge Brodsky expone desacuerdos sobre la memoria, pero no lo hace para resolverlos sino, al contrario, para explorar en esa complejidad y pluralidad una trama de numerosos recuerdos e interpretaciones que no pueden ser obviados con reducciones a ninguna versión única o unívoca. La ex ESMA, como espacio, alberga una gran cantidad de fragmentos, de retazos, de rasgaduras de la representación, de horror, de desaparición y, en parte por eso, uno de los aspectos centrales respecto de la concepción de su espacio es la tensión existente entre la muestra y la reflexión. El texto recoge este trabajo de memoria en duelo tanto con el dolor como con otras memorias y otras significaciones de las mismas. Y elige la fuga, la fuga de imágenes que se suponían quemadas, destruidas, desaparecidas, para representar lo que sobrevivió como antesala del texto. El texto se abre, luego de las primeras páginas en negro, con las fotografías que un ex detenido (Víctor Melchor Basterra) da a conocer: fotos tomadas en la ESMA, fotos de detenidos y desaparecidos que encontró al azar y luego hizo públicas. Se trata de doce fotos de desaparecidos fotografiados en el centro clandestino. Se recoge la voz testimonial del mismo Basterra: [...] un día trabajando en un laboratorio, vi que tenían una pila de fotos para quemar, era ya el 83, viste, ya se venían los cambios. Y entre ellas vi mi retrato, mi propia foto cuando me acababan de chupar, la que sacaron el mismo día en que nos fotografiaron a todos contra la misma pared. Entonces, metí la mano en la pila, y me guardé los negativos que pude agarrar, los escondí entre la panza y el pantalón, ahí los puse, cerca de los huevos (p. 31).

También, como en el caso del texto de Bonasso, esta fuga, la de las fotografías tomadas en el centro clandestino, testimonia un fracaso: el del totalitarismo, justamente al mostrarlo desde su reverso, desde lo que no pudo ocultar, desde lo que no pudo hacer invisible. Las fotos y dos textos, “Sacar fotos” y “La camiseta”, anteceden a la página inicial, al índice mismo, que luego incluye lo que queda afuera, lo que antecede al texto. El fragmento de Claudio Martynuik (de ESMA. Fenomenología de la desaparición) presenta brevemente a Basterra y cuenta cómo se hacen públicas las fotos, cuando en 1984 las lleva al Centro de Estudios Legales y Sociales con otros documentos sacados del centro clandestino. El texto, desde su inicio, muestra su preocupación por el diseño de espacios, por las marcas de la representación, por los límites y las líneas de escape de esas mismas demarcaciones. Las fotos de los desaparecidos sacadas en la ESMA, y sacadas de la ESMA, son el punto de partida del texto y van acompañadas de dos reflexiones. La primera de ellas, “Sacar fotos”, da cuenta de la fuga, a tra-

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vés de un malentendido que sirve para repensar el doble sentido de “sacar fotos”: por un lado, el acto de disparar con una cámara (en la ESMA), pero además, el acto de sustraerlas de la pila de fotografías que iban a ser destruidas y de la misma ESMA. “Te equivocaste Marcelo”, dijo Basterra, “yo no saqué las fotos. Pusiste en el libro que yo las había sacado y en realidad las sacaron ellos. Yo sacaba las fotos de los milicos para hacerles los documentos” (p. 31). Pero es Basterra quien las saca de una pila de fotos para destruir en 1983 y luego las saca de la ESMA. —Me equivoqué, es cierto, Víctor. No apretaste el gatillo pero sacaste las fotos y lo hiciste dos veces. Y en las dos se te fue la vida en ello. Las sacaste de la pila, las salvaste de la hoguera, las quitaste del olvido. Y después las sacaste de nuevo. Las pusiste ahí abajo, muchos huevos, la verdad, y las sacaste afuera, ¿al mundo real? […] Las sacaste dos veces aunque no hayas apretado el gatillo (ibíd.).

Las fotos prueban el paso de los detenidos por la ESMA y al mismo tiempo nos dejan frente a las historias que se han reconstruido sólo parcialmente. Es, a la vez, prueba de la existencia y de la desaparición. Las fotografías también dan cuenta de un umbral, que no puede atravesarse completamente, pero que ejercita el gesto de traspaso al mundo visible, en este caso en forma de testimonio, que es al mismo tiempo una zona de contacto y una frontera. Es una zona de contacto con el mundo de afuera (¿real?, pregunta Brodsky) que ahora puede ver dichas imágenes. Al mismo tiempo la dificultad de ver (y comprender) la larga experiencia que las fotos congelan (al mostrar sólo un instante) pone en cuestión la posibilidad misma de acercarse a lo que fue la ESMA y evidencia el posible umbral como un límite no tan franqueable. El segundo fragmento, “La camiseta”, propone una reflexión acerca de las fotografías y de la tarea de reconstrucción que implica verlas y mostrarlas. En esta parte Brodsky narra su propio encuentro, también a través de Basterra, con la foto de cuerpo entero de su hermano Fernando, desaparecido. Así nos informa de que la foto publicada en el texto (de medio cuerpo) “resultó ser incompleta” y relata cómo llega a encontrar en el expediente de la causa de la ESMA la foto de cuerpo entero de su hermano. Brodsky describe esta foto que falta en el texto (donde aparece la fotografía “incompleta”) y la acompaña de historias e imágenes yuxtapuestas: la suya propia buscando la imagen de su hermano desaparecido, la de su hermano haciendo gimnasia en su celda (la historia se reconstruye a través de testigos) y un diálogo que une los hilos entre el sobreviviente y el desaparecido: un pedido que su hermano y otros detenidos ha-

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cen a Basterra: “Que no se la lleven de arriba, Victor”. Las fotos se vuelven testimonios al ser identificadas y acompañadas de narraciones que les dan sentido, que las sacan del anonimato y también que las desplazan del instante para situarlas en un tiempo más prolongado que da cuenta del antes y del después del instante fotografiado. En su más reciente ensayo acerca de la dimensión ética de la fotografía en relación con el dolor ajeno en la guerra y las calamidades, Susan Sontag sostiene que lo problemático no es el acto de recordar a través de fotografías, sino recordar solamente las fotografías, sin el significado, la historia o los valores que las acompañan (p. 89). La imagen visual separada del texto “no nos dice todo lo que necesitamos saber” (p. 90). Esta interrelación entre lo visual y el lenguaje también es señalada por Barthes cuando, en Camera Lucida, sugiere que las fotografías van siempre acompañadas de lenguaje, de una historia o de un texto (p. 5). La intertextualidad, entonces, como parte inherente a la imagen visual, es lo que la aparta, según Sontag, de la categoría de espectáculo y la que, por otra parte, nos sugiere que, además de ser una huella, la fotografía (en el caso de Sontag, que trabaja con las fotografías de atrocidades) apunta a un sufrimiento real que, necesariamente, trae la cuestión ética a la discusión. Lo que me interesa destacar de estas consideraciones es esta necesaria interrelación entre imagen y palabra, entre visión y reflexión, una interrelación que queda bien clara en el proyecto de Brodsky. Estas narraciones enfatizan mucho más los fragmentos, las brechas e incluso las interpretaciones, tal vez equivocadas (como la del verbo sacar), pero no para armar el rompecabezas perdido sino para exponer las imágenes y los contornos que faltan, los espacios vacíos, los recortes, las ausencias que persisten aun ante la presencia de las fotos recuperadas y, en definitiva, las marcas de la desaparición. En esta parte que precede al texto se da la clave del sentido que adquiere el debate: un acto de mostrar, de dar a conocer, de volver público, de sacar de la ESMA y, al mismo tiempo, de narrar y reflexionar sobre la acción misma de mostrar y sobre la nitidez (o la opacidad) de lo que se muestra, de lo representado, sus zonas confusas y sus faltas. El texto también incluye los planos de la ESMA y combina los reconstruidos por los sobrevivientes y los de las obras del edificio en 1945. El énfasis en el espacio, en sus límites, en su forma sirve para demarcar los planos que se usan como fronteras al ser puestas en duda y reformuladas en el pasaje de la ESMA a la ex ESMA. Brodsky problematiza su propio texto a partir de dos desafíos: por una parte, el desafío de convertir el centro clandestino en un espacio de memoria, y los debates que lo rodean, y, por otra parte, el de cómo representar la ESMA y sus historias, haciendo el traspaso de memorias a nuevas generaciones.

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Ya en los ochenta el informe de la CONADEP había hecho pública la estructura de la ESMA a partir de los testimonios de sobrevivientes, con detalladas explicaciones sobre sus diferentes partes: la “Capucha” en el primer piso, donde estaban la mayoría de los detenidos; el “Pañol”, que constituía el depósito de objetos robados durante los secuestros; “Capuchita”, un espacio destinado también a los detenidos, ubicado en el altillo; el “Sótano”, que era el primer lugar al que eran llevados los secuestrados, para ser luego subidos a la “Capucha”; las salas de tortura; y la “Pecera”, donde trabajaba un grupo de detenidos denominado staff, la “mano de obra esclava”, como los denomina Horacio González en la introducción al testimonio de Jorgelina Ramus.13 Los planos de la ESMA no son los documentos que el texto de Brodsky muestra por primera vez, pero en Memoria en construcción vuelven a presentarse y a nombrarse diferentes espacios del centro clandestino para desembocar (en la parte siguiente) en reflexiones de Felipe Pigna, Horacio González, María Seoane, Alejandro Kaufman, Lila Pastoriza o Marco Somigliana, en lo que el texto denomina “Zona de ensayos”. La pregunta acerca del mostrar y el reflexionar es clara: los planos de la ESMA tienen sentido en relación con un debate que apunta a su desmantelamiento, a través de la construcción de otro espacio que superpone a la ex ESMA un nuevo espacio de memoria. Este debate intenta contestar, por un lado, “¿Por qué existió un lugar como la ESMA?” (p. 68), como en el caso de María Seoane, o “¿Qué hacer con la ESMA?” (p. 71), como en el caso de Horacio González. Lila Pastoriza, una ex detenida del centro clandestino, plantea este debate como un dilema: “Privilegiar la mues-

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En el Nunca Más hay referencias a la división de los detenidos en tres categorías. Una, la mayoría, que permanece en capucha y luego será trasladada, término utilizado para la muerte del prisionero. Los otros dos grupos integran el proceso de recuperación. Uno de ellos, el mini staff a través de una relación muy cercana a la represión, una ínfima minoría, según Martyniuk, que trabaja en tareas de inteligencia y en operativos militares (p. 15). La mayoría de los testimonios coinciden en describir a este grupo como colaborador de la jerarquía militar, “todos ellos conversos, con más o menos convicción —dice Calveiro— a la causa militar” (p. 118). El segundo grupo conforma el staff y está integrado por quienes “por su historia política, capacidad personal o nivel intelectual” cumplieron funciones de diversa utilidad para el GT (recopilación de recortes periodísticos, elaboración de síntesis informativas, etc., que se realizaban en la “Pecera”; la clasificación y el mantenimiento de los objetos robados en los operativos, que se encontraban depositados en el “Pañol”; distintas funciones de mantenimiento del campo; electricidad, plomería, carpintería, etc.)” (Nunca Más, pp. 83-84).

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tra del horror que se desplegó o poner el acento en estimular la reflexión” (p. 92). Tampoco los sobrevivientes representan una visión única, sino la existencia de perspectivas diversas, sostiene Pastoriza, y agrega: “Hay relatos que acentúan en heroísmo, y espíritu de lucha de los prisioneros y otros su vida cotidiana, sus formas de resistir, incluyendo las flaquezas, miedos, gestos solidarios, dudas, cuestionamientos políticos, su esperanza” (p. 94). Pastoriza enfatiza las disputas por la representación, expone diferentes propuestas para el predio de la ESMA y da cuenta de las tensiones que habitan la reflexión sobre una zona de pasaje, donde el pasado de la ESMA y sobre todo su presente (como espacio de memoria) no parecen concebidos como zona fija o sedentaria, sino como constante punto de fuga. ¿Mostrar o reflexionar? ¿Son dos operaciones tan distantes? ¿O es posible mostrar a través de maquetas y testimonios y dejar lugar a la reflexión? Esas preguntas que plantea Pastoriza hacen eco de la distancia que propone Calveiro, esa distancia que permite reflexionar. “No hay dueños de esta construcción”, dice Pastoriza. “Sí, hay destinatarios, en gran parte integrantes de generaciones que no conocerán el testimonio directo y en quienes merece pensarse a la hora de esta transmisión” (ibíd.). Memoria en construcción (organizado en zonas, en vez de capítulos) vuelve a mostrar representaciones visuales que sesenta y cinco artistas aportan a partir de una convocatoria. En la introducción a esta parte se propone ubicar a la zona de obras en una zona transitoria, que sirve de herramienta en la reconstrucción de la memoria como trabajo inacabado, sin cierres fijos y, al mismo tiempo, a los recortes ficcionales que congelan las imágenes en movimiento, en el momento de la publicación pero que, simultáneamente, intentan funcionar como una intervención en el diseño de la memoria. Esta zona expone y problematiza visualmente el rol del arte respecto del terrorismo de Estado. La pregunta por la representación sirve de prólogo a las imágenes que le siguen. El arte también es sospechoso, de distorsión, de imposibilidad de representación, de ausencia de función reflexiva. Al mismo tiempo, funciona como umbral de lo visible y desde ahí expone y exhibe las imágenes que nos confrontan (con sus líneas bien definidas o desdibujadas) con la propia capacidad de ver y de transitar esa zona divisoria, sin poder traspasarla totalmente. Frente al fluir de la memoria y la interpretación en constante transformación, las representaciones visuales fijan un instante del testimonio que confirma la supervivencia de la memoria. Y más allá de las transformaciones del recuerdo y la interpretación, muchas de las imágenes congelan el testimonio, en suspenso, en su expectativa de que su denuncia se transforme en un reclamo de justicia, como en el caso de las imágenes del horror (Carlos Gorriarena, p. 116; Carlos Alonso, p. 115; Luis Felipe Noé, p.

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118; Juan Carlos Romero, p. 127) o las imágenes de los desaparecidos que sobreviven en instalaciones (como en Identidad, en el Centro Cultural Recoleta, pp. 104-107) o los siluetazos frente a la ESMA. También hay representaciones en las cuales se proyectan cambios en las imágenes visuales que sirven para señalar diferentes instancias del debate de la memoria y los derechos humanos: por ejemplo, la intervención artística, de Martín Kovensky, Desaparición de un Ford Falcon en la ESMA, en la cual se propone una instalación en el jardín del centro clandestino que se irá transformando con el paso del tiempo: un Ford Falcon “en algún punto visible del jardín de la ESMA y dejar que crezca libremente la vegetación nativa”, explica el proyecto (p. 156). Gradualmente, en una posible historia proyectada al futuro y narrada en cuatro imágenes, el auto irá oxidándose y será disuelto en la vegetación (imagen 3) para terminar con su descomposición: “El tiempo lento de la disolución del hierro en la tierra es paralelo al tiempo que nos llevará a los argentinos asimilar la magnitud del genocidio” (p. 157). El texto de Brodsky también recoge imágenes de pintadas callejeras, por ejemplo la de José Garófalo, Serie de los 30.000 desaparecidos, o la del Grupo Arte Callejero, Sin título (1998-2005), que da cuenta de intervenciones visuales de los escraches por parte de la agrupación HIJOS, escraches a los represores, que identifican, señalan y dan a conocer la identidad de los mismos. La presentación en este debate de imágenes de instalaciones y de proyectos artísticos callejeros apunta a una tarea de construcción, o reconstrucción, del lugar que es al mismo tiempo una pregunta por la posibilidad o la condición de existencia de ese lugar. En la introducción a Zona abierta, Alejandra Naftal recuerda a Hannah Arendt y sus preguntas: “¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ha sucedido? ¿Cómo ha podido suceder? (Brodsky, p. 192). Zona abierta no intenta responder a estas preguntas, pero sí registrar visualmente las imágenes de quienes representan formas de resistencia: activistas de derechos humanos, madres y abuelas, HIJOS, y ex detenidos. Con estas imágenes intercala reflexiones que sirven para repensar la memoria (Yerushalmi, Calveiro, Andreas Huyssen, Susan Sontag, entre otros) y propuestas y fragmentos de reflexión sobre la ESMA como espacio de memoria: desde el discurso que Juan Cabandié, nacido en cautiverio en ese centro clandestino, da el 24 de marzo de 2004, hasta el desacuerdo final de la Asociación Madres de Plaza de Mayo frente a la museización de la memoria. Tanto el texto de Bonasso como el de Brodsky insisten en localizar puntos de fuga. Bonasso denuncia las prácticas del centro clandestino y al mismo tiempo toma distancia del mismo a través de la constitución de una subjetividad heroica que evidencia un fracaso del centro de exterminio. La repolitización de

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la ESMA también se ubica en una zona de tensión entre lo que se testimonia y lo que se interpreta. El texto de Brodsky, treinta años más tarde, se enfoca en la memoria, en el testimonio y la reflexión, a la que da punto de partida con las imágenes de una fuga que pone en evidencia que no hay reconstrucción posible de la ESMA sin sus sobrevivientes y sin las fugas que esos sobrevivientes, como Basterra, hacen posible al sacar las fotos. Este tránsito da cuenta de los umbrales que la práctica testimonial abre y atraviesa. Desde el gesto denunciante del testimonio de los ochenta, que quiere dar cuenta de lo que pasó, hasta los testimonios que, en el presente, siguen intentando que la justicia, por fin, tenga lugar (y esto queda afirmado con los juicios reunidos en la Causa ESMA). El texto de Brodsky defiende también la vigencia del testimonio afuera de la escena de la ley para que la memoria perdure en las generaciones venideras y propone puntos de fuga al centro de exterminio, a través de la construcción de memorias y debates que ocupan las zonas del texto y la del actual Espacio para la Memoria. Hoy, el espacio para la memoria y la promoción de los derechos humanos (antigua Escuela de Mecánica de la Armada) escenifica la pertinencia y la vigencia de lo testimonial en Argentina y, al mismo tiempo, las variadísimas formas con que se ha manifestado.14 Estos dos textos, diametralmente opuestos, si se quiere, sirven en momentos diferentes para marcar fugas, para afirmar subjetividades nunca totalmente doblegadas. En un caso, a través de la mecánica del héroe y del traidor, y de la defensa de la identidad militante. En el otro caso, se trata de la activa participación en luchas por la vigencia de la memoria y el ejercicio de los derechos humanos que concluyen en la transformación del antiguo centro clandestino en espacio de memoria y reflexión. En ambos casos, la fuga atañe a los sobrevivientes y enfatiza su mirada, su narración y su voluntad de testimoniar. En ambos textos puede leerse de diferentes maneras una repolitización del espacio y de la memoria, que Eduardo Duhalde resume de esta forma: ”Paradoja de su resignificación, este rencuentro sagrado de lo siniestro nos hace sentirnos habitados por aquellos que aquí estuvieron secuestrados camino del crimen. Volvemos a sentir el calor y las palpitaciones de sus cuerpos negados en una ceremonia de reencuentro con su presencia eterna” (Duhalde, 2007: 28). La repolitización de la memoria de los sobrevivientes y los desaparecidos, las transformaciones de los centros de detención en espacios de memoria activa, los debates en torno al recuerdo y a sus políticas, así como las renovadas

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Sobre el rediseño de prácticas testimoniales, que apuntan a una redefinición del testimonio como práctica nomádica, véase Walas, 2011.

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texturas del testimonio han sido acompañados por incesantes luchas por la justicia, donde, como muestra la condena de represores de la ESMA en octubre de 2011, los ex detenidos siguen jugando un rol central en el proceso de redemocratización argentino.

IV Violencias: corporalidades sexuadas frente al mito del consentimiento

No sería exagerado afirmar que los debates culturales y los procesos judiciales en Argentina han evitado consistentemente (hasta muy recientemente, y me refiero a los años 2010 y 2011) la referencia a los agravios sexuales en el marco de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la última dictadura militar, aun cuando la definición misma de la tortura incluye el agravio sexual. Cuando se aventuraba la discusión sobre la sexualización del cuerpo dentro de los centros clandestinos, el silencio que se imponía con respecto al uso del cuerpo sexuado en una programada práctica de aniquilamiento de la subjetividad (en este caso femenina) iba acompañado de discusiones acerca de las sospechas sobre relaciones amorosas entre detenidas y torturadores. Si bien evitar la mención repetitiva del agravio sexual como componente de la experiencia de los centros clandestinos puede relacionarse doblemente con un recato frente a la exposición del cuerpo femenino (o masculino) victimizado sexualmente y con un intento de evitar la representación obscena del centro clandestino a través del placer sexual de los represores, también puede interpretarse como un acatamiento de la supuesta invisibilidad de las ofensas y maltratos sexuales, en parte porque su afiliación con los crímenes de lesa humanidad no encuentran, sino hasta en años muy recientes, los oídos adecuados para afirmarse como tales y, en parte, porque su imputabilidad dentro del derecho penal es muchas veces dudosa y siempre puesta bajo sospecha (la de la víctima). La violencia de género ha ocupado un lugar secundario en las discusiones acerca de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar. Es de notar, sin embargo, que esta ausencia va acompañada de narraciones, interpretaciones y acusaciones a mujeres detenidas y sus relaciones amorosas con represores. En este capítulo quiero repensar la cuestión de la violencia de género y de las interpretaciones que la justifican para dar cuenta de este otro tipo de impunidad que concierne a la violencia sexual contra las mujeres. Hasta 1999 Argentina era uno de los ocho países latinoamericanos en los cuales si quien había cometido el delito de violación sexual se casaba con su víctima, entonces no era condenado. El casamiento con la propia víctima bo-

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rraba, de alguna manera misteriosa, el crimen de la violación. El casamiento con la víctima era usado como un modo de evitar el castigo.1 En 1999 el Código Penal elimina esta cláusula, aunque el artículo 132 mantiene la posibilidad de que la víctima proponga “un avenimiento con el imputado” si existía una relación afectiva preexistente. La revisión de la ley y, sobre todo, lo que queda de la impunidad del violador en la nueva versión sirven para esclarecer el hecho de que la violación sexual en Argentina es considerada un crimen sólo hasta cierto punto. Al tiempo de la democratización en Argentina, la ley que regía era la anterior, en la cual el crimen de la violación parecía esfumarse con el casamiento entre la víctima y el agresor. También en el año 1999 el Código Penal cambia la tipificación del crimen de la violación, concebido hasta ese año como “delito contra la honestidad”, por la definición “delito contra la integridad sexual” (Carbajal, 2011). Este marco da una clara pauta interpretativa de cómo se entiende hoy y hace una década o dos el crimen de la violación sexual. Las decisiones de los Tribunales Penales Internacionales de la ex Yugoslavia y de Ruanda de considerar las violaciones sexuales como una violación a los derechos humanos comienzan a dar nuevas pautas interpretativas respecto del análisis de la violencia. En una entrevista que tuvo lugar luego de un seminario organizado por el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género, Haydee Birgin y Beatriz Cohen discutieron el modo en que se ha representado la violencia de género en el marco del derecho internacional y enfatizaron la importancia de la entrada de una mujer al Tribunal Internacional y su efecto en el modo de interpretar la violación sexual como un crimen de lesa humanidad: “Sólo la escucha de una mujer, como miembro del Tribunal, hizo que se cambiara toda la jurisprudencia de los tribunales internacionales” (Carri, 2007: s/n). La decisión del tribunal en el año 2001 marca un hito en la condena de crímenes de lesa humanidad desde una perspectiva de género.

