Las Cruzadas

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PRÓLOGO LA CRUZADA Y LA VIDA RELIGIOSA DE LA EDAD MEDIA Aparece hoy, al fin, esta obra sobre las cruzadas, de Alphandéry, como la de Los germanos, de Henri Hubert, largo tiempo esperada. Algunos de mis mejores colaboradores han desaparecido prematuramente, antes de haber dado la última mano a su trabajo; y los que continuaron, piadosamente, su tarea se han visto demorados a menudo por la tragedia de la guerra y las dificultades que ésta trajo como consecuencia. Paul Alphandéry murió a los cincuenta y siete años, dejando su brusco fin consternados a sus amigos y a sus discípulos. El hombre era tan querido como estimado el sabio, y ante su tumba, en la Revue de I'Histoire des Religions, uno de cuyos directores fue durante mucho tiempo, en la Sociedad Ernest Renan, que él creó y animó, René Dussaud, Silvain Lévi, Charles Picard y Alexandre Koyré, su colega en la Escuela de Estudios Superiores, expresaron el vacío que, con ese doble título, iba a dejar entre ellos. Habré de recordar aquí que había sido uno de los primeros miembros del Centro Internacional de Síntesis, y que, para el Vocabulario histórico que en él se elabora, había aportado y comentado una lista de palabras, hecha por él con destino a un Diccionario de Historia de las Religiones, cuyo proyecto se había abandonado. Escuchándole, se experimentaba a la vez placer y provecho: su prodigiosa memoria y su universal curiosidad le sugerían ingeniosas observaciones y relaciones inesperadas. Pocos días antes de su muerte, tan súbita, había participado en la "Semana" del Centro de Síntesis, cuyo tema era La multitud, e hizo sobre "las multitudes religiosas", sugestivas reflexiones. Pero conviene insistir sobre los rasgos de su carácter moral, que imprimen en su obra de historiador de las religiones un sello original. Alphandéry era profundamente humano. Podía haber suscrito la frase de Antígona: "Me uno al amor y no al odio". Esta disposición le hacía ser un psicólogo -psicólogo de los individuos, psicólogo de las colectividades-. Más que en las doctrinas -salvo en la medida en que se encuentran, por decirlo así, en muda-, se interesaba por los sentimientos, que, constituyen la esencia de la vida religiosa: el profetismo, las herejías, las visiones, los movimientos populares, ejercían en él una especie de atracción. Como ha dicho bien A. Koyré, "P. Alphandéry se interesaba sobre todo por los hombres modestos, los simples creyentes, poco instruidos en las sutilezas del dogma y que viven su fe". "Valdenses, cataros, modestos sectarios obscuros, hervidero confuso y sincero que prepara y que prolonga el movimiento franciscano", tal fue con frecuencia el objeto de sus cursos y de sus artículos. Compréndese, desde luego, que el estudio de las cruzadas ocupara durante largo tiempo su pensamiento, y durante largo tiempo constituyera el objeto de su enseñanza, sin que, por prudencia y modestia -y hay que lamentarlo-, sintiese prisa por publicar su obra capital. *

Esta obra ofrece un carácter de novedad, y eso que las historias de las cruzadas abundan. Recordemos que en 1753 se imprimió una Histoire des Croisades de M. de Voltaire, que reproducía "con escasa diferencia", según dice una nota del tomo XVI (ed. de 1820) de las Obras completas, los capítulos LIII-LVIII del Essai sur les moeurs. Voltaire simplifica singularmente el origen de la Cruzada: Pedro el Ermitaño, "el picardo, que salió de Amiens para ir en peregrinación hacia la Arabia, fue causa de que el Occidente se armase contra el Oriente. Así se encadenan los acontecimientos del universo" (p. 123). Y he aquí el espíritu "volteriano": "Todo puede creerse del arrebato religioso de los pueblos" (página 141)1. Indudablemente, la obra de René Grousset, dos siglos más tarde, es importante -tres gruesos volúmenes- y sólida, pero es, esencialmente, la historia política de las Cruzadas2. Citemos al propio Grousset: su Introducción lleva por título La question d'Orient à la veille des Croisades; en el tomo I, ha "resumido la historia de los treinta primeros años de la epopeya franca, la conquista y el afianzamiento de la conquista"; en el tomo II, "esboza el cuadro del medio siglo siguiente, el curioso período durante el cual, según la frase de Madelin, el 'sultanato franco' comienza a adaptarse al medio" (prefacio del t. II). Se ha podido decir que esta historia de los Estados francos de Siria, en los siglos XII y XIII, tiene por objeto principal el primer intento de expansión colonial de Francia. El mismo punto de vista "colonial" aparece en la History of the Crusades que publica, en la Cambridge University Press, Steven Runciman. De ella han aparecido dos volúmenes, en 1950 y 1952. Para Runciman, la cruzada es un episodio de las relaciones entre la cristiandad y el Islam en Oriente; indica las razones económicas que atraen a él a los europeos, y muestra por qué el "reino latino" no podía durar. Pero no insiste en las causas esenciales de la Cruzada3. En la primera página de su manuscrito, Paul Alphandéry caracterizaba así su estudio de los siglos XI-XIV: "La extraordinaria época en la que las multitudes de Occidente se encuentran impulsadas por un deseo sin cesar renaciente hacia la Tierra Santa." Para ser equitativo, se ha de decir que en las páginas de Voltaire hay una mezcla de indicaciones justas y de prejuicios. 2 Histoire des Croisades et du royaume franc de Jérusalem, tal es el título exacto. 3 El tercer volumen debe mostrar la influencia de los francos en el arte. Véase CLAUDE CAHEN, en Revue Historique, t. CCIX, PP. 125-127; cf. Critique, Nos 70, 74. Según parece, se está elaborando en los Estados Unidos una obra colectiva. Un libro sobre Les origines et les caractères de la 1re Croisade, por PAUL ROUSSET, Neufchâtel, La Baconnière, 1945, explica la cruzada - con exclusión de causas políticas, económicas y sociales- por la mentalidad religiosa, la espiritualidad de la época: esta tesis se discute y rechaza en los Annales, julio-sept. 1949, p. 350. Alphandéry no es excluisivista, pero, para él, el punto de vista religioso es lo esencial; y es una contribución a la historia religiosa que constituye nuestro prólogo. 1

Este manuscrito, destinado a hacer el libro que me había prometido, era un curso, con el lujo de detalles y de citas que comporta la enseñanza de la Escuela de Estudios Superiores. Se imponía un trabajo de rectificación y de actualización. El discípulo preferido, a quien la familia de Paul Alphandéry confió este cuidado, cumplió su tarea, a través de las crisis que Europa y el mundo han sufrido, con constancia y piadosa adhesión. Director del Instituto Francés de Bucarest antes de la guerra, y profesor, después de la guerra, de la Universidad de Montpellier, ha consagrado al estudio de la cruzada todo el tiempo libre que le dejaba el desempeño de sus funciones. Digo: "el estudio" de la cruzada, porque, no contento con preparar para la publicación el texto de su maestro, quería enriquecerlo, si había lugar, teniendo en cuenta las más recientes investigaciones. Ahora bien, mientras realizaba tal trabajo, se formó del fenómeno histórico que es la cruzada, y de la historia en general, un concepto que no siempre concuerda con el concepto y la actitud histórica de Alphandéry, por lo cual ha tenido más mérito al respetar de manera absoluta la interpretación de su maestro. El resultado de su piadoso trabajo habrá de dar dos volúmenes, el primero consagrado a las dos primeras cruzadas, corte éste justificado por la duración del movimiento de las cruzadas y por la diversidad de sus elementos y de sus aspectos. A. Dupront piensa publicar una continuación, que queda fuera del marco de La Evolución de la Humanidad, y a veces de las ideas que la inspiran. Pero esta continuación, esta obra personal, es de gran interés y mostrará hasta qué punto la Cruzada acabó por apasionar al colaborador fiel y discreto. Antes de insistir sobre lo que el presente volumen encierra de importante y hasta de original, he querido prestar el testimonio que se le debe a aquel cuya adhesión permite que una obra maestra salga a la luz4. * La Cristiandad y el concepto de Cruzada es un título significativo: responde de una parte a las preocupaciones profundas de Paul Alphandéry, y por otra, en el programa de La Evolución de la Humanidad, al papel que jugó el cristianismo en aquellos tiempos de la Edad Media. Se trata de una fase importante de la historia religiosa. Esta historia de las Cruzadas es la del sentimiento "más complejo -y el más raramente analizado- que haya impulsado a multitud humana alguna" (p. 1); tiene sus raíces en el subconsciente de la masa popular, de la cual brota, en un momento dado, este ideal de cruzada, "gran sueño humano al que cuatro siglos se aferrarán desesperadamente" (ibíd.). Alphandéry comienza por investigar las diversas acciones por las que se traduce, antes de la cruzada, la sensibilidad religiosa de esas masas "a las que atormenta la obsesión de la salvación". ¿Cuáles son, pues, las manifestaciones que, inspiradas por el espíritu cristiano, preparan el gran Si bien el fondo es de Alphandéry, en cuanto a la forma se advertirá a veces cierta diferencia. A. Dupront me escribía, un día, en 1947: "Mi estilo ha recabado sus exigencias." 4

impulso colectivo? Hay, en primer lugar, las peregrinaciones a Tierra Santa: "La ruta de Jerusalén es un ejercicio de religión", y, del siglo IV al XI, se comprueba una continuidad de peregrinaciones hacia ese Oriente sagrado "del que ha partido toda vida religiosa" (pp. 13-15). Un conjunto de circunstancias, de orden político y de orden espiritual, condujo a los peregrinos a agruparse y a armarse, para llegar a Jerusalén, en busca de purificación y redención, sobre todo en los alrededores del año mil, bajo el temor del fin del mundo: tal será la obsesión "escatológica" (p. 18). Lentamente, el Santo Sepulcro se convierte en "el centro mismo de la peregrinación. Es el lugar al que se va a llorar y a rezar" (p. 14). Poco a poco, esta atracción de los Santos Lugares aumenta, y, por consiguiente, el número de peregrinos de todas clases. En 1096 surge la Cruzada, y, como en el caso de las Peregrinaciones, bajo la influencia de causas diversas que actúan sobre esa sensibilidad profunda y sobre la imaginación inquieta de las masas. Azotes numerosos la ponen a prueba, en especial, aquel mal de los ardientes, cuyo carácter espantoso y terribles estragos muestra Alphandéry (p. 33). El final del siglo XI está marcado con el "signo de la desgracia", y una especie de "fiebre religiosa", un "frenesí de renunciación” se apoderan de las masas: "se organiza una inmensa expiación en común" (p. 35); se fundan "verdaderas colonias de ermitaños laicos", "momento quizá único en la historia del mundo" (p. 36), en el que los primeros llamamientos a la Cruzada encontrarán multitudes totalmente dispuestas para la piadosa aventura. Alphandéry recoge los mitos, las supersticiones, los ritos, que "se entremezclan", el "caos de emociones" que se encuentra en el origen de las primeras partidas rumbo a Oriente, "el enorme bullir de masas" (página 39), una vez que ha resonado un llamamiento de Urbano II a la conquista de la Tierra Santa: en el Concilio de Clermont (1095) el papa lanza este llamamiento que, sobrepasando el ámbito de su auditorio, debía, con asombrosa rapidez, encontrar un eco en el mundo cristiano. * Y he aquí la primera Cruzada. Alphandéry reduce al mínimo su historia externa, el relato de los hechos; es la historia interna (lo dice en varios lugares)5, la psicología de esta expedición extraordinaria, lo que le interesa: el papel de los incitadores, los "signos" que espera -y que hace nacer- el estado de ánimo de las multitudes. "Numerosos prodigios aparecieron, tanto en los aires como sobre la tierra": "las cruces en primer lugar: cada cual quería ser marcado por el cielo", la lluvia de estrellas, "símbolo de la gran partida"; y continúa la enumeración, que muestra la obsesión colectiva: "Para todos, el llamamiento, la obra que hay que realizar, la via hierosolimitana, es de origen divino, profetizada, apocalíptica."6 Más tarde, habrá cruzadas de clases; habrá, separadamente, los "pobres", los pedites, y los señores, los caballeros; pero ahora, todos marchan mezclados, 5 6

Páginas 58, 134, 136. Véanse, en cuanto a estos signos, pp. 44, 45, 47, 57, 68.

artesanos, campesinos y barones, y en esta muchedumbre confundida hay mujeres y niños. La religión tiende a volverse más directa, menos "jerárquica" (p. 56). Los ermitaños ejercen una influencia especial, sobre todo ese Pedro el Ermitaño a quien la historia tradicional considera como el inspirador de la primera cruzada. Predicador, profeta, recorría ciudades y pueblos, rodeado de tal fama de santidad que "todo lo que decía o hacía parecía como algo misterioso y divino" (páginas 50-51). Se vive a la sazón entre lo maravilloso, en el entusiasmo y el temblor; se quiere merecer la indulgencia para los pecados cometidos, adquirir -recobrando los Santos Lugares- méritos, y escapar del Anticristo, de quien está próxima la venida. No es nuestro propósito consignar los episodios de esa marcha en la que los cruzados se convierten a menudo en saqueadores, en sacrificadores de judíos7, ni insistir en las dificultades, en los obstáculos -como el duro asedio de Antioquía- que habrían de encontrar. Si Alphandéry reduce los hechos al mínimo, sabido es que no consignamos aquí más que la historia religiosa. La Cruzada, en efecto, va cambiando poco a poco de carácter. "Se humaniza", pero sobre todo en cuanto a los barones; por muchas pruebas que tenga que sufrir, y aunque el número de los fugitivos vaya en aumento, la masa popular se mantiene fiel a "la influencia salvadora" 8. Espera, como en el momento de la gran partida, las confirmaciones, los alientos. Llegaron oportunamente: son las visiones y las profecías. Son las apariciones, al sacerdote Esteban, de Cristo, que explica los sufrimientos por los pecados cometidos y promete la victoria después de la expiación (p. 72). Es el descubrimiento, en Antioquía, de la Santa Lanza, gracias a las apariciones sucesivas a un Pobre campesino provenzal, Pedro Bartolomé, del apóstol Andrés, quien le hace conocer el lugar donde, en Antioquía, se encuentra el arma "que traspasó el costado del Señor" (pp. 73-75). Un día, incluso, san Andrés se presenta acompañado de Cristo; después de los reproches seguidos de exhortaciones, dice: "Sabed bien que son llegados los días prometidos por el Señor... en los que debe elevar el gran reino de los cristianos." A partir de entonces, hay enorme júbilo en el ejército: ayunos y procesiones. Y pronto llega la victoria prometida, la caída de Antioquía, gracias a "un ejército de socorro enviado por Cristo y mandado por los santos militares, San Jorge, San Mercurio y San Demetrio" (pp. 76-77). Es curioso advertir que las apariciones celestiales a Pedro Bartolomé, a "un patán de esa calaña", producen "el desarrollo solapado de una incredulidad, fundada por el interés temporal, y que a veces se basta a sí misma" (pp. 81-82). Un señor normando, en su "racionalismo", declara a Pedro "discípulo de Simón el Mago" (p. 84). A tal punto que éste se somete voluntariamente a la prueba del fuego para que brille "su buena fe y la verdad". Para la masa, la ordalía se considera como probatoria, aunque Pedro sucumbiera poco después. 7

Sobre estas matanzas, que se repiten con frecuencia, véanse pp. 53-57, 126. El clero las censura y a veces protege a los judíos. 8 Página 70. "Los pobres son soldados de Dios", p. 92.

Una vez tomada Antioquía, sigue la marcha sobre Jerusalén, y luego el asedio. La prueba habría de ser larga; las preocupaciones temporales de los jefes y las ambiciones personales, se opondrán cada vez más a la constancia piadosa de la plebe creyente, sostenida de vez en cuando por las apariciones de sus "patrones celestiales". * Entonces comienza un nuevo asedio agotador. Pedro el Ermitaño sale de la obscuridad en que se había confinado, predica sobre el monte de los Olivos, y declara que Jerusalén debe "pertenecer a los pobres que,... por su existencia santa, han merecido la promesa del Señor" (p. 88). Mientras tanto, el esfuerzo de los trabajos militares, "para los cuales no estaban preparados", amenaza desalentar a los cruzados. "La intervención sobrenatural, se hacía necesaria una última vez." En efecto, según dice un cronista, un soldado apareció sobre el monte de los Olivos y con su escudo alentaba a los asaltantes a redoblar en ardor" (p. 88). Y Jerusalén cayó. La "intervención" final había sido "necesaria". A propósito de estas visiones, Alphandéry ha hecho observaciones del más vivo interés sobre el "interior" del espíritu de cruzada: no se debe, dice, aislar su estudio, como un tema de mitografía abstracta, de los acontecimientos; todo está regido por éstos, y éstos, a su vez, por las visiones. Hay una transmisión del acto al símbolo, del símbolo al acto... De tal manera que después de haber fijado el texto hagiográfico de los milagros, hay que interpretarlo sin cesar en conexión con el hecho cotidiano de la Cruzada, "para descubrir el verdadero fenómeno de elaboración colectiva y continua" (p. 73)9. Texto capital, y que nos proporciona la ocasión de una observación análoga relativa a los signos. Para las mentes primitivas o simples, unos fenómenos imprevistos, excepcionales, revisten fácilmente el carácter de signos. En la ignorancia en que se encuentran en cuanto a las causas positivas, y sobre todo si las circunstancias hacen que aquéllos les impresionen, les conmuevan, imaginan causas de orden sobrenatural, intenciones ocultas, favorables o amenazadoras. Esos mismos fenómenos, si los ánimos no se encuentran dispuestos, serán insignificantes, en el sentido propio de este término10. * El período que sigue, entre la toma de Jerusalén y la segunda Cruzada, es complejo, presenta numerosas alternativas. Al principio, la victoria va acompañada de matanzas y de saqueos: desencadenamiento de los instintos, seguido pronto de remordimientos y de penitencias. En tanto que el establecimiento del reino franco lleva consigo competencias y conflictos, los pobres, los que partieron los primeros, y que habían perdido por un momento su puesto de elección, lo recobran: Su oración es, pues, preponderante ante Dios, por sus méritos de pobreza... Por otra parte, la pobreza debe ser sobre todo interior, y las voces sobrenaturales repiten a los grandes la necesidad 9

Cf. pp. 95, 96. Véanse, por ejemplo, pp. 83, 155.

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de la humildad" (p. 92). En esa masa, "vibrante de supersticiones y de ritos", tienen tendencia a realizarse formas religiosas nuevas, y parece ser que a los clérigos les inquieta "ese extraordinario hervidero de ideas religiosas y de emociones, de sueños y de iluminaciones". Al margen de la jerarquía eclesiástica, se adopta como intercesores a los ermitaños. "Es el triunfo de los humildes esta exaltación del ermitaño, nacida de un fondo obscuro de piedad pagana en cuanto a los sacerdotes de los bosques y de los campos, y de una piedad cristiana directa en cuanto a los santos pobres", de la que será heredero el Poverello de Asís. Hay páginas impresionantes que muestran una reviviscencia de religión popular11. ¿Qué ocurre, mientras tanto, en Europa? Ante las inquietudes de la defensa militar, ante el llamamiento del Oriente latino -necesidad de hombres, necesidad de subsidios-, el Occidente se muestra cada vez más indiferente, a medida que se aleja "el temor milenario" 12. Además existe la influencia, la denigración, de los cobardes, de los que huyeron de la prueba. Pero el espíritu de cruzada no ha muerto: va a perder su "heroicidad" y a revestir nuevos caracteres. Si ya no se trata de liberar la tumba del Señor, se establece un verdadero culto de las reliquias, que crea un lazo de espiritualidad con el Oriente; y si ya no hay expediciones de salvación colectiva, la cruzada tenderá a ser "una peregrinación, que es preciso hacer en grupos bien armados, porque los caminos no están seguros"; por eso "se limitará cada vez más a los hombres de guerra y al pequeño número de hombres de a pie que consienten en llevar con ellos". Entonces debía ocurrirse la idea de que una participación en la cruzada podía consistir simplemente en "sacrificios materiales"13. La característica más destacada de esta era nueva es la preocupación de organización. Manifiéstase una tendencia a ordenar, a depurar, lo que fue en los comienzos "tumultuosa aventura". En Oriente se constituye la milicia del Temple: los Templarios sólo a la larga llegan a constituir una orden. San Bernardo ha dicho de ellos: "No sé si debo llamarles monjes o caballeros; quizá haya que darles los dos nombres a la vez, porque. .. unen a la dulzura del monje el valor del caballero" (p. 1.13-114). Mantenían el ideal de pobreza de los primeros cruzados. En el Occidente la vida religiosa se transformaba lentamente en el mismo sentido que el medio social. Indudablemente los ermitaños prosiguen su obra; pero no son ya unos "perpetuos desarraigados": tienen discípulos, fundan monasterios, y crean centros estables, sin dejar de mantenerse en contacto con las masas cuyo fervor continúan fomentando (p. 116). En una palabra, la vida religiosa tiende a organizarse en grupos. Alphandéry insiste sobre la relación de estas modalidades nuevas con el movimiento comunalista contemporáneo14. Expone lo que él llama la "cruzada monumental"; la obra colectiva, en el siglo XII, es la construcción de las 11 12 13

Páginas 93, 96. Páginas 103, 104. Páginas 111-112.

iglesias por grupos que realizan en común ritos penitenciales. "Los penitentes de la Cruzada monumental muestran un espíritu- de organización colectiva que no tenían las multitudes alucinadas del siglo XI... En estos comienzos del siglo XII, las formas monásticas, las formas comunales, la ciudad de Dios, la ciudad de los hombres, parecen inspiradas por un mismo espíritu antiindividualista que se realiza con una fuerza desconocida hasta entonces"15. "Hubiérase dicho, escribe un cronista, que el mundo, sacudiendo sus viejos harapos, quería revestir por doquier la blanca túnica de las iglesias"16. Y sin duda, "es el sentimiento, el impulso místico, el que eleva las flechas de la catedral"; es una "oración petrificada"; pero asimismo intervienen otros elementos para explicarlo, como lo ha demostrado también Louis Réau, en el tomo LX de La Evolución de la Humanidad. "Si las abadías son obra de los monjes, las catedrales lo son de las comunas. Recursos y brazos son empleados en elevar la casa de Dios (casa Dei)." Réau ha fijado bien la relación entre esta "cruzada monumental" y el culto de las reliquias que ha ido desarrollándose: reliquias reales, insignias, reliquias indirectas, todo lo que ha podido estar en contacto con el cuerpo de un santo y que recibe de él alguna eficacia, y también a veces falsas reliquias17. "Iglesias y capillas son inmensos relicarios"18. Sobre este "fondo de vida religiosa que tiende a organizarse de acuerdo con formas estables", actúan causas capaces de producir "una nueva alteración". No han cesado de aparecer "signos", es decir, calamidades de todo género: mal de los ardientes, huracanes devastadores, inviernos rigurosos, hambres, y también prodigios, como la erupción del Vesubio en 1140: Con la sensación de un "desequilibrio en la Naturaleza", el terror renaciente del fin del mundo, "los impulsos de no ha mucho recobran su fuerza". "Atmósfera de inestabilidad, de inquietud y de miseria, que desarraiga a los hombres y los prepara para las expediciones" (p. 120). * En estas condiciones, y sobre todo cuando la situación se agrava en Oriente, se prepara la segunda Cruzada, pero con una preocupación por la organización que no existió en la primera. "Ahora están en juego todos los 14

Páginas 117, 118, n. 5; cf. p. 146. Véase el t. LXV, PETIT-DUTAILLIS, Los municipios franceses desde sus orígenes hasta el siglo XVIII. "En la creación de la comuna se ve la necesidad de orden, de justicia y de paz. "Institución de paz" o también amistad, era sinónimo de comuna", Prólogo. 15 Véase p. 119, la reproducción de una nota manuscrita de Alphandéry donde trata de hallar el origen de esta relación entre la comuna y la sociedad evangélica. 16 H. ENGELMANN, La route des cathédrales, p. 15. 17 "Es desgraciadamente demasiado cierto que los traficantes de reliquias, sobre todo en la época de las cruzadas, no tuvieron escrúpulos en engañar a nuestros padres." P. DONCOEUR, Bulletin d'hagiographie, en Etudes (octubre de 1953, p. 107). 18 Véase El arte de la. Edad Media y la civilización francesa, Prólogo, pp. XI- XIII, tomo LX de esta colección.

principios" (p. 120). El piadoso rey Luis VII se dirige a "la mayor fuerza moral de la época", San Bernardo, para lanzar un llamamiento que tenga resonancia. Pero San Bernardo se esquiva, primero, ante el papa: es la Iglesia la que debe garantizar la absolución final a los que marchan para hacer penitencia. Un fraile, Raúl, quien, como Pedro el Ermitaño, trata de levantar a las multitudes por medio de una predicación escatológica, y otros más que anuncian la venida próxima del Anticristo (p. 123), son desautorizados por Bernardo y por la Iglesia; a partir de entonces, son "facciosos". El austero cisterciense no vacila en condenar los procederes del pasado (pp. 124-126); es preciso marchar todos juntos y bajo el mando de unos jefes elegidos por ser versados en el arte de la guerra. Disciplina colectiva y ordenación jerárquica, tal es el espíritu nuevo. Alphandéry hace por destacar los dos aspectos de la vida religiosa de la época y los conceptos de la cruzada: cruzada apocalíptica, predicada aún por los ermitaños, y cruzada de salvación individual para los pecadores penitentes, que quiere promover Bernardo. Según él, "se trata menos de liberar el Oriente de los paganos que las almas de los hombres de Occidente de sus pecados". La Cruzada es la purificación redentora. No tiene, pues, nada de extraño que invite a acudir a ella a "los mayores criminales" (p. 131). En la asamblea de Vézelay, en 1146, de donde parte el nuevo llamamiento, Bernardo se contenta, según parece, con leer la bula del papa 19; pero estaba a su lado el piadoso rey Luis VII, cuyo apoyo obtuvo. Había de conseguir el del emperador alemán, Conrado, en el curso de una jira de predicación por los países del otro lado del Rin: se había dado cuenta de la insuficiencia del contingente francés y trataba de reforzarlo. En Alemania, su popularidad se difundió pronto ampliamente: conmueve a las almas "hasta las fibras profundas". "Los milagros suceden a los milagros, y los favorecidos con ellos toman la cruz" (p. 132). Bernardo, sin embargo, no partirá; la contemplación prevalece en él sobre la acción: era la "Jerusalén celestial" la que el monje quería ganar20. No obstante las preocupaciones de orden y de disciplina de Bernardo, las condiciones de la segunda Cruzada eran defectuosas. Por otra parte, es notable que, dejando aparte los milagros del santo, los "prodigios", los "signos", hayan sido más raros. La imaginación religiosa era menos viva21. El fracaso final de la expedición, delante de Damasco, tuvo causas múltiples. Sin duda, "el ejército cristiano había partido sólidamente encuadrado por sus En contra de la opinión común: "Pocos lugares hacen sentir coma Vézelay lo que fue el siglo de las Cruzadas. Sobre esa colina se reunieron cien mil hombres, en 1146 al llamamiento de san Bernardo", H. ENGELMANN, obra citada, p. 13. 20 El octavo centenario de San Bernardo, en 1953, motivó varias publicaciones, de que dan cuenta los Etudes en su número de octubre (pp. 121-132): Comisión de Historia de la orden de Citeaux, Bernardo de Clervaux, París, Alsacia; J. CALMETTE y A. DAVID, Saint Bernard, París, Fayard; P. DUMONTIER, Bernard et la Bible, París Desclée de Brouwer; A. M. DIMIER, Saint Bernard, "pêcheur de Dieu", t. I. París, Letouzé et Ané. 21 Véanse pp. 139, 146.

jefes temporales y sus pontífices. Numerosos arzobispos y obispos van a la cabeza de las tropas" (p. 140). Pero algunos de esos "pontífices" eran "grandes señores feudales, en modo alguno disminuidos por su clericatura" (p. 140). De un modo general, los grandes, los jefes, decepcionaron a Bernardo y al mundo cristiano, "decepción tanto mayor cuanto que la segunda Cruzada había aspirado a una moralidad más alta". "Vae principibus nostris, ¡ay de nuestros príncipes!, maldecirá Bernardo el mismo año de su muerte... Hay una gran amargura en esta postrer acusación del santo, que revela todas las flaquezas temporales de la segunda Cruzada" 22. En cuanto al pueblo, había habido en Francia un hermoso movimiento de entusiasmo cuando el piadoso rey Luis "marchó a Saint-Denis a tomar la oriflama y su bordón de peregrino"; pero esta multitud, "movida por sus instintos, paroxismos religiosos o pasiones violentas, era incapaz de someterse mucho tiempo a la autoridad del jefe legítimo; y todavía era peor lo que ocurría con "la plebe piadosa alemana, ávida, turbulenta y brutal"23. En suma, había en aquella expedición una "incoherencia orgánica" (p. 148). Los buenos y los malos se encontraban mezclados en el torrente tumultuoso. Por el contrario, naciones y clases sociales, otras veces confundidas, se distinguían. No obstante, hubo, al partir, una exaltación espiritual que animaba "el espíritu de cruzada". * Como conclusión de este libro, después del fracaso de la segunda Cruzada, cuando parecía declinar el gran entusiasmo religioso, convenía sondear la realidad profunda, buscar, si las había, las "fuerzas de continuidad". Suger, abad de Saint-Denis y ministro de Luis VII, humillado ante el lamentable regreso de su señor y de los caballeros franceses, quería un desquite, organizado por los clérigos, y se proponía conducir personalmente una cruzada contra los musulmanes. La muerte invalidó este sueño de venganza y de gloria. Continuaban las peregrinaciones; la Cruzada seguía siendo "abierta, pero como una obra de penitencia, piadoso egoísmo en busca de la salvación individual" (p. 152). Mientras tanto crecía el poderío musulmán, y el sultán se apoderó finalmente de Jerusalén (1187)24. Si los reyes y los nobles no estaban ya dispuestos a las grandes expediciones, la Iglesia velaba. La defección de los altos personajes excitó el fervor de los humildes: la palabra del papa llegó al pueblo fiel, y, por ella, "se mantuvo en él la emoción". "La Cruzada se convierte en una forma normal de la

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Véanse pp. 134, 141, 142. "Los cronistas no dejan de notar la codicia desvergonzada de los grandes", p. 142. 23 Página 136; cf. pp. 133, 136, 138. 24 Una obra alemana, de que da cuenta la Historische Zeitschrift (octubre de 1953, p. 417) (JORG KRAMER, Der Sturz des Königreichs Jerusalem), da, en traducción, el texto del historiador árabe oficial sobre la conquista de Jerusalén por Saladino.

vida espiritual del Occidente cristiano."25 El Oriente ahora se conoce mejor, abundan las reliquias, las leyendas orientales se difunden; el tesoro mítico se enriquece con la vida de santos y de santas de Oriente. Hay en esto un espejismo y una atracción. Hay que considerar también la parte que tiene en ello una literatura astrológica que anuncia "el cumplimiento de los tiempos". Y he aquí que sobreviene la caída de Jerusalén, que repercute profundamente en la sensibilidad del mundo occidental, en la de la masa especialmente. Ante la "dimisión espiritual de los grandes" (p. 157), la masa adquiere conciencia, cada vez más, de esa individualidad que el movimiento comunalista había contribuido a destacar. Alphandéry insiste, al terminar, en el acceso de los humildes a una vida espiritual propia, en ese ideal de pureza moral, de pobreza buscada, de independencia total, en esa fórmula nueva de la piedad medieval que, en algunos, podrá llegar a la herejía26. * Si la historia "externa", la historia política, de la Cruzada no es lo esencial de este libro, no podía estar totalmente ausente de él: nosotros la hemos descuidado por completo; no hemos hecho que aparezcan el papel y las rivalidades de los jefes, ni indicado el itinerario de las expediciones, las peripecias de los asedios. Lo que queríamos, recordémoslo, era, con Alphandéry, ver revivir la vida religiosa de la Edad Media. Por eso hemos hecho, acá y allá, citas de textos que expresan una fe ingenua o un piadoso entusiasmo: en el libro tales documentos abundan y constituyen una especie de antología27. En la literatura histórica moderna no existe nada comparable a la obra de Alphandéry, a este estudio de psicología colectiva, de sensibilidad religiosa, de una época en la que la masa está dispuesta a conmoverse y a imaginar intervenciones sobrenaturales, en la que la vida real va acompañado sin cesar de lo maravilloso. Debemos recordar, para terminar, que el estudio de Alphandéry enlaza con una serie de volúmenes de La Evolución de la Humanidad,28 en los que hemos encontrado y caracterizado religiones diversas, pero muy especialmente con el tomo XII, cuyo Prólogo reviste un carácter general: esencia de la religión, carácter de lo sagrado, "lugares y objetos, actores y actos", origen de los mitos y de los ritos, tales son los problemas que en él se tratan 29. Hemos comprobado que "la religión aparece en la historia respondiendo a una 25

Véanse pp. 154, 158. Páginas 158-159. Alusión a los begardos, valdenses, cataros. 27 Observemos que, cuando es oportuno, las notas y a veces el texto dan la crítica. Véanse, por ejemplo, pp. 58 72, 76, 77, 91, 115. 28 Tomos VII (Egipto), VIII (Mesopotamia), XII (Grecia) XVIII (Roma), XXIV (Celtas), XXVII Germanía), XXVIII (Irán), XXX (China), XLI, XLII, XLIV, XLV (Israel, Jesús, Cristo). Ser. compl., II (Science et Religion). 29 T. XII; En marge..., I, pp. 157-200. 26

necesidad universal de los seres humanos..." A la filosofía de la religión, decíamos -fideísta o racionalista-, debe suceder cada vez más una psicología que, reuniendo los diversos tipos de conciencia, primitivos y civilizados, niños y adultos, normales y enfermos, "destaca lo que tienen de común y se esfuerza por llegar así a la capa profunda, subyacente a toda la humanidad, pasada y presente, de la que han brotado las actitudes originales del espíritu ante el universo"30. "El hombre siente la urgencia de saber y de obrar. A la vez que se adquieren y se precisan un saber y un poder limitados -empíricos-, se forman y se desarrollan un saber y un poder extensos, pero ilusorios."31 En la "nebulosa primitiva", hay, pues, en el individuo, una necesidad intelectual ligada a la emotividad. Aquí, como en otro lugar, hemos insistido sobre lo que la religión tiene en su origen de esencialmente individual: la socialización es en ella secundaria, en tanto que, por el contrario, ala moral, nacida de la sociedad, se incorpora inmediatamente a la religión 32. Con el progreso de la organización social y el desarrollo del individuo, la religión se institucionaliza y se profundiza a la vez: de ahí la Iglesia, de ahí también la fe, el misticismo y la santidad 33. Alphandéry ha demostrado el papel de la Iglesia creciendo a medida que el impulso de la fe se debilitaba. Emplea repetidas veces el término de subconsciente: es en el subconsciente donde el psicoanálisis, aplicándose hoy día al fenómeno religioso, busca la explicación de los mitos y la fuente profunda de la fe34. HENRI BERR

30

T. XII; En marge..., I, p. 182. T. XII; En marge..., I. p. 189. 32 T. XII; En marge..., I. p. 194. 33 T. XII; En marge..., I. p. 196. 34 Citemos a C. G. JUNG: Los mitologemas sobre los cuales reposan en último análisis todas las religiones, son, al menos para nuestra comprensión, la expresión de acontecimientos internos y de experiencias vividas del alma: hacen posible... el establecimiento de una relación permanente entre lo consciente y lo inconsciente, siendo y manteniéndose este último como la matriz primera y siempre activa de las imágenes originales. Gracias a las fórmulas y a las imágenes incluidas en una religión, lo inconsciente se encuentra suficientemente expresado en lo consciente, de suerte que sus emociones y sus impulsos instintivos pueden ser transmitidos y traducidos sin alteraciones a lo consciente, que de este modo no pierde jamás sus raíces profundas." La guérison psychologique, traducida y adaptada al francés por el Dr. R. Cahen, 1953, p. 247. Cf. C. G. JUNG y Ch. KERÉNYI, Introduction à l'essence de la Mythologie, 1953. 31

ADVERTENCIA Este libro se ha compuesto de acuerdo con los cursos profesados por Paul Alphandéry en ,la Escuela de Estudios Superiores. De entre sus antiguos discípulos, el menos completo técnicamente, pero quizá, en los últimos años de su vida, uno de los más allegados del sabio y del hombre -que en él eran uno solo-, ha tomado sobre sí la responsabilidad, grave, de dar la forma de un libro al inmenso material que Paul Alphandéry había preparado, y ya en parte compuesto, de una historia y de una vida de la cruzada en la Edad Media cristiana. Este libro no es la obra que Paul Alphandéry hubiese escrito. Tampoco la que llevaba dentro de sí, y de la cual es posible encontrar, con emoción, las intuiciones y los tanteos en toda una serie de notas y de planes, brotes o etapas de una toma de conciencia en la que maduraba la obra principal. Pertenece, sin embargo, por completo, tanto en su seguridad de investigación corno en su método -más bien una actitud que un método, es decir, lo viviente de un método- al esfuerzo creador de Paul Alphandéry. Del principio al fin, la disciplina expresa del adaptador ha sido seguir lo más cerca posible los textos ya elaborados y no intervenir más que para "hacer" un libro, con la mayor sobriedad incluso de los gestos del estilo. El plan del libro refleja, respecto al material dejado por Paul Alphandéry, esta regla de reverencia y de reconocimiento. Toda una serie de cursos ha permitido presentar la continuidad de luna historia religiosa de la cruzada, hasta el final del siglo XIII. Las notas, germen del libro, compuestas y ligadas, expresan lo que fue, en la vida de Paul Alphandéry, la conciencia de la cruzada. Genética y síntesis de la cruzada, permiten, parece, comprender la extraña y compleja realidad en que se realizó la gesta de la más grande epopeya religiosa del Occidente. Dos puntos podían ser motivo de discusión en cuanto al valor y a la utilidad de la adaptación. El primero concierne a su fidelidad. Nuestra disciplina ha sido buscarla tan completa como era posible en lo escrito y en el recuerdo de los cursos oídos o de las conversaciones que fueron para nosotros las de un maestro, en tanta mayor medida cuanto que Paul Alphandéry no se preocupaba de serlo. Pero la fidelidad exige más todavía: superar la obra escrita en su espíritu y situarla. La cruzada vive mucho más de lo que se explica, en la obra que se va a leer, a la vez por la fuerza épica de las masas populares y por la vida pánica de una escatología. Fuerzas maestras ambas de una conciencia de la cruzada en el pensamiento de Paul Alphandéry, pero quizá una más que la otra. Acentuar el genio popular de la cruzada, más de lo que lo hemos señalado para no convertir con la insistencia en tesis lo que debía quedarse en tendencia; atenuar la preocupación escatológica más de lo que lo hemos hecho por la intención de acusar estados psíquicos de participación colectiva, he aquí lo que, por matices, situaría, en nuestra opinión, con la mayor seguridad de haber sido exactos, el descubrimiento de Paul Alphandéry en el plano de las profundidades de la cruzada.

La otra cuestión concernía a la fecha del manuscrito. La elaboración del material es ya antigua. ¿Se trataba de ponerla al día en relación con los últimos resultados de la historiografía? La cuestión ni siquiera se hubiera planteado en presencia de una obra simplemente erudita. Pero la investigación de Paul Alphandéry tiene otro valor. Su voluntad de descubrir, dentro de los límites de lo cognoscible en historia, la vida religiosa de la cruzada, hace que Paul Alphandéry fuese, en la intención, de hecho, más bien que un precursor, un compañero muy próximo a nuestra investigación de hoy día. Tal estudio no podría fecharse. Por eso hemos elegido, para la presentación de esta obra, la vida que hay en ella. Una "modernización" hubiese podido ser imperfecta. Tan sólo algunas notas, y la bibliografía concebida como instrumento de trabajo y de análisis de la materia, fijan el tiempo transcurrido desde su elaboración. Lo esencial, en lo que nuestra tarea ha sido de "formación", se mantiene en la visión de masa y de profundidad de Paul Alphandéry, en la conciencia de un "mundo" en el que las fuerzas colectivas se hacen creadoras de religiones, de mitos, de epopeyas. La obra se detiene, aproximadamente, con los cursos, al final de las cruzadas clásicas, en ese final del siglo XIII en el que comienza el "mundo moderno". La meditación de su búsqueda en la conciencia del hombre y de lo colectivo, creadores de sus religiones o de sus mitos, nos ha conducido personalmente a llegar hasta el fin de una continuidad de la cruzada. El fin, es decir, nuestra época, coronamiento o final de los siglos llamados "modernos". Esta será una obra, otra, para publicar. ALPHONSE DUPRONT

INTRODUCCIÓN Foulques de Neuilly, curioso tipo de ermitaño en el siglo, parece haber predicado -según el Chronicon Leodiense y con serias probabilidades de exactitud- una cruzada estrictamente reservada a los pobres. Simple hecho éste cuya importancia puede ser extremada para encontrar en torno del concepto de cruzada la vida interna de nuestra Edad Media, su exaltación de la pobreza evangélica y su escatología. Piénsese bien, en efecto: la obligación de ser pobre para llevar a cabo una obra santa entre todas, una obra que, como afirman los papas, asegura el paraíso a quien la realiza, es la constitución de un privilegio de los pobres. De la justicia celeste a la justicia terrena no hay más que un paso, que se franquea rápidamente en esa Edad Media apasionadamente simbolista. Comparemos, por otra parte, este testimonio con los hechos conocidos de la historia de las cruzadas: Foulques de Neuilly no aparece ya como figura aislada. A los primeros llamamientos de Roma, y sin una acción pontifical sensible, la Cruzada popular se había puesto en marcha, la Cruzada de Pedro el Ermitaño, para designarla con el nombre de aquel que puso en movimiento las más numerosas columnas indisciplinadas. En torno de Gauthier sin Hacienda, de Guillermo el Chambelán y de Gotteschalk, hacia el Oriente, del conde Emicho y del sacerdote Volkmar, en Occidente, son verdaderas partidas populares las que se organizan como en torno de Pedro, en Francia, un poco por doquier, y en el oeste de Alemania: marchan, matando a los judíos, asolando, saqueando, hacia esa Jerusalén a la que no llegarán. Indecibles hordas impulsadas por el sentimiento más complejo -y el más raramente analizado- que haya movido a multitud humana alguna: esperanza misteriosa en un mejoramiento de vida, fe en unas reliquias, escatología popular, supervivencias paganas, necesidad casi física de expansión, sed de pillaje, deseo de lo desconocido, tendencia a una fe nueva con la que la multitud de los fieles, multitud que no era en aquella época. ni ecclesia docens ni ecclesia discens, quería hacer su vida eclesiástica propia, tener su parte de vida religiosa. Todo esto amalgamado, muy mal discernido aún en sus elementos, gran sueño humano al que cuatro siglos habrán de aferrarse desesperadamente. La II Cruzada, a fines de diciembre de 1145, no es más que una empresa real, quizá el resultado de .una especie de voto expiatorio de Luis VII. En la asamblea de Vézelay es únicamente aristocrática; son caballeros los que toman la cruz, y san Bernardo concibe casi solo el plan de una Cruzada universal. Pero cuando marcha a predicarla en Alemania (donde, por otra parte, sus primeras peticiones a Conrado III fueron acogidas muy fríamente), la Cruzada universal estaba predicada ya por un fraile profeta, Raúl, escapado de Citeaux, que fanatizaba a las multitudes de los países renanos, anunciaba el reino de los últimos tiempos reservado a los cruzados, y aconsejaba o al menos toleraba la matanza de los judíos como en tiempos de Pedro el

Ermitaño. San Bernardo no llega más que como segunda figura, después de la predicación y casi la partida de la Cruzada popular. La propia III Cruzada tuvo su preludio. Esto parece paradójico, ya que la III Cruzada es esencialmente, para la historia, la Cruzada de los reyes: el emperador Federico Barbarroja, el rey Felipe II y el rey Ricardo Corazón de León ocupan toda la escena convencional en los acontecimientos que se desarrollan en Tierra Santa de 1187 a 1198. Sin embargo, fijándose con más atención, la vida de la, Cruzada popular no se interrumpe en modo alguno, ya que si hay solución de continuidad entre las Cruzadas de nobles, las Cruzadas plebeyas no la admiten en el negotium crucis. En 1188, cuando Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León hacían reír al gran burlón Beltrán de Born por sus largas vacilaciones (no llegan a Tierra Santa hasta mediados de 1191), se predicaba una Cruzada popular en Inglaterra, en el País de Gales, por el arzobispo Balduino de Cantorbery. Balduino y los eclesiásticos que le acompañaban recorrían los campos para llamar a labriegos y pastores a la Cruzada, y, como una consagración que parece necesaria para el buen éxito de la predicación de toda Cruzada popular, hay en Inglaterra, por la misma época, matanzas de judíos. Existe, pues, una obscura y profunda tradición que une con sus fuertes lazos a unas Cruzadas con otras, o más bien que no admite las divisiones abstractas entre las Cruzadas oficiales, tradición que es simplemente el espíritu de Cruzada, siempre vivo en el corazón del pueblo cristiano. Igualmente, no sólo el texto tan curioso del Chronicon Leodiense, sino todos los textos que hablan de los comienzos de la IV Cruzada, presentan a Foulques de Neuilly mendigando subsidios para la Cruzada y lanzando a continuación una expedición tumultuosa que fue a aniquilarse en las costas de España, en tanto que la Cruzada de los barones, la Cruzada oficial, trataba con los venecianos, efectuaba la famosa diversión sobre Zara, y terminaba con el saqueo de Constantinopla y el reparto de un fabuloso botín de feudos orientales la Cruzada emprendida para liberar la tumba del Salvador. Raúl Rosières, en uno de los pintorescos esbozos que tanto le gustaban a este original historiador-publicista, define así la IV Cruzada: "Los barones de la Champaña parten para Oriente, pero se detienen en Constantinopla."35 Quizá la única verdadera cruzada religiosa es la Cruzada de Foulques de Neuilly. Así, a medida que se hace mayor la distancia entre la Cruzada aristocrática y ese substratum de la Cruzada que es el elemento popular, entre el plan de la Cruzada aristocrática y el plan de la Cruzada popular, el ideal de la Cruzada parece más vacilante y su éxito más problemático. No le fue dado a Inocencio III, que muere en 1216, ver la V Cruzada; al menos la preparó, y ninguna preparación tuvo un carácter tan popular. Según dice Albéric des Trois Fontaines, Roberto de Courson, legado de la Santa Sede, y otros varios que estaban con él y bajo él, predicaban públicamente la Cruzada en toda Francia en el año 1215, dando indistintamente la cruz a los niños, a 35

Recherches critiques sur l'histoire religieuse de la France [Investigaciones críticas sobre la historia religiosa de Francia], París, 1879, p. 232.

los ancianos, a las mujeres, a los cojos, a los ciegos, a los sordos y a los leprosos. Y Albéric añade: "Lo cual impidió que la tomaran varios hombres ricos y poderosos, porque se pensaba que una confusión semejante sería más perjudicial que útil al buen éxito de la empresa." Dos años después de esta predicación comenzaba la Cruzada de Juan de Brienne; en 1219, después de la toma de Damieta, llegaban con Roberto de Courson y el legado Pelagio refuerzos disciplinados y que no tenían ya el ímpetu de las Cruzadas populares. La Cruzada meditada, preparada, se convierte en la Cruzada diferida y definitivamente aplazada para más tarde o para nunca. Así, la Cruzada popular precede a la Cruzada oficial, mientras la Cruzada parece deber triunfar o tener por objeto Jerusalén. Pero la Cruzada popular se separa de la Cruzada oficial, hace Cruzada aparte cuando el objeto primitivo se olvida demasiado manifiestamente, como después de la Cruzada de Constantinopla, o cuando la impotencia de las Cruzadas leales o señoriales queda claramente demostrada por fracasos sucesivos. De ahí nacen las Cruzadas populares independientes o las Cruzadas de sectas que se escalonan durante los siglos XIII, XIV y XV. La fe popular guarda, exalta, proclama su ideal de Cruzada. Ante todo, esa serie de movimientos extrañísimos, casi mórbidos en la apariencia, que son las Cruzadas de niños. Dos de estos grandes movimientos son famosos entre todos: en el mes de junio de 1213, un joven pastor de Vendôme, llamado Esteban, se cree designado por Dios para conducir a los cristianos a Palestina; júntanse primero un millar de niños, y a continuación se unen a ellos los aventureros, los mercaderes y los sacerdotes. En Marsella, se apiñan en galeras, dos de las cuales naufragan; las otras van a proveer de esclavos Alejandría y la costa africana. Por entonces, un niño alemán, llamado Nicolás, anuncia que va a fundar el reino de la paz en Palestina. Veinte mil niños se reúnen bajo sus órdenes, van a Brindisi y algunos a Roma; gran número de ellos muere de hambre y de fatiga, y son muy pocos los que regresan a su país. No son éstas las únicas Cruzadas en las que la idea de infancia, de pureza, haya sido el elemento del ideal de Cruzada. Al menos, los movimientos de niños son numerosos y están estrechamente relacionados con las Cruzadas populares, como contrapartida del envilecimiento de la Cruzada oficial. Cruzadas populares y también Cruzadas de niños, son en dos ocasiones por lo menos (en 1257 y 1320) las Cruzadas de Pastorcillos. Hombres, mujeres, niños, y sobre todo pastorcillos como Esteban de Vendôme, se levantan por primera vez durante la cautividad de San Luis: quieren libertar al rey y conquistar Jerusalén. Acuden de Brabante, de Hainaut, de Flandes, de Picardía. Se decía que iban conducidos por un jefe, "el Amo de Hungría". Quienquiera que fuese este personaje misterioso, quizá un aventurero que utilizara más que suscitara este movimiento, los Pastorcillos comenzaron por representar una emanación de la conciencia popular indignada al ver a la Iglesia oficial abandonar a los cruzados en su derrota. Pero los excesos de los Pastorcillos, sus saqueos, provocan una de esas reacciones populares de la Edad Media, tan bruscas

como el entusiasmo que las ha precedido. La caza de los Pastorcillos se hace con ardor en Francia entera. Se les acosa, se les ahorca, y durante algún tiempo desaparecen. Desaparecen, pero el espíritu pastorcillo pervive. Debió de tener múltiples manifestaciones; una entre otras se ha hecho célebre. Sin que hubiese casi en la situación del Oriente latino motivo para una nueva emoción de Occidente, aparecen en 1320 nuevas columnas de Pastorcillos, éstos casi niños. "Dejan sus campos y sus rebaños sin despedirse, ni de su padre ni de su madre." Los de más edad apenas tienen veinte años, y recomienzan la misma y siempre nueva aventura de esas locas expediciones. Pronto se ven escoltados o precedidos por una multitud de aventureros y de bandidos; pasan sobre las ciudades "como un torbellino", matan judíos, saquean París y las comarcas de Berry, Saintonge, Aquitania y el Languedoc. El populacho los festeja; el papa los excomulga, y terminan en una feroz represión real, perseguidos como fieras. Una vez más se desvanece el movimiento "como el humo". ¿Desaparece? No, con mucha verosimilitud. Ese sueño de unos niños pobres, de unos pastorcillos que liberan la herencia de los pobres de Tierra Santa a donde los llama el niño Jesús, ese sueño que volvemos a encontrar bajo la aparente jacquerie de los Pastorcillos en 1257 y en 1320, lo persigue indefectiblemente la Edad Media popular. ¿Y no es una pastorcilla, una niña pobre esa Juana de Arco que quiere hacer coronar en Reims al rey de Francia, al rey elegido, rey de los últimos tiempos, y después combatir y vencer al Turco, el enemigo apocalíptico que detenta la Jerusalén terrena? Aunque no hubiera otro hecho en qué fundarla, la misión universal que proclama Juana de Arco mostraría la fuerza de la tradición popular de la Cruzada. Tradición que se manifiesta a cada momento de la vida de la Edad Media, sensibilidad casi morbosa que al primer llamamiento de un predicador popular, de un Venturino de Bérgamo por ejemplo, en el siglo XIV, lanza a los caminos multitudes de peregrinos armados, o que, al primer anuncio de un desastre en Oriente, hace repercutir la noticia hasta en el fondo del alma oscura de las poblaciones de la Ultima Thule. Sensibilidad en cierto modo suspicaz que no entra en los cálculos y las dilaciones de los grandes, que toma en serio las predicaciones de la Cruzada36 y las recuerda a los reyes y a los nobles demasiado inclinados a no ver en ellas otra cosa que un anhelo platónico del papado. Después de la toma de Esmirna, cuando Clemente VI acepta que Humberto II, delfín del Vianesado, se ponga a la cabeza de una Cruzada, el bajo pueblo italiano, descontento al ver que el delfín aplaza sin cesar su marcha, se forma en tropas compactas que comienzan sin esperar a más a embarcarse para el Oriente. Esto ocurre en 1345, en pleno período de vida democrática en las comunas italianas, en esa Italia donde estalla pronto el "tumulto de los Ciompi". 36

El conde Riant ha mostrado esta fascinación de la Cruzada para los países escandinavos, estas especies de migraciones normandas, de expediciones de vikingos bajo el signo de la cruz. P. RIANT, [76] bis.

Guiberto de Nogent, en un pasaje citado con frecuencia, dice cómo los niños de las cruzadas pobres, con ocasión de la primera Cruzada, tendían las manos hacia todos los castillos y hacia todas las ciudades que distinguían en el camino, y preguntaban si "aquello era Jerusalén" 37. Semejantes a estos niños, los hombres de la Edad Media han tendido constantemente las manos hacia la Tierra prometida, creyendo reconocerla a cada recodo de su triste camino. A toda nueva forma de la vieja esperanza, han repetido esta pregunta tenaz: "¿No es ésa Jerusalén?" Han hecho de Jerusalén su esperanza apasionada, sin cesar renaciente y cada vez más hermosa, y han marchado infatigablemente hacia ella.

