Logoi : una gramática del lenguaje literario
 9789681613242, 9681613244

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FERNANDO VALLEJO

LOGOI Una gramática del lenguaje literario

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1983 Cuarta reimpresión, 2011

Vallejo, Femando Logoi. Una gramática del lenguaje literario / Femando Vallejo. — México : FCE, 1983 547 p .; 21 x 14 cm — (Colee. Lengua y Estudios literarios) ISBN 978-968-16-1324-2 1. Retórica 2. Literatura — Teoría I. Ser. II. t. LC PN179 ,E8

Distribución mundial D. R. © 1983, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001: 2008 Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica. com www.fondodeculturaeconomica.com Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4694

ISBN 978-968-16-1324-2 Impreso en México * Printed in México

Dewey 415 B1961

A la memoria de R ufino José Cuervo, cuya vida fue la pasión por el idioma

INTRODUCCIÓN L a h is t o r i a de la literatura occidental empieza con un enig­ m a : los poemas homéricos. D e lo que les precede no tenemos noticia, ni la tuvieron Herodoto, ni Aristóteles, ni ninguno de los más eruditos escritores de la antigüedad. Y sin embargo todo en la litada y en la OdiseaJ su riqueza verbal, sus recur­ sos narrativos, la cadencia de sus versos, la plenitud de la forma, todo nos asegura que no estamos ante un primer en­ sayo sino frente a una culminación. Si bien el dialecto de los poemas (jónico en esencia pero con restos de formas eólicas y de un griego arcaico con moder­ nizaciones áticas) no tiene paralelo contemporáneo con el cual podamos cotejarlo, en nada parece un lenguaje hablado sino, por el contrario, una lengua creada expresamente para servir de expresión a la epopeya. Se impone considerar a este idio­ m a de abundante vocabulario, rico en sinónimos y en proce­ dimientos literarios, más que como un comienzo como el resul­ tado de un esfuerzo continuo de generaciones de poetas que lo llevaron a la plenitud con que pudo emplearlo Homero. Su complejidad y perfección nos fuerza a buscar en la oscura noche prehomérica unos antecesores, una tradición que inventara pa­ so a paso las convenciones de la epopeya y sus procedimientos, que creara el sentido del ritmo y las cadencias del verso: a ne­ gar. en suma, el milagro de un sol inicial. Sea lo que fuere, el esplendor de Homero condenó al olvido a quienes le precedieron. Y a un olvido de tal magnitud que de ellos no nos queda ni una estrofa, ni un fragmento, ni si­ quiera la mención de un nombre. Compuestos antes de que los griegos adoptaran la escritura fenicia, los poemas homéricos fueron confiados a la memoria y, como el destino de Ulises, a los caminos del mar. Y de isla en isla y de generación en generación llegaron a Atenas, a las grandes fiestas cuadrienales que en honor de Atenea celebraba la ciudad. Allí, y en tiempos de Pisístrato, se intentó la pri­ mera fijación de su texto: sabemos que los “ diascevastes” reunieron los cantos dispersos que cantaban los rapsodas y que agregándoles pasajes de transición los unificaron en los dos 9

