Lima fundida: épica y nación criolla en el Perú 9783954875443

Este libro trata de una clase social específica, los criollos, particularmente los descendientes de conquistadores cuyo

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Spanish; Castilian Pages 410 [400] Year 2016

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Lima fundida: épica y nación criolla en el Perú
 9783954875443

Table of contents :
Índice
Advertencia
Agradecimientos
Introducción
Capítulo 1. El mirador criollo: Pedro de Oña, entre la lealtad y el caos
Capítulo 2. Los soles del Nuevo Mundo: oro material, oro espiritual y exaltación de la patria limeña
Capítulo 3. La «limpieza de tinta»: nación étnica y comunidad guerrera en la épica limeña
Capítulo 4. Fernando de Valverde y los monstruos andinos: criollismo místico en el peregrinaje a Copacabana
Capítulo 5. Rodrigo de Valdés entre el «Imperio del Perú» y la latinización de la lengua
Capítulo 6. Peralta, el Inca Garcilaso, y la génesis criollista de la Lima fundada
Epílogo
Bibliografía citada y consultada
Índice onomástico

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José Antonio Mazzotti LIMA FUNDIDA Épica y nación criolla en el Perú

Tiempo Emulado Historia de América y España 53 La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlán tico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg, Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México, México D. F.) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII, Paris) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

José Antonio Mazzotti

LIMA FUNDIDA Épica y nación criolla en el Perú

Iberoamericana - Vervuert - 2016

Este libro fue posible gracias al generoso aporte del Faculty Research Awards Committee (FRAC) y el Decanato de Artes y Ciencias de la Tufts University, Boston. «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)». Derechos reservados © Iberoamericana, 2016 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2016 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] http://www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-3-95487-544-3 (e-book) ISBN 978-84-8489-961-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-496-5 (Vervuert)

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Índice Advertencia9 Agradecimientos11 Introducción13 16 1. Yendo por partes 23 2. La respuesta criolla 3. Hacia la épica 30 35 4. La nación criolla  44 5. La suma y ensamblaje de los factores sí altera el resultado Capítulo 1 El mirador criollo: Pedro de Oña, entre la lealtad y el caos 1. Caos y estudios «coloniales» 2. El Arauco, ¿domado?: secretos desestabilizadores de la Araucanía 3. El criollo opina sobre la encomienda 4. El caos quiteño y la problematicidad del mirador criollo 5. Conclusiones Capítulo 2 Los soles del Nuevo Mundo: oro material, oro espiritual y exaltación de la patria limeña 1. De la solarización a El Dorado 2. Breve memoria de El Dorado  3. Primeras expediciones y textos 4. Buenaventura de Salinas y la agenda de la santidad peruana 5. La exageración como estrategia: la amplificatio en Casasola 6. Una disputa de oro: Antonio de la Calancha y Sir Walter Raleigh 7. León Pinelo y la abundancia aurífera de El paraíso en el Nuevo Mundo 8. Meléndez y la superioridad moral criolla 9. Francisco de Montalvo, Francisco de Echave y la «solaridad» espiritual peruana 10. Conclusiones Capítulo 3 La «limpieza de tinta»: nación étnica y comunidad guerrera en la épica limeña 1. Introducción 2. La participación popular: algunos trazos generales 3. La amenaza inglesa y la tensión interna

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4. Pedro de Oña: primeras idealizaciones de la defensa española 5. Miramontes y el papel de los cimarrones 6. El conde de la Granja y las victorias de Santa Rosa 7. Peralta y la afirmación criolla 8. Conclusiones: guerra y blanqueamiento épico

192 201 210 214 218

Capítulo 4 Fernando de Valverde y los monstruos andinos: criollismo místico en el peregrinaje a Copacabana 1. Introducción 2. Misticismo y criollismo  3. Serpientes y gigantes 4. Conclusiones

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Capítulo 5 Rodrigo de Valdés entre el «Imperio del Perú» y la latinización de la lengua 1. Introducción 2. Una «Colonia» santa 3. Encomiendas e imperio: hacia una teoría del reino 4. Conclusiones: Babilonia / Babilima

255 255 260 273 284

Capítulo 6 Peralta, el Inca Garcilaso, y la génesis criollista de la Lima fundada291 291 1. Explicación 2. Lima o la «impo∫ible chimera del de∫eo» 294 301 3. Una historia de los incas por Peralta  305 4. El re-centramiento del axis mundi 5. La «Aprobación» de Pedro José Bermúdez 309 a la Lima fundada: un microcosmos limense 6. Solo la proporción es la que canta: poética de la nación en la Lima fundada 317 321 7. Lima o el erotismo colonial 326 8. Fallo provisional: Garcilaso ex machina Epílogo331 Bibliografía citada y consultada

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Índice onomástico

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Advertencia

Más que un libro sobre Lima o la Ciudad de los Reyes, como fue originalmente bautizada la naciente urbe por Francisco Pizarro en 1535, este es un libro sobre una formación social específica proveniente de ella. Se trata del grupo de los criollos, particularmente los «beneméritos» o descendientes de conquistadores cuyo estudio ha quedado casi siempre relegado al de un pasado colonial que supuestamente se borró y se superó durante la República. Por el contrario, en este ensayo demuestro que los criollos surgidos de dicha situación desarrollaron estrategias de supervivencia y negociación y muchos hábitos mentales que continúan vivos en el Perú contemporáneo. De hecho, la tesis central de este libro es que se formó desde las primeras generaciones de criollos, pero especialmente en el siglo xvii, una identidad étnica que puede entenderse como «nacional» solo en el sentido arcaico y preilustrado de la palabra, sin afanes necesariamente independentistas, pero sí localizadamente patriofílicos. Así, aunque hable mayormente sobre el pasado, este libro apunta a explicar el presente y las falencias de un Estado nacional pretendidamente democrático, obediente a intereses propios del colonialismo interno y a la tradicional prevalencia étnica europoide en el Perú. Sin incurrir en la confusión frecuente de asimilar completamente a los criollos con la identidad española o la de otorgarles un rango de modernidad igualitaria que nunca se cumplió en la práctica, algunas de las conclusiones de este estudio bien podrían aplicarse a otros países de América Latina. Los caminos privilegiados para esta investigación son también relativamente desconocidos: la poesía épica, la crónica de convento y la abundante documentación de archivos que siguen ofreciendo nuevas miradas sobre un pasado colonial que no deja de serlo. El lector puede pasar.

Agradecimientos

Comenzado en 1994, este proyecto ha crecido mucho más de lo inicialmente planeado, como lógicamente ocurre cuando el corpus ha sido poco explorado y las fuentes permanecen en sus ediciones originales de los siglos xvi al xvii o en manuscritos dispersos en distintos puntos del planeta. Como también suele ocurrir con proyectos ambiciosos y totalizantes, este se ha visto constantemente interrumpido por otras urgencias editoriales y numerosas investigaciones y labores no siempre ligadas a su problemática central. Sin embargo, he recibido en el camino la ayuda estimulante de numerosas instituciones y personas. Entre las primeras, la National Endowment for the Humanities, el Amherst College, la American Philosophical Society de Filadelfia, Temple University, Harvard University y Tufts University. Ellas me permitieron emprender las primeras labores de archivo y colecciones especiales en la Sección de Investigaciones de la Biblioteca Nacional de Lima, el Archivo General de la Nación del Perú, el Archivo Histórico Municipal de Lima, el Archivo Arzobispal de Lima, la John Carter Brown Library de Brown University, Providence, la Newberry Library de Chicago, la New York Public Library, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la Colección José Durand de la Universidad de Notre Dame, la Sala José Toribio Medina de la Biblioteca Nacional de Chile, la Biblioteca Nacional de Madrid, la Biblioteca Nacional de París, el Archivo General de Indias y la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. Hay también muchos colegas y amigos que han aportado valiosas referencias bibliográficas y aliento indesmayable. La lista es larga, pero no puede dejar de incluir —ni siquiera en una rápida versión— los nombres de Rolena Adorno, Luis Millones Santa Gadea, Teresa Gisbert, Paul Firbas, Bernard Lavallé, Raúl Bueno Chávez, Carlos Alberto González Sánchez, Judith Farré Vidal, Carmen de Mora, Trinidad Barrera, Fermín del Pino Díaz, Ignacio Arellano, Miguel Zugasti, Esperanza López Parada, Teodoro Hampe Martínez, Pedro Guibovich,

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Mabel Moraña, José Antonio Rodríguez Garrido, Carmela Zanelli, Eduardo Hopkins, Carlos García-Bedoya, Raquel Chang-Rodríguez, Mercedes López Baralt, Sergio Serúlnikov, Doris Sommer, David Brading, Pedro Lasarte, Raúl Marrero-Fente, Gustavo Buntinx, Luis Eduardo Wuffarden, Rubén Quiroz Ávila, Enrique Cortez, Christian Fernández, Juan Zevallos Aguilar, Yolanda Martínez-San Miguel, Pedro Ángel Palou, Karl Kohut, Sonia Rose, Paolo de Lima, Giancarla Di Laura, Manuel Liendo Seminario, Róger Santiváñez y, en reconocimiento póstumo, Franklin Pease G. Y., Guillermo Lohmann Villena, Miguel Maticorena y Antonio Cornejo Polar. A todos ellos mi gratitud profunda, en sobre de marfil y letras de oro.

Introducción

Los estudios tradicionales sobre la épica hispanoamericana han tendido a encasillarla en un supuestamente prestigioso sitial subsidiario de la gran literatura española del Siglo de Oro. Resulta —es cierto— imposible desligar la producción «culta» que heroifica o relata los hechos de la conquista de los modelos con los cuales continuamente dialoga y a los cuales imita. En este libro abordaré parte de tal corpus, pero con un interés específico en encontrar la particularidad del discurso épico al ser enfrentado con el conjunto de su sistema de producción textual y cultural. Me centraré en la épica compuesta en o sobre Lima, la Ciudad de los Reyes, a partir de algunos ángulos teóricos poco ensayados hasta el momento: los que plantea la relación de los textos con sus sujetos de escritura y con la red de negociaciones políticas y hasta identitarias que entran en juego al engrosarse la tradición de la poesía épica dentro del virreinato peruano. Dichos ángulos guardan consonancia con el desarrollo más reciente del campo llamado «colonial» y se sostienen sobre aristas que no siempre coinciden con las de la crítica literaria estrictamente genealógica, es decir, aquella que reduce la lectura de un texto a sus filiaciones escritas más o menos canónicas. Esta constatación puede servir para situar en un análisis amplio y contextualmente adecuado la dialéctica temprana entre un grupo social (los criollos beneméritos), un género literario (la poesía épica) y una identidad colectiva (la nación étnica), a mi juicio íntimamente conectados. El hecho de que esta relación aparentemente inaudita no haya sido escudriñada le debe mucho al estado de las ciencias humanas y sociales hasta hace pocas décadas. Al separar como objetos exclusivos de la historia, la crítica literaria y la politología, respectivamente, a los tres constituyentes básicos de este libro, se seguía una tradición epistemológica en el fondo fantasiosa, pues no se consideraba la manera en que los tres (y sin duda otros más) se alimentaban mutuamente. Como señala Norberto Ras,

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bucear en las complejas identidades criollas para comprender mejor el proceso [de su formación], supone una buena dosis de audacia. Requiere incursionar en todas las ciencias del hombre y particularmente de la cultura […]. Es evidente, sin embargo, que si nadie puede dominar todas las ciencias del hombre, tampoco ninguna de ellas, utilizada aisladamente, puede ofrecer más que enfoques parciales o fragmentarios (1999: 10).

Es decir, se abstraían de sus procesos de producción plena las acciones y discursos de aquellos individuos que, en consagrada frase de Bolívar, se convirtieron más tarde en «una especie media entre los legítimos propietarios del país [los indios] y los usurpadores españoles», hallándose así «en el caso más extraordinario y complicado» («Carta de Jamaica», en Bolívar: 169). Más adelante se verá que tampoco concebimos la identidad criolla como un ente monolítico y ahistórico. Por el contrario, se trata de encontrar los «beginnings» (en palabras de Said) de una mentalidad y una forma de ser, de una afirmación de preferencias culturales y prácticas políticas que pueden reconocerse mejor en el periodo independiente si se atiende a sus raíces y a sus complejas ramificaciones «coloniales». Expliquemos también que el juego de palabras en el título de este libro hace alusión al poema con que culminará nuestro recorrido, la Lima fundada (1732) de Pedro de Peralta. La dualidad fundada/fundida adquiere sentido en la acepción peruana de fundirse, que no es solo la de derretirse o amalgamarse, sino también la de encontrarse en una situación no querida y tener que vivir en ella. Es, en parte, este sentimiento el que se colige de las exaltaciones del heroísmo y la grandeza de Lima y del Perú propaladas por sus cantores criollos. Estos no podían dejar de apoyarse en su conocimiento de la historia y la realidad indígenas, que los obligaba a delimitar sus perfiles ideológicos y lealtades del lado de los peninsulares, como parte de la gran nación hispana, pero a la vez los hacía dialogar con su contexto para contraponerse a la creciente prevalencia de los funcionarios de la Corona a partir de la decadencia del sistema encomendero con las Leyes Nuevas de 1542. En resumen, los criollos revelaban estar «fundidos» por encontrarse en una situación de ambivalencia y no poder desligarse de la mayoría indígena ante la que indiscutiblemente asumían una posición de superioridad ontológica1. Se fueron forjando así algunas de las característi1. El concepto de «ambivalencia» ha sido desarrollado desde los estudios postcoloniales como alternativa a los más maniqueos y divisorios de «colonizado» y «co-

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cas de un grupo de poder que, llegada la independencia a principios del siglo xix, reafirmaría en la práctica (aunque ocultándolas en el discurso jurídico y político oficial) sus distancias con esas masas. De tal modo, se frustraba la posibilidad de un verdadero estado nacional según los modelos de la Ilustración europea y el nacionalismo moderno, y se creaba una particular formación sociopolítica de prevalencia «étnica» y racial neoeuropea dentro de un contexto radicalmente heterogéneo y plurirracial. En el caso hispanoamericano no es arriesgado hablar, así, de una identidad diglósica, por un lado vinculada a la Magna Hispania y, por otro, a la exaltación de la patria local desde una posición dominante hacia los sectores indígenas, africanos y mestizos, a la manera de un enclave problemático en su interior2. En cierto sentido, y pese a sus pequeñas glorias, la continuidad criolla expresa su frustración y da el corto paso entre estar «fundido» y estar «jodido», como lonizador» a secas (por ejemplo en el capítulo 4 de The Location of Culture, de Homi K. Bhabha, sobre «the ambivalence of colonial discourse»). Sin embargo, recordemos que las subjetividades de los criollos hispanoamericanos exceden la noción de ambivalencia al alternar sus defensas y atribuciones y no solo explayarlas simultáneamente. En tal sentido, si bien este trabajo se aprovechará de la llamada teoría postcolonial, irá marcando las distancias necesarias para su utilización según la especificidad del caso hispanoamericano. Dentro de esta misma línea, se pueden consultar mis consideraciones en «Introducción. Las agencias criollas y la ambigüedad» o «El debate (post)colonial en Hispanoamérica», con su correspondiente traducción ampliada en «Creole Agencies and the (post)colonial debate in Spanish America». 2. Para nadie es un secreto que el carácter criollo de los Estados «nacionales» hispanoamericanos se encuentra estrechamente ligado con la heterogeneidad de base que lo sustenta. Cornejo Polar ya había adelantado desde los años 70 y a través de la crítica literaria esta reflexión explicativa de algunas obras cruzadas por orígenes y tiempos diversos (por ejemplo en «El indigenismo y las literaturas heterogéneas», Sobre literatura y crítica latinoamericanas, etc.). En el plano histórico, es útil el estudio de Mark Thurner (1997) sobre la unidad fraccionada de la república peruana a partir de sus bases «coloniales». El imprescindible planteamiento «modernista» de Benedict Anderson para los casos hispanoamericanos (1983: cap. 4) será aquí matizado según las precisiones hechas por estudiosos del nacionalismo étnico premoderno como A. D. Smith, J. Kellas, W. Connor y J. Armstrong, si bien para casos del Viejo Mundo. Resulta, asimismo, interesante la crítica de Lomnitz a Anderson en su «Nationalism as a Practical System», desde el punto de vista de la historiografía hispanoamericana, y la de Chatterjee en «Whose Imagined Communities?», el primer capítulo de su The Nation and Its Fragments, desde la perpectiva de la historiografía postcolonial de la India. Para exploraciones de formaciones sociales tempranas y preilustradas en el mundo hispánico, se puede acudir a Herzog (2003: 143-152); aunque la autora no entra de lleno en el tema de una definición de la comunidad criolla como «nación», sí la considera una comunidad distinta de la de los castellanos.

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se dice en castellano criollo limeño, por percibir su situación, primero colonial bajo la modalidad virreinal y luego neocolonial y de colonialismo interno como república; esto, al menos, en sus representaciones literarias, que son las que aquí nos interesan. Y no solo las literarias, aunque de estas nos ocuparemos principalmente. Como dice Saad-Filho, los Estados latinoamericanos fueron creados para mantener los principios de la exclusión social, el poder oligárquico y la despiadada explotación de la mayoría, incluyendo a la población nativa, los esclavos, los inmigrantes pobres y, más recientemente, los campesinos y los trabajadores formales e informales. Dichos estados tienden a responder tajantemente cuando la desigualdad y los privilegios son cuestionados desde abajo; en contraste, generalmente reaccionan de manera ambigua y solo débilmente cuando las reglas del juego son cuestionadas por sectores de la élite (222; traducción mía).

En este sentido, el establecimiento y práctica acrítica de un canon literario siempre va de la mano con formas de dominación discursiva y material que prolongan el legado colonial, incluso al interior de los mismos grupos criollos.

1. Yendo por partes Recordemos que la vida de los criollos se desenvolvía de manera accidentada desde sus años tempranos. Llegados a la mayoría de edad hacia las décadas de 1550 y 1560, la primera generación protagonizó el percance de un bautismo insultante. Bernard Lavallé ha mostrado cómo el uso inicial del término «criollo», en su primer registro peruano de 1567 en relación con los hijos de españoles en Indias, transgredía semánticamente su referencia original, común y extendida en aquel entonces, a los hijos de esclavos africanos nacidos fuera de África (1993: 15-25). Por eso, no era poco común oír hablar de un «negro criollo» o un «esclavo criollo», y hasta el día de hoy la replana discriminadora incluye términos como «crolo» para referirse a individuos de ascendencia afroperuana. No es difícil imaginar que, aplicada en el siglo xvi a personajes autoasumidamente blancos (y por añadidura «limpios de sangre»), la palabra resultara una inflexión que marcaba un primer dislocamiento identitario y situacional de proporciones impre-

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visibles, sobre todo porque muchos criollos crecían bajo la sospecha de ser biológicamente mestizos3. Como han revelado Stuart Schwartz y Elizabeth Kuznesof, podía haber habido entre un 20 y un 40 por ciento de mestizos asumidos como criollos por sus padres españoles, al menos en las primeras generaciones. A eso añadamos la lactancia frecuente en pechos indígenas o africanos, la ingestión de aires, aguas, verduras, frutas y animales locales, la familiaridad del trato con los hijos de la servidumbre y tantas otras formas de «impurificación». A los ojos de muchos peninsulares de la época, todos eran factores de alto riesgo para la confiabilidad de la altura moral y hasta intelectual de esos neoespañoles nacidos en Indias. Desde 1574 lo proclamaba el cosmógrafo-cronista oficial de la Corona, Juan López de Velasco, al caracterizar a los españoles baqueanos o de larga experiencia en Indias y sus descendientes criollos de esta manera: Los españoles que pasan a aquellas partes y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y el temperamento de las regiones aun no dejan de recibir alguna diferencia en la color y calidad de sus personas; pero los que nacen dellos, que llaman criollos, y en todo son tenidos y habidos por españoles, conocidamente salen ya diferenciados en la color y tamaño, porque todos son grandes y la color algo baja declinando a la disposición de la tierra; de donde se toma argumento, que en muchos años, aunque los españoles no se hubiesen mezclado con los naturales, volverían a ser como son ellos: y no solamente en las calidades corporales se mudan, pero en las del ánimo suelen seguir las del cuerpo, y mudando de él se alteran también, o porque por haber pasado aquellas provincias tantos espíritus inquietos y perdidos, el trato y conversación ordinaria se ha depravado, y toca más presto a los que menos fuerza de virtud tienen (37-38).

La disminución ontológica ejercida por los peninsulares no podía ser menos evidente, condenando de antemano a los criollos y baquea-

3. En tal sentido, la búsqueda de una identidad específica debió haber sido una constante entre los individuos de estos grupos, más allá del simple hecho legal y social de ser catalogados como «españoles». Como señala Roger Bartra, «uno de los temas favoritos de la antropología, y en cuyo estudio tiene experiencia, es el de la identidad, una condición que suele ser vista como un enjambre de símbolos y procesos culturales que giran en torno de la definición de un yo, un ego que se expresa primordialmente como un hecho individual, pero que adquiere dimensiones colectivas muy variadas: identidades étnicas, sociales, religiosas, nacionales, sexuales y otras muchas» (11).

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nos a ser simplemente indios en potencia, por virtud de la prolongada exposición al medio4. El problema, sin embargo, no era únicamente de pigmento ni de sospechosas influencias dietéticas y culturales. Había, sin duda, mucho más en juego. Las Indias se perfilaban desde antes del rápido triunfo de Cortés en México (1521) como el espacio de la movilidad social acelerada para aquellos que se aventuraran en cualquiera de las «entradas» (cacería de indios) o «poblaciones» (fundación de pueblos con cabildo)5. Esto implicaba exploraciones que podían arrojar resultados sorprendentes según la riqueza del nuevo territorio y la sofisticación de la cultura indígena invadida. Los primeros conquistadores pasaron así a convertirse en encomenderos, es decir, señores de la tierra según una antigua usanza medieval, que suponía el cuidado y evangelización de sus habitantes, pero que en la gran mayoría de los casos servía como pasaporte seguro al enriquecimiento rápido. Pese a su abolición inicial en 1542, la encomienda sobrevivió gracias a las protestas sangrientas de los conquistadores. El rey tuvo que retroceder en sus intenciones firmando la Ley de Malinas de 1545 y admitiendo el paso de la encomienda a una segunda vida, manteniendo, sí, la prohibición del servicio personal y privilegiando el tributo tasado y en metálico. Aun en 1629 se amplía la herencia a una tercera vida y en 1704 a una cuarta.

4. En relación con un caso particular, el de Juan Ruiz de Alarcón, Willard King plantea también un cuadro general de suma utilidad: «acaba por resultar vano argüir que lo mismo daba ser español peninsular que español colonial, aunque para muchos coloniales no había mayor aspiración que la de ser aceptados como “españoles”. No cabe duda de que la Corona y sus representantes en la Nueva España tenían a los criollos como seres distintos de los peninsulares; más aún, casi siempre los juzgaban inferiores; y el “indiano” (el individuo de sangre española que regresaba de las Indias a España) era, las más de las veces, objeto de burla y desprecio. El que los españoles de esos dos mundos de entonces parezcan indistinguibles puede ser resultado de nuestro punto de vista de hoy, a casi cuatro siglos de distancia» (9-10). Para la representación del indiano como personaje literario, se puede acudir también al importante estudio de Brioso Santos (103-176). 5. Si bien las «entradas» esclavizadoras se prohibieron a partir de 1530 y solo se volvieron a autorizar en 1534 para los casos de los rebeldes caribes, araucanos y mindanaos, su práctica continuó siendo frecuente a lo largo del siglo xvi en contra de muchos otros grupos étnicos (Ots Capdequí: 24). Recordemos que incluso en una fecha tan tardía como 1587, cuando José de Acosta escribe su Peregrinación de Bartolomé Lorenzo, se narran casos de «entradas» en las que el protagonista del relato se niega a participar. De manera semejante, la prohibición de Carlos V de nuevas conquistas a partir de 1554 tampoco disminuyó los abusos y explotación tributaria de los nuevos súbditos.

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La abolición general se da en 1718, cuando ya la encomienda había perdido toda vigencia como institución económica (Ots Capdequí: 27)6. No dejó, sin embargo, de haber espíritu de empresa privada ni se soslayó la importancia de la extracción minera y el comercio, como examina Varón Gabai para el caso de los Pizarro (57-61). Sería imposible entender el fenómeno de la hispanización inicial de las Américas sin considerar los múltiples factores premodernos y modernos que se enredaron en su trama. De un modo u otro, estos peninsulares, en su mayoría de origen plebeyo y provinciano («espíritus inquietos y perdidos», como los rotulara López de Velasco), pasaron a ocupar en poco tiempo lugares de suma importancia social y económica en los nuevos territorios. Se acuñaron términos como «baqueano» e «indiano» para significar un nuevo tipo de español de larga experiencia y raíces echadas en las Indias. Los flamantes reinos de ultramar se convirtieron así en pocos años en escenario y factor de esta ampliación de las identidades hispanas. Solange Alberro ya ha examinado cómo los gachupines de México «dejaron de serlo» para convertirse en protocriollos o criollos espirituales, en acertado concepto que también explican Lafaye (7-8) y Lavallé (1978: 39-41). El «sentimiento criollo» del que hablan estos historiadores es, pues, anterior al surgimiento de las propias generaciones de criollos y entra en asedio y reformulación cuando se intenta desestructurar la base económica de esta aristocracia emergente a partir de las Leyes Nuevas de 1542, como ya se ha señalado. Sin embargo, recordemos que 1542 es apenas la fecha formal de un fenómeno que ya se anunciaba desde mucho antes. Mira Caballos (105) ha estudiado el proceso mediante el cual el gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, empezó en 1501 a favorecer con repartimientos y encomiendas a los oficiales de la Corona antes que a los conquistadores a fin de proteger a los indígenas y de paso ahorrar dinero en sueldo y mantener las lealtades claras. Más tarde, en una carta escrita en La Española hacia 1514, se recogen los lamentos de los peninsulares de clase baja que fueron despojados de sus indios: Nosotros fuimos los que derramamos nuestra propia sangre e hobimos infinitas enfermedades a los principios desta conquista, e ahora nos estamos allí con nuestras mujeres e hijos, porque nos habéis destruido quitán6. Para la movilidad social de los españoles, aún sigue siendo muy útil el estudio de José Durand La transformación social del conquistador.

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donos los indios, e dándolos a los que ahora nuevamente vienen a la mesa que nosotros teníamos puesta (Pacheco: I, 311)7.

El banquete indiano, pues, fue intensamente disputado desde muy temprano y constituyó causa de tensiones que apenas encontrarán un capítulo más de su desarrollo (y ni siquiera el final) en el año emblemático de 1542. Fue ese mismo año cuando se creó, sintomáticamente, el virreinato del Perú en la décima de las Leyes Nuevas para facilitar un mayor control sobre la explotación indígena y otorgar dignidad política a los nuevos reinos de ultramar (el virreinato de la Nueva España había sido creado en 1534). Como señala Baudot: «Las Leyes Nuevas […] traducían una neta voluntad de la Corona de generalidad y hacer más eficientes los organismos que significaban una implicación directa de la autoridad política que le era propia» (1992: 85). Imaginemos, pues, ante esa arremetida, la continuidad del reclamo paterno en los hijos que veían desbaratado el esplendor de la edad dorada de la encomienda en manos de oficiales de la Corona y se sentían reducidos a una posición percibidamente mendicante. Unas décadas después, en carta del procurador de los Pobres de la Ciudad de los Reyes a Felipe II «en mano propia», fechada el 12 de diciembre de 1588, se lee que justamente piden los necessitados de aca que les alcançe parte, mayormente, siendo muchos dellos, hijos, hermanos y parientes de los que las conquistaron y ganaron y a V. mag. han seruido y quedado sin gratifficacion ni premio. De los quales es tan grande la suma y de su necessidad la copia q˜ aunq˜ se les reparten cada año diez mill pesos de plata corriente que de limosnas se juntan, es muy poco para lo que creçe el numero de los Pobres Vergonçantes (A.G.I.: Lima 32, énfasis mío).

Y es que el lamento inicial no se había dejado esperar. En México se oyeron desde temprano los rumores de asonadas que el virrey Antonio de Mendoza debió hábilmente disipar, evitando una rebelión que en el caso peruano el virrey Blasco Núñez Vela no supo prevenir, lo cual le costó literalmente la cabeza en Iñaquito en 1546 tras el triunfo 7. Agradezco a Paul Firbas la referencia. El Inca Garcilaso también se hace eco de esta situación cuando consigna en el capítulo XIII del libro I de la segunda parte de los Comentarios reales la frase de Francisco Pizarro: «¡Cuitados de nosotros, que perecemos afanando por ganar imperios y reinos extraños no para nosotros ni para nuestros hijos, sino para los ajenos!». Hay numerosos testimonios de este tipo en la historiografía de tema americanista.

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momentáneo del rebelde Gonzalo Pizarro. Pocos años después, para volver a México, Suárez de Peralta recoge los chismes e intrigas que se tejieron alrededor del segundo marqués del Valle de Oaxaca, don Martín Cortés, en la década de 1560, con motivo de la conspiración en la que supuestamente sería coronado «rey de México» (Suárez de Peralta 1949: 117-128). Más tarde, poetas de eminente talla como Francisco de Terrazas y Antonio de Saavedra Guzmán resemantizarán la épica al desarrollar las licencias del romanzo excursivo del modelo italiano renacentista convirtiéndolo en espacio de quejas, testimonios y negociaciones criollistas (ver Mazzotti 2000a; también el esclarecedor estudio de Cebollero). A la codicia desmedida de la que se acusó a sus padres se sumaban los cargos de un espíritu relajado, levantisco e indisciplinado en los retoños. Basta citar para el primer caso los ejemplos paradigmáticos de Bartolomé de las Casas, que execra a los encomenderos por haber subido «a estados muy altos y sin proporción de sus personas» (1987: 78-79), y de Alonso de Ercilla, que llanamente declara en La Araucana que «la fama y posesiones que adquirían / los trujo a tal soberbia y vanagloria / que en mil leguas diez hombres no cabían» (canto I, estr. 67b-d, 101). En relación con la indisciplina y relajamiento achacados a los criollos, recordemos las palabras del soneto anónimo que recoge Baltasar Dorantes de Carranza en su largo alegato sobre la situación de aquellos desdichados descendientes y el desprecio que recibían de los peninsulares: «Negros que no obedecen sus señores; / señores que no mandan en su casa; / jugando sus mujeres noche y día» (106). Y a eso añade el anónimo satírico (posiblemente Mateo Rosas de Oquendo) que los criollos de México destacaban por su pedilonería, pues andaban «colgados del Virrey mil pretensores», según se afirma con desprecio. Testimonios de este estilo sobran. Para terminar de ilustrar el caso, bastaría citar como ejemplo una carta del virrey conde del Villar dirigida desde Lima a Felipe II y fechada el 12 de mayo de 1588, en que se lee: Pretensores ay gran numero en este Reyno porque como los conquistadores y primeros pobladores han dejado hijos cada uno de ellos pretende la gratificaçion entera de lo que su padre sirvio los unos diçiendo que son maiores y los otros neçessitados y las mugeres por serlo y assi como van multiplicando los hijos y desçendientes creçen los pretensores y porque lo son nuebos que nunca siruieron ni tubieron merito sino que lo toman

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por entretenimiento […] de cualquier manera que se haga con ellos no es possible contentarlos como se dessea y procura (A. G. I.: Lima 32, f. 2v, énfasis mío)8.

Los criollos, por su lado, no dejaban de acusar recibo de la fisura inicial con los advenedizos peninsulares y explayaban sus quejas revelando una focalización cargadamente melancólica. Se puede decir, por ello, que en una primera generación se desarrolla una mirada parcialmente fraccionada de la historia universal. Esta es en buena medida la perspectiva de Terrazas, Saavedra Guzmán, González de Eslava y, en el Perú, Pedro de Oña y hasta el Inca Garcilaso, quien siendo mestizo participa igualmente de la pérdida de las posesiones paternas y la falta de compensación por los servicios prestados. Desde su punto de vista, la edad de oro de las encomiendas había pasado; la burocratización del Estado virreinal había traído oleadas de peninsulares que no tenían más interés que enriquecerse de una tierra y unos pueblos sometidos por el esfuerzo de los padres conquistadores. Y a eso hay que añadir —no olvidemos— el discurso peyorativo (desde el mismo nombre de «criollos»). Esta falta de compensación real y simbólica implicaba una violación de las leyes universales de reconocimiento a los guerreros victoriosos (leyes honradas en Roma y en la España medieval) y de los principios del pactum subjectionis, pues la autoridad regia no estaba atendiendo a las necesidades de sus súbditos más fieles ni de sus descendientes directos e inmediatos. «Llenos están los siglos de las leyes / de generosas pagas de los reyes», escribía Terrazas para sustentar sus quejas hacia 1580 (84). «Sólo a ti, triste México, ha faltado / lo que a nadie en el mundo le es negado» (85), continuaba9. 8. Y los reclamos continuaron a lo largo de la dominación española. Alexandre Coello, examinando «la cuestión del criollismo en el Perú», analiza dos textos poco conocidos del jurista limeño Juan Ortiz de Cervantes: la «Información a favor del derecho» (Madrid, 1620) y el «Parabién al rey D. Felipe IV» (Madrid, 1621), que abordan el derecho de propiedad a los empleos y honores reales que les correspondían a algunos criollos por los servicios que sus antepasados habían ofrecido a la monarquía. El argumento no era especialmente nuevo, pero sí relevante, porque resituaba los memoriales de acuerdo con los principios clásicos de iustitia distributiva y del bien común. 9. El tema del pactum subjectionis es desarrollado por Lavallé en «El criollismo y los pactos fundamentales del imperio americano de los Habsburgos». También sirve como parte de la argumentación de Stoetzer en su ya clásico The Scholastic Roots of Spanish American Independence. Mario Góngora se refiere, asimismo, al fundamental principio en los reclamos de Viscardo y Guzmán y fray Servando Teresa de

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No olvidemos, sin embargo, que este es solo un aspecto del problema. Sería injusto soslayar que entre los peninsulares se encontraban muchos personajes como Domingo de Santo Tomás (autor de la primera Gramática y el primer Vocabulario quechuas en 1560, y encargado, además, de la gestión de contraoferta de los curacas andinos para la restitución de sus tierras ante Felipe II), Pedro de Quiroga (autor de los Coloquios de la verdad y su denuncia de los abusos de los conquistadores), Bartolomé de Segovia (responsable de la elocuente crónica La destrucción del Perú, atribuida antes a Cristóbal de Molina «el chileno»), Luis Ortiz (redactor del Memorial de 1558, de claro corte arbitrista), el licenciado Francisco Falcón (y su «Representación hecha por el Licenciado Falcón en el Concilio Provincial, sobre los daños y molestias que se hacen a los indios» [1567]), fray Miguel de Agia (autor del Tratado que contiene tres pareceres graves [...] sobre el servicio personal y repartimientos de indios, de 1604), Henrique Garcés y su «Canción al Perú», y otros dignos miembros del clero y la oficialidad real que expresaron su enérgica protesta contra la pésima situación de la población indígena y se encontraban plenamente abocados al mejoramiento del «bien común».

2. La respuesta criolla Pero para muchos criollos, el cuadro del desencanto producido por el desprecio y la condena de algunos peninsulares encontraba su contrapartida en la refutación del discurso peyorativo a través de una rotunda afirmación étnica, geográfica y climática. Basta recordar que a principios del siglo xvii coinciden tanto en México como en el Perú algunas voces que se encargan de establecer el necesario traslado del axis

Mier. Bolívar menciona la misma transgresión por parte de los peninsulares en la «Carta de Jamaica» (1815). Desde el xvi, los ecos de las noblezas locales venidas a menos resonaban a algunos argumentos de las comunidades derrotadas de 1521 en España. En «Bernal Díaz: formas y reformas», Verónica Cortínez hace un examen de la nostalgia bernaldiana del poder regional antes de la llegada de Carlos V y los Habsburgo a la península. Rolena Adorno (1993), por su parte, analiza la condición protocriolla de Bernal Díaz y su relación con la teoría postcolonial. Otras contribuciones generales a ese debate son las de Mignolo (1993), Seed y Vidal. Roland Greene también ha llevado a cabo una reflexión afirmativa sobre el uso de la teoría postcolonial en el campo de la literatura colonial hispánica.

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mundi a tierras americanas, operando tropológicamente al identificar majestad territorial con insuperable calidad moral entre los españoles nacidos en Indias. En el caso novohispano, el ejemplo paradigmático de Bernardo de Balbuena nos da una idea clara de las tensiones entre criollos y peninsulares resueltas mediante la elaboración de un microcosmos discursivo que coloca a México por encima de cualquier otro centro civilizador. Si bien Balbuena nació en España hacia 1561, se calcula que debió llegar a México a los tres años de edad (Rojas Garcidueñas: cap. 1). Su larga experiencia en el Nuevo Mundo y su conocimiento de la tierra y las complejidades de la gran ciudad levantada sobre las ruinas de Tenochtitlan lo llevan a afirmar la supremacía del supuesto paraíso mexicano sobre el resto del planeta10. La Grandeza mexicana, escrita como epístola en tercetos a una bella dama criolla, Isabel de Tovar y Guzmán, fue publicada en 1604 para dar cuenta, por la doble vía de una temprana barroquización literaria y de una corografía novomundial, de la rearticulación de la élite criolla en términos de su altura intelectual, su dominio de la caballería, el esplendor de su arquitectura, el vigor de su comercio, la benevolencia de su clima y la eficiencia de su gobierno local. México, así, se coloca como centro de la civilización occidental, y provincializa a Europa y a Asia, es decir al Viejo Mundo, con una visión progresiva de la historia, cuyos agentes criollos, sin llegar al separatismo político, engrandecen superlativamente la patria imperial. Así, la «patria dulce» y «patria mía», es decir, España, a la que se refiere Balbuena en las últimas estrofas de su Grandeza mexicana se han interpretado como una muestra más del discurso de fidelidad al terruño ibérico, aunque una lectura más atenta de todo el epílogo de la obra nos lleva a pensar que la idea de «patria» es de carácter imperial y abarca la totalidad de los reinos de la Corona. Ernst Kantorowicz (246-247) ofrece una delimitación del término «patria» en el Medioevo y su uso a veces extendido en el mismo sentido de los clásicos del imperio romano como communis patria11. 10. Uno de los pocos trabajos que relacionan el discurso de exaltación local de Balbuena con la formación de una identidad colectiva es el de Lafaye (102-123), a través de lo que él denomina la elaboración de una «utopía criolla» localizada en el tiempo primordial de una «primavera inmortal» (e indiana, como diría más tarde Sigüenza y Góngora) de esplendor material y espiritual. 11. En cuanto a la provincialización de Europa a partir de premisas ilustradas y en el contexto de la India británica, se puede acudir al análisis de Chakrabarti. Sobre la centralidad de México no sólo en sus intercambios trasatlánticos, sino también

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En el mismo sentido puede hablarse de las misteriosas poetas peruanas que tanto en el «Discurso en loor de la poesía» (1608) como en la Epístola de Amarilis a Belardo (1621) se encargan de filtrar la mirada americana para proclamar, respectivamente, que la poesía se había trasladado rejuvenecida a las regiones antárticas y que la progenie de los conquistadores engrandecía a España tanto o más que la nobleza peninsular, mejorando así el imperio12. El último año mencionado, 1621, atestigua también las afirmaciones del prominente letrado huanuqueño Francisco Fernández de Córdoba en su prólogo a la Historia de Nuestra Señora de Copacabana, de fray Alonso Ramos Gavilán, con respecto de la «nobleza [española] mejorada» en los beneméritos peruanos (8)13. Y ni qué decir del extenso Memorial de historias del Nuevo Mundo Pirú (1630), de fray Buenaventura de Salinas, que no solo se dedica a exaltar hasta las máximas alturas las excelencias de su natal Ciudad de los Reyes, sino también la indiscutible capacidad de los criollos para mejorar la situación de la población indígena y, por lo tanto, contribuir más eficientemente al designio imperial de una grey bien atendida en lo espiritual y en lo temporal. No deja de ser curioso que en ese mismo año de 1630, de los 88 corregidores que tenía el virreinato peruano, solo seis fueran criollos vecinos de Lima, «los demás, la gran mayoría, eran individuos de nacionalidad española nombrados ya por el Rey de España o ya por el Virrey del Perú» (Bromley: 288). Ni deja de ser curioso que frente al discurso de exaltación local que se pergeñaba desde antes del Memorial de Salinas,

transpacíficos, al de Fuchs y Martínez-San Miguel. Debe considerarse, además, que el llamado «Barroco de Indias» (que bautizó Picón Salas como un arte de la contraconquista) estaba ligado a grupos con claro sentido de su diferencia como elementos discretos de la gran Monarquía Indiana. Bolívar Echeverría y Walter Mignolo (2005: 62-64) ven en esta forma del Barroco un ethos que constituiría una primera versión de la modernidad americana, con una conciencia grupal y con proyecciones posteriores a la conciencia de las élites criollas «postcoloniales». 12. Así, por ejemplo, Colombí-Monguió expone el argumento del poema de la anónima de 1608 como «carta de ciudadanía del humanismo sudamericano», y Raquel Chang-Rodríguez explora la relación entre introspección personal y retrospección histórica para la formulación poética de la patria local en la Epístola de Amarilis a Belardo. 13. Lo confirma Lohmann Villena en su clásico estudio sobre Los americanos en las órdenes nobiliarias (I, XXIII): «Las peculiares circunstancias que moldearon la vida económica de las nuevas poblaciones en el Nuevo Mundo hicieron inevitable la transfusión de unos linajes en otros, aun siendo de inferior extracción en la Península. Los méritos guerreros y la capacidad económica obligaron a estos trueques».

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hubiera voces como las de Mateo Rosas de Oquendo, que se encargaban de llevar las defenestraciones anticriollas a los límites de la sátira más corrosiva, como a fines del siglo xvii haría también Juan del Valle y Caviedes y en las postrimerías del xviii, Esteban de Terralla y Landa. Por esa misma diferenciación que se planteaba en la época, David Brading llama la atención sobre la originalidad de la autoafirmación criolla en su fundamental Orbe indiano: por mucho que la América española dependiera de Europa en materia de formas de arte, literatura y cultura en general, sus cronistas y patriotas lograron crear una tradición intelectual que, por razón de su compromiso con la experiencia histórica y la realidad contemporánea de América, fue original, idiosincrásica, compleja y totalmente distinta de todo modelo europeo (15-16).

Aunque en este trabajo matizaremos el concepto de una total distinción, es imposible ignorar que, incluso en los casos de mayor mimetismo, suele ser discernible lo que Dubois (12) ha conceptualizado como «imitación diferencial», de la que participarían en parte las letras y el arte criollos. Se va forjando así, mediante la frecuencia del trato y la comunidad de origen y «ancestría», un sentido de local identidad colectiva, aunque en muchos aspectos cambiante según ciudad, momento y modalidad de expresión. Estas rápidas pinceladas sobre el «criollismo militante» y la agencia de una comunidad criolla a través del discurso épico e histórico apenas pueden darnos una vaga idea de la amplitud de tal discurso tanto en México como en el Perú. Anotemos por ello que los grupos criollos originales, los que se situarían a una altura relativamente elevada dentro de la pirámide social —es decir, los beneméritos o descendientes directos de conquistadores—, eran apenas alrededor de 703 en México (Pagden 1987: 56) y no menos de 500 en el Perú (Latasa 1999: 2) a principios del siglo xvii. No se puede definir en toda su complejidad este tipo de discurso, reformulado principalmente a través de la poesía épica, si no atendemos al carácter elitista de sus orígenes y sus estrategias. Por eso, insistamos aquí en que no pretendemos caracterizar a todo el conjunto criollo, formado de aventureros pobres, artesanos humildes, soldados de fortuna, mujeres desamparadas y muchos otros poco favorecidos y harto descontentos, sino principalmente a aquel sector que detentó el poderío y prestigio de la letra desde ángulos discursivos aparentemente predefinidos.

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En este sentido, la articulación inicial que hemos planteado entre criollos, épica y nación en el virreinato peruano debe encuadrarse en coordenadas consistentes con el vehículo de expresión que les sirvió en primer lugar para trazar las aristas de su propia ontología. Esa letra que en el siglo xvi permitió una difusión acelerada de ideas y entretenimientos, empezando por el plano de la «lectura» aural o emitida en voz alta (sin duda, la forma de recepción mayoritaria en una población casi totalmente analfabeta, incluso entre europeos); esa letra repetidamente aparecida como elemento fatal que potenciaba al máximo las estrategias de la dominación militar y económica a través de comunicaciones y cédulas; esa letra, en fin, que Ángel Rama se ocupó tan bien de explicar como ladrillo casi imperceptible, pero multiplicado, del inmenso muro de la separación cultural entre europeos e indígenas (capítulos 1 a 3 de La ciudad letrada), era, por su mismo prestigio, herramienta de las ansias, quejas, frustraciones, exageraciones y negociaciones de los grupos que se disputaban el predominio administrativo de las nuevas sociedades. Y esa misma letra sería la que asentaría como espejo modelador el imaginario de algunos de los hijos de los conquistadores. De esa práctica importada nacería lo que con el correr de los años ha venido a llamarse una primera «escritura hispanoamericana». Lo señala Fernando Aínsa cuando, a partir de las primeras diferenciaciones léxicas, fonéticas, prosódicas y subjetivas del español hablado en América, propone que «muchos de los temas abordados en [las] páginas [de las tempranas obras coloniales], [sus] técnicas utilizadas y puntos de vista asumidos, interesan en la medida en que “significan” las primeras “marcas diferenciadoras” de la identidad cultural americana» (121). Sin embargo, nunca está de más insistir en la posible arbitrariedad reduccionista de esa expresión. La letra no solo cumplió el conocido papel de dominación que se le imputa (incluso hoy, cuando la occidentalización de las Américas se ha reforzado merced a la tan mentada globalización). La letra fue también vehículo de configuraciones semióticas que le añadieron ritmos novedosos y trasvases de sistemas significativos provenientes de las lenguas y culturas nativas14. Lo que 14. Estos trasvases han sido examinados desde una teorización postsemiótica por Mignolo (1988, 1994 y 1995). Son útiles también las compilaciones Writing Without Words, editada por Boone y Mignolo, y The Language Encounter in the Americas 1492-1800, de Gray y Fiering, para diversos casos de interferencia semiótica y lingüística.

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en su primer momento era solo un dialecto corrupto del latín y luego se convertiría en una de las primeras lenguas nacionales europeas, pasó pocas décadas después del «descubrimiento» a adquirir una enorme riqueza de normas regionales, léxico y variaciones híbridas que excedieron largamente la ya de por sí histórica heterogeneidad interna del castellano tras su largo periodo de contacto con el árabe. A partir de 1492, con el intercambio transatlántico, empiezan a gestarse inesperadas modalidades de expresión escrita (y no mencionemos el universo de las oralidades como ejemplo paradigmático de la complejidad comunicativa). Si bien muchas de esas formas de expresión quedaron ocultas, como el caso señero de la Nueva coronica de Guaman Poma de Ayala, solamente «descubierta» en 1908, son desde relativamente temprano territorio de fusiones, divergencias y creatividades hasta entonces impensadas. «Castellano motoso», «jerigonza bárbara», «lenguaje corrupto» constituyen solo algunas de las etiquetas endilgadas a los esfuerzos de los hablantes originales de lenguas no castellanas al pretender atravesar los muros no tan invisibles de la (castellana) ciudad letrada. ¿Y los criollos? Pues, aparentemente, se salvaban de ese problema. Sin embargo, no olvidemos que los desprecios que recibían por parte de los peninsulares solían traer materiales de contrabando. Ya no se trataba solo de la potencial idolatría de esos neoeuropeos con rastros difusos de sangre o de conducta indígena, sino también de las variaciones expresivas que los hacían diferenciarse poco a poco del acento central castellano, radicalizando las variantes regionales andaluza, extremeña y canaria que escucharon de boca de sus padres y abuelos, y creando de este modo otra razón para las recusaciones atlántico-orientales15. El incipiente «español de América» (expresión algo abusiva, pues reduce las enormes diferencias que hay entre las variantes argentina, cubana, mexicana, peruana, etc. del día de hoy a una sola entidad monolítica y, peor aun, borra las diferencias al interior de cada país actual), ese «español» que aprendieron como primera lengua las generaciones tempranas de criollos, ya no era exactamente el mismo que 15. Estudios importantes sobre el llamado «español de América» pueden encontrarse en Fontanella de Weinberg, Lope-Blanch, Martinell Gifre, Moreno de Alba y Rosario en relación con aspectos léxicos y morfosintácticos. Asimismo, en Rivarola (47-56 y en su cap. III), para el tema específico del enriquecimiento léxico a partir de préstamos nativos. Para la procedencia principalmente andaluza y extremeña de los primeros conquistadores, se puede consultar el estudio de Lockhart.

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seguía resonando en la península, ni siquiera en sus variantes andaluza y extremeña. No lo era, al menos, después de algunas generaciones, en lo que se refiere a su prosodia y a sus nuevos campos semánticos. Sin olvidar que en España también había normas regionales claramente diferenciables, la lengua de los americanos de origen europeo seleccionó tonalidades, léxicos y estrategias que llevarían poco a poco a la entronización de su variante como la más perfecta del imperio, según muchos autores criollos. Un ejemplo notable, que aparece en el epílogo de la Grandeza mexicana (1604) de Balbuena y que siempre resulta útil citar, dice que Es [México] ciudad de notable policia Y donde ∫e habla el E∫pañol lenguaje Mas puro y con mayor corte∫ania. Ve∫tido de un belli∫∫imo ropaje Que le da propiedad, gracia, agudeza, En ca∫to, limpio, li∫o y graue traje (estrs. 30-31, f. 111v).

Y como si esto no bastara, desde no muchos años antes, Juan de Cárdenas proclamaba que oyremos al E∫pañol nacido en las Indias, hablar tan pulido[,] corte∫ano y curioso, y con tantos preambulos[,] delicadeza, y e∫tilo retorico, no en∫eñado ni artificial, ∫ino natural, que parece ha ∫ido criado toda ∫u vida en Corte, y en compañia muy hablada y di∫creta, al contrario veran al chapeton, como no ∫e haya criado entre gente ciudadana, que no ay palo con corteza que mas bronco y torpe sea (ff. 176v-177r).

Sería conveniente, por eso, pensar como premisa sujeta a comprobación que las modalidades discursivas llegadas al predio privilegiado de la letra bien podían transcribir de manera indirecta los usos del idioma con algunas marcas sutiles de americanidad16. Lo que puede 16. Aunque no pretendo comulgar del logocentrismo que Derrida ataca en Rousseau y Lévi-Strauss (en el primer capítulo de la segunda parte de De la Grammatologie), conviene aclarar que para un periodo tan tempranamente moderno y un género —el de la poesía— como el que aquí nos concierne, los límites entre expresión oral y manifestación escrita son sin duda porosos desde el hecho de que el punto de enunciación de los poetas de la época considera también la recepción aural de la obra. Esto no significa, ciertamente, que el léxico popular o las elisiones típicas de la oralidad se filtren en la norma culta escrita, pero sirve como elemento de juicio para considerar en toda su dimensión una dialéctica sumamente compleja

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sonar demasiado osado para fines del xvi y principios del xvii (más tarde a nadie en su sano juicio se le ocurriría borrar las diferencias) se entiende cuando la producción escrita adquiere rasgos funcionales específicos de su contexto.

3. Hacia la épica Aquí comienza nuestra verdadera excursión. La épica (hay que decirlo) constituye el pilar más importante de las páginas que siguen. Pero aclaremos nuevamente que estamos entendiendo la épica en un sentido restringido, es decir, el de la nunca suficientemente trajinada «épica culta». A la vez, conviene mencionar que también hace una falta urgente un estudio abarcador sobre el concepto de la épica en el Nuevo Mundo que incluya producciones en lenguas indígenas y manifestaciones a través de otros géneros discursivos (la historia, sobre todo, pero también la poesía de circulación oral) dentro del castellano, superando los ya canónicos aportes de Frank Pierce y Maxime Chevalier. Pese a sus méritos innegables como sistematización de la épica «culta» en castellano, el trabajo de Pierce deja de lado obras del siglo xviii, como la propia Lima fundada de Peralta, la Vida de Rosa de Santa María de Luis Antonio de Oviedo y Herrera, la Hernandía y Las naves de Cortés destruidas de Francisco Ruiz de León, la México conquistada de Juan Escóiquiz, La elocuencia del silencio de Miguel de Reyna Zevallos, la Nueva Jerusalén María Señora de Antonio de Escobar y Mendoza, y muchas más del ámbito hispanoamericano. Asimismo, es observable su análisis desde categorías intradisciplinarias y genealógico-textuales, por lo que resulta fácil señalar la mencionada necesidad de nuevos estudios sistematizadores de la épica en castellano desde los aportes y transformaciones epistemológicas recientes del campo «colonial», considerando los diálogos contextuales y la amplitud multigenérica que admite la épica culta. El género permite eventualmente, como se podrá observar, introducir muestras de discurso mítico, lírico, político, etc. (consúltese, en este sentido, la introducentre sujetos dicentes americanos o americanizados y formas de escritura de origen europeo. Sobre la recepción «aural» de los textos del Siglo de Oro, se pueden consultar los imprescindibles trabajos de Margit Frenck y Sánchez Romeralo citados en la bibliografía.

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ción del volumen de Beissinger, Tylus y Wofford). Juicios semejantes acerca de la deseada renovación podrían expresarse sobre el clásico e imprescindible L’Arioste en Espagne, de Maxime Chevalier17. Pero se dirá: ¿épica e historia en una sola letra? Si hasta la vieja definición aristotélica las opone. Y será cierto, sobre todo considerando que Aristóteles se refiere a la poesía épica como mimèsis, concebida en tanto «imitación de acción» posible e ideal. Recordemos lo que esgrimía el Estagirita: «no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad […]. El historiador —continúa— dice lo que ha sucedido, y el otro [el poeta] lo que podría suceder. Por eso es también la poesía más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular» (1451 a36-b7). Sin embargo, el propio Aristóteles se encarga de señalar que prosa y verso no son esenciales ni a la poesía ni a la historia: «El historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Herodoto y no serían historia menos en verso que en prosa)». Por eso, como ya he anunciado en el ensayo «Epic Voices», para el siglo xvi la renovación del interés por el mundo clásico y la necesidad de explicar nuevas modalidades discursivas no necesariamente anticipadas por el Estagirita llevaron al entendimiento de la épica en su función de constituyente actancial heroico antes que de forma externa. Así, ya Minturno, el Pinciano y Pellicer admiten que la prosa novelesca puede ser también vehículo de relatos heroicos comparables a los de la épica clásica. Cito de mi ensayo: Son conocidas, en ese sentido, las ideas de Joseph Pellicer (167) acerca de los poemas épicos «en prosa», así como los preceptos del Pinciano, Sebastián Minturno y otros preceptistas del momento sobre la posibilidad de desarrollar relatos heroificadores en la modalidad de la prosa, idea 17. Los últimos años han sido testigos de una interesante búsqueda de nuevas lecturas y datos sobre el casi abandonado corpus de la épica hispanoamericana. Pueden verse, como acercamientos puntuales a obras específicas del canon, y en el ámbito de la academia norteamericana, los trabajos de Rabasa (cap. 3, sobre la Historia de la Nueva México de Pérez de Villagrá), Nicolopulos (sobre La Araucana y Os Lusíadas), Davis (cap. 1, sobre La Araucana y cap. 4 sobre la Christiada de Diego de Hojeda), Fuchs (cap. 2, sobre La Araucana), Marrero-Fente (sobre el Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa y otros autores), Firbas (sobre Armas antárticas de Juan de Miramontes y Zuázola) y Cebollero (sobre Terrazas), entre otros imprescindibles.

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que aparece contemplada ya desde la misma Poética de Aristóteles dentro de lo «imposible verosímil» y en los Discorsi del poema eroico de Tasso, que señala que este puede escribirse «senza obligo alcuno di rime» (106). Aunque el concepto se formuló en el xvi para referirse a textos narrativos escritos con fines de entretenimiento (como hace el Pinciano con respecto del Amadís), alude a una armazón retórica que atañiría también a las posibilidades expresivas de un sector de la historiografía y otras formas de prosa en la época (4; traducción mía).

Añadiré que Minturno clasifica como épica en prosa poética las novelle de Boccaccio, y como poesía épica mixta, en prosa y en verso, L’Arcadia de Sannazaro, L’Ameto de Boccaccio, su propia L’Amore innamorato y partes del Orlando innamorato de Boiardo (Minturno: 3-4). También es de advertir que entre los clásicos menos convencionalmente entendidos como épicos, aunque lo sean a su manera, como Lucrecio, se solía escribir en verso por costumbre y por razones de didactismo moral, y que bastaba para una trama épica la interacción entre dioses, héroes y hombres (Florio: 107-108). En tal sentido, el antiguo género de la épica podría metamorfosearse y encontrar en la novela (incluso en la moderna) una derivación de algunos de sus rasgos. Con esta interpretación alternativa, los viejos postulados de Bakhtin («Epic and Novel») y Benjamin («The Storyteller») sobre la novela como un género completamente distinto y novedoso y la épica como una reliquia de museo quedarían relativizados, según señalan Beissinger, Tylus y Wofford (4-6), estableciendo vínculos entre el pasado y el presente y reconsiderando el importante papel de cada género en la constitución de sus respectivas comunidades. De ahí la importancia de admitir que la épica renacentista recogía la multiplicidad de registros genéricos con menos dificultad que la que prescribía Aristóteles. El debate se amplió en el xvi, como ya hemos notado, y adquirió rasgos propios en el contexto hispánico a partir del desarrollo del romanzo en la épica italiana (Egido: 32, n. 55). Autores como Lucano, Apolonio de Rodas y Valerio Flaco (a los que Aristóteles no pudo leer por razones cronológicas) emplean, por su lado, el excurso mitológico y etnográfico ampliamente, adelantándose así a algunas estrategias de la épica renacentista. El problema se complica cuando consideramos que el sentido original de la raíz griega epos como «voz» permite acoger dentro de la amplia categoría de «poesía épica» aquellos relatos heroicos y fundacionales que sustentaban el orden religioso y social de las sociedades nativas americanas. Trátese de mitos, leyendas o relatos sobre hazañas bélicas,

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los usos formularios de la oralidad narrativa azteca, maya o inca, entre otras, participan en alguna medida de elementos comunes a los de la heroicidad importada con el idioma de Castilla. Por supuesto, habrá también diferencias notables, que en algunos extremos ha llevado a reducir el interés por este riquísimo corpus a los campos de la folclorología o de la etnohistoria, desechando su análisis —cómodamente— desde la disciplina de los estudios literarios. Lo cierto es que esas oralidades, a pesar de haber sufrido el impacto de la conquista a través de la eliminación de sus fuentes inmediatas (los ámatl del Anáhuac o los khipu de los Andes, amén de la persona física de los individuos profesionalizados encargados de su decodificación y su transmisión oral), lograron filtrarse en la prosa de algunos españoles (pensemos en Sahagún, en Durán, en Betanzos), de algunos mestizos (recordemos ciertos pasajes de los Comentarios reales o fragmentos de Alva Ixtlilxóchitl) y de algunos indígenas (Guaman Poma, Titu Cusi Yupanqui o Alvarado Tezozómoc, entre otros) que entendieron la importancia de la letra en la lucha por preservar su memoria histórica y acomodarla a las necesidades de su esfuerzo negociador. Desgraciadamente, no habrá suficiente espacio en este estudio para incursionar en tal corpus18. Tampoco lo habrá para atender el tema —igualmente descuidado— de la épica popular en castellano, la primera que realmente circuló entre los hablantes de la lengua de Nebrija en las Américas. Su filiación evidente es la del romancero medieval, pero su complejidad abarca hasta el Laberinto de fortuna, de Juan de Mena, e incluso anima a levantar la pluma a autores tan «cultos» como Gabriel Lobo Lasso de la Vega a fines del xvi19. 18. Algo de esta problemática abordo en mis artículos «Continuity vs. Acculturation: Aztec and Inca Cases of Alphabetic Literacy», «Betanzos: de la oralidad incaica a la escritura coral» y el ya citado «Epic Voices: Non-Encounters and Foundation Myths». Para el caso de la poesía quechua en Guaman Poma, es muy útil el análisis de Husson, sin olvidar los trabajos fundamentales de Rolena Adorno, Mercedes López Baralt y Raquel Chang-Rodríguez a partir de las categorías de resistencia y apropiación. Desde otras disciplinas y para casos no andinos, son pertinentes los estudios de Dennis Tedlock y Mignolo (1988) respectivamente. 19. Son inevitables los estudios de Reynolds, donde se extraen textos del Manojuelo de romances de Lobo Lasso de la Vega; de Vargas Ugarte sobre el romancero en el Perú; y de Medina sobre los romances basados en La Araucana. Sobre La conquista del Perú, el primer poema épico (de estirpe popular) de tema conquistador pleno, ver Nieto Nuño, Marrero-Fente (2003) y, sobre todo, el cap. 3 de Coello, donde se traza detalladamente la estirpe de La conquista del Perú a partir del Laberinto de fortuna de Juan de Mena.

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Las relaciones de nuestra épica «culta» con los discursos anteriormente señalados no siempre serán obvias. Lo que podría considerarse como un gesto de audacia al vincular una producción tan prestigiosa con la producción no europea y con el laberinto de las negociaciones romanceadas entre conquistadores y entre criollos y peninsulares será en última instancia el sustento de buena parte de nuestra argumentación. Más aun, saliendo de la intertextualidad y hasta de la interdiscursividad, hay que incursionar forzosamente por un camino hasta aquí poco explorado: el de la relación entre la épica culta y el universo popular de las máscaras, desfiles, carnavales y representaciones pictóricas y religiosas de origen indígena, africano, mestizo o catequizadoramente híbrido. Esta relación es rastreable sobre todo en los casos de Fernando de Valverde, cuyo Santuario de Nuestra Señora de Copacabana no se ciñe exclusivamente a la impronta gongorina ni calderoniana, y de don Pedro de Peralta, cuya Lima fundada se alimenta de múltiples recursos que no se limitan a los más obvios de la Eneida de Virgilio y la Historia general del Perú del Inca Garcilaso. Aunque no ahondaremos ahora en los detalles de la propuesta alternativa que haremos sobre la épica «culta» novocastellana ni en la operación consuetudinariamente practicada de las relaciones genealógicas textuales, tan valiosas y aún no agotadas, reafirmemos que mucho del dialogismo de la producción épica plantea tanto un puente transatlántico (las fuentes textuales, los orígenes de algunos autores, el sistema de la lengua) como transandino (el acomodamiento simbólico de las masas indígenas y africanas, el aprovechamiento de algunas de sus manifestaciones culturales, etc.). Esta doble condición biságrica hace del corpus que aquí nos interesa un componente nuclear no solo en el desarrollo del discurso criollo en general, sino también de una de las identidades colectivas de mayor raigambre y prevalencia en el conjunto de los sujetos sociales del área andina desde el siglo xvi hasta nuestros días. Como precisan Beissinger et al., la épica […] tiene una peculiar y compleja conexión con las culturas nacionales y locales: la inclusividad de la épica —la tendencia de un poema dado a presentar un recuento enciclopédico de la cultura que lo produjo— también explica su potencial político. Esta explosividad política es evidente en las cargadas representaciones contemporáneas de la épica […], en la intensa reimaginación de la épica retomada por las naciones europeas emergentes como un medio de autoconocimiento como naciones (Beissinger: 2-3, traducción mía).

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Saliendo de la referencia eurocéntrica de la cita, resulta necesario detenerse brevemente en algunas de las teorías de la nación preilustrada y extraer de ellas lo que sea pertinente para nuestro estudio, aclarando así el carácter específico del tercer componente de nuestra argumentación.

4. La nación criolla A los ya conocidos e influyentes planteamientos de Benedict Anderson sobre el desarrollo del nacionalismo moderno como artefacto cultural de las burguesías ilustradas a través de la imprenta y los diarios de viajeros, así como a los de Eric Hobsbawm sobre la invención nacionalista en la edad moderna, se pueden añadir los de otros investigadores que enfrentan directamente las formas de identificación colectiva existentes desde mucho antes del Siglo de las Luces. John Armstrong, por ejemplo, en Nations before Nationalism, provee una perspectiva para las demandas históricamente novedosas planteadas por los movimientos nacionalistas que deben confrontarse con una larga trayectoria de asociación humana en la cual una identidad grupal persistente no constituía normalmente la legitimación de una estructura política. Propone, así, que «una perspectiva temporal extensa es especialmente importante para percibir el nacionalismo moderno como parte de un ciclo de conciencia étnica» (4, traducción mía). De este modo, prosigue, en el nacionalismo moderno la etnicidad de vieja estirpe se manifiesta a través de la búsqueda de «“esencias” permanentes de carácter nacional en vez de reconocer la fundamental pero significativa inestabilidad de las fronteras de la identidad humana». Para explicar mejor el fenómeno, Armstrong reconoce la importancia de los trabajos del antropólogo noruego Fredrik Barth, quien propuso un modelo de interacción social que no suponía un carácter fijo o una «esencia» en el grupo, sino que examinaba las percepciones discernibles de sus miembros frente a otros grupos, es decir, apelando a una identidad relacional (para este último concepto también se puede acudir a Cornejo Polar 1994: 89). Este modelo de los cambiantes límites identitarios tiene grandes ventajas respecto al de las esencias, pues son las fronteras y no los contenidos supuestamente permanentes los que terminan definiendo la etnicidad. Cualquier contenido cultural o biológico será aleatorio y alterable mientras los mecanismos de sepa-

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ración con respecto de otros grupos se mantengan. También es útil el modelo de Barth porque enfatiza que si bien las fronteras identitarias pueden tener contrapartes territoriales, no son estas las que definen el carácter grupal. Uno de los postulados centrales de este planteamiento es que en las formas tempranas de la nacionalidad étnica la identidad se da principalmente por exclusión y oposición. Y lo mismo había planteado Emile Benveniste al definir la identidad étnica siempre por oposición y no por esencias identitarias inherentes, según Armstrong (5). La teoría de los límites o fronteras grupales implica que la etnicidad se compone de interacciones cambiantes antes que de un componente esencial o inmanente de organización social20. Pero estas interacciones cambiantes muchas veces implican que las llamadas clases bajas pueden estar manipuladas por las élites si es que no tienen una contra-élite propia capaz de legitimar sus rasgos de identidad común. Pensemos así, por ejemplo, en la tensión entre la élite criolla limeña (con su influencia sobre los grupos criollos pobres) y la élite neoinca rearticulada en el Cuzco entre los siglos xvii y xviii (con su influencia sobre el campesinado indígena y la red de curacas locales). Aun cuando no haya la «consideración de una estructura política autónoma» (8), prosigue Armstrong, la identificación étnica logra darse, y así parecería explicarse en parte la llamada «dualidad nacional peruana» del periodo republicano (ver Quijano y Thurner). En efecto, ya Max Weber había señalado que son los intelectuales de las naciones, en tanto grupos minoritarios, los que propagan una idea nacional como parte de una identidad común con el pueblo, cuyos rasgos étnicos pueden no coincidir con los de la élite (682). Una vez eliminada de escena la élite incaica cuzqueña después de la rebelión de Túpac Amaru II, los criollos de Lima expandieron en el discurso independentista la categoría de «peruano» como marca esencial de los habitantes de la nueva república, pero sin abandonar el ejercicio de

20. La teoría de los límites complementa muy bien la vieja distinción de Renan entre nación política y nación cultural. La primera se constituye como accionar que busca legitimar mediante un estado superador del ancien régime las ideas inclusivistas y transregionales de la nación moderna. La segunda se vincula más bien a la larga trayectoria de contenidos y referencias familiares (lengua, costumbres, etc.) que constituyen la nación en su sentido tradicional (que aquí llamamos étnico). Sin embargo, dichos contenidos son cambiantes de acuerdo con las circunstancias políticas e históricas que a cada nación le toque asumir en busca de su hegemonía sobre otras.

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la distinción étnica criolla como elemento fundamental de su praxis política. En ese sentido, y volviendo a la nación como categoría arcaica, puede decirse que no hay nada predeterminado sobre los límites que distinguen a una colectividad étnica, pero a la vez se puede apreciar que esos límites persisten sobre los que distinguen a las clases sociales (Armstrong: 9). Lo que importa, en última instancia, es que la comunicación de símbolos étnicos se da en la longue durée, entre los muertos y los vivos, y por eso la incorporación de símbolos individuales, verbales y no verbales, coadyuvan a la formación de una estructura mítica transgeneracional (10). Esta formación simbólica es la que Armstrong denomina el «mitomotor», en el cual la identidad se define en relación con una formación civil o comunidad organizada específica. Y el poeta épico como narrador de mitos reafirma «un destino común» («a common fate») y la solidaridad interna frente a fuerzas extrañas (10), como veremos en nuestros bardos criollos. Ahora bien, recordemos que Armstrong no se está refiriendo específicamente a casos americanos, aunque muchas de sus ideas sobre la formación de las nacionalidades preilustradas podrían aplicarse a nuestro tema de interés, los criollos. Como veremos a lo largo de este trabajo, desde fines del xvi se desarrolló un discurso de reivindicación étnica, de exaltación de la «patria» (en el sentido regional y urbanístico que el término tenía entonces) y de sustentación de las superioridades biológicas, intelectuales y religiosas de los criollos beneméritos que sirvió como contrapeso a la hegemonía de los grupos peninsulares en lo administrativo y en lo económico. Tal discurso, como he señalado antes, respondía también a las constantes acusaciones de algunos «chapetones», que justificaban el copamiento de cargos, encomiendas y corregimientos achacando poca idoneidad moral y espiritual a los criollos. En tal sentido, lo que parecería ser simplemente una disputa entre primos termina constituyendo toda una forma de identidad grupal, entendible también desde las categorías planteadas por Anthony Smith en The Ethnic Origins of Nations. De este trabajo clave nos interesa rescatar la idea de que las aristocracias étnicas suelen tener una larga duración, como ya se ha dicho, pues preservan un sentido de ascendencia común incorporando paulatinamente otros estratos de la población, aun considerando que no siempre ocupan un lugar absolutamente hegemóni-

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co dentro de sus sociedades. Son los grupos que Smith llama «etnias laterales» (147). Smith examina el caso español, en que el éxito de los castellanos en la cohesión social interna tiene como elemento central la expulsión de los moros y judíos (148). Señala la importancia del aparato administrativo en la incorporación de otros sectores sociales bajo la dirección de la etnia aristocrática y también la unidad religiosa y la limpieza de sangre como elementos unificadores, aunque reconoce que a partir del xix se acentúan las etnicidades regionales (148-150). El caso inglés, por su lado, representa una unificación progresiva por alianza de aristocracias hasta la Revolución Industrial. «Los elementos étnicos de la nación […] estaban bien desarrollados. Hacia el siglo xiv o poco después, eran frecuentes un sentido común y un mito de ascendencia. De manera similar, emergía un sentido común de cultura basado en el lenguaje y la organización eclesiástica» (148-150). La idea de un mito de ascendencia común es, pues, de suma importancia en el desarrollo y fortalecimiento de las etnias laterales. Y sobre el caso francés, nos dice que aunque hay mucha controversia acerca de la naturaleza «feudal» de la monarquía de los Capeto, es indudable que una etnia «franca» en su origen logró, tras muchas vicisitudes, establecer una administración centralizada relativamente eficiente sobre la Francia central y norteña (y más tarde la sureña). Así pudo fortalecer elementos «cívicos» como un territorio compacto, una economía unificada y una estandarización lingüística y legal que desde el siglo xvii sirvió como base para la formación de la nación francesa según hoy la conocemos (149-150). De este modo, Inglaterra, Francia y España funcionan para A. D. Smith como modelos básicos de etnias laterales aristocráticas exitosas por el papel fundamental del Estado y su incorporación burocrática de estratos sociales distintos. Sin embargo, la base del Estado nacional moderno fue siempre un grupo étnico y no al revés: El proceso de la fusión étnica, particularmente aparente en Inglaterra y Francia, cuyas etnias laterales estimularon mediante la incorporación burocrática, fue solo posible por un núcleo étnico relativamente homogéneo. No estamos aquí hablando de una descendencia verdadera, mucho menos de «raza», sino de la noción de ascendencia e identidad que la gente maneja (151, cursivas en el original).

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Esta noción de identidad basada en una tradición ancestral, si bien es básicamente simbólica, sirvió para que los tres casos de Estados nacionales de raigambre fuertemente étnica que Smith examina desarrollaran formas de administración estatal que asegurarían su hegemonía en los siglos previos al triunfo de la Ilustración. Con todo, tal triunfo y la consabida incorporación burocrática de otros sectores y regiones de la población fue solo posible, como señala Smith, por la existencia previa de un núcleo étnico homogéneo. No entro por ahora al tema de las etnias demóticas o verticales (como la hebrea o la musulmana) que Smith caracteriza en su estudio. En el caso peruano, tratándose los criollos de una formación relativamente tardía en relación con la de los peninsulares dominantes, es más lógico asimilarla operativamente al concepto de etnia lateral que con el correr de los siglos tendrá que lidiar tanto en el frente interno con los descendientes de los incas como en el frente externo con los peninsulares. De esta larga disputa, que implica alianzas y negociaciones múltiples, sobre todo con los últimos, derivará a principios del xix una formación administrativa que buscará asimilar a los otros sectores de la población dentro de un solo proyecto transregional sin perder la flamante hegemonía política y económica de la república. Como se recordará, esta formación le debe mucho a la decapitación literal de la élite indígena neoinca ocurrida en el debelamiento de la Gran Rebelión de Túpac Amaru II en 1781 (ver, en este sentido, los trabajos de Rowe, Méndez y Walker citados en la bibliografía). Hay, ciertamente, distancias notables entre los casos paradigmáticos de Francia, Inglaterra y España y los de sociedades periféricas como la peruana de los siglos xvi al xviii. Hasta podría parecer forzado hablar de una «sociedad peruana» en esos tiempos. Recordemos, sin embargo, que el término se empleaba en un sentido geográfico muy amplio (en tanto continuidad territorial del imperio de los incas) y en un sentido demográfico restringido, al identificar a los criollos como únicos peruanos, dejando en el universo de las castas y la «república de indios» al resto de la población. Aclaremos también que el sentido de «peruano» en la época no se definía tanto por nacimiento en el territorio del virreinato, sino sobre todo por la forma particular de pertenecer a la «república de españoles», atendiendo a las definiciones propias de la época en relación con el término «nación». Así, por ejemplo, ya desde 1680, fray Antonio de Montalvo distinguía a los criollos limeños como una «nación» con sus propios rasgos frente

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a las otras naciones del virreinato o, implícitamente, a los otros reinos de la corona de Castilla: Los hombres y mugeres que cria e∫te nueuo Mundo, por mas proporcionados a la participacion de los beneuolos influjos de ∫us a∫tros gozan de excelentes calidades, y de todos aquellos dones con que la naturaleza ilu∫tra a ∫us muy fauorecidos, los cuerpos de las mugeres tienen mucha alma, las almas de los hombres mucho entendimiento, y todos en comun, buenos talles, hermo∫as caras, afables condiciones, y liberales animos. Aun donde la agudeza es muy natural ∫e ga∫tan ∫eys y ocho años para e∫tudiar la grammatica, y los criollos del Perù en menos tiempo acaban todos ∫us e∫tudios, de que ∫e infiere no ∫er inferiores à otras algunas naciones en la habilidad, y que exceden à muchas en la aplicación (1680: f. 16r; énfasis mío).

Vale decir que los criollos del Perú constituyen una «nación» diferenciable por sus habilidades, lo cual por supuesto no implica un afán separatista, sino una distinción de rasgos discretos (en el sentido de pertinentes y únicos) dentro del conjunto de las naciones hispánicas y no hispánicas. Ya en la década de 1730, Arzáns y Vela identifica el término «peruano» con «criollo» (especialmente al establecer el contraste con los «vascos», «catalanes», «andaluces» y miembros de otras «naciones» españolas). El concepto es nítido, por ejemplo, en el capítulo 18 del libro IX de la primera parte de su Historia de la Villa Imperial de Potosí, en que narra las disputas entre las distintas «naciones» que pueblan la ciudad, especialmente una «en que a principios de enero [de 1662] estuvo para perderse Potosí por ocasión de que viendo los peruanos o criollos de esta Villa que el general don Gómez Dávila andaba muy inclinado a continuar el favorecer a los vizcaínos en perjuicio de ellos y de otras naciones se determinaron a repugnar sus mandatos y nuevas disposiciones» (II, 213; énfasis mío). Asimismo, historiadores actuales como Anthony Pagden usan el concepto de «nación criolla» basándose en documentos de la época y conservando su sentido preilustrado. Señala Pagden que «para mediados del siglo xvii, esta nación [criolla] había establecido su propia identidad cultural y […] política» (1987: 91; traducción mía), así como un claro sentido de su diferencia. La búsqueda de reconocimientos y cargos por parte de la nación criolla, si bien fue durante las primeras generaciones producto de la añoranza por el valor de los ancestros conquistadores, se ampararía más tarde en el concepto de pertenencia

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a la tierra y en la calidad de los servicios prestados a la Corona (6162)21. De este modo, aunque parezca paradójico, las naciones de indios o de origen africano nacidas en territorio andino no serían propiamente «peruanas» hasta el siglo xix. Esta condición multiestrática, de directa jerarquía racial y simbólica, tiene ecos de una antigua obsesión castellana por la «limpieza de sangre», aunque la mezcla fuera evidente entonces y aun desde nuestra perspectiva actual. El propio A. D. Smith se refiere en un brillante ensayo del año 2000 a los extremos de las interpretaciones «geológicas» y «gastronómicas» de las formaciones nacionales. Las interpretaciones «geológicas» o primordialistas asignan una durabilidad y una persistencia de «capas» identitarias anteriores y ancestrales, de carácter étnico, que afloran permanentemente en las nuevas formaciones sociales en que se fortalece la existencia de un Estado-nación. Las interpretaciones «gastronómicas» o circunstancialistas, por el contrario, asumen una fluidez constante de sujetos sociales que se forjan a partir de alianzas y orientaciones principalmente contemporáneas, reinventándose continuamente en el discurso (193-194). En determinados casos, la formación de íconos culturales y de una correspondiente literatura canónica podían servir para forjar una comunidad imaginada (claro que en mucho menor escala que la nación moderna, que resulta interprovincial e interregional, abarcando a veces pluralidades lingüísticas, étnicas y raciales, cuando no de temporalidades históricas distintas). La pequeña comunidad imaginada benemérita y criolla caería en la categoría que Smith define como forjada parcial y dialécticamente por un grupo de textos literarios canónicos (188). Naturalmente, cabe aquí referirse de manera principal a un concepto amplio de literatura como conjunto de escritos. Recordemos que nuestro sentido moderno de literatura deriva en buena medida de fines del siglo xviii y se afianza en el Romanticismo, desde el pensamiento herderiano, pasando por Madame de Staël y los hermanos Schlegel. 21. Para el desarrollo de la conciencia criolla desde el siglo xvi y en relación con la exaltación de Lima como nuevo centro en la periferia, tema que desarrollaremos en nuestro capítulo dos, se puede consultar el indispensable trabajo Las promesas ambiguas (105-141), de Bernard Lavallé. En México, recuérdese también el Theatro de virtudes políticas de Carlos de Sigüenza y Góngora, que en el mismo año de 1680 en que Montalvo publicaba El Sol del Nuevo Mundo ya hablaba abierta y orgullosamente de «nuestra nación criolla» (f. 19). Para el caso de Guatemala, sin entrar en el tema de la nación étnica aunque sí en el de la conciencia criolla y la patria local, es de utilidad el clásico La patria del criollo, de Severo Martínez Peláez.

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Más allá de estas revisiones básicas, interesa que la comunidad criolla imaginaba en la letra su presencia y homogeneidad interna dentro del conjunto social virreinal, aunque en competencia y acomodamiento con los otros grupos, no menos étnicos22. Tal forma de la nacionalidad criolla, que resultaría abusivo equiparar al sentido ilustrado posterior de la que hoy entendemos como nacionalidad peruana, mantiene, sin embargo, en la cohesión de algunas de sus estrategias discursivas y en la focalización de sus autorreferencias, una coherencia grupal que permite identificarla como un proyecto explícito y transgeneracional. Tiene su propio «mitomotor» y se articula discursivamente a través de la letra con modalidades cuya variación con respecto del modelo peninsular no siempre resulta evidente. Para ello puede ser útil recordar los planteamientos de Paul R. Brass, quien ha teorizado tanto sobre las interpretaciones primordialistas como sobre las circunstancialistas en relación con la formación de estructuras políticas entre los grupos étnicos. Señala Brass el importante papel de la construcción y la exclusión racial en la formación de identidades colectivas (35), además de los de la lengua, un parentesco extendido y uno o más personajes fundadores. Sin embargo, como arguyen los circunstancialistas, algunos rasgos de la identidad son cambiados y manipulados por la élite. Esta aproximación enriquece nuestra reflexión e investigación sobre el discurso criollo. Primero, hay que considerar la totalidad del imperio español, en el que había una continua competencia por exaltar cada 22. Resulta obvio a estas alturas que el sujeto se forja a través del discurso, pero no debe soslayarse que para que haya discurso debe haber primero seres humanos en circunstancias espacio-temporales específicas. Así, Scavino (279-281) reduce la condición del criollo a «encontrarse sujeto» o fijo y, por lo tanto, estable (a pesar de sus lealtades dobles), olvidando que el sujeto también puede «ser» y «estar» y, de esa manera, fluctuar según las necesidades de optar por una u otra identidad situacional (americano frente al español, neoeuropeo frente al indígena y el africano). Por otro lado, en mi estudio «El debate (post)colonial en Hispanoamérica», que Scavino cita, relativizo los alcances de la teoría postcolonial, afirmando, precisamente, que el sujeto criollo aparentaría ser inestable desde una perspectiva estrictamente postcolonial, pero que hace falta imbuirse en el contexto histórico para comprender mejor su devenir: «Pese a ello [la aparente aplicabilidad del concepto de ambivalencia de Bhabha], y en cualquier caso, la carencia de un conocimiento seguro de las “general preconditions” a las que alude John Mowitt cuando se trata de redefinir al sujeto en general y, en este caso, al colonial, puede llevar a traslados quizá demasiado simplificadores de la complejidad hispanoamericana» (281).

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reino individual dentro del sistema político. Obviamente, se daban numerosas diferencias entre el metropolitano reino de Castilla y los virreinatos mediterráneos del este (sujetos, además, por mucho tiempo a la corona de Aragón) y los americanos del oeste. Tanto los descendientes reales como los autoasumidos de los conquistadores en México y Perú desarrollaron un amplio registro de recursos retóricos y herramientas simbólicas a fin de expandir el dominio de su autopercibida superioridad. En segundo lugar, el concepto de territorio se vuelve útil según los grupos étnicos cuando hay alguna forma de discriminación que identifica a un grupo con un lugar de origen. Las categorizaciones de Brass, si bien parten de los conflictos entre la India y Pakistán y sus consiguientes implicaciones religiosas (hindúes y musulmanes), ayudan a comprender mejor el papel de las élites regionales y sus identificaciones culturales como parte de una compleja red de discursos en constante negociación. Sin duda, habrá otras teorías de la nación preilustrada de las que echaremos mano en el momento adecuado. Además de la consideración del ya mencionado Anderson, los trabajos de Renan, Kohn, Hobsbawm, Chatterjee y Bhabha, entre otros, nos serán de suma utilidad. Especialmente en la introducción de Homi K. Bhabha a su Nation and Narration, la idea de una secuencia narrativa en todo discurso de formación nacional moderna se aplica parcialmente a la sintaxis de la épica, en su búsqueda de orígenes y genealogías hasta llegar a las glorificaciones de su presente escritural. También cabe recordar la secuencia de patriotismos criollos, como el tradicional en el xvii, el ilustrado en el xviii y el independentista a principios del xix. Precisamente, estas páginas introductorias quieren sobre todo acercar al lector a los lineamientos básicos de la investigación de largo alcance que seguirá en los próximos capítulos. En ellos se constatará que la preocupación central gira en torno de ese corpus tan descuidado como la épica culta producida desde o sobre Lima. Y, sin embargo, no todos los poemas clasificables en ese rubro escritos en la capital del virreinato o en el conjunto del reino encontrarán un lugar en este trabajo. Asimismo, habrá textos que sin ser épicos ni poéticos interesarán especialmente por su manera de recoger el material histórico que servirá para entronizar determinadas concepciones de la realidad andina y del lugar que en ella les cabe a los grupos criollos, españoles, indígenas y africanos.

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5. La suma y ensamblaje de los factores sí altera el resultado La épica culta se resemantiza de diversas maneras, sin duda, en el cruce y trasplante al Nuevo Mundo, sirviendo de instrumento para la elaboración imaginaria de un conjunto social en busca de su propia y escurridiza identidad. Como mencioné también en el 2000 (Agencias Criollas), un proceso semejante al del Perú se daba en México. Allí la subjetividad colectiva (oxímoron excusado) se hacía visible en las formulaciones —y reformulaciones— del género épico propuestas por Francisco de Terrazas y Antonio de Saavedra Guzmán. Los excursos que presentan los criollos mexicanos sobre su situación precaria forman parte de las posibilidades de registros múltiples y variados que Beissinger (3) señala en las estructuras épicas. Los criollos aprovecharon esa posibilidad expresiva para encuadrar su práctica escritural en el más prestigioso de los géneros a fin de lograr, si no reacciones políticas inmediatas entre sus lectores peninsulares, al menos el desahogo de su propia y cargada melancolía. Pero tampoco se trata de negar la evidente filiación con los modelos mediterráneos en cuanto a materia lingüística, retórica, de circulación y otros componentes sustanciales del género dentro de la épica americana. Sus homólogas ibérica e italiana alcanzan alturas que no es fácil despreciar. A los modelos de la Eneida de Virgilio, la Farsalia de Lucano, el Orlando innamorato (1495) de Matteo Maria Boiardo y el Orlando furioso (1516) de Ludovico Ariosto responden, a su manera, el Arauco domado (1596) de Pedro de Oña, el Bernardo o Victoria de Roncesvalles (1624) de Bernardo de Balbuena y la Lima fundada o Conquista del Perú (1732) de Pedro de Peralta. Sin embargo, hasta en la que se considera la primera muestra completa de épica renacentista con tema americano, La Araucana, encontramos variantes tan evidentes como la falta de un héroe único e individual23. Y qué decir de la feminización que Peralta ejerce de la historia incaica aprovechándose tanto de las máscaras 23. Se puede considerar que, en términos latos, la épica occidental llega en la forma del romancero con la soldadesca española invasora, según hemos dicho. Sin embargo, el primer poema completo que se conoce, la Conquista de la Nueva Castilla o Conquista del Perú (1538), mantiene filiaciones muy cercanas con el Laberinto de fortuna (1444) de Juan de Mena y la tradición épica medieval (Nieto Nuño: XVIII-XIX; Coello: cap. 3), por lo que el consenso le sigue dando la primogenitura a La Araucana. También se podría pensar en los cantos XI a XV del Carlo famoso (1566) de Luis Zapata, que anteceden en tres años a la primera parte de la obra de Ercilla, pero se trata de fragmentos de una obra más amplia, destinada, como el

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y desfiles genealógicos indígenas como de la obra de fray Buenaventura de Salinas y de la Segunda Parte de los Comentarios Reales o Historia general del Perú del Inca Garcilaso24. Muchas de las partes internas y estrategias retóricas del poema épico renacentista y barroco europeo se mantienen en la producción americana, pero, como veremos, en algunos casos las variantes se multiplican y cargan de nuevos significados y a la vez renuevan el prestigio y alcance del género, tendiendo puentes sólidos y en doble sentido entre España y sus virreinatos. Además, el ascenso potencial dentro de la escala social y administrativa del poeta criollo podía verse dinamizado con el favor de un poderoso, si su prestigioso producto cabía dentro de las concepciones formales y argumentativas esperables de la épica. Así, por ejemplo, en Oña, como en varios otros letrados que alcanzaron favores de don García Hurtado de Mendoza, de don Juan de Mendoza y Luna (marqués de Montesclaros) y del conde de Chinchón, virreyes del Perú. A ellos dedica sendas obras, el Arauco domado (1596), el Temblor de Lima de 1609, y el Vasauro (1635). También Diego de Hojeda dedica su ejemplar La Christiada (1611) al marqués de Montesclaros. En España, no olvidemos a Cristóbal Suárez de Figueroa y sus Hechos de don García Hurtado de Mendoza (1613) en el género obvio de la biografía heroificada, muy a la manera de López de Gómara en su Vida de Hernán Cortés. Motivos, pues, no les faltaban a nuestros bardos criollos y acriollados para cultivar la apreciada imitatio. Los aires de las defensas de los indios y las defenestraciones de los conquistadores-encomenderos se habían ido disipando. A la elocuencia acusatoria de un las Casas sucedieron la escolástica de Acosta y la reivindicación mestiza y proencomendera del Inca Garcilaso. A los encomendericidios de Ercilla siguieron los elogios de Oñas, Salinas y Peraltas. A los Toledos continuaron los Hurtado de Mendoza y los Montesclaros. Los descendientes de conquistadores lograron adaptarse al sistema mediante una serie de negociaciones que les permitían participar de prebendas como puestos en la compañía de lanzas del virrey o en la administración de determinados corregimientos25. título lo indica, a heroificar al padre de Felipe II, y no se limita al mundo americano como eje central de la trama. 24. Algo de esta propuesta se menciona en Mazzotti (1996b: 64-72), y en el capítulo seis de este volumen. 25. Ver, para profundizar en el «criollismo» del virrey marqués de Montesclaros, en términos de amplitud y acogimiento hacia los criollos peruanos, los dos textos de Latasa contenidos en la bibliografía. Sin embargo, para una visión amplia del siglo xvii, debe consultarse el libro de Torres Arancibia, Corte de virreyes.

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Como ya hemos adelantado, la queja pedilona se fue convirtiendo, poco a poco, en exaltación de la «patria» local. Al portento que significa la Grandeza mexicana (1604) de Balbuena, con su exuberancia onomástica y su capacidad de «cifrar en el discurso» la universalidad de la capital de la Nueva España26, corresponden en el Perú obras más bien cronísticas (como las de Salinas, Calancha y Cobo) o paratextuales (como poemas laudatorios), hasta llegar a la Fundación y grandezas de Lima (1687) de Rodrigo de Valdés y continuar con la épica de Peralta. En todas ellas se enfatiza la suprema superioridad de Lima frente a cualquier otra ciudad del virreinato e incluso del Nuevo Mundo. El gesto es sintomático dada la larga disputa por preeminencia y prestigio que sostenían los criollos del Cuzco y los descendientes de los incas por su antigua capital. Por eso, comenzaré este estudio con el análisis de un caso relativamente temprano de configuración de una voz criolla en la capital del virreinato peruano. En el capítulo uno, planteo cómo Pedro de Oña articula en su Arauco domado (1596) una serie de perspectivas que revelan una intermitente ambigüedad en sus focalizaciones sobre la administración virreinal en cuanto a la encomienda y el trato dado a los rebeldes criollos quiteños en 1592 y 1593, autorizando al mismo tiempo su propia voz al detallar su conocimiento de los rituales nativos en la Araucanía. Me centraré en este caso para mostrar cómo la mirada criolla retoma tópicos al uso dentro del género de la épica, logrando intermitentemente plantear una oculta focalización fraccionada y melancólica con respecto del orden administrativo español. En el capítulo dos explicaré algunas exaltaciones de la Ciudad de los Reyes por sus bardos y cronistas criollos, situando el gesto en común con sus contrapartidas mexicanas y peninsulares. Así, lo que sabemos de la Academia Antártica, del «Discurso en loor de la poesía», de la Epístola de Amarilis a Belardo y de la figura de Santa Rosa será examinado en función de lo que significa el constituir a Lima y el Perú como centros de la civilización occidental. Al mismo tiempo, este capítulo explica el deslizamiento semántico que va desde el origen de la leyenda de El Dorado hasta la identificación de todo el territorio peruano como arcadia minerológica, y de ahí a la superioridad espiri26. Un útil examen de las imágenes del México virreinal a través de sus cronistas, poetas y viajeros puede encontrarse en el estupendo libro de María José Rodilla «Aquestas son de México las señas». La capital de la Nueva España según los cronistas, poetas y viajeros (siglos xvi al xviii).

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tual de los criollos. Por lo tanto, el perfil de esa peculiar nacionalidad étnica se irá haciendo más claro y permitirá entender mejor el desarrollo de esta subjetividad transgeneracional ya mencionada a partir del establecimiento de un paradigma de largo alcance en la producción discursiva de los siglos virreinales. En el capítulo tres se estudiarán aquellas muestras de la épica limeña en que las acciones guerreras, especialmente en defensa del virreinato contra los piratas y corsarios ingleses y holandeses, son transformadas en vehículo de blanqueamiento del heroísmo criollo. Veremos así cómo Oña, Miramontes, el conde de la Granja y Peralta presentan acciones bélicas que acomodan el universo social en función de los tópicos interesadamente seleccionados de la tradición clásica y renacentista. En el capítulo cuatro ahondaré en una de las obras místicas menos conocidas del corpus «colonial»: el Santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1641), del agustino limeño Fernando de Valverde. Se trata de un extenso poema épico-pastoril de estirpe gongorina y calderoniana que, sin embargo, deja espacio para la utilización de mitos indígenas collavinos y para su transformación desde la mirada criolla, que los adapta a su propia agenda con los vehículos de la poesía sacra. El capítulo cinco examinará la Fundación y grandezas de Lima (1687), del jesuita limeño Rodrigo de Valdés, una rara muestra de poesía épica hispano-latina en que la lengua se ha transformado en un híbrido entre el idioma de Virgilio y el de Góngora para establecer la superioridad de Lima frente a todas las ciudades del imperio español. Este poema, quizá como ningún otro dentro de la amplia producción limeña, representa las aspiraciones de un criollismo maduro, que sirve de bisagra entre el impulso inicial de cronistas como Salinas y la expresión más tardía de Pedro de Peralta en el siglo xviii. El capítulo final estará dedicado al «Doctor Océano», como se le llamaba al savant peruano por excelencia, don Pedro de Peralta y Barnuevo. Me interesa allí rastrear la génesis de la Lima fundada a partir de las lecturas que hace el sabio limeño de las crónicas que tratan del imperio incaico y de su propia observación de las festividades populares con participación indígena. Asimismo, abordaré el famoso y descuidado poema épico de Peralta, la Lima fundada o Conquista del Perú, resaltando aquello que nos interesa para la argumentación final de este trabajo: la constitución de un discurso de características locales específicas como variante del inmenso corpus de la épica culta en cas-

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tellano y a la vez como parte de un diálogo no siempre fluido entre esa producción y la complejidad cultural y social de su momento. El epílogo resumirá las conclusiones parciales extraídas durante el análisis textual de cada capítulo para volver a la idea inicial de todo el estudio: que los criollos, la épica y la nacionalidad étnica se construyen mutuamente y en trato frecuente, aunque muchas veces soterrado, con los otros sujetos sociales del virreinato. Para ello, la ya aludida «identidad relacional» de la que habla Cornejo Polar (1994: 89) será uno de los conceptos básicos en nuestra descripción de las formas de la subjetividad colectiva en los siglos que nos incumben, resaltando sus particularidades, la organización no estrictamente «colonial», sino virreinal, de sus sociedades, así como la profunda religiosidad de los sujetos dicentes del periodo previo a las reformas borbónicas y el triunfo de la Ilustración. Como se recordará, con la llegada definitiva de la dinastía borbónica en 1713, la administración de los reinos de Ultramar empezó a sufrir una serie de reformas estructurales paulatinas en busca de mayor eficiencia y productividad (creación de nuevos virreinatos, como los de Nueva Granada y el Río de la Plata, implantación de intendencias, etc.). Este proceso, que se manifiesta de manera plena a partir de la segunda mitad del siglo xviii, coincide con la racionalidad de las ideas ilustradas, aunque ya había mostrado sus primeros signos bajo el gobierno del virrey marqués de Castelfuerte entre 1724 y 1735, como propone Moreno Cebrián27. En conjunto, las reformas de la segunda mitad del xviii constituyeron una variante de dominación que afectaba directamente a los criollos, los cuales, al decir de John Lynch (introd.), sintieron el régimen borbónico como una segunda conquista, en la cual los propios criollos se veían en el papel de nativos explotados. Este, entre otros factores, ayudó en la formación de un profundo sentimiento antiespañol durante el proceso de la Independencia, sentimiento que aún es fácil de encontrar en muchos sectores de la población hispanoamericana, que ve en España el símbolo y la causa del atraso y la opresión económica actuales28. Naturalmente, la 27. Otras reformas que influyeron en la insatisfacción criolla a lo largo del siglo xviii afectaron directamente las estructuras militares, comerciales y administrativas (a través de la proliferación de intendencias) heredadas del régimen de los Habsburgo (en Kinsbruner: 14-22 se puede encontrar un resumen de dichas reformas). 28. En términos históricos, hay que matizar, sin embargo, ese antihispanismo como un anticastellanismo, ya que incluso en las mismas Cortes de Cádiz (1810-1812)

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denominación de «virreinal» que haremos en este trabajo es una pura precisión técnica, y no apunta a olvidar el despoblamiento, la represión, el genocidio y la explotación desmedida que muchos oficiales de la Corona ejercieron sobre la población indígena, antecediendo (quizá modestamente) a sus contrapartes criollas durante la República. En ese sentido, el estudio se consolidará en su carácter y su método interdisciplinario tanto en su examen al interior del territorio andino como en la contextualización necesaria de las últimas corrientes de pensamiento de la academia boreal. Por eso, el trabajo espera echar luces sobre un sector abundantemente abandonado en los estudios literarios hispanoamericanos llamados «coloniales», resaltando su importancia no solo para las letras de la región, sino también para la reconceptualización misma de las nacionalidades de raigambre hispana en función de sus distancias y cercanías con los centros modélicos europeos. Pese a su diseño ambicioso, este libro no podrá agotar la inmensidad de datos referentes a la épica culta ni la complejidad del mundo virreinal peruano. Pero servirá al menos —eso espero— para vivificar el examen sobre tal mundo, en donde pueden encontrarse tantas y tan variadas claves para entender los problemas, incomprensiones y urgencias de la fascinante y terriblemente desigual región andina el día de hoy.

algunos representantes hispanoamericanos declaraban su fidelidad a una identidad hispana, si bien defendiendo sus derechos locales frente a los abusos de la corona de Castilla (Herzog 2003: 150).

Capítulo 1 El mirador criollo: Pedro de Oña, entre la lealtad y el caos1

1. Caos y estudios «coloniales» ¿Cuáles son las aristas axiológicas y ontológicas en que se muestran los perfiles de las subjetividades criollas tempranas a través del discurso escrito? La razón para comenzar este libro con el estudio del Arauco domado (1596), de Pedro de Oña, un caso señero en la producción discursiva de la capital virreinal de Sudamérica a fines del siglo xvi, se encuentra en la complejidad de su escritura y en las posibilidades de interpretación y teorización que ofrece desde los nuevos estudios literarios «coloniales». El Arauco domado fue la primera aparición impresa de Oña. Sin embargo, este escribió también otros dos poemas mayores, el Ignacio de Cantabria, publicado en Sevilla en 1639, y el Vasauro, inédito hasta 1941. Entre sus composiciones menores se cuentan el Temblor de Lima de 1609, que incluye una primera «Canción Real» en homenaje al virrey marqués de Montesclaros. También compuso una segunda «Canción Real» dedicada al mismo personaje en 1612, entre los preliminares de la Relación de las exequias de la reina doña Margarita, de fray Martín de León, y una tercera dedicada a fray Francisco Solano, incluida en la Vida, virtudes y milagros del nuevo apóstol del Perú el venerable P. F. Francisco Solano, de fray Diego de Córdoba y Salinas, en 1630 (con reedición en 1642). Asimismo, existen seis sonetos laudatorios de la pluma de Oña entre los preliminares de distintas obras de sus contemporáneos. Y con esto acaba su producción, nada despreciable, como puede verse (para más detalles, consultar Dinamarca: 36-46). Sin embargo, el Arauco domado sigue siendo el poema que más 1. Fragmentos de este capítulo aparecieron en versiones menos desarrolladas en Mazzotti (2004b y 2008c).

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ricas y variadas perspectivas ofrece para analizar la dualidad criolla y el diálogo dialéctico con géneros menos prestigiosos, como la crónica, el discurso legislativo y la incipiente etnografía2. Del Arauco domado aludiré principalmente a aquellos cantos en que se expone una perspectiva criolla e inherentemente paradójica a través de tres temas. El primero es el conocimiento directo, protoantropológico, de Oña en relación con los rituales funerarios y religiosos de los araucanos, tal como se expone en el canto II. El segundo, el de las reformas administrativas dentro del sistema de las encomiendas en el canto III. Y el tercer tema es el episodio de la rebelión quiteña de las alcabalas de 1592-93 en los cantos XIV a XVI. De este modo, el Arauco domado se nos revelará como formulación de una serie de perspectivas y lealtades dobles que marcan las señales de una subjetividad criolla específica y temprana. Para comenzar, veremos que, por momentos, la voz poética se apropia de un saber sobre las moria de los nativos, lo cual implícitamente relativiza el lugar de enunciación de Ercilla en La Araucana. Ciertamente que tampoco es posible asimilar del todo el poema ercillano a la escuela verosimilista, rival de la llamada verista, dentro de los siglos xvi y xvii españoles. La primera sigue el criterio aristotélico ortodoxo de exponer verdades universales y no particulares (cometido más propio de la historia). Balbuena y el Pinciano serían exponentes importantes de esta tendencia. Sin embargo, como señala José Durand (1978: 367), la escuela verista tampoco puede ser reducida al estatuto de las crónicas rimadas ni de «la historia artística en prosa, al modo clásico o humanístico». Tanto Ercilla como Oña se mueven entre ambas tendencias, con distintos matices e intensidades, sobre todo en lo que se refiere a las costumbres y rituales araucanos, en cuyo verismo destaca Oña. Este acercamiento (si bien condenatorio de las prácticas idólatras de los mapuches) le valió serias acusaciones teológicas en el juicio emprendido contra el poema y su autor en 1596, como veremos más adelante en este capítulo. Asimismo, además de los rasgos de historia moral que «veristamente» presenta el Arauco domado, se hará claro que Oña opina sobre la reorganización de la encomienda, la imposición tributaria del estado

2. Una teorización (general, por definición) sobre los intercambios entre géneros prestigiosos y discursos extraliterarios puede encontrarse en «Discourse on the Novel», que Bakhtin incluye en The Dialogic Imagination.

