Los limites de la comunidad : [las criticas comunitaristas y neoaristotelicas al programa moderno] 9788425909269, 8425909260

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Los limites de la comunidad : [las criticas comunitaristas y neoaristotelicas al programa moderno]
 9788425909269, 8425909260

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CARLOS TfflEBAUT

LOS LIMITES DE LA COMUNIDAD (LAS CRITICAS COMUNITARISTAS Y NEOARISTOTELICAS AL PROGRAMA MODERNO)

CENTRO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES M A D RID, 1992

Colección: «El D erecho y la justicia» Dirigida por Elias D íaz

Reservados todos los derechos

Centro de Estudios Constitucionales ELIAS DIAZ

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ÑIPO: 005-92-032-0 ISBN: 84-259-0926-0 Depósito Legal: M-40055 - 1992 Imprime: Biblos Industria Gráfica, S. L.

INDICE PRESENTACION............................................................................. 11 CAPITULO PRIMERO CONTRA EL LIBERALISMO: NEOARISTOTELISMOS Y COMUNITARISMO ... 19 La simplificación de las éticas m odernas................... 25 La inseparabilidad de lo bueno y lo ju sto .................. 36 No hay un yo sin atributos.............................................. 47 Comunidad homogénea vs. sociedad compleja......... 53 CAPITULO SEGUNDO NUESTRO NUEVO RETRATO MORAL: CHARLES TA Y LO R........................................................ 65 Las formas del bien y el .realismo ético ...................... 66 Por una historia de la subjetividad m o ral..................... 78 Los lenguajes de la moral m oderna............................... 91 CAPITULO TERCERO TRADICION Y CONTRAMODERNIDAD: ALASDAIR MACINTYRE.............................................. 103 Tradición como anti-ilustración..................................... 108 Pluralismo lingüístico-moral: un contraargumento... 122 Una subjetividad moral post-tradicional....................... 133 9

CAPITULO CUARTO LAS AMBIGÜEDADES DEL COMUNITARISMO Comunitarismo y liberalismo: conservadurismo y progresism o...................................................................... Neutralidad pública y particularidad del b ie n ........... Identidad compleja y singularidad política.................

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CAPITULO QUINTO A MODO DE APENDICE: LOS LIMITES DEL PROCEDIMENTALISMO EN LA REFORMULACION DEL PROGRAMA ETICO MODERNO...................................................................... De nuevo Kant: de norma a principio, de principio a proceso............................................................................ De nuevo Hegel: los contenidos de la modernidad... La pragmatización del proyecto liberal y los varios rostros de la razón práctica...........................................

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BIBLIOGRAFIA............................................................................ INDICE DE AUTORES C IT A D O S..........................................

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PRESENTACION El debate del comunitarismo que se presenta y discute parcialmen­ te en este volumen abarca todo un conjunto de críticas contemporá­ neas a la vigencia del proyecto moderno y liberal en ética y en Filosofía política. Ese proyecto ha tenido reformulaciones recientes que se apo­ yan en la tradición de Locke, Rousseau y Kant, ya sea como actuali­ zaciones de la teoría del contrato social y de las teorías de la elección social aplicadas a la filosofía política (como son los casos de Rawls, Buchanan o Gauthier), ya sea en los últimos quiebros dialógicos y dis­ cursivos de la filosofía crítica (como acontece con Apel o Habermas). El movimiento de crítica comunitarista y neoaristotélica a estas teo­ rías que aquí se debate tiene múltiples facetas y motivos: más que una polémica localizada en uno de los campos o subcampos de la filosofía práctica parece recorrerlos todos por entero y afecta desde la caracte­ rización metafilosófica del propio discurso (¿qué filosofía se practica y cómo?) hasta algunas discusiones específicas y concretas respecto a qué leyes son legítimas y por qué en un momento histórico y en una comunidad dada cuando existen en la misma diferentes concepciones morales y culturales. Frente a la pretensión de imparcialidad que defi­ ne la autocomprensión de las teorías de la justicia o de la racionalidad práctica de corte liberal, los comunitaristas y neoaristotélicos discu­ ten los supuestos privilegios de esa neutralidad y argumentan que toda teoría está cultural y contextualmente determinada. También estará his­ tóricamente determinado, por consiguiente, el punto de vista liberal 11

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mismo contra lo que parece pretender su reclamada universalidad y formalidad que quiere abarcar y subsumir a todos los individuos par­ ticulares y a todos sus proyectos de vida diferenciados, a todas sus distintas ideas de bien. El contextual ismo de este nuevo combate contra el programa libe­ ral (y sus efectos colaterales de historicismo, relativismo, etc.) ha re­ novado su fuerza en los últimos años y, como se verá, ha acumulado buenos argumentos de su parte. Este trabajo presentará, en su primer capítulo, el carácter general de estas críticas y, frente a un contraata­ que usual por parte de los planteamientos liberales, argumentará que no todo neoaristotelismo ni todo comunitarismo es un planteamiento regresivo —tanto en términos políticos como en términos teóricos— con respecto al proyecto normativo de la modernidad que se concreta en el programa liberal. Es más, estas críticas pueden tener también en parte el mismo efecto positivo sobre el proyecto moderno que tu­ vieron las críticas románticas a la ilustración —de las que, en muchos momentos, parecen ser una revisión actualizada— y pueden profundi­ zar y modificar para mejor la autocomprensión que el proyecto liberal tiene de sí mismo. Todo ello está claro, por ejemplo, en la revisión de la metodología formalista y en el giro pragmatizante del último Rawls o en los nuevos acentos hegelianos de los recientes desarrollos de la ética discursiva por parte de Habermas, revisiones y acentos que se presentan y discuten en el último capítulo. Algunos autores comunitaristas pretenden, también, que sus análisis dan mejor razón de un con­ junto de ideas y valores modernos, como la de solidaridad, ¡deas que el pensamiento liberal deja en la sombra y con las que es necesario complementarlo en el mundo actual. Estas consideraciones, positivas hacia el comunitarismo, hilvanan una primera reflexión que recorre diversos momentos de este volumen en lo que cabría llamar la verdad del comunitarismo. A esos efectos, se establecerá aquí una conexión directa, aunque compleja, entre las posiciones neoaristotélicas y las comunitaristas. Permítaseme una breve nota de advertencia al respecto. En el capítulo primero —capítulo que tiene un carácter introductorio y panorámico— se señala que ambas posiciones no son idénticas ni obedecen a los mis­ mos problemas, pero que las dos tendrían efectos similares en la revi­ sión del proyecto liberal. No creo, en efecto, acertada la tendencia a asimilar el rótulo de neoaristotelismo a las críticas contramodemas (como las de los conservadores alemanes), mientras que el de comu­ nitarismo se reserva para posiciones vinculadas a una continuación pro­ gresiva del proyecto democrático moderno (como las de muchos liberales, en el sentido de socialdemócratas, americanos). Creo que 12

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existen, también, posiciones comunitaristas conservadoras, de las que daremos cuenta, y aquí se refieren también algunas críticas de que­ rencia aristotélica que no coinciden con los postulados políticos del conservadurismo contemporáneo. Los mapas políticos y los teóricos no son siempre idénticos y, en cualquier caso, los dos tipos de carto­ grafías son muy complejos y cambiantes. Pero que las críticas comunitaristas no sean necesariamente regre­ sivas no significa, sin embargo, que sean tan inmediatamente progre­ sivas con respecto al programa liberal como algunos de sus adherentes quisieran pensar. A la consideración de la ambigüedad política y teó­ rica de las posiciones que aquí se discuten se dedican los capítulos se­ gundo y cuarto, dedicados a las aportaciones de dos señalados críticos comunitaristas progresistas, como son Charles Taylor y Michael Walzer. De hecho, esa ambivalencia queda claramente patente cuando otro señalado crítico comunitarista y neoaristotélico, como es Alasdair Maclntyre, perfila un proyecto directamente antiilustrado y antimo­ derno. La discusión de ese proyecto tradicionalista tendrá lugar en el tercer capítulo del libro que presenta lo que creo es la crítica central que cabe coherentemente formularle a los planteamientos comunita­ ristas y neoaristotélicos, a saber, que la complejidad moral, social y cultural de las sociedades modernas —la insuperable pluralidad y si­ multaneidad de lenguajes morales no idénticos— hace inevitable for­ mas reflexivas de asunción de valores y normas, formas que por su parte están en el centro mismo de la propuesta normativa de la mo­ dernidad. Eso constituye una segunda reflexión que vertebra diversos mo­ mentos del presente libro, reflexión que cabría denominar ahora la ver­ dad del liberalismo y que tiene efectos, al menos, en un doble plano. En primer lugar, esa verdad del liberalismo frente a las críticas comu­ nitaristas acentúa el carácter históricamente inevitable de los valores y de las estrategias racionales que se encuentran en el corazón del pro­ grama liberal, tales como las ideas de tolerancia, de neutralidad de los espacios públicos, de autonomía de las normas que regulan siste­ mas de interacción en comunidades internamente disímiles, de auto­ nomía moral de los individuos y de su consiguiente e inalienable dignidad. En segundo lugar, esa verdad del liberalismo, y contra lo que muchos sectores de su misma tradición parecen permitirnos pen­ sar, apunta a que la mencionada complejidad social de las sociedades modernas induce formas reflexivas de asunción de valores y requiere una comprensión también reflexiva y compleja de los individuos y de su subjetividad moral. Creo que esto último es crucial en el debate contemporáneo, como 13

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dejan ver las reflexiones de Charles Taylor que se discuten en el capí­ tulo segundo. Si tiene razón la crítica a la comprensión liberal del in­ dividuo que la tacha de formal, desencamada y abstracta, necesitaremos comprender la subjetividad moral como si estuviera siempre ligada a contextos valorativos y culturales previos en los que tienen lugar los procesos de socialización; pero, si tiene razón la idea que acabamos de mencionar según la cual ningún contexto determina normativamente de forma inmediata y no reflexiva los valores privados de un indivi­ duo y aquellos otros que regulan sus interacciones con otros indivi­ duos, entonces las formas en las que se constituye la subjetividad de esos individuos no serán tampoco las de una relación inmediata y no reflexiva con respecto a aquellos contextos culturales en cuyo humus se producen los procesos de socialización y de individuación. La sub­ jetividad moral moderna se articulará en formas complejas," como tam­ bién lo harán las formas de constitución de la individualidad que se ejercitarán en multitud de instituciones y de sistemas de interacción y que reclamarán estrategias teóricas también complejas y plurales para ser cabalmente comprendidas, como apuntaremos en el capítulo ter­ cero. Que esa complejidad y pluralidad se le ha escapado con frecuen­ cia al pensamiento liberal es algo que ya ha sido señalado anteriormente, pero que es este pensamiento el que se encuentra mejor capacitado pa­ ra desarrollarlas cabalmente es algo que aún debe ser discutido y es, precisamente, lo que aquí se sugiere. No se desarrollarán aquí estas últimas reflexiones sobre la consti­ tución de las formas de la subjetividad moderna —cuyo tratamiento filosófico necesita, creo, de otros elementos y contextos— pero se de­ jará ver, al menos, que estos problemas tienen un alcance político na­ da pequeño, alcance que se halla en la base de muchos debates contemporáneos en los que juegan un papel clave parejas de nociones como la de particularismo y cosmopolitismo, diferencia y tolerancia, identidad individual y colectiva, etc. Me doy por satisfecho si se per­ cibe, aunque sea problemáticamente, ese nexo entre lo que podemos decir filosóficamente sobre la constitución de las formas reflexivas y complejas de la subjetividad moderna y el catálogo de cuestiones nor­ mativas urgentes con el que la humanidad puede definir hoy los pro­ blemas centrales a los que se enfrenta. En momentos como los presentes en los que la creciente complejidad del mundo y también su creciente simultaneidad tienden a responderse con procesos restrictivos de sim­ plificación por medio de los cuales se achata aquella complejidad y se anula esta simultaneidad, la idea de que sólo una incrementada com­ plejidad de nuestras estructuras de interacción y de las formas de nuestra subjetividad son adecuadas para responder a los problemas del mun14

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do adquiere un rostro paradójicamente marginal y resistente. Los im­ perativos a veces aparentemente contradictorios de la solidaridad y de la tolerancia —imperativos que definen bipolarmente las dimensiones comunitaria e individual ística de esa subjetividad compleja— son re­ quisitos normativos para abordar los problemas de la humanidad ac­ tual que parecen arrojarse a los márgenes de las consideraciones relevantes, pero son, de hecho, el corazón de cualquier consideración moral del mundo. Sin esa visión moral del mundo el género sólo po­ dría autocomprenderse y comportarse como un autómata, un nuevo Frankenstein ya sin ninguna compasión, y difícilmente podría afron­ tar los problemas que se le plantean a su misma subsistencia. Creo que quedará claro, como he dicho y a pesar de imprecisio­ nes, que mis reflexiones se encaminan a un movimiento de crítica que reconoce una doble verdad, la del liberalismo y la del comunitarismo. La posición de fondo que quisiera defender con esa estrategia es una defensa del proyecto moderno que se enfrente a los rechazos del mis­ mo que quieren declararlo abolido (más que superado) pero que reco­ nozca también la verdad de muchas críticas que se han acertado a formularle. Este libro apunta, pues, a la inevitabilidad de la ilustra­ ción, a la imposibilidad de abdicar de su legado y de algunas de sus intuiciones centrales, hacia lo que nos reclaman y seducen en el pre­ sente no sólo las críticas filosóficas de las que aquí se hablará sino también otros muchos ambiguos signos de los tiempos. Pero como ire­ mos descubriendo, sería colosal ceguera no percibir también toda la inquietante ambigüedad que se encierra en esa doble verdad que he­ mos apuntado. Esa doble verdad es, de hecho, la duplicidad valorativa que anida en el centro de la herencia ética de la modernidad y se define, por una parte, por el imperativo de la solidaridad que procede de aquella visión holista de la sociedad que nos hace corresponsables en ella —tal como aparece en las críticas comunitaristas que reitera­ rían, así, la conciencia ilustrada de los límites de la ilustración individual— y la del imperativo de la tolerancia, por otra, que en la tradición liberal nace de la conciencia de las diferencias entre los indi­ viduos y del respeto a su autonomía y dignidad. Creo que quedará claro que ambos imperativos no siempre son coherentes por lo que a su gé­ nesis teórica respecta, como por otro lado testimoniarían la doble vin­ culación a Rousseau y a Locke que las dos verdades mencionadas com­ portan, pero confío que también pueda percibirse que sólo estarán a la altura de las circunstancias aquellos discursos prácticos que los con­ jugan con igual categoricidad. El título del libro juega a varias bandas. Frente a la crítica comunitarista y aristotélica que ha subrayado los límites de las éticas mo15

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demas y de sus propuestas racionalistas, se quiere recordar que también la noción de comunidad tiene sus limitaciones. En concreto, se quiere sugerir que esa noción comunitarista se queda corta, dada su densa homogeneidad, para comprender el núcleo teórico y práctico que es más relevante en la consideración del presente: las formas complejas de la subjetividad moderna y las formas complejas de los sistemas so­ ciales de interacción. Frente a los límites del liberalismo es necesario considerar también los de la comunidad para que la crítica de aquél y de sus cegueras no nos haga recaer en el foso ciego de un «nuevo antiguo régimen». La doble verdad de la que antes hablábamos es tam­ bién, por lo tanto, un doble límite. José María González, amigo a quien le agradezco múltiples suge­ rencias a partir de su detallada lectura del manuscrito, me mencionó la existencia de un libro de idéntico título al presente del sociólogo cultural y cultivador de la antropología filosófica Helmut Plessner. Plessner publicó en 1924 un volumen que denominó Die Grenzen der Gemeinschaft. Desconozco el contenido de ese libro, pero quisiera pen­ sar que su conciencia de los límites de la comunidad tiene que ver con su inquietud por las formas de construcción de una identidad sobre supuestos no tradicionalistas. Otros trabajos posteriores de Plessner (Die verspátete Nation) se dedicaron a una indagación sobre las for­ mas retardadas de la identidad alemana y sobre las disfúnciones que ello había producido. Su clara apuesta por una constitución democrá­ tica de la identidad nacional se validó en su resistencia a la barbarie nazi bajo la que fué perseguido y de la que tuvo que emigrar: la crítica a las formas patológicas del nacionalismo y de la cultura alemanas tu­ vo que ver con una reflexión a la que no le pudieron faltar intereses y compromisos políticos. Quisiera pensar que este libro tiene conti­ nuidad con aquellas inquietudes democráticas de Plessner. Dada la pujante contemporaneidad del debate que aquí se recoge, estas páginas habrán de ser tanto una primera presentación de las cues­ tiones y de las posiciones en juego como una intervención en la polé­ mica. Lo primero fuerza, a veces, a precisiones y referencias secundarias que probablemente perderán vigencia de aquí a poco pero que son, creo, indicios relevantes en la actual definición del topos del debate y lo segundo hace soportable, al menos en lo que a términos personales se refiere, el alzado de esa cartografía conceptual que, co­ mo toda presentación, puede a veces hacerse tediosa si no tenemos un particular interés que nos guíe a través de la misma. Es pertinente hacer notar, por último —y sin que ello suponga por mi parte exculpa­ ción anticipada de todo lo que probablemente se revele en breve como imprecisión o titubeo—, que esos dos rasgos del libro, su carácter de 16

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presentación y de intervención, hacen de él sólo un trabajo académico de marcha, de camino, y alejan cualquier pretensión de síntesis, de originalidad, de exhaustividad o de sistema. Parte de los materiales de este libro han aparecido, con anteriori­ dad a esta versión,' en algunas revistas especializadas. Empleé parte del capítulo primero en mi colaboración, «Neoaristotelismos contem­ poráneos», en la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. En ese ca­ pítulo se encuentran incorporadas, también, algunas reflexiones que aparecieron en una presentación de los primeros momentos del debate en «De nuevo, criticando al liberalismo», de la revista Arbor, 503-504 (1987). El capítulo segundo apareció, con escasas modificaciones, bajo el título «Charles Taylor o la mejora de nuestro retrato moral» en Isegoría, 4 (Octubre 1991) págs 122-152, y una versión anterior del ca­ pítulo quinto lo hizo con el título «Los límites del procedimentalismo» enDaimon, 1 (1989) págs. 113-131. Los otros textos, y de formas di­ versas, han sido presentados en seminarios y cursos en el desarrollo de los cuales recibí numerosas sugerencias en la Universidad de la La­ guna, la Autónoma Metropolitana de México, los Cursos de Verano de la Universidad de Granada y en el Seminario de Filosofía Política del Instituto de Filosofía. La Comunidad de Madrid apoyó una estan­ cia en la New School for Social Research de Nueva York en el curso de la cual pude recoger material diverso para el presente libro y dis­ cutir sobre el terreno algunos extremos del comunitarismo america­ no. Agradezco a todas esas instituciones su apoyo, pero sobre todo agradezco a los participantes en esas sesiones sus críticas y sus suge­ rencias. Quisiera también dejar constancia de la inestimable y eficaz ayuda de Julia García Maza desde el Servicio de Documentación del Instituto de Filosofía. Madrid, Marzo de 1992

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C A PIT U L O PRIM ERO

CONTRA E L LIBER A LISM O : N EO A R ISTO TELISM O S Y CO M U N ITA RISM O La filosofía moral y política de los años setenta se caracterizó en gran medida por el proyecto de reformulación del proyecto normativo de la modernidad y del liberalismo con estrategias racionalistas y cognitivistas que definían «el punto de vista moral» y en las que resaltaba una básica impronta ilustrada y kantiana. El constructivismo ético, el neocontractualismo o las éticas dialógicas son claro ejemplo de ese pro­ grama. En los ochenta, por el contrario, pareció acentuarse la con­ ciencia de los límites de aquel proyecto racionalista, y se señalaron bien su ineficacia, bien los supuestos materiales y normativos que sub­ yacen a todo procedimentalismo (y que, frente a su autosupuesta neu­ tralidad, evidenciarían su carácter necesariamente partidario), bien algunas de sus inconsistencias internas. Con estas críticas parece ha­ berse recogido parte de la herencia de la crítica romántica a Kant y a la Ilustración y, al igual que acontecía en grandes sectores de aque­ lla crítica, se vuelven a oponer ahora pragmática, retórica y giro tex­ tual a razonamiento y concepto, historia y tradición a validez del acto o del momento de la argumentación, comunidad y socialidad a indivi­ duo e individualismo. El final de década trajo, por lo tanto, un cierto regreso al mundo de vida moral, al reino de la Sittlichkeit, ya sea con los mencionados acentos neorrománticos, ya con otras formas más clá­ sicas de búsqueda en la tradición y la historia de una moral sustantiva 19

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frente a lo que ahora se considera la irremediable vaciedad de los procedimentalismos éticos modernos. Mas no hay que mirar muy lejos para reconocer, por otra parte, que esas críticas no son escandalosamente novedosas, pues se reali­ zan en las huellas de muchas otras que se han venido reiterando a lo largo de las últimas décadas: también se dio un peculiar retomo a Aris­ tóteles (y a Hegel) como forma de crítica a los planteamientos racio­ nalistas modernos en el postheideggerianismo, tanto en los planteamientos hermeneúticos de Hans Georg Gadamer, como en el peculiar retorno al aristotelismo político en el clasicismo de Hannah Arendt. Y una crítica al racionalismo moderno se produce también con el retorno a la filosofía política clásica y a su racionalismo sustantivo en la obra de Strauss. A su vez, como testimonian de manera diversa los trabajos de Philippa Foot o Stuart Hampshire, ta búsqueda de una ética normativa sustantiva, que surge ahora como reacción a la vacie­ dad de los procedimentalismos, aparecía ya en décadas anteriores en la forma de una reacción interna contra el excesivo sesgo metaético de la filosofía analítica en cuyo seno, y en reacción también a la falta de pensamientos éticos normativos, nacieron algunos de los plantea­ mientos ahora criticados, como ejemplifica el caso de John Rawls. A pesar de que no sean nuevas las críticas recientes a las recons­ trucciones racionalistas de la ética y del punto de vista moral, quizá posean un rasgo peculiar: parecen alumbrarse con una cierta concien­ cia de la fragmentariedad del presente (aunque sólo sea en nuestra in­ capacidad para formular teorías globales y de largo alcance sobre la sociedad y sus problemas) que nos recuerda el tiempo romántico; o, por decirlo de otra manera, un nuevo romanticismo parece casi inevi­ table 1 y, si ello fuera así —ha propuesto recientemente Stanley Cavell— haríamos bien en ser conscientes de ese hecho para prose­ guir, sin ocultamientos, a partir de sus puntos inconclusos. Cavell quiere evitar con tal maniobra neorromántica la inevitabilidad de las solucio­ nes escépticas ante el fracaso del programa racionalista kantiano y su propuesta es que debemos «centrarnos de nuevo en lo ordinario» (y que en americano podría querer decir, para él, recuperar a Emer­ son) 2. Esa propuesta tiene un peculiar sesgo interno a la cultura nor1 Cfr. Nancy Rosemblum, Another Liberaiism. Romanticism and the Reconstruction o f Liberal Thought, Cambridge, M ass., Harvard Univcrsity Press, 1987. Como el título señala, Rosemblum se afana por recuperar la crítica romántica al liberalis­ mo; en algún momento quiere mostrar cómo también el contextualismo comunitarista podría ser recuperado en la reconstrucción del proyecto liberal (cfr. p. 188). 2 Cavell, In Quest o f the Ordinary. Lines o f Skepticism and Romanticism, Chi­ cago, The University o f Chicago Press, 1988, p. 52 s.

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teamericana y posee no poco de wittgensteiniano más que de estrictamente romántico (o sería casi como la secreta sugerencia de alguna vinculación entre Wittgenstein y un cierto romanticismo). No obstante, y junto a esa posible filiación romántica (o para el caso tam­ bién hegeliana) de las críticas contra las formulaciones racionalistas o cognitivistas (sean éstas constructivistas, neocontractualistas o neoutilitaristas), cabe sugerir que el tono que con más claridad se deja tras­ lucir en la mayoría de ellas sea una cierta querencia aristotélica, aun­ que de un aristotelismo que se acerca a Hegel en las posiciones comunitaristas y que acentúa su carácter antiformalista. Esa querencia de la crítica a los programas de las éticas modernas está presente de ma­ nera diversa en las culturas filosóficas anglosajona y alemana en las que el debate que referimos está teniendo lugar 3. En la filosofía ale­ mana la querencia aristotélica de la crítica a la modernidad tiene un especial acento político antimodemo, mientras que por diversas razo­ nes, entre las que se encuentran la menor presencia en la filosofía de lengua inglesa de las críticas políticas a la ilustración de la filosofía romántica continental (Hegel, pero no sólo él) o una cierta mayor pre­ sencia de una lectura analítico-epistémica, y no histórico-política. de Aristóteles en esa cultura filosófica 4, la recuperación del clásico grie3 Giovanni Giorgini, «Crick, Hampshire and Maclntyre or does an English speaking Neo-aristotelianism exist?». Praxis International. 9 , 3 (1989) 249-271, ha ar­ güido también recientemente a favor de no confundir el «neoaristotelismo» anglosa­ jón con el germano. Me apresuro a señalar que no todas las críticas a los programas modernos poseen este sesgo aristotelizantc, aunque pudieran suponer, por su parte un reclamo al regreso a un mundo de vida moral. Ejemplo de ello, por ejemplo, sería el trabajo más neohegeliano de Seyla Benhabib, Critique. N om i and Utopia. New York, Columbia University Press, 1986; no obstante, y más recientemente, Benha­ bib no ha rechazado cierta alineación con otros autores neoarístotélicos americanos: C fr., «In the shadow o f Aristotlc and Hegel: Communicative Ethics and Current Con­ troversias in Practical Philosophy», The Philosophical Forum. XXI, 1-2 (1989-90) 1-31. Véase también la crítica no aristotélica de Albrecht Wellmer a la ética discursi­ va habermasiana y a sus sesgos cognitivos formalistas en Ethik und D ialog, Frankfurt, Suhrkamp, 1986. C fr., no obstante, el comentario a este último intento por par­ te de Alessandro Ferrara («Critica! Theory and its Discontents: On Wellmcr’s Criti­ que o f Habermas» en Praxis International, 8 (1989) 305-320). Ferrara, por su parte, sí ha querido criticar el programa habermasiano desde una posición de querencias aristotélicas, tal com o se expresa en su trabajo «On Phroncsis», Praxis International. 7 (1987) 246-267, y en «A Critique o f Habermas ‘D is k u r s e th ik T e lo s , 64 (1985) 45-74. 4 Un ejemplo de los años setenta en el que se aprecia, tras posiciones más clara­ mente humeanas, una querencia arístotelizante en la crítica a Kant es el de Philippa Foot, «Morality as a System o f Hypothetical Impcratives» en Virtues and Fices and Other Essays in Moral Philosophy. Oxford, Basil Blackwell, 1978. Esa querencia apa­ rece en primer plano, por su parte, en la crítica de John McDowell a tal ensayo en

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go en las filosofías anglosajonas tiene ana posición menos políticamente marcada. Los diversos neoaristotelismos pueden propugnar, así, clara y agre­ sivamente un rechazo de la filosofía moderna, pero también pueden construirse en modalidades suaves que no renuncien a alguna asun­ ción del programa moderno, aunque no sea en sus versiones ilustra­ das más fuertes. De esa manera, no habría sólo neo —(paleo)— aristotelismos, como serían todos aquellos que quisieran reinstaurar la lectura contramodema de Aristóteles 5, sino también aristotelismos renovados que quisieran, por el contrario, recuperar con Aristóteles alguna reflexión postilustrada sobre el mundo de vida moral moderno y sus conflictos. Los primeros han sido los que han acaparado la de­ nominación dura de «neoaristotelismo», y se han visto asociados, so­ bre todo en Alemania, a un conjunto de tesis no sólo teóricas sino también políticas acerca de las alternativas a lo que se considera orde­ naciones políticas caducas de la modernidad, el liberalismo, el socia­ lismo o la socialdemocracia. En ese primer grupo germano, en el que habría que incluir a Robert Spaemann, Eric Vogelin o Joachim Ritter, las críticas al proyecto liberal racionalista asumen un carácter conser­ vador explícito y, por ello, debieran diferenciarse cuidadosamente de las de otros aristotelismos de origen también germano, pero desarro­ llados por los emigrados a Estados Unidos, tales como los de Hannah Arendt o Leo Strauss, y de los que no cabe decir que participen de similares planteamientos antimodernos. Los neoaristotelismos renovados tienen un perfil más desdibujado y fluido, y estarían vinculados, por el contrario, a esas diversas pro«Are Moral Requirements Hypoihctical Imperatives?», Proceedings o f ihc Aristotelian Society, vol. 52 (1978) 13-29. M cDowell explícitamente vincula ahí una idea de virtud aristotélica (tema que no trataremos aquí) a un contenido racional y cognos­ citivo, tal como aparece también en «Virtue and Rcason», The Monist, 62 (1979) 3 3 1-350. Quizá lo más atractivo de la propuesta de este autor sea la conexión entre esas preocupaciones sobre fondo aristotélico con una interpretación intensamente wittgensteiniana. La conexión entre el aristotelismo y la perspectiva de Wittgenstein en la filosofía analítica —sobre la que volveremos— se comenta en 0. Guariglia, «El múl­ tiple Aristóteles. Una visión de la filosofía práctica aristotélica desde la problemática contemporánea», ¡segoria. 1 (1990) 85-103, donde se comentan también —a los efec­ tos de esta nota— los trabajos más clásicos de Anscombc y de Kcnny. N o obstante, el Wittgenstein ahí emparentado con Aristóteles sería el del Tractatus y no, como en M cDowell. el posterior. El útil volumen colectivo editado por Amélie Oksenberg Rorty, Essays on A ristotle's Eihics (Berkeley, Univ. o f California Press, 1980) reco­ g e trabajos representativos de la scholarship anglosajona sobre la ética aristotélica. 5 Tal acontece, como veremos, en algunas críticas alemanas. C fr., por ejemplo, R. Spaemann, Glück uad Wohlwollen. Versuch ttber Ethik. Stuttgart. 1989, donde se sustituye la idea moderna de justicia por la idea clásica de benevolencia.

