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Spanish Pages [410] Year 2012
Editores RICARDO GARCÍA DUARTE ABSALÓN JIMÉNEZ BECERRA JAIME WILCHES TINJACÁ
Universidad Distrital Francisco José de Caldas Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano - IPAZUD Centro de Memoria, Paz y Reconciliación - Secretaría de Gobierno de Bogotá
Bogotá, D.C. 2012
Las víctimas : entre la memoria y el olvido / Absalón Jiménez Becerra ... [et al.]. -- Bogotá : Universidad Distrital FranciscoJosé de Caldas, 2012. 412 p. ; cm. ISBN 978-958-8782-27-0 1. Conflicto armado - Colombia 2. Víctimas de la violencia - Colombia 3. Guerra y sociedad - Colombia 4. Memoria y olvido - Colombia I. Jiménez Becerra, Absalón. 303. 6 cd 21 ed. A1360613 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
SECRETARÍA DE GOBIERNO DE BOGOTÁ
UNIVERSIDAD DISTRITAL FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS
Gustavo Petro Alcalde Mayor de Bogotá
Inocencio Bahamón Calderón Rector
Secretario de Gobierno de Bogotá Antonio Navarro Wolff
María Elvira Rodríguez Luna Vicerrectora Académica
Director Centro de Memoria, Paz y Reconciliación Camilo González Posso
Ricardo García Duarte Director IPAZUD
Rocío Paola Neme Neiva Diseño gráfico ---Impreso en Editorial Universidad Nacional Año 2012. ISBN 978-958-8782-27-0 Primera edición 2012 © Bogotá, 2012
IPAZUD Edición
TABLA DE CONTENIDO
Introducción............................................................................................ 13
PARTE I MEMORIA, PODER Y POLÍTICA Capítulo 1 MEMORIA, SOCIEDAD Y RESISTENCIA Ricardo García Duarte ..................................................................................... 19 Capítulo 2 MEMORIAS PARA LA PAZ EN MEDIO DE LAS GUERRAS Camilo González Posso .................................................................................... 42 Capítulo 3 ESTADOS DE NEGACIÓN: RETOS FRENTE A LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA EN COLOMBIA Michael Reed Hurtado ..................................................................................... 57 Capítulo 4 MEMORIA Y CREENCIA: UNA MIRADA POLÍTICAMENTE INCORRECTA A CIERTAS VINDICACIONES DE LA MEMORIA Adrián Serna Dimas ........................................................................................ 65
Capítulo 5 LA MEMORIA Y LA ADMINISTRACIÓN DEL PASADO: REFLEXIÓN A PROPÓSITO DE LA LEY DE VÍCTIMAS
Fredy Leonardo Reyes Albarracín y Ana Milena Martínez Triviño ......................... 81
Capítulo 6 INSTRUMENTOS LEGISLATIVOS, POLÍTICAS DE LA MEMORIA Y EXCLUSIÓN SOCIAL. CASO LEY DE VÍCTIMAS Juan Ruiz Celis ............................................................................................... 90 Capítulo 7 MEMORIA Y CONSTRUCCIÓN DE PAZ Oscar David Andrade Becerra ........................................................................... 103
PARTE II MEMORIA, CONFLICTO Y OLVIDO Capítulo 1 Representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra en Colombia: una mirada histórico-hermenéutica a las comisiones de estudio sobre la violencia Jefferson Jaramillo Marín ............................................................................... 121 Capítulo 2 PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA Y ENSEÑANZA DE LA HISTORIA RECIENTE
Martha Cecilia Herrera Cortés y Jeritza Merchán Díaz ....................................... 137
Capítulo 3 PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA Y DE LA ALTERIDAD EN UN PAIS AMNÉSICO Y ANESTESIADO Clara Castro, Piedad Ortega y Pablo Vargas ....................................................... 157
Capítulo 4 DESPLAZAMIENTO FORZADO Y GÉNERO: EN BUSCA DE LAS HUELLAS DE LA EXPERIENCIA FEMENINA DE LA GUERRA Lina María Ramírez ......................................................................................... 172 Capítulo 5 LA MEMORIA DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN COLOMBIA: APORTES DEL IEPRI PARA SU CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICO Y TEÓRICA José Gabriel Cristancho Altuzarra ..................................................................... 185
PARTE III MEMORIA, TERRITORIOS Y DESTERRITORIALIZACIONES: SUS LUGARES FÍSICOS Y SIMBÓLICOS Capítulo 1 TERRITORIO Y ACADEMIA: UNA RELACIÓN FRAGMENTADA Patricia Reyes Aparicio .................................................................................... 199 Capítulo 2 AMBIENTES EDUCATIVOS Y CONFLICTO ARMADO, MEMORIAS Y TERRITORIOS EN EL PUTUMAYO Mauricio Lizarralde Jaramillo ........................................................................... 209 Capítulo 3 CONTROL E INMUNIZACIÓN DE LA VIDA Y EL TERRITORIO EN COLOMBIA: DEL DERECHO DE CASTILLA A LA VIOLENCIA BIPARTIDISTA Jessica Enith Fajardo Carrillo ........................................................................... 224
Capítulo 4 RESISTENCIA CULTURAL EN EL BARRIO BRITALIA Wilson Javier Torres Puentes ........................................................................... 237
PARTE IV LA COTIDIANIDAD DE LA MEMORIA: EXPERIENCIAS DESDE LAS ORGANIZACIONES SOCIALES Capítulo 1 CULPAS Y EXPIACIONES EN EL DESPERTAR MUISCA: UNA ETNOGRAFÍA DE UN OBJETO-RED DE LA MEMORIA Pablo Felipe Gómez Montañez ......................................................................... 253 Capítulo 2 IMAGINARIO Y MEMORIA RELIGIOSA EN BOGOTÁ Absalón Jiménez Becerra................................................................................. 272 Capítulo 3 CONDICIÓN JUVENIL, DESCAPITALIZACIÓN Y MEMORIAS EN LA MUTACIÓN DEL CONFLICTO COLOMBIANO Juan Carlos Amador ........................................................................................ 292 Capítulo 4 DERECHOS DE LA INFANCIA: DEL DISCURSO POLÍTICO A LA REPRESENTACIÓN LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA DE LOS DERECHOS DE NIÑOS Y NIÑAS EN SITUACIÓN DE VULNERABILIDAD Ibon Oviedo Poveda ......................................................................................... 317 Capítulo 5 LA MEMORIA Y SU POTENCIAL EDUCATIVO EN LOS PROCESOS DE REINTEGRACIÓN A LA VIDA CIVIL Luz Marina Lara Salcedo .................................................................................. 328
PARTE V MEMORIA Y PRÁCTICAS COMUNICATIVAS Capítulo 1 LA MEMORIA EN SUS JUSTAS PROPORCIONES. A PROPÓSITO DEL PARADISCURSO EN LA JUSTIFICACIÓN Y MORALIZACIÓN DEL PARAMILITARISMO EN COLOMBIA Tatiana Escobar Montes, Mauricio Naranjo Velandia y Jaime Wilches Tinjacá .................................................................................. 347
Capítulo 2 MEDIOS DE COMUNICACIÓN, MEMORIA Y DESPOLITIZACIÓN DE LA VIOLENCIA Vladimir Olaya y Marcela González Terreros ......................................................
369
Capítulo 3 EL ARTE COMO EXPRESIÓN ALTERNATIVA –LA EXPERIENCIA DE LA FUNDACIÓN CULTURAL RAYUELA– Iván Arturo Torres Aranguren ........................................................................... 389 Capítulo 4 RESPONSABILIDAD SOCIAL DEL COMUNICADOR CON LAS MEMORIAS Y LAS VÍCTIMAS Patricia Bryon, Juan Camilo Macías y Nyrama Osorio ........................................ 395 Capítulo 5 FOTOGRAFÍA: ENTRE DESAPARECIDOS Y MUERTOS. UNA EXPERIENCIA DE LA APARICIÓN Julián David Romero Torres ............................................................................. 404
Introducción
El presente libro pretende dar cuenta de las reflexiones que desde las organizaciones sociales y la academia se vienen realizando en torno de la memoria que como categoría busca encapsular parte de la historia pasada y reciente del país frente a temas tan neurálgicos como el conflicto armado, su degradación, las víctimas, sus narrativas, sus procesos de duelo y reparación. En segundo lugar, como objetivo político, busca contribuir al debate sobre el impacto de la nueva Ley de Víctimas. Una ley, que lejos de limitarse a su pura dimensión tecnocrática, debe convertirse en un auténtico laboratorio de prácticas democráticas en las que se integren el Estado, las Víctimas y la Sociedad Civil. Paso fundamental para la aplicación exitosa de un marco jurídico, que hace parte de un deber estatal, pero que necesita incluir las experiencias de las luchas sociales y rodearse de la concientización ciudadana para convertirse en realidad. Para Pierre Nora, la memoria como un fenómeno de la vida hace parte de los colectivos. Es una labor del cambio, de la dialéctica, de su devenir, de la amnesia inconsciente, de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y además manipulable. La memoria es un fenómeno actual, es una lucha con el eterno presente, es afectiva y mágica. En el momento en que la historia se encarga de la memoria, en el momento en que recoge el indicio testimonial y lo oficializa anula a la memoria misma (Nora, 1986).
INTRODUCCIÓN
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Para este intelectual francés, la relación entre la historia, la memoria y la nación, debería ser de circulación natural y complementaria. No obstante, como se ha evidenciado tanto en Europa como en América Latina es una tríada, que además de ser complementaria, entraña tensiones como las que se ubican entre el Estado y la nación en torno de la memoria oficial y de las políticas públicas que la acompañan. Dicha tensión la evidenciamos cuando se establece un encuentro entre los académicos y las organizaciones sociales. Sin duda, los planteamientos científicos del académico en ocasiones chocan con las cargas subjetivas, las experiencias y las narrativas de las víctimas, las cuales demandan lecturas de carácter integral frente a situaciones dolorosas como el destierro, el desplazamiento, la pérdida de un familiar, las masacres y los delitos de lesa humanidad que han afectado a un alto número de colombianos, por lo menos, en las últimas cuatro décadas de las cuales las memorias recientes aún demandan una lectura de carácter integral. La memoria como categoría hace parte de una relación de significado y construcción simbólica en el sujeto. Comparte fronteras conceptuales y metodológicas con otras dos categorías afines: la experiencia y la narrativa. En tal sentido, la experiencia de las víctimas, la experiencia vivida y percibida de las organizaciones sociales e incluso de los testigos, es recogida por medio de sus narrativas. La experiencia es un elemento consubstancial para la materialización de los diversos grados de consciencia que tenemos frente a un hecho social y a un acontecimiento doloroso. Ejercicio palpitante, verosímil e instaurador, lo que lleva a establecer un diálogo directo entre la memoria individual y la memoria colectiva. Los diversos grados de memoria individual y colectiva, como ejercicios complementarios, entran en tensión abierta cuando se quiere oficializar un relato, cuando se busca ocultar un acontecimiento, una voz o una experiencia dolorosa. Las tensiones existentes entre la memoria y la historia oficial se han evidenciado en los debates sobre las políticas de la memoria, las cuales como un presupuesto del Estado, buscan oficializar un “meta-relato” globalizante que deje por fuera lo no conveniente de contar, lo que evidencia fragmentación estatal, parainstitucionalidad e ilegitimidad. Entonces, en este contexto, ¿cómo asumir los desafíos que implica la complejidad en la construcción de la memoria? Con esta pregunta abordamos el reto de articular un diálogo entre varios colectivos de carácter social, académico, estatal, periodístico y social. Dicho diálogo apunta a divulgar avances temáticos y conceptuales, que logren tener incidencia en el contexto nacional y en las discusiones que siguen a la aplicación de la ley de víctimas y su capítulo de memoria histórica.
INTRODUCCIÓN
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Estas discusiones complejas, pero apasionantes, fueron abordadas por líderes de organizaciones sociales y políticas, académicos, periodistas y estudiantes de pregrado y posgrado en el Seminario La Memoria y las Víctimas: ¡Ayer, Ahora y siempre!, realizado en Bogotá los días 20 y 21 de octubre de 2011. Las reflexiones de los ponentes, fueron divididas en cinco mesas temáticas: 1. Memoria, poder y política 2. Memoria, conflicto y olvido 3. Memoria , territorios y desterritorializaciones: sus lugares físicos y simbólicos 4. La cotidianidad de la memoria: experiencias desde las organizaciones sociales 5. Memoria y prácticas comunicativas Más allá de plantearse como resultado de una investigación, este trabajo es la continuación de un esfuerzo que se remonta al año 2007, cuando el Instituto para la Paz, la Pedagogía y el Conflicto Urbano – Ipazud, de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, constituyó la línea de Memoria y Conflicto y luego conformó la Red Interinstitucional de Memoria y Conflicto, integrada por colectivos académicos y centros de investigación social. La continuidad de estos procesos no hubiera sido posible sin la participación y el apoyo constante del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de la Secretaría de Gobierno de la Alcaldía Mayor de Bogotá. El libro que a continuación damos a conocer es un aporte bibliográfico que sobre el tema de memoria ha venido gestionado el Ipazud y el Centro de Memoria de Bogotá en estos últimos años. Un esfuerzo colectivo de reflexión en el que están abiertas todas las posibilidades para la construcción de memorias históricas, que aspiran a la reivindicación de un proyecto de nación incluyente, participativo y democrático.
Parte I
MEMORIA, PODER Y POLÍTICA
Capítulo 1
MEMORIA, SOCIEDAD Y RESISTENCIA Ricardo García Duarte Politólogo y Abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano - IPAZUD.
Introducción La memoria es un acto de reconocimiento. De reconocerse a sí mismo, haciéndolo en el espejo del pasado. Se es porque se ha sido. Se ha sido, gracias solo a la memoria, depósito increíble en el que bullen, a la vez que se eclipsan o sedimentan, los recuerdos que hacen posible la definición de la existencia en un presente. La existencia, que es un fluir incesante en el orden de las experiencias; solo entendibles en una conciencia que les da sentido en el discurrir del tiempo; por lo que es acción en cada presente pero también memoria construida en ese tiempo que también se vuelve pasado. Memoria de un pasado que, en cuanto hecho que transcurre en la conciencia, es producto del vínculo intersubjetivo y, a la vez, expresión social, manifestación de relaciones y de fuerzas. Esto es: conciencia colectiva en la que se materializan imágenes y razonamientos; juicios y percepciones, bajo los que fluyen fuerzas que se encuentran. Y es también, claro está, memoria colectiva, que es recordación múltiple y compleja, pero además espacio para el poder; y para las estrategias con las que los actores sociales intentan rediseñar la identidad de un colectivo humano, a tono con los poderes establecidos. Poderes estos, cuestionables quizá, por la propia rememoración crítica de las víctimas del pasado.
PARTE I - MEMORIA, PODER Y POLÍTICA
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I.
La Dimensión Óntica de la Memoria1
La memoria habita en nosotros como el fondo que nos precede; solo que al mismo tiempo se hace actualidad, brindando apoyo en la orientación diaria del ser que somos. Por esa misma razón, habitamos simultáneamente en ella; o dicho de otro modo, la frecuentamos sin cesar. Así sea solo para redescubrir a cada instante - sin las rupturas que nos hundirían en una perplejidad abismal – los referentes inmediatos para el qué hacer de la vida. Un qué hacer, que sería un tormentoso recomenzar, repetido desde cero ad infinitum, si no contáramos con la memoria de las cosas y con el recuerdo de las voces. De ahí que aquella – la memoria -, esa inevitable estancia casera en la que flotan los fantasmas reales y ficticios del pasado, sea una entidad intangible pero cierta, que participa en la constitución del ser; del ser individual,que es a la vez ser social, por el conjunto de relaciones con los otros, en que él mismo inscribe su formación. Poblada, como está, por hechos que ya no existen, que a cada minuto como al soplo de un viento ancestral desaparecen, ella misma – la memoria – se auto-inventa sin embargo, como una máquina de retro-proyección, capaz de retener todos aquellos hechos; de suspenderlos en el tiempo y de traerlos para su reproducción, como si se tratara de una pantalla infinita, transparente y holográfica; hecha a su turno de una miríada de pequeñas pantallas, atomizadas pero universales, en la que encontramos esos mismos hechos ya idos. Los que necesitamos y los que deseamos; en la empresa sin término de entendernos con los demás y con nosotros mismos. En ese orden de ideas la memoria es, por una parte, virtud de la mente humana; la que corrientemente se despliega en lo que se conoce como un ejercicio mnemotécnico. Pero también es – sobre todo – presencia óntica, que permite la continuidad del ser como sujeto, pues este último difícilmente se constituiría sin un pasado – remoto o reciente – desde el que emerge para ser alguien con posibilidades de pensar y de pensarse, en medio de un proceso de continuidad en el que al ir siendo, es; lo que supone un pasado. Mientras tanto este mismo pasado no deja de entrañar una memoria, codificada dentro de la genética social, de donde surge que tal pasado se pueda retrotraer al presente, para permitir la continuidad en la que se da el ser, susceptible de convertirse en sujeto.
1 Para estudios sobre la Memoria, véase: Jelin (2002), Todorov (2008) y Casey (2000).
Capítulo 1. Memoria, sociedad y resistencia
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La práctica mnémica, en los solos términos técnicos, - instrumento invaluable en la utilería de asociaciones y deducciones indispensables en el aprendizaje, como la del que repite al punto las tablas de multiplicar – encuentra su encarnación quizá más acabada en Funes, el memorioso. Un personaje de ficción en la iconografía fantástica de Borges. ¿O quizá figura de la realidad emergida desde el pasado borroso en la infancia del narrador? ¡Vaya uno a saber! Porque el Borges narrador lo sitúa – dentro de ese juego de ambivalencias ilusorias entre la ficción y la realidad – en una escena de su propia niñez, en ese mundo inatrapable de las vacaciones familiares. Por allá en alguna provincia, en Fray Bentos; dentro de alguna estancia, en donde hacía sus oficios el tal Irineo Funes. Aindiado y hermético, nos lo evoca el narrador, aunque ligeramente risueño en su ironía por el prodigio de sus dotes, este muchacho era capaz de responder de modo automático pero sin esfuerzos la hora exacta del día; con sus minutos bien contados; y sin mirar al cielo siquiera. Y naturalmente sin ninguna ayuda del reloj. A éste lo llevaba en su ser. Él mismo era un reloj. Se trata de una memoria sobrenatural en un personaje de ficción, aunque construido como protagonista de la realidad en la evocación de sus propios recuerdos, hecha por el narrador, otro memorioso, el propio Borges; si bien este último se presenta como un memorioso fragmentario, borroso. Pero es también una memoria, digamos, matemáticamente posible; como si alguien fuera capaz de captar al instante y de modo simultáneo el enjambre infinito de los olores y colores; de las mutaciones en la luz y en el espacio; las que se desenvuelven en el curso de las cosas; y cuyo control múltiple permitiría adivinar la fracción del tiempo en que lo hacen. Esa memorización, solo posible en los pequeños fragmentos de la realidad, constituye apenas, una dimensión facultativa de la razón humana, imprescindible para su ensanchamiento en el conocimiento y en la experiencia. Pero pertenece a un universo más amplio, el de una memoria integral, parte del ser, componente de la razón óntica: la memoria total de donde emergen las posibilidades del ser actualizado y al que éste vuelve para componer los ajustes de sus actitudes y los de sus conductas. ¿Cómo podríamos existir sin ese otro existir que ya no es pero que viene transportado en la memoria para completar el sentido de nuestro presente? En el mundo mágico y aldeano de García Márquez los habitantes de Macondo pierden la memoria a raíz de una peste insólita; la cual arrastra como un vendaval los recuerdos y con ellos la capacidad de recordar. Es, si no la muerte colectiva, al menos la enfermedad insufrible del in-conocimiento; más allá, mucho más allá de la ignorancia: el hundimiento en un vacío sin pie de
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apoyo. Atmósfera quieta de un no-conocimiento siempre repetible que, poniendo en peligro la existencia social, solo es superable con un nuevo comienzo del organismo, tanteando aquí y allá; y reconociéndose en pequeños fragmentos para completarlos uno a uno. De modo de dar lugar después al invento de cada palabra; fijándola a la vista de todos y cuidándola como al fuego inicial y fugaz, a fin de evitar que el olvido la consuma otra vez. Y que involutivamente suma al pueblo en un congelamiento peor, el de la mudez atónita. Hay que crear de nuevo las palabras con el poder nominador que las acompaña, como si del fondo del poder colectivo se sacara pacientemente la energía para crear otra vez al mundo. Inventar las palabras después del olvido; y fijarlas y aprenderlas para conjurar los efectos corrosivos de este último, es reinscribirlas en el tiempo para que sean un pasado que se actualiza. Es enlistarlas en una línea del tiempo en la que tiene que caminar la memoria. Por lo que es simultáneamente una reinvención de la memoria, con las palabras contra el olvido, para hacer posible la vida. Porque finalmente “¿qué somos nosotros?” se pregunta Henri Bergson (1994): ¿qué es nuestro carácter sino la condensación de la historia que hemos vivido desde nuestro nacimiento, antes de nuestro nacimiento incluso, dado que llevamos con nosotros disposiciones prenatales? Sin duda no pensamos más que con una pequeña parte de nuestro pasado; pero es con nuestro pasado todo entero, incluida nuestra curvatura de alma original como deseamos, queremos, actuamos. Nuestro pasado se manifiesta por tanto íntegramente en nosotros por su impulso y en forma de tendencia, aunque solo una débil parte se convierta en representación. (p.48)
Así el pasado y la memoria se insuflan frente a la vida con una fuerza casi óntica; además con un impulso de formación identitaria. En clave literaria lo expresa Fernando Vallejo, en El Desbarrancadero; es decir, en ese tránsito por el filo del abismo insondable que es la muerte: “El hombre no es más que una mísera trama de recuerdos, que son los que guían sus pasos”. Borges lo escribe del siguiente modo: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. La existencia retoma su marcha creativa en el curso del tiempo; el que es simbolizado por el reloj, del que es encarnación viva aquel Irineo Funes, el de Borges; el de la memoria prodigiosa, matemática y universal. Memoria ésta, en la que cabe la marcha de la vida.
Capítulo 1. Memoria, sociedad y resistencia
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II. La Memoria en el Discurrir de la Vida La vida está en el tiempo. Circula en un reloj múltiple, ubícuo y universal. Es la vida actuante en el reloj metafísico de la existencia. La razón es sencilla: para que la vida sea, tiene que haber sido; lo que la coloca en la línea inevitable del tiempo. A la inversa, este último no es nada distinto al continuar de la existencia, como lo enuncia Spinoza (Ricoeur, 2010, p. 21). Entre tanto, la memoria es el habitáculo de dicha vida palpitante, en el curso del tiempo que circula. La parálisis del tiempo es la negación de la vida como vida palpitante. Es, al mismo tiempo, la inutilidad de la memoria, desplazada ya no al cuarto de San Alejo en donde se puede defender con naturalidad, sino al vacío de la nada; al vacío de un presente sin movimiento, como el corte indefinido con el que se interrumpe la proyección de una película; en adelante, imagen estática. Por cierto, en un filme de Bergman, “Las fresas salvajes”, hay una escena en la que un médico ya entrado en años, Isaac Björg, va, con su joven nuera, a visitar a su anciana madre, ya nonagenaria, a punto de cumplir la centuria. En el cuarto de la anciana postrada, la acompaña un reloj manifiestamente desprovisto de las manecillas que marcan las horas y los minutos. El reloj presumiblemente funciona pero sin los indicadores que miden su marcha. O sea un tiempo huérfano de medida: ¡un tiempo sin el tiempo real que marcha! Contrasentido éste, que es subversión de un tiempo, medible por naturaleza; como si permaneciera en un presente desapacible, casi inerte. Lúcida coquetería surrealista de Bergman sobre el curso de la vida cuando ésta ya casi no marcha. Preludio de lo que se anuncia insondable; sin movimiento. Pero también metáfora plástica y muda de un presente frágil, el de la anciana. Un presente en el que ya poco importa si el tiempo concreto continúa en su dimensión mensurable antes del fin; aunque siga su recorrido en términos universales y metafísicos. Se trata de una imagen plena de mordacidad para subvertir la prisión del tiempo sobre la vida, cuando ya ni siquiera va a haber una vida a la que aprisionar. Una subversión de un tiempo concreto que solo confirma la existencia ineludible del tiempo general en el que marcha la vida; en el que se inscribe el ser; que solo es, fenoménicamente hablando, si está dentro de ese tiempo. Desde el punto de vista de la fenomenología, el sujeto que es o el ser que deviene sujeto, lo hace dentro del mundo de la vida; y ese estar en el mundo de la vida es un estar en el mundo de las experiencias. Ese hecho de estar, de existir en las experiencias, define la conciencia del ser, su conciencia subjetiva, que es aprehensión precisamente de la experiencia; experiencia o serie
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de experiencias, seleccionadas y estructuradas; dotadas de un sentido dentro de una conciencia que opera en el tiempo. De donde surgen las posibilidades de continuidad. Una continuidad que es duración. “Una duración que es el movimiento”, como lo diría Bergson (1994). Mejor dicho, como lo ratificaría este autor: “una duración que es el todo, en el que se envuelve la existencia del ser” (p. 18). En la conciencia del sujeto tiene lugar una apropiación de las experiencias dentro de un tiempo que pasa; por lo que en esa misma conciencia debe intervenir una memoria que enlaza ese tiempo. Un tiempo, a la vez subjetivo y “objetivo”; interno y externo. Se trata pues de una memoria que para decirlo claramente con Paul Ricoeur, se inscribe dentro de ese tiempo del sujeto, en el pasado. Es la memoria que se expresa en el pasado del sujeto. Con una pertenencia en el tiempo que se constata en la manifestación de Aristóteles: “La Memoria es del pasado” (Ricoeur, 2010, pp. 22 y 33). Un pasado revivido, recuperado a través del recuerdo. Los hechos idos que fueron experiencias dejadas de existir regresan en el recuerdo como otra experiencia ya vivida en la memoria, bajo los efectos de un ejercicio de rememoración. Una rememoración que es quizá recuperación actualizada de algo que ya fue, aunque también ejercicio de búsqueda; de esfuerzo por encontrar algo; un algo que en la formulación mítica de Platón se perdió en el olvido al momento de nacer; como si entonces con la vida surgiese la búsqueda insaciable por encontrar lo que se quedó en un ensueño eterno preexistente, antes de entrar a la vida (Ricoeur, 2010, p. 47) En ese sentido, la memoria aloja las cosas que la vida va encontrando, después de que quedaran suspendidas en el estadio incierto que precede al nacimiento con el que comienza la vida de cada uno; de los que van a ser sujetos provistos de conciencia. De ahí entonces que en esa conciencia aparezca como una expresión, en la que se recoge el pasado, la memoria; la misma que se manifiesta en el recuerdo. Pero una memoria que, según la lectura que a este propósito hace Ricoeur de Platón y Aristóteles, es una memoria que se ofrece bajo dos dimensiones; las que el autor francés reseña con los nombres de MNEME y ANAMNESIS: Los griegos tenían dos palabras, Mneme y Anamnesis, para designar por una parte el recuerdo como algo que aparece, algo pasivo en definitiva hasta el punto de caracterizar como afección –pathos- su llegada a la mente; y, por otra parte, el recuerdo como objeto de una búsqueda llamada de ordinario rememoración, recolección… (Ricoeur, 2010, p. 20)
La primera es la del recuerdo inmediato; la del recuerdo que llega sin esfuerzos a cada momento, y que en términos prácticos sirve para reproducir cotidianamente la
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vida del sujeto. La otra, la anamnesis, es por el contrario la memoria esforzada; la de la búsqueda; aquella que solo opera con un ejercicio encaminado a despejar capas y más capas, que se acumulan en los recuerdos, para por fin encontrar el hecho que se desea y la situación que lo envolvía; para de esa manera pasar a estructurar un cuadro, al menos aproximado, de una experiencia vivida en un momento del pasado. Es la rememoración. Se trata pues de la mneme, el recuerdo inmediato de reproducción permanente, la memoria impensada. Y la anamnesis, la memoria del recuerdo buscado, razonado. He allí una caracterización que, al ser señalada por Paul Ricoeur, no puede sino evocar la caracterización que antes hiciera Henri Bergson, al indicar así mismo la diferenciación entre dos memorias; a saber, la memoria – hábito; y una más amplia y a la vez más profunda, la que podría calificarse como rememoración, precisamente. En la primera, hay una mecanización de los recuerdos inmediatos; una especie de tecnologización de estos últimos que se trasladan casi inconscientemente a la reproducción de la vida social. En la segunda, hay un esfuerzo por explorar en el pasado con miras a su re-actualización compleja en el presente. El conjunto de las experiencias, cuya existencia se fugó, pero que transcurrieron dentro del tiempo, es buscado y atrapado por la memoria en el pasado. Por donde es razonable que Ricoeur hable de la memoria como si se tratara de la “imagen de lo ausente” (Ricoeur, 2010, p. 34). Anamnesis o rememoración o búsqueda; en todo caso imagen de lo que es ausente: todo ello es un efecto que circula dentro de la sociedad; no pertenece a algo meramente aislado en la conciencia de cada individuo.
III. La Memoria como Producto Social La memoria no es una construcción que pertenezca al apenas imaginario mundo del solitario, sin conexión con el medio social en el que crece. No es una virtud propia del Robinson Crusoe, náufrago sin contacto humano alguno. O, mejor: sí que lo es. Es precisamente el único ejercicio que viene en auxilio del solitario Robinson Crusoe, para traer a su dificultoso presente las cosas aprendidas en el contacto con los demás. Es la que confirma, como lo anotara Marx, su condición de ser social, a pesar de ser un solitario sin sociedad que lo rodeara. En su conciencia, lleva su condición social. Y el instrumento de esa conciencia es la memoria. Esta última tiene a todas luces un estatuto de orden social. Se forma solo en medio de las relaciones que vinculan a los distintos sujetos.
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Ningún autor más emblemático para ser evocado en este tema que Maurice Halbwachs, el intelectual francés muerto en el campo de concentración alemán Buchenwald, durante la segunda guerra mundial. En efecto dice nuestro autor: … No existe posibilidad de memoria fuera de los marcos utilizados por los hombres que viven en sociedad para fijar y recuperar sus recuerdos” (Halbwachs, 2004, p. 101)
Si para Durkheim, su mentor, hasta el suicidio, la más íntima y solitaria de las decisiones individuales, era social, para Halbwachs, lo era así mismo la rememoración, incluso aquella que estuviese alojada en el más recóndito de los sueños (Halbwachs, 2004). En estos últimos, aunque aparezcan bajo las más sorprendente formas de dislocación, los personajes y los lugares en que aparecen de contextos sociales, discernibles de algún modo. En la rememoración, la reconstitución de los autores o la de los vínculos que los unen y las circunstancias que los rodean, de lugar y de tiempo, emergen en una cadena de causalidad social, de orden general. La rememoración es un ejercicio de carácter social; y las imágenes que resultan de ellas se crean bajo la forma de un cuadro de conductas y situaciones dadas, que no tiene por menos que ser social, como lo fueron esas conductas cuando tuvieron lugar; o como lo pueden ser en el presente otras situaciones similares originadas en la actualidad. Los hechos que se traen a través del recuerdo son sociales; y también la rememoración misma, por más individual que aparezca, es un hecho enteramente social. El recuerdo es una búsqueda, ya quedó dicho. Y como tal, es un ejercicio de comprensión; comprensión que por mucho que se realice individualmente no puede constituirse más que a través de una operación social de significación; una operación obligada a recoger en la conciencia los referentes de significación, surgidos socialmente; sin cuyo concurso el recuerdo perdería sustancia cultural; no sería comprendido; dejaría de ser recuerdo, convertido apenas en una ráfaga incomprensible de imágenes sin contexto. Son los marcos sociales de la memoria, de que hablara en 1921 Halbwachs, en una expresión que le dio título a una de sus obras más reconocidas. La otra se llamó “La memoria colectiva”, expresión esta que resume el conjunto de tesis elaboradas en su investigación por el autor francés; y que se convirtió en conceptualización de uso corriente (Halbwachs, 1991).
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En el proceso de rememoración que hacen los individuos existe un ejercicio de memoria colectiva. Es este el fenómeno social relevante. En el acto de memoria hay el factor objetivo de lo que se rememora, el suceso o el hecho en cuestión que provoca el recuerdo (Ricoeur, 2010, pp. 41-42). Y está el componente subjetivo de quién rememora; componente éste que activa el dispositivo de los recuerdos, levantando capas sucesivas del pasado o conectando situaciones o personajes diversos. El objeto de la rememoración constituye, hasta cierto punto, un acontecimiento que flota como experiencia vivida, propiedad de muchos sujetos en sus propios recuerdos. Aunque cada uno lo recuerde de modo distinto y con distancias diferentes, ello no hará sino confirmar que se trata de un proceso colectivo de memoria. Por cierto, esta última será más o menos directa, en la medida en que algunos individuos habrán tenido contacto con el acontecimiento en cuestión, mientras los otros tendrán las imágenes de segunda mano. El acontecimiento mismo – factor objetivo – pasa por una reconstrucción social y colectiva en el proceso de la recordación. A su turno, quien rememora hace su operación de recordar en medio de un juego inevitable de influencias mutuas con los otros que también recuerdan. Son fragmentos de la memoria, que se apoyan los unos con los otros; aquí y allá. Pero además esta rememoración se da en medio de otro juego social, el de la construcción y reproducción intersubjetiva de significados. Los sujetos construyen la organización social en medio de acciones que circulan cargadas de significados; significados estos que surgen, que se decantan y asientan en el curso de intercambios de comprensión mutua; de entendimiento colectivo. El sujeto hace memoria, retrotrae su pasado como imagen de lo ausente, haciendo uso de los significados presentes, los mismos que se comparten por el colectivo social; y lo hacen procediendo a préstamos mutuos de significaciones, en la rememoración de un mismo acontecimiento social. Lo cual afirmaría siempre el carácter socialmente compartido de la memoria, según lo apreciaba el ya citado Maurice Halbwachs. Se trata entonces de una memoria colectiva, hecha de recuerdos cargados con significados comunes. Y, a propósito, no hay nada que sea más portador de significados que el lenguaje.
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IV. La Memoria con Lenguaje2 La memoria está construida sobre el recuerdo; y éste, lo está sobre el lenguaje. Maurice Halbwachs, el insoslayable autor en estas materias lo sitúa en los marcos sociales de la memoria colectiva: El lenguaje, ha dicho Meillet, es un hecho eminentemente social. En efecto, esta idea encuadra exactamente en la definición propuesta por Durkheim; una lengua existe independientemente de los individuos que la hablan; y, aunque ella no tenga ninguna realidad fuera de la suma de esos individuos, no obstante, es por su generalidad, externa a cada uno de ellos; es lo que demuestra que no depende de cada uno de ellos el cambiarla, y que toda desviación individual de su uso provoca una reacción. (Halbwachs, 2004, p. 89)
Incluso, cuando el recuerdo emerge nebuloso en las enrevesadas disociaciones del sueño, aparece en clave lingüística. La rememoración surge cifrada en el lenguaje, que es un código de significados; de modo que es poco menos que imposible el ejercicio de recordar sin la existencia de los significados; sin su decantación; sin su interpretación. El lenguaje es quizá la más poderosa dimensión fenoménica de construcción social. Y es, por tanto, el instrumento vital más cargado de signos y de símbolos; el portador mayor de significados. El mismo es una estructura que se forja creando significaciones. Constituye un proceso social, en el que uno o más significantes se engarzan al objeto o a la idea que son significados. En la propia construcción social, interviene de modo decisivo la estructuración significante del lenguaje. Una y otra se hacen posibles mutuamente y de un modo simultáneo. En las acciones que se intercambian los sujetos, circulan también las significaciones que, envueltas en signos, hacen que cada una de ellas sea eficaz; que tenga sentido en la génesis y la reproducción de las relaciones sociales; las económicas, las políticas o las religiosas. La formación social está inmersa en el constantemente enriquecido mar de los significados lingüísticos. Significados que, estando radicados en esa propia génesis, surgen inevitablemente en el proceso múltiple de la inter-subjetivación.
2 Para una conexión entre el lenguaje y la memoria, véase el capítulo correspondiente en “Los Marcos sociales de la memoria” de Halbwachs. Op. Cit. Cap.II. pp. 57 - 104.
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Objetivados como están dentro de un reconocido universo de signos, ellos nacen y regresan siempre alrededor de una incorporación subjetiva por parte de cada individuo, quien sin embargo no los pueda asimilar sino en el contacto con los demás. Bajo las claves de estas significaciones, los actores sociales intervienen en la construcción de su mundo; en la forjación – venturosa o desafortunada -de su presente. Así mismo, los individuos depositan en ellas el entendimiento de su pasado. La rememoración es un proceso de fijación razonada e imaginada del pasado, que toma curso a través de las significaciones proporcionadas por el lenguaje compartido. Re–situar en la memoria los eventos del pasado, con su desfile de personajes, situaciones y cosas, es al mismo tiempo un ejercicio obligado de comprensión dentro de un contexto lingüístico de significación; sin que importe por el momento qué tan fiel o verosímil sea la reconstrucción memoriosa. Por otra parte, frente al objeto; es decir, aquello que se recuerda; se producen dentro de los sujetos del presente inevitables intercambios lingüísticos y simbólicos, vehículos más o menos eficaces para entender los acontecimientos recordados. Los intercambios lingüísticos de la sociedad en el presente tamizan, completan y filtran los recuerdos individuales. Recuerdos estos últimos que, por lo demás, se recomponen a través de la memoria colectiva; mientras que esta última tiene su forja moldeadora en condicionamientos sociales que a todos afectan. Particularmente, el lenguaje modula la comprensión de los objetos y de las situaciones, materia de los recuerdos. Por último, en el vínculo externo de la conciencia que se establece con el objeto del pasado, se ponen en movimiento los dispositivos de introyección en el pensamiento; todo ese mundo intrasubjetivo del razonamiento y de la imaginación, en el que cada sí mismo dialoga consigo. Es el operativo de reflexividad interna en el que el yo es capaz de entenderse consigo mismo, en el momento en que recuerda; del mismo modo como se pone en diálogo virtual o real con los otros sujetos. El diálogo consigo mismo, en medio del recuerdo; es decir, la auto-reflexividad en acción al tiempo que la conciencia se conecta con el objeto externo del pasado, Es todo ello un diálogo que se desenvuelve en medio de la comprensión lingüística. El diálogo del yo con el sí mismo es, qué duda cabe, un diálogo mediado por signos lingüísticos profundamente incorporados en la conciencia individual, como parte de un proceso de apropiación intersubjetiva, ejecutado por todos los actores en la formación de una conciencia colectiva.
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De esta relación interiorizada con los demás actores sociales, cada cual desprende la capacidad de dialogar consigo mismo dentro de los parámetros significantes que prevalecen en la sociedad. De modo que la rememoración es, al mismo tiempo, un acto de autoreflexión desde el presente en función del pasado. En consecuencia, un acto que circula a través de los propios esquemas de significación lingüística con los que interviene cada conciencia en la sociedad. Y tales codificaciones lingüísticas, que hacen posible la rememoración exteriorizada y la reflexividad interior, son a su turno estructuras por cuyos flujos comunicacionales circulan el poder y las identidades.
V.
El Poder y la Memoria
Si en la memoria colectiva – ese ejercicio anamnésico de búsqueda en el pasado, una búsqueda que significa provocar el retorno de algo -; interviene como factor social el lenguaje, participa en consecuencia una especie de comunicación portadora de signos y de símbolos. Una comunicación que opera de modo múltiple bajo la forma de flujos de significación, manifestación todos ellos de poderes que hacen presencia en la sociedad. (Luhmann, 1995). En la comunicación se forma y a la vez se refleja el poder. De igual manera, en el acto de la rememoración, en el que intervienen los procesos de comunicación significativa, se producen actos de poder. De un poder entendido en el sentido amplio de relación social mediada por el condicionamiento que logra la voluntad de un actor sobre la de otro. La rememoración y la comunicación, juntas en el paquete común de la conciencia, hacen parte del poder, bajo tal vez dos grandes formas. Una de estas formas pertenece al acto mismo de la producción y transmisión de signos y de símbolos, es decir, al acto de crear y de reproducir socialmente significaciones. La otra forma corresponde al acto de forjar memorias y significaciones como una manifestación exteriorizada (casi institucionalizada) de poderes establecidos en la sociedad; por cierto, surgidos en el campo económico, en el político, en el religioso o en el del saber. Esa primera forma en los vínculos con el poder supone que el intercambio mismo de significaciones y la propia memoria constituyen, ambos, fenómenos propios de la constitución del poder.
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Así, la formación de la memoria colectiva y todo lo que ella tiene de simbolización y de significación lingüística sería al mismo tiempo un acto de generación de relaciones de poder en la sociedad. Está visto que la comunicación a través de signos (como no puede ser de otra forma) comporta la transmisión de un mensaje. Mientras tanto, la viabilización de este mensaje abre todas las posibilidades que nacen de su fuerza y de su eficacia; las cuales hacen nacer símbolos (palabras sonoras o figuras gráficas) que llegando con potencia a los receptores, aparecerán aceptables y utilizables por todos. Lo cual no dejará de esconder en muchas ocasiones la estructuración más o menos simulada de relaciones opresivas o, en general, de poderes que se establecen los unos sobre los otros. Este último es un fenómeno que pareciera ponerse al descubierto con la crítica que por ejemplo hacen las corrientes del pensamiento feminista; y que se orienta a desvelar el vínculo íntimo entre la construcción de significaciones lingüísticas y las relaciones de poder en el campo del género. En tal sentido, la rememoración – en la medida en que comporta una transmisión significativa – sería también un campo social para la formación o el afianzamiento de poderes sociales. La otra forma grande de vínculos con el poder tiene lugar con la formación de algo, una institución o una figura imaginaria por ejemplo; que perteneciendo a la memoria colectiva sirve a un poder existente en la sociedad. Son creaciones dotadas de un cierto sentido de empresa; con su orientación y su plan. Pretenden el hecho de ser funcionales a la consolidación de cualquier tipo de poder. De ellas, hacen parte los lugares conmemorativos o la propia historia, en cuanto parte de la amplia memoria a cuya modulación contribuyen. Suelen referirse a los héroes legendarios o a los sucesos fundacionales. No dejan de revestir un ejercicio de mitificación, con hálito de simbolización generalizada que marca el recuerdo de los sujetos pero que oculta el afianzamiento de un poder; el de una élites, cuyas marcas de identidad son ajustadas de modo sutil o abierto a los referentes de orientación que emanan de los episodios o de los personajes, incrustados en la memoria colectiva del pueblo. Es una memoria que explícitamente se reconstruye con referentes de recordación, en función del dominio expreso de unas élites o que ya existiendo dentro de un acumulado histórico es recuperado utilitariamente por un nuevo poder que se instala. El aparato conmemorativo, con sus estatuas y celebraciones, suele dar paso a factores pertenecientes a esa fijación colectiva de la memoria en beneficio de los poderes que brotan en la sociedad.
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La memoria y la comunicación como fabricantes simbólicos de poder o el poder que fabrica su propia memoria, he ahí los dos grandes campos en los que se pone de presente el vínculo ineludible que une a la memoria con el poder. Campos sociales que por cierto cruzan también su influencia con la constitución de la identidad colectiva.
VI. Identidad y Memoria En la propia constitución fenoménica de la memoria colectiva puede residir el principio de su papel como factor de identidad. En aquella hay ya un desdoblamiento en dos polos que intervienen en su dispositivo – el de la memoria -; a saber, primero el del mundo externo,en donde habitan los objetos que hay recordar; y el segundo, el de la intrasubjetividad, que permite el diálogo del propio yo consigo mismo, algo que Ricoeur sitúa como una polaridad binaria, caracterizada por la relación entre la reflexividad, de una parte; y la mundaneidad, de la otra (Ricoeur, 2010, p. 57). En la memoria se activan las huellas del evento exterior, perteneciente al mundo, y la conciencia de sí mismo para traer de nuevo ese acontecimiento del pasado y del mundo exterior. Ese proceso de retrotraer el acontecimiento- del pasado de cada uno – solo es posible porque cada sujeto desata un juego lingüístico consigo mismo, de modo de incorporar dentro de dicho juego el acontecimiento para alojarlo en su memoria. Esa especie de juego lingüístico y simbólico que incorpora los episodios y personajes del pasado como pertenecientes a su conciencia, constituye el principio de su propia identidad. El trabajo simbólico de su memoria es al mismo tiempo el trabajo de su identidad. La construcción de esta última es el ejercicio que cada uno realiza, en el sentido de saberse él dentro de su propia conciencia; él y no otro. De saberse él con relación a sí mismo; y de hacerlos con relación a los demás. Se trata de un sujeto que incorpora en su conciencia al mundo, sabiéndose que es él frente a los otros. Así, la reflexividad (cuando el sí habla consigo mismo), que opera en la memoria, encierra la posibilidad del reconocimiento. El sujeto se reconoce en los demás y en su propio pasado.
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La memoria es, de acuerdo con Casey según lo reseña Ricoeur, el recuerdo y la evocación o la reminiscencia, pero también el reconocimiento. En la rememoración (individual y colectiva) hay un acto de reconocimiento; el de los objetos del pasado. Con respecto a ellos, por las experiencias vividas, hay también un reconocimiento de sí mismo (Ricoeur, 2010, p. 158). Por tanto, si en la rememoración hay simultáneamente un reconocimiento de sí a través de la reincorporación del pasado, hay también la posibilidad de una identificación. A través de la memoria, que es reconocimiento, hay también un ejercicio de identidad. En el pasado encuentro mi identidad. Y al pasado lo traigo reconstruido significativamente en la memoria. Con ésta rescato, en la imagen, lo ausente; sin cuya presencia evocada, corro el riesgo vertiginoso de no tener en que reconocerme y, por tanto, de no poder identificarme abriendo el vacío frente a mi propia reflexividad. Sin el apoyo de lo ausente que regresa, es probable que la identidad se vea de pronto huérfana de los referentes de apoyo (lo que trae la memoria) para que el diálogo interior se oriente eficazmente. En ese sentido, la memoria colectiva traza el regreso de lo que se ha vuelto ausente; de lo que es el pasado, para encontrar el camino del reconocimiento que una sociedad logra de sí misma. Para que de ese modo ella encuentre y reproduzca la identidad consigo misma. Y por lo tanto la identidad que las separa de las demás sociedades. Es lo que la hace capaz de entenderse a sí misma para declararse distinta de las demás. En las comunidades, de cualquier tipo, la memoria proporciona permanentemente el material de lo ausente, que se volvió evanescente; pero que regresa para de ese modo afianzar una identidad. Por ejemplo, una nación encuentra en su pasado las claves para su identidad. Por consiguiente, es en su memoria – en la forma como ésta es trabajada colectivamente – en donde perfila ese pasado en la dirección que le permite confirmarse como una entidad legitimada.
VII. El Presente en la Memoria Toda memoria colectiva supone por fuerza un presente. Toda memoria colectiva implica un presente social. Sin el presente no existiría la memoria. Esta constituye un ejercicio de la conciencia que se instala en el pasado. Pero es un ejercicio operado desde el presente. Son los sujetos de este los que reconstituyen su pasado en la memoria.
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Si en el pasado buscan la fuente para afirmar el sentido de su presente; en este último encuentran los referentes para reconstruir su pasado. Este surge, se recompone, en la memoria bajo los condicionantes del presente; en ese mundo social que en el discurrir del tiempo es el momento estructurado; un momento que multiplicado en la trama de las subjetividades se erige en el momento histórico, capaz de mirarse a sí mismo, como época frente a su pasado; y de cara a un futuro, incierto quizá, pero inevitable. Ese momento multiplicado que se erige en presente es un momento de carácter histórico; y por tanto de carácter social. Los sujetos que ejercitan la recordación; que viven la memoria; lo hacen desde la estructura social en la que están inscritos; desde la conciencia de la que participan con toda la complejidad de intersubjetividades que la acompañan. Son sujetos de un presente histórico que se dejan intervenir por discursos sometidos a una construcción lingüística de carácter social, transmisora por consiguiente de fijaciones sedimentadas socialmente. Sujetos que pertenecen por lo demás a grupos y clases. Que toman parte en el flujo infinito de acciones contrapuestas, de imágenes que se intercambian, en la repartición desigual de bienes y de mensajes; y por lo tanto en la estructuración de poderes sociales. Es un mundo del presente en el que, entonces, brotan socialmente intereses y representaciones; en el que circulan estrategias de poder; explicitas o transformadas en corrientes sutiles que van de un grupo social al otro. En la memoria colectiva cabe en consecuencia la reconstrucción del pasado, en función del presente. Aquella pasa a ser habitada por los intereses y las representaciones de que son portadores los agentes memoriosos del presente. En ese sentido, los fantasmas del pasado suelen encontrarse en una danza coreográfica de sombras con los imaginarios del presente. Así lo reconoce Halbwachs: Hablamos de nuestros recuerdos para evocarlos; esta es la función del lenguaje y de todo el sistema de convenciones sociales que lo acompaña y es lo que nos permite reconstruir en cada momento nuestro pasado (Halbwachs, 2004, p. 324).
De hecho, toda memoria colectiva es una memoria hecha con los sesgos que pululan en la multitudinaria subjetividad del presente. Y si estos últimos se promedian, en fijaciones más o menos generalizadas, es porque al mismo tiempo siguen el curso de moldeamientos dominantes. En otras palabras, hay sesgos hegemónicos que ayudan a proporcionar los rasgos comunes de una memoria colectiva; verdaderas representaciones dotadas de una fuerza determinativa en los contornos de unos recuerdos que la gente comparte.
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Recuerdos que son la materia decisiva de una memoria colectiva, en condiciones de adquirir una cierta autonomía como entidad que flota a la manera de una misma neblina de imágenes y razones en la conciencia de un conjunto de individuos. Solo que esa niebla de formas que viaja por las conciencias que la comparten, está hecha por las evaporaciones condensadas del presente y por los poderes que como potencias configuran imágenes y representaciones que circulan en ese presente. Por ese mismo motivo, la memoria colectiva – presencia imaginada de lo que ya no es – es al mismo tiempo cambiable (más exactamente alterable) y compleja (por no decir contradictoria), en cuanto continente de distintas perspectivas; de diferentes poderes de representación; solventadas sin embargo por una especie de vocación que mira hacia la coherencia, a fin de poder cumplir con la función de identidad individual y colectiva. Coherencia, en cuya función se pueden dar disputas para imponer las memorias, dotadas de algún sentido. Es en el sentido de que está penetrada una memoria colectiva, en el que las disputas abiertas o escondidas, se terminan por sellar por una imposición. La misma que expresa una determinada correlación de fuerzas en la capacidad asimétrica de establecer la orientación determinada de una memoria desde el presente.
VIII. El Olvido y la Memoria Como la memoria, también el olvido se desplaza desde esa plataforma que es el presente. Una y otro se instalan en el pasado. Memoria y olvido son siameses; son inseparables; ambos son ejercicios de la conciencia que transcurren en el tiempo del sujeto colectivo; que se aposentan en su pasado; pero que lo habitan en su presente. Toda memoria es un acto de rememoración; mientras que este último es al mismo tiempo un acto del olvido. En la rememoración cabe siempre la posibilidad del olvido. En el momento de rememorar se abre la ocasión de olvidar; de modo inconsciente o deliberado. El memorioso Borges por ejemplo, como el narrador que se esfuerza por evocar la ciudad de los inmortales, admite: “Los hechos posteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas”. En la rememoración hay la constitución de un contenido que se llena de recuerdos, pero también la formación de agujeros negros en los que se pierde lo que además ya se fue; allí se hunden en la oscuridad los hechos que, dejando de existir, se vuelven además inatrapables.
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Si la memoria es la reconstitución imaginada de lo ausente, el olvido es la imposibilidad o, al menos, la dificultad de esa reconstitución de lo ausente; es la ausencia, sin presencia; incapaz de volverse a convertir en presencia. Con el transcurso del tiempo, el pasado deviene existencia evanescente de la realidad, gracias a la memoria; mientras que con el olvido es disolución de lo que fue presente. Con la memoria, el río de Heráclito no es nunca el mismo río. Con el olvido es, en cambio, el mismo que se repite en un presente sin término. Por donde la aporía dinámica de este filósofo cuenta de modo irrenunciable con la base de la memoria, algo que permitiría el discurrir del tiempo en la conciencia y con él la posibilidad del cambio. Por el contrario, el olvido absoluto – como ausencia total de la memoria -, si existiese, imposibilitaría el cambio en la conciencia de los sujetos. A propósito, Heráclito se figuraba al tiempo como un niño que jugaba a los dados; en otras palabras, como un juego; en el que por tanto van transcurriendo los hechos, rodeados de incertidumbres. Una especie de juego del azar. Reconstruible entonces por una memoria asaz incierta y así mismo cambiable en medio de los asaltos del olvido y del juego en que intervienen los intereses o las reivindicaciones del presente. Con todo, no existe el olvido absoluto. Hay un pasado; y así mismo una memoria. El olvido es el asaltante que atenta contra la memoria, pero hace parte de ella. Recordar es olvidar. La rememoración asume recuerdos, pero también los desplaza. Los hunde en un pozo sin fondo o los traslada a un lugar de difuminación en el que pierden definición. Así, la memoria es un ejercicio permanente, con efectos alternos, encaminado a defenderse de los asaltos del olvido; a recuperar de esa manera recuerdos perdidos o a resituarlos bajo un foco de mayor precisión. Memoria y olvido se juntan o se separan alternativamente para definir y redefinir el cuadro de las figuras que representan el pasado. Un pasado que, desde el presente del sujeto, supone una distancia, como se encarga de señalarlo Ricoeur (2010, p. 533). Así, todo hecho rememorado es un hecho distanciado. Lo es en el tiempo en el que se inscribe la conciencia; en el que discurre la realidad. Mientras tanto, la cantidad de hechos frente a los que reacciona esa conciencia hacen más densa esa distancia. Puede ser mayor el tiempo frente al que hay que recordar, pero también la cantidad de objetos, frente a los que hay que poner en operación la memoria.
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Bajo esos efectos, unos hechos se pierden en el olvido, otros se vuelven trozos borrosamente identificables, y por último algunos se inventan. En ese sentido, la memoria se arma bajo ciertas pautas de coherencia que transmitan un sentido, con trozos de recuerdos en los que algunos hechos ganan intensidad, otros se olvidan y otros más se reinventan imaginariamente o simplemente se crean artificiosamente. En esa fabricación de la memoria colectiva intervienen poderes circulantes con la capacidad para reinventar, para seleccionar o para desplazar definitivamente recuerdos en la rememoración colectiva. De esa manera, no solo la memoria; también el olvido es un terreno, un ejercicio de conciencia, en el que intervienen formas explicitas o sutiles del poder social. Y que también suele ser funcional a la legitimación de situaciones establecidas en la sociedad.
IX. Falacias, Legitimación y Verdad Con la intervención inevitable del presente y con los flujos de poder que circulan en las representaciones del pasado, surgen en la memoria colectiva las condiciones para que en ella se abran campo manifestaciones diversas de la falacia, unas menos intensas que otras; algunas menos explícitas que las de más allá; pero siempre eficaces en la formación de ese manto común que cubre el pasado en el que un pueblo se reconoce; en parte puramente imaginario, en parte verídico y verificable. La dimensión de lo falaz se filtra en la construcción de la memoria, con la que la ausencia se vuelve presencia imaginada, cuando, pongamos por caso, la configuración imaginaria de los hechos y de los personajes se hace desde el presente bajo construcciones artificiosas, sin correspondencia con la veracidad de los acontecimientos históricos. O, peor, cuando la construcción artificial deviene una leyenda negativa con la que se pretende rodear la personalidad o la circunstancia falseada del otro; ese otro al que en el campo contradictorio y complejo de la memoria se lo sitúa en los términos del enemigo, al que habría que repudiar. Así mismo, interviene la falacia cuando el olvido, espontáneamente acumulado o deliberadamente forzado, se aplica por los poderes vigentes para soslayar la responsabilidad en los crímenes o las injusticias del pasado; lo cual evita sin duda la sanación o la recuperación de la justicia, como si las exclusiones o la opresión fueran cosas que se suceden siempre de modo natural sin antecedentes históricos. No lejos de las prácticas falaciosas surgidas en el campo de la memoria que se instala en el pasado está la apropiación de ese mismo pasado más o menos construido colectivamente por los poderes del presente. Se trata de una recuperación explícita
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o sutil de las imágenes que una comunidad comparte sobre sus héroes fundadores o sobre los acontecimientos que rompen el inicio de una nueva era. El discurso desde el Estado o desde cualquiera otro centro de poder, se convierte en un instrumento para la utilización explícita de la memoria colectiva en favor del status quo representado por esos mismos poderes; en favor así mismo del sentido que ellos le comunican a la marcha de la sociedad en el tiempo presente. Este vínculo lingüístico, hablado o escrito, sirve expresamente para que los poderes rutinarios o los nuevos se asuman ellos como legatarios de los héroes o como continuadores de los sucesos fundacionales de que están poblados los imaginarios que hacen presencia en una memoria colectiva. Otra forma, quizá más sutil –casi subliminal- en la apropiación de la memoria colectiva está constituida por el ejercicio ritualizado de la conmemoración. Para la rememoración de los individuos organizan la conmemoración, la cual deviene práctica natural dentro de la propia comunidad a la que pertenecen aquellos, en su necesidad mítica de cohesión; aunque a menudo es una práctica social, nacida y orientada ella misma por los poderes establecidos o por aquellos que están por nacer. La memoria intensa de los hechos fundacionales vertidos en narrativas generalizadas y revestidos de un cierto halo mítico cubre, como si de un manto común se tratara, la imaginación y la razón, por lo que forman una suerte de patrimonio natural compartido. Su recordación ritualizada bajo el modo de monumentos o ceremonias reproduce en forma visible y emocional la marca con la que existen en la conciencia de cada uno de los miembros de la comunidad. Es un ejercicio que al ser propiciado como conmemoración pública se convierte fácilmente en una especie de ejercicio mistificador del que se beneficia indirectamente el centro de poder que lo propicia, y además los representantes de este último que lo ofician, al actuar como maestros de ceremonias o directamente como pontífices del culto civil o del militar o propiamente del religioso. También el olvido –acto que contradice el acto de rememorar- interviene como un sesgo que le puede agregar un toque de falacia a la memoria colectiva. Se convierte así en el “arte del olvido” expresión invertida del arte de la memoria (Ricoeur, 2010, p. 546). A veces el efecto de la lejanía hace perder total o parcialmente hechos o cosas que de todas maneras no se quisieran recordar; de modo que frente a ellos se desfallezca deliberadamente en el acto de recordar; como si hubiera un agotamiento interesado en el ejercicio de la recordación, justamente porque existe el interés de no rescatar un pecado molesto, cubierto ya por capas acumuladas de presencia desplazada.
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Pero hay así mismo esfuerzos explícitos y positivos en dirección del olvido. Las dos formas en las que toma este propósito son el silencio y la negación. Algo no existió simplemente porque de ello no se habla ni se puede hablar. Lo innombrado se impone como una campana del vacío que asfixia en el recuerdo cualquiera posibilidad de existencia en el pasado. Toda presencia se borra; se vuelve ausencia definitiva, cubierta por una solución blanca y viscosa que elimina cualquier fisionomía concreta, cualquier rasgo particular de algún hecho, del cual solo va quedando una presunción indefinida. El silencio es la capa lechosa que, regada sobre los hechos, borra del todo sus perfiles particulares, volviéndolos una sospecha inaprehensible. A su turno, la negación, que no es la ausencia de rememoración, es más bien una rememoración negativa. Es un rechazo, es el esfuerzo dirigido a cambiar el curso del pasado, cuando este deslegitima a algún grupo de interés. Si la memoria es el reconocimiento, la negación es el desconocimiento, que intenta desvirtuar la tozudez de los hechos. En las tendencias de pensamiento negacionistas, a propósito de crímenes execrables del pasado, cometidos por regímenes de oprobio, puede encontrarse una ilustración de esta forma de asaltar la memoria mediante un olvido de sustitución,para que poco a poco, a fuerza de de insistir, se abra el terreno para otra versión de los hechos o un rostro más humano en los personajes del mal. Finalmente, en la historia oficial u oficiosa, agenciada directamente por un régimen político en funciones o cercana a él, se puede también encontrar la promoción bajo el molde académico y pedagógico de una memoria colectiva en la que florezcan imágenes e ideas que bajo el sesgo de la distorsión busquen en las representaciones culturales de un pueblo asegurar la legitimación de unas élites que se sucedan en el control del poder. En todos estos filones ofrecidos por la construcción de una memoria colectiva se encuentran entonces, sesgos y distorsiones, destinados a afirmar un cierto componente de falacia interesada dentro de la memoria colectiva correspondiente a un pueblo, a una comunidad, a una nación: en la historia oficial o en la historia apologética; en el olvido silente o en el olvido negacionista; en la conmemoración mistificadora o en la que exagera la coloración imaginaria a contrapelo de la verdad histórica. En tan variadas manifestaciones de distorsión o sesgo, hay siempre presente una operación de apropiación de la memoria colectiva, en cuanto todo aquello tiene de patrimonio común; de apropiación,por parte de las elites en el poder; que de ese modo alcanzan a cubrirse con el halo compartido de las representaciones culturales. Y también una operación de legitimación por parte de estas mismas élites en el poder; que de esa manera terminan por aparecer naturalmente como las depositarias de un bien cultural común; y no como las instrumentadoras de la parte de ese bien que conviene
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a la reproducción de su poder: de sus formas, de su estilo, de la estructura en la que aquel se inscribe. Son todas ellas formas anamnésicas - de búsqueda memoriosa, de rememoración – muy próximas por cierto a lo que él ya varias veces citado Ricoeur ha caracterizado con justeza como la memoria manipulada. Una memoria en la que interviene de modo inevitable la ideología, en tanto factor que legitima a la autoridad, representante de un poder (Ricoeur, 2010, pp. 111- 113).
X. Las Víctimas y las Posibilidades de Resistencia en la Memoria En toda distorsión de la memoria colectiva; en todo sesgo de la recordación; es decir, en toda formación falaz de la memoria colectiva, ya sea por el olvido o por la negación o por la conmemoración manipulada, hay muy seguramente un ocultamiento del pasado. Y si hay un ocultamiento; incluso un simple disimulo; hay muy probablemente un crimen y por consiguiente una víctima o muchas; cuya ausencia en el pasado, de hacerse imagen en el presente, se vuelve mancha de este último, marca negativa que desvaloriza imaginaria y moralmente el poder de hoy y sus orígenes. Toda victimización es por fuerza la negación brutal del otro en su existencia social. Lo es materialmente. Solo que esta lesión o destrucción en el orden material, es el soporte encarnado de una lesión o una destrucción simbólica y moral. Cuando se realiza – hiriendo o matando o despojando -, se pretende también borrar una existencia no sólo física sino también simbólica. Es decir: se quiere borrar o dejar sin fuerza una existencia moral, una entidad existencial, la de un pueblo, la de una categoría social, la de una persona; desde cuya desaparición se pretende afirmar la existencia simbólica de otro, del victimario, con su cortejo de antivalores y de significaciones sociales. Es un borrar o debilitar al otro en el presente. Pero si se le quita total o parcialmente su presente al victimizarlo, también se lo va a borrar cuando ese presente se convierta en pasado. A la víctima, el victimario no la quiere en su existencia social, salvo para afirmar su poder. En consecuencia, la víctima no sólo sufre en el presente, sino que además la asalta una negación que le impide encarnase de modo viviente en el pasado. Corre el riesgo de desaparecer en este último, si se afirma el poder del victimario; si se rutiniza y legitima. Así, la víctima o las víctimas no sólo sufren el ultraje inaudito del presente; también pueden ser desalojadas del pasado; con lo que pueden simbólicamente padecer una vic-
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timización más, la de ser erradicadas de la memoria colectiva, bajo capas sucesivas de olvido o de distorsiones propiciadas por los intereses y los poderes del nuevo presente. Por estas mismas razones, pero puestas al revés, la reivindicación de la víctima,resituándola en el devant de la scène dentro del tiempo pasado sin dejarla hundir en los borrosos e inaprehensibles recintos del olvido o de la negación, hace parte de una auténtica búsqueda en el tiempo de la existencia. Y por tanto, abre las posibilidades para una memoria colectiva de interrogación y no simplemente de manipulación. Es una búsqueda en la que la rememoración puede recomponer las piezas del pasado, levantando capas opresivas de no-memoria acumuladas, con las que se ocultaban injusticias incómodas o crímenes ominosos; y sobre los que se asienta un poder que se prolonga posteriormente. En esta rememoración reivindicativa; en este ejercicio de anamnesis crítica, se pueden desajustar las piezas acomodaticias de una memoria construida paulatina y estratégicamente a conveniencia de poderes que, después, con su libido celebratoria se encargan, mediante la permanencia de los imaginarios y las conmemoraciones acríticas, de mantener ahogado para siempre el grito de las víctimas; y, con él, las posibilidades de una cultura profundamente enraizada de justicia y de reclamación contra todo aquello que en el presente signifique el desplazamiento o la anulación de las condiciones que propicien el espíritu emancipatorio del sujeto y la sociedad sin exclusiones. En la re-instalación punzante de la víctima en el ámbito de la memoria colectiva; por el discernimiento del pasado que esta operación supone; cabe siempre la posibilidad de que lo que es ausente se reconfigure en una imagen presencial más crítica que contemplativa.
Bibliografía Bergson, H. (1994). Memoria y Vida. Barcelona: Ediciones Altaya, Alianza Editorial. Casey, E. (2000). Remembering: a phenomenological study. Indiana, Estados Unidos: University Press. Halbwachs, M. (2004). Los marcos sociales de la memoria. Barcelona: Anthropos Editorial. Halbwachs, M. (1991). Fragmentos de la memoria colectiva. Revista de cultura psicológica, 1. Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid y Buenos Aires: Siglo XXI. Luhmann, N. (1995). Poder. Barcelona: Anthropos. Ricoeur, P. (2010). La memoria, la historia, el olvido. México – Buenos Aires: F.C.E. Todorov, T. (2000). Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.
Capítulo 2
Memorias para la paz en medio de las guerras Camilo González Posso Director del proyecto Centro de Memoria, Paz y Reconciliación en Bogotá D.C.
La aprobación de la Ley de Víctimas ha reanimado las reflexiones sobre la política pública de memoria histórica y sobre las articulaciones entre el Centro Nacional de la Memoria Histórica, las iniciativas públicas en las entidades territoriales y las que son promovidas desde los espacios no gubernamentales de la sociedad civil o de las organizaciones de víctimas. Desde el gobierno nacional y las instituciones del Estado, se ha dado un salto en la formulación de una política de memoria con la incorporación del deber de memoria y de ejercicios y gestiones relacionados con ésta, en el capítulo de “Medidas de satisfacción”. Se ha iniciado el proceso de creación del Centro Nacional de Memoria Histórica, que tiene a su cargo la rectoría de la política en esta materia y acciones como la creación de un museo de la memoria, puesta en marcha de la cátedra de los derechos humanos y apoyo a la organización de archivos no judiciales de contribución a la verdad por parte víctimas y de excombatientes desmovilizados en acuerdos con el gobierno. Estas líneas pretenden aportar algunas ideas que se vienen considerando en el proceso de construcción del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación en Bogotá. Son acercamientos a una problemática compleja que no pretenden ser formulaciones oficiales, ni posturas acabadas sobre aspectos relevantes en los debates sobre la memoria. Simplemente se enuncian en forma sintética y afirmativa para facilitar la conversación.
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I.
QUÉ, PARA Y QUIÉN
En Colombia, las políticas públicas de memoria y paz se construyen en medio de la diversidad y desde diferentes perspectivas políticas sobre las vías de superación de la sociedad violenta y los conflictos armados en luchas de poder o de reparto de activos. La primera pregunta que nos hacemos es, entonces, sobre el objeto de la memoria histórica. ¿Memoria sobre qué? Las opciones han sido varias y lo siguen siendo según la visión política o el marco de pensamiento que está implícito en quién aborda el tema o realiza una acción de memoria de hitos “emblemáticos” o eventos violentos. En las propuestas más conocidas se ha hablado de memoria de las violaciones a los derechos humanos y actos atroces perpetrados por actores armados ilegales. (Ley 975 de 2005).También se plantea memoria de la victimización en ocasión del conflicto armado interno (Ley 1445 de 2011) o memoria de los crímenes de Estado (MOVICE). Nuestra propuesta ha sido referir la memoria a la violencia generalizada y sistemática que ha marcado un ciclo histórico iniciado en Colombia en los años cuarenta del siglo XX, y que se prolonga hasta hoy y a las búsquedas de transformación por la vía de la democracia. Se reconoce que en ese ciclo se han combinado conflictos armados internos, fuerzas internacionales guerreristas y diversas violencias socio políticas inherentes a los conflictos de poder y a lógicas de acumulación económica. Pero también movimientos sociales y políticos, resistencia de comunidades y organizaciones que han pretendido superar las violencias y construir una sociedad pacífica. Desde esta perspectiva de memoria histórica de un ciclo de violencia, el referente de la memoria no son solo los hechos de victimización, ni el recuento del horror o la violación de los derechos. En sentido mucho más comprensivo, el objeto de la memoria son los procesos, relaciones, sujetos, intereses, eventos, espacios, territorios y formas que han configurado la violencia generalizada y las expresiones armadas en el trámite de conflictos de poder, por acumulación y por negocios. La victimización es una manifestación de las formas violentas y armadas de trámite de conflictos en la sociedad y su expresión más visible y destructora; por ello, es central en la rememoración y construcción de relatos e interpretaciones de los acontecimientos. Pero al mismo tiempo, es insuficiente como dimensión de la memoria. La memoria limitada a los relatos del daño se convierte en una forma de ocultamiento de las determinaciones, causas, sujetos y relaciones que han configurado los eventos o procesos violentos contra los derechos humanos de personas y colectivos y las normas humanitarias. El periodo escogido es ya una lectura significativa, en tanto ubica la dimensión del ciclo histórico que comenzó en la década de los cuarenta del siglo pasado y hoy continúa marcando las relaciones sociales y de poder, lo mismo que la forma violenta de la configuración de las instituciones y de circuitos económicos. Y también es indicativo que el objeto de la memoria no sea el daño a personas, ni el comportamiento de
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actores armados, sino el proceso que ha permitido la reproducción de patrones de violencia y la sociedad violenta. Esta reflexión nos lleva a la cuestión sobre la función social de la memoria. ¿Memoria para qué? Aquí llegamos a diversos caminos. Uno de ellos, el que ha venido propiciándose desde la legislación sobre justicia y paz o sobre la restitución de derechos de las víctimas; le apunta, con criterio individualista, a la memoria para la satisfacción de las víctimas por el reconocimiento a su dignidad y del daño moral y material sufrido. La construcción participativa de una política pública de memoria y paz en el Distrito Capital se asumió desde antes de la Ley de Víctimas, en una perspectiva más amplia que las medidas de satisfacción o de reparación simbólica a las víctimas del conflicto armado interno. Esta es una tarea en desarrollo que aborda la memoria, la verdad y la paz como derechos que están asociados indisolublemente a otros derechos. Son derechos de la sociedad entera, incluidas por supuesto las víctimas, pero ni la memoria ni la paz se pueden circunscribir a las medidas de satisfacción o de reparación simbólica. Los objetivos de la memoria son tan diversos como los sujetos sociales o de poder que la promueven. En las prácticas conocidas en cincuenta años de memorias antagónicas, las más divulgadas no han estado dirigidas necesariamente a la verdad, a la reparación integral o a la construcción de las condiciones y estructuras de la paz duradera. Esa elección es fundamental tanto desde las iniciativas ciudadanas como desde las estatales. Así se llega a las apuestas políticas de la memoria que en medio del conflicto armado comienza por reclamar los derechos de la población civil, la aplicación de las normas del Derecho Internacional Humanitario (DIH), los derechos de las víctimas y asume simultáneamente una función activa en la resistencia a la violencia socio – política y en el soporte a procesos de construcción de paz. Con este enfoque, en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación se han acogido las expresiones “Memoria con sentido de futuro”, “memorias transformadoras”, o, como sugiere el nombre del Centro, “memoria para la paz”.
II. EL DISCURSO OFICIAL La Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas, es la norma más ambiciosa que se ha adoptado en Colombia en lo relativo a la memoria histórica. Como se ha señalado, significa un avance con respecto a la definición del “deber de memoria” definido en el artículo 56 de la Ley 975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz) que se limita al “conocimiento de la historia de las causas, desarrollos y consecuencias de la acción de grupos armados al margen de la ley …”.
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En el artículo 143 de la Ley de Víctimas, se remite el deber de memoria a la garantía para que la sociedad, las víctimas y el Estado aporten al derecho a la verdad. Se limita el aporte de los organismos del Estado en esta materia en tanto, como es obvio, en sus ejercicios de memoria deben cumplir con la constitución y la ley. ARTÍCULO 143. DEL DEBER DE MEMORIA DEL ESTADO. El deber de Memoria del Estado se traduce en propiciar las garantías y condiciones necesarias para que la sociedad, a través de sus diferentes expresiones tales como víctimas, academia, centros de pensamiento, organizaciones sociales, organizaciones de víctimas y de derechos humanos, así como los organismos del Estado que cuenten con competencia, autonomía y recursos, puedan avanzar en ejercicios de reconstrucción de memoria como aporte a la realización del derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto. Parágrafo. En ningún caso las instituciones del Estado podrán impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial que niegue, vulnere o restrinja los principios constitucionales de pluralidad, participación y solidaridad y los derechos de libertad de expresión y pensamiento. Se respetará también la prohibición de censura consagrada en la Carta Política.
De este artículo se desprende que el Estado asume un papel activo para ofrecer ejercicios de memoria histórica y no se limita a promover los aportes de memoria desde diversos sectores de la sociedad. Desde una instancia estatal, para que ofrezca insumos de memoria al ejercicio del derecho a la verdad, solo se requiere que cuente con “competencia, autonomía y recursos”. En términos escuetos, ni la DIAN se escapa a esta definición del deber de memoria del Estado. En la Ley 1448 de 2011, la memoria es un instrumento para la realización del derecho a la verdad de la victimización en ocasión del conflicto armado interno y con exclusión de hechos de responsabilidad de delincuencia común1. Parágrafo 3°. Para los efectos de la definición contenida en el presente artículo, no serán considerados como víctimas quienes hayan sufrido un daño en sus derechos como consecuencia de actos de delincuencia común. Parágrafo 4o. Las personas que hayan sido víctimas por hechos ocurridos antes del 1° de enero de 1985 tienen derecho a la verdad, medidas de reparación simbólica y a las 1 ARTÍCULO 23. DERECHO A LA VERDAD. Las víctimas, sus familiares y la sociedad en general, tienen el derecho imprescriptible e inalienable a conocer la verdad acerca de los motivos y las circunstancias en que se cometieron las violaciones de que trata el artículo 3° de la presente Ley, y en caso de fallecimiento o desaparición, acerca de la suerte que corrió la víctima, y al esclarecimiento de su paradero. La Fiscalía General de la Nación y los organismos de policía judicial deberán garantizar el derecho a la búsqueda de las víctimas mientras no sean halladas vivas o muertas…
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garantías de no repetición previstas en la presente ley, como parte del conglomerado social y sin necesidad de que sean individualizadas. De esta manera, se concreta también el ámbito y objeto de la memoria y la verdad histórica, circunscribiéndoles a los motivos y circunstancias en que las personas “individual o colectivamente hayan sufrido un daño por hechos ocurridos a partir del 1o. de enero de 1985, como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas internacionales de Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno”. Artículo 3, Ley 1448 de 2005. Para efectos de reparación simbólica, la ley autoriza ejercicios o acciones de memoria anteriores a 1985, “como parte del conglomerado social y sin necesidad de que sean individualizadas”. (Se espera traducción de esta frase enigmática). Es evidente que estos enunciados legales sobre el deber de memoria, la memoria histórica y el derecho a la verdad parten de un ejercicio estatal de memoria propuesto por el Ejecutivo y consagrado por el Congreso de la República. Entre otros aspectos, en esa visión oficial de la memoria se encuentran algunas constantes: •
Se asume un periodo prioritario para los ejercicios de memoria, desde 1985 en adelante.
•
El objeto de la memoria son los daños por infracciones al DIH y graves violaciones a los derechos humanos en “ocasión del conflicto armado interno”
•
Se excluyen daños ocasionados por delincuencia común, como BACRIM, narcotraficantes, mercenarios, sicarios.
•
Si la Corte Constitucional ha definido a los desmovilizados de las AUC y otros bloques de paramilitares o narcoparamilitares como delincuencia común, es confuso a qué título se incluyen en ejercicios de memoria o verdad histórica.
•
El enfoque es de daño a las personas. El daño a colectivos no es prioritario, ni se menciona como objeto de la memoria.
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No se incluye la definición de crímenes de Estado. En cambio, se reitera en la ley que las obligaciones que se le asignan al Estado en las distintas órbitas de la reparación integral se basan en un principio de subsidiaridad, sin que por ellas se pueda establecer responsabilidades por criminalidad estatal.
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Discurso del Presidente Santos El discurso del Presidente de la República, el 20 de diciembre de 2011, en el acto de firma de los decretos reglamentarios de la Ley de Víctimas, ilustra la dirección de los esfuerzos oficiales en la actual coyuntura y su particular interpretación de las causas de la violencia política. Dijo Juan Manuel Santos: Cómo explicar que una minoría le haya hecho semejante daño a una nación donde los buenos –como todos sabemos- somos más. Me da pena decirlo, pero los colombianos SÍ hemos sido culpables de algo: De haber sido indiferentes o, por lo menos, de no haber hecho lo suficiente para evitar esta tragedia. Por décadas escuchamos sollozar a las víctimas de la violencia y no las abrazamos. Por décadas fuimos testigos de su intenso dolor y no las consolamos. Por décadas vimos en los noticieros a cientos de miles de familias huyendo de sus parcelas, cargando colchones en la espalda, con sus ollas en una mano y con sus hijos en la otra. Es vergonzoso –a mí me da vergüenza– que hayan llegado hasta los semáforos a pedir limosna y que nosotros hayamos calmando nuestra conciencia, simplemente, entregándoles unas monedas. Hoy estamos aquí, precisamente, para decir “NO MÁS”… ¡Ya no más golpecitos en la espalda para nuestros compatriotas desplazados o despojados! ¡Ya no más indiferencia!2
Se vuelve al supuesto de que la historia de décadas de crímenes atroces y de millones de víctimas es el resultado de la acción violenta de una minoría ilegal armada. A esa interpretación, se le agrega que el resto de la sociedad ha sido culpable por indiferencia, por ausencia y sin diferenciar sectores ni poderes. Se deja sentado que la obligación del estado y de la sociedad con las víctimas se centra en la solidaridad. 2 http://wsp.presidencia.gov.co/Prensa/2011/Diciembre/Paginas/20111220_06.aspx
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El resumen del megarrelato histórico está en la conclusión de este discurso: Los violentos, los directos responsables de esta tragedia –que acudieron a lo peor de la condición humana para someter cruelmente a los más desprotegidos– encontrarán un juicio en la tierra o –en últimas– ante Dios.
Y por supuesto, “los violentos” son solo los ilegales, guerrilleros o paramilitares. No hay cabida a responsabilidad estatal, ni de partidos políticos, parapolíticos, empresarios financiadores de la violencia armada (para proteger negocios), como tampoco caben los colaboradores internacionales para la guerra. La función de la memoria también se aborda en el importante discurso pronunciado por el Presidente ante centenares de invitados, la mayoría de ellos representantes de víctimas y organizaciones defensoras de los derechos humanos. Retomado el capítulo IX de la Ley de Víctimas, relativo a las Medidas de Satisfacción, el Presidente señaló: De otra parte, el decreto contempla medidas de satisfacción para alcanzar algo que las víctimas siempre han reclamado: LA VERDAD. Ellas quieren saber –NECESITAN SABER– qué pasó con sus seres queridos o dónde están enterrados. El país entero, además, está obligado a reconocer su histórico dolor y rendirles homenaje. Así lo haremos a través de actos conmemorativos coordinados por un Comité Ejecutivo que presido yo, personalmente. Hoy, justamente, estamos presentando otro decreto que pone en marcha el Centro de Memoria Histórica, encargado de apoyar iniciativas privadas –o de la sociedad civil– y de crear un Museo de la Memoria. Este Centro servirá para que trascienda en el tiempo el doloroso testimonio de las víctimas y para que nunca más cerremos los ojos ante semejantes vejaciones.
Lo que se destaca en este discurso es la verdad que sirva para reconocer el histórico dolor de las víctimas y el papel de los testimonios para promover la no repetición. Las conmemoraciones y homenajes están dirigidos a esos propósitos de satisfacción. No cabe duda de la pertinencia de estos aspectos, pero el convertirlos en el centro del derecho a la verdad influye en el oscurecimiento de la memoria histórica sobre las causas y desarrollos de las violencias y conflictos armados en Colombia.
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III. ¿MEMORIA DE DAÑOS EN OCASIÓN DEL CONFLICTO ARMADO? Ante las acotaciones que induce la definición de víctima en la Ley 1448 de 2005, se han enunciado varios interrogantes, tanto en la academia, como entre las organizaciones de víctimas y familiares de personas que han sido asesinados en medio de la guerra del narcotráfico contra la extradición o en defensa de sus posiciones dentro de la institucionalidad. Varias demandas ante la Corte Constitucional preguntan sobre el alcance de la expresión “daños en ocasión del conflicto armado interno” y la exclusión de las violaciones a los derechos humanos por parte de delincuentes comunes. A estas demandas se agregan las exigencias de los indígenas y afrodescendientes de inclusión de la reparación, en tanto víctimas de diversas formas de violencia, muchas de ellas practicadas, fomentadas o aprovechadas sistemáticamente por agentes económicos interesados en los territorios colectivos para proyectos ganaderos, forestales, agroindustriales, mineros o petroleros. En el decreto ley sobre derechos de las víctimas pertenecientes a pueblos indígenas, se introduce un articulado que busca superar la restricción a formas de violencia y daño asociadas directamente a las acciones armadas de las partes, definidas en el artículo 3 común de los Protocolos de Ginebra sobre DIH. Para ello se apela a la expresión siguiente: … es obligación del Estado responder efectivamente a los derechos de los pueblos indígenas a la reparación integral, a la protección, a la atención integral y a la restitución de sus derechos territoriales, vulnerados como consecuencia del conflicto armado y sus factores subyacentes y vinculados…
Queda sin embargo la duda sobre el alcance de esos factores subyacentes y vinculados: ¿Incluyen las acciones de despojo cometidas por terratenientes, parapolíticos, narcotraficantes y otros distintos a las estructuras armadas disidentes o legales? ¿Se reconoce que han operado grupos de interés en la disputa por territorio y recursos que, teniendo finalidades de negocios o de enriquecimiento, han aprovechado para su beneficio las condiciones de conflicto armado y de violencia multiforme? Todos estos interrogantes, enunciados en los procesos de consulta con los grupos étnicos, caben también para el resto de comunidades, colectivos y sus integrantes.
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IV. ¿LAS VÍCTIMAS DE LA GUERRA DEL NARCOTRÁFICO NO MERECEN MEMORIA NI VERDAD? Con esa pregunta se enmarcan las demandas presentadas por los familiares de Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara y otros, reclamando contra la discriminación en la definición de víctima incluida en el artículo 3 de la ley 1448 de 2011. Si no se incluyen los daños de la delincuencia común, quedan por fuera de todos los capítulos de la política pública de memoria las víctimas de los narcotraficantes y de otros similares. La frase acogida en el decreto ley relativo a víctimas de pueblos indígenas no parece responder a los reclamos de esas demandas. ¿La violencia de los narcos, narcoparas, narcopolíticos, y el resto de esta fauna, puede incluirse en el conflicto armado y factores subyacentes y vinculados? Está pendiente un pronunciamiento de la Corte Constitucional sobre este tema para saber el alcance de los daños ocurridos en “ocasión del conflicto armado”. Una lectura de esta frase puede incluir acciones del narcotráfico y de otros grupos de delincuencia común como asociadas al conflicto armado en tanto se aprovechan de su existencia o estimulan dinámicas armadas para buscar sus objetivos específicos de enriquecimiento y de poder. Hay además otras formas de asociación en la medida en que grupos de interés, desde gobiernos, empresas o agrupaciones políticas, se han aliado con narcotraficantes, bandas de sicarios, mercenarios y hasta contrabandistas, para fortalecer sus estrategias de guerra. Desde el otro lado, la guerrilla también ha recurrido a la delincuencia común para el tráfico de armas, consecución de finanzas y otros elementos al servicio de sus objetivos. El periodo histórico de guerra declarada de los grandes carteles a la extradición, al gobierno y los promotores de la guerra al narcotráfico, se ha ubicado entre 1984 y 1994. Las figuras visibles se conocieron como parte de los carteles de Cali, norte del Valle, Medellín y Magdalena Medio. Contaron con aliados en departamentos como Córdoba y regiones como Urabá y el oriente colombiano. De esa historia se recuerdan las personalidades de la política y los medios de comunicación que fueron secuestrados o asesinados, como Luis Carlos Galán, Guillermo Cano, Diana Turbay, Rodrigo Lara, Low Mowtra, Jaime Garzón. Hoy se sabe que actuaron con el apoyo o complicidad de aliados en el desaparecido DAS, la fuerza pública o en partidos políticos. Los mismos carteles que encabezaron la guerra a la extradición, y sus herederos, sirvieron de soporte al surgimiento y expansión de los paramilitares y sus dos vertientes de narcoparas y paranarcos. Y unos y otros, en los años noventa se aliaron con empresarios, fuerzas armadas y gobiernos para emprender la guerra desde Urabá y Córdoba hacia el Caribe, el Magdalena Medio, la Orinoquía y el Suroccidente del país.
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Una lectura del papel del narcotráfico en el largo ciclo de violencia y conflictos armados en Colombia es imprescindible para la memoria histórica y por supuesto para el reconocimiento de las víctimas.
V. MEMORIA INDIVIDUAL Y COLECTIVA El enfoque individual de las acciones de memoria está implícito en su ubicación como parte de las medidas de satisfacción y de reparación simbólica3. Según la Ley de Víctimas, “las medidas de satisfacción serán aquellas acciones que proporcionan bienestar y contribuyen a mitigar el dolor de la víctima”. En concordancia se enumeran medidas simbólicas de mitigación, incluidos reconocimientos, conmemoraciones, monumentos, divulgación de relatos y disculpas. En lo colectivo se menciona el apoyo a la reconstrucción del movimiento de campesinos y mujeres (artículo 141, Ley 1448/2011). La memoria se incluye expresamente en la reparación simbólica. Desde esta dimensión se agrega una larga lista de acciones de memoria que se refieren a medidas administrativas sobre archivos, recopilación de testimonios, fomento de la investigación académica sobre el conflicto armado, eventos de difusión sobre los derechos humanos (artículo 145, Ley 1448/2011). La aproximación desde el dolor de la víctima ha sido frecuente en las políticas públicas de memoria; ha merecido los mayores desarrollos y críticas por su parcialidad y el riesgo de oscurecimiento de la memoria histórica orientando sus trabajos o ejercicios sobre todo al trámite del duelo como paso previo al perdón y a la reconciliación. La lógica implícita es que la sociedad reconoce la dignidad y derechos de las víctimas, y estas por su parte llegan a la satisfacción, evitan el resentimiento y transitan a la reconciliación. Perdonan pero no olvidan, rememoran y se reconcilian. Es un supuesto generalmente aceptado que no se puede disolver la individualidad en lo colectivo, ni invisibilizar a la víctima en aras de los relatos de procesos y determinaciones. Desde esta premisa se justifican plenamente las medidas o acciones de memoria de las víctimas en su particularidad. La reconstrucción de hechos por parte de las víctimas, protagonistas y testigos directos de los abusos, es ubicada como parte de lo que se ha llamado memoria viva. La puesta en común de esos relatos en familias, comunidades y organizaciones, le da una dimensión mayor a la memoria viva y la funde con los trabajos de memoria histórica. En esta línea, se interrelaciona lo 3 ARTÍCULO 141. REPARACIÓN SIMBÓLICA. Se entiende por reparación simbólica toda prestación realizada a favor de las víctimas o de la comunidad en general que tienda a asegurar la preservación de la memoria histórica, la no repetición de los hechos victimizantes, la aceptación pública de los hechos, la solicitud de perdón público y el restablecimiento de la dignidad de las víctimas.
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individual y lo colectivo, y la memoria trasciende el sentido de evocación dolorosa de los hechos para convertirse en derecho o exigencia de derechos, exigencia de verdad, de no impunidad y reivindicación de transformaciones. Pero también se ha advertido contra la individualización de la memoria que se queda en el reconocimiento a personas sin hacer visible lo colectivo. La reducción de la memoria a la repetición del relato individual del daño y, peor aún a la exhibición del dolor, tiende a los abusos de la memoria o a la denominada memoria traumática. Las ceremonias practicadas solo como recuerdo personal pasan rápidamente a la reiteración de anécdotas aisladas de los contextos en los cuales adquiere su sentido la dignidad de las víctimas. De la exhibición crónica del dolor de las víctimas se pasa a la utilización y al mercado de las memorias morbosas. Los ejercicios de memoria realizados por víctimas directas o indirectas son a la vez individuales y colectivos y pueden ser en todo caso traumáticos o transformadores. En las condiciones de violencia generalizada y conflictos armados, como se han vivido en Colombia, las personas han sido víctimas en tanto integrantes de una comunidad o colectividad y para propósitos que son de dominio o poder. En lo dominante, la violencia ha estado al servicio de intereses de grupos o de patrones de reproducción de patrones de acumulación o de poder político. Esta característica ubica a la memoria colectiva y de acciones colectivas en el centro de todo ejercicio de memoria y contribución a la verdad histórica; además, señala la limitación de la individualización de la memoria y su focalización en la persona víctima. La víctima colectiva se invisibiliza con la concentración de la memoria histórica en casos individuales. Desde este ángulo, las organizaciones indígenas y afrodescendientes han colocado en primer plano al sujeto colectivo. Artículo 1. OBJETO. El presente decreto tiene por objeto generar el marco legal e institucional de la política pública de atención integral, protección, reparación integral y restitución de derechos territoriales para los pueblos y comunidades indígenas como sujetos colectivos y a sus integrantes individualmente considerados, de conformidad con la Constitución Política, la Ley de Origen, la Ley Natural, el Derecho Mayor o el Derecho Propio, y tomando en consideración los instrumentos internacionales que hacen parte del bloque de constitucionalidad, las leyes, la jurisprudencia, los principios internacionales a la verdad, a la justicia, a la reparación y a las garantías de no repetición, respetando su cultura, existencia material e incluyendo sus derechos como víctimas de violaciones graves y manifiestas de normas internacionales de derechos humanos o infracciones al Derecho Internacional Humanitario y dignificar a los pueblos indígenas a través ‘de sus derechos ancestrales.
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El sujeto colectivo en este articulado son los pueblos y comunidades, y la dignificación se logra con la garantía de sus derechos. Lo mismo puede predicarse de comunidades campesinas, organizaciones o colectividades políticas, que han sido violentadas con asesinatos, masacres, desapariciones, secuestros o desplazamiento forzado de parte importante de sus integrantes. En tanto sujetos colectivos, tienen derecho a la reparación colectiva, entendida sobre todo como la reconfiguración de las condiciones que les permitían proyectar su futuro, sus planes de vida, de conformidad con su cultura y sus sueños. La memoria de los colectivos es así parte de la reparación integral colectiva, que incluye la restitución de las condiciones para recuperar la acción por las transformaciones frustradas.
VI. MEMORIA DE LA RESISTENCIA Y DE LAS LUCHAS POR LA DEMOCRACIA Y LA PAZ No cabe duda sobre la pertinencia de hacer ejercicios de memoria sobre las infracciones a las normas del Derecho Internacional Humanitario y sobre las graves violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, es necesario darle su lugar preeminente a la memoria de las luchas sociales y políticas que han enmarcado el recurso a la violencia y a las armas para tramitar conflictos. El ocultamiento de los problemas de fondo que subyacen en las dinámicas de fuerza y daño, conduce a formas de memoria instrumental o a memorias manipuladas al servicio de la justificación de la arbitrariedad o de la violencia. Algunos ejemplos ilustran este punto, comenzando por las memorias del desplazamiento forzado. Tiene fuerza la interpretación histórica de este proceso que ha marcado la vida nacional desde hace más de seis décadas, a partir de las luchas por la tierra y por el territorio. Las luchas por la reforma agraria, contra formas arcaicas de subordinación del campesinado, estuvieron en la raíz de las guerras y conflictos de poder desde los años cuarenta y no han dejado de estar presentes hasta hoy. Como han afirmado organizaciones de desplazados y de derechos humanos, no hay abandono forzado de más de 8,5 millones de hectáreas en las últimas décadas sólo como consecuencia del conflicto armado interno: sobre todo, hay violencia y conflictos armados al servicio de las guerras por el territorio y del despojo a los campesinos y a los titulares de propiedad colectiva. Los grandes genocidios, o procesos sistemáticos de criminalidad de lesa humanidad, que se han registrado desde la represión al alzamiento gaitanista y de sectores populares entre 1946 y 1958, hasta el genocidio en contra del campesinado, pueblos indígenas o la Unión Patriótica, pueden interpretarse como parte de la historia de luchas de sectores sociales y de expresiones políticas que se constituyeron para reivindicar
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derechos o como ensayos para la democracia o la paz. Es una hipótesis en debate que obliga a releer los acontecimientos teniendo en cuenta la identidad de sujetos sociales y políticos en la búsqueda de redefiniciones de las estructuras de poder. En la perspectiva de memorias de la resistencia y de las luchas por la democracia, las víctimas se presentan no como individualidades destruidas, sino como promotores activos de proyectos sociales y planes de vida. Pero además de la memoria de grandes violaciones a los derechos humanos y a las normas del DIH, donde se incluyen millares de secuestros, asesinatos de personas inermes, víctimas de minas antipersona y desaparecidos, tienen un lugar especial las luchas por la superación de los ciclos de la violencia con procesos que van desde la caída de la dictadura militar, el plebiscito de 1958, amnistías e indultos, pactos de paz, mandatos ciudadanos, movilizaciones y cambios institucionales parciales, entre los que sobresalen los adoptados por la Constituyente de 1991.
VII. MEMORIA PARA LA PAZ Y JUSTICIA TRANSICIONAL La llamada justicia transicional, expresión acogida internacionalmente en el paso de dictaduras a democracias representativas o para la etapa posterior a pactos finales de conflictos armados o guerras, se viene adaptando en Colombia como marco para la legislación sobre justicia y paz o normatividad relativa a los derechos de las víctimas, incluidos los derechos a la verdad, la reparación integral y la no repetición. Desde la Ley 975/2005 se hizo expresa la incorporación de la justicia transicional, sin necesidad de mayores adaptaciones, en tanto la administración Uribe Vélez calificó la situación del país como postconflicto y decidió que la violencia continuaba por la existencia de amenazas terroristas. Con la Ley 1448/2011 se reasumió la existencia de un conflicto armado interno, aunque se mantuvo la definición de inexistencia de paramilitares y de víctimas de los grupos herederos de esas estructuras criminales. No obstante, la aceptación de la existencia de un conflicto, las categorías, criterios y ámbitos de acción sustentadas en la justicia transicional para postconflictos, siguen dominando las normas o por lo menos se presenta una situación fluida de reconstrucción de los contenidos y alcances de ese marco de justicia transicional. La definición de justicia transicional que establece la Ley 1448/2011 mantiene la versión sobre la paz como desarticulación o desmonte de grupos armados ilegales. La secuencia de esa transición es sanción a los responsables, satisfacción de derechos de las víctimas, no repetición de los hechos violentos y desarticulación de las estructuras armadas ilegales.
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ARTÍCULO 8°. JUSTICIA TRANSICIONAL. Entiéndase por justicia transicional los diferentes procesos y mecanismos judiciales o extrajudiciales asociados con los intentos de la sociedad por garantizar que los responsables de las violaciones contempladas en el artículo 3o de la presente Ley, rindan cuentas de sus actos, se satisfagan los derechos a la justicia, la verdad y la reparación integral a las víctimas, se lleven a cabo las reformas institucionales necesarias para la no repetición de los hechos y la desarticulación de las estructuras armadas ilegales, con el fin último de lograr la reconciliación nacional y la paz duradera y sostenible.
Para estas notas, la pregunta es sobre el lugar de la memoria histórica en ese marco de justicia transicional o en una versión adaptada de la justicia transicional a condiciones de conflicto armado. En las leyes aprobadas como muestra de justicia transicional, ha ocupado lugar especial la contribución a la verdad por parte de los desmovilizados. Las versiones libres y procesos contemplados en la Ley 975/2005, se justifican en parte como contribuciones al esclarecimiento de los hechos y la suspensión de la acción penal a los paramilitares desmovilizados que no se acogieron a la ley de justicia y paz, en la ley 1424/2010, se otorga a cambio de acuerdos de contribución a la verdad4. Al Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), instituido en la Ley de Víctimas, se le encarga recibir, evaluar y archivar esa documentación. Es evidente que la función de esta memoria de los perpetradores tiene un sentido esencialmente penal para facilitar beneficios frente a delitos. Las cuarenta mil declaraciones que van a ser archivadas por la CNMH, son recibidas sin beneficio de inventario o evaluación judicial como elemento suficiente para la libertad de integrantes de estructuras responsables de millones de víctimas y decenas de miles de homicidios. Con esas declaraciones hay un pacto tácito: son formalismos para sacar del limbo a excombatientes que solo figuran en las instancias judiciales como presuntos culpables de delitos menores como porte ilegal de armas y asociación para delinquir. Ni los legisladores, ni los jueces esperan real contribución a la verdad sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos por los paramilitares y narcoparamilitares. Serán los archivos de la simulación y la mentira bajo custodia del CNMH. Estas políticas de memoria y verdad son cuestionadas por los más lucidos constructores de los modelos de justicia transicional en situación de guerra o conflicto armado; han advertido contra la impunidad, pero sus fórmulas sobre cómo equilibrar justicia, verdad y paz están aún en elaboración. 4 ARTÍCULO 141. REPARACIÓN SIMBÓLICA. Se entiende por reparación simbólica toda prestación realizada a favor de las víctimas o de la comunidad en general que tienda a asegurar la preservación de la memoria histórica, la no repetición de los hechos victimizantes, la aceptación pública de los hechos, la solicitud de perdón público y el restablecimiento de la dignidad de las víctimas.
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Se puede suponer que todos los componentes de esa justicia transicional, incluidas la memoria histórica y la verdad, se dirigen al fin último de la paz duradera y sostenible. En esta función de paz se supone que medidas penales contra los mayores responsables (incluida la terminación de la acción penal), más derechos de las víctimas, son las condiciones esenciales de la paz duradera, entendida como no existencia de grupos armados ilegales que generen violencia. Es todo un megarrelato sobre la historia de conflictos y guerras en Colombia, que mantiene la visión dominante en los gobiernos sobre sus causas, desarrollos, consecuencias y líneas de superación. Estas limitaciones en la reelaboración de los componentes de la justicia transicional llevan a resistencias de organizaciones sociales, de víctimas o desde la academia, a ubicar la memoria histórica como parte de su andamiaje o subordinada a su conceptualización. ¿Qué significa llevar a cabo las reformas institucionales necesarias para la no repetición de los hechos? En principio es una frase indeterminada cuyo contenido es dado en los términos de las relaciones de poder. Desde las visiones de la paz positiva o construcción de paz, para el fin último de la paz duradera, no es suficiente con que no se repitan los crímenes atroces o las graves infracciones a los derechos humanos. Se requieren trasformaciones estructurales que modifiquen los determinantes de la violencia crónica. Y es contra una opción de modificaciones de fondo que se promueven ideas de transición sin auténticos y efectivos instrumentos para la verdad, sin alterar los beneficios de la sociedad violenta y por supuesto, sin redefinición en distribución de poder y riquezas, de tierras, recursos y negocios que se construyeron al amparo de la violencia sistemática. Toda esta reflexión puede sugerir que los conceptos e instrumentos de la justicia transicional son insuficientes para encuadrar los trabajos de la memoria y el derecho a la verdad. Por lo pronto, será necesario seguir interrogando a las versiones oficiales que se han incluido en leyes y ahora se pretende elevar a rango constitucional. La academia cumple aquí un papel importante para proponer elaboraciones que contrarresten la idea dominante de justicia transicional para terminar el conflicto como resultado del discurso de las armas y para beneficio de los vencedores. Pero al mismo tiempo, son válidos los esfuerzos por desjudicializar la memoria y ubicarla como parte de la construcción de paz, que es una conceptualización más comprensiva que la sugerida por la justicia transicional, y que la incluye a ella misma como un elemento importante, pero subordinado.
Capítulo 3
ESTADOS DE NEGACIÓN: RETOS FRENTE A LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA EN COLOMBIA1 Michael Reed Hurtado Socio fundador e investigador de la Corporación Punto de Vista (www.cpvista.org).
El que controla el pasado (...) controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado. (...) (E)l control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria (...). (E)s preciso recordar que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier otra técnica mental. (...) En el antiguo idioma se conoce esta operación con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doblepensar.(...) George Orwell, 1984
En distintos contextos nacionales en los cuales se ha experimentado la atrocidad, como en Colombia, las sociedades tienden hacia procesos de negación de la atrocidad.“En momentos de guerra y posguerra, sociedades enteras entran en procesos de negación masiva – con consecuencias terribles, especialmente para las víctimas y los supervivientes, quienes se encuentran literalmente dislocados del tiempo histórico” (Cohen, 2001, p. 242).Ellos tienen la certeza de que algo pasó y que les pasó a ellos, pero nadie parece querer recordarlo o reconocerlo (Weschler, 1990)2.Las explicaciones son múltiples, perfectamente simples y peligrosamente interiorizadas: lo que pasó, pasó; es mejor volver a iniciar; hay que dar vuelta a la página; el pasado
1 Este artículo es un fragmento (con variaciones) de un texto anteriormente publicado: ver Reed, M. (2010).Justicia transicional bajo fuego, Cinco reflexiones marginales sobre el caso colombiano. En Lyons, A. y M. Reed, M. (Coord.), transiciones en contienda. Dilemas de la justicia transicional en Colombia y en la experiencia comparada (pp. 87-114). Bogotá: ICTJ. 2 Cohen enfatiza la distinción entre conocimiento y reconocimiento, aludiendo al trabajo de recuperación de la memoria histórica desarrollado por Lawrence Weschler (1990) respondiendo al interrogante sobre el valor misterioso y poderoso del reconocimiento de la verdad, determina que “el reconocimiento es lo que le pasa al conocimiento cuando se confirma oficialmente y penetra el discurso público” (Cohen, 2001, p. 225).