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La relatoría sobre los derechos de la mujer de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hace referencia al caso argentino como uno de los países que “han reformado o derogado las disposiciones que eximían a los violadores de sanción criminal al contraer matrimonio con la víctima” (los otros son Brasil, Guatemala, Perú y Uruguay). Se da como referencia la Ley 25.087 de modificación del Código Penal (1999) y la Ley 24.417 de Protección contra la Violencia Familiar (1994). También se hace referencia en este informe a la eliminación de términos como castidad y pureza para hablar de violencia sexual (Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Relatoría sobre los derechos de las mujeres, “Esfuerzos públicos para cumplir con la obligación de debida diligencia ante actos de violencia contra las mujeres”, http:// www.cidh.oas.org/women/Acceso07/cap3.htm).

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Los marcos interpretativos nacionales e internacionales sobre el tema de la violación sexual no favorecían, en las primeras décadas de la democratización argentina, la recepción de perspectivas basadas en el género respecto de los crímenes cometidos en los centros clandestinos. Si por una parte las violaciones sexuales son mencionadas en el informe de la CONADEP y en testimonios de sobrevivientes en el Juicio a las juntas, hay una invisibilidad de la violencia de género dentro de los debates de los derechos humanos que acompaña a la presencia invisible que tienen las ex detenidas en cuanto a su experiencia como mujeres. Esta invisibilidad dificulta el espacio en el cual poder articular la experiencia del cautiverio como una experiencia que también estuvo marcada por el género sexual. El mito de la mujer seducida no hace sino acallar y reprimir de la memoria de la posdictadura la experiencia del agravio sexual. Convertir la discusión sobre violencia sexual en una discusión sobre relaciones consentidas y referencias a lazos amorosos entre víctimas y captores nos ubica frente a un morboso desplazamiento que niega la victimización, coerción y violencia, y ofrece la imagen de la sobreviviente (y aquí sí de la mujer casi exclusivamente) como la imagen prisionera de mitos patriarcales. Los mitos que se traman alrededor de la supervivencia de mujeres detenidas inscriben la violencia de género en el marco del supuesto consentimiento de las víctimas. Las víctimas así se transforman en “culpables” de dar consentimiento a ser sexualizadas dentro de los centros clandestinos. En el testimonio de Graciela Daleo en Cazadores de utopías (David Blaustein, 1996), la narración de su llegada a la ESMA está marcada por una conciencia de un cuerpo sexuado. Antes de la narración de la tortura, Daleo habla de su experiencia desde una perspectiva de género. Al llegar al centro clandestino es despojada de su ropa: “Me sacaron las medias, me sacaron la pollera, me sacaron la bombacha. Yo estaba con la menstruación”. Y sigue: “Yo soy una mujer, en ese momento mucho más piba, formada en un colegio de monjas, que se crió creyendo en la cigüeña, donde la intimidad era algo muy secreto, donde hablábamos con mucho menos libertad de las cuestiones femeninas”. El primer agravio que describe, antes de llegar a la narración de la tortura, está conectado con una “humillación” anclada en el género. Sin embargo, y pese a las menciones del cuerpo sexuado como tal desde los testimonios de la CONADEP, pareciera que el silencio que sigue hasta el año 2010 (cuando comienzan a documentarse los primeros casos en que se hacen públicos los asaltos sexuales en el marco de los nuevos juicios) está relacionado no únicamente con la invisibilidad que caracteriza a la violencia de género, sino también con la significación que prevalece cuando de mujeres abusadas o maltratadas se trata: la insistencia en el consentimiento a la violencia. La supervivencia de las mujeres en los centros

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clandestinos no sólo queda así asociada a la traición, sino además a la traición sexual, lo cual implica entender que hubo consentimiento por parte de la mujer detenida, aun en situaciones de extrema coerción, como las que se experimentaron en los centros de detención clandestinos. En un reciente estudio sobre la supervivencia en Argentina, Ana Longoni revisa el mito de las detenidas como “putas traidoras” para proponer que la traición de las detenidas-desaparecidas se entiende como un sinónimo de seducción. Las mujeres no son sólo traidoras, dice Longoni, sino “putas traidoras” que traicionan con el cuerpo. No es necesario que den nombres o información. “Sus traiciones son entonces de otro cariz —dice Longoni—, sexual o incluso amoroso” (p. 151). Y agrega una serie de preguntas, de las que destaco las siguientes: “¿Esa entrega es lo que las convierte en putas, infieles y traidoras? ¿Podrá ser que desde los parámetros con los que son juzgadas estas militantes, su cuerpo y su corazón ‘pertenecen’ a la causa revolucionaria, a la organización en la que militan, y no a ellas mismas?“ (ibíd.). Vale la pena recordar que la traición misma tiene, en palabras de Bonasso, tintes femeninos: “La traición se parece a una mujer seducida, la que entrega un beso, luego entrega otro y luego termina abriéndose de gambas” (p. 134). Condenadas las mujeres desde el “vamos a ser traidoras”, la representación de la “traición sexual” no parece sino otra faceta de una misma imagen fabricada de antemano.

CUERPO, TORTURA Y VIOLENCIA SEXUAL Algunos de los acercamientos más claves a la tortura (por ejemplo, Elaine Scarry y Giorgio Agamben) dan cuenta o bien del extremo dolor físico que interrumpe el lenguaje y la subjetividad o bien la reducción a la vida bruta (en una zona de indeterminación entre la vida y la muerte, también innombrable). En ambos casos se trata de una suspensión de la subjetividad y de una reducción de lo “humano” a la corporalidad. Repensando la relación entre el dolor y el lenguaje, Scarry se refiere a la transformación del cuerpo de la víctima de tortura en un cuerpo sin lenguaje y, por lo tanto, en una interrupción de la subjetividad en tanto el lenguaje resulta destruido con el dolor. El énfasis, para Scarry, está puesto en la presencia absoluta del dolor y de su presente total en la sala de tortura. Agamben, por su parte, repiensa la producción de la corporalidad a partir de leyes disciplinarias para centrarse en la noción de vida bruta dentro de los campos de concentración. En el caso de la detención ilegal en campos de detención y tortura Agamben se refiere al efecto de la suspensión de los derechos

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(que constituyen la vida política de un ser humano) en vidas que quedan reducidas a una zona de indefinición, la de la vida bruta, siendo la indefinición entre la vida y la muerte su manifestación más evidente. Los estados de excepción son los que, para Agamben, echan por tierra la noción de sujeto. A través de esa suspensión de la vida entendida en el escenario del derecho, el sujeto social ha devenido un cuerpo desechable. En ambos casos, es la corporalidad la que habita el espacio concentracionario, una corporalidad casi absoluta en Scarry, y en el umbral entre la vida y la muerte en Agamben. Esta suspensión de la subjetividad es, sin embargo, cuestionada por otros acercamientos a la tortura. John Beverley (2008) sostiene que hay un carácter performativo en la tortura en la medida en que produce una subjetividad ligada al dolor ejercido sobre el cuerpo. Beverley también apunta a la inestabilidad en la producción del sujeto como abyecto y la repetición de una escena que, tanto en la realidad como en las amenazas, engendra un sujeto de terror. Es ese sujeto el/la que toma las decisiones como respuesta a la coerción. Es decir, que se trata de un sujeto cercado por el terror. En la puesta en escena de la tortura se produce la construcción de sujetos constituidos a través de la vulnerabilidad de sus cuerpos y del poder de otros sobre los mismos. También Judith Butler, primero en su crítica a la propuesta de Scarry y luego en su acercamiento a lo que denomina “vida precaria” (que está caracterizada por la vulnerabilidad del cuerpo), pone en juego la subjetividad. Para Butler somos cuerpos constituidos socialmente y marcados por la vulnerabilidad, y es la explotación de esta fragilidad (de ser cuerpos vulnerables a la sujeción, a la interdependencia) aquello de lo que abusa la tortura. Su acercamiento pone en juego nuevamente la subjetividad para subrayar que no se trata sólo de un cuerpo vulnerable, sino de un cuerpo expuesto a las heridas y también a la dominación y a la subyugación (p. 61). Para Butler la subjetividad también está puesta en escena en los escenarios donde prima la vida precaria. Su suspensión, en todo caso, puede relacionarse con lo abyecto, es decir, el afuera constitutivo de la subjetividad. Asimismo, la construcción de subjetividades dentro de los centros de detención no escapa a las marcas sexuadas ni en la vejación de los cuerpos y subjetividades ni en las formas en que la violencia y la coerción impactan en el fingimiento como estrategia de supervivencia dentro de los centros clandestinos. Recordemos el espacio que asigna Calveiro al fingimiento en el intento de rearticulación de una posible identidad sobreviviente. El fingimiento es para Calveiro uno de los ejes centrales de esta producción de la subjetividad, no sólo a cargo del terror (sumisión) sino de la resistencia al mismo (simulación). El fingimiento también tiene marcas sexuadas cuando actúa como reverso de una

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coerción que tiene tintes sexuales. Lo que queda por determinar, sin embargo, es cómo se define esa violencia sexual cuando la violencia relacionada con los centros clandestinos está ligada a la tortura como modelo, es decir, al modelo que privilegia la fuerza física ejercida contra un cuerpo y no a la coerción que puede dar lugar a un consentimiento aparente. En el marco del derecho internacional, la ”Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1975. En ella se define la tortura como “todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras” (Artículo 1). Por lo tanto, la declaración entiende la tortura a través del daño físico o mental tanto en el escenario del interrogatorio como en el escenario del castigo o la intimidación. 2 La declaración entiende todo trato o pena cruel o degradante como una ofensa a la dignidad que constituye una violación “de los propósitos de la Carta de las Naciones Unidas y de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos” (Artículo 2). Esta declaración, aprobada en 1975, da los lineamientos básicos a los estados. Pero no será hasta los ochenta cuando se legalice internacionalmente a través de dos tratados que abordan específicamente el tema de la tortura y comprometen a los estados firmantes a sancionarla: la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (que entra en vigor en junio de 1987) y la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, de 1985.3

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Aun cuando la obtención de información como último objetivo de la tortura es un aspecto muy debatido, esta definición ilustra un entendimiento funcionalista de la tortura, al cual recientemente John Beverley ha descrito, en el marco del debate que surge en los Estados Unidos a raíz del escándalo de Abu Ghraib, como “el argumento de la bomba a punto de explotar” que desplaza otros acercamientos a la tortura, en particular la pregunta desde la ética. En un acercamiento a la tortura, Hernán Vidal enfatiza su desacuerdo con la interpretación de que el objetivo de la tortura es la información para subrayar la destrucción de la subjetividad que tiene lugar a partir del dolor y la humillación de los cuerpos: “Así se ejerce la desmesura de descargar todo el poder del estado sobre un cuerpo” (p. 12). El primer artículo de la convención define la tortura en términos muy similares a los de la declaración: “A los efectos de la presente Convención, se entenderá por el

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La tortura da cuenta simultáneamente de un cuerpo que recibe y padece dolor y de las narrativas que reclaman el estatus de subjetividad perdido en ese dolor. La reducción absoluta a la corporalidad deja de lado la lucha de la subjetividad por mantenerse como tal, por seguir existiendo como tal y, por lo tanto, las estrategias usadas como resistencia por los sujetos sometidos a tortura (y no sólo sus cuerpos). La literatura testimonial da cuenta de ese combate y, aun cuando se considere a la tortura como performativa y por lo tanto se ubique el énfasis en la producción de un sujeto de la tortura (el sujeto aterrorizado, como en el caso de la propuesta de Beverley), la subjetividad no es nunca un caso concluido sino una instancia, un proceso en transformación. Por otra parte, es destacable que las discusiones sobre los tratos degradantes hayan dejado generalmente de lado la marca de género de las violaciones a los derechos humanos. La reducción del cuerpo de la tortura a una categoría de vida bruta no sexuada resulta dudosa justamente por el uso de la violación y la vejación sexual como parte misma de la tortura. La discusión sobre la tortura de cuerpos sexuados y sobre la violencia sexual ejercida contra los mismos como tales no deja de ser altamente problemática y pone sobre la mesa una cuestión ética que es necesario mencionar. El cuerpo que se “expone”, con el objetivo de denunciar la tortura y la vejación sexual, exhibe (lindando con el relato pornográfico, al menos para lectores morbosos) a un cuerpo que padece y en ese mostrar, descontextualizado del objetivo de denuncia y justicia, la tortura se vuelve doblemente atroz: en su existencia y en su representación. En contraste, el recorte de la corporalidad sexuada puede servir para ocultar formas específicas de vejación y para invisibilizar la experiencia concentracionaria de muchas mujeres detenidas.4

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término tortura todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”. También puede pensarse en la relación de la tortura (y especialmente la relación de su representación) con la pornografía. La primera tesis que elabora Idelber Avelar en su reflexión sobre la tortura es justamente su representación como exhibición obscena, donde lo visual, lo auditivo y lo táctil son constitutivos de su práctica. La tortura como la pornografía degradan y deshumanizan al otro a través de su cuerpo y,

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Una mirada a las declaraciones feministas sobre la violencia de género y su definición puede ser útil para discutir la interpretación de la violencia y su relación con la dimensión jurídica de la misma. Tanto la Declaración de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (1993) como la Convención Interamericana (1994), la plataforma de Beijing y otros documentos relacionados con la violencia de género en el marco internacional de los derechos humanos definen la violencia como una violación a los derechos fundamentales justamente porque viola el concepto de la “dignidad humana”. También el Estatuto de la Corte Penal Internacional (Estatuto de Roma) entiende la violación como un crimen de lesa humanidad en el marco de ataques sistemáticos contra la población civil, por ejemplo en el caso del terrorismo de Estado. A pesar de la importancia de estos hitos en los intentos de incluir la violencia de género en el horizonte de los derechos humanos, la noción de los derechos humanos misma no puede desasociarse tan fácilmente de los derechos del hombre y, por lo tanto, las definiciones de la dignidad están fundamentadas a través del eje de lo humano y no del género sexual, con la tortura como modelo de vejación de los cuerpos. Si por una parte las demandas de las plataformas feministas intentan dar cuenta de la necesidad de incluir a las mujeres dentro del horizonte representacional de los derechos humanos —y si bien la inclusión de un lenguaje que tendía a proteger los derechos de las mujeres de formas específicas de violencia ejercidas contra ellas es un momento crucial de la historia de los derechos humanos y de la lucha feminista—, el uso de los modelos y el lenguaje empleados por el derecho internacional produce un movimiento paradójico. Por una parte, está el reclamo de la mujer y su corporalidad al horizonte de los derechos universales; por otra parte, se usan todavía lenguajes y conceptos “no marcados” para describir formas específicas de violencia. La violencia se entiende como el eje de la violación a la dignidad.

sobre todo, a través de la violencia ejercida contra el cuerpo. La mirada, monopolizada por el torturador y negada al torturado (aunque de hecho los relatos de tortura revierten esta negación al afirmar la mirada de la víctima, que ve a su torturador o lo reconoce por su voz y logra darle un rostro), también reactiva la mirada pornográfica en la cual doblemente se hace de la víctima un objeto (cosificación) y se sexualiza su cuerpo. Al pensar la relación de las mujeres y la tortura dentro de la experiencia de detención en centros clandestinos, no puede dejarse de lado la lógica patriarcal que habita la relación torturador-víctima cuando el primero es varón y la segunda mujer. Los relatos de tortura (sobre todo aquellos a cargo de víctimas mujeres) reactivan la escena visual que puede asociarse con la pornografía, tanto en términos de la puesta en escena de la tortura como de su posterior representación.

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Pero esa violencia está entendida como dolor físico, y la evidencia de ese dolor físico, de su marca, es necesaria para re-conocer a quien reclama una violación de derechos humanos como víctima. El concepto asociado a esta noción de dolor físico (que tiene su modelo en la tortura como trato degradante) es el del consentimiento que se traslada a la definición de violación sexual.5 En este esquema el sujeto sometido a tortura no consiente a la misma, como lo prueba la evidencia física de la violencia, y por lo tanto, al trasladarse esta lógica a la violación sexual, para que se considere que no hubo consentimiento debe haber prueba de la resistencia y de la violencia física. Lo problemático de esta asociación es que se entiende la violación sólo como manifestación de fuerza física en vez de enfatizarse las complejas formas de coerción que operan en el uso de la fuerza. Este concepto de violencia, traducido dentro de los parámetros de interpretación masculina, ha resultado en una definición de la violación sexual destinada a condenar a las mujeres sometidas a actos de violencia como culpables en vez de entenderlas como víctimas. Sólo después de la decisión del Tribunal Penal Internacional en 2001 al condenar a soldados serbios de violación como un crimen de lesa humanidad se comienza a poner en duda todo un aparato interpretativo que asocia la penetración sexual al consentimiento de las mujeres (si no se prueba lo contrario). Tal interpretación criminaliza doblemente a las mujeres violadas y sometidas a explotación sexual. Antes de la decisión del Tribunal Penal Internacional, para que alguien fuera condenado por violación había que poder establecer la evidencia de la violencia y recién en ese caso se podía reclamar la violación a la dignidad (Bergoffen, p. 117). El Tribunal reescribe la interpretación de la violación sexual y con ello desafía la idea de que es necesaria la evidencia física de violencia para probar el crimen. Al mismo tiempo, entra aquí en juego un mito patriarcal que circula en relación con los campos de detención y apunta a la idea misma del consentimiento. Haciendo referencia a la violencia de género, el Tribunal dice que la penetración sexual se transforma en violación cuando no es “genuinamente voluntaria”.6 Con este adverbio, “genuinamente”, se apela a la posibilidad del fingimiento

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Sigo aquí el argumento de Debra Bergoffen en “Toward a Politics of a Vulnerable Body”. Bergoffen toma este punto como un elemento central de lo que propone como un nuevo momento en la conceptualización de la violencia de género con referencia a la lógica usada por el Tribunal Internacional de las Naciones Unidas (p. 118). Jean Franco también identifica este momento como un momento histórico en el cual los “violadores son identificados como criminales de guerra” (2006: 1662).

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en situaciones de coerción y amenazas, y en vez de considerar ese fingimiento como un consentimiento genuino, lo considera un efecto de la coerción.7 Esta interpretación echa por tierra las pautas anteriores en las que había que probar violencia para catalogar una violación como tal. Ahora, en cambio, con esta definición hay que probar no sólo el consentimiento, sino el consentimiento voluntario. Tal consentimiento no puede existir en un escenario en que una víctima esté sujeta a la violencia o sometida a amenazas. Este acercamiento a la violencia cancela las sospechas sobre relaciones consensuales en un centro clandestino, donde la violencia física y psicológica es productora de una subjetividad que está inmersa en esa lógica de coerción. Exponer esa violencia es, al mismo tiempo, desmontar el mito de la seducción de las mujeres y la invisibilidad a la que su experiencia fue sometida. A la vez, la experiencia de la detención para las mujeres, anclada en una corporalidad que no es ajena al género sexual, también se enfrenta con el silencio que rodea a las formas de vejación que experimentaron fundamentalmente las mujeres y que presenta el dilema de que, al mostrarse el cuerpo para denunciar la injuria con los objetivos de la denuncia, también se expone esa corporalidad a un circuito de deseo perverso. Las denuncias a las violaciones aparecen ya en los ochenta, como puede verse en este testimonio registrado en el informe de la CONADEP: Las tres estábamos vendadas y esposadas, fuimos manoseadas durante todo el trayecto y casi durante todo el traslado… Estando medio adormecida, no sé cuánto tiempo después, oí que la puerta del calabozo se abría y fui violada por uno de los guardias […] Durante esa misma mañana ingresó otro hombre a la celda gritando, dando órdenes: “Párese, sáquese la ropa”, empujándome contra la pared y volviéndome a violar… El domingo por la noche, el hombre que me había violado estuvo de guardia obligándome a jugar cartas con él y esa misma noche volvió a ingresar violándome por segunda vez (DNC, legajo n.º 1808, CONADEP).

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Vease Bergoffen, 2003: “According to the court, distinguishing submission, the appearance of consent, from genuine consent is a matter of common sense. Bringing this common sense to bear on its legal reasoning, the court stipulates that only apparent consent exists ’where the victim is subjected to or threatened with or has reason to fear violence, duress, detention or psychological oppression or reasonably believed that if she did not submit another might be so subjected, threatened or put in fear’ (http: //www.un.org.icty, 464). In cases of apparent consent, the raped woman’s body may not be the object of physical violence. In dismissing the apparent consent defense and in insisting on proof of genuine consent, the court determined that the situation of the woman, her capacity to give consent, not the quota of violence infllicted on her body, determines whether or not a rape occurred“ (Bergoffen p.118).

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Esta cita expone estas dos conectadas formas de degradación de las mujeres: la ofensa sexual, por una parte, y la coerción que existe en una supuesta normalidad que pretende diluir esa violación. No se trata sólo de una violación (como si eso fuera poco), sino además de la normalización de la violencia, propuesta ahora como un lazo que, aunque forzado por la coerción, se interpreta (obligatoriamente) como consentimiento.

ESE INFIERNO: género y testimonio En su introducción a Redes de memoria, un texto que reúne relatos de nueve mujeres ex detenidas sobre la experiencia de la detención, Jorge Boccanera retoma a Calveiro para poner sobre la mesa la importancia de repensar el rol de la escritura del testigo desde un punto de vista de género sexual y sostiene que los testimonios de mujeres “además de dar información entran de lleno a la vivencia” (p. 9). Las diferencias entre los acercamientos testimoniales femeninos y masculinos han recibido consideración en las discusiones sobre la escritura testimonial latinoamericana, sobre todo en cuanto a la formación, en el testimonio femenino, de una narrativa colectiva que desorganiza la heroicidad individual de las narraciones masculinas.8 A pesar de que, en el caso argentino, también es posible afirmar que muchos testimonios masculinos se centraron en la formación de sujetos heroicos (ya sea a través de la participación en la militancia o en las espectaculares fugas de centros de detención), no es mi intención discutir las diferencias entre la supervivencia de ex detenidos y ex detenidas, pero sí señalar que esas diferencias de marca sexual y de género están presentes en las narraciones testimoniales. Me interesa, especialmente, analizar la figura de la mujer como testigo y de los umbrales que debe cruzar en su producción testimonial para desmontar los mitos heterosexistas que cercenan la posibilidad misma de

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Véanse, por ejemplo, los aportes de Doris Sommer en “Not Just a Personal Story: Women’s Testimonios and the Plural Self”, en Bella Brodzki y Celeste Schenck (eds.), Life/Lines: Theorizing Women’s Autobiography, Ithaca: Cornell UP, 1988, pp. 107-130; Nancy Saporta Sternbach, “Re-membering the Dead: Latin American Women‘s Testimonial Discourse”, Latin American Perspectives, 18 (3) (1991): 91102; Linda Marín, “Speaking Out Together: Testimonials of Latin American Women”, Latin American Perspectives, 18 (3) (1991): 51-68. Remito igualmente al texto de Ileana Rodríguez para el caso del testimonio centroamericano en Women, Guerrillas and Love: Understanding War in Central America, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996).