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puestas políticas modernas y podrían quizá, considerarse, por lo tan­ to, insertos en un proyecto de reconducción del proyecto moderno (como acontece con Charles Taylor y Michael Walzer). Aunque estos aristoteiismos renovados, cercanos como iremos viendo a formas no antimodemas de comunitarismo, son un producto casi en exclusiva nor­ teamericano, también entre la filosofía anglosajona se producen re­ gresos a Aristóteles que, como los movimientos germanos que acabamos de mencionar, militan en un frente de crítica frontal al proyecto mo­ derno, tal como acontece en el caso de Alasdair Maclntyre. El perfil político de este grupo anglosajón es también diverso, y aunque poda­ mos encontrar en algunos de ellos —como en el autor que acabamos de mencionar— añoranzas de una comunidad orgánica premodema, en general las tesis epistemológicas, éticas y políticas de estos neoaristotélicos anglosajones no se presentan directamente como críticas conservadoras y, lo que es más, algunas lo hacen como críticas explí­ citamente progresistas y liberales contra las insuficiencias o la falta de radicalidad de los programas filosóficos, éticos y políticos de la modernidad. Este capítulo se centrará más en este segundo tipo de críticas, que constituyen un activo frente de discusión de la filosofía anglosajona contemporánea, pero es necesario antes dar alguna noticia sesgada de las primeras que son las que, como hemos dicho, han acaparado en su mayor parte la denominación de origen «neoaristotel ismo» y las que constituyeron el núcleo duro de un conjunto de reflexiones anti mo­ dernas procedentes, sobre todo, de las illas neoconservadoras alema­ nas. Hans Schnádelbach 6 ha acentuado ese carácter neoconservador de las tesis neoaristotélicas dada la «ideología de la phrónesis» de esas posiciones. Con tal ideología, que acentúa la particularidad de los con­ textos de razonamiento práctico —argumenta— se debilita la univer­ salidad de la pretensión racional de verdad que era un elemento central de la razón de ser de las éticas emancipatorias modernas. Ese retomo a la particularidad antiuniversalista supondría una recaída de la ética en el ethos, en las formas de moralidad concreta, y con ella se negaría cualquier noción ética más allá del horizonte de una sociedad dada en un momento histórico dado. Así, el fundamental neoconservadurismo de la perspectiva neoaristotélica, que conduce a reducir toda ética po­ lítica a una moralidad de las instituciones y a encerrar coherentemen­ te la ética individual en el ámbito privatístico, se revelará en la crítica a toda utopía y en el rechazo de una fundamentación última y extra­ moral para la ética, pues lo bueno está ya-siempre sólo en este mun6 «Was ist Neoaristotclismus?» en W. Kuhlman (ed.). Moralilát uiid SiuHchkeit, Frankfurt, Suhrkamp, 1986, pp. 4 0 o .. 54 ss.

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do. La preocupación de Schnádelbach se centra, pues, en el rechazo neoaristotélico de un momento teórico que pudiera diferenciarse de las moralidades existentes y que pudiera servirles, así, de contrapunto crítico, de lugar de distancias correctoras. Ese lugar, el de los princi­ pios morales, es el que la modernidad diseñó con la pretensión de uni­ versalidad que caracteriza la reflexión ética moderna y que, desde Kant, tornó la phrónesis y su particularidad o su contextualismo en el juicio práctico de una razón universalizadora. Aunque con ello pueda pen­ sarse que Schnádelbach abre la puerta para una lectura crítica de la fi­ losofía aristotélica de la phrónesis y de sus límites, y aunque señale que no todas las tesis centrales del neoaristotelismo (como el entender la teoría sólo desde la práctica o el diferenciar entre praxis y poiesis) han de conducir necesariamente a fundamentar tesis neoconservadoras, su crítica a las obras de Joachim Ritter, Robert Spaemann o Hans Joñas sitúan su análisis del neoaristotelismo sobre un suelo casi exclu­ sivamente germano y lo vinculan a los movimientos conservadores de la República Federal de los últimos años. Tal vez esa localización específica del neoaristotelismo duro ana­ lizado por Schnádelbach lo acerca a un neoconservadurismo más es­ trictamente a lo Burke 7. Hemos ya sugerido que ese acercamiento de algunas tesis del neoaristotelismo duro a otras que provienen directa­ mente del conservadurismo clásico —como la primacía de la tradición sobre la argumentación racional en la definición de la noción de bien, o el poner en primer plano concepciones teleológicas de la racionali­ dad práctica—no debiera hacernos confundir con tal conservadurismo clásico otro conjunto de críticas más recientes, más insospechadas y más específicamente anglosajonas como si fueran tout court análisis neoconservadores o contramodemos. Ciertamente, junto al caso refe­ rido de Maclntyre, existen también en el contexto anglosajón autores y análisis que vinculan esa crítica al programa moderno con posicio­ nes conservadoras en filosofía política (como acontece con algunos aná­ lisis comunitaristas de Bellah, Sandel, Barber o Sullivan y que mencionaremos más tarde), pero quisiera argumentar, de entrada, que esas vinculaciones no implican que todas las posiciones de las diver­ sas críticas teóricas al programa moderno hayan de conducir necesa­ riamente a suscribir tesis políticas conservadoras. Tal vez, como algunos promotores de las posiciones comunitaristas sostienen, pudiéramos en­ contrar en ellas una forma de crítica interna a ese programa, necesaria 7 A sí lo ha sugerido H. Passerin d ’Entréves, «Aristotle or Burke?», Praxis In­ ternational, 7 ,3 /4 (1987/88) 238-243 quien, no obstante, amplía la nómina de neoaristotélicos estrictos hasta extremos excesivos.

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para solventar algunos de sus más claros déficits. En ulteriores capí­ tulos volveremos nuestra crítica contra estas posiciones por medio de una discusión más detenida de algunas tesis comunitaristas de Charles Taylor, Michael Walzer y Alasdair Maclntyre para descubrir lo que en la presentación denominamos la verdad del liberalismo, pero en este primer acercamiento subrayaremos las razones que abonan lo que denominamos la verdad del comunitarismo. Podríamos resumir la discusión de los supuestos filosóficos de las críticas comunitaristas y neoaristotélicas en cuatro grandes grupos de problemas que pueden servimos de guía teórica en el bosque cuyo mapa estamos comenzando a trazar: (a) podemos fijamos en un primer ni­ vel epistémico que abarca las definiciones del punto de vista ético y, consiguientemente, las concepciones de la filosofía que practican las filosofías modernas y las críticas comunitaristas y neoaristotélicas; (b) en un nivel de teoría normativa o ética, nos centraremos en la crítica neoaristotélica a la separación moderna entre lo justo y lo bueno; (c) en tercer lugar, respecto a la concepción de la individualidad moral, analizaremos la crítica a la concepción del sujeto en el pensamiento moral y político del liberalismo; por último, (d) y en términos de cul­ tura moral, consideraremos la propuesta de una idea fuerte de comu­ nidad con la que los comunitaristas y neoaristotélicos critican los supuestos liberales de análisis de la sociedad. Anticipábamos antes que la reiteración de las críticas románticas parecía ser un denominador común del presente, y cabe señalar ahora que la ambigüedad misma del romanticismo y de toda su gama de reac­ ción, conservación y revolución, parece estarse también fraguando y reproduciendo en el ajuste de cuentas que supone lo que se ha deno­ minado la nueva querella de los antiguos y los modernos. Esa ambi­ güedad irá apareciendo en los planteamientos multifacéticos de la crítica que se desplegarán en esta primera presentación y la analizaremos de manera más sistemática en capítulos ulteriores. La simplificación de las éticas modernas Un núcleo inicial de problemas que ponen de relieve las posicio­ nes neoaristotélicas y comunitaristas que comentamos, pero que se ex­ presa de forma temática sobre todo en las reflexiones filosóficas del neoarístotelismo ético, se refiere a la definición del punto de vista moral, y una primera tesis que a ese respecto mantendrían esas posiciones es lo que cabría denominar la subdetenninación filosófico racional de lo moral. Esa tesis sostiene que los programas filosóficos de la mo25

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dernidad, basados en la idea de razón práctica y, por lo tanto, en la equivalencia entre razón y moralidad no alcanzan a definir ni a deter­ minar la amplitud, la textura o la profundidad de la esfera moral hu­ mana 8. Frente a la perspectiva más exclusivamente racionalista acerca de las nociones de virtud y de bien, como la que le es tradicio­ nalmente atribuida a la teoría platónica, los acercamientos neoaristotélicos propondrán que toda definición del bien ha de realizarse internamente a la acción humana misma, en términos que den cuenta de su pluralidad y de su complejidad, y no desde un programa filosó­ fico externo a esa acción. Por decirlo con palabras de Bernard Wi­ lliams 9, los límites de la filosofía moderna racionalista sesgan nuestra concepción de esa vida moral hasta extremos distorsionadores y ha­ cen de nuestra idea de «moralidad» sólo un conjunto de mandatos y obligaciones. Lós límites de la filosofía se analizan, en concreto, co­ mo los límites de las perspectivas utilitaristas y kantianas contra las que Williams había ya polemizado en trabajos anteriores l0. Como la reconvención hamletiana le recordaba a Horacio, el mundo moral, se argumenta, es siempre más amplio y complejo de lo que dejan ver los límites ensoñados por esas teorías racionalistas. Williams ampliará, incluso, su crítica para incluir también en ella los intentos de definir un único fundamento u orden de explicaciones á la vida moral como acontece, en su perspectiva, con las filosofías aristotélicas duras que encuentran en una concepción teleológica de la naturaleza humana el basamento de una ética. Son diversas las razones que movilizan las críticas a las teorías ra­ cionalistas de lo moral y esas razones abarcan campos muy diversos en el análisis de la conducta moral y de sus posibles fundamentos. Po­ demos hacer un esfuerzo de síntesis y recorrer cuatro órdenes de ra­ zones que se esgrimen en momentos diversos de las críticas neoaristotélicas y comunitarists al proyecto moderno, razones que están presentes en diversos grados en cada pensador: (a) se rechaza, en pri8 Esta ¡dea de los límites de la Filosofía práctica racional a la hora de analizar la moralidad no es sólo tema de posiciones neoaristotélicas y aparece también en otras críticas al programa cognitivista moderno. Véase, por ejemplo, Richard Rorty Conlingency, Irony and Solidarity. Cambridge, Cambridge University Press, 1989, espe­ cialmente en su primera parte, que, como un pragmatismo renovado, es otra posición que se acerca también a este camino de regreso al mundo de la vida moral que co­ mentamos. 9 Ethics and the Limits o f Philosophy, Cambridge, M ass., Harvard Univ. Press, 1985. 10 Utilitaranism: For and Against, Cambridge, Cambridge Univ. Press, 1973, y Moral Luck. Cambridge, Cambridge Univ. Press, 1981.

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mer lugar, el modelo deontológico de la racionalidad práctica moder­ na y se quiere mostrar la superioridad de los modelos teleológicos; (b) en segundo lugar, se subraya la preeminencia de las formas de lá sensibilidad moral frente al acento en la racionalidad del cognitivismo ético moderno; (c) en tercer lugar, se pone en primer plano el carácter imprescindible del juicio y su carácter contextual; por último, (d) y en cuarto lugar, se acentúa el carácter material, histórico y cultural de los valores y de los criterios de valoración morales. Ciertamente no todos los autores que mencionaremos suscriben todos esos tipos de crítica, ni siquiera todos lo hacen de similar manera, pero en ellos se resumen, en mi opinión, los rasgos filosóficos genéricos del movi­ miento que comentamos. Diversos autores neoaristotélicos y comunitaristas han querido cla­ rificar sus posiciones perfilando lo que consideran los límites de la con­ cepción deontológica de la racionalidad práctica. Se alude, como es obvio, a las filosofías neokantianas o a lo que de reiteración del pro­ grama criticista en ética aparece en las propuestas neocontractualistas, como la rawlsiana, o en las propuestas de la ética discursiva. Así, los análisis de Maclntyre en Tras la virtud 11 pivotan, en una parte sustancial, sobre lo que se considera el desastroso olvido de la matriz teleológica de las éticas clásicas que advino con el fin del deismo en la modernidad. Una vez que la acción moral de los hombres se desliga de las finalidades naturales de la acción al surgir las filosofías moder­ nas, argumenta Maclntyre, pierde sentido toda noción sustantiva de bondad y la dimensión moral se ha de hacer abstracta y desencarnada. Tal concepción deontológica de la racionalidad práctica, opina el filó­ sofo escocés, nos deja paradójicamente inermes ante el escepticismo y ante el emotivismo, que son dos reacciones típicas producto de los límites que se constatan en una razón práctica que ha perdido sus asi­ deros. Tesis similares sostendrá un crítico comunitarista, Michael Sandel12, para quien los planteamientos rawlsianos al dar prioridad a lo justo sobre lo bueno y al privilegiar una noción desencarnada de la subjetividad moral conducen a un liberalismo deontológico, que aun­ que quiera matizarse con el empirismo de Hume, reincide en los lími­ tes de los planteamientos kantianos. Esos límites son, como hemos 11 Tras la virtud, Barcelona, Crítica, trad. de A. Valcárccl, 1988 (orig. de 1981). He comentado esta obra con algún detenimiento en Cabe Aristóteles, Madrid, Visor, 1988, pp. 3S-69, donde podrán hallarse indicaciones bibliográficas secundarias más detalladas. 12 Liberalism and the Limits ofJustice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

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sugerido, los mismos que la crítica romántica señaló en el programa criticista: vaciedad de la perspectiva ética alcanzada, ineficacia de los procedimientos propuestos, inutilidad de los principios descubiertos. La concepción teleológica de la racionalidad práctica aparece, así, de la mano de una crítica a la racionalidad deontológica de las éticas kantianas. En oposición a éstas y a su rechazo del eudemonismo, Maclntyre conecta la bondad (y la validez) de un juicio ético con los bienes consustanciales a aquellas prácticas que una comunidad define como virtuosas; es decir, ha de ubicar su análisis teleológico de la acción moral en el marco social y tradicional que suministran las prácticas virtuosas y no en nociones iusnaturalistas abstractas. Pero, la inesta­ bilidad de estos planteamientos en un mundo donde ninguna cultura moral puede reclamar, más allá de toda duda, firmeza y claridad, le conducirán a una naturalización de su noción de tradición que sirve como sustituto funcional de aquellas nociones metafísicas del iusnaturalismo clásico l3. Sandel, por su parte, criticará en términos socioló­ gicos, como tendremos ocasión de ver, el deontologismo rawlsiano en tanto fundamento de un individualismo que, para su perspectiva comunitarista, es insostenible pues olvida los valores que articulan la autocomprensión moral de una sociedad dada, valores sólo a partir de los cuales los individuos pueden constituirse como sujetos morales. San­ del reitera y resume los análisis centrales de Maclntyre al diagnosticar los irremediables males de la ilustración y la modernidad cuando se­ ñala que [a] diferencia de las concepciones clásicas [...] el universo de la ética deontológica es un lugar vacío de sentido inherente [...] Só­ lo en un universo vacío de télos, tal como afirma la filosofía y la ciencia del siglo XVII, es posible concebir a un sujeto separado y anterior a sus propósitos y fines [...] Cuando ni la naturaleza ni el cosmos suministran un orden de sentidos, queda en manos de los individuos solos el construir por sí mismos tal sentido. Eso expli­ caría la prominencia del contractualismo [...) I4. La cita recoge con claridad, creo, la concepción devaluada del pro­ grama de las éticas modernas que se sostiene por parte de algunas crí­ ticas comunitaristas. Decimos devaluada porque se elude poner en primer plano los valores que el programa moderno considera su razón 13 Podría, no obstante, pensarse que no toda aproximación teleológica a la ac­ ción moral ha de acudir a esos supuestos metafísicos o a esa naturalización de una cultura moral dada. C fr., C. Thicbaut (1988) 107-129. '■» Sandel (1982), p. 175.

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de ser frente a las éticas clásicas: las ideas de autonomía y de igualdad de los individuos, de diferencia y de tolerancia, sobre las que la mo­ dernidad basó su fuerza, están ausentes del retrato que se nos presen­ ta. No obstante, otros autores —como Taylor— que también critican la vaciedad en la que cae el deontologismo al prescindir de los conte­ nidos morales sustantivos por medio de los cuales nos constituimos como sujetos morales serán mucho más matizados a la hora de esta­ blecer ese diagnóstico. Taylor intentará mostrar, como veremos en el próximo capítulo, que los valores sustantivos de las éticas deontológicas (como la noción ética de dignidad, de autonomía, de individualis­ mo, etc.) se configuran también como parte irrenunciable de nuestra propia identidad aunque lo hagan no sin inducir muchos de los con­ flictos en los que se teje nuestra estofa moral postilustrada. El segundo conjunto de razones que mueven a la crítica a los pro­ gramas racionalistas modernos (y, en concreto, a los programas kantia­ nos) se refiere a una cierta reivindicación de la sensibilidad moral e incluye desde el argumento para-humeano de que la perspectiva racio­ nal kantiana no puede dar cuenta de la complejidad del sentido moral, de los sentimientos morales o de los deseos, como ha argumentado Philippa Foot15, hasta la formulación de un contraargumento frente a la tesis kantianas que acusan a toda definición de los problemas éticos del presente en tales términos de sensibilidad o de emociones de incurrir en una concepción heterónoma de lo m orall6. Es importante notar que este rechazo a los programas cognitivistas fuertes no es patrimonio exclusivo de las críticas aristotelizantes o co­ munitarias, como pueden ejemplificar los trabajos de la tradición de la filosofía alemana de Ernst Tugendhatl7, y de la teoría crítica de Albrecht W ellmer18 o Seyla Benhabib l9, pero los análisis antes referi­ dos de Williams, o el acento que Martha Nussbaum ha puesto sobre las dimensiones sensibles de las formas de racionalidad moral en el pro­ grama aristotélico20, hacen de esta cuestión un lugar común de los planteamientos que estamos analizando. Esta coincidencia de pensado­ res procedentes de la tradición de la filosofía europea y de otros que '5 Foot (1978). 16 Como, por ejemplo, L. A. Blum, Friendship, Altniism and Morality, Londres, Routledgc, 1980. 17 Problemas de Etica, Barcelona, Crítica, 1984. 18 Ethik und Dialog, Frankfurt, Suhrkamp, 1986. 19 Critique, Norm and Utopia, N. York, Columbia Univ. Press, 1986. í° Love's knowledge, Oxford, Oxford Univ. Press, 1990, pp. 54-105. Cfr. tam­ bién «Aristotelian Social Democracy» en R.B. Douglass, G. M. Mara y H. S. Richardson (eds.) Liberalism and the Good, N. York, Routledge, 1990, pp. 203-252.

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surgen de las tradiciones postanalísticas anglosajonas en la crítica al ex­ cesivo peso del cognitivismo de las éticas modernas (crítica que, como examinaremos en el último capítulo, ha tenido sus efectos en las refor­ mulaciones de éstas últimas) es un lugar de problemático acercamien­ to, en alguna franja de tierra de nadie filosófica, de algunos teóricos críticos a posiciones cercanas al comunitarismo. El tercer orden de razones que se esgrimen en el rechazo de las pers­ pectivas racionalistas o cognitivistas se refiere a las dificultades de apli­ cación dé los principios o normas que se alcanzan en las estrategias neokantianas y estrictamente deontológicas a problemas y situaciones morales específicas. Se argumenta, así, que esos principios descono­ cen las particularidades contextúales y valorativas que son relevantes a la hora de definir una cuestión moral, son incapaces de dar cuenta de los conflictos entre principios y no alcanzan a iluminar las decisio­ nes y conflictos concretos de los individuos. Se pone, de esta manera, de relieve lo que se considera incapacidad de la filosofía racionalista para definir cuáles pudieran ser la cuestiones moralmente pertinentes y relevantes tanto en el ámbito privado como en el discurso público21. El acento sobre el carácter contextual de los juicios prácticos, y consi­ guientemente, sobre el tejido específico de una cultural moral dada, no es, tampoco, característica exclusiva de los pensadores neoaristotélicos y es, en concreto, un tema que se reitera recientemente como elemento de crítica a los modelos procedimentalistas (como el de la ética discur­ siva o los neocontractualistas) que había aparecido anteriormente en los planteamientos hermenéuticos de Hans Georg Gadamer. También los diversos análisis de Victoria Camps 22, o los ya citados de Benhabib y Ferrara, son muestra del lugar preeminente que está adquiriendo la consideración de la forma contextual y particularista que revisten los juicios prácticos, sólo por los cuales (y no en la definición a priori o acontextual de un punto de vista ético) —se argumenta— podemos cali­ brar qué y cómo es moral. Ese acento en las formas particularistas del juicio moral —que emplea el modelo de la phrónesis aristotélica, que exige modelos no deductivos de razonamiento y que pone en jaque el lugar prioritario o fundante de los principios éticos— subraya el carác­ ter siempre moral-sustantivo de los criterios y de las formas de valora­ ción y ha permitido ser presentado como una mirada aristotélica que

21 Williams (1981) pp. 1-39. Beiner, Política! Judgement. Chicago, The Univ. o f Chicago Press, 1983, y «Do W e Need a Philosophical Ethics? Theory, Prudence and the Primacy o f Ethos», The Philosophical Forum, X X , 3 (1989) 230-249. 22 La imaginación ética. Barcelona. Seix Barra!, 1983.

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complemente la formulación de principios éticos en la modernidad 23. El problema al que se dirige tal planteamiento es, como podremos con­ siderar más despacio, el de la mediación entre las formas de la morali­ dad social e histórica que se recoge en la idea hegeliana de Sittlichkeit y la perspectiva ética de los principios de la kantiana Moralitát. En continuidad con esto último, un cuarto conjunto de motivos de crítica contra el programa ético racionalista de la modernidad se refiere a que las teorías liberales modernas pierden de vista, debido su forma­ lismo y a su abstracción, los conceptos morales sustantivos que de he­ cho empleamos en el desarrollo de nuestra vida moral, como son las definiciones morales densas que conllevan siempre implicaciones con­ textúales y hermenéuticas24. Las teorías neocontractualistas, por ejem­ plo, reducen a un único tipo de «hiperbienes» formales y abstractos, como pueden ser la idea de dignidad o de igualdad, la pluralidad de las distinciones cualitativas que empleamos de hecho en nuestro len­ guaje moral, distinciones en virtud de las cuales somos capaces precisa­ mente de definir problemas y de solventar conflictos. Con tales «hiperbienes», como ha argumentado Charles Taylor25, las concepcio­ nes racionalistas de lo moral no alcanzan a dar cuenta de los sistemas racionales de preferencias que de hecho empleamos en nuestros jui­ cios morales concretos. Michael Walzer, otro crítico comunitarista de­ fensor de los supuestos democráticos, ha argumentado también que la única crítica social posible —aquella que, precisamente, parece cons­ tituir uno de los ejes de la concepción ética moderna— ha de estar im­ pregnada de esa sensibilidad hermenéutica contextual que hace del crí­ tico un participante de la misma semántica moral de la comunidad a la que, como el profeta bíblico, critica desde dentro 26. Lo que se consideran, así, déficits del programa moderno raciona­ lista en moral (al menos por lo que a sus versiones más fuertemente cognoscitivas respecta) conducen a algunos autores, como Bemard Wi­ lliams, a constatar que los intentos de generar una ética filosófica que adopte un punto de vista en tercera persona y que posea un carácter universalista desde el que suministrar una justificación del punto de vista 23 Incluso desde el campo liberal y desde lo que Habermas denomina iusnaturalismo metafísico se ha mantenido esta tesis: O. Hdffe, «Universalistische Ethik und Urteilskraft: ein aristotelischer Blick auf Kant», Zeilschrift fiir philosophische Forschung, 44, 4 (1990) 537-563. 24 Esta idea, que aparece en diversos autores neoaristotélicos (Williams [19851 p. 140), está obviamente tomada de la idea de «thick concepts» de Clifford Geertz. 25 Philosphy and the Human Sciences. Phitosphical Papers, 2 , Cambridge, Cam­ bridge Univ. Press, 1985, pp. 230-247; Sources o f the Self. the Making o fM o d e m Identity, Cambridge, M ass., Harvard Univ. Press, 1989, pp. 3-107. 26 Interpretation and Social Criticism, N . York, Basic Books, 1988.