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es incómodo, complicado o inconveniente; los rencores no llevan a ningún lado; a mí no me pasó nada; lo que les pasó, les pasó por algo; o es mejor olvidarlo... Las expresiones son abundantes. Lo destacable es que la tendencia humana, si nadie se preocupa, tiende a la negación. El estado de negación es más que un proceso pasivo de olvido. Se trata del producto de un proceso sicológico complejo, tanto de corte individual como social. Es un estado extendido que todos hemos interiorizado (en diferentes grados). Una de sus manifestaciones más simples, pero más regulares, es el trámite interno que damos a las noticias de muertes masivas o de un gran sufrimiento humano: las vemos, somos conscientes (un rato) y (salvo que se trate de nuestro quehacer) en minutos las hemos cortado de nuestro proceso mental. La negación implica el desenvolvimiento de un proceso consciente, con ramificaciones individuales y colectivas. En el ámbito personal, se trata de un proceso de selección y percepción, durante el cual decidimos darnos cuenta de algo o decidimos no hacerlo. Es una especie de “sin querer, queriendo” o de “es mejor no saberlo”; el problema es que ya lo sabemos. En el ámbito colectivo, es un proceso que genera amnesia social; opera a través de mecanismos de olvido por medio de los cuales una sociedad entera se desprende del registro de su pasado indeseable y termina por justificar ciertas acciones u omisiones de la sociedad o del Estado. La negación puede ser el resultado de un proceso organizado, oficial consciente o de un desplazamiento cultural que ocurre cuando la información desaparece – cuando el conocimiento incómodo es reprimido. En Colombia, experimentamos procesos de negación muy arraigados. Durante algún tiempo, el discurso oficial negaba literalmente la existencia del conflicto armado. Por otro lado, en materia de víctimas hay ejercicios de negación y exclusión constantes – por ejemplo, las víctimas de crímenes de estado están excluidas de muchos de los regímenes legales de protección vigentes. No es fácil determinar cuándo se fraguó tan complejo telón, pero la afirmación de que Colombia vive un posconflicto y un proceso de paz parece haber penetrado la mentalidad nacional. Decir algo en contra o recordar que el conflicto armado continúa se interpreta como un acto disidente de ese saber-autoritario que inventó la situación deseada y que busca escarmentar a quien se pronuncie por fuera del guión elaborado. Desde hace rato experimentamos los efectos de un profundo uso de neolengua, al mejor estilo orwelliano. Todos los días, en el discurso público, en la prensa y, lo que es peor, en ámbitos privados, la corrección del lenguaje hace parte de la vida nacional. Sólo para dar un par de ejemplos: la guerra ya no es guerra; y los combatientes ya no son combatientes. Es una mala señal, en cualquier sociedad, que se prohíban ciertas palabras o que se promuevan oficialmente otras que no reflejan la realidad. Es peor signo que haya un intento oficial de inventar expresiones y eufemismos para
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ordenar que lo prohibido no se mencione. Las operaciones lingüísticas no son parte de una hipocresía extendida, son operaciones conscientes y programadas que tienen por finalidad cambiar la forma de recordar y de pensar. George Orwell las denominó doblepensar. El cambio consciente de denominación busca modificar las formas de conceptualizar y asumir la realidad. Las elecciones de los términos no son neutrales, evocan un significado e infunden una cierta ideología. “Si, como se ha sugerido, la terminología es el momento propiamente poético del pensamiento, las elecciones terminológicas no pueden ser nunca neutrales” (Agamben, 2004, p. 13). Las operaciones lingüísticas inducen a “la amnesia selectiva mediante la eliminación de ciertos elementos del pasado y la preservación de otros” (Cohen, 2001, p. 243). Se trata de un engaño mental cuidadosamente orquestado para falsear el pasado y justificar el presente. Este olvido programado conduce a un estado de negación en el cual la atrocidad no es asumida socialmente y termina perpetuándose la injusticia.
I.
“Estados de negación”
Stanley Cohen, criminólogo sudafricano, aborda de manera exhaustiva los estados de negación y su relación con el reconocimiento de las atrocidades y el sufrimiento humano en contextos políticos complejos (Cohen, 2001, pp. 1-20). Cohen procuró una caracterización de la negación basada en cinco dimensiones que son de utilidad para ilustrar las complejidades que esconde el proceso de negación en Colombia. Por considerarlas ajustadas y porque facilitan una lectura de los procesos sociales y políticos que se experimentan, se exponen a continuación de manera resumida. En primer lugar, propone una clasificación de la negación a partir de su contenido: negación literal, negación interpretativa y negación implicatoria. La negación literal es “la aseveración que algo no ocurrió o que no es cierto”(Cohen, 2001, p. 7). Se trata de una negación fáctica; el hecho o el conocimiento del hecho se desmiente. Por ejemplo, “no hay conflicto armado”. Frente a la negación interpretativa, los hechos no se niegan, pero se les otorga un significado distinto al que es aparente. En esos casos no se niega lo que pasó, sino que se le da otro nombre o se reclasifican los hechos bajo una categoría distinta. Por ejemplo, no se habla de “limpieza étnica” sino de “intercambio de población’’; o no se habla de “paramilitarismo” sino de “autodefensa como un tercer actor”. La negación interpretativa es campo propicio para el uso de eufemismos y lenguaje técnico-administrativo propio de las rutinas. En la negación implicatoria no se niegan ni los hechos ni su interpretación convencional. Lo que está en juego son los efectos o implicaciones (políticas, morales, sicológicas, etcétera) que convencionalmente se derivan. Esa categoría de negación niega directamente el significado y las implicaciones de ciertos hechos. Por ejemplo, no
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se niega la existencia de las violaciones masivas de mujeres en Bosnia, pero se niegan las implicaciones psicosociales para esa sociedad y la necesidad imperativa de actuar. En el caso colombiano, esta manifestación se puede ilustrar con la negación que suele hacerse de los efectos de la victimización; no se niega la victimización en sí, pero se relativizan sus efectos. Al ilustrar esas tres modalidades, concluye Cohen que, para llevar a cabo el proceso de negación, los seres humanos y las sociedades utilizan cognición, emoción, moralidad y acción; es decir, la negación no es un proceso inconsciente (Cohen, 2001, p. 9). En segundo lugar, Cohen determina que la negación puede ser un proceso personal, oficial o cultural. El proceso personal es el más extendido e interiorizado, como ya fue expuesto en la introducción. En el caso de la negación oficial, el autor destaca que se trata de un proceso colectivo y organizado, bajo el cual el Estado imposibilita o genera peligro alrededor del reconocimiento de realidades pasadas o presentes. La negación oficial también puede darse por vías más sutiles, sobre todo, una vez que la negación hace parte de la fachada ideológica del Estado. En esos casos, las condiciones sociales que dieron lugar a las atrocidades se unen con técnicas oficiales para negar las realidades y generan un círculo vicioso de autolegitimación. De otra parte, la negación cultural refiere procesos que se nutren de lo personal y de lo público (u oficialmente construido). Son procesos de negación muy comunes, en los cuales las sociedades arriban a unos consensos no formalizados sobre lo que se puede y se debe recordar y reconocer. Este tipo de negación puede ser iniciada por el Estado y, posteriormente, puede adquirir vida propia. Los medios de comunicación entran a jugar un rol particularmente importante en esos procesos. Una vez se ha construido un lenguaje apropiado para evitar ciertos temas (o para no pensar en lo impensable), los medios masivos de comunicación hacen lo suyo, sosteniendo lenguaje, imágenes y mitos preestablecidos. Los ejemplos en el contexto colombiano abundan; el más explícito y recurrente es la presentación de las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por agentes estatales como casos aislados de “falsos positivos” sin conexión a una práctica o política estatal. Ese tipo de negación, si no es combatida, puede afectar la capacidad de las sociedades para identificar la falsedad de ciertos discursos oficiales. En tercer lugar, Cohen distingue entre procesos de negación histórica y contemporánea. La negación histórica involucra los elementos de memoria, olvido y represión. Puede ser fruto de procesos altamente organizados, del paso del tiempo o de la porosidad del conocimiento colectivo. También, puede ser el resultado de un elemento cultural que se alinea para esconder verdades históricas indecorosas. La negación contemporánea, además de incluir procesos complejos de contradicción sobre el presente (negación literal, interpretativa o implicatoria), incluye el inevitable filtro de percepción frente al creciente acervo de información que nos hostiga. Por razones netamente prácticas tenemos que bloquear cierto tipo de información. Subraya
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Cohen que la relación entre el presente y el pasado debe ser vista en un continuo. Los eufemismos y mitos actuales sirven para reacomodar el pasado; similarmente, la reinterpretación del pasado sirve para ilustrar el presente. A manera de ilustración, la negación del involucramiento estatal en el surgimiento de los grupos paramilitares es una forma de negación histórica que tiene profundas consecuencias en cómo es asumido el fenómeno en la actualidad. La cuarta dimensión del proceso de negación involucra lo que Cohen denomina el triángulo de la atrocidad, compuesto por las víctimas, contra quienes se actúa; los perpetradores, quienes cometen las atrocidades; y los observadores o espectadores (bystanders), quienes ven y saben lo que está pasando. Destaca Cohen que estos no son roles estables y que, a través del ciclo de violencia, una persona puede desempeñar más de uno de esos roles. Para Cohen, frente al proceso de negación, cada persona y grupo de personas (de acuerdo con su identidad colectiva) experimentará la negación de una manera distinta, según su desempeño en el triángulo de la atrocidad. Además, recalca que el grupo de los observadores es el de mayor tamaño y, por lo general, se trata de personas relativamente pasivas, más preocupadas por hacer la vida que por hacer historia. No obstante, las experiencias nacionales anteriores demuestran que el interés o desinterés de los observadores por superar el estado de negación es determinante en el proceso de reconocimiento de las víctimas. La sociedad colombiana lleva más de cinco años siendo espectadora de testimonios sobre la perpetración de atrocidades en el marco del esquema confesional de Justicia y Paz y no se evidencia una reacción social significativa. Decenas de paramilitares declaran diariamente ante la Fiscalía que mataron, que no fueron investigados, que volvieron a matar con crueldad, que gozaron del amparo de las autoridades, que se sentían justificados y nadie dice nada. En diciembre de 2006 los medios de comunicación registraron las primeras versiones libres de estos asesinos oscuros. Sus relatos, llenos de intriga y de justificaciones, develaban el misterio alrededor de la muerte y el público cautivo se sorprendía con cierto morbo. Los inverosímiles relatos de motosierras, hornos crematorios y partidos de fútbol con cabezas humanas eran narrados con frescura. Esas versiones fueron recogidas en primera plana, en ese entonces y hasta finales de 2008. Actualmente, por alguna razón, ya no son registradas por la prensa, salvo contadas excepciones. ¿Será costumbre o desgaste? ¿Será que ya no le importa a la sociedad? Finalmente, Cohen resalta una dimensión espacial de negación, tanto física como simbólica. Bajo esa mirada, propone que la cercanía de la persona a las atrocidades, a las víctimas o a un espacio, determinará el grado de negación y el deseo de superar ese estado. Esta es una categoría, relativamente intuitiva, que se explica por la existencia de lazos personales o colectivos frente a ciertos eventos, o un mayor o menor nivel de interés frente a ciertos eventos o circunstancias. Gran parte de la violencia
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en Colombia ocurrió y ocurre en lugares lejanos; por tanto, los espectadores perciben remota la posibilidad de convertirse en víctimas. Además, la distancia se agranda simbólicamente, diferenciando a las víctimas por vía de construcciones sociales. Por ejemplo, cuanto más bajo sea el estrato social de la víctima o cuanto más diste de lo “normal”, es más fácil ignorar su sufrimiento y banalizar su condición humana. La revisión somera de estas cinco categorías ofrece elementos para examinar el estado de negación en el cual se encuentra la sociedad colombiana.
II. Combatir la negación, un ejercicio necesario El estado de negación se profundiza en Colombia como resultado del paso del tiempo y de los múltiples mensajes mediáticos que nos asaltan en el presente, incluyendo las noticias faranduleras, las emisiones publicitarias, la última novela de televisión o el reality de turno. En este contexto, la negación de la atrocidad se facilita por la abundancia de mensajes y los saltos informativos constantes3. El reconocimiento de la atrocidad pasa a un segundo plano, presa del hastío y del escepticismo del público. Desde hace treinta años (por tomar un periodo considerable) y, particularmente, durante los últimos ocho años, la sociedad colombiana ha estado expuesta a operaciones de negación de la realidad y de las atrocidades sufridas por miles de colombianos. El país está sumido en un largo proceso de resignificación de la violencia que vivió y vive el país; el efecto es profundo y cada vez más interiorizado. Los colombianos viven en medio de un conflicto armado prolongado. En el país se han cometido masacres, ejecuciones, desapariciones, torturas, violaciones y mutilaciones. Y, lo que es peor, se siguen cometiendo. Detrás de cada uno de esos actos atroces hay víctimas, propósitos, métodos, técnicas y perpetradores; así como hay justificaciones y mecanismos de encubrimiento. Si no se encara el proceso de negación, el país vivirá la paz al mejor estilo orwelliano: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”4.
3 Como complemento a los cinco campos de análisis de los estados de negación,Cohen plantea que ciertos rasgos del ambiente posmoderno en el cual se desenvuelven la mayoría de las sociedades contemporáneas contribuyen a que los estados de negación sean más profundos y el revisionismo pueda darse sin mayor oposición (Cohen, 2001, pp. 240-248).Utilizando a Steven Spitzer, compara los procesos de negación bajo regímenes de continuidad y bajo regímenes de discontinuidad. En los regímenes de continuidad, como en el clásico régimen orwelliano, “se induce la amnesia selectiva mediante la eliminación de ciertos elementos del pasado y la preservación de otros”. (Cohen, 2001, p. 243). En los regímenes discontinuos, las múltiples narrativas del mercado dominan las rutas de la información; y, en estos casos, el olvido es obra de la abundancia de los mensajes y de los saltos constantes. 4 Esas son las tres consignas del Partido, grabadas en la pared del Ministerio de la Verdad en el Londres orwelliano. Orwell, George, 1984, Parte 1, Capítulo I.
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El proceso de Justicia y Paz se circunscribe explícita e intencionalmente a la actuación de grupos armados ilegales. No hay espacio, en el proceso oficial y controlado de revelación de la verdad, para hablar o indagar sobre la atrocidad perpetrada en el marco del sistema. Las reglas de juego sobre la verdad que interesa oficialmente están diseñadas para no tocar al aparato estatal. La negación continuará siendo un mecanismo de evasión de responsabilidad. Ante la ausencia de un proceso de transición política (en el que haya un compromiso con la revelación de la verdad y el reconocimiento de todas las atrocidades), el ocultamiento de los lazos entre la institucionalidad y las estructuras paramilitares continuará siendo parte del arsenal oficial y del régimen de negación. Encarar este proceso de negación es uno de los retos más importantes que debe asumir el movimiento de derechos humanos en Colombia.
III. A manera de cierre: un cuento sobre la negación… Hace décadas, cuando Argentina iniciaba su examen de lo que aconteció bajo el denominado terrorismo de estado, Julio Cortázar (1981) escribió en una revista la línea argumental de un cuento que quería escribir sobre los riesgos de no encarar la atrocidad. Creo que su reflexión es la mejor manera de cerrar estas anotaciones. Un grupo de argentinos decide fundar una ciudad en una llanura propicia, sin darse cuenta en su gran mayoría de que la tierra sobre la cual empiezan a levantar sus casas es un cementerio del cual no queda ninguna huella visible. Sólo los jefes los saben y lo callan, porque el lugar facilita sus proyectos, ya que es una planicie alisada por la muerte y el silencio y les ofrece la mejor infraestructura para trazar sus planos. Surgieron así los edificios y las calles, la vida se organiza y prospera, muy pronto la ciudad alcanza proporciones y alturas considerables y sus luces, que se ven desde muy lejos, son el símbolo orgulloso de quienes han alzado la nueva metrópolis. Es entonces cuando comienzan los síntomas de una extraña inquietud, las sospechas y los temores de quienes sienten que fuerzas extrañas los acosan y de alguna manera los denuncian y tratan de expulsarlos. Los más sensibles terminan por comprender que están viviendo sobre la muerte, y que los muertos saben volver a su manera y entrar en las casas, en los sueños, en la felicidad de los habitantes. Lo que parecía la realización de un ideal de nuestros tiempos
, despierta lentamente a la peor de las pesadillas, a la fría y viscosa presencia de repulsas invisibles, de una maldición que no se expresa con palabras pero que tiñe con su indecible horror todo lo que esos hombres levantaron sobre una necrópolis. (p. 137)
Cortázar decidió no escribir el cuento, porque “descubrió que ya estaba escrito en el libro de la historia” (Cortázar, 1981, p. 138).
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Bibliografía Cohen, S. (2001). States of denial: knowing about atrocities and suffering. Cambridge: Polity Press. Weschler, L. (1990). A miracle, a Universe: Settling Accounts with Tortures. Nueva York: Penguin Press. Agamben, G. (2004). Estado de excepción. Homo sacer II, 1. Valencia: Editorial Pre-Textos. Cortázar, J. (1981). Realidad y literatura en América Latina. Revista de Occidente, N. 5, 23-33, tomado de Verbitsky, H. (2004). El vuelo. Buenos Aires: Sudamericana.
Capítulo 4
MEMORIA Y CREENCIA: UNA MIRADA POLÍTICAMENTE INCORRECTA A CIERTAS VINDICACIONES DE LA MEMORIA Adrián Serna Dimas Profesor de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Introducción: burocratización del terror y mercantilización de la memoria El 6 de mayo de 2007 apareció en el diario El Tiempo una columna de opinión de la profesora Claudia Steiner que aunque tuvo resonancia en algunos contextos no causó el debate que hubiera ameritado. A propósito de la difusión masiva de las atrocidades del paramilitarismo, la profesora Steiner decía: Aparentemente se vive un momento de ansiedad colectiva en donde existe una preocupación legítima y necesaria por decir algo sobre el terror y por contar historias de crueldad, anteponiéndoles, eso sí, el adjetivo de inconcebibles. Probablemente sin buscarlo, algunos, gracias a estas historias de terror, obtendrán reconocimientos, como ya está sucediendo. Las obras de los artistas conceptuales, interesados por mostrar el dolor de manera respetuosa con las víctimas, son compradas por reconocidos museos y galerías de Europa y Estados Unidos. En el ámbito académico, la “violentología” se ve reencauchada en nuevas comisiones, mientras los expertos que analizaron el “corte de franela” de los años 50 encuentran similitudes con las motosierras y las fosas comunes. // En las universidades publicamos artículos, ofrecemos cursos, seminarios y conferencias con títulos en donde las palabras “memoria”, “violencia” y “dolor” parecen atraer a algunos estudiantes en busca de respuestas acerca de un
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terror del cual oyen pero que no han visto. Es de suponer que las demandas de las víctimas podrán ser vistas por algunos sectores nacionales e internacionales como un “negocio” eventualmente muy lucrativo. Mientras, el Estado abre oficinas especializadas para responder a los organismos multilaterales desde donde se escriben nuevos términos de referencia en los cuales las palabras “postconflicto”, “violencia” y “reparación” deben aparecer como requisito para cualquier proyecto que pretenda ser financiado. // Es de esperar que los periodistas que escriben sobre las masacres ganen un premio nacional y alguna ONG que trabaja con víctimas de la violencia obtenga uno internacional. O viceversa (Steiner, 2007, p. 33).
Un diagnóstico bastante crudo que advierte una cuestión que tiende a permanecer en los indecibles de las enjundias por la memoria: que los esfuerzos vindicativos en algunas circunstancias pueden conducir a la burocratización y la normalización del terror. Esta cuestión, que no es otra que los efectos que acarrean los usos lucrativos de la memoria, ocupaba hasta hace poco un espacio bastante marginal, en buena medida porque quienes la abordaban quedaban expuestos a ser señalados de defensores de los revisionismos y de los negacionismos, como sucedió con autores como Peter Novick y Norman Finkelstein por sus estudios, harto polémicos por demás, sobre los usos económicos, sociales y políticos del Holocausto (Finkelstein, 2002; Novick, 2007). En América Latina esta cuestión apareció de manera bastante accidental a propósito de los primeros trabajos de Elizabeth Jelin, quien en su esfuerzo por conceptualizar el rol de los movimientos, las organizaciones y las instituciones responsables de definir el campo de las luchas por la memoria, incorporó con base en Howard Becker el concepto de memory entrepreneurship. No obstante, el concepto en español se prestaba a equívocos, pues aludía a una suerte de empresariado de la memoria, lo que daba entender la existencia de individuos o instancias decididas a convertir la vindicación de la memoria en un asunto lucrativo. Para resolver el impase, Jelin acogió el término de emprendedores de la memoria (Jelin, 2002 y 2009). Pero el impase de Jelin no quedó en el vacío. Recientemente Ksenija Bilbija y Leigh Payne han señalado que en diferentes escenarios las luchas por la memoria han conducido a la aparición de auténticos memory entrepreneurship, un empresariado que mercantiliza la memoria por medio de diferentes estrategias que incluyen el turismo del trauma (trauma tourism, dark tourism o thanatourism), la industrialización del testimonio, la estetización del sufrimiento y la conversión de lo memorable en mera memorabilia (souvenirs). Si bien las autoras señalan que en América Latina estas estrategias de mercantilización de la memoria apenas son visibles, sobre todo porque los conflictos y las violencias del pasado reciente siguen siendo un asunto en ferviente discusión en los distintos países, advierten que ellas van en aumento, con las consecuencias que ello entraña: la construcción de memorias en ajuste a la demanda, la espectacularización de la tragedia, la despolitización de las vindicaciones sociales y la restitución o la profundización de las polarizaciones sociales en la esfera pública (Bilbija y Payne,
Capítulo 4. Memoria y creencia: una mirada políticamente incorrecta a ciertas vindicaciones de la memoria
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2011). De hecho, en la medida que se intensifiquen las tensiones entre quienes defienden y acusan ese pasado reciente, tanto más factible que se redoblen los esfuerzos de unos y otros por difundir sus versiones en el mundo público, circunstancia propicia para una mercantilización sin desenfreno de la memoria, obviamente con claras ventajas para quien tenga más músculo económico o una más amplia clientela cautiva surgida, por ejemplo, de la popularidad persistente de quienes han sido perpetradores o del desconocimiento sostenido de quienes han sido perpetrados. De cualquier manera, detrás de las cuestiones planteadas por Steiner, Bilbija y Payne se puede decir que está una preocupación más de fondo: que la burocratización del terror y la mercantilización de la memoria puedan terminar fetichizando tanto a la víctima como al victimario para ofrecer únicamente el sufrimiento infringido, sin que ello redunde siquiera en solidaridad, mucho menos en verdad, justicia y reparación. La fetichización tiene la capacidad de oscurecer eso que le ha sido arrebatado a unos por otros y de reducir cualquier escenario vindicatorio al clásico correlato del trauma y el complejo de culpa: el trauma, esa ausencia siempre presente entre quienes han sido victimizados; el complejo de culpa, esa presencia siempre ausente entre quienes no han sufrido victimización alguna. Este correlato tiene una fuerte carga despolitizante: bajo los efectos de la fetichización el trauma, como ausencia sostenida, sólo redunda en revictimización; mientras el complejo de culpa, como presencia nunca inquirida por la ausencia, sólo redunda en exculpación (cfr. Caruth, 1996; Alexander, 2004; O’Connor, 2010; Sánchez, 2010). Se puede afirmar que de este correlato derivan esos discursos que, como refiere Steiner, son incisivos en señalar a la sociedad como culpable por omisión, pero que se abstienen de denunciar a los victimarios como culpables por acción. Ante esto Steiner decía: “El castigo a los victimarios y la implementación de políticas concretas para las regiones que han soportado los excesos de violencia debe ser la mejor reparación para las víctimas. De lo contrario, poco servirán los relatos sobre los cadáveres descuartizados” (Steiner, 2007, p. 33; subrayado nuestro). La columna de Steiner amerita dos reflexiones. Por un lado se puede disentir de Steiner si sus consideraciones suponen una crítica general a las ciencias humanas y sociales por conducir el problema del conflicto y la violencia a la cuestión de la memoria. En un país donde estas ciencias fueron inclinadas históricamente a atender este problema –tanto que terminaron configurando ese espacio de la “violentología”–, resulta controvertible que ahora sean acusadas por encapsularlo en una cuestión que es sustancial a ellas como lo es la memoria. De hecho se puede considerar que en las décadas anteriores el problema del conflicto y la violencia fue objeto de otros encapsulamientos desde cuestiones que igualmente han sido sustanciales a las ciencias humanas y sociales, desde la lucha de clases en los años sesenta hasta las dinámicas territoriales en los años noventa. En consecuencia el debate no sería si el problema puede ser encapsulado en la memoria, sino cuál es la referencia para que esto suceda: si la referencia es una ley con todo tipo de señalamientos como la de “Justicia y Paz”, o ciertos discursos testarudos convencidos de un supuesto postcon-
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flicto, o la difusión de algunas tendencias intelectuales en boga, o la aparición de esa burocracia del terror, o la conformación de un mercado ocupacional que en ausencia de salidas políticas propone salidas meramente terapéuticas al conflicto, o si es el estado mismo del conflicto armado con sus efectos continuados en asesinatos, masacres y desplazamientos que no parecieran resentir a esos pronunciamientos oficiales que hablan de la consolidación definitiva de la seguridad democrática y el ascenso imparable de la prosperidad democrática. Por otro lado se puede coincidir con Steiner si sus consideraciones apuntan a criticar a distintas instancias que encapsulan el problema del conflicto y la violencia únicamente en la memoria y cuando además este encapsulamiento procede apelando a una suerte de lugares comunes, entre ellos, los que revisten a la memoria como una práctica apenas excepcional o sobreviniente, de suyo liberadora o emancipadora, prendada de manera exclusiva a la virtud de los relatos o a la resignificación de los lugares, en capacidad de instalar unas nuevas construcciones del pasado sucedido, que debe erigir un contra relato o unos contra lugares cuyo destino final es la memorialización en pro del recuerdo y en contra del olvido en aras de la no repetición. Estos lugares comunes, que amojonan muchas de las iniciativas en pos de la memoria, hacen que ésta pueda ser prácticamente cualquier cosa (decir, relatar, emplazar, memorializar, etc.) y que en independencia de lo que sea tenga efectos cuasi mágicos (catárticos, aleccionadores, didácticos, etc.). En estos casos se puede decir con Johannes Fabian que el concepto de memoria se torna “omnívoro e insaciable” (Fabian, 2007, p. 139). La recurrencia de estos lugares comunes ha desatado críticas fuertes a diferentes enfoques en los estudios de la memoria, acusados de sostener un estatuto endeble prendado a falsas oposiciones como la que separa arbitrariamente memoria e historia, de gravitar sobre unos supuestos conceptuales bastante vagos, de usar de manera indiscriminada metáforas empobrecidas, de mantener una indiferencia patente con la comprensión y de guarecerse en puros excesos emocionales (cfr. Whitehead, 2009, pp. 2-4). Aún con esto, la explotación de estos lugares comunes ha sido propicia para erigir unas autoridades incontestables y al mismo para entronizar la superioridad epistémica y moral de la memoria tanto para englobarla como un constructo metafísico que desde el afuera puede enjuiciar a la sociedad como un todo: esa prevención de Nietzsche con los abusos de la historia, extensiva ahora a los abusos de la memoria.
I.
La memoria: entre la crisis y el boom
Frente a las posiciones prevenidas con el boom de la memoria, pero también frente a aquellas que lo exaltan con base en una serie de lugares comunes, resulta importante reiterar que la memoria no es un estanco excepcional o coyuntural, sino que ella es una dimensión sustantiva de cualquier formación social: la memoria hace parte del estatuto óntico del mundo social. Aunque una serie de acontecimientos históricos, procesos sociales y tendencias de pensamiento fueron el aliciente para que diferen-
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tes enfoques plegaran la memoria a las trazas del conflicto y la violencia, de donde se han desgajado buena parte de las concepciones que revisten a la memoria como una dimensión conscienciadora en capacidad de resolver la contradicción, hay también una tradición remota que se extiende hasta nuestros días que nos recuerda que las naturalezas, las dinámicas y los cometidos de la memoria son inseparables de las texturas de la existencia, de los entramados sociales, de los tejidos institucionales, de las composiciones materiales y simbólicas y obviamente de los conflictos y las violencias de cualquier formación social, donde la memoria no resuelve, sino que está en el principio de la contradicción misma. Las principales elaboraciones sobre el estatuto de la memoria emprendidas entre los siglos XIX y XX, en esa tradición que se extiende desde Freud, Proust y Bergson hasta Halbwachs, Benjamin, Adorno y Horkheimer, tienen en común el esfuerzo por inscribir la memoria en el mundo social, desplegándola dentro de los principios, las propiedades, los mecanismos o las fuerzas sociales que modelan este mundo. De allí que estas elaboraciones pudieran esculpir unas concepciones de la memoria que convocaban o respondían de manera simultánea a unas dimensiones cognitivas, afectivas, emocionales, experienciales, relacionales, culturales, morales, éticas y políticas. Ahora, estas elaboraciones surgieron en medio de unos escenarios que pusieron de manifiesto un mundo social de caracteres crísicos, improntas de los reduccionismos de la racionalidad cuando no de la irracionalidad misma, de los cuales obviamente no estaba exenta la memoria. De allí que de estas elaboraciones surgieran una serie de concepciones abiertamente críticas con las pretensiones de emplazar la memoria como una referencia vindicatoria en capacidad de confrontar el individualismo, la masificación, la instrumentalización, la superficialización y, sobre todo, la exaltación de la violencia encarnada en la glorificación de la guerra. Por un lado surgieron las concepciones que señalaron que estas pretensiones vindicatorias no advertían que la memoria misma estaba atrapada en los términos de un proyecto en crisis, lo que la condenaba a permanecer en la contradicción sin aspirar a resolverla, sólo decidida a reformularla, a reemplazarla o a permutarla: la memoria como la continuación de la guerra por otros medios. Por otro lado surgieron las concepciones que revistieron estas pretensiones como el episodio más reciente de un proyecto en crisis que destinaba a la memoria únicamente a recoger ex tempore lo que él mismo truncaba de manera irreparable: la memoria como una suerte de sepulturera de los abatidos de la historia. Finalmente surgieron las concepciones que plantearon estas pretensiones como una tímida salvaguarda ante los daños colaterales del progreso: la memoria como un paliativo colectivo cargado de romanticismos con destino a los estantes de la civilización, es decir, al olvido. El carácter crísico de la memoria se extiende en toda su magnitud en Auschwitz. Para unos este escenario fue el límite definitivo de un proyecto en crisis y el imperativo de partida para cualquier proyecto futuro; para otros este escenario fue el paraje más catastrófico de un proyecto en bancarrota pero, en modo alguno, el paraje último.
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Auschwitz, como expresión emblemática de la irracionalidad del Holocausto, llevó el carácter crísico de la memoria hasta sus últimas consecuencias: puso de manifiesto las limitaciones del lenguaje testimonial, desafió profundas certezas morales y señaló la vacuidad del conocimiento en los extremos del sufrimiento, todo lo cual lo erigió en la piedra de toque de los estudios de la memoria desde la segunda mitad del siglo XX. Pero el carácter crísico de la memoria en el caso de Auschwitz no se detuvo en la duda epistémica y el agotamiento ético que suscitaron los primeros testimonios, sino que se prolongó a lo que fueron sus itinerarios posteriores. Luego de Auschwitz las memorias de las víctimas quedaron instaladas en el trauma, mientras los victimarios fueron disueltos en el complejo de culpa difundido entre una sociedad alemana arruinada. Casi setenta años después los descendientes de las víctimas gravitan en aquello que algunos autores llaman la postmemoria, mientras en Alemania ascienden grupos que reivindican al nacionalsocialismo sin los nazis, que reclaman medidas de verdad, justicia y reparación para las víctimas de los aliados y que, más allá, promueven la victimización del país, todo con la aquiescencia de unos discursos que desde los años cincuenta en la República Federal, pero más aún desde la reunificación a finales de los años ochenta, han pretendido exculpar o cuando menos morigerar el nazismo contraponiéndolo a las atrocidades del comunismo –algo semejante sucede con el fascismo en Italia–. Obviamente que en estos itinerarios participan igualmente las pretensiones de los revisionismos y los negacionismos promovidos desde Occidente y resonados por distintos regímenes en medio de la intensificación del conflicto del Medio Oriente (Robin, 2009; Focardi, 2009; O’Connor, 2010; Hirsch y Spitzer, 2010). A diferencia de las elaboraciones que definieron la memoria desde la crisis, estuvieron aquellas que lo hicieron desde la superación. Si bien en este último caso surgieron enfoques decididos a remontar los escollos epistémicos, morales, éticos y políticos que se alzaban sobre la memoria como crísica para resituarla como memoria en tanto crítica, otros enfoques por el contrario enarbolaron las posibilidades superadoras de la memoria replegándola, consciente o inconscientemente, a los historicismos, aquellos que desde el siglo XIX fueran cuestionados precisamente porque sobre ellos estaba parado ese mundo social en crisis y, por tanto, participaban en el carácter crísico de la memoria, cuando no en su negación. Los enfoques que vindicando a la memoria la conducen por la puerta trasera de los historicismos, que son los que en muchos escenarios jalonan el denominado boom de la memoria, auspician esos lugares comunes de los que no resulta claro cómo, por qué y para qué tramitan la memoria en tanto dimensión cognitiva, afectiva, emocional, experiencial, relacional, cultural, moral, ética y política; cómo, por qué o para qué son de la memoria y no de la historia; cómo, por qué y para qué se pueden considerar asunto de memorialistas y no de historiadores quienes, no obstante, no dejan de reconocerse en esos lugares a los que consideran como propios. Si bien en algunos escenarios hay
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argumentos consistentes para sostener la especificidad de la memoria con relación a la historia, en otros simplemente prosperan sentencias proverbiales o apenas declaraciones de principios. Y no se trata de un problema meramente conceptual, sino que entromete las posibilidades vindicatorias de la memoria misma. Uno de los tantos escenarios donde esta diferencia ha estado en el centro del debate es España. Para unas posiciones, las acusaciones de diferentes organizaciones y movimientos sociales de que la transición española supuso una cierta resignación amnésica, desconocen que desde los años setenta hubo una vasta producción histórica sobre la Segunda República, sobre la guerra civil y sobre las atrocidades del régimen franquista; otras posiciones señalan que esta producción histórica sólo tuvo repercusiones en el contexto académico y que quienes la esgrimen para saldar el problema de la amnesia persisten en mantener la jerarquía de la historia sobre la memoria, en exaltar la producción del conocimiento más que su socialización, en desconocer que los hallazgos históricos no necesariamente tienen repercusiones públicas hasta cuando ellos hacen parte de una vindicación social o pública, que sería una de las especificidades de la memoria (Juliá, 2008; Aguilar, 2008, pp. 69-93; Vinyes, 2009, pp. 25-36). De cualquier manera, la presencia soterrada, cuando no abierta, de los historicismos, deja sentir sus efectos en la forma como distintos enfoques consignan el estatuto de la memoria, tratan la narración, auspician las implicaciones del testimonio en el tejido institucional y entienden los sentidos de la conmemoración. Un primer efecto de los historicismos lleva a que la memoria sea consignada en esa temporalidad que discurre en pasado, presente y futuro, esa construcción que exterioriza el tiempo, que lo convierte en una variable objetiva, propicia para poner al sujeto a distancia de la experiencia y para entronizar la representación: la memoria adquiere la obligación de representar el tiempo y, más específicamente, un tiempo sucedido como pasado. Un segundo efecto lleva a que la narración quede expuesta al vaciado de la experiencia, a la disolución del sujeto y, al mismo tiempo, a constituirse en lenguaje que sólo busca representar, como tal un punto de vista entre tantos sobre una experiencia externa y, por lo mismo, condenada únicamente a repetir, a completar o alternar la historia: la memoria adquiere una obligación de pluralidad. Un tercer efecto lleva a que el testimonio quede sometido a constituirse en asunto privado cuando anclado a la experiencia no pretende representar nada o a transarse como asunto público bajo la condición de que represente algo para otros: la memoria adquiere la obligación de la publicitación. Un cuarto efecto lleva a que el testimonio sólo adquiera posibilidades auténticas para el tejido institucional cuando en el curso de la representación, y por efecto de la representación misma, no pretenda resarcirse desde la experiencia, a veces irrepresentable, sino se incline a develar o denunciar: la memoria adquiere la obligación del
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conocimiento. Un efecto último de los historicismos lleva a que conmemorar se traduzca como dar a conocer erigiendo, por ejemplo, lugares de la memoria, esa ficción tan recurrida desde que la planteara Pierre Nora, de la que distintos autores señalan que no ha sido sino una versión edulcorante de la historia francesa que vindicaba al tour de Francia pero omitía cuestiones tan sensibles como las guerras colonialistas como la de Argelia. Con la conmemoración como dar a conocer, la memoria adquiere entonces la obligación de educar (Sarlo, 2005, pp. 27-58; Vinyes, 2009, pp. 60-61; Whitehead, 2009, pp. 144-147; Hirsch y Spitzer, 2010). Todas estas obligaciones quedan selladas con una obligación superior que, no obstante, por los supuestos que tiene tras de sí, por ese efecto de la exterioridad y la representación, se convierte en un dilema: recuerdo u olvido. Pese a esto, las obligaciones de la memoria con la recuperación, la pluralidad, la publicitación, el conocimiento y la educación concitan celebrados consensos, entre otras razones porque se revisten como consecuentes con la construcción de la democracia. Pero habría que pensar qué tanto de ese historicismo soterrado o, más aún, de ese historicismo explícito sellado bajo el nombre de “memorias históricas”, efectivamente permiten desandar a la memoria como crisis para reanudarla como superación. La duda cabe porque estas obligaciones, pretendiendo vindicar la memoria en procura de la reconciliación, frisan con aquellas imágenes donde la memoria bien puede ser la guerra por otros medios, la sepulturera de los abatidos de la historia o simplemente un paliativo colectivo del progreso: la exteriorización del tiempo resulta propicia para convertir el pasado en archivo muerto, la pluralidad puede multiplicar de tal forma los puntos de vista que al final todos pueden considerarse victimizados, la publicitación y el conocimiento del testimonio pueden terminar socavando la presencia de la víctima por el afán de seguir únicamente las huellas de los victimarios y la vocación educativa puede reducir las complejas tramas de la memoria a la ilustración y la ignorancia. Pero, más allá, la duda cabe porque estas obligaciones frisan con el carácter crísico de la memoria cuando ellas se enfrentan a una situación especialmente contradictoria en países como los de América Latina: la pretensión de promover unas memorias democráticas sobre unos hechos que tuvieron en su trasunto trágico la ausencia misma de democracia. Con cara o sello la memoria pierde: por efecto de ese sentido democrático la memoria queda expuesta a ser acusada simultáneamente de revanchismo o de venganza, de justificadora o legitimadora o de negligente u olvidadiza. Es por esto que el tránsito de las memorias democráticas por la puerta trasera de los historicismos queda sujeto a algunos peajes, representados en las teorías del enemigo interno, de los dos demonios, del demonio latente, de la memoria hemipléjica o de la memoria total. De allí que los historicismos, con esos pesados peajes que le imponen a las vindicaciones de la memoria, no puedan resarcir el trasunto político de la memoria sino reclinándolo a unas políticas de la memoria que, fundadas en la exterioridad y la representación, son básicamente acuerdos entre grupos sociales y políticos sobre el recuerdo y el olvido, una de cuyas expresiones es la amnistía, “esa
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caricatura del perdón” o “forma constitucional del olvido”, en términos de Ricœur (2004, p. 625). Pero esto no se puede entender como una sospecha sobre las posibilidades de la memoria como construcción democrática, sino, más bien, sobre los lugares desde los cuales se pretende que proceda esta democratización. Si estos lugares son aquellos que señalan las celebradas obligaciones de la memoria, se impone una multiplicación de versiones que atrapadas en el irresoluble dilema del recuerdo y el olvido y, con este, del perdón y de la no repetición, sólo tienen una salida aparente en las arenas movedizas de los acuerdos entre grupos sociales y políticos. El problema radica en que esto no tiene nada que ver con las posibilidades superadoras de la memoria, sí con su reducción instrumental. De hecho, la instrumentalización de la memoria la convierte en una suerte de caballo de Troya, una especia propicia para que en medio de la agudización de las contradicciones y los conflictos, del socavamiento de los acuerdos, puedan irrumpir versiones memoriosas decididas a imponer, redisponer o restituir toda suerte de polarizaciones históricas. Esta memoria instrumentalizada, tanto más eficaz cuanto más desconocidos sean sus vínculos con los historicismos, está en la base de los revisionismos y los negacionismos. En últimas, pretender que el recuerdo y el olvido, en su irresoluble carácter dilemático, puedan ser saldados con el artificio de la política, es revestir a la memoria de una naturaleza vengativa, tal cual lo refiere Carmen González (2010): ¿Qué podemos hacer con el daño, especialmente con el daño infligido a terceros? Podemos guardarlo vivo, cosa que a todas luces nadie desea, o podemos tratar de superarlo. En esta vía, desde luego no sólo tenemos a nuestra disposición el perdón como elemento no paralizador. Hay efectivamente otra alternativa, que queda oculta, que se reprime, en las teorías del perdón y, como su correlato, el olvido. Esta otra alternativa es la que denominamos venganza, o algunos de sus sinónimos. Y en nuestro imaginario moral, aunque la figura del vengador tiene, nos guste o no, un aire heroico, la traducción vengativa del “hacer justicia” es uno de los mayores peligros que han de conjurarse. Si mantenemos unidos perdón y olvido, y si mantenemos indisociablemente separados perdón y memoria, tendremos dificultades para conjurar ese rostro amenazador. Y aquí precisamente está el origen del primer miedo a la memoria. Si nos permitimos rememorar, mantener vivo un pasado que ha producido daños, estamos atacando al único procedimiento a nuestro alcance para instaurar nuevos cursos de acción, sin condenarnos a la repetición, a la reaparición de las múltiples caras del sufrimiento. En este escenario, no respetar el imperativo del olvido es letal en dos modos distintos: aborta la acción realmente humana, e impide la acción puramente moral… // ¿De qué modo, entonces, nos liberamos del miedo a la venganza, a la revancha? Sólo nos queda abierta una posibilidad: romper la ligadura entre aquélla y la memoria, romper el automatismo de la acción (pp. 154-155).
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Uno de los desafíos que enfrenta de entrada la construcción de unas políticas públicas de la memoria es precisamente superar esos itinerarios que al final conducen la memoria hacia el dilema del recuerdo y el olvido y a la pretensión de absolverlo por medio de acuerdos entre grupos sociales y políticos. Para esto, urge interrogar a la memoria desde unos horizontes que la entienden como un proyecto antropológico en el sentido más amplio del término. Uno de estos horizontes es la creencia, esa “inmanencia del mundo que hace al mundo inminente”, donde discurren en forma práctica experiencias, convicciones, estrategias, expectativas y aspiraciones (Bourdieu, 1991, pp. 113-135). La creencia supone un horizonte antropológico que permite restituir la memoria al mundo social, reincorporando el tiempo y la experiencia, trascendiendo la representación, la publicitación, el conocimiento y la mera educación y descentrando los dilemas del recuerdo y el olvido, del perdón y la no repetición. Como refiere la misma Carmen González (2010): “Para paliar los nefastos efectos de los vaivenes políticos, sólo queda practicar una metafísica de la creencia que imponga la necesidad de revisar permanentemente, fuera de toda tentación de dogmatismo, lo recuperado y su administración” (p. 151). La invocación de la creencia resulta pertinente en un escenario como Colombia, con una saga de esfuerzos en procura del recuerdo y en contra del olvido, entre los que se incluyen tres comisiones históricas sobre el conflicto y la violencia, una para cada generación nacida desde 1930. Esta saga bastante elongada de esfuerzos por la memoria, con todo el valor que cabe asignarles por todo cuanto han hecho visible, no obstante están sujetos a esas cargas de los historicismos, de entrada, a ese pesado fardo que señala que la “pacificación” (imponer la paz) tiene como requisito la “pasificación” (enviar al pasado). Estos esfuerzos, al privilegiar la idea histórica de la memoria, deben buscar un piso en un tiempo pasado y, ante el desafío que les impone la profundidad del conflicto, quedan sometidos al debate de las cronologías. De la misma manera estos esfuerzos, al privilegiar la idea histórica de la memoria, deben buscar un piso en un espacio histórico y, ante el desafío que les impone la expansión del conflicto, quedan sometidos al debate de las delimitaciones geográficas. Hemos enrumbado un conflicto complejo a un cajón bastante incómodo, a la “memoria histórica”, de la que no es claro qué tiene de lo uno y de lo otro, expuesta a toda suerte de ambigüedades, que sólo pueden saldarse en arbitrariedades cuando no, como sucedió con la ley de víctimas, en puros acuerdos políticos. Precisamente la creencia se opone a una concepción historicista de la memoria y propone, más allá, una concepción antropológica: mientras la primera pareciera emplazar la memoria sólo a posteriori, la segunda la restituye al centro del mundo social.
II. Memoria y creencia La creencia es la experiencia práctica de habitar el mundo social. En el horizonte de la creencia la historia no es una exterioridad sólo para ser representada, sino que ella
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está incorporada en los agentes sociales como formaciones duraderas, discurriendo en la experiencia misma, haciendo parte sustancial del sentido práctico de habitar el mundo social. En el horizonte de la creencia el problema no es por tanto histórico, sino de historicidad. Ahora, la realización de la historia en la experiencia le confiere a la creencia un carácter contundente: la experiencia práctica de habitar el mundo se presenta como una inmanencia del mundo social mismo. Por esto, la realización de la historia en la experiencia termina desvaneciendo de la experiencia a la historia misma, es decir, la aleja de cualquier exterioridad, lo que puede presentar a la creencia como un horizonte deshistorizado o ahistorizado. Esa realización de la historia en la experiencia, que no es otra cosa que la historia incorporada, encarnada en los cuerpos, constituye una suerte de memoria profunda (la memoria en sí en Freud, la memoria espontánea en Bergson o la memoria involuntaria en Proust). La creencia, que no es de ninguna manera una representación, que no se puede confundir con las creencias, está en la base de la naturaleza del mito. Contra las visiones coloniales e incluso contra algunas postcoloniales o decoloniales que consideran que el mito es memoria, pero esa memoria crísica signada por la pérdida, la desaparición o la ausencia de referente que urge una representación, valga señalar que el mito es en principio creencia (Serna y Gómez, 2010, pp. 68-98). No obstante, cuando la historia es escindida de la experiencia, cuando se desgarran los habitus del habitar, la creencia entra en crisis: entonces la experiencia práctica de habitar el mundo social se plaga de vicisitudes, de desajustes y de contradicciones que quiebran las convicciones, las estrategias, las expectativas y las aspiraciones de los agentes sociales. La creencia en crisis, que no se puede confundir con la crisis de las creencias, pone de manifiesto la historia irrealizada restituyéndola como una exterioridad. Esta historia restituida como exterioridad queda expuesta a distintas lecturas. Por un lado esta historia exteriorizada es propicia para los historicismos: ellos irrumpen para objetivar esta irrealización histórica pretendiendo realizarla desde el horizonte de las representaciones, de las ideologías o de los imaginarios. Pero allí mismo se instalan las trampas de los historicismos: la historia exteriorizada, siendo el síntoma de la creencia en crisis, se toma como el malestar mismo, pretendiendo subsanarlo con una profusión de representaciones que nunca podrán allanar ese inconmensurable exterior. Por otro lado, esta historia exteriorizada es propicia para una empresa radical que reconoce que en la creencia en crisis esa exterioridad es la región de la memoria, de esa memoria profunda que deviene memoria crísica, que no se debe a un inconmensurable para ser representado, sino a la creencia misma, que es su referencia epistémica, moral, ética y política. La memoria crísica entonces está obligada para con la creencia, para enunciar y denunciar la crisis, por ejemplo por medio del relato, pero en sí misma no puede resolverla. En la medida que las fuerzas sociales puedan restituir la creencia en el mundo social, es decir, puedan crear las posibilidades para que la historia se realice en la experiencia, la memoria cumple entonces el cometido de deshistorizar o ahistorizar la creencia. Tenemos así:
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1) una historia realizada que en tanto creencia nunca se presenta como historia; 2) una creencia en crisis que exterioriza la historia en tanto memoria que enuncia y denuncia; 3) una historia restituida en la creencia que debe a la memoria la denegación misma de lo histórico. En términos sencillos: la creencia en crisis nos deja expuestos al recuerdo y allí la memoria irrumpe como denuncia; cuando la creencia trasciende la crisis nos deja expuestos al olvido y allí la memoria se convierte en creencia misma (Serna y Gómez 2010, pp. 68-98).
Esta concepción de la memoria prendada a la creencia, expuesta de manera bastante general, tiene varias implicaciones. En primer lugar reconoce el carácter fundamental de la experiencia, pero no la reduce ni a las formas escleróticas del positivismo ni a la vacuidad de ciertos interpretativismos: las primeras acogidas con beneplácito por los viejos historicismos, los segundos incorporados con cierto candor postmoderno para crear relatos cotidianos del conflicto donde incluso los verdugos terminan de víctimas. La creencia recupera la vitalidad de la experiencia sin desvirtuar que por ella transitan las formas estructuradoras y estructurantes del mundo social. En segundo lugar esta concepción cuestiona la temporalidad del pasado, presente y futuro, que es sólo la temporalidad de la exterioridad, para reconocer que la relación entre creencia y memoria está sujeta a unas temporalidades organizadas por las diacronías, las sincronías, los paracronismos y los anacronismos. La relación memoria y creencia discurre en unos tiempos sociales donde el mundo social puede gravitar simultáneamente en un pasado presente, en un presente pasado y en un presente futuro. En tercer lugar esta concepción resalta unas tramas que prácticamente fueron disueltas por el representacionalismo y el cognitivismo historicistas: esas tramas no son otras que las provocadas por el discurrir de las nostalgias, las melancolías, las resignaciones y los resentimientos. La relación entre la creencia y la memoria está mediada por estas tramas que son, al mismo tiempo, disposiciones emocionales, posiciones cognitivas y posturas políticas. En cuarto lugar esta concepción reconoce en el trámite de la historia a la creencia y de la creencia a la memoria la presencia de unas correas de transmisión, instancias sociales como la familia, el grupo de pares, el tejido de la sociedad civil y las instituciones del Estado: la experiencia, la temporalidad, la trama emocional, sentimental, cognitiva, moral y política de la memoria derivan, precisamente, de la tesitura de estas correas de transmisión y de los modos como ellas pueden naturalizar la creencia y, por lo mismo, participar en sus crisis.
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Finalmente, esta concepción permite que las diferencias, las diversidades, los antagonismos y las contradicciones del mundo social se hagan visibles en los modos como se cree, se recuerda, se denuncia y se olvida. Esta relación entre memoria y creencia permite un cometido fundamental: advertir que no se puede escindir el mundo social de la memoria, como tiende a suceder con esas vindicaciones que entronizan a la memoria con unas obligaciones trascendentales que llevan precisamente a convertirla en una suerte de juez omnisciente al margen de la sociedad. La creencia une de manera inseparable el mundo social con la memoria, impidiendo que el primero sea simplemente objeto de la segunda. La creencia, por tanto, se convierte en el campo de luchas sociales legítimas que hacen posible cualquier ejercicio de la memoria. De hecho, se puede afirmar que un trabajo primero, concienzudo y sistemático de los regímenes autoritarios y totalitarios radica en la estructuración de la creencia, por medio de la cual pueden imponer sus pavorosas causas, la bondad de sus prácticas de exterminio e incluso la inhumanidad cuando no la inexistencia que le cabe a sus adversarios. En este escenario límite, donde la creencia es capturada con todas las irracionalidades, no se puede aspirar a restituir la racionalidad sólo con los alijos de la memoria, pues esto sólo nos deja en la sin salida de los traumas culturales, de los complejos de culpa y de los infaltables acuerdos políticos. Urge una lucha por la racionalidad de la creencia, que como tal es una lucha por la humanización del mundo social. Y esta humanización entre nosotros, hasta donde la experiencia histórica lo ilustra, sólo puede auspiciarse en las posibilidades de la democracia o, si se quiere, en lo que tiene la democracia para imponer la creencia en la humanidad: en los derechos.
III. A modo de conclusión La relación entre memoria y creencia permite explorar nuevos lugares para las vindicaciones de la memoria frente a los autoritarismos, los totalitarismos y los conflictos armados. En primer lugar, esta relación señala que estos fenómenos no se pueden saldar en la memoria sino a condición de que se salden en la creencia: la restitución de la creencia, que entre nosotros depende del carácter expansivo de los derechos, se impone como el imperativo con base en el cual deben obrar las instituciones que construyen políticas, que legislan, que imparten justicia, que administran, que educan, que asisten socialmente y que construyen o reconstruyen simbólicamente el mundo social. Sin estos efectos institucionales en capacidad de restituir la creencia social, cualquier memoria está condenada a constituirse en la guerra por otros medios, en la sepulturera de los abatidos o simplemente en el paliativo de los daños colaterales. En segundo lugar, esta relación permite descentrar la idea de víctima: por un lado, no la reduce a un alguien afectado que busca solamente ser representado con fines
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compasivos, sino que lo reclama para ese mundo social del que hacía parte, donde ostentaba un estatuto social, económico, político o cultural específico; por otro lado, controvierte las rápidas equiparaciones que permiten que víctima sean todos, inclusive los propios victimarios, esa operación recurrida por aquellos que llaman a las “memorias completas”. En tercer lugar, esta relación permite identificar los complejos itinerarios que permiten que las llamadas reparaciones simbólicas, como los museos y los monumentos, tengan, en efecto, auténticas eficacias simbólicas: estas reparaciones, desprendidas de la creencia, no pueden en modo alguno sublimar la historia ni la memoria, siendo condenadas a permanecer en la rememoración, en esos ritos de duelo donde los muertos ancestrales desaparecen para siempre, alejadas de la conmemoración, de esos ritos históricos donde los muertos ancestrales son personificados en los hombres del presente. En cuarto lugar, la relación entre memoria y creencia permite descentrar el dilema del recuerdo y el olvido, del perdón y la no repetición. El problema entonces apunta a si se recuerda o si se olvida porque no se cree o a pesar de que se cree, a si se perdona o si se olvida porque no se cree o a pesar de que se cree. Finalmente, la relación entre memoria y creencia puede avizorarse como una posibilidad para uno de los cuestionamientos más poderosos que enfrenta la memoria: su incapacidad no digamos para transmitir el sufrimiento, sino siquiera para solidarizarse con él. Queda abierta la pregunta si la creencia puede ser ese conductor común que por ello mismo puede aproximarnos al sufrimiento de otros. Así, la relación entre memoria y creencia advierte la necesidad de unas políticas públicas de la memoria que tengan como presupuesto la cuestión fundamental sobre qué nos permite creer y, sobre todo, qué nos permite creer en medio de la democracia. La relación entre memoria y creencia advierte que es valiosa la escuela erigida como gestora de la memoria, con maestros decididos a formar sobre el discurrir de los conflictos, con estudiantes preocupados por encontrar relatos, con propuestas institucionales para curricularizar estos esfuerzos e incluso para conducirlos a los rituales escolares. Pero esta relación también advierte que estas acciones, por valiosas que sean, no dejan de ser insuficientes, si ello no redunda en una escuela capaz de descubrirse en sus propios olvidos, en sus omisiones, en la participación que le quepa en la erosión de la creencia. Y como la escuela, emblema de las instancias llamadas a los deberes con la memoria, corre la misma duda para con las instancias de asistencia social, para con las instituciones políticas, con los medios de comunicación y, cómo no, para con la propia fuerza pública, que pretendiendo saldar sus deberes desde la exterioridad de la memoria, pueden por ello omitir cuánto les corresponden con la
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erosión del mundo social como espacio colectivo. Los derechos, esa memoria profunda de la democracia, que tienen tras de sí tantas luchas históricas con innumerables víctimas, deben ser, por lo mismo, los cometidos sustanciales de cualquier política pública de la memoria.
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Capítulo 5
LA MEMORIA Y LA ADMINISTRACIÓN DEL PASADO: REFLEXIÓN A PROPÓSITO DE LA LEY DE VÍCTIMAS Fredy Leonardo Reyes Albarracín Comunicador Social de la Universidad Central, Máster en literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y candidato a Doctor en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo y Social (IDES) de la Universidad Nacional General Sarmiento (UNGS), Argentina. Docente de la Facultad de Comunicación Social para la Paz de la Universidad Santo Tomás y miembro del grupo de memoria de la División de Ciencias Sociales.
Sepan que olvidar lo malo también es tener memoria. José Hernández La vida es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir. Milan Kundera Cuando uno sufre de esa forma tan peculiar de la brutalidad que es la mala memoria, el pasado tiene una consistencia casi tan irreal como el futuro. Héctor Abad Faciolince
Ana Milena Martínez Triviño Abogada de la Universidad Autónoma de Colombia y Magíster en Relaciones Internacionales de la Universidad de Buenos Aires. Docente de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Fundación Universitaria INPAHU.
Introducción El 10 de junio de 2011 el presidente, Juan Manuel Santos, sancionó la ley 1448 o “Ley de víctimas y de restitución de tierras”, la cual incluye nuevamente a la “memoria” como un tópico sustancial, enmarcado dentro de lo que la ley denomina, a través del artículo 141, la “reparación simbólica”1. La norma señala, además, como un deber por parte de Estado colombiano garantizar que, desde distintos escenarios, se adelanten ejercicios de reconstrucción del pasado como “realización al derecho 1 Señala el artículo: “Se entiende por reparación simbólica toda prestación realizada a favor de las víctimas o de la comunidad en general que tienda a asegurar la preservación de la memoria histórica, la no repetición de los hechos victimizantes, la aceptación pública de los hechos, la solicitud de perdón público y el restablecimiento de la dignidad de las víctimas” (Negrillas fuera de texto).
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de la verdad”, aclarando que ninguna institución estatal puede “impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial”. Lo anterior se complementa con la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica (remplazando a la Comisión de Memoria Histórica que definió la ley 975 de 2005), la creación del Museo de la Memoria y el establecimiento del Día Nacional de las Víctimas. Una mirada desprevenida celebraría, sin duda alguna, la ley tanto en lo que respecta al reconocimiento de las “víctimas” producto de un “conflicto interno armado” como a la promoción de la “memoria” como ejercicio de “reparación simbólica”. No obstante, una lectura minuciosa del articulado permite lanzar algunos interrogantes frente a los alcances de la norma en lo que respecta a la «memoria», aclarando que la ley otorga un plazo de seis meses para diseñar e implementar –entre otros aspectos que quedaron para reglamentación– un programa de derechos humanos y de memoria histórica. En ese contexto, el documento presenta cinco inquietudes gruesas para la discusión y el debate, que emergen del trabajo que viene adelantado el grupo de memoria de la División de Ciencias Sociales de la Universidad Santo Tomás.
I.
La memoria como una medida de satisfacción
Una primera inquietud está precisamente en el alcance de la «memoria» como categoría. Siguiendo a Elizabeth Jelin (2002), resulta poco útil entrar en definiciones de lo que es la “«memoria», dado que la riqueza en el abordaje está en rastrear y analizar las tensiones que brotan cuando la «memoria» se concibe como proceso en el que subyacen disputas sociales y políticas en torno a: 1) los sentidos construidos del pasado; 2) la(s) legitimidad(es) social(es) de esos sentidos; 3) las pretensiones de verdad que se otorgan a esos sentidos (Jelin, 2002, p. 17). En consecuencia, Jelin plantea dos posibles caminos para encarar lo que ella también denomina “los trabajos de la memoria”, puesto que es una actividad cuya capacidad de agenciamiento “genera y transforma el mundo social” (Jelin, 2002, p. 14): por un lado, la «memoria» como herramienta teórico/metodológica que –desde distintas disciplinas y áreas de trabajo– buscan una conceptualización; por otro, la «memoria» como categoría social que involucra a unos “actores”o “agentes” o “sujetos sociales” que ponen en juego recuerdos, olvidos, saberes, sentidos, usos de los sentidos, emociones, etc. Jelin, entonces, propone tres ejes desde los cuales la memoria se trabaja como proceso: el primer eje hace referencia al sujeto que recuerda y olvida, volviendo a poner de presente la pregunta en torno a quién es el que recuerda y si este recuerdo forma parte de una memoria individual o se puede hablar de una memoria colectiva2; el 2 La revisión de la literatura (Namur, 1994, p. 372; Candau, 2006, p.65; Jelin, 2002, p. 21; Ricoeur, 1999, p. 19) muestra un consenso respecto a las lecturas e interpretaciones que adquiere la noción de Halbwachs de «memoria colectiva», prefiriendo asumir la categoría de «marco social», donde el individuo reconstruye su pasado desde los marcos sociales presentes de un
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segundo eje hace referencia a los contenidos de los recuerdos, es decir, lo que se rememora, se olvida y hasta se silencia; el tercer eje está en el cómo y cuándo se recuerda y se olvida, teniendo en cuenta, por un lado, que tanto en el plano individual como en la interacción social hay momentos en que la memoria se activa; por otro, que recuerdo y olvido son precisamente activados en un presente y en función de expectativas proyectadas a futuro (Jelin, 2002, pp. 17 – 18). En ese orden de ideas, una primera inquietud está en el hecho de que la «memoria» se inscriba en el capítulo que atañe a las “medidas de satisfacción”, cuyas acciones, según el artículo 139, buscan, ante todo, proporcionar “bienestar” y contribuir “a mitigar el dolor de la víctima”. Aunque el artículo habla de conmemoraciones, reconocimientos, homenajes, reconstrucciones de tejido social, entre otras acciones de carácter público, el punto de partida para dignificar a las víctimas y acercarse a la verdad está en un acto de tipo terapéutico, individual, fragmentario y tendente a que el relato ofrecido se despolitice, pues se corre el riesgo que se haga un uso literal de la memoria que, parafraseando a Todorov, encapsula el acontecimiento pasado en un presente intransitivo (2008, pp. 50 – 51). La importancia de un evento recuperado es que puede ser utilizado para comprender, desde el presente, situaciones nuevas en las que los sentidos dejan de ser privados para entrar en la esfera pública como un exemplum que posibilita extraer una lección. Siguiendo a Todorov, el uso literal es doloroso, mientras el uso ejemplar busca justicia.
II. La administración de los archivos del pasado Elizabeth Jelin (2002) hace referencia a dos nociones de archivos: los archivos como registros que son utilizados para proporcionar datos a un tiempo presente y los archivos como registros «para la historia» que quedan a la espera de que alguien hurgue en ellos para contar una historia o una narración con sentido de pasado. Al respecto afirma la socióloga argentina: En el camino entre los papeles y documentos del presente y el archivo para la historia hay órganos y poderes que tienen en sus manos la decisión de qué guardar y qué destruir, basándose en consideraciones de lo que es «importante» grupo. Al respecto, apunta Halbwachs: “Un recuerdo es tanto más fecundo cuando reaparece en el punto de encuentro de un gran número de esos marcos que se entrecruzan y se disimulan entre ellos. El olvido se explica por la desaparición de esos marcos o de una parte de ellos… el olvido y la deformación de algunos de nuestros recuerdos se explica también por el hecho de que esos marcos cambian de un periodo a otro. La sociedad, adaptándose a las circunstancias y adaptándose a los tiempos, representa el pasado de diversas maneras: la sociedad modifica sus convenciones. Dado que cada uno de sus integrantes se pliega a esas convenciones, modifica sus recuerdos en el mismo sentido en que evoluciona la memoria colectiva” (2004, pp. 323 – 324). Una categoría similar a la de marco social es propuesta por Henri Rousso (1985), quien habla de “memoria encuadrada” o “trabajo de encuadramiento”, haciendo referencia a esa “memoria común” que provee puntos de referencia que otorgan cohesión.
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o tiene «valor» o en la intención de no dejar rastros «comprometedores» ligados a algo que no se quiere que la posteridad se entere, que se quiere borrar de la memoria del futuro o de la historia. (2002, p. 2)
Una segunda inquietud, entonces, está en el reconocimiento en torno a que el trabajo que plantea la ley en principio se concentra en acopiar, preservar y custodiar archivos, es decir, un asunto administrativo, lo cual no es tema menor en tanto tiene que ver con la administración por parte de las entidades estatales (numeral primero del artículo 145) de unos materiales a partir de los cuales se (re)construirán los sentidos del pasado. Las preguntas que surgen al respecto son varias: ¿cuáles serán los criterios tanto para selección como para la clasificación de los archivos? ¿Quién garantiza que en ese proceso de selección y clasificación se supriman registros que no estén “encuadrados” dentro de lo que debe ser memorable dentro de un proyecto de estado-nación? ¿Esos criterios serán producto de una discusión pública que convoque a las organizaciones sociales y de víctimas, así como a otras instancias? Es claro que la administración y la custodia de esos archivos estarán a cargo de entidades estatales pero ¿quién tendrá su propiedad? ¿Se podría hablar de archivos de propiedad colectiva? En esa misma línea: ¿el hecho de que los archivos reposen en lugares estales los convierte en público?¿Habrá restricciones en la consulta? Y hay otros temas si se quieren más controvertidos: si bien el parágrafo del artículo 143 propende por la no instauración de una “memoria oficial” ¿hasta qué punto se garantiza que la intención de concentrar los archivos para su administración no termine convirtiéndose, por la misma dinámica que adquiere el trabajo del CMH, en un ejercicio de legitimación política y social del material acopiado, seleccionado y clasificado frente a otro tipo de materiales recabados por otras organizaciones o personas que tengan sus archivos privados?3 La intención de centralizar materiales y registros relacionados con el denominado “conflicto interno armado” ¿propiciará una política de desclasificación de archivos de instituciones estatales, verbigracia, las FF.MM? Lo que es claro es que estos interrogantes forman parte de dilemas políticos y sociales que subyacen a la intención de organizar y centralizar archivos en lugar(es) oficial(es) que –como recuerda Krzysztof Pomian (1997)–, terminará(n) convirtiéndose(n) en espacio(s) de afirmación de un estado-nación a través de políticas que definirán el patrimonio y la identidad nacional. 3 A pesar de lo largo que resulte la cita, vale la pena traer a colación las palabras de Ludmila da Silva Catela como complemento: “Más allá de los lugares y los acervos, la comprensión del mundo del archivo debe resaltar la acción de agentes especializados e interesados en ellos y las disputas que, por detrás de los papeles dirimen lo guardable y lo transmisible… Entre la persona que produjo un texto o una imagen y aquella otra que hizo uso de esos bienes a través de un archivo se distribuye un abanico de especialistas en la documentación de la cultura. El historiador, el archivero, el técnico en preservación, el pedagogo, el comunicador, el director de la institución de preservación y otros agentes de la burocracia transforman las propiedades, los usos posibles y los sentidos de aquellos objetos, al instituir conjunto de normas, preceptos y limitaciones (2002, p. 199).
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Dado que en Colombia aún no es posible hablar de un postconflicto, a pesar de que así se quiera proyectar desde el marco jurídico, es previsible la negativa que tendrán las organizaciones sociales y de víctimas a entregar sus materiales y acervos (testimonios, documentos, fotografías, etcétera) para que sean administrados por una(s) entidad(es) estatal(es), renunciando, además, a la posibilidad de realizar sus propios ejercicios de reconstrucción del pasado. Ello implica para las organizaciones un trabajo interesante: promover acciones tendientes a organizar sus propios archivos –o continuar con su organización en el caso de aquellas que ya iniciaron la tarea– para que en el corto, mediano y largo plazo también se constituyan en fuente de consulta.
III. El papel del Centro de Memoria Histórica Una tercera inquietud está en el trabajo que adelantará el Centro de Memoria Histórica. En primer término, es evidente que este establecimiento público, ahora con autonomía administrativa y financiera, tendrá una labor sustancial en la reunión y recuperación de unos materiales referidos, según el artículo tercero de la ley, a las violaciones al Derecho Internacional Humanitario y a los Derechos Humanos, reconociendo en ello un avance significativo. En segundo término, también es claro que el Centro de Memoria Histórica continuará lo iniciado por la Comisión de Memoria Histórica que creó la ley 975 de 2005 respecto a elaborar informes sobre eventos disruptivos del conflicto armado colombiano, siendo explícito (artículo 147 de la ley) que ni los investigadores ni los funcionarios de la CMH que trabajen en la elaboración de los informes podrán ser demandados civilmente ni investigados penalmente por las afirmaciones que expongan en los mismos. La pregunta, entonces, es: ¿el Centro de Memoria Histórica continuará elaborando informes de casos emblematizados4 –que no es lo mismo que emblemáticos–, bajo criterios poco claros y que poco contribuyen a dilucidar y a comprender los factores estructurales de nuestras violencias? La pregunta emerge de la valoración que se hace de los distintos informes presentados por la Comisión de Memoria Histórica, que reconstruyeron unos eventos calificados bajo la categoría de “masacres”, donde lo único evidente es el dolor de un testimonio signado por el horror que provoca el recuerdo5.
4 Un aspecto particular es que la CMH emblematiza unos casos pero no ofrece mayores argumentos del por qué la selección de los mismos. En el Plan del Área tan sólo se indica que: “Son aquellos casos judicializados y recuperados mediante ejercicios de verdad y memoria colectiva, debido a su particular significación” (Sánchez, 2007, p. 15). ¿Cuál es esa particularidad significación? 5 Dentro de las muchas cosas que se pueden aducir de los informes está que los mismos se construyeron a partir de la voz de las víctimas, pero ¿cómo aparece el testimonio? Recordemos que Tzvetan Todorov habla de acontecimientos que pueden ser recuperados de manera literal, convirtiendo los recuerdos y el dolor en aspectos insuperables porque el presente queda sometido al pasado, es decir, queda preservado en su literalidad –aclara el autor que la literalidadno significa que sea verdad–, permaneciendo intransitivo (2008, p. 50).
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IV. Marcos sociales de lo que debe ser memorable Una cuarta inquietud, con valoraciones políticas más directas, parte de una mirada transversal en torno al “encuadramiento” que, desde una perspectiva normativa, se viene configurando respecto a lo que debe ser memorable en Colombia6. El “encuadramiento” se comienza a fijar con la ley 782 de 2002, cuando se introduce la categoría “grupos armados organizados al margen de la ley” para hacer referencia a las guerrillas y a los grupos paramilitares. Como acertadamente lo han señalado las organizaciones de víctimas, esta categoría despolitiza el conflicto en la medida en que reduce la participación de los actores en la confrontación armada a un asunto jurídico/legal referido a una vulneración de derechos de aquellos (las víctimas) que han resultado afectados por las acciones de los “grupos armados organizados al margen de la ley”, soslayando los factores estructurales de aquello que autodenominamos “conflicto”. En ese contexto, se imbrica el “conflicto” a una confrontación armada en un intento por otorgar legitimidad a la idea de que el mismo llegará a un punto final cuando estos “grupos armados organizados al margen de la ley” o bien se desmovilicen o bien sean derrotados militarmente por las fuerzas del orden, las cuales, además, quedan hábilmente excluidas de la responsabilidad como agentes violadores de los derechos humanos7. El “encuadramiento” se sigue refinando con la ley 975 de 2005 al introducir, por un lado, la verdad, la justicia y la reparación como principios sustanciales de una dinámica tendente a propiciar la desmovilización de los “grupos armados organizados al margen de la ley”, intentando, nuevamente, otorgar legitimidad a la idea de que Colombia se encamina a un proceso de transición política que debe conducir a la “reconciliación nacional”; por otro lado y desde una perspectiva de restauración simbólica, se introduce en el capítulo décimo de la ley los tópicos relacionados con la «Conservación de archivos» y la recuperación de la «memoria histórica», estableciendo en el artículo 56: El conocimiento de la historia de las causas, desarrollos y consecuencias de la acción de los grupos armados al margen de la ley deberá
6 Otro punto de entrada a la discusión está en reflexionar, desde la sociología jurídica, la eficacia simbólica que han tenido las leyes 782 de 2002, 975 de 2005 y 1448 de 2011. 7 Cabe traer a colación la reflexión de Alejandro Castillejo Cuéllar en torno a cómo el acto de nombrar indudablemente genera “puntos ciegos” y/o “modalidades de invisibilidad”. Al respecto, se pregunta: “¿Cómo puede la investigación social fracturar dichos puntos? ¿Cómo, a través del uso de las técnicas mismas de la investigación, puede el estudiante de la violencia perpetuar estos aparentes vacíos? ¿No son los usos del testimonio otra forma de perpetuar todo esto? (2009, p. 65).
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ser mantenido mediante procesos adecuados, en cumplimiento del deber a la preservación de la memoria histórica que corresponde al Estado (Negrillas fuera de texto).
El “encuadramiento” adquiere, por ahora, su cierre con la ley 1448 de 2011, la cual, literalmente, barniza la estrategia al dejar definido lo que en las anteriores leyes estaba expresado de manera explícita. En consecuencia, la ley de víctimas –recogiendo los principios de verdad, justicia y reparación–, se enmarca como proceso de justicia transicional (artículos primero y octavo) apelando a que en algún momento los “grupos armados organizados al margen de la ley” sean desarticulados para alcanzar el objetivo de alcanzar la reconciliación/unidad nacional. Este enfoque transicional se liga a desconocer la responsabilidad institucional del Estado, tal cual como lo señala el literal cuarto del artículo noveno: El hecho de que el Estado reconozca la calidad de víctima en los términos de la presente ley, no podrá ser tenido en cuenta por ninguna autoridad judicial o disciplinaria como prueba de la responsabilidad del Estado o de sus agentes (Negrillas fuera de texto).
Este desconocimiento también queda manifiesto en lo que atañe a la reparación económica que se desprendan de los procesos judiciales, como lo establece el artículo décimo: Las condenas que ordene el Estado reparar económicamente y de forma subsidiaria a una víctima debido a insolvencia, imposibilidad de pago o falta de recursos o bienes del victimario condenado o del grupo armado organizado al margen de la ley al cual perteneció, no implica reconocimiento ni podrán presumirse o interpretarse como reconocimiento de la responsabilidad del Estado o sus agentes (Negrillas fuera de texto).
Se da por entendido, entonces, que la responsabilidad de los agentes estatales en la violación a los derechos humanos es aislada (el discurso de las manzanas podridas), suprimiendo en el articulado cualquier indicio que pueda señalar que algunas de las actuaciones de los agentes del Estado hayan respondido a planes de persecución por razones políticas. Con ello se (re)afirma la idea de un conflicto despolitizado que reconoce, por ejemplo, el despojo de seis millones de hectáreas a campesinos, indígenas y afrodescendientes, pero evita indagar por los múltiples factores que propiciaron ese despojo. Lo anterior, además, se complementa con el parágrafo tercero del artículo tercero de la ley, que define que “aquellos que hayan sufrido daños en sus derechos como consecuencia de actos de delincuencia común” no serán considerados víctimas. De ahí la importancia que adquiere para el Estado legitimar la categoría de “bandas criminales
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emergentes” para definir a las nuevas agrupaciones armadas que emergieron tras los procesos de desmovilización que propició la ley 975 de 2005, las cuales serían juzgadas, eventualmente, en el marco de la justicia ordinaria.
V.
Consideración final
Finalmente, algunos actores han venido calificando todo este proceso como hegemónico8. A nuestro modo de ver y sin poner en duda una estrategia de dominación, preferimos considerar al Centro de Memoria Histórica como un actor que, más allá de su centralidad, buscará en principio legitimar sus miradas, metodologías y sentidos en torno a lo que debe ser y a donde debe apuntar los trabajos de “memoria”; miradas, metodologías y sentidos que entrarán en disputa con las miradas, metodologías y sentidos que construyan y busquen legitimar otros actores en el escenario societal. Como ha ocurrido en otros contextos que han experimentado situaciones caracterizadas por el conflicto y la violencia en los que han emergido escenarios que intentan establecer una «verdad», especialmente jurídica (verbigracia, las Comisiones de Verdad), el trabajo de la CMH seguirá dado pie para continuar discusiones que (re) afirman la idea respecto a que el tema de “memoria” se desenvuelve en un clima matizado por distintas tensiones. Por lo mismo, vuelvo a resaltar la importancia que reviste que la División de Ciencias Sociales de la Universidad Santo Tomás promueva una línea en memoria cuyos trabajos investigativos contribuirán a la discusión, ofreciendo aportes para alcanzar ese anhelo de reconciliación.
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8 Asumo el concepto de hegemonía a partir de Raymond Williams, quien la define como un “sistema vivido de significados y valores” que, al experimentarse como prácticas, constituyen un “sentido de realidad para la mayoría de personas de la sociedad”. Este sentido es de lo absoluto, puesto que posibilita que la mayoría de las personas se puedan mover en una estructura social donde el “sentido más firme, es una ‘cultura’, pero una cultura que debe ser considerada asimismo como la vivida dominación y subordinación de las clases particulares” (2009, p. 151). También señala Williams que la hegemonía –al ser un proceso de experiencias, relaciones y actividades–, debe ser continuamente renovada, recreada, definida y modificada,lo que implica límites, resistencias y desafíos. En consecuencia, emergen los conceptos de contrahegemonía y hegemonías alternativas (2009, pp. 154 – 155).
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Capítulo 6
INSTRUMENTOS LEGISLATIVOS, POLÍTICAS DE LA MEMORIA Y EXCLUSIÓN SOCIAL. CASO LEY DE VÍCTIMAS1 Juan Ruiz Celis Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Grupo Colombiano de Análisis de Discurso Mediático (Categoría A en COLCIENCIAS), coordinador de la línea de investigación “Discurso, Identidad y Desposesión” de la Red Latinoamericana de Análisis del Discurso sobre la Pobreza, REDLAD Colombia, y coordinador del Comité Técnico de la Red Interuniversitaria de la Diversidad de Identidades Sexuales –REDDES-. Correo electrónico: [email protected].
Introducción La grave situación humanitaria que hace mella en el país parece contrastar con el ambiente optimista que ha venido suscitando la acción gubernamental, en cabeza del presidente Juan Manuel Santos. La proposición de una Ley de Víctimas como mecanismo de reconocimiento y de reconstrucción de las memorias de quienes han sido sistemáticamente vulnerados, despojados de sus propiedades, asesinados y sus voces acalladas; se constituye en un instrumento legislativo que aspira a definir las directrices que el Estado debe seguir para reparar y restituir a las víctimas del conflicto social, económico, político y cultural, cuya expresión armada aún subsiste. Sin embargo, pese a las acciones desarrolladas por la coalición de gobierno, por una parte, esta ley adolece de mecanismos viables que permitan establecer una reparación moral y material y, por otra parte, requiere de grandes esfuerzos y de voluntad política del Estado, para asumir la responsabilidad que le corresponde en la comisión de delitos que afectan negativamente el disfrute de los derechos de amplios sectores poblacio1 Esta reflexión integra elementos que ya se habían desarrollado en los textos “Construcción de políticas de la memoria en Colombia. Análisis de la Ley de Víctimas” y en “La representación mediática de la memoria histórica en Colombia. Estudio de caso”, los cuales constituyen avances de investigación de la línea de investigación “Discurso, Identidad, Memoria y Desposesión” de la REDLAD Colombia.
Capítulo 6. Instrumentos legislativos, políticas de la memoria y exclusión social. Caso ley de víctimas
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nales. Cabe resaltar el hecho de que si bien esta ley fue impulsada por la coalición de gobierno, siguen interfiriendo grupos sociales que tratan de alcanzar visibilidad en la voz del ex presidente Álvaro Uribe Vélez. Quizá uno de los mayores obstáculos para la integración política en Colombia y para la elaboración de una propuesta que vincule a los distintos sectores de la población, es la ausencia de compromiso del Estado por combatir la impunidad e identificar a quienes han sido responsables de la violación de los Derechos Humanos. Si bien la formulación y la implementación de una Ley de Víctimas supone dar cuenta de los modos en que éstas fueron vulneradas, también implica establecer los tipos de indemnización adecuados por cada forma de vulneración (Naciones Unidas, 2006). Para quienes han sido despojados de sus bienes, el Estado debe diseñar una política de restitución que incluya la devolución de las tierras y los dineros que han sido apropiados por actores sociales específicos, a través del ejercicio de la violencia. A quienes sus familiares les han sido ejecutados y sus cuerpos desaparecidos, a quienes se les ha desplazado de sus territorios y a quienes se les ha impedido el acceso a condiciones dignas de existencia, el Estado debe implementar políticas de desagravio, con el propósito de identificar a los agentes sociales involucrados, establecer sanciones y elaborar mecanismos de reparación moral. Este esfuerzo requiere de la participación de todos los grupos sociales en pro de los derechos de las víctimas y la vigilancia permanente sobre las acciones del Estado, en relación con el establecimiento de sanciones económicas y penales a todos aquellos que han tenido participación en la comisión de delitos. Desde esta perspectiva, el antecedente que debe constituir la base de una Ley de Víctimas incluyente, necesariamente debe establecer las responsabilidades de la clase política que ha establecido alianzas con el narcotráfico y los paramilitares; de los organismos de seguridad del Estado que, como lo han revelado investigaciones recientes, han estado al servicio de grupos ilegales (Serrano, 2009); de funcionarios del Estado que han recibido prebendas y están insertos en circuitos de ilegalidad (Cepeda, 2010); y de los agentes financiadores de quienes sistemáticamente vulneran a las comunidades menos favorecidas (Romero, 2011). Siguiendo a Gómez-Muller (2008), se asume que la reparación a las víctimas supone la construcción de políticas de la memoria que aspiren a reconfigurar lo público, a partir del reconocimiento de las alteridades de quienes, como consecuencia del desenfrenado interés de actores particulares, han sido excluidos, marginalizados, despojados y aniquilados. Esto supone la deconstrucción de los referentes de identidad nacional en Colombia, que han sido institucionalizados a través de discursos sobre la memoria2, 2 En estos referentes de identidad se ha hecho del sujeto un ciudadano abstracto carente de vínculos sociohistóricos y construido sobre la base de una autonomía en la cual no se reconoce la potencia colectiva de la subjetividad y, en consecuencia, el carácter heterónomo de la alteridad, generándose así lo Gómez-Muller (2009) denomina ‘una identidad del sujeto sin identidad’.
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los cuales, lejos de contribuir a la reconciliación, instigan al incremento del conflicto interno. En consecuencia, la construcción de relatos que atiendan a la veracidad de los hechos, la reivindicación material y simbólica de quienes han sido vulnerados, el establecimiento de responsabilidades individuales y colectivas, y el reconocimiento de las exigencias normativas de las víctimas, se constituyen en necesidades vitales para la reconstrucción de Colombia.
I.
Aproximaciones teóricas
El tema de la memoria ha sido abordado por una multiplicidad de disciplinas, entre las que se incluye la psicología, la sociología, la filosofía y la ciencia política. Sin embargo, como muchos otros conceptos de las ciencias humanas y sociales, la multiplicidad de enfoques a través de los cuales se la puede explorar, testifica el conflicto político que subyace a su definición. En el marco de la psicología y la psiquiatría, se han llevado a cabo estudios centrados en los procesos psíquicos y físicos que intervienen en la potencialidad subjetiva para evocar recuerdos, así como en los posibles problemas que pueden surgir en el ejercicio de aprendizaje (Schwartz y Reisberg, 1991). La sociología ha abordado la memoria como un proceso y un hecho colectivo, llevado a cabo a través de símbolos y discursos socialmente producidos, reproducidos y transformados, y que se actualiza permanentemente sobre la base de los límites y posibilidades otorgados por la sociedad en su conjunto. La filosofía ha reflexionado sobre la memoria y la ha definido como el proceso de evocación de los recuerdos en los que se conjuga, por una parte, el papel del objeto de la memoria y, por otra, el sujeto que interviene en el proceso de aprehensión del objeto. Por último, la ciencia política ha hecho énfasis en los efectos políticos y sociales que subyacen a la producción y al ejercicio de la memoria en relación con asuntos como el reconocimiento y la praxis política. La perspectiva sociológica de la memoria se ha basado en un conjunto de reflexiones a través de las cuales ha sido posible resaltar la potencialidad del recuerdo para permitir a una sociedad o a un grupo humano generar conocimiento de sí mismo, o establecer vínculos colectivos que permitan la producción de identidades sociales. De acuerdo con Halbwachs (2004), la memoria se estructura a partir de marcos espaciales y temporales que se constituyen en puntos de referencia o hitos, a los cuales es posible recurrir para hallar los recuerdos. Los marcos espaciales corresponden con los lugares, los objetos y las construcciones sociales que, en virtud de su objetividad, otorgan estabilidad y continuidad a los recuerdos sobre el pasado. En contraposición, los marcos temporales corresponden a convenciones sociales que son llenadas de significado y que se actualizan permanentemente, tomando como punto de referencia los diferentes estadios históricos. Lo que distingue a la perspectiva sociológica de los otros enfoques consiste en el principio de que la memoria, a través de la cual se
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construyen los relatos históricos, se elabora colectivamente, por lo que la experiencia subjetiva y las distintas interpretaciones que puedan surgir del pasado, se articulan a los órdenes de significado colectivamente elaborados y estabilizados en la cultura. El análisis filosófico de la memoria incluye aspectos como la fenomenología de los procesos nemónicos, la articulación de referentes individuales y colectivos en la evocación de recuerdos pasados, las formas de afección o marcación subjetiva por parte de los objetos de la memoria y las posibilidades de recordación que proceden de las capacidades subjetivas. De acuerdo con Ricoeur (2008), en los vínculos entre el objeto de la memoria y el sujeto con capacidad nemónica se haya la posibilidad de actualizar en el presente representaciones sobre hechos o experiencias pasadas, que definen la identidad individual y, simultáneamente, el orden de significado intersubjetivo que sirve como insumo para la construcción de memorias colectivas. En este plano, se cualifica el debate en torno a la simultánea conceptualización de la memoria como representación y como re-construcción de la afectación de un objeto exterior al sujeto. Se introduce en la discusión el problema de la verosimilitud como un componente que necesariamente debe acompañar los procesos de rememoración, con el fin de construir una matriz ética que de soporte a la formulación de ‘políticas de la memoria’. En consecuencia, el ejercicio de la memoria es abordado desde la potencialidad de los procesos subjetivos, hasta los mecanismos y estrategias colectivas que pueden derivar en ‘abusos de memoria’, en formas de manipulación o en ‘abusos del olvido’. Estos mecanismos y estrategias permiten establecer un vínculo directo con las reflexiones que desde el ámbito político se han desarrollado. Desde la perspectiva política, el asunto de la memoria histórica se constituye en un referente de lucha social, que por su propia naturaleza está definido en virtud de las correlaciones entre los actores sociales en un momento histórico. En este sentido, los estudios políticos parten de la necesidad hacer memoria sobre los efectos de las guerras, las dictaduras militares, así como sobre la continua y sistemática violación de los Derechos Humanos. Los movimientos de víctimas de múltiples formas de violencia han venido haciendo exigencias sobre el reconocimiento y la inclusión de sus demandas en los relatos históricos y en las memorias colectivas. Estos actores sociales parten de la idea de que los discursos históricos tienen la potencialidad de reconocer las alteridades de quienes han sido vulnerados o, por el contrario, de contribuir a la reproducción de la impunidad3 frente a los crímenes de lesa humanidad. De acuerdo con Jelin (2002), la acción evocativa de la memoria se encuentra mediada por sistemas institucionales, entornos socioculturales y marcos políticos, que se 3 Se entiende la impunidad como las acciones u omisiones del sistema de justicia en relación con la aplicación de normas jurídicas vigentes. La impunidad incluye la ausencia de sanción a los agentes sociales que cometen actos punibles. Para profundizar respecto al concepto de impunidad véase Pardo (2007b).
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constituyen en la antesala de las confrontaciones, disputas y luchas a través de las cuales se busca establecer formas de visibilidad en torno a las diversas interpretaciones de los hechos históricos. El relato histórico y, en consecuencia, las narrativas identitarias que de éste se desprenden, se constituyen en mecanismos estratégicos de regulación social y en recursos para lograr cohesión, disciplinamiento y unidad en torno a fines colectivos que se consideran legítimos. Por esta razón, la reconstrucción de lo que se propone como ‘memoria oficial’ implica el minucioso análisis del papel de las memorias individuales y colectivas, en relación con la elaboración de propuestas de sentido y de interpretación de los acontecimientos del pasado. Estas interpretaciones, construidas en el marco de los consensos colectivos y las correlaciones sociales, no solamente obedecen a diversas cosmovisiones sobre la realidad social, sino que corresponden con proyectos de sociedad y de poder. Así como la evocación de la memoria aspira a generar visibilidad sobre asuntos que se proponen vitales para una comunidad, puede constituirse en un recurso para posicionar interpretaciones del pasado que han sido excluidas de la ‘memoria oficial’ y, por consiguiente, que han sido descartadas como conocimiento y como insumo para la construcción de la identidad colectiva. Se entiende por ‘memoria oficial’ el relato construido por los agentes sociales institucionalizados, que encuentra en el sistema jurídico su garantía y en los discursos estatales su máxima expresión. Esta distinción conceptual permite inferir que la memoria histórica tiene el potencial de constituirse en un conjunto de discursos hegemónicos, pero también contrahegemónicos, orientados a visibilizar lo que los grupos dominantes han excluido de los relatos sobre el pasado y, por consiguiente, de la identidad histórica que se deriva de éstas narrativas. En este sentido, resultan útiles las reflexiones de Foucault sobre la construcción de los relatos históricos como dispositivos de poder-saber.
II. A propósito de la Ley de víctimas El proyecto de Ley de Víctimas, radicado el 27 de septiembre de 2010 ante la Cámara de Representantes, propuso medidas de atención y reparación integral a quienes han sido víctimas de violaciones de Derechos Humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Para este propósito, los promotores del primer texto propusieron la “reparación integral con enfoque diferencial, acceso a la justicia y conocimiento de la verdad, ofreciendo herramientas para que […] (las víctimas)4 reivindiquen su dignidad y desarrollen su modelo de vida” (Vargas, 2010). En este sentido, destaca el enfoque diferencial que desde sus inicios propuso el proyecto, por medio del cual se busca establecer una política sectorizada, adecuada a criterios de edad, género, orientación sexual y situación de discapacidad. No obstante, si bien estas categorías 4 La información dentro del paréntesis está ausente en el texto original.
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incluyen poblaciones como las mujeres, los jóvenes, los niños y niñas, los adultos mayores, los sindicalistas y los discapacitados, entre otros, omite a los indígenas y afrocolombianos, dos de los sectores más afectados por el conflicto armado interno. El reconocimiento de la existencia de un conflicto armado interno que se ha venido haciendo desde la radicación del primer proyecto de Ley de Víctimas, contrasta con la atribución de ‘terroristas’ a los grupos armados insurgentes, incluida en el articulado final de la ley. En esta proposición, se despoja a la subversión de su condición política y, por esta vía, se desconocen los anclajes sociales y políticos del conflicto armado y de muchas de las violencias que han arrojado dramáticos saldos humanitarios. Desde este punto de vista, el conjunto de normativas que constituyen el corpus de la ley de víctimas, no sólo incluyen temas que no corresponden con la reparación y la restitución, sino que hicieron uso de un tema sensible para quienes han sido objeto de vulneración de sus derechos, con el propósito de normalizar el consenso mayoritario de la clase política en relación con los grupos armados insurgentes. Pese a los avances nominales que se derivan del enfoque diferencial, desde el primer proyecto de ley radicado se establece que no tendrán estatus de víctimas, para efectos de la aplicación de los instrumentos jurídicos que se deriven de esta ley, quienes hayan sufrido “un daño en sus derechos como consecuencia de actos de delincuencia común” (PL 213/2010 Senado y 107/2010 Cámara). Esta proposición adquiere relevancia si se analiza a la luz de las afirmaciones del Ministro de la Defensa Rodrigo Rivera Salazar, quien en reiteradas oportunidades ha declarado públicamente la existencia de bandas criminales (BACRIM) las cuales, según él, no corresponden con estructuras articuladas al conflicto armado (Semana, 23 de marzo de 2011). Las declaraciones emitidas imposibilitan a quienes han sufrido vulneración de estos grupos, ahora catalogados como grupos delincuenciales, para adquirir el estatus de víctima y, en consecuencia, recibir restitución, indemnización, rehabilitación y satisfacción. Si bien desde el primer texto del proyecto de ley se restringió el estatus de víctima y, de la mano de los discursos institucionales sobre la seguridad, se inhabilitó a quienes han sufrido vulneraciones por parte de las mal llamadas BACRIM, también se contribuyó a ocultar la existencia de un paramilitarismo descentralizado que continúa azotando a amplios sectores de la población. Las personas afectadas han sido en su mayoría activistas y defensores de derechos humanos, campesinos, indígenas, afrocolombianos, líderes sociales y organizaciones estudiantiles (PCDHDD, 2009). Esto ha sido posible, entre otras razones, en virtud de la acelerada extensión por el territorio nacional de bandas emergentes de paramilitares quienes, posterior a los supuestos procesos de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), han venido operando en regiones del país como Meta, Guaviare, Nariño, Santander, Norte de Santander, Córdoba, Cauca, Chocó y la Costa Caribe, lo cual ha redundado en el incremento de las cifras de asesinatos, extorsiones, amenazas y desplazamiento forzado entre los años 2005 y 2010 (Romero y Arias, 2009; Quiroga, 2011).
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Uno de los efectos políticos que se deriva de la negación del carácter paramilitar de los grupos emergentes consiste en el ocultamiento de los vínculos que aún hoy subsisten entre sectores de las fuerzas armadas, funcionarios y políticos con estas estructuras de criminalidad (Semana, 18 de octubre de 2010; INDEPAZ, 2011). Adicionalmente, se omite de la reflexión pública el discurso y la acción antisubversiva, que constituye la justificación a través de la cual muchos de estos grupos vulneran a las comunidades en las diferentes regiones de la geografía nacional. En consecuencia, ya desde la primera propuesta de la Ley de Víctimas, radicada en septiembre de 2010, la reducción del estatus de víctima correspondía con la ampliación de los márgenes de impunidad, así como con la negación de los derechos de quienes han y siguen siendo afectados en su integridad por grupos que el Estado, o bien no ha podido controlar, o bien a coadyuvado en su crecimiento y accionar. Pese a la paradoja que plantea la definición del estatus de víctima, la ley propone en el artículo nueve que todo sujeto considerado como víctima “tiene derecho a la verdad, justicia y reparación y a que la violación de sus derechos fundamentales no se vuelva a repetir, con independencia de quien sea responsable de los delitos”. Sin embargo, acto seguido la propuesta establece que “las medidas de atención, asistencia, indemnización y reparación […] no podrán presumirse o interpretarse como reconocimiento de la responsabilidad del Estado […] o sus agentes”, lo cual elimina el potencial reivindicativo de la Ley y deja sin soporte la posibilidad de que el Estado se asuma como actor de la grave situación humanitaria por la que atraviesa el país, haciéndose partícipe de los procesos de reconciliación. Adicionalmente, en aras de minimizar el carácter probatorio de las acciones de reparación, la ley contribuye a elidir la responsabilidad estatal en el desarrollo de acciones, a través de las cuales han vulnerado los Derechos Humanos (DD.HH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH) de amplios sectores de la población. Estas acciones pueden observarse en situaciones como las masacres de El Aro, Macayepo, El Salado y Chengue, entre otras, en las cuales sectores de las fuerzas militares y altos funcionarios de Estado han sido señalados como autores intelectuales, financiadores y apoyadores de estos crímenes (Véase Petro 2005; 2007). En el capítulo tres del título cuatro de la ley, se propone la adopción de las medidas que sean necesarias para la restitución de tierras y, de no ser posible, la compensación a las víctimas. Aunque esta medida se constituye en el núcleo de la propuesta, la reincorporación de los derechos de propiedad a las personas que han sido expoliadas y obligadas al abandono de sus territorios, debe ir acompañada de una política de Estado en la que, por una parte, las instituciones hagan presencia en las diferentes regiones y, por otra parte, ejerzan justicia sobre los responsables directos de los despojos y desplazamientos forzados, así como sobre quienes decididamente les prestaron apoyo político, económico y logístico. Esto, si bien se recoge en el artículo 151 de la ley, requiere del diseño de los mecanismos adecuados para detener los procesos de concentración de la tierra iniciados a partir de la aprobación de la Ley de Biocombustibles y la Ley de Saneamiento de la Titulación de la Propiedad Inmueble.
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En la Ley 939 de 2004, llamada Ley de Biocombustibles, se incluyeron disposiciones sobre cultivos y productos diferentes a los que originalmente debían ser objeto de regulación (los biocombustibles). Esto implica exenciones al impuesto del ACPM, medida que favorece a los grandes empresarios, y la reducción del periodo de duración de las exenciones para los cultivos de cacao, cítricos y otros frutales, todo lo cual afecta negativamente a los campesinos que viven de estos cultivos. Seis parlamentarios investigados por presuntos nexos con paramilitares fueron quienes, al mismo tiempo que eran propietarios de plantaciones de cultivos agroindustriales, participaron en los debates sobre esta Ley (Oscar Wilches, José Gamarra, Jorge Luis Caballero, Luis Eduardo Vives, Jorge Castro y Habib Merheg). Al mismo tiempo, Julio Manzur, también involucrado en el escándalo de la parapolítica, quien era ponente del proyecto que se convertiría en la Ley de Biocombustibles, argumentó la propuesta como un posible mecanismo para generar empleo a los desmovilizados de las AUC (Ungar y Cardona, 2010). La Ley 1182 de 2008, cuyo objeto es el saneamiento de la titulación de la propiedad inmueble, genera la posibilidad de subsanar la falsa tradición de derechos de propiedad. En otras palabras, el Estado habilita a quienes hacen uso de inmuebles que no hayan sido legalizados, para normalizar los derechos de propiedad sobre estos predios. Si bien esta ley establece límites territoriales a la adjudicación de derechos de propiedad, al igual que las anteriores leyes mencionadas, hace posible la legalización de tierras obtenidas a través del narcotráfico y el desplazamiento forzado. Este hecho cobra relevancia si se tiene en cuenta que muchos de los poseedores actuales de la tierra en Colombia son testaferros de narcotraficantes y paramilitares, o personas adscritas a los intereses de los anteriores, que hacen uso de la tierra sin tener sobre ella titularidad (Reyes, 2009). Las acciones impulsadas a partir de estas leyes, lejos de permitir el desarrollo de una reforma agraria, fueron consideradas por diversos sectores de la sociedad como un mecanismo para privilegiar a los grandes propietarios y profundizar una contrarreforma, desde la cual se aspiraba a concentrar en pocas manos la propiedad de la tierra (modelo Carimagua) (Molano, 2010). Estas acciones, además de acrecentar las desigualdades asociadas a la propiedad de la tierra, han impedido la realización del imperativo de garantizar justicia y verdad como mecanismo de reparación, pues han dejado en la impunidad la comisión de delitos contra las víctimas, los cuales involucran a políticos que han hecho pacto con los paramilitares para despojar a las comunidades de sus bienes y territorios, la participación de las fuerzas de seguridad del Estado en lo que se ha denominado ‘falsos positivos’, la acción de funcionarios que han estado al servicio de los intereses de actores ilegales y las empresas que han financiado y patrocinado las acciones de los agentes directamente involucrados en la realización de los crímenes (López, 2010; Romero, 2011). Solamente un conjunto de políticas articuladas al desmantelamiento de los distintos escenarios criminales anteriormente mencionados, puede contribuir al diseño de las
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medidas necesarias para garantizar el acceso a la justicia y al resarcimiento, que se prometen en las disposiciones generales del título IV de la ley, según las cuales“[…] las víctimas tienen derecho a obtener las medidas de reparación que propendan por la restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición en sus dimensiones individual, colectiva, material, moral y simbólica”. Desde esta perspectiva, se hace necesaria la vigilancia sobre entidades estatales y la sanción de funcionarios públicos5, que presuntamente participaron en la adjudicación ilícita de tierras del Estado y de terrenos de víctimas de desplazamiento forzado, a terratenientes y paramilitares (Semana, 14 de mayo de 2011). Esto supone generar los mecanismos adecuados para establecer responsabilidades cuando los predios han sido vendidos más de dos veces y, en consecuencia, no es posible determinar la autenticidad del traspaso de los derechos de propiedad. Sumado a ello, se requiere el diseño de medidas que permitan resolver los problemas de sub-registro sobre la propiedad de la tierra, o problemas de corrupción que han derivado en el doble o, incluso, en el triple registro de un mismo predio. Un último aspecto de la Ley de Víctimas que merece ser resaltado es el ‘Principio de Sostenibilidad Fiscal’ propuesto en el artículo 19, según el cual las disposiciones en materia de restitución, indemnización y reparación dependerán de la creación de un plan nacional de financiación que haga sostenible la concreción del objeto de la ley. No obstante, de acuerdo con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana de DDHH, la sostenibilidad fiscal de los actores involucrados en la reparación e indemnización de las víctimas no debe interferir con el disfrute sus derechos. En consecuencia, el Estado está obligado a agotar todas las instancias posibles para lograr la absoluta satisfacción de las víctimas, a fin de que la eventual disponibilidad presupuestal no se constituya en un elemento que violente la dignidad de éstas. Además, al hacer del concepto de sostenibilidad fiscal el pilar de la garantía de derechos, la ley contraría las disposiciones del bloque de constitucionalidad, a través del cual se hacen co-extensivas a la legislación colombiana, las directrices de los instrumentos que constituyen la Declaración Universal de los DDHH.
