Los Derechos fundamentales y sus garantías [2 ed.]
 9788413973548

Table of contents :
Índice
Nota a la segunda edición 13
Prólogo 15
Capítulo I
El estatuto jurídico de los derechos fundamentales
1. Introducción 23
2. El fundamento de los derechos 25
3. La fuente de los derechos fundamentales 29
3.1. Fuente formal: la “reserva de Constitución” 29
3.2. Fuente material: la “dignidad de la persona” 33
4. El concepto de derecho fundamental 36
5. La naturaleza de los derechos fundamentales 42
5.1. Derechos públicos subjetivos 43
5.2. Elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico 44
5.3. Mandatos a los poderes públicos 46
5.4. Factores de integración social y fundamento de legitimidad estatal 47
5.5. Límites de la soberanía estatal en el orden internacional 48
6. La clasificación de los derechos 49
6.1. Clasificación de los derechos por su contenido 50
6.2. Clasificación de los derechos por su naturaleza 51
6.3. La clasificación de los derechos por sus garantías 53
7. La titularidad de los derechos fundamentales 54
7.1. Derechos fundamentales, minoría de edad e incapacidad 56
7.2. Derechos fundamentales y relaciones especiales de sujeción 58
7.3. Derechos fundamentales y extranjería 59
7.4. Los derechos fundamentales de las personas jurídicas 64
8. La eficacia de los derechos fundamentales 68
8.1. Presupuestos y caracteres de la “dritwirkung” 70
8.2. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional alemán 72
8.3. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional español 74
9. La interpretación de los derechos 79
9.1. La interpretación como “concreción” de enunciados abstractos 79
9.2. La fuerza expansiva de los derechos fundamentales 83
9.3. La cláusula del art. 10. 2 84
10. Los límites de los derechos fundamentales 89
11. El principio de proporcionalidad 93
Capítulo II
Las garantías de los derechos
1. Introducción 99
2. Las garantías normativas de los derechos 100
2.1. La reserva de ley 100
2.2. El respeto al contenido esencial 102
3. Las garantías jurisdiccionales 108
3.1. Las garantías jurisdiccionales como derechos 108
3.2. El derecho a la tutela judicial efectiva 109
3.3. El derecho a un proceso debido con todas las garantías 116
3.4. El proceso de Habeas Corpus 125
4. Las Instituciones de garantía 128
4.1. El Defensor del Pueblo 128
4.2. El Ministerio Fiscal 134
4.3. Otras garantías orgánicas específicas 136
5. La suspensión de derechos 137
5.1. Estado de Derecho y derecho de excepción 137
5.2. La suspensión general de derechos 139
5.3. El estado de alarma 142
5.4. El estado de excepción 145
5.5. El estado de sitio 149
5.6. La suspensión individual de derechos 151
6. La laicidad como garantía de los derechos fundamentales 154
6.1. “Multiculturalismo” y pluralismo religioso: una tipología de los conflictos jurídicos 154
6.2. Educación, derechos fundamentales y laicidad 161
7. COVID-19 y restricción de derechos fundamentales 163
7.1. Legislación sanitaria y restricción de derechos fundamentales 164
7.2. Derecho de crisis y COVID-19: ¿Estado de alarma o estado de excepción? 171
7.3. Delegación de competencias para la restricción de derechos fundamentales 176
7.4. Otras vulneraciones de la reserva de ley en la lucha contra la pandemia 180
7.5. Recapitulación final: la erosión de las garantías de los derechos fundamentales en la lucha contra la pandemia 181
Capítulo III
El Tribunal Constitucional y los derechos fundamentales
1. El recurso de amparo: concepto y caracteres 185
2. Ámbito del recurso de amparo 187
3. Tipología de los recursos de amparo 189
4. La legitimación en el recurso de amparo 191
4.1. Legitimación privada 192
4.2. Legitimación institucional 193
5. Los requisitos para la interposición del recurso 194
5.1. El requisito de la especial trascendencia constitucional 194
5.2. La lesión de un derecho proveniente de un poder público 201
5.3. El agotamiento de la vía judicial previa 205
6. El procedimiento del recurso de amparo 208
6.1. Admisión a trámite 208
6.2. Las medidas cautelares: el incidente de suspensión 211
6.3. Alegaciones 213
6.4. Eventual fase de prueba 214
6.5. Eventual vista pública 215
6.6. Deliberación y votación de la sentencia 216
7. La sentencia en el recurso de amparo y sus efectos 217
8. La cuestión interna de inconstitucionalidad en el recurso de amparo 220
9. La interposición del recurso de amparo como requisito para recurrir ante el TEDH 223
10. Balance de la reforma de 2007 225
11. El futuro del recurso de amparo 229
12. La convergencia de jurisdicciones en materia de protección de derechos fundamentales: las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional 231
12.1. La relación horizontal: la cuestión de inconstitucionalidad 232
12.2. La relación vertical: el recurso de amparo y la guerra de las Cortes 233
12.3. La cooperación como solución: el necesario diálogo jurisdiccional 242
Epílogo 245

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2? EDICIÓN

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS

Javier Tajadura Tejada

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José AÑÓN ROIG

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia ANA CAÑIZARES Laso

Catedrática de Derecho Civil

de la Universidad de Málaga

JAvIER DE Lucas MARTÍN

Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

VícTOR MORENO CATENA

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos 111 de Madrid

JORGE A. CERDIO HERRÁN

FRANcIsco MUÑOZ CONDE

José Ramón Cossío DíAz

ANGELIKA NUSSBERGER

Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho Instituto Tecnológico Autónomo de México Ministro en retiro de la Suprema Corte

de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional

EDUARDO FERRER MAc-GREGOR PorsoT

Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM Owen Eiss

Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)

José ANTONIO GARCÍA-CRUCES (GONZÁLEZ

Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED

Luis LÓPEZ GUERRA

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos 111 de Madrid

ÁNGEL M. Lórez Y LópEz

Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla

MARTA LORENTE SARIÑENA

Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla Catedrática de Derecho Constitucional e Internacional en la Universidad de Colonia (Alemania) Miembro de la Comisión de Venecia

HÉCTOR OLASOLO ÁLONSO

Catedrático de Derecho Internacional de la

Universidad del Rosario

(Colombia) y

Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)

Luciano PAREJO ÁLFONSO

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos 11! de Madrid

Tomás SALa FRANCO

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia

IGNACIO SANCHO G¡ARGALLO

Magistrado de la Sala Primera (Civil) del

Tribunal Supremo de España

Tomás S. Vives ANTÓN

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia

RuTH ZIMMERLING

Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)

Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS 2* Edición

JAVIER TAJADURA TEJADA

Catedrático (A) de Derec ho Constituciona |

tirant lo blanch Valencia, 2021

Copyright Y 2021 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse O transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito del autor y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com.

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Javier Tajadura Tejada

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“Los derechos fundamentales son los representantes de un sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resume el sentido de la vida estatal contenida en la Constitución” Rudolf Smend

“Los derechos fundamentales enunciados en el texto constitucional son el fundamento de legitimidad del Derecho positivo y la clave de bóveda de su unidad” Francisco Rubio Llorente

Índice NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN ...oooooonnccnnononnnnncnonononnnnnonononnnnnnnonnnnnnnn nn co cnnanannnnccnannno

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PTÓLOBO ......oooooonnnnncnnnnnnnncnnnnonononononnoncnnonononnnnnnnnnnnnn no nnnnnnnrrnnnnnnnnnnnnnnnnnnonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnos

15

Capítulo I

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EL ESTATUTO JURÍDICO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

4. 5.

6.

7.

8.

9.

10.

11.

3.2. Fuente material: la “dignidad de la persona”.....ooccccccnnononocccnncnnnononacacnccnnnnnnnos El concepto de derecho fundamental .........ooooonnnnnccnnnnnnnnnnnnonnnnnanonnncnonoccnnnnonononananoss La naturaleza de los derechos fundamentales...........ccooocconnonmmmssiccccncnccncnnnnnnnnnnnoos 5.1. Derechos públicos SUbjetivoS......ccooooooooononocncnnnnonnnnnnnnnononononoconcnnncccnnnnnncnnnnnnnos 5.2. Elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico........ooomoccconcnnncc.. 5.3. Mandatos a los poderes públicos ........oooonnnncccnnncconononnononnnnnnccncnnnnncccnnnnnnnnnnnnos 5.4. Factores de integración social y fundamento de legitimidad estatal ............... 5.5. Límites de la soberanía estatal en el orden internacional .............ooocccccnncnnco.. La clasificación de los derechos.........ccccccccccccnnnnnonononnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnonnnnnnnnnnnncnnnnnnnons 6.1. Clasificación de los derechos por su CONtenido ....ccccccccnncnnoncconnnnnnnnnnnnnnnonononaso 6.2. Clasificación de los derechos por su naturaleza ......cccccoooonncccnnnnoncnononccnnnnnnnnnos 6.3. La clasificación de los derechos por sus garantíaS....cocoooooccccccnnnnonononncnnnnnnnnonos La titularidad de los derechos fundamentales .............oocccccnnoooooncccnnnnnononacicocnnonononos 7.1. Derechos fundamentales, minoría de edad e incapacidad ......ccccccccccnnnnnnnnmmos». 7.2. Derechos fundamentales y relaciones especiales de sujeción .......ccccccnnmmmmmmmmoo. 7.3. Derechos fundamentales y extranjerÍa ......oooooommmmssscrnnnnnnnnnononnnnnonononanocononnnonnss 7.4. Los derechos fundamentales de las personas jurídiCaS .....ooocccccnnonnonnnnnnnnnnnnnnos La eficacia de los derechos fundamentales .........ccocoooooooononononocccnnnnnnononononanananannnnnnoss 8.1. Presupuestos y caracteres de la “dritwirkung”........ooccccccnonnnonccnnncnnnononacncnncnnos 8.2. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional alemán ..........oooooncccnnnnncccnnnns. 8.3. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional español............occoommmmmoss+*m*.*..o.

La interpretación de los derechos.........coococcccconononnnonnnnnnnnnncnnnnnnnnncnononononnnnnnnncnnnnnnoss

9.1. La interpretación como “concreción” de enunciados abstractos .....ccccccoommmmoo. 9.2. La fuerza expansiva de los derechos fundamentales ....oooooccccnnnnnonaocnnooooooooooooo 9.3. La cláusula del art. 10.2Z .......onnccccccnoooonnccnnnnnnncnonnncccnnnnonnonnnncnnnnnnnonanncnnnnnnnnnnos Los límites de los derechos fundamentales ........ooocccccccnoooncnnnnncnonononononnnnnnnnananoncnnnnos

El principio de proporcionalidad ...........oooonnnnnnnnnnnoonononn nn ono nono nnnnnn nono nono nana

23 25 29 29 33 36 42 43 44 46 47 48 49 SO 51 53 54 S6 58 59 64 68 70 72 74 79 79 83 84 89 93

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Índice

Capítulo IU

ju

LAS GARANTÍAS DE LOS DERECHOS NN Las garantías normativas de los derechos ...........ooooocccncncnonnnnocnnoncnnnnonanoconcnnnnonananinos 2.1. La reserva de ley ......oooccccononnccnnnnnnococononnnocccnnnnonocononnnnnocccnnnnnrcrnnonanocrnnnnnacinonos 2.2. El respeto al contenido esencial.........ooocccoccccccncnnnononnnncncncnnncncnnnnnnonnnnnnocnncncnoss Las garantías jurisdiccionales........cccccccnnoooooonnnnnnnnnnnnnncncnnnonononnnonononannnnnnnnnnnnnononnnanos 3.1. Las garantías jurisdiccionales como derechos........cccccooooonncccnnnnoncnanancnnnonnnnnnos 3.2. El derecho a la tutela judicial efectiva .........ocoooooncnnnnnononnnnnncnnnononnncnnnccnnnnnnnooos 3.3. El derecho a un proceso debido con todas las garantías .......cccooommmsssmmmmmmomom. 3.4. El proceso de Habeas CoOrpUS...ccccccccccooonooconnnnnnnnnnnnnnnnnnnnonnnoccnnnnnccnnnnnnnnnnnnnnnos Las Instituciones de garantÍd.....ococcccccncnnnocononannnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnaonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnos 4.1. El Defensor del Pueblo..............ooooccccccnonnnnnccnnnnononnnnacnccccccnccnnnnnnnnnnnnnanicinanannss 4.2. El Ministerio Fiscal .........ccooooooooonnncnnnnnnnnnnnnnnnnnononononncnncnnnnnnnnonnnnnonnnnanincnannnnss 4.3. Otras garantías Orgánicas eSDecÍÍiCAS....cooocccocononnnnnnonnnncccnnncnnnnnnnnnnnanananananonoss La suspensión de derechos ........ooooccccccnnnnnnooccncnnnnnonanonncnnnnonnnnonncncnnnnnonnnnnnccnnnnnananinos 5.1. Estado de Derecho y derecho de excepción ...oooooccncccnnnononoccnnncnnonononaconoccnnnnonos 5.2. La suspensión general de derechos ........cccccccocooocncnnccnnnononocononcnnonononiccncccnnnnnnos

99 100 100 102 108 108 109 116 125 128 128 134 136 137 137 139

5.4. Elestado de eXCepciÓN ..ococccnccnnnncnononocnnnnnannnnnnnnnnnnnnnnnnonnnnnnncncnnnnnnnnnnnnnnonnnnnnnss 5.5. Elestado de SÍtiO .....ooooooooccncnnnnnccnnnnnnnnnonononocnnccccnnnnnnnnnnnnnnonnnnrnnnnncccnnnnnnnnnnnnnnos 5.6. La suspensión individual de derechos..........oooooocncnnncnnnonononnnnncononononiconocccnnnnnos La laicidad como garantía de los derechos fundamentales ........ooonncnonccocccnnnnnmmmmmmo 6.1. “Multiculturalismo” y pluralismo religioso: una tipología de los conflictos JULÍOICOS ccccooooccnnnnnonaronnnnnnnncnnnnonononnnnnnnnonnrnnnnnnnrnnnnnnnnrnrrnnnnnnocnnnnnnnonnnnnnnniocnnnnnos 6.2. Educación, derechos fundamentales y laicidad ............ooooncncnnnnnnccnonnnnnnnnnnnnnnos COVID-19 y restricción de derechos fundamentales .........occoooonncccnnnnnononocncnnnnnnnnnnos 7.1. Legislación sanitaria y restricción de derechos fundamentales....................... 7.2. Derecho de crisis y COVID-19: ¿Estado de alarma o estado de excepción? ... 7.3. Delegación de competencias para la restricción de derechos fundamentales .. 7.4. Otras vulneraciones de la reserva de ley en la lucha contra la pandemia ....... 7.5. Recapitulación final: la erosión de las garantías de los derechos fundamentales en la lucha contra la pandemia........ooooocccnnnncnononinnnnnnnnnnonononncncnnnnnanannccnnnnnnnonos

145 149 151 154

5.3.

Elestado de alarMa........cooooccncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnccncco nono nono non nono nono nana

PON

EL TRIBUNAL

Capítulo III

CONSTITUCIONAL Y LOS DERECHOS

142

154 161 163 164 171 176 180 181

FUNDAMENTALES

El recurso de amparo: CONCepto y CaractereS ..ooooocccccooooonnnnnnnn conan nn nana nan annanannnnannnnnos Ámbito del recurso de aMPALO...cococcoconnonnonnnnnoncnnnonnnnncnacnncna cnn non conc nn non conc on con nonconnones Tipología de los recursos de amparO...ooooccccccnnnnnnnnnnnnnonnnnnnnnnnnncnnnnnnnnnononnnnnnnicnanannss La legitimación en el recurso de amparo ...occccccccccnoonncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnanoss 4.1. Legitimación privada ...oooocccnnnccccnnnnnnncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnonnnnonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnannnss 4.2. Legitimación institucional .........oooonnnnnnnnnnnnononnnnnnnnnnnonnnonononnnnnononononcccnnnnnnnninoss Los requisitos para la interposición del recurso ......occccccnnonononnnnncnnnononoconnccnononinininos 5.1. El requisito de la especial trascendencia constitucional ......ccccccoonomosscsoccccnnnno. 5.2. La lesión de un derecho proveniente de un poder público ............oooccccccnnnn..oo 5.3. El agotamiento de la vía judicial previa.........ccccooconnonmmmssricccccnnnncnnnnncnnnnannos

185 187 189 191 192 193 194 194 201 205

Índice

6.

7. 8. 9. 10. 11. 12.

El procedimiento del recurso de amparO...oooocccnnnnnnonononnnnnnnonenonacacccnnnnononaninonnnnnnnonos 6.1. Admisión a trámite ...ooooooonccnnnnnnnnnnnnnnnnnonenononcnnnnccnnnnnnnnnnnnnnnnrnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnos 6.2. Las medidas cautelares: el incidente de suspensión .......oooocccnnnnnnnnnnnoccnnccnnnnnnos 6.3. Alegaciones ...cocooooocccnononnnccnnnnnnaoonnnnnnnnoronnnnnnrnornnnnnnonrrnnnnnnorrrnnnnnncrnnonaninnnnnnnns 6.4. Eventual fase de prueba .......cccccccccncnconoononnnncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnonocnnnnnnnnonnnnnnnnnnnnnns 6.5. Eventual vista pública ..........ccccccccnnoooooonnnnnnccnnnnnnnnnnnonononnnnnoncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnos 6.6. Deliberación y votación de la Sentencia ......ooooooccncccnnnnnnnnnnnnncnnnnononananoncnnnnnnnnos La sentencia en el recurso de amparo y SUS EÍ€CtOsS ....occcococcnnncnnnnnnnnaninonocccnnccnnnananos La cuestión interna de inconstitucionalidad en el recurso de amparo ........oomoocccocc... La interposición del recurso de amparo como requisito para recurrir ante el TED Hoocccnnnnnncnnnnnnnnnnnnnnnnnncnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnniincnnnnss Balance de la reforma de 2007 .....ccccooononoocccccnnnnnnnnnnnnnnnnononancnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnninnnnnnnss El futuro del recurso de amparo ..cccooooccnccnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnononononononononnnonnnnnnnnnnnnnannnnnnnos La convergencia de jurisdicciones en materia de protección de derechos fundamentales: las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional .................... 12.1. La relación horizontal: la cuestión de inconstitucionalidad .........co.oommmoosm....o. 12.2. La relación vertical: el recurso de amparo y la guerra de las Cortes............... 12.3. La cooperación como solución: el necesario diálogo jurisdiccional ...............

EPÍLOGO coooooocononnnnonononnncnononnnononnnnnnononnnn nono nano nano nan canon anno nn nro nana rra nana rra nana rra aannn nacos

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208 208 211 213 214 215 216 217 220 223 225 229 231 232 233 242

245

Nota a la segunda edición La pandemia del COVID-19 ha provocado una crisis sanitaria sin preceden-

tes en nuestra época con gravísimas consecuencias económicas

y sociales. La

crisis ha repercutido también sobre nuestro ordenamiento constitucional que ha sido sometido a una dura prueba de resistencia. Tanto la parte orgánica como la parte dogmática de la Constitución se han visto afectadas por la necesidad de recurrir al Derecho de crisis o de excepción. Derecho cuyas notas distintivas son: por un lado, la centralización de las competencias en un mando

único, y,

por otro, la adopción de medidas limitadoras o suspensivas de derechos fundamentales.

En este sentido, Biglino ha subrayado que la pandemia del COVID ha provocado el impacto horizontal más intenso que se ha proyectado sobre nuestro orden constitucional en sus cuatro décadas de vigencia: “No me parece exagerado afirmar que, desde la entrada en vigor de la Constitución, ningún fenómeno ha tenido un impacto tan intenso sobre nuestro orden constitucional como el que ha generado la necesidad de hacer frente a la covid”!. En este contexto, y cuando se cumple un año del inicio de la pandemia, en esta segunda edición del manual se ha considerado imprescindible incluir un epígrafe en el que se analice el encaje constitucional de las numerosas medidas restrictivas de la libertad —el derecho a la libre circulación y de reunión, fundamentalmente— que se han ido aprobando para hacer frente a la pandemia. Desde esta óptica, en el mencionado epígrafe se examinan fundamentalmente estas tres cuestiones: en primer lugar, si el Derecho de la normalidad (concretamente la LO 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, en adelante LOMESP) satisface o no las exigencias de la reserva de ley a los efectos de establecer limitaciones de derechos fundamentales con carácter general; en segundo lugar, si dentro del Derecho de crisis (arts. 55 y 116 CE), las diferentes medidas adoptadas tienen co-

bertura adecuada en el estado de alarma o hubieran requerido activar el estado de excepción; finalmente, el encaje constitucional de la delegación de competencias efectuada por el Gobierno en materia de restricción de derechos, y la eventual vulneración de la reserva de ley que ha supuesto la aprobación tanto de Decretos Leyes, como de Decretos y sobre todo de numerosas órdenes ministeriales y disposiciones reglamentarias autonómicas que han limitado o suspendido derechos fundamentales.

1

BIGLINO, P.: “Introducción: los efectos horizontales de la covid” en Los efectos horizontales de la COVID sobre el sistema constitucional”. Fundación Giménez Abad, Zaragoza, 2020.

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Nota a la segunda edición

Agradezco sinceramente a la Editorial Tirant lo Blanch la oportunidad que me brinda para llevar a cabo esta necesaria actualización de la obra, en el marco de su muy prestigiosa colección de manuales universitarios. Y, por supuesto, mi eterna gratitud a los colegas que han recomendado este manual, y a los alumnos que han recurrido a él. Bilbao, marzo de 2021.

Prólogo

ANTONIO TORRES DEL MORAL La ciencia del Derecho Constitucional, tan ayuna tanto tiempo entre nosotros, hubo de arrancar desde niveles muy modestos después del desentendimiento e incluso aversión del régimen de Franco Bahamonde por esta rama de la ciencia siempre sospechosa de espíritu revolucionario. Durante la larga y áspera dictadura totalitaria hubimos de surtirnos de más manuales y monografías extranjeras que españolas. Procurábamos alargar las explicaciones de Derecho Constitucional Comparado e incluso acudíamos a la argucia de explicar el constitucionalismo soviético, valga el oxímoron, para llegar finales de mayo, convocar exámenes finales y dar por concluido el curso. Todo menos asumir el riesgo de explicar las Leyes Fundamentales del franquismo y vernos afectados por sarpullidos de tedio insufrible o visitados por agentes de la Brigada Político-Social. Algo de Derecho Constitucional aprendimos durante la transición a la democracia y principalmente durante el proceso constituyente, sobre los que tantas mezquindades se escriben ahora. Es un hecho perfectamente comprobable que a los cinco o seis años de promulgada la Constitución, ya se había publicado sobre ella más que sobre todas las demás Constituciones históricas españolas juntas. Fue un jubiloso hervidero, una carrera contra el reloj para ponernos al nivel del Derecho Constitucional que se hacía y se explicaba en las universidades europeas; carrera que contó con la inapreciable colaboración de juristas foráneos, sobre todo italianos, no sólo en el análisis de la organización territorial (cuestión que siempre les interesó por motivos obvios), sino también en materia de fuentes, de

derechos y de justicia constitucional.

A esta explosión y continua intensificación de estudios jurídicoconstitucionales contribuyó impremeditadamente una disposición gubernamental que obligó a los profesores de Derecho Político a optar entre Derecho Constitucional y Ciencia Política como dos áreas de conocimiento diferenciadas, haciéndolo la mayoría por la primera. Fue un desgarro para más de uno y ciertamente para mí, que aún no me he desprendido, ni quiero hacerlo, de algunas de las peculiaridades de aquel viejo Derecho Político que me parecen francamente complementarias del Derecho Constitucional pese a las muchas gracietas que se han escrito sobre él buscando el fácil aplauso del publico necio, que diría Lope, y ser citados en oposiciones y tertulias. Si el Derecho Político no rindió mejores frutos no fue por tratarse de un rótulo anticientífico, sino por impedirlo un régimen político intolerante que

16

Antonio Torres del Moral

obligaba a los juristas, a falta de Constitución, a permanecer en los alrededores ocupando un terreno que si no era un completo páramo, si estaba en barbecho. Pero, por otra parte, esa opción mayoritaria comportaba el compromiso pro-

fesional de reciclarnos en un Derecho Constitucional que ya se perfilaba como muy juridificado, incluso muy jurisprudencializado, y a esperar resultados. Pues bien, asumo el riesgo de afirmar que el Derecho Constitucional que se cultiva hoy en España ya puede compararse sin desdoro al que se publica y se enseña y en las universidades europeas; del mismo modo, nuestra colaboración con los colegas ultrapirenaicos ha continuado a buen ritmo, pero ahora, si se puede hablar así sin descortesía, en pie de igualdad. Lo escrito hasta aquí, que huye de lo apologético para ceñirse a la narración de un hecho cierto, no significa obviamente que la producción científica habida desde entonces sea uniforme. Hay corrientes, escuelas, grupos de investigación, grupúsculos y francotiradores. Los hay, como en todos sitios, que describen el estado de la cuestión y citan jurisprudencia actualizada, y los que, por el contrario, entran en el objeto estudiado, penetran en su tuétano, aventuran hipótesis y las siguen hasta el final. Dicho con pocas palabras: el periplo descrito fue recorrido con normalidad absoluta. En cambio, la vigencia de la Constitución, que ha sido correcta en términos generales, ha estado presidida por dos actitudes enfermizas: una primera de absoluta negativa a reformarla aunque hubiera, como había, evidencia de algunas disfunciones; y la segunda, ya en nuestros días, de signo absolutamente contrario, no habiendo escribidor de periódicos, contertulio de radio o de televisión u opinante espontáneo que no perore acerca del envejecimiento de nuestro texto fundamental y de la necesidad perentoria de reformarla a fondo. Ni siquiera faltan políticos emergentes que exigen no ya introducir cambios en la Constitución, sino

cambiar de Constitución, queriendo lanzar la vigente, incluso con acritud, al museo de antiguedades. En esto hemos pasado del rosa al amarillo, del entusiasmo de los años iniciales al desencanto propiciado por la brutal crisis económica y una corrupción que ha alcanzado ominosos niveles delictivos. Este ambiente ha generado un pesimismo en la ciudadanía con visos de permanencia y ha propiciado la emergencia de grupos que pretenden —legítimamente, desde luego— capitalizar el ancho y profundo malestar que ha prendido muy especialmente en los sectores más jóvenes de la sociedad, precisamente los más castigados por la crisis. Pero no otra cosa, aun con diferencias, ocurre en otros países europeos. Co-

mo se ha dicho con razón, no estamos ante una época de cambios, sino ante un cambio de época. Con la alarma añadida de que ni somos capaces de avistar su desembocadura ni esta hazaña puede cumplirse en solitario, aunque, eso sí, con la esperanza de que a la salida del túnel siga habiendo democracia y constitucionalismo.

Prólogo

17

En medio de tan inquietante ambiente, el autor de este libro, eminente catedrático de Derecho Constitucional, excelente jurista, autor de una voluminosa obra

científica, docente vocacional, juez ocasional, estudioso permanente, fino analista jurídico y político, entusiasta comunicador en los medios más prestigiosos, discípulo de quien esto escribe, español y navarro, ha escrito un —llamémosle— compendio del régimen constitucional de los derechos. Expone en él con economía expresiva y tersura literaria el porqué, el cómo y el cuándo de los principales y pertinentes bloques normativos del español Derecho de los derechos. Siendo, como es, optimista y de indesmayable presencia de ánimo, se encuentra en la mejor posición para transmitir, junto a conocimientos

apropiados, pertinentes,

depurados y precisos sobre la materia, un talante sereno, abierto, desprejuiciado y ecuánime proyectado en una disciplina nuclear en los estudios jurídicos, como es la de los derechos y sus garantías. Ahora bien, si nos paramos a distinguir las voces de los ecos, como nos recomendaba Machado, entonces veremos con cierta nitidez que la demanda de reforma afecta a casi todos los títulos de nuestro texto fundamental, pero que el título primero recibe un trato diferente: se reclaman más derechos o un ensanchamiento de los existentes, como no podía ser de otro modo. Pero, en realidad, eso no se ha dejado de hacer desde primera hora. Los derechos llamados civiles no sólo no presentan un balance negativo, sino que han experimentado un cierto crecimiento en número, complejidad y garantías. Las libertades públicas tampoco están en retroceso; y si hay interpretaciones encontradas respecto de alguna de ellas, como la de manifestación, lo son en el sentido de engrosar su contenido. Acaso el fenómeno más llamativo de la Constitución española vigente en materia de derechos sea su muy alto garantismo. No debemos confundir los derechos con sus garantías, pero es verdad que sin éstas no existen aquéllos. Un derecho sin garantías es un enunciado jurídico vacío, expresión no de un límite del poder en el ámbito de ese derecho, sino de una concesión graciable que hace un poder dictatorial sin correr riesgo alguno en ser condescendiente con un pueblo, al cual en el fondo desprecia, porque puede suprimir la garantía y el derecho al menor atisbo de contestación a su política. Es decir: pese a que en la situación descrita se pueda vivir en una aparente normalidad en el ejercicio de ciertos derechos, el mero hecho de que sean revocables a voluntad del poder de modo incontestable y en cualquier momento establece infinitas distancias entre el ejercicio garantizado de los derechos subjetivos y esa otra situación precaria. Pues una cosa es un Estado de Derecho y otra un régimen de tolerancia controlada. Permítanme un clarificador ejercicio de memoria. Eran tiempos difíciles cuando, tras hacer mi tesis doctoral, procuraba yo no desentonar como profesor universitario. La dictadura franquista y la crisis económica (también la hubo entonces, la de 1973, que extendió sus efectos en nuestro país por más de una década) no propiciaban tanto el desaliento cuanto la esperanza de que estábamos viviendo

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Antonio Torres del Moral

los últimos años de aquel régimen. Como decía con hiperbólica y sarcástica ironía un grafiti de la época, “contra Franco vivíamos mejor”; no era verdad, pero la pintada quería sugerir que, pese a la represión, cundía un optimismo de final de época y comienzo de otra que no podía no ser democrática. En este ambiente, la Universidad era una algarada continua de carteles, reu-

niones y asambleas informativas (!), en las que se hacía un uso de la palabra no

siempre moderado y frecuentemente arriesgado. Siempre me extrañó la prontitud con que la Policía se presentaba en la Facultad de Derecho nada más iniciarse una

cierta agitación. Parecía una señal de gran eficacia, mal que nos pesara, acaso la

única eficacia de un régimen decrépito que estaba en almoneda, pero que aún daba sacudidas peligrosas, incluso sangrientas. Pronto encontré la respuesta. Quien tenga curiosidad, siga las siguientes instrucciones: Busque una guía telefónica de Madrid de los años 1970 a 1975 (permitanme

que mi memoria no sea en esto más precisa; pero es casi igual, porque lo que narro

a continuación perduró varios años). Ábranla por “Universidad Complutense”. Dentro de ella busquen “Facultad de Ciencias”. Lean ahora los números telefónicos de los diversos Órganos y servicios internos: Decanato, Secretaría... ¡Policía! La Brigada Político-Social, la más peligrosa y especializada en la represión política, universitaria, sindical, etc., en la que estaba destinado un protagonista famoso por su crueldad y por su apodo tomado del lejano Oeste, tenía un cuartelillo en la propia Facultad de Ciencias. Con el beneplácito, eso sí, del Rector (de nom-

bramiento gubernamental y procurador en Cortes nato) y del Decano. Por eso se presentaba la Policía tan pronto en la revoltosa Facultad de Derecho: estaba a dos pasos y dentro de la propia Universidad, con una presencia oprobiosa. ¿Sucede eso en el actual régimen constitucional? Antes al contrario, la Cons-

titución, en su artículo 27.10, consagra la autonomía

universitaria, el Tribunal

Constitucional la ha elevado a la categoría de derecho fundamental, la Policía se encuentra a varios kilómetros y los rectores y decanos son elegidos por la comunidad universitaria respectiva. Ésa es la diferencia, ésa es la diferencia. Brindo el anterior relato para futuras hagiografías auspiciadas de nuevo por la Real Academia de la Historia y para que el lector de este libro sonría un poco cuando oiga lo que suelen decir políticos desmemoriados y advenedizos. El presente libro —ya era hora de que me ocupara de él— contiene la mejor doctrina académica acerca de los derechos, así como la doctrina jurisprudencial más relevante. De la mano de una y de otra puede el lector —estudiante o estudioso— profundizar en el conocimiento del bien jurídico protegido en cada derecho, de su titular o titulares, de sus relaciones con otros derechos y bienes constitucionalmente relevantes y, en una palabra, de la ciencia jurídico-constitucional conso-

lidada al respecto. Tiene asegurada, por tanto, una lectura amena, útil y leal con

Prólogo

19

nuestro texto jurídico fundamental. Y, si es alumno universitario, se beneficiará aún más con su estudio porque podrá insertar en su bagaje intelectual las abscisas y coordenadas necesarias y suficientes para tener bien ubicado cada derecho y cada libertad, así como sus respectivas garantías, y entender mejor todo el sistema constitucional español porque todo él está iluminado por el régimen jurídico de los derechos. Pero ahora, fiel a mis vicios y abusando una vez más de la hospitalidad del autor, al que agradezco el cobijo que me da en su libro, quiero reflexionar, con la lógica brevedad de la circunstancia, sobre un asunto al que doy vueltas desde hace tiempo y acerca del cual incluso he escrito alguna página: el fundamento x]/timo de los derechos (en el sentido de radical y hondo, el que agota la búsqueda; también podríamos llamarlo primer fundamento por ser el que da sentido a los demás). Javier Tajadura se alinea con la doctrina que goza de una mayor aceptación, tanto académica como jurisprudencial y que identifica dicho fundamento con la dignidad humana. Hace bien porque eso es lo prudente. Y no seré yo quien ponga en duda la importancia de la dignidad en este terreno y en otros. Cosa distinta es que el constituyente haya estado acertado en el tratamiento dado a los valores y fundamentos en nuestra norma suprema. Hagamos un ejercicio de sana impertinencia.

a)

La dignidad aparece en el artículo 10.1 como fundamento del orden político (también de la paz social, pero dejemos este concepto a un lado porque nos desviaría un tanto) y no en el artículo 1.1 como valor superior del ordenamiento jurídico. En cambio nombra como valores superiores la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.

b)

Fácilmente se colige que la dignidad tiene una naturaleza y contenido axiológicos superiores al pluralismo político, cuya consideración como valor necesita de un razonamiento que, por lo demás, no suele hacerse.

c)

El pluralismo político es tomado como valor jurídico y superior mientras que, conforme al artículo 10.1, el respeto a la ley y a los derechos, conceptos jurídicos donde los haya, aparecen, junto con la dignidad, como fundamento del orden político. Sorprende ciertamente el baile de los adjetivos político y jurídico visible en estos preceptos.

d)

No obstante, cabe dar cabida al pluralismo político entre los entendemos no como mera pluralidad de hecho, que existe en vo, sino como actitud de defensa y fomento de esa pluralidad. estaremos ante la única posible concepción axiológica de este doctrina debería tomar nota.

e)

Un tratamiento más correcto de dichos conceptos habría sido el unir lo jurídico con lo jurídico y lo político con lo político. O bien llevar todos —valores y fundamentos— a un solo precepto y hacer después las remisiones pertinentes.

valores si lo todo colectiSólo entones término. La

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Antonio Torres del Moral

Si aceptamos que es así como debemos tomar este desbarajuste, tendríamos entonces la dignidad inserta en el artículo 1.1. como valor superior del ordenamiento jurídico, lo que sería una ubicación obviamente más correcta que la que finalmente ha quedado en el texto constitucional. Vale igualmente la suposición de llevar la libertad, la igualdad y la justicia al artículo 10.1, precepto inicial del título relativo a los derechos, como informadores de éstos y de sus garantías, lo que también es más correcto que lo que encontramos en el texto fundamental. ¿O es que la libertad, la igualdad y la justicia tienen que ver con el Ordenamiento jurídico pero no con los derechos de los demás ni con el orden político?; ¿o es que el pluralismo político, cuya expresión más evidente e inmediata, según la propia Constitución, son los partidos políticos, no tiene nada que ver con el orden político, sino sólo con el Ordenamiento jurídico? Si hacemos la operación anterior, tendríamos un elenco de valores mucho más

amplio

(libertad, igualdad, justicia, dignidad; también, por qué no, el libre de-

sarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás y el pluralismo, todo pluralismo, no sólo el político) y todos ellos serían tenidos como superiores del Ordenamiento jurídico y del orden político, además de como fundamentos de los derechos. Pero si, hecho lo anterior, seguimos teniendo el prurito de buscar y profesar los conceptos en toda su profundidad y radicalidad, aún quedaría por dilucidar cuál de entre todos ellos sería el fundamento neto, originario y radical de los derechos. Según queda dicho, la doctrina abrumadoramente mayoritaria señala la dignidad de la persona. Pero, como yo vivo siempre a la intemperie, tengo un reparo teórico, sólo teórico, en aceptar dicho dictamen: no sé a ciencia cierta qué es la dignidad. Entiéndaseme bien: Agustín de Hipona decía muy elocuentemente que hay cosas que, mientras no le preguntaran qué son, creía saberlas suficientemente, pero que, si se lo preguntaban, comenzaba a dudar y no era capaz de definirlas a satisfacción. Eso mismo me pasa con la dignidad: imagino, intuyo qué es, pero no poseo un concepto cartesianamente claro y distinto de ella. El empleo del término “dignidad” o alguno de sus derivados en expresiones tales como “dignidades eclesiásticas” (o del Estado), comportarse con dignidad o indignamente, desheredación por indignidad (¿acaso el Ordenamiento jurídico puede tratar a una persona como indigna?), etcétera, me descoloca; luego pienso que en la liturgia católica se reza con recogimiento “no soy digno...”, siendo así que los historiadores del pensamiento coinciden en que fue el mensaje evangélico el que introdujo el concepto de dignidad en el mundo de las ideas. Tampoco por aquí encuentro la salida del laberinto. ¿Se tiene dignidad o se es digno?; dicho de otro modo: la dignidad es algo que se tiene O algo que se es? Acudo entonces a la última edición del Diccionario de la Lengua Española y, entre las muchas acepciones que recoge, podemos leer:

Prólogo

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excelencia, realce; gravedad y decoro de las personas en su modo de comportarse. Pero también las cosas pueden ser dignas, como, según la misma magna obra, se denomina dignidad al “cargo o empleo honorífico y de autoridad” y a la “prebenda del arzobispo u obispo”. En fin, todos procuramos, cuando hacemos un regalo, que sea digno. Toda esta riqueza semántica me sume en la perplejidad, pues, por lo menos,

evidencia que estamos ante un término polisémico. ¿Tienen algo que ver entre

sí esos empleos o acepciones? Se me reconocerá que el asunto merece alguna reflexión antes de arriesgarnos a identificar como verdadera una sola de esas acepciones como el germen del que brotan las demás. Pero la conclusión de seguir reflexionando sobre ello no me consuela. Bien sé yo de mis limitaciones, lo que hace que esta tarea, aunque sea muy digna, se me presente como larga y desesperanzada. Asumido, pues, de modo realista y por anticipado, mi naufragio en tamaño quehacer, no pierdo, sin embargo, la esperanza de que algún día un sabio me proporcione ese conocimiento. Y sé que nadie puede hacerlo mejor que el propio autor de este libro. Sirvan estas palabras como invitación al intento; merece la pena.

Feliz lectura.

Antonio Torres del Moral

Madrid, mayo de 2015

Capítulo I

El estatuto jurídico de los derechos fundamentales 1. INTRODUCCIÓN Desde el surgimiento del Estado Constitucional a finales del siglo XVII como consecuencia del triunfo de las revoluciones liberal-burguesas, los derechos fundamentales se configuran como una de sus señas de identidad. El concepto mismo de Constitución, tal y como se desprende del artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa en agosto de 1789, incluye como uno de sus dos elementos básicos, junto a la división de poderes, la garantía de los derechos: “una sociedad donde la separación de poderes no está establecida y los derechos no están garantizados no tiene Constitución”. Si no existe reconocimiento y garantía de los derechos, no cabe hablar de Constitución. Este concepto material de Constitución permite diferenciar en su seno a la denominada parte orgánica (separación de poderes) de la parte dogmática (garantía de los derechos). La distinción es útil a efectos didácticos, pero no se puede olvidar que ambas dimensiones, la orgánica y la dogmática, son expresión de una misma realidad: la garantía jurídica de la libertad. La libertad —como advirtiera Heller— sólo puede ser libertad organizada. La separación de poderes es un medio o instrumento al servicio de un fin, la libertad, y esta se traduce jurídicamente en los derechos fundamentales. La historia había confirmado que la concentración de todos los poderes en una sola persona o institución era incompatible con la libertad. De ahí la exigencia de organizar el Estado conforme al principio de división de poderes. Principio que no puede desligarse de la función que cumple al servicio de la libertad y de los derechos. Ello explica que, históricamente, la aprobación de las declaraciones de derechos precedió —tanto en el contexto revolucionario francés como en el americano— a la de las Constituciones mismas. Resulta incuestionable el hecho de que la primera preocupación de los revolucionarios liberal-burgueses, tanto en Francia como en América, fue la de proceder al reconocimiento de la existencia de una esfera de libertad individual absoluta. Esa preocupación se tradujo en el plano normativo en las Declaraciones de Derechos. Será en un momento posterior cuando se proceda a aprobar la Constitución y esto último se hará siempre, precisamente, para garantizar aquellos derechos mediante la separación de poderes. En cualquier caso, lo que importa subrayar es que las Declaraciones de Derechos se configuran como un presupuesto inexcusable para la existencia misma del Estado Constitucional y que lo distinguen del Estado absoluto. Frente a las concepciones

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Javier Tajadura Tejada

absolutistas según las cuales los privilegios son concesiones graciosas de los mo-

narcas a las clases sociales más poderosas, se impone la tesis, tributaria de las doc-

trinas lusnaturalistas, de que todo hombre por el hecho de serlo es titular de unos derechos preexistentes al Estado y que, por tanto, deben ser por él respetados.

Una vez que, mediante la Declaración de Derechos, se ha establecido la esfera de libertad individual, de lo que se trata es de hacerla efectiva. En ello consiste el acto constitucional, en aprobar un Texto constitucional que, organizando el Estado conforme al principio de división de poderes, asegure al ciudadano el respeto a su ámbito de libertad personal. Evidente resulta que este acto constitucional, concebido como supremo sistema de garantía de la libertad individual ,»requiere, por ineludible exigencia del racionalismo jurídico, su plasmación en un documento escrito, formal y solemne, aprobado por el Pueblo, titular del Poder Constituyente. Fue así como surgieron las primeras Constituciones en el sentido

contemporáneo del término.

Desde entonces y hasta hoy, los derechos fundamentales se configuran como el núcleo esencial de todo Estado constitucional. Es cierto que, técnicamente, existen diferencias en cuanto a la forma en que los distintos ordenamientos constitucionales incorporan los derechos fundamentales. En el Reino Unido, se recogen como garantías no escritas, de acuerdo con el carácter consuetudinario de su Derecho; en Francia, por su parte, la recepción se efectúa mediante una remisión a otros textos normativos (Declaración de 1789 y Preámbulo de la constitución de 1946). En otros muchos ordenamientos, es la propia Constitución la que recoge una tabla detallada y exhaustiva de derechos. Pero sea cual sea la fórmula para su recepción en el ordenamiento, como advierte Torres del Moral: “Los derechos y libertades son la esencia del Estado democrático y éste la garantía de aquellas: no hay derechos sin Estado democrático de Derecho, ni viceversa”. Desde esta óptica, los derechos cumplen con las dos funciones propias de todo Texto Constitucional: por un lado, fundamentar y legitimar el poder del Estado;

y, por otro, limitarlo. Los derechos, como veremos en este capítulo, legitiman el

poder del Estado y al mismo tiempo lo limitan.

En el proceso constituyente, en nuestro país, se discutió también sobre la conveniencia de recoger en la Constitución una tabla de derechos, como finalmente se hizo, siguiendo la estela iniciada por Alemania, y continuada por otros muchos, el último de los cuales fue el constituyente portugués de 1975-76. Frente a esta postura, defendida por el PSOE y por AP, la UCD propuso realizar una remisión a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, especialmente al Convenio Europeo de Derechos humanos de 1950 (CEDH). Esta fórmula ofrecía la ventaja

de una mayor rapidez en tanto que hubiera evitado las discusiones sobre los temas controvertidos, y por otro lado —se decía— aportaba una mayor seguridad jurídica en tanto en cuanto existía ya una jurisprudencia abundante que había

Los derechos fundamentales y sus garantías

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perfilado con bastante nitidez el contenido y alcance de la mayor parte de los derechos. Esa remisión se realizó, como veremos después, pero el constituyente optó por recoger también, de forma expresa y detallada, una tabla de derechos que terminó siendo “densa, retórica, reiterativa y a veces minuciosa y reglamentista, debido a que se fue adoptando una actitud garantista contrapuesta al régimen político precedente” (Torres del Moral). El régimen franquista operó, una vez más,

como el contramodelo. Y la Constitución portuguesa —que había sido la última Constitución democrática aprobada en Europa— se tomó como ejemplo, lo que explica el muy elevado número de derechos incluidos en el Título Primero.

La Constitución de 1978 es la primera en nuestra historia que recoge la expresión “Derechos Fundamentales”. Con esta fórmula, el Constituyente reconoció la existencia de unos derechos inherentes a todas las personas, y cuyo fundamento radica en la dignidad humana. El artículo 10 de la Constitución les atribuye la condición de “fundamento del orden político y de la paz social”: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son el fundamento del orden político y de la paz social”. Ahora bien, pese al lugar central que ocupan en la Constitución, no resulta fácil determinar del amplio elenco de derechos reconocidos en el Texto Constitucional, principalmente en el Título L, pero no sólo en él, cuáles revisten el carácter de fundamentales. Y tampoco, cuáles son las consecuencias que se derivan de esa “fundamentalidad”. La doctrina ha criticado por ello la redacción del Título L, por su falta de sistemática, por la utilización de términos heterogéneos, por la clasificación de los mismos, y por el carácter aparentemente cerrado de la tabla de derechos. En las páginas que siguen examinaremos los problemas planteados, aunque cabe ya anticipar que la recepción del Derecho Internacional prevista en el artículo 96 (“Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional”) y la remisión interpretativa que el artículo 10.2 hace a los Tratados sobre Derechos Humanos, corrigen cualquier posible efecto contraproducente que pudiera derivarse del establecimiento de una tabla cerrada de derechos.

2. EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS El tusnaturalismo, a partir de una determinada concepción filosófica, ideológica O religiosa del ser humano, sostiene que existen unos derechos que toda per-

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Javier Tajadura Tejada

sona tiene como tal persona y derivados de su dignidad. Estos derechos se conci-

ben como inherentes a la persona, anteriores al Estado, inalienables e inviolables,

imprescriptibles, irrenunciables e intransmisibles. En este sentido, las doctrinas lusnaturalistas están en la base del surgimiento de las revoluciones liberales de fines del XVIII, y al rechazar la identificación entre ley y Derecho, permiten apelar a los derechos como unas normas suprapositivas, que se imponen al legislador. Ahora bien, la fundamentación iusnaturalista de los derechos es insuficiente puesto que no nos permite distinguir un derecho humano de un derecho fundamental. El fundamento exclusivamente ¡usnaturalista al prescindir de la positivación de los derechos, esto es, de su inserción en un sistema jurídico dado, resulta insuficiente para garantizar su eficaz protección. Únicamente puede servir para

denunciar situaciones de injusticia y para reclamar la vigencia de los derechos allí donde no rigen. Por otro lado, una fundamentación exclusivamente iusnaturalista de los derechos puede comprometer el principio democrático, al pretender imponer al legislador una determinada concepción del hombre y de la sociedad, con independencia de las decisiones constitucionales básicas adoptadas por el constituyente. De otro lado y como con meridiana claridad ha subrayado Bobbio, el iusnaturalismo desconoce la historicidad de los derechos. Está históricamente comprobado que el número y el contenido de los derechos fundamentales ha evolucionado y se ha modificado con el paso del tiempo. “El hombre —escribe Torres del Moral— se hace en la Historia; es naturaleza y circunstancia; y la circunstancia es histórica; el mismo concepto de Humanidad está preñado de sentido histórico. No es de extrañar que ese hombre concreto (...) reivindique más derechos y diferentes de

los de otras épocas y culturas: a poco sensibles que seamos ante la evolución de los derechos, habremos de aceptar su historicidad”.

Pero, con todo, la mayor debilidad del iusnaturalismo es la inexistencia de una instancia a la que podamos apelar para decidir y definir cuáles son los derechos humanos. Frente a la fundamentación iusnaturalista de los derechos, el positivismo entiende que son derechos fundamentales aquellos que el poder determina como tales. Sólo cabe hablar de derechos humanos o fundamentales en la medida en que exista un ordenamiento jurídico que los reconozca. El derecho no deriva ya de la persona humana, sino de la voluntad del Estado. La gran ventaja del positivismo, en cuanto establece un criterio claro y preciso de determinación de cuales sean los derechos fundamentales, no puede hacernos olvidar el riesgo que implica una fundamentación exclusivamente positivista de los derechos: el poder podría destruirlos. La absoluta identificación entre ley y Derecho que llevó a Kelsen a rechazar la distinción entre legalidad y legitimidad, supone admitir que el poder

Los derechos fundamentales y sus garantías

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podría destruir los derechos y no cabría apelar a principios suprapositivos de legitimidad. En este contexto, y para poder afrontar con rigor y con sentido la cuestión

relativa al fundamento de los derechos es preciso diferenciar —como propone Pérez Luño— entre derechos humanos y derechos fundamentales. Aunque en el lenguaje común se trate de sintagmas que se utilizan indistintamente, desde una perspectiva jurídico-constitucional, es preciso diferenciarlos. La distinción no se basa en su diferente objeto o contenido puesto que en ambos casos es el mismo, sino en la perspectiva desde la que se examinen. Hablamos de derechos humanos cuando los contemplamos desde una óptica filosófica, y de derechos fundamentales cuando los analizamos desde un punto de vista estrictamente jurídico. En este sentido, Pérez Luño ha definido a los derechos fundamentales como “aquellos derechos humanos garantizados por el ordenamiento jurídico positivo, en la mayor parte de los casos en su normativa constitucional, y que suelen gozar de una tutela reforzada”. Y así, efectivamente, la inclusión de un derecho humano en una

Constitución normativa es el criterio identificador de un derecho fundamental. Por ello, los derechos fundamentales deben ser estudiados siempre en el contexto de un ordenamiento constitucional dado, en nuestro caso el fundamentado en y por la Constitución de 1978. Los derechos fundamentales son los derechos humanos constitucionalizados. Esto permite superar el eterno debate en torno a la fundamentación ¡usnaturalista o positivista de los mismos. Cuando decimos que en un país se violan unos derechos humanos que no están recogidos en su Ordenamiento, estamos empleando el término derechos en un sentido amplio e impreciso. Como subraya Torres del Moral, lo que queremos realmente decir es que en dicho Estado se desconocen y se vulneran unas exigencias humanas que en el contexto internacional (Constituciones democráticas, Tratados Internacionales de Derechos Humanos) tienen la consideración y el tratamiento de derechos. Así lo explica también Bobbio: es diferente el fundamento de un derecho que se tiene y el de un derecho que se querría tener. El primero se encuentra en el Ordenamiento jurídico positivo, mientras que

lo único que se puede hacer con el segundo es buscar las razones de su justificación y tratar de convencer con ellas al legislador. El concepto de derechos humanos es un concepto histórico que surgió en Europa, se expandió por el mundo y ha evolucionado con el paso del tiempo: desde los primeros textos (la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776, las diez primeras enmiendas de la Constitución federal norteamericana de 1787, la Declaración Francesa de los Derechos

del Hombre

y del Ciudadano

de 1789),

pasando por la Constitución de la República Francesa de 1848 y la Constitución de Weimar de 1919, hasta llegar a las tablas contenidas en las Constituciones de la postguerra, de las que la portuguesa y la española son las más amplias.

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Javier Tajadura Tejada

Ahora bien, el examen de las Declaraciones de Derechos incluidas en las constituciones de la segunda postguerra mundial, —a las que hay que añadir el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de 1950, y más recientemente la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea—, nos muestra que, a pesar del relativismo inherente a su propia historicidad, en el siglo XXI, el concepto de derechos humanos ha alcanzado un cierto grado de objetividad, siendo estable en su núcleo. No cabe sostener que su existencia dependa del poder político. Antes al contrario, su propia fundamentación histórica les confiere una autonomía frente al poder. En los Estados Constitucionales estos derechos humanos son derechos fundamentales. En otros, los derechos humanos sirven para denunciar las carencias de un ordenamiento jurídico, y en definitiva, su injusticia. Por ello, los derechos humanos pertenecen hoy al acervo cultural de la humanidad y su existencia es autónoma de cualquier voluntad política. Un estudio comparado de las distintas Constituciones nos confirma que, aunque

no exista un concepto

universalmente válido

de derecho fundamental, sí que es posible hablar de una “cultura de los derechos fundamentales “ (Haberle).

“Los inviolables e inalienables derechos humanos —advierte Benda— no han sido creados por la Ley Fundamental de Bonn, sino que ésta los contempla como

parte integrante de un ordenamiento jurídico preexistente y suprapositivo (...) Se

trata de proteger la dignidad como derecho originario de todo ser humano”.

Los derechos fundamentales tienen, por tanto, un fundamento suprapositivo, —los derechos humanos como traducción de un sistema de valores ampliamente compartido— pero sólo despliegan sus efectos en el plano jurídico (no en el político o ético) al adquirir naturaleza de derechos públicos subjetivos, y ello sólo ocurre, a través de su positivización. Por ello, los derechos tundamentales son una categoría que sólo puede comprenderse y tener sentido en el marco de una Constitución normativa —en el sentido de García Pelayo—. En ellas, los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos: son indisponibles tanto para el legislador como para el poder de reforma, tienen eficacia directa, y son exigibles ante los Tribunales. Al mismo tiempo se configuran como elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico y factores de integración social. Los derechos humanos —a diferencia de los anteriores— son importantes desde un punto de vista político y ético, pero no son derechos protegidos por un ordenamiento jurídico. Con estas premisas, la Constitución española —en el artículo 10. 1, frontispicio del Título I— asume una fundamentación ¡usnaturalista de los derechos, pues habla de derechos inherentes de la persona y de la dignidad de esta. El constituyente apela así a unos principios suprapositivos, pero al mismo

tiempo los

positiviza. El precepto recuerda al artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn que

Los derechos fundamentales y sus garantías

29

se inicia con una declaración de la intangibilidad de la dignidad humana. Por ello podemos decir que, en España, la doble fundamentación de los derechos se traduce en la existencia de una doble fuente de los mismos: la Constitución, fuente formal de derecho positivo; y la dignidad humana, fuente material suprapositiva pero, a su vez, constitucionalizada. La Constitución no puede fundamentarse en sí misma, ni tampoco en una mera norma hipotética (Kelsen), ni puede tampoco configurarse como el resultado de una decisión política absolutamente libre del poder constituyente (Schmit). La Constitución es la traducción jurídica y la expresión política de un orden material de valores que la precede y está presente en el cuerpo social. Los derechos fundamentales son los elementos esenciales de ese orden. Sin derechos fundamentales no hay y no puede haber Constitución democrática. Esta es también la visión de nuestro Tribunal Constitucional: “Los derechos fundamentales responden a un sistema de valores y principios de alcance universal que subyacen a la Declaración Universal y a los convenios internacionales sobre derechos humanos, ratificados por España, y que, asumidos como decisión constitucional básica, han de informar todo nuestro ordenamiento jurídico” (STC 21/1981). Con estas premisas, en este primer capítulo vamos a examinar cuál es el estatuto jurídico de los derechos constitucionales y fundamentales, analizando, sucesivamente, la fuente de los mismos (3), el concepto de derecho fundamental (4),

su naturaleza (5), la clasificación de los mismos (6), las cuestiones relativas a su titularidad (7), a su eficacia (8), a su interpretación (9), y a sus límites (10). Y todo

ello, desde el punto de vista de un ordenamiento concreto, el del Estado social y democrático de Derecho instaurado por la Constitución de 1978.

3. LA FUENTE DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 3.1.

Fuente formal: la “reserva de Constitución”

Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho (artículo 1.1 Código Civil), y de ninguna de ellas pueden surgir los derechos fundamentales. La ley no puede ser la fuente de los derechos fundamentales porque el criterio distintivo de estos es, precisamente, el de ser derechos que vinculan al legislador y que se hallan, por tanto, fuera de su ámbito de disponibilidad. Por otro lado, tampoco pueden los derechos fundamentales nacer de la costumbre ni de los principios generales, puesto que estos solo son aplicables en defecto de ley y por tanto nunca contra ella.

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La única fuente posible de la que pueden nacer los derechos fundamentales es la Constitución. Así ocurre con la española de 1978 que, a diferencia de las del siglo XIX, no se limita a establecer el sistema de fuentes o modos de creación del derecho, sino que crea directamente derechos, es decir, contiene normas materia-

les que atribuyen directamente derechos a los ciudadanos, y les imponen deberes. El legislador de los derechos fundamentales es, por tanto, el legislador constituyente. En materia de derechos fundamentales existe una “reserva de Constitu-

ción”.

En el caso de un Estado descentralizado como es España, la reserva de Constitución implica que “los derechos fundamentales quedan a salvo de la descentralización territorial del poder, configurando un status nacional uniforme” (Cruz

Villalón).

Ahora bien, a pesar de la existencia de esta reserva de Constitución, todos los

Estatutos de Autonomía

(en su primera redacción) incluyeron un precepto en el

que indicaban que los derechos y deberes de los habitantes de la respectiva Comunidad son los establecidos en la Constitución. Se trata de preceptos que, como

advierte Rubio Llorente, son “no solo redundantes, sino jurídicamente absurdos,

pues es claro que los Estatutos no pueden crear derechos fundamentales en beneficio de los habitantes de la Comunidad, ni privarlos de los que la Constitución les atribuye. Por su contenido, los Estatutos forman parte de la Constitución material y ocupan, formalmente, un lugar intermedio entre la Constitución y las leyes pero no son normas constitucionales de ámbito territorial limitado ni pueden desempeñar en consecuencia, la función específicamente constitucional de garantizar derechos frente al legislador”. El proceso de reforma de numerosos Estatutos de Autonomía llevado a cabo durante la VIII legislatura no sólo no fue aprovechado para corregir este error, sino que fue utilizado para agravarlo. Los textos resultantes de esas reformas contienen una proclamación de derechos mucho más extensa y detallada. Los Estatutos de Cataluña o Andalucía son paradigmáticos. Se trata de declaraciones que carecen por completo de encaje constitucional y vulneran la “reserva de Constitución” existente en materia de derechos fundamentales. Conviene recordar que el artículo 147. 2 de la Constitución enumera las materias propias de los Estatutos y entre ellas no figuran las declaraciones de derechos. A la vista de ese precepto se puede sostener que los Estatutos de Autonomía son un tipo de norma con contenido constitucionalmente tasado. Tampoco es admisible la tesis que sostiene que los Estatutos podrían contener estas declaraciones en cuanto expresiones del autogobierno (M. Carrillo). El “autogobierno” como categoría jurídica carece de un significado preciso y debe reconducirse al concepto de “autonomía”. Ahora bien, la autonomía debe confi-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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gurarse y ejercerse dentro del marco constitucional, y en ese contexto el artículo 147. 2 citado ocupa un lugar destacado, por lo que se vuelve al punto de partida. Pero es que, además, y como bien ha advertido V. Farreres, si autogobierno significa diseñar y desarrollar políticas diferenciadas en las materias de propia competencia, establecer límites materiales a la actuación de los poderes públicos no es expresión de autogobierno alguno sino la imposición de límites al mismo. Las declaraciones de derechos son, ante todo y sobre todo, límites frente al poder público, en este caso autonómico. Y desde esta óptica, esos límites no pueden ser establecidos por el legislador orgánico estatuyente sino que, en virtud de la “reserva de Constitución” mencionada, sólo pueden ser fijados por el Poder Constituyente. Mediante las declaraciones de derechos se acota el ámbito de la regla de decisión por mayoría, es decir, el campo del proceso político democrático, y eso es algo que sólo el poder constituyente —y no el estatuyente— puede legítimamente hacer. El ámbito del proceso político democrático está fijado por el Título 1 de la Constitución. Como

ha destacado Díez-Picazo, “admitir las normas estatutarias

declarativas de derechos equivaldría, así, a admitir que en ciertas Comunidades Autónomas se puede estrechar dicho terreno del proceso político democrático; y esto es lo mismo que privar a los ciudadanos por vía estatutaria de algo que tenían por vía constitucional. Si no existieran esas normas declarativas de derechos, se aplicaría sólo el Título I de la Constitución y los ciudadanos —o sus representantes— podrían debatir y votar sobre más cosas”. Frente a esto no cabe tampoco argúir que estas declaraciones tendrían la cobertura del artículo 81 de la Constitución por ser leyes orgánicas que desarrollan derechos fundamentales. En primer lugar, porque no todos los derechos contenidos en las declaraciones estatutarias tienen por qué ser desarrollo de algunos de los derechos reconocidos en la Sección primera del Capítulo II que son los reservados a la ley orgánica. Y en segundo lugar, y sobre todo, porque la ley orgánica a la que se refiere el artículo 81 no puede ser la de aprobación o reforma de un Estatuto de Autonomía. Si así fuera, cualquier desarrollo posterior de los derechos en cuestión quedaría sustraído a la ley orgánica y sometido al procedimiento de reforma estatutaria. En relación con esta reserva de Constitución en materia de derechos fundamentales conviene llamar la atención sobre otro extremo también advertido por DíezPicazo: “Es significativo que el único lugar en que el texto constitucional llama a una fuente distinta para integrar su tabla de derechos es el artículo 10. 2, con su remisión a los Tratados Internacionales sobre derechos humanos. Es verdad que, según jurisprudencia constitucional constante, el art. 10.2 no permite introducir nuevos derechos fundamentales en sentido estricto, sino que se limita a imponer un privilegiado método de interpretación; pero no es esto lo que ahora importa. Lo relevante en esta sede es que, tratándose de derechos fundamentales, la única

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apertura que la Constitución española contempla es a fuentes internacionales, no a otras fuentes internas. El constituyente español, que fue inequívocamente consciente del proceso de internacionalización y universalización de los derechos fundamentales, guardó un elocuente silencio sobre la eventual *provincialización' de los mismos”. Al margen de todo lo anterior, existe otro poderoso argumento sustantivo en contra de la licitud constitucional de las normas estatutarias declarativas de derechos. Díez-Picazo se ha referido a él como “el argumento del legislador esquizofrénico” o “del legislador abúlico”. El argumento parte del hecho de que la aprobación y reforma de un Estatuto de Autonomía, al llevarse a cabo por ley orgánica, expresa no sólo la voluntad del electorado y de los órganos políticos de la Comunidad Autónoma de que se trate, sino también, la voluntad de las Cortes

Generales. Por ello, admitir que los Estatutos recojan declaraciones de derechos supone admitir que las Cortes confieran unos derechos a unos españoles y otros derechos a otros españoles. Podría ocurrir, —añade como ejemplo ilustrativo el autor citado— que un Estatuto estableciese la facultad de hacer “testamento vital”, otro dispusiera que debe hacerse todo lo posible por evitar la muerte de los pacientes, y un tercero no dijera nada al respecto. ¿Qué habría que pensar de las Cortes que aprobaran estas tres leyes orgánicas estatutarias?: “Que las tres posibilidades merecen simultáneamente su aprobación (esquizofrenia), ¿Qué, en el

fondo, les da lo mismo (abulia)?”. Es cierto que en ningún sitio está previsto que los Estatutos deban ser similares y que, antes al contrario, la Constitución confiere a los Estatutos un muy amplio margen de libertad para diseñar y regular las instituciones autonómicas de manera muy diferente. Si en materia de organización, la diversidad estatutaria no plantea ningún problema, ¿por qué en materia de declaraciones de derechos —se plantean los defensores de su inclusión— hemos de llegar a la conclusión contraria? La conclusión contraria se impone por la diferente naturaleza de uno y otro

tipo de normas. Mientras que las normas organizativas son axiológicamente neu-

tras —siempre que reflejen los principios de la democracia representativa— las normas declarativas de derechos traducen valores y reflejan una concepción de la ética pública: “Reconocer que un mismo problema organizativo admite distintas soluciones —escribe Díez-Picazo— dista de ser lo mismo que dar por buenas respuestas diferentes a un mismo problema moral. Mientras que es racional que las Cortes Generales hagan lo primero, no lo es que hagan lo segundo. Un legislador racional no puede sostener a la vez la bondad y la maldad de la autodeterminación ante la muerte, de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, o de la paridad entre hombre y mujer en los cargos representativos (...) Ante los problemas de ética pública —es decir, ante aquellos problemas sociales cuya regulación comporta elecciones morales serias— un legislador puede racionalmente abstenerse de intervenir. Por ejemplo, porque se trata de un tema que escinde profundamente

Los derechos fundamentales y sus garantías

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a la sociedad. Pero, si interviene, la racionalidad exigirá que no adopte simultáneamente normas divergentes”. Desde esta óptica, es evidente que si el legislador actuara irracionalmente —como sería el caso del “legislador esquizofrénico”— por haber renunciado de forma expresa y consciente a mantener la mínima y necesaria coherencia en su actuación, incurriría en la interdicción de arbitrariedad

de los poderes públicos prevista en el art. 9. 3 CE.

Por todo lo expuesto hasta ahora consideramos que los Estatutos de Autonomía no pueden establecer derechos fundamentales. Así lo entendió también el Tribunal Constitucional que se enfrentó a la cuestión en su sentencia 31/2010 (sobre el estatuto catalán, predeterminada por la emitida en relación al Estatuto valenciano STC 247/2007) y en el FJ] 16 recordó que: “Derechos fundamentales son, estrictamente, aquellos que, en garantía de la libertad y de la igualdad, vinculan a todos los legisladores, esto es, a las Cortes Generales y a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, sin excepción. Esa función limitativa sólo puede realizarse desde la norma común y superior a todos los legisladores, es decir, desde la Constitución, norma suprema que hace de los derechos que en ella se reconocen un límite insuperable para todos los poderes constituidos y dotado de un contenido que se les opone por igual y con el mismo alcance sustantivo en virtud de la unidad de las jurisdicciones (ordinaria y constitucional) competentes para su definición y garantía. Derechos, por tanto,

que no se reconocen en la Constitución por ser fundamentales, sino que son tales, justamente, por venir proclamados en la norma que es expresión de la voluntad constituyente. Los derechos reconocidos en Estatutos de Autonomía han de ser, por tanto, cosa distinta”.

3.2.

Fuente material: la “dignidad de la persona”

La fuente formal de los derechos fundamentales es, por tanto, la Constitución.

Lo que distingue a un derecho fundamental de un derecho humano es, preclsamente, su inclusión en una Constitución normativa. Ahora bien, junto a esta fuente formal, la Constitución reconoce la existencia de una fuente material o suprapositiva: la dignidad de la persona humana, que resulta por ello no solo indisponible para el legislador sino también para el poder de reforma constitucional: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. El significado y alcance del artículo 10. 1 ha sido subrayado por la doctrina. Valgan por todos las palabras de Rubio Llorente: “El enfático enunciado del artículo 10.1 no puede ser desdeñado como una declaración puramente retórica carente de significado jurídico. Es el texto que, para decirlo con una bien cono-

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cida categoría weberiana, consagra la pretensión de legitimidad del orden que la Constitución

instaura. Esta pretensión aparece

aquí además, conectada

con

nociones que (...) tienen un contenido que si no es inmutable, no está a disposición del Estado, de cada Estado. Implica un concepto de constitución que no se agota en la simple forma sino que incorpora un contenido necesario; lo que cabe llamar concepto “sustancial” o en la terminología popularizada entre nosotros por García-Pelayo, 'racional-normativo””. 353

El valor del artículo 10. 1 se proyecta de esta forma sobre todos y cada uno de los derechos fundamentales. El conjunto de ellos integra el principio de legitimidad de la Constitución de 1978. El Tribunal Constitucional ha señalado que los derechos son “traducción normativa de la dignidad humana” (STC 113/1995), y que, la dignidad humana es

un “minimun invulnerable que todo estatuto jurídico (de los derechos) debe asegurar” (STC 57/1994).

Proyectada sobre los distintos derechos, la cláusula del art. 10. 1 CE implica que, “en cuanto valor espiritual y moral inherente a la persona” (STC 53/1985) “la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre —también, qué duda cabe, durante el cumplimiento de una pena privativa de libertad— constituyendo, en consecuencia, un minimun invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar, de modo que, sean unas u otras las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales, no conlleven menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona. Pero sólo en la medida en que tales derechos sean tutelables en amparo y únicamente con el fin de comprobar si se han respetado las exigencias que, no en abstracto, sino en el concreto ámbito de cada uno de aquéllos, deriven de la dignidad de la persona, habrá de ser ésta tomada en consideración por este Tribunal como referente. No, en cambio, de modo autónomo para estimar o desestimar las pretensiones de amparo que ante él se deduzcan” (STC 120/1990). Si la Constitución no estableciera cuáles son los derechos inherentes a la dignidad de la persona, o dicho de otro modo, qué derechos se derivan del reconocimiento constitucional de la dignidad humana, habría que deducirlos. Ello generaría una peligrosa incertidumbre en un tema crucial. Para evitar esa situación, el Título I concreta el catálogo de derechos y lo hace de forma detallada. De esta forma, el concepto constitucional de dignidad humana queda precisado en unos términos concretos que impiden apelar a ella de forma genérica, y exigen que su invocación se lleve a cabo —en principio— a través de algunos de los derechos fundamentales en qué aquella se proyecta. Ahora bien, como categoría autónoma y como fundamento del orden jurídico y político, preside e informa la interpretación de todas las ramas del ordenamiento jurídico.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En todo caso, la dimensión suprapositiva y supraconstitucional del principio de dignidad humana lo convierte en una categoría no sólo indisponible para el legislador, sino también inmune frente al poder de reforma. En este sentido, Rubio Llorente ha recordado que “la derogación o reforma sustancial, de aquella norma que expresa el concepto de Constitución que orienta la decisión del poder constituyente no es una reforma total o parcial de la Constitución, sino su sustitución por otra ordenación distinta, que sólo cabría denominar Constitución a partir de un concepto distinto y discordante con el que es propio del constitucionalismo”. En la medida en que el articulo 10 contiene ese concepto de Constitución, cabe afirmar que “el artículo 10 impone un límite implícito a la reforma constitucional”. Por ello y frente a quienes interpretan el artículo 168 (procedimiento para llevar a cabo una revisión total del Texto Constitucional) como una puerta abierta a la destrucción de la Constitución, la doctrina más consecuente defiende la exis-

tencia de unos límites materiales implícitos al poder de reforma (Pedro de Vega, Javier Jiménez Campo) entre los cuales la dignidad de la persona y los derechos fundamentales ocupan un lugar destacado y central, como núcleo de legitimidad del Estado Constitucional. Si los derechos son inviolables no hay poder de reforma que pueda desconocerlos. Si el conjunto normativo del artículo 10 es el fundamento del orden político, cualquier reforma que le afectase negativamente, supondría un ataque al fundamento mismo del sistema político y como tal, por su carácter rupturista, no podría ser concebido nunca como un acto jurídico sino fáctico o revolucionario. Ahora bien, Rubio Llorente añade que “la posibilidad de que el artículo 10. 1 sea reformado de acuerdo con el procedimiento establecido, permite sostener que el límite implícito en ese precepto no tiene una fuerza equivalente a la de los límites explícitos que otras Constituciones imponen a través de cláusulas de irreformabilidad, aunque como la experiencia enseña la capacidad de la jurisdicción constitucional para garantizar el respeto a estos límites no es muy grande. Pero su menor fuerza tampoco autoriza a negar su existencia”.

Esta cuestión —que reviste una importancia fundamental— ha sido resuelta en Alemania con una claridad meridiana. El artículo 79. 3 de la Ley Fundamental veda una abolición de derechos por la vía de la reforma constitucional. Son inadmisibles reformas de aquella que afecten a los principios formulados en los artículos 1 (dignidad del hombre) y 20 (principios democráticos y del Estado de Derecho). Como

ha escrito Hesse comentando

este precepto: “estos principios resultarían

afectados por cualquier abolición, porque prácticamente todos los derechos fundamentales constituyen parte esencial de tales principios, de forma tal que su eliminación suprimiría aquellos mismos principios y el ordenamiento construido sobre los mismos. No se excluye, en cambio, la reforma del texto de los derechos

fundamentales siempre que se preserve su contenido y eficacia”.

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En una futura reforma de nuestra Constitución convendría adoptar una fórmula similar a la cláusula de intangibilidad contenida en la constitución alemana. Los derechos fundamentales son el núcleo de legitimidad del Estado Constitucional y por ello no deben ser concebidos únicamente como indisponibles para el legislador (ordinario u orgánico) sino también como intangibles para el titular del poder de reforma constitucional. La garantía jurídica de la libertad sería vana si, a través del procedimiento de reforma constitucional, se pudieran suprimir los derechos fundamentales.

4, EL CONCEPTO DE DERECHO FUNDAMENTAL La Constitución es muy poco precisa en el uso de esta nueva categoría (como

lo es en la utilización misma del término “derechos”). Además, y sin razón alguna que lo justifique, el constituyente mantuvo también la vieja noción de “libertades públicas”, que utiliza para definir el régimen jurídico de la extranjería en el artículo 13 (Los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los tratados y la ley). Todo ello se complica por la compleja y poco coherente sistemática del Título l, y por el diferente régimen jurídico atribuido a los distintos derechos. La sistemática del Título I es ciertamente confusa. El Título I lleva por rúbrica “De los derechos y deberes fundamentales”, pero su Capítulo Segundo se refiere sólo a “Derechos y libertades”. Este capítulo se divide a su vez en dos secciones, siendo en la primera donde se incluye la expresión libertades públicas (“De los derechos fundamentales y de las libertades públicas”), mientras que la segunda lleva por encabezamiento “De los derechos y deberes de los ciudadanos”. El Capítulo Tercero, a diferencia del resto de los contenidos en el Título I no hace mención alguna a los derechos y lleva por rúbrica “De los principios rectores de la política social y económica”. La expresión derechos fundamentales reaparece en el encabezamiento del Capítulo Cuarto “De las garantías de las libertades y derechos fundamentales”. Finalmente, y sin razón alguna que lo justifique, el adjetivo fundamentales desaparece de la rúbrica del Capítulo Quinto y último del Título 1: “De la suspensión de los derechos y libertades”. Y digo sin razón, porque resulta evidente que los mecanismos previstos en ese Título implican la suspensión de algunos derechos cuyo carácter fundamental resulta indiscutible. En relación al diferente régimen jurídico de unos y otros derechos, resulta decisiva la distinción establecida en el artículo 53 entre los Derechos enumerados en el Capítulo Segundo y los Principios contenidos en el Capítulo Tercero. Así, el apartado primero del citado artículo dispone: “Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo Segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Sólo por ley, que en todo caso habrá de respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161. 1. a”. Mientras que el apartado tercero establece lo siguiente: “El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo tercero, informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”. Por otro lado, el apartado segundo de este artículo 53 excluye de la protección extraordinaria que supone el recurso de amparo la práctica totalidad de los derechos enumerados en la Sección segunda: “Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y en la sección 1* del Capítulo segundo ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad, y en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Este último recurso será aplicable a la objeción de conciencia, reconocida en el artículo 30”. Por otro lado, es preciso recordar que el constituyente incluyó otros derechos fuera del Título IL, dentro de los títulos dedicados a los distintos poderes del Estado:

a) El derecho a ser oídos —directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley— en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten (art. 105. a). b) El derecho de acceso a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas (art. 105.

b).

c) El derecho a indemnización por lesiones sufridas como consecuencia del

funcionamiento de los servicios públicos (art. 106. 2).

d) El derecho a la gratuidad de la justicia (art. 119).

e) El derecho a una indemnización por daños causados por errores judiciales o como consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia (art. 121).

f) El derecho a ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los tribunales consuetudinarios y tradicionales (art. 125).

g) El derecho de participar —según la forma legalmente establecida— en la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte

directamente a la calidad de la vida o al bienestar general (art. 129).

h) El derecho a ejercer la iniciativa legislativa —en la forma y con los requisi-

tos previstos en una Ley Orgánica— mediante la presentación de proposiciones

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de ley. En todo caso, se exigirán no menos de 500.000 firmas acreditadas, y no procederá esta iniciativa popular en materias propias de ley orgánica, tributarias, de carácter internacional, o que afecten a la prerrogativa de gracia (art. 87. 3). Sobre estas bases, la doctrina constitucional ha tenido que precisar y depurar el concepto de derecho fundamental. Nadie ha incluido en la categoría de dere-

chos fundamentales a los derechos mencionados fuera del Título I. En todo caso,

algunos de ellos pueden considerarse incluidos dentro del contenido de otros que sí lo están. Por ejemplo, el 87. 3 dentro del 23.1 (derecho de participación), y el 119 dentro del 24 (prohibición de indefensión). En relación a los derechos contenidos en el Título I, se han defendido, al me-

nos, tres posturas sobre tan importante cuestión.

Por un lado, la de quienes consideran derechos fundamentales a todos los mencionados en el Título L, con independencia de la forma en que aparecen recogidos, y de su régimen jurídico En segundo lugar, la de quienes consideran únicamente derechos fundamentales a aquellos que “vinculan al legislador”, esto es, todos los contenidos en el Capítulo Segundo. Finalmente, la que restringe la calificación de fundamentales exclusivamente a los derechos protegibles a través del recurso de amparo: es decir, el artículo 14 (derecho a la igualdad), los contenidos en la sección primera del Capítulo segundo (artículos 15 a 29), y la objeción de conciencia (art. 30).

