Las Fuentes Del Poder Social I

Citation preview

Michael Mann

Las fuentes del poder social, I Una historia del poder desde los comienzos hasta 1760 d.C. Versión española de Fernando Santos FontenJa

A lian za Editorialr¡

Título original: The sources o f Social Power. Volunte 1. A History o f Power from the Beginning toA.D. 1760

© Cambridge University Press, 1986. © Ed. east.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1991 Calle Milán, 38,28043 Madrid; teléf. 200 00 45 ISBN: 84-206-2958-8 (Obra completa) ISBN: 84-206-2666-X (Tomo I) Depósito legal: M. 6631-1991 Fotocomposición: EFCA, S. A. Avda. Doctor Federico Rubio Y Galí, 16. 28039 Madrid Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Printed in Spain

INDICE

Prefacio..................................................................................................... 1. Las sociedades como redes organizadas de poder............... 2. El fin de la evolución social general: cómo eludieron el poder los pueblos prehistóricos.............................................. 3. La aparición de la estratificación, los Estados y la civili­ zación con múltiples actores de poder en Mesopotamia. 4. Análisis comparado de la aparición de la estratificación, los Estados y las civilizaciones con múltiples actores de poder................................................................................................ 5. Los primeros imperios de dominación: la dialéctica de la cooperación obligatoria.............................................................. 6. Los «indoeuropeos» y el hierro: redes de poder en ex­ pansión y diversificadas............................................................. 7. Fenicios y griegos: civilizaciones descentralizadas con múltiples actores de poder........................................................ 8. La revitalización de los imperios de dominación: Asiria y Persia........................................................................................... 9. El Imperio territorial romano................................................... 10. La trascendencia de la ideología: la ecu m en e cristiana....... 11. Digresión comparada sobre las religiones universales: el

9 13 59 114 159 194 261 277 334 359 430

confucianismo, el Islam y (especialmente) las cartas del hin­ duismo ......................................................................................... 12. La dinámica europea, I: La fase intensiva, 800-1155 d.C. 13. La dinámica europea, II: El auge de los Estadoscoordi­ nadores, 1155-1477 14. La dinámica europea, III: El capitalismo internacional y los Estados nacionales orgánicos, 1477-1760 .................. 15. Conclusiones europeas: Explicación del dinamismo euro­ peo (el capitalismo, la cristiandad y los Estados).......... 16. Pautas de desarrollo histórico mundial en la sociedades agrarias......................................................................................... Indice onomástico...............................................................................

485 529 588 634 703 727 761

PREFACIO

En 1972 escribí una monografía titulada «Determinismo econó­ mico y cambio estructural», en la que no sólo pretendía refutar a Karl Marx y reorganizar a Max Weber, sino además aportar los lincamientos generales de una teoría general mejor de la estratifica­ ción social y del cambio social. La monografía empezó a convertirse en un breve libro. Contendría una teoría general apoyada por el estudio de unos cuantos casos. Después decidí que el libro expondría una teoría global de la historia del poder. Pero mientras me iba haciendo todas aquellas ilusiones volví a descubrir el placer de devórar libros de historia. Una inmersión de diez años en ese tema reforzó el empirismo práctico de mi formación para restablecer un poco de respeto por la complejidad y la terque­ dad de los hechos. No me calmó del todo. Pues he escrito esta voluminosa historia del poder en las sociedades agrarias y las com­ pletaré en breve con un volumen II: Una historia d el p o d e r en las socied a d es industriales y con un volumen III: Una teoría d el p od er, aunque su sentido central ya es más modesto. Pero todo ello me ha permitido apreciar la disciplina que puede ejercer la sociología sobre la historia y viceversa. La teoría sociológica no puede desarrollarse sin un conocimiento

de la historia. Casi todas las cuestiones clave de la sociología se refieren a procesos que ocurren a lo largo del tiempo; la estructura social es una herencia de determinados pasados, y una gran propor­ ción de nuestra «muestra» de sociedades complejas sólo existe en la historia. Pero el estudio de la historia también quedaría empobrecido sin la sociología. Si los historiadores renuncian a la teoría de cómo funcionan las sociedades, quedan prisioneros de los lugares comunes de su propia sociedad. En este volumen pongo reiteradamente en tela de juicio la aplicación de conceptos esencialmente modernos —como los de nación, clase, propiedad privada y el Estado centra­ lizado— a períodos históricos anteriores. En casi todos los casos, algunos estudiosos se han adelantado a mi escepticismo. Pero en ge­ neral podrían haberlo hecho antes y de forma más rigurosa si hu­ bieran convertido el sentido común contemporáneo implícito en una teoría explícita y demostrable. La teoría sociológica también puede disciplinar a los historiadores en su selección de datos. Nunca po­ demos ser «demasiado eruditos»: hay más datos históricos y sociales de los que podemos digerir. Un sentido firme de la teoría nos per­ mite decidir qué datos pueden ser claves, cuáles pueden ser impor­ tantes y cuáles marginales para comprender cómo funciona una so­ ciedad determinada. Seleccionamos nuestros datos, vemos si confir­ man o refutan nuestras intuiciones teóricas, ajustamos éstas, acopia­ mos más datos y seguimos zigzagueando entre la teoría y los datos hasta que establecemos una explicación plausible de cómo «funcio­ na» tal sociedad, en tal momento y en tal lugar. Comte tenía razón al afirmar que la sociología es la reina de las ciencias sociales y humanas. ¡Pero ninguna reina ha trabajado jamás tanto como ha de trabajar el sociólogo con ambiciones! Y el proceso de creación de una teoría basada en la historia tampoco es tan simple como creía Comte. El zigzaguear entre la erudición teórica y la histórica tiene efectos perturbadores. El mundo real (histórico o con­ temporáneo) es complicado y está imperfectamente documentado; sin embargo, la teoría aspira a la pauta y la perfección. Ambas cosas no pueden encajar perfectamente. El prestar una atención demasiado erudita a los datos produce ceguera; el escuchar excesivamente los ritmos de la teoría y de la historia universal produce sordera. Así que, a fin de mantener la salud durante esta empresa, he recurrido más de lo habitual al estímulo y al aliento de especialistas solidarios y de compañeros de zigzagueo. A quienes más debo es a Ernest Gellner y John Hall. En nuestro seminario sobre «Pautas de

la Historia», que se imparte desde 1980 en la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres (LSE), hemos debatido sobre mu­ chas de las cosas de las que trata este volumen. Debo un agradeci­ miento especial a John, que ha leído prácticamente todos mis borra­ dores, los ha comentado extensamente, ha discutido siempre conmi­ go y , sin embargo, ha manifestado en todo momento apoyo y sim­ patía por mi empresa. También he explotado desvergonzadamente a los distinguidos conferenciantes invitados al seminario, he utilizado obsesivamente los debates sobre sus excelentes charlas para mis pro­ pios fines y les he extraído ideas y conocimientos especializados. Muchos estudiosos han comentado generosamente distintos ca­ pítulos, han corregido mis errores, me han puesto en contacto con las últimas investigaciones y controversias en sus especialidades y me han demostrado que me equivocaba, e incluso han expresado su esperanza de que me mantuviera más tiempo en sus terrenos respec­ tivos y ahondara más en ellos. En el orden en que los siguientes capítulos tratan sus respectivos intereses, he de dar las gracias a Ja­ mes Wooburn, Stephen Shennan, Colin Renfrew, Nicholas Postgate, Gary Runciman, Keith Hopkins, John Peel, John Parry, Peter Burke, Geoffrey Elton y Gian Poggi. Anthony Giddens y William H. McNeill leyeron íntegro mi penúltimo borrador e hicieron mu­ chas críticas sensatas. A lo largo de los años, varios colegas hicieron comentarios útiles sobre mis borradores, mis seminarios y mis ar­ gumentos. Desearía dar las gracias especialmente a Keith Hart, Da­ vid Lockwood, Nicos Mowzelis, Anthony Smith y Sandy Stewart. La Universidad de Essex y los estudiantes de la LSE constituye­ ron públicos receptivos para someter a prueba mis ideas generales en los cursos de teoría sociológica. Ambas instituciones actuaron con gran generosidad al concederme tiempo libre para investigar y dar clases sobre el material contenido en este libro. Las series de seminarios en la Universidad de Yale, la Universidad de Nueva York, la Academia de Ciencias de Varsovia y la Universidad de Oslo me dieron amplias oportunidades de desarrollar mis argumentos. El Con­ sejo de Investigaciones en Ciencias Sociales me concedió una beca de investigación personal para el curso académico 1980-1981 y me apoyó mucho. En aquel año logré realizar casi toda la investigación histórica necesaria para los primeros capítulos, lo cual no hubiera podido hacer fácilmente de haber tenido un horario normal de ense­ ñanza. Los bibliotecarios de Essex, la LSE, el Museo Británico y la

Biblioteca de la Universidad de Cambridge atendieron muy bien a mis eclécticas peticiones. Mis secretarias en Essex y la LSE —Linda Peachey, Elizabeth O’Leary e Yvonne Brown— fueron siempre efi­ cientes y colaboradoras con todos los borradores que se les presen­ taron. Nicky Hart tuvo la idea que sirvió para reorganizar este libro en tres volúmenes. Su propia labor y su presencia —junto con Louise, Gareth y Laura— impidieron que este proyecto me dejara ciego, sordo o incluso demasiado obsesionado. Evidentemente, los errores son todos_míos.

Capítulo 1 LAS SOCIEDADES COMO REDES ORGANIZADAS DE PODER

Los tres volúmenes proyectados de este libro constituyen una historia y una teoría de las relaciones de poder en las sociedades humanas. Ya esto es bastante difícil. Pero si se reflexiona un mo­ mento parece todavía más imponente. Porque, ¿no es probable que una historia y una teoría de las relaciones de poder sea virtualmente sinónimo de una historia y una teoría de la propia sociedad humana? A fines del siglo XX no está de moda escribir una relación general, por voluminosa que sea, de algunas de las principales pautas que cabe hallar en la historia de las sociedades humanas. Esas magníficas empresas generalizadoras victorianas —basadas en un saqueo impe­ rial de fuentes secundarias— se han visto aplastadas en el siglo XX bajo el peso de una masa de volúmenes eruditos y del cierre de filas de los especialistas académicos. Mi justificación básica es que he llegado a una forma distinta y general de contemplar las sociedades humanas que se enfrenta con los modelos de sociedad predominantes en los escritos sobre socio­ logía o historia. En este capítulo se explica mi enfoque. Es posible que a los no iniciados en la teoría de las ciencias sociales les resulte algo denso. En tal caso, existe otra fo rm a p osib le d e leer este v o lu ­ m en : saltarse este capítulo, ir directamente al capítulo 2 o, de hecho,

a cualquiera de los capítulos narrativos y seguir adelante hasta que no se comprendan o se encuentren criticables los términos utilizados a la corriente teórica básica. Entonces se puede volver a esta intro­ ducción para orientarse. Mi enfoque se puede resumir en dos afirmaciones, de las que se desprende una metodología clara. La primera es: Las socied a d es es­ tán constituidas p o r m últiples red es so ció espaciales d e p o d er q u e se su perpon en y se intersectan. Se percibirá rápidamente la peculiaridad de mi enfoque si destino tres párrafos a decir qué no son las socie­ dades. Las sociedades no son unitarias. No son sistemas sociales (cerra­ dos ni abiertos); no son totalidades. Nunca se puede hallar una sola sociedad delimitada en el espacio geográfico o social. Como no exis­ te un sistema, una totalidad, no pueden existir «subsistemas», «di­ mensiones» ni «niveles» de esa totalidad. Como no existe un todo, las relaciones sociales no pueden reducirse «a fin de cuentas», «en última instancia», a alguna propiedad sistémica en ese todo, como el «modo de producción material», o el «sistema cultural» o el «nor­ mativo», o la «forma de orgánización militar». Como no existe una totalidad delimitada, no sirve de nada el dividir el cambio o el con­ flicto sociales en variedades «endógenas» o «exógenas». Como no existe sistema social, no existe proceso «de evolución» en su interior. Como la humanidad no está dividida en una serie de tonalidades delimitadas y no se produce una «difusión» de organización social entre ellas. Como no existe una totalidad, los individuos no se ven constreñidos en su conducta por la «estructura social como un todo», así que no sirve de nada distinguir entre «acción social» y «estruc­ tura social». En el párrafo anterior he exagerado mi posición para enfatirzarla. No voy a descartar totalmente esas formas de contemplar las socie­ dades. Pero casi todas las ortodoxias sociológicas —como la teoría de los sistemas, el marxismo, el estructuralismo, el funcionalismo estructural, el funcionalismo normativo, la teoría multidimensional, el evolucionismo, el difusionismo y la teoría de la acción— entur­ bian sus percepciones al concebir la «sociedad» como una totalidad unitaria y aproblemática. En la práctica, la mayor parte de las relaciones influidas por esas teorías toman las comunidades políticas, o Estados, como sus «so­ ciedades», sus unidades totales para el análisis. Pero los Estados no constituyen sino uno de los cuatro grandes tipos de redes de poder

de los que me voy a ocupar. La enorme influencia encubierta del Estado nacional del fines del siglo XIX y principios del XX en las ciencias humanas significa que el modelo del Estado nacional domi­ na por igual la sociología y la historia. Cuando no ocurre así, tanto los arqueólogos como los antropólogos atribuyen el primer lugar a la «cultura», pero incluso ésta suele concebirse como algo individual y delimitado, como una especie de «cultura nacional». Es cierto que algunos sociólogos e historiadores modernos rechazan el modelo del Estado nacional. Equiparan a la «sociedad» con las relaciones eco­ nómicas transnacionales, utilizando el capitalismo o el industrialismo como concepto maestro. Eso es ir demasiado lejos en la dirección opuesta. Tanto el Estado como la cultura y la economía son redes importantes de estructuración, pero casi nunca coinciden. No existe un concepto maestro ni una unidad básica de la «sociedad». Es po­ sible que parezca una actitud extraña para un sociólogo, pero si yo pudiera, aboliría totalmente el concepto de «sociedad». La segunda afirmación se desprende de la primera. El concebir a las sociedades como múltiples redes de poder, superpuestas e intersectantes, nos permite el mejor acceso posible a la cuestión de qué es finalmente «primordial» o «determinante» en las sociedades. La m ejo r fo r m a d e h a cer una rela ción g en er a l d e las socieda des, su es­ tructura y su historia es en térm in os d e las in terrela cion es d e lo q u e d en om in a ré las cu atro fu e n te s d el p o d er social: las rela cion es id eo ló ­ gicas, econ óm ica s, m ilitares y p olíticas (IEMP). Son: 1) red es su per­ puestas d e in tera cción social, no dimensiones, niveles ni factores de una sola totalidad social. Eso se desprende de mi primera afirmación. Son también: 2) organ izacion es, m ed ios institucionales d e alcanzar o b jetiv o s hum anos. Su primacía no procede de la intensidad de los deseos humanos de satisfacción ideológica, económica, militar o po­ lítica, sino de los m ed ios d e organ ización concretos que posea cada una para alcanzar los objetivos humanos, cualesquiera que sean és­ tos. En este capítulo avanzaré gradualmente hacia la especificación de los cuatro modelos de organización y de mi modelo IEMP de poder organizado. De ello surgirá una metodología distintiva. Se suele hablar de las relaciones de poder en términos bastante abstractos, acerca de la interrelación de «factores», o «niveles» o «dimensiones» económi­ cos, ideológicos y políticos de la vida social. Yo actúo a un nivel de análisis más concreto, socioespa cial y de organización. Los problemas centrales se refieren a la organización, e l control, la logística y la

com u n ica ción : la capacidad para organizar y controlar a personas, materiales y territorios, y el desarrollo de esa capacidad a lo largo de la historia. Las cuatro fuentes de poder social brindan distintos medios posibles de organizar el control social. En diversos momen­ tos y lugares, cada una de ellas ha brindado una mayor capacidad de organización que ha permitido que la forma de su organización dictara durante un tiempo la forma de las sociedades en general. Mi historia del poder se basa en la medición de la capacidad socioespacial de organización y en la explicación de su desarrollo. La tarea se ve un tanto facilitada por el carácter discontinuo del desarrollo del poder. Nos encontramos con diversos momentos de impulsión, atribuibles a la invención de nuevas técnicas de organi­ zación que aumentaron mucho la capacidad para controlar pueblos y territorios. En el capítulo 16 figura una lista de algunas de las técnicas más importantes. Cuando me encuentro con uno de esos momentos, detengo la narración, trato de medir el aumento de la capacidad de poder y después trato de explicarlo. Esa visión del desarrollo social es la que Ernest Gellner (1964) califica de «neoepisódica». El cambio social fundamental ocurre y las capacidades hu­ manas se amplían, mediante una serie de «episodios» de gran trans­ formación estructural. Los episodios no forman parte de un solo proceso inmanente (como en las «Historias del crecimiento de la Humanidad» del siglo X IX ), sino que pueden tener un efecto acu­ mulativo en la sociedad. Así podemos aventurarnos en la cuestión de la primacía última. La prim a cía últim a De todas las cuestiones planteadas por la teoría sociológica en los dos últimos siglos, la más básica y más huidiza es la de la pri­ macía o la determinación final. ¿Hay uno o más elementos, o claves, nucleares, decisivos, determinantes en último término, de la socie­ dad? ¿O son las sociedades humanas túnicas inconsútiles tejidas con inacabables interacciones multicausales en las que no existen pautas generales? ¿Cuáles son las dimensiones más importantes de la estra­ tificación social? ¿Cuáles son los determinantes más importantes del cambio social? Estas son las preguntas más tradicionales y más di­ fíciles de todas las preguntas sociológicas. Incluso en la forma flexi­ ble en que las he formulado, no constituyen la misma pregunta. Sin

embargo, todas ellas plantean la misma cuestión central: ¿Cómo se puede aislar el elemento o los elementos «más importantes» de las sociedades humanas? Muchos consideran que no es posible encontrar una respuesta. Afirman que la sociología no puede hallar leyes generales, ni siquiera conceptos abstractos, aplicables por igual a las sociedades en todos los momentos y en todos los lugares. Este empirismo escéptico su­ giere que empecemos con más modestia, analizando situaciones es­ pecíficas con la comprensión intuitiva y empática que nos aporta nuestra propia experiencia social, para ir avanzando hacia una expli­ cación multicausal. Sin embargo, ésta no es una posición epistemológica segura. El análisis no puede limitarse a reflejar los «hechos»; nuestra percep­ ción de los hechos está ordenada por conceptos y teorías mentales. El estudio histórico empírico medio contiene muchos supuestos im­ plícitos acerca de la naturaleza humana y la sociedad, además de conceptos generales derivados de nuestra propia experiencia social, como «la nación», «la clase social», «la condición social», «el poder político» o «la economía». Los historiadores pueden prescindir de examinar esos supuestos si todos utilizan los mismos, pero en cuanto aparecen estilos distintos de hacer la historia —liberal, nacionalista, materialista, neoclásico, etc.— se encuentran en el terreno de las teorías generales enfrentadas acerca de «cómo funcionan las socie­ dades». Pero surgen dificultades incluso cuando no existen supuestos enfrentados. La multicausalidad dice que los fenómenos o las ten­ dencias sociales tienen múltiples causas. Por eso deformamos la com­ plejidad social si abstraemos un determinante social principal o in­ cluso varios de ellos. Pero no podemos ev ita r el hacerlo. Todo aná­ lisis selecciona algunos acontecimientos anteriores, aunque no todos, porque han tenido algún efecto en los ulteriores. En consecuencia, todo el mundo actúa con algún criterio de importancia, aunque raras veces se explicite. Puede convenir que de vez en cuando explicitemos esos criterios y nos dediquemos a edificar una teoría. Sin embargo, yo me tomo en serio el empirismo escéptico. Su principal objeción está bien fundamentada. Las sociedades son mu­ cho m ás com plicadas que nuestras teorías de ellas. Eso era algo que reconocían sistematizadores como Marx y Durkheim en sus momen­ tos más sinceros; mientras que Max Weber, el más grande de los sociólogos, ideó una metodología (de «tipos ideales») para hacer fren­ te a la complejidad. Yo sigo el ejemplo de Weber. P odem os alcanzar

una metodología aproximada —y quizá incluso con una respuesta aproximada— en cuanto a la cuestión de la primacía final, pero úni­ camente si ideamos conceptos adecuados para enfrentarnos con la complejidad. A mi entender, esa es la virtud de un modelo socioespacial y de organización de las fuentes del poder social. N aturaleza hum ana y p o d e r social Empecemos por la naturaleza humana. Los seres humanos son inquietos, racionales y voluntariosos, tratan de intensificar su disfru­ te de las cosas agradables de la vida y tienen capacidad para escoger y aplicar los medios adecuados de lograrlo. O, por lo menos, tienen esa capacidad una cantidad suficiente de ellos para establecer el di­ namismo que caracteriza la vida humana y que le da a ésta una historia de la que carecen las demás especies. Esas características humanas constituyen la fuente de todo lo que se describe en el pre­ sente libro. Son la fuente original del poder. Debido a ello, los teóricos sociales se han sentido siempre ten­ tados de avanzar un poco más allá con un m od elo d e m otiva ción de la sociedad humana, de tratar de basar una teoría de la estructura social en la «importancia» de los diversos impulsos que motivan a los seres humanos. Eso era algo más popular a principios de siglo que ahora. Autores como Sumner y Ward procedían en primer lugar a establecer listas de impulsos humanos básicos, como los de satis­ facción sexual, afectividad, salud, ejercicio físico y creatividad, crea­ tividad intelectual y significación, riqueza, prestigio, «el poder por el poder» y muchos más. Después trataban de establecer su impor­ tancia relativa como impulsos y de ahí deducían el rango respectivo en la importancia social de la familia, la economía, el gobierno, etc. Y si bien es posible que esa práctica concreta esté anticuada, un modelo general de la sociedad basado en la motivación subyace en varias de las teorías modernas, comprendidas distintas versiones de teorías materialistas e idealistas. Por ejemplo, muchos marxistas afir­ man derivar la importancia de los modos de la producción econó­ mica en la sociedad del presunto vigor del esfuerzo humano por asegurarse la subsistencia material. En el volumen III se comentarán más a fondo las teorías basadas en la motivación. Mi conclusión será que si bien las cuestiones de motivación son importantes e interesantes, no son estrictamente per­

tinentes para la cuestión de la primacía última. Permítaseme resumir brevemente mi argumento. La persecución de casi todos nuestros impulsos de motivación, de nuestras necesidades y nuestros objetivos, implica a los seres hu­ manos en relaciones exteriores con la naturaleza y con otros seres humanos. Los objetivos humanos exigen tanto una intervención en la naturaleza —una vida material en el sentido más amplio— como la cooperación social. Resulta difícil imaginar que ninguna de nues­ tras aspiraciones o nuestras satisfacciones ocurra sin ambas cosas. Así, las características de la naturaleza y las de las relaciones sociales son pertinentes para las motivaciones y de hecho es posible que las estructuren. Tienen propiedades em erg en tes peculiares a ellas. Es algo que resulta evidente en la naturaleza. Por ejemplo, la mayor parte de las primeras civilizaciones surgieron donde existía una agricultura aluvial. Podemos dar por establecido el impulso de motivación de los seres humanos de tratar de aumentar sus medios de subsistencia. Esa es una constante. Lo que explica, más bien, el origen de la civilización es la oportunidad que brindaron a algunos seres humanos las inundaciones, que les aportaron suelos aluviales ya fertilizados (véanse los capítulos 3 y 4). Nadie ha aducido seria­ mente que los habitantes de los valles del Eufrates y del Nilo tuvie­ ran impulsos económicos más fuertes que, por ejemplo, los habitan­ tes prehistóricos del continente europeo, que no inventaron la civi­ lización. Lo que ocurrió fue que los impulsos que todos compartían recibieron más ayuda ambiental de los valles fluviales (y de sus con­ textos regionales), lo cual provocó una respuesta social concreta por su parte. La motivación humana no es pertinente salvo en el sentido de que aportó el impulso hacia adelante que poseen suficientes seres humanos como para darles un cierto dinamismo dondequiera que residan. La aparición de relaciones sociales de poder es algo que siempre se ha reconocido en la teoría social. Desde Aristóteles hasta Marx lo que se ha venido diciendo es que «el hombre» (por desgracia, raras veces también la mujer) es un animal social que no puede alcanzar objetivos, comprendido el dominio de la naturaleza, más que mediante la cooperación. Como hay muchos objetivos huma­ nos, también son muchas las formas de las relaciones sociales y de redes grandes y pequeñas de personas que interactúan, que van des­ de el amor hasta las que implican a la familia, la economía y el Estado. Los teóricos de la «interacción simbólica», como Shibutani

(1955), han señalado que todos vivimos en una variedad asombrosa de «mundos sociales» que participan de muchas culturas: laboral, de clase, de vecindad, de género, de generación, de aficiones y muchas más. La teoría sociológica simplifica heroicamente al seleccionar unas relaciones que son más «poderosas» que otras, que influyen en la forma y el carácter de las estructuras sociales en general. Ello no se debe a que las necesidades específicas que satisfacen sean más «po­ derosas» que otras desde el punto de vista de la motivación, sino a que son más eficaces como medio de alcanzar unos objetivos. Lo que nos permite un acceso a la cuestión de la primacía no son los fines, sino los medios. En toda sociedad caracterizada por la división del trabajo surgen relaciones sociales especializadas que satisfacen diferentes bloques de necesidades humanas. Y esas relaciones difie­ ren en sus capacidades de organización. Así nos salimos totalmente de la esfera de los objetivos y las necesidades. Porque es posible que una forma de poder no sea en absoluto un objetivo humano inicial. Si es un m ed io muy útil para alcanzar otros objetivos, se tratará de obtenerlo por sí mismo. Es una necesidad em erg en te. Emerge en el transcurso de la satisfacción de necesidades. Es posible que el ejemplo más obvio sea la fuerza militar. Probablemente no se trate de un impulso ni de una necesi­ dad humana inicial (trataré de esto en el volumen III), pero es un medio eficaz de organización para satisfacer otros impulsos. Por uti­ lizar la expresión de Talcott Parsons, el poder es un «medio gene­ ralizado» de alcanzar los objetivos que uno desea lograr (1968: I, 263). Por consiguiente, yo no me ocupo de las motivaciones y los objetivos iniciales, sino que me centro en las fu en tes d e p o d er d e organ ización emergentes. Si a veces hablo de «seres humanos que persiguen sus objetivos», no debe interpretarse como una afirmación voluntarista ni psicológica, sino como un dato, una constante en la que no voy a profundizar porque no tiene mayor fuerza social. Tam­ bién dejo de lado el gran número de obras conceptuales sobre «el poder en sí» y prácticamente no menciono las «dos (o tres) caras del poder», «poder contra autoridad» (salvo en el capítulo 2), «de­ cisiones contra indecisiones» y controversias parecidas (que se co­ mentan detalladamente en los primeros capítulos de Wrong, 1979). Se trata de cuestiones importantes, pero aquí yo sigo un rumbo diferente. Al igual que Giddens (1979: 91), no trato del «poder en sí como un recurso. Los recursos son medios por conducto de los cuales se ejerce el poder». Tengo dos misiones conceptuales limita­

das: 1) identificar los principales «medios», «medios generalizados» posibles o, como prefiero decir yo, fuentes de poder, y 2) idear una metodología para estudiar el poder de organización. P od er d e organ ización Poder colectivo y poder distributivo En su sentido más general, el poder es la capacidad para perse­ guir y alcanzar objetivos mediante el dominio del medio en el que habita uno. El poder social comporta dos sentidos más específicos. El primero limita su significado al dominio que se ejerce sobre otras personas. Véase un ejemplo: el poder es la probabilidad de que un actor en una relación social se halle en condiciones de realizar sus deseos, aunque tropiece con resistencia (Weber, 1968: I, 53). Pero, como señalaba Parsons, esas definiciones limitan el poder a su as­ pecto distribu tivo, al poder de A sob re B. Para que B obtenga un poder, A tiene que perder algo del suyo: su relación es un «juego de suma cero» en el cual una cantidad fija de poder puede distri­ buirse entre los participantes. Parsons señalaba con razón un segun­ do aspecto co lectiv o del poder, mediante el cual varias personas en cooperación pueden aumentar su poder conjunto sobre terceros o sobre la naturaleza (Parsons, 1960: 199 a 225). En casi todas las relaciones sociales, ambos aspectos del poder, el distributivo y el colectivo, el explotador y el funcional, actúan simultáneamente y están entrelazados. De hecho, la relación entre ambos es dialéctica. En la persecución de sus objetivos, los seres humanos establecen relaciones cooperati­ vas y colectivas entre sí. Pero en la persecución de objetivos colec­ tivos se establece una organización social y una división del trabajo. La organización y la división de funciones comportan una tendencia inherente en el poder distributivo, derivado de la supervisión y la coordinación. Porque la división del trabajo es engañosa: aunque extraña la especialización de funciones a todos los niveles, el nivel más alto supervisa y dirige el todo. Quienes ocupan puestos de su­ pervisión y coordinación tienen una superioridad de organización inmensa sobre los demás. Las redes de interacción y de comunica­ ción se centran, de hecho, en las funciones de esas personas, como cabe apreciar con bastante facilidad en el diagrama de organización

de cualquier empresa moderna. El diagrama permite a los supervi­ sores controlar toda la organización e impide a quienes están abajo del todo participar en ese control. Permite a quienes están en la cima poner en marcha el mecanismo para perseguir objetivos colectivos. Aunque cualquiera puede negarse a obedecer, probablemente faltan oportunidades de establecer otro mecanismo para perseguir sus ob­ jetivos. Como señalaba Mosca, «el poder de cada minoría es irresis­ tible frente a cada individuo aislado de la mayoría, que se encuentra solo frente a la totalidad de la minoría organizada» (1939: 53). La minoría que se halla en la cumbre puede mantener obedientes a las masas que están abajo, siempre que su poder esté institucionalizado en las leyes y las normas del grupo social en el que actúan ambas. La institucionalización es necesaria para alcanzar objetivos colectivos rutinarios, y así el poder distributivo, es decir, la estratificación so­ cial, se convierte también en una característica institucionalizada de la vida social. Así, existe una respuesta sencilla a la pregunta de por qué no se rebelan las masas —problema perenne para la estratificación social—, y esa respuesta no se refiere al consenso de valores, a la fuerza ni al intercambio en el sentido habitual de esas explicaciones sociológicas convencionales. Las masas obedecen porque carecen de organización colectiva para hacer lo contrario, porque están incrustadas en orga­ nizaciones de poder colectivo y distributivo controladas por otros. Están rebasadas d esd e e l p u n to d e vista d e la organización, aspecto que desarrollo más adelante en relación con diversas sociedades his­ tóricas y contemporáneas (capítulos 5, 7, 9, 13, 14 y 16). Eso sig­ nifica que la distinción conceptual entre poder y autoridad (es decir, el poder que consideran legítimo todos los afectados por él) no ocu­ pará mucho lugar en este libro. Es raro encontrar un poder que sea básicamente legítimo o básicamente ilegítimo, porque su ejercicio normalmente tiene dos caras. Poder extensivo e intensivo y autoritario y difuso El p o d e r ex ten sivo significa la capacidad para organizar a grandes cantidades de personas en territorios muy distantes a fin de actuar en cooperación con un mínimo de estabilidad. El p o d er in ten sivo significa la capacidad para organizar bien y obtener un alto grado de cooperación o de compromiso de los participantes, tanto si la

superficie o la cantidad de personas son grandes como si son peque­ ñas. Las estructuras primarias de la sociedad cambian el poder ex­ tensivo con el intensivo y así ayudan a los seres humanos en co­ operación extensiva e intensiva a alcanzar sus objetivos, cualesquiera sean éstos. Pero al hablar del poder como organización puede dar una im­ presión errónea, como si las sociedades fueran meras colecciones de grandes organizaciones autoritarias de poder. Muchos de los que usan el poder están bastante menos «organizados»; por ejemplo, el intercambio en el mercado incorpora el poder colectivo, porque me­ diante el intercambio hay gente que alcanza sus diversos objetivos. Asimismo, incorpora el poder distributivo, en virtud del cual sólo algunas personas poseen derechos de propiedad sobre bienes y ser­ vicios. Pero puede poseer muy poca organización autoritaria que ayude a ese poder y lo imponga. Por utilizar la famosa frase de Adam Smith, el principal instrumento de poder en un mercado es una «Mano Invisible» que obliga a todos, pero no está controlada por ninguna agencia humana individual. Es una forma de poder hu­ mano, pero no está organizada de forma autoritaria. Por tanto, yo distingo dos clases más de poder, el autoritario y el difuso. El p o d e r autoritario es al que aspiran efectivamente gru­ pos e instituciones. Comprende unas órdenes definidas y una obe­ diencia consciente. Sin embargo, el p o d e r difuso se extiende de forma más espontánea, inconsciente, descentralizada, por toda una pobla­ ción, lo cual tiene por resultado unas prácticas sociales similares que incorporan relaciones de poder, pero no órdenes explícitas. Lo más frecuente es que no comporte órdenes y obediencia, sino el enten­ dimiento de que esas prácticas son naturales y morales, o son resul­ tado de un interés común evidente. El poder político como un todo incorpora una proporción mayor de poder colectivo que de poder distribuido, pero no de forma invariable. También puede desembo­ car en un «rebasamiento» tal de las clases subordinadas que éstas consideren absurda toda resistencia. Así es, por ejemplo, cómo el poder difuso del mercado capitalista mundial contemporáneo des­ borda a los movimientos organizados y autorizados de la clase obre­ ra en los Estados nacionales de hoy, aspecto que desarrollaré en el volumen II. Otros ejemplos de poder difuso son los que aporta la extensión de solidaridades como las de clase o nación, que constitu­ yen una parte importante del desarrollo del poder social. Si se aúnan esas dos distinciones se obtienen cuatro formas idea­

les típicas del ámbito de organización, especificadas con ejemplos relativamente extremos en la figura 1.1. El poder militar brinda ejem­ plos de organización autoritaria. El poder del alto mando sobre sus tropas es coercitivo, está concentrado y muy movilizado. Es inten­ sivo, más bien que extensivo, al contrario de lo que ocurre con un imperio militarista, que puede abarcar un gran territorio con sus órdenes, pero que tropieza con dificultades para movilizar un com­ promiso positivo de su población o para penetrar en sus vidas coti­ dianas. Una huelga general es un ejemplo de poder relativamente difuso, pero extensivo. Los obreros sacrifican el bienestar individual por una causa, hasta cietrto punto «espontáneamente». Por último, como ya se ha mencionado, el intercambio en el mercado puede implicar transacciones voluntarias, instrumentales y estrictamente li­ mitadas en una superficie enorme y por eso es difuso y extensivo. La organización más eficaz posible abarcaría las cuatro formas de ámbito.

In ten sivo E xtensivo

Autoritario

Difuso

Estructura militar de mando. Imperio militarista.

Huelga general.

F i g u r a 1.1.

Intercambio en el mercado.

Formas de ámbito de organización.

Tanto los sociólogos como lo politólogos han estudiado mucho la intensividad, y yo no tengo nada que añadir. El poder es intensivo si gran parte de la vida del sujeto está controlada o si le puede presionar mucho (hasta la muerte) sin que disminuya su obediencia. Se trata de algo que se comprende claramente, aunque no es fácil­ mente cuantificable en las sociedades de las que trata este volumen. La extensividad no ha ocupado mucho lugar en teorías anteriores. Es una pena, porque es más fácil de medir. Casi todos los teóricos prefieren ideas abstractas de estructura social, así que hacen caso omiso de los aspectos geográficos y socioespaciales de las sociedades. Si tenemos presente que las «sociedades» son redes, con unos con­ tornos espaciales definidos, nos será posible remediar ese problema. Podemos empezar con Owen Lattimore. Tras toda una vida de estudiar las relaciones entre China y las tribus mongoles, distinguió

tres radios de integración social extensiva que, según él, se mantu­ vieron relativamente invariables en la historia mundial hasta el si­ glo XV europeo. La acción más extensiva geográficamente es la a c­ ción militar. Esta se puede dividir en dos, interior y exterior. La interior se extiende sobre territorios que, tras la conquista, podrían añadirse al Estado; la exterior se extiende más allá de esas fronteras en incursiones punitivas o en busca de tributos. En consecuencia, el segundo radio, la adm inistración civ il (es decir, el Estado) es menos extensivo, pues como máximo es el radio interior de la acción militar y suele ser mucho menos extensivo que ésta. A su vez, este radio es más extensivo que la in tegra ción econ óm ica , que comprende como máximo la región y como mínimo la célula del mercado local de la aldea, dado el débil desarrollo de la interacción entre las unidades de producción. El comercio no era totalmente inexistente y la in­ fluencia de los comerciantes chinos se hacía sentir más allá del al­ cance efectivo de los ejércitos del imperio. Pero la tecnología de las comunicaciones significaba que las mercaderías con una alta relación valor/peso —artículos verdaderamente suntuarios y animales y es­ clavos humanos «autopropulsados»— eran las únicas que se inter­ cambiaban a grandes distancias. Eso tenía unos efectos integradores inapreciables. Así, a lo largo de un período considerable de la his­ toria de la humanidad, la integración extensiva dependió de factores militares, y no económicos (Lattimore, 1962: 480 a 491, 542 a 551). Lattimore tiende a equiparar la integración únicamente con el ámbito extensivo y también separa de manera demasiado tajante los diversos «factores» —militar, económico, político— necesarios para la vida social. Sin embargo, su argumento nos lleva a analizar la «infraestructura» del poder: cómo pueden las organizaciones de po­ der conquistar y controlar efectivamente espacios geográficos y so­ ciales. Yo mido el ámbito del poder autoritario mediante un préstamo tomado de la logística, la ciencia militar de desplazar hombres y material durante una campaña. ¿Cómo se transmiten físicamente y se ejecutan efectivamente las órdenes? ¿Qué control, por qué grupo de poder, de qué tipo es errática o sistemáticamente posible dadas las infaestructuras logísticas existentes? Varios capítulos lo cuantifican mediante la formulación de preguntas como cuántos días se tar­ da en transportar mensajes, materiales y personal por determinados espacios terrestres, marítimos y fluviales y cuánto control se puede ejercer así. Tomo prestado mucho de la esfera más avanzada de esa

investigación, la logística militar propiamente dicha. La logística mi­ litar aporta directrices relativamente claras a los ámbitos externos de las redes de poder, que desembocan en importantes conclusiones acerca del carácter esencialmente fe d e r a l de las sociedades preindustriales extensivas. La sociedad imperial unitaria y muy centralizada de autores como Wittfogel o Eisenstadt es mítica, como lo es la afirmación del propio Lattimore de que la integración militar fue algo históricamente decisivo. Cuando el control militar rutinario a lo largo de una ruta de marcha superior a unos 90 kilómetros es logísticamente imposible (como lo ha sido durante la mayor parte de la historia), el control sobre una superficie mayor no se puede centralizar en la práctica y tampoco puede penetrar intensivamente en la vida cotidiana de la población. El poder difuso tiende a variar junto con el poder autoritario y se ve afectado por su logística. Pero también se extiende con relativa lentitud, espontánea y «universalmente» por todas las poblaciones, sin pasar por organizaciones autoritarias concretas. Ese universalis­ m o también tiene un desarrollo tecnológico mensurable. Depende de servicios capacitadores, como mercados, alfabetización, acuñación de moneda o el desarrollo de una cultura de clase y nacional (en lugar de local o de linaje). Los mercados y las conciencias nacional y de clase fueron surgiendo lentamente a lo largo de la historia, conforme a sus propias infraestructuras difusas. La sociología histórica general puede centrarse, pues, en el des­ arrollo del poder colectivo y distributivo, medido por el desarrollo de la infraestructura. El poder autoritario exige una infraestructura logística; el poder difuso exige una infraestructura universal. Ambos nos permiten centrarnos en un análisis de la organización del poder y de la sociedad y examinar sus lincamientos socioespaciales. Teoría actu a l d e la estra tifica ción ¿Cuáles son, pues, las principales organizaciones de poder? Los dos enfoques principales en la teoría actual de la estratificación son el marxista y el neoweberiano. Yo acepto muy satisfecho su premisa inicial común: la estra tifica ción social consiste en la crea ción y la distribución glo b a les d el p o d e r en la sociedad. Es la estructura central de las sociedades porque en su doble aspecto colectivo y distributivo es el medio por conducto del cual los seres humanos alcanzan sus

objetivos en la sociedad. De hecho, el acuerdo entre los dos enfo­ ques llega más lejos, pues tienden a considerar predominantes los mismos tres tipos de organización del poder. Entre los marxistas (por ejemplo, Wesolowski, 1967; Anderson, 1974a y b; Althusser y Balibar, 1970; Poulantzas, 1972; Hindess y Hirst, 1975), entre los weberianos (por ejemplo, Bendix y Lipset, 1966; Barber, 1968; Heller, 1970; Runciman, 1968, 1982, 1983a, b y c), son clase, con dición y partido. Los dos conjuntos de términos tienen una cobertura apro­ ximadamente equivalente, así que en la sociología contemporánea los tres tipos se han convertido en la ortodoxia descriptiva dominante. En general, los dos primeros: economía/clase e ideología/condición social me parecen satisfactorios. Mi primera desviación de la ortodoxia consiste en sugerir que no hay tres, sino cuatro tipos fun­ damentales de poder. El tipo «política/partido» contiene de hecho dos formas separadas de poder: poder p olítico y poder m ilitar; por una parte, la comunidad política central, que comprende el aparato estatal y (cuando existen) los partidos políticos; por otra parte, la fuerza física o militar. Marx, Weber y sus seguidores no distinguen entre los dos, porque en general consideran al Estado como el de­ positario de la fuerza física en la sociedad. El equiparar la fuerza física con el Estado suele tener sentido en el caso de los Estados modernos que monopolizan la fuerza militar. Sin embargo, conceptualmente, las dos cosas deben considerarse dis­ tintas, al objeto de estar preparados para cuatro posibilidades: 1. En la historia, la mayor parte de los Estados no han poseído un monopolio de la fuerza militar y muchos ni siquiera lo han rei­ vindicado. En algunos países europeos, durante la Edad Media el Estado feudal dependía de las levas militares o las mesnadas contro­ ladas por señores descentralizados. Por lo general, los Estados islá­ micos carecían de poderes monopólicos: por ejemplo, no se consi­ deraban dotados de poderes para intervenir en los enfrentamientos tribuales. Podemos distinguir los poderes políticos de los militares, tanto de los Estados como de otros grupos. Los p od eres p olíticos son los d e regu la ción centralizada, institucionalizada, territoria l; los p o ­ d eres m ilitares son los d e la fu erz a física organizada d on d eq u iera q ue estén organizados. 2. La conquista la realizan grupos que pueden ser independien­ tes de sus Estados de origen. En muchos casos feudales, cualquier guerrero nacido libre o noble podía reunir una banda armada para realizar incursiones y conquistar territorios. Si el grupo militar efec­

tuaba la conquista, eso aumentaba su poderío contra su propio Es­ tado. En los casos de los bárbaros que atacaban a civilizaciones, esa organización militar solía llevar a la primera aparición de un Estado entre los bárbaros. 3. En el plano interno, la organización militar suele estar ins­ titucionalmente separada de otros órganos del Estado, incluso cuan­ do se halla controlada por éste. Como es frecuente que los militares derroquen a la élite política del Estado en un golpe de Estado, ne­ cesitamos distinguir entre las dos cosas. 4. Si las relaciones internacionales entre los Estados son pacífi­ cas, pero están estratificadas, preferiremos hablar de una «estructu­ ración del poder político» de la sociedad internacional más amplia que no está determinada por el poder militar. Así ocurre hoy día, por ejemplo, por lo que respecta a los Estados poderosos, pero en gran medida desmilitarizados, del Japón y Alemania Occidental. Por eso trataremos por separado de cu atro fuentes de poder: la economía, la ideología, la militar y la política *. «rN iveles, d im en sion es» d e la «sociedad» Las cuatro fuentes de poder se enumerarán más adelante en este mismo capítulo. Pero, en primer lugar, ¿qué son exactamente? La teoría ortodoxa de la estratificación es clara. En la teoría marxista se las califica generalmente de «niveles de una formación social»; en la teoría neoweberiana son «dimensiones» de la sociedad. Ambas presuponen una visión abstracta, casi geométrica, de la sociedad. Los niveles o las dimensiones son elementos de un todo mayor, que de hecho está formado por ellos. Muchos autores representan esto en forma de diagramas. La sociedad se convierte en un gran recuadro o círculo de un espacio «-dimensional, que se subdivide en cuadra­ dos, sectores, niveles, vectores o dimensiones más pequeños. Donde más claramente se ve esto es en el término dim ensiones. Se deriva de las matemáticas y tiene dos significados especiales: 1) Las dimensiones son análogas e independientes, al guardar la misma forma de relación con alguna propiedad estructural básica. 2) Las 1 Giddens (1981) también distingue cuatro tipos de institución de poder: órde­ nes/modos simbólicos de discurso, instituciones económicas, derecho/modos de san­ ción/represión e instituciones políticas.

dimensiones habitan el mismo espacio global, en este caso una «so­ ciedad». El esquema marxista difiere en algunos detalles. Sus «nive­ les» no son independientes los unos de los otros, pues el de la eco­ nomía tiene la primacía última sobre los demás. De hecho, es más complicado y ambiguo, porque la economía marxista tiene un doble papel, como «nivel» autónomo de la «formación social» (la sociedad) y como totalidad última determinante en sí misma, a la que se de­ nomina «modo de producción». Los modos de producción impri­ men su carácter general a las formaciones sociales y, en consecuen­ cia, a los distintos niveles. Así, las dos teorías difieren: los weberianos elaboran una teoría de factores múltiples en la cual la totalidad social está determinada por la interrelación compleja de las dimen­ siones; los marxistas perciben la totalidad como determinada «final­ mente» por la producción económica. Sin embargo, comparten una visión simétrica de la sociedad como un solo todo unitario. La impresión de simetría queda reforzada si estudiamos el inte­ rior de cada dimensión/nivel. Cada una/uno combina tres caracte­ rísticas simétricamente. Se trata, en primer lugar, de instituciones, como «iglesias», «modos de producción», «mercados», «ejércitos», «Estados», etc. Pero también son fu n cion es. A veces, éstas son, en segundo lugar, fin es fu n cio n a les que persiguen los seres humanos. Por ejemplo, los marxistas justifican la primacía de la economía adu­ ciendo que los seres humanos deben perseguir ante todo la subsis­ tencia económica. Los weberianos justifican La importancia del poder de la ideología en términos de la necesidad humana de encontrarle un significado al mundo. Más frecuente es que se los considere, en tercer lugar, como m ed ios fu n cion a les. Los marxistas consideran los niveles político e ideológico como medios para extraer trabajo exce­ dente de los productores directos; los weberianos argumentan que todos son medios de poder. Pero organizaciones, funciones como fines y funciones como medios son términos homólogos. Son aná­ logos y habitan el mismo espacio. Cada nivel o dimensión tiene el mismo contenido interno. Es el de organización, función como fin y función como medio, todo ello envuelto en el mismo paquete. Si continuamos hasta el análisis empírico, la simetría persiste. Cada dimensión/nivel puede desenvolverse en varios «factores». Los argumentos ponderan la importancia de, digamos, varios «factores económicos» frente a varios «factores ideológicos». Aquí el debate dominante se ha desarrollado entre un enfoque de «factores múlti­ ples», que extrae sus factores más importantes de diferentes dimen­

siones/niveles, y un enfoque de «factor único», que extrae su factor más importante de uno solo. En el bando de los factores múltiples debe de haber literalmente centenares de libros y artículos que con­ tienen la afirmación de que las ideas, o los factores culturales, o ideológicos, o simbólicos, son autónomos, tienen una vida propia, no pueden reducirse a factores materiales o económicos (por ejem­ plo, Sahlins, 1976; Bendix, 1978: 271 y 272, 630; Geertz, 1980: 13, 135 y 136). En el bando del factor único existe una polémica mar­ xista tradicional contra esa posición. En 1908 Labriola publicó sus Ensayos so b re la C on cepción M aterialista d e la H istoria. En ellos aducía que el enfoque de factores múltiples dejaba de lado la totali­ d a d de la sociedad, caracterizada por la praxis del hombre, su acti­ vidad como productor material. Es algo que desde entonces han repetido mucho los marxistas (por ejemplo, Petrovic, 1967: 67 a 114). Pese a la polémica, son dos caras de la misma hipótesis: los «fac­ tores» son partes de dimensiones o niveles funcionales de organiza­ ción que son subsistemas análogos e independientes de un todo so­ cial general. Los weberianos hacen hincapié en los aspectos inferio­ res, más empíricos de éste; los marxistas lo hacen en el aspecto superior de la totalidad. Pero se trata de la misma visión básica, simétrica y unitaria. Estas teorías rivales tienen virtualmente el mismo concepto maes­ tro: la «sociedad» (o la «formación social» en una parte de la teoría marxista). El uso más frecuente del término «sociedad» es flexible y vago, e indica cualquier grupo humano estable, sin añadir nada a términos como grupo social o agregado social o asociación. Así es como utilizaré yo el término. Pero en un uso más riguroso o am­ bicioso, «sociedad» añade el concepto de un sistema social unitario. En este sentido empleaba el término el propio Comte (que acuñó la palabra «sociología»). Y también Spencer, Marx, Durkheim, los an­ tropólogos clásicos y casi todos sus discípulos y críticos. De los grandes teóricos, sólo Weber mostró cautela ante ese enfoque y sólo Parsons se ha opuesto a él explícitamente. La definición del último es el siguiente: «Una sociedad es un tipo de sistema social, en cual­ quier universo de sistemas sociales que alcance el máximo nivel de autosuficiencia como sistema en relación con su entorno» (1966: 9). Si renunciamos al uso excesivo de la palabra «sistema», pero con­ servamos el sentido esencial de Parsons, podemos llegar a una defi­ nición mejor: Una so cied a d es una red d e in tera cción social en cu yos lím ites existe un cierto gra d o d e d iscon tin u ida d en la in teracción en ­

tre ella y su en torn o. Una sociedad es una unidad con fronteras y contiene una interacción que es relativamente densa y estable; es decir, presenta unas pautas internas cuando se compara con la inte­ racción que cruza sus límites. Pocos historiadores, sociólogos o an­ tropólogos tendrían algo que objetar a esta definición (véase, por ejemplo, Giddens, 1981: 45 y 46). La definición de Parsons es admirable. Pero sólo se refiere al grado de unidad y de ajuste a las pautas. Esto se suele olvidar con excesiva frecuencia y se supone que la presencia invariable de la unidad y las pautas. Eso es lo que yo califico de concepción sistém ica o unitaria de la sociedad. Sociedad y sistema aparecían como inter­ cambiables en Comte y sus sucesores, que los consideraban requi­ sitos para una ciencia de la sociedad: la formulación de afirmaciones sociológicas en general exige que aislemos una sociedad y observe­ mos regularidades en las relaciones entre sus partes. Las sociedades en el sentido de sistemas, delimitadas y con pautas internas, aparecen en prácticamente todas las obras de sociología y antropología y en casi todas las obras teóricamente informadas de ciencia política, eco­ nomía, arqueología, geografía e historia. También existen implícita­ mente en obras menos teóricas de esas disciplinas. Examinemos la etimología de la palabra «sociedad». Se deriva del latín societas. De ahí se elaboró socius, en el sentido de un aliado no romano, un grupo dispuesto a seguir a Roma en las guerras. Se trata de un término común en los idiomas indoeuropeos, derivado de raíz sekw, que significa «seguir». Denota una alianza asimétrica, una so­ ciedad como confederación flexible de aliados estratificados. Ya ve­ remos que esta concepción, y no la unitaria, es la correcta. Utilice­ mos el término «sociedad» en su sentido latino, no romance. Pero continúo con dos argumentos más generales contra la con­ cepción unitaria de la sociedad. Críticas Los seres humanos son sociales, no societales En la base de la concepción unitaria se halla una hipótesis teóri­ ca: como las personas son animales sociales, tienen la necesidad de crear una sociedad, una totalidad social delimitada y con pautas. Pero eso es falso. Los seres humanos necesitan entablar en relaciones

sociales de poder, pero no necesitan totalidades sociales. Son anima­ les sociales, pero no societales. Veamos una vez más algunas de sus necesidades. Como desean satisfacción sexual, buscan relaciones sociales, habitualmente con sólo unos cuantos miembros del sexo opuesto; como desean reproducir­ se, esas relaciones sexuales suelen combinarse con relaciones entre adultos y niños. Para eso (y otros fines) surge una familia, que dis­ fruta de una interacción pautada con otras unidades familiares en las cuales se pueden encontrar compañeros sexuales. Como los seres humanos necesitan subsistencia material, establecen relaciones eco­ nómicas y cooperan con otros en la producción y el intercambio. No hay ninguna necesidad de que esas redes económicas sean idén­ ticas a las redes familiares o sexuales, y en la mayor parte de los casos no lo son. Como los seres humanos exploran el significado final del universo, debaten sobre ideas y quizá participan con otros de parecidas inclinaciones en los ritos y el culto en las iglesias. Como los seres humanos defienden lo que han conseguido, y como des­ pojan a otros, forman bandas armadas, probablemente integradas por los hombres más jóvenes, y necesitan tener relaciones con no combatientes que los alimenten y los equipen. Como los seres hu­ manos solucionan disputas sin recurrir constantemente a la fuerza, establecen organizaciones judiciales con esferas específicas de com­ petencia. ¿Dónde está la necesidad de que todos esos requisitos so­ ciales generen redes idénticas de interacción socioespacial y formen una sociedad unitaria? Las tendencias a la formación de una sola red obedecen a la aparición de la necesidad de institucionalizar las relaciones sociales. Las cuestiones de producción económica, de significado, de defensa armada y de solución judicial no son del todo independientes las unas de las otras. Es probable que el carácter de cada una de ellas esté influido por el carácter de todas, y todas son necesarias para cada una. Un conjunto dado de relaciones de producción exigirá unos supuestos ideológicos y normativos comunes, así como la de­ fensa y una regulación judicial. Cuanto más institucionalizadas se hallen esas relaciones, más irán convergiendo las diversas redes de poder hacia una sociedad unitaria. Pero debemos recordar la dinámica inicial. La fuerza impulsora de la sociedad humana no es la institucionalización. La historia obe­ dece a impulsos inconstantes que generan las diversas redes de rela­ ciones extensivas e intensivas de poder. Esas redes guardan una re­

lación más directa que la institucionalización con el logro de obje­ tivos. En la persecución de sus objetivos, los seres humanos siguen desarrollando esas redes y superando el nivel existente de institucio­ nalización. Esto puede ocurrir como desafío directo a las institucio­ nes existentes o sin intención e «intersticialmente» —entre sus in­ tersticios y en torno a sus márgenes— y crear nuevas relaciones e instituciones que tienen consecuencias imprevistas para las antiguas. Esto se ve reforzado por el aspecto más permanente de la insti­ tucionalización, la división del trabajo. Los que tienen actividades relacionadas con la subsistencia económica, la ideología, la defensa y la agresión militares y la regulación política poseen un cierto con­ trol autónomo sobre sus medios de poder, que siguen desarrollán­ dose con relativa autonomía. Marx observó que las fuerzas de pro­ ducción económica se adelantan siempre a las relaciones de clase institucionalizadas y hacen salir a la superficie nuevas clases sociales. El modelo lo ampliaron autores como Pareto y Mosca: el poder de las «élites» podía también basarse en recursos no económicos de poder. Mosca resumió el resultado: Si en una sociedad surge una nueva fuente de riqueza, si aumenta la impor­ tancia práctica del conocimiento, si entra en decadencia una religión antigua o nace una nueva, si se difunde una nueva corriente de ideas, entonces, simultáneamente, se producen grandes dislocaciones en la clase dominante. Cabría decir, de hecho, que toda la historia de la humanidad civilizada se resume en el conflicto entre la tendencia de los elementos dominantes a monopolizar el poder político y transmitir la posesión de éste por herencia, y la tendencia hacia la dislocación de las viejas fuerzas y la insurgencia de otras nuevas; y ese conflicto produce un fermento interminable de endósmosis y exósmosis entre las clases altas y determinados sectores de las bajas. [1939: 65.]