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metropolitano y las correspondientes protestas criollas. Es allí donde la voz poética muestra por momentos simpatías implícitas hacia personajes problemáticos, sin dejar de declarar enfáticamente su profunda lealtad a la Corona y al orden virreinal, sobre todo bajo el mando del virrey don García Hurtado de Mendoza, a quien veía como su protector y al que convierte en héroe supremo de la epopeya criolla. Entremos, pues, en materia. Se recordará que la expedición de don García Hurtado de Mendoza a Chile, de 1557 a 1560, repuso el relativo orden militar perdido tras la derrota de Pedro de Valdivia y otros capitanes españoles en años inmediatamente anteriores. Don García era hijo segundo de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú (1556-1560). En esa misma expedición participaría Alonso de Ercilla por año y medio entre 1557 y 1558. Asimismo, el padre de Oña, Gregorio de Oña, lucharía bajo el mando de don García, muriendo a manos de los araucanos en 1570, el mismo año en que nacería el poeta. Don García Hurtado de Mendoza sería posteriormente virrey del Perú entre 1590 y 1596, heredando el título de marqués de Cañete tras la muerte de su hermano mayor. El Arauco domado de Oña está dedicado al primogénito de don García y es una versión heroica de la expedición de 1557, con prolongadas incursiones temáticas en eventos dentro del término de mandato de don García a finales de siglo, como la ya mencionada rebelión quiteña de las alcabalas (1592-1593) y la llegada del corsario Richard Hawkins a las costas peruanas (1594) en los seis últimos cantos del poema (XIV al XIX). Es a partir de tales pasajes que me interesará plantear cómo desde la perspectiva de esta voz criolla la noción de caos cósmico corresponde a un ingrediente, entre otros, de su búsqueda identitaria. No me referiré en extenso a la conocida Teoría de Caos, que tan polémicos frutos ha dado, por ejemplo, en los libros de Antonio Benítez Rojo sobre el Caribe y de Amy Williamsen sobre el Persiles3. En términos generales, la Teoría de Caos en algunas de sus aplicaciones en las humanidades se corresponde con el sentimiento de impredictibilidad y deterioro dinámico de los grandes proyectos modernizadores. Se ubica del lado de los cuestionamientos propios de la postmodernidad sobre el avance lineal de la sociedad hacia un progreso unimismador de la subjetividad. Aquí me referiré más bien a la visión de época de 3. Consultar sobre todo las aportaciones de Benítez Rojo (305-313) y Williamsen (11-31) para aplicaciones de la Teoría de Caos al campo de los estudios literarios.

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nuestro letrado criollo con respecto a la transgresión y transformación del pactum subjectionis o pacto de sujeción de la neoescolástica, ejercidas por agentes metropolitanos en su implantación del sistema burocrático del proyecto imperial, aunque no sin marchas y contramarchas de parte de la Corona y de algunos de sus oficiales de alto nivel4. Oña, como ya se dijo, era hijo de conquistador, y desarrolló dentro del virreinato peruano su labor escrituraria inicial y la experiencia vital de la que parte para sus versiones de la situación y aspiraciones de la que sería en términos de Goldmann una de las formas de la «conciencia posible» de su grupo. Es importante señalar esto porque el Arauco domado hace visible una serie de focalizaciones problemáticas, conocimientos locales y posicionamientos duales, o por lo menos veladamente ambiguos, sobre el ocaso de las encomiendas y sobre el tratamiento dado a los criollos que se atrevieron a protestar contra el avance del poder metropolitano, sin ser necesariamente el poeta uno de ellos. Trataremos de fijar los puntos de anclaje para estas afirmaciones a través del análisis de pasajes nodales en la mencionada obra de Oña. En ella encontraremos parte de esa dualidad infiltrada en registros discursivos altamente prestigiosos, como la historia y la poesía épica. Se trata, según veremos, de una dualidad que permite esbozar la caracterización tentativa de una temprana «nación étnica» y un replanteamiento de los paradigmas de orden y buen gobierno que supuestamente debían encontrarse en la naciente legislación indiana del siglo xvi. Para muchos criollos, sin embargo, tal legislación motivó el desarrollo de perspectivas bipolares y alternas, como veremos. Así, pese a que Oña nació en el pequeño pueblo de Angol, en la frontera sur de la entonces Nueva Toledo o Chile, y hasta es recla4. Pensemos en los estudios de Latasa sobre las simpatías y el ocasional favoritismo del virrey marqués de Montesclaros hacia los criollos o en la ya citada Política indiana de Solórzano, donde este afirmaba que «no ∫e puede dudar que ∫ean [los Criollos] verdaderos E∫pañoles, y como tales hayan de gozar ∫us derechos, honras y privilegios, y ∫er juzgados por ellos, ∫upue∫to que las Provincias de las Indias son como auctuario de las de E∫paña, y acce∫oriamente unidas e incorporadas en ellas, como expresamente lo tienen declarado muchas Cédulas Reales que de esto tratan» (libro II, cap. 30, f. 245r). Y más adelante: «los Criollos hazen con e∫tos [los E∫pañoles] un cuerpo, i un Reino, i ∫on va∫∫allos de un mesmo Rey, [i] no ∫e les puede hazer mayor agravio, que intentar excluirles de e∫tos honores» (f. 246r). Lavallé (1993: 123-124) también consigna numerosos reclamos de miembros del cabildo de Quito pidiendo preferencia o prelacía en las doctrinas o parroquias para los sacerdotes criollos, generalmente mejor adiestrados que los peninsulares en asuntos indígenas y expertos en lenguas nativas.

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mado hoy por un sector de la historia literaria de ese país como antecedente de una literatura «nacional», el análisis que aquí haremos del Arauco domado se ocupa sobre todo de temas y pasajes incluidos en el cauce central de este libro, cuyo punto histórico de referencia primordial es el virreinato peruano (al cual pertenecía entonces como una de sus provincias mayores el reino de Chile [Bromley: 268]) y, más específicamente, los criollos asentados en Lima y su producción épica. Según se sabe, el Arauco domado fue concebido en parte como una reacción al mínimo reconocimiento que Alonso de Ercilla había tributado en La Araucana a don García Hurtado de Mendoza, durante su campaña en Chile. Ercilla le colgó al joven don García el baldón nada agradable de «mozo capitán acelerado», originalmente en el canto XXXV en la edición de 1590, que luego pasaría a formar parte del final de los cantos añadidos en 1597 (específicamente el canto XXXVII, estr. 70b, 971). La poco elogiosa referencia se debió a que en 1558 el entonces futuro autor de La Araucana había estado a punto de ser ejecutado por orden del joven gobernador don García por una pendencia en que desenvainó su espada durante la ceremonia de celebración por la subida al trono de Felipe II, aunque la pena fue conmutada faltando poco para su aplicación. Motivos personales no le faltaban, pues, a Ercilla para opinar mal del joven gobernador. Mariño de Lobera atribuye el resentimiento de Ercilla a la humillación sufrida en aquel lance: le quedó [a Ercilla] muy arraigado en el corazón la memoria del aprieto en que se vio en este día, y el golpe que le dio Don García le estaba siempre dando golpes en él, de suerte que nunca mostró gusto a sus cosas, como se ve por experiencia en el libro que escribió en octava rima intitulado La Araucana, donde pasa tan de corrido por las hazañas de Don García, que apenas se repara en algunas dellas, con haber sido todas de las más memorables y dignas de larga historia que han hecho famosos capitanes en nuestro siglo (396).

El propio Oña se encarga de establecer una relación ambigua con La Araucana, pues si por un lado llama a la obra «riquísima» y confiesa la dificultad de cantar las guerras del Arauco, así sea con «voz latina, hespérica o toscana» («Exordio»: estr. 20c, 65)5, después del brillante 5. Utilizo para todas las citas y referencias la edición crítica preparada por Victoria Pehl Smith como tesis doctoral en 1984 en la Universidad de California-Berkeley. Esta edición corrige muchos defectos de las anteriores y desarrolla el tema de las diferencias de versos y estrofas entre algunos ejemplares de la edición princeps de

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ejemplo trazado por Ercilla, por el otro llama a este «apasionado», que al disminuir la figura de don García «pensó, callando así, dejar cerrada / de vuestra gloria y méritos la puerta […] dejando su pasión descerrajada» estrs. 18 y 19a-b-d, 64)6. La Araucana fue desde su aparición un texto paradigmático de la épica en el Nuevo Mundo, y su importancia ha sido subrayada por numerosos estudios, especialmente a partir de la imagen heroica que presenta de los jefes araucanos7. Esta dualidad se debe en parte a la conformación virgiliana y lucaniana de los modelos básicos de Ercilla, que identificaría por traslación a la disminuida aristocracia guerrera peninsular con la emergente sociedad araucana de héroes libres del 1596, como había notado Salvador Dinamarca en 1952 (50-69). La segunda edición, de 1605, está plagada de erratas, y las siguientes siguen la una o la otra, por lo que ninguna resulta enteramente fiable hasta la de Smith. Aquí citaré nombrando, en el siguiente orden, canto, estrofa, verso(s) y página(s) en la edición de Smith para todos los pasajes extraídos del Arauco domado. Con posterioridad a la redacción de este capítulo recibí la excelente edición de Ornella Gianesin (2014), a la cual aludiré en otros momentos por la utilidad de sus datos. 6. Años más tarde, en 1613, Cristóbal Suárez de Figueroa se encargará de hacer la loa del marqués en su biografía heroica Hechos de Don García Hurtado de Mendoza, posiblemente solicitada por el primogénito del marqués de Cañete. Este sería el primero de una serie de homenajes escritos en honor de don García, como una forma de lavar su nombre ante la historia luego de las desfavorables alusiones al magnate sobre todo en la tercera parte (1589) de La Araucana y en los cantos añadidos en la edición de 1597. El ya famoso Lope de Vega contribuyó al homenaje, usando el poema de Oña como una de las fuentes de su propio Arauco domado, comedia escrita en los primeros años del siglo xvii, pero publicada por primera vez en 1625 en Madrid. Otras comedias de diversos autores (Luis de Belmonte Bermúdez, Gaspar de Ávila, Francisco González de Bustos y demás; Lezama: 72-73 y Mata Induráin) aparecieron en años posteriores. Tampoco olvidemos la Crónica del Reino de Chile de Mariño de Lobera, escrita, según señala Esteve Barba (1960: XXXV), bajo la mirada directa del propio don García durante su ejercicio como virrey en el Perú, aunque la obra fue modificada después de la muerte de Mariño por el jesuita Bartolomé de Escobar, que introdujo algunas alusiones que posiblemente escaparon de la atención del virrey. 7. Entre los trabajos dedicados a La Araucana pueden consultarse los estudios de Corominas y Pastor como lecturas contrapuestas de la imagen de los araucanos que presenta Ercilla. La bibliografía moderna es abundante y se remonta por lo menos a los eruditos estudios de J. T. Medina a principios del siglo xx (Vida de Ercilla y su inevitable edición del Centenario). Un buen acercamiento, entre otros posibles, puede encontrarse en la introducción y notas de la edición de La Araucana preparadas por Isaías Lerner. Para estudios puntuales del Arauco domado, consultar Alegría (cap. 2), Dinamarca, Durán-Cerda, Morton (cap. 2), Raviola Molina, Rodríguez, Iglesias (caps. 1-3), Seguel, Vega, Mejías-López (1993) y Castillo Sandoval, en nuestra bibliografía.

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yugo monárquico (Quint: 175). Sin embargo, la complejidad de Ercilla debe también enmarcarse parcialmente en el contexto del pensamiento lascasiano y de la neoescolástica en general, con sus fuertes críticas a la codicia de los conquistadores, como queda claro desde el canto I. Tal visión finalmente favorece la empresa de expansión imperial regulada directamente por la Corona, con principios y valores comunes a determinados aspectos del discurso oficial contra los encomenderos (para profundizar en el tema, se puede consultar el esclarecedor trabajo de Mejías-López «La relación ideológica de Alonso de Ercilla con Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas»). En tal sentido, no deja de ser parte de un proyecto imperial y centralista. No se puede, sin embargo, decir mucho más del Arauco domado, que, como sabemos, es altamente lisonjero con la autoridad virreinal y, por lo tanto, con la razón y la episteme dominantes. En tal sentido, la crítica de Rodríguez al poema como expresión de una «imaginación colonial» acierta en cuanto a la posición política y pública de Oña, aunque reduce a una identidad plana sus alcances ambiguos y por momentos plurisignificativos.

2. El Arauco, ¿domado?: secretos desestabilizadores de la Araucanía El canto II del Arauco domado constituye un caso singular de diversificación de la épica. Si bien la «inalcanzable» (como el propio Oña expresa) Araucana de Ercilla ofrecía también excursos narrativos para insertar breves descripciones de rituales y costumbres nativas, muchas veces acuñadas según prestigiosos modelos textuales, el Arauco domado se explaya por esas zonas del discurso donde sólo la experiencia prolongada en Indias y la interacción con la población indígena podían garantizar una información más vivaz y de mayores efectos retóricos, y por lo tanto cierta no indeseada credibilidad. A pesar de que Oña sigue una tradición de escritura de obvias raíces europeas, reafirmando un territorio simbólico de dominación como miembro ilustre —aunque indiano— de la «república de españoles», se toma muchas libertades con el registro de la imitatio. Elabora constantemente intertextos de los poemas homéricos, de la Eneida, la Farsalia, el Laberinto de Fortuna, el Orlando furioso, Os Lusíadas y la Jerusalén libertada, entre otros, sin olvidar la principalísima Araucana, pero precisamente

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allí donde los demás autores no incursionan es donde sus bárbaros (musulmanes o indígenas en algunos casos) resultan imágenes arquetípicas de tradiciones reconocidas, que aparecen zonas de intersticio epistémico hábilmente explotadas por el sujeto de escritura merced a su mirada alternativa. En la sumilla del canto II se anuncia: «algunos extraños ritos de que usan en sus invocaciones y diabólicas idolatrías». Es el único canto que está casi por completo dedicado a presentar las costumbres religiosas de los araucanos. Su inserción se justifica narrativamente porque contiene escenas de los presagios que anuncian a los nativos su próxima derrota gracias a la llegada a Chile de don García Hurtado de Mendoza liderando nuevas tropas. Sin embargo, el poema no desaprovecha la oportunidad para infiltrar sus focalizaciones localistas y reforzar el efecto de maravillamiento producido por la pintura luciferina de los «bárbaros» antárticos. El recurso es usual desde las hechicerías que abundan en Homero, Apolonio, Virgilio y Lucano (en este último, sobre todo, con gran lujo de detalles). En Las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, por ejemplo, basta pensar en el pasaje cuasi etnográfico dedicado a las extrañas costumbres de los morinecos (194). Recuérdense también, para hechicerías y eventos fantasiosos, los viajes en hipogrifo y a la luna del Ariosto (Orlando furioso: cantos XXXIII-XXXIV) y los vuelos a las islas Afortunadas en Tasso (Jerusalén libertada: XV-XVI), amén de múltiples conjuros y demonios. En la presente sección me propongo explorar cómo la voz poética en el Arauco domado utiliza estrategias de la historia moral y acomoda convenciones de la épica para reforzar su construcción identitaria en tanto sujeto de escritura e indirectamente sujeto social8. Me centraré en el canto II, por las razones arriba aludidas, poniendo especial atención en los rituales de vaticinio, funerarios y religiosos a los que Oña dedica generosas octavas. Los prestigiosos registros de la épica aparecen así manipulados para derivar en su variante verista, tan frecuente en la tradición castellana. A la vez, provocan la reflexión sobre una subjetividad tempranamente americana, si bien de evidentes aristas peninsulares en cuanto a rasgos generales se refiere.

8. Por historia moral me refiero, obviamente, al género historiográfico que describe las moria o costumbres de pueblos desconocidos. Así, recuérdese la emblemática Historia natural y moral de las Indias (1590), del jesuita José de Acosta, que se dedica precisamente a describir la tierra y las costumbres, prácticas religiosas, sistemas de creencias y genealogías de indígenas mexicanos y peruanos, principalmente.

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2.1. Entrando en contexto: entre leal y local Menuda paradoja se le debe haber presentado a Pedro de Oña al tener que glorificar a don García, aún vivo en el momento del poema, pues el magnate español solo fallecería en 1609. El problema de la distancia temporal de los hechos poetizados ya había sido resuelto parcialmente por Ercilla, quien trató de sucesos recientes, algunos de cuyos protagonistas, como el propio don García Hurtado de Mendoza, estaban igualmente vivos mientras se publicaban las tres partes de La Araucana (en 1569, 1578 y 1589). Asimismo sucedía con Juan Rufo y la Austriada (1582), que narra los sucesos de Lepanto, ocurridos apenas once años antes de su publicación. La diferencia con Oña es que, ante la carencia de un solo héroe central en el poema ercillano, el favorecido en el Arauco domado, ya en 1594 (cuando se calcula que terminó de escribir la obra), era el mismo don García, que además seguía ejerciendo la autoridad máxima del propio virreinato en 1596 al publicarse la obra. En Oña, tanto o más que en Ercilla, la tradición aristotélica quedaba soslayada con el gesto de epificar a un contemporáneo9. Oña posiblemente comenzó a pensar en la empresa poética tras recibir una de las diecisiete becas para criollos en el flamante Colegio Real de San Felipe y San Marcos, que el cuarto marqués de Cañete había inaugurado en 1592. Aunque siempre es riesgoso apoyarse en premisas biográficas para extraer la más variada y significativa red de mensajes y conformaciones verbales en el análisis de un texto, no deja 9. Y también se soslayan las exposiciones de Torquato Tasso, que en su Discorsi del poema eroico señalaba que lo más adecuado era no escribir «de’ nostri tempi, o de’ tempi remotissimi, o cose molto moderne né molto antiche» (98), ya que los temas muy antiguos requerirían la explicación de costumbres completamente desconocidas para un público moderno, y los temas muy modernos podían desfigurar las referencias culturales y los personajes antiguos que se incluyeran en la trama épica. En tal sentido, y recogiendo una tendencia importante del que Porqueras Mayo llama el primer manierismo español y portugués, Manuel de Faria e Souza también sentenciaba en 1639, al prologar la edición madrileña de Os Lusíadas, que un poema épico no debía tratar de hechos ni muy lejanos ni muy cercanos al poeta: «El asumpto, que debe ser no remoto con demasía por mucha antigüedad, ni con demasía moderno por ser de ayer» (40). Ni aun la Farsalia, que guarda una relativa cercanía de cien años entre hechos ocurridos y hechos narrados, acerca tanto los acontecimientos al momento histórico de la escritura como harán Ercilla y Oña, aunque ya la Austriada (1582) de Juan Rufo, como hemos señalado, se alineaba en la misma tendencia, pues trataba del muy reciente combate naval de Lepanto. Para conocer los antecedentes ibéricos de la posición preceptiva de Faria ver la Philosophia antigua poetica del Pinciano (III, 169).

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de ser interesante la situación de relativa desventaja social desde la que Oña escribía. Afortunadamente, pudo completar sus estudios y hasta obtener un corregimiento en Jaén de Bracamoros en 1596 (en parte gracias a la publicación del poema, lo cual también motivó el célebre proceso que le impusieron la Iglesia y algunos vecinos de Quito por las responsabilidades que Oña les asignó en la rebelión de las alcabalas10). Sin embargo, no había heredado nada de su padre, pues este, don Gregorio de Oña, falleció el mismo año de 1570 en que el poeta nacía en el pueblo de los Infantes de Angol o Engol, en la frontera de las posesiones australes de la Corona. Al morir, don Gregorio dejó su encomienda al hermano mayor de Pedro, llamado también Gregorio (Iglesias: 60-61). Como menor de tres hermanos, el poeta quedó aun en mayor desventaja al casarse su madre, Isabel de Acurcio, con Cristóbal de la Cueva, del cual tendría diez hijos más. Sin embargo, el primer documento biográfico que se conoce lo sitúa en Lima en 1590, matriculado inicialmente en el Colegio de San Martín, sin que sepamos con certeza si había pasado toda su vida anterior en la Araucanía con su madre o se encontraba en la Ciudad de los Reyes con algún pariente o tutor desde algunos años previos a 159011. Estos datos interesan solo en la medida en que van a repercutir indirectamente en la distribución y tratamiento de determinados temas en el Arauco domado. A pesar de que el poema de Oña «corrige» La Araucana de Ercilla en lo que se refiere a exaltar al héroe individual don García, limpiando su nombre y prolongando su fama, reconoce, como ya hemos dicho, la superioridad estética del poema ercillano12. 10. El proceso completo está reproducido por Medina en la Biblioteca hispano-chilena (I, 47-74). Dinamarca lo resume en su Estudio del Arauco domado de Pedro de Oña (31-34). Me referiré al asunto más adelante. 11. Dinamarca (24-26) se inclina por poner en duda que Oña haya pasado sus primeros veinte años de vida enteramente en el Arauco. Para mayor información biográfica se pueden consultar los trabajos de Medina (1963: I), Dinamarca (15-46), Porras Barrenechea (1952) y Gianesin. Apuntaremos solamente que más tarde recibiría el puesto de gentilhombre del Cuerpo de Lanzas, que constituía la guardia personal del virrey, compuesta de unos 200 soldados bien remunerados. Era un puesto honorífico y de poder social, que le fue otorgado en 1604, después de su cese como corregidor en Jaén de Bracamoros. En 1607 sería corregidor en Yauyos y en 1630 en Calca, Cuzco. 12. «No sería perfeción sino corrupción el pasar del término a que se llega, como por suceder yo si así lo puedo decir, a los escritos de tan celebrado y bien aceto poeta como don Alonso de Ercila y Çúñiga [sic.], y escribir la misma materia que él» (Oña 1984: 56).

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Sin embargo, no siempre acepta su verosimilitud en cuanto a conocimiento de la población indígena se refiere13. Oña alude a «lo que él [Ercilla] dejó al olvido» (1984: 56) y que él quisiera completar, a pesar de admitir su «poco caudal», por «el deseo de hacer algún servicio a la tierra donde nací (¡tanto como esto puede el amor de la patria!)». El servicio explícito a la patria será otorgarle un héroe noble, sin olvidar que el que lo otorga también hace gala de su saber directo de la tierra y de la población indígena, si bien no apoya las causas indigenistas de algunos contemporáneos suyos, incluso baqueanos. Las diferencias con Ercilla se deben, después de todo, a que este pasó un total de apenas seis años en el Perú, de los cuales únicamente año y medio transcurrió en la Araucanía, combatiendo con los indígenas mapuches, y el resto principalmente en Lima. Asimismo, sus confesas preferencias «chapetonas» en lo que a tratamiento de los peruleros o baqueanos se refiere (Durand 1964), mantienen implícitas las descargas de desidia hacia todos aquellos que no coincidieran con una agenda de defensa de los indígenas. Esto no significa, sin embargo, que Ercilla y otros como él no aceptaran la conquista y posesión de los reinos americanos para proteger a aquellos grupos nativos que ya estaban bautizados e insertos en la dinámica de relaciones de servicio y tributo con las autoridades españolas (Lagos: 162-164). Es importante advertir que los pasajes de tema indígena que analizaré en busca de una perspectiva criolla no necesariamente representan la parte más pequeña de las miradas y lealtades declaradas a lo largo de la obra. En tal sentido, el poema de Oña no es precisamente favorable a los araucanos como sujetos religiosos, ni mucho menos. Asume distancias mayores que las del propio Ercilla, en quien la huella lascasiana y vitoriana ha sido explorada con acierto14. Oña prefiere comenzar su canto II con una referencia e invocación a la Fortuna, la cual invertirá la suerte de los nativos luego de sus victorias sobre Valdivia y otros españoles. Según la voz poética, 13. Para la relación entre chapetones o peninsulares recién llegados y baquianos o baqueanos —peninsulares de larga experiencia y habitación en el Nuevo Mundo— en años muy previos a los de Oña, consultar el estudio de Durand en «El chapetón Ercilla y la honra araucana» o el de Lavallé en Las promesas ambiguas (capítulos 1 y 2). Para una lectura diferente en relación con el particular indigenismo de Oña se puede acudir a «Principios indigenistas de Pedro de Oña» de Mejías-López. 14. Pueden consultarse para el tema del lascasismo en Ercilla los trabajos de Pérez Bustamente, Durand (1964: 131-134) y los ya aludidos de Lagos (162-163) y Mejías-López (1995).

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los araucanos, al no tener en cuenta los vaivenes de la arbitraria diosa, perdían la oportunidad de asimilar racionalmente los acontecimientos militares que se vislumbraban. La diosa Fortuna, tópico que alcanza una de sus expresiones máximas en el Laberinto de Fortuna (1444) de Juan de Mena, es superada por la buena vía de la Providencia en el poema castellano15. Sin embargo, en el Arauco domado los nativos estaban condenados al fracaso por encontrarse en posición de «inferioridad» espiritual al no conocer los Evangelios y al prolongar el culto al demonio. Se repite así el tópico de la conquista identitaria, es decir, la salvación de las almas indígenas mediante el borramiento pleno de sus marcas de identidad, concebida como una manifestación oculta de la voluntad del demonio. El gesto es moneda corriente en los textos de la época y en distintos géneros. La autosuficiencia de los enemigos indígenas (soberbia a la que se reduce a los araucanos) motiva que Oña descargue contra ellos sus más oscuras tintas. Después de todo, los araucanos habían matado a su padre: «del que en ocio próspero sosiega / hace la diosa varia sus despojos» (canto II, estr. 2c-d, 89). La «Fortuna varia» es, pues, como la piedra de Sísifo, que no bien alcanza su cumbre cuando empieza su descenso (canto II, estr. 6a-b, 91). En este contexto de resonancias medievalistas, la voz poética previene cualquier suspicacia sobre posibles simpatías o defensas de las creencias y prácticas religiosas de los araucanos. El desfile de casos de idolatría y «repudiable» moral que se da en el canto II sirve para adelantar de alguna manera la propuesta de una administración más flexible y bondadosa con los indígenas convertidos (en contraste con los demonólatras) manteniendo el sistema de la encomienda, como se expresa en el canto III. En tal sentido, la unidad temática y estructural de la obra pretende volver sobre un modelo estable, aunque, como pronto veremos, no siempre lo logra sin sinuosidades ni marcas contextuales criollistas. Pero examinemos en qué punto la alteridad étnica le sirve al sujeto de escritura para sacar ventaja de su acceso a una información que hará no solo más verosímil su «verdad patente» (canto IV, estr. 14c, 156) o historia (en el sentido etimológico de histos: «ver»), sino también

15. Ver el imprescindible estudio de María Rosa Lida de Malkiel, Juan de Mena: poeta del prerrenacimiento español, donde se analiza la dialéctica entre Fortuna y Providencia con mayor detalle (13-20).

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cargada de matices nuevos gracias a la heterogeneidad profunda de su medio, observado desde su cercanísimo y criollo mirador. 2.2. De presagios zootómicos y bailes animalescos El canto II continúa con la mención de algunas costumbres de agorería entre los araucanos, que practican, por ejemplo, la adivinación del futuro por el examen de animales («hacen allá en ocultos agujeros / de torpes sabandijas escrutinio, / ministras del nefando vaticinio»; estr. 9f-h, 92). Esa costumbre, si era cierta, podía haber tenido correspondencia con la práctica aún frecuente en las alturas andinas de «pasar» el cuy o conejillo de Indias sobre el cuerpo de una persona enferma. Una vez abierto el animal, el curandero puede diagnosticar qué parte del cuerpo del paciente es la afectada, según las marcas dejadas por la absorción del mal en las vísceras del roedor (para la «soba» del cuy, consultar los estudios de Edmundo Morales, Melchor Arroyo y Reyna Pinedo). Si bien Oña no da más detalles ni alude a paciente alguno, la posible noticia de tal costumbre practicada por los indígenas peruanos podía haber servido de referente real a la hora de echar mano del viejo tópico de los sacrificios de animales u holocaustos, o de la adivinación por lectura de sus entrañas, en la épica clásica16. Al estar descontentos con el mal presagio, los araucanos ingresan a un bosque sin luz, que recuerda por su descripción la ercillesca «selva espesa / de matorrales y árboles cerrados» (estr. 30, 635) antes de la choza del hechicero Guaticolo y la «selva de árboles horrenda» (estr. 46, 340), antesala de la cueva de Fitón en el canto XXIII de La Araucana. También recuerda la floresta cercana a Jerusalén de donde las tropas de Godofredo de Bullon no pudieron extraer más madera por 16. En efecto, en la Eneida puede verse el sacrificio ejecutado por Eneas de tres novillos y una oveja al zarpar del reino de Acestes (libro V, vv. 762 y ss.). El héroe arroja las entrañas de las víctimas al mar para agradar a los dioses. En la Farsalia, el modelo es mucho más claro aún. Puede verse el canto I, vv. 584-638, en que el arúspice Arrunto mira las entrañas de un toro y va encontrando órgano por órgano las señales inconfundibles del desastre, que en el caso del poema lucaniano es la llegada inminente de Julio César a Roma y el inicio de la guerra civil. Debe evitarse, sin embargo, una identificación directa entre las simpatías de Lucano hacia Pompeyo y el Senado romano y la descripción en el Arauco domado del ritual agorero entre los araucanos frente a la voz poética. Su mirada no se compromete ni mucho menos se solidariza con los indígenas, sino que guarda distancia desde sus propias coordenadas de identidad.

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estar infestada de demonios que espantaban a cualquier ser humano, según la Jerusalén libertada de Torquato Tasso (cantos XIII y XVIII). En el bosque araucano de Oña encontramos, sin embargo, «una plácida floresta, / do nunca ofende el sol ni daña sombra» (canto II, estr. 11a-b, 92). En tal lugar, los araucanos se entregan a una fiesta en la que «con sus cantares, bailes y placeres / hicieron oblación a Baco y Ceres» (canto II, estr. 11g-h, 92), divinidades clásicas a las que más tarde se sumará Venus. La bacanal se presenta así con rasgos griegos, aunque no por eso la principal entidad invocada deja de ser nativa: «Pillán, espiritu malino» (estr. 13c, 93). Equiparado al demonio y ciertamente con los mismos rasgos del Eponamón de La Araucana, el dios local se hace propicio en tal atmósfera de abundante chicha, griterío y bailes. Conviene detenerse en los rasgos de este dios nativo, y luego discurrir por la abundante información sobre los bailes y rituales adivinatorios y mortuorios que lo invocan. La presencia de tales prácticas en el poema demuestra el (interesado) conocimiento criollo de la población nativa, conocimiento en el que Oña, obviamente, excede a Ercilla. Pillán suele ser llamado también Eponamón por haber sido representado, entre otras formas, con una estatuilla de un hombre de dos cabezas, pero con dos pies. Epu (dos) y namun (pies) se refieren sinecdóquicamente a la alteridad y pertenencia de este dios a un espacio sagrado (Dowling Desmadryl: 45). Para otros, Eponamón es solamente una divinidad menor que preside las guerras (Foerster: 30), mientras que Pillán se encarga de las labores relacionadas con el mundo del más allá. En lo que sí coinciden los modernos estudios antropológicos es en que Pillán constituiría la figura mayor, superado en importancia solo por Ngnechen en tiempos actuales. Este último vocablo se habría derivado de la apropiación de la lengua araucana por parte de misioneros que quisieron explicar los conceptos abstractos del dios cristiano (Latcham: 248; Dowling Desmadryl: 14; Foerster: 51)17. Durante el siglo xvi, la concepción y representación del mundo sagrado era, como en el resto de los pueblos indígenas americanos, de fuertes rasgos concretos y visuales, y por eso Ercilla, Oña y todas las crónicas se refieren a Pillán y Eponamón indistintamente, sin nombrar al más abstracto y reciente Ngnechen. Pillán tenía una ubicación precisa, entre los volcanes, y podía manifestarse también como el relámpago 17. Ngene = gobernador, chen = de los hombres; su similar, Ngenemapún, será «gobernador de la tierra» (Foerster: 53).

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o fuego de arriba. Otras veces, llevaba al cielo la sangre de los grandes guerreros muertos y la colocaba junto al sol, como se puede ver cada tarde en el arrebol18. Pillán también habitaba con las almas de los antepasados y constituía el espíritu del ancestro fundador de los araucanos. Su carácter muchas veces volcánico y subterráneo permitió la simple inferencia de los españoles de identificarlo con el regidor del infierno, que supuestamente habitaba en las profundidades de la tierra. Además, los ritos funerarios y el sacrificio humano aderezaron una visión aparentemente demoniaca de las costumbres nativas. Lo cierto es que Pillán no podía pasar desapercibido como polo negativo en la oposición binaria entre Dios y el demonio, sobre todo en un poema épico que se reclamaba cristiano y debía salir indemne de la inspección legal e inquisitorial19. El dios araucano era invocado en diversas ceremonias, algunas de las cuales admitían la participación colectiva de la comunidad, mientras que otras solo permitían el ejercicio sagrado de los chamanes. Una de las formas de invocación colectiva es la de las expresiones musicales y dancísticas, de las cuales el poema de Oña da cuenta en mayor detalle que otros autores. En cuanto a los bailes, las estrofas 14 a 17 del canto II, se refieren específicamente a dos de los tres que despliegan los araucanos en sus ceremonias. La octava 14 prepara la atmósfera mediante una serie de repeticiones anafóricas («Ya hierve la cerveza trasegada, / ya la turbada vista centellea, / ya de liviano el cuerpo bambalea [sic.] / y cáese la cabeza de pesada; / ya con la bota lengua mal mandada / cualquiera ferocísimo bravea» (canto II, estr. 14a-f, 93). La embriaguez generalizada en este tipo de evento social y religioso es confirmada en la Crónica de Jerónimo de Vivar cuando dice que «no lo tienen por deshonra, es general» (81) y que «aquí se embriagan y no lo tienen en nada, antes lo tienen por grandeza» (222). Ercilla también se refiere varias veces a 18. El dato aparece recogido de boca del cacique Avilú en un diálogo que sostuvo con el padre Pedro Lozano, quien lo transcribió en su Historia de la Compañía de Jesús en el Paraguay (I, 382 y ss.), según expone Foerster (23). 19. La aprobación religiosa (mas no eclesiástica, lo que motivaría quejas posteriores del arzobispo Toribio de Mogrovejo) fue otorgada por el jesuita Esteban de Ávila. Las demás aprobaciones vinieron del propio virrey marqués de Cañete a través de su escribano, Álvaro Ruiz de Navamuel, y del licenciado Juan de Villela, «alcalde de Corte de la Real Audiencia de los Reyes» (Oña 1984: 33). La adoración al demonio aparece también como argumento de inferioridad espiritual de los araucanos en crónicas como la de Jerónimo de Vivar (1558), según veremos.

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las borracheras araucanas, generalmente vinculadas a algún ritual religioso o agorero: la estrofa 33 del canto I de La Araucana es muestra de ello (para obtener más información sobre bailes y borracheras en Oña se puede consultar el trabajo de Salvador Dinamarca: 176-177). En la estrofa 15 del canto II del Arauco domado, el ruido de la algarabía y la ceremonia de invocación a las divinidades araucanas se convierte en «compás flemático y terrible» (estr. 15g, 94). Curiosamente, la estructura de la misma octava es claramente proporcionada y permite acelerar el ritmo de la narración, a la vez que describe el baile mediante el cual hombres y mujeres se toman de las manos formando un círculo mientras agitan cabezas y pies y no dejan de emitir voces, que a los oídos del sujeto poético son sólo un «confuso y ronco son desapacible» (estr. 15h, 94): De trecho en trecho en corros se congregan, el hombre y la mujer interpolados, y todos por los dedos enlazados cabezas, pies ni bocas no sosiegan; ya corren, ya se apartan, ya se llegan, atrás, hacia delante y por los lados con un compás flemático y terrible, confuso y ronco son desapacible (canto II, estr. 15, 93-94)20.

Es justamente esta manera de bailar la que describe Jerónimo de Vivar en el capítulo XC de su Crónica de los reinos de Chile. Allí se «trata de las costumbres y cerimonias de los naturales de la provincia de Mapocho» (222) y se afirma que sus placeres y regocijos es juntarse a beber y tienen gran cantidad de su vino ayuntado para aquella fiesta. Y tañen un atambor con un palo y en la cabeza de él tiene un paño revuelto, y todos asidos de las manos cantan y bailan. Y llévanlo tan a son que suben y caen con las voces al son del atambor (222).

20. Obsérvense los grupos de tres unidades en los versos e y f, yuxtaponiendo tres sintagmas verbales (con núcleos en «corren», «apartan» y «llegan») y tres adverbiales (con núcleos en «atrás», «delante» y «lados»), para romper el paralelismo en los versos finales de la estrofa, que aluden a la lobreguez del canto araucano, monotonizado en la rima final y reducido así a un simple barullo sin altura de lengua ni sentido («confuso y ronco son»).

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En Oña también encontramos el baile anunciado como parte de una representación acompañada de música en la estrofa 13 («Uno martilla el ronco tamborino, / otro por flauta el hueso humano toca», a-b, 93). Años más tarde, Alonso de Ovalle en su Histórica relación del Reino de Chile (1646), basada fuertemente en La Araucana, habría de recoger el pasaje y hasta ilustrarlo con un dibujo sencillo, que muestra a los nativos tomados de las manos y danzando alrededor de un palo clavado en el suelo (112). Volviendo a Vivar, este menciona como parte del ritual las ropas vistosas especialmente preparadas para estas ocasiones y las pinturas en los rostros, lo cual coincide con la información de la estrofa 18 de Oña, en que se describen los vestidos araucanos durante las ceremonias. Con su enumeración de prendas y adornos (huinchas, llautos y chaquiras, explicadas en nota por el mismo Oña), la descripción recuerda los ricos atavíos presentados por Vivar21. Además, tenemos la ya aludida borrachera general, en la que tanto Vivar como Oña concurren en señalar un ruido ininteligible, aunque ambos parecen reconocer en él ciertos rasgos coherentes con la idea de una fiesta o celebración religiosa. El segundo baile resulta no menos interesante. En él parece darse una suerte de rito tanático de destrucción de unos calabazos, sacudiéndolos como parte de un baile órfico. Estos araucanos transformados en paganos del mundo clásico no dejan, sin embargo, de constituir un punto de referencia privilegiado por una imaginación poética criolla, que reclama mejor conocimiento de los rústicos vasallos: Suelen bailar también de otra manera, y es que las manos libres y los brazos sacuden unos huecos calabazos

21. Nótese, en esta como en otras ocasiones, el vocabulario quechua empleado por Oña. Huincha o wincha: no aparece en González Holguín, pero Lira le otorga la explicación de «cinta usada por las nubendas a manera de faja que rodeaba la frente con un rozón o alzada en la parte posterior» (1156); llauto o llawtu: «el cigulo que traen por sombrero» (González Holguín: 212); chaquira o chakira: se trata de piedrecitas o semillas usadas para ensartar collares o brazaletes. Para ampliar la información sobre los numerosos peruanismos incorporados por Oña en su poema, se puede acudir al trabajo de Ángeles Caballero. Para una lista razonada de «chilenismos y americanismos» (incluyendo numerosos peruanismos), al de Iglesias (401-468).

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do tiene de sus guijas la ribera22; y al gusto desta música grosera están los más haciéndose pedazos, sin recebir por ello más tormento que si este fuera el órfico instrumento (canto II, estr. 16, 94).

La alusión a un «órfico instrumento», y por lo tanto a Orfeo y su descenso a los infiernos, permite anticipar el paso en el espacio poético hacia regiones a las que antes solo los héroes podían acceder. Así como Ulises desciende al Hades, Eneas al Averno, Dante al Infierno y Ercilla a la cueva de Fitón, el yo poético del Arauco domado presenta las imágenes del submundo araucano bajo la convención permitida por el género y, en su incursión, lleva al lector de la mano hacia el espacio sagrado (aunque idólatra) de la alteridad americana. Tal como Ercilla con Fitón (en cuya doma presencia acontecimientos europeos, como el combate de Lepanto), el yo poético ingresa en este submundo cual moderno Orfeo, para presenciar la visión demoniaca del enemigo araucano23. En cuanto a la existencia de un baile semejante, lo más cercano que registran los estudiosos es la danza del loncoprún o «baile de las cabezas». Latcham (392-393), a partir del Desengaño y reparo de la guerra de González de Nájera, cuenta que los araucanos solían en determinadas ocasiones celebrar sus triunfos colgando las cabezas de los españoles sacrificados de las ramas de los árboles circundantes y luego atarse un pie a la rama de la que colgaba una cabeza para que, al bailar, esta se bamboleara. Aunque lo necrofílico de la danza no se deja entrever en el baile de los calabazos de la octava de Oña, al menos trasciende la idea de que no resultaba del todo raro añadir instrumentos redondos y zamaquearlos como parte de la escenografía ritual. Por último, como tercer tipo de baile, el poema relata que las mujeres que quedaban solas también participaban con su propio danzar, lo cual completaría el paisaje macabro: Otras mujeres solas, en cuadrilla andan con sus hijuelos dando vueltas, 22. Este verso puede leerse tanto en el sentido de que los calabazos se destrozan a la orilla de un río como en el sentido de que contienen «guijas» o piedrecillas de la ribera, a manera de instrumentos de percusión. 23. Ver el interesante artículo de Mejías-López sobre «El Fitón de Alonso de Ercilla: ¿Shamán araucano?» para una lectura no europeísta del pasaje ercillano.

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todas en bacanal furor envueltas, desnudo el medio pecho y la rodilla, al modo que las yeguas en trilla con sus potrancas chúcaras a vueltas por la colmada parva escaramuzan y en granos las espinas desmenuzan (canto II, estr. 17, 94).

La (para nosotros) infeliz comparación de mujeres indias con yeguas no debe sorprendernos. En todo momento la voz poética marcará distancias con la «inferior» calidad moral de los araucanos, razón principal para justificar su conquista. Sin embargo, es común encontrar desde la épica clásica comparaciones positivas y negativas de distintos personajes humanos con animales domésticos o salvajes. En la Eneida, por ejemplo, Eneas y sus soldados son descritos como «lupi ceu raptores» («cual rapaces lobos») que van huyendo entre la ciudad en ruinas antes del encuentro con el griego Androgeo (libro II, vv. 355-356). Al final del libro IX, Turno es comparado con un «saevum […] leonem» («feroz león») mientras se retira después de haber causado estragos en el campamento troyano (v. 792). En el Orlando furioso, Sacripante y Bradamante son descritos como «toros y leones» (canto I, estr. 62, 127) en el momento de iniciar su lid. Y en La Araucana, las comparaciones de los personajes y grupos de personajes con animales de distinta especie no son menos abundantes. El caballo es sin duda figura privilegiada, como en este pasaje del canto V, referido a los preparativos de la lucha entre las fuerzas de Lautaro y las de Villagrán, cerca de Andalicán: Como el feroz caballo que, impaciente, cuando el competidor ve ya cercano, bufa, relincha y con soberbia frente hiere la tierra de una y otra mano, así el bárbaro ejército obediente […] gime por ver el juego comenzado […] (estr. 6a-e y g, 200-201).

Volviendo al poema de Oña, puede verse que las comparaciones con animales calzan bien con una larga tradición textual. No deja de ser curioso, sin embargo, que la poca información que ofrecen los cronistas sobre bailes específicos no impida que una forma de danza semejante sea referida por Esteve Barba (1960: XVIII) a partir de literatura más moderna. El baile en cuestión consiste en imitar los elementos de algún animal protector, para que su espíritu asista a los dan-

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zantes en una empresa determinada. Si nos imaginamos uno de esos bailes, imitando el galope de algún tipo de cuadrúpedo (quizá hasta caballos, asimilados al entorno araucano después de la conquista), la descripción de Oña podría ser el reflejo de otro de esos recuerdos o informaciones orales que tal vez circularon o volvieron a aparecer en la mente del poeta cuando componía sus octavas24. Más curioso aun es que las mujeres del baile están «en bacanal furor envueltas», lo cual nos remite nuevamente al mundo pagano del Mediterráneo y a las orgías de las bacanales para invocar y celebrar a Dionisio. Conviene apuntar que los tres tipos de baile indígena que el Arauco domado presenta constituyen una ampliación del único tipo que describe La Araucana («tejiendo en corros danza siempre usadas / donde un número grande intervenía / de mozos y mujeres festejadas»; canto XI, estr. 31d-f, 341), identificable con el primer ejemplo de Oña, como señala Dinamarca (176-177). En resumen, los bailes descritos por Oña, si bien brevemente, y al margen de su exactitud o inexactitud etnográfica, al menos dejan constancia de una preocupación de esta voz criolla por merecer un lugar de reconocida autoridad en el parnaso hispano mediante el cultivo generoso de la amplificatio. El privilegio de un punto de vista ultramarino que, si bien no menos dominante y explotador de la población indígena, se colocaba en implícita posición de superioridad epistemológica frente a las voces metropolitanas basándose en su experiencia novomundial y en sus copiosas lecturas, aparece como uno de los puntos de oscilación entre dos extremos de exaltación de identidades. Su hispanidad será una y otra vez afirmada, aunque muchas veces a través del filtro de la justificación basada en su condición quasi jurídica de «testigo de vista». El tópico de la «historia verdadera» o «nueva crónica», que corrige las generalizaciones y deformaciones de algunas crónicas y poemas peninsulares sobre el Nuevo Mundo, adquiere en Oña matices peculiares, dada la complejidad de su escritura, que pasa, 24. En realidad, esta suposición parte de la ausencia de mayores datos en la etnohistoria araucana. Para apoyarnos nuevamente en Latcham, señalemos que el estudioso registra tres tipos de bailes en su capítulo sobre «La organización social de los araucanos». El primero es «el awún o baile giratorio, que se emplea en las rogativas que hacen para pedir algo al pillán o al tótem» (251). Los otros dos bailes están específicamente relacionados con animales. Uno es el choiqueprún o «baile del avestruz» (o emú de la pampa, al otro lado de la cordillera) y el treguil purün o «baile del treguil o frailecillo», pequeño pájaro de la zona (251-252). En ambas danzas los participantes imitan los movimientos de las aves.

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como estamos viendo, por las estrategias de la historia moral y de una incipiente recolección folclorológica. De este modo, pretende persuadir de sus verdades generales no solo a través de la modalidad de dicto, sino también de res, aunque hay que reconocer que esta última adquiere sus dimensiones localistas gracias a la ya mencionada amplificatio retórica. Sin embargo, no por eso deja de relacionarse indirectamente con la red de negociaciones discursivas que planteaban desde aquel entonces los rasgos de la especificidad americana como base para el reclamo de derechos y reconocimientos menos simbólicos que los del simple ejercicio artístico. 2.3. La lectura de los astros y el Pillán, señor de los volcanes Lo dicho se comprueba también en el caso del saber astrológico, aunque con menos evidencia de un conocimiento directo de la astronomía25 mapuche: En la presente, pues, que agora cuento comienzan los fantásticos profetas a contemplar los signos y planetas tomando estrecha cuenta al firmamento (canto II, estr. 23a-d, 94)

El pasaje dialoga con el canto VIII de La Araucana, en que se presenta la junta de agoreros ante los cuales Puchecalco, el mayor de ellos, interpreta lo que «las estrellas, la luna, el sol […] afirman» (estr. 41g, 267; también Dinamarca: 177). El vaticinio de Puchecalco anuncia futuros desastres para los araucanos, por lo cual el airado Tucapel le parte la cabeza al agorero de un mazazo. Pero, fuera de eso, Ercilla no se explaya más. Su descripción escueta de Puchecalco y de su mé25. Uso aquí indistintamente los nombres astrología y astronomía. La astrología, a diferencia de hoy, era una disciplina altamente considerada en la Edad Media y el Renacimiento; inclusive se impartía cátedra en diversas universidades hasta bien entrado el siglo xvi. Sin embargo, poco a poco su uso extra académico aparecía como causa de sospechas inquisitoriales, siendo relacionada con la hechicería. La seriedad de la astrología está refrendada en numerosos escritos de Marsilio Ficino, Giovanni Pontano y de Girolamo Cardano (ver la bibliografía para algunos ejemplos). Respecto a prohibiciones de hechicerías, destaca el célebre tratado que el maestro Ciruelo publica en 1530. Ciruelo, sin embargo, es muy claro en diferenciar una astrología «mala» y una «buena». También se puede consultar Garin, Grafton y la edición de este último con Newman para obtener información sobre el contexto italiano y europeo en general.

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todo de adivinación (la astrología, nombrando apenas tres astros, a diferencia de Oña, que indica muchos más) se inserta en una tradición discursiva de largos antecedentes. Además, no hay mención alguna de ritos funerarios, como sí ofrece Oña, según veremos más adelante. Son estos aparentes vacíos los que desde el saber criollo se convertirán en zonas de reescritura que muchas veces incluyen también elementos de la propia tradición canónica. En el Arauco domado, los «profetas», al darse cuenta de las malas señales que les deparan los astros, lamentan en voz alta: ¡guay, guay, amada patria, Arauco triste! ¡Cuán otro te verás del que te viste! Clarísimas señales muestra el cielo de tu fatal y súbita ruina, Saturno melancólico domina, su claro resplandor enturbia Delo, venir parece Iúpiter al suelo; ardiendo Marte en cólera se indina; el génito de Maya no parece y Venus con la Cynthia se escurece (canto II, estr. 24g-h y 25, 94)26.

Como se ve, el nivel de detalle y enumeración literalmente caótica (ya que al salir los astros de sus esferas se confunden los elementos y se vuelve al caos original) son algunos de los rasgos en que la voz poética criolla capitaliza sus recursos persuasivos27. Más adelante, las alusiones a las constelaciones del Zodiaco son también prolongadas (estrofas 26 y 27), y hasta se menciona a las Pléyades y al Aquilón o polo ártico (estrofa 28), lo cual resulta una incongruencia astronómica, dado que los acontecimientos ocurren en el extremo sur del continente americano. Esto no impide que las alusiones a otras constelaciones, estrellas y variados cuerpos celestes, tanto boreales como australes, desfilen por el texto. Así, tenemos a Arturo, Bootes, Cástor y Pólux, el Dragón, la Serpiente, Escorpión, la Canícula, Leo, el cometa Nigra y 26. «El génito de Maya» es Mercurio o Hermes. Maya era una de las Pléyades, amante de Zeus e hija de Atlas y de Pleionea. En la Eneida también se hace referencia a Hermes como «hijo de Maya» (libro IV). «Cynthia» o Cintia (por el monte Cinto, en Delos) es Diana o la Luna, nombres todos con los que se aludía a la diosa cazadora. 27. El pasaje no deja de tener una sutil resonancia de la Farsalia, II, v. 289, en que Catón se refiere a la inminente guerra civil como «sidera quis mudumque velit spectare cadentem» («la caída de los astros y del mundo»).

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Saturno (estrofas 30-31). Resulta claro que el mapa celestial del Arauco domado está basado en la astrología occidental de la época. No sólo por experiencia, sino porque debían haber circulado textos de Ficino y Cardano, así como de otros autores que, sin duda, exponían la astronomía ptolomeica y su influencia sobre los acontecimientos humanos. Por otro lado, si es claro que los pueblos nativos sudamericanos también interpretaron y «leyeron» el cielo según sus propios criterios, referencias y constelaciones, Oña, sea por ignorancia o para evitarse problemas, opta por no incluir ninguna alusión a los nombres de las estrellas y constelaciones araucanas28. Lo importante es que las señales celestiales y los dioses de la antigüedad clásica incluidos en el poema apuntan al mismo veredicto: «todo, Olympo, Télus, Iuno y Glauco, / han ya rompido treguas con Arauco» (canto II, estr. 31g-h, 98). Pese a las malas predicciones, los araucanos reafirman su deseo de luchar resistiendo y hasta de vencer a los españoles por «estar de nuestra parte el fuero justo / que obliga a defender la propria tierra» (canto II, estr. 44c-d, 102). Es curioso que tal transferencia del derecho natural a la boca de los guerreros araucanos haya pasado desapercibida por la crítica. Motiva sinuosidades y aproximaciones que revelan rasgos humanos y eficacia retórica en algunos de esos guerreros, que, paradójicamente, al defender su «propria tierra», habilitan al sujeto de la voz poética central a justificar la guerra, pues, como criollo, también está defendiendo su «propria tierra» y su patria. Así, más adelante encontramos que Galvarino les dice a los indios yanaconas presentes durante su suplicio que la patria chilena es «una misma cosa con la vuestra» (canto XII, estr. 20). Este sentido no debe quedar soslayado, pues de él se infiere que el pertenecer a una patria (la misma del poeta) facilita la consiguiente autoconceptualización criolla como lo más valioso del imperio español por razones históricas, religiosas y políticas. Al servir 28. Dowling Desmadryl (118-119) señala: «En la cosmografía mapuche tenemos: antü, el sol; waklen, los astros y las estrellas; cherrufe, un cometa o un meteoro; küyen, la luna; we-küyen, la luna nueva; pür-küyen, la luna llena; layantü, eclipse de sol; layay-küyen, eclipse de luna; relmu, el arco iris; puyel, una centella; wenu-leufü y rumpu-epeum, la vía láctea; pall, estrella de una constelación; nau, las siete cabrillas [o Pléyades]; punon choike, la cruz del sur; naumun choike, el triángulo austral; welu-küla, las tres Marías; y wunyelfe, el lucero de la mañana (Venus)». En el recuento de Oña, la referencia a otros cuerpos celestes, frecuentes en la astrología europea, es mucho más amplia. Las resonancias con la Farsalia, lo mismo en Ercilla que en Oña, también se hacen sentir, como señala Isaías Lerner específicamente para La Araucana (en Ercilla: 266-267, n. 34).

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a la propia patria, se servía al imperio, aunque este contrapunto enfatizaría años después la centralidad de esa patria en el conjunto general de los reinos bajo la corona de Castilla, colocándola por encima de todos los demás, como analizaremos en nuestro capítulo dos. Volviendo al canto II del Arauco domado, encontramos que Tucapel, sin embargo, se niega a creer que los cielos digan tan malos presagios, y a partir de la estrofa 45 desarrolla una exaltación del valor como causa única de la victoria, agregando que los cielos no pueden determinar su favoritismo por el «más osado», pues «¿quién como el indomable y duro estado [del Arauco] / ese favor y título merece?» (estr. 47b-d, 103). Los agoreros reafirman sus vaticinios, declarando que el mismo Eponamón, la divinidad araucana identificada con Pillán o el demonio para los cristianos, les había pronosticado que los españoles vencerían. Allí mismo deciden invocar nuevamente al «demonio» para certificar sus presagios. El poema pasa entonces a ejercer una vez más sus funciones de examen protoetnográfico al describir el ritual de la invocación «diabólica» mediante el uso de una rama de la que colgaba un pedazo de lana, el cual supuestamente recogería la voz de Pillán: Todos ellos unánimes vinieron, y habiéndose llegado el tiempo escuro, por ser el verde campo mal seguro, en un galpón crecido se metieron; los mágicos en rueda se pusieron para el atroz y pérfido conjuro, quedando a las espaldas del buhío la plebe y mal político gentío. En medio de la rueda compasada, después que el suelo a soplos alisaron, aquellas manos pérfidas hincaron una ramilla luenga deshojada, de cuya estrema punta doblegada, por un sutil estambre le colgaron un vedijén de lana de la tierra que es donde su Pillán se les encierra. De tal superstición y estraño rito usa la miserable gente vana, y a la vedija va de buena gana el regidor perpetuo del Cocito;

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de suerte que, cual pece en el garlito, le tienen con el átomo de lana, porque le llevar[á]n donde es llamado con solo un hilo della maniatado (canto II, estrs. 49-51, 104-105).

El uso de un palo para atraer al Pillán a que manifieste sus presagios tiene relación con algunos pasajes de fuentes históricas tempranas. En la Crónica de Vivar, por ejemplo, encontramos que un ritual muy semejante es objeto de atención29. Allí también destaca el «huso de palo» y, si bien no se menciona un «vedijén de lana», se señala el apartamiento físico de los agoreros y la recolección de la voz del Pillán: Y tienen con el demonio su pacto. Y éstos [brujos] son señalados entre ellos y aún tenidos. Estando en estas fiestas, éstos se levantan, y apartados un poco de la otra gente habla[n] entre sí como si tuviesen al demonio. Y yo los vi muchas veces y paréceme que lo debe[n] de ver o se le[s] demuestra. Y estando en esta habla, saca[n] una quisca que ellos llaman, que es una manera de huso hecho de palo, y en presencia de toda la gente se pasa [el agorero] con ellas la lengua dos o tres veces y por consiguiente hace lo mesmo a su natura. Y aquella sangre que saca lo escupe y lo ofrece al demonio, que en esto lo tienen ensestidos. Yo los vi algunas veces y los veía luego sanos, y les pregunté a algunos que si sentían dolor, y decían que no (223).

El ritual descrito implica derramamiento de sangre y por lo tanto un sacrificio ofrecido al Pillán. Aunque Vivar no detalla más sobre la costumbre del huso, es posible que el ejercicio análogo de Oña, que incluye un «vedijén de lana» y omite la sangre, se refiera a un ritual semejante. La voz poética bien podría disimular su inexactitud (lo cual no afecta en nada a su verosimilitud) con ecos indirectos de Lucano. Curiosamente, el huso también aparece como instrumento para ejercer invocaciones y maleficios, incluyendo los de amor, en la Farsalia (libro VI, v. 460), aunque con sus propias características. Comparando

29. Advirtamos aquí que Jerónimo de Vivar interrumpió su Crónica en 1558, la cual permaneció inédita hasta 1966, cuando Irving Leonard publicó en Santiago de Chile la transcripción del manuscrito que guarda la Newberry Library de Chicago. Es posible que tanto Ercilla como Oña conocieran el trabajo de Vivar en alguna copia manuscrita. Al menos es lo que sostiene Barral Gómez (26) en relación con Ercilla, mientras que Durand (1978) se inclina por la existencia de alguna fuente común, pues don Alonso no sigue a pie juntillas todo lo que relata Vivar de la campaña de don García.

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La Araucana con el Arauco domado en lo que se refiere a rituales y descripciones agoreras, Dinamarca concluye que los elementos básicos del conjuro de Pillalonco, con excepción del de la vedija que es original de Oña, se hallan en diversos pasajes de La Araucana. […] La contribución de Oña consiste, pues, en haber elaborado el material que halló disperso en La Araucana, tomando como punto céntrico del episodio un elemento nuevo, el de la vedija, y en haberlo escrito con verdadero arte dramático (181-182).

Como hemos señalado, la presentación del ritual del huso y la vedija tiene alcances que exceden la simple inventiva y que merecen una lectura marcadamente interdisciplinaria a fin de desentrañar la complejidad subjetiva de la voz poética30. 2.4. De muertos y oráculos: el ibunché Pasemos ahora al examen de uno de los rituales más sorprendentes, que revelan la compenetración (oblicua, ciertamente) del poeta con la cultura indígena. Se trata del pasaje del ibunché, ser maligno y cadáver viviente que sirve de intermediario entre un brujo y el «demonio». Así lo presenta el mirador criollo: En hondos y secretos soterraños tienen capaces cuevas fabricadas, sobre maderos fuertes afirmadas para que estén así nestóreos años; las cuales, en lugar de ricos paños, están de abajo arriba entapizadas con todo el suelo en ámbitos de esteras, y de cabezas hórridas de fieras.

30. Como dato anecdótico, señalaré que, entre todos los posibles rituales araucanos que Lope de Vega pudo escoger para su propia comedia Arauco domado, el de la vedija destaca en el conjuro de Pillalonco: «Pillalonco: ¿Traéis la lana? Talguén: Aquí están, / sacerdote, lana y tronco. […] Pillalonco: Ya pongo el ramo y la vedija encima, / de la lana más cándida apartada; / ¿qué aguardas, pues, que tu tiniebla oprima? / Ponte en ella, Pillán, y la dorada / faz descubierta, dime lo que sabes / deste español y su vecina armada» (119-120). La influencia de Oña es bastante clara en este pasaje.

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En esta gruta lóbrega y tremenda do los piramidales del Titano para poder entrar no tienen mano, por más que por el sótano los tienda; está sobre unas andas ¡cosa horrenda! tendido un ya difunto cuerpo humano, sin cosa de intestinos en el vientre, porque su dios en él más fácil entre. El nombre es ybunché del insepulto, y cuando el dueño de él y de la cueva quiere saber alguna cosa nueva de mucha calidad y fin oculto, con gran veneración, respeto y culto, (que en esto el indio rudo nos las lleva) entra por senda angosta y desmentida para que no le sepan la guarida. Y allí por el idólatra invocado el abismal diabólico trasunto, se mete en el cadáver del difunto por do responde, siendo preguntado, así de los negocios del estado, si sube o si declina de su punto, como de los influjos celestiales de buenos y de malos temporales. Es éste su ybunché, tenido entre ellos por una cosa allá como sagrada, con suma religión administrada, y la que por su Dios adoran ellos (canto II, estrs. 53-56 y 57a-d, 105-106).

Entre los críticos literarios, María Rosa Lida de Malkiel había notado desde su magistral estudio sobre Juan de Mena en 1950 la larga tradición literaria detrás del pasaje sobre el ibunché en Oña, al que llama «la más singular reelaboración de este motivo [del cadáver hablante]». Su erudita lista de antecedentes y seguidores necrománticos se compone de Catulo y Mena, entre los primeros, y de Oña, Jacinto de Herrera (en su comedia Hazañas del Marqués de Cañete) y Antonio de Eslava (en su Noches de invierno), entre los segundos (505-507). Las genealogías de la estudiosa se limitan, sin embargo, a las fuentes literarias.

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Poco después, en 1952, Dinamarca alude a las recopilaciones del folclore chileno hechas por Vicuña Cifuentes en su libro Mitos y supersticiones (publicado por primera vez en 1910 y sumamente ampliado en una tercera edición de 1947), pero no llega más lejos. Miguel Ángel Vega, en 1970, refiriéndose al ya citado estudio de Dinamarca, registra el pasaje del Arauco domado como el único caso de exactitud etnográfica: «El único episodio, a juicio suyo, auténtico y real es el del mito del ibunché narrado de paso por Oña al describir el conjuro de Pillalonco» (82). Pero como venimos viendo, el conocimiento y acomodamiento de la cultura indígena parecen ser en Oña mucho más complejos de lo que la mayor parte de la crítica ha podido explorar. Vega profundiza algo más y ofrece una nota extraída de Vicuña Cifuentes en relación con el extraño rito: «Es [el ibunché] un mito de origen indio, especie de hombre bestia, que los brujos crían en sus cuevas desde pequeños para consultarlos en sus hechicerías» (en Vega: 82). En efecto, el ibunché aparece en Vicuña Cifuentes en los términos aludidos, pero también incluye otras variantes, que no mencionan Vega ni Dinamarca31. Una de ellas se refiere al ibunché como un niño de entre seis meses y un año de edad, secuestrado por los brujos para ser escondido y «convertido» en medio de comunicación con las divinidades. Al infante se le tapaban todos los orificios hasta que la superficie de su piel quedara completamente llana, aunque no se especifica si la criatura era de alguna manera mantenida con vida. Los testimonios recogidos por Vicuña Cifuentes no dan más detalles, aunque sí que el niño era «rociado» (asesinado por hechizo) si los padres se atrevían a buscarlo y encontrarlo antes de su transformación en médium (80-81). De manera semejante, otra versión se refiere al ibunché como un ser deforme, encerrado por el brujo en una cueva, que tenía la cara mirando hacia atrás y al que le emergía un pie por la espalda (82). También dice que era alimentado con carne humana y que servía como instrumento para propinar daños a quien el brujo señalara. Lo más importante es quizá el hecho de que las etimologías que recoge Vicuña Cifuentes (82) coinciden con el sentido de que el nombre ibunché se compone de ivún («pequeño ser») y che («hombre»). Otra etimología es más espe31. De hecho, y fuera de la crítica literaria, fue Ricardo Latcham (538-544) quien en 1924 estableció la comparación entre el pasaje de Oña sobre el ibunché y los rituales funerarios y la mitología mapuches. Más adelante examinaremos las correspondencias planteadas por Latcham entre el saber etnográfico de Oña y la recolección de datos moderna en contraste con algunas crónicas.

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cífica: «ivum o ivùm, animales pequeños cuadrúpedos, o monstruos, y che, hombre, gente en general». Esta última etimología, extraída del Diccionario araucano-español del padre Andrés Febrés (1765), apunta de manera más clara a un universo «maligno» en el que tanto el brujo como el ibunché se coaligan fuera de lo profano. El ibunché sería, por lo tanto, un «pequeño ser [humano] monstruoso», animalizado por oficio del brujo para servirse de él y ejercer su poder32. De ser cierto lo señalado por Vicuña Cifuentes en sus recopilaciones etnográficas, el ibunché de Oña puede ser el producto de un entrecruzamiento de distintas formas de rito funerario entre los antiguos nativos, sin dejar de mencionar las reminiscencias que despierta del Golem de la antigua mitología cabalística (Muñiz-Huberman: 31-32)33. Asimismo, el pasaje recuerda las estrofas del Laberinto de Fortuna (coplas 238-265, 161-172) que se refieren a los hechizos de la maga de Valladolid para encontrar un cadáver que le sirviera de instrumento de transmisión de los designios infernales y las disposiciones de la Fortuna en relación con el condestable don Álvaro de Luna. Los pasajes de Mena sobre las pociones preparadas por la maga son a su vez transformaciones de la Bellum civile o Farsalia VI (vv. 672-676), y la búsqueda del cadáver recuerda la análoga de Ericto en los campos de Tesalia para hallar «al desgraciado cadáver destinado a vivir», el cual «es colocado bajo un elevado peñasco de un hueco monte» (Farsalia VI, vv. 637-641, 21134). Como se ve, pues, el tópico del cadáver hablante tiene también una larga tradición textual (consultar la

32. El sentido del ibunché como ser mágico también se encuentra en un poema menos estudiado y difundido dentro del ciclo araucano, el Purén indómito de Arias de Saavedra. En la estrofa 1786 del canto XXII se dice: «Uno de los catorce que murieron / Pereda fue, a quien estos hombres vanos / por inmortal o mágico tuvieron, / o por el ivunche de los cristianos: / la cabeza del cuerpo dividieron / diciendo como bárbaros insanos, / —“Veamos si este cuerpo sin cabeza / como hizo en Curaraba, se endereza”». Aunque Arias no profundiza en el ritual, queda sentado que el ibunché era una presencia usual entre las prácticas religiosas nativas. 33. Recuérdense asimismo las variaciones del tema del homúnculo en la literatura del Siglo de Oro, entre otras, por ejemplo, El diablo cojuelo de Vélez de Guevara, en que se echa mano de un diablillo encerrado en una redoma que le sirve de ayuda a un astrólogo (la primera descripción del diablillo aparece entre las páginas 74 y 77 de la edición consignada en la bibliografía). 34. El pasaje original completo reza: «Electum tandem traiecto gutture corpus / ducit, et inserto laqueis feralibus unco / per scopulos miserum trahitur per saxa cadaver / victurum, montisque cavi, quem tristis Erichto / damnarat sacris, alta sub rupe locatur» (Bellum civile VI, vv. 637-641).

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ya mencionada Lida de Malkiel 505-507). De manera interesante, la estudiosa nos recuerda que el Fitón de Ercilla también tenía la capacidad de invocar a los muertos y hacerlos hablar, aunque no practicaba el ritual (canto XXXIII, estr. 41). Este detalle, sumamente ampliado e ilustrado por Oña con el ibunché nos revela nuevamente la ansiedad de la voz poética por encontrar su propia autoridad discursiva mediante la autocomplacencia en la abundancia de detalles, extraídos de su experiencia americana. Por eso, para ocuparnos primero de las raíces experienciales de la autoridad discursiva de Oña, recordemos que el poeta vivió la mayor parte de su vida en Lima, si bien pasó largas temporadas en otras provincias, siendo corregidor desde 1596 hasta 1604 en Jaén, y luego corregidor en Yauyos en 1607. Mucho después, en 1630, aparecerá en Calca, cerca del Cuzco (Porras Barrenecha 1952). En 1635 firma en la ciudad del Cuzco el manuscrito de El Vasauro (o Vaso Áureo), su último poema, dedicado al conde de Chinchón, entonces virrey del Perú. Al parecer, Oña nunca salió del virreinato peruano, aunque Porras (525) no deja de especular, sin mayores pruebas, sobre un posible viaje a Córdoba, España. Tampoco se conoce la fecha de su muerte. Si nos referimos al primer periodo de su vida, para 1596 el conocimiento personal de Oña seguramente abarcó varios pueblos del Arauco y algunas de las numerosas historias de casos de idolatrías con que los españoles se encontraban día a día. La misma voz poética lo afirma, revelando además (aunque sea sólo como gesto retórico) su conocimiento de la lengua mapuche, hoy llamada mapudungún. Este gesto, que anticipa parcialmente el reclamo del Inca Garcilaso para legitimar su propia historia de los Incas cuando se refiere a la lengua quechua que «mamó en la leche», no se basa como en el cronista cuzqueño y mestizo en una cuestión de sangre, sino de contacto, experiencia y dominio de la «frasis, la lengua» y las costumbres de los araucanos. Se trata de un caso de letrado de frontera que asume una posición de saber práctico de la tierra y de los vasallos indígenas de la Corona que indirectamente lo facultaría a un poder administrativo: Helo sabido yo de muchos dellos, por ser en su país, mi patria amada, y conocer su frasis, lengua y modo, que para darme crédito es el todo (canto II, estr. 57e-h, 106).

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¿Pero cómo es que el ibunché, este engendro mitológico mezclado con rasgos de ritos funerarios mejor documentados, refuerza la persuasión retórica del poema? Habíamos mencionado las raíces experienciales del discurso de Oña. Sin embargo, recordemos también que si el poeta se basó en la Crónica de Vivar o en alguna fuente común a ambos, el dato resulta de la mayor importancia. La idea de la fuente común parecería ser el caso entre Ercilla y Vivar, según propone Durand (1978) al referirse al rito de la elección del general araucano a partir de la prueba del tronco. En Oña, encontramos que su descripción del ibunché recoge rasgos de algunos otros rituales de enterramiento y velamiento que aparecen tanto en Vivar como en diversos textos. Para desbrozar la figura del ibunché hagamos un breve recorrido por esas apariciones. Jerónimo de Vivar describe algunos rituales funerarios según se refiere a poblaciones del territorio araucano tocadas por la guerra. Aludiré rápidamente a los primeros, que resaltan que hablan con el demonio los que más por amigos se le dan, y éstos son tenidos de los demás. Creen y usan de las predestinaciones que [a] aquellos les dice. Su enterramiento es debajo de la tierra, no hondo […] juntamente entierran consigo sus armas y ropas e joyas (77).

No era inusual, pues, que la creencia en un más allá araucano motivase la ayuda con viandas y objetos de parte de los parientes al difunto, a fin de que cruzara sin problemas el misterioso paso que separaba su alma o püllün del territorio de los ancestros (Latchman: 338; Montecino: 92-94). Lo mismo que se da en esta descripción de los indios de Copiapó por Vivar acontece con las momias en otras culturas, como las andinas, que se encuentran siempre en compañía de objetos personales y porciones de comida, generalmente maíz. Entre los araucanos, parece que el viaje ultraterrenal podía ser interrumpido por espíritus malignos o por brujos que obligaban al alma errante a realizar actos dañinos (Faron: 64). Mientras tanto, destaquemos la presencia de la comunicación con el «demonio» y la creencia en un más allá, concebido como lugar al que el alma llega luego de un riesgoso tránsito, en el cual encontrará «mediadores entre los mundos» (Montecino: 101). La relación entre enterramientos y «demonio» se da en Vivar más de una vez, cuando se desliza un «sus enterramientos son en el campo […] hablan con el demonio» (86) o cuando, más adelante, reitera:

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sus enterramientos es [sic.] en el campo con las cerimonias que los de Mapocho. Otros se entierran a las puertas de sus casas en un alto que es hecho con dos horcones gruesos, y ponen dos a manera de artesas angostas arriba, y métenle en la una y cúbrenle con la otra. Este es su entierro y sepultura de algunos prencipales (254).

Este «privilegio» de algunos caciques no debe pasar desapercibido. La importancia del personaje parece determinar que sus restos adquieran una dimensión protectora y comunicadora con el mundo de los dioses. La idea de que algunos grupos nativos (en este caso los de Concepción) preferían no enterrar el cuerpo sino dejarlo secar al aire es patente en el pasaje referido a los indios de Valdivia: Aquí se vido una cosa admirable que tienen por costumbre, que si una mujer enviuda, tiene el defunto en una barbacoa o cama desnudo y ella le está cada el día llorando. Y como es tan calurosa la tierra, en breve cría gusanos el cuerpo, y ella los limpia y los toma con sus manos sin asco ninguno, aunque hiede pestíferamente. Y allí está de noche y de día y no se levanta si no es a cosas necesarias que no las puede escusar. Y si por ventura corre alguna grasa del cuerpo, la toma con las manos y avuelta los gusanos y sin pena se unta ella el cuerpo y el rostro. Y de esta manera se está hasta que el cuerpo se seca y se consume. Toma los huesos y los mete en un cántaro, y allí los tiene guardados. Y este es su entierro (263).

El culto a los muertos incluía, pues, la cercanía de los restos y su constante vigilancia por varias semanas. Latcham se refiere también al rito del huichalnahué, o cadáver disecado, sin vísceras, generalmente ahumado con brasa de canelo o árbol sagrado, que era usado por los brujos o ngepin para sus adivinaciones (235 y 542). Sonia Montecino, citando a Tomás Guevara, alude asimismo a un ritual funerario dentro de las familias en el que, luego de tres días de velorio, se hace una «autopsia» o vaciamiento de vísceras en el cuerpo del difunto, a fin de examinarlas y determinar si alguna clase de veneno mató al deudo (102; también Esteve Barba 1960: XVIII). Este detalle es importante, pues guarda semejanza con la descripción del ibunché en Oña como «sin cosa de intestinos en el vientre, / porque su dios en él más fácil entre». Otras veces, desde la muerte del individuo hasta su total despido al otro mundo pueden pasar entre uno y tres meses de ceremonias (Montecino: 101). Asimismo, se incluye a veces el «rito denominado amulpüllün» (“obligar a salir al espíritu”)» (102), que supone una serie de ruegos para que el alma del difunto termine de integrarse a los

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demás ancestros y no vuelva para atormentar a los vivos. El objetivo es, como apunta Foerster, «hacer del muerto un verdadero muerto, un antepasado» (89, énfasis en el original; también en Latcham: 496 y ss.). Según se ve, estos ritos difieren en intención y en muchos rasgos de la descripción del ibunché proporcionada por Oña. Sin embargo, la mención de una cueva muy estrecha, el vaciamiento de las vísceras, el cuerpo dejado a secar y el decorado de la cueva (forrada de esteras) permite pensar en una concurrencia de rasgos diversos, posiblemente leídos, oídos o vistos por Oña durante sus primeros años en la Araucanía, como venimos afirmando. Desde la etnografía, Latcham ya había apuntado que el ibunché de Oña era una mezcla de los ritos del cadáver disecado o huichalnahué y el culto al ánima del difunto o pillán, como representación parcial del gran Pillán o espíritu fundador de la colectividad (542). El ibunché monstruoso y sagrado, como ser deforme de carácter demoniaco que utilizaban algunos brujos, no deja, por cierto, de asistir en esta transformación literaria de rituales funerarios y agoreros que destacan un médium para el vaticinador. Al margen de sus posibles inexactitudes, el Arauco domado excede a muchos otros textos de su género en la acuciosidad de algunas descripciones indígenas que no por eso dejan de remitir a modelos europeos sobre hechiceros y brujos adoradores del demonio. La peculiaridad de sus descripciones reside, sin embargo, en la localización subjetiva de la voz poética, en su detallismo inmediato, más que en el lugar de origen de los modelos generales y su publicación. Por eso no deja de ser útil como parte del cuadro general sobre las costumbres araucanas el que Oña agregue que en casos de suma gravedad, en que los servicios de un brujo eran requeridos, los apelantes sacrificaban un niño o una niña, como se expresa en las estrofas siguientes a las citadas. Según Vicuña Cifuentes (81), el ibunché era alimentado con «carne de niños recién nacidos». Este sacrificio también tenía correspondencia con la costumbre de alimentar al huichalnahué, la otra forma de adoración a un difunto ilustre (Latcham: 544). Recapitulando: los casos presentados sobre rituales adivinatorios y funerarios araucanos nos revelan un conocimiento previo de las culturas indígenas por parte de Oña que difícilmente Ercilla hubiera podido suplir con su corta experiencia en el Nuevo Mundo. Este es el mismo sentido que guía la Historia de Chile del veterano en Indias Góngora Marmolejo cuando dice que Ercilla «en este reino estuvo poco tiempo» y que La Araucana no es «tan copiosa cuanto fuera necesario para tener

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noticia de todas las cosas del reino» (77). Es evidente que para una lectura comprehensiva del Arauco domado no se pueden pasar por alto las implicancias de la rivalidad entre baqueanos y chapetones (que expresa muy bien Góngora Marmolejo en sus críticas a don García Hurtado de Mendoza y ha expuesto iluminadoramente José Durand en «El chapetón Ercilla»). Tampoco pueden obviarse las emergentes aspiraciones de los hijos de conquistadores y baqueanos, que heredaban de sus padres la decepción de haber sido amenazados en su subsistencia material por una Corona lejana y abstracta. Sin embargo, las repetidas afirmaciones de lealtad a la Corona y a don Martín Hurtado de Mendoza por parte de la voz poética del Arauco domado libran al autor de cualquier sospecha en lo que se refiere a una identidad centrífuga de la órbita peninsular o a una agenda política de enfrentamiento con la autoridad. Otro caso que merece atención es el de las apariciones espectrales que se dan en la obra de Oña. Dinamarca (185-189) se ha referido a varios casos de fantasmas y espectros, como la descripción del reino de Plutón (canto II), la imagen de Megera que se le revela a Caupolicán mientras está tomando su socorrido baño con la sensual Fresia en el canto V o cuando finalmente se le aparece Lautaro a Talguén (llamado también Talgueno o Talgüeno) en el relato que este hace en el canto XII y que incluye, en la octava 52 del poema, una apostilla que dice «imitación de Virgilio y de la Eneida». Estas apariciones, como bien han notado el mismo Oña y, más tarde, Dinamarca, guardan correspondencias con los textos clásicos. Añadiríamos, por ejemplo, los numerosos casos de los poemas homéricos, o el espectro de Esténolo en las Argonáuticas de Apolonio de Rodas (190) y en las de Valerio Flaco (188). Por eso, no deja de ser revelador que el culto de las almas en tránsito estuviera muy extendido entre los araucanos, como demuestra también la etnografía moderna (Latcham: cap. X; Montecino: 101-105). Nada le resultaría más conveniente al joven poeta criollo a fines del xvi que escoger determinados recursos retóricos y temáticos empleados para describir a los paganos del Viejo Mundo y emplearlos en su propia descripción de los del Nuevo, escogiendo sus propias influencias y manejándolas de acuerdo con toda una perspectiva preexistente. La tendencia a utilizar determinados tópicos a partir de fuentes textuales es paso obligado en cualquier poeta de la época. Como decía El Brocense, no tengo por buen poeta el que no imita a los excelentes antiguos. Y si me preguntan por qué entre tantos millares de Poetas, como nuestra España

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tiene, tan pocos se pueden contar dignos deste nombre, digo, que no hay otra razón, sino porque les faltan las ciencias, lenguas, y doctrina para saber imitar. Ningun Poeta Latino ay, que en su genero no haya imitado a otros (IV, 36).

Las teorías sobre la imitación literaria son tan antiguas como la propia Poética de Aristóteles. Es, como se sabe, en el Renacimiento cuando vuelven a ponerse en vigencia en lo que a modelos clásicos se refiere, a partir de la traducción de Francesco Robortello al latín en 1548. Basta revisar los tratados de Bembo (Prose della vulgar lingua sobre la imitación de Petrarca y Boccaccio en vernacular), Castiglione (El cortesano: 66-67, sobre Virgilio y Homero), el ya citado Brocense (especialmente en su introducción a las obras de Garcilaso editadas por él en 1574), Erasmo, Scaligero, Minturno, Herrera, el Pinciano y otros del xvi para encontrar alusiones a este principio fundamental de la composición literaria35. Sin embargo, allí donde la crítica literaria tradicional no logra llegar, un examen interdisciplinario, que incluya información histórica y etnográfica del contexto, nos revela que los criterios de selección de los tópicos prestigiosos no son muchas veces gratuitos. Se refugian, lo mismo que en Ercilla (canto I, estr. 3), en un criterio de verdad factual, proclamada como columna central de la obra: No es fábula ni poética figura, ficción artificiosa ni ornamento, sino verdad patente la que cuento, ques de lo que se precia mi escritura (Oña 1984: canto IV, estr. 14a-d, 156).

Naturalmente, no se debe tomar esta afirmación en un sentido literal, pues la declaración es en sí misma un gesto retórico, que presentan también otros poemas sobre la conquista. Lo curioso está en que, al tratar de parecerse a la historia para conseguir su autoridad, y debido a la radicalidad de las experiencias europeas y criollas en el Nuevo Mun35. Un resumen de estas polémicas en los siglos de oro se encuentra en Imitatio, de Darst. También es importante consultar Antiguos y modernos, donde Maravall expone su conocida teoría del paso de la imitación a la emulación y luego a la superación como variantes del mismo modelo imitativo. En el mundo anglosajón, es obligada la consulta de Thomas Greene y su The Light in Troy, y de Harold Bloom y su The Anxiety of Influence. Más recientemente, hay estudios puntuales en relación con La Araucana en Nicolopolus (21-174) y Davis (20-60), y sobre la imitación de Petrarca en Garcilaso, el toledano, y Boscán, en Cruz.

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do, el Arauco domado, como otros textos de su género, termina por recoger elementos de esa vivencia extrema y filtrarlos sutilmente como tópicos literarios. No importa mucho cuál de las imágenes apareció primero en la mente del poeta. Lo que importa es que su mera verbalización da cuenta de una voz propia, que dialoga con Ercilla y con toda una tradición, la de la épica clásica y renacentista, sin abandonar sus nexos con la folclorología empírica ni con las historias de Chile, especialmente las de Vivar, Góngora Marmolejo y Mariño de Lobera. A este último, incluso, declara seguir fielmente en lo referente a la actuación política de don García, como puede verse en la estrofa 50 del canto II: «porque en lo que resta me remito / a lo que agora escribe el de Lobera / en general historia verdadera» (133). La Crónica del Reino de Chile, por Pedro Mariño de Lobera, se terminó de escribir poco antes de la muerte de su autor en Lima en 1594, y comparte con el poema de Oña y con la Historia de Góngora Marmolejo la visión de señorío y búsqueda de reconocimiento asumida por los baqueanos y, sin duda, por algunos criollos. Para escudriñar esa visión compartida, entremos al siguiente apartado.

3. El criollo opina sobre la encomienda Pasando al canto III, observemos que la alabanza de Oña sobre la moderación tributaria, el límite de edad, el alivio en las labores mineras y otras medidas en favor de los indios atribuidas a don García constituyen, paradójicamente, una enumeración implícita de remedios posibles para la situación criolla. David Quint (173) observa también este punto, que, sin duda, aparta a Oña del latente lascasismo que se puede encontrar en algunos pasajes del poema de Ercilla (también Held: 4144 y Rodríguez: 80-81). La posición de Oña es coherente con lo que él entiende como la inmanente capacidad de los indios araucanos para convertirse en labradores súbditos bajo el control de los encomenderos «sin excesos» (Quint: 174). En efecto, los abusos de los encomenderos fueron inmediatamente percibidos por don García y expresados por Oña: ¡Oh, qué desaforado desafuero usado con los pobres naturales! ¡Oh, qué de imposiciones desiguales

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en gente que era al fin de carne y cuero! ¡Oh, siempre viva hambre del dinero, disimulada muerte de mortales, polilla de las almas gastadora, hinchada sanguijuela chupadora! (canto III, estr. 21, 124-125).

El maltrato a los indios como enfermedad social y como alimaña maligna constituye una de las metáforas más persistentes a lo largo de la obra. Es lógico, pues, que la calificación de don García como «médico tan sabio» en la estrofa siguiente (y «como sabio médico» en la 56 del canto VIII) se convierta en la contraparte tropológica correspondiente. Vemos así que algunos de los rasgos del género arbitrista se introducen en el discurso épico, reconfigurándolo y convirtiéndose en elementos útiles para la heroificación del personaje central. Sin embargo, la condición de súbditos «rústicos» o «menores», como catalogaba a los nativos la legislación de Indias (Ots Capdequí: 24), con la obligación, además, de que se les otorgara tutela material y espiritual, favorecía a largo plazo la situación de los descendientes criollos de esos encomenderos que cumplirían con los mandatos «curadores» del médico político hispano. En este sentido, la lectura de Quint y la de otros críticos de Oña merece una discusión más contextualizada e histórica, que desentrañe la complejidad de la figura de don García a la luz de sus actitudes frente a los conquistadores viejos o baqueanos del virreinato peruano, y en favor de sus propios colaboradores, así como a partir de un examen de la documentación legal de su momento. Comencemos por el texto. Desembarcada la expedición de don García en La Serena (también llamada Coquimbo) en abril de 1557, el gobernador evaluó la situación de los indios sometidos y encomendados, quizá como parte de una estrategia general cuyo objetivo último era atraer a los araucanos aún ajenos a la órbita cristiana y prevenir rebeliones de aquellos ya bautizados. Oña no duda en expresar sus elogios hacia don García por las reformas que aplica a la institución de la encomienda, sin abolirla. Así, el canto III nos dice: Mandó que de los indios que tuviese el ávido vecino36 encomendero 36. La voz «vecino» en este contexto se refiere solo al poseedor de encomiendas con solar asentado en una villa o ciudad. No se trata de cualquier habitante de una urbe, sino de aquel que puede mantener un cuerpo de sirvientes y soldados para protección y control de la encomienda, es decir, de los indígenas a su cargo.

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para labrar el cóncavo minero, el sesmo solamente se le diese; y que este de varones sólo fuese, guardando al sexo tímido su fuero, los cuales a sesenta no llegasen, y que del sesto décimo pasasen. Ordena juntamente que del fruto de los veneros fértiles sacado, también al indio el sesmo fuese dado como en retribución de su tributo; y que cualquier vecino al estatuto fuese para los suyos obligado, partiéndoles el sábado postrero la dicha sesta parte del dinero. Y para la ejecución del mandamiento, por evitar escrúpulos y espinas, mandó que hubiese alcalde en las minas, hombres de sano, justo y buen intento; hizo que las comidas y sustento llevado por las fuerzas femeninas, a costa del vecino fuese en bestias, y así no fuesen tantas las molestias. Mandóles dar comida cotidiana que bien a cada un indio le bastase, y que una res o más se les matase tres días en los seis de la semana; con esto pudo hacer que por liviana la ponderosa carga se juzgase, poniendo mil estímulos al tibio y a sus trabajos ásperos alivio (estrs. 27-30, 126-127).

Los encomenderos, entonces, no debían obligar a más de la sexta parte de sus encomendados a trabajar en las minas. Las mujeres quedaban excluidas y solo trabajarían los varones entre 16 y 60 años de edad (estr. 27). Asimismo, como compensación por su trabajo, los indios debían recibir cada último sábado del mes una sexta parte de la ganancia extraída de las minas (estr. 28). Habría alcaldes en estas para evitar abusos, y la comida, a cargo de las mujeres, debía transportarse en mulas a fin de evitar esfuerzos innecesarios (estr. 29). Asimismo, debía darse alimentación suficiente a los encomendados, incluyendo carne

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tres veces por semana (estr. 30). Como se ve, ni don García ni Oña adoptan la posición antiencomendera de Ercilla, sino todo lo contrario, tratan más bien de modificar la institución dentro de un marco de protección al indígena, pero sin socavar en lo fundamental los beneficios de los encomenderos. Estas disposiciones no fueron en absoluto invención poética de Oña ni reparación discursiva a posteriori (casi cuarenta años después de los hechos narrados en el canto III). Es muy posible que Oña tuviera acceso a las Tasas del licenciado Hernando de Santillán, que viajó con don García en la expedición como teniente general, cargo equivalente a lo que sería un vicegobernador. Si bien las medidas fueron anunciadas poco después de la llegada a Chile, según el poema, solo se decretaron oficialmente como ordenanzas el 20 de enero de 1559, cuando ya se habían dado las principales batallas y refriegas con los araucanos y muchos de estos se encontraban sometidos al poder español tras la muerte de Caupolicán. Las Tasas incluían algunas medidas adicionales, que el poeta no toca en sus octavas. Por ejemplo, especificaban que las edades límite para el trabajo en las minas eran 18 y 50 años (no 16 y 60 como proponía Oña). También que, para el trabajo en el campo, debía participar una quinta parte de los encomendados, a diferencia del trabajo en las minas, que requería la sexta parte. Asimismo, que los que hubieran trabajado en un turno no volverían a hacerlo hasta el siguiente año, y que los labradores y pastores, en vez de recibir el sesmo o sexta parte de oro que recibían los indios en las minas, debían recibir ropa, utensilios y animales. Las Tasas también son claras en cuanto al deber del encomendero de adoctrinar a los encomendados en la fe cristiana y a la prohibición de ejercer castigos corporales37. El mismo Santillán, co37. En sus Hechos de Don García Hurtado de Mendoza, Suárez de Figueroa, que sigue a Oña en muchos aspectos, consigna las mismas medidas, aunque incorpora muchas otras presentes en las Tasas, como las que hemos anotado. Añade, además: «Que los encomenderos se abstuviesen de pedir a los indios otra cualquier cosa, sabiendo que no tienen por caudal sino su trabajo. Que en los pleitos de los súbditos se impusiese el amo como juez sin usurparle la cosa sobre que tuviesen diferencia. Que cuidasen particularmente en domesticar y enseñar los indios con caricias, no con rigor. Que por ningún caso les hiciese trabajar domingos y fiestas, antes procurasen que no perdiesen la misa y otros ejercicios cristianos los que lo fuesen». Parafraseando a Oña, concluye: «Con estas y otras cosas de este género, hizo se juzgase menos penosa la propia servidumbre, dejando así redimidos los pobres, remediados muchos daños y descargadas muchas conciencias» (20). Un resumen de las Tasas puede encontrarse en Campos Harriet (89-91). Asimismo, se

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nocido por su prudencia y buen tino, se encargó de recopilar aquellas disposiciones que podían servir como testimonio de la actuación de don García más allá de lo estrictamente militar. El 4 de junio de 1559, pocos meses después de promulgadas las ordenanzas o Tasas sobre las encomiendas, Santillán escribía una «Relación […] de lo que proveyó para el buen gobierno, pacificación y defensa del reino de Chile». En dicha «Relación» alaba enérgicamente la gestión administrativa de don García, señalando que antes los indios «estaban muy vejados e fatigados de sus encomenderos, usando dellos para cargas y echándolos a las minas a todos e a sus mujeres e hijos, e ocupándolos en otros servicios personales, sin dejarles una hora de descanso» (en Medina 1888-1902: XXVIII, 285-286). Oña, que posiblemente tuvo acceso a estos documentos dada su cercanía a la corte del virrey a principios de la década de 1590, y que confiesa una y otra vez su propósito de glorificar al nuevo Aquiles y Eneas hispano que resultaba el don García de su poema, no se limita a las escenas de batalla ni a la carnicería desatada en uno y otro bando. El heroísmo de don García relatado por Oña alcanza hasta sus virtudes como estadista y figura paternal, verdadera presencia de la autoridad real que asumía la consecución del bien común como máxima premisa de su misión en las Indias: Porque, con madurez, para moverse miró muy bien qué causa le movía, y siempre vio la mira en este hecho enderezada al público provecho[,]

dirá en la estrofa 51 del mismo canto III. Sin embargo, no todo era tan cristalino como Oña y sus seguidores proclamaban. El manejo del problema de las encomiendas por parte de don García no quedaba, ni mucho menos, resuelto con tan aparentemente benévolas medidas. Lo que motivó muchas discusiones y resentimientos por parte de los antiguos pobladores y conquistadores fue la distribución de las encomiendas bajo el nuevo gobierno de don García, que desconoció los repartimientos otorgados por Francisco de Villagrán, ya que este no tenía título oficial de gobernador, aun-

puede consultar el artículo de Mejías-López «Principios indigenistas de Pedro de Oña», en que detalla los pormenores de la Tasa de Santillán y otras tasas en favor de los indios, si bien el trabajo no examina las contradicciones entre encomenderos baqueanos y chapetones que aquí nos interesa subrayar.

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que actuó en la práctica como el sucesor de Pedro de Valdivia, que había muerto a manos de los araucanos en 1553. Por eso, ya desde 1575, cuando Góngora Marmolejo finalizó su crónica, la crítica a la poca experiencia indiana de Ercilla, con su profunda condena a los encomenderos en general, no necesariamente venía acompañada de una incondicional alabanza del joven general y gobernador. Si bien el cronista reconocía que don García «con el calor de la sangre levantaba los pensamientos a cosas grandes» (126), a veces podía adoptar medidas que causaban profundo descontento entre los conquistadores viejos (o antiguos, como también se les denominaba en la época38). El caso más sonado fue el de la distribución de encomiendas en Concepción (ciudad que don García mandó repoblar en enero de 1558 después de su abandono por Villagrán pocos años antes) y en Cañete de la Frontera (fundada por el propio don García). El joven general dispuso que las encomiendas abandonadas fueran declaradas «vacas» o vacantes, y por lo tanto las repartió entre los soldados y oficiales que habían ido con él, así como con aquellos oficiales reales que ya estaban en Chile, pero no tenían indios a su servicio39. Este es el gesto que Durand calificaría como una «chapetonada»: el ignorar los esfuerzos de muchos antiguos conquistadores y encomenderos (que habían peleado al lado de Valdivia y Villagrán) y renovar el cuerpo social dirigente en los territorios recientemente incorporados a la Corona con individuos que no despertaran la menor sospecha de ser levantiscos o reclamones. El

38. Las denominaciones de «viejo» o «antiguo» y «joven» no se referían necesariamente a las edades de los conquistadores, sino a su antigüedad en la tierra conquistada. Por ejemplo, de los dos Nicolás de Ribera que participaron en la conquista del Perú, Nicolás de Ribera «el Viejo» era más joven de edad que Nicolás de Ribera «el Joven», pero recibía el apelativo por haber estado con Pizarro desde los primeros acontecimientos de la conquista. Durand (1953) profundiza en estas nomenclaturas y pormenores de la vida de los primeros conquistadores. 39. Situando a don García y sus reformas al sistema encomendero dentro del contexto legal de la época, debemos recordar el dato reproducido por Silvio Zavala en su monumental estudio sobre La encomienda indiana. Refiere Zavala un documento fechado el 10 de setiembre de 1555 en Santiago de Chile, en que varios oficiales reales se quejaban de que el sueldo de 4000 pesos no les alcanzaba y que era «imposible vivir sin indios», y por eso «los oficiales están en casa de los vecinos [encomenderos], que les dan de comer» (969). Esta situación contribuiría, sumada a la censura moral sobre los conquistadores, a que la redistribución de las encomiendas favoreciera mayormente a quienes no habían participado en las primeras conquistas. En Las encomiendas de indíjenas [sic.] en Chile, Amunátegui y Solar realizan un estudio más amplio sobre el caso chileno.

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pasaje de Góngora Marmolejo en que se refiere el hecho, menciona que un soldado pareciéndole que Don García no había tenido buena orden en el repartir de los indios, y que en el tratamiento de los hombres estaba áspero, teniendo en poco a los antiguos que allí estaban, despreciándolos en sus palabras, sabiendo que en su retraimiento triscaba de ellos, le escribió una carta y la echó en su aposento (133).

El anónimo, como era de esperar, encendió la cólera del general, que trató inútilmente de averiguar quién era el autor, aunque dejó caer sus sospechas sobre Juan de Alvarado, un capitán de origen hidalgo con quien poco antes había tenido una ligera desavenencia. Inmediatamente, y sin pruebas, lo mandó aprehender y lo desterró de Chile, pese a las «principales personas que [le] rogaron» no hacerlo (133). El lance que exacerbó el odio de los antiguos conquistadores y pobladores surgió muy poco después: Luego [don García] mandó se juntasen todos los que andaban en el campo, que les quería hablar; puesto enfrente de los que cupieron en el aposento, les dijo entendiesen de él, que a los caballeros que del Pirú había traído consigo no los había de engañar, y que les había de dar de comer en lo que hubiese, porque en Chile no hallaba cuatro hombres que se les conociese padre, y que si Valdivia los engañó, o Villagra[n], que engañados se quedasen; y en el cabo de su plática les dijo: «¿En qué se andan aquí estos hijos de las putas?». Fueron palabras que, volviendo con ellas las espaldas los dejó tan lastimados, y hicieron tanta impresión en los ánimos de los que las oyeron, estando delante muchos hombres nobles que habían ayudado a ganar aquel reino y sustentallo. Desde aquel día le tomaron tanto odio, y estuvieron tan mal con él, que jamás los pudo hacer amigos en lo secreto, ¡tanto mal le querían! (133).

Es interesante notar que a pesar de que el historiador habla de hombres nobles entre los antiguos conquistadores, muchos de ellos, en realidad, venían de estratos bajos y provincianos de la sociedad española, por lo cual recibían constantemente el desprecio de los oficiales de la Corona, que se sentían con mayor autoridad social y moral para sustituirlos en la administración de la tierra y de la población indígena. También deben notarse las diferencias regionales de los peninsulares, ya que la mayor parte de los conquistadores eran andaluces o extremeños, mientras que los castellanos viejos empezaron a llegar en mayor número con la burocracia virreinal. El argumento central de

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esta era, precisamente, el de la desmedida codicia arribista de los conquistadores y su propensión a la rebelión. Sin embargo, el pasar de esa crítica moral al cuestionamiento de la honra materna representaba un insulto imperdonable que sólo acentuaba las diferencias ya existentes en la península, las que justamente los conquistadores habían tratado de olvidar con su encumbramiento momentáneo como «señores de la tierra» indiana. Don García, pues, no ocultaba su desprecio por los conquistadores antiguos, como se constata en las medidas que ordenó o aprobó en relación con soldados y capitanes que caían bajo la sospecha de haberse quejado. Para continuar con otro ejemplo, su jefe de justicia y teniente general, el licenciado Hernando de Santillán, mandó ahorcar en Santiago a un «soldado llamado Ibarra» por «derrama[r] cartas con nuevas falsas» (138). El propio Santillán apaciguaría los ánimos descontentos de muchos encomenderos despojados enviándolos al frente de guerra a seguir luchando. Esta situación se explica porque, como dice el mismo cronista, muchos estaban mal con él [don García], porque en el repartimiento que hizo de los indios tuvo más cuenta con los que consigo trajo del Pirú que con los antiguos que en el reino había; como era cierto habían servido mucho al rey, dejó a muchos dellos necesitados, sin remedio, e ansí lo están el día de hoy [1575]: desto se quejaban dél, y deseaban velle fuera del reino, porque su nombre en aquel tiempo les era odioso (140).

El aborrecimiento a don García se hizo evidente cuando se supo la noticia de que Francisco de Villagrán, el mismo general que el joven gobernador había desterrado a Lima apenas desembarcó en Chile en 1557, volvía al Arauco nombrado como nuevo gobernador en 1560. Los trámites de Villagrán en España habían surtido efecto, y tras la muerte de don Andrés Hurtado de Mendoza, el virrey padre de don García ese mismo año, Felipe II optó por satisfacer las demandas de los peruleros relevando al joven gobernador, que había, sin embargo, vencido a los araucanos en siete batallas y fundado nueve ciudades, repoblando el territorio. Villagrán, cuenta Góngora Marmolejo, fue agasajado en Santiago con «un recibimiento, el mejor que ellos pudieron», incluyendo un arco triunfal a la entrada de la ciudad y juramento público (honores reservados a los príncipes, dice el cronista, que se halló presente). Así, «toda la honra que le pudieron dar le dieron» (142). Estas expresiones

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de alegría por la llegada de Villagrán y por la partida de don García no excluían el reconocimiento de que el joven general había actuado muchas veces con piedad hacia los indios y pacificado la tierra, aunque, naturalmente, la dosis del elogio o del vituperio depende mucho de la fuente específica que se consulte. Hasta el mismo Mariño de Lobera, que escribía casi veinte años después de Góngora Marmolejo y era mucho más inclinado a favorecer a don García (que ya en 1594 era su virrey en Lima), admitía que «no fue pequeña la tribulación y desasosiego que causó a los desventurados vecinos el verse despojados de sus haciendas al cabo de tantos años de sudor y derramamiento de sangre entre otras innumerables calamidades de hambre, desnudez y peligros en que se habían visto» (388). Resulta claro que entrar en los recovecos de la investigación histórica bien puede ser revelador de las tensiones subyacentes en los discursos literarios. Don García, en general alabado por Mariño de Lobera y, sin duda, por Cristóbal Suárez de Figueroa, resultaba, sin embargo, figura controvertida incluso antes de su llegada a Chile. Una carta dirigida al Consejo de Indias por el factor Bernardino de Romaní contando los sucesos del virrey Andrés Hurtado de Mendoza durante su trayecto de Panamá a Lima, una vez fallecido el anterior gobernador nombrado de Chile, don Jerónimo de Alderete, que iba en la misma armada, lo pinta de esta manera: y su hijo don Garcia de Mendoza reciuio mas de ueinte cauallos muy buenos y algun negro y otras preseas y los lleuo a Chile y alli en trugillo hizo algunas mercedes antes de ser informado de las gentes y de la tierra y quando don Garcia con algunos galanes se queria pasear por las calles enuiaua dezir a la muger del Adelantado Alderete que hiziese parar a sus damas por la uentana para pasearse el y hasta onze que auia se parauan muy cargadas de luto y sin osar otras cosas contra su señoria (A. G. I.: Lima 118).