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moral han de asumir platónicamente que el agente reflexivo puede, co­ mo teórico, distanciarse e independizarse de la vida y del carácter moral que está estudiando. El teórico moral, desde su privilegiada perspec­ tiva de tercera persona, podría, así, proponerle o imponerle a la pers­ pectiva del actor en primera persona que juzga y actúa en una vida moral concreta un mandato o un principio moral que habría sido ge­ nerado y justificado externamente a tal vida moral. Esa distancia respecto a las formas morales concretas supone que somos capaces de contemplar las disposiciones morales desde füera, des­ de el punto de vista del universo y, señala Williams, ni la psicología, ni la historia de las reflexiones éticas nos dan mu­ chas razones para pensar que los razonamientos teóricos de ese mo­ mento de fría distancia pueden llegar a establecerse sin cierto sentido de la forma moral del mundo, como el que nos suministran las dis­ posiciones morales cotidianas27*. Así, la cuestión se centra en la posibilidad o la imposibilidad (por no hablar ya de la eficacia, la utilidad o la conveniencia) de adoptar un punto de vista «objetivo», externo, que permita hablar desde fuera del entramado concreto de la vida moral específica. Williams basa en gran medida su argumentación sobre el rechazo de la idea de «objetivi­ dad» moral que le parece está implícita en esa actitud distanciada y ex­ terna que critica. Pero, las razones que esgrime Williams para mostrar la imposibilidad de esa objetividad ética se basan sobre un estricto mo­ delo de objetividad científica, modelo que considera el único posible, y en contraste con el cual se dictamina la imposibilidad de alcanzar una objetividad similar en el ámbito de la moral humana Más, como sa­ bemos, probablemente esa posición que reserva una idea fuerte de ob­ jetividad en exclusividad para la ciencia, y la entiende como convergencia ideal de perspectivas en virtud de un estado de cosas determinado, in­ curra en idealizaciones excesivas. Tales idealizaciones, además de no casarse totalmente con lo que las reflexiones de Kuhn y su escuela han evidenciado acerca del funcionamiento real de los paradigmas y de las prácticas científicas, inducen conocidas malcomprensiones de «lo que no es la ciencia», que se ve arrojado a un terreno de racionalidad con­ fusa. Y, como Thomas Nagel ha argumentado, también parece errado a negarle la ética, en virtud de ese modelo idealizado de objetividad,

27 Williams (1985) p. 110. 2® Williams (1985) pp. 135 ss.

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alguna forma de argumentación desde fuera del punto de vista del suje­ to particular, y consiguientemente alguna forma de objetividad 29. Pero la crítica a la definición externa del punto de vista moral no tiene que conducir, no obstante, al punto de la extremada posición de Williams. La defensa del carácter objetivo de la esfera moral permite otras formas de realismo como la que más recientemente ha propugna­ do Charles Taylor 30 que, como explicaremos en el próximo capítu­ lo, parece referirse, más bien, al carácter de indubitable apelación no relativista que revisten las consideraciones morales. Sabina Lovibond 31, que no es una autora que quepa calificar de neoaristotélica, ha reiterado, por su parte, una argumentación similar y ha recurrido a de­ fender un realismo moral de corte wittgensteiniano en el que el criterio moral aparece a la luz de la «fisionomía» moral de un mundo de vida concreto. Para Lovibond, y en la misma línea de lo que antes recogi­ mos a propósito de Cavell, ese realismo sería necesario, precisamente, como reacción frente a las variantes de no-cognitivismo y de escepti­ cismo a las que conducen los fracasos de los programas éticos anterio­ res 32. Este realismo que emana de subrayar lá forma de vida moral concreta pondría en paralelo a Wittgestein y a Hegel, de manera que Sittlichkeit y forma de vida parecen hermanarse y constituirse. Los riesgos de inmovilidad y de aceptación del mundo moral dado que tal realismo del ethos comporta se ven compensados, en el caso de Lovibond, por el escrutinio crítico de la imaginación. Ésta, con un rol similar al que tenía la capacidad profética en los análisis de Walzer antes citados, nos permite ver en la vida moral fáctica aspectos ocultos a primera vista33. Es significativo que las reflexiones que estamos mencionando acen­ túen el peso del mundo de vida moral a la vez que introducen elemen­ tos que permiten su crítica. La imaginación para Lovibond, el modelo profético para Walzer, o la textura conflictiva y compleja de nuestra identidad moral para Taylor, son posiciones matizadas en las que cabe 29 Además de otras referencias que mencionaremos, véase la recensión de Nagel al libro de Williams en The Journal o f Philosophy, 83 (1986) 351-360. Una críti­ ca similar fue planteada por John M cDowcll, Mind, CXV (1986) 377-386. » Taylor (1989). 21 Realism and Imaginarían in Ethics, Minneapolis, Univ. o f Minnesota Press, 1983. 22 Existiría, por lo tanto, un cierto aire de familia entre la posición de Lovibond y sus razones y las del tratamiento que Kripke realizó del papel de los entramados sociales normativos en Wiugenstein (o en el «el Wittgenstcin que impactó a Kripke»). 22 Lovibond (1983) pp. 195 s. Cfr. para un argumento confluyente, Camps (1983).

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descubrir una sintonía o una analogía con algunos momentos de las teorías éticas modernas, aunque ello sea con todas las matizaciones críticas que estamos mencionando. Un ejemplo, creo que sintomáticamente, de esa posible analogía lo suministra el intento de articular, desde una teoría que tiene claros orígenes kantianos, una visión compleja del punto de vista ético que integre las perspectivas de primera y tercera persona. Reaccionando contra el privilegio epistémico de una vida moral con­ creta Thomas Nagel ha formulado una contracrítica a las teorías neoaristotélicas señalando que se requiere una perspectiva más compleja para dar cuenta de toda la dimensión ética y que debiera contar, tam­ bién, con el carácter transcontextual de los principios. Esa perspecti­ va sería, en el caso de Nagel, la de un razonable eclecticismo y nos vendría suministrada por una «visión doble» que se da a la vez desde el sujeto y su contexto, subjetivamente, y desde fuera dé él, objetiva­ mente y como apelación transcontextual. Esa doble visión nos permi­ tiría pasar desde la primera a la tercera persona y desde ésta a aquella, cambiando nuestra percepción de los problemas y evitando, así, los riesgos de una subjetividad encerrada y ciega en sí misma o de una objetividad sin alma. Creo que no sólo existen paralelismos entre esta visión doble que Nagel quiere introducir en el punto de vista ético, y en la que las perspectivas de primera y tercera persona conjugan sus demandas contrapuestas de subjetividad y objetividad, y algunas de las ideas que, sobre modelos más hermeneúticos, hemos comentado respecto a Walzer, Taylor o Lovibond, sino que también habría para­ lelismos con la idea de «equilibrio reflexivo» con la que John Rawls fundamenta el ejercicio de su teoría de la justicia, en tonos creciente­ mente pragmatizantes y que comentaremos en el quinto y último capí­ tulo de este libro. Nagel pretende, por lo tanto, complementar los innegables fueros de la particularidad con una dimensión trascendente al contexto que él fundamentaría sobre una dimensión objetiva del yo, que tiene resonancias kantianas pues recuerda la dimensión nouménica del proyecto criticista. La complejidad de nuestra vida moral, piensa Nagel, se puede dar porque somos capaces de acceder tanto a la vi­ sión particular, contextual, como objetiva, transcontextual. Las ten­ siones entre esos dos polos explican y articulan todos los problemas cruciales de la filosofía práctica. Si propuestas integradoras como las de Nagel aciertan a definir en términos más adecuados el punto de vista ético, la pregunta ética so­ crática de la que Williams arranca su reflexión en Ethics and the Limits o f Philosophy, pregunta que interroga cuál es la vida buena que hemos de seguir, podría contestarse desde una posición filosófica que no se limitase sólo a la perspectiva interna del sujeto moral que for34

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muía en su mundo concreto y en su comunidad concreta esa pregunta, sino que se podría comprender desde un proyecto liberal renovado que reconoce, eso sí, las tensiones internas que lo hacen aún un proyecto vivo 34. Estas propuestas permitirían comprender que no toda ética puede reducirse al ethos dado de una sociedad en un momento históri­ co. El razonamiento de Nagel parece recordar, que un nuevo entendi­ miento del programa racionalista de las éticas modernas no implicaría tanto que sólo podemos hablar del punto de vista moral desde fuera de la práctica moral del mundo de vida concreto cuanto que si olvida­ mos que existen demandas de universalidad ya implícitas en nuestra moral reducimos esa vida hasta un achatamiento que puede quedar por debajo de las exigencias de nuestro tiempo y de nuestras conductas morales 35. Pero, como argumentaremos al presentar las críticas del comunitarismo a la psicología racional del programa liberal en el pró­ ximos epígrafes, todo ello parece conducir también a mostrar que la subjetividad moral de los individuos no puede reducirse totalmente a los contenidos y las formas de conciencia de la cultura moral que ha­ bitan: la apelación a un elemento «objetivo» en la identidad moral de los sujetos (apelación que en el caso de Nagel tiene fuertes acentos kantianos que apuntan hacia el carácter objetivo de un yo nouménico) permitiría entender en ellos esas demandas de objetividad transcontextuales. Incluso aunque no compartamos el objetivismo kantiano de Nagel, su reflexión parece abrir la posibilidad de entender el punto de vista ético y las formas de la subjetividad moral en términos que no son ni los de una eticidad meramente institucional ni los de una moralidad abstracta y vacía. Es decir, los diversos contendientes en el debate que comentamos acabarían por necesitarse mutuamente, y las demandas de la categoricidad de la razón práctica kantiana se ha­ brían de conjugar con la materialidad contextual del mundo de vida en las formas complejas y reflexivas de la subjetividad moderna. Pero, antes de llegar ahí, la cuestión debatida parece remitirse a cuál es la manera más adecuada de describir el entramado mismo de nuestra moral y en qué grado están presentes en ella aquellas preten­ siones de universalidad que las teorías éticas racionalistas modernas reclamaban como requisito imprescindible del punto de vista moral. El debate nos ha conducido a la siguiente situación: si bien, y por una parte, muchos pensadores comunitaristas y neoaristotélicos acordarían 34 Nagel (1986) pp. 189-207. Cfr. también Nagel, Equality and Partiality, Ox­ ford, Oxford Univ. Press, 1991. 35 Por no mencionar otros problemas cruciales como son las muy debatidas cues­ tiones del relativismo y , en un terreno más metodológico, del realismo moral.

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que las teorías racionalistas modernas formuladas en la estela de Kant no llegan a dar cuenta del entramado concreto de nuestra vida moral y de sus conflictos, algunos de entre ellos (entre los que podríamos contar, de los mencionados, a Lovibond o más claramente a Charles Taylor) no dudarían en señalar que en esa vida moral hay elementos críticos que están ligados a nuestras nociones de autonomía y de justi­ cia, elementos similares a los que se pretendían definir en el progra­ ma moderno de forma racionalista a la hora de establecer un punto de vista moral diferenciado de las moralidades concretas. No obstan­ te, en las críticas a los programas racionalistas modernos en ética — críticas que, por así decirlo, son quizá más antiplatónicas que clara­ mente pro-aristotélicas—, esos autores mencionados, y a diferencia de otros como, por ejemplo, Maclntyre, no suscribirían una concepción específica de las formas del bien sobre la misma plantilla de la pro­ puesta de Aristóteles en el marco de la pólis clásica. Ni cabe retorno a la premodemidad ni probablemente podamos tampoco usar con sen­ tido nociones como las de naturaleza humana con las que se revistió el aristotelismo clásico. Así, cabe decir como conclusión de este pri­ mer epígrafe, que el tono aristotélico y hegelianizante de las críticas al liberalismo, tanto de las estrictamente neoaristotélicas como de las más comunitaristas, aparece, en primer lugar, bajo el rechazo de for­ mas de filosofía moral que se entienden insuficientes para dar cuenta de la complejidad de la vida moral concreta por su sesgo estrictamen­ te cognitivo y racionalista, por su reducción de lo moral a un único tipo de criterios deontológicos y por su intento de definir el punto de vista moral desde fuera de la perspectiva participante de primera persona. La inseparabilidad de lo bueno y lo justo A pesar de la analogía con algunos momentos del proyecto moder­ no y de sus razones, las posiciones como las que hemos recogido ha­ cia el final del epígrafe anterior acentúan, antes que nada, la imposibilidad de dar cuenta del mundo de vida moral en el que nos definimos prácticamente como sujetos morales desde la filosofía ra­ cionalista moderna. Con su reclamo de perspectivas internas a las prác­ ticas morales mismas, esas reflexiones serán más sensibles a las definiciones particulares de lo bueno en ese entramado plural de la vi­ da moral y también implicarán, consiguientemente, la negación de aque­ lla separación entre lo justo y lo bueno de la que parten las éticas racionalistas modernas para definirse como éticas ceñidas a lo univer36

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sal y a lo público 36. Roberto Mangabeira Unger 37, en un trabajo que se encuentra en la base de muchas de las actuales críticas comunitaristas, como la de Michael Sandel, señaló que las teorías liberales tienen que afrontar una doble cuestión que delimita para ellas una situación difícil: por una parte deben generar principios que sean neutrales en relación a los intereses y lenguajes de los individuos si es que las le­ yes de la sociedad han de entenderse como legítimas y, por otra, de­ ben hacer de tales leyes y principios algo específico y determinado (es decir, no neutrales) si es que deben referirse a decisiones o ámbi­ tos de decisión que sean también específicos y determinados. Para Unger ello conducía a una situación aporética pues (argumentaba entonces), el liberalismo era incapaz de construir principios de regulación de la acción que satisficieran esa doble condición de neutralidad no abstracta. El dilema (o los dilemas) de la teoría liberal podrían resumirse en que el intento de huir de la particularidad conduce a una universalidad va­ cía de principios abstractos y el intento de huir de éstos nos lleva de nuevo a una subjetividad particularista. Esa crítica recorre el argumento clásico contra el pensamiento li­ beral al señalar que ese pensamiento o bien expresa unos valores par­ ticulares (los de una comunidad tolerante, por ejemplo), valores que no serían igualmente válidos en otra comunidad distinta (una comuni­ dad religiosa, fundamentalista o intolerante, o una comunidad con otra noción de la persona, de su dignidad y del valor de la cooperación), o bien esos principios son abstractos y no pertenecen a ninguna de ellas, con lo que no serían tampoco válidos en ambas. Por lo tanto, la ¡dea moderna de que se ha de prescindir de toda teoría del bien, pues ésta naufragaría en la particularidad y la heteronomía (por emplear un tér­ mino kantiano) para poder construir una teoría del punto de vista ético como un punto de vista justo e imparcial, se torna ahora un elemento criticado por las posiciones comunitaristas pues, se argumenta, nin­ guna teoría desenraizada de toda idea de bien puede llegar a ser perso­ nal y socialmente pregnante, por no hablar de su inconsistencia metodológica de raíz. Esa crítica plantea al nivel de la teoría de la jus­ ticia la misma discusión sobre la teoría de la racionalidad que antes 36 Un lugar ya clásico para ver la relación liberal entre lo justo y lo bueno —que pensadores neoaristotélicos y comunitaristas rechazarían— sería la doble noción de bien, restringida (vinculada a la idea prioritaria de justicia) y ampliada en John Rawls, A Theory ofJustice, Oxford, Oxford Universtiy Press, 1971, pp. 395-452. Esa pos­ tulación de la prioridad de lo justo sobre lo bueno puede verse reformulada, con acentos que comentaremos en el último capítulo de este libro, en J. Rawls, «The Priority of Right and Ideas of the Good», PhUosophy and Public Affairs, 14, 17 (1988) 251-276. 37 Knowledge and Polítícs, Londres, Macmillan, 1975.

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presentamos: una teoría deontológica que prescinde de toda finalidad, de toda noción teleológica de bien, no es sólo una teoría atravesada de dilemas, sino sencillamente una teoría que no está a la altura de los conflictos y de las necesidades del presente. Alessandro Ferrara ha señalado38 que el debate entre el comunitarismo y el liberalismo ha tenido dos fases: una primera que se mantuvo a un nivel epistémico y otra segunda en la que han pasado más a primer plano cuestiones más relacionadas con la estructura de la esfera pública y, en concreto, la imposibilidad de la neutralidad de la esfera pública. Tendremos oca­ sión de comentar estas cuestiones en el capítulo cuarto del presente libro, pero merece la pena recordar que esa imposibilidad de la neturalidad de las esfera pública estaba ya en la crítica de Maclntyre y se resume en el problema teórico de la inseparabilidad de lo justo y de lo bueno que estamos comentando. Esta era, en efecto, el centro de la aguda e impactante crítica de Alasdair Maclntyre en su obra Tras la virtud, que no es, en primera aproximación, tanto un ataque explícito al pensamiento liberal en tér­ minos políticos, cuanto el intento de articular una lectura neoaristotélica de algunas cuestiones de la ética contemporánea en las que se revelan los límites de la filosofía heredera de la ilustración. Pero, co­ mo podremos analizar en el tercer capítulo, esta crítica se dirige hacia la tesis política del reclamo de la tradición y del lenguaje sustantivo de una comunidad en oposición a la abstracta y vacía neutralidad que el proyecto liberal reclama para el espacio público y para la perspecti­ va de la justicia. No hay, para Maclntyre, ética sin teoría del bien, ni política ni justicia sin un conjunto de supuestos normativos sustan­ tivos (bienes), y el bien debe entenderse como el bien-consustanciala-una práctica, es decir, como un bien que es sólo percibido por la visión interna de un sujeto que practica una actividad que se define como virtuosa. No hay, por lo tanto, bienes abstractos, desligados de prácticas sociales determinadas y de comunidades que valoren y apre­ cien esas prácticas. Por ello, cualquier intento de aprehender el bien fuera de esos contextos (comunitarios, tradicionales, prácticos) con­ ducirá, opina Maclntyre, a inútiles e ineficaces abstracciones y sólo la articulación de prácticas virtuosas le suministra el talante moral a una sociedad. Pero, entonces, la posición neoaristotélica de Maclnty­ re no se halla lejana de una ética de las instituciones de corte hegeliano que, como denunciaba Schnádelbach, acentúa la importancia de las esferas intermedias —las corporaciones o instituciones que vehiculan39 39 «Sul concelo d e communitá liberóle», Seminario de Filosofía Política, Institu­ to de Filosofía, Madrid, Noviembre 1991.

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las tradiciones de las prácticas del bien— que cubren el espacio abier­ to entre el individuo y el Estado. En Maclntyre, pues, la Sittlichkeit le ha vuelto a ganar la partida a la M oralitüt y, como dijimos, la críti­ ca neoaristotélica y comunitarista reitera los argumentos de Hegel contra Kant. En efecto, las propuestas de retorno al mundo de vida moral de querencia aristotélica que comentamos parecen suscribir también los supuestos según los cuales no cabe pensar lo justo si no es como for­ ma del bien y de que éste tiene una irremplazable referencia contex­ tual y concluyen, consiguientemente, que las formas concretas del bien moral, en sus determinaciones históricas y sociales, son las que deter­ minan de hecho el punto de vista ético. Cabe señalar, como insistire­ mos en el capítulo cuarto, que la fase actual del debate tiene un contenido más político y más pegado a la discusión de problemas concretos que afectan a la tolerancia como idea articuladora de la esfera pública. En el curso del debate, Michael Sandel39 ha argumentado que la defen­ sa de la separación de las esferas pública y privada y la defensa de los derechos de privacidad no se ha realizado en los Estados Unidos en base a una doctrina liberal que reconociera en abstracto los men­ cionados derechos. Estos se han aceptado y reconocido en virtud de sus contenidos morales, en virtud de las ideas sustantivas de bien que comportaban. Lo que Sandel razona, en términos teóricos, es precisa­ mente la imposibilidad de separar los contenidos de bien a la hora de comprender las prácticas de justicia de una sociedad. Las tesis epistemológicas de Sandel no se hallan lejanas de algunas que Charles Taylor ha mantenido en diversos trabajos 3940 partiendo de la idea de que los «contrastes cualitativos» entre aquellas cosas que consideramos buenas —así como los que se dan en las razones por las cuales las consideramos tales o entre las diversas maneras en que lo hacemos—constituyen el trasfondo que arma nuestro mundo moral con­ creto, incluidas nuestras nociones de justicia. Sin esos contrastes cua­ litativos no habría lugar para las argumentaciones prácticas, para los juicios de evaluación o para nuestra constitución como sujetos mora­ les. Eso es, razona Taylor, lo que acontece en las reducciones forma­ listas, como las del utilitarismo y el kantismo, las cuales simplifican la integrada complejidad de nuestra vida moral a un único lenguaje 39 «Moral Argument and Liberal Toleration: Abortion and Homosexuality», Ca­ lifornia Law Review, 77, 2 (1989) 521-538. 40 Cfr., de las obras anteriores a Sources o f ihe S e lf(1989), •Atomismo, «The D iversity o f Goods» y •Legitinuuion crisis?» en (1985) 187-210, 230-247 y 248-288. respectivamente.

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deontológico, a un único tipo de criterios o de bienes; éstos se con­ vierten, por lo tanto, más bien en unos «hiperbienes» vacíos, desarti­ culados de los contextos plurales de los que habrían de beber su fuerza normativa. Esa pluralidad de bienes es, también, una pluralidad criteriológica y de interpretaciones del mundo y de nosotros mismos que son «fuentes de nuestra moral», es una pluralidad de estructuras motivacionales y originadoras de actitudes y de comprensiones del bien que está entretejida en la constitución de nuestra identidad moral mo­ derna y que provoca dada su no congruencia, argumenta Taylor, conflic tos irresolubles, auténticos dilemas éticos, que son la cruz que define moralmente nuestra condición. La identidad moral de la modernidad es, pues, conflictiva y muchas veces aporética, pues conflictivas y apo­ réticas son las fuentes en las que se apoya y los lenguajes en los que se expresa, y el afán de introducir claridad geométrica, transparencia no conflictiva, sólo se puede realizar, para Taylor, sobre el supuesto de una radical hipersimplificación. Esa diversidad cualitativa de la idea de bien debería, pues, impli­ car también pluralidad y diversidad en la concepción de las diferentes esferas en las que hemos de aplicar la noción de lo justo, así como un acento sobre la noción de comunidad en la que esas diversas ideas de bien se realizan. Esta llamada de atención hacia la complejidad so­ cial y hacia la pluralidad heterogénea de esferas normativas sociales es el centro del análisis de Spheres ofJustice de Michael Walzer 41. Walzer plantea que los criterios por medio de los cuales se definen los bienes sociales que han de ser objeto de una teoría de la distribu­ ción justa descansan sobre las maneras en las que una sociedad define sus necesidades y se autointerpreta. Los criterios de distribución de­ ben, pues, contextual izarse al tipo de bienes que son objeto de consi­ deración y al tipo de valores diversificados que una sociedad pueda poner enjuego ante cada uno de ellos: los criterios de justicia de una sociedad no son homogéneos en todas las esferas de la realidad social, sino que se modulan en ellas. Con un argumento coincidente con la idea antes mencionada de los «contrastes cualitativos», idea que Tay­ lor empleó en su defensa de una concepción pluralista de lo moral en contraste con la simplificación liberal en unos «hiperbienes» de las di­ mensiones moralmente relevantes, Walzer propone una teoría fuerte­ mente contextualista de la justicia que está muy lejana de los procedimientos de imparcialidad que —como sucede ejemplarmente con el velo de ignorancia rawlsiano— pretenden, por el contrario, des41 Spheres o f Justice. A Defense o f Pluralista and Equality, N . York, Basic Books, 1983. 40

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contextualizar y prescindir de valoraciones e intereses particulares para definir el punto de vista justo como un punto de vista imparcial. Para Walzer los criterios de justicia diferirán, así, en términos materiales y aún en términos formales cuando analizamos bienes tan diversos co­ mo la salud, la educación o la ciudadanía, los cuales exigirían, por así decirlo, teorías parciales de la justicia en las que los criterios de igualdad, de relevancia, etc. dependen de lo que cada una de esas es­ feras comprende. La justicia es, por lo tanto, compleja y esa comple­ jidad depende, fundamentalmente, de los significados valorativos que una sociedad atribuye diferencial mente a las distintas esferas de prác­ ticas sociales y de recursos. Si los principios y la misma idea de justicia dependen en ese grado del entramado de prácticas de valoración de una sociedad dada, care­ cería también de sentido la división moderna entre lo justo (público y universal) y lo bueno (privado y particular). En efecto, lo justo no podría reclamarse en exclusiva del punto de vista universal, metacomunitario, por encima y más allá de las diversas particularidades, sino que encamaría concepciones parti culares y sustantivas de justi­ cia (aunque estas aparezcan en algunos casos en la forma de procedi­ mientos neutros), lo bueno, por su parte, sólo por ser particular y comunitario no podría tampoco declararse ciego a una cierta impar­ cialidad en una sociedad plural y diversa. Las formas particulares de la vida moral concreta serían, por el contrario, las que determina rían las diversas concepciones operantes de lo justo en las diversas esferas en las que apli camos de hecho esta noción. Como muestra la posición de Walzer, la crítica aristotélica y comunitarista que reclama la necesidad, que estamos comentando, de re­ cuperar alguna noción sustantiva de bien para volver a dotar de fuerza a la concepción de la justicia no tiene por qué conducir a suscribir su­ puestos filosóficos metafísicos ni tendría por qué concluir, tampoco, en adoptar una única noción de bien tal como se define en una socie­ dad cerrada. Que esa sea una tentación constante en determinados auto­ res, como veremos, no niega que puedan existir propuestas más integradoras que si, por una parte, no quieren perder de vista el pro­ yecto normativo de la modernidad tampoco se conforman, por otra, con las versiones más procedimentalistas de ese proyecto. Otro ejemplo de esa difícil pero interesante posición es el de Martha Nussbaum que quiere formular una idea de vida buena en términos aristotélicos según lo que denomina una «concepción del bien densa y vaga» (a thick vague conception o f the Good) 42. Esa concepción se42 Nussbaum (1990 b) pp. 217 s. 41

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ría densa porque refiere a un conjunto enumerable de cualidades in­ ternas y externas que definen un modelo deseable de persona humana. Pero, sería también imprecisa o vago rosa, porque permite suficiente espacio para que individuos o comunidades diversas especifiquen las maneras de realización de esas cualidades. Entre los elementos que compondrían esa lista de capacidades estarían aquellos que se refieren a la calidad de la vida (tiempo, valor de la vida que se vive, salud, placer, alegría, vínculos con otras personas, etc.) y esos elementos reciben, en el análisis de Nussbaum, un claro troquel aristotélico. Esas capacidades, y no sólo el ejercicio de algunas de ellas, serían criterios qué un gobernante justo debe perseguir para sus súbditos, pues toda idea de lo justo depende, para Nussbaum, de la promoción de una ma­ nera deseable de ser humano. Mas esas cualidades se apoyan sobre una estructura arquitectónica que no puede renunciar a un claro acen­ to moderno, y cuya cercanía con algunos planteamientos del mismo Rawls Nussbaum no puede negar: la racionalidad práctica y la vin­ culación (affiliation) a los demás conforman la matriz desde la que esas cualidades se pueden comprender. Pero no es sólo por el carácter «fun­ dante» de esa estructura arquitectónica por lo que el planteamiento de Nussbaum se acerca a los supuestos modernos; también es sintomáti­ ca su atención a los datos del pluralismo que no sólo llevan a nuestra autora a reconocer las «especificaciones pluralistas» de su idea del bien, sino que le llevan a formular una teoría integrada de la elección en esa pluralidad. Tales son algunas de las razones que los críticos aristotélicos y co­ mún itaristas formulan, con diversos grados de intensidad y con dife­ rentes consecuencias, a la división moderna entre cuestiones de justicia y cuestiones referidas al bien. Pero si no existe, a la luz de esos plan­ teamientos, distancia absoluta entre lo justo y lo bueno, se nos abren dos cuestiones importantes: en primer lugar, la de cómo dar cuenta de aquellos juicios, si no universales sí al menos transcontextuales, que en alguna medida debemos emplear al referir nuestra experiencia particular a otros mundos de experiencia distintos que comportan ideas diversas del bien. Y, en segundo lugar, la de cómo entender la capaci­ dad que tiene la reflexión filosófica acerca de la justicia (piénsese, por ejemplo, en las diferentes utopías) para criticar, innovar o iluminar las diversas concepciones de lo bueno en las diversas formas de mo­ ralidad. La primera pregunta vincula, como sería de esperar, la cuestión del mundo de vida y de las concepciones de bien en él operantes a la del relativismo. La segunda pregunta, como ya sabemos, reitera la sospecha de conservadurismo sobre las posiciones' que estamos comen42

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tando y sobre ella habremos de volver en breve, aunque lo haremos también en el cuarto capítulo. La primera de las cuestiones menciona­ das es crucial y acapará también nuestra atención en el capítulo terce­ ro cuando consideremos los últimos trabajos de Alasdair Maclntyre, autor en quien el problema del aprendizaje de culturas diferentes a la nuestra recibe un tratamiento peculiar. El problema de los límites de nuestra capacidad de comprensión, o de nuestra capacidad hermenéu­ tica, tiene largas raíces, por ejemplo, en algunas discusiones clásicas en ciencias sociales y es allí donde se ha planteado con mayor clari­ dad 43. Las posiciones en juego abarcan desde algunas de filiación wittgensteiniana, que acentuarían el carácter interno a un lenguaje y a un modo de vida de los criterios de racionalidad y de comprensión, hasta aquellas otras que acentúan el carácter transcontextual de las es­ trategias y nociones racionales tal como las conocemos en nuestra cul­ tura. Ante la crítica racionalista que argüiría que una idea de raciona­ lidad ligada a los contextos lingüísticos y culturales quedaría encerra­ da en los mismos y. no permitiría un diálogo interlingüístico, habría una contestación, relativamente paralela a la de esa filiación wittgensteiniarla, que se expresa en algunos de los trabajos de más clara in­ fluencia neoaristotélica, como el de Maclntyre o, incluso, en otros de sentido distinto, como los de Taylor 44. Esa respuesta señala que la única forma en la que podemos hacernos inteligible tanto nuestra pro­ pia identidad moral como la identidad moral de otras culturas o con­ textos diferentes al nuestro es acudiendo al relato de la génesis de nuestro propio punto de vista moral, acudiendo, por lo tanto, al relato de nuestra propia tradición, sólo desde la cual podemos comprender otro mun­ do. No podemos saltar por encima de esa tradición y acceder a un len­ guaje superior, un «esperanto» valorativo que sea neutral tanto con res­ pecto a nuestra propia cultura moral como con respecto a culturas mo­ rales ajenas, sino que sólo el relato de nuestra identidad «justifica» nues­ tro presente y delimita nuestras diferencias con respecto a los otros; ese relato marca, en suma, los límites de nuestra comprensión moral y las categorías desde las que podemos hacemos inteligible el mundo. No puede ocultarse, creo, que tal respuesta —que es una respuesta ló­ gica y hasta inevitable dados los supuestos que estamos comentando— está teñida de ambigüedades. En efecto, si esa contestación refiere, 43 Cfr. P. Winch, The Idea o f a Social Science. Londres, Roulledge and Kegan Paul, 1958; I. Jarvie «Comprensión y explicación en sociología y en antropología» en N . Chomsky e f a l . , La explicación en las ciencias d e la conducía, Madrid, Alian­ za, 1974. 44 Maclntyre, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame University Press, 1988 y Taylor (1985) pp. 248-288.