El modelo de Mosca, al igual que el de Marx, comparte ostensi­ blemente la visión unitaria de la sociedad: las élites surgen y caen en el interior del mismo espacio social. Pero cuando Marx describió efectivamente el auge de la burguesía (su caso paradigmático de una revolución en las fuerzas de producción), no era así. La burguesía surgió «intersticialmente», surgió entre los «poros» de la sociedad feudal, decía él. La burguesía, centrada en las ciudades, estableció vínculos con terratenientes, agricultores arrendatarios y campesinos ricos, tratando sus recursos económicos como mercaderías a fin de crear n u eva s redes de interacción económica, redes capitalistas. De

hecho, como veremos en los capítulos 14 y 15, ayudó a crear dos redes superpuestas diferentes: una delimitada por el territorio del Estado de tamaño intermedio y otra mucho más extensiva, calificada por Wallerstein (1974) de «sistema mundial». La revolución burgue­ sa no cambió el carácter de una sociedad existente; creó sociedades nuevas. Yo califico esos procesos de su rgim ien tos intersticiales. Son re­ sultado del traslado de objetivos humanos a medios de organización. Las sociedades nunca han estado lo bastante organizadas como para impedir la emergencia intersticial. Los seres humanos no crean so­ ciedades unitarias, sino una diversidad de redes de interacción social que se intersectan entre sí. Las más importantes de esas redes se forman de manera relativamente estable en torno a la cuatro fuentes de poder en cualquier espacio social dado. Pero, por debajo, los seres humanos siguen excavando para alcanzar sus objetivos, for­ mando nuevas redes, ampliando las antiguas y emergiendo con toda claridad ante nosotros con las configuraciones rivales de una o más de las principales redes de poder. ¿En q u é socied a d v iv e usted? Cabe ver una prueba empírica en la respuesta a una pregunta sencilla: ¿En qué sociedad vive usted? Es probable que las respuestas empiecen a dos niveles. Uno de ellos se refiere a los Estados nacionales: Mi sociedad es «el Reino Unido», los «Estados Unidos», «Francia», etc. El otro es más am­ plio: Soy ciudadano de la «sociedad industrial» o de la «sociedad capitalista», o quizá del «Occidente» o de «la Alianza occidental». Nos encontramos con un dilema básico: una sociedad de Estado nacional o una «sociedad económica» más amplia. Para algunos fines importantes, el Estado nacional representa una red real de interac­ ción con una cierta discontinuidad en sus fronteras. Para otros fines importantes, el capitalismo une a los tres países mencionados antes en una red más amplia de interacción, con división en sus márgenes. Ambas son «sociedades». Cuanto más indagamos, mayores son las complejidades. Tanto las alianzas militares como las iglesias, un idio­ ma común, etc., añaden poderosas redes de interacción que son socioespacialmente diferentes. No podríamos responder hasta después de elaborar una minuciosa descripción de las complejas interacciones

y facultades de estas diversas redes transversales de interacción. Sin duda, la respuesta implicaría una sociedad co n fed era l y no unitaria. El mundo contemporáneo no es excepcional. Las redes de inte­ racción superpuestas son la norma histórica. En la prehistoria, la interacción comercial y cultural tenía una extensión mucho mayor de lo que pudiera controlar cualquier «Estado» u otra red autoritaria (véase el capítulo 2). La aparición de la civilización es explicable en términos de la inserción de la agricultura aluvial en varias redes re­ gionales superpuestas (capítulos 3 y 4). En casi todos los imperios antiguos, la masa del pueblo participaba abrumadoramente en pe­ queñas redes locales de interacción, pero también intervenía en otras dos redes, establecidas por los poderes desiguales de un Estado re­ moto y por el poder bastante más coherente, pero todavía superfi­ cial, de notables locales semiautónomos (capítulos 5, 8 y 9). Cada vez fueron surgiendo, dentro, fuera y por encima de las fronteras de esos imperios, otras redes comerciales y culturales más amplias y cosmopolitas, que generaron diversas «religiones universales» (capí­ tulos 6, 7, 10 y 11). Eberhard (1965: 16) ha calificado a esos impe­ rios de «multiniveles», por contener muchos niveles superpuestos y muchas pequeñas «sociedades» que existen unas al lado de otras. Concluye que no se trata de sistemas sociales. Raras veces se han fundido las relaciones sociales en sociedades unitarias, aunque en ocasiones los Estados han tenido pretensiones unitarias. La pregun­ ta de «¿en qué sociedad vive usted?» hubiera sido igual de difícil de contestar para el campesino del norte de Africa o de la Inglaterra del siglo XII (esos dos casos se examinan en los capítulos 10 y 12), Además, ha habido muchas civilizaciones «culturalmente federales», como la antigua Mesopotamia (capítulo 3), la Grecia clásica (capítu­ lo 7) o la Europa feudal y de principios de la Edad Moderna (ca­ pítulos 12 y 13), donde pequeños Estados coexistían en una red más amplia, flexiblemente «cultural». Las formas de superposición e in­ teracción han variado considerablemente, pero siempre han estado ahí. La p rom iscu id a d d e organ izacion es y fu n cio n es La concepción de las sociedades como redes confederadas, su­ perpuestas e intersectantes y no como simples totalidades, complica la teoría. Pero todavía hemos de introducir más complejidades. Las

verdaderas redes institucionalizadas de interacción no tiene una re­ lación sencilla igualitaria con las fuentes ideales-típicas del poder social que fueron mi punto de partida. Esto nos llevará a desglosar la ecuación de funciones y organizaciones y a reconocer su «promis­ cuidad». Veamos, por ejemplo, la relación entre el modo capitalista de producción y el Estado. Los weberianos aducen que Marx y sus seguidores pasan por alto el poder estructural del Estado y se con­ centran exclusivamente en el poder del capitalismo. También aducen que esta crítica eq u iv a le a decir que los marxistas pasan por alto el poder autónomo de los factores políticos en una sociedad, en com­ paración con los económicos. Los marxistas replican con un bloque parecido de respuestas, rechazando ambas acusaciones o, si no, jus­ tificando su olvido tanto de los Estados como de la política, con el criterio de que a fin de cuentas lo primordial es el capitalismo y el poder económico. Pero es preciso estudiar más atentamente las res­ puestas de ambos bandos. Los Estados capitalistas avanzados no son fenómenos políticos en lu ga r d e económicos. Son ambas cosas si­ multáneamente. ¿Cómo podrían ser otra cosa cuando redistribuyen aproximadamente la mitad del producto nacional bruto (PNB) de­ tenido en sus territorios y cuando sus monedas, aranceles, sistemas educativo y sanitario, etc., son importantes recursos de poder eco­ nómico? No es que los marxistas olviden los factores políticos. Es que olvidan el hecho de que los Estados son actores económicos, además de políticos. Son «funcionalmente promiscuos». Así, el modo capitalista avanzado de producción contiene por lo menos dos acto­ res organizados: las clases y los Estados nacionales. Uno de los te­ mas principales del volumen II será la distinción entre ambos. Pero no todos los Estados han sido tan promiscuos. Por ejemplo, los Estados medievales europeos redistribuían muy poco del PNB contemporáneo. Sus funciones eran abrumadora y estrictamente po­ líticas. La separación entre funciones/organizaciones económicas y políticas era clara y simétrica: los Estados eran políticos, las clases eran económicas. Pero la asimetría entre la situación medieval y la moderna agrava nuestro problema teórico. Las organizaciones y las funciones se entrecruzan en el proceso histórico, unas veces sepa­ rándose claramente, otras uniéndose de diversas formas. Los Esta­ dos, los ejércitos y las iglesias, así como las organizaciones especia­ lizadas que solemos calificar de «económicas» pueden desempeñar papeles económicos (y normalmente lo hacen). Las clases económi­

cas, los Estados y las élites militares esgrimen ideologías, igual que las iglesias, etc. No existen relaciones igualitarias entre funciones y organizaciones. Sigue siendo cierto que existe una división general y ubicua de funciones entre las organizaciones ideológicas, económicas, militares y políticas, división que reaparece una y otra vez por los intersticios de organizaciones de poder más fusionadas. Lo mantendremos en mente, pues será un instrumento simplificador de nuestro análisis en términos de las interrelaciones de una serie de funciones/organiza­ ciones dimensionales autónomas o de la primacía final de una de ellas. En este sentido, tanto la ortodoxia marxista como la neoweberiana son falsas. La vida social no consiste en una serie de terri­ torios —compuesto cada uno de un bloque de organizaciones y fun­ ciones, de medios y de fines— cuyas relaciones entre sí son las de objetos externos. O rganizaciones d e p o d er Si el problema es tan difícil, ¿cuál es la solución? En esta sección doy dos ejemplos empíricos del predominio relativo de una fuente concreta de poder. Estos ejemplos indican una solución en términos de organ iz ación de poder. El primero es el del poder militar. Muchas veces es fácil ver la aparición de un nuevo poder militar porque la suerte de la guerra puede tener una salida así de rápida y tajante. Uno de esos casos fue el auge de la falange de piqueros europea. Ejemplo 1: El auge de la falange de piqueros europea Inmediatamente después del año 1300 d.C. los acontecimientos militares precipitaron importantes cambios sociales en Europa. En una serie de batallas la vieja mesnada feudal, cuyo núcleo estaba integrado por grupos semiindependientes de caballeros con armadu­ ra rodeados de sus vasallos, se vio derrotada por ejércitos (sobre todo suizos y flamencos) que se apoyaban más en compactas masas de piqueros de infantería (véase Verbruggen, 1977). El repentino cambio de la suerte de la guerra llevó a importantes cambios del poder social. Aceleró la decadencia de las potencias que no se ajus­ taron a lo que enseñaba la guerra, por ejemplo, el gran Ducado de

Borgoña. Pero a la larga reforzó el poder de los Estados centraliza­ dos. A éstos les resultaba más fácil aportar los recursos necesarios para mantener los ejércitos combinados de infantería-caballería-arti­ llería que constituían la respuesta a la falange de piqueros. Eso ace­ leró la desaparición del feudalismo clá sico en general, porque refor­ zó el Estado central y debilitó al señor feudal autónomo. Empecemos por estudiar este caso a la luz de los «factores». Si se considera estrictamente, parece tratarse de una pauta causal sim­ ple: los cambios en la tecnología de las relaciones del poder político y económico. En este modelo tenemos un caso aparente de determinismo militar. Pero de esa manera ignoramos la existencia de mu­ chos otros factores que contribuyen a la victoria militar. Probable­ mente, el más crucial fue la clase de moral que poseían los vence­ dores: la confianza en el piquero de la derecha, el de la izquierda y el de atrás. Esto, a su vez, probablemente obedecía a la vida relati­ vamente igualitaria y comunitaria de los burgueses flamencos y sui­ zos y de los agricultores libres. Podríamos seguir buscando hasta hallar una explicación de múltiples factores, o quizá pudiéramos adu­ cir que el aspecto decisivo era el modo de producción económica de los dos grupos. El escenario está montado para el tipo de discusión entre los factores económicos, militares, ideológicos y de otro tipo que se cierne sobre prácticamente todas las esferas de la investigación histórica y sociológica. Es un ritual sin esperanza y sin final. Porque el poder militar, al igual que todas las fuentes de poder, es en sí promiscuo. Exige un superávit moral y económico —es decir, apo­ yos ideológicos y económicos—, además de recurrir a las tradiciones y avances más estrictamente militares. T odos ellos son factores ne­ cesarios para el ejercicio del poder militar, así que ¿cómo podemos clasificarlos por orden de importancia? Pero tratemos de observar las innovaciones militares bajo un pris­ ma diferente, el de la organización. Naturalmente, esas innovaciones tuvieron condiciones previas económicas, ideológicas y de otro tipo. Pero también tuvieron un poder de reorganización intrínsecamente militar, emergente, intersticial: una capacidad mediante la superiori­ dad concreta en el campo de batalla, para reestructurar redes sociales generales distintas de las que brindaban las instituciones dominantes existentes. Califiquemos a éstas de «feudalismo», lo que comprende un modo de producción (extracción de un excedente a un campesi­ nado dependiente, interrelación de las parcelas de los campesinos con las posesiones de los señores, entrega de excedentes en forma

de mercadería a las ciudades, etc.), instituciones políticas (la jerar­ quía de los tribunales de vasallo a señor, a monarca), instituciones militares (la mesnada feudal) y una ideología común a toda Europa: el cristianismo. El término «feudalismo» es una forma amplia de describir la forma dominante en que estaban organizadas e institu­ cionalizadas en toda la Europa occidental medieval las miríadas de factores de la vida social y, en el núcleo, las cuatro fuentes de poder social. Pero otras esferas de la vida social eran menos centrales para el feudalismo y estaban menos controladas por éste. La vida social siempre es más compleja que sus instituciones dominantes porque, como ya he subrayado, la dinámica de la sociedad procede de la miríada de redes sociales que establecen los seres humanos para per­ seguir sus objetivos. Entre las redes sociales que no se hallaban en el núcleo del feudalismo figuraban las ciudades y las comunidades de campesinos libres. Su desarrollo era relativamente intersticial al feudalismo. Y, en un aspecto crucial, dos de ellas, Flandes y Suiza, advirtieron que su organización social aportaba una forma especial­ mente eficaz de «coerción concentrada» (que es, como más adelante definiré, la organización militar) al campo de batalla. Era algo que no sospechaba nadie, ni siquiera ellos mismos. A veces se aduce que la primera victoria fue accidental. En la batalla de Courtrai los ca­ balleros franceses habían cercado a los burgueses flamencos contra el río. No podían aplicar su táctica habitual contra las cargas de caballería: ¡a correr! Como no estaban dispuestos a someterse a una matanza, clavaron las picas en tierra, decidieron resistir y descabal­ garon a la primera oleada de caballeros. Se trata de un buen ejemplo de sorpresa intersticial, y lo fue para todos los interesados. Pero éste no es un ejemplo de factores «militares» contra factores «económicos». Por el contrario, se trata de un ejemplo de la com­ petencia entre dos formas de vida, una dominante y feudal, la otra, hasta entonces menos importante, de ciudadanos o de campesinos libres, que dio un giro decisivo en el campo de batalla. Una forma de vida generó la mesnada feudal, la otra la falange de piqueros. Ambas formas exigían la miríada de «factores» y las funciones de las cuatro fuentes de poder necesarias para la existencia social. Hasta entonces, una configuración de organización dominante, la feudal, había predominado e incorporado parcialmente a la otra en sus re­ des. Ahora, no obstante, el desarrollo intersticial de aspectos de la vida flamenca y de la suiza encontró una organización militar rival capaz de descabalgar ese predominio. El poder militar reorga n iz ó la

vida social existente, mediante la eficacia de una forma concreta de «coerción concentrada» en el campo de batalla. De hecho, la reorganización continuó. La falange de piqueros se vendió (literalmente) a Estados ricos cuyo poder sobre las redes feudales y las ciudades y los campesinos independientes se vio in­ crementado (al igual que sobre la religión). Una esfera de la vida social —sin duda parte del feudalismo europeo, pero que no estaba en su núcleo, o sea, que estaba escasamente institucionalizada— des­ arrolló inesperada e intersticialmente una organización militar muy concentrada y coercitiva que primero amenazó al núcleo, pero des­ pués indujo una reestructuración de éste. La aparición de una orga­ nización militar autónoma fue efímera en este caso. Tanto sus orí­ genes como su destino eran promiscuos, y no por accidente, sino por su propia índole. El poder militar permitió una racha de reor­ ganizaciones, una reagrupación tanto de la miríada de redes de la sociedad como de sus configuraciones dominantes de poder. Ejemplo 2: La aparición de culturas y religiones de civilización En muchos momentos y lugares, las ideologías se han difundido por un espacio social mucho más extenso que el cubierto por los Estados, los ejércitos o los modos de producción económica. Por ejemplo, las seis civilizaciones prístinas mejor conocidas: Mesopo­ tamia, Egipto, el Valle del Indo, la China del río Amarillo, Meso­ américa y la América andina (con la posible excepción de Egipto) surgieron como una serie de pequeños Estados situados en el inte­ rior de una unidad cultural de civilización, con estilos monumentales y artísticos, formas de representación simbólica y panteones religio­ sos comunes. En la historia ulterior, en muchos casos también se hallan federaciones de Estados en el interior de una unidad cultural más amplia (por ejemplo, la Grecia clásica o la Europa medieval). Las religiones salvacionistas universales se difundieron por regiones del globo mucho más extensas que ninguna otra organización de poder. Desde entonces, también ha habido ideologías seculares como el liberalismo y el socialismo que se han difundido extensivamente por encima de las fronteras de otras redes de poder. O sea, que las religiones y otras ideologías son fenómenos his­ tóricos importantísimos. Cuando los estudiosos señalan esto a nues­ tra atención argumentan en términos factoriales: según ellos, demues­

tra la autonomía de los factores «ideales» con respecto a los «mate­ riales» (por ejemplo, Coe, 1982, y Keatinge, 1982, en relación con an­ tiguas civilizaciones americanas, y Bendix, 1978, en relación con la difusión del liberalismo a principios del mundo moderno). Una vez más llega la contraandanada materialista: esas ideologías no están «meramente flotando en el aire», sino que son producto de circuns­ tancias sociales reales. Es cierto que la ideología no «flota sobre» la vida social. Salvo que la ideología se derive de la intervención divina en la vida social, debe explicar y reflejar la experiencia de la vida real. Pero —y en esto reside su autonomía— explica y refleja aspec­ tos de la vida social que las instituciones dominantes de poder ya existentes (modos de producción económica, Estados, fuerzas arma­ das, otras ideologías) no explican ni organizan eficazmente. Una ideo­ logía surge como movimiento vigoroso y autónomo cuando puede ensamblar en una explicación y una organización única varios aspec­ tos de la existencia que hasta entonces han sido marginales, inters­ ticiales, respecto de las instituciones dominantes del poder. Se trata siempre de una evolución potencial de las sociedades, porque existen muchos aspectos intersticiales de la experiencia y muchas fuentes de contacto entre los seres humanos distintas de las que forman las redes nucleares de las instituciones dominantes. Permítaseme citar el ejemplo de la unidad cultural de las civili­ zaciones prístinas (que se trata con detenimiento en los capítulos 3 y 4). Observamos un panteón de dioses, fiestas, calendarios, estilos de escritura, decoración y edificación de monumentos. Advertimos las funciones «materiales» más generales que desempeñaron las ins­ tituciones religiosas: fundamentalmente la función económica de al­ macenar y redistribuir los productos agrícolas y regular el comercio y la función político/militar de idear las normas de la guerra y la diplomacia. Y examinamos el contenido de la ideología: la preocu­ pación por la genealogía y los orígenes de la sociedad, por las tran­ siciones del ciclo vital, por la influencia sobre la fertilidad de la naturaleza y el control de la reproducción humana, por la justifica­ ción y la regulación de la violencia, por el establecimiento de fuentes de autoridad legítima más allá del grupo de parentesco, la aldea o el Estado a los que pertenece cada uno. Así, una cultura centrada en la religión aportaba a la gente que vivía en condiciones parecidas en una región extensa una identidad colectiva normativa y una capaci­ dad para cooperar que no era intensa en su capacidad de moviliza­ ción, pero que era más extensiva y difusa de lo que aportaban al

Estado, el ejército o el modo de producción. Una cultura centrada en la religión brindaba una forma particular de organizar las rela­ ciones sociales. Fusionaba en una forma coherente de organización varias necesidades sociales, hasta entonces intersticiales respecto a la instituciones dominantes de las pequeñas sociedades familiares/aldea­ nas/estatales de la región. Después, la organización de poder de tem­ plos, sacerdotes, escribas, etc., reaccionó y reorganizó esas institu­ ciones, en particular mediante el establecimiento de formas de regu­ lación económica y política de largo alcance. ¿Fue esto resultado de su contenido ideológico? No, si con eso nos referimos a sus respuestas ideológicas. Después de todo, las res­ puestas que dan las ideologías a la preguntas sobre el «significado de la vida» no son tan diversas. Tampoco son especialmente impre­ sionantes, tanto en el sentido de que su veracidad nunca se puede comprobar, como en el sentido de que las contradicciones que de­ berían resolver (por ejemplo, la cuestión de la teodicea: ¿por qué coexisten un orden y un significado aparentes con el caos y el mal?) persiste después de haber recibido respuesta. ¿Por qué, entonces, algunos movimientos ideológicos conquistan su región, e incluso gran parte del mundo, mientras que la mayor parte no lo logra? Es po­ sible que la explicación de la diferencia se halle menos en las res­ puestas que aportan las ideologías que en la forma en que organizan esas respuestas. Los movimientos ideológicos aducen que los pro­ blemas humanos se pueden resolver con la ayuda de una autoridad sagrada y tran scendental, una autoridad que penetre horizontal y verticalmente en el ámbito «secular» de las autoridades de los pode­ res económico, militar y político. El poder ideológico se convierte en una forma distinta de organización social, que persigue una di­ versidad de objetivos, «seculares» y «materiales» (por ejemplo, la legitimación de determinadas formas de autoridad), además de los considerados convencionalmente religiosos e ideales (por ejemplo, la búsqueda de significado). Si los movimientos ideológicos están cla­ ramente delimitados en cuanto organ izacion es, podemos analizar las situaciones en que su forma parece responder a las necesidades hu­ manas. Deberían existir determinadas condiciones de la capacidad de la autoridad social transcendental, que vayan más allá del ámbito de las autoridades establecidas de poder para resolver problemas huma­ nos. Una de las conclusiones de mi estudio histórico es aducir que, efectivamente, así ocurre. En consecuencia, las fuentes del poder no están integradas inter­

namente por una serie de «factores» estables que muestren todos la misma coloración. Cuando surge una fuente independiente de poder, es promiscua en relación con los «factores», que acopia de todos los rincones de la vida social y a los que no da sino una configuración distinta de organización. Ahora podemos pasar a las cuatro fuentes y los medios de organización que implican. Las c u a tr o f u e n t e s y o r g a n iz a c io n e s d e l p o d e r

El p o d e r id e o ló g ic o se deriva de tres argumentos interrelacionados en la tradición sociológica. En primer lugar, no podemos com­ prender el mundo meramente mediante la percepción directa de los sentidos (ni, en consecuencia, actuar conforme a esa comprensión). Necesitamos que se impongan conceptos y categorías de sig n ifica d o s a esas percepciones de los sentidos. La organización social del co­ nocimiento y del significado últimos es algo necesario para la vida social, como aducía Weber. Así, quienes monopolizan una reivindi­ cación del significado pueden ejercer el poder colectivo y distribu­ tivo. En segundo lugar, hacen falta n o rm a s , supuestos comunes de cómo deben actuar las personas moralmente en sus relaciones mu­ tuas, para que exista una cooperación social sostenida. Durkheim demostró que hacen falta unos supuestos normativos comunes para que exista una cooperación social estable y eficaz y que a menudo sus portadores son movimientos ideológicos, como las religiones. Un movimiento ideológico que aumente la confianza mutua y la moral colectiva de un grupo puede incrementar las facultades colec­ tivas de éste y verse recompensado por el mayor celo de sus segui­ dores. Así, el monopolio de las normas constituye una vía hacia el poder. La tercera fuente de poder ideológico es la que corrstituyen las p r á ctica s estética s/ ritu a les. Estas no se pueden reducir a una cien­ cia racional. Como lo ha expresado Bloch (1974), al tratar del poder del mito religioso: «No se puede discutir con una canción.» Hay un poder distintivo que se comunica a través de la canción, la danza, las formas artísticas visuales y los ritos. Como reconoce todo el mundo, salvo los materialistas más fervientes, cuando el significado, las normas y las prácticas estéticas y rituales son monopolio de un grupo distintivo, éste puede poseer un considerable poder intensivo y extensivo. Puede explotar su funcionalidad y añadir un poder dis­ tributivo al poder colectivo. En capítulos ulteriores analizaré las cir­

cunstancias en las que un movimiento ideológico puede obtener tal poder, así como su ámbito global. Los movimientos religiosos apor­ tan los ejemplos más obvios de poder ideológico, pero en este vo­ lumen se citan los ejemplos más seculares de las culturas de la pri­ mera Mesopotamia y de la Grecia clásica. Las ideologías predomi­ nantemente seculares son características de nuestra propia época: por ejemplo, el marxismo. En algunas formulaciones, los términos «ideología» y «poder ideológico» contienen dos elementos adicionales: que el conocimien­ to impartido es falso y/o que es una mera máscara para la domina­ ción material. Yo no implico ninguna de esas dos cosas. El conoci­ miento impartido por un movimiento de poder ideológico forzosa­ mente «supera la experiencia» (como dice Parsons). No se puede someter totalmente a prueba mediante la experiencia y en ello reside su capacidad distintiva para persuadir y dominar. Pero no tiene por qué ser falso; si lo es, tiene menos probabilidades de difundirse. El pueblo no es una masa de idiotas manipulables. Y aunque efectiva­ mente las ideologías contienen legitimaciones de intereses privados y de dominación material, es poco probable que lleguen a influir en las personas si no son más que eso. Las ideologías vigorosas son, como mínimo, muy plausibles en las circunstancias de cada momen­ to y crean una adhesión auténtica. Esas son las funciones del poder ideológico, pero, ¿qué linca­ mientos característicos de organización crean? La organ ización id eológica se presenta en dos tipos principales. En la primera forma, más autónoma, es socioespacialmente tran scen ­ d en te. Transciende las instituciones existentes de poder ideológico, económico, militar y político y genera una forma «sagrada» de au­ toridad (en el sentido de Durkheim), separada y por encima de es­ tructuras de autoridad más seculares. Desarrolla una función autó­ noma muy poderosa cuando las propiedades emergentes de la vida social crean la posibilidad de una cooperación o una explotación mayor que transcienden el ámbito de organización de las autoridades seculares. Técnicamente, pues, las organizaciones ideológicas pueden depender más de lo habitual de las que yo he denominado técnicas difusas de poder y, en consecuencia, son propagadas por la extensión de «infraestructuras universales» como la alfabetización, la acuña­ ción de moneda y los mercados. Como aducía Durkheim, la religión surge por la utilidad de la integración normativa (y del significado y de la estética y del ritual),

y es «sagrada», está separada de las relaciones laicas de poder. Pero no se limita a integrar y reflejar una «sociedad» ya establecida; de hecho, puede crear efectivamente una red del tipo de una sociedad, una comunidad religiosa o cultural, a partir de necesidades y rela­ ciones sociales intersticiales y emergentes. Eso es el modelo que aplico en los capítulos 3 y 4 a las primeras civilizaciones extensivas y en los capítulos 10 y 11 a las religiones salvacionistas universales. El poder ideológico brinda un método socioespacial distintivo de hacer frente a problemas sociales emergentes. La segunda configuración es la ideología como m ora l inmanente, que intensifica la cohesión, la confianza y, en consecuencia, el poder de un grupo social ya establecido. La ideología inmanente tiene un impacto menos visiblemente autónomo, pues en gran medida refuer­ za algo que ya existe. Sin embargo, las ideologías de clase o de nación (que son los principales ejemplos), con sus infraestructuras distintivas, por lo general extensivas y difusas, han contribuido mu­ cho al ejercicio del poder, desde los tiempos de los antiguos imperios asirio y persa en adelante. El p o d e r eco n ó m ico se deriva de la satisfacción de las necesidades de subsistencia mediante la organización social de la extracción, la transformación, la distribución y el consumo de los objetos de la naturaleza. A una agrupación formada en torno a esas tareas se la denomina clase, y, en consecuencia, en esta obra es un concepto puramente econ óm ico. Normalmente, las relaciones económicas de producción, distribución, intercambio y consumo combinan un alto grado de poder intensivo y extensivo y han constituido una gran parte del desarrollo social. Así, las clases forman una gran parte de ¡as relaciones generales de estratificación social. Quienes pueden mo­ nopolizar el control de la producción, la distribución, el intercambio y el consumo, es decir, la clase dominante, pueden obtener el poder general colectivo y distributivo en las sociedades. También analizaré las circunstancias en las que surge ese poder. No me referiré aquí a los múltiples debates sobre el papel de las clases en la historia. Prefiero el contexto de los problemas históricos reales, empezando en el capítulo 7 por la lucha de clases en la an­ tigua Grecia (la primera época histórica sobre la que disponemos de datos adecuados). En ese caso, distingo cuatro fases en la evolución de las relaciones de clase y de la lucha de clases: estructuras de clase latentes, extensivas, sim étricas y políticas. Las utilizo en los capítulos sucesivos. Mis conclusiones se indican en el último capítulo. Vere­

mos que, si bien las clases son importantes, no son «el motor de la historia», como creía, por ejemplo, Marx. Hay una cuestión importante en torno a la cual difieren las dos principales tradiciones teóricas. Los marxistas destacan el control sobre la fuerza de trabajo como fuente del poder económico y por eso se concentran en los «modos de p rod u cción ». Los neoweberianos (y otros, como la escuela sustantivista de Karl Polanyi) destacan la organización del in terca m b io económico. No podemos elevar lo uno por encima de lo otro sobre bases teóricas apriorísticas. Debemos dejar que los datos históricos decidan la cuestión. El afirmar, como hacen muchos marxistas, que las relaciones de producción deben ser decisivas porque «la producción es lo primero» (es decir, precede a la distribución, el intercambio y el consumo) es olvidar el aspecto de «emergencia». Una vez que emerge una forma de intercambio, es un hecho social, potencialmente vigoroso. Los comerciantes pueden reaccionar a la oportunidad de su extremo de la cadena económica y después actuar sobre la organización de producción de la que surgieron inicialmente. Un imperio mercantil como el fenicio es un ejemplo de un grupo comercial cuyos actos modificaron decisiva­ mente las vidas de los grupos productores cuyas necesidades crearon inicialmente el poder de ese grupo (por ejemplo, el desarrollo del alfabeto; véase el capítulo 7). Las relaciones entre la producción y el intercambio son complejas y a menudo atenuadas: mientras que la producción tiene mucho poder intensivo, pues moviliza una coo­ peración social local intensa para explotar la naturaleza, el intercam­ bio puede realizarse de forma muy extensiva. En sus márgenes, el intercambio puede tropezar con influencias y oportunidades muy distantes de las relaciones de producción que generaron inicialmente las actividades de venta. El poder económico suele ser difuso, no controlable desde un centro. Eso significa que la estructura de clases puede no ser unitaria, una sola jerarquía de poder económico. Si se atenúan las relaciones de producción y de intercambio, pueden frag­ mentar la estructura de clases. Así, las clases son grupos con un poder social diferencial sobre la organizadción social de la extracción, la transformación, la distri­ bución y el consumo de los objetos de la naturaleza. Repito que utilizo el término clase para denotar una agrupación de poder pura­ mente económico y el término estratificación social para denotar cual­ quier tipo de distribución del poder. El término clase go b ern a n te denotará una clase económica que ha logrado monopolizar otras

fuentes de poder a fin de dominar en genera] a una sociedad centrada en un Estado. Dejo para el análisis histórico las cuestiones relativas a las interrelaciones de las clases con otras agrupaciones de estratifi­ cación. La organ ización econ óm ica comprende circuitos de producción, distribución, intercambio y consumo. Su principal peculiaridad socioespacial es que, si bien esos circuitos son extensivos, también entrañan el trabajo cotidiano, intensivo y práctico —lo que Marx llamaba la praxis— de la masa de la población. De este modo, la organización económica presenta una mezcla socioespacial distinti­ vamente estable de poder extensivo e intensivo y de poder difuso y autoritario. Por eso denominaré circuitos d e praxis a la organización económica. El objetivo de ese término, más bien pomposo, es avan­ zar a partir de dos de las percepciones de Marx. En primer lugar, a un «extremo» de un modo de producción razonablemente desarro­ llado se halla una masa de obreros que trabajan y se expresan me­ diante la conquista de la naturaleza. En segundo lugar, al otro «ex­ tremo» del modo existen circuitos complejos y extensivos de inter­ cambio en los que millones de personas pueden hallarse encerradas por fuerzas impersonales, aparentemente «naturales». El contraste es particularmente agudo en el caso del capitalismo, pero está presente en todos los tipos de organización del poder económico. Los grupos definidos en relación con los circuitos de praxis son clases. La me­ dida en la que éstas sean «extensivas», «simétricas» y «políticas» en todo el circuito de la praxis de un modo de producción 2 determi­ nará la capacidad de organización de las clases y la lucha de clases. Y ello a su vez girará en torno a la estrechez del vínculo entre la producción local intensiva y los circuitos extensivos de intercambio. El p o d e r m ilitar ya se ha definido en parte. Se deriva de la ne­ cesidad de una defensa física organizada y de su utilidad para la agresión. Tiene aspectos tanto intensivos como extensivos, pues afec­ ta a cuestiones de vida y muerte, así como a la organización de la defensa y del ataque en grandes espacios geográficos y sociales. Quie­ nes lo monopolizan, como las élites militares, pueden obtener poder colectivo y distributivo. Ese poder se ha olvidado últimamente en

2 En adelante, utilizaré el término modo de producción como abreviatura de «modo de producción, distribución, intercambio y consumo». Con ello no implico que la producción tenga primacía sobre otras esferas.

la teoría social, y en mi caso regreso a autores del siglo XIX y principios del XX como Spencer, Gumplowicz y Oppenheimer (aun­ que en general éstos exageraron su capacidad). La organización m ilitar es esencialmente con cen tra d a -coercitiva . Moviliza la violencia, el instrumento más concentrado, si no el más contundente, del poder humano. Es algo evidente en tiempo de gue­ rra. La concentración de la fuerza constituye la clave de casi todos los comentarios clásicos sobre la táctica militar. Pero como veremos en varios capítulos históricos (especialmente del 5 al 9), puede con­ tinuar más allá del campo de batalla y de la campaña. Las formas militaristas de control social que se aplican en tiempo de paz tam­ bién están muy concentradas. Por ejemplo, es frecuente que sea una mano de obra directamente coercionada, esclava o forzosa, la que construye las fortificaciones, los monumentos o las grandes carrete­ ras o canales de comunicación. La mano de obra coercionada tam­ bién aparece en las minas, las plantaciones y otras grandes explota­ ciones agrícolas y en la casas de los poderosos. Pero es menos ade­ cuada para la agricultura dispersa normal, para la industria, donde se necesita tener criterio y conocimientos técnicos, y para las acti­ vidades dispersas del comercio. Los costes de imponer eficazmente la coerción directa en esas esferas han excedido los recursos de todos los regímenes conocidos históricamente. Así, el militarismo ha re­ sultado útil en los casos en que el poder concentrado, intensivo y autoritario ha dado resultados desproporcionados. En segundo lugar, el poder militar también tiene un ámbito más extensivo, de aspecto negativo, terrorista. Como ha señalado Lattimore, a lo largo de la mayor parte de la historia el alcance del ataque militar ha sido mayor que el ámbito de control estatal o de las relaciones económicas y de distribución. Pero se trata de un control mínimo. La logística es abrumadora. En el capítulo 5 calculo que a lo largo de la historia antigua la distancia de marcha máxima sin apoyo que podía recorrer un ejército era de unos 90 kilómetros, o sea una base insuficiente para un control intensivo sobre grandes superficies. Al enfrentarse con una fuerza militar poderosa a 300 ki­ lómetros de distancia, por ejemplo, la población local podría obe­ decer externamente sus dictados: pagar un tributo anual, reconocer la soberanía de su líder, enviar a sus jóvenes a «educarse» en su corte, etc., pero el comportamiento cotidiano podría ser más libre en otros apectos. Así, el poder militar es dual socioespacialmente: un núcleo con­

centrado en el cual se pueden ejercer controles coercitivos positivos, rodeado por una penumbra extensiva en la cual unas poblaciones aterrorizadas no irán normalmente más allá de unos mínimos de obediencia, pero cuyo comportamiento no se puede controlar total­ mente. El p o d e r p olítico (también definido en parte anteriormente) se deriva de la utilidad de una regulación centralizada, institucionaliza­ da y territorializada de muchos aspectos de las relaciones sociales. No lo defino en términos puramente «funcionales», en términos de regulación judicial respaldada por la coerción. Esas funciones las puede poseer cualquier organización de poder: tanto ideológica como económica y militar, además de los Estados. Yo lo limito a las re­ gulaciones y la coerción centralizadas dentro de unos límites terri­ toriales, es decir, el poder d el Estado. Al concentrarnos en el Estado, podemos analizar su contribución distintiva a la vida social. Tal como se define en esta obra, el poder político refuerza las fronteras, mien­ tras que las otras fuentes del poder pueden transcenderlas. En se­ gundo lugar, el poder militar, económico o ideológico puede parti­ cipar en cu alesqu iera relaciones sociales, dondequiera que se hallen. Cualquier A o grupo de Aes puede ejercer esas formas de poder contra cualquier B o grupo de Bes. En cambio, las relaciones políticas se refieren a una esfera concreta, el «centro». El poder político se halla situado en ese centro y se ejerce hacia fuera. El poder político es necesariamente centralizado y territorial y en esos respectos di­ fiere de las demás fuentes del poder (véanse más comentarios en Mann, 1984; en el próximo capítulo también se da una definición formal del Estado). Quienes controlan el Estado, la élite del Estado, pueden obtener tanto el poder colectivo como el distributivo y atra­ par a otros en su «diagrama de organización» distintivo. La organ ización p olítica también es dual socioespacialmente, aun­ que en un sentido diferente. En este caso hemos de distinguir la organización interna de la «internacional». En su interior, el Estado está territoria lm en te centralizado y territorialmente delimitado. Así, los Estados pueden alcanzar mayor poder autónomo cuando la vida social genera posibilidades emergentes de mayor cooperación y ex­ plotación en forma centralizada sobre una zona restringida (explica­ do en Mann, 1984). Se apoya sobre todo en técnicas de poder au­ toritario, por estar centralizado, aunque no tanto como la organiza­ ción militar. Cuando tratemos de los poderes reales de las élites estatales, consideremos útil distinguir entre los poderes «despóticos»

formales y los poderes «infraestructurales» reales. Eso se explica en el capítulo 5, en la sección titulada «Estudio Comparado de los Im­ perios Antiguos». Pero los límites territoriales de los Estados —en un mundo que todavía no ha estado dominado nunca por un solo Estado— dan también origen a una esfera de relaciones interestatales reguladas. La d iplom acia geop olítica es una segunda forma importante de organi­ zación del poder político. En este volumen desempeñarán un papel considerable dos tipos geopolíticos: el imperio hegemónico que do­ mina los clientes de las marcas y vecinos y diversas formas de civi­ lización multiestatal. Evidentemente, la organización geopolítica tie­ ne una forma muy diferente de las otras organizaciones del poder mencionadas hasta ahora. De hecho, se trata de algo que la teoría sociológica pasa generalmente por alto. Pero forma parte esencial de la vida social y no es reducible a las configuraciones «internas» de poder de sus Estados componentes. Por ejemplo, las pretensiones hegemónicas y despóticas sucesivas del Emperador Enrique IV de Alemania, Felipe II de España y Bonaparte de Francia no se vieron humilladas sino superficialmente por la fuerza de los Estados y de otros que se opusieron a ellos; en realidad, se vieron humilladas por la arraigada civilización diplomática multiestatal de Europa. O sea, que la organización geopolítica del poder es una parte esencial de la estratificación social general. En resumen, cuando los seres humanos persiguen muchos obje­ tivos, establecen muchas redes de interacción social. Los límites y las capacidades de esas redes no coinciden. Algunas redes tienen más capacidad que otras para organizar la cooperación social intensiva y extensiva, autoritaria y difusa. Las redes mayores son las de poder ideológico, económico, militar y político: las cuatro fuentes de po­ der social. Cada una de ellas implica, pues, formas distintivas de organización socioespacial mediante las cuales los seres humanos al­ canzan una gama muy amplia, pero no exhaustiva, de su miríada de objetivos. La importancia de esas cuatro redes reside en su combi­ nación de poder intensivo y extensivo. Pero ello se refleja en la realidad histórica a través de los diversos medios de organización que imponen su forma general a una gran parte de la vida social general. Las principales formas que he identificado son las tran scen ­ d en tes o in m an en tes (del poder ideológico), los circu itos d e praxis (económico), las con cen tra d a s-coercitiva s (militar) y las centralizadasterritoria les y la organización geop olítica -d ip lom á tica (político). Esas

configuraciones se convierten en lo que yo califico de «promiscuas», pues extraen y estructuran elementos de muchas esferas de la vida social. En el ejemplo 2, ya citado, la organización transcendente de la cultura de las primeras civilizaciones absorbía aspectos de redis­ tribución económica, de normas de la guerra y de regulación política y geopolítica. Así pues, no estamos tratando de las relaciones exter­ nas entre diferentes fuentes, dimensiones o niveles de poder social, sino más bien de: 1) las fuentes como tipos ideales que 2) alcanzan una existencia intermitente como organizaciones concretas en la di­ visión del trabajo y que 3) pueden ejercer una configuración más general y promiscua de la vida social. En 3) uno o más de esos medios de organización surgirá intersticialmente como la fuerza reor­ ganizadora primordial a corto plazo, como en el ejemplo militar, o a largo plazo, como en el ejemplo ideológico. Es el modelo IEMP de poder organizado. Max Weber utilizó una vez una metáfora basada en los ferroca­ rriles de su época cuando estaba tratando de explicar la importancia de la ideología: hablaba del poder de las religiones salvacionistas. Escribió que esas ideas eran como los «guardaagujas» que determi­ naban por qué vías avanzaría el desarrollo social. Quizá cupiera mo­ dificar la metáfora. Las fuentes de poder social son «vehículos ten­ dedores de vías» —porque no existen vías hasta que se escoge la dirección— que van tendiendo vías de diferente ancho por el terreno social e histórico. Los «m o m en to s> d e ten d id o d e vía s y d e paso a un n u ev o a n ch o son lo m ás cerca q u e p od em o s llega r a la cuestión d e la prim acía. En esos momentos, encontramos una autonomía de concentración, organización y dirección sociales que no existe en momentos más institucionalizados. Esa es la clave de la importancia de las fuentes del poder. Apor­ tan organización colectiva y unidad a la infinita variedad de la exis­ tencia social. Aportan el encuadramiento significativo que existe en una estructura social en gran escala (que puede ser muy grande o no) porque pueden generar la acción colectiva. Son los «medios ge­ neralizados» por conducto de los cuales los seres humanos hacen su propia historia. El m o d elo IEMP gen era l, su á m bito y sus om isiones El modelo general se expone de forma gráfica resumida en la figura 1.2. El predominio de líneas discontinuas en el diagrama in-

dica lo complicadas que son las sociedades humanas. Nuestras teo­ rías no pueden abarcar sino algunos de sus lincamientos más gene­ rales. Empezamos con unos seres humanos que persiguen sus objeti­ vos. Con esto no quiero decir que sus objetivos sean «presociales», sino más bien que lo que son los objetivos y cómo se crean éstos, no tiene pertinencia para lo que sigue después. Las personas orien­ tadas hacia el logro de unos objetivos forman una multiplicidad de relaciones sociales demasiado compleja para ninguna teoría general. Sin embargo, las relaciones en torno a los medios de organización más fuertes se fusionan y forman extensas redes institucionales de forma determinada y estable, que combinan tanto el poder intensivo y el extensivo como el poder autoritario y el difuso. A mi entender, existen cuatro de esas fuentes principales de poder social, cada una de las cuales se centra en un medio diferente de organización. Las presiones en pro de la institucionalización tienden a fusionarlas par­ cialmente, a su vez, en una o más redes de poder dominante. Esas redes aportan el grado más elevado de delimitación que encontramos en la vida social, aunque sea delimitación dista de ser total. Muchas redes siguen siendo intersticiales, tanto respecto de las cuatro fuentes del poder como respecto a las configuraciones dominantes; análoga­ mente, hay aspectos importantes de las cuatro fuentes del poder que también permanecen poco institucionalizados con respecto a las con­ figuraciones dominantes. Esas dos fuentes de interacción intersticial acaban por producir una red emergente más fuerte, centrada en una o más de las cuatro fuentes del poder, e inducen una reorganización de la vida social y una nueva configuración dominante. Y así conti­ núa el proceso histórico. Todo esto constituye un enfoque de la cuestión de la primacía final, pero no una respuesta. Ni siquiera he hecho ningún comenta­ rio sobre el principal punto de desacuerdo entre la teoría marxista y la weberiana: el de si podemos aislar el poder económico como el aspecto totalmente decisivo que determina la forma de las socieda­ des. Se trata de una cuestión empírica, de forma que primero paso revista a los datos, antes de intentar una respuesta provisional en el capítulo 16 y una respuesta más completa en el volumen III. Hay tres motivos por los que la prueba empírica ha de ser his­ tórica. En primer lugar, el modelo se ocupa esencialmente de los procesos de cambio social. En segundo lugar, mi rechazo de la con­ cepción unitaria de la sociedad hace que resulte más difícil otro modo

Sereshu­ manasen persecución desus objetivos

>

Transcendencia

Ideología

Circuitosdepraxis

Economía

Concentrado-coercitivo

Militar

Ccntralizado-territonil GeopoLitico-diplomático.

Esudo Eludo

Clave

--- —> Denotasecuenciascausalesdemasiadocomplejasparateorizar sobreellas ------ > Denotasecuenciascausalesorganizadaspor lasfuentesdel poder ysobrelasquese puedenteorizar FIGURA 1.2.

Modelo causal IEMP del poder organizado.

Estructurade poderdomi­ nantedeuna zonadeter­ minada

Hacialaaparición deredesdepoder rivalesydesafiantes

Las sociedades como redes organizadas de podi

í

posible de investigación, el de la «sociología comparada». Las socie­ dades no son unidades independientes que se puedan comparar sim­ plemente de un tiempo y un espacio a otro. Existen en contextos determinados de interacción regional que son únicos incluso en al­ gunas de sus características centrales. Las posibilidades de la socio­ logía comparada son muy limitadas al existir tan p ocos casos com­ parables. En tercer lugar, mi metodología consiste en «cuantificar» el poder, establecer cuáles son exactamente sus infraestructuras y en seguida es evidente que las cantidades de poder se han desarrollado enormemente a lo largo de la historia. Las capacidades de poder de las sociedades prehistóricas (sobre la naturaleza y sobre los seres humanos) eran considerablemente inferiores, por ejemplo, a las de la antigua Mesopotamia, que eran inferiores a las de la Roma repu­ blicana, que a su vez eran mucho menores que las de la España del siglo XVI, después que las de la Inglaterra del siglo X IX, y así suce­ sivamente. Es más importante aprehender esa historia que hacer com­ paraciones de un lado a otro del mundo. Este es un estudio del «tiempo mundial», por utilizar la expresión de Eberhard (1965: 16), en el cual cada proceso de desarrollo del poder afecta al mundo que lo rodea. La historia más adecuada es la de la sociedad humana más po­ derosa: la de la civilización occidental moderna (comprendida la Unión Soviética), cuya historia ha sido prácticamente continua desde los orígenes de la civilización del Cercano Oriente en torno al año 3000 a.C. hasta la época actual. Se trata de una historia de des­ arrollo, aunque no evolucionista ni teológica. No tiene nada de «ne­ cesario»; sencillamente ocurrió así (y casi concluyó en varias ocasio­ nes). No es la historia de un espacio social o geográfico concreto. Como suele ocurrir con estas empresas, la mía comienza con las circunstancias generales de las sociedades neolíticas, después se cen­ tra en el Cercano Oriente, luego va desplazándose gradualmente hacia el Oeste y el Norte por Anatolia, el Asia Menor y el Levante hacia el Mediterráneo oriental. Después pasa a Europa y termina en el siglo XVIII en el Estado más occidental de Europa, Gran Bretaña. Cada capítulo trata de la «punta de lanza» del poder, donde la ca­ pacidad para integrar pueblos y espacios en configuraciones domi­ nantes está más desarrollada infraestructuralmente. Ese método es, en cierto sentido, antihistórico, pero los saltos que representa tam­ bién contienen una ventaja. Las capacidades de poder se han des­ arrollado desigualmente, a saltos. Por eso, al estudiar esos saltos y

tratar de explicarlos nos brinda el mejor acceso empírico a la cues­ tión de la primacía. ¿Qué es lo que he eliminado de esa historia? Naturalmente, una cantidad enorme de detalles y complejidades, pero, aparte de eso, todo modelo coloca algunos fenómenos en el centro del escenario y deja a otros entre bambalinas. Si estos últimos logran pasar al centro del escenario, el modelo no se ocupa efectivamente de ellos. En este volumen existe una ausencia conspicua: las relaciones entre los se­ xos. En el volumen II trato de justificar ese trato desigual en tér­ minos de su desigualdad efectiva en la historia. Aduciré que las re­ laciones entre los sexos fueron en gran medida constantes, en la forma general del patriarcad o, a lo largo de gran parte de la historia, hasta los siglos XVIII y XIX en Europa, cuando empezaron a pro­ ducirse rápidos cambios. Pero esos comentarios han de esperar al volumen II. En el presente volumen, las relaciones de poder de las que se trata son normalmente las de la «esfera pública», entre cabe­ zas de familia del sexo masculino. Al historiador especializado le ruego generosidad y amplitud de espíritu. Al abarcar un gran sector de la historia registrada, sin duda he cometido errores de hecho, algunos probablemente considerables. Me pregunto si el corregirlos anularía los argumentos globales. Tam­ bién me pregunto más agresivamente si el estudio de la historia, especialmente en la tradición angloestadounidense, no saldría bene­ ficiado si contara con una reflexión más explícita sobre el carácter de las sociedades. También al sociólogo me dirijo en tonos acerbos. Gran parte de la sociología contemporánea es ahistórica, pero inclu­ so gran parte de la sociología histórica se ocupa exclusivamente del desarrollo de las sociedades «modernas» y de la aparición del capi­ talismo industrial. Eso es algo tan decisivo en la tradición sociológica que, como ha demostrado Nisbet (1967), produjo las dicotomías centrales de la teoría moderna. De la condición social al contrato, de G em ein scha ft a G esellschaft, de la solidaridad mecánica a la or­ gánica, de lo sacro a lo secular: estas dicotomías y otras sitúan la línea divisoria de la historia al final del siglo XVIII. Los teóricos del siglo XVIII como Vico, Montesquieu o Ferguson no consideraban la historia así. Al contrario que los sociólogos modernos, que sólo conocen la historia reciente de su propio Estado nacional, más algo de antropología, sabían que desde hacía por lo menos dos mil años habían existido sociedades complejas, diferenciadas y estratificadas: seculares, contractuales, orgánicas, G esellschaft, pero n o industriales.

A lo largo del siglo XIX y de comienzos del XX, ese conocimiento fue decayendo entre los sociólogos. Paradójicamente, la decadencia ha continuado durante la misma época en que los historiadores, los arqueólogos y los antropólogos han estado utilizando técnicas nue­ vas, muchas de ellas tomadas de la sociología, para hacer descubri­ mientos asombrosos acerca de la estructura social de esas sociedades complejas. Pero su análisis se ve debilitado por su relativa ignorancia de la teoría sociológica. Weber es un notable ejemplo de esta limitación. Mi deuda para con él es inmensa, no tanto en el sentido de haber adoptado sus teorías concretas, sino más bien en el de adherirme a su visión ge­ neral de la relación entre sociedad, historia y acción social. Mi exigencia de una teoría sociológica basada en las dimensiones de la historia no se debe solamente a la conveniencia intrínseca de comprender la rica diversidad de la experiencia humana, aunque ya eso sería bastante valioso. Además, sostengo que algunas de las ca­ racterísticas más importantes de nuestro mundo actual se pueden apreciar con más claridad mediante la comparación histórica. No es que la historia se repita. Precisamente lo contario, la historia univer­ sal se desarrolla. Mediante la comparación histórica podemos adver­ tir que los problemas más considerables de nuestra propia época son nuevos. Por eso resulta difícil resolverlos: son intersticiales a las instituciones que se ocupan de hecho de los problemas más tradi­ cionales para los que fueron creadas. Pero, como sugeriré más ade­ lante, todas las sociedades se han enfrentado con crisis repentinas e intersticiales y en algunos casos la humanidad ha salido mejorada. Al final de una larga desviación histórica, espero demostrar la per­ tinencia de este modelo para la actualidad en el volumen II.

B ibliografía Ahhusser, L., y E. Balibar. 1970: R eading Capital. Londres: New Left Books. [Ed. castellana: Para leer «El Capital». 1985J. )A.nderson, P. 1974a: Passages fr o m A ntiquity to Feudalism. Londres: New Left Books. [Ed. castellana: Transiciones d e la an tigü ed a d a l feu d alism o. 1986J. — 1974b: L ineages o f th e Absolutist State. Londres: New Left Books. Barber, L. B. 1968: Introducción en «stratification, social». En International

E ncyclopedia o f th e Social Sciences, ed. D. Sills. Nueva York: MacMillan and Free Press. Bendinx R. 1978: K ings o r P eople. Berkeley: University of Qalifornia Press. — y S. M. Lipset. 1986: Class, Status a n d P ow er. 2.‘ ed. rev. (pub. orig. 1953). Nueva York: Free Press. Bloch, M. 1974: «Symbols, song, dance and features of articulation». Ar­ ch ives E uropéennes d e S ociologie, 15. Coe, M. D. 1982: «Religión and the rise of Mesoamerican states». En The Transition to S tatehood in th e N ew World, comp. por G. D. Jones y R. R. Kautz. Cambridge: Cambridge University Press. Eberhard, W. 1965: C onquerors a n d Rulers: Social Forces in M odem China. Leiden: Brill. Geertz, C. 1980: N egara: The th eatre State in N ineteenth C entury Bali. Princeton, N. J.: Princeton University Press. Gellner, E. 1964: T hought and C hange. Londres: Weidenfeld & Nicolson. Giddens, A. 1979: C entral P roblem s in Social Theory. Londres: MacMillan. — 1981: >4 C ontem porary C ritique o f H istorical M aterialism. Londres, Mac­ Millan. Heller, C. S. 1970: S tructured Social Inequality. Londres: Colier-MacMillan. Hindess, B., y P. Hirst. 1975: Pre-C apitalist M odes o f P roduction. Londres: Routledge. [Ed. castellana: Los m od os d e produ cción precapitalista. 1979]. Keatinge, R. 1982: «The nature and role of religious diffusion in the early stages of state formation». En The Transition to S tatehood in th e N ew World, comp. por G. D. Jones y R. R. Kautz. Cambridge: Cambridge University Press. Labriola, E. 1908: Essays on th e M aterislist C onception o f H istory. Nueva York: Monthly Review Press. Lattimore, O. 1962: Studies in F rontier H istory. Londres: Oxford Univer­ sity Press. Mann, M. 1984: «The Autonomous Power of the State». En A rchives Eu­ rop éen n es d e S ociologie, 25. Mosca, G. 1939: The R uling Class. Nueva York: McGraw-Hill. Nisbet, R. 1967: The S ociological Tradition. Londres: Heinemann. Parsons, T. 1960: «The distribution of power in American society». En S tructure a n d P rocess in M odem Societies. Nueva York: Free Press. — 1966: S ocieties: E volutionary a n d C oparative P erspectives. Englewood Cliffs, N. J.: Prentice-Hall. — 1968: The S tructure o f Social Action. Nueva York: Free Press. Petrovic, G. 1967: Marx in th e M id-T w entieht C entury. Nueva York: Doubleday (Anchor Press). Poulantzas, N. 1972: P ou voir politiq u e et classes sociales. París: Maspero. Runcimann, W. G. 1968: «Class, status and Power?» En Social Stratification, comp. J. A. Jackson. Cambridge: Cambridge University Press.

— 1982: «Origins of states: the case of archaic Greece». C om parative Stu­ dies in S ociety and H istory, 24. — 1983a: «Capitalism without classes: the case of classical Rome». British Jou rn a l o f S ociology, 24. — 1983b: «Unnecessary revolution: the case of France». A rchives Europ éen n es d e S ociologie, 24. — 1983c: A Treatise on Social T heory, Volume I: The M eth odology o f So­ cial Theory. Cambridge: Cambridge University Press. Sahlins, M. 1976: C ulture an d P ractical Reason. Chicago: University of Chicago Press. [Ed. castellana: Cultura y razón práctica. 1988]. Shibutani, T. 1955: «Reference groups as perspectives». A merican Jou rn a l o f S ociology, 40. Verbruggen, J. F. 1977: The Art o f W arfare in Western Europe D uring th e M iddle Ages. Amsterdam: North-Holland. Wallerstein, I. 1974: The M odera W orld System. Nueva York: Academic Press. [Ed. castellana: El m od ern o sistem a m undial. 1984]. -Weber, M. 1968: E conom y and Society. Nueva York: Bedminster Press. Wesolowski, 1967: «Marx’s theory of class domination». En Polish R ound Table Yearbok, 1967, compilado por la Asociación Polaca de Ciencias Políticas, Varsovia. Wrong, D. 1979: P ow er: Its Forms, Bases and Uses. Nueva York: Harper & Row.

Capítulo 2 EL FIN DE LA EVOLUCION SOCIAL GENERAL: COMO ELUDIERON EL PODER LOS PUEBLOS PREHISTORICOS

In trod u cción : El rela to evolu cion ista con ven cion a l Una historia del poder debe empezar por el principio. Pero, ¿dón­ de debemos situar ese principio? Como especie, los seres humanos aparecieron hace millones de años. Durante la mayor parte de esos millones de años, vivieron sobre todo como recolectores nómadas de frutos silvestres, bayas, frutos secos y hierbas, y como carroñeros de las presas de animales mayores que ellos. Después fueron elabo­ rando su propio sistema de caza. Pero por lo que podemos suponer de esos recolectores-carroñeros y recolectores-cazadores, su estruc­ tura social era sumamente flexible, adaptable y variable. No institu­ cionalizaron de forma estable unas relaciones de poder; n o conocían clases, Estados, ni siquiera élites; es posible que incluso sus distin­ ciones entre sexos y grupos de edades (dentro de la edad adulta) no indicaran diferencias permanentes de poder (tema de grandes debates en la actualidad). Y, naturalmente, no tenían escritura y no tenían una «historia» en el sentido actual del término. O sea que en los verdaderos comienzos no había ni poder ni historia. Los conceptos elaborados en el capítulo 1 no tienen prácticamente pertinencia para el 99 por 100 de la vida de la humanidad hasta la fecha. ¡Así que no voy a empezar por el principio!

Después —aparentemente, en todo el mundo— se produjo una serie de transiciones: a la agricultura, a la domesticación de animales y al sedentarismo, que acercaron mucho más a la humanidad a las relaciones de poder. Surgieron sociedades estables, delimitadas, pre­ suntamente «complejas», que incorporaban la división del trabajo, la desigualdad social y el centralismo político. Ahora quizá podamos empezar a hablar de poder, aunque nuestro comentario tendría que incluir muchas matizaciones. Pero esta segunda fase, que represen­ taría aproximadamente al 0,6 por 100 de la experiencia humana has­ ta ahora, tampoco tenía escritura. Su «historia» es prácticamente des­ conocida y nuestro relato ha de ser sumamente cauteloso. Por fin, hacia el 3000 a.C. se inició una serie de transformaciones conexas que llevaron a una parte de la humanidad al 0,4 por 100 restante de su vida hasta ahora: la era de la civilización, de relaciones permanentes de poder encarnadas en Estados, sistemas de estratifi­ cación y patriarcado y de historia escrita. Esa era se generalizó en el mundo, pero se inició en un reducido número de lugares. Esa diminuta tercera fase es el tema de este libro. Pero, al contar esa historia, ¿cuánto nos tenemos que remontar al decidir cuáles fueron sus orígenes? Se plantean dos preguntas obvias: dada esa clara discontinuidad, ¿es el conjunto de la experiencia humana una sola historia? Y, dada nuestra ignorancia casi total del 99 o el 99,6 por 100 de esa expe­ riencia, ¿cómo se puede saber si lo es o no? Sin embargo, la historia como un todo tiene un firme anclaje. A partir del Pleistoceno (hace aproximadamente un millón de años) no hay muestras de ninguna «especiación» o diferenciación biológica entre las poblaciones huma­ nas. De hecho, sólo existe un caos anterior conocido de especiación a lo largo de los diez millones de años de vida de los homínidos: la coexistencia de dos tipos de homínidos a principios del Pleistoceno en Africa (uno de los cuales se extinguió). Es algo que puede parecer curioso, pues otros mamíferos que aparecieron al mismo tiempo que la humanidad, como los elefantes o el ganado vacuno, han dado muestras de considerable especiación después. Piénsese, por ejemplo, en la diferencia entre los elefantes indios y los africanos y compárese con las minúsculas diferencias fenotípícas de pigmentación, etc., en­ tre los seres humanos. Por tanto, en toda la gama de la humanidad ha existido una cierta unidad de experiencia (argumento aducido vigorosamente por Sherratt, 1980: 405). ¿Qué tipo de historia uni­ ficada podemos narrar?