Parece, pues, que la supuesta santidad y caridad del joven general, en las que tanto insisten Oña y los demás defensores de don García, estuvo salpicada de gestos frívolos, vanidosos y mujeriegos, debidamente apuntados por sus detractores. Así, en 1562, poco después de su salida de Chile, durante el juicio de residencia que se le hizo tras su gobernación (procedimiento legal común a todas las autoridades de la Corona al terminar un mandato), una de las acusaciones, la número 151, se refiere a los «saraos y regocijos y banquetes del dicho

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Don García» (Medina 1888-1902: XXVII, 433). El juez de residencia a cargo del proceso, el licenciado Juan de Herrera, encontró a don García culpable de dicho cargo. Uno de sus acusadores señalaba que «era tan amigo de saraos y regocijos, que trataba que se hiciesen en su casa y que fuesen a ella las mujeres de los vecinos de la ciudad donde él residía, e hacía que se fuesen sus maridos y él se quedaba con ellas banqueteando y a solas con sus criados, y con el gran poder y mando que tenía el dicho don García, no lo podían remediar» (id.). De modo que el don García que nos pintan las crónicas y documentos no es enteramente congruente con el don García heroico de Oña, Suárez de Figueroa y el mismísimo Lope de Vega, que se basa principalmente en los dos anteriores. Pero como sabe todo estudioso de la literatura, datos como estos poco importarían en sí mismos para la eficacia retórica del Arauco domado si es que no viniesen acompañados de alguna forma de selección de modelos consagrados. Es por eso recomendable recordar que los excursos narrativos o meditativos de la épica podían adquirir diversas formas, algunas de las cuales llegaban a admitir información sobre hechos sociales y políticos concretos y contemporáneos. En La Araucana, por ejemplo, esta licencia se manifestaba mediante el recurso del sueño en que Belona le relata al poeta la toma de San Quintín (cantos XVII-XVIII) o del descenso a la cueva de Fitón, en que el hechicero le presenta al poeta la doma con los sucesos de Lepanto (canto XXIV). Sin embargo, el canto III de Oña asume los rasgos de un discurso moralizante, en que la moderación y prudencia de don García aparecen como el significado profundo del relato, ignorando detalles peyorativos. Al utilizar la libertad que otorga la amplificación retórica, el caso de las encomiendas «justas» (valga el oxímoron) reforzaba no solo el verismo del poema, sino también la posición de la voz criolla en su acomodamiento al sistema imperial a fin de contribuir al retrato ideal de la figura épica. Con esta estrategia legitimaba una figura fundadora que encarnaba, específicamente, el «bien común» y una sociedad superior. Pero no dejaba de haber cierta contradicción entre el mantenimiento de la institución de la encomienda y el propósito final de la empresa conquistadora de «salvar las almas» de los indígenas. Si bien el propio Oña estaba excluido de recibir una encomienda por no ser el mayorazgo de su familia, la voz poética del texto acepta que esa forma de organización económica y social era aún recomendable hechos los ajustes decretados por don García. En teoría, el patrimonio

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de una encomienda conservada por más de una primera, segunda o tercera vida dentro de una familia criolla aún serviría para sustentar a un grupo social que no siempre podía acceder a los más altos puestos de la administración. Sin embargo, como la historia de la encomienda en general ha demostrado, el control real sobre el tributo y las cargas laborales era muy ineficiente dada la distancia de muchas encomiendas con respecto de centros urbanos o de los «protectores de indios», que siempre escaseaban. Además, la encomienda fue desapareciendo rápidamente del territorio peruano, pues de las 464 que había en 1570, solo quedaban 83 al entrar en la década de 1710, es decir, hubo un descenso del 82,11% desde fines del xvi hasta principios del xviii (Puente Brunke: 143). La Corona fue asumiendo paulatinamente el control del trabajo y los tributos de la población indígena, hasta que la institución misma de la encomienda desapareció en 1718 (Ots Capdequí: 27). Sin embargo, en Chile, por ser zona en permanente guerra, las encomiendas tuvieron una duración mayor e incluso se admitía la esclavitud en el caso de los rebeldes araucanos (Mejías-López 1993: 83). Paralelamente, el sustituto sistema de los corregimientos tampoco prevenía mayores abusos, por las mismas razones de distancia y falta de control, de modo que la fórmula implícita en La Araucana de Ercilla (aunque es difícil de asegurar, lo mismo que las bases ideológicas de sus simpatías hacia los araucanos) tampoco significaba necesariamente una mejor condición de vida para los pueblos nativos. El apoyo a la empresa imperial, tan obvio en La Araucana, y la relación misma de Ercilla con la corte española, no dejan mayores dudas sobre su posición respecto a las más radicales propuestas tardías de restitución de Las Casas y algunos dominicos y críticos de la conquista. De hecho, sus posibles encuentros con el padre Gil González de San Nicolás durante la expedición en Chile pudieron alimentar su compasión por los araucanos masacrados y explotados, pero de ninguna manera como un enfrentamiento con la Corona. Las filiaciones ideológicas parecen haber estado, más bien, del lado de las doctrinas de Francisco de Vitoria, quien en sus Releciones de Indias proponía el dominio del Nuevo Mundo sólo por razones de fe y comercio (Mejías-López 1995: 197198). Asimismo, en cuanto a la posible identificación de los araucanos rebeldes con la reminiscencia poética de una casta guerrera de nobleza provinciana en la península que se opuso al centralismo implacable de la dinastía austriaca, como sostiene Quint, la equivalencia no pasa por pruebas textuales concretas. No deja, por eso, de ser una posibilidad

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de lectura, aunque sólo mostraría un aspecto de la compleja visión política ercillana, y no necesariamente la propuesta general de la obra ni su estirpe lucaniana como la única o siquiera la más dominante.

4. El caos quiteño y la problematicidad del mirador criollo Hemos mencionado que la publicación del Arauco domado, sin aprobación arzobispal y con algunas acusaciones al clero y determinados personajes quiteños en relación con la rebelión de las alcabalas, motivó el proceso emprendido por el arzobispo Toribio de Mogrovejo a través del deán de la Catedral, el doctor Pedro Muñiz, que también era provisor y vicario general del arzobispado. La alcabala, como sabemos, era el impuesto a las ventas, que en algunos lugares de España subía hasta el 10% de la transacción comercial de ciertos productos. En México se había implantado desde 1574, y en algunas ciudades del Perú, pese a la actitud a regañadientes de sus habitantes, se aceptó su imposición a partir de 1592. En el caso de las ciudades peruanas (incluyendo Quito), el impuesto alcanzaba solo el 2% de las transacciones. Sin embargo, fue en Quito donde se produjeron incidentes serios contra la Audiencia y adonde hubo que enviar una fuerza expedicionaria que aplacara la rebelión. La asonada era liderada por criollos notables a través de una masa de soldados y mestizos descontentos (Lavallé 1984: 153). Las críticas explícitas del Arauco domado a los quiteños y el proceso implantado a Oña causaron que las autoridades mandaran recoger la primera edición del Arauco domado, con el consiguiente desmedro de difusión que el poema hubiera podido gozar. Contradictoriamente, las varias composiciones que preceden el largo poema, provenientes de algunas de las más notables plumas del momento en el Perú, eran testimonio del ánimo celebratorio con que se esperaba la impresión del poema en Lima por parte de letrados y partidarios del virrey don García en general40. Del mismo modo, las aprobaciones del propio vi40. Los celebrantes fueron el doctor Íñigo de Hormero, el doctor Francisco de Figueroa, «un religioso grave», fray Diego de Hojeda (que publicaría La Christiada en 1611), Pedro de Córdoba Guzmán, el doctor Jerónimo López Guarnido, Pedro Luis de Cabrera, Cristóbal de Arriaga Alarcón y el licenciado Gaspar de Villarroel («por la Academia Antártica»). Además de Villarroel, también Figueroa, Hojeda y Arriaga eran miembros conspicuos de dicha Academia (Tauro: cap. 6). Aunque

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rrey, del jesuita Esteban de Ávila y del licenciado Juan de Villela se referían a la «limpieza de verdad [en] los hechos señalados», a «los hechos […] heroicos en defensa de la religión cristiana y de su rey y patria» y a las virtudes literarias («un no imitado estilo») en el poema, respectivamente (Oña 1984: 29, 32 y 33). Pero no todo el público estaba de acuerdo con tales afirmaciones. Aunque el proceso no pasó a mayores, produjo la pérdida de casi toda la primera edición. Fuera de tal censura, Oña no sufrió, al parecer, ningún percance, pudiendo embarcarse con su flamante esposa en su nuevo corregimiento en Jaén de Bracamoros (norte del Perú) a mediados de 1596, luego de haber aclarado que muchas de las afirmaciones en su poema se basaban en los informes y documentos que el mismo virrey don García le había enseñado, y que todo lo relacionado con eventos supernaturales entre los araucanos era producto de la «ficción poética»41. Conviene, por eso, detenerse en algunos detalles mínimos, que pueden servir para encuadrar en su contexto dialógico algunas de las propuestas de Oña, para luego pasar al análisis de aquellos pasajes relacionados con la represión a los rebeldes quiteños. En el proceso, el representante del arzobispado y cinco vecinos de Lima y Quito esgrimieron numerosos cargos, muchos destinados a proclamar la poca veracidad de la obra, pero no solo en lo que respecta a los sucesos de Quito. Las acusaciones rayaban también en aspectos teológicos, mucho más graves aún. Por ejemplo, frente a la aparición del fantasma de Lautaro a Talguen o Talgüeno en el canto XIII, el doctor Muñiz reaccionó de la siguiente manera: [Talgueno] estando velando y desangrando de las heridas e a punto, se le apareció una figura que la conoció y era Lautaro, que había mucho tiempo que era muerto, la cual le aseguró quél era el propio Lautaro y que venía de la otra vida a curarle; en un instante le sanó con unas yervas y le encomendó la venganza de su muerte y que tuviese ánimo en la defensa la existencia de tal institución aún no ha sido comprobada, la mención de 1596 da cuenta de una comunidad intelectual que alcanzaría su elogio más elocuente en los tercetos de la anónima autora del «Discurso en loor de la poesía», publicado en 1608 entre los preliminares de la Primera Parte del Parnaso Antártico del poeta sevillano Diego Mexía Fernangil. Pedro de Oña, infaltablemente, era uno de los miembros de la Academia, y como tal aparece entre los poemas de elogio a Mexía. Me ocupo del tema de la Academia Antártica en mi introducción al «Discurso en loor de la poesía». Estudio y edición, de Antonio Cornejo Polar. 41. Como ya se ha dicho, el proceso entero está reproducido en Medina 1888-1902: I, 47-74.

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de Arauco contra los cristianos, y está claro que contándose por historia que fue herido, cuándo y por quién, y que se le apareció Lautaro y que le curó y sanó de repente, se manifiesta ocasión para que los indios que lo leyeren y oyeren lo crean y adoren y se encomienden a Lautaro, demás de que en sí es error contra la fe, porque Lautaro está en el Infierno y no saldrá dél hasta el día del juicio para volver a él condenado para siempre, y no se puede excusar diciendo que es ficción poética, porque comienza por el hecho de la historia de la batalla y heridas, y prosigue el indio dando cuenta de que había sanado de repente por la cura de Lautaro; tampoco se puede excusar diciendo que esto se cuenta como otras ficciones de libros de caballería, porque en aquellos se profesa en todo ficción, en esta, historia verdadera, y por lo menos no se puede negar que puede sea ocasión de errar los indios, pues sin ella es cosa clara que muchos le adoran y que todos ellos son tan ignorantes que adoran a una piedra e a un cerro e a cualquier animal bruto que se diferencia de los demás, y si fingiera que otro se le había aparecido y sanado, él no tuviera el inconveniente que tiene para los indios decir que lo hizo Lautaro (Medina 1888-1902: I, 63).

En otras palabras, el Arauco domado podía servir como instrumento del demonio para engañar a los indios, ya que traicionaba la verdad histórica, favorecía las supersticiones de los araucanos y, según la crítica posterior, era una burda imitación del libro II de la Eneida, en que se le aparece el fantasma de Héctor a Eneas durante el incendio de Troya (Iglesias (105) desarrolla esta filiación literaria). Es evidente que la miopía de los acusadores con respecto a las libertades de la poesía épica servía de buena excusa para tender el tabladillo contra las perspectivas emitidas en el poema de Oña sobre los quiteños y contra el clero. Pero, ¿cuáles eran específicamente esas perspectivas? Para responder cabalmente a la pregunta es necesario referirnos al problema del cotejo entre ejemplares de la edición de 1596. Ya Salvador Dinamarca había advertido que algunos volúmenes de dicha edición princeps aparecían con versos diferentes en determinados pasajes. En lo que al parecer fue un intento de Oña de evitar el problema de las acusaciones antes de que surgieran, fue introduciendo en el texto base (F) pequeñas correcciones que derivarían en una nueva versión, llamada texto A. Victoria Pehl Smith, en su propia edición, que aquí manejamos, encontró además otras diferencias y las consignó debidamente en su introducción. Por el carácter de los cambios, puede verse que Oña trató de prevenir las iras de la Iglesia, aunque sin resultados, ya que la enemistad entre el arzobispo y el virrey don García tenía lar-

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gos antecedentes e iba más allá del problema específico de la rebelión en Quito y el tratamiento dado a los quiteños42. Para entrar al cotejo, recuérdese que ambas versiones salieron con la misma portada, fecha e impresor, por lo que no resulta exacto hablar de dos ediciones. La práctica no es infrecuente si se considera que Diego Dávalos incurriría en parecida acción con los ejemplares de la primera edición de su Miscelánea Austral (1602), también impresa por el turinés Antonio Ricardo en Lima. Bernardo de Balbuena haría algo semejante con la edición princeps de su Grandeza Mexicana en 1604, salida con la mayor parte de los mismos pliegos de las sendas prensas de Melchor Ocharte y de Diego López Dávalos en México, difiriendo solo en una dedicatoria (Rojas Garcidueñas: 123-125). En la estrofa 81e-f del canto XV del Arauco domado encontramos, por ejemplo: F: metiéndose el bonete y la cuculla a confirmar sus locos desatinos. A: y entrando algunos canos a la bulla, autorizaban estos desatinos.

Es claro que en el texto A, Oña trató de disminuir la participación del clero en la rebelión, aunque al parecer no logró hacerlo en todos los ejemplares. Así, también tenemos en el canto XVI, estr. 60b: F: algunos sacerdotes poco sabios, A: algunos de la toga poco sabios,

ejemplo que habla por sí mismo. Más adelante, en la estrofa 61 del mismo canto XVI, encontramos: F: Y sus prelados mismos daban orden, habiéndose entendido convenía, que el que tuviese cargo o prelacía 42. La enemistad entre el arzobispo y el virrey tenía que ver con la autoridad disputada sobre los curas de las parroquias, además de determinados gestos y desaires que fueron escalando hasta llegar a alimentar una verdadera oposición entre el poder civil y el eclesiástico (Iglesias: 72). Sumado al resentimiento que el virrey don García había provocado entre otros personajes de la audiencia y del clero, Oña quedaba como chivo expiatorio por haber sido protegido del magnate, el cual zarpó para España en 1596, poco después de recoger algunos ejemplares del poema para llevárselos consigo a la península.

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quedase sólo súbdito en su orden; y aun por el mal ejemplo y gran desorden, que en otros más castigos merecía, por ser los que atizaban a la guerra, eran echados luego de la tierra. A: Que cuando ya una vez pierde la rienda en el de más razón el apetito, querello detener es infinito, y más si tiene ya metida prenda; mas el marqués en esto puso enmienda haciéndolos echar luego de Quito para que no sirviesen sus razones al encendido fuego, de tizones.

Todos estos cambios y correcciones de estilo apuntan a evitar, como se enunció más arriba, el choque con la Iglesia, pero por algún motivo las correcciones llegaron demasiado tarde para algunos ejemplares, incluyendo muchos otros cambios de estilo y tipeo que no viene al caso reproducir aquí. Lo que salta a la vista es que en los ejemplares del grupo A suele haber menos erratas, además de las mencionadas correcciones en relación con la participación de algunos clérigos en la crisis quiteña. De este modo, como habíamos dicho, siguieron existiendo ejemplares del tipo F y, además, no dejaron de aparecer en las dos variantes textuales las alusiones a traidores existentes entre los vecinos de Quito y a la aceptación de las alcabalas a regañadientes. Basta recordar las siguientes estrofas del canto XIV: Algunos con verdad o con mentira gritaban mil palabras descompuestas, aunque después, lloviéndoles a cuestas, las llamas apagaban de su ira; estaban otros muchos a la mira, en todas las demandas, y respuestas, que ni eran bien traidores, ni leales, sino del tercio género, neutrales. Mas todos, cual de fuerzas, cual de grado, cual de vergüenza pura, cual de miedo, pasaban con buen ánimo, y denuedo el desabrido gusto del bocado; y aunque por le tener tan estragado,

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les era por entonces bien acedo, ver el provecho grande que hacía causaba ya menor el acedía (estrs. 88-89, 516).

A la existencia de un grupo de traidores y de neutrales entre los quiteños y a su percepción de las alcabalas como «desabrido bocado», se añadían expresiones peyorativas como «Achaque solo fue de aquella gente, / y una malicia llena de ignorancia, / que tan sin fundamento, ni sustancia / quisiese alzar el bélico accidente» (estr. 102a-d, 520). Los calificativos de Oña llegaban incluso al insulto: Y dando penosísimas arcadas que aun referillo a vómito provoca su mal humor echaban por la boca, a vuelta de parábolas preñadas, y en cónclaves, y pláticas fundadas, mostrando su intención dañada, y loca, trataban de que nadie permitiese, que tal imposición se recibiese (estr. 104, 521).

Las náuseas causadas por los reclamos de los rebeldes son expresión literalmente visceral del alineamiento político de la voz autorial. Curiosamente, no deja de haber en las descripciones de Oña mucha relación con los memoriales que circularon en la época, debidamente examinados por Lavallé (1984: 151, n. 8). En la misma Ciudad de los Reyes, una vez recibida en abril de 1592 la noticia de la promulgación del decreto real, empezaron a aparecer panfletos con «parábolas preñadas» y contrarios a la decisión del rey y a la voluntad de don García de aplicar el impuesto. Uno de los pasquines colgados en la ciudad proclamaba que Nos, la república desta ciudad de los Reyes, destos reynos y provincias del Pirú, hidalgos para siempre jamás, ansí vecinos como mercaderes y oficiales, vecinos, estantes, y abitantes y moradores, todos de consuno y en boz pública y notoria a la real audiencia y birrei, por el rey nuestro señor y por el Perú, contra el pregón público de alcabala, reprobando y aniquilando y teniendo por ningunas las firmas de los inútiles, desconsiderados y enemigos regidores, decimos y afirmamos que no concedimos ni consentimos ni queremos subjetarnos a pagarla ni la pagaremos agora ni en ningún tiempo ésta ni otra ninguna, por quanto en la conquistación destos nuestros reinos el Rey nuestro señor no gastó nada ni dispendió nada («Carta del Virrey a Felipe II», en A. G. I.: Lima 32, cit. en Lavallé 1984: 144).

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Es claro, pues, que algunos de los primeros síntomas del patriotismo criollo llegaban a matices de frontal enfrentamiento con la autoridad virreinal. El autodenominarse «hidalgos para siempre jamás» y el hablar de «nuestros reinos» revela ese afán de señorío y de pertenencia a la tierra que ya había caracterizado el discurso de muchos conquistadores rebeldes en décadas anteriores. Más aun, para la generación de criollos como Pedro de Oña, el tema se complicaba por venir el nuevo impuesto de la alcabala dentro de una secuela de cobros anteriores como la reestructuración del almojarifazgo, la venta de los oficios o cargos administrativos, el impuesto a los mestizos que querían regularizar su situación ilegítima, el impuesto general a la sal y los donativos para cubrir los gastos de la Armada Invencible (Lavallé 1984: 146-147). Añadamos el cuantioso donativo y los préstamos recogidos por el virrey don García al llegar al Perú, los cuales ascendieron a un millón quinientos cincuenta y cuatro mil novecientos cincuenta ducados (Suárez de Figueroa 1864: 99-100), conseguidos en nombre del rey y por insistencia de don García. Dada la precaria situación del fisco en la Metrópoli, la enorme ayuda enviada por los vecinos y habitantes de los virreinatos les parecía a estos de por sí excesiva. El nuevo impuesto de la alcabala resultaba, pues, un aparente abuso desde el punto de vista de muchos criollos y baqueanos, que no encontraban en las medidas tributarias ninguna verdadera justificación o, al menos, ningún beneficio para su tierra, aunque el pretexto era resguardarla de piratas (consultar también, para conocer esta situación económica, Lavallé 2000: 11-21). No obstante, debemos tener presente que en todo momento Oña condena dichas actitudes quejosas y acomoda la información histórica en su poema de la manera que hemos visto, es decir, disminuyendo la capacidad moral de los rebeldes y la legitimidad de sus reclamos. Así, al menos, es como la mayor parte de la crítica sobre el Arauco domado ha leído estos pasajes de explícita adulonería al poder real. Sin embargo, como pronto veremos, el mirador criollo permite captar ángulos de la subjetividad que muy sutilmente descentran los paradigmas absolutos de identidad y de estabilidad ontológica. Para ahondar en el problema y en la temática general de un caos subjetivo expresado veladamente en la focalización del poema, pensemos en una posible lectura que considere una simpatía oculta hacia algunos de los encomenderos «beneméritos» o antiguos y sus descendientes criollos, que se vieron afectados por la violenta e indiscrimina-

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da represión del general Arana, enviado especial de don García Hurtado de Mendoza en Quito43. , según señalan los estudios pertinentes, lideró una fuerza de 60 hombres enviados desde Lima a sofocar los desórdenes y amenazas de levantamiento que se dieron entre julio de 1592 y abril de 1593 en la capital de la Audiencia norteña. Esto se confirma a partir del canto XIV, a través del sueño de la indígena Quidora, quien relata a Tucapel y Talgueno los futuros acontecimientos del virreinato, a manera de profecía desde la década de 1550. Al llegar Arana a Quito, entra en contacto con los ancianos oidores que habían pedido auxilio a las autoridades de Lima. Dice el poema que Arana en siendo desta suerte recibido y del rebelde asiento apoderado, [...] comenzó a llevar su merecido al ánimo inocente y el culpado (estr. 92a-b y e-f, 585).

De este modo, justos y pecadores pagan todos juntos la osadía de la protesta, y Arana se muestra implacable con los quiteños. Las siguientes dos estrofas son reveladoras: ¡Qué horcas eran dellos ocupadas, qué jaulas de cabezas bastecidas, qué de soberbias casas abatidas y por su corrupción de sal sembradas; qué prósperas haciendas confiscadas, qué plagas de las honras y las vidas: castigo merecido y justa pena del que contra su rey se desenfrena! Con esto ¡qué clamores, qué gemidos lanzaban de dolor mujeres bellas! Parece que punzaban las estrellas sus penetrantes voces y alaridos; las bien casadas, ya por sus maridos, ya por sus caros padres las doncellas, al aire trenzas de oro repartían y bellas manos cándidas torcían (estrs. 94-95, 586).

43. Así es como Oña representa el debelamiento de la rebelión, aunque la represión histórica parece haber sido aplicada sobre todo a los sectores más bajos y plebeyos (Lavallé 2000: 182-187).

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Se deja ver así una posición ambigua en cuanto a las solidaridades emocionales, aunque no en cuanto a las políticas, que estaban inequívocamente de lado de la Corona y de don García. Me interesan especialmente los clamores y gemidos de las mujeres bellas que «punzaban las estrellas», arrancándose los rubios cabellos y torciendo las manos, pues es posible entender que con los lamentos generalizados el trauma social tocaba las esferas y desestabilizaba hasta los mismos fundamentos de un orden aceptado como natural. El tremendismo de la imagen podrá ser recusable, si se quiere, pero es difícil no entrever el malestar y la profunda melancolía con que refiere el deterioro del «bien común» en la represión de los rebeldes. Puede observarse que se echa mano al recurso del lamento femenino, estudiado por Thomas Greene en el contexto europeo (1999). Este lamento subvierte el orden patriarcal de la épica y la convierte en artefacto multiglósico, contraviniendo así la definición tradicional propuesta por Bakhtin (Beissinger: 12). Oña aprovecha también un antiguo concepto, el de la separación de los elementos básicos de la creación (tierra, agua, aire, fuego) como principio fundamental de las formas materiales y el mundo existentes. Cuando un elemento cruza su hábitat «natural» o empieza a predominar en la esfera que no le corresponde, el universo regresa al caos primigenio. Esta variación cósmica literalmente alteriza el espacio en el cual ocurre. Así, el pequeño caos niega todo principio jurídico y civilizatorio, y por lo tanto los criterios de legitimidad política y de autoridad quedan profundamente relativizados44. Es curioso que la larguísima crítica sobre La Araucana y el Arauco domado no se haya percatado de la ironía que existe en el poema de Oña al utilizar en boca de Quidora las imágenes de caos cósmico y alteración de elementos naturales que acabo de citar. En la primera parte de La Araucana, de 1569, Ercilla había descrito la reacción de las mujeres de Penco ante el inminente ataque de los araucanos como una «aguda voz […] rompiendo el cielo» (canto IV, estr. 81e, 192). Asimismo, menciona los «manojos dorados de cabellos / [que] andaban por

44. El regreso a la materia primera, anterior a la creación del mundo, es consignada por León Hebreo como «caos, que en griego quiere decir confusión» (62), es decir, mezcla informe de elementos. Esta se da cuando uno de los cuatro principios se transforma en otro por influencia de un tercero (por ejemplo, el agua que se transforma en aire por influencia del fuego). Las imágenes del caos clásico y renacentista se expresan constantemente mediante la ubicación de elementos fuera de su espacio natural.

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los suelos esparcidos» (canto IV, estr. 82c-d, 192). Y añade Ercilla que las «mujeres como locas sin sentido / ansiosas tuercen las hermosas manos» (canto V, estr. 5c-d, 235). Estas son las mismas que «poniendo un alarido en las estrellas» (canto V, estr. 15h, 237), anuncian el descentramiento de la subjetividad en la voz poética ante la carnicería contra los araucanos en el canto XV y la tormenta de dimensiones apocalípticas que unen el final de la primera parte, en ese mismo canto, y el inicio de la segunda, publicada nueve años después, en 1578. Es allí, en el canto XVI, que se afirma que Los cuatro poderosos elementos contra la flaca nave conjurados traspasando sus términos y asientos, iban del todo ya desordenados: indómitos, airados y violentos, removidos, revueltos y mezclados en su antigua discordia y fuerza entera, como en el caos y confusión primera (estr. 5, 467)45.

El entremezclamiento del fuego, aire, tierra y agua presentado en La Araucana como correlato de la trasgresión de la justicia en la guerra contra los araucanos repercute pocas décadas más tarde en el poema de Oña, pero esta vez dentro de la oposición entre determinados criollos y autoridades peninsulares, y ya no entre españoles y araucanos, o entre civilización y naturaleza, como se da en el celebrado poema de Ercilla. Asimismo, es provechoso notar que en La Araucana se da una regresión lingüística en pasajes de hondo conflicto social y natural, como el referido de la tormenta al final de la primera parte, en que las voces humanas se fraccionan en verbos sin complemento y en sustantivos de manera caótica (canto XV, estr. 81) y la propia voz poética se convierte paulatinamente, al final del poema, de «canto ronco» en llanto (canto XXXVII, estr. 76). Cabe señalar que no es fortuito que tanto en La Araucana como en el Arauco domado los ecos de la épica clásica se dejen oír, aunque en cada obra en distintas direcciones. En el libro II de la Eneida, por ejemplo, el héroe se refiere al griterío de Troya en el momento de su 45. La tormenta como caos cósmico ya aparece insinuada en las elegías II y IV del libro I de los Tristes de Ovidio. En la primera se alude a los «montes de agua» (12) sobre el Adriático y en la segunda el «guardián de la Osa de Erimanto», es decir, la estrella Arturo, «se baña en el océano» jónico (29), causando la tempestad.

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destrucción como un «inmenso clamor que sube a las estrellas» (55)46. Poco después, mientras los griegos ingresan al palacio de Príamo, se escuchan los «dolorosos alaridos de mujeres, y llega la gritería hasta las fúlgidas estrellas» (59)47. En la Farsalia también se lee que «la naturaleza temió el caos; parece que los elementos rompieron las treguas acordadas» (libro V, vv. 634 y ss., 181)48 durante una tormenta que hace peligrar la navegación de César en persecución de Pompeyo. Y más adelante, tras la derrota de las tropas de Pompeyo y el Senado en los campos de Farsalia, «al mundo le queda una pira común que mezclará los astros con los huesos» (v. 811, 248)49. Pero si en Ercilla el impacto de las crueldades de la guerra y la trangresión de la ley humana en contra de los araucanos desestabiliza la seguridad del sujeto imperial, en Oña la elección apoya la razón de estado (virreinal). Poco antes de llegar el general Arana a Quito, la voz poética se manifiesta por la crítica a los personajes ilustres y distinguidos de la ciudad que no hicieron lo suficiente para calmar al vulgo rebelde, convirtiéndose en cómplices implícitos de los desórdenes. Así, el pueblo quiteño […] vio la suya sobre el hito, haciendo tuerto al rey por sus derechos, sólo por no moverse a remediallo, algunos: agradézcanme que callo. No hay para qué culpemos la rudeza del bando popular, sino del grave; pues, aunque no entregó su fe la llave del homenaje propio y fortaleza, al menos dio lugar con su tibieza, que en tales tiempos no sé a qué se sabe, para que el pecho y ánimo plebeyo a César se inclinase y no a Pompeyo (canto XVI, estrs. 31e-h y 32, 566-567).

La identificación de la causa de Pompeyo como justa y la de César como tiránica y destructiva de la nación romana en la Farsalia es traspuesta en el poema criollo mediante el equiparamiento de la rebelión con la causa equivocada. Por lo tanto, el triunfo de Arana y de don 46. «Quo fremitus vocat et sublatus ad aetera clamor» (Aeneidos II, v. 338). 47. «Femineis ululant; ferit aurea sidera clamor» (Aeneidos II, v. 488). 48. «Extimuit natura chaos; rupice videntur / concordes elementa moras» (Bellum civile V, vv. 634-635). 49. «Nam quamvis flamma tacitas urente medullas» (Bellum civile V, v. 811).

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García convertiría implícitamente el poema en una anti-Farsalia, en que la causa vencedora es declarada como la justa. La aparente filiación al mismo tiempo virgiliana y lucaniana, y la apuesta imperial, sin embargo, deben ser matizadas, pues el relato de la rebelión está en boca de Quidora, la indígena que constituye el alter ego poético de Oña dentro de la sintaxis narrativa. Es esta misma voz supuestamente indígena la que se conduele del sufrimiento de los quiteños tras la represión. Los llantos de las viudas y niños por sus familiares muertos son tales que terminan «moviendo los peñascos» (canto XVI, estr. 96d, 586), ya que al suelo, al aire, al fuego, al firmamento esponjan, rasgan, queman, estremecen con llantos, voces, gritos, peticiones, sus ojos, lenguas, pechos, corazones.

El desgarramiento de la voz narrativa se transcribe mediante la abundancia de pausas y entrecortamientos, que coinciden con la división sustantival o verbal (en los tres primeros versos) mediante cadenas de cuatro elementos por verso. Obsérvese, además, que el último verso de la estrofa alegoriza un descuartizamiento discursivo en que las partes del cuerpo humano («ojos, lenguas, pechos, corazones») aparecen separadas y sin conectivos verbales ni de ningún otro tipo, excepto los suprasegmentales. Quidora reflexiona entonces sobre el efecto en ella producido por tanto dolor: Mas, dado que de todos me dolía y derramaba lágrimas por ellos, cargando sobre mí la pena dellos, como la que del mal también sabía (estr. 98a-d, 587).

Pero si el alter ego poético se identifica con el dolor de las mujeres y niños quiteños, esto no necesariamente pone en duda la lealtad absoluta hacia la Corona por parte de la voz central, identificable, ciertamente, con la autorial. El dolor de los araucanos es equivalente al de los quiteños, según Quidora, pero ambas manifestaciones del caos que conlleva la guerra son asumidas como un necesario mal para el triunfo del nuevo Pompeyo hispano, es decir, don García. Contradictoriamente, el Arauco domado de Oña, de manera en parte semejante y en parte diferente a La Araucana, es una reconstrucción de los modelos lucaniano y virgiliano que deriva en la ficcionalización de un

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espacio superior al de la historia romana, reafirmando así sus raíces hispanas y otorgándole a la derrota en Farsalia y posterior asesinato de Pompeyo en Egipto una justicia literalmente poética después de más de 1500 años. Pero en toda afirmación elocuente queda el resabio de una duda lejana que penetra las categorizaciones tajantes en contextos tan altamente heterogéneos. El Pompeyo romano defiende la causa de la libertad y la nación (entendida como el estamento de los senadores y la aristocracia), mientras que don García, el Pompeyo hispano, estaría defendiendo una causa análoga, identificable con la «república de españoles» y el respeto a la dinastía austriaca. ¿Por qué tanto dolor, entonces, salvo que se asuma el costo de la guerra como un precio que veladamente impide la plena realización de tal ideal de unidad al interior de la «república»? ¿No es el llanto de Quidora el eco transfigurado de una voz «hespérica» que no encuentra una base social integradora en el orden imperial que oficialmente defiende? Estas dudas sutiles nos llevan a reflexionar sobre la porosidad del discurso poético, pese a las convenciones que una y otra vez aparecen consignadas a lo largo del texto. En efecto, el Pinciano declaraba el mismo año de 1596 que «otras veces los poetas razonan por personas propias suyas, a veces por agenas, como en las épicas se ve» (1953: I, 250), dando a entender que el uso de voces alternas en el género épico no necesariamente implicaba una polifonía centrífuga, como más tarde caracterizaría Mikhail Bakhtin en relación con la novela moderna y sus diferencias con la épica («Discourse on the Novel»). Los efectos desestabilizadores de la voz narrativa central a través de sus alter ego trascendieron, además, el ámbito estrictamente ficcional inherente a todo discurso poético para llegar a las subjetividades sociales (de quiteños y eclesiásticos) que reclamaban una fidelidad semejantemente explícita hacia su rey. Pero, curiosamente, durante el proceso a Oña en 1596, ninguno se quejó de la manera como el poeta presentaba la represión en Quito y sus efectos de caos cósmico. Para entender las implicancias políticas de la obra, no deja de ser útil la mención que hace Seguel (44-45) sobre la conciencia en Oña de una «patria» americana, en el sentido de reino con el mismo rango (aunque con diferentes aspectos legislativos) que tenían Nápoles o Aragón frente a la corona castellana. En efecto, nunca sobra repetir que desde el «Prólogo al Lector», Oña confiesa que su escritura fue motivada por «el solo desseo de hazer algun servicio a la tierra donde nasci (¡tanto como esto puede el amor de la patria!)». El chilenismo de

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Oña, sin embargo, en tanto prefiguración del posterior estado republicano, es asunto que sin duda constituye, por su anacronismo, un tema discutible, por decir lo menos50. Sin embargo, es discernible desde la misma estructuración de la obra en tanto materia verbal una marca de la diferencia: el «nuevo modo de las octavas», que el propio Oña advierte en su prólogo. Alterando el orden convencional de las rimas, Oña introduce una «nueva trabazón de las cadencias, [que] no fue por más que salir, no de orden, sino del ordinario, como quiera que sea de más autoridad, aunque más impedidas». De este modo, el poema se presenta como una variante áspera del modelo canónico, un discurso «impedido» desde su propia sonoridad. La octava real que emplea Oña es de rima a-b-b-a-a-b-c-c, a diferencia de la octava tradicional, de rima a-b-a-b-a-b-c-c51. Tal discurso tendrá en su interior digresiones protoetnográficas (como en el canto II), jurídicas (como las reformas de la encomienda del canto 50. Para el análisis de algunos nacionalismos modernos, resulta pertinente la idea de «nación» como relato constitutivo y constituyente que propone Bhabha en su prólogo a Nation and Narration. Una revisión postcolonial del discurso nacionalista postilustrado latinoamericano tendría que pasar necesariamente por las apropiaciones y acomodamientos de la complejidad «colonial» en las agendas inventoras de tradiciones «nacionales». Así en Oña, como en el Inca Garcilaso, Alva Ixtlilxóchitl, Sigüenza, Clavijero, etc. Rodríguez (80) y Alegría (57-59) proponen una visión contrapuesta de la mentalidad «colonial» del Arauco Domado, aunque su lectura no es menos discutible. En la misma línea, Pittarello ofrece una caracterización del erotismo como vehículo para las jerarquías políticas y culturales de la mentalidad «colonial» de Oña, que reduciría la psique araucana a las pasiones y la sensualidad. 51. La llamada «octava de Oña» tiene dos antecedentes ilustres, como son algunos pocos poemas con la misma estrofa compuestos hacia 1575 por el poeta Diego Hurtado de Mendoza, pariente lejano del virrey don García, y el epitafio para Cristóbal Colón que aparece en la Primera parte de las elegías de varones ilustres (1589) de Juan de Castellanos. Los poemas con la octava «impedida» de Diego Hurtado de Mendoza no se publicaron hasta 1610, es decir, catorce años después del Arauco domado, aunque es posible que algún manuscrito haya llegado a manos del poeta criollo dada su cercanía al virrey. Tampoco es improbable que algún ejemplar del largo poema de Castellanos llegara a Lima mientras Oña componía el suyo. Sin importar mucho su verdadero origen, la «octava de Oña» tiene una musicalidad menos evidente que la de la octava tradicional, y no se generalizó como forma poética durante los siglos de oro. En su erudito recuento de la historia de la octava real en la poesía en castellano, Catalina y José Palomares simplemente la ignoran. Por su parte, Avalle-Arce (70) propone una combinación de la octava real tradicional con la copla de arte mayor para describir la «octava de Oña». Gianesin amplía esta información, identifica otras fuentes para la octava y hace un análisis pormenorizado del tipo de verso usado por Oña (25-42).

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III), amorosas (como en el pasaje del baño de Caupolicán y Fresia, en el canto V) y cosmogónicas (como en la represión y el dolor de Quito en 1593 en el canto XVI). Por añadidura, la obra incluye numerosos términos indígenas (para que al tema «también le correspondiese la forma», dice Oña) y una tabla final en la que explica sus significados. Ya desde un momento tan temprano de la producción discursiva criolla se ve el carácter heterogéneo de la sociedad virreinal, pues el modelo vigente de la cercanía a los hechos narrados propuesto por Ercilla en La Araucana tiene que adaptarse al caos lingüístico de las nuevas posesiones españolas en América. Si bien la aparición de tablas léxicas no es totalmente inédita en las letras castellanas, en el caso de la épica americanista se expande hasta invadir un género que resulta, así, internamente modificado. A los 22 términos que Ercilla registra en su tabla o «Declaración de algunas dudas que se pueden ofrecer en esta obra» al final de La Araucana, Oña añade 9 en la que incluye en su poema, declarando que hace suyos los 22 términos adelantados por Ercilla y ofreciendo en total 31. Estos elementos llevan a plantear el desarrollo de una voz alterna, veladamente descentrada y «hespérica», como señala el mismo Oña en su prólogo. Alusiones a la Hesperia como sinónimo de Italia se dan desde los poemas homéricos y la Eneida. Sin embargo, el nombre también se usa para referirse a la Hispania romana, por estar al occidente de Italia, como se aprecia en la Jerusalén libertada (154). Con el descubrimiento del Nuevo Mundo, cronistas como Gonzalo Fernández de Oviedo (I, 17-20) empiezan a hablar de las Antillas como las islas Hespérides, a fin de justificar un supuesto antiguo dominio de España sobre ellas. La «voz hespérica» de Oña bien puede referirse, al mismo tiempo, tanto a su carácter español en cuanto a lo lingüístico como a su carácter americano por su localización geográfica y occidental. Esta voz alterna encuentra en el discurso épico un vehículo idóneo para infiltrar sus propias dicciones y reconfigurar su identidad criolla entre la ambigüedad y la celebración. Como observa David Quint: «Yo distingo entre dónde el texto responde a una ocasión histórica y dónde repite una convención de género o un lugar común, aunque puede hacer ambas cosas simultáneamente» (15, traducción mía). Es decir, el concepto de imitación en el sentido más plano no basta para explicar la complejidad significativa de una obra en este corpus. El texto se encuentra cruzado desde su propia estructura por los contrastes entre sujetos sociales agrupados bajo una legislación que no siempre corres-

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ponde a formas de organización colectiva ni a la totalidad cultural de los súbditos. El «posicionamiento» criollo se expresa también en el exordio, donde el mundo y los hechos americanos dictan y determinan los dichos, y no al revés, como ocurre en Europa. Y así, además de texto, se convierte también en pretexto de disputas más globales en el universo contextual.

5. Conclusiones Sería muy interesante establecer algunos puentes de comparación con casos similares al de Oña en el contexto novohispano, donde se dieron algunas de las mismas circunstancias políticas y económicas que afectaron al desarrollo de las agencias criollas hacia fines del siglo xvi. Tratándose de retoños de primera generación, es decir, nacidos de padres conquistadores, son visibles en la Nueva España o México, por lo menos, las figuras de Juan Suárez de Peralta, Francisco de Terrazas, Antonio de Saavedra Guzmán y Baltasar Dorantes de Carranza, que pueden servirnos como referencia boreal para comprender los alcances de la utilización de algunas convenciones de la historia y de la épica con fines de expresión criollista. En el caso de Suárez, por ejemplo, su narración de la conspiración del marqués Martín Cortés en la década de 1560, en la segunda parte del Tratado del descubrimiento de las Indias, de 1581, aparece cargada de lamentos por la represión de los criollos conspiradores, de manera muy similar a la de Oña en su propio relato sobre la crisis de Quito. La mezcla de elementos naturales provocada por la injusta y sangrienta represión de las autoridades sobre algunos prominentes criollos, que «honraban a su patria» mexicana, se expresa como correlato de una experiencia trágica, a manera de «lance patético» (en el sentido de la tragedia descrita por Aristóteles en su Poética), que configura la relación entre la Corona y esos hijos beneméritos que se sintieron abandonados por el poder imperial. Un pasaje representativo se da en la descripción del cortejo fúnebre por la muerte de los hermanos Alvarado, criollos notables de la ciudad y sumamente queridos por los demás habitantes. Así, dice Suárez que muertos estos caballeros, tomaron los cuerpos y lleváronlos a enterrar a la iglesia del señor San Agustín [...]. Fueron acompañados de toda la ciudad, y las cabezas se pusieron en la horca. Acabóse esta justicia de hacer como

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a las once o doce de la noche, la cual no lo parecía ser, sino de día y cuando el sol da más claridad, según la cera y luminarias que había (132).

En otras palabras, la noche es convertida en día en virtud de las expresiones de dolor y de las velas prendidas por los habitantes de México. La consecuencia implícita es que los órdenes celestiales se han trastocado a causa de una acción considerada injusta por la mayoría de los criollos que asistieron, si bien la voz autorial (tal como ocurriría también con Oña) declara en todo momento su lealtad a la Corona. Asimismo, el «resentimiento» criollo se percibe en determinados pasajes del Nuevo Mundo y conquista (c. 1580) de Francisco de Terrazas y de El peregrino indiano (1599) de Antonio de Saavedra y Guzmán. Ese resentimiento se expresa como queja por la poca o nula compensación que los criollos hijos de conquistadores sentían que la Corona les hacía a pesar de los valiosos servicios otorgados por sus padres al engrandecimiento del imperio español (más detalles en mi trabajo «Resentimiento criollo y nación étnica»). Una generación más tarde, Balbuena, en su Grandeza mexicana, ignora la conquista y hace madurar el discurso criollo para sentar las bases del llamado «archivo» mexicano. Las aristas ontológicas de unos y otros se desplazan por territorios discursivos a los que Oña no llega. Por eso, debemos considerar la relativa juventud del criollo angolino y la relación personal que pudo haber guardado con un virrey como don García Hurtado de Mendoza. La circunstancia del espacio y la experiencia que ambos compartían en la Nueva Toledo, además de los servicios del padre del poeta, sin duda contribuyeron a ese acercamiento personal y a la devoción que Oña debió haber sentido por el aristócrata español, que había destacado en hechos de armas en Italia, Francia, Flandes e, inolvidablemente, el extremo austral del Nuevo Mundo. Sin duda, don García (treintaicinco años mayor que Oña) aparecería al menos simbólicamente como una figura paternal, lugar paradigmático que fue en la vida real ocupado también por don Cristóbal de la Cueva, padrastro del poeta y pariente de la esposa del virrey. Pero estas especulaciones psicohistóricas no deben prevenirnos de buscar marcas de identidad dentro del discurso poético. Real o no, la admiración personal del poeta por don García se da como un hecho verbal, poéticamente configurado, al mismo tiempo que afirma su verdad factual. Esta simple relación reforzaría los puentes intergeneracionales, tanto en los géneros literarios (épica e historia)

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como en las generaciones históricas (don García y Oña), creando la comunidad de identidades e intereses que determina el quehacer de una agencia criolla en busca de sus propias definiciones y acomodamientos. No debe extrañarnos esta búsqueda de figuras tutelares o fundacionales como parte del imaginario criollo. Más adelante en este libro veremos que la creación de ancestros ilustres es uno de los ingredientes fundamentales de la incipiente nacionalidad étnica criolla, que pasa por el generalmente más aceptado concepto de patriotismo criollo, entendido como apego a la ciudad o región de nacimiento o habitación. Asimismo, la elaboración de un espacio de prestigio simbólico, que generalmente coincide con una ciudad, lleva al desarrollo de una abundante literatura corográfica, algunas de cuyas muestras tempranas pueden verse en los elogios de Lima y su río en el poema de Diego de Hojeda, que exalta al Arauco domado en sus preliminares52. El propio Oña haría una alabanza semejante en la «Canción real panegírica» que sigue a su Temblor de Lima de 1609, bajo el elogio general dirigido al virrey marqués de Montesclaros53. No es casual que Hojeda, Oña y muchos otros miembros de la Academia Antártica se preocuparan por afirmar la centralidad de su espacio americano, así en exuberancia paisajística y minerológica como en idoneidad para el

52. Sobre los cerros que rodean la Ciudad de los Reyes, dice: «Regios montes de Lima celebrados, / que al fuerte Pindo y al membrudo Atlante / el oficio huirtáis, hurtáis la fama […]». Y más adelante, sobre el río Rímac o Lima, que resulta más importante que el Po y el Tíber: «Tú, hondo Lima, caudaloso río, / en fama esclarecido, en agua puro, / de rubios trigos húmido alimento, / la cristalina gruta, y vado frío, / de tu cuerpo veloz, ancho aposento, / y de tu dulce ninfa casto muro; / para el dichoso fin que te aseguro / hazlo de plata fina, / y de aljófar menudo fértil mina, / de ganchoso coral bello tesoro, / y bello archivo de luzientes piedras, / forja de su tesoro / eternas palmas, inmortales yedras, / gallardos pinos, álamos frondosos, / y desto forma la gentil corona, / que tu grave persona / debe ofrecer con ojos amorosos / al que te da valor, te da memoria / con su divino canto, / escureciendo la suprema gloria / del generoso Po, del Tibre santo» (Oña 1984: 44-45). 53. Dice Oña: «Soberbios Montes de la regia Lima, / que en el puro cristal de vuestro río / de las nevadas cumbres despeñado, / arrogantes miráis la enhiesta cima / tan exenta al rigor del calmo estío / como a la iras del invierno helado, / si en los robustos hombros sustentado / habéis el Cielo Antártico hasta agora / holgad, que ya la hora / llegó feliz, en que un Olimpo nuevo / a sucederos en la carga viene» (Temblor de Lima de 1609: f. 19r). Sobre la ambigüedad criolla en este texto menor de Oña, Francisco Ortega escribió «Catastrophe, Ambivalent Praises, and Liminal Figurations in Pedro de Oña’s Temblor de Lima de 1609».

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desarrollo de la musa humanística, lo cual otorgaba al reino un rango cultural irrefutable. Antes de que autores como Diego Dávalos, en su Miscelánea Austral, o Diego Mexía Fernangil se autodenominaran «Delio» gracias a la anónima del «Discurso en loor de la poesía» (1608), Pedro de Oña recibía el título de «Apolo nuevo» en la ya citada «Canción» del padre Hojeda. El dios de la poesía era también identificado con su lugar de culto, la isla de Delos, y con el sol en su carrera por la órbita celeste. Era lógico pensar que si los Apolos y Delios del reino antártico levantaban las banderas de la más alta poesía en las nuevas tierras indianas, estaban también marcando un territorio de legitimidad cultural. La translatio studii adquiría formas diversas, como la gran tradición petrarquista en los Delios y en el Apolo nuevo, más las propias conexiones con la historiografía, los documentos legales, la información oral y vivida y, por supuesto, la épica del momento. El sol se había trasladado a los trópicos, a la Zona Tórrida, y desde ahí volvía iluminadoramente a la península para entrar en diálogo con nombres de la talla de Cervantes («Canto de Calíope» y Viaje del Parnaso), Lope de Vega (Laurel de Apolo y diversas obras) y muchos otros. El Sol en el Nuevo Mundo sonaría a lo que casi un siglo más tarde sería la plasmación limeñísima de la autoalabanza criolla. De hecho, Francisco de Montalvo publicaría El Sol del Nuevo Mundo en homenaje a Toribio de Mogrovejo en 1683. Ironías de las cambiantes identidades, ya que en 1596 don García resultaba el Alcides y el Alejandro en la misma «Canción» de Hojeda, y el Aquiles y el Eneas en la «Canción» de «un religioso grave» (Oña 1984: 40-43). El joven poeta criollo Pedro de Oña se convertía automáticamente en el Homero, Virgilio y Horacio del nuevo virreinato, sin olvidar su condición de Apolo trasladado a las Indias, donde habitaba ya el nuevo Monte Parnaso con sus musas rejuvenecidas. Sin embargo, nunca sobra recordar que en Oña se siguen de manera no siempre cercana las convenciones genéricas del momento. El tipo de épica disonante, «impedida», y «hespérica» u occidental, es manifestación de variantes discursivas de alteraciones aun mayores. A través del trastocamiento del orden celestial y las unificaciones abruptas del ámbito terrenal con los astros salidos de sus órbitas, criollos como Oña establecen sus pautas de autodefinición sin necesariamente incurrir en el enfrentamiento directo con los peninsulares. El caos, por último, no fue causado por los propios criollos, según esta perspectiva,

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sino por la práctica política de determinadas autoridades, a las que, sin embargo, se rinde la mayor de las reverencias. Este registro de niveles subjetivos, a veces contradictorios y no siempre evidentes, así como su reordenamiento en el discurso, motivará el desarrollo de una tradición de letras que se irá enriqueciendo y retorciendo al compás del paulatino fortalecimiento real y simbólico de los grupos criollos durante las primeras décadas del xvii, como veremos en los capítulos siguientes. El saber criollo desde el mirador privilegiado de la prolongada permanencia en Indias facilita la irrupción de escenas y descripciones de carácter local, que hábilmente guardan correspondencia con los modelos europeos más canónicos. Lo que sería un cotejo textual que subrayara las múltiples filiaciones y la continuidad de tópicos propios de la épica quedaría incompleto sin la exploración de las bases experienciales y las perspectivas grupales del sujeto de escritura, en este caso criollo. Esa misma manifestación de la alteridad americana, acomodada en los registros de la épica y la historia, volvería cargada a sus fuentes peninsulares, en las que otros poetas como Luis de Góngora, por ejemplo, beberían para el desarrollo de su propia expresión barroca (Iglesias [343-350] analiza, en este sentido, la relación de Oña con Góngora). Pero bástenos por ahora la focalización criolla, y pasemos a la maduración de la exaltación americana en otros autores del xvii peruano.

Capítulo 2 Los soles del Nuevo Mundo: oro material, oro espiritual y exaltación de la patria limeña

1. De la solarización a El Dorado Como mencionábamos en el capítulo anterior, la translatio studii llegaba al Perú a las pocas décadas de la translatio imperii, según es lógico en procesos de largo alcance histórico y pretensiones modeladoras como la occidentalización española de las Américas. Los poetas criollos y baqueanos que habitaban en Lima y las principales ciudades andinas hacia fines del xvi y principios del xvii habían entrado en abierta declaración de identidad letrada al asumir las convenciones del petrarquismo y demostrar que su vena poética no era menos fecunda ni valiosa que la de los peninsulares. Tal hecho es reconocido en la misma España, como se lee en las ya nombradas y nada desdeñables plumas de Cervantes («Canto de Calíope» y Viaje del Parnaso) y Lope de Vega (El laurel de Apolo)1. Si bien es posible trazar una comunicación de doble sentido entre autores que se leían unos a otros a través del Atlántico, vía que expandía las fronteras de la comunidad letrada peninsular haciendo que incorporara los nuevos virreinatos ultramarinos, tampoco debe soslayarse que algunos matices de la producción indiana enfatizaban la altura y hasta la superioridad de sus sujetos de escritura y de sus sujetos sociales. Una de las formas de adquirir «carta de ciudadanía» cultural (la frase es de Colombí-Monguió) era la de asumir las máscaras propias de las convenciones poéticas, pero haciéndolas encajar en el lugar de enunciación americano. Este proceso, que en términos generales se co1. Desde la Arcadia (1598), el Fénix repartiría elogios a los poetas indianos o con experiencia en Indias: «a Alonso de Erzilla, al marqués de Montesclaros, al chileno Pedro de Oña» (130). Asimismo, en La Dragontea (1598), no deja de reconocer la importancia poética de Oña (canto III, estr. 169), apenas dos años después de publicado el Arauco domado.

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noce como imitatio, merece un desbrozamiento más específico, dado que su alcance excedía la simple repetición de tópicos y estilos. A veces, el énfasis en la erudición dejaba entrever un «complejo de inferioridad» (Colombí-Monguió 1998) que acusaba recibo de las tensiones raciales, económicas y sociales subyacentes al discurso artístico, y las revertía, entregando una producción que colocaba por encima de sus contemporáneos a autores de la periferia. Bastaba apropiarse de esas máscaras para autotitularse autoridad máxima de la poesía, es decir, sentirse como el mismo dios Apolo, que habría dejado el Olimpo, el Monte Parnaso y su morada en las letras europeas para encarnarse en los autores establecidos y trasladarse a las Indias Occidentales2. Esta audacia literaria era consonante con una creciente y consciente importancia económica entre los grupos criollos y baqueanos reconstituidos en Lima a través del comercio o diversos oficios hacia principios del siglo xvii. Sin embargo, para no incurrir en una simplificadora teoría del reflejo, hay que anotar que la autoidentificación muchas veces se amparaba en coordenadas geográficas precisas: nunca se está más cerca del sol (el astro de Apolo, también dios de la luz) que entre los trópicos, y es esta cercanía la que facilita la maduración del ingenio poético, paralelo al de la exuberancia aurífera del virreinato peruano. La recurrencia a las autodenominaciones de Delio y Apolo en Dávalos y Figueroa, Diego Mexía Fernangil y otros miembros de la Academia Antártica provenía de una larga y prestigiosa estirpe de letras humanísticas. Massimo Danzi propone que fue Tomasso Radini Tesdeschi, caro amigo del «Ariosto en prosa» Matteo Maria Bandello, quien inauguró el uso en su Calypsichia de 1511 (Bandello: 69, nota a la rima LVII). Este afamado novelista y poeta italiano del xvi, Bandello, también usaría el nombre de Delio continuamente para autorrepresentarse en sus Rime. Una vez extendido su uso en la península ibérica, la práctica se trasladó al Nuevo Mundo. Además de la Miscelánea Austral, la Defensa de damas, la Primera Parte del Parnaso Antártico 2. Posteriormente, la misma Colombí-Monguió ha publicado un importante volumen que reúne artículos anteriores sobre la Academia Antártica y el poeta Luis de Ribera (Del exe antiguo a nuestro nuevo Polo. Una década de lírica virreinal [Charcas 1602-1612]). Desde el propio título, que no es sino el verso 474 del «Discurso en loor de la poesía», puede notarse el afán de los letrados criollos y baqueanos por asumir un protagonismo en las letras semejante al de los conquistadores en las armas, y por lo tanto recentrar el quehacer humanístico en sus andinos lugares de enunciación a principios del siglo xvii.

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y los muchos elogios y solarizaciones que se endilgaban unos poetas a otros en los prolegómenos de sus obras, llamándose entre sí Apolos y Delios (para no mencionar los infatigables Homeros, Virgilios y Valerio Flacos del continente americano), el propio Mexía aludirá a sí mismo con el nombre de Delio en la mística y aún inédita Segunda Parte del Parnaso Antártico de Divinos Poemas (manuscrito que aguarda una publicación entre los fondos de la Biblioteca Nacional de París). Por ejemplo, en la «Égloga intitulada El Buen Pastor» (ff. 162-169), el relato es atribuido a «Delio, un pastorcillo / hijo del Betis, en el nuevo polo, / en el Argénteo monte, con su lira» (f. 169r), es decir, al sevillano Mexía. Este escribía desde Potosí («Argenteo monte»), adonde se había mudado con su familia después de publicar en Sevilla la Primera Parte del Parnaso Antártico (dato que aparece en la dedicatoria de la Segunda Parte «Al excelentíssimo Príncipe de Esquilache»). El nombre Delio derivaba de la isla de Delos, centro del culto a Apolo y a Diana, y representaba, pues, no solo una imitación en el sentido estricto, sino una toma de posición sobre la magnificencia del espacio y la experiencia novomundiales. Los poetas antárticos imitaban, indudablemente, muchas de las actitudes y modas discursivas de sus coetáneos en la península, pero adoptaban también estrategias sutiles de autodefinición a partir de la exaltación desorbitada de la Ciudad de los Reyes, de la empresa conquistadora y del portento minerológico y natural del virreinato. Su primer punto de anclaje era la declaración de que cada uno de ellos constituía una encarnación viviente de la figura máxima de la poesía, es decir, el dios Apolo, y por lo tanto, siguiendo con la alegoría, adquirían los rasgos del sol o Delio en tanto ejecutores del arte que le estaba asignado al dios pagano. Ciertamente, este es un gesto retórico, pero no deja de coincidir indirectamente con las teorías sobre la generación de los metales por influencia directa del sol, y especialmente la del oro. La especie proviene por lo menos desde Fernández de Oviedo (I, 162), y de ahí la copia Girolamo Cardano y le da difusión entre los círculos astrológicos europeos, como veremos más adelante. Asimismo, hay que recordar la ingente producción textual de la capital virreinal, representada por los más de 1100 impresos aparecidos entre 1584 y 1699, como registra Guibovich, en las categorías de escritos eclesiásticos, de autoridad civil, universitarios e intelectuales, y de ciencias aplicadas (2001: 173). Es cierto que este número es inferior al de la capital mexicana, donde la imprenta había llegado casi cincuenta

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años antes que a Lima. Sin embargo, en términos comparativos dentro de Sudamérica, la Ciudad de los Reyes podía ostentar ser la única que pergeñaba los ladrillos de la ciudad letrada, con los cuales fortalecía su dominación política, económica y cultural sobre el inmenso territorio circundante y sus pobladores en todos los sectores. Ni se diga de la importancia de la Universidad de Lima o San Marcos, que concentró los mejores ingenios del virreinato y sirvió como núcleo de debates, certámenes y cátedras de todas las especialidades existentes en las mejores universidades de Europa, con ser en su totalidad ocupada por los letrados criollos, según resalta el padre Cobo a mediados del siglo xvii, y alimentando con «innumerables hombres doctos […] las Iglesias Catedrales y parroquiales de todo el Reino […], los curatos […], los conventos […] [y], los Tribunales y Audiencias Reales llenas de Oidores y Ministros que las autorizan, hijos de esta ciudad» (1882: 251). Este capítulo rastreará cómo las autodefiniciones solares de la comunidad letrada en el Perú de principios del xvii prefiguran el discurso mucho más explícitamente criollista que surge casi a la vez en las «crónicas de convento» (llamadas así por Ventura García Calderón) y en historias y corografías en general, como las de Buenaventura de Salinas, Antonio de la Calancha, fray Gregorio Casasola, Antonio de León Pinelo, fray Juan Meléndez, Francisco de Montalvo, Francisco de Echave y Assu o Bernabé Cobo, la mayoría de las cuales, apenas unos lustros después de los poetas antárticos, parafrasean u ocultan leyendas como la de El Dorado y «purifican» la tierra y la espiritualidad peruanas, exaltando así su propio lugar de enunciación y el de sus sujetos de referencia y de escritura. De esta manera, el discurso poético encontrará su correlato historiográfico y hagiográfico y servirá para definir este sector letrado de la subjetividad social criolla. La insistencia de los criollos en la superioridad de su ciudad natal y de sus habitantes blancos funciona como compensación simbólica ante los ataques de algunos peninsulares que denigraban la condición americana, como bien apunta Lavallé (1993: 129-141). Las autoglorificaciones del territorio peruano y de la urbe capitalina también se situaban dentro de una antigua tradición europea de exaltación de los propios lugares de enunciación, que pasó a las Américas como el resto de prácticas discursivas. La relación entre una ciudadanía cultural, la cercanía del sol y los recursos auríferos del territorio peruano no siempre es evidente,

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pero nos servirá para establecer cómo a través del siglo xvii el discurso criollista sentó las bases de una grandeza material y espiritual que delataría algunos de los rasgos más importantes del patriotismo y la incipiente nacionalidad étnica criolla. Como parte de esa grandeza espiritual, aflora también la autosuficiencia en el conocimiento de asuntos nativos, comenzando, en varios casos, por la lengua. Muchos criollos, especialmente los del clero, alardeaban de saber en detalle algunas de las costumbres ancestrales de los indígenas. Este argumento no es extraño, ya que aparece constantemente en muchos reclamos presentados por autoridades eclesiásticas, que esperaban colocar a sus sacerdotes criollos en las parroquias, reemplazando a los peninsulares y recién llegados frailes de las distintas órdenes, y haciendo más eficaz el control sobre las prácticas idolátricas de los indígenas3. Así, tenemos a un fray Antonio de la Calancha, que explica con lujo de detalles la composición de un quipu que contenía nada menos que el cantar de las hazañas de Manco Cápac (ff. 91-92)4. Me interesa partir del tópico de El Dorado por su relación con la idea misma del Perú y el carácter áureo de este como constructo ideológico. Según veremos en el presente capítulo, la identificación del Perú con el fantástico lugar fue motivo de muchos enfrentamientos armados (como con los corsarios) y verbales (con reminiscencias de la Cólquide o país del Sol) entre las potencias europeas. Sin embargo, la idea de un lugar de infinitas riquezas y de una población blanca equiparable en lo espiritual a ese valor material fue parte nuclear de las propias autodefiniciones de los cronistas limeños o alimeñados, que la usaron para establecer sus fronteras identitarias con el resto de sujetos sociales que cohabitaban en el mismo territorio.

2. Breve memoria de El Dorado La leyenda de El Dorado surgió de la conquista del Nuevo Mundo y recoge indicios discursivos desde los primerísimos momentos del lla-

3. Las disputas al interior del clero son examinadas con amplia documentación por Lavallé (1993: tercera parte y 2000: 115-141). 4. Me he ocupado de este saber criollo sobre la población nativa como argumento para sus rivalidades con los peninsulares en «La heterogeneidad colonial» e «Indigenismos de ayer».

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mado «descubrimiento». Ya muy temprano, es decir, desde la invasión de La Española en la década de 1490, los exploradores europeos escuchaban numerosas noticias sobre la abundancia de oro y riquezas en las islas «descubiertas». Cristóbal Colón fue el primero en mencionar la existencia de infinito oro, quizá motivado por su propia necesidad de convencer a los Reyes Católicos y a los opositores de su empresa de la enorme utilidad de sus viajes para la Corona española5. Asimismo, Colón mencionó la existencia del Paraíso Terrenal o Jardín del Edén en el Tercer Diario. Después de examinar la posición de las nuevas estrellas bajo el trópico, de medir la localización «oriental» de las desconocidas tierras (recordemos que el Almirante murió creyendo que había llegado al Asia) y de percibir la proximidad de la desembocadura del Orinoco, con sus aguas dulces internándose largamente en el océano, Colón identificó el río con uno de los cuatro del Paraíso según este es descrito en el primero de los cuatro libros del Pentateuco por Moisés6. A lo largo de sus escritos, la idea del Paraíso y la abundancia de oro estuvieron siempre relacionadas. No mucho más tarde, Américo Vespucio en su Novus mundus de 1503 y Pedro Mártir de Anghiera en su De orbe novo de 1514 también exaltarían los inmensos recursos auríferos y la numerosidad de almas bondadosas de las nuevas tierras, de por sí fertilísimas (Vespucio: 181-187; Anghiera: Década III, libro X, caps. 1 y 2; Brading: 29-33). Poco a poco examinaremos la formación y desarrollo de la leyenda de El Dorado y otras similares, y el uso que hacen de ella los criollos peruanos para la consolidación de su autodefinición discursiva y sus reclamos políticos. Aunque la mayoría de escritos propiamente historiográficos presentan El Dorado como un fenómeno de mediados del siglo xvi, aquí haremos énfasis en la imaginería producida durante el siglo xvii en relación con esa leyenda y sus similares, cuando los 5. Propone Colón en el Primer Diario que «allí afirman que [en Cibao] hay gran cantidad de oro, y que el cacique trae las banderas de oro de martillo» (106). La imagen de un oro inagotable aparece constantemente a lo largo de los cuatro diarios. En el último de ellos leemos: «allí [en la provincia de Ciguare] dicen que hay infinito oro y que traen corales en las cabezas» (191). Los ejemplos abundan, como su referente. 6. Dice Colón: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos e sanos teólogos, y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia. Y si de allí el Paraíso no sale, parece aun mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo» (184).

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criollos ya habían logrado una sólida posición en la vida económica y social del Perú virreinal. Para ello, recordemos que el Perú tenía el comercio más pujante de las posesiones españolas de Ultramar durante el siglo xvii (Suárez 2001: 309). Los mercaderes de Lima habían logrado relativa autonomía y control de las operaciones financieras gracias al Tribunal del Consulado, el cual estaba compuesto mayormente de criollos pudientes y de sus aliados comerciales, como los dueños de los siete bancos que existieron en Lima en distintos momentos del siglo7. Este Tribunal pagaba cuantiosas sumas de dinero a la Corona a fin de disfrutar de la administración privada de todas las operaciones comerciales relacionadas con el Perú. La Iglesia y diversas órdenes religiosas también cumplieron un importante papel en la habilitación de crédito y en el control de los movimientos monetarios. «Bastaba una contribución pecuniaria para que el rey permitiese que sus leyes fueran burladas» (397), en parte debido a la necesidad imperiosa de la Corona de contar con efectivo y metales preciosos y a su impotencia para crear una efectiva administración económica durante el periodo de los Habsburgo. En su «Estudio preliminar» a la Noticia general del Perú del tesorero Francisco López de Caravantes, Lohmann Villena confirma lo que ya muchos cronistas y poetas proclamaban y seguirían proclamando: la opulencia y lujo de la iglesias limeñas y de la ciudad en general. Señala que el vigoroso comercio y el flujo de metales preciosos había enriquecido a Lima tras la acelerada extracción de la plata de Potosí desde la década de 1570. Aunque las minas de Potosí fueron «halladas» para los españoles en 1545 y los incas ya las habían explotado moderadamente, no fue hasta el gobierno del virrey Toledo (1569-1581) que el trabajo forzado y masivo se movilizó hacia los centros mineros, en una manipulación no recíproca del antiguo sistema de intercambio de servicios que representaba la mit’a. El nuevo sistema de extracción minera produjo a la vez la disminución drástica de la población indígena

7. «El Tribunal del Consulado se estableció por Real Cédula del 29 de diciembre de 1593. Funcionó desde 1613 hasta 1886» (página electrónica del Archivo General de la Nación del Perú, en , consultada por última vez en agosto de 2016). El Tribunal del Consulado era la más alta institución de comercio durante su existencia como componente esencial de la administración virreinal.

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y el flujo de metales hacia la capital costeña, único punto de salida del oro y la plata hacia Panamá y luego a Europa8. Glave (163) desarrolla los mismos datos apuntando cómo esta plenitud de riquezas reordenó la relación entre los diferentes sectores de la Ciudad de los Reyes y significó el aventajamiento de algunos criollos dedicados al comercio9. Sin embargo, muchos hijos de Lima prefirieron ingresar en órdenes religiosas cuando su posición no les permitía acceder a cargos administrativos y su falta de recursos les impedía convertirse en parte de la élite mercantil, pasando así a convertirse en una élite intelectual, cuyo discurso analizaremos parcialmente aquí. Por lo tanto, mi alusión a El Dorado no se concentrará tanto en las expediciones reales ocurridas durante el primer siglo de la conquista (y que continuaron hasta el siglo xviii e incluso el xxi), sino en el componente letrado y a veces literario de la inmensa producción relacionada con la idea de El Dorado y de un lugar de riqueza inagotable en algún punto del territorio peruano. A fin de examinar mejor la enorme producción doradista y su relación con la formación de una nacionalidad étnica criolla, será conveniente mencionar de todos modos algo sobre aquellas primeras expediciones y crónicas de las que surgió la leyenda desde la década de 1530. Luego estudiaré algunos aspectos de la obra de determinados importantes letrados del siglo xvii, relacionados entre sí por su condición criolla o su larga residencia en Lima. Todos ellos escribieron sobre la increíble riqueza del Perú y del Nuevo Mundo. A pesar de que sus escritos difieren muchas veces en intención y estilo, coinciden en la glorificación material y espiritual de Lima y del Perú. Estos autores también concordaban en que más importante que todo el oro de El Dorado y el Perú era la opulenta calidad personal de sus habitantes neoeuropeos. Así como los primeros cronistas que se refirieron a El 8. Carlo M. Cipolla registra que solo «en el curso del siglo xvi las colonias volcaron sobre España más de 16 000 toneladas de plata. En el siglo siguiente, otras 26 000 toneladas, y en el siglo xviii, más de 39 000 toneladas. El efecto de esta marea de plata que invadió primero España y luego un país tras otro fue extraordinario» (7). 9. Según el censo ordenado por el virrey marqués de Montesclaros en 1614, Lima tenía una población de 26 441 personas, de las cuales 10616 eran «españoles» (es decir, peninsulares y criollos), 10 386 eran africanos y descendientes de africanos, 1985 eran indígenas del Cercado y el resto se dividía entre mulatos, mestizos, miembros de órdenes religiosas, mujeres en los monasterios y personal de servicio (Tizón y Bueno: 409).

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Dorado le atribuyeron un oro de altísima calidad, nuestros autores del xvii llevaron a cabo un proceso de «purificación» de la leyenda de El Dorado, sirviendo así indirectamente a los propios intereses y propósitos políticos de su grupo, en una manifestación de la agencia criolla de ramificaciones sumamente complejas.

3. Primeras expediciones y textos A fin de conocer la larga trayectoria de El Dorado como tópico, por un lado específico y por otro general, hay que referirse en primer lugar a la expedición de Diego de Ordás al Orinoco en 1529. Demetrio Ramos (28 y 38) ya ha señalado que Ordás sólo tenía vagas suposiciones sobre un reino riquísimo más allá de las selvas y de las montañas de donde provenía el inmenso río. En algún momento sus esperanzas se insuflaron al fijarse en las piezas y adornos de oro con que se engalanaban algunos nativos (Gandía: 125-126). Ordás recogió el nombre de «Meta» y bautizó el imaginario reino como «el país de Meta», sin ninguna información precisa, pero con la ilusión de que se pareciera en tamaño y esplendor a la capital azteca, Tenochtitlan, en cuya conquista había participado como lugarteniente de Hernán Cortés en 1521. Según apuntan los historiadores aludidos, no es fácil decidir si las vagas versiones que Ordás escuchó de los indígenas sobre un reino fabuloso eran alguna reminiscencia del imperio incaico poco antes de la conquista de Pizarro o simplemente una mención exagerada de alguno de los señoríos chibcha o muisca de la actual meseta central colombiana. La caracterización y el origen del nombre de El Dorado como un lugar de abundantísimo oro se dio con la aparición de un cacique a quien los españoles apodaron El Dorado, pues supuestamente se cubría con oro en polvo para realizar rituales públicos de tributo a las divinidades y a su esposa maltratada. Esta habitaba como divinidad los fondos del lago Guatavitá, al que se había arrojado con su hija luego de haber sido acusada de adulterio por el propio cacique. La vergüenza que ella sufrió fue tanta, dice la leyenda, que el suicidio hizo que el cacique se arrepintiera y desde entonces le rindiera culto a su desaparecida esposa. Esta versión fue recogida por soldados de Sebastián de Benalcázar después de la ocupación de Quito en 1534. Además de cubrirse de oro en polvo el cuerpo completamente desnudo, que untado de una resina especial lo hacía pegajoso, el cacique lanzaba objetos de

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oro y piedras preciosas a las profundidades del lago. Benalcázar, que era lugarteniente de Pizarro, había sido enviado al norte del imperio incaico tras la captura y ejecución de Ataw Wallpa en 1532 y 1533. Sin esperar mucho tiempo, utilizó esas versiones indígenas para justificar nuevas incursiones hacia el este y noreste en territorio entonces no explorado10. Las expedición posterior de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541, que dio lugar al «descubrimiento» del río Amazonas, entonces llamado el Marañón, y la de Pedro de Ursúa en 1559, que resultó en la desastrosa experiencia de Lope de Aguirre y sus secuaces, también llamados «los marañones», son solo dos intentos por penetrar en la selva, adonde se había ido trasladando El Dorado como entidad cultural, acompañada de otro legendario lugar, el «país de la canela». La supuesta presencia de las aguerridas indígenas apodadas «amazonas» motivaba la inferencia de los españoles en relación con la existencia de El Dorado11. Dichas expediciones produjeron su propia dinámica textual en los correspondientes relatos de fray Gaspar de Carvajal (Descubrimiento del Río de las Amazonas) y de Francisco Vázquez (Relación de Omagua y Dorado). El tópico de El Dorado también fue comentado por cronistas como Cieza de León y Fernández de Oviedo, y por poetas como Juan de Castellanos (Ramos: 282), que alimentaron la difusión del tema entre mediados y fines del xvi. Asimismo, el ilustre Diego Aguilar de Córdoba, distinguido poeta miembro de la Academia Antártica, escribió bajo el título emblemático de El Marañón su propia versión de la expedición de Ursúa al menos tres décadas 10. Consultar también las obras de Castellanos (parte 3, canto 2), Simón (II, 163-164), Bayle (1943: 16), Gil Munilla (173), Gandía (cap. 7) y Gil (vol. 3). Demetrio Ramos (293-304) resume los relatos indígenas y sus propagadores españoles del xvi y xvii, incluyendo a Herrera y a Tordesillas. 11. Lope de Aguirre es por sí mismo otro de los grandes personajes y tópicos de las letras y la producción visual hispanoamericanas durante el siglo xx. Para una visión de conjunto sobre su presencia en distintas artes y países, se puede consultar el trabajo de Beauchesne incluido en la bibliografía. Sobre las presuntas amazonas, Enrique de Gandía (cap. 6) propuso que eran más bien un reflejo distorsionado de las vírgenes del Sol incaicas, cuya reputación de poder y virtud se había propagado entre las tribus de la selva gracias a la recolección de tributos por parte de funcionarios incas. Bayle (1940: 10), recogiendo información del misionero Lucas Espinosa, se refiere a la hipótesis de que el mismo nombre de Amazonas derivó en realidad de amwa suinja, que significa en lengua tupí amazónica «corazón» o «centro de otros», «o sea, centro de los demás ríos, río que recibe en su seno todas las aguas de la gran hoya amazónica» (Lucas Espinosa: 17).

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después de los sucesos, en una reelaboración narrativa que es clara muestra de las primeras idealizaciones de la conquista entre baqueanos y criollos de fines de siglo. (Para más información sobre Aguilar y El Marañón, es conveniente acudir al informado estudio preliminar de Lohmann Villena a la obra). Irving Leonard y otros estudiosos examinaron hace décadas los muchos mitos clásicos y tópicos que trajeron los conquistadores tratando de encontrar equivalencias con referentes que les eran más conocidos a fin de explicarse las extrañas realidades americanas12. Mitos como los de las ya mentadas amazonas, el reino de California, la Edad de Oro, Ofir o las minas de oro del rey Salomón, la existencia de gigantes y otros lugares comunes de la cultura popular europea son simplemente algunos de los posibles ejemplos. También el importante relato de los Argonautas, incluyendo sus menciones de las manzanas y el vellocino de oro en el fabuloso país de la Cólquide o «país del Sol», en las costas del mar Negro13. Como mencioné antes, el origen y desarrollo de la leyenda de El Dorado son demasiado amplios para poder abarcarlos en un solo capítulo. Sin embargo, es importante tener en cuenta algunos de los elementos centrales de la leyenda, como el oro puro, el agua, los tesoros escondidos o arrojados a un lago y una ciudad llamada Manoa14. Dichos elementos nos servirán para entender mejor las estrategias discursivas de los criollos en el siglo xvii peruano y la apropiación que hicieron de la leyenda para sus propios fines. 12. Henry Thomas y Rodríguez Prampolini ya habían trazado la relación entre las novelas de caballería y la conquista de América, aunque sin llegar al nivel de detalle editorial de Leonard. Carlos Alberto González Sánchez también ha añadido valiosa información de archivos sobre el comercio de libros en América en años más recientes. 13. Con la publicación de La Argonáutica de Valerio Flaco en Bolonia en 1476 a partir de un antiguo manuscrito atribuido a Apolonio de Rodas, empezaron a circular relatos y rumores en Europa sobre un mítico País del Sol. Ramos (404) señala que las referencias a un país de oro en las orillas de un lago (el mar Negro en el mito) no eran inusuales entre los soldados de la conquista, quienes esperaban encontrar realidades correspondientes en las nuevas tierras «descubiertas» de América del Sur. Gil Munilla (175) y Ferrandis Torres (158-170) ofrecen más información sobre los Argonautas en América. Asimismo, Gandía presenta un documentado análisis de este y otros mitos europeos en el Nuevo Mundo. 14. En su análisis de las amazonas en América, Gandía (90) sugiere que el nombre Manoa o Manua deriva del quechua manu o deuda, entendida como el tributo de las tribus amazónicas o del Antisuyu a los emisarios incaicos, que llegaban por vía fluvial. El Vocabulario de la lengua Qquichua o del Inca (229) de 1608, de González Holguín, sirve también para corroborar el significado del término.

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Una operación simbólica de proporciones semejantes ocurrió con leyendas paralelas, como la tierra de Jauja, la Sierra de la Plata y el Paititi. Por ejemplo, la exorbitante abundancia de bienes en metal tenía su contraparte gastronómica en la leyenda de Jauja, un fértil y cálido valle en los Andes centrales, antiguo núcleo regional, administrativo y agrícola de los incas. A mediados del xvi, algunos cronistas describían Jauja casi en términos de una Edad de Oro con inagotables recursos de comida. Francisco de Jerez y Pedro de Cieza de León fueron los dos primeros que mencionaron dichos elementos, que sin duda atizarían la imaginación del público español. Si bien sus descripciones solo pretendían dar cuenta de una efectiva fertilidad y abundancia de alimentos almacenados, como solía ocurrir en determinados puntos del imperio incaico a través de sus numerosos tampu (postas) y pirwa (depósitos), la fantasía popular no dejó de desplegar sus alas generosamente. El dramaturgo sevillano Lope de Rueda, verbigracia, ficcionalizó el lugar en «La tierra de Jauja», el quinto entremés o «paso» de la compilación El deleitoso, editada por Timoneda en 1567, aunque el paso seguramente fue escrito y representado en la década de 1550. Según Honziguera, uno de los personajes de Rueda, la comida era tan excesiva en el valle, que «en la tierra de Xauxa hay un río de miel; y junto a él, otro de leche; y entre río y río, hay una puente de mantequillas encadenada de requesones, y caen en aquel río de la miel, que no paresce sino que están diciendo: ‘Cómeme, cómeme’» (162)15. Las leyendas de la Sierra de la Plata y el Paititi nacieron como posibles resonancias del imperio incaico y su prestigiosa e inacabable ri15. Para mayor información sobre el tópico de Jauja como categoría simbólica y sobre sus variantes, se puede consultar el artículo correspondiente de Miguel Herrero, quien rastrea las ramificaciones del tema en el romancero popular del periodo. En su Historia de la fundación de Lima (8-10), fechada en 1639, el padre Bernabé Cobo reconoce la fertilidad de la zona, atribuyendo el traslado de la que fue primera capital fundada por Pizarro en Jauja en 1533 hacia el valle del Rímac, en la costa, al mal conocimiento que tuvieron del valle jaujino algunos de los treinta vecinos establecidos allí hasta diciembre de 1534. El tópico de Jauja debe haber trascendido las fronteras regionales y letradas hasta adquirir matices populares (o quizá fue su origen popular el que trascendió el ámbito de la oralidad y pasó luego al universo letrado), como se ve en la leyenda de la Ciudad Deleitosa que registra Vicuña Cifuentes (47-48) a partir de un testimonio recogido en 1930 en Chile. En tal lugar, «los rotos pueden vivir sin trabajar […], los muros son de queso, las vigas de alfeñique latigudo y los postes de caramelo […]. Andan los chanchos cocidos, tapados de ajíes y ajos, con los platos en el lomo y el servicio donde otros animales tienen cola. Y van diciendo ‘¿Quién me come a mí, quién me come a mí?’».

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queza. Los grupos chiriguanos y guaraníes de las planicies orientales de los Andes y del «desierto» del Chaco transmitieron las primeras nuevas de un magnífico y lejano imperio en las montañas al oeste y noroeste. Los primeros exploradores de la austral costa atlántica de Sudamérica oyeron aquellas noticias desde principios del siglo xvi. Las expediciones dirigidas por Nuño y Cristóbal de Haro en 1508 a las costas del Brasil y por Alejo García en la década de 1520 fueron motivadas por las vagas historias sobre un reino fabuloso y áureo en el lejano oeste guaraní (Gandía: 157-159). Alejo García logró incluso entrar en contacto con los indios caracaras de Charcas (en la actual Bolivia y entonces parte sur oriental del imperio incaico), quienes lo proveyeron de numerosas muestras de plata. Desgraciadamente para él, García fue asesinado por otros grupos indígenas durante su regreso al Puerto de los Patos, en las orillas del río Paraná, donde había quedado abandonado tras el naufragio de una de las naves de la expedición de Juan de Solís en 1516. Alejo García fue el primer europeo que pisó territorio inca entre 1524 y 1525 (Murra: 73; Domínguez 1996: 101109, y Nowell). No mucho después, Sebastián Caboto en 1526 y Diego García en 1527 también trataron de alcanzar el legendario reino, pero sin resultados. La inclemencia del territorio (la falta de agua en el Chaco era implacable) y la hostilidad de algunos grupos indígenas los obligaron a retornar a España en 1529, cargados solamente con las exorbitantes historias de un país de plata y oro situado al occidente del río de Solís o Paraná. Ese mismo año, Francisco Pizarro firmaba las Capitulaciones que le permitirían llevar a cabo en ventajosos términos la conquista del Perú desde Panamá por las costas del Pacífico o mar del Sur, donde ya se hablaba de un imperio portentoso con el vago nombre de Pirú o Perú, ciertamente impuesto por malentendido de los españoles. Tras dos expediciones fallidas, Pizarro finalmente tuvo su gran oportunidad en un tercer intento, en que decidió internarse en el territorio andino hasta capturar al inca Ataw Wallpa la tarde del 16 de noviembre de 1532. La ocupación española de Charcas no tardó mucho. Según apuntamos antes, las minas de Potosí fueron «descubiertas» para los españoles en 1545, aunque ya habían sido conocidas y explotadas por los incas en moderada escala, como señala Domínguez (1996: 14). Además de los ingentes tesoros saqueados de palacios, templos, tumbas, así como del rescate de Ataw Wallpa en Cajamarca, el «descubrimiento» de las vetas argentíferas de Potosí solo confirmó

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las muchas historias que corrían sobre un país con inmensurables recursos de oro y plata. Sin embargo, los colonizadores que intentaron llegar desde el oriente sudamericano difícilmente lograron participar de los jugosos botines. Cuando la Sierra de la Plata ya no era más una realidad alcanzable para esos exploradores, otra leyenda, la del Paititi, comenzó a circular. La expedición de Pedro de Mendoza en 1535, que tuvo como resultado la primera fundación de Buenos Aires en 1536, y la continuación de la de Juan de Ayola ese mismo año, también fracasaron. Mendoza murió durante su regreso a España en 1537 y Ayola sólo llegó a sobrevivir unos pocos años más. Sin embargo, logró fundar el Fuerte de la Asunción, que pasaría a ser el núcleo de la posterior ciudad, hoy capital del Paraguay. El aislamiento de Asunción favoreció la recreación local de viejas historias sobre un poderoso imperio, lleno de infinitas riquezas, y de un lago con un palacio de oro donde el sol acostumbraba dormir. Para Gandía (192-193), el llamado Paititi no fue más que el eco o espejismo del derrotado imperio incaico en el imaginario de los grupos guaraníes. Hélène Clastres (34-36) y Lucía Gálvez (15-19) también han estudiado la creencia indígena en la «Tierra sin Mal», de alguna manera relacionada por localización geográfica con el no menos fabuloso Paititi16. Naturalmente, la mera idea de un lugar de inagotables recursos les resultaba muy conveniente a los conquistadores españoles, que encontraron la excusa perfecta para organizar nuevas «entradas» y exploraciones17.

16. El mítico lugar de las creencias tupí-guaraníes, por su carácter imaginario y religioso tenía una ubicación flexible. Clastres cita testimonios que describían la Tierra sin Mal como un lugar de increíble abundancia «más allá de las montañas», en el que las almas guerreras iban a danzar con sus antepasados. Propone que «los tupí guaraníes situaban la Tierra sin Mal en su espacio real, ya sea al este, ya sea al oeste. Las más de las veces al oeste, parece, al menos para los tupí del litoral» (35). Por su lado, Gálvez explica que en la expedición de Alejo García hacia el imperio incaico bien pudo haber motivado a los indígenas el «buscar la Tierra sin Mal, esta vez en dirección a Occidente» (88). 17. Domínguez identifica «las doce primeras expediciones el Paraguay [que] se encaminaron al NO, atraídas por el brillo fascinante de Potosí, la Sierra de la Plata, y las dos siguientes[, que] corrieron en pos de Eldorado» (1925: 21-22). La existencia del Paititi, sin embargo, sigue viva en los relatos orales contemporáneos que estudia Tyuleneva, los cuales ubican el legendario refugio incaico entre la selva del Manu (departamento de Madre de Dios en el Perú) y las regiones aledañas a Santa Cruz de la Sierra, en la actual Bolivia.

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El nombre de El Dorado se empezó a usar para designar distintos lagos, como el Xayares, el Parime, y el Titicaca, no solo distantes entre sí, sino hasta con el original lago Guatavitá (Gandía: 201). Un nuevo deslizamiento semántico ocurrió cuando El Dorado fue cada vez más frecuentemente confundido con el Paititi, como ocurre con Barco Centenera, en el canto V de su largo poema La Argentina de 1602, que describe al «Gran Moxo del Paitite» con muchas de las características del imperio incaico y del lago Titicaca y su antiguo palacio del Sol: La plata y oro bello, reluciente se ha vi∫to, no es negocio fabulo∫o, que cántaros de oro a maravilla tenía aqueste indio y gran vajilla. En una gran laguna este habitaua en torno de la cual estan poblados los Indios, que a ∫u mano el sujetaua en pueblos por gran orden bien formados, enmedio la laguna ∫e formaua una i∫la de edificios fabricada con tal belleza i tanta hermo∫ura que exceden a la humana compo∫tura (estrs. 19e-h y 20).

Más aun, tanto El Dorado como el Paititi borraron sus ya difusos e inubicables límites para pasar a ser identificados con la totalidad del territorio peruano, que durante los siglos xvi y xvii ocupaba casi completamente el subcontinente sudamericano. De hecho, Antonio de la Calancha identificaba el Perú con todo el territorio «de∫de Portobelo ha∫ta Magallanes» (f. 34r), basándose en las Leyes de Indias Occidentales (libro IV, título IV) decretadas por Felipe III y Felipe IV (f. 32r). Casi trescientos años más tarde, en 1925, Domínguez, en su estudio El Chaco boreal, dedicaba el tercer capítulo a explicar que «El Dorado era el Perú», en alusión a la expansión semántica del nombre y su aplicación a todo el territorio peruano y —por correspondencia administrativa— sudamericano. También el ilustre Antonello Gerbi, en su completa recopilación de las vicisitudes imaginarias de Europa sobre el Perú como emporio aurífero y nueva utopía, señala que «inevitabilmente, l’Eldorado si trasformava in una proiezione ideale del Perù, in suo “dopio” astrale e mitologico. Il desiderio di trovare un altro Perù si espresse in quella designazione

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tanto sicura quanto irreale» (1988: 52). El par semántico El Dorado/ Perú funcionó, pues, como una unidad cultural durante largo tiempo. El resto dependía de dónde se pusiera el acento: si en un lugar específico de la selva, en el territorio del virreinato o en la totalidad del Nuevo Mundo, que en algunos casos se confundía con el Perú, como señala el mismo Gerbi (50), al ser «lo mejor de las Indias»18. Cañizares Esguerra se ha referido a la relación del territorio con las estrellas entre los trópicos y en el Nuevo Mundo, aludiendo a los numerosos testimonios que encontraban señales benignas, como la Cruz del Sur, para explicar la calma del océano «Pacífico» y demás bondades del espacio americano. Las teorías sobre la influencia directa de las estrellas sobre tierra y gente circulaban en Europa desde muchas décadas atrás. Los trabajos de Marsilio Ficino, Giovanni Pontano y de Girolamo Cardano representan solo tres casos de una lista mucho más larga de científicos, doctores y filósofos que especulaban sobre la influencia de las estrellas en el cuerpo humano. Muchos pensadores del Renacimiento las relacionaban con los humores que predeterminaban los rasgos psicológicos personales de una ciudad específica o de un grupo de habitantes. Para poder defender mejor su supuesto derecho a una mayor participación administrativa y a la consolidación de su hispana, aunque local, identidad, los criollos solo necesitaban dar el siguiente paso a fin de obtener «crédito» por sus características espirituales, sacando ventaja, pero a la vez poniéndose por encima, de las glorificadas riquezas de su tierra. (Para conocer más ejemplos de la «reivindicación» del espacio peruano por parte de los criollos interesa el trabajo de Lavallé 1993: 105-129).

18. La frase proviene de una consulta emitida en 1584 por Mateo Vázquez de Leca, secretario de Felipe II, aconsejando que el primer puesto de virrey que debía darse a don García Hurtado de Mendoza era el de México, pues darle el del Perú significaba un ascenso demasiado rápido. El documento aparece citado en el artículo de Hampe «Esbozo de una transferencia política» (53), en que se estudia cómo de los veinticuatro virreyes que hubo en México y Perú entre los siglos xvi y xvii, los diez que ejercieron funciones en ambos virreinatos lo hicieron primero en México y luego fueron «promovidos» (con sueldo incluso doblado) al Perú. Miró Quesada confirma este dato a través del virrey marqués de Montesclaros, que pasó de la jefatura en México con un sueldo de 20000 ducados a la del Perú con un sueldo de 40000 (67).

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4. Buenaventura de Salinas y la agenda de la santidad peruana Como ya se ha mencionado, el proceso de «purificación» de El Dorado se desarrolló paralelamente a la vigorosa situación que en la economía real y simbólica gozaron los criollos durante el siglo xvii. La afirmación de su superioridad biológica y cultural frente a los peninsulares y, por supuesto, los grupos indígenas y africanos incluía la glorificación de los valores religiosos de los criollos. Antonio de la Calancha, por ejemplo, argumentaba detalladamente en favor de la superioridad de los criollos en su Crónica moralizada (f. 68), a la que me referiré en más detalle en la sección siguiente de este capítulo (he comentado el mismo pasaje de Calancha en mi artículo «La heterogeneidad colonial»: 180-181). Su principal argumento se basaba en la alta calidad de los ancestros de los criollos y en el templado clima peruano, que producía mejores individuos dentro de cada grupo racial. Así, los españoles de América eran superiores a los de España, los negros del Perú eran más hábiles que sus ancestros africanos, los indios de la costa, y especialmente de Lima, eran más listos que los de las alturas frías. Cañizares Esguerra ha examinado también las distinciones raciales con base en la astrología y las «complexiones» (como escribía Calancha) o «materia» de las que estaban hechos los blancos, los indios y los negros, reaccionando cada uno diferentemente a las mismas «causas universales», como la posición de las estrellas, el clima, la comida, etc. Remonta las fuentes de Calancha al médico alemán Enrico Martínez o Heinrich Martins y al observador español Juan de Cárdenas, ambos asentados en México entre fines del xvi y principios del xvii. Igual que en Lima, en México también existía un discurso de «astrología patriótica» en reacción a las constantes disminuciones ontológicas endilgadas por letrados europeos (ver Cañizares Esguerra 59-64). Uno de los puntos más importantes de la agenda criolla para la adquisición de legitimidad espiritual y altura religiosa fue la canonización de Rosa de Lima, Francisco Solano, Toribio de Mogrovejo y fray Martín de Porras. Todos vivieron en el Perú a principios del siglo xvii y fueron sumamente populares por sus vidas ejemplares y los milagros que se les atribuían después de muertos. De hecho, a tanto llegó su culto y su prestigio, que los tres primeros fueron elevados a los altares en tiempos virreinales, mientras que el virreinato de México no contó con un solo santo durante su existencia.

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La efervescencia religiosa de la Lima de principios del xvii se puede apreciar por la plétora de personajes que murieron «en olor de santidad», calculados en unos sesenta durante los mismos años. La abundancia de vidas ejemplares motivó sin duda un diluvio de biografías, hagiografías, referencias y sermones destinados a establecer la superioridad de los nativos de la tierra y de los españoles de origen humilde (como Solano y fray Juan Masías) asentados por largos años en tierras peruanas (Iwasaki 1994; Hampe: 12-13). Rosa de Lima o Rosa de Santa María (1584-1617), la más importante de los nombrados, era originaria de la Ciudad de los Reyes. Se ganó el aprecio y la devoción de sus contemporáneos por sus milagros y profecías, que incluían el hablar con mosquitos y domesticarlos (Osende: 126-129) y anunciar que Lima sería cubierta por las aguas del Pacífico debido a los pecados de sus habitantes. A Rosa también se le responsabilizaba con fervor de haber detenido el desembarco del corsario holandés Joris Van Spielbergen en 1615 con solo la fuerza de sus oraciones (Oviedo y Herrera: canto XI). En cuanto al segundo candidato a los altares, Francisco Solano (1549-1610), había nacido en Montilla, en Andalucía, la misma ciudad que habitara el Inca Garcilaso por cerca de treinta años. Sin embargo, Solano pasó la mayor parte de su vida adulta en el Perú, donde se dice que en ocasiones se le notaba levitando milagrosamente durante sus oraciones (D. N. Cook: XIV). Vivió hasta 1606 y llegó a ser tan venerado que «el cabildo de Lima adoptó a Solano como su patrón el 26 de junio de 1629» (XIX). El tercer candidato era aquel viejo enemigo de don García Hurtado de Mendoza, Toribio de Mogrovejo, que fue arzobispo de Lima entre 1581 y 1606 y dirigió el famoso Tercer Concilio Limense de 1582-83. Tal Concilio sería fundamental para definir las políticas sobre la educación y la conversión de los indígenas en los Andes. El cuarto candidato, fray Martín de Porras (1579-1639), era un mulato ilegítimo que trabajaba como ayudante de los dominicos y que, por su sencillez, su religiosidad y sus muchas buenas obras, se convirtió en protagonista de diversos milagros, como hacer que un perro, un gato y un ratón comieran del mismo plato sin pelear. Aunque los cuatro personajes ya eran admirados incluso antes de su muerte, el proceso de canonización sólo dio resultados en 1671 para Santa Rosa (que había sido beatificada en 1669), en 1729 para Mogrovejo y Solano, y en 1962 para Martín de Porras. Al ser Santa Rosa la más notable de los cuatro, la campaña para su canonización, en manos

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de los miembros correspondientes de la orden dominica, sus abogados criollos y la opinión general, mostró la impresionante fuerza de la élite criolla a fin de lograr su legitimidad espiritual y eclesiástica. Los estudios de Teodoro Hampe y Ramón Mujica sobre Santa Rosa han revelado las motivaciones políticas de la campaña por canonizar a la virgen limeña. Si bien es cierto que su misticismo y su simbolismo como modelo religioso no son muy diferentes de los de otras santas y místicas de la época en España, como sostiene Brading (1991: 370), el carácter criollo de su santidad se explica más allá de sus atributos personales y de la importancia general del culto mariano o de figuras femeninas en el santoral católico. La preferencia de los criollos limeños por ella, frente a Solano, Mogrovejo y Porras, fue sin duda un acto patriótico y político. A estas relevantes figuras religiosas, hay que añadir el enorme número de «alumbradas», beatas y místicos en general que poblaron los nueve conventos, seis monasterios y proliferantes iglesias de la capital virreinal durante las primeras décadas del siglo xvii19. El Memorial de historias del Nuevo Mundo Pirú (1630) de Buenaventura de Salinas estaba destinado a convencer a las autoridades y a los lectores de la necesidad y justicia de canonizar a Solano, ya que Lima y el Perú entero habían mostrado tanta o más santidad que cualquier ciudad europea. De hecho, Solano contaba con el fuerte apoyo de su orden y de otros sectores de la sociedad limeña. Había sido declarado patrón de la ciudad en 1629, así como de Panamá y de la Flota de la Mar del Sur en 1631, y de Cartagena y La Habana en 1632, entre otras ciudades. Fray Diego de Córdoba y Salinas, hermano de fray Buenaventura, dedicó a Solano el mismo año de 1630 una Vida, virtudes y milagros del Apóstol del Perú el B. P. Fr. Francisco Solano, reeditada luego en Madrid en 1642 y 1676, en la que lo declara «Apo∫tol de el Imperio Peruano» (f. 238r). (En las dos primeras ediciones se incluye la tercera «Canción Real» de Pedro de Oña, en alabanza del santo). Existía también el antecedente de fray Luis Gerónimo de Oré, que había publicado en Madrid su más temprana Relación de la vida y milagros de San Francisco Solano, con aprobación de 1613, apenas tres años después de que este falleciera en el Perú. 19. Consultar el libro 3 de la Historia de la fundación de Lima del padre Cobo. Iwasaki ofrece información adicional sobre las «alumbradas» en «Mujeres al borde de la perfección». Este trabajo ha sido discutido por Hampe (1998: 17) y por Mujica (2001: 45).

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Para lograr su objetivo, Salinas dedica buena parte de su obra a glorificar la grandeza y superior calidad de la Ciudad de los Reyes y sus habitantes criollos. Salinas dividió su trabajo en tres partes o «discursos». En publicaciones previas me he referido al contenido y argumentos del discurso tercero, que se enfoca principalmente en la calamitosa situación de la población indígena (1996c: 175-179 y 1998a). La defensa que Salinas hace de los grupos nativos está parcialmente destinada a demostrar que solo aquellos españoles nacidos y criados en el Perú o aquellos peninsulares con larga residencia en los Andes podían apreciar el valor humano y cultural de los indígenas. La tercera parte del Memorial es, por lo tanto, una lógica consecuencia de las dos primeras, y simplemente refuerza el argumento general de la obra por salvar la «honra» de la patria. Se pregunta Salinas: [¿]Es po∫∫ible, que todos quantos tienen ojos, y coraçon humano, no ∫e abra∫∫an para clamar, y reclamar por lo pa∫∫ado, y para pedir el remedio de los pocos que an quedado, y no gritan por la honra de la Patria, que tales hijos criò; y por la honra de Dios, que es la ∫uma, y que mas obliga a dolor [?] (f. 270r).

Este amor a la patria ha llevado a algunos historiadores (por ejemplo a Brading: 353) a reconocer un patriotismo local basado en la categoría de clase social, pero aún sin visos de nacionalidad. Por el contrario, aquí sostenemos que, según el significado que se le atribuya al término «nación», es posible hablar de una «nación criolla» en un sentido muy específico y racialista, obviamente ligado a una formación étnica. Ya que parte del proyecto de Salinas es defender y revindicar a la población indígena, las dos primeras partes de la obra están dirigidas a establecer el carácter singular y único del suelo y los pobladores peruanos blancos. Así, los discursos primero y segundo del Memorial constituyen una detallada exaltación de Pizarro y de la conquista, de la grandeza arquitectónica y material del antiguo imperio incaico, de la riqueza natural del Perú (en el discurso primero), y de los «méritos y excelentes cualidades de la Ciudad de Lima» (en el discurso segundo). Aunque Salinas no menciona explícitamente las leyendas de El Dorado o el Paititi en su descripción del Perú, el elogio exagerado de su reino nativo parte de la identificación entre tierra y oro. Según Salinas, Perú es sinónimo de oro y, en consecuencia, sus mejores habitantes, los criollos, constituyen la encarnación viva de esa riqueza.

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En un pasaje representativo de estos conceptos, Salinas describe el Perú como el pecho del que todo el mundo mama leche de oro y plata: Porque ∫i Roma es la cabeça del mundo, y Ca∫tilla la de ∫us Reynos, y Señorios; el Pirú es el pecho donde Roma, Ca∫tilla, Italia, Flandes, Napoles, Milan, Mexico, Portugal, la China, el Japon, las Filipinas, y todas las demas Provincias del mundo e∫tan mamando, y ∫u∫tentando∫e de ∫u ∫angre convertida en leche de oro, y plata, con que los alimenta a dos carrillos (discurso I, f. s. n.).

La idea de un territorio maternal que alimenta al mundo y, por ende, es crucial para el poder de España frente a sus enemigos, revela un gesto más o menos frecuente de feminización de la tierra y del orden político virreinal a fin de reclamar un lugar de importancia correspondiente dentro de la jerarquía del imperio. La feminización del virreinato era un gesto que se repetiría en algunos criollos de finales del xvii. Como veremos más delante en este libro, el prominente jesuita criollo Rodrigo de Valdés reclamaba en 1687 que «Lima haze lo mi∫mo que hizo Ariadna cõ The∫eo, con los E∫pañoles, dandoles las hebras de oro de las ricas Minas del Perù, mugeres honro∫as, e∫tado, honor, y e∫timacion. O! no quiera Dios, que ∫ean tan ingratos los E∫pañoles, con Lima, como lo fuè The∫eo con Ariadna, dexandola acabar, y con∫umir en lo retirado de e∫te nuevo mundo» (f. 2). Lima, como una moderna Ariadna, dependía del Teseo español, pero a este ella le era también indispensable a fin de derrotar a sus enemigos. Como se ve, esta feminización, figura retórica sin duda, venía acompañada del reclamo por la ingratitud española. El propio Calancha lo expresaba a su manera en 1638: «Todo e∫to ∫e debe al Peru, mejor dirè a los que le ganaron e à los que con ∫u vida le defendieron; miren la tierra con amor, pues que la bu∫can con codicia, no la murmuren quando la gozan, pues que la lloran quando la dejan; que los nacidos en ella ∫on peregrinos en ∫u patria, i los advenedizos ∫on los erederos de ∫us onras» (f. 72r). Sin embargo, esta subjetividad dominada, de mujer abandonada aunque orgullosa, expresaba también que, al mismo tiempo, Lima era el centro del mundo civilizado y no un mero apéndice del poder y la cultura europeos: Reconozca [mi e∫tilo] en e∫te nuevo mundo la Roma ∫anta en los Templos, Ornamentos, y divino Culto de Lima; la Genoua ∫oberuia en el Garvo, y brio de los que en ella nacen; Florencia hermo∫a, por la apacibilidad de los Temples; Milan populo∫a, por el concur∫o de tantas gentes como acuden

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de todas partes; Venecia rica, por las riquezas que produce para E∫paña, y prodigamente las reparte a todas, quedando∫e tan rica como ∫iempre; Bolonia pingue por la abundancia de ∫u∫tento; y Salamanca por ∫u florida Vniuer∫idad, y Colegios; pues quien nace en ella no tiene que embidiar meritos, pues ∫us padres, y abuelos ∫e los dexaron (Salinas 1957: discurso I, f. s. n.).