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por una parte, a la conocida tesis metafilosófica de que a la filosofía moral le corresponde ante todo entender la moral que es, y el cómo es, y por lo tanto el cómo devino a ser lo que es, también posee otro rasgo inquietante, sobre el que hemos de volver, que está muy pre­ sente en el análisis de Maclntyre: nuestra tradición determinaría el ho­ rizonte irrebasable de nuestra comprensión moral. Este nuevo Fak­ tum moral no sería ya Faktum rationis, sino Faktum historíete. Esta remisión de la moral a la historia puede adoptar diversas modalida­ des. Si en Maclntyre es una recuperación de la idea de tradición, y en Taylor lo es de la historia interna de nuestra subjetividad, Nussbaum, por su parte, señalará que el relato de lo que es un ideal de vida humana —y que ella quiere desarrollar sobre esquemas aristotélicos— tiene ftiertes acentos narrativos: [E sa con cep ció n de lo q ue e s un ser hum ano] s e basa sob re lo que tienen en com ún m uchos relatos e historias qu e p roceden d e tiem pos y lugares d iv erso s, relatos que le ex p lica n tanto a a m ig o s co m o a extraños qué e s ser un ser hum ano y no a lg o d istin to. El relato e s el resultado de un p ro ceso d e autointerpretación y d e autoclarificación que h ace u so de la im aginación qu e fabula en m ucha m ayor m edida en que del in telecto cie n tífic o 45.

Formas del bien, identidad moral y tradición o comunidad narra­ dora de una tradición son, pues, tres momentos de esta remisión de la razón práctica a la historia concreta de una comunidad (ya que no, en el caso de Maclntyre, a la más hegeliana Historia de la Especie o del Espíritu) que caracterizan las críticas comunitaristas y neoaristotélicas que comentamos: toda noción de justicia remite a su contex­ to de surgimiento, toda idea de racionalidad moral está vinculada a la comunidad que la practica, subraya Maclntyre en sus últimos traba­ jos. Ya señalamos antes que algunos de los motivos de esa posición yacen en lo que se considera el fracaso de los intentos racionalistas e ilustrados de dar razón del punto de vista moral como punto de vista deontológico centrado no en los contenidos particulares de las formas plurales del bien, sino en los problemas de justicia. Maclntyre ha puesto un acento especialmente dramático en el relato de ese fracaso tanto en Tras la virtud como en sus últimos libros al señalar que es, especí­ ficamente, el fracaso del proyecto normativo ilustrado y de la supues­ ta imparcialidad de la razón práctica el que nos debe reconducir a la búsqueda de un paradigma ético que recupere la noción clásica de vir45 N ussbaum (1 9 9 0 b) p . 2 17. 44

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tud y que nos permita comprender en esos términos nuestra pertenen­ cia social. Ante tal fracaso la única alternativa que nos resta es, para Maclntyre, rehacer nuestro lenguaje moral y para ello parece impres­ cindible, como señalábamos en el apartado anterior, modificar tam­ bién nuestra filosofía moral. Las dramáticas y eficaces tesis de Maclntyre en Tras la virtud pu­ sieron el dedo en no pocas llagas —como demuestra la amplitud de polémicas que ha suscitado 46— y sus últimos trabajos tratan de di­ bujar una alternativa al fracaso de la ilustración acudiendo a la idea de tradición. Como veremos, esa idea de tradición no está tan ciega a la noción de racionalidad como para hacerla directamente reaccio­ naria o burkeana, sino que realiza más bien la operación de remitir la noción misma de razón al cuerpo de discusiones y debates (¿tam­ bién a las instituciones?) que constituyen la historia y el relato de una posición teórica y moral. Y, como podremos examinar, en esa remi­ sión, la tradición intelectual que sale triunfante en el análisis de Macln­ tyre, y tras el fracaso de los intentos ilustradores liberales, es la tradición aristotélico-tomista. Pero, frente a este reclamo de la tradición aristo­ télico tomista contra la modernidad y contra su afán epistémico de ra­ cionalidad universal, otras posiciones —quizá más neohegelianas o neo-jovenhegelianas, como la de Taylor o la de Walzer, o aristotélico socialdemocrátas, como la de Nussbaum- se inclinarán más bien por reivindicar el contenido normativo de la misma tradición moderna: lo que hemos de dejar de lado no son los ideales morales universalistas de esa tradición sino una ya simplificada autocomprensión de la filo­ sofía moral moderna. No habría que rechazar, por lo tanto, el univer­ salismo ético moderno, sino como una perspectiva adquirida históricamente desde la que podemos pensar lo moral. Una clara y aristotélica conclusión de la inseparabilidad entre las consideraciones acerca de lo justo y las referidas a lo bueno es que a la hora de abordar la resolución de problemas morales es más im­ portante educar a los sujetos morales en maneras válidas y adecuadas de ponderación moral que ejercitar ante ellos argumentaciones racio­ nales y públicas que tengan un carácter externo. Esas argumentacio­ nes, como las que se dan reiteradamente en nuestra tradición cultural occidental, tanto en sus formas clásicas como modernas, poseerá más bien el valor de coadyuvar a la educación moral mencionada. Se trata­ ría más bien, pues, de educar en una noción aceptable de bien y no tanto de convencer racional e imparcialmente y de argumentar a favor 44 C fr., por ejemplo, los números especiales de Inquiry, 2 6 (1983) y de Artalyse und Kritik, 6/1 (1984).

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de una noción determinada de justicia, y estos argumentos tendrían valor como parte de aquella educación. Así, el sentido de la justicia seria más crucial, incluso, que la validez de los juicios que sobre ella pudiéramos hacemos y seria esa educación en la justicia la que habría de pasar a centrar nuestra atención. Todo ello lleva a acentuar la importancia de nociones como las de virtud, formación del carácter o personalidad moral que son, precisa­ mente, cuestiones cuya consideración está creciendo Ultimamente en el panorama anglosajón. Pero si los procesos de formación de la sub­ jetividad moral adquieren, entonces, esta importancia, la forma de esos relatos de formación será también crucial a la hora de comprender nues­ tra estofa moral, al igual que lo será el análisis de los procesos no sólo teóricos sino también históricos del surgimiento de las formas moder­ nas de subjetividad. Tal es la idea que se pone en marcha en el más reciente trabajo de Charles Taylor antes citado, Sources o f the Self. The Making o f M odem Identity, en el que la problemática aristotélica de la formación del yo moral se convierte, con su paso a la historia, en una suerte de nueva fenomenología de la subjetividad moral como forma del presente y como nueva teoría ética que se expresa en términos de un perplejo pero apasionado neohegelianismo de izquierdas, como exa­ minaremos detenidamente en el siguiente capítulo. Así pues, esta remisión a la historia y a la comunidad es el plan­ teamiento desde el que las críticas al liberalismo que comentamos abor­ dan la primera consecuencia de la vinculación de lo justo y de lo bueno. Como veremos tanto en éste como en ulteriores capítulos, es precisa­ mente la noción de comunidad —desde la que se formula una idea de bien— la que nos permitirá discutir el carácter político de las críticas comunitaristas. La segunda consecuencia que hemos de considerar, la sospecha antes apuntada de que la vinculación de la perspectiva de la justicia a una idea de bien puede hacer perder la dimensión crítica que caracterizaba el afán de la ética en la modernidad, subraya tam­ bién esa consideración política. La reducción de lo justo a lo bueno, de la ética al ethos, puede, en efecto, cerrar el horizonte moral y polí­ tico de una sociedad dada ya que todo criterio ético y toda perspectiva crítica (lo que «debe ser»), se ven reducidos a los criterios morales realmente existentes en esa sociedad (lo que se valora, de hecho, co­ mo bueno). Aunque regresemos más adelante sobre ello conviene pre­ sentar, aunque sea brevemente, un ligero esbozo de los problemas fundamentales que se muestran en este terreno. El mismo Taylor ha sido consciente de las dificultades que presenta para la defensa de una perspectiva crítica (sea esta utópica o más sobriamente negadora del orden existente, como lo sería la propia posición socialdemócrata del 46

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autor canadiense) el acento en los valores presentes en un mundo de vida moral dado: [E ]l crítico revolu cion ario d e la injusticia puede hallarse en el d ile­ m a de o b ien rom per totalm ente c o n lo s criterios v ig en tes d e la ju s­ ticia distributiva, para con d u cir a la g en te a un tip o d e a so cia ció n superior, m ás e n la lín ea del b ien o d e la ju sticia ab solu ta, y enton­ c e s correr e l r ie sg o d e la pérdida d e raíces, d e la quiebra d e la c iv i­ lidad [ . . . ] , o b ien d e respetar la cultura d om inante, in clu so a riesgo d e renunciar al b ien superior 47*.

Quien ha respondido con más claridad a ese reto y a esa duda ha sido Michael Walzer al subrayar, como sugerimos, la virtualidad de los modelos proféticos de la crítica social —modelos vinculados al ho­ rizonte moral de una sociedad, pero que son los únicos capaces de de­ nunciar adecuadamente los límites de esa misma sociedad— y la ineficacia de aquellos otros que suponen, tanto epistémica como mo­ ralmente, un distanciamiento del crítico con respecto a la sociedad a la que éste dirige sus apelaciones 4S. Pero, esa eficaz y transforma­ dora vinculación hermenéutica de la crítica social al contexto critica­ do, que subraya Walzer, habría de suponer, no obstante, que ese contexto no tiene clausuradas sus dimensiones normativas y supone, también, que los mecanismos de poder y de autoridad sociales en un momento histórico concreto son permeables a tal crítica. Mas sólo es proclive a aceptar modificaciones tales, sobre todo en la medida en que cuestionan las propias posiciones de poder, aquella textura social que comprende sus propios criterios de valor y de legitimación desde categorías que incluyen las ideas de justicia o de bien-trascendente-alcontexto. Conocemos, por desgracia, sociedades e instituciones cerradas que no son permeables ni siquiera a la crítica empática del profeta y parece que para que esas instituciones pudieran dinamizarse en el sen­ tido de la crítica se requeriría que poseyeran ellas mismas distinciones entre lo que se valora y lo que debiera valorarse, entre lo que existe y lo que debiera existir. No hay un yo sin atributos El tercer conjunto de críticas que los comunitaristas y los neoaristotélicos le formulan al proyecto liberal se refiere a la concepción del 47 «The Nalure and Scope o f Distributive Justice» (198S) p. 302. 4K Exodus and Revolutíon, N. York, Basic Books, 1985; y los trabajos antes ci­ tados (1987) (1988).

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sujeto abstracto y descorporeizado, desencamado y desenraizado, que suponen es una noción central en ese proyecto. El yo nouménico kan­ tiano, como trasunto, y las versiones contemporáneas del mismo tales como aparecen, por ejemplo, en la posición originaria de la teoría de la justicia de Rawls, en la que la particularidad de los intereses y los deseos han sido excluidos tras el velo de ignorancia, serán ahora el foco de las críticas. Estas se encaminarán, pues, a demostrar la invia­ bilidad de la psicología racional (o teórica) supuesta en el pensamien­ to liberal contractualista y a reclamar, de nuevo, la prioridad del orden moral del ethos de la comunidad frente a los fueros de un individualis­ mo que consideran injustificable. Esa crítica tiene, como sugeriremos, otros lugares también: se criticará el sesgo excesivamente cognitivo del modelo de desarrollo y aprendizaje moral de Kohlberg y de la éti­ ca discursiva y se rechazará, por lo tanto, la prontitud con la que las éticas racionalistas modernas son capaces de segregar los elementos racionales (considerados éticos en esos modelos) de los no-racionales (deseos, tendencias, afectos) que, kantianamente, se considerarán no éticos, en la concepción de la persona moral. Tal vez sean los trabajos de Michaei Sandel, autor que ha recibido un protagonismo quizá excesivo en el panel de las críticas comunitaristas y cuya obra fundamental ya ha sido mencionada al referimos a las críticas al deontologismo liberal 49, donde mejor se presente la polémica comunitarista contra el individualismo liberal. Si esta crítica comunitarista seguiría un camino hegeliano al criticar la prioridad de la justicia sobre una teoría del bien, también seguirá los pasos de Aris­ tóteles al rechazar la comprensión de un sujeto moral como un sujeto aislado, puesto con independencia y con prioridad (aunque sea sólo lógica) a unos fines colectivamente dados. El comunitarismo y el neoaristotelismo no pueden concebir el sujeto al margen de sus roles so­ ciales y políticos: somos precisamente, argumentan, el conjunto de los vínculos que nos constituyen como individuos. Frente a Rawls, que argüía kantianamente en oposición a las éticas teleológicas y su arti­ culación de lo justo y lo bueno que «el yo es previo a los fines que afirma; incluso un fin dominante ha de ser elegido entre numerosas posibilidades» 50, el filósofo comunitarista propondrá que nos defini­ mos teleológicamente por nuestros fines y que pensamos como algo previo a ellos es, en el mejor de los casos, un enganoso sueño cuando no un peligroso error. Ese error antropológico se basa en la concep49 Véase Sandel (1982) e «Introduction» en Sandel (ed.) Liberalism and ils critics, N . York, SU N Y , 1984, pp. 1-11. 50 A Theory o f Justice, Oxford, Oxford Univ. Press, 1972, p. 560.

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ción liberal del yo como una entidad que elige valores y que no se identifica, por lo tanto, con ellos: [E]l yo [se pone] fuera del alcance de la experiencia, se hace invulnerable, su identidad se fija de una vez para siempre. No hay compromiso que me ate tanto como para que no pudiera entender­ me a mí mismo sin él. Ninguna transformación de los propósitos y de los planes de vida puede ser tan conmocionante como para al­ terar los contornos de mi identidad 5I. Esta tesis implica dos cuestiones distintas: en primer lugar, una po­ sición filosófica —la de la negación del individualismo teórico que puede subyacer a determinadas formulaciones neocontractualistas— y, en se­ gundo lugar, una tesis psicológica o sociológica que se refiere a la cons­ titución social de los sujetos. Confundir ambos niveles (el, llamémosle, trascendental y/o lógico y el sociológico) puede conducir a confusio­ nes, como las de confundir la reconstrucción de la validez normativa de un principio (procesos de justificación, etc.) con su vigencia o su no vigencia social y, en concreto, puede inducir, la confusión entre los procesos de socialización y de aprendizaje por medio de los cuales nos constituimos como individuos y los procesos de reconstrucción lógica en virtud de los cuales una cultura moral, como la moderna, puede primar la dimensión individualista de la conciencia moral. Como ya hemos visto, en la cultura filosófica moderna sólo la distancia de un sujeto (individual o colectivo) con respecto a lo socialmente dado per­ mite la crítica que yace en el centro de lo moral, y ello incluso para perspectivas comunitaristas como la de Walzer que, como recordamos, mostraba la eficacia de la crítica moral profética 52. No obstante, lo que probablemente sea harto problemático es el carácter de esa dis­ tancia que, en las teorías más racionalistas se interpreta vinculada a nociones epistémicas como las de verdad o de validez cognitiva, mien­ tras que los modelos más hermeneúticos se entiende acudiendo a cri­ terios como los de adecuación, pertinencia o acierto, que están más cercanos al campo de la estética. El argumento comunitarista contra la teoría psicológica del libera­ lismo recorre ambos niveles, lógico y sociológico: se argumentará fi­ losóficamente que ninguna teoría de lo justo puede coherentemente articularse al margen de una teoría del bien y que, consiguientemente, no cabe definición de la identidad moral de los* sujetos al margen de sus contenidos y fines valorativos. Por su parte, y en términos socio*' Sandel (1982) p. 62. » Walzer (1987) pp. 3-32. 49

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lógicos, se argüirá que no cabe conciencia moral ni subjetividad al mar­ gen de los procesos sociales de su constitución y al margen de sus contenidos morales. En este sentido, son significativas las críticas que otro pensador comunitarista, William Sullivan, le ha formulado a la perspectiva de Lawrence Kohlberg 53. Sullivan razona que en la pers­ pectiva estructural y evolutiva de los estadios de la conciencia moral según Kohlberg se identifica erradamente la descontextualización de las normas como uno de los logros del proceso evolutivo falsificando así todo el proceso de nuestra argumentación moral que, como antes veíamos, está ligado a juicios morales contextualizados. Probablemente las críticas de Sullivan no sean totalmente justas con el proyecto de Kohlberg y no acaben de captar sus objetivos 54, pero, es también sin­ tomático que muchas polémicas internas a la teoría crítica (teoría que en sus versiones habermasianas ha dependido fuertemente de los aná­ lisis de Kohlberg) se encaminen a someter, precisamente, a revisión el adelgazamiento y la desmaterialización de la conciencia y de la iden­ tidad morales que tiene lugar en la psicología evolutiva de Kohlberg 55. Pero, aunque la crítica de Sandel y Sullivan sean eficaces en su rechazo de los supuestos individualistas y deontológicos del neocontractualismo o de las éticas discursivas quizá no lo sean tanto a la hora de definir en términos positivos la virtualidad de la noción de comuni­ dad desde la que quieren reconstruir una idea del sujeto moral más denso que oponerle al pensamiento liberal. El que no quepa concebir, tanto en términos sociológicos, como incluso en términos de los pro­ cesos dialógicos de justificación normativa, un yo sin atributos, sin vínculos ni ataduras (un yo que elige fuera del mundo y con descono­ cimiento de su lugar en el mundo), no anula la pregunta que los indi­ viduos, sobre todo los disidentes, pueden hacerse por la validez de las normas vigentes en una sociedad dada36. Como se señalará más despacio en el siguiente epígrafe y en el capítulo cuarto, la noción fuerte de comunidad que se propone a veces en los planteamientos comuni33 Reconstructing Public Philosphy, Univ. o f California Press, 1982, p. 149. 34 Véase al respecto, J. Habermas, «Lawrence Kohlberg und der Neoaristotelismus», Erlüuterungen zur Diskursehik, Frankfurt, Suhrkamp, 1991, pp. 77-99. 33 Vénase, en ese sentido, los trabajos de Seyla Benhabib citados anteriormente, nota 2. 36 Tal es el argumento de J. Muguerza en «La alternativa del disenso (En tomo a la fundamentación de los derechos humanos)» en J. Muguerza y otros, Fundamento de los derechos humanos, ed. a cargo de Gregorio Peces Barba. Madrid, Debate, 1989 (Ed. original «The Altemative o f Dissent», The Tanner Lectures on Human Va­ lúes X, Univ. o f Utah Press, 1989 pp. 73-129).

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taristas más estrictos (como lo es el de Sandel) tiene que solventar cuen­ tas pendientes con los procesos históricos que confluyen en lo que ha venido a llamarse modernidad. A pesar de esas dudas, la crítica comunitarista y neoaristotélica a la psicología racional de los planteamientos modernos, tanto en sus versiones contractualistas como discursivas abre paso a otras conside­ raciones. No parece, en efecto, que el retrato de la subjetividad moral que se ha esbozado en esos planteamientos, sobre todo debido a su sesgo cognitivo y a su comprensión procedimental de la validez de los principios éticos, case adecuadamente con la complejidad que han des­ plegado las formas tardomodemas de comprensión de la interioridad. Charles Taylor, como tendremos ocasión de comentar con mayor am­ plitud en el próximo capítulo, ha iniciado una reconstrucción del re­ trato de nuestra subjetividad moral del que no están ausentes los rasgos que sobre ella han imprimido los hallazgos expresivos de una moder­ nidad consumada 57. De la misma manera, Martha Nussbaum ha que­ rido mostrar que las formas de conocimiento moral implican dimensiones de enriquecimiento, pregnancia y sensibilidad como las que nos han suministrado las estructuras literarias de los últimos cien años 58. Hacia lo que esas reflexiones se encaminan —a las formas ex­ presivas de construcción de una identidad compleja y reflexiva que es relevante en términos normativos— se escapa al marco de cuestio­ nes que aquí discutimos, pues sugieren que hemos de dejar de com­ prender la dimensión práctica normativa desde un modelo epistémico cognitivo (con el trasunto ideal de la forma de conocimiento científi­ co) y hemos de empezar a hacerlo acercándonos a modelos expresi­ vos como los de la literatura y el arte, es decir, al dominio de la estética. De manera algo diversa, a eso mismo se encaminaba, también, el acento en la estructura narrativa que posee todo (auto)relato de la iden­ tidad moral de los sujetos que Maclntyre subrayó en Tras la virtud. El argumento del autor escocés era, en conclusión (y aunque él no lo formulara en estos términos), que si la validez de un principio o de una norma moral no podía establecerse por métodos racionales váli­ dos acontextualmente para todo sujeto en cualquier circunstancia, el valor de un ideal o un modo de vida habría de mostrar su pregnancia por medio del relato ejemplar de un modelo ideal (las virtudes)^ Los sujetos habrían de acudir a estos relatos ejemplares y a los relatos de su propia vida para hacerse comprensible esos ideales de vida y su posición ante ellos. No obstante, y con independencia de que existan, » Taylor (1989). 58 Nussbaum (1990).

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como creo que sucede, formas de obviar los riesgos de la propuesta de narrativizar la ética, el problema que la aproximación narrativa de Maclntyre abre es que su modelo supone una comunidad narrativa ho­ mogénea que, en su caso, es una tradición particular y, cabe sospe­ char, una institución que la encama. Como ya se ha dicho, comentaremos algunos aspectos de esta idea en el capítulo tercero. Pero, a pesar de esa verdad que puede reconocérsele a las críticas comunitaristas en su rechazo del yo sin atributos de la tradición mo­ derna, tendremos ocasión de ver en el capítulo cuarto que cabe refor­ mular la idea liberal de la prioridad ética del sujeto con respecto a sus fines y a los contextos en relación a los cuales constituye su vida mo­ ral. En efecto, una pluralidad creciente de contextos normativos, co­ mo los que se configuran en los sistemas diferenciados de acción en los que participa un individuo en la modernidad, y la simultaneidad de mundos a los que ese individuo pertenece, llevan a pensarle, por una parte, dotado de una identidad normativa en cada uno de esos mun­ dos. Pero, por otra, si hemos de pensar a ese individuo como sujeto con una identidad que transita por esa pluralidad simultánea de todos esos mundos, y no por uno solo ni por la suma de todos ellos, habre­ mos de concebirle, precisamente, como individuo de quien puede pre­ dicarse una cualidad o una disposición moral, a saber, su capacidad de pertenecer a sistemas normativos diversos y simultáneos. Esta ca­ pacidad no se resuelve en ninguna de las identidades parciales de las que participa y por las que es, de hecho, tal persona en tales circuns­ tancias, pero tampoco se agota sólo en el sumatorio factorial de todas ellas, pues ese individuo puede acudir a establecer narrativas globales de su propia historia, puede dar peso a un sistema normativo sobre otro, o puede también modificar o, rechazar uno entero, dando por clau­ surada una parte de su biografía. La identidad moral de un sujeto no se definirá, entonces, inmediatamente por los contextos normativos plurales en los que participa, por los fines que en ellos se contextualizan; la dignidad del individuo como tal (lo único que podemos decir constante a lo largo de mundos diversos en los que participa) no pue­ de resolverse sólo en cada uno de esos contextos de acción que le su­ ministran identidades parciales, valores y fines. Y, por su parte, hablar de todos esos contextos como si fuera un único mundo vida tiene el peligro de ocultar bajo un término global unificador sistemas normati­ vos diferenciados y diversos. Cuestión distinta en la que brilla la ver­ dad del comunitarismo es que esa dimensión moral del individuo —su dignidad y autonomía, en el lenguaje de la tradición liberal— no pue­ de comprenderse aislando en él un aspecto solo (algo así como su al­ ma o su yo nouménico), prescindiendo de todas sus otras capacidades 52

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y determinaciones. Y también es cuestión diversa, en la que pone su acento el giro postmetafísico de la filosofía contemporáneaS9, que el lenguaje al que podemos acudir para hablar de esa estilizada cualidad moral de la dignidad del individuo no puede reclamar impunemente privilegios metafísicos, sino que, probablemente, deba permanecer más sobriamente ligado al proceso histórico de autointerpretación de la es­ pecie humana y la multitud de lenguajes que coadyuvan a esa inter­ pretación. Comunidad homogénea versus sociedad compleja El cuarto orden de cuestiones en referencia al cual puede articular­ se la crítica al programa moderno que desarrollan las posiciones comunitaristas y neoaristotélicas se refiere a la reivindicación de la noción de comunidad que quiere operarse como terapia frente al diagnóstico moral, político e histórico de nuestra propia época. El concepto de comunidad fuerte que es un núcleo de las propuestas comunitaristas y neoaristotélicas ha recibido, por parte de los proponentes más acé­ rrimos de la crítica al programa liberal y a sus supuestos normativos, formulaciones de muchos tipos que dependen en diversos grados del tipo de diagnóstico y de crítica tanto filosófica como política que se realicen del programa liberal mencionado 60. Como mencionamos, el concepto de comunidad está ligado al de tradición y de ese vínculo extrae gran parte de su fuerza crítica. Pero los comunitaristas sugie­ ren una justificación añadida a ese concepto de comunidad, cubriendo con ello una cuestión que es problemática para las teorías liberales y, en concreto, para las teorías del contrato social. Nos referimos al pro59 J. Habermas, Pensamiento Postmetafísico, (trad. de M. Jiménez Redondo). Madrid. Taurus. 1990. 40 Cfr. para una revisión global crítica de esas posiciones, Gutman, «Communitarian Critics o f Liberalismo, Philosophy and Public Affairs, 14 (1985) 308-322; A. Honneth, «Grenzen des Liberalismus, Zur politisch-ethischen Diskussion um den Kommunilarismus» Philosophische Rundschau 31, 1-2 (1991) 83-102. Cfr. apreciaciones lógicamente más positivas en Michacl Walzer, «The Communitarian Critique o f Li­ beralismo, Political Theory, 18, I (1990) 6-23 y en C. Taylor, «Cross Purposes: The Liberal-Comunitarian Debate» en Nancy Rosenblum, Liberalism and the M oral U fe, Cambridge, M ass.. Harvard Univ. Press, 1989. pp. 159-182, texto que comentare­ mos en el capítulo cuarto. En corrección de pruebas llegan a mi conocimiento otros dos volúmenes importantes: S. Avineri y A. de -Shalit (eds.), Communitarianism and ¡ndividualism, Oxford, Oxford University Press, 1992, que es una antología de tex­ tos centrales del debate, y R. Bellah, W. Sullivan, et al., The G ood Society, New York, Alfred A. Knopt, 1992; donde se acentúa, como terapia adecuada para la so­ ciedad invertebrada que retrataba Habits o f the Heart, el papel de las instituciones.