III. La construcción de políticas de la memoria La necesidad de construir políticas de la memoria a través de las cuales se haga posible la reconciliación nacional, pasa por develar la veracidad de los hechos desde los cuales se han llevado a cabo las vulneraciones de las víctimas. Reconocer la existencia de un conflicto armado interno, así como su correlato en la violencia so5 Estas investigaciones deberán incluir en los descargos respectivos a personajes como el ex ministro de agricultura Andrés Felipe Arias e, incluso, al ex presidente Álvaro Uribe Vélez, los cuales han sido involucrados en escándalos de adjudicación de terrenos a agentes privados y en el control clientelista de la institución encargada de ejecutar la política agropecuaria y de desarrollo rural; el INCODER (El Tiempo, 6 de marzo de 2006; El Tiempo, 29 de abril de 2010).
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ciopolítica que parece haberse instalado en la cultura colombiana, constituye un paso fundamental en el reconocimiento de los actores involucrados, del grado de responsabilidad que ha tenido cada uno de ellos, pero, también, de la imposibilidad estatal de garantizar y proteger los derechos de las víctimas. La no inclusión del Estado como posible victimario dentro de la Ley de Víctimas restringe el universo de personas y grupos habilitados jurídicamente para reclamar sus derechos, pues quienes han sido violentados por medio de ‘falsos positivos’, detenciones arbitrarias, ejecuciones extrajudiciales, expoliación de sus bienes y despojo de sus tierras por parte de instancias gubernamentales, son conminados a la impunidad y al no reconocimiento de sus difíciles vivencias. Los nexos entre políticos, narcotraficantes y paramilitares; el uso de instituciones gubernamentales para el desarrollo de proyectos criminales; la participación de sectores de las fuerzas de seguridad del Estado en acciones que contravienen los derechos de amplios sectores de la población; así como la colaboración de poderosos actores económicos en la profundización del conflicto armado interno y la violencia sociopolítica; son fenómenos que exigen de la vigilancia popular, estatal e internacional. En este sentido, las políticas de la memoria deben partir del reconocimiento de la inaccesibilidad que ha tenido la inmensa mayoría de la población colombiana al derecho a la justicia y a la verdad. Esto ha sido acentuado por la implementación de leyes concebidas para perpetuar la impunidad y para favorecer a los agentes involucrados en graves violaciones de los DDHH y del DIH. Ejemplo de estas leyes son la Ley de Justicia y Paz, la cual sirvió de marco para el aparente desmonte del paramilitarismo; las leyes agrarias, rurales y ambientales impulsadas en la administración de Álvaro Uribe Vélez; y, posiblemente, la Ley de Víctimas. El restablecimiento de la propiedad de la tierra a las víctimas de la violencia, la indemnización de quienes han sido expoliados de sus recursos y el reconocimiento simbólico a quienes ha sido objeto de todo tipo de abusos, sólo son medidas posibles en el marco de un ambiente político y jurídico proclive a una justicia transicional, en la cual los valores de la verdad y la equidad sean las directrices de los procesos de reconciliación. En este sentido, una ley de víctimas incluyente debe propender por la incorporación en el estatus de víctima a la mayor cantidad de personas vulneradas posible y debe integrar en su elaboración a quienes han sido directamente afectados. De lo contrario, corre el riesgo de articularse a un ideal universal de paz que, como lo evidencia Gómez-Muller (2008), “deriva […] de una construcción estratégica, basada en un modelo de racionalidad calculadora e instrumental. Dentro de este esquema la memoria de lo inhumano se administra en función de su aporte o no a la realización del “bien general” esto es, el bien que los grupos hegemónicos califican unilateralmente de general o de público –excluyendo precisamente la posibilidad de una construcción común del bien común, a partir de las exigencias normativas de las víctimas y de la sociedad víctima-” (p. 17).
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Capítulo 7
MEMORIA Y CONSTRUCCIÓN DE PAZ1 Oscar David Andrade Becerra Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Estudiante de la Maestría en Estudios Políticos del IEPRI de la misma universidad. Investigador del Observatorio de Construcción de Paz de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Introducción ¿Están las iniciativas de memoria destinadas a fracasar debido a la ausencia de transición? ¿Pueden, por el contrario, convertirse en un insumo para la construcción de paz? ¿Existen tensiones entre los trabajos de memoria y los procesos de construcción de paz? En este texto se pretende abordar estas relaciones entre ambas categorías, para lo cual, en un primer momento, se explora la definición sobre memoria y las principales características de la misma. En el segundo apartado se reflexiona en torno a los obstáculos que enfrentan los trabajos de memoria en un contexto de conflicto y las potencialidades que tienen los mismos para superarlas y coadyuvar a los procesos de construcción de paz. Finalmente, en el tercer apartado se exponen las supuestas tensiones entre la reivindicación de la memoria y la consecución de la paz y las alternativas para superarlas.
I.
Memoria: definiciones y disputas
La memoria es eminentemente una categoría social, política y cultural a la que recurren diferentes actores para promover reflexiones y debates sobre el pasado y su sentido para el presente y el futuro de una sociedad. Aunque la discusión sobre la memoria aparece también en el marco de los debates sobre una crisis contemporánea global que engendra un retorno al pasado en busca de hitos y anclajes identitarios, 1 Esta ponencia es un aparte del capítulo que será publicado el próximo año en el segundo número de la Serie Documentos para la Paz-Víctimas: miradas para la construcción de paz. Este libro es editado por el Observatorio de Construcción de Paz de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
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es en el campo de las transiciones políticas donde ha encontrado sus desarrollos más cruciales. Ciertamente, el debate sobre la conceptualización de lo que es la memoria y de su utilidad para superar el pasado de violencia y represión ha sido una cuestión determinante en las sociedades que sufrieron dictaduras militares o guerras internas. En los casos en los que el conflicto continúa activo la discusión política y social adquiere otro cariz. En pocas palabras, se trata de definir si es conveniente, e incluso posible, adelantar iniciativas de memoria cuando la violencia no hace parte del pasado sino que se reproduce en el día a día. En el caso colombiano el tema se complica aún más en la medida que institucionalmente se ha emprendido un proceso de justicia transicional que decide afrontar factores cardinales –como los procesos de desmovilización, desarme y reinserción y la reparación a las víctimas- en un contexto de pervivencia de la violencia. El tema de la memoria, por supuesto, no ha sido ajeno a esa lógica, pues desde la sociedad civil organizada, y más recientemente desde la institucionalidad pública, se han venido adelantando iniciativas en ese sentido. Desde el principio, es muy importante dejar en claro que la memoria es muy diferente a la historia. Aunque ambas son modalidades de interacción con el pasado, pueden identificarse varias diferencias entre ellas –en materia de fuentes, horizonte temporal, metodologías, cantidad y líneas de continuidad-que las llevan a complementarse y enfrentarse entre sí. La distinción esencial es que mientras la memoria permite configurar identidades, consolidar lazos sociales y dar sentido a la vida individual y colectiva al resignificar con otros las experiencias del pasado -particularmente las traumáticas y dolorosas- (Corporación Nuevo Arco Iris, 2007, p. 18), los procedimientos de la historia consagran una versión de la misma en la cual se glorifican algunas personas, se romantizan sucesos específicos (por ejemplo gestas militares) y se ensalzan valores e identidades determinadas. En realidad, la historia no hace otra cosa que enaltecer esas memorias particulares, fundando así un relato que se presenta como la historia legítima, global y uniforme de una sociedad, el cual viene a ser sustentado con las herramientas epistemológicas, conceptuales y metodológicas de la historia y otras ciencias sociales, por lo que se supone objetivo e infalible. Se busca, en suma, engendrar una memoria nacional que permita fundamentar criterios de identidad y orden que mantengan la cohesión de la sociedad. La construcción de ese orden social está íntimamente ligada a la producción social del espacio y del tiempo: el primero demarca el entorno, estableciendo un límite de inclusión y exclusión, mientras que el segundo delimita un antes y un después, identificando los procesos de continuidad y cambio a través de la estructuración de los acontecimientos (Lechner, 2000, p. 67). En un primer momento, la configuración de este orden social toma la forma del Estado-nación, proceso en el cual se reorganiza la estructura temporal y el presente es acotado mediante la redefinición del pasado y del futuro. Es indispensable romper la temporalidad heredada y diseñar un porvenir
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concebido como un proceso de progreso y libertad. Empero, la simple invocación de un mañana mejor es demasiado débil para unificar las expectativas sociales. Como afirma Lechner: Se requieren experiencias concretas de algo común para alimentar una identidad colectiva. De allí que, por otro lado, la construcción del Estado nacional implica una reconstrucción del pasado. Se trata de buscar y seleccionar entre los múltiples datos y experiencias del pasado los rasgos característicos que permitan construir un nosotros. La identidad nacional es inventada a partir de valores afectivos como la manera de hablar y de comer, los hábitos y estilos de convivencia, pero incorporando asimismo las fiestas y costumbres populares, los paisajes y los gustos estéticos. Todo sirve en la búsqueda de “sí mismo”, pero particularmente la cultura y la historia son los materiales básicos con los cuales se elabora una memoria nacional. (2000, p. 69)
Evidentemente, las versiones oficiales de la historia y la memoria nacional así construidas llevan implícitas una serie de manipulaciones y omisiones. De esa forma, se pasa por alto que las personas que son presentadas como héroes pertenecen a sectores de clase, religiones, grupos políticos, etnias e incluso orientaciones sexuales particulares. Así, las narrativas sobre el pasado simultáneamente enaltecen a unos grupos y devalúan a otros, transformando sus diferencias en justificaciones para que, en nombre de un sujeto nacional homogéneo, sean objeto de tratos discriminantes que consolidan la desigualdad cultural, social, política y económica (Área de Memoria Histórica-CNRR, 2009, p. 34; Martín-Barbero, 2000, p. 42). Esta no es una situación aplicable solamente al siglo XIX, cuando los países latinoamericanos estaban reclamando la independencia y emprendiendo la labor de edificar un Estado nacional moderno, ni mucho menos una discusión saldada en aquella época. Prácticamente a diario, y desde múltiples espacios, diferentes actores sociales procuran imponer una versión de lo que es la nación, de su pasado y de su futuro. En ocasiones las políticas oficiales de memoria han sido efectivas y la versión homogeneizadora de la memoria promulgada desde el poder es aceptada. No obstante, la mayoría de las veces son confrontadas abierta o subrepticiamente por los relatos alternos producidos por los sectores históricamente subordinados, excluidos y violentados. Esto remite a un elemento crucial: la memoria es eminentemente un campo de disputa. Efectivamente, en cualquier momento y lugar es imposible encontrar una memoria, una visión y una interpretación del pasado compartidas por toda una sociedad. Por supuesto, pueden encontrarse etapas en las que el consenso sobre el pasado es mayor o se impone un “libreto” hegemónico, que normalmente es el que cuentan los vencedores de conflictos y batallas históricas. Empero, en diferentes espacios siempre habrá otras historias, otras memorias e interpretaciones alternativas. Por ende, la memoria es un campo en tensión donde se construyen, refuerzan, retan y transforman
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jerarquías, desigualdades y exclusiones sociales (Jelin, 2002, pp. 5-6; Área de Memoria Histórica-CNRR, 2009, p. 34). Estas luchas políticas por la memoria descansan en una profunda paradoja: aunque el pasado no puede ser cambiado, sí puede serlo el sentido que se le da al mismo. Elizabeth Jelin (2002, pp. 39-62) ha identificado algunos campos en los cuales se desarrolla esa pugna por interpretar el pasado y por legitimar/ocultar ciertos relatos: la conformación de una historia nacional oficial; la historia de las memorias; los agentes de la memoria y sus emprendimientos; las marcas de la memoria; y los usos y abusos de la memoria. Sin embargo, la memoria también es una esfera donde se tejen legitimidades y amistades políticas, sociales y culturales. Mediante sus memorias, las personas confieren distintos grados de legitimidad, confianza, identidad y adherencia frente a los actores políticos y sociales. En ese proceso, las personas también enjuician las decisiones y estrategias de los actores en disputa y adoptan distintas posturas ante el orden, las instituciones, las organizaciones y los personajes públicos. Específicamente en contextos de violencia, la manera como las personas recuerdan el pasado permite levantar distintos reclamos frente a la violencia, asignar responsabilidades entre los distintos actores del conflicto y evaluar moralmente su conducta, a la par que favorece el planteamiento de diferentes posturas frente a las políticas de solución del conflicto y reparación (Área de Memoria Histórica-CNRR, 2009, p. 34).
II. Memoria y construcción de paz En tiempos de conflicto violento, la disputa por la promulgación de la historia y la memoria que fundamenta el orden social se exacerba. Cada uno de los actores involucrados pretende instaurar sus exégesis del pasado como verdades absolutas y presentar sus intereses particulares como demandas sociales generales. En ese afán por controlar la historia y la memoria, los actores manipulan las versiones sobre lo ocurrido con el fin de justificar sus acciones y estigmatizar las interpretaciones que les son adversas y a sus portadores (Área de Memoria Histórica-CNRR, 2009, p. 35). Con frecuencia, esta polarización conduce a la invisibilización y negación de graves violaciones a los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario, o a intentar desestimarlas o legitimarlas recurriendo a conceptos absolutos como “patria”, “revolución”, “orden” o “seguridad.” En ese contexto, los procesos de memoria se tornan cruciales cuando se asocian a situaciones de violencia política, represión, catástrofe social o cualquier otro acontecimiento traumático de carácter político, bien sea a nivel individual o colectivo (Jelin, 2002, p. 11). En contextos de transición, los debates sobre la memoria de los periodos dictatoriales y de violencia política son referidos a dos niveles principalmente: democratización y derechos particulares de las víctimas.
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En el primero, los trabajos de memoria son proyectados en función de la construcción de órdenes democratizadores en los que los derechos humanos estén garantizados para toda la población, independientemente de sus identidades particulares y afectación por el conflicto o la coerción. En el segundo, hay un esfuerzo mayor por esclarecer lo que sucedió durante la guerra o la dictadura e identificar a los responsables, junto con un intento por honrar a las víctimas y establecer un precedente para que los horrores del pasado no se repitan (Jelin, 2002, pp.12-13). En tal marco, no pocas veces la lucha por la memoria es concebida en términos de la lucha contra el olvido: recordar para no repetir. La carga política y moral de esta consigna, empero, no puede obviar que el vínculo entre memoria y olvido es inescindible, complejo y no necesariamente antinómico. En efecto, toda narrativa sobre el pasado implica necesariamente una selección bajo la cual se elige recordar determinados contextos, hechos y datos, relegar algunos y olvidar otros; además de la simple imposibilidad mental para recordar absolutamente todo, como ilustra la manida alusión a la historia de “Funes el memorioso”, tal cosa no es tampoco deseable, pues la cordura y el bienestar de un sujeto requieren del olvido. Igualmente, la adecuada integración y convivencia de los sujetos colectivos depende de dejar atrás muchos sucesos para poder avanzar hacia el futuro. Para superar la ambigüedad y el prejuicio sobre el significado del olvido, es necesario comprender que existen múltiples olvidos, o más exactamente, diversas situaciones en las cuales se manifiestan diversos usos y sentidos de los olvidos y los silencios (Jelin, 2002, p. 29). En ese sentido, Ricoeur propone un marco de lectura que distingue diferentes tipos de olvido dependiendo del grado de profundidad del mismo. El primer nivel es el del olvido definitivo, en el cual las huellas mnésicas son definitivamente borradas. En el segundo, el olvido de reserva o reversible, los recuerdos a los que no se les había dado un sentido en mucho tiempo reaparecen, cobran vigencia y son reinterpretados debido a cambios en los marcos culturales y sociales. En el tercero, el olvido manifiesto, se libera la carga del pasado para poder mirar hacia el futuro; éste es precisamente el olvido necesario que permite a los individuos y las comunidades vivir sin la pesada carga de la historia (Ricoeur, 2004; Jelin, 2002, pp. 29-32). Estas supresiones de los rastros del pasado pueden ser el corolario del devenir del tiempo o de las disfunciones de las operaciones mnésicas (bien sean normales o patológicas), pero también de la voluntad de actores que, mediante políticas de silencio y olvido, pretenden eliminar, ocultar o manipular los rastros del pasado para impedir futuras reivindicaciones de la memoria. En conclusión, el problema no es olvidar, sino qué es lo que se elige olvidar. Ciertamente, la memoria y el olvido, la conmemoración y el recuerdo, se tornan decisivos cuando se vinculan a situaciones de represión y violencia que generan profundos traumatismos sociales (Jelin, 2002).
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Otro punto crucial es quién hace la selección sobre la memoria y el olvido. Como afirma Tzvetan Todorov, lo que se le reprocha a los regímenes totalitarios, y aquí habría que añadir a los gobiernos de los países en fase de conflicto o posconflicto armado, no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros –la memoria es esencialmente selectiva y de cualquier sujeto no se puede esperar un procedimiento diferente- sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados (Todorov, 2000, pp. 3-4) Ahora bien,los desarrollos políticos, sociológicos y jurídicos han demostrado que la verdad y la memoria son derechos de las víctimas que el Estado debe propender por garantizar y promover activamente con el fin de alcanzar y consolidar la paz. En los contextos de transición, como una forma de saldar responsabilidades con el pasado, las instituciones públicas deben brindar los espacios para que se manifiesten las múltiples visiones sobre la memoria y se evidencien las motivaciones de la violencia y las correspondientes responsabilidades, manipulaciones y omisiones que la fomentaron. Este imperativo ético y político se mantiene incluso en contextos de conflicto activo, pese a los grandes dilemas y obstáculos que enfrenta en ese contexto. La noción de memoria, entonces, aparece como un instrumento para saldar cuentas con el pasado de violencia y autoritarismo en contextos de transición. Obviamente, con esto no quiere decirse que durante los conflictos armados o las dictaduras las reivindicaciones de memoria estén ausentes o sean inapropiadas. El problema es que mientras la violencia permanece activa no existen las condiciones, los espacios ni las voluntades adecuadas para formular, escuchar, confrontar e incorporar las diferentes versiones de la memoria. En un contexto de persistencia de la violencia, las voces que se levantan en favor de la memoria y otros derechos de las víctimas, e incluso de valores sociales más generales como la equidad o el respeto a la diversidad política, son fácilmente acalladas por medios violentos y estrategias políticas sectarias que logran imponer el silencio y el desinterés a través del engaño y el miedo. Ciertamente, en un contexto como el colombiano, en el cual los trabajos de memoria buscan reconstruir y resignificar el pasado en medio de la reproducción cotidiana de la violencia, la construcción de memoria parecería imposible porque no ha transcurrido el tiempo que permita tomar distancia del pasado para evaluarlo críticamente; además, los diferentes actores que pueden formular visiones de memoria desde posiciones privilegiadas de poder –apuntaladas por elementos como el mayor acceso a recursos, la posibilidad de ejercer coacción y el control de los medios de comunicación o los “tanques de pensamiento”- continúan propagando relatos tendenciosos, con lo cual alimentan el conflicto y agravan la exclusión de las narrativas de los marginados y los victimizados. En ese orden de ideas, aunque verdad y memoria se posicionan cada vez más en la conciencia y el lenguaje de los derechos y los deberes sociales y políticos, la campaña
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por garantizarlas en medio de un conflicto armado enfrenta duros desafíos. Gonzalo Sánchez (2008), por ejemplo, identifica algunos de ellos: la temporalidad del conflicto, el desorden de los temas de la paz y de la guerra, la movilidad de las identidades, la falta de una política de memoria por parte del Estado y las tensiones entre justicia y memoria Pese a estas férreas dificultades, la persistencia del conflicto no es óbice para adelantar procesos de memoria. Por el contrario, al igual que los procesos de construcción de paz en general, los trabajos de memoria contribuyen particularmente a desactivar las fuentes de la violencia y avanzar hacia formas de satisfacción de los derechos de las víctimas e inclusión política y desarrollo social general. Así las cosas, la memoria es un insumo para la construcción de paz por lo menos en dos ámbitos: La memoria como fundamento del perdón y la reconciliación Actualmente el derecho de las víctimas, y de la sociedad en general, a saber la verdad sobre las circunstancias y motivaciones de los crímenes acontecidos en el pasado es reconocido en instrumentos legales nacionales e internacionales (por ejemplo el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional) y está implantado en la conciencia política de la sociedad civil global y de muchos gobiernos herederos de un pasado de guerra y dictadura. Este derecho, que contiene el deber de recordar, pretende evitar un desconocimiento de los hechos que favorezca la invisibilidad, estigmatización, aislamiento y culpabilización de las víctimas, así como la impunidad, la ausencia de reparación y el mantenimiento de las estructuras institucionales que fueron responsables y cómplices en la perpetración de los crímenes (Corporación Nuevo Arcoiris, 2007, p. 15). La ejecución de medidas destinadas a garantizar el derecho a la verdad permite conocer y comprender los siguientes elementos de una situación de violencia: quiénes, dónde, cuándo, cómo, por qué, para qué, con la ayuda de quién, para quiénes y con qué intereses. Esta comprensión, a su vez, permite rescatar la dignidad de los ausentes, honrar la vida de los sobrevivientes, establecer la magnitud de los daños, identificar responsabilidades (por acción u omisión), aplicar justicia y definir mecanismos de reparación y reformas que impidan que los crímenes se repitan. De esa manera, la reivindicación de la memoria evita la configuración de un presente caracterizado por la ruptura de los lazos sociales, los perjuicios económicos, la desconfianza en la democracia y las instituciones, los traumas y el miedo (Corporación Nuevo Arcoiris, 2007, p. 15). Cuando el pasado del conflicto es así comprendido, y con base en ello en el presente se emprenden medidas reales de satisfacción a las víctimas y reformas para garantizar la no repetición de los crímenes, el camino del perdón y la reconciliación que permite pensar en una sociedad estable, próspera y en paz en el futuro es realmente abierto. Por el contrario, la figura del perdón suele ser impuesta por los gobiernos a
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las víctimas como una solución política para salir de la violencia. En efecto, las políticas de perdón son iniciativas gubernamentales que están estrechamente asociadas a la amnistía y el indulto y proponen un perdón que es pedido u otorgado por un tercero. Por el contrario, el verdadero perdón cumple tres reglas generales: es un acontecimiento datado; sólo puede terciar en el marco de una relación entre dos personas; y es total, extrajurídico, irracional y gratuito (Jankélévitch,1999). Esto implica que el verdadero perdón es una decisión libre del ofendido y el ofensor que permite restablecer una relación interpersonal deshecha por la ofensa, lo cual descarta de plano la intervención de un tercero -ni siquiera como mediador- y supone una absoluta generosidad de quien lo otorga. Eso plantea una desavenencia esencial entre el perdón y cualquier tipo de formulación política y jurídica. Este escenario, sin embargo, enfrenta una paradoja fundamental: en el ámbito de la política el perdón es imposible, pero es necesario para dejar atrás el pasado de violencia. Para superar esa contradicción, el perdón en política debe ser concebido, no como un acto oportunista que debe imponerse a como dé lugar para acabar con la violencia y evitar supuestos brotes de venganza (pública y privada), sino como un principio de responsabilidad adaptado a los fenómenos de violencia (Lefranc, 2005, p. 219). En la perspectiva de Sandrine Lefranc, lo anterior significa que para dilucidar los usos políticos del perdón hay que reconsiderar los postulados sociológicos, filosóficos y teológicos sobre el mismo. Primero, hay que dar cabida a una tercera persona (por ejemplo el confesor o el juez) que pueda dinamizar la relación de perdón y reconciliación entre la víctima y el victimario. Segundo, hay que expresar el perdón como una acción que instaura una nueva relación que libera al ofensor de la carga de la deuda (culpa) y al ofendido del estigma del prejuicio sufrido y de su estatus de víctima. Tercero, es fundamental dejar en claro que perdón no equivale a olvido, pues aquel no borra la deuda de culpabilidad, sino que la condona, transformándola en el marco de una nueva memoria. Solamente de esta manera los considerandos de la figura moral y religiosa del perdón pueden corresponder con las expectativas de los gobiernos y las sociedades pluralistas sobre las políticas del perdón: la operativización de la justicia de transición y la instauración de un régimen democrático; la reconstrucción y reconciliación de una sociedad dividida por la violencia; y el reexamen de la memoria a través de mecanismos como las comisiones de la verdad. En conclusión, el objetivo del perdón político así concebido es una refundación social no proporcionada por las modalidades tradicionales de salida de la violencia política que son la justicia y la paz basadas en la imposición del perdón y el olvido. Únicamente el perdón traducido en el recomienzo de una relación social destruida por la violencia puede contribuir a la instauración de esa paz positiva por la que propugnan los enfoques de resolución de conflictos y construcción de paz (Lefranc, 2005, pp. 254-259).
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La memoria como factor de concientización, transformación, organización y fortalecimiento social Además de develar las fuentes y las características de la violencia, allanando con eso el camino para el planteamiento de medidas concretas para desactivarla y aclarando el panorama para el perdón y la reconciliación de la sociedad, los trabajos de memoria contribuyen a dar forma a una sociedad más sensible, crítica, participativa, organizada y con mayores capacidades para enfrentar la transición y la reconstrucción posterior al conflicto. Estos elementos, sin duda, son fundamentales para producir las herramientas que permitan intervenir antes, durante y después de los conflictos, con el fin de crear las condiciones para que las sociedades sean capaces de tramitar sus diferencias de forma pacífica y prevenir la activación o reactivación de confrontaciones violentas. En un primer nivel, la elaboración de memorias ejemplares conlleva la implementación de acciones para cambiar la mentalidad de una sociedad que ha llegado a tolerar y a considerar como algo normal el ejercicio de la violencia, e inclusive a pensar que, por andar en “malos pasos”, en cierto modo las víctimas se merecían el daño recibido. De igual forma, se busca despertar a las fracciones de la sociedad que suponen que la violencia es una molestia marginal, lejana y ajena y a quienes afirman tener conciencia del problema, pero opinan que tiene que ser resuelto exclusivamente por el gobierno y los grupos armados. Esencialmente, los procesos de memoria tratan de mostrar que los crímenes cometidos en el marco de los conflictos armados y las dictaduras no han causado daño solamente a las víctimas directas y sus familiares, sino que han afectado al conjunto de la sociedad y al concepto mismo de humanidad, en el sentido de que las amenazas, hostigamientos, asesinatos, torturas y demás vilezas no buscaban solamente dañar o eliminar a un individuo y su grupo, sino atacar formas específicas de cultura, ideología y cosmovisión. Así las cosas, se buscaba imponer una forma de pensar y hacer, vulnerando una de las características principales de la humanidad: la pluralidad. Por ese motivo, la búsqueda de la verdad y la preservación de la memoria se convierten en acciones claves para la constitución de una sociedad más tolerante, pluralista y justa, que no niegue su pasado para justificar el presente y que reconozca en los recuerdos del pasado formas diversas de construir un futuro posible (Movice, 2010, p. 7). En segundo lugar, los trabajos de memoria ayudan a erigir una sociedad que aborda su historia más críticamente. Al conocer, analizar y cotejar las diferentes narraciones sobre el pasado y elaborar individual o grupalmente un relato mucho más completo y ponderado, se cierran las vías para la imposición de esa memoria nacional que busca, por un lado, preservar la imagen de unidad, probidad y heroísmo que se quiere trasmitir sobre la historia de colectiva y, por el otro, legitimar los actos atroces cometidos por diferentes poderes para satisfacer sus intereses particulares. En oposición a las manipulaciones y ocultamientos implícitos en estas versiones de la historia y la me-
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moria, la miríada de procesos alternativos de memoria “auspicia la formación de identidades individuales y colectivas más democráticas y responsables, que asumen con entereza tanto los actos de heroísmo y generosidad de los que han sido capaces como sus propios errores y desaciertos” (Área de Memoria Histórica-CNRR, 2009, p. 36). Todos estos elementos se convierten, en tercer lugar, en un insumo para la recomposición de las comunidades y el fortalecimiento de sus lazos organizativos. Unas colectividades más conscientes y críticas de la dimensión del pasado son más sensibles ante los imperativos morales, políticos, jurídicos y económicos que plantea la violencia en el presente y la necesidad de materializarlos con el fin de permitir a la sociedad avanzar hacia un futuro pacífico. La creciente familiarización con los derechos de las víctimas -y los mecanismos que existen para defenderlos-, con las herramientas metodológicas diseñadas para promover adecuadas formulaciones de memoria y con las valiosas lecciones dejadas por otras experiencias de emprendimiento de memoria en países que ya clausuraron sus periodos autoritarios o de conflicto, han favorecido la multiplicación de iniciativas de memoria y construcción de paz en contextos de violencia activa. En ese marco, en Colombia, como ha puesto en evidencia el Grupo de Memoria Histórica de CNRR, diferentes sectores de la sociedad civil se han organizado para promover iniciativas de memoria altamente variadas. Con base en realidades como las diferentes formas de victimización que han sufrido, la ubicación geográfica, las características de sus miembros, sus poblaciones objetivo o la posibilidad de contar con apoyo institucional, estas iniciativas han adelantado procesos permanentes de denuncia, resistencia y restauración de la dignidad y la cotidianidad laceradas por la violencia (Grupo de Memoria Histórica, 2009, pp. 18-19). La organización para la reclamación del derecho a la verdad y la dignificación de la memoria aparece así como un elemento fundamental para sentar las condiciones y los derroteros de una sociedad restaurada, renovada y en paz.
III. Tensiones entre memoria y construcción de paz La construcción de paz y la reivindicación de la memoria, sin embargo, no necesariamente tienen una relación tan positiva y fluida. La recuperación del pasado y su resignificación en el presente es siempre un acto político susceptible de tensiones generadas por las diferentes posiciones frente a la decisión de revivir sucesos traumáticos del pasado y por la utilización que se le puede dar a la memoria en los escenarios políticos, sociales y culturales del presente. Por ese motivo es muy importante distinguir entre el acto originario de recuperar del pasado y su utilización subsiguiente, pues las características que adquiera la relación entre ambos momentos determinarán los usos y abusos de la memoria.
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Como arguye Todorov, es innegable que la recuperación de la memoria es un derecho, y cuando los acontecimientos vividos por un individuo o un grupo son de naturaleza excepcional o trágica, tal derecho se convierte en un deber: recordar, testimoniar, reivindicar la dignidad de las víctimas. No obstante, el hecho de que la memoria sea esencialmente una selección implica que la información ha sido elegida con base en ciertos criterios –conscientes o no-, que seguramente servirán también para orientar la utilización que se hará del pasado y definir su relación con el presente. Esto plantea una discontinuidad de legitimidad, pues la necesidad de recordar puede justificar un uso engañoso de la memoria. Efectivamente, en la esfera pública no todos los recuerdos del pasado son igualmente admirables, porque así como hay experiencias de aprendizaje puede haber también gestos de revancha y venganza (Todorov, 2000a, pp. 3-4). Esta situación provoca diferentes fenómenos de abuso de la memoria. Ricoeur, por ejemplo, identifica tres de ellos. El primero, el de la memoria impedida, aparece sobretodo en un nivel psicopatológico en el cual las huellas corticales del pasado resultan inaccesibles. En el segundo, la memoria manipulada, se perfila más claramente el componente político, pues está relacionado con la función mediadora del relato: siempre se puede narrar de otro modo, suprimiendo, desplazando los momentos de énfasis, refigurando de modo diferente a los protagonistas de la acción al mismo tiempo que los contornos de la misma. El olvido aparece así como estrategia y el recurso al relato se convierte en trampa porque diversos poderes configuran la trama e imponen un relato canónico mediante la intimidación, la seducción, el miedo o el halago. Esta forma ladina de olvido se origina en el arrebatamiento a los actores sociales de su poder originario de narrarse a sí mismos y va acompañado de una complicidad secreta que hace del olvido un comportamiento semiactivo y semipasivo (Ricoeur, 2004). En el tercero, la negación de la memoria, se impone la amnesia teniendo como supuesta finalidad política la reconciliación entre ciudadanos enemigos. Esta forma obligada de olvido encuentra su forma principal en la amnistía, la cual borra de la memoria oficial los ejemplos de crímenes atroces capaces de proteger el futuro de los errores del pasado y priva a la opinión pública de los efectos benéficos del disenso, condenando a las memorias rivales a una malsana vida oculta. Al proponer la simulación del perdón, la amnistía y la amnesia desplazan a la memoria. Para Ricoeur, la institución de la amnistía solamente responde a un deseo de terapia social de urgencia bajo el signo de la utilidad y no de la verdad; por lo tanto, si puede evocarse legítimamente una forma de olvido no será la del deber de ocultar el mal, sino de expresarlo sosegadamente mediante el trabajo de la memoria, completado por el del duelo y guiado por el espíritu de perdón (Ricoeur, 2004). Ciertamente, en la medida que la memoria es siempre un campo en disputa, es de esperarse que surjan discrepancias entre la labor de recuperación y resignificación del pasado y el interés de cohesionar y estabilizar la sociedad con el fin de superar
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las secuelas de la violencia y avanzar hacia el futuro. En cualquier sociedad que haya pasado por una situación de conflicto armado o represión autoritaria siempre habrá voces que se levantarán en favor de los derechos absolutos de la verdad y la memoria, otras que defenderán la consigna de perdón (impuesto) y olvido para evitar que la apertura de viejas heridas reactive la violencia o genere retaliaciones entre las nuevas generaciones y muchas que reclamarán diferentes fórmulas intermedias. En cada una de las posiciones de este espectro, y dando por descontado que el extremo maximalista es imposible y el radicalmente minimalista es nocivo, lo que hay en juego es un modelo de construcción de paz cuyas condiciones y posibilidades de sostenibilidad varían. Para distinguir entre los usos y abusos de la memoria y avanzar en la superación de estos últimos, Todorov propone la diferenciación entre memoria literal y ejemplar (Todorov, 2000b; Jelin, 2002, pp. 32-33 y 58-59). En el primer caso las víctimas y los crímenes son vistos como únicos e irrepetibles, de tal forma que la experiencia es intransitiva. El proceso de memoria sirve para identificar a los responsables y para revelar los detalles, causas y consecuencias de los acontecimientos, pero no para guiar comportamientos futuros en otros campos de la vida. En ese sentido, el acontecimiento pasado se torna insuperable y, a fin de cuentas, somete el presente al pasado. Por el contrario, en la memoria ejemplar la apelación al pasado busca, por un lado, superar el dolor causado por el recuerdo para que no invada la vida y, por el otro, aprender de él para derivar lecciones que puedan convertirse en principios de acción para el presente. En este segundo acto se abandona el ámbito personal-privado y se pasa a la esfera pública, de tal forma que, hasta cierto punto, se olvida políticamente la singularidad de la experiencia para convertirla en un modelo para comprender situaciones nuevas. A diferencia del enfoque literal, en el cual la memoria es un fin en sí mismo, la perspectiva ejemplar busca que la rememoración se haga en función de un proyecto público y social. Los alcances de este debate no son baladíes, pues cada uno de estos tipos de memoria y sus usos lleva implícito un modelo de comunidad política: uno en el cual quienes hablan marca la frontera del “nosotros” de forma excluyente, marginando al interlocutor y al observador (memoria literal), y otro en el cual se hace de manera incluyente, invitando a los “otros” a la comunidad (memoria ejemplar) (Jelin, 2002, p. 60). Esta distinción descansa sobre la discusión acerca de la legitimidad para recordar. Aunque nadie duda del dolor de las víctimas, de su derecho a saber la verdad, ni del papel protagónico que tienen en los emprendimientos de memoria, se plantea una pregunta sobre el“nosotros” con legitimidad para recordar: ¿es uno excluyente, en el que sólo pueden participar quienes vivieron el acontecimiento? ¿O puede ampliarse para incorporar a otros miembros de la sociedad? De hecho, el debate puede alcanzar dimensiones mucho más inquietantes cuando se plantean interrogantes sobre el papel de la justicia y las instituciones en los procesos de memoria (Jelin, 2002, pp. 60-61).
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Los adelantos sociológicos, políticos y jurídicos en diferentes niveles han logrado que cada vez sea más claro que la memoria es un deber que han de emprender varios actores. En el caso del Estado, es un imperativo político y moral de doble vía: por un lado, está en la obligación de desarrollar mecanismos institucionales oficiales que reconozcan abiertamente su responsabilidad y su participación en los hechos de violencia y brinden las garantías de resarcimiento y no repetición necesarias; por el otro, tiene que promover canales para que diferentes grupos sociales, y en especial las víctimas, puedan reconstruir la verdad sobre los acontecimientos del pasado y transmitirla (según sus propios términos y modalidades) hacia el resto de la sociedad con el fin de poder abordar adecuadamente un proyecto conjunto de futuro. Es comprensible la reticencia y la desconfianza frente a la participación del Estado en los trabajos de memoria después de una dictadura o cuando los crímenes de Estado han sido sistemáticos en los conflictos armados. Sin embargo, como afirma Jelin, “en ausencia de parámetros de legitimación sociopolítica basados en criterios éticos generales (la legitimidad del Estado de derecho) y de la traducción o traslado de la memoria a la justicia institucional, hay dispuestas permanentes acerca de quién puede promover o reclamar qué, acerca de quién puede hablar y en nombre de quien” (2002, p. 61). Esto significa que el Estado como aparato debe, en conjunción con otras medidas fundamentales de justicia transicional como la depuración de la burocracia y las fuerzas armadas, garantizar espacios democráticos de construcción de memoria, pero que aún más importante es recuperar una noción de Estado que permita avanzar hacia la paz con base en imperativos morales, políticos y jurídicos sólidos. En la medida que se trata de recuperar un sustento ético y filosófico de la política, la cuestión de la memoria no remite a una definición de categorías y procedimientos por parte de las entidades estatales o de grupos excluyentes de víctimas directas de la violencia, sino de la conformación de espacios de diálogo y confrontación democrática de las memorias. En ausencia de éstos, las víctimas pueden verse aisladas y encerradas en una repetición ritualizada de su dolor, sin una elaboración social; de igual forma, al cerrar la oportunidad para la reinterpretación y resignificación de las experiencias del pasado los mecanismos de ampliación del compromiso social con la memoria pueden verse obstruidos (Jelin, 2002, p. 62). Solamente la configuración horizontal de esta clase espacios y de tipologías ejemplarizantes de memoria por parte del Estado, la sociedad civil e incluso la comunidad internacional, pueden zanjar los falsos debates acerca de la autoridad y la legitimidad de la memoria y superar las manipulaciones mediante las cuales determinados intereses particulares pretenden oponerla a la construcción de la paz. Ciertamente, para alcanzar y mantener la paz hay que pasar la página de la violencia, pero para eso es necesario leerla primero.
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Sánchez, G. (2008). Verdad y memoria en medio del conflicto. Ponencia presentada para la conferencia “Truth and Reconciliation in Colombia: The Work of the National Reconciliation Commission.” Washington, Woodrow Wilson International Center for Scholars. (En línea). Disponible: http://memoriahistorica-cnrr.org.co/archivos/arc_noticias/ ponencia_gsanchez_washington.pdf Todorov, T. (2000a). La memoria amenazada. Lima: Cholonautas-Comunidad Académica Virtual de Ciencias Sociales. (En línea). Disponible: http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/ upload/Todorov.pdf Todorov, T. (2000). Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.
Parte II
MEMORIA, CONFLICTO Y OLVIDO
Capítulo 1
Representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra en Colombia: una mirada histórico-hermenéutica a las comisiones de estudio sobre la violencia Jefferson Jaramillo Marín Doctor en Ciencias Sociales, Flacso, México. Profesor Departamento de Sociología, Pontificia Universidad Javeriana. Las reflexiones expuestas aquí se enmarcan dentro de un ejercicio más amplio de tesis doctoral. E-mail: [email protected] , [email protected]
Introducción En contextos de guerra persistente la gente común, los gobiernos, las organizaciones sociales y los expertos producen y manufacturan diversos sentidos sobre el pasado, el presente y el futuro de esa guerra. Dentro de estos marcos de temporalización se rearticulan y condensan múltiples formas de interpretación sobre lo que le ocurre a la sociedad colombiana. Una expresión de esta rearticulación y condensación son las llamadas Comisiones de estudio sobre la Violencia, comprendidas aquí no sólo bajo la forma de órganos de investigación oficial, sino también como dispositivos histórico - hermenéuticos, es decir, artefactos de representación y tecnologías de trámite que ayudan a concebir, nombrar y localizar significados sociohistóricos sobre realidades rotas o fracturadas por la guerra (Castillejo, 2010). Como se podrá observar luego en un ejercicio comparativo que proponemos, estos dispositivos posicionan tramas narrativas nacionales y capitales narrativos (Theidon, 2006) que revelan y editan al mismo tiempo mucho de nuestra memoria institucional de la guerra.
PARTE II – MEMORIA, CONFLICTO Y OLVIDO
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I.
Una mirada histórico-hermenéutica a la guerra
Nuestro punto de partida es histórico-hermenéutico, en tanto procuramos objetivar el sentido inmerso en las textualidades sociales y en las configuraciones narrativas a “través de las cuales nos comprendemos como sociedad” (Grondin, 2009,)1. En nuestro caso, lo que pretendemos objetivar son los relatos y textualidades que son filtrados institucional e históricamente a través de las denominadas Comisiones de Estudio sobre la violencia. Aunque más adelante hablaremos de ellas con mayor especificidad, estas fungen aquí como dispositivos y tecnologías institucionales que procesan y archivan relatos y, en algunos casos no en todos por supuesto, ayudan a tramitar ciertos dolores producidos por la guerra y el terror. A través de estos relatos y textualidades mediados por esos dispositivos, diversos sectores sociales y académicos, administran y editan sentidos sobre la historia nacional. El lente propuesto para mirar las comisiones se sitúa dentro de lo que Paul Ricoeur denomina una “hermenéutica de la condición histórica” (2010; 2009b), dado que tiene relación con algo que trasciende la interpretación textual conduciéndonos hacia el ámbito de la “representación del pasado” donde se colocan en juego los límites del conocimiento histórico, las modalidades de temporalización de una sociedad y las formas sociales e institucionales del olvido y la justicia. A través de esta hermenéutica, los relatos y narrativas que son los yacimientos de saber y de inteligibilidad por excelencia para los individuos y las sociedades (Dosse, 2009, p. 45), resignifican la relación de pertenencia de las personas y de las instituciones con el tiempo que es vivido y experimentado. Además está un marco bajo el cual el pasado imprime una marca o deja una “huella”2 en lo que somos; el presente es al mismo tiempo lo que vivimos pero también lo que anticipamos de un pasado remoto (Ricoeur, 2009b); y el futuro deviene en un “horizonte de expectativas”, volviéndose presente al ser tematizado con alguna intencionalidad. Pero ¿por qué asumir una perspectiva histórico - hermenéutico sobre la guerra en Colombia? La respuesta está en dos vías. La primera vía considera que esta perspectiva, permite luchar contra la tendencia mecánica de considerar el pasado como algo acabado y caducable, el presente como simplemente un instante puntual o el futuro como 1 Esta idea de los grandes relatos se evidencia con mayor profundidad en su célebre texto Tiempo y Narración (Grondin, 2009, p. 41). Sin embargo, en la enorme obra de Ricoeur no siempre existió un interés por este tipo de relatos, recordemos que en sus primeros textos él orienta su proyecto hermenéutico hacia la interpretación de los símbolos y mitos (por ejemplo, en la Simbólica del Mal). 2 La noción de huella es crucial en la representación del pasado. Desde la antigüedad este tema ha abrumado a la memoria y a la historia. Hoy sigue siendo una cuestión de especial atención. Para Ricoeur las huellas son de tres tipos: las corticales o cerebrales (las improntas corporales en nuestro cerebro) y de ellas tratan las neurociencias; las psíquicas, relacionadas con las impresiones que han dejando en nuestros sentidos y afectos los acontecimientos sorprendentes y traumáticos, de ellas se ocupa el psicoanálisis; las documentales, que están relacionadas con las improntas escritas y archivadas y de las cuales se ocupa el historiador (Ricoeur, 2010, pp. 30-32).
Capítulo 1. Representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra en Colombia
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algo indeterminado. A contracorriente de esta tendencia, el pasado que no es sólo el de la acción guerrera sino también el que está condensado en las narrativas bélicas3, hay que “reabrirlo, reavivar en él las potencialidades incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas” (Ricoeur, 2009b, p. 953). Además, el presente bélico conlleva una intencionalidad longitudinal, que atraviesa y delinea continuamente la existencia. Por su parte, el futuro posbélico puede ser susceptible de determinación, no es únicamente un horizonte impredecible (Ricoeur, 2009b), sino ante todo promesa (Ricoeur, 2006) más aún en contextos donde el terror parece estar al acecho de esta misma promesa. La segunda vía considera que una aproximación histórico - hermenéutica, permite comprender la reciprocidad entre la experiencia histórico temporal y la operación narrativa. Es decir, que entre la vivencia temporal y el acto narrativo existe un nexo, dado que “lo narrado sucede en el tiempo y lo desarrollado temporalmente puede narrarse” (Ricoeur, 2000, p. 190). Lo narrado y relatado no está por fuera del tiempo y del espacio. En ese sentido, el tiempo histórico, es de algún modo el referente del relato y la narración (Ricoeur, 1997). Ahora bien, para que el nexo entre el relato y el tiempo histórico pueda concretarse, necesita de mecanismos que “ensamblen” la vivencia temporal y el acto narrativo. Un mecanismo analítico que proponemos al respecto son las tramas narrativas y temporales, las cuales permiten seleccionar y disponer acontecimientos y acciones heterogéneas y difusas4. Así, la trama proporciona a la experiencia humana, ante todo inteligibilidad y coherencia narrativa, permitiendo un conjunto de combinaciones mediante las cuales los acontecimientos temporales se transforman en un relato estructurado. La trama es la gran articuladora de los modos de temporalización dentro de un gran relato o conjunto de narrativas. Lo sugestivo de esta noción que retomamos de Ricoeur y que deriva propiamente de Aristóteles, es que sugiere que los ingredientes de la acción humana diaria, que resultan discordantes, y en muchas ocasiones mudos por su carácter traumático como en el caso colombiano, son ensamblados para otorgarles inteligibilidad y coherencia (Ricoeur, 2000, p. 192). En nuestro caso, estas tramas son mecanismos que tienen la capacidad de “hacer sentido del mundo” (Nancy, 2002) para quienes viven,padecen y leen los avatares y rigores de fenómenos como las violencias y la guerra5. Estas tramas rearticulan tiempos históricos y narrativas fracturadas por la guerra, ayudando a construir explicaciones lo suficientemente inteligibles frente a lo que ha sucedido y acontecido
3 Las narrativas bélicas para el caso de las guerras civiles en Colombia, son trabajadas por Uribe y López (2010). 4 Esta noción la utiliza Ricoeur en el ámbito de la historia (historiografía) y de la ficción (desde la epopeya y el cuento popular a la novela moderna), nosotros la utilizamos aquí para dar cuenta del carácter condensador e inteligible que deriva de ella cuando se trata de agrupar relatos institucionales y sociales, experiencias temporales y acciones narrativas. 5 Somos conscientes que sobre la problemática del sentido, se ha discutido desde Weber, pasando por la microsociología, la fenomenología, la lingüística, la hermenéutica yla pragmática contemporánea, discusión imposible de sostener aquí. Para una aproximación contemporánea a la temática se recomienda el trabajo de Jean Luc Nancy (2002).
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de forma terrible (Malkki, 1995; Castillejo, 2010). Pero ¿dónde podemos encontrar estas tramas? Estas pueden estar condensadas en narrativas producidas a lo largo de una historia nacional y estar soportadas bajo imaginarios o mitos nacionales: por ejemplo para el caso colombiano, el tan tristemente célebre mito de la “cultura de la violencia”. Mito que por cierto, además de discutido en la academia colombiana, ha terminado naturalizándose como locus común cuando se habla del país en cualquier escenario nacional o internacional. De otra parte, pueden en determinado momento fungir como marcos de administración social y política del pasado,generadores de principios explicativos y genéticos de la violencia, como por ejemplo, el Frente Nacional en los años cincuenta o la Seguridad Democrática y la Ley de Justicia y Paz en la reciente década. También fungir como un conjunto de relatos derivados de unos individuos, por ejemplo, los expertos en violencias, que con cierta asepsia conceptual y metodológica construyen, a través de ellos, diagnósticos profilácticos de país (Jaramillo, 2011). O narrativas de grupos hegemónicos (las élites políticas o militares) o de colectivos subalternos de la sociedad (movimientos sociales como el MOVICE o las víctimas - sobrevivientes de las masacres perpetradas por los paramilitares), los cuales pueden servirles para manufacturar, administrar, editar, subvertir o legitimar lecturas de la realidad nacional6. Estas tramas nutren la experiencia cotidiana de la gente común y de los especialistas, de las víctimas y de los gobiernos. Ellas buscan llenar de significado el mundo institucional y social, ayudando a consolidar narrativas oficiales y capitales narrativos. Para el caso colombiano, estos funcionan bajo una especie de cartografía o gramática para decodificar y leer escenas locales y nacionales donde el terror y la masacre, repetimos, desestructuran comunidades y subjetividades. Alrededor de ellos, se van ordenando y deslizando razones a lo qué nos ha sucedido y nos sucede como nación. Ellos permiten re-articular, con no pocas tensiones, un mundo de significados, en contextos donde los actores armados transformaron dramáticamente las categorías rectoras del mundo cotidiano (Nordstrom, 1997; Castillejo, 2010). Trazan además unas coordenadas de orientación y posicionan unas ofertas de sentido temporal (Rabotnikof, 2007a, 2007b) para comprender una nación donde las capas temporales del conflicto son poco o nada claras, donde los relatos sobre lo que sucede o ha sucedido en el país en los últimos 60 años son extremadamente heterogéneos, y donde la profundidad de sus impactos y significados, resultan difícilmente asimilables para las personas y para el investigador social.
6 Para el caso de las luchas estructurales y coyunturales del MOVICE, bajo un análisis de redes, se recomienda Jaramillo (2009).
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II. Las comisiones de estudio sobre la violencia: dispositivos de ensamble temporal y narrativo Dentro de esta propuesta histórica - hermenéutica es claro que hacer comprensible lo innombrable de la guerra, el terror o la violencia, requiere de mecanismos de construcción y administración de tramas temporales y narrativas. Estos mecanismos permiten ensamblar parcelas de inteligibilidad en una realidad nacional desestructurada y fracturada por condiciones extremas, liminales y excepcionales. Hemos hasta aquí hablado que este objetivo lo cumplen ciertas tramas que logran “camuflarse” bajo un amplio abanico de dispositivos de representación y evocación que revelan y ocultan significados sobre la guerra, con efectos en la manera como reconstruimos y recuperamos el pasado, articulamos y diagnosticamos el presente e imaginamos el futuro (Villaveces, 1998). Uno de esos dispositivos poco estudiados y potentes son las denominadas comisiones de estudio sobre la violencia. Pero ¿por qué son potentes? Precisamente porque ellas devienen en correas institucionales transmisoras de visiones de país y de procesos de manufacturación de la historia nacional. En esa medida se asume que su principal función no es sólo investigar el pasado sino ensamblar con no pocas tensiones, litigios y sesgos, formas institucionales elaboradas y especializadas de construcción de una génesis del pasado, de un diagnóstico sobre el presente y de una representación del futuro nacional. Ellas sirven para legitimar y movilizar narrativas oficiales sobre lo ocurrido en coyunturas críticas de nuestra historia reciente, recuperar saberes sobre las violencias ocurridas, condensar memorias, olvidos y silencios, movilizar capitales narrativos tanto de las víctimas como de los victimarios, además de legitimar la exclusión de unos sectores sociales y favorecer la inclusión de otros. En ese sentido, estas iniciativas permiten construir “marcos generales de sentido” o “cuadros temporales más o menos comunes” (Allier, 2010, p. 18), a partir de los cuales unos determinados grupos sociales (gobiernos, grupos de comisionados, expertos, miembros de organizaciones, partidos políticos, víctimas, organismos internacionales, prensa escrita, entre otros), en un determinado momento histórico, terminan pensando, recordando y representando la guerra y la violencia (Crenzel, 2008). La resonancia y peso de estas comisiones, está en relación con el posicionamiento que logren en una determinada coyuntura o encuadre político nacional o internacional, así como en el uso social y político que tengan. Ahora bien, las comisiones no sólo condensan y administran temporalidades distintas, sino también narrativas diferenciadas de país que pueden ser explicativas, testimoniales, asépticas, higiénicas o ejemplares, dado el caso analizado. A través de las comisiones, algo que no se ha estudiado aún, se evocan y omiten responsabilidades en el desangre y se legitiman distintas lógicas políticas de solución a los conflictos
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(pacificación, limpieza, rehabilitación, paz dialogada reconciliación forzada, transición ambigua o escenarios postconflicto). Todo ello en una escena pública, donde ciertas verdades salen a la luz y otras se ocultan (Rabotnikof, 2005), o donde se iluminan unas cosas y se oscurecen otras tantas (Castillejo, 2010).Alrededor de unas comisiones se pactan funcionalmente acuerdos de caballeros, en otras se realizan anatomías académicas de las violencias o incluso se buscan generar políticas contra el olvido. Mediante ellas, ciertos grupos no reconocidos pueden ser visibles y algunos asuntos antes no tratados, son tematizados en función de movilizar la atención nacional, tal y como lo ha sugerido para el caso uruguayo Allier (2010),para el caso sudafricano (Christie, 2007), para el caso Guatemalteco (McAllister, 2002) o para el caso peruano (Theidon, 2006). Este tipo de ofertas no están dadas de antemano en el contexto público, siendo subsidiarias permanentes de las circunstancias políticas presentes y pasadas, así como de los intereses en juego de los actores implicados. Cuando entran en funcionamiento, son incluidos diversos actores, pero también salen y se sustraen otros. Además, se producen y reproducen, se legitiman y se subvierten interpretaciones históricas de la realidad nacional, memorias institucionales y sociales, experticias y saberes. Finalmente, este tipo de tecnologías puede decirnos mucho sobre las lecturas particulares del pasado, del presente y del futuro nacionales que tienen sus actores académicos y políticos, además de las racionalidades y posicionamientos políticos, diferenciados o comunes entre ellos. Incluso, permiten comprender una variedad de interpretaciones sobre la guerra y las violencias desde otra óptica distinta a las realizadas por reconocidos investigadores y académicos en el país. Precisamente la aproximación hermenéutica de lo que fueron o siguen siendo, permite resignificar la relación de pertenencia de varias generaciones con la escena histórica nacional desde la segunda mitad del siglo XX para acá. Además, la comprensión de estos marcos, desde las ciencias sociales, pueden ayudarnos también a comprender los distintos efectos de verdad, es decir, no sólo cómo se piensa la nación, sino también cómo se preservan o contestan ciertos órdenes sociales en el tiempo (Alonso, 1988; Lechner y Güell, 2000).
III. Tres comisiones emblemáticas en Colombia que revelan tanto como ocultan: un ejercicio comparativo De las más de once comisiones de estudio e investigación extrajudicial de las violencias de impacto nacional y local que pueden documentarse en el país entre 1958 y 20077 tres de ellas resultan emblemáticas en el proceso de representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra en el país. La primera de estas experiencias 7 Para una ampliación del tema se recomienda Jaramillo (2010).
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es la denominada Comisión Investigadora, creada en 1958 en los albores del Frente Nacional, por un decreto militar. Esta experiencia, estuvo orientada básicamente por dos fines políticos esenciales, en un contexto de transición. De una parte, realizar una radiografía local y nacional de la Violencia en un país desangrado por la confrontación bipartidista desde finales de los años cuarenta; de otra, proporcionar insumos prácticos para adelantar procesos de pacificación y rehabilitación en las zonas afectadas. Aunque nunca generó un informe oficial sobre lo sucedido, si fueron numerosas las noticias de prensa que llegaron al público de entonces, sobre lo que acontecía con esta Comisión y sobre su trabajo en las regiones; también lo fueron los informes verbales entregados por los comisionados al gobierno de Alberto Lleras Camargo, primer gobierno del Frente Nacional. Cuatro años después de finalizada la labor de la Investigadora, gran parte de sus hallazgos serían consignados, por un sacerdote que hizo parte del equipo comisionado, un sociólogo y un abogado (que no hicieron parte de la Comisión), en un libro que causó gran impacto y que llevó por título La Violencia en Colombia (1962-1963). Aunque entre la Comisión y el libro no puede establecerse una estricta conexión, si puede decirse que ambos fueron determinantes para comprender la transformación del orden de las representaciones sociales y políticas que conllevó la Violencia. En resumidas cuentas, si la Comisión fue una tecnología de trámite para las secuelas de la Violencia, el libro fue la plataforma académica que reveló etnográfica y sociológicamente sus manifestaciones en las regiones. Ahora bien, la Investigadora funcionó muy bien en su momento en medio de la transición de la violencia bipartidista, posicionando unas narrativas institucionales y temporales, cuyas vetas y aristas resuenan hasta el día de hoy. Así por ejemplo, contribuyó a la construcción de una génesis explicativa de la Violencia, en la que asumió que como no había un comienzo claro para ella, las responsabilidades sobre el desangre podían diseminarse en toda la sociedad. En su lógica, un cáncer generalizado ameritaba un remedio generalizado. Si la Violencia había sido responsabilidad de todos, la Paz sería igual tarea para todos. De igual forma, permitió la realización de un diagnóstico de la situación presente del desangre regional en medio de un orden político históricamente turbado, contribuyendo como medida excepcional pacífica a controvertir las medidas excepcionales violentas de los gobiernos anteriores. Es decir, transmutó la paz militar en paz cívica. Además, posicionó unos discursos de futuro, cifrados en la idea del nuevo comienzo para la nación, bajo la lógica del ideario de la “gran operación de paz” en las regiones, que lavaba por abajo, con dosis de ingeniería social y micropactos entre los guerreros, la conciencia de una macropolítica que por arriba buscaba pactar olvidos hacia futuro. La Investigadora realizó todo ello, enfrentándose a tres grandes retos: investigar, recomendar y normalizar. Además su labor no puede comprenderse hoy sino como parte de un mapa político muy conflictivo, no sólo porque la sociedad colombiana se encon-
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traba sujetada institucionalmente por el imaginario del orden público turbado debido al desangre regional, sino también porque la Comisión sería parte de una estrategia política mayor de concertación, de una política de élites y de caballeros como la del Frente Nacional. La Comisión sería en ese marco un escenario de personalidades notables con buenas intenciones en un marco político de élites con intenciones no tan diáfanas. En el concierto internacional el fantasma de la “lucha contra el comunismo” también resonaría por doquier dentro de esta estrategia de concertación de élites. No solo había que parar el desangre interno, sino también detener el fantasma rojo dentro de la casa. Nuestra hipótesis es que la Investigadora pudo haber contribuido en ambos sentidos. Hoy sabemos además, que el Frente Nacional aunque nombró una comisión de estudios, también permitió a los partidos políticos hacer concesiones de cierre frente a responsabilidades pasadas. Es decir, el Frente Nacional jugó con dos armas: la primera estuvo en cabeza de un órgano investigador cuya pretensión era realizar una operación quirúrgica sobre el pasado y suturar con modernización sus males en el presente y hacia futuro; la segunda, estuvo concentrada en los partidos, los gendarmes del pacto, que acordaron evitar juicios morales y políticos entre ellos en relación con el desangre. Así las cosas deberían estar muy atentos a controlar lo que la Comisión dijera y cómo lo dijera. Evaluada en el presente, debemos reconocer que esta Comisión a la vez que se convirtió para el país en un vehículo de narrativas sobre la Violencia, también posicionó ofertas de sentido temporal, que en diversos espacios sociales, si bien hizo operativa la macropolítica frentenacionalista, también fue revelando en parte, las ausencias históricas de pactos sociales incluyentes. Es decir, más allá de que tuvo o no controles por estar dentro de un pacto de silencio, también es cierto que logró articular una investigación del pasado, recomendar soluciones hacia futuro y normalizar situaciones complejas en el presente. Nuestra impresión hoy, es que la Investigadora resultó tan funcional como reveladora. Así, sin proponérselo de inicio y tampoco sin sospechar los políticos en que devendría ella, terminó convirtiéndose en una especie de “tregua” en medio de la guerra, para recordar un dolor sin cicatrizar aún, pero también para encontrar medidas de solución. Esta Comisión, sin avizorarlo, terminó por instaurar una especie de marco de sentido sobre lo ocurrido, que favoreció que ciertos sectores sociales pensaran y procesaran el pasado, el presente y el futuro nacional de una forma distinta. Pero un marco de sentido, que de todas formas fue controlado y editado por las élites, y en ese orden de ideas, así como reveló también ocultó aspectos decisivos de un momento de la historia nacional que transformaría el mapa de las representaciones sociales y políticas de los colombianos hasta el día de hoy. Un momento que además, aunque se leyó desde el Frente Nacional como concluido, se profundizaría y radicalizaría aún más en los años venideros, especialmente en los años ochenta.
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La segunda iniciativa emblemática fue la Comisión de Expertos del 87. Ella, aunque tuvo lugar en un contexto político posfrente, muy diferente a aquel en el que cobró vida la Investigadora, debió lidiar con varios de los legados de la política de concertación de élites. Entre ellos, la polarización del escenario de conflicto nacional y la ausencia de pacto social, cuyo desenlace a lo largo de varias décadas se tradujo en la profundización de la precariedad institucional y ciudadana. En ese sentido, la Comisión de Expertos nace en una escena de violencias discontinuas y diversas, que si bien no pueden ser consideradas como resultado directo y mecánico del Frente Nacional, este marco si es un factor coadyuvante en su desenlace al no lograr generar una mayor cohesión nacional. Ahora bien, si la Investigadora tuvo lugar en medio del furor de un gran pacto que pretendió derrotar la Violencia con más modernización, la Comisión de Expertos es demandada en ausencia de pacto y con violencias nuevas que no pueden derrotarse con modernización e ingeniería social. Precisamente, la búsqueda de respuestas a qué puede explicar y qué puede derrotar estas nuevas violencias, es lo que llevará a un estadista - técnico como Virgilio Barco, asesorado por un político - humanista como Fernando Cepeda, ambos amigos de las comisiones técnicas, a nombrar la que será la “comisión de expertos” por excelencia en el país. En ese sentido, podemos sostener hoy que la Comisión del 87, por tanto no replica ni se enmarca dentro de algo así como un “ideario”, pues no solo no existe, sino que además debe afrontar con prontitud la generación de una serie de recomendaciones para frenar o contener no una sino múltiples manifestaciones de la violencia, y con ello, tal vez, abrir la posibilidad de constitución de un nuevo arreglo de cultura democrática, que permita la superación de ese clima, en el mediano plazo. Como lo dijo un ex comisionado entrevistado en Bogotá, el propósito de esta Comisión será entonces “construir una agenda de lucha inmediata contra las violencias”. En ese sentido, no se edificó sobre la base de un “evangelio nacional compartido” a largo plazo como si lo hizo la Comisión del 58 al querer enmarcarse dentro de la gran “operación de paz”. Para la Comisión de los expertos todo estaba en ese momento por construirse en el presente y hacia futuro, y debía hacerse con premura. Todo estaría por hacer en un escenario tan confuso, no sólo para los comisionados sino para el país: desde el diagnóstico nacional y las recomendaciones políticas, hasta los arreglos institucionales que permitieran la sedimentación y concreción de lo sugerido. Precisamente, si la Comisión del 58 tuvo la misión de describir y contener los estragos de la violencia política bipartidista, trasladando a las regiones los idearios de futuro de pacificación y reconciliación, el propósito de la Comisión de expertos será más modesto por el contexto nacional donde se forja y la naturaleza misma de su mandato. Su objetivo es diagnosticar una realidad nacional, frente a la cual no hay un solo tipo de violencia o un número reducido de actores en contienda; tampoco hay un ideario de unidad nacional que permita su afrontamiento. Antes al contrario se demanda
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Cuadro 1. Comisiones: características, efectos y singularidades Nombre de la comisión
Características
Efectos políticos y/o sociales
Singularidad de su aporte
Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la violencia en el Territorio Nacional (1958)
- Decreto Presidencial de la Junta de Gobierno No. 0165 de mayo de 1958 - Función investigadora y mediadora - Su coordinador fue Otto Morales Benítez -Integrada por miembros de los dos partidos (liberal y conservador), representantes de la Iglesia Católica y del Ejército Nacional
- Cobertura Nacional - Se creó una Oficina Nacional de Rehabilitación - El material recogido sirvió para el libro: “La Violencia en Colombia” - Permitió la “amnistía” general para los responsables de los hechos crueles
- Impacto político y académico como primer diagnóstico oficial sobre la magnitud e intensidad de la violencia político -partidista.
II Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987)
- Gobierno de Virgilio Barco. - Su coordinador fue el historiador Gonzalo Sánchez - Función de diagnóstico y generación de recomendaciones - Integrada por “expertos” en violencia
- Cobertura Nacional - Produjo el informe académico “Colombia, Violencia y Democracia” - Primer “gran diagnóstico” de las “violencias contemporáneas” en el país - Recomendaciones se utilizaron en el diseño de políticas públicas
- Pluraliza las dimensiones objetivas de la violencia. Produce una tipología de las violencias - Genera un relato“explicativo” no “experiencial” de las violencias recientes del país. - Impacto a nivel de política pública, especialmente en temas de seguridad urbana.
Área de Memoria Histórica (AMH) de la CNRR (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación) (2007 a la fecha)
- Creado por mandato de la CNRR para contribuir a la reconstrucción de la memoria del conflicto, en particular los hechos asociados con los grupos armados ilegales en el marco del proceso de justicia y Paz - Conformado por un coordinador (Gonzalo Sánchez) y diecisiete investigadores, en su gran mayoría académicos. Está también conformada por consultores internos y externos.
- Cobertura Nacional - Han entregado varios informes sobre “casos emblemáticos” (Trujillo, El Salado, Bojayá, La Rochela, Bahía Portete, Informe de Tierras Caribe Colombiano y El Tigre). - Se espera tener a finales de este año un consolidado de otros casos emblemáticos que den lugar a un relato integrado del conflicto en Colombia (San Carlos, La India, Género,etc.) - Los informes generan recomendaciones para los procesos de verdad, reparación y justicia.
- Pluraliza las dimensiones subjetivas de la violencia y las dinámicas espaciales del conflicto. - Genera un relato“explicativo” y “experiencial” de las masacres en el país. - Otorga papeles cruciales, pero problemáticos dentro de la narrativa, al testimonio de la víctima y al del victimario.
Fuente: elaboración propia
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desde múltiples sectores, estrategias de unidad y solidaridad para combatir el crimen ordinario y el político, frente a los cuales parece el país encontrarse en un callejón sin salida; donde además, como era común escuchar por entonces “la impunidad reinaba sin cortapisas”8. Como bien sabemos hoy, este espacio de expertos, ya no de notables como lo fue la Investigadora, terminará por realizar un ejercicio taxonómico e higiénico de las múltiples violencias que azotaban por entonces al país, criticado pero al fin y al cabo ponderado como ejercicio necesario para el momento. Revelador de cosas, pero excesivamente tímido con otras. Si a los comisionados del 58 los caracterizó el prurito de los micropactos, a estos los caracterizará el prurito clasificatorio de las violencias, bajo el objetivismo científico, propio de la lectura de expertos que quieren posicionarse como “intelectuales para la democracia” y no como “demagogos de la guerra”. De esa apuesta saldrá precisamente el libro Colombia, Violencia y Democracia. Ahora bien, si los horizontes de futuro inherentes a la Investigadora fueron la pacificación política y la rehabilitación económica, con la Comisión de Expertos, asistimos a la producción de unos nuevos relatos de época asociados a la paz negociada, a la seguridad ciudadana, a los nuevos pactos de nación. Todos ellos propios de narrativas que coinciden también con un clima discursivo nacional e internacional que encuentra en la democracia el antídoto a la crisis de sentido de los ochenta. De otra parte, se deriva del trabajo de los expertos la generación de una lectura de la sociedad colombiana muy polémica para la época: la de una cultura de la violencia. Sin embargo, con esta Comisión se posiciona la idea de que para salir de ella, dado que el atavismo no debe condenarnos eternamente al laberinto de la guerra, basta con el remedio democrático. Cultura de la violencia y cultura democrática serán dos de las piezas claves del andamiaje arquitectónico de las narrativas y ofertas de sentido temporal y político de esta comisión, con repercusiones hondas en la interpretación de lo que somos ahora como nación. Evaluada en el presente, no podemos más que decir que esta Comisión fue básicamente un espacio de consejo técnico para un gobierno técnico con baños de humanismo, que no encontraba la salida a la crisis y que demandó la fabricación y entrega rápida de un informe especializado y propositivo. En una época en la que había una ausencia total de pacto nacional y múltiples violencias rondando la vida de los ciudadanos, los expertos tendrán su momento estelar para producir un flash analítico, que a la vez que lee lo que pasa, genera recomendaciones fáciles de digerir y operacionalizar en política pública. Recomendaciones que servirán para avalar decisiones gubernamentales en la destinación de fondos sobre problemas de seguridad y orden 8 Cfr. Pardo, R. (1987, mayo 10).Las muertes de la impunidad. El Tiempo.
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público, pero también que serán altamente funcionales al momento nacional, si se quiere “políticamente correctas”. Finalmente, tenemos la experiencia de Memoria Histórica. De entrada, esta subcomisión se inserta en el horizonte de un nuevo pacto político para el país: la Seguridad Democrática; pero también dentro de unas tecnologías burocráticas de trámite humanitario del dolor provocado por el terrorismo: la Ley de Justicia y Paz y la CNRR. Es decir, es bien diferente a la Comisión del 87 que funcionó en ausencia de un pacto incluyente para el país, teniendo estrictamente la función de diagnóstico y recomendación en un escenario de violencias múltiples. Pero es si se quiere relativamente cercana, aunque distante en el tiempo y con naturaleza y alcances bien diferentes, con la experiencia del 58 y su labor de investigación, recomendación y normalización dentro de un gran pacto político nacional que la alimentó. Ahora bien, su inclusión dentro de una doble lógica de macropacto político y de tecnologías burocráticas de trámite humanitario, le genera potencialidades al grupo, pero enormes contradicciones que devienen también en cuestionamientos a su labor. De una parte, está sujeta por un mandato político que demanda de ella la generación de una narrativa histórica integradora, que permita explicar, entre 1964 y 2005, el origen y desarrollo de los grupos armados ilegales que dentro de la lógica simbólica y altamente performativa de la Seguridad Democrática, son los únicos responsables de la desestabilización de la nación y la sociedad por la vía del terrorismo. De otra parte, están alimentados por un presupuesto ético, si se quiere un mandato de compromiso propio de unos intelectuales, que ya no son ni los “notables del pacto” como lo fueron los del 58, ni tampoco los “intelectuales para la democracia” como lo fueron los del 87, sino básicamente unos “activistas teóricos”. Es decir, son un grupo empeñado en reconstruir con cierta autonomía operativa y ética, pero también cierto prurito y rigor metodológico a partir de lo que ellos han denominado los casos emblemáticos, la memoria histórica del mapa del terror en las últimas décadas. En ese doble horizonte, Memoria Histórica ha sabido sortear su trabajo como un malabarista. Lo hace así, desde comienzos del 2007 y espera seguirlo haciendo hasta el 2012, cuando termine su mandato. Es decir, dentro de un horizonte político simbólico que edita la historia nacional como una historia de terrorismo, y un horizonte más operativo y ético para el grupo que los lleva a reconocer el conflicto histórico como constitutivo de la nación, pero que para ellos tiene una nueva lógica e impronta: las masacres de población civil. Así, el primer horizonte considera como necesarios y suficientes, mecanismos de justicia excepcional y transicional como el perdón alternativo, la reparación administrativa, la desmovilización y reinserción de los grupos armados, y una “narrativa más o menos fiel de su origen”; mientras el segundo horizonte despliega toda una estrategia de reconstrucción literal y ejemplar de ese mapa del terror provocados por los actores armados, incluyendo al mismo Estado.
Capítulo 1. Representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra en Colombia
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En términos generales diríamos que Memoria Histórica, acomete la labor de reconstrucción de ese mapa, en un nuevo escenario institucional para la activación de políticas de memoria para las víctimas. Lo hace, en medio de una guerra de masacres con altas dosis de políticas de silencio y de unos macrodiscursos que niegan la existencia de conflicto armado en el país. En este nuevo escenario, importan menos los proyectos de reingeniería social y modernización para las zonas afectadas y damnificadas, como se desplegaron a propósito de la Comisión del 58, o menos el discurso de la cultura de la democracia y la cultura de la paz como fue común a la Comisión del 87. Aquí lo que importa y demanda atención son los nuevos actores de la guerra: las víctimas indefensas y las comunidades victimizadas. En este sentido, más allá de todas las críticas reales y potenciales que puedan hacerse a Memoria Histórica, es innegable que por primera vez en Colombia, surge una preocupación institucional oficial por recuperar la memoria de esta guerra, priorizando las voces de las víctimas, sus relatos, sus lecturas del país y sus apuestas de futuro. Lo interesante a mediano y largo plazo sería poder conjugar la memoria emblemática que están reconstruyendo estos activistas teóricos con una memoria pública ensamblada por los ciudadanos. Frente a esto último serán decisivos los ejercicios de memoria no oficiales y las iniciativas no institucionales de larga data ya en el país, y a las que por razones de espacio no hemos dedicado atención en esta tesis. A diferencia de las anteriores comisiones, estamos ante una experiencia conformada de manera más heterogénea. Emergen también en el ejercicio reconstructivo, otras voces que no son las de personalidades públicas, las de los notables políticos o las de los expertos. No hay solamente un ejercicio de diagnóstico de la violencia política o de las violencias sociales. Creemos que hay también un diagnóstico que conjuga la macropolítica de la guerra, con la biopolítica de las masacres y que avanza hacia una micropolítica de las resistencias. Tampoco hablamos exclusivamente de un solo informe especializado, o de un libro memoria, sino de una serie de informes emblemáticos que mapean el terror y le otorgan un peso importante a memorias más plurales; para nuestro gusto, con un excesivo prurito clasificatorio aún. Además, al contrario de las anteriores experiencias, el clima de época que alimenta la tarea de Memoria Histórica, está plagado de diversas narrativas humanitarias y discursos transicionales, de los cuales no es fácil desprenderse hoy en el país, para tomar distancia crítica y objetiva sobre sus impactos y alcances. En esta experiencia en curso, la apuesta de recuperación de sentidos y de trámites institucionales de las secuelas de la guerra de masacres se está haciendo en medio de un conflicto que no cesa de mutar. Es decir, de uno que es altamente cambiante y relativo, que demanda una compleja apuesta ética, política y terapéutica por la memoria de las víctimas, los sobrevivientes, los familiares, e incluso los perpetradores, que vuelven en la narración de esos acontecimientos diez o quince años después de sucedidos. Precisamente a raíz de este trabajo de Memoria Histórica, se está imaginando un futuro nacional con lecturas distintas, dependiendo de los actores involu-
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crados. Así, desde el gobierno se está planteando como de reconciliación nacional y de cierre del ciclo del terrorismo. Desde los activistas teóricos, en este caso varios de los intelectuales que hacen parte de ella, se habla de memorias ejemplares de lucha contra el olvido que puedan devenir en la generación de escenarios muy focalizados de posconflicto. Y desde algunos sectores sociales, políticos, académicos y organizacionales preocupa que en el nuevo escenario de reconciliación solo exista un pasado editado, un presente amañado y un futuro forzado. Finalmente, en la medida que es un proceso reconstructivo en curso, está ya revelando un buen número de negociaciones y disputas surgidas desde distintos actores, frente a los alcances políticos, metodológicos y éticos que puede tener a mediano y largo plazo esta iniciativa.
IV. Nota final Nuestra lectura en este trabajo ha sido a partir de un ejercicio histórico - hermenéutico, camino que consideramos útil para entender cómo se representa, narra y tramita institucionalmente una guerra de largo aliento en el país. Quiero anotar finalmente que este camino también puede servir para analizar otros dispositivos y tramas, no sólo las comisiones y sus narrativas. Quizá sirva para examinar un poco más densa, acontecimientos histórica y socialmente en curso, en constante mutación y frente a los cuales la mayoría de nosotros que escribimos sobre estos temas, nos mostramos incapaces de trazar una distancia objetiva plena, como investigadores. En este sentido, una vía como la propuesta aquí involucra la posibilidad de “hacer sentido” sobre lo que desde hace mucho viene resultando “inefable”, “innombrable”, “innarrable” de esta guerra en Colombia.
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Capítulo 2
PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA Y ENSEÑANZA DE LA HISTORIA RECIENTE1 Martha Cecilia Herrera Cortés Profesora titular de la Universidad Pedagógica Nacional (BogotáColombia). Doctora en Filosofía e Historia de la Educación de la Universidad de Campinas–Brasil. Directora grupo de investigación Educación y Cultura Política. Miembro de la red de investigadores en Educación, Cultura y Política en América Latina.
Es criminal el divorcio entre la educación que se recibe en una época, y la época. Educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive: es ponerlo a nivel de su tiempo, para que flote sobre él, preparar al hombre para la vida. José Martí
Jeritza Merchán Díaz Co- Investigadora del grupo de investigación genocidio Político contra la Unión Patriótica. Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación, Cultura y Desarrollo de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del grupo de investigación Educación y Cultura Política, dirigido por Martha Cecilia Herrera Cortés.
Introducción El tema de la memoria se ha constituido en uno de los más acuciantes en la agenda pública en las últimas décadas, pautado por un momento histórico en el cual predomina la sensación de un presente que se escapa vertiginoso y cuyas líneas de continuidad con el pasado y el futuro parecen estar cada vez más desdibujadas. Ello ha traído como contraparte un sinnúmero de iniciativas con las que se pretende rescatar las memorias de actores y protagonistas de acontecimientos sobre la historia reciente, dentro de las cuales se inscribe el interés no solo por la narrativa o literatura 1 Este artículo hace parte de la investigación doctoral titulada Museo Virtual de Memoria de Tiempo Reciente. Conflicto Político Colombiano, llevada a cabo por Jeritza Merchán bajo la tutoría de Martha Cecilia Herrera, en el marco del Doctorado Interinstitucional en Educación, Universidad Pedagógica Nacional (Bogotá). El trabajo hace parte del proyecto Memorias de la violencia y formación ético política en jóvenes y maestros, del grupo de Investigación Educación y Cultura Política (Grupo A1 en Colciencias). Está financiado por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional, CIUP, para las vigencias 2011 y 2012 (código: DPG-267-11). En el proyecto se busca indagar sobre memorias de la violencia política y su incidencia en la configuración de visiones del mundo, de pautas de subjetivación y de aprendizajes ético-políticos en diversos escenarios de formación y socialización.
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testimonial, sino cada vez más por la pedagogía de la memoria y la enseñanza de esa historia reciente no solo de los países Latinoamericanos, sino de algunos europeos, asiáticos y africanos que ven marcada su historia por la violencia política, el genocidio y la vulneración derechos humanos. En el marco de las dictaduras o democracias “restringidas”, encontramos, entre otras, dos constantes; primera que buena parte de la producción narrativa ha estado motivada por la necesidad de denuncia y esclarecimiento de los vejámenes ocurridos, y segunda, la urgencia de encontrar posibilidades de recomponer sus historias socioculturales con miras a que hechos como los que las lesionan tanto, nunca se vuelvan a repetir, bajo el entendido que de esas huellas de dolor dejadas en el siglo XX y su significado en experiencias límites de terror y represión para sociedades concretas y para la humanidad en general, debemos aprender para evitar que se repitan. Conforme a estos criterios una pedagogía de la memoria ha de concebirse como espacio posible de circulación de las narrativas de estas realidades, identificando y dando a conocer procesos que admitan abrir las puertas del dolor en el presente con miras a reconfigurar el futuro, reconstituyendo y validando una memoria crítica, empoderada y pública, que se configure ya no desde un dolor impotente, sino uno proyectivo hacia la reparación integral y el derecho fundamental a la existencia, que como el deseo a la memoria se fundamente en “una consideración humana y temporalizada del sujeto constructor de significados con otros, [en donde]pueda facilitar los espacios para expresar las configuraciones de las identidades en devenir, devenir humano y justo como memoria cultural y memoria comunicativa” (Osorio, Rubio, 2006). Desde esta panorámica, se presentan algunas reflexiones sobre el auge y algunos puntos de debate de la memoria y su interés para la historia cultural de la educación.
I.
Las preocupaciones actuales por la memoria y el lugar de la historia cultural de la educación
En la segunda mitad del siglo XX diversas esferas sociales y de conocimiento vuelcan su interés hacia las modificaciones en la experiencia de la temporalidad humana: la eclosión de movimientos sociales y procesos de descolonización, discusiones sobre el genocidio nazi y acontecimientos históricos a él asociados, entre otros hechos históricos surgidos en distintas partes del mundo, incluido el continente latinoamericano, contribuyen a ello. Andreas Huyssen (2007) plantea que en las inquietudes contemporáneas por la memoria “lo que está en cuestión es una transformación lenta pero tangible de la temporalidad que tiene lugar en nuestras vidas y que se produce, fundamentalmente, a través de la compleja interacción de fenómenos tales como los cambios tecnológicos, los medios masivos de comunicación, los nuevos patrones de consumo y la movilidad global” (pp.28 - 29), fenómenos que han dotado de profunda
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inestabilidad el tiempo y fracturado el espacio en contraste a cómo eran percibidos en los siglos antecedentes al proyecto de la modernidad. Lo anterior ha traído, como contraparte, el miedo al olvido que ha tratado de ser conjurado a través de variadas estrategias de memorialización consistentes en erigir recordatorios públicos y privados (p. 24). Como uno de los recursos efectivos contra el olvido, la pedagogía de la memoria (ora desde la formalidad o la informalidad) dirige su interés hacia la formación de una “ciudadanía memorial” (Osorio, 2006), que pueda hacer exigibles, en primer lugar y a ejercer en etapas de consolidación de cambio (dictadura –democracia), la defensa y promoción de los derechos humanos y en busca de una construcción real de democracia. Los discursos de la memoria también han cobrado fuerza debido al surgimiento los movimientos sociales a favor de la descolonización, Pierre Nora anota que: “Las memorias minoritarias se originan principalmente en tres tipos de descolonización: la internacional, la cual permitió que las sociedades que estaban atrapadas en la opresión colonial tuvieran acceso a la conciencia histórica y a la rehabilitación (o fabricación) de las memorias; la descolonización doméstica de las minorías sexuales, sociales, religiosas y provinciales para las que reafirmar su “memoria” -de hecho, su historiaes un modo de hacer que su “particularismo” sea reconocido por una comunidad que les negaba ese derecho; y la descolonización ideológica, la cual reunió a las personas cuyas memorias habían sido confiscadas, destruidas o manipuladas por regímenes totalitarios”(2004, p. 3). La década del 80 es escenario de un gran brote de memoria, pues confluyen diversos acontecimientos que se convierten en referentes obligados de la historia reciente: intensificación de los debates sobre el genocidio nazi, en Europa y Estados Unidos; la caída del Muro de Berlín en 1989 y la reunificación alemana en 1990, entre otros; la cobertura mediática que se dio de estos hechos propició la discusión en varios países europeos, en Japón y en Estados Unidos en torno de las codificaciones de las historias nacionales elaboradas con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial (Huyssen, p. 15). Igualmente, las transformaciones en los países comunistas del Este europeo, la Unión Soviética, Sudáfrica, Ruanda, Nigeria animados por la búsqueda de legitimaciones de los nuevos órdenes sociales a ser instaurados o derruidos dieron pie a políticas de memoria y disputas en torno de ellas. En este periodo, también en América Latina, el tema de la memoria constituyó debates importantes en el seno de sociedades que se han dado a la tarea de revisar diversos aspectos sobre su pasado reciente (sistemas dictatoriales, etapas de transición, instauración de democracias). Aunque Colombia que no se ajusta a esta tipología, sin embargo, no hemos sido ajenos a estas dinámicas, porque la emergencia de memorias, la constitución de subjetividades y los procesos de subjetivación, ocurren en los distintos espacios en los que interactúan los sujetos y por ende se configuran experiencias e irrumpen nuevas significaciones sobre lo cultural, lo social y lo político,
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porque es “La diversidad de estrategias y tácticas de subjetivación operadas y desplegadas en distintas prácticas, en momentos diferentes y en relación con distintas clasificaciones y diferenciaciones de las personas” (Rose, 1998, p. 37), la que nos lleva a ampliar los escenarios para su estudio y las fuentes para su rastreo, rompiendo con la mirada restringida que permeó por largo tiempo la tradición investigativa, influenciada por la ideología de los Estados Nacionales y su intencionalidad de instaurar a los procesos escolares como los que monopolizaban la formación de los sujetos con perspectivas de homogeneizar pensamiento y dirigir el comportamiento de los “buenos ciudadanos” para que obedezcan y garanticen la permanencia del modelo régimen. En el caso de las memorias sobre la violencia política, los hechos estudiados en torno a la historia reciente de América Latina y otros países han dejado al descubierto la pluralidad y vigencia de múltiples esferas de socialización y subjetivación: cárceles, campos de concentración, cementerios ilegales, escuelas, familias, iglesias, medios de comunicación -prensa, cine, tv, radio, internet -, lugares memorialísticos, agrupaciones políticas y redes informales, colectivos artísticos, diversos espacios públicos de debate y confrontación, son espacios en donde concurren diversos actores, fuerzas sociales y narrativas que intervienen en la conformación de las subjetividades y de las memorias sociales que emergen sobre los acontecimientos vividos y sus formas de significación, instituyéndose como reservorios de aprendizaje social del pasado reciente de nuestro continente y otros escenarios geográficos, cuyo estudio debe ser incorporado en las agendas de la investigación histórica en educación desde una perspectiva cultural. Bajo este presupuesto, la pedagogía de la memoria, como lo anota Virno (2003) se proyecta como una de las posibilidades de validar lo humano en lo social y ser en su quehacer respuesta crítica del orden social en “contextos políticos de significación”, donde es indispensable configurar ciudadanías memoriales, constituidas por hombres y mujeres, sujetos también críticos, que deben desde la memoria viva, desnudar el potencial ideológico de toda estrategia totalizadora que legitime el olvido (Osorio, Rubio, 2006), con perspectiva de heterogeneización para la formación de ciudadanos críticos que se resistan a modelos políticos totalitarios y excluyentes. La historia y, como parte de ella, la historia cultural de la educación, intentan establecer las articulaciones entre representaciones e imaginarios con las prácticas sociales y ver su incidencia en la configuración de los sujetos en distintos escenarios de formación. En este sentido, la historia cultural de la educación resalta la centralidad de la experiencia para comprender las prácticas sociales y las formas de constitución de los sujetos, destacando el papel de la memoria y de la narración para la articulación y procesamiento de ésta, se trata según Popkewitz, (2003, p. 16) de “una comprensión del presente y de la memoria colectiva, como el entretejido de múltiples configuraciones históricas que establecen conexiones que configuran el sentido común”, al tiempo que lo cultural resulta “un término conveniente para pensar en las configuraciones
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y conexiones de aspectos colectivamente mediatizados del mundo y el conocimiento, en su sentido más amplio” (p. 48). Lo educativo alude a la forma como se constituyen los sujetos en una compleja interacción con otros sujetos y con los distintos dispositivos y estrategias puestos en juego para la transmisión, continuidad y/o transformación de los conocimientos disponibles en la sociedad, incluidos los referentes a la configuración de las subjetividades. En estos procesos intervienen diversas fuerzas sociales atravesadas por tensionalidades en las que están en juego relaciones conflictivas de saber y de poder. En síntesis, puede decirse que “las culturas de la memoria críticas de la actualidad, con todo su énfasis en los derechos humanos, en las temáticas de las minorías y del género y en la revisión de los diversos pasados nacionales e internacionales, están abriendo un camino para darle nuevos impulsos a la escritura de la historia en una clave diferente” (Huyssen, 2007, p. 36), movimiento dentro del cual se encuentra también inmersa la historia de la educación, en tanto se circunscribe en la constitución de subjetividades y en procesos de subjetivación.
II. Los tiempos polifónicos de la experiencia humana y el oficio del historiador Diversos sucesos ocurridos en el siglo XX han obligado a distintos sectores de la sociedad, a la academia y diferentes campos del saber, en especial a la historia, a reactualizar el interés por los aspectos referentes a la memoria y tratar de dar cuenta de los marcos sociales en los que está inscrita individual y colectivamente (Halbwachs, 1950). Pero no hay que desconocer que en ese interés histórico y para abordar esas inscripciones han sido trascendentes los aportes disciplinares de la historia cultural, la psicología social, la sociología y en general estudios de ciencias sociales, y cada vez más se hacen participes expresiones artísticas y comunicativas. También debemos señalar que además de reflexiones académicas y disciplinares, las luchas de los movimientos sociales en las que se reivindican derechos colectivos y se pugna por el rescate de memorias comunes que los legitimen, cuestionan las historias oficiales y la forma en que éstas han invisibilizado la existencia, acción y sentir de ciertos grupos sociales, políticos, étnicos que son, hacen parte y construyen historia. Es en este marco que la historia oral surge como una de las ramas historiográficas comprometida en hacer “una historia desde abajo” para recuperar la voz de los vencidos y resituar su lugar en la historia (Aceves, 2006). Igualmente, el giro cultural y lo que se ha dado en llamar el giro subjetivo, ocurridos en el campo del pensamiento social a partir de la segunda mitad del siglo XX,reevalúan las representaciones en torno a las certidumbres proporcionadas por los saberes científicos, incluso llegando a sospechar del estatuto disciplinar de la historia (Rioux, 1997, p. 355).
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Este conjunto de problemáticas propiciaron un amplio debate sobre las relaciones historia / memoria en el cual se tomó partido por una u otra categoría y se llegó a señalar la preeminencia de una de ellas sobre la otra, en especial cuando se trataba de asuntos referentes a eventos traumáticos. Autores como Paul Ricoeur (2004) abordan el problema desde las múltiples temporalidades de la experiencia humana sosteniendo que memoria e historia guardan entre sí nexos complejos, en la medida en que tienen en común la preocupación por el pasado y pugnan por establecer sentidos en torno a él; esto lo lleva a tener una posición crítica sobre la memoria y sobre su propio oficio como historiador. El debate entre historia y memoria no ha sido propiamente conciliador; no obstante, es preciso señalar que la eclosión de la memoria y la serie de discursos y prácticas que le han acompañado en las últimas décadas ha permitido si no romper, sí cuestionar algunos dogmas en el campo del quehacer historiográfico, algunas de ellos relacionadas con las maneras de concebir las temporalidades de la experiencia humana. Como mediadora de estas tensiones, precisamente la pedagogía de la memoria, se presenta como una posibilidad de abordar desde las prácticas de enseñanza (no necesariamente formales) esas historias temporales, referenciales, experienciales con perspectivas de abrirle, con otros sentidos, un futuro al pasado, es decir, haciendo emerger preguntas, manifestaciones, razones, pero también sentires que dialógicamente puedan encontrar en la enseñanza sobre el dolor, el padecimiento, la esperanza y las condiciones de exigibilidad de derechos a la justicia y la reparación, formas distintas pero legítimas de abordar y tratar de resolver la pregunta fundamental de lo humano, interrogante y propósito que en todo espacio y tiempo se ha hecho la educación.
III. Las narrativas de memoria como acción educativa Atentas a los planteamientos de Graciela Rubio sobre la historicidad y temporalidad de los sujetos, podemos decir que siempre estamos abocados a ser transformados y ser transformadores de esas coyunturas existenciales que están afectadas por una historia que hemos heredado, pero que a la vez estamos haciendo y que somos capaces de transformar y prospectar; en este sentido, estamos convencidas que el proceso de enseñanza y las prácticas pedagógicas pueden ser pensadas como estrategias eficaces de transmisión de las memorias del pasado reciente (visibilizar lo inmemorable por la historias oficiales), pero también entenderse y asumirse como posibilidades de análisis de esos discursos y prácticas de memorias que están disponibles, que circulan y que nos rodean como sujetos y actores sociales del presente, pero con una herencia histórica definida por disputas políticas, culturales y sociales donde los individuos, los grupos, las instituciones participan y construyen sentidos e interpretaciones que nunca son definitivas ni se clausuran, porque constantemente se están delineando en el marco de luchas y de relaciones de fuerza, que mutan y se
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transforman a lo largo del tiempo histórico, cristalizándose en algunos momentos en relatos que logran grados de legitimidad social (Rubio, 2007, p.1). La pedagogía de la memoria debe nutrir evocando el reconocimiento de las huellas de esperanza en la historia, a través de un proceso de reflexión acerca del sentido humano, es decir, orientando su quehacer a rescatar y explicitar los olvidos para recordar aquello que se ha sumergido pero que está latente en la historia, y sin obviar el rigor investigativo, poder desde una crítica de la memoria, escuchar la voz y otorgarle la palabra a los silenciados y hacerlos palabra evocada en un tiempo, el tiempo de los testigos, de los que cuentan, de los que testimonian, de los que narran y también de los que callan, para visibilizarlos y hacerlos públicos, a ellos, a sus vivencias, a sus historias, a sus contextos, para recuperarlos del olvido impuesto. Esa recuperación atiende a situarlos en un espacio, en un tiempo, en unas dinámicas socio-culturales, en un horizonte ético y político, porque sus relatos los configuran a ellos y nos reconfiguran a nosotros mismos al redimensionar nuestra humanidad en procesos históricos, porque a través de sus testimonios narrativos emanan nuevas palabras (no exclusivamente lingüísticas) que les y nos otorgan un sentido que proviene desde el olvido y el silencio, pero que los y nos resignifican, cuando su experiencia vital se hace pública, pues esta liberación de los recuerdos, fortalece la vivencia democrática como un espacio en que el otro se ha religado, en tanto, aprender a hacer memoria es aprender otras palabras. La producción de la narrativa testimonial, documentalismo, historia oral, ficción documental, testimonio / testimonialismo, literatura de resistencia (Moraña, 1997, p. 5), esta polisemia es un indicador de la amplia gama que abarca este tipo de producción y las dificultades de su tratamiento historiográfico, pues sus diversas acepciones denotan, a su vez, la naturaleza híbrida que le es característica, pautada por el entrecruzamiento de memoria e historia, ficción y realidad, escritor/investigador y testimoniante; su uso y valoración como fuente cobra vigor hacia la segunda mitad del siglo XX al poner de manifiesto esas otras palabras y referirse a elaboraciones basadas en una declaración dada por un testigo, o alguien que le represente, sobre acontecimientos de carácter social e histórico específicos. Arfuch (2002) se refiere a la amplia gama de registros que dan cuenta de la intencionalidad de visibilizar las experiencias de los sujetos, denotando su importancia para el análisis cultural y educativo, campo de posibilidades que circunscribe a lo que denomina espacio biográfico, en donde se privilegia lo vivencial, lo íntimo, lo privado. En el campo de la investigación social se está haciendo un uso prolífico de la narrativa testimonial, en unos casos para utilizarla como fuente que ejemplifica los análisis sobre algún fenómeno específico a ser estudiado, o en otras para tomarla como centro mismo de la investigación. En este sentido existen posicionamientos diferentes respecto a cómo deben ser usados los testimonios de esa “memoria de la memoria” y el lugar que ocupan quienes trabajan con ellos, los siguientes son apenas algunos referentes:
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Luego de la Segunda Guerra Mundial y el reconocimiento del genocidio contra el pueblo judío, lo dispuesto en reparación por el Tribunal de Núremberg, lo establecido por diferentes organismos defensores de Derechos Humanos y en particular la creación del Estado de Israel, inciden sobre la orientación de políticas educativas relacionadas con recuperación, divulgación y circulación en torno a este hecho traspasando las fronteras (comunidad judía) no solo para que lo ocurrido contra este pueblo no vuelva a repetirse, sino para sancionar cualquier acto de discriminación contra él. Sobre el genocidio nazi contra los judíos diversas Fundaciones y Organismos han puesto su empeño en la implementación de modelos y herramientas pedagógicas (cine, museos de memoria, libros, revistas, cartillas) con el fin de que haya más canales y fuentes que permitan a las viejas generaciones “no olvidar” y las presentes “saber” y a unas y a otras “trasmitir” y así garantizar la no repetición. Experiencias en construcción como la española que en 2008 con la ley de la Memoria Histórica, reconoce, amplía derechos y establece medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura, además de otros procesos de recordación, donde el sector educativo ha sido considerado con especial interés puesto que fueron muchos los profesores y profesoras abatidos por el régimen franquista, además contemplar desde la implementación de programas de comunidades familiares de educación,deberes de la memoria en la educación, nuevas miradas historiográficas sobre educación, pequeña memoria recobrada, libros infantiles del exilio del 39, entre otras estrategias para enseñar la historia de su pasado reciente (Pinedo, Álvarez, 2006). En Ruanda, tras los acontecimientos dramáticos suscitados en 1994 por el genocidio permitido y auspiciado por Bélgica (colonizador), al tensionar las relaciones milenarias que antes existían entre Tutsis y Hutus, convirtiendo a los primeros en élite e inculcar en la noción colectiva su superioridad no solo espiritual, sino económica, política y étnica, lo cual propició el odio de los Hutus hasta llevarlos a cruentos enfrentamientos en una guerra sin cuartel que dejó en cien días más de un millón de muertos e incalculables heridas sociales, emocionales, materiales, individuales y colectivas; en este contexto el sistema escolar fue material y estructuralmente arrasado, numerosos profesores se murieron o se fueron al exilio, las escuelas destruidas, los estudiantes masacrados y la totalidad de la población desescolarizada. Solo hasta 1995 comienzan a reconstruirse algunas escuelas para la población menor, bajo la influencia de la iglesia y en esa reconstrucción la enseñanza de su historia presente ha sido fundamental para tratar de rehacer lazos y espacios de convivencia entre Hutus y Tutsis que ahora se reconocen como Ruandeses (AIF, 2007). En Camboya, el sistema educativo desde la oficialidad se ha utilizado para difundir a los estudiantes, a la comunidad, a los turistas el genocidio cometido por los Jemeres Rojos, las escuelas son un lugar indispensable para que no se olvide ese acontecimiento, con lo cual se pretende bajo la forma de eslogan interiorizar en el imaginario este capítulo
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de la historia reciente; sin embargo, en este interés hay también un objetivo de ruptura con los antecedentes que generaron estos crimenes, evidenciando la manera en que la educación puede ser utilizada como herramienta de evocación y olvido de lo que se considera memoriable y no memorable; ahí que una reestructuración de los programas de estudio se orienta a lograr que la población joven e infante conozca los detalles del régimen genocida (1975-1979), sobre el que hasta hace poco no se enseñaba formalmente, sino por tradición oral y fuera de los establecimientos educativos (Carmichael, 2009). América Latina también presenta puntos emergentes de memoria de historia reciente que nos permite nuestra reconfiguración como continente y como sociedades, oraapabulladas por las dictaduras, ora en transición, por lo menos desde lo formal, paratransitar hacia la consolidación democrática. En estos procesos el ámbito educativo ha estado presente, por ejemplo, en Argentina el programa Educación y Memoria, el Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, han pretendido impulsar la recuperación de la memoria sobre los acontecimientos de la última dictadura militar y fortalecer los lazos que vinculan la experiencia pasada con los sentidos del presente y el futuro, en un ambiente de democracia y respeto a los derechos humanos. Esta iniciativa, aseguran, parte de una concepción amplia de la memoria, es decir, como una práctica que comprende un conjunto de acciones materiales y simbólicas tendientes a construir una narrativa de lo sucedido, la cual se orienta por las necesarias preguntas del presente y desafíos urgentes de respuestas para consolidar un futuro proyectado bajo los criterios de convivencia, respeto y afianzada democracia (Jelin, Lorenz, 2004). Guatemala, nos muestra que las consecuencias destructivas dejadas por más de 30 años de guerra interna y el hecho de ser un país mayoritariamente indígena incide para que los problemas en la calidad educativa aumenten, pues a la escasez de maestros bilingües, se suma la inasistencia tanto del cuerpo docente como de estudiantes por no tener condiciones para su permanencia o movilización a todos los lugares; así que además de requerir procesos de formación que generen aprendizajes, sobre saberes específicos de la comunidad, les urge trabajar en el desarrollo de metodológías que permitan abordar, como temática dentro del proceso educativo, la memoria histórica vinculada a la guerra y a la violencia sexual contra las mujeres; la exclusión de los idiomas indígenas; la ausencia de coherencia entre contenidos y contexto, la ausencia de vínculos entre docentes y comunidades, entre otros los graves problemas socioeconómicos que requieren un sistema educativo que los contemple, los analice y se oriente a solucionarlos en parte formando tanto al profesorado como estudiantado de educación básica y de institutos; elaborando guías didácticas para unos y para otros y sensibilización social sobre la memoria histórica y la violencia ejercida sobre todos los sectores de la población, todo ello con el ánimo de cumplir el principal objetivo: promover una nueva convivencia basada en el respeto y valores orientados a la construcción de la paz (Leal, 1997).
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El caso colombiano se presenta en un contexto político en donde los intentos de solución a un conflicto de larga duración no se han dado, de ahí que no haya políticas oficiales para que la educación implemente en sus modelos, leyes y reformas, el estudio del conflicto, ni mucho menos estrategias pedagógicas de trasmisión de memoria y propuestas de reparación. Por el contrario en escenarios concretos, los programas escolares o intereses de docentes que lo han querido hacer muchas veces son criminalizados tanto por la justicia estatal como por ejércitos privados sindicándolos otrora de subversivos ahora de terroristas, es decir, también el ejercicio y desempeño de quienes enseñan son parte en el conflicto. Aunque desde su constitución como República, Colombia se ha denominado democrática y desde 1991 pluriétnica y multicultural, la circulación de diferentes saberes, cosmovisiones, conocimientos y formas de vida, la guerra general, el control de zonas por fuerzas específicas que se alternan el poder, la imposición de un discurso oficialista, ni siquiera posibilitan las discusiones sobre el papel de la educación como vehículo de procesos de memoria y por ende de recomposición social. Este interés ha sido de la academia, de diversas investigaciones promovidas por ONG, por organizaciones cívico-culturales, interesadas en promover estrategias de educación de la memoria, educación para la paz, educación para la reconciliación, educación para restablecer tejido social, sin embargo, se ven abocadas a implementar sus modelos didácticos y pedagógicos de manera extracurricular o en programas de educación informal. No obstante este panorama, hoy la Ley de Víctimas, Art.149, ordinal e.) dice que el Estado Colombiano adoptará, entre otras, como garantías de no repetición la creación de una pedagogía social que promueva los valores constitucionales que fundan la reconciliación en relación con los hechos acaecidos en la verdad histórica, esa que todavía no conocemos, porque las voces de las víctimas no se han escuchado, ni siquiera para la promulgación de dicha ley.