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práctica testimoniante. En el cruce de estos umbrales se pone en juego una nueva definición de la violencia y de la vida bruta. En Ese infierno (2001) las sobrevivientes Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar dan testimonio de sus experiencias en la ESMA a través del énfasis en la vida cotidiana, también dentro de los parámetros de una ambigüedad inexplicable pero real: “La tortura y después la charla y la convivencia con los propios torturadores” (p. 13). Ese infierno propone leer, interpretar y recordar el espacio cotidiano como un cruce entre la violencia y una forzada y fingida cotidianeidad donde los traslados de prisioneros eran, por ejemplo, “seguidos de intempestivas e insólitas invitaciones de los secuestradores a cenar” (p. 14). Sin adentrarse en el tema de las supuestas relaciones entre captores y detenidas, el texto menciona muchas veces las zonas confusas de una convivencia que produce una subjetividad subyugada e imprecisa, hasta llegar a “la contradicción amor-odio con sus represores” (ibíd.). Ya desde la introducción las testimoniantes se refieren al consentimiento forzado (lo que Calveiro entiende como fingimiento) como eje central de su experiencia y sostienen que contar esa vida es narrar también “cómo se trabajaba para sobrevivir, cómo se fingía permanentemente frente a los marinos y a muchos prisioneros una ‘recuperación’, un arrepentimiento” (ibíd.).9 El énfasis en las ambigüedades de la experiencia de detención se extiende a la escena de la tortura. En estas palabras de Munú Actis en Ese infierno puede notarse la distancia misma que establece el sujeto del testimonio del sujeto de esa experiencia. El énfasis aquí está en la falta de lógica que habita la relación con el torturador, incluso en el momento de la tortura, para dar cuenta de las grietas que ocupan los modos de presentar y entender la propia experiencia:

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La noción de fingimiento (que propone Calveiro para la experiencia concentracionaria en general, pero que al pensarla para las mujeres no puede dejar de asociarse con estereotipos femeninos) tiene su doble en la crítica feminista del nuevo feminismo francés con Luce Irigaray y su noción de mímica (el posicionamiento intencional de la mujer en el espacio femenino con fines de subvertirlo). A pesar de la coerción existente en el cumplimiento de las normas heterosexistas y patriarcales y su performatividad femenina o masculina, prefiero acercarme a las experiencias evocadas en los testimonios de mujeres sobre campos de concentración sin hacer referencia al fingimiento, como concepto demasiado cargado para representar a las mujeres en la lógica masculinista (las mujeres que fingen), o el de la mímica como su contracara feminista (que enfatiza desde el mismo punto de partida del fingimiento el poder de gestión femenino frente a la imitación de un modelo que se sabe opresivo), y me inclino por abordarlo, en cambio, desde el eje del consentimiento genuino y forzado.

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Otra cosa muy fuerte que me pasó y que nunca pude explicarme fue que en un momento se me soltó una mano y le pedí al torturador que me diera la suya. Él estaba hablando, gritando, preguntando qué era esto, lo otro, lo de más allá. Yo lo interrumpí: “¿Me das la mano?” Y él: “¿Para qué?” Y yo: “Nada, lo necesito”. ¡Y me la dio! Recuerdo que le tomé la mano, se la apreté, la solté, le dije: “Gracias”, volvió a atarme y todo continuó. ¿Cómo se explica? (p. 76).

Ese “gracias” inimaginable nos ubica en el borde de la posibilidad misma de narrar la experiencia desde un lenguaje y una lógica que no sirven para representarla. En ese espacio de ambigüedades se suspende la significación: Yo creo que en medio de la adversidad, la oscuridad, estando sola, torturada, aislada, que haya una mano “buena”, alguien que te ofrezca un plato de comida, te pregunte cómo te sentís, alguien que en tu fantasía tiene poder para protegerte, por lo menos para que no te picaneen más, para dejarte mandar una cartita a tus viejos, a tus hijos, puede llegar a desarmarte, a confundirte (Lewin en Ese infierno, pp. 99-100).

La sensación de confusión respecto de la propia identidad y la dificultad de narrarla reconstruyen la experiencia del cautiverio como un mundo totalmente inaccesible e irrepresentable. Este fragmento viene precedido de una exclamación de asombro: “¡Hasta hubo detenidas que se enamoraron de sus torturadores!” (p. 99). En ese umbral de lo imaginable el texto nos ubica en una zona incómoda en la que emergen las contradicciones de experiencias marcadas por la puja de la subjetividad en el intento de no ser sometida a un cuerpo aniquilado y completamente sometido. Lewin dice de la sala de tortura: “Había gritos, insultos, uno de los tipos me levantó el antifaz. Yo estaba desnuda y atada. Me acercó el pene, mientras los demás me amenazaban: ‘Te vamos a pasar uno por uno, hija de puta’” (p. 68). Había hasta años recientes una ausencia respecto de las voces de mujeres sobrevivientes y de su particular experiencia. Esto se hace explícito en Este infierno: Resolvimos ser sólo mujeres en el grupo, porque, para nosotras, haber pasado por el Campo tuvo tintes especiales vinculados con el género: la desnudez, las vejaciones, el acoso sexual de los represores, nuestra relación con las compañeras embarazadas y sus hijos (p. 32).

El proceso de demolición de la masculinidad militante pasa por un proceso de cosificación y deshumanización (que no deja de tener una fuerte marca de género, puesto que se concentra en la impotencia del antiguo militante para resistir y, por lo tanto, interrumpe la virilidad del detenido para enfatizar

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el poder viril del torturador). En el caso de las mujeres, la marca del género sexual está asociada a un complejo juego de deshumanización donde la cosificación es también sexuada, aunque no exclusivamente. En este punto, el concepto de vida bruta de Agamben pareciera no bastar para explicar la experiencia de las mujeres en el umbral de la vida y la muerte, de lo humano e inhumano, pero resituadas por los mismos captores en la corporalidad sexuada. El concepto de vida bruta se ancla en lo corporal como dolor y desmoronamiento de la subjetividad en el limbo de lo humano. Sin embargo, parecería que la situación de cautiverio desde la experiencia de las mujeres enfatiza también un juego macabro entre la vida bruta (como cosificación) y la sexualización (como subjetividad forzada). Así, la norma social reingresa al escenario del centro clandestino y de una vulnerabilidad que se subyuga aún más en el escenario de la lógica de dominación heterosexista. Como si las vejaciones que recibían por ser militantes reafirmaran su condición sexuada para los torturadores, el uso de la violación dentro del centro clandestino vuelve a afirmar que, en el caso de las mujeres, la misma condición de la militancia está puesta en duda (aunque con raras excepciones). Las mujeres militantes no son así solamente militantes, sino ‘putas militantes’. Leemos en uno de los testimonios de Este infierno: “Esas palabras, puta montonera, durante mi tortura y los días siguientes fueron una constante, las escuché todo el tiempo” (Actis et ál., p. 74). En esta interpretación de la militancia anclada en el género se produce el primer desmantelamiento de la identidad militante, que no es reconocida como tal sino como una militancia de segunda categoría, de la cual hay excepciones, como es el caso de Norma Arrostito. Sin embargo, su caso no ejemplifica la forma en la cual la militancia de las mujeres es generalmente entendida. Sería posible proponer que la participación de las mujeres en la militancia está despolitizada, en muchos casos, en el imaginario patriarcal pareciera que las mujeres entran y salen de la militancia a través del placer corporal y del romance mediante la convicción política. Entran al enamorarse de un militante, salen al consentir “entregarse” al propio captor. Si en la primera parte de esta afirmación se desmonta la imagen de la mujer de la posibilidad de pensamiento y accionar político, en la segunda se aniquila el sentido de la violencia que tiene lugar en la construcción del sujeto mujer dentro del centro clandestino. No pretendo de ninguna forma sugerir que las relaciones con represores formaron parte de la experiencia de todas las mujeres, ni siquiera de muchas de ellas, porque mi intención es justamente repensar las interpretaciones de género que se entretejen con las experiencias de las detenidas, como mujeres, y no desvincular este tipo de “relaciones” (empezando por las

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palabras mismas que usamos para describir esas experiencias) de la violencia de género. Tanto las experiencias de convivencia cotidiana con los captores como las relaciones “perversas”, como las denominan Elisa Tokar y Munu Actis, y sus diferentes grados y matices se establecen sobre la promesa (cumplida también perversamente) de rehumanizar a las detenidas al darles un nombre y una identidad fuera de la sala de tortura, así como de “normalizar” la vida anormal del campo: “Nosotros éramos secuestrados, los marinos eran dueños de nuestra vida pero circulábamos y debíamos hablarles como si nada pasara, como si la cotidianeidad del Campo fuera lo ‘normal’” (p. 98). El proceso de rehumanización está íntimamente conectado a una normalización de la pérdida de humanidad y del poder del captor en reasignarla, con sus propias condiciones. En varias ocasiones, las testimoniantes de Ese infierno re-escriben estas zonas confusas y, ya como testigos, es decir, en la distancia de la detención clandestina, logran re-establecer otra trama de significaciones a su propia identidad y deshacer el largo proceso de des-identificación y re-identificación que se produce en la ESMA. Este texto presenta, desde el comienzo, una trama de voces femeninas a la manera de una conversación. Ya el subtítulo se refiere a las “conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA”. Su tono coloquial permite preguntas y discusiones sobre los temas propuestos. En su prólogo, las testimoniantes (Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar) se refieren a la libertad de hablar fuera del formato judicial y, al mismo tiempo, a una suerte de desamparo de salirse de este formato más estructurado.10 A partir de la llamada oficial a la investigación (CONADEP, Juicio a las juntas) y en otros casos a partir del acto de testimoniar frente a cortes nacionales o internacionales, los sobrevivientes identifican a los torturadores como tales y esta identificación produce un corte con las narrativas de “convivencia”, confusión y coerción del cautiverio. En esas mismas narraciones también emergen otras dimensiones del sobreviviente, otros reconocimientos, en el sentido de que el reconocimiento del otro conlleva también el propio proceso de constitución del sujeto testimoniante: al reconocer al otro como captor

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Estos procesos de resignificación son lentos y graduales y explican la más reciente visibilidad de las ofensas sexuales en el marco de una legalidad y un escenario jurídico que reconoce la criminalidad relacionada con ellas como parte integrante del genocidio.

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se reconoce a sí mismo como cautivo, primero, y como testigo después. Justamente el gesto testimoniante es un intento de dar cuenta de la experiencia en el centro clandestino, que implica también un umbral respecto de la línea divisoria que separa a la víctima del testigo y, en este caso en particular, las pautas sexuadas con que se vive, se narra y se interpreta esa experiencia. En ese pasaje, las deposiciones en organismos de derechos humanos han sido cruciales a la hora de resignificar los modos de relacionarse con los represores, en el caso de la ESMA, y de restituir el espacio del represor a la figura de un victimario cuyos contornos habían sido borroneados como efecto mismo de la coerción. Una de esas manifestaciones es la del represor como “benefactor” (quien “los protegió y concedió la vida”, Calveiro, p. 57). Esta doble y aparentemente ambivalente relación entre el torturador y el detenido es, al mismo tiempo, una ambivalencia solapada, puesto que esconde el poder del torturador y la vulnerable posición de la detenida, sobre todo, en relación con su supervivencia: Lo terrible en aquel momento es que uno tenía que relacionarse con esos seres espantosos. Uno terminaba hablando con ellos. El recuerdo que tengo es que, en esa confusión, uno creía que hasta podía llegar a negociar el dolor, decirle “Torturáme menos” (Gardella en Ese infierno, p. 76).

Las narraciones de estas cinco ex detenidas dan cuenta de una reconstrucción identitaria marcada por el género que tiene lugar en la práctica testimonial. Y es justamente en las fracturas y los intersticios de lo inexplicable e inimaginable donde se hacen presenten las marcas sexuadas (o, por lo menos, lo que tiene de indecible) de la experiencia del cautiverio, no sólo en relación con los agravios sexuales, sino también respecto de la constitución de la propia subjetividad nacida de la coerción, las amenazas y el terror que acompañaban la tortura. A través de la práctica testimonial el sujeto de la narración se ubica a sí mismo en el espacio de testigo y de intérprete (de una experiencia que se traduce y probablemente se traiciona en al acto mismo de elaborarla a través del lenguaje). Desde ese lugar da a conocer no sólo detalles de la historia personal, sino la reflexión e interpretación de esa historia desde un nuevo umbral, el de ese presente que parece asombrarse frente al recuerdo del pasado, frente a la cotidianeidad del dolor y del terror y que, al narrarlo, lo recupera pero sólo a través del desplazamiento. El énfasis en la confusión, en la simultánea imposibilidad y urgencia de hallar las claves de una lógica inentendible, pone en escena una distancia desde la cual el yo testimoniante marca la brecha con un yo presentado como alteridad, aunque nunca completamente. La disputa testimonial tiene que ver justamente con las interpretaciones

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sobre esa alteridad y es aquí donde las interpretaciones que se hacen desde afuera de la experiencia de detención y desde adentro de la misma parecen estar a años luz: A mí me llevó años poder saltar la barrera del “agradecimiento’ y llegar a la imagen que ahora tengo en general, aunque reconozca comportamientos individuales. Concluir desde afuera que todos estaban allí por elección, formaban parte del mismo proyecto y por lo tanto son la misma cosa, es fácil. Llegar a esa misma conclusión desde nuestra vivencia, desde quienes estuvimos adentro, no es tan simple y quizás haya sensaciones contradictorias que nos acompañarán de por vida (pp. 207-208).

En el próximo capítulo discutiré más detalladamente las brechas y las lagunas que forman parte de la narración testimonial y la forma en que la ficción o las estrategias literarias le sirven al sujeto testimoniante para articular sus silencios y mostrar sus dudas, la opacidad de sus recuerdos y las brechas del olvido. Lo que quiero destacar aquí es que en esta cita se hace clara la disputa por el poder de la interpretación sobre la experiencia personal. En este pasaje se sugiere que es tal vez el “no saber” el que marca esta experiencia de confusión y trauma. Pero ese no saber no está propuesto como la “falta” que debe llenarse desde un afuera interpretativo que no está marcado de la misma forma por los efectos de ese terror inimaginable o por expectativas elaboradas fuera de la experiencia que el testimonio nos propone escuchar. Esas respuestas o caracterizaciones que permiten comprender claramente ‘qué es qué’ o ‘quién es quién’ dentro de la experiencia misma de la detención-desaparición responden más a una necesidad clasificatoria y simplificadora que a la apertura de un debate acerca de las reflexiones sobre la experiencia del pasado. ¿Cuál es el lugar de las mujeres detenidas, que al contar sus historias de detención suman a la experiencia narrada por sus compañeros detenidos las formas de vejación y coerción específicas del género sexual? El rol que tuvieron las mujeres en el proceso de democratización como madres y abuelas no borra de ningún modo (ni lo pretende) el lugar de las mujeres sobrevivientes de centros clandestinos, no sólo como testigos de la desaparición de otros sino como testigos de su propia experiencia de detención y cautiverio. A diferencia de Recuerdo de la muerte, Ese infierno hace hincapié, desde su inicio, en lo cotidiano y en las formas de sometimiento y resistencia desde la cotidianeidad de la experiencia concentracionaria a través de la interpretación de la experiencia vivida, la búsqueda de sentido de la supervivencia y el intento de redefinir la propia identidad nunca totalmente colectiva, pero tampoco individual.

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Elisa Tokar le dice a Actis, respecto de su identidad como detenida: Después de que nos liberaron también seguimos siéndolo. Quizás vos dejaste de ser un desaparecido en el momento en que declaraste. Yo, hasta que pude declarar en un organismo de Derechos Humanos, diez años después de mi liberación, seguí siéndolo, al menos para mí misma (p. 85).

La re-aparición del ex detenido, en el desmontaje de su propia desaparición, está aquí vinculada con el reconocimiento oficial de su estatus como testigo. Al referirse al largo proceso de supervivencia en la ESMA, Calveiro se refiere a dos instancias pivotales: la re-personalización del prisionero y la humanización del captor. Ambos componentes de la experiencia dentro del centro clandestino siguen al brusco desmantelamiento de la humanidad del detenido, que tiene lugar con lo que denomina rito iniciático de la tortura. Según Calveiro, el “proceso de recuperación” concierne a la puesta en escena de un consentimiento fingido, como pauta de la re-humanización. No se trata de una rehumanización escogida, sino de una normalización de la experiencia del centro clandestino y de un reconocimiento de la humanidad del detenido por parte de quienes cometieron abusos a su dignidad como seres humanos. Pero esta rehumanización de la que habla Calveiro está ubicada en la cita de Tokar en el espacio mismo de la desaparición: esta rehumanización es no sólo parcial, sino efecto de la coerción, una suerte de pasaje de la no humanidad a una humanidad condicional. La cotidianeidad de la convivencia también hace que “los guardias vuelvan a ver a los prisioneros, a través del contacto prologado como personas y no como paquetes (Calveiro, p. 96). Por otra parte, Calveiro también sostiene que en la experiencia del cautiverio, la rehumanización del detenido (basada en el fingimiento) se enlaza con la “humanización” de los captores (p. 97), aun cuando sea parte de la lógica de coerción misma. En la cita anterior Tokar hace referencia a una identidad como desaparecida que no logra reconstruirse sino en su dimensión de testigo, fuera de las prácticas que caracterizan la experiencia en el centro clandestino. Existe, por lo tanto, una re-humanización siempre y cuando se entienda lo “humano” con la lógica concentracionaria, es decir, que se trata más bien de un limbo de la humanización condicionada por el poder del captor y, en el caso de las mujeres, una pseudohumanización que depende en muchas instancias de pautas sexuadas. En el capítulo anterior discutí la reconstrucción de la identidad del detenido como militante definido desde lo heroico y la clave interpretativa que se hace de esa subjetividad individual (aunque ligada a la organización Montoneros) con respecto a la ESMA. A pesar de estar habitado por sospechas hacia todo, el texto de Bonasso enfatiza también formas cotidianas de fuga (la del protagonis-

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ta con sus múltiples batallas con la demolición que tienen lugar antes de la fuga final). Esas fugas, que se ubican en las grietas de lo cotidiano, despiertan sospechas en el protagonista y corrompen los lazos de confianza con otros detenidos. Frente a la fuga espectacular del protagonista, estas zonas opacas de la supervivencia, estas evasiones cotidianas al poder y al terror ejercido en la ESMA se ven desplazadas en una jerarquía que claramente privilegia el modelo épico. En contraste, textos como Ese infierno y Poder y Desaparición se proponen desmontar el mito de los héroes en la representación de la detención-desaparición y se sitúan en el reverso de la ansiedad heroica para proponer en cambio que “[l]os actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles” (Calveiro, p. 159). También en el reverso del relato heroico, las mujeres narran otras formas de sometimiento específicas del género sexual, que generaron otros espacios grises tan incomprensibles como el que atravesaron los compañeros varones. Los umbrales que deben atravesar estos testimonios como los de Ese infierno son zonas de disputa tanto dentro como fuera del centro clandestino y, por supuesto, de muy diferente manera, con pautas, comportamientos e interpretaciones sexistas, de modo tal que la idea misma del desecho y lo desechable (y, en otro sentido, la vida bruta para Agamben) está sexualizada en el caso de las mujeres. Dentro del centro clandestino, los intentos de demolición de la identidad militante van mano a mano con el sometimiento sexual y la coerción. Ser obligadas a salir a bailar o a cenar con sus propios represores es indudablemente parte del trato degradante recibido por las detenidas, en su condición de mujeres. Pensar que una mujer sometida a torturas y abusos sexuales elige salir a cenar con su propio victimario habla elocuentemente del fracaso del testimonio, de su pérdida en los tentáculos de las pautas heterosexistas de interpretación y de la complicidad con la violencia que ejercen estas pautas interpretativas que repiten y profundizan la violencia sufrida por las detenidas dentro de los centros de tortura. Ese otro umbral, que atraviesa el testimonio de mujeres (el de las interpretaciones que se hicieron desde afuera del centro clandestino y desde el afuera de la condición de mujer), entra en disputa con las narraciones que desde una lógica masculinista (como puede ejemplificarse a través del texto de Bonasso) reducen el infierno de muchas mujeres a la fantasía de la seducción para afirmar, en cambio, que esas experiencias no fueron consentidas, sino que formaron parte de la violencia sexual. Cabe destacar que sólo muy recientemente el tema de las vejaciones sexuales dentro de los centros de detención llega a la primera plana del periódico Página 12, con la nota de tapa “El crimen silenciado”, de Mariana Carvajal (17 de

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enero de 2011), donde se hace referencia al “carácter sistemático de las violaciones sexuales a las prisioneras durante la dictadura” y al 2010 como el año en el cual la justicia las califica como violaciones a los derechos humanos.

LA TRAICIÓN DEL CUERPO COMO RÓTULO PRE-EXISTENTE Probablemente los casos más controversiales, sin ser representativos de la mayoría de las experiencias de cautiverio, sean a su vez los que mejor ilustran las interpretaciones con que se evidencia que la lógica masculina se impuso en las formas mismas de narrar la supervivencia de las mujeres. Es decir que, después de haber sobrellevado los agravios sufridos dentro del centro clandestino, el estatus de mujer sobreviviente pareció haber puesto en marcha nuevas formas de agravio, que desde la interpretación sexista cancelaron la violencia de género que formó parte del agravio sistemático contra las detenidas. A través del ejemplo de Lucy, una militante montonera y un torturador, Ana Longoni se acerca a la narración que hace Bonasso de su historia para poner en evidencia las marcas discursivas de la violencia de género que dio marco a las interpretaciones de las horribles experiencias que atravesaron muchas mujeres. Primero Longoni nota que hay un hincapié en su silencio frente a la tortura. Al comienzo el texto indica: “No colabora, no dice nada durante meses”, aunque también agrega que “se deja hacer, se deja estar” (p. 268). Sin embargo, cuando cae su compañero y la llevan a verlo, éste es el diálogo de la novela de Bonasso (y sigo aquí a Longoni): La dejan acompañar al Monra en su agonía. El pelo de Lucy le roza la cara. Las lágrimas de su mujer le mojan el hombro aterido. Allí está espiando el rata Pernía […]. —Lucita quería tener a su hija —explica. El moribundo abre los ojos y los clava en la cabeza que se sacude sobre su hombro. —Y desde cuándo te llama a vos Lucita este hijo de puta (p. 269).

