Los Trastámaras : el triunfo de una dinastía bastarda [3a ed.]
 9788484601296, 8484601293

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Julio Valdeón Baruque

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Los Trastámaras

El triunfo de una dinastía bastarda

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Primera edición: mayo de 200 t Segunda edición: agosto de 200 t Tercera edición: abril de 2002

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El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Colección:

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Historia

© Julio Valdeón Baruque, 2001 © Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T.H.),

2001 Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid www.temasdehoy.es Diseño de colección: Nacho Soriano Fotografía de cubierta: Libro de la Coronación de Reyes, Séquito del rey de Castilla, Lámina IV, Biblioteca del Monasterio de El Escorial, Madrid (Archivo Oronoz) ISBN: 84-8460-129-3 Depósito legal: M. 18.065-2002 Compuesto en EFCA, S.A. Impreso y encuadernado en Artes Gráficas Huertas, S.A. Printed in Spain-Impreso en España

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Índice

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Introducción .................................................................. Enrique 11:la guerra civil y el acceso al trono de los Trastámaras.......................................................................... Un punto de partida: la crisis del siglo XIV ••••••••••••••••••.••• La guerra fratricida (1366-1369) ...................... ..... .... ..... Las mercedes enriqueñas ................................................ El fortalecimiento de los órganos de gobierno................. Enrique II pretende vertebrar la política peninsular ........ La alianza con Francia: Castilla en la guerra de los Cien Años..............................................................................

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Los sinsabores de Juan 1:Aljubarrota.... ....................... .. Juan I, rey de Castilla y señor de Vizcaya ............ .. .......... La incidencia en Castilla del cisma de la Iglesia ... ............ Las aspiraciones al trono portugués: el fracaso de Aljubarro ta........................................................................... La invasión del duque de Lancaster ................................ El Consejo Real y la «pleamar de las Cortes» ................. La reforma de la Iglesia ........... ................ .......................

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La época de Enrique ID: el asalto a las juderías .... ......... .. La difícil sucesión: las Cortes de Madrid de 1391 ........... La explosión antijudía de 1391 ...................................... La caída de los epígonos Trastámaras ............................. La resistencia antiseñorial ..................... ......................... La incidencia del cisma de la Iglesia ......................... .......

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Mirando al exterior: de la paz en el Atlántico a la embajada a Tamorlán ............................................................. 96 La muerte de Enrique l11.................................................101 El compromiso de Caspe: Fernando de Antequera, rey de Aragón ..................................................................... . El interregno de Aragón ................................................ . El compromiso de Caspe ............................................... . La revuelta de Jaime de Urgel ........................................ . La política interior de Fernando I .................................. . La cuestión judía: la disputa de Tortosa ......................... . . , me d.t1 erranea , La proyecc1on .......................................... . Los rescoldos del cisma ................................................. . Juan II de Castilla: ¿un juguete en manos de Alvaro de Luna?............................................................................. La minoridad de Juan 11................................................. Los protagonistas del combate: Alvaro de Luna, los infantes de Aragón y la nobleza castellana......................... Primera fase de la lucha: los infantes de Aragón derrotados................................................................................. Segunda fase de la lucha: el retorno de los infantes de Aragón........................................................................... Tercera fase de la lucha: de la batalla de Olmedo a la caída de Alvaro de Luna ............................................. ........ El fortalecimiento de la monarquía................................. Judíos y conversos.......................................................... Recuperación demográfica y económica......................... Las tensiones sociales: los ejemplos de Galicia y del País Vasco............................................................................. El final del cisma y los herejes de Durango......................

El baño napolitano de Alfonso V de Aragón................... El comienzo del reinado .... ... .... .............. ........... ... ...... .... El Mediterráneo en el horizonte de Alfonso V ..... .. ......... Alfonso V en la Península: problemas internos y externos................................................................................. La conquista de Nápoles .............................. .................. Las rutas de Oriente y la política anti turca ... ................. . 8

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La crisis de Ca tal uña ............................. ...................... ... Los conflictos sociales del Principado: los remensas; la Busca y la Biga............................................................... . , de A ragon , ................................................. . La s1.t uac1on El auge de Valencia......................................................... El panorama de Mallorca: la revuelta de los forans.........

179 183 185 188

Enrique IV: un monarca contradictorio ......................... . La imagen del nuevo monarca ....................................... . Unos comienzos optimistas ........................................... . La « farsa de Avila » y sus consecuencias ......................... . La sucesión al trono: ¿Isabel o Juana? ............................ . .. ...................................................... . ¿Retorno a la cr1s1s. Los conflictos sociales: la segunda guerra irmandiña ..... . Los conversos y los judíos ............................................. . El fortalecimiento de la monarquía ................................ .

191 191 194 202 211 218 221 225 228

Juan II de Aragón y la revolución catalana .. ..... ....... .. ..... Una larga experiencia política ...................... .. .. .... .. ... ..... Hacia la revolución catalana ... .. .............. ......... ....... .. ..... La guerra civil ............................. ................................... La concordia de Pedralbes.............................................. El desequilibrio de la corona de Aragón: Cataluña en baja, Valencia en alza.....................................................

233 233

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236 243 253 256

Sugerencias bibliográficas .............................................. 261 . , . onomastzco ......................................................... . 271 l ndzce

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Introducción

Se denomina Trastámaras a los miembros de una dinastía regia que llegó a ocupar, en los últimos siglos de la Edad Media, las coronas de Castilla y de Aragón. Pimero se instalaron en Castilla, en el año 1369, luego en Aragón, en 1412. Los Trastámaras eran de origen bastardo, pues el iniciador de la dinastía en Castilla, Enrique 11, había nacido de los amores extramatrimoniales de su padre Alfonso XI con la hermosa dama Leonor de Guzmán. Enrique II llegó al trono en el año 1369, después de mantener una dura lucha, que se desarrolló entre los años 1366 y 1369, con su hermanastro, el rey Pedro l. Una vez en el trono, Enrique II mostró gran interés por establecer enlaces matrimoniales con los restantes núcleos de la España cristiana. De unos de esos enlaces, el de su hijo Juan con la infanta Leonor, a su vez hija de Pedro IV el Ceremonioso, nació Fernando, el cual, unos años más tarde, accedió al trono de Aragón. En efecto, tras quedar vacante dicho reino los compromisarios reunidos en Caspe en el año 1412 eligieron como monarca de Aragón al castellano Fernando de Antequera. De esa manera una misma dinastía gobernó, a partir de la mencionada fecha, en los dos núcleos políticos más importantes de la España de aquel tiempo, las coronas de Castilla y de Aragón. No obstante, el paso a todas luces decisivo se produjo algunas décadas después, al contraer matrimonio, en el año 1469, los herederos respectivos de lascoronas de Castilla y de Aragón, es decir Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos. La unidad dinástica de las citadas 11

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coronas supuso, ni más ni menos, el punto de partida de la monarquía hispánica. El acceso al trono de los Trastámaras trajo consigo importantes cambios, sobre todo en la corona de Castilla. Los magnates que apoyaron a Enrique II y a sus sucesores, a los que historiográficamente se conoce como la nobleza de servicio, recibieron de los Trastámaras importantes mercedes. Por eso se ha dicho repetidamente que la nueva dinastía tenía su fundamento social en la nobleza. Pero esa política no fue contradictoria con el hecho indiscutible del fortalecimiento del poder monárquico. Así las cosas, como ha señalado el profesor Suárez Fernández, cuando Isabel I accedió al trono de Castilla, en 1474, los grandes linajes nobiliarios habían fortalecido sus posiciones en el terreno socio-económico, mientras que la monarquía era la gran triunfadora en el ámbito de la acción política. Antes de 1369, como ha indicado el mencionado profesor Suárez, Castilla carecía de «una concepción de gobierno como estructura de instituciones alrededor de un poder central». Esa tarea se llevó a cabo a partir del reinado de Enrique 11,alcanzando su culminación en tiempos de los Reyes Católicos. No es de extrañar, por lo tanto, que se asocie a la dinastía Trastámara de Castilla con el avance del denominado estado moderno. El panorama que ofrecía la corona de Aragón era totalmente diferente al de Castilla. El entramado institucional de dicha entidad política básicamente procedía de la época de Pedro IV el Ceremonioso. La corona de Aragón, por otra parte, estaba formada por un mosaico variopinto de estados, con estructuras sociales muy diversas. Frente a un Aragón de claro predominio rural, Cataluña contaba con una intensa actividad mercantil y un pujante patriciado. Asimismo el ejercicio del poder regio estaba limitado por la fuerza de la tradición pactista, particularmente en el Principado de Cataluña. La pretensión de instaurar principios autoritarios de gobierno por parte de Juan II de Aragón, en la segunda mitad del siglo xv, provocó, como es sabido, la revuelta de los catalanes. La época de los Trastámaras fue testigo, en la corona de Castilla, de un notable crecimiento económico, cuyos pilares 12

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más significativos fueron el polo que formaba la ciudad de Burgos con la costa oriental del Cantábrico y el que se dibujaba entre Sevilla y la costa atlántica de Andalucía. Por el contrario, la corona de Aragón conoció en el siglo xv procesos distintos en unos y otros territorios. Cataluña, por ejemplo, vivió un período de profunda crisis demográfica y económica, palpable igualmente en las duras pugnas sociales de la época. En cambio, el reino de Valencia conoció una indudable prosperidad. En otro orden de cosas es preciso señalar que en tiempo de los Trastámaras, tanto en Castilla como en Aragón, se produjo una mutación radical en las relaciones de los cristianos con los judíos. La coexistencia que se había mantenido hasta avanzado el siglo XIV dio paso a una rotunda hostilidad de los primeros hacia los segundos. La violencia del año 1391 dejó un terrible legado en toda la España cristiana. Paralelamente, muchos hebreos aceptaron el bautismo cristiano, lo que dio lugar a la irrupción del denominado problema converso. En definitiva, en el transcurso del siglo xv se fueron poniendo los cimientos de las drásticas medidas que fueron tomadas durante el reinado de los Reyes Católicos, la puesta en marcha de la Inquisición y la expulsión de los judíos. Una última consideración. La corona de Castilla, desde el inicio de los Trastámaras, fue una estrecha aliada de Francia. Ello tuvo sus inconvenientes, pero también sus ventajas, en particular la potenciación del comercio en el ámbito del Atlántico. En cambio, la corona de Aragón, que se había proyectado sobre el Mediterráneo, mantuvo un enfrentamiento casi constante con la corona francesa. Pese a todo en el siglo xv el avance catalano-aragonés por el Mare Nostrum siguió adelante, alcanzando su culminación con la conquista del reino de Nápoles. Tales son, de forma sintética, algunos de los rasgos esenciales que caracterizan la historia de Castilla y de Aragón en la época de los Trastámaras. No hay que olvidar que aquel período fue testigo de importantes cambios a todos los niveles, cambios que preconizaban la modernidad. En cualquier caso, puede decirse que los monarcas de la dinastía que nos ocupa 13

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supieron estar, en líneas generales, a la altura de las circunstancias. Al fin y al cabo, como puso de manifiesto Ramón Menéndez Pidal, los Trastámaras eran una «dinastía de origen bastardo y fratricida, pero tronco de egregios descendientes dotados de altas miras y virtudes políticas».

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Enrique 11:la guerra civil y el acceso al trono de los Trastámaras

Un punto

de partida:

la crisis del siglo

XIV

Enrique 11,el primer monarca de la dinastía Trastámara en Castilla, accedió al trono después de haber sostenido una dura guerra con su hermanastro el rey Pedro l. Ahora bien, dicho conflicto, que tuvo lugar entre los años 1366 y 1369, no puede entenderse si prescindimos del contexto histórico de aquella época. Al fin y al cabo el siglo XIV fue testigo de una profunda y desgarradora crisis, que afectó a todos los ámbitos de la vida humana, desde el demográfico y el económico, sin duda los más llamativos, hasta el social, el religioso y el cultural. Por lo demás, la conexión existente entre la guerra fratricida que mantuvieron Pedro I y Enrique de Trastámara y la depresión de la centuria ya ha sido puesta de relieve por diversos historiadores. Bartolomé Claero, por citar uno muy representativo, ha señalado que la pugna entre petristas y enriquistas de los años sesenta del siglo XIV fue «el hecho histórico donde se manifiesta [la] (... ) crisis de reproducción del sistema feudal», en la corona de Castilla, obviamente. Las manifestaciones más llamativas de la crisis del siglo XIV fueron el hambre, la peste y la guerra, terribles azotes quepadecieron las gentes de aquel tiempo. Ciertamente en toda la historia anterior a la época que nos ocupa los seres humanos habían sufrido, con mayor o menor intensidad, catástrofes como las hambrunas, las pestes y las guerras. Pero en el transcurso de la decimocuarta centuria esas calamidades alcanzaron una espectacularidad y un dramatismo de todo punto inusita15

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dos. El siglo XIV había comenzado, en tierras de la corona de Castilla, con malos augurios. La Crónica de Fernando IV alude, a propósito del año 1301, a una terrible mortandad, originada por la escasez de alimentos. En las décadas siguientes abundan los testimonios de núcleos de población de las tierras meseteñas que piden una rebaja de sus cargas fiscales, aduciendo para ello el descenso del número de sus habitantes. Pero el azote más terrible de cuantos se cebaron sobre la población fue, sin lugar a dudas, la denominada peste negra. El mal, originario, al parecer, del territorio asiático, entró en contacto con los europeos en el puerto de Caffa, que era una colonia de la república marítima de Génova. Desde allí fue traído al occidente de Europa, en la primavera del año 1348, por los marinos genoveses enfermos que viajaron a través del Mediterráneo, propagándose con una gran rapidez, primero por Sicilia, luego por la península italiana y, poco después, por las tierras ibéricas, siendo las islas Baleares las que sufrieron la primera sacudida. La Crónica de Alfonso XI dirá, a propósito de esta epidemia, lo siguiente: «Ésta fue la primera et grande pestilencia que es llamada mortandad grande.» Esa expresión pone de relieve que, en la memoria de las gentes de aquella época, no existía el recuerdo de ninguna epidemia de caracteres semejantes. El citado mal, continúa la Crónica de Alfonso XI, estaba causando fuertes estragos «en las partes de Francia et de Inglaterra, et de Italia, et aun en Castiella, et en León, et en Estremadura, et en otras partidas». En el mes de julio de ese mismo año la peste llegaba a las tierras gallegas, según el testimonio de un documento, fechado el 25 de julio, es decir el día de Santiago, en el que se afirma que «despoys de esto (... ) veerá año mundo tal pestilencia e morte ennas gentes». Por su parte, un documento del monasterio zamorano de Santa Clara de Villalobos, del mes de diciembre de 1348, alude a «la gran mortandad que era entre las gentes», y otro de enero de 1349 habla de la «mengua de gentes que non podía aver para labrar en el dicho monesterio por razón de las mortandades e tribula~iones que este año que agora pasó fue sobre los ornes». La epidemia afectaba lo mismo a los cristianos que a las minorías mudéjar y judía 16