Afirmar que Lima resumía todas las virtudes y comodidades de las mejores ciudades europeas implicaba que el reino y la Ciudad de los Reyes no ocupaban simplemente el lugar de lo femenino dominado, sino también el del miembro más importante de la familia hispana. Lima se convertía, en virtud de las hipérboles laudatorias de hijos criollos como Salinas, en el espacio lógico e idóneo desde el cual el imperio español debía ser pensado y administrado o, al menos, el que debía ser valorado como el lugar más importante de la Cristiandad. En un trabajo posterior, el Memorial, informe, y manifiesto de 1646, Salinas incluso declaraba que Europa parecía ser casi inexistente cuando se la comparaba con la riqueza y la grandiosidad del Nuevo Mundo: La America lo hace todo; quando de ∫u e∫tomago robu∫to, por tantos hilos y arterias de Oro, y Plata reparte, y deriua ∫u ∫ub∫tancia a todos los terminos del Orbe. Qué mucho ∫i es mundo Carolino, y Emi∫ferio nueuo. Tan grande, que a juizio de varones cuerdos ∫i comparamos à Europa con el Mundo antiguo, que antes e∫taua de∫cubierto, parece un rincon pequeño: pero ∫i ∫e compara con el Mundo Nueuo Carolino, que de∫puès ∫e hallò; es tanto menos, que parece nada (f. 16r).

La consecuencia natural de tal premisa era la caracterización de los habitantes neoeuropeos de Lima y el Perú. Desde el Memorial de historias de 1630, Salinas simplemente afirmaba que los criollos eran una versión mejorada de la nobleza española: «[los criollos] ∫on con todo e∫tremo agudos, viuos, sutiles, y profundos en todo genero de ciencias [porque] e∫te cielo y clima del Pirú los leuanta, y ennoblece en animos» (1951: 246)20. 20. Salinas repetiría un argumento similar en 1646: «Y lo que mas admira es, ver quã temprano amanece a los niños el v∫o de la razon, y que todos en general ∫algan de animos tan lebantados, que ∫on pocos los que ∫e inclinan a las artes, y a los oficios mecanicos que ∫us padres les traxeron de E∫paña, porque el cielo, el clima, la abundancia, y riqueza de oro, y plata de que las Indias abundan, los lebanta y ennoblece en animos, y pen∫amientos. Y con∫equentemente los haze fieles en el comercio, y el trato. En fin todos ∫e hallan en e∫ta Lima tan dulce, y ∫abrosa para E∫paña, y toda

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Sin embargo, la postura de Salinas no era completamente original. Ya Francisco Fernández de Córdoba, el prestigioso letrado criollo de Huánuco, había expresado conceptos semejantes en 1620, según adelantamos en nuestra introducción: «los Criollos son hijos de la nobleza mejorada con su valor, [...] siendo más aventajados en esta transplantación, [de lo] que fueron en su nativo plantel» (8). De manera similar, Diego de Córdoba Salinas, hermano de Buenaventura de Salinas, parafraseaba a este y desarrollaba las mismas ideas sobre los criollos en 1651: Los que nacen acá son por extremo agudos, vivos y profundos en todo género de ciencias, y lo que más admira es ver cuán temprano amanece a los niños el uso de la razón y que todos en general salgan de ánimos tan levantados que son pocos los que se inclinan a las artes y los oficios mecánicos, que sus padres les trajeron de España; porque el cielo, el clima, la abundancia y riqueza los levanta y ennoblece en ánimos y pensamientos (1957: 479).

Con estas premisas en mente, podemos examinar el discurso criollo del siglo xvii como la manifestación articulada de preocupaciones mucho más profundas que la mera existencia de El Dorado. Los textos de Salinas son representativos del «criollismo militante» estudiado por Bernard Lavallé dentro de las órdenes religiosas y del «patriotismo criollo» descrito por Brading (caps. 14 y 15). La elocuente defensa de la población indígena y la crítica severa a las autoridades españolas por su mal gobierno y su descuido del «bien común» presenta rasgos del género de las letras arbitristas, típico de aquellos tiempos en ambos lados del Atlántico21. Sin embargo, la metáfora del abundante Europa, con ∫ati∫fazion, y gu∫to, teniendola en lugar de Patria, porque cõ entrañas de madre piado∫i∫∫ima recibe tantos peregrinos, los ∫u∫tenta, y enriqueze a todos, dandoles ∫alud, gu∫to, alegria, honra, y prouecho» (f. 23r). Sobre la precocidad intelectual de los criollos los testimonios abundan: Cañizares Esguerra (61-65) propone algunos ejemplos. 21. Sara Almarza ha examinado el género de las letras arbitristas en el Nuevo Mundo, aunque propone una aparición tardía. La estudiosa identifica la Lima inexpugable (1740) de Pedro de Peralta como la primera muestra. En España, los textos arbitristas circulaban desde por lo menos la mitad del siglo xvi. Se puede argumentar que incluso antes de los reclamos de tinte arbitrista presentes en la Nueva corónica de Guaman Poma y en los textos de Buenaventura de Salinas, numerosos autores como fray Luis de Morales y fray Miguel de Agia presentaban claros rasgos del género, criticando la deplorable situación de la población indígena y proponiendo remedios inmediatos para mejorar sus condiciones de vida y, por lo tanto, la con-

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oro como representación de las cualidades superiores de los súbditos criollos bien podría ser una derivación indirecta y sutil de la célebre leyenda del xvi. Esta «fusión» discursiva entre oro y gente se hace explícita desde el capítulo VIII del discurso primero, dedicado a la exaltación de las glorias intelectuales de la Universidad de San Marcos. En ese pasaje, el Perú no solo es madre generosa de inacabables metales preciosos, sino que del mismo vientre produce hijos de análoga calidad y cantidad, en consonancia con las feminizaciones del espacio peruano anteriormente señaladas: Es [el Perú] ∫u∫tento de tantas gentes, ∫agrado de tantas naciones, y la piado∫a madre de tantos propios, y adoptivos hijos. Ya el Perú madre rica, que ∫u∫tenta a E∫paña, ∫aca de las ciudades (que ∫on los ∫enos de ∫u vientre) mil excelentes sujetos, hijos propios, y aunque como madre fecunda, y piado∫a los pone ∫obre las alas ∫utiles de ∫us clari∫∫imos ingenios […]. Ya el Peru multiplica hijos como Roma, y Mae∫tros como Atenas, por de∫hazer agravios, y acreditar obras, y pre∫entes empre∫as […] de tal ley, que ni por ∫u Pyreine ninfa a los Pyrineos, ni por la agudeza de ∫us ∫ujetos, tiene para que tener embidia a Europa, pues la fecundidad de ∫us hijos, no es menos, que la riqueza de ∫us mi∫mas entrañas (1957: f. s. n.)

Esta «madre rica» y su inefable generosidad no podían, pues, sino recibir los más encendidos elogios de sus preclaros hijos. Tierra, oro y criollos se asimilaban en un mismo campo semántico que sentaría las bases de algunos de los poemas épicos posteriores escritos en homenaje o alusión a Lima, como veremos en nuestros próximos capítulos.

5. La exageración como estrategia: la amplificatio en Casasola Tamaña hipérbole del Perú y de Lima en Salinas adquirió vida propia y se vio desarrollada algunas décadas más tarde en una obra ya olvidada de las varias que se escribieron en apoyo de la canonización de Solano. En una nota relacionada con la alta calidad de los metales y la gente (blanca) del Perú, fray Domingo Casasola sostenía la «solaridad» de la figura de Solano en su Solemnidad festiva, un texto de secución del «bien común» en el reino entero. En «Indigenismos de ayer» (81-87) analizo el tema en más detalle.

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1679 dedicado principalmente a describir las fiestas realizadas en Lima ese mismo año con motivo de la beatificación de nuestro montillano personaje, que había sido firmada en 1675 por el Papa Clemente X (D. N. Cook: XXVI). La figura solar de determinados santos es también utilizada por otros cronistas como Francisco de Montalvo y Francisco de Echave y Assu, como veremos más adelante en este capítulo, aunque en relación con Toribio de Mogrovejo. Para valorar el texto de Casasola, conviene subrayar sus definiciones de Solano en función de una clara terminología astrológica: «Sol del nuebo mundo» y por lo tanto «Padre piado∫o de la Ciudad de Lima» (f. 1). Ya desde los neoplatónicos como Ficino, el sol era concebido como «hijo de Dios» (213) que «con la sua luce e il suo calore genera, fa vivere, muove, rigenera, rallegra e riscalda ogni cosa» (194). Algunas décadas más tarde, el médico Girolamo Cardano exponía su teoría de la generación de los metales por influencia solar en el libro VI de su De subtilitate libri XXI. Su argumento central era que el oriente producía más y mejores metales y piedras preciosas por su cercanía al sol de la mañana22. Asimismo, y en corroboración de la tesis de Fernández de Oviedo de que el mejor oro se cría en lo alto de las montañas por su cercanía con el sol (I, 162), Cardano dedicó interesantes páginas de los libros quinto («De Mistis») y sexto («De Metallis») al tema de la generación solar de los metales. En cuanto a la importancia del oriente, Julio César Scaligero se encargó de refutar la teoría cardaniana, argumentando que su posición era siempre relativa al punto de vista y que Europa era rica en hierro, pues las definiciones de riqueza y pobreza eran también relativas (Exotericarum exercitationum). Para seguir con Casasola, este no repara en incurrir en una explicación nominalista y providencialista de la presencia de Solano (astro y persona) en el Perú, con la consiguiente generación de oro religioso y «purificación» espiritual que su presencia conllevaba: «Carbunco ∫oi∫, Santo Mio, Luz por el apellido de la Prouincia donde naci∫teis, Andalus: Sol es vue∫tro nombre con letras añadidas» (f. 1v). Su labor evangelizadora consistió, pues, en disipar las tinieblas de la idolatría: «De Lima, y ∫us contornos ahuyenta∫teis las ob∫curidades de los vicios, y pecados» (f. 2r). Por lo tanto, «agradecida […] e∫ta noble ciudad, Ca22. «At contrà in occidente montes ab eadem parte prohibent ∫olem, ex adver∫a autem urunt, & planitie ∫unt deteriores: multò etiam antè illu∫trat orientis terras, quàm occidentis, quòd in mari nulli ∫int montes, in terra autem plurimi» (Cardano: f. 220r).

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beça de e∫te Peruano Imperio […] ofrecio a vue∫tro glorio∫o triunfo e∫tos publicos aplau∫os con quanto lucimiento pudo» (f. 2v). La insistencia de Casasola en denominar a Solano como «Sol de∫te nuevo mundo» y del «Peruano Imperio» lleva a incurrir en diversos juegos de palabra como «Sol-dado de Cri∫to» (f. 27r), para el que Santa Rosa es «la aurora» (f. 27v)23. La misión providencial de Solano proviene asimismo de su ya mencionado origen andaluz. Así, «parece le dixeron entonces los Prelados: Anda-luz de Sevilla; Anda-luz a las Indias: Anda-luz, parte a Lima, a la Prouincia de los doze Apo∫toles, ∫eras el Tercio decimo, seras el Pablo, ∫eras Predicador de aquellas gentes» (f. 28r). La pareja de fundación espiritual, Santa Rosa y San Francisco Solano, queda así definida en términos de los fenómenos astrónomicos y temporales: «La Aurora y el Sol ∫e aman muy e∫trechamente: y como amaba Solano a ∫u Aurora belli∫∫ima, no cuidò de coronar∫e Beatificado en el mundo, ha∫ta ver coronada, beatificada, y canonizada a Ro∫a» (f. 29r), quien, en efecto, había sido canonizada en 1671, según vimos. Santa Rosa aparece también como astro nocturno, pues «como Solano es Sol, no ha de ∫er ∫olo, ∫ino acompañado de otra lumbrera grande, que ∫ea Luna en la perfecta fabrica de∫te nueuo mundo: y e∫ta es la Santa Ro∫a: que ∫i es Aurora bella, que ∫e le canta, tambien es como la Luna hermo∫a» (f. 29v). Así, «Solano, y Ro∫a, Sol, y Luna, [son] dos Lumbreras grandes de e∫te mundo nueuo» (f. 30r). Sin embargo, el tercer candidato blanco a los altares no podía pasar desapercibido, de modo que Toribio de Mogrovejo es acomodado en esta dualidad fundacional triangulando las figuras cósmicas: O ∫i amaneciera ya Beatificado aquel luzero hermo∫o en la mañana de∫te nueuo mundo. Aquel a∫tro brillante de las mas felizes madrugadas de∫ta Santa Igle∫ia, aquel exemplari∫∫imo Prelado, Pobre euangelico, Mae∫tro Apo∫tolico Padre de pobres, Angel en carne […] el Señor Don Toribio Alfon∫o (f. 30r).

Los tres —Solano, Rosa y Mogrovejo—, una vez coronados de aureolas, y colocados en e∫tas cele∫tiales e∫feras […], reconociendo a la tierra por principio de ∫u ∫er, y por origen de toda ∫u grandeza, la ilu∫tren con mas viuos re∫plandores […] que ya colocados en aquellos alti∫simos ∫alones 23. Mujica (2001: 60-69) ofrece también amplia documentación para la caracterización de Santa Rosa como la Aurora de las Indias.

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de topacio, y elevadi∫simo tronos de zafiro, miraràn muy benignos a ∫u tierra, muy beneficos a ∫u patria (f. 30v)24.

Esta recurrencia a las figuras celestiales tutelares de la patria limeña y, por extensión, peruana, se manifestaba como parte de la expresión criollista de otorgar aun más coherencia al proyecto de purificación biológica y espiritual defendido en 1630 por fray Buenaventura de Salinas. No era raro que se prestara atención al mundo celestial en sus manifestaciones más visibles. El libro del cielo estaba abierto para quien supiera leer en sus constelaciones y movimientos, como hizo fray Antonio de la Calancha, el prominente historiador chuquisaqueño de larga residencia en Lima, en 1638. Las preferencias de Casasola por el sol, la luna, la aurora y la estrella de la mañana coinciden, curiosamente, con el panteón incaico, en el cual Chask’a o Venus es concebido como elemento masculino en algunas crónicas (así en el famoso retablo del Coricancha de Juan de Santacruz Pachacuti25). Coincidencia o no, lo cierto es que el ordenamiento y la jerarquización celestial indirectamente significaba la mejor «cocción» (en términos de Cardano) de los elementos en la tierra (incluyendo, naturalmente, a sus habitantes), sobre todo por la proximidad del sol. Tanta santidad, naturalmente, no podía ser más que una postura autodefensiva. Numerosos documentos y escritos en general apuntan a un libertinaje que no se disimulaba entre las costumbres limeñas. Bastaría encontrar en el Diario de Suardo, entre otras muchas entradas, las del 5 marzo de 1630, en que ocurre el caso de un negro «aburrido y desesperado», que quiere matar a su ama «que dizen es mal

24. Curiosamente, no muchos años después de Casasola, el famoso Lunarejo, Juan de Espinosa Medrano, llamaría a Santa Rosa también de múltiples maneras: «Entronizando∫e vn cogollo à brillar como Luzero del Alva en medio de los nublos de la mañana, como Luna en la hermo∫a plenitud de ∫us rayos, y como Sol en la perpetua eternidad de ∫us candores». Así, Rosa se convierte en la Venus «Virginea […] madre del amor increado» (266r, énfasis míos). La omnipresencia de Rosa entre los astros y fenómenos temporales no dejaba lugar protagónico para los demás candidatos peruanos a los altares. Rodríguez Garrido, en «Espinosa Medrano: la recepción del sermón barroco y la defensa de los americanos», hace un análisis de la defensa de los criollos en el mismo sermón 26, dedicado «a la Glorio∫a Santa Ro∫a, Patrona de los Reynos del Perú». Las defensas genéricas de los criollos son también evidentes en el «Prefacio al Lector» de la Lógica y en el Apologético en favor de Luis de Góngora. 25. Pachacuti Yamqui (157 y ss). Me he referido a las distintas descripciones de Chask’a en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso (182-189).

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acondicionada», y termina acuchillando a una moza cuarterona de mulata que pasaba por la Plaza Mayor. Se trata de un crimen pasional, que revela las condiciones de represión y deseo sexual en medio del verano (49). A día 17, «se leyeron dos edictos [...] en que prohiven el solicitar los confesores en las confesiones a las mugeres y el hablar de cosas deshonestas en los confesionarios o partes publicas so color de confesarse [...] y mandan [...] que todas las personas que supieren algo acerca desto, en cualquiera manera que sea, lo declaren ante los dichos Señores [de la Inquisición]» (52). Como se ve, ni los mismos confesores se libraban de las tentaciones carnales en plena canícula limeña. Por si esto fuera poco, recordemos que Emma Mannarelli (22) registra al menos un 50% de nacimientos en Lima durante el siglo xvii provenientes de relaciones extra matrimoniales, con lo que la lascivia no queda muy oculta en términos históricos. Y, para abundar, tenemos las conocidas burlas hacia los criollos y su incontinencia de parte de peninsulares como Mateo Rosas de Oquendo, Juan del Valle Caviedes y Esteban de Terralla y Landa, a fines de los siglos xvi, xvii y xviii, respectivamente, confirmándonos que no todos los habitantes de Lima coincidían en la idea de la suprema santidad de la ciudad. Hasta el mismo Antonio de León Pinelo, con todo su fervoroso criollismo, tuvo que recomendar en 1641 la prohibición del velo de las «tapadas» entre las damas limeñas, a fin de evitar suspicacias y pecados secretos26. Sin embargo, en autores como Casasola, la santidad limeña y su astrología propiciatoria, acomodadas a patrones y referencias bíblicas (aunque puedan coincidir, como hemos visto, con algunos rasgos del panteón indígena), servirán de postas retomadas por Montalvo y Echave, según anunciamos, aunque alternarán con variantes explícitamente doradistas, como la que ofrece fray Antonio de la Calancha, a quien volveremos a tratar también en nuestro capítulo cuatro a pro26. La cita es deliciosa: «El de∫cubrir∫e las mugeres los ro∫tros, es u∫o indiferente; el cubrir∫elos es bueno, el tapar∫elos es malo, porque naturalmente es la∫civo, con capa ò velo de hone∫tidad, es gala de las que quieren parecer damas, cevo de los hombres, ∫eñuelo de la juventud, tercero de la comunicacion, engaño de la hermo∫ura, lenocinio de la pudicia, adulacion de la fealdad, cautela de los defetos, oca∫ion de la de∫emboltura, i e∫pia doble que avi∫a al enemigo, para que acometa la fuerça que defiende. Apetecido de las mugeres, porque las haze parecer lo que no ∫on: juzgando∫e por hermo∫a tapada, la que de∫ucubierta ∫e conociera por abominable: porque ocultando∫e lo defectuo∫o del ro∫tro, ∫olo manifie∫ta las que las mas tienen mejor, que ∫on los ojos, i aun de∫tos el uno, por ∫i falta el otro, i con e∫te incitan, llaman, i atraen» (León Pinelo 1641: f. 121r).

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pósito de sus contribuciones para la difusión del culto a la altiplánica Virgen de Copacabana. Por ahora, veamos la relación de Calancha con El Dorado y con el proceso de autopurificación criolla que aquí venimos analizando.

6. Una disputa de oro: Antonio de la Calancha y Sir Walter Raleigh La leyenda de El Dorado fue diseminada internacionalmente por Sir Walter Raleigh en su célebre Account of the Discovery of Guyana, publicado en 1596. El texto fue inmediatamente traducido al latín y al holandés, e incluido e ilustrado en la fundamental visión leyendi-negrista de la Amerika (1599, en reedición póstuma) de Teodoro de Bry. A la vez, sirvió enormemente para consolidar la idea de la infinita riqueza sudamericana. El historiador británico William Wirt Henry reconocía desde el siglo xix la intención principal del corsario y explorador: «He had already discovered that the power of Spain was due to the wealth she derived from her American possessions, and he earnestly desired to secure for England the same source of power» (106). En efecto, la compleja y pintoresca narración de Raleigh sobre su expedición, además de estar sazonada con descripciones de monstruos (como sus célebres gastrocéfalos), de amazonas y de la magnífica belleza de las selvas del Orinoco, también contenía rotundas afirmaciones sobre la riqueza minerológica de la tierra. Según Raleigh, la reina Isabel de Inglaterra tenía derecho a poseer aquellos territorios y sus recursos auríferos, no solo por la supuesta predicción de que los incas serían liberados por los británicos27, sino también porque la reina misma era de alguna manera

27. Raleigh aseguraba que la profecía venía del gobernador español de isla Margarita Antonio de Berrío: «And I farther remember that Berreo confessed to me and others (which I protest before the Majesty of God to be true), that there was found among Prophecies in Peru, (at such time as the Empire was reduced to the Spanish Obedience) in their chiefestie Temples, amongst divers others which foreshewed the Loss of the said Empire, that from Inglatierra those Ingas should be again in Time to come restored, and delivered from the Servitude of the said Conquerors» (I, 235). Mi artículo «The Dragon and the Seashell» ofrece más detalles acerca del argumento de la posesión nominal de la tierra de los Ingas (o Incas) por «Inga-la-terra».

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una amazona, valiente y aguerrida, aunque virgen. Por lo tanto, la selva amazónica debía ser su lógica nueva conquista: And when the South Border of Guiana reacheth to the Dominion and Empire of the Amazons, tho∫e Women ∫hall hereby hear the Name of a Virgin, which is not only able to defend her own Territories and her Neighbors, but al∫o to invade and conquer ∫o many great Empires, and ∫o far removed (I, 235).

Raleigh es uno de los primeros autores que mencionan un origen incaico de El Dorado fuera del ámbito hispánico. Según la leyenda que él prefiere difundir, uno de los hijos de Wayna Qhapaq, decimoprimer gobernante del imperio, huyó del Cuzco hacia las selvas tras la invasión española. Ese hijo, cuyo nombre Raleigh no especifica, pero que bien podía ser una recreación del rebelde Mankhu Inka que escapó de los españoles en 1536, conquistó una misteriosa ciudad y la renovó con ingentes riquezas salvadas de los invasores europeos: I had knowledge, by Relation, of that mighty, rich, and beautiful Empire of Guiana, and of that great and golden City, which the Spaniards call El Dorado, and the Naturals Manoa, which City was conquered, reedified, and enlarged by a younger Son of Guainacapa Emperor of Peru, at ∫uch Time as Franci∫co Pazaro [sic.], and others, conquered the ∫aid Empire, from his two elder Brethren Gua∫car and Atabalipa, both then contended for the ∫ame, the one being favoured by the Oreiones of Cuzco, the other by the People of Caximalca (I, 141).

Aquí debemos señalar, sin embargo, que la relocalización de El Dorado desde las alturas centrales de la actual Colombia hacia la selva amazónica del Perú contemporáneo ya había tenido lugar algunas décadas antes. Pedro de Cieza de León se había referido en su Crónica del Perú de 1553 a un grupo de indios chancas liderados por Ancoallu, quien huyó hacia las junglas en los Antis tras la derrota de su nación en la guerra entre chancas e incas, supuestamente ocurrida a mediados del siglo xv. Tal guerra daría lugar a la enorme y rápida expansión del imperio incaico bajo el mando de Pachakutiq Inka Yupanqi28. Otros cronistas también se refieren al evento, sin duda mitificado, que ex28. En la Crónica del Perú (192 y 211), Cieza de León se refiere al caso. También afirma que Ancoallu fundó una colonia en las orillas de un lago en la provincia de los chachapoyas. Demetrio Ramos (460-461) identifica equivocadamente a Ancoallu como capitán incaico.

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plica el origen de las enormes dimensiones del imperio incaico29, pero Cieza es el primero en referirse a una migración hacia las selvas como consecuencia de la guerra y como escape de la dominación cuzqueña. La incaización de El Dorado posiblemente se convirtió en un lugar común con la fundación de un estado rebelde en el exilio de Vilcabamba por Mankhu Inka tras el fracaso de la rebelión de 1536. El gobierno del inca exiliado y sus sucesores fue desmantelado por el virrey Toledo en 1572, con el decapitamiento del hijo de Mankhu Inka, Tupaq Amaru I, ese mismo año en la plaza central de Cuzco. La leyenda, sin embargo, había cobrado vida propia y continuó circulando. Volviendo a la descripción que ofrece Raleigh de El Dorado, puede ser útil recordar una de sus alusiones al paisaje: «On both sides of this River [Orinoco], we pa∫∫ed the mo∫t beautiful Country that ever mine Eyes beheld» (I, 191). Más aun: después de haberse internado cerca de 400 millas en el territorio de la cuenca del Orinoco, según afirma, «into the ∫aid Country, by Land and River […]», propone que The Country had more Quantity of Gold, by manifold, than the be∫t Parts of the Indies, or Peru; all or mo∫t of the Kings of the Borders are already become her Majesty’s Va∫∫als, and ∫eem to de∫ire nothing more than her Majesty’s Protection, and the Return of the Engli∫h Nation (I, 141-142).

Esta superabundancia del rey de los metales y la buena disposición de los nativos para aceptar una posible «liberación» inglesa fueron comentados por criollos como fray Antonio de la Calancha. El fraile agustino no cuestionó la idea misma de El Dorado, pero llegó a creer que los supuestos incas sobrevivientes y habitantes de la ciudad ayudarían, en efecto, a los británicos. Calancha afirmaba que uno de los ijos de Guaynacapac ermano de Gua∫car i de Atagualpa (como dice Gualtero Raleg) se fue con millares de Indios Orejones, que eran los mas valientes, i poblò aquella parte de tierra, que està entre el rio grãde de las Amaçonas, i el Baracoã, que se llama Orenòque, entre el Estrecho de Magallanes, i el rio de la Plata uyendo de las guerras (f. 115).

A pesar de haber rebatido a Raleigh en relación con la profecía, Calancha toma estas informaciones de la obra del inglés y las presenta como parte de un saber de uso corriente en la época, aunque no parece 29. Betanzos: Suma, primera parte, caps. 8-10; Garcilaso: Comentarios I, libro IV, caps. 21-24 y libro 5, caps. 17-22; Murúa: 65-66.

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distinguir con precisión entre El Dorado y el Paititi (situados respectivamente en los orígenes del Orinoco y del río de la Plata). Obviamente, las leyendas de El Dorado y el Paititi estaban vivas entre criollos y peninsulares. Tales menciones ocurrían en relación con las posibles incursiones de los corsarios ingleses y holandeses, cuyas prácticas podían ser potencialmente percibidas como «liberadoras» por los indígenas, según veremos con más detalle en nuestro capítulo tres. En consonancia con el mítico lugar, Calancha acompañó sus argumentos sobre El Dorado y su protesta por las incursiones británicas en Sudamérica con los elogios exorbitantes de la infinita riqueza del Perú, la cual incluía, naturalmente, a su población criolla, basándose en la disposición de las estrellas. Basta examinar el capítulo XXXVIII del libro I de la Crónica moralizada, en que «Refiere∫e el Planeta, Signos I E∫trellas que influyen en Lima, i las condiciones de ∫us naturales. Su Antipoda, ∫u Topografia i abundancias. Lo lu∫tro∫o i magnifico de ∫us excelencias» (f. 239r), para ejemplificar la concepción etnocentrista de Calancha en relación con su provincia dentro de la monarquía indiana y así poder explicar los apetitos británicos e, indirectamente, los metropolitanos. Para Calancha, hay tres factores de influencia en la personalidad de las ciudades: a) la posición del sol «quando se començò à edificar la ciudad», b) el «lugar de la Luna» y, c) el «a∫cendente, e∫to es à la ora natal, punto o ∫igno que ∫e levanta de la inferior parte del emisferio à la parte ∫uperior del Oro∫copo: […] porque ∫e ob∫erva la me∫ma doctrina en el primer edificio de una criatura» (f. 240r). Además, al haberse fundado Lima un lunes (día de la luna), el 18 de enero, entre las diez y once del día, «era a∫cendente Pi∫cis». Sin embargo, reconoce que también, «a toda e∫ta comarca […] predomina Geminis» (f. 240r). En el mismo capítulo, Calancha se dedica a elaborar una verdadera «carta astral» de la Ciudad de los Reyes, para demostrar la alta calidad de sus habitantes y las razones de su magnificencia. Comienza señalando que por la luna, llamada por los latinos «Domus nuptiarum, ∫eu uxoria», se deduce que «la criatura i los abitadores de la ciudad ∫erã muy inclinados à ca∫ar∫e, i por ∫er ca∫a contraria, i opue∫ta, anuncia apetecer maridos, de diferentes tierras, i aver poca paz entre los ca∫ados» (f. 240r). Con este selénico argumento se implica la continuidad legal y racial de los criollos, más aun si el juicio sobre la frecuencia de extranjeros entre las preferencias de las limeñas es contradicho por Meléndez (I, ff. 353-354), como más adelante veremos. Asimismo, por no haber sido Lima fundada por un rey, sino

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por un gobernador, «∫erà mezclada ∫u fortuna teniendo pro∫peridades i de∫gracias» (f. 240r). Esto, sin duda, explicaría que, a pesar de su clima benigno, Lima estaría sujeta a desastres (de «des-astro») como los terremotos, de los cuales varios se habían sufrido en 1582, 1586, 1609 y 1630 (Llano y Zapata: f. 122r), solo para contar aquellos sucedidos antes de la aparición de la Crónica moralizada. En cuanto a los limeños, Calancha anuncia que «veran [los lectores] que ∫i la Luna e∫tava en el ∫igno Virgo, influìa ∫er los abitadores [de Lima] variables, aunque nobles de condicion; que tendran riqueças, i que vendrã à ∫er pobres por no ∫aber∫e regir ni governar» (f. 240r). Esta imagen crítica de la falta de autodeterminación política revela un doble estatuto ontológico en que se conjugan tanto el reclamo por una mayor iniciativa y protagonismo criollos en el gobierno como una «declaración de dependencia» frente al poder peninsular. La imagen estaba, sin embargo, acompañada de un abigarrado elogio al género femenino: «Las mugeres quando muchachas ∫eran vergonço∫as, i quando mayores, ∫eran amigas de adquirir, inclinadas à cenobio, ò à Monjas, virtuo∫as i devotas, aunque ∫iempre enfermizas» (f. 240v). Por añadidura, gracias a la influencia de Géminis, cuando está en ca∫a diurna de Mercurio […] predomina ∫obre Lima, i allarà que influye ∫er los ombres liberales i de buenas entrañas, diligentes en ∫us co∫as, dados à grangear i à mercancias, amigos de ablar mucho i en lenguage di∫creto; i las mugeres e∫timadas, i que ∫e tienen en mucho, siendo las mas dellas inclinadas al matrimonio de∫de muy niñas. E∫to se vè de ordinario en ∫us criollas (f. 240v).

Pese a tantas y tan favorables condiciones, Calancha advierte de los cambios de humor que pueden sufrir los limeños por influencia de «las tres estrellas verticales» que se encontraban en el firmamento en el momento de la fundación de la ciudad: «A no acompañar Mercurio à Saturno, fueran nocivas e∫tas e∫trellas verticales de Lima, cau∫ando efectos melancolicos» (f. 242r). En conjunto, gracias a los buenos vientos australes, la presencia de la Cruz del Sur y de sus constelaciones y planetas, Lima había nacido en inmejorables condiciones y constituía un epítome de lo mejor que se podía encontrar en el mundo, empezando por las comidas (lo cual nos recuerda el ya citado pasaje de «La tierra de Jauja» de Lope de Rueda):

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Todo el valle [de Lima] es fertil, ermo∫o y de provecho. […] Abunda en carnes buenas, i todo barato, carneros, vacas, cabritos, conejos, vizcachas, venados, carne de puerco, muchas gallinas, palomas ca∫eras i campe∫tres, patos, an∫ares, pavos i muchas otras aves. Quien quiere come perdiz, i quien tiene, puede goçar del umano regalo, ∫in acordar∫e de otro Reyno del mundo (Calancha: f. 244r)30.

Semejante oferta de carnes y manjares no se comparaba, sin embargo, a la altísima calidad de los habitantes, que pasaban a constituirse como el mejor capital de la ciudad: Lo ermo∫o de la ciudad e∫tà en los que la abitan, por la gala, a∫eo i ∫edas que los adornan. No pa∫an de ∫eys mil los vecinos E∫pañoles, pero ay mas de veynte mil mugeres de todos e∫tados i edades, donde ∫obra el a∫eo i excede la gallardia. Ay millares de negros, mulatos, me∫tiços, Indios i otras mezclas que llenan las calles, i de gran gentio i plebe (f. 245r).

La elegancia de los limeños ya era proverbial, hasta el punto que la ciudad se convertía en una inmensa vitrina de las modas y el más caro vestuario: «La gala i el lu∫tre es grande en las damas i ricos, i co∫to∫o el adorno o a∫eado en aun los oficiales i plebeyos. Todo repre∫enta Corte i arguye en unos o∫tentacion, i en otros vanidad» ya que «la tierra influye señorio, aniquilando condiciones cuytadas i agrandando coraçones umildes» (f. 245r)31. Y como «nobleza obliga» (dado el «señorío» súbito de quienes se veían mejorados por el simple hecho de vivir en la ciudad), Lima podía presumir de ser la más piadosa y dadivosa de las ciudades: «ga∫ta mas cera blanca Lima en un mes, que las grandes ciudades de Europa en ocho». Por eso, triunfalmente, podía Calancha afirmar: «Alabe∫e Lima de la ciudad mas limo∫nera que tiene la Cri∫tiandad» (f. 245r). La bondad natural de los criollos debía mucho, sin duda, a la disposición de las estrellas y a las benignas influencias que

30. «Hace ventaja esta ciudad a las de España», decía pocos años después el padre Cobo (1881: 71), confirmando que la templanza del clima producía una inagotable abundancia de todo tipo de comidas durante el año. 31. No es invención de Calancha, pues numerosos testimonios contemporáneos apuntan en la misma dirección. Recuérdese, por ejemplo, lo que escribía Cobo: «El […] lustre de los ciudadanos en el tratamiento y aderezo de sus personas es tan grande y general, que no se puede en un día de fiesta conocer por el pelo quién es cada uno; porque todos, nobles y los que no lo son, visten corta y ricamente, ropa de seda y toda suerte de galas, sin que en esta parte haya medida ni tasa» (1881: 78).

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estas ejercían en los humores y en la composición biológica de sus habitantes. Al argumentar casi al unísono que sus congéneres limeños, Calancha daba un segundo paso importante hacia la «purificación» de la leyenda de El Dorado después de las formulaciones de Salinas, al equiparar el oro, el emporio agropecuario y los criollos como los bienes máximos del Nuevo Mundo. En este sentido, resulta útil la mención que hace Santa Arias (193) de la transustanciación de la plata peruana en virtudes morales según la Crónica moralizada. Calancha, como Salinas, Casasola y otros, coloca el tesoro humano por encima de cualquier otra riqueza.

7. León Pinelo y la abundancia aurífera de El paraíso en el Nuevo Mundo Casi en los mismos años en que Calancha desarrollaba su actividad intelectual en Lima, Antonio de León Pinelo empezaba a destacar como uno de los intelectuales más polifacéticos del momento. Nacido en Valladolid, llegó a Buenos Aires posiblemente a los trece o catorce años, en 1604, y luego se trasladó a Lima en 161232. Vivió en la Ciudad de los Reyes por nueve años, donde estudió leyes (Lohmann Villena: «Estudio preliminar» de El gran canciller, XXX). Tras su regreso a España en 1621, luego de diecisiete años de experiencia en Indias, escribió numerosos tratados y documentos, incluyendo su señero Epítome de la biblioteca oriental y occidental (1629) y una de las más importantes defensas de la riqueza y la importancia de los reinos de Ultramar: El paraíso en el Nuevo Mundo, compuesto entre 1645 y 1650 (Porras 1943: XXIII), pero publicado solo en 194333. A pesar 32. Porras («Prólogo» a El paraíso en el Nuevo Mundo: VI) propone más bien las fechas de 1595 o 1596 para el nacimiento de León Pinelo. Lohmann Villena («Estudio preliminar» de El gran canciller de Indias: XXIV), en contraste, apunta las fechas de 1590 ó 1591. Las razones de la mudanza familiar podrían haber estado relacionadas con los prejuicios contra los conversos en la península. Ya antes los padres de León Pinelo habían tenido que salir del Portugal por motivos semejantes (Porras: V-VI). 33. La edición de Porras de ese año se basa en una copia manuscrita de 1780 a partir del original de León Pinelo de 1650. La copia se completó gracias a José Sobrino Manxón y se encuentra actualmente en la Biblioteca Real de Palacio en Madrid. El manuscrito original está aparentemente perdido. Sin embargo, León Pinelo logró

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de su importancia, el texto no ha sido estudiado en profundidad34. Su argumento es fundamental para entender el discurso criollo relacionado con la singularidad del Nuevo Mundo y su superioridad en todos los aspectos materiales en comparación con el Viejo Mundo, es decir, Europa, Asia y África. Lo mismo que Salinas, León Pinelo no menciona El Dorado específicamente, pero sí es muy claro en señalar la localización del Paraíso Terrenal en las selvas del Perú, en algún lugar cerca del río Amazonas. El polígrafo basaba su extensa argumentación en citas bíblicas, alusiones mitológicas y textos históricos, pero también en sus propias observaciones recogidas durante sus años en América del Sur, mientras estudiaba leyes y ejercía diversos oficios en la gran capital del virreinato. Escribe que «caminado he por el Perú muchas leguas sabido de lo que otros han visto en sus provincias» (1943: 13). Su viaje de Buenos Aires a Lima en 1612 y su privilegiada situación de estudiante de leyes ciertamente lo proveyeron de experiencia de primera mano y contacto directo con el territorio, útiles para su posterior descripción pormenorizada de la geografía del Nuevo Mundo. En El gran canciller de Indias, también confiesa que «navegué sus mares, atravessé mucho de sus Provincias sin cargos y con ellos, haziendo notas y juntando papeles i advertencias, poniendo estudio muy particular en entender sus materias» (18). Si Calancha se refería a El Dorado como una ciudad fundada por uno de los últimos incas sobrevivientes, León Pinelo identificaba los inmensos tesoros, tanto naturales como elaborados, del Nuevo Mundo con la totalidad del continente. En su obra hay una sutil conexión entre las riquezas de Sudamérica y los tesoros escondidos por diferentes grupos y personajes indígenas, como los de Puná (1943: II, 348349), los incas en Pachacamac (II, 357) y Wayna Qhapaq en su tumba bajo el templo de Coricancha en el Cuzco (II, 363). Después de mencionar numerosos hallazgos de oro y valiosa orfebrería en los nuevos territorios españoles, León Pinelo acepta la imposibilidad práctica de publicar un breve panfleto con el «Aparato» o índice en 1656, anunciando la existencia de El paraíso, ciertamente de muchas mayores dimensiones (1943: XIX y XXIII–XXIV). 34. Además del ya citado estudio de Porras, destaca el prólogo a Biblioteca hispano-americana VI, de José Toribio Medina. Otros trabajos de León Pinelo y sobre su vida y su familia, incluyendo a sus hermanos Juan Rodríguez de León (reconocido poeta) y Diego de León Pinelo (nacido en Tucumán y rector de San Marcos), son los de Lewin, Molina, Baudot y Hachim.

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calcular la cifra exacta de metales preciosos y joyas enviados desde el Nuevo Mundo a España. Siguiendo el ejemplo del Inca Garcilaso de la Vega, que en los primeros capítulos de su Historia general del Perú o Segunda Parte de los Comentarios reales (1617) trató de calcular las sumas de oro y plata enviadas desde el Perú, León Pinelo comienza el capítulo 25 del libro 4 de El paraíso declarando la seria dificultad de precisar el número de pesos que España había recibido hasta 1650. La insuficiencia del lenguaje humano para abarcar la astronómica cifra ciertamente intimidaba a León Pinelo (II, 353). Sin embargo, tras insistir en el mero carácter aproximado de sus riesgosos cálculos, llega a la cifra de 56 250 000 000 000, es decir, cincuentaiséis billones doscientos cincuenta mil millones de pesos (II, 372). En relación con el tema, Gonzalo Fernández de Oviedo cuenta que sólo el rescate de Ataw Wallpa en 1533 había llegado a los 2 millones de pesos de oro de valor (I, 157). José Toribio de Medina apunta una mínima idea de las increíbles cantidades de tesoros enviados por los conquistadores y otras autoridades desde el Perú entre 1534 y 1538 en su estudio La imprenta en Lima (II, 163-176). Allí se hallarán largos listados de los objetos de oro y plata recibidos por la Corona. Los listados que León Pinelo cita dentro de su propia obra no son menos nutridos35. Además de la aproximación numérica sobre el oro y los tesosos encontrados en el Nuevo Mundo, León Pinelo cita el Génesis para ilustrar la imagen del paraíso que él tratará de ubicar en tierras peruanas. Incluye, por ejemplo, la descripción del río Fisón, uno de los cuatro que salían del paraíso, como el lugar «en que nace el Oro, y es el que allí se cria purisimo y azendrado» (I, 1). Nuevamente, tal como en la descripción de El Dorado por los autores del siglo xvi, oro y agua aparecen juntos. León Pinelo habría simplemente despreciado o ignorado la leyenda de El Dorado al no mencionarla en su obra. Sin embargo, sutilmente transformó el concepto de un lugar de riquezas increíbles en una exaltación de todo el territorio sudamericano, identificando los ríos Amazonas, Orinoco, Magdalena y de la Plata o Paraná con los 35. En cuanto a equivalencias el día de hoy, los cálculos indican que si un peso tenía 8 tomines (aproximadamente 48 decigramos o 4,8 gramos de oro), según Fernández de Oviedo (I, 165), la cantidad de 56 250 000 000 000 de pesos de oro de valor en especies de oro y plata sugerida por León Pinelo equivaldría aproximadamente a 270 millones de toneladas de oro puro en la actualidad. Cada quien haga la conversión a dólares o euros o a la moneda que más le cuadrare y según las alzas y bajas del oro en el mercado de metales contemporáneo. Recuérdese para el caso que la cifra propuesta por León Pinelo sólo incluye los envíos hasta 1650.

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cuatro del paraíso (libro V, cap. 1), amén de encontrar en el plátano el árbol del Fruto de la Culpa o del Bien y el Mal (libro IV, cap. 15). Más aun, buena parte de su obra está dedicada a detallar las incontables especies de animales, monstruos, insectos, serpientes, aves, tritones, sirenas, arpías y hasta el unicornio (II, 46), así como las multitudinarias frutas, árboles, fuentes, lagunas, ríos, «la mejor pedrería» (II, 275) y variedad de metales del territorio americano, para desarrollar «la perfeccion que bamos provando en las regiones del Nuevo Mundo», pues muchos de sus componentes son «los mayores que en todo el Orbe se conocen» (II, 128). La exacerbación que hace León Pinelo del cuadro novomundial bien podría entenderse como la prolongación corográfica de su experiencia juvenil en Lima. Constantemente se refiere a sus nueve años en la Ciudad de los Reyes, llamando a Lima su «patria» adoptiva. No resulta, pues, descaminado sugerir que León Pinelo mantenía una alianza sentimental con sus compañeros de andanzas en el Nuevo Mundo, sus camaradas de aula y aventura entre 1612 y 1621 (Porras 1943: VIII). Una poderosa manifestación de ese amor y ese interés por el Nuevo Mundo fue su compilación de la legislación de Indias, siguiendo el modelo de su mentor, el oidor Juan de Solórzano, quien en su influyente Política Indiana (publicada en 1627 en latín y en 1648 en español) defendía abiertamente los derechos y privilegios de los criollos36. En el «discurso» o texto de apertura de su Recopilación de las Leyes de Indias, León Pinelo declaraba dedicar su obra «a todas las Indias que con veinte años de existencia tengo por patria» (en Porras 1943: XXII). Su identificación con los criollos era, por decir lo menos, evidente. Esto se muestra también en la minuciosidad bibliográfica de su Epítome de la biblioteca oriental y occidental y en su pormenorizado Tratado de confirmaciones reales, especialmente los capítulos XIII al XX, en que defiende los derechos de los beneméritos por los privilegios de sus antepasados conquistadores.

36. Según Porras, «Solórzano es el más profundo y solvente de los comentadores del derecho colonial» (Porras 1943: VIII). En su Política Indiana, Solórzano haría explícitos sus afectos y apoyo a los criollos (libro II, cap. XXX, ff. 245-246). Como se ve, la solidaridad de Solórzano con los criollos simplemente no aceptaba dudas. Su matrimonio con una criolla limeña revela, asimismo, una alianza que va más allá de los principios jurídicos.

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8. Meléndez y la superioridad moral criolla Tres décadas más tarde, fray Juan Meléndez, un dominico criollo nacido en Lima, esgrimió una de las más elocuentes defensas de los criollos y de la superioridad material y espiritual del Nuevo Mundo en sus Tesoros verdaderos de las Indias (1681). Francisco Antonio de Montalvo, en el «Juicio» o evaluación que hace de la obra de Meléndez, aclara desde un principio que «Te∫oros verdaderos de las Yndias [son] los muchos hijos de Santo Domingo» por la humildad y pobreza que supieron hacer prevalecer frente a las inmensas riquezas y codicia que abundaban en el Perú. La obra de Meléndez estaba destinada, por lo tanto, a exaltar la religiosidad de Lima, basándose en dos importantes premisas: resistencia a la tentación y, por ende, altas cualidades personales de los habitantes blancos de Lima. El elogio de los nativos limeños, lo mismo que en los autores anteriormente examinados, se convierte en la marca característica del texto. Sin embargo, a diferencia de ellos, Meléndez va más lejos en su encomio de la precocidad criolla para aprender y dominar la lengua castellana. Tras haber establecido que todos los habitantes blancos de Lima estaban intelectualmente por encima de los otros grupos del imperio español, explica los rasgos específicos de los nacidos en la ciudad. El uso del término «criollo» resulta el arma inicial en la defensa de sus connacionales. Llega a oponerlos al carácter «zafio» de muchos peninsulares, hasta no merecer estos tener figura humana, con lo cual desestabilizaba las categorías ontológicas dominantes dentro del amplio contexto imperial de trazos coloniales: para di∫tinguirnos de los mi∫mos E∫pañoles que nacieron en E∫paña, nos llamamos allà Criollos, voz que de cierto en E∫paña ∫e ríen mucho: pero con la razón con que ∫e ríen algunos de todo lo que no entienden: propiedad de gente ∫afia indigna de tener figura de hombres (I, f. 353r).

El rebajamiento de los españoles implicaba el automático ascenso de los criollos en la pirámide simbólica. Quizá como cualquier aristocracia (intelectual, al menos) de provincia, los criollos limeños operaban cambios en los niveles de dominio discursivo que reconstruían la imagen del propio reino entendido como «cuerpo», en este caso fronterizo. Curiosamente, el término «zafio», si bien en castellano estándar es sinónimo de «grosero» o «tosco», en castellano peruano el día de hoy es también sinónimo de «desalmado» (ver la segunda acepción

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correspondiente del DRAE, 21ª edición). «Desalmado» (no solo en el sentido de «malvado» o «cruel», sino también en su sentido literal de «sin alma» y, por lo tanto, subhumano) era un concepto implicado en la afirmación de Meléndez en 1681. En cualquier caso, tan fuerte juicio sobre la «zafiedad» de los peninsulares no podía simplemente ser un gesto aislado y espontáneo. Meléndez pertenecía a la alta jerarquía de su orden religiosa, y los Tesoros debieron haber pasado numerosos filtros administrativos e inquisitoriales. Es cierto, sin embargo, que el insulto no descalificaba a todos los peninsulares. El reclamo estaba dirigido a aquellos que no querían saber más de la sobrepujante superioridad —en términos criollos, naturalmente— de los reinos españoles al otro lado del Atlántico o los que, sabiendo de ella, no querían reconocerla. La degradación ontológica de un buen grupo de españoles a un nivel subhumano recuerda el mismo lenguaje utilizado por autores europeos para referirse al «otro» cultural hallado en el Nuevo Mundo. Ya en siglo xviii, la «disputa del Nuevo Mundo», como acertadamente la llamara don Antonello Gerbi, repetiría algunos de los mismos términos de desprecio bajo la pluma del conde de Buffon y de Corneille de Pauw37. Si los súbditos españoles de la Corona nacidos en Indias eran concebidos y tratados como bárbaros en potencia y por lo tanto naturalmente inferiores (como sugería López de Velasco en el pasaje citado en nuestra introducción) o, en términos de la moderna teoría postcolonial, white but not quite (para parafrasear a Homi Bhabha en «Of Mimicry and Man»: 321), era lógico para un alto cuadro de la intelectualidad criolla y muchos otros de sus coterráneos apropiarse de ese discurso, invertirlo y devolverlo envuelto en un texto cargado de ejemplos de la autoproclamada grandeza espiritual. Para reforzar el gesto, Meléndez añade que la limpieza de sangre, esa vieja y típica obsesión peninsular, se mantiene mucho mejor en el Perú que en España: 37. En su ya clásico La disputa del Nuevo Mundo: historia de una polémica, 1750-1900. Sobre el periodo que más nos toca, resulta también muy útil La naturaleza de las Indias Nuevas, del mismo Gerbi. Para una visión de la disputa entre teólogos, juristas y filósofos acerca del Nuevo Mundo en la España del xvi, se puede acudir a «Los iunaturalistas clásicos hispanos ante el encuentro de América», de Pérez Luno (cap. V). Es importante su distinción inicial entre teólogos como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Bartolomé de las Casas y Francisco Suárez; juristas como Juan López de Palacios Rubio (el redactor del famoso «Requerimiento»), Fernando Vázquez de Menchaca y Diego de Covarrubias, y filósofos como Fernán Pérez de Oliva y Juan Ginés de Sepúlveda, quienes adoptan distintas posiciones para caracterizar a los nativos americanos (36).

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hacemos pues mucho aprecio los Criollos de las Yndias de ∫er E∫pañoles, y de que nos llamen a∫∫i, y nos tengan por tales, y en orden à con∫eruar e∫ta ∫angre E∫pañola pura, y limpia ∫e pone tanto cuydado, que no tiene ponderacion: [¿]Quien da en el Peru vna hija, que no ∫epa primero ∫i es E∫pañol, de que Reyno, y de que pueblo el marido a quien la da? Muy al revez de lo que pa∫∫a en E∫paña con arta la∫tima de los que ∫aben ∫entir con razon y entendimiento e∫tas co∫as, pues ven ca∫ar∫e E∫pañoles con hijas de E∫trangeros, y E∫trangeros con hijas de E∫pañoles, y aun ∫alir∫e ellas mi∫mas de las recamaras de ∫us Madres a ca∫ar∫e con hombres de otras naciones (I, ff. 353-4).

Los criollos, por lo mismo, se convertían en el mejor y más genuino capital social de todo el Imperio. No olvidemos que un gran sector de la mentalidad de la época aceptaba el criterio de que los valores religiosos de alguna manera se transmitían por la sangre. Un español o española casado con un extranjero (quizá hasta con un converso o morisco o, peor aun, con un protestante) potencialmente esparciría la mala semilla y causaría con el tiempo la ruina de la cristiandad y del Imperio. La transmisión sanguínea de la idolatría y de creencias heréticas era un lugar común desde el siglo xvi (Cañizares Esguerra: 67). Es cierto que esta premisa no impedía que los criollos o españoles en Indias fueran constantemente acusados de mezclarse con las razas «inferiores» y contribuir a la proliferación de las castas. Algunos de ellos, como ya hemos visto en nuestra introducción, podían incluso tener antecedentes mestizos. Sin embargo, Meléndez prefiere no tocar el tema y defiende a ultranza la «pureza» sanguínea de los criollos, confirmando el carácter más bien cultural y jurídico de tal categoría clasificatoria dentro del conjunto social, antecedente inmediato de la de «raza» en el sentido moderno. Una vez que Meléndez ha establecido la superioridad criolla en todos los terrenos, el segundo volumen de los Tesoros verdaderos se dedica a narrar, como comprobación irrefutable de lo anterior, la ejemplarísima vida de Santa Rosa de Lima. Para tan importante figura del santoral católico y única santa de las Américas hasta ese momento, no podía haber menos que una cuna de semejante alcurnia. Por lo tanto, según Meléndez, Lima era comparable a Jerusalén (II, f. 155), y hasta fue diseñada por Dios, con lo cual se le otorgaba a la ciudad rango de punto simbólico fundamental dentro de un metarrelato providencialista sobre el orden cristiano en el Nuevo Mundo:

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Y pues ∫e parecen [Jerusalén y Lima] en la forma, bien puede pre∫umir∫e piado∫amente, que la di∫eñò Dios, para que la funda∫∫en los E∫pañoles, por caueza de las nueuas tierras, y nueuos Cielos, que ∫e de∫cubrieron, y conqui∫taron. Es pues la planta de la Ciudad de Lima perfecti∫∫ima (II, f. 155)38.

La implícita comparación que se deriva es que, al haber sido diseñada por Dios mismo, Lima es comparable a los cielos o al Paraíso Terrenal. Esta forma de purificación y elevamiento de la ciudad por encima de sus orígenes históricos le otorgaba a la urbe una dimensión indudablemente heroica. El diseño divino también conllevaba que el plan providencialista podría incluir la traslación del centro de la fe cristiana, recentrando así el paradigma europeo en relación con la superioridad de esa tercera parte del Viejo Mundo sobre las otras de la humanidad conocida. Lima, pues, se convertía en el axis mundi para la transmisión de la fe. Recordemos, por eso, que Meléndez no solo cuestiona la racionalidad («indigna de figura humana») de los peninsulares, sino que también formula un espacio renovado para el mejor desarrollo y prevalencia tanto de la pureza de sangre como de la más alta vida espiritual posible en su momento. Así, procede a narrar la vida de Santa Rosa, a la que dedica numerosos capítulos del volumen 2. Y en preparación para las otras vidas de santos que desplegará en el volumen 3, como fray Martín de Porras y fray Juan Masías, también dominicos terciarios, Meléndez inicia dicho volumen interpelando directamente a su lector europeo, ridiculizado abiertamente en su codicia: ∫i no te lleno las manos de Pe∫os de Poto∫i, te lleno el coraçon del Pe∫o inmmarce∫ible de la gloria […] que es la verdadera riqueza del Cielo, en las vidas admirables de los Siervos de Dios, que te pre∫ento, en cuya comparacion, es vil arena el oro mas ∫ubido de quilates, que tambien dijo el E∫piritu Sancto (III, f. s. n.).

38. El antecedente más notable de este providencialismo se encuentra en Bernabé Cobo, quien en su relato sobre la fundación de Lima por Francisco Pizarro afirma que «para mi tengo por indicio justo, de que Dios Nuestro Señor ponia su mano con especial favor en esta fundacion, y á lo mucho que habia de ser servido y glorificado su santo nombre en esta cristianísima ciudad, el haber guiado a sus pobladores á esta comarca, y movídolos á que con tanta conformidad tomasen sitio en ella» (1881: 17).

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El retorno a los textos sagrados («dijo el E∫piritu Sancto», como en los Evangelios) implica una autoridad discursiva que sobrepasa los límites de una simple narración histórica y lineal. Para ello, Meléndez no necesita negar la superioridad material del Nuevo Mundo. Más bien, está llevando sus argumentos más allá del género de la historia natural, aunque admitiendo que hasta el más puro oro que abunda en las Indias es riqueza vulgar cuando se compara con las vidas de los santos limeños. De este modo, echa mano también de la historia moral, la hagiografía y hasta el estilo sermonario, reforzando los múltiples puntos de vista que desafían simultáneamente una episteme unilineal y dominante en relación con una supuesta inferioridad americana, y apropiándose, por añadidura, del estilo bíblico. Como si fuera poco, concluye pidiendo a sus lectores que aprecien el verdadero oro de la santidad en el Perú y denuncia nuevamente la codicia de los europeos, para recordarle así a España su supuesta misión verdadera en el Nuevo Mundo: Lee mis libros (bueluo a decir) con piedad, y hallaràs mucho oro, y puri∫∫imo, entre ∫us de∫aliños, y mucha plata, y fini∫∫ima, entre ∫us e∫corias; y ha∫te rico de vna vez de lo que truxo vn Indiano, ∫i para poderlo ser en tantos años no te han ba∫tado las Yndias (III, f. s. n.).

El «Indiano» logra, así, darles vuelta a los términos de la dominación. El lector europeo es interpelado casi en términos inquisitoriales, siendo cuestionado en su confiabilidad como sujeto ético. Para prevenirse del antiguo argumento de que la idolatría se trasmitía a los criollos por sangre o proximidad con la población indígena o africana, Meléndez opera dentro de la «ciudad letrada» y los recursos propios de esta con una habilidad sorprendente39. Atribuye a los españoles no solo codicia, sino idolatría potencial, al valerse de un medio de comunicación (la escritura alfabética) inicialmente empleado como 39. Sobre el uso de la «ciudad letrada» por los sujetos de la dominación española sobre el Nuevo Mundo, se pueden consultar los capítulos 1 a 3 de La ciudad letrada de Ángel Rama. Sin embargo, debe anotarse que el esquema general de Rama merece matizaciones importantes, como una distinción mayor entre agendas criollas, baqueanas, peninsulares y sus correspondientes grados intermedios, de acuerdo con el lugar y el momento histórico del intercambio discursivo sobre la superioridad o inferioridad de los criollos y de otros grupos americanos. Una discusión de los aportes generales de Rama está disponible en la compilación de Mabel Moraña Ángel Rama y los estudios latinoamericanos, sobre todo en los trabajos de Verdesio, Campa y Poblete, enfocados en La ciudad letrada.

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herramienta para disminuir la importancia simbólica y cuestionar el derecho espiritual, intelectual y jurídico de los pueblos nativos a autogobernarse. El Dorado es recentrado, en este caso, dentro de los términos del discurso escrito. Y es este mismo discurso el que se constituye como palabra transmisora de una religiosidad renovada y superadora de los paradigmas europeos. Discurso y referente se entrecruzan en su opulencia (por un lado material y espiritual, por el otro argumentativa y ejemplarizante) a fin de consolidar una autoafirmación ontológica de larga estirpe. La sustitución metonímica que va del valor de la tierra y sus productos minerológicos a sus manifestaciones humanas y culturales no puede menos que servir para fortalecer un proceso de hegemonía relativa, aunque aún en pugna y tensión, entre criollos y sectores oficiales de la peninsular Corona. No olvidemos, sin embargo, que este es sólo un aspecto del criollismo. Ejemplos sobran en relación con las continuas alianzas políticas que se daban entre ambos grupos cuando las circunstancias lo exigían, como demuestran numerosos textos (por ejemplo Los Ministros de la Audiencia de Lima, de Lohmann Villena).

9. Francisco de Montalvo, Francisco de Echave y la «solaridad» espiritual peruana Otro escritor afecto al tópico de la abundancia de oro y del entorno privilegiado para el desarrollo de la superioridad espiritual peruana fue Francisco Antonio de Montalvo, un sacerdote español de la Orden de San Antonio de Viena, nacido en Sevilla y residente por varios años en el Perú. Su obra mayor, El Sol del Nuevo Mundo, publicada en Roma en 1683, está dedicada al virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, quien dos años más tarde encargaría la construcción de la muralla de adobe que rodearía Lima hasta la década de 1860, cuando se ordenó su demolición. De tal muralla sobrevive hoy solamente uno de sus orgullosos treintaitrés baluartes. A diferencia del Memorial de historias de fray Buenaventura de Salinas, que estaba destinado a perseguir la canonización de Francisco Solano, El Sol del Nuevo Mundo de Montalvo pretendía convencer a la Corona y a la Iglesia de la canonización de otro fuerte candidato, el mencionado arzobispo Toribio de Mogrovejo, muerto en 1606.

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Para llegar a su principal fin, Montalvo necesitaba probar la santidad de los habitantes del Perú. Incurre en la común estrategia de exaltación de la tierra y del clima que hacen posible el florecimiento de tantos modelos espirituales. Igual que Salinas, Meléndez y Casasola, Montalvo entiende los términos «Nuevo Mundo» e «Indias» como sinónimos del Perú. En su visión, este Nuevo Mundo «es tan afortunado por naturaleza […] que no tiene co∫a mala, porque ∫u cielo es veneuolo, ∫u aire apacible, ∫u agua ∫aludable, y ∫u tierra fertil» (f. 6r). Sobre el clima, por ejemplo, Montalvo constata que los días y las noches son más o menos iguales en duración debido a la ubicación del Perú en la Zona Tórrida. Por lo tanto, los vientos son determinantes del clima, ya que no son «tan elados como en E∫paña, ni los veranos tan ardientes como en Africa, deuiendo e∫ta fertil tierra a ∫us vientos au∫trales la continua y apacible primavera de que goza» (f. 9r). La teoría sobre la influencia del clima en la espiritualidad de la gente no era nueva en absoluto, y ya había sido expuesta por prominentes criollos como Salinas y Calancha, según hemos visto40. Sin embargo, Montalvo une ese criterio con otro viejo tópico, el de la primavera eterna, utilizado casi ochenta años antes en México dentro de las caracterizaciones que Bernardo de Balbuena hizo de la capital de Nueva España en su Grandeza mexicana de 1604, al referirse a la «primavera indiana» como propia de la ciudad41. El padre Cobo también había aludido a esa condición del clima de Lima como parte de su larga y pormenorizada exaltación de la Ciudad de los Reyes (1881: 40-41). Por eso, continuando con el argumento sobre la mejor calidad del clima y la de tierra del Nuevo Mundo, los cuales constituían el caldo de cultivo adecuado para la elevación espiritual de los habitantes blancos del Perú, Montalvo propone que La tierra del Perù es la mas rica, y feliz que conoce el mundo, de ∫us fertilidades ∫e ∫ati∫facen ∫us naturales, de ∫u riqueza nunca ∫e hartò nue∫tra codicia, porque ellos toman lo que les va∫ta, y no∫otros anhelamos por lo que nos ∫obra. Produce el mejor oro del vniuer∫o en di∫tancia de mas de mil 40. Afirmaba Calancha que «todo rigor de tiempo es tan moderado i todo tan ermo∫o, que no ∫e conoce temple i cielo en el mundo de ∫us circun∫tancias» (f. 243r). El mismo autor se remonta a Cieza (primera parte, cap. 71) citando uno de los primeros elogios escritos al clima y el valle de Lima: «verdaderamente es una de las buenas tierras del mundo» (f. 243r). 41. Jacques Lafaye se ha referido a este rasgo del discurso patriótico criollo mexicano en su Quetzalcóatl y Guadalupe (102-123).

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leguas, de∫de Ca∫tilla del Oro al e∫trecho de Magallanes […] en los parajes de Quito […] en Carabaya cerca del Cu∫co el Rey del oro y de∫precio del Arauia, y del Ofir, en todo el reyno de Chile […]. Da∫e en vnas regiones el oro en minas, y en otras entre las arenas de los rios, excediendo en quilates, y cantidad a quanto crian todas demas tierras del orbe (f. 9r).

Al plantear una diferencia entre el Perú y el Ofir y Arabia, Montalvo reitera que el primero produce el oro más fino, convirtiendo al Cuzco en «Rey del oro». La implícita resonancia de esta referencia áurea es obviamente la del esquivo El Dorado, ya que también va acompañada de alusiones a la fertilidad de la tierra (lo que implica la presencia de agua) y a los límites boreal y austral (Castilla del Oro y el estrecho de Magallanes) del Perú, convertido desde hacía mucho en sinónimo del legendario reino aurífero. Pese a que Montalvo se identifica con un «nosotros» referido a los peninsulares, se alinea principalmente con los criollos, quienes viven satisfechos con su propia tierra y no se encuentran viciados por la codicia atribuida a los españoles. Junto con el prolongado elogio a la alta moralidad y generosidad de los criollos, Montalvo establece un sutil paralelo entre el oro abundante y la superioridad intelectual. Aquí sus palabras: Los hombres y mugeres que cria e∫te nueuo Mundo, por mas proporcionados a la participacion de los beneuolos influjos de ∫us a∫tros gozan de excelentes calidades, y de todos aquellos dones con que la naturaleza ilu∫tra a ∫us muy fauorecidos, los cuerpos de las mugeres tienen mucha alma, las almas de los hombres mucho entendimiento, y todos en comun, buenos talles, hermo∫as caras, afables condiciones, y liberales animos. Aun donde la agudeza es muy natural ∫e ga∫tan ∫eys y ocho años para e∫tudiar la grammatica, y los criollos del Perù en menos tiempo acaban todos ∫us e∫tudios, de que ∫e infiere no ∫er inferiores à otras algunas naciones en la habilidad, y que exceden à muchas en la aplicación (f. 16r).

El semántico desplazamiento subtextual (del oro a la tierra y de la tierra a la gente) insiste de manera indirecta en el clamor general por un mejor reconocimiento y un mayor poder en las estructuras del proyecto imperial, paralelos y suplementarios al protagonismo comercial que los criollos ya disfrutaban. Parte de la sustentación consiste en nombrar a los numerosos «Varones Ilu∫tres» o criollos que ha producido la ciudad a partir del capítulo XI de la primera parte de la obra. Así, dicho capítulo nombra a cuarentaicuatro hombres santos perte-

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necientes a distintas órdenes religiosas, dedicados exclusivamente a la expansión de la fe. En el siguiente «Da∫e cuenta de algunas religio∫as, que con ∫us virtudes en vida y muerte ennoblecieron la Ciudad de Lima» (f. 65r), y en el XIII se ofrece una lista de los miembros del clero secular que habían destacado por sus buenas obras y acciones. Para no soslayar la importancia de las letras, Montalvo procede en el capítulo XIV con su abultado recuento de los «E∫critores Regulares y Seglares que han florecido en el Perù» (f. 87r), mencionando sus respectivas obras. Entre ellos destacan Alonso de Ovalle, Antonio de la Calancha, Antonio de León Pinelo, Bernardo de Torres, Buenaventura de Salinas, Fernando de Valverde y muchos más, aún hoy conocidos, hasta completar cuarenta y siete nombres en el capítulo siguiente, todos acompañados de los títulos de sus obras. La plétora de autores criollos es abrumadora. Montalvo, como León Pinelo, representa un caso de sujeto peninsular que establece una estrecha alianza con los criollos tras haber permanecido muchos años en el Nuevo Mundo, según vimos en nuestra introducción. Este tipo de sujeto, usualmente conocido como «baqueano», se distinguía de los «chapetones» o «gachupines», términos que se referían específicamente a los peninsulares que pasaban pocos años en el Nuevo Mundo y regresaban a Europa, sin dejar ninguna contribución significativa en las sociedades virreinales. Por el contrario, eran más bien considerados explotadores de los indígenas y, por supuesto, de los criollos mismos (aunque esta última forma de dominación se haría mucho más visible en la segunda mitad del xviii como consecuencia de las reformas borbónicas, según veremos en el epílogo de este libro). No muchos años más tarde, y en apoyo de la misma causa por canonizar a Mogrovejo, Francisco de Echave y Assu publica en Amberes La estrella de Lima convertida en Sol sobre sus Tres Coronas (1688), en clara alusión a la influencia de los cielos en la conformación urbanística y cultural de la Ciudad de los Reyes y a la estrella de Belén que preside el escudo de Lima. Echave, de origen vasco, llegó a ser «Cavallero del Orden de Santiago [y] Corregidor del Cercado de Lima por ∫u Mage∫tad», como dice el subtítulo de la obra. Nacido «de Ca∫a Solariega en la Cantabria» y aunque era e∫traño en la Patria […] acredita verdaderas las noticias, que puntuales e∫crive […] porque le atiende tan proprio, y le tiene por tan ∫uyo la Ciudad de Lima, que le cuenta entre ∫us Nobles Ciudadanos; y las admirables

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prendas, que le adornan, de erudición, genero∫idad, y prudencia, han hecho ∫u nombre tan bien qui∫to, que ha merecido de los primeros lugares en la e∫timacion de todos,

en palabras de la «Aprobacion del Doctor D. Franci∫co Alon∫o Garcés, Cura propio de Villaumbro∫a de Noez en el Arçobi∫pado de Toledo, y racionero de la Santa Igle∫ia Metropolitana de Lima, Doctor en Sagrada Theologia». No es raro, pues, que un peninsular de larga residencia en Lima elogie a otro y asuma las mismas posturas de muchos criollos en defensa de la ciudad. De hecho, para el mismo prologuista, Lima no es menos que un «abreviado cielo», pues ∫iendo el Cielo vn libro donde con caractères de E∫trellas ∫e e∫criven los ∫uce∫∫os de los ∫iglos, reparo, que componga vn libro entero ∫ola la E∫trella de Lima; ∫erá porque en ella ∫e contiene todo el Cielo, ô porque la Ciudad de Lima, donde a∫∫i∫te en amena e∫tacion la Primavera perpetua, es vn abreviado cielo, donde luzen las flores, y florecen las E∫trellas (f. s. n.).

Como se ve, la eterna primavera y la condición celestial de la ciudad (con la estrella que la preside) sientan las bases de la posterior argumentación de Echave en favor de la santidad de la urbe limense, apoyado en la instrumentalidad de los astros por Dios. En este caso, la identificación de una ciudad con su estrella tutelar y de esta con lo mejor del firmamento explica perfectamente el sentido del subtítulo de la obra: «De∫cripcion sacro politica de las grandezas de la Ciudad de Lima, y compendio hi∫torico Ecle∫ia∫tico de ∫u Santa Igle∫ia Metropolitana». La asociación de historia eclesiástica y hagiográfica, por un lado, y de historia política, por el otro, revela una fuerte alianza epistémica entre el mundo espiritual y el temporal, indisociables para la legitimidad de un orden periférico en su lucha por constituirse como centro de la civilización. Así, el mismo Garcés establece una comparación entre Roma como vn Mundo abreviado, que la dió ∫u primer fundador Romulo, mientras Lima goza la gloria de ∫er abreviado Cielo, que ∫e la mereció Santo Toribio ∫u Arçobi∫po ∫egundo en orden, y primero en ∫antidad, ∫iendo E∫trella de tan ∫uperior magnitud, que ∫e convirtió en Sol para ocupar vn Cielo (f. s. n.).

La figura no es nueva, y bien recuerda la prestigiosa distinción de San Agustín entre una ciudad de los hombres y una ciudad de Dios, que en este caso se encontraría encarnada en la Ciudad de los Reyes.

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No por nada, el nombre mismo le fue otorgado a la urbe en honor de los tres Reyes Magos, como constatan el padre Cobo (1881: 24) y el escudo mismo de la ciudad. En semejante ambiente, los habitantes de Lima o «limanos» no podían más que tener un «dulce, y apacible genio», como sentencia el prologuista. Junto con él, muchos criollos y extranjeros concebían el esplendor económico y mundano de su ciudad en relación directa con su santidad. En una ilustración proveniente de la obra de Echave, se ve a un San Francisco Solano presidiendo un escudo de Lima que forma con sus coronas una perfecta Cruz del Sur. Para no quedar corto y justificar las afirmaciones sobre la grandeza limeña, la «Aprobacion del Ilu∫tri∫∫imo, y Reverendi∫∫imo ∫eñor D. Fr. Luis de Lemos y V∫ategui, del Orden de San Agu∫tin, del Con∫ejo de ∫u Mage∫tad, ∫u Predicador, y Obi∫po de la Concepcion de Chile» continúa con los elogios a la ciudad, que no son menos subidos: «Mucho les parecerà a los que no han vi∫to aquel Pais, que [Echave] ∫e dilata en ∫us alabanças; pero quien huuiere logrado ∫us a∫∫i∫tencias le notarà de corto, porque en la redondez del Orbe no ∫e hallarà co∫a ∫emejante» (f. s. n.). Lemos compara así su propio juicio con el de San Pablo cuando le preguntaban cómo era el paraíso: Ni los ojos lo han vi∫to, ni los oìdos lo han oìdo, ni ha cabido en el corazon del hombre ∫u ∫emejança. No ∫é ∫i es pa∫∫ion mia; donde ni el relampago de∫lumbra, ni el trueno amedrenta, ni el rayo atemoriza, que no tiene nece∫∫idad de las nubes para ∫u incremento, no ay pe∫te, ni hambres, y en todo el año (con poca diferencia) vna continuada Primavera, cuyos ayres, è influencias tan benignamente acarician, que ∫iempre ∫on recreo a los ∫entidos (f. s. n.).

Según Lemos, Lima resultaba, pues, el verdadero Paraíso Terrenal ya que el Paramuel [sic., por Juan Caramuel], y otros Autores, qui∫ieron dezir, que al Parai∫o no le avia tocado el general e∫trago del diluvio; y aunque comunmente ∫e refuta e∫ta opinion por ∫er contra el texto […] dixera yo, que ∫i ∫e puede a∫entir a ello, es diziendo, que Lima es el Parai∫o, pues las ∫eñas no ∫on de otra co∫a […] Ruego a Dios no permita, que aquel Parai∫o, que diò a nue∫tro Rey, y Señor ∫u Divina Mage∫tad, peligre por falta de quien le guarde (f. s. n., énfasis mío).

Este pedido es semejante al que Rodrigo de Valdés, el contemporáneo cantor de la Ciudad de los Reyes, haría en los mismos años den-

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tro del largo elogio en verso hispano-latino de su lugar natal, según vimos anteriormente y examinaremos con más detalle en el capítulo correspondiente. Asimismo, recuerda el pedido de Calancha en 1638, cuando exige a los peninsulares que «miren la tierra con amor» (Calancha: f. 72r). Tras tan prolongados y abultados exordios, y las correspondientes exhortaciones a la autoridad real para que no olvide la fuente de su poder, Echave dedica los primeros seis capítulos a narrar la vida de Toribio de Mogrovejo, resaltando, naturalmente, sus virtudes y obras en beneficio de la población general del Perú, especialmente los indígenas. Recordemos que Mogrovejo recién sería canonizado en 1729, aunque la noticia de su beatificación llegó a Lima en abril de 1680. Por eso, nada tendría de especial esta hagiografía adelantada si no fuera porque se apoya en la ya esbozada corografía superlativa que Garcés y Lemos desplegaron en sus respectivos y citados paratextos. Así, los capítulos VII y VIII inician un giro político dentro de la argumentación, pues se dirigen a parangonar a Pizarro con Rómulo, el fundador de Roma, a través de la descripción minuciosa y prolongada de la catedral o Templo Mayor y sus altares (ff. 44-118). Hay una alabanza exaltada de Pizarro, que se apoya en el pasaje de fray Buenaventura de Salinas en su Memorial de historias del Nuevo Mundo Pirú, cuando reclama un poema épico en alabanza del fundador de la ciudad42. Dice Echave en su descripción del templo, en la parte correspondiente a la «Capilla ∫ubterranea, y boveda del Altar mayor, de donde ∫e tra∫ladaron los ∫agrados hue∫∫os del beato Toribio a la Capilla de San Bartolomé, donde oy ∫e veneran» (f. 113r), que allí también tiene ∫u depo∫ito aquella gran cabeza del Marquès Don Franci∫co Pizarro, conqui∫tador de∫tos Reynos, digno de mayor fortuna, y eterna memoria, 42. «De Piçarro, que nauegò por entre perlas del Sur, y corriò por sedientos arenales dãdo fuerça a sus trabajos, y possession a su esperança, y animosamente se arrojò a quitar de la frente, y manos de Atagualpa el supremo señorio de la America, arroxandola a los pies del cetro, y sobre los ombros Catolicos de España. Apenas se oye su nombre en el Pirú, apenas se cuentan sus hazañas, ni se pondera su coraje, y valentia. [¿]Quien a sabido referir las singulares, y no creydas hazañas destos Conquistadores, a quienes la desecha fortuna del mar, y tierra hizo exploradores de los frutos, y riquezas del Pirú? [¿]Que Virgilio Español a tomado a su cargo esta nauegacion, como el otro, que cantò la de Eneas, por el Mar Tirreno? [¿]Que Valerio Flaco de aquesta insigne Vniversidad de los Reyes a querido celebrar el bellozino de oro, que hallaron tantos Iasones, y mares nauegados por tantos Argonautas valerosos?» (Salinas: f. s. n.).

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por primer padre, y ∫egundo Romulo, fundador de∫ta Ciudad de Lima, nuevo Con∫tantino en la edificación primera de∫te Templo: a cuyo valor deben e∫tos reynos ∫u Fé, y E∫paña e∫tos Reynos (f. 114r).

De este modo, los perfiles militares y sangrientos de la conquista empiezan a ser matizados al enfatizar la religiosidad del conquistador: «Tomó la Fé po∫∫e∫∫ion en el barbaro campo del gentili∫mo, debiendo al Chri∫tiano zelo, é intrepida virtud de Pizarro e∫te Occidente el conocer al Sol de Iu∫ticia, ∫ujetar∫e al yugo ∫uave del Evangelio, y ∫er tributarias del Monarca E∫pañol innumerables provincias» (f. 114r). Por eso, insiste en la necesidad de crear un homenaje público a Pizarro, reclamo que sólo será atendido en 1732 con la Lima fundada, como veremos: «Aqui duermen las cenizas en tan breve mau∫oleo, ∫in que las de∫pierte del ∫ilencio de ∫u olvido la aclamacion, que dè vida a ∫u nombre» (ff. 114-115). La segunda parte de la obra se dedica a describir las fiestas realizadas tanto en la catedral como en la universidad y el cabildo por la mencionada beatificación de Mogrovejo. Se pormenorizan las celebraciones, incluyendo los adornos de las iglesias y los «Primeros fuegos» (f. 123r). Las luces y adornos del Templo Mayor eran tantos, según Echave, que el Sol huyendo de ∫er vencido de la noche, ∫e vino retirando al Templo, donde poder recobrar∫e con repetir∫e en tantas ardientes e∫feras, quantas capillas le retrataban, copiando en ∫u lucimiento hermo∫o, no ∫olo el firmamento de E∫trellas, ∫ino la e∫tacion del quarto Cielo. A∫∫i lo parecia la Igle∫ia en el multiplicado e∫plendor de tantas luzes de oro, que hacian nuevo Oriente de perpetuo dia, y con∫agraban el Templo en Metropoli del Sol (f. 123r).

A diferencia de los criollos de las primeras generaciones como Oña en el Perú y Suárez de Peralta en México, para Echave esta permanencia del sol durante la noche y la inserción de la ciudad en las esferas celestiales sirve para reafirmar el carácter santo y, por lo mismo, heroico, de Lima. El cuarto cielo es, precisamente, la esfera del sol, que nuevamente preside los actos fundamentales de la ciudad, como la celebración de su beato y santo en ciernes. Con el tinglado tendido para sustentar la irrefutable santidad de la urbe limeña, Echave pasa en el capítulo III de esta segunda parte a enumerar una larga lista de «Prelados in∫ignes en virtud, y ∫abiduria, que an ∫alido a varias Igle∫ias, deste venerable Cabildo de la Ciudad

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de Lima» (f. 131r). Se trata de una relación extensa, que contiene los nombres y breves biografías de criollos prelados ilustres, al final de cuyo correspondiente párrafo se añade un «Truxillo ∫u patria en el Perù» (f. 132r), un «Lima ∫u Patria» (f. 132r) o un «∫u patria Lima, Lima patria ∫uya», en gesto que se prolonga por varios folios más y que imita la lista que Montalvo había desplegado en su propio elogio de la ciudad y sus habitantes criollos. Luego viene otra lista de oidores, de comisarios, de «Cathedraticos en todas facultades, que ha dado e∫ta Santa Igle∫ia a la real Vniuer∫idad de Lima» (f. 138r), para pasar a la descripción de las fiestas realizadas por la universidad. En el capítulo IV se comienza con el elogio de la institución: fundada en 1549 «por Cedula del Emperador Carlos V y Bula de la Santidad de S. Pio V» (f. 143r), «incorporada con la de Salamanca por Cedula de Julio de 1572», es «la mas antigua de todas las Vniver∫idades de las Indias» y así «la niña de los ojos del Perú es la Real Academia de Lima; e∫ta es la ∫egunda fortuna, que sobre peanas de plata, y oro ∫e a∫∫iente el trono de la ∫abiduria» (f. 143r). Nuevamente, la alusión simultánea a la riqueza mineral y espiritual repite el gesto de los autores ya examinados a fin de consolidar una posición de superioridad ontológica de los criollos en su conjunto. La lista que sigue, de los arzobispos de la ciudad, incluyendo al protagónico Mogrovejo y terminando con el entonces arzobispo Liñán y Cisneros, a quien está dedicada la obra, se complementa con la narración descriptiva de los distintos «fuegos» o celebraciones, que incluían carros alegóricos, figuras de barcos, gigantes y bombardas (f. 184r), y hasta la representación de un «Cocodrilo o Cayman (a∫∫i los llama el Indio)» que fue quemado como castigo por haber atacado a Santo Toribio en el río Chagre en Panamá: «e∫ta noche pagô en e∫tatua el animal hambriento el ∫acrilego in∫ulto, quedando en humo, y pave∫as la colerica rabia de ∫us iras» (f. 189r). Así, claramente, se retoma el viejo tópico de la idolatría americana, siendo corriente en la época que las representaciones de América se hicieran empleando la figura de una mujer rolliza sentada sobre un cocodrilo. Para contraponer la zoología novomundial y demoniaca a la santidad neoeuropea, Echave explica el sentido de la nueva alegoría representada en las fiestas. Así, en los «Octavos, y ultimos fuegos» aparece un pelícano con sus polluelos y también un «Fenix sobre una Pyra», y en el cuarto carro sobre una piramide vna lima con tres coronas: con que ∫e explicô el disfraz [de] ∫er Lima Ciudad de los Reyes, el mas culto Parna∫o de las Mu∫as, la

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madre aun de los e∫traños, que por ∫u∫tentar ∫us hijos, les franquea las venas de ∫us te∫oros, y la ∫angre del corazon, Fenix en los ob∫equios, y lealtad a ∫u Rey, a quien ∫acrifica ∫u vida en holocau∫tos (f. 195r).

Como el pelícano, cuyas virtudes explicó Diego Dávalos en su Miscelánea austral (coloquio XXIII), Lima se perfora las venas y entrañas para dar de comer a sus habitantes, convirtiéndose en la más noble y generosa de las madres, «aun de los estraños». La generosidad de Lima, pues, no podía merecer menores representaciones, lo cual, como veremos, resulta muy útil para anticipar el inefable elogio que pronto se expresará. El cabildo de la ciudad sería responsable de las siguientes fiestas, realizadas en 1685 (f. 196r). En homenaje al cabildo organizador y a la tradición política y cultural que lo sustenta, el capítulo IX incluye uno de los mayores elogios que se puedan encontrar de la Ciudad de los Reyes, el cual no tiene desperdicio: O Lima! Naci∫te para Reyna de las Ciudades, ∫iendo Ciudad de los Reyes, pues te bu∫can en la cuna las Coronas. El cielo te galantea a favores, embiandote el amigo e∫plendor de e∫te A∫tro, que a rayos te peyne, y a influxos te come [… ] Aguilas ingenio∫as hijas del Sol te celebran, colunas de lealtad te establezen. Cabeza eres meriti∫∫ima del mas opulento Reyno, Metropoli de las mas ricas Provincias, madre de las naciones, que en tu gremio hallan ho∫picio, y de∫canso mas bien que en ∫u propria patria […] Tu eres la pompa de la naturaleza, la E∫cuela de las Artes, Parai∫o de las delicias, y Jardin de e∫te nuevo mundo: tu el corazon de la America, la niña de los ojos de Europa: tu el nido de las gracias, albergue de las Sirenas, Parna∫o de las Mu∫as, palacio de la primavera, comercio rico de los favores del Cielo, y afortunado compendio de la hermo∫ura de la tierra (f. 197r).

Como si fuera poco, los encomios se extienden por cuatro páginas más, pero no cansaré a los lectores sino con uno solo: «Eres e∫trella en la frente de Toribio y en el corazon de Carlos» (f. 198r). Semejante ciudad no podía ser sino la cuna de los demás ilustres criollos que ya había producido para el mundo: 8 arzobispos, 54 obispos, 9 inquisidores apostólicos y 78 oidores (ff. 200-14), con cargos y destinos específicos. Para continuar con el extático recuento, Echave no escatima elogios a las órdenes religiosas. Comienza por la de Santo Domingo, «Religión de Predicadores» (f. 214), y continúa una por una con todas las demás, resaltando su papel en el proceso de evangelización del Perú. Así, «tus colunas (ó Lima!) ∫on tus ∫antos, que firme te a∫∫eguran, que eterna te

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e∫tablezen contra los contra∫tes del tiempo» (f. 214). La «solarización» de Mogrovejo realizada por Echave y Montalvo parece contestar los argumentos análogos desarrollados por Salinas y Casasola en relación con Solano. Sin importar mucho cuál de los dos santos merece más la comparación con el astro rey, la red de significantes se extiende hacia las definiciones astrológicas de Calancha y revela la voluntad común de acercar a Lima hacia la divinidad, levantándola por encima de su áurea base peruana. Para explicarnos esta absoluta adhesión a la agenda criolla de purificación espiritual a partir de los portentos minerológicos, quizá convenga recordar que Echave se presenta desde el prólogo de la obra como vasco, y, por ende, periférico al poder castellano. Echave se disculpa de antemano, pues su primera lengua es el vasco, y el castellano la segunda («por ∫er natiuo el Cantabro Ba∫cuenze idioma de la Villa de Guetania mi Patria en la Prouincia de Guipuzcua», f. s. n.). Al parecer, los conflictos entre súbditos de distintas «patrias» del imperio bien podían resolverse mediante alianzas coyunturales o permanentes, sobre todo cuando de religión se trataba. El gesto, sin embargo, no deja de pasar por el recentramiento de Lima como fuente y matriz de la mayor religiosidad posible, según hemos apuntado. El «palacio de la primavera […] y afortunado compendio de la hermo∫ura de la tierra» que resultaba la Ciudad de los Reyes se hacía más reconocible y se sustentaba simbólicamente a través de sus distinguidos y beneméritos habitantes.

10. Conclusiones Todos los autores examinados, y muchos más como fray Fernando de Valverde y fray Rodrigo de Valdés durante el siglo xvii, coinciden en su exaltación de la tierra peruana y de la calidad superior de sus habitantes blancos. Esta recurrencia discursiva calza bien con la de muchos otros criollos peruanos y peninsulares naturalizados. Si bien El Dorado fue desapareciendo paulatinamente del imaginario de muchos de ellos, aún seguía siendo la misteriosa ciudad que animó al gobernador de la Guayana Manuel de Centurión a emprender su búsqueda en 1776 (Ramos: 462), y a historiadores como José Oricaín en 1790 y Van Heuvel en 1844 a mencionarla como posibilidad (Zahn: 198; Bayle 1943: 42-43). Incluso más recientemente, ya en nuestro propio

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y postmoderno siglo xxi, el arqueólogo polaco Jacek Palkewitz proclama haber descubierto El Dorado bajo las aguas de un lago en el departamento de Madre de Dios, en las selvas surorientales del Perú (Ramírez 2003a y b). Verdad o leyenda, El Dorado ha sido un elemento central en el desarrollo de las formas tempranas de la nacionalidad étnica, cuyas expresiones más articuladas aparecen en diferentes escritos de algunos de los autores arriba examinados (y de otros que estudiaremos en detalle, como Valverde y Valdés), así como de intelectuales criollos del xviii, como Pedro de Peralta, Pedro José Bermúdez, José Eusebio Llano y Zapata y Juan Pablo Viscardo y Guzmán. La identificación de El Dorado con el Perú, del Perú con el oro, y del oro con los habitantes neoeuropeos dio lugar a una serie de construcciones culturales que ayudarían a los criollos a defender mejor sus intereses dentro del orden virreinal. La importancia de esta temprana forma discursiva de un nacionalismo étnico con sus ambigüedades se hace más clara al ser conceptualizada con los mismos paradigmas axiológicos y ontológicos de su momento. Para ello, no debemos olvidar que el género de la corografía era frecuente en ambos lados del Atlántico. Tenemos, por ejemplo, las historias de distintas ciudades españolas, algunas de ellas con claros tonos exaltadores en el género de la laudatio urbis, como la de su Córdoba natal por Ambrosio de Morales (II, 1-88) o la célebre Historia de Sevilla de Luis de Peraza. También las exaltaciones de México, sea a través del género poético (Grandeza mexicana, de Balbuena) o de la historia religiosa (Paraíso occidental, de Sigüenza). Ya en 1602, el minero astigitano Diego Dávalos y Figueroa orquestaba una superlativa exaltación de su andaluza Écija natal y del resto de la península en menoscabo directo de la tierra peruana (sobre todo en los coloquios XXXVII a XLIV de su Miscelánea Austral), y eso a despecho de autodenominarse Delio a lo largo de la obra, que fue concebida, escrita y publicada en el Nuevo Mundo43. 43. A pesar de haber recibido numerosos elogios de sus coetáneos, como demuestran las dedicatorias y poemas laudatorios en los paratextos iniciales de la obra, los 44 coloquios de la Miscelánea austral no se han vuelto a publicar (excepto la Defensa de damas, que constituiría el coloquio XLV). La edición de Luis Jaime Cisneros de la Defensa de damas en 1954 es el primer intento orgánico por difundir la obra de Dávalos en el siglo xx. Existe también una tesis doctoral, desgraciadamente inédita, de Nancy Everts (Universidad de Kentucky, 1998), que reestablece críticamente el largo poema. También son muy valiosas las versiones de fragmentos que de la

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En este concierto de obras, siendo las imprentas de México y de Lima suficientemente activas, y llegando numerosas obras desde la península, a pesar de las prohibiciones, como demuestran los estudios de Leonard y González Sánchez, era lógico que las filiaciones textuales de numerosos escritos mantuvieran un diálogo directo, y hasta imitativo, con modelos heredados. Naturalmente, hay que pensar que la práctica corriente de la época estaba regida por el principio de la imitatio, como señalamos en el inicio de este capítulo. De ahí que no siempre resulte adecuado hablar de una personalidad propia en lo que se refiere a la retórica. Lo que importa en este caso es que, entre las muchas y distintas formas de combinar las piezas del enorme muestrario de recursos retóricos, se prestigiaba con bastante frecuencia la solarización alegórica y la amplificatio. En esto, sin embargo, tampoco se puede proclamar una absoluta originalidad. Sería demasiado apresurado aplicar categorías modernas y románticas a un periodo en que las prácticas escriturarias, como la vida social en general, estaban normadas por códigos rígidos y por la repetición incuestionada de gestos y actitudes cercanamente vigiladas por las autoridades inquisitoriales44. Ciertamente que, en cuanto a estilos, las prácticas se harían mucho más complejas en el esplendor del Barroco y sus más conspicuos representantes, como puede verse en la obra del Lunarejo en el Cuzco y de sor Juana Inés de la Cruz en México, que hasta incursionan en las lenguas nativas para ejercer sus destrezas verbales. Pero, como sabemos, la sofisticación de los códigos no necesariamente implicaba el asomo del concepto de originalidad, según lo entendemos hoy. Los autores criollos y españoles naturalizados que hemos estudiado aquí para rastrear la articulación de una forma de identidad colectiva encajan (y encarnan) en términos generales en el sistema general de la ciudad letrada. Si bien no llegan a plantear una diferencia de esencia con los peninsulares, sino de medio ambiente e influencias astrológicas, su relación con ellos y con la Corona suele estar marcada por movimientos ambiguos, que oscilan entre la adulonería más rampante y el Miscelánea ofrece Alicia de Colombí-Monguió en su fundamental estudio Petrarquismo peruano. El autor de estas páginas prepara asimismo una edición anotada de la Miscelánea austral, de próxima aparición. 44. Son útiles, en este sentido, los recientes trabajos de Guibovich La inquisición y la censura de libros en el Perú virreinal y En defensa de Dios: estudios y documentos sobre la Inquisición en el Perú.

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desprecio a todo otro grupo humano (incluyendo a esos peninsulares por su codicia). Lo que venimos llamando una inicial forma de nacionalismo étnico no contradice la existencia de un concepto de nación mayor e interregional, que en este caso se identificaría con la extensión del imperio español, pero cuya variedad interna permite estas formas de articulación discursiva. El problema, como hemos visto en nuestra introducción, no es tanto el de diferenciar un grupo humano que se llama a sí mismo «nación» cuando las circunstancias lo favorecen y que a la vez se pliega a un concepto más amplio de identidad cultural, como es el ser español de Indias, más tarde llamado «español americano» por don Pedro de Peralta. El verdadero problema, creemos, reside en que la continuidad de las formas de expresarse y de relacionarse con los grupos no criollos adquirió rasgos construidos sobre un sustrato de mentalidad colonial, especialmente frente a la población indígena y de origen africano. Tal sustrato se cristaliza en el discurso ilustrado del xviii, como ya ha sido bien estudiado, y no queremos desviarnos del propósito central de este capítulo repitiendo argumentos ya publicados por otros especialistas (Méndez y Thurner, por ejemplo). Lastimosamente, el mismo sustrato ayuda a explicar muchas de las incoherencias del estado «nacional» (en un sentido moderno), aunque contradictoriamente criollo, del xix. Y permite también entender el porqué de la prolongada visión «de espaldas» al interior del país, como señala Lavallé (1993: 140-141)45. La labor de rescate y revisión de un sector del corpus largamente descuidado por la crítica literaria se puede enriquecer en el diálogo con las disciplinas que estudian las circunstancias históricas, culturales y sociales de su contexto productivo. Sin embargo, resultaría también reduccionista olvidar que las filiaciones textuales existen, y que marcan profundamente muchos de los contenidos, perspectivas y estrategias generales de la escritura y de la identidad misma de los grupos criollos, tal como hemos visto en las breves páginas dedicadas a los miembros de la Academia Antártica en el inicio de este capítulo. En el próximo capítulo examinaremos, como complemento de la lectura grupal desplegada en las páginas anteriores, el uso de la guerra dentro del género propiamente épico. Para ello nos será útil recor45. Sin embargo, recientes estudios relativizan esta idea a partir de la presencia constante de indígenas y africanos en la ciudad y las formas de hibridación social (prácticas rituales, curanderas y trato cotidiano) que le dio su perfil propio al criollismo limeño, sin hacerlo mestizo (Osorio 2001).

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dar constantemente que las aristas identitarias de las distintas voces épicas pasan muchas veces por las purificaciones de sangre paralelas a las de espíritu que hemos examinado, aunque dentro de los lógicos escenarios violentos. De esta forma, encontraremos que, a pesar de las décadas de distancia que median entre algunos de los autores, existe una configuración del paisaje heroico militar coherente con el de la santidad y calidad intelectual anteriormente expuestas. La relación entre criollos, épica y nación se hará nuevamente clara, atendiendo a los lineamientos retóricos e históricos de esta dialéctica discursiva, difícil de reducir siempre a la estricta obediencia de las perspectivas y estrategias metropolitanas de poder.

Capítulo 3 La «limpieza de tinta»: nación étnica y comunidad guerrera en la épica limeña1

1. Introducción Los procesos de purificación simbólica que llevaron a cabo prominentes criollos y peninsulares acriollados en los géneros de la hagiografía y la corografía aportaron múltiples ángulos de apoyo para el recentramiento de sus identidades, al menos como sujetos de discurso. Naturalmente que con variantes, las distintas formas de exaltación de la calidad personal de los criollos limeños o de la fastuosidad de los templos, palacios y calles de la Ciudad de los Reyes durante el xvii apuntaban a reafirmar la voluntad de modelar a los otros sujetos sociales según una agenda de pretendida (y en parte ya real) dominación. No hace falta profundizar demasiado para llegar a la certeza de que la construcción de las identidades criollas partía, al menos, de la base común de encontrarse en una posición privilegiada —comparativamente— durante el proceso de la primera fase imperialista de la expansión europea en las Américas2. Sin embargo, deben notarse también las carencias sufridas por la continua competencia laboral, política y social que recibían los criollos de los inagotables «chapetones» que llegaban en busca de rápido 1. Este capítulo se basa en el artículo homónimo publicado en 1998 Latin American Literary Review 26/52 (27-54), desarrollándolo en muchos aspectos. 2. Pagden señala que tal fase, si bien incluía diferencias entre los modelos español, portugués e inglés, guardaba algunas coherencias internas al ser contrastada con el segundo imperialismo, de estirpe ilustrada y enfocado sobre todo en África y el sudeste asiático a partir de la segunda mitad del xviii. Sus rasgos mercantilistas y su preocupación por no generar élites blancas locales, como en la experiencia histórica anterior, marcan algunas de sus diferencias con el imperialismo de la primera fase (1995: 1-10). Asimismo, recordemos que la población criolla era variada. Había ricos y pobres, como en otros sectores. El propio Oña, al quedar viudo y con cinco hijos en 1605, pasó intermitentes penurias económicas (Porras 1952).

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enriquecimiento. Después de haber declarado la superioridad minerológica, geográfica, climática, alimenticia, estética, religiosa e intelectual del Perú y el Nuevo Mundo, a los criollos les hacía falta la creación de héroes militares que dieran cuenta del incuestionable valor y destreza en las armas de los súbditos españoles de Indias. Tal tarea no debía ser difícil, ya que estaba allanada por el Arauco domado, que colocaba a don García Hurtado de Mendoza en la cúspide de la gloria, como figura fundadora y modelo de buen gobierno, prácticamente en alianza con determinados grupos de encomenderos y estos con sus indios bien tratados, sin olvidar las numerosas alusiones a su figura como «médico» de los males sociales, según vimos en nuestro capítulo uno. Sin embargo, la lucha contra los araucanos no necesariamente representaba las aspiraciones de una guerra con rivales de igual poder militar. Murrin (8-12) ha destacado ya la gran revolución de la pólvora en las tácticas militares de los campos de batalla europeos desde fines del siglo xv. La nueva tecnología artillera fue reemplazando poco a poco el heroísmo del combate cuerpo a cuerpo típico de las guerras medievales y del mundo clásico. Pese a ello, el caballo, componente importante de las peleas tradicionales y de las novelas de caballería, se seguía usando en América, lo cual facilitaba la labor heroificadora de sus poetas. Pero en el ámbito marítimo hubo nuevas técnicas de ataque, como el cañoneo intenso (en vez del abordaje) con fines destructivos o para facilitar la ocupación de un puerto. Para las últimas décadas del xvi, durante el primer imperio marítimo británico, los corsarios ingleses y holandeses arremetieron numerosas veces en las costas de las posesiones españolas de Ultramar, según se recordará (Lane: caps. 2 y 3). El Perú no fue ajeno a ese fenómeno, dado que desde Francis Drake y su viaje de circunnavegación (1577-1579), el estrecho de Magallanes permanecía como una puerta abierta a los herejes asaltantes. La blancura espiritual y áurea religiosidad que hemos examinado en el capítulo anterior se verá ahora complementada por la pretendida blancura guerrera a través del análisis de algunos pasajes de importantes poemas épicos de la Lima virreinal referidos a dichas incursiones piratescas. Para eso, es importante ver cómo se comportan los poetas «limanos» con otros componentes (no blancos) de la tropa, pues de tal reordenamiento de la realidad militar se podrán apreciar los distanciamientos que el héroe indiano ejercía en relación con la totalidad social del virreinato.