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blema de la motivación, a lo que induce a los contratantes originarios a formular su pacto y permanecer en él, y cuyas soluciones clásicas son, como es conocido, el miedo, el interés propio o el interés moral. Renovando o repitiendo una crítica ya conocida a las teorías del con­ trato social, los comunitaristas argumentarán ahora que nada justifica la obediencia y el seguimiento de unas normas o principios cuya abs­ tracción los hace, en el mejor de los casos, inútiles con respecto a los problemas que, supuestamente, esos principios dicen querer solven­ tar. Si nada hay que nos mueva a situarnos en la posición de partida del contrato (llámese pacto o situación originaria, llámese razón prác­ tica o yo nouménico), nada habría que nos moviera a aceptar los prin­ cipios que de ella se derivarían. Y viceversa. Nada solventaría tampoco entonces una idea de comunidad enten­ dida como el resultado público de los acuerdos individuales: la socie­ dad resultante del temor hobbesiano, de las dinámicas del autointerés o de las empresas privadas sólo alcanza el carácter instrumental de una cooperación entendida como condición para alcanzar los fines pri­ vados, y privadamente determinados, que estén definidos o supuestos en el punto de partida. Por ello, la crítica comunitarista se fijará en esa asignación de esferas privada y pública y querrá señalar que los aspectos éticos de la privacidad son inseparables de los aspectos mo­ rales de la esfera pública, y éstos habrían de ser coherentes con aquellos. Tampoco se solventaría mucho con una noción de comunidad que se limitase, meramente, a compartir fines últimos o a afirmar la bon­ dad de la cooperación misma. Si en el caso anterior la comunidad es externa a los fines individuales, en éste es individualísticamente inter­ na a los mismos, pues la cooperación comunitaria se establecerá sólo en la medida en que los individuos sientan el valor de ese fin de coo­ peración. Consiguientemente, Sandel —que es quien establece, preci­ samente, el análisis— postulará que necesitamos una teoría que conciba la noción de comunidad abarcando no sólo al objeto, sino al sujeto de la motivación, y según la cual la comunidad no sea sólo un senti­ miento, sino un modo de autocomprensión que sea constitutivo de la identidad de los sujetos. Para esta noción füerte de comunidad d ecir que lo s m iem b ros d e una socied ad s e encuentran ligad os por un sen tid o d e com unidad n o e s só lo d ecir q ue p o seen sen tim ien tos com unitarios y qu e p ersiguen fin es tam bién com u n itarios, sin o m ás b ien que con cib en su identidad —e l sujeto y n o s ó lo e l o b jeto d e su s sentim ien tos y aspiraciones— c o m o definida en cierto grado por la com unidad d e la q ue form an parte 61. 61 Sandel (1982) p. ISO.

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La noción fuerte de comunidad que asíse propugna tiene que ver, por lo tanto, con la identidad misma de los sujetos entendida ésta co­ mo el orden de significados y de motivaciones de los individuos. Co­ mo antes vimos, éstos se definirán por sus fines, por el marco sustantivo de los valores en referencia a los cuales expresan sus vidas, sus prác­ ticas, sus identidades, en suma. Así, insiste Sandel, [para que] una socied ad se a una com unidad en sen tid o fiierte, la com unidad d eb e se r un con stitu tivo d el autoentendim iento com par­ tid o d e lo s participantes y estar encarnada en su s d isp o sicio n es v n o s ó lo c o m o un atributo d e a lgu n os d e su s p royectos d e vid a. °2

La crítica a la estructura moderna de las relaciones de lo público y lo privado (crítica que se dirige a las diversas maneras de devalua­ ción de ambas esferas y de su forma de relación) y la postulación al­ ternativa de la noción de comunidad no tendría, de entrada, que alinearse con las críticas neoconservadoras al pensamiento y a la culturas libe­ rales. Es más, los críticos comunitaristas recogen muchas de los con­ tenidos y de las retóricas de los nuevos movimientos sociales de los años setenta y ochenta (aunque, lógicamente, lo hagan en menor gra­ do con los de la izquierda tradicional que comparte, como es bien sa­ bido, gran parte de los supuestos modernos que ahora se someten a revisión). Así, William Sullivan criticará las posiciones conservado­ ras de F. Hirsch o Daniel Bell señalando que concebir los significados comunitarios «como precipitados de experiencia meramente acciden­ tales y no racionales, como hace gran parte de la moderna tradición conservadora» es quedarse corto en la crítica al liberalismo 63. No obstante, cabría apostillar que no acaba de quedar claro de qué mane­ ra esa retórica oposicional comporta en último término propuestas teó­ ricas diversas de las que se achacan a tan alicorta tradición conserva­ dora, y ello es aún más así cuando Sullivan acaba sintetizando su pos­ tura en las siguientes palabras: Sin lo s e fe c to s estab ilizad ores de unas form as d e vid a relig io sa s y com unitarias, la cultura centrada en el m ercado d el é x ito co m p e­ titivo ha gen erad o una situ ación en la que lo s v a lo res lib erales tra­ d icion ales d e la seguridad individual y del bienestar c o le c tiv o han quedado m inados por el trabajo d e las in stitu cion es lib erales (m ercado) 64.

« Sandel (1982) p. 173; cfr. p. 182. « Sullivan (1982) p. 53. « Sullivan (1982) p. 53.

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Así pues, esa noción fuerte de comunidad tiene no sólo el rasgo de coherencia moral interna (no hay subcomunidades que definan iden­ tidades distintas), sino que se desvela, en gran medida, con la fuerza unificadora de las religiones tradicionales. Pero, como Jeffrey Stout ha argumentado contra Maclntyre, habría que recordar, precisamen­ te, que lo que hizo necesaria la creación de las instituciones liberales fue, en gran parte, el manifiesto fracaso de los grupos religiosos de di­ verso tipo a la hora establecer un acuerdo racional sobre sus dife­ rentes y opuestas concepciones del bien [...] La sociedad liberal debe concebirse y justificarse como un acuerdo auto-limitado sobre el bien 65. No sólo el tamaño, ya mundial, de nuestras sociedades y su cons­ ciente y creciente simultaneidad e interrelación, sino también su plu­ ralidad y su diversidad parecen indicar la necesidad de esos acuerdos neutrales que suministran los principios procedimentales del liberalis­ mo y sin los cuales, argumenta Stout, todo puede ir no a mejor sino ciertamente a peor. La respuesta de Sandel ante tales análisis pudiera ser que la intolerancia flo rece m ás allí donde las form as d e vida han sid o d islocad as, las raíces d esasentadas, las tradiciones d esh ech as ( . . . ) En la m edida en que nuestra vida pública se ha debilitado y ha d is­ m inuido nuestro sentido del p royecto com ú n , so m o s vulnerables a una política d e m asas de so lu cio n es totalitarias 66.

La descripción parece, ciertamente, adecuada para muchos fenó­ menos reactivos de las sociedades contemporáneas, tanto moderniza­ das como en proceso conflictivo de modernización, pero cabe sospechar que el diagnóstico de la destrucción de las formas de vida tradiciona­ les en virtud de procesos (modernos) de racionalización y dominación técnica, económica, etc. se confunde con lo que se considera inefica­ cia de los remedios que la modernidad ha diseñado ante la pluralidad de mundos que esos mismos procesos inducen. ¿Tienen los males que a la modernización se achacan solución al margen de los procedimientos y valores que esa misma modernización posibilita? La respuesta no es fácil, como podemos constatar viendo los fenómenos de creciente intolerancia de las sociedades desarrolladas y las llamadas cada vez 65 Jeffrey Stout, «Liberal Society and The Languagcs o f Moráis», Soundigns, 59

1/2 (1986) pp. 38 s. “ Sandel (1984) p. 7.

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más fuertes a cerrar filas y fronteras, a fortalecer identidades étnicas y raciales, fenómenos que, en manera diversa, pueden constatarse tam­ bién en otras sociedades no ampliamente modernizadas que encuen­ tran en las culturas religiosas tradicionales los lenguajes y las instituciones para rearmar su identidad, tal como ponen en primer plano los diversos fundamentalismos y nacionalismos con base religiosa. Pero que la respuesta no sea, en términos de diagnóstico, fácil no significa, como argumentaremos, que —aunque sea ejerciendo los valores y pers­ pectivas eurocéntricas— no haya de ser, en cierta forma, tajante. Desde una perspectiva que no puede abdicar de la herencia ética de la ilus­ tración, es decir, de la herencia moral que acompaña a los procesos de modernización, los males que a éstos se atribuyen no pueden en­ contrar solución regrediendo a un horizonte normativo anterior a esos valores, aunque ello no implique que su formulación y articulación institucional presente sea satisfactoria. Las críticas neoaristotélicas más fuertes negarán, precisamente, esa toma de posición radical de defen­ sa de la modernidad que la declara horizonte normativo irrebasable —a no ser que se avance hacia formas superiores de barbarie— y a ellas dedicaremos el tercer capítulo. El atractivo de las propuestas comunitaristas radica no sólo en su retórica, a veces ingenua aunque potente, sino, sobre todo, en el nú­ cleo de racionalidad insatisfecha que expresan ante la desaparición o la devaluación de la esfera público-moral. Ese núcleo se ha expresado en múltiples ocasiones a lo largo de los últimos decenios en formas de movimientos de crítica y de oposición a la lógica omniabarcante del mercado y a los procesos de racionalización y modernización de los contenidos simbólicos y de los mundos de vida. Y si el neocontractualismo obedeció a una necesidad de reformular y reconstruir un discurso político público que estaba ya a la defensiva, quizá este neocomunitarismo responda a la urgencia de contestar los rasgos más des­ tructores de los mundos de vida que acontecen en los procesos de mo­ dernización. Pero eso que hemos denominado núcleo de racionalidad insatisfecha muestra su profunda ambigüedad al recubrirse de un ex­ traño ropaje: el comunitarismo norteamericano se ve asociado al re­ curso a las tradiciones biblicas y republicanas de los padres fundadores de la república 67. Probablemente este recurso a una tradición deter­ minada no pueda objetarse como reacción ante la pérdida de todo len­ guaje moral sustantivo, aunque la peculiar fusión de ese reclamo (aunque 67 Estas son las tesis de R. N . Bellah et al., Habits o f the Heart. ¡ndividualism and Commitment in American Life, N. York, Harper and Row, 1985 (Hay trad. cas­ tellana en Alianza Ed.). En esta obra colectiva y multidisciplinar se investigan las

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lo sea de la tradición jeffersoniana) con el rechazo de los discursos liberales de articulación de la esfera pública no deje de ser contradic­ toria y, como hemos sugerido, problemática. En efecto, el riesgo obvio al que se enfrenta cualquier definición contextual de las nociones de bien y de justicia, como son estas defini­ ciones comunitaristas en base a una tradición moral, es que los límites de la comunidad que se convierte en criterio de tal definición pueden ser tan estrechos o tan cerrados que ninguna diferencia, por no decir ya ninguna disidencia, pueda ser tolerada, y ello es más acuciante cuan­ do hablamos de comunidades ya multirraciales, muitiétnicas o multi­ culturales. Los valores de la tolerancia, de respeto a la diferencia, de imparcialidad entre mundos o modos de vida distintos (una caracterís­ tica de importancia crucial en nuestras sociedades modernas) pueden verse en peligro si una comunidad, por mecanismo de defensa o por reafirmación fundamentalista, convierte sus criterios morales sustan­ tivos en los únicos criterios de valoración de un mundo a la vez más plural y más cercano. El riesgo de intolerancia, de xenofobia, etc., es elevado cuando, como sucede en nuestras sociedades desarrolladas, se producen patológicas restricciones a la particularidad. Como argu­ mentaremos en el capítulo cuarto, esos riesgos encuentran cobertura teórica en la concepción homogénea de la comunidad moral fuerte que no se concibe ya como una sociedad compleja cuyo centro moral (co­ mo acentuarían todos las filosofías liberales) sería, por el-contrario, el individuo que se socializa y transita por pluralidad de mundos de vida. Como hemos visto, si las críticas comunitaristas acentúan el eíhos de una comunidad determinada lo hacen, precisamente, critican­ do lo que consideran una concepción desarraigada o desencamada de los sujetos morales por parte del liberalismo. Pero ¿deben los supuestos teóricos de las críticas que hemos seña­ lado conducir directamente a las concepciones homogéneas de comu­ nidad, potencialmente conservadoras, que hemos presentado? Es decir, ¿debe entenderse que el rechazo de las formas fuertes de filosofía ra­ cional moderna, como el kantismo o las versiones racionalistas del punto de vista moral, ha de conducir necesariamente al rechazo de la totaliformas de autocomprensión y las mores —que Tocqueville definía, precisamente, co­ mo «hábitos del corazón»— del americano profesional. La tesis central es la inade­ cuación básica de los lenguajes morales a la mano para interpretar los nuevos problemas a los que se enfrenta ese tipo social y la necesidad de nuevas tradiciones interpretati­ vas que conducen a los autores a bucear en la historia anterior de las tradiciones bíbli­ cas y republicanas americanas. Todo ello se asocia, también, a un rechazo de las políticas públicas del New Dea! y de la política demócrata de los sesenta y un acento sobre las nuevas comunidades homogéneas del suburbio americano.

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dad del programa normativo de la modernidad que se basa en nocio­ nes universalistas como las de autonomía del individuo, solidaridad, justicia o tolerancia? No tiene que ser necesariamente tal la conclu­ sión en el caso de todos los autores que suscriben los supuestos críti­ cos que hemos mencionado, y los ejemplos de Taylor, Walzer, Rosenblum 68 o Nussbaum en Estados Unidos, y, entre nosotros, de Victoria Camps 69, quien ha querido subrayar la dimensión comuni­ taria de la solidaridad como complemento de la más fría o sobria di­ mensión de la justicia, son muestra de ello. Pero es también de sentido común argumentar que esta asunción comunitarista, en espíritu aristotelizante, del programa de la moder­ nidad no es ella misma tan cabalmente comunitarista como lo serían, por el contrario, las reivindicaciones más cerradas del neoaristotelismo alemán duro antes comentadas o las de las reivindicaciones más apegadas a la noción de tradición, como acontece con las de Maclntyre, Michael Sandel o William Sullivan. Quizá eso sea ciertamente así y el neoaristotelismo no pueda hacer olvidar esas tentaciones con­ servadoras, especialmente actualizadas en determinadas pragmáticas políticas. No obstante, y teniendo en cuenta la señalada ambigüedad política de las críticas comunitaristas, es de sentido común argumen­ tarle también a ese neoaristotelismo comunitarista más estricto y con­ servador que sus reivindicaciones de un retomo al mundo de vida mo­ ral sustantivo se realizan contando, sin explicitación consciente, con el horizonte de la modernidad y a partir de sus propios supuestos. No habría ya, en efecto, noción alguna de tradición que pudiera ser inme­ diata e irreflexiva, pues la constitución de esa misma noción tiene que realizarse sobre el supuesto de la forma de vida moderna reflexiva y de sus diferenciaciones normativas, sus estructuras procedimentales de resolución de conflictos, etc. La noción misma de tradición es ya una noción reflexiva, y las propuestas políticas comunitaristas no pueden ejercitarse, como Walzer ha argumentado, si no es a partir del marco político del liberalismo y, en cierto sentido, como su complemento. De forma similar, y por lo que a la idea de comunidad respecta, no puede entenderse una idea homogénea de comunidad moral si no es a partir de una ya inevitable diferenciación que exige nociones de res­ peto a las diferencias y a las minorías, es decir, que requiere las no­ ciones modernas de tolerancia y de dignidad del individuo. Así, y por decirlo en los términos que antes sugerimos, la ambi­ güedad de las propuestas neoaristotélicas expresa también la ambigüedad 48 Rosenblum (1987) pp. 152-185. 49 Virtudes públicas, Madrid, Espasa, 1990.

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que existe en la misma noción reflexiva de modernidad. Otro aspecto de esa ambigüedad surge a la luz con el hecho de que las reivindica­ ciones comunitaristas más agresivas se realizan con frecuencia no tanto como programas compensatorios ante los límites normativos del or­ denamiento político liberal, cuanto como proyectos reactivos frente a lo que se consideran agresiones de culturas o comportamientos dis­ tintos. Si bien no todo comunitarismo es xenófobo, no deja de ser sig­ nificativo que las reacciones contra los diferentes de las sociedades desarrolladas se estén expresando, a la defensiva, en lenguajes parti­ cularistas y comunitaristas. Pero en la medida en que las críticas neoaristotéiicas a las éticas modernas no aspiren a dar por agotado y clausurado el proyecto de la modernidad podrían ser vistas también como un momento de la dis­ cusión sobre la vigencia del programa normativo de la modernidad. Su acento en el regreso al mundo de vida moral concreto, en la idea de la «vida buena» y de sus pluralidades, en los procesos de formación de la subjetividad moral o en los límites de las filosofías racionalistas y universalistas a la hora de aprehender las formas concretas de la vi­ da moral recuerdan, como antes apuntábamos, no pocos momentos de las posiciones hegelianas o hegelianizantes en referencia-a las cuales se han fraguado algunas de las nociones centrales con las que pensa­ mos el presente. Pero no sólo. También esas asunciones modernas de Aristóteles permiten acentos kantianos (piénsese en los casos de Nussbaum 70 y de Agnes H eller7I) y, por lo tanto, tampoco parecería ne­ cesario que la crítica aristotélica negara la totalidad del proyecto criticista aunque estuviera enfrentado de manera directa —y quizá con razón no menguada, como hemos visto— a la interpretación más sesgada­ mente cognitivista desde la que el neokantismo acentuó los rasgos for­ males de la ética kantiana en detrimento, por ejemplo, de las propuestas categóricas de la idea de autonomía. Pero aunque pudiéramos conce­ bir, así, que algunas posiciones neoaristotéiicas forman parte integrante de los debates internos al programa moderno, sería también pertinen­ te plantear una pregunta inversa e interrogar, entonces, cuáles podrían ser sus posibles aportaciones originales o significativas a tales debates. Al referir el trabajo de Sabina Lovibond apuntábamos que su pers­ pectiva wittgensteiniana se encaminaba a un reconocimiento realista de las formas concretas de vida moral. Podemos señalar ahora que no pocos momentos de la crítica neoaristotélica parten, efectivamente, de

70 Nussbaum (1986) y , sobre todo, (1990 b). 71 Aristóteles y e l mundo antiguo, Barcelona, Península, 1983.

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ese giro lingüístico y textual hacia formas ordinarias del discurso prác­ tico que tienen clara inspiración wittgensteiniana. Así, tal vez lo más característico de las críticas que hemos estado analizando, frente a las formas paleoaristotélicas que leen al filósofo griego como el narrador de una ontología inmutable del ser humano y de la sociedad sea esa asunción de la misma filosofía contemporánea y de sus supuestos. Tanto Lóvibond como Taylor, por ejemplo, suscribirían el antitrascendentalismo que está implícito en la idea wittgensteiniana de que la pregunta por el sentido de la vida y la felicidad se satisface, precisamente, en el hecho mismo del vivir felizmente. El recién mencionado giro textual conduciría, pues, a entender que una tarea nada pequeña de la filosofía habría de consistir en el análisis de las prácticas discursivas concretas de nuestra moral, del lugar y del espacio moral en el que definimos nuestros conflictos y nuestras identidades para rehacer sus mapas teóricos y plantear de nuevo la re­ solución de sus problemas. Ese acercamiento interno a las prácticas morales en las que se definen nuestras identidades y los valores éticos del presente ha tenido una especial concreción en la recuperación de la idea de virtud que ha tenido lugar dentro de la filosofía anglosajo­ na. Esa recuperación de la idea aristotélica de virtud está vinculada a la de otros planteamientos ya señalados: la reivindicación de una idea sustantiva de bien como objetivo de la ética, la de una comunidad mo­ ral que define el lugar de lo ético, y la de un juicio-valoración moral que se realice de forma contextual y específica. A esas ideas, la no­ ción de virtud añade la idea de que sólo determinadas prácticas con­ ducen a determinados bienes, pues éstos les son internos a aquellas. Existirían, así, formas adecuadas de hacer (bien) las cosas que condu­ cirían, en exclusiva, a esos bienes. La idea de virtud suscribiría, por lo tanto, el intento hegeliano de sacar la ética de la esfera de la pura intención y trasladarla al mundo material de la comunidad moral. De esta forma, la idea de virtud se vincula más a nociones sustantivas y comunitarias concretas que a la construcción misma del punto de vista moral o, por decirlo en estoico, se vincula más a ideas específicas de felicidad, tal como se define en el lenguaje contextual de una comuni­ dad, que a la formación del sabio. Que la remisión a esa idea de práctica moral no tendría que acabar sólo en la idea de una comunidad moral (en oposición al contraargu­ mento clásico del liberalismo a tales proclividades aristotélicohegelianas) lo muestra, precisamente, ese ideal estoico de la dignidad moral del sabio y de sus prácticas de automodelación virtuosa que re­ cibieron no pocos elogios de los filósofos de la modernidad. Ese asce­ tismo virtuoso del sabio conlleva elementos de autoeducación y 61

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autocontención que serían relevantes a la hora de formular estrategias morales y políticas en el presente 72. Pero, también es claro que la rei­ vindicación contemporánea de la idea de felicidad como bienestar (y, en concreto, como bienestar social en las naciones más ricas del pla­ neta) y de la virtud de la benevolencia, frente a cualquier idea de res­ ponsabilidad y justicia en un mundo atravesado por crecientes desigualdades y crecientemente consciente de ellas también, parece ha­ cer de la noción clásica de virtud y de la búsqueda aristotélica de eudaimonía sólo una defensiva reiteración de privilegios o, en el mejor de los casos, una injustificada proyección mundial de los criterios de bon­ dad vigentes en las sociedades actualmente rectoras cuando no, direc­ tamente, un rasgo de cinismo. Por su parte, y como antes mencionamos y argumentaremos en el quinto y último capítulo, los planteamientos liberales mismos recono­ cen la vigencia de determinada idea de bien (tanto en el ámbito priva­ do como, de manera restringida, en el ámbito público) y los procedimientos de resolución de conflictos y de asignación de recur­ sos que han sido diseñados en los diversos procedimentalismos deter­ minan también supuestos de honestidad, simetría y autocontrol que son requisitos mínimos no siempre lejanos a los contenidos prácticos con­ tenidos en la idea de virtud. Es decir, cabe pensar en la recuperación de una idea de bien y de virtud que no se opusiera de forma frontal al programa normativo del liberalismo que se diseñó para dar cabida a la complejidad y a la diversidad morales y creenciales de las socie­ dades modernas. Probablemente asistamos en los próximos años a in­ tentos de reformulación en términos de la ¡dea de bien de esos contenidos liberales 73 y a recuperaciones de ideales de modo de vida sustanti­ vos y contextualmente determinados pero que estén, no obstante, a la altura de los problemas de una sociedad mundial y compleja. En ese camino se dirige la confluencia de las éticas discursivas desde el cam­ po de la teoría crítica, y que comentaremos más adelante, con otros planteamientos directamente comunitaristas (Taylor, Walzer) o, incluso, con acercamientos del pragmatismo. En esa confluencia, en la que se someten a crítica la validez y la capacidad heurística de nociones cla­ ves del pensamiento racionalista y liberal en ética —como las de uni­ versalismo o formalidad— se da también el intento de definir el carácter normativo de una idea de bien que, aunque diversificada y plural, pueda 72 Cfr. A Doméncch, D e la ética a la política, Barcelona, Crítica, 1989, que de­ fiende, precisamente esta idea. 73 Son significativos, en este sentido, C. Larmore, P attem s o f M oral Complexity. Cambridge, Cambridge Univ. Press. 1987 y Hóffe (1990 b).

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ser éticamente susceptible del reconocimiento por aquellos que no la comparten y pueda explicar mejor el funcionamiento de hecho de los comportamientos morales. Pero todo ello es, evidentemente, más bien un programa de traba­ jo en los límites de los planteamientos neoaristotélicos y comunitaristas. ¿Debe toda crítica al formalismo y al racionalismo cognitivista que ha caracterizado las autocomprensiones éticas de la modernidad y del liberalismo conducir pendularmente a suscribir programas antimodemos y sus ideas de una comunidad moral homogénea sin lugar para la diferencia o la discrepancia? Y, desde la posición contraria, ¿debe toda defensa del proyecto liberal forzar a suscribir un indivi­ dualismo formalista y desencarnado? Creo que el que el actual estado del debate, tal como se ha recogido en estas páginas, nos haga pensar que obviamente o ambas preguntas están mal formuladas o ambas han de responderse en negativo es índice de que hemos de buscar plantea­ mientos más integradores, más complejos y matizados.

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C A PIT U L O SEG U N D O

NUESTRO NUEVO R ET R A T O M O R A L: C H A R LES TA Y LO R Charles Taylor ha propuesto en su libro Sources o fth e S elf74 una revisión del estado de la ética moderna y una ponderación de sus lími­ tes y de sus obstáculos. Esa obra se inscribe en el apuntar de una ética nuevamente sustantiva en la filosofía anglosajona cuyos principales ras­ gos hemos mostrado en el capítulo anterior y se acerca, bien que de peculiar manera, al conjunto de nuevas tradiciones que han venido aglu­ tinándose bajo el epígrafe de «comunitarismo». El presente capítulo discutirá algunos aspectos del debate ético contemporáneo que el ca­ pítulo anterior recogía empleando el hilo que suministra el libro de Taylor recién mencionado, libro que constituye, en mi opinión, uno de los trabajos más comprehensivos y sugerentes de la filosofía moral contemporánea. Partiremos, (a) de las razones filosóficas que se pue­ den esgrimir a favor de una tal ética sustantiva y de su discusión en oposición a las éticas procedimentales modernas y, en concreto, nos centraremos en la cuestión del realismo ético del que ya dimos alguna noticia anteriormente. En el segundo apartado (b) consideraremos el carácter necesariamente histórico del que se reviste ese intento filosó­ fico y que se hace patente no sólo en la necesidad de volver a relatar una nueva historia de la formación y los límites de las éticas moder74 Taylor (1989).

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ñas, sino que aparece también en el tema central de la discusión de la modernidad y de su carácter como una reflexión sobre la constitu­ ción histórica de las formas de la subjetividad moral. Podremos anali­ zar, por último, (c) al hilo de las discusiones de Taylor sobre la cultura post-romántica, las formas del lenguaje moral a las que esa nueva éti­ ca sustantiva se dirige pues una de las conclusiones más significativas podría ser que la formulación y presentación de nociones éticas sus­ tantivas requiere la concurrencia de nuevos lenguajes morales carga­ dos de fuertes acentos expresivos, como serían aquellos de los que nos ha hecho herederos directos el giro modernista de nuestra cultura.