Casi todas las narraciones son evolucionistas. Primero explican cómo los seres humanos fueron desarrollando sus capacidades inna­ tas de cooperación social; después, cómo fueron surgiendo inmanen­ temente cada forma sucesiva de cooperación social a partir del po­ tencial de su predecesora para una organización social «superior» o, por lo menos, más compleja y poderosa. Esas teorías fueron las predominantes en el siglo XIX. Ahora, desprovistas de los conceptos de progreso desde formas inferiores hacia formas superiores, pero conservando todavía el concepto de evolución de la capacidad y la complejidad del poder, siguen siendo las dominantes. Sin embargo, existe una peculiaridad en esta narración que sus partidarios reconocen. La evolución humana ha diferido de la evo­ lución de otras especies por el hecho mismo de que ha mantenido su unidad. No se ha producido una especiación. Cuando una pobla­ ción humana ha ido desarrollando una forma particular de actividad, muy a menudo ésta se ha difundido prácticamente entre toda la humanidad, por todo el mundo. El fuego, el vestuario y el refugio, junto con una colección más variable de estructuras sociales se han difundido, a veces a partir de un solo epicentro, a veces a partir de varios, desde el Ecuador hasta los polos. Los estilos de cabezas de hacha y de cerámica, los Estados y la producción de mercaderías se han difundido muy ampliamente a lo largo de la historia y de la prehistoria que conocemos. De modo que este relato se refiere a la evolución cultural. Presupone un contacto cultural continuo entre grupos, basado en una conciencia de que, pese a las diferencias lo­ cales, todos los seres humanos forman una sola especie, se enfren­ tan con determinados problemas comunes y pueden aprender solu­ ciones los unos de los otros. Un grupo local crea una nueva for­ ma, quizá estimulada por sus propias necesidades ambientales, pero resulta que esa forma tiene una utilidad general para grupos de me­ dios completamente diferentes, y éstos la adoptan, quizá con mo­ dificaciones. Dentro del relato general, cabe destacar algunos temas diferentes. Podemos subrayar el número de casos de invención independiente, porque si todos los seres humanos son culturalmente similares, pue­ den ser similarmente capaces de dar el siguiente paso en la evolución. Esta es la escuela que cree en la «evolución local». O podemos su­ brayar el proceso de difusión y propugnar unos pocos epicentros de la evolución. Esta es la escuela «difusionista». Es frecuente con­ trastar la una con la otra, que a veces se enfrentan en una acerba

polémica. Pero fundamentalmente son análogas y narran el mismo relato general de una evolución cultural continua. De modo que casi todos los relatos actuales responden a mí pre­ gunta inicial: «¿Forma toda la experiencia humana una sola histo­ ria?» con un sí tajante. Así se revela en los relatos de casi todos los historiadores, reforzados por su actual predilección (especialmente en las tradiciones históricas angloamericanas) por el estilo de narra­ ción continua atento al «qué ocurrió después». Este método deja de lado las discontinuidades. Por ejemplo, Roberts, en su P elican H is­ tory o f th e W orld (1980: 45 a 55) califica a las discontinuidades entre las tres fases de meras «aceleraciones del ritmo del cambio» y de un cambio de foco geográfico en un desarrollo esencialmente «acumu­ lativo» de las capacidades humanas y sociales, «arraigado en eras dominadas por el lento ritmo de la evolución genética». En las tra­ diciones más teóricas y orientada hacia las ciencias de la arqueología y la antropología estadounidenses, el relato evolucionista se ha na­ rrado en el idioma de la cibernética, con diagramas de corrientes de la aparición de la civilización a lo largo de diversas fases a partir de los cazadores-recolectores, junto con retroalimentaciones positivas y negativas, modelos alternativos «en escalera» y «en rampa» de des­ arrollo incremental, etc. (por ejemplo, Redman, 1978: 8 a 11; cf. Sahlins y Service, 1960). El evolucionismo predomina, a veces de forma explícita y otras de forma encubierta, como explicación de los orígenes de la civilización, la estratificación y el Estado. Todas las teorías rivales de la aparición de la estratificación y del Estado presuponen un proceso esencialmente natural de desarrollo social general. Se los considera resultado del desarrollo dialéctico de las estructuras nucleares de las sociedades prehistóricas. Esta narra­ ción concreta tiene su origen en la teoría política normativa: hemos de aceptar el Estado y la estratificación (Hobbes, Locke), o hemos de derrocarlo (Rousseau, Marx), debido a acontecimientos prehistó­ ricos reconstruidos o hipotéticos. Los antropólogos y los arqueólo­ gos contemporáneos, aliados, narran un relato de la continuidad de todas las formas conocidas de la sociedad humana (y, en consecuen­ cia, también de la pertinencia de sus propias disciplinas académicas para el mundo de hoy). Su ortodoxia central sigue siendo un relato de fases: desde unas sociedades relativamente igualitarias y sin Es­ tado hacia sociedades por rangos con autoridad política y, más tarde, a sociedades civilizadas y estratificadas con Estados (ortodoxia ad­ mirablemente resumida por Fried, 1967; véanse en Redman, 1978:

201 a 205, otras posibles secuencias de fases y véanse asimismo en Steward, 1963, la secuencia más moderna influyente de fases arqueo­ lógicas/antropológicas). Friedman y Rowlands (1978) han ampliado la lógica de este en­ foque al señalar un defecto en las narraciones de la evolución. Aun­ que se identifique una secuencia de fases, las transiciones entre ellas se ven precipitadas por las fuerzas un tanto aleatorias de la presión demográfica y el cambio tecnológico. Friedman y Rowlands colman esa laguna al elaborar un modelo detallado y complejo, «epigenético», de un «proceso de transformación» de la organización social. Concluyen diciendo: «Así, cabe esperar que podamos predecir las formas dominantes de reproducción social en la fase siguiente en términos de las propiedades de la fase actual. Ello es posible gracias a que el propio proceso reproductivo es direccional y transformati­ vo» (1978: 267 y 268). El m éto d o de estos modelos es idéntico. En primer lugar, se comentan las características de las sociedades de cazadores-recolectores en general. Después se expone una teoría de una transición general hacia el sedentarismo agrícola y el pastoralismo. Después, las características generales de esas sociedades llevan a la aparición de unas cuantas sociedades concretas: Mesopotamia, Egipto y China septentrional, a veces con la adición del Valle del Indo, Mesoamé­ rica, el Perú y la Creta minoica. Examinemos las fases habituales y definamos sus términos cru­ ciales: 1. Una so cied a d igualitaria es algo que se explica por sí solo. Las diferencias jerárquicas entre persona y entre el desempeño de papeles en función de las edades y (quizá) del sexo no están insti­ tucionalizadas. Quienes ocupan las posiciones más altas no pueden hacerse con los instrumentos colectivos de poder. 2. Las socied a d es p o r ran gos no son igualitarias. Quienes se ha­ llan en los rangos superiores pueden utilizar los instrumentos gene­ rales colectivos de poder. Ello se puede institucionalizar e incluso transmitir por vía hereditaria en un linaje aristocrático. Pero el rango depende casi totalmente del p o d e r co lectiv o o de la autoridad, es decir, del poder legítimo utilizado únicamente para fines colectivos, libremente conferido y libremente retirado por los participantes. Así, quienes ocupan los rangos más altos tiene una condición social, for­ mulan decisiones y utilizan recursos materiales en nombre de todo el grupo, pero no disponen de un poder coercitivo sobre los miem­

bros recalcitrantes del grupo y no pueden desviar los recursos ma­ teriales del grupo para su propio uso privado y convertirlos así en su «propiedad privada». Pero hay dos subgrupos de sociedades de rangos que también se pueden colocar en una escala evolucionista: 2a. En las socied a d es d e ran gos rela tivos cabe calificar a las per­ sonas y los grupos de linaje en posiciones mutuamente relativas, pero no existe un punto que sea el más alto de la escala de manera absoluta. Sin embargo, en casi todos los grupos existen una incertidumbre y una polémica insuficientes para que, finalmente, las rela­ tividades sean incoherentes entre sí. El rango será cuestionado. 2b. En las socied a d es d e ran gos absolutos, surge un punto su­ perior absoluto. Al jefe o jefe supremo se le acredita el rango más alto sin polémica y los linajes de todos los demás rangos se miden en términos de su distancia respecto de ese jefe. Ello suele expresarse ideológicamente en términos de su descendencia de los primeros antepasados, quizá incluso de los dioses, del grupo. Así aparece una institución característica: un centro ceremonial, consagrado a la re­ ligión, controlado por el linaje del jefe. De esta institución centrali­ zada al Estado no dista más que un paso. 3. Las definiciones del Estado se comentarán con más detalle en el volumen III de esta obra. Mi definición provisional se deriva de Weber: El Estado es un con ju n to d iferen cia d o d e instituciones y d e p erso n a l q ue incorporan la cen tra lid ad , en e l sentido d e q ue las rela cion es p olíticas irradian hacia a fu era para a barcar una zona te ­ rritoria lm en te dem arcada, sob re la cu a l reivin d ica e l m on op olio d e la fo rm u la ció n vin cu la n te y p erm a n en te d e norm as, respaldado p o r la v io len cia física. En la prehistoria, la introducción del Estado con­ vierte a la autoridad política provisional y a un centro ceremonial permanente en un poder político permanente, institucionalizado en su capacidad para utilizar la coacción sobre los miembros sociales recalcitrantes cuando sea necesario, de forma sistemática. 4. La estratificación comporta el poder permanente e institucio­ nalizado de algunos sobre las oportunidades vitales materiales de otros. Su poder puede consistir en la fuerza física o en la capacidad para privar a otros de los elementos necesarios para la vida. En la bibliografía sobre los orígenes, suele ser un sinónimo de las diferen­ ciales de propiedad privada y de las clases económicas, y por eso yo lo trato como un forma centralizada de poder, separada del Estado centralizado.

5. En términos de civilización es el más problemático, debido a la carga axiológica que comporta. No existe una sola definición que baste para todos los fines. Trato con más detalle de la cuestión al comienzo del capítulo siguiente. Una vez más, basta con una de­ finición provisional. Según Renfrew (1972: 13), la civilización com­ bina tres instituciones sociales: el centro ceremonial, la escritura y la ciudad. Cuando las tres se combinan, inauguran un salto en el poder humano colectivo sobre la naturaleza y sobre otros seres hu­ manos que, cualesquiera sean la variabilidad y la disparidad del re­ gistro prehistórico e histórico, constituyen el comienzo de algo nue­ vo. Renfrew califica a esto de un salto en el «aislamiento», la con­ tención de seres humanos tras unas fronteras sociales y territoriales, claras, fijas y delimitadas. Yo utilizo la metáfora de una jaula social. Con estos términos, podemos advertir la existencia de estrechos vínculos entre las partes de la narración evolucionista. El rango, el Estado, la estratificación y la civilización guardaban estrechas rela­ ciones entre sí porque su aparición puso fin, lenta pero inexorable­ mente, a un tipo primitivo de libertad y señaló el comienzo de las presiones y de las oportunidades representadas por un poder colec­ tivo, distributivo, delimitado, permanente e institucionalizado. Yo deseo disentir de esa narración, aunque fundamentalmente lo que hago es sumar las dudas de otros. Uno de los puntos de desa­ cuerdo se debe a que se observa algo extraño: mientras que la Re­ volución Neolítica y la aparición de sociedades de rangos ocurrieron independientemente en muchos lugares (en todos los continentes, por lo general en varios lugares aparentemente no relacionados entre sí), la transición hacia la civilización, la estratificación y el Estado fue relativamente rara. El prehistoriador europeo Piggott ha decla­ rado: «Todo mi estudio del pasado me convence de que la aparición de lo que denominamos civilización es un acontecimiento de lo más anormal e impredecible, cuyas manifestaciones en el Viejo Mundo quizá se deban a fin de cuentas a una sola serie de circunstancias en una zona limitada de Asia occidental, hace cinco mil años» (1965: 20). En este capítulo y en el siguiente sostendré que Piggott no hace sino exagerar levemente lo ocurrido: es posible que en Eurasia hu­ biera hasta cuatro conjuntos peculiares de circunstancias que gene­ rasen la civilización. En otras partes del mundo deberíamos añadir por lo menos dos más. Aunque nunca podemos ser precisos en cuan­ to al total absoluto, probablemente sea inferior a diez.

Otros puntos de desacuerdo se centran en la secuencia de fases y toman nota de la aparición de un movimiento involutivo o cíclico, en lugar de una secuencia puramente evolutiva. Algunos antropólo­ gos se basan en los puntos de desacuerdo en el seno de la biología, que es la ciudadela del evolucionismo y sugieren que el desarrollo social es raro, repentino e impredecible, como resultado de «bifur­ caciones» y «catástrofes» y no de un crecimiento acumulativo y evo­ lutivo. Friedman y Rowlands (1982) llevan tiempo manifestando du­ das acerca de su propio evolucionismo anterior. Yo utilizo sus du­ das, aunque me desvío de su modelo. Efectivamente, la civilización, en los pocos casos de su evolución independiente, fue un largo pro­ ceso gradual y acumulativo y no una respuesta repentina a una ca­ tástrofe. Sin embargo, en el mundo como un todo, el cambio con­ forme una pauta fue cíclico —como dicen ellos—, y no acumulativo y evolucionista. En el presente capítulo, me baso en esos desacuerdos en dos formas principales, las cuales se irán desarrollando a lo largo de los siguientes capítulos. En primer lugar, es posible aplicar la teoría evolucionista general a la Revolución Neolítica, pero después su importancia disminuye. Es cierto que, más tarde, podemos discernir una evolución general ulterior hasta llegar a las «sociedades de ran­ gos» y después, en algunos casos, hasta estructuras provisionales del Estado y de la estratificación. Pero después, la evolución social ge­ neral cesó. Hasta ahí ha llegado también Webb (1975). Pero yo voy más allá y sugiero que los procesos generales ulteriores fueron de «devolución» —una vuelta atrás hacia sociedades de rangos e igua­ litarias— y de un proceso cíclico de desplazamiento en torno a esas estructuras, que no llegaron a constituir estructuras permanentes de estratificación y estatales. De hecho, los seres humanos consagraron una parte considerable de sus capacidades culturales y de organiza­ ción a asegurar que la evolución n o continuara. Parece que no que­ rían aumentar sus poderes colectivos, debido a los poderes distribu­ tivos que intervenían. Como la estratificación y el Estado eran com­ ponentes esenciales de la civilización, la evolución social general cesó antes de que apareciese la civilización. En el próximo capítulo vere­ mos lo que efectivamente causó la civilización; en capítulos ulterio­ res veremos que las relaciones entre las civilizaciones y sus vecinos no civilizados diferían según el momento del ciclo al que hubieran llegado estos últimos cuando tropezaron con la influencia de las primeras.

Este argumento se ve reforzado por otros más. Este nos hace regresar al concepto, ya comentado en el capítulo 1, de «sociedad» en sí. En esa idea se hace hincapié en la delimitación, la estrechez y la presión: los miembros de una sociedad interactúan entre sí, pero no, en ninguna medida comparable, con los extraños a ella. Las sociedades son limitadas y exclusivas en su cobertura social y terri­ torial. Sin embargo, hallamos una discontinuidad entre las agrupa­ ciones sociales civilizadas y no civilizadas. Prácticamente ninguna de las agrupaciones no civilizadas comentadas en el presente capítulo ha tenido o tiene esa exclusividad. Pocas familias pertenecían durante más de unas cuantas generaciones a la misma «sociedad», o si se­ guían perteneciendo a ella, ésta estaba incluida en unas fronteras tan flexibles que era muy distinta de las sociedades históricas. Casi todas disponían de opciones de lealtad. La flexibilidad de los vínculos so­ ciales y la capacidad para estar libres de cualquier red concreta de poder, era el mecanismo mediante el cual se desencadenaba la devo­ lución mencionada más arriba. En las sociedades no civilizadas era posible escaparse de la jaula social. La autoridad se confería libre­ mente, pero era recuperable; el poder, permanente y coercitivo, era inalcanzable. Ello tuvo una consecuencia especial cuando aparecieron las jaulas civilizadas. Estas eran pequeñas —lo típico era la ciudad-Estado—, pero existían en medio de las redes más imprecisas, más amplias, pero sin embargo identificables, a las que se suele calificar de «cul­ turas». No comprenderemos esas culturas: «Sumeria», «Egipto», «China», etc., más que si recordamos que combinaban unas relacio­ nes anteriores y más flexibles con la nuevas sociedades enjauladas. También esa tarea corresponde a capítulos ulteriores. Por eso, en el presente capítulo establezco el escenario para una ulterior historia del poder. Siempre será una historia de lugares con­ cretos, pues ése ha sido el carácter de la evolución del poder. Las capacidades generales de los seres humanos enfrentados con su me­ dio terrenal dieron origen a las primeras sociedades —a la agricul­ tura, la aldea, el clan, el linaje y la jefatura—, pero no a la civiliza­ ción, la estratificación ni el Estado. Ello, para bien o para mal, se debe a circunstancias históricas más concretas. Como esas circuns­ tancias constituyen el tema principal de este volumen, trataré super­ ficialmente de los procesos de evolución social general que prece­ dieron a la historia. De hecho, se trata de una narración diferente. Yo me limito a relatar el esquema general de las últimas fases de la

evolución y después a demostrar con más detalle que efectivamente ese esquema tuvo un final. Adopto una metodología distintiva. Por ánimo de generosidad hacia el evolucionismo, asumo en primer lugar que es correcto, que la narración evolucionista puede continuarse. Después veremos con total claridad el punto exacto de la narración en el que empieza a tambalearse. La ev o lu ció n d e las prim eras socied a d es seden tarias Durante el Neolítico y a principios de la Edad del Bronce, fue­ ron surgiendo gradualmente, a partir de la base inicial de recolecto­ res-cazadores, formas más extensivas, sedentarias y complejas de la sociedad. Se trató de un proceso larguísimo que duró en términos de la historia universal desde aproximadamente el 10000 a.C., o an­ tes, hasta justo antes del 3000 a.C., cuando podemos discernir so­ ciedades civilizadas. Nuestros conocimientos están sometidos a los tanteos aleatorios de la pala del arqueólogo y a los márgenes varia­ bles de error de la datación por carbono y otras técnicas científicas modernas. Los acontecimientos abarcan como mínimo siete mil años, más tiempo que la historia registrada. Por eso, la narración que se hace en los tres párrafos siguientes es, por fuerza, apresurada. En fechas totalmente desconocidas, surgieron por todo el mundo unos cuantos asentamientos limitados y semipermanentes. Existen suficientes casos independientes probables para que podamos inter­ pretarlos como una tendencia general de la evolución. Es posible que muchos de los primeros asentamientos fueran de comunidades de pescadores y de mineros de sílex, para los cuales el sedentarismo no fuera, después de todo, una investigación extraordinaria. Después, podrían haberlos copiado otros que lo consideraran ventajoso. La fase siguiente ocurrió en torno al 10000 a.C., quizá en primer lugar en el Turkestán o en Asia sudoriental, probablemente de forma independiente. Se invirtió fuerza de trabajo en el cultivo y la cosecha de plantas a partir de semillas y esquejes plantados. En el Oriente Medio, la agricultura se desarrolló a partir de la recolección de ce­ bada y trigo silvestres. Los autores modernos han reconstruido las fases de este «descubrimiento» de la agricultura (Farb, 1978: 108 a 122; Moore, 1982). Que efectivamente ocurriera así es otra cosa. Pero esta etapa parece ser el producto de una lenta suma de inteli­ gencia, mayores compensaciones, oportunidades y el impulso de lo­

grar tanteos y retrocesos: los componentes normales de la evolución. En casi todos los sitios en donde surgió la agricultura, se utilizaban azadas de mano hechas de madera para trabajar huertos pequeños de cultivo intensivo, agrupados en aldeas. En su mayor parte no eran permanentes. Cuando la tierra se agotaba, la aldea se desplazaba a otra parte. Quizá al mismo tiempo fue apareciendo la ganadería. En Iraq y en Jordania se domesticó a las ovejas y las cabras en torno al 9000 a.C., y después a otros animales. Por toda Eurasia se des­ arrollaron grupos especializados y mixtos de agricultores y ganade­ ros, que intercambiaban sus productos en rutas comerciales de gran extensión. Cuando coincidían varias rutas comerciales, la proximi­ dad a fuentes de sílex y de obsidiana y tierras fértiles, podía produ­ cirse un asentamiento sedentario. Antes del 8000 a.C., en Jericó, una aldea agrícola anterior se había convertido en un asentamiento de 2,5 hectáreas de casas de adobe rodeadas de fortificaciones. Para el 6000 a.C., esas fortificaciones eran de piedra. También existían gran­ des depósitos de agua, que sugieren el riego artificial, otro paso en la vía de la evolución. El riego pudo originarse a partir de la obser­ vación y del mejoramiento gradual de los ejemplos de la naturaleza: se puede mejorar artificialmente los depósitos naturales después de las lluvias y las inundaciones antes de que se desarrollen los depó­ sitos de agua y las presas y las ventajas del lodo (como suelo ferti­ lizado) producido por las inundaciones pueden apartarse mucho an­ tes de llegar a los grandes logros realizados en ese material por las civilizaciones de los valles fluviales. Las ruinas de Jericó y de Catal Hayuk, en Anatolia, sugieren una organización social bastante ex­ tensiva y permanente, con indicios de centros ceremoniales y de grandes redes comerciales. Pero todavía no había escritura y la den­ sidad demográfica (que podría indicar si eran lo que los arqueólogos califican de «ciudad») sigue siendo insegura. No tenemos noticia alguna de ningún «Estado», pero los restos de enterramientos sugie­ ren pocas desigualdades entre los habitantes. Apareció el arado de madera, quizá poco después del 5000 a.C., seguido de la carretilla y de la rueda de alfarero. Con el arado de tracción animal aumentaron la extensión y la permanencia de los campos cultivados. Podían removerse nutrientes de la tierra a mayor profundidad. Podían dejarse en barbecho campos para removerlos quizá dos veces al año. Ya en el quinto milenio se explotaban como artículos suntuarios el cobre, el oro y la plata. Los hallamos en cámaras mortuorias muy complicadas y de ahí deducimos que existía

la diferenciación social y el comercio a gran distancia. Los asombro­ sos restos «megalíticos» de Gran Bretaña, Bretaña, España y Malta indican una organización social compleja, una administración a gran escala de la mano de obra, el conocimiento de la astronomía y pro­ bablemente la existencia de rituales religiosos durante el período del 3000 al 2000 a.C., que probablemente se desarrollaron con indepen­ dencia de las tendencias del Cercano Oriente. Pero durante ese pe­ ríodo se produjeron adelantos cruciales en el Cercano Oriente. Pro­ bablemente como resultado de las técnicas de regadío, aparecieron en Mesopotamia asentamientos permanentes más densos, que sur­ gieron en la historia en torno al 3000 a.C. junto con la escritura, las ciudades-Estado, los templos y los sistemas de estratificación, o sea la civilización. Ese es el terreno general que paso a examinar ahora con más detalle. La teoría evolucionista es plausible a comienzos de la histo­ ria porque los adelantos eran diseminados, en apariencia indepen­ dientes y en suficientes casos, acumulativos. Cuando apareció la agri­ cultura, siguió siendo la pionera de nuevas técnicas y formas de organización. Es posible que algunas zonas regresaran a la recolección-caza, pero fueron suficientes las que no lo hicieron como para dar la impresión de un desarrollo irreversible. A lo largo de toda esa época existió una tendencia hacia una mayor esta b ilid a d del sedentarismo y la organización, que es el meollo de la hitoria evolu­ cionista. El asentamiento fijo atrapa a las gentes para que vivan las unas con las otras, cooperen c ideen formas más complejas de orga­ nización social. La metáfora de la jaula, resulta idónea. Pasemos, pues, a estudiar el menos enjaulado de los animales humanos, el recolector-cazador. Su libertad tenía dos aspectos prin­ cipales. En primer lugar, por extraño que parezca a las mentes mo­ dernas, los antropólogos han aducido que los cazadores-recolectores contemporáneos llevan una vida muy cómoda. Sahlins (1974) ha de­ finido a la fase de cazadores-recolectores como «la primera sociedad de la abundancia». Los cazadores-recolectores satisfacen sus necesi­ dades económicas y caloríficas mediante el trabajo intermitente, por término medio de tres a cinco horas al día. Frente a nuestra imagen del «hombre como cazador», su dieta puede derivarse en sólo un 35 por 100 de la caza, mientras que el 65 por 100 procede de la reco­ lección, si bien es probable que el primer porcentaje fuera más alto en los climas más fríos. Sigue tratándose de un tema polémico, es­ pecialmente desde que en el decenio de 1970 las feministas se lan­

zaron encantadas sobre esas conclusiones para formular una etiqueta prehistórica alternativa, la de la mujer recolectora. Yo me satisfago con el término de «cazador-recolector». Pero es posible que la com­ binación de caza y recolección produzca una dieta más equilibrada y nutritiva que la de los agricultores o los pastores especializados. Así, es posible que la transición a la agricultura y al pastoreo no haya producido una mayor prosperidad. Y algunos arqueólogos (por ejemplo, Flannery, 1974; Clarke, 1979) apoyan en general la visión de la abundancia que sugieren los antropólogos. En segundo lugar, su estructura social era y sigue siendo flexible, de forma que permite una mayor libertad de elección en los vínculos sociales. No dependen de otras gentes concretas para su subsistencia. Cooperan en pequeñas bandas y en unidades mayores, pero, en ge­ neral, pueden elegir en cuáles. Y pueden separarse cuando lo deseen. Es posible que los linajes, los clanes y otros grupos de parentesco den una sensación de identidad, pero no confieren grandes deberes ni derechos. Tampoco existen fuertes precisiones territoriales. Pese a ciertos relatos antropológicos anteriores basados en algunos abo­ rígenes australianos, la mayor parte de los cazadores-recolectores no poseen territorios fijos. Dada su flexibilidad social, resultaría difícil en todo caso que se desarrollaran derechos colectivos de propiedad de ese tipo (Woodburn, 1980). Dentro de esa flexibilidad general, podemos distinguir tres o qui­ zá cuatro unidades sociales. La primera es la familia nuclear de los padres con los hijos a su cargo. A lo largo de una vida de duración normal, las personas son miembros de dos familias, una vez como hijos y otra vez como padres. Se trata de un vínculo estrecho, pero transitorio. La segunda unidad es la banda, a veces calificada de «banda mínima», un grupo que se desplaza en estrecha unión y satisface sus necesidades de subsistencia mediante la recolección y la caza cooperativas. Se trata de una unidad más o menos permanente en la que intervienen personas de todas las edades, aunque su cohe­ sión varía según las estaciones. Su dimensión normal oscila entre las 20 y las 70 personas *. Pero la banda no es autónoma. Sobre todo, sus necesidades de reproducción no se ven satisfechas por un fondo común potencial demasiado pequeño como para encontrar jóvenes adultos fértiles como parejas. Necesita formas reguladas de matri1 Véanse comentarios sobre esas cifras en Steward, 1963: 122 a 150; Fried, 1967: 154 a 174; Lee y De Vore, 1968, y W obst, 1874.

monio con otros grupos adyacentes. La banda no constituye un grupo cerrado, sino una agrupación flexible de familias nucleares, que a veces logran una vida colectiva general. Sus dimensiones fluc­ túan. A menudo llegan forasteros que ingresan en un grupo con capacidad excedente. También se puede producir un intercambio de productos como regalos (o como mera forma de regulación social), si en una zona determinada existe diversidad ecológica. La población dentro de la cual se producen esos contactos es la tercera unidad, diversamente denominada «tribu», «tribu dialéctica» (¡en el sentido lingüístico, no hegeliano!), o «banda máxima». Se trata de una confederación flexible, de 175 a 475 personas, que com­ prende varias bandas. Según Wobst (1974), esa confederación fluctúa básicamente entre las 7 y las 19 bandas. Un medio favorable puede impulsar a la población por encima de esos niveles, pero entonces la «tribu» se divide en dos unidades, cada una de las cuales sigue su propio camino. La comunicación directa, cara a cara, entre seres humanos puede tener unos límites máximos prácticos. ¡Cuando se pasa de unas 500 personas, perdemos nuestra capacidad para comu­ nicarnos! Los cazadores-recolectores no tienen escritura y dependen de la comunicación cara a cara. No pueden utilizar las funciones que desempeñan como comunicación abreviada, pues no tienen práctica­ mente medios de especialización aparte del sexo y la edad. Se rela­ cionan como seres humanos completos diferenciados únicamente por la edad, el sexo, sus rasgos físicos y su pertenencia a una banda. Sus poderes extensivos seguirían siendo inapreciables hasta que se aban­ donara esa situación. ¿Existió una cuarta unidad «cultural» más amplia y por encima de ésa, tal como existió después, tras la sedentarización agrícola? Lo sospechamos porque estamos hablando de un proceso humano. El intercambio de mercancías, personas e ideas no ocurrió intensiva, sino extensivamente, y vinculó de forma tenue a los cazadores-re­ colectores en grandes superficies terrestres. La estructura social ini­ cial es abierta y flexible. Wobst (1978) afirma que los moderados de cazadores-recolectores siguen siendo territorialmente reducidos. Pese a las pruebas de que los cazadores-recolectores estaban vinculados en matrices culturales a nivel continental, se han estudiado muy poco los procesos regionales e interregionales. El «territorio» del etnógra­ fo es un artefacto de la especialización académica y de la influencia antropológica, dice Wobst, pero en los informes sobre investigacio­ nes realizadas se convierte en una «sociedad» efectiva, en una unidad

social delimitada con su propia «cultura». Los tipos de «sociedades» que existían en la prehistoria no se parecían en nada a lo que pueda haber visto cualquier antropólogo actual. Todavía no habían llenado continentes; no se veían presionadas por sociedades más avanzadas. Esas peculiaridades aseguraban que los grupos prehistóricos en gran medida no estuvieran enjaulados. La «humanidad» n o ha «vagabun­ deado en grupos por todas partes», pese a la famosa afirmación de Ferguson. La etimología de la palabra «etnografía» revela la trampa. Se trata del estudio de eth n e, de pueblos. Sin embargo, inicialmente no existían pueblos, grupos relacionados y delimitados de parentes­ co, sino que los creó la historia. La cuestión de cómo se produjeron las transiciones a la agricul­ tura y a la ganadería es demasiado polémica para debatirla aquí. Ningunos autores destacan los factores de atracción del aumento de los rendimientos agrícolas; otros, los factores de impulsión de la presión demográfica (por ejemplo, Boserup, 1965; Binford, 1968). No trataré de juzgar. Me limito a señalar que los argumentos opues­ tos no son sino variantes de un solo relato evolucionista. Las capa­ cidades generales de los seres humanos, ocupados en formas míni­ mas de cooperación social y enfrentados con entornos generalmente parecidos, llevaron en todo el mundo a las transformaciones agrícola y pastoral que denominamos Revolución Neolítica. Se inició un au­ mento del sedentarismo de poblaciones mayores, social y territorial­ mente atrapadas. Creció el tamaño y la densidad de las agrupaciones. Desapareció la pequeña banda. La «tribu», mayor y más flexible, se vio afectada de dos formas. O bien la unidad más bien débil, con un máximo de 500 miembros, se condenaba ahora en una aldea de asentamiento, permanente y absorbía a la unidad más pequeña de 20 a 70 miembros, o el proceso de intercambio establecía una especialización de papeles extensiva pero más flexible, basada en la red del parentesco ampliado: clanes, grupos de linaje y tribus. La localidad o el parentesco —o una combinación de ambas cosas— podía ofrecer marcos de organización para redes sociales más densas y especiali­ zadas por funciones. En la Europa prehistórica, los asentamientos de aldeas igualita­ rias y en gran parte no especializadas comprendían de 50 a 500 personas, que por lo general vivían en chozas de familias nucleares que labraban como máximo unas 200 hectáreas (Piggott, 1965: 43 a 47). En el Cercano Oriente es posible que los límites máximos fue­ ran los más frecuentes. También existen abundantes datos acerca de

unidades tribuales grandes y más flexibles en la prehistoria. Entre los pueblos neolíticos de la Nueva Guinea actual, según Forge (1972), una vez que se alcanza el límite de 400 a 500 personas o se dividen los asentamientos o se produce una especialización de funciones y de condición social. Ello coincide con la teoría evolucionista de Steward acerca de cómo unos grupos en crecimiento hallaron la «inte­ gración sociocultural» a un nivel más alto y más mezclado mediante el desarrollo de las aldeas de múltiples linajes y de clanes flexibles (1963: 151 a 172). Las divisiones horizontales y verticales permitie­ ron que los grupos sociales ampliaran sus efectivos. La explotación intensiva de la naturaleza permitió la sedentarización permanente y la interacción primaria densa de 500 personas, en lugar de 50; la especialización de funciones y la aparición de la autoridad permitió una interacción secundaria entre números de per­ sonas que en principio eran ilimitados. Entonces iniciaron su pre­ historia humana las sociedades extensivas, la división del trabajo y la autoridad social. La aparición d e rela cion es estabilizadas d e p o d e r eco n óm ico co lectiv o ¿Hasta qué punto se destacaban esas primeras sociedades en el panorama general? Eso depende de lo fijas que fueran, de lo atra­ padas que estuvieran las personas que contenían. Woodburn (1980-1981) ha aducido que la permanencia en las sociedades primi­ tivas está garantizada si se trata de «sistemas de inversión de fuerza de trabajo» de «rendimiento aplazado», y no de «rendimiento inme­ diato». Cuando un grupo invierte fuerza de trabajo en la creación de herramientas, almacenes, campos cultivables, presas, etc., cuyos rendimientos económicos son aplazados, es necesaria una organiza­ ción a largo plazo y, en algunos aspectos, centralizada para admi­ nistrar la fuerza de trabajo, proteger la inversión y distribuir sus rendimientos. Veamos las consecuencias de tres tipos diferentes de inversión de fuerza de trabajo con rendimiento aplazado. El primer tipo es en la naturaleza, es decir, en tierras y ganado: cultivos, acequias, animales domesticados, etc.; todo eso implica una fijación territorial. Los terrenos donde pastan los animales pueden variar y los cultivos, mientras sean todavía semillas, son móviles, pero con esas excepciones, cuanto más se alargue el plazo del ren­

dimiento de la naturaleza, mayor será la fijación territorial de la producción. La horticultura de plantas fijas estabiliza a un grupo o por lo menos a sus miembros nucleares. El sistema de «roza» esta­ biliza a un grupo a lo largo de varios años si se dedica a fertilizar el suelo mediante la quema periódica de tochos de árboles y se ali­ menta al ganado con rastrojos. Después disminuye la fecundidad del suelo. Algunos se desplazan a otra parte, sea para repetir el proceso mediante la deforestación o para encontrar tierras con suelos más livianos. Es raro que todo un grupo se desplace como unidad, pues su organización está en sintonía con la ecología antigua, no con el desplazamiento ni con la nueva ecología. Los grupos más pequeños de familias o de vecinos, en los cuales es probable que estén sobrerepresentados los jóvenes, tienden a separarse. Ello no produce una organización social permanente, como veremos en este mismo capí­ tulo, más adelante. Los ganaderos trashumantes, especialmente en terrenos estepa­ rios, son más móviles. Sin embargo, los pastores adquieren merca­ derías, equipo y diversos animales que no son fácilmente transpor­ tables y establecen relaciones con los agricultores para obtener pien­ sos y derechos de pastos en las rastrojeras, intercambiar productos agropecuarios, etc. Como ya señaló Lattimore, el único nómada en estado puro es el nómada pobre. Sin embargo, la sujeción al terri­ torio no es tan grande como en el caso de los agricultores. Tanto los agricultores como los pastores pueden estar delimita­ dos territorialmente por otros motivos. La proximidad a materias primas como el agua, la madera o los animales de otros grupos, o la ubicación estratégica en redes de intercambio entre diferentes ni­ chos ecológicos, también vinculan a la gente. Lo que más vincula es la tierra naturalmente fertilizada y que puede sustentar la agricultura o el pastoreo permanentes: en valles fluviales, costas de lagos y del­ tas sometidos a inundaciones y entarquinamientos. Allí, las pobla­ ciones están extraordinariamente sujetas al territorio. En otras par­ tes, las pautas varían más, pero con algunas tendencias hacia una mayor fijación que entre los cazadores-recolectores. En el segundo tipo, la inversión puede hacerse en las relaciones sociales de producción y de intercambio, en forma de cuadrillas de trabajo, división del trabajo, mercados, etc. Todos ellos tienden a tener una fijación más bien social que territorial. Las relaciones la­ borales regulares (sin fuerza militar) exigen un impulso normativo, que se halla entre las personas que forman parte del mismo grupo:

familia, vecindario, clan, linaje, aldea, clase, nación, Estado, o lo que sea. Ello es más aplicable a las relaciones de producción que a las de intercambio, porque su cooperación es más intensa. La solidari­ dad normativa es necesaria para la cooperación y tiende a fijar las redes de interacción y a fomentar una identidad ideológica común. La inversión durante un período prolongado significa una cultura compartida más estrechamente entre las generaciones, incluso entre los vivos y los todavía no nacidos. Estrecha los vínculos de las aldeas y de los grupos de parentesco, como los clanes, en sociedades con una continuidad temporal. Pero, ¿hasta qué punto? En comparación con los cazadores-re­ colectores, los agricultores y los pastores son más sedentarios. Pero también en este caso existe una variabilidad entre ecologías y épocas. Las variaciones según las estaciones, a lo largo del ciclo de la roza (más cooperación en la fase de tala que después) y de otros ciclos agrícolas, apoyan una cooperación bastante flexible. Una vez más, el extremo de enjaulamiento es la llanura aluvial de los valles fluvia­ les, siempre que sea posible el regadío. Ello exige un esfuerzo laboral cooperativo muy superior a la norma agrícola, aspecto del que vol­ veré a ocuparme en el siguiente capítulo. La tercera inversión es en los instrumentos de trabajo, herramien­ tas o maquinaria que no forman parte de la naturaleza y que en principio son transportables. A lo largo de varios milenios, las he­ rramientas tendieron a ser pequeñas y portátiles. No fijaron a la gente social ni territorialmente en grandes sociedades, sino en el hogar o grupo de hogares que rotaban las herramientas. En la Edad del Hierro, de la cual se trata en el capítulo 6, una revolución en la fabricación de herramientas tendió a reducir las dimensiones de las sociedades existentes. Así, los efectos de la inversión social fueron variados, pero la tendencia general iba en el sentido de un mayor sedentarismo social y territorial, debido a la explotación cada vez mayor de la tierra. El éxito agrícola era inseparable de la delimitación. Pero si añadimos otras dos tendencias importantes, la presión demográfica y una cierta especialización ecológica, la imagen resulta más compleja. Son pocos los agricultores o los pastores que han elaborado la panoplia completa de medidas drásticas de control per­ manente de la natalidad que se advierten entre los cazadores-recolectores. Sus superávit de subsistencia se han visto periódicamente amenazados por los «ciclos malthusianos» de excedente demográfico

y erosión de los suelos/enfermedad. Las respuestas consistieron en fisiones dentro de los grupos, emigraciones de pueblos enteros y quizá en una violencia más organizada. Todo ello tiene efectos con­ tradictorios para la cohesión social: lo primero la debilita, lo segun­ do y lo tercero pueden reforzarla. Los efectos de la especialización ecológica en una agricultura en desarrollo son todavía más complejos. Algunos creen que la espe­ cialización fomentó una mayor división del trabajo en el seno de una sociedad (ejemplificada por la teoría de la «jefatura redistributiva» que veremos más adelante). Si los productos se intercambian en una estructura aldeana o de parentesco, aumenta la vinculación a una organización fija de mercados, almacenes, etc. Proliferan las fun­ ciones especializadas y las condiciones sociales jerárquicas y se in­ tensifican la división del trabajo y la jerarquización por rangos. Pero a medida que iban aumentando el tamaño, la especialización, la di­ fusión y el intercambio, el mundo contactable era siempre mayor de lo que se podía organizar factiblemente en un solo grupo. A medida que se estabilizaba el grupo, también se estabilizaban las relaciones intergrupales. La dificultad de integrar la tierra arada con la utilizada para el pastoreo fomentó la aparición de grupos relativamente espe­ cializados agrícolas y pastoriles. De ahí el crecimiento de d os redes de interacción social, el «grupo» o la «sociedad» y la red más amplia de intercambio y de difusión. La aparición d e l p o d e r co lectiv o id eológico, m ilitar y p olítico La misma dualidad surge en la aparición del poder ideológico: de religiones más estabilizadas y extensivas y de lo que los arqueó­ logos y algunos antropólogos denominan cultura. La arqueología nos enseña muy poco acerca de la religión y la antropología algo más, aunque de una pertinencia histórica incierta. Bellah (1970: 2 a 52) ejemplifica el enfoque del enjaulamiento evolucionista. Este esboza las principales fases de la evolución reli­ giosa. Las dos primeras tienen pertinencia para nuestro caso. En controlar la vida y el medio ambiente, para hacer algo más que sufrir pasivamente, depende del desarrollo del pensamiento simbólico. Este separa sujeto y objeto y lleva a la capacidad para manipular en en­ torno. La religión primitiva lo hacía de forma rudimentaria. El mun­

do simbólico mítico no estaba separado claramente del mundo na­ tural ni de los seres humanos. Algunas religiones fusionaban un clan humano, fenómenos naturales como las piedras y los pájaros y per­ sonas míticas ancestrales en una clasificación totémica, distinguién­ dola de configuraciones parecidas. De ahí que la acción religiosa fuera la participación en este mundo, no la intervención sobre él. Sin embargo, a medida que iba surgiendo el grupo social delimitado, apareció una segunda fase. Se concibieron las regularidades emer­ gentes de cooperación económica, militar y política como nom os, como sentimiento del orden y el significado último del cosmos. Aho­ ra los dioses estaban ubicados den tro, en una relación privilegiada con el clan, el linaje, la aldea o la tribu. La sociedad domesticó a la divinidad. Ahora podría aplicarse la teoría de la religión de Durkheim, que se examinará en capítulos ulteriores: la religión era mera­ mente la sociedad «alargada idealmente hasta las estrellas». A medida que la sociedad se iba enjaulando, lo mismo hacía la religión. Pero este argumento adolece de dos defectos. En primer lugar, el registro antropológico indica que efectivamente lo divino se puede hacer más social. Pero no más unitario. Los dioses del grupo A no están claramente separados de los del grupo B vecino. Existe una superposición y muchas veces un panteón flexible y cambiante en el cual los espíritus, los dioses y los antepasados de aldeas y grupos de parentesco adyacentes coexisten en una jerarquía competitiva de ca­ tegorías. Por ejemplo, en Africa occidental, si un grupo determinado de aldeas o de parentesco incrementa su autoridad sobre sus vecinos, sus antepasados pueden ser adoptados rápidamente como personajes importantes en el panteón de esos vecinos. Esto sugiere una mayor flexibilidad ideológica y una dialéctica entre el grupo pequeño y la «cultura» mayor. En segundo lugar, el registro arqueológico revela que, por lo general, los estilos artísticos comunes eran mucho más extensos que cualquier grupo de aldeas o de parentesco. El que las decoraciones conservadas de cerámica, piedra o metal se pareciesen en grandes regiones no significa gran cosa. Pero el mismo estilo de representar figuras divinas o figuras que simbolizan a la humanidad, la vida o la muerte, indica una cultura común en una superficie muy superior a las de las organizaciones sociales autoritarias. La difusión del estilo del «vaso campaniforme» por casi toda Europa o del estilo «Dong-son» en el Asia sudoriental o del «Hopewell» en Norteamé­ rica indican extensos vínculos de... ¿qué? Probablemente comercia­ les; quizá de intercambio de población en migraciones cruzadas y la

existencia de artesanos especializados nómadas; quizá de analogías religiosas e ideológicas; pero no puede haber entrañado ninguna or­ ganización autoritaria considerable, formal, limitadora. Fue una de las primeras expresiones del p o d er difuso. En el próximo capítulo veremos que las primeras civilizaciones comprendían dos niveles: una pequeña autoridad política, normalmente una ciudad-Estado y la unidad «cultural» mayor, por ejemplo, de Sumeria o de Egipto. La misma dialéctica aparece entre dos redes de interacción social, una pequeña y autoritaria y la otra grande y difusa. Ambas eran partes importantes de lo que desearíamos denominar «la sociedad» de la época. Así, las pautas de poder ideológico eran menos unitarias, estaban menos enjauladas, de lo que implica la teoría evolucionista. Sin em­ bargo, el enjaulamiento se vio incrementado por nuestra tercera fuen­ te de poder, el poder militar, que también fue apareciendo en este período. Cuanto mayor era el excedente generado, más deseable apa­ recía a los forasteros rapaces. Y cuanto más fijas eran las inversiones, mayor era la tendencia a defenderlas, en lugar de huir de los ataques. Gilman (1981) aduce que en la Europa de la Edad del Bronce, las técnicas de subsistencia con densidad de capital (el arado, el policultivo mediterráneo de olivos y cereales, los regadíos y la pesca de bajura) precedieron y causaron la aparición de una «clase de élite hereditaria». Sus activos necesitaban una defensa y un liderazgo per­ manentes. No es éste el momento para tratar de explicar la guerra. Me limito a señalar dos aspectos. En primer lugar, la guerra es omni­ presente en la vida social organizada, aunque no sea universal. P o­ d em os hallar grupos sociales aparentemente pacíficos —y en conse­ cuencia no puede apoyar una teoría que considere la guerra como parte de la naturaleza humana invariable—, pero, por lo general, están aislados y obsesionados con una batalla contra la naturaleza en sus aspectos más duros (como los esquimales), o son refugiados de la guerra en otras partes. En un estudio cuantitativo, sólo cuatro de cincuenta pueblos primitivps no hacían habitualmente la guerra. En segundo lugar, la antropología comparada demuestra que la fre­ cuencia de las guerras, su organización y la intensidad de la mor­ tandad aumenten considerablemente con la sedentarización y vuel­ ven a aumentar con la civilización. Los estudios cuantitativos revelan que la mitad de las guerras de los pueblos primitivos son relativa­ mente esporádicas, desorganizadas, rituales e incruentas (Brock y

Galtung, 1966; Otterbein, 1970: 20 y 21; Divale y Harris, 1976: 532; Moore, 1972: 14 a 19; Harris, 1978: 33). Pero todas las civilizaciones de la historia registrada han hecho constantemente guerras muy or­ ganizadas y cruentas. La hostilidad armada entre grupos refuerza su sensación de «gru­ po del interior» y de «grupo del exterior». También intensifica las distinciones objetivas: los grupos especializados económicamente ela­ boran formas especializadas de guerra. El armamento y la organiza­ ción de los primeros combatientes se derivaron de sus técnicas eco­ nómicas: los cazadores lanzaban proyectiles y disparaban flechas; los agricultores blandían azadas aguzadas y modificadas; los pastores pasaron a cabalgar en caballos y camellos. Todos ellos utilizaron técnicas adecuadas a sus formas de organización económica. A su vez, estas diferencias militares intensificaron su sensación de distintividad cultural general. Las diferentes formas de inversión en actividades militares tuvie­ ron consecuencias en general parecidas para la economía. La inver­ sión militar en la naturaleza, por ejemplo en fortificaciones, aumentó la territorialidad. Una diferencia fue que la inversión militar en ga­ nado (caballería) aumentó en general la movilidad en lugar de la fijación. La inversión militar en relaciones sociales, es decir, en la organización de los suministros y la coordinación de los desplaza­ mientos y de la táctica, aumentó mucho la solidaridad social. Tam­ bién exigió una moral normativa. La inversión militar en los instru­ mentos de la guerra, las armas, tendió al principio a fomentar el combate individual y a descentralizar la autoridad militar. En general, el aumento del poder militar reforzó el enjaulamiento de la vida social. Así, la historia evolucionista tiende a centrarse en determinadas relaciones de poder económico y en el poder militar en general. Esas relaciones culminan con la aparición del Estado, la cuarta parte del poder social. Tal como lo he definido yo —centra­ lizado, territorializado, permanente y coercitivo— el Estado no exis­ tía en los orígenes. No se halla entre los cazadores-recolectores. Los elementos componentes del Estado se ven favorecidos por la inver­ sión fija social y territorial, económica y militar. Ello completaría la historia evolucionista, al vincular la prehistoria y la historia en una sola secuencia de evolución. A partir de la caza-recolección hasta llegar al Estado permanente, civilizado, una serie continua de fases incorpora una sedentarización social y territorial mayor como «pre­ cio» de un aumento del poder humano sobre la naturaleza. Exami-

nemos las teorías evolucionistas enfrentadas en los orígenes de la estratificación y del Estado. Teorías evolu cion istas d e los orígen es d e la estratificación y d el Estado La estratificación no fue una forma social original, ni tampoco lo fue el Estado. Los cazadores-recolectores eran igualitarios y no tenían Estado. Los evolucionistas aducen que la transición a la agri­ cultura y la ganadería sedentarias anunció el crecimiento lento, pro­ longado y vinculado de la estratificación y del Estado. Aquí se es­ tudian cuatro tipos de teoría evolucionista: la liberal, la fu n cion a lista, la marxista y la militarista. Consideran, con razón, que las dos cuestiones más importantes y enigmáticas están relacionadas: 1) ¿Cómo fue que algunos adquirieron algún tipo de poder perma­ nente sobre las oportunidades materiales de vida de otros, lo cual les dio la capacidad para adquirir propiedades que potencialmente negaban la subsistencia a otros? 2) ¿Cómo fue la que la autoridad social pasó a residir permanentemente en unos poderes centraliza­ dos, monopolíticos, coercitivos, en Estados definidos territorialmente? La clave de estas cuestiones es la distinción entre autoridad y poder. Las teorías evolucionistas brindan teorías plausibles del cre­ cimiento de la autoridad. Pero no pueden explicar satisfactoriamente cómo se convirtió la autoridad en un poder que se podía utilizar tanto coercitivamente contra el pueblo que concedió la autoridad en primer lugar com o para privar al pueblo de los derechos de subsis­ tencia material. De hecho, veremos que esas conversiones no suce­ dieron en la prehistoria. No existe n ingún origen general del Estado y de la estratificación. Se trata de una cuestión falsa. Las teorías liberales y las funcionales aducen que la estratifica­ ción y los Estados incorporan una cooperación social racional y que, en consecuencia, se instituyeron inicialmente en una especie de «con­ trato social». La teoría liberal interpreta que esos grupos de intereses eran individuos con medios de vida y derechos de propiedad priva­ da. Así, la propiedad privada precedió a la formación del Estado y la determinó. La teorías funcionales son más variadas. Yo examino sólo el funcionalismo de los antropólogos económicos, que hacen hincapié en la «jefatura redistributiva». Los marxistas aducen que los

Estados refuerzan la explotación de clases y, en consecuencia, fueron las primeras clases propietarias quienes los instituyeron. Al igual que la teoría liberal, la marxista aduce que el poder de la propiedad privada precedió a la formación del Estado y la determinó, pero el marxismo ortodoxo retrocede más todavía y afirma que, a su vez, la propiedad privada surgió a partir de una propiedad inicialmente comunista. Por último, la teoría militarista aduce que los Estados y la estratificación social pronunciada se originaron en la conquista y en las necesidades del ataque y de la defensa militares. Las cuatro escuelas exponen sus argumentos con vigor, por no decir dogmática­ mente. La confianza de esas escuelas contiene tres aspectos que nos con­ funden. En primer lugar, ¿por qué los teóricos que desean afirmar algo acerca del Estado actual deben apoyarlo con una incursión re­ lámpago en los accidentados terrenos de la prehistoria? ¿Por qué han de importarle al marxismo los orígenes de los Estados para justificar una actitud determinada respecto del capitalismo y del socialismo? Para una teoría de los Estados ulteriores no es necesario demostrar que los primeros Estados se originaron de tal o cual forma. En segundo lugar, las teorías son reduccionistas, pues limitan en el Es­ tado a aspectos preexistentes de la sociedad civil. Al mantener una continuidad entre los orígenes y el desarrollo, niegan que el Estado posea propiedades em erg en tes peculiares a él. Y sin embargo, los grupos de interés de la «sociedad civil», como las clases sociales y los ejércitos, figuran en las páginas de la historia junto con los Es­ tados: jefes, monarcas, oligarcas, demagogos y sus empleados y bu­ rocracia. ¿Podemos negarles a éstos su autonomía? En tercer lugar, cualquiera que examine los datos empíricos relativos a los primeros Estados advierte que las explicaciones basadas en un solo factor per­ tenecen a la fase de jardín de infancia de la teoría del Estado, porque los orígenes son sumamente diversos. Claro que las teorías se expusieron inicialmente cuando los au­ tores tenían muy pocos datos empíricos. Actualmente disponemos de gran abundancia de estudios arqueológicos y antropológicos so­ bre los Estados iniciales y primitivos, antiguos y modernos, de todo el mundo. Esos datos nos obligan a ocuparnos de forma muy crítica de las confiadas afirmaciones de las teorías, especialmente de las del liberalismo y el marxismo. Así ocurre, en especial, por lo que res­ pecta a- su confianza en la supuesta importancia de la propiedad individual de las primeras sociedades.

Yo comienzo por la parte más débil de la teoría liberal: su ten­ dencia a situar la desigualdad social en las diferencias entre indivi­ duos. Cualesquiera sean los orígenes exactos de la estratificación, se trata de procesos sociales. La estratificación inicial tenía poco que ver con la dotación genética de los individuos. Y lo mismo ocurrió con todas las estratificaciones sociales siguientes. La gama de dife­ rencias en los atributos genéricos de los individuos no es muy gran­ de y no se hereda acumulativamente. Si las sociedades estuvieran regidas por las facultades humanas de razonamiento, tendrían una estructura cuasi igualitaria. Desigualdades mucho mayores se encuentran en la naturaleza, por ejemplo, entre tierras fértiles y estériles. La posesión de esos recursos diferenciales llevará a mayores diferencias de poder. Si com­ binamos la ocupación aleatoria de tierras de diversas calidades con diferentes capacidades para el trabajo duro y especializado, llegamos a la teoría liberal tradicional de los orígenes de la estratificación, que se halla especialmente en la obra de Locke. En el próximo capítulo vemos que en Mesopotamia es posible que la ocupación fortuita de tierras relativamente fértiles tuviera mucha importancia. Además, también es posible que a partir de los datos sobre cazadores-reco­ lectores pudiera inferirse algo de apoyo para la importancia que atri­ buye Locke a la diferencias de diligencia, industriosidad y capacidad de ahorro. Después de todo, si algunos de ellos trabajasen ocho horas en lugar de cuatro, habrían sido ricos en excedentes (¡o ha­ brían duplicado su población!). Pero las cosas no son tan sencillas. Como demuestran los estudios sobre los cazadores-recolectores, to­ dos los miembros del grupo tienen derecho a participar en los ex­ cedentes imprevistos, independientemente de cómo se hayan produ­ cido. ¡El ahorro no tiene su recompensa burguesa! Es uno de los motivos por los que suelen fracasar generalmente los proyectos em­ presariales de desarrollo entre los cazadores-recolectores actuales: no existen incentivos al esfuerzo individual. Para mantener un excedente, aunque sea producido de forma individual, hace falta una organización social. Hacen falta normas sobre la posesión. Como éstas se cumplen de forma imperfecta, tam­ bién hace falta una defensa armada. Además, normalmente la pro­ ducción no es individual, sino social. Así, la posesión, el uso y la defensa de los recursos naturales se ven muy afectados incluso por las prácticas más sencillas de organización social. Tres hombres (o tres mujeres) que combaten o trabajen en equipo pueden normal-

mente matar o producir mucho más que tres hombres que actúen individualmente, por muy fuerte que sea cada uno de ellos. Cual­ quiera que sea el poder de que se trate —económico, militar, político o ideológico—, lo confiere abrumadoramente la organización social. Lo que importa es la desigualdad social, no la natural, como ya observó Rousseau. Pero Rousseau seguía concluyendo que la estratificación era re­ sultado de la propiedad privada. Eso es lo que dice su famosa frase: «El primer hombre que cercó una tierra y dijo “esto es mío” y encontró a gente lo bastante simple como para creerlo, fue el autén­ tico fundador de la sociedad civil.» Ello no elimina las objeciones que acabo de presentar. Pero por raro que parezca, es algo aceptado por la presunta oposición principal al liberalismo, que es el socialis­ mo. Marx y Engels consagraron una antítesis entre la propiedad privada y la comunitaria. La estratificación apareció a medida que fueron surgiendo relaciones de propiedad privada a partir de un comunismo primitivo inicial. Hoy día, casi todos los antropólogos los niegan (por ejemplo, Malinowski, 1926: 18 a 21, 28 a 32; Herskovits, 1960). Los estudios sobre la propiedad, como los de Firth sobre los tikopia (1965), revelan una miríada de diferentes derechos de propiedad: individual, familiar, de grupos de edad, aldeas y cla­ nes. ¿En qué circunstancias se desarrolla más la propiedad privada? Los grupos varían en cuanto a sus derechos de propiedad según sus formas de inversión de trabajo con rendimiento aplazado. La aparición de la propiedad privada desigual se acelera si la inversión es portátil. El individuo puede poseerla físicamente sin tener que excluir a otros por la fuerza. Si la inversión con rendimiento apla­ zado se hace en aperos portátiles (quizá utilizados para cultivar in­ tensivamente pequeñas parcelas), pueden surgir formas de pequeña propiedad basadas en la propiedad individual, o quizá de los hoga­ res. Al otro extremo se halla la cooperación laboral extensiva. En este caso, a los individuos o los hogares del grupo cooperante les resulta inherentemente difícil lograr derechos exclusivos contra otros miembros del grupo. La tierra tiene consecuencias variables. Si se trabaja en pequeñas parcelas, quizá con una gran inversión en ape­ ros, puede llevar a la propiedad individual o de los hogares, aunque no resulta fácil ver cómo van surgiendo desigualdades enormes, en lugar de un grupo de pequeños propietarios aproximadamente igua­ les. Si se trabaja extensivamente mediante la cooperación social, no es probable que aparezca la propiedad excluyente.

Pero la especialización ecológica puede acercar a los pastores a la propiedad privada. Su inversión en la naturaleza se hace funda­ mentalmente en animales transportables, cercados en un terreno de­ terminado, rodeados por límites, normalmente no fijados de forma territorial, pero sí protegidos. Los derechos excluyentes son la nor­ ma entre los pastores nómadas. Esos derechos se ven reforzados por las pautas de la presión demográfica. Si los agricultores se ven ame­ nazados por la presión, entonces basta con controles malthusianos sencillos. Algunos se mueren de hambre y la tasa de mortalidad aumenta hasta que se establece un nuevo equilibrio entre los recur­ sos y la población. Ello no causa un daño permanente a las formas principales de inversión en tierras, edificios, herramientas y coope­ ración social. Pero como ha demostrado Barth, los pastores deben ser sensibles a los desequilibrios ecológicos entre ganado y pastos. Su inversión productiva se realiza en animales que no deben desti­ narse totalmente a la alimentación en tiempos difíciles. Si se comen todos los animales, más adelante perecerá prácticamente todo el gru­ po. Hay que aplicar controles demográficos efectivos antes de que pueda ocurrir el ciclo malthusiano. Barth aduce que la propiedad privada del ganado es el mejor mecanismo de supervivencia: las pre­ siones ecológicas se aplican de forma diferencial y eliminan a algunas familias, sin afectar a las otras. Eso sería imposible si imperase la igualdad colectiva y si la autoridad estuviera centralizada (1961: 124). Así, entre los pastores, al contrario que lo que ocurre en otros grupos, existe una antítesis entre la propiedad privada y el control comunitario. Las presiones demográficas diferenciales pueden fomen­ tar las desigualdades y la expropiación de fuerza de trabajo. Una familia que sobreviva con prosperidad en medio de las dificultades de otras puede absorber trabajadores libres o siervos de las familias más afectadas. Incluso esta propiedad no suele ser individual, sino familiar y organizada en una estructura de varios niveles, «el clan genealógico». El clan y la familia poseen propiedad: los poderes de cada individuo dependen de su poder en el seno de esas colecti­ vidades. En consecuencia, en ninguna parte hallamos propiedad individual ni propiedad totalmente comunitaria. El poder en los grupos sociales no es un simple producto de la suma de los individuos multiplicada por sus diferentes poderes. Las socied a d es son, d e h ech o, fed era cio n es d e organ izacion es. En los grupos sin Estado, invariablemente los individuos poderosos representan alguna colectividad cuasi autóno­

ma en un campo mayor de acción: un hogar, una familia extendida, un linaje, un clan genealógico, una aldea, una tribu. Sus poderes se derivan de su capacidad para movilizar los recursos de esa colecti­ vidad. Lo dice muy bien Firth: Existe en Tikopia una institución de propiedad apoyada por convenciones sociales claras. Se expresa en gran medida en términos de la propiedad de bienes por grupos de parentesco, pero deja margen para la posesión indivi­ dual de artículos menores, así como para los derechos de los jefes sobre determinados tipos de bienes, como tierras y canoas, y también derechos sobre esos bienes por otros miembros de la comunidad como un todo. En la práctica, las decisiones acerca del uso de esos bienes para otros usos las adoptan los jefes de los grupos de parentesco —jefes, ancianos, cabezas de familia, miembros importantes de una «casa»— en combinación con otros miembros del grupo, de forma que en el caso de los bienes más importantes, como la tierra y las canoas, la «propiedad individual» sólo se puede expresar en grados de responsabilidad por la propiedad del grupo y por el disfrute de esa propiedad. [1965: 277 y 278.]