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Aunque se sabe de la participación de los llamados «soldados de color» desde las primeras expediciones españolas a las costas del imperio incaico, la mayoría de las alusiones sobre su presencia se mantiene siempre en un rango secundario dentro de los escritos de la época. Los pocos textos compuestos o publicados durante el virreinato peruano que mencionan la participación de soldados negros, mulatos, indígenas o mestizos como parte del avance español contra el estado incaico o, más adelante, de las defensas contra los piratas y corsarios y contra las rebeliones internas de distintos grupos nativos o de cimarrones, lo hacen de manera breve y ligera. Lo que me propongo en las siguientes páginas es relacionar la información conocida acerca de tales soldados, asimilados a las fuerzas de la España expansionista y la defensa marítima de sus territorios, con la representación que se les otorga en algunas obras clave de la producción cultural del Perú virreinal. Con esto entraremos en el plano de los tejidos simbólicos del discurso letrado, y especialmente de la poesía épica, que es donde se cifran muchos de los ideales de asimilación que las élites criollas y españolas ejercían sobre el resto de la población. Al mismo tiempo, al estudiar cómo se presentan esas configuraciones ideales de una comunidad guerrera, podremos dar cuenta del sentido cargadamente etnocéntrico de un sector del discurso criollo que implícitamente insiste en su superioridad espiritual sobre el resto de las «naciones» del espacio virreinal. Nada nueva en principio, esta comprobación simple nos servirá para trazar las coordenadas de una tendencia más amplia a apoyar discursivamente un sentido diferenciador de la identidad criolla antes de la Ilustración y de las reformas borbónicas en la segunda mitad del siglo xviii. Ya que un estudio histórico profundo acerca del número y composición de esas fuerzas militares verdaderamente «subalternas» requeriría de amplia documentación aún inédita o en archivos, me limitaré a señalar aquellas fuentes con las que es posible sentar una base relativamente segura para el tema, utilizándola para nuestra lectura de otros textos, más bien canónicos. De este modo, debo advertir que este capítulo examina espacios de representación más que cadenas de hechos, para cuyo conocimiento prolijo se requiere de una reevaluación de los documentos existentes y de una búsqueda constante de nuevas fuentes manuscritas en archivos y bibliotecas particulares. Asimismo, requiere del examen de material iconográfico, arquitectónico, musical y de

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cualquier otro tipo que ayude a la mejor comprensión del mundo en cuestión. Sin embargo, deberemos aludir en primera instancia a dos aspectos que sí conciernen directamente a problemas históricos relativos a la participación de los soldados no españoles en las actividades militares regalistas. El primer aspecto (sección 2 de este capítulo) se ocupa de aquellos grupos que más se distinguieron en tal participación y de las principales ocasiones de ésta. El segundo aspecto (sección 3) se refiere a los motores de los movimientos militares: por un lado, la amenaza de corsarios ingleses y holandeses, que tuvo en jaque a las autoridades a lo largo de casi todo el periodo virreinal; por otro lado, la amenaza de las continuas rebeliones indígenas que también ponían en riesgo la estabilidad del poder español. Contra ambos peligros, la Corona se valió de esos soldados «de color», fueran «etiopes» o «naturales» (es decir, y como juzgaba la jerga soldadesca y esclavista de la época, «piezas de ébano» o «piezas de caoba»), para fortalecer sus fuerzas de ataque. En segunda instancia (secciones 4, 5, 6 y 7) examinaremos cómo cuatro de los poemas épicos más importantes del Perú colonial introducen u ocultan personajes de tal soldadesca, que pasa a formar parte mínima, pero reveladora, de los ideales criollistas acerca de la totalidad social del virreinato. Los poemas a los que me referiré son Arauco domado (1596) de Pedro de Oña (en sus dos últimos cantos), Armas Antárticas (ca. 1615) de Juan de Miramontes y Zuázola, la Vida de Santa Rosa de Santa María (1711) de Luis Antonio de Oviedo y Herrera o conde la Granja y la Lima fundada o Conquista del Perú (1732) de Pedro de Peralta y Barnuevo. En todos ellos hay pasajes relativos a las acciones militares de las fuerzas españolas y alusiones indirectas o negaciones totales de los soldados «de color» que participaron en ellas. Así, complementaremos las menciones dispersas que de tales soldados aparecen en diarios, documentos, relaciones e historias con la visión que proponen cuatro poetas de la «república de españoles», dos de ellos (Miramontes y Oviedo) peninsulares naturalizados y los otros dos (Oña y Peralta) prominentes criollos, en distintos momentos de la administración virreinal. En ese sentido, al ser la épica una representación de hechos paradigmáticos dentro de un «pasado absoluto» (Bakhtin: 15-18), el empleo del género afirmaba la supuesta superioridad racial y cultural de la «república de españoles», negando el papel

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de sus propias tropas3. Asimismo, y aunque el elevamiento (o, en este caso, «blanqueamiento») de las acciones y personajes heroicos obedecía sin duda a un código prestigioso dentro del discurso épico culto, a la vez servía fielmente para la elaboración de un ideal étnico criollo que debía expurgar los componentes «impuros» como parte de su estrategia de autolegitimación4. En dos momentos clave del periodo de «estabilización colonial» (Oña y Miramontes en las primeras décadas de la consolidación burocrática, Oviedo y Peralta en los albores de la administración borbónica), estos cuatro poetas representan puntos de anclaje para la elaboración de un imaginario de afirmación local cuyo correlato explícito se dará principalmente en otros géneros discursivos5. Son por ello conocidos, para mencionar sólo algunos ejemplos, los reclamos por la prelacía o derechos a puestos y privilegios que los criollos sostenían desde fines del xvi (para el caso de algunas órdenes religiosas, se pueden consultar las consideraciones de Lavallé 1982 y 1993: 157-224, así como las numerosas muestras de exaltada autorre3. Ciertamente que Bakhtin se refería a los modelos clásicos, en los que se aprecia una clara distancia temporal entre hechos narrados y momento de composición y difusión de las obras. Sin embargo, para fines del xvi la sublimidad de los hechos y de los personajes heroicos era también tenida en cuenta (de manera semejante al «pasado absoluto»), aunque se admitían variantes según la cercanía del preceptista a los principios aristotélicos. Basta ver el prólogo de Francisco de Borja a La Dragontea de Lope de Vega (1598), en que se explica el «estilo heroico» como una categoría genérica que comprende la poesía heroica propiamente dicha (aquella que solamente admite personajes y episodios célebres), la poesía épica («quando cosas muy humildes se tratan heroicamente») y la poesía mixta (que «los italianos le llaman Romanci» y que presenta personajes tanto elevados como humildes y admite el apego a la verdad). En esta última categoría se incluye, naturalmente, al Ariosto, y se ofrece como antecedente a Lucano (Borja: 13-5). 4. A diferencia de la épica de otras regiones de Hispanoamérica (piénsese, por ejemplo, en el cubano Espejo de paciencia, de Silvestre de Balboa, en que uno de los héroes es un esclavo negro), la épica limeña cumple una función política muy definida al expurgar todo elemento no blanco, especialmente frente a la reorganización de la élite mestiza de ascendencia incaica, que constituiría con el correr de los años el motor de numerosas rebeliones dentro del llamado «movimiento nacional inca» del xviii (Rowe). 5. El periodo de «estabilización colonial» comprende desde las medidas implantadas por el virrey Toledo (1569-1581) hasta el desajuste social producido por las reformas borbónicas de la segunda mitad del xviii. García-Bedoya propone como fechas aproximadas las de 1580 y 1780 (la última en coincidencia con el inicio de la Gran rebelión de Túpac Amaru II). La literatura peruana en el periodo de estabilización colonial, especialmente en el cap. 2, ofrece una fundamentación más amplia de esta periodización. El concepto es desarrollado también por Vidal en su Socio-historia de la literatura hispanoamericana.

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ferencialidad, por ejemplo, en Calancha: f. 68, Salinas: 246, Fernández de Córdoba: 8 o Espinosa Medrano: 327) que rechazaban frontalmente el prejuicio de la inferioridad de los nacidos en el Nuevo Mundo, como ya hemos visto en nuestro capítulo dos.

2. La participación popular: algunos trazos generales Se sabe que los primeros soldados no europeos de la invasión llegaron al Perú con las exploraciones iniciales de Pizarro. Ya en la primera expedición un esclavo negro del conquistador Juan Roldán salvó a Diego de Almagro cuando este fue herido de un flechazo en el ojo e iba a ser capturado por los nativos (Busto 1996: 26). Francisco Pizarro había recibido en la Capitulación de Toledo de 1529, que le otorgaba el título de Gobernador y el derecho de conquistar en nombre de la Corona, licencia para importar cincuenta esclavos a las nuevas tierras, «con al menos un tercio de hembras» (A. H. M. L.: f. 13v). Asimismo, había esclavos que habían sido concedidos como privilegio a varios de los otros conquistadores. A la altura de 1531, un año antes de la captura de Ataw Wallpa en Cajamarca, estaban registrados para pasar al Perú sesenta y dos esclavos africanos (Busto 1973: 533). Sin duda, varios de ellos empuñarían las armas para defenderse o defender a sus amos en el caso de ataques indígenas. Esto en añadidura a los dos miembros de ancestros africanos que formaban parte de los 168 conquistadores llamados «de los primeros» que estuvieron en Cajamarca. Uno era el negro Juan García, pregonero y gaitero natural de Castilla la Vieja, y el otro era el mulato Miguel Ruiz, natural de Sevilla. Ambos se contaban entre la mayoría de plebeyos que conformaban la base social de la expedición de 1532 (Lockhart: I, 49). Por otro lado, algunos indígenas traídos de Panamá y Centro América también ingresaron en las tropas de tierra, aunque, naturalmente, poseían un rango inferior al de los soldados peninsulares. Los llamados «tamenes» o indios cautivos fueron especialmente buscados en Nicaragua, y formaron parte de un contingente que, acabada la conquista, se convirtió en servidumbre de confianza de los conquistadores (Busto 1962). Una vez realizada la captura de Ataw Wallpa, la población militar del territorio andino, ante el desmembramiento y desmantelamiento paulatino del estado incaico, participó tanto en el bando de los aliados

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de los españoles (indios tallanes, wankas y cuzqueños) que combatieron la resistencia atawallpista entre 1532 y 1533 como, más tarde, en contra de las grandes rebeliones antiespañolas de 1536 y 1539, encabezadas por Mankhu Inka (tal fue el caso de Pawllu Inka, hijo de Wayna Qhapaq, que aportó tropas y pertrechos a los españoles). Así, desde las primeras décadas, muchos grupos indígenas habían dejado muestras de su participación en las campañas conquistadoras, fuera en contra del estado incaico o en alguno de los bandos de las posteriores guerras civiles entre los españoles. Un caso notable es el de los soldados cañaris, que habiendo sido durante el gobierno de los incas una guardia privilegiada de la corte, apoyaron a Pizarro contra Ataw Wallpa por las represalias que este había ejercido contra ellos por el apoyo y fidelidad que brindaban al partido de Waskhar, el medio hermano rival de Ataw Wallpa en la guerra de sucesión en que Pizarro encontró al país a su llegada. Esos mismos cañaris defendieron a los españoles contra las tropas de Mankhu Inka en 1536, y ha quedado como anécdota famosa la del cacique cañari Chilche, que aceptó el desafío de un capitán cuzqueño y lo degolló en lucha personal (Inca Garcilaso de la Vega 1617: cap. I). Los cañaris quedaron exentos de tributos durante la administración española y siguieron formando parte de la guardia de las autoridades gobernantes y del sector privilegiado de las tropas «de la tierra» agrupadas en eventos de guerra. (En «Ethnic Conflict» (93-102) C. S. Dean ofrece un recuento de la colaboración de los cañaris con los españoles). Para otros casos de soldados no blancos, basta recordar el de un mestizo ejemplar, hijo del conquistador Diego de Almagro y de una india panameña, que encabezó una rebelión contra los Pizarro luego de la muerte de su padre en la batalla de las Salinas en 1538. Como se sabe, Francisco Pizarro y Diego de Almagro (el Viejo), luego de haber sido socios durante la conquista, se disputaron la posesión del Cuzco como parte de sus respectivos gobiernos de Nueva Castilla (Perú) y Nueva Toledo (Chile). Tras la derrota y ejecución de su padre, el mestizo Almagro el Mozo pretendió hacerse declarar gobernador del Perú tras promover el asesinato de Pizarro en 1541. A pesar de su origen racial y su condición de hijo natural, representó un momento de protagonismo para aquellos soldados que no gozaban del privilegio de la discriminadora «limpieza de sangre» españo-

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la6. Los muchos peninsulares que lo apoyaron hasta su derrota final en la batalla de Chupas de 1542 no vieron problemas en someterse al mando de un distinguido hijo de conquistador, que les prometía privilegios y riquezas si se adueñaba del poder político7. Al llegar el primer virrey, Blasco Núñez Vela, en 1544, y pretender aplicar las Leyes Nuevas de inspiración lascasiana, muchos de los encomenderos desafiaron su autoridad, y delegaron su representación y poder en el procurador Gonzalo Pizarro, quien, al fracasar las negociaciones, encabezó la mayor rebelión encomendera del periodo. Las tropas del virrey y de los encomenderos leales sin duda incluyeron gente no europea, como ocurrió también con las de los rebeldes. En el enfrentamiento final entre las fuerzas de Pizarro y las del virrey en la batalla de Iñaquito (1546), fue precisamente un esclavo negro el que se encargó de cortar la cabeza del último y alzarla en alto como señal de victoria, una vez aplastadas las tropas leales. Como se ve, desde el principio mismo de la conquista y durante la generación siguiente es frecuente la aparición esporádica de individuos y grupos étnicos nativos o africanos que forman parte de las fuerzas españolas. Para fines del siglo xvi y durante el xvii el panorama se hace más claro, pues algunas de las descripciones y diarios locales presentan pasajes en que se menciona a estos soldados, aunque sin detenerse demasiado en su descripción. Un caso interesante es el del cronista judío portugués Diego de León Portocarrero, quien, refiriéndose alrededor de 1615 a la Ciudad de los Reyes, calcula una población negra de cuarenta mil personas (40) frente a una población indígena de ochocientas (33) y una española masculina de 4 600 (43)8. De estas últimas señala 6. Debo aclarar, sin embargo, que en sentido estricto la «limpieza de sangre» se aplicaba en España para discriminar a individuos de ascendencia musulmana o judía. En el Nuevo Mundo existía otra forma de discriminación, basada en la idolatría supuestamente innata de la población indígena. Uso, pues, la expresión «limpieza de sangre» en un sentido muy amplio y figurativo. 7. Recuérdese que durante las primeras décadas de la conquista el problema de la diferencia racial pasaba a un segundo plano si los hijos mestizos de un conquistador o de alguna princesa indígena eran reconocidos por ambos padres. De esta manera, esos hijos pasaban a formar parte de la «república de españoles». Con el tiempo, sin embargo, la legislación que obstruía los derechos de los mestizos se fue haciendo más severa, y la diferenciación racial y cultural determinó su paulatina exclusión de los grupos dominantes (Schwartz: 192). 8. Sin embargo, un censo contemporáneo señala una población total de 25 434 habitantes en Lima, de los cuales 9 616 eran españoles y criollos, 2 518 religiosos, 10 386 negros, 1 978 indios, 744 mulatos y 192 mestizos (Montesinos, vol. 2, año 1614). La

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que unos 1 300 individuos formaban las ocho compañías que marchaban por la ciudad en los «alardes» o demostraciones de poder, dada la coyuntura de los ataques de piratas, tan frecuente en la Lima virreinal. No menciona el número de soldados no blancos que engrosarían las tropas de defensa, pero es de suponer que personal de servicio negro, indígena, mulato y mestizo entraría en juego si las circunstancias así lo requerían. La carencia de un ejército estable durante el virreinato se debe al enorme costo de su manutención, razón por la cual el virrey marqués de Montesclaros decidió dispersar en 1616 las compañías de gentiles hombres (peninsulares y criollos), lanzas y arcabuceros «que subsistían con tributos de las encomiendas vacantes» (Martínez: 239), para quedar sin goce de sueldo y sólo «formar [filas] alguna vez con motivo de funciones extraordinarias». Tal es el caso de los «alardes» o formaciones realizadas ante la noticia de algún barco enemigo frente a las costas del virreinato. Otra de esas «funciones extraordinarias» consistía en el recibimiento de los virreyes o en las celebraciones públicas en general. Ya en la entrada del virrey marqués de Montesclaros en 1607 desfiló «la compañía de soldados indios» junto con las compañías de españoles (A. H. M. L.: libro II de Cédulas y Provisiones, f. 78r). Un caso memorable fue también el del 28 de octubre de 1630, que cita el cronista Juan Antonio Suardo, sobre la formación de tropas indígenas convocadas por el virrey conde de Chinchón en el pueblo de la Magdalena, cercano a Lima, al saberse la noticia del nacimiento del príncipe Baltasar Carlos en España: Su Excelencia mandó que en el pueblo de la Magdalena, media legua desta ciudad, se hiziesse alarde y esquadron de Indios y assí, por la mañana, fue allí el Sargento Mayor Jil Negrete y otros Oficiales de la Milicia a prevenirlo y, a las dos de la tarde, estubo hecho un esquadron de diez compañias y banderas con lanzas, chuzos y hondas en que habia cerca de identidad de León Portocarrero como autor de la Descripción ha sido sustentada por Lohmann Villena en «Una incógnita despejada» y por Tizón y Bueno (409, citado en la nota 9 de nuestro capítulo dos). También es muy útil el estudio de José Ramón Jouve Martín, Esclavos de la ciudad letrada: esclavitud, escritura y colonialismo en Lima (1650-1700), que señala las cifras, mayoritarias, de la población de origen africano durante el siglo xvii. Según el autor, Lima era una ciudad «fundamentalmente negra» (16). Su análisis revela las prácticas escriturales, legales y simbólicas de la población negra de Lima, y cómo ampliaron de hecho la agencia de ese heterogéneo grupo frente a los sectores españoles, criollos e indígenas de la ciudad.

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quinientos indios cuyos capitanes estaban muy galanamente vestidos y particularmente su Maestre de Campo, Gamarra, que sacó una camiseta muy curiosamente labrada, y pintada (Suardo: 88; énfasis mío).

Esta demostración de fidelidad al rey y de celebración armada por su nuevo heredero era fundamentalmente una actividad sin uso efectivo, salvo el del espectáculo. Sin embargo, es de notar que los indígenas, premunidos con armas propias de su tradición (Guilmartin: 53-62), no dudaban en expresar un sentimiento de pertenencia al reino en tanto indígenas, sin adoptar las armas ni los vestidos de los peninsulares, con lo cual afirmaban una identidad como grupo sin desarticularse del conjunto social legal. Servicios semejantes eran los que brindaban los «chasquis» o correos de posta, que, siguiendo la costumbre incaica de comunicaciones a pie con continuos relevos, servían durante el virreinato para conectar Lima con las principales ciudades del interior (para testimonios sobre este punto, Suardo: 98-100). En un evento menos festivo, pero que igualmente requería de la renovación de la fidelidad al rey, el mismo conde de Chinchón ordenó que se hiciera «esquadron de todas las compañias de yndios» (149) el 7 de agosto de 1631, pues había llegado pocos días antes la noticia de que «ochenta naves holandesas» habían dado fondo en el puerto de Buenos Aires. Esta vez no se precisa el número de tropas indígenas ni se dan detalles sobre sus armas, pero es de suponer que formarían un porcentaje notable dentro de la totalidad de las fuerzas virreinales, sin contar las compañías de negros y mulatos que Suardo no menciona, pero que solían engrosar las filas de los soldados defensores. En este sentido, es de importancia el dato acerca de los quinientos negros requeridos durante la renovación de la escuadra virreinal emprendida por el conde de Chinchón ante la escasez de grumetes, marineros y oficiales españoles y criollos. El marqués de Mancera, su sucesor, le reprocharía haber confiado en la habilidad de los negros forzados para labores que suponían amplia experiencia y entrenamiento en la guerra naval (Lohmann Villena 1973: 95). Treinta años más tarde, en 1661, el virrey conde de Santisteban advirtió el peligro potencial que representaba tener tropas «de color» en alto número, y decidió reducir seis companías de negros y mulatos a solo tres, así como eliminar «los sueldos a los capitanes de negros y mulatos y a todos los oficiales de la misma compañia» (Mugaburu: I, 70).

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Pocos años después, el 17 de noviembre de 1667, el virrey conde de Lemos sin duda apoyó la decisión y «pasó muestra de la gente de la infantería, artilleros y marineros, y mandó borrar más de ciento y treinta plazas de marineros y soldados y artilleros, que fueron o parecían mestizos o mulatos. Y habían de quedar con plazas solo de soldados quinientos, y estos han de ser todos españoles» (I, 147). La decisión de homogeneizar las tropas regulares no requiere de mayores comentarios ante las constantes rebeliones indígenas y mestizas que surgían en el interior y en las fronteras del virreinato9. Sin embargo, algunos privilegios eran todavía conservados, especialmente para aquellos indígenas de probada fidelidad, como los ya mencionados cañaris, a los que les fue permitido formar una compañía para el desfile de recibimiento oficial al mismo virrey cuatro días más tarde, el 21 de noviembre de 1667 (Mugaburu: I, 149; Dean 1999: 179-199 y 1993 para los privilegios especiales mantenidos por cañaris y chachapoyas en las representaciones religiosas del Cuzco colonial). Este uso de soldados indígenas «de color» se volvió a incrementar cuando llegaron nuevas de corsarios ingleses en Panamá, para lo cual el conde de Lemos no tuvo más remedio que enviar, el 4 de marzo de 1671, «dos navíos a Panamá con 300 hombres, los 200 españoles, y 100 de mulatos y negros» (Mugaburu: II, 4). A fines del mismo mes se despachaban mil seiscientos hombres, de los cuales seguramente muchos pertenecerían a distintos grupos «de color», dada la escasez de tropas blancas, y el 4 de abril de ese año se reforzaban los envíos de socorro con dos nuevos navíos y se despachaban otros quinientos hombres «y tres compañias de mulatos». Poco después, en 1674, cuando se festejaba la llegada del virrey conde de Castellar, «había dos escuadrones de infantería en la plaza, el uno de gente del comercio y el otro del número de la ciudad, donde había dieciocho compañías de españoles y más cuatro compañías, las 9. Algunas de las numerosas rebeliones cimarronas, indígenas y mestizas durante el siglo xvii son mencionadas o descritas por Suardo (123, 175, 187, 194, 210, 235, 242-4, 257 y 259) y por Mugaburu (I, 131-2 y II, 77). Un caso sonado en la época fue el del mestizo Alejo, que habiendo sido soldado de las tropas españolas en la frontera con los araucanos, decidió pasarse al bando de estos (imitando al ya legendario Lautaro) y comandó diversos ataques que dejaron un saldo de cuatrocientos muertos entre las tropas españolas en los primeros meses de 1657, bajo la administración de virrey conde de Alba de Liste (Bradley 1992: 78). Para las numerosas rebeliones indígenas durante el siglo xviii pueden verse los estudios de Cornblitt y O’Phelan citados en la bibliografía.

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dos de mulatos y dos de negros criollos y otras dos de negros libres de Guinea» (II, 60, énfasis mío). No es de extrañar, entonces, la mención de un escuadrón «de los indios naturales» que ocupaba buena parte de la plaza central de Lima el 21 de octubre de 1674 durante la «Fiesta del Santo Nombre de María» (II, 66), ni la de «una compañía de a caballo de indios y otra de mulatos, y otra de mulatos y negros de a pie» (II, 134), que participaron en las fiestas por el día de la Asunción de Nuestra Señora, el 15 de agosto de 1682, bajo el gobierno del duque de la Palata. Puede verse que la presencia de estos soldados tanto en eventos celebratorios como de guerra era un hecho frecuente en la vida virreinal, aunque debió haber sido un asunto incómodo para las autoridades, que preferían vigilar de cerca su participación y su capacidad operativa. Es muy sintomático, en este sentido, el gesto del virrey arzobispo Liñán y Cisneros, quien dispuso como medida preventiva frente a la llegada de ingleses a Panamá, nuevamente en 1679, «que todas las compañias de los naturales, mulatos y negros las pusiesen coronando toda la ciudad [de los Reyes], fuera de ella, en los arrabales» (II, 108). Con esto se dejaban las calles de Lima solo en manos de soldados (pretendidamente) blancos, y se ofrecía a los ingleses una resistencia de fácil reemplazo (con nuevas masas negras e indígenas) en el evento de una invasión a la capital del virreinato. Y en 1686, ante nuevas noticias de barcos piratas frente a las costas de Huaura y Lima, el virrey duque de la Palata dispuso que en los navíos que debían zarpar al encuentro de aquellos se embarcaran junto con los españoles «ochenta soldados pardos [mulatos], y todos muy alentados» (II, 181) que recibían «diez pesos» de pago cada uno a su salida. A principios del xviii, Amadeo Frezier (178) da cuenta de «los mulatos y los negros libres» que formaban parte de una de las tres compañías de la Armada del Callao en 1714, así como de las cuatro compañías de indios que debían acudir a servicio «a la señal dada con un cañonazo». Sin embargo, el reclutamiento general resultaba discutible tanto por la dudosa fidelidad de negros y castas como por su impericia en el manejo de las naves. Así lo afirman los viajeros Juan y Ulloa (1748: I, caps. III-IV), que hicieron un reconocimiento de las defensas militares del Perú en 1743 y se lamentaban de la ociosidad e indisciplina de los marineros «de color», aunque admitían su valor en el evento de un enfrentamiento directo con los enemigos ingleses. El espectro social y racial de las tripulaciones peruanas era de lo más

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variado: «La marinería se compone allí de toda suerte de gentes, esto es, de blancos, Indios, y mestizos [...] ay asimismo mulatos y también negros, y así la tripulación de un navío es un conjunto de castas de Europeos, Americanos y Africanos» (98). Aunque no se señalan los porcentajes, no sería de extrañar que el número de estos marineros «Americanos y Africanos» fuera elevado en relación con los reclutas blancos. A lo largo del mismo siglo, y en los años previos de la Independencia, la presencia de soldados «de color» se sigue dando en cada una de las campañas militares y navales que el poder central limeño emprendía. Campbell (16-17) señala el inventario hecho por el virrey Manso de Velasco en 1760 sobre las compañías que componían la totalidad de las tropas virreinales, dentro de las cuales no menos de la mitad estaban conformadas por «naciones» o grupos no blancos (Campbell: 18; Memorias de los Virreyes: IV, 253). Por otro lado, cuando en 1777 el virrey don Manuel de Guirior ordenó se hiciese un inventario o «matrícula de la gente de mar», quedaron registrados ciento treintaiocho indios entre la marinería (Lohmann Villena 1973: 196). Al parecer, las proporciones fluctuaban según los tiempos, pero siempre se hace evidente la participación de soldados no blancos en la infantería y la marinería. Desde la fundación en 1615 de la primera compañía de mulatos en Lima, estos fueron usados para reprimir rebeliones indígenas, como ocurrió en Huarochirí durante el siglo xviii. Caso semejante fue el de algunos indígenas leales que fueron reclutados para combatir a los araucanos en la frontera sur del virreinato (Memorias de los Virreyes: IV, 275) o a otros grupos indígenas y mestizos, como en la Gran Rebelión de Túpac Amaru II en 1780-1781 (Durand 1980). En suma, y a pesar de lo disperso del panorama anterior, queda claro que la utilización de soldados «de color» durante el virreinato peruano, lo mismo que en las demás posesiones españolas en América, fue una práctica constante y muchas veces mayoritaria. A pesar del peligro potencial que representaban como tropa voluble, en determinadas ocasiones podían formar un elemento cohesionado con el resto de las fuerzas españolas cuando se trataba de ataques de potencias extranjeras (Inglaterra y Holanda, sobre todo) que amenazaban con romper la identidad impuesta del conjunto político hispano-peruano. Ahora bien, dentro de ese contexto en que las demás potencias europeas pretendían cortar el flujo de oro y plata que cruzaba el Atlántico en beneficio casi exclusivo de España, debemos recordar que

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el peligro representado por piratas y corsarios tuvo desde sus inicios un fuerte atractivo para la población negra, indígena e incluso blanca marginal. Veamos algunas circunstancias de ese factor en la formación y disolución de las tropas «de color» antes de pasar a la representación que de estas se hace como parte silenciada de la comunidad heroica de la épica criolla.

3. La amenaza inglesa y la tensión interna Ya he mencionado que muchos de los contingentes no blancos enviados por distintos virreyes (como los despachados a Panamá en 1671, por ejemplo) tenían como finalidad reforzar las tropas españolas contra los ataques de piratas y corsarios ingleses o de otras potencias europeas. La historia es en realidad muy anterior, y data desde el siglo xvi, en que el célebre Francis Drake asoló las costas del Perú durante su viaje alrededor del mundo (1577-1579). De tal ocasión ha quedado como anécdota el que los negros de Lima, ante la alarma causada por la presencia de las naves inglesas, escondieran las bridas y frenos de las cabalgaduras de sus amos para impedirles salir en defensa de la ciudad (Lohmann Villena 1973: 376)10. Uno de los autores de la época, Martín del Barco Centenera, registra esta anécdota, diciendo que los negros de Lima robaron los frenos de los caballos «pensando que Francisco [Drake] alli viniera, / y en libertad a todos los pusiera [...] / Que al blanco tienen tantos desamores / Quanto son diferentes los colores» (canto XXII, estrs. 16g-h y 17g-h, f. 183r, 326). También apunta Barco que «la gente de los Indios se temía / Que muy mal se sonaba que hablauan» (canto XXII, estr. 7c-d, 324). Esta simpatía por los ingleses de parte de algunos sectores de la población negra, india y mestiza fue un factor constante en muchas de las rebeliones internas, que proclamaban su próxima llegada como factor indispensable de liberación y hasta restitución11. Pero, además de los grupos propiamente «subalternos», la simpatía por los británicos se hacía extensiva también a 10. Sobre la sorpresa causada por la presencia de Drake frente a la rada del Callao el 13 de febrero de 1579 escribe también Lohmann Villena (1964: 21). 11. Sobre el impacto político y psicológico en el Perú de las incursiones inglesas iniciales del siglo xvi se puede acudir al trabajo de Escandell Bonet. Agradezco a Paul Firbas la referencia. También, para un panorama más amplio durante los siglos xvii y xviii, al ya mencionado de Lohmann Villena (1973: 371-495).

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algunos españoles y criollos disconformes, que veían en la llegada de Drake y otros corsarios la posibilidad de vivir sin Inquisición y sin las leyes coactivas del estado virreinal. Escandell Bonet (86) registra el caso de uno de esos inconformes, el avileño Juan de Santillana de Guevara, que proclamaba que «ynga [...] quiere dezir yngles», y que la tierra del Perú pertenecía de manera natural a la corona inglesa, y por lo tanto esta tenía el derecho de reclamarla y luchar por ella. Estos afanes de posesión semántica fueron formulados también por Sir Walter Raleigh, que terminaba el relato sobre su expedición a Guyana en 1595 con una alusión a la supuesta profecía oída en el Cuzco de que Inglaterra había de liberar a los incas y restituirles su imperio. Raleigh, refiriéndose a los datos que le dio el gobernador español Antonio de Berreo, capturado en la isla Trinidad, sobre las riquezas del Perú y la existencia de la ciudad de Manoa o El Dorado en los orígenes del Orinoco, dice que de «Inglatierra» los incas podían esperar ayuda para recuperar su imperio, como señalamos en nuestro capítulo dos (también en Raleigh: I, 141). Dentro de sus recomendaciones a la reina Isabel para la captura del Perú a través del Orinoco, Raleigh presenta como segura la existencia de la famosa ciudad perdida de los incas, y que éstos, los últimos sobrevivientes de la conquista española, estaban deseosos de recibir la ayuda inglesa para recuperar sus antiguas posesiones. La continuidad del tema ya ha sido señalada por John H. Rowe (25-32) en su conocido trabajo sobre el nacionalismo inca del xviii. En él se refiere sobre todo al prólogo de la segunda edición de los Comentarios reales de 1723 y a cómo esta obra influyó enormemente en el desarrollo de una conciencia anticolonial entre los curacas cuzqueños y los descendientes de las antiguas familias reales incaicas. Pero en realidad, la profecía de Raleigh era conocida desde mucho antes por los españoles y los criollos peruanos. En 1638, el agustino criollo fray Antonio de la Calancha presentaba su propia defensa de los intereses de España frente a la constante amenaza de los corsarios ingleses y holandeses. La ya referida profecía de Sir Walter Raleigh sobre la restitución del poder a los incas con la ayuda de la corona inglesa sirvió como tema de burla por parte de Calancha: Es para reir lo que dice Gualtero Raleg, i alega testigos Españoles, que se allò en el templo del Sol en el Cuzco, un pronostico, que decia que los Reyes de Ingalaterra avian de restituir en su Reyno a estos Indios, sacandoles de servidumbre i bolviendolos a su Imperio; debiò de soñarlo, ò pronos-

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ticò su deseo, debiò de usar de la figura Anagrama, que partiendo silabas i trocando razones, aze diferentes sentidos el vocablo; Ingalaterra dividida la palabra, dirà Inga, i luego dirà la tierra, i de aqui debiò de formar el pronostico, diciendo, la tierra del Inga serà de Ingalaterra, con esta irrision se haze burla de Gualtero (ff. 115-116).

Rowe, sin embargo, no menciona este pasaje de Calancha, ni el hecho de que hubo una traducción al holandés, en 1598, de la relación de Raleigh sobre su viaje a Guyana. Es posiblemente de esta traducción al holandés de donde Teodoro de Bry extrae el material para su propia versión en latín en la parte VIII de la América, que recoge el relato de Raleigh. Como se señala en el importante trabajo de Rowe, fue de la versión latina de De Bry (en 1599) que el polígrafo español González de Barcia extraería más tarde el fragmento que serviría como parte del mencionado prólogo de los Comentarios reales en 1723, aunque en realidad fuera más para recusarlo, a la manera de Calancha, que para despertar esperanzas de libertad entre los curacas. El tema de la amenaza inglesa sobre el poder español y su alianza con los presuntos incas sobrevivientes en El Dorado o el Paititi era asunto corriente en el siglo xvii, según se ve constantemente en las informaciones que ofrecen los cronistas Suardo y Mugaburu en sus respectivos Diarios de Lima. Suardo, por ejemplo, menciona que en marzo de 1631 llegaron a la ciudad noticias del Cuzco sobre el arresto de un «pichilingue» (término que designaba a los ingleses y corsarios en general) «por aver dicho en ciertas ocasiones que aguardava a sus deudos y parientes muy breve, que avian de venir de Buenos Aires» (124). Mugaburu, por su lado, se encarga de registrar los hechos relativos a otra rebelión, esta vez indígena y más tardía, también en Chiloé, alentada por la supuesta presencia «del enemigo inglés» (II, 74) frente a las costas de Chile. La noticia provocó alarma en Lima, y se despachó un navío hasta el estrecho de Magallanes para rastrear a los corsarios. Al comprobarse la falsedad de las informaciones de los indígenas, se capturó a los primeros rebeldes y se ejecutó a los interesados informantes. Estos hechos ocurrieron entre enero de 1675 y abril de 1676 (II, 70-92). El propio Calancha ya mencionaba el caso de los incas sobrevivientes alojados en El Dorado (f. 115), y que serían los agentes locales del entusiasmo provocado por las incursiones inglesas. Aún muchos de los mismos españoles y criollos concebían como posible la existencia de semejantes riquezas escondidas en las regiones no exploradas, y

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formulaban las advertencias necesarias ante el peligro potencial que representaba un estado incaico escondido y con oro suficiente como para compensar los esfuerzos «liberadores» de los heréticos británicos12. Y con respecto a los holandeses, es visible, desde la expedición de Van Spielbergen (1615) por lo menos, la intención de ocultar los fines lucrativos y antiespañoles de las promesas liberadoras de los corsarios a los araucanos, que aún ofrecían una fuerte resistencia a la dominación española en lo que constituía el extremo sur del virreinato peruano. Bradley (1989: 38) registra que entre los planes de los holandeses, según los informes que enviaba el duque de Lerma desde los Países Bajos al Consejo de Indias en 1614, estaban «to blockade Callao and Panama, plunder Acapulco and await the Manila galleon, capture a treasure fleet, perhaps at Arica, and encourage the Indians of Chile to join an alliance against the Spanish». El temor de un levantamiento interno era tal, que el virrey marqués de Montesclaros dispuso que las trincheras y fortificaciones del Callao fueran construidas por negros, mulatos e indios, «prudente arbitrio del oidor Jiménez de Montalvo para alejarlos de Lima, donde podían experimentar tentaciones de alzarse contra sus señores y cooperar con el enemigo» (Lohmann Villena 1964a: 37) Pero a veces las promesas liberadoras surtían el efecto deseado. Se sabe que en su recorrido hacia el norte, Spielbergen se detuvo frente a las costas de Paita, en el actual departamento norteño peruano de Piura. La población, prevenida por correos de Lima sobre la presencia de naves holandesas, se organizó de manera que Spielbergen tuvo en un primer momento que retirarse sin atacar, pues había perdido el elemento de sorpresa que tendía a favorecerlo. La esposa del corregidor de Piura y encomendera de Colán, doña Paula Piraldo de Herrera, contribuyó a armar a los indios de su encomienda y a apostarlos en las costas a la vista de los holandeses (Lohmann Villena 1973: 398). El propio Spielbergen, sin embargo, señalará en su diario de navegación (82-83) que, luego de esa estratégica retirada ante la aparente superioridad de las fuerzas enemigas, reorganizó sus tropas y envió un contingente más poderoso al día siguiente, el 10 de agosto de 1615, que

12. También, sobre el papel que cumplieron las leyendas de El Dorado y el Paititi dentro de las rebeliones indígenas bajo la inspiración de la llamada «utopía andina» pueden verse los trabajos de Flores Galindo y de Burga citados en la bibliografía.

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encontró la ciudad prácticamente abandonada y prendió fuego a los edificios. De un día para otro, los holandeses tuvieron trato con pescadores indígenas que los proveyeron de alimentos e información13. Más adelante, y nuevamente en relación con los corsarios holandeses, Suardo trata en marzo de 1631 una rebelión de mestizos en Chiloé, que «avian tratado de revelarse y entregarse en la primera ocasión al enemigo olandes» (121). Pese a las tentaciones, y como en muchas otras instancias de la vida «colonial», los indígenas se hallaban divididos en distintos bandos y de acuerdo con intereses muchas veces opuestos. No todo ataque extranjero era bien recibido por la población indígena, aunque es difícil saber hasta qué punto el control impuesto por los españoles no motivaba una conducta que simplemente podía ser manifestación de una obediencia obligada hacia las autoridades peninsulares y criollas. Sin embargo, las numerosas referencias al papel cumplido por los corsarios en el imaginario de los indígenas, mestizos y negros rebeldes dan cuenta de una inquietud constante en las autoridades por crear lealtades entre esos sectores mediante su reclutamiento dentro de las tropas españolas. Pero pasemos de una vez a las representaciones que los criollos y los peninsulares naturalizados otorgaban a esas tropas «de color». Como veremos, un sector del discurso épico limeño se las arregla para ocultar o disminuir la enorme presencia de esas tropas como factor fundamental de su sistema de defensa militar, no solo en función de su declarada fidelidad a la corona hispana, sino también como estrategia de formulación de su propia diferencia.

4. Pedro de Oña: primeras idealizaciones de la defensa española Aunque ya he estudiado algunos de sus aspectos en el capítulo uno, del largo y variado poema épico de Pedro de Oña apuntaré aquí solamente aquello que resulte pertinente para nuestra búsqueda de soldados «de

13. Ver también las fuentes consultadas por Lohmann sobre la incursión de Spielbergen (1964: 37, n. 16). En cuanto a la piratería holandesa como instrumento político en las luchas por la independencia de los Países Bajos, que finalmente concluyeron en 1648, se puede consultar el panorámico estudio de Kris Lane Pillaging the Empire (cap. 3).

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color» dentro de las acciones guerreras que describe. Especialmente, examinaré aquellos cantos en que los enfrentamientos entre tropas españolas y corsarios ingleses motivan la mención de tales soldados o, contrariamente, la ocultan para enfatizar únicamente la heroica participación de peninsulares y criollos en la defensa del virreinato. Como se sabe, el Arauco domado (1596) de Pedro de Oña pertenece, junto con el poema de Alonso de Ercilla, el Purén indómito de Diego Arias de Saavedra (antes atribuido a Fernando Álvarez de Toledo) y la Argentina de Martín del Barco Centenera, a lo que Luis Alberto Sánchez (cap. 4) llamó «el ciclo araucano» de la épica «colonial». No es que el heroísmo hispano y criollo no hubiera sido exaltado durante la parte central del poema, dedicada a las luchas del Arauco. El catálogo de soldados y capitanes españoles (incluyendo a su propio padre, Gregorio de Oña, en el canto IX) da buena cuenta de algunos de los héroes poéticos peninsulares que rodeaban a don García Hurtado de Mendoza. Asimismo, para la crisis de Quito, más de treinta años después de la expedición de 1557-1560, la elegante mención que hace Oña de los jinetes y soldados criollos que participaron en la expedición del general Arana para sofocar la asonada es testimonio del criterio de «purificación» racial del heroísmo bélico (canto XVI, estrs. 26-28). Después de la narración sobre la campaña de don García en Chile durante su juventud, después de los romanzi araucanos, como el baño de Caupolicán y Fresia en el canto V, y de los avatares de la rebelión quiteña de las alcabalas (cantos XIV-XVI), Oña dedica los dos cantos finales de su obra (XVIII y XIX) a narrar la entrada del corsario inglés Richard Hawkins a las costas peruanas en 1594. Si bien La Araucana de Ercilla no relata la entrada de Drake, por ejemplo, y por lo tanto no registra la participación de soldados «de color» en la defensa del virreinato contra los ingleses, sí menciona varias veces la presencia de los «indios amigos» que apoyaron la expedición de Valdivia en Chile, previa a la de don García, contra los araucanos (cantos III, V y XIII), y que dieron sus vidas en defensa de los españoles. Aun así, el reconocimiento del heroísmo bélico en las sucesivas campañas de Chile se centra en los capitanes españoles y, sobre todo, en los jefes araucanos, siendo el papel de los «indios amigos», como él los llama, menor dentro del conjunto del poema ercillano. Oña, por su parte, al narrar acontecimientos semejantes, soslaya también la presencia de las tropas no españolas durante las acciones militares imperiales. En un típico gesto de «blanqueamiento» de las

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fuerzas defensoras, reduce a casi nada la presencia de los soldados «de color» en los acontecimientos de los cantos finales, es decir, los dedicados a la glorificación de la acción naval contra Hawkins. Es significativo que el marco de la narración sobre la entrada de Hawkins se dé en el contexto de otro sueño que la indígena Quidora había tenido, semejante al de Quito, como premonición de los acontecimientos navales de 1594. El sueño de la heroína araucana, interpretado por la joven Llarea de 13 años, hija del pastor Guemapu, le sirve a la voz poética central para retomar la narración en su propia voz a partir del canto XVIII. Esta maniobra retórica da cuenta de los procesos de intercambio cognitivo (una voz criolla que se apropia de un saber nativo) y de construcción de la representatividad de los intereses indígenas, como desarrollaremos más adelante. Se había dicho casi al final del canto XVI que Quidora soñó que Por una gruta negra y espantosa adonde luz escasa parecía un drago ferocísimo salía lanzándose en el mar con sed rabiosa; y una dañina banda cudiciosa de voladores grifos le seguía, que reparando el sordo y raudo vuelo, sacaban rica presa deste suelo. Mas, cuando se tornaba ya gozoso el drago con el hurto y presa nueva, salió tras él bramando de una cueva un bravo león de cuello vedijoso, que contra el mar y viento proceloso iba de su vigor haciendo prueba, hasta que ya, cogiéndole en sus brazos, al ávido dragón hacía pedazos (estrs. 117-118, 593).

Inmediatamente después, en el mismo canto, comienza la joven Llarea su labor oniromántica. Pero la explicación del sueño de Quidora es interrumpida por la necesidad de volver al tema de las guerras del Arauco en el canto XVII, donde concluye la trama central del poema con el anuncio de la batalla de Bío-Bío. Es solo a partir del canto XVIII que la voz poética central declara que, al recordar la explicación de Llarea dada en 1557, los acontecimientos de Hawkins en 1594 calzaban perfectamente con la predicción. Sobre esta base adivinatoria

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indígena, la voz autorial se constituye como intérprete diferida de los ensueños premonitorios, pero amparándose en la verdad histórica de los recientes encuentros navales: Por donde, solo yo, sin su concurso, [el de Llarea con voz propia] ni haberla menester de aquí adelante, explicaré del sueño lo restante (canto XVIII, estr. 25a-c, 634).

Es interesante comprobar que tal cambio de voz es coherente con el plan del poema de otorgar no solo información históricamente veraz, sino también variedad, ya que la defensa de la varietas renacentista14 se hace explícita al principio del canto XVII, justificando así el salto narrativo desde Quito (en 1592-1593) hasta el Arauco (en 1557, canto XVII) y nuevamente al combate naval (en 1594, en los dos cantos finales): que para no salir de mi discurso fue necesario enredo semejante, con que ni del Perú las cosas dejo, ni de mi Chile, que es el fin, me alejo (canto XVIII, estr. 25e-h, 635).

Chile y Perú quedan así narrativamente enlazados mediante este traspaso de la palabra desde Llarea hasta Oña. Las dos caras de la moneda virreinal, la frontera y el centro, significan también las dos caras del enfrentamiento étnico y cultural: Llarea india y mujer (aunque presumiblemente doncella por sus 13 años de edad), y Oña, criollo, blanco y varón. La unión de ambos reinos (Nueva Castilla y Nueva Toledo), si bien ocurría de facto en lo administrativo, pues el segundo era parte subordinada del primero (como una provincia de la capital de la Provincia), era una unión deseable y por cuya prevalencia histórica apuesta el sujeto de escritura, privilegiando el moldeamiento o «civilización» de indígenas y de miembros del cuerpo español en Indias. Para esta posibilidad de un gran reino regido por la ley y el mejor trato a la población indígena se necesitaba una voz apropiada, que asumiera una función distinguible en el tramado social de la refacción histórica que se propone en el Arauco domado.

14. Aunque contiene un solo ejemplo ligado a la tradición hispánica, es útil la compilación de Dominique de Courcelles sobre La Varietas à la Renaissance para ver las relaciones de este recurso con la variatio y la imitatio.

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En esta parte del poema asoma la función de la escritura como navegación, larga metáfora que se remonta por lo menos a Ovidio y Virgilio (Curtius: I, 189), en los que la poesía es a veces comparada con un bajel que surca la tempestad del ruido, sobreviviendo a ella y aplacándola. El tópico continuó hasta el Renacimiento, donde encontramos hasta en géneros como la historia un uso semejante. Bartolomé de las Casas, entre otros posibles ejemplos, califica su propia escritura y el género discursivo desde el que habla como «las trabajosas velas de escribir» (en su prólogo a la Historia de las Indias). Pasando al ámbito contemporáneo, la alegoría es retomada en una de sus variantes por Michel de Certeau al afirmar que todo texto literario constituye un tipo de «viaje» o traslación, aunque se trate solamente del tránsito del mundo cotidiano del lector hacia el que aparece expuesto dentro de cada relato o poema (205-207). Oña une Perú y Chile a través del reapoderamiento de la voz narrativa central en el relato del combate de Esmeraldas al referirse a su propio esfuerzo escritural como navegación difícil: agora proejando costa arriba, agora arrebatado costa abajo; tal vez con desgarrón, tal vez sin viento, el frágil botiquín de mi talento (canto XIX, estr. 3e-h, 662).

Aun si le faltara viento a este bajel escritural, apela a la generosidad de su mecenas (el primogénito de don García) para que la nave varada se convierta en ave que remonta el vuelo tras los galeones hispanos que marchan apresuradamente a cumplir su heroica misión. En ese movimiento de alejamiento de la costa, tanto los barcos de don Beltrán como la nave/ave poética de Oña se colocan desde la perspectiva del literal des-tierro, ya que el paisaje de la costa se disuelve a la distancia: Sulcando van el mar a popa vía las poderosas naves en conserva, no viendo ya las flores ni la yerba que nuestra generosa madre cría; sólo se ve la blanca sierra fría, por ser de cumbre altísima, superba; mas tan opaca, lóbrega y ñublosa, que más parece nubes que otra cosa (canto XIX, estr. 7, 662).

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«Nuestra generosa madre», si bien puede referirse a la tierra productora de flores y hierba, también se entiende, desde la perspectiva de los barcos (y del poema que comparte tal perspectiva desde el oeste de la costa), como la tierra peruana y la chilena, unidas por el mar y, a la vez, por el poema, cuyos versos surcan el vocerío de la guerra y de las lenguas no maternas que rodean a los héroes y a su poeta. Al representarlos como personajes fundadores de una determinada conducta y honorabilidad en el Nuevo Mundo, el sujeto de escritura se autoconstituye a sí mismo como voz correspondiente. El relato se dignifica así, pues el héroe naval será exaltado por la propia voz poética central, la cual a su vez se inmortaliza en verso castellano y, por tanto, en ejercicio de su identidad cultural, sustituyendo a la joven Llarea: No quito yo que allá en su choza cuente y siga la zagala lo que toca, mas quiero que lo diga por mi boca, si fuere para tanto suficiente; y que, mediante el suyo, mi torrente se lleve esta ganancia, que no es poca, en pregonar la gloria, al mundo nueva de don Beltrán de Castro y de la Cueva (canto XVIII, estr. 26, 635).

Ya había mencionado Llarea que, al llegar Hawkins a las costas del Perú, este tenía plena conciencia de la insuficiencia de las tropas españolas (canto XVIII, estr. 16, 632). En efecto, la sorpresa de las incursiones de Drake en 1579 y de Cavendish en 1587 no había prevenido suficientemente a las autoridades virreinales para alistar con anticipación nuevos buques y tropas regulares. Hasta cierto punto, un panorama semejante se presentó con la llegada de Hawkins en 1594, ya que el corsario pudo capturar fácilmente barcos comerciales y provisiones en Valparaíso y Arica, y solo a partir de la noticia de su llegada (el 17 de mayo de 1594) el virrey don García previó el alistamiento de cuatro naves que zarparían en persecución del corsario a fines del mismo mes. El poema no desperdicia la oportunidad para subrayar los méritos de don García Hurtado frente a la falta de recursos marítimos. En sus preparativos de defensa, el virrey mandó hacer llamado general de la gente de Lima para que se reuniera a fin de reforzar las escasas tropas apostadas en el puerto del Callao (canto XVIII, estr. 47, 641). En efecto, se reúnen tres compañías de cien hombres cada una bajo el mando

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de los capitanes «Pulgar, Manrique y Plaça», que son los mismos que apunta Balaguer en su «Relación» (120), texto que Oña utiliza como fuente15. Igualmente, salen de Lima los «caballeros» voluntarios, sin paga, según los describe Oña, en dos compañías que totalizan ciento veinte hombres (canto XVIII, estr. 72, 649), dato que también registra Balaguer. Utilizando «chasquis» o correos de posta a pie, un antiguo sistema prehispánico de comunicaciones, el virrey manda avisar a las ciudades del interior sobre la necesidad de aprestarse a defender el territorio, y solicita más soldados de las autoridades de las otras ciudades del virreinato (canto XVIII, estr. 55, 644). La expedición que saldría en busca de Hawkins estaba comandada por el general Beltrán de Castro y de la Cueva, como se vio en la estrofa. El personaje no solo era hermano de la esposa del virrey e hijo del conde de Lemos, sino también un distinguido militar que había comandado tropas de hasta veinte mil soldados en guerras europeas. La exaltación del máximo oficial al mando en el poema de Oña, marcaba, como apunta Murrin (186-196), un cambio en las convenciones de la épica. Al ser los combates navales librados de barco a barco, no siempre había la posibilidad de contar con peleas cuerpo a cuerpo para describir el valor de los combatientes. El cambio se hace notable a partir del combate naval de Lepanto en 1571, que genera poemas épicos como la Austriadis libris duo (1573), de Juan Latino, la Felicissima victoria (1578), de Hieronimo Corte Real, y La Austriada (1582), de Juan Rufo. Especialmente en esta última, el eje narrativo gira alrededor de la figura de don Juan de Austria, el medio hermano de Felipe II que comandó las naves contra las fuerzas islámicas. Las virtudes y fortaleza espiritual ocupan un lugar privilegiado en el encomio del alto oficial, sobre todo tratándose de un católico. Al ya no ser posible retratarlo con fornidos brazos y tremolantes cascos, con escudo y espada destrozando cuerpos enemigos, el alto oficial del combate naval, por compensación, es a la vez una figura de importancia política por su origen noble y su labor organizadora dentro del estado. Constituye, así, un personaje ejemplar en múltiples sentidos. A ello deben sumarse su pericia y clarividencia, su talento estratégico y su insondable fe, que le garantiza la ayuda divina de ser necesaria.

15. Dato que José Toribio Medina ya había notado en su edición del Arauco domado (656). Consultar también el trabajo de Murrin (322, n. 48).

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Un procedimiento semejante había ocurrido en las escenas de navegación en Chile, cuando las naves comandadas en 1557 por el entonces joven don García se habían salvado de la feroz tormenta, gracias a la entereza moral del gobernador y a las oraciones producto de su profunda religiosidad, durante los primeros cantos del poema. Ya en 1594, las escenas marítimas debían adquirir dimensiones semejantes, ya que don Beltrán no era precisamente un hombre joven y, por lo tanto, su valor no podía cifrarse en sus proezas físicas. La dimensión religiosa del jefe de la expedición es coherente con la mención que hace Balaguer de Salcedo (122) y que Oña recoge sobre la presencia de miembros de distintas órdenes religiosas sobre las naves. En ellas, además de los «caballeros» españoles y criollos mencionados, se embarcaron hasta «religiosos, / del alma, y aun del cuerpo defensores, / jesuitas dotrinales, redemptores, / y aquellos de los púlpitos famosos» (canto XVIII, estr. 99a-d, 657). Nada, sin embargo, de los posibles soldados «de color» que debieron participar de alguna forma en los preparativos de defensa, tanto en mar como en tierra. Hubo un primer encuentro frente a las costas de Chincha, al sur de Lima, el 9 de junio de 1594, que resultó en un relativo desastre, pues los dos barcos que Hawkins tenía bajo su mando lograron escabullirse entre las sombras de la noche y, para mala suerte de don Beltrán, dos de sus propias naves sufrieron serias averías con la tormenta que se desató en alta mar cuando perseguía al corsario, quedando las otras dos también algo afectadas. La expedición tuvo que regresar al puerto del Callao maltrecha y en busca de reparaciones y vituallas, pero lograron alistarse dos de las naves con rapidez y volvieron a partir en dirección norte, de donde habían llegado noticias sobre el paso de los barcos herejes. Finalmente, dan con los ingleses frente a las islas Esmeraldas, cerca de Tacámez, en el actual Ecuador, y se establece el combate durante tres días, del 30 de junio al 2 de julio. Los detalles de la persecución y la lucha abundan tanto en el poema de Oña (que, en realidad, se limita al primer día de combate, prometiendo los sucesos posteriores para la segunda parte del poema, que nunca llegó a escribir) como en la «Relación» de Balaguer y las Observations del propio Richard Hawkins. Este atribuye su derrota no al mayor valor de los españoles, sino a sus propios errores tácticos, como el haber atacado Valparaíso al principio, con lo cual puso en alerta a los demás puertos de las costas

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chilenas y peruanas, y el haberse demorado demasiado en Tacámez, lo que le dio tiempo a don Beltrán para alcanzarlo. Durante el combate narrado en el canto XIX, final del poema, los personajes sobresalientes son los españoles Juan Manrique, Juan Velázquez, Pedro de Reynalte, Diego de Ávila y otros que, de acuerdo con Oña, cumplieron un papel fundamental16. Ya hemos anotado que no es rara esta preferencia cerrada por la alta oficialidad y el jefe de la expedición. Recordemos lo que Murrin (179-182) había señalado sobre las guerras navales modernas de entonces, en que la participación de la infantería se hacía cada vez menos importante, ya que, sobre todo en los combates entre galeones veleros en mar abierto, la estrategia consistía en cañonear la nave enemiga hasta deshabilitarla o hundirla17. Así, en los poemas celebratorios, el jefe de una campaña era elogiado por sus virtudes estratégicas y su valor en la persecución del enemigo, como ocurrió con don Beltrán de Castro, que no cejó en su seguimiento de las estelas marinas de Hawkins hasta que alcanzó su nave Daintie (o «La Linda») y logró capturarla. No es de extrañar, pues, que, como parte del diálogo del momento, Oña subrayara determinada forma de heroísmo, tanto en la lucha contra los araucanos como contra Hawkins, favorable al bagaje de méritos que los ya alicaídos encomenderos y sus retoños criollos anteponían como premisa para cualquier conceptualización del espacio social virreinal. Sin embargo, la tendencia creciente hacia el realismo descriptivo en las escenas de batallas, aprendida por Ariosto de Poliziano al describir aquel el sitio de París en su Orlando furioso, y recogida por los autores ibéricos, generalmente inclinados al verismo épico, no logró que Oña diera cuenta de la presencia y ayuda de las tropas y marinería «de color» que debió haber estado presente en los preparativos de defensa en tierra y mar. El efecto visual en la descripción de encuentros bélicos sí logra mantenerse, pese al borramiento étnico del poeta criollo, con la minuciosidad y proliferación de nom-

16. El combate mereció, además de los elogios de Oña y sus contemporáneos, una sátira mordaz por parte del autor de La batalla naval Peruntina, atribuida a Mateo Rosas de Oquendo, en la que se hace burla de don Beltrán, del supuesto heroísmo criollo-español y del mismo Oña como poeta. En Lasarte (149-157) se puede encontrar más información sobre el desmontaje discursivo que ejerce Rosas con respecto del Arauco domado. 17. Sin embargo, como el mismo Murrin apunta (12), los españoles seguían hasta la década de 1630 practicando en algunas ocasiones la antigua táctica del abordaje.

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bres relativos al armamento y los aparejos propios de la navegación en alta mar. Lope de Vega se refirió al combate de Esmeraldas y al texto de Oña dos años después de aparecido este. La Dragontea (1598), largo poema épico dedicado a glorificar las luchas marítimas de España contra los corsarios ingleses, y especialmente contra Sir Francis Drake, incluyó el evento de 1594 como uno de los antecedentes de su narración central. Pedro de Oña fue inmediatamente reconocido e incluso elevado por encima del propio Fénix de los Ingenios. Aun tratándose de un gesto retórico, y sin importar su sinceridad (o su falta de ella), el elogio hacia Oña es clara muestra de una aceptación de su obra en la metrópoli, pasando a constituir punto de referencia importante en la construcción de una identidad hispana transmarítima. Dice Lope: La cual [batalla] cómo pasó nadie se atreva Contar mejor en verso castellano, Aunque parezca en Chile cosa nueva, Que Pedro de Oña, aquel famoso indiano: Este día mejor de vuestra cueva Que es monte de Helicona soberano, Gran don Beltrán, que no mi vega humilde, Que apenas soy de aquellas letras tilde (canto III, estr. 169, I, 79).

Qué mejor que reconocer las glorias de las aguas peruanas y las tierras chilenas, y las de sus habitantes españoles, incluyendo a los criollos y a su cantor, no menos criollo, Pedro de Oña. Este efecto de reflejo desde el centro hacia uno de los ejes radiales del imperio español en Indias permitía a aquellas voces peninsulares enriquecer el registro de sus referencias, vocablos, tonos, personajes y materia poética. El poema, a la vez, no dejaba de fortalecer el acervo discursivo de los nacidos en Indias, en sutil recreación de algunas perspectivas y estrategias discursivas metropolitanas.

5. Miramontes y el papel de los cimarrones El extenso poema que nos ha dejado Juan de Miramontes y Zuázola, Armas Antárticas, fue publicado por primera vez en 1921 y ha sido desde entonces objeto de diversos estudios, que coinciden en recono-

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cer su notable calidad literaria18. Como la mayor parte de los poemas épicos escritos durante el virreinato, Armas Antárticas es una glorificación de las acciones militares y evangelizadoras de los españoles. En este caso, el poema se refiere especialmente al papel cumplido por las fuerzas hispanas en su defensa del límite norteño del virreinato del Perú, es decir, lo que hoy constituye el territorio de Panamá, durante la invasión de John Oxenham, lugarteniente de Drake, entre los años 1577 y 1579. Oxenham pretendía abrirse paso a través del istmo y bloquear el puerto de Panamá para facilitar así las acciones de Drake en su saqueo de Lima y otras ciudades en las costas del Perú. Fue sucesivamente derrotado por las expediciones de Pedro de Ortega y de Diego de Frías Trejo (Miró: XIV-XV). El poema, sin embargo, se extiende hacia otras circunstancias, como el relato de una historia de amor incaica en boca del general español Arana en el viaje de regreso de las tropas vencedoras a Lima (cantos X-XVII) o la expedición de Pedro Sarmiento de Gamboa en 1580, enviado por el virrey Francisco de Toledo para cruzar el estrecho de Magallanes y pedir apoyo a la corona española con miras a instalar una población permanente en las remotas regiones australes (canto XVIII). Como se sabe, Drake llegó a las costas occidentales del Perú a través del peligroso Estrecho, y era la intención del virrey Toledo impedir que una acción semejante volviera a ocurrir. Para desgracia de los españoles, el proyecto no tuvo éxito debido a la severidad del clima y a la hostilidad de los poblado18. La primera edición se hizo en Quito, por Gijón y Caamaño. José Toribio Medina reprodujo en Chile en 1924 los cantos XVII y XVIII, que tratan de la expedición de Sarmiento de Gamboa al estrecho de Magallanes. Entre los estudios más recientes, pueden consultarse los de Miró y Firbas, que aportan, a su vez, numerosas referencias bibliográficas. Firbas, sobre todo, ofrece una excelente edición crítica del poema. Los manuscritos existentes se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid y en la Biblioteca Castilla-La Mancha en Toledo. En cuanto a Miramontes, Firbas aclara algunos datos biográficos importantes: nace en España en 1567 y muere en Lima en 1611. Viaja a Cartagena en 1586 con la Armada del general Flores Quiñones, que llegó demasiado tarde para prevenir el saqueo y toma del puerto por Francis Drake. Pasa de Panamá a Acapulco en persecución de Cavendish en 1587 y llega a Lima en 1588. Sirvió en la Armada del Mar del Sur, y como alférez real en Arica en 1590. Se le encuentra en la flota acantonada en Pisco en 1600 en espera de los corsarios de Oliver van Noort, que no llegó a ver. Se establece definitivamente en Lima como Gentilhombre de Lanza en 1604. Compra dos esclavas hacia el final de su vida. Muere, aparentemente soltero y sin hijos, a los 43 años. Debió, por lo tanto, haber terminado el poema a más tardar en 1611, aunque Firbas (I, 16) sugiere las fechas de 1608 o 1609. Ninguna de las acciones narradas en el poema corresponden a experiencias personales del autor.

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res de la región. Por último, en los dos cantos finales (XIX y XX) se relata la entrada del corsario Thomas Cavendish (en 1587) y el poema concluye sin terminar de describir los acontecimientos históricos relacionados con ese suceso, por lo que se cree que su autor no llegó en realidad a culminar el plan completo de la obra19. Nos interesa sobre todo detenernos en la primera parte, que comprende los diez primeros cantos y se refiere principalmente a la expedición de Oxenham en Panamá. Examinaremos sobre todo la presentación que hace de los cimarrones del Darién en tal expedición. Para ello, conviene recordar que el poema define su tema en la dedicatoria al virrey marqués de Montesclaros, pues distingue tres materias bélicas (conquista, «quietamiento» y defensa), de las que principalmente desarrolla la tercera. De esta manera, evitaba exaltar el heroísmo de los conquistadores y se alineaba con la épica en la glorificación de la oficialidad en campaña. El plan de la obra presenta en los dos primeros cantos una breve historia de la conquista del Perú y la fundación de Lima por Pizarro, la muerte de este y las guerras civiles entre los conquistadores20. En el canto III aparece Drake proponiendo su ambiciosa empresa a la reina Isabel, y es en el canto IV donde Oxenham se convierte en protagonista mediante sus acciones en Panamá: desembarca en la costa caribeña del istmo y apresa en el río Chagres un bajel procedente de Veraguas, del que secuestra a la hermosa dama española Estefanía, quien más 19. Thomas Cavendish dio su vuelta al mundo entre 1586 y 1588 y murió en 1592. Miró (XVIII) anota equivocadamente que su presencia en las costas peruanas se dio en 1596, con lo cual otorga al poema de Miramontes una amplitud temporal mucho mayor de la que tiene, ya que entre los ataques de Drake y los de Cavendish hay una distancia menor de diez años, no de veinte. Naturalmente, esto no neutraliza la falta de unidad temática que se le achaca tradicionalmente al texto, pero sirve para comprender mejor la elección de acciones bélicas dentro de un radio temporal más reducido. 20. Aunque desde el canto I Pizarro es calificado como «argonauta de uno al otro polo» (estr. 3b, 4), el condenado lengua Felipillo le reprocha luego sus crueldades y ambición desmedidas. En este sentido, la posición de la voz poética central coincide con las de otros baqueanos de discurso lascasista o neotomista de fines del xvi en el Perú. Esta corriente, que tuvo fuerza entre algunos sectores baqueanos y criollos que se autoasumían como defensores del bien común y el buen gobierno (incluyendo a los indígenas), aparece explicada en «La restitución por conquistadores y encomenderos: un aspecto de la incidencia lascasiana en el Perú», «El licenciado Falcón (1521-1587)» y «Notas sobre la estela de la incidencia lascasiana en el Perú», de Lohmann Villena. Asimismo, Someda aborda el problema de la perpetuidad de la encomienda y la influencia de Las Casas entre quienes se oponían a ella.

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adelante será motivo de su derrota. Sin embargo, en busca de apoyo, Oxenham envía a dos de sus tenientes para encontrar a los esclavos fugitivos que se habían agrupado en algún lugar de la selva del Darién. Los tenientes encuentran al cimarrón Jalonga, que relata ante Oxenham la historia de los otros escapados y los orígenes del palenque en el que se encontraban, desde los tiempos del casi legendario Ballano, de quien la región había tomado el nombre. Más adelante (canto V) se encuentran Oxenham y el rey de Mozambique, jefe de los cimarrones, quienes establecen una alianza contra los españoles. Las peripecias de Oxenham, sus propias tropas y los esclavos fugitivos se desarrollan en los siguientes cantos (VI y VII), que finalizan con la primera derrota de Oxenham. Luego de una pausa que cuenta en el canto VIII las correrías de Drake en las costas del Perú, la derrota final es narrada en los cantos IX y X. Ahora bien, a lo largo de toda esta primera parte del poema, las diversas imágenes de algunos soldados no blancos presentes en las campañas españolas son generalmente eliminadas. Por ejemplo, en el caso de Almagro el Mozo, el hijo mestizo del socio de Francisco Pizarro, la presentación que de él se hace anula su condición mestiza para asimilarlo plenamente a los españoles (canto I, estrofa 98)21. También, en el relato sobre las guerras civiles y en el caso de la muerte del virrey Núñez Vela, nada se dice del papel cumplido por el esclavo negro que le cortó la cabeza luego de su captura en la batalla de Iñaquito, cuando las tropas del rebelde Gonzalo Pizarro derrotaron a las fuerzas leales a la Corona. El poema se limita a condenar a Pizarro por la muerte del virrey (canto I, estrs. 141-143), ignorando la presencia de los soldados «de color» que participaron en los mencionados movimientos militares. A pesar de sus simplificaciones históricas con respecto a los grupos raciales no españoles, el poema desarrolla poco a poco una imagen 21. «Quedóle un hijo al venerable viejo [Almagro], / si en tierna edad, de pecho generoso, / a quien miraban como a claro espejo / los soldados del padre valeroso» (Miramontes: 24). Almagro el Mozo queda así convertido en «claro espejo» de su padre, a despecho de su condición mestiza. Si bien la estrategia general del poema es presentar un elogio de la valentía de los conquistadores, este es paralelo, sin embargo, a una crítica sutil de su codicia. En este sentido, la asimilación que se ejerce del mestizo Almagro el Mozo como parte del conjunto de los conquistadores sobresalientes no requería de la especificación de su condición racial. En esto se ven también algunas de las tensiones encontradas al interior de los grupos peninsulares, como adelantamos en nuestro capítulo uno.

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positiva de los cimarrones según van apareciendo dentro de la trama. Jalonga, por ejemplo, el primer cimarrón encontrado por los tenientes de Oxenham, declara ante este la historia de los de su raza y cómo fueron a parar al Nuevo Mundo. En su descripción del reino originario de Etiopía, dice Jalonga que «su sabia, ingeniosa, sutil gente, / en guerra es diestra, armígera, valiente» (canto IV, estr. 345g-h, 73). Más adelante, la propia voz narrativa de Miramontes describe al jefe de los cimarrones o «Rey de Mozambique» de la siguiente manera: Cual de pintado tigre piel curtida, cual de león velloso el cuero duro, cual anta impenetrable trai vestida, cual en arma enastado acero puro, cual presa al tahalí espada ceñida, hurtada al amo, incauto, mal seguro, cual arco corvo, aljaba, flecha o dardo, cual pólvora, cañón y plomo pardo; de aquesta suerte el negro rey camina (canto V, estrs. 397 y 398a, 84).

La descripción obedece al plan de presentar el valor y ferocidad de los cimarrones como un elemento digno de ser considerado en el contexto de las luchas con los españoles. En uno de los ataques de Oxenham, por ejemplo, los ingleses son presentados como codiciosos y saqueadores, mientras que «los feroces cimarrones, bravos, / ponen en libertad a los esclavos» (canto VI, estr. 504g-h, 105), con lo que su estatura moral se eleva por encima de la de los británicos. Aunque los cimarrones no son propiamente soldados de la Corona, sí interesa tener en cuenta su descripción, pues algunos de ellos se pasarán al bando de los españoles y lucharán en su favor más adelante, como Biofaro o Biafaro, que decide traicionar a su gente y a los ingleses por despecho amoroso, pues uno de los tenientes de Oxenham le había arrebatado a su amada. Dado el momento de su decisión, Biofaro inclusive jurará eliminar del todo a los ingleses, a quienes considera poco confiables: «mas yo empeño / la barba, digo y la palabra mía / de no dejar inglés» (canto IX, estr. 818e-g, 171). Por otro lado, los pocos indios que aparecen en las luchas lo hacen también dividiéndose según sus conveniencias frente a cada grupo europeo. En el combate final, en que los españoles apresan a Oxenham, los indios uraraves aparecen luchando en favor de los corsarios. Su cacique, llamado Fasquindia en el poema, «en favor del inglés esgrime un tronco» (canto X, estr. 911g, 190) y se enfrenta al español Bayón

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Campomanes vestido «de un variado tigre, impenetrable / la dura piel curtida». A pesar de su valor y fortaleza, será vencido por aquel, reclamando la ayuda de su dios «Zupay», término quechua que se aplica incorrectamente a los indios de Panamá y que suele traducirse simplificadoramente como «diablo o demonio». En este desliz lingüístico puede verse un síntoma de la experiencia principalmente andina del baqueano Miramontes. El relato sobre la captura de Oxenham y sus capitanes se interrumpe al final del canto X para pasar a la historia en boca del general Pedro de Arana sobre los amoríos indígenas de Chalcuchima y Curioyllor, que comprende hasta el canto XVI22. Luego se pasa a la fracasada expedición de Pedro Sarmiento de Gamboa al estrecho de Magallanes (cantos XVII y XVIII), y se retorna a los enfrentamientos o encuentros con Thomas Cavendish (o Tomás Candi) a partir de canto XIX. Este canto es particularmente interesante por presentar un caso de combate cuerpo a cuerpo entre los ingleses que pretendían desembarcar en el puerto chileno de Quintero y los improvisados defensores de aquel. La lid es favorable a los españoles, que logran apresar a once británicos y matar a varios más. Pero previamente el poema da amplia entrada a los preparativos de la defensa, que recaen especialmente en los más jóvenes, ya que buena parte de los soldados veteranos estaba afuera combatiendo con los araucanos. Esos jóvenes «estudiantes», como los llama el poema, eran gente bisoña para la áspera refriega, […]; pero suple esta falta la que allega ser de esforzado ánimo valiente y que la justa guerra a que la incita, para cualquiera trance la habilita (estr. 1618c-h, 338).

El valor de los cincuenta estudiantes y la superioridad de su fe serán argumentos suficientes para explicar la victoria de la refriega en la playa. Al menos una parte de los jóvenes debían ser criollos, hijos de 22. El idílico relato guarda semejanza con la leyenda de Quilaco y Curicuillor recogida por Cabello de Balboa en su Miscelánea antártica (1580), así como con el drama anónimo quechua Ollantay, que trata de los amores prohibidos del general Ollanta y la princesa Cusi Coyllur. También subsistió como relato oral, recogido en 1835 por Manuel Palacios en la revista cuzqueña El museo erudito (Firbas: I, 19, n. 18). El general Pedro de Arana es el mismo que en 1592-93 comandaría la expedición para sofocar la rebelión de las alcabalas en Quito.

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conquistadores o baqueanos, dada la fecha (1587). Recordemos que para la misma época Pedro de Oña tenía diecisiete años. Es presumible que los jóvenes defensores, pintados con gran brío e indudable garbo militar, fueran oriundos de la tierra. No faltaban, ciertamente, los mayores, como Ramiro Yáñez (o Yañes) de Saravia, que sale acompañado de su hijo Diego de Saravia. Pero el grueso del contingente bajo el mando del capitán Marcos de Vega estaba formado por «gallardos noveles bien armados», que, sin embargo en la reseña dan tal apariencia como si en guerra ya disciplinados fueran de atrás con plática experiencia (estr. 1623a-d, 339).

Miramontes incluso nombra a la mayor parte de ellos: Cuevas, Molina, Azócar, Juan Hurtado, Tomás Pastén, Gaspar de la Barrera, Baldovinos, Durán, Gómez, Mosquera (estr. 1621f-h, 339).

Ramiro Yáñez le parte la cabeza al pirata Enrique, y los otros combatientes nombrados también destacan en la lucha. La «chilena escuadra», como se le llama en el poema, logra que Cavendish zarpe apuradamente rumbo al norte. Al llegar la noticia a la capital, cunde la alarma y el virrey Fernando de Torres y Portugal, conde del Villardompardo (1585-1590), dirige los preparativos. La Armada del Mar del Sur había salido a Panamá hacía diez días con la remesa anual de oro y plata para la Corona. Lima, por lo tanto, estaba casi indefensa, y el virrey tuvo que disponer la confección de nuevo armamento y la adaptación de buques comerciales a los requerimientos del combate en alta mar. El realismo de Miramontes, bien anclado en la misma tradición visualista de los clásicos y que consagra a Ariosto en sus escenas bélicas, da lugar a una estrofa de tipo inventario que nos revela el buen conocimiento que tenía el poeta de la guerra: Fórjanse en las vulcáneas oficinas arneses, grebas, golas y celadas, rodelas, morriones, coracinas, petos, brazales, láminas, espadas, puñales, cascos, cotas, jacerinas, venablos y alabardas enastadas, culebrinas, cañones, falconetes, lombardas, basiliscos, morteretes (estr. 1652, 345).

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Las armas que forja Vulcano (en consonancia con el tópico de las armas de Aquiles en la Ilíada y del escudo de Eneas en la Eneida) nos muestra un saber que no debe leerse sólo como alarde de erudición. El gesto retórico nos muestra la focalización de un sujeto de escritura que refrenda la autoridad de su pluma con su condición de testigo y de actor, si bien en otras empresas armadas. El heroísmo que describe involucra, ciertamente, a la máxima autoridad administrativa (el virrey), así como a la población española (peninsular y criolla) en su conjunto. Por eso, al comenzar el canto XX, aparecen destadacamente las tropas de encomenderos que acudieron al llamado del virrey, formadas nada menos que por «lucidísimos infantes» (estr. 1663c, 348). Sin embargo, más adelante, se reconoce la ayuda de los indígenas de Arica en la estratagema que habría de disuadir a Cavendish de desembarcar en ese puerto al sur de Lima. El capitán Francisco Arias de Herrera, […] con su plática experiencia mandó a unos indios que al nacer del día cañas por lanzas y a caballo puestos, bajasen a la mar de unos recuestos (canto XX, estr. 1671e-h, 349).

Los indios, simulando ser soldados a caballo armados de lanzas, aparecieron en gran número, y viéndolos el inglés tuvo por cierto que era gente española y que si intenta saltar a saquear de Arica el puerto, ha de volver con pérdida y afrenta (estr. 1672a-d, 350),

lo cual quizá inspiraría la táctica desplegada en Colán ante el asomo del corsario holandés Joris van Spielbergen en 1615. En el episodio de Arica, sin embargo, los pocos individuos que destacan individualmente son miembros de la «república de españoles», posiblemente baqueanos o criollos. Cavendish huye ante la vista de gente en la costa y decide no desembarcar en los siguientes puertos hacia el norte, dados los preparativos que se llevaban a cabo en Lima para formar una escuadra que saliera a darle alcance. En otro momento de la persecución de Cavendish (canto XX, estrofas 1681-1704), los indios colaboran con los españoles en la isla de Puná, frente a Guayaquil, dejando sus pertenencias y tesoros en sus casas. Los ingleses, confiados de su rápida victoria, se dedican a feste-

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jar durante la noche, y son sorprendidos y derrotados en la madrugada por las fuerzas españolas (dentro de las cuales no se menciona ya, sin embargo, a ningún soldado «de color»)23. Como se ve, el extenso poema cumple con su cometido al resaltar las que un español como Miramontes consideraba verdaderas «armas antárticas». Las rápidas alusiones a los soldados no blancos son una muestra mínima del elemento negro e indígena en la composición de las fuerzas españolas. Dentro de éstas, los héroes resaltados son tanto peninsulares como criollos, y nunca personal subalterno «de color», que apenas aparece mencionado (salvo en el caso de los cimarrones, que colaboran con el bando enemigo). Esta exclusión se hará más evidente en los dos poemas que pasaremos a comentar, con lo que tendremos una idea más cercana de los mecanismos de dominación discursiva que complementaban la dominación social y racial del sector español sobre los grupos indígenas y las llamadas «castas» con diversos grados de sangre africana. Así también se explican mejor las octavas que Miramontes dedica en el canto I a la apacible y grandiosa Lima, su ciudad adoptiva, a la que compara con Atenas y Roma, elogiando su magnífico clima y su abundancia de letras, comidas, buenas estrellas y religiosidad. Miramontes incluso anticipa el lugar común, que se hará corriente durante el siglo, de atribuir a Lima poderes mejoradores de los defectos humanos: El cojo fratricida24, viejo triste, émulo y corrupción de los vivientes, el glotón melancólico que asiste a la total ruina de las gentes, en Lima su frialdad corrige y viste, de plantas y edificios eminentes, el suelo, y a los hijos que procrea vida, hacienda y honor darles desea (estr. 86, 21).

El heroísmo criollo y la calidad personal de los habitantes de Lima contaban, pues, con el respaldo geográfico y climático adecuado. Toda la exposición sobre los combates en los cantos siguientes apunta a ejemplificar dichas virtudes, engarzándose así el poema con una varia-

23. Oxenham sería llevado más tarde a Lima y juzgado por la Inquisición. Se le ahorcó en 1580 (Lane: 43). 24. Firbas (I, 89) transcribe «patricida».

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da y extensa agenda de conversión de Lima y el Perú en los mayores agentes de la hispanidad mejorada.

6. El conde de la Granja y las victorias de Santa Rosa Casi un siglo más tarde, en 171125, apareció en Madrid un poema de personaje religioso, pero con temática histórica y, además, referido a acontecimientos que datan desde el siglo xvi hasta principios del xvii. Se trata de la Vida de Santa Rosa de Santa María, escrita por Luis Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja, título que este general español adquiriría en Lima tras muchos años de residencia en el Perú. Inicialmente, Oviedo llegó como corregidor de Potosí en 1668, a los treintaidós años de edad. Se quedaría en el Perú hasta finalizar sus días en 1717, honrado como poeta y militar por criollos y peninsulares. Para principios del siglo xviii, Lima ya había probado ser la cuna generosa o el lugar de adopción de inumerables voces poéticas y de distinguidos personajes en las letras y las artes. Entre 1709 y 1710, la academia literaria del virrey marqués de Castell-dos-Rius, a la que asistió Oviedo, fue una muestra más de la atención que algunas autoridades, los limeños y los habitantes de la ciudad prestaban al quehacer estético. Además, Santa Rosa había sido canonizada pocas décadas antes y los inicios de una poética neoclásica ya se hacían sentir. Nada mejor que tan importante personaje religioso como materia central de un poema épico que a la vez sirviera para engrandecer el lugar de nacimiento de la santa limeña. La Vida de Santa Rosa, en doce cantos, cubre periodos tempranos de la historia del Perú, como la genealogía de los incas y la llegada de Pizarro, que anteceden al nacimiento de Rosa. Esta vivió entre 1586 y 1617, y fue objeto de culto inmediato por parte de la población local. Se le atribuyeron milagros en vida y después de su muerte, y logró una rápida beatificación (en 1668) y canonización (en 1671), además de los títulos de Patrona de las Américas y de Filipinas, como adelantamos 25. Sánchez (214) sostiene que la fecha de aparición es 1712, amparándose en una de las aprobaciones que aparecen en un ejemplar de la Biblioteca Nacional de Lima. El volumen consultado para este trabajo ha sido el de la John Carter Brown Library, que incluye en su portada la fecha de 1711. Asimismo, la reimpresión que se hizo del poema en México en 1729 declara que la primera edición, en la cual se basa, es de 1711.

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en nuestro capítulo dos. Sin duda, es la santa peruana, si no americana, más conocida en el santoral católico. El poema de Oviedo pretende situarse en el rango de la épica o poesía heroica por el asunto «elevado» que trata. Esta actitud no es rara en la literatura cristiana, que utiliza el sentido original del término «heroico» para presentar a santos, mártires y al mismo Cristo como asunto principal de sus textos. Como nunca sobra recordar, ya en 1575 se refería fray Jerónimo Román a la épica como un mecanismo de elevamiento «aéreo» de determinado protagonista. Con esto se dejaba abierta la posibilidad de una heroificación de personajes religiosos que, aun más adecuadamente, participarían de rasgos propios de la divinidad (f. 293v)26. Entre los preliminares de la obra se encuentra el «Juizio del poema», escrito por don Fernando Carrillo de Córdova, en que declara que a veces la naturaleza produce «originales tan perfectos» que el arte no necesita introducir elementos fantasiosos para la consecución de una voz épica. La épica gentil, al carecer de tales modelos espirituales, admitía apariciones de diversos dioses que contribuían al mayor o menor éxito de la empresa que el héroe tenía por delante. En la épica cristiana, en cambio, continúa Carrillo, al poeta se le presenta un desafío casi imposible de enfrentar debido a la perfección de sus modelos. Sin embargo, si se atreviera a emprender tan difícil tarea, «debe ∫er robando de ella mi∫ma [la Naturaleza] la más noble materia, y los más finos colores para la imitación» (f. s. n.). El fin didáctico y ejemplarizante deberá prevalecer, concluye, así como la fidelidad a los hechos y virtudes presentados. El poema es, en este sentido, un riquísimo documento de las idealizaciones religiosas y étnicas sobre el mundo limeño. Por eso mismo, lo que aquí nos interesa es ver cómo, al reproducir los acontecimientos que se refieren a encuentros bélicos con distintos corsarios ingleses, Oviedo emplea el recurso generalizado de ignorar completamente la participación de fuerzas «de color» en la defensa del virreinato peruano, manteniendo así la coherencia con otros poetas épicos y con la noción general de que el heroísmo militar peruano se encontraba únicamente en manos de sus combatientes blancos. El primer caso que el poema narra es el de Richard Hawkins, que apareció frente a las costas peruanas en 1594, como vimos al examinar el Arauco domado, que narra los mismos hechos en sus cantos finales. Según el poema de Oviedo, al llegar Hawkins al Perú (canto X, f. 378) 26. El mismo asunto está también tratado en Mazzotti (1996b: 61-62).

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«faltan Buques, y sobran Peruanos». Por eso, la santa intercede ante su «esposo», Cristo, para que apoye a la expedición española al mando de don Beltrán de Castro y de la Cueva, el cual logra vencer a Hawkins y apresarlo tras tres días de combate27. De modo que la salvación de Lima por las oraciones de Rosa aparece, en este caso, como un elemento de claro sesgo ficcional, dada la corta edad de la futura santa. Rosa contaba con ocho años de edad cuando ocurrió la incursión de Hawkins, y vivía en el andino pueblo de Quives, donde su padre se encargaba de administrar un obraje. Sólo volvería a Lima, su lugar original de nacimiento, según se calcula, a los diecinueve años, o sea en 1605 (Millones 1993: 60). Pero tratándose de un poema de alabanza, no importa tanto la fidelidad a los hechos ocurridos como la exaltación de los méritos de la protagonista, a pesar del pretendido verismo religioso defendido por Carrillo en su «Juizio». Por eso se menciona más adelante la segunda expedición de Drake (1596-1597) en la costa caribeña de Panamá, y se relata con mayor detalle la incursión del holandés Spielbergen (1615), que asomó por aguas peruanas bloqueando el puerto del Callao, pero sin llegar a desembarcar. La santa limeña «era [...] la única esperanza / de Lima» (canto XII, estrofa 9), dice Oviedo, pues la armada que partió a encontrarse con la flota de Spielbergen fue derrotada por este en Cañete, al sur de Lima, y tanto el puerto del Callao como la capital quedaron sin amparo marítimo. Nuevamente, por la fuerza de su oración y por la voluntad divina de proteger a la ciudad de los herejes holandeses, Rosa logró alejar a los enemigos sin que estos se animaran a invadir la ciudad28. En todos estos acontecimientos, la participación de los soldados «de color» brilla por su ausencia. Lo cierto es que podemos presumir que hubo muchos de ellos en el reclutamiento general, así como ocurrió en la defensa de Concepción, en Chile, en que trescientos indios fueron incluidos como parte de un contingente de defensa de mil doscientos 27. «Tres días enteros dispuso su aliento / el triumpho, que su merito blasona / porque el timbre de Lima al vencimiento / de cada dia, diesse una Corona: / la Estrella à ROSA; que venciò el sangriento / destrozo de su Patria en su Persona: / poniendo (por su ruego) en tan gran hecho / su Esposo el braço, y Don Beltran el pecho» (canto X, estrofa 141, f. 396r). Se refiere Oviedo a las tres coronas que aparecen en el escudo de Lima y a la estrella de Belén que las lidera, en alusión a los tres santos Reyes Magos de los que la ciudad tomó su nombre original de Ciudad de los Reyes por haber sido fundada en enero (de 1535), mes de la epifanía. 28. Para una explicación estrictamente militar de los acontecimientos frente al Callao, puede consultarse en el diario del propio Spielbergen (78-79).

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soldados para prevenir el desembarco de las fuerzas de Spielbergen (Bradley 1989: 37). Al parecer, los holandeses percibieron en el Callao una defensa de ocho compañías de caballo y unos cuatro mil infantes, lo que los disuadió del desembarco (Bradley 1989: 41; Spielbergen: 78-79). Pero la mayoría de los «defensores» eran tropas inexpertas, inclusive unos trescientos sacerdotes y muchos jóvenes estudiantes, que debían suplir en número, pero no en experiencia, a los soldados que partieron con la flota derrotada y con la armada que había zarpado a Panamá con el tesoro real días antes de la llegada de Spielbergen al Callao. Un testigo de la época señala que los soldados improvisadamente convocados no llegarían en total a dos o tres mil (Álvarez de Paz, en Bradley 1989: 42). Aunque la documentación conocida no menciona para este caso la cantidad de soldados no blancos que participaron en las defensas de última hora apercibidas por el virrey marqués de Montesclaros, podemos sospechar que muchos de ellos serían mestizos, mulatos y negros. Con todo, como decíamos, el poema pone el peso de la victoria en el poder de las oraciones de Rosa, y en la superioridad de la fe católica frente a los «luciferinos» desvíos del protestantismo y, en otros lugares, de los indios rebeldes, como ocurre con la frustrada rebelión de Yupangui y Bilcaoma (sic.), el príncipe y el sacerdote incaicos, en los cantos VI a XI. Ya antes, en el desarrollo de la trama (que va del nacimiento de Rosa en Lima y la exaltación de la ciudad y de los criollos a la narración sobre la conquista y la descripción negativa de las costumbres indígenas, justificando la dominación española), se había introducido el juicio sobre los sacrificios humanos y la idolatría generalizada entre los incas. El poema justifica, así, las acciones de Pizarro, en una suerte de renovación de los argumentos del virrey Francisco de Toledo en sus Informaciones de 1572 para defender la conquista29. El maniqueísmo del poema es anticipado, ciertamente, por el debido elogio de Lima, en los mismos hiperbólicos términos que los cronistas de convento examinados en el capítulo dos. Según el poema, el río de la ciudad es supe-

29. El poeta confiesa su horror ante las antiguas costumbres indígenas, hasta el punto de que la voz le escasea, en sutil reapropiación del tópico de la voz ronca o afonía poética por lo terrible de la guerra que había declarado Ercilla en el xvi. Dice Oviedo: «Veneraban de Luna, y Sol la lumbre, / e inmundos animales otras vezes: / ∫in ley eran por barbara co∫tumbre, / de la Deydad, que atribuìan Juezes: / broncos Altares de vna, y otra cumbre / dedicaban à victimas, y preces; / cometiendo torpezas tan atroces, / que al irlas a explicar, ∫e huyen las vozes» (f. 28r).

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rior a todos los del mundo en su capacidad fecundadora, y compensa la falta de lluvias de la costa peruana, convirtiéndose en «de las Nubes perenne sub∫tituto» (f. 7r). No son menos laudatorios los encomios al clima, las comidas e, infaltablemente, la precocidad intelectual de los criollos (ff. 7-16). Semejante cuna no podía serlo menos que de una santa de las dimensiones de Rosa. Atacada por dos frentes, el interno y el externo, la seguridad de los peninsulares y criollos requería de la formación de íconos culturales propios para sustentar discursivamente su dominio. En ese sentido, el poema de la Granja, lo mismo que los anteriormente vistos, cumplía un papel social de gran utilidad en su presentación de la guerra como prueba de legitimación y de altura moral de los compatriotas de la santa. Los soldados «de color», dada su pertenencia a sectores religiosamente sospechosos y racialmente desdeñables según la perspectiva dominante, no podían recibir fácilmente crédito por muy frecuente —o valiosa— que fuera su participación en su defensa de los mismos españoles30. Examinemos, para entrar en la recta final de este capítulo, un último caso.

7. Peralta y la afirmación criolla Entre la abundante producción de don Pedro de Peralta y Barnuevo (1664-1743), que abarca más de cuarenta tratados, historias, estudios científicos, reportes meteorológicos, libros de poemas y ensayos políticos, destaca Lima fundada o Conquista del Perú (1732), extenso poema épico en diez cantos que presenta la historia del Perú desde la llegada de Pizarro hasta los tiempos del virrey don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte, a quien está dedicada la obra y para quien Peralta cumplía un importante papel como consejero, cargo que también había ejercido con anteriores mandatarios. Nos interesan dentro de esta versión criolla de la historia peruana aquellos pasajes que relatan la llegada de distintos corsarios a las costas del Perú. Si bien la unidad temática de la obra se basa en los acontecimientos relativos a la conquista, es decir desde la llegada de Pizarro (1532) hasta la fundación de Lima (1535), Peralta presenta un largo pronóstico de los acontecimientos del reino en los doscientos años 30. Puede consultarse también la documentada tesis de Elio Vélez Marquina.

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que transcurren desde el episodio de Cajamarca (captura de Ataw Wallpa) y el momento de la publicación del poema (1732). Tal pronóstico, estratagema retórica común en los poemas que siguen el modelo virgiliano, se da en boca de un ángel o «genio de Lima». Este expone a Pizarro a partir del canto III las grandezas y glorias del reino que habrá de fundar al asentar las primeras piedras de la capital, es decir, la Ciudad de los Reyes31. El poema, sin embargo, presenta generosas notas de referencia histórica que apuntalan lo declarado en cada verso. Peralta declara en la nota 1 del canto V que le interesa incorporar la información histórica puntual sobre cada gobernante y cada episodio narrado a fin de hacer del vaticinio una herramienta retórica más efectiva: «E∫to ∫e apunta aqui [en la nota] como en lugar y e∫tilo di∫tinto del Epico que lleva el Poema; por cumplir con lo hi∫torico, explicando lo que necesita el emphasis Poetico del Uaticinio» (156-167, énfasis mío). El afán verista destaca, pues, como refuerzo por la carencia de otros mecanismos tradicionales (como la aparición de deidades paganas o el descenso al Infierno) dado que para 1732 el género épico ya empezaba a experimentar una clara declinación como instrumento de conocimiento histórico. Entre los hechos presentados como parte del pronóstico nos detendremos brevemente en aquellos que se refieren a la aparición de los corsarios Drake, Cavendish, Hawkins, Van Noort, Spielbergen y L’Hermite en distintos pasajes de los cantos V y VI. Según veremos, las vacilaciones de los poetas anteriores (como Miramontes, por ejemplo) por reconocer los méritos y la participación de soldados «de color» en las actividades de defensa, se convierten en el caso de Peralta en una negación absoluta de su presencia. Esto, por supuesto, no debe sorprender a nadie, dadas las coordenadas discriminadoras de la élite criolla en el Perú colonial. Permite, más bien, sentar una pauta necesaria para nuestra reflexión final acerca de la legitimidad del discurso glorificador de la guerra (como es el caso de la poesía épica) en tanto 31. El recurso, ciertamente, tiene antiguos antecedentes, desde el descenso de Ulises al Hades en la Odisea, por lo menos. En la épica cristiana puede adquirir distintas formas, como el ingreso a la cueva de Fitón en La Araucana, el escudo de Reinaldo para establecer anticipadamente la gloria de la casa ducal de Este en la Jerusalén libertada o los sueños de Quidora para predecir los acontecimientos de Quito y el combate naval de 1594 en el Arauco domado. La convención resulta sumamente conveniente para romper las limitaciones temporales de una sola acción bélica central, dejando lugar para el elogio del o los mecenas de turno y, por supuesto, del ideal de comunidad y de orden social que cada poema plantea frente a su contexto.

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parte de la estrategia general de dominación política desde una cúpula social supuestamente blanca como la criolla. Por ejemplo, en el caso de Drake y de Oxenham (canto V, estrofas XL-XLVII, 180-187), el poema relata los acontecimientos históricos basándose en el Novo orbe de Juan de Laet (185-186, nota 43), y mencionando las expediciones de los generales Ortega (con cien hombres) y Frías Trejo (con ciento cincuenta), que vencieron en dos ocasiones a Oxenham, hasta apresarlo. También se menciona la fallida expedición de Pedro Sarmiento de Gamboa para establecer fortificaciones en el estrecho de Magallanes a fin de impedir el paso de nuevos piratas y corsarios. En todas estas campañas, la única mención en las octavas sobre las tropas que constituyeron la defensa peruana es la de «los Martes de Lima» (canto V, estr. XLVII, 185) que luchan contra Oxenham y los cimarrones en tierras de Panamá. Queda sobreentendido que se trata de peninsulares y criollos. Para referirse a la incursión de Cavendish (canto V, estr. LV, 189), Peralta menciona en otra de sus múltiples notas explicativas que el virrey conde del Villardompardo armó «la nobleza y demás gente en el Callao» (190, nota 51), sin entrar en detalles acerca de la composición de las fuerzas defensoras. También se incluye una larga referencia al malogrado fuerte de Filipópolis, o San Felipe, que Sarmiento de Gamboa gobernaría en el estrecho de Magallanes. Solo se mencionan protagonistas españoles, ya que la mayor parte de los pobladores fueron enviados desde España en veintitrés bajeles, que fueron perdiéndose durante el trayecto, hasta arribar solo diecisiete. De esos pobladores dejados, sólo sobreviviría uno, llamado Hernando, que Cavendish recogería para llevarse más tarde a Inglaterra. Ya que el corsario inglés no desembarcó en ningún puerto peruano, no hay verdaderamente acontecimientos bélicos que detallar, excepto, como ya se dijo, los preparativos en Lima y el Callao. Con respecto a la derrota de Hawkins en 1594, todo lo que dice el poema es que se debió al valor de don Beltrán de Castro y de la Cueva, enviado por el virrey don García Hurtado de Mendoza en persecución del corsario (canto V, estrs. XLIX-LI, 186-187). Las muestras de valor hispano son extraídas de los Hechos de Don García Hurtado de Mendoza, de Cristóbal Suárez de Figueroa, amplificando el poema su propio relato con los casos del soldado español cuyas manos fueron amputadas por los ingleses, pero que usó la boca para asirse de las jarcias y abordar la Daintie, y del anciano destripado que siguió cargan-

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do con una mano los cañones hispanos mientras sujetaba con la otra sus propios intestinos (notas 54 y 55, correspondientes a la estrofa LX, 193-194). La generosidad y nobleza de don Beltrán quedan resaltadas con la inclusión de la anécdota sobre la defensa que hizo de la vida de Hawkins ante el Real Senado de Lima, ya que antes había empeñado su palabra como caballero (194-195, nota 56). Todas las alusiones militares, según se ve, están poéticamente blanqueadas en más de un sentido. Asimismo, cuando en 1600 el virrey marqués de Salinas despachó tres bajeles bajo el mando del general Juan de Velasco para perseguir al corsario holandés Oliver Van Noort, nada se dice del componente social de la marinería. Lamentablemente, la expedición se perdería cerca de las Californias, sin Velasco saber que Van Noort ya había tomado rumbo hacia las Filipinas. Peralta toma estos y otros datos de diversas fuentes, como la Historia de las Filipinas de Morga, la América de Teodoro de Bry y el De Iure Indiarum de Juan de Solórzano (canto V, estrs. LXV-LXVI, 197, notas 60-63). El afán documentalista y empirista de Peralta va de la mano con una apuesta por la omnisabiduría del criollo hablante en relación con la historia y la geografía del «Imperio Peruano», como lo llama en el frontispicio de su obra. Van Noort fue finalmente derrotado en las Filipinas gracias a que había escapado del «valor peruano» (estr. LXVIII, 199). Y para el caso del conocido Spielbergen, solo se menciona que «contra èl, prompto armamento Peruano / el gran Marqués de∫tinará zeloso» (canto V, estr. LXXX, 206). Se trata, como hemos visto antes, de los preparativos de defensa ordenados por el virrey don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros. El término «peruano», aplicado en la época exclusivamente a los criollos32, reduce el componente social de la tripulación defensora a los sectores correspondientes de la «república de españoles». Incluso el haberse perdido dos bajeles «peruanos» en el combate frente a Cañete y escapado Spielbergen queda disimulado en una breve nota (la 75, 206-207), en que se insiste que se le causó «grande e∫trago al enemigo». Y, para no alargar demasiado nuestro recuento, diremos solamente que en la narración del bloqueo de Lima por el holandés L’Hermite,

32 Así ocurre en un texto contemporáneo de otro criollo notable de la época de Peralta, el potosino Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, como ya hemos señalado, en su Historia de la Villa Imperial de Potosí (vol. II, 134, 165, 179, 194, 213 y 225).

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en 1624, la única mención de las fuerzas de defensa se relaciona con la ausencia de murallas suficientes en el puerto del Callao33. Dice Peralta que «del fuerte Heremita a los furores / sin muros se opondrá muro inminente» (canto VI, estr. III, 211); es decir, una fuerza humana suficientemente grande para prevenir el desembarco de los holandeses. Aunque el poema no alude a ello, se sabe que, como parte del reclutamiento convocado por el virrey marqués de Guadalcázar, se agruparon más de cuatro mil hombres, entre los que se contaban también negros libres y mulatos (Bradley 1989: 62). Pero el texto no da ninguna cuenta del episodio, sino que solo refiere sus fuentes (Riccioli, Buenaventura de Salinas y Solórzano), enfatizando así su conocimiento letrado del pasado peruano. Lima fundada presenta, sin embargo, imágenes diversas del mundo indígena en relación con las actividades de Pizarro y sus tropas. Principalmente, apela a una feminización metonímica de los incas al enfatizar el romance entre Pizarro y una hermana de Ataw Wallpa en el canto III (ver Mazzotti 1996b: 66-68). Ambos se casarán en el canto VIII, y será esta princesa la que advierta a Pizarro de los preparativos de la gran rebelión de Mankhu Inka. Así, la única manera en que aparecen los indígenas en el poema es como enemigos de los españoles (en tanto guerreros incas) o como parejas para satisfacer los apetitos amorosos de los conquistadores. De ahí que la unidad ideal entre españoles e indios se dé mediante una verticalidad que implica también dominación de género (me ocuparé de estos pasajes en el capítulo seis). En este sentido, la presencia de soldados u otros grupos indígenas dentro del poema solo puede pertenecer al rango de la barbarie y de la idolatría. Su participación como parte de las fuerzas de defensa resultaría contradictoria con la imagen de heroísmo que se pretende reservar únicamente para los miembros de la «república de españoles».

8. Conclusiones: guerra y blanqueamiento épico Como vimos al principio de este trabajo, la participación de soldados «de color» en las actividades militares y navales del virreinato 33. Lohmann Villena ha examinado con detalle el proceso de erección de la gran muralla del Callao entre 1639 y 1647, años después de la incursión de L’Hermite (1964a: cap. 5).

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es frecuente y muchas veces mayoritaria con respecto al número de soldados blancos. Los diarios, informes de virreyes, cartas y demás documentos examinados por la historiografía moderna apuntan a dar una imagen de variedad racial y étnica dentro del contexto militar, que expone a su vez la compleja heterogeneidad de la población virreinal. Y es que no era extraña dentro del mundo «colonial» la aparición de personajes indígenas, negros, mulatos o mestizos en la vida diaria de las élites blancas. Naturalmente, esto se daba casi siempre en condición subordinada, tanto en los términos económicos más elementales (esclavitud y servidumbre) como en el interior de alianzas comerciales y militares. En este último caso, la «república de españoles» creaba un sistema de lealtades que podía suponer un potencial peligro interno (por la temida volubilidad de los soldados «de color»), pero que también era un factor de integración dentro de una sola unidad total. Como es bien sabido, desde los chasquis o correos indígenas hasta la tropa que se enfrentaba directamente con el enemigo inglés u holandés, los soldados no europeos ni criollos hacen posible una y otra vez el triunfo de la dominación española. Y esto ocurre ya en la misma empresa de conquista, en la cual los soldados tallanes, cañaris, negros y centroamericanos que acompañaron a las tropas de Pizarro (apenas había 168 españoles en Cajamarca) facilitaron enormemente una victoria relativamente rápida en el avance hacia el Cuzco y, más adelante, frente a la resistencia incaica en Vilcabamba. Como en toda situación de tipo colonial (aunque técnicamente se trate de un virreinato), en que una presencia extranjera constituye el punto rector del ordenamiento social, el Perú de la época se caracterizó por una continua actividad de dominación y asimilación34. Sin embargo, en el espacio de relativa autonomía discursiva que el sector criollo logró establecer se puede observar una tendencia a la autodefinición dentro de un código de alto prestigio como el de la épica cul-

34. Es aún tema de debate la exactitud del término «colonial» para los primeros dos siglos de la dominación castellana en el Nuevo Mundo. Con sus propias peculiaridades, que la separan del modelo prototípico de la experiencia colonial inglesa del xviii y xix en la India (el llamado segundo imperialismo británico), la reproducción de los reinos de Castilla en América implica un proceso jurídico y administrativo para el que el término «colonial» debe ser utilizado solo en su carácter operativo y en su acepción más amplia, como venimos sosteniendo a lo largo de este volumen (también en Klor de Alva y Mazzotti 2008a).

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ta35. Aunque son conocidas las numerosas muestras de autoglorificación criolla, sobre todo en crónicas conventuales (Mazzotti y Zevallos 1996: 178; consultar también nuestro capítulo dos), la épica producida en Lima propone sus propios planteamientos de purificación guerrera sin argumentar en principio una oposición abierta con el sector peninsular. Por otro lado, el problema de la identidad que se pretendía dar al vasto conjunto social «de color» (problema aún irresuelto en el Perú de nuestros días) tiene una de sus manifestaciones más notorias en el discurso épico limeño, parte del cual hemos examinado en las páginas anteriores. Si la épica cumplió en Europa un papel importante en la formulación de diferentes tradiciones nacionales a partir de las aristocracias guerreras, en el caso de los virreinatos americanos da muestra también de un ideal de identidad social en el cual los sujetos dominados cumplen siempre un papel ambiguo, si no totalmente nulo, desplazados por el afán protagónico y autopurificador de las neoaristocracias criollas venidas a menos con el decaimiento de la encomienda y más tarde recompuestas a partir de la profesionalización y la importancia comercial que adquirieron durante el siglo xvii. Sin embargo, el problema de la asimilación de las masas supuestamente «infieles» pasa por distintas soluciones. En los poemas examinados, cuyos pasajes bélicos excluyen o minimizan generalmente la participación de los soldados «de color», el elemento negro e indígena apenas aparece como parte de la identidad «peruana». De esta manera, la élite criolla asumía para sí un término que más tarde, a partir del discurso ilustrado de la Independencia, pretendería generalizarse, al menos retóricamente. Pero en el caso de otros textos, como la Historia de la fundación de Lima (1653) del padre Cobo, la Fundación y grandezas de Lima (1687) del jesuita criollo Rodrigo de Valdés o la ya mencionada Historia de la Villa Imperial de Potosí (c. 1730) del también criollo Bartolomé Arzáns, se le otorga al conjunto indígena una función, aunque siempre subordinada, dentro de una totalidad

35. Ampliando el concepto de Armstrong (7) sobre el lenguaje como marca de la nacionalidad étnica, cabría entender el uso específico de la épica por parte de sectores «blancos» según intereses locales, a pesar de la conformación plenamente canónica de muchos poemas. Asimismo, Smith (152-153) ejemplifica la constitución étnico-nacional de diversos grupos europeos y asiáticos antes de la formación de un estado soberano.