Las form as del bien y el realismo ético Charles Taylor argumenta en su libro a un triple nivel. En primer lugar, en lo que podríamos llamar en castellano, el nivel moral de la descripción de lo que de hecho es nuestra vida (cotidiana, moral, polí­ tica) y de lo que de hecho son nuestro lenguaje y nuestros juicios mo­ rales; Taylor razona, en segundo lugar, en el nivel ético de las descripciones que podemos hacer en la filosofía de esa vida, descrip­ ciones unas veces más acertadas y comprehensivas que otras y las cuales pueden, por lo tanto, dar mejor o peor cuenta de lo que de hecho so­ mos; el tercer nivel corresponde a las concepciones filosóficas, metaéticas, con las que podemos discutir los criterios globales de adecuación o inadecuación de esas teorías éticas a aquellos elementos del primer nivel que pueden considerarse morales. El argumento de Sources o f the S elf puede casi resumirse en lo siguiente: dados deter­ minados errores en el tercer nivel metaético, muchas teorías éticas mo­ dernas han sesgado y cercenado hasta tal punto lo que consideran moral que producen una incomprensión de lo que es, de hecho, nuestra vida moral concreta. O, dicho a la inversa, y de abajo arriba, si aspiramos a una comprensión no reduccionista, completa, de lo que de hecho es nuestra vida moral, hemos de producir una teoría ética que dé cuenta de una variedad de fenómenos —los criterios, las valoraciones de com­ portamientos y objetos, o los supuestos normativos de nuestros jui­ cios morales— cuyo rasgo más sobresaliente es su pluralidad; pero, sobre todo, hemos de ser capaces de dar razón de un cúmulo de dife­ rencias cualitativas que se abren entre esos diferentes criterios, valo­ raciones y supuestos. En efecto, los hombres no sólo valoran de distintas maneras, sino que lo hacen empleando criterios no siempre homogé­ neos ni idénticos y todo ese conjunto de matices valorativos, de diver­ sidad de nociones de bien aplicadas a niveles diferentes de la realidad 66

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humana, debe percibirse, por lo tanto, en toda su compleja particula­ ridad. Así, esa teoría ética que quisiéramos proponer no podrá articu­ larse en tomo a un único criterio exclusivo, sino que ha de atender a la pluralidad sustantiva de lo bueno y de sus formas, y, por lo tanto, no podrá nunca autocomprenderse acertadamente si se considera co­ mo un intento de analizar al sujeto y a la sociedad desde el modelo de saber que han producido las ciencias de la naturaleza y los paradig­ mas naturalistas de las ciencias sociales. No obstante, y empiécese por donde se empiece —por el nivel metaético o por el nivel moral—, el anterior análisis contiene los siguien­ tes elementos; la búsqueda de la mejor explicación del comportamiento moral cotidiano; la afirmación de la necesidad de una noción pluralis­ ta del bien que dé cuenta, a su vez, de los contrastes cualitativos que diferencian los objetos y comportamientos más preciados de los me­ nos preciados; y la idea de que ese orden plural, no conmensurable según un único orden de realidad, no puede ser aprehendido desde los modelos naturalistas de ciencias sociales y de que existe, por lo tanto, un hiato epistemológico entre esos modelos y las ciencias naturales, por una parte, y los métodos que son necesarios para comprender ade­ cuadamente nuestra estofa moral, por otra. La mayoría de estos ele­ mentos no son patrimonio exclusivo del análisis de Taylor y aparecen también, como hemos señalado en el capítulo anterior, en otras refle­ xiones contemporáneas, como la de Alasidair Maclntyre o Bemard Wi­ lliams 7S. Taylor se apoya, incluso, en diversos momentos sobre al­ gunos análisis de éste último y, en concreto, en su tratamiento de la insuficiencia de los modelos de la filosofía ¡lustrada para dar cuenta de esa pluralidad de la noción de bien que opera en nuestros juicios morales. Con ello Taylor se acerca, en parte, a las reflexiones neoaristotel izantes de un sector importante de la filosofía moral anglosajo­ na, aunque habría que señalar inmediatamente que el carácter de su búsqueda de unas nociones sustantivas de bien tiene en él un compo­ nente más histórico, más moderno, más —en suma— hegeliano. Este rasgo que diferencia los análisis de Taylor de otras críticas a los paradigmas racionalistas y naturalistas modernos es, quizá, cru­ cial y una manera de calibrarlo es interrogarnos por la urgencia que, en los diversos sectores del nuevo movimiento opositor, da sentido a tal proceder crítico ante la ética moderna. Como se recordará, Macln­ tyre partía en Tras la Vitud de un panorama de acentos algo catastroñstas y que compartirían, también, no pocos críticos comunitaristas del paradigma liberal moderno hegemónico tanto en teoría política como 75 Maclntyre (1988) y Williams (1985).

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en filosofía m o ral76. Ese panorama pinta como dato más pertinente de la actual situación la pérdida de un lenguaje moral que nos permita orientamos en el mundo en que vivimos, mundo que, por su parte, ha visto borrarse sus propios perfiles de identificación moral. Como vimos, ese catastrofismo sólo podría encontrar remedio, tanto en la perspectiva de Maclntyre como en la de los comunitaristas más fundamentalistas, en su noción de comunidad, en la recuperación del ne­ xo que vincula la reflexión presente con el pasado, en decir, en la idea de una tradición intelectual que orienta la reflexión presente a un catá­ logo de cuestiones y de maneras de hacer de probada solvencia histó­ rica y que, sobre todo, orienta de nuevo al hogar al sujeto que había perdido amarras y sentido tras la revolución ilustrada y liberal77. Re­ gresaremos posteriormente al carácter necesariamente histórico, vin­ culante al pasado, de las reflexiones éticas. Pero señalemos ahora que la urgencia que Taylor siente, aün poseyendo acentos dramáticos, no se tiñe de ese tinte catastrofista y que se basa, más bien, en las más sobrias dudas que asaltan al filósofo contemporáneo que quisiera apre­ hender en su pensamiento el tiempo histórico que vive sin hacer tabla rasa de sus elementos normativos centrales. Consiguientemente, las terapias que pueda proponemos carecerán de esa radicalidad absoluta que poseen en los otros autores que hemos mencionado y que dejarán a su análisis sin las salidas fáciles que tienden a simplificar el comple­ jo panorama del presente. En efecto, Taylor, a diferencia de Maclnt­ yre o los comunitaristas, se negará a adoptar una posición frontalmente crítica frente a las éticas de la modernidad y a su patrimonio moral (como las ideas de dignidad, de igualdad o de respeto) y querrá consi­ derar que también esas aportaciones forman parte irrenunciable de no­ sotros mismos. De hecho, argumentará lúcidamente Taylor, en esas aportaciones y en su crítica —crítica romántica y moderna— se confi­ gura gran parte de nuestra actual identidad. Pero, con ello, su posi­ ción queda tocada de una cierta, aunque apasionada, inestabilidad: ¿cómo remitimos a una comunidad moral sin ser no obstante antimodemos, sin renunciar a nuestra identidad constituida en las crisis mis­ mas de la modernidad? ¿Cómo ser, a la vez, post-ilustrados sin perder aquel asidero en la dignidad humana que la ilustración nos legó? No creo que estemos aún en disposición de formular claramente los con­ flictos y riesgos a los que conducen posiciones como la de Taylor, y quizá podríamos considerar su libro como aquellos largos y lentos mean­ dros de un río que no acaba de encontrar la salida del valle, tal vez 76 Bellah el al. (1985), Sandel (1982). 77 Maclntyre (1985), pp. 326-369 y Sullivan (1982). 68

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porque tal salida esté ya cegada o tal vez porque nunca existió. Y, el primero de esos meandros es, lógicamente —pues de ética hablamos— un rodeo por una teoría del bien. Sources o f the Self, título que quizá pudiéramos traducir por Las fuentes de la Identidad Moderna para dar cuenta más completa de su contenido, prolonga y recoge otros análi­ sis anteriores de Charles Taylor en el campo de la filosofía política 78. Su investigación parte aquí, en una primera sección de carácter siste­ mático, del análisis fenomenológico de nuestra vida moral y nos su­ giere, de entrada, que todo acto, toda valoración moral, están inmersos en una serie de nútreos valorativos que constituyen el horizonte sin el cual no podría realizarse ni ese acto ni esa valoración. Esos marcos irrenunciables, de los que no podemos escapar, son, de hecho, la ma­ triz de nuestra moral, el horizonte sobre cuyo fondo y a cuya luz se recortan e iluminan todos nuestros actos de valoración, de preferen­ cia, de elección. Constituyen, por así decirlo, una especie de espacio moral en el que nos movemos y sin ellos sería imposible la moral mis­ ma. Esos marcos u horizontes pueden tener, y tienen, formas históri­ cas diversas —desde la ética de honor o del guerrero hasta la ética universalista que se apoya sobre las ideas o los marcos de dignidad y autonomía— en cada una de las cuales son diversos los comporta­ mientos que se desean y se ensalzan y son diferentes las razones por las que ello es así. Sería, pues, un colosal error proponer, como ha­ cen formalísticamente algunas éticas modernas, que tales marcos sus­ tantivos no existen en base a que uno de ellos —digamos, por ejemplo, el del teísmo católico medieval— haya quedado obsoleto o se haya des­ vanecido con otras ruinas de la historia. También las morales burgue­ sas que emergen tras el desencantamiento del mundo medieval poseen su horizonte valorativo sustantivo. Taylor asume, así, la crítica neoaristotélica —en su caso, claramente, más bien neohegeliana, como di­ jimos 79— que señalaría que siempre una concepción del bien subyace a toda concepción formal de la ética (sea esa concepción la justicia, la dignidad del sujeto moral o su autono mía, o la simetría de los par­ ticipantes en el discurso práctico). Pero no sólo se trata de las contextualizaciones fuertes de nuestros actos y de nuestras preferencias. También, de hecho, nuestros actos y juicios morales dependen de determinados conceptos o experiencias morales fuertes, de interpretaciones del mundo y de nosotros mismos a las que le asignamos el carácter de «fuentes de nuestra moral». El 78 Taylor (1985), especialmente pp. 187-317. 79 Recuérdese su trabajo, Hegel, Cambridge. Cambridge Univ. Press, 1975, que es seminal de muchas de las ideas y desarrollos del libro que comentamos.

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sentido último que asignemos a cuestiones como la existencia o no de un ser supremo —y las formas de esa existencia, o las razones de la negación de un juicio afirmativo sobre ella—, por ejemplo, no han si­ do indiferentes, argumenta Taylor, a la hora de definir qué problemas son moralmente relevantes y cómo podemos proponernos solventar­ los. Otros ejemplos de «fuentes» morales sustantivas, en los que pode­ mos descubrir también trazas de las polémicas del teísmo, el deísmo y los agnosticismos, pudieran ser el carácter de los sentimientos al­ truistas —amor, amistad, solidaridad— o las formas variantes y com­ plejas de comprensión de nuestra individualidad en relación al cosmos y a la sociedad —lo íntimo, lo privado, lo público, etc.—, o el carác­ ter de dignidad que atribuimos al ejercicio autónomo de la razón. Es­ tas nociones fuertes sobre las fuentes de nuestra sensibilidad moral no pueden, por lo tanto, dejarse de lado a la hora de diagnosticar nues­ tros problemas morales, pues con ellas se definen cuál y cómo es la pertinencia de esos problemas. Tampoco podemos dejar de lado esas nociones fuertes y sustantivas del bien cuando intentamos solventar esos problemas, pues con ellas se define la tonalidad de nuestro len­ guaje y nuestras argumentaciones éticas. Y si así son las cosas, lo que ha de convertirse en tema fascinante no habría de ser tanto la existencia de esos marcos valorativos, y la tarea fenomenológica a la que su estudio nos convoca, cuanto las ra­ zones por las que la filosofía moral moderna olvidó su existencia. Taylor dedica no pocas páginas de su trabajo a la disección de las razones que han creído tener las éticas modernas para obviar la comprensión de la moral como el sutil entramado de contrastes valorativos y como la articulación de una jerarquía plural de ideas de bien. Las éticas mo­ dernas, en efecto, han reducido la noción compleja y articulada del bien que aparecía, como retrato más adecuado de lo que de hecho es nuestra vida moral en las éticas clásicas. Estas proponían determina­ dos bienes como bienes jerárquicamente superiores —piénsese, por ejemplo, en la theoría platónica o en la eudaimonía aristotélica—, co­ mo bienes de bienes o como preferencias de segundo orden (por em­ plear otra terminología no impertinente en este contexto) que articulaban una visión jerárquica pero plural de la vida moral. Como ya dijimos en el capítulo anterior, las éticas modernas han convertido esos bienes de bienes en unos hiperbienes que excluyen cualquier articulación de preferencias derivadas y que rompen sus lazos con el quehacer diario de la valoración moral y de la vida. Por lo tanto, al desvanecerse su carácter articulador, esos hiperbienes han perdido su sustancia nor­ mativa directa y se han visto sometidos a formas de abstracción y formalización que los han dejado vacíos. Imaginémos cuán vacuo, y aún 70

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inconsistente, podría ser un programa normativo que se articulara so­ bre preferencias de segundo orden sin que éstas pudieran referirse, no obstante, a otras de primer orden. El sistema total de preferencias racionales en tanto referido a la moral quedaría hecho añicos. Las ra­ zones de una reducción tal son plurales y difíciles de sintetizar en unas líneas, unas páginas o unos cuantos volúmenes. El problema de la pér­ dida de una ética sustantiva y el de la situación dislocada en la que tal desaparición nos sitúa están ocupando no pocos esfuerzos de la fi­ losofía contemporánea que, al hacerlo, parece invertir aquel progra­ ma de emancipación frente a las morales particulares y sustantivas con el que la ilustración quiso liberarse de la sociedad feudal o estamen­ tal. Paradójicamente, la universalidad formal e igualadora que antaño se elevó como bandera de lucha emancipadora contra la particularización y la privatización del poder en el antiguo régimen parece tornar­ se hogaño en estuche vacío que encasilla, ahoga u oprime y ante el que es necesario, de nuevo, reclamar un retorno liberador a la mate­ rialidad de lo particular y lo histórico. No obstante todo ello, la cues­ tión importante no es el lamento de la pérdida, sino en qué situación sin retorno nos deja la mencionada reducción moderna y cuáles son las maneras en que podemos recuperar, desde esa herencia, una vi­ sión de nuevo más compleja y más adecuada de nuestra estofa moral. Pero quizá el elemento clave de ese proceso de reducción sea el carácter de ese sujeto moral que valora y que prefiere, que emplea y jerarquiza bienes. Ese sujeto, hegelianamente, va a aparecer en el análisis de Taylor vinculado a su horizonte valorativo matriz. En efecto, los espacios morales en los que operamos, y que son como las condi­ ciones culturales, históricas, sociales de todo comportamiento, no só­ lo funcionan como el soporte de la tela en un cuadro, que acepta «pasivamente» el ejercicio pictórico. Los espacios morales comportan también formas de identidad moral, pues éstas son formas de ubica­ ción contextual y formas de orientación en aquellos espacios. Esos es­ pacios deben ser cartografíados, explorados, fijándonos en aquellas distinciones cualitativas que componen nuestro bagaje moral. Un ho­ rizonte moral se corresponde, así, a un espacio moral y a un sujeto, a una identidad moral, que lo emplea y lo recorre. Ese uso y ese reco­ rrido, ese itinerario moral, nos lleva a la idea de la constitución narra­ tiva de ese sujeto que realiza tal viaje. El sujeto moral no está dado y clausurado en un momento del tiempo y de ese espacio morales. El sujeto no es, por lo tanto, ni un supuesto inalterable, fijo en un tiempo y un espacio, ni tampoco aquel «yo puntual» que Hume, y tras él qui­ zá Paríit, quisieron encontrar en el ejercicio de la autoconciencia y que ataba en su momentariedad la gavilla de las experiencias sensi71

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bles e intelectuales. Ese sujeto —o mejor esa subjetividad— es, aris­ totélicamente, un hacerse en el proceso total de una vida. Y ese proceso, para sernos inteligible, debe ser comprendido desde las categorías de bien que lo articulan y lo hilvanan. Pero si así es, nuestra comprensión de la vida moral —la é tic a debe captar ese proceso del hacerse de nuestra identidad, debe aten­ der, narrativamente, a la estructura de nuestra propia identidad, una estructura ella misma moralmente narrativa. No puedo, por muchas razones, sino empatizar con estas ideas de Taylor (y con la lectura que él hace de las de Maclntyre) pues creo, en efecto, que no puede ha­ cérsenos inteligible la noción de lo moral sin recurso a ese proceso narrativo de constitución de nuestra identidad m o ral80. El panorama a que nos abre esa perspectiva sería, opino, doble: en primer lugar, el de las formas de la constitución narrativa (en el sentido de textual) de la subjetividad moral; en segundo lugar, el de la historia material del surgimiento y de las modificaciones de esa estructura narrativa por la que nos constituimos como sujetos morales. Taylor, como veremos en el siguiente epígrafe, persigue en parte esta segunda tarea, bien que en la forma parcial de una historia de la ética, de la filosofía moral y de sus intuiciones y atolladeros. También aborda el análisis textual de la dimensión ética de la subjetividad, al proponernos que la aporta­ ción moderna a la constitución de la identidad moral se plasma, sobre todo, en su «giro expresivo», tema que analizaremos en el tercer epí­ grafe de este capítulo. En efecto, y como veremos, toda la última par­ te del análisis histórico que Taylor realiza en su libro es una fascinante reflexión a partir de las aportaciones narrativas y poéticas de los mo­ dernismos de este siglo, lo que nos sugiere la idea de que nuestra ac­ tual subjetividad moral (ya identidad y sensibilidad morales) se ha construido en medida no pequeña en esa esfera de la literatura. Pero regresemos al hilo de nuestra discusión para dar un paso más en la indagación de los problemas filosóficos que surgen en el camino de una nueva ética sustantiva. Taylor argumenta que si la descripción que hemos esbozado de la articulación de una jerarquía de bienes sus­ tantivos es válida a la hora de dar cuenta de nuestra vida moral, erra­ ría la idea naturalista moderna de que podemos prescindir del espacio moral en el que nos movemos a la hora de definir el punto de vista moral. Ese espacio moral es, por decirlo con Taylor, «anterior» a toda elección, a todo criterio, a todo cambio cultural. Ese espacio previo 80 Cfr. C. Thiebaut, Historia del Nombrar, Madrid, Visor, 1990 y «Sujeto com­ plejo, identidad narrativa, modernidad del sur» en C. Castilla del Pino (ed.). Teoría d el Personaje, Madrid, Alianza Ed., 1989 pp. 121-144. 72

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es el reino de la diferencia y de la pluralidad, del más y del menos, del mejor y del peor, y se resiste a toda simplificación, a toda reduc­ ción a un único factor —por muy elegantes que pudieran resultar las explicaciones así producidas— a toda nivelación basada en un única visión o un único relato. Pero ese espacio se resiste a una reducción tal porque posee una realidad que no encaja en los fijos moldes de la reducción naturalista. El filósofo canadiense, al criticar a las éticas modernas por su naturalismo —dejándose ofuscar, quizá en exceso, por el sesgo sociobiológico de algunas de ellas— y por la reducción de orden epistemológico que ejercen las diversas versiones del utilita­ rismo o del cognitivismo ético extremo, ha de sostener por contrapo­ sición, entonces, una posición fuerte en el terreno de la ontología moral y ha de suscribir un cierto realismo ético de peculiares acentos hegelianos, distante de otros realismos éticos contemporáneos. Conviene que nos detengamos un momento en esta cuestión, pues creo que en ella se encierran claves importantes de la apuesta por una nueva ética sustantiva y su tratamiento nos conducirá, quizá sorprendentemente, de nuevo hacia el sujeto moral y su historia. Las disputas relativamente recientes entre los diferentes realismos y antirrealismos, disputas que han ocupado a gran parte de la última filosofía analítica, no han tenido en el ámbito de la ética normativa uno de sus terrenos privilegiados 81. Dados los acentos que en gene­ ral tiñen eso que se entiende por «realidad» en la filosofía analítica, no es difícil pensar que cualquier «realismo ético» habría de confun­ dirse con el naturalismo biológico o psicológico que Taylor critica. Las alternativas a tal reducción naturalista se verían forzadas a suscri­ bir, como tantas veces ha acontecido en la historia de la filosofía, una posición opuesta y extrema que apuntase a la realidad ontológica de los valores, a un cierto realismo metafísico de los valores. Son tales las dificultades, en efecto, de concebir la idea misma de un realismo ético al margen de tales posiciones que hay propuestas, como la de Putnam, que han acudido a la idea de la prioridad de una dimensión 81 Lo que no significa, sin embargo, que no haya existido en este campo. Véa­ se, por ejemplo, el volumen de la Spindel Conferencc, recogido en Southern Journal ofPhilosophy, vol. XXIV (supl. 1986), con trabajos de Brink, Harman y Lycan, en­ tre otros, y en los que se discuten detalladamente, por ejemplo, las significativas tesis de Mackie y las de Nagel. Tales discusiones sobre el realismo/antierralismo moral tienen, no obstante, un carácter algo distinto al aquí señalado referente a Taylor. Una discusión más centrada sobre el tipo de realismo hegelianizante o wittgensteiniano de los mundos/formas de vida —ligado a la discusión de Mark Platts y Sabina Lovibond y más vinculado a la posición de Taylor, como veremos aparece en J. Margolis, «Moral Realism and the Meaning o f Life», The Philosophical Forurn, XXII, 1 (1990) 19-48. 73

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ética en el concepto de verdad para fundamentar una posición de corte antirrealista (y que él denominaría, como es sabido, «realismo inter­ no», en reconocimiento de la necesidad de un peculiar término medio entre unos extremos, irrazonables o exagerados) 82. Pero, por otra parte, y como hemos visto en Taylor, no pueden criticarse las reduc­ ciones naturalistas de lo moral ni rechazarse, por limitados, los ses­ gos formalistas de las éticas modernas sin acudir a alguna forma de realidad moral preexistente al acto y al juicio morales. Pero, nótese que no podríamos tampoco decir que la realidad de ese espacio moral preexistente es, sin más, el horizonte empírico, social e histórico, de una moralidad determinada. Tal afirmación equivaldría, si somos co­ herentes con lo que antes dijimos, a un cercenamiento similar al que producen las reducciones naturalistas (y, así sólo sería moral aquello que se acepta como tal en un momento dado) y difícilmente podría­ mos explicar, entonces, los procesos de cambio histórico o los proce­ sos de génesis de nuevas formas morales. Así, Taylor, que defiende una cierta forma de realismo ético que apela a la existencia social de valores ha de matizarlo para sustentar su crítica a las diversas reduc­ ciones modernas, psicológicas o metafísicas. Este otro realismo de Tay­ lor es un realismo que no sea ni el que cabría deducir de la facticidad de los enunciados morales y normas existentes en una sociedad (algo así como un positivismo moral) ni tampoco los realismos ontológicos que hacen de los valores una realidad por entero independiente del hom­ bre (piénsese en los realismos axiológicos a lo Scheler o en los paleoo neo-iusnaturalismos). Estas últimas alternativas fuertemente meta­ físicas parecen estarle vedadas a Taylor por el momento antimoderno que pudieran contener y que, como sugerí, no casaría fácilmente con la posición global de Taylor que querrá ser post, pero no antimodema. No es de extrañar, por ello, que nuestro autor vacile y no acabe de formular con claridad qué es, al cabo, el realismo moral que de­ fiende y que, en general, carezca de las precisiones que caracterizan otros ejercicios más analíticos de la filosofía anglosajona. En diversos momentos, señala que no podemos prescindir del empleo de las no­ ciones o ideas de bien que preexisten al acto o al juicio moral diciendo que, «es real aquello con lo que hemos de trabajar, lo que no se desva­ necerá porque no casa a nuestros prejuicios» 83. Nuestras concepcio­ nes acerca de los valores y de su lugar en la realidad —argumenta en 82 Véase por ejemplo, Reasan, Trunth and History, Cambridge, Cambridge University Press, 1981, p. 215 y The Many Faces o f Realism, LaSallc, 111. Open Court, 1987, pp. 41-62. 82 T a y lo r (1989) p. 59.

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crítica a las posiciones antirrealistas de Mackie, o del cuasi-realismo de Blackbum— no pueden nunca ser la base de una objeción a lo que es real de esa manera. Este afán de polémica con las diversas formas de antirrealismo viene motivado no sólo por ese deseo de hallar «la mejor explicación» de nuestra vida moral, y al que antes nos referi­ mos, sino también por el intento de rechazar las formas más obvias de subjetivismo y de relativismo. La pluralidad y la diversidad de que se revisten las formas del bien, supone Taylor, no son un argumento en contra, sino a favor, de la realidad de esos contrastes cualitativos por medio de los cuales valoramos. Si no malinterpreto excesivamen­ te a Taylor, esta realidad sería, pues, algo así como una realidad que podemos permitirnos calificar de apelativa: la existencia incuestiona­ ble de variedades del bien a las que apelamos para juzgar, valorar y vivir. Pero, a la vez, sería también la apelación de nuestra misma vida al bien y al buen vivir. En nuestra interpretación (que devalúa la car­ ga ontológica que Taylor asigna a su propia concepción en más de un pasaje de su obra) el realismo ético sería el reconocimiento de la reali­ dad de las formas del bien y de la vida moral que se deja ver en las apelaciones valorativas que constituyen nuestro vivir. Decir, así, que se suscribe un realismo ético sería suscribir, sobre todo, una posición negativa: no es cierto que los valores sean sólo contingentemente sub­ jetivos, meramente relativos al acto de juzgar y al sujeto que juzga, circunstancialmente referidos a un tiempo y a un lugar. El sujeto, por el contrario, apela a esos valores como categorías de su juicio, reco­ noce que esos valores se entretejen en las fuentes de sentido que son orígenes de su misma subjetividad moral. Ese realismo apelativo ha tenido formas diversas y algunas de ellas tienen un fuerte acento reli­ gioso —piénsese, sobre todo, en los movimientos reformistas con su acento en la interioridad— cuya impronta ha quedado marcada en la historia de la subjetividad moderna. A esa impronta es profundamen­ te sensible el análisis de Taylor y uno de los temas recurrentes de su trabajo será el reconocimiento de esa huella. En efecto, uno de los hilos más recios de la trama que se teje en Sources o fth e S elf lo constituye la ponderación y discusión de los ele­ mentos religiosos que aparecen en la vida moral y cuya huella perma­ nece aún después de eliminada la dimensión estrictamente trascendente que comportaron en su origen. El lenguaje religioso ha sido, con fre­ cuencia, uno de los lenguajes en los que se han vehiculado esas nocio­ nes de bien con las que vamos articulando nuestra identidad. En concreto, Taylor señala que el carácter del realismo ético —al que, como dijimos, hemos llamado apelativo para limarle su aguijón ontológico— ha tenido con frecuencia un tono religioso tal. El movi75

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miento reformista, siguiendo los pasos del agustinismo que buscaba el bien en el interior del hombre y anunciando la postulación pascaliana de un absoluto para el hombre desde el hombre, basó gran parte de su fuerza en esa aspiración religiosa a lo absoluto descubierto co­ mo dimensión del hombre mismo. La apelación al bien hallaría, así, su raíz en una estructura humana de incompletitud. El realismo sería, en esa matriz teísta, lo que garantiza el referente de la aspiración reli­ giosa del hombre. Pero, argumenta Taylor, Incluso desde fuera de una perspectiva teísta es posible concebir que la mejor teoría del bien, aquella que nos suministra la mejor explicación del valor de las cosas y de las vidas tal como éstas se ofrecen a nuestro discernimiento, puede ser una teoría cabalmente realista. De hecho, tal es la teoría que quisiera defender, sin pre­ tender con ello formular pretensión alguna sobre cómo son las co­ sas en un universo «en sí mismo» o en un universo en el que no haya seres humanos. Una perspectiva realista es perfectamente com­ patible con la tesis de que las fronteras del bien, tal como podemos aprehenderlo, están fijadas en ese espacio que se abre por el hecho de que el mundo está ahí para nosotros, con todos los significados que para nosotros tiene, aquello que Heidegger denominó «el claro del bosque» 84. Así, el realismo ético de Taylor, si ha de ser tal, y como ya se ha ido dejando ver, no podrá sino ser, también, retomo al sujeto. No podrá sino ser el camino del hacerse del sujeto. En efecto, la apela­ ción a la realidad que configura esa llamada no subjetiva al bien pare­ ce provocar un doble movimiento simultáneo: en primer lugar, ese realismo parece imbuir lo moral en el mundo mismo y constituir, ha­ cia fuera, al bien como un componente de lo real. Pero, en segundo lugar, esa apelación parece provocar también un movimiento hacia el interior, hacia el sujeto, sólo ante el cual esa realidad moral tiene al­ gún sentido y es moral. Este movimiento hacia dentro es crucial, pues define y contiene, como veremos, toda la historia de nuestra constitu­ ción histórica como sujetos morales, y Taylor querrá trazar a su hilo el relato de una especie de fenomenología de la vida moral en occi­ dente. Notemos que ese doble movimiento, hacia fuera y hacia den­ tro, por así decirlo, no puede concebirse, según Taylor como un movimiento divergente. Es decir, el proceso que afirma el realismo ético es el mismo proceso que afirma la naturaleza del sujeto moral. Según Taylor, sería la interrogación por esta naturaleza subjetiva la que habría ahora de intrigarnos. Y, señala, « T a y lo r (1989) p. 257.