Dice Longoni: ”La mirada del moribundo enjuicia antes a la prisionera que al captor, al que acaba de balearlo y de secuestrar a su hija, que al delator, que negoció la salvación de su familia a cambio de entregarlo a él” (p. 146).11 En el

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También la novela de Liliana Heker El fin de la historia se centra en esta relación. Longoni toma estos textos como eje de su análisis.

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texto de Bonasso Lucy explica su relación con Pernía con vergüenza (“Es horrible pero lo quiero […] tal vez porque me devolvió a mi hija”) como la traición de una militante que entra en una relación con un torturador. Es justamente el caso de Lucy el que dispara en Longoni la mayor parte de las preguntas acerca del posible juicio moral o del intento de comprender las complejidades de seres humanos en el límite de lo pensable. Y es en este marco en el que Longoni discute este mito preconcebido de la mujer como puta, desde el comienzo, dentro de las especificidades de las pautas patriarcales en la Argentina de los setenta (y la de las décadas que le siguen, pp. 148-150).12 Este aspecto de la detención clandestina no está marcado por formas de violencia comparables con la tortura, en el sentido en que el cuerpo no resulta herido de la misma manera. No es coincidente que, frente a este tipo de narraciones, mujeres sobrevivientes cuenten su historia para desmontar los mitos de la traición y la traición sexual que se asocian con la supervivencia femenina. No propongo el caso de Lucy como ejemplo a partir del cual repensar la experiencia de las mujeres detenidas en centros clandestinos. Sin embargo, llama la atención que la discusión sobre los agravios sexuales se haya demorado tanto en formar parte de la escena de los debates en torno a los derechos humanos, cuando ya habían sido denunciados en los testimonios recogidos por la CONADEP.13 Por otra parte, es posible también detectar que esta acusación de traición sexual fue uno de los textos subyacentes que muchos testimonios de mujeres debieron confrontar en sus propias narraciones.14

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En uno de los capítulos de Memorias y nomadías, usé también un caso extremo del testimonio chileno para discutir las violencias de género en el marco de la represión estatal durante la dictadura militar chilena. El caso de Luz Arce, una militante que termina trabajando para la DINA, me sirvió para repensar las interpretaciones sexistas, masculinistas y violentas a las que su testimonio había sido sometido y para relacionarlas con otro tipo de pautas sexistas, masculinistas y violentas (expresadas como atrocidad por parte de las fuerzas represoras en el centro clandestino donde estuvo detenida) que habían destruido su humanidad y su dignidad usando como eje central la violencia de género. El documental Lesa humanidad (2011) se centra en la cuestión de la violencia sexual y su posterior invisibilización durante la democracia. Se trata probablemente de una de las más claras y directas demandas documentales frente al tratamiento judicial de las violaciones sexuales en relación con los crímenes de la dictadura y los impedimentos legales y culturales que atentan contra la justicia de género. La novela de Abel Posse Noche de lobos, sobre la relación amorosa entre una detenida y su torturador en la ESMA, puede servir como ejemplo de la representación del mito de la mujer seducida que sirvió para silenciar las experiencias de las mujeres

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A mediados de los noventa, poco más de diez años del fin de la dictadura, el documental de Andrés Di Tella, Montoneros, una historia (1994), cuenta la historia de Ana, una militante montonera, detenida en la ESMA y luego liberada. La narración se mueve entre su historia personal y el entramado de su historia con la de la organización Montoneros. Al mismo tiempo recorre su experiencia de la militancia, su secuestro y su detención en la ESMA y su supervivencia. Las imágenes enfatizan un desplazamiento físico que sirve para narrar la evocación de la protagonista de su propia historia personal a través de su recorrido por espacios relacionados con ese pasado. La reconstrucción de la historia intenta responder doblemente a la pregunta de su hija adolescente acerca de “¿qué pasó en los setenta?” y al juicio que cae sobre Ana, en especial a través de su compañero, Juan Silva, que antes de ser él mismo detenido (y luego desaparecido) se niega a verla por considerarla una traidora. “Juan muere pensando que yo era una traidora”, dice Ana al final. Son esas las últimas palabras que registra el documental: las dice la misma protagonista evocando lo que le dicen que dijo de ella su propio compañero antes de ser secuestrado él mismo y luego desaparecido: “Ana es una traidora, Ana salió con vida de ese lugar. Qué otra cosa puede ser”. El documental intenta dar respuesta a esta acusación. Ana se defiende como traidora de la delación de su esposo y de ahí la insistencia en mencionar que no denunció a su ex compañero, de enfatizar claramente que no tuvo nada que ver con su desaparición. “Los tipos me pedían a gritos que yo lo cantara a Juan”. Este documental no tiene únicamente el objetivo de denunciar las violaciones a los derechos humanos, sino que da cuenta también de las historias que han quedado silenciadas o que han servido para acusar a algunos detenidos o para rotularlos como traidores.15 Uno de los sobrevivientes entrevistados, Víctor Basterra, también detenido desaparecido, agrega la imagen de “los leprosos” para referirse a quienes, como él, fueron liberados “y nadie se les quiere acercar”. Doblemente “leprosa” por su condición de sobreviviente y de mujer, Ana intenta reconstruir su historia a partir de la negación del rótulo de la trai-

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detenidas en los centros clandestinos y, al mismo tiempo, de la perpetuación del mismo a través de su perverso anclaje en la fantasía masculina. Después de que Garzón pide la extradición de Cavallo en 2001 y de que Cavallo es extraditado a España (en 2003), Ana Testa declara en la causa contra Cavallo en España (15 de enero de 2006. RESDH, “Ana Testa cuenta cómo vivía detenida en su propia casa acompañada por el hoy detenido ex marino”, http://www.redh.org/content/view/204/30/).

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ción. Este rótulo está anclado además en los silencios que circundan la experiencia del cautiverio. Hay un cuestionamiento de la interpretación de quien no estuvo detenido, sobre todo en los términos que propone Basterra al final: si los sobrevivientes son entonces “los leprosos” a quienes nadie se acerca, ¿cómo entender y menos aún juzgar sus historias? La representación de Ana como militante tiene, casi como punto de partida, una clara marca sexuada. La reconstrucción de su propia historia de militancia, detención y supervivencia comienza con su descripción física. Lo primero que nota su profesor, entrevistado en el documental, es su belleza física: “Era y es muy bonita”.16 El contraste con la representación de Norma Arrostito, dentro del mismo documental, es evidente: a Arrostito se la representa a través de la mención del secuestro y la muerte de Aramburu y de la imagen que usan las fuerzas represoras para requerir su captura: la imagen de Arrostito, al lado de Mario Firmenich y Fernando Abal Medina, es decir, la conducción de Montoneros. La narración sobre la militancia de Ana enfatiza su relación con Juan Silva como militante y como hombre, su maternidad y las preguntas que le dispara, y menciona repetidamente la separación de la pareja tiempo antes del secuestro de Ana. La llegada a la ESMA está marcada por una ruptura de la narrativa anterior a su detención ilegal, que en el caso de este documental se ubica no sólo en la militancia sino en la figura de la mujer como compañera del militante y como madre de sus hijos. Ana Testa narra en el documental su relación forzosa con Ricardo Miguel Cavallo, el represor que fue extraditado de México a España a pedido del juez Baltasar Garzón (el pedido se hace en 1999 y finalmente es extraditado en 2003). Y tal vez aquí radica el nudo de lo que se entiende como su traición, una traición doble (la de dar la información y la de dar un supuesto consentimiento sexual). “La verdad es que me costó años acomodar en mi cabeza quién era realmente ese siniestro monstruo, ese hijo de puta”, sostiene Testa y agrega: “Porque era un bicho que, por un lado, mantenía el juego de ser relativamente gentil y querer ser agradable, y por otro lado, era una basura de tipo que había pasado por todos los estadios de un campo de concentración” (Aznarez, 2008: s/n).17 En el documental, es decir en 1994, años antes del pedido de extradición, Ana presenta a Cavallo

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Esta representación no es inusual. Leemos en una nota en El País: “Ana Testa era una hermosa estudiante de arquitectura, peronista, de 25 años, cuando fue detenida”. También hay referencia a que la apodaban la princesa por su belleza (Aznarez, 2008: s/n). Véase Baltasar Garzón y Vicente Romero, El alma de los verdugos.

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como Marcelo y enfatiza los grises de su experiencia en la ESMA. Hay una reflexión acerca de su experiencia, pero aquí Testa lo presenta como su “protector” y, al mismo tiempo, repiensa los lazos que se establecían con los torturadores y captores, como un vínculo psicópata, como un espacio que permite la sensación de compensación: “El que te va a matar te protege”. Su relato intenta explicar este lazo desde su sensación de vulnerabilidad como detenida. Es su madre quien, en las menciones de las visitas de Cavallo y Ana a su casa, da cuenta de la coerción, de la puesta en escena de un poder disfrazado de familiaridad. Años más tarde, Testa declara: “Nunca vi si era él quien físicamente me aplicaba las descargas eléctricas, pero él dirigía la tortura. […] Su voz la volví a escuchar todos los meses que permanecí en la ESMA”. En su acercamiento a la Escuela de Mecánica de la Armada, Martyniuk señala: “Los torturadores no sólo usaban picana. Ricardo Miguel Cavallo, ángel rubio como Astiz, era ‘cordial’. Obligó a mujeres ‘liberadas’ como Ana Testa, quien antes fue secuestrada y torturada en la ESMA, a compartir la vida con él. La invadió. Dormía en su casa. Comía en su mesa. Nadaba en su pileta. Pasó un fin de año junto a la familia de la sobreviviente” (p. 16).18 Aquí se enfatiza otra dimensión de la violencia como parte de los tratos degradantes recibidos por detenidas que está marcada no tanto por el dolor físico, sino por una supuesta normalización de la ofensa sexual y el ocultamiento de la coerción implícita en ella. Resulta difícil en estos casos hablar de consentimiento genuino, puesto que este consentimiento (el fingimiento como resistencia en Calveiro) afirma el poder de gestión de la detenida sólo en los límites establecidos por la coerción bajo la cual ese consentimiento forzado tiene lugar. Esto plantea un dilema importante respecto de la representación de las mujeres detenidas, que o bien parecen haber consentido libremente (el modelo que enfatiza la traición) o bien parecen haber sido absolutamente subyugadas y dominadas (el modelo que enfatiza la victimización, o por lo menos defiende la calidad de víctima de las mujeres que actúan bajo coerción). Pese a esta paradoja, la noción de consentimiento genuino propuesto por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en el año 2001 deja claro que el modelo de la injuria física no es el único modelo de violencia sexual. Si usamos el modelo de la violencia marcado por la tortura y la violencia contra el cuerpo vulnerable como único modelo, muchas de las expe-

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Dice la nota de El País: “Cuatro veces la llevó hasta la casa de los Testa en Santa Fe, a 600 kilómetros de Buenos Aires. Compartió mesa y mantel con los padres y hermano de la detenida, obligados a desvivirse con el carcelero. La madre le preparó cassata brasileira, el capricho apetecido por Cavallo: un postre helado de leche condensada, yema de huevo, nata y azúcar” (Aznarez, 2008: s/n).

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riencias vividas y narradas por mujeres detenidas-desaparecidas quedan excluidas como formas de violencia. La asociación de la mujer a una corporalidad anclada en el objeto sexual (a la que sólo escapa en la economía simbólica del patriarcado a través de la corporalidad materna) y la definición misma de la traición como cuerpo de mujer dificultan la posibilidad de testimoniar acerca de crímenes que no son entendidos como crímenes, sino como relaciones consentidas, y donde la sospecha marca la experiencia de la supervivencia. La convivencia con el captor, en el centro clandestino, y la normalización de la cotidianeidad producen una subjetividad en la cual la absoluta dominación del centro clandestino (en todos los niveles) coincide con los resquicios de poder de gestión personal que hacen de la dominación una dominación incompleta (es posiblemente en esos resquicios donde Calveiro propone el fingimiento como fuga). Esta forma de dominación (como en el escenario de la violencia de género) produce un sujeto bifurcado, ambiguo, constituido a partir de una mímica que no es una mera repetición sino, al mismo tiempo, un espacio de fuga de esa dominación. La constitución del sujeto de fingimiento es ambivalente, puesto que repite el discurso dominante (el discurso patriarcal, el de la “recuperación”) justamente para resistirlo. Las formas de dominación a través del proceso de recuperación de los detenidos, y en particular de las mujeres, no pueden desligarse del escenario de violencia, del fantasma de la tortura, de las amenazas ni de la vulnerabilidad de sus sujetos.19

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Sin embargo, tampoco las narrativas testimoniales de varones se han detenido mucho a hablar de la violencia de género. Un ejemplo que quiero traer a colación es el del testimonio de Claudio Tamburrini sobre la violencia de género y los dilemas que plantea tanto a hombres como a mujeres. Este ejemplo remite a la Mansión Seré y a un episodio en que dos detenidos son obligados a violar a una detenida (quien, no demasiado coincidentemente en el marco de esta discusión, es identificada como una prostituta). El guardia se lleva a dos detenidos diciendo: “Se van a echar un polvo con la puta de abajo” (p. 113). Tamburrini narra la discusión que presencia cuando los dos detenidos vuelven a la celda y que comienza con la acusación que hace uno de ellos al otro por no haberse resistido, como él mismo, que fingió (con la mujer) una penetración que no tuvo lugar. En ese momento también menciona que es él mismo violado con una pistola mientras estaba encima de la mujer (pp. 114-115). La irrupción de una mujer en Atila, dominada por presencias masculinas, desestabiliza una cotidianeidad que ya era atroz, y es por eso por lo que la presencia del componente sexual de las vejaciones que tienen lugar en ese momento se hace más evidente, porque estas se muestran como una invasión dentro de la narrativa del testimonio mismo. De repente, todo se sexualiza y se ponen en escena estrategias tanto de sometimiento como de fingimiento que se rinden a una nueva lógica ética que no pasa

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Tanto Ese infierno como Montoneros, una historia dan cuenta de estos procesos de subjetividad definidos a través de la bifurcación y la ambigüedad, del sometimiento y la resistencia, sobre todo en experiencias donde la subordinación del género sexual pasa a tener un lugar central. Estas formas de coerción ponen en el centro del debate la pregunta que se hace Catharine MacKinnon y que quisiera retomar para repensar la relación entre las mujeres y los derechos humanos: ¿cuentan las mujeres como humanos?

EL GÉNERO Y LOS DERECHOS HUMANOS La “Declaración por la eliminación de todas las formas de violencia contra las mujeres” afirma que “la violencia contra las mujeres constituye una violación de los derechos y libertades fundamentales de las mujeres”. El Estatuto de Roma de la Corte Penal de 1998 reconoce a la violación como un crimen de lesa humanidad cuando forma parte de un ataque generalizado contra la población civil y se formula competente en esos casos. Es decir, desde el lenguaje de la cultura jurídica internacional la violencia contra la mujer ha comenzado en las últimas décadas a ser definida dentro de los derechos humanos. Sin embargo, el silenciamiento existente sobre la violación está muy relacionado con pautas culturales que aún hoy siguen condenando a las mujeres. Los derechos humanos no son un horizonte nuevo dentro de la historia feminista latinoamericana, sino que desde los setenta y ochenta se viene articulando la necesidad de incorporar las luchas de mujeres a los derechos humanos (que muchas feministas no sintieron como algo dado, sino como un espacio que el feminismo liberó a la centralización masculina de la humanidad, enunciada como “derechos del hombre”), como la de revisar el aporte que el feminismo y los estudios de género podían hacer a las discusiones sobre los derechos humanos. Las propuestas de Elizabeth Jelin, ya desde los ochenta, dan cuenta de esta trayec-

ahora por la entrega de información o de nombres, sino por la violencia de género. El texto, que en esta parte transita por zonas incómodas de la subjetividad de los detenidos, explica la coerción de tintes sexuales que se cubre, como sugiere el mismo Tamburrini, con “una actitud de tácita complicidad masculina” que reviste “claras alusiones sexuales” (p. 111). Esta complicidad es desmontada cuando se pone en evidencia una disputa que recuerda a la que existió anteriormente en torno a la delación, pero que ahora, a través de la presencia de una mujer, se desviste de tonos políticos o por lo menos de lo político definido sin tener en cuenta la política de género sexual.

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toria. La revisión que hace Jelin de los encuentros y desencuentros del discurso feminista y el de los derechos humanos plantea algunos de los puntos centrales de esta relación: en primer lugar, la pregunta acerca del lugar de las mujeres en la Declaración Universal adoptada por las Naciones Unidas en 1948, y en segundo lugar la cuestión acerca del significado de la igualdad al poner el género sexual sobre la mesa. Esta pregunta puede resumirse así: si se igualan los derechos de las mujeres a los derechos de los hombres, ¿eso significa que siguen siendo así los hombres el “paradigma de la humanidad” (p. 68)? Al repensar hoy el tema de la violencia de género en los centros clandestinos de detención de Argentina, esta cita de Jelin no parece escrita tres décadas atrás, sino vigente hasta muy recientemente. Según Jelin, las mujeres entran en el debate a los derechos humanos para “desenmascarar las presunciones implícitas en el paradigma dominante que toma al hombre (occidental) como el punto de referencia universal y hace diferentes o invisibles a las mujeres (y a los otros)” (Jelin, p. 71, la traducción es mía). Lo que me interesa señalar es que el género pone sobre la mesa la cuestión de la igualdad y la diferencia y cuestiona, al mismo tiempo que defiende, la universalidad de los derechos humanos. La cuestiona desde el centramiento masculinista de su discurso en la definición misma de ‘humanidad’. La defiende porque en el nombre de esa universalidad los crímenes de género pueden dejar de ser asuntos privados (es decir, crímenes sexuales que no implican una vejación de la dignidad humana). Del mismo modo, repensar el paradigma de la violencia, teniendo en cuenta la violencia de género y la noción de consentimiento genuino que se ha venido manejando más recientemente, implica repensar la diferencia dentro del marco de los derechos humanos. Jelin lo plantea como una pregunta acerca de cómo se adquiere un derecho siendo uno mismo diferente y no igualándose al que representa la humanidad (lo masculino, lo occidental, lo dominante). De ahí que la lucha del feminismo para muchas teóricas del género, incluyendo a Jelin, sea paradigmática: justamente porque enfatiza al mismo tiempo la igualdad y la diferencia. Y justamente el ejemplo que aportaba Jelin en los ochenta era el de la violencia doméstica. El paradigma de los derechos humanos, sostiene Jelin, se apoya en la distinción privado y público. Y es justamente esa dicotomía la que mutila los derechos de las mujeres a la ciudadanía y, por lo tanto, sus derechos humanos, puesto que, con respecto a la violencia doméstica, es justamente la privacidad de la casa la que justifica la no intervención del Estado en esa esfera.20

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Los crímenes de violación como delitos de índole privada son uno de los puntos centrales de discusión cuando se trata de incluir o no los agravios sexuales en las causas judiciales por violaciones a los derechos humanos en la última dictadura militar. Por

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La labor de Jelin respecto de las tramas del género en los derechos humanos concierne también a una dislocación entre demandas específicas del feminismo respecto de las mujeres y respecto de la participación de mujeres (feministas o no) en la redefinición de los derechos fundamentales. Jelin hace un recorrido por las diferentes demandas del feminismo y de las mujeres en la escena de la ley y de las políticas en América Latina para marcar sobre todo dos aspectos: la labor del feminismo en su lucha por los derechos de las mujeres y la participación de éstas en las luchas por los derechos humanos. De cualquier modo, esta dislocación no lleva a Jelin a proponer una crítica del feminismo, sino que, al contrario, propone como desafío final que la tarea del feminismo es no sólo el reconocimiento de los derechos de las mujeres sino también la definición misma de los derechos humanos y el cuestionamiento de que se centre en lo masculino y occidental. De este modo, re-conceptualizar el concepto de igualad concierne a la revisión del concepto humano y de quienes no son considerados totalmente humanos (incluidas las mujeres, aunque este cuestionamiento no es únicamente de género). Poner en jaque esta categoría no implica echar por tierra la práctica de los derechos humanos, sino estar consciente de sus significaciones inadecuadas a la hora de proclamar una universalidad que es, en definitiva, dudosa y que tal vez debe verse más como un proyecto cuyas bases epistemológicas no siempre pueden dar cuenta de la diferencia y sus efectos en las categorías mismas que usamos para hablar de los derechos humanos. Jean Franco (2006) ha insistido en la importancia de retornar a la cuestión de las violaciones sexuales como parte de las estrategias de represión estatal y, sobre todo, al silencio que cubre la violación. Franco propone ver ese silencio como una segunda instancia del primer crimen, una repetición de un crimen

una parte, la violación sexual es considerada un delito de la esfera de lo doméstico y en esa interpretación reside uno de sus impedimentos para que sea aceptada como crimen contra la humanidad (es importante tener en cuenta que el mito de la mujer seducida ayuda a considerar estos crímenes como delitos privados y a esconder la responsabilidad del Estado terrorista en el uso de la violación sistemática como parte integrante de la represión). El otro desafío que enfrentan los crímenes de vejaciones sexuales es el de ser entendidos dentro de la categoría de la tortura, lo cual presenta problemas graves en torno a la definición misma de la violencia. En la Causa ESMA, por ejemplo, se abrió una investigación específicamente para los casos de violaciones y agravios sexuales (véase Dandan y Gizberg). Las primeras denuncias sobre violencia sexual en los centros clandestinos datan de las investigaciones de la CONADEP. Por lo tanto, mediaron más de veinte años para que se diera consideración al debate de género que es preciso tener para poner fin a la impunidad en Argentina.

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que así deviene doble: por una parte, el crimen en sí mismo, y luego el silencio que impide a la víctima denunciarlo y que la mantiene en un espacio de vergüenza y culpa (p. 1663). También las preguntas que formula Catharine MacKinnon son relevantes a la hora de repensar la violencia sexual en relación con la tortura y los tratos degradantes. MacKinnon se pregunta por qué la tortura que sufren las mujeres a manos de los hombres no es considerada como tal y por qué existe tanta dificultad para interpretar como tortura la violencia contra las mujeres.21 Su respuesta apunta, por una parte, a la centralidad de la tortura desvinculada de lo sexual en la definición de la injuria contra el cuerpo y, al mismo tiempo, en la imagen del cuerpo masculino (no marcado) del discurso de los derechos humanos. Sexualizar el discurso de los derechos humanos concierne no tanto a forzar la entrada del cuerpo sexuado y de la violencia de género como al hecho de reconocer que las violaciones a los derechos fundamentales son violaciones que se ejercen en una compleja trama en la cual lo humano, como tal, no puede aislarse del género sexual, por mucho que haya insistido en eso la historia de la filosofía occidental hasta hoy. En el año 2009 en Argentina comienza a pensarse en la necesidad de enfatizar la violencia sexual que tuvo lugar durante la última dictadura militar. En la ciudad de Santa Fe un grupo de mujeres, convocadas a brindar testimonio frente al Tribunal Oral que juzgaba a seis represores, dan cuenta de la violencia sexual a la que fueron sometidas (Tessa, 2009: s/n). Después de treinta años, un grupo de mujeres que habían sido secuestradas y detenidas declaran en un tribunal y narran las vejaciones sexuales que padecieron. La noticia, que aparece en octubre de 2009 en los periódicos, también da cuenta de la interpretación de uno de los represores, que acusa a una ex detenida de tener fantasías sexuales con él (Tessa, 2009: s/n). Frente a la interpretación que cancela la violencia y la reemplaza por consentimiento, una de las víctimas enfatiza la necesidad de contar y denunciar prácticas sistemáticas de violencia de género: “[E]s muy difícil hablarlo, incluso con compañeras y compañeros con los que pasamos las mismas situaciones. Se te hace un nudo en la garganta y no podés seguir”.