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corporal36. El papel de «pie de barro» que Valdés atribuye al elemento indígena dentro del cuerpo del «gigante Perú», o la función de «pies y manos» que le otorgan Cobo y Arzáns, al menos reconoce su importancia y su presencia como parte de un conjunto que no se podría concebir sin él. Esta posición, propia de algunos sectores criollos y baqueanos en relación con una idea «buen gobierno» que no veían realizada, distaba mucho, como hemos visto en este capítulo, de la de algunos poetas épicos que aprovechaban la magnanimidad requerida por las convenciones del género para plasmar sus propias configuraciones de la totalidad social circundante. Es obvio que estos dos últimos ejemplos aún están muy lejos de los ideales pretendidamente democratizantes puestos en boga durante el siglo xix. Pero también están lejos del discurso épico de un Oña, un Miramontes, un Oviedo o un Peralta, que fundamentan la identidad «peruana» en un modelo étnico (el de los criollos europeizados) que finalmente logra salvar la fe católica y su opción «civilizadora» de los peligros de los herejes europeos y de los idólatras indígenas y africanos. En el desarrollo de la identidad nacional peruana, proceso, como decíamos, aún difícil de determinar si nos atenemos únicamente a los modelos europeos ilustrados, la poesía épica criolla y su ausencia de soldados «de color» representan una instancia imprescindible. El caso de los escritos y periódicos de fines del siglo xviii, que Anderson (cap. 4) señala como factor fundamental en la configuración de una «comunidad imaginada» para las futuras repúblicas latinoamericanas, puede complementarse con el ingrediente etnocéntrico del discurso épico criollo. En este sentido, los «orígenes étnicos» de las naciones que Smith estudia para sociedades anteriores a la Ilustración resultan útiles como herramienta de análisis si relacionamos la información histórica 36. En el caso de Cobo, por ejemplo, a los «indios y negros esclavos, sobre cuyos hombros carga todo este peso» se les llama «pies y manos», tan necesarios para la república como aquellos son para cuerpo humano (1881: 74). Valdés, por su lado, en el pasaje que alude a esta asimilación del mundo indígena, presenta al Perú como un gigante sostenido por un pie de hierro (los españoles) y uno de barro (los indios). He analizado esta imagen en otros trabajos (Mazzotti y Zevallos 1996: 186-190), aunque aparece ampliada en el capítulo correspondiente a Valdés en este volumen. También Arzáns (III, 91) señala que los indios son como los pies y las manos de un cuerpo que no podría funcionar sin ellos; aboga así por su cuidado y protesta por los abusos que los peninsulares y los esclavos negros perpetran contra ellos en las minas y en los servicios.

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y documental con los modelos sociales y guerreros que los miembros de la «república de españoles» proponían a partir de sus caracterizaciones heroicas de la guerra. Pero dejemos apuntada la evidencia. La desigualdad entre la presencia militar «de color» y el heroísmo blanco del discurso épico apunta a un elemento de juicio que servirá para trabajos más abarcadores acerca del mundo «colonial» peruano. Al menos permite que nos hagamos una idea de los conflictos e intereses que guiaban al sector social cuyos descendientes se harían cargo, a partir del siglo xix, de los destinos de la «nación» (ya en el sentido moderno) peruana.

Capítulo 4 Fernando de Valverde y los monstruos andinos: criollismo místico en el peregrinaje a Copacabana1

1. Introducción El poco leído poema Santuario de Nuestra Señora de Copacabana en el Perú, publicado en Lima en 1641 por el agustino criollo Fernando de Valverde, es mucho más que la simple continuación de una tradición glorificadora de las virtudes y milagros de la Virgen erigida a orillas del lago Titicaca. Ya en 1619, el franciscano (también criollo) Luis Gerónimo de Oré había publicado en Madrid un poema mariano, la Corona de la Virgen, «dedicada en su imagen y santuario de Nuestra Señora de Copacabana». Y en 1621 el (no menos criollo) agustino fray Alonso Ramos Gavilán había exaltado la gesta redentora de la madre de Cristo al pie del lago, en una larga y documentada Historia del origen de la imagen y su culto, salpicada con abundantes descripciones de las costumbres y creencias de los naturales collas. Pocas décadas después, la segunda parte, póstuma, de la Crónica moralizada (1653), del asimismo agustino fray Antonio de la Calancha, a cargo de su hermano de orden fray Bernardo de Torres, se dedicaría con análogo fervor a relatar los orígenes del culto mariano en el altiplano andino, basándose principalmente en Ramos Gavilán y defendiendo el importante papel que la orden agustina había cumplido en la consolidación de la imagen y del santuario. Sin embargo, las operaciones discursivas de Fernando de Valverde en su complejo poema exceden largamente la mera documentación histórica y la apología religiosa, según veremos2. 1. Una versión anterior de este capítulo apareció en Mazzotti 2003. 2. Las fuentes para el tema son numerosas. Bastaría recordar los ya nombrados Oré, Ramos Gavilán y Calancha, aunque siempre resultan útiles fray Antonio de León y su Compendio del origen y milagros de la imagen de Nuestra Señora de Copacabana, Patrona del Reyno del Perú (Madrid, 1663), fray Andrés de Nicolás y su Imagen de Nuestra Señora de Copacabana portento del Nuevo Mundo ya conocido

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El culto mariano en el Nuevo Mundo no era para entonces precisamente novedoso. Ya Vargas Ugarte, en su monumental estudio sobre el culto de María en Iberoamérica, nos recuerda que la imagen de la madre de Cristo acompañó a Cristóbal Colón desde su primer viaje a través del Atlántico, apareciendo junto a Jesús entre las banderas con que tomó posesión de Guanahaní el 12 de octubre de 1492. A ello se sumaban los hechos de que la misma nave capitana de la expedición se llamaba la Santa María, y que la segunda isla en que Colón desembarcó fue bautizada con el nombre de La Concepción (Vargas Ugarte, Historia del culto de María: 1-9). La proliferación de Vírgenes se hizo inmediata, registrándose indicios de su difundido culto entre los exploradores y conquistadores, como es conocido en los casos del libro de Horas de Nuestra Señora, conservado por Jerónimo de Aguilar durante sus ocho años de cautiverio en Yucatán, hasta que en 1519 Hernán Cortés lo recogió como intérprete, y de la Virgen de la Caridad del Cobre, llevada por Alonso de Hojeda a Cuba y pronto adoptada como imagen de culto por la propia población nativa (1017). A ello hay que añadir la ya sabida devoción de los conquistadores por la Virgen, manifestada en numerosos pasajes de las crónicas y en la iconografía (medallones, estatuas, pinturas, etc.) que formó parte de las múltiples «entradas» o campañas conquistadoras. Tampoco puede

en Europa (Madrid, 1663), Hipólito Marracio y su De Diva Virgine Copacabana in Peruviano Novi Mundi (Roma, 1656), y, más modernamente, fray Fernando de M. Sanjinés y su Historia del Santuario e imagen de Copacabana (La Paz, 1909), así como la edición de Ramos Gavilán hecha por fray Rafael Sanz (Lima, 1867) con láminas y anotaciones (aunque recortada en su contenido, según Gutiérrez: 62-64) y la Historia del culto de María en Iberoamérica (II, 259-283) del padre Rubén Vargas Ugarte, SJ. Pueden encontrarse más fuentes modernas en Gutiérrez (64, n. 15) y tampoco debe olvidarse, aunque menos como documento histórico que como muestra del barroco literario en una de sus más interesantes expresiones, La aurora en Copacabana de Calderón de la Barca, publicada en 1672, pero posiblemente escrita entre 1651 y 1663 (Zugasti: 431). Calderón se basa especialmente en la Historia general del Perú del Inca Garcilaso y en la Crónica del Perú de Cieza de León para las escenas relativas a la conquista y la aparición de la Virgen de la Descensión en 1536 durante el cerco del Cuzco, y en Ramos Gavilán o Calancha para lo relacionado con la Virgen de Copacabana, que Calderón identifica con aquella, confundiéndolas. Aunque Gregorio Martínez (1981 y 2000) señala que Calderón se pudo haber inspirado en Valverde, el dato no es seguro. Por su parte, MacCormack («Calderón’s La aurora en Copacabana») realiza una lectura del auto de Calderón en relación con el debate teológico sobre los indios en el xvii. Asimismo, Salles-Reese ofrece una visión de los ciclos espirituales alrededor del lugar donde se erigió el célebre santuario.

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olvidarse la celebérrima Virgen de Guadalupe, que ha pasado a convertirse en símbolo nacional mexicano y ha superado con creces la difusión de su homónima española. En el caso peruano, las imágenes de la Virgen son frecuentes desde su aparición en el cerco del Cuzco en 1536, quedando bautizada como la Virgen de la Descensión, a la cual hasta el día de hoy se rinde culto. El especial fervor del rebelde Gonzalo Pizarro por la Virgen es otra muestra de cómo las preferencias de los expedicionarios y conquistadores por la madre de Cristo se convertían en un elemento señero de su universo de referencias (Inca Garcilaso de la Vega: 1617: libros IV y V)3. La devoción por María era, además, marca inconfundible de profundo catolicismo, pues su importancia y divinidad eran cuestionadas desde la emergencia del protestantismo luterano. No es de extrañar que en las primeras décadas de la organización de los estados coloniales y virreinales (es decir, antes y después de 1534 en México, y de 1542 en el Perú, en que se crearon oficialmente los nuevos virreinatos) los baqueanos primero y sus retoños criollos después insistieran en su indudable fe cristiana siguiendo la tradición de las Vírgenes peninsulares y desarrollándola con una imaginería propia hasta hacer de ellas inintercambiables elementos de identidad local. Desde el mismo Concilio de Trento (1546-1563) se insistía en la divinidad de María y se estimulaba el uso de imágenes para la predicación. Señala Graziano que «el Concilio de Trento reafirmó el culto a la Virgen y los santos, refrendó el culto a las imágenes y reliquias como representaciones, y defendió el vicariato universal de la Iglesia católica como intermediaria exclusiva entre los cristianos y la deidad» («Santa Rosa de Lima y la política de la canonización»: 9). Los criollos de fines del xvi y principios del xvii asumieron el discurso marianista como parte de sus argumentaciones y reclamos, con miras sobre todo a establecer la firmeza de sus creencias y a despejar cualquier sospecha de idolatría por contacto con la población nativa. Santa Arias ha estudiado también la importancia de la figura mariana dentro de la argumentación general de Antonio de la Calancha en defensa de su orden agustina y de la superioridad espiritual criolla. Esto no significa que en España y en el resto de la Europa católica no se dieran muestras igualmente claras de devoción mariana y reli3. C. Zanelli (1997) estudia la figura de la Virgen María en la Segunda Parte de los Comentarios reales.

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giosa en general. Como apunta Elizabeth B. Davis (113), los poemas religiosos de corte «épico» son muy antiguos, siendo posible remontarse hasta el Carmen Paschale de Sedulius (siglo v). Y en el contexto peruano, se da nada menos que una de las tres obras consideradas cumbres de la épica en español por Menéndez Pelayo y Pierce (11): La Christiada (1611) de Diego de Hojeda, que destaca por la fluidez de su relato y la plasticidad de sus imágenes del infierno y la Pasión de Cristo (cantos IV y XI-XII). Específicamente sobre la Virgen, los poemas épicos se remontan por lo menos al canto en latín De partu virginis (1526) de Sannazaro, traducido en octavas castellanas por Francisco de Aldana en 1591 (Pierce: 338). Un caso señero en España es El Monserrate (1587) de Cristóbal de Virués, en que el peregrinaje del eremita Juan Garín después de sus horrendos pecados culmina con la aparición de la célebre imagen en Cataluña, donde luego se construiría el correspondiente monasterio. Pero las muestras de épica marianista no se detienen allí. Frank Pierce, en su fundamental aunque incompleto catálogo de poemas épicos en español publicados entre 1550 y 1700, registra las entradas de Pedro de Padilla y su Grandezas y excelencias de la Virgen señora nuestra (1587), Alonso de Salas Barbadillo y su Patrona de Madrid restituyda (1609), Alonso Díaz y su Historia de Nuestra Señora de Aguas Santas (1611), Antonio de Rivera y su Poema de la limpia Concepción de Nuestra Señora (1616), Baltasar de Medinilla y la Limpia Concepción de la Virgen Señora nuestra (1617), Antonio de Escobar y Mendoza y sus Historia de la Virgen Madre de Dios María (1618) y Nueva Gerusalen María, Poema Heroyco (1625), Francisco del Castillo y su Nuestra Señora de los Remedios de la Merced de Madrid (1619), Alonso de Bonilla y los Nombres y atribvtos de la impecable siempre Virgen María (1624), Sebastián de Nieva Calvo y La Mejor muger, madre, y Virgen (1625), Juan Melendo y La Serrana celestial (1627), y Ioseph de Valdivieso y sus Elogios al Santissimo Sacramento, a la Cruz santissima, y a la Pvrissima Virgen (1630); esto sólo por nombrar los poemas publicados antes del Santuario de Valverde (Pierce: 336-352). En la América andina, sin embargo, el culto general a la Virgen es crucial para entender los mecanismos de sincretismo iconográfico ocurridos durante el prolongado proceso de la evangelización, en que las representaciones de María aparecen muchas veces en forma de conos que rememoran su relación con la tierra, los cerros sagrados (apukuna) y la madre tierra o Pachamama, tan apreciada entre las cul-

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turas nativas como dadora de vida y alimentos (Gisbert 1980: 17-22, figs. 2, 3, 3a, 4 y 5; Spitta: 112-119). Mi lectura del extenso y enigmático poema de Valverde estará orientada, por un lado, a examinar cómo en la conformación del texto se dan desplazamientos simbólicos y perspectivas más complejas que en las crónicas agustinas de Ramos Gavilán y Calancha; por el otro, intentará encuadrar su representación del espacio y la sociedad andinos como parte de un movimiento más particular, el de la llamada militancia criolla. Este último tema, como sabemos, ha sido desarrollado en detalle por Bernard Lavallé para explicar los conflictos entre criollos y peninsulares al interior de diversas órdenes religiosas. Como explica en Las promesas ambiguas, la riñas en las órdenes partían del paulatino crecimiento de la población de sacerdotes y frailes criollos, a los cuales se les escamoteaban cargos importantes que se destinaban a peninsulares recién llegados y formados en España. Esto motivó la creación de la «alternativa», sistema que, como su nombre indica, permitía que los altos cargos alternaran entre los sacerdotes nacidos en la tierra americana y los recién llegados de la península. Como el problema de la pureza de la fe era central para la confiabilidad de las responsabilidades administrativas del clero secular y las órdenes religiosas, la condición criolla, sospechosa de sangre indígena y de «contagio» por el continuo trato con la población nativa, motivó los primeros roces que, con el correr de los años, se convertirían en rivalidades abiertas. La militancia criolla se constata nuevamente en el proceso de canonización de Santa Rosa de Lima, en que se hace visible toda una estrategia de autoafirmación, paralela a la del poder económico y político que los criollos llegaron a tener durante el siglo xvii, como han demostrado Hampe Martínez (1998), Ramón Mujica (2001), Frank Graziano («Santa Rosa de Lima y la política de la canonización») y Báez Rivera, y según hemos visto también en nuestro capítulo dos. Asimismo, conviene añadir que la pujanza criolla se manifestó en su creciente participación en la vida civil y religiosa entre 1650 y 1750, antes de las reformas borbónicas, dándose en la práctica lo que Lynch llama un «estado criollo» en los mismos años en que Valverde y otros letrados ejercían su poder simbólico (40). Mi lectura del poema, sin embargo, no intenta sólo reconstruir los avatares externos que sirven para su contextualización. Más bien, este producto singular de las letras virreinales será, sobre todo, objeto de un análisis interno de sus figuras y perspectivas. Me interesará especial-

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mente exponer la forma en que el imaginario criollo se desarrolló en una lengua de prestigio y en un registro, el de la poesía mística, aparentemente vinculado sólo a una experiencia de carácter íntimo e individual.

2. Misticismo y criollismo Sería muy difícil hacer aquí un recuento de la poesía mística escrita en tiempos virreinales en el Perú, no solo por la complejidad de algunas de las obras conocidas (La Christiada de Diego de Hojeda, por ejemplo, o la inédita Segunda Parte del Parnaso Antártico de Diego Mexía y El Angélico de fray Adriano Alecio), sino debido también al carácter fragmentario de esa producción, agravado por su frecuente condición incógnita en archivos conventuales. La selección hecha en 1938 por Ventura García Calderón bajo el título Los místicos, dentro de su Biblioteca de Cultura Peruana, que incluye fragmentos desde Hojeda hasta José Manuel Valdés, cubre parcialmente la necesaria recopilación del caso, pero no agota el conjunto por su obvio carácter de antología. El problema se complica al tratar de desbrozar lo que es únicamente una producción de tema religioso de lo que constituye propiamente una literatura mística, definible como la expresión de una experiencia íntima del autor en relación con la divinidad, a la cual se acerca en éxtasis contemplativo. En este sentido, tanto el poema de Valverde como muchos otros, siendo definitivamente épico-religiosos o «poemas sacros», en palabras del autor, no presentan en todo momento esa búsqueda individual de la divinidad a través de la creación, por lo que no constituyen ejemplos típicos de poesía mística. Asimismo, la relación entre criollismo y misticismo aún presenta numerosos vacíos, aunque en los lustros recientes algunos historiadores han podido echar luz sobre personajes y obras específicas (Iwasaki 1993, 1994 y 1995; Millones 1993), ampliando nuestro conocimiento sobre la compleja red de negociaciones políticas y discursivas entre los fueros civil y religioso para la expresión cultural del sobrepujante grupo de criollos limeños durante el siglo xvii. No es mi intención agotar aquí la vastedad del tema, sobre todo porque Fernando de Valverde es ya por sí solo un caso complejo. Fue considerado por Bravo Morán como «el segundo escritor peruano de la colonia [después del Inca Garcilaso] y uno de los más ilustres de la literatura española» (Mendiburu: 200). Al parecer, nació en las últimas décadas del siglo xvi y falleció en su natal Lima en 1657. Era descen-

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diente de conquistadores y miembro de una de las más ilustres familias limeñas. Su discípulo, Bernardo de Torres, señala que era «varón raro, prodigioso varón, […] dechado de toda la Provincia en sus virtudes y observancia religiosa, […] imagen que tiene la perspectiva del cielo. Los títulos de su nobleza y sangre, están autorizados con las hazañas de la conquista del Perú, de cuyos nunca bastante alabados mayores desciende» (800). Ejerció, además, el cargo inquisitorial de visitador de Bibliotecas e Imágenes de la Ciudad de Lima que, como señala Gisbert (1999: 118), debió haberlo puesto en contacto con numerosos pintores, escultores y grabadores, entre otros el afamado artista romano Angélico Medoro, que realizaba trabajos para los agustinos alrededor de 1619. Este ejercicio inquisitorial sin duda le sirvió para familiarizarse con las variadas representaciones de carácter sincrético producidas por el arte virreinal. El hecho se hará patente cuando en las descripciones de ángeles y demonios que aparecen en el poema de 1641 se usen algunas de las características de los ángeles arcabuceros, originales de la pintura del área andina. Valverde se distinguió como poeta desde el certamen de 1615 organizado por la Universidad de San Marcos en homenaje a la Virgen María. Su «Canto a la Inmaculada», compuesto en hexámetros latinos, obtuvo la medalla de oro. En 1621 escribió una Relación de las exequias y honras fúnebres hechas [en Lima] al Catholico Rey de las Españas y las Indias, don Philippo Tercero, nuestro señor, publicada solo en 1992. En ella describe con gran detalle los preparativos y la ejecución de las honras fúnebres, así como el lujo de las vestimentas y del aparato militar que desplegó la nobleza criolla y peninsular en el homenaje al rey fallecido, con gran «desconsuelo y tristeza que por junto se apoderó de los corazones y ojos bañados en lágrimas [...] por mil títulos debidas a la falta de un tan santo y religioso Príncipe, pues aun cuando no lo hubiera sido, el natural vasallaje a los Reyes había razón exprimírselos en el alma» (Valverde 1992: 217). En 1622 publicó una Relación de las fiestas de Lima al levantar estandarte por Felipe IV, en que también derrocha descripciones pormenorizadas de las fiestas y desfiles en homenaje al nuevo rey, y en 1633 la Panegirica Actio Gratiarum, en honor del Ilmo. Dr. don Feliciano de la Vega, escrita en elegante latín. Sus obras mayores son sin duda el poema Santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1641), que aquí estudiamos, y la Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre, Maestro y Redentor del Mundo, impresa en Lima en 1657.

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Se le suele recordar por su magistral Vida de Nuestro Señor Jesucristo más que por cualesquiera de sus otras obras. Arriola (512) cita opiniones que la conceptúan como «la mejor escrita de las obras de igual índole en prosa castellana», y Monasterio (211) afirma que es «lo mejor en su género». Por la fluidez de su estilo y la intensidad de su relato, es sin duda una obra maestra de la biografía mística, que le valió un merecido sitial en la lista del Diccionario de Autoridades de 17264. Sin embargo, el misticismo de Valverde abarca no solo la elección de un género ampliamente establecido y prestigioso, como es el de las vidas de Cristo (al cual, ya en verso, Hojeda había contribuido notablemente en 1611, como señalamos más arriba). También determina su exploración de un género poético híbrido, el de la «épica pastoril», según él la llama, en el poema sacro Santuario de Nuestra Señora de Copacabana. Y dentro de él, la presentación de diversos seres de la mitología clásica, como tritones, sirenas, sátiros, serpientes y gigantes, para representar divinidades y personajes históricos andinos, lo mismo que las alusiones a ángeles, sustitutos de las estrellas, lo que recuerda el culto a los astros nocturnos propio de las alturas altiplánicas5. Curiosamente, según veremos, algunas de estas representaciones 4. Sin embargo, la segunda edición, hecha en Madrid en 1669, motivó una censura inquisitorial por las numerosas erratas que se filtraron. El texto fue reestablecido diez años más tarde, y mereció nuevas ediciones y hasta una traducción al francés en 1828. La Vida de Jesucristo consta de siete partes: la primera trata de la eternidad, encarnación, infancia y puericia de Cristo; la segunda, de las obras y doctrinas en el primer año de su predicación; la tercera, de las obras y doctrinas en el segundo año; la cuarta y la quinta, de las del tercero y cuarto año, respectivamente, hasta la Última Cena; la sexta, de la su pasión y de su muerte, y la séptima, de su resurrección y ascención a los cielos. Como puede verse, hay una estructura homóloga al relato genesiaco sobre la creación del mundo. La Vida de Jesucristo encierra así todo un saber místico y teológico, que, añadido a su magistral prosa, hace de su autor una figura descollante dentro de las letras religiosas castellanas. El Diccionario de Autoridades coloca a Valverde en el mismo rango de importancia de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y otras figuras mayores del Siglo de Oro español. 5. En las culturas andinas, son constantes las referencias a las constelaciones conocidas en occidente como las Pléyades o las Siete Cabrillas y la Cruz del Sur, así como a la constelación oscura (por constituir más bien un espacio vacío en el firmamento) de la llama, entendidas todas como fuentes generadoras de poderes (kamaq) y fecundadoras de la tierra y los animales. El culto a las estrellas estaba, obviamente, vinculado a los ciclos de producción agrícola y ganadera. En el altiplano donde se encuentra el lago Titicaca, la actividad pastoril de camélidos constituía uno de los medios de supervivencia más importantes. Salomon, Urton y Zuidema presentan distintos casos de correspondencia entre la astronomía andina y las actividades sociales y rituales de los pueblos indígenas.

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mitológicas coinciden con formas del imaginario colla solo recientemente estudiadas desde la iconografía, como en el valioso libro de Teresa Gisbert, El paraíso de los pájaros parlantes (117-147), pero merecedoras también de un análisis desde la perspectiva de los estudios literarios. Para comenzar, aclaremos que la trama del poema es relativamente sencilla. A lo largo de dieciocho silvas o cantos, los pastores indígenas Graciano, Adamio, Megerino, Mopso, Laura y otros más se van acercando a la imagen de la Virgen de Copacabana en accidentado itinerario. Como es de suponer, el ascenso hacia el santuario a orillas del Titicaca será el correlato geográfico de la purificación espiritual que los pastores experimentarán al aproximarse a la imagen divina y al mejor conocimiento de la «verdadera» fe6. Hay una obvia intención celebratoria del triunfo de la religión cristiana sobre la idolatría indígena. Los ya mencionados Ramos Gavilán y Calancha incurren en gestos parecidos al proclamar la santidad de la orden agustina y su labor marianista desde que tomó a su cargo la doctrina de Copacabana, sustituyendo a la de los dominicos en 1589 (Villarejo: 75; Salles-Reese: 134). De este modo, se proclaman fieles guardianes y difusores de la fe en tierras donde el paganismo campeaba hasta no hacía mucho. Y, sin llegar a la paranoia, los criollos agustinos bien podían sospechar que muchas ceremonias idolátricas seguían practicándose debido a los indicios continuos y (para los sacerdotes) terroríficos que en la primera mitad del siglo xvii ofrecía la gran escalada extirpadora. De hecho, Ramos Gavilán nos cuenta cómo aún poco antes de 1621 se seguían realizando sacrificios humanos en la región (49-51 y 65). El gesto de Valverde, pues, forma parte de un amplio movimiento de transformación de las imágenes identificatorias del «otro» indígena en personajes

6. Un punto cimero de la literatura de peregrinos suele situarse en la Selva de aventuras (1565) de Jerónimo de Contreras, que diseña el modelo general de un estatismo subjetivo (la fe que impulsa al peregrino en su camino hacia algún santuario o hacia Roma o Jerusalén) y una movilidad física que permite distribuir los episodios, lances y encuentros del viajero, formando así el cuerpo de la sintaxis narrativa. En la obra de Valverde, sin embargo, el peregrinaje es también interior, como se observa en la transformación religiosa de Adamio y Megerino, antes paganos. La figura del peregrino tuvo influencia directa en El peregrino en su patria, de Lope de Vega (Teijeiro: introducción a la Selva de aventuras, XII), y en las Soledades de Góngora. Antonio Vilanova (435) señala incluso que las Soledades son «una especie de Selva de aventuras de la poesía del seiscientos».

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del mundo pagano clásico sobre el cual era inevitable el advenimiento y triunfo de la fe cristiana. La imagen de la Virgen de Copacabana, originalmente de la Candelaria y luego ya simplemente identificada con el lugar de su culto, fue terminada de labrar en 1583 por Francisco Tito Yupanqui, un indio humilde que luego de empeñosos esfuerzos, aunados a los de su cacique Alonso Viracocha Inga, logró convencer a las autoridades eclesiásticas de la viabilidad de establecer una cofradía en Copacabana y de la idoneidad de su escultura (Ramos Gavilán: 115-120). El tallado y consagración de la imagen no estuvieron exentos de oposición por parte del obispo de La Plata o Chuquisaca, que se resistía a la idea de que un indio pudiera lograr la perfección requerida para tan alto personaje como la Virgen (Vargas Ugarte: Historia del culto II, 263). Solo después de una serie de incidentes favorables, como el quedar la imagen dorada y mejorada «milagrosamente» luego de haber sido llevada desde Potosí hasta La Paz, es que los representantes de la Iglesia aceptaron su santidad. El dato de que el escultor fuera un humilde indígena no debe sernos indiferente. No solo la condición nativa del autor material de la imagen le causa problemas típicos de la discriminación social y cultural de la época, sino que Francisco Tito Yupanqui debe también sobreponerse a las aspiraciones de la mitad urinsaya de su comunidad altiplánica, que pretendía privilegiar el tallado de una imagen de San Sebastián como patrón de la cofradía. Dentro de la organización social andina, las comunidades indígenas suelen estar divididas en una mitad de arriba (hanansaya) y una de abajo (urinsaya), siendo la alternancia de poderes y responsabilidades una práctica milenaria. Al parecer, los indicios providencialistas en el triunfo de la posición marianista contribuyeron a la prevalencia de la mitad hanan de la comunidad, con lo que de alguna manera se recreó el viejo ritual del tinkuy o encuentro y concordancia de dos mitades paralelas, típico de las prácticas andinas de resolución de conflictos sociales o de labores comunales de gran escala. Asimismo, es fundamental que se eligiera la orilla del Titicaca para su aposentamiento debido a la importancia simbólica que el lugar tiene en la historia andina desde tiempos preincaicos. Como ha explicado Verónica Salles-Reese (caps. 2-4), hay por lo menos tres grandes ciclos narrativos en la región: el ciclo colla, que propone la supremacía del ídolo lacustre Copacaba-

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na7; el ciclo incaico, que impone el culto al sol y relata cómo Túpac Inca Yupanqui erigió en la isla homónima uno de sus adoratorios más importantes en el imperio; y el ciclo cristiano, que determina el triunfo del culto mariano, vigente hasta hoy. La celebración agustina de la Virgen de Copacabana coincide con la política general de transformación identitaria inherente al proceso de dominación española. Por eso, qué mejor que la superposición arquitectónica y simbólica en un lugar tan sagrado y venerado por la población indígena para mostrar la superioridad de la fe cristiana, tal como había ocurrido en la fundación española de la Ciudad de México sobre las ruinas de Tenochtitlan, en la de la Ciudad de los Reyes sobre uno de los valles aledaños al del importante templo costeño de Pachacamac o en la construcción del convento de Santo Domingo sobre los muros del Qurikancha o Templo del Sol en el Cuzco. En el itinerario de los pastores del poema, cruzado de canciones de alabanza a la madre de Cristo y de meditaciones teológicas por parte de Graciano (como hijo de la Gracia), hacen también su aparición una serie de monstruos que emergen del fondo del lago, simbolizando las fuerzas infernales que aún pujan por reestablecer su reino en tierras andinas y que les impiden el paso a los viajeros. Son muchos los personajes fantasiosos que pululan por el poema, en clara confirmación de que el Barroco gongorino había llegado a tierras de América con todo su abigarramiento mitológico, y aun más8. Este peregrinaje, asimismo, está constantemente intervenido por ángeles que luchan con «los monstruos del Peruvio rebelados» (Valverde: f. 177r), reprodu7. Ramos Gavilán ofrece la etimología de «lugar donde se ve la piedra [sagrada]» (102). Describe el ídolo como una piedra con rostro humano, sin cuerpo ni extremidades. Gisbert propone, por su lado, una identificación de Copacabana con alguna divinidad de origen puquina identificable como pez-mujer (1999: 117 y 131). 8. Se suele afirmar que el gongorismo tiene su primera manifestación escrita americana en el Poema de las Fiestas que hizo el Convento de San Francisco de Jesús de Lima a la Canonización de los Veintitrés Mártires del Japón, Seis Religiosos y los Demás Japoneses que les ayudaban: Declarados de Su Santidad por Religiosos de la Tercera Orden de Nuestro Seráfico San Francisco, publicado en Lima en 1630 bajo la pluma del franciscano criollo Juan de Ayllón. Desgraciadamente, el único ejemplar conocido del poema de Ayllón se perdió en el incendio de la Biblioteca Nacional de Lima en 1943 (Carilla, Gutiérrez y Sánchez: 151-156). Las retorcidas estrofas que Gutiérrez reproduce evidencian un afán por resaltar el lujo y la pompa de las fiestas limeñas, sin abandonar el propósito principalmente religioso del poema. Julia Sabena ofrece un estudio inicial de las relaciones entre el poema de Valverde y el gongorismo como estilo.

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ciendo escenas e imágenes bíblicas, pero también de raigambre mitológica andina. En la pintura virreinal, las series de ángeles muchas veces comprenden representaciones de seres alados portando arcabuces en velada alusión, como ya se ha dicho, a los poderes militares de la conquista, pero también como transformación del Illapa o dios del rayo, con el que se identificó inicialmente al apóstol Santiago y durante el siglo xvii a los diversos ángeles que luchaban contra la idolatría. Los ángeles virreinales constituían, sin duda, un instrumento del proceso evangelizador, que no excluía enteramente alusiones ni usos de la tradición iconográfica nativa. Estudios detallados sobre esta rica imaginería visual son los de Mujica (1996) y Gisbert (1999: 117-137). Es precisamente contra uno de los monstruos demoniacos que luchan los ángeles. Se trata de la serpiente gigantesca que muerde el peñón del lago Titicaca, una imagen del abominable que coincide con una de las lacustres divinidades collas (Gisbert 1999: 133). Teresa Gisbert se ha referido también a la aparición de serpientes en ídolos como los de Ilave y Yunguyo, que muestran el culto viborezno desde tiempos prehispánicos. Las serpientes, apunta Gisbert siguiendo a Bouyse-Cassagne (91-93), simbolizan el paso de la estación seca a la húmeda y viceversa, por ser animales que se esconden bajo tierra durante el verano andino y reaparecen solamente con las primeras lluvias de agosto y setiembre. Así, su relación con el rayo, las tormentas y otros fenómenos naturales es sinecdótica por naturaleza. Dichos fenómenos se vinculan a su vez con seres superiores como Illapa y Wiraqucha. Este último dios y su equivalente puquina, Tunupa, aparece constantemente rodeado de seres alados, según se puede apreciar en los grabados de la llamada Puerta del Sol del centro arqueológico principal de Tiahuanaco. Ramón Mujica se refiere a distintas culturas como la Paracas, la Mochica y la Chimú, que ofrecen representaciones de guerreros o sacerdotes alados, seres intermediarios entre distintas dimensiones cósmicas (1996: 277). Kauffman Doig nos recuerda también el enorme prestigio que las plumas tenían en el mundo andino tanto para la vestimenta real como para las funciones rituales desde mucho antes de los incas. Desde las antiguas culturas de Sechín y Chavín de Huántar, las figuras de seres alados representaban formas de la divinidad que el estudioso identifica para culturas más tardías con el «Dios del Agua, el ente fertilizador de la Pachamama visualizado como un ave de contornos humanos salpicada de atributos de felinos, de acuerdo a su versión arqueológica

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arquetípica; podría corresponder al Illapa del Incario o a Qhoa u Oscollo de mitos aún vigentes» (11). La mención viene al caso por los ángeles que Valverde incluye en su poema a manera de intermediarios entre la Virgen y los peregrinos, y que son Miguel, Gabriel, Baraquiel y Haniel. A este último se le otorga el rango de protector del Perú, y es el encargado de recordarle a Dios, en la Silva Sétima, que la conquista derramó mucha sangre y que la fe cristiana solo podrá imponerse mediante los buenos tratos y la predicación entre los indígenas. Gisbert (1999: 123-130) ya ha detallado los orígenes europeos de los ángeles del poema y hasta identificado acertadamente que cada uno de ellos tiene vinculaciones con distintos planetas, dentro del esquema cosmológico occidental de la época que se puede observar en el Oedipus Aegyptiacus de Atanasio Kircher, de gran difusión en el xvii. Pero mientras que para Kircher Haniel es identificable con el planeta Mercurio (lo cual es compatible con la idea de Haniel como intermediario entre Dios y los peregrinos, al ser Mercurio dios de la elocuencia y dios mensajero en el panteón clásico), para Gustav Davidson, en su A Dictionary of Angels, Haniel es el príncipe del planeta Venus (también en Gisbert 1999: 125). El dato importa por vivir en el lago Titicaca la serpiente Copacati, imaginada como sirena por la iconografía sincrética, según se aprecia en numerosas representaciones y bajorrelieves de la zona entre Titicaca y Cuzco. Esta divinidad lacustre, una vez transformada en sirena de la mitología pagana del Viejo Mundo, se identifica también como la diosa tentadora de hombres y propiciatoria del pecado carnal. De este modo, Haniel representaría una Venus celeste y positiva que se contrapone y vence a la Venus subacuática y demoniaca (hecho que más adelante se complementará con las menciones de la propia Virgen como «Venus mejor»). Gisbert, sostiene que la aparición de los ángeles en el poema de Valverde es señal de un proceso de sustitución de las antiguas divinidades collas y de la devoción hacia las estrellas en el mundo andino por los alados seres del panteón cristiano y la propagación de la fe católica. Es curioso, sin embargo, que el planeta Venus fuera también considerado un ser de aspectos sagrados en la figura del Chask’a del amanecer, que anunciaba la llegada del sol y por lo tanto cumplía una función intermediaria entre la noche y el día. Recordemos nuevamente, dentro del tratamiento de este tópico, que los seres alados no eran completamente extraños a la iconografía indígena prehispánica y que,

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al parecer, adquirieron diversas formas de identificación en el conjunto de la nueva imaginería aportada por los evangelizadores. Ahora bien, tales paralelismos y superposiciones entre seres mitológicos andinos y seres de la tradición occidental nos hacen pensar en un programa que no es extraño a las prácticas sincréticas de evangelización de algunas órdenes religiosas (especialmente agustinos, franciscanos y mercedarios) desde su llegada al Nuevo Mundo. No entraré en detalles sobre dichas prácticas, pues ya existe abundante bibliografía en relación con el tema (Ricard: 414-417, Alberro, Borges: 156 o Gisbert 1980: cap. 2). Interesa más centrarnos en determinados pasajes del poema que pueden iluminar aun mejor sus sinuosas relaciones con el movimiento general del criollismo militante y a la vez con la constitución de una subjetividad colectiva que bien merecería recibir el nombre de nacionalismo étnico preilustrado, con el sentido limitado y selectivamente ancestral que el concepto de nación tenía en la época. Me baso aquí en la diferenciación que Anthony Smith propone entre un nacionalismo moderno, hijo de la Ilustración y proveniente del desarrollo de las burguesías en Europa occidental, y un nacionalismo dinástico y de prolongadas solidaridades intraétnicas, como habría ocurrido con la identidad colectiva de la Europa oriental y de algunas sociedades asiáticas9. Salvando las distancias y pasando al Perú y otra vez al poema que nos ocupa, observemos que dos indicios para la revelación de un imaginario americanista y criollista en Valverde consisten, por un lado, en los modelos literarios asignados al poema y, por el otro, en la noción de una peculiar forma de entender la translatio deorum. Valverde se encarga desde su prólogo de dilucidar la dificultad de narrar acciones grandiosas «no en Roma, no en Madrid, no en Lima, ni en otra ciudad populo∫a, ∫ino en Copacauana, vn de∫dichado pueblo de Indios Collas, que son de los mas barbaros, y torpes del Perù» (f.s.n.). Por eso, dada la altura de los acontecimientos narrados y la humildad de los protagonistas, el poeta se decide por el género bucólico, aunque confiesa que guardará rasgos más cercanos a la épica debido a la acción particular de la trama y la conservación de una sola acción, como en la Ilíada, en que se cuentan principalmente la cólera y acciones de Aquiles durante el décimo año de la guerra de Troya. Declara también que, al volver a Lima en 1637 de su experiencia en Copacabana el año 9. Me remito a la discusión planteada en la introducción de este volumen y a mi introducción a Agencias criollas.

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anterior, se vio en el dilema de conjugar acciones grandiosas, como el establecimiento de la imagen mariana y sus milagros, con personajes vulgares, como los campesinos que protagonizan el poema. Opta parcialmente por el modelo de la Égloga VIII de Virgilio, donde se «hallará entre pa∫toriles ∫encillezes elogios de Octaviano los mayores» (f.s.n.). En realidad, la Égloga VIII está dedicada en sus primeros versos al elogio de Cayo Asinio Polion, protector de Virgilio, y no de Octavio (Hidalgo: 319, en Virgilio: Églogas y Geórgicas, nota a la Égloga VIII). Sin embargo, Valverde deslinda el personaje insigne de las acciones insignes, que son las que propiamente constituirán los objetivos del poema. Así, su Santuario será «como vna quinta e∫∫encia de lo Epico, y Bucolico» (f. s. n.): épico por la acción de la Virgen de «fundar en el Perù el Imperio de la Fè, y la Gracia», y pastoril por ser Graciano, el protagonista, un simple campesino colla, que convierte y salva a sus idólatras compañeros de peregrinaje Adamio y Megerino gracias a la intermediación divina. Tal como en los poemas clásicos, en que siempre hay una divinidad (la Virgen, en este caso) patrocinadora del protagonista, el Graciano de Valverde «es el Aquiles de∫ta Iliada, el Vli∫es de∫ta Odi∫∫ea, y el Eneas de∫ta Eneyda». A tan prestigiosa lista habría que añadir otra mención, la de los argonautas, mito poetizado desde Apolonio de Rodas en el siglo iii a. C. y su imitador Cayo Valerio Flaco en el siglo I de nuestra era10. El héroe múltiple, portador de la fe cristiana, fortalece la creación de un paradigma de heroicidad amparado en lo que sin duda constituye la mejor justificación de la conquista y la presencia española, es decir, la evangelización. El Eneas indígena es prueba palpable de la legitimidad del proceso de transformación identitaria de los pueblos dominados. Graciano aparecerá superando en el plano espiritual las hazañas de Pizarro en el militar, el cual, en la silva séptima, es considerado nada menos que por encima de los héroes romanos conquistadores del Viejo Mundo11. En tal sentido, la apuesta por un ordenamiento social que 10. La alusión es explícita en la silva décima: «Espacios no pequeños de el camino / ya con ∫us huellas con∫agrado auian / los de vellon mas aureo ∫acros Tyfes / graue teatro haciendo de ∫us an∫ias / en metro apri∫sionadas, lago y montes» (f. 144). El mito de Jasón y los Argonautas es significativo de una postura criollista en la medida en que está relacionado con la búsqueda de un País del Sol y de una temporal alianza entre Jasón y Medea, que completa una unidad ideal de pareja, símbolo del intercambio «colonial» entre peninsulares y criollos. 11. La consideración de Pizarro como Eneas hispano merecedor de un canto épico se da por lo menos desde Buenaventura de Salinas en 1630. En su Memorial de

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establece el heroísmo de las fundaciones (militar y espiritual) cumple con una finalidad didáctica, reconocida como función central del discurso épico en general desde Homero hasta los días de Valverde, tal como se expresa en el mismo prólogo. Por eso, la elección de la épica como género principal (aun con aspectos y elementos bucólicos) autoriza y legitima una voz criolla que establece así sus propios horizontes de expectativas, yuxtaponiendo dos subjetividades complementarias. El elogio de Pizarro (aunque siempre en posición de inferioridad en relación con Graciano) va de la mano con el elogio superlativo del lugar de enunciación, es decir, Lima. La insistencia por alabar la presencia de la Virgen en Copacabana y en el Perú en general es paralela a la del reconocimiento de un locus semejante al de la majestad de las acciones divinas. La voz poética pide su inspiración directamente desde la bondad de la Virgen por que quando en los margenes de el Lima con voz heroica, y Epicos alientos (∫i en Lira de Bucolicos acentos) nuevo ci∫ne te cante, ò Virgen pura, en gratos ojos lágrimas vocales entre un murmurio blando nazcan en tus amores e∫pirando (f. 1v)12.

El sentimentalismo devocionario es frecuente en este tipo de texto, en que religiosidad y dominio artístico se confunden. Sin embargo, lo que importa es la construcción de un espacio enunciativo privile-

historias del Nuevo Mundo Pirú, Salinas reclama a los catedráticos de San Marcos el no haber podido producir un poeta a la altura del heroísmo de Pizarro (la cita completa aparece en la nota 42 de nuestro capítulo dos). El reclamo sólo será atendido de manera plena por Pedro de Peralta en su Lima fundada de 1732, forjando a partir de ella la imagen de un Eneas fundador de la Ciudad de los Reyes, que implícitamente se convierte así en la Roma del Nuevo Mundo. 12. No deja de llamar la atención la intertextualidad con un pasaje de La Christiada de Diego de Hojeda, en que Gabriel se dirige a la Virgen en términos semejantes: «Mas ¡o tú, Virgen que del sol bañada, / Llena de gracia y gracias milagrosas, / Y de la luna estás los pies calçada, / Y ceñida de estrellas luminosas! / ¡O Musa de los nueue respetada / Coros de inteligencias amorosas! / Espira en mí tu soberano aliento, / Y vn alto y dulce y misterioso acento» (canto VI, estr. 1, 218). La Virgen como musa inspiradora que «expira» su aliento en la voz del poeta aparece ceñida de las estrellas propias de su imagen que, en el caso de Valverde, son también manifestaciones de seres celestiales, los ángeles, que ejecutarán los designios de la madre de Cristo.

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giado, pues esta referencia al río Lima (o Rímac) se verá realzada más adelante, en la «Sylva Sexta» cuando el pastor Mopso se refiere a «las riberas / de el caudalo∫o Lima, / que por cri∫tales eloquencia anima» (f. 86v). El elogio de Lima y su río como espacio propicio para el canto épico y la alabanza de María va acompañado a lo largo del poema de otros encomios a la tierra peruana en general, como el pasaje en que el mismo pastor Mopso se refiere al Cuzco y el territorio altiplánico y sureño en superlativos términos (f. 86v). Esto no impide que Lima resulte triunfante por ser, como decíamos, el lugar de enunciación y, finalmente, el foco privilegiado de la cristiandad por su mayor cercanía espiritual a Copacabana: pero, ∫i no me burla el pen∫amiento, nunca de tantas excelencias valle, nunca vi parque donde los honores de Amarili crecie∫∫en en las flores13: en fin la cercania de vue∫tro valle a ∫u famo∫o templo mereciò el mayorazgo de Maria (f. 86v).

Así como Lima, el espacio peruano en su totalidad se había constituido en objeto de deseo desde la misma «Silva Primera», con una alusión a las ninfas Galatea y Electra, que pretendían trasladarse al Nuevo Mundo, aunque no lo lograron por mandato de la Virgen (f. 12r). El espacio de la elocuencia (Lima) y las genealogías heroicas (por un lado la del convertido pastor colla Graciano y por el otro la del conquistador extremeño Pizarro) se reúnen en la mirada del criollo que las articula como partes de un todo coherente. En relación con esta mirada privilegiada, los reclamos lascasistas de la obra son constantes, pese a que el elogio de la conquista en abstracto podría parecer incoherente. En típica postura que autolegitima sus reclamos, muchos criollos asumían la defensa de la población indígena frente a los abusos de corregidores y oficiales de la Corona. Y esto debido en parte a 13. Amarili o Amarilis no es otra que la Virgen María en el poema de Valverde. Ya en el «Prólogo», el autor había declarado que usaría la misma figura virgiliana de las Églogas, en que Amarilis era la alegoría de la ciudad de Roma, tal como Galatea representaría a Mantua (f.s.n.). Ver, por ejemplo, la Égloga I de Virgilio. No es de extrañar tampoco el uso de las flores como manifestación de la divinidad. Es tópico común, presente en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Para las relaciones entre el Cántico, poema emblemático del misticismo español, y el género eglógico, ver Marasso 77-98.

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que, durante las décadas posteriores a 1532, se van desarrollando tres traslaciones que filtran y afinan la transformación identitaria de los españoles nacidos en Indias. En primer lugar, tenemos la llamada translatio imperii, que asegura el traspaso y reproducción de las instituciones y fueros de Castilla a los nuevos reinos de Ultramar, y que tiene un matiz más bien político y administrativo, como es visible en las Cartas de relación de Hernán Cortés. Ya sabemos que el espacio y la organización novomundiales fueron profundamente heterogéneos en términos raciales y culturales comparados con la variedad cultural de la península, sobre todo por la simple constatación de que la población indígena (y su multiplicidad étnica) constituía más del 90% del conjunto social. Esto impidió la transformación rápida y completa de las subjetividades dominadas, postergando indefinidamente un proyecto de homogeneización cultural. Sin embargo, el programa general de gobierno contemplaba ese objetivo, por lo que puede hablarse de una translatio imperii al menos en términos de algunos aspectos de la legislación e instituciones como audiencias, cabildos, universidades, Iglesia, etc. En segundo lugar, hay que considerar la translatio studii, que identifica la alta cultura europea, y específicamente el petrarquismo, como producto ampliamente mejorado en los ingenios americanos y baqueanos, según demuestran los estudios de Alicia de Colombí-Monguió sobre la Academia Antártica y el «Discurso en loor de la poesía» de 1608 (por ejemplo «El “Discurso en loor de la poesía”: carta de ciudadanía del humanismo sudamericano»). Para la anónima del «Discurso», como para muchos otros autores desde la Academia Antártica, el dios Apolo y las musas y ninfas de la antigüedad clásica se habían trasladado al Nuevo Mundo, siguiendo la carrera solar. Este movimiento hacia el oeste, semejante al que las civilizaciones habían experimentado a lo largo de siglos desde la Grecia clásica hasta la Roma imperial y la España cristiana, encontraba su cuarta fase de desarrollo en el florecimiento de las artes y las letras en los reinos de Ultramar. Por último, paralela a estas dos primeras traslaciones identitarias, cuyo correlato era la superación y desarrollo de los modelos europeos iniciales, un sector del clero reivindicó la translatio deorum o traslación de las divinidades, anexando y domesticando de esta manera las epistemes americanas a una sola concepción universalista y trascendentalista de su labor providencial. Las ninfas y nereidas, como había

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declarado la anónima autora del «Discurso en loor de la poesía», se habían desplazado al mundo antártico, lo mismo que Apolo, dios de la poesía, con la entrada de España en el Nuevo Mundo. Para los evangelizadores, sin embargo, ese traslado se había producido mucho antes y era altamente sospechoso, pues señalaba también de la presencia del demonio, y requería de cuidado en su presentación si no iba acompañado de una traslación de las imágenes divinas de la cristiandad14. Así, paganismo y cristianismo encuentran su espacio de violencia y tensión y sirven para fijar los marcos conceptuales de las campañas de extirpación de idolatrías, como señalan los estudios de Duviols, Millones, P. Borges, Mills y Gushiken (sobre la sierra de Lima), entre otros. Estos especialistas coinciden en que tales campañas vivieron un nuevo empuje desde principios del siglo xvii, cuando muchos curas doctrineros y de parroquias aisladas constataron con horror que las antiguas prácticas idolátricas de los grupos indígenas se habían extendido hasta formas camufladas de adoración a la iconografía católica. Además, se habían mantenido casi intactas en circunstancias en que no había control de la Iglesia o las autoridades civiles, según el propio Ramos Gavilán había denunciado en relación con los sacrificios humanos. La segunda oleada extirpadora produjo tratados y recopilaciones como el «Manuscrito de Huarochirí» de Francisco de Ávila (c. 1608) o La extirpación de la idolatría en el Pirú (1621) de Pablo José de Arriaga. En este último año, recuérdese, aparece la Historia del célebre Santuario de Nuestra Señora de Copacabana de fray Alonso Ramos Gavilán, en la cual, además de los sacrificios a la antigua usanza incaica, también se describen numerosas prácticas idolátricas y «demoniacas» de los nativos contemporáneos, como los «pagos» a la tierra, las apachikta o cúmulos sagrados de piedra en lugares altos de los caminos y el profundo respeto a los apukuna o montañas imponentes que encerraban una energía cósmica difícil de entender para la mentalidad europea.

14. El debate sobre el estatuto luciferino del antiguo paganismo europeo se consolida con la doctrina agustiniana, que propone que los oráculos e ídolos de la antigüedad eran herramientas del demonio y sus secuaces, los cuales, como ángeles caídos, aún guardaban algunos conocimientos vedados a los hombres, y por eso los mantenían confundidos (por ejemplo en la Ciudad de Dios II, 1 y IX, 22). Los mismos criterios se extienden al siglo xvi, en que encontramos demonizaciones del panteón incaico desde Pedro de Cieza hasta José de Acosta, por lo menos.

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3. Serpientes y gigantes Las serpientes descomunales, los monstruos azules y la alegoría del lago Titicaca como anciano cerúleo (llamado Terebino por Valverde, quizá en alusión al valle Terebinto en que David venció a Goliat, y hoy nombre de una ciudad en Bolivia) son parte de un imaginario que no excluye a otros gigantes. La imaginería barroca, demostrada además por las numerosas resonancias de la Fábula de Polifemo y Galatea y de las Soledades de Góngora, echa mano de los tritones clásicos, de los vientos de Eolo y de la furia Megera para poblar el lago altiplánico y sus alrededores15. Me referiré específicamente a dos pasajes en que aparecen algunos de esos monstruos y en los que es posible observar cómo el ideario criollista del poema revela su jerarquización de la totalidad social del virreinato. Los ejemplos que pueden servirnos para ilustrar estas ideas son las silvas decimoquinta y decimoctava, en que aparecen, respectivamente, Túpac Inca Yupanqui y un «Rey Perú», alegorización este último del territorio andino en forma de gigante cobrizo16. 15. Las resonancias gongorinas son múltiples, como puede apreciarse en estos versos de la silva quinta: «Era del tiempo la e∫tacion ∫olemne, / en que la noche, que u∫urpado auia / al ∫ol el cetro del brillante dia, / con las luces de el cielo acon∫ejada / voluer∫ela queria mejorada» (f. 62r), que remiten inmediatamente a la apertura de las Soledades («Era del año la estación florida / en que el mentido robador de Europa», etc.). El tópico temporal y primaveral tiene un antecedente claro en Os Lusíadas: «Era no tempo alegre, quando entrava / No roubador de Europa a luz Febeia, / Quando um e outro corno lhe aquentava, / E Flora derramava o de Amalteia» (canto II, estr. 72a-d, 117), de modo que la imitatio se prolonga de la península quinientista al virreinato seiscientista, en apariencia sin demasiada modificación, por vía del poeta cordobés. La descripción del pastor Adamio tampoco está exenta de toques gongorinos al ser presentado en forma de Polifemo en la silva segunda: «E∫tremecio∫e el ∫oto / de ver aquella viua, ò noche, ò ∫ombra, / a quien ∫eruia vn pino de cayado: / con el pelo feroz, y vi∫ta a∫ombra / el lugubre ganado, / que conduce pa∫tor à ∫ilbos roncos, / mal abortados en quexidos broncos» (f. 17r), lo que nos recuerda la descripción del monstruoso cíclope en la Fábula de Polifemo y Galatea. Tampoco son extrañas en el poema de Valverde las imitaciones del Calderón de la Barca de La vida es sueño, compuesta apenas tres años antes de la aparición del Santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1641). Como muestra, un botón en boca del monstruo Idolatría, una vez sumergido en el lago por los luceros-ángeles en la silva séptima: «Decid, a∫tros infames, que delito / cometì, ∫i no daros ∫acro culto / como a Dio∫es ∫in ∫erlo? Qual in∫ulto / perpetrè ∫i no dar en la alta Huaca / de aquel i∫leño monte Titicaca / al ∫ol ingrato en tan opimo Emporio / el mas augu∫to y rico Adoratorio?» (ff. 72v-73r). Para cualquiera que haya leído el monólogo de Segismundo, las correspondencias saltan a la vista. 16. Extraigo los siguientes párrafos, desarrollándolos, de Mazzotti 1996c: 181-186.

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En la silva quince, los peregrinos se encuentran con el gigante Túpac Yupanqui, quien habría mandado edificar el Templo del Sol en el lago Titicaca y ordenado la adoración al demonio a través de la imagen de ese astro. En este punto Valverde sigue de cerca a Ramos Gavilán, que había establecido que el culto al sol y la construcción del correspondiente adoratorio se debían a dicho inca, el décimo en la mayoría de listas ofrecidas por los cronistas (18-21). Es importante recordar, en tal sentido, que las fuentes de Ramos Gavilán no son solamente textos historiográficos y lecturas de los clásicos y los padres de la Iglesia, sino también sus continuos interrogatorios a los pobladores del lugar, como quechuahablante experto y aymarahablante avanzado que llegó a ser, lo cual le daba un acceso privilegiado a las tradiciones orales indígenas. El monólogo de Túpac Yupanqui se prolonga por numerosos versos en los cuales se ufana de las conquistas territoriales realizadas durante su mandato, para luego confirmar que al sol «fundele Adoratorio el mas co∫to∫o, / que el mi∫mo Sol à vi∫to en los pa∫∫eos, / que han dado ∫us gallardos deuaneos» (f. 237). A partir de tal confesión de idolatría comienza la disminución moral de los incas a la que el texto apunta: Yo dediqué a ∫us aras la alta Huaca de aquel i∫leño monte Titicaca: alli en rojas corrientes almas le daba en sangre de inocentes: que ∫i a millares nos influye vidas, con el Sol compitiò mi a∫unto heroico, en holocau∫to nueuo virgines vidas con∫agrando a Febo (f. 237v).

De modo que los sacrificios humanos aparecen de manera multitudinaria y como causa de orgullo, lamentándose el Inca gigante de la suerte que ha corrido el culto al sol en tiempos coloniales: ¿Como de pe∫adumbre no reuiento: como ∫iendo Iupangue, Inga, con∫iento, que en las Aras de el Sol una hembra flaca mande en Copacauana, y Titicaca? (f. 236r).

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La «hembra flaca», evidentemente, será la Virgen a la que los pastores van buscando en su romería, y cuya rubia belleza será minuciosamente descrita en el canto siguiente17. Nos interesa destacar que Túpac Yupanqui aparece como idólatra no arrepentido, lo que implícitamente establece la ilegitimidad espiritual de los incas y, por extensión, de sus descendientes, en el gobierno del mundo andino. Ya desde la «Sylva Vndezima», al hacer hablar al sol, se había declarado que los incas sustentaron su autoridad en el engaño que ejercieron sobre la población indígena al hacerse pasar por hijos del astro diurno (f. 166v; Ramos Gavilán: 14-15). Ese mismo sol que confesaba ser instrumento del demonio había obligado a los incas a ofrecerle sacrificios humanos, como Túpac Yupanqui revelará más adelante en la «Sylva Decimaquinta». Establecido como carnicero, Túpac Yupanqui también había congregado alrededor del templo del sol en el Titicaca numerosas «Indicas naciones», unificadas bajo el mismo culto: los Ingas, los Carambis, Ande∫uyos, Caxamarcas, Carangas, Conde∫uyos,

17. A pesar de tener su origen en la española Virgen morena de la Candelaria (que aún se venera también en la fiesta de la Candelaria en Puno, en la orilla peruana del lago Titicaca, cada 2 de febrero), la Virgen de Copacabana en el poema mantiene rasgos caucásicos que sirven para contraponer su «pureza» racial a la demoniaca espiritualidad indígena. Con el tiempo, el rostro de la imagen de la Virgen y del niño que carga en el brazo izquierdo también se ha oscurecido. La descripción que de ella se hace en el poema como rubia y de blanquísima piel podría derivar de las descripciones de la Venus pagana en algunas fuentes canónicas. Además de las frecuentes convenciones petrarquistas, una fuente relativamente cercana a Valverde debió ser Os Lusíadas, de Camões, en cuyo canto segundo Venus intercede ante Júpiter para lograr el éxito de la empresa de Vasco da Gama. Se le presenta al dios mayor en estos términos: «Os crespos fios de ouro se esparziam / Pelo colo que a neve escurecia; / Andando, as lácteas tetas lhe tremiam, / Com quem Amor brincava, e não se via; / Da alva pretina flamas lhe saíam, / Onde o minino as almas acendia» (estr. 36a-f, 108). Valverde describirá la imagen de la Virgen de Copacabana en el folio 261r de manera semejante, aunque «a lo divino»: «Columna de marfil tan delicado / tan virgen, tan ∫util es tu garganta, / que el re∫pirar ∫agrado / permite ver, que el corazon leuanta; / y el zafir de las venas, ahogado / en leche se adelanta / a per∫uadir, que con azul tan bello / de ∫illares de cielo es torre el cuello. // Vn mar de oro tirado en rubias olas / con cre∫pos baña la cerviz de∫peños: / ∫i con el arrebolas / ∫u nieve, labra amor rizados dueños, / que al alma pueden con ∫ortijas ∫olas / de∫enlaçarle empeños / con el mundo, y hazer, que no ∫e atreua / a prender∫e con el en deuda nueua». Venus y Amor, Virgen y Niño, quedan así estructurados como partes contrapuestas por la superioridad de la fe cristiana.

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Canches, Lupacas, Aymaraes, Pacages, Colliyungas, Quillacas, Pucopucos18, Guanucos, Ianaguras, Guamachucos (f. 236r).

La enumeración revela el conocimiento lingüístico de la voz autorial en la medida en que desplaza la letra hacia sonoridades en sistemas lingüísticos enormemente distintos, pero ordenados por una fonología y una grafología que los amolda a los principios de combinación de la voz poética central19. Esta forma de la amplificatio no debe mirarse, sin embargo, como un mero alarde de dominio verbal de los referentes humanos del Ande. Su presencia en el poema también contribuye al «llenado» de la página, que se ofrecía blanca o borrosa en la ininteligibilidad de las voces nativas. El poblamiento del espacio lingüístico con nuevos gentilicios es también una forma de incrementar el acervo léxico de la matriz expresiva de la identidad criolla, es decir, la lengua castellana. Esta destreza nominativa de las etnias andinas es también una estrategia de congregación alrededor del nuevo culto a la Virgen. El discurso poético se propone implícitamente como principio ordenador, de modo análogo (aunque claro que simbólico) al del poder transformador y ordenador de los incas sobre el caos de las lenguas y religiones de los cientos de grupos indígenas que fueron incorporando a su administración. El Túpac Yupanqui gigantesco recitaba sus desgracias sobre el peñasco al que lo había confinado la Virgen. En un risco paralelo yacía Luzbel en forma de dragón, que de manera similar se quejaba de su reino andino perdido con la llegada de la Virgen. Ambas presencias sobre cimas de montes o peñascos nos remiten, ciertamente, al Prometeo encadenado de los clásicos, aunque con un prestigio inverso. No resulta, por eso, del todo descabellada la idea de relacionar su presentación también con las antiguas divinidades indígenas encarnadas en la forma de un Apu, el cual solía habitar una montaña de peculiares proporciones. 18. Señala Gisbert que «el pueblo de los Puco-pucos no se menciona en otro texto. Es nombre que corresponde a uno de los pájaros que en Carabuco acompañaron al dios Tunupa. Probablemente, Carabuco deriva de la voz Puco-puco» (1999: 147, n. 29). El dato revela la compenetración de Valverde con la variedad social de la región. Pese a que su viaje a Copacabana en 1636 no duró más de unos meses, su conocido afán de erudición debió haberlo llevado a informarse de las nomenclaturas originales, adaptándolas luego a la fonología del español. 19. Un mapa de la distribución étnica de la región puede encontrarse en Gisbert 1980: fig. 46.

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Las principales montañas andinas eran, pues, waka: objetos sagrados y de culto, generalmente contenedores de fuerzas sobrenaturales. Asimismo, el hecho de que el lago Titicaca esté habitado en el poema por serpientes, sirenas, tritones y ninfas nos hace pensar en las paqarina o puntos geográficos naturales de donde procedía un grupo humano. No olvidemos tampoco las divinidades lacustres a las que se refiere Gisbert, la mayor de las cuales es identificada con la mujer-pez Dagón de la mitología fenicia (1980: 51-52 y 1999: 130-132). De ahí el carácter sagrado o de culto ritual del Titicaca, que la voz poética central presenta como una habitación de las fuerzas del mal o el punto de origen (paqarina desde una lectura indígena) de seres fundadores. En el peregrinaje de Graciano y sus compañeros, el arcángel Gabriel les había abierto el camino a los peregrinos para que se acercasen a la imagen de la Virgen. Al paso les había salido el Miedo en figura de gigante, y el arcángel, en su descenso, lo había espantado por orden de María, en estrategia narrativa que nos remite al juego entre ángeles y estrellas que hemos descrito anteriormente. De ahí que la siguiente imagen resulte no menos reveladora: una vez aparecida la Virgen en todo su esplendor, descrita como «Venus mejor» y «e∫trella de vidas, A∫tro hermo∫o» (f. 273v), los pastores la contemplan extasiados, mientras comienzan a desfilar ante ella diversas figuras que le rinden pleitesía a lo largo de la silva dieciocho. Pasan así siete monarcas que representan los distintos reinos de la América meridional (Castilla del Oro, Nuevo Reino de Granada, Quito, Chile, Tucumán, Paraguay y Brasil), seguidos por el mayor de todos ellos, el Rey Perú, a quien rodean dos princesas, Lima y Cuzco, flanqueada cada una por seis damas que a su vez representan sendas ciudades importantes —costeñas y serranas— del territorio andino. Las «Ciudades de los Llanos, Truxillo, Piura, Leon de Guanuco, Arequipa, Ica, y Arica» están ordenadas en una dirección norte-sur, mientras que las «Ciudades de la Sierra, Plata, o Chuquisaca, Paz, o Chuquiabo, Oruro, Guamanga, Ca∫trovirreyna, y Guancavelica» (f. 279v) están dispuestas en una dirección general sur-norte. Esta confluencia de direcciones geográficas confirma la posición central de Copacabana como «coraçon […] del a∫pero cuerpo Peruntino» (f. 114r), según se había expresado en la silva octava. Las distribuciones territoriales y animizaciones de ciudades y fenómenos geográficos alcanzan hasta montañas famosas por su riqueza aurífera y argentífera, como Carabaya y Potosí, quienes en forma de gigantes con corona se postran ante la imagen de la Virgen a inicios

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de la misma silva decimoctava. Lo curioso es que las descripciones de tales fenómenos geográficos continúan una tradición de personificación de puntos de la geografía y fenómenos naturales semejante a la de Camões con el gigante Adamástor (personificación del cabo de Buena Esperanza) del canto V de Os Lusíadas, si bien en el poeta portugués el gigante es reacio a la explotación y conquista lusitana y vaticina futuros naufragios a la nación portuguesa. En cambio, ya en la silva decimoctava, el Rey Perú no es sino una personificación de la totalidad de la población del virreinato, la cual se presenta sumisa y entusiasmada ante la imagen mariana. Es por eso crucial su representación como una sola entidad en la cual se reconoce la importancia mayoritaria de los grupos indígenas. De este modo, el Rey Perú aparece descrito como «un ∫oberbio Monarca [...] / [de] color trigueño adu∫to, ro∫tro graue, / y en el regio cabello parecia / que rizada la plata le nacia» (f. 280r), con lo cual se va haciendo poco a poco evidente su identificación con un indígena de colosales proporciones, que inmediatamente después se nos revela como inca por tener «borla bermeja en la ∫euera frente / timbre de Reyes Ingas eminente» (ff. 280r-280v)20. Al presentarse a María, el Rey Perú se describe a sí mismo como «indio tan inculto» (f. 281v) que osa hablar ante ella para explicarle los motivos de su resistencia inicial hacia los españoles. Se refiere, así, a las atrocidades de la conquista («∫onome a e∫clavitud el rudo zelo / de tus Enbajadores, / en quienes vi crueldades, vi furores», f. 282v), y renueva la antigua crítica de las acciones de Pizarro como empresa puramente militar, colocando la labor de los predicadores por encima de cualquier recompensa material. Los ecos lejanos del lascasismo se dejan oír a través del personaje indígena, a pesar de que, en este caso, la condena hacia los españoles se haga no en función de una reivindicación de la dignidad y el derecho de los nativos, sino, como pronto veremos, en función de una agenda procriolla muy clara. Sin embargo, y continuando con las filiaciones literarias, hay que recordar la apari20. La «borla bermeja» no es otra que la insignia real de los incas, llamada maskaypacha o maskapaycha, un vellón de lana roja que distinguía al principal mandatario de los otros miembros de la familia real y que se usaba colgando de una cinta o llawtu al centro de la frente, a manera de corona. La maskaypacha puede verse, por ejemplo, en el escudo que el Inca Garcilaso diseñó para sí mismo y que incluyó en la primera edición de sus Comentarios reales de 1609. El vellón aparece colgado de un arco iris que emerge de las bocas de dos serpientes amarradas por la cola, o amaru, símbolos todos de la realeza cuzqueña (Kauffman Doig: 17).

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ción de un anciano que representa la imagen de Portugal al final del canto cuarto de Os Lusíadas, antes de embarcarse hacia la India los expedicionarios bajo el mando de Vasco da Gama. El anciano «de aspeito venerando» y «experto peito» (estr. 94a y h, 188), según lo describe Camões, recrimina a los viajeros y al pueblo portugués en general su codicia y su hambre de gloria, que los lleva a emprender riesgosas aventuras con resultados muchas veces funestos. No deja de parecerse este reproche al del Rey Perú en su crítica de la avaricia y la violencia de los conquistadores, con lo cual la legitimidad de la voz poética en el poema de Valverde se cifra, nuevamente, en la incuestionable calidad espiritual de los descendientes de esos mismos conquistadores, una vez «mejorados» por el suelo peruano. El reconocimiento del Perú como personaje fundamentalmente indígena no impide, sin embargo, que ostente entre su corte a sus dos hijas principales, las ciudades de Lima y Cuzco, según mencioné. Conviene detenernos en los pasajes relativos a la descripción personificada de ambas urbes a fin de comparar el tratamiento y el lugar específicos que se les otorga dentro del conjunto espacial y cultural del virreinato. De Lima dice la voz poética central: «∫us fulgores / en candidos albores / mejorò de la nieue Ca∫tellana / nacida en Cordillera Peruuiana» (f. 280v), con lo que se prolonga el ya referido tópico (verdadero lugar común de discurso criollista) del mejoramiento de los valores y cualidades de los padres peninsulares en sus hijos criollos. Más adelante, el Rey Perú se encarga de describir a la princesa Lima, su hija, ante la Virgen María, con las siguientes palabras: E∫ta Prince∫a, que a mi die∫tro lado ∫e te po∫tra, es aquella inclita Lima Metropoli opulenta de mi clima: ∫u alabança mas propia es que en la gran ciudad Madrid ∫e copia: sucedele el bla∫on de Corte mia, de∫pues que mejor[é] de Monarquia (f. 287v).

La comparación con Madrid, si bien coloca a Lima en condición de émula de la capital de la corte española, al mismo tiempo la hace ciudad principal y centro del nuevo reino21. Sin embargo, hay que notar 21. Se puede comparar este pasaje con la descripción de Lisboa en Os Lusíadas: «E tu, nobre Lisboa, que no mundo / Facilmente das outras és princesa» (canto III, estr. 57a-b, 143).

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que en la tercera acepción de «copiar» en Covarrubias (355) se dice: «Hazer copia de sí, comunicarse». El verso que dice que Lima «en la gran ciudad Madrid ∫e copia» puede tener también un sentido indirecto de «se iguala», además del consabido sentido de copiar como «abundar», tan propio de los siglos de oro. Es justamente esta condición la que facilita la referencia a su clima y a sus habitantes en los próximos elogiosos términos: Halaga a ∫u gentio de el apacible clima el blando zelo, donde el calor regala, adula el frio: ingenios le de∫tila el cielo puro enfrenando aun al fiero Arturo: con tan benignas nobles influencias hijos produce fertil genero∫os, que a ∫us padres retratan belicosos (f. 287v).

Estos «hijos» de Lima, es decir los criollos, herederos también de los fieros conquistadores a quienes antes, sin embargo, el Rey Perú había criticado, son presentados más adelante como «de galantes Dio∫es hijos suyos / de a∫tros refulgentes / honras [que] al cielo acrecentò lucientes», con lo cual se continúa reafirmando la superioridad y mejoramiento de los criollos en relación con sus ancestros peninsulares. Esto se explica, además, por la tendencia a «elevar» a los personajes de un poema a fin de otorgarles carácter heroico y, por lo tanto, dignidad en el tratamiento épico22. Al ser equiparados con astros, los criollos se asemejan a los ángeles del poema en su función mediadora entre la divinidad cristiana y la idolatría indígena. Por eso, frente al centro y grandeza espiritual que representan Lima y sus descendientes, la princesa Cuzco aparece en posición aminorada, precisamente en función de su pasado idólatra. Dice el Rey Perú: E∫ta que al lado tierno de el coraçon te traygo, es la famo∫a, ∫i humillada Cuzco, que con triunfos, y renombre eterno 22. Ya hemos anotado que para aquellos años, el sentido de un poema «heroico» se definía por la colocación de los personajes principales en las esferas aéreas de la divinidad, según decía fray Jerónimo Román (f. 293v). Concepto similar expresa Diego Mexia en la Primera Parte del Parnaso Antártico (f. 7v), de 1608.

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∫irvio de Corte a mis ∫oberbios Ingas, y a ∫u mas jactancio∫o deuaneo que en Peruntinas ∫ierras Palanteo23 (f. 289v).

Así, el Rey Perú reconoce la grandeza perdida, pero también la ferocidad del régimen incaico «por la ambicion de ∫us cruentos Reyes», como se describe más adelante. Y gracias a la redención recibida con la aceptación de la fe cristiana, Cuzco, la antigua capital idólatra y asiento de las «crueldades» de los incas, pasa a mejorar su condición: «oy la que tu le das Real corona / mas timbres, mas trofeos, y mas lauros / augmenta a mi per∫ona» (f. 290r). En tal sentido, se avala en el plano explícito la idea anteriormente expuesta de una dinastía incaica idólatra y demoniaca, que solo bajo la sujeción de la «república de españoles» podía redimirse de su pasado e integrarse como parte funcional y prestigiosa de la corte del Rey Perú. Este, a su vez, adquiere dignidad política a partir de su aceptación y adoración de la Virgen, transfiriendo sus respetos a la calidad de los «hijos» de Lima como los habitantes consumados de todo el reino. Sin embargo, en el plano de las alusiones implícitas o subtextuales, el problema del cuerpo político cuyas bases sociales se encontraban entre las masas indígenas aflora como apoyo de una dirigencia y superioridad criolla capaz y deseosa de cuidar de su grey coterránea.

4. Conclusiones Como muchos criollos de su momento, vemos que Valverde propone una evidente focalización procriolla y antiincaica, que utiliza esta vez no solo documentos y crónicas, sino, sobre todo, los caminos de la alegoría religiosa y las hipérboles propias del Barroco. En esa formulación del imaginario criollo, sin embargo, es donde mejor puede 23. Palanteo o Palante: hijo de Evandro, rey legendario del Lacio, y compañero de Eneas, muerto por Turno, rey de los rútulos. El pasaje de la muerte de Palante aparece en el libro X de la Eneida, aunque su mención por Valverde implica indirectamente que la muerte de los incas (o, por extensión, la muerte progresiva de la población indígena) fue injusta como lo fue la del príncipe Palante. Este es otro caso en que las dimensiones subtextuales del poema permiten ejercer una lectura con significados menos totalizantes que los de la linealidad narrativa central de la obra, ampliando las ramificaciones morales y pendularmente anticoloniales de un sector del discurso criollo.

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verse la eficacia del lenguaje tropológico, que se desliga del prurito documentalista de historiadores como Ramos Gavilán y Calancha para declarar a través de otras formas de conocimiento los alcances de su propia autodefinición como grupo dentro del conjunto social. Las numerosas referencias, directas o indirectas, del poema hacia el proceso de sincretismo cultural usado como mecanismo para la evangelización y la extirpación de idolatrías nos revelan un conocimiento local, veladamente verista y recentrado de la tierra y la población, semejante al que Oña había puesto en práctica décadas antes en el canto II de su Arauco domado. Este conocimiento criollo y, definitivamente, criollista del entorno virreinal coloca al sujeto de escritura en posición privilegiada para sustentar la profundidad de su fe religiosa y la superioridad de la imagen mariana, que irradia desde el antiguo centro de la idolatría sus rayos salvadores, articulados verbalmente, sin embargo, desde la Ciudad de los Reyes. Por eso la abundancia americana, expresada por el letrado huanuqueño Francisco Fernández de Córdoba en el prólogo de la Historia de Ramos Gavilán, fuente de información básica del poema de Valverde, se encarga también de reinvindicar el espacio novomundial como antesala de una defensa de la altura moral de sus habitantes criollos. Fernández de Córdoba había dicho en 1621: Bien le puso [Dios] al Oriente el árbol de la vida, y a este Occidente, riquezas y gloria. Digo riquezas porque en este Perú se han hallado las mayores del mundo, donde las hipérboles son verdades llanas y las exageraciones testimonios claros de los ojos. […] Todo es fábula allí [en el Viejo Mundo], y aquí todo es verdad. Los arroyos de este Reino dan pepitas de oro riquísimo, sus cerros plata, y tanta que de sólo el de Potosí parece increíble a quien le ve, que haya dado de sus entrañas tantas barras, que ocuparan limpias, sitios de dos montes grandes como él (7-8).

Pero lo importante es reiterar que la abundancia material del Perú se completa con la no menos grandiosa imagen de sus habitantes criollos, que aparecen como las nuevas estrellas del firmamento antártico: Pues la gloria que tiene [el Perú] es gloriosa (digo de hijos Criollos) de felicísimos ingenios, de increíble agudeza, de industria rara, y de fecundidad elocuente, es numerar las estrellas del firmamento, por ser como ellas claros, y en número tantos; pues los hombres de valor para gobierno y armas, togas y arneses: no se alcanza a decir, la agudeza para los ardides,

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presteza en la ejecución, madurez en los consejos, pecho en las dificultades como [en] los Araucos experimentan, a pesar de sus monstruosos bárbaros. Y a fe de entender de esto que hacen más de su parte los hijos de este Reino, porque ni tienen rey que los mire, aliente o premie, por estar tan lejos de sus ojos y tan remoto de sus manos, y así se exceden a sí mismos, siendo hijos de la nobleza mejorada con su valor, y siendo más aventajados en esta transplantación, que fueron en su nativo plantel, de donde resulta gran hermosura del trono de su gloria temporal, tan llena de merecimientos cuanto digna de premios, no alcanzados por falta de la ventura (que esta tiene a muchos hijos, y nietos de conquistadores pobres, y arrinconados) (8, énfasis mío).

Aunque ya hemos tratado extensamente el tema de la autopurificación criolla en los capítulos precedentes, nunca sobra recordar que es a partir de esta postura dual de reclamo y autoalabanza que se articula una visión ordenadora, de la cual forman parte resemantizada los muchos monstruos y gigantes del poema de Valverde. Además, siendo Ramos Gavilán (fuente documental del poema, repito) nieto del conquistador Diego Gavilán, que estuvo en Cajamarca en la captura de Ataw Wallpa y por lo tanto es uno de los prestigiosos «primeros conquistadores» (Muñoz Reyes: 7), la agenda criolla se hace clara cuando el poema de Valverde plantea una continuidad de perspectivas y temas para el tratamiento discursivo de la imagen mariana y su santuario. En el mismo «Prólogo al lector», Fernández de Córdoba hace explícita la intención de glorificar el origen criollo de la Historia de Ramos Gavilán, colocándolo como portavoz de la voluntad divina (9). Como si fuera poco, concluye que la obra «será para honra de los Criollos de este Reino, fama de su Religión, crédito de sus discípulos, servicio a nuestro Señor, y a su madre Santísima»24. Cosa semejante puede afirmarse del desarrollo poético del tema copacabanesco ofrecido por Valverde. «Todo es fábula allí, y aquí todo es verdad», resuena del prólogo de Fernández. Son palabras memorables que combinan un afán de diferenciarse y un orgullo superlativo por lo extremo de la experiencia europea en tierras del Nuevo Mundo, pues, así como el demonio está

24. El propio Ramos Gavilán hará gala de su condición criolla al dedicar su obra al doctor Alonso Bravo de Saravia y Sotomayor, descendiente de conquistador y de leales a la Corona en la rebelión de Hernández Girón. Saravia, según Ramos Gavilán, «ha honrado al Perú, patria de v. m. y mía, así como la ilustró y engrandeció su nobilísimo y claro padre» (5).

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más rampante que nunca, también la fe se vivifica y alcanza proezas de conversión que en Europa ya son solo parte de su pasado. Es más: en Europa la herejía luterana ha arrastrado al infierno reinos enteros que entonces ya amenazaban el poderío de España de manera flagrante. El criollismo limeño alcanza en esta expresión mística y literaria uno de sus momentos más preclaros. Sus aristas axiológicas se han perfilado nítidamente al elevar la imagen mariana y la propia voz del sujeto que la formula como paradigmas de la más poderosa y presente manifestación civilizatoria. El mundo interno de abismales diferencias culturales encuentra, así, su máscara prevalente. Lima ha triunfado.

Capítulo 5 Rodrigo de Valdés entre el «Imperio del Perú» y la latinización de la lengua1

1. Introducción En este capítulo estudio un caso de escritura barroca en el Perú virreinal de fines del siglo xvii en relación con las imágenes (visuales y verbales) de Lima como ciudad santa comunes en la época. A la vez, reflexiono sobre las estrategias de los grupos criollos letrados en la formulación de sus propias identidades en el conjunto de la sociedad virreinal. La realización de ese sentimiento de pertenencia a un sector específico de la gran familia hispana implicaba la agencia constante de determinados individuos a través de los géneros discursivos más prestigiosos, imbricados en todo un tramado cultural propiamente americano. Los antecedentes de numerosos beatos y beatas, la canonización de Santa Rosa, la «fama de santa» de la ciudad (Sánchez-Concha: 65) y la hipérbole del criollismo militante sobre el esplendor espiritual y material de Lima facilitaban la consolidación de un narcisismo colectivo de largo alcance histórico. Como ejemplo de ello, me interesa emprender el examen de un texto generalmente ignorado y casi siempre maltratado por la escasa crítica que se ha ocupado de él. Este es el caso del Poema Heroyco Hispano-Latino Panegyrico de la Fundación, y grandezas de la Muy Noble y Leal Ciudad de Lima, también llamado, a secas, Fundación y grandezas de Lima. Se trata de una rara muestra del ingenio de un jesuita criollo, Rodrigo de Valdés, que se tomó el trabajo de componerlo en una lengua híbrida como homenaje a su natal Ciudad de los Reyes, aunque su publicación se dio apenas en 1687, cinco años después de muerto su autor2. 1. Apareció en versión menos desarrollada en Mazzotti 2009. 2. Los pocos detalles que conocemos de la vida de Valdés provienen de uno de los preliminares de la obra, escrito por fray Antonio del Cuadro. Allí se declara que nació en 1611 y que en su infancia fue uno de los niños favoritos en la corte del

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¿Por qué puede interesar ahora un poema que Menéndez Pelayo (III, CCIII) describió como «jerigonza bárbara», Emilio Carilla (9091) caracterizó de «poco agradable lectura» y «un curioso ejercicio erudito más que una obra poética» o del que Luis Alberto Sánchez afirmó en Los poetas de la colonia (181) que era «hinchado, enrevesado e ilegible»? El título de este capítulo, además, liga dos ideas aparentemente inconexas. Por un lado, el concepto de «Imperio del Perú» remite a una larga tradición discursiva que se refería en sus inicios a la prolongación de la polis incaica supuestamente mejorada por la administración virreinal sobre el mismo territorio. Así puede verse, por ejemplo, en la dedicatoria de la segunda parte de los Comentarios reales (1617) del Inca Garcilaso, que reza: «A los Indios, Mestizos y Criollos del grande y riquísimo Imperio del Perú». Al incluir reinos adicionales, como el de Chile o el de Nueva Granada, la definición cumplía, además (aunque algo ambiciosamente), con la idea de un «imperio» como conglomerado de entidades políticas con su propia trayectoria histórica, social y cultural. Ante el precedente del Inca Garcilaso y las implicaciones mestizófilas y proincaicas que se desprendían de su obra y que servirían para el desarrollo del nacionalismo neoinca de los siglos xvii y xviii (Rowe), los criollos limeños no tardaron demasiado en apropiarse de la denominación, pues se empezó a usar en otras obras del siglo xvii, como en la «Aprobación» con la que fray Clemente de Heredia (1679) avaló la obra del limeño fray Gregorio Casasola, o en El Sol del Nuevo Mundo (1683) del sevillano ya naturalizado en el Perú fray Francisco de Montalvo (f. 88r). De estos casos nos hemos ocupado en el capítulo dos, y constituyen ejemplos de la manipulación discursiva ejercida por los letrados capitalinos durante el proceso de

virrey marqués de Montesclaros, quien lo mimaba entre otros hijos de sus colaboradores cercanos. Su padre era uno de los soldados más antiguos del reino, aunque no se consigna su nombre. Luego de un breve paso por la milicia, Valdés ingresó a la orden jesuita a los diecisiete años. El resto de su vida estuvo dividido entre las labores de catequización (fundó un convento en Huancavelica y predicó en quechua, lengua que llegó a dominar) y las labores docentes (ocupó la cátedra de Artes y Teología en el Colegio de San Pablo). Al parecer, tenía una memoria auditiva extraordinaria, pues podía repetir poemas y pasajes enteros de Séneca y Plinio con solo escucharlos una vez, según su biógrafo. Asimismo, contaba con una cultura sólida y extensa, pues estaba muy enterado «de las Cortes, y Ciudades celebres de Europa», y aquellos que desde allá iban a Lima lo creían «na∫cido, y muy ver∫ado en la Europa» (f. s. n.). Falleció el 26 de junio de 1682, a los 71 años de edad.

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construcción de un discurso sobre la «patria» local limeña como eje regulador de la totalidad del «Imperio» peruano. Por otro lado, el concepto de «latinización de la lengua» nos remite no solo a la práctica del hipérbaton gongorino, de gran repercusión en las letras hispanoamericanas de los siglos xvii y xviii (una muestra está en el ya citado estudio de Carilla sobre El gongorismo en América). La latinización también asume conformaciones que van más allá del enrevesamiento sintáctico y la novedad léxica. Me refiero a una antigua práctica de interferencia de sistemas lingüísticos que se produce incluso en el plano de la morfología interna de las palabras. En un trabajo del año 2000, Dietrich Briesemeister hace un recuento de la llamada «poesía neolatina» en la Nueva España del siglo xvii, y menciona, además de numerosos ejemplos de vigorosa supervivencia del latín en México, «una lengua artificial en que suen[a] idéntico el castellano al latín» (27)3. En efecto, tal alarde de erudición ya se daba desde el siglo xvi y alcanza a lo largo del siguiente hasta la propia sor Juana Inés de la Cruz. «Tal mezcolanza —prosigue Briesemeister— ya de por sí era un síntoma de la decadencia de la latinidad» (32). Asimismo, y ya a propósito del limeño Valdés, Briesemeister se encarga de elucidar en un trabajo anterior (de 1986) la larga tradición de la lengua mixta hispano-latina, frecuente en la España del Siglo de Oro. El uso es criticado desde principios del xvii por Bartolomé Jiménez Patón en su Elocuencia española en arte (1604). El preceptista se refiere a un «habla junciana» o «bastarda lengua» practicada por algunos estudiantes y profesores salmantinos para hacer coincidir al castellano con el latín (251-252). Ya antes, el Brocense, maestro de Jiménez Patón, se había burlado en ejercicio semejante al escribir sus «versos transparentes», buscando vocablos que significaran lo mismo en castellano y en latín. En 1631, Juan de Robles critica en El culto sevillano esta práctica que supuestamente atendía a la inclinación por fijar la lengua culta mediante la afectación4. En tal sentido, y pese a las condenas de 3. Para un recuento más amplio del uso del latín en Nueva España, es de utilidad el trabajo de Ignacio Osorio, Conquistar el eco, donde se reflexiona también sobre la paradójica función que tenía el latín en la formación de la identidad criolla, al ser una lengua de prestigio que se asumía como propia de los letrados novohispanos, pero a la vez ajena por no ser originaria ni siquiera de la lejana Iberia. 4. Señala Robles a través de uno de sus personajes que «entre los muchos que debe haber merecedores verdaderamente deste nombre [de cultos] se han entremetido algunos mozos de poca experiencia que, como con la corta vista de los pocos años no han llegado aún a ver el sol, tienen por luz el más dudoso crepúsculo

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los preceptistas, la reconciliación de opuestos, la transgresión de códigos y estilos, la variedad dentro de la unidad, la intensificación y la ampliación, la inventio más que la imitatio, características comunes del Barroco, encuentran casi a fines de siglo a su seguidor limense, encargado de elevar la materia propia de los confines virreinales a la altura de un lenguaje poético latinizado. Mediante este gesto escritural, Lima se convierte en Salamanca y el poeta en imagen simbólica de esa neolengua imperial que llega al Nuevo Mundo y que regresa renovada a Madrid, donde se publicó el poema. Complementando los valiosos aportes críticos ya mencionados, propongo que el hecho de que un criollo peruano usara la lengua artificial casi a fines del xvii podría leerse como algo más que una decisión ornamental inocua o la demostración de la decadencia del uso del latín en el mundo hispánico: por el contrario, podría considerarse que esta adquiría funciones sociales y modeladoras al entrar en diálogo con la ya entonces vieja rivalidad simbólica entre los españoles nativos de la tierra americana y los paradigmas representados por una metrópoli lejana y desgastada. Numerosas son las evidencias del sentido diferencial que a veces cobran algunas prácticas europeas en el contexto de las tensiones y preocupaciones de la sociedad virreinal. Valdés acudirá a este particular estilo, latinizando expresamente el castellano desde un punto de referencia geográfico y cultural que sucedería a la vieja España como centro de irradiación identitaria y civilizatoria. Del mismo modo, Luis de Góngora había defendido el retorcimiento de su lenguaje poético aduciendo que la poesía no era para el vulgo y que el castellano podía alcanzar el rango de lengua imperial al equipararse morfológica y sintácticamente al latín5. El poema fue rescatado y publicado por un sobrino de Valdés, el doctor Francisco Garabito de León, cura-rector de la Iglesia Metropolitana de Lima y examinador general de su arzobispado. También queda consignada entre los preliminares la reconstrucción que un «di∫creto mancebo», secretario de Valdés, realizó de cerca de cien del alba» (36). Arremete luego contra el uso de cultismo latinizante en términos jocosos: «Se maravillaba de la astucia del demonio, que no pudiendo meter en España la heregía, mediante la vigilancia del castillo fortísimo de la Santa Inquisición, había introducido la cultería» (38). Ver también Egido (31-32), que ofrece numerosas noticias bibliográficas. 5. «Carta de don Luis de Góngora en respuesta de la que le escribieron», en Martínez Arancón: 42-44. También Beverley, en «Góngora y el gongorismo», ofrece una reflexión sobre la importancia política y simbólica del gesto del cordobés.

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estrofas «que en e∫tas ruinas [del intento de destrucción por Valdés] quedaron oprimidas» (f. s. n.). En su «Prólogo al Lector», Garabito explica que «llamo Poema heroyco e∫ta Poe∫ia; porque aunque el numero de ∫u metro no lo permita, lo piden lo heroyco, y ∫ublime de ∫us a∫∫umptos, y de las ∫entencias, y vozes cõ que ∫e explican» (Valdés: f. s. n.). Aunque el poema, pues, está escrito en cuartetas asonantes (estrofa inusual para la épica), Garabito justifica su carácter heroico basándose «en sus asuntos» y en los vocablos, es decir, en lo que los tratadistas de principios del siglo xvii llamarían la res o tema de composición y la verba o selección de términos. Desde que en 1611 Luis Carrillo y Sotomayor, en su Libro de la erudición poética, anticipó algunos de los rasgos cultistas que más tarde se materializarían en los grandes poemas de Luis de Góngora a partir de la «Oda a la toma de Larache» (y luego en el Polifemo y en las Soledades), la polémica sobre la preeminencia de verba sobre res se desarrolló con los ya conocidos ataques de los partidarios del estilo llano (Lope) y de la conceptio (Quevedo), que denunciaban la innecesaria y vacua oscuridad de las composiciones culteranas6. David Darst, en su Imitatio, explica que la incidencia en determinados procesos imitativos y de composición (imitatio propiamente dicha, selectio, correctio y conceptio) a partir de la interpretación de Aristóteles, Horacio y Quintiliano, entre otros clásicos, motivó que surgieran distintas escuelas poéticas que, aunque opuestas, enriquecieron lo que hoy se conoce con el lugar común de Siglo de Oro español. Dentro de este fenómeno, el Barroco peninsular, con la generalización de los estilos culterano y conceptista, era, asimismo, caldo de cultivo de infinitas posibilidades de combinación según se apelara a los neologismos, los barbarismos, los arcaísmos, la radicalidad tropológica, el retorcimiento sintáctico o la multiplicidad conceptual, aun teñida de vocablos usuales, sin mencionar la visión contrarreformista y moralizante (68-82)7. Egido nos recuerda el desafío barroco de «transformar los materiales previos gracias a las técnicas de yuxtaposición o fundido» (22) y de lograr deleite mediante la oscuridad ofrecida al lector. La 6. La ya citada edición de Martínez Arancón sobre La batalla en torno a Góngora (65-222) ofrece diversos ejemplos de la encendida polémica. 7. También pueden consultarse las obras de Greene (1982: cap. 3) y Cruz (cap. 1) para una ampliación de las teorías y prácticas imitativas durante el Renacimiento. El primero, sin embargo, no incluye casos españoles. La segunda se refiere a la imitación a partir del petrarquismo y su influencia en el Renacimiento español.

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fruición barroca de un Góngora compite con su propio ingenio para cifrar niveles distintos de significados incluso violentando la distancia entre vocablos. En el poema de Valdés se opta por una variante estilística que conjuga la majestad y complejidad de conceptos con la extrañeza o novedad de los vocablos, pese a que el género híbrido de un lenguaje hispano-latino ya se había practicado antes en el contexto americano, si bien en composiciones menores. Es más: en la «Aprobación» del jesuita Pedro de Fomperosa a la obra de Valdés, se compara el poema con la Eneida, ya que la ciudad de Lima había «re∫catado del incendio, ù [sic.] del polvo de el olvido, e∫tos fragmentos, honrando a∫si la memoria de ∫u Author, como lo hizo Augu∫to con el Poema del Principe de los Poetas, contra ∫u vltima voluntad, pues le dejaba condenado a la hoguera» (f. s. n.). Nuevamente se repite el tópico de Lima convertida en Roma y el poeta en Virgilio, honor que antes había compartido Fernando de Valverde al alabar a su Amarilis mariana (como se vio en nuestro capítulo cuatro) y que más tarde recibiría Pedro de Peralta al exaltar a su Eneas Pizarro (según mostraré en nuestro próximo capítulo). Así, el mismo aprobador afirma que «el Varon es quien honra à la Patria, no la Patria al Varon. E∫to mi∫mo podemos dezir de Lima, à quien Dios e∫cogiò para Madre fecunda de sugetos de las prendas releuantes del Padre Rodrigo» (f. s. n.). Con semejantes caracterizaciones, la lectura del poema, inmediatamente después, sólo puede hacerse en función del tópico ya viejo del axis mundi americano, la Ciudad de los Reyes, que se constituye como madre del poeta y de sus ilustres criollos, y como heroína suprema de los cantos (o «párrafos», como los llama Valdés) hispano-latinos.

2. Una «Colonia» santa Por eso, me detendré en las próximas páginas a examinar algunos de los pasajes más notables del poema de Valdés, en que es posible observar cómo los conceptos de «Imperio del Perú» y de una doble lengua de prestigio dan cuenta de las tensiones mencionadas y contribuyen al fortalecimiento de lo que vengo llamando la formación de una nacionalidad étnica criolla, que construye su discurso desde un diálogo más amplio que el de la sola referencia a las letras europeas.

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Para ello, recordemos que al lado de las barrocas cuartetas asonantes que requieren de una lectura detenida por su complejidad morfosintáctica, Valdés se preocupó de incluir notas explicativas que iluminan la oscuridad de las constantes alusiones mitológicas y culturales de origen mediterráneo. Con ellas describe las «grandezas de Lima» en un discurso paralelo, que compite con los versos a manera de un tratado y de unas reflexiones sobre el reino. La mayor parte de esas notas funcionan como didascalias literarias que permiten completar una lectura dual —por un lado hipercultista y por el otro meramente informativa— de cada uno de los pasajes de tema histórico o solamente descriptivo que componen el poema. La técnica no es rara en términos de las posibilidades del Barroco. Es en la épica, precisamente, que se da «quizá el caso más claro de ruptura de la unidad de la fábula por la inserción de material novelesco y de técnicas bizantinas» (Egido: 32, n. 55). Esto nos recuerda la porosidad formal del género, lo que explicaba la abundancia de poemas épicos que, por su excesivo número de cantos, contrariaban las usuales estructuras homérica (de 24) y virgiliana (de 12). En el poema de Valdés, las notas explicativas, cargadas de alusiones bíblicas y cultistas, constituyen una ruptura incluso más radical que la señalada por Egido. El primer pasaje al que quiero referirme corresponde al «Argumento» de la obra, sección inicial de la que me interesa destacar las siguientes cuartetas y sus respectivas notas: I. Argumento 1 Canto beneficas luces, heroycas ∫ublimes cau∫as, immortales altas glorias, divinas immen∫as gracias 2 De Metropolitam Regia, quæ inclita Colonia Hi∫pana tres Orientales Coronas o∫tenta occiduas8 Thiaras 3 Quando u∫urpa à tan glorio∫o A∫tro excellencias tàm raras,

8. Dice la nota de Valdés: «De tres Coronas ∫e compone la Thiara» (f. 1r).

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quàm benignos ∫plendores dà Perúvica Ariadna9 4 Quæ de Minotauro10 undo∫o delatando venas grata, auriferas11, generosa Cri∫tianos Theseos ∫alva [...].

Me interesa destacar el segundo verso de la estrofa 2, cuya nota al margen señala: «En Colonia repo∫an las Sãctas Reliquias de los Reyes Magos; y por e∫ta cau∫a tiene por Armas tres Coronas como Lima» (f. 1r). En efecto, los restos de los Reyes Magos permanecieron trescientos años en Constantinopla y luego fueron trasladados a Milán, donde permanecieron hasta 1162. Ese año, el emperador Barbarroja saqueó la ciudad y entregó los santos restos al arzobispo Reinaldo de Dassel. Este los trasladó a Colonia, Alemania. Están depositados en un cofre de oro y plata de unos 350 kg, que se halla en una capilla que hizo construir para ese fin el emperador Carlomagno. No es gratuito que se rescate la imagen de los tres sabios de diversa raza (uno blanco, uno árabe y uno negro) que llegaron de oriente a Belén el día que se conoció como la Epifanía. De este tema ya nos hemos ocupado en la introducción, pero no sobra volver a él por la importancia que las representaciones de los reyes Melchor, Gaspar y Baltasar tendrán en el imaginario y los espectáculos sociales a lo largo del territorio andino (aunque también se registran representaciones en el sur de México). En el Perú, Beyersdorff estudia algunos de estos espectáculos en que aparecen un rey indio, un rey negro y un rey español. La representación, en español y quechua, se celebra al parecer desde tiempos virreinales, cuando los jesuitas fomentaron la difusión de un auto sacramental 9. Según Valdés: «Porque ∫e corona de E∫trellas como Lima: en la e∫phera es famo∫a la constelación, q˜ llamaron con nõbre de Ariadna. Item, porque Lima haze lo mismo que hizo Ariadna cõ The∫eo, con los E∫pañoles, dandoles las hebras de oro de las ricas Minas del Perù, mugeres honro∫as, e∫tado, honor, y estimación. O! no quiera Dios que ∫ean tan ingratos los E∫pañoles, con Lima, como lo fue The∫eo con Ariadna, dexandola acabar, y con∫umir en lo retirado de este nuevo mundo […]» (f. 2r). 10. Explica Valdés: «Minotauro por los dos golfos del Mar del Norte, y Sur; uno bravo, y otro man∫o, y con menos propiedad llamò Góngora al Mar Centauro e∫pumo∫o» (f. 2v). 11. Aclara Valdés: «El mismo dixo: La grande América es, oro ∫us venas, y ∫us hue∫os plata» (f. 2r).