La primera de las concepciones mencionadas alega en su favor la literalidad de la rúbrica del Título I. Con arreglo a esta amplísima noción, todos los derechos humanos (incluidos los denominados de segunda y tercera generación) serían derechos fundamentales. Esta tesis tiene el grave inconveniente de relativizar la nota de “fundamentalidad” en la medida en que se predica tal carácter de derechos que no son directamente accionables. El Tribunal Constitucional no ha aceptado nunca esta teoría: “Los principios reconocidos en el Capítulo Tercero del Título L aunque deben orientar la actuación de los poderes públicos, no generan por si mismos derechos judicialmente accionables” (STC 36/91). La tercera, que utiliza como criterio para la identificación de los derechos fundamentales la protección especial que supone el recurso de amparo y la especial rigidez que les atribuye el artículo 168, fue inicialmente la adoptada por el Tribunal Constitucional (STC 111/83), pero la abandonó a partir de 1987, (SSTC 37/1987;

160 y 161/1987)

en que sostuvo que esa concepción restrictiva de la

categoría —que deja fuera derechos como la propiedad, el matrimonio, la libertad de trabajo o la libertad de empresa— sólo es aplicable en relación con la exigencia contenida en el artículo 81. 1 de la Constitución, de que sean Leyes Orgánicas las que desarrollen esos derechos. El Tribunal pasó así a hacerse eco de la segunda

Los derechos fundamentales y sus garantías

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postura, que es la más coherente con el significado histórico de la categoría de derecho fundamental como derecho indisponible para el legislador. En última instancia, la tercera postura incurre en el grave error de confundir la naturaleza de un derecho con las garantías del mismo. Pensar que los derechos fundamentales son sólo los que resultan protegidos por el recurso de amparo obligaría como dijo Rubio Llorente en su voto particular a la STC 26/87 “a negar la existencia de derechos fundamentales en todos aquellos sistemas jurídico-constitucionales (la mayoría de los existentes en Europa Occidental, por ejemplo) en los que no existe esa vía procesal”. Por todo ello, nos quedamos con la segunda de las posturas doctrinales apun-

tadas. Como

advierte Cruz Villalón “ni por su contenido intrínseco, ni por su

capacidad de concreción, ni por sus garantías constitucionales, cabe hablar de diferencias cualitativas entre los distintos derechos del Capítulo II”. Son, por tanto, derechos fundamentales todos los contenidos en el Capítulo segundo del Título primero y lo son porque todos ellos resultan indisponibles para el legislador. Esta noción de derechos fundamentales basada en lo dispuesto en el artículo 53. 1 de la Constitución —derechos que vinculan a todos los poderes públicos, incluido el legislador que habrá de regularlos respetando siempre su contenido esencial— es la más generalizada en la doctrina y tiene el respaldo, como hemos dicho, del Tribunal Constitucional. Como ha subrayado Rubio Llorente, esta concepción de los derechos fundamentales es “la más congruente con la historia y la que cuenta con más sólida base en la propia Constitución, pues ni las diferencias existentes en cuanto a las vías procesales utilizables para la defensa de los derechos, ni las que afectan a las condiciones exigidas para la reforma de los enunciados que los consagran, quiebran la unidad de la clase integrada por todos los derechos que la Constitución otorga a los ciudadanos directamente, sustrayéndolos a la libertad del legislador, el cual, con independencia de que su intermediación pueda ser necesaria para el ejercicio de los derechos, ha de respetar su existencia y su contenido mínimo”.

Recapitulando lo hasta ahora expuesto, podemos concluir que el concepto de derechos fundamentales presenta una doble dimensión. Desde una perspectiva material o sustantiva, derechos fundamentales son aquellos que son considerados como tales en la conciencia y en la cultura jurídicas en las que se inserta nuestro Estado Constitucional (P. Cruz Villalón). Este es el concepto que utiliza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, tal y como advirtió con acierto el Tribunal Constitucional Federal alemán en su sentencia de 22 de octubre de 1986. De esta forma, el Derecho Constitucional comparado se configura y opera, en este ámbito, como “el derecho natural de nuestro tiempo”. Desde una perspectiva formal, los derechos fundamentales se caracterizan por dos notas: la primera, común a todo derecho, la garantía judicial. La tutela ju-

risdiccional no hace “fundamentales” a ciertos derechos; los hace, sencillamente,

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“derechos” (Jiménez Campo); a lo que se añade una nota distintiva y específica de todo derecho fundamental: la vinculación (y consiguiente indisponibilidad por su parte) del legislador. Vinculación que se deriva de su preexistencia como derechos directamente creados por la Constitución. En definitiva, “un derecho fundamental es ante todo un derecho creado por la

Constitución, y esto no significa otra cosa, (...) sino preexistencia del derecho mis-

mo al momento de su configuración o delimitación legislativa” (Jiménez Campo). “Esos derechos —afirma el Tribunal Constitucional— ya existen, con carácter vinculante, para todos los poderes públicos (...) desde el momento mismo de la entrada en vigor del texto constitucional” (STC 80/1982).

Desde esta óptica, los derechos fundamentales son un componente esencial del Estado de Derecho: “En el Estado burgués (liberal) de Derecho son derechos fundamentales sólo aquellos que pueden valer como anteriores y superiores al Estado, aquellos que el Estado, no es que otorgue con arreglo a las leyes, sino que reconoce y protege como dados antes que él, y en los que sólo cabe penetrar en una cuantía mensurable en principio y sólo dentro de un procedimiento regulado” (Carl Schmitt).

Los derechos fundamentales, por tanto, preexisten a la ley que no podrá desfigurarlos sin incurrir en inconstitucionalidad (por no respetar su “contenido esencial”). El reconocimiento de la existencia de un contenido esencial del derecho (como garantía normativa del propio derecho) que no puede ser conculcado por el legislador pone de manifiesto —con meridiana claridad y sin que quede margen alguno para la duda— que los derechos fundamentales existen y son anteriores al momento de la intervención legislativa. Ahora bien, ello no quiere decir que se pueda prescindir de dicha intervención. La aplicabilidad inmediata de los derechos fundamentales “no puede significar (...) autosuficiencia del derecho para alcanzar su eficacia propia, sino (...) preexistencia del derecho mismo a la intervención, casi sin excepción inexcusable, del legislador” (Jiménez Campo). Esto último es algo en lo que conviene insistir. Los principios del Capítulo Tercero del Título I sólo pueden ser alegados ante la jurisdicción, una vez adoptadas “las leyes que los desarrollen”. Pero estas leyes son también necesarias para la plena eficacia de los derechos fundamentales recogidos en el Capítulo Segundo. La diferencia estriba en que estos últimos pueden alegarse no sólo “de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”, sino también en contra de esas leyes e incluso, en algunas ocasiones, en ausencia de esas mismas leyes. No ocurre esto con los principios rectores del capítulo tercero. Y ello porque así como los derechos fundamentales existen antes y con independencia de su regulación legislativa, los principios del capítulo tercero sólo adquieren el carácter de verdaderos derechos en virtud de las “leyes que los desarrollen”.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En definitiva, todos los derechos (salvo los exclusivamente defensivos) requie-

ren la intervención del legislador para su plena efectividad; lo que caracteriza a los fundamentales es que por su preexistencia a esa intervención, presentan un contenido esencial que debe ser respetado por él. El contenido esencial de los derechos fundamentales sólo puede ser garantizado a través de la Constitución normativa (concebida como norma suprema del ordenamiento jurídico). Así, el contenido esencial de los derechos se hace presente cuando en ausencia de una ley que les de efectividad, se impone directamente y sin necesidad de la interposición del legislador. En estos casos, los derechos fundamentales no operan como un límite a la acción del legislador por la razón evidente de que este no ha actuado, sino como fuente directa que permite a su titular invocarlo y defender así el ámbito de libertad garantizada por el derecho fundamental de que se trate. La STC 15/1982 es, en este sentido, paradigmática. En ella, ante la inactividad del legislador, se reconoce la eficacia directa del contenido esencial del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar a pesar de tratarse de un derecho fundamental cuya regulación precisa la previa intervención legislativa: “El que la objeción de conciencia sea un derecho que para su desarrollo y plena eficacia requiera la interpositio legislatoris no significa que sea exigible tan sólo cuando el legislador lo haya desarrollado, de modo que su reconocimiento constitucional no tendría otra consecuencia que la de establecer un mandato dirigido al legislador sin virtualidad para amparar por sí mismo pretensiones individuales. Como ha señalado reiteradamente este Tribunal, los principios constitucionales y los derechos y libertades fundamentales vinculan a todos los poderes públicos (arts. 9,1 y 53.1 de la Constitución) y son origen inmediato de derechos y obligaciones y no meros principios programáticos; el hecho mismo de que nuestra norma fundamental en su art. 53.2 prevea un sistema especial de tutela a través del recurso de amparo, que se extiende a la objeción de conciencia, no es sino una confirmación del principio de su aplicabilidad inmediata. Este principio general no tendrá más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la propia Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida considerarla inmediatamente aplicable supuestos que no se dan en el derecho a la objeción de conciencia. Es cierto que cuando se opera con esa reserva de configuración legal el mandato constitucional puede no tener, hasta que la regulación se produzca, más que un mínimo contenido que en el caso presente habría de identificarse con la suspensión provisional de la incorporación a filas, pero ese mínimo contenido ha de ser protegido, ya que de otro modo el amparo previsto en el art. 53.2 de la Constitución carecería de efectividad y se produciría la negación radical de un derecho que goza de la máxima protección constitucional en nuestro ordenamiento jurídico. La dilación en el cumplimiento del deber que la Constitución impone al legislador no puede lesionar el derecho reconocido en ella. Para cumplir el mandato constitucional es preciso, por tanto, declarar que el objetor de conciencia

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tiene derecho a que su incorporación a filas se aplace hasta que se configure el procedimiento que pueda conferir plena realización a su derecho de objetor”. Precisado así el significado y alcance de la categoría derechos fundamentales, nos encontramos con que el catálogo de los mismos recogido en la Constitución (Capítulo Segundo del Título I) es muy extenso. Ninguna otra Constitución de nuestro entorno —con la única salvedad quizás de la Constitución portuguesa de 1976— recoge un elenco tan amplio de derechos fundamentales como la nuestra. Este catálogo se abre con la proclamación del principio de igualdad y no discriminación, y se divide después en dos secciones. La Sección primera contiene los derechos de libertad individual o derechos de defensa frente al poder (derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, libertad ideológica y religiosa, derecho a la libertad y a la seguridad, derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, libertad de circulación y residencia, libertad de expresión y derecho a la información, derechos de reunión y asociación, derechos de sindicación y huelga y derecho de petición), pero también algunos que exigen una prestación del Estado como son los derechos a la educación y a la tutela judicial. En este primera sección se incluyen también los derechos políticos. La Sección segunda —que no solo proclama derechos sino que enuncia también deberes—, incluye, junto a los mencionados, el derecho al matrimonio, y otros como el de propiedad privada, la libertad de trabajo y la libertad de empresa, sobre los que se fundamenta la Constitución económica. Finalmente, dicha sección incluye también algunos derechos que no revisten el carácter de fundamentales en casi ningún otro ordenamiento jurídico, y que, en nuestra opinión, tampoco debieran tenerlo en el nuestro. Me refiero al derecho de fundación o al de colegiación profesional. En palabras de García de Enterría, los derechos fundamentales aseguran así el papel central del ciudadano en el sistema político con el triple objetivo de respetar su esfera privada, reconocer su determinante participación en la formación de la voluntad estatal y organizar un sistema de prestaciones positivas.

5. LA NATURALEZA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES La doctrina y la jurisprudencia han destacado la doble naturaleza o dimensión de los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos (5. 1) y como

elementos objetivos del ordenamiento (5. 2). Ahora bien, junto a estas dos face-

tas, Torres del Moral ha destacado también otras dos: la de configurarse como mandatos a los poderes públicos (5. 3) y la de operar como límites de la soberanía

nacional en el orden internacional (5. 5). Junto a esas cuatro dimensiones, en este

epígrafe vamos a incluir una quinta: su dimensión integradora y legitimadora ($.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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4). Los derechos fundamentales son elementos de integración material de la sociedad y por ello factores de legitimación del orden político y jurídico. La teoría de la doble dimensión de los derechos fundamentales tiene su origen en la República de Weimar, y en Rudolf Smend a uno de sus primeros formuladores. Los derechos fundamentales presentan una dimensión subjetiva en cuanto garantizan una esfera de libertad personal, protegen al individuo de intervenciones injustificadas de los poderes públicos y, en determinadas circunstancias, permiten al ciudadano exigir del Estado determinadas prestaciones. Pero junto a ella, los derechos fundamentales poseen también una dimensión objetiva, en cuanto son la traducción jurídica de un orden material de valores que precede al propio Texto Constitucional, y que el propio constituyente incorpora al ordenamiento en el artículo 1 de la Constitución (libertad, igualdad, justicia y pluralismo).

En una de sus primeras sentencias (STC 25/1981) el Tribunal Constitucional

se hizo eco de esta distinción y subrayó el doble carácter o la doble dimensión que presentan los derechos fundamentales. Por un lado, derechos subjetivos de los ciudadanos y, por otro, elementos objetivos del ordenamiento. a) “Los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos, no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico O la libertad en un ámbito de la existencia”. b)”Los

derechos

fundamentales

son elementos

esenciales del ordenamiento

objetivo de la comunidad nacional, en cuanto éste se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en un Estado de Derecho y, más tarde, en un Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución”.

5.1.

Derechos públicos subjetivos

Según García de Enterría el derecho subjetivo consiste en “la posibilidad atribuida al individuo de poner en movimiento una norma jurídica en su propio interés”. Comporta, por tanto, un interés jurídicamente protegido (R. von Ihering). El interés o fin perseguido configura el elemento material del derecho. La protección otorgada por el ordenamiento constituye su elemento formal. Si a lo anterior añadimos que se trata de derechos “públicos”, nos estamos refiriendo a que vinculan a los poderes públicos y que estos son sus destinatarios, esto es, los obligados o sujetos pasivos de los derechos. La teoría de los derechos públicos subjetivos está vinculada a la doctrina de la personalidad jurídica del Estado. Ambas se desarrollaron en Alemania durante el siglo XIX para explicar y resolver el problema de las relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Sólo considerando al Estado persona jurídica y, por lo tanto,

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inserta en el tráfico jurídico, puede entablar relaciones jurídicas con el ciudadano. En este contexto, los ciudadanos pueden exigir del Estado, como persona jurídica, determinados comportamientos, generalmente su abstención de toda injerencia en el ámbito de su autonomía garantizada por el derecho según la concepción liberal de la época. Al margen de que la doctrina de la personalidad jurídica del Estado para lo que sirvió fue para poder atribuirle a él la soberanía y eludir así la cuestión constitucional por antonomasia, esto es, la discusión sobre si era el monarca o el pueblo el titular último del poder constituyente del Estado, lo cierto es que permitió también explicar jurídicamente las relaciones de los poderes públicos con los ciudadanos y alumbrar, en consecuencia, la categoría de derechos públicos subjetivos. En todo caso, es evidente que todos los derechos son subjetivos. Los derechos o son subjetivos o no son nada. Ahora bien, la cualificación de públicos ha sido cuestionada puesto que la eficacia de los derechos se despliega también en relación con los particulares. De hecho, el poder público no es ya la principal amenaza para los derechos. Al abordar el tema de la eficacia de los derechos en las relaciones entre particulares volveremos sobre esta cuestión. En nuestra opinión la categoría de derechos públicos subjetivos sigue siendo válida. Lo que ocurre es que debe ser interpretada en conexión con la cláusula del Estado Social. En este sentido Torres del Moral subraya que cada derecho reclama a los poderes públicos lo que conviene a su naturaleza: “unos siguen demandando principalmente la referida abstención estatal y otros su intervención, mientras que, por otra parte, todos ellos son, con variantes, ejercitables frente al Estado,

pero algunos —los más y en evolución creciente— tienen también eficacia entre particulares, aunque a la postre, el Estado puede ser requerido para que garantice tal eficacia, con lo que no desmienten su condición de derechos públicos subjetivos (...) La clave reside, por tanto, en que el Estado Social no perjudica el carácter público de estos derechos, sino que lo enriquece con la eficacia horizontal tutelada por el propio Estado”. El Tribunal Constitucional por su parte nunca ha negado el carácter público de los derechos: “Son derechos individuales que tienen al individuo como sujeto activo y al Estado como sujeto pasivo en la medida en que tienden a reconocer y proteger ámbitos de libertades o prestaciones que los poderes públicos deben otorgar o facilitar a aquellos”, (STC 84/1988).

5.2.

Elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico

El Tribunal Constitucional ha subrayado, desde sus primeras sentencias, que, además de derechos públicos subjetivos, los derechos y libertades constitucionalmente reconocidos son elementos objetivos del ordenamiento jurídico: “La doc-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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trina ha puesto de manifiesto —en coherencia con los contenidos y estructuras de los ordenamientos positivos— que los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste. Pero, además, los derechos fundamentales son los componentes estructurales básicos, tanto del conjunto del orden jurídico objetivo como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política; son, en fin, como dice el art. 10 de la Constitución, el “fundamento del orden jurídico y de la paz social”. De la significación y finalidades de estos derechos dentro del orden constitucional se desprende que la garantía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que ha de ser asumida también por el Estado. Por consiguiente, de la obligación del sometimiento de todos los poderes a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano. Ello obliga especialmente al legislador, quien recibe de los derechos fundamentales “los impulsos y líneas directivas”, obligación que adquiere especial relevancia allí donde un derecho o valor fundamental quedaría vacío de no establecerse los supuestos para su defensa” (STC 53/1985). Desde esta óptica, los derechos fundamentales trascienden la esfera de los sujetos individuales y se proyectan sobre toda la sociedad y sobre el conjunto del sistema jurídico y político. En esta dimensión objetiva se fundamenta la eficacia horizontal de los derechos, esto es, sus efectos en las relaciones entre particulares,

que analizaremos después.

Por ello y como subraya Torres del Moral “el sistema de derechos conforma

un componente fundamental, el más importante, sin duda, de lo que podríamos llamar orden público del Estado democrático, esto es, del conjunto de institutos

jurídicos que identifican la esencia del régimen y de su Ordenamiento jurídico”.

Esta dimensión objetiva es la que explica que, al ser un componente estructural necesario del ordenamiento constitucional-democrático, los derechos fundamentales integren un conjunto normativo inmune al poder de reforma constitucional. Y que, como vimos en el apartado anterior, se configuren como un límite material

que el poder de reforma debe respetar. Si no lo hiciera, el orden constitucional quedaría destruido.

Ahora bien, conviene recordar, en todo caso, que como advierte Hesse, histó-

ricamente y en su significado actual los derechos fundamentales son sobre todo derechos humanos: “lo que con ellos se pone en juego son las condiciones esen-

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ciales de la vida individual y comunitaria en libertad y de la dignidad humana, una tarea que nada ha perdido, en las circunstancias presentes, de su importancia para nuestro tiempo”. Por ello la interpretación de los mismos como elementos objetivos del ordenamiento debe servir para reforzar la validez de los derechos fundamentales como derechos humanos, “su significado como principios objetivos nunca deberá ser disociado de esa idea nuclear”. Cuando estudiemos el recurso de amparo como garantía procesal específica de ciertos derechos fundamentales, tendremos ocasión de ver como esta garantía ha limitado su alcance (tras la reforma de la LOTC operada en 2007) a la dimensión objetiva de los derechos. La violación de un derecho fundamental (entendido como derecho público subjetivo) de los protegibles en amparo por un poder público es condición necesaria pero no suficiente para la admisión del recurso. Se requiere también que el caso presente “una especial trascendencia constitucional”. Con la introducción de este requisito se pretendió objetivar el recurso de amparo, y disminuir así la carga de trabajo de un Tribunal que se encontraba al borde del colapso.

5.3.

Mandatos a los poderes públicos

Ya en la República de Weimar, Herman Heller advirtió que la libertad humana sólo puede ser libertad organizada. En el contexto del constitucionalismo social esta afirmación revela todo su significado. Como ha recordado Laski “existen ciertos elementos vitales en el bien común que sólo pueden alcanzarse mediante

la acción del Estado (educación, vivienda, salubridad pública, seguridad contra el

desempleo); lejos de producirse un necesario antagonismo entre la libertad individual y la autoridad del Gobierno, existen áreas de vida social en que el segundo factor es necesaria condición del primero”.

Ello explica que los derechos fundamentales presenten también una dimensión de mandatos a los poderes públicos. Ahora bien, esta faceta de los derechos debe ser bien entendida. Ningún derecho es únicamente un mandato al poder, ni todos los mandatos a los poderes públicos se configuran jurídicamente como derechos. En muchos casos, los mandatos a los poderes públicos para que actúen de una determinada manera o para que se abstengan de hacerlo, son preceptos de naturaleza programática, de los que no cabe deducir derechos exigibles por los ciudadanos. En otros casos, el mandato se contiene en el propio precepto constitucional que reconoce un derecho. Ejemplos de esto último tenemos en el artículo 27. 1 (derecho a la educación) o en el artículo 24. 2 (derecho a la asistencia letrada).

En estos supuestos, el mandato a los poderes públicos forma parte del contenido mismo del derecho. Sin el mandato el derecho no puede configurarse como tal. Se trata de casos en los que la propia naturaleza del derecho exige una actuación

Los derechos fundamentales y sus garantías

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de los poderes públicos tendente a crear las condiciones y remover los obstáculos para lograr su efectividad (art. 9. 2 CE). Pero no sólo los derechos clásicos de tamiento, aunque en esta Óptica, también

derechos de prestación presentan esta faceta. También los libertad obligan al poder a adoptar un determinado comporeste caso sea negativo y consista en una abstención. Y desde son mandatos a los poderes públicos.

Esta tercera dimensión de los derechos es la que permite a la doctrina alemana reivindicar “una política de derechos fundamentales como tarea del Estado” (P. Haberle). Una política activa de prestación y de promoción dirigida a lograr la máxima efectividad y la optimización de los derechos. Una tarea que, como ha advertido “Torres del Moral, busca crear la realidad y no meramente respetarla: “Este rasgo es un elemento más del sistema constitucional de derechos, sin el cual no sería diferenciable el constitucionalismo social del liberal. Esta política de derechos concierne a todos los poderes públicos, pero ante todo y sobre todo, al legislativo porque es por ley como se los ha de regular”.

5.4.

Factores de integración social y fundamento de legitimidad estatal

Los derechos fundamentales y las libertades públicas “constituyen el fundamento político-jurídico del Estado en su conjunto” y son “elemento justificador de todo poder político” (STC 113/1995). El logro de la “integración social” sigue siendo considerado el principal criterio legitimador del poder público. Sin embargo, qué entendamos por integración es algo que no resulta fácil de determinar. En este contexto, y para nuestro propósito, resulta fundamental volver a recordar —una vez más— la teoría constitucional de Rudolf Smend. En una breve obra titulada “Constitución y Derecho Constitucional” y publicada en 1928, Smend expuso su célebre teoría de la integración. El profesor alemán defiende una visión dinámica del Estado según la cual éste es resultado de un proceso de creación continuo que se cumple mediante las tres típicas integraciones: personal, funcional y real. “El Estado no es un fenómeno natural que deba ser simplemente constatado, sino una realización cultural que, como tal realidad de la vida del espíritu, es fluida, necesitada continuamente de renovación y desarrollo, puesta continuamente en duda”. Sobre esta base construye Smend el concepto de integración: “El Estado no constituye en cuanto tal una totalidad inmóvil, cuya única expresión externa consista en expedir leyes, acuerdos diplomáticos, sentencias O actos administrativos. Si el Estado existe, es únicamente gracias a estas diversas manifestaciones, expresiones de un entramado espiritual,

y, de un modo más decisivo, a través de las transformaciones y renovaciones que tienen como objeto inmediato dicho entramado inteligible. El Estado existe y se desarrolla exclusivamente en este proceso de continua renovación y permanente

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reviviscencia; por utilizar aquí la célebre caracterización de la Nación en frase de Renan, el Estado vive de un plebiscito que se renueva cada día. Para este proceso, que es el núcleo sustancial de la dinámica del Estado, he propuesto ya en otro lugar la denominación de integración”. Los diferentes tipos de integración que Smend considera son los siguientes: a) Integración personal. Á esta esfera corresponden ciertas personas O grupos (jefes de Estado, Gobierno, burocracia, etc.) cuya esencia no se agota en su carácter de portadores de competencias o en su calidad de órganos del Estado, sino que constituyen un trozo esencial del Estado mismo, que se hace visible en sus personas como totalidad espiritual y corporal. b) Integración funcional. A ella pertenecen todas las especies de forma de vida colectiva de una comunidad, y en particular todos los procesos cuyo sentido es producir una síntesis social, desde un desfile militar hasta un debate parlamentario. c) Integración material. La integración material se opone a la integración personal

y a la funcional en tanto estos últimos son, únicamente, modos de integración formal.

Á este respecto Smend escribe: “Es cierto que no existe, en última instancia, ningún modo de integración formal sin una comunidad material de valores, del mismo modo que no es posible la integración a través de valores sustantivos si no existen formas funcionales. Pero generalmente predomina uno de los dos tipos de integración. (...) A los tipos de integración que consisten en momentos formales (personales y funcionales) se oponen radicalmente aquellos tipos de configuración de la comunidad que se basan en valores comunitarios sustantivos”. Para expresar y concretar esa comunidad material de valores se enuncian en las Constituciones las tablas de derechos: “Con independencia de cualquier consideración acerca de su validez jurídica —escribe Smend— los derechos fundamentales son los representantes de un sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resume el sentido de la vida estatal contenida en la Constitución”. Desde esta Óptica se explica el significado jurídico y político de la tabla de derechos: “Desde el punto de vista político, esto significa una voluntad de integración material; desde el punto de vista jurídico, la legitimación del orden positivo estatal y jurídico. Este orden positivo es válido sólo en cuanto que representa este sistema de valores y precisamente por él se convierte en legítimo”. Como elementos de integración material de la sociedad, los derechos fundamentales configuran el vínculo de ciudadanía, y como factores de legitimación del orden jurídico y político integran —como ya vimos— el núcleo de legitimidad de la CE de 1978. 5.5.

Límites de la soberania estatal en el orden internacional

Los derechos fundamentales trascienden las fronteras del Estado y del ordenamiento jurídico interno, y presentan una última dimensión, que muestra sus

Los derechos fundamentales y sus garantías

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efectos en el Derecho Internacional. Los derechos se configuran como límites de la soberanía estatal en el orden internacional. A partir de la segunda postguerra mundial se ha ido imponiendo la conciencia generalizada de que los derechos deben ser protegidos también en el orden internacional y de que dicha protección debe ser de naturaleza jurisdiccional (Jimena). En este sentido, nuestro país forma parte del sistema de protección internacional más avanzado existente en el mundo: el establecido por el Consejo de Europa en el Convenio Europeo de 1950. La obra del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, O de otras instituciones como puede ser la Corte Interamericana de Derechos

Humanos, refleja la existencia de una cultura de los derechos que trasciende las fronteras nacionales. Lamentablemente, y como denuncia Torres del Moral, “no podemos hablar, sin embargo, de una cultura planetaria puesto que siguen sien-

do minoría las democracias, esto es, los regímenes constituidos en torno al eje

de los derechos humanos, y en los que no lo son, el atropello de los derechos es una experiencia diaria que llega en ocasiones a la comisión de crímenes contra la humanidad”. La soberanía del Estado y el principio de no injerencia de los Estados y las organizaciones internacionales en los asuntos internos de otros Estados ha servido, y todavía sirve, para que regímenes autocráticos desconozcan y lesionen los derechos humanos. Sin embargo, en el siglo XXI, los derechos humanos no pueden ser ya concebidos como un asunto interno de los Estados, sino que son un asunto que concierne a la comunidad internacional y, como tal, son un límite al principio de soberanía estatal. Es ya un principio establecido en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos el carácter erga omnes de la obligación que tienen los Estados de garantizarlos. Los derechos forman parte del ius cogens del Derecho Internacional, es decir, integran el orden público internacional y, por ello, han legitimado la creación de instituciones y jurisdicciones en ese ámbito destinadas a la protección de los derechos. La violación sistemática de los derechos en un Estado puede incluso habilitar a la comunidad internacional para intervenir en dicho Estado.

6. LA CLASIFICACIÓN DE LOS DERECHOS Los derechos constitucionales forman un sistema (Lucas Verdú) y como tal sistema está caracterizado por las notas de interdependencia y complementariedad. Los derechos no son compartimentos estancos sino que se interrelacionan mutuamente, de modo que el disfrute de unos presupone el de otros. La libertad de expresión, por ejemplo, se apoya en la libertad ideológica, y se conecta también con la facultad de crear medios de comunicación para hacerla posible. Cuando



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en un caso concreto entran en conflicto dos derechos es necesario realizar una ponderación entre ellos que permita al aplicador jurídico encontrar una solución, haciendo prevalecer o prefiriendo uno de los derechos en cuestión, pero sin que ello suponga establecer una jerarquización entre ellos. En este sentido, conviene destacar la importancia del denominado principio de equivalencia de los derechos. Este principio excluye todo intento de introducir jerarquizaciones internas en la Constitución y, con ellas, la atribución de abstractas posiciones de valor a determinados derechos. Naturalmente que, en cualquier proceso en que se opongan pretensiones basadas en derechos fundamentales contrapuestos, uno habrá de ceder. Corresponde al juez determinar, en cada caso concreto, que lo alegado por una de las partes no es reconocible como una situación amparada por un derecho fundamental, pero ello nada tiene que ver con la consideración del sistema de derechos fundamentales como un orden jerárquico. Por ello, hay que valorar muy positivamente el progresivo abandono por parte de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de la doctrina por la que, durante un tiempo, atribuyó un valor preferente a las libertades de comunicación (art. 20.1 CE) sobre los derechos de la personalidad (art. 18.1 CE). Es evidente, por tanto, que no es posible clasificar los derechos según un rango

jerárquico, pero sí que pueden ser clasificados conforme a otros criterios. “Toda

clasificación tendrá un valor relativo en función del criterio adoptado.

6.1.

Clasificación de los derechos por su contenido

La doctrina alemana es la que más se ha esforzado en establecer criterios de clasificación de los derechos. Son clásicas las establecidas por Jellinek y Schmitt. Clasificaciones construidas según el criterio del contenido u objeto de los distintos derechos. Jellinek clasificó los derechos según las diferentes posiciones públicas del ciudadano, a las que denominó status. Así, junto al status subjectionis, por el que el individuo queda sujeto al cumplimiento de las obligaciones impuestas por el Estado (pago de impuestos, cumplimiento del servicio militar, etc.) distinguió tres posiciones: el status libertatis, que delimita la esfera de libertad del individuo en el que este se desenvuelve sin injerencias del poder público; el status civitatis, que permite al individuo demandar prestaciones al Estado; y el status activae civitatis o de ciudadanía activa, por el cual el individuo puede participar en las funciones públicas y contribuir a la formación de la voluntad del Estado. De cada uno de estos status surgen derechos públicos subjetivos. Del status li-

bertatis, los derechos civiles, del status civitatis, los derechos sociales y culturales;

del status de ciudadanía activa, los derechos políticos.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En parecidos términos, Schmit reagrupó los derechos en los siguientes bloques. Por un lado, los derechos de libertad del individuo aisladamente considerado (libertad personal, libertad de conciencia, etc.). Por otro, los derechos de libertad del individuo en su relación con los demás (derechos de asociación, de reunión, etc.).

En tercer lugar, los derechos del individuo en el Estado como ciudadano (derecho a participar en los asuntos públicos, derecho de acceso a cargos públicos, etc.). Finalmente, los derechos del individuo a recibir prestaciones positivas del Estado (derecho a la educación, a la seguridad social, etc.). Por otro lado a Schmitt se debe también la creación del concepto de “garantía institucional” referida al ámbito público (autonomía municipal) o privado (matrimonio). Se trata de un concepto diferente del de derechos fundamentales pero que influirá en la dogmática de éstos a través de la noción del “contenido esencial”. La garantía institucional se refiere a aquellas disposiciones constitucionales que reconocen y garantizan la existencia de una determinada institución, no estableciendo medidas protectoras a favor de individuos concretos sino en pro de la existencia y de la conservación de la institución misma, tal y como esta es socialmente concebida. Con base en estas clasificaciones clásicas, la más frecuentemente utilizada por su capacidad sistematizadora es la que clasifica los derechos en función de su contenido u objeto en cuatro bloques. a) Derechos y libertades de la persona física que, con un contenido muy amplio, excluyen, en principio, cualquier intromisión o injerencia de un tercero: derecho a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a la intimidad, a la inviolabilidad del domicilio, etc.

b) Derechos de la persona de contenido intelectual o moral, o libertades de pensamiento en sentido amplio: libertad ideológica, libertad religiosa, libertad de expresión y de comunicación, libertad de cátedra, libertad de enseñanza, libertad de creación literaria, científica y artística, etc.

c) Derechos y libertades de contenido cívico-político: derecho de asociación, de reunión, de manifestación, de sufragio activo y pasivo, de iniciativa legislativa popular, etc. d) Derechos y libertades de contenido económico y social: derechos de pro-

piedad, de fundación, de libertad de empresa, al trabajo, de huelga, de libertad sindical, a la educación, a la salud, a la seguridad social, etc.

6.2.

Clasificación de los derechos por su naturaleza

Otro posible criterio para clasificar los derechos es el que atiende a la naturaleza de los mismos. Podemos así distinguir los derechos fundamentales (de prestación) de las libertades públicas.

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Las libertades públicas tienen un ámbito más restringido que los derechos fundamentales y pueden dividirse, a su vez, en dos bloques: libertades de autonomía y libertades de participación. Las primeras definen una esfera de autonomía personal y, para ello, imponen una actitud abstencionista del poder público y de respeto por parte de los particulares; las segundas establecen facultades para que el individuo participe en la vida pública. Esta clasificación es tributaria de la distinción formulada por B. Constant entre libertad negativa (de los modernos) y libertad positiva (de los antiguos). El concepto de libertad negativa consiste “en el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbi-

traria de uno o varios individuos. Es el derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y ejercerlo, a disponer de su propiedad (...) a ir y venir sin permiso y sin rendir cuentas”. La libertad positiva, por el contrario, se concreta, “en el derecho de cada uno a influir en la administración del gobierno, bien por medio del nombramiento de todos o de determinados funcionarios, bien a través

de representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.

El reconocimiento de estas libertades está en el origen mismo del constitucionalismo y su sentido genérico es el de permitir al individuo actuar sin coacción, correspondiendo al Estado su garantía y respeto. Las libertades expresan y describen el ámbito propio de actuación de sus titulares, mientras que cuando se habla de derechos se subrayan las facultades concretas de los individuos, su capacidad procesal para exigir su defensa. Libertades y derechos son así dos términos que confluyen sobre la misma realidad pero desde ópticas diferentes. En este sentido puede decirse que todas las libertades son derechos, mientras que no todos los derechos son libertades en sentido estricto (realidad definitoria de un ámbito de

actuación inmune a la coacción y a la intromisión de terceros).

A diferencia de lo que ocurre con las libertades públicas, los derechos fundamentales de prestación exigen del poder público no una abstención, sino una determinada actuación para garantizar su efectividad. Resultan paradigmáticos en este sentido los derechos fundamentales a la educación y a la tutela judicial efectiva. El primero exige la previsión y el establecimiento de unas estructuras administrativas (la Administración educativa) dotadas de los medios materiales y humanos necesarios para, a través de los distintos niveles y grados de escolarización, poner a disposición de los ciudadanos los centros de enseñanza necesarios para que el derecho sea efectivamente ejercido. Lo mismo ocurre con el derecho a la tutela judicial que, para ser efectivo, exige que el poder público establezca y organice una Administración de Justicia dotada de los medios materiales, humanos,

procedimentales e institucionales necesarios para prestar dicha tutela.

En todo caso, y aunque desde un punto de vista conceptual, esta distinción entre derechos de prestación y libertades públicas pueda parecer clara, en la prác-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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tica dista mucho de serlo. Y ello porque, al margen de unos pocos derechos cuya naturaleza permite encuadrarlos sin ningún género de dudas en uno u otro bloque, la gran mayoría de derechos presentan rasgos de uno y otro y únicamente puede decirse que son predominantemente derechos fundamentales o preponderantemente libertades públicas, pues, en muchos casos, estas también contienen elementos prestacionales. Como ha escrito Balaguer: “Dada la complejidad de las sociedades actuales y la estrecha relación que existe entre todos los derechos, difícilmente puede pensarse en ámbitos de la actividad humana que no requieran, además del respeto del Estado a determinadas posiciones y situaciones, una cierta actividad positiva para que los derechos y libertades sean una realidad y no una declaración”. El mismo Estado cuyo poder resulta limitado por los derechos se configura como garante de los mismos. El Estado puede ser una amenaza para la libertad pero su existencia e intervención son imprescindibles para la garantía de los derechos. Sólo el Estado puede garantizar la libertad y donde no hay Estado no hay derechos.

6.3.

La clasificación de los derechos por sus garantías

Una tercera clasificación posible de los derechos es la que toma como criterio distintivo las diferentes garantías previstas para cada uno de ellos. Siendo conscientes de que, como advirtiera Kelsen, no hay derechos sin garantías, el criterio de las garantías es el más operativo. En el sistema español de derechos, del artículo 53 de la Constitución puede extraerse la siguiente clasificación. Su relevancia es enorme dada que establece el régimen de protección de cada uno de los derechos contenidos en el Título primero: “1. Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del presente Título vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1, a). 2. Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la Sección primera del Capítulo Il ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Consti-

tucional. Este último recurso será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo 30.

3. El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo III informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”.

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De conformidad con este decisivo precepto constitucional, la principal clasificación de los derechos reconocidos en el Título 1 de la Constitución es la que los agrupa en tres bloques en función del número y grado de las garantías normativas, procedimentales, jurisdiccionales o institucionales con las que son dotados para su protección.

El primer bloque comprende aquellos derechos rodeados tanto del máximo número de garantías, como de las de mayor intensidad. Son, por ello, los que gozan del mayor grado de protección en tanto que, además de exigir el respeto por parte del legislador de su contenido esencial, están dotados de garantías procesales específicas como el amparo (ordinario y constitucional), protegidos por un tipo específico de reserva de ley (ley orgánico) y por un procedimiento especial y más agravado de reforma constitucional (art. 168 CE), “versión nacional relativizada de las cláusulas de intangibilidad de otros ordenamientos, como expresión de su dimensión suprapositiva” (Cruz Villalón). Este bloque comprende el artículo 14 (derecho a la igualdad), los establecidos en la Sección primera del Capítulo segundo (artículos 15 a 29), y el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar previsto en el artículo 30. El segundo bloque está integrado por otro conjunto de derechos cuya protección también es fuerte puesto que incluye igualmente la vinculación al legislador y la necesidad de que el legislador respete su contenido esencial, pero carecen de la garantía procesal del amparo y de la reserva específica de ley orgánica y pueden ser reformados siguiendo el procedimiento ordinario de reforma constitucional previsto en el artículo 167. Este segundo bloque comprende todos los derechos de la Sección segunda del

Capítulo segundo (artículos 30 a 38).

El tercer bloque es el que comprende el conjunto de derechos con un menor nivel de protección. Gozan de las garantías genéricas atribuidas a cualquier precepto constitucional, pero no vinculan al legislador y no son invocables directamente ante la jurisdicción. Este tercer y último bloque comprende a todos los derechos (y principios) contenidos en el Capítulo tercero (artículos 39 a 52). Como ya vimos, los derechos comprendidos en los dos primeros bloques son los que en nuestra Constitución revisten el carácter de fundamentales.

7. LA TITULARIDAD DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES La determinación de quienes sean los titulares de los derechos fundamentales debe ser llevada a cabo por el propio constituyente. Sin embargo, aunque nuestra

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Constitución aporta algunos elementos para llevar a cabo la identificación de aquellos, “ni la regulación es completa ni, en lo que precisa, resulta clara e incontrovertible” (Gómez Montoro). La Constitución nada dice sobre la posibilidad de extender a las personas jurídicas los derechos fundamentales y aunque sí dedica un artículo a la titularidad de los derechos por parte de los extranjeros —el artículo 13 que examinaremos después— este es tan impreciso que ha dado lugar a soluciones jurisprudenciales controvertidas. La falta de una regulación general no puede tampoco suplirse acudiendo a los términos empleados en los preceptos constitucionales que reconocen los distintos derechos (“todos”, “toda persona”,

“los ciudadanos”, etc.,) puesto que en bastantes casos los pronunciamientos del Tribunal Constitucional al respecto contrarían el tenor literal de las disposiciones constitucionales.

En este contexto, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se configura como el verdadero derecho positivo sobre la materia. Son titulares de los derechos fundamentales todas las personas físicas de nacionalidad española. Para determinar quienes poseen esta nacionalidad deberá estarse, según el artículo 11 CE, a lo dispuesto en la ley (artículos 17 a 28 del Código Civil). En este sentido conviene subrayar también, por la vinculación existente

entre nacionalidad española y titularidad plena de todos los derechos fundamentales, que el apartado segundo del mencionado artículo 11 dispone que “ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad”.

Únicamente dentro del periodo temporal marcado por el cumplimiento de los requisitos de nacimiento y no fallecimiento se posee la personalidad y, por tanto, cabe ser considerado titular de derechos fundamentales Los derechos fundamentales se adquieren, como la personalidad misma, con el nacimiento. El Tribunal Constitucional ha resuelto las dudas que podía plantear la atribución del derecho a la vida en el artículo 15 a “todos”. Para algunos, la inclusión del “todos” en lugar de otros sintagmas como las personas, tendría el efecto de atribuir al “nasciturus” la titularidad de derechos fundamentales, y con esa premisa, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo sería inconstitucional. En su STC 53/85 el Tribunal rechazó esta tesis y negó que el nasciturs pudiera ser considerado titular de derechos. Fundamentó el deber estatal de proteger la vida del nasciturus (bien jurídico digno de protección) en la dimensión objetiva del derecho a la vida y no en un inexistente derecho subjetivo de quien aun no es persona. La titularidad de derechos fundamentales se extingue con la muerte de la per-

sona (STC 218/1991). Por ello, el Tribunal Constitucional viene entendiendo que,

fallecido el titular del derecho que se considera lesionado, desaparece el objeto del recurso de amparo. Ahora bien, a pesar de ello, y en relación a determinados

derechos —singularmente los derechos al honor, a la intimidad y a la propia ima-

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gen— se ha admitido que puedan tener cierta eficacia post mortem. Así, el artículo 4 de la LO 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, regula la legitimación para el ejercicio de las acciones de protección de tales derechos en el caso de personas fallecidas, reconociéndose incluso legitimación al Ministerio Fiscal en los primeros ochenta años desde el fallecimiento. En este contexto, en sus SSTC 171 y 172/1990, el Tribunal Constitucional ha reconocido que los difuntos son titulares del derecho fundamental al honor, y que por ello, no sólo sus herederos sino también el Ministerio Fiscal pueden solicitar su amparo. Se trata, obviamente, de supuestos excepcionales, y en los que no queda claro tampoco si se trata propiamente de un derecho del fallecido o si en realidad lo que se protege es la incidencia de determinadas afirmaciones o noticias en las personas del ámbito familiar del fallecido (STC 190/1996). Establecido esto, se plantean, además, diversos tipos de problemas. El primero se refiere a la titularidad y ejercicio de los derechos por parte de los menores y los incapaces (7.1). El segundo es el referido a cómo afectan las denominadas relaciones especiales de sujeción a la titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales (7.2). El tercero consiste en determinar en qué medida pueden ser titulares de derechos fundamentales aquellas personas físicas que no tienen nacionalidad española (7.3). El último exige examinar si las personas jurídicas pueden o no ser titulares de derechos fundamentales (7.4).

7,1.

Derechos fundamentales, minoría de edad e incapacidad

El principio general es que los menores —es decir quienes no han alcanzado la mayoría de edad fijada por la Constitución en su artículo 12 en los 18 años— tienen los mismos derechos que los adultos. La minoría de edad no es un status jurídico que prohíba el ejercicio de los derechos fundamentales. Corresponde al legislador delimitar el ámbito de ejercicio de los derechos durante la minoría de edad y para ello es más adecuado establecer un criterio flexible como el de la posesión del correspondiente grado de madurez que uno rígido consistente en una determinada edad. La fijación de la mayoría de edad en 18 años coincide con la establecida en la práctica totalidad de países de nuestro entorno, y con la fijada por la Convención sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989. La excepción más importante al principio general que comentamos

es la re-

lativa al derecho de sufragio. En ese caso, la titularidad del derecho se reserva para los mayores de 18 años. En los demás casos, la titularidad de los derechos se predica por igual respecto a menores y adultos, pero la ley puede introducir

limitaciones a su ejercicio, derivadas, precisamente de la minoría de edad (STC

Los derechos fundamentales y sus garantías

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197/1991). En algunos casos, se trata de verdaderas restricciones del derecho. Así, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 32. 2 CE, el legislador determina la edad a partir de la cual se puede contraer matrimonio. Pero, en la mayoría de los supuestos, no se trata de verdaderos límites sino de algo distinto: por la falta de discernimiento del menor, su capacidad de autodeterminación está restringida y, como consecuencia del derecho a la educación y los deberes de guardia y tutela de los padres (art. 39,3 CE), el ejercicio de numerosos derechos requiere el previo

consentimiento —cuando no la simple decisión en su nombre— de los padres o de quienes ejerzan la tutela, especialmente si del ejercicio del derecho se derivan obligaciones personales o patrimoniales (Gómez Montoro). Son los padres, por tanto, quienes —dependiendo de la madurez del hijo— determinan como ejercen los menores algunos de sus derechos: escogiendo el centro educativo al que acudirán, eligiendo las asociaciones a las que van a pertenecer O haciéndoles partícipes de determinadas creencias religiosas. El Tribunal

Constitucional

considera,

acertadamente,

que,

en

todos

estos

casos, el grado de madurez del menor resulta fundamental (SSTC 141/2000 y 154/2002), y que, a partir de cierta edad, su opinión debe ser tenida en cuenta e incluso, en ciertos casos, debe ser determinante. En relación con este tema, conviene recordar los siguientes preceptos:

a) El artículo 162.1 Código Civil: “Los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados. Se exceptúan: 1. Los actos relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”. b) El artículo 9 de la LO 1/1996, de protección jurídica del menor, en su artí-

culo 9 dispone que “el menor tiene derecho a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social”.

c) El artículo 3 de la LO 1/1982, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, prevé, por su parte que “el consentimiento de los menores e incapaces deberá presentarse por ellos mismos si sus condiciones de madurez lo permiten, de acuerdo con la legislación civil”. Por otro lado, los poderes públicos tienen la obligación de velar por los intereses de los hijos cuando estos puedan estar en peligro por determinados comportamientos de los padres. La Ley de protección del menor encomienda esta función al Ministerio Fiscal. El Tribunal Constitucional ha reiterado la necesidad de atender siempre en estos casos al “interés superior” del menor (STC 158/2009). La determinación inicial de cuál sea este corresponde a los padres, pero la autoridad pública puede intervenir cuando resulte claro que la conducta de aquellos es perjudicial para los menores.

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Javier Tajadura Tejada

En relación con los mayores de edad incapaces, el régimen jurídico es similar: si bien ostentan la titularidad de todos los derechos, es posible que se les prive de determinadas manifestaciones de su ejercicio o que se requiera, en todo caso, el consentimiento de quienes tienen encomendada su tutela (STC 215/1994). La privación habrá de hacerse por sentencia judicial (artículo 199 Código Civil) y esta deberá concretar la extensión de la incapacitación (artículo 210 Código Civil).

7,2.

Derechos fundamentales y relaciones especiales de sujeción

Entendemos por “relación especial de sujeción” a la situación en que —por razones de diversa índole— se encuentran determinadas personas respecto de la Administración Pública, y que es, por ello, distinta de la relación ordinaria o común. Esa situación se traduce en un conjunto de derechos y obligaciones específicos. El Tribunal Constitucional ha admitido que estas relaciones de especial sujeción pueden afectar al ámbito de los derechos fundamentales, modulando su ejercicio, pero no a su vigencia. El punto de partida para el análisis de esta problemática es, por tanto, que los derechos fundamentales están vigentes dentro de las relaciones de sujeción especial puesto que estas no se configuran como supuestos de suspensión de derechos (STC 61/1990).

En algunos casos, la propia Constitución ya tiene en cuenta esa relación para

modular el alcance del ejercicio de un derecho:

a) Así, el artículo 28. 1, tras proclamar el derecho a la libre sindicación, estable-

ce que “la Ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas o Institutos armados, a los demás Cuerpos sometidos a disciplina militar y regularán las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos”. b) El artículo 29 limita el ejercicio del derecho de petición para esas mismas personas a la petición individual.

c) El artículo 127, por su parte, prohíbe a los Jueces, Magistrados y Fiscales en activo la pertenencia a partidos políticos o sindicatos. En otros casos, la modulación del ejercicio de los derechos (o su restricción)

carece de una cobertura constitucional expresa. La modulación deriva de la existencia de determinados fines queridos por el constituyente y cuya consecución requiere situar al ciudadano en una situación de especial dependencia del poder público o, en palabras del Tribunal Constitucional, “un sometimiento singular al poder público” (STC 2/1987). Piénsese, por ejemplo, en la relación que mantienen con la Administración Pública, los funcionarios o los militares, cuya especial sujeción se encuentra al servicio de la jerarquía y la eficacia necesarias para el correcto cumplimiento de las funciones constitucionales encomendadas a la Administración civil y militar (STC 81/1993).

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En todo caso, la especial intensidad de la sujeción y, por tanto, la limitación del ejercicio de los derechos fundamentales que comporta, sólo se encuentra justificada en la medida en que resulte adecuada, necesaria y proporcionada para el logro de las finalidades constitucionales a cuyo servicio se encuentra (STC 21/1981). En definitiva, la existencia de una relación de sujeción especial no puede ser interpretada como un expediente para introducir cualquier restricción de derechos fundamentales. Así lo ha proclamado expresamente la Constitución en el artículo 25. 2 en relación con los presos: “El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria”. El Tribunal Constitucional ha insistido además en que la relación de especial sujeción “debe ser siempre entendida en un sentido reductivo compatible con el valor preferente que corresponde a los derechos fundamentales” (STC 120/1990). Ahora bien, atendiendo a los fines, intereses o bienes jurídicos que en cada caso estén en juego, el Tribunal ha admitido determinadas restricciones en el ejercicio de los derechos de los presos: a) La obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida o salud de los reclusos permite una alimentación forzosa que, en otros casos, sería considerada lesiva de los derechos a la libertad ideológica y a la integridad física y moral (STC 120 y 137/1990). b) La posibilidad por parte de la Administración penitenciaria de controlar las

comunicaciones de los reclusos (STC 175/2000).

c) Y con carácter más general, el Tribunal ha afirmado que la propia relación especial de sujeción a que están sometidos los presos impide hablar de reserva absoluta de jurisdicción en relación con medidas restrictivas de, al menos, algunos derechos fundamentales (STC 11/2006).

7.3.

Derechos fundamentales y extranjería

Los dos primeros apartados del artículo 13 de la Constitución recogen el estatuto constitucional del extranjero y lo hacen de una forma un tanto imprecisa. El artículo 13.1 dispone que “los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los Tratados y la Ley”. El segundo apartado es muy relevante porque al excluir a los extranjeros de la titularidad de los derechos políticos reconocidos en la Constitución (con la única salvedad de la participación en las elecciones municipales) se confirma que no podemos interpretar de forma literal los términos que la Constitución emplea para designar a los titulares de los diferentes derechos: “Solamente los españoles serán

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Javier Tajadura Tejada

titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23, salvo lo que, atendiendo a

criterios de reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio activo y pasivo (el inciso “y pasivo” fue añadido mediante reforma constitucional efectuada en agosto de 1992) en las elecciones municipales”. La razón es fácilmente comprensible. Si la intención del constituyente hubiera sido atribuir un significado preciso a esas designaciones, el artículo 13. 2 resultaría redundante puesto que el precepto al que se remite (el art. 23) ya dispone expresamente que los derechos de participación política son derechos “de los ciudadanos”.

A continuación expondremos brevemente la doctrina del Tribunal Constitucional al respecto. De lo que se trata es de dar respuesta a estos dos interrogantes: ¿cuál es el exacto elenco de derechos que nuestra Constitución reconoce por igual a españoles y extranjeros? Y, sensu contrario, ¿con respecto a qué derechos el legislador es libre de establecer diferencias —en cuanto a su titularidad y ejercicio— entre españoles y extranjeros, o entre distintos tipos de extranjeros? Como

ha advertido Vidal Pueyo, sobre estas cuestiones a fecha de hoy “no existe una interpretación cerrada del Tribunal Constitucional, ni un acuerdo generalizado de la doctrina”. La doctrina del Tribunal está basada en estas tres afirmaciones:

a) Los derechos fundamentales de los que gozan los extranjeros (esto es, aquellos cuya titularidad no les está excluida expresamente por la Constitución) tienen el contenido que les atribuyen los Tratados y las leyes, y son por ellos derechos de configuración legal. b) La libertad del legislador para configurarlos no es absoluta puesto que aquellos derechos que son imprescindibles para preservar la dignidad humana, esto es, aquellos cuya conexión con la dignidad de la persona es directa e inmediata,

corresponden a los extranjeros, por imperativo constitucional, en los mismos tér-

minos que a los españoles.

c) A la hora de configurar el resto de los derechos el legislador es libre para

considerar o no relevante el criterio de la nacionalidad, y, en consecuencia, esta-

blecer diferencias entre españoles y extranjeros.

Estas premisas llevaron al Tribunal Constitucional —en la primera ocasión en

que se enfrentó a esta cuestión (STC 107/84)— a establecer una doctrina según la

cual cabe hacer una clasificación tripartita de los derechos según la participación que en los mismos tengan los extranjeros: “Existen derechos que corresponden por igual a españoles y extranjeros y cuya regulación ha de ser igual para ambos; existen derechos que no pertenecen en modo alguno a los extranjeros (los reconocidos en el artículo 23 de la CE, según dispone el artículo 13.2 y con la salvedad que contiene); existen otros que pertenecerán o no a los extranjeros según lo dispongan los tratados y las leyes, siendo entonces admisible la diferencia de trato con los españoles en cuanto a su ejercicio”.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Según la mencionada clasificación tripartita, podemos distinguir los siguientes tres bloques de derechos, a los que cabría añadir un cuarto integrado por derechos privativos de los extranjeros: a) El primer grupo de derechos es aquél en el que los españoles y extranjeros están absolutamente equiparados. Se trata de un grupo que no está expresamente recogido como tal en el Texto Constitucional, sino que resulta de una interpretación sistemática del mismo. “Una completa igualdad entre españoles y extranjeros como la que efectivamente se da respecto de aquellos derechos que pertenecen a la persona en cuanto a tal y no como ciudadano (...) o, de aquellos que son imprescindibles para la garantía de la dignidad de la persona humana (...) Derechos tales como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a

la libertad ideológica, etc., corresponden a los extranjeros por propio mandato constitucional, y no resulta posible un tratamiento desigual respecto a ellos en relación a los españoles” (STC 107/84).

Estos derechos —imprescindibles para preservar la dignidad humana— son por tanto, también en relación a los extranjeros, indisponibles para el legislador, y su regulación o configuración legal queda fuera del alcance de la Ley de Derechos y Libertades de los Extranjeros en España. Al no poderse establecer diferencias de trato y regulación entre españoles y extranjeros, el desarrollo de estos derechos se lleva a cabo en los mismos términos para todos en las correspondientes Leyes Orgánicas reguladoras del ejercicio de los diferentes derechos fundamentales y en las demás leyes de desarrollo de aquellos. La introducción del criterio material de la mayor o menor vinculación de los derechos fundamentales con la dignidad de la persona, como base para llevar a cabo una clasificación de los derechos fundamentales de los extranjeros ha sido objeto de críticas fundadas por parte de la doctrina. Desde luego, no se puede poner en duda el indiscutible fundamento axiológico de los derechos ftundamentales pero “elaborar una clasificación de estos derechos según su mayor o menor vinculación con dicha dignidad resulta extremadamente complicado y, de hecho, el TC no ha cerrado el elenco de derechos que de acuerdo con dicha dignidad reconoce a todas las personas y respecto de los que el legislador no puede establecer diferencias de trato” (Vidal Pueyo).

Por aplicación de esta doctrina constitucional, los extranjeros gozan en España, en los mismos términos que los españoles de los siguientes derechos: a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a la libertad ideológica, (STC

107/84). En sentencias posteriores el Tribunal ha incluido también los derechos a

la libertad personal (STC 115/87) y a la tutela judicial efectiva (STC 99/85). Aho-

ra bien, esta relación no es un numerus clausus, por lo que pueden formar parte de este bloque otros muchos derechos.

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b) El segundo grupo de derechos es aquel en el que despliega toda su virtualidad el artículo 13. 1 que remite el disfrute de los derechos por parte de los extranjeros a los “términos de la ley”. De esta forma, la Ley Orgánica de Derechos y Libertades de los Extranjeros en España se ocupa de regular aquellos derechos respecto de los cuales es constitucionalmente admisible establecer diferencias entre los nacionales y los extranjeros. Esta Ley precisa, por tanto, el régimen particular de los distintos derechos por lo que se refiere a los extranjeros: libertad de circulación, derechos de reunión, asociación, educación, sindicación. El ejercicio

del derecho al trabajo se subordina a la obtención de un permiso cuya concesión depende de consideraciones de oportunidad.

La Ley de Extranjería fue recurrida por el Defensor del Pueblo ante el Tribunal Constitucional, y en la sentencia resolutoria de ese recurso, el Alto Tribunal introdujo un complemento en la doctrina citada cuyo principal efecto fue reducir drásticamente la libertad de configuración del legislador (STC 115/87). El Tribunal sostiene que si bien el contenido de ciertos derechos puede no ser el mismo para españoles y para extranjeros, también respecto a estos últimos, el legislador debe respetar “el contenido esencial” que la Constitución fija como límite infranqueable. De esta forma, estos derechos de los extranjeros se equiparan a los derechos de los españoles, o a aquellos otros respecto a los cuales no es admisible establecer diferencias de trato en función de la nacionalidad, y se configuran como derechos frente al legislador. Esta doctrina se basa en una premisa correcta: la idea de que es la indisponib1lidad frente al legislador lo que distingue y caracteriza a los derechos fundamentales. Pero a la hora de identificar los límites al legislador lo hace de forma errónea (como ponen de manifiesto los tres magistrados que suscriben un voto particular a la sentencia) puesto que fundamenta la indisponibilidad de los derechos en la

noción de “contenido esencial”, olvidando lo dispuesto en el artículo 13. 1, esto

es, que los límites al legislador en relación a la configuración de estos derechos de los extranjeros se encuentran en el contenido mínimo derivado de los Tratados Internacionales. Tratados Internacionales que, como vimos, por imperativo constitucional, vinculan al legislador. El Tribunal, sin reconocerlo expresamente, rectificó su doctrina y asumió las tesis teóricamente mejor fundamentadas del mencionado voto particular en su STC 94/93. c) El tercer y privativos de los el sufragio activo ellos el Tribunal

último grupo de derechos es el integrado por aquellos que son españoles. Entre ellos están el derecho político por excelencia, y pasivo, y todos los demás vinculados a la nacionalidad. Entre ha incluido expresamente la libertad de circulación y residencia

y el derecho de petición (STC 99/85).

Los derechos fundamentales y sus garantías

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d) Finalmente, existen dos derechos, el de asilo y refugio (art. 13. 4 CE) que sólo pueden disfrutar los extranjeros, y que por su objeto, no es posible que correspondan a ciudadanos españoles. Lo expuesto hasta ahora confirma que el régimen jurídico de los derechos y libertades de los extranjeros no cuenta con una formulación dogmática sólida. La STC 236/2007 que resolvió los diferentes recursos interpuestos frente a la LO 8/2000 de reforma de la Ley de Extranjería no ha contribuido a aclarar la situa-

ción.

Por un lado, afirma que los derechos de reunión, asociación, sindicación y huelga guardan una estrecha relación con la dignidad humana y por ello declara la inconstitucionalidad de los preceptos de la Ley que condicionan su ejercicio a la obtención de un permiso de residencia, pero no los anula “porque ello produciría un vacío legal que no sería conforme a la Constitución, pues conduciría a la denegación de tales derechos a todos los extranjeros en España, con independencia de su situación. Tampoco procede declarar la nulidad solo del inciso “y que podrán ejercer cuando obtengan autorización de estancia o residencia en España”, que figura en cada uno de aquellos artículos, puesto que ello entrañaría una clara alteración de la voluntad del legislador ya que de este modo se equipararía plenamente a todos los extranjeros, con independencia de su situación administrativa, en el ejercicio de los señalados derechos. Como hemos razonado anteriormente, no corresponde a este Tribunal decidir una determinada opción en materia de extranjería, ya que su pronunciamiento debe limitarse, en todo caso, a declarar si tiene o no cabida en nuestra Constitución aquélla que se somete a su

enjuiciamiento. De ahí que la inconstitucionalidad apreciada exija que sea el legislador, dentro de la libertad de configuración normativa derivada de su posición constitucional y, en última instancia, de su específica libertad democrática el que establezca dentro de un plazo de tiempo razonable las condiciones de ejercicio de los derechos de reunión, asociación y sindicación por parte de los extranjeros que carecen de la correspondiente autorización de estancia o residencia en España. Y ello sin perjuicio del eventual control de constitucionalidad de aquellas condiciones, que corresponde a este Tribunal Constitucional”. Este margen de libertad de configuración que el Tribunal otorga al legislador nos lleva a concluir que el exacto elenco de derechos y libertades que disfrutan los extranjeros en España, ex Constitutione y en condiciones de igualdad respecto a los españoles, sigue siendo una cuestión abierta. Por otro lado, es preciso señalar que el Derecho comunitario europeo ha introducido una nueva categoría, la “ciudadanía europea” que supone un estatuto jurídico propio y diferenciado tanto de la nacionalidad como de la extranjería, si bien tiende a asimilarse a la primera, en tanto persigue profundizar en el proceso de integración europea en orden a alcanzar una verdadera Unión Política. Por ello,

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frente a la tradicional dicotomía: nacional y extranjero, en nuestro ordenamiento jurídico existe hoy un tercer status que es el de ciudadano europeo o comunitario.

7,4.

Los derechos fundamentales de las personas jurídicas

Las personas jurídicas son una creación del derecho. Como personas ficticias se distinguen de las personas físicas o naturales por su carácter artificial. Esto explica que en un principio se contemplara con gran reticencia la posibilidad de que fueran titulares de derechos fundamentales. Se corría el riesgo de desnaturalizar el concepto habida cuenta que, como hemos visto, los derechos fundamentales son proyección de la dignidad de la persona humana, cualidad que no puede predicarse de la persona jurídica. A pesar de ello, el constitucionalismo comparado abordó la cuestión afirmando que no existe contradicción entre el carácter personalísimo de los derechos fundamentales y la atribución de su titularidad a las personas jurídicas. Esta teoría admite que la categoría de derechos fundamentales está construida a partir de la personas naturales, pero sostiene que en la medida en que las personas físicas —en el ejercicio precisamente de sus derechos fundamentales— concurren a la formación de las personas jurídicas, y las crean, nada impide atribuir a estas últimas también la titularidad de algunos derechos fundamentales. Ahora bien, la propia naturaleza de las personas jurídicas de que se trate y de los derechos en cuestión determinará que no en todos los casos se pueda atribuir esta titularidad. Las Constituciones alemana y portuguesa contienen disposiciones sobre esta

cuestión, que pretenden servir de guía para la resolución de problemas y casos concretos. El artículo 19. 3 de la Constitución alemana dispone que “los derechos fundamentales rigen también para las personas jurídicas nacionales, en la medida en que, por su naturaleza, les resulten aplicables”. La Constitución portuguesa, por su parte, establece en su artículo 12 que “las personas colectivas gozan de los derechos y están sujetas a los deberes compatibles con su naturaleza”. Estas soluciones constitucionales no resuelven los concretos problemas que puedan plantearse y habrán de ser el legislador y el juez quienes —en el legítimo ejercicio de sus funciones de configuración legal y judicial de los derechos fundamentales— den las respuestas concretas a los supuestos que se planteen. Por lo que se refiere a España, aunque nuestra Constitución no dispone de una norma análoga a la alemana, el Tribunal Constitucional ha elaborado una doctrina según la cual el principio inspirador de aquella está también vigente: “En nuestro ordenamiento constitucional, aun cuando no se explicite en los términos con que se proclama en los textos constitucionales de otros Estados, los derechos fundamentales rigen también para las personas jurídicas nacionales en la medida en que, por su naturaleza, resulten aplicables a ellas” (STC 23/1989).

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En la STC 139/95 el Tribunal abordó la cuestión, con carácter general, en estos

términos: “Si el objetivo y función de los derechos fundamentales es la protección del individuo, sea como tal individuo o sea en colectividad, es lógico que las organizaciones que las personas naturales crean para la protección de sus intereses sean titulares de derechos fundamentales, en tanto y en cuanto éstos sirvan para proteger los fines para los que han sido constituidas. En consecuencia, las personas colectivas no actúan, en estos casos, sólo en defensa de un interés legítimo en

el sentido del art. 162.1 b) de la C.E., sino como titulares de un derecho propio. Atribuir a las personas colectivas la titularidad de derechos fundamentales, y no un simple interés legítimo, supone crear una muralla de derechos frente a cualesquiera poderes de pretensiones invasoras, y supone, además, ampliar el círculo de la eficacia de los mismos, más allá del ámbito de lo privado y de lo subjetivo para ocupar un ámbito colectivo y social. Así se ha venido interpretando por este Tribunal, y es ejemplo reciente de esta construcción la STC 52/1995 por la que se reconoce a la empresa “Amaika, Sociedad Anónima”, dedicada a la difusión de

publicaciones, el derecho a expresar y difundir ideas, pensamientos y opiniones, consagrado en el art. 20.1 a) C.E. Sin embargo, la protección que los derechos fundamentales otorgan a las personas jurídicas no se agota aquí. Hemos dicho que existe un reconocimiento específico de titularidad de determinados derechos fundamentales respecto de ciertas organizaciones. Hemos dicho, también, que debe existir un reconocimiento de titularidad a las personas jurídicas de derechos fundamentales acordes con los fines para los que la persona natural las ha constituido. En fin, y como corolario de esta construcción jurídica, debe reconocerse otra esfera de protección a las personas morales, asociaciones, entidades o empresas, gracias a los derechos fundamentales que aseguren el cumplimiento de aquellos fines para los que han sido constituidas, garantizando sus condiciones de existencia e identidad. Cierto es que, por falta de una existencia física, las personas jurídicas no pueden ser titulares del derecho a la vida, del derecho a la integridad física, ni portadoras de la dignidad humana. Pero si el derecho a asociarse es un derecho constitucional y si los fines de la persona colectiva están protegidos constitucionalmente por el reconocimiento de la titularidad de aquellos derechos acordes con los mismos, resulta lógico que se les reconozca también constitucionalmente la titularidad de aquellos otros derechos que sean necesarios y complementarios para la consecución de esos fines. En ocasiones, ello sólo será posible si se extiende a las personas colectivas la titularidad de derechos fundamentales que protejan —como decíamos— su propia existencia e identidad, a fin de asegurar el libre desarrollo de su actividad, en la medida en que los derechos fundamentales que cumplan esta función sean atribuibles, por su naturaleza, a las personas jurídicas”. Ello quiere decir que la titularidad del derecho dependerá de la naturaleza de este y del de la persona jurídica de que se trate: “No sólo son los fines de una

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Javier Tajadura Tejada

persona jurídica los que condicionan su titularidad de derechos fundamentales,

sino también la naturaleza concreta del derecho fundamental considerado, en el

sentido de que la misma permita su titularidad a una persona moral y su ejercicio

por ésta” (SIC 139/95).

Con esta premisa, se ha construido una doctrina en relación con aquellos derechos que han dado lugar a pronunciamientos del Tribunal. El Tribunal ha reconocido así a las personas jurídicas privadas la titularidad del derecho a la inviolabilidad del domicilio (SSTC 137/85, 144/87, 64/88, 69/99); del derecho al honor (SSTC 139/95 y 183/95); y del derecho a la libertad de expresión (STC 52/95). Ha rechazado que sean titulares del derecho a la intimidad (STC 66/1999). Ahora bien, el contenido de los derechos fundamentales varía en función de la distinta naturaleza del titular. Así, por ejemplo, en el caso de la inviolabilidad del domicilio de una persona jurídica, el derecho sólo se extiende a aquellos espacios físicos que son indispensables para que pueda desarrollar su actividad sin intromisiones ajenas, por constituir el centro directivo de la sociedad o de un establecimiento de la misma o servir a la custodia de documentos u otros soportes de la vida diaria de la sociedad, pero no a cualquier espacio en el que se desarrolle la vida de un ente que como tal carece de intimidad (STC 69/1999).

Todo lo anterior es predicable de las personas jurídicas privadas, no así de las públicas. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha rechazado siempre que las personas jurídicas públicas puedan ser titulares de derechos fundamentales con carácter general. Sólo les reconoce el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva —y todos los que aparecen conectados con él— consagrado en el artículo 24 de la Constitución y que tiene por titular a todas las personas. En la medida en que el artículo 162 b atribuye a “toda persona natural o jurídica” legitimación para interponer el recurso de amparo, y este es subsidiario, puesto que es preciso

que el recurrente haya agotado antes la vía judicial ordinaria, resulta obligado entender que también las personas jurídicas, tanto públicas como privadas, son titulares del derecho a la tutela judicial. El Tribunal fundamenta su doctrina restrictiva en la concepción tradicional de los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos cuyo beneficiario es el individuo y el principal obligado el poder público. Las personas jurídicopúblicas se sitúan por ello más en la posición de obligados que de posibles beneficiarios de los derechos: “Es indiscutible —afirma el Tribunal— que, en línea de principio, los derechos fundamentales y las libertades públicas son derechos individuales que tienen al individuo por sujeto activo y al Estado por sujeto pasivo en la medida en que tienden a reconocer y proteger ámbitos de libertades o prestaciones que los poderes públicos deben otorgar o facilitar a aquéllos” (FJ 1). Y ello, como puntualizamos con posterioridad respecto de los entes de Derecho público con personalidad jurídica, porque 'no pueden desconocerse las importantes difi-

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cultades que existen para reconocer la titularidad de derechos fundamentales a tales entidades, pues la noción misma de derecho fundamental que está en la base del art. 10 CE resulta poco compatible con entes de naturaleza pública? (SSTC 91/1995, de 19 de junio, FJ 2). En consecuencia, lo que con carácter general es predicable de las posiciones subjetivas de los particulares, no puede serlo, con Igual alcance y sin más matización, de las que tengan los poderes públicos, frente a los que, principalmente, se alza la garantía constitucional” (STC 129/2001). Así, el Tribunal ha negado expresamente que las personas jurídico-públicas sean titulares del derecho fundamental al honor. Aunque ha reconocido que son portadoras de una dignidad institucional (reputación, fama o prestigio) cuya preservación justifica —desde un punto de vista constitucional— el establecimiento de límites a la libertad de expresión (STC 107/88).

En relación también con el derecho fundamental al honor, el Tribunal ha ex-

tendido su titularidad —en una ocasión— a grupos o entes sin personalidad jurídica como es el caso del “pueblo judío” (STC 214/1991): “En el caso que nos ocupa (...) resulta acreditado que la demandante es judía y que, desde la ocupación alemana de su ciudad natal (Marghita, Transilvania), se le impuso la estrella

de David, fue sacada de su hogar con toda su familia y conducida con otros ciudadanos judíos a Auschwitz, en donde la misma noche de su llegada fue enviada toda su familia, salvo ella y su hermana, a la cámara de gas. Pues bien, desde su doble condición, de ciudadana de un pueblo como el judío, que sufrió un auténtico genocidio por parte del nacionalsocialismo, y de la de descendiente de sus padres, abuelos matemos y bisabuela (personas todas ellas que fueron asesinadas en el referido campo de concentración), forzoso se hace concluir que, sin necesidad de apelar aquí a la referida legitimación por “sucesión” procesal del derecho subjetivo al honor de sus parientes fallecidos (al amparo de los arts. 4.2 y 5 de la L.O. 11/1982, de protección del derecho al honor), que también cumpliría la recurrente, la invocación del interés que la demandante efectúa en su escrito de demanda en relación con las declaraciones del demandado, negadoras del referido exterminio y atributivas de su invención al pueblo judío, merece ser calificado de legítimo” a los efectos de obtener el restablecimiento del derecho al honor de la colectividad judía en nuestro país, de la que forma parte la recurrente, por lo que, de conformidad también con nuestra doctrina sobre el derecho de tutela, ha de merecer de este Tribunal un examen de la totalidad del fondo del asunto”. A todo lo expuesto hay que añadir el hecho de que la Constitución en diversos preceptos reconoce expresamente la titularidad de derechos fundamentales de grupos o sujetos colectivos. Así el artículo 16 garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y “las comunidades”; el artículo 20. 3 reconoce el derecho de acceso a los medios de comunicación social de titularidad pública “de los grupos sociales y políticos significativos”; el art. 27. 6 dispone que se reconoce a las personas físicas “y jurídicas” la libertad de creación de centros

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docentes; el artículo 27. 10 establece que se reconoce la autonomía de “las Universidades”; y el artículo 28. 1 reconoce el derecho de los “sindicatos” a formar confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a las mismas.

8. LA EFICACIA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y los derechos fundamentales se configuran como el núcleo central de aquella y como elementos objetivos y esenciales de dicho ordenamiento. Desde esta Óptica —y como ya hemos visto—, los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos y pueden ser directamente invocables por los ciudadanos ante el Poder Judicial. En esto consiste la denominada eficacia vertical de los derechos fundamentales. Su destinatario o sujeto pasivo es el Estado. Ahora bien, en un contexto en el que el completo ordenamiento jurídico se ve “invadido” por la Constitución, se ha planteado la cuestión de si los derechos fundamentales

se imponen,

o no, también

en las relaciones entre particulares.

Por las razones que vamos a ver, no existe una respuesta clara y definitiva, y probablemente no se pueda avanzar más. Como ha escrito K. Hesse: “Ninguna respuesta determinante se ha dado a la cuestión de si los derechos fundamentales tienen otros destinatarios: si obligan a los titulares del poder económico o social, e incluso a particulares. La relevancia de esta problemática resulta evidente si se tiene en cuenta que la libertad humana puede resultar menoscabada o amenazada no sólo por el Estado, sino también dentro de relaciones jurídicas privadas, y que sólo cabe garantizarla eficazmente considerándola como un todo unitario. Por eso se viene debatiendo desde hace tiempo si y en qué medida corresponden a los derechos fundamentales efectos frente a terceros”. De hecho, hace ya bastante tiempo que se viene hablando de “la eficacia de los

derechos fundamentales en las relaciones entre particulares”, esto es, de su “efica-

cia horizontal” o, utilizando la más concisa expresión alemana, la “drittwirkung” de los derechos fundamentales, es decir, su eficacia frente a terceros.