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Doy la cita en inglés: “Why the torture of women by men is not seen as torture?” (p. 21) “Why violence against women within the borders of a state is not being seen as a human rights violation, why the mass rape of Bosnian and Croatian women by Serbs is not seen as an act of genocide against those ethnic groups as such; why the mass rape of women in general in peacetime is not seen as an act of genocide against women as such?” (p. 230) “Why atrocities against women do not count as war crimes unless a war among men is going on at the same time?” (p. 261).

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Los cuerpos de las mujeres detenidas no pueden considerarse como cuerpos no marcados sexualmente y los sufrimientos y las vejaciones de esos cuerpos no pueden deslindarse del género sexual. Estos testimonios hacen referencia a la diferencia sexuada dentro del centro clandestino y a una corporalidad de tinte sexual como objeto de la tortura y los tratos degradantes. El asesinato de una víctima de tortura y violencia sexual, testigo además en los nuevos juicios contra los represores en 2010, Silvia Suppo, abrió también, pese a la rotulación de homicidio con intención de robo que tuvo en un primer momento, sospechas respecto de la brutalidad con la que no sólo se cometen sino que además se invisibilizan estos crímenes, en particular porque como resultado de las violaciones Suppo fue obligada a abortar y su testimonio giraba en torno de la relación estrecha entre la tortura y la violencia sexual. Luego de ser investigado como crimen común, en diciembre de 2010 su caso pasa a fuero federal tras ser aceptada la solicitud de que su muerte sea vinculada a delitos de lesa humanidad (Página/ 12, 7 de diciembre de 2010).

¿CÓMO NARRAR? ¿CÓMO NARRAR EN FEMENINO? Existen en Ese infierno muchas referencias a testimonios de sobrevivientes de campos de concentración nazis y a través de ellas puede verse la búsqueda de pautas para narrar y dar sentido a la experiencia concentracionaria.22 Puede verse un intento de re-escribir al sobreviviente, diseñarle un espacio para hablar y para ser escuchado e ir desmontando las interpretaciones que lo han puesto en el lugar de la figura transparente a través de la cual pretendía verse únicamente la historia del desaparecido y no las historias en plural que, como sobreviviente, el sujeto testimoniante venía a contar. El epígrafe cita a Simone Veil, que dice: “Es entre nosotros, los sobrevivientes, que podemos hablar. Para nosotros, paradójicamente es una alegría. Hablamos de lo que pasó burlándonos, riéndonos” (p. 220). Esta cita establece la existencia de un nosotros que es ajeno a todos aquellos que leemos el testimonio sin haber pasado por la experiencia del cautiverio. Con ese nosotros implica necesariamente un ellos que queda

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Hay referencias a Simone Veil, Jorge Semprún (La escritura o la vida) y Primo Levi (Los hundidos y los salvados). También hay referencias a mujeres asesinadas en Auschwitz. Las relaciones a través de estas citas se analizan con más detenimiento en el capítulo 8, donde se refieren a las similitudes de la ESMA con los campos de concentración nazis.

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afuera, pero ante quienes los sobrevivientes dan testimonio —aun cuando la cita deje claro que es sólo entre sobrevivientes como es posible hablar— con el circuito que ese acto de habla supone, incluyendo a un oyente que es capaz de hacer sentido de lo dicho y lo no dicho. Dar testimonio en instancias jurídicas y culturales da cuenta del proceso de reconstrucción del sobreviviente ahora testigo, como sujeto en proceso. Pienso aquí en la noción de Julia Kristeva porque la formación y constitución de la subjetividad va acompañada de un cuestionamiento de esa construcción. El cuestionamiento es inacabado porque es a través del lenguaje donde, pese a la irrepresentabilidad del sujeto, se da el intento de construir la subjetividad en un gesto transitorio que da lugar a una nueva puesta en prueba, a una nueva interrogación de la (in)capacidad del lenguaje de representar lo irrepresentable. Así como las instancias jurídicas funcionan como una convocatoria a una subjetividad nueva, marcada por el testimonio y la calidad de testigo reconocido por el Estado, las prácticas testimoniales que los rodean sirven para poner en prueba ese nuevo estatus de subjetividad a partir de la insistencia en lo que no se ha representado y lo que no es posible representar. Actis y Lewin participaron en el Juicio a las juntas y en el Nunca Más y más tarde en los testimonios de Ese infierno. El diálogo que se establece no es ya sólo con el discurso de la dictadura, sino con el de la impunidad (incluyendo la impunidad respecto de la violencia de género). En el momento de la llamada al testimonio se produce no sólo el corrimiento de lugar de la víctima al testigo, del objeto de la injuria al sujeto de la denuncia, sino además una transformación de la subjetividad del sobreviviente, en la cual los ex detenidos pueden constituirse en sujeto de saber. En el caso de las mujeres, sometidas no sólo al fantasma interpretativo de la traición sino además condenadas dentro del imaginario heterosexista dentro y fuera del centro clandestino, la convocatoria oficial a testimoniar se abre como una promesa a poder contar una historia, pero como una promesa parcial puesto que se cercenan las instancias que tienen que ver con la violencia de género. Tokar y Gardella repiensan esta identidad de las sobrevivientes como testigos y proponen verla como una identidad que surge a contramano de la imaginería cultural disponible en la democratización. A través de la lógica simplista del héroe y el traidor, o de la heroína y la puta, se borraba, desde un espacio de significación político y social, la experiencia compleja del centro clandestino de detención y con eso se eliminaba la voz de la sobreviviente mujer. Hay una marca inevitable de género en la forma en la cual se interpreta la traición misma. Como en la cita de Bonasso, la traición (feminizada) es análoga de la entrega sexual, sin referencia a la violencia o a la coerción. La traición queda así equiparada a la seducción

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y no a la violación ni a la coerción. La cancelación de la experiencia de las ex detenidas a través de esta lógica tiene efectos importantes en la trama de la memoria social. Y es ése otro de los umbrales que atraviesa el testimonio de la posdictadura. Desde los primeros testimonios en la CONADEP hasta los recientes juicios las ex detenidas y ex prisioneras políticas encontraron no sólo las puertas cerradas de la década de impunidad, sino también el límite divisorio que excluía de sus testimonios la violencia de género. Los umbrales comenzaron a abrirse cuando estas interpretaciones empezaron a transformarse desde los lineamientos propuestos mundialmente por la Corte Penal Internacional, pero además cambiaron en el escenario jurídico interno. En el año 2010, la Corte de Mar del Plata reconoce la violación sistemática como una forma de tortura en los juicios relacionados con la última dictadura militar (razón por la cual Argentina gana uno de los premios Género y Justicia en el año 2011, otorgado por el Women’s Link Worldwide, que monitorea las mejores y peores decisiones jurídicas respecto de la equidad de género). Los umbrales son también zonas de pasaje, que implican movimiento y transformación y, a la vez, zonas de disputa que siempre implican de una forma u otra una frontera que se postula como infranqueable y una traducción, la traducción no sólo de un lenguaje sino además de un mundo. Si ser testigo es haber sido legitimado como tal, de una o de otra manera, tanto Ese infierno como Montoneros, una historia se ubican en los umbrales de esa legitimación, en espacios en los cuales mujeres sobrevivientes han intentado y siguen intentando dar testimonio de su experiencia frente a una cultura patriarcal que las des-legitima, asignándoles de antemano el lugar enunciativo de la mujer seducida. Contrarrestar esa marca es también una tarea de des-representación, de desmontaje de la lógica narrativa dominante que caracteriza a la redemocratización argentina, una lógica narrativa que aun anclada en los derechos humanos sigue ofreciendo las pautas dominantes de la masculinidad como eje de la humanidad.

V Fragmentaciones: los bordes y las lagunas de lo testimonial

Cuando Giorgio Agamben piensa en la existencia de “una laguna esencial” en la médula misma de la práctica testimonial, propone entender el testimonio mismo como una práctica imposible. Dice Agamben: “En otras palabras, los sobrevivientes dieron testimonio de algo que es imposible testimoniar” (p. 12). Leer testimonios de sobrevivientes de campos de concentración nazis implica no sólo atravesar umbrales de saber, sino también recorrer sus lagunas, entenderlas como parte misma de la práctica testimonial, interrogarlas e, incluso, “intentar escucharlas” (ibíd.). Esta aproximación permite preguntarnos acerca del saber que representa el testimonio (y de su veracidad y autenticidad) y, al mismo tiempo, invita a definirlo a través de sus ausencias de saber, de sus faltas epistemológicas y de su imposibilidad de dar cuenta no sólo del evento traumático que se intenta testimoniar en su totalidad, sino además de los eventos que lo rodean y que a veces se hacen presentes a la memoria como difusos e incompletos. En este capítulo discutiré tres testimonios que se detienen en los intersticios de la memoria, en sus zonas oscuras y en la calidad fragmentaria de los recuerdos. Cabe aclarar, sin embargo, como ya sugerí en la introducción, que este cuestionamiento no atañe a la pertinencia del testimonio ni de la construcción de la verdad jurídica, sino que es una invitación a explorar las fisuras que produce la literatura testimonial a toda narrativa supuestamente “exitosa” que se resista a dejar lugar a los silencios, a los saltos y a las lagunas del saber. Es otro de los umbrales del testimonio: el que debe atravesar un supuesto límite forzado, pero persistente, entre la verdad y la laguna, entre el recuerdo unívoco y lo difuso. En el capítulo anterior proponía la práctica testimonial de algunas mujeres en el umbral de lo imaginable (definido a través de parámetros masculinistas). En este capítulo me acerco al umbral que nos invita a transitar hacia la zona de las ausencias, de las brechas, de las lagunas del saber y del narrar, espacio en el cual se extienden los silencios de los recuerdos, sus huecos y sus resquicios, pero no como desecho sino como parte integrante de la trama de la memoria. Y es justamente en textos que recuperan estrategias literarias (y enfatizan la ficcionalización de la trama del recuerdo para alejarse intermitentemente del formato

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testimonial más ligado a lo jurídico) donde es posible detectar otra dimensión del testimonio en su relación con la construcción de saberes y con las pautas epistemológicas con las que se supone que se construyen esos saberes (y pienso aquí en saberes fundamentalmente academicistas que reclaman al testimonio la construcción de verdades comprobables). El sobreviviente como sujeto testimoniante da cuenta de la urgencia de construirse a sí mismo como tal para luchar por la justicia. Esa lucha va acompañada por rediseños del sentido que apuntan también, desde prácticas literarias y artísticas, al cuestionamiento de los modelos de saber con los cuales se juzgan, se recortan, se silencian y se escuchan los tramos más inaccesibles de la experiencia narrada. Las perspectivas testimoniales que tienen lugar fuera del ámbito jurídico sirven para reflexionar acerca de la memoria y sus límites, y sobre todo del rol de quienes intentan dar cuenta de ella. Los textos que voy a analizar en esta parte operan a partir de fragmentaciones y, por lo tanto, de lagunas y de zonas invisibles. Más que completar una historia lineal de la experiencia de la detención (o la liberación) se enfocan en las interrupciones, en los cortes y presentan así una experiencia de fragmentos que pone en jaque el saber (no necesariamente el saber del testigo, pero sí la posibilidad de un saber completo, sin lagunas) dentro de la reconstrucción de la memoria. El fin de la dictadura en Argentina implica el llamado oficial de las víctimas como testigos y, por lo tanto, el reconocimiento de “una voz legítima en el dispositivo de la acusación” (Vezzetti, 2002: 187). El modelo de ciudadanía diseñado por las políticas culturales del Estado apunta a una definición de las prácticas ciudadanas a través de las narraciones testimoniales de corte jurídico, es decir, orientadas a denunciar las violaciones a los derechos humanos. Esta marca jurídica del testimonio en Argentina (burlada por las leyes de impunidad y luego recuperada en las más recientes políticas de derechos humanos y en los juicios que le siguieron) tiene un efecto dentro de la forma misma de entender la práctica del testimonio, orientada a denuncias que reclaman el estatus de verdad o, por lo menos, de verdad jurídica. El relato de los testigos pone de relieve que existieron víctimas de violaciones a los derechos humanos y que por ende existieron los crímenes y los criminales. Esto se pone de manifiesto en las referencias a las diferentes formas de tortura, a las condiciones de vida, la violencia y los abusos que formaron parte de la vida cotidiana y que constituyen crímenes de lesa humanidad. No todo testimonio pretende documentar únicamente los crímenes. En muchas instancias, el testimonio viene a dar cuenta de las dificultades de testimoniar y de las relaciones entre el testigo, como narrador, y lo narrado. La exploración de la identidad del sobreviviente como una identidad no fija y de sus memorias como espacios en construcción tiene

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lugar afuera del escenario jurídico y es justamente en el espacio artístico y literario donde las posibilidades de repensar el proceso de construcción de las identidades de la posdictadura tiene un lugar privilegiado. Es el testimonio y la literatura testimonial la que permite explorar no sólo la memoria, sino también las trazas de sus lagunas y las incertidumbres y los silencios que las acompañan. Tanto The Little School, de Alicia Partnoy (1986), como Pasos bajo el agua, de Alicia Kozameh (1987), y Una sola muerte numerosa, de Nora Strejilevich (1997), se estructuran a través de estrategias narrativas relacionadas con la constitución del sujeto de la escritura como testigo y, al mismo tiempo, con la exploración de las dificultades que experimenta este testigo-narrador al recordar y, por lo tanto, al representar el pasado.1 Estos tres textos postulan y cuestionan la verdad y la legitimidad de la narrativa del testigo y, asimismo, ponen en evidencia los umbrales que atraviesa la práctica testimonial en su propio deseo e imposibilidad de elaborar un relato transparente que dé cuenta de una experiencia que ha destrozado los mecanismos de representación.

CORTES EN LA NARRATIVA TESTIMONIAL Ya desde la dedicatoria de Una sola muerte numerosa pueden detectarse las múltiples voces que se traman en la escritura: “A quienes me contaron sus vidas hasta largas horas de la noche...”. Este texto puede describirse como un colla-

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Alicia Kozameh fue secuestrada en 1975 antes del golpe militar, pero cuando ya estaba implementada la metodología de las fuerzas militares y paramilitares. El caso de Kozameh es, sin embargo, “peculiar”, puesto que no es una detenida-desaparecida, sino una prisionera legal primero en el Sótano, en Rosario, y luego en Villa Devoto, Buenos Aires, hasta 1978. Uso “peculiar” para señalar que la situación de su detención no responde totalmente a la experiencia del detenido desaparecido, en especial porque, como prisionera “legal”, su nombre aparecía en la lista de detenidos (a diferencia de los detenidos en campos clandestinos de detención). Al mismo tiempo, esa legalidad no responde ni a la existencia de un juicio donde el detenido tiene derecho a un abogado defensor ni a la ausencia de las violaciones a los derechos humanos, sino al hecho de haber sido reconocido por el poder ejecutivo nacional como detenido. Alicia Partnoy fue detenida en 1977 en la ciudad de Bahía Blanca. Estuvo detenida en el centro clandestino de detención La Escuelita. Luego de seis meses, en junio de 1977 se transforma en una detenida “legal” y en 1979 es liberada. Nora Strejilevich es secuestrada en 1977 y trasladada al centro de detención clandestino El Atlético y liberada cinco días después. Puede también leerse su testimonio frente a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (legajo 2535).

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ge de testimonios anónimos, citas de periódicos y citas del Nunca Más donde los testimonios y las declaraciones de víctimas y victimarios se entraman con historias más personales, con segmentos ficcionalizados y donde lo colectivo de la voz (reforzado por los múltiples testimonios) como estrategia de cohesión va acompañado de fragmentación y de un énfasis en las resquebraduras de la representación. Las narraciones no cuentan una historia del principio al fin, sino que están interrumpidas, fraccionadas, reorganizadas y presentan diferentes perspectivas al cambiar las voces narrativas. No se identifica a los testigos (a diferencia del testimonio en su dimensión jurídica), sino más bien se afirman voces a la vez múltiples y fragmentadas, muchas veces con sus nombres de pila (Gerardo, Abel, Olga, Hugo) y otras como voces anónimas. Así como en el Nunca Más —un texto que, aun cuando menciona los nombres de los testimoniantes, también produce una fragmentación de las narrativas según los temas discutidos (el centro de detención, las formas de tortura, el trato de las embarazadas, etc.)—, hay en el texto de Strejilevich un importante trabajo de edición de los testimonios. En el texto de la CONADEP no se publica el testimonio completo, sino fragmentos que ilustran aspectos específicos de la investigación. Por ejemplo, el testimonio de Strejilevich se incluye en la descripción del centro clandestino Club Atlético con la referencia específica a la tortura: “Durante el interrogatorio pude escuchar los gritos de mi hermano y de su novia, cuyas voces pude distinguir perfectamente” (Nora Strejilevich, Legajo N 2535). También en el Nunca Más, la estrategia consiste en reconstruir un espacio o un tema a través de la multiplicidad de testimonios que sirven para dar más credibilidad a los relatos de los ex detenidos (no se trata del relato de uno solo, sino de un gran número de ex detenidos). Tanto en el Nunca Más, un texto paradigmático del aporte testimonial de sobrevivientes en Argentina, como en el texto de Strejilevich, la fragmentación que los caracteriza es una estrategia de representación que enfatiza lo colectivo y la polifonía del testimonio y sus múltiples sujetos testigos. En el texto de Strejilevich son las voces las que se afirman. Ni siquiera su voz personal, que queda entrelazada con otras voces. Mientras se postula lo colectivo, también se refuerza lo fragmentario, es decir que hay un refuerzo de la idea de la reconstrucción de la memoria testimonial a través de las fisuras, de lo incompleto, de lo interrumpido, de lo que siempre continúa y, fundamentalmente, de la labor colectiva que implica la práctica del testimonio. Muchas veces se ficcionalizan voces (la de su hermano Gerardo, a través de diálogos recordados, recompuestos y en algún sentido ficcionalizados). Otras veces se alterna la narración en primera persona con la tercera persona, en un contrapunto entre el yo y él/ella

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que a menudo tiene lugar en la misma página. El sujeto testimoniante no es, en este texto, individual sino colectivo. Como sugiere Ileana Rodríguez en su reseña del texto: “[N]o hay uno singular en este relato sino uno colectivo, el nosotros de esa sola muerte, esa sola tortura, esa sola pena y ese solo afecto, uno solo todo” (p. 203). La narración se propone como colectiva no a través de la representación metonímica de un sujeto narrativo (como en muchos otros relatos testimoniales), sino a través de la presencia de múltiples voces que se superponen y que irrumpen en la claridad del relato lineal.2 El texto de Strejilevich es un texto híbrido: hay zonas ficcionalizadas (o, al menos, no testimoniales en un sentido estricto), fragmentos de noticias en los periódicos o de declaraciones de los miembros de la Junta Militar. La misma Strejilevich se refiere al testimonio como género hibrido que desconoce las fronteras entre la antropología, la literatura, el periodismo y la historia (2006: 17), y donde “la búsqueda de la verdad que el testimonialista lleva a cabo inspirado en la confianza de otro (reportero, lector) es más bien la búsqueda conjunta de la verdad mediante un diálogo tácito entre el testigo y quien lo escucha” (ibíd.). Estas apreciaciones ponen sobre la mesa la complejidad del testimonio para Strejilevich, situado en los bordes de otros géneros literarios (y de ahí la consideración del testimonio como anti-literatura en John Beverley, consideración que retoma Strejilevich en su propia discusión teórica acerca de lo testimonial), y que, al mismo tiempo, está definido por un deseo de verdad que no implica una renuncia a las limitaciones y las paradojas de esa búsqueda de la verdad.

TESTIMONIO Y FICCIÓN La novela testimonial Pasos bajo el agua, de Alicia Kozameh, publicada en 1987, narra la experiencia de una prisionera política y reflexiona acerca de la figura del sobreviviente como sujeto de la narración testimonial. Con la pose de la ficción asume también la del cuestionamiento de la ficcionalidad misma. Ni la literatura

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John Beverley ha destacado la función metonímica de lo testimonial en el sentido de que “cada testimonio particular evoca la ausente polifonía de otras voces, otras vidas y otras experiencias” (2004: 34). Beverley también relaciona este caracter metonímico con una oposición del testimonio a la narrativa épica, donde el héroe tiene un estatus superior al del lector, para afirmar la calidad igualitaria y democrática del testimonio, que reclama representatividad sin pasar por el modelo heroico (y su función jerarquizante) (1993: 75).