37

Videres mirum quiddam... et ipsos infantulos, dum obviam habent quaelibet castella vel urbes, si haec esset Jerusalem, ad quam tenderent rogitare. MIGNE, P. L., t. CLVI, col. 704, y [109], 142.

PARTE PRIMERA DESPERTAR DE LA CRUZADA CAPITULO PRIMERO PEREGRINACIONES Y CRUZADAS La Cruzada, en su contextura religiosa y su potencia de vida colectiva, existe desde el momento en que la Cruzada comienza. Lo extraordinario de esta historia extraordinaria reside precisamente en eso: la Cruzada se alista inmediatamente, realidad viva, orgánica, con su tema religioso constituido desde fines del siglo XI, y su teología también: No es el término de una evolución, sino el brote, casi espontáneo, de un prodigioso poder de animación colectiva, y, como la figura de la diosa, armada de todas las armas desde su comienzo. Esto basta para expresar la admirable singularidad de la Cruzada y lo que se busca en ella de creación o de experiencia de mito. Si no hay Cruzada antes de los acontecimientos de 1095, existe, sin embargo, toda una elaboración de los elementos, que, en ese final del siglo XI, manifestarán el espíritu de Cruzada. Una historia de la Cruzada, en sus realidades de significación y de espiritualidad colectivas, debe partir de un inventario de las experiencias, de las imágenes, de las tradiciones inscritas en el inconsciente colectivo del Occidente cristiano, después de un milenio aproximadamente de relaciones físicas y espirituales con la tierra de Oriente de donde vino la "buena nueva". I. LA PEREGRINACIÓN A JERUSALÉN: CAMINOS Y PENITENCIAS. Con Constantino desaparece el nombre de la colonia pagana de Aelia Capitolina. Jerusalén, que no es ya la ciudad de los judíos, ha vuelto a ser o se ha hecho la ciudad santa del cristianismo. Descubrimiento de la gruta del Santo Sepulcro, de la colina del Calvario38, invención de la Santa Cruz atribuida a la madre de Constantino39; a partir del siglo IV se organiza el culto a los lugares mismos de la manifestación redentora. Se elevan basílicas sobre los lugares santos recientemente descubiertos, sobre el monte de los Olivos, en Belén, en la cima de la colina de Sión. El 14 de septiembre, en la fiesta de la exaltación de la cruz, se muestra la Cruz a los fieles. Estos comienzan a afluir. Se acondicionan hospederías para recibirlos; algunos, y en número siempre creciente, llegan del extremo del mundo cristiano40. El Oriente se convierte para los occidentales en la tierra sagrada de la historia, pasada y presente, de su religión. Así se organizan las peregrinaciones que, durante unos siete siglos, sin discontinuidad alguna, van a constituir uno de los lazos vivos, el más completo al parecer, entre el Oriente y el Occidente. Una 38 39 40

EUSEBIO, Vida de Constantino, III, 25-27. SAN JERÓNIMO P. L., XXVII, c. 671. L. BRÉHIER, [36]. Citamos por la 6ª edición, París, 1928, pp. 5-7.

extraordinaria elaboración también, en la que se puede, en el curso de los siglos que preceden a la Cruzada, ver acusarse algunos valores esenciales. En el plano de la experiencia individual ante todo, fácilmente discernible en la multiplicidad de los textos. La peregrinación a Jerusalén se caracteriza muy pronto como un rito de penitencia. Por otra parte, desde fines del siglo VII, se cuenta entre las penitencias canónicas 41. Y ayunos siglos más tarde, se verá a ciertos personajes muy mezclados en la vida pública de su tiempo, como Foulque Nerra y Roberto el Diablo, buscar en ella una purificación casi automática42. Los casos hagiográficos en los que un personaje descubre en la realización de la peregrinación una ocasión única de enmendarse para siempre son frecuentes. La peregrinación crea una vida nueva: marca la crisis decisiva, que es como la muda de la piel vieja. Lo prueban las tomas de hábitos monásticos en los Santos Lugares, sobre todo los votos pronunciados, ya en las reglas monásticas, ya fuera de ellas, inmediatamente después de los regresos, que se multiplican en el transcurso de los siglos X y XI. La idea de purificación se liga estrechamente a la de peregrinación. Así lo expresa el biógrafo de San Aderaldo a propósito de las peregrinaciones de su héroe, "deseoso de progresar de bien a mejor y de ir de virtud en virtud"43. Así lo manifiesta la importancia del rito bautismal, que se hace cada vez más el acto capital de la peregrinación, rito de purificación por la inmersión en el agua y también rito de paso por la travesía del Jordán. Las palabras que emplea el autor de la vida de San Silvino en el siglo VIII parecen más llenas de sentido todavía en el siglo XI: el peregrino se encuentra "como nacido de nuevo y rehecho totalmente... todos sus deseos colmados de esta vida terrena"44. Recreación individual únicamente, parece no haber más en la intención y realización de la peregrinación. Y, sin embargo, a medida que se multiplican las peregrinaciones, que se amplían sobre todo en cuanto a su masa humana, otros fines, todavía individuales, pero cada vez más colectivos, aparecen. Esos peregrinos cuyas multitudes aumentan en el siglo XI, van al Santo Sepulcro o a Tierra Santa, para encontrarse allí en la época del Anticristo. Y no es para combatirle, ya que están sin armas, sino para sufrir a causa de él, y participar de este modo en la gloria de los elegidos el día del Juicio. La peregrinación participa de la expedición de oblación colectiva, o incluso del sacrificio. Esta ofrenda del sacrificio en las expediciones armadas que preceden a la Cruzada, se la siente poco a poco hacerse consciente. Los 41

Recueil général des Formules usitées dans l'empire des Francs du Ve au Xe siècle [Colección general de las fórmulas usadas en el Imperio de los francos del siglo V al X], por E. DE ROZIÈRE, París, 1859, Fórmula n° 667, t. II, p. 939. La peregrinación de penitencia a Tierra Santa parece, a diferencia de las demás peregrinaciones, haber sido ordenada por Roma, y había que pasar por Roma antes de emprenderla. Nos inclinaríamos a ver en ella la pena infligida por el papa para los casos reservados. Pero, que sepamos, ningún conjunto de textos lo establece con seguridad. Únicamente Frotmundus Rothonensis monachus, AASS. 24 oct., X, 847, posterior a 855. 42 R. GLABER, [71] 1. II, c. IV, p. 32. 43 AASS, 20 oct., VIII, 992. 44 AASS, 17 febr., V, p. 30.

religiosos que combaten contra los sarracenos a las órdenes de los príncipes navarros lo hacen, si hemos de creer a Raúl Glaber, "por el amor de la caridad hacia sus hermanos"45. Es ya el holocausto, más claramente ofrecido aún por Gregorio VII, cuando se declara dispuesto a ponerse a la cabeza de los fieles para volar en socorro del Imperio bizantino, porque aquéllos deben ofrecer sus almas por sus hermanos, como un buen pastor se lo debe a su rebaño 46. Bajo esta forma elemental, la marcha, armada o no, adquiere un valor de sacrificio colectivo. Y si en la peregrinación, confiesan ciertos santos buscar una muerte gloriosa, oblación ciertamente aunque todavía individual, bajo la influencia del "impulso hacia la Tierra Santa", o por la repetición densa de esas ambiciones gloriosas, se establece lentamente la conciencia de una marcha para el cumplimiento del sacrificio común, ofrenda propiciatoria y redentora. Se ve también que la partida para los Santos Lugares no se lleva a cabo sin un despojo previo. Preparación del sacrificio o comienzo de éste, la exigencia de pobreza se manifiesta en la más característica de las leyendas de pobreza, la leyenda de San Alexis, el hombre de Dios 47. Toda una serie de textos, entre ellos el admirable poema de los comienzos de nuestra lengua literaria, la hacen resurgir a partir del siglo XI, y en este momento, sobre todo, participa de sus lejanos orígenes siriacos. Momento de florecimiento de la leyenda, que es el momento de su necesidad. Y esta leyenda celebra al hijo del patricio romano que, la noche misma de sus bodas, abandona esposa y padres, y marcha a vivir de limosnas a Oriente, pasando los días y las noches en oración, en Edesa según la leyenda siriaca, en Jerusalén, dirá curiosamente una vida del siglo XIV, que fija la orientación de la significación misma de la leyenda. La estancia en Oriente es, en la evolución latina de la leyenda, temporal, y tras unos años de ausencia, Alexis regresa a Roma huyendo de la fama que había provocado en Edesa su piedad excepcional; vuelve a casa de su padre, pero sin darse a conocer, y, pidiéndole únicamente que le dé por caridad un camastro, se acomoda bajo la escalera, sufriendo los malos tratos de los criados, como último de los últimos en aquella casa que es la suya: es el pobre bajo la escalera tal como nos lo ha presentado en la actualidad Henri Ghéon. Este pobre es un peregrino. Cuando vuelve a Roma, llega como peregrino, según el testimonio seguramente ampliado de la Leyenda Aurea: "Servidor de Dios, soy un peregrino; haz que me admitan en tu casa, y déjame alimentarme de las migas de tu mesa, a fin de que el Señor se digne R. GLABER, [71], lib. II, cap. IX, p. 44. P. L., CXLVIII, c. 329. El holocausto de las almas por los hermanos se funda en el ejemplo del Señor. 47 Sobre la leyenda siriaca, A. AMIAUD, La légende syriaque de Saint Alexis, l'homme de Dieu [La leyenda siriaca de San Alexis, el hombre de Dios], París, 1889, fasc. 79, Bibl. École Hautes Études. Las vidas latinas están en AASS. 17 jul., IV, pp. 238 y sigs. La vida de San Alexis se ha publicado en edición crítica por G. Paris, en 1872, Bibl. École Hautes Études, Ciencias filológicas e históricas, fasc. 7, en 8°, XII-416 p. Sobre la leyenda, informe de G. Paris en Romania, XVIII, pp. 299 y sigs. 45

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tener compasión, a su vez, de ti, que también eres un peregrino." En la mayoría de los textos, es el saludo de Alexis: Pauper sum et peregrinus. Al salir de Roma, ha abandonado todos sus bienes. El peregrino debe romper todos los lazos: su elección es la de la pobreza. Tal vez exista en la fijación de la leyenda de pobreza un recuerdo de aquellos viajes piadosos a los Santos Lugares, que iban normalmente acompañados de una estancia ascética en los monasterios de Tierra Santa y junto a los solitarios de Egipto. El abandono previo de los bienes es la preparación al encuentro ascético y a la purificación en el cumplimiento de la peregrinación 48. Condición, por lo demás, con frecuencia ausente. Las peregrinaciones de importancia, como la de Ricardo de Saint-Vanne y la de Gunther de Bamberg, exigen gastos y llevan consigo en el segundo caso un despliegue de lujo que notan los contemporáneos. Gran número de peregrinos pobres, por otra parte, aparecen en las textos, son pobres por naturaleza, en modo alguno voluntarios. Con todo, la peregrinación, por su fecundidad misma; parece exigir una purificación inicial, que es la del despojo de los bienes. Es como si el peregrino, al partir hacia un extraordinario encuentro, quisiera aliviarse del peso de la tentación de recobrar un día sus riquezas, o bien obligarse a no volver. En el siglo XI, en efecto, se manifiesta una tendencia a considerar la peregrinación a Jerusalén como un postrer viaje, la realización del supremo destino religioso a que puede tender un fiel. El monje Glaber, al notar la extraordinaria concurrencia de peregrinos de todas las clases sociales que fueron a Jerusalén en los comienzos del siglo XI, precisa la intención de un gran número: morir allá mejor que regresar junto a sus bienes 49. El texto no se encuentra aislado. En el mismo Glaber se encuentra la historia de Letbaldo de Autun, el cual, al llegar a Tierra Santa en buen estado de salud, le pide al Señor morir en el lugar mismo en que murió el Salvador, a fin de que, así como le ha seguido corporalmente hasta allí, su alma entre al punto en el cielo, "intacta y radiante de felicidad bienaventurada". La petición fue escuchada: Letbaldo moría aquella misma noche en su posada, en la paz y la alegría, ejemplo raro, como subraya el cronista, de una piedad que había solicitado del Padre la muerte en nombre de Jesucristo y la había aceptado gozosamente. Fue en el monasterio de Bèze, cerca de Dijon, donde los peregrinos, sus compañeros, refirieron a su regreso a Glaber el notable hecho. La leyenda cunde evidentemente, pero, hasta en el comentario de Glaber, se busca una conciencia de autenticidad religiosa, reveladora en la realización de la peregrinación de un ideal de fe muy elevado. Los lugares en que se muere piadosa y saludablemente son aquellos en los que el Dios-Hijo entró intacto en su gloria. Este poder de participación religiosa está indiscutiblemente vivo en lo inconsciente colectivo del siglo XI. Las grandes peregrinaciones, cuidadosamente preparadas, dan fe dé semejante esperanza. La partida de un Ricardo de Saint-Vanne, o de un Roberto el 48

Otro texto característico es la Vita S. Heimeradi presbyterii, AASS., 28 jun., V, 388. R. GLABER, [71], p. 106, lib. IV; cap. VI: Pluribus enim erat mentis desiderium mori priusquam ad propria reverterentur. 49

Diablo, por la emoción que provocaron, en particular la primera, entre la gente de las comarcas de que partieron los peregrinos, muestran muy bien que no se esperaba un regreso. Las fundaciones de monasterios de hombres y mujeres en Jerusalén, especialmente en el siglo XI, por el rey San Esteban de Hungría, atestiguan la misma esperanza de quedarse y de morir en Jerusalén. Lo cual sitúa, en el plano de la experiencia individual, el biógrafo de Ricardo de Saint-Vanne, que escribe cerca de un siglo después de la peregrinación de su biografiado de 1025, pero seguramente de acuerdo con los términos de una tradición más antigua. El piadoso abad marcha a Jerusalén porque está cansado del mundo y de sus agitaciones, y quiere vivir y morir en la contemplación: ha oído decir que algunos de los que iban a Jerusalén dormíanse allí en Cristo, en toda beatitud. Sus votos no fueron escuchados, y regresa con un inmenso pesar por no haber muerto en los lugares mismos en que murió Cristo, por no haber podido "sufrir por Cristo, permanecer en él y ser sepultado en él, para que Cristo le concediera resucitar en su gloria a la vez que él"50. La participación se hace total, certidumbre luminosa de salvación, en la tierra en la que se desarrolló el misterios la pasión redentora del Dios-Hombre. Podía ser, en el plano de la experiencia individual, la realización, postrera por la peregrinación. ¿Qué más que la muerte con la promesa de la gloria en los lugares del misterio divino? De hecho, otro valor, de finalidad individual, y que puede lentamente substituir esta plenitud, comienza a definirse. En el pontificado de Juan VIII, que no fue más, que una lucha incesante contra los sarracenos, amos ya del Mediterráneo, aparece la promesa, revestida de la autoridad pontifical, de que los guerreros muertos combatiendo contra los paganos y los infieles tienen garantizada su salvación 51. La sangre vertida en la guerra santa lleva consigo la remisión de los pecados. Es ya -la palabra aparece a la vez- la milagrosa indulgencia. León IV, al llamar treinta años antes, en 848, a los francos en socorro de Roma amenazada por los sarracenos, había prometido también el proemium coeleste a los que muriesen por la "verdad de la fe, la salvación de la patria y la defensa de los cristianos". Y los guerreros francos muertos por Roma son venerados allí como mártires. La guerra santa y la oblación en ella señalara la certeza de la salvación. ¿Dónde hubiese podido ser más completa la correspondencia entre la obra santa y la suprema recompensa? Sin duda, la Iglesia de Oriente rechaza hacia la misma época el privilegio del martirio a las víctimas de la guerra santa. La Iglesia de Occidente, por su parte, sólo avanzará lentamente en la elaboración doctrinal. Pero los acontecimientos, la multiplicidad de peligros, y su frecuencia, ejercen una coacción sobre el ardor religioso. En las grandes expediciones de España, si bien no hay trazas de indulgencia, existe

al menos la certeza de la gloria prometida a los que han caído "por la salvaguarda de la patria y la defensa del pueblo católico"; se sabe que alcanzan la suerte de los bienaventurados52. Y cuando estas expediciones adquieren un carácter más frecuente, y por las exigencias del reclutamiento, más universalista, Alejandro II no vacilará en proponer el privilegio sagrado de los que marchan en favor de España contra los sarracenos: tienen derecho a la remisión de sus pecados53. Derecho o remuneratio, es decir, justa recompensa, Gregorio VII no lo duda ya, cuando promete a Guillermo de Borgoña, para animarle a ir a Oriente -probablemente con cierto número de otros fieles, para combatir a los sarracenos que amenazan tan gravemente el Imperio bizantino- una verdadera indulgencia, en nombre de San Pedro y de San Pablo, duplex, imo multiplex remuneratio, y no ya solamente para los muertos, sino para los que serán fatigati en esta expedición54. Se define seguramente una teología de la acción armada: a mediados del siglo XI, encuentra la corriente de las peregrinaciones, y pronto se convertirá en el instrumento de la Cruzada, junto con otro enriquecimiento que aparece con ocasión de las luchas de España, en una carta de Urbano II, de 1089, en la que el pontífice anima a los que tenían la intención de ir en peregrinación a Jerusalén, a que reemplacen los gastos y las fatigas del viaje por una cooperación eficaz en la restauración de las fortalezas y de la catedral de Tarragona. El papa quiere, en efecto, convertir la ciudad en un baluarte contra los infieles, y promete a los que participen en esta obra con una contribución en dinero o de otro modo, "la indulgencia que hubiesen merecido de haber arrostrado las dificultades de todo género de su peregrinación" 55. Texto auténtico, parece, y en el que la acción del papado, al servicio de una cristiandad amenazada por todas partes y por el mismo enemigo, liga la obra santa, cualquiera que sea la forma en que se realice, al cumplimiento de la salvación, y prepara, según las urgencias de su política salvadora, las substituciones necesarias. Así, en el corazón de la Edad Media occidental, viven la historia y el beneficio de la indulgencia, uno de los más auténticos medios de dominio de la teocracia medieval, uno de los secretos también de un orden de la unidad, en la cual siempre debe existir la posibilidad de una relación entre el logro de la salvación individual y el servicio de la religión. II. EL OCCIDENTE COLECTIVAS

Y

JERUSALÉN:

IMÁGENES

Y

REPRESENTACIONES

Las formas históricas de este servicio de religión están indiscutiblemente preparadas por las experiencias y los descubrimientos colectivos adquiridos en los siglos que preceden la explosión de la Cruzada. De estas experiencias, la más notablemente continua es la de las peregrinaciones a Tierra Santa. La

50

Vita S. Ricardi, en AASS., 14 jun., II, 471. La Vita a cooevo, publicada por Pertz, XI, 280-290, no dice nada del deseo de Ricardo de morir en Jerusalén. 51 Carta fechada aproximadamente en 876-882 por RIANT, [9] pp. 22 y sigs.; texto en MIGNE, P. L., CXXVI, c. 816. Fragm. epist. Leonis IV ad Francorum exercitum (Gratiani Decret., XXIII, q. 8, c. 9 en MANSI, Concilia, XIV, 888).

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53 54

55

GLABER, [71], lib. II, cap. IX, p. 45. JAFFÉ-LÖWENFELD, nº 4530 (en la fecha de 1063). P. L., t. CXLVIII, col. 325-326. MIGNE, CLI, c. 302-303. Sobre la autenticidad, conde Riant, [9], páginas 68 y sigs.

historia en muy grandes rasgos del movimiento de peregrinación manifiesta, más que la fuerza de un hábito, extraordinario, el encaminamiento natural y perseverante de los fieles de Occidente, peregrinos del Oriente sagrado. Esta historia comienza en el corazón del siglo IV, con la invención de la Santa Cruz. Nada interrumpirá ya, del siglo IV al XI, su desarrollo de una continuidad milagrosa. Ni las controversias dogmáticas que agitan a las Iglesias de Oriente, ni las luchas que los papas tuvieron que sostener a veces contra los patriarcas de Constantinopla para hacer triunfar su primacía influyeron sobre las peregrinaciones, ni modificaron los sentimientos ni los itinerarios de los peregrinos. A pesar de los desastres y los azotes que siguen a las invasiones, en los siglos V y VI, el Oriente se mantiene esencial en las preocupaciones de los occidentales; la ruta de Jerusalén es un ejercicio de religión. También una consagración, ya que los cronistas comienzan a notar los viajes realizados por los obispos a Tierra Santa como el acontecimiento importante de su vida. Contra la fuerza de esta certidumbre creciente, impregnación de fe de todo un mundo, no podrán nada los acontecimientos. Las peregrinaciones no se suspenderán por la invasión persa del siglo VII, ni por la invasión musulmana poco después, ni por la ruina o existencia precaria de las cristiandades orientales. La diplomacia de Carlomagno, ya que no tal vez la concesión, prestigiosa, del protectorado de los Santos Lugares a Carlomagno por el califa de Bagdad, Harún-al-Raschid, asegurará por dos siglos un régimen de coexistencia honesta entre musulmanes y cristianos, y la práctica fácil de las peregrinaciones56. Estas parecen convertirse en hábito corriente: las descripciones de la Tierra Santa, así como los relatos de viajes, habituales en los primeros siglos, desaparecen; al menos no conocemos ninguno, después del de Bernardo el Monje, de 870. A fines del siglo X, al protectorado bizantino reemplaza el de Carlomagno57. La tutela cristiana continúa. Hasta los acontecimientos de 1009, en que Jerusalén es saqueada por los musulmanes y el Santo Sepulcro destruido con furor por las autoridades islámicas de Siria. Una voluntad fanática de aniquilamiento se ensaña en los lugares que desde hacía siete siglos habían recobrado un extraordinario poder de devoción58. La devastación es total, y los cristianos son perseguidos encarnizadamente en todos los territorios sometidos al califa fatimita. Algunos peregrinos terminarán en mártires59. No por ello cesarán las peregrinaciones. Por el contrario, se organizan. Los peregrinos que por fortuna logran llegar a Tierra Santa, se obstinan en permanecer allí. Nuevas fundaciones de monasterios y de hospederías se establecen sobre las ruinas, apenas atenuada la persecución. Es en particular la obra de Esteban, rey de Hungría, convertido al cristianismo con todo su pueblo, quien, además de sus beneficios a los 56

L. BRÉHIER, [81]. Sobre los acontecimientos del siglo X en Jerusalén, RIANT, en Mém. Acad. Inscript. et Belles-Lettres, t. XXXI, pp. 164-166. 58 Sobre el encarnizamiento en destruirlo todo, el testimonio del médico árabe Yahía de Antioquía, analizado por G. SCHLUMBERGER, [53], París, 1890, t. II, pp. 442-444. 59 Caso de San Colman, AASS., 13 oct., VI, 357-362. 57

Santos Lugares, se dispone, para los tiempos venideros a abrir una vía nueva al iter sacrum, la ruta terrestre, jalonada ya de hospederías apenas inaugurada60. Sobre todo, las peregrinaciones se transforman en verdaderas expediciones, con una organización jerárquica, un jefe de poder, a lo que parece, discrecional, una vida casi ritual y una conciencia de moral específica que prueba que aquellas columnas no eran el simple efecto del azar, o una aglomeración por el sólo temor a un peligro común. Algo va a nacer, provocado por esa fuerza magnífica que constituye la voluntad de la peregrinación, vencidas todas las dificultades, en vista de la realización de una salvación indispensable. La vida religiosa del Occidente ha encontrado en los Santos Lugares su centro, y en el acto de la peregrinación la obra suprema de religión, individual y cada vez más colectiva. Si a veces, en lo más fuerte de las invasiones persa y musulmana, disminuyen las peregrinaciones, jamás se interrumpen, y después de 1009, se reanudan con mayor intensidad que antes, con el valor de un llamamiento imperioso para un número de hombres cada vez más amplio. ¿Qué surge lentamente de las profundidades de este llamamiento? Es cierto que la intensidad de la religión de la peregrinación debe buscarse ante todo en el objeto más inmediato y más explícito de ésta. La peregrinación se hace a los Santos Lugares. ¿Cuál es la realidad buscada, esperada, de esos Santos Lugares? En los primeros siglos, es clara la tendencia a querer encontrar de preferencia los recuerdos del Antiguo Testamento: hay, en los siglos IV, V y VI, una tradición hebraica en la peregrinación. Esta es durante mucho tiempo la realización de ten doble viaje: Jerusalén y la vía de los Profetas. Es la realidad viva de los Santos Lugares. Pero, muy poco a poco, el Santo Sepulcro se convierte en el centro mismo de la peregrinación. Es el lugar al que se va a llorar y a rezar; tal ese santo de quien su hagiógrafo dice que regaba todos los días con la lluvia de sus lágrimas el sepulcro de Jesús Nazareno crucificado61. Jerusalén, los lugares de la Pasión concentran poco a poco toda la virtud de la peregrinación. Y no es, ciertamente, que deje de haber aún, acá y allá, piadosos peregrinos -las vidas de los santos nos lo enseñan- que no van más que hasta el Sinaí o que buscan la tierra donde fue bendito Abraham y de la que, de su linaje, partieron las generaciones. Un sentimiento cada vez más definido de ese Oriente del que ha partido toda la vida religiosa guía a los más esclarecidos de los peregrinos. Y en la conciencia de su gesto, se esboza un doble movimiento en cuanto a la realidad de esa Jerusalén a la cuál marchan desde tan lejos. En la exigencia misma de la peregrinación buscan esa ciudad centro del mundo, en su realidad física y en toda su impregnación de la sublime historia. Como ese S. Willibald del siglo VIII, cuyos méritos de peregrino ha contado la religiosa de Heidenheim en un latín bárbaro: en primer lugar, el de haber visto "con sus ojos", así como "corporalmente" tocado "con la planta de sus pies" "los lugares mismos de las tierras" en que 60

Para la obra de San Esteban en los Santos Lugares, MGSS., XI, 227. y 235; L. BRÉHIER, [36], p. 44 61 Sanctus Magdaluaeus, obispo de Verdun, AASS., 4 de octubre, II, página 519 A.

el Señor nació, sufrió y resucitó62. El encuentro físico con los lugares en que se realizó el misterio de la Redención es seguramente el objeto más antiguo, así como el más constante, de la peregrinación. Pero a medida que las peregrinaciones se multiplican y se hacen conscientes de su extraordinaria realidad, las imágenes épicas de la tradición de las Escrituras vienen a explicar la aventura. El peregrino que marcha a Jerusalén es figura de Abraham saliendo de la tierra de Caldea. Las pruebas de Job se comparan a las de un peregrino zarandeado por las tempestades y detenido por mil dificultades y mil peligros. Cuanto más realidad colectiva se va volviendo la peregrinación, más parecen imponerse las semejanzas del Antiguo Testamento: esas tropas que van a Jerusalén repiten, sin duda ninguna ya, la vieja marcha de los hebreos penetrando en Tierra Santa. De la peregrinación individual se pierde el rastro: ya es, cada vez más, la imagen de un nuevo Éxodo. La tradición bíblica garantiza la realidad del encuentro físico. La imagen es otra certidumbre. Pero al mismo tiempo, introduce, en la idea de Jerusalén, una posibilidad de alegoría que buscó la tradición exegético-alegorista; muy viva en el biblicismo de los siglos IX, X y XI. Para ésta, en efecto, Jerusalén y los Santos Lugares están definidamente "deslocalizados, inmaterializados", y ella es la que suministrará ese sentido nuevo atribuido a Jerusalén a la polémica contra los judíos, considerados como demasiado materialistas en cuanto a su conciencia de los Santos Lugares y de la Ciudad Santa. Así lo enseña Pascasio Radbert: "Esta Jerusalén terrena de que hablas, la ha elegido Dios por un tiempo, pero es con el fin de que sea la figura, de esa Jerusalén celeste, hasta que venga de la simiente de David el Rey que reinará sobre ella por toda la eternidad." 63 Subyacente a la Jerusalén reconocida, está la otra, la verdadera, de la que ésta no es más que la imperfecta imagen. Naturalmente, la distinción abre la posibilidad de la revelación profética que anuncia la destrucción de la Jerusalén terrestre para que se establezca, la otra Jerusalén64. Tal es, en la sucesión de las imágenes, la fuerza de las oposiciones. O bien -convirtiéndose en habitual el desdoblamiento- es una jerarquía de las imágenes la que se impone. Los hagiógrafos, incluso cuando refieren las peregrinaciones más materiales, tienden a notar que sus protagonistas no han querido sino ver "bajo el aspecto de la carne" esta Jerusalén que conocían ya "por los ojos de la fe" gracias a las figuras de los patriarcas y a los oráculos de los profetas65. La Jerusalén mística es ya más enteramente conocida que la Jerusalén vivida, en esa tierra en la que la Vida de San Bononio ha marcado, con singular agudeza, la extraordinaria realidad en la conciencia de esos hombres, diciéndola absens et praesens66. San Conrado aspira a Jerusalén, "aunque 62

A. MOLINIER, [68], II, nº 2089. T. TOBLER y A. MOLINIER, [65], I, páginas 244-245. 63 Expos. in Matthaeum, lib. I, c. I. P. L., CXX, c. 68. 64 Cf. P. Damien en P. L., CXLV, c. 60. 65 Vie de Saint Conrad évêque de Constance [Vida de San Conrado, obispo de Constanza], M. G. IV, 433. 66 AASS., 30 ag., VI.

terrena"; en el impulso magnífico de participación en los lugares en que vive el recuerdo de la Pasión de Cristo, se manifiesta ya como una sospecha de inferioridad o de debilidad humana. Es la otra Jerusalén la que se va convirtiendo en certidumbre, en necesidad, frente a la Jerusalén de la historia. La creación escritural cubre la realidad demasiado pobre. Y cuanto San Colman parte en 1012 para Tierra Santa, conoce ya la transfiguración necesaria, puesto que marcha a "ver la Jerusalén terrena, pero con un amor completamente celestial". La sublimación se encuentra inscrita ya en la conciencia de los peregrinos, y con ella la oposición posible entre las dos Jerusalén. ¿Hasta dónde prevalecerá una sobre otra, actitud más natural aún de la debilidad o de la cobardía humana? De hecho, la disociación no se hará, al menos, hasta que surja la Cruzada. Y las razones que ligan a una Jerusalén con otra en una unidad más compleja, y también más singular, parecen estar suministradas por las tradiciones escatológicas tan vivas en el siglo XI, en vísperas de la Cruzada. Todo un conjunto de estas tradiciones, donde se encuentran la tradición romano-bizantina con la tradición judeo-sibilina sobre el rey de los últimos días, se expresa, a fines del siglo X, en el Libellus de Antichristo de Adson67. Antes de la discessio magna, la que anuncia la II Epístola a los Tesalonicenses (II, 3) , el último rey de los francos, después de haber reunido en sus manos toda la hegemonía imperial romana, irá a Jerusalén, al monte de los Olivos, y allí depositará el cetro y la corona. Luego vendrán los tiempos del Anticristo. Certidumbre profética del cumplimiento de los tiempos, producida por los resurgimientos de un mesianismo carolingio, tan particularmente intensos en el siglo X. Es, en efecto, la época en que se forma la leyenda de la peregrinación de Carlomagno a Jerusalén68. La elección de Carlomagno se representa en ella de manera manifiesta, entre rasgos cómicos del folklore adventicio, sobre todo en la escena en la que, sentado con sus pares en el coro de la iglesia de Saint-Patenôtre, recibe especialmente el saludo del patriarca de Jerusalén, a él, "Carlomagno sobre todos los reyes coronado". Leyenda que lleva, por otra parte, la esperanza de la resurrección del Emperador para el momento en que sea útil, con objeto de ponerse a la cabeza de las tropas cristianas de la expedición última a Tierra Santa. El rey de los últimos días, en que se convierte el emperador de Occidente, debe conducir sus pueblos, para el cumplimiento de los tiempos, hacia la Jerusalén única, donde la visión mística y la realidad física se unen indisolublemente en la certidumbre de la manifestación salvadora.

ADSON, [392]. Sobre la cuestión, G. RAUSCHEN, Die Legende Karls des Grossen, Leipzig, 1890; G. PARIS, Histoire poétique de Charlemagne [Historia poética de Carlomagno], París, 1865 8°; J COULET, Études sur l'ancien poème françáis du voyage de Charlemagne en Orient [Estudios sobre el antiguo poema francés del viaje de Carlomagno a Oriente], Montpellier, 1907; J BÉDIER, Les légendes épiques, [Las leyendas épicas], t. IV, pp. 122 y sigs., y L. BRÉHIER, [81]. 67

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Otros signos, por lo demás, muestran que los tiempos están cercanos, y en ese complejo escatológico que constituye la necesidad del iter hyerosolimitanum, hay que atribuir parte importante a las agitaciones misteriosas del año mil. No era ciertamente la primera vez que una amenaza procedente del Islam determinaba unos temores que adoptaban la forma de una creencia en la inminencia del fin del mundo. Las correspondencias eran inmediatas en aquel mundo medieval, a la vez tan inestable y tan ligado. Pero en torno de la tercera década que sigue al milenio, es decir, en torno del verdadero plazo del milenio redentor, en el desarrollo considerable de las peregrinaciones colectivas a Jerusalén, se establece la certidumbre de la proximidad de acontecimientos prodigiosos. Glaber es quien, en el año 1028, refiere con más coherencia la interpretación reflexiva de esos signos extraordinarios: "Algunas personas de autoridad y peso, consultadas con respecto de la prodigiosa concurrencia de gente a Jerusalén, entusiasmo hasta la fecha inaudito, contestaban con buen juicio que era el signo anunciador del infame Anticristo, que los hombres esperan hacia el final de este siglo, sobre la fe de las divinas Escrituras: por eso, todas las naciones se abrían un paso hacia el Oriente que debía ser su patria, para marchar pronto a su encuentro"69. Vía viviente de un prodigioso encuentro, la del cumplimiento de los tiempos, tal era en esta certidumbre escatológica la ruta de Jerusalén. Lo cual confirma, con un testimonio -elaborado- la vida de San Altmann, obispo de Passau, que formó parte de la gran peregrinación de San Liatbert: muchos nobles se dirigían a Jerusalén, engañados por la creencia del vulgo de que el fin del mundo se acercaba (a causa de la fecha de la Pascua aquel año)70. Como si impulsada por el fervor de las multitudes, la vorágine de la gran espera hubiese arrastrado a esos poderosos de la Tierra, que van a acudir solícitos y numerosos a las grandes marchas al Oriente de la primera mitad del siglo XI. Ellos también, en una conciencia total del camino que hay que recorrer y de la realización profética, descubridores y peregrinos de las dos Jerusalén en una, ya que la que van a alcanzar al término de su prodigiosa aventura se convierte en la manifestación -en un equilibrio perfecto de la figura y de la vida- de aquella que debe ser el lugar de su recompensa y que llevan dentro de sí desde los primeros pasos de su ferviente partida. Así, la peregrinación, rito de purificación individual que podía llegar a ser participación viviente en el misterio redentor, se ensancha, en una línea natural de desarrollo y a través de las dificultades que parecen deber vedarla, hasta convertirse en obra colectiva de común salvación, en la certeza de la espera escatológica del cumplimiento de los tiempos. Hasta el momento, por otra parte, en que, a causa de los acontecimientos del siglo XI, esta peregrinación que es realidad religiosa esencial, puede ser incluso la única realidad de la religión, parece la más amenazada hasta en su perseverancia. Entonces es cuando los peregrinos se agrupan; entonces también cuando las

peregrinaciones comienzan, eventualmente, a armarse. La vida de religión exige poder ser realizada: la salvación puede lograrse a costa de la lucha. Y esto, cuando se hace manifiesta sobre todo una evolución respecto a la legitimidad del derecho de matar. Glaber, cronista de las hazañas de España, refiere que en las expediciones de Sancho de Navarra los frailes, a causa del pequeño número de las tropas, se vieron obligados a combatir y tomaron las armas, mucho más "por amor y caridad fraternal" que por una gloria ostentadora71. Medio siglo después, Alejandro II especifica cuidadosamente, a propósito de las partidas de soldados cristianos para España, "que la efusión de sangre está vedada por el Señor, salvo en el caso en que se haya de castigar a los criminales", o también cuando, "como ocurre con los sarracenos, amenace un ataque enemigo" 72.La legítima defensa justifica la acción armada. Esto es lo que se afirma también en los caminos de la Tierra Santa. Cuando la imponente tropa de la peregrinación de Gunther de Bamberg llega cerca a Ramleh, se ve súbitamente atacada y envuelta por asaltantes beduinos. Los nuestros (es decir, los peregrinos) comenzaron al principio a resistir, dicen brevemente los Annales Altahenses majores73, pero Lamberto de Hersfeld -prueba de lo insólito del hecho- justifica o explica: los nuestros, "juzgando acto de religión defenderse de sus brazos y asegurar su salvación, que habían ofrecido a Dios al partir como lo habían hecho por caminos del extranjero, por las armas corporales". La resistencia durará varios días, hasta el momento en que uno de los sacerdotes, acometido de remordimientos, denuncia el pecado de haber puesto mayor confianza en sus propias armas que en Dios, y aconseja que se remitan a la decisión divina. Inmediatamente abandonadas las armas y puestos todos en oración, se decide pactar con los jefes árabes un armisticio74. La terminación de la aventura no fue inmediata, pero en el encadenamiento de los acontecimientos materiales, existe aquí una novedad singular. ¿Debe ser llevado hasta el martirio el acto de fe de la peregrinación? ¿O la peregrinación, cueste lo que cueste, debe ser llevada a cabo, aun con las manos ensangrentadas? Este combate de 1065 es el primero de una serie que abarcará todas las Cruzadas. Una especie de necesidad pesa en adelante sobre la realización salvadora de la peregrinación. La crónica de Bernold, en el año 1065, y refiriéndose también a la peregrinación de Gunther de Bamberg75, enuncia lacónicamente las molestias nuevas: "...En su peregrinación tuvieron mucho que sufrir de parte de los paganos. Se vieron obligados en efecto, a luchar contra ellos." Gregorio VII, consciente de la evolución de los tiempos, no piensa en otra cosa, para la liberación de los cristianos de Oriente, que en una expedición armada de la cual sería el jefe y

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R. GLABER, [71],.lib. IV, c. 6, p. 109. Vita Altmanni, episc. Pataviensis, AASS., 8 ag., II, 367 y sigs.

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R. GLABER, [71], lib. II, c. IX, p. 44. JAFFÉ-LÖWEMFELD, n° 4532-n° 4533 (y MIGNE,, P. L., 146, p, 1387). PERTZ, XX, 816. PERTZ, SS., V, 168-169. PERTZ, SS., V, 428.

el pontífice. El pensamiento religioso de Occidente integra el derecho de matar como una de las libertades de su salvación. Intensidad de vida religiosa colectiva, que organiza su voluntad de vivir: al término de cada evolución parece vislumbrarse la Cruzada. Pero esta extraordinaria elaboración del siglo XI no es en modo alguno la Cruzada todavía. La hace sentir más como una creación de los hábitos, de las necesidades y de los valores, de los que un día surgirá la Cruzada. Sin establecer causalidades artificiales o explicaciones, todas justificables ciertamente, pero manifiestamente insuficientes cada vez que se compara la prodigiosa singularidad lujuriante de la Cruzada a tal o cual serie de acontecimientos de las que pretendiéramos hacerla nacer. Lo más no nace de lo menos, y si hay una realidad esencial de la Cruzada, es precisamente la de que por su riqueza misma, nos veda toda explicación lineal, toda causalidad de rama única. Así sucede respecto a las expediciones españolas, a propósito de las cuales, rectificador de estimaciones anteriores, Boissonnade ha hablado de una pre-cruzada universalista76. En la forma ciertamente, las expediciones españolas han sido obra de cooperación internacional; pero, ¿dónde están en ellas los "Santos Lugares", y dónde el papel principal del papado? Este no parece haberse interesado mucho, con posterioridad a Alejandro II e incluso en el momento de la gran expedición de 1086-1087, por el aspecto religioso de la reconquista. Sin duda, se había minimizado demasiado esta reconquista, reduciéndola a las dimensiones de un asunto local. La participación de fuerzas religiosas, con el papel preponderante de Cluny, en gran parte no españolas, no ofrece duda. Pero si se ve, en la historia de estas expediciones, esbozarse una teoría de la indulgencia, no tiene relación con el hecho mismo de la expedición. En el origen de ésta no hay ninguna acción claramente afirmada. Alejandro II, cuyo papel en favor de la gran expedición franco-española de 1063-64 amplifica Boissonnade, parece haber facilitado y vigilado la partida de los caballeros franceses o. italianos e impedido sus excesos contra los judíos, pero muy poco más77: nada, por ejemplo, que sancione sus conquistas. En cuanto a Gregorio VII, como Riant lo ha demostrado formalmente78, cuando en su correspondencia trata de los asuntos de España, es sobre todo para afirmar y reclamar en ella, de ser preciso, los derechos seculares de San Pedro sobre las tierras rescatadas a los musulmanes. Urbano II, cuándo Alfonso VI, rey de Castilla y de León, entra vencedor en Toledo, en 1085, le felicita, invoca sobre él la bendición del cielo, pero no hay nada en sus fórmulas que aparezca como una investidura sagrada conferida a un defensor de la fe: el papa mismo no deja de recordar al rey la obediencia que debe manifestar con respecto al primado de España79. Tan sólo una solicitud más claramente acusada: en ningún P. BOISSONNADE, [100]. JAFFÉ-LÖWENFELD, [16], I, nº 4528 (1063) y P. L., CXLVI, p. 1386; JAFFÉ, ibid., 4530 (1063), 4532, 4533. 78 [9], pp. 61-62. 79 JAFFÉ, [16], I, 5367.

momento, la idea de una expedición sagrada en la que el papa habría de jugar un papel esencial. Los contemporáneos, por otra parte, no se equivocaron. La expedición, a cuyo frente se pone Hugo I, duque de Borgoña, en 1078 (no obstante la reputación piadosa del jefe, que acabará sus días bajo el hábito de fraile cluniacense) no la presenta un cronista contemporáneo como una guerra santa, sino, por el contrario, como una aventura de la cual vuelven los barones "cargados con abundante botín", y tras de haber devastado el país80. Incluso la importante expedición franco-española destinada a detener los progresos de los almoravides en 1087, después del desastre de Zalaca, y que reunía varios millares de franceses, y los primeros caballeros de Francia -casi toda la nobleza de Francia, dice la Crónica de Tournus81 -encierra elementos confusos; y varios cronistas presentan la expedición como una especie de vasta razia en territorio sarraceno, sin consecuencia alguna, ya que los caballeros franceses regresan pronto a su país, en su mayor parte "desalentados o demasiado cargados de botín", dice el propio Boissonnade. Lucha armada contra el infiel, afición a la aventura lejana, codicias feudales, todo se mezcla confusamente: no hay nada todavía que se adecue al plan de una experiencia religiosa, colectiva, total. Con Gregorio VII, toda una política religiosa prepara la realidad de la Cruzada, expedición sagrada conducida por el pontífice. Ya en 1073-1074, Gregorio VII, bajo la sensación de la amenaza seleúcida contra el Oriente cristiano, madura el pensamiento de una ayuda cristiana que iría a defender el Imperio bizantino y preparar así, obtenida la victoria, la unión de las Iglesias. Visión ésta de una amplia originalidad que liga la realidad de la defensa común con la vuelta a la unidad. Pero se trata de Bizancio, no de los Santos Lugares. El estudio de las cartas de Gregorio VII relativas a su "política oriental" 82 muestra la claridad de las intenciones del pontífice: por una parte, provocar y mantener adhesiones; por otra, aumentar el poder espiritual de la cátedra de San Pedro. Así como lo escribe a Guillermo de Poitiers, es el servitium Sancti Petri. En modo alguno la Cruzada, sino, concebida con la amplitud del genio de Hildebrando, la utilización de los peligros en favor de una afirmación viva de la cristiandad naciente, el papel soberano del papa, defensor de hecho y pontífice de la unidad cristiana; hasta alcanzar, en la carta del 7 de diciembre de 107483, la audacia de una inversión de los atributos en el ejercicio del poder cristiano. El papa, al ponerse a la cabeza de una expedición contra los paganos, pide muy explícitamente al Emperador que defienda en su lugar y puesto, durante su ausencia, los intereses de la Iglesia. El vicario temporal queda encargado de la guarda de lo espiritual establecido, en tanto que el audaz pontífice marcha a realizar la tarea más alta, en la que los dos poderes le pertenecen en el servicio de la unidad por Roma. Lo mismo en la carta en

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Fragm. incert, auct., en DUCHESNE, Scriptores, IV, 88. [21], XII, 402 n. P. L., CXLVIII, 300, 325, 329, 360-361. P. L., CXLVIII, 386.

que señala el fin último de la expedición: "Llegar hasta la tumba del Señor, bajo su dirección y mando." El sepulcro del Señor aparece como el término o como la recompensa. Pero es una promesa que brota: en modo alguno una finalidad consciente. La carta encíclica ad universos fideles84, donde, con una fuerza lírica, Gregorio VII trata de conmover a todo el Occidente, sublima toda espera inmediata. En el llamamiento a la lucha, hay el partido del combate, ex parte beati Petri; hay el sentido del combate, en socorro de la Christiana fides, que puede ser la realidad de Bizancio; hay la recompensa prometida, como la más sorprendente de las paradojas, una recompensa eterna por un trabajo de un momento. La expedición tiene toda su organicidad y su fuerza; toda ella el una obra pontifical. Ejemplo premonitor soñado por un muy grande pontífice del deber presente del Occidente al servicio de, Roma, define unos hábitos y un orden que volverán a tener las Cruzadas: preparación ciertamente, en modo alguno realización de la Cruzada85. III. EL LLAMAMIENTO DE CLERMONT No hay, para captar mejor la preparación de la Cruzada en estas experiencias magníficas que la preceden, como colocarse en el momento en que resuena precisamente el llamamiento de la Cruzada, y probar a descubrirlo que hay en él de término de un proceso, de tanteos o de esperanzas. Dicho de otro modo, el inventario, en cuanto a su contenido, de definiciones conscientes y de fuerzas inconscientes, de los sermones de Urbano II, el heraldo, consagrado por la historia y la leyenda, de la nova religio de la Cruzada. Las circunstancias son conocidas: Urbano II ha recibido repetidas peticiones de socorro de parte del emperador de Oriente: por otra parte, abrumado por los desórdenes y las violencias que atormentan a la cristiandad, por las guerras incesantes que, según Foucher de Chartres, "dividían a los príncipes de la Tierra"86, una diversión en Oriente debió de parecerle purificación oportuna del Occidente. El 18 de noviembre de 1095 abre el Concilio de Clermont. Ocupan toda la duración de este concilio las cuestiones relativas a la observancia de la tregua de Dios, problemas de disciplina eclesiástica y de reforma del clero, la simonía y algunos asuntos de orden judicial, el principal de los cuales es la excomunión de Felipe I de Francia, por su unión adúltera con Bertrade de Montfort. El último día, el 27 de noviembre, el papa, desde lo alto de una cátedra, predica la Cruzada87. Un llamamiento que es posible hallar en los diferentes cronistas, diferentes hasta el punto que se admitió, un

P. L., CXLVIII, 390. B. LEIB, [129], insiste sobre el carácter de alta política religiosa de los esfuerzos de Gregorio VII para defender Bizancio. La prueba es que en cuanto surgen importantes dificultades, parece desinteresarse de ello. Al menos, los documentos callan (LEIB, pp. 15-16). 86 [104], 321. 87 BRÉHIER, [36], p. 60; F. CHALANDON, [127], pp. 32 y sigs. 84

tiempo88, que poseíamos varios discursos de Urbano II sobre la Cruzada. Como lo ha observado justamente Chalandon89, toda búsqueda de la obra original es vana. Tanto mejor. De no ser así, sólo tendríamos el llamamiento del papa; en los testimonios sucesivos, se manifiesta toda la conciencia colectiva de la Cruzada, junto -lo cual es importante para nosotros- con sus datos primitivos y 'sus ampliaciones. Todo el brotar de la Cruzada se encuentra justamente entre esos estados sucesivos del discurso de Clermont, testimonios los más cercanos posibles, por una parte; por otra, las elaboraciones que forman, en torno del llamamiento primero, la conciencia vivida de la realización de la Cruzada. Elaboraciones próximas no obstante, y no como Caffaro de Caschifellone (escribe hacia mediados del siglo XII), Alberto de Aix (de quien tenemos un manuscrito de 1158), y con mayor razón Guillermo de Tiro, que dan una forma ya evolucionada de la idea de la Cruzada, una forma que ha sufrido la influencia de los hechos de la segunda Cruzada, y que no puede ser considerada con validez como contemporánea de Clermont y de las primeras salidas de los cruzados. Dos fuentes pueden fijar para nosotros el dato primitivo del llamamiento de Clermont. Esencialmente, Foucher de Chartres, cuyas Gesta Francorum Jerusalem expugnantium están escritas a partir de 1105 y que fue en parte testigo ocular de los hechos90; con menor título, ya que ni asistió al concilio ni da del discurso del papa más que un resumen muy breve, el autor de las Gesta anónimas91. Ambos definen, en lo que nos es posible alcanzarlo, la conciencia original de la cruzada en la tradición inmediata del sermón de Urbano II. Y es ante todo que el llamamiento de Clermont no habla, en ningún momento de Jerusalén ni de los Santos Lugares. Penetrado de la exigencia de reforma que ha constituido lo esencial de los trabajos del concilio, el papa anuncia a cuantos le escuchan y que se sienten ahora seguros emendatione Dominica, que va a llamarles para otro negotium Dei et vestrum: la expedición en socorro de los cristianos de Oriente. Cuadro de los peligros sufridos, evocación de las amenazas posibles, vuelta sobre la vergüenza eventual si el infiel triunfara del pueblo de Dios omnipotente, el papa, en nombre del Señor, suscita "los heraldos de Cristo" para que vayan por doquier, provocando el alistamiento sagrado92. Tal es la realidad, aprehensible, del llamamiento: hay que poner en pie al Occidente para la liberación del Oriente cristiano. Es la iniciativa propia de Urbano II. La "Cruzada" en su amplitud de fenómeno religioso no está todavía entera: es el alma religiosa del Occidente del siglo XI la que la crea, mucho más que una decisión pontifical. Pero en el movimiento que la suscita hay ya relaciones expresivas de una religión de Cruzada. Una de ella es la aceptación necesaria del sacrificio. El autor de las Gesta, que no es teólogo, repite con una

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MICHAUD, [31] bis, I, 78. CHALANDON, ibid., pp. 37-38. A. MOLINIER, [23], n° 2123. [102], ter. Buena traducción en B. LEIB., [129], pp. 184-185.

simplicidad seguramente directa las palabras del "Señor Apostólico": "Hermanos, tenéis que sufrir mucho en nombre de Cristo: miseria, pobreza, desnudez, persecución, privación, enfermedades, hambre, sed y otros males de este género, como el Señor dijo a sus discípulos: Tenéis que sufrir mucho en mi nombre" (Hechos, IX, 16)93. Es, con la certeza de la palabra escritural, la promesa del sacrificio, aceptado y recibido en nombre de Cristo. Los miembros de la expedición se asimilan naturalmente a los discípulos de Jesús; su función es sacrificio y es también predicación. A la designación de "heraldos de Cristo" que Foucher pone en labios del papa dirigiéndose a los cruzados, hace eco esta otra impregnación escritural, en el testimonio del Anónimo: "No os avergoncéis de hablar a la faz de los hombres; yo os daré la voz y la elocuencia" (II Timot., I, 8, y Lucas, XXI, 15) . El papa considera a los cruzados como predicadores de la Cruzada. Y Clermont, en el espíritu directo de estos primeros testimonios, es el lugar de "la elección" para cuantos están allí, a fin de que vayan, en nombre de la misión impuesta, a suscitar todo el Occidente en la prodigiosa novedad de la expedición liberadora al otro extremo de la Tierra. Esfuerzo grandioso y que no podía ser vano. En el texto de Foucher, la palabra del papa parece hacerse más solemne: "Lo digo a los presentes; lo hago decir a los ausentes: Cristo manda. A cuantos marchen allá, ya sea en el camino o en el mar, o luchando contra los paganos, si llegan a perder la vida, se les concederá una remisión inmediata de sus pecados: se la otorgo a los que van a partir, investido por Dios de tan gran don..." No hay nada de muy nuevo en todo esto, desde Juan VIII y aun antes de él, pero hay ya la certidumbre de la indulgencia. Y como lo capta el testimonio más rudo del Anónimo en una postrer expresión escritural: "Recibiréis amplia retribución" (Mateo, XV, 12, y Colos., III, 24). Sacrificio, elección, indulgencia, es ya, en el tema inmediato de los comienzos, toda una realidad de Cruzada que se busca a sí misma, y seguramente las líneas de fuerza de la prodigiosa aventura que va a nacer y a realizarse. Los textos menos directamente primitivos que Foucher y las Gesta, por lo que añaden a esta conciencia de los comienzos, nos permiten distinguir por qué aportaciones tradicionales o qué elementos diversos, la tradición de las peregrinaciones, la escatología latente o declarada, las formas místicas o ascéticas del pensamiento religioso o docto de fines del siglo XI colaboraron a la fijación de este concepto de Cruzada, que excede en mucho el hecho y las ideas de Clermont. La clasificación es bastante difícil para los demás discursos de Clermont, incluso los de la tríada que se puede considerar como "relativamente primitiva": Baudri, Roberto el Monje y Guiberto de Nogent94. La Historia Hierosolymitana de Baudry de Bourgueil, arzobispo de Dol, parece preferible a la Hierosolymitana expedido de Roberto, respecto a la cual se ha 93