La fu e n t e d e toda jerarq u ía se baila en una a u torida d rep resen ­ ta tiva q u e n o es unitaria. Pero todavía nos hace falta recorrer algo de camino hasta llegar al final de la vía evolucionista por la que se nos suele guiar. Porque este tipo de autoridad es sumamente débil. Los jefes —pues suele haber varios de ellos bajo la autoridad nominal de uno solo— solían gozar de poderes insignificantes. El término de socied a d d e rangos abarca toda la fase de la evolución social general (¡de hecho, la úl­ tima!) en la cual el poder estaba casi totalmente limitado al uso de la «autoridad» en nombre de la colectividad. Lo único que confería era posición social, prestigio. Los ancianos, «los hombres grandes» o los jefes no podían privar a otros d e unos recursos escasos y valiosos, sino con grandes dificultades, y nunca podían privar a otros arbitrariamente de los medios de subsistencia. Tampoco poseían gran riqueza. Podían distribuir riqueza en el grupo, pero no podían que­ dársela. Como comenta Fried, «esas personas eran ricas por lo que repartían, no por lo que acumulaban» (1967: 118). Clastres, al estu­ diar a los amerindios, niega al jefe poderes autoritarios de adopción de decisiones. Sólo posee prestigio y elocuencia para resolver con­ flictos: «La palabra del jefe no tiene fuerza de ley.» El jefe está «preso» en ese papel limitado (1977: 175). Ejerce un poder colectivo,

no distributivo. El jefe es su portavoz. Se trata de un argumento fun cionalista. De esta forma se supera un posible obstáculo a la ulterior apa­ rición de desigualdades pronunciadas: el de la p erm a n en cia de la autoridad. Si es meramente un poder colectivo, no hay problema en cuanto a quién lo ejerce. El papel de la autoridad se limitará a reflejar las características de la estructura social que se halla por debajo de ella. Si se valoran la edad y la experiencia en la adopción de deci­ siones, puede ser un anciano el que asuma el papel; si se trata de la adquisición material por la familia nuclear, lo hará un «hombre gran­ de» definido por sus capacidades adquisitivas; si predominan los linajes, será un jefe hereditario. El poder colectivo fue anterior al distributivo. Las sociedades de rangos precedieron a las estratificadas y duraron un período larguí­ simo de tiempo. Sin embargo, esto sólo es una forma de proyectar en el tiempo nuestra dificultad para explicar cómo se convirtieron en desiguales las sociedades igualitarias en la distribución de recursos escasos y apreciados, especialmente recursos materiales. En las so­ ciedades de rangos ulteriores, según las teorías, ¿cómo se convirtió el consentimiento en la igualdad en un consentimiento en la des­ igualdad o, dicho de otros términos, cómo se eliminó ese consenti­ miento? Como señala Clastres (1977: 172) existe una respuesta que p a rece sencilla y plausible: la desigualdad se impone desde fuera mediante la violencia física. Este es el argumento m ilitarista. El grupo A so­ mete al grupo B y le arrebata sus propiedades. A cambio ofrece al grupo B una retribución por su trabajo, quizá derechos de arriendo o de servidumbre, quizá nada más que la esclavitud. A fines del XIX y principios del XX esta teoría de los orígenes de la estratificación era muy popular. Gumplowicz y Oppenheimer figuraron entre quie­ nes aducían que la conquista de un grupo étnico por otro era la única forma de mejora económica que entrañaba una cooperación laboral complicada. Los métodos intensivos de producción entraña­ ban la expropiación de los derechos de propiedad de la fuerza de trabajo, que sólo se podía imponer a forasteros, y no a los «próji­ mos» (término que para Gumplowicz tenía una base de parentesco —1899: 116 a 124— ; véase asimismo Oppenheimer, 1975). Actualmente modificaríamos esa teoría racista del siglo XIX y entenderíamos que la etnicidad es tanto resu ltad o como causa de esos procesos: la conquista y la esclavización por medio de la fuerza

produjeron sentimientos étnicos. La etnicidad sólo ofrece una expli­ cación del dominio de todo un «pueblo» o toda una «sociedad» sobre otro pueblo u otra sociedad enteros. Este es sólo un tipo de estratificación, no la totalidad de ésta; es relativamente raro entre los grupos primitivos y quizá no se diera en la prehistoria, cuando no existían los «pueblos». Por lo general, las formas más extremas de dominación —la expropiación total de los derechos a la tierra, el ganado y los cultivos y la pérdida del control sobre la propia fuerza de trabajo (es decir, la esclavitud)— han seguido a la conquista. Los incrementos considerables en la adquisición de excedente han solido darse en las sociedades históricas a partir del aumento de la intensidad del trabajo, que por lo general exige un aumento de la fuerza física. Pero no se trata de algo universal. Por ejemplo, los avances en los riegos que se comentan en el capítulo siguiente no parecen haberse basado en un aumento de la coacción mediante la conquista, sino en medios más «voluntarios». Necesitamos una explicación de cómo podría el poderío militar tener efectos «voluntarios». La teoría militarista lo demuestra de dos formas. Ambas explican los orígenes del Estado: la primera su facultad para organizar a los conquistados; la segunda, a los conquistadores. Las teorías militaris­ tas parten de una proposición muy osada: el Estado se origin ó in­ variablemente en la guerra. Así dice Oppenheimer: El Estado, completamente en su génesis, y casi completamente durante las primeras fases de su existencia, es una institución social impuesta por un grupo victorioso de hombres a otro grupo derrotado, con el único objetivo de regular la dominación del grupo victorioso sobre el vencido, y de defen­ derse de las revueltas interiores y de los ataques exteriores. [1975: 8.]

Una asociación flexible de merodeadores se transformó en un «Estado» permanente y centralizado con el monopolio de la coac­ ción física, «la primera vez que el conquistador dejó viva a su víc­ tima con objeto de explotarla permanentemente en un trabajo pro­ ductivo» (1975: 27). Oppenheimer creía que las primeras etapas es­ tuvieron dominadas por un tipo de conquista, la de los agricultores sedentarios por los nómadas pastoriles. Cabe distinguir varias etapas en la historia del Estado: desde los robos y las incursiones hasta la conquista y la fundación del Estado, y de ahí a un medio perma­ nente de apoderarse del excedente de los conquistados, a la fusión gradual de conquistadores y conquistados en un solo «pueblo» bajo

un conjunto de leyes estatales. Ese pueblo y ese Estado se amplían o se reducen constantemente por la victoria o la derrota en la guerra a lo largo de la historia. Ese proceso no cesará hasta que un pueblo y un Estado controlen el mundo. Pero entonces se disolverá en una «ciudadanía de hombres libres» anarquista. Sin guerra no hace falta el Estado. Algunas de estas ideas revelan las preocupaciones distintivas de fines del siglo XIX. Otras reflejan el anarquismo del propio Oppenheimer. Pero la teoría general ha ido resucitando periódicamente. Por ejemplo, el sociólogo Nisbet afirma convencido que «no existe ningún caso histórico conocido de un Estado político no fundado en circunstancias de guerra, no arraigado en las disciplinas distintivas de la guerra. De hecho, el Estado es poco más que la institucionalización del aparato bélico» (1976: 101). Nisbet, al igual que Oppenheimer, considera que el Estado diversifica después sus activida­ des, adquiriendo funciones pacíficas anteriormente establecidas en otras instituciones, como la familia o la organización religiosa. Pero en su origen el Estado consiste en la violencia contra los de fuera. El historiador alemán Ritter sostiene opiniones análogas: Cuando quiera que el Estado aparece en la historia, es en primer lugar en forma de una concentración de la capacidad de combate. La política nacional gira en torno a la lucha por el poder: la virtud política suprema es una disposición incesante a hacer la guerra con todas sus consecuencias de en­ frentamiento irreconciliable, que culminan en la destrucción del enemigo, en caso necesario. Desde este punto de vista, la virtud política y la militar son sinónimas. Pero la capacidad de combate no es todo el Estado... Es esencial para la idea del Estado que sea el custodio de la paz, la ley y el orden público. De hecho, éste es el objetivo más elevado y correcto de la política: armonizar pacíficamente los intereses conflictivos, conciliar las diferencias nacionales y sociales. [1969: 7 y 8.]

Todos estos autores expresan variantes de la misma opinión: el Estado se originó en la guerra, pero la evolución humana lo hizo avanzar hacia otras funciones pacíficas. En este modelo perfeccionado, la conquista militar se asienta en un Estado centralizado. La fuerza militar se disfraza en forma de leyes y normas monopolistas administradas por un Estado. Aunque los orígenes del Estado se hallan meramente en la fuerza militar, ulteriormente va desarrollando sus propios poderes.

El segundo perfeccionamiento se refiere al poder entre los con­ quistadores. Hasta ahora el aspecto más débil se refiere a la organi­ zación de la fuerza conquistadora: ¿No presupone ésta y a una des­ igualdad de poder y un Estado? Spencer se ocupó directamente de esta cuestión, al aducir que tanto la desigualdad material como el Estado centralizado se originaron en la necesidad de una organiza­ ción militar. Es muy claro acerca de los orígenes del Estado: El control centralizado es el rasgo primordial que adquiere cada cuerpo de combatientes... Y este control centralizado, imprescindible durante la gue­ rra, caracteriza al gobierno durante la paz. Entre los no civilizados existe una clara tendencia a que el jefe militar se convierta también en el jefe político (su único competidor es el shamán) y, en una raza conquistadora de salvajes, su jefatura política pasa a ser fija. En las sociedades semicivilizadas, el comandante conquistador y el rey déspota son una sola persona, y siguen siéndolo en las sociedades civilizadas hasta tiempos recientes...; hay pocos casos, si es que hay alguno, en los que las sociedades... se hayan convertido en sociedades más amplias sin pasar por el tipo militante. [1969: 117, 125.]

La centralización es una necesidad funcional de la guerra, entre tod os los combatierntes: conquistadores, conquistados y los que in­ tervienen en combates sin un vencedor claro. Eso es una exagera­ ción. No todos los tipos de enfrentamiento militar exigen un mando centralizado: por ejemplo, la guerra de guerrillas no lo exige. Pero si el objetivo es la conquista sistemática o la defensa de territorios enteros, la centralización resulta útil. La estructura de mando de esos ejércitos es más centralizada y autoritaria de lo que se suele hallar generalmente en otras formas de organización. Y eso ayuda a lograr la victoria. Cuando la victoria o la derrota pueden producirse en cuestión de horas, es indispensable la adopción de decisiones rápidas y sin obstáculos, así como la transmisión indiscutida de las órdenes hacia abajo (Andreski, 1971: 29, 92 a 101). Spencer, como auténtico evolucionista, infiere una tendencia em­ pírica, no una ley universal. En una lucha competitiva entre socie­ dades, las que adopten el Estado «militante» tienen un valor de su­ pervivencia más alto. En ocasiones, Spencer lleva este argumento más allá y aduce que la estratificación en sí tiene sus orígenes en la guerra. En todo caso, en esas sociedades la estratificación y el modo de producción están subordinados a lo militar: «La parte industrial de la sociedad sigue siendo en lo esencial una intendencia perma­

nente que sólo existe para satisfacer las necesidades de las estructuras gubernamentales-militares y a la que no le queda para sí misma sino lo suficiente para la mera subsistencia» (1969: 121). Esta socied a d m ilitante se rige por la «cooperación obligatoria». Gobernada central y despóticamente, fue la que dominó a las sociedades complejas hasta que apareció la sociedad industrial. Las opiniones de Spencer son valiosas, aunque su etnografía pa­ rezca ser claramente victoriana y sus argumentos excesivamente ge­ neralizados. Las sociedades históricas no tenían una unidad «mili­ tante» global, aunque en los capítulos 5 y 9 utilizo el concepto de la cooperación obligatoria al analizar determinadas sociedades antiguas. Pero, como explicación de los orígenes del Estado, no se puede dejar pasar sin más el argumento de Spencer. Un aspecto concreto es bastante superficial: el de cómo se hace permanente el poderío militar. De aceptar su argumento de que la coordinación en el campo de batalla y durante la campaña exige un poder central, ¿cómo logra el mando militar mantener su poder después? Los antropólogos nos dicen que, de hecho, las sociedades primitivas tienen plena concien­ cia de lo que puede ocurrir después y adoptar medidas deliberadas para evitarlo. Son «tajantemente igualitarias», como dice Woodburn (1982). Los poderes de los jefes de guerra tienen limitaciones en el tiempo y en el espacio, precisamente con el objeto de que la auto­ ridad militar no se institucionalice. Clastres (1977: 177 a 180) des­ cribe las tragedias de dos jefes de guerra, uno el famoso apache Jerónimo y el otro el mazoniense Fousive. Ninguno de esos dos guerreros, pese a lo valerosos, astutos y atrevidos que eran, pudo mantener su preeminencia de los tiempos de guerra durante los tiem­ pos de paz. Podrían haber ejercitado una autoridad permanente si hubieran encabezado grupos belicosos perpetuos, pero sus pueblos pronto se cansaron de la guerra y los abandonaron: Fousive murió en combate, Jerónimo se dedicó a escribir sus memorias. El modelo de Spencer sólo puede funcionar respecto de un grupo militar que obtenga extraordinarios éxitos. Además, la conquista es para lo que está mejor adaptado, porque entonces el mando militar puede apropiarse la tierra conquistada, sus habitantes y sus excedentes y distribuirlos a las tropas como recom­ pensa. En este caso, se ha logrado la transferencia vital de la auto­ nomía de la sociedad del conquistador. El reparto del botín exige la cooperación entre la soldadesca, pero se puede hacer caso omiso de

Ja sociedad de origen. Los despojos de la guerra han sustituido al excedente de aquélla como infraestructura del poder militar. En este caso, el poder militar se deriva de la ocupación del espacio de poder entre dos sociedades, la conquistadora y la conquistada, incitando el enfrentamiento entre la una y Ja otra. Esta es también la oportunidad que se presenta en determinados tipos de defensa militar. Mientras persiste la amenaza exterior y cuando la fijación social exige la de­ fensa de todo un territorio, puede hacer falta una soldadesca espe­ cializada. Su poder es permanente y mantiene su autonomía a base de jugar con el miedo a los atacantes que tiene la sociedad de origen. Pero, por lo general, entre los pueblos primitivos no se encuen­ tran la conquista ni la defensa territorial especializada. Ambas cosas presuponen una organización social considerable, tanto por parte de los conquistadores como, en general, de los conquistados. La con­ quista entraña la explotación de una comunidad sedentaria y estable que utiliza sus propias estructuras de organización o las de los con­ quistadores. Así, el modelo de Spencer aparece apropiado después de la aparición inicial del Estado y de la estratificación social, con mu­ chos más recursos de organización de los que disponían jefes de guerra como Jerónimo o Fousive. Veamos las pruebas empíricas. Comienzo con un compendio de veintiún estudios monográficos de Estado «primitivos», algunos ba­ sados en la antropología y otros en la arqueología, compilados por Claessen y Skalnik (1978). Ningún estudio cuantitativo de los orí­ genes de los Estados puede ni debe ser estadístico. No existe una población general conocida de Estados originales o «prístinos» —los que surgieron autónomamente de todos los demás Estados—. Así, no se puede hacer una muestra de esa población. Sin embargo, tal población sería muy reducida, probablemente inferior a diez perso­ nas, cifra difícilmente sometible a un análisis estadístico. En conse­ cuencia, cualquier muestra mayor de «Estados primitivos», como la de Claessen y Skalnik, es una muestra de una población heterogénea e interactiva: unos cuantos Estados «prístinos» y una gran variedad de otros implicados en relaciones de poder con ellos y entre sí. No hay casos independientes. Todo análisis estadísticamente correcto debe comprender el carácter de sus interacciones como una variable, cosa que no han hecho ni esos autores ni otros. Habida cuenta de esas considerables limitaciones, pasemos a los datos. De los veintiún casos de Claessen y Skalnik, sólo dos (Escitia y Mongolia) adoptaron la forma especificada por Oppenheimer, la

conquista de los agricultores por los pastores. En otros tres, la for­ mación del Estado estuvo causada por una coordinación militar es­ pecializada contra el ataque del exterior. En ocho más, un factor importante en la formación del Estado fueron otros tipos de con­ quista. Y las asociaciones voluntarias con fines bélicos reforzaron la formación del Estado en cinco de los casos de «conquista» mencio­ nados anteriormente. El sentido general de esos resultados se ve confirmado por otro estudio cuantitativo (menos detallado en aspec­ tos vitales, aunque con métodos más estadísticos) realizado por Otterbein (1970) sobre cincuenta casos antropológicos. Así, al matizar la teoría militarista para abarcar los efectos sobre conquistadores y/o defensores rela tiv a m en te organ izados, llegamos a una explicación que en gran medida es de un solo factor en una minoría de casos (en torno a una cuarta parte) y de un factor im­ portante en una mayoría de los casos. Pero esa ruta presupone un grado elevado de poderes colectivos «cuasi estatales», a los que la conquista o la defensa a largo plazo no añade sino un toque final. ¿Cómo fue que llegaron hasta ahí? Resulta difícil profundizar a partir meramente de los datos de una serie de casos que se exponen como si fueran independientes, cuando sabemos que entrañaban procesos a largo plazo de interac­ ción del poder. Más prometedor resulta el estudio regional de ins­ tituciones gubernamentales del Africa oriental realizado por Mair (1977). Cuando ésta examina unos grupos relativamente centraliza­ dos y relativamente descentralizados que existían cerca los unos de los o tro s, logra trazar m ejo r la transición. Naturalmente, un solo estudio regional no constituye una muestra de todos los tipos de transición. Ninguno de ellos era un Estado «prístino»; todos ellos estaban influidos por los Estados islámicos del Mediterráneo, así como por los europeos. En Africa oriental, también eran primordia­ les las características de pueblos pastoriles relativamente prósperos. Además, en este caso, todas las transiciones estudiadas entrañaban muchas guerras. De hecho, la única mejoría que ofrecían los grupos centralizados respecto de los no centralizados parece haber consis­ tido en mejores perspectivas de defensa y de ataque. Pero la forma de la guerra nos desvía de la sencilla dicotomía de conquistadores contra conquistados (que implica el concepto de dos sociedades uni­ tarias) que ofrece la teoría militarista. Mair muestra cómo surgieron dos autoridades relativamente centralizadas a partir de un maremágnum de relaciones federales entre cruzadas de aldeas, linajes, clanes

y tribus, característico de los grupos humanos preestatales. A medi­ da que aumentaba el excedente de los pastores y que sus inversiones se iban concentrando más en el ganado, también aumentaba su vul­ nerabilidad a las federaciones flexibles de merodeadores. Así, se solía producir una sumisión más o menos voluntaria a quienes podían ofrecer la mayor protección. No se trataba de una sumisión a un conquistador extranjero ni a un grupo especializado de guerreros de las sociedades propias, sino a la figura autoritaria de una colectividad con la cual el grupo sumiso ya tenía relaciones de parentesco o territoriales. Se trataba de un gigantesco negocio gangsteril de «pro­ tección», que incorpora la misma combinación peculiar de coacción y comunidad que brindaban, por ejemplo, los señores feudales de la Edad Media europea o la mafia neoyorquina. Por lo general, no llevaba a la esclavitud ni a ninguna otra expropiación extrema, sino a la exacción de un tributo que era justo el suficiente para aportar al protector militar, un rey emergente, recursos con los que com­ pensar a su séquito armado, establecer una corte, mejorar las comu­ nicaciones y (sólo en los casos más desarrollados) iniciar proyectos rudimentarios de obras públicas. Quizá fuera ésta la vía militarista inicial formal hacia el Estado. Probablemente, tanto la conquista organizada como la defensa territorial sistemática fueron vías muy ulteriores, que presuponían esa fase de consolidación. Seguimos ne­ cesitando una explicación de la «fase intermedia» y de la aparición efectiva de los Estados prístinos. Pasemos a las relaciones de poder económico y regresemos a la teoría liberal y la marxista. El liberalismo reduce el Estado a su función de mantener el orden dentro de una sociedad civil cuya naturaleza es fundamentalmente económica. Hobbes y Locke apor­ taron una teoría hipotética del Estado en la cual unas asociaciones flexibles de personas constituían voluntariamente un Estado para su protección mutua. Las principales funciones de su Estado eran ju­ diciales y represivas, el mantenimiento del orden interno; pero ellos interpretaban esto en términos más bien económicos. Los principales objetivos del Estado eran la protección de la vida y la propiedad privada individual. El principal peligro para la vida y la propiedad procedía del seno de la sociedad. En el caso de Hobbes, el peligro era la anarquía potencial, la guerra de todos contra todos, mientras que para Locke, existía una doble amenaza planteada por la posibi­ lidad de un despotismo y por el resentimiento de quienes carecían de propiedades.

Como ha observado Wolin (1961: cap. 9), la tendencia a reducir el Estado a sus funciones al servicio de una sociedad civil preexis­ tente penetró incluso hasta los críticos más severos del liberalismo: autores como Rousseau o Marx. Así, tanto las teorías liberales como las marxistas de los orígenes del Estado son unitarias e intemacio­ nalistas, y hacen caso omiso de los aspectos federal e internacional de la formación del Estado. Ambas destacan los factores económicos y la propiedad privada. La diferencia consiste en que la una habla en el idioma de la funcionalidad y la otra en el de la explotación. Engels, en El o rigen d e la fam ilia, la P rop ied ad p riva d a y e l Estado aduce que la producción y la reproducción iniciales de la vida real contienen dos tipos de relaciones: las económicas y las familia­ res. A medida que aumentan la productividad de la fuerza de traba­ jo, también aumentan «la propiedad privada y el intercambio, las diferencias de riqueza, la posibilidad de utilizar la fuerza de trabajo de otros y, en consecuencia, la base de los antagonismos de clase». Esto hace que «salte al aire» la antigua estructura familiar y la so­ ciedad antigua, cuyo «lugar... ocupa una nueva sociedad, organizada en Estado y cuyas unidades inferiores no son ya gentilicias, sino unidades territoriales». Concluye que la fuerza cohesiva de la socie­ dad civilizada es el Estado, que «es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante... que adquiere nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida» (5. a.: 167 y 315). Los criterios liberales y los marxianos exageran mucho el predo­ minio de la propiedad privada en las primeras sociedades. Pero am­ bas pueden modificarse para tener eso en cuenta. La esencia del marxismo no se halla en la propiedad privada, sino en la propiedad descen tralizada: el Estado aparece a fin de institucionalizar formas de extraer la fuerza de trabajo excedente ya presentes en la sociedad civil. Esta se puede trasladar fácilmente a formas de apropiación basadas en el clan y el linaje, mediante las cuales uri clan o un linaje, o los ancianos o la aristocracia de ellos, se apropian del trabajo de otros. Fried (1967), Terray (1972) y Friedman y Rowlands (1978) han argumentado en ese sentido. Ese modelo data las diferencias importantes de poder económico (lo que denomina «estratificación» o «clases») mucho antes de la aparición del Estado y explica este último en términos de las necesidades del primero. Ahora bien, es cierto que existe un lapso de tiempo entre la aparición de las diferencias de autoridad y el Estado territorial y

centralizado. Los Estados surgieron a partir de asociaciones de clases y linajes, en las cuales era evidente una división de autoridad entre el clan, el linaje, la élite de la aldea y el resto. Sin embargo, yo las he calificado de sociedades de rangos, y no estratificadas, porque no implicaban derechos claramente coercitivos ni la capacidad para ex­ propiar. En particular, sus rangos más altos eran productivos. In­ cluso los jefes producían o pastoreaban y combinaban funciones eco­ nómicas manuales y administrativas. Tropezaban con dificultades es­ peciales para persuadir o coaccionar a otros para que trabajaran para ellos. En ese momento, la narración evolucionista marxiana ha dado preeminencia a la esclavitud, fuese la esclavitud por deudas o por conquista. Friedman y Rowlands parecen aceptar el argumento mi­ litarista de Gumplowicz de que no se puede expropiar el trabajo de los parientes, y esos autores se apoyan en los factores de conquista —con todos los defectos que ya he comentado— para explicar la aparición de la explotación material. El liberalismo da una explicación funcional en términos de los beneficios económicos comunes que introduce el Estado. Si abando­ namos el concepto de la propiedad privada, pero mantenemos los principios funcional y economicista, llegamos a la explicación domi­ nante de la antropología moderna, la jefa tu ra redistributiva, teoría claramente fu n cion a l. Veamos lo que dice Malinowski: En todo el mundo vemos que las relaciones entre la economía y la política son del mismo tipo. El jefe, en todas partes, actúa c o m o banquero tribual que reúne alimentos, los almacena y los protege y después los utiliza en beneficio de toda la comunidad. Sus funciones son el prototipo del sistema de hacienda pública y de la organización de los erarios estatales actuales. Si se priva al jefe de sus privilegios y sus beneficios financieros, ¿quién sufre más, sino toda la tribu? [1926: 232 y 233.]

Quizá no debiéramos relacionar esto en absoluto con el libera­ lismo. Pues quien principalmente desarrolló el concepto de Mali­ nowski del Estado redistributivo fue Polanyi, que polemizó durante largo tiempo en contra de la dominación ejercida por la teoría liberal del mercado en nuestra comprensión de las economías precapitalistas. La ideología liberal nos ha legado el concepto de la universalidad del intercambio en el mercado. Sin embargo, Polanyi aducía que los mercados (al igual que la propiedad privada) son recientes. El inter­ cambio en las sociedades primitivas adopta fundamentalmente la for­

ma de recip rocid a d «de dar algo por algo igual», de la circulación «viceversa» de bienes entre dos grupos de personas. Si ese intercam­ bio simple fuera evolucionando hacia el intercambio generalizado característico de los mercados, tendría que aparecer una medida de «valor». Entonces se podría comerciar con bienes por su «valor», que podría realizarse en forma de cualquier otro tipo de bienes o en forma de crédito (véanse varios de los ensayos publicados postuma­ mente en Polanyi, 1977, especialmente el capítulo 3). Pero lo carac­ terístico —aduce la «escuela sustantivista» de Polanyi— de las so­ ciedades primitivas es que no se llega a este punto de transición mediante el desarrollo de mecanismos comerciales «espontáneos», sino por la a u torida d del rango de parentesco. O bien el poderoso jefe del grupo de parentesco establece normas que rigen el intercam­ bio o bien hace regalos que crean obligaciones recíprocas, atraen seguidores y así se crea un gran almacén en su morada. Es en ese almacén donde hallan la jefatura redistributiva y el Estado. Shalins observa que la redistribución no es más que una forma muy orga­ nizada de reciprocidad entre rangos de parentesco (1974: 209). Como ha revelado este comentario, casi todas las versiones del Estado redistributivo están penetradas por una hipótesis liberal: la dominación del intercambio sobre la producción, a la cual se deja relativamente de lado. Sin embargo, resulta fácil corregir esto, pues en las jefaturas redistributivas el jefe participa tanto en la coordina­ ción de la producción como en el intercambio. Así, el jefe aparece como el organizador de la producción y del intercambio cuando existe un alto nivel de inversión en el trabajo colectivo, factor cuya importancia he destacado reiteradamente. Añadamos la especialización ecológica. No sólo ayuda a los es­ pecialistas adyacentes a intercambiar, sino también a coordinar sus volúmenes de producción. Cuando existen por lo menos tres de esos grupos, la coordinación se puede centrar en una asignación autori­ taria de valor a sus productos. Service (1975) lleva esto hasta una explicación de los Estados primitivos. Aduce que coordinaban terri­ torios que contenían diferentes «nichos ecológicos». El jefe organi­ zaba la redistribución de los diversos alimentos producidos en cada uno de ellos. El Estado era un almacén, aunque el centro redistributivo, a su vez, actuaba sobre la cadena de distribución para influir en las relaciones de producción. La vía hacia el intercambio genera­ lizado y, en consecuencia, hacia la «propiedad» extensiva pasaba por un Estado incipiente. A medida que la redistribución aumentaba el

excedente, también incrementaba el poder del Estado centralizado. Se trata de una teoría economicista, internalista y funcional del Estado. El clan, la aldea, la tribu y las élites de linaje impusieron gra­ dualmente medidas de valor a las transacciones económicas. La au­ toridad pasó a estar necesariamente centralizada. Si bien afectaba a pueblos arraigados ecológicamente, estaba territorialmente fijada. Para ser aceptada como medida justa de valor, tenía que independi­ zarse de los grupos particulares de intereses, estar «por encima» de la sociedad. Service brinda muchos materiales monográficos, pero asistemáticos, en apoyo de su argumento. En la arqueología, Renfrew (1972, 1973) ha propugnado la pertinencia de la jefatura redistributiva en la Europa prehistórica en la Grecia micénica inicial y en la Malta megalítica. En Malta se basa en el tamaño y la distribución de los templos monumentales, junto con las capacidades conocidas de las tierras cultivables, para defender la existencia de muchas jefaturas redistributivas vecinas, cada una de las cuales coordinaba las activi­ dades de 500 a 2.000 personas. También encuentra casos así en in­ formes antropológicos sobre muchas islas de la Polinesia. Por últi­ mo, aduce que la civilización surgió mediante el aumento de los poderes del jefe hacia el complejo redistributivo palacio-templo, como en la Grecia micénica y en la Creta minoica. Parecería que esta documentación es impresionante, pero en rea­ lidad no lo es. El principal problema es que el concepto de la redis­ tribución está muy influido por la experiencia de nuestra propia economía moderna. ¡Resulta irónico, dado que la misión principal de Polanyi era liberarnos de la mentalidad moderna del mercado! Pero la economía moderna entrañaba el intercambio sistemático de bienes especializados de subsistencia, lo cual no ocurría en la mayor parte de las economías primitivas. Si el Reino Unido o los Estados Unidos actuales no importasen ni exportasen toda una gama de ali­ mentos, materias primas y bienes manufacturados, su economía y sus niveles de vida se derrumbarían inmediatamente de manera ca­ tastrófica. En Polinesia, o en la Europa prehistórica, los intercam­ bios se producían entre grupos que no estaban muy especializados. Por lo general, producían bienes parecidos. El intercambio no era fundamental para su economía. A veces intercambiaban bienes pa­ recidos con fines rituales. Cuando intercambiaban bienes diferentes y especializados, por lo general no eran indispensables para la sub­

sistencia, ni se redistribuían para el consumo individual entre los pueblos de los jefes que hacían el intercambio. Lo más frecuente era que se utilizaran para el adorno personal de los jefes o que se alma­ cenaran y se consumieran colectivamente en ocasiones festivas y ri­ tuales. Se trataba de bienes más bien de «prestigio» que de subsis­ tencia: su exhibición daba prestigio al distribuidor. Los jefes, los ancianos y los hombres grandes rivalizaban en cuanto a exhibición personal y fiestas públicas y «gastaban» sus recursos, en lugar de invertirlos para producir más recursos de poder y más concentración de poder. Resulta difícil entender cómo se desarrollaría una concen­ tración de poder a largo plazo a partir de esto, en lugar de breves rachas cíclicas de concentración, seguidas de la emulación y disper­ sión del poder entre rivales, antes de que se iniciara otro ciclo. Des­ pués de todo, el pueblo disponía de una ruta de escape. Si un jefe se hacía demasiado dominante, podía traspasar su lealtad a otros. Y así ocurre incluso en los pocos en que hallamos nichos ecológicos auténticos y especializados e intercambios de productos agrícolas de subsistencia. Si la forma de «sociedad» que precede al Estado no es unitaria, ¿por qué iba el pueblo a establecer sólo un almacén, en lugar de varios almacenes competitivos? ¿C óm o p ierd e su con trol el p u eb lo ? Esas dudas se ven reforzadas por los datos arqueológicos. Tam­ bién los arqueólogos se encuentran con que los nichos ecológicos son la excepción y no la regla (los ejemplos del Egeo que da Renfrew son algunas de las principales excepciones). Por ejemplo, en la zona continental de la Europa prehistórica encontramos pocas huellas de almacenes. Encontramos muchas cámaras mortuorias que indican un rango de jefe, porque están llenas de bienes costosos de prestigio: por ejemplo, ámbar, cobre y hachas de batalla de mediados del cuar­ to milenio. En las mismas sociedades excavamos indicios de grandes festivales, por ejemplo, los huesos de un gran número de cerdos aparentemente sacrificados al mismo tiempo. Esos datos corren pa­ ralelos a los antropológicos. La jefatura redistributiva era más débil de lo que sugerían quienes primero la propusieron y era caracterís­ tica de sociedades de rangos, no estratificadas. Ninguna de las cuatro teorías evolucionistas llena la laguna que enuncié al principio de esta sección. Existe un vacío no explicado entre las sociedades de rangos y las estratificadas y entre la autoridad política y el Estado coercitivo. Lo mismo cabe decir de las teorías mixtas. Es probable que las de Fried (1967), Friedman y Rowlands

(1978) y Haas (1982) sean las mejores teorías evolucionistas eclécti­ cas. Reúnen todos los factores comentados hasta ahora para cons­ truir una historia compleja y muy plausible. Introducen la distinción entre «rango relativo» y «rango absoluto». El rango absoluto se pue­ de medir en términos de distancia (habitualmente distancia genealó­ gica) respecto de puntos absolutos y fijos, del jefe central y, por conducto de él, de los dioses. Cuando aparecen centros ceremonia­ les, también aparece el rango absoluto, dicen. Pero no presentan argumentos sólidos acerca de cómo pasan a ser permanentes los cen­ tros ceremoniales, de cómo el rango relativo puede convertirse p er ­ m a n en tem en te en rango absoluto y a partir de ahí p erm a n en tem en te, v en cien d o las resistencias, en la estratificación y el Estado. Ese vacío inexplicado persiste en la actualidad. Pasemos a la arqueología, para ver que el vacío existía en la prehistoria. Todas las teorías se equivocan, porque presuponen una evolución social general que, de hecho, se había detenido. Ahora predominaba la historia local. Veremos, no obstante, que tras una pausa que nos introduce en el terreno de la historia, todas esas teo­ rías empezaban a tener una aplicabilidad local y específica. Las con­ sideraremos útiles en capítulos ulteriores, aunque no en su forma más ambiciosa. D e la ev o lu ció n a la d ev o lu ció n : elu d ir e l Estado y la estra tifica ción Lo que nos ha intrigado es cómo se obligó al pueblo a someterse al poder estatal coercitivo. Confirió libremente una autoridad colec­ tiva, representativa, a los jefes, a los ancianos y los hombres grandes con fines que iban desde la regulación judicial hasta la guerra, pa­ sando por la organización de festivales. Eso podía servir a los jefes para obtener un considerable prestigio de rango. Pero no podían convertirlo en un poder permanente y coercitivo. La arqueología nos permite ver que así ocurrió, efectivamente. No se produjo una evo­ lución rápida ni constante de la autoridad de rangos al poder estatal. Esa transición fue rara y se limitó a unos cuantos casos extraordi­ narios. El dato arqueológico crucial es el del tiem po. Considérese, por ejemplo, la prehistoria de Europa nordocciden­ tal. Los arqueólogos pueden trazar un vago esbozo de las estructuras sociales desde poco después del 4000 a.C. hasta poco antes del

500 a.C. (cuando la Edad del Hierro introdujo enormes cambios). Se trata de un plazo larguísimo, más largo que toda la historia ul­ terior de Europa. Durante este período, con una o dos excepciones, los pueblos de Europa occidental vivieron en sociedades relativa­ mente igualitarias o de rangos, no en sociedades estratificadas. Sus «Estados» no han dejado huellas de poderes permanentes y coerci­ tivos. En Europa podemos discernir la dinámica de su desarrollo. Trataré de dos aspectos de esa dinámica, uno en la Inglaterra meri­ dional y otro en Dinamarca. He elegido casos occidentales porque estaban relativamente aislados de la influencia del Cercano Oriente. Tengo plena conciencia de que de haber escogido, por ejemplo, los Balcanes, describiría unas jefaturas y unas aristocracias más podero­ sas y casi permanentes. Pero esos casos estaban muy influidos por las primeras civilizaciones del Cercano Oriente (véase Clarke, 1979b). Wessex era uno de los centros principales de una tradición re­ gionalmente variada de construcción colectiva de tumbas que se ex­ tendió a partir del 4000 a.C. para abarcar gran parte de las islas británicas, la costa atlántica de Europa y el Mediterráneo occidental. Sabemos de esta tradición porque algunos de sus asombrosos logros tardíos sobreviven todavía. Aún nos maravillamos ante Stonehenge. Entrañó el arrastre por tierra —pues no había rueda— de enormes piedras de 50 toneladas a lo largo de 30 kilómetros como mínimo y de piedras de cinco toneladas por tierra y por mar a lo largo de 240 kilómetros. Para elevar las piedras mayores debe de haber hecho falta la fuerza de trabajo de 600 personas. El que el propósito del monumento fuera igual de complejo —en términos religiosos o de calendario— será un tema eterno de debate. Pero la coordinación de la fuerza de trabajo y la distribución de excedentes para alimentar a esa fuerza de trabajo tien e que haber entrañado una autoridad con­ siderablemente centralizada, un «cuasi Estado» de ciertas dimensio­ nes y complejidad. Aunque Stonehenge fue el logro más monumen­ tal de esa tradición, no está aislado, ni siquiera hoy. Avebury, Silbury Hill (el mayor terraplenado de Europa) y una multitud de otros monumentos que van desde Irlanda hasta Malta son testimo­ nios de poderes de organización social. Pero era una «vía muerta» de la evolución. Los monumentos no se siguieron desarrollando, sino que cesaron. No tenemos datos de hazañas comparables ulteriores de organización social centralizada en ninguna de las zonas principales —Wessex, Bretaña, España, Mal­ ta— hasta la llegada de los romanos, tres milenios después. Es po­

sible que esa vía muerta tuviera un paralelo en otras partes entre los pueblos neolíticos de todo el mundo. Los monumentos de la Isla de Pascua son parecidos a los de Malta. Norteamérica está punteada de grandes terraplenes comparables a Silbury Hill. Renfrew especula que fueron resultado de jefaturas supremas parecidas a las halladas entre los indios cherokees, que comprendían 11.000 personas repar­ tidas en 60 unidades aldeanas, cada una de las cuales tenía un jefe y que podían movilizarse para la cooperación a corto plazo (1973: 147 a 166, 214 a 247). Pero había algo dentro de esta estructura que impedía que se estabilizara. En el caso de Stonehenge, tenemos algunos conocimientos de la prehistoria. Me baso agradecido en las obras recientes de Shennan (1982, 1983) y de Thorpe y Richards (1983). Estas revelan un pro­ ceso cíclico. Stonehenge estaba ocupado antes del 3000 a.C., pero su mayor período monumental se inició hacia el 2400. Este período se estabilizó y volvió a empezar hacia el 2000. Una vez más se estabi­ lizó, para reanudarse, aunque con menos vigor, antes del 1800 a.C. Tras esa fecha, los monumentos fueron quedando progresivamente abandonados y para el 1500 a.C. parece que no desempeñaban nin­ gún papel social importante. Pero la organización basada en los mo­ numentos no era la única de la zona. La cultura «del vaso campa­ niforme» se difundió a partir del continente poco antes del 2000 a.C. (véanse detalles en Clarke, 1979c). Sus restos revelan una estructura social menos centralizada y enterramientos «aristocráticos» que con­ tienen «bienes de prestigio», como cerámica de buena calidad, dagas de cobre y muñequeras de piedra. Esos enterramientos a fecta ron a la actividad monumental, pero acabaron por socavarla y sobreviviría. Pocos sugieren hoy día que se tratara de dos pueblos diferentes; más bien, dos principios de organización social coexistieron en medio de la misma agrupación flexible. Los arqueólogos interpretan la orga­ nización monumental como la dominación absoluta de rangos por una élite de linaje centralizada que monopolizaba el ritual religioso y la organización del vaso campaniforme como la dominación rela­ tiva de rangos por élites imbricadas de linaje y de hombres grandes con una autoridad menor basada en la distribución de bienes de prestigio. Naturalmente, el hablar de linajes y de hombres grandes es una mera suposición basada en razonamientos analógicos a partir de pueblos neolíticos modernos. Es posible que la cultura monu­ mental no estuviera centrada en absoluto en el linaje. Igualmente plausible resulta considerarla como una forma centralizada de demo­

cracia primitiva en la cual eran los ancianos de las aldeas quienes ostentaban la autoridad ritual. Pero esas discusiones no pueden oscurecer el aspecto central. En la competencia entre una autoridad relativamente centralizada y otra descentralizada, fue la última la que ganó, pese a los asombrosos poderes de organización colectiva de la primera. La autoridad nunca se consolidó en un Estado coercitivo. Por el contrario, se fragmentó en grupos de linajes y de aldeas, cuyas élites poseían una autoridad precaria. Esto no se vio acompañado de una decadencia social. La gente fue prosperando algo. Shennan (1982) sugiere que la descen­ tralización entre los pueblos europeos como un todo fue una res­ puesta al creciminto del comercio a gran distancia. Y a la circulación de bienes de prestigio. Su distribución aumentó la desigualdad y la autoridad, pero no de un tipo permanente, coercitivo, centralizado. En otras regiones se pueden encontrar ciclos prehistóricos inclu­ so en ausencia de grandes monumentos. Pero, curiosamente, los co­ mentarios que más cosas aclaran aparecen en la obra de autores que están divididos en su actitud hacia el evolucionismo. Por una parte, se proponen atacar los conceptos unilineales de la evolución. Por la otra, están influidos por los relatos evolucionistas marxianos centra­ dos en «modos de producción». Yo expongo su modelo antes de criticarlo. Friedman y Rowlands han esbozado en varios artículos la evolución prehistórica en general, mientras que Kristiansen (1982) la ha aplicado a una parte del registro arqueológico europeo, la Zelan­ dia nordoccidental (en la Dinamarca moderna). Friedman comienza a partir de la ortodoxia actual: las estructuras sociales entre los pueblos sedentarios fueron inicialmente igualitarias y los ancianos y los hombres grandes no ejercían sino una pequeña autoridad consensuada. A medida que se intensificaba la producción agrícola, fueron adquiriendo derechos distributivos sobre más exce­ dentes. Los institucionalizaron mediante festejos, exhibiciones per­ sonales y contactos rituales con lo sobrenatural, hasta convertirlos en una autoridad con el rango de jefatura. Entonces organizaron el consumo de gran parte deL excedente. Las alianzas por matrimonio ampliaron la autoridad de algunos jefes sobre un espacio mayor. Ahí Friedman añade un elemento malthusiano: cuando la expansión te­ rritorial se vio bloqueada por las fronteras naturales o por otros jefes, la población creció a mayor velocidad que la producción. Ello aumentó la densidad demográfica y las jerarquías sedentarias. Pero a la larga, el proceso se vio socavado tanto por el éxito como por

el fracaso económicos. El desarrollo del comercio interregional po­ día romper el ciclo malthusiano. Pero el jefe no lo podía controlar. Los asentamientos secundarios adquirieron más autonomía y sus aris­ tocracias pasaron a ser rivales del antiguo jefe supremo. Por ejemplo, el fracaso económico debido a la erosión de los suelos también frag­ mentó la autoridad. El fracaso llevó a ciclos, el éxito al desarrollo. Los asentamientos competitivos pasaron a ser más urbanizados y monetarizados: aparecieron ciudades-Estado y civilizaciones y, con ellas, relaciones de propiedad privada. En su artículo de 1978, Fried­ man y Rowlands destacaron el proceso de desarrollo. Ulteriormen­ te, han interpretado que éste era más raro que el ciclo. Pero su solución es que «en último caso» (como dice Engels) el desarrollo penetra gracias a los procesos cíclicos, quizá de forma repentina e inesperada, pero, sin embargo, como proceso epigenético (Friedman, 1975, 1979; Rowlands, 1982). Los pantanos de Zelandia ofrecen un suelo muy fértil al arqueó­ logo. Kristiansen analiza sus resultados en términos del modelo men­ cionado. Aproximadamente desde el 4100-3800 a.C., los agricultores de roza talaron los bosques, cultivaron cereales y cercaron el ganado. Realizaban poco comercio y sus enterramientos no revelan sino di­ ferencias limitadas de rango. Pero el éxito llevó al crecimiento de­ mográfico y a la tala de bosques en gran escala. Entre el 3800 y el 3400 a.C. surgieron asentamientos más permanentes y extensos, que dependían de los adelantos agrícolas y de una organización social y territorial más compleja. Entonces aparecen los restos ya conocidos de las sociedades de rangos: festejos rituales y enterramientos de élite con bienes de prestigio. Esto se fue intensificando hasta el 3200 a.C. Se edificaron megalitos y campamentos con calzadas, cen­ trados en la autoridad de los jefes. La productividad de los terrenos de bosques talados era muy alta y las variedades de trigo relativa­ mente puras. El ámbar, el pedernal, el cobre y las hachas de batalla (bienes de prestigio) circulaban mucho más. En Europa septentrional aparecieron por primera vez jefaturas estables. Parecía haberse ini­ ciado el Estado. Pero entre el 3200 y el 2300 a.C. se desintegraron las jefaturas territoriales. Los megalitos, los rituales comunitarios, la cerámica fina y los bienes de prestigio fueron decayendo y el intercambio interregional cesó. Las tumbas son enterramientos de un solo hom­ bre o una sola mujer en montículos de linajes o familias locales. Predominan las hachas de combate, cuya amplia dispersión indica el

final del control de los jefes sobre la violencia. Probablemente pre­ dominaba una estructura de clanes segmentados. Kristiansen explica esta decadencia en términos materiales. Los sueños que antes eran de bosques se fueron agotando y mucha gente pasó de la agricultura sedentaria al pastoralismo, la pesca y la caza. Establecieron una for­ ma de vida más móvil y menos controlable. El aumento de la com­ petencia por la tierra fértil restante destruyó las jefaturas territoriales más extensas. Muchas familias migraron a tierras vírgenes más fér­ tiles en las llanuras de la Jutlandia central y en otras partes y esta­ blecieron formas de vida extensivas, pero de baja densidad demo­ gráfica. Se introdujeron la rueda y la carreta, lo cual permitió una comunicación básica y un cierto grado de comercio, pero los pode­ res de las jefaturas eran insuficientes para controlar esas superficies. Hacia el 1900 a.C. se produjo una recuperación económica dentro de esa estructura igualitaria. Una economía mixta de suelos livianos y densos y de la agricultura, pastoralismo y pesca, hizo que aumen­ tara el excedente y estimuló el comercio interregional. Pero nadie podía monopolizar ese comercio y los bienes de prestigio circulaban mucho. Hacia el 1900 a.C. empezó una segunda ascensión de las jefatu­ ras, que se vuelve a revelar en restos de festivales, tumbas de jefes y trabajo artesanal en bienes de prestigio. Hacia el 1200 a.C. se ampliaron las jerarquías. Unos asentamientos centrales de jefaturas de considerable extensión controlaban la producción artesanal, el intercambio local y los rituales. Kristiansen lo atribuye a la intro­ ducción de artefactos de metal: los jefes podían monopolizar el bron­ ce, relativamente raro y de alto valor. Era algo parecido al mono­ polio de los jefes sobre los bienes de prestigio en Polinesia, dice. Pero hacia el 1000 a.C. se produjo un parón, debido quizá a la escasez de metales. La producción agrícola siguió intensificándose, pero se redujo la exhibición de riqueza en los enterramientos, al igual que la jerarquía de los asentamientos. Entonces, en la transición a la Edad del Hierro, la sociedad de rangos con jefaturas se derrumbó, de modo más total que la primera vez. Los asentamientos se extendieron hacia suelos más arcillosos y hasta entonces vírgenes y la autoridad de los jefes no pudo seguirlos. Surgió una estructura más igualitaria, organizada en asentamientos locales autónomos. Predominaba la aldea y no la tribu. En esta zona (al contrario que, por ejemplo, en Mesopotamia) la aldea se fue in­ troduciendo en los procesos cíclicos y transformó todo el sistema

en el sentido del desarrollo social sostenido de la Edad del Hierro. Volveremos a encontrarnos con esos pueblos, en ese momento, en el capítulo 6. No cabe duda de que un resumen tan breve de generalizaciones históricas atrevidas contiene errores y simplificaciones. ¡Se acaban de resumir dos milenios y medio! Sin embargo, esta historia recons­ truida n o se refiere a la evolución de la estratificación social ni al Estado. El desarrollo no se produjo desde las sociedades igualitarias hacia las estratificadas pasando por las de rangos, ni desde la igual­ dad hacia el poder estatal coercitivo pasando por la autoridad polí­ tica. El paso «atrás» de la segunda «fase» a la primera fue tan fre­ cuente como de la primera a la segunda y, de hecho, la tercera fase, si es que se llegaba a ella, no estuvo mucho tiempo estabilizada e institucionalizada antes de derrumbarse. Una segunda conclusión más provisional arroja dudas incluso sobre el evolucionismo económico residual de Kristiansen. Evidentemente, sus propios cálculos acerca de la productividad económica de cada período, en términos de hec­ táreas por barril de cereal duro, deben de ser burdos y aproximados. Pero revelan un aumento a lo largo de todo el período de aproxi­ madamente un 10 por 100, lo cual no es muy impresionante. Evi­ dentemente, la Edad del Hierro sí condujo a un desarrollo sostenido. Pero no fue fundamentalmente autóctono de Europa. En el capítu­ lo 6 aduzco que el hierro fue apareciendo sobre todo en respuesta a la influencia de las civilizaciones del Cercano Oriente. Para Euro­ pa, supuso tanto un d eu s ex m achina como una parte de una epigé­ nesis. Europa percibió más del ciclo que de su dialéctica. Y, para ser justos, ésa es la dirección general en la que han lle­ vado sus argumentos Friedman y otros. Friedman (1982) señaló que Oceanía no puede haber pasado por las etapas tradicionales igualitaria-de rangos-estratificación. Dentro de Oceanía, Melanesia es la región más antigua y productiva, pero «retrocedió» de los jefes a los hombres grandes. Polinesia oriental es económicamente la más pobre y la que más carece de comercio a larga distancia, pero fue la que más se acercó a los Estados coercitivos. Friedman formula modelos esencialmente cíclicos de las diversas regiones de Oceanía, centrán­ dose en las «bifurcaciones», umbrales que producen una rápida trans­ formación de todo el sistema al tropezar con las consecuencias im­ previstas de sus propias tendencias de desarrollo. Ejemplos de ello serían esos cambios de orientación ya descritos en la Europa prehis­ tórica. Concluye que la evolución es esencialmente ciega y «catas­

trófica»: es el resultado de bifurcaciones repentinas e imprevistas. Quizá fueron sólo unas cuantas bifurcaciones accidentales donde apa­ recieron el Estado, la estratificación y la civilización. De hecho, hemos encontrado muchos datos en apoyo de esta teoría. Durante la mayor parte de la prehistoria de la sociedad no se presenció ningún avance sostenido hacia la estratificación ni hacia el Estado. El avance hacia los rangos y hacia la autoridad política parece endémico, pero reversible. Más allá de eso, no había ninguna continuidad. Pero podemos seguir adelante en la identificación de la causa del bloqueo. Si la mayor parte de las sociedades han sido jaulas, han quedado abiertas puertas para dos factores principales. En primer lugar, el pueblo ha poseído libertades. Raras veces ha cedido a las élites poderes que no pudiese recuperar y, cuando lo ha hecho, ha tenido oportunidad o se ha visto presionado para desplazarse física­ mente de esa esfera del poder. En segundo lugar, las élites raras veces han sido unitarias: los ancianos, los jefes de linaje, los hombres gran­ des y los jefes han poseído autoridades superpuestas y competitivas, se han contemplado suspicazmente los unos a los otros y han ejer­ cido esas mismas dos libertades. O sea que ha habido dos ciclos. Los pueblos igualitarios pueden aumentar la intensidad de la interacción y la densidad de la pobla­ ción para formar grandes aldeas con una autoridad centralizada y permanente. Pero siguen siendo generalmente democráticos. Si las figuras de autoridad llegan a ser demasiado poderosas, se las depone. Si han adquirido tantos recursos que no se las puede deponer, el pueblo les da la espalda, encuentra otras autoridades o se descentra­ liza en asentamientos familiares más pequeños. Después puede vol­ ver a iniciarse la centralización, con los mismos resultados. La se­ gunda pauta implica una cooperación más extensiva, pero menos intensiva, en estructuras extendidas de linaje, que característicamente producen la jefatura y no la aldea. Pero también en este caso la lealtad es voluntaria y, si el jefe abusa de ella, el pueblo y los jefes rivales le oponen resistencia. Ambas pautas presuponen una forma de vida social menos uni­ taria de lo que han creído en general los teóricos. Es importante que nos liberemos de las ideas modernas acerca de la sociedad. Si bien es cierto que la prehistoria efectivamente demostró una tendencia hacia unidades sociales más fijas territorial y socialmente, el medio prehistórico no consistió en una serie de sociedades inconexas y

delimitadas. Las unidades sociales se superponían y en las zonas de superposición, las figuras de autoridad y otros podían eleg ir la per­ tenencia a distintas unidades sociales posibles. La jaula todavía no estaba cerrada. Así, no aparecieron de forma generalizada Estados y sistemas de estratificación estabilizados, permanentes y coercitivos. Permítaseme explicar esto un poco más detalladamente, pues parecería estar en contradicción, por ejemplo, con los regímenes de Africa oriental de Mair, que ella califica de Estado. Es cierto que los cabezas de aldea y los jefes desempeñan papeles descentralizados útiles. Si son efi­ cientes, pueden adquirir una autoridad considerable. Así ocurrió en toda Africa, como demuestra Cohén en su contribución al volumen de Claessen y Skalnik (1978). Cohén señala los poderes coercitivos mínimos que poseían y aduce que eran meramente versiones más centralizadas de autoridades de linaje preestatales. La obediencia era en gran medida voluntaria y se basaba en el deseo de lograr una mayor eficiencia en la solución de las disputas, los acuerdos de ma­ trimonio, la organización colectiva del trabajo, la distribución y la redistribución de los bienes y la defensa común. Las disputas y la regulación de los matrimonios pueden ser actividades más importan­ tes para los jefes que las economías redistributivas o las funciones militares coordinadas, que normalmente exigen un nivel más alto de organización social. Los jefes pueden explotar su funcionalidad. Los que tengan más éxito pueden formular reivindicaciones despóticas. Pueden incluso adquirir excedente para pagar un séquito armado. Así o cu rr ió en A frica oriental y debe de haber ocurrido en incon­ tables ocasiones en la prehistoria de la sociedad en todos los continen­ tes. Pero lo que n o es general es la capacidad del déspota para insti­ tucionalizar el poder coercitivo, para hacerlo permanente, rutinario e independiente de su personalidad. El eslabón más débil es el que existe entre, por una parte, el rey con su séquito y sus parientes y, por la otra, el resto de la sociedad. El vínculo depende de la fuerza personal del monarca. No existen instituciones estabilizadas que lo transfieran rutinariamente a un sucesor. Esa sucesión se produce raras veces y casi nunca dura más de un par de generaciones. Disponemos de buena información sobre la realeza zulú (aunque ésta estuvo influida por Estados europeos más avanzados). Un hom­ bre notable de la rama mtetwa del pueblo ngoni, Dingiswayo, quedó elegido jefe tras haber aprendido técnicas militares europeas más

avanzadas. Creó regimientos disciplinados y adquirió la jefatura su­ prema en todo el nordeste de Natal. Su jefe militar era Shaka, del pueblo zulú. A la muerte de Dingiswayo, Shaka se hizo elegir jefe supremo, infligió repetidas derrotas a los pueblos circundantes y recibió la sumisión de los que se quedaron. Después topó con el Imperio Británico, que lo aplastó. Pero su imperio no podría haber durado. Siguió siendo una estructura federal en la cual el centro carecía de recursos autónomos de poder sobre sus clientes. En las zonas donde los imperios coloniales modernos encontra­ ron grandes jefes como Shaka, hallaron dos niveles de autoridad. Por debajo de cada Shaka había jefes menores. En Africa oriental, Fallers (1956) y Mair (1977: 141 a 160) han documentado ampliamente esos jefes «clientes». Cada jefe cliente era una réplica de sus superiores. Cuando los británicos entraron en Uganda, delegaron la autoridad adminitrativa primero en 783 y después en 1.000 jefes. Ahora bien, por una parte, esto equivale a un espacio de poder para el enérgico aspirante a monarca: se pueden enfrentar a una localidad contra otra, a un cliente contra otro, a un clan contra una aldea, a jefes, ancianos, hombres grandes, etc., contra el pueblo. En estas luchas multisectoriales y descentralizadas es donde el jefe puede explotar su centralidad. Pero, por otra parte, los jefes clientes pueden hacer el mismo juego. El monarca ha de llevarlos a la corte, ha de ejercer el control personal sobre ellos. Pero entonces también ellos adquieren la ven­ taja de la centralización. No es una forma de avanzar hacia las ins­ tituciones del Estado, sino hacia un ciclo inacabable de intrigantes aspirantes a jefes, a la aparición de un déspota formidable y al de­ rrumbamiento de su «imperio» o el de su hijo frente a una rebelión de jefes intrigantes. La elección entre redes de autoridad socavó la aparición de la jaula social representada por la civilización, la estra­ tificación y el Estado. Este ciclo constituye un ejemplo de la variante de parentesco extendido de la sociedad de rangos. Un segundo ciclo sería caracte­ rístico de la variante de la aldea: hacia una autoridad central mayor con la capacidad de administrar, en su momento cumbre, estructuras del tipo de Stonehenge, después de una sobreextensión y una frag­ mentación hacia unidades familiares más descentralizadas. Quizá lo más frecuente fuera un tipo mixto, donde se mezclaban la aldea y el parentesco y donde la dinámica de su mezcla se sumara a la di­ námica jerárquica. Un ejemplo de ello serían los sistemas políticos de Birmania, descritos por Leach (1954), en los cuales coexisten y

oscilan sistemas políticos locales jerárquicos e igualitarios, cuya pre­ sencia e influencia impide que un solo tipo de estratificación pase a quedar totalmente institucionalizado. Es posible que los Shaka y los Jerónimo fueran las personalidades dominantes de la prehistoria. Pero no fundaron Estados ni sistemas de estratificación. Carecían de recursos suficientes para enjaular. En el próximo capítulo veremos que donde aparecieron esos recursos, fue resultado de conjuntos de circunstancias locales. No se p rod u jo n in gu n a ev o lu ció n social g e n e r a l m ás allá d e las socied a d es d e ran gos d e las p rim eras socied a d es n eolíticas sedentarias. Ahora debemos pa­ sar a la historia local.

B ibliografía Andreski, S. 1971: M ilitary O rganization a n d Society. Berkeley: University of California Press. Barth, F. 1961: N omads o f south Persia. Oslo: University Press. Bellah, R. 1970: «•Religious evolution». En su obra B eyon d B elief. Nueva York: Harper & Row. Binford, L. 1968: «Post-Pleistocene adaptations». En S. Binford y L. Binford, N ew P erspectives in A rcheology, Chicago: Aldine. Bloch, M. 1977: «The disconnections between power and rank as a process: an outline of the development of kingdoms in central Madagascar». Ar­ ch ives E uropéennes d e S ociologie, 18. Boserup, E. 1965: The C onditions o f A gricultural G rowth. Chicago: Aldine. Brock, T., y J. Galtung. 1966: «Belligerence among the primitives: a reanalysis of Quincy Wright’s data». Jou rn a l o f P eace R esearch, 3. Claessen H., y P. Skalnik. 1978: The Early State. La Haya: Mouton. Clarke, D. L. 1979a: «Mesolithic Europe: the economic basis». En A nalytical A rchaeologist: C ollected Papers o f D avid L. Clarke. Londres: Academic Press. — 1979b: «The economic context of trade and industry in Barbarían Eu­ rope till Román times». En ibíd. — 1979c: «The Beaker network — social and economic models». En ibíd. Clastres, P. 1977: Society against th e State. Oxford: Blackwell. Divale, W. T., y M. Harris. 1976: «Population, warfare and the male supremacist complex». A merican A nthropologist, 78. Engels, F. (s.a.): «El origen de la familia, la propiedad privada y el Esta­ do». En C. Marx y F. Engels, O bras Escogidas. Moscú: Progreso. Fallers, L. A. 1956: Bantu B ureaucracy. Cambridge: Heffer. Farb, F. 1978: H umankind. Londres: Triad/Panther.