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asentadas en la corona de Castilla, aunque fuera frecuente la acusación contra los hebreos de haber sido los responsables de la difusión de la peste, lo que derivó, en algunos lugares, en ataques a las juderías. La inscripción funeraria del judío toledano David ben Josef aben Nahmías decía que aquel «sucumbió de la peste, que sobrevino con impetuosa borrasca y violenta tempestad». El propio rey de Castilla, Alfonso XI, fue víctima de la peste negra, lo que sucedió en el año 1350, cuando se encontraba en el cerco de Gibraltar. Un texto de ese mismo año, procedente de una diócesis de Galicia, manifestaba que, a consecuencia de la epidemia citada, «murieron en nuestra diócesis casi las dos terceras partes tanto de los clérigos como de los feligreses». En las Cortes de Castilla y León, celebradas en la villa de Valladolid en el año 1351, se utilizó, en varias ocasiones, la expresión «después de las grandes mortandades», alusión inequívoca a los mortíferos efectos que había causado la reciente peste. Asimismo, se tomaron diversas medidas que tenían que ver con la citada epidemia de mortandad, como la reducción de un año a seis meses del tiempo que debía esperar una viuda para contraer nuevas nupcias. La peste citada, también conocida como muerte negra, contribuyó a acelerar la despoblación de numerosos lugares. Así se pone de manifiesto en el Becerro de las Behetrías, libro que fue elaborado, tras el acuerdo tomado en las Cortes de Valladolid de 1351, en el año 1352. Un ejemplo significativo, entre otros muchos, nos lo proporciona la localidad burgalesa de Estepar, de la cual se dice en el Becerro ... mencionado que «desde la mortandad acá non pagan martiniega que se hyermó el dicho lugar». Parecidas consideraciones pueden hacerse si nos dirigimos a otros ámbitos de la Meseta norte. Así, por ejemplo, de la aldea soriana de Torre de Ambril se decía, hacia el año 1370, que había sido granja en tiempos de la regularidad, pero que en esas fechas era un simple despoblado. El historiador Nicolás Cabrillana llegó a afirmar, aunque investigaciones posteriores hayan rebajado esas cifras, que, a consecuencia de la mortífera epidemia, cerca del 20 por ciento de los lugares habitados del obispado de Palencia se convirtieron en despoblados. 17

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Por lo que se refiere al hambre éste será, ante todo, consecuencia de los repetidos «malos años» que tuvieron lugar desde la década de los treinta del siglo XIV en adelante. Las fuentes conservadas de la época aluden a circunstancias meteorológicas imprevistas como la causa principal de la pérdida frecuente de las cosechas. Un documento palentino del año 1325, procedente del monasterio de San Zoilo de Carrión, afirmaba que «en este anno que agora pasó non cogiemos pan nin vino nin cosa de que nos podiésemos proveer por ra~ón de la tempestad del elada e de la piedra e nublo e langosta que acaes~ió (... ) en la tierra». Particularmente duros fueron, no obstante, los años 1331-1333. Así lo ponen de manifiesto diversas fuentes procedentes de la localidad burgalesa de Oña, las cuales hablan de los estragos causados en las cosechas «por muchos peligros de piedra e de hielo», pero también testimonios originarios de lugares bien alejados de aquél, como los monasterios de Santo Toribio de Liébana y de Benevívere. Los malos años reaparecieron en el período 1343-1346. La Crónica de Alfonso XI dice, a propósito del año 1343, que «encarescieron las viandas et llegaron a grand precio». Por su parte en las Cortes de Burgos de 1345 se dijo que «fue muy grant mortandat en los ganados, e otrosí la simien~a muy tardía por el muy fuerte temporal que ha fecho de muy grandes nieves e de grandes yelos». Argumentos semejantes se recogen en un documento de la villa de Madrid del año 1347 en el que se habla de «los fuertes temporales que an pasado fasta aquí», causantes de «la gran mengua del pan e del vino e de los otros frutos». Una nueva convocatoria de las Cortes de Castilla y León, reunidas en esta ocasión en Alcalá de Henares en el año 1348, sirvió para poner de manifiesto que en los años pasados «por los temporales muy fuertes que ovo (... ) se perdieron los frutos del pan e del vino e de las otras cosas donde avían a pagar las rentas». El panorama que ofrecía la corona de Castilla a mediados del siglo XIV, en lo que se refiere a la producción agrícola, era, como se pone de manifiesto en los textos citados, ciertamente tenebroso. ¿Y las guerras? El conflicto bélico por excelencia del siglo XIV fue el que enfrentó a Francia e Inglaterra en la denominada 18

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guerra de los Cien Años. Dicho enfrentamiento revelaba hasta qué punto las pugnas internas entre los cristianos habían pasado al primer plano del escenario militar. Ahora bien, esa situación también se daba en las tierras de la corona de Castilla. La guerra divinal con los musulmanes de al-Andalus había proporcionado a los cristianos grandes éxitos en la centuria anterior. Pero desde la década de los sesenta del siglo XIII el avance cristiano hacia el mediodía había quedado paralizado, al tiempo que se fortalecía el reino nazarí de Granada, último baluarte del poder islamita en la península Ibérica. Las primeras décadas del siglo XIV, sobre todo los años de la minoridad de Alfonso XI, habían sido testigos de interminables banderías en la corona de Castilla. Sus protagonistas eran, ante todo, miembros de las capas superiores de la nobleza, que pugnaban por aumentar sus cuotas de poder a la vez que el volumen de sus rentas. Un ejemplo característico de noble belicoso de aquel tiempo nos lo ofrece don Juan Manuel, el que fuera señor de Peñafiel a la par que brillante escritor en lengua castellana. Es indudable que con el acceso de Alfonso XI a la mayoría de edad acabaron esas contiendas. Pero el panorama retornó al pasad~ reciente desde que, tras la muerte de Alfonso XI en 1350, accedió al trono castellano su hijo Pedro l. Las catástrofes que hemos mencionado, el hambre, la peste y la guerra, causaron numerosos trastornos. Las mortandades provocaron un importante descenso del número de trabajadores de la tierra, lo que a su vez repercutió en un notable retroceso del espacio cultivado. Un ejemplo significativo nos lo ofrecen los libros de cuentas de la catedral de Burgos del año 1352, en los que el racionero del cabildo registra numerosas heredades vacías, sin duda a consecuencia de la reciente peste negra que aquellas gentes habían padecido. Por otra parte en las antes mencionadas Cortes de Valladolid de 1351 se aludió al riesgo de que, ante el descenso de los trabajadores del campo, dejaran de labrarse «las heredades del pan y del vino». Es probable, no obstante, que en aquellas circunstancias fueran las tierras marginales las primeras en ser abandonadas. Por lo demás el retroceso de los campos cultivados favoreció, como es sabido, la expansión de los espacios dedicados al pastoreo. 19

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¿No ha llegado a afirmarse, por más que resulte una expresión a todas luces tópica, que la ganadería lanar castellana es hija de la peste negra? La situación que tan sucintamente hemos presentado condujo, inevitablemente, a un alza de los salarios de los jornaleros. Por otra parte los precios de los productos alimenticios subían de forma escandalosa en las épocas de carestía, pero luego volvían a sus puntos de partida, en tanto que las manufacturas urbanas experimentaron un crecimiento sostenido en el transcurso de la decimocuarta centuria. De ahí la adopción, en las Cortes de Castilla y León, de disposiciones reguladoras de unos y otros, como el famoso «Ordenamiento de precios y salarios» del año 1351. De todos modos, antes incluso de que llegara a tierras hispanas la peste negra, el panorama era bastante sombrío. Un documento del año 1352 afirmaba que los habitantes de las villas de realengo estaban «en muy grand afincamiento de pobreza». Unos años después, en las Cortes de Madrid de 1339, se dijo, por más que la expresión resultara una generalización abusiva, que «los christianos sson muy pobres». La Crónica de Alfonso XI, refiriéndose en esta ocasión al año 1342, indicaba que las gentes, es decir el estado llano, están «empobrecidas». Cerraremos este rápido recorrido con un testimonio de año 1347, en el que se lee lo siguiente: «ffincaron las gentes muy pobres e muy menguadas». No obstante, quizá los más perjudicados por la gran depresión del siglo XIV, fueron los señores de la tierra, es decir los grandes propietarios, sector que incluía tanto a miembros de la nobleza como a instituciones eclesiásticas. Una encuesta realizada en el año 1338 sobre diversos centros monásticos de la orden benedictina de la cuenca del Duero, entre los que figuraban Sahagún, Oña, Silos o Cardeña, revela la crítica situación en que se encontraban desde el punto de vista económico, pues todos esos cenobios tenían unos ingresos claramente inferiores a los gastos. De todos modos el testimonio más expresivo nos lo ofrece, sin ninguna duda, el obispo de Oviedo don Gutierre, el cual, en su obra titulada Constituciones, afirmaba, en el año 1383, es decir cuatro años después de la muerte de Enrique II de Castilla, que «de las mortandades acá han 20

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menguado las rentas de nuestra Eglesia cerca la meatad dellas, ca en la primera mortandad fueron abaxadas las rentas de tercia parte, e después acá lo otro por despoblamiento de la tierra». La peste negra y sus consecuencias, en particular el acusado descenso poblacional, eran, según el texto citado, la causa principal del declive de las rentas de los poderosos. Otro dato no menos significativo nos lo proporciona el monasterio de Sahagún, cuyas rentas disminuyeron en algo más de un 50 por ciento entre los años 1338 y 1358. En verdad la disminución del número de campesinos dependientes, debido a la caída demográfica, se traducía en una indudable baja de las rentas que percibían los señores. Asimismo la frecuencia de las malas cosechas significaba que apenas había excedentes agrarios para su comercialización. De ahí la actitud agresiva que, con tanta frecuencia, adoptaron los poderosos en tierras de la corona de Castilla en el transcurso del siglo XIV. La alta nobleza necesitaba nuevas fuentes de ingresos, única vía para mantener su posición hegemónica como clase dominante. En unos casos acudieron a los denominados malos usos, es decir, a recuperar costumbres olvidadas del pasado a través de las cuales podían obtener mayores rentas, aunque fuera a costa de una sobreexplotación de los labriegos de sus dominios. Pero el camino más expeditivo para recuperarse de los golpes sufridos por la crisis era, sin duda, acercarse al poder real, del que esperaban obtener nuevos beneficios. Ahí se encuentra, sin duda alguna, la clave de la actitud adoptada por buena parte de la nobleza en la guerra fratricida que estalló en Castilla en el año 1366.

La guerra

fratricida

(1366-1369)

El clima de crisis que se vivía a mediados de la decimocuarta centuria propició la eclosión de la guerra fratricida que estalló en Castilla a partir de la primavera del año 1366. En esas fechas un importante sector de la nobleza, encabezado por Enrique de Trastámara, uno de los muchos bastardos del monarca Alfonso XI, invadió, con la ayuda de importantes contingen21

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tes militares franceses, el reino de Castilla. Su finalidad no era otra sino ocupar el trono, después de expulsar del mismo al monarca reinante, su hermanastro Pedro l. Sin duda el reinado de Pedro 1, iniciado en el año 1350, fue sumamente conflictivo. En sus primeros años de gobierno, debido a su joven edad, llevó las riendas Juan Alfonso de Alburquerque, aunque poco tiempo después terminó enemistado con el monarca. Pedro 1, que ha pasado a la posteridad con el despectivo calificativo de «El cruel», aunque otros, como réplica a esas acusaciones, lo hayan tildado nada menos que de «justiciero», era un ardiente defensor de la autoridad monárquica. Se ha pensado incluso que tenía una concepción personalista del ejercicio del poder, quizá inspirada en modelos propios del despotismo oriental. Ello le llevó a buscar sus principales colaboradores entre los legistas salidos de las universidades, por lo general procedentes de los rangos de la baja nobleza. Pero también es nota característica del reinado de Pedro I el desprecio que mostró por las Cortes. De hecho sólo se celebró durante su reinado una reunión de las Cortes, la de Valladolid de 1351, convocada en realidad por el antes citado Juan Alfonso de Alburquerque. Asimismo Pedro I fue un defensor de la comunidad judía, como lo ponen de relieve, entre otros aspectos, los encendidos elogios que los hebreos dedicaron a dicho monarca en la sinagoga toledana del Tránsito. Esas circunstancias propiciaron la formación de un bando nobiliario contra el rey, encabezado por los bastardos que el anterior monarca castellano, Alfonso XI, había tenido de sus amores con Leonor de Guzmán. Por si fuera poco, el repudio de Pedro I a su esposa Blanca de Borbón, de ascendencia gala, motivó la ayuda prestada por la corona francesa al bloque hostil al monarca castellano. Es más, en un momento dado el pontífice Inocencio VI llegó a excomulgar al rey de Castilla. La cuestión aún se complicó más debido al estallido de la guerra entre Pedro I de Castilla y Pedro IV el Ceremonioso de Aragón, que se inició en el año 1356 y que, interrumpida por algunas fases de tregua, duró cerca de diez años. El monarca castellano puso en marcha una política que puede calificarse de imperialista, pero fracasó en sus objetivos, pues no pudo 22 Digitized by

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vasoras, que, como hemos dicho, había vivido en Francia los últimos años, contaba en esta ocasión con la ayuda de las Compañías Blancas, soldados mercenarios curtidos en las lides de la guerra de los Cien Años, a cuyo frente se hallaba el militar bretón Bertrand du Guesclin. Asimismo el príncipe bastardo había firmado, unos años antes, una alianza con el monarca aragonés Pedro IV (Binéfar, octubre de 1363), del que recibiría apoyo a cambio de la entrega, en su día, del reino de Murcia y otras ciudades fronterizas. Enrique de Trastámara invadió Castilla por La Rioja, dirigiéndose hacia Burgos, ciudad que conquistó a finales de marzo, después de que la abandonara Pedro l. Según un texto coetáneo, alusivo a la entrada del príncipe bastardo en la ciudad del Arlanzón, en la «~ibdat de Burgos fumos re~ebido muy de grado por su rey e por su señor e nos besaron todos las manos (..• ) e después que nos y fumos venieron e vienen de cada día a nos muchos cavalleros e fiosdalgos e atendemos de cada día perlados e menssageros de ~ibdades e villas que nos enbiaron dezir que se verníen luego por nos». Inmediatamente la cancillería del príncipe bastardo envió un documento a los concejos del entorno en el que les pedía que acudieran a Burgos, para asistir a la proclamación de Enrique como rey. En el documento enviado al concejo de Covarrubias, que se ha conservado, el Trastámara denominaba a su hermanastro «tirano malo enemigo de Dios e de la su sancta Madre Eglesia». El Trastámara acusaba a su hermanastro de horrendos crímenes, al tiempo que él mismo se presentaba poco menos que como un enviado de la Providencia. De ahí que en el documento antes citado se diga expresamente que «oviemos de venir á sacar e librar estos regnos de tanta subjec~ión (... ) e Dios (... ) quiso nos ayudar porque esto podiésemos cumplir». La proclamación regia de Enrique II tuvo lugar, en el monasterio burgalés de las Huelgas, el día 5 de abril. «Dictus rex (... ) in die resurrectionis Domini nostro Jesuchristi V die Aprilis fuit cum multa gloria coronatus», escribió el eclesiástico y destacado decretista Fernando Álvarez de Albornoz, refiriéndose, obviamente, a Enrique 11.Poco después el Trastámara continuó su avance hacia Toledo, en donde entró 24