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centrado en la Epifanía con fines evangelizadores (14). Indirectamente, el trío, recogido por Valdés, funciona como herramienta de una agencia que pretende lograr representatividad y autoridad simbólica. Para un lector contemporáneo y coterráneo del poeta, la insistencia en basar la nomenclatura de la ciudad en tan santas razones, por encima de la castellanización de Rimaq o adaptación de Limac, y también por encima del no menos presente elemento real con los nombres de Carlos y Juana, no podía pasar desapercibida. La mención afirma la santidad de Lima, al ser Ciudad de los Reyes en que simbólicamente se anuncian las tres coronas de la epifanía, como se dice en la nota 8. Así, la capital del virreinato goza de preeminencia espiritual sobre el resto del mundo hispánico. A diferencia de la Colonia alemana (el nombre «colonia», como sabemos, en su sentido de sistema político a manera de enclaves militares o comerciales, tiene muy poco uso antes de fines del xviii en relación con el Nuevo Mundo), la Lima del xvii forma parte del imperio hispánico de Ultramar. A la vez emerge como nueva Belén (adonde llegaron los Reyes Magos) y, por deslizamiento semántico y geográfico, como ciudad santa o Nueva Jerusalén, en el polo opuesto de la antigua. En Lima, pues, vuelven a reunirse los Reyes Magos y renace la fe cristiana, con un eminente regreso a los orígenes primordiales del cristianismo. Tampoco tiene desperdicio la alegoría en cuanto al carácter literalmente paradisiaco de la Ciudad de los Reyes, pues, según la tradición, el Paraíso Terrenal se situaba en las antípodas de la Tierra Santa. Sin embargo, en su axis mundi y su vuelta a un tiempo incoativo, áureo, se produce una superposición de astros y constelaciones que motivan el deslizamiento semántico hacia la feminización del espacio virreinal. Por un lado, la ciudad se «eleva» a estaturas épicas, según lo que ya hemos visto sobre la definición de épica como discurso relativo a personajes sobrehumanos; por el otro, se convierte en fiel y abnegada Ariadna que salva a los españoles (y al imperio en su totalidad) con su oro, según se declara en la nota 9. No deja de ser reveladora la posible ingratitud de los peninsulares, que, como Teseo, abandonan a la perúvica Ariadna y arriesgan, así, el retorno del Minotauro (mar/ idolatría) y la consiguiente ruina (material y espiritual) de la cristiandad (nota 10). De reinar el ser biforme, Minotauro o Tritón, e impedir el paso de los galeones cristianos, se volvería al antiguo caos en que la idolatría y el demonio campeaban en territorio andino. Por eso el cruce marítimo y las metáforas de navegación, como en el uso del mito de

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los Argonautas avanzado el poema, resultan importantes en términos no solo literarios, sino también ideológicos. Al surcar las aguas, los españoles contribuían con una fe superior, pero los guardianes de esta fe resultaban ser los criollos que habían nacido en la Nueva Jerusalén, conocían mejor a sus habitantes naturales y manejaban sus lenguas con indudable maestría. Por eso, el poeta aspira a establecer con su canto la unidad supraimperial, invocando a las divinidades clásicas («De Mercurio, Artes ingenuas, / de Phaebo ilu∫tres pro∫apias, / de Iove honores Divinos, / de Marte bellicas Palmas»; estr. 13, f. 5) a fin de tener éxito en su empresa verbal. Sin embargo, prosigue invocando también a «Fortuna, tu quae animo∫a / in∫piras nobles audacias, / a∫pira pro∫pera quando / prae∫umo acciones tan arduas» (estr. 18, f. 7). Compara, pues, su intento con una empresa dificultosa, semejante a la del propio Pizarro en su conquista, invocando a la caprichosa Fortuna para que lo favorezca. Dentro de la tradición épica de tema pizarrista, la Conquista de la Nueva Castilla (1538), atribuida a Diego de Silva, había utilizado la misma contraposición Fortuna/Providencia para explicar los avatares del conquistador, que terminó triunfante gracias al apoyo de la divinidad cristiana (Coello: cap. 3). El tópico, de larga data en las letras castellanas y que se remonta por lo menos al Laberinto de fortuna (1444) de Juan de Mena, deja entrever una formación múltiple en el devenir de las poéticas virreinales, pues le sirve a Valdés para autodefinirse dentro de una tradición de indudable sabor medieval, pero seguramente aceptada por sus contemporáneos, pese a las diversificaciones propias del Barroco. Los cantos siguientes (II al IX) constituyen un largo preámbulo para el posterior elogio superlativo de la Ciudad de los Reyes. En ellos se despliega un pormenorizado recuento histórico de los orígenes del imperio español, incluyendo el escondite del infante Pelayo en Covadonga luego de ser vencido su primo el rey Rodrigo por la traición del conde don Julián en manos de «Vlic Abdomelec, Rey de la Arabia» (f. 24). A partir de las victorias de Pelayo, auguradas por el arcángel Uriel, se expulsó a los moros de Oviedo y se dio «principio al Imperio de E∫paña». Como es de esperar, la lista de reyes medievales va deteniéndose en los más importantes, hasta llegar a Fernando de Aragón y los Austrias, de cuya descendencia provenía el rey Carlos II, monarca del Imperio en el momento en que Valdés escribe sus estrofas. Este despliegue de saber histórico cumple con la doble finalidad de demos-

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trar una infalible fidelidad a la Corona y dominar los temas y campos semánticos del núcleo del Imperio desde un locus enunciativo relativamente externo y sin duda periférico. Por simple derivación, el sujeto que enuncia y reconstruye la historia de España desde esos márgenes de alguna manera (aunque puramente cognitiva) la posee, y se legitima dentro de los paradigmas identitarios dominantes. Saber (recordemos el archicitado paradigma foucaultiano) es poder. Sin embargo, el hecho de no haber estado nunca en España ni en Europa, y parecer proveniente de ellas sin serlo, como se decía en uno de los preliminares (ver la nota 2 de este capítulo), invita a pensar en una estrategia común de cierto discurso criollo: la de hacer alarde de doble conocimiento, europeo y americano, y por lo tanto colocarse de manera implícita en un escalón epistemológico superior al de los europeos, que solo suelen conocer su propia historia. Son curiosas las alusiones a temas religiosos, afirmando el catolicismo de la voz poética, que pide al rey de Inglaterra, a los calvinistas y a los luteranos que vuelvan al seno romano. Asimismo, es curioso que se haga una «Exortacion afectuo∫a al Nobili∫simo Reyno de Portugal, para que buelva, y ∫e re∫tituya a ∫u legitimo Dueño, y Señor natural [el rey de España]» (canto VI, f. 26). Al señalar estos peligros espirituales y políticos que amenazaban el núcleo del imperio español en la segunda mitad del xvii, e incluso al decir que Europa es la «menor de las quatro partes del Mundo […], pero mayor en nobleza, virtud, magnificencia, y policia» (canto VIII, f. 35), el poeta consigue captar la benevolencia de su público español y a la vez dejar implícita la idea de que la periferia no sufre esos peligros y de que la fe tiene otros enemigos que pueden ser mejor combatidos por quienes sí conocen bien el valor y la historia del reino americano. Para ello hace falta la construcción verbal de la urbe civilizatoria novomundial, capaz de competir con sus homólogas europeas12.

12. Sobre la construcción material de la ciudad hay, en cambio, larga bibliografía. Basta citar los obligados Tizón y Bueno (sobre los primeros planos de Lima), San Cristóbal S. (tanto en su estudio sobre la arquitectura religiosa como en el posterior sobre las primeras técnicas del Barroco arquitectónico local y espontáneo limeño), y los imprescindibles trabajos de Ugarte Eléspuru y de Gunther Doering, entre otros. En la escala latinoamericana sobre las ciudades, destacan Morse (Repensando la ciudad en América Latina) y, principalmente, Kagan. Asimismo, la obra editada por Hartz en 1964 (The Founding of New Societies) contiene una teoría de la «fragmentación» occidental que dio origen a nuevos centros de civilización incipientemente «nacionales» en las Américas.

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El obligado elogio de la ya espiritualizada Ciudad de los Reyes se desarrolla, así, en el canto X, en que se describe el «Triunfo y Pa∫∫eo del Real E∫tandarte, ò Pendon de Lima», junto con el escudo de la ciudad, el cual, en su estrella tutelar y sus tres coronas, simboliza a los «Santos Reyes Magos, de donde le viene el merecido nombre […] de Ciudad de los Reyes [o] Reyna del Nuevo Mundo» (f. 45r). En las primeras cuatro estrofas del canto, se establece que «America es la mayor, y mas opulenta de las quatro partes del Mundo», en la misma vena de afirmación de la abundancia de la tierra occidental que muchos otros criollos afirmaban desde décadas antes, según vimos en nuestro capítulo dos. En contraste con Europa, la «menor de las quatro partes», el Nuevo Mundo es más rico, más vigoroso y mejor productor de bienes materiales. Su núcleo semántico y político central es en todo momento el Perú y la ciudad de Lima. Esta misma abundancia general del continente coloca a Lima por encima de las otras ciudades, como se comprueba en las siguientes estrofas: 1. Tu Lima ∫pera triumphos, de Europa, de Africa, de A∫ia, quae reverentes te adoran, quando di∫tantes te aman. 2. Si cau∫a veneraciones tam invidio∫a di∫tancia, altamente ponderando Luces, quae ∫e dàn tam caras. 3. Ca∫tos amores concilia candida ∫onora Fama, quando tales excellencias praerrogativas tam raras; 4. Celebra quales Europa, interpraetando13 inurbana veridicas relaciones, affirma hyperboles fal∫as.

13. La nota correspondiente a esta estrofa señala que «Son tan prodigio∫as las co∫as de las Indias, que se tienen por fabula en Europa. Las co∫as de admiración no las digas, ni las cuentes que no ∫aben todas gentes como ∫on» (f. 51v, énfasis en el original).

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Tu remitte genero∫a tam inju∫tas ignorancias, quae blaspheman, quando ignoran quae te illu∫tran, ∫i te infaman (ff. 50v-51r).

En la nota correspondiente al segundo verso de la estrofa 149 se alude a la idea de una percepción distinta del mundo americano por parte de los europeos en comparación con la de los criollos. Esto nos remite a las ideas que expusiera Francisco Fernández de Córdoba en 1621 en su prólogo a la Historia de Ramos Gavilán, según analizamos al final de nuestro capítulo anterior. La larga duración del tópico refuerza el concepto de que existen saberes diferenciados a partir de la experiencia vital de cada autor que escribe sobre el Nuevo Mundo. Esto, que hoy nos parecería una perogrullada, en la época, sin embargo, subyacía a la constante polémica sobre el estatuto supuestamente inferior de las Indias Occidentales y sus habitantes14. La dialéctica entre fábula y verdad, espejo y original, tan común en el Barroco, se potencia hasta el punto de otorgar rango ontológico autónomo a la verdad geográfica (y por extensión, espiritual) de los americanos. No, naturalmente, en un plano de alteridad radical como el que se le asignaba a la población indígena, sino en el de rasgos discretos (en el sentido lingüístico de pertinentes) que invitan a hablar de una comunidad benemérita que asume su propia agencia y expresa sus aspiraciones dentro de un orden político sancionado como legítimo. Es más: Europa interpreta «inurbana / [las] veridicas relaciones» (estr. 149) que le llegan desde América y se niega a salir de sus perímetros epistemológicos para aceptar que la extraordinaria experiencia y la sobrepujante realidad novomundiales puedan ser válidas. El afirmar los europeos «hyperboles fal∫as» invierte los términos de credibilidad, con lo que se los alteriza, colocándolos en un rango inferior de conocimiento, modales y «urbanidad», tal como había hecho hacía poco fray Juan Meléndez en sus Te∫oros verdaderos de las Indias de 1681 (I, f. 353r; también en la sección 8 de nuestro capítulo dos). Si bien el poema tiene como héroe a la ciudad de Lima en su totalidad, considerando especialmente las características que hacen de sus habitantes la suma de todas las virtudes, no deja de ser sustancial en la 14. En una línea semejante, el estudio de Martínez-San Miguel sobre el «saber americano» de sor Juana Inés de la Cruz sirve para iluminar el problema en el contexto mexicano durante los mismos años del xvii.

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argumentación heroificadora el papel del agente inicial de la existencia de la urbe, el marqués don Francisco Pizarro, que fue su fundador y el padre simbólico de los beneméritos junto con otros conquistadores. En la línea que orienta el reclamo de Buenaventura de Salinas en 1630 por un poema heroico que rindiera justicia al conquistador extremeño, y que parcialmente recoge Fernando de Valverde al resaltar la santidad de su limeño lugar de enunciación, Rodrigo de Valdés dedica los cantos XI a XIV a relatar la historia de la conquista del Perú, comenzando por el primer viaje de Pizarro, con miras a otorgarle dignidad dinástica a los orígenes de la ciudad. Apela así a la antigua convención de invocar a una musa para que hable por la boca del poeta: 151

Musa, de tam alto Heroe Glorias celebra Pizarras, Quae de Hesperia E∫tremadura invictos animos arman (f. 51r).

Nótese que, restringiendo la costumbre de los clásicos latinos de alternar el nombre de Hesperia para Italia o España, Valdés lo utiliza enteramente para el referente ibérico. Sin embargo, no es casual que sea aquella parte sudoccidental del territorio español, la provincia de «E∫tremadura» de donde provenía el conquistador, la que resulte identificada con las Hespérides. La relación de este espacio mítico con las manzanas de oro resguardadas por el dragón Ladón nos remite a otro mítico lugar común: el de los ya aludidos Argonautas. De ahí que pocas estrofas más adelante, Valdés eche mano de la transitada analogía con los compañeros de Jasón y su búsqueda de la Cólquide o País del Sol: 155

Quando prodigio∫a indu∫tria, quae líquidos campos ara, sulcando vndo∫os zaphiros, faecunda e∫pumas tan gratas

156 Que dàn tantos animo∫os Catholicos15 Argonautas

15. La nota del poema dice: «Son aquellos Heroes que en la Nave de Argos navegaron à Cholcos [la Cólquide] a robar el Bellocino de oro» (f. 53r).

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Quantos nobles16 Viracochas Pro∫peramente propagan (ff. 52v-53r).

En esta como en otras ocasiones, la cristianización de la cultura pagana clásica («Catholicos Argonautas») sirve para otorgar rango humanístico y a la vez contrarreformista a la apología de la conquista. Al mismo tiempo, se refuerza el estado femenino de la ciudad, al ser esta identificada con la Medea que ayudará amorosa y generosamente al Jasón hispano (Pizarro). La posición de la voz poética, pese a ello, no es tan monolítica como aparenta. En el verso siguiente se califica a los conquistadores de «nobles Viracochas», y la nota correspondiente aclara que así era como los indios llamaban a los españoles. Sin embargo, este lugar común, que proviene de un sector de la historiografía andina, se basa en la visión providencialista que algunos españoles interesados y los bandos cuzqueños (vencidos previamente por Ataw Wallpa) habían difundido para justificar la captura y muerte del inca triunfador en Cajamarca y la entrada sin resistencia de Pizarro y sus tropas en el Cuzco en 153317. En este sentido, no deja de llamar la atención el hecho de que Valdés eche mano de un vocablo quechua y

16. «Viracochas llamaron los Indios a los E∫pañoles, hijos de la e∫puma», dice la nota marginal del poema (f. 53r), en referencia a la etimología convencional de wira (espuma, grasa o sebo) y qucha (mar, extensión de agua). Estos significados, sin embargo, han sido ampliamente debatidos. Resumo el tema en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso (208-226). 17. Como anoté en mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso (266): «Cabe preguntarse una vez más sobre la idea del carácter “divino” de los españoles desde el punto de vista indígena. Según las distintas versiones del mito, el dios Wiraqucha se alejó sobre las aguas luego de su paso por el mundo andino. Concebir a los españoles (que llegaron desde el oeste) como dioses contradiría totalmente el movimiento —de este a oeste— inherente al dios Wiraqucha, por lo que la validez de la idea debe relativizarse. Garcilaso parecería haber sido uno de los responsables en difundir la especie, pero tal vez más por un defecto de lectura en el público posterior, pues en realidad presenta a los conquistadores como “enviados” del dios y no como dioses mismos para los indígenas. No olvidemos, por otro lado, que desde el punto de vista de las panaka que fueron favorecidas inicialmente con la llegada de Pizarro y sus tropas, nada mejor que representarlos en su misión salvadora como parte de una concepción providencialista propiamente andina. Polo de Ondegardo (154) certifica la idea expresando que solo los cuzqueños llamaban a los españoles “Viracochas”, mientras que la gente de Ataw Wallpa se refería a ellos como “Zungazapa, que quiere dezir barbudo”. La explicación providencialista resulta, pues, producto de los intereses políticos de las panaka cuzqueñas perdedoras en la guerra de sucesión, y no una visión generalizada que simplificadoramente suele aplicarse a la percepción indígena de los invasores europeos».

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lo inserte dentro de su discurrir narrativo, glosándolo en una de las notas. Valdés operaba así, al mejor estilo de los intermediarios culturales que asumían el papel de sujetos biságricos al apropiarse de una representatividad y una episteme no conferidas por los sujetos sociales más dominados del sistema de explotación virreinal, es decir, la población indígena y de origen africano. Aunque es común que los glosarios con voces indígenas aparezcan en los poemas épicos de tema americanista, como puede verse en La Araucana y el Arauco domado, el gesto de Valdés recalca otro de los pilares de autoconstitución ontológica de las subjetividades criollas: el conocimiento del idioma nativo, de la tierra y de la población. A pesar de esta defensa de un saber local que necesita explicación para un público español (recuérdese que el poema fue publicado en Madrid), la imagen de la población indígena no es necesariamente favorable. En el mismo relato sobre la conquista, aunque ya en el canto XIII, se proclama: 182

O quantos Montes de carne Barbaros Anthaeos,18 Hi∫pana violencia Herculea, ∫uffoca ne∫cias, refraenando audacias[.] (f. 61r).

Las «ne∫cias […] audacias» de los Anteos nativos revelan que su apego a la tierra y su condición irracional los incapacita para cualquier labor dirigente o de confianza política. Además, siguiendo con la analogía clásica (véase la nota correspondiente al segundo verso de la estrofa), los indígenas resultan incapaces de una transformación sustancial o de mantener su fuerza si se separan de su entorno terrenal. Naturalmente, hay que entender la comparación en términos figurados y dentro de las convenciones de la épica, es decir, según la concepción de que los indios nunca podían ser dignos de hazañas heroicas, ya que estas por naturaleza debían provenir de un personaje capaz de «elevarse» de la condición mundana para acercarse a la divinidad (pagana clásica o cristiana). En el sistema de creencias de la época, la condición inferior del «bárbaro» americano (análogo al bárbaro y deforme afri18. Señala la nota correspondiente: «Anteo fue Gigante en Libia, que bregando con Hercules, la tierra, ∫u madre, le fortalecia ∫iempre que la tocaba, y por e∫to le ahogò Hercules, ∫u∫pen∫o en el ayre […]. Llaman∫e los Indios hijos de la tierra, como Antheo» (f. 61r).

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cano Anteo) servía de justificación para la conquista y la prolongada dominación de los grupos blancos sobre las poblaciones locales. Si bien este fenómeno no ha cambiado en lo esencial hasta el día de hoy, pese a la independencia y al populismo mestizófilo de muchos estados criollos latinoamericanos, ya desde los siglos xvi y xvii aparecía acompañado de matices que lo diferenciaban de la posición radical de aquellos que, como Juan Ginés de Sepúlveda, defendían la conquista amparándose en antiguas doctrinas filosóficas sobre la condición de inherente esclavitud en determinados grupos humanos. Como se recordará, el Demócrates II o De las justas causas de la guerra contra los indios resume la visión sepulvediana antes del debate vallesolitano de 1550-1551 sobre la legitimidad de la conquista frente a las defensas de los indígenas elaboradas por fray Bartolomé de las Casas y sus partidarios. Sepúlveda utilizaba una interpretación común de la Política y la Ética Nicomaquea de Aristóteles para formular la idea de que existían «esclavos naturales» o incapaces de autogobernarse y de vivir «en policía». Por lo tanto, merecían ser esclavizados y gobernados por una cultura «superior»19. Valdés no llega a los extremos de un Sepúlveda ni de un las Casas, pero no deja de tomar distancias con respecto de la población indígena que más adelante en el poema declarará defender. Más aun, dedica varias estrofas de su relato sobre la conquista a criticar las versiones históricas que cuestionaban la ejecución de Ataw Wallpa en 1533. Implícitamente, las estrofas 184 a 187 del poema desmontan y contradicen el argumento del Inca Garcilaso en su Historia general del Perú (libro I), relativo a la decisión equivocada de algunos conquistadores de asesinar al inca. Si bien el Inca Garcilaso se declara generalmente enemigo de Ataw Wallpa, se inclina en este caso en su favor, pues las informaciones indígenas que dice recoger señalan al faraute Felipillo como responsable de una intriga para indisponer a Ataw Wallpa frente a Pizarro, haciéndolo aparecer como conspirador. En el poema de Valdés, la «inferioridad» cultural de los indígenas, el poco confiable saber popular en cuestiones históricas (incluyendo el del Inca Garcilaso) y la exaltación de Pizarro nos llevan nuevamente a la consideración de los criollos como individuos idóneos para hablar del pasado y del presente del reino. Por eso, las doctrinas neotomistas 19. La idea de que lo perfecto debe gobernar sobre lo imperfecto subyace a toda la argumentación del Demócrates II o De las justas causas de las guerras contra los indios. Pagden, en The Fall of Natural Man (cap. 1), y García-Pelayo, en el prólogo a su traducción del Demócrates II, aclaran el tema con mayor detalle.

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que circularon a fines del xvi y a lo largo del xvii ya no colocaban la legitimidad de la conquista en el centro de sus preocupaciones, sino que recuperaban la antigua tradición jurídica medieval española sobre la soberanía de los gobernantes y el cuidado del «bien común», al que debían someterse en todo momento, así como la idea tomista de un edificio social gobernado por principios cristianos20. De no hacerlo un rey o autoridad, la soberanía podía volver al pueblo, el cual estaba en libertad de conferir el mando a un gobernante que cuidara mejor sus intereses. Ciertamente, este marco de referencias debe verse en su preciso contexto, es decir, el de la cada vez mayor presencia del principio de la razón de estado en las prácticas políticas de Felipe II desde fines del xvi y del paulatino abandono sentido por los criollos descendientes de conquistadores. En el caso virreinal peruano, lo paradójico consistía en que la legislación real solía amparar a los criollos, pero en la práctica los virreyes tendrían a favorecer con corregimientos y altos puestos a los miembros de su propia corte y a los peninsulares. Los gobiernos del príncipe de Esquilache (1615-1621) y del conde de Chinchón (1630-1639) son claro ejemplo de los desaires y frustraciones de muchos beneméritos frente al poder virreinal, como demuestra Torres Arancivia en su importante estudio Corte de virreyes. Pasados casi cien años desde el fin del reinado de Felipe II en 1598 y en relación con el fortalecimiento de los grupos criollos en el Nuevo Mundo, el aparato jurídico de los neotomistas (en su mayoría miembros de la orden jesuita, como Francisco de Vitoria, los ya mencionados Juan de Mariana, Francisco Suárez, Pedro de Ribadeneyra y otros, 20. Valdés se sitúa en una línea claramente neoescolástica al coincidir con los principios de Santo Tomás, que, como dice Sampay, «incorporó al sistema de ideas de la Escolástica la metafísica estatal de Aristóteles y, con ello, consiguió al mismo tiempo perforar el cerrado estatismo a que pudiera conducir la concepción orgánica aristotélica del Estado. En efecto: al revelar el Cristianismo el fin sobrenatural de la persona humana, esta no podía ya unirse al Estado sino conservando las exigencias esenciales de esa finalidad, vale decir, que como parte de un todo, no podía abdicar a sus valores morales y a los atributos fundamentales que le correspondían como persona» (24). En otras palabras, la doctrina cristiana debía prevalecer en el manejo del Estado y el rey servir a los intereses de Dios, que eran los de su pueblo. Las Siete partidas de Alfonso X, y más adelante los tratados de Pedro de Rivadeneyra (El príncipe cristiano) y de Juan de Mariana (Del Rey y de la institución real) tratan también el principio de la soberanía política basada en el apoyo del cabildo y de los notables de un reino. En la introducción a su Liberty in Absolutist Spain. The Habsburg Sale of Towns, 1516-1700, Helen Nader ofrece una visión sobre la relativa libertad de las ciudades españolas bajo los Habsburgo.

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igual que Rodrigo de Valdés) les sirvió a muchos criollos para reclamar su espacio de legitimidad en el orden administrativo y económico virreinal, además de la ya mentada autoridad en materia histórica. Lejos de abogar por una separación política, se trataba de hacer ver que el bonum commune no estaba siendo bien servido en las Indias Occidentales. Específicamente, la doctrina, aplicada al contexto americano, llevaba inmediatamente a la reflexión sobre la ley natural, que debía por definición derivarse de la ley divina. La ley natural era la proyección de la razón y el albedrío delegados por Dios al hombre, el cual debía vivir según la noción básica de que se debe practicar el bien y evitar el mal, no solo en la vida personal, sino también en la expresión suprema de la colectividad humana, el Estado. En otras palabras, «la ley natural es la participación de la criatura racional en la ley eterna» (Stoetzer: 17-18), que no es otra que la razón divina. El reclamo criollo se sitúa así bajo un argumento irrefutable desde la tradición jurídica española y las doctrinas de los neoescolásticos, que en el caso específico de los jesuitas criollos derivaba tanto del suarecismo como de la tradición medieval de la transferencia voluntaria del poder desde los cabildos y la participación activa de los notables de un poblado en asuntos de administración interna, sobre todo si la finalidad era la consecución del mandato divino y el bienestar de todos los súbditos. Para profundizar en estas ideas, veamos lo que nos dice el poema sobre las encomiendas.

3. Encomiendas e imperio: hacia una teoría del reino Otros pasajes que revelan las tensiones criollistas del texto se encuentran en el canto XV, titulado «Insinuación oportuna de parte de hijos de conquistadores, [etc.]». En él se transcriben claramente algunos de los postulados básicos mediante los cuales los grupos criollos llegaron a plantear la legitimidad de la prelacía o preferencia que les era debida en los cargos públicos. El reclamo llega incluso, en los casos de Oña en 1596 o de Valdés en 1687, a pedir el perfeccionamiento o el reestablecimiento de las encomiendas a los descendientes de los conquistadores. En relación con el poema de Valdés, parecería que en una fecha tan tardía del siglo xvii este reclamo caía en el anacronismo. En realidad, los hijos de los primeros encomenderos y de soldados notables de las expediciones españolas, como Francisco de Terrazas y Antonio de

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Saavedra y Guzmán en México y el Inca Garcilaso y Pedro de Oña en el Perú, habían sufrido las consecuencias directas de la pérdida de las posesiones paternas. Pero en 1687, si bien Valdés pertenecía a una de las más ilustres familias limeñas, la posibilidad y el reclamo de una revitalización del sistema de las encomiendas, después de más de un siglo de su visible obsolescencia, debe ser motivo de una reflexión más cuidadosa. Recordemos para ello la información desplegada en nuestro capítulo uno acerca del esplendor y ocaso de la institución. No sobra repetir aquí que Ots Capdequí (27) señala su total desaparición en el año 1718. El canto XV del poema de Valdés no solo plantea el reestablecimiento de las encomiendas perpetuas, sino también la restitución de tierras a específicos personajes de la nobleza incaica. Veamos el inicio de esta sección del poema: XV. In∫inuación oportuna de parte de hijos de Conqui∫tadores; restitución de las tierras à los Indios, executada por Mini∫tros Religio∫os, que dieron cobro à negocio tan arduo, como de precisa obligación, ∫iguiendo las prudentes, y piado∫as instrucciones del Excelentí∫simo Señor Conde de Alva (f. 69r). 209

Speren tales Heroes, de tam Augusto Monarcha, ju∫tas remuneraciones, firmes, perpetuas, quæ vagas.

Es importante reproducir la nota correspondiente al primer verso de la estrofa, pues nos da las claves de la teoría del reino planteada en el poema y del papel que a las «per∫onas principales» (es decir, a las aristocracias locales, tanto indígenas como criollas) les cabía en ella. Dice la nota: Hernando Cortès, encomendò en Mexico, por via, y título de Mayorazgo, que llaman juro de heredad, à Doña Isabel Montezuma; y en el Perù, el Marquès de Cañete, que llaman el viejo, a Don Diego Sayretapa [Sayri Tupaq], de quien traen ∫u origen, y con∫ervan e∫te derecho de Marque∫es de Orope∫∫a en el Valle de Jucay [Yucay], los Marque∫es de Alcañices —Y es conforme à Ley, y buena razón de e∫tado, que los premios corre∫pondan à los servicios, vide Solorç. [Solórzano,] Polit. Ind. [Política Indiana] l. 3. c. 12, y es ∫in duda que de la re∫idencia indi∫pensable de los encomenderos,

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pende la perpetuidad de e∫te Reyno, y de lo contrario, ∫e ∫iguen dos daños notables. El primero, quedar los Indios ∫in amparo; y el ∫egundo, quedar el Perù defraudado de per∫onas principales, y arraygadas, que ∫ean intere∫∫adas en la duracion del Reyno (f. 70r).

Mediante esta larga nota, Valdés ilustra su propuesta con los ejemplos insuperables de nobleza indígena de doña Isabel Moctezuma en México y de Sayri Túpac en el Perú. No es novedosa esta agenda de reconocimiento a las familias nativas más importantes dentro del ideario jesuita desde el siglo xvi. Por lo menos en el caso peruano, los hijos de San Ignacio fueron acérrimos defensores de algunos de los privilegios indígenas en la medida en que estos contribuían a la formación de una sociedad estable, terreno propicio para la mejor evangelización. La búsqueda del manoseado concepto del «bien común», tan caro a la neoescolástica, motivó negociaciones y hasta alianzas matrimoniales entre parientes de santos de la orden, como los propios sobrinos de San Ignacio y de San Francisco de Borja con princesas de alta alcurnia incaica (Gisbert 1980: 153-157). Por eso, hacia 1687 (año de la publicación del poema), los reclamos por fortalecer la encomienda y el reconocimiento de títulos a «personas principales» no debieron ser iniciativa exclusiva de Valdés, pues en 1695 se llegó a decretar el reconocimiento real de cacicazgos nobiliarios entre algunas familias cuzqueñas. Sin embargo, no fue hasta la llegada del virrey marqués de Castelfuerte en 1724 que se pusieron en ejecución numerosos procesos de reconocimiento y el otorgamiento de títulos a diversos pretensores supérstites de la nobleza incaica, aunque ya sin encomiendas o indios de servicio y tributarios. Estos engorrosos y prolongados trámites favorecieron finalmente a familias como los Sahuaraura y los Titu Atauchi, que cumplirían el papel de aliados imprescindibles de la Corona frente a las múltiples rebeliones indígenas del xviii, incluyendo la mayor de todas, la de Túpac Amaru II en 1780 (O’Phelan 1999). Pero volviendo a nuestro poema, es fundamental el lenguaje casi medicinal utilizado por Valdés al referirse a las funestas consecuencias o «daños» que siguen al no reconocimiento de los vasallos más leales, incluyendo a los conquistadores y sus descendientes: «El primero [daño], [es] quedar los Indios ∫in amparo; y el ∫egundo, quedar el Perù defraudado de per∫onas principales, y arraygadas, que ∫ean intere∫∫adas en la duracion del Reyno». Este concepto de «per∫onas principales» estaría formado, pues, por una élite de criollos de fide-

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lidad insospechable y sus aliados indígenas nobles. La finalidad sería, indudablemente, mantener el «bien común» o evitar los «daños» al conjunto social. Es de notar, además, que la fórmula de la encomienda perpetua bajo escrutinio severo o «re∫idencias tam exactas», como se dirá poco después en la estrofa 210, impediría el maltrato ejercido por los oficiales de la Corona que no tenían más interés en la tierra peruana que el estrictamente temporal y pecuniario. Se elogian, en este sentido, las medidas protectoras decretadas por el virrey conde de Alba de Liste, que gobernó entre 1655 y 1661, y se varía la fórmula del maltrato atribuido a los encomenderos por el discurso lascasista. Así, el «violento sacrificio» de la estrofa 213 (siguiendo con la secuencia del poema) se refiere a los malos oficiales de la Corona, en su mayoría peninsulares, de los cuales la autoridad máxima debería encargarse de proteger a los indígenas. En nota a esa misma estrofa, Valdés señala que la voluntad divina es, pues, que las tierras pertenezcan a los pobladores de un lugar. La prueba de tal voluntad se encuentra en el hecho histórico de que «el mi∫mo año que quitaron à los Indios dos palmos de tierra, perdiò en Portugal [la corona española] mil y docientas leguas de tierra pobladas en el Bra∫il» (ff. 71-72). Esta visión providencialista se explaya en la estrofa siguiente, la 214, en que se pide que las «Seraphicas prae∫tas alas» de la estrofa anterior «independentes re∫tauren / indicas paternas Chacras» (f. 72). Como se sabe, el término «chacra» es un quechuismo muy extendido en todo el castellano andino y se refiere a un terreno de cultivo en general. Lo interesante es que Valdés sigue asumiendo la postura lingüística de la novedad léxica dentro de la escritura épica, asumiendo implícitamente un saber local y una familiaridad con las culturas indígenas que le otorgan clara autoridad a su discurso. Para Valdés, como hemos visto, mantener la institución de la encomienda con los debidos controles de parte de la Corona, garantiza el bienestar de la población indígena mediante el fortalecimiento de un conjunto de «per∫onas principales» cuyos intereses estarían centrados en el engrandecimiento del reino. Para asegurar la autoridad que sustentaría esta propuesta, Valdés explica los beneficios de la restitución de las mencionadas «índicas paternas chacras» a los descendientes criollos, y exclama: 215

O quam formidables ruinas evita tam pia causa! O quam adver∫as fortunas excu∫a clemencia tanta! (f. 72r).

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Por eso es importante detenerse en una de las imágenes gravitantes dentro de la teoría política del reino, que sigue en la estrofa sucesiva y que le dará a la exclamación citada su respaldo argumentativo, amparado en la inapelable voluntad de Dios. Se trata de la estatua de Nabucodonosor como alegoría del Perú, según la estrofa 216, que se ve complementada por la explicación de la nota, en que tanto el pie de hierro (la «república de españoles») y el de barro (la «república de indios») son fundamentales para el mantenimiento del Imperio. La estrofa se refiere explícitamente al Perú como conjunto social, y es allí donde nos interesa entrar en detalles, pues en ese breve pasaje y su correspondiente nota explicativa Valdés hace más evidentes sus propias configuraciones barrocas de la totalidad social del virreinato desde una perspectiva criolla. La estrofa en cuestión dice así: 216

Tu[,] Perù, quando mon∫truo∫as, altas de Nabucho ∫tatuas repre∫entas, fæcundando diuer∫as formas metalicas (f. 72r).

Se refiere Valdés a la abundancia de metales preciosos que el territorio peruano posee, equiparando las montañas andinas con estatuas gigantes del rey Nabucodonosor, lo que a su vez nos remite al bíblico sueño o visión de Daniel, como más adelante desarrollaremos. Estas montañas personificadas en gigantes recuerdan las de Carabaya y Potosí en el poema de Fernando de Valverde, estudiado en el capítulo anterior. La alusión directa es sin duda al babilónico Nabucodonosor II, cuyas conquistas y expansiones territoriales sobre el Medio Oriente en el siglo vi a. C. le otorgaron fama perdurable. El gesto, sin embargo, no es original: Valdés echa mano de un antiguo recurso homologizante de las crónicas indianas, el de la identificación de las culturas americanas con los antiguos reinos del Medio Oriente o las culturas clásicas del Mediterráneo. Pese a ello, en este caso queda implícita la idea de un imperio peruano en el que el soporte más firme resulta, como pronto veremos, el de la «república de españoles». Se deja así sentada la imposibilidad del retorno a una unidad política puramente indígena, lo que equivaldría a una restitución del territorio a los descendientes de los incas y la dominación o expulsión de los españoles y su progenie. Como es de suponer, las concesiones pedidas antes para algunos nobles indígenas no incluían una entrega total del territorio, sino solo un mejor acomodamiento de las élites nativas al sistema virreinal.

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A la vez, la exaltación de la abundancia material del Perú no tendría mayor importancia, ya que son igualmente proliferantes desde el xvi las menciones sobre los portentos metalúrgicos del territorio andino, como vimos en el capítulo dos. Sin embargo, en la nota explicativa que aparece al margen de la estrofa, Valdés desplaza el sentido meramente geofísico y minerológico de la imagen de las estatuas hacia un contexto de «cuerpo social», echando mano de un concepto corriente en la literatura política europea desde tiempos medievales. La nota en mención dice así: No es menos ∫emejante la ∫emejança del Perù con la E∫tatua de Nabucho Dono∫or; corre el Perù de Norte a Sur, cõ vn Gigante cuerpo compue∫to de varios metales: La Cabeza es el Cuzco. La Corona Lima, el pecho, y brazos las prouincias de los Charcas el re∫to del cuerpo; mas al medio dia Coquimbo, en los terminos del Cuzco, e∫tàn las minas de oro de Carabaya, de que ∫e forma la cabeza. En las Provincias de los Charcas, Potosì Lipez, y otros minerales de plata, que componen el pecho, y brazos; en Coquimbo ∫e da el cobre, de que ∫e haze el re∫to del cuerpo. Por los pies de barro, y hierro, ∫on significados dos Pueblos; conviene à ∫aber, Indios, y E∫pañoles. Duros los vnos como el hierro, por ∫u valor, y braveza, como lo han mo∫trado muy ∫eñaladamente en las Conqui∫tas y de∫cubrimiento de e∫te nuevo Mundo [...] y debiles como el barro los Indios de∫armados, y expue∫tos como gente indefen∫a à las mayorias de los E∫pañoles. Y es mucho de temer no ∫e verifique la ruyna de la E∫tatua. Dan. 2 [...]. Y es que todos tiran la piedra y e∫conden la mano (f. 72).

Hay aquí tres elementos de interés inmediato: el primero, la dualidad Cuzco-Lima, representada como la cabeza y la corona, respectivamente, del gigantesco reino; el segundo elemento se refiere a las extremidades inferiores del gigante, es decir, la dualidad hierro-barro que alude a los españoles y a los indios; el tercero es la analogía con el sueño o visión del profeta Daniel en el capítulo 2 de su libro en el Antiguo Testamento, en que le revela a Nabucodonosor el futuro de sus reinos. (Por ahora dejamos el cuerpo y pecho de plata y cobre, tema que ya ha sido de alguna manera adelantado con las alegorías metalúrgicas ofrecidas por los numerosos letrados examinados en nuestro capítulo dos). Para el primer caso, hay que recordar que el título de «Cabeça destos Reynos del Perú» era asignado informalmente a la ciudad del Cuzco a mediados del siglo xvi, sin duda por la pretendida continuidad

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que el naciente virreinato representaba frente al imperio incaico21. Sin embargo, dada la hegemonía de los grupos blancos y el desarrollo de Lima como foco del poder étnico y político del reino, la concepción de un nuevo centro en la frontera no tardaría en trasladarse hacia la capital fundada por Pizarro, fenómeno que empieza a hacerse más visible desde fines del siglo xvi y a lo largo del siglo xvii, en que Lima recibe progresivamente las denominaciones más prestigiosas de cabeza y corona a la vez. El estudio de Alejandra Osorio sobre este tema y el de la prolongada rivalidad entre Cuzco y Lima es revelador al respecto. A través del examen de rituales sociales como las entradas de virreyes, los túmulos por fallecimientos reales, los desfiles y máscaras por matrimonios o nacimientos entre los Habsburgo, y de todo un andamiaje discursivo que los explicaba y difundía, Osorio propone que Lima tuvo el constante empeño de proyectar hacia el interior una imagen de primacía cultural y ancestral, inventándose a sí misma, sobre todo frente al Cuzco, cuyos criollos y mestizos nobles también imaginaron un prestigio paralelo, amparados en haber sido la ciudad sede del gobierno incaico. En ese sentido, los mecanismos expresivos y «performativos» del Barroco andino se desplegaron ampliamente en función de una disputa más amplia que la meramente estética. Al final, el título de «cabeza de los reinos del Perú» le correspondió indudable y oficialmente a la Ciudad de los Reyes desde la misma creación del virreinato peruano en 1542, pero incluso hasta 1621 la disputa por el título continuaba de parte de los rivales cuzqueños (Osorio: cap. 1). La postura legal que prioriza a Lima es cónsona con toda una corriente de representatividad asumida desde por lo menos Buenaventura de Salinas en 1630 y Antonio de la Calancha en 1638, que escriben, obviamente, asentados en la capital. Pese a que Valdés incurre en la ya poco usada fórmula de otorgar carácter «capital» a la ciudad del 21. Los cuadros que ilustran una genealogía incaica seguida de la de los reyes españoles en una sola y diacrónica yuxtaposición de gobernantes expresan claramente este concepto de natural continuidad política. Pueden consultarse, por ejemplo, las anónimas «Efigies de los reyes incas» que existen en el Beaterio de Copacabana (Lima), el Museo de la Catedral (Lima) y el Convento de San Francisco (Ayacucho) como pruebas de dicha concepción armonizadora entre ambas monarquías. También los estudios de Gisbert y Mesa (1982: láminas 503 y 504) y de Buntinx y Wuffarden sobre la influencia del Inca Garcilaso en tales representaciones examinan el tema con amplio detalle. Y para referencias al Cuzco como centro político y «otra Roma en su imperio», bastarían las frecuentes menciones del Inca Garcilaso en sus Comentarios en relación con la ciudad prehispánica y de la conquista.

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Cuzco a fines del siglo xvii (aunque expresa la superioridad de Lima como «corona»), la mayoría de los más prominentes letrados criollos asumían desde su superioridad moral e intelectual limeña o limeñizada la defensa de la población indígena como parte de su estrategia para defender sus propios derechos sobre la tierra, insistiendo en que Lima era la «cabeza» del cuerpo político del reino. Consolidaban así una relativa autonomía administrativa dentro del imperio español, rescatando la vieja tradición de los fueros y cabildos comunales, ya venida a menos desde la entrada plena de los Habsburgo en la escena política de la España del xvi. La cabeza constituía, en términos simbólicos, la parte más espiritual de la identidad colectiva, siendo por lo tanto el contrapeso necesario del inmenso cuerpo sociopolítico, que representaría el elemento inferior y material necesitado de tutela. Es interesante que si uno de los pies es de hierro y está constituido por españoles (entiéndase blancos), la dirigencia espiritual, es decir, la élite criolla y baqueana, se distinga en términos de localización y nobleza, o sea, privilegiando la Ciudad de los Reyes, ya santificada. Esta dialéctica entre discurso poético y devenir sociohistórico nos lleva al segundo punto señalado más arriba: el de la concepción de dos pies de diverso material como sostén de la estatua gigantesca. Ciertamente, el marco de referencia es el de la tradición del «cuerpo místico» al que se refiere la alegoría del gigante. El concepto data por lo menos de principios del siglo xiv, cuando «aparece por primera vez en la bula Unam Santam del papa Bonifacio VIII que vio la luz en 1302; sin embargo, se insinúa como noción en los escritos de San Pablo» (Regalado de Hurtado: 308), lo mismo que en los de San Agustín y en los concilios florentino y tridentino. En efecto, San Pablo desarrolló en la Epístola Primera a los Corintios (cap. 12) la metáfora organicista de los miembros de la Iglesia como partes imprescindibles, pero diferenciadas, del cuerpo de Cristo. «Incluso los miembros del cuerpo que parecen menos importantes son en realidad indispensables. Honramos a los miembros que parecen menos honorables vistiéndolos con el mayor cuidado» (I Corintios 12, 22-23). Por eso, «Dios construyó el cuerpo para darles mayor honor a los miembros inferiores» (I Corintios 12: 24). Este «cuerpo místico» de San Pablo remite a la metáfora organicista planteada por Aristóteles (Política: I, cap. 1, 1252a) como expresión plena del individuo a través de su integración como componente discreto, es decir, pertinente, en el Estado. Ya hemos mencionado que más tarde Santo Tomás (De regimine Principum: I,

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cap. 1), añadiría el sentido cristiano de la finalidad sobrenatural del ser humano, lo que serviría como argumento sobre la responsabilidad moral del Estado en tanto suprema organización política de una sociedad y como fuerza ejecutiva de las enseñanzas del Evangelio. Este mismo concepto se tradujo como «cuerpo moral político» en Francisco Suárez y se prolongó a lo largo de los siglos xvii y xviii en variantes de la misma metáfora organicista incluso en el discurso independentista (en relación con el suarecismo de Viscardo y Guzmán, ver, por ejemplo, Maticorena: 182-184). En cuanto a las repercusiones políticas medievales de la metáfora organicista en otros contextos, un estudio clásico es Los dos cuerpos de Rey, de Ernst Kantorowicz, donde se expone la doctrina medieval de la soberanía basada en la metáfora del cuerpo social como unidad encabezada por un gobernante sancionado por la divinidad. En efecto, la división entre cuerpo natural y cuerpo político permitía otorgar legitimidad y estabilidad a la función del rey, incluso si este moría o si incurría en actos directamente relacionados con sus intereses privados. Lo que no moría ni debía morir nunca era el cuerpo político, aun si moría el cuerpo natural del monarca (7-23). Por otro lado, debe recordarse que tanto en el Medioevo como en los reinos españoles del siglo xvi en adelante, la noción de clase social, con la movilidad que conlleva, era aún demasiado prematura o incipiente, dado que las sociedades estaban ordenadas de acuerdo con criterios estamentales rara vez flexibles, que supuestamente reflejaban una organización trascendental ineludible. Sin embargo, ese orden rígido asignaba funciones específicas a todos los sectores dentro del conjunto «corporal». Hasta cierto punto, la herencia señorial y feudal de la conquista permitía esa aceptación de la diferencia en condición de humanidad descendente. Según Hartz (53-63) con la Ilustración, de inspiración igualitarista, los esclavos debían pasar a condición subhumana para poder ser esclavizados. Los indios, por su lado, no cambiaron su situación a pesar de convertirse por decreto en «peruanos». Pero volvamos al xvii. El pie de hierro y el de barro, al formar partes discretas del conjunto, debían recibir un trato adecuado para evitar la ruina de la estatua, como reclama Valdés. Especialmente en relación con la situación de desventaja del pie de barro (los indios), el cuidado debía ser mayor por su inherente debilidad, dado el peligro que significaría su caída o rotura para el conjunto entero.

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Esta analogía del reino con la estatua de Nabucodonosor, sacada, como señala el mismo texto del capítulo 2 del Libro de Daniel, nos lleva al tercer punto de interés en el párrafo-nota citado anteriormente. Como se sabe, el Libro de Daniel lleva el nombre del profeta-personaje, ya que no se conoce la verdadera identidad de su autor. Daniel fue un joven judío llevado a Babilonia en el siglo vi a. C., y vivió por lo menos hasta el año 538 de la era precristiana. El Libro fue redactado mucho después, durante el reinado de Antioco IV, entre los años 167 y 164 a. C., cuando el pueblo judío vivía una de las más crueles persecuciones de su historia. Por este motivo, suele vincularse a toda una literatura llamada «apocalíptica», que tuvo gran difusión entre los años 200 a. C. y 100 d. C. Básicamente, cuentan las Sagradas Escrituras que el rey Nabucodonosor se hallaba incómodo por muchos días al no poder recordar exactamente un sueño que lo venía perturbando. Después de consultar con todos sus sabios, y descorazonado al no encontrar respuesta siquiera sobre el contenido del sueño, le presentaron a un joven esclavo judío que tenía fama de adivino y oniromántico. Con la ayuda de Dios, Daniel le contó a Nabucodonosor el ensueño que lo había asaltado noches antes: había una estatua gigantesca cuya cabeza era de oro, su pecho y brazos de plata, su cintura y muslos de bronce, sus pantorrillas de hierro, y sus pies en parte de hierro y en parte de barro. A continuación, una roca arrojada desde lo alto de una montaña derribaba la estatua gigantesca al impactar con la fragilidad de sus pies, destruyendo el difícil equilibrio de los materiales que componían el conjunto y echándolos por tierra en múltiples fragmentos (Daniel 2: 32). Se han visto en esta alegoría ecos de los mitos recogidos por Hesiodo (Los trabajos y los días: 109-121) y Ovidio (Metamorfosis I: 89-150), es decir, una variante de la teoría de la degeneración progresiva de la humanidad, pasando de una edad de abundancia y felicidad (la de oro) a una edad de guerra, pobreza y caos (la de hierro). También es curioso que esta degeneración se haya usado antes en la historiografía criolla adaptada a la historia preincaica, como ocurre en el Memorial (1630) de Buenaventura de Salinas, en que se describe el paso de una edad primigenia, Huari Huiracocha Runa, en contacto con el dios superior andino, a otras tres (Huari Runa, Purun Runa y Auca Runa) que implican el alejamiento del sentido religioso primordial para derivar en una edad de idolatría total, Inca Runa. Ya se ha observado cómo este esquema coincide plenamente con el de la Nueva coronica de Guaman Poma de Ayala, que se encontraba, sin embargo, inédita

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en los años en los que Salinas componía su extenso Memorial22. Más adelante, en 1723, don Pedro de Peralta recogería el mismo esquema para referirse a la historia preincaica en sus Júbilos de Lima, que analizaremos en el siguiente capítulo. Parecería demasiado casual que la visión o sueño de Daniel, profetizando la ruina del imperio babilónico, sirva de modelo a la imagen de la totalidad social peruana que ofrece Valdés en 1687. No solo la gigantesca estatua de Nabucodonosor tiene cabeza de oro, pecho y brazos de plata, cintura y muslos de bronce, y pies de hierro y barro, de manera muy parecida a la estatua peruana del poeta jesuita, sino que en la interpretación del profeta cada metal representa momentos históricos y políticos, que se van degradando desde el oro (la Babilonia de Nabucodonosor) hasta la plata (el imperio caldeo), el bronce (la Grecia clásica), para llegar a una convivencia de dos materiales, el hierro y el barro, que simbolizarían a Roma y sus pueblos dominados. En el caso de la Roma peruana del xvii, el hierro y el barro debían reforzar sus alianzas por vía matrimonial, pero sin mezclarse como conjunto, siguiendo la alegoría bíblica (Daniel 2: 43), es decir, sin amalgamar (cosa imposible) hierro y barro, sino solo coordinándolos de manera efectiva. La práctica oniromántica de Daniel también predice una piedra lanzada que destruirá la estatua e instaurará un reino eterno e indestructible (presumiblemente el cristianismo). Ahora bien, recordemos que la profecía de Daniel fue enunciada en tiempos paganos, por lo que la analogía no funciona tan simétricamente, ya que el poema aboga por una coexistencia del hierro y el barro, la república de españoles y la de indios, que ya viven en cristiandad. Al aludirse a la piedra destructiva se desvirtúa el sentido original de la profecía de Daniel, ya que el poema de Valdés parece apostar por una mejora de la situación de su momento, no por su desbaratamiento ni por la formación de un orden social, político y dinástico distinto. Al contrario, cualquier intento de mezclar los dos materiales (piénsese en el discurso mestizófilo republicano) o de echar abajo la estatua significaría, como dice el poema, la ruina del reino. El paternalismo de Valdés recuerda claramente las defensas de la población indígena, que tienen largos antecedentes desde el poema de Henrique Garcés sobre «El Perú» (1591), el Memorial 22. Duviols (1983: 108 y 114) propone que tanto Buenaventura de Salinas como Guaman Poma bebieron de los eruditos cuadernos del letrado huanuqueño Francisco Fernández de Córdoba, el cual a su vez se basó en el sueño interpretado por Daniel y en el Chronicon de Johaness Carion, traducido al español en 1553.

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de Salinas y la «Relación corta de lo mucho que padecen los yndios deste reyno del Perú en lo espiritual y temporal» de Juan de Padilla (1657), entre otros testimonios. Sutilmente, Valdés asume la voz de un pueblo perseguido para autorrepresentarse como voz profética y dueña de una verdad trascendente, que aboga por los más oprimidos, siempre bajo la dirección de la áurea corona limeña.

4. Conclusiones: Babilonia / Babilima El uso del sueño de Daniel en el texto de Valdés equipara implícitamente la voz poética con una voz profética, y por lo tanto se yergue como medio elegido para servir de conducto de la voz divina. Este particular empleo del concepto del epos o voz, original del mismo género en sus raíces orales y de consolidación social, implica que el contexto de la enunciación también es equiparable a la antigua Babilonia. La analogía no es tan curiosa si recordamos que las comparaciones previas con Roma como capital de un imperio ya habían desfilado por los preliminares y cantos anteriores del poema. Sin embargo, Babilonia ofrece una serie de perspectivas múltiples que no suelen encontrarse tan fácilmente en las comparaciones con otras ciudades famosas del Viejo Mundo u orbis terrarum. Basta recordar los legendarios jardines colgantes, a los que se aludirá en el poema de Valdés como antecedentes de los de Lima, así como el trazado perfectamente simétrico de las calles, del que tanto se precia el poeta criollo en su ciudad natal. Asimismo, y aunque el poema, según Garabito, se escribió en 1682, las murallas de Lima ya eran tema de continua conversación entre los sectores letrados y políticos de la Ciudad de los Reyes, hasta que el virrey duque de la Palata decidió su construcción ante las nuevas del asalto de Veracruz por piratas, noticia llegada a Lima en octubre de 1683. Para entonces Valdés ya reposaba el sueño eterno y por lo tanto nunca pudo ver la gruesa muralla de adobe, cuya construcción se finalizó con mucho esfuerzo y gasto del fisco y contribuyentes en diciembre de 1687 (Lohmann Villena 1964a: 188-200). En relación con Babilonia, las alabadas murallas de dicha ciudad servían como modelo de contención y defensa, y bien podían cumplir un papel de estímulo moral para las defensas discursivas de Lima, sobre todo si se rumoreaba con frecuencia sobre su construcción durante los últimos años de vida de Valdés. En este sentido, no bastan las teorías del reflejo y de la

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representación, sino que es necesario hurgar en la conciencia posible (arquitectónicamente proyectada) como material temático y a la vez molde formador del inaccesible lenguaje de la poesía. No es casual que la voz poética se haya proyectado implícitamente como voz profética en pasajes anteriores del poema de Valdés. La tradición del origen divino de la poesía y de su carácter priviligiadamente místico tiene raíces muy antiguas, que se extienden hasta Platón y pasan por el «furor poético» de los preceptistas neoplatónicos de los siglos xv y xvi. En el contexto español, el Cisne de Apolo de Luis Alfonso de Carvallo, y en el peruano el «Discurso en loor de la poesía» (1608) de la anónima criolla (mal llamada «Clarinda»), ejemplifican bien una corriente que amparará la oscuridad como característica indispensable del quehacer poético. Como señala Egido (18): «la defensa de la oscuridad tenía su base en el origen divino de la poesía», y por eso no era raro que con el auge del gongorismo, y pese a sus detractores, los poemas sirvieran como vehículo de deleite y no solo de instrucción al constituirse como empresas que debían ser meticulosamente descifradas por el receptor. Vena y arte, los dos grandes polos de atracción escritural, se conjugaban en la elaboración de un microcosmos representativo del referente externo, colocando al poeta como arquitecto supremo del mundo representado. De ahí que la idea del poeta como segundo dios, expuesta por Giulio Cesare Scaligero en su De poetices libri septem (libro I, cap. 2), se pueda extender hasta el Barroco para explicar el movimiento de reconstrucción que supone la descripción y transcripción hermética de la ciudad natal de Valdés. Para ilustrar y profundizar en estos conceptos, veamos algunos fragmentos del canto XVI: XVI. Admirable ventaja del temple, y planta de Lima à las mejores Ciudades de Europa 220 Babylonia23 quae ∫u∫tentas, beneficamente humana, Naciones tam peregrinas, inconfu∫amente varias

23. «Famo∫a Ciudad, celebre por ∫us Muros, Edificios, y obeli∫cos[.] Cuenta∫e tres Babylonias, Asyria, Lybica, y Egipcia» (f. 74r).

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Quae de Neptuno incurio∫as, quando de Vulcano24 intactas, extremas Minas excu∫an, fabricando altivas ca∫as;

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Quae magnificas ∫e adornan, ∫i ∫umptuo∫as ∫e exaltan, de moderna architectura, formando idaeas exactas.

223 Quando lineas vniformes dicta maritima charta, quae Soles25 excu∫∫a atenta, ∫i rumbos declina cauta, 224

Informando parallelas Tàm ∫pacio∫as, quàm largas, Vias publicas in∫ignes De Nicaea26 invidias claras.

225 Quando27 pen∫iles Hyblaeos dà curio∫a28 Pachacama, quae de arena inculta forma precio∫as telas Per∫ianas.

Como se ve, los adornos florales y arquitectónicos de la Ciudad de los Reyes superan los de las grandes urbes de la antigüedad. La comparación con Babilonia y Nicea abre un espacio de significación mundial en relación con imperios y ciudades desaparecidas, más allá de la ya transitada Roma. Se continúa aquí con la metáfora de la trans24. En esta nota, Valdés describe las características del dios Vulcano, resaltando su condición de fabricante de rayos para Júpiter, su padre. La implicación directa es la del clima benigno de Lima, libre de tormentas y rayos. 25. Tras una larga explicación sobre la disposición de las calles de Lima para que no corran de norte a sur ni de este a oeste, y así den sombra las paredes en la mañana y en la tarde, la nota del poema añade: «Es aun mas hermo∫a [la primera planta de Lima] que la de Mexico, que no tiene quadradas las quadras como Lima, sino en forma de ladrillos mas largas, que ango∫tas» (f. 74r). 26. «Nicaea, Ciudad in∫igne, Metropoli de Bithinia donde ∫e celebrò por in∫tancias del Emperador vn Concilio de trecientos y diez y ocho Obi∫pos» (f. 74r). 27. Explica la nota que los pensiles son los jardines colgantes o «pendientes». Son Hyblaeos por el «Monte Hibla, tan celebrado por sus flores» (f. 74v). 28. «Las lomas de Pachacama, que ∫on vn prodigio raro de naturaleza, especialmente los años que ∫on mas copio∫as las garvas» (f. 74v).

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latio imperii, que proclama el paso de la gravitación cultural y material del oriente al occidente. Sin embargo, tal como ocurría con la descripción de las inmensas riquezas y la relevante producción cultural criolla del territorio peruano, la comparación del esplendor orientalista no bastaba. Para asegurar la altura moral de la Ariadna limeña, Valdés se explaya en la vida religiosa de la ciudad, nombrando iglesias y conventos por doquier y, consecuentemente, haciendo alarde de la calidad de su idioma castellano mediante la equiparación con el latín. Como señalamos en páginas anteriores, uno de los trabajos de Briesemeister (1986) hace el recorrido de la relación del castellano con el latín como lenguas imperiales por excelencia. La identificación de ambos idiomas tiene como expresión no solo la de la práctica de una escritura llamada neolatina, sino también la de la lengua híbrida hispano-latina, presente ya en numerosos juegos y florilegios desde el siglo xvi, como la práctica de la lengua «junciana» que hemos descrito en páginas previas. El hecho de que un español fronterizo como Valdés demostrara que el castellano estaba a la misma altura del latín a través de una lengua artificial que supuestamente podía leerse tanto en un idioma como en otro (cosa que no resulta tan cierta) nos lleva a pensar en la licitud de la denominación de «Virgilio español» que recibe Valdés. Ya antes Buenaventura de Salinas había reclamado tal «Virgilio español» para cantar las hazañas de los conquistadores, y sin duda la constitución de este tipo de poeta novomundial será tema subyacente en la conformación de la Lima fundada de Peralta en 1732. Valdés se inserta así en la larga tradición corográfica de exaltación de Lima, como es evidente en el canto 10, cuando en la estrofa 130 llama a su ciudad una «Roma americana». Algunas muestras tempranas que señalan a Lima como la «Flor del Perú», la «Reyna del Nuevo Mundo» y la «Cabeza de∫tos reynos» son visibles desde Barco Centenera en 1602 (f. 212v), Carvajal y Robles en 1632 (f. 1) y Calancha en 1638 (f. 56), respectivamente. Contemporáneamente a Valdés, abundan también las referencias a Lima como «Reyna entre todas las [ciudades] del Mundo» (Montalvo: f. 18), «Roma del Nuevo Mundo» (Meléndez: f. 150) y hasta «abreuiado cielo» (Echave y Assu: f. s. n.). Todo esto ha sido detallado en nuestro capítulo dos. Sin embargo, no sobra recordar que el propio Pedro de Peralta, en su Descripción de las fiestas reales o Júbilos de Lima (de 1723), dirá más adelante: En ∫us hermo∫os Templos manifie∫ta vna ∫umptuo∫idad, que la hace vna Peruana Roma: teniendo la magnificencia tan pue∫ta en ∫u lugar, que aun-

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que en lo demas le a∫si∫te bien la Arquitectura, parece que ∫olo en las aras o∫tenta ∫us realzes» (f. s. n.). [También] «es la Salamanca de las Indias» [y] «la Athenas de America» (id.). [Y] «su Nobleza es vn extracto de toda la de E∫paña, y es el merito de todo el Perù; pue∫to q˜aquella le ha embiado ∫u lu∫tre, y e∫te le debe ∫u Conqui∫ta.

La «nobleza» criolla resulta caracterizada como directa descendiente de los conquistadores. Su sola presencia, según Peralta (y sin duda también según Valdés con su concepto de «personas principales»), y sobre todo su agencia, son beneficiosas para el imperio peruano. Así, tanto esta como la latinización de la lengua constituyen dos elementos más dentro de una larga lucha por establecer el axis mundi de la civilización en tierras americanas. Por un lado, la superioridad intelectual y espiritual (Roma, Salamanca, Atenas); por el otro, la superioridad de sangre (nobleza) que se expresa a través de la metáfora del zumo (un «extracto») en tanto destilación cualitativamente superior a la de las vides o fuentes peninsulares. En este caso, no es solo la urbs (la ciudad material), sino la civitas (la ciudad humana) la que se manifiesta como sociedad de hombres libres y nobles, de aspiración señorial, y que asume su reclamo de superioridad con fines de autoconstrucción identitaria y dirigencia administrativa. Insisto en la dualidad del gesto, que gracias a los llamados nuevos estudios «coloniales» es posible entender como parte de un fenómeno más complejo que el de la mera apendicitis imitativa del canon europeo. El problema del Barroco andino llega a las cumbres de la expresión literaria con la obra del Lunarejo. Ese sobrepujamiento sería precisamente el origen de la «exageración» tropológica que ya Sarduy ha señalado como rasgo del Barroco americano o de la «expresión americana», según apuntara Lezama Lima. En el caso de Espinosa Medrano, el sobredimensionamiento de posibilidades de conexión del lenguaje se insertan en la corriente general del Barroco, lo cual relativiza el concepto de exageración, puesto que este es uno de los elementos esenciales del estilo y la actuación de la época. Pero su uso para reivindicaciones conocidas, como las que se dan en el Apologético (González Echevarría), el sermón sobre Santa Rosa de Lima como defensa de los americanos en La novena maravilla (consultar Rodríguez Garrido 1994) y el «Prefacio al lector de la Lógica», es un empleo articulado

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para la autoexaltación criolla29. La proliferación de imágenes y elementos diversos conectados por fuerza de la inventio es en el Lunarejo una herramienta de la autodefinición del criollo y de los nacidos en el Nuevo Mundo en general. Sin embargo, tampoco se trata de resucitar las genealogías nacionalistas que encuentran en la diferencia criolla un adelanto de las identidades nacionales hispanoamericanas en su sentido pleno, abarcador de la variedad étnica y lingüística. Más bien se trata de entender los alcances de esta subjetividad temprana distinguiéndolos del discurso ilustrado posterior. Esta subjetividad, alternativamente ambivalente, traspasará los ideales igualitarios y democratizantes de la razón ilustrada para configurar, con sus propias características, los rasgos de una frustrada fundación nacional en los albores del xix. Pero esta última reflexión ocupará el núcleo de nuestro epílogo.

29. El legendario mestizaje del Lunarejo (que González Echevarría da como posibilidad) parece no sostenerse más ante la nueva documentación biográfica hallada por Pedro Guibovich y Luis Jaime Cisneros.

Capítulo 6 Peralta, el Inca Garcilaso, y la génesis criollista de la Lima fundada1

1. Explicación Hablar de una «invención» nacional no resulta del todo atrevido si pensamos —irónicamente— en la sutil continuidad del llamado discurso colonial dentro y después del independentismo bolivariano (Stoetzer, Thurner, Méndez)2. No pretendo, sin embargo, pasar revista ahora a los fundamentos del discurso nacionalista peruano del siglo xix. Me interesa, más bien, reflexionar sobre las manipulaciones 1. Este capítulo se basa en mis artículos «La invención nacional criolla a partir del Inca Garcilaso: las estrategias de Peralta y Barnuevo» (2001), «La ‘Aprobación’ de Pedro José Bermúdez» (2006) y «Sólo la proporción es la que canta», de 1994, pero con ampliaciones que obedecen al marco teórico general de la propuesta de este volumen. 2. Estos autores recuperan desde la disciplina de la historia diversos aspectos del discurso criollo, considerando implícita o explícitamente (sobre todo Thurner y Méndez) que el nacionalismo criollo del siglo xix tiene sus principales raíces en el periodo formativo de la Ilustración y la imprenta periódica de la segunda mitad del xviii (en el capítulo 4 de su Imaginated Communities, Anderson ofrece una visión panorámica del mismo fenómeno en el contexto hispanoamericano). Stoetzer, por su lado, remonta dichas raíces al discurso neoescolástico del siglo xvi, con su búsqueda del «bien común» que todo monarca debe priorizar por medio de un pacto de sujeción con sus vasallos. La ruptura de ese pacto (como en la explotación que implicaban las reformas borbónicas desde la década de 1760) o la ausencia del monarca (como en el caso del arrestado Fernando VII bajo el poder de Napoleón) precipitaron la crisis política que dio origen directo a las Juntas de Gobierno y luego las guerras de independencia. Para ampliar información sobre este punto, se puede acudir a los trabajos de Lynch (introducción), Kinsbruner (cap. 2), Lavallé (1996) y O’Phelan (2014). Asimismo, al libro de Francisco Quiroz Chueca (2012), que da cuenta de distintas teorías sobre el concepto de nación, aunque plantea sobre todo una genealogía desde Garcilaso a Peralta Barnuevo, privilegiando una noción modernista del término. Ricardo Falla (2009: 91-103) ha planteado, en contraste, que el origen regional en España (o sea, andaluces y extremeños versus castellanos, vascos y gallegos) es un factor importante para delinear la identidad criolla limeña.

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ejercidas por determinados grupos criollos de la obra del Inca Garcilaso, lectura central también para la otra élite, la cuzqueña, con su propio diseño de administración neoinca, a la que se han referido John Rowe, Manuel Burga y otros estudiosos desde hace ya varias décadas (consultar la bibliografía). Mucho se ha escrito sobre el influjo de los Comentarios reales en la economía simbólica del nacionalismo incaico del siglo xviii. Y hasta es posible que aun antes, durante el xvii, la obra mayor del Inca Garcilaso hubiera penetrado los círculos de la nobleza cuzqueña, contribuyendo a su reconstitución identitaria, paralela a la importancia material que fue adquiriendo gracias a curacazgos encargados del comercio en el circuito Potosí-Lima (Husson 1999). Tal influjo no es extraño tampoco a la expresión plástica, y en esto los trabajos de Teresa Gisbert, Gustavo Buntinx y Luis Eduardo Wuffarden sobre el arte mestizo y las genealogías de los incas en la pintura han adelantado las bases para el mejor estudio de la «estela de Garcilaso» (en frase de Buntinx y Wuffarden) como patrón general de referencia a la hora de elaborar las filiaciones dinásticas y la noción de una identidad común con un pasado glorioso3. Muy poco, sin embargo, se ha dicho de cómo el otro sector protohegemónico dentro del virreinato peruano, el de los criollos limeños, elaboraba sus propias sublimaciones dinásticas a partir de lecturas parciales de los Comentarios. Ha habido sobre ello una larga historia ya recopilada en parte por Pedro Guivobich en 1991 y que yo he tratado de complementar en un trabajo de 1995 titulado «En virtud de la materia» (también en 1998a, 1998b y 1999a). En él exponía que se puede tener la certeza de que la primera parte de los Comentarios llegó a tierras andinas poco después de su publicación en 1609 en Lisboa. Desde 1613, al menos, se registra su recepción en un «Resumen» escrito por el famoso extirpador de idolatrías Francisco de Ávila, mestizo cuzqueño que a pesar de sus lealtades a la Corona y a la Iglesia no dejó de dedicar mucha atención a fuentes indígenas y contribuir a su recopilación, si bien con la intención de destruir las creencias y ritos nativos4. Más adelante, serán Buenaventura de Salinas, Antonio 3. Dichas genealogías visuales siguen por lo general la propuesta por Garcilaso, con un misterioso décimo inca llamado Inca Yupanqui, sucesor de Pachacútec. 4. Este «Resumen» forma parte del legajo 3169 de la Biblioteca Nacional de Madrid, que contiene también los manuscritos de El señorío de los incas, de Pedro de Cieza de León, la Relación de antigüedades, de Joan de Santacruz Pachacuti o el Ma-

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de la Calancha, Diego de Córdoba, el padre Bernabé Cobo y muchos más los que acusarán recibo de la historia de Garcilaso y la citarán a su manera para apoyar con el testimonio de un genuino «testigo de vista» sus propias exaltaciones de la tierra peruana. Eso no significa, sin embargo, que los criollos no cerraran filas para proclamar su superioridad cultural y hasta biológica frente a cualesquiera descendientes de los grupos indígenas. La historia se prolonga por muchas décadas, pero aquí sólo pretendo ocuparme brevemente de un caso notable del siglo xviii, el de don Pedro de Peralta y Barnuevo, y de cómo las bases ideológicas sentadas por él en su reacomodamiento del imaginario social se prolongan en buena medida hacia el discurso ilustrado y luego el republicano. A partir de ello reflexionaré sobre la nacionalidad étnica criolla en sus facetas preilustrada e ilustrada y sobre su interpretación interesada de la obra del Inca, según la mentalidad de algunos destacados miembros de la élite letrada limeña. De la construcción de un Garcilaso dúctil veremos cómo el discurso criollo configurará el espacio social y la tradición histórica peruana en una orientación específica. Pasará, sin duda, por la fijación de sus fundaciones y por la autoafirmación proyectiva del conjunto de los sujetos sociales del virreinato bajo su implícita dirección. Aunque criollos y peninsulares mantuvieron una serie de negociaciones que muchas veces pasaban por la colaboración directa (Lohmann Villena trata el caso de la Audiencia de Lima durante el siglo xviii en Los Ministros) y hasta las preferencias de algún virrey por los criollos (Latasa 1999), es evidente que el «criollismo militante» (frase de Lavallé en Las promesas ambiguas) existió desde el siglo xvi. En tal sentido, debe consultarse el documentado libro Corte de virreyes de Eduardo Torres Arancivia sobre el comportamiento de algunos de estos mandatarios del siglo xvii en relación con los miembros de su corte por encima de los reclamos de muchos criollos beneméritos, lo que causó no pocos resentimientos. El tema de las alianzas de los criollos con los peninsulares ha sido abordado desde dos perspectivas contrapuestas: la que asume la identidad común entre ambos grupos (representada por ejemplo por el ya mencionado Lohmann de Los Ministros y, más recientemente, por Ruth Hill, para el caso peruano

nuscrito de Huarochirí, entre otros valiosísimos documentos. El «Resumen» es el índice comentado de los capítulos de la primera parte de los Comentarios, lo cual muestra que Francisco de Ávila leyó atentamente la obra de Garcilaso.

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del xviii, y por Gutiérrez [cap. 4], para el específico de Peralta) y la que explora los distintos momentos de esa relación, a veces ambigua, con el fin de explicar las peculiaridades específicas de las formaciones criollas (en los imprescindibles Lavallé (1993) y Brading (2011) para el caso peruano, o Alberro, Lafaye y Brading para el mexicano). Nuestra lectura se apoya en ambas posiciones: son precisamente la comunidad de intereses y las alianzas dentro de una oligarquía criollo-peninsular las que permiten que el sector criollo afirme su propia posición frente al conjunto de las masas indígenas, mestizas y africanas, constituyéndose así en un enclave neoeuropeo que buscará marcar sus distancias y cercanías con los peninsulares (al menos en el discurso y más adelante, en el xix, en la política) para afirmar la consuetudinaria dominación occidental sobre los otros sectores de la población andina.

2. Lima o la «impo∫ible chimera del de∫eo» Para comenzar, entonces, recordemos que de la obra abundante de Pedro de Peralta y Barnuevo destaca la Lima fundada o Conquista del Perú, extenso poema publicado en 1732 en el que se hace una encarecida exaltación de Francisco Pizarro y de los criollos limeños como herederos de las hazañas de los conquistadores. No hay todavía, desgraciadamente, un estudio detallado sobre la génesis de esta obra ni sobre su significación en el contexto político y cultural del momento, aunque Jerry Williams ya ha adelantado la relación entre la Historia de España vindicada (1730) como antedente y contraparte europea de la historia peruana expuesta en la Lima fundada (en «Popularizing the Ethic of Conquest»)5. En tal contexto, el poema va flanqueado a la vez por la intermitente disputa hegemónica con los peninsulares y por el fortalecimiento del nacionalismo inca irradiado desde el Cuzco. Tampoco se ha investiga5. Williams sostiene correctamente que la concepción de la historia que configura la Historia de España vindicada, fuertemente influida por la historiografía francesa, y particularmente por los trabajos de Rapin, sirve de antesala a la concepción de la historia presente en la Lima fundada (2009: 413 y 423-424). Lohmann Villena adelanta también el tema en «Concepto de la historia en Peralta Barnuevo». Como veremos en este capítulo, enfatizaré el estudio de las fuentes peruanas de Peralta, sin perder de vista su doble vertiente escolástica e ilustrada (también abordada por Kalihuoto Rudat).

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do suficientemente la relación entre la Lima fundada y la obra historiográfica de tema peruano de Peralta como filtro por el que pasaba su conocimiento del entorno inmediato a principios del siglo xviii. Esta génesis podrá darnos algunas claves sobre la «invención nacional» de la élite limeña y cómo esta prefigura la peculiaridad del posterior estado criollo (que no llega a ser verdaderamete «nacional» en el sentido moderno). Conviene abordar, en primer lugar, un texto anterior de Peralta que puede echar luz sobre tales temas. Me refiero a la Descripción de las Fiestas Reales, de 1723, también conocida como Júbilos de Lima. Luis Alberto Sánchez y José Toribio Medina la consideran obra menor y la describen como una mera crónica de acontecimientos sociales. Los Júbilos, sin embargo, encierran importante información acerca del sentido que un erudito como Peralta otorgaba a las versiones indígenas del pasado incaico y a determinadas historias de los incas publicadas durante el siglo xviii, como los propios Comentarios reales. Asimismo, la obra permite reconocer aquellas fuentes historiográficas en las que se basaría su versión de la conquista del Perú siete años más tarde, en 1730, cuando declara que empezó la composición de la Lima fundada. Las tensiones políticas y sociales del momento, así como el fortalecimiento de una identidad étnico-nacional criolla serán, de este modo, el correlato de mi lectura y la vía hacia el entendimiento de un poema que ha sido consuetudinariamente visto como una abigarrada suma de elogios a los conquistadores, casi un anacronismo que en el siglo xviii aún echaba mano de un género, el de la épica culta, ya en proceso de desaparición. Asimismo, como contrapeso de la Historia de España vindicada, la Lima fundada podrá ser considerada como una historia del Perú, que parte del concepto de la superioridad criolla para el afianzamiento de una tradición histórica de estirpe europea en el antiguo país de los incas. El texto de la Descripción ya aparece bajo el nombre de Júbilos de Lima en la lista que se encuentra al final del «Prólogo» de la Lima fundada. Y, de hecho, también en numerosas notas del largo poema. No pretendo, por lo tanto, anunciar ningún descubrimiento. José Toribio Medina, por su lado, lo mencionó en su amplio catálogo de obras La imprenta en Lima, aunque sin mayores comentarios; y Luis Alberto Sánchez, dentro del recorrido que hace por la vida y obra de Peralta en su Doctor Océano, no llega a dedicarle más que la alusión

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correspondiente en el largo recuento de obras del polígrafo limeño6. Por otra parte, la descripción de fiestas reales en celebración de determinados acontecimientos ocurridos en la metrópoli era una práctica relativamente frecuente en las ciudades de los virreinatos hispanos. Tal costumbre escrituraria otorgaba perdurabilidad a los agasajos y ponía en circulación imágenes que permitían reconocer en tales prácticas sociales algunas formas de conducta propias de la élite criolla. Así, esta aprovechaba la ocasión para ensalzarse frente al paradigma peninsular. Casos como el poema de las Fiestas de Lima (1632) de Rodrigo de Carvajal y Robles o las páginas del Diario de Lima de José Suardo (1630), que relatan los actos de homenaje al nacimiento del príncipe Baltasar Carlos, son solo muestras que acompañarán las menciones correspondientes en el Diario de Mugaburu casi cincuenta años más tarde, en la segunda mitad del xvii, o la detallada descripción que Castro y Bocángel hace en su Elíseo Peruano (en 1725) sobre las fiestas ocurridas apenas tres años después de las celebraciones descritas por Peralta. En esa ocasión, se festejaba con varios meses de retraso la subida al trono del príncipe Luis Fernando en Madrid. Lo que en Lima no se sabía era que mientras criollos, peninsulares y otros grupos celebraban con regalonas fiestas al nuevo rey, este acababa de morir en España, y su padre, Felipe V, había vuelto a asumir el trono: ironías de la lenta comunicación. Al ser los Júbilos de Lima una pieza poco difundida dentro de la abundante obra de Peralta, no sorprende que no se le haya dedicado la atención debida. Aparentemente es solo la crónica de un acontecimiento festivo realizado en la Ciudad de los Reyes durante los primeros meses de 1722 por la noticia de las bodas del mismo Luis Fernando, príncipe de Asturias, con la princesa de Orléans, y de la infanta María Ana Victoria con el rey Luis XV de Francia. Como se ve, al tratarse de dos matrimonios de inigualable rango que fortalecían el dominio borbónico en España y en sus virreinatos, las respectivas ciudades súbditas del mundo hispano no podían menos que hacer gala de su fidelidad a la Corona y realizar las más elocuentes demostraciones de su alegría por la felicidad de la familia real. Es así como en el Perú estas celebraciones concentraron la atención de las autoridades virreinales y congregaron a todos los sectores sociales, que participaron de una u 6. Macchi (226-252) estudia los Júbilos de Lima en relación con la recepción general de la primera parte de los Comentarios reales.

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otra forma en las numerosas máscaras, desfiles, corridas de toros, juegos de cañas, fuegos artificiales y demás espectáculos públicos. Lima, así, reafirmaba su lugar prominente dentro de la monarquía hispana7. Ahora bien, me interesa especialmente examinar el tratamiento que da Peralta a las representaciones populares del pasado indígena, así como su propia versión de la tradición incaica. Por un lado, esto nos iluminará con respecto al conocimiento que uno de los más informados hombres de su tiempo tenía de la memoria colectiva de la «república de indios». Por el otro, nos permitirá explicar algunas de las opciones adoptadas en la argumentación de la Lima fundada y ver de qué manera esta pretende erguirse como discurso hegemónico y como acontecimiento cultural. Los criollos sancionarán así favorablemente el sentido localista de «patria» que ya manejaban desde fines del siglo xvi8. De este modo, el diálogo de los Júbilos de 1723 y la Lima fundada con la cultura de su tiempo estará encuadrado en un acercamiento que sin duda requiere de herramientas que exceden las de la mera historia literaria, para facilitar la reflexión sobre el desarrollo de un etnonacionalismo criollo (en el sentido que le dan Anthony Smith y John Kellas al término) previo al triunfo de la Ilustración en las modas intelectuales del ámbito virreinal9. 7. Como señala acertadamente Karin Perissat: «Se trata pues, para los autores de las relaciones, de dar pruebas de diplomacia, de tranquilizar al soberano sin dejar de lado su criollismo moderado. Este tipo de testimonio de lealtad se multiplica en los relatos del xviii. Las representaciones festivas de las extraordinarias riquezas revelaban la doble cara del criollismo limeño: se trataba, por una parte, de una forma de ilustración de la tierra peruana y la manifestación del orgullo de satisfacer las necesidades económicas de la Corona, y, por otra parte, se trataba de expresar el deseo de valerse de sus propias riquezas para las necesidades locales» (37). 8. En efecto, desde el «Prólogo al lector» de su Arauco domado (1596), confiesa Pedro de Oña que su escritura estuvo motivada por «el solo desseo de hazer algun servicio a la tierra donde nasci (tanto como esto puede el amor de la patria)». Casi contemporáneamente, el Inca Garcilaso afirmaba en el «Proemio al lector» de sus Comentarios reales que escribía por «el amor natural de la patria». A su vez, ya en 1732, don Pedro de Peralta señalaría en el «Prólogo» de su Lima fundada que «el zelo [sic.] de la patria» era el origen y preocupación de su trabajo. Un estudio detallado sobre los usos de los términos «patria» y «nación» en el virreinato es el que propone Monguió (también se ocupó de ello Quiroz Chueca: 13-15). 9. En mi ensayo «Resentimiento criollo y nación étnica: el papel de la épica novohispana» (144-145), afirmo que «para hablar de “nación étnica” se necesita aludir inevitablemente al concepto de nación que se manejaba en la época: el de grupo familiar extenso o social-regional, con fuertes rasgos de unidad racial, cultural y lingüística, muchas veces coincidente con el concepto de ‘casta’, y casi siempre identificable por la aceptación común de una dinastía fundadora (Smith: introd.).

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Conviene para ello revisar brevemente la organización textual de los Júbilos y luego partir hacia los referentes sociales e históricos que nos resulten más pertinentes en nuestro rastreo de la génesis de la Lima fundada. Al parecer, los Júbilos fueron compuestos por encargo del virrey del momento, fray Diego Morcillo Rubio y Auñón, arzobispo de La Plata o Chuquisaca, que se encontraba en su segundo mandato (de 1720 a 1724) luego de haber ejercido el máximo cargo limeño por unos pocos meses en 1716. Morcillo había dispuesto que los alcaldes ordinarios, a través de sus regidores, organizaran a los gremios limeños a fin de que estos se encargaran de distintas fechas de las celebraciones. No se precisa el día de llegada de la Cédula Real del 18 de diciembre de 1721 con la noticia de «la vnion de tan glorio∫os y augu∫tos hymeneos» (f. s. n.). Sin embargo, al saberse la noticia en los primeros meses del año siguiente, «Lima ∫e tran∫formò en Madrid, con tal perfeccion, que ha∫ta la di∫tancia, que le di∫minuia la igualdad en la dicha, le augmentaba el exce∫so en la fineza». Hubo misa solemne y la ciudad se iluminó por tres días, dice el texto, pero se tuvo que suspender el inicio de los júbilos hasta pasada la Cuaresma10. Con esto se daba más tiempo a los gremios para la preparación de sus presentaciones y se postergaba por unas semanas el carácter carnavalesco que los espectáculos irían adquiriendo a contrapelo del calendario, como pronto veremos. De tal modo, los Júbilos aparecen como una obra escrita para un público no solo limeño, sino también peninsular, pues se proponen

De igual manera, el término “nación” aludía a un común “origen en cierta provincia, región o reino” (Monguió: 462). Por su lado, Florescano (16-17), aclara acertadamente que “en la antigüedad, la idea de nación se identificó con la existencia del grupo étnico. Era una concepción universal, manifiesta en todas las civilizaciones bajo las formas más diversas. Sin embargo, también sabemos que fue bruscamente alterada por el concepto de nación que brotó de la revolución francesa. Los patriotas franceses rompieron con sus antiguas lealtades territoriales, lingüísticas y afectivas en 1789, y proclamaron su entrega a la nación francesa por sobre todas las cosas”». 10. Al margen de la veracidad histórica de los Júbilos, no deja de ser curioso que los tres días de la iluminación continua de Lima a los que se alude en la obra susciten una resonancia bíblica (el tiempo antes de la resurrección de Cristo), así como una lejana intertextualidad con un orden alterado en función del «elevamiento» heroico de la ciudad, que accede así a las esferas celestiales y se convierte implícitamente en axis mundi, tal como aparece en textos criollos más tempranos. Ver, por ejemplo, Suárez de Peralta (ed. de 1949, 132) y Oña (canto XVI, estrs. 94-95), estudiados en nuestro cap. 1.

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desde el principio como una carta de presentación de la grandeza del virreinato peruano y de la magnificencia de las fiestas, que resultan así una muestra clara de la lealtad de los criollos al rey español. Sin embargo, esta exaltación de las glorias del Perú y de Lima, y la mirada específica que se le otorga a la historia incaica en el texto permitirán entrever el sentido etnocentrista de sus descripciones geográficas y de sus manipulaciones de la historiografía existente, para oponerlas al centro de poder peninsular y a la amenaza paralela de la «patria» cuzqueña11. Como prueba de lo dicho, Peralta pasa a describir, sucesivamente, al Perú y a Lima. Véanse las dimensiones del elogio en que la riqueza de la tierra peruana queda en indiscutible posición de superioridad frente a cualquier otra, inclusive la española: El Reyno del Perú [es] Paray∫o y Mineral del Mundo: en cuyos [...] montes, cadena de vna va∫ta Cordillera, los pedernales ∫on todos riqueza, porq’ ∫e han convertido en Oro, y Plata: donde parece que el Sol con ∫emillas de luz haze vna continuada co∫secha de metales; y donde (tan bien como ∫e dijo de E∫paña antiguamente,) pudiera decir∫e, que habitaba Pluton, ∫ubterranea Deidad de la opulencia (f. s. n.).

El reino de Plutón, con sus fraguas y escuderías, resignifica el espacio peruano como heredero de la antigüedad grecolatina, y a la vez dice que los metales preciosos nacen de las «semillas de luz» que el sol arroja. En un lugar distinguido por su antiguo culto al sol como deidad mayor, las semillas no podrían ser mejores. Y continúa con la enumeración de sus montañas, que somete a una comparación superlativa respecto de cualquier otra: donde ∫olo el rico Illimani, y la famo∫a Carabaya, entre otros muchos, igualan quanto las A∫turias, y la Galicia producian de precio∫o; pues en montañas y torrentes de oro hazen verdad, lo que ha∫ta aqui ha parecido impo∫ible chimera del de∫eo, ò ficcion celebrada del encarecimiento: y donde hallando∫e en qualquiera Provincia vn repetido Potosì, excede cada vna quanto Bebelo dio à Annibal, y tributò Carthagena à los Romanos: à cuyas regiones parece que ∫e ha tra∫ladado quanto producian en ∫us venas el Oriente, y el Ophir, y quanto contenian en ∫us cauces el Tajo y el Pactolo. 11. Difiere de este proceso la identificación que hace el colonizado (élite nativa) del colonizador (europeo) en los casos que Bhabha describe para la India. En el caso peruano, además, dicha transferencia opera de manera muy natural para una élite blanca o pretendidamente blanca como la criolla, que se concibe heredera del poder instaurado por sus ancestros europeos.

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Así, mientras el Perú supera en riqueza a cualquier región del mundo, es también continuador de una abundancia mítica, como la de la España de la antigüedad o la de la Grecia clásica y el río Pactolo, en la actual Turquía, en que el rey Midas se bañó, impregnándolo de oro. Semejante abundancia, nos dice Peralta, se ha trasladado al occidente sudamericano, donde «lo que ha∫ta aqui ha parecido impo∫ible chimera del de∫eo» se convierte por fin en realidad palpable12. Si bien este tipo de discurso es frecuente en las exaltaciones de ciudades y regiones del Nuevo Mundo desde los inicios de la dominación española (como se ve en nuestro capítulo dos), permite advertir la insistencia de Peralta por parangonar la grandeza territorial y minera del Perú con la calidad de sus habitantes y con la magnificencia de sus ciudades. Así, Lima será descrita inmediatamente después como «una de las mayores [ciudades] del Orbe, en el numero de ∫us habitadores, de las mejores en el temperamento de ∫u ∫ituacion, y de las mas opulentas en la copia de ∫u abundancia, y ∫us riquezas» (f. s. n.), que «pre∫ide à vn Nueuo Mundo: con que de∫quita la poblacion con el Imperio, ∫irviendole de grandeza el predominio». La Ciudad de los Reyes se coloca en una primera instancia en la cúspide de la cornucopia citadina y se equipara a cualquiera de las mejores ciudades del Viejo. Pero el encomio no se detiene allí. Las comparaciones con Roma y su establecimiento como centro del mundo se hacen evidentes en el carácter de locus amœnus que la ciudad adquiere en tanto escenario de las festividades. Dice Peralta: [Lima] ∫e con∫erva tan intacta à los rayos del Sol, como à los de la E∫phera; pues como ∫i en ∫u fecundo Valle fue∫∫e cada mes vn Abril, y tuvie∫∫e cada arbol vn Laurel, ni la abra∫an ardores, ni la fatigan tempe∫tades. Las flores, y los frutos, no ∫e au∫entan, ∫ino ∫e alternan en ∫us campos. Ella ve andar toda la America en ∫us calles: pues quanto de∫de la Paz ha∫ta el Darien ∫e lava en oro, quanto de∫de Potosì ha∫ta el Marañon ∫e funde en Plata, y quanto de∫de Margarita à Panama ∫e quaxa en perlas, todo le ∫irve

12. Resuenan aquí, sin duda, las palabras de Fernández de Córdoba en su prólogo al Santuario de Nuestra Señora de Copacabana de Ramos Gavilán (1621). El tópico criollo del cumplimiento de un mito, quimera o fantasía europea en las tierras americanas como marca de superioridad se remonta al discurso utópico, de alguna manera subvertido, pues el no-lugar adquiere lugar y se enfatiza el significado paralelo de eu-topos (tierra buena, hermosa) en la urbe cúspide del mundo. El provincianismo de esta postura es evidente.

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de tributo y de lu∫tre: y haciendo ∫u Oriente à Europa, y ∫u Occidente al Asia, le amanece la vna con lo mas perfecto, y la ∫aluda la otra con lo mas precio∫o (f. s. n., énfasis mío).

Al dejar de ser un apéndice de España, haciendo de esta un satélite de su grandeza, Lima se transforma en la cima económica y cultural no solo de las Américas, sino del mundo conocido. La estrategia es simple: se invierten los términos de prestigio para adelantar la grandiosidad de las fiestas que a continuación se irán describiendo y para infiltrar de paso la perspectiva criolla de autolegitimación frente a las aspiraciones de las otras «naciones» del territorio andino. La ciudad pasará, así, a ser «una Peruana Roma», «la Salamanca de las Indias» y «la Athenas de America», y su nobleza criolla se convertirá en «vn extracto de toda la de E∫paña, y es el merito de todo el Perù; pue∫to q˜aquella le ha embiado ∫u lu∫tre, y e∫te le debe ∫u Conqui∫ta». Recuérdese nuevamente cuando Fernández de Córdoba apuntaba un siglo antes que «los Criollos son hijos de la nobleza mejorada con su valor, [...] siendo más aventajados en esta transplantación, [de lo] que fueron en su nativo plantel» (8). El narcisismo colectivo inherente en este paradigma identitario asumido por el sujeto criollo nace en buena medida de su profundo temor a ser «confundido» con los sectores dominados (indios y negros) y los intermedios (mestizos, mulatos). Tal narcisismo, naturalmente, no es exclusivo de las formaciones criollas tempranas. Se trata de un sentimiento de coincidencia de intereses e identificaciones común a todo grupo humano que actúa solidariamente, especialmente en lo que concierne a su supuesta superioridad, rasgo inherente al etnocentrismo13.

3. Una historia de los incas por Peralta Luego de las premisas anotadas, se pasará a contar que las celebraciones se iniciaron la noche del 11 de abril de 1722 con los fuegos de la Primera Fiesta, a cargo del gremio de los «Mercachifles, Tabaqueros, 13. Gilles Lipovetski (5 y ss.) aborda el concepto de «narcisismo colectivo» en la era postmoderna de manera amplia, definiéndolo como el sentimiento y la acción de formar grupo con aquellos con los que se comparten intereses comunes e identificaciones locales. El concepto bien puede aplicarse a los casos de etnonacionalismo premoderno como el que venimos estudiando.

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y Caxoneros» (Júbilos: f. s. n.) con tantas luces de castillos y «máquinas de fuegos» que «nos pare∫cia tener ya las cabezas dentro del Firmamento, ò que las E∫trellas ∫e havian venido à e∫tar entre no∫otros». El «elevamiento» de Lima hacia las esferas celestes también será parte de la caracterización de la ciudad como espacio heroico, en el sentido etimológico de «aéreo», tema que el autor retomará en la elaboración de la Lima fundada. A los fuegos de la Primera Fiesta siguió la mañana siguiente la corrida de toros organizada por el cabildo de la ciudad. Los fuegos de la Segunda Fiesta, a cargo de los gremios de herreros y espaderos, tuvieron lugar el 13 de abril, y la corrida correspondiente, una vez más, al día siguiente. Y así, de manera sucesiva, los veintisiete gremios de la ciudad se iban encargando de los fuegos artificiales y los carros alegóricos que, junto con las corridas de toros y juegos de cañas, convocaban a los sectores trabajadores de variada estirpe racial que habitaban entre las gruesas murallas de adobe de la urbe. No hará falta detenerse en cada uno de los gremios y sus respectivas responsabilidades. Apuntemos solamente que el 24 de abril se puso término a la Sexta Fiesta, lo que permitió dar paso a la expresión de fidelidad de la «Fiesta de los Originarios Naturales». Peralta lo expresa de la siguiente manera: Concluydas a∫si las Fie∫tas de Plaza de los Gremios, ∫e de∫cubren aora en ∫u theatro las magnificas apariencias de otras, à cuya grandeza difícilmente igualarian las mayores. Fueron e∫tas las fe∫tivas demon∫traciones que executò el rendido zelo de los originarios Naturales, que de los antiguos moradores de e∫te Reyno habitaban en e∫ta Ciudad y en ∫us contornos.

Los indígenas del barrio del Cercado y posiblemente de pueblos aledaños como La Magdalena habían sido separados de los gremios a los que pertenecían, entre los quales ∫e hallaba me∫clada la mas florida parte de ellos, como Mae∫tros y Officiales de todos exercicios; atendiendo al empeño con que vnidos en vn Cuerpo harian mas vigoro∫os los e∫meros: dictamen que le comprobò luego la experiencia, como ∫e vá à manife∫tar.

A iniciativa de los mismos indios, el virrey Morcillo aceptó que la demostración de su afecto se diera por separado, pues era costumbre que en este tipo de máscaras y desfiles fueran los mismos indígenas los

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que representaran las galas de su antigua historia14. El paseo de incas se ve precedido en el texto por un «Compendio del Origen y Serie de los Incas», a fin de prevenir al lector sobre la versión en vivo que los nativos irían a representar, frente a la cual Peralta manifiesta ciertas reservas. En la breve historia de los incas que Peralta incluye en los Júbilos de Lima, se echa mano de dos textos básicos: la primera parte de los Comentarios reales del Inca Garcilaso, de 1609, y el Memorial de historias del Nuevo Mundo Perú, del franciscano Buenaventura de Salinas, publicado en 1630. De Garcilaso se extraerán sobre todo testimonios del esplendor material de los incas, mientras que poco o mal se aceptará la abundante cascada de virtudes con que el autor de los Comentarios baña a sus paradigmáticos y casi atemporales gobernantes cuzqueños. De Salinas interesa extrapolar dos intertextos que revelan otra vez la manipulación criollista de Peralta. En primer lugar, la presentación de las cuatro edades preincaicas (Huari Uiracocha, Huari Runa, Purun Runa, y Auca Runa) hasta Manco Cápac, «origen de ∫us vltimos Monarcas (de∫de quien procede entero el Real Tronco que cortò la voluntad del Cielo)» (f. s. n.). Se contará, entonces, «el pryncipio y ∫ucce∫sion» de los incas, porque «ay memoria mas ∫egura». El tema de las cuatro edades también aparece en los textos de Guaman Poma, pero lo más probable es que Peralta lo haya extraído de Salinas, por obvias razones de impresión15. Peralta se apoya, entonces, 14. Karin Perissat consigna una visión amplia de los espectáculos oficiales durante el virreinato, y Pablo Ortemberg se centra en la continuidad de esos rituales públicos en el siglo xix. Teresa Gisbert estudia la participación popular en la fiesta barroca en su libro La fiesta en el tiempo (52-53 y 61-63): según la investigadora boliviana, «las partes constitutivas de la fiesta […] son: a) Desfiles o procesiones. b) Mascaradas. c) Representaciones teatrales. d) Corridas de toros. e) Juego de caña. f) Juego de sortija. De todas estas partes […] la “mascarada” es la más variada y rica, pues tiene en sí todos los elementos» (34). No es inusual, pues, la participación popular en desfiles de genealogías incaicas (de hecho, Arzáns y Vela los registra en Potosí desde 1555). Añade Gisbert: «En su conjunto, la fiesta era un gran ballet callejero en el que participaban las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, los gremios y los principales grupos étnicos: españoles, indios y africanos» (49). 15. Duviols sostiene la interesante hipótesis de la existencia una fuente común a Guaman Poma y Salinas: los misteriosos «cuadernos» del criollo Francisco Fernández de Córdoba, quien eruditamente habría refaccionado la historia andina de acuerdo con los tópicos medievales que manejaba, específicamente con el modelo de la historia occidental según los cuatro reinos que aparecen en el libro de Daniel (el famoso sueño de Nabucodonosor, al que nos hemos referido en el análisis del poema de Rodrigo de Valdés) y en el Chronicon de Johann Carion, traducido al español en 1553 (1983: 108 y 114).

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en un ilustre precursor criollo de las mismas exaltaciones de Lima y de paso modifica al Inca Garcilaso. Sin embargo, cuando los naturales hacen su desfile, Peralta los censura por no incluir a Yupanqui, el misterioso décimo inca después de Pachacútec, que Garcilaso sí registra en sus Comentarios reales, a contrapelo de casi toda la historiografía española. En este sentido, no es gratuito que Garcilaso resulte acreditado por Peralta ya que será en la segunda parte de los Comentarios reales —la Historia general del Perú— en la que Peralta basará su propia exaltación de Pizarro y los conquistadores, proclamando el inicio de una valorosa dinastía que se prolonga hasta los criollos limeños. La profusión y elogio de nombres de criollos en los cantos V y VI de la Lima fundada es una muestra clara del afán del poeta por exaltar esa aristocracia intelectual y profesional de la que se sentía parte. En segundo lugar, conviene reflexionar sobre la necesidad de un análisis decididamente contextual para la elección del modelo de la Eneida como pauta literaria en la composición de la Lima fundada. Porque si bien es reconocible la intención de parangonar al troyano Eneas con el hispano Pizarro, lo cierto es que tal pseudomitificación obedece al afán de alcanzar una legitimidad tanto cultural como ancestral. Entendido como paradigma que conquista (incluso sexualmente) a una raza vencida, Pizarro resulta, paradójicamente, una herramienta de autoglorificación criolla (Mazzotti: 1996b: 64-69; también en la sección 6 de este capítulo). El texto de los Júbilos se articula así con la participación indígena en el desfile de una manera más sutil de lo esperable. Se refuta la versión de que el curaca don Salvador Puycón había diseñado la Máscara de 1722, para lo que presumiblemente habría seguido una tradición local popular o las versiones de otros cronistas. Contra ambas fuentes, Peralta afirma que aunque ∫iguiendo e∫ta equivocacion, los Naturales repre∫entaron en las ∫iguientes Fie∫tas ∫olo doze Reyes ha∫ta Hua∫car, omitiendo à Inca Yupanqui, [y] lo advertimos aqui, creyendo ∫olo à aquel Author [Garcilaso], à quien demas de los motivos que hemos ya in∫inuado, le acredita la claridad con que, encargado de la confu∫ion, la de∫vanece.

Garcilaso se convierte así en un modelo de eficacia expositiva («le acredita la claridad») y, por lo tanto, en una versión autorizada, avalada, además, por sus orígenes indígenas y cuzqueños. Mediante este movimiento de alejamiento primero y de rescate después, Peralta de-

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termina el valor de los Comentarios reales en lo que respecta a su concepción del pasado local. Por un lado, los incas serán aceptados como sabios gobernantes; por el otro, estarán marcados por su origen ilegítimo. Asimismo, su conocimiento intuitivo del dios cristiano (tal como aparece en los Comentarios) no impide que sean caracterizados como «barbaros, q˜ vniendo la delicia y el horror, ceñian guirnaldas, y adoraban Leones»16. De ahí que no haya una admiración incondicional a los reyes cuzqueños, sino que esta se manifieste tan solo en momentos puntuales. Por lo contrario, cuando más adelante, en la Lima fundada, Peralta trate de caracterizar a los incas, les otorgará una condición feminizada, motivada por las amantes de sangre real cuzqueña que tuvo Pizarro y por el papel general que se les asigna en esa dilatada exaltación en verso de la conquista que constituye su poema, muchos de cuyos temas, personajes y argumentos provienen también de la segunda parte de los Comentarios reales. Así, por un lado Peralta corrige —utilizando a Garcilaso— el conocimiento de los propios indígenas capitaneados por el curaca Salvador Puycón, y por el otro se encarga de detallar la opulencia de los trajes de los incas desfilantes. La arcadia minerológica que se ofrece a manos llenas llega de este modo a la Corona gracias a los criollos que estimulan tales representaciones y que, naturalmente, garantizan la continuidad del orden virreinal.

4. El re-centramiento del axis mundi En tal sentido, la traslación del centro económico y cultural del imperio a sus confines occidentales invierte las reglas del juego y propone implícitamente una desarticulación del paradigma central de la conquista. Me refiero a la justificación de la opulencia extraída a cambio de la salvación de las almas indígenas y su «ennoblecimiento» por me16. Con «guirnaldas» debe referirse Peralta a las plumas de corequenque distintivas de la majestad de los gobernantes cuzqueños, así como a las rodilleras y hombreras de oro con caras de pumas con que solían engalanarse los incas. Estos rasgos aún son visibles en la pintura cuzqueña del xviii, como en el cuadro del cacique Felipe Chihuán Topa en el Museo Regional del Cuzco. La «adoración a los Leones» contradice la información de Garcilaso acerca de la diferencia entre los cultos idolátricos de la primera edad preincaica y la religión protocristiana de la segunda, en que los cuzqueños imponen el culto al sol y a Pachacámac.

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dio de los usos españoles. Una vez que los criollos quedaban fuera de toda duda idolátrica, ¿qué sentido podría tener seguir entregando las riquezas peruanas sino el de hacer demostración y alarde de generosidad superior y verdadera grandeza de ánimo? Si una tradición criolla se desarrolla a partir de los primeros malestares por el desheredamiento de las encomiendas y las exclusiones en las órdenes religiosas (tema ampliamente estudiado por Bernard Lavallé en Las promesas ambiguas), veremos que de la etapa de asimilación e imitación se pasa a la de la rivalización interprovincial con el correr de las décadas. Las hipérboles de los Júbilos sobre una Lima comparable al cielo hablan por sí mismas de un espacio de interferencias en que distintas tradiciones étnicas son contrastadas y reformuladas dentro del saber letrado. Dicho saber se constituye así como crisol legitimador de las aspiraciones criollas. En el caso de Peralta, no se trata precisamente de un afán independentista, ni mucho menos. Ya los trabajos de Jerry Williams (esp. 1994) se han encargado de demostrar una vez más la profunda vocación adulona y fidelista de nuestro notable polígrafo. Pero no sería exagerado pensar que su afán demostrativo tiene que ver con un reclamo implícito de equiparar las letras criollas con el modelo peninsular17. De paso, y muy convenientemente, se resta cualquier posibilidad de legitimación y viabilidad al conjunto de reclamos y discursos provenientes del llamado «renacimiento inca» del siglo xviii, estudiado en 1954 por John Rowe y más recientemente por Carlos García-Bedoya en 1996. Como se recordará, tal fenómeno, llamado también «movimiento nacional inca», se caracterizaba por la agencia de numerosos curacas andinos en la configuración de una comunidad ancestral nobiliaria cuzqueña que condujera al restablecimiento de su continuidad identitaria y de algunos de sus privilegios. Estos curacas (entre los que destacó José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II) buscaban constituir una identidad alternativa y protohegemónica en relación con la agencia criolla, desarrollada principalmente en Lima. La línea de exaltación local renovada por Peralta a partir de sus fuentes (Garcilaso y Salinas) se prolonga y puede rastrearse fácilmente hasta José Eusebio del Llano y Zapata, y, más adelante, en los ilustra-

17. En efecto, para un texto más temprano de Peralta, la Lima triunfante de 1708, Rodríguez Garrido (2000) demuestra la estrategia de equiparamiento y sutil defensa de los derechos criollos frente al poder virreinal.

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dos intelectuales del Mercurio peruano. En esta publicación se percibe un ahondamiento de la mirada oblicua trazada por Peralta hacia la población indígena contemporánea. De hecho, se comienza a «depurar» los contenidos estrictamente descriptivos de la riqueza y magnificencia de los edificios y obras incaicas, pero se establece una imagen totalmente peyorativa de sus descendientes. De hecho, se llega a decir, en sintomático afán regalista que [Lima] no solo ha sido un continuo manantial del Erario, para ofrecer y darle cuantiosas sumas y donativos cuando se ha visto necesitada la Corona, sino que sus fuerzas y respeto han sido el más generoso antemural para sostener los insultos que en lo externo han ocasionado las naciones rivales de nuestras posesiones y en lo interno para combatir a los indios en las irrupciones que la menor lealtad ha ocasionado en algunas provincias, queriendo ocupar así el sitial de sus antiguos emperadores incas (Mercurio peruano: X, 131).