[102], ter., pp. 4-5. 94 El único texto que puede considerarse, al igual de Foucher de Chartres, como testimonio directo de la primera Cruzada es Raimundo de Aguilers; pero no consigna nada del discurso de Clermont; su autor no asistía al concilio.

demostrado justamente que era un arreglo de las Gesta95, no obstante su gran difusión en la Edad Media96. Sin duda, explota las Gesta anónimas que el autor designa como un libellus rusticanus, pero se enriquece, como ha notado Molinier97, con "detalles imaginarios y desarrollos oratorios", preciosos para un estudio de la elaboración casi contemporánea del gran acto de Clermont. Esta vez aparece Jerusalén, sin que todavía se encuentre en el centro del llamamiento. Es la intervención en Oriente, para la liberación de los hermanos, nostri membra Christi, lo que constituye la obra cristiana por excelencia98. Pero en la visión de Jerusalén, con la descripción de las profanaciones que la mancillan, toda una experiencia secular de la peregrinación expresa la conciencia colectiva de una realidad viva: recuerdos de la Pasión y de la historia apostólica, apelación a imágenes principales como la de los hebreos atravesando el mar Rojo, reminiscencias escriturales y escatológicas, el Venerunt gentes in haereditatem tuam, del salmo LXXVIII, lo que el Occidente aprendió y vivió en el curso de las peregrinaciones a Tierra Santa viene a animar a la vez con reconocimiento y certidumbre la fuerza del llamamiento. En la trama de éste, quizás antitéticamente, complementariamente de seguro, existe la necesidad de purgación y la realidad del sacrificio. Purgación: el papa dirige violenta requisitoria contra los crímenes de los que se hacen culpables los cristianos entre ellos. Deben, pues, cesar de luchar entre sí, o combatir "para defender la Iglesia oriental". Dilema ahora, causalidad quizás natural más tarde. En la sublimación del sacrificio afluye otra vez la experiencia adquirida en los caminos de la peregrinación de Oriente: idea de muerte en Jerusalén con identificación con Cristo; plenitud del sacrificio que es caridad, y charitas est pro fratribus animas ponere; remisión total en la mano de Dios para que se provea a todas sus necesidades y que no se dejen retener por las illecebrosa blandimenta de las mujeres. En la expresión bastante retórica del arzobispo de Dol se traslucen, sin embargo, con fuerza los planes de la necesidad de la Cruzada, e incluso un comienzo de organización bajo una forma curiosamente verbal y en la que las palabras, en su oposición, adquieren valor de orden: a los que han de partir, el papa les dice en efecto que tendrán a los obispos, a los sacerdotes por oratores; y los sacerdotes los tendrán por pugnatores. Mientras ellos hieran con el acero a los amalecitas, los sacerdotes con Moisés elevarán infatigablemente al cielo sus manos suplicantes. Oración y combates: en la necesidad de la Cruzada, el Occidente hace tanteos de división del trabajo en la obra santa de donde nacerá la conciencia de un orden nuevo. En los primeros años del siglo XII -si es cierto que la Historia Hierosolymitana sea muy poco posterior a 1107-, en el esfuerzo prodigioso

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A. MOLINIER, [23], 2118. [107] y P. L., CLV, 669-758. A. MOLINIER, [23], 2120. P. L., t. CLXVI, col. 1066-1069.

para asimilar la tentación ejercida por el Oriente, una sociedad se busca a sí misma. Y la Cruzada es la prueba misma de su realidad. En cuanto a Roberto el Monje, está todo lleno de la elección de los francos99. Certidumbre natural en un papa que habla en el país de los francos y fondo de un inconsciente colectivo del que participa el monje de Saint-Rémy de Reims, y luego de Marmoutiers. Pero "la invención" del monje Roberto se encuentra sobre todo en la extraordinaria conciencia de Jerusalén que brota, con él, por primera vez, en las palabras del papa. Toda la primera parte del discurso no hace mención alguna de ella, pero pronto, con el segundo llamamiento, se encuentra entera: "Tomad ese camino del Santo Sepulcro, arrebatad esa tierra a la mala raza y sometedla a vuestra autoridad. Porque es la tierra dada en herencia a Israel, aquella por la que la Escritura dice que corren arroyos de leche y de miel" (Números, XIII, 28) . Y después del recuerdo, en el que se mezclan todas las concupiscencias, esta armonía de un orden: Jerusalén es el ombligo de la Tierra. Motivos y atractivo se entremezclan en torno de esa Jerusalén, cuya realidad espiritual ha sido, por otra parte, altamente captada por el monje escritor. Esa ciudad real, en efecto, situada en el centro del mundo, es la que el Redentor del género humano ilustró con su venida, con su presencia, la que consagró con su pasión, rescató por su muerte, e hizo insigne por su sepultura. La exaltación de Jerusalén culmina en esta historicidad del misterio redentor. Todo el descubrimiento laborioso de las peregrinaciones se impone ahora en este sentimiento capital de un centro en medio de la Tierra: ese ombligo es también el lugar en que se realizó el más alto, el más total misterio que concierne al universo cristiano y a su salvación. Geográficamente, místicamente, un mundo, más que una sociedad, está descubriendo su propio orden, a la vez que trata de purificarse para corresponder a dicho orden. Urbano II escucha, en el análisis de Roberto, las vacilaciones, las negativas o las ligaduras de aquellos a quienes exhorta a la más insigne aventura. Escuchemos nosotros las agitaciones de esas conciencias rudas, los asombros o las preguntas que circulan. Si temen abandonar a sus hijos y a sus esposas, refuta el papa, que piensen en las palabras del Señor en Mateo, X, 37 y XIX, 29: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. -Aquel que abandone su casa, a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos y sus campos, por mí, recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna." Al llamamiento del amo sin debilidad, sucede esa conciencia aguda del Occidente psíquicamente complementaria del llamamiento, el temor al espacio demasiado exiguo. ¿Cómo pueden, en efecto, sentirse retenidos por el pesar de dejar sus, bienes, por la preocupación de su patrimonio? ¿No habitan una tierra oprimida por el mar y las montañas, demasiado estrecha para los que en ella viven, y que apenas da para comer a quien la cultiva? He aquí la vía de sublimación, la salvación entera del Occidente: es a causa de ese espacio demasiado pequeño y de esa tierra demasiado pobre por lo que se destrozan unos a otros, por lo que están en guerra perpetua. "Que cesen

esas guerras, que todas las disputas se terminen. Marchad por la vía del Santo Sepulcro." El remedio de purificación no se da sin una ordenación previa. Después de la aceptación que brota en el grito de "Dios lo quiere", proferido por los cruzados, el papa continúa y organiza a su gente. Sólo deben partir aquellos que puedan llevar armas, y quedarse los ancianos, los que carecen de fuerza y son poco aptos para el uso de las armas, las mujeres sin sus maridos, sus hermanos o "legítimos testimonios". Se trata de distinguir la ayuda del peso, la utilidad de la carga vana. Los ricos deberán armar a su costa a hombres de guerra. En cuanto a los sacerdotes y clérigos de toda orden no podrán partir sin la licencia de su obispo, sin lo cual la expedición les sería inutilis. Igualmente los laicos no habrán de partir sin la bendición de sus sacerdotes. Así, en la reconstitución del monje Roberto, se da, desde el primer llamamiento, por indispensable todo género de precauciones. No es el poder misterioso ni soberano de las palabras del Señor en Lucas, XIV, 27: "Quien n no toma su cruz sobre los hombros para seguirme, no es digno de mí". Sobre esta elección generosamente anunciada a todos, el Occidente sabe que la Cruzada, surgida en su autenticidad sin disciplina, exige condiciones previas, so pena de inutilidad. Primera fase de la conciencia y como reflexión, en la que se acusan a la vez la exaltación mística de Jerusalén y la dignidad previa del Occidente, para alcanzarla. Es también el momento -última versión del discurso de Clermont- en el que, con Guiberto de Nogent, se hace una teología de la Cruzada 100. Aquí ya no hay vacilación alguna: ante todo, la Cruzada es expeditio Hierosolymitana. El discurso del papa comienza por un largo paralelo entre Constantinopla y Jerusalén. Constantinopla goza de la gloria terrena, pero ha sido de Jerusalén de donde vino la "gracia de la Redención", fue en Jerusalén, donde el Señor se encarnó, se alimentó, creció y murió. Por lo tanto, ella es la ciudad santa, en la que se manifiesta "la gloria del Sepulcro", ella tan sólo la que los cristianos deben librar de la mancilla de los paganos. Si no hubiera más motivos, bastaría para que los cruzados fuesen llamados a su aventura liberadora, que recordasen, con Isaías, II, 3, que "de Sión salió la ley y la palabra del Señor, de Jerusalén". Toda fe viene de esa tierra, como los arroyos de la predicación cristiana, y "al lugar del que salieron, vuelven los ríos, para correr de nuevo" (Ecles., I, 7) . Extraordinaria conciencia de la vuelta a las fuentes que puede corresponder al cumplimiento de los tiempos. La liberación de Jerusalén se hace imperiosa por la escatología, ahora manifiesta, cuando es el monje Guiberto el que hace hablar al papa. Escuchemos la certeza de los tiempos que se acercan, cuando la palabra del pontífice se funda en el misterio de las esperas: "Necesitáis, además, reflexionar maduramente en ello: si la Iglesia, madre de las demás Iglesias, recobra, gracias a Dilos y a vosotros, los hermosos días de su culto católico, no debe renacer en Oriente esta fe cristiana tan sólo en la época misma del Anticristo. Porque es seguro que el Anticristo no hará la guerra ni a los judíos ni a los gentiles, sino, según la

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[107], 727-730.

[109], 137. Se puede consultar útilmente B. MONOD, [118].

etimología de su nombre, a los cristianos. Y si no encuentra un número mayor de cristianos del que hoy existe, no hallará nadie que le oponga resistencia ni a quien atacar."101 La venida del Anticristo exige como otra, y previa, cristianización de la Tierra. Conocedor a fondo de las tradiciones sobre el rey de los días postreros y las enseñanzas trasmitidas por el Apocalipsis de Daniel, el, papa amplía repentinamente el sentido prodigioso del encuentro. ¿Por qué Dios, cuyo poder sobrepasa todas las esperanzas de los hombres, no abrasaría "con vuestra chispa" los "inmensos desiertos de cañas del paganismo"? Entonces, el homo peccator, el hijo de perdición encontraría por doquier en torno suyo rebeldes. Lógica de la escatología, que sabe que nada será manifestado ni esperado en vano. Los cruzados no tienen misión más elevada que la de hacer que se cumpla el orden de los tiempos. Esto puede ser la reconquista cristiana del Oriente. Esto puede ser la otra promesa del Evangelio, en Lucas, XXI, 24, de que "Jerusalén será pisoteda por los gentiles hasta que se cumpla el tiempo de las naciones". Y Guiberto, atento al misterio del anuncio, supone en ese signo del cumplimiento de los tiempos, o bien que los gentiles se han entregado libremente, en sus naciones, a sus pasiones, o bien, mejor, que el cumplimiento de los tiempos es la plenitud de los pueblos que deben sucederse antes de la salvación de Israel. La plenitudo gentium aparece aquí en una correspondencia esencial con la plenitudo temporum, y no deja de tener interés recordar que, con ocasión de las grandes partidas de peregrinos para Palestina, en 1065, los Annales Altahenses majores notaban, con la plenitudo gentium dispuesta a entrar en Tierra Santa, que las profecías estaban cumplidas102. Espacio e historia se confunden en esta extraordinaria espera, de la que, por otra parte, la palabra plenitudo es la realización misma; tras de lo cual no hay más que la certidumbre parúsica. Urbano II, con la inspiración de Guiberto, no manifiesta ésta, pero la visión se eleva a una amplitud magnífica cuando el papa repite las palabras del Señor a su Iglesia, con Isaías, XLIII, 5: "Yo traeré tu descendencia del Oriente, y los reuniré del Occidente." Es toda la conciencia de una historia de los tiempos en un inmenso movimiento pendular en el que se realiza la unidad de los pueblos cristianos. Nuestra descendencia, en efecto, enseña el papa, ha sido traída de Oriente y la reunión debe efectuarse ahora, para reparar los desastres de Jerusalén, por, el ministerio de los que fueron los últimos en recibir los beneficios de la fe, es decir, los occidentales. Aquí culmina la elevación. No podría decirse más, cuando la historia y el mundo se encuentran así explicados en la verdad escatológica. Aparte de la manifestación de Cristo, portaestandarte y precursor, que marcha a la cabeza de aquellos a quines suscita para su guerra. En esta fase de la elaboración, no hay, seguramente, casi nada ya de las palabras de Urbano II en Clermont. El espíritu de Cruzada ha adquirido conciencia de la Cruzada. Por una parte, con las fuentes inmediatas, el llamamiento en ayuda del Oriente, de toda la cristianidad oriental sin 101 102

[109], 138. PERTZ, XX, 815.

distinción de doctrina, la conminación del papa a los cristianos de Occidente para que suspendan sus guerras, sus odios, para que se unan para ir a combatir a los paganos y liberar a la cristianidad oriental, con la promesa formal de la remisión de los pecados para cuantos tomen las armas y marchen a Oriente: un peligro apremiante, una vergüenza de sí mismos, un llamamiento y la recompensa de la Tierra por el cielo. Por otra parte, la visión grandiosa del cumplimiento de los tiempos, en Jerusalén, dentro del mundo. Allí se ha realizado el misterio de la unidad por la redención; la humanidad, tanto del Oriente como del Occidente, debe reunirse para la exaltación suprema de su salvación. Entre lo elemental de la reacción al peligro y el ordo novus, como una religión nueva de voluntad divina, instituida por las Cruzadas, va a manifestarse, en una complejidad que ninguna de esas estilizaciones contemporáneas o posteriores podría expresar plenamente, toda la realidad de la Cruzada viva, vivida.

CAPÍTULO II EMOCIONES Y MOVIMIENTOS PRECURSORES DE LA CRUZADA

Ninguno de los cronistas que refieren los acontecimientos de Tierra Santa, la demolición del Santo Sepulcro ordenada en 1009 por el califa Hakem o la autorización dada por su hijo para reedificarlo, hace alusión a ningún gran movimiento de peregrinación que de aquellos pudiera haber resultado. ¿Sería más válida la gran explicación que se da de las salidas en masa de fines del siglo XI: los azotes?... Sin duda Ekkehard refiere que durante los años que precedieron inmediatamente la Cruzada, una gran miseria reinaba por doquier, principalmente en las Galias. Y Röhricht, en su Geschichte des Ersten Kreuzzuges106, cuenta cuarenta y ocho años de hambre o de epidemias. No parece, sin embargo, leyendo a los cronistas, que el siglo XI se haya sentido

abrumado de azotes incesantes, casi espantado de temor: ninguno consigna más que prodigios o azotes aislados, sin un pensamiento de un castigo de conjunto. Por otra parte, las grandes epidemias del mal de los ardientes son del siglo X; y en ninguna parte los testimonios relativos al hambre de 1033, ni en Glaber107, ni en los Milagros de San Benito108 relacionan con el azote el movimiento de devoción hacia Tierra Santa. El propio Glaber, entre el capítulo del hambre y aquel en que cuenta la salida, nota una vuelta de la abundancia, un despejamiento del cielo y el final de las lluvias torrenciales. Así, pues, con esa movilidad que parece haber salvado a los hombres de la Edad Media de la desesperación, la gran salida que agita a todas las clases de la sociedad comienza cuando el valor y la paz parecen haber vuelto. ¿Es mucho más válida la razón escatológica que da el monje? No lo parece. En primer lugar, no la da más que como una justificación presentada por "algunas personas de las mejor informadas". Es, pues, un comentario y no un móvil. Y su elección del año 1033 parece impuesta por la leyenda milenarista. Glaber -la única fuente de Sackur, que repetiría de buena gana la leyenda del año 1000 de la Pasión, cuando la leyenda del año 1000 de la Encarnación ha desaparecido casi de la historia crítica- no puede inspirar confianza. A su nombre va unida una verdadera superstición. Es el más pintoresco de los cronistas del siglo XI. Ha tenido algunos hallazgos de palabras que hicieron fortuna literaria: con Guiberto de Nogent, Salimbeno, y otros dos o tres, se ha situado en la literatura. A decir verdad, no compromete todo su tiempo, este fraile inquieto, pueril, complicado, pedante y supersticioso en extremo. El examen mismo de sus textos sobre el año 1033 muestra que los terrores se reducen al hambre y a un eclipse. No se podría encontrar en ellos el móvil de la gran expedición, que todas esas causas juntas podían provocar: azotes y prodigios, terrores escatológicos, efecto de la repercusión en Occidente de la destrucción y de la reconstrucción del Santo Sepulcro, influencia de las peregrinaciones cada vez más numerosas a medida que el siglo avanza. Nada autoriza, sin embargo, a hablar, antes de 1096, de un movimiento de cruzada. ¿Qué pensar, por el contrario, de los azotes, de los prodigios de todo género, de todo lo imprevisto y aterrador en la vida moral del pueblo del siglo XI, que se escalonan del año 1000 al 1096, para explicar la Cruzada? En las enumeraciones del propio Röhricht109, hay que señalar primero, entre el hambre de 1044 y el año de sequía de 1083, cuatro décadas casi soportables. Los años de escasez, como 1077, van seguidos de años de extraordinaria abundancia, como 1078, y esta abundancia tranquiliza a los cronistas que no buscan en este juego natural un efecto de "la venganza divina". Aún hay las grandes mortandades de 1042 y de 1076. Las origina el mal de los ardientes, inflamación de la piel, bastante mal explicada hasta hoy, tal vez relacionada con la gangrena, y cuyo horror se repite sin cesar en las crónicas,

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En el plano de la conciencia popular, donde vive la emoción que brotará en cruzada, ¿qué signos precursores, a través o más allá del lento perfilarse de las peregrinaciones, se manifiestan en las fuentes cercanas como otras tantas determinaciones o anuncios? En el laño 1033, el monje Glaber nota la afluencia, de todo el universo, hacia el Santo Sepulcro de Jerusalén, de una multitud tan innumerable que nadie hubiese podido hasta entonces imaginarla103. Primero la clase popular más baja, a continuación las gentes de mediana condición (los mediocres), luego los grandes, reyes, condes, marqueses, obispos, y finalmente, cosa que jamás había ocurrido, las mujeres nobles así como las pobres se agolpan en esa multitud, en la cual muchos parten con la esperanza de morir allá. A partir de esta época, las peregrinaciones importantes no son ya raras, ciertamente. En 1026, Ricardo, abad de Saint-Vanne, había partido con setecientos peregrinos, y Guillermo, conde de Angulema, con una gran tropa de nobles. En 1035 (sigue siendo Glaber el que habla), Roberto el Magnífico, duque de Normandía, emprende la ruta de Oriente "con una enorme masa de gentes"104. Pero nuestro monje errante y probablemente bien informado, parece haber querido fijar para 1033 el recuerdo de un gran movimiento cristiano, de una empresa religiosa, que fue la primera de las grandes salidas hacia Oriente. Para él, como es sabido, la explicación es completamente escatológica, y el movimiento condicionado por el anuncio del cumplimiento de los tiempos. ¿Pero no pueden otras contingencias históricas dar un sentido más pleno a ese gran movimiento religioso quizá auténtico, que sobrepasa la justificación confiada de nuestro fraile, "supersticioso hasta para su tiempo", como lo nota Molinier?105 I. AZOTES Y PRODIGIOS EN EL SURGIR DE LA CRUZADA

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[71], lib. IV, cap. VI. Ibíd., IV, VI. A. MOLINIER, [68] t. II, p. 3. REINHOLD RÖHRICHT, [126].

Lib. IV, c. IV. Miracula Sancti Benedicti, edic. E. de Certain, París, 1858 (Soc. Histoire de France, t. XXXII). 109 [35], II, 15-17. 108

como aterrorizaba a las poblaciones pobres de los siglos X y XI, que le llamaban "fuego de san Antonio, o fuego sagrado". "Muchos se pudrían a pedazos, como quemados por un fuego sagrado, que les devoraba las entrañas, quedando sus miembros roídos poco a poco y ennegrecidos como carbones; morían rápidamente y entre atroces dolores; o bien continuaban sin pies ni manos una existencia más miserable aún; muchos otros se retorcían en contorsiones nerviosas."110 Sigiberto de Gembloux nos ha dado así la impresión misteriosa que producía la epidemia, que se reproducía sin razón aparente y devastaba pueblos y monasterios. Cronistas posteriores no pudieron explicarla como un castigo sino a los que no querían aceptar la tregua de Dios. Es cierto, por otra parte, aun leyendo superficialmente las crónicas, que de 1085 a 1095 cambian bastante las circunstancias. Una serie ininterrumpida de calamidades se abate sobre el Occidente: inundaciones, lluvias, sequías que destruyen las cosechas o las impiden nacer, escasez, mortandad, un recrudecimiento espantoso del mal de los ardientes, y a fines de este período, una de las más brutales invasiones de la peste que haya conocido la Edad Media. Basándose en estas indicaciones, la escuela más crítica en la historia de las Cruzadas, los Hagenmeyer y los Röhricht, han adoptado la hipótesis de una influencia decisiva de esos azotes sobre el éxodo en masa de las poblaciones, sobre todo de las poblaciones pobres hacia Jerusalén en 1095-1096. Wolff, el mejor historiador de este período de los azotes111, ha fijado claramente que los países más asolados son precisamente aquellos de los que partirá la Cruzada popular. Alemania, Países Renanos, Francia del Este entre otros. Pero los textos que ha reunido son casi tan indiferentes en su moderación seca como los cronistas de la época 1033-1085. ¿Quiere decir esto que tales azotes no han causado en los cronistas ninguna impresión apreciable (lo cual no indicaría, por otra parte, en modo alguno que no la produjesen sobre la multitud miserable que no tiene, con frecuencia, en la Edad Media ningún intérprete de sus miserias)? Nada de eso. No encontramos en este período la unánime impasibilidad del período precedente, y además es preciso distinguir entre nuestros testimonios los que proceden de los cronistas que no son especialmente historiadores de la cruzada, y los otros naturalmente interesados en explicar la gran emoción religiosa. Los primeros permiten sospechar la enorme miseria moral causada por el mal de los ardientes, repetido en 1089 para no desaparecer hasta después de la segunda y terrible epidemia de 1094 112. Cosmas muestra, en el año 1094, las partes Teuthonicae asoladas por el azote, hasta el punto de que unos obispos MIGNE, P. L., t. CLX, col. 224. Die Bauernkreuzzüge des Jahres 1096, Tubinga, 1891, pp. 108-119. 112 1ª, 1089: Annales Parchenses, PERTZ, XVI, 604; Chron. S Andreae, ibíd., VII, 542 ; Sig. de Gembloux, ibíd., VI, 366. 2ª, 1094: Bernoldi Chron., PERTZ, IV, 460-461; Ekkeh. PERTZ, VI, 207; Sig. Gembl., ibíd., 366; Ann. Leodens., PERTZ, IV, 29: Mortalitas hominum maxima; Annales S. Petri Erphesfurdenses, PERTZ, XVI, 16.

que regresan de Maguncia atraviesan un pueblo cuya iglesia, aunque bastante grande, está por completo sembrada de cadáveres, y no pueden entrar en ella para oír misa113. El mismo espanto simple se encuentra en Bernoldo114: en doce semanas, más de ocho mil personas mueren en Ratisbona y en toda Baviera. Hay que abrir las fosas fuera de los cementerios para arrojar en ellas los cadáveres. La desolación social impresiona a los contemporáneos, como el hambre, los robos y los incendios a que da origen; Orderic Vital, que escribe a bastante distancia de los hechos, un poco como filósofo de la historia, no ve en ese año de 1094 más que sediciones y guerras115. Esta unanimidad en el testimonio y en la tradición es significativa: descubre el signo de desgracia que marca este final del siglo XI. Pero, ¿cuál es su verdadera repercusión religiosa? En cuanto a esto, nuestros cronistas permanecen mudos, salvo ese inteligente Bernoldo de Saint Blaise, historiador ya avisado y crítico, que fija en una gradación muy curiosa los movimientos religiosos, esencialmente colectivos, que aparecen con los azotes. Hay en primer lugar, en 1083, un gran movimiento de renunciación monástica, que llena de una multitud de nobles y de hombres sensato, prudentes viri, los conventos de Alemania, con una especie de frenesí en la renunciación que hace pensar en los primeros tiempos franciscanos. Luego encontramos, en el año 1091, la fiebre de vida común que forma con las hijas de los campesinos legiones de religiosas, convirtiendo pueblos enteros. Bernoldo no duda en ver en ello una voluntad providencial que consuela en esta época de desdicha. Justificaría incluso las calamidades, citando la opinión de los hombres sensatos, conscientes del servicio de los azotes, ya que una gran multitud de personas muere en la penitencia, otras se preparan a bien morir, y hay conversiones profundas. Es un gran movimiento de piedad popular tan colectivo como es posible, que se agolpa en torno de los sacerdotes, los cuales mueren a menudo contaminados por sus fieles, y se organiza una inmensa expiación en común. Y esto en el momento mismo en que en Francia y en Flandes la predicación de los ermitaños agita las masas populares. Es un singular olvido, en el estudio de los orígenes religiosos de la Cruzada, este desconocimiento de los movimientos como el que congrega innumerables discípulos en torno de un Roberto de Arbrissel: la comparación confirma a Bernoldo. En el bosque de Craon, junto al ermitaño que vive de yerbas y de raíces silvestres y que va vestido de una túnica de cerdas, pululan los oyentes y pronto los imitadores, transformados, purificados en su vida moral, tanto los que luego regresan a sus casas como aquellos, más numerosos, que fundan verdaderas colonias de ermitaños laicos y que al poco tiempo viven como regulares en los bosques cercanos a Craon, more primitivae ecclesiae, como lo nota Baudri de Dol116.

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Cosmae Chron. Boemorum, lib. III, PERTZ, IX, 103. Bernoldi Chronicon, a. 1094, PERTZ, V, 459. Orderici Vitalis... Historiae Ecclesiasticae libri XIII (edic. Le Prévost), t. III, p. 461. P. L., t. CLXII col. 1050.

Por otra parte, este eremitismo de conversión se preocupa mucho de la regeneración de las prostitutas, ya sea para llevarlas a la vida religiosa, o para casarlas. Roberto de Arbrissel abre de par en par las huertas de Fontevrault a las mujeres arrepentidas, y su discípulo Vital de Mortain se especializa, por decirlo así, en la conversión de las pecadoras. Hay otro ermitaño del que Guiberto de Nogent nos dice que iba "casando no sin trabajo las mujeres prostitutas"117: es Pedro el Ermitaño. Parece, pues, que a través de las desgracias, rodea una atmósfera moral y religiosa de preocupaciones comunes el Occidente cristiano, en los alrededores de ese año 1095, momento singularmente original, libre, animado con la fuerza de la fe medieval, quizás "un momento único en la historia del mundo"118, todo él dominado por esa maravillosa fuerza de atracción religiosa que es la pobreza. El alma popular lleva en sí, por otra parte, apenas expresada pero ya viva, la emoción que pronto la levantará, cuando resuenen los primeros llamamientos a la cruzada. II. LOS "MOVIMIENTOS" ESCATOLOGÍA.

DE

MASAS:

EREMITISMO

REFORMADOR

Y

La multitud sospecha, en efecto, lo que los clérigos conocen: los desastres cristianos en Oriente. Se entera de ellos por los relatos de los peregrinos, a los que se remitirá algo más tarde Urbano II. "Escuchad a los peregrinos de Tierra Santa y dejaos conmover por el espectáculo de sus desgracias." 119 La palabra del papa sabe llegar a la sensibilidad de las masas, mostrando las torturas que sufren los pobres, a los cuales tratan de arrancar los bárbaros el dinero que no tienen. Y los desterrados de Jerusalén y de Tierra Santa, vagabundos por doquier en Europa, confirman las lamentaciones de los peregrinos y el cuadro de los sufrimientos. Refieren vanamente, con tanta mayor fuerza a causa de esto sobre la imaginación de las multitudes cristianas, la conquista de Jerusalén por los seleúcidas, y los triunfos de los turcos que se suceden con rapidez espantosa: Antioquía, Esmirna, Clazomenes, Quío, Lesbos, Samos, Rodas, una a una, todas las metrópolis asiáticas ilustradas por los recuerdos de la época apostólica o de los grandes doctores de la Iglesia 120. Impresiones que se amplían en el medio de pobreza en el que circulan y del que proceden, pues los peregrinos, los desterrados, son testigos de la miseria de Tierra Santa, por donde vagan y mendigan multitud de pobres. Todo un folklore de leyenda las confirma. Y en primer lugar, la leyenda del rey de los últimos días, fundada en la promesa de Pablo a los tesalonicenses: "Antes... ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición" (II Tesal., II, 3-4). Enraizada en la escatología judeo-griega y en el culto [109],142. PRÉVOST-PARADOL, Essai sur I'histoire universelle [Ensayo sobre la historia universal] 2ª edición, Hachette, 1845, p. 111. 119 [109], 139. 120 L. BRÉHIER, [36], p. 51.

imperial romano, toma su forma más precisa en el Libellus de Antichristo de Adson. La revolución que precederá la venida del Anticristo, es la decadencia de todos los imperios que surgirán del Imperio romano, el último Imperio universal. Está ya destruido, sin duda, en su mayor parte; pero "mientras subsistan los reyes de los francos, que deben poseer el imperium Romanum, la dignidad del Imperio romano no perecerá por completo y se mantendrá en ellos". El último y el más grande de ellos, como igualmente de todos los reyes, lo poseerá entero, "tal como lo dicen nuestros doctores"; después de haber administrado fielmente el Imperio, irá a Jerusalén, y allí, sobre el monte de los Olivos, depondrá la corona y el cetro: tal será el final del Imperio de los Romanos y de los Cristianos. A continuación aparecerá el Anticristo121. Bajo la influencia del recuerdo de Carlomagno, esta leyenda se transforma para mostrar al Emperador precursor de la Cruzada. A partir de 1096, es ya popular la idea del viejo soberano que va a Oriente a combatir a los musulmanes. Urbano II, según la referencia de Roberto el Monje, lo daba como ejemplo en Clermont a los señores vacilantes, y en la ruta de Constantinopla, muchos cruzados pensaban encontrar las etapas de la Cruzada imperial. Se le imagina también como peregrino pacífico, próximo pariente del rey de los últimos días, yendo a Jerusalén para deponer la corona y el cetro sobre el monte de los Olivos. En la Peregrinación de Carlomagno a Jerusalén, anterior, como lo ha demostrado G. Paris 122, a la primera Cruzada, se mesianiza incluso al Emperador, sentado con sus pares en el lugar del Maestro, en la Iglesia en la que Cristo celebrara su última cena. Pronto esperará, como más tarde Barbarroja, a reaparecer: paralelamente al Nero redivivus del Apocalipsis, la leyenda crea un Carolus redivivus, el Emperador que volverá a la cabeza de la raza elegida para la Cruzada, esos francos que los discursos de Clermont muestran predestinados y que Corbaran, emir de Mosul, sitiando Antioquía, renunciará a combatir. Porque, le dice su madre, "desde hace más de cien años, está escrito en nuestros libros y en los de los gentiles que la gente cristiana nos atacará y nos vencerá en todas partes, que reinará sobre los paganos y que nuestra raza le estará sometida"123. También en el discurso de Clermont 124 se entrevé esta opinión que parece haber rebasado el medio de los teólogos. Existe una elección del Oriente para una escatología de renacimiento. En efecto, enseña el papa: "Es cierto que el Anticristo no debe hacer la guerra a los judíos ni, a los gentiles, sino, como su nombre lo indica, a los cristianos. ¿Y cómo podría ocurrir esto, si no se encontrara allí, donde ahora reina el paganismo, una cristiandad establecida?" En particular, esos tres reyes cristianos de Egipto, de África y de Etiopía, a los que, según el profeta Daniel, debe matar. Y Urbano II, con un hermoso ímpetu, anima a la multitud cristiana a esta prodigiosa aventura, si la voluntad de Dios es la de incorporar a la comunión cristiana Egipto, África y

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[312]. G. PARIS, [78]. [102] ter, p. 123. [109], pp. 137-140.

Etiopía. Es la preparación del cumplimiento de los tiempos, "esos tiempos que se aproximan si, por vosotros, hermanos amadísimos, con la cooperación de Dios, se abate el poder de los paganos, y si, según el anuncio de los profetas, antes de la venida del Anticristo, se restablece en Jerusalén el cristianismo, por vosotros o por aquellos que Dios designe, con el fin de que el jefe de todos los males, que allí debe tener su trono, encuentre el poder carnal de la fe contra el cual ha de chocar" 125. Compárese esto con el texto de Glaber citado más arriba. Ni el uno ni el otro hablan del Anticristo como venido ya: va a venir; los cristianos deben apresurarse a conquistar la Tierra Santa, para en ella ser tentados, vencidos y, finalmente, triunfantes en Cristo. Los que allí estén, serán elegidos. No hay que perder de vista ese carácter de elección de la Cruzada, ni tampoco, por otra parte, esa idea de permanencia definitiva en la Tierra Santa, fundamento de una. tradición escatológica que reemplaza poco a poco la escatología johánica. Otra tradición, más popular aún, se encuentra con ella a veces, y es la que procede de los evangelios apócrifos. Estos, lo mismo que para descifrar las imágenes de piedra de las catedrales, tienen su lugar en la historia de las Cruzadas. Los cristianos que Raimundo de Aguilers encuentra en las montañas del Líbano le declaran que el Evangelio de Pedro que elles poseen, ha predicho toda la Cruzada y el itinerario de los cruzados126; y el buen ladrón del Evangelio de Nicodemo, con el signo de la, cruz marcado sobre sus hombros, merece, en la Canción de Antioquía, enterarse de boca del Señor: que de ultramar vendrá un nuevo pueblo para vengar la muerte de su padre. . . Los francos liberarán toda esta tierra.127

Hay otras tantas leyendas, así como mitos, difícilmente captables hoy en todos los textos, mal situados cronológicamente, y que permiten sospechar los movimientos confusos de las masas. Otros rasgos precisan también esta fiebre de la gran expedición, como lo es esa necesidad de buscar precursores que aparece en Ekkehard y que hace de Constantino el primer cruzado128. El papado, por su parte, agita la opinión por sus llamamientos dirigidos a la cristiandad, con anterioridad al Concilio de Clermont, epistolae excitatoriae, difundidos a propósito para provocar a los fieles a la lucha contra los mahometanos. Después del llamamiento de Constantino Coprónimo a Carlomagno, que se lee en el Liber de sanctitate Beati Karoli, compuesto en 1165129, encontramos, en 1011, la carta de Sergio IV a todos los príncipes espirituales y temporales para anunciar la expedición que organizan las ciudades marítimas de Italia y que él llevará a la liberación de los Santos

Lugares130. Muchas son falsas, como la última y más célebre: la carta de Alexis Comneno a Roberto el Frisón, fechada en 1093131, en la que el emperador llama a los caballeros flamencos a la defensa de Constantinopla, prometiéndoles el reino de los cielos, y hablándoles de las reliquias insignes de su capital, de sus tesoros, y hasta de la belleza de las mujeres griegas. De todas las hipótesis imaginadas para explicar este fraude lleno de astucia, ¿por qué no admitir simplemente que Roberto falsificó totalmente esta carta , para reclutar caballeros con el cebo de las maravillas enumeradas en el texto? Esto recuerda los relatos maravillosos difundidos por los reclutadores de la Compañía de las Indias, en el siglo XVIII, para reunir soldados. Pero en este caso, se trataría de una especie de empresa local. La carta no se universalizó, en efecto, hasta más tarde, ya que al principio no interesaba más que a un pequeño número de personas, los caballeros flamencos, sin llegar a las masas populares, que comenzaron a ponerse en marchó en 1096. Estas masas se dejaban conmover con más seguridad por otro genero de epistolae excitatoriae, las misivas celestes. Las cartas caídas del cielo siempre han tenido considerable aceptación entre el pueblo, como que son formas visibles de la continuidad de la revelación. En el curso de la evangelización de la Germania, San Bonifacio se encuentra con dos sacerdotes, uno francés y otro escocés, Aldeberto y Clemente, de los cuales el más famoso, Aldeberto, quizás coroepíscopo, ha instituido un culto extraño en el que se mezclan supervivencias paganas, una veneración de su propia persona casi divinizada y una angelología bárbara. Una carta le sirve para sostener este culto132. Compréndese, pues, la desconfianza de la Iglesia con respecto a estas improvisaciones. Pero el fondo popular prevalece, y Pedro el Ermitaño será pronto representado como encargado de un mensaje caído del cielo. Se puede incluso encontrar en ese enorme bullir de masas, en ese caos de emociones del origen de las primeras salidas para la Cruzada, supervivencias de antiguas religiones locales, una vuelta de los viejos ritos paganos que han venido a mezclarse confusamente con los mitos de renovación del mundo, la escatología popular cristiana, la teología rudimentariamente aprendida y las ideas morales del mundo oriental, para formar la "religión de la Cruzada". La superstición que parece haber sido más difundida es la de la mujer de la oca, la cual siguiendo al animal, iba hacia Tierra Santa. Se la encuentra en el Grenzenland, en Lorena y en los países renanos, sin que haya que ver en ella la vuelta "a los animales sagrados de la mitología germánica"133. La oca, en otro tiempo animal sagrado, era en la Edad Media la compañera de las brujas 130

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129

Ibíd., 138-139. [103], p. 288 (indicación análoga, p. 281). Cf. RÖHRICHT, [126], 180 y siguientes. [114], I, 12. EKKEHARD, [110], c. VI, p. XVI. Lib. II, c. IV.

Ed. por J. Lair. Bibl. Ec. Chartes. IV serie, t. III (XVIII), 1856-1857, pp. 249-253 y P. L., t. CXXXIX, col., 1498-1502. Todas estas cartas han sido detenidamente estudiadas por Riant, [9], pp. 1-91. 131 Sobre el estudio crítico de esta carta, RIANT, op. cit., pp. 71-89; F. CHALANDON, [90]. 132 P. L., t. LXXXIX, col. 751-753, y sobre todo Romana Synodus, 833-834. 133 Como lo propone L. Bréhier, [36], p. 68.

en el aquelarre. Parece poco probable, no obstante Alberto de Aix 134, que las masas dominadas por un frenesí totémico se pusieran en movimiento en pos del animal henchido del espíritu divino. No se puede explicar la Cruzada por hábitos de brujería. La explican, por el contrario, la multiplicidad de los signos, su brote lujuriante. Ningún grupo tomado aisladamente podría encerrar en un determinismo totalmente artificial el brote prodigioso. Pero todos juntos atestiguan, por numerosos o contradictorios que sean, la realidad de ese "hecho extraordinario" en el que va a vivirse, en su desmesura y su pujanza tan perseverantemente renaciente, el gesto mismo de la Cruzada.

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Lib. I, c. XXXI.

CAPITULO III LA CRUZADA POPULAR: PEDRO "EL ERMITAÑO" I. URBANO II Y LA "SOCIEDAD" DE LA CRUZADA Después de un largo estudio de la cuestión, concluye Hagenmeyer que fue Urbano II y no Pedro, el primero que predicó la Cruzada en Francia. Ateniéndose a las fuentes primeras135, es cierto que fue Urbano II el que dio el impulso inicial. El 27 de noviembre de 1095, una vez terminado el Concilio de Clermont, el papa se dirigió en persona a la multitud de los clérigos y de los caballeros y los exhortó a tomar las armas para liberar el Santo Sepulcro y a los cristianos de Oriente. En medio del entusiasmo general, se fijan (no existía ningún precedente) las condiciones en que debía realizarse la guerra santa. A los que tomaban la cruz, perdonaba la Iglesia las penitencias que debían sufrir por la remisión de sus pecados136. Se habían tomado precauciones contra un entusiasmo irreflexivo; los frailes no debían hacer votos sin el consentimiento del obispo o del abad. El reglamento de Pavía del 19 de septiembre de 1096 137 decide que los simples fieles debían tomar consejo de los clérigos, y se hacían reservas en cuanto a los jóvenes casados, en el caso en que sus mujeres no estuviesen de acuerdo. El voto, una vez pronunciado, era irremisible; su violación llevaba consigo la excomunión138. Durante su ausencia, los bienes de los cruzados debían quedar bajo la protección de la Iglesia; en cada diócesis, el obispo tomaba su tutela y estaba obligado a cuidar de que a su vuelta. los cruzados se reintegrasen en su plena posesión139. Así se establecía la legislación de la Cruzada, según la palabra de Urbano II, el predicador de Clermont. Desde luego, bajo el impulso del pontífice, se predica por doquier el "viaje de penitencia", la expedición para la remisión de los pecados, como la define Bernoldo140. El propio papa, a través de Francia, se hace el apóstol de la Cruzada, en Limoges, en Poitiers, en Angers, en Le Mans, en Saintes, en Burdeos, en Tolosa, en Nimes; toda una campaña de concilios, de exhortaciones, con el singular prestigio de este sucesor de Pedro. Envía a los flamencos una bula para notificarles la marcha, y a Génova, a petición de los burgueses, a dos representantes, los obispos Hugo de Grenoble y Guillermo de Orange. Desde Pavía, dirige a los clérigos y al pueblo de Bolonia que le han permanecido fieles un breve concediendo la remisión de sus pecados a cuantos tomen parte en la Cruzada; en enero de 1097, en fin, celebra concilio en Roma, como coronamiento de su acción. A toda la cristiandad ha llegado la palabra ardiente del pontífice. 135 136 137 138 139

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Las Gesta, Roberto, Foucher de Chartres, Baudri, Guiberto de Nogent. RIANT, [9], p. 115; P. L., CLXII, 717. HAGENMEYER, [124] 72; P. L., CLI, 483. Orderic Vital, X, 2. MANSI, [18], XX, 902; Baronius, ad ann. 1095, edición Mansi, XVIII, 31. Bernoldi Chronicon, PERTZ, SS., V, 464.

¿Qué oyentes acudían a recibir la palabra del papa? El propio Urbano II, ¿quería hacer acepción de personas, y dirigirse a una clase de la sociedad mejor que a otra? Problema singularmente difícil de resolver, ya que los mismos historiadores son clérigos que desprecian las multitudes. Por otra parte, en Clermont, no predica el papa la Cruzada por primera vez en el concilio, es decir, a pesar de una gran asistencia de fieles, sobre todo a clérigos y quizás a nobles. El pensamiento de los historiadores es muy claro: Urbano II se dirige a los caballeros, o al menos únicamente a aquellos que pueden, por sus recursos y su destreza en las armas, prestar un servicio real a la Cruzada. El discurso que atribuye Roberto el Monje a Urbano se dirige sobre todo a los caballeros de Francia. Son ellos los que, "más que todas las demás naciones, han recibido de Dios el honor insigne de llevar las armas". Les recuerda el ejemplo de Carlomagno, y exhorta a los valerosos soldados a mostrarse dignos de las virtudes de sus abuelos. Que piensen incluso en sus crueles guerras feudales: es a causa de que la tierra que habitan es demasiado estrecha, demasiado pobre, y apenas si da de comer a quien la cultiva, por lo que se muerden y se devoran los unos a los otros. Que la tregua haga cesar esas guerras entre ellos, y se unan para marchar contra los paganos. El papa hace relucir, por otra parte, a sus ojos una idea de conquista bastante material: "Someted esa tierra... Jerusalén es el ombligo del mundo, la tierra fecunda entre todas, como un nuevo paraíso..., es la ciudad real en el centro de la Tierra." Y cuando a este último llamamiento contesta el grito de "Dios lo quiere", el papa se apresura a poner moderación a este entusiasmo no razonado: "Ciertamente, no queremos alentar a los ancianos o a los débiles, a los que no tienen el hábito de las armas, ni queremos que emprendan ese camino. Que las mujeres no marchen sin sus esposos o sus hermanos o sin legítimos testimonios. De lo contrario, serían, todos, más molestos que útiles, más carga que provecho." Que los ricos subvengan a la guerra santa con sus recursos y lleven consigo a las gentes "libres de sus bienes"141. La misma intención aristocrática encontramos en Baudri de Dol. Después de una larga descripción de Tierra Santa, de sus recuerdos y de sus milagros permanentes, Urbano II se dirige a los que llevan las armas, y les reprocha su orgullo y sus crímenes. Destrozan a sus hermanos, oprimen a los huérfanos, despojan a las viudas, son homicidas, sacrílegos. La Iglesia contaba con ellos para la defensa de las buenas costumbres, y han empleado sus fuerzas en hacer que triunfe el mal. Que vuelvan contra los sarracenos sus almas fratricidas. Entonces, "bajo el mando de Jesucristo, ejército cristiano, se convertirán en ejército invencible"142. Por otra parte, ¿no dispondrán como recursos de los mismos recursos de sus enemigos? En nuestros dos historiadores se evidencia el pensamiento del hombre de guerra: Guiberto de Nogent lo repite y Foucher de Chartres precisa incluso por alusiones directas a los oficios de los mercenarios. Nada puede asombrar, por otra parte, que el 141 142

[107], 728-729. Historia Hierosolym., P. L., t. CLXVI, col. 1068.

auditorio de Urbano II se compusiera sobre todo de caballeros y de guerreros; el Concilio de Clermont debía ocuparse mucho de la Tregua de Dios. Sólo Foucher de Chartres da al pensamiento de Urbano II un valor general: "Os exhorto, ¿qué digo?, Dios por mi boca os exhorta apremiante, a vosotros, los heraldos de Cristo, a suscitar, por incesantes llamadas, a todos los hombres, sea cualquiera la clase a que pertenezcan, caballeros y villanos, ricos y pobres, para que lleven sin tardanza socorros a los cristícolas, para exterminar lejos de las tierras de los nuestros a esa raza funesta.143" Por otra parte, aun en el caso de que el discurso de Clermont se dirigiera al conjunto de los cristianos, ¿cómo se difundió tan rápida y profundamente? Es cosa clara que la difusión de la noticia del llamamiento de Clermont sorprendiese por su rapidez y su efecto inmenso a todos los contemporáneos. Los cronistas más o menos próximos al acontecimiento hacen de Urbano el único predicador de la Cruzada. O bien ven en ello el efecto de la inspiración divina que se extiende por el mundo entero: la fama praeconans dispersa la noticia de que se ha decidido, establecido, en el concilio, una "marcha sobre Jerusalén", y esta noticia conmueve el mundo hasta las islas del mar: los infieles mismos se enteran de ella. Esto es prueba de que "ese itinerario ha sido establecido por Dios y no por el hombre". El espíritu de Dios llena la Tierra. Baudri de Dol dibuja justamente un cuadro muy animado de esta predicación familiar y entusiasta, laica. "Acaba de terminar el concilio, y nos hemos apresurado a regresar a nuestras casas. Los obispos predicaban por doquier y mucho más sencillamente, por doquier también los laicos clamaban la buena nueva; se sembraba a manos llenas la palabra de Dios y cada día aumentaba el número de los hierosolimitanos; los que se quedaban sentíanse avergonzados, y los que se disponían a partir glorificábanse ya de ello públicamente: todos se exhortaban los unos a los otros; en las esquinas, en las encrucijadas, todos hablaban animadamente."144 Ahí está sin duda la verdad: en esos coloquios, en esas predicaciones de uno a otro, en ese contagio de entusiasmo que levanta ejércitos, los lanza a los caminos, animados los unos a los otros. Los que han asistido al concilio cuentan el admirable movimiento en el que, a la palabra del papa, cada cual ha tomado la cruz. "Un gran rumor se extiende por toda Francia... para seguir la vía de Dios." II. LOS "SIGNOS" DE CRUZADA Pero la palabra del hombre no hubiese bastado, de no haber habido el signo de Dios. "Numerosos prodigios aparecieron tanto en los aires como sobre la tierra, los cuales sacudían la modorra de muchos que aun estaban dormidos." Dos historiadores de la Cruzada, Guiberto de Nogent y Ekkehard, llegan incluso hasta dedicar a estos signos milagrosos capítulos especiales en sus

historias145. Y no es que consignen las vocaciones individuales: los historiadores contemporáneos de la primera Cruzada no han sufrido aún la influencia de las leyendas épicas; no creen que la inspiración divina sea la que impulse al individuo a tomar la cruz. Pero, ¡qué facilidad para consignar todos los demás presagios! Son éstos los cometas, los eclipses favorecidos por un retoñar clandestino de la astrología y por los recuerdos del Apocalipsis que pueblan la imaginación de estos hombres del siglo. Es el cortejo trivial de toda efervescencia popular. Dos órdenes de fenómenos, sin embargo, se imponen con más originalidad, como prodigios particulares de la Cruzada. En primer lugar, las cruces. Todos querían ser marcados por el cielo. Guiberto de Nogent nos lo refiere con una ingenuidad bajo la que se trasluce la crítica146. La tradición popular no quería concebir al cruzado sin, el signo de redención marcado en su carne. En Brindisi, naufraga una barca, y se descubre entre los hombros de los ahogados la cruz, signo de la servidumbre de Dios. En los comienzos de 1099, los sarracenos matan a los compañeros de Raimundo de Tolosa: "Todos los muertos llevaban la cruz sobre el hombro derecho". Fenómeno que tal vez sea de mediocre interés en sí mismo, pero que muestra el contagio popular de la idea de Cruzada difundiéndose libremente, garantizada tan sólo por su signo. Esta idea se extiende al margen de toda jerarquía, sin dirección ni regla: la cruz confiere a los laicos un privilegio; la autoridad eclesiástica que en otras épocas se hubiese mostrado muy inquieta, parece tolerar la práctica y permite que se rodee de un prestigio bastante considerable. De la marca de la Cruzada a la estigmatización no hay más que un paso. En el corazón de las multitudes inquietas de los siglos XII y XIII vivirá el recuerdo de estos milagros del siglo anterior: el franciscanismo resucitará el espíritu de la Cruzada. La cruz, por otra parte, marca de predestinación, puede ser también el símbolo de la victoria. Bastan para atestiguarlo esas apariciones de ejércitos celestes o esos encuentros de caballeros en los que el vencedor lleva la cruz como estandarte. La leyenda de la victoria constantiniana revive fácilmente en esas imaginaciones en busca de mitos. Más compleja, religiosa a la vez y casi antropológica, se afirma la segunda serie de prodigios, los signos de migraciones. No son ya el símbolo individual, sino el presagio de una inmensa acción común, la causa sobrenatural de un movimiento colectivo. "El año 1095, en el mes de abril, en la noche del viernes, se vio de pronto caer del cielo pequeños fuegos como estrellas sobre toda la Apulia, que cubrieron toda la superficie de la Tierra; entonces los pueblos de la Galia, y pronto de toda Italia, comenzaron a marchar hacia la tumba del Señor, cargados de armas y llevando sobre su hombro derecho el vexillum crucis"147. Es la predicción del Apocalipsis: las estrellas caen sobre la Tierra, lo mismo que una higuera agitada por el viento arroja acá y allá sus 145

[109], 149. Azotes y prodigios en [110], c. VIII y IX, pp. 17-18. Lib. VII, c. XXXII, [109], 251. 147 Lupus Protosp., Chron., Pertz, SS., V, 51 y Orderic Vital, Hist. eccles., edic. Le Prévost, III, 462. 146

143

144

FOUCHER DE CHARTRES, [104], 324. Cf. B. Leib, [129], pp. 184-185. P. L., t. CLXVI, col. 1069.

higos verdes. Guiberto de Nogent y Baudri de Dol, ingenioso en pruebas, así como Orderic Vital, muy enterado de las predicaciones de Ghislebert, obispo de Lisieux, astrólogo en sus ratos de ocio, lo atestiguan unánimemente .con plena seguridad. La lluvia de estrellas es el signo de la marcha para la gran expedición, la revelación a las multitudes de la Intención divina. He aquí el rasgo nuevo: la lluvia de estrellas anuncia la partida de las multitudes; el signo celeste provoca la migración. Otros prodigios se muestran todavía en el cielo, prefigurando todos una partida del ejército de Dios, una commotio (palabra asombrosa por su aspecto moderno): cometas con espadas de fuego, columnas en llamas que suben en el Occidente. Todos parecen obedecer a un tropismo misterioso, el que ha descrito claramente Ekkehard: "Unas nubes color de sangre surgían tanto en Occidente como en Oriente y parecían precipitarse las unas contra las otras hacia el centro del cielo."148 Como la Jerusalén terrena es el centro del mundo, los prodigios se dirigen hacia la Jerusalén celeste. Es la persistencia de la identificación de las dos Jerusalén, la supervivencia inconsciente en el pueblo de las promesas montanistas, del viejo espejismo apocalíptico. ¿No había anunciado Montano la próxima aparición sobre la tierra de "Jerusalén descendida del cielo"? La promesa encuentra ahora un comienzo de ejecución. Testigos oculares, y paganos, han afirmado que durante cuarenta días y a cada crepúsculo se vio descender del cielo una ciudad y permanecer suspendida en los aires sobre la Judea. Recinto y murallas desaparecían a medida que el día avanzaba. Allí vivirán los Santos durante el período milenario149. Después del cielo, la Tierra: también los animales se ven arrastrados en la migración hierosolimitana. Algunas crónicas hablan, en efecto, de marchas de peces, de ranas, de mariposas, de pájaros. Así como San Francisco invitará más tarde a los pájaros a alabar al Señor, el espíritu de la Cruzada imagina ingenuamente que también se llama a los animales al rescate de la tumba del Señor. ¿O bien se trata simplemente de una imagen? Baudri de Dol ve partir cómo una nube de langostas aquellas enormes, columnas de cruzados 150; Ana Comneno, que no les escatima su desprecio, los muestra precedidos por saltamontes anunciadores, su signo y su imagen. "La venida de tantos pueblos -escribe- fue precedida de saltamontes, que respetaban las cosechas, pero que asolaban las viñas devorándolas." Y un poco después, repite, en el sentido de la mecanización de la imagen: "Cada uno de sus ejércitos iba precedido de una nube de saltamontes...151" Por lo demás, la imagen es apocalíptica. En el capítulo IX del libro inspirado, los saltamontes se cuentan 148