IV. Narrativas testimoniales de la memoria El horizonte para la construcción o consolidación de la democracia se despeja cuando las sociedades se fortalecen y reconstruyen conociendo y reconociendo sus historias, y, como ya se ha señalado, la historia viva, narrada, sentida y testificada, es la memoria; entenderlo así es propiciar la consolidación de esa ciudadanía memorial y por ende democrática, pues sociedades capaces de contar verdades, aplicar justicia, reparar daños y pactar “Nunca Más”, estarán preparadas para asumir el olvido, no impuesto sino consensuado y necesario para seguir viviendo. Esa construcción de ciudadanía depende en mucho de la reconstrucción ética de su discurso; el dar sentido a las palabras acalladas, el otorgar voz a los silenciados implica que un proyecto social democrático configure escenarios de comunicación y de enseñanza.
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Entender que una pedagogía de la memoria requiere analizar críticamente la “memoria de la memoria”, es entre otras cosas, abordar la producción narrativa y gramatical de esas memorias, lo que puede hacerse desde prácticas conservadoras y convencionales o por el contrario puede asumirse desde espectros transformadores, es decir, podemos seguir imaginando que nuestra historia nos la narran discursos, contenidos, simbologías y medios de transmisión de un sentido de pasado y siempre de futuro con un discurso emanado desde la oficialidad; o por el contrario debemos asumirla, conocerla, reconstruirla y accionarla desde el presente sin desconocer el pasado pero proyectando el futuro, lo que implica incluir diversas voces que recuerdan, nombran, significan y le dan sentido a un pasado individual pero con un fondo de experiencia y vivencia de presente colectivo. Así que una pedagogía de la memoria es indispensable para trascender de esos olvidos patológicos a unos olvidos que transiten socialmente por la memoria, la historia y la política, de hecho por eso exige nuevas formas de enseñanza que gesten transformación de mentalidades, ejercicio de justicia y materialización de derechos, el de la memoria como patrimonio de los pueblos, por supuesto; pero al tenor de éste los concomitantes fundamentales, colectivos y sociales, pues el hacer, rescatar, promover, disputar y enseñar memoria implica necesariamente transformar el pensamiento de los sujetos, pero también las estructuras sociales, políticas y culturales donde éstos conviven; no pueden proyectarse ciudadanos demócratas bajo regímenes antidemocráticos; hombres libres bajo las ataduras de la tradición de política excluyentes; sociedades justas bajo mantos totales de impunidad. Una pedagogía de la memoria tiene como propósito rebasar la evocación del recuerdo y dinamizar procesos de transformación integral del ser humano, de sus pactos sociales, de sus entornosculturales y de sus formas de interrelación vital. En América Latina la pedagogía de la memoria y la enseñanza de historia reciente deben incluir las distintas narrativas que dan cuenta de las prácticas de terror impuestas por las dictaduras en el Cono Sur y de otros gobiernos con democracia restringida. La gama de aspectos a considerar sobre cómo se dieron estas prácticas y los distintos puntos de dispersión y fugas que encontraron las subjetividades sometidas a ellas, encuentran formas de expresión en las narrativas testimoniales que empezaron a circular nutriendo las memorias sociales sobre los recuerdos y olvidos de quienes estuvieron inmersos en los diversos acontecimientos de violencia política que han marcado la historia reciente del continente. Víctimas, amigos, familiares e hijos de desaparecidos comenzaron a narrar sus experiencias, en un primer momento de manera fragmentada e inconexa y, en momentos posteriores, con formas más elaboradas y lenguajes cada vez más plurales, dando a conocer los dispositivos de represión puestos en marcha y las modalidades como los sujetos se enfrentaron a ellos y constituyeron sus subjetividades bajo su sombra, dejando entrever las múltiples temporalidades de la experiencia y los deslizamientos
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entre pasado, presente y futuro en la búsqueda de sentidos posibles de existencia. Igualmente tiene que asumir fuentes de enseñanza diferentes a las ofrecidas tradicionalmente y hacer de registros literarios, cinematográficos, artes plásticas, documentales y las diferentes formas de testimonios, los textos de consulta principales, porque atendiendo a lo dicho por Nora Strejilevich (1991) “La dictadura asesinó individuos, colectividades y movimientos sociales y separarse de ella presupone un proceso de reflexión y crítica basado en la memoria. Los testimonios son intentos de lidiar con la pérdida, no sólo de vidas sino de una forma de vida y entusiasmo. Si bien se elaboran desde la subjetividad, configuran la memoria colectiva ya que el testimonialista documenta una época, una cultura, una forma de resistencia, un imaginario” (p. 47) y en estos nuevos lenguajes narrativos se propende por establecer articulaciones entre los procesos de reconstrucción de las subjetividades afectadas y las nuevas generaciones que se buscan a sí mismas elaborando comprensiones y significaciones con base en esa memorias rescatadas de quienes fueron acallados por pretender sociedades distintas. Colombia esa pedagogía tiene que dar cuenta de que en contraste con los países del Cono Sur, este país no atravesó por períodos dictatoriales en las décadas del 70 y 80, pero sí contó con regímenes de democracia restringida en los que se ejerció la represión política por parte del Estado, en el marco de las Políticas de Seguridad Nacional implantadas por Estados Unidos para toda América Latina, y aunque se diga que ésta no alcanzó las dimensiones totalizantes de las modalidades impuestas en los países del Cono Sur en los que “la desaparición y el campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las formas de represión para convertirse en la modalidad represiva del poder ejecutada de manera directa desde las instituciones militares”, si ha generado muchas más víctimas. También debe poner en cuestión el hecho de que los países del Cono Sur lograron tránsitos, así sea problemáticos, hacia sociedades democráticas que permitieron enfrentar los problemas de la dictadura y llevar a cabo procesos de justicia y reparación social respecto a los hechos sucedidos en estas décadas y distanciarse de formas de gobierno dictatoriales como opción para la organización social; que no es este el caso de Colombia en el que los conflictos políticos generados desde la década del 70, han encontrado soluciones parciales y la mayoría de ellos se ha escalonado en las décadas subsiguientes, a la luz de las nuevas condiciones coyunturales y del surgimiento de nuevos actores. Así, en la actualidad se registra un conflicto armado irregular en el cual están comprometidos grupos guerrilleros, paramilitares, narcotráfico y fuerzas estatales que siembran el terror y la desolación en amplios sectores de la población. La guerra sucia, el terrorismo de Estado y la multiplicidad de actores del conflicto, han puesto en entredicho las características democráticas de las instituciones y sus dificultades para la tramitación de la violencia, así como las formas corrientes de comprensión de estos fenómenos por parte de la sociedad.
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En este contexto, las masacres y los desplazamientos forzados se han multiplicado sin despertar el rechazo y la indignación por parte de la sociedad, generándose más bien, al decir de los analistas, la indiferencia y el olvido. En este escenario, la narrativa testimonial ha encontrado diversos canales de expresión como parte importante de los vehículos de la memoria sobre acontecimientos referentes a la violencia política y a las disputas que se dan en torno a ellos, que al igual que lo ya señalado en otros ámbitos, se constituyen como fuente de enseñanza. Veamos algunos ejemplos al respecto. Vélez (2003) presenta un estudio sobre la literatura testimonial en torno a violencia y memoria a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI, interrogándose alrededor de la hipótesis corriente dentro de los analistas políticos sobre la falta de memoria de los colombianos respecto a hechos de violencia política y, por tanto, a la imposibilidad de elaborar duelos y relatos colectivos que permitan situar las vivencias en marcos de comprensión que viabilicen la reconfiguración de las subjetividades dentro de contextos sociales y culturales (Pecaut, 1998; 2004). Elvira Sánchez Blake (2010) analiza las tendencias de las narrativas de mujeres sobre el conflicto armado en las décadas del 80 y 90, clasificándolas en reportajes, autobiografías y narrativas mixtas. En esta tendencia la autora reseña dos trabajos escritos por María Eugenia Vásquez y Vera Grave, ex-guerrilleras pertenecientes al grupo M-19, movimiento que al igual que otros grupos armados de izquierda, firmó un acuerdo de paz, desmovilización y reinserción, a comienzos de los 90. Estas narrativas ayudan a reconfigurar las subjetividades de las autoras, a partir del examen de sus trayectorias biográficas y políticas, sometidas a las tensiones del nuevo momento en el cual sus identidades ya no están atravesadas por las armas como mediación para su accionar en el terreno político, pero necesitan encajar en ellas sus actuaciones pasadas a la luz del proyecto político de lucha por la justicia social al cual se adscribía su militancia, debiendo enfrentar, al mismo tiempo, los estigmas sociales que estas trayectorias acarrearon en su reinserción a la sociedad. “Entenderme como parte de una historia y heredera de una cultura, le imprimió valor a una actividad como la subversiva socialmente satanizada y, simultáneamente, le dio valor a mi vida” (Vásquez, 1998). También el genocidio de la Unión Patriótica ha contado con narrativas testimoniales en la apuesta por no dejar olvidar su memoria. Iván Ortiz y Jeritza Merchán (2006), reconstruyen la narración de Sebastián González, un miembro de la UP sobreviviente, bajo el convencimiento de que su historia personal como militante ayuda a reconstruir también la memoria colectiva de las luchas sociales por consolidar movimientos legales de oposición en el país. “Con lo ocurrido a la UP es muy difícil recuperar la confianza en un proceso de paz, puesto que los grupos alzados en armas siempre recordarán cuál ha sido la actitud del Estado colombiano cuando se trata de ejercer la resistencia desde lo político”, dice en uno de sus apartados el testimoniante (p. 65). Ortiz y Merchán también publican en el 2008 el texto Memoria Narrada, Narración de
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una historia, con base en testimonios, en su propósito de contribuir a crear memoria colectiva sobre este acontecimiento histórico. El Baile Rojo (2003), documental de Yesid Santos, cuyo título corresponde a uno de los cinco planes de exterminio diseñados para acabar con este movimiento político, recoge testimonios de víctimas y sobrevivientes del genocidio, buena parte de ellos en el exilio. También Simón y Moruno llevaron a cabo un documental, Volver a Nacer (2008) en torno a los testimonios de 20 exiliados en España. Estos dos documentales fueron publicados también como libros. Uno de los exiliados en España dice en el documental de Simón y Moruno: “Siento que tengo un vacío que todavía no lo puedo llenar sino cuando esté nuevamente en Colombia… Le digo a mis hijas: esperemos un poco, bajaré el perfil pero yo creo que yo nací con una enfermedad congénita que es lucha social y moriré con ella”. En el 2005 el gobierno nacional creó el Grupo de Memoria Histórica como parte de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), por medio de la Ley 975 que pretende “facilitar los procesos de paz y la reincorporación individual o colectiva a la vida civil de miembros de grupos armados al margen de la ley, garantizando los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación”. En este escenario, el GMH ha emprendido una serie de investigaciones y actividades con comunidades afectadas por el conflicto, procurando acopiar “diferentes memorias de la violencia, con un enfoque diferencial y una opción preferencial por las víctimas y por aquellas minorías que han sido suprimidas o silenciadas”, seleccionando casos emblemáticos de la violencia relativa al conflicto armado como son: El Salado, Bojayá, La Rochela, Segovia, Trujillo, entre otros (CNRV, 2008, p. 14). Los análisis hechos con base en estudios socio-históricos y en los testimonios recogidos giran en torno del esclarecimiento de los móviles de varias de las masacres (algunas de ellas relacionadas con el aniquilamiento de la UP y sus simpatizantes), señalando cómo en varias de ellas se puso en marcha una estrategia autoproclamada como contrainsurgente y alimentada en “una retórica de la purificación y la asepsia social que le sirve de legitimación frente a algunos sectores del entorno social” y cuyos objetivos eran el “sometimiento, desplazamiento y eliminación de determinados sectores de la población, o una determinada colectividad. Es la imposición a sangre y fuego de una determinada visión del orden o de la sociedad” (CNRV, 2008, p. 17). “Con el pretexto de una estrategia contrainsurgente se fundará en Trujillo una de las variantes del paramilitarismo: la alianza de agentes del Estado con actores locales o regionales, en este caso del narcotráfico, que perciben a la guerrilla como una amenaza a su poder (…) y que en su arremetida sangrienta la emprendieron contra inermes y humildes pobladores que no alcanzan a descifrar la irracionalidad con que se les perseguía” (CNRV, 2008, p. 17). “La historia y la memoria de Trujillo se pueden reconstruir y narrar hoy como un testimonio de impunidad acumulada y tolerada por el Estado y la sociedad colombiana” (CNRV, 2008, p. 301). A pesar de este diagnóstico el informe alude a una nueva coyuntura que pugna por posicionar los trabajos de la memoria en el espacio público: “Muchas cosas están pasando en Colombia hoy. Y
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una de las más importantes es que pese a las estructuras del miedo, las víctimas, la sociedad y las instituciones han comenzado a hablar. Es tiempo de hacer memoria” (CNRV, 2008, p.29). Entre 2005 y 2010 un grupo de organizaciones llevó a cabo un proyecto que convocó a varios sectores del país a contar sus vivencias sobre la violencia (www.desdeadentro. info). En el libro publicado sobre sus resultados se incluye, además de los relatos recogidos a través de procesos de intervención escritural y social, un análisis sobre las diversas narrativas del conflicto provenientes de la academia, la prensa y los medios, la investigación periodística, la televisión de ficción, el cine, así como de testimonios, biografías o literatura del yo. Al referirse a esta última categoría, los autores afirman que en la última década se impuso este género para contar la guerra, al cual han acudido tanto víctimas como victimarios.
V.
A manera de conclusión
Podemos aseverar que la violencia política, con sus modulaciones particulares en los distintos países, ha sido una de las problemáticas que ha marcado buena parte de las dinámicas sociales así como de las experiencias y la constitución de los sujetos en la historia reciente del continente y del mundo. Este contexto y su compleja problemática han propiciado interrogantes sobre las memorias en torno de estos hechos y de su incidencia en las sociedades, a la manera como estas memorias han sido transmitidas, preservadas y reelaboradas, al papel de los lazos generacionales en torno a ellas, a sus repercusiones en los procesos de formación de sujetos, así como al papel jugado por las instituciones educativas en la generación de prácticas relacionadas con políticas de la memoria. El análisis de las prácticas sociales sobre violencia política y las experiencias de los sujetos dejan ver las múltiples esferas de socialización y subjetivación que entran en juego en su constitución, dentro de las cuales se cuentan instituciones típicamente disciplinarias como cárceles, campos de concentración, escuelas, familias, iglesia, hasta espacios más difusos como los medios de comunicación, o esferas de participación política y cultural como agrupaciones y redes informales, o colectivos artísticos, así como los variados espacios públicos de debate y confrontación en los que las manifestaciones callejeras han tenido gran relevancia. La Memoria como campo de trabajo pedagógico gira en torno a la reconstrucción de sociedades que se han visto resquebrajadas y lesionadas por los conflictos de índole socio-política en los cuales se ha acallado física, simbólica, histórica y políticamente la voz de infinidad de sujetos, por eso es tan importante asumir el reto desde una pedagogía de la memoria para propiciar escenarios de reconfiguración en los que a partir de diversas narrativas se abran posibilidades de conocimiento, reconocimiento
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y transformación histórico-social; en donde seamos capaces de asumir el reto de dinámicas de investigación y enseñanza que intenten más la explicación de motivos que de causas y consecuencias intransferibles; en donde se propicien aperturas dialógicas que descentren los conceptos de razón y verdad impuestos desde la univocacidad de la fuerza de quien las impone (modelos políticos, económicos, ideológicos); que visibilice y reconozca desde la reflexión el descubrimiento de otros plurales étnica, política, socialmente y vitalmente. El reto implica tener claro que la enseñanza del pasado reciente, entre otros aspectos, debe provocar acontecimientos desde el quehacer pedagógico. •
Asumiendo que la disponibilidad para conocer el pasado supone la narración crítica de éste, para que su evocación en el presente reconozca las herencias de ese pasado, pero también las cercas del presente (qué se cuenta, cómo se cuenta; qué no se ha contado y por qué no se ha contado; desde dónde y hacia quienes se cuenta; PARA QUÉ se cuenta).
•
Rompiendo epistemológicamente con esquemas instalados de verdad, legitimidad, certeza, validez y fundamentaciones naturales de lo que ha sido y debe ser.
•
Abriendo posibilidades para reflexiones críticas desde lo ético y lo político sobre ese pasado reciente, de manera que las nuevas generaciones que están siendo formadas se asuman como ciudadanos partícipes de esas historias descubiertas, y no como meros observadores y escuchas pasivos de ellas.
•
Considerando que al enseñar los acontecimientos del pasado, éstos se deben reconfigurar en el escenario pedagógico, para darles sentido en el presente, no con el ánimo de alterar su verdad, sino para reinterpretarla y así otorgarle voz, imagen, lugar histórico a otros que han sido invisibilizados como sujetos vitales y presentes en la dinámica de esos acontecimientos que se quieren enseñar.
•
Entendiendo que el papel de la memoria tiene sentido político en tanto busca rememorar para transformar. Evocar para no olvidar. No olvidar para exigir justicia. Hacer justicia para sanar. Sanar para configurar otras formas de ser y hacer ciudadanos.
•
Teniendo claro que hacer memoria sobre los dolores y fracturas consecuencia del desconocimiento y la vulneración de derechos, implica construir historia sobre la exigencia, el respeto y la materialización de los mismos.
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Capítulo 3
PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA Y DE LA ALTERIDAD EN UN PAIS AMNÉSICO Y ANESTESIADO Clara Castro Trabajadora Social de la Universidad Nacional de Colombia. Integrante de la Corporación AVRE. Especialista en Actuaciones Psicosociales en Contextos de violencia política y catástrofes de la Universidad Complutense de Madrid. Estudiante de la Maestría en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional.
Piedad Ortega Profesora de la Maestría en Educación y de la Licenciatura en Educación Comunitaria con énfasis en DDHH de la Universidad Pedagógica Nacional. Doctoranda en Teoría de la Educación y Pedagogía Social de la UNED – España.
Pablo Vargas Psicopedagogo de la Universidad Pedagógica Nacional con estudios en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Estudiante Maestría en Educación. Becario de Colciencias. Investigadores del Grupo de Educación y Cultura Política Universidad Pedagógica Nacional
Entonces por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca. Primo Levi.
Introducción Esta ponencia se inscribe en una de las producciones del proyecto de Investigación “Memoria de la violencia política y formación ético- política de jóvenes y maestros”1 Proyecto agenciado por el Grupo de Investigación Educación y Cultura Política. Particularmente en este texto queremos presentar una reflexión sobre los sentidos de
1 Proyecto financiado por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional para la vigencia 2011- 2012. Bogotá.
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construir una pedagogía de la memoria y de la alteridad2 en la configuración de subjetividades afectadas por un contexto de la violencia política, al que además se le suman condiciones estructurales de exclusión y desigualdad en múltiples órdenes3. El texto se estructura en dos apartados: el primero referencia una cartografía sobre la violencia política en relación con el lugar de las víctimas en este contexto, y en el segundo se explicitan algunas problematizaciones en torno a la formación ética -política que posibiliten construir unos trazos sobre una pedagogía de la memoria y de la alteridad.
I.
Una cartografía sobre la violencia política y el lugar de las víctimas en este contexto “Los conflictos del presente no son conflictos con palabras y con argumentaciones. Son más bien conflictos mudos en los cuales los actos de terror sustituyen las palabras”. María Teresa Uribe.
En Colombia hablar de víctimas implica remitirnos a un contexto caracterizado por una prolongada situación de violencia política y conflicto armado interno, expresado en violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos, las cuales se han visto agravadas por el mantenimiento de condiciones de impunidad ante los crímenes cometidos. De esta manera, pensar en la construcción de una pedagogía de la memoria y de la alteridad nos exige ubicarnos en un contexto en donde sigue presente la amenaza, el silenciamiento, la estigmatización y la fragmentación social y nos invita a la realización de un ejercicio analítico en dos ámbitos de reflexión: el primero sobre los procesos de resignificación y dotación de sentido de los hechos por parte de las víctimas, y el segundo en relación a las condiciones políticas y sociales que posibilitan o limitan la emergencia de las narraciones y de la memoria. Se asume que la memoria es un elemento simbólico que dignifica a las víctimas y promulga en el conjunto de la sociedad el reconocimiento de su pasado, posibilitando la no repetición de los hechos que vulneraron los derechos fundamentales de la población, sin embargo, el contexto colombiano, continúa generando varias preguntas sobre los contenidos, propósitos y condiciones de los procesos de reconstrucción de 2 Los referentes de análisis se abordan desde la perspectiva de la pedagogía crítica en diálogo con la filosofía de la alteridad (Lévinas, Ricoeur y Arendt) y la filosofía de la educación (Bárcena, Mélich y Ortega). 3 La exclusión es el proceso de ruptura y quebrantamiento del vínculo social entre el individuo y la sociedad, se sitúa en dos procesos a veces concomitantes: la reclusión y la expulsión. La desigualdad implica un sistema jerárquico de integración social caracterizado por el hecho de que aún quien se encuentra en los últimos escalones está adentro y es indispensable. En Colombia, el incremento de las desigualdades sociales es el resultado de las transformaciones del mundo del trabajo, de la creciente concentración de la riqueza y de la redefinición del lugar de intervención del Estado en modalidades de asistencia mínima, donde las poblaciones de los sectores populares no cuentan con protecciones en todos los ámbitos; algunos reciben planes sociales, pero además de ser precarios son insuficientes y no acogen a toda la población.
Capítulo 3. Pedagogía de la memoria y de la alteridad en un país amnesico y anestesiado
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la memoria: ¿Cómo es posible que una persona sobreviviente elabore, resignifique y haga memoria, cuando para el conjunto de la sociedad muchas de las violaciones ni siquiera ocurrieron?, ¿Cómo posicionar las narraciones de las víctimas en espacios públicos cuando no hay garantías de seguridad y los crímenes continúan? y ¿Cómo hablar de memoria cuando el conjunto de la sociedad olvida fácilmente lo que ocurre en el país y naturaliza la violencia como una forma más de relación? Estos cuestionamientos orientan el interés de reflexionar sobre la memoria y la alteridad en las narraciones y las subjetividades que se producen en un contexto de violencia política, develando las siguientes problematizaciones: •
La negación de reconocimiento de las personas víctimas de violencia, que prevalece en medio de la continuidad de las violaciones a los derechos fundamentales.
•
Los procesos agenciados por las víctimas desde el reconocimiento de sus capacidades, asumiéndose como sujetos políticos y de derecho.
•
El valor ejemplarizante de la historia, no como un asunto exclusivo de las víctimas, sino como algo que compete a la sociedad en su conjunto, pues lo que se ha visto lesionado es en sí lo humano.
•
La desvergüenza existente en las estructuras subjetivas y sociales que tienen como efecto la desresponsabilización en los actos de violencia política en sus efectos de degradación social y política.
•
Las disposiciones, posiciones y actuaciones amnésicas de la sociedad colombiana.
•
El agenciamiento de proyectos de formación ético-políticos que no hacen reconocimiento del contexto de la violencia política.
De entre estas numerosas problematizaciones y otras más que emergen en el trayecto de la investigación misma, en el presente escrito nos permitiremos profundizar en las dos primeras, y a partir de ellas hacer alusión a las demás problematizaciones, que de seguro se traslapan y yuxtaponen entre sí. Antes de comenzar con este recorrido consideramos importante aclarar que las víctimas de violencia política, se constituyen en una categoría central del presente análisis, sin querer con ello afirmar que se caractericen por ser una categoría homogénea y monolítica. La diversidad étnica, cultural, generacional y de género presente en nuestro país plantea variables diferenciales para abarcar el análisis de la situación de las víctimas. No obstante, nos referiremos a las mismas ubicando algunos pun-
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tos comunes en los procesos de resignificación y dotación de sentido de los hechos violentos, teniendo como clave de análisis las condiciones sociales y políticas que posibilitan o limitan los procesos de memoria y alteridad. Negación de reconocimiento de las víctimas en un contexto de violencia política En Colombia las violaciones sistemáticas y generalizadas de los derechos fundamentales de la población, se han dado a través de crímenes atroces, que buscan acallar las voces de protesta y los procesos organizativos y de resistencia de sectores sociales con apuestas tendientes a la construcción de una sociedad diferente, basada en principios como la justicia y la dignidad humana. Una de las estrategias utilizadas en el contexto colombiano para este fin es la violencia política entendida como “aquella ejercida como medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad, o también con el fin de destruir o reprimir a un grupo humano con identidad dentro de la sociedad por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica, esté o no organizado” (CINEP, 2008, p.5). Dichas violaciones han estado soportadas en una lógica de negación de reconocimiento de los derechos de las víctimas, lo que se expresa en: •
Lecturas parcializadas, fragmentadas e inconexas de la historia nacional: Se habla de negación de reconocimiento cuando la historia oficial se agota en un recuento de fechas, héroes y batallas, así como en lecturas inconexas del conflicto armado y la violencia política que no logran dar cuenta de las causas, de las intencionalidades y de la sistematicidad de los hechos atroces y tampoco de los impactos generados en la población, más aún, cuando “la historia (…) se puede considerar como una institución destinada a manifestar y preservar la dimensión temporal de los órdenes del reconocimiento” (Ricoeur, 1997, p.34).
•
Reconocimiento de algunas víctimas y negación de otras: Se niega igualmente el reconocimiento cuando es más fácil reconocer las víctimas de la insurgencia, que aquellas víctimas de crímenes de Estado. De esta manera, en el país es posible hablar y reconocer el secuestro y el desplazamiento forzado, pero poco se habla en la historia y desde el discurso gubernamental de crímenes como la tortura o la desaparición forzada, con fines de eliminación de organizaciones sociales y partidos políticos de oposición en donde las fuerzas del Estado tienen una responsabilidad.
•
El desconocimiento de la legitimidad del accionar de hombres y mujeres pertenecientes a movimientos sociales: La participación en organizaciones sociales, defensoras de los Derechos Humanos, sindicales, estudiantiles, procesos de
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resistencia civil y defensa del territorio o en partidos políticos de oposición ha sido vista históricamente desde el Estado como un accionar proclive o auxiliador de la insurgencia. Esta relación se traduce en una justificación que se ha extendido por varios sectores de la sociedad y esconde el desconocimiento de los sujetos como seres humanos e interlocutores válidos, que han optado por esta opción política y de vida. Esta justificación hace que las personas con estas opciones sean consideradas como enemigos internos, desconociendo el carácter civil de sus propuestas y la legitimidad de su accionar, lo que conlleva a que sean declarados como objetivos militares debido a sus ideas reformistas, que pueden poner en riesgo el statu quo; y de esta manera, al ser despojados de su “rostro” pueden ser fácilmente exterminados. •
La negación de los derechos fundamentales cuando las víctimas se revictimizan: La sevicia con la que se han cometido muchos crímenes en Colombia da cuenta del proceso de deshumanización al que se ha sometido a la población. Esta situación se complejiza cuando las víctimas vuelven a ser objeto de persecuciones, amenazas o de nuevos crímenes, por abanderar procesos de exigencia y reivindicación de sus derechos, lo que causa una situación constante de incertidumbre y propicia un contexto de re-victimización.
•
Reducción de los derechos de las víctimas – No reconocimiento de su integralidad: Esta negación se ubica en el plano de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación, en la medida en que se ha privilegiado la indemnización económica a las víctimas, sobre propuestas reales de reparación integral que busquen en alguna medida resarcir los daños ocasionados por los hechos violentos, esclarecer lo sucedido y sancionar penal y moralmente a los responsables, en aras de que estos crímenes no se vuelvan a repetir en la historia de nuestro país y de que existan garantías para la organización y participación social y política.
Ante estas expresiones, la lucha emprendida por las víctimas cobra toda su vigencia, pues confronta a la sociedad con la indignación que produce la injusticia, la desigualdad y la ausencia de respeto a la dignidad humana, planteando como exigencia ético-política el reconocimiento de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación no como un asunto que compete únicamente a las víctimas, sino como propuestas de reivindicación y reconocimiento colectivas que propenden por cambios estructurales para superar el mantenimiento de la violencia en nuestro país. Es por esto que se hace necesario analizar las capacidades de las víctimas y su reconocimiento como sujetos políticos y de derecho.
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El poder decir y poder contar y contarse4: Capacidades de las víctimas en medio de la violencia política Las capacidades de decir, contar y contarse, retomadas de los planteamientos de Ricoeur en la “Fenomenología del Hombre Capaz”, permiten la reflexión sobre los procesos de reconocimiento de recursos propios de las víctimas y las posibilidades de acción a través de un marco de comprensión e interpretación que trasciende su caso particular y que comienza a hilar intereses y estrategias que se expresan en casos concretos, pero que hacen parte de acciones sistemáticas y generalizadas. A continuación algunas reflexiones sobre las posibilidades de dichas capacidades: •
El poder decir: Conlleva el uso de la palabra, (…) parte de la pregunta “quién habla”, en donde se explicita el agente de la enunciación (…) en situaciones de interlocución en las que la reflexividad contemporiza con la alteridad: La palabra pronunciada por uno, es una dirigida a otro; además puede responder a una interpelación que le haga otro. (Ricoeur, 2006, p. 128)
La violación de derechos fundamentales a partir de hechos violentos trae consigo la imposición del silenciamiento por medio de la implantación del terror. Esta imposición tiene varios propósitos: •
La eliminación de procesos de exigencia y reivindicación de derechos (organizativos, artísticos, políticos, de diversidad sexual, entre otras) para desdibujar la denuncia ante la injusticia, la desigualdad y la exclusión.
•
El silenciamiento posterior ligado a la imposibilidad de decir qué fue lo que sucedió y quiénes fueron los responsables de los hechos, a causa de miedo a nuevas retaliaciones que coloquen en riesgo a otras personas de la familia o del colectivo social.
•
El silenciamiento de la comunidad y en última instancia de la sociedad, expresado en la imposibilidad de hablar de lo que está sucediendo o de nombrar en voz alta el actor armado que hace presencia en determinada zona.
4 Es importante señalar que en la narración de las víctimas se pone en escena un recurso terapéutico de gran relevancia, Para esta propuesta se retoman también algunos planteamientos presentados por J. A. Miller en “Introducción al postanalítico”, del texto “El peso de los ideales”, editado por Paidós en 1999. Aunque son referidos a la noción de conversación en el contexto de una institución psicoanalítica, se considera que pueden servir de apoyo para lo que aquí se está proponiendo en abordajes pedagógicos –de hecho Paul Ricoeur también traslada la terapia psicoanalítica sobre el duelo al plano de la memoria colectiva-. Principios orientadores como que i) la conversación supone una comunidad de experiencia, ii) la comunidad de experiencia es una experiencia hecha de vínculo social, y iii) no hay otro saber que el saber de la búsqueda de un “siempre por decir” que no se agota en lo dicho, son pilares valiosos para elevar el significado de la narración a la luz de la memoria, la violencia y la justicia.
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Bajo esta lógica la denuncia y la visibilización de las atrocidades y en consecuencia la participación en organizaciones sociales son vistas como acciones que generan riesgo. A esto se suma la desconfianza impuesta por el hecho violento, como manifestación del impacto individual y colectivo, perpetúa este silenciamiento, en la medida en que se crea un ambiente en el que no se sabe quién es el otro, por ejemplo por el hecho de permanecer en el lugar de origen tras la violación y no poder hablar por la presencia de actores armados o por las relaciones que estos establecen con la población civil para extraer información. Pero entonces ¿Cómo es posible retomar esta capacidad de decir? La posibilidad de encuentro con otras víctimas, que han vivido situaciones similares, ya sea en espacios organizativos o comunitarios, posibilita la construcción de confianza, apoyo y cercanía en medio de la imposición del silenciamiento y la fragmentación. Este poder decir lo que sucedió y darse cuenta que no sólo le pasó a un individuo, sino a muchas personas más, permite una comprensión más amplia de las intencionalidades de la violencia y restablece a través del tiempo la relación con el otro como un interlocutor, que me escucha y me interpela5. Pensar en el poder decir y sus implicaciones en escenarios de argumentación política implica comprender esta capacidad como una estrategia para devolverle la voz a hombres y mujeres que han sido acallados por hechos atroces, evitando aumentar el riesgo, para las mismas, en las condiciones actuales de contexto. Esto conlleva a que las víctimas y sus organizaciones contemplen la adopción de medidas de protección y autoprotección que partan del análisis de las condiciones sociales y políticas que favorecen y limitan el poder decir, propendiendo de esta manera por la construcción de herramientas que busquen atenuar el riesgo, siendo conscientes de que no es lo mismo decir en un contexto post-conflicto, al ejercicio de esta capacidad en medio del conflicto y la violencia. Se abre una posibilidad de respuesta de la capacidad de decir gracias a la presión de organizaciones sociales y de víctimas, para que los derechos a la verdad, la justicia y la reparación y los procesos de reconstrucción de la memoria histórica, cobren un lugar en la agenda pública, dando apertura a la participación activa de las víctimas en la construcción de políticas públicas que favorezcan la restitución de los derechos vulnerados.
5 En este escenario indagarpor las tramas vinculares que se configuran en medio de estas situaciones es vital por las posibilidades de reconstrucción y agenciamiento de comunidades emocionales, filiales, políticas que ayudan a sostener a los sujetos víctimas de la violencia política. Por ello es importante indagar por las producciones vinculares en términos de gestos, expresiones y prácticas de solidaridad, justicia, acogiday responsabilidad.
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•
El poder contar y poder contarse: “En la forma reflexiva del contarse la identidad personal se proyecta como identidad narrativa (…) en el cruce de la coherencia que confiere la construcción de la trama y de la discordancia suscitada por las peripecias de la acción narrada” (Ricoeur, 2006, p. 134).
La narrativa se configura cuando los eventos o acontecimientos son comunicados por el narrador, en este caso por la víctima, como “un actor moral que a partir del discurso le otorga un significado y un sentido a una realidad” (Quintero y Ramírez, 2009, p. 39). La narración da cuenta de un quién que narra y a través del lenguaje comprende la experiencia del tiempo y del mundo, es decir, organiza la experiencia humana en el tiempo, por lo tanto, las narraciones son sociales en la medida en que quien narra lo hace para que otros lo escuchen y con su relato se hace responsable frente a lo que dice. “La narración entonces nos permite comprendernos y hacernos sujetos históricos, a la vez que nos abre a la idea de proyecto, de ir más allá de las circunstancias del presente y de los aconteceres de la vida cotidiana”(Prada y Ruiz, 2007, p. 25). Los testimonios de las víctimas de violencia política evidencian intentos de comprensión de lo sucedido y desde allí son recurrentes preguntas como ¿por qué?, ¿quiénes?, ¿qué fue lo que me sucedió? y ¿qué produjo el hecho violento en nuestras vidas? Sin embargo, el encontrar respuestas a estas preguntas hace parte de un proceso de elaboración y dotación de sentido en donde el intercambio con otras víctimas y organizaciones sociales, permite comenzar a develar las intencionalidades que están detrás de los crímenes, ubicando las responsabilidades y haciendo conciencia de los impactos emocionales, materiales, físicos, políticos, sociales y culturales ocasionados por los hechos atroces. Esta comprensión y organización de los hechos facilita la desculpabilización de las víctimas por lo sucedido, ubicando la responsabilidad en un tercero y no en sí mismo, re-elaborando testimonios que permitan ir más allá de decir “a mi marido lo mataron porque yo lo dejé salir esa noche”, “si mi hijo no se hubiera metido en esa organización no lo hubieran desaparecido”. La narración de hechos violentos está ligada al dolor y a las pérdidas, “con el recuerdo empieza el sufrimiento” (Quintero y Ramírez, 2009, p. 38). Por esta razón este proceso se teje con la mediación del lenguaje, se convierte en un proceso terapéutico, y a su vez, se constituye en un mecanismo para hacer frente a lo sucedido propiciando el reconocimiento de recursos propios como las creencias espirituales y culturales, la organización política, la red social de apoyo, entre otros, que aportan a la recuperación emocional de las víctimas. Pareciera, entonces, que frente a la continuidad de las violaciones, una alternativa sigue siendo la organización social y las alianzas con organizaciones nacionales e internacionales, como forma de rodear los procesos de exigibilidad de derechos, permitiendo así que las narraciones vayan emergiendo poco a poco por medio de testimonios
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públicos, la documentación de casos, las galerías de la memoria o las investigaciones sociales, y continúen presentes como testigos históricos de lo sucedido en nuestro país, como herramientas de lucha contra el olvido y por preservación de la memoria, como constancia histórica y sanción moral a los responsables de los crímenes. Pero hay otra alternativa, aquella que permite trasladar las narraciones y la memoria sobre la violencia, el dolor de sujetos particulares, que aunque sean muchos siguen siendo particulares, a un escenario de interpelación y formación cultural masiva capaz de configurar memorias de horizonte más amplio a propósito de la realidad nacional. Se trata de la alternativa pedagógica, aquella que puede erigirse en oportunidad cuando se le observa desde el lente de la memoria y la alteridad.
II. Pedagogía de la memoria y de la alteridad en un país amnésico y anestesiado “Sin futuro el presente no sirve para nada. Es como si no existiese. Puede que la humanidad acabe consiguiendo vivir sin ojos, pero entonces dejará de ser la humanidad (…) Creo que estamos ciegos, ciegos que ven, Ciegos, que, viendo, no ven”. J. Saramago.
Pensar en una pedagogía de la memoria y de la alteridad, significa reflexionar sobre los siguientes interrogantes que interpelan nuestra humanidad: ¿Cómo se concibe al Otro en escenarios de violencia política? ¿Qué sucede cuando deshumanizo al Otro convirtiéndolo en mi enemigo o en objeto de desprecio de mi accionar, en alguien que es necesario exterminar, pues se convierte en un obstáculo o simplemente no es útil a un sistema de poder que da mayor sentido a la acumulación de riquezas que a la propia vida? ¿Qué pasa con el Otro cuando no existe un yo que se responsabilice de sus acciones, cuando existen personas sin rostro que ejecutan acciones en contravía de la dignidad humana? En el marco de estas preguntas para una sociedad como la nuestra que convive con la violencia política, es necesario identificar situaciones en las que el rostro del Otro6 y todo lo que de allí se deriva se asume en permanentes tensiones. La primera de ellas es la ausencia del rostro a quién se requiere responsabilizar, y la segunda es la ausencia del rostro de quien me victimiza o a quien victimizo7. Situaciones estas que 6 En la pregunta por el rostro del Otro, nos acompaña Levinas (1991) para quien la subjetividad es entendida como responsabilidad inderogable, responsabilidad convocada por la voz de lo Infinito, siempre despertada y audible desde lo humano próximo. 7 Al respecto, plantea Lévinas (1991) que el rostro del Otro me indica su presencia, me posibilita hacerme responsable de
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se complejizan ante la existencia de instituciones inmunizadas y amnésicas que se niegan a reconocer que la tragedia, lo horrible, lo monstruoso y lo bizarro, también forman parte de la vida humana, sabiendo que lo inhumano forma, en fin, parte de la condición humana (Bárcena, 2005). Asimismo es un agravante cultural, la prevalencia de expresiones de desconfianza en la constitución de lazos sociales y la relativización de límites en los procesos de regulación ética. Estamos entonces ante un país en el que la alteridad se tramita como un acto de desprecio y de impudencia. Al respecto expresa Gallo (2008) lo predominante en cada ser humano ante la cercanía del otro, será la rivalidad, los celos, la hostilidad, la indiferencia, el desprecio abierto o velado, la explotación, la exclusión o la segregación y, en los casos más graves, la degradación directa y desvergonzada, tal como sucede cuando hay conflicto armado. Estas formas de desprecio al otro, entre las cuales debe contarse el desplazamiento forzado y el destierro, son las que llevan a su máxima expresión los agentes de la guerra. Las víctimas del conflicto armado son objeto de una degradación que avanza hasta convertirlos, como afirmara Kant “únicamente en medio para mis fines”. Se trata de situaciones que están marcando un cambio en los sentidos de la vida individual y colectiva, imponiendo la degradación del sujeto, la desposesión de su dignidad y la inscripción en los excesos, en las rupturas de los límites, en la desresponsabilidad de sí mismo y con el otro. Es por ello que desde la revitalización de la memoria y de la alteridad se hace necesario la emergencia de expresiones de indignación y de acciones de restitución de los derechos, para que la historia injusta no se convierta en rabia paralizadora o violenta, sino en potencialidad y vocación transformadora. En este escenario una pedagogía de la memoria y de la alteridad se sustentan en una perspectiva de la pedagogía crítica, la cual es considerada como una filosofía de la praxis, a partir de la cual se interroga acerca de la problematización del poder, la historia, la cultura y el contexto, con el interés de señalar como éstos son constitutivos de la subjetividad y de los procesos de socialización ético-política. Se asume también como un campo de resignificación en torno a los modos de constitución y socialización de los sujetos (memoria individual y memoria colectiva) y como agenciamiento de los procesos de formación ética-política en diálogo con las configuraciones del vínculo social. él. Pero en ciertas situaciones, la alteridad se rompe cuando el Otro a quien quiero acoger desaparece en su cuerpo y en su rostro, es un violentamiento contra las relaciones humanas mismas. Para dar cuenta de esta ausencia del Otro, presentamos un fragmento del testimonio de una mujer que perdió a un familiar en circunstancias de violencia política: “Hoy ha sido difícil. Fui a conseguir el certificado de que mi esposo está desaparecido. No me pueden dar el certificado de que está muerto porque no hay cuerpo. Dicen que lo podrán hacer en dos años y entonces seré una viuda. Me ha hecho sentir muy mal. Yo sé que él ya no está, claro, pero hasta ahora no se sentía del todo real. Nunca los perdonaré. Es más enseñaré a mis hijos a no perdonar. ¿Cómo podría, cuando ni siquiera puedo decirle a mis hijos acá es en dónde descansa (o éste es el rostro de) su padre?” (http://www.acnur.org/t3/index.php?id=164).
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Para nuestra propuesta pedagógica, la relación con el otro, como lo sugiere Bárcena y Mélich (2000) no es una relación contractual o negociada, no es una relación de dominación ni de poder, sino de acogimiento. Es una relación ética basada en una nueva idea de responsabilidad. Es una pedagogía que reconoce que la hospitalidad precede a la propiedad, porque quien pretende acoger a otro ha sido antes acogido por la morada que él mismo habita y que cree poseer como algo suyo. En este sentido, una pedagogía de la memoria significa abordarla desde múltiples relatos, por eso crea comunidades de memoria en donde se recuerda, se interpreta, se resignifica, se crean lazos de identidad, pertenencia y compromiso y se aprende a argumentar, a negociar, a generar sentidos compartidos, de ahí que su articulación con una pedagogía de la alteridad hace posible que los recuerdos que están en unas cuantas personas se colectivicen, se enriquezcan, se amplíen, se conviertan en memoria colectiva y se mantengan en tanto la memoria es constitutiva de la condición humana, por ello se inscribe en posiciones enunciativas, en formas de habitar la existencia social. Una pedagogía de la memoria y de la alteridad es una práctica democrática sensible al contexto y políticamente transformadora. El modo en que se experimenta y designa el sentido de la realidad constituye el referente primario para la construcción de prácticas que son potencialmente políticas y éticas, dados sus fines colocados en una acción responsable y respondiente del sujeto. De acuerdo con Bárcena a través de ella respondemos no sólo ante las propias intenciones o convicciones, sino ante las consecuencias de los actos, cargando con la responsabilidad de las mismas de antemano (2005, p. 174). Abordar la alteridad significa asumirla como una pedagogía del nos-otros, constructora del vínculo, éste “no es primariamente ni contractual ni virtual, es reconocimiento mutuo de dignidades, en el cuidado del otro en su singularidad material, síquica, social y corporal (Cullen, 2004, p. 117). En este marco, solidaridad significa una pulsión de alteridad, un deseo metafísico por el otro que se encuentra en la exterioridad del sistema donde reina la tolerancia y la intolerancia (Lévinas, 2001), y por su parte acoger se entiende como un hacerse-cargo del otro (Dussel8). Recogiendo estos planteamientos, estas pedagogías se instituyen en un proyecto ético -político en el que la acción pedagógica se propone como relación con el otro (alteridad) basada en la responsabilidad y en el recogimiento del otro (hospitalidad), categorías necesarias a desplegar en el acto pedagógico como contenido y referente de un proyecto formativo. La pedagogía para estos tiempos requiere producir la comprensión
8 Reconstrucción del concepto de tolerancia. (de la intolerancia a la solidaridad). (En línea). Disponible: www.afyl.org/ tolerancia-duseel.pdf. Consultado el 11 de julio de 2011.
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del otro desde prácticas reflexivas, hermenéuticas y de compromiso, en ese sentido la pedagogía introduce el cuidado formativo del otro, es una pedagogía de la solicitud. Encontramos entonces que si la relación entre ética y política está dada en materia de responsabilidad y pluralidad, entre acogida y vínculo frente a un Otro diferente, un Otro que dota de sentido mi humanidad, ¿cómo construir principios ético-políticos en medio de relaciones de exclusión, marginación, negación y eliminación de la diferencia? Ortega, nos propone tres elementos que a nuestro juicio son claves en la construcción de caminos posibles hacia horizontes ético-políticos y por lo tanto vale la pena profundizar en ellos develando algunos de los desafíos desde la propuesta de una pedagogía de la memoria y de la alteridad. Estos elementos son: La solidaridad compasiva, el análisis crítico de la realidad y el responder y responsabilizarse con el otro. Al respecto señala: Una pedagogía entendida como acto y actitud ética de acogida, nos libera de un intelectualismo paralizante, y nos obliga a hacer recaer la actuación educativa no tanto en ideas, creencias y conocimientos cuanto en la persona concreta del educando. En Lévinas hay una clara voluntad de sustituir la autorreflexión, la autoconciencia, fundamento de la ética individualista, por la relación con el otro como propuesta de una moral alternativa; un distanciamiento de la ética como amor propio y el anclaje en otra que construye su significado a partir de la relación con el otro. Esta nueva concepción de la ética tiene unas inevitables consecuencias en la educación (…) Esto se traduce en el desarrollo de la empatía, del diálogo, de la capacidad de escucha y atención al otro (estar pendiente del otro), de la solidaridad compasiva como condición primera de una relación ética; pero también de la capacidad de analizar críticamente la realidad del propio entorno desde parámetros de justicia y equidad, de asumir al educando en toda su realidad, porque al ser humano no se le puede entender si no es en su entorno, en la red de relaciones que establece con los demás. Ser persona responsable es poder responder del otro. Y ello no es posible sin la apertura al otro como disposición radical9
La solidaridad compasiva o la relación ética con el rostro de ese Otro que sufre, se ubica como respuesta, emocionalidad y acogida, así lo referencia Bárcena y Mélich: “Me hago cargo del otro, cuando lo acojo en mí, cuando le presto atención, cuando doy relevancia suficiente al otro, a su historia, a su pasado. Así la hospitalidad no se orienta sólo al futuro, sino que tiene que ver con el pasado que los otros han sufrido” (2000, p. 146). Aquí es importante rescatar la importancia que estos autores le brindan al pasado como posibilidad de comprensión ante lo que le ha sucedido a ese Otro, como fuente
9 Ortega, P. La educación moral como pedagogía de la alteridad. (En línea), Disponible: http://www.mercaba.org/ ARTICULOS/E/la_educacion_moral_como_pedagogi.htm Consultado el 24 de septiembre de 2011.
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temporal, interpretativa y reflexiva, que hace uso de la narración como recurso para contar la historia. De esta manera, la solidaridad frente a ese Otro que sufre parte de otorgarle un lugar privilegiado a la memoria, como forma de dar voz a los silenciados, de comprender nuestra situación actual y de posibilitar la agencia de sujetos heterónomos –utilizando palabras de Lévinas- capaces de construir “subjetividad humana, no desde el sujeto individual capaz de decidir cómo debe ser y cómo orientar su vida, sino desde aquel capaz de dar cuenta de la vida del Otro, cuando responde del Otro, de su sufrimiento, de su muerte”. De esta manera, es la solidaridad la que comienza a romper con posturas indiferentes y justificatorias de los hechos violentos y la que desde la interpretación del pasado, posibilita la comprensión de nuestro presente, develando no sólo las condiciones estructurales de la violencia que padecemos, sino además los impactos que dicha violencia ha dejado en las víctimas directas y en el conjunto de nuestra sociedad. De esta comprensión, se desprenden transformaciones en nuestra relación con el Otro, que con su presencia nos interpela y nos invita a construir una relación ética-política basada en la memoria, la justicia y la responsabilidad. De allí que para autores como Ricoeur exista una relación expresa entre el deber de la memoria y la idea de justicia, en la medida en que “entre todas las virtudes, la justicia es la que, por excelencia y por constitución, se dirige hacia el otro. Se puede decir incluso que la justicia constituye el componente de alteridad de todas las virtudes que ella sustrae al cortocircuito entre sí mismo y sí mismo. El deber de la memoria es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro distinto de sí” (Ricoeur, 2004, p. 120). Queda claro entonces que la comprensión del pasado enfatiza entonces en la relación existente entre pedagogía de la memoria y la alteridad, develando las injusticias cometidas y posibilitando la realización de lecturas críticas de nuestra realidad que permitan la constitución de subjetividades ético-políticas inscritas en la historia y en el reconocimiento de lo subalternizado y excluido. De esta manera, una propuesta de pedagogía de la memoria y de la alteridad no sólo posibilita la constitución de subjetividades a partir del reconocimiento del Otro diferente, de sus particularidades culturales, creencias, historias de vida, sino también partir de las nuevas narrativas reveladas, históricamente excluidas. Esta relación está marcada por el respeto hacia ese Otro, con quien se edifica una relación intersubjetiva asimétrica, en donde me hago responsable del Otro, sin esperar nada a cambio, me hago responsable incluso antes de elegirlo. En suma, una pedagogía de la memoria y de la alteridad situada en condiciones y expresiones de violencia política10 le urge trabajar en procesos de formación ético- polí10 En este contexto hay dos demandas necesarias de trabajar en torno a las víctimas de la violencia política. La primera,sujetos que hay que dignificar en relación con los procesos de reparación colectiva. Esta se orienta hacia el restablecimiento de los derechos vulnerados y a la reparación de los daños ocasionados a las comunidades. Bajo esta perspectiva, la reparación
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tica que posibiliten la reafirmación de la dignidad de las víctimas, restituir derechos, agenciar dinámicas de constitución de vínculos, reelaborarlas consecuencias de los actos de crueldad y terror y sus síntomas y efectos en las subjetividades de jóvenes y adultos que luchan por sobrevivir en medio de la desconfianza, el desprecio, la indolencia, la desvergüenza, el miedo y la venganza, como lo sugiere Barcena y Mélich “No puede haber futuro sin memoria del pasado. Un futuro sin memoria es un futuro injusto, inmoral” (2000, p. 31).
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colectiva comprende los componentes de restitución, indemnización, rehabilitación y medidas de satisfacción. Y la segunda demanda referida a la restitución del derecho a la verdad y a la justicia.
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Capítulo 4
DESPLAZAMIENTO FORZADO Y GÉNERO: EN BUSCA DE LAS HUELLAS DE LA EXPERIENCIA FEMENINA DE LA GUERRA1
“A qué horas se perdió el sentido, eso que llamamos sentido y que es invisible pero que cuando falta la vida ya no es vida y lo humano deja de serlo” Laura Restrepo. Delirio.
Lina María Ramírez Licenciada en Psicología y Pedagogía. Candidata a Magister en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional.
I.
Desplazamiento forzado en Colombia: complejidades de un campo en pugna
Referirse al desplazamiento forzado en Colombia se ha convertido en una actividad de todos los días pero no por eso en un ejercicio reflexivo de rememoración en razón de la reconstrucción de los lazos sociales; al contrario, el tema aparece cada vez con más vacios de sentido, convertido en show mediático que trivializa la desolación, la ruina, el abandono y la desesperanza, es manoseado como excusa por la ultraderecha, por la vieja izquierda y los independientes. Esta visión fragmentaria del desplazamiento forzado es el reflejo de la limitada comprensión que impera sobre la violencia política y sus consecuencias, en tanto se ha centrado en construir explicaciones dicotómicas respecto a lo ético y lo moral, expresadas en juicios de valor que diferencian lo bueno y lo malo, restringiendo la proble1 El presente artículo se adscribe a los desarrollos del proyecto de investigación “Memoria, mujer y violencia política: emprendimientos de memoria de mujeres en condición desplazamiento forzado”. Grupo de Investigación “Educación y Cultura Política”. Universidad Pedagógica Nacional.
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matización sobre el papel de la violencia en los marcos relacionales de los sujetos con sus allegados y con las instituciones. En este sentido, la violencia y el desplazamiento forzado, como una de sus consecuencias, emerge como un problema de la maldad, de la anomalía, de la anormalidad, de lo absurdo y lo irracional, lo incoherente y lo extraño, hace parte de los perturbados y desequilibrados, no de la gente del común, no como un hecho social del cual los sujetos nos alimentamos permanentemente y que poco tiene de extraño. Según datos de la ACNUR2, Colombia es uno de los países con los índices más altos de desplazamiento forzado interno por causa de la violencia política afectando a más de cuatro millones de personas3 que se han expuesto al resquebrajamiento de sus dinámicas culturales, religiosas, económicas, así como de sus prácticas cotidianas en al ámbito social y familiar. El problema que esto plantea de fondo es una pregunta por la ética y por la forma como se concibe el ejercicio de lo político en el marco de una sociedad cuyos procesos de socialización están impregnados de actos invasivos y de negación del Otro4; así, a pesar de los esfuerzos que diferentes sectores estatales y de la sociedad civil han adelantado en pro de construir espacios de disertación civilizada sobre las problemáticas que trae la violencia, seguimos atados a ella como lastre, por una comprensión de sus implicaciones limitada a factores estructurales que nos hace impotentes frente a sus consecuencias. De este modo, ha sido poco el trabajo en busca de consolidar alternativas que permitan comprensiones sobre el fenómeno del desplazamiento que trasciendan las cifras, los porcentajes y las relaciones costo-beneficio; pues predominan en el país, discusiones centradas en el análisis relacional o comparativo de las condiciones estructurales propias de la organización social y política del país con las condiciones particulares de la vida cotidiana de los sujetos afectados (Chaparro, 2005), intentando develar por esa vía las complejidades sociales, culturales e implicaciones personales que tiene la experiencia del desplazamiento forzado. Sin embargo, es justamente la idea de experiencia la que exige profundizar en el abordaje del desplazamiento forzado como hecho vital, dando importancia a la pre-
2 http://www.acnur.org/t3/operaciones/situacion-colombia/desplazamiento-interno-en-colombiaConsultado el 21 de febrero de 2010 3 Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados. ACNUR. En El informe entregado en junio de 2009 se resalta, además Del número de desplazados, que Colombia ocupa junto con Iraq, el Congo y Somalia los primeros lugares del mundo en términos de desplazamientos internos. http://www.acnur.org/t3/Consultado el 27 de marzo de 2010. 4 Remite inmediatamente al problema de la Alteridad en contextos de violencia.
PARTE II – MEMORIA, CONFLICTO Y OLVIDO
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gunta no sólo por la subjetividad5 y la identidad6 de los actores, en sus roles simultáneos de víctima-victimario,sino especialmente a la problematización de los referentes éticos a través de los cuales los sujetos se juegan la vida, exponiendo sus sueños, sus duelos, sus luchas, y donde la violencia constituye el modo expresivo, comunicativo y afectivo a través del cual se construyen narraciones de sí y de los Otros. De este modo, al mirar el desplazamiento forzado como un fenómeno vital y trascendente que marca la vida dejando huellas imborrables, escenas innombrables, situaciones inimaginables, sensaciones indescriptibles, las preguntas que cobran sentido son aquellas que indagan por la experiencia, por la vida misma, es decir, por las historias que se pueden contar, pues como lo mencionaría Ricoeur (1999), “La propia identidad del ser no es más que una identidad narrativa”, estas historias son comprendidas en el marco de procesos de rememoración que tiene un fuerte componente de denuncia y de reivindicación de la capacidad de sujeto para convertirse en un hombre capaz: que puede hablar, obrar y ser responsable de sus propios actos.
II. Historias de mujeres: entre la memoria obligada y el olvido En la construcción de historias de sí, la memoria juega un papel trascendental en tanto la vida es una experiencia que puede rastrearse sólo a través de la memoria, la infinidad de experiencias vitales existen sólo en tanto hayan dejado una huella que permita que sean recordadas por alguien: el testigo, la víctima, el victimario. Aquello que no se recuerda cae en el abismo del olvido y pierde la oportunidad de renovarse, deconstruirse y resignificarse en el presente a través de le rememoración; Así sin la posibilidad de recordar no sería posible el relato de la experiencia, pero a su vez sin la posibilidad de narrar no tendría sentido rememorar el pasado. Desde esta perspectiva, la memoria constituye el hilo a través del cual la experiencia humana deviene en historia vinculada directamente con la subjetividad de los sujetos, quienes partiendo del orden determinado en el que haya dispuesto sus elementos constitutivos filtra, escalona y jerarquiza sus recuerdos ligando presente, pasado y futuro en un solo relato de sí que juega con las diversas temporalidades en las que se hace posible la rememoración. 5 Chaparro, destaca que dentro de las consecuencias del ejercicio de la violencia en una comunidad o contexto, está la experimentación de procesos de subjetivación transitorios “por medio de los cuales los sujetos individuales y colectivos se someten a una suerte de esquizofrenia entre la pertenencia real a la que los obligan los grupos armados y la presencia virtual del Estado”, en tanto, en sus apuestas cotidianas tienen que transitar cuidadosa y estratégicamente por diferentes lugares de pertenencia que les permitan sobrevivir. 6 En esta misma línea, aunque con algunas diferenciaciones, Pecaut (1999), señala que en los contextos afectados por la violencia, especialmente la violencia política, la subjetividad padece quiebres permanentes pues los sujetos no pueden apelar a principios de identificación, emerge el sujeto escindido en tanto se enfrenta a la pérdida de los referentes desde donde se narra: fundamentalmente su territorio y su comunidad (p. 35).
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Así, memoria y subjetividad se alimentan y se fortalecen para sostener los referentes a través de los cuales al sujeto le es posible narrarse y hacer narraciones sobre el mundo, resignificar su pasado en el presente con miras a un horizonte de futuro siempre latente; estas narraciones son comprendidas en el marco de unas condiciones de posibilidad que las hacen inteligibles y coherentes para el grupo donde emergen definiendo así la dimensión social de la memoria. Se establece de este modo una relación dialéctica entre la dimensión individual del ser y su condición colectiva, atendiendo al llamado de Ricoeur (2000, pp.125-172) por encontrar las relaciones de complementariedad entre el Yo-los Próximos y los Otros, o lo que denomina la triple atribución de la memoria. A través de estos tres lugares de encuentro para la rememoración, se han ido configurando las condiciones de posibilidad que han permitido que hoy empiece a pensarse en Colombia en la experiencia femenina de la guerra y del desplazamiento forzado de forma diferenciada, en este sentido se destaca el trabajo de algunas mujeres, generalmente convocadas en el marco de Organizaciones No Gubernamentales, que han liderado importantes procesos de recuperación de memoria histórica sobre diferentes hechos de violencia política y violencia de género, situando en la arena pública el problema del desplazamiento y sus bastas consecuencias para el lazo social. Lo que ha permitido que hoy en el país exista una mayor preocupación, tanto a nivel legal, jurídico y administrativo del Estado por atender las necesidades de las mujeres víctimas, como a nivel de la sociedad civil que tímidamente empieza apoyar iniciativas a favor del reconocimiento diferenciado de las mujeres en contexto de guerra, y a involucrase en los procesos de construcción de memoria como una tarea ineludible para lograr una adecuada comprensión del problema, sanar las heridas y el dolor para reconstruir los lazos sociales. Pero ¿Por qué mirar de forma diferenciada a las mujeres? Para el caso particular de las mujeres desplazadas, la relación entre memoria, subjetividad y narración se erige en el marco de lo que Ricoeur (2000, pp. 117-123) llamaría un imperativo ético de justicia, pues en este escenario, las mujeres constituyen un poco más de la mitad del total de la población desplazada7, lo que llama la atención sobre las dinámicas particulares que se tejen en torno a ellas en estos contextos de violencia política; al acercarse a la problemática se encuentra que, sumando al problema del desarraigo, propio del desplazamiento, las mujeres son víctimas de violencia de género, lo que aumenta su vulnerabilidad ante la violación de sus derechos fundamentales.
7 En 2004, el Gobierno estimó que ellas [las mujeres] constituyen un poco más de la mitad de la población desplazada. En: http://www.onucolombia.org/mujeresxdesplazadas.html Consultado el 6 de Julio de 2010.
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Así, la incitación a la rememoración de la experiencia de las mujeres responde a la intención por mantener en el presente la denuncia pública sobre las atrocidades vividas y así construir el punto de partida para no repetir NUNCA MAS los actos barbáricos en su contra, buscando la verdad para encontrar y juzgar a los responsables como punto de partida para la reparación de los lazos sociales. Desde esta perspectiva, la memoria obligada, en términos de desafío social, debe dirigirse a la recuperación de memoria que rescate la experiencia del desplazamiento forzado abordando su incidencia en la reconfiguración subjetiva de los actores involucrados, para este caso particular las mujeres, deteniéndose en la filigrana de las reconfiguraciones éticas y políticas, lo que implica el reconocimiento de la vivencia diferenciada de la guerra por parte de las mujeres y de la experiencia misma del ser mujer en estos contextos. Así se hará frente a las memorias suprimidas, donde el relato de lo femenino es minimizado al punto que “las mujeres, como suele suceder en los relatos oficiales, no ocupan un lugar central ni específico, y terminan más bien invisibilizadas” (Wills, 2009, p. 74).
III. Huellas femeninas: historias-silencio de mujeres desplazadas A las mujeres nos agrada estar despiertas por la noche: En la noche el silencio suena más y también los ruidos. Pero los ruidos no impiden oír el silencio. Ese es nuestro secreto.
En este contexto, la experiencia del desplazamiento forzado para las mujeres se particulariza en tanto viven en una dimensión desproporcionada sus consecuencias, junto a la expulsión de sus comunidades y territorios, padecen torturas físicas y psicológicas que atentan directamente contra su cuerpo, su dignidad y derechos fundamentales, son usadas como arma de guerra, se enfrentan a escenarios de inseguridad que las exponen a nuevos desplazamientos y a violaciones permanentes de sus derechos fundamentales. Así, aún después de incrementar su calidad de vida después del desplazamiento, las mujeres deben lidiar con el poco reconocimiento social como sujetos de derecho, siéndole mucho más difícil emprender procesos jurídicos para la restitución de sus tierras o la reparación de los daños, o a un nivel privado, enfrentar barreras para legitimar su papel como jefa de hogar, roles que tradicionalmente son desempeñados por los hombres; en este sentido, las condiciones de la experiencia femenina del desplazamiento forzado no se relacionan exclusivamente con situaciones particulares de guerra, sino que representan la exacerbación de prácticas violentas
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socialmente legitimadas a través de “patrones culturales de discriminación, que generan relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres y que las somete a condiciones de vulnerabilidad que propician el ejercicio de la violencia en su contra” (Chaparro, 2009, p. 87). Atendiendo a lo anterior y como intento por extender el marco de comprensión sobre la experiencia del desplazamiento forzado, el enfoque diferenciado desde una perspectiva de género pretende ser un punto de fuga en dos sentidos: 1) posibilitando nuevos horizontes de compresión sobre los diversos matices que el desplazamiento forzado puede involucrar tanto en ámbito de lo privado como en el escenario público para construir derroteros que faciliten la reconstrucción del lazo social, y 2) en el caso particular de las mujeres, encarna un imperativo ético, un desafío social, en tanto su experiencia está marcada por particularidades sociales que las sitúan en desventaja por su género. Pero ¿Cuáles son las historias que hay sobre mujeres y desplazamiento forzado en Colombia? ¿Cómo se construyen sus tramas? ¿Qué cuentan y que callan las mujeres desplazadas sobre su experiencia? ¿Cómo poder rastrear esas historias? en acercamiento a estos interrogantes, este texto pretende poner en dialogo algunas historias de la prensa nacional con la historia de una mujer desplazada, encontrando rupturas y continuidades que aporten a la comprensión sobre la experiencia femenina del desplazamiento develando el impacto en sus apuestas éticas y políticas. La trascendencia de mirar la prensa radica en el hecho de que al ser un medio de comunicación masivo refleja las discusiones que la sociedad colombiana se está planteando, es un espejo de los temas importantes para la agenda política nacional,pues no es un simple instrumento trasmisor de información, sino que su quehacer está dinamizado por estrategias de comunicación que responden a intencionalidades particulares de quienes los usan, aportando a la configuración de imaginarios sociales a través de flujos informativos (Enne, 2004, p. 115). Para tal fin se revisaron noticias de los diarios El Tiempo y El Espectador, de circulación nacional, y de los diarios regionales El Universal de Cartagena, Vanguardia Liberal de Santander y el diario La Patria de Manizales, pretendiendo así hacer un rastreo del panorama general sobre la forma cómo la prensa nacional construye las historias respecto a la experiencia femenina del desplazamiento forzado. En un primer momento, sin detenerse en el contenido de las noticias, la revisión general deja como resultado un panorama desolador: pues si bien es posible encontrar un gran número de noticias sobre desplazamiento forzado a partir de la década de los años 90, las referencias concretas que destacan la experiencia de las mujeres desplazadas es significativamente reducida, teniendo mayor desarrollo sólo hasta la última
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década, esto porque los emprendimientos de memoria al respecto han empezado a posicionarse desde inicios de siglo, impulsados por iniciativas gubernamentales de desmovilización pero sobre todo por el esfuerzo de organizaciones de mujeres8. Esta situación, deja en evidencia que a pesar del desafortunado papel protagónico de las mujeres en el marco del desplazamiento forzado, no se reconoce abiertamente su experiencia como tema de interés nacional, está desdibujado de tal modo que se acerca a la negación, a la ausencia y al olvido del mismo, lo que tiene implicaciones en la configuración de los referentes éticos y políticos de las mujeres, pues las condiciones de posibilidad para sus posicionamientos y reivindicaciones no están dadas. Así emerge el silencio, o mejor el silenciamiento, como hoja de ruta para leer en la prensa nacional la experiencia de las mujeres desplazadas, más que rastrear lo explícito, el ejercicio termina consistiendo en buscar lo ausente, en percatarse de los mutismos, en hacer visible esa tendencia a esconder lo que no somos capaces de comprender; es así como la experiencia de las mujeres desplazadas se difumina hasta hacerlas invisibles, llegando al punto en el que ellas mismas desean permanecer difusas, en parte porque lo vivido es incomprensible, in-recordable e in-narrable y aún para ellas es difícil su propio re-conocimiento, “a veces la confusión y la pérdida de significados imponen el silencio, otras veces el sin sentido de las lógicas de guerra se expresa en términos complejos de falsedades, motivos dobles y desconfianza”. (Meertens, 2000, p. 115). Esta tendencia puede rastrearse en la historia de vida de Margarita9, una mujer de 49 años, madre de 5 hijos y desplazada en el 2004 de una vereda del Municipio de Puerto Rico –Meta-; quien desde el momento mismo del desplazamiento enfrenta una lucha a nivel familiar, social y jurídico por el reconocimiento de su experiencia no sólo del desplazamiento forzado sino de la guerra misma, como en el caso de la prensa nacional, su experiencia no parece importante de ser reconocida. Su lucha ha sido ha sido emprendida con la ausencia total de herramientas para sostenerla y hasta el momento sólo ha dejado desesperanza e impotencia expresadas en la resignación ante su silenciamiento; analfabeta, desconocedora de sus derechos como persona y como mujer, especialmente porque sus escenarios de socialización la han ubicado en un lugar de subordinación respecto a sus posibilidades de empodera-
8 Tal es el caso del Movimiento Ruta Pacífica de las Mujeres que es conocido públicamente a partir de 1996 y que ha articulado a nivel nacional gran parte de las iniciativas para el reconocimiento y respeto de las mujeres como sujetas de derecho con plena capacidad para el ejercicio de lo político y la política, logrando posicionamientos, empoderamientos y subversiones de los roles femeninos tanto en la esfera privada como en el escenario público. 9 Margarita es un nombre ficticio. Toda la información relacionada en el texto es producto de varios encuentros, algunos con ella, otros con ella sus hijos, otros del acompañamiento que se ha realizado ante Personerías, Fiscalíay Acción Social en el proceso de denunciar su situación.
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miento y reivindicación de sus intereses, hoy intenta por medios jurídicos, demostrar no sólo que su experiencia es verídica, sino que con eso se juega sus referentes de identificación, la deconstrucción de sus narraciones de ser mujer y con eso sus apuestas éticas y políticas. Esta mujer no ha logrado ser incluida en el Registro Único Nacional de Población Desplazada porque su versión de la historia no concuerda con la suministrada por un primer declarante que suplantó su identidad, lo que ha tenido efectos en dos sentidos, por un lado, se le ha privado del reconocimiento legal y jurídico de su condición sin lograr que reciba ninguna de las ayudas promovidas por el Estado, y por otro, la imposibilidad de ubicar un referente de identificación que la ligue a un lugar de pertenencia sin tener que enfrentar las miradas de sospecha sobre la veracidad de su historia de vida, ante lo cual lo mejor es callar. Volviendo la mirada a la prensa nacional, si bien lo que predomina es el silenciamiento, las pocas referencias existentes sobre la experiencia femenina del desplazamiento forzado se pueden ubicar en tres líneas de abordaje desde las cuales se construyen las diferentes historias de vida de las mujeres desplazadas, éstas son: 1) Las mujeres desplazadas como objeto de múltiples re-victimizaciones, 2) Las mujeres desplazadas como sumisas receptoras y 3) Las mujeres desplazadas como constructoras de nuevos horizontes de futuro. Frente a la primera línea puede deducirse que sin haber un análisis de la problemática de fondo, estas noticias hablan de una mujer desplazada objeto-víctima, encerrada en un sin salida signado por la injusticia, sobre el que recae una serie de acciones frente a las cuales la respuesta es la impunidad, así: Los crímenes sexuales cometidos en el marco del conflicto armado han provocado miles de víctimas de abusos, violaciones, desplazamientos forzados y otras formas de violencia sexual y todo ello en un entorno de “impunidad alarmante” (EL ESPECTADOR. 9 Septiembre de 2009) Lo peor es que los abusos continúan durante el desplazamiento, pues la mitad de ellas han sufrido maltrato físico y el 36% han sido forzadas por desconocidos a tener relaciones sexuales. Junto con esta población, las mujeres indígenas y afrocolombianas son las más vulnerables de ser agredidas sexualmente, debido a la discriminación por su género, etnia y condición social. (EL ESPECTADOR. 8 Septiembre de 2009)
La situación de subordinación expuesta se matiza centrando la imposibilidad de hablar como un problema del temor de las mujeres desplazadas a actos barbáricos, sentimiento que podría sentir cualquier ser vivo, más no se habla de la existencia de un sistema de valores que deslegitima su experiencia y desde el cual la vergüenza del
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victimario se trasfiere a la víctima en tanto ésta se siente culpable, no responsable, de su vida-destino, así se encuentran afirmaciones como “muchas mujeres renuncian a denunciar por temor a las represalias, vergüenza y miedo por sus vidas y la de sus familiares. Esta estrategia de invisibilización silencia a las mujeres y las condena al olvido” (EL ESPECTADOR. 9 Septiembre de 2009). En este lugar, Margarita, también tiene su historia-silencio, ante la pregunta sobre el motivo por el cual no denunció su suplantación desde el mismo momento en el que lo supo, su respuesta inmediata es un gesto de ignorancia, luego de pensarlo un poco contesta: “por evitarme problemas…”, ¿qué tipo de problemas? “Pues problemas con mi familia y… a mí nunca me han gustado los problemas, menos con la fiscalía y eso porque uno nunca sabe”, o “ya a veces quisiera volcarme allá a la autoridad pero es capaz que ni me escuchan” desde este lugar, para ella es más fácil pensar en guardar silencio sobre la violación de sus derechos que denunciarlos y emprender una lucha por su reivindicación; la noción“problemas” se refiere a esos inconvenientes estructurales y circunstanciales que enfrentan las mujeres desplazadas que se atreven a alzar la voz y reclamar sus derechos. Margarita está aprendiendo a reconocer la importancia de contar su historia a pesar del poco apoyo del Estado, caminando en el filo entre el olvido, el silencio, la verdad, la justicia y, con algo de esperanza, la reparación. Respecto a la segunda línea, las noticias consultadas resaltan las políticas asistencialistas con las que se reciben a las mujeres desplazadas, destacando por un lado la ejecución de acciones informativas, que si bien son importantes, en tanto constituyen el primer paso para el reconocimiento de los derechos, no suelen trascender al lugar de la apropiación y empoderamiento, por otro lado, se visibilizan los beneficios económicos que se brindan a las mujeres lo que, si bien es una política necesaria, se ha tornado peligroso en tanto promueve la mercantilización de la barbarie. Lo anterior se puede leer en afirmaciones como las siguientes De las 13 estrategias (La Corte Constitucional estableció 13 estrategias para la atención de mujeres desplazadas) sólo se cumple a medias la que corresponde a las ayudas económicas, mientras que los planes de capacitación, empresarismo y emprendimiento, proyectos productivos y microempresariales, entre otros, no se tienen en cuenta”, explicó Ormelis Vergara Padilla, líder de la Asociación Mis Esfuerzos que opera en el barrio San José de Los Campanos. Aseguran también que pese a haber una serie de tutelas en contra de Acción Social por incumplimiento, en la dependencia no hay quién dé respuesta. (EL UNIVERSAL. 2 de Julio de 2009) Mujeres desplazadas en Santander recibirán información sobre la trata de personas” (EL TIEMPO. 28 de Abril de 2010) o “con el ánimo de ampliar los conocimientos sobre las nuevas sentencias que protegen a las mujeres víctimas del conflicto armado colombiano, mañana se desarrollará en la Gobernación
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de Santander un conversatorio titulado ‘Herramientas Constitucionales para las Mujeres Desplazadas. (LA PATRIA. 2 de Abril de 2011)
Uno de los efectos de esta situación se asocia al caso de Margarita quien a pesar de saber que no está incluida en los reportes nacionales sobre desplazamiento forzado, conserva una actitud de espera respecto a una serie de ayudas que favorecerán su estabilidad económica y calidad de vida, aún sabiendo que en caso que eso suceda las ayudas serán insuficientes y lejanas a sus necesidades de re-significación de lo sucedido; pareciera que se encarna en su subjetividad y en la forma como se relaciona con las Instituciones la tendencia a “esperar regalado” o a lograr beneficios materiales usando su condición como excusa, así al realizar una de nuestras primeras entrevistas ella manifestó“¿y esto para qué es? ¿Me va servir para algo? ¿Para una ayuda? si me van a dar una casa hágale” dejando en evidencia tensiones entre la necesidad de la víctima y el uso abusivo del testimonio. Por último, la tercera línea, se refiere a las noticias en las que se mencionan las mujeres que han logrado establecer estrategias productivas para su sostenimiento y el de su familia, bien sea como líderes de proyectos productivos o como empleadas en éstos; desde este lugar, la superación de la tragedia es directamente proporcional a la productividad del proyecto, emerge entonces la pregunta por el tipo de relación que se ha construido entre la creación de proyectos productivos y los procesos de elaboración y comprensión de lo sucedido: Gracias a Dios encontré la oportunidad en este proyecto. Aquí he podido salir adelante, el pasado lo dejé atrás y por eso a mi pueblo no quiero regresar”, dijo al diario Marlene García, quien, viuda por la violencia y con tres hijos a cargo, diseñó y confeccionó en su taller varias de las prendas en venta. (VANGUARDIA. 20 de diciembre de 2009)
Sin embargo, esto no necesariamente implica lo que en palabras de Jelin es un trabajo de la memoria, sino que, como arma de doble filo, puede ser un velo detrás del cual se instale y se legitime la memoria impedida, esa memoria que activa nuevas violencias y que conforma una tendencia a la repetición de la barbarie.
IV. Los retos sociales: Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas El panorama planteado conlleva a la pregunta que circula hoy a nivel nacional sobre la puesta en escena de la Ley de Víctimas en razón a la forma cómo se organizará el Estado para que su cumplimiento logre no sólo medidas de reparación económica, sino la apertura de espacios de reconocimiento de una realidad social que demanda acciones comprometidas de diversos sectores, entre ellos el académico, que permitan superar las memorias impedidas y los silencios obligados de hombres y mujeres
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desde el enfoque diferencial que dice aplicará, en el marco de un conflicto interno que no cesa. En este sentido, la ley representa un paso, no suficiente, pero importante para el reconocimiento público de las víctimas que puede tornarse en un espacio de participación política y empoderamiento social ligado a un proyecto de nación incluyente; sin embargo, son muchas las dificultades que se enfrentarán, empezando porque el Estado no cuenta en este momento con las herramientas necesarias para asegurar la no re-victimización de quienes acuden a él, y será especialmente difícil para las mujeres, que como en el caso de Margarita han sido víctimas perpetuas de la vulneración de sus derechos humanos: asesinato de sus familiares, desplazamiento forzado, desconocimiento de su condición de víctima. A esto se suma el gran interés que hay en la restitución de tierras, frente a lo cual el reto del Estado es lograr establecer la pertenencia o no de las tierras reclamadas, con el agravante de que más de la mitad de la población desplazada son mujeres, quienes no gozan del reconocimiento a su derecho a la tenencia de la tierra, esto ligado a patrones culturales bajo los que tradicionalmente los hombres jefes de hogar son quienes se encargan de comprar-vender los terrenos, así en muchos casos, las mujeres son desconocedoras de las condiciones a través de las cuales se adquirió el terreno, no tienen las herramientas para dimensionar concretamente las perdidas porque no conocen a profundidad el tipo de inversiones que se realizaban ni la productividad de las mismas. Casos como el de Margarita, quien explica la forma como adquirieron la finca que tiene abandonada: “era una finca de cuatro mil hectáreas y le dicen a uno métase ahí y eso es suyo entonces uno lo hacía, pero no le hacían documentos a uno ni nada”, “donde es una montaña que toca derribar con hacha, dejar secar eso, quemar, despalizar, como uno no va a ser dueño de eso, después de que le dan a uno una montaña que nunca han sembrado nada, va uno y hace su casa, sus animales, entonces es como si fuera de uno, uno ya se siente dueño, el Paisa dijo que eso era de nosotros”; situaciones como esta se presentan en una gran mayoría y expresa una problemática de fondo sobre la capacidad de las mujeres para enfrentarse a los procesos de reparación que deben defender, es decir sobre las habilidades y herramientas que tienen para hacer valer sus derechos. Frente a esto, el escenario más efectivo es el de la organización del gremio para unir esfuerzos que respondan a las circunstancias, hecho en el que tanto el Estado como la Sociedad Civil tenemos una enorme responsabilidad, sólo de esa manera la lucha de Margarita será la reivindicación de todas las mujeres desplazadas y los logros alcanzados impactaran, aunque sea a largo plazo, al grueso de las mujeres colombianas.
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Capítulo 5
LA MEMORIA DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN COLOMBIA: APORTES DEL IEPRI PARA SU CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICO Y TEÓRICA José Gabriel Cristancho Altuzarra Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Docente de la Maestría en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Co-investigador del Grupo de Investigación en Educación y Cultura Política.
Introducción Los fenómenos de violencia política1, han sido objeto de investigaciones y debates al interior de las ciencias sociales; sin embargo, recientemente algunos estudiosos2 se han desplazado de examinar estos fenómenos en cuanto tal, hacia la administración de los recuerdos y los olvidos que se tienen acerca de esos acontecimientos, es decir, hacia la memoria. Este boom de la memoria interesa a nuestro país, pues permanece en un conflicto armado interno difícil de caracterizar. Las cifras de las víctimas han sido, son y siguen siendo alarmantes; la vulnerabilidad de los habitantes de regiones focos de conflicto sigue siendo latente, sobre todo las de las víctimas, y testigos, 1 Entendemos violencia política como “aquella ejercida como medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad, o también con el fin de destruir o reprimir a un grupo humano con identidad dentro de la sociedad por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica, esté o no organizado” Javier Giraldo et al. Marco conceptual Banco de datos de derechos humanos y violencia política, (CINEP, 2008, p. 5). 2 Por ejemplo la tendencia de la historia del tiempo presente; en el cono sur, de manera notable el equipo de investigadores dirigido por Elizabeth Jelin. En Colombia, El Grupo de investigación Memoria histórica (http://www.memoriahistorica-cnrr. org.co).
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quienes pueden ser perseguidos o intimidados para evitar procesos de reparación y de justicia. En estos contextos se han dado procesos y productos de recordar que se han desarrollado de manera compleja porque existe un “pasado que no pasa” (Sánchez, 2003), un conflicto permanente que hace difíciles esos procesos de rememoración. Por contextos como estos, la memoria de la violencia política se ha configurado como todo un campo de estudios y de investigaciones. En este campo, el grupo de investigación en Educación y Cultura Política de la Universidad Pedagógica Nacional adelanta el macroproyecto Memorias de la violencia política y formación ético política de jóvenes y maestros en Colombia que vincula a estudiantes de la maestría y el doctorado de esta universidad. Para avanzar en la construcción del estado del arte de esta investigación es preciso pensar el contexto histórico de la violencia política de las últimas tres décadas y por ello este artículo se concentra en la producción académica de una institución particular como es el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (IEPRI). Para ello, este trabajo se divide en dos grandes partes: en la primera se hace un recorrido general sobre las tendencias investigativas del IEPRI; esta primera parte, a su vez, sirve para poner de presente las fuentes utilizadas que permiten configurar la segunda parte que comprende unas reflexiones teóricas e históricas que buscan sintetizar algunos hallazgos de los alcances de las investigaciones del IEPRI y sus aportes teóricos e historiográficos para este macroproyecto.
I.
Tendencias investigativas del IEPRI
Entre las tantas investigaciones que ha venido produciendo el IEPRI desde su fundación en 1986, se destacan, para nuestro proyecto de investigación, aquellas que han hecho parte de algunas líneas de trabajo especiales. Sus publicaciones responden al contexto inicial que partió de la hipótesis de que la violencia de los 80 respondía a una serie de lógicas que tenían sus antecedentes en la Violencia de mitad de siglo. En esa medida, hay publicaciones acerca de la temática del conflicto desde el Frente Nacional hasta la década de los 90 (Pizarro, 1990; Rementería, 1992; Reyes, 1991; Camacho, 2007) que involucran temáticas sobre el conflicto guerrillero, el surgimiento del narcotráfico y las lógicas del paramilitarismo. Del mismo modo, hay publicaciones que exploran la naturaleza de este conflicto en particular (Braun, 1986; Pécaut, 1986; Ortiz, 1986) en los que se exploran temáticas relacionadas con el bandolerismo social, la lucha bipartidista y los procesos de modernización y auge del café y su relación con el conflicto de mitad de siglo, así como la resistencia campesina de esa época. Sin embargo, partiendo de este principio histórico, se aplicó esta idea a la misma Violencia y de ahí que hayan investigaciones historiográficas que se distancian aún más en el tiempo y que se detienen en procesos denominados en las publicaciones como antecedentes de la Violencia, abarcando temáticas que involucran acontecimientos
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desde el s. XIX hasta la década de los 30 en el s. XX (Brushnell, 1986; Deas, 1986; Jaramillo, 1986; LeGrand, 1984; Bergquist, 1986; Tovar, 1986), trabajos que ponen en evidencia aspectos de la organización militar de los bandos en contienda en esa época, así como las problemáticas agrarias y obreras que se dieron sobre todo a inicios del s. XX y que implicaron tensiones sociales y políticas de conflicto. Ya con relación al contexto político y social de conflicto en la década de los 80 y 90 como tal, es preciso mencionar en primer lugar el resultado de investigación de la Comisión de estudios sobre la violencia publicada también por el IEPRI por primera vez en 1987 y que llega a su quinta edición en el 2009. La gran tesis de la investigación de los violentólogos es la necesidad de reconocer la pluralidad de las manifestaciones de la violencia (Peñaranda, 1992, p. 33; Comisión de estudios sobre la violencia, 2009). A partir de esta propuesta interpretativa sobre las violencias de los 90 se encuentran trabajos sobre los actores armados: grupos insurgentes (Pizarro, 1991); sobre los procesos de paz (Rangel, 1998), y sobre la reinserción de guerrilleros a la vida civil y política (Peñaranda; Guerrero (comp.), 1999); pero también sobre el paramilitarismo y el narcotráfico (cf. Peñaranda, 2007) y también sobre el papel de las Fuerzas armadas colombianas (Leal, 1994). En 1992 se destacaba la tendencia del boom periodístico y testimonial, al que se le alaba detenerse en la vivencia del protagonista, pero se le cuestiona “el carácter masivo, desordenado y frecuentemente acrítico con que ha entrado en circulación puede estar contribuyendo, más que a una comprensión global del fenómeno, a una cierta confusión” (p. 11). Empero, el IEPRI también hace un balance de las investigaciones en general (Peñaranda, 2007) lo que permite dar cuenta de algunos vacíos investigativos enunciados así: •
investigaciones sobre chulavitas, pájaros, contraguerrillas, paramilitares, sicarios, caciques, infiltrados, desertores;
•
situación de las minorías étnicas en los contextos de violencia;
•
esfuerzos por sintetizar investigaciones, dados los innumerables trabajos que se han producido.
•
estudios comparativos para encontrar nuevos enfoques interpretativos (Sánchez, 1992, p. 12)
Habría que ver qué tanto se ha avanzado en estas direcciones, no sólo en el IEPRI, sino también por parte de otros colectivos de investigación, situación que nos será más evidente en otros informes al indagar sobre los resultados de investigación de otras instituciones.
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Entre los trabajos sobre los impactos de las violencias en Colombia ejecutados por el IEPRI se destacan aquellos en los que las víctimas son uno de los temas fundamentales; se trata de los trabajos que apuntan a examinar los impactos de las violencias; uno de los trabajos de especial interés para nuestro proyecto es el de Franco (1999) en el que pone en evidencia que uno de los sectores de la población que más ha resultado afectado según los índices de homicidio es el de los jóvenes.
II. Reflexiones sobre el contexto histórico y teórico de la investigación sobre la memoria de la violencia política en Colombia Ya hemos visto que el IEPRI ha publicado resultados de investigación en distintas áreas del saber, sobre todo sociológicas e históricas, que se han ocupado no sólo de la violencia reciente en el país, sino también indagando sus antecedentes incluso ampliando la mirada hasta el s. XIX. Para nuestro macroproyecto, nos interesa ejercer un esfuerzo de síntesis que encuentre algunos puntos de inflexión que permitan tener claridad a la hora de pensar las memorias de la violencia política en el contexto reciente. Dichos puntos de inflexión, a mi modo de ver, deben tener como punto de referencia los procesos de violencia de las tres últimas décadas; en esa dirección, las investigaciones del IEPRI nos ayudan a percibir varias cosas fundamentales que hay que tomar en cuenta y para ello me detendré en algunos procesos de las décadas de los 80 y los 90 dado que lo tratado en los dos anteriores informes dan cuenta de rasgos fundamentales de la década del 2000: a. Década de los 80: en esta etapa se dan tres fenómenos fundamentales: procesos de paz con guerrillas; auge del narcotráfico e incubación del paramilitarismo contemporáneo; y violencia política contra grupos de oposición; lo que necesitamos es hacer evidente las conexiones entre estos tres fenómenos. En efecto, los procesos de paz, iniciados por Belisario Betancur, comenzaron en virtud de que este presidente “fue el primero en aceptar que el país vivía una confrontación bipartidista, cuyo impacto había sido soslayado por el Frente nacional. El reconocimiento de una oposición política armada era el primer paso en la búsqueda de una salida negociada. Sin embargo, era un reconocimiento tardío, pues entre tanto un nuevo ciclo de violencia, alimentado por los extraordinarios recursos del narcotráfico, se había generado sin que nadie pudiera siquiera prever su alcance” (Sánchez, 2007, p. 9). Esta observación de Sánchez es fundamental y por eso la desgloso: El proceso de paz de la década de los 80 se enmarca en un contexto regional de transiciones a la democracia; el desgaste de la dictadura militar argentina es
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un referente que lleva a decir que “si la revolución es el horizonte articulador de la discusión latinoamericana en la década de los sesenta, en los ochenta el tema central es la democracia” (Lechner, 1988, citado por Pizarro, 1990, p. 332); para Colombia significaría la posibilidad de una transición hacia la paz. Pero esto implicó un distanciamiento frente a la política de seguridad que había tenido el país hasta ese momento desde el frente nacional; en efecto, el Frente Nacional concibió el fin de la violencia bipartidista con la reconciliación política de los partidos pero tuvo que enfrentar otros fenómenos de violencia alimentados por la confrontación bipartita. Para ello ejerció una persecución sistemática para acabar con las “repúblicas independientes” y los movimientos sociales de izquierda y recuperar el orden social, pues en el marco de la Guerra Fría y el triunfo de la revolución cubana se había incubado la idea de que el enemigo era el comunismo (Gilhodés, 1986, p. 303); aparece entonces el concepto de “seguridad interior” que dio pie para que se empezara a implementar el plan LASO a cargo del ejército nacional, “destinado a eliminar las zonas de influencia comunista” (Gilhodés, 1986, p. 305). Sin embargo, la supervivencia del conflicto y la persistencia de las ideas anticomunistas empiezan a gestar la idea de la cooperación cívico-militar que se materializaría en la promulgación de la ley 48 de 1968 (Romero, 2006, p. 409) y que significa la aceptación jurídica de la cooperación de civiles en la lucha contra las guerrillas. Sin embargo, hubo ires y venires políticos de estas ideas, en el que la dirigencia del ejército jugó un papel importante; se destacan la fallida reforma agraria de Lleras Restrepo (1966-1970) que propugnaba por un reconocimiento de las peticiones de movimientos campesinos y significó la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) pero que fracasó por la arraigada cultura latifundista del país, por las políticas de Pastrana Borrero (1970-1974) y López Michelsen (1974-1978) y por la persecución a la ANUC; en efecto, a pesar de que la guerrilla no logró arraigarse en la población campesina (Reyes, 1991) “la imagen subversiva asignada a los organizadores de la comunidad del movimiento campesino por los voceros de los propietarios fue la definición del enemigo, con lo cual se envió a las fuerzas armadas a la destrucción de la movilización agraria” (Reyes, 1991, p. 355). La diversificación política que vivió el país en la década de los 70 y cuyas manifestaciones se ven en el movimiento obrero y la participación de partidos como el comunista y el Partido Agrario Nacional amenazaban con resquebrajar la hegemonía bipartidista (Sánchez, 1985, p. 18). Además de esto, se destacan las peticiones de generales al presidente López en 1977 y que se conseguirá sólo hasta el inicio de la presidencia de Turbay Ayala en 1978 con el Estatuto de Seguridad (Gilhodés, 1986; Reyes, 1991) y que caracterizó muchas conductas de protesta social como subversivas y las sometió a la justicia penal militar, lo que significó un fracaso en derechos hu-
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manos y una “pedagogía de la violencia”: “antes que la aplicación de justicia, el Ejército intimidó y castigó a una amplia base de la población con el propósito pedagógico de disuadir a quienes impulsaban la organización popular” (Reyes, 1991, p. 356)3. Como sea, lo que preponderó en este período fue la idea de ilegitimidad política de los grupos de oposición, los cuales eran tachados como comunistas. Pero esto redundó en la disminución de las movilizaciones populares y en el aumento de personal en las fuerzas de las guerrillas. En un contexto así, la propuesta de reconocimiento político de la oposición armada y por lo mismo, de un proceso de paz, por parte del presidente Betancur, era un rompimiento a una tradición de lucha contra la insurgencia y por lo mismo, generó divisiones y desacuerdos en distintos sectores estatales, sobre todo, en el Ejército: “El desacuerdo militar con la política de paz del presidente (Betancur) fue expresado públicamente por el ministro de Defensa. También se manifestó en la estrategia de lucha pues las brigadas y batallones en áreas guerrilleras comenzaron a organizar el apoyo de propietarios locales para crear grupos de autodefensa” (Reyes, 1991, p. 356). Este primer elemento nos muestra que la lucha contra las guerrillas se había configurado como parte de la cultura política de cierto sector de la población particularmente, los hacendados, pero también de sectores del Estado; parte de esa cultura política se asentaba en una idea caracterizada por la tenue línea entre la autodefensa y la justicia por propia mano; el general Camacho, quien sería después ministro de defensa, hacía un llamado a la población civil para enfrentar a la guerrilla (Romero, 2006). Para Romero, sería el sector del narcotráfico el que acudió al llamado del general Camacho. Pero esto no se hubiera dado sin un detonante especial. En efecto, algunas investigaciones muestran que en principio la relación entre los narcotraficantes y las guerrillas no eran hostiles; por el contrario, se trataba de relaciones de cooperación pues los narcotraficantes tendían a buscar zonas lejanas al estado para agenciar su negocio, pero en donde hacían presencia de autoridad las guerrillas (Rementería, 2007, p. 348). Pero en la medida en que los narcotraficantes lograron “limpiar su dinero” con la adquisición de tierras a la par que lograban integrarse a la vida civil y política con no poca tolerancia de las autoridades del Estado, ya no vieron la obligación de pagar “vacunas”. El secuestro de parte de la guerrilla del M19 contra la hija de uno de los miembros del cartel de Medellín sería el detonante perfecto para que el narcotráfico creara el grupo Muerte a Secuestradores (MAS); por lo mismo, éste sería la cuna de lo que yo llamaría el paramilitarismo contemporáneo o como lo conocemos hoy. Algunos miembros de las fuerzas armadas serían luego sindicados de pertenecer o colaborar con este grupo MAS (Romero, 3 De hecho, se sabe de instalaciones militares colombianas para la tortura de detenidos (Reyes, 1991, p. 356).
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2006, p. 411). Así, grupos polarizados del Estado comenzaron a pensar legítima la “defensa de la democracia” paradójicamente luchando contra todo aquello que tuviera que ver con la subversión aliándose con narcotraficantes; esto lleva a decir a Romero: “el Estado de Derecho estaba totalmente acribillado por la justicia privada, o en decir, de los generales, por el derecho a la legítima defensa” (Romero, 2006, p. 411). De esta manera, estos factores ayudaron a que el sector del narcotráfico penetrara poco a poco todas las capas sociales a la par que cada vez más, soterradamente, iba afianzando sus vínculos con sectores de la política nacional; en un contexto como este, el proceso de paz de Betancur no iba a ser otra cosa sino un fracaso, por la persecución política contra todo grupo político que tuviera que ver con la izquierda, como una forma de sabotear las políticas de paz de Belisario Betancur; sin embargo, a la par esto ayudó además a consolidar lo que se ha dado en llamar la “reforma agraria en reversa” (GMH, 2010), pues el narcotráfico y distintos sectores latifundistas lograron extender sus negocios por distintas regiones del país haciéndose propietarios de inmensas extensiones de tierra, ayudados sin duda por su aparato militar privado que contaba con la aceptación de sectores políticos regionales y del ejército; esto sirvió para que se diera el despojo de tierras en distintos sectores del país. Todo esto ayuda a comprender el uso de dos categorías que a mi modo de ver son pertinentes para una lectura política de lo acontecido: democracia restringida y crisis del Estado de derecho: la primera hace alusión al hecho mismo de que aunque el sistema político colombiano es oficialmente democrático eso no ha impedido que se hayan movilizado acciones cuya lógica implica no solo la lucha armada contra las guerrillas sino sobre todo, el uso de esta “idea política” para la persecución indiscriminada de sectores de la población con fines económicos y sociales privados, limitando la participación política de sectores de oposición. En efecto, “para finales de la década de los 80 los grupos iniciales de sicarios vinculados al MAS se habían convertido en tenebrosas máquinas de muerte que estaban asolando a todo el país, pero en particular las regiones en donde las guerrillas tenían base social y en donde las negociaciones de paz junto con la elección de alcaldes por voto directo podrían haber facilitado el tránsito de las organizaciones insurgentes a la vida civil” (Romero, 2006, p. 413). En ese sentido es que se comprende también el concepto de crisis del Estado de derecho: en efecto, no se trataba sencillamente de que esto se hubiera desarrollado por la ausencia del Estado; era porque las élites mismas no creían en el Estado como institución y veían en la seguridad privada y en otras lógicas la única manera de mantener salvaguardados sus intereses (Romero, 2006). Se trata de un Estado en donde la democracia es restringida justamente porque no se cree en esa institucionalidad. Por eso, a pesar del reconocimiento por parte del entonces Presidente
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Belisario Betancur del estatus político del conflicto, éste se dio demasiado tarde, pues el conflicto había adquirido ya otras lógicas: la violencia política de esta década no responde a una “voluntad nacional dictatorial” agenciada desde arriba, como aconteció en el cono sur, por ejemplo; se trata de voluntades de ciertos sectores sociales que ejercieron la violencia política con miras a la consecución de unos objetivos si bien al margen del Estado (pues el estado es oficialmente democrático), sí con la protección de su investidura, situación que sólo podría darse en un Estado frágil que no daba ni siquiera para una dictadura. Se trata pues no de una transición ni a la democracia ni a la paz, sino una democracia fallida. b. Década de los 90: en esta década pueden vislumbrarse varios fenómenos que son necesarios también articular: violencia política de parte del narcotráfico contra el Estado; auge del paramilitarismo (en lo político pero también en lo económico); redefinición neoliberal del Estado y declive político de las guerrillas. En efecto, en medio de los logros de paz con el M19 y otros movimientos y el fracaso de los procesos de paz con las FARC, los índices de asesinatos y desaparición contra miembros de partidos de izquierda como la UP, se destapa, política y penalmente hablando, la “olla podrida” del narcotráfico; pero ya era demasiado tarde: ya Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín se había convertido en una figura política no sólo a nivel regional sino nacional, lo que ponía en videncia el grado de poder social y político que el narcotráfico había logrado incubar a lo largo de la última década. El rechazo moral y político contra el narcotráfico desata la violencia política de parte de los carteles de la droga contra el Estado generando otras necesidades y políticas de seguridad. La nueva constitución política del 91 es el intento legal por reconfigurar el estado nación como estado sólido y democrático para enfrentar esa crisis. Pero tras de ello está la consolidación del neoliberalismo como política nacional en el país, que no haría otra cosa sino seguir promocionando los índices de desigualdad social, el acabose definitivo de una posible reforma agraria si quiera como posibilidad y la reducción cada vez mayor del Estado como institución (Franco, 2003, p. 392). Empero, la guerra a muerte contra el narcotráfico no implicó el resquebrajamiento del paramilitarismo. Las fuerzas privadas de las mafias estaban suficientemente consolidadas gracias a las tolerancias y trabajo mancomunado con el ejército y las élites políticas locales. El paramilitarismo es lo suficientemente fuerte y consolidado como para seguir dependiendo de la jefatura de los carteles, e incluso participan activamente en la “cacería” de Pablo Escobar. De manera clara y evidente se puede hablar de paramilitarismo colombiano cuando los PEPES (Perseguidos por Pablo Escobar), trabajan mancomunadamente con el bloque de búsqueda para tal fin. En suma, el paramilita-
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rismo no sólo no es rechazado, sino que abiertamente es usado en “defensa del Estado”. Esto mismo será lo que le dará discurso de legitimidad política al paramilitarismo. Máxime cuando las FARC deciden cambiar su estrategia militar para conservar y mantener no ya su postura política sino los corredores estratégicos del negocio del narcotráfico, pues ello ya se hace evidente desde esta década. Esto explicará la actitud revanchista de las FARC en el proceso de paz con Pastrana, que además de tener el antecedente del fallido y turbio proceso de paz de los 80, sólo contribuirá a que la zona de despeje sirva como recuperación del anhelado “paraíso perdido” que fue la “república independiente” de Marquetalia y que se inscribe como mito de origen (Uribe, 2009) de la guerrilla de las FARC. c. Década del 2000: Atravesado por esto, las políticas neoliberales y el contexto global de lucha contra el terrorismo de Bush serán los elementos fundamentales que permitirán en la década del 2000, la consolidación política del paramilitarismo, lucha antiterrorista y desmovilización de las AUC; en contraste con la década de los 80, ya no se reconoce la oposición política armada; las guerrillas de izquierda son tomadas como terroristas ilegítimos, lo que justifica a la par que una política de estado en guerra con un enemigo interno ilegítimo, la actuación del paramilitarismo como excusa de la falta del Estado frente a ese enemigo. Se vuelve, pues a las políticas de seguridad de la década de los 70. Pero será la controvertida ley de justicia y paz, marco jurídico para la desmovilización de los paramilitares lo que obligará a crear una política pública de reparación para las víctimas. En este contexto es que nace la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación; si bien las víctimas como concepto jurídico y realidad social así como las memorias de la violencia política juegan un papel clave en la discusión, no son el eje del debate central o si lo son, están en función de políticas de reconciliación; esto es sintomático de la polarización política que sufre el país, y esto, por el hecho de que a la vez de que se negó el conflicto (Uribe lo hizo, Santos ya no tanto), se mantuvo una política de guerra que no fomenta el cese del conflicto aunque su justificación sea esa. En efecto, se cree que sólo ganar la guerra acaba con el conflicto. Estas circunstancias explican el debate acalorado por la ley de justicia y paz y a su vez explica por qué no ha sido posible todavía posicionar a las víctimas y a las memorias de la violencia política en el centro de la discusión y de defensa; las discusiones se sirven de las víctimas y de sus memorias como datos estadísticos para justificar determinada política estatal o para vituperarla. Todavía no hay un acuerdo base fundamental por parte de la sociedad colombiana, que sí hubo en otros países del mundo donde se han dado procesos de justicia transicional: de que hubo unas víctimas y de que la base de la reconciliación es el reconocimiento de ellas, que se da con el esclarecimiento de la verdad, la aplicación de justicia y la reparación.