Como ha advertido Cruz Villalón —a quien seguiremos en nuestra exposición— el examen de esta cuestión exige distinguir, de entre los muchos supuestos en que esta problemática se concreta, lo que son ejemplos válidos y lo que son meras caricaturas. Un ejemplo pertinente, sin duda, es el del propietario del único cine de un pueblo que sólo cede el local durante una campaña electoral a un único partido político. ¿Estaría obligado a cederlo a los demás partidos? ¿Podría cederlo a un precio más bajo a unos partidos que a otros? Otro ejemplo válido sería el de un empresario que sólo contrata a trabajadores afiliados a un partido político,

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o que acumula valiéndose de la informática datos sobre particulares sin conocimiento ni consentimiento de estos. Caricatura sería, por ejemplo, la del particular obligado a justificar y motivar porque arrendó una vivienda a una persona determinada y no a otra. Las diferencias entre este último caso y las anteriores son evidentes, pero lo cierto es que todos ellos pueden ser englobados en la categoría genérica de la “drittwirkung”. La “drittwirkung” se suele por ello examinar como una ampliación del ámbito de eficacia de los derechos fundamentales. Es común afirmar que los derechos fundamentales que nacieron como derechos de los particulares frente al Estado, frente a los poderes públicos, con una eficacia, por tanto, “vertical”, deben ahora extender esta también al ámbito de las relaciones entre particulares. Sin embargo, este planteamiento no puede ser aceptado porque desde un punto de vista histórico es completamente falso. Como acertadamente subraya Cruz Villalón, “en el principio era la dritwirkung”. La “dritwirkung”, esto es la garantía de los derechos frente a los particulares a través y por medio del Estado, precede a la propia categoría y noción de derechos fundamentales. La tríada “libertad, seguridad y propiedad” como bienes de los individuos a proteger de posibles violaciones por parte de otros individuos está en el origen del pacto social que da lugar a la formación del Estado. Cuando Hobbes reclama el establecimiento de un poder absoluto lo hace porque lo considera indispensable para garantizar la vida, la propiedad y la libertad en las relaciones entre particulares. Naturalmente, junto a esa pretensión nos encontramos también la de quienes desde el ¡usnaturalismo racionalista defienden la necesidad de limitar ese poder, para lo que defienden la existencia de un ámbito de libertad frente al poder público. Desde esta óptica, la defensa de la vida, la libertad, y la propiedad frente al Estado se articulará a través de la noción de derechos fundamentales. Ahora bien, la defensa de esos mismos bienes en las relaciones entre particulares se articula y garantiza a través de las distintas manifestaciones del poder público: singularmente los Tribunales de Justicia —y el poder ejecutivo que garantiza el cumplimiento de sus sentencias— al aplicar el Derecho Civil y el Derecho Penal. De este modo, “la libertad, la seguridad y la propiedad se afirmaron en el ámbito de las relaciones privadas al margen y sin ayuda del concepto de derechos fundamentales” (Cruz Villalón). Esto quiere decir que había “dritwirkung”, y que no se consideraba necesario acudir a la categoría de derechos fundamentales y a su supuesta eficacia horizontal, para garantizar su protección. Sin embargo, a partir protección horizontal de derechos fundamentales. tores, a los que podemos

Villalón).

de un determinado momento histórico, se buscó la esos derechos apelando a la eficacia horizontal de los El cambio se produjo como consecuencia de tres facconsiderar “los presupuestos de la dritwirkung” (Cruz

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8.1. Presupuestos y caracteres de la “dritwirkung” Los tres presupuestos que explican el surgimiento de la “dritwirkung” son los

siguientes:

a) El primero de los presupuestos es la existencia de una garantía efectiva y específica de los derechos fundamentales, es decir, el surgimiento y consolidación en Europa de la Constitución normativa. Cuando la protección de los derechos tanto frente a los particulares como frente al propio Estado se resolvía siempre en la garantía que la ley en cada caso les otorgaba, y en el sometimiento a esta de los Tribunales de Justicia, la propia noción de derechos fundamentales quedaba privada de sentido, por lo que era absurdo plantearse la “dritwirkung” en el marco de aquellos. Naturalmente, cuando la Constitución se convirtió en norma suprema del ordenamiento, —directamente aplicable— se pudo plantear ya la posibilidad de la “aplicación directa” de los derechos fundamentales reconocidos en aquella en el marco de las relaciones privadas. b) El segundo presupuesto, de naturaleza sociológica, es la reaparición de los denominados “grupos sociales intermedios”. El argumento básico de todos los autores que defienden la “dritwirkung” es el hecho indiscutible de que las sociedades actuales están integradas por una pluralidad de grupos muy diversos que pueden llegar a suponer un peligro para los derechos y libertades de los ciudadanos, mayor que el propio Estado. El enemigo potencial de los derechos fundamentales no sería ya tanto el Estado como estos grupos sociales configurados como poderes privados que ejercen posiciones de dominio en la sociedad moderna: empresas, sindicatos, medios de comunicación, entidades financieras, etc. El poder que ejercen es tal que se considera necesario establecer que los derechos fundamentales les vinculen en sus relaciones con los particulares. Este fenómeno es absolutamente cierto y novedoso. c) El tercer y último presupuesto de la Dritwirkung está directamente relacionado con la propia naturaleza de los derechos fundamentales ya analizada y, concretamente, con su comprensión

institucional. Si, como

hemos

visto, los

derechos fundamentales no son únicamente derechos públicos subjetivos sino que se configuran también como principios informadores del orden político y social, y, en definitiva, como elementos objetivos del ordenamiento jurídico, la antigua contraposición sociedad/ Estado se difumina. Mientras las esferas del Estado y de la sociedad se concibieron como mundos separados regidos cada uno de ellos por sus propias leyes —el Estado por la Constitución y la Sociedad por los Códigos— y su propia lógica, el ámbito de los derechos fundamentales se circunscribió al de las relaciones de los particulares con el Estado. En la Sociedad, los individuos libremente y regidos por los principios de autonomía individual e igualdad ante la ley, determinan y pactan sus relaciones jurídicas, y no se considera necesario defender a unos ciudadanos particulares frente a otros. Ahora bien, en el momen-

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to en que se reconoce que la Constitución establece un orden de valores no sólo para el Estado (en la esfera de las relaciones jurídico-públicas), sino en general para toda la comunidad, sin excluir la esfera de las relaciones jurídico-privadas, los derechos fundamentales aparecen como uno de los primeros elementos de ese orden de valores, pudiendo así aspirar a imponer su eficacia en el mundo de las relaciones entre particulares. La concurrencia de estos tres factores es la que explica el surgimiento de la

controversia sobre la eficacia horizontal de los derechos fundamentales. Controversia que reviste los siguientes caracteres:

a) En primer lugar, se plantea como una cuestión de principio. Los defensores de la misma sostienen que es la única postura coherente con la naturaleza de los derechos fundamentales. La negación de la “dritwirkung” supondría la aceptación de una “doble moral” en relación con ellos según nos encontremos en el ámbito del Estado o en la esfera de la Sociedad. Los detractores de la eficacia horizontal de los derechos, por el contrario, apelan a la libertad como valor superior del Estado Constitucional para negar aquella. Un entendimiento tal de los derechos fundamentales conduciría a un “totalitarismo de los valores” y pondría en peligro el libre desarrollo de la personalidad y el principio de autonomía de la voluntad. En última instancia, supondría la destrucción del Derecho Civil. En este sentido, K. Hesse ha ponderado, con su habitual lucidez, las ventajas e inconvenientes de ambas concepciones: “Superponer el Derecho Constitucional sobre el derecho privado puede comportar una sensible restricción de la autonomía privada y, por ende, una nada leve limitación de la libertad responsable, modificando de una forma esencial, por lo tanto, la naturaleza y el significado del Derecho Privado. A ello hay que añadir que en las relaciones entre particulares todos los interesados comparten la protección de los derechos fundamentales; mientras que, al no ser los poderes públicos titulares de derechos fundamentales, no cabe un conflicto sobre derechos fundamentales en la relación entre ellos y los ciudadanos”. b) En segundo lugar, se plantea como un tema no afrontado por el constituyente. La Constitución guarda silencio sobre esta cuestión. De hecho, la vinculación que impone el artículo 53. 1 es sólo sobre “los poderes públicos”. Pero aun en el supuesto de que hiciera referencia a esta cuestión, como es el caso de la Constitución portuguesa (el artículo 18. 1 dispone que “los preceptos constitucionales relativos a derechos, libertades y garantías son directamente aplicables a las entidades públicas o privadas y vinculan a éstas”) y reconociera expresamente la “drittwirkung” como principio, seguiría siendo necesario precisar con qué alcance y hasta qué punto vinculan a los particulares cada uno de los derechos fundamentales.

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c) En tercer lugar, se trata de un problema que se refiere únicamente a algunos derechos fundamentales, pero que no se plantea en relación con otros. La “dritewirkung” carece de sentido en relación con derechos que sólo pueden ser concebidos en relación con el Estado: el derecho a la tutela judicial, el derecho a la nacionalidad, el derecho a acceder a cargos públicos en condiciones de igualdad, la objeción de conciencia al servicio militar, entre otros. La eficacia horizontal de los derechos se defiende en relación a aquellos que podrían invocarse frente a particulares: la libertad de expresión, el derecho de huelga, o el derecho a no ser tratado de forma discriminatoria, caso este último en el que los límites lógicos de la teoría de la eficacia horizontal son más evidentes.

8.2.

La “dritwirkung” en el Derecho constitucional alemán

La teoría de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales ha sido desarrollada en Alemania. La paternidad del término “drittwirkung” corresponde al jurista alemán H. P. Ipsen, pero el concepto en sí fue alumbrado por H. C. Nipperday. En la obra colectiva dirigida por Neuman, Scheuer y él mismo sobre los derechos

fundamentales, —concretamente

en su colaboración

relativa a la

dignidad del hombre— expuso la idea de eficacia horizontal de los derechos. En su condición de Presidente del Tribunal Laboral Federal la llevó a la práctica. Para Nipperdey, determinados derechos fundamentales, en tanto que principios ordenadores de la vida social, poseen una relevancia directa para las relaciones entre particulares. Por ello, según este autor, los preceptos constitucionales relativos a derechos fundamentales son directamente aplicables en las relaciones inter privatos, y los particulares pueden ser, por ello, “sujetos pasivos” de los derechos fundamentales. La

doctrina

constitucional

alemana,

mayoritariamente,

rechazó

este plan-

teamiento y el propio Tribunal Constitucional Federal declaró que el Tribunal Laboral Federal había ido “demasiado lejos” en el reconocimiento de la “drittwirkung”. Sólo cabe hablar de una eficacia “inmediata” del derecho fundamental allí donde la propia Constitución contiene un mandato específico. Esto ocurre por ejemplo en el enunciado de la libertad de asociación sindical (art. 9. 3). Ahora bien, la doctrina (Dúrig y Schwabe) y jurisprudencia constitucionales en Alemania, aunque discrepen de sus conclusiones, reconocen la relevancia del problema apuntado por Nipperdey y formulan una doctrina alternativa. Frente a la teoría de la eficacia directa o inmediata de los derechos fundamentales, defienden la tesis de la eficacia indirecta o mediata de los mismos. El Tribunal Constitucional Federal formula esta teoría en una de sus más conocidas sentencias, la dictada en el “caso Lúth”, el 15 de enero de 1958. La doctrina

de la eficacia mediata o indirecta consta de los siguientes elementos:

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a) Aunque los derechos fundamentales tienen por objeto primario asegurar la libertad de los particulares frente a intervenciones de los poderes públicos, forman al mismo tiempo parte esencial de un “sistema de valores” incorporado a la Constitución y que, como tal decisión constitucional básica, debe regir en todos los ámbitos del Derecho b) En el ámbito del Derecho Privado, el contenido de los derechos fundamentales como elementos objetivos del ordenamiento se desarrolla a través de las normas que directamente rigen en ese campo. c) Por otro lado, y en cuanto criterios valorativos, la influencia de los derechos fundamentales se despliega preponderantemente a través de “cláusulas generales” como las referentes al orden público o a las buenas costumbres, que limitan el principio de autonomía de la voluntad, a las que Dúrig se refiere de forma muy ilustrativa como “los puntos de irrupción de los derechos fundamentales en el Derecho civil”. d) Los jueces —al interpretar y aplicar el Derecho civil— están obligados a tener en cuenta esta relevancia de los derechos fundamentales sobre el conjunto del ordenamiento jurídico, y de no hacerlo, “en cuanto titular de poder público, viola mediante su sentencia el derecho fundamental, a cuyo respeto, también por el poder judicial, tiene el particular un derecho jurídico-constitucional”. e) Contra una sentencia que —por no tener en cuenta la relevancia de los derechos fundamentales sobre el conjunto del ordenamiento— incurriera en esa violación del derecho de un ciudadano, puede este recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional federal. f) El Tribunal Constitucional se limita a controlar o a examinar si la sentencia recurrida en amparo ha observado correctamente lo que se denomina “efecto de irradiación” de los derechos fundamentales sobre el Derecho civil. Esta teoría de la eficacia horizontal mediata o indirecta de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares puede sintetizarse en las dos tesis siguientes:

a) Los ducta de conducta posible o puede ser

derechos fundamentales no resultan vulnerados nunca por la sola conun particular. La vulneración es siempre el resultado conjunto de la del particular y de la conducta omisiva del poder público que ha hecho no ha reprimido la actuación lesiva del particular. La conducta omisiva imputable al legislador, a la administración o al Juez.

b) En la medida en que el recurso de amparo constitucional se configura como amparo frente a una vulneración de derechos fundamentales por parte de los poderes públicos, la teoría de la eficacia mediata permite acudir en amparo ante el Tribunal Constitucional frente a actuaciones lesivas de los particulares, dado que

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esta conducta se imputa a la actitud omisiva de los poderes públicos en general, y a los Tribunales de Justicia en particular.

8.3.

La “dritwirkung” en el Derecho constitucional español

Nos hemos extendido en explicar la formulación y alcance de esta teoría en Alemania, así como las controversias a que ha dado lugar, porque en España, a partir de 1978, va a suscitarse un debate similar. Ante el silencio del constituyente sobre esta cuestión, la doctrina mayoritaria y el Tribunal Constitucional rechazan la tesis de la eficacia directa o inmediata de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares y defienden la eficacia indirecta o mediata, esto es, previa interposición de un poder público. De la misma forma que ocurre en Alemania, la regulación del recurso de amparo en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional resulta problemática. Así, el artículo 41. 2 de la LOTC —en desarrollo de lo previsto en el artículo 53. 2 CE— establece que “el recurso de amparo constitucional protege a todos los ciudadanos (...) frente a las violaciones de los derechos y libertades (...) originadas por disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”. De esta forma, se establece una significativa diferencia entre la protección dispensada por la jurisdicción ordinaria y el amparo constitucional. Frente a una lesión de derechos fundamentales imputable a un particular no cabe solicitar amparo constitucional. Esa limitación no existe en el ámbito de la jurisdicción ordinaria. En este contexto, el Tribunal Constitucional español ha seguido la vía alemana, y en aquellos casos en los que se plantea la eficacia de un derecho fundamental frente a un ciudadano particular, ha considerado que la violación de aquel es producida por la resolución judicial que no la ha remediado. Inicialmente, en una de sus primeras sentencias (STC 38/81), el Tribunal optó

por asumir la tesis de la eficacia directa, prescindiendo por completo de lo dispuesto en el artículo 44 de la LOTC, y declaró un despido radicalmente nulo, en cuanto contrario a la libertad sindical. Planteado un supuesto similar un año después, y con conciencia plena del problema, el Tribunal Constitucional entendió que la violación del derecho había sido producida por la sentencia que previamente había admitido el despido como ajustado a Derecho (STC 78/82). Desde entonces, esta doctrina se ha mantenido constante. La STC 55/83 contiene expresiones

similares a las empleadas por su homólogo alemán en la sentencia del caso Lúth: “Entiende la Sala que cuando se ha pretendido judicialmente la corrección de los efectos de una lesión de tales derechos y la sentencia no ha entrado a conocerla (...) es la sentencia la que entonces vulnera el derecho fundamental”.

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La teoría de la eficacia indirecta o mediata, como doctrina de aplicación general, aparece formulada con toda claridad en la STC 18/84: “Esta violación (de los derechos) puede producirse respecto de las relaciones entre particulares, cuando no cumplen su función de restablecimiento de los mismos que corresponde a los Jueces y Tribunales a los que el ordenamiento encomienda la tutela judicial de tales libertades y derechos. En este sentido, debe recordarse que el Tribunal ha dictado ya sentencias en que ha admitido y fallado recursos de amparo contra resoluciones de los órganos judiciales, cuando los actos sujetos al enjuiciamiento de los mismos provenían de los particulares”. Ahora bien, esta solución “alemana” que, desde la perspectiva de conferir a los derechos fundamentales la mayor protección jurisdiccional resulta plausible, exige retorcer y forzar el significado y tenor del artículo 44 de la LOTC que, al regular el amparo frente a actos del Poder Judicial, subraya que debe tratarse de “violaciones que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de un órgano judicial” (párrafo primero del art. 44). Precisión que vuelve a reiterarse en el apartado 1.b del artículo citado, al señalar los requisitos que debe cumplir este tipo de amparos: “Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una acción u omisión de un órgano judicial, con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional”. La claridad y rotundidad de los términos empleados por el legislador orgánico (“de modo inmediato y directo”) ha llevado a un sector doctrinal a mostrar su rechazo con la doctrina del Tribunal. Según estos autores, el artículo 53. 2 de la Constitución atribuye a la jurisdicción ordinaria la función de garantía y protección de los derechos fundamentales, protección que reviste un carácter general y se extiende por tanto a la defensa frente a cualquier tipo de ataque o violación, bien sea de un poder público o de un particular. Por el contrario, la función de garante de los derechos fundamentales atribuida al Tribunal Constitucional (“en su caso”) a través del recurso de amparo, se concibe como una garantía limitada o tasada, esto es, restringida a aquellos supuestos en los que el legislador orgánico lo prevea. Y es evidente que el legislador orgánico, al desarrollar el artículo 53. 2 CE, decidió limitar el amparo frente a los actos del Poder Judicial a aquellas violaciones que tuvieran un origen directo e inmediato en ellas. En consecuencia, parece obvio que la garantía de la eficacia horizontal de los derechos queda encomendada de forma exclusiva al Poder Judicial, por lo que la asunción de la vía alemana, esto es, de la teoría de la eficacia mediata, supone, en última instancia,

una ilegítima atribución de competencias por parte del máximo custodio de la Constitución.

Según esos autores, la idea de imputar la vulneración del derecho al Poder Ju-

dicial, a pesar de que, materialmente, la lesión del derecho que da lugar al recurso

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sea imputable a un particular, es ingeniosa, pero no se puede negar que se enmarca dentro de una tendencia expansionista de la jurisdicción constitucional. Por otro lado, —y desde posiciones doctrinales opuestas— quienes entienden que la “drittwirkung” o es inmediata o no sirve para nada, consideran que la exigencia de interposición de una actuación del poder público para poder enjuiciar la vulneración de un derecho fundamental por un particular, impide hablar realmente de eficacia horizontal. En todo caso, y a pesar de las críticas mencionadas, se puede afirmar que la concepción de la eficacia horizontal mediata o indirecta de los derechos fundamentales está plenamente consolidada en nuestra doctrina y jurisprudencia constitucionales. Nuestro Tribunal Constitucional afirma sin ambages que: “En un Estado Social de Derecho no puede sostenerse con carácter general que el titular de tales derechos no lo sea también en la vida social” (STC 18/1984).

“Los derechos constitucionales —escribe Torres del Moral— no pueden ser invocados para eludir las obligaciones nacidas de relaciones jurídico-privadas. Pero tampoco pueden esgrimirse los principios que rigen dichas relaciones para impedir, más allá, de los imperativos propios impuestos por el contrato, el ejercicio de un derecho o libertad constitucional. Menos aun pueden validarse las estipulaciones contractuales incompatibles con el respeto a los derechos constitucionales, sino que deben tenerse por nulas”. Esta concepción dista mucho de ser una doctrina inútil, o que, como sostienen algunos, nos sitúe de nuevo en el punto de partida. Como ha destacado Cruz Villalón “la facultad que con base en la teoría de la eficacia mediata, se reconoce a los órganos judiciales de hacer pasar por el tamiz de los derechos fundamentales al Derecho privado en su doble vertiente de derecho imperativo y derecho dispositivo, supone, por la inherente generalidad de los preceptos constitucionales relativos a los derechos fundamentales, un instrumento de enorme trascendencia, en la tarea de concreción de los derechos fundamentales, puesto en manos de dichos órganos judiciales”. Ahora bien, el inconveniente de esta opción es la inseguridad jurídica que provoca. Hesse ha destacado también la dificultad en que se encuentra el juez en estos casos: “El juez se encuentra ante la difícil tarea de hallar, compensando o ponderando en el caso de que se trate, el carácter y la influencia de los diversos derechos fundamentales a partir de los parámetros amplios e indeterminados de esos mismos derechos. Ello amenaza con entrar en contradicción con la misión de un Derecho Privado conforme a las exigencias del Estado de Derecho, que debe hacer posible con ayuda de regulaciones claras, detalladas y precisas, la modelación de las relaciones jurídicas y la solución judicial a los problemas del caso. La ventaja de una amplia validez y efectividad de los derechos fundamentales se paga al pre-

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cio de una cierta inseguridad jurídica y de una pérdida de autonomía del Derecho Privado”. Esa inseguridad puede ser colmada de dos formas: mediante la intervención del legislador para llevar a cabo esa concretización o, en su defecto, y como ha ocurrido hasta ahora, a través de la actuación del Tribunal Constitucional. El defensor

de la Constitución ha asumido el control de los juicios sobre la relevancia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares formulados por los tribunales ordinarios y, de esta forma, ha garantizado una interpretación uniforme del contenido y alcance de los derechos fundamentales. Por ello, compartimos la opinión de Cruz Villalón de que no son aceptables las críticas formuladas al Tribunal en el sentido de que su único interés sea expandir de forma injustificada el ámbito de su jurisdicción y su influencia sobre el Derecho civil: “Mientras el contenido y alcance de la Drittwirkung deba ser de creación predominante jurisprudencial no parece coherente excluir al Tribunal Constitucional de esta labor, dejando a la jurisdicción ordinaria como última y definitiva instancia en una materia en la que tan directamente se halla concernida la eficacia normativa de la Constitución”.

Sin embargo, la otra opción para poner fin a la inseguridad, esto es, la intervención del legislador no se ha producido. Corresponde al legislador determinar cuáles son las consecuencias que, para las relaciones entre particulares, se derivan del reconocimiento constitucional como derechos fundamentales de la libertad de expresión, del derecho a la intimidad, del principio de igualdad, etc. La posterior intervención del Juez llevará a cabo la concreción última de esta eficacia horizontal, pero debería producirse siempre en el marco previamente delimitado por el legislador. La pasividad del legislador en este ámbito es la que ha provocado un protagonismo judicial de efectos indeseados. Podemos por ello concluir este apartado subrayando la necesidad de que sean las Cortes las que asuman la función primera de concretizar el alcance de la “dritwirkung” en los diferentes derechos: “Conforme el legislador asuma su función de concreción de la eficacia horizontal o Drittwirkung disminuirá la presencia del Tribunal Constitucional en el control de la adecuación a la Constitución del derecho privado realizada por los Tribunales ordinarios. Con ello, el Tribunal Constitucional podrá centrar su actuación, también en esta materia, en lo que sin duda es su misión más característica, el control del legislador” (Cruz Villalón).

Y es que, efectivamente, como ha recordado Hesse, la obligación del Estado

de proteger los derechos fundamentales frente a su posible afectación o vulnera-

ción por terceros, debe concebirse, esencialmente, como una función del legisla-

dor: “Antes que nada, éste debe establecer regulaciones que impidan los abusos sociales o económicos; en el campo del Derecho Privado tiene que concretar el contenido jurídico de los derechos fundamentales como principios objetivos del ordenamiento jurídico en su conjunto, así como deslindar las situaciones jurídicas

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fundamentalmente protegidas. Sólo allí donde el legislador no cumpla o no pueda cumplir esta tarea, quedan en las decisiones judiciales márgenes para una eficacia mediata respecto de terceros”. Para completar esta exposición debemos recordar que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha destacado una serie de ámbitos de eficacia horizontal de los derechos, entre los que destaca el sociolaboral. Al fin y al cabo, la capacidad de penetración de los derechos fundamentales en las relaciones privadas, —y del consiguiente sacrificio de la autonomía de la voluntad— es tanto mayor cuanto más lo sea la asimetría de aquellas, de forma análoga a lo que sucede con el poder público. Tal es el caso de la relación laboral. Normalmente, ha sido el legislador (Estatuto de los Trabajadores, Ley Orgánica de Libertad Sindical) el encargado de concretar indirectamente la eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones laborales, desarrollando así la dimensión objetiva de los mismos. Ahora bien, en los casos en los que el legislador no ha llevado a cabo la publificación de las relaciones laborales, el Tribunal Constitucional se ha encargado de limitar el alcance del principio de autonomía de la voluntad en el contrato de trabajo en beneficio del trabajador, para hacer valer la eficacia de sus derechos fundamentales no específicamente propios de la relación laboral (intimidad, propia imagen, libertad ideológica, libertad de expresión, etc.)

frente a los poderes de dirección y organización del empresario. La doctrina del Tribunal al respecto puede resumirse así: el empresario sólo puede restringir el ejercicio de derechos fundamentales del trabajador cuando ello sea necesario para la realización de los fines empresariales garantizados por el cumplimiento de las obligaciones contractuales (SSTC 120/83 y 88/1985). Pero las muestras de la eficacia horizontal de los derechos no se agotan en el ámbito laboral. Torres del Moral recuerda también las siguientes: la no obligatoriedad de declarar sobre la ideología, religión o creencias (art. 16. 2) que también opera frente a los particulares; la igualdad de los hijos y de los cónyuges (art. 39. 2 y 32.1); o el principio de igualdad como límite de la libertad de testar (STC 27/82). La problemática de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales se ha planteado también en el ámbito de protección internacional de los mismos y, por lo que a nosotros nos interesa, en el marco del Convenio Europeo de Derechos Humanos. El Convenio guarda silencio sobre esta cuestión. La doctrina del Tribunal Europeo es que, aunque el Convenio obliga a los Estados (y no a los parti-

culares), cuando se produce una conducta lesiva de un derecho fundamental en el

seno de un Estado, aunque los poderes públicos del mismo no hayan participado directamente en dicha lesión, el Estado debe ser considerado responsable de dicha lesión, en los términos del Convenio, en la medida en que con su conducta activa u omisiva ha hecho posible o no ha reprimido la lesión (STEDH de 13 de agosto de 1981, caso Young, James y Webster).

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9. LA INTERPRETACIÓN DE LOS DERECHOS 9.1.

La interpretación como “concreción” de enunciados abstractos

La interpretación de los derechos fundamentales consiste en una labor en gran medida creadora. Los abstractos enunciados constitucionales tienen que ser concretados en cada caso. Las disposiciones relativas a los derechos fundamentales son “conforme a la literalidad y morfología de sus palabras, fórmulas lapidarias y preceptos de principio que carecen en sí mismos, además, de un único sentido material. Si, no obstante, deben operar como derecho directamente aplicable y ser efectivos, requieren, de un modo diverso al de los preceptos legales normales, una interpretación no sólo explicativa, sino rellenadora, que recibe no pocas veces la forma de un desciframiento o concreción” (Bockenfórde). Tomemos como ejemplo el enunciado del artículo 15 CE: “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”. El significado del enunciado constitucional es, en principio, muy claro: supone el reconocimiento del derecho a la vida y a la integridad física y moral. Ahora bien, una vez establecido esto, surgen múltiples interrogantes sobre el significado y alcance concreto de las muchas normas contenidas en esa disposición: ¿quiénes son los titulares del derecho?, ¿está incluido el nasciturus entre ellos?, ¿el derecho a la vida incluye el derecho a disponer de ella, y por tanto, el derecho a la muerte?, ¿hasta dónde llegan las obligaciones del Estado para preservar la vida de las personas?, ¿la pena de prisión perpetua es inhumana?, ¿se puede prohibir la venta voluntaria de órganos?, ¿puede el Estado ordenar el derribo de un avión civil con pasajeros para evitar un atentado con resultado de muerte para cientos o miles de personas? Es evidente que el enunciado constitucional no da una respuesta concreta ni a estos ni a otros muchos interrogantes que podríamos plantear. Se trata de enunciados abstractos que permiten concreciones diversas por parte del legislador. La mayoría parlamentaria tiene así diversas posibilidades de actuación para desarrollar legislativamente estas cuestiones. Pero es, obviamente, el Tribunal Constitucional quien, en su labor de control de constitucionalidad de la ley, tiene la

última palabra. A él corresponde determinar si el legislador ha respetado, o no,

el contenido esencial de los derechos, esto es, si ha actuado dentro de los límites

señalados por el poder constituyente.

Ahora bien, en la medida en que la interpretación llevada a cabo por el Tribunal es también creadora, es preciso que este respete el ámbito de libertad del legislador, y únicamente anule la concreción del derecho (interpretación) efectuada por aquel cuando se trate de una interpretación que no tenga cabida en el enun-

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ciado constitucional abstracto. He aquí la cuestión central y decisiva de la dogmática de los derechos fundamentales: “¿Cómo saber que el órgano legislativo al desarrollar los derechos fundamentales hace una concreción constitucionalmente adecuada de ellos? ¿Cómo saber que el Tribunal Constitucional se limita a ser el supremo intérprete de la Constitución y no un “soberano oculto” que en lugar de esclarecer el marco constitucional lo reescribe?” (Bastida).

Volviendo al ejemplo, y en una importante sentencia resolutoria de un recurso de amparo en que se invocaba el art. 15 CE, el Tribunal Constitucional sentenció que “no es posible admitir que la Constitución garantice en su artículo 15 el derecho a la propia muerte” (STC 120/1990). En ese caso, ¿qué ocurriría si el legislador en su legítima facultad de concreción del derecho a la vida incluye en él, con todas las garantías debidas, y en determinadas circunstancias, el derecho

a no seguir viviendo? ¿Podría el Tribunal Constitucional imponer al legislador la interpretación contraria?

Es evidente que podría hacerlo. Pero no lo es menos que, de esa forma, estaría extralimitándose en su función. Y ello porque el enunciado constitucional permite, en principio, las dos interpretaciones. La única forma de sortear el veto del Alto Tribunal sería activar el procedimiento de reforma constitucional para incluir en el Texto Constitucional la interpretación cuestionada. Ahora bien, las dificultades procedimentales para ello son notables. Para evitar esta situación es preciso que los miembros del Tribunal sean conscientes de su posición. Los Magistrados constitucionales tienen que velar por el respeto de la Constitución, es decir, garantizar que la voluntad de los poderes constituidos no prevalece sobre la del poder constituyente; pero lo que no pueden legítimamente hacer es suplir esa voluntad, esto es, imponer su concreta interpretación sobre el enunciado de un derecho fundamental, cuando el constituyente admitió diversas concreciones. Baste lo anterior para poner de de los derechos fundamentales es entre el Parlamento y el Tribunal blemas centrales y nucleares de la

manifiesto que la interpretación constitucional un tema decisivo para entender las relaciones Constitucional, y en definitiva, uno de los proTeoría de la Constitución.

En una de sus primeras sentencias, en relación al derecho de huelga, el Tribu-

nal constitucional señaló claramente derechos fundamentales compete al adelante convendrá observar, una vez cisiones políticas y el enjuiciamiento otro plano distinto la calificación de

la diferente función que en relación a los Parlamento y a él mismo: “Antes de seguir más, que en un plano hay que situar las depolítico que tales decisiones merezcan, y en inconstitucionalidad, que tiene que hacerse

con arreglo a criterios estrictamente jurídicos. La Constitución es un marco de

coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución

no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes imponien-

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do autoritariamente una de ellas. A esta conclusión habrá que llegar únicamente cuando el carácter unívoco de la interpretación se imponga por el juego de los criterios hermenéuticos. Queremos decir que las opciones políticas y de gobierno no están previamente programadas de una vez por todas, de manera tal que lo único que cabe hacer en adelante es desarrollar ese programa previo” (STC 11/1981). Como ha advertido Bastida, el legislador se mueve en un proceso de concreción política que tiene como presupuesto una comprensión jurídica del marco constitucional dentro del cual puede actuar. La Constitución es un límite a su actuación. De las diversas posibilidades políticas que le permite la Constitución, el legislador elige una (concreción política) y la plasma jurídicamente en una ley. Importa por ello destacar que la concreción efectuada por el legislador consta siempre de dos fases: en la primera, jurídica, se afirma o constata que su actuación no desborda los límites constitucionales; en una segunda, política, se opta por una de las diversas posibilidades que la Constitución ofrece. “La ley es una concreción política de lo constitucionalmente posible y, en este sentido, es también jurídicamente una concreción constitucional. Por eso puede decirse que, en puridad, el legislador no tiene como función interpretar la Constitución, sólo fundamentar la ley sin traspasar sus márgenes” (Bastida). El Tribunal Constitucional, en cambio, se mueve en un proceso de concreción exclusivamente jurídica del marco constitucional. Su labor consiste en fundamentar por qué su comprensión jurídica es la única aplicación correcta del Texto Constitucional, es decir, la única interpretación que cabe hacer dentro de los límites fijados por la Constitución. El control abstracto que ejerce sobre la constitucionalidad de la ley debe versar sobre la adecuada comprensión jurídica que esta haya hecho de esos límites, no sobre la concreción política que comporta. Por ello decimos que la legitimidad del Tribunal radica en su condición de Tribunal de Derecho, al que compete declarar el sentido del texto constitucional a través de razonamientos exclusivamente jurídicos. En este sentido, no es admisible que el Tribunal Constitucional se convierta en un legislador alternativo, es decir, en un órgano que imponga —desde su supremacía— una concreción política distinta a la adoptada por el Parlamento. Sin embargo esto es algo que, a veces, ha ocurrido y que puede ocurrir en el futuro. La STC 53/1985 es un claro ejemplo de ello. Los votos particulares formulados a la misma por los magistrados Tomás y Valiente y Rubio Llorente son, desde esta óptica, una magnífica lección sobre las relaciones entre el Tribunal y el legislador en materia de derechos fundamentales. Por su relevancia creo oportuno reproducir la muy lúcida y brillante argumentación de Rubio Llorente: “Las razones de mi disentimiento pueden resumirse en el simple juicio de que con esta decisión la mayoría traspasa los límites propios de la jurisdicción constitucional e invade el ámbito que la Constitución reserva al legislador; vulnera así el principio de separación de poderes, inherente a la idea de Estado de Derecho y opera como si el

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Tribunal Constitucional fuese una especie de tercera Cámara, con facultades para resolver sobre el contenido ético o la oportunidad política de las normas aprobadas por las Cortes Generales. Es cierto que esta errónea concepción de la jurisdicción constitucional parece muy extendida en nuestra sociedad; que precisamente con motivo de este recurso se han expresado en la prensa multitud de opiniones que implícita o explícitamente partían del supuesto de que el fundamento de nuestra Sentencia había de ser el juicio sobre la licitud o ilicitud ética del aborto, o la conveniencia de su despenalización, y que (y ello es aún más penoso) destacadas figuras políticas, e incluso miembros del Gobierno, han efectuado declaraciones que manifiestamente arrancaban del mismo convencimiento. Es evidente, sin embargo, que por difundida que esté, tal idea es errónea e incompatible con nuestra Constitución y con los principios que le sirven de base. El Tribunal Constitucional, que no ostenta la representación popular, pero que sí tiene el tremendo poder de invalidar las leyes que los representantes del pueblo han aprobado, no ha recibido este poder en atención a la calidad personal de quienes lo integran, sino sólo porque es un Tribunal. Su fuerza es la del Derecho y su decisión no puede fundarse nunca por tanto, en cuanto ello es humanamente posible, en nuestras propias preferencias éticas o políticas, sino sólo en un razonamiento que respete

rigurosamente los requisitos propios de la interpretación jurídica. En la fundamentación de la presente Sentencia falta ese razonamiento riguroso y es esa falta de rigor la que conduce a la, a mi juicio, errada decisión”.

Rubio Llorente reprocha a la mayoría haber sustituido el razonamiento jurídico por el argumento ético o ideológico: “No opera este razonamiento, en efecto, con las categorías propias del Derecho (en primer lugar, y naturalmente, con el concepto mismo del derecho subjetivo), sino con las de la ética. Pese a las consideraciones difícilmente inteligibles (y, en la medida en que lo son, para mí resueltamente inaceptables) que en el fundamento 4 se hacen sobre “el ámbito, significación y función de los derechos fundamentales en el constitucionalismo de nuestro tiempo”, los Magistrados que han formado en esta ocasión la mayoría no razonan a partir del reconocimiento de un derecho fundamental del nasciturus a la vida, que expresamente niegan en los fundamentos 5, 6 y 7, sino apoyados sobre la idea de que, siendo la vida humana “un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional” (fundamento 3), el Estado está obligado a “establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida (sic), incluya también como última garantía las normas penales” (fundamento 7). Los derechos fundamentales que efectivamente están implicados en este difícil tema de la sanción penal del aborto consentido (al libre desarrollo de la personalidad —art. 10—, a la integridad física

y moral —art. 15—, a la libertad de ideas y creencias —art. 16—, a la

intimidad personal y familiar —art. 18—) apenas son invocados de manera retórica en el fundamento 8 o como justificación de la no punición del aborto en los

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dos siguientes. Paso por alto en este momento, en aras de la brevedad, el análisis de los defectos lógicos y conceptuales que creo apreciar en las consideraciones hechas sobre el concepto indeterminado” de la vida y otros extremos, así como sobre el error de no haber entrado a fondo en el problema que la tipificación penal del aborto consentido plantea desde el punto de vista del derecho de la mujer a su intimidad y a su integridad física y moral. Lo que ahora me importa, por el motivo ya antes indicado, es subrayar que este modo de razonar no es el propio de un órgano jurisdiccional porque es ajeno, pese al empleo de fraseología jurídica, a todos los métodos conocidos de interpretación. El intérprete de la Constitución no puede abstraer de los preceptos de la Constitución el valor o los valores que, a su juicio, tales preceptos “encarnan”, para deducir después de ellos, considerados ya como puras abstracciones, obligaciones del legislador que no tienen apoyo en ningún texto constitucional concreto. Esto no es ni siquiera hacer jurisprudencia

de valores, sino lisa y llanamente suplantar al legislador o, quizá más aún, al propio poder constituyente. Los valores que inspiran un precepto concreto pueden servir, en el mejor de los casos, para la interpretación de ese precepto, no para deducir a partir de ellos obligaciones (¡nada menos que del poder legislativo, representación del pueblo!) que el precepto en modo alguno impone. Por esta vía, es claro que podía el Tribunal Constitucional, contrastando las Leyes con los valores abstractos que la Constitución efectivamente proclama (entre los cuales no está, evidentemente, el de la vida, pues la vida es algo más que “un valor jurídico”) invalidar cualquier Ley por considerarla incompatible con su propio sentimiento de la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo político. La proyección normativa de los valores constitucionalmente consagrados corresponde al legislador, no al

Juez”. (Voto particular de F. Rubio Llorente a la STC 53/1985).

El citado voto particular pone de manifiesto que “si no hay una autocontención del Tribunal Constitucional, el resultado es que el Estado de Derecho se muta en un Estado judicial gobernado por un Tribunal Constitucional convertido en un deus ex machina” (Bastida).

9.2.

La fuerza expansiva de los derechos fundamentales

La posición central que los derechos fundamentales ocupan en el ordenamiento jurídico (como elementos objetivos y esenciales del mismo) les dota de una notable fuerza expansiva dirigida a asegurar, en todo caso, su plena efectividad. En materia de interpretación, el Tribunal Constitucional ha señalado que, ante

cualquier duda suscitada en el ámbito normativo de los derechos fundamentales, debe prevalecer siempre la interpretación que dote de mayor viabilidad y vigor al derecho en cuestión (SSTC 69/84, 1/89, 32 y 34/89). El principio de interpretación más favorable a la efectividad del derecho debe orientar la labor de todos los aplicadores jurídicos. Ahora bien, la aplicación de este criterio hermenéutico exige la

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existencia de alguna res dubia o de alguna variante admisible en la interpretación de los preceptos legales ya que, en otro caso, no se estaría protegiendo el derecho, sino suplantando el papel del legislador (STC 32/89). De lo anterior se deriva también la existencia de otro principio interpretativo, favor libertatis, en virtud del cual todas las limitaciones que el legislador establezca en relación con los derechos fundamentales requieren inexcusablemente una interpretación restrictiva. “En un Estado democrático de Derecho —escribe

Torres del Moral—

la libertad es la regla, y su limitación la excepción, la cual,

por este su carácter, ha de estar siempre justificada. De ahí el viejo adagio jurídico acerca de que los preceptos reconocedores de los derechos deben ser interpretados extensivamente, en tanto que los que contienen limitaciones o excepciones nega-

tivas deben serlo restrictivamente”.

A mayor abundamiento, Pérez Luño defiende la conveniencia de reemplazar la concepción estática y defensiva de este principio de interpretación favorable a la libertad por otra positiva y dinámica que busque maximizar y optimizar la eficacia de los derechos. En tercer lugar, todos los derechos fundamentales han de ser interpretados teniendo en cuenta su condición, —según dispone el ya examinado artículo 10. 1 de la Constitución— de “fundamento del orden político y de la paz social”. El fuerte contenido axiológico de este precepto incluye principios que pueden ser utilizados para la interpretación de normas declarativas de derechos fundamentales (SSTC 186,267 y 290/2000). Finalmente, es preciso analizar, con mayor

detalle, un criterio hermenéutico

establecido por el constituyente en el apartado segundo del artículo 10. “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

9.3.

La cláusula del art. 10. 2

El artículo 10. 2 encuentra su antecedente inmediato y su fuente de inspiración en el art. 16. 2 de la Constitución portuguesa de 1976. Posteriormente ha sido recogido en otros Textos Constitucionales, como es el caso del artículo 20 de la Constitución rumana. En otro ámbito geográfico donde existe también un avanzado sistema de protección supranacional de los derechos —la Corte Interamericana de Derechos Humanos— cabe mencionar el art. 93. 2 de la Constitución de Colombia. La remisión constitucional que analizamos implica que, bien sea por aplicación directa Oo, de forma indirecta, por vía de interpretación, los operadores ju-

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rídicos han de tener en cuenta entre otros los siguientes Tratados y convenios internacionales: a) Carta de Naciones Unidas de 1945. b) Estatuto de la Corte Internacional de Justicia de 1946. c) Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. d) Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 1950 con sus Protocolos adicionales. e) Carta Social Europea de 1961 revisada en 1996. f) Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. g) Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. h) Convención de la UNESCO 1967.

contra la discriminación en la enseñanza de

1) Convenio sobre los Derechos Políticos de la Mujer de 1974, 3) Acta Final de la Conferencia de Helsinki de 1975. k) Convenio Europeo para la Protección de las Personas en relación al Tratamiento Automatizado de Datos de Carácter Personal de 1981. |) Convención contra la Tortura de 1985. m) Convención sobre los derechos del niño de 1989, n) Diversas declaraciones relativas a los derechos, igualdad y protección de las personas con discapacidad o con dependencia, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas ñ) Convenio número 87 de la Conferencia Internacional de Trabajo de 1948 y

diversos Convenios de la Organización Internacional del Trabajo (núm. 98, 100, 111, 117, 135 y otros). o) Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998.

p) Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina de 1997. q) La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, incorporada por remisión al Tratado de Lisboa de 2009. Todas estos Tratados, en tanto han sido ratificados por España, una vez publicados oficialmente, —en virtud de lo dispuesto en el artículo 96 de la Constitución— forman parte del ordenamiento jurídico. Algunos autores consideran, por ello, que nos encontramos ante un precepto superfluo. Esto supone desconocer el verdadero alcance de la cláusula que nos ocupa. El constituyente, mediante el artículo 10. 2, atribuye a los Tratados Internacionales sobre derechos humanos ratificados por España una posición y un valor superiores y muy diferentes de la

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que se desprende de la fuerza pasiva que poseen el resto de Tratados en virtud del mencionado artículo 96. Por otro lado, se advierte también que esos Tratados contienen una regulación de los derechos mucho más general y limitada que la establecida en la Constitución. Ahora bien, siendo todo ello cierto, es obvio que el artículo 10. 2 no puede ser utilizado en ningún caso para llevar a cabo una interpretación restrictiva de nuestra tabla de derechos. “El problema —escribe Torres del Moral— nunca nos llevaría al disparate de tener que interpretar y aplicar restrictivamente las garantías constitucionales. Dichos textos internacionales, al tiempo que fijan esos mínimos, estimulan a los Estados-parte a la superación de los mismos, poniendo el ideal en la plenitud del Estado de Derecho y de la democracia”. Con todo, esta remisión tampoco confiere rango constitucional a los derechos no reconocidos en la Constitución, por lo que tampoco podría ser invocada para ampliar nuestra tabla de derechos. ¿Cuál es entonces el significado y alcance del 10. 2? En primer lugar, conviene advertir que el artículo 10. 2 supone una muy notable excepción al principio general de interpretación de las normas de conformidad con la Constitución. En materia de derechos, la Constitución se inserta en un concreto contexto supra e internacional (STC 62/1982) y, en este ámbito,

“es la Constitución la que ha de interpretarse conforme a normas que en nuestro sistema de fuentes tienen rango inferior y orientarse por la jurisprudencia recaída sobre ellas” (Torres del Moral). En virtud del art. 10. 2 CE, los tratados mencionados son criterio interpretativo de los derechos reconocidos en la Constitución. Y lo son, no sólo en la versión que tuvieran en el momento de la aprobación de la Constitución, sino también en su versión futura. El Tribunal Constitucional ha advertido que “la interpretación a que alude el citado artículo 10. 2 del texto constitucional no convierte a tales tratados o acuerdos internacionales en canon autónomo de validez de las normas y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales. Si así fuera, sobraría la proclamación constitucional de tales derechos, bastando con que el constituyente hubiera efectuado una remisión a las Declaraciones internacionales (...) Por el contrario, realizada la mencionada proclamación, no puede haber

duda de que la validez de las disposiciones y actos impugnados en amparo debe medirse sólo por referencia a los preceptos constitucionales (...) siendo los textos y acuerdos internacionales del artículo 10. 2 una fuente interpretativa que contribuye a la mejor identificación del contenido de los derechos cuya tutela se pide a este Tribunal (STC 64/91)”. Es decir, por la vía del artículo 10. 2 no se puede dar

rango constitucional a los derechos y libertades internacionalmente proclamados si no están también consagrados en nuestra Constitución (STC 36/91).

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El artículo 10. 2 no amplía, por tanto, la tabla de derechos, sino que señala

al intérprete —con carácter vinculante— un criterio hermenéutico para resolver

dudas sobre el significado y alcance de las normas declarativas de derechos. Pero para poder acudir a él, esto es, para poder interpretar según los Tratados una norma declarativa de derechos es preciso que esta exista. Es decir, no cabe acudir al Derecho Internacional para la interpretación de un derecho que no existe en nuestro ordenamiento. Así por ejemplo, el de autodeterminación de los pueblos. En definitiva, si como venimos explicando interpretar es concretar, no cabe duda de que el legislador no ha de guiarse sólo por su propia comprensión del Texto Constitucional sino que ha de partir también de la concreción llevada a cabo por los Tratados Internacionales y por la jurisprudencia existente sobre ellos. Las normas —y jurisprudencia— internacionales sobre derechos fundamentales concretan el significado y alcance de los mismos, y esa concreción se impone al legislador nacional. Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional al afirmar que “en la práctica este contenido (el de los Tratados) se convierte en cierto modo en el contenido constitucionalmente declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del título I de nuestra Constitución” (STC 36/1991).

Establecido esto, no creemos que el 10. 2 sea, en modo alguno, un precepto superfluo. Su verdadero valor reside en la apelación al diálogo jurisdiccional con las Cortes Internacionales de Derechos y, de forma especial y singular, con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por efecto del artículo 10. 2 la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo inspira y guía la de nuestro Tribunal Constitucional, que no podría apartarse de ella o contradecirla. El Tribunal Constitucional ha reconocido que la remisión “autoriza y aun aconseja referirse, para la búsqueda

de estos criterios (de interpretación de los derechos), a la doctrina sentada por el

Tribunal Europeo de Derechos Humanos” (SSTC 36/84, 123/87, 303/93, 147/99

y 119/2001). La doctrina considera, por ello, que el precepto que nos ocupa constitucionaliza el acervo doctrinal y jurisprudencial resultante de la interpretación efectuada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Convenio de 1950. La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea es —junto con el ya mencionado Convenio Europeo de Derechos Humanos— el más importante parámetro hermenéutico de las normas constitucionales internas sobre derechos y libertades. El legislador orgánico en el articulado de la LO 1/2008, de 30 de julio,

por la que se autorizó la ratificación por España del Tratado de Lisboa se hizo eco de ello y en el artículo 2 dispuso: “A tenor de lo dispuesto en el párrafo segundo del artículo 10 CE y en el apartado 8 del artículo 1 del Tratado de Lisboa, las normas relativas a los derechos y libertades que la Constitución reconoce se interpretarán también de conformidad con lo dispuesto en la Carta de Derechos Fundamentales”.

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El Tribunal Constitucional ha ratificado este valor hermenéutico. En este sentido cabe señalar la SIC 37/2011 en la que otorgó el amparo por lesión del derecho a la integridad física (art. 15 CE) en un caso en el que no se proporcionó al paciente de una intervención la información necesaria para satisfacer su derecho a prestar un consentimiento debidamente informado. El fallo se fundamentó parcialmente en que el art. 3 de la Carta, que reconoce el derecho a la integridad física y psíquica, dispone en su apartado 2 que, “en el marco de la medicina y la biología se respetarán en particular: el consentimiento libre e informado de la persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas en la ley”. El Tribunal comienza su argumentación recordando que “el art. 15 CE no contiene una referencia expresa al consentimiento informado, lo que no implica que este instituto quede al margen de la previsión constitucional de protección de la integridad física y moral”, y ello porque “para determinar las garantías que, desde la perspectiva del art. 15 CE, se imponen a toda intervención médica que afecte a la integridad corporal del paciente, podemos acudir, por una parte, a los tratados y acuerdos en la materia ratificados por España, por el valor interpretativo de las normas relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas que les reconoce el art. 10.2 CE (por todas, SIC 6/2004, de 16 de enero, FJ 2), y, por otra,

a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que también ha de servir de criterio interpretativo en la aplicación de los preceptos constitucionales

tuteladores de los derechos fundamentales, de acuerdo con el mismo art. 10.2 CE, según tenemos declarado, entre otras muchas, en las SSTC 303/1993, de 25 de

octubre, FJ 8, y 119/2001, de 24 de mayo, FJ 5, para concluir con el examen de la regulación legal encargada de plasmar esas garantías”. Dicho esto señala expresamente que “entre esos elementos hermenéuticos encontramos, en primer lugar, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, aprobada en Niza el 7 de diciembre de 2000, y reconocida —tal como fue adaptada el 12 de diciembre de 2007 en Estrasburgo— con el mismo valor jurídico que los Tratados por el art. 6.1 del Tratado de la Unión Europea (Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2007, en vigor desde el 1 de diciembre de 2009)”. El art. 3 de la Carta reconoce el derecho de toda persona a la integridad física y psíquica, obligando a respetar, en el marco de la medicina y la biología “el consentimiento libre e informado de la persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas por la ley”. El Tribunal concluye su argumentación afirmando que “de acuerdo con lo expuesto, podemos avanzar que el consentimiento del paciente a cualquier inter-

vención sobre su persona es algo inherente, entre otros, a su derecho fundamental a la integridad física, a la facultad que éste supone de impedir toda intervención no consentida sobre el propio cuerpo, que no puede verse limitada de manera injustificada como consecuencia de una situación de enfermedad”.

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10. LOS LÍMITES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES “La libertad —escribe Torres del Moral— es la regla en un Estado democrático de Derecho; su limitación es la excepción y, como tal, debe estar sólidamente justificada, hacerse por ley y respetar el contenido esencial del derecho en cuestión”. La reserva de ley y el respeto al contenido esencial de los derechos como garantía de estos, serán estudiados en el capítulo siguiente. Nos importa examinar ahora el significado de los límites de los derechos. El Tribunal Constitucional ha tenido siempre presente que los límites a los derechos revisten un carácter de excepción: “Cuando se coarta el libre ejercicio de los derechos reconocidos por la Constitución —afirma el Alto Tribunal— el acto es tan grave que necesita encontrar una especial causalización y el hecho o el conjunto de hechos que lo justifican deben explicitarse con el fin de que los destinatarios conozcan las razones por las cuales su derecho se sacrificó y cuáles son los intereses a los que se sacrificó. De este modo, la motivación no es sólo una elemental cortesía, sino un riguroso requisito del acto de sacrificio de los derechos”. (SSTC 26/81, 62/82, 13/85, 72/86, 59/95, 170/96, 67/97). Las razones que explican y justifican las limitaciones de los derechos son fácilmente comprensibles. Los derechos fundamentales se insertan en el ordenamiento jurídico como derechos públicos subjetivos respecto de todas las personas o ciudadanos, según los casos, en condiciones de igualdad. La necesaria protección de los derechos de una persona puede exigir la limitación de los derechos de otra. En este sentido Solozábal recuerda que “la idea del hombre cuya dignidad se protege y de la que parte el constituyente no es la correspondiente a un ser aislado o mónada social, sino ligado, por decirlo así, a la convivencia en sociedad, obligado,

por tanto, al respeto a la ley y a los derechos de los demás, vinculación de la que no se sigue una perturbación o daño de su personalidad, sino antes bien su cumplimiento y desarrollo cabal”. Todos los derechos tienen unos límites que, en unos casos, la propia Cons-

titución explicita, y, en otros, derivan de manera indirecta de ella, en tanto son

necesarios para proteger o preservar no solamente otros derechos, sino también

otros bienes constitucionalmente protegidos (STC 2/1982). Los derechos —afir-

ma el Tribunal Constitucional— se mueven dentro de un perímetro cuyos límites conforman los demás derechos y los derechos de los demás, así como el interés general y las normas penales. Pero no pueden ser subordinados, sin más, a cualquier fin social: “ha de tratarse de fines sociales que constituyan en sí mismos valores constitucionalmente reconocidos y la prioridad ha de resultar de la propia Cons-

titución”. (STC 22/84). El propio artículo 10. 1 establece, en este sentido, que el

respeto a la ley y a los derechos de los demás son también, junto a la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, “fundamento del orden político y de la paz social”.

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Como hemos visto, la única fuente válida para la creación de un derecho fundamental es la propia Constitución. Sin embargo, en su configuración colaboran otras fuentes, singularmente, las leyes y los tratados internacionales, y la jurisdicción —tanto ordinaria como constitucional— que es quien define, en última instancia, el significado, contenido y alcance de cada uno de los derechos. Los poderes legislativo y judicial llevan a cabo esa tarea de configuración dentro del marco que la propia Constitución establece para la delimitación de los derechos. Aunque sólo en algunos casos la Constitución se refiere de forma expresa a los límites de los derechos, todos ellos plantean la necesidad de precisar su ámbito de protección y de determinar las condiciones de su ejercicio. En definitiva, de delimitarlos. Delimitar significa determinar o fijar con precisión los límites de una cosa. En ese sentido delimitación y limitación son términos equivalentes. Los límites de los derechos pueden ser de dos tipos: explícitos o implícitos. Los límites explícitos son aquellos que, o bien aparecen incorporados a la definición misma del derecho, o bien se añaden a aquella como tales límites. Así por ejemplo: a) El artículo 20.4 establece el respeto al honor, a la intimidad personal y familiar, a la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia como límites frente a las libertades de expresión y de comunicación. b) El artículo 16. 1 dispone como límite de la libertad ideológica y de culto el mantenimiento del orden público protegido por la ley. c) En el mismo orden de consideraciones, la mendacidad es un límite al dere-

cho a comunicar información (art. 20. 1 d).

d) El porte de armas o la conducta no pacífica es un límite del derecho de reu-

nión (art. 21. 1);.

e) El interés particular es un límite para el derecho de fundación (art. 34. 1). f) El delito flagrante es un límite a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2). g) La persecución de fines o utilización de medios delictivos, o el carácter secre-

to O paramilitar son límites del derecho de asociación (art. 22. 2 y 5).

Los límites implícitos de los derechos son todos aquellos derivados de la necesidad de asegurar el respeto a los derechos de los demás así como los que tienen por objeto preservar otros bienes constitucionalmente protegidos. En la mayor parte de los casos en que se emplea esta noción, se hace para destacar esa necesidad de hacer compatible entre sí el goce de distintos derechos por parte de diferentes sujetos y, de forma muy especial, para aludir a los límites que impone a la libertad de expresión la preservación de los derechos a la intimidad y al honor (SSTC 2/82 y 77/85).

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Como consecuencia de todo lo anterior es un lugar común en la doctrina y en la jurisprudencia de casi todas las cortes constitucionales afirmar que ningún derecho fundamental puede tenerse por ilimitado o absoluto. Todos los derechos estarían sujetos a limitaciones. Ahora

bien, frente a esta común

afirmación, Torres del Moral

sostiene, con

apoyo en la redacción literal de algunos preceptos constitucionales, por un lado, y en las consecuencias últimas de la proclamación de la libertad como valor superior del ordenamiento, por otro, que sí cabe hablar de la existencia de derechos absolutos. Se refiere, concretamente, al menos a tres derechos. Reproducimos aquí

su razonamiento que compartimos plenamente: “La Constitución española afir-

ma algunas garantías con tal rotundidad y tal ausencia de distinciones que se impone su concepción como absolutas. Así ocurre con el derecho a la integridad física y psíquica, sin que en ningún caso pueda nadie ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes (art. 15), así como la no obligación de declarar sobre la propia ideología, religión, o creencias (art. 16. 2). De otro lado, aunque la Constitución ni siquiera repara en ello, o precisamente, por eso mismo,

la condición de hombre libre de todo ser humano que pise suelo español es también un derecho absoluto; las medidas y penas de privación de libertad no reducen a la esclavitud a quien las padece y no impiden totalmente el disfrute y ejercicio de los derechos”. Por otro lado, la prohibición de cualquier tipo de censura previa parece estar formulada también en términos absolutos. El artículo 20. 1 CE reconoce y protege los derechos a la libertad de expresión, de creación científica, artística, técnica y literaria, a la libertad de cátedra, y a comunicar y recibir libremente información. Y en su apartado segundo dispone que “el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa”. El Tribunal Constitucional ha entendido que esto supone el rechazo sin excepción de “la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales” (STC 176/1995), es decir, la prohibición de

“cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del espíritu, especialmente al hacerlas depender del examen oficial de su contenido, y siendo ello así parece prudente estimar que la Constitución, precisamente por lo terminante de su expresión, dispone eliminar todos los tipos imaginables de censura previa, aun los más débiles y sutiles” (STC 52/1983). Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre con los derechos anteriormente mencionados, el art. 20 es susceptible de ser suspendido —como veremos— durante los estados de excepción y sitio. Finalmente, y aunque ya nos hemos que existen también límites claros para damentales: “Es cierto que los derechos vierte el Tribunal en una doctrina muy

referido a ello, es la propia limitación fundamentales no consolidada— pero

importante subrayar de los derechos funson absolutos, —adno lo es menos que

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tampoco puede atribuirse dicho carácter a los limites a que ha de someterse el ejercicio de los mismos. Todas las normas relativas a tales derechos se integran en un único ordenamiento inspirado por los mismos principios; y tanto los derechos individuales como sus limitaciones, en cuanto éstas derivan del respeto a la Ley y a los derechos de los demás, son igualmente considerados por el art. 10.1 de la Constitución como “fundamento del orden político y de la paz social”. Se produce así, en definitiva, un régimen de concurrencia normativa, no de exclusión, de tal modo que tanto las normas que regulan el derecho fundamental como las que establecen límites a su ejercicio vienen a ser igualmente vinculantes y actúan recíprocamente. Como resultado de esta interacción, la fuerza expansiva de todo derecho fundamental restringe, por su parte, el alcance de las normas limitadoras que actúan sobre el mismo; de ahí la exigencia de que los limites de los derechos fundamentales hayan de ser interpretados con criterios restrictivos y en el sentido más favorable a la eficacia y a la esencia de tales derechos” (STC 254/1988).

El principio de proporcionalidad cumple una función importante a la hora de enjuiciar la legitimidad constitucional de las limitaciones de derechos y opera, en este ámbito, en una triple dirección: a) Las limitaciones que se establezcan en relación con cualquier derecho no

pueden obstruirlo más allá de lo razonable (SSTC 53/86 y 120/90).

b) Las medidas limitadoras han de ser adecuadas y razonables en orden a la consecución del fin que se pretende, que ha de ser un fin constitucionalmente amparado (STC 62/82).

c) La restricción resultante del derecho ha de ser proporcional a la situación en que se halle aquel a quien se impone, incluso en aquellos casos en los que los ti-

tulares de los derechos en cuestión se encuentren en una situación de las llamadas de sujeción especial (SSTC 37/1989 y 120/1990).

El CEDH también prevé expresamente que la posibilidad de que el legislador establezca determinadas limitaciones para derechos concretos en el ejercicio de su libertad de configuración siempre que el fin perseguido esté constitucionalmente justificado. Así, respecto a las libertades de expresión, el apartado 2 del artículo 10 señala: “El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o san-

ciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial”. En parecidos términos, el apartado 2 del artículo 11 relativo a las libertades de reunión y asociación, prevé la posibilidad de adoptar restricciones por medio de la ley que, “constituyan medidas necesarias

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en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades ajenos”.

11. EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD La finalidad del principio de proporcionalidad es evitar que el poder público competente para aplicar los límites de un derecho fundamental en un caso concreto, vulnere el contenido esencial del mismo. Con este principio se pretende garantizar que el límite cumpla su función (negar protección constitucional a una conducta que realmente no puede considerarse incluida en el objeto de un derecho fundamental) y no se convierta en una forma de disponer del derecho mismo. “Conviene indicar, —afirma el Tribunal Constitucional— como se recordaba en la SIC 58/1998, que los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución sólo pueden ceder ante los límites que la propia Constitución expresamente imponga, o ante los que de manera mediata o indirecta se infieran de la misma al resultar justificados por la necesidad de preservar otros derechos o bienes jurídicamente protegidos (SSTC 11/1981, 2/1982). Las limitaciones que se establezcan no pueden obstruir el derecho fundamental más allá de lo razonable (STC 53/1986),

de donde se desprende que todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las medidas restrictivas sean necesarias para conseguir el fin perseguido (SSTC 62/1982 y 13/1985), ha de atender a la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquél a quien se le impone (SIC 37/1989) y, en todo caso, ha de respetar su contenido esencial (SSTC 11/1981, 196/1987, 120/1990, 137/1990 y 57/1994)” (STC 18/1999).

En parecidos términos, y en lo que es ya una doctrina consolidada, el Tribunal subraya que “de conformidad con una reiterada doctrina de este Tribunal, la constitucionalidad de cualquier medida restrictiva de derechos fundamentales viene determinada por la estricta observancia del principio de proporcionalidad”. (STC 14/2003). Para el Tribunal Constitucional, “la exigencia constitucional de proporcionalidad de las medidas limitativas de derechos fundamentales requiere, además de la previsibilidad legal, que sea una medida idónea, necesaria y proporcionada en

relación con un fin constitucionalmente legítimo” (STC 169/2001).

En este sentido, “para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fundamental supera el juicio de proporcionalidad, es necesario constatar si cumple los tres siguientes requisitos o condiciones: si tal medida es susceptible de con-

seguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el

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sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio proporcionalidad en sentido estricto)” (STC 207/1996).

tal es el de

El juicio de proporcionalidad consta, por tanto, de tres fases: a) Juicio de idoneidad: Consiste en determinar la adecuación o no de la medida limitativa concreta al fin perseguido con la limitación impuesta al derecho fundamental. El primer canon del juicio de proporcionalidad exige precisar si la medida es susceptible de lograr el fin que con ella se persigue. La idoneidad que se exige es funcional. Es decir, no basta sólo con su idoneidad como medida restrictiva O limitativa, sino que es preciso que la restricción tenga por objeto limitar el derecho por la razón que justifica la existencia del límite. b) Juicio de necesidad: Consiste en determinar si la medida limitativa resulta o no imprescindible para alcanzar el fin que se persigue con la limitación del derecho. Es decir, verificar que no exista otro medio menos gravoso para lograr el mismo fin. c) Juicio de proporcionalidad en sentido estricto: Consiste en determinar que el sacrificio exigido al derecho fundamental que se limita no resulta desproporcionado en relación con el concreto derecho, bien o interés jurídico que pretende garantizarse con esa limitación. Ello se traduce en la exigencia de probar que el daño de estos últimos es real y efectivo, y una vez probado esto que los sacrificios exigidos a uno y otros están compensados. Del principio de proporcionalidad así entendido, el Tribunal Constitucional ha deducido una exigencia adicional de motivación de todos los actos de los poderes públicos que apliquen límites a los derechos fundamentales. Adicional porque supone un plus respecto al deber general de motivación de las sentencias u otro tipo de actuaciones de los poderes públicos. Con arreglo a esta doctrina, el Tribunal entiende que la falta de motivación de la medida restrictiva de un derecho fundamental supone vulneración del mismo (SSTC 151/1997, 177/1998).

La motivación de la medida limitativa debe ser expresa puesto que sólo así puede el Tribunal Constitucional controlar la correcta aplicación del principio de proporcionalidad (STC 200/1997). En canon todos bien,

definitiva, el principio de proporcionalidad opera como un importantísimo de constitucionalidad de los actos de aplicación de la ley, concretamente de aquellos que impliquen una limitación de un derecho fundamental. Ahora ¿puede utilizarse también como parámetro para enjuiciar la constituciona-

lidad de la ley?

Los derechos fundamentales y sus garantías

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El Tribunal Constitucional considera que “el principio de proporcionalidad

no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un canon de constitucio-

nalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de otros preceptos constitucionales”. Sin embargo —en el ámbito de los derechos fundamentales— el Tribunal reconoce que “la desproporción entre el fin persegulido y los medios empleados para conseguirlo puede dar lugar a un enjuiciamiento desde la perspectiva constitucional cuando esa falta de proporción implica un sacrificio excesivo e innecesario de los derechos que la Constitución garantiza” (STC 136/1999). Con estas premisas el Tribunal ha aplicado a las leyes limitativas de derechos, singularmente las leyes penales, el canon del principio de proporcionalidad. Por su relevancia, reproducimos aquí el FJ 23 de la citada sentencia: “El juicio de proporcionalidad respecto al tratamiento legislativo de los derechos fundamentales y, en concreto, en materia penal, respecto a la cantidad y calidad de la pena en relación con el tipo de comportamiento incriminado, debe partir en esta sede de la potestad exclusiva del legislador para configurar los bienes penalmente protegidos, los comportamientos penalmente reprensibles, el tipo y la cuantía de las sanciones penales, y la proporción entre las conductas que pretende evitar y las penas con las que intenta conseguirlo. En el ejercicio de dicha potestad el legislador goza, dentro de los límites establecidos en la Constitución, de un amplio margen de libertad que deriva de su posición constitucional y, en última instancia, de su específica legitimidad democrática (...). De ahí que, en concreto, la relación de proporción que deba guardar un comportamiento penalmente típico con la sanción que se le asigna será el fruto de un complejo juicio de oportunidad que no supone una mera ejecución o aplicación de la Constitución, y para el que ha de atender no sólo al fin esencial y directo de protección al que responde la norma, sino también a otros fines legítimos que pueda perseguir con la pena y a las diversas formas en que la misma opera y que podrían catalogarse como sus funciones o fines inmediatos a las diversas formas en que la conminación abstracta de la pena y su aplicación influyen en el comportamiento de los destinatarios de la norma —intimidación, eliminación de la venganza privada, consolidación de las convicciones éticas generales, refuerzo del sentimiento de fidelidad al ordenamiento,

resocialización, etc.— y que se clasifican doctrinalmente bajo las denominaciones de prevención general y de prevención especial. Estos efectos de la pena dependen a su vez de factores tales como la gravedad del comportamiento que se pretende disuadir, las posibilidades fácticas de su detección y sanción y las percepciones sociales relativas a la adecuación entre delito y pena”.

El Tribunal reconoce expresamente que, en este campo, el margen de libertad del legislador es muy amplio: “El juicio que procede en esta sede de amparo, en protección de los derechos fundamentales, debe ser por ello muy cauteloso. Se limita a verificar que la norma penal no produzca un patente derroche inútil de

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Javier Tajadura Tejada

coacción que convierte la norma en arbitraria y que socava los principios elementales de justicia inherentes a la dignidad de la persona y al Estado de Derecho”

(STC 55/1996, fundamento jurídico 8%) o una “actividad pública arbitraria y no respetuosa con la dignidad de la persona” (STC 55/1996, fundamento jurídico 99)

y, con ello, de los derechos y libertades fundamentales de la misma. Lejos (pues)

de proceder a la evaluación de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o

perfectibilidad, o de su relación con otras alternativas posibles, hemos de reparar únicamente, cuando así se nos demande, en su encuadramiento constitucional. De ahí que una hipotética solución desestimatoria ante una norma penal cuestionada

no afirme nada más ni nada menos que su sujeción a la Constitución, sin implicar, por lo tanto, en absoluto, ningún otro tipo de valoración positiva en torno a la misma”.

Con esas premisas el Tribunal formula la siguiente doctrina sobre el principio de proporcionalidad como canon de constitucionalidad de las normas penales: “Cabe afirmar la proporcionalidad de una reacción penal cuando la norma persiga la preservación de bienes o intereses que no estén constitucionalmente pros-

critos ni sean socialmente irrelevantes, y cuando la pena sea instrumentalmente apta para dicha persecución. La pena, además, habrá de ser necesaria y, ahora en un sentido estricto, proporcionada. En suma, según hemos reiterado en otras resoluciones, especialmente en la SIC

66/1995, fundamentos

jurídicos 4” y $2,

para determinar si el legislador ha incurrido en un exceso manifiesto en el rigor de las penas al introducir un sacrificio innecesario o desproporcionado, debemos indagar, en primer lugar, si el bien jurídico protegido por la norma cuestionada o, mejor, si los fines inmediatos y mediatos de protección de la misma, son suficientemente relevantes, puesto que la vulneración de la proporcionalidad podría declararse ya en un primer momento del análisis “si el sacrificio de la libertad que impone la norma persigue la prevención de bienes o intereses no sólo, por supuesto, constitucionalmente proscritos, sino ya, también, socialmente irrelevantes” (STC

55/1996, fundamento jurídico 7”; en el mismo sentido, STC 111/1993, ftundamento jurídico 9%). En segundo lugar deberá indagarse si la medida era idónea y necesaria para alcanzar los fines de protección que constituyen el objetivo del precepto en cuestión. Y, finalmente, si el precepto es desproporcionado desde la perspectiva de la comparación entre la entidad del delito y la entidad de la pena. Desde la perspectiva constitucional sólo cabrá calificar la norma penal o la sanción penal como innecesarias cuando, “a la luz del razonamiento lógico, de datos empíricos no controvertidos y del conjunto de sanciones que el mismo legislador ha estimado necesarias para alcanzar fines de protección análogos, resulta evidente la manifiesta suficiencia de un medio alternativo menos restrictivo de derechos para la consecución igualmente eficaz de las finalidades deseadas por el legislador” (STC 55/1996, fundamento jurídico 8”). Y sólo cabrá catalogar la norma penal o la sanción penal que incluye como estrictamente desproporcionada “cuando concurra

Los derechos fundamentales y sus garantías

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un desequilibrio patente y excesivo o irrazonable entre la sanción y la finalidad de la norma a partir de las pautas axiológicas constitucionalmente indiscutibles y de su concreción en la propia actividad legislativa” (STC 161/1997, fundamento

jurídico 12; en el mismo sentido SIC 55/1996, fundamento jurídico 9%)”.

La referida doctrina del Tribunal Constitucional supone, en todo caso, una

reducción del mentales. Por consideración aplicación de

margen de libertad del esta razón, una parte de que el principio que límites pero no para la

legislador para limitar los derechos fundade la doctrina la crítica. A ello se añade la nos ocupa es, en puridad, un canon para la creación de los mismos.

En nuestra opinión, la vinculación positiva del legislador a los derechos fundamentales reduce por sí misma su margen de actuación. Por ello, no puede elegir cualquier tipo de límites a los derechos. En esa vinculación positiva va implícita la exigencia de que los límites que se establezcan respeten el principio de proporcionalidad. BIBLIOGRAFÍA ALÁEZ

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Capítulo II

Las garantías de los derechos 1. INTRODUCCIÓN Un derecho vale jurídicamente lo que valen sus garantías. Desde los inicios del régimen constitucional se tuvo conciencia de que no bastaba con proclamar las libertades sino que era preciso también asegurarlas. Desde esta óptica, García-Herrera ha advertido que las garantías “nos muestran la sinceridad del ordenamiento”. Por ello, todos los Textos Constitucionales incluyen, junto a las declaraciones de derechos, las garantías tendentes a dotarlos de efectividad. Por lo que se refiere a la Constitución española de 1978, podemos afirmar que su actitud garantista de los derechos y libertades es uno de sus rasgos más destacados. “Esto no significa —explica Torres del Moral— que haya en la Constitución un sistema perfilado de garantías; lo que hay en ella es más bien una acumulación de garantías”. El derecho comparado nos muestra que las garantías establecidas por los Estados constitucionales son muy variadas. Desde el punto de vista de su naturaleza jurídica pueden clasificarse en garantías normativas, jurisdiccionales e institucionales. a) Garantías normativas: Por regla general, todos los Estados democráticos exigen que sea la ley la que regule el ejercicio de los derechos y fije sus límites. En España, como ya sabemos, la ley debe respetar el contenido esencial del derecho y, además, habrá de revestir el carácter de orgánica —cuya aprobación, y modificación exige mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados— si regula alguno de los derechos fundamentales recogidos en la sección primera del capítulo HI del Título 1. En este capítulo nos ocuparemos tanto de la reserva de ley como del respeto al contenido esencial como garantías normativas de los derechos fundamentales. b) Garantías jurisdiccionales: El derecho a la tutela judicial efectiva es la garantía jurisdiccional genérica y se configura como un derecho que se establece como garantía de todos los demás. Así, el artículo 24 de nuestra Constitución reconoce el derecho de acceso a la jurisdicción en defensa de derechos propios e incluye también varias garantías que presiden el desarrollo del proceso, tales como la presunción de inocencia, la asistencia letrada, la prohibición de dilaciones indebidas, la necesaria fundamentación en derecho de la sentencia que ponga término al proceso, etc. Las garantías jurisdiccionales de los derechos serán por ello también examinadas en este capítulo.

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A la garantía ofrecida por el Poder Judicial, se añade la proporcionada por el Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo —que será abordada en el capítulo tercero de esta obra—; y también, la que ofrece el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el orden internacional. c) Garantías institucionales. Suele ser común también en los Estados Constitu-

cionales, el establecimiento de instituciones cuyo cometido exclusivo o principal es la defensa o protección de los derechos constitucionales. Entre estas y por lo que se refiere a nuestro ordenamiento cabe señalar las dos siguientes: el Defensor del Pueblo (art. 54) y el Ministerio Fiscal (art. 124). En este capítulo nos ocuparemos de ambas.

2. LAS GARANTÍAS NORMATIVAS DE LOS DERECHOS 2.1.

La reserva de ley

La ley no es fuente de los derechos —los derechos fundamentales preexisten al legislador—, ni los crea ni puede desarrollarlos o regularlos con absoluta libertad, pero desempeña una función esencial en su configuración. A la ley le corresponde la tarea de definir con precisión los elementos objetivos y subjetivos del derecho, así como establecer aquellas limitaciones necesarias para hacerlos compatibles entre sí O para preservar otros bienes jurídicos. La configuración de los derechos fundamentales está reservada a la ley en dos preceptos distintos: los artículos 53. 1 y 81 de la Constitución. El primero de ellos reserva a la ley ordinaria “que en todo caso habrá de respetar su contenido esencial” la “regulación del ejercicio” de los derechos; el segundo reserva a la ley orgánica su “desarrollo”. La primera de estas categorías engloba a la segunda. El desarrollo es por tanto una especie dentro del más amplio género de la regulación. Pero ¿cómo distinguir la especie del género? ¿Cuál es el criterio que nos permite distinguir cuando estamos, específicamente, ante una norma de desarrollo? La doctrina no ha sido capaz de formular una respuesta clara a este interrogante.

El Tribunal Constitucional se ha enfrentado a este problema, y no ha podido eludir la mencionada distinción, en aquellos casos en los que la impugnación de la ley se ha basado precisamente en el hecho de que no revistiera el carácter de orgánica, cuando —a juicio de los recurrentes— debiera hacerlo. La doctrina del Tribunal sobre el particular persigue el propósito de restringir al máximo el ámbito de la reserva de ley orgánica. Partiendo de que la reserva de ley orgánica es una protección frente al legislador ordinario y, en consecuencia, se configura como una excepción al principio democrático, el Tribunal entiende que, como toda

Los derechos fundamentales y sus garantías

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excepción, ha de ser interpretada restrictivamente. Esta interpretación restrictiva de la reserva de ley orgánica conduce a limitar su alcance. Para el Alto Tribunal “si es cierto que hay materias reservadas a la ley orgánica, también lo es que las leyes orgánicas están reservadas a esas materias y que por tanto, sería disconforme con la Constitución la ley orgánica que invadiera materias reservadas a la ley ordinaria” (STC 5/81). Por lo que se refiere a los derechos fundamentales, el Tribunal entiende que la reserva de ley orgánica para el desarrollo de los derechos fundamentales es aplicable sólo a los enumerados en la Sección Primera del Capítulo Il, aunque no a todos ellos (SSTC 76/83 y 160/87); que no incluye cualquier norma que de una u otra forma afecte a tales derechos sino sólo aquéllas que tienen como finalidad inmediata el desarrollo directo del derecho, el establecimiento de su ré-

gimen jurídico propio, e incluso mediante una interpretación aun más restrictiva, no cualquier aspecto del derecho, sino la definición de sus elementos esenciales y de sus límites (STC 132/89).

Como bien ha denunciado Rubio Llorente “la aparición sucesiva en el tiempo de estas determinaciones restrictivas, evidencia que no son producto de una construcción teórica acabada, sino de una voluntad permanente de reducir en lo posible el ámbito de la reserva de ley orgánica; una voluntad tan fuerte que no duda en recurrir, cuando esas determinaciones parecen insuficientes a argumentos difícilmente admisibles”. El Tribunal olvida que la reserva de ley orgánica es un instrumento al servicio de la prolongación del consenso constitucional sobre una materia —los derechos fundamentales— que se configura como una de las decisiones constituyentes básicas. En ese sentido, cumple una función protectora de las minorías e impide regular mediante mayorías simples el desarrollo de los derechos fundamentales. Obviamente, la ley orgánica no puede cumplir esa doble función, —de prolongación del consenso y de protección de las minorías— en las Legislaturas en las que un partido político dispone de mayoría absoluta. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la referida voluntad restrictiva —al margen del razonamiento teórico coherente que sería exigible— conduce al Tribunal Constitucional a declarar que las normas procesales y las que establecen la organización judicial no requieren la forma de ley orgánica puesto que no deben ser consideradas como desarrollo del derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en el artículo 24 de la Constitución (SSTC 22/86 y 93/88). O que, — causando similar asombro— las normas que establecen el régimen jurídico de la radio y la televisión, pese a su evidente conexión con la libertad de expresión y de información garantizadas en el artículo 20 tampoco deben ser incluidas dentro de la reserva de ley orgánica (SSTC 12/82, 189/91, 31/94 y 127/94). En claro contraste con esas declaraciones —y en virtud además de un razonamiento cuya inconsistencia puso de manifiesto el voto particular formulado por

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el magistrado Díaz Emil— el Tribunal ha incluido toda la legislación penal en el ámbito reservado al legislador orgánico. El Tribunal llega a esta conclusión —que contrasta como digo con muchos de sus pronunciamientos notoria e injustificadamente restrictivos sobre el alcance de la reserva de ley orgánica— afirmando que las penas privativas de libertad son desarrollo del derecho a la libertad personal. De todo lo anterior se puede concluir, como hace Rubio Llorente que hasta ahora se ha hecho de la ley orgánica para la configuración chos, aunque más bien parco y en general razonable, no refleja una clara y es difícil adivinar las razones por las que en unos casos se ha ley orgánica a la ordinaria y, en otros, por el contrario, se ha optado

que “el uso de los dereconcepción preferido la por esta”.

Las Leyes orgánicas sólo pueden emanar de las Cortes Generales, y son por tanto siempre y necesariamente leyes dictadas por el poder central, mientras que las leyes ordinarias reguladoras del ejercicio de derechos pueden ser tanto estatales como regionales. Ahora bien, en virtud del reparto competencial existente entre el Estado y las Comunidades Autónomas, estas apenas pueden incidir en dicha regulación. La competencia estatal exclusiva para regular las condiciones básicas “que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales” (art. 149.1.1 CE), y la naturaleza misma de los derechos fundamentales que exige el trato igual de todos los ciudadanos, reduce a aspectos muy marginales la posible participación del legislador autonómico en la regulación del ejercicio de los derechos. Las leyes ordinarias estatales habrán de ser también leyes de Cortes, pero nada impide que la regulación del derecho se lleve a cabo mediante un Decreto legislativo. Lo que sí prohíbe la Constitución es la promulgación de Decretos-Leyes que afecten a los “derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. Sin embargo, la extraordinaria laxitud y flexibilidad con que el Tribunal ha interpretado esta limitación ha reducido notablemente su alcance real.

2.2.