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testimonial puede ser del todo ficcional ni el testimonio puede ser totalmente documental. Kozameh cuenta no sólo la experiencia de una prisionera política, sino además su vida luego de la liberación y, por lo tanto, explora el proceso en el cual el ex prisionero político recuerda, interpreta y representa el pasado. El texto afirma y problematiza, a la vez, la constitución del sujeto testimoniante en los umbrales de una representación que, en última instancia, se concibe como imposible. Esa imposibilidad tiene que ver con que se trata no sólo de la narración de una experiencia extrema, sino del intento de dar cuenta también de los intersticios a través de los cuales el sujeto testimoniante recuerda y olvida. Kozameh narra aquí su experiencia como prisionera a través de una novela cuya protagonista es Sara. A través de este personaje Kozameh juega, desde el comienzo, con las fronteras y las continuidades del relato documental y el ficcional. La narración comienza con la liberación de Sara y luego se remonta al pasado, a los días del secuestro, sus primeros días detenida en Rosario, su posterior detención en Villa Devoto y su liberación en “libertad condicional”. A pesar de ser una novela, las coincidencias entre el texto y la propia historia de supervivencia de Kozameh son evidentes, lo cual refuerza su aspecto testimonial aun cuando no lo adopte deliberadamente. Este texto, como el de Strejilevich, trae diferentes voces de sobrevivientes y prisioneras a través de narraciones en primera y tercera persona. En este caso, sin embargo, y a diferencia del texto de Strejilevich, el texto asume la pose de la ficción, como una pose deliberada a través de la cual explora las irrupciones que hace lo testimonial en el relato ficcional. Como en las narrativas testimoniales, postula a través de lo “personal” la dimensión política de estas historias. A diferencia de otros textos testimoniales, no hay mención a los nombres de los represores o de los detenidos: se trata de una novela testimonial. A través de los márgenes entre la ficción y el testimonio, Kozameh elabora las posibilidades del saber del testigo-sobreviviente y, asimismo, sus límites. ¿Qué sabe el testigo y cómo y por qué lo sabe? Y, al mismo tiempo, ¿cuáles son los límites de este saber? El uso de la novela testimonial implica una paradoja: por una parte, su aspecto ficcional y, por otra, su aspecto testimonial, que, como sugiere Moreiras en su acercamiento al testimonio, implica justamente una suspensión de lo literario y, por lo tanto, una referencia directa a una historia de la vida real (p. 195).3 Al mismo tiempo, como novela testimonial recupera técnicas y estrate-

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Dice Alberto Moreiras (1996): “Testimonio is testimonio because it suspends the literary at the very time that it constitutes itself as a literary act: as literature, it is a liminal event opening onto a nonrepresentational, drastically indexical order of

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gias de representación que la alejan de las definiciones más estrictas del testimonio ya sea como género literario o como instancia jurídica.4 Sin embargo, como cuenta la misma Kozameh en la versión de su texto en inglés, las amenazas recibidas luego de la publicación de Pasos bajo el agua en Argentina dan cuenta del efecto testimoniante y de denuncia de su novela y, por lo tanto, de esa “suspensión” de lo literario.5 Con esta narrativa testimonial, Kozameh propone una reelaboración del concepto mismo de testimonio a través de sus bordes, sus márgenes y sus espacios de contacto con la ficción narrativa. Los umbrales del testimonio, en este caso, están ubicados también en la superposición de lo testimonial (en su revelación de la propia experiencia carcelaria) y lo literario (lo cual permite asumir la pose ficcional que le permite transitar por la resignificación de esa misma experiencia y por un cuestionamiento de la posibilidad misma de su representación). La escuelita, el texto de Partnoy, tampoco trama las voces a través del eje de la claridad y transparencia que caracteriza al testimonio jurídico, sino a través

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experience. In other words, the attraction of testimonio is not its literary dimension […]” (p. 195). Nuevamente remito en el marco del testimonio latinoamericano a Miguel Barnet y tanto a La Biografía de un cimarrón (1966) como a su ensayo La novela testimonio (1969), porque por una parte se trata de una referencia necesaria y al mismo tiempo porque es preciso demarcar las diferencias entre los textos. Barnet intenta repensar la relación posible entre la literatura y las clases oprimidas. Este intento de representación del pueblo (silenciado e invisible) apunta doblemente a desmontar el silencio respecto de los grupos más marginados y a redimir la práctica literaria misma. Una de las marcas más notables es el planteo de un proyecto solidario en la construcción misma del texto que se da entre una figura letrada (Barnet) y un sujeto subalterno (Montejo). Éste no es el caso de los textos que analizo en este capítulo, donde las mismas ex detenidas o ex presas construyen su relato testimonial a partir de zonas híbridas entre literatura y testimonio, en términos de sus estrategias discursivas pero también de una propuesta más asociada a la literatura como suspensión del testimonio y, simultáneamente, a la memoria testimonial como irrupción (intermitente e incesante) de lo literario, por tratarse de narraciones relacionadas con sus propias experiencias como presas políticas y detenidas-desaparecidas. No quiero decir con esto que no existe la delegación. Esa delegación presente en estos textos existe entre los sobrevivientes y los desaparecidos. Y es en esa relación donde habita la existencia de voces diferentes que se hacen presentes desde la misma ausencia. El efecto de su novela, en cuanto a la denuncia de la violencia policial y la represión militar, está más ligado al testimonio que a la ficción. Hay que recordar que Kozameh publica su novela en 1987, año en que ya habían comenzado las leyes que decretaron impunidad en el proceso de redemocratización.

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de la dificultad de acceder a esa claridad (se hace difícil a veces decidir quién habla o si esa primera persona se refiere únicamente a un personaje o puede servir para leer la experiencia de más de un detenido).6 Hay también en Partnoy una ficcionalización de la primera persona: no siempre el yo refiere al sujeto testimonial Alicia Partnoy, es decir, al narrador-testigo o narrador-víctima que, según John Beverley, narra en primera persona su propia historia (1993: 70). El texto de Partnoy habla, a veces, de la experiencia de otras detenidas también en primera persona. Uno de los capítulos narra la experiencia de una desaparecida que dio a luz en el centro clandestino La Escuelita y refiere los días que anteceden a su parto, cuando la detenida recibe órdenes de hacer ejercicio físico y debe caminar alrededor de una mesa. Dice la voz narrativa: “Ya llevo ocho vueltas hoy, dos pasos más y llego al borde. Estoy un poco mareada… Ahora para el otro lado: uno, dos, tres…” (p. 45). Y más adelante: Fuerza, Hijo, valor, el futuro va a ser tuyo. Tu futuro, hijo, por él renunciamos hasta al sol sobre nuestros parpados. Vuelta númerotreinta de un presente de muerte… No los perdones, hijo… Tampoco perdones a esta mesa (p. 47).

Sería difícil cuestionar la dimensión testimonial de este capítulo. Sin embargo, si se la compara con el apéndice de La escuelita, se entiende esta yuxtaposición de preocupaciones a la que me estoy refiriendo. En el texto de Partnoy este umbral del testimonio se pone en escena, al hacer transitar desde los segmentos narrativos y poéticos hasta la parte de documentación final. Es allí donde Partnoy nos da la información acerca de este “personaje” y así transforma a Graciela (a quien conocimos a través de una primera persona ficcionalizada) en ciudadana desaparecida: “Graciela Alicia Romero de Metz, 24 años, casada, 1 hija; embarazada. Detenida por el ejército: 16/12/76. Actualmente desaparecida” (p. 118). Este apéndice final tiene valor documental y de denuncia: su objetivo es claramente testimoniar la desaparición y la existencia de ciudadanos detenidos (María Eugenia González, Juan Carlos Castilla, Zulma Vasca Araceli Izurieta, María Elena Romero, Gustavo Marcelo Benja Yoti, etc.) y del centro clandestino, del cual se da un mapa con sus diferentes áreas. Me refiero aquí a la edición en inglés que aparece en 1986, veinte años antes de su publicación en Argentina en 2006.

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Strejilevich también se refiere a este carácter ambiguo del testimonio de Partnoy y propone que su texto “nos ubica en la ambigüedad entre la historia y la ficción” y que representa un intento de “superar la dicotomía entre ambas” (p. 178).

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Ya en los ochenta la documentación sobre el centro clandestino y los nombres, así como la información que se da en el apéndice sobre algunos de los detenidos-desaparecidos apuntan al gesto documental de este texto híbrido. También la introducción y el capítulo “Mis nombres” son segmentos fundamentalmente testimoniales. En la introducción, en primera persona, el sujeto testimonial habla como Alicia Partnoy, y con eso quiero decir que asume no un rol de narradora ficcional sino de narradora testimonial: Mientras estuve detenida no hubo ninguna acusación formal en mi contra. Como la mayoría de los siete mil presos políticos permanecí presa por tiempo indefinido, considerada como una amenaza a la seguridad nacional. Se estima que unas treinta mil personas “desaparecieron” en centros de detención como La Escuelita.

Entre ellos se encuentran alrededor de cuatrocientos niños secuestrados con sus padres, o como el bebé de Graciela, nacidos en cautiverio (pp. 12-13). También el capítulo en el cual habla de su nombre (y de sus nombres de militancia) reafirma su identidad como Alicia Partnoy, es decir, como víctima de la represión y como sobreviviente que testimonia su detención-desaparición: “Cuando llegó la hora de mi alud era Rosa. Cuando vinieron a buscarme no sabía si venían por Rosa o por Alicia. Lo cierto es que venían por mí” (p. 36). En estas partes se reafirma el sujeto testimonial: “Yo, Alicia Partnoy, todavía estoy viva” (ibíd.). Sin embargo, el texto en general y su estructura narrativa dan cuenta de una suspensión de lo testimonial (entendido en relación con su dimensión jurídica) para afirmar el rol del testigo y de su saber en la resignificación no ya de los hechos del pasado, sino de los límites de la representación de ese pasado, como puede verse por ejemplo en la ficcionalización de una voz que está perdida a través de una primera persona narrativa que no puede hablar por sí misma. Este proceso de resignificación concierne también al concepto de verdad como eje central del testimonio. Se trata de una representación de la verdad como borrosa, opaca y no transparente. No quiero decir que estos atributos se asignan a la verdad, sino a su representación y a sus complejos mecanismos, sobre todo en relación con la memoria. Partnoy, al representar los pensamientos de Graciela en primera persona, no sólo ofrece una narrativa testimonial de la vida en el centro clandestino, sino que además pone sobre la mesa lo irrepresentable como eje del acto testimoniante mismo sumado a esa delegación del testimonio donde el sobreviviente testimonia por quienes ya no pueden hacerlo y la paradoja de que esa irrepresentabilidad sólo se puede transitar como afirmación de la narrativa testimonial. Partnoy se constituye no sólo como testigo

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(lo cual hace y enfatiza sobre todo a través de los verbos de percepción que usa: ver, espiar, escuchar), sino que además deja claro que lo que viene a decir tiene que ver con una disputa por la significación y con la interpretación misma de lo visto, lo oído y lo experimentado. De esta forma, se produce un viraje desde la noción de testigo en el sentido jurídico (donde el testigo debe probar la autenticidad de su exposición ante un juez o una comisión de investigación y donde la verdad se produce en el juicio mismo) hacia una noción de testigo como agente cultural y político relacionado íntimamente con los procesos de significación y con la rearticulación de los sentidos mismos del testimonio. En este segundo caso, a diferencia del primero, el testigo no sólo da cuenta de los hechos, sino que además da testimonio acerca de lo que ha producido su experiencia en los sistemas mismos de representación. La resignificación de las zonas no transparentes del recuerdo tiene que ver con la fragmentación del propio saber del testigo y tiene su eco en las fisuras narrativas, en los saltos temporales, en las lagunas de la narración (y, por lo tanto, en la memoria y en la significación de la propia experiencia personal).

TESTIMONIO Y NARRACIÓN ¿Cómo se establecen los límites entre la ficcionalidad y la verdad? ¿Cómo se juega con sus zonas de superposición? ¿Cómo y dónde se construyen las memorias de los ex presos y los ex detenidos? Estas tres preguntas pueden servir como punto de partida a la reflexión que ofrecen estos textos respecto de los umbrales mismos que intentan traspasar. En el apéndice final Partnoy nos aclara que Graciela, la voz de la sección “Graciela: alrededor de la mesa”, es Graciela Alicia Romero de Metz. El personaje ficcional de Sara en Pasos bajo el agua hace referencia a la propia experiencia de Kozameh. Algunos testimonios anónimos que incluye Strejilevich pueden rastrearse en la parte final, cuando incluye una sección de “entrevistas orales”. A pesar de estos “indicios de verdad”, los textos subrayan simultáneamente la narrativa testimonial y su suspensión. No pretendo sugerir que sean textos ficcionales ni que erosionen la figura del testigo (ni en su sentido jurídico ni en su sentido escriturario) ni su autoridad narrativa, sino más bien que son textos donde el testimonio interrumpe a la ficción y viceversa, es decir, donde, en todo caso, lo que se narra no apunta solamente a los eventos, sino además a los sinuosos caminos que se atraviesan para recuperarlos, o al menos para bordearlos. En ellos se recuperan las estrategias de ficción en la medida en que ayudan a la tarea de reconstrucción de la memo-

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ria del testimonio. Al mismo tiempo se interrumpe la pose de la ficción con indicios de verdad claramente testimoniales. Elzbieta Sklowdoska en los ochenta se refería a la dificultad de atribuir al relato de un testigo el carácter de reflejo objetivo de la realidad.7 Los textos de Partnoy, Kozameh y Strejilevich plantean algún aspecto de la desviación de la memoria y de la pluralidad de memorias a veces conflictuales. Calveiro lo propone como un dilema: Todo acto de memoria se interroga por su fidelidad, sin hallar jamás respuestas definitivas. Lejos de la idea de un archivo, que fija de una vez y para siempre su contenido, la memoria se encarga de deshacer y rehacer sin tregua aquello que evoca. Y, sin embargo, no deja de inquietarse, con razón, por la fidelidad de su recuerdo (2005: 11).

En un sentido jurídico el testimonio del sobreviviente sirve para reconstruir lo que vio/escuchó, padeció y para hacerlo público en una causa que en última instancia demanda justicia. Pero los ex detenidos no han contado sólo las historias que denunciaban las violaciones a los derechos humanos. Muchos de ellos narraron sus historias de militancia política para reformularse como sujetos de la memoria. También, como muestran estos textos, sus narraciones testimoniales han reflexionado acerca de las vacilaciones del recuerdo, de resquebrajaduras de la representación y de la imposibilidad de reconstruir un relato sin fisuras para dar cuenta de una experiencia que es inenarrable. En estos casos se enfatiza una dimensión ficcional del relato testimonial, pero cuya ficcionalidad no apunta a cuestionar el testimonio sino más bien a reflexionar acerca de la memoria y del testimonio como práctica. Narrar en forma testimonial se entiende como una tarea de reconstrucción de fragmentos, de saberes, de lagunas, de recuerdos y de dudas. No propongo que estos textos sean una afirmación de la puesta en duda de la memoria o del testimonio, ni aún menos de la pertinencia del testimonio o de la credibilidad de los testimonios jurídicos; sugiero en cambio que, desde la afirmación misma de la memoria y el testimonio, estos textos cuestionan las expectativas de que esa credibilidad o pertinencia tengan que reclamarse en nombre de una verdad sin fisuras y en nombre de un recuerdo sin olvidos. Proponen, por el contrario, construcciones de memorias múltiples, zigzagueantes e intermitentes como parte de la narración testimonial. Lo que hace posible esta

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Me refiero a “La forma testimonial y la novelística de Milguel Barnet”, en Revista/ Review Interamericana, 12 (1982): 375-384.

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narración tiene que ver con el saber del testigo, un saber relacionado con la materialidad de la memoria, y si bien esa materialidad está ligada al cuerpo, a los ojos que ven, a los oídos que escuchan, a los olores, a las sensaciones táctiles y al dolor del cuerpo que ha sufrido torturas y tratos degradantes, hay una urgencia no sólo en dar a conocer esa experiencia, sino además en recorrer los ejercicios de la memoria y de la significación y en exponer que éstos conllevan un cierto grado de olvido y un tránsito por las lagunas y las grietas de esos recuerdos. Las narraciones en Una sola muerte numerosa sobreentienden su propio límite: lo que el sobreviviente no vio y no puede narrar. Strejilevich dice, al recordar los momentos posteriores a su tortura: “Quiero ver donde estoy, me bajo la venda y por primera vez abro los ojos. No sirve de mucho. La oscuridad lo abarca todo” (p. 31). Partnoy, por su parte, dedica un capítulo a las ventajas y desventajas de su nariz, no sólo porque al sufrir de alergias no le permitía oler el “olor metálico del miedo” (p. 60) o el olor del cigarrillo de los guardias al entrar sorpresivamente a su celda, sino porque además a veces su nariz le permitía ver aun cuando estuviera tabicada (ibíd.). El énfasis en lo material de este saber del ex detenido (lo visto o lo oído) es un aspecto central de la posibilidad misma del testimonio y su saber. Al mismo tiempo, es la interpretación de esa materialidad la que se pone en juego en la representación. “Las cartas de Aubervilliers” en Pasos bajo el agua ofrecen un espacio de reflexión sobre los trabajos de la memoria y sobre la reconstrucción colectiva que se produce luego de la liberación, aun con las lagunas que habitan la memoria del sobreviviente. Ambas cartas hacen permanentes referencias a las prisiones de Rosario y Villa Devoto. Las cartas son escritas desde Santa Barbara, Estados Unidos (la de Sara), y Aubervilliers, Francia (la de Juliana). Se trata de cartas del exilio que hablan de la significación que el sobreviviente da a su propia experiencia como presa política y del impacto de esa experiencia en sus vidas en el exilio. La primera de estas dos cartas, la de Sara a Juliana, también una sobreviviente, está fechada en enero de 1984. En ella Sara dice estar escribiendo una novela e indaga acerca del pasado de las dos prisioneras, un pasado que para Sara es aún parte del presente cuando en 1984 está embarazada, casi a seis años de su liberación. Su experiencia en el exilio concierne también a su experiencia en la prisión, es decir, que explora su identidad actual como ex prisionera al intentar darle un nuevo significado a sus recuerdos y en su caso (ya que Sara es escritora) haciéndolo público a través de la escritura. En ese presente Sara escucha voces del pasado: las de los prisioneros, las de compañeros desaparecidos y también las de los represores. Esta carta puede ser leída como un ejercicio de memoria donde Sara se hace preguntas acerca de ese pasado, en especial acerca

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de un momento en particular: el traslado de Rosario a Villa Devoto. Me interesa detenerme en esta parte porque a través de ella puede leerse la reflexión que propone el texto de Kozameh sobre la memoria. Sara recuerda algunas partes de ese traslado (“Lo que no me olvido es que, llegadas a Devoto, Mercedes entró al pabellón que nos asignaron y vomitó hasta el corazón”, p. 98). Al mismo tiempo, no sabe y no recuerda otros aspectos de este traslado y quiere recordar lo que olvidó: “Estuve haciendo serios esfuerzos por recordar algunos episodios. No hubo caso. Es como si se me instalara una sábana entre los ojos y el cerebro” (p. 102).8 La carta subraya lo que Sara recuerda y lo que no recuerda, es decir, que ejercita el gesto de afirmar la memoria y, paradójicamente, la imposibilidad del recuerdo perfecto o total del pasado. Estas reflexiones, estas zonas de duda frente al recuerdo certero nos proponen transitar otro umbral, en el cual se vuelve borrosa la delimitación de lo que el testigo recuerda y lo que no, y donde se transita por los olvidos como una parte incómoda pero inevitable del recuerdo. Estos olvidos tienden puentes, además, hacia las memorias de otros ex prisioneros y, por lo tanto, hacia los cruces y yuxtaposiciones entre la memoria individual y la colectiva: entre lo que un ex prisionero recuerda y olvida y lo que otros prisioneros completan, suplementan y tal vez, también, contradicen. Esa reconstrucción colectiva del recuerdo viene a sustituir esas lagunas de la memoria, como la de Sara, que pide a Juliana que complete los huecos de su relato:

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En Nosotras. Presas políticas, un proyecto testimonial colectivo de 112 ex prisioneras políticas publicado en 2006, Kozameh hace referencia a este traslado de Rosario a Villa Devoto con una narración que, a diferencia de Pasos bajo el agua, enfatiza los hechos recordados y no sus lagunas (p. 78). Lo que no recuerda no está narrado, pero tampoco aparecen en este formato más tradicionalmente testimonial las dudas respecto de su recuerdo. Esta narración, comparada con la que propone en su novela, habla de forma bastante elocuente de que la existencia de lagunas y brechas de un recuerdo que por momentos aparece como opaco o invisible no impide de modo alguno la existencia de un relato testimonial que sutura los hechos narrados sin reflexionar sobre sus ausencias (me refiero aquí a un testimonio más parecido al testimonio de dimensión jurídica). También estas diferencias sugieren que lo que vienen a narrar los ex presos o los ex detenidos no son únicamente los hechos que recuerdan (como en la modalidad testimonial más cercana a la denuncia de los derechos humanos), sino las grietas del recuerdo que, sin alterar esos hechos (el traslado en este caso), están tan presentes como los fragmentos de memoria que sí pueden narrarse. El formato de ficción le sirve a Kozameh no sólo para reflexionar sobre esas faltas, sino además para construir su testimonio sobre ellas.

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Sé que aterrizamos en Aeroparque, porque alguien lo dijo después, no sé cuándo. Pero no puedo, no puedo conseguir esa parte de la película. Salto del pleno vuelo a los camiones celulares que nos transportaron a Villa Devoto. Se me borró el aterrizaje, se me borró lo que siguió hasta empezar a circular por el inconfundible vapor de Buenos Aires (p. 102).

Estas fallas sugieren que la memoria misma está compuesta de olvidos o, como dice Kozameh, de estos “fuertes huecos irrecuperables” (ibíd.). La respuesta de Juliana (febrero de 1984) también reflexiona acerca de la memoria y el olvido. Son, sin embargo, dos cartas muy diferentes, opuestas o, tal vez, complementarias. El deseo en Sara está localizado en el recuerdo, mientras que la respuesta de Juliana se refiere a la necesidad del olvido (“¿no será mejor, incluso para tu complicada persona, tratar de olvidar un poco?”, p. 139). Esta carta se concentra en el conflicto entre la memoria y el olvido, sus márgenes y sus continuidades, fundamentalmente a través del eje del cuerpo: la memoria está ligada a lo corporal, al dolor, a la tortura propia y de otros prisioneros. Las preguntas de estas dos ex prisioneras van y vienen: Juliana recuerda los gritos de otras prisioneras, pero sigue haciendo preguntas que se conectan con lo que escuchó y con la significación de lo escuchado o lo visto: Pero decíme: qué ruidos eran esos. Qué sonidos eran. Vos hablabas de pájaros de plumas oscuras con los picos cortados, ¿te acordás? Cortados a hachazos, decías. De esas bocas mochas salían sonidos que se expandían en la noche del barrio de Villa Devoto. [...] Te estremecías y se te paraban los pelos del cuerpo porque los gritos llegaban al pabellón 31 como un sonido amorfo, transformado; pensabas en las noches de carnaval y te aterrabas (pp. 144-145).

Esta parte evoca una escena de tortura a través de imágenes en las que el recuerdo se vuelve presente mediante la voz.9 A diferencia de instancias testimoniales jurídicas, este segmento propone una mirada sobre el recuerdo de la tortura, no sobre el aporte de datos acerca de los torturadores o las formas particulares de tortura física o psicológica, sino sobre la representación y la significación de la tortura y, en definitiva, la dificultad y aún más la imposibilidad de hablar de ella. Aquí la figura del sujeto narrativo del testimonio literario se distancia del testigo en el sentido legal, puesto que este último reafirma su con-

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Para una discusión acerca de la tortura en este texto, veáse Cynthia Tompkins, “Pasos bajo el agua y ‘Bosquejo de alturas’ de Alicia Kozameh: tortura, resistencia y secuelas”, en Chasqui, 27 (1) (mayo 1998): 59-69.