PARTE II – MEMORIA, CONFLICTO Y OLVIDO
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Parte III
MEMORIA, TERRITORIOS Y DESTERRITORIALIZACIONES: SUS LUGARES FÍSICOS Y SIMBÓLICOS
Capítulo 1
TERRITORIO Y ACADEMIA: UNA RELACIÓN FRAGMENTADA1 Patricia Reyes Aparicio Docente investigadora de la Universidad Santo Tomás de Aquino, Bogotá. Socióloga, Magíster en Planificación y Administración del Desarrollo Regional. Correo electrónico: [email protected]
Introducción A la pregunta por el territorio se ha respondido desde múltiples disciplinas, lo que ha hecho que unos y otras se reconfiguren permanentemente hasta formar un entramado tan complejo y múltiple, que no queda otra que tratar de aproximarse a un fragmento de las relaciones que se han venido tejiendo entre ellos, para intentar profundizar en lo que ese pequeña fracción proponga y continuar tejiendo el entramado en el que se verán aparecer, seguramente, nuevas relaciones, que son las que el pensamiento y las diversas circunstancias admitan. En esta ocasión se propone mirar algunos de los conceptos, si se prefiere ciertas categorías a través de las cuales se ha venido abordando el tema del territorio, para intentar ver lo que sucede en el cruce de los sentidos que arrojan esos –aparentemente- diversos abordajes ¿La intención? Dejar de lado la preocupación por el reconocimiento de la proveniencia de esas avanzadas para centrarnos en los planteamientos que han venido apareciendo a través del tiempo, que nos permita un lugar más allá –de pronto más acá- del pensamiento disciplinar, puesto también en cuestión. Como punto de partida es importante tener en cuenta que quien escribe trata de poner el acento antes que en el lugar de emergencia de los enunciados, en el objeto que a partir de aquellos se construye, no obstante, la aparición de dichos lugares seguramente 1 Las líneas que vienen a continuación constituyen un corte en la reflexión que viene adelantándose al interior del grupo de trabajo de docentes de la Facultad de Sociología de la USTA, cuyo objetivo es la consolidación de las líneas de investigación del tema territorio de la Maestría en Planeación del Desarrollo ofrecida por esta universidad, que comenzará actividades el primer semestre del año 2012. Por tal sentido, deben entenderse material de trabajo en espera de los aportes que puedan surgir.
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será inevitable, lo cual, antes que ser un inconveniente en la reflexión que aquí se propone, aspira convertirse en dinamizador y movilizador de la discusión. Cualquier ruta epistemológica corre el riesgo de resultar extensa o comprimirse sin límite, independientemente del concepto que se trate. Las anotaciones que aquí se registran pueden ser entendidas como el inicio de una puesta en escena en la que el papel protagónico lo asumirán algunas de las categorías –conceptos- que pueden tenerse en cuenta para pensar el territorio por la vía de la configuración de posibles líneas de investigación, en el marco de un programa posgradual que integra la formación teórica en estrecha relación con las concepciones contemporáneas sobre la sociedad y las corrientes de desarrollo y la planeación, contando con la investigación como ingrediente fundamental en perspectiva de la resolución de los problemas sociales, lugar de encuentro obligado de todo proceso académico. Por la vía de la presentación que aquí se inicia, seguramente se aspira a robustecerlos, es decir, se trata de recoger elementos a través de los cuales pueda evaluarse la pertinencia, injerencia y alcance de la priorización de ciertos enfoques que, como toda elección, dejará por fuera tópicos que no alcanzarán a entrar: una apuesta-riesgo que hay que correr, necesariamente.
I.
Territorio como categoría de análisis o de una mirada genealógica
Las connotaciones del concepto territorio, no cabe duda, han variado a través del tiempo. Un recorrido a través de la historia da cuenta de la diversidad de posibilidades que se han erigido para pensar en él. Entendida la genealogía como descripción de los comienzos y las sucesiones, y subrayando la importancia de entender los acontecimientos en contextos determinados, indagar por las condiciones que han hecho posible que se piense y se hable del territorio a través de ciertos regímenes de enunciación en un momento particular, da cuenta no sólo del concepto, sino de lo que lo rodea y lo hace posible. Abordar el tema de la genealogía del territorio pone sobre la mesa aspectos que no tienen que ser nombrados para estar presentes, es decir, se trata de ubicar algunas pistas que permitan pensar en términos de su consolidación como categoría ¿Cómo los primitivos habitantes mongoles construían territorio en sus modos de recorrer o habitar los lugares?, ¿el hecho de habitar un espacio implica pensar en términos de territorio?, ¿en el cruce de qué coordenadas emerge como instancia de análisis por primera vez? En fin. Son tantos los interrogantes como las posibilidades que se abren en la búsqueda de respuestas, de modo que una vía interesante de aproximación a la pregunta por el territorio, bien puede comenzar por una revisión a su génesis.
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Para ello, Foucault nos propone el enunciado, y para entenderlo, remitirnos a la definición del discurso, entendido este último como “conjunto de enunciados que provienen de un mismo sistema de formación” admite entonces hablar en términos de discurso clínico, discurso económico, discurso de la historia natural. En ese sentido, la propuesta de formación que se está consolidando aguza su oído a proveniencias que se han dado en ubicar en terrenos sociales y humanos, incluyendo ahí la perspectiva del desarrollo y su compañera la planeación.
II. Territorio como categoría de análisis o de una mirada epistemológica: las ciencias sociales y los estudios territoriales Este hecho es importante a la hora de pensar en la perspectiva epistemológica desde la cual abordar las reflexiones y configurar los campos temáticos. Teniendo en cuenta la extensa producción en lo que a epistemología se refiere, y con el ánimo de consolidar una propuesta que responda a los intereses del tipo de formación que se ofrecerá –o de la impronta que se quiere dejar-, permítasenos una nueva remisión a la propuesta focaultiana para determinar el alcance de lo que por epistemología se entenderá. Entendiéndola “el conjunto de relaciones que se pueden descubrir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza en el nivel de las regularidades discursivas” (Foucault, 1990, p. 89). En ese sentido, habría que indagar por lo que se dice, en cada época, del territorio. Lo que el autor francés denomina regularidades discursivas tiene que ver con aquello que de alguna manera se repite sin que se haga evidente dicha repetición. Es decir, un corte en el tiempo permitiría de pronto encontrar que se han establecido ciertas recurrencias en los modos de referirse al territorio, desde múltiples ángulos, e incluso con palabras distintas, pero apuntando a lo mismo. El asunto es que esa confluencia en “lo mismo” termina reconfigurando tanto el objeto de mirada como la instancia desde la que se mira. En el grupo de las disciplinas sociales se encuentran aportes en categorías como: cultura, sociedad, individuo, población, pueblo, región, ciudad, campo, identidad, creencias, tradiciones, modos de poblamiento, desplazamiento, memoria, entre otras. Habría que rastrear, en términos conceptuales, cuáles serían los efectos que traería proponer al análisis del territorio las miradas que se hagan a través de tales conceptos. Es más, los diversos modos de aproximación disciplinar delimitan el campo mismo de su emergencia como categorías a través de las cuales dar cuenta de la pluralidad de sentidos que habría que incluir a la hora de emprender el estudio de un campo disputado y vuelto a reconfigurar como lo es el territorio. Para ilustrar este punto, una mirada a lo que ha venido sucediendo en el campo de la geografía, por ejemplo, permitiría dimensionar lo aquí planteado. De modo despre-
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venido, sin mucha elaboración, podría afirmarse que, para la geografía, el asunto del territorio se circunscribe al plano de lo físico, de lo tangible y fácilmente ubicable. Lo que se registra en los mapas por todos conocidos ilustraría ese carácter de lo tangible para pensar el espacio: “los geógrafos de la tradición regional, que dominó el panorama académico hasta mediados del siglo XX, y de la incipiente ´nueva geografía´ de los sesenta, basaron su trabajo en la idea de espacio absoluto, como contenedor de paisajes o de objetos en interacción, pero el espacio mismo no era objeto de reflexión” (Delgado, 2003, p. 20). Hacia los 80 se consolidaba, para el caso colombiano, un abordaje “humano” a la geografía: la facultad de Sociología de la Universidad Nacional contaba para entonces con una propuesta de pensar una “geografía para sociólogos”, como lo propusiera el profesor Ernesto Guhl. La pregunta sería ¿qué significaba para entonces pensar la geografía en clave de lo humano? Y, en solidaridad con lo atrás planteado, ¿qué relación tendría ese nuevo carácter con aquella del espacio como contenedor de paisajes? En esta misma dirección, ¿esa fusión entre geografía y humanidades –para el caso particular, la sociología- reportó elementos importantes a la reflexión del espacio, valga decir, del territorio? Esa forma de abordar las preocupaciones que se iban apareciendo, es decir, cuando se agotó lo físico y tuvo que ampliarse la frontera para que entrara el individuo, y luego las sociedades, imprimió un cambio que ha quedado registrado en la historia misma del pensamiento, y ponía en evidencia la necesidad de ampliar los límites para incluir en vez de excluir; para diversificar, en lugar de estar pensando en la parcelación dictaminada por las instancias de poder que se materializaba, en gran medida, en el panorama disciplinar. De modo que la episteme del territorio pasa por la de las disciplinas sociales, no para legitimar y ahondar en la diferencia, sino para servirnos de los aportes que se han venido dando, y enriquecer así el nivel de conocimiento de problemáticas sociales a través de la construcción del territorio, en interrelación recíproca.
III. El territorio: desde el discurso de la planeación y el desarrollo En este aspecto en particular valdría la pena hacer un abordaje acentuando la necesidad de hacer una articulación entre el discurso académico y el orden formal –por nombrarlo de algún modo-. Es decir, habría que dar una mirada al discurso de la planeación y el desarrollo en el marco económico –de donde provienen-, instalando los análisis en una esfera distinta: llámese social, y entiéndase la cultura como ingrediente fundamental para dimensionar el sentido que quiere asignársele, por considerarlos componentes fundamentales. Quizá en el ámbito de la política pública, tanto la planeación como el desarrollo tienen cabida; sin mucho análisis se los instala ahí.
Capítulo 1. Territorio y academia: una relación fragmentada
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El asunto es que al plano académico –cuyo propósito final coincide con el de las dos instancias atrás mencionadas, a saber, el cambio social-, le corresponde instalar otras preguntas y subrayar aspectos que la lógica oficial no ve o no quiere ver. Y ahí encontramos una disputa: una serie de tensiones que emergen para incidir en las decisiones que hay que tomar, que son las que, a la postre, darán el rumbo a esas políticas, con los consabidos efectos que se dejan ver en la materialización de decisiones que competen a la sociedad en su conjunto en tanto la afectan. En este punto habría que aportar entonces documentos oficiales –POT, Planes de Desarrollo, Políticas de Fomento Productivo-, que recogen un modo de pensar y entender el territorio desde un discurso que podría denominarse hegemónico y en cuyo análisis se develaría el nivel de participación de las diversas instancias implicadas, las estrategias de negociación implementadas, los modos de convocar esa participación, entre otros múltiples aspectos. Desde la producción académica vendría bien problematizar la categoría del desarrollo –y por ende la de la planeación- para darle una dimensión más amplia a ese primer nivel de intervención: la universidad y la esfera decisional proponiendo alternativas posibles y deseables de organización espacial, con los efectos esperados en la conformación de sociedades y subjetividades. Teoría y práctica como propuesta dialéctica que admitiría reconocer dos campos de intervención que se construyen reciproca y permanentemente. Como es evidente, habría que historizar también esos discursos, y poner especial énfasis en categorías como progreso, equidad, igualdad, participación, concertación; sostenibilidad, sustentabilidad, crecimiento.
IV. Localidad, territorio, región Una vez más se pone en evidencia aquello de los límites: ¿cómo diferenciar la localidad del territorio, y ambos de la región? ¿Una región no es también un territorio? Por localidad se entiende: “Calidad de las cosas que las determina a lugar fijo, lugar o pueblo, local (sitio cerrado), plaza o asiento en un local de espectáculos públicos” (Larousse, 2009, p. 2032). También se encuentran definiciones como “perteneciente o relativo al lugar, a un territorio, a una comarca o a un país”, en contraposición a lo general o nacional, o, como adjetivo, cuando se menciona por ejemplo la anestesia local, sin perder de vista que también alude a un sitio cerrado, cercado o cubierto. Etimológicamente, locus, que indica lugar. En lo que respecta al territorio, entre otras acepciones se encuentra: circuito o término que comprende una jurisdicción, un cometido oficial u otra función análoga. “Terreno o lugar concreto, como una cueva, un árbol o un hormiguero, donde vive un
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determinado animal, o un grupo de animales relacionados por vínculos de familia, y que es defendido frente a la invasión de otros congéneres” (DRAE, 1992, p. 1969). En cuanto a la región, se mencionan acepciones como “porción de territorio determinada por caracteres étnicos o circunstancias especiales de clima, producción, topografía, administración, gobierno. Cada una de las grandes divisiones territoriales de una nación, definida por características geográficas e histórico-sociales, y que puede dividirse a su vez en provincias, departamentos. Todo espacio que se imagina ser de mucha capacidad. Según la filosofía antigua, espacio que ocupaba cada uno de los cuatro elementos. Zool. Cada una de las partes en que se considera dividido al exterior el cuerpo de los animales, con el fin de determinar el sitio, extensión y relaciones de los diferentes órganos. Región frontal, mamaria, epigástrica. Cada una de las partes en que se divide un territorio nacional, a efectos de mando de las fuerzas aéreas y de dirección de los aeropuertos. Cada una de las partes en que se divide un territorio nacional, a efectos de mando de las fuerzas terrestres. De modo que hay un punto de partida que comparten los significantes, si se prefiere, un común denominador: el territorio. Y este hallazgo se torna interesante en tanto pueden proponerse instancias diversas desde las cuales continuar abordando la categoría, objeto central de nuestro análisis. Esa capacidad de la región se contrastaría con una no tan amplia capacidad que ofrecería la localidad, por ejemplo. Continuando por esta vía, podría hasta pensarse que tanto en la localidad como en la región sería lugar de habitación de grupos relacionados por lazos de familia los cuales, frente a una invasión, lo defenderían. Seguramente los discursos administrativos y políticos tengan delimitadas estas categorías –no obstante, habría que indagar por el nivel de sus análisis-. Una formación académica que las contemple necesariamente tendría que proponer otros lugares de mirada que relieven aspectos tales como la cultura, la identidad, la estética; incluso la ética. Un concepto contemporáneo que suena sugestivo es la ecosofía propuesta, entre otros, por Guattari, a través de la cual se puede ver la congruencia de la ecología y la filosofía para pensar en términos de habitar –en el sentido fuerte del término- y los correspondientes modos de apropiación del espacio, de las relaciones sociales y humanas. Otro tema de abordaje obligado sería la relación del territorio con la globalización. Y aquí se evidencia una vez más el efecto que ha tenido la preeminencia del discurso económico en la determinación de derroteros a nivel mundial. Aquello de la aldea global que tanto se menciona –efecto de ese discurso- pone de presente la idea permanente de la tierra en su amplia acepción, no obstante lo reducido que pueda
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parecer aquello de la aldea, aunque ese empequeñecimiento quiere subrayarse en tanto se trata de dimensionar lo que ha hecho la globalización con el orden establecido antes de su aparición: de ser un mundo amplio, casi inaprehensible y por poco inconmensurable, por efectos de la globalización se pasó a ser un “pueblo de corto vecindario y, por lo común, sin jurisdicción propia” (DRAE, 1992, p. 91). Lo cual resulta así, en tanto la noción de Estado se reconfigura. Nuestro vecindario, no obstante la distancia geográfica, se ha ampliado a tal punto que las redes de comunicación suplen las presencias físicas: desde nuestro ordenador estamos conectados con el mundo y a grandes distancias se encuentran nuestros nuevos vecinos. Los modos de relación se transmutan, y con ellos nosotros. Alguien afirmaba algo como que “sólo quien tiene raíces sobrevivirá a la globalización”, afirmación que lleva a poner otro interrogante en torno a la planeación que es menester implementar en condiciones históricas como las diseñadas por este nuevo orden mundial. ¿Dónde y cómo queda lo local en este estado de cosas?, ¿qué va a suceder con el territorio y las regiones?, ¿será oportuno continuar defendiéndolas en tanto categorías de apropiación del espacio que delatan unas formas de organización, relación e identidad? Desde que se decretó la globalización, tanto los Estados como los gobiernos a nivel mundial se han puesto al servicio de intereses económicos, que son los que pregonan y avalan ese discurso. Los conceptos/categorías que dicho esquema aporta vendrían a ser: nuevo orden mundial, pobreza, inequidad, medio ambiente, nuevas relaciones sociales y humanas, como algunos de los más importantes. Así las cosas, queda punteado el panorama de trabajo a ser ofrecido al equipo de profesionales que decida acceder a una propuesta académica de formación posgradual. A primera vista, podría afirmarse que en poco dista de otras ofertas que se postulan tanto a nivel nacional como internacional. La pregunta sería entonces, ¿qué es lo diferente?, ¿qué propone este plan de estudios que lo distancia de otros, inscritos en la misma línea? Hay quienes afirman que lo particular lo ofrece el carácter participativo que quiere dársele, hay otros que aseguran que tendría que ser la concertación el eje transversal. De modo que valdría la pena indagar respecto a cada uno de los postulados para aportar en la determinación del énfasis a dársele, y es a la academia a la que habría que dar una nueva oportunidad, si bien seguros de que, por sí sola, no conseguirá imprimir los giros que la discusión y la intervención ameritan, más bien dándole la oportunidad de hacer los aportes que desde su acervo está en capacidad de ofrecer, intentando rehacer la comunicación entre ella y el territorio que transcurre en instancias que aparecen distantes y cuya brecha es menester continuar cerrando para lograr, al menos, otros efectos, nuevos problemas.
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V.
Participación o concertación
La Constitución de 1991, podría afirmarse, marcó un hito en la historia de la participación en nuestro país: a partir de entonces se empezó a hablar del carácter incluyente en lo que respecta a la toma de decisiones que desde entonces regiría la organización política y administrativa del país –con los esperados efectos en las esferas cultural, medioambiental, social, entre otras-. La Constituyente legitimaba y materializaba así un sueño: el de la participación en la toma de decisiones que ponía de presente y tenía en cuenta la procedencia diversa de la población. El carácter multiétnico y pluricultural se instalaba reiteradamente en discursos gubernamentales, académicos, institucionales e incluso coloquiales. Las varias procedencias de esa población; sus costumbres, formas de organización, modos de apropiación del espacio, delataban una riqueza significativa, y prometían eso: la inclusión, tan importante en todo proceso que se preciara de equitativo y plural. Veinte años después cabe formularse preguntas como ¿de qué manera quedó expresada la inclusión en la Carta Constitucional?, ¿a estas alturas, una evaluación, una mirada de cerca permite hablar en términos de inclusión?, ¿de qué inclusión?, y las voces subalternas, ¿se han venido escuchando?, ¿de qué modo? Y esos discursos, ¿de qué forma dejaron planteado el tema del territorio? ¿Qué ha pasado con los territorios y sus habitantes? ¿Se han venido escuchando esas voces? Son tantas las preguntas como, seguramente, los modos de aproximación a tentativas respuestas. Permítasenos instalar algunos otros interrogantes, con la pretensión de continuar aportando a una reflexión en la que, seguramente, sean esas voces clandestinas las que atraigan la atención en el ejercicio investigativo que se propone, y, por qué no, quizá de su mano puedan hallarse salidas a problemáticas insoslayables que tienen que ver con el efecto del despojo de sus territorios y de la memoria –elemento fundamental a la hora de construir existencias-. Entre una significativa e inusitada cantidad de eventos organizados en torno al tema de la memoria, en la ciudad de Bogotá, hacia el mes de abril del año 2011, se llevó a cabo el “Primer Encuentro Internacional de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas: Violencia, Sociedad y Memoria”. En ese marco fue posible escuchar algunas organizaciones de base que han venido trabajando en esta dirección. Su interés fundamental es no dejar caer en el olvido eventos –acontecimientos- que marcaron la vida de sus comunidades. Para ello –afirman- han apelado a recursos simbólicos y materiales con los que han persistido en una actitud de permanente evocación, teniendo en cuenta que manifestaron no sentirse representadas en los discursos institucionales ya que éstos no lograban significar sus inquietudes e intereses respecto al tema de la memoria. Al contrario, desde su perspectiva, el olvido y el silencio han sido el común denominador de las acciones oficiales.
Capítulo 1. Territorio y academia: una relación fragmentada
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Estos hechos, concatenados, crean las condiciones que hacen posible la emergencia del tema por el que se aspira indagar: ¿qué reportaría, qué efectos tendría el que comunidades y organizaciones –voces clandestinas, memorias subalternas- se encarguen de construir, consolidar y hasta administrar sus propias versiones del mundo que habitan? Seguramente sea una posibilidad de interpelar las versiones legitimadas –oficializadas-: ¿es, sino la única, al menos una de las más importantes alternativas con las que se cuenta para poder trazar los lineamientos de una nueva historia?, ¿en qué radicaría la importancia de lo novedoso a la hora de pensar en una historia con esas características?, además, esa nueva historia, ¿en qué y a quiénes beneficiaría?, ¿qué condiciones habría que crear para hacerla posible?, ¿cómo se vería reflejada en la pregunta por el territorio, por ejemplo? Estos interrogantes apenas si puntean el tema de interés: al parecer, es uno de los riesgos que se corre en todo comienzo de un ejercicio de investigación: cantidad de perspectivas que se agolpan, que pelean también ellas por ser las hegemónicas; imprecisiones terminológicas, sobreestimación de posibilidades, desarrollos embrionarios, no muy evidente concatenación de ideas, en fin. Y se menciona como un ejercicio de investigación el que se inicia con la apertura de un programa de formación como el que aquí se ha planteado, en tanto es una apuesta con énfasis en investigación precisamente. Es decir, si bien hay una propuesta de trabajo consolidada, es importante tener en cuenta que aspira convertirse ella misma en un proceso de conocimiento, lo cual la ubica en el lugar de la investigación mediante su hacer. Ahora, en lo que respecta a la concertación, teniendo en cuenta que alude a asuntos como componer, ordenar, pactar, concordar, acordar, en el panorama nacional –teniendo en cuenta el juego político y de intereses económicos que han propiciado un largo periodo de violencia- seguramente, más que seguir pensando en que una participación equitativa sea posible, valga la pena disponerse a buscar instancias de concertación que de pronto hablen de modo más aproximado de los hechos nacionales. Seguramente también pueda afirmarse que hay que continuar construyendo instancias donde la participación sea posible. Quizá ese mismo ánimo impulsó a proponer la descentralización como recurso que, de algún modo, propiciara la convergencia de esas múltiples voces que hacen parte del panorama de nuestra realidad nacional –por nombrarla de algún modo-, en tanto aproximaba las voces a espacios más reducidos y por ende con mayor posibilidad de ser escuchadas. El asunto es que en ese otro país del conflicto, en el que la disputa por la tierra cobra vidas a diario, y en el que la desaparición, la expropiación y el conflicto armado son la regla, no pueden garantizarse procesos de participación. Es inconsistente pensar que en lugares de desalojo de tierras, por ejemplo, esos mecanismos estatales puedan operar. Seguramente en el discurso oficial se mencione el tema y se llegue a afirmar que se ha conseguido acortar la distancia entre la población y el nivel decisional. La
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pregunta sería ¿qué tan cierta resulta una afirmación de ese talante?, ¿qué repercusión-es- ha tenido en términos reales?, ¿puede verse reflejada esa participación en el respeto a la vida, al trabajo –sólo por nombrar algunos de los aspectos más importantes, los mínimos que deberían estar garantizados-? Es en ese panorama que la idea de la concertación de pronto suene más acorde a los hechos, más próxima a lo que acontece en esos lugares donde el Estado ha perdido legitimidad y la ley se impone mediante otros dispositivos. Y esta afirmación se hace poniendo el acento en un aspecto que tiene que ser tenido en cuenta: este país no es sólo el centro, no son sólo las ciudades y los municipios que las circundan. Hay que incluir esos otros espacios que son parte constitutiva y que no por estar distantes geográficamente tengan que ser sacados por las disposiciones de las sedes donde se toman las decisiones político-administrativas que, en la mayoría de los casos, prefieren soslayar las problemáticas que en esos otros lugares son la regla. En últimas, lo que valdría la pena hacer desde la academia, lo que ésta tendría como misión –teniendo en cuenta su papel social, ético y político- sería instalar nuevas preguntas, y movilizar otras discusiones, apuntándole a incidir de modo directo en el diseño de la misma política pública. Alumbrar terrenos no frecuentados por el discurso oficial, dar lugar a la escucha de esas voces que susurran para que se conviertan en voces preponderantes en este concierto monofónico de nación que se quiere imponer y se presenta como único posible. La academia tendrá que romper esa brecha que ha erigido en torno suyo para pasar a ser una instancia incluyente, divergente y creadora.
Bibliografía Delgado, O. (2003). Debates sobre el espacio en la geografía contemporánea. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia Diccionario Enciclopédico Vox 1 (2009). Larousse Editorial, S.L. DRAE (1992). Madrid: Real Academia Española de la Lengua. Foucault, M. (1990). La arqueología del saber. México: Siglo XXI.
Capítulo 2
AMBIENTES EDUCATIVOS Y CONFLICTO ARMADO, MEMORIAS Y TERRITORIOS EN EL PUTUMAYO Mauricio Lizarralde Jaramillo Profesor de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Introducción Colombia a lo largo de su historia ha vivido una sucesión continua de conflictos armados de distinto tipo e intensidad: guerras civiles, violencia política partidista, guerrillas, paramilitarismo, complejizándose aún más con la presencia del narcotráfico; sobre ello hay un campo de investigación muy amplio desde distintas disciplinas y variados enfoques. Sin embargo, dentro de ese universo de investigaciones un tema que se ha abordado muy tangencialmente es de la escuela mediada por estos contextos, a pesar de que por ejemplo la guerra civil de 1876 que se conoce como La guerra de las escuelas se dio con el pretexto de oposición del conservatismo y la iglesia a la reforma educativa implementada por el gobierno liberal en 1870, y a que en el ya clásico “Violencia en Colombia” (Guzmán, Fals Borda, Umaña, 1980, pp. 282-284) se referencian las escuelas que en Tolima en la década de los 50 tenían trincheras y refugios, así como el asedio al que eran sometidas las maestras por parte de los actores armados, y el papel activo de algunos maestros que azuzaban a sus estudiantes para que abuchearan o apedrearan a los del partido contrario; desde su publicación inicial en ese estudio dejan planteado “Pero cabe reflexionar sobre si los colegios mismos y la Universidad no sufren un proceso de desadaptación al actuar de espaldas a la realidad nacional” Ya desde una primera investigación (Lizarralde, 2003), abordamos la situación de los maestros en zonas como el Guaviare, el Magdalena Medio y el Urabá, y posteriormente ya desde el grupo de investigación GALATEA se ha venido trabajando alrededor de la educación y el conflicto armado.
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Actualmente, con financiación del IPAZUD y el Centro de Investigaciones de la Universidad Distrital, se está desarrollando una investigación sobre los Ambientes Educativos de las escuelas en zonas de conflicto armado, tomando como muestra la zona del bajo y medio Putumayo en escuelas ubicadas unas en la vía entre Puerto Asís y Teteyé, otras entre El Tigre y la Hormiga, y otra en El Empalme cerca a Orito. Esta investigación, demanda en primera instancia abordar la reflexión sobre las interacciones que se dan en el espacio escolar, bien sea que se les asuma como clima escolar o cómo el ambiente educativo. En esencia tras los dos conceptos, clima y ambiente, se pretende dar cuenta de aquellos aspectos axiológicos, culturales, sociales, políticos, físicos que determinan la construcción intersubjetiva de los significados que orientan la acción en la institución; por ejemplo Blaya define el clima escolar como: ... la calidad general del centro que emerge de las relaciones interpersonales percibidas y experimentadas por los miembros de la comunidad educativa. El clima se basa en la percepción colectiva sobre las relaciones interpersonales que se establecen en el centro y es un factor influyente en los comportamientos de los miembros de la comunidad educativa. (2006, p. 295)
I.
Y… ¿Qué es el Ambiente Educativo?
Se asume el concepto de ambiente, más allá de las definiciones de la etología y la ecología, como un territorio configurado por las características del entorno de los sujetos y de las interacciones entre los sujetos mismos, fuertemente articulados y que condicionan las circunstancias de su interacción cotidiana, comprendiendo tanto lo tangible de los espacios físicos, como lo intangible de los significados; viéndolo de esta manera y acogiendo el planteamiento de Porto-Gonçalves (2009), el ambiente educativo- territorio no se puede considerar como algo existente o anterior a la escuela como dispositivo social, dado que éste se constituye como un espacio físico y relacional de sujetos y grupos sociales que se afirman en y por medio de él a través de procesos sociales de territorialización. Por esta razón, el ambiente educativo en tanto territorio de enunciación, no puede considerarse como un apriori, sino como la emergencia de la relación entre el contexto y lo vivido, entre la memoria del pasado y la expectativa de futuro (Koselleck, 1993), de manera que no tiene preexistencia sino que emerge en la medida en que se establecen interacciones que lo dotan de significados, siendo así un campo construido intersubjetivamente. En este orden de ideas, cualquier cambio que se dé en los significados generará también cambios en el territorio y su representación y viceversa, pues los significados son imposibles de asumir como generalidad dado que son resultado de una experiencia
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singular de interacción y en esa medida son móviles de acuerdo al momento particular del sujeto, donde su ubicación de frente al interlocutor, a sí mismo o al colectivo es lo que determina la validez de lo que se dice sobre ello y la forma cómo, acorde a los usos sociales y culturales, en el discurrir de la conversación se asigna pesos distintos a las palabras y a los silencios. “Recurrimos a los testimonios, para fortalecer o para invalidar, pero también para completar lo que sabemos acerca de un acontecimiento del que estamos informados de algún modo, cuando, sin embargo, no conocemos bien muchas de las circunstancias que lo rodean.” (Halbwachs, 2004, p. 25). Siguiendo a Le Breton (2007), el silencio carece por sí mismo de significación, y se dota de ésta según las políticas de su uso: de consentimiento y complicidad, mutismo con la intención de ocultar, de indiferencia, como acción de oposición, como respuesta por el desconocimiento o la ignorancia, o también como manifestación de censura. Así, en los relatos por ejemplo, los silencios no tienen un único significado, encontrándose asociados a la experiencia singular en el momento del que se habla, como cuando se pregunta por lo vivido durante los combates que se han dado cerca a la escuela y unos guardan silencio por lo doloroso del recuerdo y otros porque no lo han vivido o no le dan importancia, o cuando se siente como un momento opresivo antes de evocar al niño que murió ametrallado en la escuela, o cuando no se nombra al “sapo” o al hablar de “ellos” refiriendo a la guerrilla o de “los otros” cuando se trata de los paramilitares, sin nombrarlos directamente igual que no se nombra al diablo para que no aparezca, o simplemente porque uno no es considerado interlocutor válido para que lo escuche. De igual manera en las referencias al espacio físico, por ejemplo, en el caso de las escuelas y de las veredas, los lugares tienen nombres a los que se asigna un significado sin que este sea necesariamente explícito, pero que al encontrarse articulado a las experiencias vividas y relatadas, tanto las palabras como los silencios muestran las características, uso y memoria de las interacciones que allí se dan, como en el caso de la comunidad en una escuela de Puerto Asís donde los niños hacen referencia a la habitación del maestro como “la casa de los finados” aludiendo a los soldados que allí murieron en un combate, hecho del que no nos enteramos sino luego de seis meses de estar visitando la comunidad y de que el nuevo maestro posesionado ese año no tenía conocimiento, o cuando en una comunidad se evita hablar de “la loma” y lo que allí pasó, por ser el sitio donde “ellos” emboscaron y mataron al ejército, lo que luego provocó el bombardeo y posterior traslado de la escuela. Finalmente, también se encuentran aquellos silencios que se corresponden a lo que Passerini en los estudios sobre la memoria del fascismo en Italia, ha denominado “silencios colectivos” que se corresponden a un proceso de autocensura colectiva frente al recuerdo de una acción o una época sancionada socialmente como vergonzante, que para el caso de los relatos recogidos en el Putumayo se corresponde con el apoyo que la comunidad dio en algún momento a uno u otro grupo armado.
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Por tanto, para una aproximación a la comprensión del Ambiente Educativo en el contexto del conflicto armado, es necesario ir más allá de asumirlo como el conjunto de condiciones físicas e institucionales donde se desarrolla una acción educativa, pues al reconocerlo como predictible y ahistórico se le da el carácter de lo que Von Foerster (1991) denomina “Maquina Trivial”, es decir fácilmente controlable para lograr los objetivos previstos; el ambiente educativo tiene un carácter histórico complejo, vital y flexible que hace que no se le pueda asumir como algo estático y definido por los espacios y los reglamentos, más bien se concibe en su carácter de impredictibilidad, como una construcción diaria producto de la reflexión cotidiana, construyendo así una singularidad permanente que asegura la diversidad, es decir una “Maquina no trivial”. El ambiente educativo visto de esta manera plantea una dinámica de interacción en la que éste es definido por los sujetos, y a su vez ellos son definidos por el ambiente, en una relación de bucle permanente, es decir una relación enantiopoietica; siguiendo el planteamiento de Tomás Buch (1999, p. 149), enantiopoiesis es la relación entre pares opuestos y complementarios cuya interdependencia está dada en el hecho de que cada uno es generador del otro como en el ejemplo “del huevo y la gallina”; así en estas interacciones se tejen los sentidos, que al ser construcción intersubjetiva definen el territorio y orientan las acciones que como distinciones que procesan significados, se desarrollan con el fin no siempre explícito de aprender y educarse; sobre su relación con el espacio Luhmann (2006) afirma que estas distinciones que procesan sentido, en tanto operaciones de los sistemas sociales, se pueden dar en un mismo espacio simultáneamente, “operaciones en los sistemas de comunicación educativa, científica, organizacional, sin la necesidad de desplazarse”, pues los sentidos de la acción los dan los individuos al interactuar y no están en los espacios en sí.
II. Aterrizando en la “dura” realidad Pero, ya en esta investigación, acceder a una visibilización de la “realidad social” que se configura a partir de los significados presentes en el ambiente educativo, requiere la aproximación desde la acción intencionada de autoobservación, pues como afirma Von Foerster (1991) “no se puede ver, que no se ve lo que no se ve”; sin embargo, la observación no solo la hace visible sino que además nunca puede ser exterior al sistema, lo que demanda en el ejercicio del observador una vigilancia permanente sobre la forma como el significado de su misma presencia llega a mediar el sentido de lo que se dice o se silencia. Así, para observar y comprender las dinámicas que caracterizan y determinan las interacciones en las escuelas que viven cotidianamente las distintas manifestaciones de la guerra, se hace una aproximación desde distintas vías.
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En primer lugar, así como el territorio no preexiste, el ambiente educativo como formación sistémica dada tampoco, lo que lleva entonces a la necesidad de escudriñar su historia, las dinámicas que allí se han desarrollado, las formas de retroalimentación positiva que le han permitido recrear su forma, y de la misma manera la retroalimentación negativa que ha permitido la estabilidad de algunos rasgos característicos. Hay que ver entonces el contexto histórico, económico y social que ha hecho que una determinada región sea objeto de acciones violentas por parte de distintos actores tanto en el corto como en el largo tiempo; acogiendo lo expuesto por Gloria Restrepo (1998) A la manera de los antiguos mayas hay dos formas de medir el tiempo que configura el territorio: el de cuenta larga y el de cuenta corta. El de cuenta larga mide los grandes ritmos que alteran la realidad original, transforman la naturaleza y le dan nacimiento a la sociedad; la cuenta corta mide el acontecimiento, el momento, la cotidianidad y las personas. Con la cuenta larga se entiende el comienzo; con la corta, la situación actual. Ambos tiempos conforman la realidad que podría compararse con un tejido, labor de muchas manos que sin concertarse, sin saber exactamente lo que hacen, mezclan hilos de todos los colores hasta que aparece sobre el territorio una sucesión de nombres, figuras y lugares familiares.
El devenir histórico de la experiencia es uno de los elementos mediadores de la comunidad y de los individuos en su asunción como maquinas no triviales. Ahora bien, en la medida en que en esa perspectiva no se asume como una relación causa-efecto frente a la vivencia del conflicto armado y la violencia, lo que se da es un “universo de posibilidades de comportamientos selectivos bajo condiciones de elevada complejidad” (Luhmann, 2006), bien sea que se dé una distinción de sentido cercanía-lejanía que aplica tanto en la consideración espacial de proximidad o no que los individuos le den a los hechos, como a la consideración temporal en que se inscriben. La zona comprendida por el departamento del Putumayo ha sido históricamente asumida en una dinámica de explotación extractiva tal como sucedió con todo el proceso del caucho y de la quina, luego con la bonanza petrolera y también con la bonanza cocalera, de manera tal que aunque la región ha generado y genera todavía grandes ganancias es poco lo que allí queda; hay una deficiente y casi inexistente infraestructura vial pues solo dos carreteras lo comunican con el centro del país, incidiendo en la dificultad para comercializar la producción agrícola y la opción por los cultivos de coca como única alternativa, poca cobertura de acceso a servicio básicos para los pobladores, así como hay un difícil acceso a la salud sumado a una escasa oferta educativa. Los cultivos ilícitos están asociados a la presencia del narcotráfico en la zona, y con ellos todos los actores armados que se disputan el control territorial. Se tiene además
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el hecho de que las políticas de erradicación del gobierno, inicialmente con fumigaciones aéreas y ahora con operativos militares de erradicación manual, han afectado fuertemente a la población generando oleadas de desplazamientos internos, pero estos desplazados se ven además doblemente afectados pues al salir como efecto de las fumigaciones y la erradicación, la ley 387 no los reconoce como desplazados forzados y al criminalizarlos les niega cualquier posibilidad de apoyo; a esto se suma la intensificación del conflicto armado y la aplicación de las políticas de seguridad que, según los informes de ACNUR,ha generado un desplazamiento de más de 30.000 personas, muchos hacia el Ecuador y departamentos del interior, aunque la gran mayoría se han ubicado en las zonas marginales de los principales cascos urbanos del departamento, con graves problemas de vivienda y saneamiento básico. En términos generales, el Putumayo, tiene problemas sociales y económicos estructurales, acrecentados por la corrupción del sector público que ha llevado, entre otras medidas a que la Secretaría de Educación sea intervenida directamente por el Ministerio de Educación Nacional; igualmente la problemática generada por el conflicto armado y por las fumigaciones a los cultivos de coca y pan coger que han afectado la economía campesina e indígena, y cuyas consecuencias se evidencian hoy en la difícil situación de seguridad alimentaria en las comunidades rurales tal como se pudo observar en la angustia de varias comunidades donde nuestra presencia coincidió con las acciones de erradicación de cultivos implementada por la policía, “los azules” según les dice la misma gente; estas situaciones se ven agravadas por el desempleo, que a su vez ha sido utilizado por las petroleras para manipular a su favor y controlar a las comunidades cercanas a los pozos y al oleoducto, al mantenerlos en actitud mendicante para acceder a “turnos de trabajo” de tres meses y para los que en cada comunidad se elaboran listas correspondiéndole a cada familia casi siempre un turno al año, pero esta posibilidad de trabajo así como el apoyo en el arreglo de la vías o la asignación de recursos para la escuela no se le da a las veredas que no quedan en área de influencia del oleoducto. Este panorama muestra una historia caracterizada por sucesivos procesos de desterritorialización, donde la identidad y el tejido vincular de las comunidades ha sido atacado de manera intencional y sistemática; bien sea con acciones compulsivas, según la caracterización que sobre las acciones de guerra hace Rozitchner (1990, p. 118), donde se fractura todo lo que ha estructurado la identidad del sujeto y que se construyó sobre una base de coherencia porque se contaba con la seguridad de la vida protegida por leyes colectivas, todo entonces resulta de pronto destruido y en su lugar queda la incertidumbre y el terror impune, tal como las masacres en el caso de El Tigre, los asesinatos selectivos en La Hormiga, o los bombardeos y desplazamientos en Puerto Asís; o con acciones persuasivas y sugestivas, donde los medios de comunicación por una parte y la escuela, la iglesia, las petroleras y las ONG por otra, moldean una lectura polarizada de la realidad donde se legitima la exclusión de los “buenos” a aquellos que se consideran sospechosos de ser “malos”, donde la desconfianza ge-
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neralizada lleva a un individualismo exacerbado que se fortalece aún más cuando los proyectos de ayuda que paternalistamente se imponen en las comunidades tienden a romper los procesos organizativos. Esto se da en una serie de dinámicas que podemos caracterizar de dos formas, por una parte la acciones de guerra que según la clasificación pueden ser persuasiva, sugestiva o compulsiva, y por otra, en la diferenciación sistémica centro/periferia y su correspondiente formación de jerarquías, sin que ello implique caer en una mirada dual o de estructura rígida, sino tomando en consideración que los sentidos de la interacción en este campo de tensión varían según el momento y los roles de los actores. El sistema educativo, por ejemplo, en una perspectiva de cartografía relacional está diferenciado segmentariamente en sistemas territoriales aunque a la vez pone en práctica un tipo de diferenciación centro/periferia en donde el centro está definido entre otros elementos por el ejercicio de poder en cada momento diferenciado de interacción. Es en la experiencia y memoria colectiva de los pobladores del Putumayo que se configura una forma de significar y por tanto habitar y sobrevivir en el territorio, bien sea desde la interiorización de la violencia o desde actitudes y mecanismos miméticos para sobrevivir; ahora bien, en la medida en que se acceda a la lectura e interpretación de estas formas de habitar en los ambientes educativos, se puede aprender sobre las maneras posibles de propiciar desde los ambientes educativos, en la búsqueda de transformaciones culturales, acciones alternativas a las dinámicas de reproducción que analiza Bourdieu (1977). Frente a la relación memoria-historia hay que considerar, en el caso de las comunidades y los medios de comunicación expositores de una “historia oficial”, que se está ante una pugna entre dos mecanismos de atribución de sentido al pasado, uno que es producido en la vida cotidiana desde el dialogo de diversas memorias individuales y posibilita asignar significado a los acontecimientos configurando así una memoria colectiva dado que la memoria individual es siempre compartida pues los individuos recuerdan solo como miembros de un grupo (Halbwachs, 2004, p. 54), y otra la representación pública que se llega a establecer como memoria dominante que en tanto versión oficial se fija a la historia. Acogiendo el planteamiento de Jesús Ibáñez en “Del algoritmo al sujeto” frente al desvanecimiento del Convencido en la identificación con su vencedor y al contrario el imperativo de rebelión del Vencido, la memoria dominante resultado de estas luchas siempre deberá ser desafiada, y en ello de acuerdo a Vázquez citado por Molina “…la memoria a través de historias de vida constituye una forma de resistirse a la unificación social a través de sus leyes, de sus procedimientos, dado que se centra en la recuperación de experiencias subjetivas en un marco simbólico específico, y no sólo de acontecimientos tipificados en lógicas de discurso institucionalizadas” (2010, p. 70).
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La tensión que se da entre la historia como representación del pasado que no está más y la memoria como vinculo que vivifica el pasado en un presente continuo, ya había sido planteada por Michel De Certeau (1993), al afirmar que la historia se mueve en el rompimiento permanente entre el pasado objeto de su trabajo y un presente donde se da su práctica, siendo necesario entonces el buscar una articulación entre ese pasado que es lo vivido y que se constituye en experiencia, y el presente que siempre es pasado reciente y futuro esperado, y es buscando esta articulación que se encuentran en Koselleck (1993) dos categorías históricas a las que define como “Espacio de experiencia” y “Horizonte de Expectativa”. En este orden de ideas, el recuerdo se da sobre la experiencia, siempre en la expectativa de la esperanza sobre un futuro deseado, es allí donde se configura esa relación estrecha entre el pasado reciente y el futuro, configurando un conocimiento que incluye tanto aspectos afectivos como aspectos cognitivos, que orientan la conducta y la comunicación de los individuos en el mundo social; con el paso del tiempo, la experiencia se va repitiendo y alimentando con nuevos recuerdos esa memoria histórica, de manera que la expectativa cada vez se vincula más al mismo panorama de la violencia como algo que, al estar desde la actualización del pasado como un presente continuo, se proyecta como ineludible en cualquier futuro. Molina citando a Vázquez plantea la inquietud sobre la “posibilidad de transformar el pasado y recordar el futuro”, la posibilidad de recordar el futuro, depende del cómo se ubica el presente en la línea del tiempo, y en esa medida se puede asumir un futuropasado como el ayer desde donde se vislumbraba el futuro, y así se da una memoria del futuro, pero es del futuro que se esperaba, se trata de la memoria de lo que pudo haber sido y que es mediadora del Horizonte de Expectativa del futuro-presente. Es como en el caso de la nostalgia por aquello que no se tuvo y que se había planeado tener bien fuera en la época de control de la guerrilla, o en la bonanza cocalera o la de las rápidas ganancias que reportaba invertir en DMG1 . El pasado, su significado no lo acontecido, se puede transformar en la medida en que se establecen diálogos entre las distintas memorias, pero este dialogo en contextos como los generados por el conflicto armado se torna difícil pues como afirma Jelin (2002, p. 6) lo que se da en realidad es una oposición entre distintas memorias rivales, cada una con sus propios olvidos y silencios, en una lucha permanente por lograr imponer su versión del pasado y según Todorov (2000) “El pasado es fructífero no cuando alimenta el resentimiento o el triunfalismo, sino cuando nos induce amargamente a buscar nuestra propia transformación”. 1 Gracias a las ganancias que generaba el negocio de DMG en el Putumayo, se disminuyó el cultivo de coca pues los campesinos encontraron una alternativa económica en la empresa de David Murcia. La reacción de la población luego del cierre de DMG y la captura de Murcia se manifestó en marchas y bloqueos, hecho que se recoge en la noticia de Caracol tv el 23 de Noviembre de 2008, bajo el titular “Campesinos de Puerto Asís dicen que volverán a sembrar coca por cierre de DMG”
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Frente al papel que pueden jugar las interpretaciones de las experiencias, hechas desde los recuerdos particulares estos relatos de maestros y niños de las escuelas del Putumayo y que evidencia la conformación de una memoria colectiva en esas comunidades, y acogiendo lo propuesto por Molina sobre la necesidad de aplicar un principio de simetría que posibilite la contrastación de las memorias de los distintos actores, nos vemos confrontados con los relatos de los “otros” los ofensores y la opción ética que lleva a la identificación con los ofendidos; esta distinción frente a la propia postura se hace necesaria pues la indagación de la memoria demanda como investigador el mismo tipo de reflexividad de segundo orden que la autoobservación, pues “La discusión sobre la memoria raras veces puede ser hecha desde afuera, sin comprender a quien lo hace, sin incorporar la subjetividad del/a investigador/a, su propia experiencia, sus creencias y emociones. Incorpora también sus compromisos políticos y cívicos” (Jelin, 2002, p.3). Lo que se hace evidente en dicha confrontación es que no solo hay diferencias en la interpretación de los hechos, de manera que se le altera a las personas el significado de su experiencia, sino que hay olvidos explícitos incluso estipulados por la ley como en la Antígona de Sófocles o en el edicto de Nantes venido de Enrique IV que en dos artículos demanda la extinción de la memoria, tal como nos lo referencia Ricoeur, son olvidos activos e intencionales que buscan definir la forma como se archiva y oficializa la historia; la memoria y el olvido forman pareja indisoluble que Augé (1998) define como:“La memoria es una forma esculpida por el olvido como el perfil de la orilla por el mar”. Jelin (2002, p. 29) al abordar la dinámica de la acción intencionada por borrar una memoria, como en el caso de España donde Franco impuso una memoria de los nacionalistas negando la de los republicanos, nos dice que . “Hay un primer tipo de olvido profundo, llamémoslo , que corresponde a la borradura de hechos y procesos del pasado, producidos en el propio devenir histórico. La paradoja es que si esta supresión total es exitosa, su mismo éxito impide su comprobación. A menudo, sin embargo pasados que parecían olvidados reaparecen y cobran nueva vigencia”, y es así como con la desaparición del franquismo se ha dado ahora la reivindicación de la memoria de los vencidos en un proceso no exento de tensiones y fuertes disputas. A fin de cuentas la memoria, como un acto de decisión implica el asumir las consecuencias de recordar u olvidar, es decir que de acuerdo al significado que les hemos asignado, decidimos que contenidos olvidar y cuales recordar “En esta elección es donde se inscribe la ética de la memoria y sus consecuencias políticas” (Bello, 2005, p. 61), pero asumiendo que no basta con recordar pues el recuerdo por sí solo no trasciende el culto a los hechos “sin caer en cuenta de que todo hecho, por serlo, está ya inscrito en tiempo pasado; cadáver de una acción cuyo proceso se condena al olvido. El hecho es algo (participio pasado: participación en el pasado); demasiado tarde para asistir a la gestación. Nada se puede hacer con un hecho. Nada, salvo
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dotarlo de sentido, salvarlo precariamente de su muerte, cobijándolo, acogiéndolo en nuestra vida” (González, 2005, p. 307), ya que la memoria como acción intencionada para dotar de sentido aquello que se recuerda plantea un problema metodológico, y es que la trama de las acciones y las conductas humanas, así como de su interpretación se centra mayoritariamente en juicios morales, “…lo cual compromete la objetividad o verdad objetiva del discurso histórico. Éste nunca es imparcial, el discurso de nadie, sino discurso de alguien en particular o en singular: discurso de una parte implicada emocionalmente, valorativamente en la construcción de su significado, cuya trama incluye la valoración moral mediante un juicio explícito o implícito” (Bello, 2005, p. 58). Ricoeur plantea que en última instancia es un problema de utilidad o inconveniencia de la memoria frente a la historia más que de fidelidad o de verdad, pues se trata es de fidelidad a un interés determinado y de verdad para el colectivo que así lo acuerda, sin embargo esta es una postura que deja peligrosamente abierta la posibilidad de legitimar la imposición de un olvido intencionado en aras por ejemplo, a la conveniencia de las expectativas de reconciliación tal como cuando se propone o decreta el “perdón y olvido” o las leyes de “punto final”. Lo que nos lleva a plantearnos apoyados en esa valoración moral, la pregunta por cuál memoria deseamos incorporar a la narrativa histórica y cuál será entonces el pasado recordado luego de este tránsito. La segunda instancia de aproximación al ambiente educativo, son las dinámicas culturales que se han ido configurando desde la sociabilidad y las prácticas de socialización, con manifestaciones tan diversas como las asociadas al dinero “fácil” propio de bonanzas como la cocalera o la generada por las “pirámides” y por DMG que se reflejan en el discurso de miembros de la comunidad que afirman: …para nosotros en el Putumayo todo estaba bien cuando teníamos nuestros cultivos, había plata y comida y todo era tranquilo aunque por acá controlaba la guerrilla, todo se daño cuando llegaron el ejercito, los paras matando y después la policía que daño la gente volviéndola sapos para que por plata denunciaran al vecino para que lo detuvieran o le fumigaran la tierra.
Los maestros también se vieron involucrados en esta problemática,primero ganaron dinero y luego perdieron todo con el cierre de DMG y todavía están pagando créditos a los bancos, o incluso llegaron a tener cultivos de coca o a trabajar como raspachines en las vacaciones escolares considerando legítimas éstas formas de conseguir dinero “así el gobierno diga que es ilegal porque uno se gana sus pesos sin matarse tanto, fíjese el lío con el arroz o el maíz, tanto joderse (sic) pa que le quede a uno tan poquito”; se habla muchas veces de la época de control de la guerrilla como un periodo positivo, porque “ellos eran buenos” “mantenían la ley y limpiaron de malandros la zona”, y de la misma manera los que allí se habían visto afectados por su control y las extorsiones, o que se beneficiaron con la entrada de los paramilitares se refieren a ellos igualmente en términos positivos “trajeron el orden” “mataron a toda esa plaga”
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etc. Así pues, en esa imagen polarizada se llega a “…presentar la violencia y crueldad de como violencia en su ser puro, manando de la fuente primordial de la crueldad sin matices, gratuita, sin justificación, mal químicamente puro, radical; mientras que sobre la propia se guarda silencio o se le presenta como necesaria e inevitable: legítima” (Bello, 2005, p. 54). También hay manifestaciones de solidaridad y pertenencia al territorio como en el caso de la comunidad y la escuela de una vereda donde las interacciones sociales así configuradas les han permitido resistir el acoso de los distintos actores armados y sobrevivir sin disolverse tras un desplazamiento masivo del que regresaron luego de tres meses, y luego la presencia permanente del ejército y la policía con los patrullajes, requisas y frecuentes jornadas de erradicación de los cultivos de coca que son básicamente su principal medio de subsistencia.
III. Y el miedo ahí… El miedo es una constante observada en lo que llevamos desarrollado del trabajo de campo en el Putumayo, visible en los relatos y el discurso de todos los pobladores donde la memoria del terror está presente, en la forma como se interactúa con los otros y en especial con los “extraños” pues ya no es posible confiar al no saber de que “lado” está el interlocutor, incluso en las prácticas cotidianas como el ir al trabajo, a la escuela, o al pueblo pues no se sabe que puede pasar y siempre hay que estar prevenido: …cuando uno tenía que ira la Hormiga, uno salía en la moto pero no sabía si regresaba o no, ese era el miedo todos los días…” “…y así, sin ir a saber de pronto de dónde es la persona, uno no puede ir hablando así no más… …y ese susto de saber que había habido combate en la cancha de la escuela apenas al rato de que nosotros estábamos con todos los niños allá…
De esta manera, la presencia permanente del miedo como regulador de las interacciones, según Reguillo (1996), lleva a la naturalización de la sospecha (todos son sospechosos) en el mejor de los casos, y en el peor, a la estigmatización de grupos,individuos y lugares a los que de antemano se les ha asignado un significado de peligrosidad, gestándose lo que se puede denominar como una “desconfianza naturalizada” en la que al no poder desarrollarse el sentido de alteridad, se constituye en el germen validador de lo que ya en las manifestaciones extremas se asume como “cultura de la violencia” (Botero, 1998). El miedo sin embargo no es de por sí un sentimiento negativo, es algo que compartimos con todos los seres vivos, y como valor adaptativo tiene un carácter positivo al ayudar a los sujetos a percibir el riesgo y de esta manera posibilita la sobrevivencia, y
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que ante la amenaza nos pone entre dos opciones: la huida o la agresión; sin embargo tiene también otros manifestaciones como las reacciones impulsivas, la realimentación del temor y la alteración del sentido de la realidad (Beristain, 1999). Bauman (2007) plantea que además de este miedo inicial ante la amenaza directa, los seres humanos manifestamos un miedo de segundo nivel, “un miedo reciclado social y culturalmente” al que denomina derivativo y que al establecerse “se convierte en un factor importante de conformación de la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de la persona”, y esto hace que independientemente de la existencia de una amenaza se den respuestas propias de la presencia del peligro de manera que se vive en una actitud, de agresividad o de huida, preventiva permanente. Hay dos tipos de miedo, cuando se conoce la amenaza, se sabe que ese perro muerde, que ese campo está minado, que ellos son los de la masacre, o como en el caso del maestro de una de las sedes al que la guerrilla le dijo “profe no vaya a dejar salir los niños porque estamos acá abajo, el ejército está en la loma y puede haber combate”; pero también está el miedo que se siente sin conocer precisamente la amenaza, como cuando se entra a un cuarto oscuro, o se está en un sitio presintiendo, o con el rumor de que algo puede llegar a pasar, tal como ocurrió durante la realización de las entrevistas en una escuela y al llegar dos desconocidos en una moto, los maestros y los miembros de la comunidad cambiaron el tema de conversación y su actitud corporal pues según dijeron luego, desconocido en moto a la fija es “para”. Al ver los relatos, hay una presencia del miedo que no es tan evidente como la de los ejemplos anteriores, “El miedo y la incertidumbre permearon espacios y prácticas de sociabilidad, especialmente en espacios públicos extra-familiares…… No se trataba de tortura corporal o de prisión, sino de sentimientos de pasividad e impotencia” (Jelin, 2002, p. 106), se trata del miedo asociado a duelos todavía presentes, “porque aquellos muertos son una demanda ética sobre la endeble fuerza de la memoria, única raíz de una solidaridad retrospectiva que las generaciones jóvenes solo pueden mantener mediante un recuerdo siempre renovado, a menudo desesperado, pero siempre impulsor de la responsabilidad solidaria para con los muertos” (Bello, 2005, p. 66), como en el caso de los maestros que al hablar de los dos compañeros asesinados hace dos años y cuya investigación fue enterrada bajo la denominación de “crimen pasional” sabiendo todos que ello no es cierto, que así no pasó, y donde todavía con lagrimas dicen “es mejor dejar así para que a uno no le pase”, o en el relato sobre la masacre de El Tigre donde a pesar de los años transcurridos se ve el miedo en sus rostros al hablar del “olor de la sangre humana que se sentía en el puente y en la carretera”. Estos relatos se constituyen en acto de afirmación de los narradores y sus comunidades, sobre todo cuando se trata de trascender el nivel del recuerdo, porque tal
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como según cita González (2005) dice Marcela Serrano en El albergue de las mujeres tristes “… Mis muertos vivirán en mi recuerdo, pero ¿Qué pasa con los pueblos que desaparecen de la geografía y finalmente, de la historia? Solo la memoria rescata a esos hombres y a esas mujeres, allí vuelven a vivir. Consuelo que no le queda a los muertos propios, los que una amó, los que no perecieron colectivamente. La memoria es más fuerte que el recuerdo. La memoria quedará en los textos, el recuerdo no”, pues en este caso la posibilidad del olvido se asocia a una muerte metafórica en la medida en que “solo se muere realmente cuando muere el último que lo recuerda” con el consiguiente miedo a la desaparición en la muerte o en la exclusión, dentro de lo que Bauman denomina “Síndrome de Titanic”. El miedo, articulado a los procesos de deshumanización llega a generar actitudes de naturalización que se ven por ejemplo en la cotidiana indicación a los niños de una escuela para no pasar por un terreno que se sabe minado y simplemente adaptar la ruta de llegada, o en la preparación de los niños frente a lo que hay que hacer en caso de que se dé un combate junto a la escuela, un niño decía “mire profe cuando hay combate nos tiramos al piso, pero no de cualquier manera… hay que poner las manos bajo el pecho para que la explosión no le dé tan duro y tener la boca abierta para que no le reviente los oídos”, o la aparente indiferencia que opera como mecanismo de defensa emocional frente a las experiencias dolorosas, visible en la afirmación de la maestra de una escuela donde un niño murió ametrallado en medio de un combate a mediados del 2010 “…menos mal no era uno de los niños aplicados…”, pues trivializar en la memoria el significado de los hechos le permite distanciarlos al punto de hacerlos parecer impersonales.
IV. Una reflexión final En los relatos de los maestros y de los miembros de la comunidad, tanto niños como adultos, el miedo se constituye en el locus desde donde se afirma y construye el discurso, siendo así su territorio de enunciación; es decir que en el miedo los sujetos anclan la identidad que actúa como soporte de las interacciones que validan las redes simbólicas que configuran la cultura que da sentido a la praxis social. Así entonces, el miedo, resultante de la experiencia individual y colectiva, se encuentra enquistado en las dinámicas culturales y termina condicionando la mayor parte de las interacciones de los ambientes educativos; sin embargo se encuentran experiencias en algunas de las comunidades donde los vínculos afectivos y la solidaridad han permitido configurar tejidos sociales en los que la violencia no se ha enquistado.
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Capítulo 3
CONTROL E INMUNIZACIÓN DE LA VIDA Y EL TERRITORIO EN COLOMBIA: DEL DERECHO DE CASTILLA A LA VIOLENCIA BIPARTIDISTA1 Jessica Enith Fajardo Carrillo Licenciada en Educación Básica con Énfasis en Ciencias Sociales Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Asistente Académica de la Facultad de Artes de la misma universidad.
Introducción Este escrito tiene como objetivo identificar las acciones violentas que generaron unas prácticas de destitución del territorio y de la vida en Colombia. Para ello se revisarán tres acontecimientos que definieron las experiencias históricas de coerción: la instauración del derecho de Castilla; la disputa constitucional republicana; el periodo de la Violencia como manifestación de la fuerza estatal. La categorización de tales acontecimientos se encuentra fundada en la perspectiva Inmunitaria que conceptualiza el derecho y sus ejercicios violentos de coerción, trabajada por los pensadores Walter Benjamin y Roberto Esposito. Teniendo en cuenta las nociones trabajadas tanto por la perspectiva crítica de la violencia como por el enfoque biopolítico de las acciones de poder, se ponen a discusión los siguientes puntos: La violencia inmunizada y el derecho de Castilla fundamentado en el imperativo de la raza; La pretensión del control estatal con la negación de la vida manifestada en la disputa constitucional y la institución de la constitución conservadora de 1886; y el Derecho dependiente de la violencia, cuya acción base en Colombia es la Masacre.
1 Insumo trabajo monográfico: (Fajardo, 2011).Discursos y violencia justificada: las acciones de guerra que definieron unas relaciones de poder en el proceso de paz en San Vicente del Caguán, durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002).
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Desde la teoría de la inmunización de Roberto Espósito y desde el enfoque crítico de la violencia de Walter Benjamín, se trabajarán acciones concretas propias de tres acontecimientos que definieron unas prácticas de destitución territorial y de la vida en Colombia, todo esto con el fin de determinar las prácticas de poder que generaron una serie de destituciones territoriales y de la vida en sí. Desde un punto de vista biológico, Roberto Espósito define Immunitas como la condición fundamental del cuerpo jurídico en occidente y sus extensiones coloniales. Un cuerpo social inmunizado es comprendido como una fuerza que surge, no del interior de la comunidad, sino como una potencia en contra de cualquier tipo de amenaza hacia un conjunto de sujetos sometidos al control. Sólo que, tal amenaza tuvo su génesis en lo más profundo de la misma comunidad a la que el derecho pretende proteger. En otras palabras, la inmunización es la expulsión de aquellos peligros que cultiva el cuerpo social y amenaza al sistema jurídico que controla. Siguiendo con Esposito, ¿qué elemento puede representar una amenaza para el Derecho cuyo origen descanse en lo más íntimo de la comunidad y que tenga el mérito de ser expulsado y atacado? Este pensador sitúa a la Violencia (Benjamín, 2007, p. 115), como aquella práctica que debe ser inmunizada.
I.
La inmunización de la violencia en la Nueva Granada
Con la llegada de occidente al continente americano llega la tradición de las Repúblicas de Adquisición2, cultivado desde tiempos del Imperio Romano a los reinos occidentales. Desde la certeza de una superioridad racial, el reino de España toma por propiedad, no sólo el territorio, sino las vidas que han descansado allí durante siglos. Estas acciones no representan una novedad en la historia política de occidente, pues la génesis de sus Estados radica en la posesión violenta de otros territorios y otras vidas: Esta metafísica de la apropiación –en primer término de la cosa y en segundo término de la persona misma que reclama su posesión- se encuentra plantada en el núcleo más íntimo de la civilización jurídica occidental. ¿No era justamente una «propiedad humana» que los romanos disputaban al dios hebreo, también él concebido como un propietario de los esclavos? «Alabar a la antigua Roma por habernos transmitido la noción de derecho es llamativamente escandaloso. Porque si se quiere examinar lo que dicha noción era en su origen, a fin de determinar su especie, se ve que la propiedad era definida por el derecho de uso y abuso. Y, en efecto, la mayor parte de aquellas cosas de las que todo propietario 2 “Estamos frente a una soberanía fundada en relaciones de fuerza a la vez reales, históricas e inmediatas. Para comprendereste mecanismo, no hay que suponer un estado primitivo de guerra sino realmente una batalla. (…) Hay vencedores y vencidos, y éstos últimos están a merced de los primeros, a su disposición.”Foucault (2008, p. 91).
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tenía derecho a abusar eran seres humanos». Por lo demás, ¿qué otra cosa es en sus orígenes modernos el derecho soberano si no una forma de decidir sobre la vida gobernada por el principio de su apropiación violenta? (Esposito, 2005, pp. 42-43).
La propiedad sobre la vida fue el centro de disputa de las acciones colonizadoras de los españoles. Al igual que el absolutismo moderno o el totalitarismo del siglo XX, en los inicios de las instituciones de poder en Colombia se encuentra la apropiación violenta de la vida y la representación de esta como pura y mera propiedad. Como primer paso del proceso inmunitario, el cuerpo jurídico determina la legalidad e ilegalidad de la violencia en la comunidad después de ser ésta convertida en el botín de conquista; en el Virreinato de la Nueva Granada se establece el criterio para dicha división: la superioridad racial, que establece la legalidad de las acciones violentas coloniales (ésta descansa únicamente en la palabra de Dios que reposa en la espada del colono Español). De occidente llega a América unas acciones coercitivas legales e institucionalizadas por el derecho de Castilla y la Iglesia católica que construyen un discurso que organiza el cuerpo social en la colonia, y se centra, antes que todo, en defender a la sociedad española de la amenaza indígena, para posteriormente defender a los indígenas de su estado natural y violento. De manera que, se forman mecanismos de poder que buscan inmunizar el sistema jurídico colonial y conservar la vida indígena, sustentados en lo que Espósito denomina la protección y negación de la vida: Ya hemos visto que el objetivo declarado del derecho es la conservación de la vida. Y también que la vida puede ser conservada sólo si se la aferra en el pliegue de una inexorable anticipación que la prejuzga culpable antes de que cada uno de sus actos pueda ser juzgado. Esto significa que tal conservación no es indolora. Es más, que requiere una condena preventiva de aquello que se quiere salvar. A tal condena remite la reducción de la vida a la pura materia: su sustracción a toda forma de vida común. Esta posibilidad formal es la que precisamente sacrifica a la reproducción de su estrato biológico, a la perpetuación de la simple supervivencia (2005, p. 51).
La previa culpabilidad del conjunto indígena se encontraba alimentada por el discurso religioso del vicio y el pecado en el que estaban enmarcadas las acciones de la comunidad. La superioridad racial fundamentó la voluntad Española de apropiación y protección de la vida indígena y no estaba condicionada, únicamente, por las características físicas, sino también por preceptos religiosos. Antes de ser juzgados los indígenas por acciones concretas, aquellos son prejuzgados por las particularidades de sus formas de vida que los hacen poseedores del pecado original. Por lo tanto, las acciones de poder de los colonizadores en el Virreinato de la Nueva Granada, se centran en la protección de la vida española e indígena de una amenaza que surge de lo más profundo de la comunidad colonial: el vicio y el pecado no conve-
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niente para el cuerpo jurídico de Castilla. De manera que, la perpetuación de la simple supervivencia, se convierte en la base de los mecanismos de control que instituye el Virreinato, por medio del control territorial del continente Americano. ¿Cómo puede el apoderamiento y la organización del territorio establecer formas que reduzcan la vida de la comunidad a la pura supervivencia? Esto se establece por medio del trabajo. La vida del cuerpo social colonial se encontró protegida gracias a la apropiación y control territorial manifestado, en la vida indígena, con el trabajo que estos se vieron obligados a asumir al instituirse el derecho de castilla. En este orden de ideas, la violencia legal colonial encontró su fundamento en el poder territorial que controló la vida de la comunidad por medio de la explotación del trabajo indígena, y esto se visibiliza como un instrumento para la inmunización de las prácticas sociales coloniales. Es preciso describir las acciones violentas que se establecieron en la Nueva Granada centradas en el control territorial y la protección de la vida de la comunidad. Para ello se tomará el texto “Bases jurídicas de la colonización española” (Opts Capdequí, 1992), en el que describe los principales mecanismos de control territorial que se establecieron al instaurarse el derecho de Castilla en América. El predominio de la Dinastía de Castilla se debía al hecho que Isabel de Castilla financiara el viaje de los primeros colonizadores a lo que denominaron las Indias Occidentales. Por lo tanto la naturaleza de las instituciones coloniales se definió a partir del derecho castellano. Como un primer mecanismo de control se encuentran las Reducciones como una forma de organizar el territorio colonizado ante la resistencia de los indígenas al vivir de manera sedentaria, alejándose éstos de la vida colonial. Por este motivo los colonos optaron por reducir el territorio en donde habitaban los indígenas “para que vivieran en población y se les declaró adscritos al pueblo de que formaban parte” (Opts Capdequí, 1992, p. 82). Las reducciones es una clara forma de inmunizar las formas de vida españolas de las acciones de la comunidad indígena. Los aborígenes, en un principio, son tomados como una amenaza que debe ser exterminada, y son situados en la exterioridad de la comunidad. No obstante, esta primera forma de negación de la vida se transformó en una segunda forma que consiste en la interiorización de la comunidad y el control biológico de sus acciones; ya no son exterminados de manera directa, sino que estos son protegidos de sus propias formas de vida por medio de la reducción a la neta supervivencia. Un segundo mecanismo violento de control territorial fue el Corregimiento, que se centraba en el ejercicio tutelar de los españoles hacia las formas de vida indígenas. El Corregidor fue el primer rostro que se le dio a las acciones violentas de control por parte de los colonos españoles. El Corregimiento parte de la certeza que el español posee una madurez natural en la organización social; al estar el indígena adscrito en la comunidad colonial, éste debe ser objeto de la tutela española para no materializarse una amenaza concreta. Más adelante, las Reducciones y los Corregimientos
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sometieron a las reparticiones en Encomiendas, que cumplieron la misma función que las tutelas de los corregidores. Las Cajas de Comunidad se toman como tercer mecanismo de control territorial que se instituyó en la comunidad colonial. Se encargaban del sostenimiento de la vida indígena por medio de la atención asistencial de las necesidades de la población. Sin embargo, las Cajas de Comunidad se alimentaban de tres ingresos provenientes del trabajo del cuerpo indígena organizado en la sociedad colonial: la primera fuente de ingreso se obtenía del cultivo de ciertas extensiones de tierra que se veían obligados a realizar los indígenas; la segunda fuente las contenían los obrajes o fábricas de paños trabajadas por los indígenas en ciertas regiones; y la tercera fuente de ingresos provenía de los censos mediante el pago de un canon en las tierras comunales de los indígenas por parte de los labradores. Con ello se manifiesta una de las primeras formas de preservación de la vida indígena por parte de la colonia, en donde se organiza racionalmente el uso del trabajo para el control de la comunidad. Cuando la Corona Española fija la Condición Jurídica a los indígenas, se presenta el cuarto mecanismo de poder territorial en la colonia. Establecer dicha condición, muestra el proceso inmunitario que ha tenido las instituciones respecto a las formas de vida indígena, por lo tanto, éstos se encuentran insertos, casi totalmente, en la organización social colonial, siendo enmarcados en los mecanismos de control que se ejercía a la población en general. Al ser considerados vasallos libres, los indígenas se ven obligados a rendir tributos según los frutos de su trabajo, en beneficio del Rey y de los encomenderos. A pesar de instituirse dicha condición se establece la Mita, en donde los indígenas se veían obligados a trabajar por periodos para los colonos Españoles. En este orden de ideas, el trabajo sigue siendo un ejercicio violento de control y de preservación de la vida que el colono español estableció en relación con los indígenas. Estos mecanismos de control territorial de la vida de la comunidad colonial muestra la tradición de occidente de apropiación territorial. Siguiendo con Opts Capdequí, la política del poder colonial en la Nueva Granada estuvo inspirada en las doctrinas mercantilistas, cuyos principios reguladores eran el exclusivismo colonial y la llamada teoría de los metales preciosos. Bajo este hecho entra el concepto tratado por Espósito, de propiedad, ya que la naturaleza proteccionista de la corona Española sobre las actividades mineras en América muestra como el territorio pasó de lo común a lo propio, donde el criterio de la superioridad racial sustentó el derecho de propiedad sobre el territorio Americano. Aquellos únicos propietarios de territorio y protectores de la vida eran los católicos colonos españoles.
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II. La negación de la vida y la propiedad territorial en la disputa constitucional Instituidos unos mecanismos coloniales de poder, la Nueva Granada entra en una contradicción dinástica con la llegada de los Borbones y posteriormente con el reino español Napoleónico. Estos acontecimientos, se tradujeron en una serie de discursos centrados en la desconfianza hacia la corona española, y dichos discursos crearon un umbral para la emergencia de un nuevo momento en la historia política de las instituciones coercitivas en Colombia: la llamada época Republicana. Al gestarse una nueva república, y con ella unas nuevas formas de controlar la vida, se da la pretensión, por parte de un sector de la élite criolla, de eliminar ciertas formas de vida coloniales que se perpetuaron debido a la fortaleza institucional del Virreinato. Por lo tanto, los mecanismos de protección de la vida, se caracterizaban por suprimir y controlar las formas de vida que poseían una profunda tradición colonial. Por este motivo se presentó una reacción por parte de la élite señorial y de gran parte de la población en contra de la nueva república, que desestabilizó el monopolio de la fuerza inscrito en el discurso del derecho liberal. A diferencia de la violencia justificada en preceptos seculares, la legalidad de la fuerza en el derecho liberal se encuentra fundamentada bajo el criterio de una justicia que sólo es construida con la razón moderna. No obstante, Walter Benjamin (2007) visibiliza la contradicción que posee la relación entre el derecho justo y la violencia legal, y permitirá acercarse a la disputa de la violencia legal en la época Republicana en Colombia: Si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. (…). El derecho natural tiende a “justificar” los medios legítimos con la justicia de los fines, el derecho positivo a “garantizar” la justicia de los fines con la legitimidad de los medios. La antinomia resultaría insoluble si se demostrase que el común supuesto dogmático es falso y que los medios legítimos, por una parte, y los fines justos, por la otra, se hallan entre sí en términos de contradicción irreductibles. Pero no se podrá llegar nunca a esta compresión mientras no se abandone el círculo y no se establezcan criterios recíprocos independientes para fines justos y para medios legítimos. (pp. 114 y 117).
La legalidad de la violencia se encuentra en una profunda contradicción con la justicia de los fines. En este sentido, dentro del discurso liberal, la violencia es legalizada tras emerger la necesidad de preservar la vida de individuos productivos para el bien común. Sin embargo, por el simple hecho que exista la violencia como medio legal que garantice la justicia de dicho fin, se evidencia el indisoluble choque entre el exterminio y la preservación de la vida.
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Por esta razón, Benjamin propone estudiar los criterios que determinan la legalidad de la violencia, mas no los criterios que dan justicia a unos fines. En ese orden de ideas, la disputa constitucional del siglo XIX en Colombia, parte de la instauración de unos medios violentos que en sí se encuentran en contradicción con la justicia de sus fines y se hallan en choque con los mecanismos violentos instituidos desde el periodo colonial. La base del fracaso constitucional de la Reforma Liberal de 1849 (y las que vinieron posteriores a ésta) no radica en la persistencia de unas formas de vida coloniales sino en la lucha por el exterminio de tales formas de vida; en otras palabras los focos de resistencia de la reforma liberal no eran reducidos, sino que éstos comprendían casi toda la población en Colombia, y los emergentes mecanismos de control estaban dirigidos a eliminar las formas de vida de una parte importante de la comunidad.De esta forma se expresa en gran magnitud la negación de la vida por medio de la violencia. Durante el siglo XIX, la legalidad de la violencia se vio en crisis al encontrarse en una disputa constitucional. Las reformas liberales no generaron un cambio total en el territorio, pero si propició la ruptura en la unidad colonial, puesto que, parte de la comunidad se abrió a la posibilidad de integrarse al modelo del Estado Moderno y con él a sus formas coercitivas que no se diferenciaban mucho de los mecanismos violentos seculares. Ante la imposibilidad de legalizar la violencia bajo un criterio único (ya sea bajo los preceptos del conservadurismo o del liberalismo), se formularon una serie de constituciones contradictorias entre sí que se tradujeron en el hecho de negar todas las formas de vida en Colombia. Si la constitución era de corte conservador, su amenaza descansaba en cualquier núcleo liberal, y si la constitución posteriormente era liberal se exteriorizaban las prácticas sociales propias de la tradición colonial para ser atacadas. De esta manera, por un corto periodo un tipo de violencia era sancionada y después, esa misma violencia, se convertía en no sancionada. No se unificó el criterio que determinaba si una violencia era legal o no y la amenaza se encontraba en todas partes. Gracias a la tradición occidental, la apropiación y organización del territorio se convierte en la base de acción de los mecanismos violentos de protección de la vida, no obstante este fundamento sufre importantes transformaciones durante la disputa constitucional, ya que con la institución de diferentes constituciones cambia el criterio que determina la legalidad de la violencia sobre el territorio y la vida. Para determinar los cambios mencionados, se tomará como referencia el texto “El nacimiento de los países latinoamericanos” (Macaulay y Bushnell, 1998), en donde se identifican cuatro momentos en el cambio de criterios de los mecanismos violentos de apropiación del territorio en el transcurso del siglo XIX. La constitución liberal de 1853, se identifica como primer criterio que justifica unas acciones violentas centradas en el control territorial y la protección de la vida. La introducción del sistema federalista propició las primeras acciones que descentra-
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lizaron del poder territorial, puesto que, discretamente se introdujeron reformas que daban autonomía política a las provincias. Además se abolieron monopolios estatales de producción, como el tabaco. Esto último transformó las relaciones internacionales, incrementándose las exportaciones y la inversión extranjera, al reducirse las tarifas arancelarias. Es importante recordar, teniendo en cuenta la perspectiva inmunitaria de Esposito (2005), que el derecho, en su génesis, se encuentra sedimentado en el derecho propio: Se podría llegar a decir que el derecho conserva la comunidad mediante su destitución. Que la constituye destituyéndola. Y esto –por paradoja externa- en la medida exacta en que procura reforzar su identidad. Asegurar su dominio. Reducirla a lo «propio» de ella (si es cierto que «propio» es exactamente aquello que no es «común»). Esforzándose por hacerla más propia el derecho se hace necesariamente menos común (pp. 36-37).
Con las reformas del control territorial, se resignifica la propiedad, sin dejar su inmanente naturaleza de ser posesión de algunos. De manera que, el punto de dicha resignificación se halla en esos algunos, ya que, la exclusividad de la tierra y de la vida no se encontraba en la élite señorial; a ella entraron los criollos y extranjeros. Lo anterior descrito no busca demostrar la democratización del territorio colombiano, sino caracterizar el nuevo sentido de la propiedad. Lo anterior también se puede observar con la total abolición de la esclavitud. Desde el discurso liberal “la abolición de la esclavitud – (…)- estaba perfectamente en línea con el objetivo liberal de acabar con las restricciones artificiales al libre juego de las leyes económicas naturales, y en este caso con las relativas a la oferta y demanda del trabajo” (Macaulay y Bushnell, 1998, p. 216). La mano de obra esclava sigue siendo propiedad, pero resignificada, ya que la comunidad termina siendo esclava de su propio trabajo que la mantiene con vida. Ya no se pretende hacer un control del cuerpo social mediante castas; los sujetos son sumergidos como totalidad en el mercado del trabajo: “los indios desarraigados se convertían en braceros sin tierras y constituían una reserva de trabajo a disposición de los propietarios criollos, remunerada con salario mínimo” (Macaulay y Bushnell, 1998, p. 216). A pesar de la transformación del sentido de la propiedad, en ciertas prácticas de poder, se sigue manteniendo la religión católica como foco de expropiación de unas formas de vida, que ha construido una identidad propia e incide en el derecho que algunos poseen sobre el territorio. Por esta razón, con la transformación liberal del trabajo como mecanismo de preservación de la vida, se mantiene una identidad no común centrada en la religión católica. Como segundo criterio que justifica unas acciones de violencia emerge la constitución conservadora de 1858. La organización descentralizada del territorio se siguió manteniendo para garantizar la propiedad del sector señorial conservador. El retorno
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del poder conservador demuestra la fortaleza de una identidad que se construyó en el periodo colonial, en donde se exteriorizó lo común (formas de vida indígenas y esclavas) y se instauró lo propio (formas de vida católicas). No obstante, el control de la vida por medio del trabajo ya no estaba condicionado por las formas institucionales del Virreinato, y se dejó, tal control, a las fuerzas libres de competencia: ¿Qué competencia puede representar un indígena o un esclavo si el territorio era propiedad de la élite criolla y señorial? La conservación de la vida se deja en manos de la necesidad de sobrevivir, puesto que, si la comunidad en Colombia no se adaptaba a vender su fuerza de trabajo, la muerte se convertía en el destino más próximo. Los sujetos ya debían mantenerse por sí mismos con vida. De manera que, el control territorial y de la vida se empezó a materializar bajo el rostro de algunas familias, y el derecho se dedicaba a establecer criterios que volvían legales las acciones violentas dirigidas a aquellos que amenazaran la propiedad de unos cuantos (ya sea la élite señorial o la criolla). Con la constitución liberal de 1863, se visibiliza el tercer criterio que justifica unas acciones violentas. Debido a la naturaleza extremadamente federalista en la organización del territorio, se quiebra la unidad que establece un criterio para volver una violencia legal. Cada provincia instituye su propio sistema coercitivo, teniendo sus propias fuerzas militares y de control territorial, por lo tanto la administración estatal estuvo debilitada para cumplir con el fin liberal de garantizar unas libertades individuales para el flujo del mercado y la acumulación de las riquezas. Sin embargo, para garantizar la libertad de las provincias, la comunidad en Colombia debe adquirir una identidad propia que comprenda gran parte de la población y externalice unos focos de resistencia. Por el contrario, no existía una propia identidad y reinaba el imperio de lo de la identidad dual (liberal y conservadora) que invisibilizaba la división entre la violencia externa e interna o en otras palabras la violencia sancionada y no sancionada. Todo acto violento era debidamente justificado. El Estado en Colombia queda imposibilitado de legitimar los actos violentos mediante el retorno de sus antiguas instituciones, pues éstas habían sido objeto de transformación según la voluntad de los propietarios del territorio que sometían al derecho según sus criterios. Es en este momento cuando la autoridad de sus instituciones se quiebra, dejando como único mecanismo coercitivo la violencia explícita contra cualquier sujeto de la comunidad. Lo paradójico de esta cuestión es que, si se retoma la perspectiva de la pensadora Hannah Arendt, el origen de los estados totalitaristas occidentales con instrumentos violentos de coerción emerge desde el quiebre de la autoridad que legitima las instituciones de control, ya que no se acepta el poder estatal y éste recurre a la violencia para instaurar terror y obediencia. Esta naturaleza del terror adopta la constitución conservadora de 1886, que busca unificar a toda costa los criterios de los aparatos coercitivos de control territorial y de la vida.
Capítulo 3. Control e inmunización de la vida y el territorio en Colombia: del derecho de Castilla a la violencia bipartidista
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Los mecanismos de control instituidos por la constitución conservadora de 1886 son entonces el cuarto criterio, los cuales se fortalecieron conforme se adaptaba a la identidad propia, construida en la colonia. En ella se muestra una tendencia clara de la justificación del uso de la violencia. A partir de los preceptos religiosos, se manejan unos instrumentos de conservación de la vida, y se exterioriza toda práctica social que no se inscriba en los valores puramente católicos. Con la turbulencia del siglo XIX las formas de vida de la comunidad habían pasado de ser establecidas y controladoras por las instituciones eclesiásticas a ser regidas también por el discurso liberal que crea la idea de la libertad individual como fuente de riqueza y prosperidad. De modo que los mecanismos violentos instituidos por criterios conservadores se centraron en neutralizar las practicas no católicas, especialmente las que se formaban a partir del liberalismo. La educación fue uno de los principales instrumentos que buscaba el control del cuerpo del sujeto en todas sus dimensiones. Con la intención de crear una Unidad Nacional, se inmuniza el cuerpo social con la instrucción pública centrada en el catolicismo, para así establecer un modelo de acción que sirva de referencia a lo que debe estar en el interior de la comunidad: el hombre civilizado dentro de los esquemas naturales dictados por Dios. Esto termina convirtiéndose en el objetivo central de la inmunización jurídica después de la disputa constitucional: se debe proteger del ser salvaje y demoníaco que descansa en los seres humanos, por ello es necesario educarlos. Entonces, las escuelas se convierten en el mecanismo violento por excelencia que busca proteger el cuerpo social de animal que emergió con las guerras civiles del siglo XIX. En palabras de Quiceno (2004), “educar es gobernar, para ello el Estado construye un discurso pedagógico para hacer posible que la ley sea interiorizada y entendida por los hombres y sus instituciones: articula la ciencia, la moral, la experiencia, lo jurídico, la ideología a la población y su territorio” (p. 28).
III. La masacre: relación entre el derecho y la violencia Exteriorizado el animal salvaje que la comunidad lleva dentro, da forma a una identidad propia a partir de unos valores coloniales renovados. Entre la inestabilidad institucional del Estado se instaura aquella identidad por medio de la violencia explícita, solo que esta no la ejerce únicamente las instituciones legales de coerción; la comunidad toma en sus manos dichos ejercicios. Es en este momento cuando el criterio institucional se confunde con formas de violencia que pueden ser sancionadas, de manera que el Estado pierde potestad del monopolio de la fuerza y se halla en una crisis de soberanía. Ya no son suficientes los instrumentos legales de control, por ello la violencia sancionada se extiende como un brazo oscuro que sostiene la inestabilidad institucional. Todo ello se emerge de la necesidad de conservar el derecho propio, por ello el cuerpo jurídico entabla una relación con la fuerza; la violencia directa de naturaleza externa o interna se convierte en el instrumento que protege la propiedad territorial de algunos sectores de la sociedad para garantizar la protección
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de la comunidad por medio del trabajo asalariado (como herencia distorsionada de las reformas liberales del siglo XIX): Si el derecho no es más que reparto, nunca podrá prescindir de la fuerza: «la noción de derecho está ligada a la de división, intercambio, cantidad. Tiene algo de comercial. De por sí evoca el juicio, la arenga. El derecho no se sostiene más que con el tono de reivindicación; y cuando se adopta este tono, la fuerza no está alejada, está inmediatamente atrás, para confirmarlo; si no será ridículo (…) El derecho es por naturaleza dependiente de la fuerza». Aquí se determina como un tránsito interno a la inmunización jurídica que parece duplicarla: para poder inmunizar a la comunidad de sus tendencias autodestructivas, el derecho necesita antes que nada protegerse a sí mismo (Esposito, 2005, p. 42).
Sólo que la protección no se le brinda únicamente a las instituciones estatales; antes de ser el derecho poseedor del territorio y de la vida, son los sujetos que forman la herencia de la élite colonial instituidos desde el periodo colonial, propietarios de la vida. La comunidad en Colombia se convierte en una amenaza de expropiación y descontrol. De manera que el derecho propio, muchas veces, pasa por encima del cuerpo jurídico emergente que pretende cambiar las formas coloniales de control de la vida. Un ejemplo de ello, es el fracaso de las reformas liberales que se implementaron entre 1934 y 1948 en la administración de Alfonso López Pumarejo. La eliminación del latifundio fue el punto central del gobierno de Pumarejo y el foco de amenaza para los poseedores del territorio. Hasta la fecha había costado mucho recuperar la propiedad territorial, debido a los cambios de criterios de control en el siglo XIX. Por consiguiente, el gobierno liberal al pretender convertir a los sujetos en pequeños productores y generar unas condiciones equitativas para la libre competencia, por medio de la reforma territorial, recibe como respuesta el brazo oscuro de la violencia no legal de los grandes latifundistas (pero sarcásticamente la más interna de la comunidad). Con el fracaso constitucional de Alfonso López Pumarejo, el cuerpo jurídico colombiano volvió a adaptarse a lo que al parecer era su principio de legítima violencia: la protección del Derecho Privado Señorial. En este orden de ideas, las prácticas sociales inscritas en el discurso liberal, se convirtió en la amenaza más próxima que requería exteriorizar para eliminar, ya sea por medio de la violencia no sancionada o sancionada. Es en ese momento cuando se hace más visible la relación del Derecho con una fuerza explícita, cuya sangre impregna todo el cuerpo social. «La violencia se nos reveló, ya desde el inicio, como una cosa eminentemente comunicable». Más que a un sólido –la roca que golpea o la punta que penetraremite a la capacidad de impregnar que tiene un líquido al correr, infiltrarse, difundirse, hasta reducir el mundo a una esponja o un fangal cenagoso, como hizo en su momento el diluvio universal. Pero sobre todo contamina, según una lógica que ya tenía bien presente Simone Weil, «El contacto con la espada con-
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tamina en cualquier caso, ya se produzca del lado de la empuñadura o de la punta». Poe eso, más que en el gris de la lluvia o del lodo, la violencia hace pensar en el rojo de la sangre. Sólo la sangre restituye su carácter íntimamente circulatorio. «En tanto los hombres gocen de la tranquilidad y la seguridad, la sangre no se ve. Apenas se desencadena la violencia, la sangre se hace visible; empieza a correr y ya no se la puede parar, se infiltra por todas partes, se esparce y expande de manera desordenada. Su fluidez hace concreto el carácter contagioso de la violencia. (Esposito, 2005, pp. 56-57).
Con la ola Gaetanita, la violencia tuvo su máxima expresión como mecanismo de protección del Derecho Privado y de la vida marcada bajo los preceptos tradicionales del catolicismo. Tanto el ejecutor de una fuerza explícita como el ejecutado, quedaron inmersos en el carácter circulatorio de la violencia, y ésta se convirtió en un elemento casi imprescindible dentro de las relaciones de poder en Colombia. Unas de las manifestaciones más significativas de aquella violencia sancionada (que ha servido de mecanismo oculto para el cuerpo jurídico constituido por la voluntad de los poseedores del territorio) es la masacre. María Victoria Uribe (2004) en su texto “Antropología de la Inhumanidad”, define la masacre en Colombia como síntoma social que se resiste a la simbolización. Por lo tanto, tal síntoma social es una formación significante, particular y patológica que se materializa como una mancha inerte que no puede ser incluida en el círculo discursivo. Las masacres, desde el siglo XIX hasta la fecha, son comunes y se presentan como un acto ritual. De manera que, la persistencia de estas prácticas da lugar a pensar que las masacres son síntomas de un antagonismo social. En este sentido, Uribe define la masacre como la muerte colectiva de varias personas provocada por una cuadrilla de individuos caracterizada por una determinada secuencia de acciones orientadas por motivos políticos, venganzas o el simple azar, cuyos autores y víctimas eran campesinos inmersos en una economía cafetera que estaba integrada en el mercado nacional e internacional. Siguiendo el planteamiento de Uribe, estos actos rituales son una prueba de la expresión extrema de poder, presente durante varias generaciones. Cabe aclarar, que esta manifestación de fuerza entra a romper la estructura física y social del cuerpo campesino por medio de la animalización de los sujetos. Para que los sujetos, objeto de la masacre, puedan ser exterminados sin ninguna repercusión legal o moral, la animalización, planteada por Uribe, funciona como elemento que expulsa ciertos sujetos de la comunidad para convertirlos en cuerpos de castigo. Esta acción comprende una parte crucial del proceso inmunitario de la sociedad y del derecho, ya que se forman las condiciones pertinentes para la emergencia de los criterios que interiorizan una violencia y exterioriza las amenazas:
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A pesar de no visualizarse un patrón claro que determine la violencia justificada, la masacre de mediados de siglo XX en Colombia se muestra como una condición que determina la construcción discursiva de una amenaza para elderecho privado, que se exteriorizara de manera más clara, con la inserción del discurso de Seguridad Nacional, en la segunda mitad del siglo XX en Colombia.
IV. Conclusión La categorización de estos tres acontecimientos permitió visibilizar el carácter inmunitario de unas prácticas, desde la perspectiva de Roberto Espósito. De manera que, en este trabajo emergen los siguientes acontecimientos: la violencia colonial, la disputa constitucional del siglo XIX y la masacre bipartidista en el siglo XX. Gracias a tales hechos, se logró des-ocultar la naturaleza inmunitaria de las acciones de guerra por parte del Estado, y con ella se identificaron los instrumentos violentos de control, sobre lo que es considerado una amenaza para la comunidad estatal. En las prácticas históricas de coerción no se unificaron unos criterios de exclusión violenta, y así se evidencia la contradicción del sistema político Estatal: el derecho es dependiente de la violencia para controlar las amenazas. A lo largo de toda la historia institucional, ha existido una construcción discursiva alrededor de lo que es considerado un peligro para la comunidad que justifica un ejercicio violento. Esto responde a un estado de guerra en el cual se encuentran los sujetos, al fundarse el sistema político en Colombia: unos quedaron vencedores y algunos vencidos resisten a los mecanismos de domino de los victoriosos.
Bibliografía Benjamin, W. (2007). Para una Crítica de la Violencia. En Conceptos de Filosofía de la Historia. Buenos Aires: Terramar Editores. Foucault, M. (2008). Defender la sociedad. Buenos Aires: FCE. Esposito, R. (2005). Immunitas Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu, Editores. Opts Capdequí, J.M. (1992). Bases jurídicas de la colonización española. En América Hispania Colombia. Bogotá: Zalamea Fajardo Editores. Macaulay, N. y Bushnell, D. (1998). El nacimiento de los países latinoamericanos. Madrid: Nerea. Quiceno, H. (2004). Pedagogía Católica y Escuela Activa en Colombia 1900-1935. Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio. Uribe, M.V. (2004). Antropología de la inhumanidad. Bogotá: Norma.
Capítulo 4
RESISTENCIA CULTURAL EN EL BARRIO BRITALIA1 Wilson Javier Torres Puentes Docente de la Licenciatura en Educación Básica con Énfasis en Ciencias Sociales LEBECS – Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Docente de Secundaria en Ciencias Sociales de la Secretaria de Educación del Distrito IED. Leonardo Posada Pedraza. Correo electrónico: [email protected]
Por encima de todo la historia es social y cultural. Es la historia de la vida diaria de hombres y mujeres. Si se observa de cerca, esta historia revelará cambios decisivos que incluyen una revolución social. Agnes Heller
Introducción El presente texto se enmarca en el Carnaval Popular por la Vida del Barrio Britalia (CPV) en Kennedy (hoy Techotiva) y el discurso y la acción de Resistencia Cultural (RC) que nació al interior de esta barriada popular. Este discurso de la resistencia era novedoso, y lo sigue siendo, al menos en dos sentidos; uno, quizá el más importante, que fue producto de las vivencias propias de los habitantes de Britalia en torno a su carnaval. En segundo lugar, que era y es, un discurso que no sólo se oponía a un colonialismo cultural, sino que por medio de la acción colectiva y cultural, pretendía y pretende transformar, sino la sociedad en su conjunto, por lo menos las relaciones sociales de vecindad. Aunque por supuesto esto implica abordar los procesos políticos y organizativos que por más de dos décadas se han generado en las barriadas de Gran Britalia. En este sentido los habitantes de estos barrios tienen historias y experiencias de Educación Popular, que han sido fundamentales para el desarrollo de los Carnavales Populares y al mismo tiempo provoca un encuentro entre quienes convocan y son convocados permitiendo la emergencia de la identidad colectiva, que es la que le da sustento a la acción carnavalesca.
1 Ponencia fundamentada en la Investigación Educación Popular y Resistencia Cultural. El Carnaval Popular por la Vida de Britalia (1988-2008).
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Investigar este tema pasó obligatoriamente por indagar el qué y el cómo emergen los sentidos y significados de la resistencia cultural en los sectores urbanos, para este caso, Britalia, y el papel que en dicho proceso han jugado la educación popular y la acción colectiva cultural para construir y sostener en el tiempo los carnavales en ese contexto urbano popular y cómo, estos procesos sociales y educativos han generado redes sociales que se han sostenido en el tiempo y el espacio. Fue importante, entonces, observar e interpretar el contexto de las organizaciones culturales que históricamente han convocado los carnavales y analizar junto a sus protagonistas los cambios que se han operado a través del tiempo. En este sentido se hizo fundamental analizar cómo las organizaciones y quienes en ellas participan llegaron a plantear que los carnavales de Britalia, son expresión de resistencia cultural, qué discursos acompañan tal expresión y en qué contextos emergieron. De hecho, las primeras indagaciones dieron como resultado una serie de preguntas que los mismos habitantes de Britalia, en especial aquellos/as que pertenecieron o pertenecen a organizaciones sociales, plantearon como inquietudes propias de su quehacer cultural. Estas preguntas fueron: 1. ¿En qué contexto se generó en Britalia el Carnaval Popular por la Vida como una experiencia organizativa que ha logrado mantenerse en el tiempo? 2. ¿Qué tipo de prácticas educativas se han desarrollado al interior de las organizaciones populares de Britalia, en el marco del carnaval? 3. ¿Cómo las organizaciones populares en su accionar colectivo, llegaron a plantearse que los carnavales son expresión de resistencia cultural barrial? Por su parte el objetivo central buscaba analizar e interpretar las prácticas, saberes culturales y educativos de las organizaciones populares, que han hecho posible reconocer los carnavales populares de Britalia, como expresiones de resistencia cultural. En este sentido, se debe expresar que al no estar conceptualizada la Resistencia Cultural, al menos en lo referente para esta experiencia popular, fue conveniente intentar la construcción teórica de tal concepto a partir de la experiencia de los Carnavales Populares de Britalia,ya que los sectores político-culturales, que hacen posible tales festividades han incorporado en su discurso el término resistencia cultural. Se hizo importante entonces, intentar tal conceptualización, al menos por dos posibilidades, hacer un aporte teórico-conceptual y, contribuir en la consolidación de los procesos de carnaval popular urbano, ya no desde el mero discurso, sino desde el sustento teórico en torno a lo que implica la resistencia cultural. Y es en este punto donde centraré los planteamientos de este artículo.
Capítulo 4. Resistencia cultural en el barrio Britalia
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I.
Resistencia Cultural
Justamente lo que generó el interés por indagar particularmente sobre Britalia, es que esta experiencia desde 1992, promueve su carnaval y a partir de él plantea la transformación de la sociedad mediante una acción de sentido político, la resistencia cultural. En este caso, la puesta en práctica de la educación popular ha sido fundamental para los procesos sociales desarrollados en Britalia. Esto no necesariamente significa que exista entre estas comunidades un concepto preelaborado de Resistencia Cultural. Más bien es el imaginario y la representación colectiva que se ritualiza año tras año, no sólo en los discursos, sino en la simbología de las diferentes comparsas y muestras artísticas, que pasan por salones de artistas populares, teatro, danza, poesía, cuentería, entre otros, lo que le da este sentido. Este es el contexto en el que emergieron las diferentes organizaciones sociales y populares, no sólo de Britalia, sino de la localidad de Kennedy y de Bogotá en general. Pero para el caso que nos ocupa, estas organizaciones, no son organizaciones para sí, sino fundamentalmente son organizaciones para la comunidad, pues en la mayoría de los casos nacen de su interior o se vinculan abiertamente con su problemática, como es el caso del Centro de Promoción y Cultura y la Corporación Nueva Esperanza, aunque por supuesto, no son las únicas que han jalonado el proceso de los carnavales populares cuya esencia es la resistencia cultural. Los procesos organizativos emprendidos por las diferentes organizaciones sociales y populares incluidas aquí las Juntas Comunales, las Madres Comunitarias, Comités de Salud, entre otras, ligadas al trabajo de las organizaciones culturales, han configurado el marco político-social del carnaval como máxima expresión de rechazo a las políticas económicas, sociales, y culturales ejercidas por diferentes gobiernos desde el poder del Estado. Entonces los carnavales no surgen, como inversión de roles y de representación de un hecho ocurrido como el desalojo del basurero de Gibraltar y la Planta de Tratamiento de Residuos. Surgen en el marco de la movilización social y la reivindicación política de los habitantes del sector. Pero hablar de resistencia cultural en este caso no se limita a conceptualizarlo y/o definirlo, bastaría remitirnos a un diccionario de política y quizás otro de cultura y después articularlos mediante una explicación lógica. Aquí más que decir cuál es su significado, se trata de ahondar en el entramado social, cultural y político que ha permitido a Britalia durante veinte años organizar, desarrollar y sostener un carnaval, que para muchos es referente no solo de carnaval, o de lucha popular, sino fundamentalmente de Resistencia Cultural. La resistencia por supuesto no es exclusiva de Britalia y su carnaval, la encontramos prácticamente ligada a la historia de la humanidad desde el momento mismo en que hubo dominados y dominadores, que se han enfrentado en diferentes terrenos geo-
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gráficos y multiplicidad de planos políticos. Marx, como todos/as sabemos, llamo a esto lucha de clases (Marx y Engels, 1975). Por su parte la cultura no es el mero folclor, sino las múltiples relaciones ínter sociales que se dan al interior no de una sociedad como el Estado, sino de las comunidades generalmente populares, por el lugar que ocupan en las relaciones de producción. Veamos, brevemente de que hablamos cuando nos referimos a la cultura. Conceptos de cultura hay tantos como culturas existen en el mundo, pero en términos generales y de acuerdo a Sanabria (2004) y Ortiz (2004), entenderemos por cultura un sinnúmero de entramados sociales que son representados simbólicamente en los cuales se incluyen los credos religiosos, los valores sociales (ética y moral), las diferentes costumbres y tradiciones (hábitos), las artes, los usos y la apropiación del entorno geográfico en el cual se halla inmersa una comunidad y que lo transmite de generación en generación mediante los diferentes lenguajes, oral, escrito y simbólico. Hay que decir también que el termino cultura no es estático, por el contrario se ha modificado con la transformación que sufren las culturas humanas, ya no es occidente quien denomina a los demás pueblos desde la “civilización europea”, ahora hablamos de civilizaciones. A este respecto el profesor Ávila (2007) señala que; “Los sujetos inician su apropiación de la cultura intercambiando universos simbólicos, de modo que los procesos de comunicación con el otro…juegan un papel determinante en la incorporación del sujeto a la cultura, y en la in-corporación, internalización de la cultura en el sujeto. La conversación teje las palabras, y estas tejen las relaciones entre los sujetos, construyendo así el tejido social…[entonces] A mayor grado de apropiación de la cultura y del lenguaje, una mayor expansión y un mayor crecimiento de la subjetividad”. Tenemos también la subjetividad popular, que es la que me interesa por relación directa con una comunidad popular, Britalia,y una acción colectiva popular como el carnaval. En este sentido el profesor Torres (2008), afirma que; “La formación de sujetos populares capaces de llevar a cabo las acciones sociales emancipadoras está relacionada con la formación de un sistema de imaginarios, representaciones, ideas, significaciones, simbolizaciones, voluntades y emocionalidades, desde las cuales atribuyen sentido a sus acciones y vínculos sociales, a la vez que alimentan sus sentidos de pertenencia e identidad”. El mismo autor señala el papel de la subjetivación de los sujetos en el proceso de la educación popular cuando dice que; “Es dentro de los límites del mundo subjetivo dónde actúa la EP con el fin de incidir en otras dimensiones de la vida social como la economía y las relaciones de poder” Torres (2008, p. 21). Si bien estos elementos, cultura, poder, educación popular, van tejiendo el entramado en el cual surge la resistencia, que para el presente caso es la cultural, estos no explican por sí solos,
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ni siquiera en conjunto cómo surgió la resistencia cultural en el marco del carnaval popular de Britalia, ¿por qué en este contexto y no en otro?. La resistencia ha sido normalmente comprendida y si se quiere naturalizada como el aguante, el soportar, sobrellevar la carga, paciencia, en fin resistir pasivamente condiciones indignas de vida. Este tipo de resistencia, que llamaremos negativa, ejerce acciones que por lo general no pasan a la acción directa, aun cuando se trate de conspiraciones. Lo más usual en este tipo de resistencia suele ser el hurto continuado en fabricas y talleres, las conversaciones “secretas” para hablar mal del amo o el patrón, poner apodos, hacer chistes, maldecir, quejarse del mal trato, el mal pago, criticar al gobierno, generalmente sin mayores argumentos, entre otras más. “Si la subversión ideológica se redujera a las formas efímeras del chisme, el refunfuño o el rumor, y a la hostilidad ocasional de actores encubiertos, su eficacia sería sin duda muy marginal. Es un hecho que la rebelión ideológica de los grupos subordinados se presenta también públicamente en algunos elementos de la cultura popular” (Scott, 2000, p. 188). Pero la resistencia no es un hecho por demás estático, al contrario es dinámica, es decir, tiene movimiento y como movimiento es que me interesa su análisis, de hecho los investigadores que se han ocupado del tema lo han hecho por su dinámica y lo que ella representa en el marco de las luchas, por lo general populares. Para ejemplificar, veamos lo expuesto por Lanchero (2000), que estudia el caso colombiano y por extensión latinoamericano, haciendo referencia a la emergencia de la resistencia en el marco de confrontación con el Estado excluyente y la concibe únicamente en el plano de la organización política de vastos sectores, es decir, la sociedad civil. Ya se dijo, que ni se está estudiando la cultura, ni la resistencia por aparte, ni ligadas en un discurso academicista, sino bajo la dinámica impresa historiadamente por la comunidad de Britalia a su carnaval y de este al discurso y la acción de la resistencia cultural.