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ocupar ni Barcelona (1359), a la que llegó a poner cerco por mar, ni Valencia (1363). Enrique de Trastámara, el cabecilla de la rebelión contra Pedro I de Castilla, había nacido en Sevilla en el año 1333. Su padre, el monarca Alfonso XI, le donó ciertos señoríos en el norte de León. Poco después fue prohijado por el noble asturiano Rodrigo Álvarez de Asturias, recibiendo entre otros señoríos el de Noreña. En 1345 se le concedía al joven Enrique el título de conde de Trastámara, Lemos y Sarriá, lugares situados en tierras gallegas. Pero la muerte de su padre, en 1350, y el acceso al trono de su hermanastro, Pedro, iniciaron una nueva y más difícil etapa en la vida de Enrique. Ciertamente su matrimonio, en 1350, con Juana Manuel, una hija del que fuera, años atrás, prepotente noble y brillante escritor don Juan Manuel, realzaba la imagen del Trastámara. Mas el apresamiento y posterior ejecución de su madre, Leonor de Guzmán, por orden de Pedro I, abrió una brecha infranqueable entre los dos hermanastros. Enrique de Trastámara se refugió en sus dominios del noroeste peninsular, desde donde actuaba como un auténtico rebelde. En 1353, año de la boda de Pedro I con Blanca de Borbón, hubo una reconciliación del rey de Castilla con sus hermanastros, pero puramente pasajera. Al año siguiente, 1354, se ponían los cimientos de la rebelión contra Pedro 1, gracias al acuerdo de los bastardos de Alfonso XI con Juan Alfonso de Alburquerque, que había roto sus relaciones con el monarca castellano. El primer enfrentamiento entre los dos bandos tuvo lugar en Toledo, en el año 1355, saliendo vencedor del mismo Pedro l. A raíz de aquellos sucesos el príncipe bastardo se refugió en Francia. Unos años más tarde, en 1360, Enrique de Trastámara pretendió invadir el reino de Castilla. En Nájera se encontraron las tropas del rey de Castilla y las del rebelde Enrique. Pedro I resultó vencedor, forzando a Enrique a exiliarse nuevamente en Francia. Una nueva invasión se produjo en marzo de 1366. Las perspectivas que se abrían en esos momentos para el bastardo nada tenían que ver con lo sucedido en las anteriores intentonas. De ahí que esa fecha se considere el comienzo de la guerra fratricida. Enrique de Trastámara, el dirigente de las tropas in23

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a comienzos del mes de mayo. Apenas un mes después Enrique II salió hacia tierras andaluzas, dejando en Toledo «por guarda, e para apoderar e regir la ciudad» al azobispo Gómez Manrique, un firme partidario de su causa. A comienzos de junio el Trastámara ocupaba Sevilla, lo que significaba el control de casi todo el territorio de la corona de Castilla. Sólo quedaban fieles a Pedro I algunas zonas periféricas, en concreto Galicia, la región cantábrica y algunas áreas orientales comarcanas con el reino de Aragón. Pedro I, después de abandonar las tierras peninsulares, marchó por vía marítima al sur de Francia, en donde llegó a un acuerdo con los ingleses, establecidos a la sazón en aquel territorio (Libourne, septiembre de 1366). El príncipe de Gales, heredero de la corona inglesa, más conocido como el Príncipe Negro, ayudaría militarmente al rey de Castilla a recuperar su trono, recibiendo como compensación, entre otras donaciones, el señorío de Vizcaya. A finales de 1366 las tropas anglopetristas llegaron a las tierras ibéricas, con el propósito de enfrentarse a los trastamaristas. El choque se produjo en abril del año siguiente, 1367, en las proximidades de la localidad riojana de Nájera. En vísperas de la batalla hubo un intercambio de mensajes entre los dos bandos. El príncipe de Gales se ofrecía como mediador entre los dos hermanos. Pero Enrique de Trastámara no sólo rechazó esa oferta, sino que, en su respuesta, insistió en su condición de enviado de Dios para salvar a los reinos de Castilla y León de la cruel tiranía que habían padecido bajo el gobierno de Pedro l. Así lo expresa López de Ayala en su Crónica del rey don Pedro: «E todos los de los Regnos de Castilla é de Leon ovieron dende muy grand placer, teniendo que Dios les avía enviado su misericordia para los librar del su señorío tan duro é tan peligroso como tenían; é todos los de los dichos Regnos de su voluntad vinieron á nos tomar por su Rey é por su señor, así Perlados, como Caballeros é Fijosdalgo, é cibdades é villas.» La victoria militar, no obstante, sonrió al bando del rey don Pedro. Enrique pudo huir hacia Francia, mientras Bertrand du Guesclin era hecho prisionero. Mas la situación, en principio favorable para Pedro I, pronto se fue deterioran25

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do para su causa, a lo que contribuyó, en buena medida, la ruptura de su alianza con los ingleses. El Trastámara retornó a Castilla a finales de 1367, logrando reunir en torno a su bando a un buen número de adeptos. Al poco de su regreso la ciudad de Córdoba se puso de parte del príncipe bastardo, el cual contaba por aquellas fechas, además, con el apoyo de un buen número de ciudades y villas de la Meseta, entre ellas Burgos, Segovia, Guadalajara, Valladolid, Palencia, Salamanca, Toro y Medina del Campo. En junio del año siguiente Enrique de Trastámara firmó en las afueras de Toledo, ciudad que estaba sometida a un duro cerco por sus tropas, un tratado de alianza con la monarquía francesa. No obstante, el final de la guerra fratricida se prolongó hasta finales de marzo del año 1369, cuando se encontraron los dos hermanastros en las proximidades de Montiel. Después de una pelea Pedro I fue asesinado, quizá gracias a la intervención de Du Guesclin. Poco después caía en poder de Enrique la ciudad de Toledo. Todavía quedaban en la corona de Castilla algunos focos partidarios del petrismo, entre ellos las localidades de Carmona y Zamora, que ofrecieron una tenaz resistencia. De todos modos el triunfo de Enrique II era ya, en junio de 1369, incuestionable. El príncipe bastardo había desplegado una poderosa campaña ideológica contra su hermanastro. Entre otras cosas llegó a acusarle de no ser hijo del monarca Alfonso XI, sino de un judío llamado Pero Gil. De ahí deriva el nombre de emperogilados que se aplicó a los partidarios de Pedro l. Ese argumento, no obstante, tuvo escasa incidencia. Mucha más importancia tuvo, sin duda, la acusación de tiranía lanzada contra Pedro I, de la que derivaban el abuso, la injusticia y la crueldad, aspectos que se asociaban indisolublemente al rey de Castilla. Aunque su acceso al trono hubiera sido legítimo, tal era el planteamiento que se hacía en el bando trastamarista, Pedro I quedaba deslegitimado por no haber ejercido el poder rectamente, pues, como dijera Pedro López de Ayala en su Rimado de Palacio:

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El que bien a su pueblo govierna e defiende éste es rey verdadero, tírese el otro dende.

En otros documentos se tildaba a Pedro I de traidor. Así las cosas, su pérdida del trono era la consecuencia de sus desmanes y tropelías. Enrique de Trastámara, antes lo señalamos, había actuado como un agente de la providencia para lograr que Castilla volviera a un orden justo. Importante era la propaganda ideológica. Pero el Trastámara había vencido en la guerra fratricida gracias a los apoyos militares y políticos con que había contado. Aparte de la presencia en tierras hispanas de las Compañías Blancas de Du Guesclin, decisivas en el campo de batalla, el bastardo había tenido a su lado a un importante sector de la nobleza. Como se dice en el documento enviado a comienzos de abril de 1366 desde la cancillería establecida por el Trastámara en Burgos, él había venido a «poner a todos e a cada uno en su grado e en su estado e en sus libertades». El príncipe bastardo estaba dispuesto a restaurar el orden tradicional, que Pedro I había pretendido trastocar. Cuando el Trastámara entró en tierras de la Meseta norte, en marzo de 1366, estaban a su lado, entre otros, nobles de la corona de Castilla tan relevantes como Pedro Manrique, Pedro Fernández de Velasco, Juan Hurtado de Mendoza o Juan Alfonso de Guzmán. También le apoyaban nobles originarios de otros reinos hispanos, como el navarro Juan Ramírez de Arellano o el aragonés Felipe de Castro. En los meses siguientes fueron sumándose a sus filas nuevos magna tes de la nobleza, así Pedro González de Mendoza, Íñigo López de Orozco o Pedro Ruiz Sarmiento. Incluso algunos magnates que habían estado en el bando del rey don Pedro terminaron por pasarse a las filas de su hermanastro. Tal fue el caso del cronista Pedro López de Ayala, el cual afirmaba en un momento dado que «de tal guisa iban ya los fechas que como los más de que [de Pedro] se partían avían su acuerdo de non volver más a él». Ahora bien, no hay que olvidar que también hubo algunos nobles que estuvieron en el bando petrista durante todo el desarrollo de la guerra fratricida. El más destacado de todos fue Fernando de Castro, que poseía impor27 Digitized by

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tantes señoríos en tierras gallegas. Fernando de Castro, tras la derrota y muerte de Pedro I, abandonó el territorio de la corona de Castilla, encontrando refugio en Inglaterra. Asimismo el alto clero se mostró, en líneas generales, partidario del Trastámara. Cuando el bastardo entró en Burgos, en la primavera del año 1366, el obispo de la diócesis, Domingo de Arroyuelo, se puso de su parte. Igual sucedió en Toledo con el prelado Gómez Manrique. En el curso del conflicto fratricida fueron numerosos los obispos (de Astorga, Calahorra, Segovia, Osma, Orense ... ) que dieron muestras de su adhesión inequívoca a la causa de Enrique II. Uno de esos prelados, Juan García Manrique, incluso llegó a realizar en Roma diversas gestiones con el objetivo de buscar sólidos apoyos al Trastámara. Notable fue, asimismo, la postura protrastamarista de Fernando Álvarez de Albornoz, que, años más tarde, sería arzobispo de Sevilla. Jean de Cardaillac, clérigo de origen francés, que fue obispo de Orense, y posteriormente de Braga, escribió un opúsculo, titulado Liber Regalis, en el que apoya decididamente al príncipe bastardo. ¿No era lógico que los prelados apoyasen a Enrique 11,el cual se presentaba como la cabeza de un movimiento cruzado que combatía a un monarca que no sólo era cruel y tiránico, sino también un descarado protector de los musulmanes y de los judíos? Sin duda el antijudaísmo fue un factor de suma importancia a la hora de explicar la victoria del Trastámara en la guerra fratricida. Esa actitud ya se puso de manifiesto en los enfrentamientos que se produjeron, entre los soldados enriquistas y los de Pedro I, en 1355 y 1360. En el ataque a Toledo del año 1355, según el relato que nos ha transmitido López de Ayala, los combatientes favorables al Trastámara «comenzaron a robar una judería apartada que dicen el Alcana, e robáronla, e mataron los judíos que fallaron fasta mil e docientas personas, ornes e mugeres, grandes e pequeños». Unos años después, en 1360, también basándonos en López de Ayala, al llegar a Nájera, los soldados del príncipe bastardo «ficieron matar a los judíos», añadiendo el cronista que «esta muerte de los judíos fizo facer el Conde don Enrique porque las gentes lo facían de buena voluntad». Ese texto pone de relieve hasta qué punto la bandera del 28

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antijudaísmo ondeada por Enrique de Trastámara conectaba con el sentimiento que anidaba en las masas populares. No obstante fue a raíz de la entrada del príncipe bastardo en tierras de Castilla, en la primavera de 1366, cuando el antijudaísmo alcanzó sus cotas más altas. Ello se tradujo en agresiones a diversas juderías de la cuenca del Duero, como la de Briviesca, cuya comunidad hebraica fue totalmente aniquilada. Pero también derivó esa corriente en extorsiones a las principales comunidades judías, en particular a las de Burgos y Toledo, que fueron obligadas a pagar al príncipe bastardo cantidades de todo punto exorbitantes. Recordemos, a título de ejemplo, las drásticas órdenes dadas por Enrique II tras la ocupación de Toledo, en la primavera del año 1369. El Trastámara exigió a la comunidad judía de la ciudad del Tajo la entrega de 20.000 doblas, especificando que para ello «vendades en almoneda públicamente( ... ) los cuerpos de todos los judíos e judías de la aljama de Toledo e los bienes muebles e rayzes fasta complimiento de veynte mill doblas de oro». Sin duda Enrique II estaba convencido de que con esa actitud le iban a apoyar entusiásticamente las masas populares. Lo sucedido en Valladolid, a finales del año 1367, es, a este respecto, muy significativo. Las masas populares de la villa del Esgueva asaltaron la judería, al tiempo que aireaban su apoyo entusiástico a Enrique de Trastámara. Oigamos al cronista hebreo Samuel ibn Zarza: «Cuando había transcurrido como medio año tras la llegada de don Pedro, se rebeló contra él la comunidad de Valladolid. Dijeron: ¡Viva el rey don Enrique! Expoliaron a los judíos que residían entre ellos. No quedaron más que sus cuerpos desnudos y sus tierras devastadas. Devastaron ocho sinagogas.» El citado Samuel ibn Zarza afirma, refiriéndose a la situación en que se hallaban las juderías de Castilla y León a raíz de los sucesos de Montiel, que «todas las comunidades de Castilla y León se encuentran en gran tribulación». Otro cronista judío, Menahem ibn Zerah, después de dar cuenta de las desgracias que se abatieron sobre la comunidad hebrea de Toledo, sin duda la más importante de toda la corona de Castilla, manifiesta que aquél «fue un tiempo de tribulación para todos los judíos de Castilla». 29

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La guerra fratricida entre Pedro I y su hermanastro Enrique de Trastámara ha sido objeto de diversas interpretaciones. Quizá la más original de todas fue la que en su día expuso el profesor Carmelo Viñas, el cual afirmaba que aquélla había sido una guerra entre el bando de la reacción, expresión de la vieja nobleza feudal, es decir los enriquistas, y el del progreso, representado por la incipiente burguesía y los judíos, es decir los petristas. El conflicto fratricida de los años 1366 a 1369 era presentado, por lo tanto, poco menos que como el primer enfrentamiento entre las dos Españas. De ahí que, unos años después, el historiador Santos Madrazo, en su libro titulado precisamente Las dos Españas, afirmara, por sorprendente que pueda parecer, que la pugna entre petristas y enriquistas fue el primer ejemplo histórico de combate entre las dos Españas habido en la piel de toro. Esos puntos de vista, no obstante, son harto discutibles. Es indudable que la alta nobleza y los grandes dignatarios de la Iglesia estuvieron, salvo contadas excepciones, del lado del bando trastamarista. Pero afirmar que las ciudades, y por lo tanto, la incipiente burguesía, eran defensoras inequívocas del rey don Pedro resulta, como mínimo, un tanto anacrónico. Ciertamente el rey legítimo tuvo apoyos en comarcas de Galicia y de la costa oriental del Cantábrico, en particular en la región guipuzcoana. Pero hay que tener en cuenta, por de pronto, que en el siglo XIV las principales ciudades de la corona de Castilla no se hallaban en la región marítima del Cantábrico ni en Galicia, sino en las tierras meseteñas, área que se decantó, de forma clara y manifiesta, a favor del pretendiente Trastámara. Por lo demás la Meseta, y sobre todo la submeseta norte, era, a mediados del siglo XIV, el territorio más poblado de toda la corona de Castilla, el más activo desde el punto de vista económico, el que tenía una red urbana más densa y el que aportaba mayores cantidades por sus contribuciones fiscales a las arcas regias. A lo señalado cabe añadir que los grupos dominantes de las ciudades respondían más al modelo de lo que la historiadora Carmen Carié denominó caballerospatricios que a los auténticos burgueses. Pero aún hay más. Los principales mercaderes, cambistas y, en general, hombres de 30

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negocios de aquel tiempo se localizaban preferentemente en las ciudades de la Meseta. Un ejemplo prototípico nos lo ofrece Burgos, ciudad que contaba con una importantísima nómina de grandes comerciantes y de gentes dedicadas al mundo de las finanzas.

