Lo puro y lo impuro

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Vladimir Jankélévitch Lo puro y lo impuro Versión española de José Luis Checa Cremades

Taurus Humanidades

Título original: Le pur et l’impur © 1960, Flammarion

© 1990, José Luis Checa Cremades © 1990, Altea, Taurus, Alfaguara, S. Juan Bravo, 38 - 28006 M ADRID ISBN: 84-306-0175-9 Depósito legal: M. 24.902-1990 Printed in Spain Diseño: Zimmermann Asociados, S. L.

Capítulo primero

La metafísica de la pureza

¡Soy puro! ¡Soy puro! Estas palabras, que los difuntos del antiguo Egipto llevaban consigo como un viático para el gran viaje, parecen más bien una protesta o la reivindicación de un estado de derecho. Palabras que quizá son hechos para las momias de las necrópolis, pero que ningún ser vivo se atreve­ ría a pronunciar de buena fe. Nadie puede en efecto afirmar de sí mismo y en este preciso instante: «Soy puro», purus sum; más precisamente, el adjetivo Puro jamás puede ser el atri­ buto de una afirmación categórica en la primera persona del singular del presente de indicativo, en la primera persona sus­ tancial del indicativo intemporal. No es posible. Ningún hom­ bre puede, sin reservas o sin humor, referir a sí mismo un juicio de valor de esta naturaleza; ¡por lo menos no corres­ ponde al sujeto individual que habla pronunciarse sobre la materia! Entendámonos: hay otras cualidades o virtudes que el yo puede predicar de sí mismo: el encanto, la modestia, el humor y en general todas las «naturalezas simples» más eva­ nescentes, todas las perfecciones que se desvanecen al solo roce, aunque sólo sea durante un segundo, con la punta misma del pensamiento, pues sólo existen en la negación de sí mismas... En otros términos, el es y el que dice no pueden coincidir. La pureza comparte este principio con todas las vir­ tudes frágiles: el niño es la inocencia misma, o la pureza sus­ tancial, pero, por definición, lo ignora; el niño es puro, pero no lo sabe, y precisamente esta ignorancia asegura su pureza; el adulto consciente lo sabría e incluso lo sabría demasiado bien si lo fuese, ¡pero justamente porque lo sabe deja de serlo! El hecho mismo de apreciar el valor de la pureza hace ipso facto del hombre adulto un ser impuro. Podríamos repetir con Angelus Silesius: lo que soy lo ignoro y no soy lo que sé.

La profundidad del Ser y la unilateralidad del Saber parecen excluirse. ¿Por qué es preciso que la conciencia y la inocencia se repartan siempre sobre dos cabezas? Pues es un hecho, que, por definición, la inconsciencia jamás viene dada por el mismo inconsciente, sino por el consciente que la reconstruye y proyecta en el niño. Ahora bien, la disyunción todavía es más radical cuando se trata de la pureza y no de la modestia o el encanto. Mientras que resulta ridículo decir de sí mismo que se es modesto, encantador, inteligente o espiritual, pre­ tenderse puro es imposible: no sólo nuestra complacencia es sospechosa, sino que la afirmación misma es contradictoria; quien se declara modesto sin tener el cuidado de dejar que otro lo diga por él, seguramente es un vanidoso y un necio en el acto mismo de declararlo y en el instante de su embriaguez, pero nadie se opone a que por otra parte y en términos gene­ rales sea muy sutil y esté dotado de gran sentido del humor; si no fuese por la debilidad natural de la criatura, el modesto debería incluso poder decir de sí mismo que lo es sin caer en el absurdo a condición de proclamar su propia virtud sin per­ der la cabeza... Por desgracia, quien hace profesión de pureza o se otorga a sí mismo el título de alma pura no pierde momentáneamente su propia virtud: el hecho mismo de su afirmación prueba que jamás ha sido puro; esta atribución sólo tendría sentido si fuese absoluta e intemporal; y como aquí se decide el todo o la nada de la vida moral, la conscien­ cia que el hombre: el pretendidamente puro ha tomado de su pureza aniquila el contenido mismo del Purus sum y, al sus­ pender un punto de la pureza, demuestra para siempre su nada. Piénsese en ello: la modestia y el humor son pequeños candores imperceptiblemente cualificados, diminutas transpa­ rencias insensiblemente empañadas, pequeñas blancuras muy ligeramente matizadas o coloreadas, y, consecuentemente, pequeñas purezas menores ya impalpablemente impuras. Pero la pureza superlativa, la que no puede profesarse sin contra­ dicción, es una blancura absolutamente incolora y una trans­ parencia completamente diáfana; y no es la pureza unilateral de un hombre que sería puro intermitentemente, en determi­ nados aspectos, en este o aquel punto de su vida, sino la pureza omnilateral e incondicional de un ser que sería puro absolutamente. Ahora bien, no basta con decirlo: hacer profe­ sión de pureza dialécticamente es dejar de ser lo que se pro­ fesa... para volver a serlo quizá en el instante siguiente, cuando ya no se piensa en ello. Pero hace falta dejar bien