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dición como tal: en primer lugar, con su presencia en el centro de detención clandestino o en la prisión; en segundo lugar, con los datos puntuales que puede aportar a una causa y, en tercer lugar, con los recuerdos de lo que vio o escuchó. En el caso de este texto se trata más bien de afirmar al ex preso político como sujeto narrativo no sólo por los recuerdos de los que puede dar cuenta, sino además por los que lo evaden. El énfasis está en las preguntas, en las dudas, en las zonas oscuras de la memoria y del olvido. Es posible ver aquí las fisuras del testimonio, pero no como su lado flaco, sino como ese umbral que deben cruzar respecto de las expectativas de una construcción testimonial sin fisuras ni indecisiones. En 259 saltos, uno inmortal (2003) Kozameh vuelve a la historia de Juliana y al rol que estas cartas personales jugaron en la reconstrucción de estos dos personajes femeninos (Sara y Juliana). El texto, también testimonial, se refiere al exilio de Kozameh en California y en México y a su vuelta a Argentina en 1984. Comienza con su llegada a los Estados Unidos y trama su historia a través de un contrapunto entre el pasado y el presente, contrapunto que a veces se resuelve como una continuidad y otras como una brusca ruptura. El presente de 259 saltos está teñido por la experiencia de la prisión, es decir, que no es sólo un texto del exilio, sino un texto que, desde el exilio, intenta reconstruir un presente afectado profundamente por la experiencia carcelaria. Mientras camina por las calles en California el presente nunca se distancia de un pasado que con imágenes y sonidos lo irrumpe constantemente. La prisión, entonces, no se ubica sólo en el pasado, sino también en las huellas del tiempo presente y en la perplejidad frente a lo cotidiano.10 Me interesa destacar, sobre todo, una vuelta que propone este texto a la historia de Juliana y su intento de recuperar su relación amorosa con su compañero. Con claras referencias al nombre (Juliana) y a las “cartas de Aubervillers” (p. 104), Kozameh se acerca a través de la historia personal (la posibilidad o no de una relación íntima) a la historia de la supervivencia luego de la detención. Juliana sirve para narrar el efecto de la dictadura militar y la experiencia carcelaria en la vida (y el intento de reconstrucción de esas vidas) de los ex presos y los ex detenidos. Lo “personal” o lo amoroso sirve para hablar de las relaciones intersubjetivas. ¿Es posible re-establecer esos lazos sociales (o afectivos)? En todo caso, para re-establecer estas relaciones, la primera pregunta a considerar parecería tener que ver, según Kozameh, con la

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A diferencia de Pasos bajo el agua, aquí Kozameh sí se refiere específicamente a la metodología de la tortura (pp. 95-96).

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identidad del ex prisionero y sus cambios y transformaciones a partir de la experiencia carcelaria. El caso de Juliana es uno de los muchos ejemplos del texto y me interesan en particular las relaciones que establece con Pasos bajo el agua. Juliana, que defendía el olvido, pero que recordaba y se hacía preguntas en el texto de 1984, ahora hace un anuncio a Sara, en su última carta, y le dice que quiere cortar con su pasado. Luego de este corte, no se escriben por diecisiete años (p. 123). Esta cancelación de la memoria que se había anticipado en Pasos bajo el agua no necesariamente hace una clara distinción entre el recuerdo y el olvido. Después de todo, ¿es posible olvidar aun cuando el olvido se plantee como deseo o como voluntad? ¿Es posible recordar sin pasar por zonas del olvido? En ese compromiso se ubica la construcción de la memoria: ¿Qué sería el pasado sin los audaces que se animan a reinventarlo? Re-inventarlo. Volver a inventar lo que ya es: una fantasía. Una mentira, una historia creada para dar alegría, diversión, a la omnipotencia de ciertos niños que nos habitan. Pero nada más. Porque, ¿qué de cualquier pasado, puede estar tan muerto que no se retome en cada gota del presente? ¿Qué puede estar tan enterrado? ¿Qué puede haberse desintegrado tanto en qué vacío? ¿Qué puede haber desaparecido hasta tal punto? (259 saltos, p. 93).

En contraste con los testimonios jurídicos de la posdictadura, el testimonio de Kozameh explora la memoria como una construcción hasta el punto de pensarla como una ficción. La memoria, en su opacidad, se distancia del imperativo de la verdad para afirmar esos sinuosos caminos que conciernen al testimonio, pero justamente a esa dimensión de lo testimonial que escapa a lo transparente, lo claro y lo auténtico. Y tal vez éste sea otro reclamo de la narrativa de testigos. Un reclamo que da cuenta de los recortes que sufrieron sus narraciones al ser supeditadas a la función testimonial como reflejo de la experiencia vivida en vez de como reflexión de las dificultades de su narración. No es que haya una negación de la verdad, sino más bien una exploración de la verdad y de la memoria y de su proceso de supervivencia y resignificación. No sólo los ex prisioneros políticos o los ex detenidos sobreviven, también sobreviven sus memorias, y me refiero aquí a todas ellas, es decir, las que se presentan con claridad y las que son irrecuperables y se confunden con el olvido. Y esa supervivencia de las memorias implica un trabajo y un ejercicio. Por lo tanto, no se trata de memorias estancadas sino de memorias en proceso, en cambio y en disputa. Y es aquí donde Kozameh propone la imposibilidad de un saber completo, de un saber sin zonas oscuras, y con esta propuesta comienza a reelaborar ya desde los ochenta el género testimonial como un espacio de conflicto entre la verdad y la opacidad del recuerdo.

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EL UMBRAL DE LO IMPOSIBLE Strejilevich privilegia en su texto el carácter colectivo del testimonio no sólo a través del juego metonímico a través del cual el yo testimoniante representa a otras voces, sino en el intento de representar lo “numeroso” de las voces testimoniales. Las historias que interrumpen este relato son fragmentos de voces e irrumpen en lo que podría pensarse como narración central. Hay un hilo narrativo en su historia que continúa en medio de esas voces que completan, contestan, aumentan y hacen difuso su relato. Su narración se plantea, literalmente, como una entre muchas otras, enfatizándose así la noción colectiva del acto testimoniante, y que puede percibirse ya desde el comienzo, en el epígrafe de Tomás Eloy Martínez, y al final del texto: Palabras escritas para que mi voz las articule acá, en este lugar que no es polvo ni celda ni coro de voces que se resiste al monólogo armado, ese que transformó tanta vida en una sola muerte numerosa (p. 200).

Esta articulación de la voz del sujeto narrativo se produce a través de cortes e interrupciones que hacen alusión doblemente a la imposibilidad de dar un testimonio completamente abarcador (a pesar de ser “numeroso”) y a la dificultad de lectura y de significación que se produce a través de esos cortes. En la forma de la escritura, en los vacíos y en los saltos puede notarse este acercamiento a la memoria como recuerdos plurales e irreconciliables. El relato de Strejilevich se interrumpe permanentemente con nuevas voces (que no siempre se identifican), a veces de fuentes orales y otras veces de fuentes testimoniales escritas. Hay un eje narrativo central, pero a la vez no lo hay: porque el texto enfatiza, más que la historia lineal, la dificultad de narrar lo que escapa a la representación. Las voces no remiten solamente a las voces de otros sobrevivientes. Hay también canciones y versos infantiles (“Corto mano / corto fierro”, “pisa pisulea, color de ciruela”) y canciones asociadas a las luchas de los derechos humanos (“Milicos / muy mal paridos / qué es lo que han hecho con los desaparecidos”). Y este juego de polifonías enfatiza simultáneamente la multitud de voces y la dificultad de construir una narración única desde voces numerosas. El texto tiene marcas de las transiciones y las fragmentaciones, como el cambio a itálicas o el cambio de tamaño de las letras con las cuales muchas veces se evidencian los cortes entre la escritura y la oralidad. Al presentar a su hermano Gerardo, lo hace a través de una narrativa que se acerca más a la ficción que al testimonio:

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Gerardo compite en la carrera de postas de primer grado. El público aplaude. Preparados, listos ¡yaaa! Gerardito corre entre los más rápidos. De golpe se para y gira la cabeza ciento ochenta grados. Sonríe y saluda con la mano: está mamá. Sigue a toda velocidad y llega último. Se larga a llorar. Gerardo va al primer año de la secundaria y todavía no usa pantalón largo. El nene está adelantado un año. Gerardito quiere ser director de orquesta y sus padres lo convencen de todo lo contrario. Gerardito hace travesuras y siempre lo pescan. Gerardito es inteligente pero no estudia (pp. 20-21).

La memoria de su hermano desaparecido se trama a través de recuerdos personales y voces ajenas. Por lo tanto, en ese intento de recordarlo a través de imágenes casi instantáneas, lo representa quieto a veces, en movimiento otras, de niño, de joven, en la escuela, en la militancia y lo evoca desde sus posibles pensamientos, casi como la voz en off de esas imágenes que se suceden: Gerardo está fichado. NO viene a dormir a casa. Gerardo apoya la violencia de abajo y desafía la violencia de arriba. Gerardo teme porque lo siguen. Gerardo insiste: Es como tomar conciencia, como verse repentinamente no perenne, como si te afanaran un cacho de vos mismo así, socarrona, sobradamente y te dijeran: “Quedate musa, bepi”, insinuándote que al fin y al cabo, quieras o no, te seguirán afanando — poco a poco, es cierto— hasta que no queden más que tus cenizas (p. 22).

Incorpora a su narración la “voz” de su hermano desaparecido. Esta “voz” de Gerardo, presente en su ausencia, sirve para testimoniar la vida de su hermano, su existencia, su historia, su pensamiento y con ello dar cuenta de lo contrario, su desaparición. Marcada con itálicas, sus palabras implican un salto, una irrupción dentro del texto, una irrupción tal vez imposible y no por ello menos presente. La voz de su hermano desaparecido, situada en el umbral de lo imposible, cobra vida a través del abandono del gesto testimonial puro y documentado y abre un pasaje, en un espacio de ficción nunca totalmente ficcional, al acto de delegación que implica el testimonio no sólo como denuncia, sino además como trabajo de duelo, como huella de la pérdida de ese otro por el que se viene a testimoniar. En el texto de Strejilevich el contrapunto entre diferentes formas testimoniales es más visible, precisamente por las referencias al Nunca Más, a testimonios orales recolectados por Strejilevich, a citas de periódicos y a otros textos, entre ellos, Rebeldía y esperanza de Osvaldo Bayer. La intertextualidad se hace presente des-

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de las primeras páginas, así como la contraposición de historias en este relato colectivo. Por ejemplo, la primera parte comienza con un poema del cual cito sólo las primeras líneas: “Cuando me robaron el nombre / fui una fui cien fui miles / y no fui nadie”. La trama del texto presenta en espacios contiguos la identidad del detenido-desaparecido como una identidad silenciada y al mismo tiempo múltiple (“numerosa”, dice el título) y los fragmentos con declaraciones de militares: las primeras de Emilio Massera (“No vamos a tolerar que la muerte ande suelta en la Argentina”, p. 15), para pasar luego por Jorge Rafael Videla (“Si es preciso en la Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”, p. 19) y el general Vilas (“Hacemos nuestros operativos entre la una y las cuatro de la mañana, hora en que el subversivo duerme”, p. 20). La narración “numerosa” es también una narración conflictiva porque el texto propone la existencia de diferentes versiones y aspectos del recuerdo que muchas veces se transforman, al menos textualmente, en el contacto con otras voces que no se identifican con nombre y apellido, y que por eso se señalan como citas más colectivas pero también más ambiguas. Así su texto puede leerse como una invitación a recorrer la opacidad de los acontecimientos del pasado a través de voces claras y bien definidas, y a través de murmullos que también testimonian desde lugares más anónimos. Queda claro que el texto de Strejilevich establece una disputa con el discurso autoritario. Pero para hacerlo enfatiza una “ficcionalización” que no niega los hechos, sino que explora la imposibilidad de reconstrucción completa de un pasado que intenta hacer su lugar en el presente. A pesar de que el texto sea un texto testimonial, es necesaria una distinción entre el testimonio jurídico y el literario, no sólo en cuanto a su función, sino que (de la mano de esa función) la diferencia entre uno y otro apunta a que el primero se opone a la criminalidad del Estado, a la impunidad y la injusticia, y el segundo (con más espacio para la reflexión, la duda y la resignificación) produce un quiebre con la epistemología que supone la existencia de una memoria comprobable. Una sola muerte numerosa no intenta sólo testimoniar el pasado, sino además el presente y con él, la dificultad de recomposición de ese pasado que intenta escribirse. Hay una disputa entre opacidad y transparencia, entre autenticidad y sospecha, entre verdad y mentira que genera un conflicto en el lector del testimonio acerca de cómo se lee la literatura testimonial. La disputa del testimonio no está sólo relacionada con los conflictos entre textos y voces o entre el pasado y el presente, sino además con las señas de interpretación de los mismos lectores (y con las expectativas de lectura, entre ellas la clasificación del testimonio y la ficción). En esa zona de contacto entre lector y testimonio tienen lugar nuevas construcciones de memoria y nuevas señas de interpretación. Al plantear algunos testimonios, no sólo el saber del testi-

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go sino su no-saber, sus dudas y sus olvidos extienden también a sus lectores esa clave de lectura. Los ex detenidos usan su propio privilegio epistemológico para poner en duda las fronteras nítidas entre el saber y el no-saber, entre el recuerdo y el olvido, entre lo visto y lo que le contaron otros detenidos o prisioneros, entre la nítida línea divisoria entre lo testimonial y lo ficcional, y para proponerlo como umbrales a ser transitados una y otra vez, en repeticiones que implican probablemente que nunca se los cruce totalmente. ¿Qué nuevas lecturas del testimonio pueden hacerse si, sin descartar el valor jurídico y la afirmación de la verdad de la narración para el sujeto testimoniante, se toma en consideración la reflexión sobre las lagunas del testimonio?

LO TESTIMONIAL DESDE SUS LAGUNAS Las dudas que surgen acerca de la confiabilidad del recuerdo del testigo sirven a Laub para afirmar la importancia de recordar (para el crítico del testimonio) cuál es su objetivo principal, es decir, qué está testimoniando, exactamente, una determinada narrativa (p. 60). Laub hace referencia a una discusión que un grupo de historiadores, psicoanalistas y artistas sostuvieron acerca de un testimonio del Holocausto que era considerado “sospechoso” porque tenía discrepancias con las narrativas de otros sobrevivientes y, por lo tanto, no era considerado confiable. Esta discusión, para Laub, pone de relieve una distorsión en la discusión sobre el testimonio (y no tanto en el testimonio mismo), puesto que otorga a la confiabilidad de aportes testimoniales un valor de verdad condensado en detalles que, después de todo, podrían ser olvidables y cuyo olvido no deteriora, en lo más mínimo, la experiencia que el sobreviviente quiere testimoniar. Se trata, de alguna forma, de recobrar un acercamiento más centrado en el sobreviviente que en la ilusión o incluso la expectativa de verdad de quien desde afuera dictamina la veracidad o no de un relato testimonial. Kozameh hace un planteo que bien puede relacionarse con esta reflexión de Laub y que tiene que ver con el concepto de laguna de Agamben. Aunque el sobreviviente tenga un privilegio epistemológico (saber qué, cómo, cuándo, dónde pasó lo que pasó), este privilegio implica simultáneamente una ausencia: “Nadie ha contado el destino del prisionero común porque sobrevivir no fue materialmente posible para él” (p. 33).11 Agamben cita aquí a Lyotard para afir-

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Doy la cita en inglés: “No one has told the destiny of the common prisoner since it was not materially possible for him to survive”.

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mar esta imposibilidad de testimoniar y toma como eje las cámaras de gas. Si la autoridad para testimoniar, sostiene Lyotard, concierne a “haberla realmente visto con los propios ojos” como condición de posibilidad para persuadir a quien no cree en su existencia, entonces aún se necesita (para quien descree) la evidencia de que las cámaras de gas se usaban para matar. La única prueba aceptable de que fue usada para matar es que uno murió en ella. Pero si uno está muerto no puede dar testimonio de que ha sido a causa de una cámara de gas (Lyotard, p. 3, citado en Agamben, p. 35).12

No se trata aquí en absoluto de negar la existencia de las cámaras de gas, sino de dar cuenta de las limitaciones del testimonio, pero, sobre todo, de las expectativas que, desde afuera, hacen posible el testimonio o aniquilan su existencia. La narrativa testimonial no puede ser un relato completo. Los textos que nos ocuparon en esta parte dan cuenta de esta imposibilidad: Partnoy, a través de fragmentaciones y condensaciones poéticas que dejan intersticios entre las imágenes y las narraciones o entre una narración y la otra; Strejilevich, a través de la incorporación de múltiples testimonios que se interrumpen, que producen cortes en otros testimonios y narraciones y que, desde el vamos, no están completos porque justamente recortan esos otros numerosos testimonios para documentar, simultáneamente, la denuncia y la fragmentación inherentes a la práctica testimonial. Son recortes de voces, de historias. Son huellas de lo real, como sugiere René Jara respecto del testimonio. En el caso de Kozameh, se marcan los olvidos, las lagunas del recuerdo, la dificultad de constituirse en testigo, la dificultad de narrar con esos “huecos”. Y aun así, con la exploración de la imposibilidad de la memoria completa se reafirma al testigo no sólo en las denuncias a las violaciones de los derechos humanos, sino en su privilegiado lugar para repensar la reconstrucción de la memoria social. Como sugiere Kozameh en una entrevista con Jorge Boccanera: “El testimonio, producirlo, es un deber de todos los que hemos pasado por cualquier experiencia relacionada con la represión y no solo política. Es un modo de evitar las reiteraciones. El testimonio, de hecho, no es privativo de la escritura con palabras. Yo elijo la ficción. Otros eligen la pintura” (p. 13).

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“To ‘have really seen with his own eyes’ a gas chamber would be the condition which gives one authority to say that it exists and to persuade the unbeliever. Yet it is still necessary to prove that the gas chamber was used to kill at the time it was seen. The only acceptable proof that it was used to kill is that one died from it. But if one is dead, one cannot testify that it is on account of the gas chamber”.

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La importancia de estos tres textos a la hora de repensar la práctica del testimonio es la de afirmar sus dificultades, sus zonas grises, sus silencios y sus dudas. Al mismo tiempo ponen en escena una invitación doble: por una parte, leer voces testimoniales como voces incompletas y detenidas que no pueden reconstruirse completamente y, por otra, enfrentarse a la reflexión acerca de los testimonios como relatos incompletos que no pueden restituir lo que ha desaparecido.

VI Duelos: más acá de la espectrología

En el año 2006 Israel Adrián Caetano lleva al cine Pase libre, el testimonio de Claudio Tamburrini. El film cuenta con la presencia de Guillermo Fernández, uno de los cuatro detenidos que lograron fugarse de la Mansión Seré. Fernández hace el rol de un “juez” interrogador que hace preguntas a su propio personaje ficcional. Las fronteras entre la ficción y el documental aquí se nublan y se confunden treinta años después del golpe. El sobreviviente, actor, interroga a su doble ficcional en el pasado, al detenido. El ser humano del pasado, representado en la ficción por un actor, ya no existe como tal pero ha sobrevivido, aunque esa supervivencia —a través de la cual hoy el sobreviviente como actor interroga a su doble— dé cuenta de la distancia inconmensurable entre uno y otro. El film se centra no tanto en el secuestro y la detención de Tamburrini en la Mansión Seré como en el plan de fuga que se lleva a cabo a través de una de las ventanas de la antigua mansión. La inclusión de Fernández como personaje en el film, cuestiona y afirma, al mismo tiempo, su dimensión testimonial. Hay una inmediatez, una huella, pero que sólo se marca si se sabe que ese personaje es Guillermo Fernández y que él (el actor que representa brevemente a un juez de la dictadura) es uno de los sobrevivientes de la Mansión Seré. Se trata de un desdoblamiento del testimonio, casi como testimonio de un testimonio, que se repite, pero ahora en torno a la figura del sobreviviente. Ese doblez, el actor y el personaje, el detenido del ayer y el sobreviviente de hoy, pone en escena la irrepresentabilidad del testimonio de Tamburrini justamente desde el lugar privilegiado de la imagen y su umbral. Es la presencia de un sobreviviente la que da cuentas de la ficcionalidad de la representación del detenido dentro del film (el doblez actor-personaje), pero también en el otro doblez implícito en el sobreviviente del hoy que mira, desde otro umbral, al detenido de ayer. Por una parte, es una huella de lo que no puede representarse. Por otra, señala una pérdida irreparable, la pérdida que transita al testimonio y que lo ubica en el escenario del duelo. El testimonio se detiene frente al umbral de la pérdida, de la pérdida de un mundo, de la pérdida de otros pero también de sí. Y, así pensado, el testi-

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monio puede entenderse como un intento de darle sentido a ese umbral que separa al sujeto testimoniante de un mundo irrecuperable, del detenido-desaparecido que fue él mismo, ella misma en ese mundo ahora recordado a retazos, y sobre todo, de poder contestar a la pregunta “quiénes fueron” los desaparecidos, aquellos que no sobrevivieron y en nombre de quienes se ejercita tantas veces el gesto testimonial. Es esa apropiación del otro que tiene lugar en el duelo, dentro de su montaje psicoanalítico, la que se hace visible en el cine como un espacio privilegiado para esta reflexión, la que se expone como un fracaso al mostrar el doble de Guillermo Fernández: un juego de reflejos en la distancia y el paso del tiempo, que aparecen no como un enfrentamiento entre el sobreviviente real y el de ficción, sino como huellas que apuntan a la existencia del otro y su diferencia. Su irrepresentabilidad puede ser entendida justamente como el espacio de resistencia a la apropiación de una narrativa por más testimonial que sea. Evocar las ausencias que se hacen presentes en la narración concierne a la escena del duelo y con ella, al retorno de lo que no está ni vivo ni muerto, y que funciona como un intruso dentro de un presente que aparece como normal pero nunca completamente. Dice Jacques Derrida en El espectro de Marx: ”El espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, una cierta forma fenomenológica y carnal del espíritu. Se convierte más bien en cierta ‘cosa’ difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y al mismo tiempo, una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro” (p. 6). Muchas veces la misma lucha contra la impunidad se yuxtapone al reconocimiento de una supervivencia de lo que no ha desaparecido totalmente. Baste pensar en el acto de repudio frente a lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada en los noventa, cuando Hebe de Bonafini, haciendo alusión a los vuelos de la muerte y a los cadáveres que, a veces, aparecían en las costas, propone interpretar esas “reapariciones” de cuerpos como el retorno de los desaparecidos y los proyectos que representaron. El cuerpo desaparecido se resignifica entonces doblemente: como cadáver, es la prueba de un asesinato; como presencia, es la imagen de un cuerpo que ya sea desde las orillas, desde el río, desde las fotos en las plazas o desde otras luchas y otros reclamos, se concibe como principio de vida (“Nuestros hijos vuelven”, dice Bonafini). Y en esa metáfora condensa la resignificación de otro tipo de supervivencia, la de las señas y los significados sobrevivientes que se resisten a la desaparición. Esta reivindicación del desaparecido está entonces enlazada a la reivindicación de los sentidos que persisten y que permiten interpretar el pasado, recordarlo y