Como se ve, una vez fracasada la Gran Rebelión de Túpac Amaru II, no resultaba difícil defenestrar cualquier residuo de aspiración autonomista por parte de las naciones indígenas18. La prohibición de los Comentarios reales en territorio andino a partir de 1783 para evitar nuevas inspiraciones rebeldes motivó poco después su reivindicación dentro del discurso libertador. Tal como estudia Ricardo Rojas en su célebre prólogo a la edición de 1943, el general José de San Martín encontró en la obra de Garcilaso una justa fuente para asentar la nacionalidad peruana, tratando de integrar armónicamente sus diferentes sujetos sociales19. Pero, a pesar de las intenciones editoriales de San Martín, no se volvió a publicar la obra hasta bien entrado el siglo xix, y sin duda su interés como texto histórico fue decayendo desde la década de 1880, cuando empezaron a circular por obra y gracia de Marcos Jiménez de la Espada ediciones de crónicas desconocidas, como El señorío de los incas de Pedro de Cieza, la Relación de antigüedades de Joan de Santacruz Pachacuti, la Instrucción de Titu Cusi Yupanqui o la Suma y narración de los incas de Juan Díez de Betanzos, que ofrecían una vi18. Para un estudio actualizado y muy completo del Mercurio peruano, puede consultarse el trabajo homónimo de Jean Pierre Clément (1997). Una reseña sobre el mismo aparece en Mazzotti 1999b. 19. Hubo una edición de los Comentarios en fascículos en Madrid en 1801, pero no hay certeza de si llegó a circular en América o si fue la fuente usada por San Martín.

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sión más directa y literariamente despreocupada de la administración cuzqueña. Esto motivó que los Comentarios reales fueran estimados a principios del siglo xx sobre todo en su faceta estética, hasta tal punto que la disciplina del «garcilasismo» ha cobrado una autonomía creciente dentro del campo de los estudios llamados coloniales20. Sin embargo, la manera como ha solido resolverse el problema del mestizaje dirigente propuesto por Garcilaso ha pasado inevitablemente por un blanqueamiento de su propia figura como producto del choque entre conquistadores y conquistados. Cabría, simplemente, recordar la imagen del paisaje peruano que presentan garcilasistas encumbrados como Riva Agüero, quien desde 1916, en su «Elogio del Inca Garcilaso», invocaba la «eterna dulzura de nuestra patria, la mansedumbre de sus vicuñas, la agreste apacibilidad de sus sierras y la molicie de sus costeños oasis» (XXXIII), para más adelante describir la administración incaica como un «estado [...] refinado e infantil», pretendiendo establecer a partir de una lectura interesadamente nacionalista de los Comentarios (dentro de un curioso y al parecer no caduco nacionalismo hispanizante) la naturaleza de tal referente primitivo como un hecho histórico incuestionable. Ni qué decir tiene que en el supuesto «clasicismo» de Garcilaso Riva Agüero pretendió encontrar la «más palmaria demostración del tipo literario peruano» (XXXVIII), concluyendo, en entusiasta búsqueda de identidad nacional, que «nuestras aptitudes, por conformación y coincidencia espirituales, mucho más que por derivación de sangre, se avienen sorprendentemente con la tradicional cultura mediterránea que denominamos latinismo» (XXXIX, énfasis en el original). De este modo, al extraerse solamente las virtudes humanísticas del discurso garcilasiano, se le otorga a este una representatividad nacional muy a tono con la corriente de reivindicación de la Romania, tan de moda en el pensamiento hispanoamericano de principios del siglo xx. Magistralmente expresado por Pedro Henríquez Ureña en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión de 1928, el proyecto de una «Romania» extendida al Nuevo Mundo ha sido telón de fondo para la radicalización del proceso de occidentalización del territorio andino iniciado en el siglo xvi.

20. Ver, en ese sentido, la tesis doctoral de Enrique Cortez sobre la recepción norteamericana, española y peruana de los Comentarios en el siglo xix y principios del xx.

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Los párrafos anteriores no pretenden de ninguna manera agotar el problema. Solo intentan mostrar las relativas continuidades entre la formación y consolidación del discurso criollo durante el virreinato y su transformación posterior en un discurso nacionalista que guarda sospechosas semejanzas con aquel. Nada mejor que revisar la historia del garcilasismo y de las múltiples lecturas ejercidas por «la tradición de los encomenderos», como decía Mariátegui, para desarrollar un hasta ahora no bien cuajado proyecto nacional peruano. Pasemos ahora a considerar los aspectos internos de la Lima fundada y sus paratextos a fin de corroborar las afirmaciones anteriores.

5. La «Aprobación» de Pedro José Bermúdez a la Lima fundada: un microcosmos limense Entre los comentarios y censuras que anteceden a la Lima fundada, aparece una «Aprobación» del doctor Pedro José Bermúdez de la Torre y Solier, que, como Peralta, había sido rector de la Universidad de San Marcos y habitual de la Academia del virrey marqués de Castell-dos-Rius entre 1709 y 171021. Amigos y colegas durante largo tiempo, los criollos Peralta y Bermúdez se prologarán y elogiarán mutuamente y participarán en numerosos eventos literarios y oficiales durante la primera mitad del siglo xviii. La «Aprobación» de Bermúdez a la Lima fundada es el primer ejercicio crítico y analítico que se ofrece del largo poema desde el mismo momento de su publicación. Al tener que justificar los motivos para recomendar su aparición, Bermúdez echa mano de una larga di21. La familia de Bermúdez venía de alto abolengo en la tradición limeña. El patriarca fue el ancestro español Pedro Bermúdez, así registrado en Bromley (300). Según este, don Pedro había sido «Regidor del Cabildo y tesorero del Tribunal de la Santa Cruzada. Casó con doña Ana de la Torre, también de España. Tuvieron por hijos a: Diego Bermúdez de la Torre, regidor de Lima, caballero de Santiago y rector de la Universidad en 1673, casado con Dª. María de Solier y Cáceres; y a Dª. Mariana, que contrajo enlace con el doctor don Antonio Jacinto Díez de San Miguel y Solier, abogado, catedrático de San Marcos, oidor de Quito y de Charcas y consejero real. D. Diego Bermúdez de la Torre y Da María de Solier y Cáceres fueron padres de D. Diego José Bermúdez de la Torre, rector de la universidad varios años y alguacil mayor de la Real Audiencia, casado con Da Bartolina de Castilla Luján y Recalde». Este último Diego José debe ser el mismo Pedro José, a quien Mendiburu (III, 43) da por hijo del anterior.

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sertación sobre la portentosa obra de este «Virgilio E∫pañol», título que se traslada al Nuevo Mundo en la figura de Peralta. De este modo, si Peralta es un Virgilio, Lima será una Roma y el Pizarro glorificado en el poema será un Eneas, cuyos viajes y peripecias serán no solo más reales que los del personaje virgiliano, sino también más productivos, pues conquista un «nuevo orbe» de oro y numerosas gentes para mayor gloria de España. En esta sección quisiera explorar de manera puntual la función que cumple la «Aprobación» de Bermúdez tanto en la legitimación y consagración del poema de Peralta como en la expresión de un ideal social de armonía y orden que, paradójicamente, muestra bastante bien las tensiones y pasiones subyacentes en el discurso criollista ya maduro de la temprana Ilustración peruana. Asimismo, la concepción poética y universalista de la «Aprobación» nos puede dar cuenta de un microcosmos cifrado en el poema de Peralta que sirve como programa de re-facción política. En tal programa, la estirpe criolla se coloca en la cúspide de la pirámide social y desde su altura ordena el paisaje humano en busca de una hegemonía étnica de claras consecuencias en el posterior desarrollo de la historia peruana. Recordemos que quince años antes, en 1717, Bermúdez había escrito el ingenioso y erudito El Sol en el Zodiaco, una serie de doce ejercicios que relacionaban los signos del Zodiaco con la personalidad del entonces nuevo virrey, el príncipe de Santo Buono. En el extendido encomio se plantea la influencia de los astros sobre el microcosmos personal del monarca, haciendo de la máxima autoridad del Perú un dechado de virtudes y habilidades administrativas. Más adelante veremos de qué manera la relación entre personaje y configuraciones estelares sirve también para sostener los argumentos de Bermúdez en su defensa de la Lima fundada. Para entrar, pues, en el tema, conviene resaltar que en la larga «Aprobación» de Bermúdez se recoge un concepto del axis mundi limeño y de reactualización cristianizada de culturas antiguas que ya el jesuita criollo Rodrigo de Valdés había vuelto a poner en circulación cuarenta y cinco años antes en su Fundación y grandezas de Lima de 1687. El hecho de que Valdés llamara a Pizarro y sus soldados «Catholicos Argonautas» era bastante sintomático. Recordemos las estrofas 155 y 156 del poema de Valdés, en que se cristianiza la cultura pagana clásica y a la vez se dignifica culturalmente la campaña militar de Piza-

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rro. A la vez, al comparar a Lima con la heroína Medea, Valdés forma la pareja ideal que producirá una estirpe insuperable de criollos. Tal antecedente nos remite, por cierto, a otro más lejano, de 1630: Buenaventura de Salinas, ya estudiado en nuestro capítulo dos, y su elocuente reclamo de un «Virgilio español» y de un «Valerio Flaco» que cante las hazañas de Pizarro y funde discursivamente una tradición de glorificación del conquistador que sirva como pieza ideológica clave en la creación de un indiscutible ancestro local (nota 42 del cap. 2). Con tan ilustres antecedentes y preclara genealogía textual, podemos entender mejor la importancia de la «Aprobación» de Bermúdez y su reivindicación criollista, complementando la referencia a Virgilio y Eneas con la no menos prestigiosa y reveladora a Valerio Flaco y los Argonautas, que sirve para conceptualizar más claramente las alusiones a la tierra peruana. En efecto, la poco explorada relación entre la Lima fundada y el mito de los Argonautas explica mejor que la Eneida el sentido de comunidad criolla inherente a la sacralización de la figura de Pizarro por sus descendientes culturales. Como veremos más adelante, la labor conquistadora y erotizante de Pizarro es adaptada por los criollos para sus propios fines a lo largo de los siglos xvii y xviii, y resultará en la desorbitada «estelarización» de la comunidad neoeuropea y de la ciudad de Lima en el canto octavo del poema. La «Aprobación» de Bermúdez resulta, pues, imprescindible para una correcta y detallada interpretación de la obra. Por ello, es importante considerar que, ya que no está incluida en la segunda edición de 1863, todo estudioso que quiera hacerse una idea cabal del imaginario criollista presente en el poema debe remitirse al ejemplar princeps de 1732. Si en El Doctor Océano, quizá el libro más ambicioso escrito hasta ahora sobre Peralta, Luis Alberto Sánchez apenas menciona la «Aprobación» de Bermúdez, tal vez sea porque sólo llegó a manejar la segunda edición de la Lima fundada22. 22. Las deficiencias del estudio de Sánchez, además de ser de carácter filológico, tienen también carácter de fondo. Por ejemplo, en su recuento del poema fusiona dos personajes indígenas femeninos, la informante tumbecina del canto segundo y la hermana de Ataw Wallpa, y señala que la que sería pareja de Pizarro en el poema, la princesa doña Inés Yupanqui, «parece que muere de nostalgia de su amante, muere de amor» (146) cuando Pizarro la abandona al final del canto tercero para volver a la guerra. El poema se encarga de desmentir tal muerte y presenta el matrimonio entre Pizarro y la princesa al final del canto octavo. También dice Sánchez que «un

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La «Aprobación» describe un plan de composición del poema acorde con la relación entre las nueve musas y el dios Apolo, correspondientes a los diez cantos del poema, al mismo tiempo que asigna a cada canto un astro presidiendo cada una de las esferas celestiales. Nos dice Bermúdez: E∫ta analogica distribucion de los diez Cantos de∫te Poema con la corre∫pondencia y proporcion à los diez radiantes Olympicos e∫pacios, y à otros tantos influxos in∫pirados de la ∫onora cumbre del Florido Helicon, y organizados en los dulces Plectros de sus nueve canoras gratas Ninfas, y en la ∫uave Lira de Apolo ∫u propicio director, fue ya una de la Ideas Platonicas, que, apropriando al plàcido contento de los ocho primeros Orbes, y à la vniver∫al euphonia de todas las Esferas el Coro de las Mu∫as dexaron el vltimo lugar à Phebo su Adalid para ajustar el numero de los diez Cielos, que ∫e cuentan ∫in el Empireo, ∫egun las Tablas del rey Don Alfon∫o, seguidas de todos los A∫tronomos modernos, que refiere el Padre Riccioli en ∫u Almage∫to (f. s. n.).

Dentro de esta cosmogonía ptolomeica recuperada, según Bermúdez, por Riccioli en Almagestum novum, el primer canto está dedicado a narrar los viajes por mar de Pizarro antes de su llegada al Perú, y está encabezado por la luna, que gobierna las mareas, y por la musa Clío, «que pre∫ide los Heroicos Poemas», (f. s. n.). Análogamente, el segundo canto está gobernado por Mercurio, dios de los embajadores y de la elocuencia, y por Euterpe, cuyo nombre, según Horacio «∫ignifica ∫uavidad» (f. s. n.), pues en estas estrofas se relatan las primeras embajadas entre españoles e incas durante la llegada de Pizarro a Tumbes, así como el recibimiento afectuoso de una «noble Beldad» nativa que lo hospedó a en esa ciudad «como Dido a Eneas en Cartago». El tercer canto, presidido por el planeta Venus y la musa Talía, «celebra los primeros bélicos combates» y la consumación amorosa del idilio entre Pizarro y la «hermosa princesa» hermana de Ataw Wallpa (me referiré a este idilio y a su simbolismo más adelante en este capítulo).

joven dotado del poder de penetrar en los tiempos futuros y pasados» se aparece ante Pizarro para vaticinarle la grandeza del reino por fundar, cuando en realidad no se trata de «un joven», sino de un «Ángel» o «Genio de Lima», descrito como tal desde el mismo prólogo de Peralta. Y así por el estilo.

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El cuarto canto, dedicado a describir el Templo del Sol en el Cuzco, está lógicamente presidido por el astro rey, y tiene como musa protectora e inspiradora a Melpómene, patrona de la Tragedia, ya que el pasaje también incluye el lamento por las tropas españolas muertas a manos de los generales incas Quisquis y Huaypallca. Y así, sucesivamente, Bermúdez se encarga de encontrar las correspondencias entre las musas, las esferas y los cantos del poema, justificando cada asunto y cada movimiento del texto según un plan que reproduce la totalidad del universo. El canto quinto está regido por Marte y Terpsícore, el sexto por Júpiter y Erato, el sétimo por Saturno y Polymnia. Pero, al llegar al canto octavo, Bermúdez se encarga de establecer que la misma ciudad de Lima, no solo en la forma en que aparece representada en el poema, sino tal y como Pizarro la concibió y diseñó, guarda una estrecha correspondencia con la disposición de las estrellas en el firmamento. Así, dice Bermúdez, ∫e de∫cribe adornada de todas las galas Poeticas, y Geograficas e∫ta gran Corte del Reyno del Perú en ∫u Corografía, Topografía, Delineación, y Planta, aju∫tada a la luciente Fabrica del Firmamento, ò Cielo Octavo, cuya E∫fera resplandece poblada de todas las E∫trellas fixas […] componiendo una cele∫te lumino∫a Ciudad, habitada de innumerables Soles. [De esta manera,] los habitadores y Ciudadanos de vna Christiana, y opulenta Corte [como la de Lima] deben seguir el orden que guardan las E∫trellas en el Cielo […], donde, luciendo con advertida diferencia, se mantienen con recíproca con∫tancia, ∫iendo di∫tinto el re∫plandor, pero comun la E∫fera (f. s. n.).

Este afán por «elevar» a Lima al firmamento y por convertirla en el escenario de la divinidad que motiva las proezas de Pizarro y de los santos que la adornan propone la creación de una genealogía política cuyo extremo contemporáneo estará ocupado nada menos que por el mismo virrey, a quien Peralta dedica la obra: el marqués de Castelfuerte, que gobernó el Perú entre 1724 y 1736. Así, si Lima fue fundada por Pizarro bajo el reinado de Carlos V, en el momento del poema estaba gobernada por Castelfuerte bajo el reinado de Felipe V. Dos marqueses en el Perú y dos reyes quintos en la metrópoli delimitan así los dos siglos de presencia europea en el país de los incas. Por eso, la fecha de publicación del poema (1732), que coincide con el bicentenario de la entrada de Pizarro en Tumbes, se asume como código cifrado o cabalístico de la totalidad de la historia del Perú. Dentro de esa historia, la población indígena se habrá ido asimilando en el imaginario

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criollo de manera cada vez más sutil, y ocupará poco a poco un sitial feminizado, de alguna manera análogo al que Lima ocupará frente al sujeto masculino español, como la Ariadna que espera anhelante al Teseo hispano en el poema de Rodrigo de Valdés. Así, el canto octavo de la Lima fundada representa la ciudad como jardín edénico, tanto por la bondad de su clima como por la proliferación de huertos y jardines que adornan las calles y casas (estrofas 2 a 5). También se precisa que la costa peruana abarca unas mil millas de extensión, y que Lima se encuentra en el centro equilibrador de esa geografía dividida entre una costa benevolente, sin tormentas ni desastres mayores —excepto, quizá, los terremotos—, y un océano inabarcable (estrofa 7). El poema se desplaza entonces desde esta mirada descriptiva y exaltadora de la geografía y el clima hacia la historia fundacional. Para ello, desde la estrofa 9 del mismo canto se pone en marcha un recuento de los pormenores de la selección del valle costeño para la capital, sus ventajas militares y las razones por las que Pizarro llamó a la nueva urbe «Ciudad de los Reyes». Peralta defiende claramente la alusión a los tres Reyes Magos, ya que —aduce— los nombres de las ciudades no solían tomarse de los monarcas a secas (a pesar de las letras I y K, alusivas a Juana y Carlos en el escudo de Lima), sino de figuras de santidad comprobada, como es el caso de los tres reyes itinerantes (nota 11, correspondiente a la estrofa 13). Aun en el canto octavo, Peralta cita documentos como el acta de fundación de la ciudad y pormenoriza en los doce fundadores originales, resaltando su número, de manera que queda implícita la santidad del acto mismo de la fundación por la resonancia que esa cifra tiene con los apóstoles. Así, «purificada» la heroicidad del fundador Pizarro, el poema presenta elementos favorables a dicha imagen: la catedral, con sus capillas interiores, sus puertas y sus torres (estrofas 21 a 23), que convierten a la ciudad en «otra Jerusalem» (estr. 23e), dentro de la que el orden civil no es menos grandioso: el palacio del virrey, el edificio del cabildo, las calles y los templos, en los que hará falta detenerse un momento a fin de reforzar el argumento sobre la importancia de la «Aprobación» de Bermúdez. Cuando se refiere el poema al cabildo como la autoridad de la ciudad, menciona que estaba conformado por «veinticuatro nobles» y que estos constituyen un «Cielo, que tiene a influjos más benignos/ duplicados sus astros y sus signos» (estr. 26g-h). Es decir, la autoridad suprema, en la que muchas veces había un importante componente

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criollo, se elevaba a las alturas celestiales y ejercía un papel benéfico sobre el gobierno de la ciudad. La estelarización de los miembros del cabildo se veía reforzada por la magnificencia de los templos, que «Aun los astros concurren de oficiales;/ Aun los alientos sirven las esferas;/ Y en cúpulas y luces son los cielos/ A los templos objetos y modelos» (estr. 28e-h). ¿A qué vienen, pues, estas alusiones a la santidad de la ciudad en su fundación, su gobierno civil y sus iglesias? Recordemos lo mencionado sobre el mito de los Argonautas y encontraremos algunas claves para analizar las dimensiones políticas del texto en el juego por el reconocimiento y los «posicionamientos» criollistas. Había señalado que el número de los fundadores, doce, y la condición etérea de los miembros del cabildo acercaban a la élite de la «república de españoles» a la octava esfera o círculo estelar, por lo cual la ciudad y sus habitantes se hacían claramente merecedoras de tratamiento desde el prestigioso género de la épica. Sin embargo, las menciones de Valerio Flaco y sus Argonáuticas, que en buena medida proceden del modelo de Apolonio de Rodas en el siglo iii a. C., no deben pasar desapercibidas. En la fuente griega se puede ver claramente cómo se da un proceso de erotización del héroe Jasón y sus argonautas desde que desembarcan en la isla de Lemnos, famosa por haber sido escenario de uno de los mayores crímenes de la mitología clásica: las mujeres de la isla habían asesinado a todos los hombres, maridos, padres e hijos por el continuo y humillante adulterio que los guerreros perpetraban cada año al preferir sexualmente a las cautivas de sus guerras y despreciar a las mujeres propias. Jasón y sus Argonautas son invitados más tarde al palacio de Hipsípila, donde la reina y las demás lemnias se entregan a los mayores placeres carnales con los viajeros, y quedan así embarazadas para generar una nueva estirpe de hijos e hijas dominados por el matriarcado. Lo curioso es que Jasón es presentado como «estrella» del atardecer, y se le identifica con el lucero de la tarde que marcha tras la mensajera de Hipsípila aceptando la invitación al connubio temporal (Apolonio de Rodas: 127). La estrella vespertina era considerada astro tutelar de los matrimonios, y el manto rojo y dorado del jefe de los argonautas resplandece a la entrada de la ciudad. Las alusiones al erotismo del héroe viajero y su recepción favorable en tierras conquistadas o visitadas tampoco son, pues, gratuitas en la reivindicación de los criollos como estrellas novomundiales. Por

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eso, dentro de esa analogía, la población indígena habría sido asimilada paulatinamente, de manera cada vez más sutil, hasta asumir el rol de lo femenino: así lo prueba el canto tercero de la Lima fundada, en que todas imágenes positivas de la élite incaica están relacionadas con la bella princesa que Pizarro seduce y protege, como veremos en las siguientes secciones. El dimorfismo sexual implícito en las alegorías criollas (femeninos ante los españoles, masculinos frente a los indios) es representativo de una amplia gama de ambigüedades identitarias, propias de las agencias criollas en su prolongado devenir. La analogía de Pizarro con el Jasón de las Argonáuticas incluye a Medea, princesa de la Cólquide o «País del Sol» (nombre muy pertinente para el Perú). Medea es ducha en las artes de la hechicería y ayuda a Jasón a obtener el vellocino de oro, siendo luego abandonada por el héroe. Es obvio que este modelo de conquista militar acompañada por la posesión temporal de la mujer nativa sirve de inspiración para el Eneas y la Dido de Virgilio. El archiconocido tópico fue una y otra vez utilizado durante el Renacimiento, hasta derivar en la no menos afamada versión de Alonso de Ercilla en La Araucana, que reivindica el honor de Dido como representante de una raza vencida sobre la cual se cometió un infame atropello23. Esta estrategia de compensación, propia de la «épica de los vencidos», como la califica Quint (XX), representaba en el siglo xvi la manifestación de una voluntad reivindicativa de la población indígena, ante la que Ercilla se condolía, recusando los abusos de los conquistadores baqueanos o antiguos, y defendiendo la posición reguladora de la Corona y su supuesto interés por el «bien común» de todos sus vasallos24. Pero ya en el siglo xviii, pasadas muchas aguas bajo los puentes del reacomodamiento social, los criollos como Bermúdez y Peralta no podían sino asociarse al imaginario de las seducciones e idilios clásicos en función de una agenda propia de conquista de un espacio discursivo. Se trataba, por un lado, de mostrar un amplio conocimiento de la astronomía ptolomeica, si bien ya superada científicamente por los hallazgos de Copérnico y Kepler en los siglos xvi y xvii. Por otro, se buscaba delinear la relación entre los descendientes de los conquistadores, que ya para entonces se sentían parte de una «nación criolla» en 23. El conocido estudio de María Rosa Lida, Dido en la literatura española (1974), me exime de mayores comentarios. 24. Volver al capítulo 1 para acceder a una discusión detallada sobre las posiciones políticas de Ercilla frente a los conquistadores y los indígenas.

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el sentido étnico y primordialista del término, y las masas indígenas, constantemente presentadas en situación de inferioridad material y cultural. A la vez, los criollos empleaban la analogía mítica para quejarse del abandono injusto por parte de los «chapetones», de los que sin embargo no podían desligarse políticamente. El canto noveno está presidido por Calíope, musa de la poesía épica y de la elocuencia, y se corresponde con el «Aqueo, o Cri∫talino», espacio congruente con el signo de Acuario, bajo el cual se fundó Lima un 15 de enero. Bermúdez vincula el agua abundante del Cristalino con el llanto que el poeta no puede reprimir por el dolor que le causan los encuentros bélicos. Sin embargo, no todo es pena y desazón: Peralta introduce pasajes diversos que amenizan la narración, continuando con la descripción sublimada de la ciudad. Por último, el canto décimo está presidido por Febo o Apolo, dios de la poesía, y se corresponde con el Primer Móvil. En él «se acaban de celebrar con die∫tra elevación, la Conqui∫ta del Reyno, la Fundación de la Ciudad, y el Triunfo del Heròe» (f. s. n.). Este canto es «el término del Poema, y el que ha cau∫ado el mouimiento y harmonía de todos los cantos antecedentes, como ∫ucede al Primer Móvil con los otros cielos inferiores». Vemos, pues, que Lima fundada está diseñada según un plan coherente que reproduce la estructura del mundo supralunar, recentrando así el papel de la ciudad no solo en el plano sincrónico y horizontal frente a otras ciudades del mundo, sino también en el plano diacrónico y vertical, correspondiendo a su historia la encarnación de las musas y Apolo, y a su discurso —el poema mismo— la cifra del universo entero, el cual permite predecir su preponderancia en el devenir de la humanidad. Ahora bien, ¿cómo conjuga Peralta estas virtudes con las de la nación criolla? Veamos, para ello, el siguiente apartado.

6. Solo la proporción es la que canta: poética de la nación en la Lima fundada Peralta y Barnuevo afirmaba en el prólogo de su Lima fundada que la poesía no era sino «vna Alegoria de la Mu∫ica de la Razon [...]: Di∫curso Metrico y Eloquencia cantante: Hermo∫ura, que tiene su mayor libertad en ∫us pri∫iones, y ∫u mayor firmeza en ∫us caidas» (f. s. n). Y quizá no se equivocaba si comparamos la poética allí expuesta con la

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producción épica limeña inmediatamente anterior. Para Peralta, «∫olo la proporcion es la que canta; pues ∫in el alma de e∫ta todo es cadaver de concento quanto al mi∫mo concento se previene»25. Detengámonos unos instantes en la frase que sirve de título a esta sección. «Sólo la proporción es la que canta»: para llegar al delirio del análisis formal, apuntemos que se da una simetría perfecta en el endecasílabo heroico, con un par de consonantes explosivas sordas escoltando a cada lado el acento central. «Sólo la proporción es la que canta»: pareciera que en tan breve afirmación, deslizada casi inocentemente dentro del prólogo, estuviera cifrada la naturaleza toda del discurso épico en tránsito al neoclasicismo. Pero no nos engañemos. No basta con limitarse a lo que concibió y escribió sobre la práctica poética don Pedro de Peralta. En realidad, prefiero dirigirme al punto de intersección entre esa poética y las correspondientes concepciones del espacio social, es decir, el ordenamiento y, por qué no, el acomodamiento desde el discurso crítico y poético de los distintos sujetos sociales del virreinato peruano. Me interesa, así, hurgar en esa estrategia de focalización que elabora una teoría del texto literario al mismo tiempo que una teoría del desideratum social. Dentro de estos discursos veremos que se proponen versiones del pasado local que son en sí mismas historias, autorrepresentaciones y proyecciones del sujeto criollo, con sus contradicciones internas y, naturalmente, con las que le surgen frente al inmenso espectro de los grupos indígenas, africanos, mulatos y mestizos. Una «poética de la nación», me atrevería a bautizarla, sin que esto signifique que se trate de una poética homogenizadora, triunfante o asimilada en todos sus aspectos con el marco teórico o el antecedente embrionario del posterior proyecto republicano de la emancipación. Se trata de una corrien-

25. Sigo, como se puede observar por las citas y el análisis de la «Aprobación» de Bermúdez, la edición príncipe de 1732. Vale la pena mencionar esto porque en trabajos más recientes sobre la Lima fundada, como el de Sánchez en 1967, se moderniza el texto siguiendo la edición hecha en 1863 por Aurelio Alfaro en Lima para la Colección de Documentos Literarios de Manuel de Odriozola. Esa edición altera supuestos arcaísmos como «concento», que resulta transformado en «concepto», con lo que la frase del original «todo es cadaver de concento quanto al mi∫mo concento ∫e previene» adquiere un sentido distorsionado. Como se sabe, para los tiempos de Peralta, el término «concento» resultaba aún frecuente, y aparece registrado en el llamado Diccionario de Autoridades de 1726 como «canto acordado, harmonio∫o y dulce, que re∫ulta de diver∫as voces concertadas» (Real Academia: 470). Estas y otras imprecisiones irán siendo señaladas a lo largo de nuestra argumentación.

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te discursiva cuyas influencias francesas más felices —la de Nicolás Boileau, por ejemplo, a través de su Art poétique, o la del triunfo lento pero seguro del racionalismo cartesiano, especialmente importante en un autor como Peralta— urge examinar también en sus diálogos llenos de interferencias con las crónicas mestizas, especialmente la del Inca Garcilaso, como vimos en la primera sección de este capítulo, y con las débiles pero significativas manifestaciones de la cultura popular del momento permitidas dentro del ámbito oficial. A la vez, Peralta y algunos de los conspicuos letrados de su tiempo no encontraron obstáculos en conjugar su fidelidad al rey (sobre todo durante el ascenso borbónico con Felipe V) y la exaltación desmesurada de su Lima natal como centro en la frontera y como herencia legítima de una grandeza declinante dentro de la lejana España. Por mucho que se haya acusado de aculturados y meramente imitativos a los letrados criollos de principios del xviii, sigue haciendo «una falta sin fondo», como diría Vallejo, el examen de las poéticas limeñas en relación con su universo cultural y con su entorno político inmediato. Me referiré, entonces, no tanto al surgimiento de una «conciencia criolla» (como ha sugerido Mabel Moraña en 1988 para los casos de Sigüenza y Góngora y sor Juana en México, y del Lunarejo en el Cuzco colonial) ni a un accionar legal y cultural dentro de un sentimiento de patriotismo (cf. Moore para Sigüenza), que, sin embargo, resulta igualmente subjetivo, sino que aludiré sobre todo a los matices internos y a las soluciones locales ofrecidas dentro de esa conciencia diferencial en los poetas limeños: una agencia manifestada a través de un discurso aparentemente armónico y pretendidamente conciliador con el resto del espacio social, así como mediante una serie de ambigüedades que la apartan del nacionalismo ilustrado avant la lettre, pero también de la plena e incondicional adhesión a los intereses y modalidades expresivas de la metrópoli. «Concibio∫e la Naturaleza en Armonia original», es el lema con el que se inaugura el discurso crítico en el prólogo de la Lima fundada. La correspondencia entre la poesía y la naturaleza (y, por extensión, entre la poesía y todo el mundo externo al poema) permite retomar el viejo tópico de la dignificación del «bárbaro» tan al uso en la épica de tema americanista desde La Araucana de Ercilla. Sin embargo, se trata, en el caso de los poetas limeños, de una opción tardía y de un recurso de economía topológica que sirve enormemente para plantear su «poética de la nación» como una herramienta justificatoria del que-

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hacer escritural, por un lado, y de la diferencia local, por el otro. Con esta herramienta en las manos, la exaltación de la Ciudad de los Reyes como la Roma del nuevo imperio o la Cólquide occidental sirve para asentar desde el texto la matriz de una irradiación cultural que no es sino una forma de contención ideológica de las fuerzas sociales externas a la «ciudad letrada». Así, conviene recordar algunos rasgos de la épica criolla según sus propios autores. Si la referencia a los grandes modelos clásicos de Homero, Valerio Flaco, Lucano o Virgilio es un gesto obligado en la búsqueda de autoridad, nuestros poetas «limanos» (como se decía en la época) se situarán también dentro de una tradición cristiana que recusará determinados rasgos de la épica secular a fin de mostrar la superioridad de sus propias herencias culturales frente a los incómodos paganos contemporáneos (los indios). Esto les permitía aplicar el nombre de «poesía heroica» a cualquier composición cuyos personajes y acciones centrales participaran de alguna forma de divinidad, fuera por vía militar o por vía religiosa. El concepto en sí no era realmente nuevo, y sin duda ya había servido para justificar grandes poemas religiosos como La Cristiada de Diego de Hojeda, pues los personajes divinos, como los santos o el mismo Jesús, correspondían también al concepto de la Fama elevadora, según expresaba ya a fines del siglo xvi fray Jerónimo Román, en una cita que resulta útil repetir: La diosa Iuno ∫e llama en Griego Hera, y Iuno tuvo un cierto hijo (∫egun las fabulas) que se llamó Heros, el qual denota ayre, y porque el ayre de la fama ∫ube a los hombres al alto lugar quando ∫on Ilu∫tres en ∫us hechos, por e∫∫o ∫on llamados Heroycos, o Heroas, porq˜ el ayre es dedicado a Iuno, y todas las co∫as que participan de los dio∫es, tienen como dizen los Poetas cierta parte de diuinidad (f. 293v).

De esta manera, el término «heroico», entendido como aéreo o divino, dejaba un ancho campo para la glorificación de aquellos personajes cuyos rasgos simbólicos servían perfectamente dentro del afianzamiento cultural de los criollos. Y era incluso extendible a geografías y enclaves como el de la misma Lima, cuyo nombre original de Ciudad de los Reyes la legitimaba como lugar santificado. Recordemos que tales «Reyes» no eran otros que los famosos santos Reyes Magos, que aparecen representados en el escudo por tres coronas de oro guiadas por la estrella de Belén.

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7. Lima o el erotismo colonial Si hubiera que trazar los vínculos que toda obra mantiene con los discursos vigentes de su momento, las referencias más cercanas para la Lima fundada serían los ya mencionados poemas sobre la Vida de Santa Rosa, del conde de la Granja, y la Fundación y grandezas de Lima, de Rodrigo de Valdés. Sin embargo, es interesante constatar cómo el prólogo de Peralta a su Lima fundada alude al poema de Valdés de manera ambivalente. Por un lado, lo menciona como antecedente lícito por acompañar de notas didácticas las imágenes eruditas y rebuscadas de la antigüedad grecolatina y de los hechos de la conquista del Perú, frecuentes también en la escritura de Peralta. Por otro lado, ya sin aludir a él directamente, critica la tendencia latinizante de su morfología «que, por hacer vn culto Romance, inventa vn barbaro Latin» (f. s. n). Según Peralta, en su poema se aplicará la ley «de la propriedad de las palabras», rasgo que distancia la Lima fundada del abigarramiento neologista y arcaizante en que incurrieron muchos gongoristas. Pero las diferencias van más allá del estilo y la morfología: el texto de Peralta no duda en privilegiar al sector «español» (peninsulares y criollos) de la población como heredero legítimo de Pizarro, sin expresar compadecimiento hacia el sector indígena, perspectiva que sí es claramente discernible en el poema de Valdés. Sin embargo, el afán de presentar a Lima como sujeto femenino frente a los españoles es un tópico que Peralta recoge de aquel y le permite desplegar su propia propuesta de armonía social basada en una marca de género dentro del orden imperial. Ya en un texto anterior de Peralta, la Lima Triumphante de 1708, publicado en homenaje a la entrada del virrey marqués de Castell-dos-Rius, se recogía el concepto de Valdés y se ponía en boca de la anhelante Lima estas desesperadas palabras, dirigidas al nuevo virrey: [¿] Poco es, O excel∫o heroe, lo que ha∫ta aqui han detenido los hados tus luzes, para que aun ∫e aumente el rigor de ∫us tardanzas? [¿] Dudar recibir fatigada à la que te de∫eó aun quando fue feliz? Quando un Chinchon me governò tranquilo, quando me influia un Guadalcazar, amor de todo el reyno, y me ilu∫traba un Lemos memorable en la piedad; cuando me adornaba con muros un Palata, me dirigía con leyes un Toledo, me amplificaba con edificios un Monclova, aun no me parecia tan dicho∫a, porque no era tuya (f. s. n).

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Semejante ejercicio de adulación a los virreyes, tan frecuente en los letrados criollos, no debe distraernos, sin embargo, del papel de bisagra cultural que autores como Peralta ejercían al introducir en el ejercicio de la escritura épica las partes femeninas correspondientes a las acciones del héroe fundador. A diferencia del criollo mexicano Sigüenza y Góngora, que en su Theatro de virtudes politicas, de 1680, no tenía ningún reparo en aconsejar al virrey marqués de la Laguna seguir los ejemplos de Moctezuma y los emperadores aztecas para su gobierno de la Nueva España, Peralta adoptará una estrategia decididamente erótica de amalgamiento entre el poder español y la población indígena. Por eso, conviene revisar un fragmento del canto tercero de la Lima fundada, que representa bastante bien esta ideal unión amorosa en la pareja primordial del poema, constituida por Francisco Pizarro y la princesa incaica que más tarde se llamaría doña Inés Yupanqui, una hija de Huayna Cápac y, por lo tanto, hermana de Ataw Wallpa y Manco Inca, con la que Pizarro engendraría una breve estirpe de mestizos reales. La princesa, escapando de la crueldad de Rumiñahui, general de Ataw Wallpa que quiso tomar el poder en Quito tras la ejecución del inca en Cajamarca, es hallada por Pizarro en un bosque oscuro, mientras él se entregaba «del venatorio riesgo a la fatiga», es decir, a la caza. Lamentándose de su desgracia, la princesa le cuenta lo ocurrido y Pizarro, conmovido por el caso y por la extrema hermosura de la joven, decide poner remedio a los abusos de Rumiñahui. Dos de las estrofas finales del canto, en boca de una «ninfa» de la corte de doña Inés, servirán para apreciar algo del estilo del poema y para reflexionar más adelante sobre el discurso del poder erotizado que subyace a la propuesta final de la Lima fundada. Tienta así la ninfa al héroe en las estrofas LV y LVI del canto tercero: Todo al amor convida, todo inflama A la union con que el mundo se e∫tablece, La verde yedra los abrazos ama Del duro robre que a los cielos crece: El agua al pez es e∫pumante llama, El ave al aire a arrullos lo enternece, La luz se une a la luz y aun las e∫trellas Con requiebros se enlazan de centellas. Sigue, ∫igue al amor, logra el ∫o∫∫iego, Camina al gozo, vuela a la delicia, Haz noble per∫picacia de lo ciego,

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Haz esfuerzo suave la caricia: A∫si decia de la ninfa el ruego, A∫si al heroe la virtud desquicia, A∫si lo anega y con fatal pre∫agio, Aun antes de perder∫e ya es naufragio.

Esta suerte de reciclaje literario de tópicos tan prestigiosos como el carpe diem y el pasaje de Dido y Eneas en la obra mayor de Virgilio se ofrece como una imitación de distintos hipotextos de prestigio que se adaptan al universo colonial para ofrecer soluciones discursivas amparadas, además, en documentación histórica. A pesar de que Pizarro, por consejo de Minerva, abandonará más tarde a la princesa incaica para continuar la guerra de conquista y fundar Lima (objetivo final del poema), este será salvado por la misma princesa en el canto octavo, que le advierte a tiempo sobre la gran rebelión de su hermano Manco Inca. Allí Pizarro la desposa, y Peralta no duda en sustentar la fidelidad histórica del poema, contradiciendo inclusive al mismo Inca Garcilaso, al afirmar en el prólogo que tuvo entre sus manos el testamento de doña Francisca Pizarro, la mestiza noble fruto de tal unión, en que se declara la legitimidad del matrimonio. Si «todo al amor convida, todo inflama/ A la unión con que el mundo se e∫tablece», como dice el poema, el significado de esta unión interracial e intercultural parecería ser razón suficiente para tomar el tópico virgiliano con mayor cautela, sobre todo dentro de un contexto en que el estatuto asignado a los indígenas era el de súbditos y tributarios. Pero recordemos que estamos hablando aquí de la unión marital del héroe central del poema y de una princesa incaica de insuperable alcurnia, ficcionalizados ambos a través de diálogos altamente retóricos. Por eso, el hecho de otorgar legitimidad ante la ley y ante Dios a esta pareja primordial ya deja entrever la proyección de un deseo que bien podría corresponder a una de las lecciones mejor aprendidas de la lectura e interpelación constante que hace Peralta de los Comentarios reales del Inca Garcilaso en sus notas al poema. Tal deseo no es sino la exaltación de la nueva aristocracia encomendera (especialmente en los libros IV y V de la segunda parte de los Comentarios) y su ideal unión con la aristocracia cuzqueña, a partir de la cual los herederos mestizos adquirirían una posición no solo legítima, sino incluso dirigente. Pero de este proyecto mestizo de nación estamental y premoderna implícito en la llamada Historia general del Perú surgirá la primera divergencia que plantea la perspectiva criolla de la Lima fundada: los

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mestizos, de acuerdo con el poema, son «centauros racionales» (según se les describe en el canto VI), mientras el ángel o «genio» de Lima se dedica a vaticinar extensamente a Pizarro las grandezas de la ciudad y del virreinato por él fundados26. Ahora bien, si nos atenemos a lo expuesto por Foucault en su Historia de la sexualidad y al desarrollo que del pensador francés y de los planteamientos de Benedict Anderson hace Doris Sommer para su análisis de algunas novelas nacionales latinoamericanas durante el xix (en su ya clásico Foundational Fictions), valdría la pena reajustar y tomar distancia frente a ciertos conceptos. No olvidemos que la exaltación amorosa y erótica que Peralta propone como final feliz del poema se da dentro de una perspectiva señorial que sólo logra conciliar grupos sociales de alto prestigio. Fiel a los principios «elevados» de la épica, Lima fundada propone una solución sin claros términos de salida. Especialmente por el tratamiento despectivo de esos «bárbaros infieles» que son los millones de indígenas sobrevivientes, que asimila a una sola «patria» nativa e indiferenciada (la «nación índica», según algunos documentos de la época). Del mismo modo, el tratamiento no es menos peyorativo para la «servil gente» y la «tropa rapaz de fieras» que, según el poema, constituyen los esclavos negros y los cimarrones. Sin olvidar, claro, el ya nombrado tratamiento de «centauros racionales» que reciben los grupos mestizos rebeldes. Todos ellos se ordenarán dentro de una condición subalterna con respecto a los grupos «blancos» (criollos o peninsulares), pero, paradójicamente, serán considerados como parte integrante (aunque inferior) de un conglomerado social con el cual la élite cultural europea o europoide tiene que mediar. Sin embargo, si las teorías acerca del surgimiento del nacionalismo y del estado democratizante y territorializante coinciden en señalar su

26. Gutiérrez (186) sostiene que los mestizos en general son tenidos en cuenta implícita y positivamente por Peralta al ser legalmente miembros de la «república de españoles», ya que formaban parte de las milicias virreinales. Pero esta falta de diferenciación coyuntural no elimina el hecho de que, precisamente por eso, los únicos mestizos mencionados de manera explícita sean los rebeldes «centauros racionales» que atentan contra el orden oficial. Por otro lado, hay que recordar que biológicamente, y al menos en las primeras generaciones, el porcentaje de criollos que tenían ascendencia indígena era menor, pero esto venía soslayado con su categorización como «españoles» al recibir la protección paterna. Mal haría Peralta en resaltar a los mestizos «españoles», pues eso socavaría precisamente la argumentación sobre la altura moral e intelectual de los criollos frente a los peninsulares. No es fructífero, pues, confundir la realidad histórica con la realidad literaria.

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origen en la segunda mitad del xviii, especialmente bajo el triunfo de la Ilustración y el ascenso político de las burguesías en Europa, la idea de una «comunidad» (aunque no tan «imaginada») no deja de ser interesante a la luz de la ciudad letrada colonial. Es cierto que la inmensa mayoría de pobladores indígenas no tenía acceso a la escritura: de ello da buena cuenta la anécdota, casi de nuestros días, de que durante buena parte del gobierno republicano en el Perú los analfabetos no podían votar, lo cual en la práctica equivalía a que los grupos sociales de tradición oral, es decir, los grupos indígenas, pertenecían a un rango de no-sujetos políticos hasta la composición de la penúltima Constitución peruana de 197927. Si esto fue así hasta casi el final del siglo xx, imaginemos el estatuto legal de los mismos grupos subalternos en la primera mitad del xviii, cuando Peralta y la intelligentsia sanmarquina tenían que plantearse soluciones dirigentes desde su altura legal, económica y política. Pero esto no impedía que la palabra impresa fuera apreciada como mecanismo de modelamiento del imaginario entre y a partir de los letrados limeños. El mismo Bermúdez lo señala abiertamente en su «Aprobación», cuando compara «la vaga harmonia del Plectro» con «la con∫tante permanencia del Libro, siendo è∫te para la Fama del Heroe, y del Autor del Poema, la mas plau∫ible E∫tatua, pues todas las demas ∫e reducen y e∫trechan a ceñidos e∫pacios en el Atrio ò el Foro, y el Libro di∫curre por los terminos del Mundo» (f. s. n). Por su lado, Peralta no es menos consciente del problema, y en la alabanza de la poesía como discurso modelador de la sociedad que hace en el prólogo a su poema no duda en afirmar que aquella ordena a los grupos humanos y que «∫u poder y ∫u excelencia ∫e manife∫taron en los Goviernos» (f. s. n). Para ello ofrece los ejemplos de Orfeo y su dominio de las fieras y el de Amphion «con ∫us peña∫cos atraidos (Paradoxas de la rudeza de los hombres ∫ojuzgada por la fuerza de la Poesia vencedora)». Así, declara que «tuvo ver∫sos E∫paña aun quan27. El voto era permitido para los analfabetos varones hasta 1896, en que fue anulado, profundizándose así la marginación social y económica de ese inmenso sector, que a fines del siglo xix constituía el 58% de la población peruana. Esto no impidió que desde mucho antes determinados curacas indígenas y algunos individuos de origen africano tomaran la pluma o se sirvieran de intermediarios para utilizar el andamiaje legal escrito en diversas disputas y reclamos frente a las autoridades, ejerciendo así una agencia dinámica y original. Los reveladores libros de John Charles (Allies At Odds: The Andean Church and Its Indigenous Agents, 1583-1671) y de José Ramón Jouve Martin (Esclavos de la ciudad letrada: esclavitud, escritura y colonialismo en Lima, 1650-1700) dan cuenta de ello.

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do parece que no tenia educacion, pues huvo en ella Provincia en que los suce∫os andaban como cantos de la Hi∫toria, y ha∫ta las Leyes corrian como Poemas de Govierno».

8. Fallo provisional: Garcilaso ex machina Ahora bien, tratándose de la ciudad más importante del hemisferio sur, con la que solo México podía competir dentro del continente americano, es de suponer que Lima, al ser el foco del discurso ordenador, fuera asumida como centro del espacio novomundial y por lo tanto como «cabeza» del virreinato, según se la venía nombrando desde el siglo xvii. Curiosamente, el título de «cabeza de los reinos y provincias del Perú» fue originalmente otorgado a la ciudad del Cuzco a mediados del siglo xvi28, y las alusiones a esa Roma americana eran inevitables en casi todas las crónicas sobre el mundo incaico, incluyendo, naturalmente, los conocidos Comentarios reales. Sin embargo, y aunque en México es también frecuente el título de «Roma del Nuevo Mundo», para Peralta y sus coetáneos esa nueva Roma será indudablemente Lima, también cabeza del Perú. A pesar de que la Lima fundada se ampara enormemente en la autoridad de los Comentarios reales (especialmente en la segunda parte de la obra del Inca Garcilaso), su propuesta de privilegio criollista frente a la exaltación mestiza y cuzqueñizante de Garcilaso permite pensar ya en los orígenes de ese dualismo nacional peruano que ocupó a Aníbal Quijano y a otros teóricos sociales en las últimas décadas. No olvidemos que algunas manifestaciones de este dualismo se dan en el énfasis que el término «patria» referido al Cuzco tiene en Garcilaso, y el correspondiente «zelo de la patria» (es decir, de Lima) que Peralta acusa en su prólogo como motor de su escritura. Dos «patrias», pues, de carácter localista, que hacen pensar en dos proyectos señoriales congruentes con «el origen étnico de las naciones» —si de algún origen podemos hablar— que Anthony Smith ha estudiado en otros contextos culturales29.

28. El libro de Alejandra Osorio, Inventing Lima, examina con detalle las disputas entre Lima y Cuzco por merecer el título, quedando finalmente la Ciudad de los Reyes como triunfadora. 29. Los paraleismos entre Peralta y el Inca Garcilaso como voceros de sus respectivos grupos protohegemónicos ya han sido señalados por Williams (2009: 428-429).

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Si Ventura García Calderón dijo una vez que La Florida del Inca era una Araucana en prosa, no sería demasiado exagerado afirmar que la Lima fundada es una Historia general del Perú en verso. Me aventuro con el juego de palabras porque resulta de alguna manera obvio que la dependencia temática de la Lima fundada respecto de la versión garcilasiana de la conquista es síntoma de un diálogo con el proyecto mestizo de nación jerarquizada rastreable en la obra del ilustre cuzqueño. Sin embargo, en función de esta misma lectura, el desarrollo del nacionalismo inca (y su anhelada vuelta del Tawantinsuyu) que se dio a lo largo del siglo xviii, y que John Rowe, Alberto Flores Galindo, Manuel Burga, Gustavo Buntinx y Luis Eduardo Wuffarden han estudiado desde distintos ángulos, corría en paralelo con las cada vez más numerosas rebeliones indígenas y mestizas que culminaron con la Gran Rebelión de Tupaq Amaru II en 1780 (O’Phelan 1988). La proyección histórica del discurso mestizo, en la cual los Comentarios reales jugaron un papel protagónico, se manifestaba con los filtros necesarios dentro de la tradición épica limeña, que a su vez jerarquizaba y ordenaba el espacio social privilegiando su propia tradición europea y blanqueando, de paso, al Inca Garcilaso. En este sentido, el «mimetismo» creativo que Homi Bhabha (1984) describe para otros casos de sujetos coloniales actuaba en Peralta y compañía a través de una transformación selectiva (en la acepción genettiana del término) de textos que pertenecían a otra visión del espacio social andino y que sirvieron de origen para el surgimiento de una «conciencia mestiza», paralela a la conciencia criolla de los poetas limeños. El matiz afrancesado de Peralta (tanto que se le nombró a distancia miembro de la Academia de Ciencias de París, sin haber salido nunca de su natal Lima) iba, pues, parejo con los tiempos30. Como indicios extratextuales, sólo mencionaré que el virrey marqués de Castell-dos-Rius, que convocaba a los poetas de la ciudad en su academia literaria entre los años 1709 y 1710, había sido nada menos que el encargado de dar a conocer en París la noticia de la sucesión de Philippe d’Anjou, nieto de Luis XIV, al trono de España tras la muerte de Carlos II, el último de la dinastía austriaca, durante su ejercicio en el cargo de embajador de España en Francia en 1700. Y en Lima, Allí también se señalan algunas fuentes europeas para la concepción de la historia en Peralta, como Vico, Bodin y Raspín. 30. Estuardo Núñez explica el cosmopolitismo de Peralta a pesar de no haber salido nunca del Perú, y presumiblemente de Lima, en su artículo «El no viajar de Peralta».

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nueve años más tarde, Castell-dos-Rius no era menos simpatizante de las modas literarias francesas, racionalistas y secularizadoras, que sus doctos invitados de los lunes en Palacio. Con sus recurrentes lecturas en francés, lengua que dominaba en prosa y en verso, además de otras seis, y con su amplio conocimiento del mundo físico y social, Peralta no debía haber estado desatento al desequilibrio de la balanza que significaba la vigorización del nacionalismo inca, focalizado sobre todo en el Cuzco durante el siglo xviii. Volviendo a la esfera literaria, podemos decir que por eso mismo, fiel como era a una tradición capitalina, cosmopolita y portuaria, sus rasgos de una «conciencia criolla» se revelan también como rasgos de una «mala conciencia» que sólo otorga lugar privilegiado a los sujetos subalternos en condición feminizada y poseída a lo largo de la elaboración épica. Basta añadir que doña Inés Yupanqui es caracterizada en el prólogo de Peralta como «una Princesa de la Nacion ya conqui∫tada», admitiéndose así que tal «nación», con sus rasgos raciales y culturales, solo es asimilable dentro de la totalidad del reino en una condición pasiva y subordinada. Si bien Pedro de Peralta no constituye un autor homogéneo e indivisible, el acercamiento a su Lima fundada sirve al menos para dar cuenta de una preocupación por incorporar a los demás elementos sociales como partes inferiores de un cuerpo político encabezado por peninsulares y criollos. De igual modo, siendo Lima una ciudad de fundación, tradición y trazos españoles, al afirmarse discursivamente como cabeza del virreinato y como Roma con sus criollos Virgilios, prefiguraba algunos de los rasgos profundamente discriminatorios, clasistas y centralistas que la élite urbana costeña ejerció a lo largo de la república, a pesar de la importación del modelo ilustrado, burgués y modernizante del Estado-nación europeo. Como resulta claro, una «poética de la nación» como totalidad sin distinciones es un planteamiento aún muy lejano de las propuestas señoriales y jerarquizantes de los épicos criollos. Pero al menos estas propuestas ofrecen los perfiles de un descentramiento cultural en el cual el centro interior, simbolizado en el Cuzco, se constituye como eje dependiente de cualquier proyección de carácter propiamente «nacional» (en el sentido moderno del término) que provenga de Lima. Más allá de los rezagos gongorinos y de la búsqueda formal de una proporción y de una «eloquencia cantante», tan obvias en el prólogo y en las mil ciento ochentaitrés octavas reales de la Lima fundada, las implicaciones culturales

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y las aristas ideológicas del texto me resultan mucho más interesantes en función de su diálogo (bakhtiniano) con la cultura local. Después de todo, las murallas de Lima con sus treintaitrés baluartes permitían intromisiones de esos supuestos no-sujetos que pugnaban por dejar de serlo, y que, en el plano discursivo, la ciudad letrada tenía, a su vez, que reformular31. Como planteamientos desde y sobre la poesía, las poéticas coloniales de los épicos limeños en tránsito a la Ilustración y a los paradigmas neoclásicos aparecen como punto fundamental —y, por supuesto, problemático— en el desarrollo del pensamiento teórico y crítico hispanoamericano. Aunque «sólo la proporción sea la que cante» en el poema, no basta desligar la poética expresa de su papel en la formación de una institución como la de la literatura escrita, en la que tantas y tan variadas formulaciones del espacio social han sido propuestas para nuestros países. Por eso, más allá de los poco felices apelativos de «centón indigesto» y de «sabelotodo y no sabio» que Ricardo Palma y Juan José Arrom endilgaron alguna vez a la Lima fundada y a Peralta, respectivamente, el corpus poético del momento resulta de suma utilidad para el conocimiento de los matices internos y de la naturaleza específica de un grupo de poder que, unas décadas más tarde, desempeñaría un rol central, aunque muchas veces ambivalente, en el proceso emancipador. Pero aquí me detengo, porque esa ya es otra historia.

31. Una pintoresca y nutrida descripción del cuadro social de Lima hacia 1741, seguramente no muy distinto del existente en 1730, cuando Peralta redactaba su largo poema, es el que ofrece don Antonio de Ulloa en su célebre Relación histórica Meridional (especialmente en el capítulo V de la segunda del viaje a la Ámerica ´ parte). La población «española» (es decir, blanca), en minoría frente a la negra y la mulata, se veía terciada por una pequeña población indígena y mestiza, que sin embargo constituía la inmensa mayoría en las provincias del interior. La tolerancia de Peralta por la élite indígena cuzqueña al principio de la conquista, basada en la indiscutibilidad de la alcurnia real incaica, no es suficiente para dejar de percibir la forma en que aquel invisibiliza la tradición indígena como parte de la totalidad de la tradición cultural del reino peruano.

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Según hemos visto, la épica criolla se constituyó por excelencia en el vehículo de una configuración identitaria en diálogo constante y simultáneo con la tradición canónica europea y con la red de negociaciones locales que sus autores protagonizaban. Sin embargo, la relación entre criollos, épica y nación étnica debe ser examinada en función de los riesgos que supone hablar de una «nación» antes de la independencia política del siglo xix. Por ello, y como el análisis gradual durante los capítulos precedentes ha demostrado, el sentido arcaico del término permite entender las peculiaridades del corpus épico limeño como parte de un contexto más amplio, que de ninguna manera se limita a una simple lectura genealógica (de texto a texto dentro de un canon literario cada vez más cuestionado) ni a una caracterización reduccionista del fenómeno criollo, sea como mero apéndice de la identidad española sin mayores distinciones, o como una radical oposición al peninsularismo. Como señalé en mi artículo «Nacionalismo criollo y poesía: el caso de Andrés Bello», hay una identidad colectiva que fluctúa entre la fidelidad dinástica a la Corona y el orgullo incomparable de pertenecer al Nuevo Mundo por nacimiento y crecimiento desde las primeras manifestaciones criollistas de fines del xvi. Se trata del famoso «amor a la patria» que revelan textos hoy canónicos como el Arauco domado de Pedro de Oña, la Lima fundada de Pedro de Peralta y los Comentarios reales del Inca Garcilaso, en un sentido urbano y microrregional (aunque en el Inca, claro, se trate de una propuesta mestizófila). En segundo lugar, estas manifestaciones compiten con la exaltación que hacen autores peninsulares de sus propias patrias, pero con un carácter abigarrado que se adelanta en muchos aspectos al desarrollo del Barroco en la misma península, como se ve en la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena, o que recrea sus rasgos de manera exorbitante, como en el poema Santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1641) de Fernando de Valverde, o en la Fundación y grandezas de Lima (1687) de Rodrigo de Valdés. En tercer lugar, se construye la armazón argumentativa del esplendor americano mediante el subrayamiento

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de las cualidades espirituales e intelectuales de los criollos, sobre todo a partir del siglo xvii. Esta capacidad innata de los que empezarían a llamarse a sí mismos «españoles americanos» en el siglo siguiente pasaba por la apropiación de símbolos paganos (las musas, el dios Apolo) y cristianos (la santidad, especialmente en el virreinato del Perú) para sustentar que lo mejor de la cultura europea (los clásicos y el cristianismo) habían adquirido vida superior y desarrollo inédito al oeste del Atlántico, siguiendo el curso del sol (258-259).

Estos rasgos pueden constatarse a lo largo de los capítulos anteriores, pero son desarrollables teniendo en cuenta tres aspectos de carácter general, que aquí apuntamos: 1) la necesidad de delimitar conceptualmente los alcances de la «nación criolla» en sus propias coordenadas históricas, examinándola dentro del posterior proyecto republicano de principios del siglo xix, pero diferenciándola de la simplificadora fórmula de una completa equivalencia con las subjetividades y prácticas discursivas metropolitanas; 2) para ello, hace falta examinar el alcance de la definición étnica de la nación criolla benemérita en función de las posibles continuidades de producción discursiva con intenciones comunitarias, pero de práctica «colonial» interna, en el sentido moderno del término; y, 3) desarrollar los alcances de las llamadas teorías postcolonial y decolonial para el campo latinoamericano, según los aportes de dicho corpus al estudio interdisciplinario de las literaturas producidas durante y a partir de experiencias coloniales distintas. Los dos primeros aspectos nos llevan a una nueva comprensión del devenir del Perú como país originalmente compuesto de múltiples naciones, ya que el discurso oficial sobre la nacionalidad peruana postindependentista, homogeneizada bajo la figura de una ciudadanía supuestamente igualitaria, revela más un deseo proyectivo que una realidad sincrónica. Para entender este planteamiento hace falta remontarse a la segunda mitad del siglo xviii, momento que se articula muy bien con los planteamientos hechos en este libro para el periodo anterior a las reformas borbónicas. ***** Empecemos recordando que la Lima prehispánica no era de ninguna manera un lugar deshabitado. Cuando los exploradores enviados por Francisco Pizarro desde Jauja llegaron al valle del Rímac el 6 de

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enero de 1535, se encontraron con una rica red de templos, edificaciones y sembríos, si bien no en forma de una ciudad como tal. Evidencia de esto son los actuales 366 monumentos arqueológicos en Lima que requieren urgente restauración (Fernández Calvo: s. p.). Javier Protzel (26) señala una población de 150 000 indígenas en los valles del Chillón, el Rímac y el Lurín en 1535. Por su lado, Mario Cárdenas Ayaipoma (30), ofrece cifras más reducidas (un mínimo de 30 000 tributarios, según ciertos cálculos, aunque acepta la posibilidad de una población mayor). En cualquier caso, la zona estaba relativamente poblada, en parte debido a la importancia del santuario de Pachacamac, punto de peregrinación constante en el valle de Lurín, veintiséis kilómetros al sur del actual centro de Lima. Así, el área, además de tener un carácter sagrado, era espacio de numerosos cruces migratorios. A eso hay que sumar la fertilidad de los valles, lo que hacía de la zona un área verde. Esta población empieza a disminuir radicalmente con el paso de las décadas. Ya para 1571 había desaparecido entre el 64% y el 97% de los indios tributarios (Cárdenas Ayaipoma: 38), quedando su población reducida mayormente a indios de servicio en la sección llamada «el Cercado» y otras zonas aledañas, como Magdalena y Surco1. En su Primer nueva coronica y buen gobierno, Guaman Poma no es indiferente al estado de la población indígena en Lima a principios del siglo xvii. Se espanta de ver numerosos indios vistiendo como españoles, con el pelo recortado para evitar tributos, y portando armas. Llama a esta realidad «un mundo al revés» en que los indios han perdido sus valores tradicionales y se han transformado en seres híbridos, irreconocibles. Le llaman la atención particularmente las «indias putas, cargadas de mesticillos y mulatos», que se entregan a los españoles y los negros, generando así una mezcla racial que destruye los fundamentos mismos de la sociedad indígena, por lo cual concluye que «no hay remedio» (Guaman Poma II: 47). Paul J. Charney (8-11) analiza este cuadro social para subrayar el grado de asimilamiento que sufrió la población indígena en Lima, codyuvando al desarrollo de una cultura de mezclas y contrastes, pero marcada fuertemente por la aspiración a las formas y maneras españolas2. 1. Resultan útiles los cuadros que presenta Cárdenas Ayaipoma (93-100), comparando las cifras que proyectan David Noble Cook, John Rowe y C. T. Smith. 2. En este sentido, es revelador el estudio de Karen Graubart sobre los «indios criollos» de Trujillo y Lima, que asumen el adjetivo de manera orgullosa para diferen-

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Ya a mediados del siglo xviii, los viajeros Jorge Juan y Antonio Ulloa, que habían llegado a Lima como parte de la expedición de La Condamine, comentaban el calamitoso estado de la población indígena en el valle de Lima y la decadencia de los dos únicos caciques que quedaban: El quantio∫o nùmero de Indios, que tuvo aquel Valle [de Lima], antes, y con el tiempo de la Conqui∫ta, e∫tà ya reducido al abreviado de e∫tos Pueblos [de Surco, Los Chorrillos, Miraflores, La Magdalena, Lurigancho, Late o Ate, Pachacama, Lurin y los dos arrabales de El Callao], y entre ellos no ∫e conocen aora mas que dos Caciques, que ∫on el de Miraflores y Surco, tan mí∫eros, y desdichados, que e∫tàn reducidos a vivir del exercicio de en∫eñar en Lima a tocar algunos in∫trumentos (1748: III, 55).

En contraste, la población negra de la ciudad seguía siendo mayoritaria, lo que no impedía que el carácter europeizado de la ciudad se afirmara con el desarrollo y esplendor de los criollos, sobre cuyo poder económico, distinguido linaje y continuo afán de blanqueamiento Juan y Ulloa comentaban: Las Familias de Criollos blancos ∫on las que po∫∫een los bienes de Tierras, ò Haciendas; y entre e∫tas hay algunas de mucha Di∫tincion; porque ∫us A∫cendientes pa∫∫aron à aquellos parajes con Empleos honorificos, y llevando ∫us Familias, quedaron e∫tablecidos allì, y han procurado mantener∫e en el lu∫tre de ∫us Antepa∫∫ados ca∫ando, ò ya con ∫us iguales del Paìs, ò de los Europeos, que van en las Armadas; bien que en otras no dexa de experimentar∫e decadencia de su primera Di∫tincion (I, 40).

Este esplendor de lo que constituía una clase social, pero a la vez una forma de agrupación étnica alrededor de rasgos raciales y culturales distintivos, no dejaba fuera del cuadro general un importante grupo de blancos pobres, que pasaría a constituir la base «popular» de la nación criolla: Otras Familias hay tambièn de Gente blanca, aunque pobre, que ò e∫tàn enlazadas con las de Ca∫tas, ò tienen ∫u origen en ellas; y a∫si participan de mezcla en la Sangre; pero cuando no ∫e di∫tingue e∫ta por el color, les ba∫ta el ∫er blancos, para tener∫e por felices, y gozar de e∫ta preferencia (I, 41).

ciarse en la vestimenta, maneras e incluso propiedades de los indios comunes que viven fuera de la ciudad según sus costumbres prehispánicas.

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Lo interesante de esta población no es, pues, su «pureza» racial, sino su afán por poseerla y por distinguirse en lo posible a través de ella, pese a la evidencia de las mezclas con castas y grupos que harían peligrar su estatuto diferencial. Se trata justamente del fenómeno de la delimitación de la identidad colectiva por contraste con otras comunidades (negros, indios, mulatos, mestizos) con las que interactúa, pero con las que no comparte ancestros, valores ni tradición cultural. De hecho, aun habiendo mezcla «de sangre», como se decía en esa época, la apariencia de ser blanco bastaba para acreditar la pertenencia al conjunto criollo: «les ba∫ta el ∫er blancos, para tener∫e por felices», sentencian Juan y Ulloa3. Sobre la composición social de Lima, los viajeros señalan: «El numero∫o Vezindario de Lima, ∫e compone de Blancos, ò E∫pañoles, Negros y Ca∫tas de e∫tos, Indios, Me∫tizos, y las demas especies, que provienen en la mezcla de todas tres» (III, 67). Según los autores, en la década de 1740 encontraron en Lima entre dieciséis y dieciocho mil personas blancas «∫egun el computo mas prudente». De ellas, una tercera o cuarta parte correspondía a la nobleza local: «mucha parte e∫tà elevada con la dignidad de Tìtulos de Ca∫tilla antiguos, ò modernos; entre los cuales se cuentan entre Condes y Marque∫es 45» (III, 68). También había numerosos «Cavalleros Cruzados en las Religiones Militares […] [y] 24 Mayorazgos, ∫in Titulo, y la mayor parte de ellos tienen fundaciones antiguas», es decir: entre cuatro y seis mil miembros de la élite limeña, por lo menos, hacia mediados del siglo xviii. Si promediamos esta cifra en unos cinco mil «blancos» de la nobleza (de los cuales la mayoría serían criollos) y les sumamos el resto de «blancos» no nobles (unos doce mil aproximadamente, de los cuales algunos estarían «mezclados» con las castas), obtenemos una masa crítica de unos diecisiete mil habitantes, mayoritariamente criollos, que sin duda prolongaban la tradición de orgullo por su ciudad y por sus orígenes elevados4. 3. Este afán por blanquearse es de larga data. Lohmann Villena registra cómo en el esfuerzo por obtener títulos nobiliarios, muchos criollos componían genealogías que los colocaban entre lo más granado de la cristiandad «vieja» de la península. De hecho, se consideraba que al convertirse en hidalgos, la limpieza de sangre constituía un rasgo inherente. Ver su clásico estudio Los americanos en las órdenes nobiliarias. 4. Protzel propone una población total de alrededor 54 000 personas a mediados del siglo xviii, cifra que no variará mucho en un siglo. Solo con el auge del guano en el siglo xix la población de Lima aumentará considerablemente, alcanzando las 100 000 almas, según el censo de 1876 (37).

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Con respecto a la riqueza y boato de las familias limeñas, agregan Juan y Ulloa: «Mantienen∫e todas con gran decencia, y con e∫ta brilla la opulencia: pues a∫si como tiene para ∫u ∫ervicio crecido numero de Dome∫ticos libres, y e∫clavos; para el exterior aparato, y comodidad u∫an de coches los de mayor di∫tincion, ò conveniencias, y de Cale∫as los que no tienen preci∫ion de hacer tanto co∫to» (id.). El uso de innumerables coches y calesas por la ciudad (no menos de siete mil, calculan los autores) se debía a la abundancia de estiércol de burros acumulado en las calles gracias al vigoroso comercio; con el tiempo ese estiércol se convertía en un polvillo fétido y «tan fa∫tidio∫o, que es intolerable para andar ∫obre èl, como mole∫to a la re∫piracion» (III, 69) Y, por supuesto, no faltaba el consabido elogio a la inteligencia de los criollos, que «empiezan a luzir la Ciencia adquirida à poco de e∫tudiarla. Efecto unicamente de la nobleza de ∫us Entendimientos mas que de ∫u cultivo, ò arte» (III, 56). Así, Lima «∫e aventaja à las demàs [ciudades] en la cultura de los Entendimientos» (III, 57). Como parte del carácter adulón de los criollos y su identificación con los símbolos de occidente, los viajeros se refieren a los pomposos recibimientos que ofrecían a los virreyes, y que, a pesar de estar oficialmente prohibidos, se prolongaron durante el siglo xviii. Estos incluían la misa de Te Deum, el desfile de autoridades de todo tipo para saludar al virrey (en el consabido besamanos) y una recepción «con un magnífico refre∫co, que tambièn es general à toda la Nobleza, que se halla en los salones» (III, 62). Sin embargo, el terremoto del 28 de octubre de 1746 y la consiguiente destrucción de Lima y del Callao evidenciaron las fisuras internas entre los gobernantes de la ciudad. Como demuestran Walker y Pérez-Mallaína, las élites criollas supervivientes crearon una seria resistencia al virrey José Antonio Manso de Velasco, conde de Superunda, en todos los proyectos de reconstrucción que implicasen una modificación seria de las jerarquías urbanas que se habían venido acumulando durante los más de doscientos años de vida de la ciudad. Louis Godin, un arquitecto francés que llegó con la expedición de La Condamine (y, por tanto, con Jorge Juan y Antonio de Ulloa), dirigió los diseños de esas reconstrucciones que, apoyadas por el virrey, «no pretendían eliminar las distinciones sociales ni tampoco cuestionaban el derecho de la elite a pretender sobresalir por encima de los demás, [sin embargo,] buscaban reducir el peso de la elite limeña» (Walker: 133). El terremoto significó en buena medida un hito en la historia de

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Lima, no solo como urbs o diseño material, sino también como civitas o formación social y política5. Sus consecuencias, pues, trascendieron las de una mera reconstrucción. Pedro Lozano invocaba «el amor à la Patria» como uno de los móviles fundamentales del celo de la nobleza limeña por reconstruir la ciudad y abastecerla de alimentos después de la tragedia. Sin embargo, pese a la participación activa y mayoritaria de muchos criollos en la Real Audiencia de Lima, como comprueba Lohmann Villena (1974), la ansiada autonomía administrativa de la ciudad quedó coactada por las necesidades de la lejana Corona. Por ejemplo, ante las circunstancias aciagas del sismo, y presionados por la Real Audiencia, muchos criollos pasaron a ocupar puestos como corregidores con la promesa de recaudar grandes fondos para la reconstrucción de la ciudad. Así se hizo en los meses siguientes al siniestro, pero poco a poco la corona fue recuperando el control de los corregimientos y utilizando la mayor parte de las recaudaciones para contribuir a sus gastos en Europa y no a la restauración de la derruida Lima (Pérez-Mallaína: 119-124). En ese sentido, el conde de Superunda se convirtió «en uno de los más eficaces virreyes a la hora de enviar plata a la metrópoli» (122)6. Un punto de ruptura fundamental estuvo en la actuación de la corona, que con su indiferencia y lentitud para atender las urgencias de la ciudad exacerbó el resentimiento de muchos criollos limeños, que no se sintieron representados por una administración lejana e ineficaz. «Se puede aducir que la conciencia social de la Corona era propia del concepto de Estado existente entonces» (124), es decir, de un estado virreinal que demostraba una vez más que había dejado de representar los intereses de la población local (en este caso, la criolla)7. 5. La Carta o Diario de Llano y Zapata, publicada en 1747, da cuenta de los pormenores de la debacle en que se sumieron la ciudad y su puerto, así como de los esfuerzos de las autoridades por controlar el caos existente. 6. Especifica el autor que de no haberse costeado la flotilla que se mandó desde España y las ingentes remesas enviadas a la Corona «quizá la Catedral de Lima se hubiera podido reconstruir antes; la Casa de la Moneda no hubiera tenido que esperar hasta 1753 para ver concluidas sus obras y la Real Hacienda pudiera haber administrado fondos para la más rápida reparación del puente sobre el Rímac. Con todo, a lo largo del gobierno de Manso de Velasco, el patrimonio real del Perú pagó una importante cantidad de dinero para reconstruir aquellos edificios de los que se consideraba responsable» (Pérez-Mallaína: 122-123). 7. Como señala Alejandro Cañeque, hay una urgente necesidad de prestar mayor atención a la cultura política y al funcionamiento de instituciones como la Inquisición y la Corte, y de prácticas como la tortura, los autos de fe y el espectáculo para

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Al mismo tiempo, la progresiva injerencia de la corona a través de las famosas reformas borbónicas (Kinsbrunner: 3-24 y Burckholder: 110-128) consolidó un sentimiento de diferenciación que sólo exponía de manera más obvia lo que ya habían expresado a través de sus páginas los bardos y cronistas criollos del siglo xvii. Y sin embargo, el temor a una hegemonía indígena o mestiza liderada desde el Cuzco resultaba más fuerte que el desarraigo frente al poder castellano. Esto se hizo claro en la Gran Rebelión de Túpac Amaru II, iniciada el 4 de noviembre de 1780. Pese a la presencia de algunos criollos entre las filas rebeldes, el grueso de esa población, particularmente la de Lima, se mantuvo fiel a la Corona y condenó la osadía de los autoproclamados descendientes de los incas8. En suma, la lista de ejemplos y casos en que la élite criolla actuó de manera ambigua antes y después de la Independencia es demasiado larga para ser agotada en un estudio que básicamente pretende señalar su origen y primeras configuraciones discursivas9. Basta pensar en el caso de la Sociedad de Amantes del País, responsable de la publicación del Mercurio peruano (1791-1795), que se inició reveladoramente como Sociedad de Amantes de Lima, según consta en las primeras páginas de la publicación. Asimismo, una vez proclamada la independencia el 28 de julio de 1821, la creación de los símbolos «nacionales» resultaron reveladoramente limeñocéntricos, como muestra el escudo de la bandera original diseñada por el General José de San Martín, que dibuja la aparición del sol tras las montañas, cosa impensable desde una mirada situada en la banda oriental de la cadena montañosa o desde la Amazonía. El mismo himno nacional del Perú contiene una estrofa marcadamente limeñocéntrica: «En su cima los Andes sostengan / la bandera o pendón bicolor, / que a los siglos anuncie el esfuerzo / que entender la naturaleza del sistema virreinal. Propone, no sin razón, que los estudios enfocados estrictamente en la historia social ya se han vuelto anacrónicos (280). 8. La persecución a algunos criollos rebeldes en el Cuzco durante la década de 1780 es estudiada en detalle por Ana María Lorando y Cora Virginia Bunster en La pedagogía del miedo. Pocas décadas más tarde, con motivo de la invasión napoleónica a España y las Cortes de Cádiz, los criollos de Lima se diferenciarían de los criollos de provincias en que los primeros eran partidarios de las reformas de Cádiz, mientras que los segundos estaban a favor de las Juntas y la independencia. Esto motivó que entre 1811 y 1814 hubiera numerosos levantamientos en provincias, que poco apoyo lograron de los criollos limeños. 9. Un libro estudio para abordar estas cuestiones es el de Bonilla y Spalding (1972), que sustenta la tesis de «la independencia concedida» o impuesta a los criollos limeños desde afuera.

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ser libre, por siempre, nos dio. / A su sombra vivamos tranquilos, / y, al nacer por sus cumbres el sol, / renovemos el gran juramento / que rendimos al Dios de Jacob» (énfasis mío). Obviamente, desde la selva y la vertiente oriental de los Andes, el sol no nace por las cumbres. Se reinstaura así una idea de «patria» que, homogenizada alrededor de Lima, amplía la visión centralista a una multiplicidad de formaciones étnicas, sociales y raciales que poco o mal representadas quedaron en ese nuevo estado «nacional», para los cuales el «Dios de Jacob» no dejaba de ser el dios de los conquistadores10. Pese a la participación de algunos contingentes populares en las luchas por la independencia (Morán y Aguirre 2013), la dirección general del nuevo estado criollo prolongó, al menos durante las primeras décadas del reciente país, las antiguas prácticas coloniales. Incluso las ahondó, cumpliendo el sueño de los Borbones, por ejemplo, al anular Simón Bolívar definitivamente los cacicazgos en 1825, y al establecer el castellano como única lengua oficial del Perú (Rowe: 52-53). El colonialismo lingüístico terminó de consolidarse con la república, a pesar de la mayoría quechuahablante y aimarahablante, por no mencionar las cerca de cien lenguas indígenas que sobrevivían en ese entonces (y que hoy se calculan en alrededor de 60, cifra que seguirá disminuyendo aceleradamente al ritmo de la globalización). Solo hacia mediados del siglo xix se empiezan a ver atisbos de un liberalismo más inclusivo mediante la abolición de la esclavitud y del tributo indígena11. Sin embargo, el carácter ya no solo étnico, sino de 10. No es casual que esta fuera la estrofa que el segundo gobierno de Alan García Pérez impuso para las ceremonias oficiales a partir del año 2009, en desmedro de la tradicional primera estrofa, de carácter más laico, que se venía cantando desde varias generaciones antes («Largo tiempo el peruano oprimido / la ominosa cadena arrastró…»). El hecho de ignorar implícitamente el oriente peruano como parte de la totalidad nacional explica muy bien por qué dicho gobernante calificaba a las comunidades indígenas de la sierra y de la Amazonía como «perros del hortelano» y «ciudadanos que no son de primera clase» (ver sus declaraciones públicas, disponibles en y en , consultadas por última vez en agosto de 2016). 11. Como señala la historiadora Carmen McEvoy: «La república se inicia en respuesta al autoritarismo colonial o el autoritarismo de España. Entonces había ciertos elementos de lucha democrática y de expansión de ciertas mejoras, pero yo creo que ese no era el objetivo. El objetivo era la ruptura política. Por ejemplo, hay una etapa que a mí me parece fascinante del experimento republicano, que es la de 1854. Ahí comienzan los sueños liberales, que es la expansión de la ciudadanía, la abolición del tributo, la abolición de la esclavitud. Ahí te das cuenta de que se mueve la discusión de lo político a lo social y que se está dando inclusión, y ya

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clase, del criollismo dirigente mantuvo por lo menos hasta 1969 (año de la Reforma Agraria del general Juan Velasco Alvarado) un sistema de poder basado en la tenencia de la tierra y en la marginación de amplios sectores campesinos y obreros que, coincidentemente, descendían de las etnias explotadas durante la colonia. En ese sentido, conviene subrayar lo que propone Margarita Serje en su estupendo estudio El revés de la nación: territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie (2005), en que explica cómo los estados nacionales latinoamericanos no han realmente fracasado, sino que han sido sumamente eficaces a la hora de neutralizar todo tipo de agencia divergente del modelo neocolonial actual. Con la entrada paulatina del neoliberalismo económico (privatizaciones masivas, debilitamiento de los estados nacionales, recorte de los derechos laborales, liberación de importaciones con el consiguiente menoscabo de la industria nacional, etc.) a partir de la llamada «segunda fase» del gobierno militar bajo el mando del «felón» (en palabras del historiador Jorge Basadre) general Francisco Morales Bermúdez, y luego, de manera campante, bajo la dictadura civil del ingeniero Alberto Fujimori, los grupos criollos de poder se reciclaron, admitiendo mayores componentes mestizos, pero siempre bajo la férula del centralismo limeño y el privilegio de los sectores tradicionalmente dominantes12. Aun hoy, ya en pleno siglo xxi, el racismo, la falta de oportunidades y el poco o nulo respeto a los derechos de las comunidades indígenas y de una amplia población mestiza y afroperuana pauperizada nos recuerdan las prácticas opresivas heredadas de la colonia. El centralismo limeño sigue rozagante, aunque Lima ya no sea la ciudad española que pretendió ser en sus inicios. estás mirando a que la república criolla, la república urbana, no es suficiente y lo que tienes que hacer es reincorporar a esta nueva ciudadanía —que es la ciudadanía indígena— y darles la libertad a los esclavos cuando los americanos todavía no han pensado en esos términos» (, consulta hecha en julio del 2015). 12. La alusión de Basadre se dio «en noviembre de 1979, casi al final de la dictadura militar y muy cerca del final de su vida, [cuando] Jorge Basadre participa en la xviii Conferencia Anual de Ejecutivos (Cade) en su natal Tacna. Allí, en un discurso para la historia, hace un resumen de su trabajo y, como no le gustaban las dictaduras, llama ‘felón’ a Francisco Morales Bermúdez». Consultar en: (ultimo acceso en agosto del 2016).

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En términos del debate decolonial, que pretende incluir epistemes de origen indígena dentro de un movimiento de resistencia política a los embates del neoliberalismo, la república criolla no ha cejado en sus preferencias gnoseológicas y axiológicas de matriz europea. Lo dice un conocedor de la distribución y estrategias del conocimiento con miras al desarrollo sostenido del Perú como es Víctor Carranza, ex Presidente del Concytec o Consejo Nacional para la Ciencia y la Tecnología del Estado peruano: Dos son las premisas de la cultura criolla, hegemónica en el Perú, que hacen del eurocentrismo el factor crítico por excelencia en el árbol de problemas de la producción y gestión del conocimiento: por un lado la noción de que la racionalidad occidental es la única vía del progreso; y, por otro lado, la afirmación de que la producción eficiente de esta racionalidad occidental sólo puede hacerse fuera del Perú. Ello induce a las élites criollas a vivir una paradoja: se definen a sí mismas como modernas, pero no participan en la producción del proyecto global de la modernidad: son sólo usuarios de los productos de la modernidad. En la otra orilla, millones de hombres y mujeres, mestizos, andinos y amazónicos, son inducidos a adoptar parasitariamente el conocimiento moderno cuyos promotores, los criollos, paradójicamente, no saben producir ni gestionar13.

Hoy más que nunca, pues, Lima está «fundida» en un doble sentido. Por un lado, con el interior del país, lo cual puede entenderse en una dirección positiva desde el punto de vista de los sectores populares (recordemos el célebre poema de José María Arguedas «A nuestro padre creador Túpac Amaru», que celebra la invasión provinciana a la capital, la «ciudad de los señores»). Por otro, la condición «fundida» de Lima puede asumir también una dirección negativa desde la perspectiva de las élites «blancas», cuya identidad «nacional» (en el sentido étnico) coincide mejor con la de otras élites latinoamericanas o metropolitanas que con las masas indígenas y mestizas en su propio territorio. Mutatis mutandi, Oña, Salinas, Calancha, Valverde, Meléndez, Casasola, Montalvo, Valdés y Peralta siguen vivos, y configuran en buena medida, aun hoy, el imaginario y las prácticas políticas de los sectores hegemónicos del complejo país andino. 13. Ver la entrevista del 2015 a Carranza en: (consulta hecha en noviembre del 2015).

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e∫ta Capital del / Perù de∫de el Viernes 28 de Octubre de 1746, quando experimentò ∫u mayor ruyna con él grande Movimiento de / Tierra, que padeció à las diez, y media de la noche el mencionado dia, ha∫ta el 16 de Febrero de 1747 con una Ta- / bla en que ∫e dà el calculo exacto de todo él numero de / Temblores, que ∫e han ∫entido en el tragico / suce∫∫o, que es la∫timo∫o A∫∫umpto / de e∫te E∫crito […]. // Con licencia del Real y Superior Govierno. Lima: Calle de la Barranca por Francisco Sobrino. Macchi, Fernanda (2009): Incas ilustrados. Reconstrucciones imperiales en la segunda mitad del siglo xviii. Madrid / Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert. MacCormack, Sabine (1982): «Calderón’s La aurora en Copacabana. The conversion of the Incas in the light of seventeenth century Spanish theology, culture and political theory», en Journal of Theological Studies, nº 32, pp. 448-480. Mannarelli, María Emma (1993): Pecados públicos. La ilegitimidad en Lima, siglo xvii. Lima: Ediciones Flora Tristán. Maravall, José Antonio (1966): Antiguos y modernos. Madrid: Sociedad de Estudios y Publicaciones. — (1975): La cultura del Barroco. Madrid: Ariel. Mariño de Lobera, Pedro (1960): Crónica del Reino de Chile, en Crónicas del reino de Chile. Biblioteca de Autores Españoles, vol. 131. Edición y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba. Madrid: Ediciones Atlas. Marrero-Fente, Raúl (2002): Épica, imperio y comunidad en el Nuevo Mundo. Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa. Salamanca: Centro de Estudios Ibéricos y Americanos de Salamanca Federico de Onís-Miguel Torga. — (2003): «Épica y descubrimiento en la “Conquista del Perú” (1538)», ponencia leída en el simposio Colonial Latin American Literature: A State of the Art. Yale: Yale University. Martinell Gifre, Emma (1994): «Formación de una conciencia lingüística en Hispanoamérica», en Jens Lüdtke, El español de América en el siglo xvi. Actas del simposio del Instituto Ibero-Americano de Berlín, 23 y 24 de abril de 1992. Madrid / Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert, pp. 121-141. Martínez Arancón, Ana (ed.) (1978): La batalla en torno a Góngora (selección de textos). Madrid: Editora Nacional.

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Índice onomástico

Acosta, José de 18, 45, 58, 241 Acurcio, Isabel de 60 Agia, Miguel de 23, 139 Aguilar de Córdoba, Diego 126 Aguilar, Jerónimo de 224 Aguirre, Lope de 126 Aldana, Francisco de 226 Alderete, Jerónimo de 94 Alecio, Adriano 228 Almagro, Diego de 180, 181 Alva Ixtlilxóchitl, Fernando de 33, 110 Alvarado, Juan de 92 Alvarado Tezozómoc, Hernando de 33 Anghiera [Anglería], Pedro Mártir de 122 Apolonio de Rodas 32, 58, 84, 127, 237, 315 Arana, Pedro de 104, 107, 193, 202, 206 Arias de Herrera, Francisco 208 Arias de Saavedra, Diego 79, 193 Ariosto, Ludovico 44, 58, 179, 200, 207 Aristóteles 31, 32, 85, 112, 259, 271, 272, 280 Armendáriz, José de (marqués de Castelfuerte) 214 Arriaga Alarcón, Cristóbal de 97 Arzáns de Orsúa y Vela, Bartolomé 40, 217, 220, 221, 303

Ataw Wallpa 126, 129, 153, 180, 181, 215, 218, 252, 269, 271, 311, 312, 322 Ávila, Diego de 200 Ávila, Esteban de 65, 98 Ávila, Francisco de 241, 292, 293 Ávila, Gaspar de 56 Ayllón, Juan de 233 Ayola, Juan de 130 Balaguer de Salcedo, Pedro 198, 199 Balbuena, Bernardo de 24, 29, 44, 46, 52, 100, 113, 161, 171, 331 Barco Centenera, Martín del 131, 188, 193, 287 Belmonte Bermúdez, Luis de 56 Benalcázar, Sebastián de 125, 126 Bermúdez de la Torre y Solier, Diego 309 Bermúdez de la Torre y Solier, Pedro José 309 Berrío, Antonio de 145 Betanzos, Juan Díez de 307 Boccaccio, Giovanni 32, 85 Boiardo, Matteo Maria 32, 44 Bolívar, Simón 14, 339 Bonilla, Alonso de 226 Brocense (Francisco Sánchez de las Brozas, llamado el) 84, 85, 257 Bry, Teodoro de 145, 190, 217 Caboto, Sebastián 129 Cabrera, Pedro Luis de 97 Calancha, Antonio de la 7, 46, 120, 121, 131, 133, 137, 143, 144,

396

JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI

145, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 161, 163, 166, 170, 180, 189, 190, 223, 224, 225, 227, 231, 251, 279, 287, 292, 293, 341 Camões, Luís Vaz de 244, 247, 248 Cardano, Girolamo 71, 73, 119, 132, 141, 143 Cárdenas, Juan de 29, 133 Carion, Johaness 283, 303 Carrillo de Córdova, Fernando 211, 212 Carvajal, Gaspar de 126 Carvallo, Luis Alfonso de 285 Casas, Bartolomé de las 21, 57, 156, 196, 271 Casasola, Domingo 140, 141, 142, 143, 144, 151, 161, 170 Casasola, Gregorio 120, 256 Castellanos, Juan de 110, 126 Castiglione, Baltasar 85 Castillo, Francisco del 226 Castro y de la Cueva, Beltrán de 197, 198, 200, 212, 216 Cavendish, Thomas (Tomás Candi) 197, 202, 203, 206, 207, 208, 215, 216 Centurión, Manuel de 170 Cervantes, Juan Ortiz de 22 Cervantes Saavedra, Miguel de 4, 115, 117, 230 Chihuán Topa, Felipe 305 Cieza de León, Pedro de 126, 128, 146, 224, 292 Clavijero, Francisco Javier 110 Cobo, Bernabé 120, 128, 158, 293 Colón, Cristóbal 110, 122, 224 Contreras, Jerónimo de 231 Córdoba Guzmán, Pedro de 97 Córdoba Salinas, Diego de 139 Corte Real, Hieronimo 198

Cortés, Hernán 18, 30, 45, 125, 224, 240 Cortés, Martín 21, 112 Covarrubias, Sebastián de 249 Cristóbal de Molina («El chileno») 23 Cuadro, Antonio del 255 Cueva, Cristóbal de la 60, 113 Dassel, Reinaldo de 262 Dávalos y Figueroa, Diego 100, 115, 118, 169, 171 Díaz, Alonso 226 Díez de Betanzos, Juan 307 Dorantes de Carranza, Baltasar 21, 112 Drake, Francis 176, 188, 189, 193, 197, 201, 202, 203, 204, 212, 215, 216 Echave y Assu, Francisco de 120, 141, 163, 287 Ercilla, Alonso de 21, 44, 45, 52, 53, 55, 56, 57, 59, 60, 61, 64, 65, 68, 71, 73, 75, 80, 81, 83, 84, 85, 86, 89, 91, 96, 105, 106, 107, 111, 193, 213, 316, 319 Escobar, Bartolomé de 56 Escobar y Mendoza, Antonio de 30, 226 Escóiquiz, Juan 30 Eslava, Antonio de 77 Espinosa, Lucas 126 Espinosa Medrano, Juan de («El Lunarejo») 143, 180, 288 Falcón, Francisco 23 Faria e Souza, Manuel de 59 Febrés, padre Andrés 79 Fernández de Córdoba, Francisco 25, 139, 180, 251, 252, 267, 283, 300, 301, 303 Fernández de Oviedo, Gonzalo 111, 119, 126, 141, 153 Ficino, Marsilio 71, 73, 132, 141

Índice onomástico

Fomperosa, Pedro de 260 Gama, Vasco da 244, 248 Garcés, Henrique 23, 283 García, Alejo 129, 130 García Calderón, Ventura 120, 228, 327 García Pérez, Alan 339 Garín, Juan 226 Gavilán, Diego 252 Gerbi, Antonello 131, 132, 156 Ginés de Sepúlveda, Juan 156, 271 Godin, Louis 336 Góngora, Luis de 47, 116, 143, 231, 242, 258, 259, 260, 262 Góngora Marmolejo 83, 84, 86, 91, 92, 93, 94 González de Bustos, Francisco 56 González de San Nicolás, Gil 96 Guevara, Tomás 82 Guirior, Manuel de 187 Haro, Cristóbal de 129 Hawkins, Richard 53, 193, 194, 197, 198, 199, 200, 211, 212, 215, 216, 217 Henríquez Ureña, Pedro 308 Heredia, Clemente de 256 Herrera, Jacinto de 77 Hesiodo 282 Hojeda, Alonso de 224 Hojeda, Diego de 31, 45, 97, 114, 115, 226, 228, 230, 238, 320 Homero 58, 85, 115, 119, 238, 320 Hormero, Íñigo de 97 Huayna Cápac 322 Hurtado de Mendoza, Andrés 53, 93, 94 Hurtado de Mendoza, Diego 110 Hurtado de Mendoza, García 45, 53, 55, 56, 58, 59, 84, 89, 104, 113, 132, 134, 176, 193, 216 Jerez, Francisco de 128 Jiménez de la Espada, Marcos 307

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Kircher, Atanasio 235 Lasso de la Vega, Gabriel Lobo 33 Latino, Juan 198 Leonard, Irving 75, 127 León Hebreo 105 León Pinelo, Antonio de 120, 144, 151, 163, 223 León Pinelo, Diego de 152 León Portocarrero, Diego de 182, 183 L’Hermite, Jacques 215, 217, 218 Lima, Santa Rosa de (Rosa de Santa María) 8, 30, 46, 134, 135, 142, 143, 157, 158, 178, 210, 225, 227, 255, 288, 321 Llano y Zapata, José Eusebio del 149, 171, 306, 337 López Dávalos, Diego 100 López de Caravantes, Francisco 123 López de Palacios Rubio, Juan 156 López de Velasco, Juan 17, 19, 156 López Guarnido, Jerónimo 97 Lozano, Pedro 65, 337 Lucano, Marco Anneo 32, 44, 58, 63, 75, 179, 320 Mankhu Inka 146, 147, 181, 218 Manrique, Juan 200 Manso de Velasco, José Antonio (conde de Superunda) 187, 336, 337 Mariana, Juan de 272 Mariátegui, José Carlos 309 Mariño de Lobera, Pedro 55, 56, 86, 94 Marqués de Mancera 184 Marracio, Hipólito de 224 Martínez, Enrico (Heinrich Martins) 133 Martínez, Gregorio 224 Meléndez, Juan 120, 148, 155, 156, 157, 158, 159, 161, 267, 287, 341

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Mena, Juan de 33, 44, 62, 77, 79, 264 Mendoza, Pedro de 130 Mendoza y Luna, Juan de (marqués de Montesclaros) 45, 51, 54, 114, 117, 124, 132, 183, 191, 203, 213, 217, 256 Menéndez Pelayo, Marcelino 226, 256 Mexía Fernangil, Diego 98, 115, 118 Miramontes y Zuázola, Juan de 31, 47, 178, 179, 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207, 209, 215, 221 Mogrovejo, Toribio de (arzobispo) 65, 97, 115, 133, 134, 141, 142, 160, 166 Montalvo, Francisco Antonio de 39, 41, 115, 120, 141, 144, 155, 160, 161, 162, 163, 168, 170, 256, 287, 341 Montezuma, Isabel 274 Morales, Ambrosio de 171 Morales Bermúdez, Francisco 340 Morcillo Rubio y Auñón, Diego 298, 302 Muñiz, Pedro 97, 98 Nicolás, Andrés de 223 Nieva Calvo, Sebastián de 226 Ocharte, Melchor 100 Oña, Gregorio de 53, 60, 193 Oña, Pedro de 22, 44, 45, 46, 47, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 69, 70, 72, 73, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 89, 90, 94, 95, 97, 98, 99, 100, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 135, 167, 175, 178, 179, 192, 193, 195, 196, 198, 199, 200,

201, 207, 221, 251, 273, 274, 297, 298, 331, 341 Oquendo, Mateo Rosas de 21, 26, 144, 200 Ordás, Diego de 125 Orellana, Francisco de 126 Oré, Luis Gerónimo de 135, 223 Ortega, Pedro de 202 Ortiz, Luis 23 Ovalle, Alonso de 67, 163 Ovando, Nicolás de 19 Ovidio Nasón, Publio 106, 196, 282 Oviedo y Herrera, Luis Antonio de (conde de la Granja) 30, 47, 134, 178, 210, 321 Oxenham, John 202, 203, 204, 205, 206, 209, 216 Padilla, Pedro de 226 Palacios, Manuel 206 Pauw, Corneille de 156 Pawllu Inka 181 Peralta y Barnuevo, Pedro de 47, 178, 214, 291, 293, 294, 317 Peraza, Luis de 171 Pérez de Oliva, Fernán 156 Pérez de Villagrá, Gaspar 31 Pinciano (Alonso López, llamado el) 31, 32, 52, 59, 85, 109 Piraldo de Herrera, Paula 191 Pizarro, Francisco 19, 20, 91, 125, 126, 128, 129, 136, 158, 166, 167, 180, 181, 203, 204, 210, 213, 214, 215, 218, 219, 237, 238, 239, 247, 260, 264, 268, 269, 271, 279, 294, 304, 305, 310, 311, 312, 313, 314, 316, 321, 322, 323, 324, 332 Pizarro, Gonzalo 21, 126, 182, 204, 225 Pontano, Giovanni 71, 132 Quevedo, Francisco de 230, 259 Quintiliano, Marco Fabio 259

Índice onomástico

Quiroga, Pedro de 23 Raleigh, Walter 145, 146, 147, 189, 190 Ramos Gavilán, Alonso 25, 223, 224, 227, 231, 232, 233, 241, 243, 244, 251, 252, 267, 300 Reynalte, Pedro de 200 Reyna Zevallos, Miguel de 30 Ribera, Luis de 118 Ribera, Nicolás de («El Joven») 91 Ribera, Nicolás de («El Viejo») 91 Ricardo, Antonio 100 Riva Agüero, José de la 308 Rivadeneyra, Pedro de 272 Rivera, Antonio de 226 Robles, Juan de 257 Robortello, Francesco 85 Rodríguez de León, Juan 152 Rojas, Ricardo 307 Roldán, Juan 180 Román y Zamora, Jerónimo 211, 249, 320 Rosas de Oquendo, Mateo 21, 26, 144, 200 Rowe, John 39, 179, 189, 190, 256, 292, 306, 327, 333, 339 Rueda, Lope de 128, 149 Rufo, Juan 59, 198 Ruiz de Alarcón, Juan 18 Ruiz de León, Francisco 30 Ruiz de Navamuel, Álvaro 65 Rumiñahui, general de Ataw Wallpa 322 Saavedra Guzmán, Antonio de 21, 22, 44, 112 Salas Barbadillo, Alonso de 226 Salinas y Córdova, Buenaventura de 25, 45, 120, 133, 135, 139, 143, 160, 163, 166, 218, 237, 268, 279, 282, 283, 287, 292, 303, 311

399

Sánchez, Luis Alberto 193, 256, 295, 311, 318 Sanjinés, Fernando de M. 224 San Martín, José de 307, 338 Sannazaro, Jacopo 32, 226 Santillana de Guevara, Juan de 189 Santillán, Hernando de 89, 90, 93 Santo Tomás, Domingo de 23 Sanz, Rafael 224 Sarmiento de Gamboa, Pedro 202, 206, 216 Sayretapa, Diego (Sayri Tupaq) 274 Scaligero, Giulio Cesare 285 Segovia, Bartolomé de 23 Sepúlveda, Juan Ginés de 156, 271 Sigüenza y Góngora, Carlos de 24, 41, 110, 171, 319, 322 Silva, Diego de 264 Sobrino Manxón, José 151 Solano, fray Francisco 51, 133, 134, 135, 140, 141, 142, 160, 165, 170 Solier y Cáceres, María 309 Solís, Juan de 129 Solórzano, Juan de 54, 154, 217, 218, 274 Soto, Domingo de 156 Spielbergen, Joris van 134, 191, 192, 208, 212, 213, 215, 217 Suardo, Juan Antonio 143, 183, 184, 185, 190, 192, 296 Suárez de Figueroa, Cristóbal 45, 56, 89, 94, 103, 216 Suárez de Peralta, Juan 21, 112, 167, 298 Suárez, Francisco 156, 272, 281 Tasso, Torcuato de 32, 58, 59, 64 Teresa de Mier, Servando 22 Terralla y Landa, Esteban de 26, 144 Terrazas, Francisco de 21, 22, 31, 44, 112, 113, 273 Tito Yupanqui, Francisco 232

400

JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI

Toledo, Francisco de 123, 179, 202, 213, 321 Torres, Bernardo de 163, 223, 229 Torres y Portugal, Fernando de (conde del Villardompardo) 207, 216 Tovar y Guzmán, Isabel de 24 Túpac Amaru II (José Gabriel Condorcanqui) 36, 39, 179, 187, 275, 306, 307, 338 Ulloa, Antonio de 186, 329, 334, 335, 336 Valdés, José Manuel 228 Valdés, Rodrigo de 46, 47, 137, 165, 170, 171, 220, 221, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 274, 275, 276, 277, 278, 279, 281, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 303, 310, 311, 314, 321, 331, 341 Valdivia, Pedro de 53, 91 Valdivieso, Joseph 226 Valerio Flaco 32, 84, 119, 127, 166, 237, 311, 315, 320 Valle Caviedes, Juan del 144 Valverde, Fernando de 34, 47, 163, 170, 171, 223, 224, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 233, 235, 236, 237, 238, 239, 242, 243, 244, 245, 248, 250, 251, 252, 260, 268, 277, 331, 341

Van Noort, Oliver 202, 215, 217 Vargas Ugarte, Rubén 33, 224, 232 Vázquez de Menchaca, Fernando 156 Vázquez, Francisco 126 Vega, Inca Garcilaso de la 20, 22, 34, 45, 80, 110, 134, 143, 153, 181, 224, 225, 228, 247, 256, 269, 271, 274, 279, 291, 292, 297, 303, 304, 308, 319, 323, 326, 327, 331 Velasco Alvarado, Juan 340 Velázquez, Juan 200 Vespucio, Américo 122 Villagrán, Francisco de 69, 90, 91, 93, 94 Villarroel, Gaspar de 97 Villela, Juan de 65, 98 Viracocha Inga, Alonso 232 Virgilio Marón, Publio 34, 44, 47, 58, 84, 85, 115, 119, 166, 196, 237, 239, 260, 287, 310, 311, 316, 320, 323, 328 Virués, Cristóbal de 226 Viscardo y Guzmán, Juan Pablo 22, 171, 281 Vivar, Jerónimo de 65, 66, 75, 81, 86 Wayna Qhapaq 146, 152, 181 Yupanqi, Pachakutiq Inka 146 Yupanqui, Inés 311, 322, 328 Yupanqui, Titu Cusi 33, 307 Yupanqui, Túpac Inca 233, 242 Zapata, Luis 44