[110], cap. X, p. 18. San Francisco tuvo un día una visión en la que se le aparecieron hombres de todas las razas, afluyendo de cerca y de lejos a la pequeña iglesia de la Porciúncula. Celano, Vita prima, I, cap. XI, 27 y Tres Socii, 56. Considérese también el hecho de que la indulgencia de la Porciúncula es la primera indulgencia desde la de la Cruzada (la cual era la primera desde el origen del cristianismo). 150 Historia Hierosolym., P. L., t. CLXVI, col. 1071. 151 ANA COMNENO, [106], t. II, p. 208. 149

también entre los "azotes de Dios" surgidos del abismo para hacer daño a los hombres que no llevaran el sello de Dios sobre sus frentes, tal como la marca que se imprime con un hierro al rojo el sacerdote simulador de que habla Guiberto de Nogent. III. BANDAS Y JEFES: PEDRO "EL ERMITAÑO". ¿Cuáles son las razas que participan en las marchas de 1096? Las enumeraciones de pueblos son poco frecuentes entre los cronistas e historiadores: Sigiberto de Gembloux, en el año 1096, que no dice nada de la predicación de Clermont, representa como espontáneas las partidas de "pueblos de Occidente... innumerables y movidos por una común aspiración", "que de todas partes acuden, de España, de Provenza, de Aquitania, de Bretaña, de Escocia, de Inglaterra, de Normandía, de Francia, de Lotaringia, de Borgoña, de Germania, de Lombardía, de Apulia y de otros reinos cristianos"152, "cuyos nombres no recuerdo ahora", dirá Ekkehard al final de una enumeración semejante153. Después de la enumeración de dos jefes franceses y germanos, Baudri de Dol cita los países extremos, Inglaterra, las islas, incluso las más lejanas, los bretones, los gascones, Galicia, Venecia, los písanos, los genoveses y todos cuantos habitan las riberas del océano o del Mediterráneo. A menudo, estas indicaciones se precisan para una partida determinada. Así, son los francos de Occidente, Italia o Alemania. Pero el sentimiento es visiblemente unánime. Para todos, la llamada, la obra que hay que realizar, la via Hierosolymitana es de origen divino, profetizada, apocalíptica, y todo cristiano debe ponerse en marcha, sin distinción de condición, edad ni sexo. Esta obligación universal se encuentra fuertemente subrayada en los Annales Augustani154. Muchos parten, se lee en ellos, "impulsados por una incoercible fuerza espiritual". Este sentimiento de fatalismo casi apocalíptico, difundido en todos los cronistas, no admite en la obligación de liberación una distinción de clase; todos parten: artesanos, campesinos y barones. La idea de cruzada de clase será el resultado de una lenta evolución en los hechos y en los sentimientos; para 1096, constituye un flagrante anacronismo. Aunque el pensamiento de Urbano II hubiese sido el de una expedición bien armada y abundantemente provista155, de hecho los primeros que estuvieron preparados partieron: los nobles se tomaron el tiempo necesario para realizar sus bienes, y la primera tropa, una horda innumerable, se componía, de campesinos y de nobles poco acaudalados. Pero otra diferencia; mucho más real, diferencia en el espíritu, debía pronto separar los pobres.. de los señores. Estos partían para aprovechar contra el infiel los ocios que les procuraba la PERTZ, VI, 367. 110 c. VI, p. 16. 154 inevitabili quodam motu mentis compuncti... (PERTZ, III, 134). 155 Omnes... armis et equis omnibusque necessariis abundanter instructi. (Gesta Adhemari, [3], Hist. Occ.; V, 354). 152 153

Tregua de Dios: se trataba de una expedición limitada, de una especie de tempus militiae. Por el contrario, entre el pueblo hay una idea de permanencia en la Tierra Santa. Las tropas de campesinos, de mujeres y de niños han tomado sus precauciones: Guiberto de Nogent, en un pasaje célebre, nos los muestra haciendo herrar sus bueyes y unciéndolos a los carros que llevan a sus familias y sus bienes156. Desde estos carros, los niños, impacientes y fatigados, no bien distinguen un castillo o una ciudad, no cesan de preguntar si se trata de esa Jerusalén hacia la cual los conducen. Y los que ven pasar esos extraños cortejos imaginan un éxodo para la conquista de una tierra prometida y de una estancia afortunada. En Alemania, donde la Cruzada no se ha predicado aún a causa del conflicto entre el papa y el Emperador, las poblaciones se asombran de aquella locura de abandono de unos bienes ciertos por una Jerusalén incierta157. Se explican desde entonces las diferencias entre los ejércitos de los grandes jefes de la Cruzada, y las compañías y las tropas de esas partidas en masa. Baudri de Dol y Guiberto de Nogent, mucho más observadores, más penetrantes que los otros historiadores de la Cruzada, han visto bien, el uno -Baudri- la emoción popular, el contagio de la cruz, el contagio del milagro que se propaga, no sólo a los que no podrían partir si no se les procurasen socorros materiales, sino a todos los populares, incluso las mulierculae, que mostraban cruces misteriosas sobre su carne, todo ese numerus innumerus al que los rumores de milagros, de prodigios, mucho más que la fama de la predicación de Clermont había hecho levantarse y tomar la ruta de Jerusalén158; el otro -Guiberto-, la partida pintoresca, "que casi hace reír" pero que es emocionante en extremo, de esas pobres gentes que han cargado sobre sus carros su pobre fortuna y su familia para su viaje hacia la Terra repromissionis. Hay una categoría de individuos de la sociedad religiosa a la que es particularmente interesante ver mezclarse en este movimiento: los clérigos en ruptura de votos. Algunos habían obtenido de sus abades el permiso de partir, pero la mayoría, como lo nota Baudri de Dol 159, había huido de sus monasterios. Entre esa multitud en marcha, se deslizan también, al menos según la afirmación de escritores posteriores, ladrones y bandoleros: Guiberto de Nogent celebra la gran tranquilidad que se extiende sobre Francia. La purificación de la Cruzada se realiza. Cesan incendios y saqueos: los ladrones se han puesto en marcha para la Cruzada. Con ellos, según ciertas crónicas, caminan mujeres vestidas de hombres; pero estos disfraces impúdicos son probablemente la excepción. Los contemporáneos no han ocultado las causas materiales de este éxodo. Ekkehard, sobre todo, habla de todos los azotes que abruman a los pueblos, y 156 157 158

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Lib. II, c. VI. [3], Hist. Occ., IV; 142. EKKEHARD, [110]; c. IX, 17-18. P. L., t. CLXVI, col. 1070. Ibíd., col. 1070.

en particular los "francos del Occidente". Abandonaron con tanta mayor facilidad sus campos, dice160, cuanto que durante algunos años, unas veces las guerras civiles, otras una mortandad extremada y finalmente el mal de los ardientes, los habían aterrorizado y diezmado. El período de desastre económico que precedió a las marchas de 1096 no ha escapado a ninguno de los contemporáneos; los más comprensivos de ellos lo notan vigorosamente: Sigiberto de Gembloux muestra el hambre creciente, y Guiberto de Nogent pone de relieve el contraste entre el hambre que precedió y la abundancia que siguió a la predicación de la Cruzada. Antes, el trigo era poco abundante a consecuencia de las malas cosechas, y, a consecuencia de las especulaciones de los acaparadores, muy caro. Los pobres llegaban a alimentarse de raíces tiernas. Cuando resonó el grito de la Cruzada, cuando ricos y pobres, acaparadores y miserables, hubieron resuelto partir, todos se desembarazaron de sus bienes a muy bajo precio, como si tuviesen que pagar rescate para salir de la más dura de las prisiones. De la noche a la mañana, artículos innumerables y a vil precio llenaron el mercado, hasta el punto de que, por ejemplo, se encontraban ovejas por cinco dineros. Se vendía, no para enriquecerse, sino al precio que ofrecía el comprador, a fin de poder partir lo más pronto posible, para "no ser el último en la vía de Dios". Y se compraba muy caro lo que podía servir para el camino, vendiéndose muy barato lo que no tenía ninguna utilidad161. Era, dice Guiberto, una especie de milagro. Milagro económico para su espíritu positivo -"todos compraban caro y vendían a bajo precio"-, en tanto que Foucher de Chartres ve en ello una marca de la Providencia divina. Pero lo esencial para esas multitudes cristianas sigue siendo la llamada soberana de la Jerusalén misteriosa, "tierra de promisión", como la designan los cronistas, aun los menos líricos, los menos escritores. En el tiempo en que Enrique IV era emperador de los romanos y Alexis príncipe de Constantinopla, como escribe Ekkehard, en el momento en que los hombres se matan unos a otros, los signos proféticos se multiplican. Son ellos los que nota la observación popular. Entonces, al lado de la predicación regular de Urbano II, limitada tal vez a la clase militar, por trasmisión mutua, por imitación, por contagio, de una manera completamente libre y espontánea, irradia la predicación de las masas. Siguiendo la voluntad del cielo, se organizan verdaderas migraciones. ¡Qué sorpresa, por otra parte, para la Edad Media, este ejército sin general; extremadamente apegada a la jerarquía y al hombre, persuadida de que toda doctrina debe tener un autor responsable y toda expedición un jefe! Los cronistas han puesto, por su propia autoridad, esta commotio bajo el mando de uno de los que se distinguieron después en la Cruzada, un nombre en torno del cual cristaliza la leyenda: Godofredo de Bouillón, Bohemundo, o Pedro el Ermitaño. 160

161

C. VIII, [110], p. 17. GUIBERTO, [109], 141, lib. II, c. VI.

Pero primitivamente aparece como acéfala. Las primeras partidas debieron de realizarse bajo jefes casuales, sin esperar la señal, que, por la autoridad del papa, debía dar el obispo de Puy, Adhemar. Godofredo de Viterbo, que escribe mucho tiempo después de los hechos y un tanto como filósofo de la Historia, refiere que después de los esfuerzos de Urbano II surgían profetas por todas partes, diciendo que ellos eran los apóstoles y los predicadores de Cristo, a la vez que los soldados contra los enemigos de la cruz de Cristo162. Predicadores del llamamiento y soldados podían, pues, confundirse, en la conciencia surgida de las profundidades de su elección total. Estos profetas, no llamaron a todos los fieles en el mismo momento; todas esas multitudes no partieron a la misma hora: los mismos elementos populares que es difícil evaluar se mezclan en las columnas populares y en las columnas de barones. Lo que constituye el gran interés de la persona de Pedro el Ermitaño es que se trata del más famoso -el único conocido más bien- de esos prophetae, predicadores y jefes. Jefe lo fue muy poco a la cabeza de sus bandas indisciplinadas, pero sí predicador o sobre todo profeta. Guiberto de Nogent que lo conoció y juzgó bien, lo define admirablemente en un retrato magistral: "En tanto que los príncipes, a costa de grandes gastos, rodeados de una nube de servidores, hacían minuciosamente y con calma sus preparativos de marcha, el pueblo bajo, desprovisto de recursos aunque muy considerable en cuanto al número, siguió a cierto ermitaño, llamado Pedro, y, mientras estuvieron entre nosotros, le obedecieron como a un amo. Este hombre, nacido en la ciudad de Amiens, si no me equivoco, había llevado, dicen, en el norte de Francia, en hábito de monje, una vida solitaria. Marchó de allí, ignoro con qué intención, y le vimos recorrer ciudades y pueblos, predicando en ellos, rodeado de tan grandes multitudes, colmado de tan grandes presentes, circundado de tal fama de santidad, como jamás se ha honrado a hombre alguno, en lo que yo recuerdo." Se mostraba muy generoso con los pobres, gracias a las limosnas que recibía. Volvía a la honradez, por medio del matrimonio, a las prostitutas, dándoles él mismo una dote; y allí donde surgía una discordia, restablecía con asombrosa autoridad la paz y el acuerdo. Porque todo lo que decía o hacía, parecía como algo misterioso y divino. Y esto hasta el punto de que la gente arrancaba pelos a su mula para hacer reliquias163. Llevaba a raíz de la carne una túnica de lana, debajo de una cogulla, una y otra hasta los pies, y encima de ambas un manto; no llevaba pantalones e iba descalzo, y se alimentaba de vino y de pescado, sin nada de pan o muy poco164. No parece dudoso que predicase un nuevo evangelio, la Cruzada, y una moral de pureza que contribuyó en mucho a su popularidad entre las multitudes. Es curioso comprobar, en efecto, que el Autissiodorensis Chronicon de Roberto cuenta a Pedro el Ermitaño en el número de los fundadores de órdenes, entre 162

Pantheon, PERTZ, XXII, 249. Práctica que se encuentra a menudo con la mula de los peregrinos, o bien con el asno de San Norberto y de los primeros premonstratenses. 164 GUIBERTO, [109] 142. 163

San Bruno, Esteban de Grammont, Roberto de Arbrissel y sus compañeros165. El autor adivina entre ellos un parentesco profundo, una ascesis de pobreza, de predicación, así como su común preocupación de levantar a la mujer pecadora, a esas mulierculae que siguen a la tropa de Pedro y que tuvieron la audacia de mostrar las cruces milagrosas que llevaban sobre su cuerpo. La incertidumbre de los textos, sus contradicciones y su elaboración posterior al momento en que la leyenda se fija, permiten presentar a Pedro como un ermitaño entre los demás, que se puso a predicar la Cruzada después del llamamiento del papa y cuya palabra, en unas regiones de Francia mal determinadas, pero trabajadas por el eremitismo, arrastró a las multitudes. Contra Hagenmeyer y Röhricht, que parecen aceptar muy fácilmente el hecho de que Urbano II hubiese encargado a Roberto de Arbrissel de predicar la cruzada -cuando Baudri de Dol, el biógrafo del santo ermitaño no dice una palabra- y la idea de que Pedro tuvo lugartenientes para encuadrar sus masas, hay que admitir una partida más anárquica de esta Cruzada popular, que llega a Colonia el sábado santo 12 de abril de 1096, con Gauthier de Poissy, los sobrinos de este último, entre ellos Gauthier Sin Hacienda, y algunos otros franceses notables. A partir de este momento, a medida que los instintos guerreros y depredadores de su banda se liberan en la travesía de Europa, se siente disminuir la autoridad de Pedro. En Alberto de Aix, después de haberse visto obligado a la lucha contra los húngaros .y los búlgaros, cuando esperaba de ellos la paz por ser cristianos, se le ve atacar, huir, reprimir, equivocarse, sin llevar ya el sello de la obra inspirada. En Andrinópolis, Pedro encuentra unos enviados del Emperador, encargados de expresarle en nombre de este último el deseo que tiene de verle. Pedro, no bien llega a Constantinopla, es conducido (acompañado de Foucher de Chartres) ante el Emperador. Entra en el palacio sin sentirse intimidado, saluda al Emperador en nombre de Jesucristo, le cuenta detalladamente las pruebas sufridas en el camino de Constantinopla, le dice que va a ser seguido de cerca por príncipes, condes, nobles y poderosos, decididos a marchar sobre Jerusalén. El Emperador, al enterarse de sus designios, le preguntó qué quiere. Pedro le pide que procure a él y a sus compañeros víveres, "diciéndole todo lo que ha perdido por la imprudencia de sus tropas y su falta de sumisión". Alexis, después de haber escuchado esta confesión penitente de Pedro, hizo que le dieran por caridad 200 besantes de oro y que distribuyeran entre sus compañeros un celemín de monedas, dice Tartaron. Es evidentemente un relato de forma un tanto evangélica: Pedro se presenta casi como peregrino pacífico, no hablando de los cruzados sino como de unos peregrinos que van a arrodillarse sobre la tumba del Señor, pidiendo humildemente los medios de subsistir para él y los suyos y recibiendo los donativos del Emperador como si los suyos no estuviesen saqueando a poca distancia de allí.. ¿No es una figura legendaria de Pedro el Ermitaño, y no una figura exacta, histórica, la que se nos da aquí, 165

PERTZ, XXVI, 228.

y el ermitaño ha continuado realmente su sueño piadoso sin ser ya el jefe de banda que nos muestra Alberto de Aix?166 Comoquiera que fuese, cinco días después de su llegada, los compañeros de Pedro, por orden del Emperador, pasaban el Bósforo y marchaban lentamente hacia Nicomedia; en Civitot, los alcanzan los enviados del Emperador, aconsejándoles que no sigan más hacia Nicea y que esperen refuerzos. Detenidos allí dos meses, se desencadenan las codicias: Pedro carece ya de autoridad para impedir el bandidaje, las querellas intestinas y las expediciones de bandas que devastan la región, una de las cuales habría de ser cruelmente castigada por los turcos en Jerigordon. La noticia de este desastre provocó la partida hacia Nicea; el Ermitaño salió para Constantinopla a pedir víveres menos caros. No vio, pues, la matanza, del campo de Civitot, que asolaron los turcos, hostigados por las partidas de cruzados. Si hemos de creer a Ana Comneno, cuando Pedro fue recibido de nuevo por Alexis después de la derrota, se expresó muy severamente respecto de sus compañeros167. Toda esta defensa de Pedro el Ermitaño parece llena de tristeza, de una tristeza, de un desastre moral que le perseguirá, en todo el curso de la Cruzada, haciendo de él un gran decepcionado, cuya duda es visible a continuación en cada uno de sus actos. IV. EXPEDICIONES GERMÁNICAS Y MATANZAS DE JUDÍOS Las vicisitudes de las otras bandas son análogas: Gauthier de Poissy y su sobrino Sin Hacienda, que se separaron de Pedro en Colonia, estuvieron a punto de ser muertos por los búlgaros, por haberse apoderado de unos rebaños, y el sacerdote Gottschalk, con su tropa renana que se entrega a todo género de violencias, rusticano more, dice el cronista, es exterminado por los húngaros. Otras bandas, y el hecho es de otra importancia, religiosa esta vez, no ya simplemente humana, parecen encarnizarse contra los judíos: Foucher de Orléans mata a los judíos de Praga, y toda la primavera de 1096 está marcada por persecuciones contra los judíos, en Metz, en las ciudades renanas, en Suabia, en Babiera y en Bohemia, por donde pasan las bandas de cruzados. Estas matanzas parecen ligadas a un esfuerzo de conversión en masa, en la que los pequeños feudales, liberados de sus ocupaciones por la Tregua de Dios, colaboran con los cruzados para vencer las resistencias de los judíos. En Ratisbona, los bautizan en masa en el río, o bien el obispo de Treves, en cuyo palacio se han refugiado, les explica el Credo y los convierte, para sustraerlos a los perseguidores que les esperan. El movimiento es popular y laico, pues la gente de Iglesia, así como los cronistas en general, censuran esas crueldades gratuitas y esos bautismos no consentidos Las bandas de cruzados quieren destruir en su camino a todos los enemigos de la Iglesia; los judíos lo habían presentido, ya que en los primeros días de diciembre de 1095, los de Francia avisaban a sus correligionarios de orillas 166 167

P. L., t. CLXVI, col. 399-400. [106], 11, p. 212.

del Rin, les enteraban de los preparativos de la cruzada y les aconsejaban ayunos y oraciones para apartar los males que les amenazaban168. Su gran adversario debía ser ese personaje a quien hizo legendario el horror que les inspiraba, el conde Emicho de Leiningen. Escuchemos a Salomón ben Simeón, el narrador de las matanzas: "El día de la nueva luna de Siwan, llegó el conde Emicho, enemigo de todos los judíos, con su gran ejército, y acampó con los cruzados y el pueblo (de los peregrinos) fuera de la ciudad (se trata Maguncia), bajo unas tiendas; porque a su llegada habían cerrado las puertas de la ciudad... Fue el más terrible de todos nuestros opresores; no perdonaba ni a ancianos ni a muchachas y no tenía compasión ni por el sufrimiento, ni por el dolor, ni por la debilidad, ni por la enfermedad…"169 Habiendo entrado en la ciudad, Emicho invadió el palacio del arzobispo en donde se habían refugiado algunos judíos, mató a todos los que no se habían suicidado y quemó el barrio, pues muy pocos aceptaron el bautismo, o prefirieron matarse después de haberlo recibido. Durante los meses de mayo y de junio, las bandas de Emicho se entregaron a matanzas expiatorias; la región renana estuvo bañada en sangre hasta la vuelta de Italia de Enrique IV, quien devolvió a los judíos la seguridad y el libre ejercicio de su culto. Entretanto, el conde, que, según pretende Salomón, se creía designado para llegar a ser jefe de la Cruzada, y que fue indiscutiblemente, un buen jefe militar, se puso en marcha hacia Jerusalén a la cabeza de un ejército teutónico: debía, después de un verdadero asedio de Wieselburgo en Hungría y una derrota casi completa de sus tropas, volverse por donde había venido, para contarse, después en el número de aquellos hombres armados que salían de una montaña cerca de Worms y volvían a entrar en ella a la hora de nona. Eran, dice la leyenda, las almas de los soldados que en vida habían cometido crímenes. Por lo demás, en el momento de la muerte de Emicho, ocurrida hacia 1117, numerosas estrellas cayeron del cielo como gotas de sangre. ¿Simple episodio de la Cruzada en manos de un jefe guerrero y de fabulación legendaria? Quizás no. En el siglo XII, las profecías seudo-sibilinas están muy difundidas entre la población cristiana, entre otras la reedición por el ermitaño Albuino del tratado del Anticristo de Adson, abad de Montier-en-Der, a la reina Gerberga:170 en el tratado -de la primera mitad del siglo X-, que se apropia con toda naturalidad, Albuino ha interpolado un pasaje en el que se dice que el rey de los últimos días, ex Sibyllinis versibus, reinará 112 años, durante los cuales vencerá los 22 reinos de Gog y de Magog, y que bajo su reinado los judíos mismos serán convertidos al Señor...171 Si se compara este pasaje con el texto de Adson, anunciando que el último de los príncipes del Imperio 168

HAGENMEYER, [124], nº 12; RIANT, [9], p. 111; M. MANNHEIMER, Die Judenverfolgungen in Speier, Worms und Mainz, Darmstadt, 1877, p. 11. 169 [124], nº 35. 170 Sobre el ermitaño Albuino, véase WATTENBACH, Deutschlands Geschitsquellen, 6ª edición, I, p. 363, II, p. 512 y MIGNE, P. L., CXXXVIII páginas 185-186.

germánico irá a Jerusalén a deponer su corona y su cetro sobre el monte de los Olivos, la identidad es clara: el rey de los romanos, el descendiente de Carlomagno será el rey de los últimos días. Ahora bien, Emicho tiene revelaciones; se le promete el trono "en el sur de Italia". ¿No se ha presentado como una especie de rey de los últimos días, de personaje apocalíptico, y no es entonces la conversión forzada de los judíos el primer acto de ese reinado según las profecías? Porque esta conversión de los judíos se anuncia en la Edad Media como debiendo formar parte del drama apocalíptico172. En la leyenda Alemana, en fin, Carlomagno saldrá de la montaña, y en el Kyffhäuser es donde Federico Barbarroja espera el día en que recobrará el Imperio sacro. La montaña es el refugio de los reyes de los últimos días para esperar la hora del despertar profetizado: también Emicho expía en su montaña, pero una montaña infernal que está junto a aquella en la que duermen los verdaderos emperadores. Fenómenos análogos se producen en los países renanos, en los comienzos de la segunda Cruzada. El monje Raúl viene a comentar las profecías sibilinas en favor del rey de Francia y a predicar a las multitudes fanatizadas la matanza de los judíos; fue precisa la intervención del obispo de Maguncia y la venida de San Bernardo para reconquistar las multitudes, arrastradas en esa limitación popular de la Cruzada que parece ser esa matanza de judíos. ¿No era posible, en Occidente, sin moverse del lugar y sin sufrir las fatigas del camino, merecer así la tierra de promisión? Solución perezosa, que alcanza, ya él verdadero espíritu de Cruzada, a la vez que esas matanzas, violentas incluso para la sensibilidad de la época, inquietan a los clérigos y se difunden ciertas críticas contra las bandas populares. En su Crónica, escrita hacia 1125, Ekkehard refiere un rasgo de Pedro que no citaba en su Hierosolymita, redactado entre 1112 y 1117: se le trata de hipócrita, parece ser173. Si es prematuro, como quiere Hagenmeyer, hablar de un movimiento de oposición contra los cruzados en Occidente en 1097, se puede notar desde el comienzo del siglo XII algunos juicios severos, y el asombro de algunos frailes ante aquellas bandas heteróclitas de saqueadores. No habían vencido; por otra parte; la mano de Dios no estaba con ellos, y Baudri de Dol, meditando sobre el doble, desastre de Jerigordon y de Civitot, saca una doble lección: la humana y prudente de no proceder a la ligera y tener buenos jefes, y la simple de que antes de atacar al infiel, conviene aplacar al Señor con una confesión general174. 171

El pasaje está tomado del texto sibilino del Seudo-Beda. El texto es de fines del siglo X o de comienzos del XI, P. L., t. CI, col. 1296. 172 Cf. San Gregorio en las Moralia in Hiob, lib. XXXV, c. XIV, sobre los parientes de Job que acuden a comer y a regocijarse con él de su vuelta a la fortuna P. L., t. LXXVI, col. 763-764. 173 Ekkehardi Chronicon Universale, PERTZ, SS., VI, 208. 174 P. L., t. CLXVI, col. 1073.

¿Habrá que encontrar en este último precepto la indicación de un rito qué se hace habitual de la Cruzada? No tenemos más que este único texto y muy dudoso. Es cierto, no obstante, que va a organizarse una liturgia detrás de este hecho nuevo, sin precedente hasta ahora en las luchas contra los infieles, sajones o sarracenos de España: pero lo conocemos demasiado mal, en su alcance y en sus circunstancias, para saber qué rito era. En cuanto a la indulgencia, concedida por el Concilio de Clermont y los concilios de 1096, la primera gran indulgencia antes de la de la Porciúncula, tiene ya toda su reglamentación gracias a los cuidados de la autoridad eclesiástica. Pero es muy poco. Desde el comienzo, la revelación individual prevalece sobre toda disciplina, sobre toda jerarquía, desde las predicaciones en las calles, en las encrucijadas, entre laicos, que tanto impresionaron el ánimo de los contemporáneos, hasta la estigmatización de la cruz, forma de elección particular aparte de todo magisterio regular. Se apoya sobre los ermitaños, al margen de la Iglesia y muy cercanos a ella, especie de santos vivientes y extrajerárquicos, y vive de los pobres. Tanto, que la religión tenderá a hacerse más directa, más francamente colectiva, menos jerárquica, fundándose sobre una nueva "tabla de valores" cristiana, la antigua, con toda la tradición escatológica primitiva. ¿No la encontramos en todas partes, cuando se ponen en movimiento las masas populares? Glaber nos la ha mostrado en 1033 en camino hacia el Oriente para esperar allí al Anticristo, luchar contra él y morir en Tierra Santa. El restablecimiento de la Iglesia cristiana en Jerusalén debe coincidir con el fin de los tiempos, en el reino glorioso del Rey de los Últimos Días, idea heleno-cristiana que repite la tradición libre de la IIª a los Tesalonicenses. Ya no se hablará después del Anticristo; pero ahora es él quien obsesiona el espíritu de estos pobres que se preparan para una marcha definitiva, siguiendo el signo divino marcado en el cielo. Todo el mundo franco-germánico se encuentra agitado por este inmenso movimiento de migración escatológica, inspirado quizás por la necesidad de una renovatio milenaria, la misma que recoge Cristo al comienzo de la Canción de Antioquía, cuando anuncia que al cabo de 1000 años vendrá un pueblo que vengará a los crucificados. Se busca, para la marcha gloriosa., un jefe predestinado, Carlomagno redivivus primero, y ahora ese extraño Emicho de Leiningen que se considera como elegido por revelación y que conducirá el ejército cristiano después de la conversión de los judíos, otra intención escatológica que degenera después en matanza. Soberanos que descenderán de sus montañas para realizar la obra apocalíptica de regeneración, garantizarán al pueblo, por su elección misteriosa, ese triunfo que anuncia ya los presagios traspuestos del libro inspirado: migraciones de saltamontes, caídas de estrellas, oscurecimiento del cielo o aparición de nubes ensangrentadas. El simbolismo de los números, de las fechas, está por doquier en la interpretación de los fenómenos naturales; alimenta el ardor popular que se siente totalmente conducido por la voluntad providencial para unos fines que no pueden ser más que gloriosos y redentores. Los pobres que tienen todo que ganar en la aventura son los

verdaderos espiritualistas de la Cruzada, para el cumplimiento de las profecías.

PARTE SEGUNDA LA PRIMERA CRUZADA CAPITULO PRIMERO LA PRIMERA CRUZADA. LA CRUZADA DE LOS BARONES. I. DE LAS TIERRAS DEL OCCIDENTE AL SITIO DE ANTIOQUÍA: LOS CAMINOS; LAS PRIMERAS PRUEBAS. No se va a hacer aquí la historia de la Cruzada propiamente dicha, regular, oficial, puesta en marcha, al menos en apariencia, a la hora y en el orden fijados por el papa en Clermont. Bastará con situar los hechos para estudiar con más espacio las preocupaciones de las masas, las manifestaciones de la fe colectiva, todo lo que la multitud añade a la fe oficial, todo lo que lleva en sí en cuanto a tradiciones oscuras, en cuanto a subconsciente, en cuanto a herencias que se revelan al choque de los acontecimientos, y dibujar así una historia interna, moral y religiosa de lo anónimo en la Cruzada. Tarea, por otra parte, bastante difícil, ya que es casi imposible conocer los sentimientos y hasta la composición de las masas populares: la historia en la Edad Media se ocupa poco de lo colectivo, sobre todo cuando éste es pueblo. Además, los historiadores de la Cruzada son muy rara vez independientes. Los que siguieron la Cruzada han elegido un héroe: el autor de las Gesta se separa en Antioquía de los ítalo-normandos de Bohemundo, y se va con Raimundo de Saint-Gilles; en cuanto a Foucher de Chartres se dice capellán de Balduino, hermano de Godofredo. Los demás, como Pedro Tudebode, Roberto el Monje, Baudri de Bourgueil o Guiberto de Nogent copian más o menos las Gesta; Alberto de Aix, que escribe hacia 1150, eleva un monumento a la gloria de Godofredo de Bouillon y de los cruzados loreneses. El más útil sigue siendo Ekkehard de Aura, que escribe hacia 1117 el Hierosolymita, después de haber hecho en 1101 el viaje a Tierra Santa: su libro está lleno de informaciones personales; ha consultado a los testigos oculares. Lo cual da gran valor a su relato de los primeros tiempos del reino cristiano de Jerusalén y a sus indicaciones sobre los movimientos populares. Urbano II, en su carta a los príncipes de Flandes 175, había fijado para la partida oficial una fecha, la de la Asunción de 1096, en que la Cruzada debía ponerse en camino a las órdenes de Adhemar, obispo del Puy. Pero Adhemar, a quien se adelantan los jefes de banda, no sale probablemente hasta octubre, al mismo tiempo que Raimundo de Tolosa. Antes que ellos, en agosto de 1096, Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena, y su hermano Balduino, a la cabeza de loreneses, franceses del Norte y alemanes, habían partido para el valle del Danubio, con 10 000 jinetes y 70 000 infantes, si hemos de creer a Ana Comneno 176. Llegados .a Alemania, en el momento en que, contrariamente a lo que dice la leyenda, habían 175 176

Conde RIANT, [9], 220. [106], t. II, p. 220.

terminado las persecuciones contra los judíos, las tropas de Godofredo pudieron ya comprobar en Hungría la mala reputación de la Cruzada: Coloman, instruido por las bandas de Pedro el Ermitaño y de Gottschalk, que habían saqueado y asesinado, pidió rehenes. Por su parte, los franceses del mediodía se reunían en torno de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa. Adhemar de Monteil, legado del papa, acompañaba al ejército con gran número de clérigos. El jefe, antes de partir, había ido a venerar las reliquias de San Roberto en el monasterio de la Chaise-Dieu y había hecho el voto de no regresar jamás a sus Estados. Su capellán, Raimundo de Aguilers, en un relato curioso, vivo, muy ingenuo, muy religioso, de un hombre que ha convivido con los peregrinos y conocido sus emociones, nos cuenta las peripecias de esta Cruzada meridional. Salida de Provenza en octubre de 1096, atraviesa la Italia septentrional y ataca, en un invierno riguroso, la Esclavonia y la Dalmacia. "país desierto, sin caminos, montañoso". La gente del país hostigaba a los que huían y los mataba "como a animales", y luego se escondían en sus montañas abruptas 177. Sobre aquella masa fatigada y acosada velaba sin cesar el conde, el cual, según su cronista, siempre se acostaba el último. Prueba querida por Dios, prosigue Raimundo de Aguilers, a fin de que los salvajes habitantes de la Esclavonia, testigos de las virtudes y de la paciencia de los cruzados, perdiesen algún día su ferocidad o llegasen a ser imperdonables ante el juicio divino. Por otra parte, gracias a Dios, al conde y al obispo, nadie murió de hambre no obstante los rigores de la expedición. El obispo es, en efecto, el otro personaje de leyenda. Denodado en la batalla (delante de Ochrida fue herido por los petchenegas), predica el amor a los pobres y aconseja a los ricos que ayuden a sus hermanos miserables, cuya oración será para ellos todopoderosa ante Dios. Y cuando muere delante de Antioquía, el dolor es inmenso, según los términos mismos del autor de las Gesta, "en toda la milicia de Cristo"178. A fines de abril de 1097, estos franceses del mediodía llegaban delante de Constantinopla, donde Raimundo les había precedido en algunos días. Hasta mayo no llegará a su vez el ejército de los señores de lengua de oil, con Hugo de Vermandois, el hermano del rey Felipe I, príncipe enredador y vanidoso, Roberto Courte-Heuse, duque de Normandía, que acaba de empeñar en 6 666 libras de plata su ducado a su hermano Guillermo el Rojo, y Esteban, conde de Blois y de Chartres. Bendecidos en Luca por Urbano II, llegaron agotados a Apulia en noviembre de 1096, y, careciendo de barcos, Roberto de Normandía y Esteban tuvieron que pasar el invierno en Calabria. Las defecciones, ya numerosas, aumentaron en el momento de la salida para el Epiro por el naufragio de un barco, cargado con cuatrocientos cruzados, cerca de Brindisi. Varios de los que se encontraban en la orilla, aterrorizados por la catástrofe, renunciaron a cumplir su voto, no obstante el signo que se encontró sobre el cuerpo de algunas de las víctimas, la cruz de la redención.. En Bulgaria muchos otros se ahogaron en la travesía de un río. 177 178

[103], 235 y sigs. Cf. [102] ter, pp. 166-167.

El cuarto ejército estaba formado por los normandos de la Italia meridional que iban mandados por Bohemundo y Tancredo, el uno hijo mayor y el otro sobrino de Roberto Guiscard. Ambos habían tomado parte en las expediciones normandas contra el Imperio bizantino, y eran los únicos de todos los cruzados que tenían la práctica de la diplomacia oriental. En septiembre de 1096, los normandos, al terminar su conquista de Italia meridional, sitiaron Amalfi al mando de Roger, conde de Sicilia. Las primeras bandas de cruzados atravesaban la Apulia. Bohemundo, al enterarse de la aproximación de aquella tropa innumerable según el relato elocuente e ingenuo de las Gesta, hizo preguntar qué armas usaban y qué signos de Cristo llevaban sobre sus personas para la marcha y el combate. Le fue respondido que llevaban armas para la lucha, la cruz de Cristo sobre el hombro derecho o entre los dos hombros, y el Deus le volt, Deus le volt, como grito de combate179. No hizo falta más para convertir a los normandos180. Bohemundo y Tancredo toman la cruz y su ejemplo arrastra a. muchos compañeros. Pronto estuvieron a la cabeza de un ejército de 10 000 jinetes y de 20 000 infantes que desembarcaron en noviembre de 1096 en el Epiro. Hacia el 6 de noviembre, Bohemundo acampaba con su ejército en Dropli; se le reunieron después de algunos días de espera todas las tropas normandas, en aquella comarca que conocía bien por haber combatido en ella, en 1083, contra Alexis. "Debemos ser mejores y más humildes que hasta ahora lo hemos sido -recuerda a sus tropas, según el autor de las Gesta-; cuidad de no saquear esta tierra, que pertenece a cristianos, y que nadie reciba más de lo que le es necesario para comer."181 Consejos indispensables, ya que los habitantes negaban el mercado libre a aquellos guerreros en quienes sospechaban intenciones poco pacíficas. Con motivo, por lo demás, ya que las Gesta añaden ingenuamente para disipar esos temores mal fundados: "Nos apoderábamos de los bueyes, de los caballos, de los asnos y de todo lo que nos encontrábamos."182 En último extremo, si había en el camino una colonia hereje, paulicianos o bogomilas sin duda, muy numerosos en la comarca, se incendiaban sus casas. La permanencia en Constantinopla no dejó de suscitar grandes dificultades entre el Emperador y los cruzados. En cuanto un ejército de cruzados franqueaba las fronteras del Imperio, el Emperador le enviaba a sus oficiales encargados de recibir a los que llegaban y prometerles víveres durante la travesía de las tierras del Imperio, pero al mismo tiempo las tropas en marcha debían ir seguidas a distancia por soldados encargados de volverlas al camino derecho cuando se salieran de él para saquear algún pueblo. Tal fue el oficio de los petchenegas, de los que se quejan a cada instante los historiadores de la primera Cruzada, pero que mantuvieron el orden. Por otra parte y a pesar 179

de los esfuerzos de Chalandon, hay que admitir que Alexis hizo cuanto pudo para engañar a los jefes de los ejércitos cruzados. Para evitar el saqueo del Imperio, al lado de la vigilancia de los petchenegas, tenía los mercados, monopolios del Estado a toda amenaza de saqueo, se cerraban los almacenes reales, pero después del juramento de fidelidad, se colmaba al ejército y a los jefes de los dones más fastuosos. ¿No era una ocasión magnífica para utilizar a los cruzados en la restauración de su poder en Asia Menor y en Siria? ¿Por qué no hacer dé la Cruzada oficial la respuesta de Urbano II a la embajada suplicante que el basileus había dirigido a Plasencia?183 Sistema de amenazas y de presentes que redujo, tras de un invierno entero y una derrota, a Godofredo, el primero que llegó. Bohemundo, Roberto Courte-Heuse, Esteban de Blois y los otros jefes se dejaron ganar, algunos como Esteban más por ingenuo deslumbramiento ante los presentes del basileus que por necesidad de alimentar a sus tropas. Tan sólo Raimundo de Saint-Gilles, cuyo ejército había sido particularmente hostigado por los petchenegas (quizá porque había en él elementos menos disciplinados, más pobres que los demás) guardó rencor al Emperador y se negó siempre a prestarle juramento. Por esto, como añade Raimundo de Aguilers, Alexis le dio pocas cosas184. Dueño de sus mercenarios, el Emperador procura utilizarlos. Reconozcámoslo: la verdadera Cruzada no comienza hasta Dorilea (1 de julio de 1097); ante Nicea los cruzados van a combatir por el Emperador de Bizancio. Sus jefes no lo habían comprendido al principio. A lo largo del camino, hasta Nicea, Godofredo y Tancredo habían hecho colocar "cruces de hierro y de madera, sobre estacas..."185 Estaban en la ruta de Jerusalén, como escribía Esteban de Blois a su mujer. Y he aquí la detención forzada ante la primera ciudad sarracena. El celo fue muy grande al principio y los trabajos de asedio conducidos con un orden absolutamente militar. Pero el sitio se fue alargando, hasta las primeras amenazas de hambre. Había bastado, sin embargo, para que el Emperador obtuviese, por negociaciones secretas con los habitantes, la rendición de la ciudad, en la cual los cruzados no entraron, por otra parte. Para calmar a los descontentos, distribuyó el botín ganado a los turcos, ordenó considerables limosnas a los pobres, y, satisfecho en cuanto a sus designios inmediatos, dejó .a la tropa de los cruzados marchar hacia Jerusalén. Primer percance que debía sobre todo iluminar a los príncipes en cuanto a las intenciones del basileus y recordarles su juramento de fidelidad, que renovaron, por otra parte, antes de salir hacia el Sur, a través de la Anatolia. Pero el conflicto de las reglas feudales y de las ambiciones políticas de un Bohemundo no es más que el aspecto externo de la Cruzada. De hecho, en la

180

183

Según [102] ter, pp. 18-19. Con, evidentemente, antiguos hábitos, el llamamiento tradicional del Oriente, como lo nota R. GROUSSET, [39], I, p. 20. 181 [102] ter, pp. 21-23. 182 Id., ibíd., pp. 22-23.

Alexis ha encontrado un historiador comprensivo y que busca las vías de la justicia en B. LEIB, [129]. 184 [103], 238. 185 [102] ter, c. 7, pp. 34-35.

penosa travesía de la Frigia, después de la sorpresa y la victoria de Dorilea, se afirma una atmósfera nueva en la que, estando más.. cerca ya Jerusalén, se pueden sentir las primicias de un espíritu de Cruzada con sus reglas colectivas. En Dorilea, después de las palabras de Bohemundo alentando a los caballeros y dando instrucciones a los infantes, con el fin de que eleven con prudencia y rapidez las tiendas, el cronista de las Gesta Francorum, de la observancia normanda y siciliana, nos muestra el esfuerzo unánime del ejército para resistir al Turco. "Hasta nuestras mujeres -consigna-, que aquel día pos ayudaron considerablemente llevando agua para que bebieran nuestros combatientes y quizás también al no cesar de alentarles al combate y a la defensa."186 Unión moral en el santo combate, a la vez que reflejo de defensa. Por lo demás, lo sobrenatural está muy próximo: el ejército de Dios lucha con los cruzados; toda victoria es querida por Dios o ganada por sus mensajeros, dos guerreros de armas deslumbradoras y de una gran belleza que han conducido al ejército al triunfo187. La exaltación va creciendo así, manifestando un espíritu especial de la cruzada, en el que desempeñan muy gran papel las pruebas soportadas en común, pesando principalmente sobre la clase noble. Se había hecho botín en Nicea y también en Dorilea; pero cuando se adentraron más en las tierras hacia el Sur, los aprovisionamientos no bastaron ya y las ocasiones de saqueo se hicieron cada vez más raras. El hambre y la sed postraban a los cruzados: hombres y animales morían, según el relato asombrosamente circunstanciado de Alberto de Aix, debilitados por un sudor continuo; al sucumbir bajo el calor, los hombres respiraban, con la boca abierta, el poco aire que quedaba. Las aves cautivas, delicias de los grandes y de los nobles, morían de sed en el puño de sus amos, y los perros adiestrados para la caza expiraban en la mano de sus conductores 188. También los caballos caían en gran número, y muchos caballeros tenían que ir a pie. Vendían a quienes los querían escudos y cotas de malla para confundirse pronto con los infantes. Así, la primera prueba del desierto tendía a acercar las condiciones, en tanto que los "grandes jefes", por el contrario, se apartaban de la disciplina, divididos por sus ambiciones: Tancredo y Balduino combatían uno contra otro ante los muros de Tarso, y pronto Balduino, llamado por los armenios, se instalaba en Edesa, fundando el primer principado latino de Oriente y ahora perdido para la Cruzada. Pero el grueso del ejército, tras de haber franqueado el Taurus, llegaba al fin el 21 de octubre ante Antioquía, "ciudad real, capital de toda la Siria, que el Señor Jesucristo había confiado al bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, para que la llevara a la fe santa". El júbilo estalla en el autor de las Gesta, tan poco expansivo de ordinario, para dar gracias al Señor por este primer triunfo de, la Cruzada189.

Sin embargo, al acercarse a Antioquía, muchos jefes no querían comenzar el sitio; la -proximidad del invierno, la dispersión del ejército y su penuria de armas les inquietaban, así como la dificultad de la empresa, pues la ciudad con sus cuatrocientas torres era casi tan fuerte como Constantinopla. A lo cual Raimundo de Saint-Gilles y algunos otros respondían que habían ido llevados por la inspiración de Dios, que por su misericordia se había tomado Nicea y vencido ya a los turcos; que no había, pues, que temer "ni el lugar ni el momento", y que había que comenzar el sitio. Prevaleció esta opinión de optimismo religioso, y bajo los muros de Antioquía se instaló una multitud heteróclita. No había en ella nada de un ejército feudal: abundaban los pobres; tanto entre las tropas de Pedro el Ermitaño como en el ejército de Raimundo de Saint-Gilles, o caballeros obligados en la travesía de Asia Menor a vender sus armas, sus caballos y a cargar sobre cabras sus bagajes. Masa sin historia evidentemente, pero cuya realidad se transparenta constantemente en los cronistas al servicio dé las políticas. Limosnas, distribuciones a los pobres, exhortaciones del obispo del Puy, "socorros de los pobres", a cada instante se entrevé la solicitud interesada, a veces religiosa, de los grandes por aquella horda a la que han ido a fundirse probablemente muchos de los primeros contingentes anárquicos, que llegaron a fuerza de rapiñas hasta el Asia Menor. En medio de ellos ahora, los cristianos armenios y sirios que el emir Siyan expulsara de Antioquía, al acercarse los cruzados, aportan su exaltación oriental, sus, creencias, sus leyendas y sus hábitos de tráfico. Atmósfera singularmente propicia a la efervescencia religiosa, cuando la desmoralización y el hambre vienen a añadirse. Estas eran fatales, hasta tal punto carecía de espíritu estratégico el ejército cruzado: con excepción de Raimundo de Saint-Gilles, siempre enardecido, los jefes no sabían ni atacar ni cercar190. Tampoco eran capaces de obrar de común acuerdo y de practicar una política de las subsistencias para prolongar la asombrosa abundancia en la que viviera el ejército durante las primeras semanas del sitio. La crisis moral se Afirma con aquellas tropas que combaten a su capricho, con las salidas casi continuas de los turcos y los primeros efectos del frío. Los propios jefes pierden espíritu militar: uno deja el campo para ir a saquear, otro por cansancio. Raimundo de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon caen enfermos. Cercana la Navidad de 1097, comienzan a escasear los aprovisionamientos. Para procurarse víveres, habrá que ir a buscarlos a distancias de cuarenta y cincuenta millas y mantener constantes escaramuzas contra los turcos. Pronto, los asaltantes tendrían que contentarse con troncos de legumbres secas, con cardos que no se podían cocer por falta de leña. Se habían comido todos los animales. Y por si era poco, la lluvia pudría las tiendas. No había alimento, ni había abrigo.

186

[102] ter, c. 9, p. 47. [103], 240: "...sed nos non vidimus", subraya Raimundo de Aguilers.. 188 ALBERTO DE Aix, Historia Hierosolymitanae expeditionis, lib. III, c. II. Y. L., t. CLXVI, col. 437-438. 189 [102] ter, c. 11, p. 65. 187

190

Característico e impresionante, el texto de Alberto de Aix, III, 17, consignando el silencio de la ciudad durante más de quince días. Nada se movía en la ciudad cerrada; los cruzados tampoco.