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poemas definitivos. Aiaaxeuarciic, del verbo SiasaxeuaCeiv, arre­ glar, significa en griego corrector. Los siglos siguientes alteraron considerablemente ese pri­ mer texto e hicieron necesaria una nueva fijación. Los “escor liastas” de Alejandría entonces eliminaron las numerosas inter­ polaciones que había acumulado el tiempo y dividieron cada epopeya en veinticuatro cantos que designaron con las letras de su alfabeto. D e sus ediciones críticas las de Aristarco, que la antigüedad consideraba las más notables y cuidadosas, son las que han llegado hasta nosotros, con algunas variantes. Más de tres siglos pasaron entre Homero y los diascevastes de Atenas y otros tantos entre éstos y los escoliastas de Ale­ jandría. E n adelante los poemas homéricos habrían de correr la suerte común a todas las obras literarias de la antigüedad que han sobrevivido hasta los tiempos modernos: de siglo en siglo y de manuscrito en manuscrito, de copista en copista y de interpretación en interpretación, salvaron el ancho abis­ m o de la Edad Media cristiana y su recelo. N o sabemos a cien­ cia cierta qué pueda quedar de Homero en cada verso de la Üktda o de la Odisea que conocemos, sometidos tantas ve­ ces a las trampas del olvido y del error humano. Sólo podemos sentir ahora que su belleza original, cualquiera que fuera, se acrecienta con resonancias de siglos. Dos hechos en esta historia incierta pueden servir de co­ mienzo a una reflexión sobre el lenguaje de la literatura: el primero, que los poemas homéricos estaban compuestos en una lengua distinta de la hablada; el segundo, que esa lengua fue sometida a la imposición del ritmo y vaciada en el molde fijo del hexámetro. Vale decir, que la epopeya primitiva fue can­ tada en un idioma artificial construido en base al dialecto jó­ nico hablado; y que el verso precedió a la prosa. El lenguaje de la epopeya difería en esencia del de la vida diaria y un griego contemporáneo de Homero tenía que sen­ tirlo así. Tenía que oír como algo extraño la constante rítmica del hexámetro, los arcaísmos, las creaciones poéticas, los pro­ cedimientos sintácticos ajenos a la expresión cotidiana. Esta separación inicial entre lengua hablada y escrita sub­ siste a lo largo de tres milenios de historia literaria en Occi­ dente. Todo discurso, todo poema, todo ensayo, tqda novela, en cualquier lengua o momento de esta historia, está compuesto en un idioma que sólo en parte coincide con la forma hablada.

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¿E n qué parte? E n unas cuantas palabras y giros sintácticos. El resto es literatura. Y no puede ser de otro modo: las dos formas de la lengua común se oponen por su finalidad y por las condiciones de su empleo. El lenguaje oral, esencialmente práctico, busca la co­ municación inmediata; vive en las frases dispersas de varios interlocutores: llamadas de atención, preguntas, respuestas, órdenes, exclamaciones, lamentos — oraciones interrumpidas y elípticas en que la situación suple lo no dicho o en que el tono de la voz da tantas veces la clave del sentido— . El lengua­ je literario, en cambio, por mínima que sea la pretensión artís­ tica del autor, fluye en un continuo de oraciones, períodos y párrafos estructurados en la totalidad de un texto. A los fines prácticos e inmediatos del habla se opone la intención ordena­ dora y estética de la literatura; a los múltiples interlocutores, el autor único; a los infinitos matices de la voz, el silencio uniforme de lo escrito; a las largas pausas de la vida, la con­ tinuidad de la prosa o del poema. A u n en las canciones de gesta de las lenguas románicas, cantares de pueblos nuevos en lenguas nuevas, imbuidos de la ingenuidad propia de la infancia de las naciones, resulta fácil reconocer una compleja elaboración artística y numero­ sos procedimientos literarios. Dejemos de lado la persistencia del ritmo, herencia antigua, y la nueva constante de la rima: “D e los sos ojos tan fuertemientre llorando” empieza el Poem a del Cid, con una inversión, recurriendo al esquema literario de anteponer el complemento circunstancial al verbo, contra el sentido natural del español hablado. Sostenía Aristóteles en su Retórica (m , n, 2 y 3) que la desviación de lo ordinario era lo que hacía parecer más noble al lenguaje de la oratoria. Y que, puesto que el hombre ama lo insólito, el orador debía darle un aire extraño a sus pala­ bras; algo que asombrara a sus oyentes haciéndolos sentir como ante un extranjero y no como ante un conciudadano. H o y por hoy esta constatación de Aristóteles sigue siendo una gran verdad de la lingüística: la prosa es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana. El ritmo solo basta para hacer evidente que el verso difie­ re del coloquio. Pero que la prosa no equivale a éste supone en la actualidad un descubrimiento. E n prueba, esta lección errada de un maestro de filosofía:

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M aÍtre d e philosophie.— Non, Monsieur; tout ce qui n’est point prose est vers; et tout ce qui n’est point vers est prose. M onsieur Jourdain .— E t comme l ’on parle, qu'est-ce que c’est done que cela? M a ít r e d e p h i l o s o p h i e .— D e la p ro se . M onsieur Jourdain .— Quoi! quand je

dis: “Nicole, apportez-moi mes pantoufles et me donnez raon bonet de nuit” , c'est de la prose? M aItre de p h i l o s o p h i e .— Oui, monsieur. M onsieur Jourdain .— P ar ma foi! il y a plus de quarante ans que je dis de la prose sans que j'en susse ríen, et je vous suis le plus obligé du monde de m’avoir appris cela.

Son los personajes» de BU burgués gentilhombre de Moliere los que hablan, por cierto que con una gracia innegable. Sólo que no en prosa sino en coloquio. Prosa era lo que escribían M on­ taigne y Descartes y Bossuet entonces. “Nicole, tráigame las pantuflas y el gorro de dormir” no es prosa: es el habla vul­ gar de todos los días. Este descubrimiento, sin embargo, data de los comienzos mismos de la prosa en Grecia. E n el siglo v antes de nuestra era, cuando la prosa griega no constituía aún un nuevo lenguaje literario distinto de la poesía e independiente del habla, y cuan­ do la única forma de expresión digna de la literatura seguía siendo el verso, los primeros retóricos griegos (cuyos nombres más antiguos son los de Corax y Tisias, y el más notable el de Gorgias de Leontini, inmortalizado en un diálogo platónico) compusieron una serie de “artes de la retórica” (té^vy) pqxapixr¡) que, un siglo después, culminaron en la Retórica de Aristóte­ les; estos tratados constituyen el inicio de los estudios sobre el lenguaje en Occidente. Oradores y tratadistas de oratoria a la vez, los retóricos sicilianos concibieron el arte de hacer discursos componiéndolos. Así la prosa en sus comienzos avan­ zó paralelamente a la reflexión sobre la prosa. Pero lo eviden­ te un día con el correr del tiempo llegó a hacerse confuso, y de aquí la opinión popular, no sólo de los tiempos de Moliere sino del nuestro, de que hablamos en prosa. Sabemos por el Brutus de Cicerón, donde siguiendo una obra perdida de Aristóteles se resume el desarrollo de la oratoria griega, que el tratado de Corax, por ejemplo, la primera de esas numerosas artes de la retórica, dividía el discurso en tres partes: exordio (xpooíntov), argumentos constructivos e impug­ nativos («“/¿ve?) y epílogo (excAo-yog). El discurso, vale decir el texto literario. L a historia de la lingüística no ha destacado