Las mercedes

enriqueñas

La expresión mercedes enriqueñas hace referencia a las concesiones hechas a los poderosos por el vencedor de la guerra fratricida que se había desarrollado en Castilla entre los años 1366 y 1369. Dichas mercedes eran la prueba del reconocimiento a la inestimable ayuda que le habían prestado los grandes magnates a Enrique de Trastámara. De ahí deriva precisamente la denominación de Enrique «El de-las mercedes», calificativo que se aplica al monarca con el que se inició el gobierno de la dinastía Trastámara en la corona de Castilla. Ahora bien, la política de concesión de beneficios a los magnates de la alta nobleza no fue exclusiva, ni mucho menos, de Enrique 11,sino que tuvo continuidad en los reinados de los monarcas que le sucedieron. Al fin y al cabo, como ha señalado Salvador de Moxó, las donaciones a los ricos hombres por parte de los Trastámaras constituyen «la más caudalosa fuente de señoríos de Castilla». Puede hablarse, por lo tanto, del desarrollo en la corona de Castilla, con posterioridad al año 1369, de una auténtica marea señorializadora. Es preciso indicar, por otra parte, que el señorío de tiempos de Enrique II ha sido definido por el citado Salvador de Moxó como pleno, por entender que en él se daban cita al mismo tiempo el aspecto territorial o solariego y el jurisdiccional. De todos modos lo esencial de esas mercedes, no nos engañemos, se hallaba en el ejercicio de un variado conjunto de atribuciones jurisdiccionales por parte de sus receptores. Así lo ha indicado, con toda claridad, Luis Suárez cuando afirma que las mercedes de Enrique 11«no eran donaciones en propiedad de bienes inmuebles sino señoríos jurisdicionales, esto es, subrogaciones de la potestad real que, inclu31

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yendo funciones, generaban rentas». Pero no podemos olvidar que el triunfo de los poderosos significaba, simultáneamente, desde la perspectiva del conjunto de la sociedad castellana, el inevitable retroceso del común. Sánchez Albornoz señaló en su día que «tras el triunfo de la facción enriqueña y nobiliaria después de Montiel (1369), las masas populares tuvieron que sufrir las consecuencias de su vencimiento». Enrique 11,según lo puso de manifiesto en su día el ilustre genealogista Salazar y Castro, «con espíritu verdaderamente real y magnánimo hizo partícipes de su fortuna a los que le habían ayudado a lograrla». La donación enriqueña consistía, habitualmente, en una o varias villas, con sus términos, bienes, rentas, derechos, ejercicio de la justicia, etc. Las mercedes solían hacerse por juro de heredad, aunque en diversas ocasiones fueron realizadas por la vía del mayorazgo, lo que suponía la transmisión íntegra del bien donado al hijo mayor. Incluso podían ir acompañadas de pomposos títulos, en particular el de conde. No obstante, el monarca se reservaba para sí determinados tributos, como las alcabalas, además de las regalías y la mayoría de la justicia, o sea, la posibilidad de acudir a él en apelación. Asimismo los beneficiarios de esas concesiones tenían ciertas limitaciones, pues no podían traspasar los bienes recibidos a personas de otros reinos ni a gentes de condición religiosa. Las mercedes otorgadas por Enrique II tuvieron muchos destinatarios. Por de pronto recibieron importantes donaciones los miembros de la propia familia real, en particular los hermanos del Trastámara, así como algunos hijos bastardos. También fueron beneficiados por la generosidad de Enrique 11 los capitanes extranjeros que le habían prestado tan valiosa ayuda militar en la guerra contra Pedro l. Pero el capítulo fundamental de los premiados con las mercedes enriqueñas lo constituyen, sin duda alguna, los miembros del estamento nobiliario. En ese capítulo figuran algunos magnates originarios de otros reinos peninsulares, aunque el núcleo por excelencia lo formaban los propios nobles de la corona de Castilla, ya pertenecieran a viejos o a nuevos linajes, hubieran sido colaboradores de Pedro I que en un momento dado se pasaron a 32

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las filas del Trastámara o se tratara de caballeros que desde la primavera del año 1366 estuvieron inequívocamente al lado de Enrique 11. La concesión de mercedes a los poderosos por parte de Enrique II se llevó a cabo en varias fases, lo que se explica por el zigzagueante curso de los acontecimientos de la guerra fratricida. La primera merced del príncipe bastardo, a tenor de los documentos conservados, tuvo lugar en la villa de Calahorra, el 22 de marzo de 1366, y consistió en la concesión a su camarero mayor, Juan González de Bazán, de los lugares de Palacios de Valduerna, con su infantado, Benavides y Castro Boñal. No obstante la política regia de entrega de señoríos a los poderosos se puso en marcha, de forma sistemática, a raíz de la entrada del Trastámara en la ciudad de Burgos, en el mes de abril del año 1366. Su hermano Sancho recibió el condado de Alburquerque, que había pertenecido a Juan Alfonso de Alburquerque, el que fuera hombre de confianza de Pedro I en sus primeros años de reinado, así como el señorío de Ledesma, en tanto que a Tel10, otro hermano de Enrique 11,se le ratificaban sus señoríos de Vizcaya, Lara, Aguilar y Castañeda. Por su parte Alfonso Enríquez, un hijo bastardo del primer monarca de la dinastía Trastámara, era premiado con las villas de Noreña y Gijón, que ostentaría con título condal. El conjunto de los parientes del rey serán denominados, años más tarde, de forma un tanto despectiva, los epígonos Trastámaras. Por su parte Bertrand du Guesclin, el dirigente de las Compañías Blancas francesas, recibió el título de conde de Trastámara, que había ostentado en el pasado el propio Enrique 11.Paralelamente el príncipe bastardo hizo concesiones a diversos nobles foráneos: Alfonso de Aragón, conde de Denia, recibió las tierras que fueron del infante don Juan Manuel, con el título de señorío de Villena; los también aragoneses Pedro Luna y Pedro Boil recibían el primero los lugares de Caracena y Maderuelo y el segundo Huete; el señorío de los Cameros fue otorgado al noble navarro Juan Ramírez de Arellano. En el capítulo de la nobleza castellana las primeras mercedes concedidas por Enrique II fueron a parar a Pedro Manrique, beneficiado con Treviño y otros lugares; Juan Hurtado de 33

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Mendoza, fue premiado con las aldeas de la Hermandad de la Ribera, en tierras de Álava; Pedro Fernández de Velasco, que recibió la villa de Briviesca, y Fernán Sánchez de Tovar, al que le dieron el señorío de Astudillo. También hizo el primer Trastámara concesiones en tierras andaluzas, aunque aquellos territorios estaban controlados en esas fechas por Pedro 1: Aguilar de la Frontera, villa donada a Gonzalo Fernández de Córdoba; Luque, a Egas Benegas, y Gibraleón, a Álvar Pérez de Guzmán. Al llegar a Toledo Enrique II hizo cuantiosas mercedes al arzobispado de aquella diócesis, como premio a la fidelidad del entonces prelado, Gómez Manrique. Nuevas consesiones hizo el Trastámara desde la ciudad de Sevilla: Foncea y otros lugares a Pedro González de Mendoza y Utiel al marino, de origen genovés, Egidio Bocanegra. A lo señalado cabe añadir las mercedes efectuadas, nuevamente en Burgos, ya en los primeros meses del año 1367, entre ellas la concesión de Olalla a Íñigo López de Orozco. La batalla de Nájera dejó en suspenso, lógicamente, las primeras mercedes enriqueñas. Pero tras la vuelta del príncipe bastardo a tierras hispanas, lo que sucedió a finales de 1367, se reanudó la política de concesiones a los poderosos. Entre los primeros beneficiados se hallaban Ruy Díaz de Rojas y Pedro González de Mendoza, que recibieron mercedes en zonas próximas a Navarra, quizá con la finalidad de organizar un escudo protector frente a aquel reino. Asimismo hubo concesiones en tierras de Galicia, a Álvar Pérez Osorio y a Juan Rodríguez de Biedma. Antes de que concluyera el año 1367 Enrique II otorgaba a Felipe de Castro, que había casado con una hermana del rey de Castilla, las villas de Paredes de Nava, Medina de Rioseco y Tordehumos. En el transcurso del año siguiente cabe mencionar la merced de Hita y Buitrago a Pedro González de Mendoza y la de Medinaceli, antiguo baluarte de la frontera islámica, al caudillo francés Bernal de Bearne, que se casaría posteriormente con Isabel de la Cerda, una importante dama de la nobleza castellana. En los primeros meses del año 1369 Fernán Sánchez de Badajoz recibía el lugar de Villanueva de Barca-Rota. No obstante, el momento clave en el desarrollo de las mercedes enriqueñas se produjo después de los sucesos de Mon34

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tiel. Enrique II ratificó la mayor parte de sus primeras concesiones, a la par que procedió a la entrega de otras nuevas. Bertrand du Guesclin recibió el señorío de Molina, con título ducal, así como otras villas cercanas a aquélla, entre ellas, las de Soria, Almazán y Atienza, aunque algún tiempo después el militar bretón terminaría por deshacerse de esas concesiones. Otros militares franceses, Arnao de Solier y Pierre de Villaines, también fueron beneficiados con las mercedes enriqueñas. El primero recibió la villa de Villalpando; el segundo, la de Ribadeo. Por lo que se refiere a los miembros de la familia real, Enrique II ratificó sus anteriores mercedes, aunque la muerte, un tanto sospechosa, de su hermano Tello, suceso fechado en el otoño de 1370, le permitió adoptar una decisión de consecuencias trascendentales: la vuelta del señorío de Vizcaya a la corona, asignándoselo a su hijo y heredero Juan. De todos modos los hijos bastardos del fallecido Tel10,Juan y Alfonso, no dejaron de ser recompensados, otorgándose al primero Aguilar y Castañeda, y al segundo la Tierra de la Reina. Asimismo ratificó el primer Trastámara las mercedes concedidas a nobles extranjeros, aunque Alfonso de Aragón, el marqués de Villena, se deshizo de parte de su señorío. El noble foráneo que más arraigo alcanzó en la corona de Castilla fue, sin duda alguna, Juan Ramírez de Arellano, al que el monarca castellano le dio el señorío de Navarrete. También recibió concesiones el noble aragonés Juan Martínez de Luna, que fue premiado con Alfaro y otros lugares. Las principales mercedes a los linajes de la vieja nobleza fueron la donación del condado de Carrión a Juan Sánchez Manuel y la del condado de Niebla a Juan Alfonso de Guzmán. Pero quizá el grupo más significativo de los beneficiados con las mercedes enriqueñas lo constituían aquellos nobles que, aunque procedieran de rangos inferiores, ayudaron desde el primer momento a Enrique II en su propósito de conquistar el trono. A dicho sector se le ha aplicado la denominación de nobleza de servicio. He aquí su nómina: Pedro Fernández de Velasco, que recibió en 1369 la villa de Medina de Pomar; Álvar García de Albornoz, a quien se le concedió la localidad de Utiel, antigua posesión del genovés Egidio Bocanegra; Fernán Sánchez de Tovar, pre35 Digitized by

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miado con la villa de Castroponce; Juan Núñez de Villazán, convertido en señor de Capilla; Pedro Suárez de Quiñones, beneficiado con los lugares de Tineo, Cangas y Arnalde; Pedro Ponce, que recibió Mairena; Pedro González de Mendoza; Gonzalo Fernández de Córdoba; Garci Álvarez de Toledo ... También se debe incluir en este grupo a Pedro López de Ayala, aunque en el momento del comienzo de la guerra fratricida se hallaba todavía alineado en el bando de Pedro l. A lo señalado habría que añadir las numerosas concesiones, de menor entidad que las anteriores, realizadas en beneficio de un alto número de caballeros que habían prestado su valioso concurso al Trastámara durante los años de la pugna con su hermanastro. Las mercedes enriqueñas posteriores al año 1371, fecha de la definitiva consolidación de la nueva monarquía, fueron, sin duda, mucho menores. Mas no por ello faltaron. Entre los años 1371 y 1375 hubo concesión de mercedes, entre otros, a los ya citados anteriormente Pedro González de Mendoza, Fernán Sánchez de Tovar y Juan Núñez de Villazán, así como también a Fernán Pérez de Andrade. De todos modos, lamerced más significativa de esos años fue la realizada a favor del almirante Ambrosio Bocanegra, que recibió la villa de Linares. En sus últimos años de gobierno Enrique II entregó a su hijo bastardo Fadrique la villa de Benavente. Asimismo destacan la concesión, en el año 13 77, del señorío de Bañares a Juan López de Estúñiga y de la villa de Ocón a Diego Gómez Manrique, esta última efectuada en el año 1379. Hay que señalar, no obstante, que la expansión señorial suscitó en diversas ocasiones resistencias por parte de los sectores que pasaban a depender de los poderosos. El ejemplo más llamativo fue el que afectó a Felipe de Castro, noble de origen aragonés que había contraído matrimonio con Juana, una hermana de Enrique 11.Felipe de Castro era señor de las villas de Paredes de Nava, Medina de Rioseco y Tordehumos. Según el relato que nos ha transmitido Pedro López de Ayala en su Crónica de Enrique II, Felipe de Castro quiso escarmentar a sus vasallos de Paredes de Nava, los cuales, previamente, se habían negado a concederle la ayuda que les pidió, «cierta 36

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quantía de algo», según el texto cronístico. Mas los paredeños «salieron al camino, é pelearon con él e matáronle». El relato de López de Ayala da a entender que los habitantes de aquella villa, en su mayor parte labradores, reaccionaron de forma drástica ante las exigencias fiscales de su señor, no dudando incluso en darle muerte, pese a su condición de emparentado con el propio monarca. El suceso, que había tenido lugar en el año 1371, motivió una reacción del magnate nobiliario Pedro Fernández de Velasco, el cual acudió a la villa de Paredes de Nava, donde causó grandes estragos. Es más, poco después actuó la justicia real, la cual, seguimos apoyándonos en el texto de López de Ayala, «mandó matar e facer justicia de algunos, e levó de los otros muy grand algo». Otro ejemplo de resistencia antiseñorial, aunque de signo muy distinto al anterior, nos lo ofrece la villa de Molina de Aragón, la cual, para evitar caer bajo el dominio del militar bretón Bertrand du Guesclin, que la había recibido de Enrique 11,se colocó bajo la obediencia del monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso. También se ha supuesto que la actitud propetrista adoptada en su momento por la villa de Soria fue motivada por la reacción a situarse bajo el señorío del mencionado Bertrand du Guesclin, al fin y al cabo un extranjero, a la vez que persona con fama de rudo y violento. Por último habría que mencionar la constitución, en el año 1378, en la catedral de Oviedo, de una Hermandad que aglutinaba a diversos concejos asturianos, los cuales decidieron oponerse a las pretensiones del conde de Noreña y Gijón, Alfonso Enríquez, un bastardo de Enrique 11.