II. Nadie nos dio el carnaval, nosotros mismos lo construimos Cualquier persona, mujer u hombre, sin importar su edad, que haya pasado como organizador, participe o espectador de la historia de Britalia aseverará, no sin razón que el Carnaval por la Vida es realmente Popular, porque nació de las entrañas de una comunidad, que se construyo así misma, mientras construía ladrillo a ladrillo su barrio, que tomó una y otra vez las calles sin resultados concretos, que se atrevió a ir contra corriente, a innovar en la lucha política, que no optó por la resistencia negativa, sino que impulsó esta acción con un carnaval exitoso, desde todo punto de vista, no solo derrotó al Estado al ser una comunidad que resistió primero las inclementes necesidades socioeconómicas y represivas, sino que hoy se encuentra como parte del movimiento social en la resistencia activa, pero como comunidad, donde; “La experiencia
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de vivir juntos y de conocer los códigos culturales de los vecinos, crea sentimientos de solidaridad y lealtad entre ellos. Estos sentimientos remplazan la anomia de la vida moderna y mantiene la cohesión social del vecindario” (Panfichi, 1996). No hay duda entonces, que la comunidad es algo que se teje pacientemente y que pese a los conflictos internos entre individuos o grupos de vecinos, esta permanece en el tiempo y en el espacio, más bien lo que ocurre es que las comunidades se crean y recrean permanente- mente y de múltiples maneras, por ejemplo, con el cambio generacional, con la migración y la emigración de pobladores, con las influencias de la ciudad “moderna” sobre los barrios y sus habitantes, que ponen en riesgo la identidad de la comunidad para pasar a ser un vecindario más de la ciudad.
III. Educación popular La idea de transformar la conciencia social, por medio del carnaval, no se ve únicamente al interior de las familias, sino que pretende impactar a los individuos. Efectivamente, de lo que estamos hablando es de prácticas de Educación Popular, que en Britalia se han desarrollado directa e indirectamente. Cuando digo directas hago referencia a las acciones educativas y pedagógicas emprendidas por las organizaciones sociales con la claridad ideológica que les da el sustento de teóricos como Freire. Son indirectas cuando se forma a las personas sin que necesariamente la formaciónaprendizaje este mediado por el discurso de la EP. Ejemplo de esto último los talleres de elaboración de máscaras, los grupos de teatro, talleres de maquillaje, de zancos, de poesía, de música. También encontramos jornadas colectivas de aseo, o corte del pasto, pintura y arreglo de parques, que por supuesto son educativas y generan en los vecinos lazos de comunidad. Sobre este asunto, el profesor Torres (2008), señala que, “La critica a la sociedad capitalista y al sistema educativo, de un tono radical en el discurso inicial de la EP y de un carácter moderado en las actuales posiciones, conlleva la formulación de un ideal de sociedad y de educación alternativos. Un rasgo central en toda propuesta educativa popular es su clara intención política por transformar las condiciones opresoras de la realidad actual, para contribuir a la construcción de una nueva sociedad más justa y democrática” (p. 17). La EP desde sus planteamientos iniciales hasta hoy también tiene sus propias metodologías y didácticas que la particularizan con relación a otras prácticas educativas. Estas particularidades han operado en el saber educativo popular de Britalia y su carnaval. Tanto en la construcción colectiva de barrio, como del carnaval, las intenciones, sobre todo desde 1990 apuntan a transformar la sociedad, cambiando las prácticas cotidianas en las que se relacionan los sujetos sociales. Siguiendo con Torres (2008) tenemos que; “los rasgos más visibles de la EP han sido la definición de criterios educativos tales como la construcción colectiva de conocimiento, el diálogo, el partir de la realidad de los educandos, la participación y la articulación entre teoría y prácti-
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ca[…] la preocupación por crear, retomar y desarrollar metodologías coherentes con los principios emancipadores de la Educación Popular, ha llevado a que sus impulsores innoven y reflexionen sobre su quehacer” (p. 21).
IV. Caminar colectivamente Darle un sentido al Carnaval Popular por la Vida de Britalia, pasa entonces por la construcción colectiva, que se vuelve política cuando las comunidades se hacen partícipes de la política, es decir, son sujetos históricos individuales y colectivos, en tanto se identifican en y con objetivos comunes, que suelen ser la reivindicación de sus derechos como ciudadanos (carnaval del 88), o la recuperación de la memoria colectiva (carnavales del 91 y 92), o la suma a otras luchas como la minga indígena (carnaval de 2008). Eso implica trabajarle desde lo local por la utopía de la transformación de la sociedad, pero en una transformación, en la medida de lo posible, para el hoy, para la cotidianidad, no para después, dado que; “La transformación de la sociedad es un proceso objetivo-subjetivo colectivo y múltiple que no puede relegarse hasta después de la toma del poder. No se producirá nunca transformación social alguna, estable y duradera, si no es a partir de la transformación cotidiana y radical de los hombres y las mujeres que la integran” (Rauber, 2003, p. 71). Pero esto de la acción colectiva requiere un poco de atención, en especial para comprender como ha sido este proceso en el marco del CPV. Me valdré entonces de las teorías de Alberto Melucci, para intentar explicar el proceso dado en Britalia. Empecemos por decir que el CPV, hay que ubicarlo por sus características como “nuevo movimiento social”, pese a que lleve veinte años de accionar. Me atrevo a hacer tal afirmación por varias razones, la primera, que los habitantes de Britalia, rompen con una tradición de lucha urbana proveniente de los años 70 y que tocó los primeros años del decenio de los 80, innovaron en la acción y en la lucha política, crearon un carnaval y lograron su objetivo, volcando sobre ellos, la atención del Estado y de la sociedad en general. En segundo lugar, porque la lucha contra el basurero de Gibraltar, no fue una lucha vanguardista de un sector clasista o vinculado a un partido de izquierda, fue el movimiento social conformado a su vez por grupos organizados de la comunidad de Gran Britalia, como los catequistas, las ollas comunitarias, grupos de mujeres, grupos de jóvenes, ecologistas, teatreros, y muchos más, los que además de las tradicionales tomas y bloqueos de vías, engendraron, no como simple forma de expresión simbólica, sino como instrumento de acción política, un carnaval. Tercero, porque el carnaval en sí mismo es un movimiento social con la características de ser cultural. Melucci (1999) llamo a esto Acción Colectiva, la que a su vez es una construcción social, y debe ser abordada desde lo empírico con el fin de comprender la verdadera
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realidad del movimiento, en este sentido y siguiendo a este autor, si pretendemos hacer investigación sobre la acción colectiva,y el movimiento social que lo posibilita, debemos tomar como elemento de análisis la naturaleza diversa y compleja del mismo. Si tenemos en cuenta que justamente para que se posibilite la AC, es necesaria la reunión de varios sujetos dispuestos a la acción. Entonces, debemos también tener en cuenta ¿cómo es que se unen los sujetos y por qué se unen?, la respuesta la ofrece en tres niveles, Melucci, cuándo señala la acción, los medios, y el ambiente, como esenciales para que los individuos generen ese “nosotros/as” que les hace ser colectivos. De acuerdo a esta caracterización, tenemos que la acción, es el sentido que tiene la acción para el protagonista de la misma. Los medios, aquellos que refieren a las posibilidades y límites de la acción que se pretende emprender, y finalmente, el ambiente, como el lugar o campo dónde se desarrolla o se desarrollará la acción. Estos elementos al interior del CPV de Britalia, no se pueden observar fácilmente por separado, más bien forman un todo, en donde según al momento histórico se privilegia uno u otro. Siguiendo con Melucci, él caracteriza los movimientos sociales, como reivindicativos, aquellos que luchan contra el poder que garantiza las normas y los papeles; un movimiento de este tipo tiende a una redistribución de los recursos y a una reestructuración de dichos papeles. Como movimiento político, aquel que actúa para transformar los canales de la participación política, y como movimiento antagónico, aquel que se dirige contra un adversario social para la apropiación, el control y la orientación de los medios de producción social. Pero estos movimientos no serían posibles sin la identidad colectiva que le permite la cohesión interna y externa. Esta identidad, según Melucci (1999) solo es posible si se toman en cuenta tres elementos, a saber; “1) Formulación de las estructuras cognitivas relativas a los fines, medios y ámbitos de la acción; 2) Activación de las relaciones entre los actores, quienes interactúan, se comunican, negocian y adoptan decisiones, y 3) Realización de inversiones emocionales que permiten a los individuos reconocerse”. La acción colectiva, al menos en los términos de Melucci, permiten señalar de manera tajante que son los sujetos individuales y colectivos los que hacen posible la historia, cuando producen hechos como la “construcción y sostenimiento” de un carnaval, pero ello, requiere de un elemento simbólico, difícilmente tangible, pero real y que se manifiesta generalmente en rituales, la identidad, que también es individual y colectiva, en la medida de que es un producto social generado por los sujetos. En efecto, en el proceso no solo de barrio, sino fundamentalmente de carnaval, no hay una simple inversión de roles, como se señaló en otro aparte de este trabajo, lo que hay es un proceso de identidad individual y colectiva, que por supuesto es un proceso social que se da entre sujetos, o si se prefiere entre otredades, que son las que me permiten a
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mí, reconocerme como sujeto e identificarme o no con algo, en este caso el Carnaval Popular por la Vida y lo que él representa. La identidad colectiva, es según Torres (1999), quien se fundamenta en Giménez (1997) y De la Peña (1994) “el cúmulo de representaciones sociales compartidas que funciona como una matriz de significados para definir un conjunto de atributos idiosincrásicos propios los cuales dan sentido de pertenencia a sus miembros y les permite distinguirse de otras entidades colectivas; en fin, al conjunto de semejanzas y diferencias que limita la construcción simbólica de un “nosotros” frente a un “ellos”. El concepto de identidad supone el punto de vista subjetivo de los actores sociales acerca de su unidad y de sus fronteras, una elaboración simbólica y práctica de lo que consideran propio y lo que asumen como ajeno”. Esta identidad entonces, no es otra cosa, que la construcción histórica de un hecho simbólico, el carnaval, pero cuya puesta en escena se hace en un espacio geográfico específico, el barrio, que a su vez tiene su propio constructo, que para el caso de Britalia, si bien están ligados históricamente, podría haber existido Britalia sin carnaval, simplemente que su historia sería otra. Ese nosotros colectivo y sostenido en el tiempo, o si se prefiere históricamente construido, es el que permite sostener el barrio, sosteniendo su memoria colectiva, que es lo que hace Britalia mediante su carnaval.
V.
La Resistencia es algo vivo
Llegados a este punto vemos que hablar de resistencia cultural en Britalia, en el marco del Carnaval, es algo si no inédito, al menos particular, dado que difícilmente se encuentran al menos para Bogotá, experiencias similares que permitan hacer un análisis comparativo, de hecho, la experiencia de Britalia, hay que afirmarlo con categoría, no es de una resistencia pasiva (negativa), sino bastante activa (positiva), que mantiene a un gran número de vecinos movilizados en torno a la organización y puesta en escena de su carnaval, para conmemorar la memoria histórica, pero también para denunciar y protestar contra lo que se considere política y socialmente injusto, de hecho, el carnaval de Britalia no es únicamente un evento fiestero, como otros del mismo formato, por el contrario tiene un componente reivindicativo, que pretende por medio de la organización y la acción cultural transformar la sociedad, empezando, como ya lo hemos visto, por su propio entorno social y privado, generando una revolución social. La resistencia cultural, no puede ser leída o vista entonces como reacción a la dominación, y si se defienden las tradiciones es porque son ellas las que dan sentido a los individuos y a las comunidades, les permite un “nosotros” colectivo que a su vez les aliente a ser sujetos protagonistas de la historia. Para los actores políticos de Britalia esa es una realidad concreta nacida al calor de la organización social y que expone como máxima expresión de esa historia su carnaval. Dado que; “Las comunidades
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mantienen su creación de vida y dignidad desde acciones y caminos colectivos contrarios a la exclusión y al poder de muerte impuesto por el mercado y, sin conceptualizarlo, denominan resistencia a estas acciones colectivas de vida digna, de no exclusión y reconocimiento del otro” (Lanchero, 2000, p. 30). Por lo general es con la teoría como se corrobora un hecho o una situación dada, en este caso quiero invertir el proceso, porque como lo señala Lanchero, el movimiento cultural de Britalia no se ha detenido a conceptualizar sobre el tema, simplemente ha llamado a las cosas de acuerdo a su realidad política, pero con un aporte significativo, que allí, en el CPV, hay un sentido político específico y claro, que la resistencia no es aguante, sino creación, es empoderamiento de las gentes que participan en el escenario carnavalesco desde alguno de los papeles que la trama exige. Está claro, que si bien no existe una teorización y unos textos que den cuenta de lo que es la Resistencia Cultural (RC) en Britalia, si hay claridad en por qué,para qué y cómo se resiste culturalmente, eso apunta a una acción colectiva de orden político, empoderar a los vecinos de Britalia, y si es posible, impactar a la ciudad toda. Aquí de lo que se trata entonces, no es de teorizar, se trata, como lo muestra la historia de Britalia y su CPV, de transformar la realidad socioeconómica, primero del Barrio, y luego de la ciudad y el país. Lo importante quizás, es que en el caso de Britalia son hechos tangibles, con muchas luchas colectivas, lo que ha logrado la pavimentación de vías, el agua potable, el alcantarillado, el final de Gibraltar, y generaron un movimiento identitario llamado Carnaval por la Vida, en fin estamos, para quien así lo quiera ver y reconocer, frente a un proceso de poder popular, o simplemente de empoderamiento. Al respecto Lanchero (2000), nos dice: “El caminar comunitario no busca generar discursos teóricos sino reflexiones comprensivas de la realidad excluyente del mundo, comprensiones y proposiciones que abocan a acciones de transformación”. Pero, ¿qué es entonces la resistencia cultural? Definirla no es muy fácil, pero tampoco un imposible, es en definitiva complejo, pero trataré de hacerlo con el siguiente esquema. Para que exista o haya RC, son necesarios varios elementos que están ligados entre sí, aunque se puedan analizar por separado. Tenemos entonces, elemento 1) un territorio (Barrio), elemento 2) unos vecinos o habitantes (Comunidad), elemento 3) Lo político (el sentido), elemento 4) la acción política o acción colectiva y elemento 5) un símbolo (el carnaval). Es importante señalar que cada elemento aporta unos sub-elementos, por denominarlos de algún modo. Por ejemplo, la comunidad no es algo en abstracto, son los sujetos individuales y colectivos, es decir, empoderados políticamente, capaces de darle un sentido político a su carnaval, y ejecutarlo o ponerlo en escena mediante acciones colectivas que pretenden la transformación social. Y esto ocurre porque, la resistencia no es mera reacción, también es o puede ser transformación. Por supuesto que la RC, es de hecho, una reacción, pero para el caso estudiado, no es explicable desde allí, pues esto la haría,
Capítulo 4. Resistencia cultural en el barrio Britalia
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como lo he dicho, negativa, y la de Britalia, es sin duda positiva. James Scott, señala, a propósito de lo que intento explicar que: Un individuo que es ofendido puede elaborar una fantasía personal de venganza y enfrentamiento, pero cuando el insulto no es sino una variante de las ofensas que sufre sistemáticamente toda una raza, una clase o una capa social, entonces la fantasía se puede convertir en un producto cultural colectivo. No importa qué forma toma (una parodia fuera del escenario, sueños de venganza violenta, visiones milenarias de un mundo invertido); este discurso oculto colectivo es esencial en cualquier imagen dinámica de las relaciones de poder. (1990, p. 32)
Estas ofensas son aplicadas, desarrolladas o ejecutadas por el Estado, en un espacio físico, el elemento 1 de mi esquema, es allí donde nace la resistencia, su caldo de cultivo es su propia historia porque; “Un asentamiento o urbanización se convierten en barrio, en la medida en que es escenario y contenido de la experiencia compartida de sus pobladores de identificar necesidades comunes, de elaborarlas como intereses colectivos y de desplegar acciones conjuntas (organizadas o no) para su conquista, a través de lo cual forman un tejido y un universo simbólico que les permite irse reconociendo como vecinos” (Torres, 1999). Ese universo simbólico, es para el caso de Britalia su CPV.
VI. Conclusiones Las palabras de David Cerero, habitante del barrio Britalia, son una síntesis pertinente de las reflexiones aquí planteadas: Esas tres palabras las he venido como asociando, pienso que la Resistencia Cultural y la Educación Popular juegan un papel fundamental, pero hay una línea transversal entre esas dos que viene siendo la Política, el aparato político, el proceso formativo político es importante para que esa misma formación, valga la redundancia, ese proceso de formación haga parte de la contra cultura, haga parte de ese proceso de resistencia cultural, y haga parte también de una educación popular, o sea, que sin política, sin ese proceso de empoderamiento…el empoderamiento vendría a ser como el resultado del proceso del estudio político, el empoderamiento finalmente es el proceso en el cual, Usted ha sido un sujeto político, usted puede llegar a lograr una posición frente a cualquier circunstancia en el país, y donde usted quiera que se encuentre. A ese tipo de ser humano es que deberíamos nosotros apuntarle. A un ser humano donde se reconozca por primera vez, porque lo que ha hecho la otra cultura, no la nuestra, es quitarnos el proceso de reconocimiento, de auto-reconocernos. Cuando a eso le hacemos una resistencia, una educación de tipo popular, podemos llegar a empoderar al pueblo y así podemos llegar a alcanzar que este país que tenemos
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pueda cambiar y que sea un motor de cambio del proceso político” (Entrevista realizada en abril de 2008).
Finalmente digamos que RC, es aquella acción de orden colectivo que desarrollan los sectores populares, en este caso las comunidades de Britalia que desde la apropiación histórica y política de un espacio, ejercen la resistencia, no solo como una forma de denuncia sino y fundamentalmente de transformación social. Así, la resistencia, no es sinónimo de “aguante”, por el contrario es el resultado de la acumulación de fuerzas (organizaciones y acciones sociales) de identidades individuales y colectivas y de años de experiencia en la lucha política que los habitantes de Britalia han desarrollado durante dos décadas, y que no es cultural porque esté inscrita en el marco del carnaval popular, sino porque en ella, encontramos las representaciones y reivindicaciones de los individuos y colectivos poblacionales en lo tocante a la vida política (participación democrática), cultural, social y económica.
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Parte IV
LA COTIDIANIDAD DE LA MEMORIA: EXPERIENCIAS DESDE LAS ORGANIZACIONES SOCIALES
Capítulo 1
CULPAS Y EXPIACIONES EN EL DESPERTAR MUISCA: UNA ETNOGRAFÍA DE UN OBJETO-RED DE LA MEMORIA Pablo Felipe Gómez Montañez Candidato a Doctor en Antropología Social de la Universidad de los Andes. Docente y miembro del grupo de Memoria de la División de Ciencias Sociales de la Universidad Santo Tomás. Miembro del Comité de Estudios sobre la Violencia, la Subjetividad y la Memoria.
Introducción La compulsiva relación que por estos tiempos se ha venido resaltando entre la memoria y la violencia parece limitar el abordaje de la primera en el contexto académico colombiano. Sin duda alguna, la memoria que, por un lado, ha tratado de otorgarle una posición a las voces que hoy piden rechazar el olvido, así como de legitimar el derecho a la reparación, por otro ha silenciado diferentes maneras de interpretarla y ha enceguecido otras formas de construirla como campo investigativo. De esta manera, la memoria parece recogerse y encerrarse en las fosas del miedo y del terror del sujeto que dispone de ésta para recordar –que tal vez no es otra cosa que expandir el presente. Los testimonios del dolor han desplazado las narrativas de la banalidad que, para Michel Maffesoli (2007) sustentan lo societal en tanto manifiestan el simple gusto de estar juntos y el intento -eufemismo, tal vez- de pretender recordar juntos. Los álbumes de familia, las imágenes de las infancias a través de las décadas, la formación de grupos que giran en torno de ciertos emblemas, los nuevos comunalismos que se hacen con respecto a los usos sociales del patrimonio y hasta el rol de las industrias culturales como archivos de los marcos temporales pasajeros desde los cuales parecemos reconocernos han quedado supeditados al estudio sobre el conflicto y la violencia interna del país.
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Sin embargo, en esta ocasión en que varios fuimos convocados a reflexionar sobre la memoria, en el marco coyuntural del panorama ambiguo de justicia, perdón y reparación que se vislumbra con la promulgación de la naciente Ley de Víctimas en Colombia, volvemos a las mismas preguntas: ¿qué es lo que emana de las víctimas y de los procesos de victimización que es capaz de cohesionarnos socialmente? ¿Qué grupo social puede reproducirse en el tiempo sin una narrativa del pasado violento? En últimas, ¿por qué el pasado es siempre algo conflictivo? Para Beatriz Sarlo, la conflictividad del pasado emerge en la relación –también estudiada compulsivamente, por cierto- entre la memoria y la historia. Para la intelectual argentina, “(…) la historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo (…)” (2006, p. 9). Pero este recuerdo, continuando con la perspectiva de Sarlo, no representa una liberación del pasado, sino un advenimiento o captura del presente. Y es este “presentismo” la expresión y la disponibilidad contemporánea para que el ser humano se explaye en el hedonismo erótico de los lazos comunales. Invitando a Maffesoli a este diálogo, el espacio, que otrora fundamentaba el campo de la relaciones y de los destinos compartidos, ahora se ha acotado en el “objeto” (Maffesoli, 2007, p. 213). Sobre éste, en donde se practica la comunión con el otro o el “puente” para la “convivialidad”, se re-encanta el mundo, se reaviva el romanticismo, el barroquismo, el vitalismo y la intuición del mundo social contemporáneo (Maffesoli, 2007, p. 218). Siguiendo las tesis del sociólogo francés, dos características revisten al objeto de la relevancia que acá quise resaltar. En primera medida, el objeto se convierte en el nuevo tótem-desde la perspectiva durkheimiana, por supuesto- desde donde se organiza el mundo social, con lo cual emergen las pequeñas historias o mitos fundacionales de los grupos. Para ello, el objeto se considera como portador de un “aura” que, pese a la reproductibilidad de la que tanto se quejó Walter Benjamin, emana una fuerza coagulante que configura un ethos y otorga el sentido de la existencia colectiva, es decir, una dimensión “estética de la ética o existencia” en el colectivo (Maffesoli, 2007: 220). En segundo lugar, esta ética “objetal” implica que el objeto otorga un sentido de comunalidad en tanto éste emana del conjunto que forma con otros objetos y no de su particularidad, lo que Maffesoli denomina un “efecto de sentido solidificado” (2007, p. 221). Apelando a estas condiciones como el origen de las identificaciones y las memorias sociales del mundo posmoderno, considero que la memoria puede abordarse desde la comprensión de sus objetos-red. Estudiar la memoria desde este enfoque -que hasta ahora es incipiente y más intuitivo que profundamente desarrollado- nos obliga a desplegar el objeto y a desnudar sus múltiples incidencias e itinerarios de sentido. Los objetos-red de la memoria son, entonces, activadores de rutas complejas y no son réplicas ni pasivos signos contenedores de marcos sociales preestablecidos de la memoria. Y al ser resultados de incidencias y direccionamientos en el plano del sentido, estos objetos se configuran
Capítulo 1. Culpas y expiaciones en el despertar muisca: una etnografía de un objeto-red de la memoria
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en medio de dinámicas eminentemente conflictivas, pues en sí: ¿qué plano de transformaciones no es conflictivo? Las “incidencias” como sentidos estructurantes de los objetos-red no es una idea mía. El concepto lo tomo del modelo epistemológico de Michel Serres, para quien, (…) cada uno de los casos o evidencias aludidos en sus libros (sean “leyes”, “pinturas”, “esculturas”, “invenciones”, “textos literarios” o “poemas”) es producto de la red de incidencias que los constituyen. Cada nodo, cada trayecto, cada pliegue es una condición intrínseca del caso descrito y, por lo tanto, tiene presencia en él como parte de su desarrollo. (Garduño, 2008, p. 27)
A partir de la información que se desprende de dichas incidencias, el objeto de despliega y entra en relación con otros, con lo cual –incluso- para el caso de la memoria debemos explorar otros lenguajes para dar cuenta de sus itinerarios de sentido. Para analistas de este modelo epistémico como Garduño “en este procedimiento ya no sólo la ciencia sino la poesía, el arte, la técnica o la literatura se convierten en agentes de conocimiento” (2008, p. 28). Y la memoria es para ciertas sociedades el conocimiento fundamental de su razón de ser. Al aplicar el modelo de Serres, los objetos-red se constituyen no sólo como objetos formales, sino como discursos, narrativas, eventos y toda instancia que permita que sobre éste se acote el espacio y el tiempo, en últimas, la historia o su biografía social. En palabras de Garduño: Para él basta la identificación de un caso que, luego, le permitirá realizar un trayecto por los elementos que en él inciden hasta tejer toda una red de conexiones de sentido que redunda en: a) La caracterización no sólo de su propia condición aparecida en un momento histórico o en un marco disciplinar sino también… b) en la de la exposición de las formas en que su configuración alteró el contexto inmediato y a la cadena de eventos subsiguientes históricamente relacionados. (Garduño, 2008, p. 28)
Aplicar incipientemente este modelo analítico de la memoria a partir de un pequeño testimonio extraído de mi trabajo etnográfico con el Pueblo-Nación Muisca Chibcha es el objetivo central de este artículo. Aunque el tema no se relaciona con los procesos de memoria de las víctimas del conflicto armado en Colombia, sí colinda con la coyuntura actual, en tanto permite elaborar una reflexión sobre la formación de comunidades de sufrimiento, culpa y expiación en medio de procesos de victimización como cohesionadores de hermandades y redes sociales. De otro lado, la conformación de movimientos de la llamada re-etnización nos permitirá nuevamente comprender por qué ciertos grupos sociales requieren de la elaboración de narrativas y ritualizaciones que activan la búsqueda, la interpretación y la imaginación de un pasado que legitime la existencia –y la resistencia- de grupos indígenas en el marco de un presente donde la multiculturalidad y la plurietnicidad son un eufemismo. Presentemos y despleguemos entonces nuestro objeto-red.
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I.
Conflicto, memoria en el Despertar Muisca
Son casi las diez de la noche del 19 de Diciembre de 2010 y faltan dos noches para que la fiesta del Zocán comience. Esta celebración corresponde al año solar que renueva su ciclo cada solsticio de invierno. Las festividades previas se han realizado en los predios del Museo Arqueológico de la ciudad de Sogamoso, Colombia. En éste se erigió una réplica del mítico Templo del Sol de Sugamuxi, lugar sagrado que, según las crónicas de la conquista del territorio indígena muisca, era la casa del gran sacerdote muisca Suamox. El recinto turístico y académico ha servido durante varios años como escenario de diferentes performances que buscan reinventar y mantener creativamente viva una memoria –o versión de memoria- del pueblo muisca por medio de actos artísticos y representaciones teatrales. Hace poco más de tres años, la fiesta del Zocán ha sido manejada por algunos líderes del autodenominado movimiento indígena Pueblo-Nación Muisca Chibcha, el cual he estado estudiando desde el año 2007. El trabajo etnográfico que comenzó en ese entonces se preguntó por la manera como este movimiento indígena estaba reinventando un cuerpo de creencias, prácticas y jerarquías religiosas, cuya estructura organizativa es liderada por chyquys o sacerdotes que afirman cumplir una labor de rescatar la memoria espiritual del pueblo muisca (Gómez-Montañez, 2009). Sin embargo, esta organización no cumple con los parámetros jurídicos del Estado colombiano para ser reconocidos oficialmente como grupo étnico. De acuerdo con la normatividad colombiana, mientras los procesos etnopolíticos de conformación de cabildos y resguardos indígenas1 oficiales parten de unos parámetros biológicos, territoriales e históricos que restringen su conformación, el proceso étnico-religioso ha flexibilizado estas condiciones. El rol que los actuales chyquys o sacerdotes se han otorgado en este segundo proceso ha sido el de guardianes de los usos y costumbres, así como el de generadores de espacios de comunicación y de convocatoria para la conformación de una comunidad muisca actualizada, renovada y adaptada a las condiciones históricas, territoriales e interculturales de la vida moderna. Lo anterior ha implicado que varios renovados rituales, sobretodo de uso de medicina indígena, danzas y círculos de palabra, han convocado a una comunidad mixta, compuesta por indígenas y no-indígenas, para conformar este movimiento.
1 El cabildo corresponde a una entidad política autónoma de gobierno indígena y el resguardo se define como el territorio en el cual vive y se reproduce una comunidad indígena. Ambas entidades, aunque corresponden a una cierta autonomía de los grupos étnicos, sin embargo están amparadas por las leyes estatales colombianas. Hay que tener en cuenta que ambas tienen su origen en el modelo de administración colonial y que en el año de 1890, la ley 89 reglamentó su existencia, pero con miras a una integración de las comunidades indígenas al proyecto mestizo de nación y al capitalismo liberal. Actualmente el movimiento Pueblo Nación Muisca Chibcha no cuenta con ningún resguardo y la conformación de cabildos es un proceso incipiente que hasta ahora ha logrado reconocer dos entidades en las ciudades de Bogotá y Tunja ante los gobiernos locales. Este proceso es el primero de varios pasos para conseguir el aval del gobierno nacional, representado por la Oficina de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior y Justicia.
Capítulo 1. Culpas y expiaciones en el despertar muisca: una etnografía de un objeto-red de la memoria
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Apelando al auto-convencimiento, estas prácticas religiosas han llevado a que personas no-muiscas se auto-reconozcan como indígenas y entren a formar parte de una comunidad paralela a las parcialidades, cuyos miembros pueden acceder, bajo ciertos requisitos y criterios, al camino sacerdotal. Así, el campo religioso muisca, a diferencia del campo político de las parcialidades oficiales, ha interpretado y dinamizado el concepto de auto-reconocimiento y linaje espiritual como base de la etnicidad. Bajo esta mirada, este linaje no se hereda por parentesco, sino por aprendizaje. Esta condición ha sido un detonante de situaciones conflictivas y complejas entre este movimiento y los grupos étnicos muiscas reconocidos oficialmente ante el estado colombiano. Este escenario conforma el campo de estudio de mi proyecto de investigación doctoral, el cual presento brevemente. A partir de la iniciativa del Pueblo-Nación Muisca Chibcha sobre conformar una gran asociación étnica que integre la totalidad de procesos particulares de organización étnica, se han generado debates y confrontaciones en tres puntos. En primera medida, la propuesta es tomada por algunos grupos como homogeneizadora e irrespetuosa con la autonomía de tales procesos. En segunda medida, ha colocado a varios líderes en un campo de luchas por su representatividad como autoridades indígenas. En tercera medida, el debate ha dejado ver la heterogeneidad de versiones y formas sobre las cuales se fundamenta la memoria y la identidad muisca, enfrentando a diferentes miembros de grupos entre sí, tanto por su condición de “verdaderos” o “falsos” muiscas, como por acciones leídas mutuamente como inconmensurables. En suma, la variedad ideológica, la multiplicidad de niveles y estructuras de organización social, así como los diferentes procesos de reconocimiento étnico, han conformado una red de transacciones y reciprocidades que devienen en dinámicas de inclusión/exclusión, procesos de colaboración, negociación y marginalización, y expresiones de violencia simbólica a nivel individual y colectivo. Con lo anterior, la etnia muisca no puede ser definida como una identidad homogénea y cerrada, sino abierta y en continua transformación. Tomando a los grupos étnicos como contenidos y dados per se, los estudios sobre conflicto étnico generalmente lo abordan como un conjunto de tensiones entre identidades colectivas objetivamente diferenciadas. Pero el conflicto intraétnico no ha sido abordado de manera profunda en el marco de procesos etnopolíticos. Además, en conjunto con la re-invención de la institución religiosa y de prácticas rituales muiscas (Gómez-Montañez,2009), esta investigación entiende el manejo de los conflictos por parte de estos grupos como otro de los elementos que se reinventan como constitutivos de su identidad étnica. Una de las razones por las que se convocó a varios líderes muiscas y de otros grupos indígenas a encontrarse unos días antes de la fiesta del Zocán era generar un diálogo para solucionar dichos conflictos y llegar a unos acuerdos que permitieran la unión del pueblo muisca. Por esa razón, esa noche del 19 de diciembre se invitó a un círculo de
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palabra o reunión de diálogo indígena a varios mamos2, chyquys, taitas3 y gobernadores de cabildos muiscas en torno al fuego. Enrique, mamo de la comunidad kankuama, dio inicio a la palabra en el círculo: Hermanos, queremos escuchar… que nos digan algo los que quieran hablar… queremos escuchar sus palabras … aquí no nos vamos a poner que yo sé más, que yo soy esto… no, aquí todos somos hijos de nuestra Madre Tierra (sonido de aprobación: mmjjj)… el sol ilumina a todos, la luz nos va a dar luz a todos… bebemos agua, la misma agua… entonces yo quisiera que nos sentáramos, que juntáramos la palabra, el que tenga mambe4 come mambe, y el que tenga su ayo5 se mete su ayo, vamos a masticar la palabra, estamos aquí en la palabra dulce de amor… hay una chicha que se va a dar alrededor que es la que endulza más la palabra6
Curiosamente, y a diferencia de la disposición espacial que he registrado en otros espacios de conversación indígena, el fuego no se encontraba en el centro del círculo de palabra. Mamo Enrique dio a entender que el fuego estaba ubicado hacia la salida de la carpa que nos recubría para que las “cosas malas fueran allá y se quemaran”. Los días previos a la fiesta del Zocán estaban destinados a generar varios espacios de diálogo y debate sobre la unión del pueblo muisca con la mediación y acompañamiento de líderes espirituales de otros grupos étnicos. Mamo Enrique culminó su discurso de apertura del círculo de palabra: Yo creo que estamos como hermanos indígenas. A mí no me gusta que me digan indio porque yo no soy indio, yo soy indígena, étnico… pero como los españoles nos trataron fue de indios ladinos… a mí no me gusta…. Hoy estamos es un solo pueblo unido aquí, hoy está el Templo del Sol como el Corazón del Mundo… entonces yo pienso que vamos a darle fuerza… estos acuerdos que se empezaron a dar (…) viendo que hay que hacer acuerdo entre nuestro territorio… el territorio kankuamo son doce comunidades y ahí, de esas doce comunidades, también hay desacuerdos y todo se hace así y todo se lleva 2 Líder espiritual y político de las comunidades arhuacas, kogis, wiwas y kankuamas de la Sierra Nevada de Santa Marta del norte de Colombia. 3 Autoridades espirituales y hombres-medicina de algunas comunidades selváticas, sobretodo de comunidades cuyos procesos curativos se basan en la práctica del consumo del yagé. 4 Mambe es un polvo elaborado con base en la hoja de coca. El verbo mambear significa mascar dicho polvo y como práctica social tiene sentidos espirituales de comunión y conexión para guiar positivamente el pensamiento y, por tanto, la medicina grupal durante el compartir de la palabra. 5 El ayo es semejante al mambe, pero lo que se masca es la hoja completa de la mata de coca. Mientras el mambe es una práctica común de las etnias amazónicas, el ayo está presente en culturas andinas y de la sierra nevada de Santa Marta al norte. 6 La chicha es una bebida fermentada, por lo general con base en maíz molido y que los muiscas llaman fabqua. La chicha a la que se refería el mamo era la caguana, la cual está hecha a base de piña y almidones de tubérculos.
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a un solo, a una sola palabra… yo creo que esta noche los muiscas de Bosa, de Suba, Sesquilé, Cota, Chía, Sogamoso, vamos a respetar esa palabra… Decía el hermano (señala al chyquy muisca líder de la festividad espiritual) que de pronto no era el tiempo, pero la Madre permitió que este fuera el tiempo, dijo que nos reuniéramos todos a compartir y coger un año nuevo con un pensamiento nuevo… y así unidos tenemos que recoger fruto-ofrenda (sic) para llevarlo allá a esos sitios….
La palabra del mamo parece ser una simple invitación al diálogo y al acuerdo, pero si la analizamos, podemos desamarrar una urdimbre de incidencias. Tales incidencias, retomando el concepto propuesto por Michel Serres, hacen que podamos entender lo que significa la memoria indígena desde sus objetos-red. Bajo este modelo, la memoria social no es simplemente un ejercicio de rememoración colectiva, la cual privilegia el testimonio oral como instrumento metodológico que activa la anamnesis. Más bien nos propone la activación de múltiples itinerarios de sentido que permiten que entendamos la memoria colectiva desde sus objetos-red y no desde sus marcos. Para decirlo de otra manera, en nuestra propuesta no son los objetos y eventos activadores de la memoria lo que hay que enmarcar, sino que los marcos son el resultado de los itinerarios de sentido que pueden activarse a partir de los objetos-red y quienes delinean el escenario conflictivo con múltiples incidencias que emergen en los planos narrativos, cognitivos e instrumentales que configuran las diferentes representaciones del pasado y de quienes lucha por considerarse legítimamente con derecho a recordar y a identificarse con cierta versión de éste. Con esta afirmación, aunque estamos de acuerdo con Halbwachs en entender los marcos sociales de la memoria como “(…) los instrumentos que la memoria colectiva utiliza para reconstruir una imagen del pasado acorde con cada época y en sintonía con los pensamientos dominantes de la sociedad” (2004, p. 10), éstos son el resultado de un tejido de asociaciones y no un simple plano en el que es posible el tejido7. Comencemos a aplicar el modelo y tratemos de ensamblar los marcos de la memoria que emergen de nuestro fragmento etnográfico.
II. Comunidades imaginarias de sufrimiento Mamo Enrique comienza afirmando la hermandad indígena y establece una frontera discursiva entre las palabras indio e indígena. Una constante de los procesos de reivindicación de la memoria indígena es la crítica a los procesos de clasificación a 7 Nos unimos al enfoque de “asociaciones” propuesta por Bruno Latour (2005) para re-ensamblar lo social. Desde esta perspectiva, la memoria no se definiría como algo social por tener una característica inmanente así definida, sino porque lo social se definiría siguiendo los “rastros” de las prácticas de los actores-red para generar marcos y procesos estables y estructurantes. La memoria, entonces, no sería una base fundamental de las identidades colectivas, sino una de sus obras.
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partir de categorías coloniales. La palabra “indio”, se ha afirmado muchas veces, es resultado de la confusión de Cristóbal Colón al creer que había llegado al otro lado de la India. Pero lo importante aquí es resaltar que la misma categoría de indígena o étnico - a la cual mamo Enrique llega desde la primera- conforma una identidad colonial igualmente homogeneizadora la cual es usada en la actualidad como agrupadora de sujetos que apelan a un lazo de fraternidad. Dichos vínculos, forjan una comunidad de sentido a partir de la construcción de una memoria común, la cual tiene sus bases en una historia en la que se narra cómo una cultura indígena, vista a sí misma como víctima gallarda, vivió un proceso de sumisión, asimilación, resistencia y reivindicación frente a la invasión del hombre blanco. Esta tendencia, generalizada hoy día, conforma un panindianismo que parece, en ciertas ocasiones, tomar la forma de lo que Victor Turner denominó communitas. La communitas se caracteriza por ser una forma de establecer relaciones sociales que conforman sentido de comunidad al atribuirse lo que tradicionalmente pertenece al débil (1969, p. 119). Para Turner, la communitas surge donde no hay estructura social, sino que emerge cuando se concibe que la comunidad no la define el estar “junto al otro”, sino “con” el otro, pero bajo las condiciones de liminalidad, la marginalidad e inferioridad (1969, p. 134). De ahí que sea coherente, en el caso de una communitas basada en la categoría unificadora de “lo indígena” su auto-victimización para legitimar su presente, bajo la consigna de reivindicarse y enorgullecerse por incidencias trágicas del pasado. A esto lo denominé la memoria del conflicto en una publicación anterior (Gómez-Montañez, 2011) y en esta ocasión sugiero que su reactivación emotiva aporta en la conformación de una comunidad del sufrimiento8. De esta manera, no en vano, Enrique “recuerda” al auditorio que fueron tratados como ladinos por parte de los españoles. Según los relatos de varios chyquys muiscas, con la llegada de los españoles, los indios en general se dividieron en dos: los ladinos y los chontales9. Los ladinos fueron aquellos que se doblegaron ante el blanco, asumiendo su religión y costumbres. El chontal, en cambio, es presentado como el indígena heroico que enfrentó y resistió al europeo y, para salvar el legado ancestral de su pueblo, en algunos casos huyó a tierras altas (los páramos) para mantener sus usos y costumbres en medio de los cambios sociales y culturales de la época. El término “ladino” es usado en la actualidad por los chyquys del Pueblo-Nación Muisca Chibcha para referirse a la persona que mantiene “dormida” su memoria indígena10.
8 Tomo este concepto del caso del ritual del Isoma, documentado por Victor Turner. En éste, por ejemplo, las personas que han pasado por un proceso de enfermedad pueden ayudar a otras que estén en la misma situación, así no exista ningún lazo de parentesco entre éstas. El sufrimiento, entonces, es el elemento cohesionador en este tipo de communitas. 9 La definición del “chontal” la he tomado de mis notas del diario de campo y ha sido corroborada con algunos chyquys. 10 Ricoeur propuso los conceptos griegos de mneme y anamnesis para diferenciar el recuerdo “que aparece” del recuerdo “que es activamente buscado” (2000, pp.19-20). Retomaré esta relación más adelante.
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Siguiendo los términos de Turner, esta “simbolización” dada en la narrativa creativa basada en la oposición binaria de resistencia y sometimiento, representada en las figuras del chontal y del ladino, proporciona una “forma cultural” y estas últimas son“algo más que meras clasificaciones, ya que incitan a los hombres a la acción a la vez que a la reflexión” (1969, p. 134). Al respecto, debemos tener en cuenta que todo proceso de resignificación étnica y espiritual que se materializa en un movimiento indígena, en medio de una sociedad multicultural, conforma una arena de pasiones que pueden encaminarse hacia la lucha política. Por esta razón, autores como Daniel Bell (1975), en medio del surgimiento y posterior auge de los estudios sobre etnicidad, afirman que este tipo de escenarios pasionales permiten, en momentos históricos determinados, el aumento de los procesos de cohesión social basados en lazos primordiales11. Volviendo a la historia protagonizada por indios ladinos y chontales, las palabras de Mamo Enrique hacen parte de lo que Bettina Schmidt (2003) llama la dimensión “imaginaria” de la violencia. Desde su perspectiva, Schmidt afirma que la violencia, en un nivel simbólico, se da en la lucha por el establecimiento de la versión del pasado que tiene un grupo social determinado y con la cual dicho grupo legitima su lucha, permanencia y existencia. Esa es otra forma de entender el porqué requerimos compulsivamente una relación entre la memoria y el conflicto en el plano de las identidades colectivas. Es una lucha en el plano de lo que se ha denominado “world making”12. Para Schmidt, esta dimensión imaginaria y simbólica puede ser representada, entre otras cosas, a través de narrativas (2003, p. 9). Dependiendo de dichas narrativas, las versiones del pasado pueden glorificar al grupo y sustentar históricamente su posición de poder, así como legitimar su condición de víctima y reforzar, de esta manera, su plan de lucha y reivindicación. Definirse a sí mismos como indios chontales que resistieron y salvaguardaron la memoria indígena de los peligros de la colonización por parte del blanco hace parte de las narrativas que permiten la cohesión de una cierta comunidad imaginaria de sufrimiento, característica de la homogenización estratégica del panindianismo. 11 Como ejemplo, Bell (1975) expone que durante los siglos XVII y XVIII las religiones fueron quienes determinaron los componentes emocionales de las identidades corporativas y que en el siglo XIX lo fueron los movimientos nacionalistas. Para Bell, en medio de la militancia política de los años 70, la etnicidad era la forma más apropiada de cohesión social debido a que combinaba los intereses comunes y los lazos emocionales. Como resultado, veía el surgimiento de una gran cantidad de identidades colectivas étnicas. Además propuso dos explicaciones para ello: primeramente, los grupos étnicos ayudan a la gente a organizarse en pequeñas unidades en medio de sociedadesplurales y sincréticas, en las cuales las entidades corporativas como el estado y la clase social se han debilitado; en segunda medida, las organizaciones étnicas son medios para que los grupos ganen derechos y la protección estatal. Por esta razón, Bell afirma que la etnicidad no solo implica la emergencia de lazos primordiales, sino que es además una opción estratégica para los individuos quienes, en otras circunstancias, habrían seleccionado otras formas de membresía colectiva para obtener medios de ganancia de poder. 12 Bourdieu toma el concepto de Nelson Goodman de “world making” para explicar cómo “(…) hay siempre, en cualquier sociedad, conflictos entre poderes simbólicos que luchan por imponer divisiones legítimas que permiten la construcción de grupos sociales diferenciados (1998, p. 22). En el caso de las narrativas de mamo Enrique, sus versiones del pasado ayudan a construir un actual mundo indígena donde cada pueblo contribuye en el mantenimientode una historia coherente que resiste las versiones oficiales coloniales del pasado. En suma, con estas narrativas, mamos y chyquys están construyendo otra versión de la historia de su mundo.
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III. Culpa y expiación Mamo Enrique continúa su parlamento afirmando que el Templo del Sol es el Corazón del Mundo. Además sus palabras dejan claro que, como líderes espirituales de otros grupos, desean que haya un “trato”, un “acuerdo”, que dé solución a los conflictos descritos al inicio. Quisiera comenzar este ensayo con una reflexión acerca del intercambio de dones de cualquier tipo y en cualquier grupo. La práctica social de “dar y recibir” puede verse, en primera instancia, como algo positivo: fortalece vínculos y alianzas entre diferentes miembros de una red social. De la misma manera, parece establecer un sustrato dinámico en que la sociedad se soporta y se renueva a sí misma. En pocas palabras, las diferentes modalidades de intercambio de dones, bienes y servicios, en sus diversos campos (religiosos, jurídicos y económicos sobretodo) mantienen vivo el tejido social.De ahí que, en primera medida, este trabajo quiera comenzar haciendo una breve exposición sobre la manera en que el llamado “Despertar Muisca” se hace posible actualmente mediante cierto intercambio de dones en el que varios grupos étnicos contribuyen con algunas herramientas sagradas al autoreconocimiento como indígenas muiscas de quienes conforman una comunidad que ha decidido hacerse notar socialmente como recuperada y existente. Pero el intercambio como práctica no siempre conlleva un acuerdo. También produce y/o reconfigura conflictos que, irónicamente, vivifican aún más estas redes de transacciones. Por eso, también queremos abordar en este ensayo la faceta del intercambio de dones que implica no la unión, sino la separación, la exclusión y la diferencia. Por eso hemos decidido estudiar el proceso de “dar” y “recibir”, es decir, de “ser obligado a devolver, en cuanto se ha recibido”, de la forma ambivalente en que Marcel Mauss pudo definir sus finalidades y consecuencias. Para Mauss, las personas que están involucradas en la red de contratos y devoluciones son personas morales: clanes, tribus, familias que se enfrentan y se oponen. A esto propone llamarlo un “sistema de prestaciones totales” (1971[1923]). Nos daremos cuenta, en la medida en que avance nuestra argumentación, que la manera cómo se interpretan los muiscas actuales en su “despertar” es, entre otras, bajo la forma de un sistema de prestaciones que comenzó, según ellos, siglos atrás cuando los chontales entregaron a sus “hermanos de la selva y de la sierra”, algunos dones con el compromiso de ser devueltos más adelante para garantizar el rescate de lo muisca. Pero esa visión romántica y positiva contrasta con una serie de enfrentamientos y oposiciones que se manifiestan, al tiempo que la curación y la solidaridad, con la enfermedad y la exclusión. En últimas, pretendemos basar esta parte de nuestro análisis con base en dos hipótesis. La primera es que el intercambio de dones, unido al esquema sacrificial de ciertas prácticas rituales, parece ser la base sobre la cual se fundamenta la existencia del “despertar indígena muisca” en la actualidad. El sistema de “dar, recibir y devolver”
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permite un flujo de transacciones energéticas que opera en dos ejes. Por un lado, estas operaciones ocurren entre la persona que está en el ritual y el mundo espiritual, donde prima la necesidad de la curación y la expiación. Por otro, también hacen posibles unas relaciones intergrupales. En el cruce entre un eje vertical de comunión e intercambios (hombres-abuelos espirituales) y otro horizontal (entre etnias) emergen las formas del “despertar”. La segunda hipótesis es que ese sistema de transacciones no genera sólo relaciones colaborativas y armoniosas, sino conflictivas en varios niveles. Pero estas últimas, con sus dinámicas opositoras, terminan afirmando la existencia de lo colectivo. Los procesos de competencia y violencia que expondremos a continuación, lejos de excluir al oponente, lo integran en la medida en que precisamente éste se lee y se detecta como un aportante energético en el sistema de intercambios. Quiere decir que debemos superar la mirada que desintegra lo étnico-colectivo cuando hay exclusión, y ubicarlo en una red más amplia de relaciones. Bajo esta óptica,las oposiciones entre líderes indígenas, si bien fragmentan lo colectivo, entendiéndolo como grupos estables y armoniosos, reafirma la existencia de una red más compleja desde la que se teje el proyecto de reificación de lo muisca.
IV. La devolución de los “dones” muiscas: transacciones positivas En un estudio muy riguroso sobre las redes de intercambio comercial entre las culturas de los Andes septentrionales, las de la Sierra Nevada de Santa Marta y las de las costas caribes de la Colombia y la Venezuela de hoy día, Carl Langebaek describe en su introducción la imagen de lo que sería un “chamán muisca” antes de la conquista: Adornados con plumas de la selva tropical, colgantes elaborados con oro del valle del río Magdalena, caracoles marinos y cuentas de collar de la Sierra Nevada de Santa Marta, los chamanes altoandinos eran ávidos consumidores de yopo (…) procedente de las tierra bajas, a la vez que almacenaban sus hojas de coca en calabazos de los Llanos Orientales (1996, p. 1).
Uno de los interrogantes que el etno-historiador se hace de esta imagen es con respecto de los vínculos regionales que le permitían a este sujeto exhibir tantos elementos foráneos. Una de sus tesis es que el origen y desarrollo de sociedades complejas, como la muisca precolombina y sus sistema político de cacicazgo, se debe, entre otros factores, a “sistemas amplios de relaciones económicas y sociales” (Langebaek, 1996, p. 2). Para nuestro propósito, sólo vale la pena mencionar que estos chamanes, al acotar en sí mismos el escenario de intercambios y relaciones, su representación podría tomarse como las de un objeto-red. Pero la realidad de estos intercambios de elementos de uso religioso nos interesa también por la versión que los chyquys o sacerdotes muiscas actuales tienen sobre su papel en el “despertar étnico”.
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Según ellos, cuando llegó el “conquistador” y realizó su trabajo de extirpación de idolatrías y de ladinización, el “pueblo muisca” entregó a varios “pueblos hermanos” sus herramientas sagradas para que las guardaran y, llegado el momento del “despertar”, las devolvieran a sus “dueños” los muiscas13. Por esta razón, los chyquys, aunque aceptan que el uso actual de ciertos elementos como el tabaco, la coca, el ambil, el rapé, el poporo, el tutusoma14 y otros se debe, entre otras cuestiones, a la influencia de etnias como la huitoto, la arhuaca, la tubú, la cofán y otras, también afirman que esas herramientas “ya eran de ellos” (Gómez-Montañez, 2010, p. 113-115). Lo que algunos sectores sociales y culturales mayoritarios ven como un ensamblaje y sincretismo, los chyquys lo ven como el curso normal de una transacción y pacto realizado siglos atrás. No nos detendremos a debatir si frente a lo expuesto hay o no un proceso de re-invención de tradiciones o la formación de una comunidad étnica imaginada. Queremos mostrar cómo algunas rutinas acompañantes del uso del tabaco y el algodón pueden ser comprendidas por medio del esquema sacrificial propuesto por Hubert y Mauss (1970 [1899]). En este caso, el tabaco y el algodón se convierten en víctimas sacrificiales que muestran que la primera condición del despertar muisca es la expiación de las culpas del ladino. Por esta razón, mamo Enrique afirmó en su discurso que el logro de un pacto requiere de la realización de un “pagamento”15. Desde esta concepción, la Madre Tierra contiene la memoria ancestral de todo indígena y debe ser activada por cualquier persona, por la persona que busca su “despertar”. En relación con la categoría del “recuerdo” es importante traer a colación la relación que, desde la fenomenología de la memoria, Paul Ricoeur elabora al proponer la transición de la pregunta centrada en “el sujeto que recuerda” hacia “lo que se recuerda”. Con respecto a lo último, nos invita pensar en la doble dimensión de la memoria desde las concepciones griegas de mneme y anamnesis. La primera es el recuerdo que aparece como algo pasivo y súbito con alguna carga de pathos -la cual apela a la enfermedad y a la pasión y nos aporta elementos reflexivos para entender la relación entre memoria, trauma y violencia-. La segunda es un recuerdo activamente buscado, relacionado con las dinámicas que in13 Permítanme hacer algunas aclaraciones. Con el término “ladinización” me refiero a la interpretación que los chyquys hacen de la diferencia entre el indio “chontal” y el indio “ladino”. El segundo fue “hispanizado” tanto en lengua como en religión y costumbres, mientras el primero se “resistió”. De ahí que el chontal, además, lo relacionen con aquel que “confió” las herramientas sagradas a otros pueblos para que la “memoria” nunca se perdiera y pudiera ser renovada en un futuro. Este tema lo desarrollo más profundamente en Los Chyquys de la Nación Muisca Chibcha. Ritualidad, resignificación y memoria (Gómez-Montañez, 2009). 14 Sombrero usado por los mamos con la forma o representación de la Sierra Nevada. 15 El “pagamento” es una rutina o ritual que tiene por finalidad “pagarle” a los abuelos espirituales los favores recibidos. Incluso, algunos pagamentos se realizan para agradecer “por anticipado” lo enviado o hecho posible por los abuelos. Se maneja, en este caso, el esquema básico de la “ofrenda-beneficio” que vincula en una relación de necesidad recíproca al sacrificante y a los dioses, en la medida en que el primero les provee, entre otras cosas, de alimento y recursos y el segundo brinda beneficios materiales y de salud al oferente.
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troducen versiones del pasado (Ricoeur, 2000, pp. 19-20). Estas prácticas espirituales, entonces, activan la “memoria ancestral” basándose en ambas clases de recordación. Desde el uso del tabaco o algodón, el sacrificador-oferente busca su propio linaje espiritual que se encuentra resguardado en el cosmos y dentro de la Madre, y permite que los “abuelos le hablen al oído”. Desde esta Mirada, volviendo a la reflexión de Ricoeur, se puede decir que el despertar muisca es un ejercicio colectivo que activa la imaginación16. El tabaco sirve para consagrar cualquier elemento ritual y, a la vez, como “víctima” o “don” entregado a los “abuelos espirituales”. En su forma de cigarro, se sopla, se le habla, se ofrece a los “padres mayores”, a los “abuelos ancestrales del linaje” y a los “abuelos del territorio” (Gómez-Montañez, 2009). Las primeras expulsiones de humo se interpretan como alimento de los abuelos. Las otras sirven para limpiar las vías respiratorias y para “limpiar el cuerpo y el espíritu”. Cuando se toma con la mano izquierda y se rota durante la chuma o sensación de borrachera y náuseas que produce, el tabaco recibe toda la carga negativa de su consumidor. Cuando se toma con la derecha, en cambio, es para “pedir” y “recibir” dones de los abuelos espirituales. Entonces, sin detenernos, en la ambivalencia del rol de esta planta, podemos ver que el cigarro de tabaco es una víctima expiatoria y piacular (porque limpia y cura), así como un don “ofrecido” a los abuelos para “recibir” algún favor. De esta manera la “limpia” requiere del “sacrificio” de la planta. Esta ambigüedad también se transmite a quien realiza la práctica. Cuando la persona vomita, se desmaya o, por lo menos, entra en un estado de suprema incomodidad fisiológica y mental, se confunde su carácter de sacrificante, sacrificador y víctima. Quien rapea (consume sin pasar humo a los pulmones) tabaco y se chuma, se dice, entra en un estado de “muerte”, de “entrada en lo sagrado” para después pasar a otro (una vez limpio). De ahí que se confunda a “quien ofrece” el sacrificio, con “quien lo realiza” y“con quien muere simbólicamente”. La división entre sacrificio y purificación puede quedar borrada en la práctica descrita anteriormente. Pero la ambigüedad y la ambivalencia de este modelo sacrificialcurativo surgen cuando el consumo de tabaco acompaña el sacrificio de otras víctimas17. Es el caso de cierto modelo de pagamento enseñado por mamos arhuacos a la comunidad muisca en el año 2008. Antes, es necesario aclarar que el vínculo entre los seres humanos y la “Madre Tierra” se interpreta bajo la forma de un “tejido”
16 En este punto del análisis podemos traer a colación la relación que el mismo Ricoeur explora entre la memoria y la imaginación, en la cual toda imagen, en tanto “representación de la cosa ausente”, es un índice de lo que ya pasó. De ahí que recordar sea, de cierta manera, imaginar. 17 El tabaco acompaña casi todos los rituales muiscas. Traigo a colación el ejemplo de la “entrega de placenta”, descrito en Gómez-Montañez (2009, pp. 111-113), donde la víctima-don es la placenta de la madre, la cual se entrega a la tierra y al cosmos mediante un entierro al lado de una laguna sagrada.
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(Gómez-Montañez, 2010). Por esa razón, uno de los elementos que algunos mamos y chyquys cargan en su mochila es algodón y/o fibras peludas vegetales parecidas a la pelusa del fique. Esa fibra representa el hilo que une al sacrificante con los abuelos espirituales. La persona divide en dos su porción. Una queda en su mano derecha y otra en la izquierda. Al igual que el manejo de la lateralidad del tabaco, primero se maneja una “limpia” con la izquierda. En la medida en que el sacrificante del algodón lo manipula, ambos se ungen y transfieren energéticamente su esencia. El pedazo de algodón se convierte en la parte del hombre que debe morir. De esta manera, la persona rota su mano izquierda, cierra los ojos y, mientras piensa en todo aquello que desea limpiar y curar de sí mismo, va enrollando con las yemas de sus dedos la fibra, formando un hilo o palito18. Se repite la misma rutina con el hilo de la mano derecha, pero en este momento ocurren dos cosas: primero, el oferente imagina varios dones “dorados” como si en una dimensión espiritual, los abuelos los fueran a consumir: chozas de oro, alimentos de oro, lanzas de oro, totumas de oro, etc. Segundo, se “solicita” a los abuelos los favores y dones buscados. Hasta acá la rutina parece de simple expiación-ofrenda. ¿De qué manera deviene en sacrificio para que ambas intenciones se cumplan? El chyquy recoge los hilos en orden (primero los de limpia o mano izquierda y luego los de ofrenda-favor de la derecha). Separados en dos grupos, los algodones son guardados para ser enterrados o lapidados en algún lugar sagrado conocido únicamente por ellos. La curación y la “limpia” son las motivaciones fundamentales de este intercambio energético entre la persona y los abuelos espirituales portadores de la medicina. Unido a la versión de la memoria de los chyquys y sus intercambios o favores con otros grupos, notamos que de la búsqueda de curación emerge un vínculo más representativo: el de la culpa y la expiación. Los líderes se interpretan a sí mismos como chontales, que al estar recuperando los elementos entregados siglos atrás, contribuyen a expiar las culpas del ladino. La comunión con los abuelos espirituales y los intercambios con otros grupos indígenas afectan directamente al muisca ladino que debe “curarse” y “limpiarse” para hacer posible, por tanto, el “despertar”. Y en este caso la peor culpa del ladino fue olvidar su “memoria muisca” y entregarse a las manos avasalladoras de una colonización que, según ellos, hoy continúa.
V.
El lado problemático de los intercambios
Hasta ahora hemos explorado una faceta de las redes transaccionales que parecen aportar positivamente a lo que se considera un “despertar espiritual” de lo muisca, 18 Aunque esta rutina busca de cierta manera una limpieza individual, deviene en colectiva por dos factores: de un lado, por lo general el chyquy habla en voz alta, mientras dirige y armoniza las enunciaciones individuales; por otro, el grupo se dispone en círculo y se invita a limpiar también los elementos colectivos como la familia, el linaje y el territorio.
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como lo interpretan los chyquys. Pero detrás de los procesos de re-etnización no todo es armonía. Esta red también ha despertado malestar, competencia, violencia simbólica y enfermedad. Mamo Libardo es una de las tres autoridades arhuacas de la SNSM que desde el año 2008 trabaja en conjunto con los chyquys muiscas en procesos de re-significación espiritual del territorio y de la memoria indígena19. Aparte de métodos de pagamento como el del algodón, los mamos “devolvieron” la tutusoma (sombrero cónico), el poporo, el fuego20 y el tejido a los muiscas. Este último es un objeto-red de la memoria por antonomasia. Siendo tejida desde un centro que se expande desde su base en forma de espiral hasta formarla en su totalidad, la mochila representa el mito de origen del cosmos y su hilo corresponde a la manera como el pensamiento de su portador se vincula con la memoria-matriz de la gran Madre (Gómez-Montañez, 2010). Volviendo a estas transacciones inter-étnicas, esta cadena de dones es soportada por un intercambio energético de fuerzas espirituales que mantienen la cohesión de la red. Acá se aplica la idea de “fuerza inmanente” que el don trae consigo (Hubert y Mauss, 1923). Frente al hau o “fuerza espiritual” de los dones tonga de la cultura zahorí de Polinesia, Mauss afirma que en su itinerario por la red de intercambios, éste tiene vida y siempre quiere retornar a su lugar de origen. En otras palabras: (…) dentro de ese sistema de ideas, hay que dar a otro lo que en realidad es parte de su naturaleza y sustancia, ya que aceptar algo de alguien significa aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma”. (1971[1923], p. 6)
Y la fuerza del don puede ser tan “celosa”, que incluso puede producir desorden y enfermedad. Mamo Libardo, luego de haber sido una autoridad importante en la sierra, ahora vive en el municipio de la Vega, Cundinamarca. Fue expulsado de su comunidad. También, varias enfermedades han atacado a sus hijos. Pero, más allá de las causas sociales que llevaron a Mamo Libardo a su “exilio”, queremos cerrar con la razón que Segismundo, chyquy muisca, da para la situación actual del mamo: “Se puso a traer tejido y la Madre se lo cobró”. No es la intención de este análisis reflexionar profundamente sobre esta historia. Tan solo es un ejemplo de las múltiples incidencias e itinerarios que el intercambio de este tipo de dones conlleva en su tarea de fortalecer la memoria indígena.
19 Sobre la relación mamos-chyquys, ver Gómez-Montañez (2010). 20 Con el “fuego” me refiero a una herramienta de madera que, mediante el método de polea y fricción, permite encender una fogata. La intención, me contaba Segismundo, era que en adelante el fuego siempre se prendiera de esa forma, por lo menos en las reuniones de mayores. De esta manera el “fuego” es un “don” que circuló en estas redes de transacción.
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Tres meses después de la llegada de estos mamos a Bogotá, varios integrantes de la comunidad muisca habían aprendido a tejer sus conas (mochilas) mediante la técnica arhuaca. Pero, al parecer, ese “don” es tan sagrado y fuerte, que los espíritus no le perdonaron su transacción, entre otras cosas21.
Conclusiones Esa noche de diciembre algunos acuerdos fueron pactados entre algunos grupos muisca. Casi nueve meses después –while escribo este artículo- sin embargo, los conflictos entre Pueblo-Nación Muisca Chibcha y otras comunidades muisca se han intensificado. En primera medida, la entrega de poporos, tejidos y el consumo del tabaco por parte de varias personas que están viviendo su proceso de auto-reconocimiento y despertar étnico ha sido entendido por los cabildos oficiales como un juego performático hippie. Segundo, la no aceptación de la condición de chyquys de algunos líderes del Pueblo-Nación Muisca Chibcha ha incrementado el intercambio de culpas y victimizaciones. Los cabildos oficiales no ceden a la opción de establecer un encuentro con los chyquys por una simple a la vez que compleja razón: aceptar que este grupo participe en un diálogo es aceptarlo como un “par” indígena. Desde esta perspectiva, el intercambio de culpas y victimizaciones, con sus diferentes transacciones, vínculos y desvinculaciones es llevado a cabo para negar la condición étnica del Otro. Esta situación es denominada por Martín Bazurco (2006) “etnicidad marginal”. Yo he querido agregar otro concepto: “el conflicto de la memoria” en procesos de re-etnicidad. Significa que el conflicto es dirigido a establecer no solo quién tiene o maneja la versión oficial del pasado, sino además quién está legítimamente autorizado a recordar o identificarse con la memoria colectiva del pueblo muisca (Gómez-Montañez, 2011). En otras palabras, esta dimensión del conflicto relaciona directamente la memoria y la identidad étnica. Sin embargo, esta problemática será investigada en mi trabajo de campo en el marco de mi doctorado en antropología. Ahora quisiera resaltar la forma en que podemos entender la memoria étnica basándonos en el modelo de los objetos-red. Primero, debemos tener en cuenta que el sentido de la memoria es el resultado de tres acepciones: los sentimientos y emociones que distinguen, entre otras cosas, a la memoria de la historia (Connerton, 2006); los significados de sus elementos imaginativos, narrativos y simbólicos; y los direccionamientos de sus trayectorias e itinerarios. Esta perspectiva es similar a la concepción de mamo Enrique, para quien la memoria es un tejido. En este caso hemos tomado un fragmento de su discurso como un objeto-red de la memoria. Sus palabras produjeron 21 La versión sobre los “malestares” de Mamo Libardo, según Segismundo, viene acompañada de competencias espirituales con los chyquys y de intenciones sobre la “enseñanza del manejo de la sexualidad” que causó estupor entre mayores de la comunidad, al interpretar ese “don” como una excusa para “estar con algunas mujeres”.
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emociones, otorgaron significados y propusieron narrativas en el encuentro indígena del Templo del Sol. Pero en suma, este objeto fue desplegado hasta conectarse con chamanes multiculturales, con montañas que se vinculan energéticamente con valles, con tabacos y algodones, así como con mochilas, poporos y enfermedades. Cada elemento nombrado podría ser en sí un objeto-red, siempre y cuando existiera una entidad capaz de activar lo que especial y temporalmente ha sido acotado en él. Primero, los personajes chontales y ladinos se inciden mutuamente conformando un tejido de transacciones que hace posible una versión del pasado indígena, cargado de historias sobre un enemigo compartido (el hombre blanco), resistencias compartidas y románticos acuerdos de larga duración. Desde esta mirada, mamos y chyquys forman una comunidad de sufrimiento que, en otras versiones, fundamenta hermandades indigenistas y panindianistas. Segundo, el tejido es hecho con base en conexiones espirituales y energéticas entre la Sierra Nevada de Santamarta (Corazón del Mundo) y el territorio muisca de Sogamoso. Tercero, los vínculos que activan la memoria indígena conforman una red basada en la curación, la limpia, la culpa, y la expiación. Este punto es el más importante para entender las actuales formas en que la investigación antropológica debe entender la relación entre el conflicto y la formación de comunidades de sentido. Tal vez por ello nos corresponda abordar lo étnico y sus memorias en tanto redes más que en comunidades establecidas y dadas per se. Atreviéndonos a rectificar a Handelman (citado por Hutchinson y Smith, 1996, p. 6) la “red étnica” no es un nivel intermedio de formación de la “comunidad étnica”; es, más bien, su disposición estructurante y su posibilidad de mantenerse en el tiempo y el espacio. Irónicamente, el tejido no sólo significa vínculo, sino también des-amarre. Pero esa ambivalencia es lo que le permite ser la base fundamental de lo social. La red de intercambio de dones que propuse analizar tiene una cara positiva y otra que no lo es tanto: genera transacciones colaborativas entre los humanos y los abuelos espirituales y entre los grupos humanos, así como relaciones de oposición y exclusión que devienen (re)configuración de los mundos sociales del individuo y la colectividad. Pero el intercambio basado en culpas y expiaciones (oposición y puesta en orden) mantiene el tejido que hace posible que hoy día se pueda hablar de un “proyecto del despertar muisca”. A veces, lo muisca se fortalece gracias a que sus miembros devienen en colaboradores. Pero el proyecto se mantiene, aún cuando el colaborador deviene en culpable y las prácticas que garantizan el “despertar” se anclan en los procesos de expiar esas mismas culpas. Por eso, tanto la “limpia” de tabaco y/o algodón, entre otras rutinas, y la guerra onírica busca “corregir la culpa” (propia o del otro) y “llamar al orden” a favor del mantenimiento de lo colectivo. Los nuevos ritos muiscas, bajo el esquema sacrificial, no reducen a éste a la búsqueda de la comunión espiritual con la divinidad, ni tampoco a la relación entre dos dimensiones (tan difícilmente de escindir en las rutinas vistas) como lo sagrado y lo profano. Propongo, más bien, tomar la intención de “curación” y “limpia” no como una
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modalidad de requisitos y rutinas de los diferentes rituales muiscas e indígenas de la actualidad, sino más bien como la base desde la cual se funda el “despertar”, ya que, a nuestro modo de ver, la condición de “víctima expiatoria” oscila entre el tabaco, el tejido y el colaborador que se salió del orden. El ladino expía su culpa. Los líderes de esta red muisca mantienen una transacción de culpas, batallas y expiaciones, así como mamo Libardo, con su exilio, paga las culpas cobradas por su participación en el sistema de prestaciones. La condición de los objetos-red de la memoria reside en las incidencias que le dan su forma. Esas incidencias son el resultado no sólo de significados, sino de los itinerarios de sentido, de los procesos de circulación de estos objetos, de la yuxtaposición de símbolos, narrativas, las trayectorias y los intercambios. En otras palabras, siguiendo las ideas de Appadurai, la memoria no sólo reconstruye la “vida social de las cosas” (1991, pp. 17-88), sino que es un objeto complejo que tiene su propia vida social. En el futuro, los estudios de la memoria en relación con los procesos de etnicidad, no tomarán sólo las historias ancestrales de un pasado romántico de las luchas y resistencias como su tema principal, sino las historias fragmentadas y de corto plazo sobre los conflictos que las diferentes versiones del pasado suele producir, y sobre la forma de que los individuos vinculan su vida y sus procesos de identidad con este tipo de ejercicio imaginativo de la construcción de comunidades de tejidos. Desde esta perspectiva, el discurso corto de mamo Enrique no es sólo un relato hermoso, sino el tejido desde el cual cualquier persona puede participar en la activación o la imaginación de la memoria indígena en la medida en que encuentra su papel en el medio de la red de culpabilidad y expiación. Desde mi trabajo de campo antropológico en estas comunidades, estos conflictos hacen posible que se pueda hablar sobre el despertar muisca. La etnia muisca, no es el resultado de procesos positivos de cohesión; por el contrario, surge de las contradicciones, las ambigüedades y las transacciones. Además, este pequeño caso, basado en un conflicto intraétnico complejo y ambiguo –si bien en esta ocasión no puedo desarrollarlo en todas sus aristas- nos permite ver que la victimización y sus procesos también producen fragmentaciones y escenarios de agenciamiento del poder entre quienes encuentran en la subalternidad un capital simbólico para legitimar su existencia. Tal vez este trabajo, aparentemente alejado de los modelos compulsivos que vinculan la memoria y la violencia en Colombia, dé algunas luces futuras para abrir otro campo de estudio en el país: el de la violencia simbólica que se despliega en el campo de las organizaciones de víctimas y sus redes de transacción que, al igual que en lo muisca, se vuelven de expiación de culpas.
Capítulo 1. Culpas y expiaciones en el despertar muisca: una etnografía de un objeto-red de la memoria
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Capítulo 2
IMAGINARIO Y MEMORIA RELIGIOSA EN BOGOTÁ Absalón Jiménez Becerra Doctor en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional, Historiador de la Universidad Nacional de Colombia y Politólogo de la Pontificia Universidad Javeriana. Profesor de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria, Línea de imaginarios y Memoria Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Líder del Grupo Emilio, Colciencias, Centro de Investigaciones de la Universidad Distrital.
Introducción Uno de los principales retos de la Línea de imaginarios y memoria de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria, MISI, es establecer los vínculos entre la práctica, el imaginario social y la memoria, vistos en su conjunto como fenómenos subjetivos y que hacen parte de la constitución simbólica de los sujetos y como elementos consustanciales en la materialización de una identidad de carácter colectivo. Por lo demás, el campo de los imaginarios sociales hace parte de la fragmentación de los objetos de investigación tradicionales de la historia, por ejemplo, la historia de la religión. Los imaginarios sociales han surgido de la fragmentación disciplinar y esta seducción nos encauza en el campo de las estructuras y su relación con las funciones de las representaciones colectivas, las maneras colectivas de pensar, creer e imaginar. Desde nuestra perspectiva nos cuestionamos por el carácter interdisciplinar del imaginario, su carácter psicológico, sociológico, antropológico e histórico, en donde debemos tener en cuenta la diversidad de enfoques para su análisis y las tendencias metodológicas que se pueden ubicar allí. En el caso particular, para este artículo como profesor de la MISI y como intelectual bogotano un fenómeno que me ha llamado la atención de tiempo atrás, es la práctica religiosa, particularmente, su relación con la memoria y el papel de las imágenes, elementos que terminan siendo fundamentales en la constitución de un imaginario, el imaginario religioso católico en Bogotá. Para los católicos la imagen religiosa es un elemento consustancial en su práctica: las imágenes de Cristo, las vírgenes, los santos
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y la infancia de Jesús, se convierten en un elemento de diferenciación con relación a las iglesias cristinas y, en general, al protestantismo que como fenómeno emergente ha tomado fuerza en las últimas décadas del siglo XX e inicios del XXI en nuestra ciudad1. La constitución del imaginario católico, soportado en un alto porcentaje en los cuadros, imágenes y estatuas, se constituye en un elemento clave en el proceso de re-afirmación de un imaginario social que se relaciona con el mito fundacional de nuestra fe. Este fenómeno se re-afirma constantemente en la visita a las iglesias y santuarios acompañadas de imágenes, cuadros, esculturas y la peregrinación constante que, como elemento de constitución de identidad, es fundamental para los católicos. De tal manera, las imágenes religiosas terminan siendo imágenes materiales, pero también imágenes mentales. Estas son imágenes de la memoria, imágenes oníricas, sueños y visiones que ponen al espíritu humano en relación con lo invisible. Las imágenes religiosas, son imágenes memoria que ponen al católico en una relación directa con Dios. En efecto el imaginario religioso católico lo debemos ver como parte de un “arquetipo”2, que incide de manera directa en el inconsciente colectivo de los creyentes, el cual no es de naturaleza individual sino universal y busca dar una respuesta mítica al origen y características propias del buen cristiano. Es nuestro interés, en el presente artículo, en la medida en que el imaginario como fenómeno histórico social se transforma, desarrollar un recorrido histórico del imaginario religioso en la ciudad de Bogotá, desde la colonia hasta la contemporaneidad, pasando por tres imágenes religiosas, las cuales en cada una de sus épocas, han incidido de manera significativa en la práctica religiosa de sus habitantes, en la constitución de una memoria colectiva y en la materialización de una identidad primero como santafereños, en la época colonial y, luego, como bogotanos en 1 En lo referente a la práctica religiosa existen una serie de elementos fundamentales que diferencian a un católico frente a un protestante, para este caso y en primer lugar, debemos dar a conocer la relación intima que establece el católico con las imágenes,la cual desde la edad media se convierte en un elemento difusor de la religión y, a la vez en un elemento fundamental en la constitución de la identidad católica. La religión protestante, fundada entre otros por el alemán Martín Lutero (1483-1546) establece en el marco de la reforma, una serie de cuestionamientos a la Iglesia católica, que entre otros aspectos contempla, una crítica profunda a la mediación de los santos y el culto a las imágenes. Para intelectuales como Roger Chartier, la gran diferencia entre el mundo de la cultura católica y el de la Reforma, donde una división religiosa, repercute en el tipo de relación que los creyentes establecen con la biblia, en donde en el católico establece un nexo más estrecho, de hábito con la imagen, y que resulta marginal con respecto a la lectura, a diferencia del mundo protestante que tendría una aproximación más cercana a la lectura y una mayor distancia frente a la imagen (Chartier, 2000, p. 197). Así mismo, los biógrafos de Lutero dan a conocer la manera como en el movimiento de protesta se re-emplaza la imagen por el canto religioso, de hecho Lutero era un enamorado de la música, la cual dentro del ritual protestante juega un papel fundamental con el objetivo de que las misas sean mucho más vivenciales en la medida en que son cantadas. 2 El arquetipo es vistos como parte del inconsciente colectivo, como un contenido mental, olvidado y reprimido. El inconsciente personal reposa en un estrato más profundo llamado inconsciente colectivo. Para Jung, este inconsciente es colectivo porque no es de naturaleza individual sino universal. Es idéntico a todos los hombres y constituye un fundamento anímico de naturaleza supra personal existente en todo hombre. Los contenidos del inconsciente colectivo son de tipo arcaico o mejor aún primitivo. El concepto de arquetipo sólo indirectamente puede aplicarse a las representaciones colectivas, ya que en verdad designan contenidos psíquicos no sometidos a una elaboración consciente alguna,y representan entonces un dato psíquico todavía inmediato. El arquetipo representa esencialmente un contenido inconsciente que al circular y ser percibido cambia de acuerdo con cada conciencia individual en que surge (Consultar: C.G. Jung, 1970).
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la época republicana. En este artículo abordaremos la escultura de la Virgen del Campo, ubicada en la iglesia de la Recoleta, más conocida en la actualidad como la iglesia de San Diego; en segundo lugar, tocaremos el tema del Señor Caído de Monserrate, ubicado en el principal cerro tutelar de Bogotá; y por último, el Divino Niño Jesús, del barrio 20 de julio, ubicado en el suroriente de la ciudad. Por lo demás, como un profesor que se ha preocupado por el tema de la investigación formativa y la investigación propiamente dicha, en el marco de los pregrados y las maestrías, es de aclarar que gran parte de nuestros esfuerzos académicos se centran en la dirección de monografías y tesis,acompañado de un alto porcentaje de nuestro tiempo que se expresa en las lecturas que realizamos a este tipo de trabajos. En este sentido, la principal fuente de esta inquietud y escritura del ensayo, es la suma de una serie de tesis que de manera inquieta he leído, algunas de amigos y compañeros de estudio, y otras, que he dirigido a lo largo de estos últimos años. Como profesor de investigación social, puedo decir que las relaciones de significado en el sujeto expresado en nociones, representaciones y, en este caso, en imaginarios sociales repercuten en el tipo de preguntas que se hacen los estudiantes en el momento de plantear su tema de investigación. De tal manera, el tema de la práctica religiosa y el imaginario social, acompañado de la constitución de una identidad católica mediada por la memoria es lo que se pretende explicar de manera didáctica en el presente escrito.
I.
La constitución del imaginario y la memoria religiosa
En primer lugar, tomados de la mano con Gilbert Duran podemos decir que el imaginario, como categoría simbólica: “representa el conjunto de imágenes mentales y visuales, organizadas por la narración, por la cual un individuo y una sociedad, organiza y expresa simbólicamente sus valores existenciales y su interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte” (2010, p. 10). Los imaginarios sociales, vistos ya sea como parte del mito fundacional de la ciencia y la cultura o como formaciones simbólicas, cuentan con un carácter histórico. Al ser fenómenos cambiantes, se desprenden de la visión arquetípica del inconsciente colectivo. Los imaginarios son producidos por una sociedad; y provienen de diferentes fuentes del pasado o nacen de nuevas condiciones del presente; obedecen a herencias y creaciones y son el resultado de transferencias y préstamos. En este caso en particular, las ideas e imágenes que se expresan en los cuadros y las esculturas religiosas, hacen parte de las invenciones de la sociedad para reafirmar las identidades colectivas, para legitimar las instituciones, en este caso la Iglesia Católica y elaborar un modelo de lo que es un buen cristiano con base en la imagen de la Virgen María, la imagen de Cristo caído o la divina infancia de Jesús.
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La imagen religiosa vista desde cierta perspectiva se constituye en un emblema de poder que sirve de punto de partida para dar cuenta de las representaciones colectivas en donde se articulan las ideas, las imágenes, los ritos y los modos de acción. El imaginario religioso, como parte de las representaciones sociales, cuenta con una historia y se constituye en un “dispositivo social”de múltiples y variables funciones que queremos dilucidar de manera breve para el caso de los católicos bogotanos. Las modalidades de imaginar, de reproducir y de renovar el imaginario, como las de sentir, pensar y creer, varían de una sociedad a la otra y de una época a la otra, es decir, cuentan con una historicidad. Como lo da a conocer el historiador Bronislaw Baczko,una de las funciones del imaginario consiste en la organización y el dominio del tiempo colectivo sobre el plano simbólico (1999, p. 9). Aspecto fundamental para dar cuenta de la práctica religiosa, la constitución de un imaginario y de la memoria colectiva. El imaginario religioso como parte de una presentación social colectiva, cuenta con un margen de libertad y producción restringido, monopolizada por una institución, la Iglesia Católica, la cual se constituye como guardián de lo sagrado. Por otro lado, una de las características del hecho social es su carácter simbólico; de este modo, el hecho religioso es una expresión simbólica del hecho social. Los hombres dan cuenta de su pertenencia a un todo comunitario y sus representaciones colectivas reconstituyen y perpetuán las creencias necesarias al consenso social. La vida social es productora de valores y normas y, por consiguiente, de sistemas de representación que los fijan y los traducen. El imaginario social (Castoriadis, 2007, p. 287)3 también se constituye producto de una particular relación entre los sujetos y los objetos o cosas, en este caso esculturas y cuadros los cuales de ser vistos como simples imágenes, pasan a determinar de manera esencial cierto tipo de práctica. De tal manera, la imagen, vista ya no tanto como un simple objeto, sino más bien como parte consustancial que influye en la constitución del sujeto, en este caso del mito fundacional de la religión se instituye en los sectores o dominios en los cuales y por los cuales existe la sociedad misma. La sociedad se instaura como modo y tipo de coexistencia en general, sin analogía ni precedente en ninguna otra región del ser, y como creación específica de una práctica en particular. El imaginario religioso católico, producto del trasegar de las imágenes se convierte en una manifestación de la vida social y cultural en el interior de la sociedad.4Así, la 3 Desde la perspectiva de los imaginarios sociales, la sociedad no es cosa, ni sujeto ni idea, ni tampoco colección o sistema de sujetos, cosas o ideas. Pero la unidad de una sociedad, el hecho de que sea esta sociedad y no cualquier otra, no puede analizarse en relaciones entre sujetos mediatizados por cosas, pues toda relación entre sujetos es relación social entre sujetos sociales, toda relación con las cosas es relación social con objetos sociales, y tanto sujetos como cosas, instituyen la sociedad en cuestión o una sociedad en general. 4 El imaginario social, al igual que las nociones y las representaciones sociales hacen parte de las construcciones de significado en el sujeto, dan cuenta de la relación que éste establece con el entorno social. El imaginario en historia tiene un carácter poliforme y polisémico, se encuentra ubicado por una lado, en la definición del sentido de la sociedad en el pasado
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imagen religiosa, en este caso: La Virgen del Campo, el Señor Caído de Monserrate y el Divino Niño Jesús del barrio 20 de Julio, se constituyen cada uno en su respectivo momento histórico en un elemento esencial del imaginario católico y en un elemento consustancial de la cultura bogotana. El imaginario religioso cuenta con una fuerza reguladora de la vida colectiva de los católicos. También es importante tener en cuenta que en los momentos de crisis se intensifica la producción de imaginarios sociales competidores, representantes de una nueva legitimidad y de un futuro distinto. El imaginario social se transforma, producto de las nuevas relaciones que se establecen entre los sujetos y los objetos, en este caso, entre los creyentes y las imágenes en contextos sociales y políticos determinados. Los imaginarios sociales, vistos como realidades que emergen en un momento histórico determinado, cuentan con una relación directa con los medios sociales donde han vivido y se han constituido. Este tipo de imágenes se transforman de manera paulatina en un imaginario social eficaz en la medida en que las hemos compartido como creyentes y las hemos institucionalizado, observándose luego, este tipo de imaginario en el escenario cotidiano como obvio, el cual hace parte del sentido común en torno al tipo de práctica religiosa que ha predominando en nuestra ciudad. El dispositivo imaginario, las imágenes y los símbolos sobre los cuales se apoya, forman parte de complejos y compuestos sistemas, asegurando a un grupo social un esquema colectivo de interpretación y de experiencias, influyendo en el crisol de la memoria colectiva, de los recuerdos y las representaciones del pasado cercano o lejano. A lo largo de estos casi cinco siglos en el devenir de la sociedad santafereña y, luego, bogotana, se han establecido nuevas relaciones con el espacio, por ejemplo, las relaciones entre el campo y la ciudad, la transformación de la ciudad, la relación con su cerro tutelar como lo es Monserrate, con los barrios marginales y la periferia de la ciudad y con los medios de comunicación, la economía de consumo y la misma comercialización de la religión. El imaginario religioso en Bogotá, como parte de una representación social se origina a partir de la relación que establece el colectivo anónimo de los sujetos con su memoria, constituyéndose así una subjetividad producto de la incorporación, por parte de los individuos, de significaciones imaginarias, en este caso religiosas, de la sociedad a la que pertenece. Desde esta perspectiva se debe recordar un pasaje fundamental del nuevo testamento. Jesús confía su misión a los hombres mediante una explícita referencia a la memoria: “Haced esto en memoria mía” (Lucas 22, 19). La religión cristiana se constituye en una religión de la memoria y este elemento tiene una influencia y, por otro, es un problema de la historia contemporánea (Escobar, J.C., 2002, p. 14). Para Gilbert Durand, los imaginarios, vistos como parte del referente fundacional de la ciencia y la cultura, representan el conjunto de imágenes mentales y visuales, organizadas entre ellas por la narración mítica, por la cual un individuo, una sociedad, de hecho la humanidad entera, organiza y expresa simbólicamente sus valores existenciales y su interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte (Durand, 2000, p.10).
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incluso sociológica en el imaginario colectivo. La memoria del pacto suscrito por todo el pueblo y la común misión de los creyentes ha constituido un elemento básico de cohesión social y de legitimación cristiana. La conmemoración del pasado desempeña una función esencial,incluso para la individuación de una ordenada continuidad histórica en la que se colocan todos los acontecimientos colectivos en una unidad coherente, que incluyen pasado, presente y futuro (Montesperelli, 2003, p. 40). La memoria contribuye al sentido de pertenecía, cohesión y a la identidad social, sentirse proveniente de los orígenes comunes fortalece a su vez el sentido de pertenencia y la identidad colectiva de los católicos bogotanos, en este caso por medio de las imágenes. A su vez toda identidad presupone una legitimación, es decir, una particular definición de la realidad, que se da por descontada. La memoria de cada individuo constituye un punto de intersección de varios colectivos de memoria en los que el propio sujeto participa, una combinación colectiva plasmada por la biografía individual. La memoria colectiva termina siendo empleo y representación del tiempo, por parte de un grupo, una institución y una sociedad. Y en aquel empleo recaen también los procesos de legitimación que extraen recursos indispensables de la memoria. La función confiada a los cuadros y esculturas, en el marco general que tiene que ver con el empleo del leguaje iconográfico por parte de la iglesia católica representó un elemento fundamental en la divulgación de la palabra de Dios, debido a que desde la edad media se utilizó las imágenes como una expresión de divulgación de la Biblia para los pobres e iletrados. Ya desde los tiempos de Gregorio Magno (Roma 540-604 d.c.), este consideró a las imágenes con gran atención como un instrumento estratégico, útil para facilitar la comprensión por parte de los analfabetos. Dicha función fue corroborada por elConcilio de Trento (Italia, 1545-1561) para responder a la polémica de Martín Lutero contra las imágenes religiosas. Mediante la fuerza expresiva de una imagen, incluso los analfabetos, podían leer. La pintura se convierte en escritura viva través de la cual se puede recorrer una historia pictórica, absorber ideas y recibir mensajes. Además de contar con una gran capacidad evocadora, simbólica y comunicativa, en general, las imágenes facilitan el aprendizaje de las ideas religiosas (Montesperelli, 2003, p. 71). Por lo demás, el Concilio de Trento en su sesión XXV, determinó para la utilización de recursos visuales por parte de la religión católica que las imágenes tenían como función educar, instruir, mantener vivo el recuerdo de los ya católicos y servir como mediadora entre los creyentes y Dios, pero no debían ser convertidas en divinidades en sí a las cuales se le rindiera un culto en particular. Es desde este tipo de decisiones tomadas en el interior de la iglesia católica que las imágenes de Nuestra Señora del Campo, el Señor Caído de Monserrate y el Divino Niño Jesús, del barrio 20 de Julio, gozan de la legitimidad y apoyo institucional.
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Las imágenes reforzaron desde entonces cierto tipo de religiosidad popular vistos como un sistema de conocimientos heredados y transmitidos históricamente, que se constituyen en sistemas de comunicación y ubicación frente a la sociedad, constituyéndose a la vez como sistemas simbólicos que cumplen funciones múltiples en una sociedad determinada5.También podemos verla como una manifestación externa de una creencia religiosa, en la que valoramos sus actualizaciones reales y efectivas, que inciden en el comportamiento de los actores religiosos, en este caso, los creyentes católicos, encontrando en la misma práctica una serie de rasgos que la caracterizan como lo es lo mágico, lo mítico, lo festivo, lo teatral, lo comunal y lo político. La práctica de religiosidad popular católica y su memoria se reafirman continuamente a través de dos elementos fundamentales: el culto y la creencia. En primer lugar, el culto es la manifestación de una necesidad religiosa de los grupos o sectores que viven determinada situación religiosa; el culto localizado en el espacio, sostenido por la fijación en lugares y objetos que animan su práctica. La base del culto en el caso de la religión católica es la presencia de una imagen iconográfica del santo benefactor considerada por sus seguidores como viva y actuante. En segundo lugar, la creencia se mantiene por la constante suplica e insistencia, ante una fuerza sobrenatural, la cual es temida y respetada, pero a la vez el creyente recibe su beneficio y protección. En la creencia religiosa convergen el temor, la confianza y la esperanza en dicha fuerza superior o santo benefactor6. La religiosidad popular católica se sostiene en un culto, que expresa creencia y que contiene elementos fundamentales de una cultura. La devoción a las imágenes expresa en un alto porcentaje un tipo de catolicismo popular, importante de valorar.
II. El caso de Nuestra Señora del Campo, en la Iglesia de San Diego de Bogotá De acuerdo a las pesquisas realizadas por la investigadora Olga Lucia Acosta, la escultura de nuestra señora del campo comenzó a existir a partir del año de 1553, cuando se ordeno la construcción de la Catedral de Santafé y la elaboración de una escultura en piedra de la inmaculada concepción para colocarla en su fachada. La necesidad de crear esta imagen obedecía a la fuerte devoción que entonces se practicaba en España y que fue introducida a América desde los primeros días de la colonización por los misioneros franciscanos y por los conquistadores quienes llegaron cargados de pinturas en óleo, grabados, estándares, banderas y pendones con su imagen (Acosta, 2001).
5 Ver Teología de las comunidades cristianas. En revista Práctica, 1995, p. 6. 6 Ibíd., p. 39.
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La madre de Cristo pasaba así a significar la salvación del nuevo mundo, tierra elegida por ella para una cristiandad renovada. El Nuevo Reino de Granada se pobló de inmaculadas concepciones pintadas, talladas, esculpidas o grabadas destinadas a fundar una nueva iglesia. La imagen de la virgen que sería ubicada en la fachada de la catedral hacía parte de este proyecto. La realización de la escultura de la Inmaculada Concepción fue encarga a un escultor de nombre Juan Cabrera, entre los años 1592 y 1610. Este artista se basó en algunos grabados de la Inmaculada Concepción que para ese entonces ya existían y llegaron a través de copias a la Nueva Granada. Basado en estos conocimientos previos Juan Cabrera extrajo una piedra de la quebrada La Cabrera, que corría más allá del Río Arzobispo y se desplazó a la Plaza Mayor para esculpir la imagen de la inmaculada; esta práctica obedecía a una tradición escultórica medieval de llevar a cabo la obra cerca del lugar donde serían ubicadas posteriormente las imágenes. Una vez iniciada la figura quedó a medio hacer y fue desechada en algún camino de la ciudad, siendo tallada la parte posterior, y, luego, fue utilizada como parte de un puente que uniría el naciente convento Franciscano de los Recoletos de San Diego con Santafé.
La antigua Recoleta de San Diego fue establecida por la comunidad franciscana hacia 1608, buscando un lugar apacible, propicio para la oración y la penitencia.
Juan de Cabrera había alcanzado a delinear una imagen juvenil de la Virgen María de pie y en estado de oración, según lo determinan los cánones de representación de la inmaculada concepción. Luego, para 1620 fecha en que posiblemente se dio el milagro aparicionista de la Virgen del campo, se siguió utilizando las imágenes con fines doctrinarios y educativos. La escultura de la virgen ubicada en dicho puente que unía el convento de San Diego con Santafé abandonó el anonimato a partir del milagro inicial, de un hecho sobre natural que le permitió ser descubierta del mundo de los hombres y que, posteriormente, la convirtió en nuestra señora de campo7. La manifestación se dio una noche a partir de un espectáculo narrativo, llamativo y vistoso, que 7 En el contexto iberoamericano desde finales del siglo XVI, es recurrente encontrar escenas narradas alrededor de imágenes que aparecieron milagrosamente debido a que a religiosidad explotó más que otra manifestación el poder de la imagen para despertar diversos sentimientos en los hombres. Siendo allí, precisamente en las emociones donde quería llegar el catolicismo para arraigarse no solamente en la población indígena, sino también en la española y la naciente raza criolla.
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el mismo objeto produjo. La piedra adquirió nuevamente su característica de imagen, pero fue más allá, se convirtió en algo vivo para quienes observaron y creyeron en el milagro. El milagro fue narrado en 1825 de la siguiente manera: Algunos religiosos, y otras personas devotas llegaron a observar en las tinieblas de la noche, algunos, advirtiendo que tenía origen en el arroyo, en el que estaba la santísima virgen sirviendo de puente. Divulgando esta novedad, que aunque no produjo efecto respecto de todos, se convirtió en los que estaban mejor dispuestos y eran más piadosos”
La aparición, como un efecto especial, está acompañada de manifestaciones visuales o auditivas propias de la imagen que participa con ella en el funcionamiento del espectáculo (Gruzinski, 1995, p. 140).Se desarrolla de esta manera la colonización de lo imaginario como un proceso de colonización simbólico del imaginario indígena. La imagen religiosa se constituye a lo largo de estos siglos, como un elemento vital en el proceso de colonización de la Nueva Granada. Según el historiador de arte David Freedberg, el paso de una imagen inanimada a una cosa con vida conlleva ante todo un rito de consagración que le otorga la vida. “Este hecho activa al objeto o cuando menos efectúa un cambio en su funcionamiento. La consagración nunca representa una ceremonia vacía, involucra acciones como coronar, lavar y bendecir la imagen. Los actos de consagración implican igualmente acciones de apropiación del objeto vivo por un grupo particular de personas que se relacionan con él” (Freedberg, 1992, p. 107).
Apariencia actual de la Virgen del Campo, Iglesia La Recoleta de San Diego, Bogotá.
El milagro inicial representa el nacimiento de una imagen investida con la legitimidad que le otorga la divinidad que contiene para ser convertida, posteriormente, en objeto de culto y al ser en un acto público se declara su naturaleza como objeto sagrado. La consagración de La Virgen del Campo, representa la apropiación por parte de un grupo de personas y habitantes de Santafé, este ritual se llevo a cabo en la consagración oficial de la imagen en 1627.
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A lo largo del siglo XVIII se institucionalizaría la imagen, la cual se asocio como la patrona contra el “mal de las cementeras”, el desolador mal que afecto al trigo hacia 1690. Como lo da a conocer el desaparecido colonialista Julián Vargas Lesmes, el Cabildo a principios del siglo XVIII, decide honrar perentoriamente a los santos abogados y patronos y escoge oficialmente un día del año para su celebración. “En 1703, mediante el mecanismo usual, un niño saca al azar de una urna una fecha para proclamar el día. Salió elegida como fecha “contra la plaga del polvillo”, el día primero de mayo, fiesta que se celebró con gran fervor hasta la segunda mitad del siglo XIX, por parte de las habitantes santafereños tanto de la zona rural como de la ciudad” (Lesmes, 1990, p. 325). Así mismo, el acto de nombrar la imagen es igualmente importante, debido a que a partir de esa fecha nuestra señora del campo, no fue una más de tantas vírgenes. Se convirtió en la virgen con advocación al campo y con una identidad propia en la frontera urbano-rural de la entonces Santafé de Bogotá. Al otorgarle a un objeto un nombre muestra el tipo de relación que se establece con él, se le trata como a un ser vivo de la misma forma que se hace con las mujeres y los hombres después de nacer. La ubicación del convento de San Diego, en la frontera urbano-rural convocaba a los habitantes de la zona adyacente tanto de la ciudad como del campo, por eso el nombre de advocación, La virgen del campo, se consagró no sólo como objeto vivo,sino que también lo hizo con su entorno. Dentro de la institucionalización de lo imaginario, también es fundamental la definición de un lugar digno para su visita y peregrinación. Nuestra señora del campo fue trasladada después del milagro a un oratorio en una hacienda de una familia devota a la virgen. La virgen no duró mucho tiempo en este lugar de donde fue conducida a la Iglesia del Convento de Los Recoletos Franciscano de San Diego en donde ha permanecido hasta hoy. Una vez en el lugar la imagen fue objeto de la finalización de su estructura y rostro por parte de los mismos recoletos, para llegar a la policromía en el siglo XVIII, la cual era una técnica propia utilizada en la escultura de madera y no de piedra, técnica trasladada de los talleres españoles de Andalucía, Sevilla y Granda, en España a la Nueva Granada.
Cuadro en acuarela, La limosna para la Virgen del Campo, 1850. Obra del pintor costumbrista bogotano Ramón Torres Méndez, 1809-1885.