II. EL EJÉRCITO CRUZADO EN EL SITIO DE ANTIOQUÍA: LOS POBRES, LOS TAFURES Y LA "CRISIS" ESCATOLÓGICA. Era inevitable que lo sobrenatural, la idea del prodigio latente se difundiera entre aquella multitud, tan pronto sobreexcitada por las privaciones, siempre desconfiada (como lo prueba su odio contra el enviado del Emperador), tan pronto abatida, desmoralizada. El 30 de diciembre de 1097, se ve una fuerte aurora boreal en Antioquía y en Edesa. Al mismo tiempo, se experimentan violentos temblores de tierra. Una cruz de marfil se dibuja en el cielo, marca de una atención divina, mucha más clara que el signo de dirección que habían advertido, al decir de Foucher de Chartres191, los cruzados delante de Heraclea, una espada deslumbradora apuntando hacia el Oriente. Quizás es desde este momento desde el que hay que datar el comienzo del movimiento místico que se manifestó entre los cruzados provenzales y cuya peripecia esencial será más tarde la invención de la Santa Lanza. Raimundo de Aguilers sitúa en la misma noche que la aurora boreal y el temblor de tierra, la aparición del apóstol San Andrés a Pedro Bartolomé. En todo caso, los fenómenos del 30 de diciembre provocaron en el clero y probablemente en la multitud un movimiento de emoción lo bastante intenso para que Adhemar del Puy prescribiese inmediatamente un ayuno de tres días a los cruzados acampados delante de Antioquía, oraciones y limosnas. Es el anuncio de una santificación general por la cual se veda todo comercio y todo tráfico de dinero, así como las obras de la carne, hasta el punto de que se alejó a las mujeres del campo192. Pero Dios no se aplaca. El hambre sigue reinando, y a lo que parece, llega a su paroxismo hacia mediados de enero. Los pobres, acosados entre los turcos y un mar para ellos inhospitalario, se sienten acometidos de pánico; muchos huyen; incluso, entre ellos, un día, Pedro el Ermitaño, con Guillermo el Carpintero, vizconde de Melun, profesional de la huida. De esta defección, que podría significar la quiebra del antiguo ideal, nos es difícil averiguar las causas: la mayoría de los cronistas la ignoran; sólo la menciona el autor de las Gesta, y la recoge la tradición de inspiración normanda, como, por ejemplo, Guiberto de Nogent, el único que se indigna de tal cobardía. De hecho, Pedro ha perdido su puesto de primer plano; vive, como lo ha notado Paulino Paris193, con "los truhanes, los bribones", con esa gente baja cuyos movimientos nos escapan ante la inercia impotente de los jefes. Sin embargo, se les entrevé a veces en la Canción de Antioquía, como en la asombrosa escena en la que el trovador Ricardo nos muestra a Pedro el Ermitaño

191

[104], 337. RÖHRICHT, [126] p. 117; Raimundo DE AGUILERS, [103], 245. Análisis del "decretum populi Dei" en Alberto DE AIX, lib. III, c. 57 P. L., t. CLXVI, col. 471-472 y FOUCHER DE CHARTRES, I, c. 15, [104], 339-341. 193 [114], t I, p. 14. 192

aconsejando a los tafures que han acudido en tropel ante su tienda que devoren a los turcos cuyos cadáveres están allí194. ¿Qué son exactamente estos tafures, que van descalzos y se alimentan a menudo de hierbas y de raíces? Una tropa de ataque, siempre en vanguardia, especializada como lo estarán un poco más tarde los ribaldos de Felipe Augusto, hombres que llevan una existencia muy ruda, que asustan a los turcos por su mismo salvajismo, y entre los cuales parece no haber sido raros los casos de canibalismo. Si no se puede hacer, con Pigeonneau 195, de su jefe, el rey Tafur, una personificación de los villanos, de los campesinos y de los siervos, como Godofredo o Roldán representan la caballería, hay que reconocer que la leyenda acumula en torno de él los rasgos de pobreza. Las Gesta nos lo presentan como un caballero sin señorío, convertido en peón, que obliga a su tropa de vagabundos y de errantes a la más estricta pobreza: del mismo modo que no pueden llevar armas, los tafures no deben guardar la menor moneda. Todos aquellos en los que al Rey le parece encontrar afición a tal vida de privación y de lucha pueden ingresar en la tropa: el Rey los recibe con gusto. Así, la regla primera para. entrar en ese cuerpo de elección -la Canción de Antioquía, favorable evidentemente a los príncipes atestigua su valor- parecía ser la de una absoluta pobreza. Y no deja de tener importancia comprobar el lugar que ocupan esos descamisados sin armas en la leyenda: se les ve aparecer por primera vez bajo los muros de Nicea, y allí cargan después de los caballeros y en pos del obispo del Puy. En el sitio de Antioquía su fama aumenta; los príncipes tienen que proclamar a veces su admiración y, cuando los tafures, por consejo de Pedro han devorado muchos turcos, todos los jefes vienen al encuentro de su Rey, manifestándole todo género de consideraciones, y Bohemundo tiene que confesar al emir de Antioquía, que deja transparentar la emoción religiosa que domina a los turcos: "El rey Tafur no puede ser domeñado por todos nosotros juntos." Utilizados para las misiones particularmente inhumanas y probablemente también para desmoralizar a los sitiados con el espectáculo de sus excesos, los príncipes tienen que contar con ellos, y cuando Bohemundo se hace introducir por un renegado armenio en Antioquía, en la noche del 2 al 3 de junio, nadie puede impedirles que se arrojen sobre los paganos y sobre las bellas sarracenas. "Esto desagradó a Jesús, el Rey del Paraíso", nota al paso con un pensamiento indulgente el autor de la canción196. No todos los soldados de baja extracción que hay en el ejército son ciertamente tafures. Pero es lo cierto, por otra parte, que el cronista provenzal Raimundo de Aguilers, que sigue siendo nuestra fuente más útil para conocer la vida de los pobres en la Cruzada y para penetrar, por encima de las querellas de los jefes, en la psicología del ejército, refiere con muchos detalles y a veces con complacencia las escenas de crueldad, los episodios de cabezas cortadas. A veces incluso saca de ello una lección, como cuando, 194 195 196

Canto V, estrofas 1 y 2. H. PIGEONNEAU, [155], p. 77. [114], canto VI, estrofa 35, II, 128.

después de la victoria del lago de Antioquía, cien o doscientas cabezas de turcos son llevadas ante la tienda de los enviados del califa de Egipto: era un testimonio de la fuerza de Dios, y de cómo puede con sus pobres castigar a los más poderosos tiranos197. En esta sensibilidad colectiva exacerbada por las privaciones y la lucha, lo horrible se convierte en extraordinario y en la prueba de una atención divina, a la vez que la masa sin historia encuentra su primera gloria en ese Oriente legendario combatiendo por su Dios. Naturalmente, los instintos se desencadenan y como los humildes creen hacer obra pía exterminando al infiel, saquean con frenesí para restablecer los derechos del Señor, con la imaginación trastornada por aquel amontonamiento de riquezas: "Era realmente muy curioso -cuenta Raimundo de Aguilers- el ver a algunos pobres de vuelta del combate; unos recorrían las tiendas a caballo para mostrar sus riquezas a sus compañeros de pobreza; otros, habiéndose revestido con dos o tres trajes de seda, glorificaban a Dios, dispensador de la victoria y del botín; otros, en fin, con tres o cuatro broqueles, exhibían gozosamente los trofeos de la victoria.198" Nada es sagrado para ellos, ni siquiera las tumbas, que abren a porfía, ya que el infiel está fuera de las leyes de la Naturaleza. Terrible espíritu de guerra santa, informado por esa armonía entre los instintos salvajes y la llamada de defensa religiosa, es la primera manifestación, lógicamente humana, de la Cruzada colectiva, enfrentada ahora con el Turco. Es entre los pobres donde lo encontramos más claramente marcado, porque el cronista, muy ocupado por las rivalidades políticas de los grandes, no se preocupa en absoluto de exagerar todavía su historia. Además la guerra era su oficio, y en ella siguen las reglas como hombres de poca fe, en tanto que los pobres no disponen más que del exceso, del desencadenamiento de sus violencias para manifestar al Señor su total servidumbre. La Cruzada verdaderamente vivida debía ser de exterminio. En tanto que hecho de vida religiosa colectiva, hubiese podido detenerse ahí si el adversario hubiese sido más fácil. Pero la conquista de Antioquía, el 3 de junio de 1098, está lejos de mejorar la situación de los cruzados. Esteban de Blois se había marchado hacia Alejandreta para dejar realizar a Bohemundo sus planes ambiciosos, y éste solo ya, herido, no puede conquistar la ciudadela en la que los turcos siguen resistiendo, cuando el ejército de Kerbogath, emir de Mosul, llega el 7 de junio a cercar la ciudad. Cogido entre los infieles, sin aprovisionamiento posible por el lado del mar, el ejército de los cruzados, en esta segunda parte de sitio, se encuentra dominado por una especie de locura obsesiva. A partir de los primeros combates, hay deserciones dramáticas por entre las rocas hacia el mar, rumores sobre la huída de los jefes, movimientos populares hacia el puerto, hambre, y la materia humana se agita, atormentada por el terror. Aquí termina, puede decirse, en esta prueba extrema, la primera fase de la Cruzada: un pensamiento de conjunto, religioso sin duda, pero realizado por 197

[102] ter, 86-87, mencionan solamente el hecho. El comentario en Raimundo DE AGUILERS, [103], 247. 198 [103], 249.

hombres con su arte o su fuerza propia, va a desaparecer para dejar lugar a la acción sobrenatural, gobernando a las masas a su antojo por la visión y la revelación. Desde el comienzo de la Cruzada, en efecto, si bien los signos son muy difundidos, colectivos, no hay revelaciones individuales o son muy raras y probablemente no tuvieron influencia sobre la leyenda de los personajes, como la vocación de Pedro el Ermitaño, o las revelaciones de Emicho, que se creía, según Ekkehard, un nuevo Saúl. Tampoco se habla en los historiadores primitivos de la Cruzada de visiones individuales ni para Godofredo, ni para Bohemundo, ni aun para Raimundo de Saint-Gilles, al menos al comienzo de la campaña. Por otra parte, era un momento poco favorable para las cosas individuales el del arranque de este amplio movimiento en el que todos y cada uno son inspirados y se predican mutuamente la guerra santa. Las cruces aparecen en los cielos, visibles a todos, y sobre la carne de cada uno. Guiberto de Nogent nos habla de un sacerdote que tuvo una revelación divina y que lleva una cruz en la frente, caso que debía ser cotidiano. Durante toda la parte de la campaña anterior a la llegada a Asia Menor, no hay por decirlo así nada en cuanto a revelaciones. Nada en la travesía de los países danubianos, nada en Constantinopla; el ejército es temporal, y su marcha está desprovista de todo elemento sobrenatural, especialmente de lo sobrenatural que implique una idea de revelación general. Raimundo de Saint-Gilles cae enfermo en el momento en que se aproximan a Antioquía, y tiene una visión (indirecta ya que es un tercero quien se la refiere): según dice Raimundo de Aguilers, unos santos acuden a combatir a la vanguardia de los cruzados199. Pero aparte de que los historiadores no se muestran unánimes en referir estos hechos, que emanan sobre todo de un grupo distinto en el ejército (el contingente provenzal), no se pueden considerar las apariciones de santos guerreros como revelaciones. Durante toda la duración del sitio de Antioquía (al cual fueron conducidos divina inspiratione, según dice Raimundo de Aguilers200, aunque esta opinión parece personal de Raimundo de Saint-Gilles, y a causa de una revelación caracterizada, visible, ya que los otros jefes vacilan), apenas si hay otra cosa que los fenómenos meteorológicos naturales, que se consideran como revelación, indicación de una voluntad divina, sobre todo la aurora boreal y el temblor de tierra del 30 de diciembre. Como es sabido, la emoción fue muy considerable. Pero después, ni los trabajos del asedio, ni los diversos combates, ni la muy prosaica toma de Antioquía van precedidos de revelaciones. Las leyendas que rodean la toma de Antioquía están evidentemente injertadas sobre el fondo histórico y no tienen lugar alguno en la trama extremadamente simple de las Gesta, en las que no se encuentra, por otra parte, entre la salida de los cruzados y la aparición de Cristo y de la Virgen al sacerdote Esteban, es decir, de agosto de 1096 a junio de 1098 (-probablemente 4 de junio-), rastro alguno de sobrenatural. La exaltación religiosa no produjo, pues, un efecto 199 200

[103]; 241 y 240 (cap. IV: es el capítulo de lo sobrenatural). Per Dei inspirationem, dice el propio conde, [103], 241.

exterior, no se concretó, no dio su impulso principal hasta el momento trágico en que los cristianos se encontraron presos entre el ejército de Kerbogath y la guarnición de la ciudadela, cogidos entre la matanza por los turcos y la muerte por el hambre, cuando el ejército de los cruzados se vio desembarazado de los elementos desmoralizadores por la huida de muchos "hombres de poca fe". En este momento comienzan las revelaciones de carácter colectivo por su objeto e individual por su origen: las profecías. Es una transformación profunda la que se anuncia en el espíritu mismo de la Cruzada. En todo el Occidente la Cruzada partió arrastrada por móviles escatológicos: la idea de la próxima venida del Anticristo, la conquista de los últimos días, la creencia de la permanencia de los santos en Jerusalén. Mucho más que un acto de la ambición humana, que una necesidad de conquista -que no se logra explicar obstinándose en interpretar la historia con las reglas de la filosofía individual-, es un hecho social, es decir, la realización colectiva de una doctrina teológica. Evidentemente, no todos participan en ella en el mismo grado, ni hay unanimidad: los grandes se encuentran solicitados a la vez por la necesidad religiosa del conjunto, la idea de la peregrinación armada y sus hábitos de conquista personales; otros, como Emicho, viven de la realización apocalíptica; en cuanto al pueblo, plenamente, marcha hacia Jerusalén para realizar su salvación, impulsado por una fuerza tanto más poderosa cuanto más misteriosa es. Hecho religioso de redención, llevado a cabo por una migración colectiva, así podía ser definida la Cruzada, en la psicosis de las expediciones. Así seguirá siendo, sobre poco más o menos, hasta los días decisivos del sitio de Antioquía en los alrededores de junio de 1098. Todo se realizará en la obsesión de ese extraordinario divino, con crisis, y ya sin la hermosa seguridad de los comienzos en las victorias predichas de toda la eternidad sobre el plano del mundo. Al mismo tiempo, el objetivo de la Cruzada se precisa, se humaniza, delimitación clara de un. fin absolutamente terreno sin la fuerza de una redención religiosa: va a tratarse de liberar la tumba de Cristo y de hacer una peregrinación armada a las reliquias de la Pasión. El determinismo escatológico, inmensa fuerza que conduce a la colectividad cristiana a su salvación, ha dejado ya de jugar: el cruzado ha vuelto a ser hombre, consciente de sus intenciones y de sus medios, pero es, cuando surge la dificultad, para abandonarse a la manifestación contingente y siempre propicia a la voluntad de Dios. No hay en esto nada de asombroso: la esperanza salvadora vivida por esas multitudes atormentadas, fuera de todos los marcos eclesiásticos, debía perder intensidad a medida que se aproximaba el objeto, sobre todo bajo la prueba de los sufrimientos de la interminable marcha. Y no obstante, la esperanza, la atracción de Jerusalén vive en esas masas populares. Hasta el sitio de Antioquía, la Cruzada de los barones, la que ha constituido hasta ahora la Cruzada de la historia, ha sido una expedición militar, de intenciones religiosas lejanas, pero de objetivos políticos precisos. Esa masa efervescente y dolorosa, de la cual se va a servir ahora, en contacto con la cual va a vivir, a la cual se acerca cada día más por aquellos que van perdiendo su caballería,

les recordará constantemente su vocación inicial y el gran impulso de las partidas. El procedimiento cambiará pero la necesidad sigue siendo religiosa. Necesitaban mucho los grandes la prueba de Antioquía para que la Cruzada recóbrase su verdadero sentido: la realización del discurso de Urbano II y la desaparición de la gran inquietud que desde hacia cerca de medio siglo, pesaba sobre el Occidente.

CAPITULO II VISIONES Y PROFECÍAS I LA SANTA LANZA Y LA VICTORIA DE ANTIOQUÍA En la mañana del 11 de junio de 1098, el sacerdote Esteban acude a informar a los príncipes cruzados de que, la noche anterior, se le ha aparecido Jesucristo, ordenándole que les diga que tengan confianza en su Señor. A esto, los príncipes declaran que morirán en Antioquía antes que huir201. La víspera, en efecto, los turcos habían librado a los cruzados un terrible combate cerca de la ciudadela de Antioquía, y aquella misma noche, consecuencia moral inmediata, el número de los que habían huido desesperando de todo, había adquirido proporciones considerables: se acusaba a los príncipes de traición; todos los rumores atenaceaban aquella multitud aterrorizada: reunidos en una iglesia, sacerdotes y legos, dice el cronista, lloraban esperando la irrupción inminente de los turcos. ¿No era necesaria la revelación de Cristo, manifestando la protección divina? Algunas apariciones del Señor habían permitido, si hemos de creer a Foucher de Chartres202, retener a unos cruzados que se marchaban, pero ante las proporciones del desastre, se hacía necesaria una visión más resonante, precisamente la de Esteban, que había de reducir las huidas y tranquilizar a los vacilantes. Léanse los cronistas en efecto: el acto es solemne y compromete al ejército entero. "Los príncipes juraron no dejar Antioquía, ni salir de ella como no fuera por el común consentimiento de todos."203 Si se releen, por otra parte, los dos relatos que, con diferencias de detalle, dan Raimundo de Aguilers y las Gesta, impresionan algunos elementos comunes, que caracterizan aquella visión esencial. El Señor emplea en ambos textos el mismo signo de reconocimiento. Cuando el visionario se asombra ante aquella aparición de una belleza, deslumbradora, comienza poco a poco a brillar una cruz sobre ella, marcando el Cristo redentor. Y en todas partes manifiesta el Señor su cólera. En las Gesta, Cristo, tras de haber mostrado al sacerdote los signos de su Providencia en socorro de los cruzados hasta delante de Antioquía, reprocha con violencia a sus tropas sus pecados, sobre todo los de la carne, cuyo intenso hedor sube hasta el cielo 204. Menos colérico, pero también severo, el Cristo de Raimundo de Aguilers, tras de haber preguntado a Esteban quién era el jefe del ejército y haberse enterado de que no lo había, y sí únicamente una autoridad moral, la del obispo, prosigue: "Dirás esto al obispo: Ese pueblo al obrar mal me ha alejado de él. Es preciso que le repitas esta palabra del Señor: Volved a mí y yo volveré á vosotros." La Virgen intercesora, acompañada de San Pedro en las Gesta, implora el perdón 201 202 203 204

[124], 279; RÖHRICHT, [126], 143-144. [104], 346. R. DE AGUILERS, [103], 156. [102]ter, pp. 129-131.

de los cruzados, pero Cristo sigue mudo 205. Sin embargo, en los dos relatos anuncia, para de allí a cinco días, un socorro sobrenatural, cuando la santificación, objeto incesante de los esfuerzos de Adhemar de Monteil, haya purificado el ejército culpable206. Así, la visión de Esteban es una explicación del sufrimiento por el pecado, una exhortación a la penitencia, con ritos que precisan las Gesta, la obligación de cantar cada día el responso Congregati sunt, y la promesa condicional de la victoria. Eco indiscutible del pensamiento reformador del obispo del Puy, designado expresamente en Raimundo como el jefe moral del ejército, parece no haber tenido como consecuencia práctica más que el juramento de los jefes, a vida o muerte, de no huir. Limitada al consejo de los príncipes y al mundo de los caballeros, no podía ser más que el preludio de esa manifestación divina de la que el ejército entero tenía necesidad, próxima, de recuerdo durable y lo más posiblemente materializado, sin repetición de las prescripciones religiosas tradicionales, ya que lo propio del milagro es lo extraordinario. Tal debía ser el descubrimiento de la Santa Lanza, complejo de acontecimientos milagrosos que marca la segunda parte del sitio de Antioquía y la evolución interior del espíritu de Cruzada. Estudio que sería peligroso aislar, como un tema de mitografía abstracta, de los acontecimientos: todo depende aquí de ellos y ellos a su vez de las visiones. Hay una transmisión del acto al símbolo y del símbolo al acto. Cierto es, por otra parte, que todo se crea, se utiliza, se modifica en esta materia por y para los partidos, que, desde este momento se disputan la supremacía del ejército de los cruzados, en el que, según la frase del sacerdote Esteban en el texto de Raimundo, "jamás hubo amo"207, fuera del legado del papa, cuyo ascendiente fue real. Hasta el punto de que después de haber establecido el texto hagiográfico de los milagros, hay que interpretarlo sin cesar en conexión con el hecho cotidiano de la Cruzada, para descubrir el verdadero fenómeno de elaboración colectiva y continua. La principal fuente sigue siendo, por otra parte, ese Raimundo de Aguilers, capellán del conde de Tolosa, al que Paulino Paris ha declarado peligroso, y Klein, un simple embustero208, o bien -tal es el pensamiento de Sybel y de Molinier- autor de un libro escrito tan sólo para justificar el descubrimiento de la Santa Lanza. Juicios demasiado severos que no quieren fijarse en dos detalles precisos sobre la marcha del ejército y los diferentes combates, R. DE AGUILERS, [103], 256. Adviértase que existe una tercera forma de la leyenda, la de Alberto de Aix, quien refiere el relato delante de Antioquía, por un fraile lombardo, de una revelación de Ambrosio obispo de Milán a un sacerdote italiano sobre el sentido de la Cruzada y la certeza de tomar Jerusalén (Historia Hierosolymitanae expeditionis IV, 38 P. L., t. CLXVI, col. 501). La segunda forma es la de las visiones diseminadas, según el relato de Foucher de Chartres. 207 R. DE AGUILERS, [103] 256. 208 KLEIN, Raimund von Aguilers, Berlín, 1892. 205

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librados sin preocupación exclusiva de la Santa Lanza: en toda la primera parte, no se hace alusión a ella. Y por lo demás, esos milagros, esos prodigios están de acuerdo con la índole del libro, que es realmente un relato de las Gesta dei per Francos, sobre todo si esos francos son provenzales. El libro de Raimundo contiene, en efecto, una historia sobrenatural de la Cruzada, pero no una historia de la Cruzada orientada hacia la Santa Lanza. No es hasta la noche de la gran batalla del 10 de junio, en que el pánico y la desesperación acometen a los cristianos, cuando un pobre campesino provenzal, Pedro Bartolomé, va a ver a Raimundo de Saint-Gilles y al obispo del Puy para confiarles una visión ya antigua que él, en su humildad, no se había atrevido a confiar a los grandes209. Se le había aparecido San Andrés y le había revelado el lugar en que se encontraba en Antioquía la Lanza que traspasara el costado del Señor; no podría ir a recogerla para llevársela al conde, como talismán de victoria, hasta que no fuera tomada la ciudad. Apremiado por manifestaciones sucesivas del santo, había hecho al fin violencia a su pobreza, contándoselo todo a los jefes. Primero, la primera visión, cuando tembló la. tierra, el 30 de diciembre: dos hombres vestidos de blanco deslumbrador se le aparecieron, uno de los cuales era joven, alto, más hermoso que los hijos de los hombres; éste permaneció mudo. Fue su compañero quien habló, de más edad, estatura mediana, cabellos rojizos y blancos, de ojos negros y barba blanca: era el apóstol Andrés y lee aquí lo que dijo al campesino prosternado: "Reúne al obispo del Puy, al conde de Saint-Gilles y a Pedro Raimundo de Hautpoul (uno de los íntimos del conde) y diles: ¿Por qué ha dejado el obispo de predicar y de signar al pueblo con la cruz que lleva delante de él?" Hecha esta advertencia, condujo a Pedro a la iglesia de San Pedro, para mostrarle la lanza que debería entregar al conde, pero sólo cuando éste hubiese tomado la ciudad. ¿Cómo un pobre hombre, al volver en sí, podía acercarse a la grandeza del conde para hacerle conocer la voluntad del apóstol? Así, pues, calló, pero el santo velaba. Nueva aparición el 10 de febrero. Pedro alega su pobreza. ¡Cómo!, responde el apóstol, ¿no sabes, entonces, que Dios ha escogido a los pobres designándolos como sus santos para cumplir su voluntad? "Vosotros aventajáis, en efecto, en méritos y en gracia, a todos los que os preceden y a los que vendrán después de vosotros, lo mismo que el oro vale más que la plata."210 Esta vez, Pedro, aunque herido en la vista por no haber seguido los mandatos del apóstol, vuelve a pecar por respeto humano: teme ir al encuentro del obispo y del conde, pues se le acusará de haber inventado la visión para conseguir dinero y alimento. Guarda, pues, su secreto, pero el apóstol le hostiga con apariciones sucesivas, hasta esta última a la que ya no puede resistirse. Apenas ha acabado de hablar, justifica sus vacilaciones: el obispo no da importancia afina a su relato; tan sólo el conde le ha escuchado con profunda atención y se le confía a su capellán Raimundo para que vele por él. Helo convertido ya en el hombre del partido provenzal, lo cual se merece, al

parecer, si seguimos el relato del cronista tolosano, mucho más circunstanciado que las Gesta, muy breves sobre estas apariciones y que ignoran tanto el origen provenzal de Pedro como el lugar del conde de Tolosa en la visión. Manifiestamente la gesta normanda no quiere retener más que un relato esquemático, sin descripción complacida de las apariciones; suprime también a los jefes, ya que el peregrino Pedro, después de haberse enterado del lugar en que está escondida la lanza, va a contar su visión a sus compañeros, hominibus nostris, dice la crónica. Todos se burlan de su ingenuidad y se mantienen incrédulos. Es entonces cuando, a guisa de prueba, cuenta Pedro una visión anterior y que se parece en todos sus puntos a la del sacerdote Esteban, anunciando como ella, para dentro de cinco días, el talismán de la victoria. Relación que da todo su significado histórico y religioso al relato de Raimundo de Aguilers: en él, por el contrario, las visiones de Pedro forman un todo, independientemente de las apariciones en las que el Señor hablaba de su misericordia próxima, con su lógica interna, su progreso psicológico, y sobre todo su preocupación de atribuir al conde de Tolosa la mejor parte. A él pertenecerá la Lanza cuando haya conquistado la ciudad; él será quien debe, cuando haya llegado al río Jordán, según lo prescribe San Andrés en una de las últimas apariciones 211, vestirse una camisa y unas bragas de lino y asperjarse con el agua del río, purificarse en cierto modo en un bautismo místico. Es un personaje elegido, casi mesiánico. La visión de Pedro, de elementos maravillosos un tanto toscos, esencialmente laica, debe precisar esa vocación sobrenatural, en tanto que la visión del sacerdote Esteban, la que ha provocado el juramento colectivo, en la cual no se ha tratado de la Lanza, y cuya forma es más equilibrada, casi litúrgica y terminando en una penitencia, podría muy bien ser la del partido del obispo. En la visión de la Santa Lanza, no tienen parte alguna la liturgia, el culto ni la disciplina. El partido raimundiano ha encontrado al fin su designación providencial, ya que el conde de Tolosa es el príncipe más limosnero del ejército. No podía tardar en prevalecer, y la noche del 14 de junio, después de un golpe de audacia de Bohemundo, el cual, para restablecer su autoridad, había hecho prender fuego, el 12 de junio, a una parte entera de la ciudad, se descubre la Santa Lanza en la iglesia de San Pedro de Antioquía. Habían ido al templo guiados por Pedro Bartolomé; no había más que doce personas, cifras de elección que consigna cuidadosamente Raimundo de Aguilers212, entre las cuales se contaban el obispo de Orange, Raimundo de Aguilers y el propio Raimundo de Saint-Gilles. Habían estado cavando hasta la noche, y ya comenzaban a desesperar. Raimundo de Saint-Gilles, que había tenido que salir fuera para la vigilancia de las murallas, acababa de retirarse, y nuevos obreros habían reemplazado a los del turno anterior. Pedro Bartolomé, descalzo y en camisa, recomienda que recen y baja a la fosa; entonces aparece la Lanza.

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R. DE AGUILERS, [103], 253-254. R. DE AGUILERS, [103], 254.

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R. DE AGUILERS, [103], 255. Trece, dicen las Gesta ([102]ter, 146-147): es el grupo de doce, más el visionario.

Al día siguiente, para obtener la lección de la gracia, San Andrés se aparece de nuevo a Pedro, mostrándole la misericordia singular del Señor para el conde, a quien ha constituido en su portaestandarte, "si es que persevera en el amor de su Dios". El santo aparece, como en las visiones anteriores, con un compañero misterioso; Pedro se envalentona hasta el punto de preguntarle su nombre, y el apóstol contesta: "Acércate y bésale el pie.213" Ha reconocido a Cristo, ante quien San Andrés fija muy exactamente la liturgia de la invención de la Santa Lanza. ¿Cómo dudar de la autenticidad de la visión, después de que Raimundo y el obispo de Orange interrogan al palurdo, que ni siquiera sabía las letras? Añadamos, con el cronista, los consejos morales dados por el santo y la explicación de la derrota. Indudablemente, los cruzados han ofendido en gran manera al Señor, pero éste ha escuchado su llamamiento de angustia. Que cada cual, para apresurar su misericordia, se ponga en sus manos y haga cinco limosnas, el número de las llagas del Señor. Los que no puedan, -pensamiento del pobre-, rezarán cinco padrenuestros. Después, que todos se remitan a la decisión de los príncipes; la mano divina milita con ellos. Y esta exhortación que se dirige a los guerreros que flaquean: "Si alguien puede dudar de la victoria, que le abran las puertas y se vaya con los turcos; verá cómo el dios de ellos le salva. Si otro se niega a combatir es digno del traidor judas, que abandonó a los apóstoles y vendió a su maestro a los judíos."214 Los muertos luchan, por otra parte, con los vivos en una admirable comunión de Cruzada; los vivos no tendrán que matar más que la décima parte de los enemigos: el resto será obra de los muertos. Y el santo, para que no falte ningún llamamiento ni a la cobardía ni al valor, termina con esta amenaza y esta promesa: "No tardéis más en hacer la guerra. Si no el Señor enviará al otro lado tantos enemigos como los que ahora os hacen frente; y quedaréis sitiados y hambrientos hasta el punto de que os devoraréis los unos a los otros. Sabed bien, sin embargo, que han venido los días prometidos por el Señor a la Bienaventurada Virgen María y a sus apóstoles, en los que debe elevar el gran reino de los cristianos... No os detengáis, pues, en las tiendas de los paganos para buscar en ellas el oro y la plata."215 Extraordinaria alegría reina desde entonces en el ejército de los cruzados: la victoria parecía inminente, y, una vez llevados a cabo el ayuno y las procesiones, se decide una gestión que contrasta por su idealismo con los hábitos de los jefes. Pedro, todavía el Ermitaño, va como embajador del ejército a proponer a Kerbogath que abandone el campo, que salga de Antioquía, que era "la herencia del bienaventurado Pedro y de los cristianos". La acogida de Kerbogath fue amenazadora y desdeñosa. No obstante, la audacia de la gestión de Pedro prueba que había vuelto la esperanza al ejército cruzado, y cuando, el 28 de junio de 1098, los francos cruzan el Orontes para librar batalla al ejército del emir, el cronista Raimundo de Aguilers lleva al lado del obispo Adhemar, en la tropa provenzal, el paladión

de la Cruzada, la Santa Lanza216. Kerbogath sufre una gran derrota, se saquea su campo y la ciudadela de Antioquía es entregada a Bohemundo por el jefe que la manda. Es la victoria prometida. "Se vio descender de las montañas -dice el autor de las Gesta- tropas innumerables de guerreros montados en caballos blancos y precedidos de blancos estandartes. Los nuestros no podían. comprender lo que significaba, aquello, ni quiénes eran tales guerreros; pero al fin reconocieron que se trataba de un ejército de socorro enviado por Cristo y mandado por San Jorge, San Mercurio y San Demetrio. Este testimonio debe ser creído: varios de los nuestros vieron estas cosas."217 Los santos militares no dejaron de unir su fuerza en apoyo de la promesa divina. Pero la ayuda sobrenatural abandona al hombre inmediatamente después de la victoria. Lo prueba la prolongada espera del ejército victorioso en Antioquía. Esto obedece a que Bohemundo, el astuto normando que ha ido con el propósito de conseguir un reino sirio, y el conde de Tolosa, cuya ambición temporal brota inmediatamente después del triunfo, se disputan Antioquía: Bohemundo, que tiene a su favor la promesa de la mayoría de los jefes cruzados, hábilmente extorsionado en un momento crítico del sitio, queda al fin victorioso sin mucho trabajo. El cronista provenzal denuncia la codicia de los jefes que no saben aprovechar la derrota de los turcos para correr de un tirón a Jerusalén218. Cierto es que los sufrimientos y los trabajos del asedio merecían algún reposo, y que en pleno verano sirio no se puede razonablemente ponerse en camino hacia el sur, cruzando la meseta de Judea. El pensamiento demasiado humano del consejo de los barones prevaleció evidentemente.

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R. DE AGUILERS, [103], 257. R. DE AGUILERS, [103], 258. Ibíd.. 259.

II LA MARCHA HACIA JERUSALÉN. PODER DE LOS POBRES. A partir de entonces comienza en la historia interna de la Cruzada una rivalidad sorda entre los cuidados temporales de los jefes, ya sean ambiciones personales, ya sea prudencia estratégica, y la voluntad sobrenatural, revelada por la visión. El movimiento del ejército, de Antioquía a Jerusalén, va ritmado por la aparición, expresión de la voluntad popular; ésta no entiende las razones de los grandes, se mantiene fiel a la vocación inicial, la de liberar Jerusalén y realizar la penitencia redentora, a la vez que siente, en un paroxismo como fue el del sitio, disminuir peligrosamente sus fuerzas. Y esto tanto más cuanto que, el hombre que representaba para la Cruzada la autoridad espiritual va a desaparecer: el 1 de agosto de 1098, el obispo del Puy, Adhemar, muere de la peste: otra amenaza que sentía con intensidad la soldadesca, que vivía entre los cadáveres. Legado del papa y obispo, Adhemar personificaba toda la disciplina y la tradición católicas: él era quien recomendaba la oración, la penitencia dé los pecados, predicaba y ordenaba 217 218

Ibíd., 260. [102] ter, p. 155. Ibíd., y R. DE AGUILERS, [103], 262.

a los clérigos. "Consejero de los ricos y sostén de los pobres", como dice el autor de las Gesta, él era la Iglesia con el poder de absolver y los ritos que purifican. Ausenté él, su espíritu vivirá allí donde encuentre aún una intensidad religiosa, entre los pequeños que pasan a ser, en su masa, depositarios del pensamiento moralizador, así como rezan con su ritual rutinario. Por eso, al anuncio de la muerte del obispo, una profunda emoción abruma a las masas populares, y algunos días después, en la noche del 3 al 4 de agosto, Pedro Bartolomé ve de nuevo a San Andrés, junto a Cristo, esta vez con el obispo del Puy. Admirable continuidad de la fabulación provenzal: el obispo se aparece con una parte del cabello quemada, pues vuelve del infierno, a donde ha ido a expiar su incredulidad por haber dudado un momento de la palabra del pobre campesino; que anunciaba la invención próxima de la Santa Lanza219. Siempre fiel a sus amistades, declara a Pedro su voluntad de quedar enterrado en Antioquía: era chasquear a Bohemundo, que quería transportar su cuerpo a Jerusalén. San Andrés, que habla después del obispo, aparte de sus habituales reproches, no hace sino remachar, al afirmar que el socorro de Dios sigue favoreciendo al conde, el cual debe agrupar en torno suyo a todos los buenos. Pero que elija un obispo para suceder a Adhemar y que se sacrifique a la necesidad de la unión entre Bohemundo y él: Raimundo comienza a no estar ya al abrigo de todas las críticas. He aquí en fin la promesa y la amenaza, ahora tradicionales: "Jerusalén está a diez jornadas de vosotros, pero si no seguís estas exhortaciones, ni en diez años habréis llegado a Jerusalén."220 Es evidente que esta primera visión, así como las otras que van a marcar la ruta, es un signo de la impaciencia popular: va cargada incluso de amonestaciones, recordando repetidamente a Raimundo y a Bohemundo la regla de la concordia y del amor; también es previsora, ya que prescribe la ayuda a los pobres y el reparto de las riquezas. No hay que exasperar a la miseria, pues puede estallar. Después de haber malgastado el verano en expediciones parciales a los alrededores, los príncipes discuten todavía en noviembre en la iglesia de San Pedro de Antioquía para decidir a quién tocará la ciudad y para disponer la marcha. Todo un partido, dentro del consejo de los jefes, parece dispuesto a aceptar la dominación un tanto cínica, de Bohemundo; solo, o casi solo, Raimundo está de parte del emperador y las conversaciones corren el peligro de terminar por las armas. Entonces el pueblo se irrita y habla abiertamente de proclamar un jefe, retirándole su confianza al conde Raimundo. "¿No les ha bastado a nuestros príncipes con retenernos aquí durante un año entero y ver morir doscientos mil hombres? Que se quede quien quiera con el dinero del emperador o las rentas de Antioquía. Nosotros continuaremos nuestro camino bajo la guía de Cristo, por quien hemos venido... Por otra parte, si la disputa en torno a esta simple ciudad va a continuar más tiempo, la demoleremos" 221. Ante la decisión popular, los jefes tienen que ceder, y el 23 de noviembre el 219 220 221

[103], 262. R. DE AGUILERS, [103], 264. R. DE AGUILERS, [103], p. 268.

conde Raimundo y Roberto de Flandes salen de Antioquía para ir a sitiar Marra. Nueva etapa y nuevos fracasos: la visión reaparece, signo de la necesidad popular y medio para la plebe de mantenerse fiel a su gran esperanza. Es Guillermo, obispo de Orange, por un momento sucesor moral de Adhémar de Monteil, quien reúne a los cruzados para contarles la nueva aparición de los apóstoles Pedro y Andrés a Pedro Bartolomé. Los apóstoles, cuando todo el mundo comenzaba a desesperar, se han presentado bajo las apariencias miserables de los pobres que fueron cuando se presentaron a Jesús. En el transcurso de la aparición se transforman, por lo demás, en personajes celestiales, de una belleza deslumbradora, "con el fin de que Pedro pueda conocer las transformaciones que están prometidas a quienes sirven a Dios devotamente". San Pedro, como en otro tiempo Andrés, fustiga la ingratitud de los cruzados, les reprocha sus faltas y su indiferencia en cuanto a la "prenda de victoria" que les ha sido divinamente dada. Tampoco pagan los diezmos y hacen violencia a los pobres. Pero los pobres tienen sus patrones celestiales, pobres como ellos, que velan por la Cruzada, su prenda de victoria, la Santa Lanza, invención de los pobres y la voz sobrenatural para reclamar esa justicia distributiva que debía ser la regla de la comunidad de Cruzada. Su audacia crece, por otra parte, de día en día. Después de la toma de Marra, el 12 de diciembre, hay en ellos una agitación, ante la cual parece inquietarse Raimundo de Aguilers222. Los jefes siguen discutiendo: Raimundo, en el fondo, ha tomado Marra para burlar a Bohemundo, y éste pretende impedirle que entregue la ciudad al obispo de Albara, criatura de los provenzales, a menos que el conde abandone sus pretensiones sobre Antioquía. Raimundo sigue negándose a tratar en cuanto a su parte de Antioquía; Bohemundo amenaza con abandonar la Cruzada, y en el ejército corre el rumor de que el conde de Tolosa quiere poner guarnición en Marra. Hasta con esta amenaza dé nuevas dilaciones, para que la emoción llegue a su colmo entre la plebe, que comienza a demoler las murallas de la ciudad. Acto inaudito, "acción directa", que refiere únicamente Raimundo de Aguilers223, y cuya importancia es considerable para la filosofía de la Cruzada: el conde, repetían, era traidor a la designación divina, él a quien el Señor había confiado su Lanza. Hasta los enfermos, según cuenta el cronista, se levantaban de sus camas para arrancar las piedras; en vano trataban de intervenir los familiares de Raimundo: toda vigilancia era inútil. El conde, después de un violento acceso de cólera, tuvo que reconocer la mano de Dios en los actos del pueblo insurreccionado y prescribió que se continuara la demolición. Era hacer profesión del verdadero espíritu de Cruzada: el 13 de enero, Raimundo abandonaba la ciudad, descalzo, en oración con los clérigos y el obispo de Albara, después de haber hecho que la prendieran fuego. La purificación del pecado temporal parecía realizada. Ya no quedaba ningún obstáculo, ninguna otra tentación en la ruta de Jerusalén: el conde de Tolosa 222 223

Ibíd., 270-272. Ibíd., 271-272.

prevalecía. En medio de sus pordioseros, era el jefe único de la Cruzada, para la entera realización de la esperanza y con el secreto pensamiento de procurarse él también, hacia el Sur, un reino, y hasta quizá ser rey de Jerusalén. Bohemundo, al parecer, no era a su lado más que un político de menor cuantía. Pero el demonio de la concupiscencia atenacea a los famélicos cruzados. Los enviados francos, muy bien recibidos por el emir de Trípoli, conciben el simple proyecto de tomarle una de sus fortalezas, con el fin de imponerle un tributo más elevado, y Raimundo, cansado de su penitencia, se deja tentar de nuevo por aquella región tripolitana en la que no caería mal un reino provenzal. La plebe piadosa vuelve a ser burlada en su santo entusiasmo. El sitio, según dicen los jefes, es difícil, y Godofredo, que está ocupado en procurarse en torno de Jabala un principado lorenés, no se apresura a acudir en ayuda de Tolosa, cuyas ambiciones sospecha. Cuando llega, sólo se preocupa de pedir la salida de la Cruzada hacia Jerusalén. Y ahora es Raimundo el que se obstina, acometido de súbita fidelidad con respecto al basileus, cuyos enviados prometen, mostrando la felonía de Bohemundo; próximos socorros en hombres y en dinero. El elegido de las visiones era, pues, muy poco digno de esta vocación sobrenatural, y va a verse entonces erigirse contra él un rival de elección, precisamente su igual en ambición temporal: aquel Godofredo cuyos intereses exigen el levantamiento del asedio y la continuación de la marcha hacia Jerusalén. Grave peligro, sin duda, para la coherencia visionaria. Si bien el pueblo continúa, en la lógica de su necesidad de conquista redentora, viendo en la aparición sobrenatural la confirmación de su marcha obstinada, vacilará en cuanto a la elección de los instrumentos de la voluntad divina. De ahí las incertidumbres, las discusiones de origen político, que dan lugar al desarrollo solapado de una incredulidad fundada en el interés temporal y bastándose a veces a sí misma. El impulso religioso de la Cruzada sufre grave menoscabo delante de Arqa, ya que allí se puede examinar por ambición laica el valor de las manifestaciones divinas. El episodio merece que nos detengamos, siguiendo el relato completo de Raimundo de Aguilers. En la noche del 5 de abril de 1099, Pedro Bartolomé, el inventor de la Santa Lanza, tiene una nueva visión de la que ha podido incluso -lo cual explica el relato circunstanciado del cronista. provenzal- dar una relación escrita. Cristo, acompañado del apóstol Pedro, de San Andrés y de un tercer personaje, se le aparece por la noche en la capilla del conde de Saint-Gilles. Después de unas pocas palabras, el Señor se manifiesta pronto sobre la cruz, como en el momento de su pasión; San Pedro sostiene el madero por la derecha, San Andrés por la izquierda, el tercero por detrás, sobre sus manos; y el Señor ordena a Pedro que cuente a sus hermanos que le ha visto crucificado de aquel modo. Le indica después los cinco órdenes de hombres que toman parte en la Cruzada según las cinco llagas de su cuerpo: los que van en primera fila, sin temor alguno; los que les ayudan yendo detrás y protegiéndolos; los que les aportan armas y municiones; los que al oír el ruido del combate se vuelven a sus ocupaciones; los que, finalmente,

disuaden a los demás de combatir o de ayudar a los combatientes. A estas cinco categorías se les darán, de acuerdo con sus méritos, recompensas o castigos. Luego desaparece la cruz. Pedro vacilaba, comprendiendo que no le creerían. Entonces, el Señor repite sus frases de aliento: es preciso intentar un nuevo asalto, no dar cuartel al enemigo, que está constituido por aquellos mismos que traicionaron a Cristo, los hermanos de Judas Iscariote, y dar todos sus bienes a los que marchan en primera fila. La exhortación termina con un largo discurso sobre la incredulidad: se adivina que por doquier las tribulaciones, el agotamiento físico, la derrota, y la fatiga producida por las rivalidades políticas han alejado la confianza en una providencia inmediata224. La prueba está en la manera en que se acoge el relato de Pedro. Jamás, declaraban algunos, podrían creer que Dios le ha hablado a un patán como aquél, cuando ni siquiera habla a los obispos o a los príncipes. Se decide entonces una investigación, y se interroga al jefe de los incrédulos, Arnulfo, capellán del conde de Normandía, hombre de letras y de gran prestigio. Se le preguntan las razones que tiene para dudar, y contesta con el ejemplo del obispo del Puy, que había dudado acerca de la autenticidad de la Santa Lanza. Entonces, el sacerdote Desiderio, que había tenido la visión del obispo después de su muerte, atestigua la pesadumbre y el arrepentimiento del prelado. Por haber dudado un momento, el obispo había sido arrojado al infierno; parte de su barba y de sus cabellos se habían quemado y no podría ver a Dios hasta que el pelo hubiera vuelto a nacer. Otro sacerdote acude para decir que en Trípoli, un cristiano de Siria, al contarle una visión que había tenido, agregó: "En el Evangelio de San Pedro que poseemos, está escrito que la raza de los cristianos que tomará Jerusalén quedará primero encerrada en Antioquía, de donde no podrá salir hasta que no descubra la lanza del Señor."225 El sacerdote Esteban, que tuvo la visión delante de Antioquía, después del 10 de junio, acude a confirmarla, ofreciendo someterse a la prueba de una ordalía para que se desvanezca, toda sospecha; y el obispo de Agde226 dice haber visto, durante el sueño o en estado de vigilia, no lo sabe con exactitud, un hombre vestido de blanco que llevaba una lanza en la mano, y que, por tres veces, le preguntó si creía que era aquella la lanza sagrada. Por tres veces, el obispo, que había tenido algunas dudas, contestó: Credo, y el hombre blanco le dejó marchar. El propio cronista interviene en el debate, recordando las circunstancias de la invención de la Santa Lanza. Todavía declararon otros, hasta el punto de que Arnulfo queda convencido y pide que se le conceda hacer pública retractación de su incredulidad227. 224

R. DE AGUILERS, [103], 279-280. R. DE AGUILERS, [103], 281. 226 Hay un problema de identificación en cuanto a ese "episcopus Attensis", del que habla R. de Aguilers en varios lugares. Si es de la Narbonense, como pretende una tradición, se impone Agde. Cf. A C. KREY, The First Crusade, Princeton, 1921, p. 20. ¿O es, como opina Hagenmeyer, el obispo de Atta? 227 R. DE AGUILERS, [103], 282. 225

Al día siguiente, sin embargo, se desdice: antes de confesarse, declara que quiere hablar con su señor. Irritado por estas dilaciones y vacilaciones, Pedro Bartolomé, como hombre simple y que está seguro de su verdad, pide que enciendan una gran hoguera, que él atravesará, con la, lanza. "Si es verdaderamente la lanza del Señor, pasaré sano y salvo; si no, arderé, pues estoy viendo que no se cree ni en los milagros ni en los testigos." Estas palabras nos parecieron razonables, prosigue Raimundo; se prescribió un gran ayuno a Pedro, y se eligió para la prueba el Viernes Santo, ya que estaba próximo. El día fijado, se preparó la hoguera después del medio día; los príncipes y el pueblo se reunieron en número de cuarenta mil. Los sacerdotes acudieron descalzos y revestidos con sus hábitos sacerdotales. Se hizo con ramas secas de olivo una pira que tenía catorce pies de larga; había dos montones de madera, entre los cuales se había dejado un espacio como de un pie de ancho, y cada uno de los dos montones de madera tenía aproximadamente cuatro pies de altura. Cuando la madera comenzó a arder, Raimundo, nuestro cronista, definió ante el pueblo reunido el sentido de la ordalía: "Si Dios omnipotente ha hablado a este hombre cara a cara, y si San Andrés le ha mostrado la lanza del Señor estando despierto, que atraviese este fuego, sin recibir daño alguno. Si, por el contrario, ha mentido, que arda junto con la lanza que llevará en la mano." Y todos, doblando la rodilla, respondieron: "Amén." Entonces, Pedro Bartolomé, vestido únicamente de una. túnica, dobló la rodilla ante el obispo de Albara, y tomó a Dios por testigo de que había visto a Jesucristo sobre la cruz cara a cara, y que había oído de boca del Salvador y de la de los apóstoles Pedro y Andrés las palabras referidas a los príncipes; añadió que nada de lo que había dicho en nombre de esos santos y en nombre del Señor había sido imaginado por él, declarando que si había algún embuste en su relato, consentía en no cruzar las llamas sano y salvo. En cuanto a los otros pecados que había cometido contra Dios y contra el prójimo, rogaba que Dios se los perdonase y que el obispo, todos los demás sacerdotes y el pueblo implorasen para él la misericordia de Dios. Después de este discurso, el obispo puso la lanza en sus manos; Bartolomé dobló la rodilla, y haciendo la señal de la cruz, se acercó a la hoguera con la lanza, y penetró en ella sin parecer intimidado. Permaneció un momento en medio de las llamas, y salió de ellas por la gracia de Dios228. Pero no se había contado con la multitud. Esta, una vez que Pedro hubo hecho sobre ella la señal de la cruz, le derribó en el suelo, pisoteándole porque todos, según prosigue Raimundo, querían tocarle, arrancar algo de su vestido, para asegurarse de que era en efecto él. Con esto, le hicieron varias heridas, le quebraron la espina dorsal, le rompieron las costillas, y hubiese expirado de seguro, si un caballero no le hubiese salvado con peligro de su vida y transportado a la tienda del conde Raimundo. Una vez allí, le interrogaron sus salvadores, Raimundo entre ellos: "¿Por qué permaneciste tanto tiempo entre las llamas?" Y el paciente contestó que el Señor se le había aparecido, diciéndole: "Por haber dudado de la Santa Lanza después de que el 228

R. DE AGUILERS, [103], 283.

bienaventurado Andrés, te lo reveló, no saldrás de aquí sano y salvo, pero en cambio no pasarás por el infierno." Así se explicaban los rastros del fuego sobre el cuerpo de Pedro, poco numerosos, pero grandes. Por otra parte, sus heridas eran mortales; sintió que se acercaba su fin y llamó al conde y sus compañeros para afirmar por última vez la veracidad de sus palabras y dar al conde otras instrucciones proféticas. Que a su llegada a Jerusalén, pidiera a Dios el ejército la prolongación de la vida del conde: su petición sería escuchada y Raimundo viviría aún otro tanto de lo que había vivido. Que a su regreso, depositara la lanza del Señor a unas cinco leguas de la iglesia de San Trófimo (de Arles) e hiciera construir para ella una nueva casa de Dios. El lugar se convertiría en un Montjoie. Todo esto porque el apóstol Pedro le había prometido a Trófimo, su discípulo, que le enviaría la lanza del Señor229. Después de estas palabras, Pedro murió y se le enterró en él mismo lugar en que había atravesado el fuego230. El relato de Raimundo de Aguilers no carece, como se ve, de esfuerzos bien intencionados para garantizar el origen divino de la Santa Lanza, ni tampoco de vacilaciones y casi contradicciones. Raimundo refiere en alguna parte que Pedro le hizo reproches bastante amargos al capellán del conde, acusándole de haber provocado la prueba. ¿Qué quedaría entonces de la espontaneidad de su gesto? Víctima propiciatoria ofrecida a la necesidad popular de una manifestación divina, preciso fue, por lo demás, que sus heridas se debiesen al fuego o al delirio jubiloso de la multitud. La gran mayoría de los cronistas ignora la ordalía o hace reservas en cuanto a su sentido. Foucher de Chartres, muy crédulo por lo general, no duda en hablar de un juicio de Dios desfavorable a Pedro. En cuanto a Raúl de Caen, el panegirista de los príncipes normandos, de Tancredo y de Bohemundo, educado por Arnulfo, capellán del duque de Normandía y cabeza del partido de la incredulidad, su crítica se desencadena contra el embustero de "la gente raimundina", sostenido en su superchería por el astuto conde de Provenza, obligado a encontrar medios para aumentar sus recursos. El espíritu de partido le da incluso un vigor crítico prematuro: ¿cómo la lanza podría estar en Antioquía, si había pertenecido a los soldados de Pilatos? Esto querría decir que Pilatos había ido a Antioquía. Y Raúl concluye en nombre del racionalismo normando, otra manera de afirmar los derechos soberanos de Bohemundo sobre Antioquía, declarando a Pedro discípulo de Simón el Mago. Es, por otra parte, un hecho que Raimundo de Aguilers aporta él mismo las pruebas del descrédito de la Santa Lanza y de su inventor. Después de su muerte, éste queda al punto olvidado, y el ejército, al llegar delante de Jerusalén, descuida el cumplimiento de su prescripción de detenerse para no franquear sino descalzos las dos leguas que les separan de la ciudad santa231. Pero hay más: al día siguiente de la prueba y antes de que muriese Pedro, la eficacia triunfal 229

R. DE AGUILERS, [103] , 264. Gesta Tancredi, [3], Hist. Occ., III, 678 (discurso de Bohemundo) y 682 (comentario de Raúl). 231 R. DE AGUILERS, [103], 288. 230

de la Santa Lanza queda derrotada. Se prescriben un ayuno y limosnas para preguntar cuál sea la voluntad del Señor, como si ya no hubiera sido manifestada; y el obispo del Puy se aparece al sacerdote Esteban, negando su castigo en el infierno por su incredulidad en cuanto al origen divino de la lanza, y recomendándole la cruz como talismán de victoria. Añade el obispo que la voluntad de la Virgen es la de que la lanza sea mostrada únicamente por un sacerdote revestido de los ornamentos sagrados; en cuanto a la cruz, se la debe llevar delante; es el obispo el que muestra la cruz fijada en un asta, mientras un sacerdote tiene detrás de él la lanza232. He aquí los dos partidos religiosos en presencia: la cruz y los obispos de una parte; de otra, las gentes de Provenza y de la Santa Lanza. El cronista, de completa buena fe; se encuentra solicitado por estas dos corrientes de lo sobrenatural: la preeminencia moral y religiosa del obispo, jefe de la Cruzada, y la misión mesiánica de Raimundo de Saint-Gilles. Raimundo encarga, por otra parte, al hermano de Adhemar de Monteil que vaya a recoger en Laodicea la cruz del obispo que había sido enviada allí. El partido episcopal prevalecía a la vez que Godofredo de Bouillon arrastraba hacia el Sur la Cruzada. Pero eran querellas de los de arriba. La multitud, aguijoneada por la ordalía, apremia a los jefes, y Raimundo, contra su deseo, vencido por Godofredo, tiene que abandonar, "desesperado y lloroso", el sitio de Arka. El 13 de mayo, salía el ejército para Trípoli donde Raimundo hubiese querido emprender otro asedio. Pero ni presentes ni promesas pudieron convencer a los nobles. El conde va perdiendo poco a poco la confianza del ejército y hasta la de su indulgente cronista; también lo sobrenatural está contra él, ya que San Andrés anuncia al sacerdote Desiderio que el conde no tendría ningún triunfo hasta Jerusalén; pero que si distribuía entre los suyos todo lo que habría de recibir de allí a entonces, el Señor le daría Jerusalén, Alejandría y Babilonia 233. Intención de conquista soberana que ya no se disimula; ni aun en las visiones, pero difícilmente realizable, ya que el conde no escucha, continúa el cronista, el aviso celestial: no distribuye nada entre los suyos de cuanto ha recibido del rey de Trípoli, y lejos de esto los abruma a vejaciones. Habiendo disminuido considerablemente sus ingresos, por el descrédito en que ha caído la Santa Lanza, ha reducido mucho sus limosnas. Por eso la plebe se vuelve hacia otro bienhechor... Singular torpeza política: casi al término de la Cruzada, cuando va a ser posible recoger el fruto de tantos esfuerzos, el conde de Tolosa, por obstinación y falta de inteligencia, se deja menoscabar en el ánimo popular por el jefe lorenés llegado a última hora. La suerte de su corona está ya echada. Sin embargo, el pueblo sigue su empuje hacia el Sur, evitando las ciudades, peligrosas ocasiones de discordias, partiendo a veces de noche sin que lo sepan los príncipes, para obligarles a continuar; pero la ambición de conquista se va empequeñeciendo hasta prender en los más insignificantes caballeros. Avanzan a porfía para ver quién llega antes y puede clavar un

estandarte sobre un castillo o sobre una granja de importancia; algunos salían de noche para adelantarse a los otros e instalarse como amos allí donde pudieran. El cronista Raimundo, desolado por esta falta de fe, por esta inobservancia de las recomendaciones de Pedro Bartolomé, se olvida de celebrar la llegada a Jerusalén. El 7 de junio, laetantes et exsultantes, el ejército de la primera Cruzada llegaba al término de su aventura, delante de Jerusalén que pronto había de cercar.

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R. DE AGUILERS, [103], 287. Ibíd., 289.