Firth, R. 1965: P rim itive P olynesian E conom y, 2." ed. Londres: Routledge. Flannery, K. V. 1974: «Origins and ecological effects of early domestication in Irán and the Near East». En The Rise a n d Fall o f C ivilizations, comp. por C. C. Lamberg-Karlovsky y J. A. Sabloff. Menlo Park, Calif.: Cummings. Forge, A. 1972: «Normative factors in the settlement size of NeoÜthic cultivators (New Guinea)». En Man, S ettlem en t an d Urbantsm. P. Ucko y otros. Londres: Duckworth. Fried, M. 1967: The E volution o f Political Society. Nueva York: Random House. Friedman, J. 1975: «Tribes, states and transformations». En Marxist Analyses and Social A nthropology, comp. por M. Bloch. Londres: Malaby Press. — 1979: System , S tructure an d C ontradiction in th e E volution o f «Asiatic» Social Form ations. Copenhague: Museo Nacional de Dinamarca. — 1982: «Catastrophe and continuity in social evolution». En C. Renfrew y otros comps. T heory an d Explanation in A rchaeology. Nueva York: Academic Press. — y M. Rowlands. 1978: The evolu tion o f Social Systems. Londres: Duck­ worth. Gilman, A. 1981: «The development of social stratification in Bronze Age Europe». C urrent A nthropology, 22. Gumplowicz, L. 1899: The O utlines o f S ociology. Filadelfia: American Academy of Political and Social Sciences. Haas, J. 1982: The E volution o f th e P rehistoric State. Nueva York: Columbia University Press. Herskovits, M. J. 1960: E conom ic A nthropology. Nueva York: Knopf. Kristiansen, K. 1982: «The formation of tribal systems in later European pre-history: northern Europe 4000 B.C.-500 B.C». En Renfrew y otros, comps. T heory a n d Explanation in A rchaeology. Nueva York: Academic Press. Leach, E. 1954: P olitical System s o f H ighland Burma. Londres: Athlone Press. Lee, R., y J. DeVore. 1968: Man th e H unter. Chicago: Aldine. Mair, L. 1977. P rim itive G overnm ent. Ed. Rev. Londres: Scolar Press. Malinowski, B. 1926: G rime an d C ustom in S avage S ociety. Londres: Kegan Paul. [Ed. castellana: C rim en y costu m b re en la socied a d salvaje. 1982]. Moore, A. M. T. 1982: «Agricultural origins in the Near East: model for the 1980s». W orld A rchaeology. Nisbet, R. 1976: The Social Philosophers. St. Albans: Granada. Oppenheimer, F. 1975: The State. Nueva York: Free Life Editions. Otterbein, K. 1970: The E volution o f War. A C ross-C ultural Study. N.p.: Human Relations Area Files Press. Piggott, S. 1965: A ncient Europe: From th e B eginning o f A griculture to

Classical uniquity. Edimburgo: Edinburgh University Press. Polanyi, K. 1977: The L ivelih ood o f Man, ensayos compilados por H. W. Pearson. Nueva York: Academic Press. Redman, C. L. 1978: The Rise o f Civilization. San Francisco: Freeman. Renfrew, C. 1972: The E m ergence o f C ivilisation: The C yclades an d the A egean in th e Third M illennium B.C. Londres: Methuen. — 1973: B efore C ivilization: The R adiocarbon R evolu tion an d P rehistoric Europe. Londres: Cape. [Ed. castellana: El alba d e la civilización. La revolu ción d el radiocarbono en la Europa prehistórica. 1986]. Ritter, G. 1969: The S w ord a n d th e Sceptre. Volume I: The Prussian Tradition 1740-1890. Coral Gables, Fia.: University of Miami Press. Roberts, J. 1980: The Pelican H istory o f th e World. Harmondsworth, In­ glaterra: Penguin Books. Sahlins, M. 1974: Stone Age Economics. Londres: Tavistock. [Ed. castellana: E conomía d e la Edad d e Piedra. 1983]. Sahlins, M., y E. Service. 1960: E volution an d C ulture. Ann Arbor: Uni­ versity of Michigan Press. Service, E. 1975: O rigins o f th e State a n d C ivilization. Nueva York: Nor­ ton. [Ed. castellana: Los orígen es d el Estado y d e la civilización. Alianza, 1984], Shennan, S. 1982: «Ideology and social change in Bronze Age Europe. Paper given to Patterns of History Seminar», London School of Economics, 1982. — 1983: «Wessex in the Third Millennium B.C. Paper given to Royal Anthropological Institute Symposium», feb. 19, 1983. Sherratt, A. 1980: «Interpretation and synthesis — a personal view». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology, comp. por A. Sherratt. Cambridge University Press. Spencer, H. 1969: Principies o f S ociology. Resumen en un tomo. Londres : MacMillan. Steward, J. 1963: T heory o f C ulture C hange. Urbana: University of Illinois Press. Terray, E. 1972: Marxism a n d «P rim itive Societies»: Two Studies. Nueva York: Monthly Review Press. Thorpe, I. J., y C. Richards. 1983. «The decline of ritual authority and the introduction of Beakers into Britain». Monografía inédita. Webb, M. C. 1975: «The flag follows trade: an essay on the necessary interaction of military and commercial factors in State formation». En A ncient C ivilisation and Trade, comp. por J. Sabloff y C. C. LambergKarlovsky. Albuquerque: University of New México Press. Wobst, H. M. 1974: «Boundary conditions for paleolithic social systems: a simulation approach». A merican A ntiquity, 39. — 1978: «The archaeo-ethnology of hunter-gatherers: the tyranny of the ethnographic record in archaeology». A merican Antiquity, 43.

Wolin S. 1961: Politics an d Vision. Londres: Alien & Unwin. Woodburn, J. 1980: «Hunters and gatherers today and reconstruction of the past». En S oviet and W estern A nthropology, comp. por E. Gellner. Londres: Duckworth. — 1981: «The transition to settled agriculture. Paper given to the Patterns of History Seminar». London School of Economics, nov. 17, 1981. — 1982: «Egalitarian Societies». Man, nueva serie, 17.

Capítulo 3 LA APARICION DE LA ESTRATIFICACION, LOS ESTADOS Y LA CIVILIZACION CON MULTIPLES ACTORES DE PODER EN MESOPOTAMIA

In tro d u cció n : La civilización y la a gricultura a lu via l La argumentación del último capítulo era un tanto negativa: la aparición de la civilización no fue una excrecencia de las propiedades generales de las sociedades prehistóricas. Esta afirmación parece que­ dar inmediatamente apoyada por el hecho de que ocurrió de forma independiente sólo unas cuantas veces: probablemente en seis oca­ siones, quizá sólo en tres o nada menos que en diez. Pero desde hace mucho tiempo se ha creído que entre esos casos se daba una especie de pauta común, centrada en la presencia de la agricultura aluvial. Entonces, ¿fue la aparición de la civilización, junto con sus características concomitantes de estratificación social y del Estado, algo más que un accidente histórico? Aunque los casos fueran pocos, ¿se ajustaron a una pauta? Yo aduciré que sí. El objetivo de este capítulo y del siguiente es identificar la pauta y sus limitaciones. Nunca podemos definir exactamente lo que queremos decir con el término «civilización». La palabra tiene demasiada resonancia y el registro prehistórico y el histórico son demasiado variados. Si nos centramos en una sola característica presunta de la civilización, nos metemos en dificultades. Por ejemplo, la escritura es característica

de los pueblos a los que intuitivamente consideramos civilizados. Es un indicador perfecto de la «historia» frente a la «prehistoria». Pero también se halla, en forma rudimentaria, en la Europa sudoriental prehistórica, sin que vaya acompañada de los demás aditamentos característicos de la civilización. Los incas del Perú, a los que gene­ ralmente se considera «civilizados», no tenían escritura. La urbani­ zación, que también es algo general de la «civilización», no nos da un indicador perfecto. Es posible que los asentamientos aldeanos prehistóricos igualaran en tamaño de la población, aunque no total­ mente en densidad, a las primeras ciudades de Mesopotamia. No existe un factor aislado que constituya un indicador perfecto de lo que queremos decir. Este es el primer motivo por el cual la civili­ zación se suele definir en términos de listas amplias de característi­ cas. La más famosa es la lista de diez de esas características estable­ cida por Childe (1950): ciudades (es decir, un gran aumento de ta­ maño y de densidad de asentamiento); especialización del trabajo a jornada completa; concentración social de la gestión del excedente en «capital»; distribución desigual del excedente y aparición de una «clase gobernante»; organización estatal basada en la residencia más bien que en el parentesco; aumento del comercio a larga distancia de productos suntuarios y necesarios; edificios monumentales, estilo artístico uniforme y naturalista; escritura, y matemáticas y ciencia. Esta lista suele ser objeto de críticas (por ejemplo, Adams, 1966) porque está formada nada más que por elementos inconexos, útil sólo como una descripción de fases, no una explicación de procesos. Sin embargo, es cierto que esas características se agrupan en «com­ plejos de civilización». Si existía un «todo civilizado», ¿cuál era su carácter esencial? En este caso sigo a Renfrew, el cual señala que la lista de Childe está formada por artefactos. Estos interponen objetos hechos por el hombre entre los seres humanos y la naturaleza. Casi todas las ten­ tativas de definir la civilización se centran en el artefacto. Así, Ren­ frew define la civilización como un aislam iento d e la naturaleza: «Parece lógico seleccionar como criterios los tres aislantes más po­ tentes, es decir, los centros ceremoniales (aislantes contra lo desco­ nocido), la escritura (aislante contra el tiempo) y la ciudad (el gran contenedor, definido espacialmente, el aislante contra el exterior)» (1972: 13). Obsérvese la similitud de la metáfora con la de la jaula social. La civilización era un todo complejo de factores aislantes y enjaulantes que aparecieron juntos de forma relativamente repentina.

Si tomamos las tres características de Renfrew como nuestro in­ dicador, sólo unos cuantos casos de la aparición de la civilización fueron autónomos. Que sepamos, ha habido cuatro grupos con es­ critura, urbanos y con centros ceremoniales que hayan surgido in­ dependientemente en Eurasia: los sumerios de Mesopotamia, los egipcios del valle del Nilo; la civilización del Valle del Indo, en lo que es hoy Pakistán, y el pueblo de varios valles fluviables del nor­ te de China, a partir del Río Amarillo. Sólo el más antiguo, Su­ meria, es sin duda independiente y por eso se ha despertado pe­ riódicamente el interés por las teorías sobre difusión y conquista de los otros casos. Sin embargo, el consenso actual entre los especialis­ tas va en el sentido de conceder a los cuatro la condición de inde­ pendientes. Algunos añaden un quinto, los minoicos de Creta, aun­ que éste es un caso polémico. Si pasamos a otros continentes, quizá podamos añadir dos casos más, las civilizaciones precolombinas de Mesoamérica y el Perú *, probablemente sin contacto entre sí e in­ dependientes de Eurasia. Esto da un total probable de seis casos independientes. Sin embargo, no hay dos autores que estén de acuer­ do en la cifra exacta. Por ejemplo, Webb (1975) añade también Elam (adyacente a Mesopotamia, comentado más adelante en este mismo capítulo) y la región de los lagos de Africa oriental, que no inclui­ mos aquí. Otras civilizaciones probablemente interactuaron con esas civilizaciones establecidas o con sus sucesoras. Así, la civilización no es asunto para el análisis estadístico. Dado el carácter único de las sociedades, ¡quizá no pudiéramos establecer n ingun a generalización sobre la base de un número tan pequeño! Sin embargo, en casi todos los casos hay una característica que sobresale: surgieron en valles fluviales y practicaron la agricultura aluvial. De hecho, casi todas fueron más allá y rega ron artificial­ mente las tierras de sus valles con el agua de las inundaciones. Al contrario que en la prehistoria, en la cual el desarrollo se producía en todo género de situaciones ecológicas y económicas, la historia y la civilización parecerían ser un producto de una situación determi­ nada: agricultura aluvial y quizá también de regadío. Incluso después de que casi todos los casos mencionados se fue­ ran extendiendo, su núcleo permaneció durante mucho tiempo en

1 De suponer que los antiguos peruanos poseyeran un equivalente funcional de la escritura en su sistema único del quipu (véase el capítulo 4).

los valles fluviales regados. La civilización del Valle del Indo se di­ fundió por las costas occidentales de Pakistán y la India, pero siguió centrada en su único río hasta derrumbarse. Egipto siguió limitado al Nilo durante mucho más tiempo, desde el 3200 hasta el 1500 a.C., cuando se embarcó en una política expansionista. Durante este pe­ ríodo, lo único que varió fue su longitud a lo largo del río. Incluso después, su base de poder siguió estando en las riberas del Nilo. China fue estableciendo territorios ramificados, pero su núcleo eco­ nómico y estratégico siguió estando en los suelos de loess de la llanura regada del norte de China. Los imperios sumerio, acadio, asirio antiguo y babilónico se centraron en el Tigris y (sobre todo) el Eufrates desde el 3200 hasta el 1500 a.C.; todos estos casos pro­ vocaron imitaciones en ecologías parecidas a lo largo de los valles fluviales, e incluso los oasis del desierto, de Eurasia. En América, si bien los orígenes agrícolas de los pueblos precolombinos variaban, algunos (aunque no todos) de los grandes avances sociales hacia la urbanización y la escritura parecen vinculados al riego, que siguió siendo el núcleo de los imperios hasta la llegada de los españoles. Pero la relación no es invariable. Si se cuenta Minos, se desvía, pues la agricultura aluvial y de regadío era prácticamente inexistente. En Mesoamérica, la contribución maya es una desviación. Y des­ pués, en todos los casos, el papel de la agricultura aluvial y de re­ gadío fue en disminución. Tampoco servirían para explicar el impe­ rio hitita, el persa, el macedonio ni el romano. Sin embargo, en los comienzos de la historia en Eurasia y en América estaba ocurriendo algo, sobre todo en los terrenos aluviales de los valles fluviales, que tuvo profundas consecuencias para la civilización. ¿Por qué? Mi respuesta adapta y combina las explicaciones existentes. Pero yo hago hincapié en dos aspectos. En primer lugar, mientras que la mayor parte de los relatos evolucionistas locales son fu n cion a les, narrados en términos de oportunidad y de incentivos para el avance social, yo hablaré de la inseparabilidad de la funcionalidad y la ex­ plotación. Continuará la metáfora de la jaula: la característica deci­ siva de esas ecologías y de las reacciones humanas que provocaron fue e l cierre d e la vía d e escape. Los habitantes locales, al contrario que los del resto del globo, se vieron obligados a aceptar la civili­ zación, la estratificación social y el Estado. Se vieron atrapados en determinadas relaciones sociales y territoriales, que les obligaban a intensificar esas relaciones en lugar de huir de ellas. Ello creó opor­ tunidades de desarrollar tanto el poder co lectiv o como el distributi­

v o. El resultado fue la civilización, la estratificación social y el Es­ tado. El argumento se parece a la teoría de Carneiro (1970, 1981) de la «circunscripción ambiental», repetida por Webb (1975) (de la que se trata más adelante en este capítulo), aunque sin el hincapié que hace esa teoría en la cuestión demográfica y el militarismo. Por tanto, cabe hallar la clave del papel del riesgo en una intensificación considerable de las fuerzas aislantes o enjaulantes presentes en la prehistoria. Esas fuerzas enjaulantes deben desempeñar el papel cau­ sal en nuestra explicación, no la agricultura aluvial o de regadío en sí, que no fue sino su forma o indicador habitual en esta época histórica. En segundo lugar, en varios momentos de la narración en este capítulo y en los dos siguientes, minimizo la importancia de las tierras aluviales y del riego en sí en las primeras civilizaciones. He­ mos de considerar también su relación con otras ecologías y pobla­ ciones adyacentes y la forma en que las estimularon. Tampoco en este respecto pretendo ser original: véase la obra reciente de estu­ diosos como Adams (1981) y Rowton (1973, 1976) sobre Mesopo­ tamia, o de Flannery y Rathje sobre Mesoamérica (que se comenta en el capítulo siguiente). Lo único que hago es formalizar el hincapié hecho mediante e l m o d elo d e red es superpuestas d e p o d er que se explica en el capítulo 1: el extraordinario desarrollo de la civiliza­ ción en Mesopotamia y en otras partes se puede comprender si se examinan las redes superpuestas de poder estimuladas por la agri­ cultura aluvial y de regadío. Hasta cierto punto, esas redes se pueden comprender mediante otro modelo convencional, el «núcleo» y la «periferia», aunque ese modelo tiene limitaciones. En particular, un modelo de red de poder nos permite comprender mejor que se tra­ taba de civiliz acion es con a ctores m últiples d e p od er. No eran socie­ dades unitarias. Normalmente estaban integradas por dos niveles de poder, varias unidades políticas pequeñas, a menudo ciudades-Estado y un complejo de civilización «cultural/religioso» más amplio. Tampoco esta observación es original (por ejemplo, Renfrew, 1975). Pero ambos enfoques se pueden llevar más allá. Los arqueólogos, al enfrentarse con los nuevos panoramas que ellos mismos abren, a veces hacen suyas teorías sociológicas bastante gastadas. Así, es po­ sible que un sociólogo señale esto y lleve el argumento general algo más allá. Lo ejemplificaré mediante una crítica positiva de una co­ lección de ensayos sobre la transición al Estado desde el punto de vista del Nuevo Mundo antiguo, la de Jones y Kautz (1981). Entre

los ensayos, los argumentos de Cohén y MacNeish se parecen bas­ tante al mío en el sentido descriptivo. Los relatos evolucionistas les parecen sospechosos y les interesa analizar determinados mecanis­ mos locales que dar la salida a la carrera hacia el Estado, basados en procesos de enjaulamiento en medio de la diversidad regional. Pero los ensayos más teóricos del volumen no van más allá de esto. Se empantanan en dos polémicas que los sociólogos conocen desde hace mucho tiempo. La primera aparece en el ensayo de Haas. Se siente comprensi­ blemente irritado con las teorías funcionalistas del Estado. Se siente obligado a elaborar lo que él califica de un modelo de «conflictos», centrado en la lucha de clases y no en los procesos de integración social. ¡Ningún sociólogo necesita otra dosis más de modelos de «conflicto» frente a «integración», tan conocidos a fines del decenio de 1950 y en el de 1960! La sociología moderna considera ambas co­ sas estrecha y dialécticamente entrelazadas: la función genera la ex­ plotación y a la inversa. Sólo en circunstancias excepcionales (por un lado una comunidad de iguales, por el otro una guerra de simple expro­ piación y exterminio) podemos distinguir entre sociedades domina­ das por la integración o por el conflicto. No veremos ejemplos de ello en este capítulo ni en el siguiente, que tratan de los primeros Estados. En segundo lugar, otros dos colaboradores, Coe y Keatinge, lla­ man la atención, acertadamente, sobre la importancia de la religión para la formación del Estado en el Nuevo Mundo, en especial su capacidad para integrar culturalmente un territorio más amplio del que podría gobernar un Estado. Según ellos, esto significa que los factores religiosos, culturales e idiológicos deben tener una «auto­ nomía» considerable en la vida social. De esta argumentación se trata detalladamente en la introducción de los compiladores. Estos sugie­ ren diversos modos en que los factores ideológicos podrían combi­ narse en una explicación con otros factores más materiales. Yo aña­ diría que la afición a los «factores ideológicos independientes» está entrando en otras esferas de colaboración entre arqueólogos y an­ tropólogos (por ejemplo, la explicación de Stonehenge dada por Shennan en 1983). En este caso me resulta difícil proclamar que la so­ ciología convencional brinda una solución. Lo único que aporta es medio siglo de polémicas entre los partidarios de los «factores ideo­ lógicos independientes» y los materialistas. Pero en el volumen III de esta obra intento llegar a una solución. Sus comienzos se esbo­ zaron en el capítulo 1.

El error consiste en concebir la ideología, la economía, etc., como tipos ideales analíticos que cobran cuerpo en las sociedades como estructuras autónomas, o como «dimensiones» o «niveles», de una sola «sociedad» general. Según este modelo, debería resultar posible clasificar sus contribuciones relativas a la determinación de la estruc­ tura general de la sociedad. Pero ésa no es la situación que describe Coe y Keatinge en el antiguo Nuevo Mundo. Por el contrario, de­ muestran que las diversas relaciones sociales en que participan las personas —producción, comercio e intercambio de ideas, cónyuges, artefactos, etc.— generaron dos redes socioespaciales de interacción. Una era relativamente pequeña, el Estado; la otra relativamente am­ plia, la religión o la cultura. Sería ridículo sugerir que el Estado no contenía factores comunes «ideales» o que la religión no contenía factores «materiales». Son, por el contrario, diferentes bases poten­ ciales para constituir sociedades, tanto «reales» como «ideales». Una de ellas, el Estado, corresponde a las necesidades sociales, que exigen una organización dotada de autoridad, centralizada territoria lm en te y que todavía no podía organizarse más que en zonas limitadas. La otra, la cultura o la religión, corresponde a unas necesidades sociales basadas en una similitud más amplia, difusa, de experiencia y de interdependencia mutua. Eso es lo que yo denomino organización tra n scen d en te en el capítulo 1 (completo el argumento en la conclu­ sión del capítulo 4). Así, la forma más útil de abordar las relaciones entre los aspectos ideológicos, económicos, militares y políticos de la vida social es interpretándolas en términos sociales. Las sociedades son series de redes de poder superpuestas e intersectantes. El modelo utilizado en este capítulo combina dos elementos prin­ cipales. Sugiere que la civilización, la estratificación y el Estado sur­ gieron como resultado del impulso dado por la agricultura aluvial a redes diversas y superpuestas de interacción social presentes en la región circundante. Ello fomentó una nueva interacción enjaulante entre la zona aluvial y los hinterlands, que llevó a una intensificación de la civilización, la estratificación y el Estado, pero ahora intensi­ ficada en forma de redes de p o d er superpuestas, que incorporaban un poder permanente y coercitivo. Sin embargo, un modelo de ese tipo lleva a dificultades metodo­ lógicas. Aunque podríamos esperar un cierto grado de similitud en­ tre las agriculturas aluviales de las «civilizaciones prístinas», los con­ textos regionales en que se insertaron éstas eran muy variados. Ello reduce la similitud general entre los casos, tanto inicialmente como

después a lo largo del tiempo. Como los casos también diferían en otros sentidos, es improbable que logremos aplicar este modelo (o cualquier otro) mecánicamente a todos ellos. Debido a esas diferencias, empiezo por contentarme en un caso, el de Mesopotamia. Es el mejor documentado, al combinar la abun­ dancia de registros con la magnitud de las excavaciones arqueológi­ cas. Debe hacerse una referencia especial a las técnicas topográficas de Adams (1981 y, con Nissen, 1972), que han mejorado inmensa­ mente nuestra base para generalizar acerca de la historia de los asen­ tamientos que se convirtieron en la primera civilización. A partir de esa base de datos mesopotámicos, examino el modelo detalladamen­ te. Después, en el capítulo siguiente, paso revista a los otros casos a fin de ver cuáles son sus principales diferencias y similitudes, para concluir con un modelo general de los orígenes de la civilización. M esopotam ia: El rieg o y sus in tera ccion es region a les d e p o d er Los primeros datos sobre los riegos en Mesopotamia datan del 5500-5000 a.C. aproximadamente, bastante después de que surgie­ ran en otras partes del Cercano Oriente asentamientos urbanos como los de Catal Hayuk y Jericó. Antes de entonces podemos encontrar huellas de asentamientos fijos bastante grandes por encima de la planicie aluvial, que probablemente indican un sistema generalmente igualitario, mixto de aldea/clanes y característico (como vimos en el último capítulo) de todos los continentes a lo largo de muchos mi­ lenios. Además, hasta que se desarrolló el regadío, la zona perma­ neció relativamente atrasada, incluso en su evolución hacia la «so­ ciedad de rangos», debido probablemente a su pobreza en materias primas, en especial piedra y madera. Lo mismo ocurrió, en menor medida, en los otros valles fluviales euroasiáticos. Así, es probable que el riego se iniciara a partir de una base generalmente igualitaria en todos ellos. En los valles fluviales la ecología tiene una importancia obvia. Al comentar la tesis de Wittfogel me ocupo de los detalles de las eco­ logías. Pero, en general, el aspecto decisivo es que cuando hay una inundación el río lleva lodo y cieno, que una vez depositado se convierte en cieno fertilizado. Es lo que se llama el a lu vión . Si se puede desviar hacia una zona extensa de tierras ya existentes, cabe

esperar un rendimiento mucho más alto de los cultivos. Ese es el significado del riego en el mundo antiguo: la difusión de agua y de lodo en las tierras. El rendimiento de los suelos de secano era infe­ rior. En Europa, los suelos son por lo general arcillosos y entonces tenían mucho bosque. Su fertilidad dependía de la deforestación, de labrar el suelo y romperlo. Incluso después de eliminar el bosque, como sabe cualquier jardinero de la zona templada, la labor de re­ generar el suelo superficial es dura. Antes del hacha, el arado, la azada y la pala de hierro, apenas si resultaba posible eliminar los grandes árboles o labrar el suelo en profundidad. En el Cercano Oriente había pocos bosques, de forma que los suelos eran más livianos, pero también había mucha menos lluvia. Quienes podían utilizar las crecidas de los ríos para obtener agua y suelo superficial gozaban de una ventaja potencial considerable. Inicialmente, los habitantes de esas llanuras vivían por encima del nivel de las crecidas. No se sabe si fueron ellos mismos quienes aprendieron a regar o si tomaron ese conocmiento de otros. Pero, con el tiempo, un número suficiente de ellos llegó a una intervención más activa en la naturaleza. Entre el 5500 y el 5000 a.C. tenemos datos de canales artificiales, cuya construcción exigió aproximada­ mente cinco mil horas de trabajo para los más grandes. En conse­ cuencia, los hallamos adyacentes a los asentamientos claramente más grandes. Después, en algún momento entre el 3900 y el 3400 a.C. —en lo que los arqueólogos califican de época primitiva a media de Uruk (por la gran ciudad de Uruk)— se introdujo un cambio de las pautas demográficas, sin paralelos en ninguna otra parte del mundo hasta ese momento. Según Adms (1981: 75), aproximadamente la mitad de la población de Mesopotamia meridional vivía ya en asentamientos de por lo menos 10 hectáreas, con poblaciones de 10.000 o más habitantes. Se había producido la revolución urbana y, con ella, ha­ bían aparecido algunas (aunque no todas) de las características que relacionamos con la civilización. La escritura apareció hacia el 3100 a.C., y a partir de entonces nos encontramos en el terreno de la historia y la civilización. ¿En qué consiste ese gran avance? Y, ¿por qué se produjo? Pero, antes de sentirnos tentados de lanzarnos a una narración familiar de la evolución local, hagamos una pausa y contemplemos la escala de tiempo de que se trata. No fue una pauta constante, evolucionista y seguida. Al principio, el crecimiento parece haber

sido extraordinariamente lento. Hicieron falta casi dos milenios para pasar del riego a la urbanización: antes de la época primitiva de Uruk las pautas de asentamiento cambiaron poco y, aunque se co­ nociera el riego, no era predominante. Y hallamos huellas de riegos antiguos, sin complejidad social ni una evolución local ulterior, en diversos lugares del mundo. Las historias de los sistemas de riego en lugares como Ceilán y Madagascar destacan los largos combates cíclicos entre aldeas, sus jefes/ancianos y los reinos montañosos de sus vecinos, cuyo desarrollo, si se produjo, sólo obedeció a la inter­ acción con Estados establecidos más poderosos (Leach, 1954; Bloch, 1977). Es de suponer que Mesopotamia tuvo su propia versión, re­ lativamente igualitaria, de los ciclos de la prehistoria que se descri­ bieron en el último capítulo. La lentitud de la aparición significa que el riego no puede expli­ carlo todo, pues ya estaba presente hacia el 5000 a.C. Parece más probable que cuando se produjo el gran avance también dependiera del desarrollo y la difusión lentos de las técnicas y la organización agrícolas y pastoriles por todo el Cercano Oriente. Por ejemplo, tenemos pruebas del aumento gradual del comercio a distancia por toda la región durante los milenios quinto y cuarto. Varios grupos iban aumentando lentamente el excedente disponible para el inter­ cambio y para sustentar a artesanos y mercaderes especializados. La ortodoxia académica actual es que «el comercio precedió a la ban­ dera», es decir, que unas redes bien desarrolladas de intercambio precedieron a la formación de Estados en la zona (véanse, por ejem­ plo, los ensayos que figuran en Sabloff y Lamberg-Karlovsky, 1976, y en Hawkins, 1977). Si este lento avance fue del orden del europeo, del que informaba Kristiansen en el capítulo anterior (1982), podría­ mos prever un 10 por 100 de aumento del excedente en dos mile­ nios. Esta cifra es una mera idea, pero sí indica lo que fue proba­ blemente un ritmo cuasi glaciar del desarrollo. Quizá cruzara un umbral a principios del cuarto milenio, que dio el impulso a unos pocos regantes en el cual basar su campaña de quinientos años hasta llegar a la civilización. Así, las oportunidades y las limitaciones de la ecología local, que se comentarán ahora, desembocaron en un conjunto mucho más amplio de redes sociales y se orientaron par­ cialmente hacia éstas. Dicho esto, hemos de pasar a las oportunidades representadas por el aluvión y por el riego. Todo lo que sigue tiene, como con­ dición previa necesaria, el incremento del excedente agrícola gene­

rado en primer lugar por las crecidas y el entarquinamiento naturales y después por el riego artificial, que aumentaron la fertilidad del suelo al distribuir el agua y el lodo en una superficie mayor de tierra. En Mesopotamia, esto adoptó en primer lugar la forma del riego en pequeña escala a lo largo de los diques naturales. Una red natural de zanjas y diques generaría un excedente muy superior al que co­ nocían las poblaciones que habitaban suelos de secano. Eso llevó a un aumento de la población y de la densidad, quizá superior al sustentado por la agricultura de secano. Esta última es­ taba alcanzando densidades de 10 a 20 personas por kilómetro cua­ drado. En Mesopotamia era de alrededor de 10 hacia el 3500 a.C., de 20 para el 3200 a.C. y de 30 para el 3000 a.C. (Hole y Flannery, 1967; Renfrew, 1972 : 252; Adams, 1981: 90). Pero el excedente tam­ bién aumentaba a mayor rapidez que la población, pues se liberaba a personas para que pasaran de la producción agrícola a la manu­ factura artesanal, al comercio y (a jornada parcial) a las actividades administrativas y suntuarias de la primera clase en parte ociosa co­ nocida en la experiencia humana. Pero el riego significaba una limitación, además de una oportu­ nidad. En cuanto empezaron las mejoras, los habitantes se vieron enjaulados territorialmente. Eran parcelas fijas de tierras las que pro­ porcionaban el suelo fértil; fuera del valle fluvial no las había. Ya no era como bajo el predominio de la agricultura de roza del período prehistórico, cuando existía una necesidad mucho mayor y también una posibilidad mayor de circulación. Pero esa jaula era menos mar­ cada en Mesopotamia que en Egipto. En la primera, las tierras re­ gadas en la época antigua abarcaban siempre una superficie mucho menor de la que se hubiera podido utilizar. En las primeras fases, el regadío sólo abarcaba una estrecha franja en el entorno inmediato de los principales canales fluviales. Probablemente lo mismo ocurrió en la primera pauta de China y del Indo 2. En cambio, el Nilo sólo fertilizaba una estrecha franja de tierra y probablemente quedó po­ blado en toda su longitud desde muy pronto. El territorio también enjaulaba a la gente porque coincidía con una inversión considerable de fuerza de trabajo para conseguir un 2 Por eso parece que la «presión demográfica» como factor en el crecimiento de la civilización es menos importante de lo que se ha solido asumir. Parece un defecto concreto de los modelos, en otros sentidos m uy convincentes, de la «circunscripción am biental» que brindan Carneiro (1970, 1981) y Webb (1975).

excedente: una jaula social. El regarlo equivalía a invertir en fuerza de trabajo cooperativa con otros, construir artefactos que quedarían fijos muchos años. Producía un gran excedente, compartido entre los participantes, vinculado a esta inversión y este artificio concreto. El empleo de una gran fuerza de trabajo (centenares más bien que miles de personas) era ocasional, pero periódico y estacional. La autoridad centralizada también valdría para administrar esos sistemas de riego. Territorio, comunidad y jerarquía coincidían en el riego más que en la agricultura de secano o en la ganadería. Pero no nos obsesionemos demasiado con las llanuras inundadas o con los riegos. La agricultura de aluvión implica un entorno re­ gional: unas montañas adyacentes aguas arriba que reciben conside­ rables lluvias, o nieves en el invierno; la concentración de las co­ rrientes de agua en valles con desiertos, montañas o tierras semiáridas entre ellos; y pantanos y marjales en la llanura. El aluvión está situado entre grandes con trastes ecológicos. Ello fue decisivo al pro­ ducir tanto una vinculación como una interacción distintas, por ejem­ plo, de las existentes en el terreno relativamente llano de Europa. Esos contrastes parecen constituir la receta para la aparición de la civilización. Estudiemos las sucesivas consecuencias económicas de regadío en esas ecologías contrastadas. En primer lugar, en los valles fluviales había grandes marjales, hierba y macizos de juncos, zonas no utili­ zadas del río y un árbol útilísimo, la palmera datilera. El regadío fertilizó a la palmera, aportó inversiones para extenderla e intercam­ bió su producto con entornos «periféricos». La caza de aves, de cerdos, la pesca y la recolección de juncos interactuaron con la agri­ cultura, estableciendo la división del trabajo entre los cazadores-re­ colectores, con parentescos flexibles y los regantes sedentarios, resi­ dentes en aldeas y enjaulados. Estos últimos eran los dominantes, pues a ellos correspondían el impulso inicial hacia el desarrollo. Des­ pués, algo más allá en la periferia, había tierras abundantes, fertili­ zadas de vez en cuando por las crecidas de los ríos o humedecidas por las lluvias. Esas tierras sustentaban algo de agricultura y pastoralismo, aportaban carne, pieles, lana y productos lácteos. Las peri­ ferias de Sumeria eran variadas. Al oeste y al sudoeste estaban los desiertos y los pastores nómadas: al sudeste, pantanos y el Golfo Pérsico; al este, los valles regados, quizá dependientes, del Juzistán; al noreste, las zonas intermedias inutilizables del Tigris y el Eufrates, y entre ellas el desierto; al nordeste, un corredor fértil que subía por

el río Diyala hasta las llanuras de secano de Mesopotamia septen­ trional (que después se convertiría en Asiria), que daban cereales de invierno y las montañas bien regadas del Taurus y de los Zagros. Así, también los contactos sociales eran variados y comprendían a los nómadas del desierto y sus jeques, aldeas situadas en pantanos, primitivas y con estructuras flexibles, regantes competidores, aldeas agrícolas desarrolladas y relativamente igualitarias, y tribus pastoriles de las montañas. El riego liberó a especialistas para que manufacturasen produc­ tos, especialmente textiles de la lana, e intercambiarlos con todos esos vecinos. Los productos se utilizaban en el comercio a gran distancia, a cambio de piedra, madera y metales preciosos. Los ríos eran na­ vegables aguas abajo, especialmente después de que los canales de regadío regulasen sus corrientes. Así pues, los ríos tenían tanta im­ portancia en su calidad de canales de comunicación como en su calidad de conductos para el riego. Desde un principio, el comercio a gran distancia precedió a la consolidación del Estado. Las merca­ derías extranjeras eran de tres tipos principales: 1) materias primas enviadas por vía fluvial a grandes distancias: por ejemplo, desde los bosques del Líbano y las minas de las montañas de Asia Menor; 2) comercio a media distancia procedente de los nómadas y los pas­ tores adyacentes, consistente sobre todo en animales y paños, y 3) comercio a gran distancia por vía fluvial, marítima e incluso ca­ ravanas por tierra de bienes suntuarios, es decir, productos manu­ facturados con una alta relación valor/peso, sobre todo minerales preciosos de las regiones montañosas, pero también mercaderías pro­ cedentes de otros centros de civilización emergente: asentamientos fluviales y portuarios y oasis del desierto esparcidos por el Cercano Oriente, desde Egipto hasta Asia (Levine y Young, 1977). Estas interacciones no sólo aumentaron la fuerza del regadío en sí, sino también las diversas actividades sociales que se superponían a él. Y, además de reforzar la jaula del riego, tuvieron repercusiones sobre las redes sociales más difusas de la periferia. Casi todas éstas son menos visibles, pero su fijación territorial y social sería inferior a la de los regantes. Los contactos y la interdependencia las impul­ sarían algo en el sentido de la fijación, muchas veces bajo una cierta hegemonía de los regantes. Marfoe (1982) sugiere que las colonias mesopotánicas iniciales en las zonas de suministro de materias primas de Anatolia y Siria dieron paso a una política local autónoma. A esa colonia se sumaron otras comunidades políticas agrícolas y pastori­

les, cuyo poder se veía reforzado por el comercio con Mesopotamia. El comercio confería a Mesopotamia ventajas de «intercambio desigual». Sus productos manufacturados y artesanales y su agricul­ tura de alta inversión, intercambiados por metales preciosos, apor­ taban «mercaderías de prestigio», instrumentos y armas útiles y un medio relativamente generalizado de intercambio. Pero la logística del control era abrumadora y no se podía ejercer un control directo sostenido a partir de Mesopotamia. En este capítulo no veremos ninguna innovación considerable de la logística ni de la difusión (véa­ se en el capítulo 1 una explicación de estos términos) del poder. Cuando apareció por primera vez el Estado, era una diminuta ciudad-Estado. Sus recursos de poder estaban concentrados en su cen­ tro y no se hallaban bajo un control extensivo. Así, el estímulo mesopotámico fortaleció a los rivales y no a los dependientes. La urbanización y la formación del Estado autónomo se extendieron por todo el Creciente Fértil, desde la costa mediterránea, por Siria y Anatolia, hasta Irán, en el este. Cabe decir que esas relaciones eran entre el «núcleo» y la «peri­ feria», como hacen muchos estudiosos. Pero la periferia no se podía controlar desde el núcleo y su desarrollo era necesario para el del núcleo y viceversa. El crecimiento de la civilización implicó a todas esas redes de poder flexiblemente conectada y parcialmente autóno­ mas. Análogamente, la metáfora de Rowton (1973, 1976) del creci­ miento diomórfico de la civilización —aunque señala útilmente la relación central entre los regantes y los manufactureros urbanos y oleadas sucesivas de nómadas y seminómadas— también puede ser objeto de una mala interpretación. Como señala Adams (1981: 135 y 136), las dos formas de vida no estaban delimitadas tajantemente. Se superponían en un «continuo estructural y étnico» e intercam­ biaban productos materiales y culturales, que aportaban energía a ambas formas de vida y las transformaban y creaban «marcas» po­ tencialmente poderosas que podían movilizar a elementos de ambos estilos de vida. La aparición d e la estra tifica ción y d el Estado hasta e l 3100 a.C. aprox im adam ente La interacción del riego y su región llevó a dos tendencias en­ jaulantes conexas, el auge de la propiedad cuasi privada y el auge del Estado.

La propiedad privada se vio alentada por la fijación territorial y social. Á1 proceder de una mezcla generalmente igualitaria de aldeas y clanes, adoptó la forma de los derechos de propiedad de la familia extendida o incluso del clan, en lugar de los derechos individuales. Los recursos económicos clave eran fijos, en posesión permanente de un grupo familiar sedentario. Esas tierras constituían la principal fuente de la riqueza sumeria. Eran al mismo tiempo el principal recurso productor de excedente y el lugar en el que se centraban los intecambios con todas las demás ecologías. Los recursos estaban con­ centrados en esas tierras, pero dispersos por todas las demás redes de autoridad. El con tra ste es importante, pues permitía a quienes controlaban esas tierras movilizar una cantidad desproporcionada de poder social colectivo y convertirlo en un poder distributivo utili­ zado contra los demás. Recordamos dos de las teorías de los orígenes de la estratificación comentadas en el capítulo 2, la liberal y la marxista revisionista. El liberalismo situaba el estímulo inicial en las diferencias interperso­ nales de capacidad, trabajo duro y suerte. Como teoría general, es absurda. Pero es muy pertinente cuando las parcelas de tierra ocu­ padas y adyacentes tienen una productividad muy diversa. En el regadío antiguo, la proximidad accidental al suelo fertilizado creaba grandes diferencias de productividad (es lo que destaca Flannery, 1974, como clave de la estratificación ulterior). Pero también hemos de abandonar al individuo, tan bienamado del liberalismo. Se trataba de una propiedad de familias, aldeas y pequeños clanes. De la teoría marxista revisionista extraemos la idea de la posesión efectiva de esa propiedad por élites de aldea y de linaje. Porque el regadío también refuerza la cooperación de unidades mayores que los hogares. Cuando es tan grande la preparación y la protección de la tierra que está organizada colectivamente, resulta difícil que se mantenga la propiedad de la tierra en manos de un individuo o de hogares campesinos. Los registros sumerios después del 3000 a.C. indican que las tierras regadas se dividían en parcelas mucho mayores de las que podían labrar las familias por sí solas, al contrario de la situación existente en la mayor parte de las aldeas prehistóricas. Una de sus formas era la propiedad privada por un grupo familiar extenso. Las relaciones de parentesco y tribuales locales generaban una gestión del regadío por la autoridad de rangos, lo cual parece haber desem­ bocado en concentraciones de propiedad privada. Otra base para las desigualdades permanentes, debida a la pro­

piedad aleatoria o planeada de la tierra era la posesión de una po­ sición estratégica en el punto de contacto con redes más difusas. Los puntos de confluencia de ríos, los vados de canales, más las encru­ cijadas y los pozos, brindaban la oportunidad de ejercer controles mediante la organización del mercado y de los almacenes, además de la «renta por protección», a los colonos adyacentes. Algunos estudiosos atribuyen gran parte de la organización social sumeria a factores estratégicos (por ejemplo, Gibson, 1976). Como los ríos tenían tanta importancia para las comunicaciones, la mayor parte de las posiciones estratégicas se hallaban en las zonas nucleares de la tierra regada. O sea, que esas desigualdades afortunadas no se derivan mera­ mente de un acceso diferenciado al agua o a los suelos fértiles. Tam­ bién presuponen una yux taposición de derechos fijos de propiedad inducidos, de una parte, por el riego y, de la otra, por derechos no territoriales, más fluidos y dispersos, sobre excedentes que también iban aumentando en diferentes ecologías. La concentración de pobla­ ción, de riqueza y de poder ocurrió en el primero de los casos a mayor velocidad que en el segundo. La diferencia entre ellos fue creciendo de forma exponencial (Flannery, 1972). Los principales actores de poder en el primero de los casos ejercían su hegemonía sobre ambos sectores. Con el tiempo, la estratificación se fue inten­ sificando a lo largo de este eje. A medida que crecía el excedente, algunas de las familias o de las aldeas propietarias y regantes del núcleo se retiraron total o parcialmente de la producción directa para dedicarse a la artesanía, al comercio y a ocupar cargos oficiales y sus principales sustitutos fueron «jornaleros dependientes», que recibían tierras y raciones prebendarías, probablemente extraídos de la po­ blación de las zonas adyacentes y, en segundo lugar, aunque en menor grado, esclavos (normalmente, cautivos de guerra de zonas externas). Nuestro conocimiento detallado de este proceso procede de fechas más tardías, después del 3000 a.C., pero probablemente el proceso en sí date del comienzo mismo de la urbanización (Jankowska, 1970). Se trata de una estratificación lateral, de un lado a otro de la llanura aluvial, entre el núcleo y partes de la periferia. Es posible que esto se viera acompañado por una segunda estratifica­ ción, dentro del núcleo, en virtud de la cual la autoridad de rango del jefe del grupo de parentesco y de la aldea se convirtió en una posición casi de clase sobre sus propios parientes o los demás habi­ tantes de la aldea.

Esto brinda una solución al problema laboral planteado en el último capítulo por autores de la escuela militarista (por ejemplo, por Gumplowicz). Estos aducían que no era posible que surgiera espontáneamente una distinción entre terratenientes y jornaleros sin tierras en el seno de un grupo de parentesco o de una aldea, porque no está permitido que los parientes exploten a sus parientes. Así, aducían, la distinción debe tener su origen en la conquista de un grupo de parentesco por otro. Sin embargo, no parece que los orí­ genes de la propiedad en Mesopotamia fueran acompañados de una gran violencia organizada. No predominaba la esclavitud, sino una condición laboral de semilibertad (Gelb, 1967). El arte tardío de Uruk representa a veces a soldados y prisioneros, pero esos motivos no son tan frecuentes como en períodos ulteriores. Las fortificacio­ nes parecen ser raras, aunque los arqueólogos sienten renuencia a presentar argumentos basados en la ausencia de restos. Y, en general, como observa Diakonoff (1972), la Mesopotamia inicial se caracte­ riza por la práctica ausencia de diferencias de condición social mili­ tarista (o, de hecho, de cualquier diferencia no económica). En todo caso, el argumento militarista presupone que existían sociedades cla­ ramente demarcadas, pero que las fronteras sociales seguían estando un tanto difuminadas. La denominación de una periferia por un núcleo, con las consiguientes relaciones patrón-cliente —si el núcleo tiene la posesión exclusiva de una tierra fértil— puede llevar a for­ mas más o menos voluntarias de subordinación laboral. La periferia puede experimentar un crecimiento demográfico mayor del que pue­ de sustentar; por otra parte, las raciones disponibles como salario para los trabajadores sin tierra en el núcleo pueden haber brindado un nivel de vida más seguro que la periferia. Es posible que los jefes o los ancianos de la periferia —los principales proveedores de escla­ vos y de siervos a las sociedades más desarrolladas a lo largo de la historia— hayan colaborado a su subordinación. Así, los orígenes de la estratificación se hacen más comprensibles si abandonamos una explicación «interna» basada en sociedades unitarias 3. Esta estratificación fue surgiendo a lo largo de todo el final del cuarto milenio. Los restos de las tumbas y la arquitectura revelan 3 Podría añadir que aunque tanto la bastardía como la servidumbre por deudas pueden aportar una fuerza de trabajo explotada «interna», en las sociedades primitivas no proporcionan en grado suficiente ni la cantidad ni la estabilidad de la explotación institucionalizada como para explicar los orígenes de la estratificación.

unas diferencias de riqueza cada vez mayores. A partir del 3000 a.C., las desigualdades entrañaban unas diferencias reconocidas legalmente en cuanto al acceso a la propiedad de la tierra. Nos enfrentamos con cuatro grupos: familias principales, con acceso a los recursos de tem­ plos y palacios; personas libres corrientes; trabajadores dependientes semilibres y unos cuantos esclavos. Pero para comprenderlo mejor, hemos de pasar al segundo gran proceso social generado por el enjaulamiento social y territorial, el auge del Estado. Los mismos factores que fomentaron las diferencias de propiedad también intensificaron una autoridad territorialmente centralizada, es decir, un Estado. La gestión de los riesgos desempeñó su papel. El intercambio de productos agrícolas, cuando el territorio de la parte más poderosa estaba fijado y era estratégico para el transporte, significaba que el almacén redistributivo o el mercado de intercam­ bio estarían centralizados. Cuanto más se centralizan los recursos, más defensa necesitan, y de ahí también la centralización militar. El desequilibrio entre las partes creó otra función política centralizada, porque los regantes aspirarían a disponer de rutinas más ordenadas de intercambio de lo que podía brindar la organización social exis­ tente de los pastores y los cazadores-recolectores. En la historia ulterior se denomina a esto «tributo», el intercambio regulado au­ toritariamente, mediante el cual las obligaciones de ambas partes se expresan formalmente y van acompañadas de los rituales de la di­ plomacia. Esto tuvo consecuencias estabilizadoras tanto para los pas­ tores como para los cazadores-recolectores: los civilizó. Una vez que se regularizan los contactos, se produce la difusión de las prácticas. Aunque a los agricultores regantes sedentarios les agrada conside­ rarse como «civilizados» y representan a los demás como «bárba­ ros», existen una similitud y una interdependencia cada vez mayores. Eso fue lo que probablemente ocurrió a los lados de las llanuras aluviales a medida que los regantes, los cazadores de aves, los pes­ cadores e incluso algunos pastores se fueron acercando más los unos a los otros. Es posible que una de sus principales formas de interdependencia en el período en torno al 3000 a.C. fuera la aparición de un Estado redistributivo. Existía un minucioso almacenamiento central de mer­ caderías y muchas veces se sugiere que eso equivalía a un intercam­ bio, no mediante un mercado, sino mediante la asignación autoritaria de valor por una burocracia central. Pero los autores que destacan esto (por ejemplo, Wright y Johnson, 1975; Wright, 1977) no lo

interpretan exactamente en los términos funcionales de la «teoría de la jefatura redistributiva» (que se comenta en el capítulo anterior). No hacen hincapié en la redistribución como una solución racional del intercambio entre diferentes nichos ecológicos en ausencia de técnicas avanzadas de comercialización, sino más bien como si el núcleo regado impusiera un poder parcialmente arbitrario sobre la periferia. Otros autores (por ejemplo, Adams, 1981: 76 a 81) tam­ bién creen que ese modelo núcleo-periferia es demasiado rígido. De­ beríamos imaginar una hegemonía más flexible del patrono sobre el cliente. O sea, que el Estado surgió a partir de unas relaciones fle­ xibles entre el patrón y el cliente, al igual que la estratificación social. La centralización también se vio fomentada por las vinculaciones verticales a lo largo de los ríos. El núcleo interno de la llanura aluvial empezó a llenarse y los grupos de aldeas o de parentesco empezaron a tener roces. Necesitaban unas relaciones relativamente fijas y re­ guladas. La autoridad, presente desde hacía mucho en el seno del grupo de linaje y de la aldea, también era necesaria en las relaciones entre aldeas. Ello tuvo por resultado un segundo nivel de entidades mayores, cuasi políticas. En Sumeria parece que un tipo concreto de centro ceremonial (el segundo de los tres indicadores de civilización de Renfrew), el tem plo, intervino en este proceso, a menudo como árbitro entre aldeas. La importancia del templo estaba bastante ge­ neralizada ente las primeras civilizaciones, cuestión a la que volveré en la conclusión del capítulo 4. Steward (1963: 201 y 202) señala que prácticamente en todas partes la cooperación social extensiva en la agricultura de regadío estaba relacionada con un sacerdocio fuerte, tanto en los casos del Nuevo Mundo como en los del Viejo Mundo. Aduce que un grupo relativamente igualitario dedicado a la coope­ ración tenía unas necesidades desusadamente grandes de solidaridad normativa. Los estudiosos modernos rechazan las connotaciones re­ ligiosas del término «sacerdocio» en Mesopotamia. Describen a los sacerdotes como personas más seglares, más administrativas y polí­ ticas, como un cuerpo diplomático, gestores de los riegos y distri­ buidores. Mediante un proceso cuyos detalles no conocemos, el tem­ plo aparece como el primer Estado de la historia. A medida que iba avanzado el riego, hacía falta una cooperación laboral más extensiva. Hay polémica en torno a exactamente q u é zona territorial era co­ lectivamente interdependiente en la agricultura hidráulica, como ve­ remos. Pero la prevención y el control de las inundaciones, la cons­ trucción de presas, diques y canales de riego, exigían, tanto regular­

mente como durante las catástrofes naturales ocasionales, un cierto grado de inversión con rendimiento aplazado en la cooperación la­ boral entre aldeas, por ejemplo, a lo largo de una zona lateral de la llanura aluvial y a lo largo del río durante una extensión de varios kilómetros. Esto constituía un poderoso impulso hacia unidades po­ líticas mayores que el grupo de parentesco o la aldea. Al cabo de poco tiempo, una de las funciones principales del templo sumerio pasó a ser la administración de los riegos y lo siguió siendo durante mil años 4. Estos Estados de templos no parecen especialmente coercitivos. Resulta difícil estar seguro, pero en general se acepta la opinión de Jacobsen (1943-1957): la primera forma política permanente fue una democracia primitiva en la cual unas asambleas integradas por una gran proporción de los varones adultos libres de la ciudad adoptaban las decisiones importantes. Jacobsen sugería una asamblea bicameral: una cámara alta de ancianos y otra baja de hombres libres. Si bien es posible que esto sea un poco idealizado —pues la fuente principal consiste en mitos más tardíos—, la alternativa probable es una oli­ garquía flexible y bastante amplia integrada por los jefes de las fa­ milias más importantes y quizá, también, de los barrios de la ciudad. Podemos concluir provisionalmente que poco antes del año 3000 a.C. estas comunidades políticas se encontraban en un proceso de transición, en ese vago paso de la autoridad de rangos hacia el Estado estratificado. Pero, al principio, la transición ocurrió menos en la esfera de la coacción de los gobernados por los gobernantes que en la de la coacción en el sentido de enjaular, en el crecimiento de unas relaciones sociales concentradas, inevitablemente intensas y centralizadas. La transición a la coacción y la explotación fue más lenta. Las diferencias entre las familias principales y el resto, y entre los hombres libres y los trabajadores dependientes o esclavos, eran diferencias de «rango absoluto». Pero el rango en el interior de las familias principales parece haber sido «relativo» e intercambiable. El rango dependía en gran medida de la proximidad a los recursos eco­ * Gibson (1976) ha aducido que este papel se vio reforzado en Sumeria por un factor accidental. H acia el 3300 a.C ., el brazo oriental del Eufrates se secó repenti­ namente cuando las aguas abrieron de repente nuevos canales más al oeste. Eso pro­ dujo una emigración masiva hacia el brazo occidental, organizada forzosamente de forma extensiva (probablemente por los templos). Según él, esta fue la razón de que se fundaran las ciudades de Kish y de Nippur.

nómicos, que en sí mismos eran intercambiables. No parece haber pruebas de un establecimiento de rangos en relación con criterios genealógicos «absolutos», como una presunta proximidad a los dio­ ses o los antepasados. En esos sentidos, la aparición de la estratifi­ cación y el Estado fue lenta y desigual. Sin embargo, los dos procesos de crecimiento del Estado y de la propiedad privada estaban vinculados entre sí y al final se apoyaban el uno en el otro. En el capitalismo moderno, con sus derechos de propiedad privada tan institucionalizados y con Estados que no in­ tervienen, consideramos que ambos tipos de propiedad son caracte­ rísticamente antitéticos. Sin embargo, en casi todos los períodos his­ tóricos esto sería un error, como veremos en reiteradas ocasiones. La propiedad familiar y privada y el Estado surgieron juntos, fo­ mentados por los mismos procesos. Cuando comienzan nuestros re­ gistros —la tablillas excavadas en la primera ciudad de Lagash— hallamos una mezcla complicada de tres formas de propiedad de la tierra administrada por el templo. Había campos que eran propiedad de los dioses de la ciudad y estaban administrados por los funcio­ narios del templo, campos arrendados anualmente por el templo a distintas familias y campos concedidos a distintas familias a perpe­ tuidad y sin el pago de arriendo. La primera y la tercera formas solían abarcar grandes superficies y denotaban una propiedad colec­ tiva y privada en gran escala, en ambos casos con el empleo de mano de obra dependiente y unos cuantos esclavos. Los registros indican que la propiedad colectiva y la privada fueron fusionándose cons­ tantemente, a medida que la estratificación y el Estado se desarro­ llaban de forma más extensiva. El acceso a la tierra llegó a quedar monopolizado por una élite unificada, pero todavía representativa, que controlaba los templos y las grandes fincas y ostentaba los car­ gos sacerdotales, civiles y militares. El carácter integrado de la agricultura en condiciones de regadío y del intercambio y difusión entre ella y las ecologías circundantes generó estructuras de autoridad fu sion a da s en grupos de parentesco, aldeas y Estados emergentes. Como no podemos hallar ninguna hue­ lla de conflicto político entre los aspectos presuntamente privados y los colectivos, resulta sensato considerarlos como un solo proceso. Así, la organización del Estado redistributivo emergente, revelada en el sector de los templos por las tablillas de Lagash, probablemente también tenía un paralelo en el sector de las fincas privadas, que está mal documentado. Los templos establecían los presupuestos y orga­

nizaban la producción y la redistribución con gran detalle y com­ plejidad: un tanto para los costes de producción, un tanto para el consumo del templo, un tanto para los impuestos, un tanto para las reinversiones en semillas, etc. Se trata de un Estado redistributivo en el sentido de Polanyi (mencionado en el capítulo anterior). Pero es probable que en el sector privado se aplicaran los mismos prin­ cipios. El Estado era como un gran hogar, que coexistía amigable­ mente con hogares basados en el parentesco 5. La fusión y el enjaulamiento de las relaciones de autoridad tu­ vieron otra consecuencia: la aparición del tercero de los indicadores de civilización de Renfrew: la escritura. Si examinamos atentamente los orígenes de la alfabetización, obtenemos una visión correcta del proceso civilizador inicial. En este caso es crucial Sumeria, porque sus registros son relativamente buenos y porque es un caso segu ro de desarrollo espontáneo de la escritura en Eurasia. Los otros casos posiblemente independientes de alfabetización en Eurasia quizá re­ cibieran su estímulo de Sumeria. En todo caso, quedan todavía por descifrar dos escrituras, la del Valle del Indo y la de la Creta minoica (lineal A), mientras que en los dos casos restantes sólo se han con­ servado selecciones tendenciosas de escritos. Respecto a la China Shang sólo disponemos de registros de las consultas de los primeros gobernantes con los oráculos, conservadas porque se inscribieron en conchas de tortuga o en superficies óseas parecidas. Indican que el principal papel de los dioses es brindar orientación sobre problemas políticos y militares. En cuanto a Egipto, disponemos de inscripcio­ nes funerarias en metal y en piedra, es decir, inscripciones religiosas, aunque la mayor parte de la escritura se hacía en papiro o en cuero, materiales que han sucumbido. En ellas vemos una mezcla de pre­ ocupaciones religiosas y políticas. En todos los demás casos, la es­ critura fue importada. Y eso es importante. La escritura es útil téc­ nicamente. Puede respaldar los objetivos y estabilizar el sistema de significado de cu alq u ier grupo dominante: sacerdotes, guerreros, mercaderes, gobernantes. Así, los casos ulteriores revelan que había una gran diversidad de relaciones de poder implicadas en el desarro5 Cabe hallar datos sumerios sobre las formas de propiedad en Kramer, 1963; Gelb, 1969; Lam berg-Karlovsky, 1976, y Oates, 1978. Por desgracia, las investiga­ ciones del estudioso soviético Diakonoff, que hacen hincapié en el papel inicial de las concentraciones de propiedad privada, siguen sin traducir en gran parte, salvo Diakonoff, 1969. Acerca de los presupuestos de los templos, véase Jones, 1976.

lio de la escritura. De manera que, para contar con una cierta pre­ cisión acerca de los orígenes de la alfabetización, dependemos de los sumerios. En Sumeria, los primeros registros eran sellos cilindricos en los cuales se grababan imágenes para poderlos rodar en arcilla. Eso es una suerte para nosotros, porque la arcilla sobrevive a los milenios. Parecen registrar el intercambio, el almacenamiento y la redistribu­ ción de bienes y a veces parecen denotar quién los poseía. Esas inscripciones fueron evolucionando hasta convertirse en pictogra­ mas, imágenes estilizadas y simplificadas de objetos inscritas con un tallo de junco en tablillas de arcilla. Se fueron simplificando gradual­ mente en ideogramas, representaciones más abstractas que pueden comunicar clases de objetos y después sonidos. Fueron adoptando su forma cada vez más de las variaciones técnicas que permitía el trazar marcas con un junco aplastado en forma de cuña y no de la forma del objeto representado. Por eso llamamos a esa escritura cu n eiform e, es decir, en forma de cuñas. En toda esta evolución, aproximadamente desde el 3500 hasta el 2000 a.C. la inmensa mayoría de las más de 100.000 inscripciones supervivientes son listas de bienes. De hecho, la lista se convirtió en un tema general de la cultura: al cabo de poco tiempo también ha­ llamos listas de clasificaciones conceptuales de todo género de ob­ jetos y de nombres. Permítaseme citar una lista relativamente corta para dar una idea de la alfabetización sumeria. Procede del tercer milenio, de la III dinastía de Ur, del archivo de Drehem: 2 corderos (y) 1 gacela joven (de) el gobernador de Nippur; 1 cordero (de) Girini-isa el capataz 2 jóvenes gacelas (de) Larabum el capataz 5 jóvenes gacelas (de) Hallia 5 jóvenes gacelas (de) Asani-u; 1 cordero (de) el gobernador de Marada; entregado. El mes de comer la gacela El año en que las ciudades de Simurum (y) Lulubu fueron destruidas por novena vez. En el 12.° día [reproducida, con muchas más, en Kang, 1972].