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Incluso aunque no esté presente un motivo pascaliano, la imagen mecanicista del universo y de una instancia subjetiva sin anclajes conspiran para crear una separación, incluso un abismo, entre el espíritu y el mundo. Sea cual fuere la respuesta, incluso para aque­ llos que como ciertos románticos quisieron volver a imbuir a la Na­ turaleza de Espíritu, el tema crucial sigue siendo la naturaleza del sujeto. Y ese tema adopta, entre otras, la forma de la siguiente pre­ gunta: ¿Qué hay en el sujeto que le hace reconocer y amar el bien? En todo ello se percibe un especial quiebro ético que no acaba, no obstante, de negar la huella de la radical lectura de Hegel que Taylor había hecho hace tiempo 86. En Hegel, para Taylor como para tantos otros autores procedentes de la izquierda clásica, a las formas de nuestro conocimiento que se expresa en una lógica le subyacería una ontología, una definición de lo real. Y, conocer aquella —es decir, el proce­ so de hacerse de nuestra subjetividad que conoce— es una forma de acercamos a ésta. En el realismo apelativo, esa relación entre el pro­ ceso de lo real y el proceso de la subjetividad aparece como la rela­ ción entre el carácter objetivo y subjetivo del bien. La interrogación por el orden real del bien se ha de convertir, ahora, en la pregunta por el orden de nuestra naturaleza deseante, postuladora —apelativa, por emplear nuestro término—. Es decir, el realismo ético ha de tor­ nar al sujeto y a su interioridad. Podemos, pues, concederle a Taylor su realismo apelativo como maniobra anti-antirrealista: mas el efecto alcanzado, y más allá de disputas terminológicas, no es distinto, creo, del que se produce en las formas moderadas del antirrealismo, sea de inspiración postwittgensteiniana o sea de origen internalista, como el de Putnam. Por lo tanto, ese realismo es más un anti-subjetivismo y un anti-naturalismo que una tesis metafísica sobre la realidad en sí del bien o los valores. Pero entonces el programa de investigación que se nos abre tras esa afirmación parte de la idea de que no cabe indaga­ ción sobre la moral que no sea también, y quizá ante todo, indagación sobre las formas de la subjetividad moral. Esta conclusión que puede extraerse del análisis anterior me parece harto significativa pues re­ trotrae el análisis del mundo de la vida moral, de indudable corte hegeliano, al estudio —también fenomenológicamente hegeliano— de la génesis de la subjetividad moral, el cual no podría quizá prescindir de la indagación por los motivos y la estructura de la conciencia mo­ ral misma. Y, también por ello mismo, esa conclusión hace inocuas, « Taylor (1989) p. 257. “ Taylor (1975).

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excepto en lo que de programa crítico tuvieran, las protestas realistas, o anti-antirealistas, que Taylor reitera. Pero, no obstante, la tesis fuerte del realismo apelativo se mantiene: la historia de la subjetividad irá mostrando, al andarse, la apelación a la realidad de los valores como motivo y como fuente de las diversas concepciones de lo moral que se tejen en ella. AI final del camino, incluso, en el quiebro modernista que aspira a retornar a los objetos tras la exacerbación romántica de la subjetividad, encontraremos la formulación expresa de una apela­ ción al orden de cosas que resuena, eso sí, en nosotros y que sólo por nuestro través puede ser desvelado.

Por una historia de la subjetividad moral Con el giro hacia la interioridad al que nos ha conducido el análi­ sis del peculiar e inestable realismo ético de Taylor no ha desapareci­ do, no obstante, la inspiración hegeliana del proyecto. Taylor nos propondrá, en efecto, que no hay mejor forma de indagar la estructu­ ra de nuestro mundo moral, sus quiebras o sus supuestos valorativos, que el relato de una historia de ese progresivo giro intemalista que ha caracterizado de manera sostenida a la filosofía occidental desde, al menos, la inflexión agustiniana. La parte más sustancial de Sources o f the Self, y a la que el libro dedica su mayor número de páginas, es una exploración tal. En ella se trata de indagar por las formas de constitución del sujeto moral en la historia de nuestra cultura y, en concreto, de nuestra filosofía. Esa historia de la constitución de nues­ tra subjetividad lo es, sobre todo, de la generación simultánea de aquel «dentro» y aquel «fuera» que eran los dos polos en los que se articula­ ba el peculiar realismo de Taylor. Notemos, de entrada, dos rasgos significativos de este proyecto. El primero, sobre el que nos centraremos a continuación, es que esa historia permanece, no obstante y en general, en el nivel explícito de la filosofía y se convierte más en la historia de las incapacidades o rémoras filosóficas que hemos podido padecer o padecemos a la hora de una comprensión cabal de nuestra vida moral presente que en la historia real, material y espiritual, de las formas de nuestra subjetivi­ dad. Como recordaremos, también Bemard Williams había acentua­ do este carácter de obstáculo que puede tener la filosofía para la comprensión de la dimensión moral. El segundo rasgo importante del proyecto, que ha sido ya mencionado aunque habremos de volver so­ bre él más adelante, es el carácter histórico de esta nueva fenomeno78

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logia del espíritu, carácter que hace coincidir este proyecto de Taylor con otras indagaciones en la filosofía contemporánea. Veamos la posible objeción de que el análisis de Taylor permane­ ce más en el nivel de los textos, los libros, de filosofía que en el análi­ sis de los procesos históricos de constitución de la subjetividad. Taylor es explícito al señalar que su análisis no es tanto una historia (mate­ rial, social, textual) de la subjetividad o la identidad morales cuanto una indagación sobre la necesidad de poner ese tipo de cuestiones en el centro de nuestro interés filosófico y científico social. Hacia el co­ mienzo de su relato histórico de la evolución de las concepciones filo­ sóficas de la subjetividad moral, y tras la sección más sistemática y metodológica que se dedica a las cuestiones de fenomenología moral que hemos analizado en el epígrafe anterior, Taylor realiza una «di­ gresión sobre la explicación histórica» en la que define metodológica­ mente su intento 87. El proyecto, como decimos, no es una historia del proceso de creación o de interiorización de los juicios y criterios morales, ni tampoco una historia de los procesos de construcción de la subjetividad moral. En caso de que pretendiera serlo neceitaríamos, por ejemplo, análisis de prácticas «moralizadoras», prácticas de «subjetivación» (por decirlo a lo último Foucault) o necesitaríamos aná­ lisis de los procesos de socialización e integración social de los indivi­ duos, como nos proponen algunas teorías sociológicas contemporáneas. Necesitaríamos, en suma, el análisis histórico de los profundos cam­ bios económicos, sociales, políticos y culturales que se hilvanan en lo que denominamos historia de Occidente. El intento de Taylor es, por el contrario, identificar fenomenológicamente aquellos elementos valorativos que operan en el ámbito motivacional de los individuos y actores históricos concretos y que les conducen a alterar sus compor­ tamientos, sus valores, su moralidad o su identidad, tal como esos ele­ mentos se han visto recogidos en las reflexiones canónicas de la religión y la filosofía. ¿Qué indujo a las gentes a asumir [una nueva identidad históri­ ca]? De hecho ¿qué las mueve incluso hoy? ¿Qué les da su poder espiritual? (...) Lo que buscamos es una interpretación de la identi­ dad (o de cualquier fenómeno cultural que nos interese) que nos muestre por qué las gentes encontraron (y encuentran) esa identi­ dad convincente/inspiradora atractiva, y que alcance a definir lo que podríamos llamar las «idées-force» que contiene 88. 87 «A Digression on Historial Explanation», Taylor (1989) pp. 199-207. 88 Taylor (1989) p. 203.

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La posición de Taylor quiere definirse, por lo tanto, en contrapo­ sición a un relato histórico causal de los procesos de constitución de los valores morales que los contemple sólo, y por así decirlo, desde fuera. Taylor no puede negar que es evidente que un conjunto de prác­ ticas sociales (que abarcan desde las formas de oración a las formas del matrimonio, pasando por las formas sociales de intercambio o las diversas articulaciones de la privacidad) configuran y vehiculan ideas e identidades morales, muchas veces de manera conflictiva. Pero su intento es acentuar, más bien, el nivel de la autointerpretación que apa­ rece explícitamente en las ideas y valores morales conscientemente asu­ midos cuando damos cuenta de nuestras valoraciones y su sentido: La identidad moderna surgió porque convergieron y se reforza­ ron mutuamente para producirla los cambios en la autointerpreta­ ción con un amplio número de prácticas —religiosas, políticas, económicas, familiares, intelectuales, artísticas— 89 Pero no puede reprimirse la sospecha de algún desenfoque con­ ceptual agazapado en ese planteamiento. Es cierto que no podemos sino concebir una pluricausalidad en las esferas de valoración y de cons­ titución de ideas, criterios y normas y que por ello son desacertadas, si no torpes, las teorías monocausales que analizan los cambios histó­ ricos basándose en un único orden de factores, sean estos económi­ cos, políticos o ideológicos. También lo es que «la flecha causal apunta en las dos direcciones» de la concausación material histórica, por una parte, y de la interpretación cultural, por otra, y que prácticas socia­ les determinan identidades y que éstas determinan a su vez a aquéllas. Pero tal vez el problema no sea tanto el negar la pertinencia de los relatos objetivadores, en perspectiva de tercera persona, referidos a macroestructuras económicas, políticas o culturales —aunque esas macroestructuras estén normativa o valorativamente cargadas—, y que es la posibilidad que Taylor niega. Quizá el reto que tenemos ante no­ sotros es el de llegar a formular relatos históricos de la génesis real, y no sólo pensada o reflexionada filosóficamente, de la misma pers­ pectiva de primera persona en la que se constituye nuestra subjetivi­ dad moral. Quizá no se trate tanto ya de negar que un relato objetivo sobre lo objetivo es insuficiente para alcanzar lo subjetivo de lo mo­ ral, cuanto de ver si es ya posible dar un paso más y establecer relatos objetivos de la génesis misma de lo subjetivo sin que por ello esto últi­ mo quede cosiftcado. En efecto, tal vez el problema no esté ya en cuales son los límites 89 T a y lo r (1989) p. 206. 80

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de una ciencia social interesada y referida a los valores —y de si tal ciencia alcanza o no a dar cuenta cabal de las dimensiones de sentido de los procesos morales— cuanto de si podemos seguir prescindien­ do, incluso, del instrumental analítico que esas inestables ciencias so­ ciales nos pueden suministrar a la hora de planteamos la cuestión, indudablemente filosófica, de cómo se forma y se modula una identi­ dad moral. Al referir una (nueva) historia de la filosofía moral intere­ sada en el giro hacia la interioridad que se descubre en esa historia y que expresa el proceso de complejidad filosófica a la hora de abor­ dar la subjetividad moral, —estrategia que también Maclntyre había empleado en Tras la virtud— Taylor parece cometer una cierta con­ tradicción. Por una parte, considera objetivadores los relatos históri­ cos que realizan las ciencias sociales para dar cuenta de esa historia de la subjetividad. Pero, por otra, parece asignarle a la filosofía (y, sobre todo, a su perspectiva filosófica desde la que construye otra his­ toria de la filosofía) el privilegio de no ser objetivadora. Pero ¿cómo justificar ese privilegio? ¿No podrían también compartirlo otras apro­ ximaciones que nos relataran, con el instrumental postmetafísico de las ciencias sociales, o al menos de algunas prácticas de ellas, la ge­ nealogía de esa subjetividad moral? Podemos precisar y aclarar nues­ tra duda con dos sugerencias. La primera de ellas sería que los procesos de autointerpretación que se configuran en formas explícitas de iden­ tidad pueden entenderse como el rostro «interno» de aquellas mismas prácticas sociales (públicas y privadas) que también pueden ser inter­ pretadas desde «fuera» en una perspectiva de tercera persona, como la que adoptan las ciencias sociales. La segunda sugerencia señalaría que no cabe identificar o confundir los criterios valorativos que defi­ nen las identidades morales con las ideas filosóficas y culturales que explícitamente aparecen en los textos teóricos y artísticos de nuestra historia. Por comenzar por la primera de nuestras sugerencias recordemos que las largas discusiones de este siglo de las ciencias sociales herme­ néuticas marcaron los límites de las aproximaciones totalmente objetivadoras a los comportamientos humanos y la necesidad de incorporar la dimensión «sentido» en una actitud comprensiva. Tras esas polémi­ cas, la crítica a la perspectiva objetivadora de las ciencias sociales les corresponde también a ellas y no reclama por sí misma, por lo tanto, un discurso sustantivo totalmente diferenciado de ellas. Ese discurso diferenciado tiene más bien la tentación sistemática de ser reiteración del discurso de la filosofía de la conciencia, cuyos privilegios metafísicos han sido criticados con fuerza, como es sabido, desde muchos lugares en la filosofía contemporánea. Pero también, y como el últi81

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mo Foucault sugeriría, las dimensiones de autointerpretación, típicas de la filosofía, la religión y el arte, pueden ser vistas como productos cruciales de prácticas —privadas o públicas, pero siempre materiales, siempre sociales— de creación de identidades 90. Todo ello conduce, quizá, a sugerir que el acercamiento a las autointerpretaciones identificadoras como una esfera interesante por sí misma no podría, no obs­ tante, realizarse desde una actitud que prescindiera de manera absoluta de ese denso tejido cambiante de las moralidades históricas y que se fijara, con mirada sustantivadora, en las declaraciones filosóficas ex­ plícitas de algunos individuos que operan, además, en discursos que están marcados por los precisos e históricos límites de las disciplinas académicas, como son los de los filósofos, los teólogos o, para el ca­ so, los poetas. Ciertamente un relato objetivador de las macroestructuras sociales puede perder de vista ese «grano fino» en el que está tejida la urdimbre motivacional y valorativa con la que vamos mon­ tando nuestra identidad. Pero ni todas las ciencias sociales pueden re­ ducirse a tales macro-relatos ni tampoco cabe pensar que la única alternativa a ellos sea el relato explícito en primera persona de cómo esa urdimbre ha sido tejida y de cuáles son sus tramas. Un texto de filosofía, de literatura o de teología puede ayudamos a percibir qué problemas y qué razones movían a quienes los escribieron, pero tam­ bién habría que considerar que esas disciplinas son ellas mismas prác­ ticas de interpretación que necesitan ser contextualizadas en otras prácticas de interpretación diferentes, y tal vez complementarias, y que para tal análisis caben relatos objetivadores que, no obstante, es­ tén por así decirlo «subjetivamente interesados». Es decir, y por llegar ya a la segunda cuestión que puede sugerirse ante el planteamiento metodológico de Taylor en la definición de su punto de vista histórico, puede ser dudoso que la «cuestión interpreta90 Nótese que me refiero, de forma explícita, a los dos últimos volúmenes de la Historia de la sexualidad (El uso de los placeres, M éxico, Siglo XXI, 1986 y La in­ quietud de sí, México, Siglo XXI, 1987), y a los trabajos afines (Politics, Philosophy, Culture, D. Kritzman (ed.), N. York Routledge, 1988; P. Rabinow (ed.) The Fou­ cault Reader, N. York, Panthcon Books, 1984, pp. 331 s.) y a las nuevas formula­ ciones metodológicas y programáticas ahí contenidas. Cfr. J. Sauquillo, M. Foucault: Una filosofía de la acción, Madrid, C .E .C ., 1989 pp. 358 ss.; M. Foucault, Tecnolo­ gías de yo (Ed. Miguel Morey), Barcelona Paidós-Ice, 1990. Taylor había criticado en 1984, y desde una perspectiva que ya puede parecemos tópica, las aproximaciones del Foucault anterior, sobre todo las conocidas ideas de un poder que nictzscheanamente engloba (y no depende de) las nociones de verdad y de. libertad. Cfr. «Foucault on Freedom and Truth» en Philosophy and the Human Sciences, Cambridge, Cam­ bridge Univ. Press, 1985, pp. 152-184. 82

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tiva» sobre la que él quiere centrarse pueda ser cabalmente abordada desde un análisis centrado casi exclusivamente en los textos explícitos y autoconscientes de la historia de nuestra subjetividad. Una posible solución elegante, que Taylor deja ver en algún momento con dejes benjaminianos no explícitamente reconocidos, sería considerar esos textos como «documentos de civilización» (habría que añadir «y de bar­ barie» pata ser cabalmente benjaminianos) o como testimonios y testi­ gos de las prácticas reales en las cuales y por las cuales los sujetos se interpretan a sí mismos, se dicen quiénes son, lo que desean, lo que rechazan o lo que lamentan irremisiblemente perdido. Así conce­ bida, la historia de la subjetividad no sería tanto aquello que nos apa­ rece relatado en determinados textos de autointerpretación, cuanto aquello que se nos muestra ejercido en ellos, aquello que ellos, entre otras prácticas, denotan. Por eso, tal vez esos textos pueden verse, con mayor fecundidad, como el lugar en el que se construye uno de los momentos de la subjetividad moderna. Creo que tal acontece con determinadas prácticas-autobiográficas que revelan no sólo el proceso de interpretación que un sujeto hace de sí mismo (lo cual sería un pri­ mer resultado) sino también el proceso de creación de una nueva es­ tructura de la subjetividad. Es decir, quizá lo más sugerente de las prácticas de interpretación sea esa creación pragmática de la subjeti­ vidad en el texto que podemos sorprender, por ejemplo, hasta en las prácticas textuales autobiográficas de Agustín de Hipona, en Montaigne o en Teresa de Avila. Pero ese sujeto textualmente construido es sólo un aspecto, un rostro, que necesita de otras mediaciones y comple­ mentos para ser un retrato cabal. Los textos de la filosofía, la teología o la literatura testimonian a un sujeto, a unos «alguienes» que se han construido por su medio; pero no sólo en ellos ni, sobre todo, sólo según lo que ellos relatan explícitamente. Sólo un ejercicio más am­ plio de análisis textual, que integrara también, por ejemplo, esas prác­ ticas del relato del yo que constituyen el género autobiográfico (o algunos de sus momentos) podría acercar la historia de la filosofía y de la cultura a aquel punto de vista interesado en el lado «interno» y valorativo de las prácticas de identificación que interesan a Taylor y tal vez sólo esas otras prácticas, en cuyo análisis se interesan actual­ mente determinadas perspectivas de las ciencias sociales, podrían dar respuesta a sus planteamientos 91. El libro de Taylor que estamos con­ siderando margina, quizá demasiado obviamente, estas otras perspec91 Nos referimos a las aproximaciones menos sitemáticas y más hermenéuticas a los análisis de los mundos de vida y a los relatos del yo, como, por ejemplo, M. de Certau, The Practice o f Everyday Ufe, Berkeley, Univ. o f California Press. 1988.

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tívas que permitirían integrar un análisis más complejo del surgimiento histórico de las formas de subjetividad, y tal vez ello sea uno de sus límites. Pero, incluso podemos ver cómo la historia relatada por Taylor desborda muchas veces esa asumida limitación metodológica a las interpretaciones filosóficas, religiosas y culturales y se mueve tam­ bién hacia las prácticas sociales que las arropan y que les dan cuerpo. No obstante, no puede negarse el valor del sistemático ejercicio de Taylor en la búsqueda de ese lado «interno» como perspectiva pe­ culiar y original en su abordaje del giro histórico que está generali­ zándose en la nueva filosofía práctica ni, a pesar de las discrepancias señaladas, puede olvidarse que es el interés por lo subjetivo el que ar­ ticula gran parte del proyecto. El giro histórico que esa indagación adopta no es exclusivo de los planteamientos de Taylor e, incluso, pa­ recería como si la filosofía moral contemporánea se viera en la nece­ sidad de volver a relatar su historia intema, pero esta vez de una manera nueva precisamente para poder recuperar su carácter propositivo y nor­ mativo explícitos. El intento de revisar el canon clásico de la filosofía práctica tiene su origen, sobre todo, en la necesidad de ajustar las cuen­ tas con las bases conceptuales y filosóficas del programa ético de la modernidad para poder saltar sobre los obstáculos que creen percibir­ se en sus últimos pasos y hacer una filosofía que, de nuevo, atienda a los males del hombre. Diversos autores y corrientes coinciden en ese ajuste de cuentas, y así aparece en el giro neo-pragmatista de Ri­ chard Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza n , en el comunitarismo conservador de Maclntyre con su recuperación de la noción de tradición que comentamos hacia el comienzo de estas líneas, o en el sugerente trabajo de Jeffrey Stout 91*93 quien, con exageraciones postkuhnianas, reclama sin rubor que sólo una filosofía explícitamente historicista puede hacemos retomar al terreno de la discusión moral eficaz y pertinente y que, incluso, ese historicismo es el heredero natural de la filosofía analítica. Pero, como decimos, el intento neohegeliano de izquierdas de Taylor reviste una peculiar novedad que lo diferencia de esos otros nuevos historieismos. Rorty pretende revisar, como ha­ rá también Toulmin 94, el relato canónico de la creación de la cien­ cia moderna, y por lo tanto su análisis nos mostrará una idea de sujeto en la que éste aparecerá como el limitado espectador que nace en una 91 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza (trad. de J. Fdz. Zulaica), Madrid, Cátedra, 1983. 93 J. Stout, The Flight from Authority. Religión M orality and the Quest fo rA u to nomy, Notre Dame, Notre Dame Univ. Press, 1981. 94 S. Toulmin. Cosmopolis. The Hidden Agenda o f Modemity. Nueva York, Free Press, 1990.

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teoría del conocimiento. La historia (o las historias) que así se cons­ truyen son historias internas a la evolución y a los límites de nociones como verdad o conocimiento y se convierten, por lo tanto, en histo­ rias de los límites del proyecto epistémico de la modernidad. Una de las consecuencias político-morales de esa comprensión epistémica de la historia de la cosa es que frente a los límites de ese proyecto episté­ mico moderno, parecerá imprescindible la ruptura con el contenido racional de la herencia de la modernidad liberal y con su búsqueda de un marco argumentativo público. Rorty acabará proclamando un programa de ilustración privada de los ciudadanos y la generalización exhortativa de formas de solidaridad, de tolerancia y de compasión que realiza más adecuadamente la literatura que la filosofía 9596. Por su parte, Maclntyre recupera, como veremos más detenidamente en el próximo capítulo, la noción de la tradición intelectual como una for­ ma de abordar la historia de los problemas y de las maneras de sol­ ventarlos. Ante el tejido de las diversas tradiciones intelectuales que se han ido solapando en la historia de occidente, no cabe una posición neutra o distanciada, argumentará Maclntyre, sino la discusión siem­ pre desde una de ellas, a favor de ella y en contra de las demás La historia del canon de la filosofía es, aquí, el relato del conflicto de interpretaciones del mundo que no son homogéneas entre sí y la apuesta por la victoria de aquella tradición que, desde el punto de vis­ ta de Mclntyre, tiene mejores bazas intelectuales a su favor: la tradi­ ción reformada del aristotfico-tomismo. Frente a esas historias —la del proyecto epistémico quebrado que nos conduce a reconstruir la fuerza normativa de la civilización occi­ dental en términos expresivos a costa de su contenido racional, o la de la validez de la autoridad de una tradición filosófica en cuyo seno nos educamos y que no podemos no reconocer— Taylor pretenderá mostrar en su revisión la compleja continuidad del proceso mismo de creación de la subjetividad moral desde el giro internalista socrático, pasando por el agustinismo y el renacimento para llegar a la moderni­ dad. No se trata, por lo tanto, de proponer un cambio de rumbo, prag­ matista a lo Rorty o historicista a lo Toulmin, en un tipo de quehacer filosófico más bien articulado en torno a la teoría del conocimiento y de sus límites. Tampoco se trata de reconstruir la visión particular de una de las tradiciones de la filosofía occidental, reconociendo la inevitabilidad de un cierto relativismo cultural moderado, como acon95 R. Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989. 96 Maclntyre (1988) pp. 249-269.

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tece en Maclntyre. La propuesta de Taylor, que indudablemente se acerca en momentos a estos otros relatos que mencionamos, es que la idea de sujeto moral tiene raíces de largo alcance, y que la preten­ sión moderna —liberal— de haber creado de la nada al sujeto epistémico (de conocimiento, pero también político) se basa sobre la elisión de toda esa historia anterior en la que colaboran no una sino muchas tradiciones y momentos teóricos. Ciertamente, Taylor formaría parti­ do con Rorty en su crítica a la pretensión de exclusividad y de radicalidad última que reclama para sí el sujeto epistémico cartesiano. Pero, mientras Rorty ve en tal proyecto un intento cuyos límites han de con­ ducir a su crisis, Taylor quiere descubrir los supuestos valorativos, normativos, que subyacen a tal proyecto y que él ubica en la larga tra­ yectoria de la historia occidental. Pero también, y como vemos, esta historización del sujeto, en la que éste aparece cargado de dimensiones éticas, se dirige directamen­ te contra la pretensión moderna de haber encontrado un último funda­ mento fírme en las categorías epistémicas. Es, de nuevo, un intento de volver a primar una cierta ontología, una cierta metafísica —ese inestable realismo que hemos presentado—, sobre el problema del co­ nocimiento y de sus límites. Taylor, con Hegel, parece querer inver­ tir el proceso de la filosofía occidental: frente a Kant, no podemos partir del Faktum de nuestra conciencia moral, sino de la realidad moral de un sujeto que es indisociable de su historia. En el orden de la filosofía moral habría, entonces, que concluir que no podemos suponer priori­ dad alguna a los mandatos de nuestra conciencia si ello supone olvi­ dar el proceso educativo que ha conducido a formularlos. ¿Significa todo ello que el sujeto liberal, aquella noción sobre la que está construida toda nuestra cultura política, ha de ser arrojado por la borda? El sujeto liberal, nos dice Taylor, es, en primer lugar, el núcleo secreto sobre el que se apoya toda la teoría político moral de la modernidad. Pero dirá también, en segundo lugar, que ese suje­ to tiene una historia valorativa en su trasfondo cuyo olvido ha provo­ cado no pocas incomprensiones, como aquella de tender a comprenderlo como un sujeto sólo producto de vínculos formales y vacíos. El sujeto moral y político de la tradición liberal moderna se articula, también, a partir de nociones como las de la dignidad del propio proyecto autó­ nomo de vida en un contexto cotidiano —de producción y de repro­ ducción de la especie, por decirlo en marxiano— que poseen una fuerte carga moral normativa. Esa carga moral se expresó, por ejemplo, en los lenguajes religiosos de las diferentes reformas cristianas moder­ nas y sólo una corta autocomprensión de la noción de ciudadano (se­ parado ya del burgués) ha podido inducir un olvido cuya conclusión 86

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inmediata es la propuesta de tirar por tierra el continuado camino de una construcción moral del que la idea moderna de individuo es un paso, aunque limitado. Pero hay, también, otras razones sustantivas para el quiebro histó­ rico de la actual filosofía práctica. Alcanzar un diagnóstico cabal del presente requiere conocer la filiación de muchas de las actitudes mo­ rales, de las valoraciones y de las fuentes morales de los comporta­ mientos. De lo contrario, las distintas y plurales moralidades del presente pueden aparecérsenos sólo, como acontecía en el Maclntyre de Tras la virtud, como piezas de un mundo que acaba de quebrárse­ nos. Taylor nos sugiere, más bien, que la urdimbre moral del presen­ te está compuesta de hilos, de orígenes y sensibilidades éticas, que proceden de momentos distintos de la génesis de nuestra actual cir­ cunstancia. Sólo acudiendo a la perspectiva que suministra este quie­ bro histórico podremos captar qué hay en el presente de esas plürales herencias anteriores: lo que hay, por ejemplo; de romanticismo en el modernismo y lo que hay de rechazo, y lo que de ambos existe entre nuestros movimientos de protesta y de recomposición del mundo mo­ ral 97. El camino de la interioridad y de constitución de la subjetivi­ dad está lejos de ser lineal y Taylor, con ello, parece mitigar su cuasi-hegelianismo y distanciarse de una comprensión de esa historia de nuestra identidad moral como autodesenvolvimiento del Espíritu Absoluto. El quiebro por la historia de la subjetividad ha de ser, por lo tanto, una compleja indagación que busque un diagnóstico más com­ pleto de nuestra presente identidad, pues sin esa historia correríamos el riesgo de achatar y de incomprender nuestra actual coyuntura. El rescate de esta secreta historia de la subjetividad moral sería, por lo tanto, tarea de urgencia. Esa tarea, como dijimos, no se plantea tanto el rechazar los logros de la modernidad cuanto, una vez conoci­ dos sus límites, desarrollar otro relato que nos sitúe en mejores condi­ ciones para comprender cabalmente el presente, prosiguiendo el camino hacia la interioridad que comenzó con la filosofía griega. Ese relato tiene para Taylor, como vemos, un peculiar acento en el proceso con­ tinuo de la filosofía occidental. Taylor nos refiere en cuatro grandes momentos este canon ético de la filosofía occidental que pretende sus­ tituir y superar el canon epistémico hasta ahora dominante. Podemos recoger las grandes líneas de ese nuevo relato para ilustrar con ellas el proyecto que presentamos y discutimos. El primer momento nos conduce, con algún apresuramiento, des­ de la filosofía griega hasta los primeros movimientos reformados, hasta ”