El respeto al contenido esencial

En puridad, y como hemos visto, el único legislador de los derechos fundamentales es el legislador constituyente. Ahora bien, el legislador participa en el desarrollo normativo de los preceptos constitucionales declarativos de derechos. Se precisa “la colaboración internormativa” del legislador. En este sentido, los derechos fundamentales se proyectan frente al legislador de tres formas: en primer lugar, como interdicción, en cuanto determinan un ámbito material en el que el legislador no puede entrar; en segundo lugar, como habilitación —con exclusión del resto de poderes normativos del Estado (reserva de ley)— en cuanto le permiten delimitar y regular el contenido del derecho; finalmente, como mandato dirigido al legislador para completar y hacer efectiva la obra del constituyente.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En nuestro ordenamiento, y singularmente en el artículo 53. 1, inciso segundo, primera parte, se recogen en una sola cláusula los dos elementos básicos de esa relación de colaboración internormativa: las posibilidades y los límites. “Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades”. El legislador constituyente habilitó así al legislador para regular el ejercicio de los derechos fundamentales, con la condición de que respetara siempre y en todo caso “el contenido esencial de los mismos”.

La noción de “contenido esencial” de los derechos tiene su origen en la doctrina alemana. Ignacio de Otto explicó tempranamente como la citada cláusula constituye una recepción “dislocada”, esto es, producida fuera de contexto de la garantía del contenido esencial del artículo 19. 2 de la Ley Fundamental de Bonn. Y es que, efectivamente, en la Constitución alemana, esta garantía aparece

estrechamente vinculada a la posibilidad previa de una limitación de los distintos derechos por parte del legislador, de tal modo que la garantía del contenido esencial aparece como la garantía de un límite de los límites. En ese contexto, resulta lógico restringir el alcance de los límites que la Constitución permite, y establecer que estos nunca puedan alcanzar al contenido esencial del derecho. En nuestro

caso, por el contrario, la referencia al contenido esencial como único límite a la

habilitación al legislador a la hora de regular el derecho podría tener una inciden-

cia negativa.

Ahora bien, al margen de la diferencia mencionada y cuya relevancia no puede ser obviada, la determinación del significado y el contenido de la categoría “contenido esencial” constituye el principal problema que debemos abordar. Para ello debemos examinar, nuevamente, el derecho alemán. Allí, enfrentados desde hace

décadas a la dificultad de precisar el alcance de esta fórmula, distinguen entre una concepción absoluta y otra relativa del contenido esencial. Según la concepción absoluta, el derecho fundamental se estructura dividida en dos partes bien diferenciadas: por un en el que el legislador nunca podría penetrar; y, por otro, un des —vinculante sólo para los restantes poderes públicos— podría limitar o incluso suprimir al configurar el derecho.

contempla como una lado, un núcleo duro contenido de facultapero que el legislador

La concepción relativista, por el contrario, contempla el derecho como una estructura homogénea, en la que no es posible distinguir dos partes diferenciadas. Por ello, los límites con los que se encuentra el legislador a la hora de configurar el derecho no proceden del interior de este, sino de la relación entre él y otros derechos o fines constitucionalmente protegidos. Ambas concepciones plantean una serie de problemas y dificultades. La con-

cepción absoluta exige definir, a priori, dentro de cada uno de los derechos, dos

partes diferenciadas, lo cual es una labor compleja y difícil. Además, su absolutis-

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mo le lleva a prescindir de la concreta relación existente entre el derecho en cuestión y otros derechos. Finalmente, y esta es su principal debilidad, dejando a salvo el contenido nuclear intangible, el legislador es libre de disponer sin restricciones del resto de facultades inherentes al derecho. En última instancia, la paradoja que plantea esta concepción del contenido esencial como garantía de los derechos es que implica que el legislador no está vinculado por el contenido no esencial o accidental del derecho, lo que le faculta para reducir su alcance, al configurarlo, al mínimo. Naturalmente, todo dependerá de la amplitud que se atribuya a ese núcleo intangible. Y de ello dependerá la efectividad real de esta garantía. Esta concepción absoluta es la que ha seguido, desde sus inicios, el Tribunal Constitucional. Para determinar cuál sea ese contenido esencial concebido como núcleo intangible del derecho en el que el legislador no puede penetrar, el Alto Tribunal ha seguido dos vías alternativas. La primera exige acudir a “la naturaleza jurídica o modo de concebir o configurar cada derecho”; la segunda requiere “tratar de buscar (...) los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos” (STC 11/81).

El primero de los métodos mencionados (criterio de la recognoscibilidad del derecho) lleva al Tribunal a concluir que “constituyen el contenido esencial de un derecho subjetivo aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a ser comprendido en otro, desnaturalizándose (...) Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas”. El segundo método (criterio de los intereses jurídicamente protegidos) permite “hablar de una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a aquella parte del mismo que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos (....) se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando

el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”. Ambos métodos o expedientes, continúa el Tribunal en la referida sentencia

“no son alternativos, ni siquiera antitéticos, sino que, por el contrario, se pueden

considerar complementarios, de modo que (...) pueden ser conjuntamente utilizados para contrastar los resultados a los que, por una u otra se llega”. Como con su habitual lucidez ha advertido Rubio Llorente, lo que realmente sucede es que los dos supuestos caminos seguidos por el Alto Tribunal no son en realidad sino uno que, en todo caso, lleva a definir el contenido esencial del derecho recurriendo a categorías que no están en la Constitución. En realidad, no puede ser de otra forma. Por ello resulta sugerente y esclarecedora la propuesta de Jiménez Campo a favor de una concepción temporal —y no espacial— de lo

Los derechos fundamentales y sus garantías

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que sea el contenido esencial: “El contenido esencial no es un fragmento, núcleo interno o reducto del derecho. Es lo que ha de permanecer vivo pese al paso del tiempo; lo que persiste abierto al cambio, reconocible siempre, pero nunca idéntico a sí mismo. La “esencia” del derecho —o el derecho sin más— es lo que ha de mantenerse en el devenir, y su determinación, por tanto, no es indagación de un arquetipo imperturbable o desvelamiento de lo oculto bajo lo accesorio o lo contingente. El derecho fundamental se reconoce o no al enjuiciar la ley y en esto consiste su defensa jurisdiccional: en examinar si la legislación de cada tiempo puede verse como forma histórica del derecho que la Constitución creó. No se trata, claro está, de un enjuiciamiento de contraste o de compatibilidad lógica entre el enunciado legal y el constitucional, porque este último no describe apenas el ámbito o la acción que garantiza. La declaración constitucional del derecho supone entonces, estrictamente, la apelación a una imagen de cultura que la tradición jurídica, convocada por la Constitución, proporciona al intérprete”.

La comprensión temporal del contenido esencial presenta ventajas respecto a la usual concepción espacial o topográfica. Por un lado, se evita la fragmentación del derecho en un núcleo indisponible y resistente a todo cambio y una envoltura o periferia disponible para el legislador. Por otro, se evita también concebir la interpretación del derecho como un “ilusorio empeño de reproducir, a través de un razonamiento indagador, la imagen acabada de un concepto fijado para todo tiempo” (Jiménez Campo): “La pretendida fidelidad (...) a un arquetipo atemporal de los derechos no sólo es engañosa y hermenéuticamente insostenible —el intérprete no puede “salir” nunca del presente— sino negadora, en lo práctico, de aquello que la Constitución ha querido al referirse, precisamente, a una “esencia” del derecho fundamental. Lo que la Constitución ha querido es hacer compatible la permanencia del derecho mismo con la acción conformadora del legislador; de los legisladores que, según la regla de la mayoría y conforme al principio pluralista, vayan sucediéndose”. Aunque el Tribunal nunca ha abandonado la concepción absoluta del contenido esencial, y la doctrina mencionada ha sido reiterada e invocada en multitud

de casos (SSTC 13/84 y 196/87), en algunas ocasiones, a partir de mediados de

los noventa pareció asumir una concepción relativista según la cual el contenido esencial no puede ser fijado a priori, sino sólo como el resultado de un juicio sobre el caso concreto. Así, por ejemplo, en relación al derecho de acceso a los cargos y funciones públicas, el Tribunal sostuvo en 1994 que “este se impone en su contenido esencial al legislador, de tal manera que no podrá (este) imponer restricciones a la permanencia en los mismos que, más allá de los imperativos del principio de igualdad (...) no se ordenen a un fin legítimo y en términos proporcionados a dicha finalidad”. (SSTC 71/94 y 10/96) En todo caso, es comprensible que el Tribunal, aun adoptando en ocasiones enfoques relativistas, no prescinda de la concepción absoluta del contenido esencial

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de los derechos. Al fin y al cabo, los peligros que encierra la concepción relativista son enormes. “Si la determinación del núcleo intangible del derecho sólo puede hacerse por relación a los derechos o fines legítimos que el legislador pretende proteger al limitarlo, no cabe hablar en rigor de un contenido esencial, pues en último término, si el fin perseguido lo exige, el derecho entero podrá ser sacrificado” (Rubio Llorente).

Ello explica que, pese a sus insuficiencias y dificultades, la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el contenido esencial de los derechos se base en lo que —siguiendo a la doctrina alemana— denominamos concepción absoluta. Las insuficiencias de esta concepción intentan superarse mediante el recurso al principio

de proporcionalidad.

Como hemos visto, la concepción relativista del contenido esencial de los derechos se identifica con el resultado propio de la aplicación del principio de proporcionalidad. El principio conduce entonces a privar de sentido a la propia categoría del contenido esencial. Por ello, el principio de proporcionalidad no puede ser utilizado para sustituir a la noción del contenido esencial, pero sí puede y debe ser empleado para superar las dificultades que dicha noción entraña. El principio de proporcionalidad, como tal, no figura explícitamente en la Constitución, aunque hay que entender que está implícito en la cláusula del Es-

tado de Derecho (STC 55/96). El Tribunal Constitucional ha renunciado a cons-

truir una dogmática del principio de proporcionalidad (la doctrina del Tribunal al respecto ha sido expuesta en el capítulo anterior) y lo aplica como un principio de validez universal siguiendo una práctica generalizada en la mayor parte de las Cortes constitucionales de Europa y América. Según esta práctica, la aplicación del principio de proporcionalidad supone llevar a cabo un juicio que se desarrolla en tres fases: a) en una primera fase se enjuicia la licitud constitucional del fin perseguido

con la limitación del derecho,

b) en la segunda se enjuicia la adecuación del medio escogido para conseguir el fin que se pretende, esto es, la necesidad de recurrir a una limitación del derecho para alcanzar ese fin, c) y en una tercera fase, que es la que se conoce como juicio de proporcionalidad en sentido estricto, el juez compara la ganancia obtenida con la limitación del derecho con la pérdida que dicha limitación comporta. Este esquema trifásico simplifica al máximo un método extremadamente complejo. Como ha advertido Rubio Llorente, en cada una de las tres fases “el juez ha de resolver con muy escaso apoyo en la Constitución”. Por lo que se refiere a la primera de ellas, prácticamente no habrá ningún caso en el que el objetivo perseguido por el legislador esté formulado en términos tales que permitan

Los derechos fundamentales y sus garantías

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concluir su ilicitud constitucional. La ilegitimidad del fin sólo podrá basarse en consideraciones de oportunidad, esto es, en última instancia, en razones políticas y no en argumentos jurídicos. En la segunda fase nos encontramos con un problema similar puesto que será muy difícil para el juez demostrar que existen otros medios alternativos para lograr el mismo fin y con la misma eficacia, pero con menor coste para el derecho que se pretende limitar, que el medio escogido por el legislador. Y, las dificultades se agigantan en la tercera fase “pues en los tres pasos sucesivos en los que Alexy la descompone —escribe Rubio Llorente— lo que el juez ha de determinar no es ya la licitud de la finalidad perseguida, sino su importancia, para establecer después la importancia de la pérdida y ponderar finalmente esas importancias, dividir la una por la otra para verificar si el cociente es positivo o negativo”.

Todo ello explica que, pese al uso generalizado que de él se hace, el principio haya sido objeto de múltiples críticas. Ahora bien, a pesar de ellas y como advierte Rubio Llorente “no parece existir alternativa alguna al principio de proporcionalidad como vía para precisar el contenido intangible de los derechos en el caso concreto”. Al mismo tiempo, estas insuficiencias del ordenamiento nos obligan a revisar la concepción monista del Derecho. Y ello porque es en el ordenamiento internacional —y concretamente en el ámbito del Consejo de Europa— donde podemos y debemos encontrar las soluciones a los problemas planteados por la necesidad de determinar cuál sea el núcleo intangible de los derechos fundamentales. Es en la teoría y la práctica de los derechos humanos en Europa donde los juristas del siglo XXI, y entre ellos los jueces nacionales, debemos buscar los criterios de validez de las limitaciones de los derechos. Por ello, la fórmula que emplea la CEDH en los que enuncia derechos limitables es un buen punto de partida. Las limitaciones de derechos son lícitas cuando son necesarias en una sociedad democrática para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral pública, o la protección de los derechos o libertades de los demás. A estas finalidades se añaden en otros artículos, otros como el bienestar general, la inteeridad territorial, la prevención de los delitos, etc.

Al margen del enunciado de los fines concretos, lo relevante es que sólo son admisibles para fundamentar la limitación de un derecho en la medida en que esta sea necesaria para lograrlos en una sociedad democrática. Ahora bien, el único modo que tiene el juez de conocer qué es una sociedad democrática es hacerlo a través del estudio de sus respectivos ordenamientos jurídicos. Desde esta óptica, el recurso al derecho comparado reviste una extraordinaria utilidad. Rubio Llorente reconoce expresamente que para el Tribunal Constitucional “el derecho comparado resulta (...) un instrumento indispensable para enjuiciar la validez de las limitaciones de derechos”.

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3. LAS GARANTÍAS JURISDICCIONALES 3.1.

Las garantías jurisdiccionales como derechos

La Constitución ha elevado las garantías jurisdiccionales a la categoría de derechos públicos subjetivos (STC 26/1987). Tal es el sentido del artículo 24: “Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”. Ahora bien, no todas las garantías jurisdiccionales están contenidas en el artículo 24. Las encontramos también en los siguientes preceptos: a) En el artículo 17 en relación con la detención preventiva. b) En el artículo 18 que exige resolución judicial para los registros domiciliarios y para la intervención de las comunicaciones privadas. La autorización judicial está sometida a determinados requisitos por la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, las posibles injerencias de los poderes públicos en el derecho a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones privadas, además de ser necesarias en una sociedad democrática, deben estar previstas en la ley, y ésta debe fijar el alcance y las modalidades de las medidas, para que las personas puedan protegerse contra la arbitrariedad. Con base en la jurisprudencia del TEDH, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por insuficientemente garantista.

c) En el artículo 20, que establece similar garantía —resolución judicial— para el secuestro de publicaciones. d) Y en el artículo 22 que requiere resolución judicial para la disolución y para la suspensión de una asociación. Ahora bien, todas estas garantías se encuentran a su vez garantizadas por el artículo 24. El artículo 24 arriba transcrito consta de dos partes, que deben ser interpretadas conjuntamente (STC 9/1982). La segunda incluye las denominadas garantías procesales como son el derecho al juez ordinario o la presunción de inocencia, y todas las que conforman lo que se denomina el derecho al “debido

proceso”. La primera, por el contrario, se sitúa en un momento anterior al pro-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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ceso judicial y tiene por objeto garantizar el acceso al mismo, es decir, que este tendrá lugar. Ese es el significado del derecho a la tutela efectiva de los jueces y tribunales. Los derechos de ambos apartados no pueden ser considerados aisladamente porque sin las garantías procesales del apartado segundo no sería posible la tutela efectiva a la que se refiere el apartado primero, ni podría garantizarse tampoco la ausencia de situaciones de indefensión. Así lo ha entendido, desde sus primeras sentencias, el Tribunal Constitucional (SSTC 46/1982 y 179/1993)

si bien subrayando, igualmente, la sustantividad propia de los derechos que se enuncian en ambos apartados y sin que la relación genérica que entre ellos media autorice a desconocer la autonomía constitucional que los singulariza (SSTC 89 y 176/ 1985). Por tanto, todas las garantías procesales tienen la naturaleza jurídica de derechos. Así lo ha confirmado el Tribunal Constitucional al pronunciarse sobre la

presunción de inocencia: “Una

vez consagrada constitucionalmente, la presun-

ción de inocencia ha dejado de ser un formar la actividad judicial (...) para vincula a todos los poderes públicos y El razonamiento es extensible al resto

principio general del derecho que ha de inconvertirse en un derecho fundamental que es de aplicación inmediata” (STC 31/1981). de garantías.

Las garantías que integran el “debido proceso” son aplicables, con carácter general a toda clase de procesos, aunque algunas de ellas sólo pueden desplegar sus efectos en el ámbito penal. La faceta de derechos de prestación se ve notablemente acentuada del derecho a la asistencia letrada, en el que la pasividad del procesado suplida mediante el nombramiento de un abogado de oficio; o en el gratuidad de las actuaciones judiciales si se dan las condiciones legales

en el caso puede ser caso de la para ello.

Con estas premisas vamos a examinar el significado y alcance del derecho a la tutela judicial efectiva.

3.2.

El derecho a la tutela judicial efectiva

En el artículo 24 de la Constitución se reconoce, como acabamos de ver, todo

un conjunto de derechos —formulados como garantías procesales— tendentes a que todas las personas puedan acudir a la jurisdicción para instar la defensa de sus derechos. Todos ellos conforman el denominado “derecho a la tutela judicial efectiva” o “derecho a la jurisdicción”, y deben ser interpretados conjuntamente. Encontramos

preceptos

similares en las Constituciones

de nuestro

(art. 24 de la Constitución italiana o artículos 19.4, 101.1 y 103. 1 ción alemana, por citar sólo dos ejemplos significativos). Reflejan evolución del constitucionalismo y expresan, en este sentido, una identidad: la idea de que lo que verdaderamente importa para la

entorno

de la Constitula más reciente de sus señas de garantía de los

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derechos de la persona es, en última instancia, su protección procesal (Fix Zamudio). De todas las garantías estudiadas en este capítulo, la jurisdiccional es la decisiva. Ello permite configurar al Poder Judicial, esencialmente, como el garante de los derechos fundamentales. El derecho a la tutela judicial efectiva ha transformado la acción, como institución procesal básica, en derecho a la jurisdicción, que cabe definir como derecho de carácter instrumental que permite la defensa jurídica de los derechos e intereses legítimos mediante un proceso garantizado y decidido por un órgano jurisdiccional (Almagro Nosete). Presenta una doble faceta. Por un lado, se trata de un derecho instrumental que hace posible que los derechos e intereses legítimos de las personas sean jurídicamente defendidos mediante un proceso debido, garantizado y decidido por un órgano jurisdiccional. Ahora bien, además de esta faceta o dimensión instrumental, el derecho a la tutela judicial tiene una sustantividad propia como derecho fundamental, porque se configura como un derecho previo al proceso con todas las garantías frente a los órganos jurisdiccionales del Estado, cuya efectividad es inmediata. Por otro lado, el derecho a la tutela judicial no puede calificarse exclusivamente ni como derecho de libertad, ni como derecho de prestación, pues participa de las características de ambos. Como destaca Torres del Moral se trata de “un derecho complejo y difícilmente catalogable como derecho de libertad o derecho de prestación, pues seguramente es todo eso a la vez: derecho a una organización jurisdiccional idónea para que pueda haber efectivamente libertad de acceso a los jueces y tribunales y derecho a obtener un fallo de ellos”. Así lo ha entendido también el Tribunal Constitucional (STC 26/1983).

Todo lo anterior explica que el artículo 24 sea el precepto constitucional que más jurisprudencia ha generado, y el más invocado ante los tribunales ordinarios

y ante el mismo Tribunal Constitucional. Por ello ha sido calificado, con acierto,

como un “derecho estrella” en el firmamento constitucional español (Díez-PicazO). Lo mismo ocurre con su equivalente en el Convenio Europeo de Derechos Humanos

(arts. 6 y 13).

La titularidad de este derecho corresponde tanto a las personas físicas como jurídicas, ya sean estas últimas privadas o públicas, y no sólo a los ciudadanos, sino también a los extranjeros cualquiera que sea su situación administrativa (STC 236/2007). A la luz de la consolidada jurisprudencia constitucional sobre el significado y alcance de los distintos derechos reconocidos en el artículo 24, vamos a ir examinando el contenido del precepto. El derecho a la tutela judicial comprende, por un lado, el derecho al libre acceso a la jurisdicción, el derecho a obtener un fallo de los jueces y tribunales, a utilizar los recursos legalmente establecidos, y el derecho

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a que el fallo se cumpla y, por otro, el derecho a un proceso con todas las garantías que, a su vez, se integra por el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, el derecho de defensa y asistencia letrada, el derecho a ser informado de la acusación, el derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas, el derecho a utilizar todos los medios de prueba pertinentes para la defensa, el derecho a no declarar contra sí mismos y a no confesarse culpables y el derecho a la presunción de inocencia.

a) El derecho al libre acceso a la jurisdicción El derecho al libre acceso a la jurisdicción consiste en el derecho a que, para la afirmación, defensa y sostenimiento de los derechos e intereses legítimos de la persona, se abra y sustancie un proceso con todas las garantías (STC 22/1982). Incluye por un lado, el derecho a ser parte en el proceso, y, por otro, el derecho a promover en su marco la actividad jurisdiccional que desemboque en una decisión sobre las pretensiones deducidas (STC 114/1984).

En cuanto derecho de configuración legal, su ejercicio entraña el deber de cumplir los presupuestos procesales legalmente establecidos (singularmente los relativos a la legitimación). Ahora bien, los requisitos para el acceso a la jurisdicción deben interpretarse siempre de la forma más favorable (principio pro actione) para el actor (STC 29/2010). El respeto al contenido esencial del derecho exige que las causas de inadmisión sean interpretadas restrictivamente, y que el sistema procesal, en su conjunto, sea interpretado de modo antiformalista. En este sentido, la doctrina del Tribunal Constitucional se caracteriza por el rechazo de los formalismos enervantes (STC 117/1986). El Tribunal entiende que no puede acudirse a aplicaciones o interpretaciones de las reglas y formas procesales que, aunque pudieran acomodarse al tenor literal del texto normativo, resulten contrarias a su espíritu o finalidad a la luz del artículo 24 de la Constitución. Las formas procesales deben ser, evidentemente, respetadas, pero no toda irregularidad formal puede erigirse en obstáculo insalvable para el acceso y la prosecución del proceso. En todo caso, el derecho se satisface no sólo cuando el juez resuelve sobre el fondo de las pretensiones de las partes sino también cuando inadmite una acción en virtud de lo dispuesto en el ordenamiento, siempre que aplique una causa de inadmisión prevista en la ley, y esa aplicación no sea arbitraria y esté bien fundamentada. En cuanto derecho de prestación —vinculado al principio y valor de la igual.dad y a la cláusula de Estado social— el respeto a su contenido esencial exige que el coste del proceso no pueda suponer nunca un obstáculo para acudir a la jurisdicción. En este sentido, el artículo 119 de la Constitución dispone que “la justicia será gratuita cuando así lo disponga la ley, y, en todo caso, respecto de quienes

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acrediten insuficiencia de recursos para litigar”. El Tribunal Constitucional ha destacado la relación existente entre el derecho a la asistencia jurídica gratuita de quienes carecen de recursos para litigar y el derecho a la tutela judicial efectiva, destacando el carácter instrumental de aquél respecto de este (SIC 127/2005). Aunque el derecho reconocido en el artículo 119 es también de configuración legal, el Tribunal advierte que esa libertad de configuración no es absoluta puesto que el segundo inciso del precepto establece un contenido constitucional indisponible (STC 117/1998).

b) El derecho a obtener una resolución motivada sobre la pretensión deducida El derecho a obtener un fallo no significa el de obtener una decisión acorde con las pretensiones que se formulan, sino a que se dicte una resolución fundada en Derecho, y siempre que se cumplan los requisitos procesales (STC 101/1997). Además, aunque el contenido normal del derecho consista en obtener una resolución motivada sobre la pretensión deducida, el derecho también se satisface —como hemos visto— con una resolución de inadmisión (STC 8/2005).

Desde esta óptica, la obligación de motivar las sentencias prevista en el artículo 120. 3 de la Constitución forma parte del contenido esencial del derecho que nos ocupa. El Tribunal Constitucional ha destacado que la motivación de las resoluciones judiciales cumple una triple finalidad: en primer lugar, garantizar la posibilidad de control por parte de los órganos jurisdiccionales superiores; en segundo lugar, lograr la convicción de las partes en el proceso sobre la corrección y la justicia de la decisión; y, finalmente, mostrar públicamente el esfuerzo realizado por el órgano jurisdiccional para garantizar una decisión carente de arbitrariedad (STC 32/1996). En este sentido, forma parte del contenido esencial del derecho a la tutela judicial el derecho a obtener una resolución fundada en Derecho, motivada, razonada y no arbitraria. Esto no puede entenderse como el derecho a un razonamiento judicial exhaustivo y pormenorizado. No existe el derecho a una determinada extensión O a una determinada estructura de la motivación judicial (STC 14/1991). El derecho se satisface siempre que la resolución judicial sea razonable, esto es, se apoye en razones que permitan conocer los criterios y elementos en que se fundamenta, y que estas razones no sean ilógicas, contradictorias o vengan apoyadas en errores patentes o en inexactitudes que invaliden el proceso lógico de la argumentación (STC 107/1994).

El Tribunal Constitucional interpreta así el alcance de esta exigencia: “Tan sólo podrá considerarse que la resolución judicial impugnada vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva cuando el razonamiento que la funda incurra en tal grado de arbitrariedad, irrazonabilidad o error que, por su evidencia y contenido, sean

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tan manifiestos y graves que para cualquier observador resulte patente que la resolución de hecho carece de toda motivación o razonamiento” (STC 214/1999). El derecho que nos ocupa incluye también la exigencia de la congruencia de las sentencias. La congruencia exige adecuación lógica y jurídica entre la parte dispositiva de la sentencia y los términos en que las partes han planteado sus pretensiones. Existe incongruencia siempre que la sentencia contiene más de lo pedido por las partes; o cuando contiene menos; o cuando resuelve sobre cuestiones distintas

a las planteadas; también cabe la incongruencia por error, cuando “por error de cualquier género sufrido por el órgano judicial, no se resuelve sobre la pretensión o pretensiones formuladas por las partes en la demanda o sobre los motivos del recurso sino que equivocadamente se razona sobre otra pretensión absolutamente

ajena al debate procesal planteado, dejando al mismo tiempo aquella sin respuesta” (STC 3/2011). El Tribunal Constitucional ha destacado que la congruencia es un requisito ineludible para la debida prestación de la tutela judicial. Ahora bien, para que la incongruencia pueda considerarse vulneradora del artículo 24 es preciso que produzca indefensión. Ello supone —en el caso de incongruencia por exceso— que se ha realizado un pronunciamiento por parte del órgano judicial sobre temas o materias no debatidos en el curso del proceso y respecto de los cuales no se ha observado

la necesaria contradicción procesal

(STC 24/2010). En los casos de

incongruencia por omisión, esta debe referirse a cuestiones que de haber sido consideradas en la decisión, hubieran podido determinar un fallo distinto al pronunciado, pues de otro modo la falta de respuesta carecería de relevancia material (STC 144/2007). Naturalmente, en aplicación del ¡ura novit curia el órgano judicial puede basar sus decisiones en fundamentos jurídicos diferentes a los planteados por las partes sin que ello suponga incongruencia alguna. Tampoco existe incongruencia omisi-

va cuando la falta de respuesta judicial se refiere a pretensiones cuyo examen está subordinado a la decisión que se adopte sobre otras cuestiones planteadas en el proceso que, siendo de enjuiciamiento preferente, hagan innecesario un pronunciamiento sobre aquellas (STC 204/2009).

c) El derecho a utilizar los recursos legalmente establecidos Salvo en el orden penal, no existe un derecho al recurso como derecho fundamental. El legislador dispone de un amplio margen de configuración para establecer los casos en los que procede y los requisitos para su formalización (STC 61/2011). Dentro de ese marco legal, el derecho a la tutela judicial comprende el de utilizar los recursos ordinarios y extraordinarios que el ordenamiento prevé en cada caso.

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Esto quiere decir que —con la única excepción del orden jurisdiccional penal— no puede invocarse indefensión cuando no exista una instancia judicial superior en la que pudiera ser combatido el presunto error cometido por un juez de instancia (STC 322/1993). Ahora bien, la inexistencia de todo recurso puede deparar responsabilidad del Estado ante el TEDH. Así, España ha sido condenada varias veces por no tener establecida en todos los casos la doble instancia penal. Así ocurre con los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado aforados ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y contra cuyas sentencias no cabe ulterior recurso dentro del ámbito de la jurisdicción ordinaria (el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional es de distinta naturaleza). El Tribunal Constitucional considera que se hace así en garantía de la independencia no sólo del Parlamento sino también del Poder Judicial, “preservando así un cierto equilibrio de poderes” (SSTC 64 y 65/2001). Como denuncia Torres del Moral se trata de una explicación muy insatisfactoria, teniendo en cuenta, además, que la situación descrita se agrava cuando en la misma causa están imputados parlamentarios y personas que no reúnen tal

condición, quedando todas sujetas a una única instancia.

Por otro lado, la exigencia de congruencia —anteriormente analizada— se extiende también a las resoluciones que ponen fin a los recursos, y en este ámbito, determina la interdicción de la llamada “reformatio in peius” o reforma peyorativa. Esta reforma supone que la posición jurídica de la parte procesal que presenta el recurso resulta empeorada exclusivamente como consecuencia de dicho recurso, es decir, sin que medie impugnación directa o incidental de la contraparte y sin que el empeoramiento sea debido a poderes de actuación de oficio del órgano judicial (STC 310/2005). La prohibición de la “reformatio in peius” es un principio general del derecho procesal que forma parte del derecho a la tutela judicial en tanto que es encuadrable dentro de la prohibición de indefensión. Según el Tribunal Constitucional, la interdicción de la reformatio in peius es una proyección del principio de congruencia en el segundo grado jurisdiccional, que impide al órgano judicial ad quem exceder los límites en que está planteado el recurso, acordando una agravación de la sentencia impugnada que tenga origen exclusivo en la propia interposición de este (STC 17/2000). Si se admitiera que los órganos judiciales pueden modificar de oficio en perjuicio del recurrente la resolución por él impugnada —sostiene el Tribunal Constitucional— se introduciría un elemento disuasorio para el ejercicio del derecho a los recursos legalmente establecidos que resulta incompatible con la tutela judicial efectiva que están obligados a prestar los órganos judiciales (STC 88/2008).

d) El derecho a la ejecución de las sentencias El cumplimiento de las resoluciones judiciales es uno de los pilares sobre los que se levanta el Estado de Derecho. En este sentido, el artículo 118 de la Cons-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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titución dispone que “es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”. El derecho a la ejecución de las sentencias se configura, por tanto, como un elemento esencial del derecho a la tutela judicial efectiva. En otro caso, las resoluciones judiciales quedarían convertidas en meras declaraciones de intenciones, y el reconocimiento de derechos que incorporan se vería privado de efectos. Dicho con otras palabras, la tutela no sería efectiva. Consciente de ello, el Tribunal Constitucional ha subrayado que el derecho a la ejecución de las sentencias y otras resoluciones judiciales firmes forma parte del contenido esencial del derecho a la tutela judicial efectiva, y consiste en “el derecho a que las resoluciones judiciales alcancen la eficacia otorgada por el ordenamiento, lo que significa tanto el derecho a que las resoluciones judiciales se ejecuten en sus propios términos, como el respeto a su firmeza y a la intangibilidad de las situaciones jurídicas en ellas declaradas, sin perjuicio, naturalmente, de su revisión o modificación a través de los cauces extraordinarios legalmente establecidos” (STC 209/2005).

e) La cláusula general de interdicción de la indefensión El artículo 24. 1 in fine dispone que en ningún caso podrá producirse indefensión. Se trata de una clausula de cierre que pretende garantizar en todo caso que la tutela judicial sea efectiva. Por ello debe ponerse en relación con todos los derechos que se reconocen y garantizan, los cuales actuarán como parámetro para concretar cuando se ha dejado indefensa —es decir sin tutela judicial— a una parte ante o en el proceso. “La idea de indefensión —afirma el Tribunal Constitucional— engloba, entendida en un sentido amplio, a todas las demás violaciones de derechos constitucionales que pueden colocarse en el marco del artículo 24” (STC 48/1984).

La única indefensión que supone vulneración del artículo 24 es la imputable a un órgano judicial. La prohibición de la indefensión impone, a los órganos judiciales una especial diligencia con el fin de preservar el derecho de defensa de las partes. Los órganos judiciales están obligados a procurar que en el proceso exista la exigible contradicción entre las partes, así como que estas dispongan de iguales posibilidades de alegación y prueba en el ejercicio de su derecho de defensa a lo largo de todas las instancias (SIC 168/2008).

La indefensión carece de relevancia constitucional cuando es el titular del derecho el que voluntariamente, o por negligencia, se coloca en esa situación (STC 66/2009). El derecho a la tutela judicial sin indefensión exige la salvaguardia del derecho a la defensa contradictoria de las partes litigantes a través de la oportu-

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nidad de alegar y probar sus se respeten los principios de pueda dictarse la resolución taria o debida a negligencia

derechos e intereses dentro de un proceso en el que bilateralidad e igualdad de armas procesales, sin que judicial inaudita parte salvo incomparecencia volunatribuible a la parte que pretenda hacer valer aquel

derecho fundamental (STC 84/2008).

Con estas premisas, el Tribunal Constitucional ha elaborado un concepto material —y no exclusivamente formal— de indefensión que engloba toda privación al justiciable de cualesquiera de los instrumentos que el ordenamiento jurídico pone a su alcance para la defensa de sus derechos: “La indefensión en su manifestación constitucional es una situación por la que una parte resulta impedida (...) del ejercicio del derecho de defensa, al privarla de ejercitar su potestad de alegar y, en su caso, justificar sus derechos e intereses para que les sean reconocidos o para replicar las posiciones contrarias en el ejercicio del derecho de contradicción”.

(STC 367/1993).

Como hemos expuesto al inicio de este apartado, la Constitución no se limita a reconocer el derecho a la tutela judicial como derecho de acceso a la jurisdicción, sino que también garantiza el derecho fundamental a que el proceso se desarrolle con las garantías debidas.

3.3.

El derecho a un proceso debido con todas las garantías

El apartado segundo del artículo 24 (que insistimos una vez más debe ser interpretado junto con el apartado primero con un sentido global) contiene las garantías que deben informar los diferentes tipos de procesos, esto es, las garantías procesales. El ámbito de aplicación de algunas de ellas es, por razones obvias, fundamentalmente el penal. Ahora bien, conviene recordar que según jurisprudencia reiterada del Tribunal Constitucional, los principios constitucionales inspiradores del orden penal son de aplicación —con ciertos matices— al procedimiento administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del poder punitivo del Estado, tal y como refleja la Constitución en el artículo 25 (STC 39/2011). Por ello, cuando la Administración actúa ejercitando su potestad sancionadora, debe aplicar en esos procedimientos, como límites de su actuación, los derechos de defensa reconocidos en el artículo 24 (STC 142/2009). El derecho al debido proceso como garantía genérica comprende a su vez los siguientes derechos: el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley; el derecho a la defensa y a la asistencia letrada; el derecho a ser informado de la acusación formulada; el derecho a un proceso público; el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas; y el derecho a la presunción de inocencia.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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a) El derecho al juez ordinario predeterminado por la ley El derecho al juez ordinario predeterminado por la ley expresamente recogido en el artículo 24. 2 está íntimamente relacionado con el principio de unidad jurisdiccional establecido en el artículo 117 de la Constitución. El juez ordinario, es el juez cierto, y se opone al juez especial o juez ad hoc. La certeza viene garantizada por la necesidad de que el juez esté predeterminado por la ley y tiene por finalidad garantizar la imparcialidad del juez. No debe confundirse esta categoría con el concepto de “juez natural” como juez del lugar. El juez ordinario no tiene porque coincidir con el juez natural; es más, en ciertas ocasiones, resultará más adecuado —para garantizar las exigencias de independencia e imparcialidad que son los principios y valores protegidos por este derecho— que la ley predetermine como jueces ordinarios a jueces distintos de los del lugar. Desde esta Óptica, y apelando a un inexistente derecho al juez natural, se cuestionó en su momento la constitucionalidad de la Audiencia Nacional y de sus Juzgados centrales. El Tribunal Constitucional disipó las dudas y zanjó la cuestión afirmando que: “existen supuestos (delictivos) que, en relación con su naturaleza,

con la materia sobre la que versan, por la amplitud del ámbito territorial en que se producen, y por su trascendencia para el conjunto de la sociedad, pueden hacer llevar razonablemente al legislador a que la instrucción y el enjuiciamiento de los mismos pueda llevarse a cabo por un órgano judicial centralizado, sin que con ello se contradiga (...) el artículo 24 de la Constitución” (STC 199/1987). El Tribunal Constitucional ha elaborado una doctrina que explicita los crite-

rios que, en un supuesto concreto, nos permiten dilucidar si estamos, o no, ante

el juez ordinario predeterminado por la ley, y en consecuencia el derecho fundamental que nos ocupa se respeta. En primer lugar, debe tratarse efectivamente de un órgano judicial ordinario, es decir, incardinado en el Poder Judicial en los términos regulados en el Título VI de la Constitución. Esta exigencia debe ponerse en conexión con la prohibición constitucional (art. 117. 6 CE) de los tribunales de excepción. En segundo lugar, su competencia debe venirle atribuida por unas reglas generales preexistentes. Esto implica que el órgano judicial ha sido creado previamente y ha sido investido de jurisdicción, y prohíbe la creación de jueces ad hoc. En tercer lugar, esa predeterminación debe efectuarse por ley en sentido formal, tal y como resulta del propio tenor literal del precepto constitucional (STC 115/2006). La predeterminación no puede ser efectuada ni mediante Decreto-Ley ni a través de disposiciones de rango reglamentario emanadas del Gobierno. La garantía que nos ocupa quedaría burlada si bastara con mantener el órgano pudiendo alterar arbitrariamente su composición, aunque hay circunstancias personales y necesidades del servicio que puedan motivar que los titulares de unos órganos pasen a otros (STC 47/1983).

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El juez ordinario predeterminado por la ley para los aforados por razón de su cargo, en el ámbito penal, es la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y la correspondiente de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, en el caso de los numerosos aforados autonómicos.

b) El derecho a la defensa y a la asistencia letrada y a la utilización de los medios de prueba pertinentes Este derecho —elemento fundamental del proceso penal— está vinculado, obviamente, con la prohibición de indefensión ya examinada. Se trata de un derecho fundamental en virtud del cual toda persona física a la que se le atribuye la comisión de un hecho punible debe poder defenderse de la acusación, y tener garantizada la asistencia técnica, así como la posibilidad de oponerse de forma eficaz a la pretensión punitiva del Estado, y de hacer valer en el proceso su derecho constitucional a la libertad (Gimeno Sendra). El derecho de defensa nace, por

tanto, con la imputación y en ese momento surgen también todos los derechos que el ordenamiento establece para su aseguramiento: el derecho a conocer el acto procesal que ha motivado la apertura del sumario; si es detenido, los derechos reconocidos en el artículo 17.3 CE; la intervención del abogado en los interrogatorios; y el derecho a comunicarse libremente con su abogado, salvo los supuestos de incomunicación legalmente adoptados. El Tribunal Constitucional ha señalado que el derecho a la defensa incluye tanto el derecho de autodefensa como a la asistencia letrada (STC 29/1995). Forma parte de su contenido esencial el que todo acusado pueda ser asistido por un defensor “de su elección”. Este derecho —afirma el Tribunal— “comporta de forma esencial el que el interesado pueda encomendar su representación y asesoramiento técnico a quien merezca su confianza y considere más adecuado para instrumentar su propia defensa”. En el proceso penal incluye el derecho a que al acusado le sea designado uno de oficio. En este sentido, el Tribunal Constitucional precisa que si el acusado mantiene una actitud pasiva en el nombramiento de letrado, pese a ser informado de este derecho que le asiste, el órgano judicial debe proceder al nombramiento de oficio de abogado y procurador. Con este nombramiento se pretende evitar la indefensión por lo cual no basta la mera presencia pasiva del letrado, sino que se requiere que su asistencia técnica sea efectiva. Esa efectividad

exige, igualmente, que la comunicación entre el abogado y su cliente sea inteligible y fluida por lo que exigirá también el derecho a intérprete en aquellos casos de extranjeros que no hablen y comprendan el español. El derecho a la asistencia letrada gratuita presenta en estos casos una clara faceta prestacional. El derecho a la defensa y a la asistencia letrada se ejerce básicamente en el proceso penal, pero también es de aplicación en el resto de los procesos. En todos ellos persigue garantizar la realización efectiva de los principios de igualdad de las

Los derechos fundamentales y sus garantías

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partes y de contradicción y evitar desequilibrios entre ellas que pudieran dar lugar a indefensión (STC 7/2011). Por esta razón incluye el derecho a la designación de un abogado de oficio en todos aquellos supuestos en que corresponda por carecer de medios económicos y así se solicite del órgano judicial, conforme a lo establecido en la ley, incluso en aquellos casos en que no sea preceptiva la asistencia letrada. El Tribunal Constitucional ha precisado que “será constitucionalmente obligada la asistencia letrada allí donde la capacidad del interesado, el objeto del proceso o su complejidad técnica hagan estéril la autodefensa que el mismo pueda ejercitar mediante su comparecencia personal, lo que se determinará, en cada caso concreto, atendiendo a la mayor o menor complejidad del debate procesal y a la cultura y conocimientos jurídicos del comparecido personalmente, deducidos de la forma y nivel técnico con que haya realizado su defensa” (STC 225/2007). Finalmente, el derecho a la defensa incluye también el llamado “derecho a la última palabra” o derecho a defenderse personalmente en la medida en que lo regulen las leyes procesales —art. 6. 3. c del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos y las libertades fundamentales—. En España, el artículo 739 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal ofrece al acusado el derecho a la última palabra mediante el que se le concede la oportunidad de manifestar lo que considere oportuno al final del proceso. Como manifestación del derecho a la autodefensa, el Tribunal Constitucional entiende que este derecho a la “última palabra” es una de las garantías contenidas en el derecho a la defensa del artículo 24. 2 (STC 258/2007). El Tribunal Constitucional ha subrayado la importancia del derecho a la autodefensa: “El principio de que nadie pueda ser condenado sin ser oído, audiencia personal que, aun cuando mínima, ha de separarse como garantía de la asistencia letrada, dándole todo el valor que por sí misma le corresponde. La viva voz del acusado es un elemento personalísimo y esencial para su defensa en juicio” (STC 93/2005). Íntimamente relacionado con el derecho a la defensa está el derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para aquella. Sus titulares no son únicamente aquellos que se encuentran incursos en un procedimiento penal puesto que, como el Tribunal Constitucional ha advertido, este derecho es de aplicación en todos los órdenes jurisdiccionales, y protege a todos los que acuden a la jurisdicción en cualquier tipo de procesos para la defensa de sus derechos e intereses legítimos (STC 173/2000), y es especialmente relevante en la esfera del procedimiento ad-

ministrativo sancionador (STC 212/1990).

El contenido de este derecho consiste en que las pruebas pertinentes —que pueden ajustarse a cualesquiera de los medios aceptados en Derecho— sean admitidas y practicadas por el órgano judicial, sin que se desconozca u obstaculice su ejercicio. La pruebas deben solicitarse en la forma y en el momento legalmente

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establecidos y deben tratarse siempre de medios de prueba autorizados por el ordenamiento (STC 14/2011). El Tribunal Constitucional advierte, en este sentido, que es preferible que el órgano judicial incurra en exceso en la admisión de pruebas que en su denega-

ción (SIC 30/1986): “El contenido esencial (de este derecho) se integra por el poder jurídico que se reconoce a quien interviene como litigante en un proceso

de provocar la actividad procesal necesaria para lograr la convicción del órgano judicial sobre la existencia o inexistencia de los hechos relevantes para la decisión

del conflicto objeto del proceso” (STC 4/2005). Se trata de un derecho de con-

figuración legal que no implica, en modo alguno, el derecho a llevar a cabo una actividad probatoria ilimitada en virtud de la cual las partes podrían exigir todas las pruebas que desearan. El derecho sólo incluye la práctica de aquellas pruebas que sean “pertinentes” y esa pertinencia se determina en función de la relación que guarden con el objeto del juicio: “La pertinencia de las pruebas es la relación que las mismas guardan con lo que es objeto del juicio y con lo que constituye tema decidendi para el Tribunal y expresa la capacidad de los medios utilizados

para formar la definitiva convicción del Tribunal” (STC 70/2002). Prueba “per-

tinente” es lo mismo que prueba útil, lícita e idónea para el proceso. Debe versar siempre sobre hechos y son las partes las que tienen que argumentar su relevancia, y por ende, su pertinencia. Corresponde al juez realizar, en todo caso, el “juicio de pertinencia” en función del cual adoptará una decisión motivada.

La denegación de una prueba pertinente —y por tanto, potencialmente relevante para la decisión— propuesta por las partes produce indefensión y supone, por ello, una violación del artículo 24 CE. Ahora bien, es preciso siempre que la falta de la práctica de la prueba sea imputable, como hemos dicho, al órgano judicial, y no a las partes. Se produce también la vulneración del derecho cuando la prueba es rechazada sin motivación, o cuando esta es incongruente, arbitraria o irrazonable; cuando, a pesar de haber sido admitida, no se practica por causas imputables al órgano judicial; o cuando, aunque no fue admitida o practicada hubiera podido tener una influencia decisiva en la resolución del asunto. La denegación de pruebas que el juez considere inútiles o inadecuadas no produce indefensión ya que el juez está facultado para rechazarlas y evitar así dilaciones indebidas en el proceso.

c) El derecho a ser informado de la acusación formulada Este derecho es el presupuesto necesario para poder ejercer el derecho a la defensa anteriormente expuesto. Implica la exigencia constitucional de que el acusado tenga conocimiento previo de la acusación formulada contra él, en términos suficientemente precisos, para poder defenderse de ella de manera contradictoria. Se configura, por ello, como un instrumento indispensable para poder ejercer el

Los derechos fundamentales y sus garantías

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derecho de defensa, pues mal puede defenderse de algo quien no sabe de qué se le acusa (STC 183/2005). Su garantía es imprescindible para evitar un proceso penal Inquisitivo, y su desconocimiento provoca directamente la indefensión proscrita por el artículo 24.1. El contenido constitucionalmente garantizado del derecho a ser informado de la acusación consiste en que sea suministrada al acusado la información precisa y detallada en el más breve plazo y en lengua que comprenda sobre los hechos que se le imputan. Estos hechos constituyen el objeto del proceso sobre el que versará el debate procesal. En ese sentido, no se podrá condenar al acusado por delitos diferentes a los determinados por los hechos delictivos formulados por la acusación. En su pronunciamiento, el Tribunal no puede apreciar hechos o circunstancias que no hayan sido objeto de consideración en la acusación y sobre los cuales, en consecuencia, el acusado no haya tenido ocasión de defenderse en un debate contradictorio (STC 155/2009).

Esta garantía es aplicable —con las modulaciones procedentes— al procedimiento administrativo sancionador, en el sentido de que el expedientado tiene derecho a conocer los cargos que contra él se formulan, con el consiguiente derecho a la inalterabilidad de los hechos esenciales objeto de acusación y sanción (STC 197/2004).

d) El derecho a un proceso público El principio de publicidad del proceso fue proclamado ya por la Constitución de Cádiz de 1812 (art. 302). La Constitución de 1978 le atribuye un lugar muy destacado entre los principios que informan la regulación del Poder Judicial. Así el artículo 120 dispone que las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento; que el procedimiento será predominantemente oral, sobre todo en materia criminal; y que las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública. La conexión entre el mencionado artículo 120 y el artículo 24 se deriva, en palabras de Gregorio Cámara, de las dos finalidades que la publicidad cumple: por un lado, asegurar la plenitud de las posibilidades de defensa del acusado, que puede verse así protegido por una justicia sometida al público conocimiento y, por tanto, a su control, por difuso que este sea; por otro, renovar y mantener la confianza de la comunidad en los tribunales. El principio de publicidad no es aplicable a todas las fases del proceso penal, sino únicamente al juicio oral que lo culmina —donde se producen y reproducen las pruebas de cargo y de descargo y se formulan las alegaciones y las peticiones definitivas de la acusación y de la defensa—, y al pronunciamiento de la sentencia.

Por otro lado, se trata de una garantía que admite excepciones y que no se consi-

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dera vulnerada cuando un juicio se celebre a puerta cerrada por razones fundadas en lo establecido por le legislación procesal. Entre esas razones cabe señalar motivos de orden de público, o la necesidad de proteger los derechos y libertades a las que se refiere el artículo 232 LOPJ: “1. Las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento. 2. Excepcionalmente, por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los Jueces y Tribunales, mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de la publicidad y acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones)”; o el respeto debido a la persona ofendida por el delito o su familia, a los que se refiere el artículo 680 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “Los debates del juicio oral serán públicos, bajo pena de nulidad. Podrá, no obstante, el Presidente mandar

que las sesiones se celebren a puerta cerrada cuando así lo exijan razones de moralidad o de orden público, o el respeto debido a la persona ofendida por el delito o a su familia. Para adoptar esta resolución, el Presidente, ya de oficio, ya a petl-

ción de los acusadores, consultará al Tribunal, el cual deliberará en secreto, con-

signando su acuerdo en auto motivado, contra el que no se dará recurso alguno”.

Finalmente es preciso mencionar también los supuestos contemplados en el artículo 6. 1 del Convenio Europeo de Derechos humanos que permite prohibir el acceso de la prensa y del público durante la totalidad o parte del proceso por razones de seguridad nacional o cuando en atención a especiales circunstancias, la publicidad pudiera ser perjudicial para los intereses de la justicia.

e) El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas No resulta nada fácil concretar el alcance de esta garantía. Ahora bien, de lo que no cabe duda es de su relevancia en relación al derecho a la tutela judicial. Una tutela tardía puede no ser efectiva. El Tribunal Constitucional ha reconocido que “desde un punto de vista sociológico y práctico puede seguramente afirmarse que una justicia tardíamente concedida equivale a una falta de tutela judicial efectiva” (STC 26/1983).

Este derecho debe ser interpretado como un mandato a los poderes públicos para que actúen sobre las causas que hacen posibles los retrasos, y para que, en todo caso, doten a los órganos judiciales de los medios personales y materiales adecuados. El contenido de esta garantía consiste en que los jueces y tribunales juzguen y hagan ejecutar lo juzgado dentro de unos términos temporales que resulten razonables, por utilizar la expresión empleada en el artículo 6. 1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. El artículo 24 no ha constitucionalizado un derecho a los plazos sino el derecho de toda persona a que su causa se resuelva en un tiempo razonable (STC 5/1985). Es una garantía aplicable a todo tipo de procesos.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Aunque el celo que los órganos judiciales deben poner en asegurar la rapidez del procedimiento es, lógicamente, mucho mayor en las causas con preso, atendiendo al valor de lo que está en juego, la libertad (STC 8/1990).

La valoración de la duración de un proceso en términos de razonabilidad debe realizarse en cada caso (STC 142/2010) en función de una serie de criterios objetivos que el Tribunal Constitucional toma de la jurisprudencia del TEDH: la complejidad del litigio, el comportamiento de las partes o las autoridades competentes implicadas, la forma en que ha sido llevado por el órgano judicial, el tiempo medio admisible en ese tipo de procesos, las consecuencias que de la demora se siguen para los litigantes (STC 324/1994). De esta forma para apreciar la existencia de una “dilación indebida” no basta con que no se haya respetado el plazo para dictar sentencia, ni con que esta haya sido pronunciada mucho después del vencimiento del plazo para dictarla. Es preciso, además, que esa dilación no pueda considerarse “razonable” según alguno de los parámetros anteriormente expuestos (STC 177/2004). Por otro lado, hay que subrayar también que para que se pueda apreciar la vulneración de este derecho es preciso que el recurrente haya invocado previamente la existencia de esas dilaciones mediante un requerimiento expreso al órgano judicial supuestamente causante de aquellas para que ponga fin a las mismas. Esto último resulta imprescindible para que el propio juez concernido pueda remediar el retraso o paralización del procedimiento, y quede así garantizado el carácter subsidiario del recurso de amparo. En el supuesto de que se demuestre que, efectivamente, se han producido en el proceso, dilaciones indebidas, será muy difícil —si no imposible— restablecer al recurrente en la integridad de su derecho. En estos casos, habrá que acudir siempre a vías compensatorias (la indemnización por daños causados por “funcionamiento anormal de la Administración de Justicia” prevista en el art. 121 CE). El Tribunal Constitucional ha elaborado, como acabamos de ver, una doctri-

na coherente sobre este derecho que es de aplicación a la labor realizada por la Justicia ordinaria. Ahora bien, es preciso reconocer que también en el ámbito de la Justicia Constitucional, y por lo que a nosotros interesa en el recurso de amparo, pero también en las cuestiones de inconstitucionalidad, se producen notorias dilaciones, cuyos efectos potencialmente lesivos del derecho a la tutela judicial efectiva no pueden ser obviados. En la medida en que las resoluciones del Tribunal Constitucional no pueden ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional interno, habrá de ser él mismo el encargado de velar porque esas dilaciones no se produzcan. Dilaciones que, en todo caso, podrían ser denunciadas ante el TEDH. De hecho, España ha sido condenada en algunas ocasiones por esta razón (STEDH de 14 de octubre de 2001, Díez Aparicio contra España o STEDH de 25 de noviembre de 2003, Soto Sánchez contra España).

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f) El derecho a la presunción de inocencia La presunción de inocencia es el fundamento del proceso penal en el Estado de Derecho. Se configura como un auténtico derecho fundamental consistente en que nadie puede ser condenado sin pruebas que, practicadas legalmente conforme a las exigencias constitucionales, demuestren su culpabilidad. La carga de la prueba recae siempre sobre quien acusa y nunca puede requerirse del acusado prueba de su propia inocencia (“prueba diabólica”, STC 109/1986). Más allá de un principio procesal (in dubio pro reo) que impone al juez la absolución cuando no llega al convencimiento de la culpabilidad, la presunción de inocencia es un derecho subjetivo que ampara a toda persona hasta que esa presunción no queda destruida por pruebas que demuestren su culpabilidad. Para desvirtuar la presunción de inocencia de una persona es preciso que existan pruebas de cargo suficientes para que tras su libre valoración por el órgano judicial, éste adquiera la certeza de su culpabilidad. El juez está obligado a hacer explícitos los razonamientos en virtud de los cuales ha alcanzado esa certeza. La presunción de inocencia puede también ser desvirtuada mediante lo que se denomina “prueba indiciaria” de cargo, cuando el hecho objeto de prueba no es el constitutivo de delito, sino otro intermedio que permite llegar a él, por inferencia lógica. En estos casos, sólo puede considerarse vulnerado el derecho que nos ocupa “cuando la inferencia sea ilógica o tan abierta que en su seno quepa tal pluralidad de conclusiones alternativas que ninguna de ellas pueda darse por probada” (STC 229/2003). El derecho a la presunción de inocencia es compatible, no obstante, con la

adopción de medidas cautelares como la detención preventiva o la prisión preventiva, siempre que tales medidas se adopten mediante resoluciones fundadas en derecho y conformes con los principios de razonabilidad y proporcionalidad. Los requisitos exigidos para la adopción de estas medidas —singularmente la “alarma social” a la que se refiere la Ley de Enjuiciamiento Criminal— deben ser cumplidos con rigor puesto que, en otro caso, la presunción de inocencia podría verse vulnerada. Según el Tribunal Constitucional “sólo cabrá constatar la vulneración del derecho a la presunción de inocencia cuando no haya pruebas de cargo válidas, es decir, cuando los órganos judiciales hayan valorado una actividad probatoria lesiva de otros derechos fundamentales o carente de garantías, o cuando no se motive el resultado de dicha valoración o, finalmente, cuando por ilógico o insuficiente, no sea razonable el iter discursivo que conduce de la prueba al hecho probado” (STC 111/2008).

Respecto a su ámbito de aplicación, este no se limita a la jurisdicción penal, sino que se extiende también al procedimiento administrativo sancionador (STC

Los derechos fundamentales y sus garantías

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36/1985). No es de aplicación, en cambio, en el orden laboral en el cual no se

ejerce el ius punitivo del Estado (STC 30/1992).

3.4,

El proceso de Habeas Corpus

El Habeas corpus es una institución nacida en Inglaterra y que se denomina así por ser esas dos palabras con las que comienza el mandamiento judicial que abre el proceso. Esta institución pone de manifiesto como el derecho inglés atribuyó al juez la posición de garante de la libertad. El derecho francés, por el contrario, —muy receloso respecto a los jueces a los que negó la condición misma de poder estatal— cifró en la ley (esto es en el Parlamento) la garantía de la libertad. Como señala Torres del Moral, ambas concepciones se dan cita en el artículo 17 de la Constitución española”. Así, el apartado primero es tributario de la tradición francesa: “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Nadie puede ser privado de su libertad, sino con la observancia de lo establecido en este artículo y en los casos y en la forma previstos en la ley”. El apartado cuarto del artículo 17 dispone, por su parte, que: “La ley regulará un procedimiento de habeas corpus para producir la inmediata puesta a disposición judicial de toda persona detenida ilegalmente” La recepción así en nuestra Constitución de esta institución del constitucionalismo anglosajón —el Habeas corpus— dota de una fundamental garantía judicial a todo detenido para el control de la legalidad y corrección de la detención practicada. El Preámbulo de la Ley Orgánica reguladora del Procedimiento de Habeas Corpus, de 24 de mayo de 1984, señala que su pretensión es establecer remedios rápidos y eficaces para los supuestos de detenciones no justificadas legalmente, o que, aun justificadas en cuanto al fondo, se hubieran llevado a cabo de forma

ilegal. La eficacia del procedimiento exige que sea rápido y sencillo. Por ello, la rapidez y la sencillez son los principios inspiradores del procedimiento así como el de su aplicación general. a) El principio de agilidad se traduce en su configuración como procedimiento

sumario que se sustancia en 24 horas.

b) El principio de sencillez o antiformalismo determina que la comparecencia no requiere ni abogado ni procurador y que puede ser verbal. c) El principio de generalidad implica que es aplicable a toda detención, con independencia de quién la practicó y ello sin excepción alguna, por lo que se incluyen también las detenciones —incluido el arresto domiciliario— practicadas por la autoridad militar, las detenciones de enajenados mentales o las de extran-

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jeros pendientes de una orden de expulsión; que puede ser instada no sólo por el privado de libertad, sino también por sus allegados (cónyuge o persona unida por análoga relación de afectividad, ascendientes, descendientes, hermanos y representantes legales en caso de menores e incapacitados), por el Ministerio Fiscal y por el Defensor del Pueblo, e incluso puede ser instado de oficio por el juez; que es aplicable a todos los supuestos de detención ilegal, ya sea por razones de fondo, ya sea de forma, de prolongación del tiempo máximo legalmente permitido, o de vulneración de derechos de la persona detenida. La LO conecta, por tanto, la garantía del Habeas corpus con las previstas para la detención preventiva (art. 17.2) y con las contenidas en los artículos 17.3 y 24. 2 que consagran, respectivamente, los derechos del detenido y del acusado. El artículo 17. 2 dispone que la detención preventiva no podrá durar más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las averiguaciones para el esclarecimiento de los hechos, y, en todo caso, en el plazo máximo

de 72 horas

el detenido debe ser puesto en libertad o a disposición de la autoridad judicial. Por ello, toda detención que sobrepase ese plazo es ilegal y puede dar lugar a un procedimiento de habeas corpus. Igualmente, puede dar lugar al habeas corpus una detención legal dentro del plazo, en la que se hayan vulnerado algunas de las garantías y derechos del detenido:

a) El derecho a la vida e integridad física, psíquica y moral, que comporta el de no ser sometido a tortura ni a trato inhumano o degradante. b) El derecho a guardar silencio, a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. c) El derecho a conocer las razones de su detención y a que se le comuniquen en una lengua que comprenda, por lo que quien alegue desconocimiento del castellano tiene derecho a un intérprete. d) El derecho de asistencia letrada. e) El derecho a que se comunique a su familia la detención y el lugar de la custodia. f) El derecho a ser reconocido por un médico forense. Estos derechos son compatibles decretada por la autoridad judicial por exigencias de la investigación En estos casos se puede disponer nombrado de oficio.

con la incomunicación del detenido si ha sido como medida excepcional y de breve duración, de delitos muy graves, como los de terrorismo. que la asistencia letrada la preste un abogado

La autoridad gubernativa está obligada a poner en inmediato conocimiento de la autoridad judicial competente la solicitud de habeas corpus y, una vez promo-

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vida, el juez la examinará y acordará la incoación del procedimiento o, en su caso, lo denegará si resulta improcedente. En el auto de incoación, el juez ordenará que se lleve a su presencia a la persona detenida, sin pretexto o demora alguna, pudiendo personarse él mismo en el lugar donde se halle la persona detenida. Tras un breve procedimiento contradictorio, con admisión y práctica de prueba, en su caso, el juez puede adoptar alguna de estas medidas: a) El archivo de las actuaciones, por entender que tanto la detención practicada como las circunstancias en que se está realizando son conformes a Derecho. b) Declarar la detención ilegal y, en consecuencia, decretar la inmediata puesta en libertad del detenido. c) Modificar las condiciones en que se encuentra el detenido. d) Decretar la inmediata puesta a disposición judicial del detenido si hubiera transcurrido ya el plazo establecido para la detención. El juez competente para conocer del habeas corpus es, normalmente, el juez de Instrucción del lugar donde se encuentre la persona privada de libertad o, si no constare, el del lugar en que se hubiera producido la detención y, en su defecto, el del lugar donde se hayan tenido las últimas noticias sobre el paradero del detenido. En el ámbito de la jurisdicción militar, el juez competente será el Juez Togado Militar de la cabecera de la circunscripción militar donde se llevó a cabo la detención. Y, finalmente, en el ámbito de actuaciones contra elementos terro-

ristas, O contra presuntos autores de delitos cuyo enjuiciamiento corresponde a la Audiencia Nacional, el Juzgado Central de Instrucción correspondiente de dicho órgano judicial. De lo expuesto en este epígrafe tercero se deduce con total claridad que el Poder Judicial se configura como la principal y fundamental garantía de los derechos fundamentales. El juez es el garante ordinario y cotidiano de los derechos constitucionales. Ahora bien junto a esta garantía jurisdiccional —ordinaria— existen otras dos garantías, jurisdiccionales también pero de carácter excepcional. Se trata, por un lado, de la garantía procesal específica prevista en el artículo 53 de la Constitución para los derechos contenidos en la sección primera del capítulo segundo del Título l, el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional; y, por otro, de una garantía jurisdiccional de carácter supranacional: la que presta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación con los derechos contenidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950. En el siguiente capítulo examinaremos con la atención que merece el recurso

de amparo ante el Tribunal Constitucional como garantía procesal específica de determinados derechos fundamentales. Antes de ello, es preciso examinar otro tipo de garantías orgánicas —pero no jurisdiccionales— de los derechos. En este

sentido, vamos a estudiar dos garantías institucionales de los derechos, esto es,

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dos instituciones configuradas constitucionalmente como garantes de los derechos de los ciudadanos: el Defensor del Pueblo (art. 54 CE) y el Ministerio Fiscal (art. 124 CE). Continuaremos el capítulo examinando el régimen jurídico de la suspensión de derechos —individual y general— en la medida en que la juridificación de la suspensión de derechos con arreglo a los principios del Estado de Derecho también opera como un mecanismo de garantía de los mismos en situaciones de crisis. Por último, abordaremos los conflictos surgidos en materia de derechos en sociedades multiculturales —básicamente derivados del ejercicio del derecho a la libertad religiosa— y, desde esta Óptica, examinaremos la importancia de la laicidad como garantía de los derechos.

4. LAS INSTITUCIONES DE GARANTÍA 4,1.

El Defensor del Pueblo

El Defensor del Pueblo se asemeja a la figura “de un paladín de los derechos y

libertades en la sociedad moderna” (Carballo Armas), cercano a los ciudadanos,

y que, aun carente de “potestas”, ostenta una magistratura moral. El éxito de esta institución ha determinado que esta figura se haya extendido a otros ámbitos territoriales (Comunidades Autónomas y Unión Europea) y materiales (defensor del lector, del oyente, del consumidor). El Defensor ofrece a los ciudadanos una

vía rápida, cercana, y escasamente formalizada para trasladar a las instituciones sus quejas por el mal funcionamiento de la Administración cuando este repercute negativamente sobre sus derechos y libertades. Esta vía, como vamos a ver, es diferente y complementaria de la garantía judicial. “La actuación del Defensor del Pueblo debe concebirse como una garantía adicional de los derechos de los ciudadanos en el control de la actividad de los poderes públicos, frente a unas administraciones mastodónticas, no siempre respetuosas con la posición jurídica

garantizada a los ciudadanos en el ordenamiento jurídico. Una de las características de la institución es su carácter desformalizado, que le permite enfrentarse a formas sutiles de desviación de poder a las que acaso no alcanza el control de legalidad que ejercen los órganos jurisdiccionales o incluso pasan desapercibidos en el debate político, ocupado en los asuntos generales” (Montilla Martos).

Torres del Moral la define, por ello, acertadamente como “una magistratura de opinión y de persuasión” dirigida fundamentalmente a estimular el funcionamiento de los mecanismos de autocorrección de la Administración. Aunque puedan encontrarse antecedentes remotos en nuestro derecho histórico (la figura del Sahib-al-Mazalin y, sobre todo, el Justicia de Aragón), el origen de esta institución está en el Ombudsman sueco incluido, por primera vez, en la Constitución de 1809 y con posterioridad en otros países nórdicos (Noruega y

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Finlandia). Se ha ido extendiendo a otros países con diversas peculiaridades como el Comisionado Parlamentario inglés o el Mediador francés. La institución del Defensor del Pueblo figura en el propio Título I —artículo 54—, después del fundamental artículo dedicado a las garantías de los derechos que nos permite llevar a cabo la clasificación de los mismos, y antes del artículo dedicado a la suspensión: “Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en este Título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”. 3)

La constitución remite al legislador orgánico la concreta regulación de la institución pero le asigna una concreta misión: la defensa de los derechos comprendidos en el Título l, es decir, de todos los derechos, tengan o no el carácter de fundamentales. Para el cumplimiento de esa misión se atribuye al Defensor la facultad de supervisar la actividad de la Administración. Por otro lado, al definirlo como alto comisionado de las Cortes, atribuye implícitamente a estas la función de designación del titular de la institución. Al amparo el artículo 54 CE, el legislador aprobó la LO 3/1981, del Defensor del Pueblo. Al tratarse de una magistratura moral, resulta esencial que el titular de la institución ofrezca un perfil de independencia e imparcialidad y acredite una trayectoria de compromiso con los derechos fundamentales. Para lograr esta finalidad el legislador ha establecido la necesidad de que el Defensor sea una persona que suscite un amplio consenso y, por ello, capaz de obtener un amplio respaldo de las Cortes. Las dos Cámaras, Congreso y Senado, por separado, deben elegir al mismo candidato, propuesto por los partidos políticos, por una mayoría de tres quintos de los miembros de cada una de ellas. El mandato es de cinco años y puede ser renovado. La duración del mandato superior en un año al de la Legislatura contribuye también a reforzar la independencia del Defensor. El Defensor está auxiliado por dos Adjuntos que son designados por él mismo, aunque debe solicitar de las cámaras su conformidad para el nombramiento. El Defensor constitucionalmente configurado como un alto comisionado de las

Cortes se relaciona con estas a través de una Comisión mixta a la que específicamente se le encomienda la interlocución con la institución. Inicialmente, cada una

de las Cámaras contaba con una Comisión para ello, con lo que se dificultaba la relación con las Cortes como totalidad. Para corregir esa deficiencia, la LO 2/92 modificó la LO 3/81, estableciendo una única Comisión de composición mixta. Una vez designado, el Defensor ejerce su función con autonomía plena y no está vinculado por la concreta composición política de las Cámaras que lo designaron. En todo caso y, según lo dispuesto en el artículo 5 de su Ley Orgánica, las

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Cortes — por una miento)— podrían de las obligaciones

mayoría de tres quintos (idéntica a la exigida para su nombracesarle “por actuar con notoria negligencia en el cumplimiento yy deberes del cargo”.

El capítulo MI de la LO 3/81 contiene el estatuto jurídico del Defensor: a) Tiene plena autonomía para el ejercicio de sus funciones. b) No está sujeto a mandato imperativo alguno y no puede recibir órdenes o instrucciones de ninguna autoridad o poder público. c) Goza de inviolabilidad e inmunidad en el ejercicio de sus funciones de forma similar a los miembros de las Cortes. d) Está sujeto a un riguroso régimen de incompatibilidades. La función esencial —y razón de ser— del Defensor es la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, y esta función la ejerce a través de la supervisión de la actuación de la administración, e informando de ello al Parlamento,

a través del Informe anual. Su competencia se extiende a la totalidad de órganos y autoridades de la Administración General del Estado, de las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales. Como resultado de su labor investigadora puede sugerir o recomendar la adopción de medidas concretas o la rectificación de los criterios empleados por la Administración para resolver determinados asuntos. Puede, incluso, proponer la modificación de las normas reguladoras de una materia concreta. Cuando el defensor reciba quejas referidas al funcionamiento de la Administración de Justicia, deberá remitirlas al Ministerio Fiscal, para que este las investigue y adopte las medidas oportunas o las remita al Consejo General del Poder Judicial. Ello sin perjuicio de la inclusión de dichas quejas en su Informe anual. Cualquier persona física o jurídica puede dirigir una queja ante el Defensor sin más requisito que tener un interés legítimo en su pretensión. Son titulares del derecho a dirigirse al Defensor los menores, los internos en centros penitenciarios, los incapacitados legalmente, los extranjeros, los militares en activo (pueden hacerlo incluso cuando estén privados de libertad cumpliendo condena en prisión militar o bajo cualquier tipo de arresto). La única restricción existente en este ámbito es la que afecta a las autoridades administrativas en materias de su competencia. Estas no pueden acudir al Defensor. El trámite de presentación de quejas es muy sencillo. Basta presentar un escrito firmado en el que se exponga el caso que se denuncia. En el escrito debe constar el nombre, apellidos y domicilio del peticionario. En todo caso, el Defensor puede, en todo momento, actuar de oficio, esto es,

iniciar una investigación sobre el funcionamiento de alguna administración sin necesidad de que se haya producido una queja concreta.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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El Defensor del Pueblo puede así iniciar una investigación, bien cuando recibe una queja, o bien tiene conocimiento por cualquier otro medio, y así lo decide, de una posible vulneración de derechos por parte de una administración pública, o de algún caso de actuación incorrecta por parte de una administración. La investigación se desarrolla de forma rápida y sin ningún tipo de formalidades. Para ello, el Defensor se dirige a la administración correspondiente solicitando documentación e información. La fluida relación existente entre la Administración y el Defensor permite concluir la mayor parte de los procedimientos a través de la conciliación. En todo caso, a falta de acuerdo, el Defensor puede adoptar una o varias de las siguientes medidas: a) Sugerir a la Administración afectada la modificación de los criterios utilizados en la actuación administrativa. Para ello se dirigirá al superior jerárquico cuando considere que el funcionario ha incurrido en algún tipo de abuso, arbitrariedad, discriminación, error o negligencia. b) Sugerir al gobierno o a las Cortes, según el caso, la modificación de normas cuyo cumplimiento puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados. c) Solicitar a la administración el ejercicio de sus potestades de inspección y

sanción.

d) Formular a las autoridades y funcionarios advertencias o recomendaciones en relación con sus actuaciones administrativas. e) Trasladar al Ministerio Fiscal las actuaciones presuntamente delictivas de

los que tenga conocimiento como consecuencia de su investigación.

Concluido la investigación, el Defensor informará al interesado del resultado de la misma, así como de la respuesta de la administración denunciada. Los funcionarios que obstaculicen la investigación pueden incurrir en delito de desobediencia, en cuyo caso, el Defensor dará cuenta también al Ministerio Fiscal. Con todo, no suele ser necesario recurrir a estos mecanismos coactivos. Normalmente,

la inclusión de la situación denunciada en el Informe anual ante las Cortes es un expediente suficientemente efectivo para incentivar la colaboración de las administraciones requeridas y para corregir las infracciones detectadas. Y ello por la publicidad que recibe el Informe en el momento en que se presenta y debate en las Cortes. El Informe anual recoge el número de quejas recibidas, las medidas adoptadas

en relación con ellas, las investigaciones realizadas, los resultados obtenidos, y las

sugerencias aceptadas por las administraciones. Cumple una doble función: por un lado es el balance de la gestión del Defensor; por otro, ofrece una visión de conjunto de las relaciones de los ciudadanos con la Administración Pública. Cuan-

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Javier Tajadura Tejada

do las circunstancias lo aconsejan, el Defensor puede presentar también informes extraordinarios. Unos y otros se publican en el Boletín Oficial de las Cortes. Junto a la función de supervisión ya examinada, el Defensor cumple otras dos muy importantes en relación con el Tribunal Constitucional. La institución está legitimada para plantear tanto recursos de inconstitucionalidad como recursos de amparo. El artículo 162. 1 a) CE reconoce la legitimación del Defensor para interponer el recurso de inconstitucionalidad. El artículo 32. 1 b) de la LOTC y el artículo 29 de la LODP regulan esta importante facultad. Ahora bien, de los distintos sujetos legitimados para activar el control de constitucionalidad, el Defensor del Pueblo es el menos activo. No llega al cinco por ciento el número de recursos resueltos por el Tribunal que tengan su origen en una actuación del Defensor del Pueblo. Ahora bien, a pesar de la escasa utilización de esta competencia, cuando se ha ejercido lo ha sido para impugnar leyes importantes, y, fundamentalmente, para garantizar los derechos de los ciudadanos. Así por ejemplo, el Defensor recurrió la LO 7/1985, reguladora de los derechos y libertades de los extranjeros (STC 115/87). Pero no se ha limitado a recurrir leyes de desarrollo de los derechos en sentido estricto. Así, recurrió también la ley del parlamento de Canarias que establecía el sistema electoral del archipiélago por una hipotética vulneración del principio de proporcionalidad (STC 225/1998). El Tribunal Constitucional ha confirmado esta interpretación extensiva de la legitimación activa del Defensor, al entender que debe entenderse en los mismos términos y con la misma amplitud que la del resto de actores legitimados, pues dicha legitimación les ha sido reconocida no en atención a su interés, sino en virtud de la alta cualificación política que se infiere de su respectivo cometido constitucional (STC 274/2000). Como ha escrito Montilla

“en puridad, el Defensor junto a la minoría parlamentaria estatal, es el órgano legitimado para plantear los conflictos constitucionales ajenos a la delimitación competencial, como son los derivados de la relación mayoría-minoría. Además, constituye la única vía posible cuando estamos ante una minoría tendencialmente permanente, cuya representación parlamentaria es, en el mejor de los casos, exigua”. Efectivamente, cuando se trate de una ley aprobada con el respaldo de las dos grandes fuerzas políticas, la minoría discrepante podría no tener la fuerza necesaria (50 diputados) para impugnar la ley, por lo que el recurso del Defensor será, en esos casos, —al margen de la legitimación de las CC. AA— el único expediente posible para lograr la intervención del Tribunal Constitucional. Por otro lado, la legitimación para interponer el recurso de amparo se encuentra recogida en el artículo 162. 1 b) CE y en los artículos 46.1 a) LOTC y 20 LODP. Se trata de una legitimación directa y no en sustitución de la persona afectada. Esta legitimación refuerza la dimensión objetiva del recurso de amparo, aunque para garantizar también su dimensión subjetiva, el artículo 46.2 LOTC señala que la Sala competente para conocer el amparo lo pondrá en conocimiento

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de los posibles agraviados y ordenará su publicación en el BOE a efectos de comparecencia de los interesados. En sus 34 años de historia, el Defensor ha hecho un uso muy escaso de esta legitimación. Finalmente, es preciso mencionar también las funciones relacionadas con el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, establecido por la Ley Orgánica 1/2009. En dicha ley se crea un Consejo Asesor como órgano de cooperación técnica y jurídica, para ejercer las funciones previstas en el Mecanismo, que preside el Adjunto en el que el Defensor delega estas funciones. La relevancia de la institución llevó a muchas Comunidades Autónomas a introducir —a través de sus Estatutos de Autonomía o mediante Leyes específicas— figuras equivalentes, que reproducen el diseño estatal, en tanto se les confiere la función de defensa de los derechos constitucionales y el control de la Administra-

ción autonómica, y, en ciertos casos, también la local.

La ventaja que supone el establecimiento de una garantía adicional de los derechos se ve contrarrestada por el solapamiento funcional provocado por la ausencia de un reparto competencial claro entre los distintos órganos. La Ley 36/1985, de 6 de noviembre, por la que se regulan las relaciones entre la institución del Defensor del Pueblo y las figuras similares en las distintas Comunidades Autónomas y las SSTC 142/1988 y 157/1988 intentaron articular formas efectivas de colaboración. En la práctica, el Defensor del Pueblo permite que sus homólogos autonómicos controlen en exclusiva a la Administración Local. Respecto a la Administración Autonómica hay concurrencia competencial, pues puede realizar esa función cualquiera de los dos órganos, remitiendo el expediente del caso al Defensor autonómico si es el estatal quien se encarga de la fiscalización. Cuando se trata de

un asunto que incumbe a ambas administraciones, cada uno circunscribe su ac-

tuación a su propio ámbito. Por último, el control de la Administración periférica corresponde al Defensor del Pueblo de ámbito estatal. Finalmente es preciso recordar que con ocasión de la aprobación del Estatuto

de Autonomía de Cataluña (LO 6/2006), el Defensor del Pueblo interpuso recurso

de inconstitucionalidad contra el mismo, entre otros motivos porque encomendaba en exclusividad el control de la Administración autonómica al Sindic de Grreuges, limitando la competencia que a tal efecto ostenta el Defensor. La STC 31/2010 declaró la inconstitucionalidad de tal exclusividad, puesto que la Administración a la que se refiere el art. 54 CE no puede entenderse como Administración central únicamente, sino como cualquier administración, desde el momento que la garantía extrajudicial de los derechos que supone la institución que nos ocupa se proyecta “frente a todos los poderes públicos” (FJ 33).