Así es fundamentalmente como nos enteramos de la existencia de

capataces y gobernadores, productos agrícolas y rebaños, del calen­ dario sumerio, incluso de la descripción reiterada de ciudades: por escribanos y contables. Lo que Ies interesa ante todo es preservar un sistema correcto de contabilidad de gacelas y de corderos, no la historia épica de su era. Según esos datos, sus templos no eran sino almacenes decorados; quienes hacían las inscripciones eran más bien escribas que sacerdotes. Pero se trataba de almacenes importantes, pues se hallaban en el centro del ciclo de producción-redistribución. Las listas registran relaciones de producción y de redistribución, y derechos y obligaciones sociales, especialmente en torno a la pro­ piedad. Las listas más complicadas también registran los valores de intercambio de diferentes bienes. Al no haber monedas, esos bienes coexistían con metales preciosos como medios generalmente recono­ cidos de valor. Los almacenes parecen haber ocupado el centro de la organización sumeria del poder. Quizá los dioses fueran funda­ mentalmente los custodios de los almacenes. En éstos, los derechos de propiedad privada y la autoridad política central se fusionaban en una sola cosa, expresada como un conjunto de sellos y, con el tiempo, como la escritura y la civilización misma. La escritura se dedicó después a la narración de los mitos y de la religión. Pero su objetivo primero y siempre el principal, era el de estabilizar e insti­ tucionalizar los dos conjuntos emergentes y en fusión de relaciones de autoridad, la propiedad privada y el Estado. Se trataba de una cuestión técnica, en la que intervenía la posición de un especialista concreto, el escriba. No difundió la alfabetización, ni siquiera al estrato dominante como un todo. De hecho, el carácter cada vez más abstracto de la escritura puede haber hecho que fuera menos inteli­ gible para cualquiera que no fuese un escriba. Las técnicas también se limitaban a unos lugares determinados y centralizados. Casi todas las tablillas eran pesadas y no eran fáciles de desplazar. Para descifrarlas hacían falta los escribas de los tem­ plos. De forma que los mensajes no se podían difundir por todo el territorio social. El pueblo al que se referían mantenía sus derechos y sus deberes en el centro de la pequeña ciudad-Estado. Aunque el poner por escrito lo s derechos de la autoridad equivale a objetivar­ los, a «universalizarlos» (en el sentido del capítulo 1), el grado de universalismo era todavía muy limitado, especialmente en cuanto al territorio. Se habían descubierto pocos medios de d ifu n d ir el poder, más allá de los de la prehistoria: tenía que seguirse imponiendo de forma autoritaria en un lugar central y sobre una superficie reducida.

Sin embargo, la escritura sí que establecía de forma permanente los derechos de propiedad y de autoridad política. Revela una nueva era hacia el 3100 a.C.: la de las sociedades enjauladas civilizadas. Se ha dado el salto. La civiliz ación co m o fed era ció n Hasta ahora, también podría parecer que la fusión de la propie­ dad y la autoridad política estaba creando un nuevo terreno de so­ ciedades unitarias, enjauladas y limitadas. Pero esto es un error y se debe a que he descuidado las repercusiones más generalizadas de la expansión y la fusión de los grupos territoriales y de parentesco. Recordemos que varios de esos grupos estaban extendiéndose por la llanura aluvial. A medida que iba en aumento el comercio, también lo hacía su dependencia común respecto de los ríos como sistema de comunicaciones. A todos interesaba la libertad del comercio, man­ tener el canal del río libre de piratería y de entarquinamiento y, en consecuencia, la regulación por vía diplomática. Al mismo tiempo, surgieron conflictos en torno a los derechos sobre las aguas y a las fronteras. En algunas ecologías, los que vivían aguas arriba tenían ventajas sobre quienes vivían aguas abajo. No sabemos con seguri­ dad si esto fue resultado de la capacidad para desviar las vías de agua, de que las rutas comerciales más importantes fueran las del norte o de la salinización de los suelos en el sur. El conflicto solía ocurrir en un eje norte-sur, a menudo en beneficio de los del norte. Pero, pese a sus diferencias, los principales participantes tenían experiencias vitales muy parecidas. Entre ellos se difundían rápida­ mente las formas artísticas y las ideologías porque, en general, bus­ caban soluciones a los mismos problemas. Tanto el ciclo de las es­ taciones como la importancia del entarquinamiento, el beneficio precedible del río, las relaciones con los pastores, los cazadores-reco­ lectores y los mercaderes extranjeros y la fijación social y territorial emergente llevaban a una similitud general de cultura, ciencia, moral y metafísica. En la prehistoria, los estilos de cerámica y arquitectó­ nicos ya eran asombrosamente parecidos en toda la región. Para la época en que entran en el registro histórico, es posible que medio millón de habitantes del sur de Mesopotamia formaran parte de una sola civilización, aunque ésta contuviera múltiples actores del poder. Es posible que hablaran el mismo idioma. Sus pocos escribas pro­

fesionales utilizaban una escritura común, aprendían su oficio con la ayuda de listas idénticas de palabras y afirmaban que efectivamente eran un solo pueblo, los sumerios. Sin embargo, dista mucho de haberse aclarado el carácter exacto de su unidad, su identidad colectiva y su ideología. Nuestros datos procedentes de la escritura no carecen de ambigüedad. Como nos ha recordado Diakonoff: «Ninguno de esos sistemas antiguos de escritura se ideó para exponer frases pronunciadas directamente, tal como se expresan en el discurso; no eran sino sistemas de ayuda memotécnica, utilizados fundamentalmente para fines administrati­ vos (y más tarde, hasta cierto punto, en el culto)» (1975: 103). Es posible que el pueblo cuyos bienes, derechos y deberes quedaban registrados por los escribas, al principio ni siquiera hablara el mismo idioma. La mayor parte de los estudiosos quizá considere demasiado radical ese escepticismo, pues en algún momento efectivamente se desarrolló un núcleo de idioma y cultura comunes. Pero, en primer lugar, siempre coexistieron con el idioma y la cultura de otros gru­ pos y, en segundo lugar, su núcleo no era una cultura unitaria, sino «federal» o «segmentada». Los sumerios no eran el único «pueblo» de la región. Algunos autores especulan acerca de un pueblo autóctono original con el cual se mezclaron los inmigrantes sumerios. Lo que es más seguro es la existencia de por lo menos otros dos «pueblos» que también se ci­ vilizaron. El primero se hallaba en la región a la que actualmente se llama Elam, 300 kilómetros al este, en el Juzistán actual. Sus orígenes están en las tierras aluviales a lo largo de tres ríos, aunque los datos sobre el riego son menos seguros (Wright y Johnson, 1975). Su pre­ historia tardía y su historia inicial parecen desiguales, con períodos alternantes de desarrollo autónomo y de gran influencia de Sumeria. No está claro si se trataba de un «Estado prístino». Pero su idioma siguió siendo distinto y políticamente no formó parte de Mesopota­ mia. El segundo «pueblo» hablaba una lengua semítica. En general se supone que se trataba de un grupo amplio y muy difundido de origen arábigo. A partir de él, por lo menos dos subgrupos, los acadios y los eblaítas, desarrollaron civilizaciones alfabetizadas al norte de Sumeria. Aparentemente estaban estimulados por las acti­ vidades comerciales, e incluso coloniales, sumerias. Pero fueron creando ciudades-Estados autónomas y complejas en torno a media­ dos del tercer milenio a.C. Ebla, que estaba más lejos, mantuvo su

autonomía durante más tiempo. Un gran número de acadios adya­ centes entraron en Sumeria, primero como jornaleros dependientes, después como lugartenientes militares y por último, en torno aí 2350 a.C ., como conquistadores (como se describe al principio del capítulo 5). Antes del 2350 a.C. no disponemos de datos sobre com­ bates entre sumerios y acadios. Existen dos interpretaciones plausi­ bles de esa ausencia. O bien los sumerios ejercieron la hegemonía sobre los acadios y consiguieron su lealtad y su dependencia sin un recurso excesivo a la violencia organizada, o bien ni los su m erios ni los acadios eran un grupo étnico plenamente distinto y existían zo­ nas donde se solapaban las dos identidades sociales. Es probable que el desarrollo de Sumería también civilizara a Acadia y que los diri­ gentes (¿inicialmente tribuales?) de esta última utilizaran la escritura cuneiforme y pasaran a participar en la política de poder y la iden­ tidad sumerias. Hay muchos paralelismos ulteriores. Por ejemplo, en el capítulo 9 vemos que las élites de una gran conglomeración dé «pueblos» inicialmente distintos fueran adoptando sucesivamente la identidad «romana». Por esos motivos, podemos dudar de que la identidad «sumeria» fuera tajantemente clara o de que fuera equiva­ lente a un territorio civilizado con fronteras delimitadas. En segundo lugar, la cultura sumeria no era unitaria. Para el momento en que se escribieron la religión y la mitología sumerias —cosa que quizá hicieran los conquistadores acadios a mediados del tercer milenio a.C. era federal o segmentada, con dos niveles dis­ tintos. Cada ciudad-Estado tenía su propia deidad tutelar, residente en su templo, «propietaria» de la ciudad, a la cual proporcionaba su foco de lealtad. Pero cada deidad tenía un hogar reconocido en un panteón sumerio común. Anu, que después sería el rey del cielo, sustento de la realeza, residía en Uruk, ai igual que su consorte Inanna. Enlil, rey de la tierra, residía en Nippur. Enki, rey del agua y dios con grandes simpatías humanas, residía en Eridu. Nanna, el dios de la luna, residía en Ur. Cada una de las ciudades-Estado importantes poseían su lugar y muchas poseían un título claro de preeminencia, en este panteón. Cualesquiera fuesen los conflictos entre las ciudades, estaban regulados, tanto ideológicamente como quizá en la práctica diplomática, por el panteón. Así, Nippur, hogar del consejo de los dioses, encabezado por Enlil, desempeñaba un papel inicial en la mediación de las controversias. Al igual que en las relaciones modernas entre los Estados nacionales, existiría un cierto grado de regulación normativa entre los distintos Estados.

Había guerras, pero había normas de la guerra. Había enfrentamien­ tos fronterizos, pero procedimientos para resolverlos. Una sola ci­ vilización, cuyas fronteras estaban difuminadas, contenía múltiples actores del poder en el seno de una organización geopolítica del poder, regulada diplomáticamente. Permítaseme destacar que quizá medio millón de personas se considerasen sumerios, número muy superior a las 10.000 aproxima­ damente coordinadas por las primeras ciudades-Estado, que fueron las primeras ciudades reguladas a u toritariam en te. ¿Cómo surgió esa «nación» difusa, o ese «pueblo»? Los «pueblos» aparecen constan­ temente en las páginas de los libros de historia acerca del mundo antiguo. Pero como en nuestra propia era se dan por supuestos los pueblos extensivos, el misterio de ese fenómeno no nos causa la sorpresa que debiera. No es en absoluto correcto adoptar la etno­ grafía del siglo XIX y afirmar que los sumerios estaban unidos por la etnicidad, por la pertenencia a un fondo genético común. Una vez más, existe un paralelismo con el nacionalismo moderno. Aunque en las pautas intermatrimoniales los fronteras de los Estados nacionales modernos trazan una cierta división, ésta no tiene el tamaño ni la duración suficientes para producir el fondo genético común ni la «raza» que tanto aman los ideólogos modernos. Eso resulta incluso menos concebible en la prehistoria. En todo caso, si en la prehistoria había restricciones a los matrimonios mixtos, nuestro problema con­ siste en explicar cómo surgieron, dado que no podía existir ninguna autoridad extensiva para esa restricción (al contrario que en el Es­ tado nacional moderno). Los pueblos, las razas y las tribus se crean socialmente. No exis­ tieron desde un principio. Son producto de interacciones confinadas de poder durante un largo período entre personas enjauladas dentro de unos límites. En el caso de las primeras civilizaciones, el principal límite era el creado por la explotación social de ecologías adyacentes diferentes. El riego es una actividad social que después subraya las barreras ideológicas. En el antiguo Egipto, donde prácticamente na­ die podía vivir fuera del Valle del Nilo, la barrera se hizo casi ab­ soluta, y lo mismo ocurrió con la identidad «egipcia» (como aduzco en el capítulo 4). En Mesopotamia y en otras civilizaciones de los valles fluviales de Eurasia, el enjaulamiento era más parcial. A lo largo de varios siglos es probable que los diversos núcleos y partes de la periferia fueran desarrollando una identidad cultural general. No una «nación» en el sentido moderno, sino quizá lo que Anthony

Smith (1983) ha calificado de «comunidad étnica», una sensación tenue, pero sin embargo real, de identidad colectiva, sustentada por una lengua, unos mitos fundacionales y unas genealogías inventadas. El registro arqueológico no puede confirmarlo (ni negarlo) totalmen­ te. Los orígenes de los sumerios siguen siendo causa de especulación (Jones, 1969, pasa revista a las polémicas) al respecto. Pero yo añado mi propia especulación: «ellos» no existían como colectividad antes de la revolución urbana, pero pasaron a ser una colectividad a me­ dida que fueron en aumento dos conjuntos de interdependencias: en primer lugar, las dependencias laterales, de un lado a otro de la llanura aluvial, de regantes, cazadores, pescadores y algunos gana­ deros; en segundo lugar, dependencias verticales, a medida que se iban extendiendo a lo largo del río cada una de aquellas ciudades. Ello es coherente con el carácter segmentado, a dos niveles, de la cultura y con su falta de límites externos claramente trazados. Se deriva de uno de los argumentos centrales de este capítulo: la marcha hacia la civilización no fue meramente un producto de tendencias dentro del núcleo regado. El impulso procedente del núcleo llevó, lateral y verticalmente, a cruzar el sistema fluvial y a extenderse a lo largo de éste. Al igual que ocurrió con redes sociales inicialmente flexibles y solapadas, el impulso no se podía confinar dentro de un estrecho núcleo territorial. Aunque algunas de sus consecuencias en­ jaularon a los pueblos en pequeñas ciudades-Estados, otras reforza­ ron las redes de interacción de una región mucho más extensa. Estas últimas no estaban tan fijadas territorial y socialmente como las pri­ meras. En los bordes exteriores, donde la llanura aluvial se encon­ traba con el desierto o las tierras altas, es probable que la identidad cultural no fuese nada clara. Sugiero además que ésta fue la pauta ecológica y cultural domi­ nante del Cercano Oriente antiguo. Por la región fueron creciendo de forma dispersa varias concentraciones segmentadas de poblacio­ nes de decenas de miles de habitantes en valles fluviales regados y en oasis, separados por estepas, montañas y llanuras habitadas, pero marginales. Esto era algo distinto de lo que ocurría en Europa, don­ de una ecología más igual permitía una distribución constante de la población, una estructura social más flexible y una ausencia de iden­ tidades culturales moderadamente enjauladas y segmentadas. Por eso la civilización surgió en el Cercano Oriente, y no en Europa. Hemos llegado a un período entre el 3100 y el 2700 a.C. Por la Mesopotamia meridional se extendía una forma predominante se­

dentaria y urbana de vida. En varias ciudades una población enjau­ lada, que ejercía una hegemonía flexible sobre los habitantes de la periferia interior, iba elaborando unas relaciones estrechas de fami­ lia-propiedad privada y políticas-centrales. Sus dirigentes ejercían po­ deres coercitivos sobre la periferia interna y, quizá, empezaran a hacerlo sobre las familias menos importantes del núcleo. La escritu­ ra, y es de suponer que otros artefactos menos visibles para noso­ tros, aumentaban la permanencia de esas relaciones. Su cultura y su religión estabilizaban esas tendencias, pero también daban una sen­ sación, más amplia y competitiva, de identidad civilizada como co­ munidad étnica. Esa fue la primera etapa de civilización: a dos ni­ veles, segmentada, semienjaulada. Todos esos procesos se intensificaron a lo largo del siguiente milenio. Sabemos ahora, mirando hacia atrás, que de esa región sur­ gió una civilización completa, estratificada y multiestatal, y a ella le debemos una gran parte de la civilización ulterior, comprendida la nuestra. El Estado y la estratificación se fueron endureciendo cada vez más. La democracia/oligarquía inicial se convirtió en monarquía. Después, una monarquía conquistó al resto. Ello llevó a una forma imperial de régimen dominante a lo largo de gran parte de la historia antigua. Simultáneamente, se hicieron más rígidas las relaciones de propiedad. Cuando llegamos a los regímenes imperiales vemos que gobiernan por conducto de aristocracias con poderes monopolistas sobre la mayor parte de la tierra. Parece tratarse de un solo proceso local y evolucionista en el cual la Mesopotamia del 3000 a.C. fue una fase de transición. ¿Pero lo fue? ¿Podemos deducir las caracte­ rísticas ulteriores del Estado, la estratificación y la civilización a partir de las fuerzas que ya hemos visto en movimiento? Empecemos por la respuesta afirmativa más sencilla a esta pre­ gunta. Fue la ortodoxa a fines del siglo XIX, y quien la ha expresado con más vigor en el XX ha sido Wittfogel. Sus fallos son instructivos. Es la tesis de «la agricultura hidráulica y el despotismo». Como se ha expresado en términos comparados generales, ampliaré mi ámbito para tratar de más casos. La a gricu ltu ra d e rega d ío y e l despotism o: Una correla ción espuria Los hilos de la tesis de la agricultura hidráulica, común entre los autores del siglo XIX, los anudó Wittfogel en su D espotism o orien tal

(1957). Algunos de los títulos de los capítulos de su libro hablan por sí solos: «Un Estado más fuerte que la sociedad», «El poder despó­ tico: total y no benévolo», «El terror total». El argumento de Wittfogel se basaba en su concepción de una «economía hidráulica», es decir, de obras en gran escala de canales y de regadío que, a su juicio, exigían un «despotismo agroadministrativo» imperial y cen­ tralizado. A él pertenece el único intento sistemático y coherente de explicar la estructura política de las primeras civilizaciones en tér­ minos de sus economías. Por desgracia, Wittfogel amplió en exceso su modelo y lo aplicó a todas las sociedades en gran escala del mun­ do antiguo. Muchas de las que menciona —como Roma— apenas si conocían la agricultura de regadío. En esos casos su argumento no tiene validez. Sólo es plausible si se aplica a las cuatro grandes civi­ lizaciones fluviales o a las tres que se pueden estudiar detalladamen­ te: Mesopotamia, China y Egipto. La teoría de Wittfogel combina una visión funcional del poder con otra explotadora, una visión colectiva con otra distributiva. Adu­ ce que la agricultura hidráulica exige para su funcionamiento eficaz una función administrativa centralizada. Amplía el «Estado redistributivo» a la esfera de la producción. Eso atribuye al Estado un papel funcional que puede explotar en beneficio propio. El Estado agroad­ ministrativo se difundió por todo el sistema fluvial, confiriendo una superioridad de organización al déspota y su burocracia. El meca­ nismo sociológico de la usurpación del poder es elegante y plausible. Empecemos con China, donde se desarrolló la erudición de Witt­ fogel. Hay algo innegable: desde hace mucho tiempo, China tiene una dependencia desusada respecto de las tierras regadas. Pero hay varios sistemas diferentes de control del agua. Wittfogel, en obras anteriores, los había distinguido conforme a diversas variables: la pluviosidad, su distribución temporal y su fiabilidad; la función exac­ ta y el grado de necesidad del sistema de control; el carácter físico de las obras en sí. Tal como lo entendía él en aquel momento, esas variables tenían consecuencias diversas para la organización social. Otros han ampliado el número de factores variables (por ejemplo, Elvin, 1975). De hecho, sólo cabe discernir una característica común de los sistemas de control del agua: todos ellos intensificaron la organización social p er se. Pues se trataba de empresas inherente­ mente cooperativas en su inciciación y su mantenimiento. Pero la fo r m a de la organización variaba mucho. En su inmensa mayoría, los sistemas de riego chinos —y, de hecho, los de cada país

investigado hasta ahora— eran relativamente pequeños y se limita­ ban a una aldea o un grupo de aldeas. Solían estar organizados por habitantes de la zona, a veces por aldeanos y con más frecuencia por señores locales. Esta variación no estaba determinada tecnológica ni ecológicamente. Fei (1939) describe un sistema del valle del Yangtse en el cual el control sobre un pequeño sistema rotaba anualmente entre los jefes de quince familias de pequeños terratenientes. Otros proyectos idénticos estaban dirigidos por la pequeña nobleza local. Pero el Estado tenía un interés mayor por tres tipos concretos de proyectos. En primer lugar, los pocos planes en gran escala de riego de todo un valle estaban controlados por un funcionario estatal desde fines de la época Han. En segundo lugar, el Estado construyó y administró la red de canales, especialmente el Gran Canal que enlazaba los ríos Yangtse y Huang. En tercer lugar, los sistemas de defensa contra las crecidas, especialmente en las regiones costeras, soMan ser ex ten sivos y superiores a los recursos locales y los cons­ truía y mantenía el Estado. Sólo el primer tipo se refiere a la agri­ cultura hidráulica tal como se ha venido entendiendo habitualmente ese término. También era el más débil de los tres en cuanto a un control eficaz. El funcionario encargado se apoyaba en la población local y su principal papel consistía en arbitrar las controversias lo­ cales, especialmente sobre los derechos al agua. El sistema de canales estaba controlado con más eficacia, porque en él intervenía una bu­ rocracia que se ocupaba del pago de. derechos y de impuestos, y porque era útil para los desplazamientos de tropas. La estrategia fiscal básica del Estado imperial agrario era «si se mueve, que pague impuestos». En China, las vías de agua eran cruciales para el poder fiscal y militar. Las defensas contra las crecidas, efectivamente, au­ mentaron el control estatal en esas zonas. Pero no eran el núcleo del Imperio Chino y no podían haber determinado su estructura inicial imperial-despótica. Y de hecho, los tres casos son p osteriores a la aparición del Estado imperial-despótico. En algunos respectos, cuando Wittfogel denomina a China «des­ potismo oriental» tiene razón, aunque exagere considerablemente los poderes infraestructurales rea les del Estado, como veremos. Pero la causa de su desarrollo no fue la agricultura hidráulica 6.

6 Además de las obras citadas, hay fuentes respecto de la agricultura hidráulica china en C hi, 1936; Eberhard, 1965: 42 a 46, 56 a 83; Perkins, 1968; Needham, 1971:

Los dos casos restantes, Egipto y Sumeria, difieren porque se centran en los riegos de uno o dos ríos. Las características de esos ríos son cruciales. En algún momento hacia el 3000 a.C., Egipto quedó unificado. Desde entonces hasta ahora ha tenido el aspecto de una larga trin­ chera estrecha, de entre cinco y 20 kilómetros de ancho, interrum­ pida únicamente por la trinchera lateral de la depresión del Fayum y ampliada en el Delta en múltiples canales. Lo único que ha variado es su longitud. El Imperio Antiguo (2850 a 2190 a.C.) poseía una trinchera de 1.000 kilómetros de longitud, desde la Primera Catarata (la actual presa de Asuán) hasta el Delta. El riego sólo era (es) po­ sible en esa larga trinchera y sus dos ramas. Incluso el pastoreo era (es) en gran medida imposible fuera de ella. Entre julio y octubre de cada año el Nilo crece y deposita lodo y cieno a lo largo de gran parte de la trinchera. Los principales objetivos del riego coordinado son la canalización y la difusión de esta crecida y después la escorrentía del agua hasta que el suelo queda empapado. Egipto quizá elaborase el ejemplo más claro y desde luego el primero, del «des­ potismo oriental», dicho en términos de Wittfogel. ¿Se debió esto a la agricultura hidráulica? La respuesta es sencillamente que no. En gran medida, el Nilo no es frenable. La crecida es tan fuerte que no se puede desviar, sólo observar. Antes y después de crecer, su desplazamiento lateral de un lado a otro de la trinchera se puede modificar mediante la organi­ zación social. Ello significa que cada cuenca de crecida lateral y su organización social son técnicamente independientes de las demás. Lo único que hace falta es el control local. Butzer (1976) demuestra que en el Egipto imperial la legislación sobre aguas era rudimentaria y se administraba localmente; no existía una burocracia centralizada del riego. La única obra importante coordinada de riego de la cual tenemos datos fue la apertura de la depresión del Fayum en el si­ glo XIX a.C., bien entrado el Imperio Medio y demasiado tarde para explicar la estructura imperial de Egipto. El Nilo era crucial para el poder estatal (como veremos en el capítulo siguiente), pero no gra­ cias a la agricultura hidráulica.

IV, 3, y Elvin, 1975. También reconozco el estímulo de dos excelentes conferencias dadas en la London School o f Econom ía, seminario sobre «Pautas de la H istoria», 1980-81, por M ark Elvin y Edmund Leach.

Sumeria se fundó sobre dos ríos, el Tigris y el Eufrates 7. El Eufrates fue el río crucial en las primeras etapas. Al igual que el Nilo, ambos ríos tenían crecidas anuales. Pero la inundación adop­ taba diferentes formas. El principal canal era también imparable, pero la ancha llanura de Mesopotamia, «la tierra entre los ríos», creó muchos canales secundarios cuyas aguas se podían desviar a los cam­ pos (pero después, al contrario de lo que ocurría con el Nilo, no se las podía drenar, con lo que se producía la salinización de los sue­ los). También se inundaba en temporada más avanzada que el Nilo. Después de las crecidas del Nilo había mucho tiempo para plantar. Pero en Mesopotamia era necesario plantar antes de la crecida. Los diques y los malecones protegían las semillas y el agua de la crecida se almacenaba en tanques. Eso exigía una cooperación social más rígida y regulada, una organización tanto vertical como lateral, dado que se podían controlar los caudales de los canales. Pero el que se pudiera controlar una gran parte del río era una cosa y otra era que se considerase aconsejable controlarla. Lo que más interesaba para los riegos era el caudal lateral. Los principales efectos verticales se dejaban sentir en la zona adyacente aguas abajo, lo cual introducía un elemento estratégico y militar: los habitantes aguas arriba podían controlar el suministro de agua de quienes vivían agua abajo, lo cual quizá llevara a un chantaje coercitivo respaldado por la fuerza mili­ tar. El despotismo de los residentes aguas arriba no se basaría en el control de la fuerza de trabajo de los residentes aguas abajo, como en el modelo de Wittfogel, sino en el control de sus recursos natu­ rales vitales. Pero, a fin de cuentas, tanto el Eufrates como el Tigris eran incontrolables. El Tigris corría demasiado rápido y profundo, los canales del Eufrates cambiaban de forma demasiado impredecible para que ningún sistema de administración hidráulica conocido del mundo antiguo pudiera controlarlos completamente. La variabilidad desestabilizaba los equilibrios del poder, al igual que la salinización de los suelos. Después del primer gran avance del riego, se utilizó la organización social existente para mejorar la administración de los riegos, en lugar de lo contrario. Las ciudades, la escritura y los templos se desarrollaron cinco siglos antes de la introducción de los 7 M is fuentes sobre las características de los ríos son Adams (1965, 1966 y , espe­ cialmente, 1981: 1 a 26, 243 a 248); Jacobsen y Adams (1974); Oppenheim (1977: 40 a 42).

términos técnicos relativos al regadío, que se hallan al final del pe­ ríodo predinástico (Nissen, 1976: 23), e incluso mucho antes de la construcción de las grandes presas y los grandes canales (Adams, 1981: 144, 163). Y el riego era lo bastante precario como para que­ brantar la organización social existente con tanta frecuencia como la extendía. La forma social que surgió fue la ciudad-Estado, que sólo ejercía control sobre un tramo y un cauce lateral limitados del río. Quizá incorporase un cierto grado de estratificación, autoridad política cen­ tralizada y un control coercitivo de la fuerza de trabajo y esos ele­ mentos —especialmente el último— debían algo a las necesidades del riego. Pero no incorporaba un Estado despótico, ni siquiera la rea­ leza en un principio. Cuando más adelante surgieron Estados terri­ toriales más grandes, con reyes y emperadores, el control sobre los riegos formaba p a rte de su poder, especialmente del poder estraté­ gico de quienes vivían aguas arriba, pero ya veremos que este factor no era sino auxiliar. En resumen, en el mundo antiguo no existía un vínculo necesario entre la agricultura hidráulica y el despotismo, ni siquiera en las tres zonas aparentemente favorables de China, Egipto y Sumeria. La agri­ cultura hidráulica desempeñó un papel importante en la aparición de las civilizaciones con escritura y en la intensificación de su organi­ zación fija territorial y socialmente. Probablemente sea cierto que la extensión de la agricultura hidráulica ejerció una considerable in­ fluencia en la de la organización social, pero no en el sentido su­ puesto por Wittfogel. La agricultura hidráulica favoreció grupos so­ ciales y protoestados densos, pero pequeños, que controlaban un tramo determinado de anchura limitada de una llanura aluvial o un valle fluvial; por ejemplo, las ciudades-Estado como en Sumeria, o los dominios de los señores locales o n om os como en China y Egip­ to, o comunidades aldeanas autónomas como en otras partes de Chi­ na o, de hecho, prácticamente cu alq u ier fo r m a de gobierno local. En términos numéricos, es posible que las primeras ciudades sumerias fueran características de las capacidades que generaba el riego. Ha­ bitualmente su población oscilaba entre 1.000 y 20.000 habitantes, con un número desconocido de clientes en sus hinterlands. Como he destacado, incluso gran parte de este tamaño y esta concentración se debía a los efectos más difusos del riego sobre su entorno, no exclusivamente a la gestión del riego. Como máximo, en el período Predinástico I una ciudad ejercía una hegemonía flexible sobre sus

vecinos, un control político sobre quizá 20.000 personas. El radio de esa zona oscilaba entre cinco y 15 kilómetros. Se trataba de so­ ciedades diminutas. ¡En Mesopotamia resulta especialmente llamati­ vo que de las ciudades más importantes, Eridu y Ur, y Uruk y Larsa, fueran visibles la una desde la otra! El riego aportó un incremento considerable de las capacidades de organización de los grupos humanos, pero en una escala nada a pro­ xim ada a la de los imperios universales, que contenían millones de habitantes en centenares o miles de kilómetros, como imaginaba Witt­ fogel. La tesis de Wittfogel adolece de cuatro fallos principales: 1) no puede explicar la fo rm a ni siquiera de la ciudad-Estado temprana, que no era despótica, sino democrática/oligárquica; 2) no puede ex­ plicar el crecimiento de los imperios y Estados posteriores más ex­ tensos; 3) no puede explicar los elementos más amplios de organi­ zación social que ya estaban presentes en las primeras ciudades-Es­ tado, ni la cultura federal segmentada, o sea, que algunas de las fuerzas que impulsaron un poder más extensivo no estaban contro­ ladas por el Estado, fuera o no despótico, fuera o no regante, y 4) n o puede explicar que incluso el crecimiento del núcleo de la ciudad-Estado no fuese unitario, sino dual. Lo que surgió fueron tanto las relaciones de Estado centralizado com o las relaciones de estratificación descentralizadas basadas en la propiedad privada. Witt­ fogel hace caso omiso de estas últimas. Su modelo de todos los Estados antiguos es muy fantasioso en cuanto al poder infraestruc­ tura! real que les atribuye. Veremos constantemente que las m ism as fuerzas que incrementaron el poder estatal después también lo des­ centralizaron y lo desestabilizaron (véase en especial el capítulo 5). Junto con el Estado fue creciendo un estrato de familias importantes con tierras propias. La aristocracia fue creciendo junto con la mo­ narquía y el despotismo. Este formidable catálogo de errores se basa en un modelo sub­ yacente de una sociedad unitaria. Los fallos de Wittfogel son atribuibles fundamentalmente a ese modelo. Todos menos el primero giran en torno al carácter federal y segmentado del desarrollo social en aquellos tiempos. Eso nos aporta una base para llegar a una ex­ plicación mejor de las form a s del desarrollo social inicial. Pero la intensificación de la civilización, el Estado y la estratifi­ cación social fue un asunto muy prolongado. En este capítulo no puedo llegar a una explicación de los regímenes despóticos imperia­

les distinta de la de Wittfogel, porque en la Mesopotamia inicial no surgieron. Esa tarea corresponde sobre todo al capítulo 5, en el cual se trata de la dinastía acadia (el primer «imperio» real de la historia) y sus sucesores. Sin embargo, hasta cierto punto podemos adelan­ tarnos a esa explicación. A medida que la sociedad mesopotámica iba madurando, una vieja fuerza, el m ilitarism o, pasó a adquirir ma­ yor importancia. M ilitarism o, difusión, d esp otism o y aristocracia: correla cion es auténticas A fin de explicar el crecimiento de los Estados y la estratificación social en Mesopotamia, hemos de reconocer un leve cambio de ve­ locidad en torno al siglo XXVII a.C., en la transición de lo que se denomina Protodinástico I a Protodinástico II. Según Adams (1981: 8 1a 94), en torno a esas fechas cambiaron las pautas de asentamien­ to. Aunque la mayor parte de la población ya vivía en ciudades, éstas tenían aproximadamente las mismas dimensiones. Con la excepción de Uruk, apenas sí había aparecido la «jerarquía de asentamientos». Después, Uruk creció mucho, al igual que varias ciudades más. Al mismo tiempo, se abandonaron muchos de los asentamientos más pequeños, lo cual significa —deduce Adams— que se debió conven­ cer u obligar a decenas de millares de personas a emigrar. Uruk ya abarcaba dos kilómetros cuadrados, con una población que podría llegar a tener entre 40.000 y 50.000 habitantes. Para sustentar a esa población hacía falta un control organizado sobre un gran h in terland. Adams sugiere un radio de 14 kilómetros de tierras controladas y cultivadas con bastante regularidad, además de una hegemonía más flexible sobre una zona más extensa. En ambas zonas, la logística de los desplazamientos y el transporte del producto agrícola sugiere que eran los trabajadores locales dependientes, y no los residentes libres en la ciudad central, quienes labraban los campos y pastoreaban el ganado. A su vez, esto sugiere un aumento de la división del trabajo y la estratificación entre el núcleo urbano y la periferia rural. Los procesos de interacción ya evidentes anteriormente se fueron inten­ sificando durante los comienzos del tercer milenio. Pero con la intensificación llegaron cambios. Ahora las ciudades estaban cercadas por enormes murallas fortificadas. Aparecen perso­ najes que reciben el nombre de lu ga l y que residen en grandes com­

piejos de edificios llamados é -g a l —lo cual se traduce como «rey» y «palacio», respectivamente. Aparecen en los textos junto con térmi­ nos nuevos que se refieren a actividades militares. Si nos dedicamos a la arriesgada empresa de atribuir fechas a los primeros gobernantes mencionados en la lista de reyes (escrita hacia el 1800 a.C.), llega­ mos hacia el siglo XXVII para encontrar a los primeros grandes re­ yes, Enmerkar de Uruk, y Gilgamesh, su famoso sucesor. Sobre esta base, Jacobsen conjeturó que los reyes aparecieron como jefes de guerra, elegidos por un período provisional por la asamblea oligár­ quica democrática de la ciudad. En un período de conflictos y de inestabilidad, obtuvieron autoridad a largo plazo porque la guerra y las fortificaciones exigían la organización militar a lo largo de varios años. Durante algún tiempo, los lu ga l coexistieron con otras figuras como los sanga y los en o ensi, funcionarios de los templos que aunaban funciones rituales y administrativas. Gradualmente, el rey fue monopolizando la autoridad y, aunque el templo conservó al­ guna autonomía respecto del palacio, también acabó por ser el prin­ cipal iniciador del ritual religioso. La epopeya de Gilgamesh, escrita hacia el 1800 a.C., da una relación completa de todo ello, aunque otra cosa es saber si se trata de hechos o de una ideología más tardía. Gilgamesh, que empieza siendo el en de Uruk, encabeza la resistencia a un ataque organizado por la ciudad de Kish. Al principio necesita el permiso tanto de un consejo de ancianos como de una asamblea de toda la población masculina para poder adoptar decisiones importantes. Pero su vic­ toria realza su autoridad. La distribución del botín y la consiguiente edificación de fortificaciones casi permanentes le aportan recursos propios, con los cuales va convirtiendo gradualmente su autoridad representativa en un poder coercitivo. Parte de esto ha resultado ser realidad: las murallas de la ciudad de Warka, atribuidas en la leyenda a Gilmamesh, se han fechado en el período correcto. Para el 2500 a.C., la docena aproximada de ciudades-Estado so­ bre las cuales tenemos datos parecen haber estado dirigidas por un rey con pretensiones despóticas. Parece que en sus combates milita­ res varias lograron una hegemonía temporal. El militarismo culminó en el primer gran imperio, el de Sargón de Akkad, descrito en el capítulo 5. En resumen, empieza una fase claramente militarista. Po­ demos reintroducir las teorías militaristas de los orígenes del Estado, comentadas en el último capítulo, no para explicar los orígenes, sino para ayudar en la explicación del desarrollo u lterior del Estado. En

el capítulo 2 se mencionaron dos importantes defectos de esas teo­ rías aplicadas a los orígenes: la organización militar del tipo que realzó el poder de sus jefes presuponía efectivamente la capacidad de poder de los Estados y las sociedades adoptaban medidas para asegurar que sus jefes militares no pudieran convertir una autoridad temporal en un poder permanente y coercitivo. Pero cuando van desarrollándose los Estados, la estratificación y la civiliación, esas objeciones pierden fuerza. Las técnicas de administración que ya se habían aplicado al riego, a la redistribución y al intercambio, así como a las relaciones patrón-cliente entre el núcleo y la periferia, podían tener consecuencias militares. Al principio predominó la de­ fensa con gran densidad de inversión, tanto en las fortificaciones como en las demás falanges de infantería que se desplazaban lenta­ mente y en los carros a tracción animal que constituyeron los pri­ meros ejércitos. Esas formaciones refuerzan al mando, la coordina­ ción y el abastecimiento centralizados. La conversión de una autoridad temporal en un poder perma­ nente y coercitivo es algo más problemática. Sin embargo, un factor estimulante fue el enjaulamiento de la población en esas ciudadesEstado. Es algo que ha destacado Carneiro (1961, 1970; cf. Webb, 1975) en su teoría militarista de la «circunscripción ambiental». Se­ ñala, al igual que he hecho yo, la importancia de una tierra agrícola circunscrita en los orígenes de la civilización. Aduce que cuando se intensifica la agricultura, la población queda todavía más atrapada. La presión demográfica empeora la situación. La única solución es la guerra. Como los derrotados no tienen adonde huir, quedan ex­ propiados y se convierten en una clase inferior en una sociedad am­ pliada. Carneiro explica con este proceso los orígenes del Estado y por eso tiene defectos. La agricultura no agotó la tierra utilizable de los valles fluviales; existe una inquietante ausencia de artefactos mi­ litares en los restos más antiguos y no pueden existir datos directos en un sentido u otro acerca de la presión demográfica. Pero Carneiro tiene razón fundamentalmente en otra cuestión clave. Ha percibido el problema que suele plantear a los regímenes primitivos la autori­ dad libremente concedida y, en consecuencia, libremente recupera­ ble. De ahí la importancia de la «circunscripción», la jaula social, que elimina parte de la libertad. En las sociedades que ya se estaban viendo enjauladas territorial y socialmente por otras presiones, se intensificó la circunscripción. Las murallas de la ciudad simboliza­ ban y materializaban la jaula del poder autoritario. La adhesión a la

autoridad difusa más allá de sus fronteras se debilitaba: se aceptaba este Estado y su jefe militar. Así se inició el gran negocio de la «protección» de la historia política: aceptad mi poder, porque yo os protejo contra una violencia peor, de la cual os puedo dar una mues­ tra, si no me creéis. Pero persisten dos problemas. ¿P or q u é adquirió la guerra más importancia durante este período? y, ¿cómo fue que la autoridad militar se convirtió en una coerción permanente? Las respuestas a la primera pregunta tienden a depender menos de los datos pertinentes que de hipótesis generales acerca del papel de la guerra en la experiencia humana. Por desgracia, los datos son escasos. Pero si no hacemos hincapié en la frecuencia de la violencia, sino en su organización, dependemos algo menos de las hipótesis generales acerca de la naturaleza humana. Es posible que la guerra sea endémica, pero el mando militar centralizado y la conquista no lo son. Presuporten una organización social considerable. Parece plau­ sible que en Mesopotamia se cruzara un umbral de organización poco después del 3000 a.C. Ahora, el grupo que realizaba la incur­ sión disponía de recursos para mantenerse en posesión del temploalmacén del enemigo y de extraer de él establemente excedentes y servicios laborales. Existía una respuesta posible: invertir en la de­ fensa. Quizá se iniciara una carrera armamentista, menos preocupada por los armamentos que por establecer organizaciones militares cu­ yas líneas generales se derivasen de una organización social más ge­ neral. No se sabe si también aumentó la frecuencia de la violencia. Pero es probable que la ecología social de Mesopotamia llevara a su persistencia mediante niveles más elevados de organización social. Probablemente muchas disputas fronterizas se referían a zonas que hasta entonces se hallaban en la periferia del territorio de las ciuda­ des-Estado, que de pronto se habían hecho más fértiles debido a los cambios de cauce del río. Gran parte del grupo belicista dentro de la ciudad-Estado se hallaba estratégicamente situado para beneficiar­ se del cambio de dirección del río o —a la inversa— era víctima de ese cambio. Sin embargo, todo es to son con jetu ra s, debido a la faJta de información relativa a los combatientes. Tampoco estamos seguros acerca del ámbito de la nueva autori­ dad/poder militar y, en consecuencia, no podemos responder estric­ tamente a la segunda de las preguntas planteadas más arriba. Sin embargo, resulta difícil ver cómo podría elevarse un Estado despó­ tico militar por encima de la sociedad mientras siguiera sin existir

un recurso crucial: un ejército permanente. No había una élite de guerreros (Landsberger, 1955). En el ejército se mezclaban dos ele­ mentos, un «ejército de ciudadanos» de todos los varones libres y adultos y una «leva feudal» o mesnada de miembros de familias principales con su séquito (aunque esos términos no tienen una re­ sonancia mesopotámica). Es probable que, en sus orígenes, el Itigal fuera el p rim u s in ter p a res de este último elemento. Era un cabeza de familia bastante superior (como, de hecho, lo era el dios de la ciudad). La realeza se legitimaba en términos de «rango absoluto». Introducía un punto máximo fijo en el rango y a partir de él una gradación genealógica. Algunos reyes ulteriores fundaron dinastías efímeras. En esos casos, el rango absoluto se institucionalizó. Pero ninguno de ellos reivindicó la divinidad ni una relación especial con las generaciones anteriores y casi todos eran meramente hombres fuertes, procedentes de las familias principales y dependientes de ellas. El rey no podía quedarse con los recursos del Estado. El mi­ litarismo no sólo reforzó al lugal, sino también los recursos de pro­ piedad privada de las familias principales. Hacia fines del periodo Protodinástico, hubo indicios de tensión entre la monarquía y la aris­ tocracia, en los cuales desempeñaron un papel clave nuevos elemen­ tos periféricos. Los últimos reyes empleaban a lugartenientes con nombres semíticos, indicio quizá de que trataban de incrementar su propia fuerza de mercenarios, independiente de las principales fami­ lias sumerias. Ahora, con perspectiva histórica, sabemos que los mer­ cenarios se hicieron con el poder (pero eran mucho más que mer­ cenarios). Intensificaron considerablemente el Estado y la estratifi­ cación, pero para explicarlo (en el capítulo 5) ampliaremos todavía más el argumento. De manera que incluso la intensificación del Estado y la estrati­ ficación a fines del período Protodinástico no fue muy lejos. La población estaba más claramente enjaulada —lo que había iniciado el regadío lo continuó el militarismo—, pero ni la clase ni el Estado habían alcanzado la fuerza coercitiva permanente normal de los cua­ tro milenios y medio siguientes de la historia. Había explotación, pero sólo parte del tiempo. Como ha señalado Gelb (1967), todo el mundo seguía trabajando. Para llevar más adelante al Estado y a la estratificación, hasta las dinastías imperiales y las clases terratenien­ tes, tenemos que llegar a los acadios, los primeros señores de marcas de la historia. Eso ampliará nuestro ámbito alejándonos todavía más del regadío, en el capítulo 5.

C onclusión: La civiliz ación m esopotá m ica com o p ro d u cto d e red es im bricadas d e p o d er En estas secciones sobre Mesopotamia he tratado de mostrar la utilidad de un modelo de sociedades como redes superpuestas de poder. El desarrollo social mesopotámico se basó en el enjaulamiento causado por dos redes principales de interacciones: 1) relaciones laterales, entre la agricultura aluvial y la de secano, la ganadería, la minería y la silvicultura, a las que se suele denominar núcleo y pe­ riferia, y 2) las relaciones verticales a lo largo de los ríos entre di­ ferentes zonas aluviales y sus hinterlands. Esas relaciones intensifi­ caron tanto las concentraciones de propiedad privada como la cen­ tralización territorial de unidades sociales locales, lo cual fomentó el desarrollo de la estratificación social y del Estado. Pero las relaciones entre esas redes sociales principales eran flexibles y estaban super­ puestas, lo cual reducía la fuerza de la jaula. Su suma fue la civili­ zación sumeria, una organización de poder geopolítica multiestatal, cultural y diplomática. Fue la mayor red organizada de las que tra­ tamos, pero en sí misma era difusa, segmentada, con fronteras in­ ciertas y con tendencia a fragmentarse en unidades autoritarias más pequeñass de ciudades-Estado. En años ulteriores, el militarismo em­ pezó a superar la segmentación y a reconsolidar la civilización (esto se describe de forma más completa en el capítulo 5). El desarrollo dinámico dependió de esas imbricaciones y no fue producto de una dinámica endógena análoga a la esbozada por Wittfogel. La civiliza­ ción de Mesopotamia no fue unitaria, sino que reunió múltipes fac­ tores de poder. Fue resultado de diversas redes de interacción crea­ das por la diversidad ecológica, la oportunidad y las limitaciones. Veamos en el siguiente capítulo si esas pautas eran específicas de Mesopotamia o generales de los comienzos de la civilización. Sobre esa base podemos llegar a conclusiones globales acerca de los oríge­ nes de la civilización, la estratificación y los Estados, lo cual haremos al final del capítulo 4.

B ib lio g ra fía Adams, R. McC. 1965: Land B ehind B agbdad. Chicago: University of Chi­ cago Press.

— 1966: The E volution o f Urban Society. Londres: Weidenfeld & Nicolson. — 1981: H eartland o f Cities. Chicago: University of Chicago Press. — y H. J. Nissen. 1972: The Uruk C ountryside. Chicago: University of Chicago Press. Bloch, M. 1977: «The disconnections between power and rank as a process: an outline of the development of kingdoms in central Madagascar». Ar­ ch ives E uropéennes d e S ociologie, 18. Butzer, K. 1976: Early H ydraulic civilization in Egypt. Chicago: University of Chicago Press. Carneiro, R. L. 1970: «A theory of the origins of the State». S cience, 169. — 1981: «The chiefdom: precursor of the state». En The Transition to S tatehood in th e N ew World, comp. por G. D. Jones y R. R. Kautz. Cambridge: Cambridge University Press. Chi, T.-T. 1936: K ey E conom ic Areas in C hínese H istory. Londres: Alien & Unwin. Childe, G. 1950: «The Urban Revolution». T ow n Planing R eview , 21. Diakonoff, I. M. 1969: «Main features of the economy in the monarchies of ancient western Asia». Third In ternation al C on feren ce o f E conom ic H istory. Munich, 1965. París: Mouton. — 1972: «Socio-economic classes in Babylonia and the Babylonian concept of social stratification». En XVIII R encon tre assyriologiq u e in tem a tional, comp. O. Edzard. Munich: Bayer, Ak-abh, phil, hist kl. Abh. — 1975: «Ancient writing and ancient written language: pitfalls and peculiarities in the study of Sumerian». A ssyriological Studies, 20. Eberhard, W. 1965: C onquerors and R ulers: Social Forces in M odem China. Leiden: Brill. Elvin, M. 1975: «On water control and management during the Ming and Ch’ing periods». En C hing-Shih w en Li, 3. Fei, H. T. 1939: Peasant Life in China. Londres: Routledge. Flannery, K. 1968: «The Olmec and the valley of Oaxaca». D um barton Oaks C on feren ce on th e O lm ec. Washington: Dumbarton Oaks. — 1972: «The cultural evolution of civilizations». Annual R ev iew o f Ecolo g y an d System atics, 3. — 1974: «Origins and ecological effects of early domestication in Irán and the Near East». En The Rise and Fall o f C ivilisations, comps. C. C. Lamberg-Karlovsky y J. A. Sabloff. Menlo Park, Calif.: Cummings. Gelb, I. 1967: «Approaches to the study of ancient so ciety » . Jou rn a l o f the A m erican O riental S ociety, 87. — 1969: «On the alleged temple and state economics in ancient Mesopo­ tamia». Studi in O nore di Eduardo Volterra, 6. Gibson, M. 1976: «By state and cycle to Sumer». En The L egacy o f Sumer, comp. D. Schmandt-Besserat. Malibu, Calif.: Undena. Hawkins, J. 1977: Trade in th e A ncient N ear East. Londres: British School of Archaeology in Iraq.

Hole, F., y K. Flannery. 1967: «The prehistory of southwestern Irán». Proceed in gs o f th e P rehistoric S ociety, 33. Jacobsen, T. 1943: «Primitive democracy in ancient Mesopotamia». Jou rn a l o f N ear Eastem Studies, 2. (Véase asimismo el cap. 9 en Jacobsen, 1970). — 1957: «Early political developments in Mesopotamia». Z eitschrift Für A ssyriologies, N. F., 18. (Véase asimismo el cap. 9 en Jacobsen, 1970). — 1970: Towards th e Im a ge o f Tammuz an d oth er Essays in M esopotam ian H istory and C ulture. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. — y R. McC. Adams. 1974: «Salt and Silt in Ancient Mesopotamian Agriculture». En C. C. Lamberg-Karlovsky y J. Sabloff, A ncient C ivilization an d Trade. Albuquerque: University of New México Press. Jankowska, N. B. 1970: «Prívate credit in the commerce of ancient western Asia». In Fifth International C on feren ce o f E conom ic H istory, Leningrado, 1970. París: Mouton. Jones, G. D., y R. C. Kautz, 1981: The Transition to S tatehood in th e N ew World. Cambridge: Cambridge University Pess. Jones, T. B, 1969: The Sum erian P roblem . Nueva York: Wiley. — 1976: «Sumerian administrative documents: an essay». A ssyriological Stu­ dies, 20. Kang, S. T. 1972: Sum erian E conom ic Texts fro m th e D rehem A rchive, vol. 1. Urbana: University of Illinois Press. Kramer, S. N. 1963: The Sumerians. Chicago: University of Chicago Press. Kristiansen, K. 1982: «The formations of tribal systems in later European pre-history: northern Europe 4000 B.C.-500 B.C.». En T heory a n d Explanation in A rchaeology, comp. C. Renfrew y otros. Nueva York: Academic Press. Lamberg-Karlovsky, C. C. 1976: «The economic world of Sumer». En The lega cy o f Sumer, ed. D. Schmandt-Baesserat. Malibu, Calif.: Undena. Landsberger, G. 1955: «Remarks on the archive of the soldier Ubarum». Jou rn a l o f C uneiform Studies, 9. Leach, E. 1954: The P olitical System s o f H ighland Burma. Londres: Athlone Press. Levine, L. P., y T. C. Young. 1977: M ountains an d L owlands: Essays in th e A rcheology o f G reater M esopotam ia. Malibu, Calif.: Undena. Marfoe, L. 1982: «Cedar Forest to silver mountain: on metaphors of growth in early Syrian society. Paper given to a Conference on Relations bet­ ween the Near East, the Mediterranean World and Europe: 4th-lst Millenia B.C.», Aarhus, agosto 1982. Needham, J. 1971: S cience and C ivilisation in China, vol. IV, parte 3 (se­ parata). Cambridge: Cambridge University Press. Nissen, H. J. 1976: «Geographie». En S um erological Studies in H onor o f Thorkild Ja cob sen , comp. S. J. Lieberman. Chicago: University of Chi­ cago Press. Oates, J. 1978: «Mesopotamian social organisation: archaeological and phi-

lological evidence». En The E volution o f Social Systems, comps. J. Friedman y M. J. Rowlands. Londres: Duckworth. Oppenheim, A. L. 1977: A ncient M esopotam ia. Chicago: University of Chi­ cago Press. Perkins, D. 1968: A gricultural D evelop m en t in China 1368-1968. Chicago: University of Chicago Press. Renfrew, C. 1972: The E m ergence o f C ivilisation: The C yclades an d th e A egean in the Third M illennium B.C. Londres: Methuen. — 1975: «Trade as action at a distance». En A ncient C ivilization an d Trade, comps. J. Sabloff y C. C. Lamberg-Karlovsky. Albuquerque: University of New México Press. Rowton, M. B. 1973: «Autonomy and Nomadism in western Asia». O rientalia, 4. — 1976: «Dimorphic structure and the problem of the “Apiro-Ibrim”». Jo u rn a l o f N ear Eastem Studies, 35. Sabloff, J., y C. C. Lamberg-Karlovsky. 1976: A ncient C ivilization and Trade. Albuquerque: University of New México Press. Shennan, S. 1983: «Wessex in the third millennium B.C.: a case study as a basis for discussion. Paper given to a symposium “Time and History in Archaeology and Anthropology”», Royal Anthropological Institute. Londres. Smith, A. 1983: «Are nations modern?». Monografía presentada en el Se­ minario sobre «Pautas de la Historia» de la London School of Economics, 28 de noviembre de 1983. Steward, J. 1963: T heory o f C ulture C hange. Urbana: Universty of Illinois Press. Webb, M. C. 1975: «The flag follows trade». En A ncient C ivilization and Trade, comps. J. Sabloff y C. C. Lamberg-Karlovsky. Albuquerque: University of New México Press. Wittfogel, K. 1957: O riental D espotism . New Haven, Conn.: Yale Univer­ sity Press. Wright, H. 1977: «Recent research on the origin of the state». Annual R e­ v ie w o f A nthropology, 3. Wright, H., y G. Johnson. 1975: «Population, exchange and early state formation in southwestem Irán». A merican A nthropologist, 73.

Capítulo 4 ANALISIS COMPARADO DE LA APARICION DE LA ESTRATIFICACION, LOS ESTADOS Y LAS CIVILIZACIONES CON MULTIPLES ACTORES DE PODER

¿Es aplicable mi modelo del efecto enjaulador del aluvión y el riego sobre las redes imbricadas regionales de poder a otros casos, además del de Mesopotamia? ¿Fueron éstas también fundamental­ mente duales y combinaron pequeñas ciudades-Estado intensas en una civilización segmentada y multiestatal? Lo estudiaré en los tér­ minos más breves posibles y sólo me ocuparé de si los otros casos parecen encajar básicamente en el modelo general, o desviarse de él. Dedicaré más tiempo a las desviaciones y, cuando pueda, sugeriré sus posibles causas. Permítaseme añadir que respeto los aspectos únicos e ideográficos de las historias locales. Todos esos casos fue­ ron diferentes. Espero que el modelo sea una aplicación sugerente y no mecánica. Empezaré con los casos que parecen más semejantes, el del Valle del Indo y el de China. Después paso a un caso cuyos orígenes pueden ser en general análogos, pero cuyo desarrollo ulterior es muy diferente: el de Egipto. Después me ocupo del caso final, quizá in­ dependiente y, de serlo, claramente desviacionista, de Eurasia: el de la Creta minoica. Por último, cambio de continente para estudiar los dos casos americanos, que generalmente plantean dificultades mayo­ res al modelo. En conclusión, delineo la vía dominante seguida por la civilización, la estratificación y los Estados.

La civiliz ación d el Valle d el In do En algún momento hacia el 2300 y el 2000 a.C. (no es posible establecer una fecha exacta) existió una civilización con escritura, urbana, en torno a centros ceremoniales, en el Valle del Indo del Pakistán actual '. No es mucho lo que sabemos acerca de esta civi­ lización, ni lo sabremos hasta que se descifre su escritura. Los estu­ diosos creen que su origen es en gran medida autóctono y su civi­ lización y su Estado «prístinos». Pero se desconoce su final. Se de­ rrumbó (ello explica que no podamos leer su escritura, pues no han sobrevivido textos bilingües ulteriores). Las explicaciones habituales del derrumbamiento son la destrucción por los invasores arios que más tarde dominaron el subcontinente indio y el desastre ecológico, como el cambio de clima o de los cauces fluviales, pero no hay pruebas de ninguna de las dos cosas. Si se derrumbó bajo las pre­ siones internas, en eso se diferenciaría de mi modelo mesopotámíco. Por tanto, las similitudes no deben llevarse demasiado lejos. Así ocurre en especial respecto del riego, una clave de mi explicación de Mesopotamia. Existen paralelismos agrícolas. Los asentamientos del Indo, al igual que los mesopotámicos, siguen casi exactamente la línea de la llanura aluvial. Casi con toda seguridad, el impulso agrí­ cola a la civilización lo dio el fertilizante artificial de la naturaleza: el lodo. El asentamiento produjo también en este caso una población enjaulada social y territorialmente entre la llanura aluvial y, en este caso, la selva circundante, junto con el matorral inútil. En general, los estudiosos suponen que los habitantes practicaban el regadío, pero los ríos han borrado casi todos los datos. Las ciudades sí uti­ lizaban canales de agua para el uso doméstico y estaban bien prote­ gidas contra las crecidas. También en otros respectos existe una mezcla compleja de dife­ rencias y de similitudes. La importancia de los templos más bien seculares vinculados con enormes almacenes recuerda a Mesopota­ mia, al igual que ocurre con la estructura «federal» de la civilización, con dos grandes ciudades por lo menos, cada una de las cuales tenía entre 30.000 y 40.000 habitantes, rodeadas de centenares de otros

1 Las fuentes utilizadas en esta sección fueron Allchin y Allchin, 1968; varios ensayos en Lam berg-Karlovsky y Sabloff, 1974; Sankalia, 1974: 339 a 391; Chakrabarti, 1980, y Agrawal, 1982: 124 a 197.

asentamientos pequeños. También era extensivo el comercio, tanto local como regional, tanto «lateral» como «vertical», que llegaba in­ cluso hasta Mesopotamia. Ello puede indicar la existencia de las mis­ mas redes laterales y verticales superpuestas de interacción social que en Mesopotamia. Pero en este caso, el desarrollo de la jerarquía interna no parece estar tan pronunciado. Los enterramientos no re­ velan muchas diferencias de riqueza ni de estratificación social. Sin embargo, la regularidad de la planificación urbana, la abundancia de los pesos y medidas normalizados y el predominio de unos cuantos templos o palacios centrales, indican una autoridad política urbana más fuerte, aunque no necesariamente un Estado que pudiera coac­ cionar a su pueblo. De hecho, los datos sobre actividades bíblicas son escasos. El Estado podría haber sido una «democracia primiti­ va», como sugirió Jacobsen acerca de la Mesopotamia inicial. Resulta tentador considerar esta civilización como un cruce entre el Protodinástico I del período mesopotámico y una versión más desarrollada de los constructores de m o n u m en to s d e la prehistoria: quizá un Stonehenge aluvial y con escritura. Al estar enjaulada y en condiciones de producir un gran excedente, desarrolló una civiliza­ ción, pero una civilización muy centrada en la autoridad política, sin la dinámica de desarrollo de las interrelaciones entre el Estado y la clase económica y dominante y entre el núcleo y la periferia, que, según mi suposición, constituyó el principal motor de la evolución social en otras civilizaciones que sobrevivieron con éxito. En resumen, el Indo brinda un cierto apoyo a mi modelo gene­ ral: una civilización inicial de tipo mesopotámico detenida abrupta­ mente. Dada la escasez de los datos, no tenemos por qué esperar más. La C hina d e los Shang La primera civilización china floreció en torno al Huang Ho (Río Amarillo) desde 1850 hasta 1100 a .C .2. Los estudiosos están de acuerdo actualmente en que, en casi todos los respectos importantes, se trató de un desarrollo autónomo, de una civilización prístrina. A mí me parece que se trata de una conclusión sorprendentemente firme, dado que se produjo más de un milenio después de Mesopo2 Las principales fuentes para esta sección han sido Cheng, 1959, 1960; Creel, 1970; W heatley, 1971; Ho, 1976; Chang, 1977, y Rawson, 1980.

tamia y Egipto y siglos antes que el Valle del Indo... ¿Es que las noticias tardaban tanto en llegar en la prehistoria? La civilización adquirió el nombre de Shang por la dinastía de reyes atribuida más tarde por los chinos a ese período. Desde muy pronto disponemos de indicios de un alto grado de desigualdad, especialización artesanal, grandes «palacios» y un nivel de desarrollos de la metalurgia del bronce sin equivalente en ninguna otra parte del mundo. Hacia el 1500 a.C. advertimos los ingredientes esenciales de la civilización —escritura, urbanización y grandes centros ceremoniales—, más una monarquía con pretensiones divinas, ciudades con grandes fortifica­ ciones, que probablemente implicaran una fuerza de trabajo de más de 10.000 personas, un nivel bélico alto y sacrificios humanos en gran escala. Esto representa un avance más rápido hacia una civili­ zación muy estratificada y coercitiva. Una vez más, la civilización se originó a lo largo de un río que transportaba lodo aluvial. Pero en este caso se intersectaba con un segundo tipo de suelo excepcionalmente fertilizado, el loess. Se trata de un depósito espeso de suelo blando transportado por el viento desde el desierto de Gobi efl el Pleistoceno, que formó una gigan­ tesca depresión circular por el centro de la cual corre el río Huang. El suelo de loess, rico en minerales, genera grandes rendimientos de cereales. En él se podía practicar la agricultura de roza durante pe­ ríodos de tiempo desusadamente largos, con el resultado de un asen­ tamiento relativamente enjaulado sin regadío. Para el período Shang, en las mismas tierras se cultivaban dos cosechas de mijo y de arroz al año, lo cual puede sugerir las técnicas de enjaulamiento del rega­ dío, aunque no tenemos pruebas directas. El río fue siempre el nú­ cleo de esta civilización. Sin embargo, al igual que en Mesopotamia, hallamos una diversidad ecológica y económica en el núcleo y en tomo a él. Fibras vegetales y sedas para la vestimenta; ganado va­ cuno, de cerda y aviar para la alimentación y animales silvestres como jabalíes, ciervos y búfalos, demuestran esta diversidad y la importancia de las relaciones bilaterales núcleo-periferia. Una vez más, podemos hallar pruebas de interacciones regionales de poder, que entrañaban el intercambio y el conflicto con los pastores, así como explotación de minerales de cobre y de estaño, para hacer bronce, que se hallan a unos 300 kilómetros de An-yang (la capital a partir del 1400 a.C. aproximadamente). Surgieron instituciones redistributivas centradas en «templos». Como ha subrayado Wheatley, los templos fueron los primeros cen­

tros de civilización. Sin embargo, el militarismo pasó a ocupar un lugar destacado antes que en Mesopotamia. Ulteriormente hay datos de cría de caballos, uno entre varios avances que sugieren que la civilización china era más expansiva y estaba menos delimitada. El panteón religioso era más flexible y más abierto a las influencias del exterior. La urbanización no era tan pronunciada y los asentamien­ tos estaban más dispersos. El mismo sistema fluvial era menos deli­ mitador: la agricultura, el comercio y la cultura en sí se difundieron a lo largo del sistema del Río Amarillo, y en torno a él, y después a prácticamente todos los ríos de la China septentrional y central. En esas zonas, los habitantes autóctonos adquirieron la civilización Shang, pero tenían autonomía política. Es posible que sus Estados reconocieran la hegemonía Shang. Un grupo, el chou, que vivía en las marcas occidentales, se desarrolló desusadamente (como supone­ mos a partir de sus textos discursivos). Con el tiempo, los chou conquistaron a los shang y fundaron su propia dinastía, la primera de la que existe un registro continuo en las fuentes históricas chinas. En consecuencia, yo conjeturo que los orígenes de la civilización quizá no fueran distintos de los de Mesopotamia. Pero una vez em­ plazadas las organizaciones básicas del poder, la mayor apertura del terreno y la mayor similitud de las actividades de los habitantes en toda la región confirieron aún más rápidas una función a la intensi­ ficación militarista del Estado y de la estratificación social, que más tarde también se hallaron en Mesopotamia. La monarquía, en lugar de la oligarquía, aparece bastante antes. La cultura china estaba me­ nos segmentada, era más unitaria. La diversidad se expresaba más por conducto de las tendencias «feudales» de la desintegración mo­ nárquica que de una estructura multiestatal. Más adelante, durante el período Han, la cultura de la clase gobernante china se hizo mu­ cho más homogénea, e incluso unitaria. Una vez más, parecen demostradas las virtudes de un análisis centrado en las consecuencias de una agricultura aluvial, quizá de regadío, para las redes sociales regionales. Y una vez más, una cul­ tura religiosa segmentada se hizo ulteriormente más militarista. Pero el llevar esto más allá desenterraría unas peculiaridades locales consi­ derables.