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las puertas de la Ilustración en la primera modernidad. Este primer tramo está transido de conflicto y desencuentro: por una parte el giro hacia la interioridad del programa agustiniano; por otra, en su conclu­ sión la iogificación del yo que se produce con Descartes y Locke. Es­ tos últimos formulan, como sabemos, una teoría del yo a la luz de la desvinculación entre la razón y sus contenidos. Por vez primera, y frente al programa sustantivo platónico —todo bien es un buen orden de las cosas— el programa de la filosofía se toma procedimental al señalar que pensar correctamente es pensar según reglas determinadas que nos evitan el error y la distorsión. Pero así el programa racional pierde su nexo, hasta ahora sustantivo, con el contexto pasional, sensible, sentimental, sobre el que operaba. La razón pierde amarras y se de­ sencarna; y la subjetividad moral se torna un yo que computa y que programa las formas acertadas de su conocer, ya que no de su actuar normativo. Este giro formalizador del programa agustiniano —del in interiore hominis habitat veritas a un veritas in regula, podríamos decir— culmina con la anulación de toda la sustantividad moral del sujeto, con su conversión empirista en un mero lugar puntual. El segundo momento que el relato de Taylor se detiene a conside­ rar es la ruptura de la Reforma y la manera en que los movimientos reformados se oponen, por medio de su ascetización, a la mencionada Iogificación y empiricización del programa agustiniano. El acento pu­ ritano en el autocontrol ético de los sujetos y el hincapié sobre la vida cotidiana como lugar del sentido de las acciones de los hombres, con­ ducen a una actitud activa e instrumental sobre el mundo y sobre el sujeto mismo. Otras corrientes, muchas veces opuestas a los movi­ mientos que acabamos de reseñar, como son la de los moralistas in­ gleses del dieciocho, o como la de los intentos de racionalización teológica del diecisiete, buscan por su parte otras formas de coheren­ cia entre la búsqueda interior del bien en el sujeto y el orden social y cósmico del mundo. Este orden del mundo se expresa, primero, en un lenguaje teísta que es inseparable de las formas de definición del sujeto moral. Como veremos en el último apartado del presente capítulo, Taylor acentúa en su libro, y en momentos diversos, la importancia de esta matriz teísta del programa subjetivador de la filosofía occidental. Adelante­ mos ahora que al considerar este segundo momento del nuevo canon ético de la filosofía occidental que Taylor nos relata, carga el acento en la relación religiosa —agustiniana y luterana, teísta primero y deís­ ta después— del sujeto moral con el mundo y su sentido último. Pero ese acento tiene también otro sentido: la idea de un orden providen­ cial del cosmos, una fuerza que nos guía, sustituye a la idea de un or88

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den racional jerárquico que podemos descubrir y construir nosotros en el mundo. Frente a la perspectiva clásica de una moral que debe enfocar el control humano de ios deseos y los sentimientos del hom­ bre, el giro naturalista del diecisiete inglés que considera a esos de­ seos y sentimientos como naturalmente inclinados al bien supone un contexto providencialista donde no es posible un demonio engañador que condujera al género humano y a la naturaleza a un absurdo o a un fracaso. Los sentimientos no son ya las pasiones concebidas como rémoras u obstáculos de la razón, y son ellos mismos el impulso nor­ mativo natural que opera en nosotros y que nos conduce por un cami­ no que la providencia ha trazado hacia el bien. El tercer momento del relato de Taylor considera es el momento cru­ cial de la alta ilustración hasta su quiebra con «el giro expresivo» del romanticismo. Como vamos viendo, el análisis de Taylor —aquí sólo brevemente reseñado— incorpora elementos no frecuentes en otras his­ torias de la ética: el lenguaje religioso y teológico, la constitución de los sentimientos, o mejor, de las sensibilidades, de las épocas y de los programas filosóficos, etc. A ello conduce la meta-teoría de Tay­ lor de la que hablamos hacia el comienzo: se trata de ver la riqueza moral sustantiva que opera de hecho en los sistemas filosóficos, y esa riqueza depende del conjunto de valores y creencias que se mantienen de hecho, sensiblemente y no sólo teóricamente. Ese mismo tono in­ frecuente aparece también en el análisis de este tercer momento clási­ co de la historia de los orígenes y las fuentes de la subjetividad moderna que Taylor nos relata. La ilustración cumplida encuentra, en su análi­ sis, una de sus raíces en una radicalización del programa deísta que había racionalizado y formalizado el programa de responsabilidad cós­ mica providencial de la primera ilustración. Pero añade a ello una fu­ sión de aquella razón desencarnada cartesiana con una lectura instrumental de la naturaleza. El materialismo radical de la ilustración que resulta no es, no obstante, sólo una pérdida. El rechazo utilitaris­ ta ilustrado del proyecto sustantivo del teísmo y de su providencialismo optimista pivota ahora sobre un ideal de razón autorresponsable, autónoma, que está vinculado al rechazo de toda forma externa de auto­ ridad y que reclama, con una exigencia imperiosa, el fijarnos en la vida cotidiana, personal y social, como todo horizonte posible del sen­ tido moral. De hecho, Taylor presenta todo este movimiento de constitución de la modernidad cumplida, y ya desde la ilustración francesa, como la formulación de dos objeciones al programa de la primera ilustra­ ción: la objeción antipanglossiana contra el optimismo providencialista del teísmo y la objeción antisimplificadora contra una concepción 89

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bienestarista que entiende que la voluntad humana está sólo encami­ nada al bien, tal como la concebían los moralistas ilustrados ingleses. El naturalismo ilustrado destruye, en efecto, el providencialismo y abre la puerta a una concepción del bien y del mal como frutos de la educa­ ción y de la libre acción del hombre, a cuya voluntad moral se le en­ comienda todo sentido de sus actos y del mundo. Con Rousseau y con Kant, en quienes el giro intemalista se convierte en una subjetividad autónoma y responsable de manera absoluta de sus propios actos, se anuncia y se posibilita, así, el «giro expresivo» que eclosiona en el ro­ manticismo. Con esta interpretación, que sigue coherentemente el es­ fuerzo de mostrar las continuidades del largo y tortuoso proceso cuasi-hegeliano de constitución de la subjetividad y la identidad mo­ dernas, Taylor le quita no pocas garras a la radicalidad del programa kantiano. El momento kantiano de refundación ética que se contiene en el mandato absoluto de la conciencia moral, y que desde el hombre dota de sentido a la historia como postulación ética, queda en parte disuelto en esta secuencia de la que, algo injustamente, Kant no es si­ no un eslabón hacia el romanticismo expresivo. Taylor había ya defi­ nido con precisión este movimiento expresivo desde Hegel a Marx en su ya citado libro sobre el primero, y ello le excusa de volver a expre­ sar los contenidos filosóficos del romanticismo filosófico. Su acento se pone, ahora, en la radicalización del programa subjetivo y subjetivador que nos propone, como nueva e imperativa voz de la naturale­ za, el cumplimiento de nuestro desarrollo natural (privado y social) y de la solidaridad con nuestros semejantes en la búsqueda de su pro­ pio desarrollo 98. Taylor recoge los temas ya clásicos del tratamiento del romanti­ cismo, como pudieran ser las relaciones entre subjetividad y naturale­ za, entre interioridad y sentido, la disolución de la distinción entre lo ético y lo estético, el programa de autorrealización como autocumplimiento y automanifestación, el tránsito estético de la mimesis como representación al arte como expresión en el ejercicio de una imagina­ ción creadora. Esos temas se le convierten en facetas de una reacción contra el deísmo ilustrado por mor de una refundación de las fuentes morales que se veían exhaustas a finales del dieciocho. La compleji­ dad de las reacciones ilustradas y postilustradas adquieren, así, el ca­ rácter de búsqueda de nuevos lenguajes en los que constituir la dimensión moral de una subjetividad ya radicalizada e irrenunciable. Pero el movimiento de critica —tal como pudiera ejemplificarse en Marx, por poner un caso paradigmático— no rechaza, sino que asume 98 T ay lo r (1989) p. 379. 90

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y consuma, los mismos valores éticos que subyacían al programa de la razón emancipada de la primera Ilustración: razón, benevolencia, solidaridad y emancipación son lemas de la modernidad cumplida que se heredan del primer programa reformador. El giro expresivo ha do­ tado de profundidad subjetiva a esos lemas y el sujeto ha adquirido una dimensión sensible, cósmica e histórica de la que carecía en el proyecto epistémico cartesiano. Los orígenes y las ftientes de la mo­ ralidad han quedado radicalmente internalizados en la subjetividad moral moderna. Los lenguajes de la moral moderna Llegamos, con ello, ai cuarto y último momento del recorrido que es, probablemente, el tratamiento más original y fecundo del libro, y que se dedica a los lenguajes «más sutiles» con los que se modula la resaca postromántica en el último siglo y medio. Ese último mo­ mento nos puede ayudar a discutir uno de los aspectos más sugerentes y problemáticos de la propuesta de Taylor y que recogemos como ter­ cer gran tema del análisis de su obra. Esta temática tiene, al igual que las anteriores, cercanías con muchas de las dimensiones de la crítica comunitarista que presentamos en el capítulo anterior. La crítica al sujeto desencamado, sin^atributos, del proyecto ¡lustrado y liberal re­ cibe en los análisis de Taylor un acento especial: en primer lugar, y como hemos dicho, ese sujeto tiene una historia —una intrahistoria— y, en segundo lugar, esa historia concluye en una creciente pluralidad que se expresa con los lenguajes expresivos del arte y la literatura. El último episodio del relato de Taylor que estamos resumiendo su­ giere que los lenguajes en los que entendemos y debemos entender ade­ cuadamente nuestra actual coyuntura ética se modulan en términos expresivos, como los que podemos tomar de la poesía y el arte con­ temporáneo, y que contienen nociones sustantivas como las que se ex­ presaron en los lenguajes religiosos del teísmo. El libro de Taylor se transforma, en este su último tramo, en una discusión a la vez literaria y filosófica —una crítica cultural construida sobre un programa filo­ sófico de amplias miras y sistematicidad— que, a pesar de posibles carencias, discrepancias y apresuramientos, es un magnífico modelo y ejercicio. Nuestra identidad moral es hija de la ilustración y de su crítica, nos dice Taylor, y añade que nuestros hermanos mayores en la sensi­ bilidad contemporánea nacieron en la era victoriana. Los Victorianos fueron los primeros en generalizar el programa de ética-estética en el ‘>1

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que sigue configurándose nuestra subjetividad moral presente. En efec­ to, desde 1800 se ha ido extendiendo de manera generalizada una sen­ sibilidad moral y política de forma continuada cuyos conceptos e ideas —nacidas y formadas en la ilustración y en su crítica— son el impera­ tivo de reducción del dolor, el de la justicia universal, el de la indivi­ dualidad moral libre y autónoma, el de la igualdad de los hombres y las naciones. Las narraciones expresivas de esa sensibilidad generali­ zada en el último siglo y medio han ido tejiendo el retrato de nuestra identidad moral y han ido dando cuerpo a sus conceptos morales más fuertes. Las formas artísticas de esas narraciones, mucho más com­ plejas que las de épocas anteriores, no son de importancia menor pues determinan de qué maneras entendemos el bien al entendemos a noso­ tros mismos, al suministrarnos el relato de nuestra propia identidad. Pero, sobre todo, parece que esos relatos de nuestra identidad moral habrían de determinar, con su misma estructura expresiva, las modu­ laciones de nuestra compleja concepción del bien. Así acontece sobre todo, señala Taylor, con las diversas formula­ ciones de relatos de la subjetividad moral que, en la época victoríana, pudieron suministrar por vez primera una alternativa a la matriz deís­ ta y teísta en la que, hasta el mismo romanticismo, se había planteado la construcción de la subjetividad moral. El camino dentista hacia la increencia, o los movimientos esteticistas que bordeaban, a la vez, pan­ teísmo y no-teísmo —como es el caso de Emerson— son algunas de las formas de esta nueva sensibilidad moral que llega hasta nuestros días, constituyendo según Taylor una de esas configuraciones cultu­ rales que son las «fuentes» morales del presente. También la formula­ ción de las nuevas sensibilidades estéticas del post-romanticismo caminan en un sentido similar. Ahora será la obra de arte el lugar pri­ vilegiado de la generación y la manifestación de algo que nos sería de otra forma inaccesible. El carácter autotélico de la obra de arte, con sus discutidos privilegios de autonomía radical, había aparecido ya en el romanticismo de manera clara, pero Taylor sugiere que se generaliza y adquiere perfiles más agudos en la etapa modernista. Aun­ que el carácter moral del arte estaba ya propuesto con claridad en el pensamiento kantiano, donde lo bello es dicho símbolo de lo moral­ mente bueno, ahora ese carácter moral tendrá el acento particular que le suministra la peculiar y original visión del artista, visión única que se opone y choca con la mirada complaciente y opaca de la sociedad mercantilizadora. El orden moral del mundo —el mundo moral, en frase kantiana— nos llega ahora con la marca de la visión personal del artista y se nos carga, por lo tanto, de su propia subjetividad. 92

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Más ello significa que es inseparable un cierto subjetivismo de las epifanías modernas. Podemos, ciertamente, tomar distancias con respecto a la noción romántica que se encierra en la propuesta de Novalis de buscar la clave de las cosas dentro de nosotros. Y ese cambio no carecería de importancia. Puede sernos vital alterar el foco de nuestra atención, como Rilke cuando intentó en su «nueva poesía» articular las cosas desde sí mismas, por así decirlo. Pero no podemos escaparnos de la mediación de la imaginación. Siem­ pre estamos articulando una visión personal, y por ello sigue sien­ do indisociable la conexión entre esa articulación y nuestra interioridad. Y precisamente porque hemos de concebir nuestra ta­ rea como la articulación de una refracción personal no podemos abandonar nuestra radical reflexividad y volver la espalda a nuestra propia experiencia y a la resonancia que las cosas tienen en no­ sotros» 99. Lo que, empleando la metáfora de Joyce, Taylor llama las «epifa­ nías del modernismo», se vinculan directamente a esa resonancia que dan las voces individuales, ya no despersonalizadas, ya no atempora­ les ni ahistóricas. Pero también las obras de Rilke, de Pound, de Thomas Mann o de D.H. Lawrence, argumenta Taylor, hablan de un orden (valorado) del mundo, aunque éste sólo nos aparezca por medio de esa resonancia en los sujetos. Retomamos, pues, a aquel realismo ape­ lativo que define la posición de Taylor: al final del camino, el legado filosófico y ético que podemos extraer de la forma del modernismo literario, confirma el doble rostro de nuestra identidad moral, su «den­ tro» que resuena y su «fuera» que apela a un orden de las cosas. Pero también sucede que el giro modernista hacia la interioridad, por mu­ cho que se presente como una reacción antisubjeti vista y como un afán de retomo a un mundo cuyo sentido no es ya homogéneo, sino plura­ lizado —como cosas» y como «objetos»—, parece también acompa­ ñarse de una pérdida de aquel pathos racional y pasional unitario con el que el romanticismo pensó las categorías redentoras de una estética emancipadora. La pluralización del mundo y de la moral da paso, pues, a la de la dimensión unitaria de la conciencia que se fragmenta y di­ fracta en diversos ejercicios de la memoria y del texto. Estamos, pues, lejos de aquel sujeto/supuesto cognitivo del racionalismo del diecisie­ te o de la ilustración radicalizada del dieciocho: hemos entrado en el terreno de las subjetividades textuales de Joyce, de Pound o de Eliot, a las que Taylor dedica largos análisis. La conclusión de esas discu­ siones es que 99 T a y lo r (1989) p. 498.

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[l]a recuperación modernista de la experiencia implica una profun­ da quiebra en los sentidos de identidad y de tiempo heredados y con­ duce a un conjunto de reordenaciones extrañas. (...) Como resultado de todo ello, el centro de gravedad epifánico se desplaza desde el yo hacia el fluir de la experiencia, hacia nuevas formas de unidad, al lenguaje concebido de diversas maneras, eventualmente como «es­ tructura». Comienza una era de «descentramiento» del sujeto (...) I0°. Ese descentramiento no es, de nuevo, elisión de la interioridad, sino un paso más en el proceso que la hace reflexiva. Con el movi­ miento hacia el relato del fluir de la conciencia —el que caracteriza a Proust y a Joyce (o, añadamos, a Svevo y a Fuentes también)— se produce el paradójico efecto de mostrar una conciencia cada vez más fluida y cada vez más «sí misma». La constancia del sujeto parece dár­ senos en el mismo relato del proceso de desarrollo de las palabras mu­ dables de la conciencia, y la mayor y creciente particularidad de ésta, que se difracta en pluralidad de voces, de modos y de tiempos, parece dotar de mayor densidad a la mirada de aquel sujeto. La identidad «des­ centrada» se expresa ahora en «una pluralidad de niveles», en una di­ versidad de lenguajes, pero no es, por ello, menos identidad. Podríamos simplemente decir que la identidad ha dejado de ser «idéntica». Po­ dremos ver en próximos capítulos la importancia de esta idea plural y compleja de identidad desde una perspectiva post-tradicional. Lo que es más sugerente del análisis de Taylor es, precisamente, el lugar cen­ tral que le atribuye a los procesos textuales —literarios, poéticos— en el proceso de creación y configuración de esa identidad compleja 101. En efecto, Taylor hace un gran hincapié en esta expresividad ro­ mántica y postromántica que configura nuestra identidad presente. Pero tal vez el problema no sea sólo el del último tramo de la modernidad. Los supuestos normativos del sujeto moderno, que Taylor acentúa, están formulados ya en clave expresiva en no pocas creaciones textuales de la primera modernidad a las que debiéramos prestar mayor atención. El nacimiento de las formas expresivas modernas —desde la novelís­ tica hasta las nuevas formas autobiográficas que eclosionan en la pri­ mera modernidad— suministra nuevos lenguajes a esos supuestos normativos, y son como su tándem. La sugerencia que cabría formu­ lar como una alternativa o un complemento a) relato canónico de la filosofía moderna e incluso al relato más innovador y centrado en la m» ioi

Taylor (1989) p. 465. Este es el programa, también, de la construcción expresiva del propio yo que Foucault retoma de Baudelaire. La construcción literaria y estética de la propia iden­ tidad ha sido, erróneamente, comprendida como dotada de rasgos elitistas. 94

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ética que formula Taylor es que quizá podemos encontrar más fácil­ mente los contenidos normativos de nuestra identidad si miramos a las formas expresivas de la primera modernidad y a los mecanismos (por ejemplo, textuales) en los que se construye el punto de vista del sujeto ya desde el siglo dieciséis. Los relatos del yo antes menciona­ dos materializan y realizan la idea moderna de sujeto en términos ex­ presivos desde los que se nos hace, tal vez, en gran medida inteligible el discurso fundacional de la autonomía moderna. Y ello filé incluso así también en la más cumplida modernidad: en la ilustración de Rous­ seau, que acude a relatos que narran la génesis ideal del yo en el pro­ yecto educativo o que se fascina en el descubrimiento de su interioridad en las Ensoñaciones; también fué así en el romanticismo, cuyo proga­ ma de crítica a la ilustración acude a formas expresivas para formular todo un proyecto normativo, tanto filosófico como político. De ser cierta esta hipótesis —que señala que acudiendo a las crea­ ciones expresivas, y en concreto literarias, de la primera modernidad no sólo podemos contemplar el surgimiento de nuevas formas de sub­ jetividad, sino que también podemos entender de manera más com­ pleta el programa normativo por el que la modernidad se ha caracterizado—, se produciría, también, un segundo efecto que alte­ raría el relato de lo que aconteció posteriormente. En efecto, desde esa concepción de la existencia de un proyecto moderno que se for­ mula también en términos expresivos, cabe interpretar el resto de la historia más bien como el conflictivo distanciamiento entre la esfera de lo normativo-político, con la generación de prácticas sociales y de interpretaciones diferenciadas y específicas (piénsese en la juridifícación de las relaciones políticas) en la esfera pública, y el ámbito de lo normativo-expresivo en el que se producen las prácticas explícitas de autointerpretación y de construcción de identidad y su tendencia —no pocas veces contradictoria y cargada de tensiones— a refugiarse en las esferas privadas. Aún hoy lo ético-político y lo ético-estético parecen diferenciarse y ubicarse en la complejidad, atravesada de tensiones, de las relacio­ nes de lo público y lo privado. El giro expresivo del romanticismo no es, tal vez, sino una primera reacción ante ello: la exacerbada sub­ jetividad romántica (privado-estética) quiere dotar de nuevo sentido al mundo (hacerse pública y cósmica) y salvar el hiato con el que la ilustración quiso diferenciar los niveles racional, normativo y expre­ sivo del comportamiento humano. El romanticismo no sería, por lo tanto, el primer momento de una expresividad recién adquirida, sino un primer intento de reconstruir una expresividad públicamente y po­ líticamente olvidada. 95

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Pero, regresando al hilo de la discusión de Taylor, cabe interro­ garse por las repercusiones que pudiera tener su análisis de las formas post-románticas de expresividad sobre la indagación ética de la que partía. En primer lugar, y obviamente, con esa pluralización de la sub­ jetividad quiebra el modelo de sujeto moral y de conciencia moral que se construyó en la tradición primero cartesiana y luego ilustrada. Y, con esa quiebra, desaparece también la idea de un orden del mundo o del alma, del sujeto ante el mundo, que pueda considerarse como «bueno». Mas ¿cómo casar tales conclusiones con el supuesto de Tay­ lor de que no podemos no estar orientados a una noción de bien que subyace, sustantivamente, a todos nuestros juicios y preferencias? El complejo heredado de nuestra identidad no es monolítico y se nos apa­ rece como un palimpsesto muchas veces reescrito que, no obstante, deja ver las trazas de los textos y mensajes anteriores. El orden de la imaginación libre (y la «austera disciplina de la imaginación») es el orden de bienes valorados en la cultura postmodernista y aparece, muchas veces, en primer plano junto a los imperativos de la autorrealización y de la autoexpresión que esa cultura hereda, a su vez, del romanticismo. Pero, junto a ese orden, también podemos percibir va­ lores y estructuras morales heredadas del naturalismo y del raciona­ lismo ilustrado: así los imperativos de una razón autónoma que no quiere abdicar de su dignidad, o los del cientismo que se resiste a interpreta­ ciones sobrenaturalistas del mundo y del cosmos. Pero, también junto a esos mensajes, nuestra cultura está plagada de restos de teísmo: des­ de el impacto que siguen teniendo positivamente en nosotros los ejem­ plos de las conductas supererogatorias de inspiración religiosa hasta los momentos más negros del fanatismo y la superstición. Esa com­ pleja herencia pesa sobre nosotros, nos hace y nos constituye en órde­ nes valorativos no fácilmente reductibles a un único orden de problemas como la torpe metaética contemporánea ha intentado frecuentemente hacer, tal como vimos en el primero de los epígrafes de este capítulo. En tres niveles de problemas y conflictos ve Taylor expresarse esa identidad compleja de nuestra moralidad. El primero refiere a las di­ ferencias y disputas sobre las fuentes u orígenes de nuestra moral, so­ bre su pluralidad y su conflicto mutuo. En él discuten, por ejemplo, el teísmo y las nuevas formas de naturalismo. El teísmo parece tener a su favor esos testimonios de preocupación y entrega absolutas que demanda el mandato del ágape cristiano y también, argumenta Taylor algo sorprendentemente, una solidez y coherencia de la que quizá ca­ rezcan otras versiones. El naturalismo, en diversas y atrayentes varie­ dades que recuerdan las morales del helenismo, no abdica tampoco de las responsabilidades solidarias ni de la búsqueda de formas nue96

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vas de dignidad y de felicidad. A pesar de similitudes, las almas de esas posibles culturas distintas nos plantean diversos imperativos y di­ ferentes absolutos. Diferentes valores, en suma, que entran en con­ flicto en nosotros mismos. Un segundo orden de cuestiones se refiere a los límites de la instrumentalización de la razón a la que dió paso la primera modernidad, sobre todo en la medida en que entra en conflicto con los proyectos autoexpresivos y autorrealizadores de la crítica romántica. Desde las reflexiones de Weber a las de la Teoría Crítica frankfurtiana, las teo­ rizaciones sobre la modernidad se han articulado en tomo a una críti­ ca de los efectos devastadores de una razón que al dominar el mundo acaba por dominar al dominador. La realización del proyecto de este dominador es, paradójicamente, su muerte a manos de una dialéctica anuladora de la ilustración que se convierte en opresión devastadora. Esta dialéctica de la modernidad ha querido ser conjurada de maneras diversas y los nuevos paradigmas discursivos, como las renovaciones de la teoría crítica en Habermas, han querido huir —infructuosamente, argumenta Taylor— a esa dialéctica ineludible. Tampoco esos inten­ tos alcanzan a evitar los dilemas de la razón instrumental, fruto de su digno ejercicio autónomo y de su inevitable cosificación de los obje­ tos a los que se enfrenta. La solución modernista a ese conflicto, que se formula ya como un dilema entre la responsabilidad ética y política y la autoexpresividad de la creación artística, será proponer el valor estético del propio trabajo como único rasero ya sostenible. Un tercer momento de duda, dilema y conflicto surge, precisamente, cuando se cuestiona si la moralidad misma no es un imperativo de costes excesi­ vos, pues su cumplimiento cercenaría la totalidad de nuestro desarro­ llo humano, ya desarrollo expresivo. Y si así fuera, nuestra cultura ha de interrogarse radicalmente por qué, realmente, ser morales. Si Taylor ha acertado en su diagnóstico de la génesis del actual estado moral de cosas y de sus conflictos y también en su análisis de las modulaciones post-románticas de la subjetividad moderna, una de las conclusiones principales a extraer de sus sugerencias sería que las formas básicas de expresión de nuestra subjetividad están marcadas fuertemente por esa matriz expresiva del post-romanticismo literario y artístico. Esta conclusión es plausible en los términos del análisis que hemos presentado: los múltiples y complejos lenguajes de la iden­ tidad reflejan múltiples lenguajes de valoración y de moralidad. Tay­ lor se esfuerza, en diversos momentos, en conectar lógica y materialmente las quiebras en la comprensión de esta nueva subjetivi­ dad compleja y expresivamente construida con algunos problemas po­ líticos y normativos del presente, con algunos conflictos de nuestro 97

CARLOS THIEBAUT

mundo. Los tres órdenes de problemas que hemos presentado inducen a pensar que no podemos simplificar esos problemas y conflictos re­ duciéndolos a un único orden de preocupaciones o criterios, que no podemos retornar, por así decirlo, a una simplicidad pre-modema. La pluralidad de dioses y demonios debe ser seriamente asumida y Taylor nos recuerda, dramática y weberianamente, que eso puede signifi­ car que existen dilemas reales, irresolubles, y que es falsa cualquier anulación de uno de los términos del problema. Las tensiones internas al complejo de nuestra identidad moderna, sus conflictos de constitu­ ción, reclaman que intentemos visiones cada vez más comprensivas de los valores que decimos sostener, aunque tales valores discurran en lenguajes y mundos cuya conciliación no siempre nos es posible. Los conflictos de nuestro mundo no son conflictos que puedan en­ tenderse, por lo tanto, como conflictos entre el pasado aún presente y el presente mismo ni como conflictos entre mundos o almas diver­ sas, sino conflictos internos a una misma, pero compleja, identidad moral. Las tensiones entre el carácter instrumental de la razón del na­ turalismo y del cientismo y el imperativo de la autoireaüzación y autoexpresión atraviesan, por ejemplo, las búsquedas de nuevos lenguajes valorativos de movimientos sociales como el feminismo o el pacifícismo. No creo implausibles estas sugerencias de Taylor y el retrato de una acumulación de fuentes morales y de sistemas de valoración di­ versos da cuenta adecuada de la existencia de no pocos conflictos de nuestra percepción del mundo y de no pocos titubeos y fracasos en la implementación de políticas sociales. No obstante, tal vez quepa re­ petir aquí la crítica antes esbozada: los conflictos, que aquí aparecen como tensiones internas a la conciencia y a la constitución de la subje­ tividad, pueden y deben verse, también, como conflictos de sistemas sociales de integración, como conflictos de formas de prácticas socia­ les que son susceptibles de otro tipo de análisis más objetivo, como el que, no sin grandes problemas, ha intentado sintetizar Jürgen Habermas en su Teoría de la acción comunicativa l