134

4.2.

Javier Tajadura Tejada

El Ministerio Fiscal

El Ministerio Fiscal es una institución de relevancia constitucional, con personalidad jurídica propia, e integrada con autonomía funcional en el poder judicial. Coopera con la Administración de Justicia, actuando ante esta, de oficio o a petición del interesado, por medio de órganos propios, promoviendo la acción de la Justicia en defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Esta función de defensa de los derechos de los ciudadanos constitucionalmente atribuida en el artículo 124 es la que nos lleva a situar aquí —en un epígrafe dedicado a las garantías de los derechos— el examen de la institución: “El Ministerio Fiscal, sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros Órganos, tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”. El examen de su Estatuto jurídico nos pone de manifiesto que el Ministerio Fiscal comparte con el Defensor del Pueblo tres de sus rasgos distintivos, a saber: su función de defensa de los derechos de los ciudadanos, el actuar de oficio o a petición de los interesados, y la legitimación para recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional. Estas semejanzas llevaron inicialmente a algunos autores a criticar esta duplicidad de órganos o instituciones de garantía. Sin embargo, tanto la LO del Defensor del Pueblo ya examinada, como la ley reguladora del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal han perfilado a estas instituciones en direcciones divergentes. El Defensor opera como una garantía frente a la Administración Pública cuya actuación está llamado a supervisar; el Ministerio fiscal se sitúa en la órbita del Poder Judicial, con autonomía funcional. Por ello, la defensa que el Ministerio Fiscal hace de los derechos y libertades hay que entenderla circunscrita al ejercicio de las acciones judiciales correspondientes. La Constitución remite a la ley la regulación del Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal. Por la relevancia constitucional de sus funciones, quizás hubiera sido conveniente reservar a la ley orgánica dicha regulación. La Ley 50/81 por la que se regula el Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal incluye entre sus muchas funciones (art. 3) las de “velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas con cuantas actuaciones exija su defensa (apartado 3); la de “intervenir en los procesos judiciales de amparo así como en las cuestiones de inconstitucionalidad en los casos y forma previstos en la LOTIC”. (apartado 11); y la de “interponer el recurso de amparo constitucional, así como intervenir en los procesos de que

conoce el Tribunal Constitucional en defensa de la legalidad, en la forma en que las leyes establezcan”

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Los principios que informan su organización y funcionamiento son los de unidad de actuación y dependencia jerárquica pero con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad. La dependencia jerárquica determina que en la cúspide de la institución se sitúe un órgano unipersonal: el Fiscal General del Estado. Según el art. 124. 3 “el Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”. El artículo 22. 2 del Estatuto Orgánico dispone que: “El Fiscal General del Estado ostenta la jefatura superior del Ministerio Fiscal y su representación en todo el territorio español. A él corresponde impartir las órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al orden interno de la institución y, en general, la dirección e inspección del Ministerio Fiscal”. A pesar de su designación por el Gobierno, este —en principio— no puede darle órdenes. Las relaciones entre el Fiscal General y el Gobierno están reguladas en el artículo 8 de la Ley en estos términos: “1. El Gobierno podrá interesar del Fiscal General del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público. 2. La comunicación del Gobierno con el Ministerio Fiscal se hará por conducto del Ministro de Justicia a través del Fiscal General del Estado. Cuando el Presidente del Gobierno lo estime necesario podrá dirigirse directamente al mismo. El Fiscal General del Estado, oída la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, resolverá sobre la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas y expondrá su resolución al Gobierno de forma razonada. En todo caso, el acuerdo adoptado se notificará a quien haya formulado la solicitud”. Ahora bien, el sistema de nombramiento y cese del Fiscal General, unido al hecho de que —hasta la reforma operada en 2007— no estuvieran tasadas las

causas de su cese, ni asegurada la duración de su mandato, determinaba que el

Gobierno siempre podía cesar a un Fiscal General que le resultase incómodo. El Fiscal General fue así durante tres décadas “un cargo político de confianza del Gobierno” (Torres del Moral).

La situación cambió con la aprobación de la Ley 24/2007 que limitó los poderes del Gobierno al establecer un elenco de causas tasadas para el cese del Fiscal General. El artículo 31 del Estatuto en la redacción dada por esa importante reforma establece lo siguiente: “El mandato del Fiscal General del Estado tendrá una duración de cuatro años. Ántes de que concluya dicho mandato únicamente podrá cesar por los siguientes motivos: a) a petición propia, b) por incurrir en alguna de las incompatibilidades o prohibiciones establecidas en esta Ley; c) en caso de incapacidad o enfermedad que lo inhabilite para el cargo; d) por incumplimiento grave o reiterado de sus funciones; e) cuando cese el Gobierno que lo hubiera propuesto”.

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Con ello se ha reforzado notablemente la independencia del Ministerio Fiscal respecto del Gobierno. Sin embargo, para que esta fuera plena sería preciso reformar el artículo 124 de la CE, en el sentido de atribuir la designación del Fiscal General a una mayoría cualificada del Congreso de los Diputados (3/5) y otorgarle un mandato superior al de la Cámara (5 o 6 años). La relevancia de sus funciones,

y singularmente las relacionadas con los derechos y libertades, aconsejan, a nuestro juicio, una reforma en ese sentido. En el capítulo siguiente abordaremos la intervención del Ministerio Fiscal en los procesos de amparo ante el Tribunal Constitucional.

4.3.

Otras garantías orgánicas específicas

Además de la tutela prestada a cualquier derecho por el Defensor del Pueblo

y el Ministerio Fiscal, existen derechos que cuentan con garantías orgánicas es-

pecíficas. Por su importancia cabe mencionar —sin ánimo de exhaustividad— la Agencia de Protección de Datos y la Administración Electoral. La Agencia de Protección de Datos —entidad de derecho público con personalidad jurídica propia y plena independencia de las Administraciones Públicas— tiene por función asegurar el respeto al derecho a la protección de datos personales, que se deriva del art. 18. 4 CE., según reiterada jurisprudencia constitucional. “El derecho fundamental al que estamos haciendo referencia —afirma el Tribunal Constitucional— garantiza a la persona un poder de control y disposición sobre sus datos personales. Pues confiere a su titular un haz de facultades que son elementos esenciales del derecho fundamental a la protección de los datos personales, integrado por los derechos que corresponden al afectado a consentir la recogida y el uso de sus datos personales y a conocer los mismos. Y para hacer efectivo ese contenido, el derecho a ser informado de quién posee sus datos personales y con qué finalidad, así como el derecho a oponerse a esa posesión y uso exigiendo a quien corresponda que ponga fin a la posesión y empleo de tales datos. En suma, el derecho fundamental comprende un conjunto de derechos que el ciudadano puede ejercer frente a quienes sean titulares, públicos o privados, de ficheros de datos personales, partiendo del conocimiento de tales ficheros y de su contenido, uso y destino, por el registro de los mismos. De suerte que es sobre dichos ficheros donde han de proyectarse, en última instancia, las medidas desti-

nadas a la salvaguardia del derecho fundamental aquí considerado por parte de las Administraciones Públicas competentes” (STC 290/2000).

El establecimiento de la Agencia facilita el ejercicio de estos derechos, pues, con ese fin inscribe en su Registro, a efectos de publicidad, los ficheros de titularidad pública o privada; previene cualquier vulneración de la normativa vigente

mediante la aprobación de instrucciones; llegado el caso, fiscaliza, de oficio o a

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instancia de los afectados, los ficheros para recabar cuanta información precise; requiere a los responsables y encargados de los mismos la adopción de las medidas pertinentes; ejerce la potestad sancionadora e insta la incoación de expedientes disciplinarios si las infracciones fueron cometidas en ficheros de la Administración Pública; finalmente, redacta una Memoria anual de sus actividades para las Cortes Generales (art. 37 de la LO 15/1999, de protección de datos de carácter

personal).

La Administración Electoral tiene la función de garantizar la transparencia y objetividad del proceso electoral, así como el respeto del principio de igualdad. Por ello se configura como una garantía orgánica específica de los derechos reconocidos en el art. 23 CE (STC 154/1988). Así, la Oficina del Censo Electoral cumple un papel fundamental cuando lo elabora y actualiza, pues la aparición en el mismo es requisito indispensable para el ejercicio del derecho de sufragio activo. Las Mesas electorales, por su parte, garantizan el carácter personal, directo, libre y secreto del voto. Las Juntas Electorales, entre otras tareas, imparten instruc-

ciones, solucionan dudas e interpretan la normativa electoral, resuelven quejas, reclamaciones y recursos en ese ámbito, corrigen infracciones, proclaman a los candidatos, distribuyen los espacios electorales, levantan acta de los escrutinios y proclaman a los candidatos electos. Todo ello para garantizar, en todo caso, el ejercicio de los derechos fundamentales al sufragio activo y pasivo.

5. LA SUSPENSIÓN DE DERECHOS 5.1.

Estado de Derecho y derecho de excepción

Pese al privilegiado lugar que ocupan en el ordenamiento constitucional, la

Constitución prevé que, en determinadas situaciones o cuando concurran ciertas

circunstancias, los derechos fundamentales puedan ser suspendidos, tanto de forma individual como colectiva. La suspensión sólo puede justificarse en la necesidad de defender y preservar el Estado de derecho y los derechos fundamentales. Esta es la paradoja que encierra el derecho de excepción: con él el Estado de Derecho suspende el ejercicio de los derechos para garantizar su propia subsistencia. La suspensión de derechos fundamentales debe considerarse siempre como un último recurso para hacer frente a circunstancias de tal gravedad que no puedan ser afrontadas por otros medios, esto es, mediante el ejercicio de los poderes ordinarios del Estado. La suspensión de derechos en cuanto disminuye de forma notable el ámbito de libertad de los ciudadanos produce, en consecuencia, un incremento de los poderes del Estado. En estos casos, el Gobierno asume unos poderes extraordinarios, desde el punto de vista de su contenido, pero jurídicamente limitados puesto que el Estado de Derecho, como tal, no se suspende.

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La finalidad principal que el constituyente perseguía con la inclusión en el artículo 55 de la Constitución del derecho de excepción era —y es— precisamente, evitar que ante una situación excepcional, la falta de regulación constitucional determinara que los hechos acabaran prevaleciendo sobre el Derecho. No se puede descartar que ante el silencio constitucional, la respuesta del Estado ante una situación de excepción (una insurrección violenta, por ejemplo) discurra al margen del ordenamiento y, de esta forma, la ausencia de un poder de excepción, configurado jurídicamente como un poder extraordinario pero limitado, conduzca, en definitiva, a la ruptura del Estado de Derecho —en el supuesto de que logre hacer frente a la emergencia por la vía de hecho y mediante el recurso a la nuda violencia— o al colapso y destrucción misma del Estado en caso de no tener éxito en su respuesta a la crisis.

Para evitar cualquiera de estos indeseados resultados, la mayor parte de los Estados Constitucionales de nuestro tiempo incluyen en su ordenamiento el derecho de excepción. Al fin y al cabo, si como advirtiera Carl Schmitt “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, es conveniente que el constituyente en ejercicio de su soberanía juridifique los poderes excepcionales. De esta forma, la crisis no impone la ruptura del Estado de Derecho sino, como advirtió Pérez Serrano, su reafirmación. Con arreglo a Derecho se entre ella, se actúa mientras dura y se liquidan sus consecuencias, depurando en su caso las responsabilidades correspondientes. Bien es cierto que, como advierte Torres del Moral, en la práctica no sea fácil “que las cosas circulen siempre tan jurídicamente”. Pero el derecho no puede hacer más. El derecho comparado nos muestra que, en este ámbito, existen dos modelos

básicos: el estado excepcional y la dictadura constitucional. Ambos tienen en común su transitoriedad y su finalidad que es siempre el restablecimiento del orden constitucional. La diferencia estriba en que en el caso de la dictadura constitucional se produce la concentración de todos los poderes del Estado en una única magistratura, el Jefe del Estado, y el principio mismo de división de poderes queda en suspenso. En el estado excepcional, por el contrario, se prevén diferentes situaciones O grados de gravedad de la crisis, lo que se traducirá en la suspensión de un mayor o menor número de derechos constitucionales, pero el principio de división del poder se mantiene. El caso paradigmático de dictadura constitucional es el previsto en el artículo 16 de la Constitución francesa de 1958, cuyo antecedente se encuentra en el artículo 48 de la Constitución de Weimar. No hace falta insistir en los graves riesgos que implica. En el caso de Weimar facilitó la definitiva destrucción del orden constitucional democrático y el advenimiento del régimen nacional-socialista del Tercer Reich. Nuestra Constitución no recoge la dictadura constitucional, y opta por el modelo de los estados excepcionales en términos parecidos a los previstos por la

constitución holandesa (art. 103) o portuguesa (art. 19).

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En nuestro ordenamiento, el derecho de excepción regula aquellas situaciones en las que se produce la quiebra del normal funcionamiento del Estado (por catástrofes naturales, crisis del orden público o insurrecciones violentas) atribuyendo en esos casos al Gobierno unos poderes extraordinarios que implican la suspensión de determinados derechos fundamentales. De esta forma, se garantiza que la situación de excepción va a afrontarse en el marco del Estado de Derecho y con pleno respeto a sus principios (responsabilidad y control judicial). Y ello porque los poderes resultantes de estas situaciones van a configurarse como poderes jurídicamente limitados. La Constitución dice cuáles son los derechos que pueden suspenderse y remite al legislador orgánico la función de sustituir la regulación ordinaria del derecho por otra más gravosa y notablemente más restrictiva. En el caso de la suspensión general de derechos, como veremos, establece incluso una doble reserva de ley. Con estas premisas, el artículo 55 de la Constitución viene a cerrar el Título L de los derechos y deberes fundamentales, regulando dos formas de suspensión de derechos: la suspensión general, mediante la declaración de los estados de excepción y sitio, y la suspensión individual para integrantes de bandas armadas o elementos terroristas: “1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3; artícu-

los 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5; artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción. 2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

La utilización injustificada O abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes”.

5.2.

La suspensión general de derechos

El apartado primero del artículo 55 de la Constitución contempla así la suspensión general: “Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados

2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y

artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración

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del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción”. Esta disposición habilita al legislador orgánico para suspender un importante y amplio número de derechos al regular los estados de excepción y de sitio, previstos a su vez en el artículo 116. En este sentido, el artículo 116. 1 de la Constitución establece que “una Ley Orgánica regulará los estados de alarma, excepción y sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes”. El legislador orgánico dio cumplimiento a este mandato constitucional con la aprobación de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio. Su artículo 1 dispone: “Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio, cuando circunstancias extraordinarias hiciesen im-

posible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes”. El común denominador de los tres estados excepcionales es, por tanto, la concurrencia de unas circunstancias extraordinarias, esto

es, una situación de emergencia, que impiden mantener la normalidad a través de los poderes ordinarios del Estado y que exigen, en consecuencia, la atribución de unos poderes extraordinarios que van a traducirse en la suspensión de derechos. A continuación, el citado artículo 1 establece en su aparado segundo los principios de necesidad y de proporcionalidad en relación a las medidas a adoptar: “Las medidas a adoptar (...) serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará en forma proporcionada a las circunstancias”. Conviene insistir en la idea expuesta al inicio del epígrafe de que el Estado de

Derecho en ningún caso se suspende. Esta es la gran diferencia con respecto a la

dictadura constitucional. El principio de división de poderes permanece intacto. La ley subraya, en este sentido que “la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado” (art. 1.4).

El primero de los poderes constitucionales es el Parlamento. Por ello, la Constitución se preocupa por garantizar su posición durante los estados excepcionales. Las cámaras quedan automáticamente convocadas por la sola declaración de un estado excepcional. Y la cámara que adquiere todo el protagonismo en este ámbito, el Congreso de los Diputados, no puede ser disuelta (debiendo incluirse en esta prohibición el supuesto previsto en el artículo 99.5, la disolución automática transcurridos dos meses desde la primera votación de investidura sin que ningún

candidato a la Presidencia del Gobierno resulte investido). Ahora

bien, no está

previsto que hacer si llega el momento de celebrar elecciones durante la vigencia de un estado excepcional. La LO 2/1980, reguladora de las distintas modalidades de referéndum prevé su suspensión: “No podrá celebrarse referéndum, en nin-

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guna de sus modalidades, durante la vigencia de los estados de excepción y sitio en algunos de los ámbitos territoriales en los que se realiza la consulta o en los noventa días posteriores a su levantamiento. Si en la fecha de la declaración de dichos estados estuviera convocado un referéndum, quedará suspendida su celebración, que deberá ser objeto de nueva convocatoria”. Naturalmente, la solución no puede extrapolarse, sin más, a las elecciones a Cortes. Por otro lado, el control jurisdiccional de los actos de la administración, así como el derecho a ser indemnizado por los daños y perjuicios sufridos como consecuencia de la aplicación de actos y disposiciones por parte de la Administración no se ve afectado por el derecho de excepción (art. 3). Además, la propia declaración del estado excepcional es susceptible de control jurisdiccional. Y ello porque, como vamos a ver, ésta no se limita a constatar la existencia de una emergencia sino que reviste un marcado carácter normativo en

cuanto configura el estatuto jurídico del estado excepcional declarado.

a) La declaración del estado de sitio es una “disposición normativa con fuerza de ley” (art. 161.1 a CE) susceptible de ser impugnada tanto a través de un

recurso de inconstitucionalidad, como de una cuestión de inconstitucionalidad e,

indirectamente, a través de un recurso de amparo.

b) La autorización de la declaración del estado de excepción (y de prórroga del de alarma) puede ser comprendida como un “acto del Estado con fuerza de ley”

y en consecuencia sujeta también al control de constitucionalidad (art. 27.2. b,

LOTC) a través del recurso de inconstitucionalidad. Por el contrario, por su falta de eficacia jurídica inmediata no pueden ser recurridas en amparo ni a través de la cuestión de inconstitucionalidad. En esos últimos casos, la impugnación debe dirigirse contra el decreto de declaración. Estos decretos de declaración del estado de excepción (y de prórroga del de alarma) pueden ser controlados jurisdiccionalmente desde el punto de vista del respeto al principio de legalidad, directamente por relación a la LO 4/81, como indirectamente por violación de la autorización del Congreso.

c) El decreto de declaración del estado de alarma es susceptible de control jurisdiccional por violación de la LO 4/81. La entrada en vigor de los estados excepcionales se produce de forma inmediata y se rodea de unas especiales garantías de publicidad. En este sentido, el artículo 2 de la ley establece lo siguiente: “La declaración de los estados de alarma, excepción o sitio será publicada de inmediato en el «Boletín Oficial del Estado» y difundida obligatoriamente por todos los medios de comunicación públicos y por los privados que se determinen, y entrará en vigor desde el instante mismo de su publicación en aquél. También serán de difusión obligatoria las disposiciones que la Autoridad competente dicte durante la vigencia de cada uno de dichos estados”.

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El enunciado constitucional del artículo 116 permite al legislador orgánico conf1gurar la emergencia de forma gradual o diversa. La configuración gradual hubiera supuesto articular de forma escalonada los estados excepcionales. Esto es, considerada la emergencia como única, en función de su gravedad, se pasaría de un estado a otro. No fue esta la solución adoptada. El legislador ha identificado tres tipos distintos de emergencia sin que quepa hablar de gradualidad. Ante amenazas diversas, se responde de manera distinta. Ahora bien, sí que es cierto que, al examinar los procedimientos para la declaración de los estados y su contenido sustantivo, esto es, sus efectos, cabe reconocer una cierta gradualidad en cuanto a su importancia. Ello se refleja en la forma en que interviene el Congreso y en los derechos que se ven afectados. De los tres estados excepcionales constitucionalmente previstos —alarma, excepción y sitio— sólo los dos últimos implican la suspensión de derechos fundamentales. La suspensión no supone —como regla general—, la supresión de los derechos, sino la sustitución de su régimen jurídico ordinario por otro extraordinario que debilita considerablemente su significado y alcance. En algunos casos, sin embargo, la suspensión se identifica con la supresión del derecho (derecho de huelga, por ejemplo). El análisis de cada uno de estos estados excepcionales requiere examinar sucesivamente el tipo de emergencia que justifica su declaración, esto es, el supuesto de hecho que legitima su activación; el procedimiento formal exigido para su declaración; y, finalmente, los efectos de la declaración, esto es, el contenido sustantivo de dichos

estados, y sus implicaciones sobre el régimen jurídico de los derechos fundamentales.

5.3.

El estado de alarma

El legislador ha realizado un esfuerzo de clarificación del tipo de emergencia que puede dar lugar a la declaración del estado de alarma. Como hemos dicho, este no es un estado previo al de excepción, sino el previsto para hacer frente a unas circunstancias específicas. Se pretende con él hacer frente a crisis o catástrofes naturales, que ponen en peligro la subsistencia física de la comunidad, pero sin excluir situaciones que puedan tener su origen en conflictos sociales.

El artículo 4 de la Ley prevé la declaración del estado de alarma cuando se produzca alguna de estas alteraciones graves de la normalidad: a) Catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud. b) Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves.

c) Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los arts. 28. 2 y 37. 2 de la Constitución, y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo. d) Situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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La declaración del estado de alarma, por un plazo máximo de 15 días, corresponde al Gobierno “mediante decreto acordado en Consejo de Ministros” (art. 116.2 CE). Sólo se puede prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que, en ese caso, puede establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga (art. 6 LO 4/81). Para hacer frente a la situación de emergencia, el estado de alarma crea una Autoridad competente (el Gobierno, o por delegación de este, el Presidente de una Comunidad Autónoma) a la que faculta para dar órdenes directas a todas las autoridades civiles. Así el artículo 9 de la ley dispone lo siguiente: “Por la declaración del estado de alarma todas las Autoridades civiles de la Administración Pública del territorio afectado por la declaración, los integrantes de los Cuerpos de Policía de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales, y los demás funcionarios y trabajadores al servicio de las mismas, quedarán bajo las órdenes directas de la Autoridad competente en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares, pudiendo imponerles servicios extraordinarios por su duración o por su naturaleza”. En todo caso, en relación a nuestro tema, interesa destacar que la declaración

del estado de alarma no afecta a la vigencia de ningún derecho fundamental. Por ello, como hemos dicho, en puridad no estamos ante un supuesto de suspensión de derechos. Los efectos de la declaración de este estado excepcional son los previstos, básicamente, en el artículo 11 de la Ley: a) En primer lugar, la posibilidad de limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos. b) En segundo lugar, la posibilidad también de practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias. c) En tercer lugar, la autoridad competente podrá igualmente intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados. d) En cuarto lugar, durante el estado de alarma se puede limitar o racionar el

uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.

e) Finalmente, la autoridad competente podrá también impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios y de los centros de producción. Por otro lado, y por lo que se refiere a las emergencias provocadas por catástrofes naturales o crisis sanitarias, “la Autoridad competente podrá adoptar por sí, según los casos, además de las medidas previstas en los artículos anteriores, las establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas, la protección del medio ambiente, en materia de aguas y sobre incendios forestales” (art. 12. 1).

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En caso de paralización de un servicio público esencial o de desabastecimiento de productos de primera necesidad, “el Gobierno podrá acordar la intervención de empresas o servicios, así como la movilización de su personal, con el fin de asegurar su funcionamiento. Será de aplicación al personal movilizado la normativa vigente sobre movilización que, en todo caso, será supletoria respecto de lo dispuesto en el presente artículo” (art. 12. 2). La normativa vigente sobre movilización es la Ley Básica de Movilización Nacional (Ley 50/1969, de 26 de abril), que permite efectuar la movilización por decreto y somete a la justicia militar al personal civil movilizado. Hasta la epidemia del Covid-19, el estado de alarma había sido declarado en una única ocasión (4 de diciembre de 2010) con motivo de una huelga encubierta e ilegal llevada a cabo por los controladores aéreos que provocó el cierre del espacio aéreo español, y afectó al derecho a la libertad de circulación de cientos de miles de personas. Todo ello, además, en vísperas del puente festivo de la Constitución. El gobierno recurrió a este estado excepcional, mediante el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaró el estado de alarma para la normalización del servicio público esencial del transporte aéreo, y el Real Decreto 1717/2010, de 17 de diciembre, por el que se prorrogó aquel. El artículo 1 del Decreto 1673/2010 señaló que la justificación y finalidad del estado de alarma que se declaró era hacer frente a la paralización de un servicio público esencial (el transporte aéreo). El artículo 2 delimitó el ámbito territorial (la totalidad del territorio nacional) afectando a todas las torres de control de la red aeroportuaria española y a los centros de control gestionados por la entidad pública empresarial que gestiona el servicio. El artículo 3, de conformidad con lo previsto en el artículo 12. 2 de la LO 4/81 antes examinado, declaró la consideración de personal militar de los controladores y personal de servicio de las torres, y su sujeción a las Órdenes directas de las autoridades designadas en el Decreto, así como su sometimiento a las leyes penales y disciplinarias militares. La duración del estado de alarma fue de quince días, pero fue prorrogado por un mes en virtud del segundo Decreto citado. El Acuerdo del Pleno del Congreso de 16 de diciembre de 2010 autorizando al Gobierno la prórroga fue recurrido por los controladores en amparo ante el Tribunal Constitucional, que inadmitió el recurso. En su Auto 7/2012, de 13 de enero el Tribunal Constitucional consideró

que el recurso era inadmisible, por cuanto este acto del Congreso por tener valor de ley sólo puede ser impugnado a través del recurso de inconstitucionalidad, para el que los recurrentes carecían de legitimidad. La epidemia del COVID 19 provocó en 2020 la aprobación de tres estados de alarma, en marzo y octubre. El primer Decreto de alarma resultó jurídicamente controvertido y está recurrido ante el Tribunal Constitucional. Entre las medidas adoptadas inicialmente y en las cuatro primeras prórrogas se incluyó un confina-

miento estricto de la población que encajaba mejor en el estado de excepción por

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ser más una suspensión que una mera limitación del derecho a la libre circulación. El tercer Decreto de alarma también resultó polémico porque fue prorrogado por

un plazo de seis meses (en lugar de 15 días). Sobre la constitucionalidad de estas

medidas y de la prorroga habrá de pronunciarse el Tribunal Constitucional.

Por su trascendencia, dedicaremos el epígrafe 7 de este capítulo a examinar esta problemática y el modo en que la lucha contra el COVID-19 ha afectado a los derechos fundamentales y a sus garantías.

5.4.

El estado de excepción

El estado de excepción está concebido para hacer frente a una crisis de orden público. Como ha advertido Cruz Villalón, el artículo 13 de la LO 4/81 es la síntesis de dos concepciones: una consistente en asimilar sin más el estado de excepción a las alteraciones graves del orden público, sin que estas vengan especialmente definidas; y otra consistente en atribuir un contenido concreto al orden público, y por tanto, a la naturaleza de esas alteraciones: “Cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo, el Gobierno, de acuerdo con el

apartado 3 del podrá solicitar del Congreso de los Diputados autorización para declarar el estado de excepción”.

El derecho comparado —con la notable excepción de Francia— nos muestra que, por una mayor adecuación a los principios del Estado de Derecho, la autoridad que recibe los poderes extraordinarios está inserta en el Poder Ejecutivo, y es normalmente el Gobierno, pero la que constata la existencia de la emergencia y declara el estado excepcional suele ser el Parlamento. Esta es la fórmula que sigue la LO 4/81.

La declaración del estado de excepción, así como la prórroga del estado de alarma (estado de alarma “parlamentario”) corresponde al Gobierno —Decreto acordado en Consejo de Ministros— previa autorización del Congreso de los

Diputados. Pero como vamos a ver esta “autorización”, materialmente, es mucho

más: es una autorización-declaración y se configura de hecho, “como un tercer nivel normativo, que viene a sumarse a la LO 4/81 y a la Constitución, en el sistema de fuentes del derecho de excepción” (Cruz Villalón). Y ello porque la ley no

contiene unas previsiones que entren automáticamente y en su conjunto en vigor

como efecto de la declaración de un estado excepcional, sino que regula únicamente el marco normativo a partir del cual el legislador, en cada caso, configurará el concreto estatuto jurídico del estado que declare.

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El artículo 13. 2 de la ley regula de forma muy detallada el contenido de la solicitud de autorización que el Gobierno debe remitir al Congreso. Esa autorización y la consiguiente proclamación del estado de excepción debe determinar expresamente los efectos del mismo (esto es los derechos que se suspenden), el ámbito territorial

a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual, y con los mismos requisitos. Ahora bien, el artículo 13. 3 de la ley viene a identificar, materialmente, la intervención del Congreso en el estado de excepción con la que veremos después que se prevé para el estado de sitio. “El Congreso debatirá la solicitud de autorización remitida por el Gobierno, pudiendo aprobarla en sus propios términos o introducir modificaciones en la misma”. A pesar de que el acto del Congreso se llame autorización, materialmente es una declaración. Como ha advertido Cruz Villalón, “formalmente, la declaración del estado de

excepción toma la forma de un decreto acordado en Consejo de Ministros, pero el tenor del artículo 14 de la LO 4/81 parece indicar que, una vez obtenida la autorización del Congreso, el decreto de declaración no tiene un carácter muy distinto al de un requisito formal, como puede ser la promulgación o la publicación, que es poco menos que un acto debido del Gobierno”. El Gobierno, una vez autorizado, no podría posponer la declaración del estado de sitio, y habría que considerar inconstitucionales las autorizaciones abiertas con un plazo determinado. Efecti-

vamente, el tenor literal del artículo 14 es el siguiente: “El Gobierno, obtenida

la autorización a que hace referencia el artículo anterior, procederá a declarar el estado de excepción, acordando para ello en Consejo de Ministros un decreto con el contenido autorizado por el Congreso de los Diputados”. Este precepto pone de manifiesto que la autorización del Congreso es, en realidad, un acto con fuerza de ley, de ahí que podamos afirmar que, en materia de suspensión de derechos, la Constitución establece una doble reserva de ley. En primer lugar, la reserva genérlca del artículo 116, y en segundo lugar, esta reserva específica, en la medida en que las Cortes deben pronunciarse siempre sobre cualquier suspensión concreta. “Esta

doble intervención del Legislativo —subraya Cruz Villalón— es algo inserto en la naturaleza misma del derecho de excepción, algo derivado de la trascendencia política inherente a la competencia para constatar la presencia de la emergencia y, consiguientemente, para declarar el estado excepcional”. El Gobierno puede poner fin su caso, la prórroga del mismo. cipio de necesidad que inspira el segundo, el legislador orgánico

anticipado al estado de Lo primero no plantea Derecho de excepción. reguló restrictivamente

excepción o solicitar, en problemas dado el prinPor lo que se refiere a lo la prórroga para evitar

encadenamientos sucesivos como ocurriera en otras épocas históricas. La prórro-

ga debe ser solicitada al Congreso de los Diputados que podrá autorizarla por un plazo que no podrá exceder de treinta días (art. 15 LO 4/81). El número de los derechos y libertades suspendidos en este estado es el taxa-

tivamente fijado en el artículo 55.1 CE (artículos 17, apartados

1 y 2; artículo

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18, apartados 2; artículo 18, apartado 3; artículo 19; artículo 20, apartados 1, a); artículo 20, apartado 1 d); artículo 20, apartado 5; artículo 21; artículo 28,

apartado 2; artículo 37, apartado 2).

La declaración del estado de excepción (o de sitio) no produce, per se y de forma automática, la suspensión de ningún derecho, sino sólo en la medida en que la autorización de la declaración (o la declaración misma en el estado de sitio) lo prevea. Además, en principio, esa suspensión no debe identificarse con la supresión del derecho. La suspensión implica únicamente la sustitución de su régimen jurídico ordinario por otro extraordinario e indudablemente mucho más restrictivo (que puede llegar a hacerlo irreconocible puesto que el contenido esencial del mismo se ve afectado) pero sometido igualmente al principio de legalidad. Es cierto, en todo caso, que en relación a algunos derechos, como vamos a ver a continuación, cabe hablar de pura y simple supresión. El régimen jurídico de los derechos suspendidos es el siguiente: a) El artículo 16 de la ley permite suspender la libertad individual, pero dicha suspensión tiene una limitación temporal y no puede extenderse más de diez días: La Autoridad gubernativa podrá detener a cualquier persona si lo considera necesario para la conservación del orden, siempre que, cuando menos, existan

fundadas sospechas de que dicha persona vaya a provocar alteraciones del orden público. La detención no podrá exceder de diez días y los detenidos disfrutarán de los derechos que les reconoce el 17. 3 de la Constitución. La detención habrá de ser comunicada al Juez competente en el plazo de veinticuatro horas. Durante la detención, el Juez podrá, en todo momento, requerir información y conocer personalmente, o mediante delegación en el Juez de Instrucción del partido o demarcación donde se encuentre el detenido, la situación de éste.

b) El artículo 17 de la ley regula minuciosamente la suspensión de la inviolabilidad del domicilio: la Autoridad gubernativa podrá disponer inspecciones y registros domiciliarios si lo considera necesario para el esclarecimiento de los hechos presuntamente delictivos o para el mantenimiento del orden público. — La inspección o el registro se llevarán a cabo por la propia Autoridad o por sus agentes, a los que proveerá de orden formal y escrita. — El reconocimiento de la casa, papeles titular o encargado de la misma o por uno de edad y, en todo caso, por dos vecinos ellas los hubiere, o, en su defecto, por dos o pueblos limítrofes.

y efectos, podrá ser presenciado por el o más individuos de su familia mayores de la casa o de las inmediaciones, si en vecinos del mismo pueblo o del pueblo

— No hallándose en ella al titular o encargado de la casa ni a ningún individuo de la familia, se hará el reconocimiento en presencia únicamente de los dos vecinos indicados.

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— La asistencia de los vecinos requeridos para presenciar el registro será obligatoria y coercitivamente exigible. — Se levantará acta de la inspección o registro, en la que se harán constar nombres de las personas que asistieren y las circunstancias que concurriesen, como las incidencias a que diere lugar. El acta será firmada por la autoridad o agente que efectuare el reconocimiento y por el dueño o familiares y vecinos. Si supieran o no quisiesen firmar se anotará también esta incidencia.

los así el no

— La Autoridad gubernativa comunicará inmediatamente al Juez competente las inspecciones y registros efectuados, las causas que los motivaron y los resultados de los mismos, remitiéndole copia del acta levantada. c) La regulación de la suspensión de la inviolabilidad de las comunicaciones prevé la comunicación inmediata por escrito motivado al juez competente (art. 18). d) La suspensión de los derechos a la libre circulación y residencia está prevista en el artículo 20 en estos términos: “1. Cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo 19, la Autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determine, y exigir a quienes se desplacen de un lugar a otro que acrediten su identidad, señalándoles el Itinerario a seguir. 2. Igualmente podrá delimitar zonas de protección o seguridad y dictar las condiciones de permanencia en las mismas y prohibir en lugares determinados la presencia de personas que puedan dificultar la acción de la fuerza pública. 3. Cuando ello resulte necesario, la Autoridad gubernativa podrá exigir a personas determinadas que comuniquen, con una antelación de dos días, todo desplazamiento fuera de la localidad en que tengan su residencia habitual. 4. Igualmente podrá disponer su desplazamiento fuera de dicha localidad cuando lo estime necesario. 5. Podrá también fijar transitoriamente la residencia de personas determinadas en localidad o territorio adecuado a sus condiciones personales. 6. Corresponde a la Autoridad gubernativa proveer de los recursos necesarios para el cumplimiento de las medidas previstas en este artículo y, particularmente, de las referidas a viajes, alojamiento y manutención de la persona afectada. 7. Para acordar las medidas a que se refieren los apartados 3, 4 y 5 de este artículo, la Autoridad gubernativa habrá de tener fundados motivos en razón a la peligrosidad que para el mantenimiento del orden público suponga la persona afectada por tales medidas”. e) El artículo 21 de la ley permite suspender la libertad de expresión: la Autoridad gubernativa podrá suspender todo tipo de publicaciones, emisiones de radio y televisión, proyecciones cinematográficas y representaciones teatrales, siempre y cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo 20, apartados 1, a) y d), y 5. Igualmente podrá ordenar el secuestro de publicaciones. f) Por lo que se refiere a la libertad de reunión, la Ley dispone que la Autoridad gubernativa podrá someter a autorización previa o prohibir la celebración de reuniones y manifestaciones. También podrá disolverlas. En todo caso, la ley

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deja a salvo las reuniones orgánicas que los partidos políticos, los sindicatos y las asociaciones empresariales realicen en cumplimiento de sus fines constitucionales. Estas reuniones, celebradas de acuerdo con sus Estatutos, no podrán ser prohibidas, disueltas ni sometidas a autorización previa (art. 22). g) El art. 23 suspende con carácter general —y en este caso sí que cabe hablar de supresión—, los derechos de huelga y a adoptar medidas de conflicto colectivo.

5.5.

El estado de sitio

El estado de sitio se declara para hacer frente no a una crisis de orden público sino a una crisis de Estado. No nos encontramos ante simples alteraciones graves del orden público sino ante insurrecciones, o actos de fuerza contra el Estado. En este sentido el artículo 32 de la LO 4/81 dispone: “Cuando se produzca O amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios, el Gobierno, (...) podrá proponer al Congreso de los Diputados la declaración de estado de sitio”.

El elemento distintivo de este tipo de crisis o emergencia es la fuerza o la violencia, como demuestra el uso del término “insurrección” —referido a atentados producidos en el interior del Estado—, completado por la expresión “acto de fuerza? para hacer referencia a ataques provenientes del exterior. Por otro lado, no es preciso que el acto de fuerza se haya consumado puesto que “la amenaza” ya permitiría declararlo. Ahora bien, por la gravedad de la medida, debe de tratarse de una amenaza seria, real, y grave. Es decir debe ser inminente. No cabría declarar el estado de sitio ante un riesgo genérico e indeterminado. Es muy significativo también que el legislador orgánico haya considerado oportuno reproducir literalmente la fórmula adoptada por el constituyente para enunciar en el artículo 8 las funciones de las Fuerzas Armadas. Desde esta óptica el estado de sitio se configura como el “instrumento a través del cual las Fuerzas Armadas pueden ser llamadas por el Congreso de los Diputados a colaborar, bajo las órdenes del Gobierno de la nación, en el rechazo de una agresión interna contra el ordenamiento constitucional de España. Cualquier otra “lectura? del artículo 8.1 equivaldría a una completa desnaturalización de nuestro régimen constitucional” (Cruz Villalón). Conviene por ello recordar que no cabe duda alguna de que el artículo 8 debe ser interpretado conjuntamente con el artículo 97 CE. Este precepto encomienda al gobierno la dirección de la Administración militar y la función de defensa del Estado. No hay margen para ninguna actuación “autónoma” de las Fuerzas Armadas. Estas no se configuran, en modo alguno, como una Administración

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Autónoma o independiente. Si bien es cierto que la Constitución les atribuye expresamente unas funciones, no lo es menos que para su cumplimiento exige, inexcusablemente, la dirección política del Gobierno. Este es el sentido del artículo 33 de la ley. En virtud de la declaración del estado de sitio, el Gobierno, que dirige la política militar y de la defensa, asumirá todas las facultades extraordinarias previstas en la Ley. En su apartado segundo se precisa que a esos efectos, “el Gobierno designará la Autoridad militar que, bajo su dirección, haya de ejecutar las medidas que procedan en el territorio a que el estado de sitio se refiera”. Por otro lado, y por la misma razón, el estado de sitio se configura como el “techo máximo” (Cruz Villalón) previsto por nuestro ordenamiento para su adaptación a una situación de emergencia. En el mismo queda incluida la situación de estado de guerra tanto frente a una potencia extranjera, como la que pudiera ser calificada de guerra civil. El estado de sitio lo declara el Congreso por mayoría absoluta a propuesta exclusiva del Gobierno. El Congreso determina también su ámbito territorial, duración y condiciones (los derechos que se suspenden). A diferencia del estado de alarma cuyo periodo inicial máximo era de 15 días, y del de excepción que como vimos es de treinta, el estado de sitio no tiene limitación temporal. Tampoco se prevé la posibilidad de que Gobierno lo levante de forma anticipada, salvo que en la declaración formulada por el Congreso se autorice el levantamiento anticipado. La declaración podrá autorizar, además de lo previsto para los estados de alarma y excepción, la suspensión temporal de las garantías jurídicas del detenido que se reconocen en el apartado 3 del artículo 17 de la Constitución, es decir, el derecho de éste a ser informado inmediatamente y de modo comprensible de sus derechos y de las razones de su detención, a no declarar y a ser asistido por letrado. No distingue la ley entre la asistencia de letrado en las diligencias policiales y en las judiciales. Parece, por su tenor literal, que pueden ser suspendidas ambas. Sin embargo, el derecho a la asistencia letrada en las diligencias judiciales afecta a las garantías del artículo 24. 2, y este precepto constitucional no figura entre los que pueden ser suspendidos. Por ello, y tal y como sostiene Torres del Moral, “debemos inclinarnos a favor del elemental principio de interpretación favorable a la libertad y restrictiva de sus limitaciones, es decir, a favor de la no susceptibilidad

de suspensión de esta garantía”.

Con todo, compartimos también la opinión de Cruz Villalón, en el sentido de esperar que, si alguna vez el Congreso declara el estado de sitio, “no incorpore esta suspensión, cuya gravedad difícilmente puede ser exagerada”. En todo caso, en tanto que el artículo 15 CE no pierde vigencia, nunca sería posible practicar torturas o infligir tratos inhumanos o degradantes que pusieran

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en peligro la integridad física, psíquica, o la vida del detenido. El derecho a no ser torturado se configura por tanto —como ya vimos en el capítulo anterior— como un derecho absoluto. Finalmente, es importante también destacar que el Convenio de Roma obliga a informar de la declaración del estado de excepción y de sitio al secretario general del Consejo de Europa, con inclusión de “los motivos que la han inspirado” así como del momento en que dejan de estar en vigor estos estados. Así se deduce del artículo 15 CEDH que, tras establecer en su primer apartado que “en caso de guerra O de otro peligro público que amenace la vida de la nación, cualquier Alta Parte Contratante podrá tomar medidas que deroguen las obligaciones previstas en el presente Convenio en la medida estricta en que lo exija la situación, y supuesto que tales medidas no estén en contradicción con las otras obligaciones que dimanan del derecho internacional”, dispone en el apartado tercero la siguiente obligación: “Toda Alta Parte Contratante que ejerza este derecho de derogación tendrá plenamente informado al Secretario general del Consejo de Europa de las medidas tomadas y de los motivos que las han inspirado. Deberá igualmente informar al Secretario General del Consejo de Europa de la fecha en que esas medidas hayan dejado de estar en vigor y las disposiciones del Convenio vuelvan a tener plena aplicación”.

5.6.

La suspensión individual de derechos

La suspensión individual de derechos es la contemplada en el segundo apartado del artículo 55 de la Constitución. “Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas”. La finalidad de esta disposición es habilitar al Estado para su defensa frente a aquellos grupos criminales organizados que lo amenazan de forma grave, o frente a quienes sin pertenecer formalmente a esos grupos, realizan acciones terroristas.

Esta suspensión de derechos se configura como una medida excepcional y ha de interpretarse, por tanto, restrictivamente. El desarrollo legal de esta disposición —a la que se suele denominar en general “legislación antiterrorista”— ha planteado las siguientes cuestiones.

a) En primer lugar, algunos autores sostuvieron el carácter transitorio de estas normas de desarrollo. Es decir, que la legislación antiterrorista no puede aprobarse con vocación de permanencia indefinida en el tiempo, sino que debe prever su derogación una vez extinguidas las causas que la justifican. En este sentido, las

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primeras leyes antiterroristas parecieron asumir esta interpretación en la medida

en que incluyeron un periodo de vigencia determinado. Ahora bien, no es esta la única lectura posible del artículo 55.2, de la Constitución. De ahí que la doctrina haya reconocido (Vírgala) que las normas jurídicas que desarrollen la suspensión individual de derechos puedan tener carácter permanente, y de hecho, así ha ocurrido con las diversas leyes que han incorporado esta suspensión de derechos al Código Penal y a la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Cosa distinta es que la suspensión de derechos prevista en la norma deba ser una suspensión transitoria de derechos y nunca permanente. El Tribunal Constitucional ha confirmado esta tesis considerando que la transitoriedad de la ley se predica materialmente de la suspensión temporal de los derechos, pero no de la vigencia de la norma.

Sea de ello lo que fuere, hemos de advertir que la tesis que defiende la atribución de un carácter transitorio a la legislación antiterrorista, no deja de ser una teoría cuyos presupuestos de aplicación, lamentablemente, no vayan a cumplirse nunca. Las circunstancias políticas y sociales de nuestro presente histórico con-

firman que las sociedades del siglo XXI deberán acostumbrarse a convivir con el terrorismo internacional (Al Qaeda) y con poderosas organizaciones criminales internacionales. En este contexto, ningún ordenamiento podría permitirse la derogación del derecho de excepción constitucionalmente previsto para hacer frente a unos grupos organizados y a unos elementos terroristas que —aun actuando de forma individual—, se configuran como una de las mayores y más graves amenazas para los derechos fundamentales de nuestro tiempo.

b) En segundo lugar, y por lo que se refiere a la individuación de la suspensión, hay que señalar que esta no exige la identificación puntual de las personas a las que se les aplica, sino que basta —lógicamente— con una individuación indirecta, esto es a través de la relación de los individuos a los que les es aplicable con unos hechos concretos. La suspensión será así aplicable a quienes guarden relación con unos hechos objeto de una investigación policial realizada para la persecución de delitos realizados por individuos vinculados a organizaciones terroristas o bandas armadas. En el contexto de esas diligencias, la suspensión es necesaria como medio para el esclarecimiento de los hechos, en general, o, para la obtención de

pruebas, en particular.

c) En tercer lugar, se ha discutido también el significado y alcance del sintagma “bandas armadas o elementos terroristas”. Este podría entenderse en el sentido de que la naturaleza terrorista de la organización es un requisito para poder aplicar a sus miembros la suspensión de derechos. En otro caso, es decir, a integrantes de una organización O banda criminal, “no terrorista” no les serían aplicables estas medidas de excepción. No parece que esta sea la única interpretación posible. De hecho es lícito considerar “banda armada” a una organización criminal no terrorista. En otro caso, la expresión sería redundante. Ahora bien, tampoco parece aceptable —por el carácter excepcional de la suspensión— que la legislación relativa a la

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suspensión individual de derechos fuera aplicable a cualquier banda armada, por ejemplo, a una organización que realiza robos en viviendas. Á estos efectos es obligado acudir al fundamento del derecho de excepción que no es otro que la defensa del Estado. Desde esta óptica la suspensión sería aplicable a miembros de cualquier organización criminal, terrorista o no, que suponga una amenaza cierta y grave

para la seguridad del Estado. Esto es, debe tratarse de una organización criminal que represente una amenaza de similar intensidad a la de un grupo terrorista. En la práctica, se ha seguido una interpretación más laxa y por ello muy discutible, dado que la legislación antiterrorista se ha aplicado en un caso de delincuencia común organizada, y el Gobierno lo ha justificado en la literalidad del precepto constitucional. Por otro lado, la expresión “elementos terroristas” supone que la suspensión puede ser aplicada también a individuos aislados que sin formar parte de una organización participen en la realización de actos terroristas. Sea de ello lo que fuere, hemos de advertir que existen hoy organizaciones criminales no terroristas que suponen una amenaza para la existencia y la seguridad del Estado, mucho mayor que la que representaron en el pasado organizaciones terroristas. La capacidad de los carteles de la droga en México o en Colombia, por poner dos ejemplos significativos, para poner en riesgo la seguridad de esos Estados ha sido mucho mayor que la desplegada por organizaciones como el GRAPO en España o la Fracción del Ejército Rojo en Alemania. En el momento presente, los organismos de seguridad de la Unión Europea (europol) han advertido del peligro que representan para las sociedades democráticas y para los derechos fundamentales de sus ciudadanos, la existencia y funcionamiento de bandas criminales internacionales dedicadas al tráfico de drogas y de personas, y con vocación de integrarse también en la economía legal, y de corromper las estructuras estatales. El artículo 55. 2 fue desarrollado por primera vez a través de la LO 11/1980,

de 1 de diciembre. Recurrida ante el Tribunal Constitucional, este desestimó el

recurso en su STC 25/1981. La ley anterior fue sustituida por la LO 9/1984. Esta segunda ley también fue recurrida, y el Tribunal declaró la inconstitucionalidad de algunos preceptos (SIC 199/1987). Como consecuencia de ello el legislador aprobó posteriormente las LLOO 3 y 4/1988, de 25 de mayo, de reforma del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, respectivamente.

Los derechos que en virtud de estas normas quedan suspendidos deben serlo por el tiempo imprescindible y de forma justificada. Ahora bien, la justificación puede realizarse con posterioridad a la suspensión, si razones de urgencia impiden que se pueda solicitar la autorización judicial con carácter previo. La exigencia o no de esa autorización judicial depende de los concretos derechos afectados por la suspensión. La suspensión afecta, en primer lugar, al artículo 17. 2 según el cual la detención preventiva no puede durar más del tiempo estrictamente necesario para la

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realización de las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, y, en su caso, en el plazo máximo de setenta y dos horas, el detenido deberá ser puesto en libertad o a disposición de la autoridad judicial. La Constitución permite al legislador orgánico dictar normas de excepción que amplíen el plazo máximo de la detención preventiva, pero no fija un plazo alternativo que debiera ser, obviamente, más amplio pero no ilimitado. El Tribunal Constitucional se ha enfrentado a esta laguna recurriendo al principio de proporcionalidad. Con anterioridad a la LO 4/88, dicho plazo máximo se fijó en 10 días, pero el Tribunal en su STC 199/87, lo consideró excesivo sin determinar otro alternativo. La regulación esta-

blecida por la LO 4/88 es la siguiente: la autoridad policial solicitará a la autoridad judicial una ampliación del plazo durante las primeras 48 horas de detención; el juez deberá contestar dentro de las 48 horas siguientes, y en su caso, permitirá la ampliación del plazo por otras 48 horas más. El plazo máximo queda así establecido en 5 días, frente a los 3 previstos en la legislación ordinaria. En segundo lugar, la suspensión afecta a los derechos reconocidos en el artículo 18. 2 CE. La LO 4/88 que modifica el artículo 533 de la Ley de Enjuiciamiento criminal exige que toda entrada y registro domiciliarios efectuados por aplicación de la legislación antiterrorista se ponga en conocimiento inmediato de la autoridad judicial.

Finalmente, la LO 4/88 permite suspender el derecho al secreto de las comunicaciones (art. 18. 3 CE). Si las circunstancias lo exigen, las comunicaciones de individuos relacionados con el tipo de delitos que comentamos pueden ser intervenidas durante tres meses, prorrogables por otros tres. Normalmente, el epígrafe dedicado a la suspensión de los derechos fundamentales suele cerrar las exposiciones relativas a las garantías de aquellos. En esta Obra hemos creído oportuno incluir un apartado relativo a los conflictos en materia de derechos fundamentales que pueden plantearse en el contexto de sociedades multiculturales. Y en este ámbito, la laicidad se configura también como una importante garantía de los derechos fundamentales. Al análisis de esta problemática dedicamos el último apartado de este capítulo.

6. LA LAICIDAD COMO GARANTÍA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 6.1.

“Multiculturalismo” y pluralismo religioso: una tipología de los conflictos jurídicos

La Europa de hoy se caracteriza por el multiculturalismo. Al emplear este término debemos recordar que existen dos grandes tipos de utilizaciones del mismo

Los derechos fundamentales y sus garantías

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que podríamos denominar descriptivas y normativas. Desde un punto de vista descriptivo, el término “multiculturalismo” se utiliza para referirse a una situación de hecho que se caracteriza por la coexistencia en un determinado territorio de diferentes culturas y prácticas sociales. Desde un punto de vista normativo, el término se utiliza para exponer un juicio de valor positivo sobre esa situación de

hecho. Á su vez, dentro de esta acepción normativa, cabría distinguir entre quienes se limitan a aceptar como algo valioso la existencia de diferentes culturas y quienes, dando un paso más, defienden la potenciación de las diferencias. En este epígrafe, empleo el término en su primera acepción, esto es, como la mera constatación de una realidad. Una realidad que resulta, además, conflictiva. Y ello porque el encuentro de culturas y religiones diferentes provoca conflictos. Conflictos que se traducen en controversias jurídicas, de diferente alcance, que pueden y deben ser resueltos mediante el Derecho. Los conflictos se producen por la colisión entre determinadas normas imperativas o prohibitivas del derecho interno del país de acogida y ciertas conductas exigidas por la religión, o cultura del país de origen. Esas colisiones no pueden ser resueltas, de forma automática, mediante la simple aplicación del ordenamiento jurídico vigente, y ello porque el inmigrante puede invocar en su favor determinados derechos fundamentales. La consagración de esos derechos no se hizo pensando en su funcionalidad para la resolución de este tipo de conflictos, pero lo cierto es que su formulación general permite su aplicabilidad a los casos que nos ocupan. En este contexto, la pregunta a la que debemos dar respuesta es la siguiente: ¿En qué medida los derechos fundamentales contribuyen a resolver los conflictos interculturales? Y para responderla debemos partir, necesariamente, de los casos concretos. La jurisprudencia alemana nos ofrece, en este sentido, un panorama bastante completo de este tipo de litigios (D. Grimm). En nuestro ordenamiento podrían plantearse problemas similares: a) ¿Tienen derecho los trabajadores musulmanes a realizar breves interrupciones de su actividad laboral para realizar las oraciones que su religión les prescribe? b) ¿Tienen derecho los trabajadores a no acudir a su puesto de trabajo en los días en que se celebran sus principales festividades religiosas? ¿Podrían ser despedidos por ello? ¿Perderían el subsidio de desempleo en caso de ser despedidos por esa causa?

c) ¿Debe permitirse a los comerciantes judíos abrir sus negocios en domingo, dado que no pueden hacerlo en sábado porque su religión se lo prohíbe? d) Los miembros de la religión judía están sujetos a la prohibición de comer determinados alimentos. En el caso de estar presos, ¿hay que exigirles que acepten la comida establecida para todos o debe ofrecérseles comida kosher?

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e) Los miembros de la religión sikh tienen el deber de llevar siempre un turbante. ¿Pueden exigir que por ello se les dispense de la obligación de llevar casco cuando circulen en motocicleta? f) Las mujeres musulmanas no pueden mostrarse en traje de baño o de deporte ante los hombres. ¿Tienen derecho las estudiantes musulmanas a ser eximidas de las clases de educación física? g) ¿Estas estudiantes islámicas pueden llevar velo en clase? h) Y en el caso no ya de las estudiantes, sino de las profesoras, ¿pueden estas llevar velo en una escuela financiada con fondos públicos? Y las monjas católicas, ¿rige para ellas una regla diferente? 1) Determinadas religiones contienen una serie de prescripciones en materia de enterramiento de los muertos. ¿Tienen derecho los inmigrantes a ser eximidos de la aplicación del derecho funerario vigente en el país de acogida? 3) También, determinadas religiones contienen prescripciones sobre la forma de matar a los animales. ¿Tienen derecho los inmigrantes a degollar a los animales conforme a los mandatos de su religión y a ser eximidos de la aplicación de las normas nacionales sobre protección de los animales? k) ¿Pueden los padres, por razones religiosas, rechazar que un hijo suyo —en peligro de muerte— reciba una transfusión de sangre? l) ¿Pueden igualmente los padres, por razones religiosas o culturales, privar

a sus hijas del acceso a la educación superior, o, casarlas sin su consentimiento?

m) En el supuesto de que los fines educativos de la escuela pública contradigan las concepciones valorativas de un determinado grupo religioso o cultural, ¿tienen derecho, los miembros de esos grupos, a una dispensa de la escolarización obligatoria, bien sea con carácter general o, al menos, en relación a determinadas asignaturas?

n) ¿Debe ser autorizada la poligamia de los inmigrantes en el país de acogida cuando lo esté en el país de origen del inmigrante? Podríamos traer a colación otros casos por lo que la relación anterior no pretende ser exhaustiva. En todo caso, en ella están contenidos los principales conflictos que se han planteado ya en numerosas sociedades europeas. Algunos han llegado a la más alta instancia judicial europea en materia de derechos fundamentales: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De la relación precedente podemos extraer dos conclusiones generales: a) La primera es que, en todos los supuestos mencionados, el derecho funda-

mental que pueden invocar los inmigrantes a favor de sus pretensiones no es otro

que el derecho a la libertad religiosa. La fuente del conflicto reside en casi todos los casos en diferencias religiosas.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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b) La segunda es que se trata de conflictos que se agudizan en el contexto de relaciones especiales de sujeción, ya sea en la escuela, en la relación laboral o en el seno de la familia. En relación a esto último, juega un papel muy importante el significado que se atribuye a la patria potestad. Es posible llevar a cabo una sistematización de los conflictos antes citados, en orden a la búsqueda de soluciones válidas para afrontar, en nuestro país, problemas similares: a) Por un lado, nos encontramos con la pretensión de obtener una dispensa respecto a la aplicación de reglas jurídicas vigentes con carácter general. Y este bloque de casos puede subdividirse en otros dos. Supuestos en los que la ley nacional impone algo que está prohibido por la religión del inmigrante y supuestos en los que la ley nacional prohíbe algo que resulta exigido por aquella. b) Por otro lado, nos enfrentamos a demandas de prestaciones estatales que permitan cumplir con los mandatos religiosos. Y también este bloque puede subdividirse en otros dos grupos de casos. Supuestos en los que se exige al Estado un tratamiento igual al que ya se dispensa a otras religiones de implantación nacional y supuestos en los que se le reclama ventajas particulares y diferentes de las que otras no disfrutan, apelando a exigencias específicas de la propia religión. Estos son los problemas reales, los conflictos jurídicos que exigen una respuesta igualmente jurídica y de cuya correcta resolución depende el logro de la necesaria “integración social”. A nuestro juicio, estos conflictos no se resuelven invocando un supuesto derecho a la identidad cultural. Y ello por la razón evidente de que dicho derecho no está reconocido en las Constituciones de las democracias occidentales, y por lo que a nosotros interesa, no lo está en la española de 1978. La solución reside en afrontar estos problemas desde la perspectiva de la cultura de los derechos fundamentales, y de esta forma, nos preguntamos: ¿En qué medida, la cultura de los derechos fundamentales contribuye a resolver todos estos conflictos interculturales? Antes de analizar el papel que juegan los derechos fundamentales en la resolución de los problemas jurídicos surgidos en el seno de sociedades multiculturales, como cuestión previa debemos identificar los derechos fundamentales que entran en juego.

Y debemos recordar que ni la Constitución española (como ninguna Constitución del entorno europeo occidental) ni el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 (CEDH) recogen ningún derecho fundamental “a la identidad colectiva o grupal”. Las Constituciones occidentales (a diferencia de las del centro y el este europeos) ni siquiera otorgan protección especial a las denominadas minorías culturales. El derecho fundamental a la libertad de asociación reconocido por todas las Constituciones europeas (art. 22 CE) y por el artículo 11 del CEDH no sirve tampoco para ese propósito. Asegura a todos los individuos el derecho a

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Javier Tajadura Tejada

asociarse para los fines que ellos determinen y protege igualmente a las asociaciones a su amparo creadas. Pero, por lo que a nuestro tema se refiere, también las asociaciones deben respetar los mandatos y prohibiciones establecidos en el ordenamiento jurídico con carácter general. En este contexto, y como ya anticipamos,

las pretensiones de los inmigrantes van a fundamentarse casi siempre en el derecho a la libertad religiosa, reconocido por todas las Constituciones europeas y por el artículo 9 CEDH. La libertad religiosa es un derecho individual que garantiza al individuo la libertad de decidir sobre su adscripción a una u otra religión, y a orientar su vida conforme a ella. Garantiza igualmente el derecho a no profesar religión alguna. Y en numerosas constituciones europeas se reconoce también de forma transitoria el derecho de los padres a determinar la religión de sus hijos. Pero aun siendo un derecho individual, remite, necesariamente a un contexto su-

praindividual, a una comunidad religiosa.

En definitiva, lo anterior nos pone de manifiesto que la resolución de las controversias jurídicas generadas por el multiculturalismo dependerá del significado, alcance y límites que se atribuyan al derecho fundamental a la libertad religiosa garantizada por el artículo 16 CE. Y si ello es así, quedan descartadas por su incompatibilidad con el texto constitucional dos posiciones extremas (asimilación cultural plena y relativismo cultural absoluto). La asimilación completa del extranjero no puede ser impuesta por el Estado sino que sólo es posible como resultado de una decisión individual libre. Por otro lado, tampoco puede pretenderse la aceptación incondicionada de cualquier conducta basada en una determinada religión o práctica cultural. Frente a la teoría de la asimilación y la de la libertad cultural y religiosa plena, queda la opción de la integración. “La integración —escribe el profesor Grimm— se distingue de la asimilación en que no espera de los migrantes un pleno ajuste a los valores y formas de vida de la sociedad de acogida. De una plena libertad cultural se diferencia en que no renuncia a una apertura por parte de ellos a la cultura del país de acogida. La sociedad receptora se hace así más pluralista, pero no tiene que temer que se pongan radicalmente en cuestión sus valores fundamentales. La integración no es, por tanto, un proceso unidireccional, en el que el esfuerzo de adaptación sólo haya de ser realizado por los migrantes. Pero tampoco es un proceso de acercamientos equivalentes. Incluso aceptando que la sociedad de acogida se transforma a sí misma con la integración, seguimos estando ante

una recepción en dicha sociedad”.

Con estas premisas, debemos retomar la clasificación de los conflictos expuesta en el apartado anterior: a) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales o religiosos, quieren que se les permita hacer algo que con carácter general está

prohibido. (casos de ampliación del ámbito de libertad).

Los derechos fundamentales y sus garantías

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En este primer bloque de casos, esto es, donde lo que se pide es una exención a una prohibición general, es donde más margen de maniobra existe. En primer lugar, la ponderación de derechos exige determinar si esa prohibición legal protege al individuo o a terceros. Si la prohibición tiene por objeto proteger al individuo habría que entender que la dispensa es posible, y no así si la finalidad tuitiva es a favor de terceros. Ahora bien, esta delimitación no siempre es clara porque en muchas prohibiciones convergen ambas finalidades. Así por ejemplo, la pretensión de los motoristas siks de llevar turbante. Por otro lado, hay que analizar si es posible armonizar los intereses en conflicto. Si existe esa posibilidad habría que entender que cabe la dispensa. Así, por ejemplo, si el tiempo de trabajo que se pierde al realizar las oraciones u otras prác-

ticas religiosas puede ser recuperado sin perjuicio para el proceso organizativo y

laboral de la empresa.

Finalmente, hay que ver los efectos de la dispensa, porque lo que no podría aceptarse es que con ella se privilegiase a una minoría y se le proporcionara una clara ventaja respecto a la mayoría. Así, por ejemplo, el caso planteado en Canadá sobre la apertura de negocios en domingo por los judíos. b) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales o religiosos, quieren que se les reconozca el derecho a prohibir a los miembros de esa minoría algo que con carácter general está permitido (casos de restricción del ámbito de libertad).

Estos casos son sustancialmente diferentes. El grupo cultural o religioso pretende dotarse de una libertad para suprimir en el seno del grupo una libertad o igualdad reconocidas con carácter general. En la mayor parte de los casos, se trata de restricciones a la libertad en el ámbito familiar. La cobertura jurídica a esa pretensión es el derecho fundamental a la libertad religiosa combinado con el derecho a la patria potestad. En estos casos debe prevalecer siempre el derecho fundamental del miembro del grupo. Aunque a nuestro juicio, la respuesta debe ser siempre la misma, cierto es que en el mismo bloque encajan problemas de muy diferente envergadura. Podría alegarse en todo caso que lo relevante debiera ser el hecho de que esa limitación de la libertad tuviera lugar con o contra la voluntad del afectado. Una limitación de la libertad contra la voluntad del titular del derecho fundamental sería siempre inconstitucional y exigiría una actuación del Estado, como garante de los derechos fundamentales. Por el contrario, una limitación producida con el acuerdo del afectado, sería legítima y no exigiría la intervención del Estado. Creemos que esa distinción no puede ser aceptada por la razón evidente de que no existen garantías de que en el seno de la familia, la determinación de la voluntad del afectado se haya formado de modo auténticamente libre.

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Javier Tajadura Tejada Debemos

rechazar, con contundencia, todas estas pretensiones de limitar la

libertad de los miembros del grupo, incluso las aparentemente menos relevantes. Así las relativas a la vestimenta y a la obligación de llevar la cabeza cubierta. Dichas restricciones contradicen los artículos 10, 14 y 27. 2 de nuestra Constitución. Y ello porque no resultan compatibles con el libre desarrollo de la personalidad, la igualdad de géneros y la función integradora de la escuela. En este sentido, y como apunta el profesor Grimm la pregunta central es “en qué medida el reconocimiento de las normas del grupo impide el desarrollo de la personalidad y la integración en la sociedad de acogida”. El rechazo debe ser absoluto en aquellos casos en los que la minoría cultural para proteger su identidad pretende restringir derechos fundamentales de los miembros del grupo: integridad física y psíquica (mutilaciones), igualdad de género (matrimonios forzosos o poligámicos), libertad de permanencia y separación del grupo...etc. c) Supuestos en los que los integrantes de una minoría cultural o religiosa pretenden algo en beneficio de la preservación de su identidad cultural o del ejercicio de su religión, que ya está reconocido a quienes forman parte de la cultura mayoritaria (casos de igualdad de trato).

En estos casos no surgen graves problemas. Ahora bien, debemos ser conscientes de que esta reivindicación de igualdad de trato por parte de los miembros de culturas minoritarias respecto a los de la mayoritaria se ve afectada por dos tipos de limitaciones. Piénsese por ejemplo, en un grupo de padres que solicitan que se imparta la enseñanza de la lengua árabe en las escuelas. En primer lugar, la limitada disponibilidad de recursos de la infraestructura educativa y cultural de la nación. Y, en segundo lugar, la finalidad de la integración. Como bien advierte el profesor Grimm, “desde la perspectiva de la integración en la sociedad de acogida, la procura de la propia cultura aspira a tener prioridad también frente a la minoría, sin que quepa vincular a ello una sobrevaloración de la cultura nacional respecto de las extranjeras”. Además, la conservación y transmisión de las culturas extranjeras minoritarias es un asunto de la incumbencia exclusiva de sus miembros. Las obligaciones del Estado en materia cultural (arts. 44 y 149. 2 CE) no incluyen la del fomento de las culturas extranjeras minoritarias. El Estado debe limitarse a no obstaculizar el desarrollo de esa cultura minoritaria en tanto resulte compatible con los principios fundamentales del orden constitucional de España. Distinto es el supuesto en el que lo que se demanda es la enseñanza no de una lengua o cultura, sino de una determinada religión. Entran aquí en juego otros derechos fundamentales (art. 16 y 27) que interpretados de conformidad con el principio de neutralidad del Estado en materia religiosa, impedirían negar a los musulmanes o a los judíos lo que a los católicos, por ejemplo, se les reconoce.

Los derechos fundamentales y sus garantías

161

d) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales o religiosos, pretenden algo en beneficio de la preservación de su identidad cultural o del ejercicio de su religión, que no está reconocido con carácter general. Encontramos estos supuestos en el marco de las relaciones especiales de sujeción. Por ejemplo la reivindicación de un menú especial en establecimientos escolares o penitenciarios. En estos casos debemos realizar un juicio de proporcionalidad entre el significado que esa especialidad tiene para la religión del afectado y el coste que dicha prestación supondría para el Estado. En este juicio puede jugar un papel importante el número de afectados. Son por completo inaceptables las pretensiones de ser o no ser atendidos por personal médico de determinado género, en la medida en que dichas reivindicaciones atentan contra el principio de igualdad entre hombres y mujeres. Pero la cuestión fundamental en este ámbito es la siguiente: ¿tienen derecho los integrantes de minorías culturales a recibir ayudas del Estado para preservar su identidad cultural? Ningún precepto constitucional atribuye a los poderes públicos una tal obligación. El Estado puede, si quiere, prestar su apoyo para la promoción de las culturas minoritarias, pero no se trata de una tarea a la que esté constitucionalmente obligado. Sus únicas obligaciones en este campo derivan de su condición de garante de los derechos fundamentales en aquellos casos en que estos resulten afectados. Pero, “no puede considerarse deducida de los derechos fundamentales la protección de contenidos religiosos o culturales determinados, al modo de una “protección de las especies” cultural, sino que sólo puede tratarse de la libre actividad cultural o religiosa de las personas”. De todo lo anterior podemos concluir que, afrontando cada cultural en su individualidad, los derechos fundamentales nos potencial conflictivo de aquellas. Y, por otro lado, los derechos marcan también los límites que el multiculturalismo no puede

6.2.

controversia interpermiten reducir el fundamentales nos sobrepasar.

Educación, derechos fundamentales y laicidad

Para la difusión de la “cultura de los derechos fundamentales” es fundamental el papel de la educación. En este sentido, la escuela se configura como un lugar de aprendizaje de la ciudadanía democrática y de transmisión de los valores constitucionales y de la cultura de los derechos. Si Weber definió al Estado por ser titular éste del “monopolio de la violencia física legítima”, Gellner, con gran agudeza, consideró aun más importante el monopolio de la educación: “En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor. El símbolo y principal herramienta del poder del Estado no es ya la guillotina, sino el (y nunca mejor dicho) doctorat d'état. Actualmente es más importante el monopolio de la legítima educación que el de la legítima violencia”. En definitiva, la escuela es el principal

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instrumento de socialización política y de interiorización de los principios y valores del Estado de Derecho y de los derechos fundamentales. Por otro lado, la íntima relación existente entre los principios de la educación y la cultura y el régimen político no ha pasado desapercibida a los grandes pensadores políticos, desde la Antigiiedad hasta la Edad Contemporánea (Platón, Aristóteles, Condorcet, Montesquieu, Rousseau). El constituyente de 1978

también percibió esta conexión entre la educación y el régimen político. Tal es el sentido del artículo 27. 2 que vamos a analizar a continuación. En dicho precepto se constitucionaliza la finalidad del derecho fundamental a la educación: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y deberes fundamentales”. Este artículo es casi coincidente con la primera parte del artículo 26. 2. de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”. El artículo 27. 2 significa obviamente el establecimiento de límites al pluralismo ideológico en materia educativa, y por consiguiente, al neutralismo absoluto, pues, por ejemplo, resultaría contraria a la Constitución una enseñanza de carácter antidemocrático o defensora del racismo o la esclavitud, o contraria a la igualdad de géneros. Se trata, por lo demás, de límites válidos tanto para la enseñanza en centros públicos, como privados. El artículo 27. 2. de la Constitución recoge así el “principio de enculturación

democrática”. Principio que concibe la educación como instrumento emancipa-

dor y no como medio de sumisión del individuo a “identidades culturales o reli-

glosas”.

Las consecuencias que se derivan del artículo 27. 2 son en lo que a nuestro tema se refiere fundamentales. Este precepto, además de imponer un deber positivo a los poderes públicos en relación con los servicios culturales y educativos formativos de la personalidad, les impone el deber de impedir la promoción de aquellas prácticas y manifestaciones contrarias a los derechos humanos o a los principios democráticos de convivencia. En este contexto, la correcta comprensión del principio de laicidad como elemento esencial de la “cultura de los derechos” que venimos defendiendo, reviste una importancia crucial. Constituye un grave error abordar los conflictos que se han expuesto en este último epígrafe desde la dialéctica confesionalismo-laicismo. Y ello porque si el confesionalismo no tiene cabida en el Estado Constitucional de nuestro tiempo, el laicismo entendido como ideología contraria al fenómeno religioso tampoco resulta compatible con él, en la medida en que, de una u otra suerte, se configura

como su reverso.

Los derechos fundamentales y sus garantías

163

El verdadero conflicto de nuestro tiempo se plantea entre una concepción de la laicidad fundada en principios comunes y universales (igualdad y libertad) cuya traducción jurídica es la obligación de neutralidad del Estado en materia religiosa, y una concepción multicultural de la sociedad que, considerando a la religión un factor constitutivo de la identidad personal y colectiva, propugna una serie de políticas de reconocimiento de las singularidades que distinguen a los diferentes grupos religiosos Esa apertura a un multiculturalismo de base religiosa, conduce, inexorablemente, a una desnaturalización cuando no a una subversión, de los valores y principios, de carácter universal, sobre los que se asienta el Estado Constitucional. Con esas bases, se admitiría la objeción de conciencia a determinadas asignaturas y, por esa vía, incluso la exención de la escolarización obligatoria, se impediría la educación conjunta de alumnos y alumnas, se permitiría hacer ostentación de la religión propia mediante la utilización de símbolos o prendas de vestir...etc. El proyecto multiculturalista así entendido convertiría a la escuela en un foco permanente de conflictos religiosos, impediría la organización misma del servicio público educativo, haría imposible la integración social de los alumnos y en definitiva, dicho sin intención hiperbólica alguna, daría lugar a la descomposición del orden social. De todo lo anterior cabe concluir, por tanto, que la laicidad, como gran conquista histórica de la modernidad, es el único instrumento cuyo desarrollo permite responder afirmativamente al interrogante sobre si es posible o no construir y mantener un orden social a partir del pluralismo cultural y religioso. La única forma de resolver los problemas derivados de la inmigración, en cuanto que implica la implantación en una sociedad de una pluralidad de cosmovisiones y códigos de valores de raíz religiosa, es el establecimiento de un modelo de inteeración cívico-social, basado en unos referentes axiológicos (los que fundamentan nuestro Estado Constitucional, artículos 1 y 10: los derechos fundamentales) para todos válidos. En ese modelo, la escuela, como hemos visto, desempeña un papel

esencial para la formación de una ciudadanía comprometida con los derechos fundamentales.

7, COVID-19 Y RESTRICCIÓN DE DERECHOS FUNDAMENTALES La pandemia del COVID-19 ha provocado una crisis sanitaria sin precedentes

en nuestra época con gravísimas consecuencias económicas y sociales. La crisis

ha repercutido también sobre nuestro ordenamiento constitucional que ha sido sometido a una dura prueba de resistencia. Tanto la parte orgánica como la parte dogmática de la Constitución se han visto afectadas por la necesidad de recurrir al Derecho de crisis. Derecho cuyas notas distintivas son: por un lado, la centraliza-

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ción de las competencias en un mando único, y, por otro —como hemos expuesto anteriormente— la adopción de medidas limitadoras o suspensivas de derechos fundamentales. En este sentido, Biglino ha subrayado que la pandemia del COVID ha provocado el impacto horizontal más intenso que se ha proyectado sobre nuestro orden constitucional en sus cuatro décadas de vigencia: “No me parece exagerado afirmar que, desde la entrada en vigor de la Constitución, ningún fenómeno ha tenido un impacto tan intenso sobre nuestro orden constitucional como el que ha generado la necesidad de hacer frente a la covid”. En esto contexto, y en relación con las garantías constitucionales de los derechos fundamentales, se han planteado una serie de problemas que resulta obligado examinar. El primero, si la legislación ordinaria (sanitaria) ofrece o no cobertura suficiente para llevar a cabo limitaciones de derechos con carácter general; el segundo, si las restricciones impuestas en el primer Decreto que declaró el estado de alarma el 14 de marzo de 2020 son un supuesto de limitación de derechos o se trata más bien de un supuesto de suspensión de derechos que habría requerido activar el estado de excepción; el tercero, si la competencia propia del Derecho de crisis consistente en aprobar normas restrictivas de derechos puede ser delegada por el Gobierno (y las Cortes) en otras autoridades públicas (ministros o presidentes de Comunidades Autónomas).

7.1.

Legislación sanitaria y restricción de derechos fundamentales

Con la legítima finalidad de hacer frente a la crisis sanitaria provocada por la expansión del COVID-19, las administraciones públicas se han considerado habilitadas por la Ley Orgánica 3/1986 de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública (LOMESP), para llevar a cabo importantes restricciones a derechos fundamentales de la sección primera (libre circulación, reunión y manifestación, libertad religiosa, derecho de participación política, etc.). Se trata de medidas restrictivas de una intensidad tal que sólo tienen cabida en el marco del Derecho de crisis. Y para las que la LOMESP no satisface en modo alguno las exigencias de la reserva de ley. Ciertamente cumple el requisito del rango -orgánica- pero no cumple la segunda exigencia relativa a la calidad de la ley. Y tal y como se deduce de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el incumplimiento de la reserva de ley —en su dimensión de calidad de la ley— implica una vulneración de los derechos fundamentales afectados por la restricción: “La falta de precisión de la ley en los presupuestos materiales de la limitación de un derecho fundamental es susceptible de generar una indeterminación sobre los casos a los que se aplica tal restricción (...) al producirse este resultado, más allá de toda

interpretación razonable, la ley ya no cumple su función de garantía del propio derecho fundamental que restringe, pues deja que en su lugar opere simplemente

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la voluntad de quien ha de aplicarla”*. Esto es lo que ha ocurrido en España durante la pandemia. La seguridad jurídica entendida como previsibilidad y certeza del derecho aplicable ha sido vulnerada. El alcance de las restricciones de derechos fundamentales depende exclusivamente de la voluntad de la administración que las aplica. Así ha ocurrido cuando las medidas se han amparado en la legislación sanitaria Oo derecho de la normalidad. A esta conclusión se oponen quienes defienden una interpretación de la LOMESP como una suerte de ley habilitante o de plenos poderes que, por las razones que vamos a exponer en este epígrafe, nos parece inaceptable. El artículo tercero de la LO 3/1986 de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública (LOMESP), dispone que: “Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones

preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. La doctrina está dividida en cuanto al significado y alcance de la habilitación contenida en este precepto. Para un sector doctrinal, esta ley habilita a las diferentes administraciones — central y autonómicas— para adoptar medidas individuales restrictivas de derechos fundamentales. Sus destinatarios son siempre individuos o grupos individualizables de personas (una familia, los vecinos de un determinado inmueble, etc.). Lo que no permite es establecer una restricción general dirigida a una pluralidad indeterminada de personas (todos los residentes en un municipio, provincia O comunidad Autónoma). Para esto último es preciso recurrir al Derecho de crisis, esto es, al estado de alarma o excepción (LOEAES). Según esta tesis que compar-

timos plenamente y defendida entre otros por Barnes (en la doctrina administrati-

vista)

o Aragón, Presno, Teruel Lozano, Carmona, (entre los constitucionalistas),

la LOMESP habilita a las autoridades sanitarias (centrales y autonómicas) para adoptar dos tipos de medidas:

a) Medidas dirigidas a un individuo o grupos individualizables de personas que impliquen una limitación grave de la libertad de circulación u otro derecho fundamental. Esas medidas requieren inexcusablemente de la ratificación judicial

En la misma sentencia y fundamento jurídico el Tribunal subraya que el tipo de vulneración que acarrea la falta de certeza y previsibilidad en los propios límites: “no sólo lesionaría el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), concebida como certeza sobre el ordenamiento aplicable y expectativa razonablemente fundada de la persona sobre cuál ha de ser la actuación del poder aplicando el Derecho (STC 104/2000, FJ 7, por todas), sino que al mismo tiempo dicha ley estaría lesionando el contenido esencial del derecho fundamental así restringido, dado que la forma en que se han fijado sus límites lo hacen irreconocible e imposibilitan, en la práctica, su ejercicio” (STC 292/2000, FJ 15).