Egipto No voy a perder tiempo detallando lo obvio: en Egipto la cultura de regadío fue decisiva para generar la civilización, la estratificación y el Estado. Nadie lo ha dudado jamás. A lo largo de la historia antigua, la trinchera del Nilo sustentó la mayor densidad de pobla­ ción conocida en el mundo. Debido a la barrera ecológica que re­ presentaban los desiertos circundantes, también era la más atrapada. Una vez que el regadío llenó la trinchera, no había evasión posible: a medida que aumentaba la productividad, también iban creciendo la civilización, la estratificación y el Estado. El proceso fue igual que en Mesopotamia, pero elevado al cuadrado. Al principio también se podían percibir algunos de los mismos elementos regionales segmen­ tados que existían en Mesopotamia. La cultura de los pueblos pre­ históricos y del período Protodinástico posterior era más amplia que ninguna unidad política aislada, y desde los primeros momentos, el comercio a distancia aportaba estilos culturales y artefactos de mu­ cho más lejos. Pero si bien es posible que el modelo del estímulo del regadío para redes regionales imbricadas tuviera una aplicación temprana, después pierde rápidamente su capacidad explicativa. Por­ que Egipto se convirtió en algo excepcional, en la única sociedad cuasi unitaria del mundo antiguo. Trataré de explicar su desviación de mi modelo 3. El carácter único de Egipto queda revelado obviamente por el poder y la estabilidad del gobierno del faraón egipcio. Si sólo tuvié­ ramos que contar con el Imperio Nuevo (1570-715 a.C., aunque toda la cronología egipcia contiene una parte de suposiciones), vol­ veríamos al territorio ya conocido de capítulos ulteriores (los capí­ tulos 5, 8 y 9). Es cierto que el faraón era un dios, pero encontra­ mos emperadores y reyes por derecho divino en otras partes y, al igual que en su caso, el gobierno de los faraones estuvo plagado de tendencias descentralizadoras e incluso de revueltas. Al contrario que sus predecesores, construyeron ciudadelas fortificadas. Es cierto que sus templos de Karnak, Luxor y Medinet Habu son extraordi­ narios, pero quizá no lo sean más que la Gran Muralla o el Gran Canal de China, o que las carreteras o los acueductos de Roma. El gobierno de los faraones en este periodo, al igual que en otros casos 3 Las fuentes principales han sido W ilson, 1951; Vercoutter, 1967; Hawkes, 1973; Butzer, 1976; M urray, 1977; Janssen, 1978; O ’Connor, 1974, 1980.

históricos, estaba respaldado por ejércitos nutridos y por una polí­ tica exterior agresiva. La iconografía dominante —el faraón en su carro de combate que pisotea los cadáveres de sus enemigos— po­ dría proceder de cualquier imperio antiguo de dominación (véase el capítulo 5). También podemos comprender fácilmente los dos pe­ riodos interdinásticos (2190 a 2052 y 1178 a 1610 a.C.), durante los cuales el poder central se derrumbó víctima de las guerras civiles y (en el segundo caso) de las invasiones extranjeras. Pero aunque excluyamos esos períodos, nos enfrentamos con los imperios Antiguo y Medio, dos largas fases de la historia egipcia durante las cuales el poder de los faraones parece inmenso y hasta cierto punto carente de rivales. La cumbre del Antiguo Imperio (2850 a 2190) resulta especialmente difícil de comprender. Durante casi seiscientos años el faraón afirmó que gobernaba como dios: no como el vicario o el representante de dios en la tierra, sino como Horus, la fuerza vital del hijo de Ra, el dios sol. De este período datan las mayores construcciones humanas que ha visto jamás la tierra: las pirámides. El construirlas sin disponer d? la rueda debe de haber implicado una fuerza de trabajo de una magnitud, una intensidad y una coordinación sin paralelo hasta entonces, ni siquiera entre los constructores de megalitos 4. Como los megalitos, se edificaron —de hecho, igual que el poder faraónico— sin un ejército permanente. Cada nom arca (señor local) aportaba unos cuantos soldados al fa­ raón, pero no había tropas que le debieran obediencia exclusiva, salvo los miembros de una guardia de corps personal. Hallamos pocas huellas de militarismo interno, represión de revueltas popula­ res, esclavitud o condiciones sociales impuestas por la ley (esas re­ ferencias abundan en la Biblia, pero ésta se refiere al Imperio Nuevo). Dada la logística de las comunicaciones antiguas (que se detallará en el capítulo 5), el control infraestructura! efectivo del faraón sobre la vida local debe de haber sido mucho más limitado que sus poderes despóticos formales. Cuando el Imperio Antiguo empezó a derrum­ 4 Aunque se habían visto superadas por la construcción de los silos para misi­ les MX en los Estados Unidos (véase el volumen II); ambas cosas, monumentos al trabajo no productivo. Es algo convencional en los autores modernos dedicar algo de prosa especulativa y escandalizada a la construcción de las pirám ides: «¿C uál sería el estado de ánimo de aquellos pobres trabajadores, al erigir monumentos tan gran­ diosos pero tan fútiles?», etc. Q uizá pudiéramos ir a preguntárselo a los trabajadores y a los ingenieros de la construcción de Utah.

barse, perdió el control sobre los nom arcas, que seguramente ejer­ cieron el poder en sus propias zonas mucho antes. Hubo revueltas y usurpadores, pero estos últimos conspiraron con los escribas para borrar sus propios orígenes. La preferencia ideológica por la estabi­ lidad y la legitimidad es en sí un hecho social. En ninguna otra sociedad están los escribas tan interesados en esas virtudes. Nos dicen que no había un código legal escrito, sólo la voluntad del faraón. De hecho, no hay palabras que indiquen una conciencia de separación entre el Estado y la sociedad, sólo distinción entre tér­ minos geográficos como «la tierra» y términos que se aplican al faraón, como «realeza» y «gobierno». Toda la política, todo el po­ der, incluso toda la moral aparentemente residían en él. El término crucial de M acat, que denota todas las cualidades de un gobierno efectivo, fue lo más cerca que llegaron los egipcios a una concepción general de «lo bueno». No deseo dar la imagen de un Estado inequívocamente benévolo. Una de sus enseñas más antiguas —el cayado de pastor y el látigo— quizá pudiera constituir un símbolo de la funcionalidad/explotación dual de todos los imperios antiguos. Pero existió una diferencia entre Egipto y los otros imperios, por lo menos hasta el Imperio Nuevo. ¿Por qué? Una explicación posible,, basada en la agricultura hidráulica, no sirve, como ya hemos visto en el capítulo 3. En Egipto, el riego del Nilo sólo llevaría a un despotismo agroadministrativo localizado y eso precisamente es lo que no ocurrió. Tampoco encuentro convin­ cente una explotación idealista en el sentido de que el poder se de­ rivaba del contenido de la religión egipcia. Ese contenido necesita una explicación. Volvamos al Nilo, no como agricultura hidráulica, sino como red de comunicaciones. Egipto dispuso con el Nilo de las mejores co­ municaciones de cualquier Estado preindustrial extensivo. El país era una larga trinchera estrecha, toda ella accesible por el río. El Nilo era navegable en ambas direcciones, salvo durante las crecidas. La corriente iba hacia el norte; el viento predominante hacia el sur. No podía haber mejores condiciones naturales para un intercambio eco­ nómico y cultural extensivos y para la unificación. Pero, ¿por qué habría de llevar esto a un solo Estado? Después de todo, en la Ale­ mania medieval, el Rhin también era navegable, pero sustentaba a muchos señores locales, cada uno de los cuales regulaba los inter­ cambios a lo largo del río y cobraba peaje por ellos. Probablemente,

el tráfico del Nilo estaba controlado desde el comienzo de nuestros registros por el guardián del sello real, funcionario cercano al faraón. ¿Por qué? El control centralizado no era meramente un producto de las condiciones del transporte. Es probable que la primera respuesta se halle en la geopolítica. Sabemos algo acerca de las luchas políticas iniciales antes de la es­ critura. Varias aldeas prehistóricas se consolidaron en dos reinos del Alto y el Bajo Egipto a fines del cuarto milenio. Probablemente no hubo un período de ciudades-Estado en guerra o, por lo menos, no quedaron herencias de ninguna entidad de ese tipo que nadie deseara reconocer después. Hacia el 3200 a.C. un rey del Alto Egipto (es decir, el meridional), Narmer, conquistó el Bajo Egipto aguas abajo y fundó su capital unida en Menfis. A partir de entonces la unidad fue casi continua. Un vistazo a la ecología ayuda a explicarlo. Había pocas redes sociales superpuestas. Las opciones geopolíticas de cual­ quier gobernante o colectividad antes de la unificación eran ilimita­ dísimas. No había ninguna marca, no había pastores ni agricultores de secano, no había señores de las marcas que sirvieran de contra­ peso. Había únicamente relaciones verticales entre poderes adyacen­ tes asentados a lo largo de 1.000 kilómetros del río. Todas las co­ municaciones pasaban por los vecinos de uno y, en consecuencia, no podían surgir federaciones ni ligas de aliados no vecinos basadas en algo más enjundioso que los mensajes intercambiados a través del desierto. Esto es algo único en la diplomacia geopolítica. En Sumeria, China, Grecia, la Italia antigua —cualquier lugar del cual tengamos conocimiento—, una ciudad, una tribu o un señor siempre tenían la opción de encontrar aliados, fuesen de grupos análogos o de las marcas, para apoyarse contra unos vecinos más fuertes. En los sis­ temas de equilibrio del poder, hace falta tiempo para que los débiles se vean absorbidos por los fuertes y siempre existe la posibilidad de que los fuertes se fragmenten. En Egipto no existía esa defensa. La absorción podía avanzar directa y frontalmente, con el río como centro y con toda la población social y territorial atrapada en los dominios del conquistador. Como por fin triunfó el Estado de aguas arriba, resulta tentador suponer que esa población confería una su­ perioridad estratégica. Así, la lucha y la intriga geopolíticas y una ecología poco normal pueden llevar a la existencia de un solo Estado centrado en la posesión del río, su jaula. El resultado fue una au­ téntica sociedad unitaria.

Una vez impuesto, el Estado era relativamente fácil de mantener, siempre que poseyera el río, debido a la ventaja que representaban sus comunicaciones. El Estado impuso una economía redistributiva sobre el conjunto y así penetró en la vida cotidiana. El faraón era el que daba la vida. Como se jactaba un faraón de la XII Dinastía: «Yo cultivé cereales y rendí culto al dios de la cosecha. El Nilo me saludaba en cada valle. En mi época nadie tuvo hambre, nadie tuvo sed entonces. Todos vivían satisfechos gracias a lo que yo hice» (citado por Murray, 1977: 136). El término faraón significa «gran casa», indicio de un Estado redistributivo. El Estado levantaba un censo bienal (más tarde anual) de la riqueza en ganado y quizá tam­ bién de la riqueza en tierras y oro y establecía los impuestos (en especie o en trabajo) en consecuencia. En el Imperio Nuevo existía un impuesto sobre las cosechas —que probablemente también exis­ tió en el Imperio Antiguo— que oscilaba entre la mitad del rendi­ miento total (en las fincas grandes) y un tercio (en las pequeñas). Eso servía para pagar a la burocracia real y aportaba semillas para la cosecha siguiente, con un remanente para el almacenamiento a largo plazo en caso de escasez. También sospechamos que los gran­ des intercambios de productos agrarios internos —cebada, escanda (una variedad de trigo), verduras, aves, caza, pescado— se realizaban por conducto de los almacenes estatales. De hecho, el sistema no estaba tan totalmente centralizado. Los impuestos se arrendaban a los notables de las provincias y a partir de la III Dinastía (circa, 2650 a.C.), parece que esos notables poseían derechos de propiedad privada. Esto indica una vez más que, en el mundo antiguo, por lo general se encuentran juntos un Estado poderoso y una clase domi­ nante con derechos de propiedad privada. El Estado necesitaba la asistencia de esta última en provincias. Aunque no se reconociera en la ideología —porque únicamente el faraón era divino—, en la prác­ tica la clase política estaba aislada igual que en otras partes. Pero en este caso, el equilibrio del poder estaba desusadamente sesgado hacia el monarca. Las opciones geopolíticas de los nom arcas descontentos para encontrar aliados eran escasas, pues tropezaban con el control del río por los faraones. Mientras el faraón siguiera siendo compe­ tente y no sufriera amenazas del exterior, su control interno no tenía prácticamente rivales. Ese control se veía ayudado por un segundo factor ecológico. Aunque la trinchera egipcia contenía gran abundancia agrícola y sus zonas adyacentes piedras abundantes para la construcción, es zona

de muy poca madera y ningún metal. Se podían encontrar cobre y oro en abundancia a una distancia viable al este y al sur (especial­ mente en el Sinaí), pero el desierto impedía la extensión de la socie­ dad egipcia en esa dirección. Cerca de Egipto no se podían hallar ni hierro ni madera de gran calidad, que procedía del Líbano. De esos elementos, el cobre era el más importante hasta que empezó la Edad del Hierro (circa, 800 a.C.), pues era esencial tanto para los aperos agrícolas como para los armamentos, además de ser útil (junto con el oro y la plata) como medio de intercambio generalizado. Las minas del Sinaí no estaban controladas por otra civilización, pues se encontraban todavía más lejos de la esfera sumeria o de los asenta­ mientos del Mediterráneo. Sus metales preciosos eran objeto de in­ cursiones esporádicas, especialmente en tránsito. Las principales ex­ pediciones militares del Imperio Antiguo a partir de la I Dinastía se hicieron para obtener cobre y oro. A menudo las encabezaba el propio faraón, y las minas de cobre (y probablemente también las de oro) eran propiedad directa del faraón a partir de la I Dinastía. En aquella época no se realizaron expediciones de conquista terri­ torial, sólo incursiones comerciales que aseguraban la afluencia del comercio y de los tributos (a veces ambas cosas eran indistinguibles) a Egipto. Difícilmente podían urgir problemas de control sobre los gobernadores provinciales territoriales en torno a esta esfera de ac­ tividad. Incluso los Estados débiles (por ejemplo en la Europa me­ dieval) ejercen un cierto control sobre las dos funciones implícitas en este caso, expediciones militares más bien pequeñas y distribución de metales preciosos y de cuasi monedas. Si ese núcleo de «regalías» pasaban a ser críticas para el desarrollo social como un todo, po­ dríamos predecir un aumento del poder estatal. Yo sugiero provisionalmente que el poderío faraónico se basaba en la combinación peculiar de: 1) el control geopolítico sobre la infraestructura nilótica de comunicaciones, y 2) el reparto de los metales esenciales adquiridos únicamente mediante las expediciones militares al exterior. No hay pruebas directas de esta afirmación 5, pero es plausible y además ayuda a explicar dos enigmas importan­ tísimos relativos a Egipto: ¿Cómo se construyeron las pirámides sin una gran represión? y ¿por qué había tan pocas ciudades? Pese a una 5 Nos gustaría, por ejemplo, conocer las relaciones causales entre: 1) el comercio y los monopolios de metales preciosos; 2) la fiscalidad, y 3) las grandes fincas reales, y la contribución relativa de esos tres sectores a la hacienda real.

gran densidad demográfica en general, el Valle del Nilo aparente­ mente contenía pocas ciudades. Ni siquiera se puede calificar de urbana a la arquitectura de las ciudades, pues aparte de los palacios reales y de los templos, no había edificios ni espacios públicos y las grandes casas eran idénticas a las que se hallaban en el campo. Los textos egipcios no contienen ninguna mención de comerciantes pro­ fesionales autóctonos hasta el año 1000 a.C. No se puede dudar del nivel de la civilización egipcia, de su densidad demográfica y su estabilidad, del lujo de sus clases privilegiadas, de las dimensiones del intercambio económico, de su escritura, su capacidad para orga­ nización social, sus logros artísticos. Pero la contribución urbana a todo ello, que tanto predomina en otros imperios antiguos, parece insignificante. ¿Podría ser que en este caso el Estado se hiciera cargo de las funciones urbanas, especialmente del intercambio económico y el comercio? El segundo enigma, la relativa ausencia de represión, implica to­ davía más suposiciones. A menudo se han ofrecido dos explicaciones sensatas, pero parciales. En primer lugar, los ciclos malthusianos de población crearían in term iten tem en te excedentes de población dis­ ponible para el trabajo, pero no sustentable mediante la agricultura. En segundo lugar, el ciclo de las estaciones facilita una mano de obra excedente para los meses de la temporada seca y de la crecida del Nilo en momentos en que se agotan los recursos alimentarios de las familias. Ambas explicaciones pasan por alto otra pregunta: ¿De dón­ de extraía el Estado los recursos para alimentar a esos trabajadores? En otras partes del mundo antiguo, los Estados tenían que intensi­ ficar la coerción en momentos de excedentes de población y escasez de alimentos, si deseaban extraer recursos de sus súbditos. Lo ca­ racterístico era que n o pud iera n lograrlo, lo cual desembocaba en la desintegración, la guerra civil, las epidemias y el descenso demográ­ fico. Pero si el Estado ya posee los recursos necesarios para la su­ pervivencia, no necesita extraerlos de sus súbditos. Si el Estado egip­ cio intercambiaba «su» cobre, su oro y sus mercaderías procedentes del comercio exterior por alimentos y si interceptaba el intercambio de alimentos a lo largo del Nilo, podía poseer excedentes alimenta­ rios con los cuales dar de comer a sus trabajadores. Probablemente, el Estado egipcio era esencial para la subsistencia de la masa de su población. De creer a las fuentes, sus dos períodos de desintegración llevaron al país a la hambruna, a la muerte violenta e incluso al canibalismo. También produjeron una diversidad regio­

nal en estilos de cerámica, que no existe en otros períodos. La po­ sesión material por el Estado de la infraestructura de comunicaciones del Nilo, el comercio exterior y los metales preciosos le conferían un monopolio de los recursos esenciales para subsistir: salvo que los súbditos trataran de organizar sus propias expediciones comerciales o de controlar el Nilo, no hacía falta utilizar la fuerza de forma tan directa como en otros lugares del mundo antiguo. El faraón contro­ laba un «diagrama de organización» consolidado y centrado en el Nilo, que reunía el poder económico, el político, el ideológico y un mínimo del militar. No existía una red alternativa de poder que interceptara a ésta en el espacio social o territorial, ningún sistema de posibles alianzas que pudieran crear los descontentos y que pu­ diese gozar de una base de poder diferente del propio Nilo. A consecuencia de esta extraordinaria media de enjaulamiento social y territorial, la cultura egipcia parece virtualmente unitaria. No tenemos datos de grupos de clanes ni de linajes, que son las agrupaciones horizontales habituales en una sociedad agraria. Aun­ que muchos dioses tenían orígenes locales, a la mayor parte se les rendía culto en todo el reino como parte de un panteón común. Casi como excepción entre los imperios del mundo antiguo antes de la era de las religiones salvacionistas, los gobernantes y las masas pa­ recen haber rendido culto a más o menos los mismos dioses. Nor­ malmente, sus privilegios religiosos no eran iguales —a los campe­ sinos no se les atribuía una vida después de ésta y es posible que no se los enterrase—, pero las creencias y la participación en los rituales llegaron a ser bastante parecidas en todas las clases. Keith Hopkins ha demostrado que en el último período de la ocupación romana el incesto entre hermano y hermana, que durante mucho tiempo se supuso era únicamente una práctica real, era frecuente en todas las clases (1980). El grado de participación cultural común en una sola sociedad (que, naturalmente, era muy desigual) era único. Es lo más próximo a un sistema social unitario —el modelo de so­ ciedades que rechazo yo en esta obra— que podemos encontrar a lo largo de la historia registrada. Sugiero que ese sistema social fue producto de circunstancias muy especiales. Esas peculiaridades de la ecología y de la geopolítica egipcias también explican su pauta distintiva de evolución del poder: un des­ arrollo temprano y rápido, y después la estabilización. Las mayores pirámides datan casi del principio. Las principales formas sociales a las que he aludido estaban establecidas a mediados del tercer mile-

nio a.C. Lo mismo cabe decir de la mayor parte de las innovaciones egipcias difundida a otras civilizaciones: las técnicas de navegación, el arte de escribir en papiro en lugar de en tablillas de piedra; el calendario de 365 días y después de 365 1/4 días. Es un desarrollo de las técnicas de poder mucho más rápido que el que encontramos en Mesopotamia o en cualquier civilización prís­ tina. ¿Por qué fue tan rápido? A partir de mi modelo general, yo especulo que los primeros egipcios se vieron forzados a entrar en una pauta más enjaulada y más intensa de cooperación social, de la cual no había escapatoria. La civilización fue consecuencia del enjaulamiento social, pero en este caso vemos que el proceso se iden­ tifica. El mismo proyecto económico que en otras civilizaciones prís­ tinas —la creación de unos excedentes sin precedentes— se combinó con un grado desusado de centralización y coordinación de la vida social para aportar tanto una fuerza de trabajo numerosa, ordenada y abastecida como la posibilidad de liberar a parte de ésta para des­ empeñar tareas centralizadas no productivas. Las dificultades de co­ municación con el mundo exterior limitaron el desarrollo o la inje­ rencia de los comerciantes o los artesanos. De ahí que los excedentes y la cooperación laboral se desviaran a formas monumentales y re­ ligioso-intelectuales de expresión y creatividad. Las pirámides y el clero, junto con su escritura y sus calendarios, fueron el resultado de una jaula social regada, centralizada y aislada. Todas las civiliza­ ciones prístinas alteraron las pautas no enjauladas de la prehistoria. Pero la civilización egipcia les imprimió un giro de ciento ochenta grados. A partir de entonces, el desarrollo de las técnicas de poder se desaceleró hasta quedar casi frenado. Es cierto que el Imperio Nue­ vo logró responder a los imperios de dominación rivales basados en la posesión de tierras y expansionarse militarmente hacia el Levante. Pero Egipto estaba considerablemente protegido por sus fronteras naturales y disponía de tiempo para reaccionar a las amenazas. Cuan­ do los imperios ulteriores aprendieron a combinar las operaciones terrestres en gran escala con las marítimas, ahí terminó la indepen­ dencia egipcia, primero a manos de los persas y después de los macedonios y sus sucesores helenísticos. En todo caso, las adaptaciones militares del Imperio Nuevo —carros de combate, mercenarios grie­ gos— procedían del exterior y tuvieron poca resonancia en la socie­ dad egipcia. Ya a fines del tercer milenio a.C. la sociedad egipcia se había establecido de forma duradera. Su estabilidad se reconocía en

todo el mundo antiguo. Por ejemplo Heródoto, observador sensible de las virtudes de otros pueblos, nos dice que a los egipcios se les atribuía la iniciación de muchas cosas: ¡desde la doctrina de la in­ mortalidad del alma hasta la prohibición de las relaciones sexuales en los templos! Reconoce una gran influencia egipcia sobre Grecia. Respeta la antigüedad de sus conocimientos y admira su estabilidad, dignidad, reverencia por sus propias tradiciones y rechazo de lo extranjero. Los respeta porque, como historiador, respeta el pasado. Sin embargo, podemos advertir un desarrollo intelectual de esas cualidades. A fines del Imperio Nuevo, los dioses Ptah y Thoth pasaron a representar el Intelecto y la Palabra puros gracias a los cuales ocurría la creación. Existía una probable relación entre esto y el cristianismo helenístico («En el principio fue el Verbo»). La verdad eterna, la vida eterna, eran obsesiones egipcias que pasaron a convertirse en aspiraciones de la humanidad. Pero los egipcios creían que casi las habían logrado. El Estado egipcio dominó los problemas con que se enfrentaba y después se asentó, razonablemen­ te satisfecho. La inquietud de la búsqueda ulterior del Verbo y de la Verdad procedían de fuentes completamente distintas. Parece que la inquietud egipcia quedó sofocada a partir de su primer gran flo­ recimiento. Lo vemos con la mayor claridad en la vida ilícita rela­ cionada con las Pirámides. Las tumbas, cuyas entradas fueron ocultándose de forma cada vez más intrincada, eran objeto de robos casi invariablemente, casi inmediatamente. Es el único indicio seguro de un submundo, no en el sentido ideológico de la propia teocracia de un mundo subterrá­ neo de los espíritus, sino en el sentido criminal. Demuestra que los registros nos cuentan una historia limitada e ideológica. Pero tam­ bién demuestra que la lucha por el poder y los recursos estaba tan generalizada en Egipto como en cualquier otra parte. Lo único que le faltaba a Egipto era la estructura orgánica para la expresión legí­ tima de otros intereses de poder, fueran «horizontales» (luchas entre clanes, ciudades, señores, etc.) o «verticales» (lucha de clases). La jaula social era tan total como jamás lo haya sido. A este respecto, no ha sido el modelo dominante de organización social. Volvemos a encontrar sus enormes poderes de organización solidaria en torno al 1600 a.C. Pero eso es todo. En su mayor parte, el desarrollo de la organización social ha tenido fuentes diferentes, la interrelación de redes de poder superpuestas y, más tarde, de clases sociales organizadas.

La C reta m inoica La Creta minoica es un caso de desviación, pero quizá esa des­ viación importe menos, pues es posible que no se tratara de una civilización independiente y «prístina» 6. En Creta se construyeron ciudades en tomo al 2500 a.C. y justo después del 2000 a.C. sur­ gieron los complejos que denominamos palacios. La destrucción fi­ nal, al cabo de un siglo de dominación aparentemente griega, ocurrió de forma bastante repentina en torno al 1425 a.C. O sea, que esa civilización fue longeva. También tenía escritura, primero con pic­ tografías y después, aproximadamente a partir del 1700 a.C., en una escritura (lineal A) que no podemos descifrar, para terminar con una escritura griega del siglo XV (lineal B). Las tablillas del lineal B vuel­ ven a revelar la intersección de la propiedad privada de bienes y de tierras con el almacén central de una economía redistributiva: una vez más, es posible que los palacios y los templos sean poco más que almacenes y oficinas de cuentas bien decorados. Pero se vieron reforzados, quizá más tarde, por una sola religión y una sola cultura dominantes. Resulta difícil evaluar la magnitud de la organización social, porque no estamos seguros del alcance de la coordinación entre las diferentes concentraciones de palacios/templos/ciudades. Pero la mayor, la de Knossos, probablemente contuviera por lo me­ nos a 4.600 personas inactivas sustentadas por una población agrí­ cola directamente controlada de unas 50.000 personas. La Creta mi­ noica se parecía a la primera civilización sumeria porque constituía una federación cultural segmentada flexible de centros de pala­ cios/templos/urbanos de redistribución económica. La magnitud de su organización social era comparable a la de los primeros grandes saltos adelante de los valles fluviales. Pero existen dos grandes diferencias con respecto a otros lugares. En primer lugar, parece tratarse de una civilización desusadamente pacífica, con pocas huellas de guerras o de fortificaciones. Nadie puede dar una buena explicación de ello, pero significa que este caso no se puede explicar con teorías militaristas. En segundo lugar, no fue una civilización de regadío, ni siquiera aluvial. Aunque, al igual que en otras partes, la agricultura obtenía los mejores resultados en 6 En este caso, mis fuentes determinantes son Nilsson, 1950; Branigan, 1970; Renfrew, 1972; Chadwick, 1973; Dow, 1973; M atz, 1973; Warren, 1975, y Cadogan,

los valles fluviales (y las llanuras costeras), y aunque sin duda se desviaban las aguas fluviales, en algunos casos predominaba la agri­ cultura de secano. Esto hace que la Creta minoica sea única entre las primeras civilizaciones con escritura de Eurasia y desde hace mucho tiempo ha motivado investigaciones y controversias acerca de sus orígenes. Durante mucho tiempo se creyó que la escritura y la civilización debían de haberse difundido desde el Cercano Orien­ te; actualmente, los que defienden la teoría de la evolución local independiente de Creta lo hacen con gran convencimiento (por ejem­ plo Renfrew, 1972). La vía más probable combinaría elementos de ambas posiciones. Distingamos tres artefactos que, según los arqueólogos, pueden proceder de la difusión: técnicas agrícolas, artefactos decorados y la escritura. Encontramos al final de la prehistoria en el Egeo una me­ jora constante de la diversidad y la pureza de las semillas de cereales y de verduras y de los animales domesticados, así como un aumento de la diversidad de restos de pescado y de mariscos. Cabe seguir la huella de una difusión considerable de esas mejoras. Es posible que el estímulo de muchas de ellas procediera del Cercano Oriente, más bien por imitación de los vecinos y de las migraciones que por el comercio formal. La organización social fomentada por las mejoras sería básicamente local. En el Egeo del tercer milenio dos plantas especialmente útiles, la viña y el olivo, las cuales crecían en el mismo terreno, reforzaron ese aumento local del excedente mediante el in­ tercambio e irrumpieron en el comercio regional. Las zonas en que se intersectaban el viñedo, el olivo y los cereales (como Creta) tenían una importancia estratégica clave y pueden haber tenido unos efectos pronunciados de enjaulamiento sobre la población: un «equivalente funcional» del regadío. El segundo tipo de artefacto, los jarros decorados y otros arte­ factos comerciales, comprendidas las herramientas y las armas de bronce, aparecieron entonces en espera del arqueólogo. El análisis de sus estilos revela que en gran medida se limitaban a la región del Egeo, relativamente sin influencias de diseños del Cercano Oriente. La suposición es que el comercio era de carácter predominantemente local. Quizá los pueblos del Egeo todavía tuvieran pocas cosas de valor para el Cercano Oriente. Por eso es posible que los avances hacia la concentración urbana y las pictografías fueran en gran me­ dida indígenas. Su comercio se inspiraba por una combinación de tres factores: la difusión agrícola inicial, un grado desusado de es-

pecialización ecológica, en el cual desempeñaban un gran papel los viñedos y los olivos, y unas excelentes rutas de comunicaciones gra­ cias a las cuales se podía llegar por mar a prácticamente todos los asentamientos. Esas diversas redes se intersectaban en la misma zona del Egeo. La intersección parece haber llevado a la cultura hacia la escritu­ ra. Al igual que en otras partes, la causa general de la escritura fue la utilidad de establecer, por una parte, el punto de contacto entre la producción y la propiedad privada y, por la otra, la redistribución económica y el Estado. Ello hace que sea improbable una teoría puramente difusionista de la escritura. Los difusionistas suponen por lo general que la escritura es tan útil que todo el que le encuentre tratará de adquirirla. Pero, en sus primeras fases, la escritura tenía unos usos bastante precisos. Salvo que una ciudad antigua estuviera desarrollando un ciclo de producción/redistribución, es imposible que se sintiera impresionada por la escritura. Esta respondía a nece­ sidades locales. Ahora bien, es posible que en Creta y en cualquier otro caso antiguo, la escritura se difundiera en el sentido más sen­ cillo posible de que la idea se tomó de algún comerciante extranjero que llevaba sellos con pictografías en sus recipientes y sus sacos de mercancías, o que la imitara el comerciante autóctono que veía las tablillas de un almacén extranjero. En ese caso, bastaría con un mí­ nimo de comercio a gran distancia para la difusión. Tenemos datos de que el comercio superaba ese nivel mínimo. En el primer período con escritura había mucho comercio con Egipto, el levante e incluso el norte de Mesopotamia. Pero probablemente los detalles de la es­ critura no se imitaron, pues la minoica era diferente de todas las demás en sus signos y en su aparente restricción total a la esfera de la administración oficial. De hecho, el término de «alfabetización» sería erróneo: no hay muestras de un uso general, en la literatura ni en las inscripciones públicas, de esta escritura. La combinación de los tres factores arriba mencionados proba­ blemente había llevado a los primeros minoicos a la frontera. Una frontera que muchos otros pueblos de todo el mundo no cruzaron. Dada la proximidad de Creta a las civilizaciones del Cercano Orien­ te y el hecho de que tenía a lgo de comercio con ellas, no podemos tratarla como una civilización o un Estado prístinos. Su caso parece revelar hasta qué punto un salto repentino hacia la civilización es menos necesario cuando ya se dispone de las técnicas en una región dada. La jaula cretense tenía menos barrotes que la mesopotámica.

La intersección de viñedos, olivos y cereales constituía un punto de gran poder estratégico. Pero su captura por un Estado permanente «alfabetizado» respaldado por una religión cohesiva parece depender de unas redes más amplias de interacción regional. M esoam érica La importancia de las civilizaciones del Nuevo Mundo para las teorías del desarrollo social estriba en que los estudiosos la conside­ ran en general, aunque no universalmente, autónomas respecto a otras civilizaciones. Como eran autóctonas de otro continente, con una ecología distinta, su evaluación fue única en todos los sentidos. Por ejemplo, no utilizaban el bronce. Su tecnología instrumental se hallaba en el Neolítico, al contrario que en todas las civilizaciones eurasiáticas. De nada vale encajarlas en un modelo rígido de des­ arrollo: se basa éste en el regadío, en el proceso de enjaulamiento social o en cualquier otro rasgo. Lo máximo que cabe esperar son similitudes generales y aproximadas. Posiblemente ocurra lo mismo si comparamos Mesoamérica con Perú. Estaban más allá de 1.000 kilómetros de distancia en medios diferentes y tenían muy pocos contactos efectivos. En Mesoamérica 7 parece que la aparición de la sedentarización seguida de centros ceremoniales y quizá de «Estados» y, por último, de la urbanización y la escritura fueron procesos geográficamente más variados que en otras parte. El liderazgo del desarrollo pasó sucesivamente a diferentes subregiones. Probablemente hubo tres fa­ ses principales. Lo que cabría de calificar de primer gran salto hacia la aparición de centros ceremoniales, al calendario de «Cuenta Larga» y a los comienzos de una escritura, ocurrió en las zonas bajas del Golfo de México. La arqueología sugiere que su núcleo fue una rica tierra aluvial a lo largo de malecones de ríos. La interacción con una agri­ cultura tropical de roza, aldeas de pescadores y pueblos periféricos que aportaban materias primas como la obsidiana, fomentó las des­ igualdades económicas y políticas, con una élite de rangos y de jefes 7 Además de las fuentes que se detallan más adelante, hay una buena historia concisa de Mesoamérica en O ’Shea, 1980, y una historia general más larga en Sanders y Price, 1968. Véanse asimismo diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.

cuyas sedes estaban en las tierras aluviales (véase los informes de investigación de Coe y Diehl, 1981; la reseña de Flannery, 1982, y la exposición general de Sanders y Price, 1968). Esa protocivilización, la olmeca, encaja en el modelo general. Se parece a la China Shang inicial premilitarista. Compartían una baja densidad de asen­ tamiento urbano. San Lorenzo, el asentamiento más complejo, sólo tenía entre 1.000 y 2.000 habitantes. También tenían particularidades comunes en la religión, el calendario y el sistema de escritura (aun­ que aquí no se desarrolló una escritura completa). Eso fomenta las teorías difusionistas: los Shang, u otros brotes asiáticos de los Shang, podrían haber influido en la cultura olmeca (véase, por ejemplo, Meggers, 1975). Existe la posibilidad de un contacto cultural trans­ pacífico para oscurecer cualquier certidumbre que pudiéramos tener acerca de los orígenes de los olmecas. La segunda fase no plantea grandes dificultades. Los olmecas, conforme a la pautas de civilización habitual, también aumentaron las capacidades de poder de los pueblos de las tierras altas con los que comerciaban, especialmente los del valle de Oaxaca (véase Flan­ nery, 1968). Los olmecas también comerciaban con toda Mesoamé­ rica e influían en ella, como cabe apreciar en la arquitectura monu­ mental, los jeroglíficos y el calendario. A partir de entonces, aunque con variaciones regionales, hubo una sola cultura mesoamericana seg­ mentada difusa, mucho más extensiva que el ámbito de poder de cualquier organización autoritaria concreta. Pero los olmecas no avanzaron hacia la condición de pleno Es­ tado (y aquí desaparece la analogía de los Shang). Quizá no estu­ vieran lo bastante enjaulados. Empezaron a decaer a partir del 600 a.C., aproximadamente. Pero habían transmitido capacidades de poder a otros grupos, dos de los cuales siguieron vías distintas de desarrollo en la tercera fase. Uno de ellos era el de los mayas de las tierras bajas del norte. Para el 250 a.C., aproximadamente, estaban elaborando una alfabetización completa, el calendario de Cuenta Lar­ ga, grandes centros urbanos, su arquitectura distintiva con el arco con ménsulas y un Estado permanente. Sin embargo, los mayas no estaban especialmente enjaulados. La densidad demográfica de sus centros urbanos era baja, probablemente más incluso que en el caso de los Shang. Su Estado también era débil. Tanto el Estado como la aristocracia carecían de poderes coercitivos estables sobre la pobla­ ción. Es posible que ran go absolu to sea un término más apropiado que estratificación y Estado. Quizá existan motivos ecológicos. Los

mayas no practicaban el regadío. Las abundantes lluvias tropicales les deban dos cosechas al año y unas cuantas zonas aluviales hacían que esto fuera posible permanentemente, pero hay pocos indicios de una agricultura fija social y territorialmente y en casi todas las zonas el agotamiento de los suelos habría exigido desplazamientos perió­ dicos. De hecho, esas condiciones de no enjaulamiento no son en general favorables a la aparición de la civilización. Aunque dejemos margen para una gran difusión desde los olmecas y los pueblos con­ temporáneos de los valles centrales (de lo que se tratará en seguida) (véase Coe, 1971; Adams, 1974), no puedo afirmar que en este caso mi modelo tenga una sustentación firme. La teoría de «interacción regional» de Rathje (1971) se parece a mi propio modelo, pero sólo puede ser una explicación necesaria, no suficiente. Es más fácil ex­ plicar el derrumbamiento de los mayas (en torno al 900 d.C.) que sus orígenes. Fuera la causa inmediata, como debaten los estudiosos (véase los ensayos en Culbert, 1973), el agotamiento de los suelos, una invasión exterior, o una guerra civil o «de clases», el grado de sujeción forzosa en las jaulas fijas sociales y territoriales no bastaría para que los mayas superasen esas crisis. El segundo grupo que desarrolló una civilización fue el pueblo del valle central de México. Con eso volvemos a un terreno —o más bien a un agua— más seguro, de regadío, esta vez de zonas lacustres, dentro de una región más amplia que tenía fronteras montañosas naturales. Según Parsons (1974) y Sanders et. al. (1979), discernimos un crecimiento lento desde el 1100 a.C. y a lo largo de varios siglos. Después, en torno al 500 a.C., aparecen los canales de regadío aquí (y en otras partes de las tierras altas de Mesoamérica), relacionados con la expansión y la nucleación demográficas. En el norte del valle en torno a Teotihuacán, este crecimiento fue desproporcionado, apa­ rentemente debido a unas condiciones desusadamente buenas de rie­ go, así como a una posición estratégica para la minería y para el acabado de la obsidiana. Se produjo un intercambio intensivo con los cazadores-recolectores y los silvicultores de la periferia. Es una pauta de núcleo de regadío y redes de interacción regional parecida a la de Mesopotamia y con resultados sociales análogos: una jerarquización cada vez mayor de los asentamientos y una mayor com­ plejidad arquitectónica. Para el 100 d.C. habían surgido dos centros políticos regionales de entre 50.000 y 60.000 habitantes, concentra­ dos en una capital, que incorporaban unos miles de kilómetros cua­ drados de territorio y estaban organizados jerárquicamente. Ahora

se trataba ya de una «civilización», pues también comprendía tem­ plos, mercados, una alfabetización jeroglífica y un calendario. Para el siglo IV d.C., Teotihuacán era un Estado urbano coercitivo per­ manente de entre 80.000 y 100.000 habitantes que dominaba a otros Estados, todos ellos en las tierras altas. Su influencia se difundió por toda Mesoamérica y dominó las zonas más próximas de cultura maya. Pero también él se derrumbó, de forma más misteriosa, entre el 550 y el 700 d.C. Tras un breve interregno, se vio suplantado por los señores más militaristas de las marcas del norte, los toltecas, expo­ nentes a gran escala de los sacrificios humanos. Ampliaron su im­ perio sobre una gran parte de Mesoamérica. A partir de ahí nos hallamos en un terreno reconociblemente parecido al del próximo capítulo: el ciclo entre la expansión imperial y la fragmentación y la dialéctica entre los imperios y los señores de las marcas. Los con­ quistadores de la marcas más famosos fueron los últimos. Los azte­ cas combinaban un alto grado de militarismo (y sacrificios humanos) con el desarrollo más intenso de la agricultura de regadío y del urbanismo visto en Mesoamérica. Muchos de esos procesos pertenecen al mismo orden general que los discernidos en Mesopotamia. También existen diferencias. El ori­ gen de los mayas es la que más se destaca, al igual que ocurre con todos los modelos generales. Pero, en general, la civilización se edi­ ficó sobre unas evoluciones prehistóricas de organización muy di­ fusas. Después, la primera fase y la parte referida al valle central de la tercera fase introdujeron el enjaulamiento: el confinamiento en un territorio, representado por la cercanía al río aluvial y a las zonas lacustres, así como a materias primas locales o regionales. De ahí la aparición dual de una organización autoritaria rigurosa, edificada en torno al riego, y de redes difusas de intercambio y de cultura que irradiaron a partir de esa organización. A su vez, ese proceso de enjaulamiento creó un resultado ya conocido. Confirió ventajas a los señores de las marcas y de ello se siguió un ciclo de dominación núcleo-periferia (del cual se trata en el capítulo siguiente). Pero la analogía con las civilizaciones euroasiáticas no debe lle­ varse demasiado lejos. La ecología era distinta. No tenía la unifor­ midad regional general de China ni la enormidad de contrastes entre los valles y las tierras altas de Mesopotamia. Se trata de una región con muchos contrastes, pero no repentinos ni grandes. Probable­ mente, ello aseguró que las sociedades estuvieran menos enjauladas, tuvieran menos tendencia a la centralización y la permanencia. Las

estructuras políticas de los diversos pueblos civilizados y semicivilizados eran más flexibles que las del Cercano Oriente o las de China. Es probable que en los mil quinientos años de civilización mesoamericana se produjera un desarrollo menor de poder colectivo que en un período comparable de tiempo euroasiático. Su fragilidad era tan grande que bastó con el peso de poco más de quinientos conquistadores para que se derrumbara (resulta difícil imaginar que el poder de, por ejemplo, los asirios o la dinastía Han se derrumbara de forma tan total ante una amenaza comparable). El imperio azteca era una federación flexible. La lealtad de sus vasallos resultó ser poco segura. Incluso en su núcleo, la sociedad azteca tenía contrapesos mayas que impedían una mayor intensificación del Estado. La reli­ gión y el calendario herederos de los mayas establecían los relevos de la autoridad suprema en una serie de ciclos de calendario entre las diversas ciudades-Estado/tribus del imperio. Uno de esos ciclos estaba llegando a su fin —de hecho, parte de la población local creía que estaba a punto de terminar todo el calendario— en el año de n uestro señor de 1519. Nacería la Serpiente Emplumada y quizá regresaran los antepasados pálidos. En 1519 llegaron los españoles pálidos y barbudos. La historia de cómo incluso el monarca azteca Moctezuma consideró a los conquistadores como posibles dioses-re­ yes es uno de los grandes relatos de la historia universal. General­ mente se narra como el ejemplo supremo de los extraños accidentes de la historia. De eso no cabe duda. Pero el calendario y las revo­ luciones políticas que ese accidente legitimó también constituyen un ejemplo de los mecanismos mediante los cuales los pueblos primiti­ vos trataban de escapar a los Estados permanentes y a la estratifica­ ción social, incluso cuando cabría suponer que ya estaban plenamen­ te atrapados en ellos. Por desgracia para los aztecas y para sus va­ sallos, esa vía concreta de escape llegó a la servidumbre ineludible del colonialismo europeo. En estos respectos, el modelo general de una vinculación entre el poder social y el enjaulamiento parece estar tan apoyado por el carácter distinto de Mesoamérica como por su similitud con Eurasia. A menos enjaulamiento, menos civilización, menos Estados institu­ cionalizados permanentes y menos estratificación social, salvo cuan­ do por fin intervenía un accidente histórico a escala mundial. Sin embargo, valga una última nota de cautela. Muchos aspectos de la historia mesoamericana siguen siendo poco claros o polémicos. La fusión creativa de la ciencia social americana con la arqueología

y la antropología modifica constantemente la imagen. Los especia­ listas reconocerán que los modelos teóricos recientes —los de Flannery, Rathje y Sanders y Price— encajan bien en mi modelo de enjaulamiento/interacción regional. Si sus opiniones se ven puestas en tela de juicio por los estudiosos dentro de diez años, mi modelo tiene problemas. La A m érica Andina Los primeros asentamientos semiurbanos y centros ceremoniales surgieron en los estrechos valles fluviales de los Andes occidentales, basados en el rendimiento de un sistema sencillo de regadío unido al intercambio con pastores de las tierras altas y pescadores ribere­ ños 8. La fase siguiente fue de consolidación gradual de esos tres componentes en distintas jefaturas, de las cuales había unas cuarenta en el momento de la conquista por los incas. Tenían una estructura flexible y eran inestables. También estaban situadas en el seno de una similitud cultural regional más amplia, expresada a partir del 1000 d.C. en el estilo artístico de Chavin, probablemente como re­ sultado de redes extensivas de interacción regional. Se trata del te­ rreno conocido del final de la prehistoria, con posibilidades tanto de ulterior desarrollo de las pautas cíclicas normales de la prehistoria, com o de un salto adelante de la civilización permitido por la com­ binación de núcleo de regadío, red de interacción regional. Efecti­ vamente se produjo un salto adelante, pero para la fecha en la cual tenemos datos abundantes al respecto, nos extrañan sus aspectos peculiares. No encaja en el modelo. Existen tres peculiaridades. En primer lugar, las unidades políti­ cas emergentes no ampliaron su influencia mediante la consolidación territorial, sino mediante el establecimiento de una cadena de avan­ zadillas coloniales, que existía junto a las cadenas de otras comuni­ dades políticas y las interpenetraban. Es lo que se denomina el «mo­ delo del archipiélago» del desarrollo andino. En segundo lugar, por tanto, el comercio entre las unidades autónomas era menos domi­ nante como mecanismo de intercambio económico que la reciproci­ dad y la redistribución internas dentro de cada archipiélago. Así, 8 Las principales fuentes para esta sección han sido Lanning, 1967; M urra, 1968; Katz, 1972; Schaedel, 1978; M orris, 1980, y diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.

podemos empezar a denominar Estados a esas unidades en torno al 500-700 d.C., cuando tenían un carácter más redistributivo que las halladas en otros casos de civilización prístina. La vía de las redes solapadas hacia el desarrollo tenía escasa presencia y predominaba la vía interna, más enjaulada, lo cual resulta difícil de explicar. En ter­ cer lugar, cuando una o varias de esas unidades lograban la hegemo­ nía (en gran medida, según parece, mediante la guerra), incorporaban esos mecanismos internos. Dan muestras de precocidad en la logís­ tica del poder. Eso es evidente a partir del 700 d.C., aproximada­ mente, en el imperio de los huari, que eran grandes constructores de carreteras, centros administrativos y almacenes. Pero de lo que más sabemos es del asombroso imperialismo de los incas. Hacia el 1400-1430 d.C., una agrupación y jefatura «tribual», la de los incas, conquistó el resto. Para el 1475, los incas habían utili­ zado cuadrillas masivas de trabajadores forzados para construir ciu­ dades, carreteras y proyectos de regadío en gran escala. Habían crea­ do un Estado teocrático centralizado, con su propio jefe como dios. Habían incorporado la tierra a la propiedad estatal y habían puesto la administración económica, política y militar en manos de la no­ bleza inca. Habían ideado o ampliado el sistema quipu, mediante el cual madejas de cuerdas anudadas podían comunicar mensajes por todo el imperio. No se trataba exactamente de una «escritura». Así, conforme a mi definición anterior, los incas no estarían plenamente civilizados. Sin embargo, tenían una forma de comunicación admi­ nistrativa tan avanzada como la de cualquiera de los imperios anti­ guos. Se trataba de un imperio enorme (casi 1.000.000 de kilómetros cuadrados) y muy poblado (los cálculos van de 3.000.000 de perso­ nas en adelante). Su tamaño y la rapidez de su crecimiento son asom­ brosos, pero no carecen de precedentes: podemos concebir imperios de conquista análogos, como el zulú. Pero lo que no tiene paralelo es el nivel inca de desarrollo de la infraestructura logística de Estados permanentes autoritarios y estratificación social. ¡Había 15.000 ki­ lómetros de rutas pavimentadas! A lo largo de ellas había aJmacenes a una jornada de marcha el uno del otro (los españoles encontraron los primeros llenos de comida) y relevos de mensajeros presunta­ mente capaces de transmitir un mensaje a 4.000 kilómetros de dis­ tancia en doce días (¡sin duda se trata de una exageración, salvo que todos los mensajeros fueran grandes mediofondistas!). Los ejércitos incas estaban bien abastecidos y bien informados. Cuando actuaban en el exterior, iban acompañados de rebaños de llamas que trans­

portaban los suministros. Los incas conseguían victorias gracias a su capacidad para concentrar cantidades superiores de guerreros en un lugar dado (pueden hallarse detalles sobre su logística en Bram, 1941). El gobierno político de los incas después de sus conquistas revela la misma capacidad logística meticulosa. Los estudios difieren mucho en cuanto a la realidad del llamado sistema decimal de administra­ ción, que al principio parece constituir un «diagrama de organiza­ ción uniforme» impuesto en todo el imperio. Moore (1958: 99 a 125) cree que no era más que un sistema de recaudación de tributos in­ tegrado por miembros de las élites conquistadas, más o menos su­ pervisados por un gobernador provincial inca apoyado por un grupo de colonos-milicianos. En una sociedad tan primitiva hubiera sido imposible algo más desarrollado. Pero, sin embargo, esas técnicas revelan una astucia logística que no se desarrolló en otras zonas de civilización hasta después de un milenio o más de desarrollo del Estado. Recuerdan a la dinastía Han de China o a los asirios o los romanos del mundo del Cercano Oriente o del Mediterráneo: una obsesión ideológica con la centralización y la jerarquía, llevada a los límites de lo viable. Si nos centramos en esos logros logísticos, los incas (y quizá también algunos de sus predecesores) parecen demasiado precoces para encajar fácilmente en mi modelo general. De hecho, plantean dificultades para cualquier modelo general. Decir, por ejemplo, que presentan «todas las características de un “Estado de conquista” en el sentido de Oppenheimer», como hace Schaedel (1978: 291) es perder de vista lo esencial: fueron el ú nico ejemplo de un Estado de conquista prístino, donde un Estado original, producto del artificio militar, se institucionaliza de forma estable. De hecho, todas las ex­ plicaciones del auge de los incas, según las cuales encaja en una pauta general, son inadecuadas. Sus logros, si nos lo tomamos en serio, son misteriosos. La alternativa sería no tomarse tan en serio los logros de los incas. Después de todo, se hundieron cuando 106 soldados de in­ fantería y 62 de caballería, al mando de Francisco Pizarro (y ayuda­ dos por las epidemias introducidas por los europeos) ejercieron pre­ sión sobre el propio Inca y éste cedió. Sin su jefe, la infraestructura resultó no ser una organización social viable, sino una serie de gran­ des artefactos —carreteras, ciudades de piedra— que recubrían una confederación tribual flexible, débil, quizá esencialmente prehistóri­ ca. ¿Eran esos artefactos meramente el equivalente de las civilizacio­

nes megalíticas, cuyos monumentos también sobrevivieron a su de­ rrumbamiento socif^ Probablemente no, pues su preocupación por la infraestructura logística del poder sería evidente sólo a partir de sus monumentos. Eso los acerca mucho más en cuanto a aspiracio­ nes a los imperios muy ulteriores que a los pueblos megalíticos. Cuando su poder se sometió a prueba contra un enemigo mucho más poderoso, resultó ser frágil, pero parece haber estado orientado obsesiva, implacablemente, com o poder y no como la evasión del poder que yo he expuesto como típica de la prehistoria en el capí­ tulo 2. Considero a los incas una excepción en la cual un militaris­ mo reforzado logísticamente desempeñó un papel mayor en los orí­ genes de la civilización que en otras partes y ¿n el cual la civilización (contemplada con los ojos de otras civilizaciones) parece tener logros desiguales. En consecuencia, los demás casos, con excepción de la América Andina, indican la validez del modelo general. Hubo dos aspectos decisivos de la ecología social en la aparición de la civilización: la estratificación y el Estado. En primer lugar, el nicho ecológico de la agricultura aluvial fue su núcleo. Pero, en segundo lugar, ese nú­ cleo también implicaba contrastes regionales y fue la combinación del núcleo relativamente limitado, enjaulado y sus interacciones con redes regionales diversas, pero superpuestas, de interacción social, lo que llevó a un mayor desarrollo. Egipto, una vez establecido, fue excepcional porque se convirtió en un sistema social cuasi unitario y limitado; pero el resto se convirtió en una serie de redes super­ puestas de relaciones de poder, generalmente con un núcleo federal a dos niveles de pequeñas unidades segmentadas de ciudades-Estado/tribus ubicadas en el seno de una cultura de civilización más amplia. Esa configuración estuvo presente en los diversos casos y —es necesario añadir— no lo estuvo en general en el resto del mundo. C onclusión: Una teoría d e la aparición d e la civilización La civilización fue un fenómeno anormal. Comportó el Estado y la estratificación social, cosas ambas que los seres humanos han pasado eludiendo la mayor parte de su existencia. Por tanto, las condiciones en las cuales, en algunas ocasiones, efectivamente surgió la civilización son las que hicieron imposible seguir evitándola. La

significación última de la agricultura aluvial, presente en todas las civilizaciones «prístinas», fue la limitación territorial que aportó jun­ to con un gran excedente económico. Cuando se convirtió en agri­ cultura de regadío, como ocurrió por lo general, también intensificó la limitación social. La población se vio enjaulada en unas relaciones concretas de autoridad. Pero aquello no fue todo. La agricultura aluvial y de regadío también enjauló a las poblaciones circundantes, una vez más inse­ parablemente de las oportunidades económicas. Las relaciones co­ merciales también enjaularon (aunque, por lo general, en menor me­ dida) a los pastores, los agricultores de secano, los pescadores, los mineros y los silvicultores de toda la región. Las relaciones entre los grupos también se confinaron a rutas comerciales concretas, mer­ cados y almacenes. Cuanto mayor era el volumen del comercio, más se fijaban territorial y socialmente todas esas relaciones. Ello no significaba que hubiera una sola jaula. Ya he señalado tres conjuntos diferentes de redes socioespaciales, superpuestas e intersectantes: el núcleo aluvial o regado, la periferia inmediata y toda la región. Las dos primeras se asentaron en pequeños Estados locales, la tercera en una civilización más amplia. Las tres fijaron e hicieron más perma­ nentes los espacios sociales y territoriales finitos y limitados. A la población enjaulada en ellos ahora le resultaba relativamente difícil dar la espalda a la autoridad y la desigualdad emergentes, como había hecho en incontables ocasiones en la prehistoria. Pero, ¿por qué, en el interior de esos espacios, se convirtió en­ tonces la autoridad contractual en un poder coercitivo y la desigual­ dad en la propiedad privada institucionalizada? Las obras especiali­ zadas no han ayudado mucho a este repecto, precisamente porque raras veces han advertido que esas transformaciones han sido anor­ males en la experiencia humana. En esas obras casi siempre se ex­ ponen como un proceso esencialmente «natural», cosa que desde luego no fueron. Sin embargo, la ruta más probable hacia el poder y la propiedad pasaba por las interrelaciones de varias redes super­ puestas de relaciones sociales. Para empezar, podemos aplicar a esas relaciones un modelo flexible de «núcleo-periferia». La pauta mesopotámica de desarrollo contenía cinco elementos principales. En primer lugar, la posesión por un grupo de familias/re­ sidentes de tierras nucleares o de unas posibilidades desusadas de aluvión o de regadío, aportaba a ese grupo un excedente económico mayor que a sus vecinos periféricos de tierras aluviales/de regadío y

ofrecía empleo a la población excedente de esos vecinos. En segundo lugar, todos los poseedores de tierras aluviales y los regantes poseían esas mismas ventajas sobre los pastores, los cazadores, los recolec­ tores y los agricultores de secano de la periferia ulterior. En tercer lugar, las relaciones comerciales entre esos grupos se centraban en determinadas vías de comunicación, especialmente los ríos navega­ bles y en los mercados y los almacenes a lo largo de esas rutas. La posesión de esos lugares fijos aportaba ventajas adicionales, en ge­ neral al mismo grupo nuclear poseedor de tierras aluviales/de rega­ dío. En cuarto lugar, el papel económico de primera línea del núcleo alivial/de regadío se advertía también en el crecimiento de los oficios manufactureros y artesanales y del comercio de reexportación con­ centrado en los mismos lugares. En quinto lugar, el comercio se siguió ampliando hacia el intercambio de mercaderías agrícolas y manufacturadas del núcleo a cambio de metales preciosos de las mon­ tañas de la periferia exterior. Ello confería al núcleo un control desporporcionado sobre un medio relativamente generalizado de inter­ cambio, sobre las «mercaderías de prestigio» para exhibir una con­ dición social y sobre la producción de instrumentos y armas. Esos cinco procesos tendían a reforzarse mutuamente, lo cual aportaba unos recursos de poder desproporcionados a los grupos de familias/residentes del núcleo. Los diversos grupos periféricos no podían volver la espalda a ese poder más que a costa de renunciar a los beneficios económicos. Fueron suficientes los que optaron por no hacerlo como para que apareciesen los Estados y la estratificación de un tipo permanente, institucionalizado y coercitivo. Naturalmen­ te, los detalles de este progreso fueron diferentes en cada caso, sobre todo en respuesta a las variaciones ecológicas. Sin embargo, en todas partes es visible el mismo conjunto general de factores. Así, cuando apareció la civilización, su signo más obvio, la es­ critura, se utilizó fundamentalmente para regular la intersección de la propiedad privada y el Estado, esto es, de una zona territorial definida, con un centro. La escritura denotaba los derechos de pro­ piedad y los derechos y deberes colectivos bajo una pequeña auto­ ridad política territorial, centralizada y coercitiva. El Estado, su or­ ganización centrada y territorial, pasó a tener una utilidad perma­ nente para la vida social y los grupos dominantes, de una forma que se apartaba de las pautas de la prehistoria. La posesión del Estado se convirtió en un recurso explotable de poder, cosa que no había ocurrido hasta entonces.