III. LA TOMA DE JERUSALÉN Y EL TRIUNFO DE LA POBREZA La voluntad del Señor era realmente misteriosa. Cuando llegaban al término, se encontraban con todos los trabajos agotadores de un asedio. Los fatimitas de Egipto, aliados de la Cruzada ante Antioquía, habían decidido aprovechar la decadencia selyúcida y recobrar Palestina. Ahora eran dueños de Jerusalén, que habían fortificado apresuradamente, encerrando dentro una guarnición numerosa y bien equipada. Un primer asalto infructuoso dado el 13 de junio destruyó el espejismo, tanto más cuanto que los egipcios habían hecho el vacío ante los cristianos, cegando pozos y fuentes. La falta de víveres y de agua se hizo sentir cruelmente al punto: en torno de la fuente de Siloé, se aglomeraban hasta asfixiarse; los más favorecidos y los más fuertes se arrojaban sobre el agua, por encima de los cadáveres de animales que apestaban los alrededores234. Todas las brutalidades del sufrimiento físico, así como su explotación, ya que había cruzados que vendían el agua a precios exorbitantes, y no se oía oración alguna en que se pidiese a Dios misericordia. Raimundo comprueba amargamente aquel desencadenamiento de los instintos y aquel alejamiento de la misión espiritual. El conde, su señor, está mal servido por sus caballeros, que muestran exigencias materiales cada vez mayores. El aprovisionamiento por una flota genovesa, con sus carpinteros que se emplean en servir las máquinas del asedio, levantó poco los ánimos. Castigo de Dios, repite el cronista provenzal, ya que no se han seguido sus oráculos: su gran silencio de ahora es prueba evidente de su cólera. Y cólera justa, por lo demás, ya que los príncipes, preocupados por la audacia de Tancredo, que ha ido a fijar su estandarte sobre la iglesia de Belén, continúan disputando sobre la suerte de la conquista. ¿Qué harán con Jerusalén, una vez tomada? ¿Elegirán un rey para qué la guarde y defienda? Si nadie la protege, será demolida, razonan los jefes que siguen dominados por la impresión de la destrucción de Marra. Pero los obispos y el clero protestan contra este pensamiento temporal: no se puede admitir un rey allí donde Dios sufrió y fue coronado. El texto profético no lo ha previsto: Cum venerit Sanctus sanctorum, cessabit unctio 235. Bastará con un guardián, jefe de guerra y administrador, con un procurador, que no habrá que designar sino un poco más tarde, una vez tomada la ciudad. La Iglesia defiende ahora el fin espiritual de la Cruzada: los poderes de la Tierra 235

R. DE AGUILERS, [103], 296. R. DE AGUILERS, 293-295.

deben humillarse en Jerusalén236. Se la siente recobrar toda su autoridad, al término de la prueba, cuando la fuerza del ejército ha triunfado casi. Como reacciona contra el espíritu de conquista, la Iglesia organiza por el rito el triunfo final. El 8 de julio hay en torno de Jerusalén una procesión solemne. Ya fuese el resultado de un consejo, como pretende Tudebode237, o, según la tradición provenzal, otra revelación del obispo Adhemar a Pedro Desiderio en una intención de purificación y de reafirmación religiosa, el caso es que fueron los clérigos los que dirigieron el cortejo, llevando la cruz y las reliquias de los santos. Ellos fueron los que, sobre el monte de los Olivos, predicaron al pueblo y a los caballeros armados y descalzos el perdón mutuo, con el fin de ganarse la misericordia. de Dios. Habló Arnulfo, Raimundo de Aguilers, los capellanes y quizá, según el testimonio de Alberto de Aix238, Pero el Ermitaño, salido de nuevo de la obscuridad, en una apoteosis sobre aquel punto de la. montaña de donde Cristo subió al cielo, para apaciguar la discordia entre los príncipes. ¿Se trata de una vuelta del ascendiente del eremitismo? Tal vez, si se añade a la reaparición de Pedro el lugar que conceden los cronistas al ermitaño del monte de los Olivos, consejero del asedio, a quien los príncipes fueron a solicitar, según Raimundo, en los comienzos de dicho asedio indicaciones estratégicas y que designó a Tancredo, el cual fue, también por su parte; al monte Sión a contemplar los Santos Lugares y los puntos más famosos de la ciudad. La Conquista de Jerusalén nos muestra a los barones no logrando encontrar al Ermitaño sino a "ley de peregrinos", es decir, una vez cumplidos los ritos, subiendo en camisa y descalzos. El Ermitaño les indicó entonces dónde se encontraba la madera con la que harían los arietes y las máquinas de asalto y por dónde atacarían la ciudad. Y termina con una conclusión enigmática en apariencia: "Y la tomarán de la manera más pobre," porque "el Señor Dios no cuida de orgullo ni de felonía"239.Lección del solitario, guardado por la pobreza y la ascesis a su vida cristiana ante aquellos jefes codiciosos. Jerusalén debe pertenecer a los pobres, quienes, por la palabra y por su existencia santa, han merecido la promesa del Señor. Rito y predicaciones levantaron la moral del ejército. Por más que de lo alto de las murallas, los sarracenos multipliquen los sarcasmos durante la procesión, los cruzados se sienten aun más fortificados. Se trabaja sin desmayo, después de que unos sirios indicaron dónde se podía encontrar una madera para la construcción de las máquinas de guerra; todos con el mismo ánimo y la misma generosidad. Los obreros ya no piden salario; sólo el conde Raimundo, el amigo de los pobres, sigue pagando a los suyos. Oraciones, vigilias y limosnas se multiplican a medida que se acerca el momento del postrer esfuerzo; y más aún: a manera de penitencia, los caballeros participan 236 237 238 239

Según Daniel, IX, 24-27. Historia de Hierosolymitano itinere, [3], Hist. Occ., III, 105. Historia Hierosolym., lib. VI, c. VIII, P. L., t. CLXVI, col. 542. Conquista de Jerusalén, c. V, lib. 2.

también en los trabajos del sitio. Todas las clases sociales se encuentran confundidas: es la obra unánime de la Cruzada. Necesidad espiritual y necesidad también de guerra bien llevada, ya que Modo lo más quedaban, en aquella masa que se extendía ante Jerusalén, doce mil hombres utilizables. Y el asedio era muy duro: los sarracenos luchaban con encarnizamiento; flechas y piedras llovían sin cesar sobre los asaltantes, y el fuego griego quemaba las máquinas no bien se acercaban a la muralla. El asalto duraba desde el 13 de julio; en la mañana del 15, la fatiga y el desaliento amenazaban apoderarse de los cruzados, que siempre se fatigaban pronto con los trabajos militares, para los cuales no estaban preparados. La intervención sobrenatural se hacía necesaria una última vez. En efecto, si hemos de creer al cronista, provenzal, un soldado apareció sobre el monte de los Olivos y con su escudo alentaba a los asaltantes a redoblar en ardor. A las nueve, un tal Leuthold puso el pie sobre lo alto de la muralla y saltó dentro de la ciudad, seguido de numerosos cruzados, entre los cuales, y de los primeros, iban Tancredo y Godofredo. La carnicería fue tal que el autor de las Gesta se remite a Dios para saber cuántos paganos murieron. Raimundo, mostrando el "justo juicio de Dios" describe minuciosamente los horrores hasta el rasgo célebre: "En el Templo y en el Pórtico de Salomón los caballos marchaban con la sangre hasta las rodillas y hasta las bridas."240 Jerusalén estaba tomada. Se comprende que en los primeros días del triunfo se desencadenen los instintos. En primer lugar los del pillaje. Las Gesta nos muestran a los cruzados recorriendo la ciudad en busca del oro, de la plata, de los caballos, de las mulas, y de las casas bien provistas241. No eran siquiera indiferentes a los cadáveres, desvalijados a porfía. Pronto se estableció una regla práctica del pillaje: todo aquel que entraba en una casa pasaba a ser propietario de lo que en ella había. "Así, muchos pobres se volvieron ricos." Se trata de un último progreso hacia la confusión de las clases: la unidad interior de la Cruzada se perfecciona en torno del botín. Escándalos de, exterminio de la verdadera Cruzada, no obstante las reservas de los jefes más políticos, sobre los cuales Raimundo de Aguilers calla escrupulosamente, relatando el entusiasmos otra liberación popular: "Día nuevo, de júbilo y de exultación... confirmación de toda la cristiandad y exterminio del paganismo, día de renovación para nuestra fe."242 Un sentimiento religioso se impone de nuevo en el ejército, necesidad de acción de gracias, de penitencia también porque los pecados son grandes y porque la misericordia divina viene a manifestarse otorgando la victoria. Hasta los mismos muertos, como en varias ocasiones se había predicho en el transcurso de la campaña, vienen a compartir la alegría de los vivos: muchos vieron en la ciudad al obispo Adhemar, refiere Raimundo de Aguilers; algunos le vieron incluso ser el primero en subir a la muralla e invitar a sus compañeros a entrar en Jerusalén.. 240 241 242

R. DE AGUILERS, [103], 300. [102] ter, pp. 204-205. R. DE AGUILERS, [103], 300.

Sólo al cabo de ocho días se pensó en elegir solemnemente -tal es el término del cronista provenzal-, un rey. Los eclesiásticos no querían una elección laica sin que se hubiese elegido previamente un vicarius spiritualis, representante del papa; y de la teocracia triunfante, como hubiera podido serió el obispo del Puy, y del cual él jefe temporal habría sido simple lugarteniente. Complot de los clérigos urdido, probablemente con fines interesados, por Arnulfo Malecorne, el incrédulo capellán del duque de Normandía, y su instrumento ciego, Arnulfo, obispo de Martorano, en Calabria. Los barones pronto volvieron a aquellos clérigos presumidos al sentimiento de su modestia teológica y de su indignidad. Raimundo, siempre fiel al conde de Saint-Gilles, exalta a Adhemar, "nuevo Moisés", y a Guillermo obispo de Orange, muertos ambos, para rebajar al obispo de Martorano y a Arnulfo, intrigantes sin moralidad. Los príncipes -sigue hablando Raimundo- apremian al jefe provenzal para que acepte la corona. Este se esquivaba, declarando su aversión "a ese nombre real... en tal ciudad", pero dispuesto, en último término, a someterse a la elección, si le designaban. Fue Godofredo de Bouillon el elegido y proclamado rey en el sepulcro del Señor: su debilidad de carácter, esperanza de todos los partidarios, le valió la corona; el conde había sido abandonado por sus familiares, que no querían morir en Tierra Santa y deseaban regresar a sus casas. En torno de la elección de Godofredo, y como contrapartida a lo que Pedro Bartolomé había dicho de Raimundo, pululan las leyendas de entusiasmo, recogidas con solicitud por Alberto de Aix, el panegirista del duque de Lorena. Godofredo, según él, fue el hombre providencial de la Cruzada: en cuanto él aparece, los desastres se truecan en éxitos. Por lo demás, su triunfo y su coronación estaban decididos por Dios desde toda la eternidad, como las visiones lo habían anunciado. Diez años antes dé la partida del duque para la Cruzada, un caballero que estaba cazando con él en el bosque se quedó dormido, rendido de cansancio: al punto se vio transportado en espíritu sobre el monte Sinaí, donde dos personajes vestidos de blanco y en hábitos sacerdotales se adelantaban hacia el duque para saludarle en nombre del Señor dux et praeceptor populi Christiani. Ocurrió otra visión, en el séptimo mes que siguió a la partida de Godofredo para la Cruzada, siendo favorecido por ella un canónigo de Santa María de Aix-la-Chapelle. Este tuvo en su sueño la revelación del duque sentado en el Sol, entiéndase Jerusalén, rodeado de todos los pájaros que viven bajo el cielo. Parte de ellos se alejó poco a poco revoloteando, pero el mayor número permaneció junto al duque. Así; pues, los peregrinos habrían de serle fieles, y el obscurecimiento del Sol producido por el batir de alas de los pájaros que levantaron el vuelo, es el anuncio profético de la ruina de Jerusalén después de la muerte de Godofredo243. Terminada la Cruzada, un rey cristiano, guardián del sepulcro, y que no es el conde de Tolosa: he aquí el final; y el final en el fracaso de la epopeya provenzal en la. que lo sobrenatural impulsaba constantemente al ejército hacia Jerusalén. Y para que no hubiera contrariedad que no experimentara 243

ALBERTO DE AIX, Historia Hierosolym., t. CLXVI, col. 554-555.

Raimundo, con sus visionarios, fue en el jefe de los incrédulos en el asunto de la Santa Lanza en quien recayó la elección de patriarca dé Jerusalén. Arnulfo, el capellán, poco edificante por lo demás, del duque de Normandía, no obstante la indignación de todos los espíritus sensatos, boni, subraya Raimundo de Aguilers244. Frente al bonachón Godofredo, la camarilla, de los clérigos se atribuye un último triunfo, pero son gentes ya demasiado taradas para que su éxito tenga un valor espiritual. ¿Hay que concluir de esto la derrota final de los pobres a la vez que la del partido provenzal? Sin duda, ya no se distingue en él primer término de la escena más que a los barones y a los clérigos, pero los pobres tienen su desquite literario, sintomático por otra parte. La Conquista de Jerusalén, poema que no alcanzó el éxito renovado de la Canción de Antioquía, y que, en su conjunto, tiene menos aliento, menos frecuentes bellezas, imagina el triunfo de la Cruzada de la pobreza 245. Impregnada con abundancia de sensaciones reales, como las torturas de la sed y los sufrimientos de la marcha, por el desierto, así como las alegrías de los pobres cuando se proveen bien de botín, afirma constantemente la preocupación colectiva, haciéndole a Raimundo de Saint-Gilles la justicia de haber prometido, en el consejo de los príncipes celebrado delante de Jerusalén, repartir equitativamente sus conquistas entre el pobre y el rico y no quedarse más que con lo que le correspondía. Preocupación de la obra común, contra las ambiciones personales de los príncipes, e igualdad tanto en el provecho como en la vocación religiosa: he aquí la moral de los pequeños, que vuelven a aparecer aquí bajo las especies de los tafures, cada vez más cuerpo franco de choque, bastante lejos de los verdaderos pobres de la Cruzada246, a la vez que se vuelve a hablar de la Santa Lanza en manos del obispo de Martorano, personaje de reputación dudosa y que podría ser el Turpín de los tafures. El día en que se convoca a los cristianos para elegirse un rey, éste lleva en la mano el viejo talismán de Antioquia, la Santa Lanza, como si aún tuviese que asegurar el establecimiento del reino. Ignorantes o despreciadores de la decisiones de los grandes, los pobres no quieren admitir la designación de Godofredo sin manifestación divina. El obispo, sigue diciendo la Conquista, reúne, después de un ayuno solemne, a los barones en la iglesia del Santo Sepulcro; cada uno lleva un cirio en la mano, y aquel sobre quien descienda el fuego será el rey. El juicio divino designa a Godofredo, quien rechaza la corona de oro y de plata allí donde Jesús la tuvo de espinas, y recibe de manos del rey de los tafures 244

R. DE AGUILERS, [103], 302. Véase PARIS, Hist. Litt., XXII, 370 y sigs.; 507 y sigs.; H. PIGEONNEAU, pp. 54-57 y la edición poco crítica de CH. HIPPEAU, [115]. Las mismas cuestiones parecen plantearse en cuanto a la Canción de Antioquía y en cuanto a la Canción de Jerusalén. Quizá son del mismo autor, Ricardo el Peregrino. ¿Son las fuentes de Alberto de Aix, o bien Alberto de Aix es la fuente de ellas? Pigeonneau se inclina a la segunda hipótesis. Es evidente que las relaciones son visibles, en, particular en el orden de los hechos. 246 Está permitido suponer que los destructores de Marra, los primeros impacientes en Antioquía y en otros lugares, eran sobre todo los tafures. 245

un tallo de espino cogido en "el huerto de San Abraham". Dios y los ribaldos han hecho rey al duque de Lorena para la guarda del Santo Sepulcro de Cristo. ¿Habrá que imaginar una apoteosis de la pobreza dando, por delegación de Cristo, la corona al rey de Jerusalén? La seducción sería literaria. Sólo la historia puede encontrar en el esfuerzo tardío del poema de la Conquista algunas supervivencias de la religión popular de la Cruzada, de sus necesidades, de sus interpretaciones, apoyada sobre la mítica provenzal, de la cual marca el eco postrero. IV. LA ELECCIÓN DE POBREZA, CUMPLIMIENTO ESCATOLÓGICO. ¿Es puro azar, o el lugar normal del pobre en el orden cristiano del mundo en el que figura a Cristo militante y doliente? Mucho más sin duda. Entre los historiadores del comienzo de la Cruzada, se advierte una sensación clara de una designación particular de los pobres: Guiberto de Nogent, no obstante su ironía latente, reconoce que fueron los primeros en partir, con entusiasmo, mucho antes que los señores. Raúl Glaber hace la misma observación, en cuanto a las expediciones de 1033. Si perdieron por un momento, en los progresos de la Cruzada hasta el sitio de Antioquía su lugar de elección, ya lo han recobrado. Para el cronista provenzal, pauperes es sinónimo de cruzados o de soldados de Dios, y el obispo Adhemar, según el autor de las Gesta no dejaba de decirles a los grandes: "Nadie de vosotros puede salvarse si no honra y no sostiene a los pobres... son ellos los que cada día deben implorar al Señor por vuestros pecados.247" Su oración es, pues, preponderante ante Dios por sus méritos de pobreza: los grandes de la Tierra deben protegerlos como sus intercesores. También deben imitarlos. En la continuación de la Conquista de Jerusalén, cuando el poeta insiste en la defección de todos los grandes, que abandonan Jerusalén y a Godofredo amenazados, sólo los pobres, es decir, los tafures y Pedro el Ermitaño, permanecen. Fidelidad y valor humano cuya verdadera fuerza es la pobreza. Constantemente se repite esta necesidad de emancipación de la riqueza y de la propiedad, en la Conquista de Jerusalén, donde los barones muestran una especie de piadosa emulación en querer repartir equitativamente su botín. El conde Raimundo pierde su cetro de Tierra Santa, por haber suspendido sus limosnas y faltado a su promesa de reparto equitativo. Por otra parte, la pobreza debe ser sobre todo interior, y las voces sobrenaturales repiten a los grandes la necesidad de la humildad, si quieren obtener la misericordia del Señor. Que la manifiesten también en su aspecto externo, ya que el cuerpo, en aquel tiempo de armonía total, era el espejo del alma. Por eso Pedro Bartolomé prescribió no acercarse a Jerusalén sino descalzos y que los príncipes no podrían encontrar al ermitaño del monte de los Olivos hasta después de haber vestido la ropa miserable del penitente. En esta masa, en que los pobres dominan, poco o mucho persuadida de su elección, sin disciplina y vibrante de supersticiones y de ritos, el complejo 247

[102] ter, pp. 166-167.

social de la Cruzada: va a crear formas religiosas nuevas. Habrá una práctica ante todo, después de las bendiciones de la partida y los ritos confusos de los votos de Cruzada: la del asalto sagrado. ¿No es la preparación religiosa del último ataque a Jerusalén el resultado de esa necesidad de conjura sobrenatural que se afirma tan claramente en Antioquía, bajo la doble forma de la purificación por el ayuno y la limosna y de la realización de un rito colectivo de rogativa? La octava de la. invención de la Santa Lanza, las ceremonias con que por un momento se rodea la santa reliquia, pueden también no ser otra cosa que la garantía litúrgica, de una colaboración de lo sobrenatural con el ejército cruzado, participación determinada, regulada ahora por la ceremonia. Todo esto, por otra parte, impuesto poco a poco por la experiencia, por el desarrollo interior de una vocación que se agota, por una necesidad de reintroducir el culto allí donde no hubo al comienzo más que un anárquico tropismo religioso. En la época de las revelaciones ante Antioquía el pueblo es dueño de su práctica, ya que dispone de la voz de Dios: las visiones prescinden de toda fiscalización eclesiástica y hasta parece que haya habido un esfuerzo de los clérigos del ejército, y esto lo probarían la historia de Adhemar y las resistencias de Arnulfo, para oponerse a la divulgación de estas visiones, al menos de las del laico Pedro Bartolomé. Poco a poco cederá el partido eclesiástico, pero se le siente desbordado por ese extraordinario hervidero de ideas religiosas y de emociones, de sueños y de iluminaciones. En esta gesta piadosa de la Cruzada, todas las esperanzas de la religión popular, auxiliadora, indulgente, ávida de intermediarios, contribuyen a hacer vivir el dogma: rastros del ignis purgatorius agustianiano, el mismo que quemó una parte del cabello y de la barba de Adhemar del Puy porque no había creído en la Santa Lanza; culto de los santos, cuya palabra es esencial en todas las visiones; culto ya más extendido de la Virgen, propicia a los francos y sobre todo a sus francos de Provenza. Se anima una teología de las intercesiones para acercar a la humanidad doliente a su destino glorioso. Los pobres, a pesar de los clérigos, atraen hacia ellos a su Dios; por lo demás, disponen de intermediarios vivos en aquellos ermitaños, encontrados con frecuencia en la historia religiosa de la Cruzada, entre todos Pedro, cuyo prestigio se afirma de nuevo ante Antioquía, incluso después de su huida. El es quien va como embajador del ejército ante Kerboga; él es el elegido como tesorero de los pobres; él es en fin quien en Jerusalén conquistada organizará el servicio religioso y las ceremonias de acciones de gracias, al lado de su colega en eremitismo y en santidad, el ermitaño del monte de los Olivos, que aparece en la Conquista de Jerusalén como una especie de personaje sagrado cuyas opiniones se escucharon con la más profunda humildad y ante el cual se inclina hasta el alto clero. Triunfo de los pequeños es esta exaltación del ermitaño, brotada de un fondo oscuro de compasión pagana para los sacerdotes de los bosques y de los campos y de una piedad cristiana directa para los santos pobres. Su folklore comienza apenas transportado por la Cruzada, vivirá en las canciones de gesta y en las novelas de aventuras, hasta

llegar a convertirse en una regla de vida, en una experiencia total de santidad en el Poverello de Asís. Así, en la Cruzada de pobreza, todos los valores cristianos se humillan y se vivifican. La fe, el dogma, la liturgia, toda la religión en una palabra se hace más directa, más francamente colectiva, menos jerárquica; la separación entre el clero y los fieles, entre la ecclesia docens y la ecclesia discens se atenúa; el impulso colectivo, la necesidad del grupo se afirma, en el mito, en el rito, a cada hora de la Cruzada después de las pruebas de Antioquía. Fe material sin duda, con frecuencia mórbida, fe de iglesia naciente o de iglesia perseguida, con las pululaciones amenazadoras del cisma, como en el momento de la invención de la Santa Lanza, cuando se presiente una lucha de herejía entre los adhemaristas, mantenedores de la Cruz, los fieles de la Santa Lanza o raimundistas, y los del Cristo de oro, el símbolo imaginado por Amulfo y los normandos de Tancredo. El triunfo lo obtienen los poseedores de carismas; el rigorisrno de los primeros siglos reaparece. Un nuevo montanismo atenacea al ejército, hostil inmediatamente a las jerarquías, y, por un deseo. casi físico, ávido de Mesías. Tal es la íntima inquietud de esta época atormentada por los azotes y la anarquía política. Los pobres, como ya hemos visto, partieron con la esperanza de morir en Tierra Santa, en la espera parúsica del fin de los tiempos, prometida a los restauradores de la monarquía cristiana en Jerusalén. Migración de exterminación afortunada en suma, cuya fuerza se agota con las dificultades del camino y que puede muy bien no ser, a la llegada a Jerusalén, otra cosa que esa renovatio fidei, esa transmutación de los valores, ese renacimiento cristiano de que habla Raimundo de Aguilers. Pero la obsesión de la salvación atormenta constantemente a la multitud ambulante: la historia de la redención vive en su sensibilidad, y es un Viernes Santo cuando se descubre la Santa Lanza, y es a la hora de la muerte de Cristo cuando Jerusalén ha de ser tomada. Sabe, por otra parte, no poderlo realizar sino con la ayuda de una especie de Mesías, de un rey de los últimos días, divinamente elegido para conducir al ejército entero a la eternidad triunfante: En varias ocasiones, en su ruta, ha encontrado la designación del Señor: Carlomagno resucitado primero, el extraño Emicho de Leiningen; elegido por revelación para tomar Jerusalén después de la conversión de los judíos, más tarde Raimundo de Saint-Gilles a quien se le confiere el honor más elevado que jamás recibiera hombre alguno, según las propias palabras de San Andrés a Pedro Bartolomé, que no morirá. antes de la realización de su obra: investido de una autoridad sobrenatural reconocida por el clero y por el pueblo, ha de ser bautizado en el Jordán según un rito especial, y colocado en fin casi por encima de la jerarquía eclesiástica por la designación particular de las revelaciones. Y Godofredo, el último llegado, bien tarde, en el momento en que la fe disminuye, tendrá también, aunque la leyenda sea quizá menos contemporánea, su parte de mesianismo: le saludan sobre el Sinaí, dos personajes misteriosos como aquel que debe hacer volver a los pueblos a Israel; se le coronará rey, cuando no era más que procurador del Santo

Sepulcro y se le dará por corona la corona de espinas. La tradición hará de él obstinadamente una especie de rey mesiánico de pobreza; a quien se verá recibir a los enviados sarracenos sentado sobre la paja. ¿No habrá que suponer también una intención de elección divina en el rito que llevan a cabo, según la Conquista de Jerusalén, los barones después de la elección? "Lo ofrecieron en el altar mayor a guisa de criatura"248. La ofrenda se eleva al plano divino, como probablemente la lustración bautismal de Raimundo de Saint-Gilles en el agua del Jordán. Bien lo comprendían los clérigos al pedir la elección del patriarca antes que la del regente laico, temiendo establecer una realeza escatológica por encima de la jerarquía eclesiástica. Otro efecto de la obra escatológica, de la Cruzada: el ritmo de la vida y de la muerte se encuentra detenido en ella y los cruzados muertos acuden a luchar al lado de sus compañeros. Los dos mundos se encuentran confundidos para los fines de salvación común en una interacción constante. Carlomagno redivivus viene a tomar la dirección de la Cruzada, y los cronistas citan hechos numerosos de apariciones individuales de parientes muertos que vuelven en el momento del combate. Cuando el ejército se prepara a luchar contra Kerboga, San Andrés anuncia a Pedro Bartolomé la colaboración decisiva de los muertos; la sombra de Adhemar no abandonará a la Cruzada hasta su triunfo final. Compárense estas creencias con las leyendas de las montañas en las que permanecen en espera de la obra liberadora los grandes desaparecidos, Carlomagno en primer lugar, en el Gudenberg, luego Emicho, que debe volver a salir de la gruta expiatoria, o bien las huestes misteriosas que se presentan cuando es crítica la situación de los ejércitos. El espíritu religioso de la Cruzada alcanza sin cesar lo extraordinario, una milagrosidad necesaria, ya que Dios no puede por menos de eximir de las reglas comunes a los que luchan por su gloria redentora. "Las nubes les hacen sombra para que no les hiera el sol." Conjuración mágica de los elementos, notada por Comodiano en su Carmen apologeticum, es el indispensable complemento de la promesa repetida a Anselmo de Ribemont moribundo por uno de sus compañeros ya muerto: "Los que terminan su vida al servicio de Cristo no pueden morir."249 El beneficio redentor y milenarista anunciado a los que restablezcan en Tierra Santa el reino de Dios se extiende a todos los cruzados qué caigan en el camino por la gran esperanza. ¿No es justo, de una de esas lógicas populares sin réplica, que sigan viviendo en el momento de la realización parúsica? Naturalmente el espíritu apocalíptico de la Cruzada multiplica celosamente los signos de elección. En los comienzos, migración de saltamontes, caídas de estrellas, oscurecimiento del cielo, nubes ensangrentadas, todos estos fenómenos naturales han sido adoptados por el simbolismo del movimiento religioso. En la época antioquiana de las visiones, pueden fácilmente notarse otros rasgos de la tradición apocalíptica. Amenazas contra los que no creen; desconfianza con respecto a los lapsi, esos cristianos hechos musulmanes y 248 249

C. V, lib. XXVII. R. DE AGUILERS, [103], 276.

que quieren volver a la Iglesia en el momento de las victorias de los cruzados; distinción muy a menudo aparente entre elegidos y réprobos en la obra de la Cruzada; milicias blancas: lustraciones en el Jordán; personajes con blancas vestiduras, frecuentes en las visiones; este simbolismo y este rigorismo se esfuerzan en volver al predominio sobrenatural, tan visible en los primeros tiempos de la Cruzada, aquel determinismo afirmado por doquier que marcaba a los hombres para el cumplimiento de la voluntad milenarista de Dios. A veces esta designación parece significar una voluntad de vivir étnica. La idea de elección escatológica de los francos es muy viva en los comienzos de la Cruzada y en los discursos atribuidos a Urbano II. Procedente de la tradición carolingia, no tiene más que un alcance aristocrático, que corresponde a la idea de una Cruzada, obra de los caballeros y predicada para los caballeros. Se debilita cuando el pueblo entra en escena y con él el partido provenzal. En el momento del sitio y de la toma de Jerusalén, no se hace ya ninguna alusión a las prerrogativas de las francos, como tampoco en el momento de la elección del rey de Jerusalén. Si. ha habido, como es natural, rivalidades étnicas en el interior del ejército, entre normandos y provenzales, por ejemplo, en las que se enfrentaban temperamentos, hábitos religiosos, así como diferencias sociales, ya que las tropas provenzales contaban muchos más pobres, la fraternidad de la Cruzada no puede imaginarse fácilmente. Parece ser que nunca hubo choques entre los elementos populares de los distintos contingentes o una lucha de clases entre el pueblo y los grandes, pues la rebelión de Marra no fue más que una afirmación de principios. Por el contrario, se encuentran a menudo en los cronistas testimonios de una caridad cristiana. Durante la travesía de la Dalmacia, Foucher de Chartres consigna actos de abnegación por parte de los caballeros con los pobres, y delante de Jerusalén, según la Conquista, Hugo el Grande repite la idea de una igualdad de goces en el provecho material de la Cruzada. Tanto el orden natural como el orden político o social tendían a hacerse irreales para aquel ejército en el gran camino de la salvación. Jerusalén celeste y Jerusalén terrena se confunden en la visión montanista de los pueblos en marcha hacia la ciudad misteriosa, con tanta mayor fuerza y poder de movimiento, cuanto que el lugar mismo, la ciudad objetivo, son menos definidos. A la vista de Jerusalén, hubo ciertamente un gran júbilo, pero se trasluce poco en los relatos contemporáneos y habrá que esperar hasta la procesión del 8 de julio para encontrar el cumplimiento de un primer rito. Por lo demás, sólo después de la consulta al ermitaño del monte de los Olivos se organiza la procesión solemne, con sermones de penitencia y acciones de gracias en las estaciones principales. La más larga debió de ser en el monte de los Olivos, lugar de la Ascensión y no de la agonía, centro escatológico de Jerusalén para el pensamiento religioso de la Edad Media. Allí es donde el rey de los últimos días debe deponer su cetro y su corona 250. Allí es, en toda la tradición del Anticristo, recogida por los amauricienses, donde 250

ADSON, De Antichristo, edición Sackur, 110.

debe manifestarse Cristo triunfante en la hora de la redención universal, y allí es también donde reside el misterioso ermitaño que dará Jerusalén a los cruzados. Así la victoria postrera es la consecuencia de la esperanza escatológica que movió a las multitudes del Occidente hacia la reconquista de la Tierra Santa, tierra donde padeció el Hijo del hombre, pero donde sobre todo manifestó su gloria, donde se les prometió a los hombres de Galilea, por dos mensajeros vestidos de blanco, que aquel Jesús que alababa de desaparecer en el cielo, arrebatado de entre ellos, volvería de la misma manera que le habían visto ascender (Hechos, I, 11) , llevado sobre la nube, como la estrella brillante de la mañana que más tarde anunciará la visión apocalíptica (Apocalipsis, XXII; 16).

PARTE TERCERA DURACIÓN Y DECADENCIA DE LA CRUZADA CAPITULO PRIMERO EL ESTABLECIMIENTO DE LA CRUZADA: NECESIDADES MILITARES Y RITOS DE PENITENCIA. I EL EJÉRCITO CRUZADO EN JERUSALÉN: ¿CRUZADA O ESTABLECIMIENTO? En agosto de 1096, después de la designación de Godofredo como procurador del Santo Sepulcro y la elección del patriarca Arnulfo, los destinos de la Jerusalén cristiana no se encontraban en modo alguno asegurados. Por un lado un príncipe laico, piadoso y sometido a la autoridad de la Iglesia, celosamente vigilado por sus pares; por otro, el jefe del poder espiritual, aventurero de raza, como su cómplice, el obispo de Martorana, y que debía su elección a la ayuda de su señor, el duque de Normandía, y a sus numerosas intrigas. El porvenir seguía abierto a una teocracia hierosolimitana: necesitaba otros hombres tan sólo y que el brazo temporal permaneciese humildemente sometido a la voluntad de la Iglesia. ¿Pero cómo detenerse en el pensamiento del reino de Dios, cuando los cristianos, apenas instalados en su conquista, se enteraban de la llegada a Ascalón del ejército fatimita y cuando Godofredo tenía que reunir apresuradamente a los barones ya dispersos para rechazar la invasión musulmana? Tal era en efecto la necesidad militar que la conquista de Jerusalén llevaba consigo. Pero los cruzados parecían no querer entenderlo. Inmediatamente después de la doble elección del patriarca y del procurador del Santo Sepulcro, comienzan a abandonar la ciudad, Raimundo de Saint-Gilles el primero. Sin duda, después de la muerte de Pedro Bartolomé, la influencia del conde de Provenza había disminuido mucho. Su conducta durante el sitio, cuando respeta la guarnición sarracena de la Torre de David, mientras en torno suyo cunde la matanza, aumenta las sospechas y su descrédito. ¿A qué obedece la partida de aquel jefe en quien se unen extrañamente la generosidad, el espíritu de cálculo y una indiscutible debilidad? Indudablemente al fracaso de sus ambiciones de soberanía temporal por la elección de Godofredo, y la humillación de no haber podido, ante las exigencias de éste, conservar su conquista, aquella Torre de David, que era la principal fortaleza de la ciudad251. Pero mucho más, según la confesión de su

cronista, a la oposición de los suyos a todo proyecto de instalación en Tierra Santa. En torno suyo, sus fieles hablan violentamente de regresar: obtenida Jerusalén, toda la Cruzada apocalíptica termina y el partido provenzal quiere volver a su patria lejana. La expedición de purificación milenarista ha tocado a su fin. Así es, a lo que parece, como se deben interpretar los últimos actos de Raimundo. Con algunos fieles, entre los cuales se sigue contando Raimundo de Aguilers, marcha a Jericó a coger palmas, y de allí a bañarse en el Jordán. Bautismo que no observa el rito ya clásico, sino, por el contrario, las prescripciones de Pedro Bartolomé. Este había, en efecto, por orden de San Andrés, prescrito al conde que atravesara el Jordán en un esquife, no que se sumergiera en él; durante la travesía, que había de hacer vestido con una camisa y unas bragas nuevas, debía ser asperjado con el agua del río. Sus ropas, una vez secas, serían conservadas junto con la Santa Lanza del Señor. Indicaciones puntualmente seguidas, si bien el cronista, hombre sensato, confiesa que no comprende su alcance 252. Pero no importa; a la vez que satisface a la visión de Pedro, episodio propiamente provenzal, lo que Raimundo realiza son los ritos de la peregrinación antes del regreso. Es muy antigua la costumbre de ir a coger palmas a Jericó: Nicolás de Myra lo había hecho en 310 y sabido es que, cuando se abrió su féretro en 1100, las palmas encerradas con su cuerpo reverdecieron al punto. La costumbre tiene, por otra parte, su simbolismo, que explica Beda el Venerable; porque las palmas, por su robusto brote, son la imagen de la fe vigorosa; con sus hojas rugosas y sus frutos excelentes, muestran los padecimientos del mundo y las recompensas del cielo; en fin -texto que constituye probablemente el origen del rito-, el Apocalipsis representa a los bienaventurados con palmas en las manos (VII, 9)253. Asimismo el bautismo en el Jordán, forma parte de la peregrinación clásica254. Raimundo ha observado, pues, los ritos, y vuelve a Jerusalén probablemente con el pensamiento de una partida próxima. Después de haber ayudado a Godofredo a rechazar al emir fatimita Alafadal en Ascalón, a fines de agosto de 1099 marchará hacia el norte de Siria, en el camino real que lleva a Europa. Los jefes del segundo ejército, llegado a Jerusalén en diciembre de 1099, en el que van mezclados los italianos de las flotas pisana y genovesa, llegados con el arzobispo de Pisa, Daimberto, y los rezagados del gran ejército, al mando 252

R. DE AGUILERS, [103], 302. QUARESMIUS, Elucidatio S. Terrae, I, 793, según Beda el Venerable. Cf. EKKEHARD, [110], cap. XXXV: iidemque palmati quasi victores mortis redeunt, y sobre las palmas de los cruzados, FOUCHER, [104], 364 y 366; RAIMUNDO, [103], 295 y 301. 254 TOBLER, Topogr., II, 695 y sigs. y los relatos del abad ruso Daniel, peregrino de Palestina en 1113-1115 en Zeitschrift des deutschen Palästina-Vereins, VIII, 34. Este describe la ceremonia en el Jordán para la bajada del Espíritu Santo sobre los nuevos bautizados. Este rito de bautismo general se realizaba por la noche, en memoria del bautismo de Jesús. 253

251

La Torre de David, en la ruta del mar, era una posición estratégica esencial. Había adquirido por otra parte, en los primeros siglos cristianos, valor de devoción, y los libros de peregrinación le dedican un lugar eminente en la descripción de Jerusalén. Hasta el punto de que podemos preguntarnos, por las monedas y los sellos de los reyes latinos, si no se había convertido en algo así como el símbolo impresionante de Jerusalén, "umbilicus terrarum" ella a su vez. El hecho, en Raimundo de Aguilers, [103], 301 y 302, donde se dice de la Torre de David, "scilicet totius regni Judaici caput".

de Balduino y de Bohemundo, que se han desviado del iter hierosolymitanum para tomar Edesa y Antioquía, marcharán igualmente a coger palmas en Jericó y recibir el agua lustral del Jordán, de manos esta vez de Daimberto, elegido patriarca de Jerusalén después de la deposición de Arnulfo. Como lo nota Foucher de Chartres255, no se trata para los jefes de la Cruzada de otra cosa que de "hacer sus devociones". Lo prueba la presencia de uno de los numerosos grupos que se apresuran hacia el Occidente, del predicador de la Cruzada escatológica., del propio Pedro el Ermitaño. Después de la toma de Jerusalén su papel es mal conocido: las Gesta hablan de él como de una especie de maestro de ceremonias en la vida religiosa de la ciudad conquistada; Alberto de Aix, el amplificador de su leyenda y la Conquista de Jerusalén, siempre atenta al papel de la gente baja, le siguen dando una importancia guerrera256. Es cierto al menos que abandona Jerusalén a fines del año 1099, como para marcar el cumplimiento de la primera Cruzada y el fin de la esperanza escatológica. Estas partidas, mas numerosas. aún después de la Pascua de 1100, privan a la ciudad de gran número de defensores. Y esto en tanta mayor medida cuanto que los que se van son sobre todo guerreros, nobles. ¿Cómo hubiesen podido hacerlo los pobres? Su única venganza será denunciar en la leyenda inspirada por ellos la defección de los señores. Así lo atestiguan esas escenas de la Conquista de Jerusalén (se sabe que es de 1130 aproximadamente) en las que, como en Aimeri de Narbona, todos los barones, contestando a la pregunta del obispo de Martorana, declaran querer regresar a sus casas. Apenas elegido Godofredo trata a su vez de conmover a sus compañeros de armas y hacerles que se queden con él. Pero el espíritu del siglo habla por boca, del conde de Flandes. "No somos de acero ni de hierro forjado. Tengo rotas las costillas y las caderas y la piel abierta en veinte lugares; hace más de dos años que mi carne no ha sido lavada." Fatiga tan grande del hombre, que no vacila en invitar al príncipe a que regrese. "Pero si os place, hermoso señor, veníos con nosotros." Esto hace indignarse al rey. Se quedará solo con Tafur, sus ribaldos y algunos fieles para defender Jerusalén. "Los barones se volvieron tristes y cabizbajos." Y Godofredo, en una invocación justiciera, se vuelve hacia el Señor y dice: "Dios, señor Padre, porque tendréis piedad de vuestras pequeñas gentes que por vos se han quedado, para guardar la ciudad en que vuestro cuerpo fue traspasado y el digno sepulcro en que vuestro cuerpo fue depositado."257 La amplificación social de la leyenda apenas rebasa la verdad histórica: a Godofredo no le queda pronto más que un puñado de hombres en torno suyo258 y los caballeros son poco numerosos: doscientos, si hemos de creer a 255

Cronista oficial de la tropa, en la que es capellán de Balduino. ALBERTO DE AIX, lib. VI, cap. XLI; Conquista de Jerusalén, c. VII, estrofas V-XIV, XXXI-XXXIV; c. VIII, estrofa XLII. 257 Conquista de Jerusalén, c. V, estrofa 30 y c. VII, estrofa II. 258 Es la impresión de Ekkehard, parva manu fultus, [110], p. 26, y el autor anónimo de la Translatio S. Nicolai, testigo ocular, dice que, cuando la flota veneciana llegó a Jaffa, 256

Raúl de Caen259. La mayoría de estas pobres gentes sigue siendo francesa, provenzal sobre todo, como para una postrer afirmación del ideal antiguo de la Cruzada. Los que habían acudido con la esperanza parúsica de la salvación colectiva no podían pensar en el regreso, y aunque lo hubiesen deseado, habrían carecido de los medios para llevarlo a cabo. Su impotencia material les condenaba a mantenerse fieles a su antigua esperanza. No parece, por lo demás, que se pensara al pronto in censurar a los que se marchaban. En la carta que Roberto de Flandes llevaba al papa de parte de los príncipes cruzados, el relato de los hechos heroicos de la Cruzada termina con una expresa recomendación, al papa y a todos los fieles del Occidente, de los chuzados que regresan. Sus preocupaciones temporales, "el amor de la patria y la piedad filial o conyugal" se citan en ella con una indulgencia comprensiva260. Más aún: al solicitar del Occidente cristiano una atención particular para aquellos que regresan, el alivio de sus dificultades materiales, por ejemplo, los príncipes no vacilan en atribuirse, por haber reconquistado la tumba del Señor, unos méritos particulares, en los cuales les está permitido participar a aquellos que ayuden a los cruzados que regresan de Tierra Santa. El regreso se convierte en una especie de garantía de una extensión de los beneficios espirituales de la Cruzada."261 Pero a medida que los contingentes se disgregan y las epidemias junto con los regresos aclaran las filas, la situación del ejército cristiano en Jerusalén se hace cada vez más difícil. Será un obrero de la undécima hora, llegado con retraso a Tierra Santa y que no ha sufrido las fatigas enormes del viaje por tierra, quien dé la voz de alarma y formule los primeros reproches. En abril de 1100, después de las marchas que siguen a la celebración de las fiestas de la Pascua, Daimberto, el arzobispo de Pisa, patriarca de Jerusalén desde los últimos días de diciembre de 1099, escribe a los católicos de la región teutona262 para mostrarles el estado inquietante de la Tierra Santa. Muchos cruzados, afirma, regresan a su país poco después de su llegada; los que se el duque salió a su encuentro cum toto exercitu suo, pecunia quidem tenui et numero satis parvo ([3], His. Occid., V, p. 271). 259 Gesta Tancredi, [3], Hist. Occid., III, 703. Es difícil de hacer cualquier evaluación. Las precisiones de Alberto de Aix, que no es contemporáneo, parecen ser pura fantasía. A fines de agosto de 1099, dice haber habido en Laodicea concentraciones para el regreso de 20 000 peregrinos. Más adelante (lib. VII, caps. VII y IX), habla de una tropa de 3 000 hombres con Godofredo en el sitio de Arzuf; y los contingentes son aún más débiles en las expediciones siguientes. Las cifras dadas por G. de Tiro (IX, cap. 19), mucho más bajas, no parecen mejor fundadas. Si nos atenemos a la opinión de Röhricht, [126], p. 184, n. 1, que confía en la cifra de Raimundo de Aguilers para la evaluación de las tropas delante de Jerusalén, o sea 12 000 cristianos, de los cuales 1 200 a 1 300 caballeros, después de combates, enfermedades y partidas, no es posible creer en un contingente muy próspero. 260 HAGENMEYER, [124], n° 429 y Epistulae, [113], n° 18. 261 No parece, como pretende Alberto de Aix, que los cruzados hayan solicitado regularmente de Godofredo una autorización para partir.

habían quedado en Jerusalén y en los alrededores hasta la Santa Pascua se marchan ahora en los barcos písanos e ingleses. "En cuanto a los otros -prosigue el patriarca-, que habíamos podido retener difícilmente con gran esfuerzo de elevadas soldadas y de presentes, los hemos comprometido hasta que Dios nos envíe socorros de vuestra nación así como de lengua latina para defender a Jerusalén." A la vez que esta ayuda en hombres bastante explícitamente pedida, solicita de su opulencia, que Dios les ha otorgado "más ampliamente que a los demás pueblos", la liquidación de las soldadas que se habían comprometido a pagar. Es el primer llamamiento procedente del Oriente latino: necesidad de hombres, necesidad de subsidios, todas las necesidades de una defensa que tiene ahora que organizarse. La gran esperanza escatológica no había pensado en absoluto en estas exigencias que habían de seguir a la victoria. Pero, ¿pueden los cristianos descuidar ahora la guarda de la tumba del Señor? La Cruzada va a convertirse en un largo período de paciencia en el que irán adquiriendo mayor importancia aquellos que son capaces de guerrear. II EL OCCIDENTE Y LA CONTINUIDAD DE LA CRUZADA Evolución que va a encontrar su confirmación en la actitud del Occidente con respecto a la Cruzada. Esta actitud, por lo demás, no es sencilla, y hasta parece contradictoria. Por una parte, indiferencia creciente y ya crítica con respecto a la gran expedición de salvación que termina; por otra, salidas continuas para la Tierra Santa. La oposición no es más que aparente. Estos movimientos, en su psicología inestable y a veces sumaria, descubren el establecimiento normal de la Cruzada. En primer lugar, menos fervor. Es muy cierto, en efecto, que, una vez partidas las tropas de las grandes expediciones, el Occidente se ha identificado mal con su gesta heroica. En los primeros tiempos, algunos prodigios sirvieron para establecer una correspondencia de temor y de elección entre la pequeña tropa lejana y los que se habían quedado. Pero muy pronto deja de atribuirse un valor simbólico a los prodigios. Así, cuando Sigiberto nota en 1097 la aparición de un cometa y una inundación en el otoño, no establece correspondencia alguna entre estos hechos y las hazañas del ejército cruzado en Oriente. Solo o casi solo, Raúl de Caen señala una correspondencia: el 9 o el 10 de febrero de 1098, en la noche o al día siguiente de la victoria de las tropas cristianas en las riberas del lago de Antioquía, aparece en Occidente una aurora boreal, que en Caen se interpreta como el signo sangriento de los

combates que se libran en Oriente 263. El comercio epistolar entre el Oriente y

el Occidente descubre asimismo una creciente indiferencia 264. Las cartas católicas sobre todo, cartas a todos los fieles, ya sean del patriarca de Jerusalén, de los príncipes cruzados, o finalmente la carta de la iglesia de Lucca a la catolicidad, breves en noticias sobre los episodios de la Cruzada, contienen todas ellas llamamientos: los cruzados solicitan fuerzas de refresco, el socorro de todos cuantos quieran conseguir su salvación, que estén sanos de cuerpo y que tengan con qué subvenir a su viaje. También en ellas se lanza anatema contra los apóstatas que, habiendo tomado la cruz, no han salido aún de su tierra. Confesiones de una crisis en la que la fe está pronto vencida. Las amenazas se multiplican, apremiantes, imponiendo plazos para incorporarse al ejército sagrado, y testimonios incluso, en su frecuencia, del hecho de que la apostasía de la Cruzada comienza a convertirse en un hábito en ese Occidente, del que se aleja el temor milenarista. Puede medirse comparando las dos cartas del patriarca Simeón con algunos meses de intervalo. En la primera, sigue siendo la promesa de salvación el móvil central: el Señor se ha aparecido al propio Simeón para prometerle la coronación de todos los combatientes de la expedición santa "en el día postrero y lleno de espanto del juicio final"265. La segunda, de enero de 1098 probablemente266, desciende a lo vivo de las pasiones humanas para animar a los vacilantes a que se apresuren: que acudan pronto: el premio será doble, pues aquella tierra está llena de leche, de miel y de todos los alimentos. Es inútil -añade muy perspicazmente- llevar más de lo necesario: los tibios pueden entender que todo el resto les será dado por añadidura. El mismo papado no da muestras de un singular fervor por la Cruzada. En los últimos años de su pontificado, Urbano II, el predicador de Clermont, se preocupa sobre todo de una actividad conciliar referente a la disciplina y la herejía. Y los príncipes cruzados lo saben, habiéndole escrito desde Antioquía, el 11 de septiembre de 1098, una carta de llamamiento vibrante de reproches267. Como el jefe espiritual de la Cruzada, el obispo Adhemar, ha muerto durante el asedio de la ciudad, le piden al papa que vaya a reemplazarlo. La responsabilidad espiritual es imperiosa. "Tú que por tus predicaciones nos has mostrado el camino y nos has hecho abandonar nuestras tierras y todo lo que sobre nuestras tierras había, tú que nos prescribiste que siguiéramos a Cristo cargándonos con la cruz, tú que nos 262

Véase HAGENMEYER [113], nº 21 y [129], nº 457; RIANT, Comptes Rendus Acad. Inscriptions [Actas de la Academia de Inscripciones], 1884, t. XII, páginas 212-214. 263 RAÚL DE CAEN, Gesta Tancredi, [3], Hist. Occ. III, 648 F. 264 Abundan los documentos, con dos trabajos de primer orden sobre su conjunto: conde Riant, [9], ya citado, y HAGENMEYER, [113], que da los textos, pero reduce a 23 el número de los documentos epistolares auténticos. 265 Carta de Simeón, patriarca de Jerusalén, y de Adhemar del Puy, 18 de octubre de 1097, HAGENMEYER, [113], VI, pp. 141-142. y RIANT, [9], p. 221. 266 RIANT la coloca en octubre de 107; [124], n° 228, en enero de 1098. 267 RIANT, [9], 181; [124], n° 314; [113], nº XVI.

pediste que exaltáramos el nombre de cristiano, termina lo que provocaste, ven a nosotros y trae contigo a cuantos puedas persuadir." Estos guerreros tienen suelta la lengua y no vacilan en hacer notar que el papa, hecho que ha llegado a sus oídos, permite a algunos que se han cruzado y no han partido aún que se queden entre los cristianos en la impunidad de su perjurio. "No hay que destruir -concluyen- el bien que emprendiste." Lógica humana de quienes han sufrido en el cumplimiento de lo prescrito por el papa: quieren verle entre ellos. También obedece esto a que lo necesitan. Durante las angustias del sitio de Antioquía, todo género de movimientos heréticos han agitado a las masas populares. ¿Cómo podrían dejar de inquietarse los grandes por este bullir no conformista? Hombres de guerra, sí, pero sin autoridad espiritual. "En cuanto a los herejes, griegos y armenios, sirios y jacobitas, no podemos aplastarlos. Hay que desarraigar y destruir todas las herejías, cualquiera que sea su género, con tu autoridad y nuestro valor." 268 Y, coronando el último llamamiento, no falta la promesa de unidad: "La tierra entera te obedecerá." Los documentos no suministran la respuesta del papa. Al menos, se sabe que en octubre de 1098 Urbano II celebraba un concilio en Bari y había recibido, sin duda, la carta de los cruzados 269. Pero se contenta, como lo nota Paulot 270, con el papel de Moisés durante el combate de los amalecitas. Cierto es que sus preocupaciones, en el Concilio de Bari, eran numerosas: dificultades con Guiberto, con el rey de Inglaterra y con el rey de Francia, excomulgado de nuevo. En abril de 1099, cuando Urbano II reúne en Roma, en la ciudad eterna reconquistada al fin, un importante concilio 271, se repiten las viejas condenaciones contra la simonía, las investiduras y los beneficios, se renueva la Tregua de Dios, y se habla mucho de la tiranía del rey de Inglaterra contra Anselmo de Cantorbery, presente en el concilio. Nada o casi nada se dice de la Cruzada, como si los que habían provocado el gran movimiento de las expediciones los abandonasen a su destino incierto272.

268

La existencia de movimientos llamados heréticos está confirmada por la carta de Manasés de Reims a Lamberto de Arras ([124], 416), en la que aquél hace alusión a las dificultades del patriarca. Arnulfo "contra sectas et deceptiones haereticorum...". ¿Pero no se trataría simplemente de turbulencias cismáticas en el encuentro de las diferentes comunidades cristianas orientales? 269 Las actas del concilio se han perdido. [9], 186-187; JAFFÉ-LOWENFELD, s. anno; HAGENMEYER, [113], n° XVII, n. 61. 270 PAULOT, [139], pp. 476 y sigs. 271 "Concilio general" dicen Bernoldo de Saint-Blaise y Lamberto de Arras. (Cf. PAULOT, [139] p. 488). 272 Para ser justos, hay que notar, sin embargo, que Urbano II no se desinteresó por completo de la Cruzada, ya que en una carta perdida, pero mencionada en Landulfo de Saint-Paul ([9], p. 195), el papa exhortaba a los milaneses a tomar la cruz, y que fue después del concilio de Roma cuando Alberto II, conde de Parma, salió con la cruzada rezagada de 1100-1102 (cf. RIANT, [143]).

¿Habrá que esperar, sin embargo, una vuelta del viejo entusiasmo al difundirse la noticia de la toma de Jerusalén? No podemos darnos bien cuenta de ello antes del anuncio oficial que hace el papa Pascual II al clero de las Galias en diciembre de 1099273. Los cronistas emplean, para hablar del gran acontecimiento, una retórica piadosa o clisés bíblicos, cuando no se limitan a una seca anotación. Röhricht ha creído por el contrario poder determinar la popularidad de la Cruzada por el número de las canciones narrativas o simplemente líricas que tuvieron por objeto la Cruzada y la liberación de Jerusalén. Pero en todo esto, incluso en el ciclo francés (Canción de Antioquía, Conquista de Jerusalén, Los Cautivos), no hay casi nada contemporáneo, directamente popular; sólo reflejos, continuaciones, repeticiones varias veces revisadas. En cuanto a las canciones corrientes, mucho más populares es cierto, sobre las cuales querría también apoyarse Röhricht, en latín monástico en su mayoría, y probablemente obra de clérigos más que de gente del pueblo, no aportan sino mediocres testimonios, salvo quizá ese Laetare Jerusalem274, en el que resurge por última vez la esperanza redentora y escatológica, la espera de la visión de paz y de Cristo rey en su gloria. Pero van al final de la historia de Raimundo de Aguilers, como para afirmar aún más el carácter de la primera fase de la Cruzada, popular y provenzal 275. La impresión es la misma respecto a los regresos. Aquellos soldados de Cristo que marcharon a la Tierra prometida no vuelven de ella rodeados de una gloria casi sobrenatural. Casi ningún rito de fiesta se esboza dedicado a ellos. Debió de considerárseles apenas un poco superiores a los romeros ordinarios. Regresaban llenos de recuerdos y de relatos, pero sin nimbo alguno. Las recomendaciones que traían de parte de sus compañeros de armas que habían quedado en Tierra Santa, refrendadas con una contraseña del papa Pascual II, eran triviales, anodinas, utilitarias. La gran preocupación es la recuperación de los bienes, el pago de las deudas gracias a una caridad cristiana276. Como si de la gran aventura no hubiesen traído más que la preocupación de recobrar sus comodidades de antaño. ¿Se ha extinguido, pues, el ideal de la Cruzada, por la voluntad material de los hombres?