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prevista en el artículo 8. 6. 2 de la Ley 29/1998 de la Jurisdicción Contencioso Administrativa”. b) Medidas generales, pero solo en el caso de que su afectación del derecho sea superficial: por ejemplo: fijación de aforos, horarios de apertura o distancias de seguridad. Dos son los criterios que marcan los límites de la LOMESP: el ámbito personal de aplicación (destinatarios) y la intensidad material de la restricción. Con ella se pueden adoptar las medidas más restrictivas imaginables como es el confinamiento siempre y cuando sean individuales y con ratificación judicial. Por otro lado, se pueden adoptar también medidas generales, pero para llevar a cabo limitaciones de menor entidad. Á nuestro juicio, esta es la única interpretación constitucionalmente admisible de esta legislación porque en otro caso, el estado de alarma resultaría redundante. En definitiva, esto es lo máximo que permite el derecho de la normalidad. Si los poderes públicos no son capaces con este tipo de medidas — esto es, con el uso de sus poderes ordinarios— de hacer frente a la pandemia han de recurrir al derecho de crisis o excepción. No obstante, un importante sector doctrinal al amparo de una interpretación supuestamente literal del citado artículo 3 de la LOMESP entiende que las Comunidades Autónomas —y las administraciones en general— pueden adoptar cualesquiera medidas necesarias para proteger la salud y la vida de las personas frente a la COVID-19. Según esta tesis, las autoridades sanitarias (administración central

o autonómica indistintamente) están legitimadas para limitar (e incluso a suspender) los derechos fundamentales dado que se acepta que puedan incluso decretar el confinamiento de la totalidad de una población determinada. Esta interpretación concibe la LOMESP como una suerte de ley habilitante o de plenos poderes que es incompatible con un Estado de Derecho y deja sin efecto el Derecho de crisis (LOEAES).

Los argumentos con los que se ha justificado esta habilitación general de las administraciones públicas para restringir cualquier derecho fundamental son —siguiendo a Doménech Pascual— los siguientes: En primer lugar, el criterio temporal. En el supuesto de existir alguna contradicción entre la LOEAES de 1981 y la LOMESP de 1986, por aplicación del principio recogido en el art. 2. 2 del Código Civil (lex posterior derogat priori) debe prevalecer la última. A nuestro juicio, este criterio no es asumible porque la LOEAES es una ley especial, de desarrollo directo del art. 116 CE, que regula el Derecho de crisis; y carece de sentido entender que cualquier otra ley orgánica “Corresponderá a los Juzgados de lo Contencioso-administrativo la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”.

Los derechos fundamentales y sus garantías

167

sobre otras materias aprobadas con posterioridad tenga el efecto de desplazar dicha regulación. Es más, cada Ley Orgánica tiene atribuida un contenido material específico y ninguna de ellas tiene el efecto de desplazar o modificar del modo que sea lo dispuesto por otra. El criterio temporal no es aplicable para la resolución de eventuales conflictos entre ellas. En segundo lugar, el tenor literal del artículo 3 de la LOMESP. Se subraya la necesidad de respetar el tenor literal del precepto que consta de dos incisos. El primero prevé expresamente la adopción de medidas oportunas para el control de enfermos y otras personas mientras que el segundo se refiere a la posibilidad de adoptar todas aquellas medidas que se consideren necesarias. Estas últimas pueden afectar a una pluralidad indeterminada de personas porque en otro caso el inciso “resultaría redundante, sobraría, carecería de sentido”. Doménech entiende

que “con una interpretación estrictamente literal de este precepto, las autoridades sanitarias pueden imponer cualquier medida que consideren indispensable

a estos efectos”. Según esta interpretación, la legislación sanitaria vigente per-

mitiría adoptar todas las medidas necesarias para luchar contra la pandemia, confinamientos de la población incluidos. El autor refuerza su argumentación rechazando que sea lícito interpretar restrictivamente el alcance del art. 3 de la LOMESP. No se puede interpretar restrictivamente una norma cuya finalidad es proteger la vida y la integridad física. “No se entiende por qué hay que interpretar restrictivamente una disposición legal que protege la vida y la integridad física de millones de personas, máxime cuando la interpretación restrictiva postulada es manifiestamente contraria a su tenor literal”. Esta interpretación no es aceptable por varias razones. Primero, porque la su-

puesta interpretación literal prescinde del hecho de que en ningún apartado o inciso de ese precepto y de los demás contenidos en dicha ley, se dice que se puedan limitar derechos fundamentales. Y, segundo, yendo más allá, porque una tal habilitación general no podría tener cabida en nuestro ordenamiento. Como ha advertido Aragón: “No puede existir, en materia de limitación de derechos fundamentales, una especie de habilitación en blanco efectuada por la ley orgánica a favor de otras normas (según doctrina constante del TC), y menos a simples órdenes de las consejerías autonómicas”. En última instancia, una disposición legal del Derecho de la normalidad no puede ser interpretada como una norma de excepción. No es aceptable interpretarla como una cláusula de plenos poderes con el argumento de que en otro caso el inciso legal (medidas necesarias) resultaría redundante porque con esa interpretación lo que se convierte en redundante y superfluo es el Derecho de excepción. Si con el derecho de la normalidad las administraciones públicas ya pueden limitar con esa amplitud los derechos fundamentales, ¿para qué sirven los estados de alarma y de excepción? En tercer lugar, la interpretación se justifica apelando al principio de necesidad aplicado a la interpretación del derecho ordinario. “Resulta justificado que esta

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habilitación legal haya sido formulada y deba ser interpretada en unos términos tan amplios. La razón salta a la vista. Es muy probable que, en situaciones de graves crisis sanitarias, para las que está pensado dicho precepto, surjan problemas imprevistos e imprevisibles, que el legislador no pueda anticipar y regular con detalle, pero a los que hay que dar una respuesta pública inmediata y con frecuencia drástica. Semejante habilitación genérica, realmente insólita en el marco de nuestra legislación, confiere a las autoridades administrativas la flexibilidad precisa para dar una respuesta precisa a estas situaciones de extraordinaria y urgente

necesidad” (Doménech). A nuestro juicio se trata como reconoce su autor de una habilitación “tan insólita” que no puede encontrar cabida en el marco de un Estado de Derecho que ha hecho un esfuerzo notable por regular el Derecho de crisis. Una habilitación concebida en esos términos es incompatible con las exigencias de la reserva de ley. Ni siquiera en el marco del derecho de crisis (LOEAES) sería posible adoptar una cláusula de plenos poderes como la que se pretende ver en la LOMESP. Finalmente, en cuarto y último lugar, se rechaza expresamente que la adopción de estas medidas sea una competencia exclusiva (del Estado o de las Comunidades Autónomas) y considera que en este ámbito “existe y debe existir un cierto solapamiento o redundancia competencial”. A esto cabe objetar que, por un lado, nuestro ordenamiento no admite tal solapamiento. Por un lado, porque el estatuto jurídico de los derechos fundamentales no es una cuestión competencial, sino que afecta al núcleo sustantivo del vínculo de ciudadanía. Por otro, porque el principio de seguridad jurídica quebraría si ante situaciones sanitarias y epidemiológicas similares cada uno de los diferentes legisladores (central y autonómicos) diera respuestas diferentes. La multiplicación de medidas restrictivas de derechos fundamentales por parte de las diferentes administraciones fragmentaría el estatuto jurídico de los derechos fundamentales y quebrantaría gravemente la seguridad jurídica. Por todo ello, ninguno de los anteriores argumentos nos parece convincente. A nuestro juicio es claro que la LOMESP no satisface las exigencias mínimas de la reserva de ley. Así lo ha denunciado otro importante sector doctrinal (M. Aragón,

A. Carmona, G. Teruel, E. Sáenz, M. Presno). De la jurisprudencia del Tribunal

Constitucional se deduce claramente que no basta cualquier ley para habilitar a las autoridades sanitarias a restringir derechos. La reserva de ley exige que “los requisitos y el alcance de la restricción estén suficientemente precisados en la ley (...) y respeten el principio de proporcionalidad”. Desde esta óptica, es evidente que la LOMESP no satisface “la dimensión cualitativa de la reserva de ley”. A pesar de haberse recurrido a ella al inicio de la pandemia, es preciso insistir en que no ofrece la cobertura legal constitucionalmente requerida para que las administraciones puedan adoptar medidas limitadoras de derechos fundamentales como el de libre circulación mediante confinamientos generales, o la limitación

Los derechos fundamentales y sus garantías

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del derecho de reunión o el de libertad religiosa. Y ello “por su falta de determinación acerca de las condiciones esenciales a que han de someterse las posibles

limitaciones de derechos (limitaciones a las que, por cierto, ni siquiera alude), sin

que baste con señalar únicamente la causa (graves problemas sanitarios) que avalaría las actuaciones públicas” (Aragón).

La habilitación general contenida en el segundo inciso de la LOMESP para que las administraciones adopten “las medidas que se consideren necesarias” es completamente indeterminada. Aunque su literalidad es la que permite a Doménech y otros configurarla como una cláusula de plenos poderes con el argumento de que donde no distingue el legislador no puede hacerlo el intérprete, a nuestro juicio la conclusión que se impone es justamente la contraria. Es precisamente esa indeterminación del precepto legal la que pone de manifiesto su absoluta insuficiencia para garantizar el mínimo grado de certeza y previsibilidad que requiere el principio de seguridad jurídica. Ni siquiera el derecho de crisis admite esa indeterminación. “Nuestro ordenamiento constitucional —escribe Aragón— no per-

mite una especie de ley de plenos poderes para la adopción de cualquier medida que las autoridades públicas consideren necesaria para hacer frente a una crisis sanitaria”. El artículo 3 no satisface las exigencias constitucionales del principio de legalidad en su vertiente material pues ni especifica el derecho fundamental que puede ser restringido por las autoridades sanitarias ni, por supuesto, las condiciones y garantías de esa limitación. El precepto no cumple con los requisitos constitucionalmente exigibles para dar cobertura a una acción gubernamental de limitación de derechos generalizada. En todo caso, permitirá una restricción de derechos a personas individualizadas con la consiguiente autorización judicial. En definitiva, la LOMESP ni establece qué derechos pueden limitarse; ni precisa el alcance de las posibles limitaciones; ni, finalmente tampoco determina los criterios

o indicadores objetivos que que permitirían llevar a cabo únicos que garantizarían que a causas regladas u objetivas correspondiente.

justifican la restricción. Criterios que son los únicos un control judicial de los mismos y, en definitiva, los la restricción de derechos fundamentales obedeciese y no a la pura discrecionalidad de la administración

Reviste por ello una extraordinaria gravedad que el legislador se haya hecho eco de esta inasumible interpretación en una reforma, “poco meditada y peligrosa” en palabras del profesor Aragón. Se trata de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al covid-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. Dicha ley dispone que los Tribunales Superiores de Justicia “conocerán de la autorización o ratificación judicial de las medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente”. La ratificación y auto-

170

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rización de medidas restrictivas de derechos con destinatarios individualizados sigue correspondiendo en virtud del artículo 8 de la Ley 29/1998 de la Jurisdicción Contencioso-administrativa a los Juzgados de lo contencioso. Aragón ha denunciado los dos problemas de constitucionalidad que esta ley plantea: a) El primero, su contradicción con la función constitucional del poder judicial cuyas competencias (incluidas las que cabe atribuirle por ley según el art. 117.4) no pueden invadir las propias de otros poderes como el legislativo o el judicial. “El Poder Judicial no puede colegislar que es lo que sucede si para que una norma pueda entrar en vigor se exige la previa autorización judicial”

b) El segundo es el relativo al hecho de que una norma de carácter procesal como la que establece ese control judicial previo “no puede servir como título atributivo de competencia material al poder (en este caso autonómico) del que emana la medida susceptible de control”. En nuestro ordenamiento, las Comunidades Autónomas no están habilitadas para adoptar estas medidas de limitación o suspensión de derechos (porque el confinamiento es una verdadera suspensión del derecho a la libre circulación). La legislación sanitaria no les habilita para ello. Es más, ni siquiera los poderes centrales podrían hacerlo. Como ha advertido Aragón: “Tales limitaciones autonómicas de derechos, indiscriminadas o generales, aunque circunscritas a determinadas zonas o territorios, si dados su ámbito y su notable intensidad restrictiva tuviesen un carácter excepcional, como es el caso de algunas de ellas, ni siquiera (...) podrían ser adoptadas hoy por el propio Estado de manera ordinaria, y menos aun, en esos casos por los poderes autonómicos, pues, a mi juicio, no cabrían dentro del Derecho de la normalidad, sino del Derecho de la excepción: ya sea mediante la declaración del estado de alarma, si se trata únicamente de limitaciones de derechos, o del estado de excepción, si estos derechos se suspendieran”. Ninguna autoridad sanitaria —ni central ni autonómica— puede adoptar por tanto medidas restrictivas de derechos fundamentales con el alcance que es necesario para hacer frente a la crisis sanitaria provocada por la COVID-19 al amparo de la legislación propia del derecho de la normalidad. Ello no quiere decir que el Estado esté inerme para hacer frente a la pandemia. Dispone de los instrumentos jurídicos para hacerle frente: la declaración de los estados excepcionales. El único expediente constitucionalmente legítimo para limitar derechos fundamentales con carácter general y con la intensidad requerida para hacer frente a la pandemia es el recurso al Derecho de crisis o de excepción que es un título competencial específico del poder central (la competencia sobre la asunción de poderes extraordinarios para hacer frente a las crisis o situaciones excepcionales). Una facultad en las que se concreta su función de dirección política del Estado y sin posibilidad alguna de suplencia por parte de las Comunidades Autónomas.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Los decretos de declaración (y prórroga) de los estados de alarma y excepción son los instrumentos constitucionalmente previstos para establecer las restricciones de derechos fundamentales que la lucha contra la pandemia requiere. Son decretos que tienen rango de ley. Ahora bien, deben cumplir también los requisitos de calidad de la ley, es decir, lo que hemos denominado dimensión cualitativa de la reserva de ley. Estos decretos son los que pueden establecer las limitaciones de derechos fundamentales con carácter general y habilitar a todas las administraciones, tanto central como autonómicas, a ejecutar O aplicar medidas restrictivas

de derechos fundamentales.

Establecida así la necesidad de acudir al Derecho de crisis, los tos de alarma aprobados durante el 2020 plantean los siguientes primer lugar, si algunas de las medidas adoptadas en el primero el confinamiento domiciliario— encajan en él o por implicar la

sucesivos Decreinterrogantes. En —singularmente suspensión (y no

mera limitación del derecho a la libre circulación) hubieran necesitado la cober-

tura de una declaración de estado de excepción. En segundo lugar, si su contenido (sobre todo el del tercero de ellos inconstitucionalmente prorrogado por seis meses) satisface las exigencias de la reserva de ley en su dimensión cualitativa.

7,2.

Derecho de crisis excepción?

y COVID-19:

¿Estado de alarma o estado de

Llegados a este punto, y una vez demostrado que el derecho de la normalidad no sirve para hacer frente con eficacia a la pandemia del COVID-19, y que es preciso recurrir a uno de los estados excepcionales regulados en nuestro Derecho de crisis, la primera cuestión que se nos plantea es a cuál de ellos: al estado de alarma o al estado de excepción. Para interpretar los preceptos reguladores de los diversos estados excepcionales resulta imprescindible acudir a la teoría constitucional del Derecho de crisis. Teoría que nos muestra los elementos comunes a todos ellos. Desde esta óptica, Solozábal advierte que la insistencia en las diferencias entre los diversos estados excepcionales y singularmente entre el de alarma y excepción nos impide a veces ver que ambos comparten unos elementos comunes. Así lo entendió el constituyente al reservar a una ley orgánica la regulación conjunta de todos ellos. En los estados excepcionales rige una legalidad extraordinaria que reemplaza a la ordinaria —siempre de forma temporal y adecuada a las exigencias de la proporcionalidad— y —por lo que a nuestro tema interesa— altera el régimen jurídico de los derechos fundamentales. Pero esa legalidad extraordinaria está sometida también a límites constitucionales de carácter formal y sustantivo. En el marco del Derecho de crisis el gobierno ejerce una función de dirección política específica -pero en modo alguno actúa como soberano- y su poder sigue siendo limitado. Esta es la grandeza de la regulación de la crisis. Cuando esta no se regula resulta inevitable que los hechos prevalezcan sobre el derecho. Incluso cuando se

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hace ese riesgo existe. En todo caso debe quedar muy claro que: “lo que el derecho de excepción trata de preservar es un orden mínimo pero innegable de libertad y seguridad que, a pesar de las circunstancias se imponga a los poderes públicos, de manera que en tal situación los gobernantes tengan una referencia que vaya más allá de la sujeción a las reglas de la salvación del estado a todo precio (salus re:

publicae suprema lex esto)” (Solozábal).

En este contexto, y como vimos anteriormente dos son las diferencias principa-

les existentes entre el estado de alarma y el de excepción. La primera es la referida al supuesto de hecho habilitante, esto es, a la naturaleza de la crisis que reclama su activación. La segunda, el alcance de los poderes extraordinarios conferidos al Gobierno que en un caso incluyen la limitación de derechos fundamentales y en otro la suspensión”. La afectación en ambos casos a los derechos fundamentales está cubierta doblemente por la reserva de ley. En primer lugar, por la LOEAES, y en segundo lugar por el propio Decreto declaratorio del estado de alarma o excepción. El Tribunal Constitucional ha subrayado que la declaración del estado de alarma (como el de su prórroga con la preceptiva autorización parlamentaria?) aunque formalizada mediante un decreto del consejo de ministros, por su contenido normativo y efectos jurídicos es una decisión o disposición con rango o valor de ley. El decreto desplaza durante su vigencia a la legalidad ordinaria en la medida en que excepciona, modifica o condiciona la aplicabilidad de determinadas normas entre las que pueden figurar otras leyes o normas con rango de ley (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ 10). El Decreto de alarma —que tiene rango de ley— debe respetar lo dispuesto en

la LOEAES.

En la medida en que está previsto expresamente para epidemias y

crisis sanitarias, es indiscutible la concurrencia del supuesto de hecho habilitante para activarlo. Mayores problemas plantea el alcance e intensidad de las restricciones de derechos adoptadas. Conforme a la Ley y a la doctrina del Tribunal

El Derecho de crisis va a afectar a los derechos. Se trata de una alteración constitucional provisional o temporal (a diferencia de la reforma). La alteración puede consistir en una restricción lícita para asegurar otros derechos o bien en una suspensión, esto es la privación temporal del ejercicio del derecho. El Tribunal Constitucional ha dicho: “A diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55. 1 CE contrario sensu) aunque si la adopción de medidas que puedan suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio”.

En la prórroga, la intervención del Congreso es una autorización que por un lado declara procedencia, y por otro, fija el contenido, los términos y los efectos de esta. De esa forma Congreso fija y predetermina el contenido material del decreto que dictará el Gobierno. decreto de prórroga es una formalización de la previa autorización del Congreso. Tanto decisión del Congreso de autorizar la prórroga (ATC 7/2012 FJ 4) como la del Gobierno formalizar aquella revisten la condición de actos con rango o valor de ley.

su el El la de

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Constitucional, en el estado de alarma no se puede suspender ningún derecho fundamental. En este sentido, y por lo que se refiere al primer estado de alarma adoptado como respuesta a la pandemia del COVID-19, el activado el 14 de marzo de 2020

(Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo), las restricciones de derechos funda-

mentales —libertades de circulación, reunión y manifestación— establecidas en el artículo 7 del citado Real Decreto? tanto por su alcance material como por sus consecuencias y efectos deben ser consideradas más como una suspensión de aquellos que como una mera limitación. Son medidas previstas para el estado de excepción. El estado de alarma no habilita a los poderes públicos para suspender derechos. El artículo 7 estableció el confinamiento general de los ciudadanos estableciendo una prohibición de circular —o salir del domicilio— salvo para adquirir alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad; acudir a centros de salud ; ir al trabajo; cuidado de mayores, niños y personas dependientes; ir a entidades financieras y de seguros; o por causa de fuerza mayor o situación de necesidad u otra actividad de naturaleza análoga; pudiendo acordarse el cierre a la circulación de carreteras o tramos de ellas”. Se trata de medidas que parecen encajar mejor en lo previsto en el artículo 20 de la LOEAES que contempla expresamente la prohibición de circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determinen. A favor de interpretar estas medidas como una limitación drástica pero no como una suspensión, por lo que la declaración del estado de alarma (y no la de excepción) se considera que fue —desde el inicio de la crisis— la opción constitucionalmente correcta se han esgrimido básicamente dos tipos de argumentos: a) El primero, el de que el derecho a la libre circulación (y otros conexos) no se ha suspendido porque, aunque su ejercicio se ha sometido a diversas condiciones, de cumplirse estas, puede ser ejercido. b) El segundo, que, precisamente por lo anterior, esos derechos pueden ser alegados por los ciudadanos ante la jurisdicción, lo que no podría ocurrir respecto a derechos que por estar suspendidos no podrían en ningún caso ser alegados y defendidos jurisdiccionalmente. Y ello porque la suspensión de los derechos implica la supresión de sus garantías ordinarias. La tutela de un derecho suspen-

Y que se mantuvieron en las tres primeras prórrogas del Decreto, el 27 de marzo, el 10 y el 24 de abril, respectivamente. La cuarta prórroga del 8 de mayo, continuada con la del 5 de junio hasta su levantamiento el 21 de junio llevó a cabo una atenuación de las restricciones. Puede entenderse, por ello, que a partir del 8 de mayo las restricciones sí encajan en el marco del estado de alarma. La última palabra al respecto la dirá el Tribunal Constitucional cuando resuelva los recursos de inconstitucionalidad presentados contra el decreto citado.

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dido queda limitada a la posibilidad de que se declare la inconstitucionalidad del decreto de declaración o prórroga. Mientras que la restricción permite invocarlo ante el juez por lo que la tutela ordinaria se mantiene. Así ha ocurrido en relación al derecho de reunión y manifestación, y respecto a la libertad de circulación. La justicia ha anulado sanciones impuestas a los particulares que han visto restablecido así sus derechos. Si hubiera habido suspensión, estas alegaciones y controles no hubieran sido posible. Se trata de argumentos consistentes que el Tribunal Constitucional habrá de valorar cuando resuelva los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra el Decreto. En todo caso, a mi juicio, son argumentos formales que obvian el quid de la cuestión: la intensidad de la restricción. Los condicionamientos del derecho a la libre circulación impuestos en el Decreto de alarma son tales que —de facto— han dejado prácticamente vacío de contenido el derecho y de poco sirve por ello que pueda ser alegado ante la jurisdicción”. Se trata —como ha advertido Solozábal— de un enfoque nominalista. “El legislador debe tener en cuenta que no puede autorizar en la declaración del estado de alarma actuaciones que percutan gravemente en el derecho, dejándolo reducido a mero nombre o apariencia,

en realidad inservible para su ejercicio, pues este tipo de afectación llamémosla esencial del derecho, no está disponible para quien, como ocurre en el caso del estado de alarma, posee solo una habilitación para proceder a su restricción, y que no puede ni siquiera suspenderlo”. A nuestro juicio, el derecho de circulación (y en cierta medida también otros conexos como el de reunión y manifestación) desde la declaración del primer estado de alarma pandémico (Decreto de 14 de marzo de 2020) hasta su cuarta prórroga (8 de mayo) quedó reducido a un mero nombre. Se despojó al derecho de su contenido, reduciendo su haz de facultades al mínimo. El mantenimiento de ese mínimo es lo que permite a un sector doctrinal entender que no ha habido suspensión del derecho. A ello cabe replicar: ¿si el confinamiento domiciliario no es suspensión que podría serlo? Ha sido el profesor Aragón quien con mayor claridad y contundencia ha denunciado —abandonando todo formalismo falsificador de la realidad— que “ordenar una especie de arresto domiciliario de la inmensa mayoría de los españoles, que es lo que realmente se ha hecho, no es limitar el derecho sino suspenderlo”. Este es uno de los principales interrogantes que el Tribunal Constitucional habrá de resolver. En todo caso, si el Gobierno y las Cortes optaron por el estado de alarma fue

porque este está expresamente previsto para catástrofes naturales, accidentes o

crisis de naturaleza no política mientras que el estado de excepción se concibió

Por otro lado, no se puede confundir el derecho con su garantía. Según esa tesis, un derecho sin contenido, por estar garantizado, no podría considerarse suspendido. Realmente, ese vaciamiento es precisamente lo que define la suspensión, al margen de que las garantías se mantengan.

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175

fundamentalmente para hacer frente a crisis políticas. Básicamente es así, pero esa distinción —entre crisis de carácter natural y otras de naturaleza política— no puede entenderse como absoluta. García Cuadrado ya advirtió que el estado de alarma es un estado excepcional que parece tener “una confusa y contradictoria naturaleza mixta... queriendo participar a un tiempo, en parte de las características de la defensa extraordinaria de la Constitución y en parte de la protección civil de la sociedad frente a eventos naturales catastróficos”. Esa naturaleza mixta debilita la frontera tajante que se ha establecido entre estado de alarma y excepción. El estado de alarma también puede activarse ante situaciones de crisis política o social como la provocada por huelgas o conflictos que provoquen desabastecimiento o paralización de servicios esenciales. Y ello sin necesidad de que se produzca accidente o catástrofe natural alguna. Así ocurrió en diciembre de 2010 cuando el Gobierno lo decretó para afrontar la crisis provocada por la huelga ilegal y encubierta de los controladores aéreos que paralizó el tráfico aéreo. Y, en sentido contrario, el estado de excepción puede y debe decretarse cuando se produzca una “grave alteración” de cualquier “aspecto del orden público”. Este concepto de orden público no debe interpretarse restrictivamente sólo como paz, tranquilidad y seguridad en las calles, sino en un sentido más amplio, como orden público en sentido constitucional, es decir, como orden que permite el disfrute y el normal ejercicio de los derechos por parte de todos. Si ese normal ejercicio de los derechos —elemento esencial del orden público constitucional— se ve alterado, cabe apreciar la concurrencia del supuesto habilitante del estado de excepción. Que el orden público así entendido sufrió una alteración gravísima por la expansión del COVID-19 es algo difícilmente discutible. Por ello, desde esta Óptica ningún reproche constitucional podría haberse realizado a la declaración el pasado marzo del estado de excepción. Como ha advertido Aragón, “la protección de los derechos fundamentales exige una cuidadosa utilización del artículo 116 CE (...) no hay por qué tener reparos en decretar el estado de excepción si se dan las circunstancias que lo habilitan y si las medidas cuya adopción sea necesaria para hacerle frente con eficacia así lo requieren. No podemos estar presos de la imagen del pasado sobre los estados de excepción preconstitucionales, pues, afortunadamente, las garantías democráticas que, a partir de la Constitución, están previstas para el estado de excepción no son de menor entidad que las establecidas para el estado de alarma”. En todo caso, de lege ferenda, y para disipar las dudas sobre los supuestos que justifican el recurso al estado de excepción, convendría introducir en la LOEAES expresamente entre ellos, el de una crisis sanitaria provocada por una pandemia que dada su gravedad no puede ser combatida eficazmente con el estado de alarma, dado que se considera necesario llevar a cabo la suspensión de derechos.

176

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7.3.

Delegación de competencias para la restricción de derechos fundamentales

Al margen de lo anterior, los principales problemas del primer Decreto de alar-

ma y sobre todo del tercero (RD 926/2020, de 25 de octubre) residen en que no

fijaron con la claridad necesaria los supuestos, condiciones, e indicadores objetivos de las restricciones de derechos que establecían”. El resultado de esa indeterminación normativa es que dichas medidas restrictivas se han establecido finalmente mediante ordenes ministeriales o decretos de los presidentes autonómicos dictadas en virtud de unas delegaciones efectuadas en los decretos de alarma que no tienen cobertura constitucional alguna. Estas normas reglamentarias acaban configurando por si mismas la limitación de los derechos, y no son meros actos de aplicación o ejecución del decreto de alarma. El marco constitucional del Derecho de crisis no permite delegar en autoridades político-administrativas la potestad de regular o establecer limitaciones de derechos fundamentales. La limitación con la máxima precisión posible (indicadores objetivos) constituye el contenido necesario del decreto de alarma. Las denominadas “autoridades delegadas” sólo pueden ejercer facultades de ejecución o aplicación de las medidas previstas en el decreto de alarma. Y corresponde al orden contencioso-administrativo del Poder Judicial, velar porque en el ejercicio de estas potestades de ejecución se respete escrupulosamente el marco legal del estado de alarma. El principio de división y de control del poder inherente al Estado de Derecho conserva así toda su vigencia. Los numerosos problemas y controversias jurídicas suscitados durante la vigencia de los diferentes estados de alarma traen causa de no haberse respetado esos principios. Al no haber respetado el decreto de alarma las exigencias de la reserva de ley en su dimensión cualitativa y haberse establecido una suerte de delegaciones o habilitaciones muy genéricas para restringir derechos, las diferentes administraciones han operado con un notable grado de discrecionalidad, y los tribunales a la hora de enjuiciar la actividad de aquellas han dado respuestas distintas a problemas similares. En ese ejercicio de control, el Poder Judicial ha operado como el último baluarte en defensa de la libertad y los derechos contra la arbitrariedad del poder. Pero el Estado de derecho sufre igualmente si el Poder Judicial —sometido al imperio de la ley— carece de un marco normativo claro y

7

El segundo estado de alarma se aplicó sólo a Madrid tico existente entre el Gobierno central y el de aquella del mismo fue el más correcto de todos. Al incluir en objetivos para la restricción de determinados derechos, reserva de ley.

en el contexto del enfrentamiento políComunidad. El Decreto de declaración su Preámbulo una serie de indicadores respetó las exigencias cualitativas de la

Los derechos fundamentales y sus garantías

177

preciso (decreto de alarma) que le permita enjuiciar la legalidad de las medidas restrictivas de derechos adoptadas por ministros o Presidentes Autonómicos.

a) La delegación en favor de determinados miembros del Gobierno La LOEAES prevé que en el estado de alarma el Gobierno —como órgano colegiado— asuma la dirección de la crisis en su condición de “autoridad competente”. No prevé ningún tipo de delegación. El Decreto de alarma no puede ser utilizado para delegar en otras autoridades las facultades para limitar derechos. La reserva de ley exige que el propio Decreto fije con la mayor precisión posible el alcance y los criterios o indicadores en virtud de los cuales se limitan los derechos. La primera violación de esta prohibición se produjo con el Decreto de alarma de marzo. que llevó a cabo una delegación de competencias en determinados ministros? que no está prevista ni en la LOEAES ni tampoco en el derecho de la normalidad. Cabe poner en cuestión la legalidad de esas delegaciones. Las competencias de decisión política del Gobierno son indelegables. En situaciones de normalidad, el artículo 20. 2 de la ley 50/1997, de 27 de noviembre, de Gobierno

solamente prevé que se puedan delegar “a propuesta del Presidente del Gobierno las funciones administrativas del Consejo de Ministros en las Comisiones Delegadas del Gobierno” y no funciones de naturaleza política o normativa en favor de los ministros. Y en el Derecho de crisis, la única delegación prevista en la LOEAS

es la realizada a un Presidente Autonómico (art. 7).

A pesar de ello, en el Decreto de alarma de marzo se delegaron en los ministros funciones que le son atribuidas al Gobierno por la LOEAES en su condición de órgano constitucional, y de titular del poder de dirección política del Estado, en general, y de dirección de crisis, en particular. Como consecuencia de esta delegación se quebrantó la reserva de ley en materia de derechos fundamentales. Por supuesto que se puede atribuir a los ministros competencias de ejecución de lo dispuesto en el decreto de alarma, pero nunca de normación o regulación. Es preciso insistir en que debe ser el propio Decreto el que —por tener rango de ley— establezca las medidas limitadoras de derechos. Mediante órdenes ministeriales (u ordenes de los consejeros autonómicos) no se pueden establecer

Al designar como “autoridades competentes delegadas, en sus respectivas áreas de responsabilidad” a los ministros de Defensa, del Interior, de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana y de Sanidad “bajo la superior dirección del presidente del Gobierno”, otorgando residualmente la delegación de competencias en el resto de materias no previstas al Ministro de Sanidad (art. 4,2 RDCOVID). Esta delegación competencial posteriormente recaería en exclusiva en el Ministro de Sanidad (arts. 3 y 6 R. D. 537/2020, de 22 de mayo, que autorizó la quinta prórroga del estado de alarma) y, más tarde, sería compartida por este con los presidentes autonómicos (art. 6 R.D. 555/2020, de 5 de junio, que autorizó la sexta prórroga).

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limitaciones de derechos. Sin embargo —en flagrante violación del principio de reserva de ley— se dictaron numerosas ordenes ministeriales que lo hicieron (por ejemplo, todas las reguladoras de las condiciones del denominado proceso de “desescalada”). A nuestro juicio, todas estas ordenes ministeriales vulneraron la reserva de ley establecida para proceder a la regulación de las condiciones de ejercicio de los derechos y libertades establecida en el artículo 53. 1 CE.

b) La delegación en favor de los presidentes de las Comunidades Autónomas La sexta prorroga del primer estado de alarma reconoció a todos los presidentes Autonómicos la condición de autoridades competentes delegadas en su territorio —compartida con la del Ministro de Sanidad— y se les atribuyó en exclusiva la competencia “para la adopción, supresión, modulación y ejecución de las medidas correspondientes a la fase III de la desescalada” en el ámbito territorial de su comunidad, autorizándoles también para decidir la finalización del estado de alarma en su territorio (art. 6.1 y 6.2 RD 555/2020, de 5 de junio, sexta prórro-

ga). Se trató de una delegación manifiestamente inconstitucional. Se les atribuyó unas competencias de decisión y regulación que, por imperativo constitucional, el artículo 6.2 y 11 de la LOEAES atribuyen en exclusiva al Gobierno mediante el Decreto de alarma. Esa desescalada no encuentra cabida alguna en nuestro ordenamiento. Como ha denunciado Herbón Costas, “la atribución a los presidentes autonómicos de capacidad de decisión sobre las medidas limitativas del ejercicio de derechos escapa a las competencias que le reconoce la LOEAS en su condición de autoridades competentes delegadas, y la habilitación para que las comunidades autónomas decidieran la salida del estado de alarma y el paso a la nueva normalidad efectuada en el artículo 6. 2 RD 555/2020 transfiere unas facultades que la LOEAES residencia exclusivamente en manos del Gobierno”.

Tomando como precedente la regulación de esa desastrosa “desescalada” que culminó con la segunda ola del COVID-19, el decreto de declaración del tercer estado de alarma aprobado en octubre de 2020 y prorrogado inconstitucionalmente por un plazo de seis meses, llevó a cabo una delegación de las competencias del Gobierno como poder de dirección de las crisis en favor de todos y cada uno de los presidentes de las Comunidades Autónomas. Delegación incompatible con uno de los principios esenciales vertebradores del Derecho de crisis: el mando único y la concentración de competencias. Incompatible también con la finalidad y la literalidad de la LOAES cuyo artículo 7 solo permite de modo excepcional delegar en un Presidente Autonómico el mando si el supuesto que justifica la declaración de la alarma no excede el ámbito territorial de una Comunidad Autónoma. E incompatible también —por lo que a nuestro tema interesa— con el respeto a la reserva de ley en materia de derechos fundamentales.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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El RD 926/2020, de 25 de octubre estableció un marco para la adopción de una serie de medidas restrictivas de derechos fundamentales y delegó en las co-

munidades autónomas la facultad de establecerlas o no, e incluso de modularlas,

sin fijar ningún tipo de criterio o indicador objetivo para ello”. Este decreto dio lugar en la práctica a 17 estados de alarma diferentes y sumió a los ciudadanos en la más absoluta confusión. La intensidad de las medidas restrictivas de derechos aplicadas en cada Comunidad dependió exclusivamente de la voluntad de su presidente. Las restricciones de derechos que permitió el Decreto eran las siguientes: artículo 5: limitación de la libertad de circulación de las personas en horario nocturno (toque de queda); artículo 6: limitación de la entrada y la salida en las Comunidades Autónomas, y en ámbitos territoriales inferiores (cierres perimetrales autonómicos, provinciales

o municipales); artículo 7: limitación de la permanen-

cia de personas en espacios públicos y privados (a 6 o inferior). La primera limitación es la única que se impuso —en un primer momento— con carácter nacional,

aunque se permite modularla!*”. La adopción o no de las demás se dejó a la absoluta discrecionalidad de los presidentes autonómicos sin establecer ningún tipo de indicador objetivo. Así el artículo 10 habilitó a los presidentes autonómicos a modular, flexibilizar y suspender la aplicación de esas medidas. Y la referencia a los indicadores es en relación a los que se aprobasen en el futuro. El procedimiento para la aprobación de los mismos distaba mucho de ser claro. Como ha denunciado Jiménez Blanco: “de todos los reproches que merece el RD de 25 de octubre, lo más grave (es) la carencia de indicadores (...) o sea de aquello que pudiera permitir la transparencia de las decisiones y su controlabilidad, que son dos exigencias que imponen con frecuencia las disposiciones europeas como requisito

de una tutela judicial verdaderamente efectiva (y también como condición de una democracia de calidad, que es aun más importante”.

El principio de seguridad jurídica quedó así gravemente erosionado: “lo que se pone en manos de las Comunidades Autónomas no es un cheque en blanco, sino un talonario de cheques en blanco. Todo queda a su albur —va a haber 17 estados de alarma diferentes—, salvo, eso sí, el confinamiento domiciliario” (Jiménez

Blanco). En la práctica, este escenario caótico permitió que en Comunidades Autónomas con mejores datos e indicadores sanitarios y epidemiológicos que otras, se adoptasen medidas más restrictivas y limitaciones de derechos más intensas que las aprobadas en otras en peor situación.

10

El artículo 2 atribuye la autoridad competente delegada a los presidentes de la Comunidades Autónomas y el artículo 3 les habilita para dictar “las órdenes, resoluciones y disposiciones para la aplicación de lo previsto en los artículos 5 a 11”. El Decreto de prórroga (RD 956/2020 de 3 de noviembre) suprimió el toque de queda obligatorio y lo añadió al elenco de medidas que libremente pueden adoptar o no las Comunidades.

180

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7.4.

Otras vulneraciones de la reserva de ley en la lucha contra la pande-

mia

Señalo a continuación otras vulneraciones de la reserva de ley en materia de derechos fundamentales que se han producido a la hora de afrontar la crisis provocada por el COVID-19. En primer lugar, se ha vulnerado la reserva de ley cuando las limitaciones de derechos se han establecido mediante los Decretos a los que se refiere el art 8. 2 LOEAES: “El Gobierno también dará cuenta al Congreso de los Diputados de los decretos que dicte durante la vigencia del estado de alarma en relación con éste”. Estos Decretos —a diferencia de lo que ocurre con los de declaración y prórroga— no tienen fuerza de ley y por tanto no pueden modificar o ampliar las limitaciones de derechos establecidas??, En segundo lugar, se ha vulnerado la reserva de ley cuando las limitaciones de derechos se han establecido mediante Decretos-Leyes. Como se expuso al inicio, el principio democrático exige que la reserva de ley sea de ley formal aprobada por el Parlamento. Por ello el artículo 86. 1 CE dispone que los Decretos-leyes no podrán afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el titulo I de la constitución. Durante la pandemia el Gobierno ha recurrido sistemáticamente al Decreto-ley y en algunas ocasiones tal utilización es constitu-

cionalmente adecuada. Pero en otros casos los decretos-leyes afectan a materias -tributaria, procesal o de organización de la administración de justicia- que le están vedadas por el artículo 86.1. Algunos de estos decretos-leyes han llegado incluso a modificar y ampliar medidas adoptadas por los decretos de declaración y prórroga del de alarma. Así, la regulación de lo que se denominó “nueva normalidad” se estableció mediante el Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Esta es la norma que dio cobertura legal a la obligatoriedad del uso de mascarillas (art. 6) y donde se estableció la distancia de seguridad (1.5 metros) para centros docentes, establecimientos hosteleros y

otras actividades.

Como ha advertido el profesor Aragón, esta utilización (abusiva) del Decreto

ley es uno de los problemas importantes que se han planteado durante la vigencia del estado de alarma. Los Decretos-leyes son Derecho de la normalidad, no de la excepción. Son normas extraordinarias en cuanto que sólo pueden ser utilizadas (sustituyendo a las Cortes y de forma provisional) en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”, pero no son normas de excepción de las que integran el Derecho de crisis: “No es el artículo 86.1 el que prevé un derecho de excepción, sino

11

Por ejemplo, el RD 465/2020 introdujo modificaciones en el RD 463/2020.

Los derechos fundamentales y sus garantías

181

el artículo 116. De ahí que lo que sí pueden hacer los decretos de declaración y

prórroga de los estados excepcionales, en este caso, del estado de alarma, no pue-

den hacerlo los decretos-leyes”.

Y mucho menos los Decretos-leyes autonómicos.

Obligado es denunciar en este sentido lo ocurrido en Cataluña cuando —en julio de 2020— el Poder Judicial denegó la ratificación de las medidas establecidas por la Generalitat (confinamientos generales) a la comarca del Sagriá. Para sortear el veto de la jurisdicción contenciosa, el Gobierno catalán aprobó el DecretoLey 27/2020, de 13 de julio, por el que se establecen varias reglas para el ejercicio de la potestad prevista en el art. 3 LOMESP. Coincidimos con Ana Carmona en la manifiesta inconstitucionalidad de ese Decreto: “Emplear el decreto ley para limitar derechos fundamentales genera un vicio de inconstitucionalidad evidente, puesto que la afectación de los mismos queda expresamente vedada a la potestad de urgencia atribuida a los gobiernos”. En tercer lugar, es preciso denunciar además que, en periodos en que no ha estado en vigor ningún estado de alarma, mediante normas reglamentarias autonómicas (Órdenes de consejeros) —sin habilitación legal alguna— se han restringido numerosos derechos. El supuesto más grave, por tratarse de una suspensión del derecho y no mera limitación, y por la trascendencia del derecho vulnerado, fue la supresión del derecho de sufragio de determinadas personas en las elecciones autonómicas celebradas en Galicia y el País Vasco en julio de 2020.

7.5.

Recapitulación final: la erosión de las garantías de los derechos fundamentales en la lucha contra la pandemia

La lucha contra el COVID-19 ha erosionado gravemente el Estado de Derecho. La violación generalizada del principio de reserva de ley y una interpretación y aplicación inconstitucionales del Derecho de crisis nos ha conducido a un escenario en el que el principio de seguridad jurídica no se ha garantizado y en el que se han producido numerosas vulneraciones de derechos fundamentales. El responsable último de todo ello es el legislador. La inacción del legislador es la causa de lo que José María Baño ha denominado “confusión regulatoria en la crisis sanitaria”. Ausencia de leyes que contrasta con la profusión de ordenes ministeriales y de consejeros autonómicos y de decretos de los presidentes autonómicos.

Órdenes y decretos —normas de rango reglamentario todas ellas— que, con la finalidad legítima de frenar la expansión del COVID-19, han limitado drásticamente derechos fundamentales. En unos casos, sin cobertura constitucional suficiente puesto que el Derecho de la normalidad no permite llevar a cabo limitaciones de derechos con carácter general y de tal intensidad como un confinamiento. En otros, con la supuesta cobertura de unos Decretos de alarma que, por la au-

182

Javier Tajadura Tejada

sencia de indicadores objetivos para llevar a cabo las restricciones de derechos, no cumplen tampoco las exigencias de la reserva de ley en su dimensión cualitativa. El fin no justifica los medios. La lucha contra el COVID-19 requiere adoptar medidas limitadoras de derechos fundamentales. En los peores escenarios puede resultar necesario incluso recurrir a la suspensión de algunos. Ahora bien, esas medidas deben adoptarse respetando los principios y valores esenciales del Estado de Derecho (reserva de ley y seguridad jurídica). Corresponde siempre e inexcusablemente al legislador la potestad de regular y limitar los derechos. En circunstancias de normalidad la afectación e intensidad de esas restricciones no pueden superar cierto límite. Concretamente para limitar con carácter general el

derecho de libre circulación y otros conexos es preciso recurrir al Derecho de crisis. El legislador de excepción sí que puede establecer esas limitaciones mediante el decreto de declaración del estado de alarma, pero solo puede llevar a cabo suspensiones de derechos a través de la declaración del de excepción.

En todo caso, y esta es una de las principales críticas y conclusiones de este epígrafe, esos decretos deben respetar la dimensión cualitativa de la reserva de ley. Es decir, deben determinar con absoluta claridad el alcance e intensidad de las limitaciones, y, sobre todo, en una crisis motivada por una pandemia como la del COVD-19, recoger los indicadores objetivos o criterios (sanitarios, epidemio-

lógicos, etc) en función de los cuales se aplican las limitaciones. Esos indicadores están cubiertos por la reserva de ley y su fijación no puede quedar en manos de la Administración. Las distintas administraciones —central y autonómicas— en el ámbito de sus competencias deberán aplicar y ejecutar las medidas restrictivas según los criterios establecidos en el Decreto de alarma. Solamente así queda garantizada la seguridad jurídica. Lamentablemente, en ausencia de esos indicadores, las distintas administraciones se ampararon primero en la LOMESP, y en las delegaciones de los Decretos de alarma después, para fijar cada una los criterios en función de los cuales restringir los derechos fundamentales. La LOMESP se utilizó como un cheque en blanco para restringir derechos y posteriormente el último decreto de alarma dictado al am-

paro de la LOEAES como un verdadero talonario de cheques (Jiménez Blanco).

De las limitaciones de derechos fundamentales establecidas en el Decreto de alarma, cabe decir -como de las previstas en cualquier otra norma de rango legal- que “pueden vulnerar la Constitución si adolecen de falta de certeza y previsibilidad en los propios límites que imponen y su modo de aplicación”. Esto es lo que ha ocurrido. El Gobierno ha llevado a cabo una aplicación del Derecho de crisis incompatible con las exigencias de la cláusula del Estado de Derecho. Ha fragmentado el estado de alarma en 17 estados de alarma; ha aplicado las disposiciones que le convenían y quebrantado y vulnerado las que no le eran útiles; ha vulnerado la reserva de ley, y quebrantado la seguridad jurídica. El Derecho ha

Los derechos fundamentales y sus garantías

183

dejado de cumplir su finalidad esencial: proporcionar certeza, generar confianza, garantizar seguridad. En lugar de ello tenemos confusión y desconcierto. El Tribunal Constitucional tiene la última palabra sobre los numerosos aspectos problemáticos y controvertidos de la aplicación del derecho de crisis aquí expuestos. El hecho de que, pasado un año desde la aprobación del primer Decreto de alarma, el Tribunal no haya dictado sentencia sobre los recursos planteados contra él, pone de manifiesto otra grave carencia de nuestro sistema de garantías. Este debe ser perfeccionado. En la medida en que, por tratarse de normas con rango de ley, los decretos de declaración y prórroga de los estados excepcionales sólo pueden ser impugnados ante el Tribunal Constitucional habría que establecer una vía sumaria y urgente de recurso frente a los mismos

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Capítulo III

El Tribunal Constitucional y los derechos

fundamentales

El Tribunal Constitucional —clave de bóveda del Estado Constitucional diseñado por la Constitución de 1978— como intérprete supremo de la Constitución ha elaborado una doctrina sobre el significado, alcance y límites de los distintos derechos constitucionales, cuyo conocimiento resulta fundamental para la cabal comprensión de la parte dogmática de nuestra Constitución. A través de los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad ha controlado y enjuiciado la actividad del legislador, y ha anulado los desarrollos legislativos de los derechos que no respetaran el contenido esencial de los mismos. Pero ha sido, sobre todo, a través del recurso de amparo,

como ha construido una notable y meritoria dogmática sobre los derechos fundamentales, que ha hecho del Tribunal Constitucional —de la misma forma que en Alemania— un Tribunal de los ciudadanos. Un Tribunal al que —como jurisdicción de la libertad— pueden acudir todas las personas, a las que un poder público haya lesionado un derecho fundamental (protegible en amparo), o cuando lo haya hecho un particular si el Poder Judicial —garante ordinario de los derechos, como vimos en el capítulo anterior— no ha puesto remedio a la vulneración. En este capítulo vamos a estudiar el recurso de amparo como garantía procesal específica de determinados derechos fundamentales. Estudiaremos los caracteres (1) y el ámbito del recurso (2), su tipología, (3) la legitimación (4) y los requisitos de fondo y forma exigibles para su interposición (5), las distintas fases de su tramitación (6)

—prestando especial atención a la fase de admisión—, y los efectos de las sentencias

estimatorias del amparo (7). Todo ello en el contexto de la nueva regulación del re-

curso establecida por el legislador orgánico en la importante reforma llevada a cabo en 2007 (10).

Finalmente, concluiremos nuestra exposición poniendo de manifiesto la conflictiva relación entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional en el ámbito de la protección de los derechos fundamentales (12).

1. EL RECURSO DE AMPARO: CONCEPTO Y CARACTERES Entre las competencias del Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República figuraba el recurso de amparo, por lo que es en la Constitución de 1931 donde encontramos el antecedente inmediato de esta garantía procesal de los derechos fundamentales. Ahora bien, el sistema de Justicia Constitucional que más

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Javier Tajadura Tejada

influyó en el constituyente de 1977-78 fue el establecido en la Ley Fundamental de Bonn, por lo que en la configuración del recurso de amparo es en Alemania donde encontramos el modelo inspirador??. El recurso de amparo es una garantía procesal específica para la protección de determinados derechos fundamentales, frente a posibles lesiones causadas por actos u omisiones de los poderes públicos. Su finalidad es el restablecimiento de la integridad de los derechos vulnerados. Con él culmina el sistema interno de garantía de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en el artículo 14, la sección primera del capítulo II del Título 1 y el art. 30.2. Junto a su dimensión garantista —razón por la que lo estudiamos en esta obra— tiene un carácter relativamente objetivo. A través de él, el Tribunal cumple con su función de intérprete supremo de la Constitución (art. 1.1 LOTC). Esta doble naturaleza del recurso fue reconocida por el Tribunal desde sus primeras sentencias (SIC 1/81). Ahora bien, la Ley Orgánica 6/2007 llevó a cabo su objetivación —en detrimento de su dimensión subjetiva o garantista— estableciendo que, para la admisión del recurso, no basta con que exista una vulneración del derecho fundamental, sino que es preciso que el mismo tenga “especial trascendencia constitucional”. Conviene advertir también que, pese a su denominación, no se trata de un recurso en sentido técnico procesal. Es decir, no supone la reproducción de una acción ante un Órgano superior dentro de un orden jurisdiccional, sino que tiene un objeto muy concreto y limitado circunscrito a determinar si se ha producido o no una vulneración del derecho fundamental. Es, por tanto, más bien, una acción constitucional. “En el amparo constitucional —dispone el apartado 3 del artículo 41 LOTC— no pueden hacerse valer otras pretensiones que las dirigidas a restablecer o preservar los derechos o libertades por razón de los cuales se formuló el recurso”. El recurso de amparo reviste los caracteres de extraordinario y subsidiario: a) Tiene un carácter extraordinario en la medida en que el artículo 53. 2 de la Constitución limita su ámbito a las violaciones de los derechos fundamentales de la sección primera del capítulo segundo, y a los artículos 14 y 30.2. El carácter extraordinario del recurso se ha visto reforzado con la reforma de 2007 que exige además de la vulneración del derecho que el asunto tenga “especial trascendencia constitucional”.

12

El recurso de amparo fue introducido en la República Federal de Alemania, sin cobertura constitucional expresa, por la Ley del Tribunal Constitucional Federal (de 12 de noviembre de 1951). Dieciocho años después, fue incorporado a la Ley Fundamental mediante la decimono-

vena Ley de Reforma de la Constitución (de 29 de enero de 1969). La constitucionalización del

amparo está conectada con la introducción por parte de la decimoséptima Ley de reforma (de 24 de junio de 1968) de previsiones constitucionales relativas al estado de excepción.

Los derechos fundamentales y sus garantías

187

b) Es un recurso subsidiario puesto que su interposición exige haber acudido previamente a la jurisdicción ordinaria dado que los jueces y tribunales son, como ya vimos, los garantes ordinarios de los derechos fundamentales. El carácter subsidiario se deriva de lo dispuesto en los artículos 43 y 44 de la LOTC, y ha sido reiterado por la jurisprudencia del TC (STC 130/2006). La subsidiariedad del recurso supone: a) en primer lugar, que para su interposición es necesario el previo agotamiento de los medios de impugnación judiciales; b) en segundo lugar, que es preciso que el recurrente haya denunciado la lesión ante el órgano judicial e invocado el derecho fundamental vulnerado; c) finalmente, que la lesión haya sido efectiva y no potencial. En última instancia, lo que la subsidiariedad pretende no es otra cosa que conferir a los jueces y tribunales la posibilidad de corregir la lesión del derecho dentro del ámbito de la jurisdicción ordinaria. Únicamente cuando ello no haya sido posible, cabe utilizar el remedio extraordinario en que el recurso de amparo consiste.

2. ÁMBITO DEL RECURSO DE AMPARO El artículo 161.1. b de la Constitución atribuye al Tribunal Constitucional el conocimiento de los recursos de amparo. La LOTC los regula en su Título III (artículos 41 a 58).

El título HI se abre con el artículo 41 que establece cuál es el objeto del recurso: “Los derechos y libertades reconocidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución serán susceptibles de amparo constitucional, en los casos y formas que esta Ley establece, sin perjuicio de su tutela general encomendada a los Tribunales de Justicia. Igual protección será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo 30 de la Constitución”. Como la objeción de conciencia está limitada al servicio militar (SSTC 115/1982 y 169/1987) y ya no existe el servicio militar obligatorio (desde el 31 de diciembre de 2001), la vulneración de ese derecho ya no puede fundamentar hoy un recurso de amparo. Por otro lado, algunos de los contenidos de esos preceptos constitucionales no reconocen auténticos derechos fundamentales y por ello están excluidos también del amparo. En este sentido cabría señalar los siguientes: a) El artículo 16. 3 al disponer que ninguna confesión tendrá carácter estatal y que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones, no establece ningún derecho fundamental (STC 93/1983). b) Tampoco se reconoce ningún derecho fundamental al establecerse en el artículo 25. 2 que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán

188

Javier Tajadura Tejada

orientadas hacia la reeducación y la reinserción social y no podrán consistir en

trabajos forzados (STC 128/2013).

c) Más discutible resulta entender que el artículo 27.4 al disponer que la enseñanza básica es obligatoria y gratuita no esté estableciendo en sentido técnico un derecho fundamental, pero así lo declaró el Tribunal Constitucional en su STC 86/1985. d) Tampoco se considera que incluyan derechos subjetivos amparables las previsiones de los apartados 5, 8 y 9 del artículo 27 relativas a la programación general de la enseñanza, la inspección y la homologación del sistema educativo o las ayudas públicas a los centros docentes. En todo caso, la STC 212/2005 sí que establece la exigibilidad del derecho a las ayudas o becas, pero en beneficio de los alumnos y no de los centros educativos. En sentido contrario a lo hasta ahora examinado, y a pesar de que el elenco de derechos fundamentales protegidos por el amparo es cerrado, con el paso del tiempo se ha ido ampliando. Ello ha sido posible reconociendo nuevos derechos que no están explícitamente formulados en la Constitución, pero pueden ser reconducidos a algunos de los enunciados comprendidos en los artículos 14 a 29: a) Se ha reconocido un limitado derecho a los recursos (STC 55/2008), y en

todo caso, a una doble instancia en el ámbito penal (STC 16/2014), dentro del derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24. En este mismo precepto se ha reconocido también el derecho a la última palabra en el juicio penal. b) Se ha considerado incluido en el artículo 25. 1 el principio de non bis ídem, y el de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables por más que este último esté explícitamente localizado en el artículo 9. 3 (STC 234/2007). c) En aplicación de doctrina del TEDH, se ha reconocido un derecho al silencio o a un medio ambiente acústico adecuado (SSTC 119/2001 y 16/2004) que se puede reconducir al artículo 15 (derecho a la integridad física y psíquica) o 18. 1 (inviolabilidad del domicilio).

d) Finalmente, el Tribunal ha reconocido el derecho a la autodeterminación de los propios datos informáticos, primero reconduciéndolo al derecho a la intimidad del artículo 18, y luego dotándolo de entidad propia (SSTC 254/1993 y 290/2000). Por otro lado, derechos no comprendidos entre los artículos 14 a 29 han alcanzado también la protección del amparo con base en la íntima conexión existente entre ellos y algunos de los derechos amparables: a) El derecho a la constitución de partidos políticos y sindicatos, reconocido en los artículos 6 y 7 de la Constitución, se ha considerado susceptible de amparo

por entenderse incluido en el derecho de asociación del artículo 22 (por todas,

SSTC 48/2003 para los partidos y 39/1986 para los sindicatos).

Los derechos fundamentales y sus garantías

189

b) El derecho a la negociación colectiva reconocido en el artículo 37 se ha considerado también susceptible de amparo por entenderse incluido en la libertad sindical del artículo 28 (STC 96/2009).

c) Con todo, ha sido el artículo 24 el que ha experimentado una mayor vis atractiva respecto a otros contenidos constitucionales. Así el derecho a la imparcialidad judicial (art. 117 CE, STC 116/2008), el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, el derecho a la motivación de las sentencias (art. 120. 3 CE, STC 126/2013), el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes (art. 118 CE, STC 211/2013), el derecho a la gratuidad de la justicia en los supuestos de insuficiencia de medios para litigar (art. 119 CE, STC 88/2013), y la prohibición de tribunales de excepción (art. 117.6, STC 113/1995), son todos ellos protegibles en amparo por formar parte del derecho a la tutela judicial del artículo 24. d) Al públicas acuerdo derecho

derecho a participar en asuntos públicos y a acceder a cargos y funciones (art. 23 CE) se ha reconducido el derecho de acceso a la función pública de con los principios de mérito y capacidad (art. 103.3 CE, STC 130/2009), el de participación política mediante un sistema representativo proporcional

(art. 68 CE, STC 225/1998), el derecho a la iniciativa legislativa popular (art. 87.3 CE,

STC 140/1992), y el derecho al ejercicio del cargo o función pública (STC 126/2009).

Otros intentos para lograr la protección mediante el amparo de derechos no incluidos en los artículos 14 a 29 mediante reconducción a alguno de ellos han fracasado. Así, por ejemplo, el Tribunal ha rechazado que sean susceptibles de amparo aunque pueda existir alguna conexión con derechos amparables: el principio de igualdad tributaria reconocido en el artículo 31. 1 CE (STC 21/2002); el derecho al libre ejercicio de profesión reconocido en el artículo 35 (ATC 181/2004); la protección pública de la familia reconocida en el artículo 39. 1 CE (ATC 241/1985); la libertad de empresa reconocida en el artículo 38 CE (ATC 402/1986).

Estos son por tanto los derechos protegibles. Si se invoca un derecho no protegido, el Tribunal dictará una providencia comunicando que la Sección ha acordado no admitir el recurso a trámite —con arreglo a lo previsto en el artículo 50.1 a) LOTC—, dada la manifiesta inexistencia de violación de un derecho fundamental tutelable en amparo.

3. TIPOLOGÍA DE LOS RECURSOS DE AMPARO La LOTC distingue tres tipos de recurso de amparo en función de cuál sea el origen de la lesión del derecho fundamental. El apartado segundo del artículo 41 establece que “el recurso de amparo constitucional protege, en los términos que esta ley establece, frente a las violaciones de los derechos y libertades a que se refiere el apartado anterior, originadas por las

190

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disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las comunidades autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”. De ello se deduce que el amparo protege frente a violaciones de derechos fundamentales imputables a un poder público. Desde esta óptica es posible establecer una tipología de los recursos en función de que el autor de la lesión sea el poder ejecutivo, el legislativo o el judicial. Así, los tres siguientes artículos (42, 43 y 44) desarrollan sucesivamente los amparos frente a vulneraciones llevadas a cabo por órganos administrativos, parlamentarios o judiciales. Las consecuencias de esta distinción son procesales. En principio no cabría el amparo contra violaciones de derechos fundamentales imputables a particulares. Ahora bien, como ya anticipamos en el capítulo primero, las vulneraciones de derechos producidas por actuaciones de particulares tienen acceso al tribunal mediante el artificio de entender que son los órganos jurisdiccionales que confirman y no remedian la lesión los que, con su resolución, están lesionando el derecho fundamental. a) El artículo 42 regula el recurso de amparo contra decisiones parlamentarias: “Las decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, o de sus Órganos, que violen los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, podrán ser recurridos dentro del plazo de tres meses desde que, con arreglo a las normas internas de las Cámaras o Asambleas, sean firmes”. b) El artículo 43 desarrolla el recurso de amparo contra decisiones gubernativas y administrativas: “1. Las violaciones de los derechos y libertades antes referidos originadas por disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho del Gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos colegiados de las comunidades autónomas o de sus autoridades o funcionarios o agentes, podrán dar lugar al recurso de amparo una vez que se haya agotado la vía judicial procedente. 2. El plazo para interponer el recurso de amparo constitucional será el de los veinte días siguientes a la notificación de la resolución recaída en el previo proceso judicial. 3. El recurso sólo podrá fundarse en la infracción por una resolución firme de los preceptos constitucionales que reconocen los derechos o libertades susceptibles de amparo”. c) El artículo 44 regula el recurso de amparo contra decisiones judiciales: “1. Las violaciones de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de un Órgano judicial, podrán dar lugar a este recurso siempre que se cumplan los requisitos siguientes: a) Que se hayan agotado todos los medios de impugnación previstos por las normas procesales para el caso concreto dentro de la vía judicial. b) Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una

Los derechos fundamentales y sus garantías

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acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional. c) Que se haya denunciado formalmente en el proceso, si hubo oportunidad, la vulneración del derecho constitucional tan pronto como, una vez conocida, hubiera lugar para ello. 2. El plazo para interponer el recurso de amparo será de 30 días, a partir de la notificación de la resolución recaída en el proceso judicial”. Junto a estos recursos típicos hay que tener en cuenta la existencia también de unos recursos de amparo excepcionales. a) Por un lado, los recursos de amparo electorales para la rectificación del censo y la proclamación de candidatos. La LOREG establece un recurso contra la proclamación de candidatos (art. 49) y otro contra la proclamación de candidatos electos (art. 114), que son recursos contra la Administración electoral. Aunque se trata, por tanto, de recursos contra actos administrativos tienen una serie de

peculiaridades procesales que se recogen en el Acuerdo del Pleno del Tribunal Constitucional de 20 de enero de 2000.

b) Por otro lado, el artículo 6 de la LO 3/1984, reguladora de la iniciativa le-

gislativa popular, establece la posibilidad de recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional, la decisión de la Mesa del Congreso de no admitir este tipo de iniciativa: “Contra la decisión de la Mesa del Congreso de no admitir la proposición de ley, la Comisión Promotora podrá interponer ante el Tribunal Constitucional recurso de amparo”. Aunque se trata de un amparo contra una decisión parlamentaria, presenta también algunas singularidades (ATC 140/1992).

4. LA LEGITIMACIÓN EN EL RECURSO DE AMPARO La legitimación está regulada de distinto modo, según se trate de supuestos en los que ha habido un pronunciamiento judicial previo —art. 46.1.b)— o en los que no— art. 46. 1.a).

Si no ha habido pronunciamiento judicial previo, están legitimados para interponer el recurso de amparo constitucional la persona directamente afectada, el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal. Si lo ha habido, están legitimados quienes hayan sido parte en el proceso judicial correspondiente, el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal. Si el recurso lo interpone una persona física o jurídica podemos hablar de una legitimación privada. En el caso de que lo haga el Defensor del Pueblo o el Ministerio Fiscal nos encontramos ante una legitimación institucional. A estas instituciones no se les exige para intervenir en el proceso ante el Tribunal Constitucional haber sido parte en el proceso judicial previo. En estos supuestos de legitimación institucional, la

192

Javier Tajadura Tejada

Sala competente para conocer del amparo constitucional lo comunicará a los posibles agraviados que fueran conocidos y ordenará anunciar la interposición del recurso en el BOE a efectos de comparecencia de otros posibles interesados.

4.1.

Legitimación privada

El art. 162. 1 b de la Constitución otorga legitimación al titular de un interés legítimo mientras que en el art. 46. 1 b de la LOTC lo decisivo es haber sido parte en el proceso judicial previo. El Tribunal Constitucional ha realizado una interpretación de la LO conforme a la Constitución señalando que la legitimación corresponde a toda persona natural o jurídica que invoca un interés legítimo, tal y como establece el precepto constitucional mencionado, que es una norma “cerrada y autosuficiente” y que “no puede ser innovada por otras” (SSTC 246/2004 y 126/2013). Por ello aunque el art. 46 establezca el requisito de haber sido parte en el proceso judicial previo, el Tribunal sostiene que pueden estar legitimados para recurrir en amparo quienes —aun sin haber sido parte en el proceso correspondiente— invoquen un interés legítimo en el asunto. Por ello hay que insistir en que lo decisivo es tener un interés legítimo en el asunto aunque no se haya sido parte del proceso judicial previo. De hecho, no todos los que hayan sido parte tendrán un interés legítimo en recurrir (por ejemplo el absuelto por un delito). Y, por el contrario, puede ocurrir que alguien que no hubiera sido parte sí tenga interés legítimo en recurrir (por ejemplo porque fueron emplazados defectuosamente o porque no recurrieron por tratarse de resoluciones favorables). El concepto de interés legítimo es distinto de la titularidad de jetivo y también de interés directo. El Tribunal lo entiende de una plia (STC 38/2010): el interés legítimo consiste en la ventaja (no patrimonial) o utilidad jurídica derivada de la reparación que se

un derecho subforma muy amnecesariamente pretende con el

amparo, pero debe tratarse, en todo caso, de un interés cualificado, específico, ac-

tual y real (STC 67/2010), derivado de una situación jurídico material concreta y considerado siempre desde la perspectiva del derecho fundamental de que se trate. Este concepto amplio ha permitido, por ejemplo, que la viuda e hijos puedan continuar un proceso de amparo iniciado por el padre fallecido para obtener la nulidad de una sentencia penal condenatoria

(STC

163/2004), o para defender

el secreto de las comunicaciones y la presunción de inocencia del padre fallecido (STC 239/2001). De la misma forma, la viuda puede actuar en defensa del derecho al honor de su difunto esposo (SSTC 214/91 y 51/2008). En todo caso, la acción de amparo es personalísima por lo que el recurso no puede ser interpuesto por persona distinta del titular del interés legítimo. El artículo 47.1 LOTC dispone que “podrán comparecer en el proceso de amparo constitucional, con el carácter de demandado o con el de coadyuvante, las

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personas favorecidas por la decisión, acto o hecho en razón del cual se formule el recurso o que ostenten un interés legítimo en el mismo”. Por otro lado, aunque el art. 53. 2 CE se refiere a la posibilidad de recurrir de “cualquier ciudadano”, la mayor amplitud del art. 162. 1 b) ha determinado que puedan recurrir también los extranjeros. Y que puedan hacerlo tanto las personas físicas como las jurídicas (STC 189/93). Pueden hacerlo incluso las personas jurídicas públicas (STC 99/89). Pero debe tenerse siempre presente que —como

vimos en el capítulo 1 de esta obra— las personas jurídicas no son titulares de todos los derechos fundamentales.

Las personas jurídicas privadas están legitimadas para defender los derechos que expresamente se les reconoce —libertad religiosa o derecho de asociación, por ejemplo—, aquellos que sean coherentes con sus fines, y los que resulten instrumentales para el cumplimiento de dichos fines. También pueden defender los derechos de sus miembros cuando tengan un interés legítimo en ello. El Tribunal ha considerado legitimadas a las asociaciones en general, a las organizaciones de consumidores y usuarios, a los partidos políticos, a los sindicatos, y a los grupos parlamentarios. Las personas jurídicas públicas pueden recurrir en defensa de la autonomía universitaria (STC 75/97), o de sus derechos y garantías procesales —igualdad en la aplicación de la ley— o de su derecho a la tutela judicial efectiva. En los supuestos en que no ha habido proceso judicial previo, el art. 46.1 a) atribuye legitimación para recurrir a la persona directamente afectada. Por esta vía se ha permitido a los partidos políticos defender a los integrantes de sus candidaturas y a los grupos parlamentarios para defender a sus miembros.

4.2.

Legitimación institucional

En el caso del Defensor del Pueblo y del Ministerio Fiscal no es preciso la concurrencia de interés legítimo alguno dado que les corresponde institucionalmente la defensa de la legalidad. Por lo que se refiere al Defensor del Pueblo —institución examinada en el capítulo II de esta obra— el art. 29 de la LO 3/1981, establece la legitimación del Defensor para interponer recursos de inconstitucionalidad y recursos de amparo. El Defensor del Pueblo ha interpuesto recursos de amparo en defensa de derechos de terceros (SSTC 178/1986 y 132/1992). En el caso del Ministerio Fiscal, el art. 3 de su Estatuto Orgánico dispone que le corresponde velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas con cuantas actuaciones exija su defensa. Esta cláusula general de legitimación se concreta de dos maneras:

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a) El apartado 11 de la citada disposición prevé concretamente que intervenga

en los procesos judiciales de amparo así como en las cuestiones de inconstitucio-

nalidad en los casos y en las formas previstos en la LOTC, es decir, mediante la intervención adhesiva pasiva prevista en el art. 47. 2 de la misma: “El Ministerio Fiscal intervendrá en todos los procesos de amparo, en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley”. b) El recurso conozca que las prevista

apartado 12, por su parte, al establecer que le corresponde interponer el de amparo constitucional —así como intervenir en los procesos de que el Tribunal Constitucional en defensa de la legalidad— en la forma en leyes establezcan, hace referencia a la legitimación institucional activa en el art. 46 LOTC.

El Ministerio Fiscal ha hecho uso de esta legitimación tanto para defender derechos de terceros (STC 17/2006), como para la defensa de derechos propios vincula-

dos al art. 24 CE (STC 4/87 y 256/1994). En todo caso, el Ministerio Fiscal no tiene

legitimación cuando actúa en el ejercicio del ius puniendi del Estado y su legitimación no incluye la posibilidad de recurrir en amparo sentencias absolutorias.

La reforma de 2007 ha disminuido la relevancia de la intervención del Ministerio Fiscal en los procesos de amparo. Con anterioridad a la LO 6/2007, el art. 50. 3 preveía su intervención en la fase de admisión del recurso. Esa intervención ha sido suprimida. A partir de 2007, el Ministerio Fiscal sólo puede interponer recurso de súplica contra las providencias de inadmisión, formular alegaciones en el plazo de diez días respecto a los recursos admitidos, recurrir en súplica los autos de inadmisión, recurrir en aclaración las sentencias de amparo y emitir informe en los incidentes de suspensión. Volveremos sobre ello al estudiar las distintas fases del procedimiento.

5. LOS REQUISITOS PARA LA INTERPOSICIÓN DEL RECURSO Junto a la vulneración del derecho susceptible en amparo, nuestro ordenamiento exige el cumplimiento de otros requisitos para la admisión del recurso: que el asunto revista una “especial trascendencia constitucional” (5.1); que la lesión del derecho sea imputable a un poder público (5.2); y que el recurrente haya agotado la vía judicial previa (5. 3). Este último requisito no se exige —como ya vimos— en el supuesto de recursos contra actos parlamentarios sin valor de ley.

5.1.

El requisito de la especial trascendencia constitucional

Tras la reforma del recurso de amparo llevada a cabo por la LO 6/2007, para que un recurso de amparo sea admitido a trámite, no basta ya con que se haya producido

Los derechos fundamentales y sus garantías

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una lesión de un derecho fundamental de los comprendidos entre los artículos 14 a 30 de la Constitución con las matizaciones anteriormente expuestas.