claro que la profesión de pureza es algo más que una condi­ ción angélica; es una sinrazón y una imposibilidad radical, y esta imposibilidad, que expresan bajo todos los posibles pun­ tos de vista las diferentes imposturas de la primera persona del singular, es sin duda el fundamento metafísico de la modestia. Sólo Dios puede decir, como en la aparición de la zarza ardientel: «Yo soy el que soy», éycó eí^ií ó cov, eludiendo mediante esta tautología toda precisión respecto a su inefable naturaleza; puesto que preexiste desde toda la eternidad, afirma simplemente, por predicación circular, su existencia inmemorial. Y con mayor motivo el Acto puro debe poder predicar de sí mismo: «Soy puro», como Jesús dice de sí: itpaOq eijií, «soy dulce», sin que esto le envanezca. Y todavía con mayor razón la sustancia absoluta debe poder soportar la consciencia de la propia existencia y afirmar sin embriaguez: «soy buena, misericordiosa e inñnitamente sabia». El hombre por su parte, meditando en alta voz y hablando solo, puede descubrir su propia existencia en su propio pensamiento sin perjudicar en nada a la humildad: la primera persona de la conjugación, que es la persona escogida por el Cogito, no abóle la evidencia de este Cogito, aunque aquí la evidencia sea compatible con una especie de sorpresa metafísica. Ahora bien, la pureza es una cualidad moral que no tolera al Yo. El sujeto no se hace inexistente por el hecho de tomar conciencia de existir, pues la simple consciencia de ser no es en sí misma aniquiladora, sino que el yo se descubre impuro en el instante mismo en el que toma conciencia de su propia pureza. La alternativa es ineluctable. La pureza semeja a la muerte, que también es una especie de pureza y que, para nuestro ser, representa lo mismo que la nada para el todo. «Morir», el verbo de la muerte no puede conjugarse legítimamente en la primera persona del presente de indicativo2: en presente sólo puede hablarse de la muerte de los demás; y de la propia muerte sólo se puede hablar en el pasado o en el futuro —en futuro si se trata del fin de la vida, en pasado si se trata de la nada que precede al nacimiento—. La misma alternativa fatal, que desglosa el yo y el instante presente, se aplica a la intuición de la pureza: en presente sólo puede hablarse de la pureza del otro, es decir, por conjetura y analogía; en cambio la propia pureza no puede predicarse más 1 Éxodo, 3, 14. 2 Jean Cassou, Lazare.

que en el pasado (y ¡cuán ilusoriamente!) o en el futuro (y ¡con qué irreflexiva confianza!)... Yo era puro y lo volveré a ser, pero, para expresarse con propiedad, no lo soy jamás. En una primera aproximación la pureza suprema es semejante a Dios, de quien sólo se trata negativamente, y, por ejemplo, diciendo lo que no es. En efecto, sólo lo impuro es enunciable y cognoscible; sólo a la espesa y untuosa impureza le es dado pasar por cognoscible, descriptible y relatable. Cognoscible en sus complejas relaciones con la alteridad, descriptible en su pluralidad intrínseca, relatable en su devenir histórico; sin un mínimo de desgracia e imperfección, es decir, de diversidad no tendríamos nada que llevarnos a la boca, y el conocimiento, carente de materia, moriría de aburrimiento e inanición. El Sofista de Platón mostraba cómo el no ser es el punto de partida que hace arrancar al discurso y hace posible la atribu­ ción. En efecto, el Ser puro sólo puede ser pensado a partir del momento en el que la sombra de la alteridad comienza a velarlo; el ser se hace cognoscible cuando no es él mismo, o cuando no es solamente él mismo; dicho con otras palabras, bien cuando está alterado, bien cuando es compuesto. Sólo lo impuro, con sus rugosidades, asperidades, disparidades y mez­ clas puede aspirar a convertirse en objeto de nuestro conoci­ miento. La Rochefoucauld, cuando hace su autorretrato, si­ mula describirse con las mil imperfecciones de su naturaleza3: pues ¿qué es en definitiva el sí mismo para un yo sincero sino un ser que no es ni bueno ni malo, ni angélico ni diabólico, un ser que soslaya el extremo de las cosas, que posee pequeñas cualidades estropeadas por pequeños defectos, virtudes dete­ rioradas por los vicios, aspectos positivos combinados con malas inclinaciones, un ser imperfecto y mediocre como todo el mundo, en pocas palabras, un ser enteramente humano? «Soy de estatura mediana...» ¡Hasta su estatura es media!, pues el ni-ángel-ni-bestia, al examinarse en un espejo, se des­ cubre a sí mismo como un ser híbrido a medio camino entre el gigante y el enano. Su tez es bastante lisa; su frente de razo­ nable tamaño; su nariz ni chata ni aquilina, ni gruesa ni agui­ leña; sus labios ni bien ni mal cortados... Su rostro, ¿es cua­ drado u oval?, ¿cuál de los dos?, pues puede suceder que el escepticismo del O bien o bien atempere el neutralismo del Neque-neque, ya que escepticismo y neutralismo son dos for­ mas de pudor; sin embargo, puesto que es preciso ser algo, 3 Portrait du duc de la Rochefoucauld fait par lui-meme (1658).