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La Virgen del Campo con la construcción de su capilla se vuelve objeto de culto y desde 1627 hasta mediados del siglo XIX recibió de los devotos propiedades, joyas y dinero. El creyente al temer profundamente a morir en pecado o ante el padecimiento de la enfermedad o con el fin de llegar al paraíso, estableció una relación profunda con la imagen. La iglesia a la vez defendió enfáticamente el papel de la virgen como intermediaria por una necesidad de legitimarse como religión monoteísta, porque la virgen no podía conceder favores por sí misma, sino sólo como mediadora ante su hijo. Además de la mediación, entre la imagen y Dios, se demanda la necesidad de que la imagen sea milagrosa. El recurso del milagro fue un elemento importante de las comunidades religiosas de América Española en la evangelización de los indígenas y en el movimiento de la fe de los ya católicos (Gruzinski, 1995, p. 114). La Virgen del campo se constituyó desde 1627 en una imagen con grandes poderes curativos y de salvación ante un peligro mortal. Ejemplo de ello fue el milagro ocurrido hacia 1728, que se refiere a un hombre joven de nombre Salvador Cortez, quien de niño había estado tullido y con un brazo balado y debido a esta enfermedad para movilizarse debía arrastrarse por el piso. Según se cuenta que al frotarse con un pedazo de cebo con que se brillaba la Virgen, estando acostado en su casa y encomendándose a la Soberana Reina y por la mañana habiendo despertado, se levantó y comenzó a caminar. Un segundo milagro haciendo honor a su advocación participo en el mejoramiento de los cultivos de trigo de Santafé y sus alrededores que habían sido afectados durante nueve años por la plaga del polvillo. Hacia 1703 los santafereños y sus alrededores observaron que se rompieron unos hielos despiadados en todos los campos que el sol no fue suficiente para disiparlos. Al faltar el trigo se vivió en Santafé el hambre y la necesidad, muriendo varias personas. Una vez sucedido el milagro, solicitado a la Virgen incluso por el cabildo de la ciudad, se institucionalizó la fiesta del polvillo, hacia la primera semana de mayo de cada año, la cual se celebraría durante casi siglo y medio. Los milagros deben ser aprobados por la iglesia porque en estos casos se mostraba a través de la virgen, de su escultura en piedra una manifestación de Dios a los hombres y, por lo tanto, de su poder sagrado no como representación, sino como objeto vivo y productor de milagros. Los devotos mantuvieron los gastos de la capilla y el mantenimiento de la Virgen desde 1627 hasta 1861, de hecho era la imagen y la virgen más de tributada de la Nueva Granada. La Virgen durante los siglos XVII y XVIII se convirtió en la dueña de diversas propiedades y dineros dejados a su favor y fueron administrados por el convento de los Recoletos Franciscanos. La Virgen fue objeto continuo de misas, novenas y devocionarios a lo largo de casi tres siglos. Muchas de las donaciones duraron hasta la extinción de tierra de la Iglesia, por parte del gobierno liberal de Mosquera en 1861.
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Claustro de la Iglesia de San Diego a finales del siglo XIX, el cual sería mutilado para darle primero espacio a la Escuela Militar de Cadetes, la cual fue demolida para construir el Hotel Tequendama; y en los años 1940, sufre una última mutilación para darle paso a la carrera 10.
A mediados del siglo XIX la Virgen del Campo se empieza a debilitar como objeto de culto debido principalmente a dos motivos: la desamortización de bienes muertos de la Iglesia a partir del año 1861 y las transformaciones urbanas dadas en la zona de San Diego. En primer lugar a partir de la disposición de 1861 la Virgen del Campo dueña hasta entonces de varias propiedades perdió la infraestructura que durante más de dos siglos había garantizado su mantenimiento como objeto de culto. La desamortización y la extinción de la Recoleta se tradujeron también en la disminución de religiosos a cargo de la Iglesia de San Diego hasta contar con sólo un capellán.
Imagen actual de la iglesia de San Diego, en el centro de la ciudad de Bogotá
En segundo lugar, las transformaciones urbanas de la zona de San Diego se produjeron en tres sentidos. La primera se refiere a la transformación del entorno rural de San Diego en una zona activa de Bogotá, circunstancia que trajo las pérdidas de las funciones de la virgen, cuya advocación era el campo. El segundo aspecto se refiere a la migración de los creyentes de la virgen que vivían en las cercanías de San Diego a otras zonas de Bogotá. Por último, a comienzos del siglo XX la zona rural de San Diego, fue incorporada como parte activa de la ciudad, la Bogotá moderna.
III. El caso del Señor Caído de Monserrate En uno de los cerros tutelares en el centro de la ciudad de Bogotá, se erige desde la época de la colonia una humilde ermita que comienza a existir hacía el año 1620; sin embargo es hasta 1651 cuando el sacerdote don Bernardino de Rojas, con licencia del arzobispo Fray Cristóbal de Torres, se retiró a llevar vida penitente y oración en aquel
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lugar. El cerro que por aquel entonces era denominado bajo el título de Santa María de la Cruz de Monserrate, la cual dependía de las disposiciones del Párroco de la Iglesia de las Nieves, construyó unas casas en forma de convento con cuatro claustros y con ellas doce celdas. Ya en 1670 se elaboró la escritura de donación a favor de los Recoletos de San Agustín con la condición de que asista continuamente en la casa de la ermita un padre y se digan dos misas rezadas o cantadas al año, quienes estuvieron a cargo del cerro durante dieciocho años. A lo largo del siglo XVIII la devoción a la santísima Virgen en su advocación a Monserrate se fue diluyendo, tomando fuerza de manera paulatina la imagen del Santo Cristo Caído, cuya imagen y posición invitaba a la piedad y compasión de los fieles santafereños. La imagen del señor caído de Monserrate data de 1657, y su autor el escultor santafereño Pedro de Lugo, lo esculpió por encargo de la iglesia en su propio taller. De manera paulatina se institucionaliza la devoción de los habitantes de la ciudad al Señor Caído de Monserrate, cuya piadosa y dolorida imagen era visitada en romerías de creyentes, siendo objeto de promesas y cuantiosas dadivas.
Imagen actual del Señor Caído de Monserrate.
A lo largo del siglo XIX, la imagen del Señor Caído fue visitada en una capilla cuyo terreno pertenecía a lo que la gobernación de Cundinamarca denominó la Quinta del Libertador Simón Bolívar. Desde entonces la imagen vivió un siglo de vicisitudes y el 3 de mayo de 1915 día de la Santa Cruz se comenzaron los trabajos de construcción de la gran iglesia en el cerro tutela de Bogotá. La nueva iglesia vino a ser terminada en 1920 y por el elevado número de visitantes y peregrinos se demandó la construcción del funicular, que con asesoría y dirección de técnicos suizos, comenzó a prestar sus servicios desde el mes de agosto de 1929. Con motivo del cuarto centenario de la fundación de Bogotá, se tuvo la idea de iluminar con luz indirecta el santuario de Monserrate, que desde entonces ilumina de noche y sirve de guía a los habitantes de la ciudad. El 27 de septiembre de 1955 terminan los trabajos del teleférico, el cual sumado al arreglo de los caminos se convirtió en elemento dinamizador de la peregrinación masiva al cerro y a la devoción a la imagen.
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Imagen actual del Cerro de Monserrate a 3.152 sobre el nivel del mar.
Sin duda el imaginario religioso bogotano, se vio alimentado por esta escultura la cual estableció un tipo particular de práctica, como lo es la peregrinación al cerro y visita al Señor Caído. La peregrinación realizada por un alto porcentaje de sus visitantes que suben a pie por el largo sendero, algunos de ellos descalzos e inclusive de rodillas, da muestra de la influencia de la imagen en el creyente católico. A la entrada del templo la proposición: “Pasión de Cristo confórtanos”, da cuenta de cierto tipo de nivel de sacrificio que asume el católico al visitar el lugar, ya sea como un ejercicio de penitencia o cumplimiento de una promesa.
Sendero que conduce al Cerro de Monserrate.
A lo largo de la década de los años 1970 y 1980, el lugar se llenó de testimonios milagrosos, que se expresaban en muletas, elementos de ortopedia, yesos, gafas, cartas de creyentes y pequeñas placas, por medio de los cuales los católicos que peregrinaban al lugar daban fe de su milagro. La comercialización de la imagen se expresó, entre otros aspectos, en la constitución del Sindicato de Artesanos de Monserrate, creado en 1973, cuyo fin fundamental era proteger los intereses económicos de quienes tenían presencia en la parte alta del sendero y los alrededores de la iglesia, cuyo interés fundamental es la venta de las imágenes, estampas, recuerdos de la visita y comidas típicas como el popular chocolate santafereño con almojábana y queso. El Señor Caído de Monserrate al constituirse en un referente del imaginario colectivo de los bogotanos da cuenta de un tipo de oposición entre un catolicismo culto,
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eclesiástico, institucional y oficial, producto de grupos dominantes, y un catolicismo popular, de los pobres, iletrados o de aquellos que no han sido suficientemente evangelizados (Lara, en mimeo). Este imaginario debe ser valorado en términos de complejidad contradictoria y de manipulación simbólica recíproca, en el que aparece la relación entre las dos formas de explotación de un lenguaje religioso y ritual. En un plano sociológico basta con evidenciar los numerosos miembros de las clases medias y altas que participan en ciertos discursos y practicas rituales populares. La particular práctica religiosa mediada por el sacrificio físico de la visita, da cuenta de una relación de intercambio de favores con la imagen acentuada en la marginalidad y sufrimiento de la vida de Jesús. La imagen de Jesús como mártir que sufre una muerte violenta, simboliza una relación de un nosotros, difusa, mediada por una situación de necesidades y sufrimientos con la misma imagen de Dios.
IV. El Divino Niño Jesús del barrio 20 de Julio de Bogotá Sin duda una de las imágenes que más ha incidido en la práctica de cierto tipo de catolicismo popular contemporáneo en la ciudad de Bogotá, afirmando su identidad y memoria, es la imagen del Divino Niño Jesús, en el barrio 20 de Julio al suroriente de la ciudad de Bogotá. EL catolicismo popular moderno lo debemos entender en términos de ideología en la medida en que se constituyen en un conjunto de representaciones, creencias y prácticas, dotadas de una coherencia interna y una eficacia social (Estupiñan, 1995). Esta eficacia consiste en que la ideología religiosa es un elemento importante para lograr el consenso social necesario a fin de que la sociedad en conflicto pueda existir sin desbaratarse. El Divino Niño Jesús, como expresión de la religión del pueblo bogotano es a la vez la expresión más evidente del catolicismo popular en la ciudad. El catolicismo popular expresado en la práctica religiosa, se encuentra en cierta medida determinado por la imagen del Divino Niño Jesús, el cual da cuenta de un alto nivel de devoción, que se expresa en una adhesión constante y perseverante de su sentido religioso. Dicho catolicismo conlleva a una práctica ritual en lo que hoy en día es su santuario, la imagen iconográfica del Divino Niño y las estampas, las cuales terminan siendo sagradas para sus devotos. La devoción al Divino niño Jesús como práctica y acto religioso cuenta con actitudes de respeto, entrega, sacrificio, afecto y amistad. La devoción a los meritos de la infancia de Jesús, particularmente a sus primeros 12 años de vida, se inicia en el Monte Carmelo en Israel cercano a Nazaret, lugar en el que Jesús iba acompañado de sus padres José y María y de sus abuelos San Joaquín y Santa Ana. De acuerdo, de manera inicial, a la memoria colectiva de los primeros creyentes, años después de la muerte de Jesús, algunos moradores del lugar convertidos ahora en se-
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guidores siguieron recordando la divina infancia de Jesús para dar origen a los Carmelitas que se propagaron por toda Europa divulgando la imagen del Divino Niños Jesús. Luego en la edad media San Antonio de Padua (1200, d.c.) y San Cayetano (1500 d.c.), manifestaron y divulgaron su devoción a la imagen del Niño Jesús. Durante varios siglos, los padres y las hermanas carmelitas divulgaron la imagen en tela, yeso y metal del milagroso Divino Niño Jesús, tarea que incidiría en la constitución del imaginario religioso que se expresó por medio de apariciones y milagros en Europa. Una de las más recordadas se da en el año 1636, cuando el señor le hizo a la venerable Margarita del Santísimo Sacramento, una promesa que se ha hecho muy famosa: “Todo lo que quieras pedir, pídemelo por el mérito de mi infancia y nada te será negado”. La imagen del Divino Niño Jesús se constituye en objeto de devoción en Europa desde el siglo XVI, en países como Checoslovaquia, Alemania, Bélgica, España, Francia, Irlanda, Italia y, luego, se traslada a países de América Latina como Chile, Perú y Colombia. Para algunos el referente directo de la imagen del Divino Niño Jesús del barrio 20 de Julio, en Bogotá, es la imagen del Divino Niño Jesús de Praga en Checoslovaquia. Para 1556, un hermano Carmelita en Andalucía España, obsequia a una princesa que se iba a casar con un príncipe de Praga una estatua del Divino Niño. En Praga una vez nace el primer hijo de la pareja, ella decide colocarle las finas ropas del niño a la estatua, la cual de manera paulatina se convierte en objeto de devoción con cualidades milagrosas. La imagen del Divino Niño de Praga, se convierte también en un elemento fundamental para contrarrestar el crecimiento del protestantismo en la ciudad y convertirse en uno de los principales referentes religiosos y culturales de la ciudad. Varios siglos después, el padre italiano Juan del Rizzo se inspiraría en esta imagen para darle cuerpo a la pequeña estatua del barrio 20 de julio. La devoción al Divino Niño, de acuerdo a la versión oficial de la iglesia católica se remonta desde 1907, cuando las comunidades Carmelitas y luego la comunidad Salesiana difunden y propagan la devoción a la imagen. El primer milagro la Iglesia colombiana lo registra en 1915 en la ciudad de Cali, cuando curó de manera milagrosa a una joven de 18 años de un reumatismo terminal, milagro que fue testificado y reconocido por el obispo de la ciudad (Novena Bíblica al Divino Niño Jesús, 2005). En 1935, el padre salesiano Juan Bosco, después de haber peregrinado por varias ciudades del país arriba a los terrenos del barrio 20 de Julio al sur de Bogotá, una zona de ladera que comenzaba a ser habitada por una serie de personas provenientes de municipios y departamentos circundantes de Bogotá y Cundinamarca, como también una serie de pobladores que provenían del centro de la ciudad. Al padre Juan del Rizzo, en su intención de constituir una imagen insigne para la primera capilla, se le prohíbe utilizar la imagen del Divino Niño Jesús de Praga, situación que le demandó pensar en una imagen con características locales. Según su relato se acerca a un almacén de arte religioso observa una imagen del Divino Niño Jesús que
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Imagen actual de la Iglesia del Divino Niño Jesús del barrio 20 de Julio.
adquiere y termina haciéndole unas adecuaciones, como el de darle una carácter más popular y más cercana a la leyenda del niño Jesús que paseaba en el monte Carmelo con su padres y abuelos, reconociendo la pobreza en su vestido, a diferencia del Divino Niño de Praga caracterizado por la suntuosidad. El Divino niño del 20 de Julio es caracterizado por su humildad, vestido simplemente con una manta rosada, un lazo color azul que le agarra el vestido a la altura de la cintura y una corona que adorna su divinidad y a sus pies el lema “yo reinaré”. Una imagen fresca y agradable, cercana al tipo de población de la cual hacía parte y que generó la aceptación de los vecinos y creyentes.
Imagen estampada del Divino Niño Jesús del barrio 20 de Julio, Bogotá.
De esta manera inicia la imagen Divino Niño del 20 de Julio, la cual fue puesta en un cobertizo. El padre Juan del Rizzo, se encargó de reproducir estampas e imágenes que repartía en las misas, a la vez que hablaba de lo milagroso que resultaba su creencia y devoción. El 25 de diciembre de 1937, se bendijo la primera piedra para la construcción del templo y el 27 de julio de 1942 fue consagrado el Nuevo Templo del Divino Niño Jesús de Bogotá. La consagración la hizo el prelado de la nación de ese
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entonces, Monseñor Juan Manuel González Arbeláez, arzobispo de Bogotá. Desde mediados del siglo XX, la iglesia comenzó a ser peregrinada por creyentes de diversos lugares de la ciudad y en 1989, la iglesia tuvo que ser ampliada para constituirse en Santuario. La iglesia llama santuario al templo donde obran muchos milagros, es decir, logra la misma categoría que el santuario del Señor Caído de Monserrate8. Desde mediados del siglo XX la imagen de Divino Niño Jesús del barrio 20 de julio, en términos de experiencia ha incidido en un modelo de vida del creyente en sus diferentes espacios sociales, personal, laboral, familiar e interpersonal. El carisma de la imagen está dado por el don milagroso, otorgado por la iglesia y el sacerdote fundador. De acuerdo a las observaciones del sociólogo Antonio Estupiñan, en la relación que se establece entre el devoto y la imagen existe la comprensión o el establecimiento de un orden mediado o actuado en la vida cotidiana realizando en ella aspiraciones de cambio en la situación existencial del devoto. Aunque la fe es individualizada, las necesidades son colectivas, es una fe que genera autonomía frente a lo social y a lo religioso institucional. La imagen del Divino Niño para el creyente es la imagen del mismo Dios, al cual se le respeta y se le teme, pero se le tiene confianza. La devoción tiene un carácter de mediación por medio de la imagen a la cual se le debe venerar y no adorar. La práctica religiosa bogotana en torno a la imagen del Divino Niño del barrio 20 de Julio, representa una de las devociones que más moviliza individuos en el país. La relación con las imágenes las debemos ver como parte de una significación entre el individuo y la realidad, constituyendo cierto tipo de expresión simbólica del sujeto. El sistema simbólico que está inmerso en la devoción al Divino Niño en su sentido integral de identidad social, cultural y hasta nacional sólo es posible comprenderlo en el marco de una pluralidad de mentalidad, la cual es el conjunto de actitudes y representaciones colectivas que se inscriben dentro de un centro de interés. Solicitar favores religiosos por intermediación de las imágenes nos coloca en un plano de lo sagrado y lo profano: tierra cielo, de abajo hacia arriba desde el devoto a lo sagrado, petición que se debe hacer con fe, que exige cambios en la vida cotidiana del católico, por ejemplo, el no hacerle daño a nadie y entrar en cierta lógica del diezmo para amparar la colaboración de los necesitados. Desde la perspectiva de las imágenes religiosas es importante comprender el sentido del símbolo como elemento que explica e interpreta la realidad última de las cosas en el mundo cotidiano. El universo de sentido se organiza de acuerdo a la manera como el hombre estructura su experiencia estrechamente relacionada con sus condiciones socioculturales y su ubicación en el contexto histórico y económico.
8 En Colombia sólo hay tres santuarios reconocidos por la iglesia católica: Bojacá, Monserrate y el Templo del Niño Jesús del 20 de Julio.
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V.
Un balance: del imaginario religioso y la memoria colectiva de los bogotanos.
La Virgen del Campo, al igual que el Señor Caído de Monserrate y el Divino Niño del 20 de Julio, se constituye a lo largo de estos cinco siglos en los principales emblemas del imaginario católico popular de los bogotanos. Como lo observamos, la constitución del imaginario católico, soportado en un alto porcentaje en los cuadros, imágenes y estatuas, se constituye en un elemento clave en el proceso de re-afirmación de un imaginario social que se relaciona con el mito fundacional de nuestra fe. El imaginario religioso bogotano como fenómeno histórico social se transforma, cada una de las imágenes referenciadas da cuenta de una relación particular de época, la cual ha incidido de manera significativa en la práctica religiosa de sus habitantes, en la constitución de una memoria colectiva y en la materialización de una identidad primero como santafereños, en la época colonial y, luego, como bogotanos católicos en la modernidad. La imagen religiosa vista desde cierta perspectiva se constituye en un emblema de poder que sirve de punto de partida para dar cuenta de las representaciones colectivasen donde se articulan las ideas, las imágenes, los ritos y los modos de acción. El imaginario religioso en Bogotá, como parte de una representación social se origina a partir de la relación que establece el colectivo anónimo de los sujetos con su memoria, constituyéndose así una subjetividad producto de la incorporación, por parte de los individuos, de significaciones imaginarias, en este caso religiosas, de la sociedad a la que pertenece. La religión católica cristiana se constituye en una religión de la memoria y este elemento tiene una influencia incluso sociológica en el imaginario colectivo. En la creencia religiosa convergen el temor, la confianza y la esperanza en dicha fuerza superior que expresada en la imagen incide en un tipo particular de práctica religiosa, ya sea mediada por la dádiva, la limosna, la visita y peregrinación, el diezmo, la entrega y la transformación de la vida cotidiana del creyente. El catolicismo popular expresado en la práctica religiosa, se encuentra en cierta medida determinada por la imagen, la cual da cuenta de un alto nivel de devoción, que se expresa en una adhesión constante y perseverante que expresa un alto grado de fidelidad por parte de los creyentes. La imagen religiosa, es un elemento consubstancial al imaginario, a la práctica y su transformación que como expresión de memoria se encuentra vigente en la idiosincrasia de un alto porcentaje de bogotanos creyentes.
Capítulo 2. Imaginario y memoria religiosa en Bogotá
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Capítulo 3
CONDICIÓN JUVENIL, DESCAPITALIZACIÓN Y MEMORIAS EN LA MUTACIÓN DEL CONFLICTO COLOMBIANO Juan Carlos Amador Docente e investigador de la Facultad de Ciencias y Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Correo electrónico: [email protected]
Introducción El presente trabajo tiene como propósito analizar las posibles relaciones entre el concepto de condición juvenil (Reguillo, 2010), los procesos de descapitalización (económica, cultural y simbólica) de los jóvenes, a propósito de su vinculación casi ineludible al conflicto interno colombiano, y el lugar de la memoria como opción política para enfrentar el actual clima de desactivación social que subyace como consecuencia de la euforia por la seguridad y la defensa nacional. Si bien los estudios de juventud en América Latina y Colombia han mostrado importantes aportes para abordar este tipo de problemas académicos y prácticos, es poco frecuente el análisis de los fenómenos asociados con las formas de existencia de estos sujetos bajo el influjo del conflicto social y armado, así como sus efectos en los procesos de subjetivación. En consecuencia, esta aproximación se pregunta por las circunstancias históricas y generacionales de los jóvenes en Colombia, alrededor de un proceso de descapitalización que está teniendo lugar en el contexto de su uso como recurso estratégico para la guerra. Las violencias que surgen de este marco socio-cultural y en las que, evidentemente, están presentes los jóvenes, transitan a su vez por una zona de vacío que implica disputas complejas entre la memoria, la impunidad y el olvido. Por esta razón, este texto busca proponer el diálogo de dimensiones sociológicas, políticas e históricas del problema en cuestión, asumiendo que la memoria contiene importantes potencialidades como mediación política y epistemológica para enfrentar los huidizos escenarios de violencia en los que viven estos sujetos.
Capítulo 3. Condición juvenil, descapitalización y memorias en la mutación del conflicto Colombiano
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En términos generales, basados en los planteamientos recientes de Rosana Reguillo (2010), a propósito de la difícil situación que atraviesa la sociedad mexicana y las modificaciones socio-culturales y políticas inherentes al ejercicio de lo juvenil, asunto evidentemente atravesado por las circunstancias del narcotráfico y la precarización progresiva de las condiciones de vida de las poblaciones, se puede señalar que la noción de condición juvenil se vuelve, tal vez, más pertinente que el legendario concepto de culturas juveniles1. Para la investigadora mexicana, la condición juvenil es el conjunto de formas –particulares, diferenciadas y culturalmente- “acordadas”, encargadas de posicionar y delimitar la experiencia social y subjetiva de estos sujetos (2010, p. 401). La condición, probablemente, pasa por categorías, posiciones, clases y tipologías sociales, apoyadas frecuentemente en taxonomías y series enunciativas tendientes a la clasificación e intervención de los anormales2. Este planteamiento evidencia que las problemáticas de los jóvenes están intrincadamente relacionadas con aspectos estructurales y culturales del orden social, que enmarcan su condición de existencia y sus correspondientes procesos de inserción en el espesor las dinámicas histórico-sociales. Estas dinámicas no son homogéneas ni universales y deben ser comprendidas a la luz de los desajustes producidos en sociedades que, como la mexicana y la colombiana, han sido constituidas en el ejercicio mismo de la violencia. Se trata de un proceso de configuración, al decir de Norbert Elías (1997)3, que involucra tres escenarios emergentes en la actualidad: las asociaciones mafiosas cuyas formas de despliegue dependen de relaciones estratégicas con sectores legales e ilegales y con actores armados; la diversidad de expresiones productoras de sentido, las cuales hacen posible que el joven construya sistemas de creencias frente al mundo, en este caso, en medio de su desarraigo, escepticismo y desinstitucionalización; y la creciente oferta material y simbólica de artificios pro1 Al respecto, es importante recordar que este ha sido un concepto que tiene sus raíces en los estudios culturales de Birmingham, pero que ha sido bastante utilizado por investigadores latinoamericanos como la propia Reguillo. En el caso latinoamericano, desde los inicios de la década del noventa, fueron frecuentes las perspectivas teóricas que ubicaron a la juventud como portadora de identidades, esto es, un proceso en el que los jóvenes se descentraron de la noción de grupo etáreo, vinculándose a proyectos nómadas, caracterizados por su naturaleza efímera y transitoria. Particularmente, las nociones de tribus y generaciones ocuparon un lugar central en estas teorías. Aunque los debates en el mundo propuestos por Michel Maffesoli (1990) y Carles Feixa (2001), tardaron tiempo para ser valorados en sus consideraciones socioculturales y políticas, como otras posibilidades para identificar nuevos aportes alrededor de la política de juventud, fue aceptándose progresivamente que el horizonte de lo juvenil debía ser comprendido en el marco del cambio de época y en una nueva lógica política y cultural que reivindicaba la diferencia y la multiplicidad como otra manera de vivir juntos. 2 Aunque no se pretende incluir el marco teórico de Foucault (1991) para desarrollar estos planteamientos, es imprescindible aludir a la importancia que tiene su hipótesis en torno a los procesos de clasificación social con propósitos de control, que emergen de las relaciones saber-verdad, poder y subjetivación. 3 Según Norbert Elías (1997) el proceso de configuración es una compleja relación entre las estructuras psicológicas y los procesos sociales, dentro de los fenómenos civilizatorios. En el Proceso de la Civilización (1989, 1997), Elías propone, alrededor del plano individuo - sociedad, la conformación de los comportamientos individuales y la socio-génesis de las interdependencias individuales, las cuales remiten a tiempos de largo plazo en los que se producen las estructuras personales de los hombres (en la dirección de la consolidación y diferenciación de los controles emotivos) y las composiciones sociales, conducentes a la diferenciación y la integración. De este modo, operan líneas tanto de diferenciación como de prolongación alrededor de interdependencias sociales y controles estatales.
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cedentes del mercado, cuyas tramas están orientadas a suplir sus vacíos de capital simbólico, económico y cultural. De otra parte, es sabido que el sociólogo francés Pierre Bourdieu (2008), a lo largo de su obra, incorporó el concepto de capital simbólico así como sus relaciones y distinciones frente a otro tipo de capitales (económico y cultural)4. Particularmente, esta noción de capital, más allá de las tipologías marxistas, se ha convertido en uno de los planteamientos más pertinentes para comprender las formas de objetivación y, a su vez, de interiorización, en torno a las realidades sociales de los agentes que las conforman. De acuerdo con Bourdieu, el capital es un recurso invertido en un campo, el cual tiene diversas formas de funcionamiento en la esfera de la vida social, sujeto en todo caso a propósitos de reconocimiento, gratificación y legitimación social. Los campos, al ser parte del espacio social, pueden ganar autonomía (por ejemplo convirtiéndose en campos como el económico, el político, el religioso y el intelectual) en la medida que se coloquen en juego variables como las relaciones sociales, los intereses y los recursos propios. La adquisición de este tipo de capitales juega un papel muy importante en las sociedades dado que son los medios vitales para que los agentes sociales ocupen algún lugar en el campo social y/o en sus campos autónomos. Para la sociología de Bourdieu y, seguramente, para la de Elías, los procesos históricos están profundamente relacionados con realidades sociales que, a partir de variadas circunstancias que operan en la estructura social, pero también alrededor del carácter activo del sujeto, conllevan a la objetivación y la interiorización5. Esto significa que las realidades sociales pueden ser comprendidas atendiendo a dos mundos fundamentales en la vida de los sujetos. De una parte, al mundo de las reglas, las instituciones y los valores sociales, los cuales operan como condiciones limitantes, a la vez que como puntos de apoyo para la praxis. Y de otra, el mundo subjetivo e interiorizado, constituido principalmente por formas de percepción, de representación, de sensibilidad y de conocimiento6. 4 Es importante recordar que en El sentido práctico (1980, 2007), una de las obras icónicas de Bourdieu, el capital simbólico es propuesto como “(…) un crédito, pero en el sentido más amplio del término, es decir una especie de avance, de cosa que se da por descontada, de acreditación (créance), que sólo la creencia (croyance) del grupo puede conceder a quienes le dan garantías materiales y simbólicas (siempre my costosa en el plano económico) es uno de los mecanismos que hacen (sin duda universalmente) que el capital vaya al capital” (2007, p. 190). 5 Son los dos aspectos centrales para comprender el concepto de habitus. Se trata de una especie de subjetividad socializada. Es la producción de prácticas que están limitadas por las condiciones sociales que las soportan. También puede ser considerado como el conjunto de estructuras sociales que se graban en el cuerpo y la mente de los individuos. Es el punto en el que convergen la sociedad y el individuo, asegurando la experiencia activa de las experiencias pasadas, inscritas en los individuos a través de esquemas de percepción, de pensamiento y de acción, como medios que garantizan la conformidad de las prácticas y su constancia a través del tiempo (2007, p. 88). 6 Se trata del doble movimiento, expresado tiempo atrás por Sartre, una particular forma de interiorización de la exterioridad y de exteriorización de la interioridad. Es posible también establecer algunos niveles relacionales, a propósito de este problema, entre el concepto de configuración de Norbert Elías (concebido como estructura interior de la personalidad, en relación con los social en el largo plazo), el habitus de Bourdieu (concebido como disposición), la conciencia práctica de Anthony Giddens y las interacciones y habituaciones correspondientes a la sociología fenomenológica de Berger y Luckman.
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Reconociendo el valor de este sistema conceptual como parte de una sociología que se funda en bases estructuralistas y constructivistas, las cuales contribuyen significativamente a comprender la realidad social en clave socio-histórica, es importante señalar que el capital simbólico, entendido como el conjunto de propiedades (dones) imperceptibles, inefables y carismáticas que parecen inherentes a la naturaleza misma del agente, en realidad existe y funciona en la medida que dichos atributos sean reconocidos por los demás, quienes son los encargados de otorgar crédito a aquellos que lo poseen7. Este planteamiento guarda importantes relaciones con la filosofía y la ética política republicana (Ovejero, 2002)8 dado que lo importante en una sociedad no es garantizar únicamente el funcionamiento de cierto orden social, empleando cualquier instrumento o artificio (elecciones, asistencia, subsidios, derechos convertidos en servicios), sino particularmente otorgándole valor y fundamento a las relaciones sociales, en un marco de garantías ofrecidas por el Estado para que las personas puedan construir, en este caso, sus capitales económicos, culturales y simbólicos. Basados en estos dos conceptos preliminares –condición juvenil y capital simbólicoy, atendiendo a las actuales circunstancias de conflicto social y armado en Colombia, se puede señalar que la mayoría de los jóvenes colombianos –no sólo los urbanosestán pasando por un proceso de descapitalización creciente. Además de las descapitalizaciones cultural (originada por su falta de garantías para continuar estudios de educación superior) y económica (configurada a partir del desempleo estructural en el que están anclados), el despliegue del conflicto y el uso de estos sujetos como recurso para la guerra y las actividades de la mafia y el crimen organizado, indica que también se está produciendo una recia descapitalización simbólica. La generación de esta descapitalización de dones –en términos de Bourdieu- en los jóvenes, trae como consecuencia un vacío en la base de la estructura social y la emergencia de una brecha, materializada no sólo en desigualdad sino en exclusión y desarraigo, la cual es funcional para los intereses de ciertos sectores sociales (legales e ilegales). Este difícil escenario de descapitalización simbólica, especialmente desplegado en los jóvenes, requiere de acciones cualificadas por parte de las fuerzas vivas de la sociedad para proceder a su recapitalización. Además de las vías de hecho, como medio para acceder a recursos, asistencia y oportunidades, las organizaciones de la llamada sociedad civil, las víctimas de la violencia –ilegal, paraestatal y legal- e 7 Si se parte que el capital simbólico se expresa en atributos como el prestigio, la reputación, el crédito, la notoriedad, la honorabilidad, el gusto, la inteligencia, entre otros, entonces las prácticas sociales basadas en estos capitales, pueden conllevar al reconocimiento de la persona como interlocutor válido, alrededor de una semiósis social distinta a la de competencia y egoísmo, propia de las sociedades capitalistas. 8 Para Ovejero (2002) el problema de la democracia pasa por tres niveles: como instrumento, como historia y como fundamento ético y político. Para el pensador ibérico, el tercero, enmarcado en los principios de un nuevo republicanismo, privilegia el debate, la controversia y la construcción de alternativas para vivir en comunidad. El ejercicio de la deliberación es en sí mismo la democracia, más allá de los dispositivos para elegir representantes y componer instancias legislativas que, supuestamente, encarnan al pueblo.
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incluso algunos sectores de la academia han observado en los procesos relacionados con la memoria, la rememoración y las exigencias de no repetición opciones para responder a este vacío. La memoria, entendida como mediación política y epistemológica para comprender de otro modo la realidad social e histórica y potenciar así a los sujetos, se convierte en un dispositivo de gran valor para construir un marco socio-cultural distinto, capaz de dislocar la normalización de la deshumanización de los otros. Se trata de un proceso que, a la vez, exige a las víctimas salir de su victimización9, conminándolas a transgredir las narrativas oficiales de los acontecimientos. Si los jóvenes logran ser parte de este tipo de experiencias de la memoria, las cuales requieren formación, reflexión e intervención, seguramente se estará avanzando en su recapitalización simbólica. Si ésta es conquistada progresivamente, será posible tejer caminos y así propiciar recapitalizaciones culturales y económicas. En lo que sigue del documento, se presentarán dos aproximaciones basadas en algunas perspectivas teóricas, en investigaciones adelantadas con jóvenes y en datos alusivos tanto a las condiciones de vida de los jóvenes como del conflicto interno colombiano. En primer lugar, se realizará una lectura de la mutación del conflicto social y armado como medio para comprender la vinculación del proceso de descapitalización simbólica de los jóvenes en el marco de esta estrategia de control social, la cual está seriamente influida por las retóricas globales de la seguridad, la defensa nacional y la lucha antiterrorista. Y en segundo lugar, se procederá con la identificación de los principales elementos de la memoria como mediación política y epistemológica, capaz de favorecer posibles formas de recapitalización y medios efectivos para la reinvención de la emancipación social, al decir de Boaventura De Sousa Santos (2005).
I.
Mutación del conflicto y descapitalización simbólica en los jóvenes
Para dar inicio a este apartado, conviene precisar las características más sobresalientes del conflicto social y armado en Colombia, no sólo como una aproximación al mapa de las violencias que han sido prolongadas en el país por más de cinco décadas, sino como un intento por comprender su mutación y reconfiguración. Al respecto, se propone una lectura en tres niveles: el conflicto como eje de la desigualdad y la exclusión, entendidos como procesos sobre los que se ha constituido el orden social 9 La victimización del sujeto es un proceso de desactivación social y política que opera por la vía de una particular integración social, caracterizada por la asistencia y el maniqueísmo. Generalmente, las narrativas de la victimización, auspiciadas por dispositivos jurídico-políticos y retóricas que circulan en la sociedad, introducen mecanismos de dependencia de aquellos que han pasado por episodios de violencia y de vulneración de sus derechos, a través de asistencia social.
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colombiano; las cifras del conflicto, información necesaria como aproximación a una realidad en la que están inmersos los mundos de vida de los jóvenes; y la mutación del conflicto, la cual, además de dar cuenta de nuevas expresiones en torno a la confrontación social y armada entre diversos actores, proporciona pistas para interpretar el proceso de descapitalización de la juventud como caldo de cultivo para favorecer la implementación de proyectos hegemónicos legales e ilegales. Sobre el primer nivel, es importante recordar que el conflicto en Colombia es un fenómeno vinculado a la naturaleza colonial y la herencia republicana sobre la que se construyó el ideal de estado nacional. Bajo una disputa no resuelta de proyectos de nación, promovidos por élites criollas que pregonaron la independencia, la lealtad a la madre patria, el centralismo y/o el federalismo fue apareciendo un paisaje de violencias, ampliamente estudiado por la historia política y económica, pero pocas veces analizado en su historicidad y en su raíz moderno-colonial10. Alrededor de esta composición social y política, en la que la diferencia fue librada en los campos de batalla, se fue cristalizando una matriz de poder articulada a un sistema de desigualdad y otro de exclusión. Sobre estos dos sistemas se fue ejerciendo el control social de la población, se introdujeron retóricas en torno a la identidad nacional y fueron construidos poderosos mecanismos de subjetivación relacionados con el anclaje de nociones como pobres, ignorantes y condenados11. El sistema de desigualdad operó mediante la diferenciación por clase social, posesión económica y acceso a servicios. Mientras que progresivamente se fue desplegando a lo largo del siglo XX una clase social provista de tierras y bienes, se profundizó el rezago de sectores con amplias demandas materiales y evidentes restricciones simbólicas. Sin embargo, estos sectores se incorporaron al modelo mediante el trabajo a destajo y a través de tipologías legalizadas de explotación. Se trata de la legitimación de un proceso de jerarquización social que operó a través del eje norte- sur (Santos, 2003), el cual tipificó a su modo el sistema mundial. Esto significa que, bajo la premisa de adoptar un particular modelo económico –capitalista-, se fue configurando un mecanismo de subordinación asociado con el trabajo y el capital, en el que la serie pueblo, pobres, desiguales cumplió un papel estratégico para el control social y la
10 Apoyados en Arturo Escobar (2005) y los planteamientos procedentes del grupo Modernidad/Colonialidad, también conocido como Giro Decolonial, se puede señalar que son cuatro los elementos centrales del análisis que efectúan al carácter colonial de las sociedades occidentalizadas que pasaron por experiencias de subalternización y subordinación: colonialidad del poder (Dussel, 2005; Grosfoguel, 2007; Mignolo, 2008), colonialidad del saber (Lander, 2005; Castro- Gómez, 2007), colonialidad del ser (Maldonado-Torres, 2007) y colonialidad de la naturaleza (Walsh, 2007). 11 Estos tres conceptos proceden de dos planteamientos. De una parte, Daniel Díaz (2008) propone esta triada como una manera de comprender los sustratos discursivos sobre los que se fue marcando la colombianidad, especialmente, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en el país. De otra parte, es inevitable aludir a la obra de Franz Fanon sobre Los Condenados de la tierra (2007). Para el pensador poscolonial, los colonizados en tanto pobres e ignorantes, asumidos como inalterables e inhumanos (Damnés) por parte de sus colonizadores, no son más que una estrategia de subontologización, que los ubica como muertos vivientes o como vida en el infierno.
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gubernamentalidad. Por supuesto, se trata de un fenómeno que tuvo lugar en el marco de un ambiguo proceso civilizatorio y de integración social, que operó en Colombia a partir de la década del veinte del siglo pasado. De otra parte, se encuentra el sistema de exclusión. Según Santos (2003), la exclusión se da por la vía cultural, científica y normativa. La matriz de poder que se consolidó en Colombia durante este periodo promovió, además de la brecha económica, una especial manera de demarcar las diferencias mediante la raza, el sexo y la edad. Particularmente, la circulación de teorías, sólidamente vinculadas a la eugenesia, la criminología y el darwinismo social12, incorporaron la serie verdad, taxonomías, intervenciones con el fin de implementar potentes dispositivos de clasificación social y de prohibición en la población. Trabajos como los de Castro-Gómez (2007) y Díaz (2008) muestran cómo las figuras de saber (médico, psiquiatra, sociólogo, educador) tuvieron una responsabilidad seminal en la composición de un paisaje en el que la anormalidad, asociada con las enfermedades sociales y los problemas originados por taras culturales, admitía intervenciones, confinamientos y medidas excepcionales que se fueron naturalizando. Estos dos sistemas, aunque contienen sus propias lógicas de funcionamiento, se entrecruzan y operan de manera complementaria. En el régimen de desigualdad, la profundización de las diferencias a través de la posesión de la tierra y el acceso a bienes utiliza a los excluidos como recursos para conquistar el progreso mediante discursos y prácticas que legitiman y legalizan su explotación. Esto explica por qué el pobre no sólo es el mestizo -quien es integrado por la vía de un trabajo mal remunerado- sino especialmente el indígena, el negro, las mujeres, los niños y los jóvenes. La desigualdad requiere de la exclusión, pues son las figuras distantes del modelo ideal (varón, blanco, burgués, ilustrado) las elegidas para que, subordinadas, soporten las bases de la acumulación capitalista y conformen el cuerpo social de la nación, el cual además de vigoroso y limpio debería ser productivo y obediente. De este modo, la constitución de la sociedad colombiana a lo largo del siglo XX, más allá de la implementación de un modelo latifundista que resultó útil para prolongar el sistema colonial como dispositivo de control -pese al interés del gobierno de López Pumarejo por implementar una ley de tierras que nunca prosperó-, fue configurada mediante el racismo, el sexismo y el patriarcalismo. Estos tres elementos se fueron cristalizando mediante dispositivos jurídico-políticos, saberes científicos y un sistema económico que pretendía emular el estado schumpeteriano implementado por el norte. Sin embargo, aquello que permitió la complementariedad de estos tres entramados socio-culturales fue una contundente articulación entre las retóricas de la identidad nacional y el despliegue del conflicto armado. 12 Es importante recordar que estas teorías tienen una larga tradición y fueron construidas en Europa desde finales del siglo XIX. La sociología de Spencer y la criminología de Lombroso se convirtieron en auténticos dispositivos para el control social, materializados frecuentemente en políticas macrosociales asociadas con la higiene y el control de la natalidad.
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La identidad nacional es un tema amplio que siempre resultará difícil de abordar dada la dificultad para entender la construcción difusa y siempre ambigua de la nación en América Latina13. Sin embargo, se puede señalar que retóricas alusivas a la civilización, la modernización, el progreso y el desarrollo, evidentemente introducidas por el norte entre las décadas del treinta y el setenta, constituyeron una base discursiva de gran solvencia para fomentar la unidad del cuerpo nacional. Aunque en principio el propósito fue favorecer el crecimiento de industrias nacionales y crear una base trabajadora que contribuyera a su consolidación, posteriormente fue la fe en las instituciones –escolar, eclesiástica, higienista, castrense, fabril, empresarial- y la confianza en el internacionalismo norteamericano, los vectores centrales sobre los que se orientaría el imaginario social hacia la legitimación, ya no de la clasificación social sino de la estratificación, la ciudadanía y la defensa nacional. El conflicto armado fue el escenario en donde se intentó construir este imaginario. Se trata así de una sociedad que se sumergió en una guerra interna, provocada por diversas fuerzas con distintos proyectos y disgregadas por todo el territorio nacional. Al parecer, la muerte de Gaitán en 1948, la conformación de bandoleros en el sur del país, la organización de guerrillas de corte marxista-leninista y maoísta así como la instauración del frente nacional, como acontecimientos primigenios del llamado periodo de la violencia en Colombia, resultan insuficientes como hipótesis para explicar el crecimiento del conflicto y su sostenimiento hasta la primera década del siglo XXI. La genealogía de la guerra en Colombia no puede perder de vista tres variables fundamentales sobre las que se desplegó el conflicto: la matriz colonial que legitimó y legalizó la desigualdad y la exclusión (explicada arriba); una estrategia desarrollista14 que fue implementada por el norte mediante discursos y prácticas de saber-poder geopolíticos; y el uso de jóvenes como agentes estratégicos para el sostenimiento de un proyecto bélico-social funcional a los intereses del capital. Además de la red de instituciones al servicio del proyecto modernizador nacional (salud, industrialización, educación, vivienda), se introdujo la lógica de las agencias 13 Este es un planteamiento trabajado por distintos autores latinoamericanos. Particularmente, José Luis Romero (2001) en su obra Situaciones e Ideologías en América Latina aborda el conjunto de modelos y de fórmulas europeos y del norte, que tuvieron especial influencia en la construcción del orden social y económico del continente. Alrededor de esta idea, Romero desarrolla algunas hipótesis como la europeización, la aculturación y la dependencia, que se sustraen de las interpretaciones convencionales de los estudiosos de la nación en América Latina. 14 Después de la segunda guerra mundial, los planteamientos procedentes de la economía y de la política que subyacen del sistema mundo (Wallerstein, 1979) promueven modelos de desarrollo, al menos de dos tipos: el primero, ligado a la modernización, el progreso y la racionalidad, que propone mecanismos de crecimiento económico como medio para alcanzar mejores condiciones de vida de la población, acordes con su definición geopolítica en aquel momento, es decir, a tono con los parámetros introducidos por la demarcación entre primer mundo y tercer mundo; el segundo modelo, plantea la cooperación entre sociedades, especialmente a través de mecanismos de filtración, en el que sociedades prósperas apoyan con lo que les sobra a otras que se encuentran en condición de pobreza evidente. Sobra decir que este apoyo está supeditado a la lógica de alianzas, propia del periodo de entreguerras y de la bipolaridad inherente a las rivalidades entre el mundo capitalista y las sociedades socialistas.
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internacionales desarrollistas (FMI, BM, organismos técnicos de Naciones Unidas), las cuales incorporaron estrategias como: inducir, mediante doctrinas administradas por instituciones especializadas, nociones de desarrollo encargadas de profundizar la distinción entre primer mundo y tercer mundo como sistema de dependencia y de control biopolítico; y auspiciar la presencia de nuevos expertos y figuras científicas de lo social (economistas y planificadores del desarrollo), quienes fungieron como los autorizados para abordar los problemas sociales15. De este modo, lo colonial, lo biopolítico y lo geopolítico se funden, no sólo mediante las retóricas del desarrollo sino a través de la administración del conflicto. Por esta razón, el conflicto interno y los procesos sociales, económicos y culturales que le son constitutivos, no están desligados de la variable geopolítica en la que los sistemas dicotómicos se constituyen en su base ideológica y procedimental. El estímulo a la incorporación de relaciones dualistas que impusieron la desigualdad y la exclusión, esto es, pares ordenados cuya existencia sirve para legitimar la subordinación del diferente (interiorizado) mediante nociones como normales- anormales, desarrollados-subdesarrollados, capitalistas- comunistas, primer mundo- tercer mundo le dieron sentido a la lucha anticomunista y, luego, antiterrorista, las cuales se convirtieron en un medio necesario para el funcionamiento del modelo capitalista. De esta manera, subyace en el imaginario la justificación de la violencia legal y la construcción de la unidad alrededor de la eliminación de enemigos comunes, quienes se oponen al progreso y a los valores universales y verdaderos. Esta es la entrada de
15 A lo largo de las décadas del setenta y ochenta, la crítica a las teorías sobre el desarrollo fue prolífica. En América Latina y el Caribe fue prominente la labor de la CEPAL, las organizaciones populares y muchos intelectuales con militancias explícitas, especialmente inscritos en la filosofía de la liberación, el marxismo y la educación popular. Sin embargo, el conjunto de doctrinas procedentes del norte, contribuyeron a sostener estas nociones de desarrollo, atendiendo a las disposiciones geopolíticas de cada gobierno. Después de la política de la Buena Vecindad de F. Roosevelt, en la cual las relaciones con el sur se basaron en el apoyo a los proyectos modernizadores, en función de contar con aliados para enfrentar la guerra total, se destacan la Doctrina Monroe y Alianza para el Progreso como las experiencias más elocuentes en las que el desarrollo para los países del tercer mundo quedó supeditado a la voluntad de los Estados Unidos y a una demarcación explícita entre ricos y pobres. Como ha sido ampliamente estudiado, la Doctrina Monroe parte de la idea de apoyar a aquellos “pueblos libres” que luchan contra la amenaza subversiva y comunista, encarnada en los grupos armados que proliferaban en la región. Este planteamiento se concretó a través del Tratado Interamericano de Resistencia Recíproca (TIAR, 1947), el cual fue considerado el principal baluarte de la seguridad hemisférica, como base para el desarrollo de los pueblos. Por su parte, Alianza para el Progreso fue un programa que inauguró John F. Kennedy, diseñado para el periodo comprendido entre 1961 y 1970, que pretendía la cooperación y ayuda mutua de los Estados firmantes, el refuerzo de sus “comportamientos democráticos” y la “redistribución justa” de la riqueza obtenida con la inyección económica que procuraría la inversión de los 20.000 millones de dólares previstos. Además del fracaso de la Alianza ante la falta de reformas agrarias y fiscales en los países de la región, fue evidente la práctica intervencionista, no sólo del gobierno norteamericano, sino de organismos multilaterales como el Banco Mundial, quienes desde aquel momento empezaron a considerar nuevas estrategias ante el rezago vivido por estas sociedades en lo que se conoce como década pérdida. En adelante, las condiciones de un nuevo orden mundial y la hegemonía capitalista, cuyo liderazgo se encarna en las potencias del norte y el occidente, trajeron consigo nuevas concepciones sobre el desarrollo. Ya no se trataría entonces de la industrialización, la sustitución de importaciones y el vigor del cuerpo nacional como parámetros para garantizar mejores condiciones de vida. Ahora, la apertura comercial, la privatización y las reformas al Estado serán el modelo que augura un futuro mejor.
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aquello que Santos (2003) denomina fascismo social, comprendido como un medio de regulación social útil para localizar y demarcar los espacios y los grupos que se encuentran en los márgenes del régimen civilizacional. La novedad de este tipo de régimen es que funciona al lado y dentro de las sociedades que se declaran democráticas. El primer mundo requiere de la existencia de conflictos armados y de lo que Alain Joxe (2002) llama las pequeñas guerras, cuyo propósito es anclar diferencias coloniales, sostener la existencia de enemigos de la democracia y controlar el territorio para ponerlo al servicio del capital transnacional. Basados en investigaciones recientes en el Pacífico colombiano, el antropólogo colombiano Arturo Escobar (2005, p. 29) ha señalado que este territorio opera de varios modos: a través de la exclusión espacial; mediante la ubicación de territorios disputados por actores armados; combinando la inseguridad, el miedo y la desatención en escenarios concretos; e introduciendo una suerte de estrategias de fascismo financiero, las cuales frecuentemente dictan la marginalización de regiones y países enteros, que no cumplen con las condiciones necesitadas de capital. La reflexión de Escobar permite asegurar que las guerras declaradas, los conflictos armados internos, el ejercicio del terror, el horror originado por mafias organizadas y la dinámica de muchos grupos armados privados es un episodio que no puede analizarse únicamente en una perspectiva local endógena, sino que obedece a fuerzas de dominación a escala global. Además del control territorial y de recursos vía militar, ejercido por Estados Unidos en Afganistán, Irak y Libia recientemente, el sostenimiento de conflictos locales y regionales, desde Centroamérica y Colombia hasta Medio Oriente y África, producen condiciones que le son favorables al imperio (Escobar, 2005). Por lo tanto, la existencia de individuos vinculados a las actividades del conflicto como víctimas o victimarios, además de asumirse como un “mal necesario”, es una tragedia que responde al orden geopolítico y ontológico predeterminado por la racialización y demarcación espacial, que articula la colonialidad del ser y del poder. El caso del conflicto armado colombiano da cuenta de este orden moderno-colonial en el que los condenados hacen el conflicto bajo una predeterminación ontológica que encierra racialización y espacialización. Sin pretender homogeneizar la naturaleza de los conflictos locales en el mundo, se puede señalar que en medio de las singularidades de las intenciones de los actores de la guerra y, tras años de aniquilamientos sistemáticos, las pequeñas guerras en muchas regiones del mundo han ido produciendo focos vedados, lugares donde todos saben que ocurren las cosas más perversas, pero que es mejor ignorar. Esos “no lugares”16, además de estigmatizados, se convierten 16 El término es planteado por Marc Augé (2008), al afirmar que, en los usos y apropiaciones del espacio, van surgiendo lugares reconocidos y aceptados y, otros, rechazados, negados y asociados generalmente con el miedo y el anonimato. Aunque el autor francés alude con esta hipótesis al contexto europeo de lo que llama la sobremodernidad, el término se vuelve pertinente frente a las formas de espacialización del territorio, en el marco del carácter problemático de la tierra en Colombia.
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progresivamente en la escena del crimen, el territorio del desprecio, el espacio del olvido. Según Daniel Pécaut (2006), la violencia es especialmente ejercida en zonas de frontera, particularmente en territorios de colonos, quienes no siempre tienen títulos de propiedad ni pueden repeler las prácticas de desarraigo con las que operan los grupos armados en sus maniobras de perpetración. Aunque es válida la apreciación del analista franco-colombiano, el suceso se vuelve aún más complejo cuando se corrobora que el mayor número de homicidios generados en Colombia no se da en los campos de batalla sino como producto de las riñas, las venganzas, las actividades delictivas y el microtráfico, los cuales son más frecuentes en las ciudades que en los escenarios rurales. Se trata entonces de un conflicto interno cuyo radio de acción incorpora zonas rurales y urbanas, así como tierras ocupadas por colonos y territorios con importantes potencialidades para sectores de la economía global como la minería, la agroindustria y el cultivo de productos utilizados para el narcotráfico. Además de los aniquilamientos expresados en la violencia bipartidista y en la guerra de guerrillas con su respectivo correlato anticomunista, propio del periodo sesentaochenta, las recomposiciones de la guerra empezaron a tomar nuevas formas a partir de la década del noventa. La presencia de carteles del narcotráfico y grupos paramilitares, cuyos orígenes deben situarse en la primera mitad de los ochenta, desplegaron nuevas formas de funcionamiento en el campo y la ciudad. También evidenciaron ingeniosos mecanismos de asociación entre sectores legales e ilegales tras el interés de consolidar un proyecto de ultraderecha que comprometió a mandatarios locales y nacionales, fuerzas militares nacionales y extranjeras y grupos armados ilegales17. Este anudamiento de actores situados en la defensa de un proyecto hegemónico que pretende ser agenciado mediante diversas vías, ha generado otra serie de patrones en el ejercicio de la violencia. Entre ellos, cabe destacar la eliminación sistemática de un partido político de izquierda como la Unión Patriótica, de sindicalistas, de mujeres líderes, del movimiento afro-colombiano, de comunidades indígenas de distintas zonas del país y de jóvenes18. Una vez realizado este recorrido, es necesario señalar dos circunstancias relacionadas con sustratos biopolíticos y coloniales menos perceptibles en las frágiles tramas culturales de la sociedad, a propósito de estas nuevas formas de gestionar el conflicto. En primer lugar, las cifras del conflicto indican que el orden social y las matrices
17 Al respecto es importante recordar el famoso Pacto de Ralito, en el que sectores legales e ilegales, auspiciados por políticos de diversas regiones del país, propusieron refundar la patria. Ver López (2010). 18 Esto se corrobora en varios estudios realizados por Organizaciones No gubernamentales, dedicadas a hacer seguimiento a estos trágicos sucesos. Una de estas entidades, la cual ha presentado sistemáticamente datos detallados por regiones, poblaciones y sectores es CODHES. (En línea). Disponible en: http://www.codhes.org/index.php?option=com_ docman&task=cat_view&gid=39&Itemid=51 Consulta realizada el 25 de septiembre de 2011.
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culturales sobre las que se despliega el devenir de la nación colombiana se encuentran ampliamente sumergidas en lógicas de violencia que encarnan manifestaciones propias del conflicto armado, pero también del conflicto social. En segundo lugar, aunque son diversos los sectores y poblaciones que hoy hacen parte de los episodios de guerra interna en el país, en condición de víctimas y victimarios, son los jóvenes quienes sostienen el conflicto y se constituyen en su objeto preferido de abyección. En el primer caso, se trata de un proceso de configuración social y psíquico de larga duración (Elías, 1997), en el que están involucrados muchos sujetos y grupos. Esto explica por qué cada vez es más explícita la relación entre sectores legales e ilegales, quienes han entendido que la articulación entre el poder económico y el poder político depende preferiblemente de su vinculación a grupos armados –legales e ilegales- y mafias. Esto también, permite entender por qué sectores económicos nacionales y transnacionales se valen de grupos armados para llevar a cabo la posesión de tierras y la explotación de recursos como parte de sus propósitos de acumulación capitalista. Los casos de Philip Morris, Chiquita Brands, Drummond, entre otros, dan cuenta de este episodio durante las últimas dos décadas19. Aunque este es un tema que merece un mejor tratamiento, se hará énfasis en el segundo aspecto: el de los jóvenes y su uso como recurso para la guerra, asunto que produce su descapitalización simbólica. En la actualidad, Colombia cuenta con más de 450.000 efectivos en sus fuerzas armadas, las cuales están conformadas por cuatro grandes fuerzas (ejército, armada nacional, fuerza aérea y policía). Además de este descomunal pie de fuerza, hace parte de su estrategia de lucha contra el terrorismo el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), cuyas funciones se centran en ejercer prácticas de inteligencia de Estado en asocio pleno con el gobierno nacional, así como implementar políticas del sector administrativo en materia de inteligencia para garantizar la seguridad nacional interna y externa del estado colombiano. Según fuentes oficiales, esta entidad cuenta con cerca de 7.000 miembros y, pese a sus escándalos en los últimos nueve
19 Al respecto, han sido bastante difundidos los casos de las transnacionales Chiquita Brands, Philip Morris y la Drummond, las cuales han aparecido vinculadas a las actividades criminales de grupos paramilitares. A manera de ilustración, el caso de la Drummond fue conocido recientemente a través de alias ‘Samario’, quien contó en un juicio que se adelanta en contra de Jorge 40, que el tema del asesinato de los sindicalistas Valmore Locarno y Víctor Hugo Orcasita, presidente y vicepresidente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria Minera, Petroquímica, Agrocombusible y Energética -Sintramienergética-, obedeció a la presión que estaban ejerciendo por promover una huelga en la corporación y así obligar al cambio del contratista que proveía el servicio de alimentos a los trabajadores en la mina de carbón. Para tal efecto, en 2001, miembros de la Drummond se reunieron en una finca cercana a Bosconia (Cesar) con Rodrigo Tovar Pupo alias ‘Jorge 40’, jefe paramilitar del Bloque Norte, y Óscar José Ospino Pacheco alias ‘Tolemaida’, jefe del frente Juan Andrés Álvarez. Señaló “el samario”: “La reunión se hizo para eso. No escuché porque mi función era prestar seguridad pero como era el hombre de confianza de ‘Tolemaida’, él me contó que se había planeado el asesinato de los sindicalistas”. (En línea). Disponible en: http://www.colectivodeabogados.org/Samario-reitero-que-funcionarios Consulta realizada el 23 de septiembre de 2011.
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años20, se sostiene como un bastión de la democracia y la seguridad. Fuerzas armadas y personal dedicado a la inteligencia que exigen la seguridad nacional y la lucha antiterrorista, cuentan con los jóvenes colombianos como la base de su labor operacional. Aunque no existen cifras oficiales acerca de la distribución de las edades que conforman el pie de fuerza en Colombia, al menos abiertas al público, se puede señalar que el 90% de los 450.000 efectivos lo constituyen jóvenes, quienes regularmente son los que combaten a través del servicio militar obligatorio21, la carrera militar o su inserción en el oficio de soldados profesionales. Es común observar además cómo, mediante la publicidad –televisiva, radial, digital y de prensa- y las campañas institucionales, se invita a niños y jóvenes a unirse a las fuerzas militares y a luchar por una causa que invoca la unidad y una particular producción de sentido, apoyada en retóricas como “los héroes en Colombia sí existen”. Por ejemplo, en piezas publicitarias de pocos segundos, unos soldados aguerridos expresan a los colombianos su valor –varonil y patriarcal- al defenderlos sin conocerlos. A pesar de las inclemencias de la guerra, estos jóvenes encarnados como soldados de la patria, muestran su sacrificio y lealtad a los colombianos –al estilo de los próceres de la independencia- para estar al frente del campo de batalla22. De otra parte, pese a las prohibiciones legales de reclutar o involucrar menores de 18 años en la guerra23, a través de programas de diverso orden, niños, niñas y jóvenes continúan siendo vinculados indirectamente a acciones militares legales. En las campañas cívico-militares, tanto la policía como el ejército reclutan niños y niñas para
20 Es importante recordar que en la actualidad cursan investigaciones judiciales y condenas por las interceptaciones ilegales perpetradas por esta entidad y ordenada por su cúpula directiva, entre 2002 y 2009. 21 Es importante recordar que, sólo hasta 1997, el estado colombiano se comprometió a reclutar a los mayores de 18 años, dada la presión internacional asociada con las exigencias establecidas en la Convención de los Derechos del Niño. 22 Son seis comerciales con duración de un minuto cada uno, que expresan el diario vivir de los soldados colombianos. En la apuesta visual es evidente la exposición de una retórica del sacrifico, unida al bien colectivo de una patria sitiada por enemigos. Se trata de la puesta en escena de un mecanismo de legitimación social basado en el apoyo de la población civil, quien está profundamente agradecida con esta institución. (En línea). Disponible en: http://www.ejercito.mil. co/?idcategoria=228782 Consulta realizada el 30 de septiembre de 2011. De otra parte, también llaman la atención campañas de la policía nacional en las que abiertamente invitan a los jóvenes y niños a ser parte de la institución, formarse y portar el uniforme. Por ejemplo los programas Jóvenes por los derechos de la policía nacional y Carabineritos se basan en el enunciado de fomentar en los niños, niñas y adolescentes, pertenecientes a la Policía Cívica Juvenil, el respeto por los derechos de los demás y la defensa de los propios, fortaleciendo el espíritu cívico y la mutua ayuda y cooperación, estableciendo óptimas relaciones policía - comunidad, con el fin de estimular su compresión y práctica, dentro de un estado de convivencia pacífica como futuros constructores de la sociedad. (En línea). Disponible en:http://www.policia.gov.co/portal/ page/portal/Carabineros/ProgramaCarabineritos Consulta realizada el 30 de septiembre de 2011. 23 El Protocolo II, adicional a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949, en su artículo 4, relativo o las “Garantías Fundamentales”, numeral 3 (c), establece la prohibición de reclutar menores de 15 años en las fuerzas o grupos armados que son parte en un conflicto que no tiene carácter internacional, así como su participación en las hostilidades. En similar sentido se encuentra establecido la prohibición contenida en el artículo 38 de la Convención sobre los Derechos del Niño que, a diferencia del Protocolo II, habla de la participación directa en las hostilidades. Sobre los numerales 2 y 3 de este artículo, el estado colombiano presentó reserva, aumentando la edad mínima de vinculación a las Fuerzas Armadas a los 18 años y reiterando su compromiso de velar para que niños o niñas no participen directamente en las hostilidades.
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labores de promoción cívica. Generalmente, son uniformados y utilizados para promover la bondad, la responsabilidad social y el compromiso de la institución con los derechos humanos. Es importante recordar que estas prácticas, además de pasar por alto las recomendaciones de la Defensoría del Pueblo, continúan siendo desplegadas en todo el territorio nacional mediante programas como“Soldado por un día” y “Club Lancita”, provocando un riesgo inminente a los niños y niñas, toda vez que organismos internacionales como la UNICEF han señalado las implicaciones, en el marco del derecho humanitario, de este tipo de actos en países con conflictos armados internos. Uniformarlos y hacerlos parte de una fuerza en disputa es poner en riesgos sus vidas y las de sus familias. Cifras recientes de la Procuraduría Nacional, la Defensoría del Pueblo y de Organizaciones No Gubernamentales como Human Rights Watch y la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia señalan que pueden existir, al menos, cerca de 15.000 menores de edad en los grupos armados ilegales. Esto, pese a las desmovilizaciones producidas con motivo de la ley 975 de 2005 y la arremetida militar ejercida hacia grupos guerrilleros durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe, bajo la égida de la seguridad democrática24. No existen datos del número de jóvenes (mayores de 18 años) que hacen parte en la actualidad de grupos guerrilleros, paramilitares y/o las conocidas Bacrim (bandas criminales emergentes)25. Sin embargo, si se tiene en cuenta que a 2011 las cifras oficiales aluden a 18.000 integrantes de las FARC (con operaciones en 24 de los 32 departamentos del país), 2.300 del ELN (situados preferiblemente en los santanderes), y cerca de unos 30.000 en las Bacrim (cuyas operaciones se extienden hacia la mayor parte de la geografía nacional), se puede inferir que, en el contexto de los grupos ilegales, están presentes unos 45.000 jóvenes. Esto si se tiene en cuenta que los estudios internacionales muestran que, el 90% de los ejércitos legales e ilegales del mundo, son conformados por jóvenes.
24 En un trabajo anterior, hice una aproximación a la construcción de las subjetividades de niños, niñas y jóvenes desvinculados del conflicto armado en Colombia y fue llamativo identificar que estos sujetosingresan a la política de seguridad democrática a través de redes de informantes pagadas, recompensas y su incorporación como soldados campesinos. Ver Díaz y Amador, 2010. 25 Según León Valencia de la Corporación Nuevo Arco Iris, las bandas emergentes “destruyen el orden social para poder florecer... ...y allí está su gran riesgo para la seguridad de los ciudadanos, porque atacan a las instituciones, a los líderes sociales, a los políticos honestos, a las familias unidas y a los trabajadores organizados”. Valencia afirma que hay tres tipos de bandas criminales: las emergentes, las de rearmados que después de desmovilizarse volvieron a las armas y al negocio; y las de disidentes, ex paramilitares que se salieron del proceso de Ralito o que nunca quisieron entrar. Entre las agrupaciones se pueden identificar las Águilas Negras, la Banda Criminal de Urabá, los Urabeños, los Machos, los Paisas, Renacer, Nueva Generación, los Rastrojos y los Nevados. Ver también El Espectador: Bacrim los nuevos paras.(En línea). Disponible en: http://www.elespectador.com/noticias/wikileaks/articulo-292354-bacrim-los-nuevos-parasConsulta realizada el 25 de septiembre de 2011.
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Más allá de las cifras, es importante llamar la atención sobre el lugar que ocupan los jóvenes en el sostenimiento del conflicto armado como una expresión legible de control social y gubernamentalidad. La incorporación de los jóvenes en los grupos armados y su habituación a las tecnologías de la muerte, cuya lógica opera a través de la deshumanización del otro26, no sólo rompe el tejido social y condena a la víctima a una condición de subordinación inminente, sino que además produce un desajuste estructural en el que las nuevas generaciones –tanto en su circunstancia de víctimas como de victimarios- se vuelven objeto de descapitalización simbólica. Retomando lo señalado por Reguillo (2010), en el marco del análisis de las violencias en México, este es un suceso que no puede seguir siendo explicado, asumiendo que estas formas de desafiliación están originadas por la falta de valores y por la desintegración familiar. Como se señaló anteriormente, el sostenimiento del conflicto es funcional a muchos sectores legales e ilegales, nacionales y transnacionales, que tienen que ver con intereses por la tierra, el narcotráfico, la agroindustria y la minería en Colombia. Los jóvenes son los elegidos para llevar a cabo esta labor. A falta de capital económico, el Estado invita a los sujetos desde niños a afiliarse a las fuerzas militares y los grupos ilegales hacen lo propio apelando a métodos menos sofisticados. A falta de capital cultural, el Estado propone la ampliación de la cobertura educativa hasta la educación media, pero se empeña en convertir la educación superior en una mercancía, en asocio con el sector privado y transnacional. Uno de cada dos jóvenes que logra ingresar a la educación superior, termina desertando del sistema dadas las dificultades económicas y sociales para sostenerse. Los que logran terminar y titularse, ingresan en la informalidad y el desempleo estructural, asunto que en la mayoría de las ocasiones se complejiza, al evidenciar que sus familias tuvieron que endeudarse con el sector financiero para pagar sus estudios superiores. El cuadro entonces, es doblemente problemático, toda vez que hay más jóvenes profesionales desempleados y más padres de familia endeudados. De este modo, se evidencian tres tipos de desafiliación de los jóvenes: la laboral (descapitalización económica), la educativa (descapitalización cultural) y la desafiliación por inserción a la guerra mediante fuerzas legales e ilegales (descapitalización simbólica) ¿Este es el modelo de inserción de los jóvenes a la sociedad colombiana?
26 Este es un planteamiento trabajado por varios autores, entre ellos María Victoria Uribe (2008), quien basada en referentes antropológicos aborda el problema de la guerra desde las categorías deshumanización, sacrificio, carnicería y animalización, en el marco de las masacres –presimbólicas- observadas en el conflicto armado colombiano. Desde otro punto de vista, Aimé Cesaire afirma: “Estos hechos prueban que la colonización, repito, deshumaniza al hombre incluso más civilizado; que la acción colonial, la empresa colonial, la conquista colonial, fundada sobre el desprecio del hombre nativo y justificada por este desprecio, tiende inevitablemente a modificar a aquel que la emprende; que el colonizador al habituarse a ver en el otro a la bestia, al ejercitarse en tratarlo como bestia, para calmar su conciencia, tiende objetivamente a tratarse él mismo en bestia” (Césaire, 2004, p. 19).
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La descapitalización simbólica trae consigo grandes consecuencias. Además de quebrar el orden social, profundiza los procesos de desinstitucionalización e introduce matrices culturales caracterizadas por la naturalización de la violencia y la deshumanización. Según Bourdieu (2008), los capitales simbólicos son fundamentales para garantizar el reconocimiento y la gratificación personal y social. Y, según Ovejero, más allá de los instrumentos para sostener el modelo civilizatorio de la democracia por la vías de las elecciones y la asistencia27, las bases éticas y políticas son centrales para vivir no sólo como proyección de la democracia sino en la democracia. La comprensión de la realidad social y el reconocimiento del valor de la vida, comprendidos como expresiones cruciales, originadas por la posesión de un capital simbólico necesario para vivir en sociedad, es un proceso que requiere de condiciones económicas y culturales conducentes a la afiliación de los jóvenes a un contrato social que requiere ser reinventado. Además de su desafiliación, los jóvenes tienden a la transgresión. Generalmente se trata de fisuras generadoras de gran incomodidad para los demás sectores sociales. Si la sociedad y el estado logran hallar caminos para afiliar a estos sujetos sin acudir a las consabidas estrategias para su incorporación a la guerra –legal e ilegal, bajo la existencia de garantías reales de capitalización económica y cultural, seguramente podrán hacer aportes significativos para la necesaria reinvención del estado y de las instituciones, que está por adelantarse en Colombia a través de transgresiones creadoras, potenciadoras de la acción social. Sin embargo, esta es una exigencia que, en la actualidad, no puede quedar supeditada a la voluntad de los gobiernos de turno o a la recepción de las promesas procedentes de las políticas sociales de orden local y/o nacional. Aunque los progresos en la materia son importantes, es evidente un divorcio entre sus declaraciones discursivas y sus formas de implementación28, asunto que requiere de mediaciones políticas y epistemológicas que favorezcan estos cambios. Una de estas mediaciones, la cual puede resultar ser útil como escenario para la recapitalización simbólica de los jóvenes dada su potencia transgresora y desestabilizadora, es la memoria. Alrededor de ésta operan procesos como la rememoración, la subjetividad y la praxis. No se trata de un artilugio que pueda ser utilizado para “superar” los sucesos traumáticos de la víctima y así proceder a su tratamiento psicosocial. La memoria, asumida como mediación, puede convertirse en un instrumento fundamental para: develar de otro modo los acontecimientos ocurridos, más allá de la 27 Este es un debate muy importante de la ciudadanía. La ciudadanía social de Marshall (1950, 1991) propone que ésta opere como un estatus ontológico, capaz de suplir la desigualdad de las clases sociales. Apelar a los derechos sociales garantiza ese estatus y llena el vacío de la desigualdad de las clases sociales. Esta es una postura radicalmente criticada por los estudiosos de la ciudadanía. Sin embargo, es una máxima que se mantiene vigente en la mayoría de las políticas sociales sobre jóvenes. 28 Esto lo pudimos corroborar en un estudio adelantado en Bogotá sobre las retóricas de los derechos humanos y los procesos de formación. El divorcio entre las retóricas de la formación, en las que suelen estar incluidos niños y jóvenes, guarda una distancia considerable frente a sus práctica y modos de operacionalización, a propósito de la tercerización de la política social (Amador, 2010).
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naturalización del mal necesario; asumir posiciones políticas que contribuyan a comprender la historicidad del sujeto y de la sociedad como forma de repensar el presente y el futuro; construir formas de visibilización social de agentes sociales subalternizados; producir urdimbres de sentido, en términos de percepciones, representaciones y conocimientos conducentes a nuevas formas de empoderamiento para la liberación; y fungir como instrumento para la implementación de nuevas racionalidades y producción de saberes.
II. La memoria como mediación para la recapitalización simbólica La construcción de lo juvenil en occidente ha sido un proceso de largo aliento, asociado frecuentemente con el despliegue del mercado, la recomposición de las culturas y la implementación de dispositivos de reconocimiento jurídico-políticos, cuyo fin es su control social. Esta configuración de lo juvenil, comprendida como el conjunto de tramas enunciativas y reguladoras que se crean alrededor de estos sujetos en relación con el orden social, constituyen la base de lo que cristaliza su condición. Por esta razón es relevante hacer una aproximación a la relación entre condición juvenil y memoria, como un intento por superar las series enunciativas que suelen condenarlos y que han traído consigo, además de su descapitalización simbólica, una subalternización que opera mediante la desapropiación de su yo (Bauman, 2000; Reguillo, 2010). La desapropiación del yo, entendida como un proceso contingente en la construcción de la subjetividad, motivado por la presencia de contextos inestables, violentos y precarios en los que tiene lugar la vida de los jóvenes, los conmina al descontrol de su existencia y a su propensión a ser vulnerados o vulnerar a otros. Este fenómeno ha sido tratado por varios autores, quienes han observado en esta desapropiación del yo expresiones ligadas al escepticismo, la marginalización y la abyección. De esta manera, el riesgo permanente de la vida y el desprendimiento de figuras institucionales como la familia y la escuela se vuelven aspectos medulares en la construcción de sus mundos de vida. Esto hace que su propensión a la muerte sea naturalizada, en el marco de prácticas extremas, alrededor de un juego permanente entre la vida y la muerte, entre lo prohibido y lo deseado, y entre la identidad y la diferencia radicales. El investigador colombiano Carlos Mario Perea (2007) lo corrobora al trabajar con los “parches” en las ciudades de Barranquilla, Bogotá y Neiva29. Miguel Valenzuela (2009)
29 Perea (2007, s.p) trabajó con pandillas en estas tres ciudades del país. Señalaba en aquel momento: “La pandilla se va al extremo, embriagada más allá del límite. Al igual que con el poder y la fragmentación, con el localismo y la muerte, lleva al extremo el brete que atraviesa uno y otro. Lo hace también con la crisis de la masculinidad, desarropándola y exponiéndola en toda su crudeza. La mujer se convierte en semoviente de contabilidad, reducida a objeto de castigo por parte de quien se arroga su propiedad. Un barranquillero lo cuenta sin ambages, describe las golpizas propinadas a sus mujeres justificado en el argumento de ”
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hace lo propio al recorrer los mundos de vida de pachucos, cholos, maras, punks, chavos banda y góticos en diversos lugares de Latinoamérica. Se trata de perspectivas que se ocupan de identificar las marcas disímiles impresas en estos sujetos, a partir de elementos que definen su heterogeneidad y desigualdad en escenas diacrónicas y sincrónicas, organizadas a través de sus propias condiciones socioeconómicas y estilos de vida. Así, al compás de las temporalidades construidas alrededor de las tramas de sus mundos de vida, aparecen inscritos de diversas maneras rostros envejecidos prematuramente y subjetividades constituidas al fragor de la intimidación, la satisfacción y la muerte, particularmente de aquellos a quienes les ha tocado vivir sin oportunidades. Señala Valenzuela que, en lugar de acceso a la salud, la seguridad y la educación, han sido el miedo, el hambre y la violencia sus principales compañeros de viaje. Por esta razón, el cuerpo del joven se convierte en escenario de excepcionalidad y de perpetración. La excepcionalidad opera a través de dos vías, según lo señala Giorgio Agamben (2003, p. 94). En primer lugar, las sociedades requieren de figuras que puedan ser sacrificadas sobre las que recaiga la fuerza del Estado como garante del derecho, a partir del uso de la fuerza –legítima- si es necesario. Y, en segundo lugar, aunque no es lícito sacrificar a aquellos que han adquirido el rótulo de peligrosos, social y jurídicamente hablando, en caso de que éstos sean objeto de eliminación por parte de algún miembro reconocido de la sociedad, esto no dará lugar a condena. Se trata de la figura del homo sacer, un sujeto que es insacrificable, pero susceptible de ser eliminado. De esta manera, además de los tres fenómenos analizados hasta el momento (incorporación del joven en el conflicto social y armado; descapitalización simbólica como consecuencia de dicha incorporación; y desapropiación del yo), aparece el joven homo sacer como la expresión más aguda de su grado de abyección y subalternización. Para ejemplificar lo señalado, basta una aproximación a algunos datos ofrecidos por la Secretaría Distrital de Integración Social (SDIS, 2010), la Veeduría Distrital (2006) y el DANE (2007). En Bogotá hay un poco más de 1.600.000 jóvenes, los cuales corresponden al 23.8% de la población total de la ciudad. Las localidades en donde mayoritariamente se concentra población juvenil son Usme y Ciudad Bolívar (23 años), seguidas por Sumapaz (24 años), Bosa (25 años) y San Cristóbal (26 años). Según la Veeduría Distrital (2006), el mayor número de homicidios, muertes violentas, suicidios, lesiones personales y accidentes de tránsito se dan en jóvenes de 20 a 29 años. De otra parte, la tasa más alta de desempleo, según el DANE, tiene que ver con losjóvenes. El 30.4% de los desempleados de Bogotá corresponde a las edades de 15 a 19 años, mientras que el 21% representa el rango de 20 a 24 años. Del 95% de los sujetos que ingresa a la educación básica y media, tan sólo el 36% logra ser admitido en programas de educación superior, asunto que no necesariamente supone que la mayoría de este porcentaje ingrese a la universidad pública o que culmine con éxito
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su proceso de formación técnico, tecnológico o profesional. Algo más, Bogotá es la ciudad que registra el mayor número de embarazos adolescentes del país (160 embarazos por cada 1000 habitantes. Finalmente, no se puede olvidar que en el periodo 2003-2009 el país fue testigo de un plan siniestro en el que cerca de 3.000 jóvenes de diversas regiones del país fueron objeto de eliminaciones extrajudiciales, siendo presentados ante la opinión pública como terroristas caídos en combate por parte de las fuerzas militares30. Este panorama confirma que el joven se ha convertido en el homo sacer del que habla Agamben. Las narrativas acerca de su peligrosidad y un ambiente desestructurado y precario en el que está propenso a la deshumanización, en condición de víctima o de victimario, requiere la formulación de opciones teóricas y prácticas que favorezcan la recomposición de su yo y que fomenten su recapitalización simbólica. El lugar que ha empezado a ocupar la memoria en las últimas décadas en la región, como consecuencia de una escena social y política en la que los conflictos han sido tratados a través de la negociación, la justicia transicional y restaurativa31 y experiencias de rememoración, muestran que es posible asumir de otro modo la realidad social del pasado como posibilidad para ejercer soberanía sobre el presente y, de esta manera, proyectar el futuro. Las memorias, señala Elie Wiesel (1998), especialmente aquellas que surgen de los hechos traumáticos y del dominio paralizante de la violencia, deben ingresar en la historia y permanecer en ella. Al haber sido subsidiarias de las voces oficiales y de los discursos de verdad, las memorias subalternas han permanecido al margen y, probablemente, se han sumergido en el magma del silencio. Se requiere entonces de las condiciones necesarias para recordar y recobrar el yo narrador que activa la reflexión,
30 Al respecto, la Federación para la Educación y el Desarrollo publicó: “Más de 3 mil ejecuciones extrajudiciales, sumarias y arbitrarias perpetradas en Colombia entre 2002 y 2009 son crímenes de carácter internacional. Lo sucedido a 16 jóvenes de Soacha mostró la extrema crueldad con la que se puede actuar para lograr efectividad en supuestos combates a variados enemigos. Esta realidad ya ampliamente dada a conocer por los medios de comunicación, alcanza mayor profundidad en la investigación que FEDES (Federación para la Educación y el Desarrollo) nos pone de presente, para no olvidar, pero en especial, para dimensionar la ausencia de límites éticos y jurídicos en el establecimiento colombiano (...) Informe sobre falsos positivos e impunidad en Colombia”. (En línea). Disponible en: http://justiciaporcolombia.org/node/160 Consulta realizada el 27 de septiembre de 2011. 31 La justicia transicional comprende un conjunto de procesos de transición de regímenes autoritarios a la democracia o de un conflicto armado a la paz, en los que es necesario equilibrar las exigencias jurídicas (garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición) y las exigencias políticas (la necesidad de paz). Estas exigencias se caracterizan por una combinación de estrategias judiciales y no judiciales, entre ellas, la persecución de criminales, la creación de comisiones de la verdad y otras formas de investigación del pasado violento, la reparación a las víctimas de los daños causados, la preservación de la memoria de las víctimas y la reforma de instituciones como las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia. El propósito de todo esto es garantizar la no repetición. Por su parte, la justicia restaurativa es una modalidad de la justicia penal, centrada en argumentar que el crimen o el delito es fundamentalmente un daño en contra de una persona concreta, lo que supone una vulneración de su propia persona y de sus relaciones interpersonales. En este caso, la víctima puede acceder al resarcimiento del dañoa través de formas de restitución o de reparación a cargo del responsable o autor del delito (ofensor).
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la praxis y la esperanza en torno al futuro. De este modo, los sujetos y las sociedades, especialmente aquellas que se han constituido en medio de marcos socio-culturales de violencia, requieren apelar a la memoria porque es uno de los recursos más importantes para resignificar el pasado, incluso aquel que sería mejor dejar encerrado en los anaqueles del olvido. En torno a la memoria es necesario precisar, al menos, tres consideraciones generales como argumentos para comprender su papel potenciador en sociedades cuya sedimentación histórico-cultural está ligada al conflicto social y armado. En primer lugar, es necesario enfrentar las políticas del olvido a través de apuestas simbólicas creativas, dado que éstas buscan borrar de la memoria colectiva ciertos acontecimientos. En el caso de los jóvenes colombianos, son muchos los hechos que han intentado ser minimizados o traslapados, utilizando estrategias que apelan a resemantizaciones discursivas que suelen circular por los medios de comunicación, por las campañas institucionales y a través de las disposiciones jurídicas proferidas por el Estado. Por ejemplo, las ejecuciones extrajudiciales perpetradas en Colombia entre 2002 y 2009, han sido presentadas ante la opinión pública, como falsos positivos. El lenguaje presentado por autoridades y medios oficiales apela al término “falsos” como una manera de marcar la excepción ante un suceso que es legal y legítimo, esto es, lo positivo de la muerte de los terroristas (según el lenguaje castrense y su correlato: seguridad democrática). La resemantización del suceso operado a través del enunciador, quien expone ante el público la eliminación de estos jóvenes como un error, minimiza el componente intencional del acto y desvanece la responsabilidad de los ejecutores. Acto que, evidentemente está adscrito a un conflicto degradado, en el que los oponentes acuden a una suerte de estrategias de deshumanización, las cuales efectivamente transgreden los límites del derecho internacional humanitario. No es exagerado señalar, apoyados en perspectivas de juristas expertos en el tema, que este hecho puede ser tipificado como crimen de lesa humanidad. Las políticas del olvido juegan un papel importante en la desactivación social y política de los actores sociales. Frecuentemente, son estratégicamente implementadas a través de prescripciones que intimidan o que neutralizan la acción social. La participación de los jóvenes en la guerra es un desperdicio de experiencia, idea que Benjamin planteó tempranamente en su ensayo sobre El narrador (1936). Señalaba el pensador alemán, a propósito de las guerras mundiales que tuvo que observar y hasta resistir32, que las personas volvían del campo de batalla enmudecidas. En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos (2001, p. 112). Las políticas del olvido fomentadas por el estado colombiano en torno al conflicto profundizan el 32 Es importante recordar que Benjamin fue perseguido en los primeros años de la segunda guerra mundial dados sus orígenes judíos y sus agudas críticas a la violencia y a lo que denominó politización de la estética, en el marco de las campañas del nazismo alemán a través del cine y la radio.
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desperdicio de experiencia de los jóvenes (aspecto asociado con la descapitalización simbólica), enmudecen a los narradores y reducen la posibilidad de resignificar el presente y potenciar el futuro. La segunda consideración que conviene ser analizada tiene que ver con las relaciones diversas que se tejen entre rememoración, narración y testimonio en la construcción de la memoria. Para Elizabeth Jelin (2006), la memoria es un proceso que no puede escindirse de la construcción del tiempo social, perspectiva que alude a la tesis de Le Goff (1991, citado por Jelin, 2006) sobre la historia, el tiempo y sus formas de construcción en las sociedades occidentales. Se trata de la demarcación de una suerte de discontinuidades en el tiempo, las cuales han permitido marcar, después del siglo XVIII, distinciones más elaboradas entre el pasado, el presente y el futuro. En términos de Koselleck (1993), dichos tiempos discontinuos hacen parte, de todos modos, de un mismo proceso: la historia33. Estos elementos sugeridos por Jelin muestran que la memoria, más allá de su carácter “verdadero”, es una forma de distinguir y vincular el pasado con el presente y el futuro. La rememoración es un acto del presente que incorpora narración, agentes sociales e interpretaciones de lo ocurrido. Por esto, insiste Jelin, la memoria es una relación intersubjetiva, elaborada en comunicación con otros y en cierto contexto social (2006, p. 18), dando lugar a experiencias tensionales y no siempre armónicas, cuya pluralidad de memorias puede convertirse en un campo de disputas por el sentido. Lo importante de este acto de rememoración es que disponga de los sistemas materiales y simbólicos necesarios para construir rutas hacia un futuro deseable. No obstante, es necesaria una precaución: los usos de la memoria pueden orientar tanto la repetición del pasado como la transformación del presente y la construcción colectiva del futuro. Recordar el pasado puede dar lugar a dos lecturas. De una parte, puede conllevar al reconocimiento de lo perdido, como aquello que fue y que remite a una extrema melancolía. Y de otra, la propensión a una inevitable comparación entre las conquistas del pasado y la crisis del presente. En medio de estos anudamientos de la rememoración, es importante tener en cuenta que los jóvenes suelen remitirse al pasado y su capacidad narrativa no se pone en duda. Sin embargo, pocas veces se enfrentan a la reflexión sobre los acontecimientos de su propia vida. Este fenómeno está relacionado con la desapropiación del yo, dado que su posicionamiento frente al despojo (económico, cultural y
33 Reinhart Koselleck (1923-2006) fue uno de los fundadores y principal teórico de la escuela alemana de historia de los conceptos. Sin duda, ha sido una figura central en la tarea de recuperar la pluralidad de funciones asociada con los usos públicos del lenguaje. Como es sabido, Koselleck renovó la historia intelectual, alejándola de los marcos rígidos de la tradición conocida como historia de las ideas, a través de la formulación de una serie de herramientas conceptuales que abrieron el horizonte de los acontecimientos al universo de las realidades simbólicas, situadas más allá de la dimensión referencial y convencional del lenguaje. El estudio de los conceptos político-sociales es la base para comprender de otro modo las realidades y los objetos culturales que en ellas se ubican.
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simbólico) del que han sido objeto como consecuencia de la desafiliación propiciada por la sociedad y el Estado, los deja atrapados en un eterno presente. La desapropiación del yo es un fenómeno en el que el desajuste estructural de la sociedad y las relaciones de poder que le son constitutivas se desplazan al propio sujeto. De este modo, el joven se convierte en el responsable de su propia condena y el administrador de la fatalidad de su existencia. Los relatos de su pasado, en clave de riesgos y circunstancias extremas, son instalados en una alegoría a la muerte súbita, a la violencia y al escepticismo sobre el futuro. Lo corrobora Valenzuela al explorar las condiciones de vida de los jóvenes de Tijuana: “(…) viven en un presentismo intenso, pues el futuro es un referente opaco que solapa la ausencia de opciones frente a sus problemas fundamentales. Para muchos sus proyectos de vida quedaron olvidados, les expropiaron la esperanza. Las marcas ya están inscritas en sus vidas, en sus ritmos de envejecimiento, en sus expectativas, en sus escenarios disponibles: para ellos el futuro es ahora… el futuro ya fue…” (2009. p. 21). La rememoración también remite a la narración y al narrador. Atendiendo al importante debate planteado por Paul Ricoeur (2008) en su obra La memoria, la historia, el olvido, cuyo dilema estriba en los problemas asociados con los componentes fenomenológicos y sociológicos de la memoria, expresados en la tensión memoria individualmemoria colectiva,se puede señalar que existe un plano intermedio de referencia en el que circulan los intercambios entre la memoria viva de los individuos y la memoria pública de las comunidades (2008, p. 171). Se trata de los allegados, sujetos con quienes el narrador crea filiaciones, generalmente situadas en una gama de variación de las distancias en la relación entre el sí y los otros. De este modo, la acción de narrar, comprendida como la condición de posibilidad para otorgar sentido a los acontecimientos y valerse de estos para producir experiencia –en el sentido benjaminiano-, requiere de los allegados para que la mediación funcione, en este caso, a través de tres instancias: el sí mismo, el próximo (allegado) y los otros. En términos de los mundos de vida juveniles de aquellos que han sido desafiliados y descapitalizados, a propósito de su incorporación en la guerra y su exclusión de las esferas del trabajo digno y de una educación liberadora, la narración y el vínculo entre el narrador y el allegado son aportes fundamentales para la recapitalización simbólica. La invitación de Ricoeur es valiosa, en la medida que asume la memoria individual y colectiva como oportunidad para promover experiencias de rememoración cargadas de sentido para la acción. Sin embargo, se requiere de los allegados, esto es, mediadores que enlacen su yo con los otros. Al parecer, no se trata de los operadores que, en la actualidad, les intervienen para modificar sus conductas. La mediación supone situar su experiencia y su voz narrativa como espacio para la construcción de la identidad y de la acción social, a través de proyectos que les permitan construir mundos de vida posibles, apoyados en sus experiencias de pasado.
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La memoria puede configurar una base común de orden político y epistémico para que los jóvenes logren afiliarse a los marcos temporales de su propia existencia individual y colectiva. Esta experiencia no suplirá las desafiliaciones y descapitalizaciones de las que han sido objeto, pero sí puede proporcionar criterios conducentes a entender la vida de otro modo y a situar el lugar del yo en el escenario de lo público. La rememoración como mediación para colocar en escena al yo narrador, además de activar al sujeto, lo puede potenciar para que sea el administrador de su presente y el artífice de su futuro. Comprender el mundo en clave histórica y social, ubicando su lugar en esta dinámica temporal, favorecerá su recapitalización simbólica, comprendida como el posicionamiento del sujeto en tanto constructor de la historia, quien emplea los recursos necesarios para articular experiencias de pasado, necesidades de presente y opciones de futuro (Zemelman, 2007). Este puede ser un modo de emprender las luchas por la afiliación económica y cultural de los jóvenes en la actualidad. No obstante, se requiere de los allegados de los que habla Ricoeur (2008). Allegados que, en el contexto del conflicto colombiano, se conviertan en mediadores y no en agentes que intervienen a los anormales, tal como suele ocurrir cuando se implementan programas y campañas institucionales. La mediación implica la presencia de sujetos colectivos que fomenten experiencias, en este caso, orientadas hacia la rememoración. El yo narrador y el testimonio de lo vivido, como reflexión y mecanismo para orientar la vida, se convierten en los potenciadores principales de la transformación. El caudal de muertes originadas por el conflicto interno colombiano, tanto en los campos de batalla como en las calles azarosas de las ciudades, deben ser objeto de reflexión y de homenaje para sus familiares. Sin embargo, la memoria y la rememoración deben contribuir a que los jóvenes no sigan siendo más los condenados a la muerte en vida, sino los que viven reinventando el futuro.
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Capítulo 4
DERECHOS DE LA INFANCIA: DEL DISCURSO POLÍTICO A LA REPRESENTACIÓN Y A LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA DE LOS DERECHOS DE NIÑOS Y NIÑAS EN SITUACIÓN DE VULNERABILIDAD Ibon Oviedo Poveda Licenciada en Ciencias Sociales, candidata a Magister en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas–Bogotá. Ha participado en diversos encuentros internacionales sobre infancia, derechos y educación. Actualmente coordina proyectos educativos desde la Fundación Escuela Viajera para niños y niñas campesinos, en situación de desplazamiento e infancias de los sectores populares y participa de la Red Colombiana de Actoría Social Juvenil y de la Infancia1. http://elasjcolombia.blogspot.com
Sobre la intencionalidad de la quiere tomar la palabra El presente documento pretende unificar dos apuestas que hoy cobran una urgente simbiosis, por un lado presentar los aportes tanto de la acción concreta de la transformación del contexto hacía la construcción de la paz, desde la experiencia de la “Red Nacional de Actoría Social juvenil y de la infancia” y articular una reflexión que profundice “otras miradas”, “otras voces” de la realidad desde el ámbito académico particularmente de la situación actual de los derechos en territorios de alta vulnerabilidad para los niños y niñas de los sectores populares. Los planteamientos están cargados de la mirada de la que acompaña, de la que ha caminado los últimos 15 años con diversas infancias en los sectores populares urbanos 1 Ha publicado parte de sus investigaciones en los libros: Ruffato, M. (2006).Il Lavoro dei Bambini. Italia; Edizioni Nuova Dimensione; Giampietro, P. (2008). Trabajo. Italia: Damiani Editori, y en la Revista Iberoamericana de Niñez y Juventud en lucha por sus derechos (2011).
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y rurales, mirada que bien puede estar nutrida de reflexiones que desde los movimientos sociales han inspirado no solo al agenciamiento de apuestas concretas a través de la acción colectiva sino también de una nueva emergencia de conceptos, unos más correspondientes a los procesos histórico-culturales de Latinoamérica, conceptos que permitirán permear las facultades del conocimiento social desde los aportes de las epistemologías del Sur. En este mismo sentido cobra importancia, una mirada que se nutre de los avances de la investigación interdisciplinaria que adelanto desde hace dos años, una mirada donde las categorías de análisis permiten un diálogo más pertinente entre las disciplinas que las gobiernan como la sociología, la lingüística y la política. Tal vez dichas aperturas, a pesar de las mismas disciplinas permiten un desarrollo de una “otra” investigación, de un “otro” conocimiento, uno que guarda el lugar que le corresponde, que valoriza y da vida a los discursos, las experiencias, las re-existencias que se producen en la realidad de las comunidades que habitan territorios de conflicto con los derechos de los niños y niñas. La presente exposición solo presentará un avance de la investigación al respecto de los discursos que en este momento coyuntural se presentan alrededor del tema de la infancia víctima del conflicto visto desde la política pública específicamente a través de la ley 1448 de 2011 (Ley de Victimas) contrastado con los discursos de niños y niñas que se encuentran en situación de desplazamiento del territorio de Soacha.
I.
El contexto del discurso de los derechos de la infancia
Los derechos de la infancia surge como discurso formal en la historia reciente de Colombia en 1948 cuando el gobierno colombiano se acoge a un proceso de reflexión occidental a propósito de la devastación que deja en todos los sentidos la II guerra mundial y que da como resultado la firma de la declaración de los derechos humanos con un apartado específico para la Niñez. A partir de allí se integrarán programas y proyectos de ley encaminados al desarrollo y la protección de los menores de edad; en consecuencia con este proceso el gobierno de César Augusto Gaviria Trujillo ratificará la Convención de los derechos de los niños en el año de 1991.En 1989, el presidente Virgilio Barco Vargas expide el código del menor y otras disposiciones relacionadas con la infancia, como la creación de comisarías de familia, obligación alimentaria de los padres y procedimientos para defensores de familia en virtud de la Ley de Facultades Extraordinarias al Presidente de 1988. El 6 noviembre de 2006 el Código del menor fue sometido a consideraciones que reformaron entre otras la legislación de la responsabilidad penal para el adolescente. Los defensores y proponentes de la Nueva Ley de Infancia -1098 de 2006 justificaron su
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reforma en la necesaria actualización y concordancia legal con la constitución política de 1991, integrando elementos desde el enfoque de derechos y garantías sociales de corresponsabilidad entre la familia, la sociedad y el Estado. En este breve recorrido histórico social del discurso político de los derechos de la infancia en Colombia, el pasado 10 de Junio tuvo lugar la aprobación de la Ley de Víctimas - 1448 de 2011. En ella se contempla en el capítulo VII los elementos legislativos que promoverán la protección integral a los niños, niñas y adolescentes víctimas del conflicto armado a partir del 1 enero de 1985. El Estado colombiano ha firmado, ratificado y participado en la mayor parte de los debates relacionados a la temática de infancia y derechos desde mediados del siglo XX hasta el momento actual. En síntesis, cuenta con un aparato consistente constitucionalmente donde se contemplan los recursos jurídicos y legales conforme a un Estado moderno, sin embargo ese discurso promovido a nivel de política pública por el Estado y diversas organizaciones de la sociedad civil se relativizan cuando la crisis de los derechos de la infancia se sustenta en la polarización de la pobreza, particularmente de los sectores populares rurales, en un conflicto armado de más de 50 años que ha impactado directamente las infancias más vulnerables de la sociedad. Fenómeno que ha generado la pérdida de credibilidad en las instituciones, particularmente cuando los escenarios de impunidad y la crisis de la justicia deben ser reemplazados por “un país que sienta confianza en la justicia por sus resultados, como camino de la verdad y reparación requeridas por las víctimas para llegar al perdón y la reconciliación”2.
II. La construcción de la memoria colectiva desde el aporte de la representación social de los derechos de la infancia En Colombia la cohesión social de la memoria de los derechos de la infancia esta construyéndose a partir de dispositivos que son superados por una realidad que considerablemente se distancia del discurso de la política pública. Dispositivos que promueven otra clase de agenciamientos y consensos alrededor de quien puede llegar a vivenciarlos según lo establecido por la Ley o según lo establecido por las diversas dinámicas de la realidad que limitan el acceso y ejercicio de los derechos. En este sentido, la investigación retoma de la memoria colectiva la recuperación del sujeto en la construcción de la historia donde se filtran las subjetividades en medio de una hegemonía simbólica elaborada por la cultura oficial. Retoma una perspectiva teórica socio-antropológica que visibiliza el modus operandi de la vida social cotidia-
2 Análisis de Cristian Correa, ICTJ. Centro Internacional para la Justicia Transicional. Coloquio Internacional “Representar y Recordar el Daño”. Universidad del Rosario, 8 y 9 de Septiembre de 2011.
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na en la cual suceden los entramados de una memoria “clandestina” oculta por la historia (Halbwachs, 2004). Es por ello que el grupo de niños y niñas de la zona rural de Soacha que ha participado de la investigación no solo ha puesto de manifiesto las experiencias de los derechos a través de sus prácticas, cotidianidades, discursos, sino que ha permitido observar algunas apuestas alternativas acerca del cómo agenciar el derecho a la construcción de la memoria y de paz, a partir de su participación en un dispositivo de la sociedad civil como la Red colombiana de Actoría social juvenil y de la infancia. En este mismo sentido, la memoria es una corriente de pensamiento que exige una continuidad, ya que el pasado sólo retiene lo que aún queda vivo de él o es capaz de vivir en la conciencia del grupo que la mantiene (Oviedo, 2009), por ello se retoma un componente de la experiencia local distinguiéndose del meta-relato nacional, el cual permite un análisis acerca del cómo los derechos de la infancia en este territorio (Soacha rural) revelan un texto en un contexto específico, los cuales permiten observar una corresponsabilidad de sus representaciones sociales del derecho de acuerdo a esa realidad.
III. Contexto de los derechos de la infancia En Colombia el contexto para el desarrollo de los derechos de la infancia es preocupante, “la tasa bruta de natalidad es de 19.86 por mil (aproximadamente dos nacimientos por minuto) y una tasa bruta de mortalidad de 5.81 por mil (aproximadamente una defunción por cada dos minutos)”3. Las condiciones económicas del país impactan de manera directa a la infancia colombiana puesto que el sector de los trabajadores adultos ha venido en detrimento desde la imposición de políticas neoliberales como la flexibilización del trabajo, en la que fundamentalmente se reducen los costos laborales, una apertura económica que beneficia el exportador y unos niveles de importación que no compiten con la capacidad industrial de los países del norte. Estas políticas económicas que se han implementado a partir de los años ochenta no solo han polarizado la brecha entre la riqueza y la pobreza, esta última afincada en las clases populares tanto del campo como de la ciudad. Además han desestructurado las entidades del Estado que procuraban un re-establecimiento de los derechos a través de su accionar con la venta al sector privado de empresas proveedoras de servicios públicos. A estas causas de la crisis económica debe adicionarse el aumento de la deuda externa y la reducción de la inversión pública (Ahumada, 2000 citado por Pardo, 2007).
3 Datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). (En línea). Disponible en: http://www.dane.gov. co/files/BoletinProyecciones.pdf Consulta realizada el 28 de noviembre de 2010.
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IV. Dispositivos en las Representaciones sociales de los derechos de la infancia Un derecho para mí, es por lo menos uno poder tener el poder, poder hacer esa cosa sin que nadie lo mande a uno, sin que nadie le diga que no…. es como el derecho para los desplazados, derecho a tener su casa propia, a no ser desplazado de lugares a otros.
Testimonio de Ignacia, 14 años, como respuesta a la pregunta ¿Qué es un derecho? Entrevista realizada el 29 de enero de 2011.