Es necesario también que el recurso verse sobre un asunto que tenga “especial

trascendencia constitucional” según lo dispuesto en los artículos 49. 1 y 50. 1b de la LOTC. La Exposición de Motivos de la LO 6/2007 explica cual fue la intención del legislador al introducir el requisito de la justificación “de la especial trascendencia constitucional” del recurso: “El recurrente debe alegar y acreditar que el contenido del recurso justifica una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal en razón de su especial trascendencia constitucional, dada su importancia para la interpretación, aplicación o general eficacia de la Constitución”. Con ello se lleva a cabo una inversión del juicio de admisibilidad respecto a la regulación anterior ya que “se pasa de comprobar la inexistencia de causas de inadmisión a la verificación de la existencia de una relevancia constitucional en el recurso de amparo formulado”. Ello se traduce en el nuevo artículo 50 LOTC que regula así el trámite de admisión: “1. El recurso de amparo debe ser objeto de una decisión de admisión a trámite. La

Sección, por unanimidad de sus miembros, acordará mediante providencia la admisión, en todo o en parte, del recurso solamente cuando concurran todos los siguientes

requisitos: a) Que la demanda cumpla con lo dispuesto en los artículos 41 a 46 y 49, b) Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional, que se apreciará atendiendo a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación O para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales. 2. Cuando la admisión a trámite, aun habiendo obtenido la mayoría, no alcance la unanimidad, la Sección trasladará la decisión a la Sala respectiva para su resolución. 3. Las providencias de inadmisión, adoptadas por las Secciones o las Salas, especificarán el requisito incumplido y se notificarán al demandante y al Ministerio Fiscal. Dichas providencias solamente podrán ser recurridas en súplica por el Ministerio Fiscal en el plazo de tres días. Este recurso se resolverá mediante auto, que no será susceptible de impugnación alguna. 4. Cuando en la demanda de amparo concurran uno o varios defectos de naturaleza subsanable, se procederá en la forma prevista en el artículo 49.4; de no producirse la subsanación dentro del plazo fijado en dicho precepto, la Sección acordará la inadmisión mediante providencia, contra la cual no cabrá recurso alguno”. En un primer momento hubo quién entendió que el nuevo requisito de admisión recogido en el precepto transcrito no obligaba al recurrente en amparo a justificar esa especial trascendencia constitucional, sino que iba dirigido a los Magistrados del Alto Tribunal, a quienes habilitaba para valorar su cumplimiento

con independencia de lo que argumentara el recurrente en amparo. Esta tesis fue

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rechazada por quienes advirtieron que la nueva regulación del trámite de admisión confiere un gran papel a los abogados que deben justificar la especial trascendencia constitucional del recurso, lo que les exige una formación en derechos fundamentales. Esta última fue la interpretación de la norma llevada a cabo por el Tribunal Constitucional quien, desde el momento mismo de entrada en vigor de la reforma, comenzó a inadmitir recursos de amparo, no ya por falta de especial trascendencia constitucional, sino por falta de justificación de la misma. Justificar la especial trascendencia constitucional del recurso es tarea distinta de la de argumentar la existencia de una vulneración de un derecho fundamental. La doctrina ha advertido que “los criterios establecidos por la LO 6/2007 para delimitar el concepto de especial trascendencia constitucional son conceptos tan abiertos y abstractos que dejan en manos del Tribunal un amplísimo nivel de discrecionalidad para llenarlos y determinar qué tiene y qué no “especial trascendencia constitucional”. Por tal razón, resulta complicado —e incluso estéril— intentar fijar de antemano el alcance de cada uno de los criterios establecidos por el legislador, porque, en último término, queda a la exclusiva determinación del Tribunal la selección de los asuntos que han de ser admitidos a trámite” (Balaguer). En este contexto, ha sido el propio Tribunal quien ha precisado el significado y alcance de este nuevo y relevante requisito en su STC 155/2009, de 25 de junio. En el Fundamento Jurídico segundo que analizaremos después se enumeran los distintos supuestos en los que el Tribunal entiende que concurre esa especial trascendencia constitucional. Pero lo que nos importa ahora subrayar es que, si no concurre ese requisito, por muy grave que sea la lesión del derecho producida, en teoría, el recurso no puede ser admitido a trámite. Esta afirmación ha sido matizada por algún autor en el sentido de que, si bien no cabe confundir la especial trascendencia constitucional con la gravedad de la lesión, la gravedad del perjuicio sí que podría servir para justificar esa especial trascendencia. Pero esto no significa que la admisión sea discrecional. La admisión es una facultad reglada. Por ello es de singular importancia precisar el alcance del concepto especial trascendencia constitucional. El artículo 50. 1 b dice que la especial trascendencia constitucional se decide atendiendo: “a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su general eficacia y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales”. El Tribunal ha establecido su doctrina general al respecto en la STC 155/2009. En ella enumera una serie de supuestos generales en los que cabe apreciar la concurrencia de la especial trascendencia constitucional. Pero, más allá de estos criterios, no es fácil conocer cómo se concretan en cada caso. Como la especial trascendencia constitucional se exige en la fase de admisión del recurso y esta se

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resuelve mediante providencia no motivada, el Tribunal —en principio— no tiene que explicar en sus sentencias la forma en que los recursos cumplen este requisito. No obstante, en algunos casos lo hace y precisa el concreto motivo —de los distintos enunciados en la STC 155/2009— en qué consiste la especial trascendencia constitucional. La precisión resultará indispensable, en todo caso, siempre que el Tribunal incluya un nuevo supuesto de especial trascendencia distinto de los referidos en la SIC 155/2009, que no constituyen un numerus clausus. Además, el Tribunal está obligado a justificar el requisito que nos ocupa en aquellos casos en que, una vez admitida la demanda, alguna de las partes alegue falta de justificación de la especial trascendencia constitucional o falta de especial trascendencia constitucional. En el primer supuesto, el Tribunal habrá de precisar donde se encuentra la justificación (por ejemplo, STC 32/2013). En el segundo,

habrá de abordar la cuestión, para —normalmente— desestimar la alegación. Finalmente, también habrá de cia constitucional del recurso de Fiscal presente recurso de súplica la falta de especial trascendencia blico que sí concurre.

explicitar su juicio sobre la especial trascendenamparo en aquellos casos en que el Ministerio contra la providencia de inadmisión basada en constitucional por considerar el Ministerio Pú-

En la sentencia, por su parte, el Tribunal Constitucional puede exponer su criterio sobre la especial trascendencia constitucional del recurso. Ahora bien, lo que no puede hacer —y esto es importante subrayarlo— es inadmitir el recurso en sentencia por falta de especial trascendencia constitucional. En este sentido, Pedro Tenorio ha resaltado la importancia de no confundir la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional con la falta de especial trascendencia constitucional porque tienen un régimen jurídico diferente. La falta de justificación de la especial trascendencia constitucional es un requisito de admisión —como los demás— al que debe aplicarse la posibilidad de ser

estimado en sentencia. El Tribunal advierte, acertadamente, que se trata de una

posibilidad que hay que administrar con prudencia (STC 212/2013), ya que sí en su día se consideró que se había justificado suficientemente dicha trascendencia, considerar luego que no se había cumplido con el requisito podría contravenir el CEDH. Conviene recordar en este sentido que el TEDH condenó a España en su Sentencia de 9 de noviembre de 2004 (Sáez Maeso c. España) porque el Tribunal Supremo había admitido un asunto y siete años después consideró que no concurría un requisito de admisión. Inicialmente, la doctrina del Tribunal Constitucional era que la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional se debía considerar sólo en la fase de admisión y no cabía fallar en la sentencia la inadmisión por ese motivo. Sin embargo, a partir de la SIC 69/2011, esa doctrina fue abandonada. Desde entonces, se aplicó al requisito que nos ocupa la tesis de que los defectos insubsa-

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nables que puedan afectar a un recurso de amparo no resultan sanados porque la demanda haya sido inicialmente admitida. La STC 143/2011 confirmó esa doctrina y consideró en el asunto que se trataba que faltaba la justificación de la especial trascendencia constitucional. Distinto es el régimen jurídico de la falta de especial trascendencia constitucional. Este requisito sólo puede ser exigido en la fase de admisión del recurso. No cabe, por ello, que una vez ha sido admitido a trámite el recurso, el Tribunal lo desestime por considerar que el asunto no tiene especial trascendencia constitucional. El Tribunal ha rechazado incluso la posibilidad de que se de la falta de especial trascendencia constitucional sobrevenida. Esta podría darse en los casos en que admitidos varios recursos sobre un mismo tema, es resuelto el primero de ellos. Ante este tipo de situaciones, el Tribunal ha dictado sentencia sobre todos los asuntos planteados aunque, en rigor, solamente la primera sentencia era necesaria desde un punto de vista objetivo. Veamos ahora los diferentes supuestos de especial trascendencia constitucional enunciados por el Tribunal en la citada STC 155/2009, pero que, como el propio Tribunal advierte, revisten un carácter abierto y no pueden ser considerados como un númerus clausus: “Este Tribunal estima conveniente, dado el tiempo transcurrido desde la reforma del recurso de amparo, avanzar en la interpretación del requisito del art. 50.1 b) LOTC. En este sentido considera que cabe apreciar que el contenido del recurso de amparo justifica una decisión sobre el fondo en razón de su especial trascendencia constitucional en los casos que a continuación se refieren, sin que la relación que se efectúa pueda ser entendida como un elenco definitivamente cerrado de casos en

los que un recurso de amparo tiene especial trascendencia constitucional, pues a tal

entendimiento se opone, lógicamente, el carácter dinámico del ejercicio de nuestra jurisdicción, en cuyo desempeño no puede descartarse a partir de la casuística que se presente la necesidad de perfilar o depurar conceptos, redefinir supuestos contemplados, añadir otros nuevos o excluir alguno inicialmente incluido” (FJ 2). a) El primero de los supuestos es el de inexistencia de doctrina constitucional sobre una faceta o problema de un derecho fundamental. Esta falta de doctrina es la que ha llevado al Tribunal a conocer —por citar sólo algunos ejemplos significativos— de asuntos relativos al derecho a la intimidad en relación con informes médicos (SIC 70/2009); a la utilización del fax como medio de comunicación procesal (STC 58/2010); a la posibilidad de que las entidades financieras entreguen datos personales de sus clientes sin el consentimiento de estos (SIC 96/2012); para precisar el alcance de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (STC 145/2012); para incidir en la elección de un Rector de Universidad (STC 192/2012); sobre el acceso de la policía a la agenda de un teléfono móvil (STC 115/2013) o para concretar los poderes de control empresarial sobre el uso por los

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trabajadores de medios informáticos propiedad de la empresa (STC 170/2013). Un repaso a los diversos asuntos incluidos en este primer bloque pone de manifiesto que muchos recursos tienen relación con la protección de la intimidad o de los datos personales en el marco de las modernas tecnologías de la comunicación. b) El segundo de los supuestos consiste en que habiendo doctrina del Tribunal al respecto, este considera necesario modificarla. La especial trascendencia constitucional del recurso concurre cuando esté “dé ocasión al Tribunal Constitucional para aclarar o cambiar su doctrina, como consecuencia de un proceso de reflexión interna, (...), o por el surgimiento de nuevas realidades sociales o de cambios normativos relevantes para la configuración del contenido del derecho fundamental, o de un cambio en la doctrina de los órganos de garantía encargados de la interpretación de los tratados y acuerdos internacionales a los que se refiere el art. 10.2 CE”. La necesidad de modificar su doctrina ha llevado al Tribunal a pronunciarse sobre el derecho a la no discriminación laboral cuando es el varón el que insta la modificación de sus condiciones laborales para el logro de la conciliación con su vida familiar (STC 26/2011); o sobre la discriminación por razón de sexo en supuestos de despido de trabajadoras embarazadas en los que el empresario ignora el estado de gestación de la trabajadora (STC 173/2013). Singular importancia reviste también la STC 36/2011 en la que al amparo de este supuesto, el tribunal ha formulado su doctrina sobre el significado y alcance del derecho a la igualdad en el ámbito de las relaciones laborales, en particular en materia de retribuciones. c) El tercer supuesto, de los enunciados por el Tribunal Constitucional, se produce cuando la vulneración del derecho fundamental que se denuncia provenga de la ley o de otra disposición de carácter general. Así, por ejemplo, el Tribunal admitió un recurso en que la vulneración del derecho provenía directamente de la ley 40/2007 que excluía expresamente a los transexuales de su ámbito de aplicación (Disp. Adic. 3 c) por violación del principio de igualdad (STC 77/2013). d) El cuarto supuesto se da cuando la vulneración del derecho fundamental proviene —no de la ley, como en el caso anterior— sino de una reiterada interpretación jurisprudencial de la ley que el Tribunal Constitucional considera lesiva del derecho fundamental y cree necesario proclamar otra interpretación conforme a la Constitución. e) El quinto supuesto de especial trascendencia constitucional es el incumplimiento de la doctrina constitucional. El requisito que nos ocupa se cumple “cuando la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el derecho fundamental que se alega en el recurso esté siendo incumplida de modo general y reiterado por la jurisdicción ordinaria, o existan resoluciones judiciales contradictorias sobre el derecho fundamental, ya sea interpretando de manera distinta la doctrina constitucional, ya sea aplicándola en unos casos y desconociéndola en otros”.

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f) El siguiente supuesto se configura como un caso agravado del anterior. La especial trascendencia constitucional concurre “en el caso de que un órgano judicial incurra en una negativa manifiesta del deber de acatamiento de la doctrina del Tribunal Constitucional (art. 5 LOPJ)”. Ejemplos de esto último los encontramos en la SIC 95/2010 en que el Tribunal consideró que un órgano judicial no acataba su doctrina (STC 268/2006) por insistir en utilizar respuestas estereotipadas en un procedimiento sancionador, o en la STC 133/2011 en la que advirtió que el órgano judicial no seguía su doctrina en materia de prescripción. g) El último de los supuestos reviste un carácter más abierto. Según el Alto Tribunal concurre la especial trascendencia constitucional “cuando el asunto suscitado, sin estar incluido en ninguno de los supuestos anteriores, trascienda del caso concreto porque plantee una cuestión jurídica de relevante y general repercusión social o económica o tenga unas consecuencias políticas generales, consecuencias

que podrían concurrir, sobre todo, aunque no exclusivamente, en determinados amparos electorales o parlamentarios”.

En todo caso, y como ya vimos, el Tribunal advierte expresamente que esta enumeración no debe interpretarse como un elenco exhaustivo y definitivamente cerrado. Como ha destacado Pedro Tenorio el rigor en la exigencia de la carga de justificación de la especial trascendencia constitucional ha ido creciendo a medida que ha pasado el tiempo desde que se dictó la SIC 155/2009. El propio Tribunal así lo ha reconocido en su STC 69/2011. La justificación de la especial trascendencia constitucional requiere una argumentación lo más concreta y específica posible en la demanda. De la misma forma, la negación de la misma en la oposición a la demanda exige un desarrollo argumental detallado. El Tribunal ha subrayado que de la misma forma que “la carga de justificar la especial trascendencia constitucional del recurso de amparo se algo distinto a razonar la vulneración de un derecho fundamental (...) en lógica correspondencia, la negación de la especial trascendencia constitucional del recurso no puede limitarse a afirmar la inexistencia de las vulneraciones de derechos fundamentales que se hayan denunciado ante nosotros” (SIC 89/2011).

Finalmente, hay que recordar que la justificación de la especial trascendencia

constitucional, y la concurrencia de esta, son requisitos necesarios pero no sufl-

cientes para la admisión del recurso, puesto que sigue siendo absolutamente necesario que se haya producido una vulneración de un derecho fundamental.

Si el asunto carece de especial trascendencia constitucional, el Tribunal dictará una providencia de inadmisión en la que se dirá que la Sección ha acordado no admitir el recurso a trámite por no apreciar en el mismo la especial trascendencia constitucional que exige el art. 50.1. b LOTC.

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Si el Tribunal, por el contrario, admite a trámite el recurso de amparo, podría en la sentencia apreciar que concurre un defecto procesal que pasó inadvertido en la fase de admisión. Y en la sentencia, por tanto, podría concluirse la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional. Lo que no cabría, insistimos una vez más, es declarar la falta de especial trascendencia constitucional.

5.2.

La lesión de un derecho proveniente de un poder público

La demanda de amparo debe cumplir los demás requisitos de admisibilidad establecidos en los artículos 41 a 44 y 46 de la LOTC. En primer lugar, debe referirse a derechos y libertades susceptibles de ser protegidos en amparo constitucional; en segundo lugar, la lesión del derecho debe ser real y efectiva, no potencial o hipotética; en tercer lugar, el acto lesivo debe provenir de un poder público. Así el art. 41. 2 LOTC dispone que “el recurso de amparo protege, en los términos que esta ley establece, frente a las violaciones de los derechos y libertades a que se refiere el apartado anterior, originadas por las disposiciones, actos jurídicos, omisiones O simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las comunidades autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”. Desde esta óptica, la LOTC establece tres tipos de recursos de amparo en función de qué tipo de poder público sea el responsable de la lesión del derecho fundamental. La Ley regula sucesivamente —como vimos en el epígrafe 3— los amparos contra decisiones parlamentarias, contra actos administrativos y contra

resoluciones judiciales.

En todo caso, lo que resulta indiscutible es que debe existir una lesión de un derecho fundamental, pues —a pesar de la objetivación del mismo— el recurso de amparo sigue siendo un mecanismo procesal de protección de los derechos fundamentales. Por ello si, ab initio, se aprecia la ausencia de esa lesión, faltaría un

requisito esencial de los previstos en los art. 31 a 46 LOTC con lo que se produciría la carencia del presupuesto del art. 50.1 a) y el asunto no podría ser admitido aunque pudiera presentar “especial trascendencia constitucional”. Esta es la razón por la que sostenemos que la objetivación del recurso no es absoluta.

a) Recursos de amparo contra decisiones parlamentarias El art. 42 LOTC dispone que: “Las decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, o de sus órganos, que violen los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, podrán ser recurridos dentro del

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plazo de tres meses desde que, con arreglo a las normas internas de las Cámaras o Asambleas, sean firmes”.

Este primer tipo de recurso de amparo se caracteriza por la naturaleza legislativa de los órganos de los que provienen los actos supuestamente vulneradores de derechos fundamentales. Obsérvese, en todo caso, que se trata siempre de actos “sin valor de ley”, lo que distingue a este recurso —por su objeto— del recurso de inconstitucionalidad. El recurso puede interponerse frente a cualquier decisión o acto sin valor de ley del Congreso de los Diputados, del Senado o de cualquier Parlamento Autonómico. No son susceptibles de este tipo de recurso los actos del Parlamento Europeo, ni tampoco de asambleas legislativas infraautonómicas como pueden ser las Juntas Generales de los Territorios Históricos del País Vasco. Por otro lado, los actos

recurribles no son sólo los emanados del Pleno, sino también los procedentes de los distintos Órganos que configuran la estructura interna de las asambleas: las

Mesas, los Presidentes; los Vicepresidentes; los Secretarios, las Juntas de Portavoces; las diversas Comisiones y sus correspondientes Mesas; y las Diputaciones Permanentes.

Los Reglamentos parlamentarios no pueden ser recurridos en amparo —a salvo de su impugnación indirecta a través de la cuestión interna de inconstitucionalidad que veremos después—. Sin embargo ha sido controvertida la posibilidad de recurrir las resoluciones normativas dictadas por los órganos competentes de las Cámaras legislativas para interpretar o suplir los Reglamentos. Inicialmente, el Tribunal Constitucional equiparó estas resoluciones —a efectos impugnatorios— a los Reglamentos de las Cámaras, por lo que el cauce procesal idóneo para su impugnación era el recurso de inconstitucionalidad (STC 118/1988). Posteriormente, el Tribunal modificó completamente su doctrina al respecto y recondujo la impugnación de estas resoluciones al recurso de amparo siempre que sean lesivas de derechos fundamentales (STC 44/1995, 226/2004).

La posibilidad de recurrir en amparo los denominados interna corporis acta

también ha resultado controvertida. Inicialmente, la relevancia externa o interna

de los actos de las Asambleas fue el criterio utilizado por el Tribunal Constitu-

cional para determinar en qué casos cabía el amparo. Los actos internos no eran

recurribles (STC 90/1985). A partir de 1986 esa doctrina fue abandonada. Desde el decisivo Auto 12/1986 el Tribunal sostiene que todos los actos parlamentarios, internos y externos, son recurribles en amparo. Esa doctrina se fundamenta en el principio de sujeción de todos los poderes públicos a la Constitución y en el carácter vinculante de los derechos fundamentales también para las Cámaras. La autonomía de las Cámaras no podía ser utilizada —como lo era en la doctrina inicial del Tribunal— para desvincular a los órganos parlamentarios de su sometimiento pleno a la Constitución.

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Finalmente, el establecimiento de un plazo de tres meses para este tipo de recursos es más amplio que el de veinte días previsto para los recursos contra actos del Gobierno y el de treinta establecido para los recursos contra resoluciones judiciales. La existencia de este recurso contra actos parlamentarios ha judicializado el Derecho Parlamentario que, tradicionalmente, quedaba al margen de la actuación de los tribunales. Durante los últimos años se ha generado una abundante jurisprudencia sobre inadmisión de iniciativas parlamentarias (SSTC 95/1994, 90/2005, 242/2006); sobre el estatuto del diputado (juramento o promesa STC

74/1991, cese por baja en el partido STC 298/2006, cese por decisión judicial STC 151/1999, suplicatorios SSTC 51/1985 y 124/2001; y sanciones STC 129/2006); o sobre los grupos parlamentarios.

b) Recurso de amparo contra actos administrativos El artículo 43 regula el segundo tipo de recursos de amparo y en su apartado primero establece: “Las violaciones de los derechos y libertades antes referidos originadas por disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho del Gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos colegiados de las comunidades autónomas o de sus autoridades o funcionarios o agentes, podrán dar lugar al recurso de amparo una vez que se haya agotado la vía judicial procedente”. Pueden ser recurridos en amparo todos los actos de la Administración Pública cuando ésta actúa investida de imperium, y los asimilables a los mismos aunque emanen de órganos diferentes del Poder Ejecutivo. Se incluyen así los actos dictados por la Administración local (STC 147/2013), corporativa (STC 39/2009) e institucional (STC 116/2013), es decir, los provenientes de cualquier ente cuya

actividad esté sometida al Derecho Administrativo.

De esta forma, quedan excluidos del amparo los recursos contra actos de Cajas de Ahorro, de fundaciones públicas sujetas al Derecho laboral, de empresas públicas sometidas al Derecho Privado, de Administraciones Públicas cuando actúan sometidas al Derecho laboral. Incluso los actos de Administraciones Públicas que actúan sometidas al Derecho Privado. Esta última exclusión podría parecer excesiva, pero lo cierto es que la trascendencia práctica del asunto es mínima habida cuenta que todos estos actos pueden llegar a conocimiento del Tribunal por la vía de las lesiones cometidas por particulares, esto es, imputando la lesión al órgano judicial que la haya confirmado. El recurso de amparo del artículo 43 procede también contra cualquier actuación materialmente administrativa de órganos no encuadrados en el Poder Ejecutivo: contra actos de la Casa Real, contra disposiciones y actos en materia de personal, administración y gestión patrimonial de las Cortes Generales así como

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de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas (SIC 121/1997), contra disposiciones y actos materialmente administrativos del Consejo General

del Poder Judicial (STC 116/2007), o contra actuaciones administrativas o guber-

nativas de los órganos de gobierno de los juzgados y tribunales (STC 159/2005).

El plazo para interponer este segundo tipo de recurso de amparo constitucional es el de los veinte días siguientes a la notificación de la resolución recaída en el previo proceso judicial.

c) Recursos de amparo contra decisiones judiciales El tercer tipo de recursos de amparo es el previsto contra actos u omisiones del Poder Judicial. Este recurso de amparo se refiere tanto a derechos fundamentales sustantivos como a derechos fundamentales procesales (fundamentalmente los contenidos en el art. 24 CE). Y como el propio precepto reconoce, procede tanto frente a actos como frente a comportamientos omisivos. Como

ya vimos,

la inactividad de los órganos judiciales puede suponer violación del derecho al proceso sin dilaciones indebidas reconocido en el artículo 24. 2 CE. En todo caso, el acto recurrible (o el comportamiento omisivo denunciado) debe provenir de un juzgado o tribunal integrado en el Poder Judicial. No caben, por tanto, recursos de amparo contra actos del Ministerio Fiscal. Puede recurrirse cualquier resolución judicial: sentencias, autos o providencias. Ahora bien, para ser recurrible en amparo, la resolución judicial ha de ser firme. La resolución judicial firme susceptible de recurso de amparo es la que no es susceptible de recurso en sí, no la que ha adquirido firmeza por haber transcurrido el plazo para recurrir. En este último caso, el recurso de amparo sería inadmisible por falta de agotamiento de la vía judicial previa Los requisitos exigidos por la Ley para este recurso son los siguientes: a) ago-

tamiento de la vía judicial previa; b) que la lesión del Derecho Fundamental sea imputable de modo inmediato y directo al órgano judicial: c) la pronta invocación formal del derecho fundamental lesionado. A ellos hay que añadir el plazo contenido en el art. 44. 2 LOTC: 30 días, a partir de la notificación de la resolución recaída en el proceso judicial. El segundo requisito se formula en el art. 44 1 b en los siguientes términos: o Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional”. e

Los problemas suscitados por este precepto han sido ya expuestos en el capítulo primero de esta obra al analizar la problemática de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales. Como

vimos, el Tribunal Constitucional conoce en

Los derechos fundamentales y sus garantías

205

amparo de las vulneraciones de derechos fundamentales realizadas por particulares mediante el artificio de considerar que son los tribunales que entendieron de aquellas quienes, al no repararlas, vulneraron el derecho en cuestión. Se trata de un artificio que —con independencia de las razones en que se basa y los efectos que persigue— contradice la literalidad del art. 44.1 b de la LOTC por lo que convendría proceder a una modificación del mismo. En todo caso, el precepto sirve para delimitar el alcance de la competencia del Tribunal Constitucional. De él se deduce que el Tribunal Constitucional no debe introducir modificaciones sobre los hechos declarados probados en las resoluciones judiciales y que debe respetar los antecedentes de las mismas; además el Tribunal no puede tampoco revisar hechos o pruebas, ni examinar alegaciones discrepantes con los hechos declarados probados en las resoluciones judiciales. El Tribunal ha establecido excepciones a estas limitaciones, excepciones que deben interpretarse de forma estricta para evitar incurrir en un exceso de jurisdicción. En virtud de estas excepciones, el Tribunal puede revisar hechos o pruebas sólo en aquellos casos en los que el órgano judicial cuya resolución se recurre en amparo haya incurrido en arbitrariedad (STC 128/2013), irrazonabilidad o error (STC 126/2011) tan manifiesto y grave que para cualquier observador resulte patente lo que supone que la resolución judicial carece en realidad de toda motivación (STC 276/2006). En definitiva, la doctrina reiterada del Tribunal es que la valoración de la prueba entra dentro del ámbito de la legalidad ordinaria y, por tanto, no le corresponde revisarla. La única excepción a este principio es la referida a los supuestos de arbitrariedad, irrazonabilidad o error patente. En relación con todo lo anterior, tras la reforma de 2007, el artículo 54 de la

LOTC dispone: “Cuando la Sala o, en su caso, la Sección conozca del recurso de amparo respecto de decisiones de jueces y tribunales, limitará su función a concretar si se han violado derechos o libertades del demandante y a preservar o restablecer estos derechos o libertades, y se abstendrá de cualquier otra consideración sobre la actuación de los órganos jurisdiccionales”.

5.3.

El agotamiento de la vía judicial previa

El agotamiento de la vía judicial previa es un requisito para la admisión del recurso que se exige tanto a los amparos contra actos gubernativos como a los amparos contra resoluciones judiciales. Este requisito no se exige en relación a los amparos contra actos o decisiones parlamentarias sin valor de ley previstos en el art. 43 LOTC. En estos casos, el recurso de amparo puede presentarse una vez que

el acto impugnado es firme con arreglo al Reglamento de la Cámara.

Existe una abundante jurisprudencia sobre el significado y alcance de este requisito. El agotamiento de la vía judicial supone recorrer todas las instancias o

206

Javier Tajadura Tejada

grados legalmente previstos ante la jurisdicción ordinaria. La doctrina del Tribunal es que no obliga a utilizar cualquier medio de impugnación, ni todos los posibles, sino sólo aquellos previstos por las normas procesales y sobre los que no quepa albergar dudas respecto de su procedencia y de la posibilidad real de interponerlos, así como de su adecuación para reparar la lesión del derecho fundamental invocado (SSTC 188/1990 y 69/2002) Cuando la vulneración del derecho fundamental se haya producido en la última resolución judicial dictada en la vía previa, para agotar esta —de conformidad con la nueva redacción del artículo 241. 1. LOPJ— es preciso promover el incidente de nulidad de actuaciones, que se ha extendido a todos los derechos y libertades susceptibles de amparo. Como ya vimos al inicio, una de las notas distintivas del recurso de amparo es su carácter subsidiario. El agotamiento de la vía judicial previa es un requisito cuya finalidad es garantizar esa subsidiariedad. Antes de la reforma de 2007 el incidente de nulidad de actuaciones sólo se podía interponer de forma excepcional y por dos causas: defectos de forma que hubieran generado indefensión, o incongruencia del fallo. Actualmente, tras la modificación del art. 241 LOPJ llevada a cabo por la disposición final primera de la LO 6/2007, la interposición del incidente de nulidad de actuaciones procede no sólo en los supuestos de indefensión e incongruencia, sino también cuando exista cualquier lesión de cualquier derecho fundamental que se atribuya a la última resolución judicial recaída en el asunto que no pueda ser reparada por otro medio distinto. Con anterioridad a la reforma de 2007 era posible que no cupiera recurso alguno contra la resolución judicial a la que se imputaba la lesión. Así ocurría cuando se trataba de la resolución que ponía fin a la vía judicial (STC 197/1999). La reforma de

2007, al generalizar la necesidad de interponer el incidente de nulidad de actuaciones, hace imposible ese tipo de situaciones.

En la STC 43/2010, el Tribunal sostiene que el incidente de nulidad de actuaciones ha adquirido un renovado protagonismo y constituye un instrumento clave para la tutela judicial efectiva sin indefensión, ya que se trata de la última vía procesal para denunciar la vulneración denunciada, máxime si se tiene en cuenta que el sistema de admisión del recurso de amparo con la reforma operada por la LO 6/2007 es mucho más restrictivo que el anterior. El Tribunal Constitucional hacía así un llamamiento a la jurisdicción ordinaria a despojarse del tradicional recelo que siempre mantuvo respecto a este incidente. La doctrina del Tribunal Constitucional sobre el incidente de nulidad de actuaciones está contenida en las SSTC 233/2009, 239/2009, 252/2009 y 10/2010). La finalidad de la ampliación del incidente de nulidad de actuaciones a todos los derechos fundamentales es ofrecer una última oportunidad a la jurisdicción ordinaria para remediar la lesión del derecho fundamental, antes del recurso de amparo, en aquellos casos en que la lesión del derecho es imputable a la resolución que pone fin al proce-

Los derechos fundamentales y sus garantías

207

so. Esto quiere decir que si la supuesta vulneración del derecho fundamental ya fue denunciada en el proceso judicial antes de recaer la resolución no recurrible ante la jurisdicción ordinaria, el incidente no es ni exigible ni procedente. Por el contrario, el recurso de amparo resultará inadmisible por falta de agotamiento de la vía judicial previa si no se promueve el incidente contra la resolución que pone fin al proceso cuando esta es la causante de la lesión del derecho fundamental y no ha existido oportunidad de denunciar esa supuesta vulneración del derecho fundamental antes de que recaiga dicha resolución. El recurso de amparo será igualmente inadmisible por falta de agotamiento de la vía judicial previa cuando se interponga de forma prematura por estar pendiente de resolución el incidente de nulidad de actuaciones promovido por el mismo recurrente contra la misma resolución judicial que pone fin al proceso y que se recurre en amparo. Los supuestos de inadmisión pueden clasificarse en dos bloques. Por un lado, falta de agotamiento común que se produce en todos aquellos casos en que el recurso es prematuro, y que puede afectar tanto a recursos contra actos gubernativos, como parlamentarios o judiciales. Por otro, los debidos al hecho de no haber promovido el incidente de nulidad de actuaciones que sólo se da en los recursos frente a resoluciones judiciales. En todos esos casos el Tribunal resuelve mediante una Providencia en la que se declara que la Sección ha acordado no admitir a trámite el recurso por falta de agotamiento de la vía judicial. Como advierte Pedro Tenorio “debe subrayarse que, en caso de que se tengan dudas acerca de la interposición de un recurso ante el Poder Judicial o un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, la solución nunca será interponer los dos ad cautelam, pues, en tal caso, el recurso de amparo será prematuro en todo caso. Á lo que se añade que si se intenta recurrir en amparo cuando se haya resuelto el recurso jurisdiccional que se interpuso, tal vez suceda que dicho recurso jurisdiccional fuera manifiestamente improcedente y en consecuencia el recurso de amparo sea extemporáneo por alargamiento indebido de la vía judicial”. Como complemento del que nos ocupa, otro requisito de admisión del recurso de amparo es la invocación en la vía judicial previa del derecho fundamental supuesta-

mente vulnerado. El Tribunal, basándose en el carácter subsidiario del recurso, exige

esa invocación tanto en la vía administrativa como en la judicial. Y que el derecho invocado sea el mismo en las distintas instancias, y que la vulneración se sustente en las mismas razones (STC 7/2007).

En todo caso, el Tribunal ha interpretado este requisito con una gran flexibilidad estimando que basta referirse a los términos en que se planteó el debate procesal o con la descripción de los hechos que constituyen la lesión, pero no siendo exigible la invocación del concreto precepto constitucional ni la designación del

208

Javier Tajadura Tejada

derecho por su nomen iuris. “La jurisprudencia es tan laxa —advierte Pedro Tenorio— que casi dispensa de este requisito”.

6. EL PROCEDIMIENTO DEL RECURSO DE AMPARO El recurso se inicia mediante demanda dirigida al Tribunal, donde debe hacerse constar con claridad y precisión la petición que se haga (art. 85. 1 LOTC). La demanda fija los límites del proceso de modo que, posteriormente, ya no es posible ampliar el contenido del mismo (STC 180/1993).

El conocimiento de los recursos corresponde a las Salas y, en su caso, a las Secciones (art. 48 LOTC). Esta última posibilidad está regulada en el art. 52. 2 según el cual las Secciones pueden conocer de los recursos de amparo en aquellos casos en que exista doctrina consolidada acerca del mismo y las Salas hayan adoptado formalmente el acuerdo de deferir la resolución del recurso a la Sección. La posibilidad de que las Secciones dictaran sentencias fue introducida por la LO 6/2007 para hacer frente al elevado número de demandas de amparo y, a partir de 2008, se empezaron a dictar sentencias de Sección, principalmente, en supuestos de vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva. El Pleno del Tribunal, por su parte, puede recabar para sí el conocimiento de un recurso de amparo a propuesta de su Presidente o de tres magistrados. Esto se hace cuando se trata de asuntos de especial relevancia o cuando es preciso unificar criterios entre las Salas. Los recursos de amparo son gratuitos. El Tribunal según dispone el art. 95 LOTC puede imponer costas e incluso multas ante actitudes procesales indebidas. En la tramitación del recurso podemos distinguir las siguientes fases: a) admi-

sión a trámite; b) alegaciones; c) eventual fase de prueba; d) eventual vista públi-

ca; e) deliberación y votación de la sentencia. 6.1.

Admisión a trámite

Tras la reforma llevada a cabo por la LO 6/2007, corresponde a las Secciones resolver acerca de la admisión del recurso, por providencia, cuando existe unanimidad entre los tres magistrados que las componen. A falta de unanimidad, la admisión corresponde a las Salas que decidirán por mayoría de votos y mediante providencia. Una vez superada con éxito la fase de admisión, el conocimiento de los recur-

sos corresponde, a las Salas y, en su caso, como hemos visto, a las Secciones.

La LO 6/2007 de reforma de la LOTC modifica la regulación del recurso de amparo con el objeto de disminuir la carga del trabajo del Tribunal. Las princi-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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pales modificaciones son: la inclusión de un nuevo requisito para la admisión del recurso consistente en que verse sobre un asunto que tenga especial trascendencia constitucional; la imposición de la carga de justificar esa especial trascendencia al recurrente, y, finalmente, —y esta es la medida que en principio más podría contribuir a aliviar la carga de trabajo del Tribunal— la previsión de que la providencia que resuelve sobre la admisión no requiere motivación. Realmente, antes del 2007 las providencias ya hubieran podido no ser motivadas. Pero, a pesar de ello, el Tribunal las motivaba siempre. La motivación aunque fuera breve dejaba clara siempre cuáles eran los motivos que justificaban la inadmisión y la doctrina constitucional aplicable a cada uno de ellos. Lo que ha hecho la reforma de 2007 es invertir el juicio de admisibilidad. Como ha advertido Balaguer, incluso “podría decirse que se parte de la concepción de que todo asunto resulta inadmisible mientras no se demuestre lo contrario”. Ahora en el trámite de admisión lo que hace el Tribunal es verificar si concurren o no los requisitos para la admisión del recurso. En la providencia de inadmisión basta con que el Tribunal se limite a indicar cuál es el requisito incumplido. No tienen qué explicar por qué el requisito no se ha cumplido ni tampoco precisar la doctrina constitucional que justifica esa decisión. Las providencias no se publican. Pedro Tenorio, que a su condición de Catedrático une la de haber sido letrado durante más de diez años en el Alto Tribunal, ha subrayado que la reforma del 2007 —globalmente considerada— en modo alguno ha disminuido la carga de trabajo puesto que el número de recursos que deben ser examinados no desciende. Y en este sentido, subraya que lo único que podría suponer una disminución de carga, el hecho que ahora examinamos de que la providencia que resuelve la inadmisión no sea motivada, tampoco sirve toda vez que cada recurso ha de ser

objeto de estudio e informe por los letrados que sí debe ser motivado, por lo que, en definitiva, poca trascendencia tiene que la motivación de los correspondientes informes se incorpore o no a la providencia. Recordemos que la decisión de inadmisión del recurso de amparo puede adoptarse en sentencia aun cuando se haya procedido a la admisión inicial de la demanda. Aunque no es posible resolver en sentencia la inadmisión por falta de especial trascendencia constitucional sí es posible hacerlo por falta de justificación de la misma.

En todo caso, hay que subrayar que, en la fase de admisión, el ámbito de cognición del Tribunal Constitucional es de mucha mayor amplitud del que disponen los jueces o tribunales ordinarios para el examen liminar de una demanda o recurso. En el trámite de admisión, los jueces ordinarios sólo pueden verificar la existencia de los requisitos formales o procesales, mientras que el Tribunal Constitucional examina requisitos de fondo, como la especial trascendencia constitucional del recurso.

210

Javier Tajadura Tejada

Los requisitos de admisión a trámite están enumerados en los artículos 41 a 46 y 49 de la LOTC a los que se remite el art. $0. 1. LOTC. Siguiendo la enumeración formulada por Pedro Tenorio son los siguientes: — Exposición con claridad y concisión de los hechos que fundamentan la deman-

da. El Tribunal desde su primera sentencia (STC 1/1981) ha interpretado el art. 49. 1

LOTC de manera antiformalista. Por ello se considera satisfecha la exigencia de claridad siempre que la demanda permita conocer sin duda la vulneración constitucional denunciada y la pretensión deducida. Ahora bien, el Tribunal advierte que no le corresponde a él construir de oficio las demandas, ni suplir las razones de las partes. En todo caso, debe tenerse presente también lo dispuesto en el art. 84 LOTC: “El Tribunal, en cualquier tiempo anterior a la decisión, podrá comunicar a los comparecidos en el proceso constitucional la eventual existencia de otros motivos distintos de los alegados, con relevancia para acordar lo procedente sobre la admisión o inadmisión y, en su caso, sobre la estimación o desestimación de la pretensión constitucional. La audiencia será común, por plazo no superior al de diez días con suspensión del término para dictar la resolución que procediere”. — Cita de los preceptos constitucionales infringidos. — Fijación precisa del amparo que se solicita.

— Justificación de la especial trascendencia constitucional. Importa subrayar que frente a lo que la lectura del art. 49. 4 LOTC pudiera hacer creer: “De incumplirse cualquiera de los requisitos establecidos en los apartados que anteceden, las Secretarías de Justicia lo pondrán de manifiesto al interesado en el plazo de 10 días, con el apercibimiento de que, de no subsanarse el defecto, se acordará la inadmisión del recurso”, el Tribunal Constitucional ha establecido que el incumplimiento

290/2008).

de este requisito no es subsanable

(AATC

188/2008, 289/2008,

— La demanda debe ser presentada por procurador y ha de estar firmada por letrado. — Sí el recurrente actúa por representación, debe acreditar la misma. — Acompañar copia, traslado o certificación de la resolución vulneradora del derecho fundamental que se invoca y que constituye el objeto del recurso. — Aportación de tantas copias de la demanda y de los documentos presentados como partes hubiera en el proceso previo y una más para el Ministerio Fiscal. — Presentación en el plazo legalmente previsto. — Que el recurso se dirija contra actos susceptibles de ser recurridos en amparo — Que se denuncie la vulneración de un derecho fundamental protegible en amparo ante el Tribunal Constitucional.

Los derechos fundamentales y sus garantías

211

— Que se pretenda el restablecimiento o preservación de un derecho protegido por el recurso de amparo. — Legitimación para recurrir.

— Denuncia tempestiva de la vulneración del derecho fundamental tan pronto como hubo lugar para la misma. — Agotamiento de la vía judicial previa. — Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional. El art. 50. 4 de la LOTC prevé la posibilidad de que la demanda de amparo presente defectos subsanables. En ese caso, y de conformidad con lo dispuesto en el art. 85 se concede al demandante un plazo de diez días para subsanar los defectos. Transcurrido el plazo sin hacerlo, los defectos se convierten en insubsanables. Si el demandante los subsana, la Sección deberá pronunciarse nuevamente sobre la admisión o inadmisión del recurso. El artículo 93. 2 LOTC dispone que “contra las providencias y los autos que dic-

te el Tribunal Constitucional, sólo procederá, en su caso, el recurso de súplica”. La

lectura de esta disposición podría llevarnos a pensar que el demandante en amparo podría recurrir en súplica la providencia de inadmisión. Pero no es así, porque la referida norma general es desplazada por la regla especial contenida en el artículo 50. 3 LOTC que expresamente señala que las referidas providencias “solamente podrán ser recurridas en súplica por el Ministerio Fiscal en el plazo de tres días”. Si el Ministerio Fiscal presenta el recurso de súplica, el Tribunal da traslado del mismo al demandante de amparo para que presente alegaciones en el plazo de tres días. El Tribunal resuelve el recurso de súplica mediante un Auto contra el que no cabe ya recurso alguno. La estimación por parte del Tribunal Constitucional del recurso de súplica no excluye la posibilidad de que, con posterioridad, el recurso de amparo sea nuevamente inadmitido por un motivo distinto.

6.2.

Las medidas cautelares: el incidente de suspensión

Junto al contenido necesario de la demanda de amparo (art. 49.1 LOTC), el recurso puede incluir otras partes accidentales como la petición de que se practique determinada prueba, de que la demanda se acumule a otras, o de que se celebre vista oral y pública. Estos incidentes se sustancian a través de piezas separadas: una es la relativa a la acumulación de recursos de acuerdo con los criterios establecidos en el art. 83

212

Javier Tajadura Tejada

LOTCG; otro es el de prueba que veremos después (art. 89 LOTC); y el más común es el incidente de suspensión previsto en el art. 56. 2 LOTC. La regla general —establecida en el art. 56. 1 LOTC— es que la interposición del recurso de amparo no suspende los efectos del acto o sentencia impugnados. Establecido eso, el apartado segundo del art.

56 LOTC —en la redacción da-

da por la reforma de 2007— atribuye a la Sala (o a la Sección) que conozca del

recurso la facultad de suspender —total o parcialmente— la ejecución del acto impugnado cuando de lo contrario pudiera perder el amparo su finalidad, siempre

y cuando la suspensión no ocasione perturbación grave a un interés constitucio-

nalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona.

La suspensión puede ser decretada de oficio —lo que es muy poco frecuente— o a instancia de parte, pero sólo cabe en virtud de una resolución expresa del Tribunal. En el ámbito del recurso de amparo no existen supuestos de suspensión automática u ope legis. Es preciso subrayar que la suspensión reviste un carácter absolutamente excepcional. En el caso concreto de amparos contra resoluciones judiciales, se trata de una medida provisional y de aplicación restrictiva (ATC 530/2004), que sólo puede ser acordada cuando la ejecución del fallo cause un perjuicio irreparable en los derechos fundamentales (ATC 170/2001). El carácter excepcional de la suspensión se justifica en la presunción de legitimidad de las actuaciones de los poderes públicos. En el caso de la pretensión de suspensión de una resolución judicial firme se solicita excepcionar el principio general contenido en el art. 117 CE en virtud del cual corresponde a los jueces y tribunales ordinarios juzgar y hacer ejecutar lo juzgado; y se limita el derecho a la tutela judicial efectiva de las restantes partes procesales. El “perjuicio irreparable” que justifica la suspensión del acto recurrido es para el Tribunal aquel que hace imposible la restitución a su estado anterior (ATC 274/2006). De ello se deriva la improcedencia de suspender los pronunciamientos de contenido patrimonial ya que, en estos casos es posible restablecer la situación anterior. Así no se concede la suspensión de resoluciones que tienen por objeto cantidades dinerarias (pago de multas ya sean penales o administrativas —ATC 310/2008—, pago de costas procesales —ATC 318/2008—, abonos de indemnizaciones o intereses —ATC

208/2008—).

En el caso de que la resolución impugnada se refiera a una transmisión irrecuperable del dominio sobre un bien determinado o al lanzamiento de una vivienda o local sí es posible la suspensión. Si la resolución impugnada se refiere a la subasta de una finca —y puede dar lugar a la transmisión a terceros adquirentes de buena fe— el Tribunal

considera procedente la suspensión (ATC 45/2001). En este caso, y como establece el art. 56. 5, la Sala (o Sección): “La Sala o la Sección podrá condicionar la suspensión

Los derechos fundamentales y sus garantías

213

de la ejecución y la adopción de las medidas cautelares a la satisfacción por el interesado de la oportuna fianza suficiente para responder de los daños y perjuicios que pudieren originarse. Su fijación y determinación podrá delegarse en el órgano jurisdiccional de instancia”. El Tribunal concede también la suspensión de la ejecución de lanzamientos, ya que pueden conllevar el desalojo de una vivienda o local, y provocar situaciones irreversibles o daños de muy difícil reparación. Por lo que se refiere a la suspensión de penas privativas de libertad o limitativas de derechos, la regla general es diferente a la expuesta en relación a las resoluciones de contenido patrimonial. Las penas privativas de libertad son, en principio, susceptibles de suspensión, pero no se trata de una regla absoluta. El Tribunal pondera otros criterios, y especialmente, el de la gravedad de la pena impuesta, traducción jurídica de la reprobación social que provoca el delito. Se puede fijar en cinco años el límite de la duración de las condenas a penas privativas de libertad cuya suspensión se puede conceder. Condenas superiores a cinco años no son, en principio, suspendibles. Ese criterio puede conjugarse con otros como el tiempo del cumplimiento efectivo de la pena, tanto si ya ha estado en prisión preventiva como si ha sido ejecutada una vez firme la condena (ATC 221/2000).

La Sala o la Sección pueden adoptar también cualesquiera medidas cautelares y resoluciones provisionales previstas en el ordenamiento que, por su naturaleza, puedan aplicarse en el proceso de amparo y tiendan a evitar que el recurso pierda su finalidad (art. 56. 3 LOTC). La suspensión u otra medida cautelar puede solicitarse en cualquier momento, bien en la demanda de amparo o en escrito aparte. El Tribunal solo abre el incidente de suspensión una vez admitido a trámite el recurso de amparo y, normalmente, lo hace mediante providencia dictada el mismo día en que se acuerda la admisión de aquel. El art. 56. 4 LOTC dispone, en este sentido, que: “El incidente de suspensión se sustanciará con audiencia de las partes y del Ministerio Fiscal, por un plazo común que no excederá de tres días y con el informe de las autoridades responsables de la ejecución, si la Sala o la Sección lo creyera necesario”. El incidente se resuelve mediante Auto por el que se concede o se deniega, total o parcialmente, la medida cautelar solicitada. Contra este Auto cabe recurso de súplica. La suspensión o su denegación puede ser modificada durante el curso del juicio de amparo constitucional, de oficio o a instancia de parte, en virtud de circunstancias sobrevenidas o que no pudieron ser conocidas al tiempo de sustanciarse el incidente de suspensión (art.

57 LOTC).

6.3. Alegaciones Admitida

la demanda

de amparo, p

»)

la Sala requerirá, q

»]

con carácter urgente, g

»)

al

Órgano o a la autoridad de que dimane la decisión, el acto o el hecho, o al Juez o

214

Javier Tajadura Tejada

Tribunal que conoció del procedimiento precedente para que, en plazo que no podrá exceder de diez días, remita las actuaciones o testimonio de ellas. (art.

51 LOTC).

Recibidas las actuaciones y transcurrido el tiempo de emplazamiento, la Sala dará vista de las mismas a quien promovió el amparo, a los personados en el proceso, al Abogado del Estado, si estuviera interesada la Administración Pública y al Ministerio Fiscal. La vista será por plazo común que no podrá exceder de veinte días, y durante él podrán presentarse las alegaciones procedentes (art. 52. 1 LOTC). En esta fase, el demandado puede aducir causas de inadmisión o de desestimación del recurso. Sin embargo, la utilidad para el demandante de esta fase de alegaciones es muy escasa. Como hemos dicho, la demanda de amparo determina el objeto del recurso y no es posible llevar a cabo una modificación sustancial de este mediante escritos posteriores. En todo caso, el recurrente puede utilizar este trámite para precisar el amparo que solicita, y corregir posibles imprecisiones en relación al derecho fundamental vulnerado (pero no modificar el concreto precepto constitucional que se considera vulnerado). El demandante puede también incorporar documentos, proponer la práctica de determinadas pruebas o solicitar la celebración de vista. Pero lo que no cabe, de ningún modo, es que en la fase de alegaciones se aduzcan nuevos motivos de impugnación pues ello provocaría indefensión. Por otro lado, una vez presentadas las alegaciones o transcurrido el plazo para hacerlo, la Sala puede deferir la resolución del recurso a una de sus Secciones “cuando para su resolución sea aplicable doctrina consolidada del Tribunal

Constitucional” (art. 52. 2 LOTC). Salvo los supuestos de “series de recursos” en

los que se plantea lo mismo en todos ellos y, resuelto uno, puede remitirse a las secciones la resolución de los demás, no es fácil determinar cuando cabe hablar

de “doctrina consolidada”.

6.4.

Eventual fase de prueba

El artículo 89. 1 constitucionales que práctica de la prueba ma y el tiempo de su

LOTC establece con carácter general para todos los procesos “el Tribunal, de oficio o a instancia de parte podrá acordar la cuando lo estimara necesario y resolverá libremente sobre la forrealización, sin que en ningún caso pueda exceder de 30 días”.

En la práctica, el Tribunal rara alguna. Por ello, el recurrente debe acredite los hechos que dan lugar al en la propia demanda la realización en el trámite de alegaciones.

vez acordará de oficio aportar en la demanda recurso y, cuando esto de pruebas. La prueba

la práctica de prueba la documentación que no sea posible, solicitar puede también pedirse

Normalmente, las actuaciones que recibe el Tribunal Constitucional en virtud del art. 51 LOTC son suficientes para resolver el recurso. Además, debe tenerse

Los derechos fundamentales y sus garantías

215

presente que el art. 88. 1 LOTC faculta al Tribunal para solicitar de los poderes públicos “la remisión del expediente y de los informes y documentos relativos a la disposición o acto origen del proceso constitucional”. Esta facultad puede ser ejercida en cualquier momento. La fase de prueba tiene en el recurso de amparo algunas características comunes a las de otro tipo de recursos: sólo procede cuando no hay acuerdo entre las partes sobre un determinado hecho, y la parte que la solicite debe justificar su pertinencia. Junto a esas notas, esta fase de prueba presenta también algunas singularidades derivadas de la propia naturaleza del amparo constitucional. Desde esta óptica, las pruebas sólo pueden estar orientadas a acreditar vulneraciones de derechos fundamentales protegibles en amparo. No cabe solicitar o practicar pruebas cuya finalidad sea introducir hechos nuevos o alterar hechos que ya han sido considerados probados por los órganos judiciales correspondientes. Todo lo anterior determina que, en el ámbito del recurso de amparo, la actividad probatoria sea prácticamente inexistente. Para constatar la posible vulneración de un derecho fundamental llevada a cabo por una resolución judicial bastarán las actuaciones judiciales y administrativas. A ello se añade la previsión del art. 54 LOTC según la cual la función del Tribunal Constitucional debe limitarse a “concretar si se han violado derechos o libertades del demandante y a preservar o restablecer estos derechos o libertades y se abstendrá de cualquier otra consideración sobre actuaciones de los órganos jurisdiccionales”. En este sentido, es doctrina reiterada y constante del Tribunal la de que a él no le corresponde revisar la valoración de la prueba con la finalidad de modificar las declaraciones fácticas realizadas por la jurisdicción ordinaria, sino tan sólo realizar un control externo de la razonabilidad que conecta la actividad probatoria con el relato fáctico resultante (STC 110/2007). En todo caso, la práctica de pruebas tiene especial relevancia en algunos incidentes como el ya visto de suspensión o el de recusación, en los que se plantea la necesidad de averiguar y acreditar cuestiones ajenas al proceso principal. Siempre que se practique prueba, el Tribunal debe dar oportunidad a las partes de presentar alegaciones respecto del resultado de la misma.

6.5.

Eventual vista pública

El art. 85. 3 LOTC prevé con carácter general que el Pleno o las Salas podrán acordar la celebración de vista oral. La celebración o no de esta vista pública es una decisión libre del Tribunal. Concluida la fase de alegaciones, el Tribunal puede o bien señalar día para la vista pública —si su decisión es que se proceda a su celebración— o bien fijar la fecha para la deliberación y votación.

216

Javier Tajadura Tejada

Según el cómputo efectuado por Pedro Tenorio, en la historia del camente se han celebrado hasta hoy quince vistas públicas. Entre las das podemos señalar los casos de la STC 119/2001 (relativa al ruido a una vivienda); SIC 132/2001 (sanción de suspensión de licencia STC 70/2002 (segunda instancia en el ámbito penal); STC 98/2002 visional); STC 155/2002 (caso GAL).

Tribunal únimás destacaque afectaba a un taxista); (prisión pro-

En los trece últimos años no se ha celebrado ninguna vista pública. Se trate de un trámite que se limita a repetir el procedimiento escrito por lo que es comprensible su muy escasa utilización.

6.6.

Deliberación y votación de la sentencia

Tras el trámite de las alegaciones o, en su caso, tras la celebración de la vista,

se señala el día para la deliberación y votación del recurso. Para la regulación de esta última fase del procedimiento, el art. 80 LOTC se remite a lo previsto en la LOPJ y en la Ley de Enjuiciamiento Civil. Ahora bien, a pesar de esa remisión, es preciso destacar una importante diferencia en la aplicación de las normas sobre este trámite final. En la jurisdicción ordinaria, el ponente goza de una absoluta autonomía para redactar su propuesta, y los miembros del tribunal la votan sin conocer los detalles concretos. En el Tribunal Constitucional, por el contrario, —en todo tipo de procesos— se discute siempre sobre un borrador concreto en el que hay que reflejar la posición de la mayoría. Ello hace que las deliberaciones sean más largas. Puede incluso ocurrir que el ponente quede en minoría y se vea Obligado a redactar, por un lado, la sentencia que refleje la posición de la mayoría, y por otro, un voto particular

discrepante.

El art. 99 LOTC recoge la regla de la mayoría como criterio para la adopción de las decisiones, y el voto de calidad del Presidente para dirimir los eventuales

empates: “Salvo en los casos para los que esta Ley establece otros requisitos, las

decisiones se adoptarán por la mayoría de los miembros del Pleno, Sala o Sección que participen en la deliberación. En caso de empate, decidirá el voto del Presidente”.

En el apartado segundo se recoge expresamente la posibilidad de que los magistrados puedan formular votos particulares: “El Presidente y los Magistrados del Tribunal podrán reflejar en voto particular su opinión discrepante, siempre que haya sido defendida en la deliberación, tanto por lo que se refiere a la decisión como a la fundamentación. Los votos particulares se incorporarán a la resolución y cuando se trate de sentencias, autos o declaraciones se publicarán con éstas en el “Boletín Oficial del Estado”.

Los derechos fundamentales y sus garantías

217

Los votos particulares revisten un especial interés para el estudio de los derechos fundamentales. Permiten contrastar la decisión de la mayoría con una argumentación alternativa. En algunos casos, estos votos minoritarios o discrepantes contienen doctrina que, con el paso del tiempo, acaba por ser asumida por la mayoría del Tribunal. En este sentido, algunos votos se configuran como pioneros de lo que será después la doctrina mayoritaria del Tribunal. Por otro lado, en el supuesto de que, rechazado el amparo, el recurrente decida presentar un recurso frente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos por violación del CEDH, la argumentación contenida en los votos particulares le resultará de extraordinaria utilidad.

Frente a estas ventajas, se alega en contra de los votos particulares que su existencia erosiona la auctoritas de la decisión del Tribunal en la medida en que pone de relieve la fragmentación del mismo y la falta de acuerdo. Por ello, en la medida de lo posible es preferible llegar a soluciones integradoras que incorporen —cuando sea factible— los argumentos de todos los magistrados. Pero, cuando la discrepancia sea insalvable, es preferible mostrar a la opinión pública, en general, y a la doctrina en particular, la existencia de esa controversia. Es cierto que, ocultándola, la decisión del Tribunal formalmente aparecerá siempre respaldada por la totalidad del Tribunal, pero no por ello desaparecerán las dudas sobre el verdadero respaldo de la decisión. La posibilidad de que los Magistrados formulen votos particulares permite conocer con claridad si existen o no discrepancias y el alcance de ellas. No todos los ordenamientos permiten los votos particulares. En el caso italiano, por citar un ejemplo cercano, están prohibidos. La Sala, o en su caso la Sección, pronunciará la sentencia que proceda en el

plazo de 10 días a partir del día señalado para la vista o deliberación (art. 52. 3 LOTC). Finalmente, el art. 86. 2 LOTC recoge el principio de cias: “Las sentencias y las declaraciones a que se refiere en el “Boletín Oficial del Estado” dentro de los 30 días fallo. También podrá el Tribunal ordenar la publicación forma cuando así lo estime conveniente”.

publicidad de las sentenel título VI se publicarán siguientes a la fecha del de sus autos en la misma

7. LA SENTENCIA EN EL RECURSO DE AMPARO Y SUS EFECTOS El art. 53 LOTC dispone: “La Sala o, en su caso, la Sección, al conocer del fondo del asunto, pronunciará en su sentencia alguno de estos fallos: a) Otorgamiento de amparo. b) Denegación de amparo”.

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Javier Tajadura Tejada

El proceso de amparo

concluye así —de

modo

ordinario— mediante

sentencia estimatoria o desestimatoria. Pero también puede concluir —como

una

ya

explicamos— mediante una sentencia que decida la inadmisión a trámite, o mediante una sentencia parcialmente estimatoria. Finalmente, el proceso de amparo puede concluir también —sin sentencia— en virtud del desistimiento de las partes o por desaparición sobrevenida del objeto. Ahora bien, el modo normal y ordinario de conclusión es la sentencia.

Las sentencias del Tribunal Constitucional constan —como las del resto de tribunales— de cuatro partes: encabezamiento, antecedentes de hecho, fundamentos jurídicos y fallo. El encabezamiento sirve para identificar a las partes, pero el Tribunal —por respeto a la intimidad personal y familiar— procura no incluir en sus sentencias datos personales que no sean necesarios para el razonamiento y fallo. Desde su STC 31/1981, el Tribunal omite así la identificación de las personas a las que se refiere en sus resoluciones para proteger el anonimato de víctimas o perjudicados, o para defender el anonimato de los menores en casos de filiación, custodia, adop-

ción o desamparo.

Por lo que se refiere a los antecedentes de hecho y a los fundamentos jurídicos, son mucho más detallados que los que redactan otros tribunales constitucionales o nuestros tribunales ordinarios. Esto a veces se critica y, en nuestra opinión, injustamente. Compartimos la tesis de Pedro Tenorio de que esta es una de las grandes virtudes de las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional “que permite conocer más exactamente cuál es su jurisprudencia, en qué términos vincula hacia el futuro y cuándo nos encontramos ante supuestos nuevos a los que no son aplicables los antecedentes jurisprudenciales”. En el caso de que la sentencia sea estimatoria, según el art. drá alguno o algunos de los pronunciamientos siguientes:

55 LOTC, conten-

a) Declaración de nulidad de la decisión, acto o resolución que hayan impedido el pleno ejercicio de los derechos o libertades protegidos, con determinación,

en su caso, de la extensión de sus efectos.

b) Reconocimiento del derecho o libertad pública, de conformidad con su contenido constitucionalmente declarado. c) Restablecimiento del recurrente en la integridad de su derecho o libertad con la adopción de las medidas apropiadas, en su caso, para su conservación. En relación con la derecho fundamental en que se produce (la hizo presente el vicio pleno derecho implica

declaración de nulidad del acto o resolución vulnerador del se plantea la cuestión de si produce efectos desde la fecha de la sentencia) o si debe retrotraerse al momento en que se que ha determinado su nulidad. En principio, la nulidad de la retroactividad de la eficacia de la declaración. Así ocurre

Los derechos fundamentales y sus garantías

219

en el ámbito de la jurisdicción ordinaria. Sin embargo, por lo que a la jurisdicción constitucional de amparo se refiere, el art. 55 1 a) LOTC faculta al Tribunal para determinar la extensión de los efectos de sus sentencias. En ejercicio de esa facultad de modulación de los efectos de sus sentencias el Tribunal ha considerado los derechos de terceros, el principio de conservación de los actos, la economía procesal, la seguridad jurídica, etc. El margen de decisión del Tribunal es muy amplio en lo que se refiere a la determinación de los instrumentos adecuados para el restablecimiento del recurrente en la integridad de su derecho. En algunos casos bastará con la declaración de nulidad de la actuación impugnada. En otros casos, será preciso retrotraer las actuaciones al momento anterior a aquel en que se produjo la violación del derecho para que se dicte una nueva resolución. Concretamente, en los supuestos de vulneración de algún derecho procesal, especialmente de las garantías del artículo 24 CE estudiadas en el capítulo anterior, la declaración de nulidad va acompañada de la retroacción de las actuaciones al momento anterior inmediatamente a aquel en que se produjo la vulneración, con la finalidad de que el órgano judicial dicte una nueva resolución, en este caso, respetuosa con el derecho vulnerado. En el caso de violaciones de derechos fundamentales sustantivos, es improcedente retrotraer las actuaciones por cuanto el órgano judicial no podría dictar una resolución distinta a la que haya dictado el Tribunal Constitucional, que tiene valor de cosa juzgada. En casos muy excepcionales —y controvertidos como veremos después con más detalle al analizar las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y constitucional— el Tribunal Constitucional ha declarado la nulidad de una resolución judicial de apelación o casación y, para restablecer al recurrente en la integridad de su derecho, ha declarado la firmeza de una resolución recaída en una instancia

inferior (SSTC 186/2001, 62/2007).

Las vulneraciones realizadas a través de omisiones pueden dar lugar a otro tipo de medidas. Por ejemplo, la vulneración del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, en el supuesto de que las mismas subsistan en el momento de estimarse el amparo, puede dar lugar a que el Tribunal Constitucional se dirija al órgano judicial de que se trate para que ponga fin a su inactividad, y a que ponga los hechos en conocimiento del Ministerio Fiscal y del Consejo General del Poder Judicial. El Tribunal Constitucional no tiene jurisdicción para resolver peticiones de reconocimiento de indemnización de daños y perjuicios. La cuantificación de una indemnización corresponde siempre a la jurisdicción ordinaria. Aunque es posible que una resolución de la jurisdicción ordinaria denegatoria de una indemnización vulnere un derecho fundamental en cuyo caso puede ser anulada por el Tribunal

mediante una sentencia que incluya alguno de los pronunciamientos examinados,

220

Javier Tajadura Tejada

lo que no cabe nunca es que sea el propio Tribunal el que para restablecer al recurrente en la integridad de su derecho fije la cuantía de la indemnización. La LOTC prevé toda una batería de disposiciones tendentes a garantizar el cumplimiento y la plena eficacia de las sentencias del Tribunal Constitucional. El art. 87. 1 LOTC dispone que: “Todos los poderes públicos están obligados al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional resuelva”. Además todos los Juzgados y Tribunales deben prestarle, con carácter preferente y urgente, el auxilio jurisdiccional que solicite. Por otro lado, el art. 92. 1 LOTC le atribuye la facultad de resolver los incidentes de ejecución de sentencias. Y el 92. 2 añade que “podrá también declarar la nulidad de cualesquiera resoluciones que contravengan las dictadas en el ejercicio de su jurisdicción, con ocasión de la ejecución de estas, previa audiencia del Ministerio Fiscal y del órgano que las dictó”. Finalmente, hay que recordar que el Tribunal tiene facultades de coerción directa, puesto que según el art. 95. 4 LOTC puede imponer multas coercitivas de 600 a 3000 euros a cualquier persona —investida o no de poder público— que incumpla sus requerimientos dentro de los plazos señalados, y reiterar estas multas hasta lograr el cumplimiento de los interesados, sin perjuicio de las responsabilidades en que los incumplidores pudieran incurrir. Por otro lado, el art. 55. 2 LOTC —tras señalar los posibles pronunciamientos de la sentencia estimatoria de amparo— regula las cuestiones internas de inconstitucionalidad que estudiaremos en el siguiente epígrafe. “En el supuesto de que el recurso de amparo debiera ser estimado porque, a juicio de la Sala o, en su caso,

la Sección, la ley aplicada lesione derechos fundamentales o libertades públicas, se elevará la cuestión al Pleno con suspensión del plazo para dictar sentencia, de conformidad con lo prevenido en los artículos 35 y siguientes”. En estos supuestos, primero se dicta la sentencia resolutoria de la cuestión interna y luego la que resuelve el recurso de amparo.

8. LA CUESTIÓN INTERNA DE INCONSTITUCIONALIDAD EN EL RECURSO DE AMPARO Como hemos visto, en principio, no cabe el recurso de amparo contra leyes. El art. 162. 1 CE (y 32 LOTC) establece quienes son los sujetos legitimados para impugnar ante el Tribunal Constitucional normas con rango de ley: el Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo, 50 diputados o 50 senadores, órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, sus Asambleas legislativas. Entre ellos no figuran los ciudadanos a título individual. La acción popular de inconstitucionalidad fue expresamente excluida.

Los derechos fundamentales y sus garantías

221

Ahora bien, en aquellos casos en que la lesión concreta y actual de un derecho fundamental trae causa directa de una ley, y no de un acto interpuesto, sí que es posible el recurso de amparo. En la STC 155/2009, el Tribunal ha considerado como un supuesto de especial trascendencia constitucional aquel en que “la vulneración del derecho fundamental que se denuncia provenga de la ley o de otra disposición de carácter general”. Este tipo de supuestos es el que el art. 55. 2 LOTC prevé en estos términos: “En el supuesto de que el recurso de amparo debiera ser estimado porque, a juicio de la Sala o, en su caso, la Sección, la ley aplicada lesione derechos fundamentales o libertades públicas, se elevará la cuestión al Pleno con suspensión del plazo para dictar sentencia, de conformidad con lo prevenido en los artículos 35 y siguientes”. Esta figura procesal se denomina “cuestión interna de inconstitucionalidad” o “autocuestión de inconstitucionalidad” y es la que permite la declaración de inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley cuando la inconstitucionalidad se pone de manifiesto en el marco de un proceso de amparo constitucional. Nos encontramos así con un nuevo procedimiento de impugnación de las normas con rango de ley —no previsto expresamente en la Constitución— en aquellos casos en que la existencia misma de la ley es lesiva de derechos fundamentales. En los casos en que una vulneración de un derecho fundamental traiga causa directa de una ley esta puede ser impugnada por el propio Tribunal (una sección, una Sala o el propio Pleno pueden plantearla). Solía afirmarse que, al no caber amparo contra leyes, las normas con rango de ley —que transcurrido el plazo de tres meses a partir de su publicación en el BOE no pueden ya ser impugnadas de forma abstracta a través del recurso de inconstitucionalidad— sólo pueden ser impugnadas a través de la cuestión de inconstitucionalidad prevista en el art. 163 CE. Sin embargo, la existencia de esta figura procesal, la autocuestión de inconstitucionalidad, obliga a matizar esa afirmación. El recurso de amparo es un proceso que puede desembocar también en la declaración de inconstitucionalidad de una norma con rango de ley. Ahora bien, aunque la naturaleza de este instituto es muy similar a la de la cuestión de inconstitucionalidad, se trata de un proceso diferente. El Tribunal Constitucional ha sostenido siempre que el recurso de amparo no es la vía apta para la declaración de inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, puesto que su finalidad es reparar lesiones concretas y efectivas de derechos fundamentales. En el proceso de amparo no se pueden efectuar juicios abstractos de inconstitucionalidad de normas. No es un proceso concebido para garantizar en abstracto la correcta aplicación de los preceptos constitucionales que recogen y garantizan los derechos fundamentales (SSTC 92/2003, 49/2005). Pero dicho esto, el Tribunal aceptaba —antes incluso de la reforma de 2007— que una disposición legal pueda constituirse en objeto de un recurso de amparo a

222

Javier Tajadura Tejada

través de la impugnación de un acto aplicativo suyo cuando la lesión del derecho derive, directa e inmediatamente, de la propia norma legal aplicada, en cuyo caso, es posible denunciar en el recurso de amparo la eventual inconstitucionalidad de la ley (STC 49/2005). El Tribunal ha admitido incluso la posibilidad de que en un recurso de amparo se formule directamente una petición de declaración de inconstitucionalidad de la ley (STC 122/2008).

La cuestión interna se configura, por tanto, como un proceso de control indi-

recto o incidental de la constitucionalidad de la ley por presunta vulneración de alguno de los derechos fundamentales protegidos por el recurso de amparo. Tanto las Salas como las Secciones están facultadas para plantearla. También podría hacerlo el propio Pleno dado que puede reclamar para sí el conocimiento de un recurso de amparo. Los particulares carecen de legitimidad para promover esta acción, pero sí que pueden —de la misma forma que el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal— solicitar su planteamiento al órgano (Sala, Sección o Pleno)

que esté conociendo del recurso de amparo.

El artículo 55. 2 LOTC remite la regulación de este instituto a la prevista para la cuestión de inconstitucionalidad (art. 35 y ss. LOTC). Por tanto, el planteamiento de la cuestión interna exige el cumplimiento de los tres requisitos materiales previstos para la cuestión de inconstitucionalidad: aplicabilidad al caso de la norma legal cuestionada, relevancia de la cuestión para la resolución del recurso de amparo, y duda de constitucionalidad. El Tribunal Constitucional añadía a estos un cuarto requisito: la existencia de una lesión completa y actual de los derechos del recurrente susceptibles de amparo y derivada directamente de la ley aplicada. Este requisito era plenamente coherente con la regulación anterior a la reforma de 2007 según la cual la concesión del amparo era un requisito indispensable para el planteamiento de la cuestión interna. Ántes, primero se estimaba en una sentencia el amparo; se planteaba, a

continuación, la cuestión interna; y esta se resolvía posteriormente en otra senten-

cia. La nueva regulación contenida en el artículo 55.2 citado no exige ya la previa estimación de la demanda de amparo, puesto que el planteamiento de la cuestión interna suspende el plazo para dictar la sentencia de amparo, cuyo otorgamiento o denegación dependerá, precisamente, del pronunciamiento del Tribunal al resolver la cuestión interna. El planteamiento de la cuestión interna puede ser solicitado en la propia demanda de amparo o bien, puede hacerse de oficio por el propio Tribunal. Antes de la reforma de 2007, el Tribunal lo hacía en el fallo de la sentencia de amparo.

Es decir, tras la sentencia estimatoria del amparo se resolvía, en otra diferente, la

autocuestión. La novedad —merecedora de una valoración muy positiva— que introduce la reforma de 2007 es que queda en suspenso el proceso de amparo

Los derechos fundamentales y sus garantías

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antes de dictarse sentencia, por lo que el planteamiento de la cuestión interna se lleva a cabo mediante un Auto. La resolución de la cuestión da lugar a dos sentencias: una de Pleno en la que se declara la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley y otra de Sala en la que se estima o desestima el amparo. En la Exposición de Motivos de la LO 6/2007 se alude a la nueva regulación de la cuestión interna como una de las novedades destacadas de la reforma. Según la anterior redacción, una vez estimado el recurso de amparo, si la Sala consideraba que la ley aplicada lesionaba derechos fundamentales, elevaba al Pleno la cuestión. Ahora bien, la pretensión de amparo no se podía ya ver afectada por la sentencia que resolviera la cuestión interna. Esta regulación podía condicionar el juicio de constitucionalidad de la ley, o en otro caso, dar lugar a una divergencia de criterios entre la Sala y el Pleno. Este último riesgo se materializó en algún caso. Así ocurrió, por ejemplo, con la STC 185/1990, que declaró conforme a la Constitución el art. 240.2 LOPJ cuestionado por la Sala Segunda en las SSTC 211,212, y 213/1989. Para corregir este eventual efecto disfuncional de la sentencia resolutoria de la cuestión interna, el apartado 2 del art. 55 LOTC se modifica en el sentido de que la elevación de la cuestión al Pleno implica la suspensión del plazo de la Sala (o Sección) para dictar la sentencia de amparo. Conforme a la lógica propia de la cuestión de inconstitucionalidad, la sentencia se dicta, por tanto, antes de la reso-

lución de amparo. De esta forma el mencionado riesgo de divergencia de criterios entre el Pleno y la Sala se neutraliza.

En los últimos años el Tribunal ha resuelto diversas cuestiones internas de inconstitucionalidad. Cabe señalar las siguientes: SSTC 73/2010, 120/2010,

103/2012 y 104/2012. Sentencias que han determinado a su vez las siguientes de

amparo: SSTC 122/2010, 5/2011, 115/2012 y 125/2012.

9. LA INTERPOSICIÓN DEL RECURSO DE AMPARO COMO REQUISITO PARA RECURRIR ANTE EL TEDH Una cuestión relevante en relación con el sistema de garantías de los derechos fundamentales, que no termina en el ámbito jurídico nacional sino que continúa en el plano supranacional —Tribunal Europeo de Derechos Humanos—, es la siguiente.

Como hemos visto, la objetivación del recurso de amparo permite al Tribunal

inadmitir aquellos recursos que no presenten una “especial trascendencia consti-

tucional”. Y ello aunque se trate de casos en los que eventualmente pudiera haberse producido una vulneración de un derecho fundamental. En este contexto surge

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Javier Tajadura Tejada

el interrogante de si el TEDH podría considerar que el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional ha dejado de ser un recurso necesario para entender agotada la vía judicial nacional o interna, requisito este exigido para poder acudir a la jurisdicción de Estrasburgo. Es cierto que, tras la reforma de 2007 y como hemos examinado —concretamente en relación con los amparos contra actos judiciales—, el Tribunal dicta providencias de inadmisión que excluyen la vulneración de derecho fundamental alguno, y otras que excluyen, en cambio, la concurrencia de la especial trascendencia constitucional. Pero no se puede deducir de este segundo tipo de providencias el reconocimiento de una vulneración de un derecho fundamental. Y ello por la razón evidente de que ni siquiera una providencia de admisión puede ser interpretada como el reconocimiento de una lesión de un derecho. Tal reconocimiento sólo es posible hacerlo mediante una sentencia. Ahora bien, la providencia de inadmisión por falta de especial trascendencia constitucional del recurso no excluye tampoco la existencia de una vulneración del derecho. En este contexto, podría ocurrir que una persona considerarse que la vulneración de un derecho fundamental que denuncia carece de especial trascendencia constitucional por lo que carece de sentido recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional y decida acudir directamente ante el TEDH. En este caso compartimos la opinión de Pedro Tenorio de que “cabe admitir la posibilidad de presen-

tar el recurso ante el TEDH, si bien argumentando con precisión y extensión por

qué se piensa que el asunto no tiene especial trascendencia constitucional”. En este supuesto, continúa el autor citado “será el TEDH el que tendrá que valorar si existía o no especial trascendencia constitucional y si, por tanto, no se ha agotado la vía judicial previa interna correctamente o sí se ha hecho”. Lo que no cabe, en consecuencia, es acudir directamente al TEDH sin ofrecer una exposición detallada de por qué no existe especial trascendencia constitucional, justificando así el hecho de no haber utilizado el recurso de amparo. El TEDH no puede considerar, por ello que, tras la reforma de 2007, la utilización del recurso de amparo ha dejado ya de ser un recurso necesario —como regla general— para agotar la vía judicial interna y acudir ante él. Para que el TEDH pueda considerar cumplido el requisito del agotamiento de la vía judicial interna o nacional sin que se haya acudido al Tribunal Constitucional vía amparo, es preciso, por tanto que, por un lado el recurrente ante la Corte de Estrasburgo haya argumentado por qué su recurso carece de especial trascendencia constitucional y, en segundo lugar, que el propio TEDH explicite por qué en su criterio la argumentación sostenida por el recurrente sobre esta cuestión es correcta. Fuera

de estos casos, el Tribunal de Estrasburgo deberá inadmitir el recurso por falta de agotamiento de la vía judicial nacional.

Los derechos fundamentales y sus garantías

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Este razonamiento se basa en la comprensión de que el requisito de la especial trascendencia constitucional es —como bien ha destacado Pedro Tenorio— un concepto jurídico indeterminado que, como tal, da lugar a un margen de apreciación del órgano judicial, pero no a discrecionalidad o libre arbitrio —como puede ocurrir en el caso del Tribunal Supremo de los EE. UU. (certiorari)—. S1 la apreciación del cumplimiento de ese requisito fuera una facultad discrecional —y no reglada— de nuestro Alto Tribunal, el TEDH no podría suplantarlo en el ejercicio de esa facultad, y debería exigir que todos los asuntos fueran sometidos previamente a la consideración del Tribunal Constitucional para que ejerciera esa facultad discrecional que le otorga el Derecho interno. En todo caso, la valoración de si existe o no especial trascendencia constitucional corresponderá por regla general al Tribunal Constitucional y sólo de forma muy excepcional al TEDH. El recurrente no podrá saberlo hasta que estos órganos se pronuncien. Por ello, a efectos prácticos, conviene seguir la recomendación formulada por Tenorio: “El potencial recurrente deberá exponer ante el Tribunal Constitucional cualquier posibilidad por remota que le parezca de que concurra en su asunto especial trascendencia constitucional antes de formular su recurso ante el TEDH. Solo excepcionalmente, ante la absoluta convicción de que su asunto no reviste ese tipo de trascendencia, cuestión que deberá exponer en su demanda, podrá dirigirse directamente al TEDH?”.

10. BALANCE DE LA REFORMA DE 2007 El continuo incremento de los recursos de amparo interpuestos ante el Tribunal Constitucional producía una sobrecarga de trabajo que, en última instancia, amenazaba con provocar el colapso del Tribunal. En el año 2006 entraron en el Registro del Tribunal 11.714 asuntos jurisdiccionales; 2043 asuntos más que el año anterior (un incremento del 21%). El 97, 7 % de los asuntos eran recursos de

amparo cuya resolución —con anterioridad a la reforma de 2007— correspondía a las dos Salas del Tribunal.

El 96, 6 % de las decisiones respecto a la admisibilidad de los recursos de amparo fueron de inadmisión en 2006. Y esa labor de inadmisión consumía la mayor parte de los esfuerzos y energías del Tribunal. Con todo, el dato más alarmante era el incremento de los asuntos pendientes. Si a finales de 2000 eran 3958, a finales de 2006 eran ya 13.883. Al exigente ritmo de trabajo llevado a cabo durante los últimos años, Pedro Tenorio ha calculado que el Pleno hubiera necesitado 15 años para resolver los asuntos pendientes: “¿Podría esperar ese tiempo la resolución de un asunto de Pleno ingresado en 20062”.

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En ese contexto no faltaron incluso quienes para resolver el problema afirmaron que el recurso de amparo había cumplido ya su función histórica (Cruz Villalón). La función histórica del amparo se corresponde con el momento fundacional de un régimen constitucional, y presenta dos facetas: por un lado, una vertiente orgánica, institucional y subjetiva que es la desconfianza hacia un poder judicial preconstitucional; y por otro, una vertiente funcional y objetiva que es la ausencia de una doctrina jurisprudencial sobre la parte dogmática de la Constitución. Desde esta óptica, en España el amparo ya habría cumplido su función histórica. Pero dejando a un lado esta postura extrema, el legislador, haciéndose eco de la doctrina mayoritaria, considera que el recurso de amparo sigue siendo un elemento esencial de nuestro modelo de Justicia Constitucional. Como ha subrayado Díez-Picazo, el recurso de amparo es el instrumento que permite al Tribunal Constitucional ejercer un control efectivo sobre el modo en que los tribunales ordinarios aplican el sistema de fuentes establecidos y, en particular, imponer la observancia de la jurisprudencia constitucional como única vía posible para lograr una interpretación uniforme de la Constitución. No resulta por ello realista intentar proteger la supremacía normativa de la Constitución simplemente mediante el control de constitucionalidad de las normas con rango de ley. En todo caso, sobre lo que sí hubo coincidencia fue en que era preciso reformar el amparo para evitar el colapso del tribunal. Desde esta óptica, la reforma de la LOTC llevada a cabo por la LO 6/2007 era necesaria. El legislador se había enfrentado ya al mismo problema y con escaso éxito una década atrás. En un principio, las inadmisiones de los recursos de amparo debían hacerse de forma motivada. La LOTC 6/1988 modificó esta regulación del trámite de admisión pero el Tribunal no aprovechó la ocasión que la ley le brindaba de dictar providencias de inadmisión prácticamente inmotivadas. Con todo, la reforma de 1998 dejó a salvo el carácter subjetivo del recurso: siempre que hubiera lesión de un derecho fundamental, era posible el amparo. La reforma de 2007 fue, en este contexto, la más profunda de cuantas habían

afectado a la regulación del amparo y ello porque supuso su objetivación. Con la reforma de 2007 —como hemos tenido ocasión de examinar— el recurso de amparo deja de ser un recurso subjetivo para convertirse en un recurso objetivo. Las dos novedades más relevantes que introdujo la LO 6/2007 en relación con nuestro tema fueron: a) la introducción del requisito de la especial trascendencia

constitucional en el trámite de admisión; y b) la reforma del incidente de nulidad

de actuaciones como recurso previo a la interposición del recurso de amparo.