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construir (re-construir) memorias sociales. “Porque luchábamos nos desaparecieron, porque aparecimos seguimos luchando”, dice en varias ocasiones el sitio virtual de los detenidos desaparecidos. La “aparición”, que fue desde el comienzo de las luchas de las Madres un concepto que sirvió para reclamar contra la desaparición forzada, es usada por la asociación como una instancia en la resignificación de la supervivencia como lucha. Los sobrevivientes, ellos mismos en algún momento desaparecidos, evocan como ningún otro sujeto histórico ese ser otro del que habla Derrida al referirse a las presencias fantasmales; son ellos también los fantasmas de la desaparición, de los desaparecidos en esa suerte de “no tiempo”, “ya no” o “aún no”. Pero los sobrevivientes evocan además a los sujetos políticos del pasado. Es desde ese ser otro como también evocan a los desaparecidos y reflexionan, para ponerlo en los términos en que lo plantea Derrida, sobre cómo aprender a vivir, es decir, cómo aprender a vivir con los fantasmas que nos habitan. “Para empezar, el duelo. No hablaremos sino de él.” Así comienza Derrida la discusión sobre lo espectral y define al duelo como un intento: el de “ontologizar restos, hacerlos presentes”, una tarea que consiste, por una parte, en la identificación de los restos y en su localización (p. 9, la traducción es mía). Y se detiene en la importancia del saber, porque a través de ese saber se hace posible la pregunta por la existencia: “Debemos saber. Es preciso saberlo. Ahora bien, saber es saber quién y dónde, saber de quién es realmente el cuerpo y cuál es el lugar que ocupa —ya que debe permanecer en su lugar—” (ibíd.). El doble gesto del trabajo del duelo, como un hacer presente que al mismo tiempo y eventualmente dejará ir al objeto perdido, es también un trabajo de transformación y de lucha por los significados. Las identificaciones y, en definitiva, la pregunta por el “quién es” a la que hace referencia Derrida se responden no sólo con un nombre, sino además con una serie de sentidos que dan vida a su existencia y que, por lo tanto, dan consistencia a la memoria (ibíd.). Los testimonios nos hacen confrontar la desaparición con su presencia fantasmal y a través de sus narraciones tiene lugar un retorno, el de la desaparición, no sólo de los desaparecidos sino además de los que luego sobrevivieron (reaparecieron). Y si en estas re-narraciones de los horrores se habla del pasado, también se habla del presente, de los que no están y de lo que no está, como sentido, como significación. De ahí la importancia de los debates y los desacuerdos en torno a la construcción de memorias y a la exploración de los olvidos (mucho más que sus consensos forzados). Calveiro sostiene que “es necesario recuperar quiénes fueron los militantes de los años setenta, qué hicieron y qué no hicieron para potenciar el estallido de violencia que terminó por des-

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truirlos” (p. 18). Depende de esa toma de la palabra para Calveiro que el gesto de “pasar” la memoria a las generaciones que vienen después sea “algo más que los jirones de una historia” (p. 22). Forster (2008) también enfatiza el imperativo de no recuperar el pasado de la militancia de los setenta sin esa actitud crítica frente a los “errores político-ideológicos que apuraron el tiempo del desastre” para plantear esta difícil tarea como una necesidad de recuperar la militancia sin caer ni en una visión beatífica ni en una crítica impiadosa (p. 11). Ese “pasaje” de memorias no deja de ser conflictivo, y por el contrario concierne a las facetas múltiples y encontradas del ejercicio del recuerdo y del trabajo de duelo. Se trata de un trabajo anclado en la pregunta acerca de la significación del desaparecido, no ya como silueta sino como sujeto histórico. Como paso inicial, y frente al dolor, a la tortura, a la desaparición forzada de otros, Judith Butler propuso preguntarse, en primera instancia, “¿quién es duelable?”, es decir, ¿por quién, ante qué muerte sentimos dolor, a quiénes reconocemos como alguien por quien transitar un duelo? Estas preguntas como médula misma de la cuestión del duelo hacen posible sugerir que el testimonio, como trabajo que atañe a la memoria y sobre todo a un umbral donde la memoria individual se traspasa a la sociedad, intenta construir un espacio en el cual hacer justicia a las historias narradas y a quienes las vivieron para reclamar la categoría de “duelable”, y con ella el trabajo, el dolor y la memoria que harán posible el reconocimiento de esa ausencia y la trama de sentidos (y sinsentidos) que la acompañan. La memoria como práctica social en Argentina sigue estando abierta a nuevos sentidos, a nuevas preguntas, a nuevos recuerdos, a nuevos conflictos y a nuevos corrimientos de lugar. El significado mismo del testimonio se transforma no sólo en una narrativa asociada a la dimensión jurídica de los derechos humanos, sino además en una reflexión sobre las ausencias, sobre los fragmentos irrecuperables y sobre las dificultades del recuerdo. No hay un solo sentido para la memoria ni para el testimonio. Las memorias en plural están aún en construcción, así como los modelos testimoniales que son capaces de redefinirse en marcos diferentes. Los testimonios y sus umbrales abren nuevas zonas de memoria y cuestionan la oficialización de las políticas de recuerdo para dar cuenta de que se trata, como sugiere Jelin, de una lucha política “no sólo sobre el significado de lo pasado sino de la memoria misma” (p. XVIII). Las memorias múltiples, fragmentadas, imperfectas, vienen a dar sentido al pasado sin reclamar un lugar fijo sino aceptando las transformaciones que se producen en las imágenes como parte de su misma trama. El testimonio ha enfrentado no sólo la tarea de la denuncia de violaciones a los derechos humanos, sino que también ha construido los espacios en los cua-

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les las narrativas de los testigos podrían constituirse finalmente en testimonios y ha testimoniado, por lo tanto, acerca de las dificultades que habitan la práctica testimonial. A través de múltiples umbrales han podido atravesar treinta años de una lucha que, pese al fin de la impunidad y de las causas que se llevan adelante en la actualidad, no parece estar concluida. La imagen del espectro y de su mirada a través del ojo de la cerradura, de la que habla Derrida, marca una presencia invisible que, sin embargo, es doblemente la imagen del desaparecido y del reaparecido. Los reaparecidos, a pesar de estar bajo sospecha a través de las representaciones que los asocian a la patología física (los aparecidos como “leprosos” de los que habla Basterra en Montoneros una historia) o como patología ética (en caso de los supuestos traidores y mujeres seducidas o, simplemente, demonios), siguen dando su testimonio en diversas instancias, un testimonio que no sólo lleva a la justicia y con el cual vuelven a poner su vida en jaque (como el caso de Julio López o de Silvia Suppo), sino con el que además “sacan” del olvido y del silencio imágenes, memorias, interpretaciones y documentos, sin dejar de lado los silencios de lo que no se puede narrar y que nos llevan también ante el umbral de la narración, de lo visible, de lo imaginable, y que dan cuenta, en definitiva, de la imposibilidad del testimonio, de su vigente pertinencia y su constante rearticulación nómada. El espectro, para Derrida, representa lo peligroso, lo amenazante, porque alude a un significado que atenta contra el orden. El testimonio de los sobrevivientes remite a la espectralidad de esas narrativas que no existen sino en el territorio de la espectrología, que en Derrida es la contracara suplemental de la ontología, y que cuestiona asimismo a la ontología y su ser. Cuando Derrida habla del espectro como ser ahí del ausente, del desaparecido, piensa en este juego de presencia y ausencia que también puede verse en relación con los sobrevivientes como reaparecidos. Es posible, como sugiere Vezzetti, que la insistencia en la figura del desaparecido (como silueta) los haya hecho invisibles. Pero recordemos también que Derrida plantea que es desde ese lugar invisible desde donde el fantasma mira. Y mira con una mirada fuerte que nos interpela: “Nos mira y nos ve no verlo”, dice Derrida con referencia al espectro. En la espectrología que elabora Derrida el asedio fantasmal implica, al mismo tiempo, la dificultad de vivir sin esa ocupación de los espacios y, por otra parte, la posibilidad de articular una dimensión ética en el duelo: el poder convivir con los fantasmas. El espectro no es la imagen ni el simulacro; es una forma de “existencia” que a la vez no lo es, que existe en una zona intermedia. Es en esa zona intermedia donde el testimonio de sobrevivientes, fuera de su instancia jurídica, pone en duda las formas de construcción del saber, para proponerse a sí mismo como un umbral asediado por fantasmas.

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Al acercarse a la cuestión del duelo, la pérdida del otro y su apropiación, Derrida desmonta el camino propuesto por el psicoanálisis para afirmar en primer lugar la imposibilidad misma del duelo y en segundo lugar la importancia de la pregunta por la ética.1 Entra aquí en juego el fracaso del duelo, puesto que, así como internalizamos al otro, al mismo tiempo hay una resistencia a esa internalización. Derrida no niega el canibalismo del duelo, ese borramiento del otro, esa internalización que haría posible, al menos para el modelo psicoanalítico, la aceptación de la pérdida. Sin embargo, enfatiza su fracaso, su imposibilidad, y con eso da cuenta de la resistencia a la internalización en el proceso de duelo, puesto que nunca es del todo posible reducir al otro ausente a uno mismo. Es justamente ahí donde entra en juego la ética: en esa imposibilidad (y casi en el asedio de ese otro que se resiste a ser internalizado) comienza la posibilidad de justicia, que emerge, en primera instancia, como la posibilidad de establecer una relación ética con el otro ausente. La pregunta planteada por Derrida atañe no sólo al duelo, sino también a la traición del ausente. Se pregunta, entonces, ¿dónde está la más injusta traición, la deslealtad más fatal? ¿En interiorizar al otro en nosotros mismos o en el duelo imposible, ese que “deja la alteridad del otro como alteridad, y respeta su distanciamiento infinito” y se rehúsa a ser la tumba en la cual ese otro quede enterrado como efecto de su interiorización?2 Los ejercicios de la memoria implican en gran medida una apropiación de ese otro ausente o inaudible que no puede hablar por sí. Las prácticas testimoniales, desde los testimonios jurídicos hasta la construcción de museos de memoria, y las prácticas artísticas dan cuenta de esa apropiación en la cual la memoria colectiva se trama a partir de una apropiación del otro duelable. Es esa imposibilidad de dialogo con ese otro ausente, sugiere Derrida, la que dispara esa necesidad de hablar de él, pero además por él, en su lugar. Y es

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En su acercamiento al duelo, Derrida retoma la interpretación y profundización que hacen Nicolas Abraham y María Torok de las nociones de duelo y melancolía en Freud, marcadas por la distinción entre éxito y patología, dependiendo el primero de la incorporación del otro amado. Es justamente este punto el que desmonta Derrida en Memoires. Dice Derrida: “What is an impossible mourning?... And as concerns the other in us... where is the most unjust betrayal? Is the most distressing, or even the most deadly infidelity that of a possible mourning which would interiorize within us the image, idol, or ideal of the other who is dead and lives only in us? Or is it that of the impossible mourning, which, leaving the other his alterity, respecting thus his infinite remove, either refuses to take or is incapable of taking the other within oneself, as in the tomb or the vault of some narcissism? (Mémoires, p. 6).

Duelos: más acá de la espectrología

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ahí, en esta delegación, justamente, donde reside una de las cuestiones más difíciles de resolver en relación con el testimonio. En ese umbral que separa y confronta al ausente con el sobreviviente a través de la palabra que habla del desaparecido, pero también por él, donde se agazapan muchas de las tensiones y de las disputas por la interpretación de las memorias. Es en este umbral, fuera del escenario jurídico, y alejado de las expectativas de verdad, donde el testimonio transita por un dilema: el de aceptar o resistir esa apropiación (interpretativa, representativa): aceptarla a través de la interiorización, o rechazarla a través de la presencia de lo conflictivo, lo no representable, lo que queda radicalmente ausente. En ese dilema también se pone en juego la pregunta misma acerca de cómo constituir al sujeto del testimonio en relación con ese otro desaparecido (aunque se trate de la propia desaparición que luego deviene supervivencia). Para Derrida, la imposibilidad misma del duelo es, paradójicamente, su éxito, puesto que al interrumpirse la interiorización del otro ausente, ese otro ausente irrumpe en el escenario del duelo, para quedar ahí afuera del sujeto narrativo, en un afuera que lo respeta como otro.3 El testimonio de sobrevivientes, en un umbral, o en umbrales diferentes, es una paradójica afirmación de un saber y un no saber, de una presencia y una ausencia, y una irrupción en las expectativas de reconstrucción de una memoria sin fisuras. Las memorias (que están en permanente cambio y reconstrucción o que se resignifican proyectadas a posmemorias que las cuestionan, las duplican y las reflejan en un juego de espejos) intentan hacer un lugar en el presente a esas presencias fantasmales que se aparecen, desde la convocatoria o el asedio. Y a través de la paradoja del testimonio, los sobrevivientes —como sujetos históricos y políticos que luchan, desde hace tantos años, por la verdad, por la justicia y por el fin de la impunidad— también intentan articular la posibilidad de una relación ética con los desaparecidos, como presencia de otredad, de una radical otredad que se resiste a la asimilación, a encontrar un lugar en el cual dar cierre al trabajo de duelo y a abrir esos umbrales que son, al mismo tiempo, las

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“We can only live this experience in the form of an aporia: the aporia of mourning and of prosopopeia, where the possible remains impossible. Where success fails. And where faithful interiorization bears the other and constitutes him in me... It makes the other a part of us... and then the other no longer quite seems to be the other because we grieve for him and bear him in us... And inversely, the failure succeeds: an aborted interiorization is at the same time a respect for the other as other, a sort of tender rejection, a movement of renunciation which leaves the other alone, outside, over there in his death, outside of us” (Mémoires, p. 35.).

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huellas de un lugar y un pasado y un retorno de memorias que no pueden nunca (y tal vez tampoco deban) acomodarse en el presente, sino irrumpir, incesante e intermitentemente, con su presencia fantasmal, cada narración, cada imagen y cada intento de tramar nuevas memorias.

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Índice conceptual y onomástico

A Abramovich, Victor 59, 60, 163 Actis, Munú 38, 112, 114, 115, 118, 131, 163 Agamben, Giorgio 16, 74, 75, 76, 86, 104, 114, 119, 133, 152, 153, 163, 170 agravio sexual 101, 103 Aldini, Cristina 38, 112, 115 archivo oral 22, 37, 68, 69 Arendt, Hannah 75, 76, 163 Avelar, Idelber 14, 107, 163 B Barnet, Miguel 25, 26, 139, 143 Barthes, Roland 95 Basterra, Victor 93, 94, 95, 99, 122, 123, 159 Bergoffen, Debra 109, 110, 164 Beverley, John 9, 13, 14, 15, 20, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 33, 105, 106, 107, 137, 140, 163, 164, 174 Blaustein, David 32, 85, 103, 164 Bonasso 37, 74, 76, 77, 79, 80, 81, 83, 84, 85, 86, 87, 89, 90, 91, 93, 98, 104, 118, 119, 120, 121, 131, 165 Brodsky, Marcelo 37, 74, 77, 92, 93, 94, 95, 96, 98, 99, 165 Butler, Judith 74, 105, 158, 165 C Calveiro, Pilar 23, 31, 36, 48, 49, 76, 80, 85, 87, 90, 91, 96, 97, 98, 105, 111, 112, 116, 118, 119, 124, 125, 143, 157, 165 Calvo, Adriana 17 Carvajal, Mariana 119, 165 cazadores de utopías 32, 103, 164 CONADEP 17, 42, 44, 45, 46, 47, 49, 52, 53, 78, 80, 96, 103, 110, 115, 121, 128, 132, 136 consentimiento 101, 103, 106, 107, 109, 111, 112, 118, 123, 127, 129

176

Índice conceptual y onomástico

consentimiento genuino 110, 112, 124, 127 Convención contra la Tortura 59, 106 Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas 59, 60 corporalidad 36, 77, 81, 90, 92, 104, 107, 108, 114, 125, 130 crónica de una fuga 39, 48 D Daleo, Graciela 22, 103 derechos humanos 11, 12, 13, 15, 17, 23, 32, 33, 35, 38, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 48, 49, 50, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 67, 70, 73, 78, 79, 90, 92, 98, 99, 101, 102, 103, 106, 107, 108, 116, 120, 121, 122, 126, 127, 128, 129, 132, 134, 135, 143, 145, 149, 153, 158, 163, 170 Derrida, Jacques 19, 33, 39, 83, 156, 157, 159, 160, 167 desaparición forzada 22, 43, 45, 49, 50, 57, 60, 68, 157, 158, 166 deshumanización 67, 77, 80, 88, 89, 113 Di Tella, Andrés 122 documental 17, 28, 38, 45, 47, 79, 121, 122, 123, 138, 140, 155, 164 duelo 14, 18, 23, 32, 36, 39, 74, 93, 150, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161 Duhalde, Eduardo 44, 53, 99, 167 E El libro del Diario del Juicio 37 el vuelo 37, 42, 52, 53, 54, 56, 57, 173 Ese infierno 38, 111, 112, 113, 115, 116, 117, 119, 126, 130, 131, 132, 163 ESMA 7, 22, 37, 53, 64, 73, 74, 76, 78, 79, 81, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 98, 99, 100, 103, 112, 115, 116, 118, 121, 122, 123, 124, 128, 163, 165, 167, 170 espectrología 7, 39, 155, 159 Estatuto de Roma 62, 108, 126 F Forster, Ricardo 16, 33, 34, 158, 167 G Gardella, Liliana 38, 112, 115, 116, 131 género 13, 25, 26, 27, 29, 30, 37, 43, 63, 65, 78, 81, 101, 102, 103, 107, 108, 109, 111, 113, 116, 117, 119, 120, 121, 125, 126, 128, 129, 131, 132, 137, 139, 148, 166

Índice conceptual y onomástico

177

H heroicidad 13, 36, 66, 67, 68, 77, 78, 81, 82, 83, 88, 89, 111 I impunidad 7, 11, 12, 13, 15, 17, 22, 24, 34, 35, 36, 41, 42, 44, 45, 46, 47, 51, 52, 53, 55, 56, 57, 59, 60, 62, 64, 68, 69, 70, 73, 101, 102, 128, 131, 132, 134, 139, 151, 156, 159, 161, 163, 169 indulto 37, 52, 54, 56, 62 J Jelin, Elizabeth 126, 127, 128, 158, 166, 169 juicio a las juntas 44, 45, 46 jurídico 11, 15, 23, 31, 35, 36, 46, 47, 56, 59, 64, 68, 70, 71, 74, 75, 78, 115, 132, 134, 139, 142, 143, 151, 161 K Kozameh, Alicia 38, 135, 137, 138, 139, 142, 143, 145, 146, 147, 148, 152, 153, 169, 173 L La escuelita 38, 139, 140 laguna 133, 152 Laub, Dori 20, 21, 39, 152, 167 Lesa humanidad 121 Lewin, Miriam 38, 112, 113, 115, 131 Ley de Obediencia Debida 52, 55, 63 Ley de Punto Final 52 Longoni, Ana 13, 22, 78, 81, 104, 120, 169 M MacKinnon, Catharine 126, 129, 170 Martynuik, Claudio 93 memoria 5, 9, 12, 13, 14, 15, 17, 21, 22, 23, 24, 29, 30, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 43, 64, 65, 66, 68, 69, 70, 73, 74, 77, 91, 92, 93, 95, 96, 97, 98, 99, 103, 111, 132, 133, 134, 135, 136, 139, 141, 143, 144, 145, 146, 147, 148, 149, 150, 151, 153, 157, 158, 160, 161, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 172, 173, 174

178

Índice conceptual y onomástico

memoria abierta 22, 37, 42, 46, 68, 69, 165, 170 memoria en construcción 37, 74, 92, 96, 97, 165 Menchú, Rigoberta 25, 26, 27, 28, 29, 30, 163, 172, 173 militancia 17, 22, 23, 32, 37, 43, 67, 69, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 88, 111, 114, 122, 123, 141, 143, 150, 158, 165 Montoneros, una historia 38, 122, 126, 132 N Nosotras. Presas políticas 145 Nunca más 37, 43, 65, 168 O Operación masacre 28 P Partnoy, Alicia 30, 31, 33, 34, 38, 135, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 153, 171 pase libre 37, 39, 42, 48, 64, 67, 155, 173 Pasos bajo el agua 135, 137, 139, 142, 144, 145, 146, 147, 148, 169, 173 Pastoriza, Lila 96, 97 R recuerdo de la muerte 37, 74, 78, 79, 84, 90, 117, 165 S Sarlo, Beatriz 29, 30, 31, 33, 171 Scarry, Elaine 104, 105, 172 Silverman, Kaja 18, 172 Sklodwska, Elzbieta 27 sobreviviente 13, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 31, 32, 34, 35, 36, 37, 43, 51, 66, 68, 75, 79, 84, 85, 87, 90, 94, 103, 105, 115, 120, 122, 124, 130, 131, 134, 137, 138, 141, 143, 144, 152, 155, 156, 161 Sontag, Susan 95, 98, 172 Strejilevich, Nora 18, 19, 24, 31, 38, 88, 89, 135, 136, 137, 138, 140, 142, 144, 149, 150, 151, 153, 171, 173 T Tamburrini, Claudio 37, 39, 42, 48, 64, 65, 66, 67, 91, 125, 155, 173

Índice conceptual y onomástico

179

Testa, Ana 122, 123, 124 testigo 11, 15, 17, 19, 21, 22, 23, 24, 25, 28, 31, 34, 35, 63, 68, 75, 78, 91, 111, 116, 118, 130, 131, 132, 134, 135, 137, 138, 140, 141, 142, 144, 145, 146, 152, 153 testimonio 1, 9, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 41, 42, 43, 45, 46, 47, 48, 50, 51, 52, 54, 55, 56, 57, 63, 65, 66, 67, 68, 70, 74, 77, 78, 79, 83, 87, 89, 92, 94, 96, 97, 99, 103, 110, 111, 112, 117, 119, 121, 125, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 155, 158, 159, 161, 163, 164, 166, 169, 170, 173, 174 The Little School 38, 135, 171 Tokar, Elsa 38, 112, 115, 118, 131 tortura 11, 38, 49, 55, 56, 62, 63, 66, 68, 77, 78, 79, 80, 82, 83, 87, 88, 90, 96, 101, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 112, 113, 114, 115, 116, 118, 119, 120, 121, 124, 125, 128, 129, 130, 132, 134, 136, 137, 144, 146, 147, 158, 166, 173 U umbral 12, 15, 16, 18, 19, 20, 21, 36, 37, 39, 48, 74, 77, 82, 83, 90, 94, 97, 105, 113, 114, 116, 119, 133, 140, 145, 147, 149, 150, 155, 158, 159, 161 umbrales 1, 3, 11, 12, 14, 16, 18, 34, 35, 37, 38, 74, 76, 87, 99, 111, 119, 132, 133, 135, 138, 139, 142, 152, 158, 159, 161 una sola muerte numerosa 31, 38, 135, 144, 151, 171, 173 V Verbitsky, Horacio 37, 42, 53, 54, 55, 57, 168, 173 verdad 11, 13, 15, 16, 19, 20, 24, 26, 27, 30, 31, 34, 35, 36, 38, 42, 43, 45, 46, 47, 51, 53, 54, 57, 61, 65, 67, 78, 94, 123, 133, 134, 135, 137, 141, 142, 143, 148, 151, 152, 161, 166, 170, 174 Vezzetti, Hugo 12, 21, 22, 23, 24, 31, 32, 43, 45, 134, 159, 173, 174 vida bruta 81, 90, 104, 107, 112, 114, 119 Villani, Mario 22 violación sexual 101, 102, 103, 109, 128 W Walsh, Rodolfo 28, 29, 73, 163 259 259 saltos, uno inmortal 147