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suficientemente el hecho de que las primeras reflexiones sobre el lenguaje entre los griegos consideraban un idioma literario, no el hablado. Hay, que esperar hasta comienzos de este siglo para que una ciencia nueva, la estilística de Charles Bally, se ocupe exclusivamente de este último. BU burgués gentilhombre era una comedia y una sátira. N o por ello deja de expresar concepciones corrientes de su época. O de la nuestra. Lo evidente en tiempos de los retóricos grie­ gos y de Aristóteles ya ha dejado de serlo y Ijay que redes­ cubrirlo: la prosa es un lenguaje tan artificial como el verso. L a introducción tardía de la prosa entre los griegos está asociada al uso de la escritura. E n buena*lógica la prosa, más cercana a la expresión hablada, en una literatura escrita debe preceder al verso, que supone el máximo artificio literario: la imposición de un ritmo fijo a la palabra libre. Pero en una literatura transmitida por tradición oral como fue en sus co­ mienzos la griega, la prosa no ofrece apoyo alguno a la m em o­ ria. Y lo que parece hoy en día un refinamiento, en los poemas homéricos era una simple defensa del olvido. Que el verso es la forma propia de la literatura oral nos lo confirman, dos mil años después de Homero, las lenguas románicas cuyos prime­ ros monumentos literarios, los cantares de gesta, se compu­ sieron también en verso (rimado ahora) porque también se les confiaba a la memoria. O la primitiva poesía germánica, cuya aliteración refuerza al ritmo. El verso nace pues vincu­ lado a la memoria como la prosa a la escritura. Aunque los griegos adoptaron el alfabeto de los fenicios hacia el siglo ix antes de nuestra era, hasta la época de las olimpiadas sólo un pequeño número de informes históricos se había consignado por escrito. L a legislación de Licurgo, se­ senta años posterior a Homero, todavía se confiaba a la tra­ dición como siempre se habían confiado las leyes. A la tem­ prana prosa griega no la rodea la aureola de leyenda de la epopeya. L a vemos nacer de la palabra humilde y cotidiana y elevarse poco a poco hasta la magnificencia de la poesía. L o que conocemos anterior a Herodoto y Tucídides, a Antifón, Lisias e Isócrates, los primeros grandes historiadores y oradores griegos, o se aparta mínimamente de la expresión hablada o no pasa de sentencias aisladas que tienen la conci­ sión del oráculo. Así los textos conservados de los “logógrafos” , o cronistas que precedieron a Herodoto, y los breves frag­ mentos en prosa de los filósofos presocráticos.

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Si bien próximo todavía al relato hablado y al discurso sim­ ple y sin períodos de sus antecesores, Herodoto consiguió crear por primera vez en prosa la impresión de belleza que hasta él sólo había sido privilegio de la poesía. Pero, cosa inusitada, sin recurrir como ésta a temas inventados o mitológicos, sino na­ rrando acontecimientos verdaderos. Gracias a él la legendaria Guerra de Troya de la epopeya tuvo su eco en la guerra histó­ rica de los griegos contra los persas de la prosa. E n adelante, a través de los historiadores y oradores áticos, la prosa griega se alejará progresivamente de la palabra habla­ da y, bajo la influencia de las refinadas construcciones verba­ les de la poesía, habrá de encontrar su término entre una y otra: a mitad de camino entre el desorden espontáneo del habla y la regularidad métrica del verso. Cuando Aristóteles escri­ bía la Poética y la Retórica — con las cuales culminaban, un siglo después, los tratados de los retóricos sicilianos— el nue­ vo lenguaje literario en que se habían expresado rudimenta­ riamente la filosofía de los presocráticos y la historia de los logógrafos y de Herodoto brillaba con luz propia en los dis­ cursos de Demóstenes. Los romanos, luego, adoptaron la retórica griega, en la teoría y en la práctica. El máximo orador latino, Cicerón, quien en su lengua equivale a Demóstenes, compuso dos de los grandes tratados sobre la oratoria de la antigüedad: el D e oratore y el Oraítorf inspirados en buena parte en la Retó­ rica aristotélica. E n la cual, asimismo, se basaron los restan­ tes tratados latinos y griegos sobre el tema que han llegado hasta nosotros: la Rhetoríca ad Herennium de autor desco­ nocido y las Institutione oratoria de Quintiliano, el D e elocutione de Demetrio, el Tratado sobre lo sublime de Longino y los Scrvpta RJietorica de Dionisio de Halicarnaso (gran obra a la vez de la crítica literaria), escritos unos y otros en el mundo romano, al término de la República o comienzos del Imperio. L a unidad cultural del mundo greco-romano, y la comuni­ dad de estructuras básicas entre el latín y el griego, hacían posible el paso de una lengua a la otra. Así en los estudios de retórica y así en los estudios de gramática que, vamos a ver­ lo, a grandes rasgos coinciden. Dionisio de Tracia, a fines del siglo ii antes de Cristo, definía la gramática, en su YpajjLii.aTtx,^ como el conocimiento práctico de los usos genera­ les de los poetas y escritores en prosa: Ypa^axwq ¿[nceipía

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