quien no es ni lo uno ni lo otro es por ello mismo uno y otro, los dos a la vez uniendo paradójicamente en sí mismo caracte­ res contradictorios. En pocas palabras, el verdadero adverbio de La Rochefoucauld es el adverbio Bastante: su mención es la mención Regular, que después de todo es la mención de la criatura. El autorretrato de La Rochefoucauld podría servir de ilustración al fragmento de Pascal sobre la naturaleza intermedia del hombre. El pintor que se representa lúcida­ mente con sus verrugas, pequeños defectos y reproduce las disimetrías de su rostro, expresa en su lenguaje la verdad de una condición híbidra en la que el mal convive con el bien y que nos deja en una zona intermedia entre el optimismo y la misantropía. Citemos las palabras de Pierre Charron: «...To­ das las cosas de este mundo se encuentran mezcladas y pene­ tradas por sus contrarios;... todo está mezclado, no hay nada puro en nuestras manos»4. ¿No es acaso hacer justicia a un ser determinar en él, a igual distancia de los extremismos pasio­ nales, el rasgo intermedio que le corresponde y reconocer den­ tro de él la mezcla siempre tranquilizante, siempre carente de positividad y negatividad? Con lo impuro todo es más senci­ llo. No se podrían determinar fácilmente los límites de su des­ cripción o narración... Por el contrario, nada hay que decir sobre la muy vacía pureza. Esta pureza, positividad suprema, es como una afirmación que ni siquiera deja adivinar la som­ bra de una negación virtual, que no se presenta oponiéndose a negaciones o resistiendo a la contestación, que jamás sería un efecto de contraste, que no conocería ni el claroscuro ni el relieve. Hasta tal punto la pureza purísima, o mejor la Pureza sin más es un superlativo absoluto, que para caracterizarla rigurosamente basta con denominarla pura; pura puramente y simplemente; pura sin más: basta una sola atribución. No pura relativa o hipotéticamente como un vino puro o una leche pura —pues estos brebajes, por otra parte excesiva­ mente compuestos, sólo son puros en tanto que no están «cor­ tados» ni mezclados con otro líquido, sino pura de forma absoluta y con una pureza superlativa. La relación de esta pureza con los diferentes seres puros semeja un poco a la rela­ ción que, en el Banquete, Platón establece entre la Belleza en sí misma y los cuerpos bellos: «puro», en el sentido derivado, es el adjetivo calificativo de un sujeto que no se mezcla con otro ser designado, pero que, intrínsecamente, puede ser todo 4 De la Sagesse, I, 38. Cf. Baltasar Gracián, Oráculo manual, máxima 211.

lo contrario a una naturaleza simple5; por ejemplo, una poe­ sía pura, es decir, sin mezcla de prosa o de intenciones didác­ ticas, una música pura, es decir, sin mezcla de literatura o de lo pintoresco, una matemática pura, que prescinde de las apli­ caciones técnicas y utilitarias, una lengua pura, excluyente de los términos extranjeros, finalmente una razón pura, represen­ tan purezas relativas y unilaterales; Platón, en el Filebo, habla de los placeres «puros» no contaminados por el dolor, y Bergson se refiere a una percepción «pura» a la que no se agrega recuerdo alguno; y no se ve en este caso por qué un odio no «cortado» no habría de ser un odio puro... Pero esta pureza no informa a la Pureza intrínseca: la pureza del vino puro y del mal puro no le bastan; la pureza característica de una forma exenta de materia, de una pura inteligencia sin mezcla de afectividad, es simple negación al lado de la suprema transparencia: «puro» aquí ya no es el adjetivo de un sustan­ tivo, ni un atributo entre otros. ¡De ningún modo! El término se aplica a la sustancia misma que, toda ella, es pureza: el Acto puro, por su parte, no está informado por una pureza fragmentaria o accidental, como el epíteto parece sugerir, sino que es la «ipseidad» misma de la pureza; es transparencia esencial y totalmente, transparencia uniforme e incluso infor­ me. El puro en sentido empírico es ante todo, como los seres empíricamente puros, quien no es nadie más que sí mismo y consiguientemente no es al mismo tiempo otro diferente a sí, esto es, quien se encuentra incontaminado de este elemento extraño determinado; pero, a continuación, es puro de manera absoluta, es decir, intrínsecamente simple y, por consiguiente, es entera y únicamente él mismo... (aúxó). Estos dos caracte­ res son uno respecto a otro lo mismo que la distinción en relación a la transparencia o la eiX,Kpivé8’ ovo|iá£eTaípa Siatpavrjg); después haced abstracción de su masa (óyico