273

Manasés de Reims habla a Lamberto de Arras de esta noticia transmitida por el papa y también del anuncio que le había sido hecho por el duque Codofredo y el patriarca Arnulfo (HAGENMEYER, [113], XX). 274 Edelestand DU MÉRIL, Poésies populaires latines du Moyen Age" [Poesías populares latinas de la Edad Media], París 1847 p. 255; HAGENMEYER, la ha editado a continuación de su edición del Hierosolymita de Ekkehard, [110] bis, páginas 385-387. 275 No llegamos a atribuir gran importancia a los versos mnemotécnicos reunidos por H. Olsterley, Forschungen zur deutschen Geschichte, XVIII, que están destinados a recordar de manera fácil y bastante sugestiva ciertos hechos más o menos importantes, refranes cómodos sin alcance histórico. 276 Cf. carta de septiembre de 1099 de los príncipes y de Daimberto al papa: "...benefaciendo eis et solvendo debita eorum..." (Epist. XVIII. HAGENMEYER, [113], p. 401, quiere hacer de ella el tipo de las cartas de recomendación).

Apariencias solamente o más bien evolución natural de un paroxismo. Los grandes entusiasmos se ordenan cuando deben persistir y la Cruzada era, en la vida religiosa de un mundo, un movimiento demasiado profundo para que pudiera desaparecer en unos años. Este debilitamiento, sensible en los documentos de la historia, es el signo de una reflexión. Había lugar a un examen; hasta tal punto la opinión de Occidente había estado trabajada desde las grandes expediciones por los rumores más diversos que refluían a través de Europa. Ante todo, una impresión de la cizaña mezclada con el grano, como lo observa Ekkehard, a propósito de los excesos cometidos por los cruzados contra las poblaciones cristianas de los territorios que atravesaban: reflejo instintivo que ha sufrido el cronista, como sus compatriotas, cuando veía pasar las catervae de populacho, hombres, mujeres, niños, que marchaban hacia Tierra Santa: "Se ridiculizaba naturalmente su empresa insensata."277 Además, tenemos el desaliento, la decepción que manifiestan los que se detienen en el camino 278: y asimismo la campaña de denigración llevada a cabo por los fugitivos, los que desertan en los peores momentos del sitio de Antioquía. A ellos es, a lo que parece, a quienes designa en su prefacio Raimundo de Aguilers: "esos cobardes y esos pusilánimes, que después de habernos abandonado, se esfuerzan en asentar el error en el lugar de la verdad. Pero quien conozca su apostaría" -he aquí el objeto del libro-, "no escuchará sus palabras y evitará su encuentro" 279. La carta del clero y del pueblo de Lucca es todavía más clara en cuanto a mostrar el efecto desmoralizador del regreso de Esteban de Blois a Constantinopla durante el sitio. El conde se granjeará, por otra parte, con ello, su leyenda en la Canción de Antioquía, en la que se convierte, con trazos gruesos y casi caricaturescos, en el símbolo del fugitivo, no sólo cobarde en la empresa guerrera, sino infiel a la voluntad divina. Compréndese desde este momento la reserva que se advierte en Ekkehard, hacia 1125, en sus Crónicas, posteriores en una docena de años al Hierosolymita, a propósito de Pedro, el mito de los primeros entusiasmos, "Pedro, de quien se pretendía luego que había sido hipócrita" 280. La culpa no podía ser de Dios, sino únicamente pecado de los hombres. Y en Ekkehard apunta ya la sensación de que los fracasos de la Cruzada y sus retrasos se deben a la insuficiente moralidad de los cruzados. En Alberto de Aix, se hace manifiesto en el célebre relato del hermano lombardo que reproduce la conversación entré un sacerdote de su tierra y un peregrino desconocido, de aspecto afable. Se habla de las Cruzadas, y el buen sacerdote italiano expone sus dudas sobre las intenciones de esas multitudes que marchan hacia Jerusalén. El peregrino 277

Sentido de [110], c. IX. FOUCHER [204], libro I, caps. VII-VIII. 279 [103], 235. 280 Sobre la fecha respectiva de las dos obras, véase WATTENBACH, Deutschland Geschichtsquellen..., II, 189-198; BUCHHOLZ, Ekkehard v. Aura, 1888, 8° y J. TESSIER, La Chronique d'Ekkehard [La Crónica de Ekkehard], Rev. Historique, XLVIII, 267-277; MOLINIER, [23], nº 2194. 278

-era San Ambrosio- declara solemnemente que ese largo viaje era voluntad de Dios y que todos los que morían realizándolo se contarían en el cielo en el número de los mártires, siempre que perseverasen "en el amor de Dios", sin entregarse a la avaricia, al robo, al adulterio ni a la fornicación281. La idea de la salvación escatológica es cosa terminada: el reino de Dios se les promete a los que comiencen por hacer penitencia. El mérito espiritual de la Cruzada ya no es el fruto necesario de una expedición tumultuosa y ferviente a la liberación de la Tumba del Salvador. Por lo demás, los que regresan, si bien afirman con su vuelta misma el aplazamiento de la gran esperanza, si siguen sin signo alguno de elección 282, no por ello atestiguan peligrosamente la quiebra espiritual de la Cruzada. Por el contrario, el caballero, de regreso en su tierra, no queda por ello desligado de su voto: sigue participando en la obra de defensa de la Tierra Santa. Su vida permanece espiritualmente consagrada a la guarda de la Tumba del Señor. Y esto tanto más cuanto que, si los estigmas han desaparecido, los que regresan no vuelven con las manos vacías: aportan testimonios más materiales sin duda, pero provistos de virtudes divinas y milagrosas. Con la vuelta de la Cruzada, las reliquias van a tomar cada vez más importancia en la vida religiosa de Occidente. Con seguridad, el carácter de los textos 283, su número restringido284, así como la complejidad de sus elementos que deja traslucir a veces la compilación, no permiten grandes certidumbres285. Es seguro, sin embargo, que en los alrededores del año 1100 se traen reliquias a Génova, a Venecia y a Saint-Nicolas-du-Port, en Francia, en centros todavía limitados, con una repercusión probablemente restringida. Pero el hábito nace, para ir en aumento rápidamente. Testimonio para aquel que la trae del cumplimiento de la Cruzada y de un a modo de santificación, la reliquia, en aquellos tiempos de fe profunda y colectiva, no podía ser el privilegio de uno solo. Pertenece a la colectividad: así, Roberto de Flandes, gran proveedor, fundará, con Clemencia su mujer, varias iglesias y monasterios para hacer llegar al pueblo piadoso éste beneficio indirecto de la Cruzada. El culto de las reliquias se 281

ALBERTO DE AIX, lib. IV, cap. XXXVIII. Ya no se vuelve a hablar de los estigmas de la Cruzada después de 1096. 283 Así la leyenda de Jacobo de Varazzo sobre el traslado de las reliquias de San Juan Bautista a Génova es de los últimos años del siglo XIII. 284 Se encuentran todos en el tomo V, [3], Hist. Occ., pp. 229 y sigs., Documenta Lipsanographica ad primum bellum sacrum spectantia. 285 Conviene ser más prudente que Röhricht ([126], p. 221, n. 6), que encuentra en los tratados del tomo V numerosas pruebas de que los cruzados trajeron reliquias. Jacobo de Varazzo es poco digno de fe; Lamberto de Ardres, por lo general exacto, es muy posterior a los hechos Los únicos textos claros son el relato de la traslación a Venecia de las reliquias de San Nicolás de Myra (el texto del Monje del Lido está en Rec. V, 253-292), el Qualiter reliquiae B. Nicolai, episcopi et confessoris, ad Lotharingiae villam, quae Portus nominatur, delatae sunt, y la Narratio quomodo reliquiae martyris Georgii ad nos Aquicinenses pervenerunt (junio de 1100). 282

establece así en la vida religiosa de estos comienzos del siglo XII, como un medio de remozamiento para una espiritualidad venida del Oriente. Es el momento en que Mauricio Burdin, a la sazón arzobispo de Braga, hace trasladar de Jerusalén a Santiago de Compostela unas reliquias de Santiago el Mayor. Así va a nacer, a partir de los tiempos que siguen a la primera Cruzada, una de las devociones orgánicas de la Edad Media. He aquí, pues, para la sensibilidad del Occidente cristiano, la sensación concreta, próxima, de la Tierra Santa. Relación afectiva de los dos mundos que da a los cambios de hombres entre sí una primera estabilidad. Es sobre todo para el Occidente la posibilidad de participar en los beneficios de la Cruzada. Se opera una sublimación verdadera de un fenómeno contingente, temporal, para hacer de él un valor duradero. El que la Iglesia insista también sobre la penitencia previa, rito de preparación y participación en lo espiritual va a aportar, en la vida religiosa del Occidente cristiano, formas nuevas de méritos. Y esto con tanto mayor motivo cuanto que la agitación de las grandes expediciones repercute aún en las masas cristianas. Entre 1099 y 1106, de manera casi continua, las tropas de cruzados parten para Tierra Santa, en una confusión de expediciones así como de sentimientos. ¿Qué queda, pues, de la esperanza de salvación, para esos venecianos que en 1099 se embarcan con fines de peregrinación; y vuelven con reliquias y sólidas garantías de nuevos mercados, o para esos genoveses, que movidos también por un piadoso entusiasmo han entrado a saco en Cesárea y vuelven, según el cronista, cum triompho et gloria, recompensas bien temporales? Pensamientos de lucro, ambiciones de conquistas políticas, todo esto flota como un espejismo oriental sobre estos grupos de rezagados. A menos que en estos encuentros de razas, de pueblos, de mundos, no nazca uno de esos odios profundos que animan a los hombres a veces con más violencia que el ardor religioso. Tal es el sentimiento que va a explotar Bohemundo para venir a Europa, al terminar su cautiverio, a predicar la cruzada contra el basileus. A medida, en efecto, que estas expediciones múltiples se agotan antes de obtener sus fines, las desconfianzas contra Alexis, aumentan: sobrepasan la reflexión amarga del cronista, que comprueba que el Emperador "no hace de los cristianos que combaten a los turcos más caso que de unos perros enzarzados". Se habla incluso de traición. Bohemundo, desde lo alto del ambón de Chartres, suscitaba todos los hombres armados contra el perseguidor de los cristianos. Sabido es que esta última profectio Occidentalium antes de la segunda Cruzada habría de terminar por la capitulación de Bohemundo y su sumisión al basileus. "Aquel orgulloso montón de ambiciosos no tuvo nada de lo que se había prometido," concluye severamente Orderic Vital286. No se crea, sin embargo, que el antiguo fervor se desvanezca. Así lo atestigua esa cruzada milanesa, predicada por el arzobispo Anselmo a través de toda la Lombardía, y que arrastró, como en los primeros tiempos, en torno de algunos hombres de guerra, una numerosísima plebe piadosa entre la que 286

Hist. Ecclesiastica, edic. Le Prévost, II, 449.

acuden diligentes muchos clérigos y hasta mujeres. "Movimiento popular -dice Ekkehard, que formó parte de él-, que podía casi igualar en número a las expediciones anteriores."287 Su retraso es más probablemente efecto del independiente carácter milanés, siempre muy suspicaz con respecto a Roma288. Para otros, por el contrario, se trata de verdaderas cruzadas de arrepentimiento, temor al castigo o impulso confuso de opinión. Lo que cuenta, en efecto, desde el punto de vista del sentimiento religioso, es la continuidad del impulso. La Cruzada prosigue. La Iglesia, recobrada, ciertamente, anima y fomenta, ya que agrava sus rigores contra los que vacilan en el cumplimiento de su voto289. Pero nada más significativo de una propensión siempre clara como la predicación de Bohemundo en 1106-1107, tan pobre de valor religioso y sin embargo eficaz. El iter hierosolymitanum está en adelante abierto de manera normal a la fe de los fieles. La Cruzada, llega a ser una forma de la vida religiosa de la Edad Media. Tenemos la prueba en la consagración de la Iglesia que, en el concilio ecuménico de Letrán, en 1123, reproducirá, en un canon especial, las decisiones de Urbano II y de Pascual II relativas a la protección de los bienes de los cruzados y las sanciones espirituales contra los que no observen sus votos. La legislación se establece como la misma necesidad. Con las transformaciones necesarias, sin embargo, a toda evolución, las que precisamente descubre el cambio de perspectiva de la leyenda Hay que buscarlo, en efecto, en los cronistas que parten de Occidente después de la conquista de Jerusalén290. De ellos, el menos circunspecto, el más hábil en leyendas, es quizá el más revelador: Caffaro de Caschifellone, cuyas dos obras, Annales Genuenses y De liberatione civitatum Orientis son una fabulación sobre la primera Cruzada, pero un valiosísimo testimonio sobre la tradición que ya se establece en Occidente291. He aquí el trabajo de la imaginación colectiva: Godofredo y Roberto de Flandes, en su designio de visitar la tumba del Señor han ido a embarcarse a Génova. Llegados a Alejandría y bajo la guarda de soldados sarracenos, llegan a Jerusalén para su 287

EKKEHARD, [110], 28. LANDULPH, Historia Mediolan., Muratori, Script., V, 470; ALBERTO DE AIX, VIII, 1; RIANT, [143], 251-254. 289 Lo atestigua la agravación de la amenaza de excomunión en el concilio de Anse (primavera de 1100). Pascual II había condenado únicamente a los fugitivos de Antioquía; pero el concilio decide que todos los que no hayan cumplido su voto de peregrinación serán excomulgados hasta el día en que cumplan su promesa (Hugo de Flavigni, en Pertz, VIII, 487). 290 Roberto el Monje (1100); Caffaro de Caschifellone (1100-1101); Ekkehard (1101), luego Raúl de Caen, Gautier el Canciller, etc. 291 Es cierto que de las dos obras de Caffato, una está escrita hacia 1163 y la segunda hacia 1155 o 1156 pero el cronista formó parte hacia 1100-1101 de una expedición de genoveses a Oriente, por lo cual puede consignar la tradición que se había establecido ya sobre las circunstancias de la primera Cruzada. El De liberatione civitatum Orientis, está en [3], Hist. Occid., V, 41-75. 288

piadosa peregrinación. Al principio, les niegan la entrada, pero al fin consienten mediante determinada cantidad, y como Godofredo tarde en pagarla, uno de los porteros le da una bofetada. Godofredo soporta la injuria en silencio; pero cuando regresa a Occidente, entabla conversaciones con Raimundo de Tolosa y otros barones. Pronto los tenemos reunidos en un grupo de doce, en el Puy, donde discuten durante tres días la manera de realizar el iter hierosolymitanum. La noche del tercer día se aparece el ángel Gabriel a Bartolomé, uno de los doce, y le comunica la voluntad del Señor de que se libere su tumba. Lo marca con la cruz sobre el hombro derecho y lo envía al obispo con este signo de autenticidad, para que el papa acuda inmediatamente al Puy y predique la Cruzada. Reagrupación, como se ve, de los elementos más dispares: las peregrinaciones anteriores a la Cruzada; la elección del Puy, ciudad de Adhemar, el legado de la Cruzada; la mística de elección del número doce; los estigmas de cruzada; el nombre del barón favorecido con el sueño y que es casi el de Pedro Bartolomé, el visionario del sitio de Antioquía. Pero su composición es sintomática: es Godofredo quien ocupa ahora el primer lugar, es el héroe de la Cruzada y Pedro el Ermitaño el comparsa. Y como desaparece el predicador de los humildes, el elemento escatológico no se muestra en parte alguna: se trata únicamente de una leyenda de peregrinación, peregrinación armada con un objeto determinado, la venganza del ultraje hecho a Godofredo, la liberación de la Tumba del Señor, y un resultado de devoción292. Lo prueba esa flota inglesa, de "cerca de siete mil navíos", que llega a Jaffa a mediados de 1106 y que envía a algunos de sus notables a solicitar del rey de Jerusalén el permiso de ir "a adorar", para volver a marchar inmediatamente habían ido desde tan lejos "para rezar en Jerusalén y ver el sepulcro del Señor" 293. Intención piadosa y curiosidad sagrada: nada más. Han acabado, pues, los tiempos heroicos, y con ellos lo que comportaban-de singular: los caracteres de una expedición única de salvación colectiva. La Cruzada pasa a ser una forma media de la vida religiosa: pierde todo carácter épico y su heroicidad. Tiende a ser una peregrinación que es preciso hacer en tropas bien armadas, pues los caminos no son seguros. Así, habrá de limitarse cada vez más a la gente de guerra y al pequeño número de hombres de a pie que consientan en llevar con ellos. Como la Cruzada se establece, regular, bajo una forma nueva, las masas de Occidente vuelven a su sedentarismo. ¿No han demostrado, por otra parte, su impotencia y hasta los peligros a que exponen a la conquista cristiana, con esa Cruzada lombarda, la postrera, en la que pululan los humildes, cuya terquedad irrazonada en liberar a Bohemundo

292

Hay probablemente en la mención de Roberto de Flandes al lado de Godofredo, con ocasión de la primera peregrinación una confusión bastante frecuente. Roberto el Magnífico, sexto duque de Normandía fue en el período anterior ala primera Cruzada el peregrino-tipo. Cf. WACE, 3ª parte del Roman de Rou y Romania, t. IX, pp. 515 y sigs., el art. de Gaston Paris. Se convirtió en Roberto de Flandes en tiempos de Caffaro. 293 ALBERTO DE AIX, X, 1.

prisionero de los turcos ha provocado las derrotas de los cruzados y hecho cada vez más difícil la ruta de Jerusalén? La ciudad santa, igualmente, ha perdido su carácter único de designación divina. Las necesidades militares y los llamamientos de Daimberto hacían ya de ella una especie de colonia piadosa a la que se socorre con colectas. De modo natural debía irse ampliando la idea de una participación posible en los beneficios de la Cruzada por simples sacrificios materiales: tal es, sin duda, el sentido del populo Dei subvenire non negligant de la carta de Manasés294. Así como el pensamiento de Orderic Vital al hablar de los que no parten, preocupados de socorrer a los que parten295. Por lo demás, si el decreto que publica Pflugk-Harttung296, tomado del manuscrito de la Vallicella, pero sin indicación cronológica, debe ser referido al Concilio de Roma de 1099, es preciso notar ya otra transformación de la noción hierosolimitana en la espiritualidad de Occidente. El decreto estipula, en efecto, que los violadores de la Tregua de Dios estarán obligados en penitencia a ir a pasar un año en Jerusalén o en España: la indulgencia de Jerusalén se confiere, a igualdad de tiempo de servicio, a los que vayan a combatir a España, estipulación consagrada, por lo demás, por los concilios de Clermont en 1130 y de Letrán en 1139. Jerusalén no es ya más que un lugar común de expiación. Al lado de la colonia piadosa mantenida con limosnas, la tierra de penitencia. Ha terminado aquella elección singular que hacía de Jerusalén el lugar hacia el cual debía tender la cristiandad entera. III LA GUARDA DE LOS CAMINOS DEL SEPULCRO: EL TEMPLE. Doble movimiento religioso y social que muestra la complejidad del hecho de la Cruzada en estos finales del siglo XI: la sensibilidad del Occidente tiende a depurar, a establecer en reglas religiosas lo que fuera tumultuosa aventura; sublima y por lo tanto entrega a la experiencia común el gran movimiento parúsico. Pero, por otra parte, las ambiciones temporales devoran a los barones que han quedado guardando el Sepulcro: la primacía de la defensa podría acarrear un debilitamiento de lo espiritual. Oposición que sobrepasa la lógica inconsciente de esta historia. Nada lo ilustra mejor que el establecimiento de la milicia del Temple. Vínculo humano entre el mundo cristiano del Occidente y su conquista, va a manifestar la idea de cruzada viva, pero con todas sus complejas exigencias. Al principio son simples hombres de guerra los que aseguran la entrada en Tierra Santa. Algunos franceses, en efecto, a la cabeza de los cuales se encontraba Hugo de Payns, se agruparon para hacer el servicio de vigilancia de los caminos y de las cisternas en torno de los Santos Lugares, y para proteger a los peregrinos 294

HAGENMEYER, [113], p. 176. Orderic Vital muestra esta solidaridad con ocasión de las primeras salidas, (t. III) : hay más bien que considerarla como contemporánea del cronista. 296 Acta Pontif. Rom., II, 167. 295

contra los sarracenos y los bandidos 297. Balduino, rey de Jerusalén, apreciando mucho sus servicios, les asigna una morada en proximidades de un convento de canónigos regulares, sobre el emplazamiento del templo de Salomón : los Templarios tenían ya su nombre. No existen, sin embargo, hasta después de 1119, cuando se ligan por un voto solemne en presencia del patriarca de Jerusalén, para combatir a los enemigos de Dios "en la obediencia, la castidad y la pobreza". Contra el espíritu del siglo, aparece la reforma del hombre en estos hombres de guerra. Pero todavía no se les considera religiosos. La sensibilidad de la época encontraba edificante que un caballero hiciese voto de pobreza, pero no comprendía que se hiciese monje: a tal punto la sociedad medieval se mantenía diferenciada hasta en su estructura moral; y cuando el conde de Champaña, Hugo, abandona su feudo para entrar en la orden en 1125, San Bernardo duda en felicitarle. También el reclutamiento se hacía difícil, siendo preciso que Hugo de Payns fuera a Francia a encontrar compañeros, y fue en el concilio de Troyes, en 1128, cuando probablemente se esbozó la regla de la nueva orden, fijada algunos años más tarde: 298 los Templarios hacían voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y llevaban sobre sus armas un gran manto blanco. Así la guardia se hacía permanente sobre los caminos que conducían a la tumba del Señor, religiosamente ligada por su voto. San Bernardo, convencido ya, la consagró con todo su prestigio de apóstol, escribiendo para ella el De laude novae militiae. Lejos de censurar a los novadores, exalta su originalidad. Despreciadora de los placeres del siglo, dicha milicia reúne todas las virtudes del clérigo y del lego. "No sé si debo llamarlos monjes o caballeros; quizá haya que darles los dos nombres a la vez, porque es manifiesto que unen a la dulzura del monje el valor del caballero" 299. El caballero no pierde en absoluto nada de su virtud militar por hacerse voluntariamente pobre. Por el contrario, se eleva al humillarse, según ese ideal de pobreza, latente en la espiritualidad de la primera Cruzada.. Prepara asimismo su regeneración moral, si es pecador. Porque la afirmación del Santo es clara cuando comprende en esta piadosa milicia a los "malhechores, los impíos, los homicidas y los adúlteros"300. El servicio del Temple tiene un valor de purificación. La Cruzada se organiza. lentamente como prueba de penitencia.

297

Guill. DE TIRO, [1591, lib. XII, cap. 7; Gualt. Neapol., De nugis curialium, cap. 18, ed. Wright, 1850, p. 29. 298 Cf. PRUTZ, [202]. 299 De laude novae militiae, cap. IV, nº 8, y Vacandard, [223], I, 253. 300 No prescindamos con demasiada prontitud de un pensamiento de prudencia política, expresado seguramente por aquel hombre de orden que era San Bernardo: "¡Qué placer -para nosotros vernos libres de crueles asoladores, asoladores, y qué alegría para Jerusalén recibir fieles defensores!" (De laude novae militiae, capítulo V, n° 10).

CAPITULO II LA ESCATOLOGÍA EN LA DISCIPLINA DEL ORDEN POLÍTICO Henos llegados, según el verso de Dante, al lugar en el que ya no hay luz. Sin duda, para descubrir toda la realidad religiosa de la primera Cruzada, nuestra documentación era bastante fragmentaria, bastante sujeta a revisión. Y, sin embargo, algunos cronistas habían prestado a los actos de las primeras bandas de cruzados, de Pedro el Ermitaño y de los demás jefes, cierta atención, desdeñosa en Alberto de Aix, regocijada en Guiberto de Nogent. Raimundo de Aguilers había defendido ampliamente la intervención de los pobres en la Cruzada, al menos en la tropa provenzal. En torno de Pedro el Ermitaño, de Pedro Bartolomé y de los tafures, eran numerosas las leyendas. Ahora, para Odón de Deuil, para Otto de Freisingen, para Gerhoh de Reichersperg y las Gesta Ludovici VII, la historia de la segunda Cruzada es ante todo, la historia de los príncipes Luis VII y Conrado III. Guillermo de Tiro no tiene valor más que para la historia interna del reino de Jerusalén. La literatura moderna apenas ha sobrepasado "los primeros papeles" 301. Queda, pues, todavía por aprehender toda una realidad. Hay que intentarlo, con crónicas, anales, todo lo que suministra notas breves "sin pretensión", todo lo que, tomado en conjunto, ofrece posibilidades de exactitud, leyendas, cuya deformación está henchida de significación histórica, o cualquier hecho particular en torno del cual se establece una media de la opinión contemporánea. Notas que deben articularse en la pujanza de un fervor religioso. I. LAS FUERZAS DE CRUZADA EN OCCIDENTE EN VÍSPERAS DE LA SEGUNDA CRUZADA A fines de 1144, el atabey de Mosul atacaba el condado de Edesa y el 28 de noviembre se presentaba ante su capital. El día mismo de Navidad, la guarnición cristiana capitulaba ante el infiel. Y Nur-ed-Din, el hijo del atabey que acababa de ser asesinado, proseguía la lucha contra los Estados cristianos. En noviembre de 1145, una embajada de armenios que iba acompañada por Hugo de Gibelet, uno de los obispos más importantes del principado de Antioquía, solicitaba en Viterbo, del papa Eugenio III, el socorro del Occidente. ¿Sobre qué fondos de sensibilidad religiosa podía repercutir este llamamiento?

Es cierto que entre la primera y la segunda Cruzada la vida religiosa de Occidente se había lentamente transformado. Como el orden político y el medio social, ella busca también su estabilidad y su norma. Se comprueba fácilmente en la evolución del eremitismo. Sin duda en estos comienzos del siglo XII, el Wanderprediger conserva toda su fuerza de irradiación: actúa con su persona, predicador caminante, con un complejo prestigio de santidad, de ascesis y a menudo de taumaturgia. Por lo insólito de su presencia, el ejemplo de su pobreza religiosa y la fuerza espiritual que de ellos emana, estos ermitaños errantes conmueven y marcan religiosamente a las poblaciones de un país, tras de lo cual marchan a otra parte para proseguir su obra despertadora. Vagabundeo que parece no deber jamás detenerse: tal Roberto de Arbrissel que recorre en misiones incesantes las tierras de Anjou, del Maine y de Normandía. Y, sin embargo, el ermitaño no es ya un perpetuo desarraigado, móvil como su palabra. Tiene ante todo discípulos, que forman en torno suyo ruta sociedad espiritual; a medida que su nombre crece se hace fundador. Roberto fundará Fontevrault, modelo de todos los monasterios que van a abrirse a porfía al paso de los ermitaños predicadores. Es un verdadero frenesí -signo de una necesidad colectiva- de crear por doquier centros estables de vida religiosa. Roberto en el Oeste, y Norberto de Xanten en el Este, son incansables fundadores. En 1120, se crea la orden de los premonstratenses en el bosque de Coucy y, hacia mediados del siglo, Anselmo, obispo de Havelberg, observará que apenas si hay una provincia en Occidente donde no se hayan establecido los premonstratenses, y que hasta tienen casas en Oriente. Tanto más cuanto que los nuevos monasterios no viven con el espíritu de sección del monacato tradicional. Importa poco que se inspiren en las grandes reglas preexistentes, en la regla de San Benito o de los canónigos agustinos: éstos son marcos cómodos. Las casas nuevas sé caracterizan sobre todo como otros tantos templos en que se alimenta la piedad popular. Permanecen en contacto con las masas religiosas cuyo fervor mantienen302. Igualmente, aunque establecido en un marco de vida colectiva, el prestigio del hombre se mantiene entero, en lo más vivo de la sensibilidad popular. Lo atestigua la emoción que suscitará Bernardo algo más tarde cuando, dócil a las necesidades del siglo, se esfuerza en exteriorizar la acción de Citeaux. "Su cabeza tocaba las nubes," exclamará Berenger en la Apología para Abelardo; y, como lo expresa el proverbio popular, sus ramas sobrepasaban la sombra de las montañas303. Imagen gigantesca del taumaturgo que crece en la sensibilidad de los humildes, tanto más cuanto que éste, hombre de Dios, se pone en contacto con multitud, se prodiga por ella, por ella también se sobrevive en su tumba, con el fin de que la piedad

301

Se encontrará muy poco en los tres libros o folletos de KUGLER, [217], [218] y Neue Analekten, Tubinga, 1883, 4°; BERNHARDI, [220]; A. LUCHAIRE, Louis VII, en Lavisse, Histoire de France, t. III, 1ª parte, HIRSCH, Studienz Geschichte des Königs Ludwig VII v. Frankreich, Leipzig, 1892, no habla de la Cruzada. Sobre los comienzos, se consultará también a NEUMANN, [222]; H. HÜFFER, [219]; E. VACANDARD, Saint Bernard et la seconde croisade [San Bernardo y la segunda Cruzada], Rev. Quest. Hist., t. XXXVIII y [223], t. II.

302

Verdadera atmósfera de reforma religiosa en la que Vital de Savigny, Raúl de la Futsaye y Giraud de Salles evangelizan a la manera de Roberto el oeste de Francia. 303 Texto que no da más que una indicación de emoción, con una amplia parte de retórica. Tanto más cuanto que San Bernardo no llega inmediatamente a las multitudes. Parece que hay que esperar a su viaje a Languedoc en 1145 para encontrar en él una verdadera irradiación popular (Vacandard, [223], II, 224 y sigs.).

popular le venere allí con un culto conmovedor, ya que no multiplique los milagros. Pero la irradiación del individuo es una fuerza, de anarquía. Y los tiempos buscan el orden. La tendencia es clara en esas masas en las que se elaboran principios estables de vida social: es el atractivo de la vida religiosa en grupo. Lo atestigua esa extraordinaria. "Cruzada monumental" que se ve organizarse por entonces en los caminos304. No se trata únicamente de un impulso espontáneo que arrastre a los fieles para llevar piedras a los trabajos de la catedral que se eleva. Constitúyense asociaciones más duraderas en las que los hombres se reúnen con la intención perseverante de arrastrar ellos mismos carros de piedras y de materiales. Iniciado en Chartres, a lo que parece, el movimiento se extendió por Normandía y buena parte de Francia. Hacia 1140 el abad de Saint-Pierre-de-Dives queda edificado por el ejemplo de aquellos nobles poderosos que aceptan doblar su cuello delicado y ser enganchados en los carros como animales. Son piadosas caravanas que se extienden en silencio a lo largo de los caminos. En las paradas sólo se oyen confesiones de pecados u oraciones unánimes. Los sacerdotes dicen sermones. Se olvidan los odios, se perdonan las deudas. Si alguno no quiere perdonar o se niega a obedecer al sacerdote que le exhorta, se arroja del carro su ofrenda y él queda excluido de la sociedad piadosa. Luego, vuelven a resonar las trompetas y se reanuda la marcha. Como en otro tiempo los hebreos en el desierto, nada puede detener la santa procesión. Hasta las aguas, según dicen, dejan pasar la tropa de penitentes. Y cuando han llegado a la iglesia, se disponen los carros alrededor, como para un "campo espiritual". Durante toda la noche se vela, entonando cánticos. Sobre los carros se ,encienden cirios y lámparas, junto a los inválidos y los enfermos que han acudido también a esta Cruzada para recobrar la salud del cuerpo. Porque se trata de una medicación, especialmente en lo espiritual. Todo este esfuerzo es penitencia y con características que descubren una evolución del concepto dogmático de la penitencia pública; la idea de rescate de la penitencia canónica por un sacrificio pecuniario destinado a una obra pía tendía a hacerse habitual: era la "relajación de la pena", antes de que se hablara de indulgencia. Aquí se esboza la reacción. La "Cruzada monumental" se consagra a la obra pía por excelencia en la época: la construcción de iglesias. Pero en esta forma nueva la penitencia se hace exigente. Henos aquí en presencia de un grupo humano claramente definido en el que no se penetra sino tras una prueba. Todos los miembros realizan en común ritos penitenciales, tales como la confesión pública y la procesión de expiación. Parece incluso que estos ritos se agravan con penas corporales, como la flagelación, cuya práctica se reanuda con la renovación del ascetismo del siglo XI y la escuela de San Romualdo. "Presentan su ofrenda no sin servirse de la disciplina y sin derramar lágrimas", escribe Hugo de Rouen; y el abate 304

Cf. abate COCHET, Bulletin des Trav. de la Soc. Libre d'Emulation de Rouen, 1843, y carta de Hugo, arzobispo de Rouen, a Thierry, obispo de Amiens (MIGNE, t. CXCII, 1133).

Cochet ha descubierto en una iglesia contemporánea de la comarca ruanesa, en Manéglise, látigos y disciplinas esculpidos en los capiteles. Nuncios de los flagelantes del siglo XIV, los penitentes de la Cruzada monumental atestiguan un espíritu de organización colectiva del que carecían las multitudes alucinadas del siglo XI. Se reúnen para expiar sus faltas, pero con una elección resuelta de aquellos que habrán de guiarles en su obra de penitencia. En la época de la primera Cruzada la gente se reunía en partidos nacionales y marchaba detrás de un "señor de vasallos". Ahora el jefe es necesario y se le elige. Como si esta masa, en efervescencia religiosa, instintivamente consciente de su carencia de poder, comenzase a manifestar así su realidad ya política. Por lo demás, en Normandía, el comunalismo se desarrolla a la par que esta Cruzada monumental. No se intentará ciertamente establecer una causalidad demasiado aventurada; pero los hechos convergen para descubrir el clima de la época. La comuna manifiesta en su vida propia necesidades análogas a las que revelan la evolución del eremitismo y los movimientos de penitencia. Afición al rito colectivo, esta religio juramenti de los preámbulos, la obtención y la observación de la carta, reglas de la vida obrera que van a definir la existencia corporativa. Tampoco faltan los objetos para las ceremonias del nuevo culto: el sello, la torre de la campana, el emplazamiento de esta torre. Y pronto unos actos solemnes marcarán, en el marco de la liturgia católica, la vida religiosa de la comuna. Cualquiera que sea el impulso de necesidad mítica que haya tenido en ciertos momentos el movimiento comunalista305, sociológicamente converge con nuestras agrupaciones por necesidad religiosa. En ese comienzo del siglo XII, las formas monásticas, las formas comunales, la ciudad de Dios, la ciudad de los hombres, parecen inspiradas por un mismo espíritu antiindividualista que se realiza con una fuerza desconocida hasta entonces. A cada instante nacen asociaciones libremente consentidas, como para afirmar una necesidad de orden, ante todo en lo espiritual, en la anarquía feudal. Con todo, las grandes fuerzas que componen las multitudes según sus instintos no habían perdido nada de su fuerza. Especialmente el temor, ya que azotes y prodigios no cesan de alucinar el Occidente cristiano hasta la segunda Cruzada. Si se examinan ya sea los anales locales, ya la mejor crónica universal de la época, la de Sigiberto de Gembloux y sus 305

Entiendo por mítico todo lo que representa el fondo narrativo, el relato sagrado, narración histórica o simbólica dada como base a todo o a parte del sistema comunalista. ¿Pretenden los comunalistas imitar la sociedad evangélica? ¿Pretenden imitar la sociedad hebraica? ¿Tienen un prototipo tomado de la historia sagrada, mítica en una palabra? Las concepciones escatológicas, el mito apocalíptico con sus sociedades de elegidos, sus clases de santos, pudo ejercer sobre las comunas una influencia preponderante. El tanquelmismo es una herejía urbana. El sentimiento de contrato podía encontrarse en la base de una especie de carta apocalíptica. El igualitarismo derivado de las comunas, o bien en el origen de éstas, es muy conciliable con la idea de clases de elegidos y sobre todo de un jefe no humano sino trascendente, divino (P. Alphandéry, notas manuscritas).

continuadores306, se comprobará que los signos se manifiestan sin piedad de mediados del siglo XI a mediados del XII. El mal de los ardientes, el ignis sacer, continúa sus estragos con un paroxismo en 1129 en la región parisiense y en Chartres. Casi cada año hay desastres (huracanes, inundaciones, rigores del invierno, hambres) o prodigios, eclipses de Luna y sobre todo de Sol. En los años que preceden la predicación de la Cruzada, los prodigios parecen ser, ya que no más nuevos, al menos más frecuentes. En 1140, el Vesubio está en erupción y cubre con sus lavas toda la comarca hasta el delta de Salerno. Los huracanes son violentos y frecuentes en el año 1141. El invierno de 1144 es particularmente riguroso; las lluvias y las tempestades derriban las casas y arruinan las cosechas. Inmediatamente, se presenta el hambre. La miseria fue tal que llegó a afectar a mucha gente "que pensaba estar provista con abundancia". Los cronistas consignan, con precisión desoladora los precios exorbitantes del trigo, del trigo candeal, y de la avena. Uno de ellos dice, hablando del hambre de 1146, que un pedazo de pan costaba hasta un dinero307. Evidentemente, estos azotes, al ser continuos, agotaban a las poblaciones. Los pobres eran cada día más numerosos. Hambrientos en sus tierras, no vacilaban en abandonarlas, y así volvieron a comenzar las migraciones. Unas hacia las ciudades nuevas que la política real comienza, a fundar desde Luis VII; otras hacia tierras más propicias; verdadero tropismo económico, como ocurre con esos tejedores flamencos que en 1139 abandonan en grupos numerosos su país por una Inglaterra todavía rica308. Familias enteras se entregan a la protección de los monasterios. Atmósfera de inestabilidad, de inquietud y de miseria que desarraiga a los hombres y los prepara para las expediciones. Tanto más cuanto que no ha desaparecido aún el espíritu escatológico. El terror de los castigos divinos, la espera parúsica de manifestaciones inminentes se cierne sobre estas multitudes nerviosas. Al reproducirse el mal de los ardientes, en 1129, se habla de cólera divina. De nuevo se difunden rumores de fin del mundo, y cuando un poco más tarde comienzan los años de desolación, con los huracanes y las hambres, el temor se hace cada vez más preciso, sensación de un desequilibrio en la Naturaleza: "Fue tal el movimiento y el remolino del aire, que la máquina del mundo parecía a punto de caer y amenazaba ruina..."309 La fermentación de las sectas, la aparición de los taumaturgos, el más célebre de los cuales es Eon de l'Etoile, remueven la afectividad popular. Los ánimos se encuentran en la espera no "del juicio que amenaza, sino del juicio presente" 310; los astrólogos confirman una mutatio regnorum. Los terrores apocalípticos, con toda su fuerza instintiva, crean de nuevo la atmósfera de las grandes expediciones.

Así vuelve a hacerse posible en el Occidente cristiano una nueva partida. Los impulsos de antaño recobran su fuerza: terror del fin del mundo y alucinación de la. miseria, sobre todo. Pero son ocasionales y actúan ahora sobre un fondo de vida religiosa que tiende a organizarse según formas estables. En torno de los monasterios que multiplican los ermitaños, se esbozan pronto en los grupos de penitencia hábitos de existencia colectiva para la satisfacción de las necesidades religiosas, que convergen en su tendencia misma con la evolución interior de la Cruzada para preferir al instintivo impulso parúsico la disciplina de la estabilidad. II LA PREPARACIÓN DE LA CRUZADA. SU PREDICACIÓN. EL ERMITAÑO RAÚL Y BERNARDO DE CITEAUX. Puede medirse por la preparación misma de la Cruzada. Ahora están en juego todos los principios de orden. El rey ante todo. Sabido es, en efecto, que desde antes de la llegada de la embajada armenia a Roma, el rey de Francia, Luis VII, había informado a Eugenio III de su intención de conducir una cruzada a Tierra Santa311. Idea ya antigua en el ánimo del rey, constituía el cumplimiento de un voto heredado de su hermano Felipe, muerto sin haberlo satisfecho, o bien la expiación del incendio de la iglesia de Vitry, quemada por el rey en 1143 con un millar de personas dentro312. Pero no hay en esto la amplitud de un movimiento propio de Cruzada; más bien una peregrinación con fines de penitencia individual, como esas peregrinaciones armadas que los príncipes multiplicaban en los comienzos del siglo XII313. ¿Será precisa la noticia de la toma de Edesa para volver a hallar los entusiasmos de antaño? Los hechos parecen responder negativamente, ya que el anuncio de la caída de la ciudad cristiana, aunque amplificado por toda la tradición oral entre Oriente y Occidente, no podía conmover profundamente a las multitudes. Se contaba que todos los cristianos de la dudad habían sido muertos, los adolescentes vendidos como esclavos, las "vírgenes santas" violentadas, las iglesias mancilladas y los altares profanados; pero sin nada de la amplitud de un desastre simbólico, como hubiera sido la caída de Jerusalén o la de Antioquía. Podía ser la consecuencia de la ambición desmesurada de los barones de Tierra Santa. La prueba es que cuando, en la corte plenaria de Bourges, el 25 de diciembre de. 1145, el obispo de Langres, Godofredo, refiere la toma de Edesa y exhorta a dos caballeros a que vayan a socorrer a sus hermanos de Oriente, el entusiasmo es escaso. La derrota cristiana no suscita ni indignación ni fervor, 311

306 307 308 309 310

PERTZ, VI, reproducidos en Migne, CLX. Annales Brunwilarenses, Pertz, XVI, 727. Gerv. Cantuar., PERTZ, XXVII, 297-298. Balduini Ninovensis Chronicon; PERTZ, XXV, 531. Gilles d'Orval, PERTZ, XXV, p. 102; Ann. Colon., XVII, 760.

A. LUCHAIRE, Études sur des actes de Louis VII [Estudios sobre los actos de Luis VII], p. 171 y sigs.; VACANDARD, [223], II, 274. 312 OTTO DE FREISINGEN, [211], 370, para la 1ª hipótesis; Contin. Proemonstr., PERTZ, VI, 453; Hist. Franc., en [21], XII, 116. 313 Así el voto del emperador Enrique III (1103 ); las expediciones de Foulque de Anjou (1120-1129), de Thierry de Flandes (1139), de Ottokar, de Estiria (1112), de Eric el Bueno, rey de Dinamarca, y del rey de Noruega Sigurd (1111).

como tampoco el llamamiento real. Falta la repercusión de una palabra religiosa, y Luis VII se la pide a San Bernardo, la mayor fuerza moral de la época. Este, sin embargo -otro signo de orden-, se niega a aconsejar la Cruzada, antes de que el papa haya hablado 314. El monje cede el paso al jefe de la Iglesia; esperará incluso, para predicar, la dula pontificia, que no llegará hasta el 1 de marzo de 1146. La Cruzada tiene, pues, necesidad de la consagración de la Iglesia. Existe ya una tradición que precisa su carácter, la que Eugenio III recuerda al hacer en su bula el relato de la primera Cruzada y al celebrar a Urbano II, cuya voz resuena aún como la llamada de una trompeta celeste315. Por otra parte, la Iglesia se ha hecho indispensable para la organización de la expedición piadosa, ya que suministra las garantías temporales que necesitan los cruzados: toma bajo su protección sus bienes, sus esposas y sus hijos, "hasta que su regreso o su muerte se reconozcan con certeza". Sobre todo, define las intenciones espirituales de la Cruzada in peccatorum remissionem; y garantiza su recompensa, por la distribución de la penitencia y la seguridad de la absolución final. El mito del fervor popular se endurece rápidamente hasta no ser ya más que institución. Cambios que se manifiestan igualmente en la predicación de la Cruzada. Entre los predicadores que van a anunciarle a las multitudes, dos hombres sobre todo se oponen para definir la diferencia de los tiempos: San Bernardo y el fraile Raúl o Rodolfo. El uno significa la, organización estable, canónica, del futuro; el otro sigue siendo el predicador inflamado del siglo XI. Desgraciadamente para éste, si bien los redactores de los anales lo citan a menudo, pocos hablan de él con detalle. Están de acuerdo, sin embargo, en afirmar su origen francés. Lego o fraile, no se sabe bien, aunque probablemente ingresara en Citeaux en un momento de su existencia, es el tipo clásico del Wanderprediger. Eligió como tierra de su girovaguismo las regiones renanas, más firme en su fuerza de proselitismo religioso que en sus conocimientos, pues hasta ignoraba la lengua de la comarca en que predicaba. Pero su poder de edificación era lo bastante grande como para hacerse servir como intérprete por el alto y poderoso abad de Lobbes316. Gracias a Otto de Freisingen, se puede seguir bastante bien su itinerario de apóstol: bajando del Hainaut, recorrió el valle del Rin, y predicó en Colonia, en Maguncia, en Worms, en Spira, en Estrasburgo, ciudades ensangrentadas por las luchas entre los príncipes eclesiásticos y sus burgueses 317. A través de este conflicto de clase, que puede afectar a veces a la unidad religiosa, Raúl no es en modo alguno portador de palabras de paz. 314

Bern. Vita, lib. III, cap. IV, n° 9; ODON DE DEUIL, [210], 1207. BOCEK, Codex diplom. Moraviae, I, 241; cf. M. VILLEY, [58], pp. 93 y 99. 316 La cosa, es cierto, se encuentra afirmada por los Ann. Rodenses (de Klosterrath, cerca de Aquisgrán), PERTZ, XVI, 718, que no son muy favorables a Bernardo, y Gesta abbat. Lobbiens., PERTZ, XXI, 329. Pero el hecho no es singular: cf. Yves de Chartres para Roberto de Arbrissel, Hildeberto de Lavardin para Enrique de Lausanne, etc. 317 En Magancia, en 1159, insurrección contra el arzobispo, que es muerto. En Worms, los burgueses reclaman la protección imperial. OTTO DE FREISINGEN, [211], 372-373. 315

Por el contrario, en torno de su predicación de la Cruzada, que no fue, si hemos de creer a algunos cronistas, el único objeto de su apostolado, se suscitan nuevas agitaciones, ahora contra los judíos. Otto de Freisingen lo refiere con tono de censura: inflamada por la palabra del ermitaño, la multitud de las ciudades renanas, se encarniza contra los hijos de Israel, y prelados, como el arzobispo de Colonia y el arzobispo de Magancia, tienen que renunciar a proteger con su autoridad a los desventurados perseguidos por el furor popular. Los jefes seglares locales parecen haber sido incluso impotentes; los judíos perseguidos no encontraron protección firme sino cerca del Emperador, en una de sus ciudades más cercanas, en Nuremberg. De este modo, la sobreexcitación religiosa y la fermentación social se exasperan hasta adquirir el aspecto de amenazas de anarquía318. Y es porque Raúl, como Pedro el Ermitaño, era el profeta que esperaba la multitud: Rudolphus propheta, dicen los Annales S. lacobi Leodiensis. Impone signos de predestinación a quienes le escuchan, y tiene el prestigio de un glosolalo, porque ignora la lengua del país en que predica. Sobre todo anuncia una Cruzada apocalíptica. El viejo fervor del siglo XI no ha muerto aún. Continúan circulando cartas excitatorias, llamamientos indudables del Cielo:319 el ángel Gabriel, mensajero consagrado, es el que lleva esas misivas divinas. La tradición de la primera Cruzada, tal como se afirma en el Laetare Jherusalem por ejemplo, exalta la vuelta del pueblo de Dios a la ciudad Santa: Jerusalén debe celebrar el regreso de los "verdaderos judíos", es decir, de los verdaderos confesores320, los que manifiestan la victoria directa de Cristo. Y a partir de este momento, el drama escatológico recobra sus protagonistas: el ejército de Dios, la Cruzada de una parte, de la otra los sarracenos secuaces del poder del mal. Vuelta al dualismo de los principios, que lleva consigo la amenaza del principio del mal. Ante el asombro de San Bernardo321, San Norberto anunciará todavía la venida próxima del Anticristo. Porque todo el medio eremítico está imbuido en la. idea escatológica: el hereje del bosque de Broceliande, Eon de l'Etoile, rodeado de sus coros "de ángeles y de

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Los documentos más útiles para la predicación de Raúl y la persecución consiguiente de los judíos son, aparte de los pasajes citados de Otto de Freisingen, el Enck Habbaka de Rabbi José Ha Cohen (ed. Bialloblotzky, Londres, 1835, traducción francesa de J. Sée, París, 1861), escrito en el siglo XVI, pero colección de multitud de tradiciones sobre las persecuciones, y los Ann. S. lacobi Leodiensis, PERTZ, XVI, 641. 319 En particular la que se designa en el Chronicon S. Maxentii ([21], XII, 405), difundida en Europa hacia 1110. EKKEHARD habla también de una carta celeste ([110], XXXVI). No obstante la erudita demostración del P. DELEHAYE (Acad. real de Bélgica, Bulletin de la classe des Lettres, 1899, pp. 171 y sigs.), en su estudio consagrado a las cartas celestes, las que aparecen en la historia de la Cruzada son en nuestra opinión cartas apocalípticas excitatorias, mucho más que simples imitaciones de las cartas tradicionales, destinadas a inculcar preceptos de práctica religiosa. 320 [110] bis, pp. 385-387. 321 Bernardi Epistolae, ép. 56 ad Godefridum Carnotensem episcopum.

apóstoles", se presenta como aquel de quien habla esta pasaje de la Colecta: Per Eum qui venturas est judicare vivos et mortuos et saeculum per ignem322. Un poco por acá y por allá, van los seudoprofetas predicando el juicio purificador. Soplos de lo que en uno de los escritos se llamará "el espíritu del Dios viajero": ¿cómo los humildes no se sentirían atormentados por este llamamiento de esperanza? La paz social, garantizada por la Iglesia, no se concilia ya, sin embargo, con estos grandes movimientos épicos. Raúl hace peligrosamente escuela, si hemos de creer los Annales Herbipolenses majores. Estos, en efecto, denuncian a los seudoprofetas, "hijos de Belial, testigos del Anticristo", que engañan a los cristianos con sus discursos insensatos y lanzan toda clase de gentes contra los sarracenos para la liberación de Jerusalén. 323 La predicación de la Cruzada se convierte en obra de facciosos. Así lo prueba, siempre según los mismos garantes, lo ocurrido en Wurzburgo en 1146-1147: burgueses y peregrinos se sublevan ,contra el clero que defendía a los judíos y se negaba cuando menos a canonizar a Teodorico, pretendido mártir de los judíos, cuyas reliquias paseaban los revoltosos. El obispo Sigfrido y su clero fueron amenazados por los levantiscos y obligados a permanecer encerrados en su palacio la noche del jueves Santo, hasta que, cuando los peregrinos hubieron marchado de la ciudad, la semana de Resurrección y "se calmaron al fin las emociones, todo quedó aplacado en la ciudad". Así, pues, el orden ya no es posible hasta que la tropa turbulenta de los peregrinos se marcha por los caminos del Oriente. Renovación del espíritu apocalíptico y escatológico, fermentación de las masas al escuchar la palabra de unos hombres sin más mandato regular que su aparente santidad, matanza de los judíos como realización de la promesa del reino de Dios y contra el interés de los grandes y el pensamiento de la Iglesia, estas concordancias, al predicar Raúl, definen los riesgos de la Cruzada cuanto trata de recobrar su antiguo fervor. Se impone una disciplina. Sabido es que, ante las alteraciones populares provocadas por la predicación inhumana del giróvago Raúl, el arzobispo de Maguncia llamó a San Bernardo, para apaciguar a la multitud. Si el monje hubiese pertenecido en otro tiempo a la Orden, la autoridad del fundador de Citeaux tenía que reducirle, pero mucho más el prestigio de su santidad, del cual se esperaba la adhesión de las masas en el sentido de la estabilidad. ¿Se encontraron los dos hombres en su rivalidad de edificación? Así lo pretende Otto de Freisingen 324, quien muestra incluso a Raúl persuadido por el santo de volver al orden, es decir, a su monasterio, y esto a pesar de la indignación de la multitud, irritada al perder a su predicador predilecto. Pero el restablecimiento del orden importa, 322

Sobre Eon de l'Etoile, Guill. de Neubourg, [21], XIII, 98-99; OTTO DE FREISINGEN, [211], 382; Contin. Gemblac, en [21], XIII, 273-274; Robertus DE MONTE, [21], XIII, 291; Chron. Britannicum, en [21], XII, 558. 323 PERTZ, XVI, 3 y sigs. 324 OTTO DE FREISINGEN, [211], 373, confirmado por Annales Rodenses, PERTZ, XVI, 7-18, únicos textos que hablan de la acción de Bernardo contra Raúl.

menos que la doctrina; tal es el pensamiento del gran cisterciense, que expone en dos documentos esenciales, más o menos dirigidos contra el fraile. El primero le está destinado por entero y sin ningún miramiento: es la respuesta de Bernardo al arzobispo de Magancia. Regular en la Iglesia, se exaspera contra esos predicadores errantes que alteran la práctica ordenada de las multitudes: tanto más cuanto que si Raúl usurpa el ministerio de la predicación, también desafía la autoridad de los obispos. No es asombroso que predique contra la doctrina, aprobando el homicidio, desconociendo la enseñanza de la Iglesia que ruega por la conversión de los judíos, ya que en la Escritura se dice: "cuando todas las naciones estén reunidas, todo Israel será salvo" (Rom., XI, 25), y en el Salmista: "cuando construya Jerusalén, el Señor reunirá todas las partes dispersas de Israel"325. La inobservancia de la disciplina es causa de la heterodoxia: ambas miden la perversidad del hombre. Su sabiduría es infernal y su vanidad diabólica. "El hombre de quien me habláis en vuestra carta -escribe Bernardo al arzobispo-, no ha recibido su misión ni del hombre, ni por el hombre, ni por Dios. Si se jacta. de ser monje o ermitaño y si se arroga el derecho a predicar, que sepa, y debe saberlo, que el oficio del monje no es enseñar, sino llorar" 326. Llamamiento a la observancia del claustro y a la contemplación dolorosa, hay en esto mucho más que cobrar a un evadido: la afirmación doctrinal de la Iglesia de que sólo ella puede dispensar el derecho apostólico de enseñar. Los agravios contra el giróvago se concretan en la carta de Bernardo al arzobispo de Colonia, al obispo de Spira y a sus diocesanos, escrita un poco después, en el otoño de 1146327. A Raúl, ciertamente, no se le nombra en ella, ¿pero cómo no cabría reconocer su apostolado irregular en , esta amonestación del santo al pueblo fiel: "Os lo advierto, hermanos míos, y no sólo yo, sino el apóstol de Dios conmigo: No hay que creer a todo espíritu?" Es la advertencia de Juan con la amenaza de los falsos profetas: "No creáis en todo espíritu,, sino probad si los espíritus son de Dios, pues muchos falsos profetas han surgido en el mundo." (I Juan, IV, 1). Y he aquí la jerarquía de los valores del hombre nuevo del siglo XII: "Sabemos, y esto nos regocija, que el celo de Dios os anima; pero es preciso que no falte temperamentum scientiae." La moderación, digamos la superioridad, del saber. Hay demasiados instintos inmoderados, en el pasado. La prueba está -es la denuncia de los pecados del ermitaño- en la persecución de los judíos. Aquí el santo se vuelve didáctico para moderar el desencadenamiento popular: no está permitido perseguir a los judíos, ni matarlos, ni aun expulsarlos. Porque -tema éste que va a hacerse corriente en la Edad Media- son las imágenes vivas de la pasión del Salvador. Por otra parte, su destino trágico de ceguera debe durar hasta el fin de los tiempos. "Serán convertidos ad vesperam, al anochecer del mundo." Se les reprochan sus prácticas usurarias, ¡pero cuántos Cristianos desempeñan el papel de los judíos, donde faltan los judíos! 325 326 327

Salmo 146. Epístola CCCLXV, P. L., t. CLXXXII col. 570. Epístola CCCLXIII, y VACANDARD, [223], II, 290-293.