El fortalecimiento

de los órganos

de gobierno·

Constituiría un craso error interpretar las mercedes enriqueñas como una prueba de que la monarquía del vencedor de los campos de Montiel se deslizaba por la pendiente del retroceso en lo que al ejercicio del poder se refiere. Todo lo contrario. Enrique II no renunció, ni mucho menos, a proseguir la labor centralizadora que, con tanto acierto, había puesto en mar37

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cha, años atrás, su padre, el monarca Alfonso XI. De todos modos es oportuno manifestar que la obra emprendida por Enrique II fue sólo la primera fase de lo que podríamos denominar la estructuración institucional de la monarquía, labor que sería continuada por sus sucesores. Particularmente importante fue la labor desarrollada entre los años 1369 y 1371, o lo que es lo mismo, entre el final de la guerra fratricida y las decisivas Cortes que se reunieron en la localidad de Toro en el otoño de 1371. Por de pronto, el primer Trastámara fortaleció de manera notable el papel que desempeñaban los expertos en asuntos jurídicos en el Consejo Real. Cuando en las citadas Cortes de 1371 los procuradores del tercer estado pidieron a Enrique 11 que incluyese ciudadanos en el Consejo Real ( «que tomásemos e escogiésemos delos ~ibdadanos nuestros naturales delas ~ibdades e villas e lugares delos nuestros rregnos ornes buenos entendidos e pertenes~ientes que fuesen del nuestro consejo») el rey de Castilla respondió afirmando que ya había oidores y alcaldes de las provincias que son alcaldes en la corte «y es la nuestra merced que éstos sean del nuestro consejo». Era evidente que el primer monarca de la dinastía Trastámara pretendía hacer del Consejo Real, institución que en los años anteriores había tenido más bien el carácter de un órgano representativo de los estamentos sociales, un instrumento al servicio del poder regio, para lo cual debía estar integrado básicamente por letrados, es decir, por técnicos especializados en las tareas de gobierno. Enrique II también llevó a cabo importantes reformas en el funcionamiento de la Cancillería, una institución clave en el organigrama de la monarquía. En las Cortes de Toro del año 1369, como parece lo más probable, se aprobó un importante ordenamiento de Cancillería. Esa disposición, según lo han puesto de relieve los estudiosos del tema, tenía ante todo fines de carácter económico, pues con ella se pretendía regular las tasas que debían abonarse por la expedición de documentos, lo que, en definitiva, debía conducir a un incremento de los ingresos de las arcas regias, objetivo último de la reforma. 38

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Pero sin duda la principal novedad introducida por el primer Trastámara en el aparato del Estado fue la consolidación de la Audiencia, institución en cierto modo equivalente a un tribunal superior de justicia. No cabe duda de que la mencionada institución tenía inequívocos precedentes, sobre todo en tiempos del monarca Pedro l. Pero fue en las Cortes de Toro del año 1371, celebradas durante el reinado de Enrique 11, cuando se procedió a establecer, de forma definitiva, la organización y funcionamiento de la Audiencia. Se trataba de un tribunal colegiado, compuesto por siete oidores, de los cuales tres serían prelados y los otros cuatro letrados. No es nada sorprendente que, en las citadas Cortes de 1371, se dijera que los puestos de responsabilidad judicial debían recaer en personas que supieran «leer los libros de los fueros e de los derechos» y no, en cambio, en los caballeros, los cuales únicamente entendían del manejo de las armas. Al tiempo que se aprobó la composición de la Audiencia se regularon las reuniones que debería llevar a cabo el tribunal citado, así como lo concerniente a los salarios que percibirían sus miembros. En definitiva, con la puesta en práctica de esas medidas, como ha señalado atinadamente el profesor Luis Suárez, «se objetivaba la administración de la justicia suprema y se eliminaban críticas al rey». No se pueden olvidar, en otro orden de cosas, las medidas adoptadas por Enrique II en el terreno de la vida económica. ¿No se ha hablado, a propósito del primer Trastámara, de que emprendió una política de claro intervencionismo económico? De las Cortes de Toro de 1369 salió un ordenamiento de precios y salarios, con el que se pretendía contener el alza experimentada en ambos campos. Por otra parte, en ese mismo año de 1369 se tomaron importantes disposiciones en el ámbito de la moneda, procediéndose a una devaluación. Pero un año después, en 13 70, en las Cortes reunidas en Medina del Campo, Enrique II se vio obligado a dar marcha atrás en su política económica, tanto en lo relativo al ordenamiento de precios y salarios como en el terreno monetario, en el que ahora apostó por la vía de la estabilización. También hay que incluir en este grupo de medidas de rango económico aquellas que se 39

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1370, a otro hermano suyo, Sancho, designado para suceder a aquél en el mencionado oficio. En los restantes cargos, por el contrario, se encontraban nobles del entorno próxi~o al Trastámara. Veamos un ejemplo. En el período 1369-1371 fue mayordomo mayor Álvar García de Albornoz, justicia mayor Juan Núñez de Villazán, camarero mayor Pedro Fernández de Velasco y guarda mayor Fernán Sánchez de Tovar, todos ellos integrantes del círculo de magnates que más ligados habían estado al príncipe bastardo durante los duros años de la guerra fratricida. También colocó Enrique II gente adicta a su causa al frente de los adelantamientos, en los maestrazgos de las Órdenes Militares y en el cargo de alcalde entregador de la Mesta, institución a la que, como ya hemos dicho, favoreció notablemente. Si cambiamos de tercio y acudimos al ámbito de la hacienda regia nos encontramos con el hecho de que Enrique 11 no dudó lo más mínimo en acudir a la colaboración de hebreos destacados. Tal fue el caso, por ejemplo, de Yu~af Pichon, a quien un documento de mayo de 1371 presenta como «nuestro contador mayor». En realidad, el primer Trastámara, una vez en el trono, pretendió frenar la marea antijudía, que él mismo había contribuido a desatar en tiempos del conflicto fratricida. Pero esos propósitos llegaban tarde~ debido a que la hostilidad popular contra los hebreos parecía cada día más incontenible.

Enrique II pretende peninsular

vertebrar

la política

El panorama que ofrecía la península Ibérica a mediados del año 1369, es decir, en el momento en que Enrique II se había hecho definitivamente con el poder regio en Castilla, era sumamente difícil para el primer Trastámara. Por de pronto subsistían diversos focos adictos a la causa petrista, entre ellos Carmona, Ciudad Rodrigo, Zamora y algunas zonas de Galicia. Asimismo las relaciones de Enrique II con los otros reinos hispánicos se fueron complicando. Pedro IV de Aragón, como antes dijimos, había ayudado en su momento al príncipe bastardo, pero la negativa de éste, una vez encaramado al trono 41

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concedieron, por parte del primer Trastámara, en apoyo de la poderosa institución ganadera de la Mesta. Recordemos la decisión tomada en febrero del año 1371, que acababa con la percepción de un doble montazgo a los rebaños de la Mesta. En adelante sólo pagarían montazgo los rebaños en su marcha hacia las tierras meridionales de la península. Al mismo tiempo confirmó Enrique II a la institución los privilegios que tenía de los monarcas anteriores. En otro orden de cosas el primer Trastámara defendió la Mesta en la mayor parte de las querellas que se suscitaron con los poderes locales. De suma importancia fue, por otra parte, la política puesta en práctica por Enrique II con respecto a las Cortes. Su antecesor, Pedro I, apenas las había convocado. Enrique 11,por el contrario, reunió las Cortes de Castilla y León con gran frecuencia. Las Cortes, no lo olvidemos, eran una asamblea representativa de los estamentos sociales de aquel tiempo, lo cual no implica, ni mucho menos, que fueran una institución democrática, como en ocasiones se ha sugerido. Ahora bien, en sus reuniones se establecía un fructífero diálogo entre el rey y el reino, aunque ciertamente a aquél le correspondiera, con total plenitud, la función legislativa. Importantes fueron las Cortes celebradas en Toro en 1369, en las que se adoptó el antes citado ordenamiento de precios y salarios así como, al parecer, un ordenamiento de la Cancillería. También fueron de gran relieve las Cortes reunidas en Medina del Campo en 1370, que centraron su atención en las cuestiones económicas. Pero las principales Cortes de todo el reinado de Juan II fueron, sin duda alguna, las de Toro del año 1371, protagonistas de una espectacular ofensiva del tercer estado, particularmente en lo que respecta a la comunidad judaica, duramente atacada por los representantes del estamento popular. Hubo asimismo reuniones de Cortes en la ciudad castellana de Burgos, en los años 1372, 1373 y 1377. Enrique II contó, para el desempeño de las tareas de gobierno, con colaboradores de plena confianza, por lo general procedentes de la denominada nobleza de servicio. Sólo en el cargo de alférez mayor tuvo en cuenta a sus más directos parientes, en concreto a su hermano Tello y, al morir éste en 40

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de Castilla, a entregarle el reino de Murcia, tal y como se había acordado en el tratado de Binéfar de 1363, le hizo distanciarse progresivamente del monarca castellano. Portugal, por su parte, se había convertido en un lugar de refugio para un buen número de partidarios del rey que perdió la corona en Montiel. Por si fuera poco Fernando I, el monarca lusitano, que decía querer vengar la muerte de Pedro I de Castilla, tomó la iniciativa de enviar, en el mes de junio de 1369, una flota a la zona de la desembocadura del Guadalquivir, con la finalidad de bloquear la entrada marítima del Trastámara hacia Sevilla. Dos meses después tuvo lugar la réplica castellana, consistente en la entrada de tropas en Portugal, en donde, entre otras acciones, ocuparon la ciudad de Braga. Asimismo subsistía un viejo contencioso con el reino de Navarra, que mantenía en su poder diversas plazas reclamadas por Castilla, entre las que destacaba la de Vitoria. A todo lo señalado cabe añadir la hostilidad tradicional del reino nazarí de Granada, que había sido un fiel aliado de Pedro I de Castilla. Ahora bien, todos los rivales de Castilla habían actuado, al menos hasta finales del año 1369, de forma aislada. El panorama cambió, no obstante, en junio de 1370, fecha en la que se logró la constitución de una coalición anticastellana, dirigida por el monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso, pero integrada asimismo por los portugueses y los navarros, sin olvidar a los nazaríes del reino musulmán de Granada. Pedro IV de Aragón mostraba tal descontento hacia el primer Trastámara que llegó a aceptar al monarca lusitano, Fernando I, como heredero legítimo de la corona de Castilla. Mas Enrique II supo actuar con una gran habilidad. Su primer paso fue la firma de un acuerdo con los nazaríes. El siguiente paso fue, sin duda, mucho más importante. En agosto de 13 70 la flota castellana, dirigida por el almirante Ambrosio Bocanegra, venció a la marina portuguesa en Sanlúcar de Barrameda, poniendo fin de esa manera al bloqueo que los lusitanos habían establecido el año anterior. En consecuencia, el proyectado ataque luso-aragonés contra Castilla se esfumó. Por si fuera poco, en el mes de octubre de ese mismo año Enrique 11 firmaba una tregua con el rey de Navarra. 42 Digitized by

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El primer Trastámara, después de esos éxitos diplomáticos y militares, podía respirar tranquilo. Ello le permitió entregarse en cuerpo y alma a reducir los focos petristas del interior de su reino. En efecto, Zamora cayó en su poder en febrero de 1371 y Carmona en el mes de mayo. Simultáneamente había mantenido negociaciones con los portugueses, que condujeron a la paz de Alcoutim, firmada en marzo de 1371. Fernando I renunciaba a sus presuntos derechos a la corona castellana. Por su parte Navarra acordó con Castilla, en noviembre de 1371, el cese de las hostilidades. ¿Y Aragón? Pedro IV no estaba nada contento de la evolución de los acontecimientos, pero finalmente no tuvo más remedio que aceptar una tregua con Enrique II de Castilla, firmada en Alcañiz a comienzos del año 1371. Así las cosas, la alianza anticastellana había quebrado por completo. En su lugar se había establecido en la península Ibérica un indudable equilibrio. Los siguientes pasos dados por Enrique II iban encaminados a establecer la hegemonía de Castilla en el concierto peninsular. El único peligro serio que se observaba en el horizonte procedía del matrimonio que Juan de Gante, duque de Lancaster, había celebrado, en ~eptiembre de 1371, con Constanza, una hija del rey Pedro I de Castilla. Juan de Gante, que se intitulará rey de Castilla y León y que se rodeó de exiliados políticos petristas, entre los que figuraba el noble gallego Fernando de Castro, contaba para sus propósitos con el apoyo del reino de Inglaterra. De todos modos una pregunta estaba en el aire en aquellos momentos: ¿pactarían los ingleses con el rey de Portugal? Ante los rumores que apuntaban en ese sentido, Enrique II decidió tomar la iniciativa. Las tropas castellanas entraron en Portugal a finales del año 1372, avanzando, de éxito en éxito, por las localidades de Viseo, Coimbra, Santarem y la propia Lisboa, en donde entraron, finalmente, en febrero de 1373. Fernando I de Portugal no tuvo más remedio que pedir la paz, la cual se firmó en la ciudad de Santarem en marzo de 1373. Aparte de expulsar de su reino a los cerca de quinientos partidarios del derrotado Pedro I de Castilla que habían buscado refugio en tierras lusitanas, de entregar rehenes a Enrique II y de poner en marcha diversos enlaces matri43