Con la regulación del trámite de admisión, anterior a la reforma, los recursos de amparo debían admitirse salvo que concurrieran algunas de las causas de inadmisión previstas en la ley. La reforma invirtió el sentido del trámite al prever que los recursos de amparo sólo serían admitidos cuando concurrieran los requisitos

Los derechos fundamentales y sus garantías

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exigidos y siempre que así lo acordaran, por unanimidad, los magistrados de la Sección correspondiente. Sí sólo se obtenía mayoría, debía decidir la Sala. Pero sobre todo, como decimos, el cambio más profundo es el que ha supuesto la objetivación del recurso a través de la inclusión de un nuevo requisito para la admisión (la especial trascendencia constitucional). La voluntad del legislador de llevar a cabo esta objetivación fue clara. Así, en el trámite parlamentario de la reforma se rechazó expresamente una enmienda del Grupo Nacionalista Vasco para modificar el art. 50. 1.c) siguiendo el modelo alemán que, junto a la configuración objetiva del amparo, también conserva la lesión del derecho como causa del amparo. La alusión al perjuicio grave del recurrente fue suprimida voluntaria y conscientemente con la finalidad declarada de que con la nueva regulación solamente fueran admisibles aquellos recursos de amparo que plantearan no únicamente una vulneración de un derecho fundamental sino, además, que fueran especialmente trascendentes desde una perspectiva constitucional. Por todo ello, y como ha destacado el profesor y magistrado constitucional, Manuel Aragón, después de la reforma de 2007 la tutela de los derechos fundamentales por medio del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, “ya no estará únicamente vinculada, como hasta antes de la reforma, a que se haya producido la lesión subjetiva de un derecho, sino que sólo se otorgará si a esa lesión subjetiva se une un indispensable requisito objetivo: que el problema planteado posea una especial trascendencia constitucional. De tal manera que si ese requisito no se da, aunque se hubiera producido la lesión subjetiva del derecho y sea cual sea la gravedad de la misma, el Tribunal no admitirá, y en todo caso, no estimará el amparo”. Esta voluntad del legislador a favor de la objetivación del recurso fue asumida por el Tribunal que en la muy importante STC 155/2009, ya examinada, afirmó textualmente que: “tras la reforma llevada a cabo la mera lesión de un derecho fundamental o libertad pública tutelable en amparo ya no será por sí sola suficiente para admitir el recurso”. Con todo, el Tribunal no ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta objetivación. Y la razón es fácilmente comprensible: una preocupación garantista.

La objetivación del recurso supone una clara disminución de garantías. El mismo legislador es consciente de ello, y esa es la razón que explica la segunda de las novedades mencionadas: la ampliación del incidente de nulidad de actuaciones. La exposición de Motivos de la LO 6/2007 reconoce que, con esa ampliación, se pretende “otorgar a los tribunales ordinarios el papel de primer garante de los derechos fundamentales”. Sin embargo, ocho años después de la reforma, la mayor parte de la doctrina reconoce que la reforma del incidente de nulidad ha resultado muy poco útil para cumplir el fin que con ella se perseguía. El número de incidentes que prospera

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no es significativo. Los tribunales ordinarios muy

pocas veces reconsideran su

postura cuando se les plantea el incidente. Consciente de ello, el Tribunal Constitucional ha considerado que la falta de motivación en la contestación al escrito que promueve la nulidad de las actuaciones puede constituir una vulneración autónoma. En última instancia, el principal defecto o limitación que el incidente plantea es que se atribuye el control de los actos judiciales al propio órgano controlado. Se pretende —de forma un tanto ingenua— que el propio juez o tribunal que dicta una determinada resolución, reconozca una semanas después, que al dictar esa resolución vulneró derechos fundamentales. Frente a esa pretensión, lo cierto es que, en la mayor parte de las resoluciones de los incidentes de nulidad, los tribunales intentan justificar su propia actuación como respetuosa con los derechos fundamentales. A ello hay que añadir, como otro inconveniente del sistema vigente, que se puede generar un volumen de incidentes excesivo que provoque una insoportable carga para una jurisdicción ordinaria que se encuentra ya bastante congestionada. La medida prevista por el legislador para compensar la disminución de garantías que la objetivación del recurso implica puede considerarse un fracaso. El legislador lo ha reconocido y se plantea revisar nuevamente la regulación del

incidente. Ahora bien, en ese caso, es imprescindible arbitrar otro instrumento o

procedimiento para contrarrestar el efecto de la objetivación del recurso.

Pero la cuestión decisiva es, ¿la objetivación del recurso ha cumplido la finalidad de evitar la sobrecarga de trabajo del Tribunal y en consecuencia de garantizar una respuesta por parte del Tribunal, en plazo razonable, a los asuntos que se le plantean? La respuesta es parcialmente negativa. Es cierto que el retraso en el ámbito del amparo se ha reducido mucho. Pero, a pesar de ello, siguen entrando más asuntos de los que el Tribunal puede resolver al año y el riesgo de una nueva congestión no puede ser descartado. La razón de ello es que —como explica Pedro Tenorio— el Tribunal no ha asumido —frente a lo que pudiera parecer— hasta sus últimas consecuencias la objetivación del recurso y ha intentado recuperar la subjetivación del amparo. Para ello ha potenciado su propia discrecionalidad frente a la literalidad de la ley, y la muy clara voluntad del legislador. El Tribunal no ha llegado a aceptar la posibilidad de que asuntos que presenten vulneración de derecho fundamental puedan no ser admitidos por falta de especial trascendencia constitucional. En la importante y comentada STC 155/2009 el Tribunal se abrió la puerta para poder admitir aquellos recursos en los que exista vulneración constitucional y un perjuicio grave para el recurrente, reconduciendo esos supuestos a un concepto amplio de “especial trascendencia constitucional”. Tal es el sentido del último de los supuestos enumerados en la sentencia que funciona más como una cláusula de

Los derechos fundamentales y sus garantías

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apertura que de cierre de los casos enumerados. La voluntad del Tribunal no es cerrar el concepto de especial trascendencia constitucional y restringirlo al menor número de supuestos posibles, sino autoconcederse una amplia discrecionalidad al respecto, mayor, en todo caso, de la que la LO 6/2007 le confiere. El Tribunal no llega a decir expresamente que en aquellos supuestos en los

que exista vulneración constitucional y perjuicio grave para el recurrente cabe

la admisión en virtud del concepto de especial trascendencia constitucional, pero se atribuye una discrecionalidad tan amplia que le permite dictar sentencia en ese tipo de supuestos. De esta manera —advierte Pedro Tenorio— el Tribunal desvirtúa el requisito de la especial trascendencia constitucional como concepto indeterminado pero determinable, exigido por el carácter reglado de la admisión. El Tribunal actúa así, sobre todo, por una preocupación garantista. No olvidemos que nuestro Tribunal venía afirmando que nada relativo a los derechos fundamentales de los ciudadanos le podía resultar ajeno. No obstante, el Tribunal era consciente del colapso al que esta situación le conducía y por ello reclamó la intervención del legislador orgánico. La reforma de 2007 fue la respuesta del legislador a esa llamada de emergencia —ante el riesgo de colapso— que formulara el Tribunal. Su finalidad era disminuir la sobrecarga de trabajo. Ahora bien, los retrasos en resolver persisten y el riesgo de que aumenten nuevamente es una realidad. En nuestra opinión, la contradictoria posición del Tribunal se basa en un temor fundado. El Tribunal necesita disminuir su carga de trabajo, pero se resiste a aceptar la disminución de garantías que la objetivación del recurso comporta. Ello quiere decir que la reforma del 2007 no sirvió para compensar esa disminución de garantías. El expediente previsto para ello ha sido un completo fracaso. De hecho el anteproyecto de LOP]J de 4 de abril de 2014 reconoce en su Exposición de Motivos que: “la extensión del incidente de nulidad de actuaciones —pensado como una especie de filtro previo ante el Tribunal Constitucional— no sólo ha aumentado inútilmente la carga de trabajo de los tribunales ordinarios, sino que en la práctica no ha añadido en la mayoría de los casos, ninguna auténtica garantía para los particulares”. Nada de extraño tiene, en este contexto, que el Tribunal movido por una preocupación garantista

no se haya decidido a aplicar la reforma de 2007 hasta sus últimas consecuencias. Se trataba de una reforma incompleta e insuficiente.

11. EL FUTURO DEL RECURSO DE AMPARO El recurso de amparo ha convertido al Tribunal Constitucional —de la misma forma que en Alemania— en un Tribunal de los ciudadanos. Se trata de un proceso constitucional que refuerza la legitimidad de la institución al configurarla como el supremo y último garante de los derechos fundamentales. A través del

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mismo se potencia la eficacia integradora de la Constitución. Valgan por todas las palabras de Rubio Llorente sobre la eficacia social del Tribunal: “Parece evidente que la eficacia social, esto es, el grado de incidencia en la vida de los individuos de la jurisdicción constitucional, es función directa de las posibilidades de que éstos dispongan para acudir a ella y que, en consecuencia, resulta mayor cuanta más amplia es la legitimación y más extenso el elenco de los actos impugnables”. El Tribunal, como supremo intérprete de la Constitución, fija y unifica la doctrina constitucional sobre el significado, alcance y límites de los diferentes derechos fundamentales. Y vela por la correcta aplicación de su doctrina por parte de la jurisdicción ordinaria. Por todo ello, y frente a algunas voces que reclaman su supresión, consideramos que el recurso de amparo es un instituto que debe ser preservado. Ahora bien, el riesgo de colapso existe y los retrasos en resolver el resto de procesos constitucionales son excesivos y disfuncionales. Esos retrasos ponen en peligro la efectividad de la garantía de la supremacía normativa de la Constitución que el Tribunal debe desempeñar. En este sentido, la necesidad de disminuir la sobrecarga de trabajo del Tribunal es evidente puesto que de la Justicia Constitucional cabe afirmar —de la misma manera que respecto de la ordinaria— que una Justicia tardía no es Justicia. El Poder Judicial —como vimos en el capítulo anterior— es el garante ordinario de los derechos fundamentales, y el recurso ante el Tribunal Constitucional debe por ello revestir siempre un carácter extraordinario. El propósito y finalidad de la LO 6/2007 sigue teniendo sentido. Ahora bien, es preciso completar esa reforma con otra que permita a la jurisdicción ordinaria remediar las posibles vulneraciones de derechos fundamentales. El incidente de nulidad de actuaciones no ha servido para ello. Desde esta óptica, el elenco de resoluciones judiciales recurribles en amparo ante el Tribunal Constitucional debería limitarse a determinadas resoluciones del Tribunal Supremo y de los Tribunales Superiores de Justicia (P. Pérez Tremps, P. Tenorio). En estos Tribunales deberían crearse Salas especializadas en derechos fundamentales. Las resoluciones de otros órganos judiciales, de instancias inferiores, serían recurribles ante estas Salas. Se mantendrían los diferentes procedimientos en defensa de los derechos fundamentales existentes en los diversos Órdenes jurisdiccionales. No es necesario establecer un procedimiento específico de varias instancias y con órganos judiciales especializados, es decir, un nuevo orden jurisdiccional. De lo que se trata es de crear en el Tribunal Supremo (y en los Tribunales Superiores de Justicia) Salas de amparo constitucional. La actuación de estas Salas permitiría cumplir el objetivo que el incidente de nulidad de actuaciones no logró. La Sala de amparo constitucional del Tribunal Supremo (y de los Tribunales Superiores) resolvería los recursos presentados frente a resoluciones judiciales vulneradoras de derechos fundamentales, contra las que no cupiera otro recurso.

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La actuación de estas Salas constituiría un poderoso filtro de las resoluciones potencialmente recurribles. En este contexto, y con esta nueva garantía, la objetivación del recurso podría llevarse hasta sus últimas consecuencias, la carga de trabajo del Tribunal disminuiría considerablemente, y se mantendría su posición de garante último de los derechos fundamentales. Llegados a este punto, queda por analizar la conflictiva relación existente entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional. Se trata de examinar brevemente las causas estructurales que explican los conflictos entre los Tribunales Supremo y Constitucional en materia de derechos fundamentales.

12. LA CONVERGENCIA DE JURISDICCIONES EN MATERIA DE PROTECCIÓN DE DERECHOS FUNDAMENTALES: LAS RELACIONES ENTRE LA JURISDICCIÓN ORDINARIA Y LA CONSTITUCIONAL El Poder Judicial es, como hemos visto, el garante ordinario de los derechos fun-

damentales. La estructura del mismo culmina en el Tribunal Supremo que es definido constitucionalmente como el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes “salvo lo dispuesto en materias de garantías constitucionales” (art. 123 CE).

Esto implica fundamentales, relaciones entre a ocuparnos de

que, en la materia que nos ocupa, la protección de los derechos convergen dos jurisdicciones, la ordinaria y la constitucional. Las ambas no están exentas de tensión. En este último epígrafe vamos esta cuestión.

La relación entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional se articula en España a través de dos vías diferentes. Una horizontal en la que ambas colaboran en el ejercicio del control de constitucionalidad de la ley; otra vertical, en la que la jurisdicción ordinaria queda sometida al control de la jurisdicción constitucional que puede enjuiciar y, en su caso, anular sus resoluciones. Los instrumentos que

canalizan esas relaciones son la cuestión de inconstitucionalidad, en el primer caso, y el recurso de amparo estudiado en este capítulo, en el segundo. En ambos casos se parte de que la normatividad de la Constitución exige que esta sea aplicada directamente por los jueces y tribunales, pero en ambas subyace también el temor de que dicha aplicación no se lleve siempre a cabo correctamente. La cuestión de inconstitucionalidad existe en la mayoría de los Estados europeos y puede ser considerada un elemento necesario del modelo. El recurso de amparo, por el contrario, está menos extendido, e implica —como hemos visto— una decisión del Tribunal Constitucional posterior a la decisión judicial (y no como en la cuestión, anterior a esta).

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12.1. La relación horizontal: la cuestión de inconstitucionalidad La cuestión de inconstitucionalidad se configura como un mecanismo de coo-

peración entre ambas jurisdicciones. En España está prevista en el art 163 CE:

“Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos”.

El juez ordinario puede realizar un juicio de inconstitucionalidad pero debe someterlo al Tribunal Constitucional antes de incorporarlo a su resolución que, en todo caso, habrá de basarse en el juicio que emita el Tribunal Constitucional. El Tribunal Constitucional no puede revisar el juicio de constitucionalidad realizado por la jurisdicción ordinaria cuando este es positivo. Sólo lo revisa cuando es negativo. De esta forma, como ha advertido Rubio Llorente la jurisdicción constitucional “actúa realmente como protectora de la ley frente al juez, y desempeña por eso una función que se asemeja a la propia de la casación en su concepción original”. La relación de cooperación entre ambas jurisdicciones no generaría, en principio, más tensiones que las nacidas de una eventual disparidad de criterios entre los respectivos órganos. Sin embargo, la asimetría existente entre las estructuras de ambas jurisdicciones provoca toda una serie de problemas que es preciso subrayar. La jurisdicción constitucional está concentrada en un solo órgano, mientras que la ordinaria está distribuida entre los cinco mil jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial. Todos ellos gozan de independencia en el ejercicio

de sus funciones aunque se integren en una estructura piramidal que permite a los

Órganos superiores revisar —a través de los recursos establecidos en el ordenamiento— las decisiones adoptadas por los inferiores, y en cuya cúspide se sitúa un Tribunal Supremo con la función específica de asegurar la unidad de la doctrina, y la homogeneidad en la interpretación de la ley.

En este contexto, los diferentes Órganos de la jurisdicción ordinaria pueden tener criterios muy diferentes sobre la constitucionalidad de las normas que han de aplicar, y no todos ellos van a tener que enfrentarse a los mismos problemas en el mismo momento. Dicho con otras palabras, ni a todos los jueces se les plantea en el mismo momento la necesidad de hacer un juicio previo sobre la constitucionalidad de la ley, ni lo que es más grave, todos ellos cuando lo hacen llegan a la misma conclusión. Podemos encontrarnos, en relación al mismo precepto legal, con que un juez lo aplica por considerarlo plenamente constitucional; otro lo aplica pero formulando un juicio de interpretación conforme con la Constitución que lo aleja de su sentido literal; y un tercero que, convencido de su inconstitucionalidad, se

resiste a aplicarlo y plantea la cuestión de inconstitucionalidad. Estas diferentes

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situaciones pueden darse en diferente orden, y no dejan de plantear importantes problemas. En el supuesto de que el Tribunal Constitucional estime la cuestión de inconstitucionalidad, su sentencia no surtirá efecto para todos aquellos a los que en procesos anteriores se les aplicó el precepto legal declarado inconstitucional, si fueran ya firmes sus sentencias. En el caso de que un juez aplique una norma sobre cuya constitucionalidad no duda pero que ha sido cuestionada por otro órgano judicial, se produce también una desigualdad en la aplicación de la ley. Estos y otros casos son inevitables. Son supuestos inherentes al modelo de Justicia Constitucional concentrada establecido en nuestra Constitución y que desmienten la supuesta superioridad del mismo sobre el modelo difuso o norteamericano. Pero al margen de los problemas mencionados, esta vía de cooperación horizontal entre ambas jurisdicciones provoca tensiones importantes entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. La cuestión de inconstitucionalidad ofrece una vía de colaboración a todos los órganos judiciales, y estos podrían acudir al Tribunal Constitucional para invalidar una doctrina del Tribunal Supremo de la que disientan. Cuando un órgano judicial considera que aunque una determinada norma legal pueda ser objeto de una interpretación conforme con la Constitución, la doctrina legal establecida al respecto por el Tribunal Supremo es inconstitucional, se abren tres escenarios posibles: En el primero de ellos, el órgano judicial se aparta de la doctrina legal fijada por el Tribunal Supremo y frente a ella opone su propia interpretación. En ese caso, corre el riesgo cierto de ver revocada su sentencia en apelación o casación.

En el segundo, acepta la doctrina legal del Tribunal Supremo y la aplica aun con la convicción de que es contraria a la Constitución. Se trata de un supuesto de actuación en contra de su propia conciencia, que no resulta en modo admisible. En el último escenario de los posibles, el órgano judicial podría renunciar a su facultad de interpretar el precepto de otro modo (incumpliendo su obligación de interpretación conforme) y plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. En este caso, el incumplimiento de su obligación legal estaría justificado por la finalidad que persigue: la garantía de la supremacía normativa de la Constitución.

12.2. La relación vertical: el recurso de amparo y la guerra de las Cortes La experiencia histórica ha puesto de manifiesto que el control de constitucionalidad de las leyes (recurso y cuestión de inconstitucionalidad) no es suficiente para garantizar la efectiva protección de los derechos fundamentales. La relación horizontal entre las jurisdicciones ordinaria y constitucional —de cooperación, aunque no exenta de problemas— examinada debe completarse por ello con otra

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relación vertical —de subordinación—. Esto supone que el Tribunal Constitucional puede revocar una decisión judicial, no sólo cuando el juez ordinario aplica una ley inconstitucional, sino también cuando aquella vulnera derechos fundamentales. En el recurso de amparo, el objeto de enjuiciamiento por parte del Tribunal Constitucional es la decisión judicial misma, la sentencia del juez ordinario. Por ello resulta imprescindible distinguir con claridad el ámbito reservado a cada una de las jurisdicciones, una tarea para la que, como advierte Rubio Llorente, “no se han encontrado hasta el presente instrumentos teóricos claros”. El esfuerzo del Tribunal Constitucional por distinguir entre juicio de legalidad y juicio de constitucionalidad, no se ha traducido en fórmulas inequívocas que permitan delimitar, con la necesaria claridad, ambas esferas. Y a ello se añade la dificultad de separar también el juicio del Derecho de la valoración de los hechos, en la que teóricamente y como ya hemos expuesto, el Tribunal Constitucional nunca podría entrar. Finalmente, el recurso de amparo ofrece aun más posibilidades que la cuestión de inconstitucionalidad para que los jueces inferiores con la colaboración del Tribunal Constitucional logren hacer prevalecer su criterio frente al del Tribunal Supremo. En nuestro caso, esto es lo que ocurrió con la STC 7/94 que desató una

auténtica “guerra de las Cortes”, por utilizar la expresión acuñada en Italia para referirse al enfrentamiento entre su Corte de Casación y su Corte Constitucional. El Tribunal Supremo entiende que con ello se produce una auténtica subversión del ordenamiento jurídico al devolver fuerza a la decisión de un tribunal inferior, antes revocada por él. Dicho con otras palabras, el Tribunal Supremo ha tenido que aceptar que en materia de garantías constitucionales ya no es realmente supremo, sino que esa posición la ocupa el Tribunal Constitucional. La creación del Tribunal Constitucional supuso que, por primera vez en los dos siglos de historia del Tribunal Supremo, se estableciera la posibilidad de que sus resoluciones fueran revocadas por él. Surge así una tensión inherente al sistema y que es similar a la que existe entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional. Ahora bien, lo que le resulta más difícil de aceptar, y de hecho —con argumentos además consistentes— no acepta es que se haga prevalecer la interpretación de tribunales inferiores sobre la suya. Ahí radica el origen de todas las tensiones y de la conflictiva relación entre ambas jurisdicciones. Se trata de un problema que no se puede obviar. La STC 7/94 relativa a una demanda de paternidad, en la que el Tribunal Constitucional al estimar un recurso de amparo dirigido contra una sentencia de

la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, además de anularla, declaró firme la de

la Audiencia Provincial de Madrid que el Supremo, a su vez había invalidado, fue el detonante de una grave crisis institucional que tuvo como protagonista a la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo.

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El asunto de fondo era el siguiente. El Juzgado de Primera Instancia había desestimado una demanda de declaración de paternidad por considerar insuflcientes las pruebas en las que se apoyaba y negarse el demandado a someterse a las pruebas biológicas propuestas por la demandante y requeridas por el propio Juzgado. La Audiencia Provincial también requirió la realización de las pruebas a lo que el demandado se negó. En su sentencia, la Audiencia entendió que unida al resto de las pruebas esa negativa permitía considerar probada la paternidad y revocó la decisión del juez de primera instancia. El Tribunal Supremo consideró que el razonamiento de la Audiencia equiparaba la negativa del demandado a una confesión implícita, anuló la sentencia que declaraba la paternidad, y declaró firme la del Juzgado. Tras la anulación de esta última sentencia por el Tribunal Constitucional, la mayoría de los miembros del Tribunal Supremo sostuvo que aquel carecía de competencia para otorgar firmeza a la sentencia de la Audiencia Provincial. Por ello, tras la estimación del amparo por el Tribunal Constitucional, la demandante para lograr la declaración de paternidad debería haber iniciado desde sus inicios el proceso en la jurisdicción civil. Aunque la postura del Tribunal Supremo parezca formalmente correcta, lo cierto es que los argumentos utilizados por el Tribunal Constitucional para justificar su decisión de devolver firmeza a la sentencia de la Audiencia son suficientes para descartarla: el Tribunal apeló a la necesidad de satisfacer el derecho de la recurrente a un proceso sin dilaciones indebidas. Algunos Magistrados de la Sala de lo Civil, apelaron por escrito al Rey para que, en el ejercicio de su función arbitral, resolviera el conflicto que les enfrentaba al Tribunal Constitucional por el exceso de jurisdicción en que —según ellos— había incurrido. El Tribunal Supremo entendió que el Tribunal Constitucional se excedía en sus funciones e invadía su ámbito competencial. Aunque era evidente que no correspondía al Rey sino a las Cortes poner remedio a esa situación, la sobreactuación del Tribunal Supremo tuvo un fuerte impacto mediático y político. La reacción institucional tuvo lugar en el acto de apertura del año judicial 1994-95, en el discurso pronunciado por el Presidente del Tribunal Supremo, D. Pascual Sala. En ese memorable discurso, por un lado, se reconoce expresamente que la delimitación clara entre la jurisdicción ordinaria y constitucional es una tarea imposible dada la dificultad de establecer una distinción nítida entre legalidad y constitucionalidad y, por otro, se formulan dos propuestas para encauzar esa conflictiva relación. Una de ellas consiste en establecer un sistema de recursos que permitan obtener del Poder Judicial el remedio de las violaciones de derechos fundamentales imputables a algunos de sus órganos; la otra, sustraer del recurso de amparo las violaciones de los derechos garantizados por el art. 24 CE cuando no fueran directamente imputables a la ley. Se abrió así un debate que nunca se ha cerrado. En todo caso, las aguas volvieron a su cauce hasta que a principios de siglo estalló un nuevo y grave conflicto entre ambas jurisdicciones.

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El choque se produjo nuevamente entre el Tribunal Constitucional y la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, con motivo de un proceso en el que se planteaba la colisión entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión. Al margen de las cuestiones sustantivas controvertidas parece oportuno detenernos en él desde

la óptica de la relación entre jurisdicciones, esto es, de las razones que llevaron a

ambos tribunales a enfrentarse.

El conflicto se produjo en el ámbito de la responsabilidad por daños, un campo extraordinariamente fértil para que se manifieste el problema de la eficacia horizontal de los derechos —explicado en el capítulo primero— y por ello también el de la delimitación de las esferas correspondientes a la jurisdicción constitucional y ordinaria. Y ello porque como afirma Rubio Llorente: “Cuando las acciones que causan daño a un derecho o bien ajeno, implican el ejercicio de un derecho fundamental, la determinación de su antijuridicidad exige una delimitación del contenido protegido del derecho y el juicio del juez civil sobre esta cuestión está sometido al control del juez constitucional. Si además de esto, el derecho o bien objeto de daño forman parte del contenido protegido por un derecho fundamental y, (...) se entiende que esa protección opera también en las relaciones entre particulares (...) la respuesta judicial a una acción de responsabilidad extracontractual habrá de basarse en una ponderación de los derechos fundamentales en colisión, respecto de la cual la decisión última corresponde al juez constitucional”. Los hechos que dieron lugar al proceso pueden resumirse así: Isabel Preysler presentó una demanda contra una antigua asistenta doméstica que había revelado a una revista los tratamientos cosméticos a los que se sometía en su domicilio, la cual había publicado una serie de reportajes sobre el tema. El Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda presentada al amparo de la LO 1/1982 por entender que los reportajes en cuestión constituían una intromisión ilegítima en la intimidad de la demandante e impuso a los demandados la obligación de indemnizarla con cinco millones de pesetas. La Audiencia

Provincial, en apelación, elevó al

doble la cuantía de la indemnización. El Tribunal Supremo por el contrario, al co-

nocer el asunto en casación, anuló las dos sentencias y absolvió a los demandados,

afirmando que los reportajes publicados contenían “chismes de escasa entidad” que no afectaban de manera grave a la intimidad de la demandante. Contra la resolución del Tribunal Supremo, Isabel Preysler interpuso recurso de amparo, que lo estimó por entender que se había producido una intromisión ilegítima en la intimidad de la recurrente, y anuló la sentencia del Tribunal Supremo. Este dictó después una nueva sentencia sobre el asunto en la que acataba la decisión del Tribunal Constitucional puesto que reconocía que se había producido una vulneración del derecho a la intimidad, pero en la que evaluaba los daños en la simbólica cantidad de 25.000 pesetas. Frente a esta segunda resolución del Tribunal Supremo, la demandante acudió de nuevo al Tribunal Constitucional que volvió a concederle el amparo y, para evitar que el asunto recayera otra vez en el

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Tribunal Supremo, devolvió su fuerza a la sentencia de la Audiencia Provincial que fijaba la indemnización en 10 millones de pesetas. El Tribunal Supremo aprovechó un caso análogo para lanzar una crítica feroz sobre el Tribunal Constitucional al que acusó de haberse extralimitado en sus funciones e invadido el ámbito competencial de aquel. No corresponde a la jurisdicción constitucional fijar la cuantía de una indemnización y ello porque esa tarea es propia de la jurisdicción ordinaria. La cabal comprensión del conflicto que enfrentó a ambos Tribunales en un proceso en el que se enfrentaban dos particulares invocando cada uno de ellos un derecho fundamental diferente, requiere tomar como punto de partida la regulación que de la responsabilidad civil por daños (responsabilidad extracontractual) se contiene en nuestro ordenamiento (arts. 1902 y ss. Código Civil). Esta regulación muy próxi1ma a la establecida por el Código francés, rechaza la idea de indemnización punitiva —presente en el origen romano de la institución y vigente en los países de common law— y tiene por finalidad asegurar que se produzca la restitución del daño causado (restitutio in integrum). Esta concepción tradicional de la responsabilidad por daños limitada, por tanto, a la reparación de los efectivamente causados explica la resistencia de la doctrina española a aceptar la categoría de “daño moral”. Y ello porque al margen de la dificultad técnica (por no decir imposibilidad) de evaluar la cuantía de ese tipo de daños, en la práctica es muy difícil distinguirla de una suerte de sanción al responsable del daño. En España, como en la mayoría de los Estados, han proliferado regulaciones sectoriales de la responsabilidad extracontractual aplicables a ámbitos específi-

cos (uso de vehículos de motor, navegación aérea, daños nucleares, protección de

consumidores, etc.) en las que la responsabilidad culposa es sustituida por la meramente objetiva y en las que se introducen elementos ajenos a la regulación tradicional. Ahora bien, al margen de ello, el Tribunal Supremo y la mejor doctrina civilista permanecen fieles a una concepción que pretende reducir en lo posible la cuantía de las indemnizaciones por daños morales y que rechaza cualquier recorte de la libertad judicial para evaluar los daños. En el caso que nos ocupa, el Tribunal Supremo reprocha al Constitucional que “al irrumpir abruptamente en la cuestión indemnizatoria” en la STC 186/2001 (Preysler II) contradice lo afirmado en la STC 115/2000 (Preysler 1) en el sentido de que la cuantía mayor o menor de la indemnización es una cuestión de mera legalidad. En segundo lugar, el Tribunal Supremo acusa al Constitucional de incumplir la prohibición legal impuesta en la LOTC de entrar a conocer de los hechos que dieron lugar al proceso, infracción que se produce al tomar como hechos probados los declarados por una sentencia, la de la Audiencia que no existe porque el Tribunal Supremo la hizo desaparecer del mundo del derecho.

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Frente a estos reproches cabe señalar lo siguiente. El Tribunal Constitucional puede tomar en consideración la valoración de los hechos efectuada por Órganos de la jurisdicción ordinaria en decisiones que posteriormente hayan sido anuladas. Son datos que figuran en las actuaciones que recaba con arreglo al artículo 51 LOTC y no hay ninguna razón que le impida utilizarlos. Ahora bien, cosa distinta es que esas resoluciones judiciales anuladas en apelación o casación, sigan existiendo como hechos jurídicos privados de eficacia, de modo que el Tribunal Constitucional pueda devolvérsela cuando anule las sentencias que le privaron de esa eficacia. Lo que el Tribunal Supremo no acepta es que la invalidación de sus sentencias anulatorias por el Tribunal Constitucional devuelvan su fuerza a las sentencias anuladas. En nuestra opinión, el Tribunal puede acudir a esa técnica. La razón es sencilla: no hay ninguna norma que niegue al Tribunal Constitucional la potestad de hacer revivir sentencias anuladas, al anular él a su vez las que llevaron a cabo esa anulación. En la práctica, el Tribunal ha acudido con frecuencia y sin protesta alguna por parte de los interesados o de los órganos judiciales implicados, a esta técnica. En muchas ocasiones —como hace en la SIC 186/2001— justifica su empleo en la necesidad de no demorar más el restablecimiento del derecho, pero como destaca Rubio Llorente “la que realmente le empuja a saltar por encima del último órgano del Poder Judicial que conoció el asunto, es la de impedir que ese órgano obstaculice la solución que el Tribunal Constitucional considera adecuada”. El Tribunal Constitucional utiliza esta técnica en todos los órdenes jurisdiccionales. Ahora bien, en el orden penal que es donde la empleó por vez primera, la considera inaplicable cuando la sentencia que vulnera el derecho fundamental del recurrente en amparo

es una sentencia absolutoria que anuló otra anterior con-

denatoria. Son supuestos en los que el recurrente en amparo denuncia haber sido

víctima de una vulneración de sus derechos (integridad física, por ej.) llevada a cabo

por un particular, frente a la que ejerció una acción penal que no concluyó con la condena del culpable, bien porque la sentencia condenatoria de primera instancia fue anulada después por un tribunal superior o bien porque todas las sentencias fueron absolutorias. En el primero de los supuestos el Tribunal rechaza la utilización de la técnica de la reviviscencia: “El Tribunal Constitucional —recuerda Rubio Llorente— no se considera facultado para condenar y en consecuencia, cuando el juez ordinario no ha considerado procedente la condena de quien a juicio del Tribunal Constitucional (y de la víctima) es culpable de una violación de derechos fundamentales, el Tribunal Constitucional ha de limitarse a la concesión de amparos puramente platónicos, carentes de efectos jurídicos concretos” (SSTC 21/2000 y 81/2002, con interesantes votos particulares). Si nos hemos detenido, con cierto detalle, en analizar estos supuestos es porque ponen de manifiesto las dudas e incertidumbres que el Tribunal Constitucional alberga sobre su propia posición y, concretamente, sobre su función de garante

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último de los derechos fundamentales. Cuando el Tribunal acude al expediente de devolver su fuerza a sentencias de la jurisdicción ordinaria —anuladas como consecuencia de la interposición de recursos ordinarios— lo hace porque lo considera indispensable para restablecer al recurrente en amparo en la integridad de su derecho. Pero también —y esto es importante subrayarlo— porque el mismo no se considera legitimado para adoptar las decisiones que el juez ordinario tomó (ya se trate condenar en el ámbito penal o de imponer a terceros la obligación de indemnizar en el ámbito de la responsabilidad extracontractual). Por ello en el caso Preysler, como a lo largo del proceso civil previo ya se había fijado en alguna instancia una indemnización que, a juicio del Tribunal Constitucional, era adecuada, esté pudo acudir al expediente de devolver la fuerza a esa decisión de la jurisdicción ordinaria como remedio para el recurrente. Pero en el caso de que en ninguna instancia judicial previa se hubiera fijado una indemnización adecuada —y esto es importante subrayarlo— el Tribunal Constitucional no tendría otra opción que retrotraer las actuaciones, quizás hasta el inicio de las

mismas, con el riesgo evidente de que el nuevo proceso tampoco sirva para lograr una solución satisfactoria.

Estas dificultades del Tribunal para remediar las lesiones de derechos fundamentales producidas en las relaciones entre particulares (aunque para acudir al amparo se imputen al órgano judicial que no la remedió) son aun más evidentes en el ámbito penal. El Tribunal Constitucional se niega a anular las sentencias absolutorias pronunciadas por la jurisdicción penal —a la que otorga por tanto un tratamiento completamente diferente al que dispensa a la jurisdicción civil—. Si el juez civil mediante su sentencia no remedia la vulneración de un derecho fundamental producida por un particular, el Tribunal Constitucional no duda en anular esa resolución judicial. Si, por el contrario, se trata de un juez penal que mediante su sentencia absolutoria no sanciona al culpable y por lo tanto no remedia la vulneración del derecho fundamental llevada a cabo por el particular (absuelto), el Tribunal se limita a reconocer la vulneración pero al negarse a anular la resolución del juez penal, no ofrece ninguna reparación al recurrente. El Tribunal justifica su posición recordando que, aunque muchas normas penales tienen por finalidad la protección de los derechos fundamentales, los titulares de estos no pueden invocar un derecho a que los responsables de su violación sean condenados, sino sólo a que se les persiga penalmente. Dicho con otras palabras, el contenido del derecho fundamental no incluye el derecho a la condena de quien lo vulnere, sino sólo un ius ut procedatur. Las razones del Tribunal son claras y convincentes. Pero al mismo tiempo plantean el interrogante de por qué no se proyectan también sobre el ámbito civil. Las diferencias existentes entre la acción civil y penal son evidentes pero, en el caso de los delitos perseguibles sólo a instancia de parte, se difuminan hasta el

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punto de que, en la práctica, la acción civil desplaza a la penal. La víctima de una vulneración de su derecho al honor o a la intimidad acude preferentemente a la jurisdicción civil antes que a la penal. El respeto que el Tribunal Constitucional muestra hacia las resoluciones de la jurisdicción penal es plenamente comprensible; lo que resulta más difícil de entender es por qué ese respeto no se proyecta con igual intensidad al ámbito de la jurisdicción civil cuando impone indemnizaciones derivadas de daños a los derechos de la personalidad. La determinación de esos daños exige ponderar derechos fundamentales (libertad de expresión y derecho al honor y a la intimidad personal) pero también el juez penal debe llevar a cabo esa ponderación. Sea de ello lo que fuere, es muy probable que, en el origen del polémico y controvertido fallo de la sentencia Preysler II, se encuentre el hecho de que las decisiones judiciales impugnadas a través del amparo se dictaron en aplicación de la LO 1/82 protectora de los derechos de la personalidad y que se autodefine como una Ley de desarrollo de derechos fundamentales. La naturaleza de la ley jugó con toda probabilidad un papel relevante en la deliberación del Tribunal. Ahora bien,

como ha advertido, con su habitual lucidez, Rubio Llorente, “la naturaleza de los

derechos no está a disposición del legislador, que no puede ni negar la condición de fundamentales a los que lo son, ni atribuírsela a los que carecen de ella”. Desde esta óptica, es indiscutible que la LO 1/82 protege los derechos de la personalidad (honor, intimidad e imagen) consagrados en el art. 18. 1 CE. Ahora bien, esos derechos que revisten la consideración de fundamentales en las relaciones entre el individuo y el Estado, no son fundamentales en las relaciones entre particulares. La LO que configura su protección no puede tampoco atribuirles tal carácter. Es evidente que la vida y la integridad física son derechos fundamentales consagrados por el art. 15 CE, pero no por ello se les atribuye ese carácter en las relaciones entre particulares configuradas por la Ley 10/85 reguladora del régimen de la responsabilidad civil aplicable a quienes causen daño a la vida o a la integridad física de otros en el ámbito de la circulación de automóviles.

Todas estas consideraciones nos llevan a la conclusión defendida por Rubio Llorente de que en la Sentencia Preysler II, el Tribunal Constitucional no debió asumir la tarea de fijar la cuantía de la indemnización, pero no por el procedimiento o técnica empleada para hacerlo —que en líneas generales es admisible—, sino por haber tomado como lesión de un derecho fundamental lo que realmente no lo era. “El juez constitucional tiene poder para enjuiciar la corrección de la ponderación de derechos fundamentales efectuada por el juez ordinario, pero a partir de ahí, es sólo este el facultado para apreciar la cuantía del daño y determinar la correspondiente indemnización. Es evidente que, como ha sucedido en este caso (Preysler 1 y II), mediante el ejercicio de esta facultad, el juez ordinario puede

privar de efectos prácticos a las decisiones del juez constitucional en lo que toca

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a las relaciones interindividuales, pero este riesgo es menor que el de reducir todo el ordenamiento a la Constitución”. Lo expuesto pone de manifiesto que la versión española de la denominada en

Italia “guerra de las Cortes” ha enfrentado básicamente a la Sala (Primera) de lo

Civil del Tribunal Supremo con el Tribunal Constitucional. Pero no ha sido la única. La Sala (Segunda) de lo Penal ha registrado también diversos choques con el Tribunal Constitucional. Por la importancia material del asunto controvertido (interrupción del plazo de prescripción de los delitos) podemos señalar como un claro ejemplo de invasión del ámbito competencial de la jurisdicción penal ordinaria la STC 29/2008. El asunto tuvo como protagonistas a dos conocidos empresarios (los Albertos).

La Audiencia Provincial de Madrid (25 de enero de 2001) confirmó un delito de

estafa cometido por Alberto Cortina y Alberto Alcocer, pero los absolvió por considerar prescrito el delito (en contra de la interpretación sobre la prescripción del Tribunal Supremo). Se había interpuesto una querella contra ellos antes de finalizar el plazo de prescripción pero está no fue admitida hasta pasado ese plazo. Los Albertos habían estafado a sus socios en la negociación de la venta del conjunto de Urbanor —una sociedad propietaria de los terrenos donde se construyeron las Torres Kio en la madrileña plaza de Castilla—. Los Albertos ofrecieron a los socios minoritarios una suscripción preferente sobre los valores a un precio de 150.000 pesetas el metro cuadrado cuando ellos habían pactado previamente con los vendedores un precio de 231.000 pesetas. La sentencia absolutoria fue recurrida por los afectados y por el Ministerio Fiscal ante el Tribunal Supremo que falló a favor de los recursos y restableció así la vigencia de su doctrina sobre la prescripción, según la cual la presentación de una querella interrumpe el plazo de prescripción de un delito. Los empresarios fueron condenados a tres años y cuatro meses de prisión cada uno y recurrieron en amparo al Tribunal Constitucional. Y he aquí que el Tribunal, en su STC 29/2008, estimó el amparo. La sentencia provocó un auténtico terremoto en el ámbito judicial. La Sala Segunda del Tribunal Supremo adoptó el 26 de febrero un acuerdo en el que se acusaba al Tribunal Constitucional de “vaciar de contenido” el artículo 123 CE al entrar en cuestiones de legalidad ordinaria e invadir así, de forma clara y manifiesta, el ámbito competencial propio del Tribunal Supremo. Los Magistrados del Supremo sostenían que para determinar si un delito ha prescrito se debe tomar como referencia la fecha en la que se interpone la querella, y no el momento en el que el juez la admite a trámite (tesis del TIC). El Fiscal General del Estado se pronunció también abiertamente en contra de la sorprendente decisión del Tribunal Constitucional. El Pleno de este último reaccionó remitiendo una carta de queja al Presidente del Gobierno por las declaraciones del Fiscal General. Lo cierto es que la sentencia del Tribunal Constitucional evitó que los Albertos ingresasen en prisión tal y como había sentenciado el Tribunal Supre-

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mo. En todo caso, en 2010, se llevó a cabo una reforma del Código Penal que incorporó expresamente la postura defendida tradicionalmente por el Tribunal Supremo: la presentación de denuncia o querella interrumpe el plazo de prescripción del delito, pero se impone al juez el plazo de seis meses para resolver sobre su admisibilidad. El razonamiento defendido por el Magistrado constitucional, Rodríguez Arribas —que de forma tan lamentable como inexplicable se quedó sólo en su discrepancia— resulta, desde una perspectiva constitucional, impecable: “Las Sentencias y Autos que hasta ahora —esto es hasta la STC citada— ha dictado este Tribunal en relación con la prescripción penal, (...) han partido de una constante doctrina en la que, por un lado, se “ha señalado que la apreciación del sentido y alcance del instituto jurídico de la prescripción, como causa extintiva de la responsabilidad penal, es una cuestión de legalidad, que corresponde a los órganos judiciales ordinarios y sobre cuya procedencia no puede entrar este Tribunal desde la perspectiva del derecho a la tutela judicial efectiva (SSTC 152/1987, y 157/1990), (...). En definitiva, la interpretación del precepto regulador de la prescripción penal es una cuestión de legalidad ordinaria que solo puede ser examinada en amparo con arreglo al canon del art. 24.1 CE, es decir, comprobando si existe razonabilidad y ausencia de arbitrariedad o error patente, en el caso concreto (...) El referido y hasta ahora

invariable criterio ha supuesto que los casos que nos son sometidos, han de examinarse uno por uno, con un inevitable y obligado casuismo, sin establecer ninguna doctrina interpretativa general que, por sugestiva y acertada que se presente, puede

invadir las funciones que son propias de la jurisdicción ordinaria, conforme al art. 117 CE y singularmente, de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, la que, por otra parte, en esta cuestión tampoco ha tenido un criterio uniforme”. El caso referido es un claro ejemplo de extralimitación de funciones del Tribunal Constitucional. Aunque podrían traerse otros a colación, los mencionados permiten comprender suficientemente el alcance del problema.

12.3. La cooperación como solución: el necesario diálogo jurisdiccional La garantía de los derechos fundamentales de las personas está confiada en nuestro ordenamiento a dos jurisdicciones internas distintas, la ordinaria y la constitucional. A ellas hay que sumar otras dos de ámbito supranacional, la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Estrasburgo) y la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Luxemburgo). Por lo que al ámbito interno se refiere, las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y constitucional distan mucho de ser pacíficas. Las tensiones y conflictos entre ellas erosionan la necesaria autoridad de ambas jurisdicciones. “El modelo kelseniano —escribe Rubio Llorente— introduce una escisión entre dos jurisdic-

Los derechos fundamentales y sus garantías

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ciones, la ordinaria y la constitucional, que por sí misma basta para debilitarlas, pues la legitimidad de la jurisdicctio radica esencialmente en su auctoritas, que inevitablemente se ve disminuida cuando las distintas jurisdicciones llegan a soluciones distintas”. Para reducir los inconvenientes de esta situación existirían hipotéticamente dos vías. Pero ninguna de ellas es practicable. La primera consiste en intentar delimitar, de la forma más clara y precisa posible, el ámbito propio de cada jurisdicción; y la segunda, más radical, eliminar la dualidad. La primera es una solución inviable porque, como hemos reiterado con insistencia, el intento de distinguir con nitidez y señalar fronteras precisas entre

constitucionalidad y legalidad no ha producido, hasta el día de hoy, resultados claros. Tampoco ha resultado fácil separar con claridad, en la práctica, la interpretación de las normas de la valoración de los hechos. Por lo que se refiere al expediente radical, debe ser igualmente rechazado, no sólo por razones prácticas sino porque la existencia misma del Tribunal Constitucional como clave de bóveda de la arquitectura constitucional debe ser preservada. Y ello aunque sólo fuera por el hecho de que, gracias a su existencia, ha sido posible configurar la Constitución —por primera vez en la historia de nuestro país— como la norma suprema del ordenamiento jurídico. En este contexto únicamente cabe formular dos propuestas. La primera, de lege ferenda, ya expuesta, consiste en crear en el Tribunal Supremo (y en los Tribunales Superiores de Justicia) Salas de amparo constitucional. La actuación de estas Salas permitiría cumplir el objetivo que el incidente de nulidad de actuaciones no logró. La Sala de amparo constitucional del Tribunal Supremo (y de los Tribunales Superiores) resolvería los recursos presentados frente a resoluciones judiciales vulneradoras de derechos fundamentales, contra las que no cupiera otro recurso. La segunda, complementaria de la anterior, supone apelar al necesario diálogo jurisdiccional entre el Tribunal Supremo y el Constitucional —sobre la base constitucional indiscutible de la superioridad de este en materias de garantías constitucionales— que debe extenderse también a sus relaciones con los Tribunales de Estrasburgo y Luxemburgo. Al fin y al cabo, —y al margen de intereses institucionales— todas las jurisdicciones persiguen un mismo fin, la garantía de los derechos y libertades, como elemento unificador y legitimador del ordenamiento jurídico del Estado Constitucional de Derecho. BIBLIOGRAFÍA ARAGÓN REYES, M.: “El incidente de nulidad de actuaciones como remedio previo al recurso de amparo. La función del Ministerio Fiscal” en Estudios de Derecho Constitucional CEPC, 3* edición revisada y aumentada, Madrid, 2013.

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Epílogo A lo largo de los tres capítulos precedentes se ha expuesto el estatuto jurídico de los derechos fundamentales y de sus garantías en el ordenamiento constitucional español. De ello cabe extraer básicamente dos conclusiones: por un lado, que nuestro país cuenta con un efectivo sistema de protección de los derechos fundamentales que permite considerarlo como un Estado material de Derecho; por otro, que el Estado Constitucional surgido de la Transición y alumbrado por la Constitución de 1978 es el protector de los derechos fundamentales. Estas conclusiones nos llevan a examinar, brevemente, en este epílogo, un par de cuestiones: la nueva relación existente entre el Estado y los derechos, y las posibles reformas que podrían introducirse en la Constitución para mejorar su parte dogmática. I El análisis del estatuto jurídico de los derechos fundamentales y de sus garantías —objeto de esta obra— pone de manifiesto la nueva relación existente entre el Estado y los derechos fundamentales. Desde esta óptica, la teoría de los derechos fundamentales sólo puede ser cabalmente comprendida en el marco de una determinada teoría del Estado. "Teoría que culmina la reflexión iniciada hace cuatro siglos por Hobbes en el contexto de las guerras civiles religiosas que asolaron Europa durante los siglos XVI y XVII. Hobbes concibió el Estado como una creación humana artificial. El Estado surge como resultado de un pacto celebrado por los hombres para evitar el estado de guerra civil permanente y de predominio de la ley del más fuerte. La justificación y finalidad esencial del Estado es garantizar la paz. Y, ciertamente, es difícilmente cuestionable el hecho de que esa paz es indispensable para que las personas puedan vivir seguras. Ahora bien, a cambio de esa seguridad el Estado hobbesiano fue concebido como un Estado absoluto. Mediante el pacto de creación del Estado, las personas renunciaban a su libertad en favor del soberano. Este, a cambio, estaba obligado a garantizar la seguridad de sus súbditos. Desde entonces, el constitucionalismo —como conjunto de ideas y doctrinas políticas y jurídicas al servicio de la libertad!*— se marcó como objetivo la limita-

13

Según lo ha definido Fioravanti, “el constitucionalismo es, desde sus orígenes, una corriente

de pensamiento encaminada a la consecución de finalidades políticas concretas consistentes, fundamentalmente, en la limitación de los poderes públicos y en la consolidación de esferas de autonomía garantizadas mediante normas”. FIORAVANTI, M.: Constitucionalismo. Expe-

riencias históricas y tendencias actuales. Trotta, Madrid, 2014, p. 17.

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ción de ese poder absoluto mediante el mismo instrumento empleado por Hobbes para su construcción: el Derecho.

En un proceso que duró siglos —y que tuvo como hito principal, las revoluciones liberales de fines del S. XVIII, pero que realmente no puede considerarse verdaderamente concluido en Europa hasta que, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, los Textos Constitucionales se configuraron como normas supremas del ordenamiento jurídico (merced a la existencia de mecanismos especiales de reforma constitucional y procedimientos de control de constitucionalidad de las leyes)— el constitucionalismo fue articulando procedimientos y mecanismos que limitaran el poder del Estado y de esa manera garantizaran las libertades y los derechos de las personas. En este sentido, el Estado Constitucional de Derecho entendido como Estado material —y no meramente formal— de Derecho es aquel en el que la libertad está jurídicamente garantizada. Por ello, el Derecho debe tener un contenido sustantivo determinado. Ese contenido se deriva de unos valores (la dignidad de la persona y la igual libertad de todos) y se concreta en los derechos fundamentales. Los derechos fundamentales son así la sustancia del Estado Constitucional. Ahora bien, culminado, de esta forma, el proceso histórico de limitación del

poder del Estado, nos encontramos con que las nuevas circunstancias históricas y políticas del mundo del siglo XXI obligan a replantear —como decíamos— la relación entre el Estado y los derechos. Ciertamente, el Estado sigue siendo una amenaza potencial para la libertad de las personas. La existencia de numerosos regímenes autocráticos, por un lado, y los riesgos de involución de los Estados democráticos (incluidos algunos de la Unión Europea como puede ser Hungría en el momento de redactar estas líneas), por otro, así lo confirma. Pero, junto al poder

político o poder público ejercido por los órganos del Estado, han ido apareciendo numerosos poderes privados: grandes grupos económicos, corporaciones financieras, fondos de inversión, industrias farmacéuticas, grupos multimedia, etc., que

por su propia naturaleza se yerguen como potenciales y formidables amenazas para la libertad de las personas.

“La amenaza de la libertad humana por medio de poderes no estatales, —escribe Hesse— en la actualidad puede ser un riesgo mayor que el propio Estado”. Y en este contexto, la libertad sólo puede ser defendida y garantizada como un todo unitario: “no ha de ser sólo una libertad que faculta, sino también una protección frente a los daños sociales”!*. Por ello, la concepción de los derechos fundamentales únicamente como derechos subjetivos de defensa frente al Estado resulta insuficiente. Para hacer frente a esta problemática surge la comprensión de los

14

HESSE, K.: “El significado de los derechos fundamentales” en Escritos de Derecho Constitucional. Fundación coloquio jurídico europeo-CEPC, Madrid, 2011.

Epilogo

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derechos fundamentales también como principios objetivos capaces de desplegar su eficacia en las relaciones entre particulares. Por otro lado, la plena efectividad de muchos derechos fundamentales —a pesar de su preexistencia al poder legislativo— requiere la intervención del Estado. Así ocurre, de forma clara, con el derecho a la educación o con el derecho a la tutela judicial efectiva. Pero, en mayor o menor medida, también con el resto. Y

ello porque, a la altura de nuestro tiempo, sin la existencia del Estado —esto es, en una situación de anarquía similar al hobesiano estado de naturaleza— no es concebible la libertad humana. Heller advirtió, por ello, con su habitual lucidez, que la libertad humana es siempre libertad organizada. No es posible garantizar la libertad sin la intervención estatal. “La conformación libre y autónoma de la vida depende en gran medida de condiciones que sólo están parcialmente disponibles al individuo y, en ocasiones, ni eso. Producir y mantener estas situaciones es en esencia tarea del Estado, que se ha convertido en un Estado planificador, directivo, en un Estado de la “procura existencial” y de la seguridad en la sociedad. Así, es imposible avanzar con la comprensión de los derechos fundamentales como meros derechos de defensa en tanto que la libertad humana, a la luz del estado, no surge tan sólo por la omisión de intervenciones en la esfera individual, sino que requiere además una acción estatal amplísima”. Bajo los dos aspectos mencionados —la existencia de poderes privados que amenazan la libertad y la imposibilidad de garantizar esta mediante la mera abstención estatal— la relación existente entre los derechos fundamentales y el Estado Constitucional reviste una nueva dimensión. El Estado ya no puede ser concebido únicamente como una potencial amenaza para la libertad y se convierte, de hecho, en el protector de los derechos fundamentales. El Estado Constitucional —a diferencia del Estado absoluto— debe ser concebido ante todo y sobre todo como el garante de los derechos fundamentales: “Si la libertad ha de ser real, se requiere, en sentido amplio, el cumplimiento efectivo de los derechos fundamentales a través del Estado: el Estado no se muestra simplemente como un enemigo potencial de la libertad, sino que se convierte en su protector” (Hesse). El Estado Constitucional de Derecho, como estado limitado jurídicamente — formal y materialmente— es el garante de los derechos. La vigencia y efectividad de los derechos fundamentales depende de la existencia de una serie garantías jurídicas y políticas —como las estudiadas en esta obra— que están encomendadas a Órganos e instituciones incardinados en el poder estatal (Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Ministerio Fiscal, Cortes Generales, Administración Pública).

Por todo ello, la relación entre los derechos fundamentales y el Estado es una relación conflictiva y hasta cierto punto paradójica. Los derechos limitan el poder del Estado que es, a su vez, quien los garantiza. Pero sobre todo, los derechos

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legitiman la existencia misma del Estado y del poder público que limitan. La legitimidad del Estado reside en su condición de garante de los derechos. Para decirlo con mayor claridad, un Estado que no protege adecuadamente los derechos fundamentales carece de legitimidad. Los derechos fundamentales son así —y esta es una de sus funciones esenciales como ya vimos— el fundamento de legitimidad del orden estatal. Por ello, y citando una vez más al insigne profesor alemán, Konrad Hesse, “Derechos fundamentales y Estado fuerte no se excluyen recíprocamente, antes al contrario, son mutuamente dependientes. Ello se explica porque hacer efectivos y asegurar los derechos fundamentales está, bajo las condiciones de nuestro tiempo, encomendado al Estado; una y otra tarea requieren de un Estado fuerte, capaz de funciones y prestaciones, en condiciones de cumplir su misión. Tal fortaleza es, por ello, no tanto asunto de un aparato de poder estatal lo más eficaz posible cuanto del asentimiento libre de un número tan vasto como sea posible de ciudadanos a quienes importe lograrla, mantenerla y renovarla en todo momento”. Ahora bien, el hecho de que la existencia y la fortaleza del Estado resulten imprescindibles para poder garantizar la plena y efectiva vigencia de los derechos fundamentales no quiere decir, en modo alguno, que la necesidad de limitar su poder haya desaparecido. Al contrario, esa limitación es la seña de identidad del Estado Constitucional. En el contexto de esta relación entre los derechos fundamentales y el Estado Constitucional se plantean problemas que distan mucho de haber encontrado una respuesta definitiva. La ambivalente posición del Estado —como garante y amenaza para la libertad simultáneamente— se muestra, con toda crudeza, en el

ámbito de las nuevas regulaciones para hacer frente al terrorismo aprobadas en algunos Estados como respuesta a los criminales atentados islamistas del 11 S.

El 11-S marcó un punto de inflexión en el siempre precario equilibrio entre la libertad (como valor superior del ordenamiento) y la seguridad (como fin del Estado). En este sentido, no se trata ahora de examinar aquellos supuestos en que dicho equilibrio ha sido vulnerado de forma clara, y de los excesos cometidos en la lucha contra el terrorismo global (torturas a prisioneros, vuelos secretos de la CIA. o incluso ejecuciones extrajudiciales con violación del derecho al debido proceso), sino de poner de manifiesto dilemas más sutiles, como puede ser el siguiente: ¿Puede el Estado abatir un avión con inocentes a bordo para prevenir un atentado kamikaze? Este caso límite del Derecho Constitucional se ha planteado ya en Alemania, y en la medida en que podría plantearse también en España, resulta oportuno conocer los términos del debate. La intervención del legislador alemán vino impulsada por un grave incidente acaecido a principios del año 2003. El 5 de enero de 2003, un hombre armado secuestró una avioneta y sobrevoló el barrio financiero de Fráncfort del Meno. El

Epilogo

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secuestrador amenazó con estrellarse contra la sede del Banco Central Europeo por lo que el centro de la ciudad tuvo que ser evacuado. Un helicóptero de la policía y dos aviones de caza militares acudieron al lugar y se situaron cerca de la avioneta. Tras algo más de media hora, quedó claro que el secuestrador era un perturbado y, tras negociar con él, depuso su actitud, aterrizó y se entregó. Este grave incidente está en el origen de la aprobación —dos años después— de la Ley de seguridad aérea de 11 de enero de 2005. El parágrafo 14 de esta norma permite a las autoridades federales ordenar el derribo de una aeronave cuando, a la vista de las circunstancias, pueda concluirse que va a ser utilizada contra la vida de personas inocentes, y esta medida constituya la única manera de evitar dicho peligro. El apartado 3 del mismo dispone textualmente que “el ataque armado

sólo será lícito cuando, de acuerdo con las circunstancias, pueda concluirse que la

aeronave va a ser utilizada contra la vida de las personas y éste sea el único medio de defensa contra dicho peligro inminente”. El ataque sólo podrá ser ordenado por el Ministro Federal de Defensa o, en su lugar, por el miembro del Gobierno Federal autorizado para ello. La Exposición de Motivos de la Ley reconoce con toda claridad que el mencionado apartado tercero autoriza el uso de las armas para abatir el correspondiente avión aun en el caso de que en él se encuentren inocentes y el ataque armado les ocasione una muerte prácticamente segura.

En definitiva, la norma que nos ocupa está configurada como una cláusula de ultima ratio que faculta al Estado para sacrificar la vida de las personas que viajan a bordo de un avión —terroristas, tripulantes y pasajeros—a fin de salvar la vida de otras personas. El precepto fue recurrido en amparo ante el Tribunal

Constitucional por varias personas que viajaban frecuentemente en avión. El Tri-

bunal Constitucional Federal alemán, en una célebre y polémica sentencia de 15 de febrero de 2006, estimó el recurso de amparo y anuló la norma recurrida por vulnerar el derecho fundamental a la vida y la garantía constitucional de la dignidad humana, en la medida en que resulte afectado algún inocente.

El Alto Tribunal alemán declaró que la “instrumentalización” de las personas inocentes que viajaban en el avión atenta contra su dignidad humana. El respeto a este principio impide que el Estado pueda tratar a una persona como un instrumento, y la ley enjuiciada lo hace al aceptar el sacrificio de las vidas de los inocentes que viajan en el avión para salvar las vidas de las personas que están en tierra. Para el Tribunal la vida humana es imponderable. No se puede sacrificar una para salvar cien. La sentencia fue objeto de numerosas críticas. Baste señalar aquí alguna incongruencia. El Tribunal señala que en el supuesto de que en el avión sólo viajasen terroristas sí podría ser abatido. Sin embargo, matar a los terroristas para proteger a las personas que se hallan en tierra firme también supone instrumentalizarlos. Como ha advertido uno de los críticos de este fallo, “cuando se trata de abatir una aeronave con inocentes a bordo, la vida es imponderable, mientras que cuan-

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do en aquélla sólo hay terroristas, entonces el derribo puede ser proporcionado, de acuerdo con el resultado de una ponderación global entre la gravedad de la intervención en el derecho fundamental a la vida de los terroristas y el peso de los bienes jurídicos que se trata de proteger. Es decir, en este último caso sí que se pondera la vida de los terroristas frente a la vida de los inocentes que se hallan en tierra firme. ¿Por qué allí no y aquí sí?”*, En nuestra opinión, la ponderación resulta obligada siempre y en cualquier circunstancia. Pero, al margen de la respuesta concreta que demos al caso, lo relevante es que se trata de un supuesto en el que según la perspectiva que se adopte

el Estado aparece como amenaza (para quienes viajan en el avión secuestrado) o

como protector (para las potenciales víctimas que están en tierra) del derecho a la vida. Sea de ello lo que fuere, este y otros supuestos que podríamos traer a colación en el ámbito de la política y la normativa antiterrorista, ponen de manifiesto,

con toda claridad, que la necesidad de limitar el poder estatal, exige seguir con-

cibiendo los derechos fundamentales, también, como derechos frente al Estado y

como límites a su actuación.

La ambivalente posición del Estado en relación con los derechos fundamentales se pone de manifiesto también en el contexto del Estado Social. Si en el ámbito de la legislación antiterrorista el conflicto se plantea entre libertad (que limita las posibilidades de actuación del Estado) y seguridad que las potencia, en el contexto del Estado Social el conflicto reviste otras connotaciones. Aquí la seguridad entendida como garantía de las condiciones materiales de existencia exige también la actuación del Estado pero plantea igualmente problemas sobre los límites de esta. Los derechos fundamentales están al servicio de la integración social. La integración —como finalidad de la Constitución— resulta amenazada si no se garantizan las condiciones materiales de la existencia de las personas (trabajo, salud,

educación). El Estado Social de nuestro tiempo es por ello un Estado que interviene en la economía y en la sociedad para garantizar derechos como la educación o la salud. En este sentido, la necesidad de algunas intervenciones es evidente. Pero más allá de ellas, se plantea también la necesidad de limitar su alcance pues “una ampliación ilimitada de la responsabilidad y actividad estatal, que desembocase en la omnicomprensiva planificación, atención y conformación estatal, eliminaría la responsabilidad de cada uno por sus propias condiciones vitales” (Hesse).

La libertad es también responsabilidad, y la garantía de la libertad como responsabilidad impide atribuir un carácter ilimitado a las posibilidades de actuación del Estado Social.

15.

DOMÉNECH,

G.: “Comentario

a la Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán

sobre la Ley de Seguridad Aérea” en Revista de Administración Pública, núm. 170, 2006, p.

423.

Epílogo

251

Expuesta así, en términos generales, la relación existente entre el Estado Constitucional y los derechos fundamentales, vamos a concluir esta obra sobre los derechos fundamentales y sus garantías en el ordenamiento constitucional español, realizando un balance sobre la situación en la que nos encontramos y las posibles reformas que podrían abordarse en la parte dogmática de nuestra Constitución. 0

En ningún momento de la historia de España han disfrutado los ciudadanos de más libertad y protección jurídica que hoy. En el Estado social y democrático de Derecho configurado por la Constitución de 1978 se garantizan de forma eficaz los derechos fundamentales de las personas. Este es, sin duda, el principal éxito de

la Monarquía parlamentaria instaurada en 1978 con un amplio consenso. Consenso, igualmente, sin parangón en nuestra historia constitucional que —hasta ese

momento— era la historia de un fracaso. Fracaso que determinó la inexistencia en nuestro país de un verdadero Estado de Derecho que garantizara de forma efectiva las libertades individuales y los derechos fundamentales.

Cualquier juicio o valoración del estado de los derechos fundamentales en nuestro país —salvo que incurramos en un formidable ejercicio de falsificación de la realidad y de la historia— debe partir de esa consideración. Con estas premisas, y tras casi cuatro décadas de desarrollo constitucional, resulta oportuno plantearse la conveniencia y oportunidad de reformar el Título Primero de la Constitución. Como es sabido, la reforma constitucional es la asignatura pendiente y siempre aplazada. La posible apertura de un procedimiento de reforma se rechaza con el argumento de que no se dan las condiciones políticas adecuadas para ello (consenso). Se olvida interesadamente que el consenso no puede plantearse como un punto de partida sino como el punto de llegada. Tampoco en 1977 existía consenso. Este fue el fruto de muchos meses de trabajo y negociaciones entre las diversas fuerzas políticas, animadas por un espíritu constructivo y en el marco de un diálogo sincero y con predisposición al acuerdo. La Constitución exige reformas en muchos ámbitos: la organización territorial, la adaptación al proceso de integración europea, el diseño de instituciones cuya independencia no está suficientemente garantizada (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional), o el propio procedimiento de reforma. En nuestra opinión, la reforma también debería incidir en la parte dogmática del Texto Constitucional. a) En primer lugar, sería preciso incluir —siguiendo la senda del constituyente alemán— una cláusula de intangibilidad que protegiera a los derechos fundamentales frente al poder de reforma constitucional. Los derechos fundamentales se configuran como límites al poder del Estado, es decir, al poder democrático. Cuanto más se extienda la esfera de aplicación de los derechos fundamentales

252

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tanto más se limita el margen de actuación democrática. En el Estado Constitucional la democracia debe ser entendida —de la misma forma que el Estado de Derecho— en un sentido material. Sólo es democrático aquello que resulta conforme con los derechos fundamentales. Y esto vale no sólo para el legislador que no podría aprobar legítimamente una ley que violase aquellos, sino también para el poder de reforma, que —por la misma razón— no podría aprobar una modificación constitucional contraria a un derecho fundamental. En definitiva, para que la garantía de la libertad no resulte vana es preciso que en el Texto Constitucional se garantice no sólo la indisponibilidad de los derechos por el legislador —lo que ya se hace en el art. 533— sino también que se prohíba expresamente al poder de reforma la posibilidad de desnaturalizarlos o violarlos de cualquier modo. Naturalmente, la cláusula de intangibilidad debería incluirse en el Título dedicado a la Reforma, haciendo desaparecer el tan confuso como peligroso sintagma “revisión total” del art. 168. Expresión que interpretada literalmente conduciría al despropósito de identificar reforma de la Constitución —como operación jurídica y por ello materialmente limitada— con destrucción de la misma. Si los derechos fundamentales se configuran como el núcleo de legitimidad de la democracia constitucional, es evidente que la legitimidad no puede ser destruida sin que lo sea también la propia Constitución. Ello hace necesario incluir en la Constitución una cláusula de intangibilidad en defensa de los derechos fundamentales. La necesidad ciertamente es relativa. En principio cabría afirmar que los derechos fundamentales —aunque no haya cláusula de intangibilidad alguna— son un límite material implícito al poder de reforma que se deduce del propio concepto de Constitución. Sin embargo, en la medida en que nuestro Tribunal Constitucional no se ha hecho eco de esta doctrina, sino que, por el contrario,

la ha rechazado expresamente, afirmando que siguiendo los procedimientos del artículo 168, el poder de reforma carece de límites materiales, el establecimiento de esa cláusula sí que resulta procedente y necesario. La reforma que proponemos tendría un efecto jurídico claro: el establecimiento de un límite material explícito al poder de reforma, es decir, el blindaje del fundamento de legitimidad del orden estatal y, en consecuencia, la conversión de nuestro régimen constitucional en una democracia militante. b) Una segunda reforma consistiría en incluir expresamente en la cláusula de apertura al derecho internacional de los Derechos Humanos del art. 10. 2, las referencias a dos "Textos cuya importancia para la interpretación de los derechos fundamentales es crucial: el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. El efecto de la reforma sería simbólico y político en cuanto permitiría visualizar los Textos citados pero, desde un punto de vista estrictamente jurídico, no supondría la atribución a los mismos de un valor superior al que ya tienen.

Epílogo

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En este contexto, y dando un paso más, se podría dar valor constitucional a ambas declaraciones mediante su inclusión en el propio artículo 53. 1 CE. De lo que se trataría es de establecer que ambos Tratados vinculan a todos los poderes públicos. La propuesta figura en el Informe sobre la reforma constitucional dirigido por Javier García Roca y tendría efectos muy positivos. La referencia a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea —que debería enmarcarse dentro de una reforma más completa y ambiciosa que adaptara nuestro Texto Fundamental no sólo al estadio actual del proceso de integración europea sino al deseable horizonte federal del mismo— en el art. 53 supondría una extensión de su ámbito de aplicación. Según el art. 51 de la Carta, sus disposiciones se dirigen a los Estados cuando “apliquen el Derecho de la Unión”. La reforma propuesta implicaría que los poderes públicos españoles estarían sujetos a ella también en aquellos ámbitos en los que no actúen ejecutando Derecho de la Unión. “Una homogeneización de los estándares de garantía —advierte el Informe citado— parece lógica, para impedir disfunciones y asimetrías en su exégesis, que carecerían

de toda razonabilidad, y ello ubicaría además a España en una posición a la vanguardia europea dentro de la Unión”?**, c) Junto a las reformas anteriores que afectan a la propia comprensión y naturaleza de los derechos fundamentales en su conjunto, y al reforzamiento de su inserción en el sistema europeo, cabe abordar también algunas otras de carácter puntual. Así, la relativa a las garantías constitucionales del derecho al matrimonio (art. 32 CE) y del derecho a la propiedad privada (art. 33 CE). Se trata de derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos pero que, por figurar en la Sección segunda del Capítulo segundo del Título I, carecen de la garantía procesal específica del recurso de amparo ante el tribunal Constitucional. Ello impide, en la actualidad, que el Tribunal Constitucional pueda pronunciarse sobre ellos con carácter previo y facilita el acceso directo al TEDH. Esta situación no facilita el diálogo entre el Tribunal Constitucional y el TEDH. De hecho, tras el fallo correspondiente dictado en Estrasburgo, nuestro Alto Tribunal se ve obligado a otorgar amparos por vulneración de derechos no susceptibles de amparo mediante interpretaciones forzadas como pudo ser el caso de la SIC 51/2011 (derecho al matrimonio). En este sentido, algunos han defendido el traslado de ambos derechos a la Sección primera para otorgarles así la protección del recurso de amparo. En nuestra opinión, sin embargo, es preferible suprimir la limitación material establecida en el art. 53 al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional y extender su ámbito de protección a todos los derechos fundamentales contenidos

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GARCÍA

ROCA, J. (ed.): Pautas para una reforma constitucional. Informe para el debate.

Aranzadi, Cizur Menor, 2014, p. 35.

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en el Capítulo Segundo, es decir, también a los de la Sección segunda. Como hemos visto en esta obra, en nuestro ordenamiento es el recurso de amparo el que garantiza que el Tribunal Constitucional, como supremo intérprete de la Constitución, es también el supremo intérprete de los derechos fundamentales. Y el balance de su actuación, en este ámbito, es extraordinariamente positivo. Sobre todo en los primeros años de su andadura, antes de que sufriera el declive de los últimos tiempos. En todo caso, el Tribunal ha contribuido y continúa haciéndolo de forma meritoria y admirable a la efectiva vigencia de los derechos fundamentales y a la unificación de su interpretación. Por ello y sin olvidar la necesidad de poner remedio a la sobrecarga de trabajo, en una futura reforma constitucional, el recurso de amparo debería ser preservado. Tampoco sería oportuno ni conveniente excluir de su ámbito de protección derechos hasta ahora incluidos. Por el contrario, y como ha destacado el profesor Manuel Aragón, habría que extender su protección a los derechos de la Sección segunda del Capítulo segundo del Título primero de la constitución.: “No tiene por qué existir contradicción entre la necesidad de descargar de trabajo al tribunal en los recursos de amparo, lo que puede y debe hacerse, y la oportunidad de que el tribunal Constitucional sea, en verdad, el supremo intérprete y aplicador en materia de garantías constitucionales como se desprende del art. 123. 1 CE, es decir, de todos los derechos fundamen-

tales y no sólo de los contenidos en el art. 14, en la sección primera del Capítulo segundo del Título Primero y en el art. 30.2 de la Constitución”?”. d) Por lo que se refiere a la redacción de los enunciados de los distintos derechos, únicamente sería necesario modificar los artículos 15 y 32 CE. Del artículo 15 (derecho a la vida) habría que eliminar la posibilidad de incluir en las leyes penales militares la pena de muerte. Con ello —y en coherencia con la ratificación por parte de España del Protocolo número 13 a la Convención Europea de Derechos Humanos— la pena capital desaparecería definitivamente de nuestro ordenamiento. Más relevante y polémico es un tema como el de la eutanasia que convendría afrontar. En la medida en que el Tribunal Constitucional considera que el derecho a la propia muerte —derecho a una muerte digna—, o derecho a disponer de la propia vida, no puede ser deducido del enunciado del artículo 15, sería conveniente abordar la regulación básica de la eutanasia en el propio Texto Fundamental. e) La reforma del artículo 32 (derecho al matrimonio) consistiría en adecuar el texto al desarrollo legislativo actual cuya constitucionalidad ha confirmado la STC 198/2012. Podría adoptarse la redacción ofrecida por el art. 9 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea: “Se garantiza el derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica entre los cónyuges”.

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ARAGÓN, M.: “Problemas del recurso de amparo” en Estudios de Derecho Constitucional CEPC, 3* edición revisada

y aumentada, Madrid, 2013.

Epílogo

255

f) De todo lo anterior se desprende claramente que las reformas propuestas no pretenden ampliar el número de derechos fundamentales incluidos en la Constitución. La tendencia que a este respecto se puede observar en algunos Textos Constitucionales de Iberoamérica sólo sirve para devaluar la “fundamentalidad” de los derechos y para crear unas expectativas que, necesariamente, van a ser defraudadas. Desde esta óptica, es preciso ser rigurosos y resistir la tentación de incluir como nuevos derechos, expectativas o demandas sociales que, tanto desde un punto de vista teórico o conceptual como

práctico no pueden configurarse

como verdaderos derechos fundamentales. En este sentido, el régimen jurídico de los principios rectores del Capítulo Tercero, —a salvo lo que diremos a continuación— no debe ser objeto de reforma. La salvedad se refiere al contenido de los artículos 41 y 43, es decir los derechos a la Seguridad Social y a la protección de la salud. El desarrollo del Estado Social los ha convertido en derechos de prestación universalmente garantizados. No parece razonable que su estatuto jurídico sea diferente del establecido para el derecho a la educación. De la misma forma que un niño tiene un derecho fundamental a la educación, debería tenerlo también a la asistencia sanitaria. En uno y otro caso cabe configurarlos como derechos preexistentes al legislador con un contenido esencial, sin perjuicio de que la intervención del legislador y de la Administración sea indispensable para garantizar su efectividad. Es cierto que la fijación del contenido de las prestaciones incluidas en los derechos a la salud y a la Seguridad Social —de la misma forma que ocurre con el derecho a la educación— puede cambiar con el paso del tiempo, las circunstancias, y ciertamente, también puede depender de las disponibilidades presupuestarias. Sin embargo, —en ambos casos— cabe apelar a la existencia de un contenido esencial susceptible de limitar la actuación del legislador. Por ello sería conveniente, para reforzar su protección, el traslado de ambos preceptos a la Sección primera del Capítulo primero. Podrían ubicarse después del derecho a la educación (art. 27 CE).

Las reformas propuestas contribuirían a mejorar el sistema constitucional de protección de los derechos fundamentales. Sin embargo, junto a ellas, es preciso insistir en otro frente: el del reforzamiento de la cultura de los derechos, esto es, la interiori-

zación por parte de los ciudadanos de los principios y valores del Estado Constitucional de Derecho. A estos efectos, resultaría conveniente reintroducir en los planes de estudio de la educación secundaria la asignatura “Educación para la Ciudadanía”. En ella, la enseñanza de los derechos humanos debiera ocupar un lugar destacado!?*. De lo que se trata, en última instancia, es de reforzar el “sentimiento constitu-

cional” de los ciudadanos. El sentimiento constitucional consiste en estar implica-

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SÁNCHEZ, R., y JMENA, L.: La enseñanza de los derechos humanos, Ariel, Barcelona, 1995.

256

Javier Tajadura Tejada

do en la Constitución. Podríamos definirlo como la adhesión íntima a las normas e instituciones fundamentales de un país, experimentada con intensidad, más o menos

consciente, porque

se estiman —sin

que sea necesario un conocimiento

exacto de sus peculiaridades y funcionamiento— que son buenas y convenientes

para la integración, mantenimiento y desarrollo de una justa convivencia!?”. La in-

tensidad de este sentimiento en una sociedad dada es un buen criterio para medir su madurez cívica y el nivel de su cultura política. El sentimiento constitucional existe y su actuación se percibe en los países con larga tradición democrática. Su existencia es la prueba más significativa de la consonancia entre norma y realidad. La crisis del sentimiento constitucional, por el contrario, pone de manifiesto la falta de integración política. La falta de presencia activa del sentimiento constitucional en ordenamientos democráticos recién estrenados, o débiles, indica, precisamente, que todavía no han enraizado o que están en crisis o amenazados por ella. Un ordenamiento constitucional sin suficiente adhesión sentida puede devenir fantasmagórico, aunque se estudie y discuta en los libros y se explique en las aulas universitarias. Nunca se insistirá bastante en la necesidad de que la sociedad se adhiera a la Constitución, sintiéndola como cosa propia. Por todo ello, en momentos de crisis como la actual, resulta fundamental subra-

yar la importancia de la vinculación moral de los ciudadanos a las instituciones diseñadas por la Constitución y a los derechos y libertades que reconoce y garantiza. Teniendo presente, en todo caso, que, como advierte mi maestro, Antonio Torres del Moral, “la plenitud del Estado Social y democrático de Derecho más que una realidad es un concepto tendencial”** y, por ello, susceptible siempre de mejora y perfeccionamiento. La lucha por el Estado de Derecho y por los derechos fundamentales no ha concluido, ni en España, ni en ningún otro lugar. En la mayor parte de los Estados queda aun un larguísimo camino por recorrer. El drama de la inmigración irregular nos apela, con toda crudeza, al poner de manifiesto que, en amplios lugares del planeta, las personas no tienen garantizadas las condiciones materiales mínimas de su existencia, por lo que no dudan en arriesgar sus vidas para llegar a Europa. La Unión Europea debería plantearse la necesidad de implementar programas de ayuda en los países de origen y, en todo caso, está obligada a gestionar sus políticas migratorias sin traicionar sus principios y sus valores,

esto es, con pleno respeto también a los derechos fundamentales de aquellos cuya única esperanza es desarrollar una vida digna en territorio europeo.

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LUCAS VERDU, P.: EL sentimiento constitucional, Reus, Madrid, 1985.

TORRES DEL MORAL, A.: Estado de Derecho y democracia de Partidos, 4* edición, Universitas, Madrid, 2012, p. 103.