Sin embargo, el modelo núcleo-periferia sólo puede aplicarse has­ ta cierto punto. Los dos eran interdependientes y a medida que se desarrollaba el núcleo, también (aunque a ritmos diferentes) se des­ arrollaban las diversas zonas periféricas. Algunas pasaron a ser in­ distinguibles del núcleo original. La infraestructura del poder del núcleo era limitada. Se podía absorber a la mano de obra dependien­ te, se podían imponer determinadas relaciones desiguales de inter­ cambio económico, se podía reivindicar una dominación flexible pa­ trón-cliente, pero poco más. Al principio, la capacidad para una organización social autoritaria se limitaba a los pocos kilómetros cuadrados de cada ciudad-Estado, mientras que todavía no se puede discernir ningún recurso para la difusión del poder hacia afuera a partir del centro autoritario mediante una población extensiva. De ahí que cuando las zonas periféricas fueron creando excedentes, Es­ tados y alfabetización, ya no se podían controlar a partir del antiguo núcleo. Con el tiempo, toda la distinción entre el núcleo y la peri­ feria fue desapareciendo. Es cierto que en Mesopotamia empezamos a ver la aparición de nuevos recursos militares de poder y que en algunos de los otros casos es posible que esos recursos se llevaran más lejos y con mayor rapidez, pero cada vez en menor beneficio del antiguo núcleo (como veremos en el próximo capítulo). En todo caso, es evidente que el militarismo llegó después y se creó sobre las formas ya existentes de organización regional. En todos los casos, el p o d er id eo ló gico desempeñó un papel privilegiado en la consolidación de las organizaciones regionales. En un estudio comparado de estos seis casos, más el de Nigeria (que yo no consi­ dero de civilización prístina), Wheatley (1971) concluye que el com­ plejo de templos ceremoniales, y no el mercado ni la fortaleza, fue la primera institución urbana importante. Aduce que el impulso dado por la religión a la urbanización y la civilización consistió en su capacidad para aportar una integración regional de objetivos sociales diversos y nuevos por conducto de valores éticos más abstractos. Esto resulta útil siempre que moderemos el idealismo de la narración de Wheatley y nos centremos en los objetivos sociales que satisfacían los centros ceremoniales. La división entre lo «sagrado» y lo «laico» o «secular» viene después. No es, como aduce Wheatley, que las instituciones económicas estuvieran subordinadas a las normas reli­ giosas y morales de la sociedad, ni que las instituciones seculares surgieran después para compartir el poder con las sagradas ya exis­ tentes. Los principales objetivos del templo sumerio, acerca del cual

tenemos buena información, eran básicamente mundanos: actuar en primer lugar como servicio diplomático entre las aldeas y después redistribuir el producto económico y codificar lo deberes públicos y los derechos de propiedad privada. Lo que hemos aprendido en este capítulo confirma el carácter generalmente mundano de las cul­ turas religiosas de las demás civilizaciones iniciales. Por otra parte, como ya sugerí en el capítulo 1, las culturas religiosas eran social­ m en te tra n scen d en tes y aportaban soluciones organizadas a proble­ mas que afectaban a una zona más extensa de lo que podían regular las instituciones autoritarias existentes. El desarrollo regional produ­ cía muchos puntos de contacto tanto en el seno de cada zona aluvial y periférica como entre esas zonas. Surgían problemas y oportuni­ dades persistentes, especialmente en las esferas de la regulación del comercio, las migraciones y los asentamientos, la cooperación pro­ ductiva (especialmente en el riego), la explotación de los trabajadores mediante los derechos de propiedad y la definición de qué clase de violencia era justa y cuál injusta. Esos son los problemas fundamen­ tales con los que se enfrentaban las ideologías de las religiones emer­ gentes y de lo que se trataba ritualmente en el patio del templo, el almacén del templo y el santuario interior. Las instituciones ideoló­ gicas brindaban una forma de poder colectivo que era flexible, difusa y extensiva, que ofrecía soluciones diplomáticas auténticas a necesi­ dades sociales reales y que, en consecuencia, estaba en condiciones de atrapar a poblaciones mayores dentro de su «diagrama de orga­ nización» del poder distributivo. Así, podemos distinguir dos fases principales en el desarrollo de la civilización. La primera contenía una estructura federal de dos niveles: 1) las pequeñas ciudades-Estado proporcionaban una forma fusionada de organización del poder económico y autoritario polí­ tico, es decir, «circuitos de praxis (económica)», con un grado pro­ nunciado de «centralización territorial» (el medio de poder econó­ mico y político, definido en el capítulo 1). Esa combinación atra­ paba a poblaciones relativamente reducidas. Pero, 2) esas poblacio­ nes vivían en el seno de una organización ideológica y geopolítica mucho más extensiva, difusa y «transcendente», por lo general sinó­ nimo de lo que denominamos civilización, pero más o menos con­ centrada en uno o más centros regionales de culto. En la segunda fase de las primeras civilizaciones, esas dos redes de poder tendían a fusionarse, fundamentalmente por conducto de más coerción con­ centrada, es decir, de organización militar. Aunque ya lo hemos

vislumbrado, de eso se trata con más detalle en el capítulo siguiente. Por último, hemos visto que las teorías convencionales de los orígenes del Estado y de la estratificación social están teñidas de evolucionismo, como se previo en el capítulo 2. De hecho, los me­ canismos que esas teorías califican de «naturales» son anormales. Sin embargo, se han identificado correctamente muchos mecanismos en los raros casos en que surgieron los Estados y la estratificación. Yo he apoyado una visión económica amplia de los primeros orígenes, mezclando eclécticamente elementos de tres grandes teorías: el libe­ ralismo, un marxismo revisionista y la teoría funcional del estado redistributivo. Para las fases ulteriores del proceso, los mecanismos militaristas son más pertinentes. Pero todo ello no llega a ser perti­ nente hasta que se continúa con el modelo de redes superpuestas de poder, lo cual confiere un papel especial a la organización ideológica del poder, de la cual se suele hacer caso omiso en las teorías de los orígenes. Ni el Estado ni la estratificación social se originaron de forma endógena, a partir del seno de «sociedades» sistémicas ya exis­ tentes. Se originaron porque: 1) a partir de las redes sociales flexi­ bles y superpuestas de la prehistoria surgió una red, la agricultura aluvial, que estaba desusadamente enjaulada, y 2) en sus interaccio­ nes con varias redes periféricas aparecieron otros mecanismos de enjaulamiento que llevaron a todas a una mayor participación en dos niveles de relaciones de poder, las existentes en el seno del Estado local y las existentes en la civilización más general. Ahora se puede llevar la historia del poder hacia afuera de esos pocos epicentros anormales, tal como ocurrió en la realidad.

B ibliografía Adams, R. E. W. 1974: The O rigins o f M aya C ivilization. Albuquerque: University of New México Press. Agrawal, D. P. 1982-.The A rchaeology o f India. Londres: Curzon Press. Allchin, B., y R. Allchin. 1968: The Birth o f Indian C ivilization. Harmondsworth: Penguin Books. Bram, J. 1941: «An analysis of Inca militarism». Tesis doctoral, Columbia University. Branigan, K. 1970: The Foundations o f Palatial C rete. Londres: Roudedge & Kegan Paul.

Butzer, K. 1976: Early H ydraulic C ivilization in Egypt. Chicago: Univer­ sity Chicago Press. Cadogan, G. 1976: Palaces o f Minoan C rete. Londres: Barrie y Jenkins. Chadwick, J. 1973: «The linear B tablets as historical documents». Cap. 13, a), de The C am bridge A ncient H istory. Comp. por I. E. S. Edwards y otros, 3.‘ ed., vol. 2, pt. I. Cambridge: Cambridge University Press. Chakrabarti, D. 1980: «Early agriculture and the development of towns in India». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherratt. Cambridge: Cambridge University Press. Chang, K.-C. 1977: The A rchaeology o f A ncient China. New Haven, Conn.: Yale University Press. Cheng, T.-K. 1959: A rchaeology in China. Vol. I: P rehistoric China. Cam­ bridge: Cambridge University Press. — 1960: A rchaeology in China. Vol. II: Shang China. Cambridge: Cam­ bridge University Press. Coe, M. D. 1971: The Maya. Harmondsworth: Pelican Books. — y R. A. Diehl, 1981: In th e Land o f th e O lm ec. 2 vols. Austin: Uni­ versity of Texas Press. Cottrell, L. 1968: The Warrior Pharaohs. Londres: Evans Brothers. Creel, H. 1970: The O rigins o f Statecraft in China. Vol. I. Chicago: Aldine. Culbert, T. P. 1973: The Classic Maya Collapse. Albuquerque: University of New México Press. Dow, S. 1973: «Literacy in Minoan and Mycenaen lands». Cap. 13, b), en The C am bridge A ncient H istory. Comp. por I. E. S. Edwards y otros, 3.' ed. Cambridge: Cambridge University Press. Edwards, I. E. S. 1971: «The early dynastic period in Egypt». Cap. 21, en The C am bridge A ncient H istory, Edwards y otros, 3.' ed., vol. I, pt. 2. Cambridge: Cambridge University Press. Emery, W. G. 1961: A rchaic Egypt. Harmondsworth: Penguin Books. Flannery, K. 1968: «The Olmec and the valley of Oaxaca: a model for ¡nter-regional interaction in formative times». En D um barton Oaks C on­ fe r e n ce on th e O lm ec. Comp. por E. P. Benson. Washington: Dumbar­ ton Oaks. — 1982: Reseña de Coe y Diehl: In th e Land o f the O lm ec. American A nthropologist, 84. Hawkes, J. 1973: The First G reat Civilizations. Londres: Hutchinson. Hopkins, K. 1980: «Brother-sister marriage in Román Egypt». C om parative Studies in S ociety and H istory, 22. Ho, P.-T. 1976: The C radle o f th e East. Chicago: University of Chicago Press. Janssen, J. J. 1978: «The early State in ancient Egypt». En The Early State. Comp. por H. Claessen y P. Skalnik. La Haya: Mouton. Jones, G. D., y P. R. Kautz, 1981: The Transition to S tatehood in th e N ew World. Cambridge: Cambridge University Press.

Katz, F. 1972: The A ncient A merican Civilizations. Nueva York: Praeger. Lamberg-Karlovsky, C. C., y J. Sablof, 1974: The Rise an d Fall o f civili­ zation. Menlo Park, Calif.: Cummings. Lanning, E. P. 1967: Perú B efore th e Incas. Englewood Cliffs, N. J.: Prentice-Hall. Matz, F. 1973: «The maturity of Minoan civilization and the zenith of Minoan civilization». Caps. 4, b) y 12, en The C am bridge A ncient His­ tory. Comp. por I. E. S. Edwards y otros, 3.’ ed., vol. I, pt. 2. Cam­ bridge: Cambridge University Press. Meggers, B. 1975: «The transpacific origien of Meso-American civilization». A merican A nthropologist, 77. Moore, S. F. 1958: P ow er an d P roperty in Inca Perú. Westport, Conn.: Greenwook Press. Morris, C. 1980: «Andean South America: from village to empire». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherrat. Cam­ bridge: Cambridge University Press. Murra, J. V. 1968: «An Aymara kingdom in 1567». E thnohistory, 15. Murray, M. 1977: The S plendour That Was Egypt. Londres: Sidgwick & Jackson. Nilson, M. P. 1950: The M inoan-M ycenean R eligión an d Its S u rvival in Greek R eligión. Lund: Lund University Press. O’Connor, D. 1974: «Political systems and archaeological data in Egypt: 2600-1780 B.C.». W orld A rchaeology, 6. — 1980: «Egypt and the Levant in the Bronze Age». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherratt. Cambridge: Cam­ bridge University Press. O’Shea, J. 1980: «Mesoamerica: from village to empire». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherratt. Cambridge: Cam­ bridge University Press. Parsons, J. R. 1974: «The development of a prehistoric complex society: a regional perspective from the Valley of México». Jou rn a l o f Field Ar­ ch a eology, 1. Rathje, W. 1971: «The origin and development of Lowland Classic Maya Civilization». A merican Antiquity, 36. Rawson, J. 1980: A ncient China: Art an d A rchaeology. Londres: British Museum Publications. Renfrew, C. 1972: The E m ergence o f C ivilization: the C yclades an d the A egean in th e Third M illennium B. C. Londres: Methuen. Sanders, W. T., y B. Price, 1968: M esoam erica: The E volution o f a C ivili­ zation. Nueva York: Random House. — y otros. 1979: The Basvn o f M éxico: E cological Processes in th e E volution o f a C ivilization. Nueva York: Academic Press. Sankalia, H. D. 1974: P re-H istory and Proto-H istory o f India an d Pakistan. Poona, India: Deccan College.

Schaedel, R. P. 1978: «Early state of the Incas». The Early State. Comp. por H. Claessen y P. Skalnik. La Haya: Mouton. Smith, W. S. 1971: «The Oíd Kingdom in Egypt». En The C am bridge An­ cien t H istory. Comp. por I. E. S. Edward y otros, 3.‘ ed., vol. I, pt. 2. Cambridge: Cambridge University Press. Vercoutter, J. 1967: «Egypt». Caps. 6-11, en The N ear East: The Early C ivilizations. Ed. J. Bottero. Londres: Weidenfeld & Nicolson. Warren, P. 1975: The A egean Civilizations. Londres: Elsevier-Phaidon. Wheatley, P. 1971: The P ivot o f th e Four Q uarters. Edimburgo: Edinburgh University Press. Wilson, J. A. 1951: The B urden o f Egypt. Chicago: University of Chicago Press.

Capiculo- 5 LOS PRIMEROS IMPERIOS DE DOMINACION: L A DIALECTICA DE L A COOPERACION OBLIGATORIA

El capítulo anterior contenía, temas ya¡ conocidos,, algunos extraí­ dos: del evolucionismo' focal-, otros de 1-a sociología: comparada.. LaeiviTizaciión, ía estratificación social y lbs, Estadas ser originaron en las. circunstancias: Bocales; de seis. sociedades parecidas a rasgos gene1irales. y esparcidas por tado el mundo.. La agpixrafciinr» alhxvial y de regadío situada en medio- de redes regronafes sia¡peBjraesEas. de iraneracciói® social intensificó! mía jjauiEa social de dos niwdles. EEDov a sui vez, l¡Eevo>a mamcrecimiento) exponenciali del! poder coHectÍTO) Bmamnam!®Algunos de esos. tremas, generales ipontiraiáiara) em este capítote, cgixe describe otara fase de Ea feistoinai inicial! de la cróiE2rae¿OTi)_ La jjanmlb social se liíz®> entonces nrnás, prona-neraida, más stragolar y nmurcfi® más. extensiva comas» resultada) de M ío proceso' de ¿nteiracciócii iregjictiiatL Estai vez, ell estnaxiaJo» iniciall procedió) menos, de Da ©cg^nízaeíásn ec©>momiea que de la miliiitranr. Y tam&íéij cannfináo* Ea pama geopofeica gmmisilginirpnine-.. I.a» zonas q¡ue üiafeiretm sidk» Enasta eraaornces senaípeiríféurcas. se mor'rairtíeiroia!, en oextüD sentidc», eso ell muiew» naídjera de Ib ciwS&zscwm. Los ««señores de Eas. maareas»> faeron lbs pioneros Cosme» em c a á toxdfos; Eos casm cafoe apceoair la apamkióffli d e mima ese» s®¡pieire vm x n z maás ama tendencia ge-

neral del desarrollo. Pero ahora existen diferencias anán más obvias entre ellos. Mi respuesta consiste en ajustarse todavía más el desarro­ llo de la civilización del Cercano Oriente, que es ¿1 caso más docu­ mentado y el más impórtame históricamente. Como y a nos encomtramos decididamente en el terreno de ia historia, la documentación va mejorando y podré contemplar de forma más sistemática la in­ fraestructura del poder y sos cuatro medios distintos de organiza­ ción (como se prometió en el capítulo 1). Tras comentar el desarrollo de los primeros imperios mesopotámicos, también me ocuparé de las teorías elaboradas por los espe­ cialistas de la sociología comparada para explicar esas imperios. Ve­ remos q-ue, si bien esas ¡teorías lograin señalar determinadas caracte­ rísticas generales de la dominación imperial, tienen bu enfoque es­ tático o cíclico. Pierden de vista la dialéctica de la «cooperación obligatoria», tema central de este capítulo. Gracias a las técnicas de poder de la cooperación obligatoria, la «punta de lanza» del poder pasó de civilizaciones ¡con múltiples actores del poder a imperios de dominación. A n teceden tes: Ei crecim ien to d el m ilitarism o y d e las m arcas Durante ux»os setecientos años, la forma dominante de la civili­ zación sumeria fue ama estructura multiestatal de por lo menos 12 dradades-Estad© principales. O sea que mo s e produjo ara avance rápido hacia organizaciones mayores y mas jerárquicas dd poder. Sin embargo, en la segunda mitad de ese período, la ciudad-Estado empezó a modificar su forma a medida qttae empezaba a dominar la realeza. Entonces, hacia el 2300 a.C-, la autonomía de la dnodad-jEstado empezó a debilitarse a medida que aparecían confederaciones regionales de ciudades. Por ultimo, -éstas se vieron conqnistadas por el primer «imperio^ extensivo de la historia registrada, el de Sargón de AJtkad. Desprnés, el imperio siguió saendo ana de las formas so­ ciales dominantes a lo largo de eres m il años en «1 Cercano Oíaerase y em Europa, e ¿radhtso más tiempo en Asia oriental. su aparición «mirrial fue wn .asunto de ¡mu cierta áiay ¡wTamn-!tai qtme Como vimos en el fibáram eapétmiliQ, por k> generail los esnodiiosos atribuyen la ¡primera parte del proceso, la aparición de la realeza era

las ciudades-Estado sumerias tardías, a la guerra. Los éxitos logrados en el regadío por las ciudades-Estado las hicieron más atractivas como presa a ojos de los vecinos más pobres de las tierras altas. Los registros también documentan muchas disputas fronterizas entre las propias ciudades-Estado. Los dos tipos de conflicto hicieron que la defensa pasara a ser una cuestión más crítica y llevaron a la cons­ trucción de murallas enormes a mediados del tercer milenio. Simul­ táneamente, deducimos que los jefes militares consolidaron su do­ minación y la convirtieron en realeza. Algunas autoridades sugieren que eran acadios, es decir, semitas del norte. Pero, como ya he in­ dicado, la realeza local es perfectamente compatible con la economía retributiva del regadío relativamente centralizada y loca y no habría constituido una ruptura radical con las tradiciones sumerias. La rea­ leza, que combinaba la jefatura de la guerra con la dirección de la economía, podía seguir incrementando el excedente, así como los niveles de población o los de vida. Pero cuanto más éxito tuviera, mayores serían sus consecuencias para las redes de poder de la re­ gión más extensa. Así, no hemos de contemplar sólo el equilibrio del poder dentro de Sumeria, sino entre Sumeria y el exterior. Ese equilibrio implica­ ba consideraciones económicas y militares entrelazadas, naturalmen­ te, tal como ha seguido ocurriendo hasta la época actual. Como ya se señaló en el capítulo anterior, Sumeria estaba espe­ cializada económicamente. Aunque favorablemente situada para ge­ nerar un excedente agrícola y, en consecuencia, para desarrollar una división del trabajo y productos manufacturados, tenía una escasez relativa de materias primas, especialmente minerales, piedras precio­ sas y madera y dependía del comercio exterior. Ahora bien, inicial­ mente, ese comercio precedió al Estado, como de hecho había veni­ do ocurriendo al final de la prehistoria en general. Pero cuanto más se desarrollaba, más dependía del Estado. A medida que aumentaban las capacidades de organización de todas las agrupaciones regionales, incluso las relativamente atrasadas iban adquiriendo la capacidad para organizar incursiones y extraer tributo de los comerciantes. El co­ mercio necesitaba protección contra el pillaje en ruta. Pero incluso el intercambio pacífico convenido entre los territorios controlados por el Estado exigía una cierta regulación diplomática, dada la in­ existencia de una «divisa» internacional que denotara el valor de intercambio de un producto (véase Oppenheim, 1970). El incremen­ to del comercio aumentó la vulnerabilidad de Sumeria en dos senti­

dos. En primer lugar, aumentó tanto el excedente como los poderes de organización colectiva de todos los tipos de grupos situados lejos de Sumeria. Algunos podían optar por saquear el comercio, otros podían tratar diplomáticamente de desviar el comercio hacia sí mis­ mos, en lugar de hacia Sumeria, y otros podrían sencillamente emu­ lar a Sumeria y competir pacíficamente con ella. La «ventaja neta comparada» en la producción eficiente de mercaderías manufactura­ das correspondía a Sumeria. Pero ello carecería de pertinencia si algún otro grupo pudiera efectivamente impedir que las mercaderías llegaran a Sumeria y así cobrar una «renta de protección» a lo largo de las rutas comerciales. Un grupo de ese tipo podía estar encabe­ zado por cualquiera, desde un Estado rival, organizado y casi alfa­ betizado, hasta un jefecillo tribal, pasando por un aventurero y su banda. Así, tanto la violencia organizada de guerra/diplomacia como la de «tipo mafioso» podían poner en peligro la estabilidad de los suministros vitales de Sumeria. En consecuencia y para protegerse, Sumeria trató de ampliar su poder político y militar a lo largo de su red de comercio interna­ cional. Su eficiencia agrícola le aportó una ventaja comparada, en la liberación de hombres y de recursos con fines militares, sobre casi todos los pueblos cercanos. Al principio, parece que podía despachar a grupos de soldados y de mercaderes y establecer colonias a lo largo de las rutas comerciales. Sin embargo, a la larga no pudo controlar esas colonias. Se desarrollaron de forma autónoma y se fusionaron con las poblaciones locales. Además, la segunda fuente de vulnera­ bilidad confirió una ventaja comparada a un tipo de grupo rival. La dificultad que eso planteaba a Sumeria estribaba en que ese rival estaba en sus propias marcas y le impedía proyectarse hacia fuera. En este caso hemos de recordar las repercusiones sobre la guerra de la especialización ecológica, que empecé a comentar en el capítulo 2. De momento, dejemos de lado la guerra naval y de sitio, puesto que tienen sus propias peculiaridades. Si nos limitamos a los campos abiertos de batalla en tierra, podemos observar que a lo largo de la historia registrada los ejércitos han estado integrados por tres ele­ mentos: infantería, caballería (comprendidos los carros) y artillería (cuyos elementos princiaples han sido el arco y la flecha). Cada uno de esos elementos tiene muchas variantes y a menudo han aparecido fuerzas mixtas, así como tipos mixtos (como los arqueros monta­ dos). Cada uno de ellos tiende a aparecer en sociedades con econo­ mías y Estados diferentes, cada uno tiene sus puntos fuertes y dé­

biles en los distintos tipos de guerra y cada uno trente sus efectos sobre la economía y el Estado. La ventaja histórica no corresponda© siempre a urna forma de giaerra, aumqmfe a neniado se dice qnae la caballería sí dispuso de esa ventaja general en ed mumdo antiguo.. De hprhnj «1 poder ifae cambiando serrón el tipo de guerra y Ha evofadón de las formas militares, políticas y «eeoraóinaikcas J¡Las primeras armas fueron evolraaoraando a partir de aperos de labranza y artüugios de caza. Ulteriormente, hacia el 3000 a.C. los pueblos esteparios domesticaron 'los caballos y poco después se latiKzaron en Sumeria équidos {quiza (onagros e laíbridos de asíaos) para tirar de carretas y de carros de combase. iLos cjérdiEos de Sumeria estaban formados por carros de combate bastante poco manejables y falanges de infantería movilizadas tras escudos largos. No dispo­ nían de ¡mtidhos arcos. Esos ejércitos de infantería «eran adecuados paira «mas ¡campañas 'lentas y metódicas, mediante las cuales se po­ dían conquistar y defender pequeñas zomas densamente pobladas. Surgieron debido a la necesidad de defender a las ciudades-Estado iniciales y , , aunque todavía sin armadura, .armas pesadas, süa ni espundias. Les ¡hubiera resultado difícil mantener tm ataque frontal contra los agricultores y ¡no po­ dían asediar a sus enemigos, pero las incursiones rápidas y por sor­ presa podían convertirlos en algo más que un mero conu aliempoPero en d tercer milenio, ¿1 ripo dominante de guerra no se laacia entere esas dos antítesis. Recuérdese que «3 caballo no se utilizó con eficacia en la guerra de caballería hasta después dell 15QD a.GL {(eran carros de combate más móviles). Hasta entoroces estamos comparan­ do la supuesta resistencia y movilidad de los pastores para ir al combate; la capacidad de los cazadores para lanzar proyectiles y para practicar la violencia, y los mayores efectivos, la solidez y la moral predominantemente defensiva de los agxücolbores. Ninguno «de esos grupos gazaíba de rana venta-ja general. Cada xmo de dios temdinra la superioridad segfmn ‘las circunstancias tácticas y geográficas y lo ideal sería nana comibincuáom. de cada denaendro.. Em todo caso, por So ¡ge-

1 M cN eill tiare unas reseñas ¡generales fstnniilantes -de líos primeras guaneas anti­ guas, tm M en The R ise o f th e W est ((39K3)) como m is xecicmemente tan T h e pjcrsm t tif ¡Pomer 1(1983'). 'Véanse los datos arqneribágiems en Yaítin ((lT5é3)).

neraíTel waM!e regado- y los pastos esteparios mo>tercíaam fronteras < d® >~ nnnraies. Enture nuedlk» íiabrái zonas, etc tierras altas, cpie csicmillnOTafoanii Ib agrñrofcnra y pastoreo» y «pac üjam prosperando» reJbairaaírieEDttev, a caballo. enere las: roías, comerciales; q¡iiie crrazabari los ^aJüies AhanriiaiBes y las estepas* Eos bosq-ues. y Iba montaaías^ AEí Gamxüñéim las técnicas, efe la guerra eran mixtas; yTes de supomeir ((paes se tama «¡fie uekb swpeisici&mi)^ fee dtanefe se Brikiermm tas primeras eeraíatówas «fe emmBmnar tácticas de racimrsíóni rápida com rmarefuas sistemáticas. For aóaidEdunra* lias crudades^Estado» teiiKxmi ttodo> género> «¡fe nnotivcjs pasra fer­ mentar estov para utilizar a Eos señores. de Cas. marcas come» amcurtáguiadores contrai Iba auténticos pastores más. distantes como cx m trapes© contra una cnudad-Estado» rival. Los señores de las nuarcas todiasría no* poseían ircrrai caballería pfñraor,, pues aón mes se Qraafcaix cabaUoss coa objeto* de ofecemeir ejemplares considera!)Eementr más fuertes, y los ames es eran; todareíb rudSmemtaiirios.. Per© apaareHDtememte Ib arquería se iba desairrollamdí» cora gpan rapidez a partir de fias prácticas d!e la caza y parece qpe el os© del arco> dE© una wmeafa comparada! a los hafcítamtes efe lias mareas* si se comfeinafca con una fuerza de infantería- Era todo» casov bay aiügpi qiie necesita explicación): el! predominio* durante dos milenios efe los señores de: las marcas era lia giierra y su; tendencíai a fundar y a ampliar ÍEnperios^

Sorgón de Akkad Sargjára fue Ib primera persoraa&fadt cíe h¡ EuscotriaL. CcuMjTaiscói Sixmería ero el 2310) (?)) aXL y Ib go&eimxD» fiosca sm muienie,, em di 2273 (,?)) aXL (las ffedfoas mapírcan mposcciántes; éstas scmd Eas que da WestenÍDoIbrr 19*79: 124,-, otras fuentes seCTHttdarias úsales s«ra Kímgi, 1923: 216 a 251; Gadki 1971: 41? a y Larsemv, 1979: 75 a 106; en Graysio®i> 1975: 235 y 236>„ se detallan) faemees; dociBaEDentaTes dffispi©miMes)). Smi dinastía acadüa g^feen»© tanminnpetrün nmasopgittániracip an®plJad© dlairamte casi dos siglos* segpída gTTHa rniisima 2T 0C B3Lmusdjear (titas varios initerregroos) por otros erarios imperios dinásticos inn^MMrtanmes: Ib UI Dinastía de Ur„ la pako&db^miiica ((axyfa rey imnis comffliCKiifis fine Eiaammntuarabi)) j fia casita z. El peráosfiDi abaarcaeEc» m este c^^adkiv dlescBe Saargióini basca la caúfia ote Ibs casitas, fwe «fe/qeudos namll amos. 2 & puedb consnlcar una ¡zxamatiagjia xpingximadWefe La» dLveüsaa dinastías, era Un figjirai más acHeünicev, emasee misan» dpúmibt.

Aunque un período tan prolongado contenía una enorme diversidad de experiencia social (¡piénsese en la diversidad de los europeos des­ de el año 1000 d.C. hasta 1985!), también da muestras de similitudes macroestructurales, además de una orientación central del desarrollo histórico. En general, ambas cosas las estableció Sargón. Como no sabemos gran cosa acerca del propio Sargón, los comentarios sobre su imperio siempre son un poco teleológicos; las propias fuentes, por lo general escritas más tarde, tienen una misma calidad. Mi aná­ lisis será típico del género y, en cierto sentido, «ficcionalizará» a Sargon en un personaje histórico mundial, representante de su era y de su dinastía. Se ha solido definir a la conquista de Sargón como «imperio territorial». Yo estoy en desacuerdo y aduzco que su poder no se asentaba en un control directo sobre el territorio, sino más bien en una dominación territorial sobre clientes. Sin embargo, su poder se extendía por lo menos varios centenares de kilómetros de largo y de ancho e incluía las ciudades-Estado sumerias, las zonas septentrio­ nales de Akkad, de donde él mismo procedía, la zona de Elam, hacía el este, y varias zonas más de tierras altas y de llanuras. Esas con­ quistas estaban configuradas por el sistema fluvial del Tigris y el Eufrates, por razones económicas y logísticas evidentes. Su núcleo económico no era ya simplemente el regadío lateral, sino también la adición de vínculos comerciales regulados entre un gran número de esas zonas de regadío lateral más sus hinterlands. Y podemos obser­ var otro tipo más de vinculación. La conquista no se limitó a seguir los ríos. Su columna vertebral fue el artificio militar/político que intervino en los ritmos de organización marcados por la naturaleza, igual que el artificio económico/político del riego había intervenido anteriormente en los ritmos del río. La patria de Sargón era Akkad, quizá una ciudad-Estado cuya situación precisa se desconoce, pero en la región septentrional, de desarrollo tardío, de Mesopotamia. El «país de Akkad» comprendía tierras agrícolas de secano y pastos de tierras altas, además de la agricultura de regadío. Es probable que su población fuera semita. El idioma acadio era diferente del sumerio. Las tierras de Akkad limitaban con los Estados septentrionales sumerios y estaban influi­ das por ellos. La leyenda de Sargón habla de sus orígenes bastardos (es el primer relato del «recién nacido hallado entre los juncos» del Oriente Medio). El principio de su trayectoria se ajusta a esa leyen­ da: servicio como guerrero profesional en el séquito (como «cope-

ro») del rey de Kish, Estado sumerio septentrional. Esa zona estaba atrapada en las presiones cruzadas económicas y militares del tipo que ya he descrito. Sargón logró la hegemonía (sospechamos) me­ diante la combinación de las técnicas militares de los pastores con las de los agricultores. Se hizo famoso por la celeridad de sus ata­ ques. Es probable que él o su sucesor utilizaran un arco reforzado mediante la mezcla de madera con cuerno (véase Yadin, 1963). Pero su principal arma siguió siendo la infantería pesada. Sargón no fue un pionero total. Ya hemos tenido vislumbres de conquistadores anteriores, generalmente con nombres semitas, que fueron sobresaliendo cada vez más en las ciudades sumerias predinásticas tardías: por ejemplo, Lugalannemundu, conquistador efíme­ ro que utilizó lugartenientes con nombres aparentemente semitas y que «ejerció su reinado sobre todo el mundo», según nuestra fuente (Kramer, 1963: 51). A partir de su base en una marca consolidada, Sargón avanzó en todas las direcciones, conquistando en treinta y cuatro campañas todos los Estados sumerios, llegando por el sudeste hasta el Golfo Pérsico, por el oeste quizá hasta la costa de Levante, y por el norte hasta Siria septentrional y Anatolia. El y sus sucesores decían haber destruido el reino rival de Ebla. Casi todas sus actividades registra­ das se realizaron en Sumeria y en el noroeste, aunque ahí sus cam­ pañas fueron diferentes. En Sumeria, su violencia fue selectiva y estuvo limitada por la tradición; se destruyeron murallas, pero no de ciudades, y el rey sumerio anterior fue transportado encadenado al templo de Enlil, en Nippur, tras lo cual él mismo se hizo rey. Algunos gobernantes sumerios se mantuvieron en su lugar, aunque los acadios sustituyeron a más de lo que se consideraba tradicional. Lo que él pretendía era utilizar el poder de Sumeria. En el noroeste, en Siria, su comportamiento fue más implacable y llegó a jactarse de cuanto había destruido. Por extraño que parezca a los lectores mo­ dernos, estos registros combinan la destrucción con la persecución de fines comerciales, como las expediciones para liberar las «Mon­ tañas de Plata» y el «Bosque de Cedros», e incluso para proteger a los comerciantes acadios contra el hostigamiento en la Anatolia cen­ tral. Sin embargo, el emparejamiento destrucción-comercialismo tie­ ne sentido: el objetivo era destruir el poder de los Estados y aterrar a los pueblos que se injerían en las rutas comerciales. Si sumamos esas dos zonas, obtenemos un imperio de una ex­ tensión enorme conforme a criterios anteriores. Quizá debiéramos

exdhir como dnadasas ¡Las conquistas registradas de Amamalia y Ha costa del Levante. Incluso entonces, la andkoira del imperio em direacción ^noroeste-sudeste, por los calles dfd Tigris y del ÍEauíntces» hubiera sido muy ssuperior a 1.000 ikikámetros, y so Üroaugkxtd de unos 400 kilómetros. Pero aunque los registros son muy jactanciosos, ca­ recen de precisión. Se uros dice que Akkad se extendía en w espacio de trescientas sesenta horas de marcha, casa 2.000 lolónaetros por carretera, pero no estamos seguros ¡de cómo interpretar las palabras «.en el espacio». Además, se hace hincapié en Haidommatcióm ejercida soibre países y pueblos de dimensiones no determinadas- El lenguaje de Ha dominación es cidad y la reposición) de la energía de los porteadores. La velocidad era mayor en ell transporte aguas alhajo» y marítimo, y podía ser ma­ yor en algunas condiciones fluviales, agpas. anrifca. Fero; el principal! factor era- el problema en tierra de alimentar a los animales de tiro., con el cual! no se tropezaba en el transporte por agua. Eso> no. sólo» elevaba los; costes.; establecía unos limites; finitos. Los. animales; corno los. bueyes,, las mixtas, los caballos; y los burros, que transportaban unas cartas máximas de forraje tienen que consumirIo> en una dis^ tancia de unos 15© kilómetros, para segunr vivos. Toda distancia ma­ yor por tierra es imposible si noi se cuenta con suministros, a lo Daargp de la ruta. Eso sería posible,, pero rao: resultaría rentable. El ñnico; transporte por tierra a distancia superiores a líos 80-15© kilómetro»; que tendría sentido economic© en ei mundo antiguo, era ell de mer­ caderías como urna afra relación valor-peso» en coxnpairaoón con la relación del forraje para las bestias. El transporte por agua temía urna rentabilidad mayor y podía cubrir largas distancias sin necesidad de más; suministros, de alimentos. La principal limitación a ssn asutono*mía marítima era lia necesidad de agjcta potable, que ocupaba una proporción bastante gpamde de la capacidad de cargai de n {raneo. Por eso* los barcos, eficientes eran glandes* lo cual hacía sentir los costes de capital de sus constmucción. Había aspectos estacionales que afectaban a ambas formas de transporte, pwes el tiempo y las crecidas 3 Por d¡esgjra«riav ese ediew» co ad en f una arn&igjiedadt curaos dletiaflig.* se puediera apreciar o s e£ cap án lb 9.. S i era efl mranapqctg p o r tÍBnzx se iuiíKm —cameflbsy ell esKcn® redúce ell cnipy gm ^ 20) pQtr ÍQQL

constituían grandes limitaciones en el transporte por agua y las co­ sechas y la disponibilidad de excedentes alimentarios tenían un efec­ to todavía mayor en tierra. Si sabemos algo acerca de la ecología de Mesopotamia, podemos advertir la importancia de las comunicaciones en el desarrollo de Sumeria. Las ciudades-Estado estaban junto a ríos navegables o cerca de ellos. Estaban cerca las unas de las otras y podían constituir centros de abastecimiento para viajes más largos. Así, los burros y las carretas de bueyes podían hacer una aportación efectiva a las comunicaciones entre las ciudades. La navegación contra corriente era difícil. La norma habitual era utilizar grandes balsas para trans­ portar las mercaderías aguas abajo, después desmontarlas y utilizar allí la madera. Los únicos obstáculos importantes eran el alto coste de la madera y las crecidas estacionales que detenían toda la navega­ ción. Sin embargo, en cuanto Sargón fuera más allá de la llanura alu­ vial, tropezaría con enormes dificultades infraestructurales. Esas di­ ficultades fueron más o menos las mismas para todos los imperios extensivos ulteriores. Como él fue, ante todo y sobre todo, un con­ quistador, empecemos con su logística militar.

La logística d el p o d er m ilitar Sargón se jactó en dos ocasiones de que su éxito era, efectiva­ mente, en parte logístico. En una tablilla de un templo de Nippur, leemos que cada día tenía «5.400 hombres a su mesa [o en su pala­ cio]». Y en la crónica protodinástica leemos que «situó a sus fun­ cionarios de la corte a intervalos de diez horas de marcha y gobernó con unidades a las tribus del país» (las tablillas se pueden leer en Pritchard, 1955: 266 a 268, y Grayson, 1975: 153). Esa jactancia revela una preocupación por la técnica de organización, que se con­ sideraba superior a la de sus predecesores. El número de soldados, el hecho de que estuvieran alimentados permanentemente por una intendencia y el de que ésta estuviera organizada de forma perma­ nente y espacial, indican hasta qué punto era algo nuevo contar con un gran ejército y una administración profesionales. Es posible que a nosotros el número de 5.400 hombres no nos parezca muy grande, pero entonces se pretendía impresionar con él. Probablemente, la

unidad nuclear de sus conquistas y su reinado fuera ese número de soldados con sus proveedores. ¿Qué capacidad tenía una unidad así? Podía defender a su jefe y a la corte de éste contra la traición por sorpresa. Pero quizá no fuera lo bastante grande para una gran batalla contra una ciudad-Estado. Se dice que en su batalla contra las fuerzas combinadas de Ur y de Lagash, Sargón mató a 8.040 hombres y tomó prisioneros a 5.460. Somos escépticos ante las afirmaciones de ese tipo. Como máximo, las dos ciudades podían haber puesto en el campo de batalla a unos 60.000 hombres en edad militar. Me resulta difícil creer que se pu­ diera equipar, movilizar y desplazar a un espacio limitado a más de un tercio de esos campesinos y artesanos para combatir con un mí­ nimo de disciplina. Es posible que esos 13.500 hombres fueran el total del ejército enemigo; en todo caso, es probable que los ejércitos rivales tuvieran unos efectivos de esa magnitud. O sea, que la unidad nuclear de Sargón (que en esa batalla relativamente temprana no podía haber sido superior a 5.000 hombres) necesitaría el apoyo de levas, reclutadas, como siempre fue la práctica ulterior, a costa de los gobernantes que eran sus clientes y aliados. Imaginemos una fuerza total de 10.000 hombres: 20.000 en las grandes campañas y unos 5.000 con fines generales. ¿Qué logística tenía su utilización? Aquí paso a un brillante estudio sobre la logística de dos mile­ nios después: el análisis que hace Donald W. Engel (1978) de las campañas de Alejandro Magno. Si me adelanto tanto en el tiempo es porque no existe ningún estudio comparable de todo el período intermedio. Algunas de las conclusiones más destacadas de Engel tienen pertinencia para todo el período antiguo dadas las similitudes de la tecnología de las comunicaciones a lo largo de todo el período; otras son aplicables a Akkad, pues ésa fue la región que cruzó el propio Alejandro. Empecemos por la hipótesis más negativa, la de que no hay su­ ministros, agua ni forraje para los caballos a lo largo de la ruta de marcha del ejército, o sea, dicho en otros términos, que la tierra es estéril, o que no es época de cosechas y que la población local ha huido y se ha llevado sus provisiones. Engel calcula que, en gran parte independientemente de los efectivos de un ejército, los solda­ dos y sus seguidores podían transportar provisiones para dos días y medio. A fin de comer durante cuatro días, necesitarían una gran cantidad de animales de carga. Pero no tendrían para comer durante cinco días, independientemente del número de animales de carga que

llevaran. Los animales; y los soldado» consum irían codas las p ro v ision.es adicionales* incluso aunque estuvieran) ai m edia racióni. E l p e­ ríodo' d e supervivencia d e uní ejercito' com pletam ente autoabastecido) sería d e tures d ías, conclusión q u e cuenta cora el ap o yo d e Eos sistem as d e racionamiento» utilizad os en lo s ejércitos; gpieg^is y rom anos. T res días' es el lirniute* tanto» si la m unición d e boxea se Eleva en form a d e cereales como» en form a d e alim entos seco». ¡¡Eso» n o s ¡tace trefljexrej)n a r m ucho cuando contem plam os ranos im perios territo riales lanza­ d os a la co n qu ista del! traando!!

¿Qué distancia podían recorrer en un período) itam breve? Es® depende del tamaño» del ejercito»: cuanto) mayor sea el ejjércíto^ más lentamente avanza. Engel calculó) que el promedie» de avance de Ale­ jandro» era de irnos 24 kilómetros al día ((con un dfh de descanso» de cada siete* lo> cual rao tiene importancia para Eos períodos breves a los: que nos estamos refiriendo)* para un ejército) integrado; en total, incluidos los seguidores* por unas: 65 jQ0Q personas* pero> calcula que un contingente pequeño podría hacer ei doble de esa distancia- Claro que el ejercito» macedónico fue el más rápido» de sai era. En este caiso>* podemos; añadir amas, estimaciones anteriores. Crown (1974: 265): cita los: siguientes: ritmos de algunos ejjeirckiQs antiguos: el ejército* egipcio» de Tútmosis. MI ((siglo» XW a_CL)V 24 ki­ lómetros al día; el de Ramsés IE (siglo» XEM))* 21 kilómetros; tumejér­ cito babilónico. del 597 a.C_* 29 kilómetros:; ejércitos romanos uitffirioresTde 23 a 32 kilómetros. Todavía arates* y más, cerca de Sargjóm* Crown (1974): calcula la marcha: de un grupo más reducido» de sol­ dados y funcionarios del síg]b> XVTEI a.C- en Mesopotamia en 241-30 kilómetros (ef. Hallo, 1964)1 Eli tánico» cálculo' mayor es el de Saggs (1963) respecto de la infantería asiria de los; siglas WU a v a slCL* de 48 kilómetros al día* aunque en el capítulo 7 yo sugiero» que es un tanto crédulo en Ib que respecta al ejército» asirio. La norma* antes de Alejandro* es inferior a los 30 kilómetros.. No» hay ningún motiva para creer que Saargóra pudiera superar esa norma. Nía» había renunciado a lias grandes carreras sumierias, y sólo disponía de équidos^, que no eran muías- ni caballos. Sus anima­ les de carga serían más: lentos y el atílizarfttis rao le Enrindalbai nnmgjama ventaja en cuanto a mxaviEdad- Seamos generosos y concedámosle 30 kilómetros al día» A lo íargo> de tures días* eso da «m ániPiftñtttr» mmá»ijwM» de 90 kilómetros* pero la acción ha de ser rápida y llevar a la eapumira de smanmiiseros. Ningún jefe competente arriesgaría a ssus tropas mmá» allá de la mitad de esc ajniiEtttO- El ücwsr unm*KsEKmiiEnssiros por ttsma

a lo largo de la ruta de marcha del ejército no es una solución, potes la in tendencia consumiría esos suministros antes de que ¡legaran .al ejército. Eso representa una base frágil para -la conquista y la domimaoón de un imperio, pero se trata del peor de los casos posible. A fe largo de los valles que formaban las columnas vertébrales de sus conarquistas y de su imperio, Sargón encontraría agua, lo icual aliviaría y asedio. Ero segurad® Bagar* la astucia diplomática efe Saargóni* © aa la «fe sos principales Bug^memientes* defte efe Ikalher sido* consideratbfe. Shx posición come» señares de las mareas probablemente Ies per­ mitía percibir las. opciones logratico>-diplomáticas disponibles era mama diversidad de terrenos y ante Tina diversidad de defensores. Esas dios especialidades* sumadas* instituían) un aamificio) militar suficiemte como* para aportar vínculos de organización entre valles fértiles* ata­ cables* defendibles* controlables y llanuras agrícolas. C uríosamen te, las resdriccioiies en los suministros, militares no limitaban; la conquista. Sargon y sus sucesores, estaban Enditados a uxia superficie de unos. 5(00.000 kilómetros cuadradas* per® las res­ tricciones se referían más al control po;Irtrco> q¡ue a fa conquista.. Una vez traspasadas las fronteras naturales* el poderío- militar no temía. o®i Itagar u im t donde detenerse'. Dada ana organización) idónea* n máicleo militar de 5.400! bombees* más las levas federales, podía seguir marchandoy siempre que pudiese obtener suministros cada 50 © £00 kilómetros. Las líneas: de eomuraicacióim soto» importaban em tos tíos. Las rutas; terrestres na aportaban surniimstros. Las; fortalezas no te­ nían que «neutralizarse». A veces, 1x1111 ejércitoi antiguo* tro bacía más que seguir su marcha. Algunas de Das campañas de Alejandro etn Asi» siguieron ese modelo* al ¿guací fo e ((forzosamente)) las de los 10.000 mercenarios griegprs de Jenofonte* cuya misión! acabó inesperadamen­ te a 1.500 kilómetros de sus casas. Pero* en generad!* los ejércitos, marchaban para institucionalizar lia conquista* es decir* pasra domi­ nar* y las opciones políticas eran limitadas.

La infraestructura dek poder político La capacidad de Sargóm para gobernar era menos, extensiva qpnie su capacidad para conquistar. Vuelvo a Eos arculos cMMxmBrwaQs sSd poder extensivo descritos por Lattímare an di raipítoilk» 1. A pammr de afeara podemos advertir las difererntes capacidades de las ourganmzaciomes econóaaniieas* ndeofió^peas* poJónscas y mmiillnBarifc poara ««rgiiar sociedades extensivas. £1 ímcflñf» polítie© «fie dkmmtaeiím practicable p ar ara F.«ara tura «periferia» fron­ teriza. La fuerza se aplicaba regularmente desde el «¡centro» a todas las partes. Pero, ¿dónde estaba el centro? Por segunda vez interviene «ed concepto de territorios y múdeos fijos. Porque el centro era él ejér­ cito, los 5.400 hombres de Sargón, y éste era mnróvJL Lo iónico que centralizaba el poder militar era la campaña era curso. Guarnió más desiguales eran la pacificación y las amenazas «generales, menos se parecía el imperio a un ejérdto lanzado a «na ñ u 'Campaña bajo su jefe central. A las amenazas de las provincias se reaccionaba mo­ vilizando ejércitos provinciales, que dejaban di poder en ¡manos de los comandantes locales y rao dd Estado central. A fin de ©oratrarrestar la fragmentación, los mayores conquistadores «si orounscancias de comunicaciones preindustriaies se bailaban en un movimiento casi continuo de campaña. Su presencia física en el cuartd general dd ejérdto centralizaba su poder. En cuanto ellos, o sus sucesores, volvían a asentarse en una cortea en una capital, empezaban a aparecer las grietas. De hecbo, entonces era cuando se derrumbaban ¡mucbos imperios conquistados. Todavía no bemos visto nada que pudiera mantener unidas esas creaciones ¡artificiales, salvo d temor variable y la energía dd ¡gobernante. Uno de los motivos de inestabilidad era que uto ¡se ¡habían bedito grandes adelantos en la logística bada la comsolidacián pcMáca. de los imperios. El aparato del Estado, en la medida en que existía, depen­ día de las cualidades y las rdadones personales dd ¡gaberaa¡n¡te. El parentesco era la fuente más importante de am&oodad permanente. Pero cuanto mayor era d ámbito de la conquista, más tenso y iSctido se hacía d vínculo de parentesco entre las ¿lites ¡gobernantes. En este período, los lugartenientes se casaban con ¡mujeres locales para obtener seguridad, pero dio debilitaba los vínculos entre Ibas conquistadores. En este período las técnicas de alfabetización se ¡li­ mitaran en principio a tabüllas pesadas y a escrituras complicadas. Su empleo tradicional consistía en cxmcentncr las ¡rdackanes era id lugar central de la ciudad. No se podíam adaptar fácEbnennce a la fmacióm más extensiva de ¡txaxtsnaitir mensajes y controles a lo largo de grandes distancias. Se hicieron algunos adelantos en la prontmni-

gación de las leyes. El «Código» de Hammurabi, tan espléndidamen­ te conservado, indica una mayor am bición de la formulación exten­ siva de leyes, pero probablemente no un imperio realmente gober­ nado por sus leyes. Hasta entonces, pues, la logística militar y política no era muy favorable a los «imperios territoriales». El término de im perios d e dom in ación constituiría una mejor descripción de las federaciones inestables de gobernantes postrados a los pies de Sargón y de sus antecesores, cuyo Estado estaba constituido por los 5.400. Sin embargo, cuando pasamos a lo que era presuntamente el ra­ dio logístico más limitado, el económico, vemos que el gobernante disponía de una tercera estrategia. En este caso, me aparto del mo­ delo de Lattimore, que mantiene claramente separados los tres radios logísticos, probablemente legado del enfoque sociológico del «factor autónomo», que ya critiqué en el capítulo 1. Las economías de los imperios tempranos no estaban separadas: estaban impregnadas de estructuras militaristas y estatales. Los vínculos de la cooperación obligatoria aportaban unas posibilidades logísticas mucho mayores a un gobernante imperial, que —junto con la cuarta estrategia de una cultura común de la clase gobernante— se convirtieron en el prin­ cipal recurso de poder de los imperios.

La logística d e una econ om ía m ilitarizada: la estrategia d e la coop era ción obligatoria El radio más interno del modelo de Lattimore era el poder eco­ nómico. Según él, en los imperios antiguos había muchas pequeñas «economías» de tipo celular. De hecho, esas células son visibles en el interior del imperio conquistado por Sargón y abarcan cada una de las economías regionales recién ensambladas. Las más avanzadas eran las de los valles regados y las llanuras aluviales, parcialmente organizadas por los puntos centrales de redistribución (antes ciuda­ des-Estado). Pero entre cada una de ellas y entre ellas y las tierras altas, había intercambios comerciales. Estos también estaban parcial­ mente organizados por las antiguas autoridades políticas: en los va­ lles, el punto central de redistribución; en las colinas, los señores descentralizados. El conquistador aspiraría a intensificar las relacio­ nes de producción y de intercambio en todos sus dominios. De

hecho, hasta cierto punto, así ocurriría espontáneamente al ir exten­ diéndose la pacificación. El Estado también aspiraría a apoderarse de cualquier aumento del excedente que fuera apareciendo. Así, los conquistadores se hallaron impulsados hacia un conjunto determinado de relaciones económicas posteriores a la conquista, para las cuales podemos utilizar el término aplicado por Herbert Spencer de cooperación obligatoria (véase su concepto de lo que man­ tiene unida a una «sociedad militante» en Spencer, 1969) 4. En virtud de esas relaciones, se podía aumentar el excedente extraído de la naturaleza, se podía dotar al imperio de una unidad económica un tanto frágil y el Estado podía extraer su parte del excedente y man­ tener su unidad. Pero esos beneficios sólo llegaban como resultado de una mayor coerción en la economía en general. La peculiaridad de todo ello consiste en la inseparabilidad de la represión y la ex­ plotación descaradas respecto de un beneficio más o menos común. Este modelo, que se ampliará en breve, se desvía de las teorías recientes que destacan sólo uno de sus aspectos: el de explotación y coerción. Siguen la visión liberal del Estado vigente en nuestra pro­ pia época. Según esa visión, el dinamismo social fundamental, com­ prendido el crecimiento económico, procede de una organización descentralizada y competitiva del mercado. Los Estados ocupan el primer plano, establecen las infraestructuras básicas, pero nada más. Según la fórmula de Adam Smith: «Si hay paz, unos impuestos mo­ derados y una administración tolerable de la justicia, el resto vendrá dado por “la causa natural de las cosas”», como cita con aprobación un teórico reciente del dinamismo económico (Jones, 1981: 235). Es la misma opinión que comparten muchos de los autores que se ocu­ pan del desarrollo social comparado. Los Estados, especialmente los Estados imperiales, coaccionan y expropian hasta tal punto de que sus súbditos no llevan sus mercaderías a los mercados, limitan sus inversiones, atesoran y, por lo general, participan en el estancamien-

* Spencer generalizó excesivamente su teoría para aplicarla a la historia antigua como un todo. Lamento que en mi artículo de 1977 lo siguiera al hacer afirmaciones demasiado generales acerca de la cooperación obligatoria. En este trabajo aplico su concepto de forma relativamente osada a los imperios que se comentan en este capí­ tulo y al Imperio Romano (véase el capítulo 9) y de forma más provisional a algunos imperios intermedios, como el Asirio y el Persa. Pero no se aplica a civilizaciones como las de la Grecia clásica o la de los fenicios y sólo marginalmente a la mayor parte de las primeras sociedades «indoeuropeas» comentadas en el capítulo 6.

tai» económ ico' y social (petir ejemplo-, Wessam,, 1 9 67 : TCIfe a 2 7 6 ; K aatsky,, 19-82),l Escai visión: negativa cfeJt imperio 6a penetrado? ermzre líos estudio^ seis especializados en efi Gercanc» O riente antiguo^ que ai BBeimdk» feaani adoptado> el idioma dei «■núcleo»»- y la «periftejiia».. Admceim qjccc m™ tipo» de imperial» centrado» em sim mráciieo) «oaM^W, liurbamffliy maarooifaetnmrero y regadov exploto* a la periferia más atrasada„ ruara!* p^toríE, (teiMinDy''peiiferi®)) som taecaraÍMno* poEcicoa «yie se nunrem J e formas, ya estaMecudlas; die producción) y aicuimiíaaáni de rriiquezaL. Cuan dio» tu» estaMecem Hmpuestos excesíWD» y cuandlei' marrcienani sinroicaneaimenice retfes de tnMmcaenÓEiv meinfem a aumentar lias pffl8ÍEñl!id]ailes (¡Be pnadmadiSni y (¡Be gaimencM» em el sistema^ eses» es^, Das posiliiiEisiaxies «je noeüaa, Iba fommos exiatenmes die acmaisiiillzoóai efe rú^uueza^ 2- L os im peno» nmanmemeni y treíujeirzaoD poiainieamenHie la s neUadiemes quizá, como aduce He£c&dlcenim ((1958!: III);, faerarn tipos oficiaJies. de cambio, aunque me» se sabe feastai q-né punro> se ixnpxsnra su: aplicación. Es probable q¡ue Cas primeras auto>ridades qxre pudieron conferir valor fkeraim jefaturas redístríbutíivssy como* vimos, en el capítol© 2. Fn Ea Hkurarai aJhivTaJ! efe Mesopotanmüai, Eas sucedieron) pesjaeüas cjodadesHEstadov corar® vimos; en el capícmto> 3. Efe' afeñ que seo» exista i«m ajuste- mmmmaEilíe- entre el miranpg«ni míE,tarista¡ y Ex creación; efe valor. Ese afuste tu» se produje» ba&ta q¡ue la conquista ampíio> ell intercambio' rutinario' para que imxdhiiyera mxeeaderías más vaciadas y a distancias más largas. £sa co¡a¡s¿ acutñacioiii recibió uxs nuevo* impulso' de los gobernantes müScaires, qpie poefiian imponer um cierto valor arbitrario era zonas. eTEttgiinsgs y diversas. Per® en el proceso* intervino alg© más. qjise la «acixmaoffiiai»: pesos y tnecfficfa» garantizados, el registro de contratos por el aparate» estatal! le;tradoy la obsérvamela de los coiatratos y Eos dkarecbos de propiedad por coradacto* de tm¡ derecfw» ¡mpmesce». Era codos los respectos el Estado> rrmTrtrair arnplEadoi podía imponer el valor económico».

La. intens^tcadart de Exfuerza ée: txabajjm Era toma economía simple, no> monetaria, la extracción de mu nivel más alto de excedente- entraira&a^ por emrikma efe todo, e-gniragir más, fuerza de tcalhsjjo’. Por Ik» g¡eneirali, Ea fioatnia más íaril «Ee feajcerfa esa la coerdon- Esta se podía uitíGarar para constnatmr fortalezas e mfeaestcraccuras de ^gmm.ianrór^«riiff»CTg de períodos breves de tíeiinpo- Sos proMemBas Ika^tÉcos sfiumparecidos a los de' enmejjérot®; aEntundarntes si^amninistinos, coeroóni Hnmenstva, cmmiggBiiriragTiifMiii espacial y teumpOBailL l a» «mrmiKraw: mrmillüirj»irg