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moniales, el monarca portugués no sólo aceptaba la paz y la amistad con Castilla sino que incluso se comprometía a intervenir, si era necesario, en la guerra de los Cien Años a favor del bloque franco-castellano. Como remate de aquel acuerdo el día 7 de abril de 1373 tuvo lugar, en unas barcas sobre el río Tajo, un aparatoso encuentro entre Fernando de Portugal y Enrique II de Castilla. Dos días después se celebraba el matrimonio de Sancho, hermano del monarca castellano, con Beatriz, hermana del rey luso. De ese enlace nacería Leonor, conocida como la «Ricahembra», futura esposa de Fernando de Antequera, el que sería primer monarca de la dinastía Trastámara en la corona de Aragón. Ciertamente, seguía planeando en el horizonte el fantasma del duque de Lancaster, el cual, en julio de 1373, desembarcaba en Calais. ¿Era aquél el primer paso de su proyectada invasión de Castilla? Para prevenir los posibles riesgos, Enrique 11 continuó con su política de atracción de los restantes reinos peninsulares. Así las cosas forzó a Carlos II de Navarra a la firma de la paz. En efecto, en agosto de 1373 se alcanzaba la paz de San Vicente. Carlos II de Navarra se vio obligado a devolver a Castilla las villas de Vitoria y Logroño, al tiempo que se concertaban enlaces matrimoniales entre miembros de las familias gobernantes en ambos reinos. Los dos monarcas, el navarro y el castellano, celebraron una entrevista, sumamente cordial, en la localidad de Briones. En cierta medida el reino de Navarra quedaba colocado, tras dicha paz, bajo la tutela castellana. Más complicadas eran, no obstante, las relaciones con Pedro IV de Aragón, que no dejaba de reivindicar el reino de Murcia, compromiso aceptado en su día por Enrique de Trastámara. Por otra parte el monarca aragonés estaba también interesado en la posible invasión de Castilla por las tropas del duque de Lancaster. Mas el retorno de éste a Inglaterra, en abril del año 1374, acabó con esas expectativas. Enrique 11, una vez más, había salido airoso. Su único rival directo era, en esos momentos, el rey de Aragón. De ahí que, en el verano de 1374, el monarca castellano decidiera apoyar la aventura del infante Jaime de Mallorca, sin duda con la finalidad de crear 44

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problemas a Pedro el Ceremonioso. A Enrique 11,dice Pedro López de Ayala, «plógole de la guerra, é aun non estorvaba nin extrañaba á algunos suyos que ayudasen al Infante de Mallorca». Jaime de Mallorca murió a comienzos del año 1375. En cualquier caso su campaña había servido a Enrique 11 como un medio para presionar a Pedro IV de Aragón. Las relaciones castellano-aragonesas eran, obviamente, de una gran tensión, pero Pedro IV, consciente del panorama que le rodeaba, comprendió que no tenía más remecio que acudir a la vía de la negociacón. De todos modos hubo momentos, en los primeros meses del año 1375, en que parecía inevitable el estallido de la guerra entre castellanos y aragoneses. Pero al final, no obstante, también se firmó la paz entre ambos reinos. El día 12 de abril de 1375 Castilla y Aragón suscribieron en Almazán el tratado que lleva el nombre de dicha localidad. Pedro IV de Aragón no sólo renunciaba a sus viejas y nunca olvidadas aspiraciones al reino de Murcia, sino que devolvía a Castilla las plazas fronterizas de Molina y de Requena. Al mismo tiempo se acordó el matrimonio de la infanta aragonesa Leonor con el infante castellano Juan, primogénito de Enrique II y su futuro heredero en el trono. Acudamos al re,ato de López de Ayala: a los embajadores del Ceremonioso «les plogo de ayuntar el dicho casamiento Uuan-Leonor], é que el Rey de Aragón dexase la villa é castillo de Molina é el castillo de Requena é todas las otras demandas que él demandaba al Rey de Castilla. Otrosí que el Rey Don Enrique diese al Rey de Aragón cierta quantía de moneda por las despensas en guardar las villas de Molina é Requena, é otras cosas que ficiera». En definitiva, los acontecimientos habían evolucionado de tal manera que, a partir del año 1375, podía hablarse de la existencia de una auténtica paz ibérica. La alianza anticastellana de años atrás había dejado paso al predominio indiscutible de la corona de Castilla en el ámbito de la península Ibérica. Paralelamente se había llegado en el contencioso franco-inglés, en ese mismo año de 1375, a la firma de las treguas de Brujas. Como remate a lo acontecido en los meses de mayo y junio de 1375 se celebraron en la ciudad de Soria las bodas previstas entre las casas reales de Castilla, Aragón y Navarra. Así las 45

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cosas se cumplieron los deseos expresados por Enrique II de que esas bodas «se ficiesen en un tiempo». La paz de Almazán abrió una etapa de excelentes relaciones entre Castilla y los restantes reinos ibéricos. Es muy expresivo, a este respecto, lo que decía Pedro IV de Aragón en una carta enviada a Enrique II de Castilla en octubre de 1375: «Rey de Castilla hermano. Nos el rey de Aragón vos embiamos muyto saludar como aquel por quien querríamos toda honra e tanta vida como vos mismo querríades.» El clima de paz no impidió, sin embargo, que, unos años después, cambiaran las tornas, lo que se tradujo en un nuevo conflicto entre Castilla y Navarra. En el verano de 1378 dio comienzo una guerra entre ambos reinos. «El Rey Don Enrique envió mandar al Infante Don Juan, que con todas las compañas que él pudiese a ver, entrase luego en Navarra, é ficiese guerra é daño en el dicho Regno quanto pudiese, ca la guerra fincaba ya descubierta», nos dice López de Ayala. Pero, después de diversas alternativas, pudo llegarse a la paz de Briones, que fue firmada el 31 de marzo de 1379, sólo unos meses antes de que se produjera el fallecimiento de Enrique II de Castilla. En Briones se estipuló, entre otras cosas, que el territorio navarro nunca más sería utilizado por los enemigos del rey de Castilla. Navarra, por lo tanto, entraba nuevamente en la órbita castellana, cuya hegemonía en la arena peninsular parecía, en aquellas fechas, a todas luces, indiscutible.

La alianza con Francia: Castilla guerra de los Cien Años

en la

Como antes dijimos, Enrique de Trastámara había firmado en el real situado en las afueras de Toledo, en noviembre del año 1368, un tratado de amistad con Francia. En realidad allí dio comienzo una larga etapa de aproximación entre Castilla y la monarquía francesa, a la que se ha denominado, nada más y nada menos, la gran alianza. Castilla se comprometía a prestar ayuda naval a Francia, para lo cual se vio precisada a armar, de entrada, un total de veinte naves. Francia, a cambio, 46

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apoyaba militarmente al Trastámara. Ello se tradujo en el envío a tierras hispanas, nuevamente, de Bertrand du Guesclin, liberado de la prisión que siguió a la derrota de Nájera, al que acompañarían otros capitanes franceses. Pero, habida cuenta de la enconada disputa que Francia mantenía desde años atrás con Inglaterra, la guerra de los Cien Años, Castilla se vio implicada, inevitablemente, en el mencionado conflicto. Es más, el asunto se complicó para Enrique II debido al matrimonio, antes mencionado, de Juan de Gante, duque de Lancaster, con una hija de Pedro 1, Constanza, lo que empujó al inglés a reivindicar el trono castellano. Pero aún hubo más. El comercio también pagó una elevada factura a consecuencia de la guerra de los Cien Años. En concreto el comercio que los castellanos mantenían con las regiones de Normandía y de Flandes se vio notablemente obstaculizado por la actuación hostil de la piratería inglesa. Castilla intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreno naval. Hay que señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372, con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa, fue hecho prisionero y enviado a Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, cómo «llegado el dicho conde de Pelabroch a la villa de La Rochela (... ) las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendiéronle a él e a todos los caballeros e ornes de armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que los ingleses y pictavinos con 47

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todas sus gentes fueron capturados o muertos por los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que, como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los tiempos de La Invencible». Unos años después, ante las continuas amenazas lanzadas por los ingleses contra esas rutas mercantiles, los marinos castellanos volvieron a la carga. Fernán Sánchez de Tovar, que había sucedido a Ambrosio Bocanegra en el cargo de almirante de Castilla, saqueó, sin contemplaciones, en unión con el almirante francés Jean de Vienne, la isla de Wight, en el año 1373. Ni siquiera la firma, en junio de 1375, de las treguas de Brujas, que supusieron un freno en la interminable guerra de los Cien Años, evitaron los enfrentamientos marítimos entre castellanos e ingleses. En efecto, en agosto de ese mismo año los castellanos, en represalia por una acción anterior de la marina inglesa contra barcos de Castilla, incendiaron diversos navíos británicos que se encontraban anclados en la bahía de Bourgneuf. Nuevos incidentes estallaron en el año 1376, a pesar de que ingleses y castellanos habían firmado unas treguas que, al menos sobre el papel,_tenían validez hasta abril del año 1377. Pero a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos. Veamos un ejemplo de lo sucedido, según la versión ofrecida por Luis Suárez: «Al amanecer del 29 de junio de 1377, 5.000 hombres desembarcaron en Rye, uno de los cinco puertos, y le tomaron al asalto (... ) al cabo, Rye fue incendiado y la flota levó anclas hacia To48

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tingdean. » En definitiva, había quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenía, en aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, el reino de Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia de primera magnitud, con la que había que contar.

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Los sinsabores de Juan I: Aljubarrota

Juan I, rey de Castilla

y señor de Vizcaya

El trono de Castilla quedó vacante como consecuencia del fallecimiento de Enrique 11,acontecimiento que tuvo lugar el 29 de mayo del año 1379. El heredero del primer monarca de la dinastía Trastámara en Castilla era Juan, hijo primogénito de Enrique II y de su esposa Juana Manuel. El infante Juan había nacido el 24 de agosto de 1358, época en la que sus padres vivían fuera de Castilla. Parte de su infancia la había pasado en la corte del monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso, protector en esas fechas, como sabemos, del príncipe bastardo Enrique de Trastámara. Allí mantuvo el joven Juan estrechos contactos con la infanta Leonor, hija del rey de Aragón, que llegaría a ser, años después, su esposa. Un hito importante en la vida del infante castellano se produjo en el año 1370, cuando ya su padre llevaba un año como rey de Castilla. Nos referimos a la muerte de Tello, hermano de Enrique II y por lo tanto tío del infante Juan. Tello había ostentado los señoríos de Lara y de Vizcaya. Mas, a raíz de su desaparición, Enrique II decidió otorgar ambos señoríos a su heredero, lo que suponía vincularlos a la corona. Particular importancia tenía en aquellas fechas el señorío de Vizcaya, puntal decisivo en el comercio exterior de la corona de Castilla. Vizcaya contaba, desde el año 1300, con un puerto de excepcional importancia, el de Bilbao. Así las cosas, cuando Juan accedió al trono incorporó el título de señor de Vizcaya a las diversas intitulaciones que acompañaban a los soberanos 51

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de la corona de Castilla. En el entorno del infante Juan destacarpn algunos magnates de la alta nobleza castellana, en particular Pedro Fernández de Velasco, Diego López de Estúñiga y Pedro González de Mendoza. Otra fecha clave en la vida del joven infante fue el año 1375, en la cual contrajo matrimonio, en la ciudad de Soria, en concreto el día 18 de junio, con la antes citada infanta aragonesa Leonor. Dicho enlace era una consecuencia del tratado de Almazán, firmado en aquel mismo año por Enrique II de Castilla y Pedro IV de Aragón. Aquella boda suponía, sin duda, un paso más en el camino de la aproximación entre los reinos de Castilla y de Aragón. El nuevo rey de Castilla, Juan I (1379-1390), fue solemnemente coronado en el monasterio burgalés de las Huelgas. Dicho acto se celebró el día de Santiago, es decir, el 25 de julio, del año 13 79. Ciertamente en la corona de Castilla no existía la tradición de coronar a sus reyes. Es posible que Juan I llevara a cabo dicha ceremonia por consejo de su nueva familia política aragonesa. En cualquier caso, como ha señalado el profesor Luis Suárez, sin duda el principal estudioso del reinado de Juan I, «la legitimidad de un monarca coronado, enceremonia litúrgica que compromete a la Iglesia, es como el gesto de unción de David; mediante ella podía, elegido por Dios, sustituir a Saúl, inserto en tiranía». A la ceremonia asistió, entre otras destacadas personalidades, el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio. Por otra parte en el citado acto el monarca castellano, según lo testifica Pedro López de Ayala en su Crónica de Juan I, «armó cien caballeros de su Regno, de linage de Ricos ornes, Caballeros». La ciudad de Burgos, que iba a ser escenario a los pocos días de la primera reunión de Cortes del reinado del nuevo monarca, fue premiada con la concesión de la villa de Pancorbo. Asimismo la cabeza de Castilla iba a ser también el lugar del nacimiento del primer hijo de Juan I y Leonor, Enrique, acontecimiento que tuvo lugar el día 4 de octubre del citado año de 1379. En otro orden de cosas cabe señalar que el nuevo monarca castellano, Juan I, siguió adelante con la política de concesiones de señoríos a la nobleza que había desarrollado con tanta generosi:. dad su padre. En ese mismo verano del año 13 79 decidió 52

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beneficiar a sus tres principales consejeros, los nobles antes mencionados, con nuevas mercedes. Con fecha 12 de agosto Pedro Fernández de Velasco, que desempeñaba en la corte el cargo de camarero mayor, recibió el señorío de Herrera de Pisuerga. Unos días después, el 2 7 del mismo mes, Diego López de Estúñiga, también camarero mayor del rey, fue beneficiado con el señorío de Moral de la Reina. El mayordomo mayor, Pedro González de Mendoza, pudo reunir diversos lugares situados al sur del Sistema Central, a saber, Hita, Buitrago, Colmenar, El Vado, El Cardoso, Robredarcas y Somosierra. Estas dos últimas localidades las había cambiado con la reina madre, Juana Manuel, por Aldeanueva de Cerezal. Otra merced otorgada en agosto de 1379 fue la efectuada a favor de Pedro Fernández Cabeza de Vaca, consistente en el señorío de Melgar de la Frontera. De todos modos en los años siguientes Juan I prosiguió con la concesión de mercedes a la nobleza. He aquí las más significativas del año 1380: en el mes de febrero donó la villa de Navarrete a Diego Gómez Manrique, repostero mayor en la corte regia; en abril la localidad de Aguzaderas fue concedida a Per Afán de la Ribera, adelantado mayor; a punto de finalizar el año los valles de Ruesgas, Soba y Puebla de Arganzón fueron entregados a Pedro Fernández de Velasco. En el año 1382 Juan I prosiguió con esa política: en enero concedió Belver a Juan Fernández de Tovar, hijo del almirante mayor; el valle de Salvatierra de Álava fue donado en junio a Pedro López de Ayala; en diciembre Diego López de Estúñiga recibió las localidades de Valdaragón y El Badón. Del año 1383 data la concesión del señorío de San Pedro de Yanguas a Diego Gómez Manrique. Como se puede observar, los beneficiados pertenecían al sector de la nobleza denominada de servicios, por cuanto prestaban un apoyo decidido a la causa de la dinastía Trastámara. Los linajes que más prosperaron en el transcurso del reinado de Juan I fueron los Mendoza, los Velasco, los Estúñiga y los Manrique. En cambio, la actitud del nuevo monarca castellano hacia los llamados epígonos Trastámaras, es decir el sector integrado por los parientes más próximos del rey, fue poco amigable. En ese sector destacaba un bastardo de Enrique 11,Alfonso 53