El conflicto armado que vive el país no solamente vulnera los derechos de la infancia sino que los vincula directamente a la construcción de representaciones en donde el relativismo generalizado de los derechos se encuentra enraizado en la impunidad, en la crisis de la justicia pasando así a avalar el conflicto en la cotidianidad a través de un silencio y una indiferencia que abocan más al sentido de sobrevivencia que al sentido de la indignación. En este sentido, debe ser una preocupación para la sociedad colombiana que una infancia que no ha experimentado plena y vivencialmente sus derechos en un contexto de paz, verdad, justicia y reparación niegue para sí y para su colectivo un futuro basado en el perdón y el olvido. Pues como bien lo expuso Gloria Elcy Ramírez, víctima del conflicto armado en Granada –Antioquia “el perdón sin justicia es impunidad”4. Sin embargo, los estudios alrededor de cómo se enraízan dichas formas de asimilación del conflicto y de la vulnerabilidad de los derechos deben servir como fuente para desarrollar alternativas en todos los ámbitos y enfrentar así las dinámicas de la guerra. En este sentido, la reciente Ley de Víctimas puede ser la puerta de acceso para que millones de niños y niñas víctimas del reclutamiento forzado, así como del desplazamiento puedan llegar al ejercicio y reparación de sus derechos; edificando lentamente un contexto nacional en donde sus más jóvenes generaciones puedan llegar a tener confianza en la cercana construcción de paz para Colombia. Si bien los niños y niñas que se han desarrollado en este tipo de contextos a través de la aceptación de dispositivos impuestos por la violencia y la pobreza, han creado así mismo, dispositivos que agencian los sujetos en compañía de organizaciones de la sociedad civil como asociaciones, redes comunitarias, movimientos sociales y ONGs, a modo de alternativas para contrarrestar los efectos negativos en la identidad, el acceso y el ejercicio de sus derechos impuestos por el conflicto. Un ejemplo es la Red Colombiana de Actoría Social Juvenil y de la Infancia, la cual surge como una propuesta de articulación y resistencia cultural porque en ella se tejen los sueños y apuestas de ideales para construir un país donde las oportunidades para los jóvenes y los niños sean reales… es una Red Nacional de iniciativas sociales de jóvenes,
4 Testimonio en el marco del Coloquio Internacional “Representaciones y Rememoraciones del daño en Colombia”. Universidad del Rosario, 8 y 9 de Septiembre de 2011.
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adolescentes y niños organizados desde abajo que busca incidir en la política pública en cada una de sus localidades (Cauca, Montes de María, Huila, Boyacá y Cundinamarca). La Red está vinculada a la Escuela Latinoamericana de Actoría social Juvenil (ELASJ) presente con procesos nacionales en 6 países del continente (Morsolin, 2011). La Red se encuentra presente en Soacha a través de la organización comunitaria Escuela Viajera. Dispositivos como el uso para la comunicación comunitaria, los bancos de semillas, las huertas comunitarias, los encuentros regionales y nacionales de actoría social, el trueque de productos y de saberes con jóvenes, niños y niñas de los sectores populares urbanos, campesinos e indígenas han permitido emergencias y agenciamientos del concepto de derecho. Así mismo es evidente que persisten elementos de representación que unifican el concepto de derechos de la infancia a partir de dispositivos como la familia, la escuela, los medios de comunicación, las organizaciones de la sociedad civil e incluso de los que lo limitan y vulneran. En este sentido el núcleo central de los derechos de la infancia de los niños y niñas en situación de vulnerabilidad de la zona rural de Soacha representan al PODER como una necesidad de la dimensión política del sujeto para llegar a desarrollar en un primer orden un “poder ser” referido al desarrollo de su dimensión cultural y espiritual contenida en la identidad, un “poder hacer”, referido a un ejercicio positivo de los derechos relacionados a su dimensión física, cognitiva, lúdica y afectiva principalmente y en un tercer lugar la representación gira en torno a un“poder tener” referido a un problema de la dimensión productiva, ligado a sus posibilidades económicas. En resumen podemos observar que la infancia de este territorio otorga un sentido político al concepto de “derecho” como consenso de la muestra recogida, así como, los principales disensos con esta representación demuestran fundamentalmente la cercanía o la distancia de dispositivos que influencian quienes han podido desarrollar o no libremente su identidad, quienes han podido o no ejercer libremente sus derechos y quienes han podido o no tener el acceso a sus derechos sin ser diferenciados por su capacidad económica.
V.
Infancia en situación de desplazamiento, víctimas del conflicto, la pobreza y la estigmatización Ricardo Semillas II Cuando nos vinimos a Villanueva yo tenía 11 años y aquí cumplí los 12…Nos vinimos para trabajar….Nos vinimos por acá porque la guerrilla llegó y por eso nos escapamos. Tenía miedo que nos reclutaran a la guerrilla. Se han llevado 10 niños entre 10 y 12 años y eran mis compañeros de salón. Aquí es muy diferente porque es frío y allá es caliente.
Ejercicio de escritura para contar la Vida 2010.
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En el anterior discurso se observa la necesidad de “poder ser”, ser niño y no correr el riesgo de ser reclutado por un grupo armado, en este discurso por -la guerrilla-, así mismo “poder ser” campesino y no ser desplazado por el conflicto genera una tensión de los derechos ligado a quién tiene la tierra. Sin embargo, la ley de Víctimas que contempla el capítulo III acerca de la restitución de tierras, permitirá a miles de niños y jóvenes regresar a sus lugares de origen con sus familias, un paso fundamental para la restitución de los derechos de las víctimas del desplazamiento. No obstante, es posible que la ley tenga que implementar estrategias de protección a las víctimas en territorios donde todavía el conflicto está vigente para poder hacer efectiva la restitución del derecho al retorno y a la devolución de sus tierras. Así mismo y de manera menos evidente el poder ser niño y trabajador genera un conflicto directo con la visibilización que recibe de la sociedad, en particular de aquella que vive en la zona urbana, esto se debe a que en trabajos investigativos se liga el trabajo infantil a la deserción escolar .Según datos de UNICEF y la Defensoría del Pueblo, aproximadamente el 85 por ciento de los niños y niñas de la población en desplazamiento no asisten a la escuela….Los altos índices de deserción anual – que alcanza hasta el 30 por ciento en la zona rural y entre el 10 y el 15 por ciento en la urbana- hacen pensar que la mejora en matriculación se ve desbordada muy pronto por la deserción (Gómez, 2006). Sin embargo otras posiciones han apuntado a que las razones fundamentales de deserción tienen que ver con el temor de identificarse como desplazado por posibles estigmatizaciones sociales a través de supuestos roles en la guerra. En este sentido, el conflicto se vive de manera similar en los nuevos territorios (barrios o veredas). Así mismo, la dificultad de registrar la matricula escolar de forma completa es un obstáculo para ejercer el derecho a la educación, pues en la mayoría de los casos los documentos fueron dejados en su lugar de origen y regresar o preguntar por ellos es delatar su actual ubicación. A pesar de la gratuidad de este derecho, los costos para acceder al proceso educativo son altos, teniendo en cuenta que los padres (cuando los hay) no cuentan con referencias o documentos que los acrediten de manera formal para buscar trabajos que les permitan si quiera los gastos de transporte o de útiles escolares. En este orden de ideas los niños y niñas, al igual que el resto de su núcleo familiar, se dedican a sobrevivir a través de trabajos informales como la labranza en el campo y el reciclaje nocturno en las zonas urbanas, pues en el día los convenios internacionales No 182 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre las peores formas del trabajo infantil y el No 138 sobre la edad mínima hacen que su otra identidad como niños trabajadores (doblemente autonegada) quede sometida al cumplimiento de la ley por parte de la policía de menores o el inspector de familia que los encuentre en la acción.
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En el caso de extrema necesidad la mendicidad es un recurso y cuando las alternativas de sobrevivencia en determinado contexto se cierran, el éxodo aparece como alternativa a las deudas, los problemas y la dura carga de la pobreza; así comienza otra vez la interminable búsqueda de otros barrios, otras veredas que les permita, ahora sí, una oportunidad para rehacer la vida5.
VI. El daño y el derecho a la verdad, justicia y reparación – este es el carro de los malos – ¿quiénes son los malos ahí? – los de negro, este, este, este y este (señala 4 figuras pintadas de negro) – ¿los de negro?... ¿quiénes son los de negro? ¿Cómo se llaman? – los encapotados, este, este, este y este….y aquí es la policía y aquí está la bomba para reventar a los que hacen de los malos… – ¿los encapuchados? – Si eso!. – ¿eso en dónde pasó? – en Soacha Entrevista a Tom Sawer. 9 años. Soacha. 2009
En Soacha se registran las más altas tasas de criminalidad del Departamento de Cundinamarca. Aunque no hay estadísticas confiables en la materia, basta mencionar que en un solo fin de semana del mes de agosto del 2010 fueron asesinados 17 jóvenes. La Defensoría del Pueblo ha expresado de manera continúa–a través del SAT- el informe de riesgo 012 en mayo de 2007, y la nota de seguimiento 048 del 03 de Diciembre de 2007 en los que advierte del factible riesgo de reclutamiento y la utilización ilícita de niños, niñas y adolescentes por parte grupos armados al margen de la ley (guerrilla, grupos de autodefensa no desmovilizados y BACRIM). Así mismo se debe recordar que dos de los casos registrados y comprobados como “falsos positivos” fueron cometidos en la humanidad de Jaime Estiven Valencia Sanabria de 16 años y Jonathan Orlando Soto de 17 años. El panorama de los derechos de la infancia en este territorio es de los más crónicos y preocupante, pues el DANE sostiene además que en el perímetro urbano del municipio hay asentados 17 mil desplazados, sin embargo, funcionarios de la misma administración municipal creen que superan los 100 mil.
VII. Yo no sé por qué…. – Él estaba amenazándonos y yo no sé porque nos estaba amenazando. – ¿Cómo se vestía esta gente? – se vestía toda de negro
5 Diarios de Campo personales. Experiencias educativas con desplazados en Patio Bonito, Corabastos, El Amparo, Bosa y Soacha. 1997-2010.
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– ¿Y eso hace cuánto fue? – El año pasado (baja el tono de voz y explica) ….y yo me puse a llorar cuando me pusieron el arma aquí (señala la cien de la cabeza con la mano derecha) Entrevista a Violeta de los Vientos. 11 años. Soacha. 2009.
Para la ley 1448 de 2011, los niños y niñas en situación de desplazamiento pueden estar amparados bajo el artículo 3 a propósito de la definición de Victimas como “aquellas personas que hayan sufrido un daño al prevenir la victimización”, así mismo la Ley contempla en el artículo 181 “el goce de todos los derechos civiles, políticos, sociales, económicos, culturales con el carácter preferente y adicionalmente tendrán derecho a la verdad, justicia y reparación integral”. En este sentido, se celebra positivamente la Ley y se confirma como una apertura para la restitución y restablecimiento de los derechos. Sin embargo, la mirada crítica y necesaria en un Estado democrático, de algunas organizaciones de víctimas al respecto de los límites que la Ley puede tener referida a su finalidad y aplicación, han generado cuestionamientos importantes, como por ejemplo: ¿Qué verdad, justicia y reparación permitirá un conflicto latente y vigente?, ¿Qué reparación puede ofrecer la actual ley de Víctimas al daño causado a las víctimas por agentes del Estado, si de antemano en el artículo 9 de la misma declara que “el hecho de que el Estado reconozca la calidad de víctima…no podrá ser tenido en cuenta por ninguna autoridad judicial o disciplinaria como prueba de la responsabilidad del Estado o de sus agentes”? en ese sentido ¿Quiénes son considerados víctimas?6. Dichos cuestionamientos pueden ser pertinentes para reflexionar a profundidad un estudio de los límites de la Ley al respecto del capítulo VII, segmento especial a propósito de la protección integral a los niños, niñas y adolescentes víctimas.
VIII. Re significar la vida, la existencia no como víctima sino como actor social Ricardo Semillas I Mi nombre es Ricardo Semillas, Tengo 12 años, tengo dos hermanas y un hermano, Luis, Fernanda, María. Mis padres son Yadira y Zamir. Yo nací en Melgar. Viví un año allí y me crié en los llanos. Lo que más me gusta del campo es la vegetación y los animales. En los llanos es caliente y hay tigres. Recuerdo que en donde vivíamos había un tigre, se nos comían los marranos.
6 Preguntas que se presentaron en las ponencias de Ana Deida Secue Rivera, Representante de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, ACIN. Gloria Elcy Ramírez, Salón del Nunca más, Granada –Antioquia, Martha Ruíz, periodista. Coloquio Internacional “Representar y recordar el Daño”. Universidad del Rosario, 8 y 9 de Septiembre de 2011.
PARTE IV - LA COTIDIANIDAD DE LA MEMORIA: EXPERIENCIAS DESDE LAS ORGANIZACIONES SOCIALES
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Me acuerdo también que una vez mi papá y mi tío mataron a una anaconda larga como este salón. Lo bonito del Llano es que todo es plano. A los 5 años llegue a Bateas y dure dos años en Bateas y después me fui para Silvania, duré 4 años y después nos vinimos a Villanueva. Las semillas que me gustan más son el frijol, el maíz, la arveja.
Ejercicio de escritura para contar la Vida. 2010
Los niños y niñas que participan en esta investigación son víctimas del conflicto y del desplazamiento, pero no por esta situación dejan de reconocer en diversos grados sus exigencias y necesidades ante el discurso político. La mayor parte puede agenciar de manera creativa algunos elementos del daño alrededor de la expresión comunicativa y artística, así como de actos simbólicos como rituales que surgen de orientaciones tanto de las raíces ancestrales latinoamericanas como de aprendizajes psicológicos occidentales y que gracias al intercambio de saberes con otras comunidades y experiencias de la Red Colombiana de Actoría Social Juvenil y de la Infancia, logran re-construir parte de sus identidades en nuevos territorios, re-significando consigo eventos de la cotidianidad más esperanzadores. En este sentido los niños, niñas y jóvenes de las comunidades campesinas e indígenas están aportando “otras” formas de entender simbólicamente el daño, la memoria, la armonía y un proyecto de nación a través de nuevos dispositivos como el Encuentro y la palabra. Así mismo, parte de los niños y niñas habitantes de estos territorios, retornan y apelan a sus conocimientos campesinos e indígenas potenciados también desde nuevos enfoques latinoamericanos como el paradigma del Sumak Kawsay o buen vivir promovidos por organizaciones de la sociedad civil que se mantienen en estos territorios, logrando generar “otros” procesos que dialogan en parte con la propuesta de la política pública asumiendo “otra” forma de enfrentar la actual crisis de los derechos de la infancia y la propuesta del Desarrollo Humano Integral en contextos de alta vulnerabilidad. Es decir, dichos procesos de recuperación identitaria y alternativas en los discursos para entender “otras” ciudadanías y formas de emancipación infantil que seguramente estarán en el campo de la sociología de las ausencias propuesta por Boaventura de Souza (2008). Esta población puede estar configurando agenciamientos en donde la víctima pasiva del conflicto, la pobreza, la estigmatización social y la estructura de la impunidad pueden llegar a ser un actor social que construye con otros, independientemente de su edad o rol socialmente designado. Es así como estas infancias logran jugar con las identidades que les endilgan o proclaman para sí y como lo señala Manfred Liebel (2000) se configuran en los mejores “malabaristas del siglo XXI”pues de manera estratégica logran sobrevivir entre las leyes que les posibilita o les limita (trabajo infantil), son capaces de enfrentar una sociedad fragmentada que en pocas ocasiones les reconoce como pares en la construcción de nación, así como de reconocerles las capacidades a su medida como actores sociales, con habilidades y saberes que bien desarrollados a través de procesos pedagógicos adecuados pueden potenciar su participación y acción como uno más en el colectivo social al que pertenecen.
Capítulo 4. Derechos de la infancia
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Capítulo 5
LA MEMORIA Y SU POTENCIAL EDUCATIVO EN LOS PROCESOS DE REINTEGRACIÓN A LA VIDA CIVIL1 Luz Marina Lara Salcedo Estudiante de IX semestre del Doctorado Interinstitucional en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Énfasis: Educación, Cultura y Desarrollo; Grupo de Investigación: Sujetos y Nuevas Narrativas; Línea de Investigación: Sujeto, Cultura y Dinámica Social.
Introducción Este artículo aborda como temática central la memoria y las dimensiones sobre las cuales recae su potencial educativo, para ser abordada con los jóvenes desmovilizados en su proceso de incorporación a la vida civil, con miras a aportar en la construcción de condiciones de justicia y de dignidad, que les permitan sentir que su vida es una vida digna de ser vivida. Los interrogantes que sobre la memoria me rondan, se traducen en las siguientes preguntas: ¿en qué radica su potencial ético? ¿Cuál es su dimensión política? ¿Cuál su dimensión comunicativa?¿Qué implica pensar desde la memoria, en una justicia anamnética? ¿Cómo pensar la reintegración de los jóvenes, desde un ámbito educativo que los re-conozca y que incluya la memoria? Con las respuestas a estos interrogantes pretendo demostrar mi tesis: en los trabajos de la memoria, radica un potencial educativo de gran valía para los procesos de reintegración. De esta manera, he organizado el escrito en dos partes organizadas así: en la primera parte realizo una aproximación conceptual sobre la memoria y sus dimensiones, las
1 Este artículo se deriva de la investigación doctoral en curso “Configuración de las subjetividades de los jóvenes desmovilizados en tránsito a la vida civil”.
Capítulo 5. La memoria y su potencial educativo en los procesos de reintegración a la vida civil
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que por diferentes caminos convergen en la justicia. En la segunda parte, doy una mirada a la incorporación a la vida civil de los jóvenes desmovilizados desde el ámbito educativo, a la luz de la alteridad y los trabajos de la memoria.
I.
Una aproximación a las dimensiones de la memoria: reflexión conceptual
Iniciemos esta reflexión partiendo por considerar a la memoria como un proceso social y colectivo, relacionado con recuerdos y olvidos de experiencias pasadas, que evocamos en el presente, resignificándolas y otorgándoles nuevos sentidos. Preguntar por la memoria no es solo preguntarnos por el pasado, es también preguntarnos cómo se vivieron esas experiencias y los sentimientos que las atravesaron, experiencias que muchas veces significaron una ruptura en la subjetividad y al rememorarlas, los sujetos pueden dar cuenta de sus sentimientos y de sus formas de interpretar lo sucedido, actualizándolas en el presente. Desde una mirada de la alteridad, la memoria es una instancia que nos remite al otro, por lo tanto, decir memoria es convocar la intersubjetividad. Para Joan Carles Mélich (2002), “la memoria es un movimiento temporal, hacia el pasado y hacia el futuro, hacia mi pasado y mi futuro, y también hacia el pasado y el futuro de otro” (p. 91). Al respecto, vale la pena resaltar que la memoria no es solo rememoración, no es solo pasado, es también, presente y futuro. La memoria hace presente lo ausente pasado, y desde una ética de la responsabilidad, nos demanda un compromiso irrestricto con el Otro. Leonor Arfuch (2010), nos dice que la memoria es el presente del pasado y su futuro anterior, es decir, lo que habría sido, que equivale a lo ausente del futuro. A decir de esta autora, la memoria se deshace y reconstruye permanentemente en el presente, esa es su cualidad significativa para darle sentido a las experiencias, permitiéndonos instalarnos críticamente en el tiempo, para retornar al pasado con un conjunto de “yoes” donde es pertinente preguntarse ¿Quién habla? ¿Para quién se habla? ¿Habla un sí mismo como otro? ¿Por qué ese pasado que insiste sin cristalizarse en el presente, nos sale al paso? Mélich en su obra “Filosofía de la finitud” (2002), nos muestra una concepción esperanzadora a propósito de la memoria: “la memoria nos dice que no hay nada definitivo en la vida humana, que las cosas no son como son, sino como las vemos y las interpretamos, y sobre todo, que las cosas pueden ser de maneras diferentes” (Mélich, 2002, p. 97). Y precisamente, como no hay nada definitivo en la vida, a través de la memoria encontramos esa posibilidad de ser diferentes, como también, el deseo de un futuro mejor y más justo.
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A la memoria se le reconocen muchas más cualidades; sin embargo, ella encierra un potencial valioso relacionado con la ética, la política, la justicia y la narrativa, en los cuales vale la pena detenernos, para pensar un trabajo que potencie el valor educativo de la memoria, con los jóvenes desmovilizados en su incorporación a la vida civil. La memoria como recurso ético La relación entre sociedad, moral, conciencia colectiva y representación colectiva, en relación con la memoria fue revisada, entre otros autores, por Maurice Halbwachs, siendo su principal aporte la noción de memoria colectiva con todas sus implicaciones. Para este autor, la memoria es una acción eminentemente colectiva y social, primero porque evocar recuerdos depende de la presencia de un grupo social; segundo, porque los elementos que transitan en esa evocación, son por naturaleza sociales y tercero, porque la evocación cumple una función de regulación social, al actualizarlos. Y es justamente esa presencia de la sociedad en la memoria, lo que Halbwachs retoma para sus nociones de marco colectivo y marco social de la memoria. “Estos marcos no son el agregado de recuerdos individuales ni tampoco la adición de todos ellos, sino que son los encuadres que un grupo social mantiene para reconstruir el pasado, que están por encima de cualquier arbitrio individual…ellos no son otra cosa que el rango de conciencia o el espectro de representaciones a través de las cuales un grupo tramita sus recuerdos” (Citado por Serna, 2007, p. 101). En otras palabras, para nuestro autor lo susceptible de ser recordado, incluidos los sentimientos, está regulado por las representaciones de sociedad que posee el sujeto o colectivo que recuerda. En este contexto, donde se controvierte la pretensión individualista de la memoria, afirmando su naturaleza social y enfatizando la pertinencia del lenguaje, Halbwachs se dirige a establecer los cometidos de la memoria en el mundo social, manteniendo y actualizando las representaciones del grupo social. Por otro lado, nuestra memoria no se basa en la historia aprendida, sino en la historia vivida; entonces hablar de memoria, también es reconocer su relación con las experiencias tanto individual, como colectivas del sujeto, a través de las cuales se desarrollan diferentes grados de conciencia que aportan a la construcción de la identidad, configurando así, el yo social en el escenario intersubjetivo de la realidad. Al respecto, Darío Betancourt (2004), nos dice que la memoria individual, la colectiva y la histórica se construyen a partir de dos tipos de experiencia: la experiencia vivida y la experiencia percibida. La experiencia vivida comprende los conocimientos históricos y culturales que los sujetos y los grupos logran aprehender al vivir su vida, los cuales son la base de sus reacciones mentales y emocionales frente al conocimiento. Por su parte, la expe-
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riencia percibida comprende aquellos elementos históricos, sociales y culturales que tomamos del conocimiento históricamente producido y acumulado. Esta relación establecida por Betancourt entre la experiencia y los tres tipos de memoria- la individual, la colectiva y la histórica- nos aporta elementos valiosos a la hora de pensar los trabajos de la memoria con los jóvenes desmovilizados, pues nos está indicando que en la memoria no solo intervienen el sujeto y su experiencia, sino también, su subjetividad, sus grados de conciencia y los diferentes tipos de identidad que se generan en el encuentro intersubjetivo. Asimismo, como recurso moral, ético y político, la memoria tiene una doble función: en primer lugar busca que la historia no se repita, y en segundo lugar, opera como un acto de justicia que busca resarcir a las víctimas, para comprender el pasado de dolor que se vivió y evitar que el orden social y político que lo generó, continúe. De ahí la importancia de recuperar las memorias y evitar caer en el silencio y el olvido. Es importante señalar que en su dimensión moral, la memoria se mueve en la tensión entre la palabra y el silencio, sobre todo cuando se han puesto a prueba nuestras categorías de pensamiento, juicio y reflexión moral, como también, las relacionadas con la dignidad del hombre y que nos llevan a preguntamos por la humanidad del hombre desde la inhumanidad, desde el poder humano aunque sea inmoral. En este sentido, la experiencia de la inhumanidad se configura como punto de partida y como bien lo dice Reyes Mate (2006), como una tarea infinita, “no solo porque el mal moral es incesante, sino porque escapa a la palabra humana… la cultura anamnética tiene que superar la palabra del testigo y reconocer que ésta desemboca en un silencio que cuestiona incesantemente todas las respuestas y certezas” (p. 69). El Imperativo Categórico de Adorno como referente ético de la memoria Pensar en la ética es pensarla desde y con el individuo, desde sus experiencias cotidianas, sus experiencias límites, desde su dolor, pues la ética es una narración de la historia de los seres humanos, una historia que comienza con la experiencia y continúa con la experiencia, y nace allí en medio del dolor y del sufrimiento humano, más no en la razón dogmática y afirmativa, sino en la razón negativa. Frente al imperativo categórico de Theodor Adorno, que en pocas palabras reza “hay que recordar para que la historia no se repita” o “el que olvida la historia está condenado a repetirla”, Reyes Mate (2006) señala que no se trata de recordar a Auschwitz para que la historia no se repita, sino que Adorno pone como condición, “reorientar el pensamiento y la acción, de tal forma que el pasado no se repita” (p. 47), constituyéndose en una invitación para crear una cultura de la memoria, teniendo en cuenta que lo sucedido en Auschwitz como barbarie extrema y como responsabilidad moral,
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sigue siendo un imperativo pendiente porque a duras penas se ha afectado la acción, y mucho menos al pensamiento. Al ser Auschwitz lo impensado, porque lo sucedido desbordó todas las previsiones, se convierte en el punto de partida para pensar, traer a la memoria mediante el recuerdo, lo que no pudo ser pensado, pero que sucedió. Entonces, pensar lo impensado es un asunto de memoria, memoria como apertura de sentido que en palabras de Reyes Mate: “no cesa de venir y de presentarse ante cada nueva generación de hombres… y es aquí donde la memoria y el imperativo categórico adorniano se encuentran: la nueva orientación del pensamiento y de la acción que reclama Adorno para evitar la repetición del crimen, debe partir de Auschwitz, porque es lo que da qué pensar, al haber sido lo impensado” (p. 55). Ahora bien, reconocer lo olvidado como parte del presente, en este caso a las víctimas, es reconocer la actualidad de las injusticias causadas, y son precisamente esas injusticias, nuestra deuda y responsabilidad actual. Pero Adorno va más allá y nos dice que la memoria es algo más que un deber moral, es un componente central del conocimiento y la acción. De acuerdo con Marta Tafalla (2003), el Imperativo Categórico de Kant se sostenía en una constelación de conceptos, pero principalmente en los de razón, libertad, igualdad y progreso: “Menos de 200 años después, cuando Adorno pone por escrito en la Dialéctica negativa su lectura de Kant, los objetos de antiguas creencias lo son de decepciones” (p. 133), y denuncia a la razón como instrumento de dominio de la naturaleza, de unos individuos sobre otros, pasando a identificarla como la causa de casi todos los males; sin embargo, señala que es posible salvar esa razón desde la finitud, desde la contingencia, reconociendo una razón mimética y sensible a lo corporal, que pueda dialogar con los sentimientos y deseos del hombre. De esta manera, Adorno propone una razón negativa que se nutra de la experiencia humana, en especial de las experiencias de injusticia que nos ha dejado el progreso y la barbarie, pues sabemos más de la injusticia y del mal, que podemos construir una filosofía a partir de ellos, para no repetir la historia. Pero, ¿en qué consiste una respuesta ética a la realidad? Para responder a este interrogante, Tafalla (2003) identifica tres conceptos fundamentales en la propuesta ética de Adorno: “en primer lugar, la razón frente a la realidad ha de ser negativa, no sólo en cuanto al rechazo y denuncia del sufrimiento, sino en cuanto a que podemos construir conocimiento a partir de las experiencias negativas y de injusticia. Pero la actitud requerida no es la mera crítica intelectual distanciada, sino la del cuerpo que se estremece ante el dolor ajeno y se siente afectado por lo que sucede a otros, es decir, una respuesta mimética” (p. 135); no obstante, estas dos repuestas pueden llevar al sujeto al pesimismo y la impotencia, por lo que Adorno acude a un tercer concepto
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que aporte la esperanza y conceda fuerza y sentido a su propuesta ética: la memoria, de esta manera nos podemos hacer cargo del tiempo y de un futuro más esperanzador. En consecuencia y de acuerdo con Delgado: “una razón negativa y crítica debe moverse y plantearse como una forma de respuesta, como una forma de denuncia a las experiencias de lo inhumano, de la barbarie, de la violencia…para lo cual, el trabajo de la memoria y el recuerdo de las injusticias vividas, es una condición de posibilidad de justicia futura y de alcanzar mayores niveles de libertad y solidaridad” (2009, p. 231). De otro lado, nos dice Tafalla, la filosofía de la memoria adorniana considera simultáneamente a la ética, la estética y la historia: “el individuo tiene una tarea frente a la historia, nos dice el Imperativo Categórico, y ése es el lugar de la ética. Una ética en la que Adorno cree como cree en la educación para el futuro. Porque la memoria no es mero almacenamiento de datos, sino un conocimiento crítico del pasado que lo devuelve a la vida para abrir desde él, un futuro más justo; es una fuerza transformadora de la realidad” (2003, p. 141). Para evitar la repetición del mal, el Imperativo Categórico nos exhorta a resistir la frialdad reinante y practicar una solidaridad mimética que se extienda en el tiempo, para que la historia no se detenga frente al olvido del progreso. Y en esa solidaridad mimética son centrales la memoria y la narración de historias, puesto que “solo la memoria puede dar un sentido a la existencia, y solo la narración de las historias les concede el sentido que en la realidad no existe” (Tafalla, 2003, p, 150). Si el recuerdo del propio dolor se encuentra con la historia de otros dolores, no solo surge la solidaridad, sino que ganamos una mayor comprensión frente a las injusticias, y una base más solida para un futuro sin ellas. La memoria como recurso político En cuanto a la memoria como recurso político se resalta el trabajo desarrollado por Paul Ricoeur alrededor de la fenomenología de la memoria y su capacidad pragmática en relación con la acción, el trabajo y el esfuerzo, confrontando las diversas estrategias utilizadas para cultivar determinados tipos de memoria (la artificial, la natural, la manipulada y la obligada), en detrimento de la rememoración. Esas estrategias las relaciona con los usos y abusos de la memoria, y su fenomenología plantea entonces un deber de la memoria, de la mano con una idea de justicia. Como hemos visto, la memoria no es solo individual, es también colectiva en el sentido que se configura como una narración de experiencias compartidas, una manera de recordarlas dentro de un marco social, político y cultural, encontrándose anclada en las subjetividades presentes que la redefinen. Podemos decir entonces, que la memoria colectiva es una travesía desde los recuerdos individuales hacia los recuerdos
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compartidos como miembros de un grupo, en cuya memoria se conservan muchos recuerdos. De esta manera, como nos dice Ricoeur, “accedemos a los acontecimientos reconstruidos para nosotros, por otros distintos de nosotros” (2000, p. 158), puesto que en los marcos del pensamiento colectivo encontramos los medios para evocar y encadenar series de recuerdos, que sólo el pensamiento colectivo es capaz de realizar, incluso también, de aquellos sueños que les fue imposible realizar. Una dimensión de la memoria relevante para los procesos de reintegración a la vida civil, tiene que ver con sus usos y abusos, aspectos desarrollados por Tzvetan Todorov (2000), a través de tres distinciones: en primer lugar, la diferencia entre recuperar un pasado frente al intento de borrarlo; en segundo lugar, el referido al uso que hacemos de ese pasado y finalmente, la función que ese pasado debe cumplir en el presente, haciendo alusión a dos tipos de memoria: la memoria literal2 y la memoria ejemplar; esta última de nuestro interés, ya que implica superar el dolor causado por el recuerdo y aprender de él, para derivar del pasado las lecciones aprendidas que puedan convertirse en principios orientadores de la acción en el presente y en el futuro3. Este tipo de memoria hace alusión también al nivel ético-político del que nos habla Ricoeur, que en otras palabras es el deber de la memoria. En palabras de Ricoeur (2006), decir “tú te acordarás”, es decir también, “no te olvidarás”. La justicia al extraer de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar, transforma la memoria en proyecto, y es este proyecto de justicia el que otorga al deber de la memoria la forma de un futuro y de un imperativo, donde ese deber de memoria se proyecta en el punto de unión entre el trabajo del duelo y el trabajo de la memoria. Este nivel que hace alusión a la educación de la memoria con un horizonte ético-político -donde es necesario llevar a cabo procesos de elaboración de sentidos del pasado, de modificaciones en los marcos interpretativos para la comprensión de las experiencias vividas, de su relación con el presente y de construcción de un horizonte de expectativas futuras- emerge con gran potencia para el estudio con las y los jóvenes desvinculados, pues precisa de un trabajo de resignificación y de orientación ético-política en el contexto de la reintegración a la vida civil, bajo la premisa de que el presente contiene y construye la experiencia pasada y las expectativas a futuro4.
2 En la memoria literal las búsquedas y el trabajo de memoria como tal, solamente sirven para identificar a las personas que tuvieron que ver con el sufrimiento, los detalles de lo sucedido, comprender causas y consecuencias, pero no para orientar la vida futura. 3 En la memoria ejemplar, nos dice Todorov (2000, p. 31), que la operación es doble: por una parte neutralizamos el dolor causado por el recuerdo, controlándolo y marginándolo, y por otra parte, “cuando nuestra conducta deje de ser privada y entra en la esfera pública, abro ese recuerdo a la analogía y a la generalización, construyo un exemplum y extraigo una lección. El pasado se convierte por tanto, en principio de acción para el presente”. 4 Vale la pena tener en cuenta que estamos hablando de procesos de significación y resignificación subjetivos, donde los sujetos, según Jelin (2002), se mueven entre futuros pasados, futuros perdidos y pasados que no pasan, y que estos sentidos se construyen y cambian en relación y dialogo con otros, con los cuales pueden compartir y confrontar sus experiencias y expectativas de manera individual y grupal.
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La memoria y su dimensión comunicativa Existe una estrecha relación entre memoria y narración desde una perspectiva comunicativa. La narrativa permite evocar el potencial emocional, cognitivo y de actuación de los sujetos, y a su vez hacer una triple integración temporal del pasado, presente y futuro, llevándonos a la configuración de un tercer tiempo, un tiempo que es a la vez narrado y tiempo subjetivo. No es el tiempo cronológico, es la percepción subjetiva del tiempo, percepción que está determinada por las vivencias y experiencias del sujeto. Ricoeur (2000), nos dice que la narrativa es la capacidad que tenemos de actualizar la realidad, combinando elementos dispersos en el tiempo y el espacio, dentro de una unidad integrada. En esta reflexión sobre temporalidad y experiencia, Ricoeur nos remite a un pasado que ha dejado huellas, pero también a una anticipación hacia lo impredecible; es digamos, un vaivén entre el tiempo de la narración, el tiempo de la vida y la propia experiencia. Desde el punto de vista de una filosofía de la finitud: “aprender a hacer memoria pasa hoy, ineludiblemente, por recuperar los lenguajes olvidados, es decir, la palabra o las palabras humanas, unas palabras situadas en el tiempo y el espacio, en la contingencia, en la fragilidad y en la vulnerabilidad” (Mélich, 2002, p.103). Por tanto, se trata de acoger al otro ausente, para mantener vivo su recuerdo y actualizar su recuerdo: “En la palabra humana surge una posibilidad de ser otro, de ser diferente y también una inevitabilidad: ser para el otro, ante el otro, responsable del otro” (Mélich, 2002, p.17). Acoger al otro en su palabra y en sus silencios, demanda una capacidad de escucha que debe ser efectiva. Al respecto nos advierte Jelin (2006), que la posibilidad de testimoniar implica un tiempo de reconstrucción subjetiva, la cual demanda una toma de distancia entre el presente y ese pasado: “Consiste en elaborar y construir una memoria de un pasado vivido, pero no como una inmersión total: “regreso, pero no del todo”. Una parte del pasado debe quedar atrás, enterrado, para poder construir en el presente una marca, un símbolo, pero no una identidad (un re-vivir) con ese pasado” (pp. 73-74). Como podemos ver, la narración y el testimonio como dimensiones comunicativas de la memoria, son fuentes fundamentales para recoger información sobre el pasado, son ejercicios de memoria personal y social, en la búsqueda de otorgar algún sentido al pasado, y a su vez, un medio de expresión personal y creativo por parte de quien se narra y de quien escucha o pregunta. La memoria como fuente de justicia o la justicia anamnética Ahora bien, como hemos visto hasta el momento, las dimensiones de la memoria tienen como propósito restaurar la justicia. Partamos por considerar que la justicia
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pone su mirada en el daño objetivo que se la ha causado a la víctima, planteándose la reparación del daño, impedir que se vuelva a repetir, procurar la reeducación del criminal, etc. La justicia en general reclama el desarrollo de todos los talentos del sujeto y por eso mismo, ninguna injusticia es comparable a la frustración del proyecto de vida de la persona. Por su parte, la justicia anamnética busca el reconocimiento en el presente, de los derechos negados a todos y cada uno de los hombres, como de las víctimas y de los muertos; en otras palabras, se trata de reconocer que en el pasado se cometieron injusticias que piden justicia, porque no ha prescrito y a través de la memoria, hacer justicia a los derechos de las víctimas. Plantear una justicia con tiempo o memoria, es reconocer a la experiencia de la injusticia como el punto de partida de la justicia. Pero, ¿qué significa una justicia que tenga en cuenta el pasado? En primer lugar, responder a una sensibilidad moral nueva, que desborde los límites del tiempo y el espacio en los cuales ha permanecido eclipsada. Se trata de una responsabilidad moral y actual por los crímenes del pasado. En segundo lugar, se trata de entender la justicia como respuesta a la experiencia de injusticia sufrida por la victima; y finalmente, nos permite entender que hay dos visiones de la realidad: la de los vencedores y los vencidos, y que la historia se debe construir desde la experiencia de injusticia de los vencidos, puesto que como lo señala Reyes Mate: “nuestro presente está construido sobre esas injusticias pasadas, y nosotros, los presentes, somos los herederos de ese pasado injusto desde el momento que nos identificamos con las circunstancias de nuestro nacimiento” (2003, p.111). Por tanto, el papel de la memoria es permitirnos ver el mundo con los ojos de las víctimas, y a través de una justicia anamnética, recuperar su dignidad y rescatar las vidas frustradas o de las historias olvidadas, como respuesta a la demanda de sus derechos. De otra parte, la memoria como justicia lleva implícita una noción de responsabilidad, pues la justicia es también un asunto de responsabilidad ante la experiencia de la injusticia del sufrimiento, lo que lleva al hombre a hacerse responsable del daño causado, aunque no lo haya ocasionado directamente él, pero es causado por él y eso no nos puede ser ajeno5. Pero como la memoria es frágil y tendemos al olvido, se hace necesario crear una cultura de la memoria, donde cumpla su función vital como restauradora de la justicia, pues “solo el recuerdo de los vivos puede hacer entender que allí se cometió una injusticia que sigue clamando por lo suyo” (Mate, 2006, p. 59), de manera tal que comprendamos que el pasado forma parte de nuestra realidad presente. 5 Bien dice Etty Hillesum, joven judía asesinada en Auschwitz a los 29 años de edad: solo nosotros podemos salvarnos, si salvamos lo mejor que hay en nosotros. En: El corazón pensante de los barracones. Cartas. Barcelona: Anthropos. Citado por Reyes Mate (2005, p. 68). Contra lo políticamente correcto. Buenos Aires: Altamira.
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Como vemos, la memoria es también fuente de justicia y de reivindicación frente a las vidas frustradas y a las ruinas dejadas por la barbarie. En este sentido, es un referente ético de actualización y como lo plantea Adorno, es un imperativo que debe obedecer a la ética de la responsabilidad: “Es por esto que memoria es sinónimo de justicia y que su antónimo no es tanto injusticia, cuanto olvido” (Mate, 2006, p. 56).
II. Aproximaciones a un trabajo pedagógico en los procesos de incorporación a la vida civil. En el apartado anterior he querido hacer una aproximación a la categoría memoria y reflexionar sobre las dimensiones que le imprimen su valor educativo. A continuación, quiero mirar brevemente la incorporación a la vida civil en el ámbito educativo, a la luz del potencial que encierran los aportes de una educación orientada desde las premisas de la alteridad y desde los trabajos de la memoria como restauradora de justicia. Educar desde la alteridad: una opción de responsabilidad política La memoria del horror, de las situaciones de injusticia vividas por nuestros semejantes, donde los principios éticos y morales que nos han guiado se han resquebrajado, nos permite volver a pensarla desde la destrucción de una identidad que ahora debe fundarse en la alteridad y en una cultura de la memoria ejemplar y moral, que implique re-pensar la idea de justicia desde una perspectiva compasiva que nos cuestione en nuestra responsabilidad con el otro ausente. No olvidemos que la educación también es ruptura, crítica y renovación ante el quiebre de los límites, y que la memoria juega un papel importante en los procesos educativos, pues a través de ella formamos nuestra subjetividad frente a los acontecimientos del pasado, acontecimientos sobre los cuales debemos adoptar una actitud de responsabilidad. En este contexto, pensar la educación de los jóvenes en su proceso de reintegración a la vida civil es un reto. Podemos decir que es un acontecimiento, es pensarla de un modo nuevo, pues nos encontramos con jóvenes que nos interpelan con su mirada y que siempre estarán frente a nosotros, retándonos con un cara a cara ineludible por sus experiencias límite vividas. Se trata de educar al recién llegado, que necesita ser acogido, y comenzar algo nuevo. Esto nos lleva necesariamente a dejar abierto un lugar, un espacio y un tiempo para que ellos hablen por sí mismos, nos narren sus historias, vuelvan a narrarlas, invitarlos a indagar hasta sus últimas consecuencias el sentido de sus experiencias y aprendan a mirar el mundo, ese mundo centrado en la soledad del yo y desde la otra orilla. Bárcena y Mélich (2003), con base en los principios de una filosofía de la alteridad,
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han desarrollado una propuesta educativa desde la mirada de la víctima, propuesta que nos brinda valiosos elementos pedagógicos y didácticos para bordear las subjetividades de los jóvenes, acudiendo a la memoria y a la narración. La educación desde la mirada de la víctima entraña una relación de alteridad asimétrica y no recíproca, es una relación de donación. Es educar desde la experiencia de quien ha padecido y sufrido la injusticia, tratando de ver el mundo desde su ángulo; y educar esa mirada equivale a cambiar el ángulo de visión y el sentido de la mirada. Implica por tanto, para nosotros los docentes, cruzar un límite, traspasar una frontera, cambiar la trayectoria y modificar la dirección de la mirada, para ver el mundo desde una “salvaje oscuridad”, imaginándonos a nosotros mismos en el lugar de los otros, en el lugar de ellos, de quienes han sufrido. En pocas palabras, educar desde la mirada de las víctimas, es aprender a dejar de estar ciegos. Para educar desde la mirada de la víctima, es necesario un tiempo y un espacio para la expresión, para el grito; ese estado de sufrimiento, de quietud y de silencio, le permite a la víctima confrontarse a sí misma, mirar la realidad que le concierne y su fondo de verdad ante el desfallecimiento, la soledad o el extravío. Se trata por tanto, de educar la sensibilidad y de recuperar al sujeto pasional, aquel que se abre al mundo y se deja tocar por lo que ocurre y lo que acontece. Y para recuperar ese sujeto pasional, es necesario aprender a escucharlo en el momento justo: “El momento justo es el instante en el que escuchamos el silencio del otro cuya trágica mirada nos atraviesa. El momento justo es el instante en el que captamos la suma fragilidad de su grito, hurtado tantas veces y sin posibilidad de poder denunciar el mundo, cuando le escuchamos tanto en lo que dice, como en lo que no puede decir, en lo que es imposible decir y, sin embargo, expresa, muestra…” (Bárcena y Melich, 2003, p. 202). Educar para una memoria ejemplar que restituya la dignidad y la justicia A continuación, me permito derivar una serie de lecciones aprendidas que quiero presentar como un conjunto de orientaciones educativas, y ponerlas en consideración de los expertos en el tema y de quienes están interesados en trabajar en los procesos de incorporación a la vida civil, con los jóvenes desmovilizados de los grupos alzados en armas. Con relación a la memoria y la experiencia La memoria como productora de sentido, de experiencia y de pertenencia social, implica procesos de construcción activa de significados de las experiencias pasadas;
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sobre este particular quiero resaltar el llamado de Gonzalo Sánchez (2009), quien nos advierte que al trabajar la memoria debemos ir más allá de sus contenidos y detenernos en los modos mediante los cuales los individuos y los grupos construyen e incorporan sus recuerdos, conservan ciertas memorias y organizan sus experiencias individual y colectiva. De otra parte, considero importante en la exploración de esas experiencias, el interrogarnos por el modo en que esas huellas condicionan las formas en que son percibidos los sucesos de la experiencia personal, así como por el modo en que los sucesos que se van viviendo, pueden modificar a su vez, la interpretación de esas experiencias. Asimismo, conviene subrayar tres planteamientos relacionados con la experiencia, los cuales considero no se pueden perder de vista al trabajar la memoria con los jóvenes: en primer lugar, lo que se recuerda se va configurando con los puntos de vista de los otros en la reconstrucción de las experiencias; en segundo lugar, aquello que aparece como común entre las experiencias, actúa como una bisagra que articula la memoria individual y la colectiva en el trabajo del recuerdo; en tercer lugar, las experiencias compartidas espacial y temporalmente por los miembros de un grupo, ejercen impactos sobre el sentir y la memoria de los sujetos a nivel individual, como también, a nivel grupal. Con relación a la memoria y la subjetividad Al bordear la subjetividad de los jóvenes, creo que vale la pena tomar como punto de partida los tres ejes que Jelin (2002) considera necesarios al trabajar la memoria: quién es ese sujeto; qué recuerda y qué olvida; y cómo y cuándo recuerda y olvida, lo que nos exige prestar mucha atención a las formas de narrarse, de recordar, lo que se recuerda según el género, la edad, la región de procedencia y la diversidad sexual, entre otros (Sánchez, 2009). Asimismo, considerar que rememorar el pasado implica un tiempo de reconstrucción subjetiva que demanda una toma de distancia entre el presente y el pasado, que opera como un acercamiento y distanciamiento simultáneos, donde el sujeto regresa a las experiencias límite, pero a la vez, es capaz de regresar de ellas (Jelin, 2006). Con relación a la memoria y la alteridad En una educación que nos mueva a reconocer al otro en sus sentimientos, deseos, angustias, temores y necesidades, son de vital importancia dos aspectos: aprender a escuchar a través de una alteridad en diálogo para poder estar atentos a los procesos subjetivos de quien narra (Jelin, 2006), y aprender a reconocer las emociones y los
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comportamientos que se pueden generar cuando recordamos hechos violentos y muy dolorosos, pues al hacerlo, estamos abriendo puertas que luego de muchos años de estar cerradas, pueden significar un acontecimiento en el sentido de reencontrarse consigo mismo y con los dolores escondidos, lo cual restringe la posibilidad de dar testimonio y dificulta la toma de distancia del recuerdo. A su vez, es posible que ante el recuerdo de acontecimientos traumáticos se presente el olvido evasivo del que nos habla Ricoeur (1999), ese olvido que no quiere recordar y por lo tanto, es nuestro deber respetarlo. Ante estas circunstancias, ¿cómo desarrollar una memoria ejemplar (Todorov, 2000)? En términos pedagógicos y didácticos es posible afirmar que se trata de un trabajo que consta de dos fases: en la primera, tenemos que neutralizar el dolor y el sufrimiento que provoca el recuerdo, y luego, en la segunda, abrimos ese recuerdo a la analogía y la generalización, de manera tal que se constituya en un exemplum para extraer de allí una lección. De esta manera, logramos disminuir la ira y la indignación en ellos, trascendiendo el suceso recordado para generalizarlo a través de lecciones aprendidas que les sirvan para el futuro. Con relación a la memoria, la política y la justicia En términos de restituir la dignidad de los jóvenes, considero que esta es una de las dimensiones que cobra mayor valía, pues la memoria como restauradora de justicia debe propender por la elaboración de sentidos del pasado y la modificación de los marcos de comprensión en relación con el presente, para poder construir expectativas de futuro que los lleven a vivir una vida digna. Esto implica también una afectación del pensamiento y la acción, no solo por parte de los jóvenes desmovilizados, sino también de las comunidades receptoras, para que de esta manera y en un plazo cercano, se cree una cultura de la memoria, que como en el caso argentino, nos atraviese a todos y así la historia de violencia colombiana no se siga repitiendo. Lo anterior significa que en el marco de los procesos de reintegración a la vida civil, los trabajos de la memoria no deben ser un asunto individual sino un asunto público, donde a través del reconocimiento de la palabra escuchada, se promuevan la dignidad, la humanización y la identidad como ciudadanos, y de esta manera se reconozcan en un proyecto de vida futuro. En otras palabras, los trabajos de la memoria deben ser un medio para construir una justicia anamnética que permita a los jóvenes reconstruir su dignidad, y a la vez, generar reflexiones de tipo moral que nos lleven a preguntarnos con ellos mismos por la humanidad del hombre desde la inhumanidad.
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Con relación a los trabajos de la memoria y algunos asuntos metodológicos De acuerdo con experiencias adelantadas en el país por los emprendedores de la memoria, me permito mencionar algunas herramientas metodológicas para activar la memoria colectiva, tales como el taller de narrativas y testimonios de infancia y adolescencia, la cartografía social, los mapas de percepción, el álbum familiar como archivo de impresiones y los portafolios de memoria (Castiblanco, A. En Serna, 2009). Asimismo, conviene incluir algunos activadores de memoria adelantados en los talleres de memoria por la Comisión Histórica de nuestro país, y que nos pueden resultar muy eficaces en el trabajo con los jóvenes desmovilizados. Entre ellos tenemos las herramientas de historia oral, los rituales conmemorativos, las artes verbales-visuales, las artes dramáticas, las fotografías, los videos, las preguntas generadoras, la elaboración de mapas del cuerpo, las líneas de tiempo, las biografías visuales, la elaboración de colchas de imágenes, entre otros (Sánchez, 2009). En términos de restituir la dignidad de los jóvenes, la memoria como restauradora de justicia debe propender por la elaboración de sentidos del pasado y la modificación de los marcos de comprensión en relación con el presente, para poder construir expectativas de futuro que los lleven a vivir una vida digna. Esto implica también una afectación del pensamiento y la acción, no solo por parte de los jóvenes desmovilizados, sino también de las comunidades receptoras, para que de esta manera y en un plazo cercano, se cree una cultura de la memoria, que nos atraviese a todos y así la historia de violencia colombiana no se siga repitiendo. Lo anterior significa que en el marco de los procesos de reintegración a la vida civil, los trabajos de la memoria no deben ser un asunto individual sino un asunto público, donde a través del reconocimiento de la palabra escuchada, se promuevan la dignidad, la humanización y la identidad como ciudadanos, y de esta manera se reconozcan en un proyecto de vida futuro. En otras palabras, los trabajos de la memoria deben ser un medio para construir una justicia anamnética que permita a los jóvenes reconstruir su dignidad, y a la vez, generar reflexiones de tipo moral que nos lleven a preguntarnos con ellos mismos por la humanidad del hombre, desde la inhumanidad.
PARTE IV - LA COTIDIANIDAD DE LA MEMORIA: EXPERIENCIAS DESDE LAS ORGANIZACIONES SOCIALES
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Parte V
MEMORIA Y PRÁCTICAS COMUNICATIVAS
Capítulo 1
LA MEMORIA EN SUS JUSTAS PROPORCIONES. A PROPÓSITO DEL PARADISCURSO EN LA JUSTIFICACIÓN Y MORALIZACIÓN DEL PARAMILITARISMO EN COLOMBIA1 Tatiana Escobar Montes Comunicadora Social de la Universidad Central.
Mauricio Naranjo Velandia Comunicador Social y Periodista de la Universidad Central. Especialista en Resolución de Conflictos de la Pontificia Universidad Javeriana.
Jaime Andrés Wilches Tinjacá Comunicador Social y Periodista de la Universidad Central. Politólogo Grado de Honor de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia. Coordinador de la Línea de Investigación en Memoria y Conflicto del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Introducción El objetivo de este texto es elaborar una aproximación crítica de la articulación y empatía entre las prácticas comunicativas -justificadoras y moralizantes- del paramilitarismo y las construidas por la sociedad colombiana, como parte no única, pero sí fundamental de las dificultades que ha implicado la construcción de procesos de memoria histórica en Colombia. Si bien la justificación y moralización no son estrategias discursivas exclusivas de los paramilitares, este trabajo pretende comprender la manera cómo estos actores
1 Estas reflexiones hacen parte del proceso de investigación realizado por los autores en la tesis de grado para optar al título de Comunicadores Sociales y Periodistas de la Universidad Central.
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ilegales, a la par de la violencia armada que desplegaron y de su contundente efecto represivo, construyeron un modelo comunicativo (más allá de la oposición o afinidad que encontraron en los medios masivos de comunicación) que les permitió ser partícipes de las dinámicas económicas, políticas y culturales del sistema social. No obstante, identificar la responsabilidad social en la concepción represiva y discursiva de los paramilitares no es suficiente. Por eso aunque se corra el riesgo de omitir variables, la parte propositiva de este trabajo involucra a la sociedad como parte de la solución y transformación en la desmovilización física, pero también comunicativa de un fenómeno que en el caso del paramilitarismo no ha logrado trascender de un asunto de política gubernamental para convertirse en una problemática de reflexión social, donde la memoria deje de ser el campo de batalla de oportunismos políticos, para ocupar un rol protagónico en la transformación de nuestras formas de vivir y pensar.
I.
Sin más preámbulos
La primera pregunta que puede generar la presentación de esta reflexión es: ¿Por qué un trabajo de comunicación social en un libro de memoria? La respuesta es sencilla, presentar esta propuesta tiene como fin establecer diálogos que permitan revelar la multidimensionalidad del fenómeno paramilitar y su gran influencia en la forma cómo se han construido procesos de memoria en nuestro país. No nos remitiremos a un inventario que dé cuenta de la relación construcción de memoria –paramilitarismo en Colombia. En la parte 2 de este libro, Jefferson Jaramillo explica con lucidez las comisiones de violencia que se han destacado en el momento de trazar una política de construcción de memoria de los hechos violentos que han acompañado la historia de Colombia. Y en el rastreo hecho por Jaramillo, no hay ninguna duda sobre el interés de estas comisiones por esclarecer, entre otras manifestaciones, los usos y abusos del fenómeno paramilitar en las últimas tres décadas. No obstante, no se trata de hacer de los estudios en comunicación otro campo autista de reflexión. Todo lo contrario, la comunicación se nutre de los aportes de la Economía, que ha estudiado las relaciones del paramilitarismo con el narcotráfico y una organización criminal que administra diversos sectores del mercado; la Ciencia Política, que brinda un panorama de las relaciones de los paramilitares con el trinomio poder–estado–sistema político; el Derecho, que aporta las limitaciones y posibilidades jurídicas del proceso de desmovilización y los retos de los procesos de verdad, justicia y reparación; la Psicología, que ha explorado los estragos de la guerra y sus efectos en la reconstrucción de tejido social tanto para víctimas como para victimarios, entre otras disciplinas que han puesto su grano de arena en el reto complejo que encarna salir del denuncismo facilista, para entrar en la reflexión propositiva.
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II. El quiz del asunto Durante la última década, el paramilitarismo ha adquirido inusitada relevancia,pues es un caso inédito el hecho que un grupo de derecha entrara a un proceso de desmovilización y reinserción a la vida civil en un país que históricamente había llevado a cabo negociaciones de paz con grupos de izquierda (Orozco, 2005). El gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) fue el encargado de llevar a cabo este proceso y el impacto de sus resultados todavía es objeto de debate. Aunque pareciera obvio, es pertinente anotar que el paramilitarismo no empieza con la visibilización de sus estructuras organizativas ni terminará con su proceso de desmovilización y reinserción a la sociedad civil. Para el momento de las negociaciones el fenómeno paramilitar ya estaba bastante desarrollado y sus principales dinámicas se encontraban enraizadas en los ámbitos locales de amplias regiones del país, en sus concepciones ideológicas y sus comportamientos cotidianos, con complejas trayectorias históricas, muchas veces desafiando la causalidad de los hechos y más bien fortaleciendo las perspectivas de un conflicto armado complejo y de orígenes aún con insuficiencia argumentados. Entonces, ¿Cuáles son las condiciones que favorecieron que un proceso ilegal tomara tanta fuerza e, incluso, fuera el punto de partida para construir nuevos símbolos y significados sobre lo legítimo y lo ilegítimo, sobre lo que se debe recordar y olvidar? Para entenderlo habrá que reconocer, en primera medida, que las prácticas organizacionales del fenómeno paramilitar no están inscritas exclusivamente en el campo coercitivo, sino que se extienden a formas de comunicación social, lugar donde la memoria adquiere el cuerpo de una narrativa-y una forma particular de expresión. Por esa razón las prácticas comunicativas y la delimitación del paramilitarismo como un actor discursivo, serán fundamentales para entender los avances y retrocesos de la memoria histórica en Colombia. Más allá de llegar a una demostración– lo que se busca es la caracterización del paramilitarismo como un actor que construye estrategias comunicativas que le permiten ir ganando legitimidad social, no siempre reflejada en una aceptación explícita de su expresión armada, sino muchas veces manifestada con el silencio y la aprobación tácita a su forma de interpretar los conflictos del país.Esta ruta de trabajo conlleva a preguntarse: ¿Qué prácticas comunicativas contribuyeron a que los paramilitares lograran articular y socializar sus justificaciones - moralizaciones, no sólo con sus amigos y enemigos inmediatos, sino también con las formas de vivir y pensar de la sociedad colombiana? ¿En qué medida esta articulación influyó en una particular forma de determinar que se debe recordar y olvidar en el momento de dar cuenta de
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los hechos históricos que han marcado el rumbo político, social, económico y cultural de nuestro país?
Este documento no resuelve las preguntas, pero propone pistas teórico-conceptuales que aportarían a la comprensión de los paramilitares como actores discursivos e influyentes en la construcción de memoria histórica. En palabras de los autores: Esta investigación se aleja de idea del lenguaje como un instrumento que impone realidades. Por el contrario, se plantea cómo las acciones cotidianas y las dinámicas socioculturales, son las que construyen el discurso y van dotando a la práctica comunicativa de elementos propicios para el anclaje en la esfera social. Los paramilitares, y en especial las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), aunque no lograron imponer ni materializar todos sus intereses comunicativos, encontraron comportamientos propicios para desplegar el reconocimiento a sus formas de actuar y propagar la construcción social del binomio memoria-olvido.
Para el desarrollo de esta ruta de trabajo, la primera parte, define de manera básica -según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (RAE)- lo que se entiende por práctica, justificación y moralización. En la segunda sección, se profundiza la relación de estos conceptos con el sustento teórico de dos textos: 1. Análisis de Discurso: Hacia una semiótica de la interacción social, en el que se recopilan los aportes de teóricos como Austin, Searle, Girce, Pierce y Wittgenstein, quienes superan el modelo funcionalista de la comunicación como transmisión de información para pensarlo como una dinámica en el que los actores sociales pasan de ser emisores-receptores a participantes activos de los actos comunicativos; y 2. La construcción social de la realidad, de Tomas Berger y Peter Luckmann, texto que interpreta la realidad como un proceso intersubjetivo, en el que los seres humanos deciden pautas de comportamientos que servirán de base para su comprensión y sobrevivencia en la vida cotidiana. Para finalizar, se sugiere pasar de la categoría “Paramilitarización del país” a “La socialización del paradiscurso”, esta última, como una perspectiva que en vez de asignar culpas, invita a la sociedad a tener un papel activo y crucial en la desmovilización de los combatientes, pero también de los discursos y las prácticas que sostienen al paramilitarismo como una forma autoritaria, pero implícitamente aceptada (en distintas zonas del país) de organización de la memoria social, política, económica y cultural de buena parte de la sociedad colombiana.
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III. Definiciones básicas Práctica La palabra práctica proviene del latín practicus y es clasificada en la categoría gramatical de un adjetivo, relacionándose con calificativos como adiestrado, versado y experimentado en algo. La práctica, según el diccionario de la RAE, es una característica de aquel que piensa o actúa ajustándose a la realidad y persiguiendo normalmente un fin útil. Aunque hacer teoría implica la ejecución de una acción y de una práctica de lectura, la RAE remite la práctica a ejercicios visibles y de experimentación (práctica es el contraste experimental de una teoría) o como lo señala Pierce: “Toda la función del pensamiento es producir hábitos de acción” (Pierce, 1878, citado en Ferrater, 1944, p. 340). En ese sentido se podría entender que la práctica comunicativa de los paramilitares cuenta con la experticia del elemento formal y si se quiere retórico del lenguaje, pero que no es simplemente una construcción manipulada y propagandística de la realidad, sino que es concretada a través de acciones de coerción-consenso, que fueron construidas, transformadas y consolidadas en el quehacer cotidiano de buena parte del territorio colombiano y que les fue dando una experiencia y si se quiere una capacidad de responder a las incertidumbres sociales, políticas, económicas y culturales de un proyecto de nación centralista, clientelista e indiferente a la diversidad y complejidad de las realidad(es) social(es). Justificación: El constante argumento del ¿por qué? y porque… La justificación es una estrategia discursiva que se utiliza para explicar las acciones, atribuyéndoles causas morales, políticas, religiosas, culturales, económicas, familiares, éticas, ambientales, etc. No en vano, la RAE atribuye la acción o efecto de justificar a “una conformidad con lo justo o probanza que se hace de la inocencia o bondad, de un acto o de una cosa - prueba convincente”. Justificar para mi individuo y/o para mi colectivo no es un resultado causa – efecto que se presenta de manera indiscriminada, ni que es aceptado ciegamente por los receptores. La justificación encuentra en el poder de los argumentos el arma propicia para seducir, impulsar, comprobar o simplemente imponer las acciones, ya sea como las mejores o por lo menos como las pertinentes para un momento determinado. Weston va más allá y ubica la justificación como un recurso para la buena argumentación, la cual puede ser retórica, pero no necesariamente, pues muchas veces
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puede estar sustentada en recursos bibliográficos, estadísticos, empíricos que dan estructura a una idea que, por desatinada que sea, resiste a los embates de posibles incoherencias. En ese sentido Weston (2001) dice: Dar un argumento significa ofrecer un conjunto de razones o pruebas en apoyo de una conclusión. Aquí, un argumento no es simplemente la afirmación de ciertas opiniones, ni se trata simplemente de una disputa. Los argumentos son intentos de apoyar ciertas opiniones con razones. En ese sentido los argumentos no son inútiles, son, en efecto, esenciales. (p. 13)
En su trabajo sobre violencia en la televisión, Quiñones (2009) analiza cómo los actores que encarnaron la violencia en distintas épocas de la década de los 90´s tenían un hilo conductor. Éste era la repetición constante y excesiva de la palabra porque para reflexionar sobre sus acciones. En la serie Cuando quiero llorar no lloro (Los Victorinos), por ejemplo, para Victorino Umaña (clase alta) la atribución de la violencia se explicaba porque sus padres no le prestaban atención; Victorino Perdomo (clase media) justificaba la violencia porque había necesidad de cambiar las condiciones materiales de la sociedad y Victorino Moya (clase baja) asumía su carácter violento porque la pobreza no le había brindado oportunidades. Por esa razón, comprender una justificación, habla mucho del emisor y de los recursos que utiliza para inyectarle a la acción dramatismo y excepcionalidad (entendida como la única decisión posible), pero habla también del papel del receptor en el proceso de asimilación y aprobación de los argumentos para aprobar o rechazar una valoración sobre algún hecho social, situación que genera la pregunta de cómo los paramilitares justifican sus acciones y cuáles recursos discursivos han utilizado para moralizar sus acciones. Moralización y crisis Antes de abordar lo que se puede entender por moralidad, es preciso entender las motivaciones que generan la dinámica de asignar adjetivos a objetos y personas, en especial, en circunstancias políticas que exigen la producción de códigos de comunicación. En Colombia no ha de sorprender que los paramilitares pensaran “refundar la Patria”, basados en las categorías cristianas–morales de lo permitido y lo prohibido, de buenos y malos, de patriotas y apátridas, situación no muy lejana de algunos gobernantes que exhortan a refundar los valores, y otra serie de calificativos que llevan a la toma de decisiones de carácter excepcional ante la amenaza de las crisis, donde el lema es “o yo o el caos” (Rodríguez, 1999, p. 78). William Ospina y Gustavo Gardeazábal (2000), plantearon la necesidad de cambiar los destinos del país con la transformación de sus estructuras políticas bajo el rótulo
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“hay que refundar a Colombia”, lo que hace que pensar que el problema no está en la ingenuidad del adjetivo, sino en el sujeto que la predica. Se ha vuelto costumbre que el mundo esté en crisis: la crisis del dólar, la crisis de valores, la crisis de la educación, la crisis de la juventud, etc. Más que un problema, esta constante sensación de incertidumbre implica, según Morin, una potencia de creatividad, recursividad y decisión (etimológicamente Krisis significa decisión). Sin embargo, existen limitaciones para pensar la Krisis como momento de decisión, pues, explica Morin (1995): …no hay dominio o problema que no se encuentre frecuentado por la idea de la crisis: el capitalismo, la sociedad, la pareja la familia, los valores, la juventud, la ciencia, el derecho, la civilización, la humanidad… pero este concepto, al generalizarse, en cierto modo, se ha vaciado de contenido. (pp. 160-161)
Estas crisis vaciadas de contenido y de su constante moralización son analizadas por Torre (1998, pp. 39-40) en tres aspectos: 1. El efecto de desacreditar las posturas y las ideas de la administración anterior y predisponer a la opinión pública a conceder a quienes acceden al gobierno un amplio mandato para actuar sobre la emergencia. 2. Las crisis instalan un sentido de urgencia que fortalece la creencia de que la falta de iniciativas solo puede agravar las cosas; en estas circunstancias, los escrúpulos acerca de los procedimientos más apropiados para tomar decisiones dan paso a una aceptación de decisiones extraordinarias. 3. Las crisis no sólo agudizan los problemas colectivos sino que generan además un extendido temor por el alza de los conflictos sociales y amenazas al orden institucional. Todo ello amplía los márgenes para la acción de los líderes de gobierno e intimida a las fuerzas de oposición. En el caso de los paramilitares, nunca han sido un factor central para la formulación de las “crisis”, pero se han tomado la atribución de nombrar las crisis del país; en un primer momento, atribuyendo la acción guerrillera como el motor de su lucha; luego estigmatizando y eliminando de manera física y simbólica una alternativa política como la Unión Patriótica (UP) ; seguido de una resistencia a los cambios emprendidos con la Constitución de 1991; más tarde saboteando los diálogos de paz del Caguán (aunque el gobierno Pastrana y las FARC tienen una buena cuota de responsabilidad); lo que les llevó a capitalizar la desazón de la sociedad colombiana por las FARC, para decir que emprendían un proceso de desmovilización porque había un gobierno que había eliminado la crisis de la amenaza subversiva; y ahora poniendo al país en jaque con las incertidumbres del proceso de desmovilización y su mimetización en las ahora llamadas Bandas Criminales (BACRIM).
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No se puede negar que a partir de 2002, el Estado tuvo éxito en recuperar el control del territorio y obtener el consenso social de atribuir a las FARC como la causa de los problemas del país. Sin embargo, esta situación fue aprovechada por las AUC para engranar su lucha en el conjunto social e influir en los procesos de construcciónindiferente y fragmentada de memoria histórica. Como lo señala Orozco (2006): La base poblacional de la democracia colombiana son sobre todo las capas medias y altas de las grandes ciudades. Bajo esa premisa, acaso resulta razonable pensar que mientras la identificación de esos grupos sociales con las víctimas del secuestro—delito atribuido a las guerrillas como marca de fábrica—es muy alta, su identificación con las víctimas de las masacres, los desplazamientos y demás crímenes perpetrados por los paramilitares es, en cambio, comparativamente, muy baja. Al fin y al cabo, la distancia geográfica, social, cultural y hasta étnica y racial de los grupos que sostienen la democracia frente a los grupos mayoritariamente campesinos marginales y periféricos que han sufrido la barbarie paramilitar ha sido y sigue siendo enorme, a pesar de haber pasado de una fase de conquista a una fase colonial de su dominación sociopolítica de algunas regiones. Bajo esta premisa, no es de extrañar que la democracia colombiana presente una cierta disposición a tratar con alguna benevolencia a los paramilitares en el contexto de las negociaciones que los mismos adelantan en la actualidad con el gobierno nacional. No está por demás recordar, en tal sentido, una encuesta reciente y cuyos resultados decían que un 40 por ciento de los entrevistados estaba de acuerdo con que se les ofreciera impunidad. (p.196)
Orozco acierta al asegurar que unos problemas han sido atendidos con más vehemencia que otros y que los paramilitares consolidaron una justificación-moralizante de sus acciones, traducida en extradiciones y juzgamientos, pero con pocas repercusiones en las formas de vida y lenguaje que establecieron en las regiones donde influyeron. De esta manera, se sostiene en la sociedad colombiana la preponderancia de unos males y la reafirmación de, como diría Ungar (2008, Mayo 28), de un talante “anti–liberal de los colombianos”, reflejado en la elevación de una figura autoritaria para conducir un modelo pacificador de la sociedad.
IV. El discurso como acción, la acción como discurso Cristiana Peña, Jorge Lozano y Gonzalo Abril (1986) cuestionan el adagio popular “del dicho al hecho hay mucho trecho”, pues no conciben el lenguaje como un elemento externo al mundo social y creador de imaginarios sin corresponsabilidad en la realidad, porque: Se tiene la impresión de que primero está el lenguaje (con palabras que tienen un significado y enunciados capaces de ser verdaderos o falsos), y que luego,
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dado esto, se introduce aquél en las relaciones humanas y se modifica según las particulares relaciones humanas de las que haya llegado a formar parte. Lo que se pasa por alto es que esas mismas categorías de significado, etcétera, dependen lógicamente respecto de su sentido, de la interacción social de los hombres (…). Nunca se analiza cómo la existencia misma de los conceptos, depende de la vida del grupo (Winch, 1972, p.45). La interacción social no debe, en fin, entenderse como un hecho puramente externo al lenguaje, de tal modo que la explicación de las relaciones entre discurso y sociedad opere exclusivamente entre datos de ambos dominios. El lenguaje inscribe en su propia naturaleza las coordenadas del mundo intersubjetivo; orienta, regula y transforma los modos de correspondencia entre los sujetos, además de servir a la objetivación de las distintas experiencias de la realidad y a la creación y actualización de mundos. (Berger y Luckmann, 1968, citado en Peña, Lozano y Abril, 1986, p. 171)
Un lenguaje (no sólo verbal) que tiene un papel activo en la interacción social, lleva a Austin a plantear la teoría de la performatividad, al considerar que el decir algo es hacer algo, y por ende el lenguaje siempre indicará una acción (describir) que se cumple (realizar). Austin es audaz en defender que la construcción de realidad no significa que el lenguaje ordene una acción que es ciegamente obedecida. Lo que explica es que el hecho de enunciar implica un compromiso de la acción por parte del enunciador, por lo cual los performativos carecen de valor lógico al ser planteados como falsos o verdaderos (Peña, Lozano y Abril, 1986, pp. 177-179). Así lo ejemplificaría esta carta de las AUC dirigida a la opinión pública: El MOVIMIENTO NACIONAL DE PRESOS POLÍTICOS Y DESMOVILIZADOS DE LAS AUTODEFENSAS CAMPESINAS, ante la gran encuesta publicada por la Revista Semana2, se permite hacer algunas reflexiones de este sondeo nacional de opinión. •
Las incisivas críticas de algunos sectores de opinión contra el proceso de paz con la organización de Autodefensas Campesinas, quedaron aisladas de la mayoritaria aceptación y apoyo del pueblo colombiano, que nos acompaña con sus voces de aliento en la búsqueda de la verdad, la rectificación del camino y la reconciliación nacional.
•
Los resultados de la encuesta revelan la reacción efusiva del pueblo colombiano, que guarda buena memoria y estima en su justo valor nuestro papel,
2 Gran Encuesta sobre parapolítica. En Revista Semana, Ed. 1305, 2007. La Revista Semana opina sobre la encuesta “Los resultados son sorprendentes. Ni el paramilitarismo ni la para-política han generado una gran preocupación entre los ciudadanos de las ciudades investigadas. Se aprecia también un grupo, cercano al 25 por ciento, que tiene una evidente inclinación pro-paramilitar. O que, al menos, tiene una sorprendente tolerancia frente a ese fenómeno delictivo. Como si se considerara que frente a las atrocidades de la guerrilla no hay que ser muy riguroso con los desmanes que cometieron quienes la atacaron. O como si se quisiera evitar a toda costa que el destape de la para-política dañe el buen curso que lleva el país o la popularidad del presidente Álvaro Uribe.” El comunicado de las autodefensas fue publicado en distintos medios de comunicación el día 28 de mayo de 2007
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tanto en la guerra, como en los procesos de desarme y desmovilización, cuya magnitud y trascendencia no tienes antecedentes en los fastos de la historia. El comunicado emitido no se puede reducir a la interpretación de una información manipulada, pues la encuesta (con sus aciertos y desaciertos) logra poner en evidencia el silencio que la sociedad colombiana guarda frente al tema del paramilitarismo en Colombia y su intención de llevar a cabo procesos de memoria selectivas para no tener mayores confrontaciones éticas y morales. Para Austin, el comunicado citado significaría el cumplimiento de performativos (agradecimiento y fortalecimiento de sus discursos justificatorios) que aparecen respaldados y orientados por instituciones y/o sistemas de reglas o convenciones no lingüísticas comúnmente aceptadas por una determinada comunidad (tolerancia a las acciones paramilitares). En el siguiente cuadro (Peña, Lozano y Abril, 1986, p. 180) se presenta un esquema de los tipos de performativos que se generan desde emisores con autoridad de nombrar determinadas acciones e influir en el cumplimiento de ellas: Tipo de performativo
Institución que respalda la acción
Requisito Posición actancial esencial exigido al agente
Actos de autoridad (Declaraciones y mandatos)
Una institución jurídica, un “poder reconocido”
Legitimidad dimanada de la institución
Compromisos
Reglas cooperativas y otras Sinceridad, que sancionan lacoherencia del asunción abierta comportamiento, la responsabi- de tales reglas. lidad de los sujetos, etc.
Fórmulas
Códigos de etiqueta y de cortesía
El sujeto se presenta en su acto como portavoz o instrumento de la institución El sujeto se presenta como origen o remitente del acto que ejecuta, como persona social.
Corrección en el El sujeto aparece como un uso de las expre- actor comprometido con siones diferentes ciertos deberes sociales. Ejecuta un rol relativo a una posición interaccional
Vale aclarar, que no se entienden las instituciones necesariamente desde el ámbito legal. Austin es muy claro al decir que se habla de una institución reconocida o “un poder jurídico”. Los paramilitares no juegan su rol como un actor legal. De hecho, poco les importa jugar a ser legales de manera directa; pues en muchas zonas del país fueron/son poder ilegal, pero legítimo que moldea el lenguaje y adapta su discurso a la importancia de la seguridad militar y la normalización social. Si se habla del segundo y tercer tipo de performativos, es decir, los compromisos y las fórmulas, se encuentra un sistema social que junto a las reglas de juego (privativas)
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impuestas por los paramilitares crearon pautas cooperativas que intentaron convivir entre el espíritu legal de las instituciones estatales. Sin embargo, pueden existir críticas porque, siguiendo a Austin, los paramilitares no todo lo que decían lo cumplieron, lo que se ajustaría a un performativo que no se cumple por falta de sinceridad o una promesa no cumplida. Dicho presupuesto se aplicaría en el caso del proceso de desmovilización. Los líderes paramilitares y el gobierno dicen que la desmovilización ya culminó y que se acabaron las acciones armadas. Con el lenguaje no han logrado construir ninguna realidad, pues es claro que las acciones armadas continúan y que el conflicto ha degradado en expresiones más criminales y en un proceso fragmentado e insuficiente de recuperación de la memoria y lucha contra el olvido. Incluso puede ser que la sociedad no diga nada, lo cual conduce a la errónea conclusión de que la gente no tiene el poder del lenguaje para descifrar una acción. Lozano, Peña y Abril (1986) denominan esta situación el hacer de lo no dicho o las presuposiciones (pp. 207-220), es decir, aquellas reglas lingüísticas que sin estar explícitas todos los días, hacen que la acción instituya formas de comportamiento como saludar, despedirse, pedir un favor, etc. Esta opción de no – decisión (Bachrach y Baratz, citado en Múnera, 1997, p. 60) es también una acción en la que circula lo que todo el mundo sabe, pero calla, aquello que no necesita del lenguaje verbal para mantener el orden de las cosas. Los paramilitares han utilizado con éxito este hacer de lo no dicho, cultivando un sistema de reglas en el que todos sabían (y saben) cómo deben comportarse. Es por eso que la desmovilización es un paso importante, pero no definitivo, pues algunos cuerpos combatientes deciden dejar las armas, pero esto no es causa directa para que las prácticas y discursos construidos por los paramilitares durante más de tres décadas, no sean cooptados o simplemente reproducidos por otros grupos sociales que terminaran por aceptar que no existe otro tipo de orden social distinto al que están acostumbrados. Siguiendo la doble correspondencia hablar es hacer y hacer es hablar, es pertinente retomar la teoría de los actos de habla de Austin, que se explicarán a continuación y tomando una parte del comunicado de las AUC como ejemplo: Acto Locutivo El principio de todo acto comunicativo es decir algo. Incluso al no decir algo, se dice algo (ya sabes lo que tienes que hacer, no tengo que repetírtelo). El acto locutivo tiene la función de decir ese algo y buscar los medios para expresarlo. Veamos el ejemplo con el comunicado de las AUC, después de la encuesta sobre parapolítica publicada por la revista semana:
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Los resultados de la encuesta revelan la reacción efusiva del pueblo colombiano, que guarda buena memoria y estima en su justo valor nuestro papel, tanto en la guerra, como en los procesos de desarme y desmovilización, cuya magnitud y trascendencia no tiene antecedentes en los fastos de la historia. Emisión de sonidos (acto fonético)
Se emite a través de una carta
Emisión de ciertas palabras (acto fáctico)
Es una frase compuesta por cuatro oraciones
Frase con sentido y referencia (acto rético)
El sentido de la frase obedece a un comunicado y se refiere a una encuesta publicada de la Revista Semana
Acto Ilocutivo En este acto de habla se encuentra el performativo y la finalidad del enunciado, es decir, la acción que intenta generar (Grice, 1977; Searle, 1994). El acto ilocucionario es la intención expresada a través de una acción
El enunciado reseñado tiene como intención tres acciones: Agradecer, legitimar y minimizar al detractor
Grice dice que el acto ilocucionario se logra si el alocutario (receptor) reconoce las expresiones intencionalmente producidas de producir la acción y si el locutor intenta producir algún efecto en la audiencia mediante la significación del reconocimiento de esta intención
Searle propone cuatro reglas constitutivas del acto ilocucionario. 1. Regla proposicional: diferencia del contenido y la expresión 2. Reglas preparatorias: Supuestos que han de darse para la realización efectiva del acto 3. Regla de sinceridad; Compromiso del locutor de cumplir lo que dice 4. Regla esencial: El locutor asume las responsabilidades sociales de su enunciado
En el ejemplo 1. Regla proposicional: El contenido agradece la expresión legítima y rechaza a los contradictores 2. Reglas preparatorias: El comunicado no es posible si no se hubiera publicado la encuesta. 3. Regla de sinceridad; El locutor se basa en los hechos de la encuesta 4. Regla esencial: El locutor asume que es la sociedad la que respalda su lucha y por consiguiente toma las banderas de la causa paramilitar
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Acto Perlocutivo Este acto refiere a los efectos que produce la puesta en marcha de una acción, lo que a su vez genera la producción de otras acciones, actitudes y comportamientos. La novedad y potencialidad de este acto radica en el hecho de que el efecto perlocutorio tiene un papel activo del receptor, quien no solo recibe el mensaje, sino que lo transforma, lo asume, lo cuestiona o simplemente lo deja por fuera de su interacción cotidiana al no ser sincero o no ajustado a la realidad. Por eso Lozano, Peña y Abril (1986) concluyen que: Al dar mayor importancia a la intervención del `polo receptor´ que en la teoría clásica, prevemos la definición retrospectiva de los actos y postulamos que el locutor anticipa estratégicamente las respuestas al acto que propone; correlativamente, sólo la sanción implícita en la respuesta del interlocutor autoriza a considerar que el acto se ha cumplido o no. Puesto que el juego de intenciones comunicativas es reconocido y legitimado en el interior de la propia situación interactiva, ha de corresponder a un actante observador la actividad de discriminar posibles intenciones ilocucionarias no cumplidas… Tal territorio teórico ofrecerá la posibilidad de abordar las estructuras interaccionales con la perspectiva del sujeto en cuanto paciente, perspectiva complementaria de la del sujeto como actuante. (p. 206)
Así pues, el término construcción de la realidad obedece a una expresión de interactividad y no de imposición, pues cuando la primera no se cumple, el enunciado carece de validez. El análisis del perlocucionario en el enunciadoejemplo se podría interpretar así: En los emisores del Comunicado el efecto perlocucionario intenta con las acciones agradecer, legitimar y rechazar… reafirmar el apoyo social a sus justificaciones represivas y discursivas
V.
M O R A L I Z A R
En el receptor el efecto perlocucionario se ubica en el sentido de creer que las acciones de los paramilitares no son justificadas, pero comparativamente sus acciones son menos reprochables que las de la guerrilla
El discurso como práctica mediática, pero también social
El núcleo de este texto cuestiona o más bien reformula el lugar común que ubica“el lenguaje como un constructor de realidad”. Dicho planteamiento, como se ha insistido, alimenta una visión funcionalista y causalista de la comunicación, pues pone en el
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emisor todo el peso del acto comunicativo, siendo el mensaje, sus contextos y canales de difusión, simples mecanismos instrumentales que se deben limitar a un receptor que se supone racional o sin tener otra alternativa que recibir el mensaje y adaptarlo a su realidad. Dicho planteamiento contradice las posturas de Berger y Luckmann (1999), quienes sostenían: El lenguaje se origina en la vida cotidiana a la que toma como referencia primordial por sobre todo a la realidad que experimento en la conciencia en vigilia, dominada por el motivo pragmático (vale decir, el grupo de significados que corresponden directamente a acciones presentes o futuras) y que comparto con otros de manera establecida. Si bien el lenguaje puede usarse para referirse a otras realidades, que se examinarán más adelante conserva su arraigo en la realidad del sentido común de la vida cotidiana. (p. 57)
Lo anterior, reafirma el interés de Berger y Luckmann en una teoría–práctica de la realidad cotidiana construida socialmente y objetivada, abstraída y simbolizada hacia un lenguaje que no se inserta en una realidad inmóvil y estática que sigue enceguecida unas arengas mediáticas. Siguiendo las categorías utilizadas por Berger y Luckmann, en lo referente a la construcción social de la realidad y su objetivación y tipificación en el lenguaje, los medios masivos de comunicación son unos receptores de las formas de vivir y pensar de la sociedad, así como de los hábitos que son susceptibles a ser cambiados por otros patrones de comportamientos. Entender los medios masivos de comunicación no significa comprender la totalidad, pero si rasgos fundamentales de las prácticas culturales de la sociedad, pues éstos tienen el poder de objetivar, representar y abstraer el lenguaje de lo que estamos dispuestos a aceptar y lo que preferimos omitir. En los argumentos de Berger y Luckmann (1999): La acumulación es, por supuesto, selectiva, ya que por los campos semánticos determinan qué habrá que retener y qué habrá que `olvidar´de la experiencia total tanto del individuo como de la sociedad. En virtud de esta acumulación se forma un acopio social de conocimiento, que se transmite de generación en generación y está al alcance del individuo en la vida cotidiana… Mi interacción con los otros en la vida cotidiana resulta, pues, afectada constantemente por nuestra participación común en este acopio social de conocimiento que está a nuestro alcance. (p. 60)
Los mass media son un actor influyente en la vida cotidiana de los individuos, pero no actúan como árbitros autoritarios para ordenar lo que debe o no debe hacerse. Esto simplemente, porque los seres humanos son agentes de comunicación que a través de sus formas de vivir y pensar también realizan sus propios procesos de internalización de la realidad y de acuerdo a las experiencias de su vida cotidiana. En otras palabras:
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El lenguaje se me presenta como una facticidad externa a mí mismo y su efecto es coercitivo. El lenguaje me obliga a adaptarme a sus pautas. No puedo emplear las reglas sintácticas del alemán cuando hablo en inglés…Dicho de otra forma, el lenguaje tiene una expansividad tan flexible como para permitirme objetivar una gran variedad de experiencias que me salen al paso en el curso de mi vida. (Berger y Luckmann, 1999, p. 57)
Siguiendo a Wittgenstein (1954), el lenguaje y la comunicación tienen unos agentes con gran influencia, pero este poder no es construido de manera espontánea, sino que hace parte de una de las tantas formas culturales en las que los seres humanos determinan su forma de comunicar, de acuerdo a su modo de percibir y afrontar la realidad. Por esa razón propone: Considerar el lenguaje como una actividad inmersa en un sistema de prácticas, que contribuyen una `forma de vida´ que tienen un carácter regulado, comprensible a partir de la observación de las diversas reglas sustentadas en las prácticas mismas. El seguimiento de reglas implica el uso consistente, es decir, la costumbre. En ese punto, cobran importancia las creencias como trasfondo de las prácticas, en tanto las sustentan y rigen la acción. El sistema de creencias se establece como una suerte de mitología conocida como `imagen del mundo´, sin bases sólidas y sobre las que se constituye y de las que forma parte el lenguaje. Las creencias, en tanto sustento de los juegos de lenguaje, son certezas prácticas a la manera de reglas que gobiernan el actuar. Con el término creencias no se hace alusión a entidades mentales y subjetivas, sino a algo compartido que supone una conducta regular….Adicionalmente, las creencias y las reglas se relacionan con un sistema que subyace a las prácticas. (Wittgenstein, 1954, citado en Pardo, 2007, p. 19)
VI. El paramilitarismo y la construcción de memoria en esta discusión En los últimos años los medios han publicado (con todo y los intereses que manejen) los desfases del fenómeno paramilitar y sus cómplices. Como evidencia de que los medios ni el lenguaje construyen realidad, la publicación (en cantidad relevante, en calidad aceptable) de las distintas acciones de los paramilitares no ha generado mayor impacto social y, por el contrario, ha producido una tolerancia que se ha reflejado en la reacción frente al proceso de desmovilización de las AUC. En el caso del discurso de los paramilitares, éste no tendría éxito si no hubiese replicado en sectores estratégicos de la sociedad. Por el contrario, las FARC con su lenguaje no construyeron realidades en espacios clave de poder, su discurso se volvió obsoleto, olvidaron la justificación de la realidad social que los sostenía y perdieron la batalla de la per-
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cepción, paralelo a una sociedad que comenzó a ser afín o pasivamente tolerante al discurso contrasubversivo. En este sentido, los aportes de Hallyday (1982) son claves para entender que el lenguaje se juega sus posibilidades de anclaje en lo social cuando se enfrenta a cuatro variables: 1. Los participantes en la situación, su acción, 2. Su acción verbal y no verbal, 3. Efectos de la acción verbal, 4. El contexto espacio – temporal. El texto no se instala sin ninguna explicación en la sociedad, por el contrario, son los seres humanos los que reciben, aceptan, transforman, resisten y neutralizan un discurso, que les puede ser o no ajeno a sus dinámicas de comportamiento. Según Sbisa y Fabbri: El contexto no es un dato previo y exterior al discurso. Los participantes, a través de su interacción discursiva, definen o redefinen la situación, su propia relación, el marco en que se interpretan y adquieren sentido las expresiones, etc. (Sbisa y Fabbri, citado en Lozano, Peña y Abril, 1986, p. 52)
Los efectos comunicativos no son los mismos en todas las regiones, pues si se afirmara esto de manera contundente, contradeciría totalmente la propuesta del papel activo que tiene la sociedad en la construcción del lenguaje y en los medios que dispone para transmitirlos. En síntesis, el estudio de las prácticas comunicativas de los paramilitares no encuentra, en la causalidad explicativa de un discurso propagandístico y manipulado por los medios de comunicación, los catalizadores de su justificación y moralización. Por el contrario, los paramilitares hacen parte de un proceso intersubjetivo en el que dotaron sus intereses de las necesidades y temores de la sociedad, tanto para protegerlos, como para chantajearlos. Esto no significa desconocer que se valieron de las armas, para complementar el poder del discurso -justificado en las realidades cotidianas- y para moralizar las prácticas sociales alternativas -apáticas al grueso de la sociedad. Práctica comunicativa, que no depende exclusivamente del poder de información o desinformación de los medios y práctica represiva, que desborda las causas de la guerra; son entonces, catalizadores, no definitivos, pero si reveladores para entender la naturalización de sus prácticas discursivas en articulación con el acto violento y de su influencia en la forma cómo se construye olvido y se ignoran memorias que van más allá del dato histórico.
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VII. ¿Paramilitarización de la Sociedad o Socialización del paradiscurso? El 13 de agosto de 2003, el investigador Daniel Pécaut concedió una entrevista al diario El Colombiano. Entre las preguntas realizadas por la periodista Natalia Orozco llama la atención la siguiente: •
Natalia Orozco: ¿Eso es lo que usted llama “paramilitarización de la sociedad colombiana”?
•
Daniel Pecaut: “Cuando hablo de paramilitarización de franjas de la sociedad quiero aludir al hecho de que el fenómeno paramilitar ya no se reduce a la existencia de grupos en armas. Se manifiesta a través de múltiples formas de vigilancia sobre la sociedad. Lo que trato de explicar en mi trabajo es que Uribe tenía que llegar a un acuerdo con los paramilitares en armas. No podía mantener su imagen si este grupo continuaba haciendo masacres. Por otro lado los paramilitares nunca escondieron, en las elecciones, su apoyo a Uribe. Pero esto pone al gobierno en una situación difícil. La desmovilización ya no basta. Es necesario que se elimine la influencia política y social de los paramilitares. De lo contrario, la paramilitarización impediría cualquier proceso de democratización. Hay un autoritarismo que nace de muchos sectores sociales.
En la línea de Pécaut, Luis Jorge Garay concedió una entrevista el 29 de marzo de 2008 a la revista Semana, donde afirma que la “Captura del Estado por parte de poderes ilegales”, se debe en gran parte a un proceso social que se sintetiza en la siguiente frase: “A los colombianos se nos corrió la frontera moral”. Garay se olvida de las moralizaciones y es consecuente en afirmar que no toda la sociedad ni los grupos poderosos son mafiosos, pero tampoco que la “Captura del Estado por parte de poderes ilegales” se limita al juzgamiento de personajes particulares, sino a procesos socioculturales, en los cuales valdría la pena pensar si hemos acomodado la frontera moral de acuerdo a la situación del momento. Al respecto es importante destacar su respuesta cuando se le pregunta en la entrevista referenciada cuáles son las posibles soluciones: Es un tema de moral pública, no de moralismo. Me refiero a un sistema de comportamientos sociales aceptables. Por ejemplo, en un régimen de derecho esta moral está regida por la igualdad, los principios y valores democráticos. Tenemos ámbitos del Estado donde hay prácticas mafiosas que están en riesgo de que se profundicen. El gran reto no es retroceder. Lo que hay que hacer es recomponer socialmente. Hay nuevas formas del quehacer público que siguen vivas, mientras no las cambiemos son inviables los cambios.
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Las intervenciones expuestas por parte de los dos investigadores revelan un debate que aún tiene desarrollos incipientes en campos disciplinares como la cultura política colombiana y es la forma cómo se incluye la responsabilidad social en el fenómeno del paramilitarismo en Colombia y en los caminos que se están eligiendo para dar cuenta de una historia de guerras, silencios y dolor(es). Ahora bien, lo que se busca problematizar en esta sección es la idea de que la “Paramilitarización del país” supone un fenómeno “monstruoso y excepcional” que ha llegado a alterar las estructuras sociales y políticas de Colombia.El planteamiento que se propone es el siguiente: Añadir la categoría “Socialización del Paradiscurso” como el conjunto de dinámicas en las que la sociedad y los paramilitares han construido prácticas de consenso-coerción, que contribuyen en parte a orientar y normalizar la actitud indiferente de las nuevas generaciones frente a la necesidad de construir procesos de memorias históricas, sociales y éticas. “Paramilitarización del país” El Grupo de Cultura Política de la Universidad Nacional de Colombia considera que la Ley de Justicia y Paz de 2005 (marco jurídico para reglamentar la desmovilización, deserción, reinserción y reinserción de los grupos para los paramilitares) tuvo un impacto negativo porque: La democracia fue la más afectada, no sólo por el duro golpe que se le asestó a la legitimidad de las instituciones, incapaz de hacerle justicia a las deliberaciones y comunicaciones que venían de parte de la sociedad civil, sino porque la misma LJP fue el resultado de acuerdos políticos entre congresistas que habían resultado electos gracias al apoyo del paramilitarismo y miembros de estos grupos que prometían volver a apoyarles en próximas elecciones, personas que se dedicaron a garantizar la impunidad de sus crímenes y el no esclarecimiento de la verdad. (Mejía y Henao, 2008, p. 243)
Esta afirmación asume – La Institucionalización del paramilitarismo-como un fenómeno que llega a afectar los paradigmas de la cultura, la democracia y la ciudadanía, y se pregunta ¿Qué impactos ha tenido la Ley de Justicia y Paz sobre la cultura política, la ciudadanía y la democracia? De ser cierta la anterior tesis, entonces, ¿es consecuente afirmar que la LJP es la culminación del proceso político de captura del Estado por parte de los líderes de las autodefensas? o ¿es necesario reconsiderar que, si bien no se puede negar que la LJP es el producto de pequeños pactos entre grupos políticos (no todos repudiados socialmente), esto no es condición suficiente y necesaria para señalarla como el “factor” que impacta la democracia, la ciudadanía y la cultura política?
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Si se resuelve la primera pregunta de manera afirmativa, se estarían desconociendo los demás procesos políticos que, pese a estar inscritos en la legalidad, han impactado negativamente las instituciones estatales; y los procesos ilegales que, sin buscar la cooptación del Estado, regulan la vida cotidiana de la ciudadanía, la cultura política y la democracia. Por esa razón, sería interesante replantear la pregunta y formularla así: ¿Qué impactos ha tenido la cultura política, la ciudadanía y la democracia sobre la Ley de Justicia y Paz?, lo cual motivaría la exploración sobre la capacidad de adaptación y de protagonismo constante en la construcción de la realidad y definición de los criterios lingüísticos para denominar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido, lo que en la perspectiva de Garay (2008) ha permitido que: Solamente cuando las organizaciones aumentan la efectividad de sus prácticas, a partir de la acumulación de aprendizaje, alcanzan cierto nivel de éxito en sus objetivos (De León-Beltrán y Salcedo-Albarán, 2007) y, al parecer, este ha sido el caso de organizaciones delictivas en Colombia… Por esto, en muchos casos es necesario referirse a prácticas ilegítimas que no son necesariamente ilegales. La participación de organizaciones ilegítimas o ilegales y el recurso a distintos procedimientos para lograr el poder de cooptación, como es el caso de acuerdos poco transparentes pero legales, permite suponer una capacidad de aprendizaje en los actores captores, que puede redundar en una mejora de los mecanismos para disminuir la exposición penal con mayor efectividad. (p. 63)
El debate está abierto. La categorización de “La paramilitarización del país”, aunque pueda tener argumentos sólidos y elaborados, debería evitar caer en una perspectiva que tiene un interesante esfuerzo por realizar un análisis crítico del paramilitarismo, pero que da por sentado valores fundacionales que, como democracia, cultura y ciudadanía, han estado debilitados antes, durante y después del surgimiento de concepciones de autodefensa. Con la misma preocupación Cubides (2005) indica: Por todo ello es que tiene mucho de fariseo el tono sensacionalista, de novedad absoluta o de hallazgo de última hora que le han dado varios medios al tema de “la paramilitarización del país”: no sin cierta perplejidad en un comienzo y tras derrochar una buena cantidad de energías en una actitud nominalista, en una suerte de orgía semántica (“¿ Qué nombre le pondremos? “) a partir de las evidencias accesibles, la investigación social la ha venido registrando, las bases de datos que se han venido construyendo la señalan con nitidez; así mismo la propia investigación social encendió las alertas acerca de los diversos nexos locales, regionales y nacionales y las redes más o menos tácitas con las que los paramilitares han contado, y sobre el papel fundamental del narcotráfico en su expansión. (p. 91)
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“Socialización del Paradiscurso” Es posible que esta categoría tenga los mismos problemas de impacto semántico y pobreza pragmática, pero el intento puede valer la pena. Hablar de la socialización del Paradiscurso, es decir, de la forma cómo estos actores han estado en constante diálogo y adaptación con la vida cotidiana de muchas comunidades a las que no les llega siempre la Constitución del 91, ayudaría a desafiar la visión que reduce el paramilitarismo a un fenómeno que tuvo manifestaciones rurales, con una que otra expresión urbana, lo que a su vez significa un mal menor que ya está erradicado con la desmovilización de 30.000 combatientes, como lo afirmaba José Obdulio Gaviria: Paramilitarismo no existe hoy. No se dejen ‘engrupir’ con los sectores que vienen a echar el cuento de que el paramilitarismo dizque se camufló, que hubo un acuerdo de ‘yo con yo’, o que fue una fórmula espuria para la impunidad. No, el paramilitarismo se acabó. (...) Esa noche terrible terminó. (2008, Agosto 14)
Decir que el paramilitarismo se acabó o hacer repudios éticos por sus crímenes, sin generar un profundo proceso de reflexión social, encaja en lo que Arendt (1999) llamaría la “Banalidad del Mal”, expresión que la autora incorporó para cuestionar la normalización de los crímenes del holocausto nazi, como productos excepcionales que no afectaban en lo fundamental el curso natural de la historia y en los cuales la responsabilidad política queda relegada a una orden que era obligatoria cumplir. Un estudio de la Socialización del Paradiscurso y de la “Banalidad del mal”, pero también de la “Banalidad del bien” (si se entiende esa división discursiva y estratégicamente efectiva de proclamar “Que somos más los buenos que los malos”) requiere de una actitud política con pensamiento activo y trascendente para entrar en una actividad reflexiva en procura de desmitificar la justificación y moralización del accionar paramilitar. Profundizar las dinámicas socioculturales que han nutrido al Paradiscurso o que por valentía y resistencia han tratado de evitar su reproducción, implica estudiar los ethos culturales de la sociedad colombiana con sus elementos diferenciales, pero también con sus rasgos generalizadores. Así como suena poco propositivo el denuncismo que aboga por la enajenación social, tampoco ayudara mucho la creencia ingenua de acabar el paramilitarismo con el desmonte de algunas estructuras organizativas, porque además de desconocer su poder de adaptación en los últimos treinta años, ignora las retroalimentaciones que ha recibido de la sociedad. Por eso, la propuesta de De Zubiría (1998) al reflexionar sobre nuestro ethos cultural es utópica, pero no irrealizable si se establecen metas de corto, mediano y largo plazo: Quisiéramos sostener la tesis de que la construcción de una ética civil, en Colombia, sólo es posible relacionando Ética, Cultura y Educación. Las éticas hu-
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manas siempre son la expresión del ethos cultural de un pueblo. La imposición de proyectos éticos y educativos ajenos a nuestro mundo cultural, impiden tanto las relaciones entres estas tres dimensiones, como posibilitan nexos contradictorios entre ellas. Tanto el desconocimiento de una de estas tres dimensiones, como su separación, terminan convirtiendo todo esfuerzo en estéril o descontextualizado (p. 54).
El trinomio ética, cultura y educación contribuiría a desmovilizar además de los cuerpos, las prácticas discursivas que se han asentado para justificar o moralizar las acciones políticas y criminales de los paramilitares, las cuales se han delegado en Comisiones de la Violencia, la Memoria y la Verdad, que tienen buenas intenciones, pero no tanta influencia como para construir procesos serios de concientización. Por eso, desde usted, desde él, desde nosotros, se hace necesario reivindicar la necesidad de formar diálogos que puedan nutrir la propuesta de una ética civil que logré reconocer al paramilitarismo como un actor que ha sido parte de nuestro ethos cultural y discursivo. Quisiéramos que la terrible noche haya acabado…pero no es así, hasta tanto buena parte de nuestra sociedad colombiana se vaya a la cama pensando en que una memoria menos facilista y cómoda no pondrá en juego su existencia, pero tal vez sí lo hará parte del día histórico en el que se retó la tolerancia al olvido.
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Capítulo 2
MEDIOS DE COMUNICACIÓN, MEMORIA Y DESPOLITIZACIÓN DE LA VIOLENCIA1 Vladimir Olaya Magíster en Educación, Profesor de la Maestría en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional, integrante del grupo de investigación Educación y Cultura Política de la UPN, clasificado por COLCIENCIAS en la categoría A1. Correo electrónico: [email protected]
Marcela González Terreros Licenciada en Ciencias Sociales, candidata a Magíster en Educación. Profesora vinculada a la Secretaría de Educación de Bogotá. Correo electrónico: [email protected]
Introducción El artículo analiza las narrativas de la Revista Semana como medios de construcción de memoria sobre un acontecimiento enmarcado en el conflicto social y armado colombiano; los Falsos Positivos. Las narrativas que se analizaron se ubican en el periodo de septiembre 2008 - marzo de 2011. El texto devela como las narraciones de Semana contribuyeron a la creación de una visión de legitimación del Estado y su fortaleza en la construcción de justicia, configurando así una memoria que no recuerda los hechos de violencia sino la lucha del Estado por consolidar la seguridad democrática en el país. Se analiza la enunciación de la revista acerca de las ejecuciones extrajudiciales como un problema de índole individual y no en el marco del conflicto armado colombiano, visibilizando así mismo el hecho como un evento que estaba siendo solucionado, en el que las víctimas pasaron de ser el centro del problema a ser subsidiarios de otros eventos.
1 El presente trabajo hace parte de los avances del macro proyecto de Investigación Memorias de la violencia y formación ético política en jóvenes y maestros de Colombia. A su vez, es parte del trabajo de investigación presentado como tesis de maestría denominada: Juventud y violencia política: Emprendedores de memoria en el caso de los “Falsos Positivos”.
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Finalmente, se problematiza las voces que enuncian las narrativas de la Revista Semana, victimarios, entidades gubernamentales, Estado, en relación con el silencio que se le otorgó a las víctimas de los falsos positivos.
I.
Consideraciones iniciales
En el entramado social, los medios de comunicación no son solamente vehículos de transporte de información sino que se pueden comprender como dispositivos que coadyuvan a construir las formas en que entendemos, narramos, nos juzgamos y nos vemos. Estamos diciendo, entonces, que los medios de comunicación constituyen formas de enunciación que educan sobre el mundo, lo social, lo cultural y lo político y en últimas son vehículos de la memoria, y por tanto espacios desde los cuales