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Enríquez, conde de Noreña, personaje que llegó a alcanzar una gran prepotencia en Asturias, en donde mantuvo una fuerte rivalidad con el prelado de la diócesis de Oviedo, Gutierre de Toledo. Juan I se enfrentó con el conde de Noreña en diversas ocasiones, aunque en algunos momentos se mostró con él francamente tolerante. De todos modos, en vísperas de la muerte de Juan I, Alfonso Enríquez estaba en prisión. En otro orden de cosas, es preciso poner de manifiesto que el nuevo rey de Castilla se pronunció, desde el primer momento, a favor de la estrecha alianza que la corona de Castilla mantenía con la monarquía francesa. Esa conexión con el país vecino se tradujo, al poco tiempo, en nuevas campañas marítimas cuyo objetivo básico eran las costas dominadas por los ingleses. Una vez concluida la tregua de Brujas, que se había firmado en 1375, la marina castellana reanudó su ofensiva contra Inglaterra. Un total de ocho galeras se dirigieron a Bretaña, en donde ejercieron un eficaz bloqueo de sus costas, al tiempo que ocuparon, en un ataque nocturno, el castillo de La Roche-Guyon, lo que sucedió el 23 de agosto de 1379. Pero más importante fue la acción emprendida al año siguiente. En el mes de julio de 1380 las galeras que dirigía el almirante de Castilla, Fernán Sánchez de Tovar, tras juntarse en el puerto francés de La Rochela con los barcos que mandaba el almirante francés Jean de Vienne, atacaron la costa sur de la isla de Gran Bretaña. Particularmente notorio fue el saqueo, llevado a cabo por los castellanos, del puerto de Winchelsea. Pedro López de Ayala nos dice de Juan I que era «non grande de cuerpo, é blando, é rubio, é manso, é sosegado, é franco, é de buena consciencia (... ) é avía muchas dolencias». Las miniaturas de la época nos han transmitido una imagen de Juan I en la que éste aparece frágil de cuerpo, pálido y de barba cerrada. De todos modos, lo más significativo es el hecho de que el nuevo rey de Castilla llevó una vida diametralmente opuesta a la de sus antecesores. Por de pronto, el segundo monarca de la dinastía Trastámara en Castilla mostró una absoluta fidelidad conyugal hacia su esposa, lo que contrastaba con las frecuentes aventuras amorosas extraconyugales que habían protagonizado su padre, Enrique 11,y, sobre todo, su abuelo, 54

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Alfonso XI. Juan I deseaba vivir y actuar como un monarca cristiano. Los dos principios básicos en que se asentaba el reino, así lo creía sinceramente Juan I, eran la lealtad y la justicia. La justicia, se dijo en las Cortes de Burgos de 1379, al parecer expresando las propias ideas que sobre dicho asunto tenía el monarca, «es la más noble y alta virtud del mundo, pues por ella se rigen y mantienen los pueblos en paz y en concordia». En verdad, todo hace suponer que Juan I tenía unos sentimientos religiosos muy firmes. Eso explicaría, entre otros factores, su honda preocupación por impulsar la reforma que, sin duda alguna, necesitaba la Iglesia de su tiempo.

La incidencia de la Iglesia

en Castilla

del cisma

En el año 1378 se produjo en el seno de la Cristiandad europea un cisma. Recordemos brevemente cómo se llegó a esa situación. El pontificado se había establecido en la localidad francesa de Avignon en el año 1309. Ahora bien, en la mente de todos estaba el deseo de retornar lo antes posible a Roma. Tras un intento fallido, en el año 1367, del pontífice Urbano V, fue finalmente Gregorio XI el que protagonizó la vuelta a Roma, lo que sucedió en 1377. Al morir Gregorio XI unos meses más tarde, en marzo de 1378, se reunió un cónclave, que eligió papa al arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano, el cual tomó el nombre de Urbano VI. No obstante la actitud autoritaria manifestada por el nuevo pontífice, unida a las circunstancias en que se había producido aquella elección, en particular la presión ejercida desde las calles de Roma, dieron pie a que un considerable número de cardenales abandonasen Roma. Poco después se celebró un nuevo cónclave, en la localidad de Fondi. De él salió elegido papa el cardenal Roberto de Ginebra, que adoptó el nombre de Clemente VII. En el otoño de 1378 este nuevo pontífice parecía el indiscutible vencedor de la contienda, pero el fracaso de su marcha sobre Roma para intentar doblegar a Urbano VI le llevó a instalarse en Avignon. La Iglesia, por lo tanto, tenía dos cabezas. Sin duda 55 Digitized by

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alguna los dos papas se consideraban legítimos, pero para alcanzar sus objetivos necesitaban, inexcusablemente, el apoyo de los poderes políticos. De ahí su preocupación por lograr que las naciones europeas les reconocieran. Cuando surgió el cisma de la Iglesia era rey de Castilla Enrique 11.Inmediatamente, Urbano VI envió un embajador a Castilla, pero el primer Trastámara decidió actuar con suma prudencia. Poco después fue el pontífice aviñonense el que presionó al rey de Castilla. Según todos los indicios en el mes de noviembre del año 1378 tuvo lugar, no se sabe si en Toledo o en Illescas, una reunión a la que asistieron gentes del clero y asesores de Enrique 11,con la finalidad de analizar la situación creada en la Cristiandad. La cabeza visible de aquella reunión era el arzobispo toledano, Pedro Tenorio. Al final se acordó enviar una delegación a Europa, integrada por Rodrigo Bernardo y el confesor del rey de Castilla, Fernando de Illescas, con la misión de obtener información fidedigna sobre la situacjón existente en la Iglesia pero también de entrar en contacto con los reinos vecinos. Poco tiempo después, en mayo del año 1379, murió Enrique II de Castilla. La presión antes ejercida sobre Enrique II se dirigió, a partir de la coronación del nuevo monarca castellano, sobre Juan l. Mientras Urbano VI enviaba a Castilla al obispo de Faenza, Francisco de Urbino, Clemente VII hizo lo propio con el eclesiástico aragonés Pedro de Luna. Este último, persona inteligente y tenaz, logró atraerse a diversos prelados castellanos, entre ellos a Pedro Tenorio. Pese a todo pasaban los meses sin que Castilla tomase una decisión. Ello se debía, en parte, a las negociaciones iniciadas con la finalidad de alcanzar un consenso entre los diversos reinos hispánicos, y sobre todo entre Castilla y Aragón. Muy interesante fue, por ejemplo, la carta enviada, en diciembre de 1379, por Enrique II a Pedro IV de Aragón. En ella el monarca castellano explicaba al Ceremonioso las gestiones que estaba realizando con la finalidad de aclararse en el delicado asunto del cisma. Ahora bien, como quiera que esas negociaciones parecían estancadas, al final se decidió convocar una nueva asamblea en Castilla, de la que se esperaba saliera una resolución defini56

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tiva. Juan I convocó dicha asamblea porque, según lo quemanifiesta el cronista Pedro López de Ayala, «se quería informar de todo este fecho, porque él más sin peligro de su ánima pudiese saber quál parte ternía». La citada asamblea, denominada por los textos de la época de forma un tanto irónica «cónclave», se llevaría a cabo en la villa de Medina del Campo. La inauguración tuvo lugar el día 23 de noviembre del año 1380. A ella asistieron «todos los perlados e letrados de su regno», según el testimonio de López de Ayala, pero también embajadores de Francia e incluso algunos prelados foráneos, como el obispo de Pamplona. El discurso inaugural lo pronunció Pedro de Luna. Luego intervinieron los representantes de ambos pontífices, abriéndose a continuación un animado debate. Asimismo se leyó el informe, un tanto pesimista, redactado por los delegados enviados desde Castilla a la Cristiandad europea algún tiempo atrás, Rodrigo Bernardo y Fernando de Illescas. Finalmente se elaboró un documento, en el que constaban diversas proposiciones, sobre el cual se pidió a un total de treinta y cuatro eclesiásticos, previamente elegidos entre los asistentes a la asamblea, que se pronunciasen. La conclusión de todas las sesiones fue el apoyo, por abrumadora mayoría, a Clemente VII, es decir al pontífice que tenía su sede en la ciudad francesa de Avignon. La resolución adoptada se situaba en la misma línea seguida por Francia, firme aliado de Castilla desde el tratado de Toledo de 1368. Ahora bien, la declaración formal de la obediencia al papa aviñonense no se llevó a cabo hasta varios meses después, en concreto el 19 de mayo del año 1380, en una ceremonia solemne que se celebró en la catedral vieja de Salamanca. En dicho acto se dio lectura, desde el altar mayor, al texto en cuestión, que estaba redactado en latín, si bien Pedro López de Ayala ofrece en su Crónica de Juan I una versión castellana del mismo. En el texto se ponía de manifiesto cómo antes de tomar ninguna decisión se había procedido a reunir toda la información posible: «Hicimos jurar a todos nuestros prelados, maestros en Teología, doctores y otros religiosos y personas de buenas conciencias para que viesen todas las informaciones que nuestros mensajeros habían traído y oyesen y conociesen todas 57

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las alegaciones y testigos que cada una de las partes quisieron alegar de manera que pudiesen aconsejar bien y verdaderamente a nuestra alma y a las almas de nuestros súbditos.» Después de un concienzudo análisis «los dichos prelados, maestros en Teología, doctores y otros religiosos y personas de buenas conciencias fallaron que el primer elegido [Urbano VI] lo fue por fuerza y presión de los romanos, por lo que era intruso, apostático y Anticristo, y que nuestro señor el papa Clemente, séptimo, segundo elegido, era el verdadero papa y vicario de Cristo (... ) [por lo que] mandamos que tengáis a Clemente VII por papa verdadero y vicario de Cristo y que obedezcáis a don Pedro, cardenal de Aragón, como legado de dicho papa». La comunicación oficial al reino de aquel acuerdo se llevó a cabo unos días después, en concreto el 31 de mayo. Por su parte el citado Pedro de Luna, como premio a la decisión tomada por la corona de Castilla, otorgó importantes concesiones a las universidades allí existentes, la de Salamanca, en donde fueron completados los estudios de Teología, y la de Valladolid, en donde se autorizó la práctica de la anatomía en cadáveres humanos, punto de arranque de los estudios de Medicina.

Las aspiraciones al trono portugués: el fracaso de Aljubarrota El problema más agudo con que hubo de enfrentarse Juan I tuvo que ver con el vecino reino de Portugal. Hay que tener en cuenta que el monarca lusitano Fernando I, temeroso de la fuerza que había alcanzado la corona de Castilla, apostó por la alianza con el duque de Lancaster, el cual, como sabemos, reclamaba el trono castellano, debido a su matrimonio con Constanza, una hija de Pedro I, el rey derrotado por Enrique 11.En julio del año 1380 el rey de Portugal y el duque de Lancaster, Juan de Gante, firmaban un acuerdo, en el que se estipulaba que los soldados ingleses irían a tierras lusitanas para, desde allí, invadir Castilla. Al lado del bando anglo-portugués se encontraban los emperogilados, es decir los antiguos partidarios del rey Pedro I, muchos de los cuales habían busca58

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barcos y los prisioneros hechos en la batalla naval de Saltes, pero a cambio se acordó el matrimonio de Beatriz con el segundo hijo habido por Juan I de su mujer Leonor, el infante Fernando, que había venido a este mundo en 1380. Daba la impresión de que con ese proyectado matrimonio se pretendía garantizar la separación de las coronas de Castilla y Portugal. En cualquier caso la paz de Elvas suponía, sin lugar a dudas, un rotundo éxito para Castilla. Ahora bien, el fallecimiento de Leonor de Aragón, la esposa de Juan I de Castilla, suceso que tuvo lugar el 13 de septiembre de 1382, modificó totalmente el panorama. El poeta Alfonso Álvarez de Villasandino escribió unos hermosos versos para la tumba de la reina Leonor, los cuales comienzan así: Aquí yas Doña Leonor, Reina de muy grant cordura, Una santa criatura, Que murió en el fervor Deste mundo engañador Lleno de mucha amargura: A la qual por su mesura Sea Dios perdonador. El Consejo Real de Castilla, reunido a finales de aquel año, propuso que Juan I, viudo de su primera esposa, casara directamente con la infanta portuguesa Beatriz. En abril del año siguiente, 1383, se firmaron las capitulaciones matrimoniales y el 30 de ese mismo mes tenían lugar los desposorios entre Juan I de Castilla y la joven Beatriz de Portugal, que contaba en aquel momento con diez años de edad. Así se expresa López de Ayala a propósito de este acontecimiento: «El rey de Castilla, luego que supo que su casamiento estaba firmado, se alegró mucho y mandó aparejar todas las cosas necesarias para las bodas y envió por prelados, señores y caballeros que habían de ir con él.» Las bodas reales se celebraron, con toda solemnidad, en la catedral de Badajoz, el día 13 de mayo de 1383. En el mes de octubre del año 1383 moría el rey de Portugal, Fernando l. Aq~el acontecimiento dio paso a la irrupción, en tie60

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do refugio en Inglaterra. Asimismo, es preciso señalar que la joven infanta Beatriz, nacida en el año 1373, hija única de Fernando I, y por lo tanto heredera de su trono, era una de las piezas clave de aquel acuerdo. Con anterioridad se había proyectado un posible matrimonio entre Beatriz y el heredero de la corona de Castilla, el infante Enrique, mas en el acuerdo de 1380 se produjo un notable giro, al acordar un enlace entre la infanta portuguesa y un sobrino del duque de Lancaster. Paralelamente, el rey lusitano se pronunció, en la cuestión del cisma, a favor del pontífice romano, Urbano VI. Ahora bien, Juan I de Castilla decidió tomar la iniciativa. Contaba a su favor, entre otros factores, la presencia en su reino de los hijos de Inés de Castro, segunda esposa que fue del posterior rey de Portugal Pedro I, dama cuya vida, que acabó de forma trágica en el año 1355, tiene un carácter semilegendario. En el verano del año 1381 el almirante Fernán Sánchez de Tovar logró una espectacular victoria naval sobre los portugueses frente a la localidad de Saltes. Recordemos el testimonio transmitido por el cronista López de Ayala: «En estos días (... ) llegaron al Rey Don Juan nuevas cómo Don Fernán Sánchez de Tovar, su Almirante mayor de Castilla, con diez é siete galeas que fueron armadas en Sevilla, peleara con la flota del Rey de Portogal, que eran veinte é tres galeas, cerca de Saltes, é que la desbaratara». Aquella batalla, como ha señalado Luis Suárez, «fue un episodio decisivo que aseguró a los castellanos el dominio del mar». Poco tiempo después llegaban a Portugal tropas inglesas, al mando del conde de Cambridge. En el mes de septiembre de ese mismo año, 1381, tuvieron lugar los desposorios de la infanta lusitana Beatriz con el pariente del duque de Lancaster. No obstante, el panorama se fue oscureciendo en los meses siguientes, tanto para los ingleses establecidos en Portugal, como para los lusitanos. En ese contexto se reforzó la presión militar ejercida por el rey de Castilla. La situación desembocó, en agosto de 1382, en la firma, en la ciudad lusitana de Elvas, de un acuerdo castellano-portugués, que suponía un viraje espectacular en las relaciones entre ambos reinos. Castilla devolvía las plazas que tenía ocupadas en Portugal, así como los 59

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rras portuguesas, de lo que la historiografía lusitana conoce como la crisis de 1383. La esposa del fallecido Fernando I, que también se llamaba Leonor, se puso al frente de la regencia. Ahora bien, Juan I de Castilla, al tener noticia de la muerte del monarca lusitano, decidió adoptar el título de rey de Portugal. Un mes después, es decir, en noviembre, acordó intervenir en tierras portuguesas, pese a la opinión contraria de algunos de sus consejeros. Por de pronto reconoció a la regente, Leonor, que era su suegra en aquellos momentos, al tiempo que la pidió que proclamara soberana del país lusitano a Beatriz. Leonor accedió a la solicitud del monarca castellano. Ahora bien, la respuesta de los portugueses no fue precisamente muy favorable a los deseos de Juan I de Castilla. Por las calles de Lisboa circulaban gentes amotinadas, pertenecientes ante todo al pueblo menudo, las cuales actuaban al grito de guerra de «muerte a los castellanos». El 13 de diciembre de 1383 Juan I de Castilla entró, al frente de un pequeño ejército, en la localidad de Guarda. Paralelamente el maestre de Avis, don Joao, personaje en torno al cual se fue aglutinando el movimiento de oposición al rey de Castilla, se reunía con los oficios y el común en Lisboa. El mencionado maestre fue nombrado en aquella asamblea defensor del reino. Muy poco después, concretamente el 20 de diciembre del año 1383, Juan I tomó la decisión de conquistar por la fuerza el reino de Portugal. Apenas unos días más tarde, a mediados de enero de 1384, el monarca castellano entraba triunfalmente en la ciudad de Santarem. De hecho, había dado comienzo la guerra civil en Portugal. Ciertamente un importante sector de la alta nobleza lusitana apoyaba a Juan I de Castilla, pero en el bando opuesto se alineaba, aparte de amplios sectores populares, la burguesía de la zona marítima portuguesa, entiéndase básicamente la de las ciudades de Oporto y de Lisboa. La mencionada burguesía, firme aliada de los ingleses, no quería de ningún modo el triunfo del bloque castellano, pues lo consideraba totalmente contrario a sus intereses. En el mes de febrero las tropas castellanas prosiguieron su camino. Su objetivo final era, lógicamente, la ciudad de Lisboa. En el mes de marzo se iniciaba el cerco de dicha ciudad. Los soldados de Juan I fueron derrotados por los soldados 61

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portugueses que dirigía Nun Alvares Pereira en la batalla de los Atoleiros, que se produjo el día 6 de abril. Pero ese fracaso, que apenas tuvo consecuencias, fue compensado con otros éxitos, entre los que pueden recordarse la ocupación de las localidades de Óbidos, Alemquer y Torres Yedras. Simultáneamente, la marina castellana cerró la entrada al estuario del Tajo, lo que provocó gran alarma en Lisboa. Ahora bien, ciudades como Évora, Coimbra y Oporto eran puntos fuertes del bando que capitaneaba el maestre de Avis. A finales de mayo de 1384 los castellanos decidieron lanzar un ataque directo contra Lisboa, pero finalmente, en parte como consecuencia del rebrote de la epidemia de peste, tuvieron que retirarse, lo que aconteció en el mes de septiembre. Pese a todo, la posición de Juan I, castigado tanto por su endeble salud como por la falta de fondos económicos suficientes, seguía siendo fuerte. El panorama, no obstante, sufrió un giro espectacular en el año 1385. El primer paso fue la proclamación de Joao de Avis como rey de Portugal, lo que tuvo lugar en una asamblea reunida en la ciudad de Coimbra el día 6 de abril. Con esa decisión se creaba una nueva dinastía en el reino vecino. Mientras tanto la ofensiva militar castellana parecía hallarse en estado de parálisis. En mayo de 1385 se produjo un choque entre castellanos y portugueses en las proximidades de Trancoso, del que salieron claros vencedores los lusitanos. Juan I de Castilla tenía dos posibles salidas, o el repliegue o lanzarse a la batalla decisiva. Al final se optó por esta última solución. El hecho de armas decisivo se produjo en el mes de agosto del citado año 1385. Nos referimos a la batalla de Aljubarrota. Recordemos el relato que hizo López de Ayala del final de aquella batalla: «E la batalla así comenzada, los de la avanguarda de Portogal tenían grand aventaja, ca todos, con ayuda de los peones que tenían en las sus alas peleaban con la avanguarda de Castilla sola, é los de las dos alas de Castilla non peleaban, ca non pudieron pasar los valles qye tenían delante.» Los obstáculos naturales que hallaron los soldados castellanos contribuyeron, sin duda, al desastre. Muy importante fue la actuación del caballero portugués Nun Alvares Pereira. Pero no hay que olvidar el papel decisivo que desempeñaron en dicho 62

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combate los arqueros ingleses, aliados del maestre de Avis. En Aljubarrota murieron cientos de combatientes castellanos. Juan I, cuyo estado de salud era muy delicado, pudo escapar a duras penas del desastre. Asimismo es oportuno recordar, por otra parte, que en el campo de batalla perecieron muchos destacados magnates castellanos, entre ellos Pedro González de Mendoza, Diego Gómez Manrique, Juan Fernández de Tovar, Diego Gómez Sarmiento y Juan Ramírez de Arellano, pero también numerosos nobles lusitanos que habían peleado en el bando de Juan l. Otros fueron hechos prisioneros, como Pedro López de Ayala, el cual, en los cerca de tres años que permaneció retenido por los portugueses, escribió parte de su importante obra Rimado de Palacio. Aljubarrota no sólo hundió las aspiraciones de Juan I sobre Portugal sino que puso en peligro la indiscutible hegemonía que la corona de Castilla había logrado establecer, desde años atrás, sobre los diversos reinos de la península Ibérica. Si contemplamos aquel suceso desde otras perspectivas hay que señalar que Aljubarrota se convertirá, andando el tiempo, en el emblema por excelencia del nacionalismo portugués, particularmente dirigido contra Castilla y lo castellano.

La invasión

del duque de Lancaster

Aljubarrota tuvo consecuencias muy graves. La mayoría de las localidades portuguesas que había ocupado el ejército castellano en sus anteriores campañas se perdió. Paralelamente crecían las dificultades en el comercio atlántico, debido, ante todo, a la actuación de la piratería inglesa. En las Cortes de Valladolid, que comenzaron a finales del mes de noviembre de 1385, Juan I, que desde el día siguiente al desastre de Aljubarrota no abandonab~ las vestiduras de luto, hizo pública confesión de arrepentimiento. «Yen esto tenemos que erramos a Dios primeramente y cargamos nuestra conciencia no haciendo aquello que estábamos y estamos obligados a hacer.» Pero el riesgo más grave que se cernía sobre Castilla provenía del duque de Lancaster, el cual, después de Aljubarrota, decidió poner en marcha la invasión del reino de Juan 1, del que se de63

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claraba monarca legítimo. La monarquía inglesa, por su parte, firmó, en la primavera del año 1386, un acuerdo con los portugueses, al tiempo que animaba al duque de Lancaster a llevar a cabo sus proyectos. A comienzos de julio de 1386 salieron del puerto inglés de Plymouth los navíos del pretendiente inglés, en los que iban embarcados unos 7.000 combatientes. Tras desembarcar en La Coruña el ejército invasor llegó a Santiago de Compostela, en donde se proclamó a Urbano VI como verdadero papa y, al parecer, se entronizó como arzobispo al emperogilado Juan Gutiérrez, hasta entonces obispo de la ciudad francesa de Dax. En teoría el duque de Lancaster dominaba, al concluir el verano de 1386, el territorio de Galicia. Desde finales de agosto la sede de Juan de Gante era la ciudad de Orense. Sin embargo ya había encontrado en algunos lugares fuertes resistencias, como la que tuvo por escenario la villa de Ribadeo. Por lo demás la proyectada ofensiva lancasteriana sobre las tierras de la Meseta norte se iba dilatando. En el bando contrario, Juan I puso en marcha dos estrategias simultáneas. Por una parte organizó un plan de defensa, reforzando las guarniciones de las ciudades y villas principales, como León, Benavente, Zamora y Valladolid. Pero al mismo tiempo envió, en octubre de 1386, una embajada al duque de Lancaster. Los delegados de Juan I repitieron ante Juan de Gante los argumentos que, según ellos, demostraban la legitimidad del monarca castellano. De todos modos aquella embajada no logró ningún resultado. Es más, el duque de Lancaster estrechó su alianza con el rey de Portugal, Joao de Avís, el cual, además de ofrecerle ayuda militar para sus próximas campañas contra las tierras de la cuenca del Duero, aceptó su casamiento con Felipa de Lancaster, una hija del inglés. Poco después, Juan I aprovechó la reunión de Cortes que tuvo lugar en la ciudad de Segovia, en noviembre del año 1386, para dirigirse al reino en un brillante alegato, en el que, aparte de defender sus inequívocos derechos al trono de Castilla, rechazaba con la mayor rotundidad las aspiraciones del duque de Lancaster. El discurso contenía, sin duda alguna, manifestaciones de xenofobia anti-inglesa. Recordemos algunos de sus más significativos párrafos: 64

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«Siempre comunalmente esta gente de los ingleses, después que fueron christianos, rrebelaron algunas vezes contra la Yglesia (... ) e ffueron (... ) siempre ayudadores e dieron favor en las ~ismas que ffueron en la Yglesia de Dios( ... ) por lo qual Dios les puso ~iertas manzillas en sus cuerpos (... ); los ingleses siempre fueron favorables a las más guerras injustas que son acaescidas entre christianos, non temiendo a Dios nin curando de ál salvo de querer levar las cosas con orgullo e con sobervia; este duque de Alencastre (... ) ha trabtado e trata de cada día con el Rey de Granada e con los moros nuestros vezinos.» Hay que poner de manifiesto que Juan I había procurado por todos los medios consolidar la defensa de sus principales villas y ciudades. El duque de Lancaster, que de día en día se encontraba más desanimado, tras unir sus tropas con las enviadas por el monarca lusitano, reanudó la marcha hacia el interior de Castilla en el mes de marzo de 1387. Su primer éxito fue la conquista de Alcañices, acontecimiento fechado el 27 de marzo. El ejército de Juan I de Castilla ocupaba una línea que se extendía desde León hasta Zamora, con puntos básicos en Valencia de don Juan, Villalpando y Castroverde, y dos avanzadas en Astorga y Benavente. Paralelamente, las guerrillas actuaban poniendo obstáculos, sobre todo en lo que se refería a los abastecimientos, al ejército anglo-portugués. ¿Qué camino iban a tomar las tropas de Juan de Gante? En principio, parecía que se preparaban para atacar Zamora, pero cambiaron el rumbo con dirección hacia la villa de Benavente. Al frente de esa villa, que poseía unas murallas casi inexpugnables, se hallaba el magnate Álvar Pérez Osorio. El asedio de aquella plaza por los ingleses no dio frutos, pero las aldeas del entorno sufrieron grandes daños. Así lo pone de manifiesto un documento del año 1400 en el que se recuerda lo mucho que sufrió esa tierra «por el aversario del rregno de Portogal e del duque de Lencastre al tiempo que la tovieron ~ercada en manera que en las aldeas e lugares della non quedaron una casa en fiesta e todos los moradores desta villa e de su tierra quedaron muy pobres e muy danificados de todos los ganados e bienes que avían en tanto que vinieron a muy gran pobreza e mengua». 65

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De todos modos, la imposibilidad de ocupar Benavente motivó que el ejército del duque de Lancaster cambiara su ruta hacia el sur, aproximándose a la localidad de Valderas. El adelantado de León, Pedro Suárez de Quiñones, que defendía aquella plaza, capituló ante los ingleses. Mas la reacción de los cerca de 400 vecinos de aquella modesta villa fue, a todas luces, ejemplar. No sólo rechazaron la capitulación sino que, tras derramar el vino y quemar sus víveres, huyeron con lo que pudieron llevarse. El duque de Lancaster, profundamente disgustado, ordenó el saqueo de la villa. Valderas, no obstante, pasó a convertirse en un símbolo, como ha apuntado Luis Suárez. La actuación de sus habitantes significaba que el pueblo de la corona de Castilla no aceptaba de ningún modo al duque de Lancaster como rey. Antes de reconocer a un príncipe extranjero preferían perderlo todo. Ni que decir tiene que Juan de Gante aprendió aquella lección. De ahí que, tras el suceso de Valderas, su intención era abandonar la escena castellana y regresar a Portugal. La solución militar resultaba prácticamente inviable. La situación aún se agravó más ·por los desastrosos efectos que causó la pestilencia en las tropas inglesas. El duque de Lancaster prefería, sin duda alguna, alcanzar un acuerdo con su adversario, Juan I de Castilla. Después de arduas y prolijas negociaciones se llegó al tratado de Bayona, suscrito por ambas partes, los castellanos y los lancasterianos, en el mes de julio de 1388. La primera de las cláusulas de dicho tratado establecía el matrimonio de Enrique, el heredero de la corona de Castilla, con Catalina, hija del duque de Lancaster y de su esposa Constanza. De esa forma se ponía fin a la larga pugna que se venía sosteniendo desde tiempo atrás por alcanzar la legitimidad en cuanto a los derechos a la corona. Las arras de Catalina las constituían las ciudades de Soria, Almazán y Atienza, cuyas rentas cobraría. El duque de Lancaster y su esposa, por su parte, recibían una importante indemnización, al tiempo que se otorgaban a Constanza las rentas de diversos señoríos, aunque éstos siguieran dentro del realengo. Asimismo se decretaba el perdón para los emperogilados, es decir los partidarios de Pedro I de Castilla. 66

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La boda entre el infante Enrique y la inglesa Catalina de Lancaster tuvo lugar en Palencia, en el mes de septiembre de 1388. En vísperas del matrimonio, Enrique fue proclamado príncipe de Asturias. El clima de paz que se vivía entre Castilla e Inglaterra se trasladó también al escenario marítimo. En efecto, unos meses después, en junio de 1389, se firmaron en la localidad inglesa de Leulingham unas treguas, que afectaban a Inglaterra, Francia, Castilla y Escocia. Portugal, en cambio, no se sumó a esos acuerdos. Dichas treguas, pensadas en principio para los tres años siguientes, suponían la apertura de una nueva etapa de paz en el ámbito marítimo del canal de la Mancha. Castilla salió notablemente beneficiada de aquellas treguas, pues gracias a ellas el comercio con Flandes, libre de las acciones piráticas que había sufrido los años anteriores, pudo prosperar. No obstante, apenas un año después, en octubre de 1390, Juan I, cuyo estado de salud había sido muy precario