Lo que de ellos se puede exigir tan sólo es la observancia de las prescripciones pontificales: a todos los que han tomado el signo de la cruz, deben perdonarles sus deudas. Finalmente, hay lecciones de la experiencia, y Bernardo no vacila en mostrar los errores del pasado. No culpa a Raúl, sino a Pedro el Ermitaño, predicador de la primera Cruzada, cuya impericia denuncia; y, para que cada cual reflexione, muestra, cómo condujo a su pérdida a la tropa numerosa de los que creyeron en él. Llamamiento a una prudente salvaguardia física, en la que se funda el consejo de Bernardo: es preciso partir todos juntos y bajo jefes elegidos por ser versados en el arte de la guerra. Disciplina colectiva y encuadramiento jerárquico, lo cual era a la vez el final del eremitismo suscitador de multitudes y la supremacía de los poderes ordenadores en la economía de la Cruzada. Bernardo es el hombre de los tiempos nuevos, de la estabilidad doctrinal y de la sensatez del siglo. Su carta al arzobispo de Colonia y al obispo de Spira ilumina desde el comienzo su concepto de la cruzada328. Su llamamiento primero está manifiestamente dirigido a los hombres de guerra: quiere despertar en ellos la altivez física, mostrando, como Eugenio III lo había hecho en su bula para la nación francesa, los deberes cristianos de la raza germana joven y fuerte, que no podía dejar de tomar las armas por el celo del nombre del Señor. Sentimiento de elección, si se quiere, pero atenuado, llamamiento a las fuerzas corporales del hombre: el atractivo mesiánico ha desaparecido por completo. Se trata de guerreros a los que hay que impulsar para una expedición lejana; el apóstol despierta en ellos el dinamismo de sus instintos. O bien, si, para hacer partir a esos hombres se precisa un interés más amplio, he aquí el otro llamamiento, igualmente realista para el temperamento religioso de la época: "Os propongo un trato ventajoso. Tomad la cruz, la materia cuesta poco, pero es de un gran precio, pues vale el reino de Dios." Ya no es la promesa apocalíptica, sino la salvación en el día del juicio par la adquisición de méritos. Porque la Cruzada, en el pensamiento del santo, se convierte esencialmente en una ocasión y una obra de penitencia. Es, para todos los que han pecado, el medio raro de purificación; y San Bernardo, obsesionado .por esta idea de penitencia, no está muy lejos de considerar a 328

Se ha discutido mucho sobre la amplitud que había que conceder a este documento. Se ha querido ver en él, de acuerdo con el encabezamiento indicado por OTTO DE FREISINGEN, [211], 373: "Dominis et patribus carissimis archiepiscosis, episcopis et universo clero et populo orientalis Franciae et Bavariae", como una especie de manifiesto a la cristiandad occidental. Otros encabezamientos son más precisos: al obispo de Spira; al clero de Colonia y de Spira, etc. Lo que parece más probable es que el texto de esta carta sea un texto-tipo, en el que se hayan inspirado el santo o sus secretarios para provocar el movimiento, de la Cruzada en diferentes puntos de la cristiandad. Cf. las cartas, todas muy difíciles de fechar: ad comitem et barones Britaniae (MIGNE, CLXXXII, Ep. 467); duci Wladislao... et populo Bohemiae (Ep. 458, que Neumann sitúa entre el 17 de febrero y la Pascua de 1147); ad peregrinantes Jerusalem, en Archivos de la Corona de Aragón, en Barcelona (VACANDARD [223], II, 301). La misma disposición en Annales Herbipolenses, PERTZ, XVI, 3.

todo cruzado como un culpable que debe expiar. Lo revela, por otra parte, al ponderar la mansedumbre del Señor: "Admirad los abismos de su misericordia: ¿no es algo exquisito y digno de él admitir a su servicio a homicidas, raptores, adúlteros, perjuros y tantos otros criminales, y ofrecerles por este medio una ocasión de salvarse? Tened confianza, pecadores. Dios es bueno..."329 Orden providencial, que multiplica las posibilidades de perdón: los más grandes culpables deben sufrir la prueba más grande. La Cruzada es como la obra postrera que fuerza la misericordia divina. A condición, sin embargo, de que se lleve a cabo de acuerdo con las reglas: rito de penitencia, corresponde a la Iglesia, sólo ésta puede determinar y dispensar sus efectos. También es ella la que debe fijar en adelante sus condiciones técnicas; lo hará conforme al orden establecido. La predicación de Bernardo es, en efecto, conformista. En. la asamblea de Vézelay, el rey está a su lado; y, según parece, el santo se contenta con leer la bula del papa330. En el entusiasmo de la multitud, que consignan los cronistas, parece ser que fueron sobre todo, los nobles quienes tomaron la cruz. Cuando, por su propia iniciativa, o por la del papa -los historiadores no están acordes-, Bernardo emprende una gira de predicación para la Cruzada por los países del otro lado del Rin, se dirige al Emperador. Otto de Freisingen lo afirma:331 el santo quería proponer a Conrado el mando de una expedición alemana. Pero el Emperador, esta primera vez, en la entrevista de Francfort, se negó. No insistió Bernardo, y su biógrafo esboza de una manera marcadamente eclesiástica la retirada del fraile: no correspondía a su pequeñez importunar más tiempo a la majestad imperial332. Pero la humildad es tenaz, y Bernardo, en un segundo viaje durante el invierno de 1146, reanuda sus gestiones. Llegado a Spira algunos días antes de la coronación, insistió de nuevo con el Emperador, siendo vanos sus esfuerzos. El 27 de diciembre, mientras celebraba la misa en presencia de la corte, en contra de todos los usos, se decide a hablar. Habló, y al fin de su sermón, volviéndose hacia el rey, se dirigió a él, como a un hombre, mostrando el juicio final, la comparecencia postrera y a Cristo haciendo la pregunta terrible: "¡Oh hombre!, ¿qué podía hacer por ti que no haya hecho?" Y he aquí todos los beneficios de Dios con respecto al soberano: poder, riquezas, corazón viril, cuerpo robusto. La conclusión brota en la sensibilidad del acusado. El rey, se nos dice, rompió a llorar y con la mayor emoción confesó su culpa y se decidió a tomar la cruz. 329

Ep. 363 y VACANDARD, [223] II, pp. 291 y sigs. Chron. Maurin. [21], XII, 88. La crónica de Morigny inserta un discurso de Luis VII en Vézelay, discurso que sólo se encuentra en ella y que es probablemente una amplificación retórica de la bula de Eugenio III, en su parte relativa a los franceses y a su papel en la Cruzada. Hist. de Louis VII, edición Molinier, pp. 157-160; ODÓN DE DEUIL, [210], col. 1207; Rich. Pictav., [21], XII, 120, etc. 331 [211], I, 39 p,. 36 después de él KÜGLER, [217], p. 96; Analekten, p. 40; NEUMANN, [222], p. 36 y VACANDARD, [223], II, 289, nº 4. 332 Bern. Vita, lib. VI, cap. IV, nº 15. 330

Poder de la palabra inspirada, que Bernardo quiere confirmar por auténticos milagros. En el momento de uno de ellos, el santo, volviéndose hacia el rey, no deja de sacar la enseñanza: "Esto ha sido hecho a causa de vos, para que sepáis que Dios está realmente con vos y que juzga agradable lo que emprendisteis.333" La intervención sobrenatural es la persuasión última para mantener al Emperador en su decisión. Todo converge en efecto para realizar esta armonía y que el jefe natural se ponga a la cabeza de sus tropas. La intervención popular también, pues ahí está la multitud esperando la decisión imperial. Y cuando se entera de que su príncipe ha tomado la cruz, echan las campanas a vuelo; la vociferatio de la multitud estalla. Atmósfera humana y religiosa cuya influencia tienen que sufrir los mismos reyes. Tanto más cuanto que cuando la palabra dé Bernardo resonaba momentos antes en los oídos del Emperador para animarle a la Cruzada, llevaba con ella la aprobación apasionada de esas multitudes en las que el santo, en las diferentes ciudades alemanas en las que había predicado, acababa de suscitar remordimientos o despertar fervores. La emoción popular se disciplina ahora, con las obras de Bernardo, para provocar la decisión soberana. Podía no ser más que un medio. Se lo sospecha, por ejemplo, en un comentario de los compañeros de Bernardo que escribían el libro de los Miracula334. Volviendo sobre los milagros realizados por el santo en su viaje, insisten en el hecho de que éstos no se hacen solamente "para los humildes y las pobres gentes". El santo, por el contrario, ha solicitado oraciones para los ricos, con el fin de que Dios les arranque el velo que oscurecía su corazón. Y el narrador consigna ingenuamente el éxito del milagro335. Había, pues, una resistencia latente de las clases superiores a la aventura de la Cruzada: no se las podía mover de la misma manera que a las masas populares, tanto más entusiastas cuanto que tenían menos que perder. Por lo demás, en sus sermones a las multitudes, Bernardo habla poco de la Cruzada. Apenas algunas indicaciones en el diario de sus compañeros, prolijos por el contrario en el capítulo de los milagros. En el ánimo de aquellos hombres, era la taumaturgia del santo lo que importaba. Así consignan constantemente los efectos de ese poder sobrenatural, los lugares en que se ejerce, los movimientos frenéticos que suscita. Porque allí está el pueblo, jadeando, con sus miserias, pegado al santo y arrastrándole a veces en sus remolinos. El pueblo crea esa atmósfera de eficacia religiosa, en la que la humildad de los grandes se hace real, y la manifestación del cielo sin cesar renovada -como los prodigios o las señales de la primera Cruzada-, atestigua la constancia de una misericordia que cura las almas, del mismo modo que alivia los cuerpos. Los milagros de Bernardo no tienen, en efecto, otro sentido. Los seudoprofetas, como Raúl por ejemplo, predican el cumplimiento de las profecías y se justifican con prodigios. Ahora se trata de milagros individuales, 333 334 335

Bern. Vita, lib. VI, cap. V, n° 17. Liber miraculorum, 1° parte (cf. VACANDARD, [223], 1, pp. XXVIII y siguientes). C. 385 y 375.

de hombre a hombre, en los que el santo, amado de Dios, se hace su intermediario para la acción de curación corporal. Deben los milagros mostrar la eficacia de la penitencia y justificar en cierto modo la predicación que quiere persuadir la expiación de los pecados. Son severos, como notan los redactores de los anales, "con los que tienen el corazón duro"; ya no pretenden arrastrar a las masas en la vía de la aventura lejana. Un testimonio, por lo general de gran peso, como es el de Helmold336, pretende que la predicación del fraile cisterciense fue claramente escatológica. Según él, anunció la proximidad de los tiempos en los que el conjunto de las, naciones había de reunirse y en el que Israel se salvaría. Pero, ni en la obra escrita del santo, ni en su actuación, hay nada que permita aceptar ésta aseveración. ¿Por qué se habría opuesto, de manera tan tajante, a Raúl, el ermitaño predicador? Es indudable que hizo promesas, pero son promesas análogas a las de Moisés para arrastrar a su pueblo a la tierra prometida: esas esperanzas que mueven a los hombres. En el De consideratione, su justificación en cuanto al hecho de la Cruzada, combatirá abiertamente toda idea de esperanza material 337. Y precisamente, porque su concepto de la expedición santa expresa, en toda su fuerza, el progreso de la espiritualidad religiosa de su época. Hay que buscar su cimiento más allá de la idea de penitencia, consecuencia práctica, y no inspiración religiosa. Todo movimiento escatológico implica en efecto una colaboración de Dios y del hombre, un entendimiento entre ambos para llevar a cabo la obra de salvación. Pero Dios no había acudido a la cita prometida. Las últimas tropas de la primera Cruzada esperaban aún en Tierra Santa su manifestación parúsica. El sentimiento religioso, sin perder nada de su intensidad en estos siglos de fervor, se había replegado a una justa medida del hombre. ¿No había sido demasiado excesiva la audacia de citar a Dios para el Día del juicio? Se supone su temor en los cronistas de la Cruzada. Para la mayoría de los que refieren los hechos de la primera Cruzada, la interpretación no es dudosa: es la fórmula de elección, Gesta Dei per Francos. Dios se sirve de un pueblo elegido para liberar del infiel la Tierra Santa. Y los ejércitos celestes, los "ejércitos blancos", no son más que un refuerzo bien recibido. Pero después de la toma de Jerusalén, en los primeros tiempos del reino, cambia el concepto: ya en Foucher de Chartres aparece la idea de que el reino de Jerusalén subsiste en su debilidad, no por la fuerza de los guerreros, sino por un continuo milagro de Dios. En Ekkehard, esta idea se amplía y se sublima: Arnulfo no vacila en hablar del simulacro al que se entregan los guerreros: "Vos pugnarse videmini... Hicisteis como que combatíais."338 De hecho, el 336

Chron. Slavorum, PERTZ, XXI, 56-57. Helmold; para la primera Cruzada, ha sido uno de los únicos cronistas que haya hecho mención de la carta celeste de que fuera portador Pedro el Ermitaño. Cf. Notación escatológica en Annales Pegavienses, PERTZ, XVI, 258. 337 Lib. II, cap. I, P. L., t. CLXXXII, col. 741-745. 338 Hierosolymita, [110], p. 34.

país, pertenece de antemano a los cruzados, por donación de Cristo. Una providencia inmanente dirige los actos de los hombres. Así, en el momento de la primera Cruzada, se encuentra difundida la creencia de que Dios puede, si quiere, sin ayuda humana de ninguna clase, liberar la Tierra Santa y dársela a los cristianos339. El hombre es como una paja, y a Dios no le vale nada su ayuda; sólo es el instrumento de la voluntad creadora. Así, la exaltación de la primera Cruzada, potencia de una sociedad de hombres anárquica, se resuelve en esta justa tradición cristiana, la humillación del hombre ante la omnipotencia de Dios. Pero, ¿en qué se convertirá a partir de ese momento la obra de la Cruzada? Un teocentrismo excesivo conduce a la sola justificación por la fe. San Bernardo ha entrevisto la desviación peligrosa y, en las primeras frases de su carta a los obispos alemanes, esboza con agudeza la objeción. Si el Señor llama en defensa de su herencia a unos gusanillos como nosotros, ¿es una confesión de impotencia? ¿Acaso la mano de Dios es débil e incapaz de salvar? ¿No puede enviar doce legiones de ángeles y muchos más, o decir tan sólo una palabra para que Palestina sea liberada? Aquí el teólogo detiene el mal pensamiento: "Yo os digo en verdad que el Señor vuestro Dios os induce en tentación."340 Es el pecado del orgullo que apunta, la duda del hombre ante su Dios. Pero, ¿cómo conciliar la certidumbre de la omnipotencia y este llamamiento a la expedición heroica, tan llena de trabajos? Por una definición de las relaciones entre Dios y la criatura, que permite a la vez la, esperanza de una recompensa. Dios es todo, el hombre nada; pero Dios se inclina hacia el hombre para elevarlo hasta él. Noción de la misericordia infinita que funda la idea de penitencia y que da a la Cruzada un nuevo alcance espiritual. La marcha sobre Jerusalén no es ya inmediatamente redentora, sino la ocasión única, inesperada, de obtener la remisión de los pecados y por ende la seguridad de la salvación. Como lo da a entender el biógrafo de San Bernardo, se trata menos de liberar el Oriente de los paganos que las almas de los hombres de Occidente de sus pecados 341. Tal es también el pensamiento de Juan, abad de Casamari342, cuando escribe a Bernardo, atormentado, según dice, por el fracaso de la Cruzada, una carta de consuelo. La expedición no ha dado el fruto que de ella esperaban los deseos bajamente temporales y los vicios de quienes la emprendieron, pero la profecía de Bernardo se ha realizado felizmente, "según la intención de Dios". Lo prueban esas escenas de piedad referidas por los propios cruzados, en las que se ve a los moribundos aceptando la muerte con alegría y declarando que no querrían volver a su vida pasada, "para no caer de nuevo en el pecado". La Cruzada es la purificación redentora. No hay nada de asombroso, pues, en que Bernardo invite a ella a los mayores criminales: ¿cómo podría rechazar el

hombre esa ocasión única que le ofrece la mansedumbre del Señor?...343 A los peores pecadores les está permitida la mayor esperanza: la Cruzada dirige y regula está purificación. Esto, por lo demás, sin perder su carácter aristocrático. ¿Cómo podrían los humildes entrar en esas. sutilezas teológicas? La necesidad de una penitencia crucial excede quizá su sentimiento o su poder de pecado. Y además, ¿representan ellos la suficiente fuerza temporal para tentar, por su eficacia en guardar la tumba del Señor, la misericordia del Padre? Cuando menos, la predicación de Bernardo sobrepasa el alcance de sus inteligencias. Una metafísica de la debilidad no podría convenir a estos hombres humildes que no tienen más recurso que la esperanza. Pero a la vez, la palabra inflamada del santo, llena de invocaciones a lo maravilloso, y que necesita de las multitudes para arrastrar a los grandes, despierta toda la fuerza imperativa de los fervores populares. Doble movimiento del que el primero es, de hecho, el de la esperanza: a menudo, a pesar de sus señores, los pobres no vacilan en ponerse en camino: la Providencia es para ellos su realidad inmediata, y esperan, como nos lo dice Gerhoh de Reichersberg, "en tan santa empresa", la ayuda de Dios, el maná que cae del cielo, el abastecimiento de sus necesidades344. Esperanza pronto perdida: es la decepción del entusiasmo popular. La masa necesita, en efecto, en su empresa espiritual, de un fiador de la solicitud celestial: como en otro tiempo Pedro el Ermitaño, el predicador que la suscite debe ponerse al frente de ella. Ahora bien, Bernardo va a volver a Citeaux. Cuando ha vuelto a Alemania, en marzo de 1147, para organizar en la dieta de Francfort la Cruzada contra los eslavos, su popularidad es enorme: ha removido hasta las fibras más profundas del alma de ese país del otro lado del Rin. Los milagros suceden a. los milagros, y los favorecidos con ellos toman la cruz. Todos quieren ver al apóstol, escuchar su voz, tocar la orla de sus vestidos. Un día, en Francfort, al salir de la catedral, la aglomeración es tan grande que Conrado, muy robusto y de elevada estatura, tuvo que coger a Bernardo en sus brazos para impedir que le asfixiaran345. Pero he aquí que en el momento de la marcha el predicador se retira: terminada la obra de la palabra, lo recobra la disciplina monástica, y la ambición, sublimada, del religioso es la Jerusalén celeste, no la satisfacción temporal346. ¿Cómo podría entender la multitud estas elevadas razones espirituales, individuales ya? Los dos mundos se diferencian cada vez más para amenazar definitivamente el ideal antiguo, unitario, de la primera Cruzada y, para una gran parte, la eficacia misma de la Cruzada. La multitud, en efecto, quería jefes, jefes muy cercanos a ella y sólo los encuentra ocasionales. Estos no ejercen ya siquiera sobre ella una influencia religiosa: ¿no se había comprobado que los predicadores populares no eran más que mediocres guerreros y conducían al

339

343

Cf. Gesta abb. S. Bertini contin. (PERTZ, XIII, 664), a propósito de ir grandes preparativos hechos en 1147 por los guerreros de Occidente. 340 Epist. 363 y VACANDAIRD, [223] II, 291. 341 GODOFREDO DE AUXERRE, lib. III, c. IV, col. 308-310. P. L., t. 185. 342 P. L., CLXXXII, carta 386, col. 590.

Ep. 63. De investigatione Antichristi, fragm. en PERTZ, XVII, 461. 345 Cf. Bernardi Vita, lib. IV, c. V; lib. VI, c. XVI, nº 54-57. 346 Michelet ha puesto muy bien en evidencia las razones de Bernardo. Las indica el propio santo en la ep. 399, al abad de Saint-Michel. 344

desastre? La preocupación de la eficacia técnica, la de los grandes, y ahora la de los hombres de Iglesia, desorganiza profundamente las agrupaciones populares posibles. No es nada extraño comprobar en los cronistas una desconfianza análoga a la de Ekkehard en otro tiempo, con respecto a las masas que acompañan a las Cruzadas. Guiberto de Nogent descubre sin indulgencia las pasiones diversas que mueven a esta plebe piadosa; los aficionados a la evasión y al descubrimiento, los únicos semihonorables en esta sociedad en busca de una estabilidad; los necesitados, los, que tenían deudas y pretendían no pagarlas; finalmente, los criminales; tropa dispuesta, de ser preciso, a doblar la rodilla ante Baal. He aquí el reverso de la Cruzada de penitencia: un conglomerado de aventureros con todas sus concupiscencias en carne viva347, sin vocación, sin otros jefes que unos jefes temporales que les recuerden la misericordia del Señor. ¿Habrá que poner una esperanza más segura en la Cruzada de los grandes? Fraile, sostén del orden establecido, Bernardo predicó con una idea de orden y de jerarquía. Los penitentes, que toman la cruz para ganar su salvación, deben agruparse en los "ejércitos del reino". La Cruzada respeta todos los cuadros de la nueva sociedad occidental. Y sin duda, el espíritu de penitencia parece asegurar por un momento la disciplina espiritual de la expedición. Se esboza una purificación de las costumbres: ya no se oyen, en lugar de las obscenas canciones de camino, más que cantinelas en alabanza de Cristo 348; las guerras intestinas se apaciguan; una Tregua de Dios se extiende sobre el Occidente349. No por mucho tiempo, sin embargo, y Bernardo deberá pronto denunciar a esos grandes que parten, con todos sus pensamientos proyectados hacia lo que dejan: "¿Qué grandes progresos -dice el santo, indignado- podían hacer unas gentes que durante todo su camino no pensaban más que en su regreso? ¿No volvían también incesantemente hacia Egipto su corazón y su voluntad los hebreos, a lo largo de su recorrido?"350 Almas débiles, atormentadas por todas las ambiciones del siglo. "¡Ay de nuestros príncipes!", maldecirá Bernardo, el año mismo de su muerte351. En la tierra del Señor, no hicieron nada bueno; urgidos tan sólo por regresar a sus casas, dieron muestras de una extraordinaria malicia. El gran sueño de purificación se desvaneció en ilusión por la maldad de los hombres, que a su debilidad añadían la perversidad o la impotencia. Hay una gran amargura en esta acusación postrera del santo, que ilumina todos los desfallecimientos temporales de la segunda Cruzada. 347

Viri cum mulieribus añaden los poco benévolos Annales Herbipolenses, PERTZ, XVI 3, mostrando el carácter tumultuario y pasional de estas tropas de la Cruzada. 348 OTTO DE FREISINGEN, Comment. in Psalm., ed. PERTZ, p. 794; RÖHRICHT, [35], II. 97, nota 27. 349 FREISINGEN, [211], 374. 350 De consideratione, II, I. 351 Ep. 288, a su tío Andrés de Montbard, gran maestre del Temple. P. L., t. CLXXXII, col. 493.

III.-LA SEGUNDA CRUZADA: SU VIDA RELIGIOSA SEGÚN EL TESTIMONIO DE LOS CONTEMPORÁNEOS. No se encontrará aquí la historia de la segunda Cruzada: lo que tratamos de entrever, si es posible, es simplemente su vida interna. Los hechos, desde luego, sólo cuentan por su significación religiosa, por su repercusión moral. Un resumen esquemático bastará para fijarlos352. En mayo de 1147, Conrado sale de Bamberg con unos 100 000 peregrinos en dirección de Hungría y del Imperio griego. El rey de Francia no sale de Saint-Denis, para Metz, hasta el miércoles después de Pentecostés, el 12 de junio de 1147. Se despide de Eugenio III, quien le entrega el zurrón, el bordón y la oriflama y le bendice. Entre los dos soberanos contaban unos 200 000 hombres; pero más de 60 000 eran incapaces de esgrimir útilmente las armas. El ejército francés después de haberse concentrado en Maguncia, se reunió con el de Conrado en Ratisbona. Luis VII se había resistido a las intrigas de Roger de Sicilia, que le ofrecía, si pasaba por Italia, transportar por mar a su ejército hasta Siria. El espíritu de unidad en el rey piadoso había prevalecido, y alemanes y franceses, no sin dificultades internas por lo demás, marchaban de concierto hacia Constantinopla. Manuel, el basileus, esperaba, muy mal dispuesto con respecto a las tropas alemanas, que se habían entregado en Tracia a saqueos concienzudos. De acuerdo con la táctica tradicional, trató de obtener que Luis VII y Conrado III le hiciesen homenaje de sus futuras conquistas, pero recibió una negativa formal. Por eso, cuando Conrado atravesó el arrabal de Pera, Manuel río quiso siquiera verle, y le amenazó con cercarle si no pasaba inmediatamente a Asia. Luis VII fue recibido con menos hostilidad declarada: se le agradecía la rigurosa disciplina que mantenía en su ejército. Pero Constantinopla no era más que una etapa en la marcha sobre Jerusalén, y las dificultades de 1096 estaban a punto de reaparecer. Los ejércitos cristianos pasaron, pues, a Asia Menor. Los franceses se dirigieron por el Oeste para evitar el cruce penoso de los desiertos, pero los alemanes, que no los habían esperado, y que, conducidos por guías griegos, habían marchado sobre Iconium, fueron derrotados por los turcos, cerca de Dorilea, en octubre de 1147. Conrado, vencido, fue a reunirse con Luis VII, pero no podía humillarse a desempeñar junto al rey de Francia el papel de brillante segundo, y volvió pronto a Constantinopla, desde donde marchó por mar a San Juan de Acre, en tanto que su medio hermano, Otto de Freisingen, recogía toda la plebe piadosa e intentaba continuar la ruta, siendo despedazado cerca de Laodicea. Por su parte, Luis VII no era más afortunado. Cuando seguía con sus tropas la costa y, por el paso del Meandro y Laodicea, se dirigía sobre Atalia, el jefe de su vanguardia se dejó sorprender por los turcos. Luis VII se defendió con valentía, pero una multitud enorme de peregrinos había sido muerta por sorpresa; el rey, con el resto de sus tropas, tuvo que marchar 352

Sobre la historia de la segunda Cruzada, cf. bibliografía.

apresuradamente a Atalia. No era más que una etapa precaria. El hambre y los ataques de los griegos diezmaban el ejército francés, y Luis VII acabó por decidirse a embarcar para Antioquía en una flota bizantina, con una parte tan sólo de sus tropas; las otras, condenadas a la ruta de tierra, fueron abandonadas a los turcos. Raimundo de Aquitania, el tío de su mujer Leonor, era príncipe de Antioquía. Aquí hay un triste episodio conyugal en el desarrollo de la Cruzada. El rey amaba a su mujer de una manera casi inmoderada, como lo consigna J. de Salisbury; y no tardó en sentir desconfianza respecto a las relaciones de la reina y de su tío. Este, por lo demás, parecía esforzarse en retener a Luis VII con el pretexto de combinaciones de intereses entre los soberanos de los principados cristianos de Siria. El drama doméstico estalló, y la reina, alegando un parentesco en cuarto o quinto grado, pidió la anulación del matrimonio. Ya no quedaba otra cosa que partir lo más rápidamente para Jerusalén, llevándose a la fuerza a la infiel. En Jerusalén vuelven a encontrarse Luis VII y Conrado III, y persuadidos por el rey de Jerusalén Balduino III, aceptaron marchar sobre Damasco. Así, en el mes de julio de 1148, 50 000 hombres, entre los que iban los caballeros del Temple, en manos de los cuales Luis VII, su huésped en Jerusalén, había puesto implícitamente la dirección de las operaciones, partían para sitiar a Damasco. La ciudad, construida a la salida de las montañas, en un valle bien regado, cubierto de verdor en medio de un desierto abrasador, estaba rodeada de arrabales llenos de jardines; de huertos y de casas de campó. Todo esto constituía otras tantas tentaciones para el ejército cristiano que se demoró en aquellas delicias de Capua, dejando tiempo a los turcos para que reforzaran las defensas de la ciudad. El sitio, difícil de por sí, se hacía prácticamente inútil. Los dos reyes no se obstinaron, y el 28 de julio se decidieron a regresar lamentablemente a Jerusalén. Conrado, por su parte, no permaneció mucho tiempo, sino que se apresuró a volver a sus Estados, y una buena parte de las tropas del rey de Francia también se marchó por las rutas de tierra. Luis VII, una vez que volvió a la Ciudad Santa, se demoró en ella, entregado a devociones: obras piadosas y visitas a los santuarios. Todo esto, con gran desesperación por parte de Suger, el fiel político a quien el rey hostigaba sin cesar con peticiones de dinero. En fin, después de la Pascua de 1149, Luis VII se decidió a volver a su reino, casi solo, con Leonor. He aquí el exterior de la Cruzada: manifiesta un fracaso del cual, en el plano de la vida moral y religiosa de la época, es preciso buscar las responsabilidades o sacar las consecuencias. Un hecho se impone desde el primer momento, como es el de la lamentable aventura de la Cruzada popular, Los alemanes, por la impericia de su jefe, son muertos por los-turcos; a los franceses, su rey los abandona a la servidumbre o a la muerte cuando se embarca, con algunas tropas tan sólo, en Atalia, para Antioquía. Y sin embargo, al partir la Cruzada, había habido un hermoso movimiento de entusiasmo: el pueblo se agolpaba en torno del piadoso rey Luis cuando marchó a Saint Denis a tomar la oriflama y su bordón de peregrino. Pero

pronto esta misma, multitud se manifestó como un obstáculo a los rápidos progresos del ejército cruzado. Movido por sus instintos, paroxismos religiosos o pasiones violentas, era incapaz de someterse por mucho tiempo a la autoridad del jefe legítimo. Ya en Worms, en torno de los convoyes de víveres, los peregrinos habían acometido a los habitantes de la ciudad, produciéndose encuentros- violentos. Pero era peor aún lo que sucedía con la plebe piadosa alemana, turbulenta, ávida y brutal. Odón de Deuil los acusa simplemente de borrachos: después de haberse entregado al pillaje, y una vez embriagados, se quedaban perdidos a retaguardia y eran muertos por los griegos; sus cadáveres sin sepultura apestaban el aire353. Era precisa la enérgica severidad del rey Luis VII para salvar de tales excesos a la tropa francesa: dando ejemplo, el rey repartía, igualmente los víveres entre ricos y pobres, y podía de este modo mantener la disciplina con extremo rigor. El cronista, añade que hubiese sido preciso castigar a "no pocos millares". Así, los instintos parcialmente refrenados por esta parte se manifestaban en otra. Tales esas impaciencias del ejército, imperiosas como las intimaciones de las masas de la, primera Cruzada; hábilmente trabajada por las insinuaciones de los griegos, la tropa francesa arde en deseos de partir y murmura ya contra la demora del rey; éste tiene. que ceder y atravesar el brazo de San Jorge aun antes de haber podido reunir todas sus fuerzas 354. La impaciencia popular es decididamente ciega a toda prudencia estratégica. Los hombres de guerra querían un cambio, desembarazarse de esos frenesíes inútiles e imprudentes, ante todo entre los alemanes, en los que reinaba la indisciplina. Y esto tanto más cuanto que en la marcha sobre Iconium, a través de esos desiertos cuya travesía se acometía con víveres para una semana355. Las dificultades exasperaban las impotencias. Se incriminaba a los "hombres débiles y sin armas" que eran una carga para los suyos y una presa fácil para los enemigos. Y los humildes se desquitaban con los grandes, si hemos de dar crédito al relato, tal vez legendario, de los Annales Herbipolenses356. El hambre, la sed, y la disentería hacen estragos en el ejército alemán; pero como la sed es la que causa mayor sufrimiento, Conrado, a quien se le había hablado de un lugar en el que había agua, abandonó el campo durante la noche con los suyos, duques, prelados, nobles, todos los jefes. "La multitud" esperaba su regreso para ir a saciar su sed después de ellos, cuando de repente, en medio de la noche, los sarracenos se arrojaron sobre el campo haciendo una carnicería atroz. Cuando el rey volvió se había consumado la derrota. La justicia del cielo y de los pobres, que no tuvieron otra recompensa que la de regresar con grandes trabajos a su patria357. Conrado no conservaba 353

ODÓN DE DEUIL, [210], col. 1217. Ibíd., col. 1224. 355 ODÓN DE DEUIL, COL. 1229. 356 Ann. Herbipol., XVI, 6. 357 Según ODÓN DE DEUIL (c. 1231), cierto número fue a pedir ayuda y protección al rey de Francia, Ann. Herbipolenses, XVI, 6. 354

con él más que a sus caballeros. El testimonio de los cronistas concuerda bien en efecto para mostrar decidido a Conrado, después de la derrota de Iconium, a desembarazarse de su molesta escolta y a marchar contra los turcos únicamente con sus hombres de guerra358. La calidad guerrera seguía siendo la única garantía de eficacia359. Una necesidad análoga de depuración se afirma en la Cruzada francesa. Los resortes son menos cínicos -el rey de Francia era hombre piadoso y bueno-, pero igualmente determinantes. En la marcha de Constantinopla a Satalia, las dificultades de aprovisionamiento fueron tales, y los griegos tan desvergonzadamente ladrones, que los pobres gastaron para alimentarse sus últimos recursos. Una masa hambrienta acompañaba a la tropa real, tanto más inquieta y violenta, cuanto que no había comido. El rey trató de protegerla por todos los medios, pero el esfuerzo tiene un límite, sobre todo cuando la derrota exaspera. Los pobres naturalmente abrumados critican ásperamente a los jefes, y éstos no se preguntan, con la elevación de ánimo del cronista: "Qué cosa deplorable no sería ver a unos señores morir por sus esclavos, si Jesucristo que es el señor de todo, no hubiese dado ejemplo?" 360 La altivez señorial recobraba en la prueba: todos sus derechos, y el rey no se sentía con fuerzas para resistir a sus nobles hasta el fin. Hubo un momento, después de haber tomado consejo del gran maestre del Temple, en que pensó salvar la unidad de su tropa haciendo de ella una especie de ejército fraternal y disciplinado como la milicia del Temple, en el que las clases estarían confundidas, efímera tentativa de enderezamiento moral: en Satalia, donde el propio rey se había resignado a no continuar la marcha sino con los hombres válidos y armados, los grandes prevalecieron al fin. Decidióse no embarcar sobre los navíos más que la parte eficaz de la tropa francesa, los nobles y sus hombres de armas. Luis VII, para satisfacer su conciencia, trató con los griegos de Satalia a fin de asegurar la protección de todos aquellos "débiles y enfermos"; pero encerrados en la ciudad como en una ratonera entre griegos y turcos, allí perecieron casi todos o terminaron como esclavos. Así la aristocracia feudal, apoyada en su valor militar y en sus caudales, era la única capaz de hacer la Cruzada: el pueblo humilde -y ésta era la lección, moral si se quiere, de la expedición francesa- sólo podía por su misma pobreza y sobre todo por el desbordamiento de sus instintos, comprometerla. En el abandono cínico de Satalia había como una evidencia de purificación necesaria. Por ambos lados era, decididamente, el final de la Cruzada popular. Los reyes vuelven a encontrarse, simples peregrinos, con sus amigos y sus hombres; van a Jerusalén a hacer sus devociones; atacan a Damasco, porque el rey de Jerusalén se lo pide; vuelven a marcharse cuando les parece; han cesado de 358

Ann. Herbipol., ibíd. Tanto más cuanto que la aventura intentada por Otto de Freisingen con quince mil hombres de marchar a liberar Edesa había también fracasado. Otra imprudencia de la pasión popular, mal contenida esta vez por un hombre de Iglesia. Otto, como se sabe, era obispo. 360 ODÓN DE DEUIL, C. 1238. 359

ser jefes de pueblos para mandar únicamente una caballería diseminada y honrar con su presencia sobre las rutas de Oriente, una peregrinación colectiva361. San Bernardo había propuesto para la realización de la antigua esperanza a los jefes legítimos, y éstos, por impericia o egoísmo, faltaron a su misión social. Las naciones no buscarán ya ahora, en su unidad tumultuosa, su salvación y su gloria sobre los caminos de la Jerusalén terrena. Con la matanza de los humildes -los que partían, milenaristas aún, para no volver más-, la Cruzada. pierde su significación universal para no ser más que una expedición sin resonancia, reservada a quienes poseen la fuerza y la virtud. Limitación que explica, en la vida religiosa de la Cruzada, un impresionante empobrecimiento. Este era evidente, por otra parte, en la lógica del agotamiento de una fórmula, mucho antes de los fracasos sangrientos de Asia Menor. No obstante su sentimiento tan rico del mito y del símbolo, Gerhoh de Reichersberg no llega, en efecto, a persuadirse por completo del fervor religioso de la Cruzada. Los prodigios fueron, como es sabido, raros; y los prodigios de la partida, tan interesantes y numerosos en la primera Cruzada, fueron en ésta particularmente pobres. Hay que contar sobre todo los milagros de San Bernardo, con valor de ordalía, y algunos otros realizados por los cruzados, siempre ad probandum. En el curso de las pruebas de camino, el caballero blanco, nuncio de victoria, no aparece más que una vez, en el Meandro, la única victoria, es cierto, de la Cruzada 362. El cronista es de tal manera pobre en presagios favorables, que encuentra uno, totalmente negativo, en la clemencia del cielo y la ausencia de lluvia. Parece entonces como si la solicitud divina. se apartara del ejército cruzado y no quisiera ayudarle ya a vencer las dificultades del camino. Por el contrario, las señales sobrenaturales son nefastas y condenatorias. Durante la misa del papa la sangre de la Eucaristía cayó sobre la alfombra delante del altar, en lo cual los hombres de buen juicio vieron el anuncio de muy grandes desgracias para la Iglesia; fue el año mismo de la derrota de la Cruzada 363. Más aún: como un concierto de la opinión inquieta, los redactores de los anales no encuentran ya a los prodigios un sentido favorable: el cometa de 1145 manifiesta la voluntad de Dios en la derrota de los cristianos de Oriente364. El de 1147, lejos de prometer la victoria, marca el final y por lo tanto el fracaso de la Cruzada. Un destino 361

Los textos parecen confirmar esta desaparición de todo elemento popular. GUILL. DE TIRO, [159], lib. XVI, c. 27-29; lib. XVII, c. 1-2, no habla más que de barones y de nobles en torno de los príncipes. Señala igualmente, confirmado en esto por OTTO DE FREISINGEN, [211], p. 58, que era preciso para marchar sobre Damasco reclutar por todos los medios y a cualquier precio infantes. No obstante, la cifra del ejército cristiano ante Damasco, que se está de acuerdo en calcular en 50 000 hombres, puede dejar suponer que se había logrado con todo, agrupar un número bastante importante de hombres de a pie. 362 ODÓN DE DEUIL, [210], c. 1235-1236. 363 [212], pp. 520-521. 364 Gesta episcop. Virdunnens., PERTZ, X, 516.

adverso parecía encarnizarse contra la santa empresa y el ciclón que inundó el campo alemán antes de la llegada a Constantinopla, no pareció menor testimonio de la cólera de Dios. Porque aquella masa, en marcha hacia la Tierra Santa, entregada a todas las dificultades y todos los peligros de la Tierra, no tenía más esperanza que la celestial. Y cada día se hacía manifiesto que el secreto juicio de Dios no le era favorable. Se lo debían a su conducta, saqueadores y devastadores, que no marchaban "humildes y pacíficos en el temor del Señor" -es la interpretación ahora familiar de los cronistas-365, se lo debían a la flaqueza de su fe. Porque, sin realidad mítica, o casi sin ella, la segunda Cruzada no es en mayor medida creadora de ritos. Sin duda, estamos mal informados: no tenemos ya de ella diarios de ruta, como los escribieron, para la primera, Raimundo de Aguilers, Foucher de Chartres o las Gesta. Odón de Deuil y Guillermo de Tiro nos dan indicaciones sobre la piedad de Luis VII y su exactitud en cumplir todos sus deberes religiosos, pero nada en cuanto a la vida religiosa de las tropas. Nada tampoco sobre la preparación religiosa sobre los combates: cierto es que hubo pocas batallas formales, y asedios insignificantes. Se sabe únicamente que después de la inundación que destruyó el campo del ejército alemán, se celebró una misa y se cantaron acciones de gracias en la tienda de Federico, que fue la única, que quedó intacta 366. Eran simples restos de la liturgia tradicional. Lógica del agotamiento del mito incapaz de creaciones nuevas sin el fervor de la piedad popular. El papel del clero en la Cruzada, del alto clero especialmente, es preponderante. Los esfuerzos de Bernardo no habían sido vanos. El ejército cristiano había partido sólidamente encuadrado por sus jefes temporales y pontífices. Numerosos arzobispos y obispos van a la cabeza de las tropas; incluso uno de ellos es el jefe del ejército: Otto de Freisingen, medio hermano del emperador. En torno del rey Luis VII, algunos prelados ejercen extremada influencia: Aloise, obispo de Arras, el pacificador del conflicto de Worms entre los peregrinos y los ciudadanos, gran celebrador de misas y confesor, según dice la crónica367, especie de capellán mayor; Godofredo de Langres y Arnulfo de Lisieux, que se disputaban, después de la muerte de Aloise, la confianza del rey así como el título de legado del papa, al cual no tenían ningún derecho, muy pintorescamente retratados en la Historia Pontificalis368; el uno, Godofredo, antiguo prior de Clairvaux y prevaliéndose del prestigio de San Bernardo, gran señor, colérico y violento; el otro, más astuto, de una elocuencia persuasiva, y ambos igualmente ávidos de dignidades y de riquezas. Ambos también espiritualmente pobres y ganosos de gloria temporal: fue Godofredo el que aconsejó la toma de Constantinopla e insistió para que el ejército ante Jerusalén se ilustrara "de 365

Cas. Monast. Petrishus., PERTZ, XX, 674; GUILLERMO DE NEWBURY, XXVII, 228. OTTO DE FREISINGEN, [211], 375-376. 367 PERTZ, XIII, 664. "Currus et auriga Francigenae exercitus..." dice de él singularmente la Fondatio monasterii Aquicinctini, Pertz, XIV, 583. Murió en Constantinopla. 368 [212], 534-535. CL KÜGLER, pp. 16-17. 366

una manera digna del rey y de Francia". Grandes señores feudales, en modo alguno disminuidos por su clericatura y que podían muy bien entenderse con los legados del papa, auténticos éstos, otros señores del siglo. Eran Teodwin, obispo de Porto, un alemán al que los franceses consideraban como un bárbaro, hasta tal punto eran rudas sus costumbres; y con él, Guido, cardenal-preste de San Crisógono, florentino de dulce carácter y lengua, amigo de las letras, coleccionista de libros, perdido en las brutalidades de la Cruzada. "Buenas personas ciertamente -señala el cronista-, pero muy por debajo de su misión." Podría ser éste el mejor juicio sobre todos aquellos clérigos políticos que laicizaban la Cruzada y que, solos o casi solos en representar a la Iglesia -el bajo clero y el fraile desaparecen con el pueblo del cual proceden-, no conservan más que sus humores guerreros o el hábito sin alcance del rito pontifical369. Decepción tanto mayor en el mundo cristiano cuanto que la segunda Cruzada había aspirado a una moralidad más elevada. Marcada en sus comienzos, en la predicación de San Bernardo, por una voluntad de penitencia, llega a la exasperación de todas las pasiones humanas. Los cronistas las notan con una ardiente severidad, y todos encuentran en el anatema del santo la expresión de su reprobación unánime: ¡Vae principibus nostris! ¡Ay de los grandes porque se han manchado desde el comienzo de la Cruzada por sus exacciones con respecto a las iglesias y su despotismo con respecto a los pobres! El fracaso exige una responsabilidad, y serán los nobles los que carguen con ella. Y con justicia, por otra parte. Se necesitaba dinero para ponerse en camino, y la codicia de los feudales, legos y clérigos, encargados en cierto modo oficialmente de la Cruzada, parece no haber tenido límites. El obispo de Langres, para que pudiese cubrirse el gasto, dice ingeniosamente el texto, se llevó buena parte de la vajilla sagrada de su catedral, cierto es que prometiendo su restitución370. El abad de Sainte-Colombe de Sens se proveyó igualmente371. Pero sobre todo, lo que pesaba más sobre el pobre pueblo era la contribución especial exigida por el rey y sus señores 372. Y aún hubiera sido bueno, si, bien provistos para el camino, se hubiesen resignado a la virtud, pero arrastrados por sus pasiones, se entregaban a la rapiña y sobre todo a la lujuria. Porque partieron, en gran número, con sus mujeres, lo cual no sería censurado por los piadosos cronistas, pero tampoco desdeñaban a las 369

Aparte del obispo Esteban de Metz (O. DE DEUIL, c. 1232) y Otto de Freisingen, el ejército alemán no parece haber tenido prelados tan señalados como aquellos cuyos nombres hemos retenido. En cuanto al clero regular, ciertamente hubo abades: el abad de Saint-Bertin, Hermann, abad de Saint-Martin de Tournai (Lib. de restauratione S. Martini Tornac., PERTZ, XIV, 336), Gilberto de Alberia abad de Prémontré (AA. SS., 6 junio, I, 761) y el abad de Sainte-Colombe de Sens. Pero, salvo en cuanto al abad de Saint-Bertin, gracias a O. de Deuil, ignoramos sus papeles y su influencia. Y aun así, no es ésta más que una categoría del alto clero. 370 [21], 324. 371 Ibíd, XII, 288. 372 Cf. VACANDARD, [223], II, 283.

mujeres públicas, que encontraron naturalmente un lugar en el ejército de la Cruzada. Y no fue éste su peor pecado. El pensamiento religioso no se complace en las flaquezas de la carne. Lo que se les reprocha es el carácter público de sus desórdenes, su impudicia de grandes señores y, sobre todo esto, su soberbia. Su goce descarado de la vida se liga, en efecto, al sentimiento de su calidad superior. Pecado del espíritu más que del cuerpo, pecado aristocrático que les conducía a todas las indisciplinas, fanfarronadas guerreras que hacen perder las batallas373, y sobre todo desconocer la omnipotencia de Dios374. Mientras el sentimiento religioso aumenta con la debilidad del hombre y la única eficacia de una voluntad sobrenatural, "ellos cuentan más consigo mismos que con la ayuda de Dios"375. Dios, en verdad, no podía estar con aquellos señores feudales demasiado satisfechos de vivir y de dominar376. Ultimo aspecto de la Cruzada, éste, ciertamente, posterior a la Cruzada misma, pero en la línea de su evolución temporal: la combinación política. A medid, en efecto, que se impone el fracaso de la Cruzada y que el análisis se aplica a encontrar sus causas, la explicación se eleva, se hace más sistemáticamente intelectual. Y lo que ciertos cronistas descubren, sin concederle siempre toda su importancia, es, a través de la empresa religiosa, el ascenso de un pensamiento político. En dos sentidos, por otra parte. El primero manifiesta la tendencia natural de aquellos señores guerreros a fabricarse en los territorios por los que cruzan nuevos dominios. Sus predecesores de la primera Cruzada no les habían escatimado los buenos ejemplos, pero lo que ahora es característico, es la confesión cínica de la intención. Sabido es que el obispo de Langres aconsejó vivamente -adelantándose a la historia- apoderarse de Constantinopla, y los cronistas no dejan de notar la codicia desvergonzada de los grandes377. La otra amenaza política es más sutil, pero más fecunda en posibilidades futuras. ¿Se podía, para explicar el fracaso de la expedición piadosa, entonar incesantemente el mea culpa? Era natural y justo buscar otros responsables, tanto más cuanto que, mucho más intensos que para la primera Cruzada, circulan por doquier los rumores de traición. En primer lugar contra los griegos, contra los cuales 373

El reproche de indisciplina se repite con frecuencia, sobre todo en cuanto al ejército alemán. Se conducen superbe et indisciplinate, dice GUILLERMO DE NEWBURY, PERTZ, XXVII, 288. Cf. también G. de Bruil, PERTZ, XXVI, 201; Vinc. Prag., PERTZ, XVIII, 663, violento contra las mujeres y el pecado de la carne; Gisleberti Chron. Han., PERTZ, XXI, 516, denuncia el número excesivo de mujeres. 374 Los textos convergen en torno de esta condenación religiosa; cf. Ann. Egmundani, XVI 456; Gesta Abb. Saint-Bertini Contin., Pertz, XIII, 664. 375 Ann. Magdeburgenses, XVI, 188. 376 Se advertirá la corriente particular de severidad que se forma, a mediados del siglo XII, entre los historiadores ingleses, con respecto a la segunda Cruzada. El amor propio nacional no está ausente, pero más todavía el espíritu antiaristocrático, que caracterizará a los cronistas ingleses, de Enrique de Huntingdon a Gervasio de Dorobern. 377 Ann. Magdeburg., PERTZ, XVI, 188, como igualmente los Ann. Herbipolenses.

los historiadores están unánimes, no menos que contra su imperator clandestinus insidiator378. Pero lo que aparece con tanta novedad como fuerza, son las acusaciones contra los cristianos de Siria. La expedición contra Damasco sobre todo, aventura al margen de todo sentido religioso, parece haber suscitado la sospecha general: se habla de la rapacidad de los hierosolimitas; existe el convencimiento de sus tratos ante Damasco con los musulmanes379, y se achaca la felonía a los caballeros del Temple, esos fiadores de una virtud monástica para la evolución militar de la Cruzada380. En realidad hubo sobre todo este período del sitio de Damasco una enojosa apariencia de traición. Guillermo de Tiro, cristiano de Siria, inquieto por estas disensiones entre príncipes de Occidente y reinos cristianos de Oriente, ha tratado de hacer la luz; ha interrogado a testigos dignos de fe, y no ha podido recoger más que opiniones discordantes. Los unos acusaban al conde de Flandes de haber intentado poseer Damasco, frustrando a los príncipes de Jerusalén, los cuales prefirieron abandonar la ciudad al enemigo. Otros pretenden que el príncipe de Antioquía maquinó la defección de los príncipes de Jerusalén, porque estaba furioso contra el rey de Francia que no le había secundado en sus ambiciones. Otros, en fin, hablan de corrupción pura y simple; por otra parte, el oro dado a manos llenas por los turcos no era sino cobre. Lo seguro es que todas estas interpretaciones son políticas; la menor intención religiosa ha desaparecido y los cristianos pactan con el infiel. Los señores de Occidente no parecen en modo alguno dispuestos a comprender que esto pueda obedecer a una necesidad o a la prudencia de los defensores responsables del reino de Jerusalén: conservan el mal humor de haber llegado tarde, y la defensa de la tumba del Señor puede no ser ya a sus ojos más que un piadoso pretexto, mantenido por hábiles ambiciosos, hombres de guerra como ellos. Estos señores feudales, con sus rivalidades temporales, destruyen lentamente el mito de la guardia cristiana en Jerusalén: la gran continuidad de fervor entre el Occidente y el Oriente puede encontrarse amenazada por ello en el futuro. Al menos, el espíritu político ocupará en adelante entre los dos mundos un lugar esencial, y cuando las ambiciones se hagan demasiado vivas, con la tentación extremada del espejismo oriental, no bien las circunstancias lo permitan, habrá para los barones toscos de Occidente una presa infinitamente deseable: la Constantinopla de la decadencia bizantina. 378

G. de Bruil, PERTZ, XXVI, 201. Dos textos tan sólo se esfuerzan en juzgar con más justicia: Guill. de Newbury, que reconoce que el basileus tenía razones para desconfiar de los occidentales (PERTZ, XXVII, 228), y los Ann. Palidenses (PERTZ, XVI, 83), que reservan su juicio sobre la acusación que se hace a los griegos de haber envenenado a los alemanes de regreso en Constantinopla después de Dorilea. 379 Gerhoh de Reichersberg; fragmento De investigatione Antichristi, PERTZ, XVII, 463; Ann. Brunvilarenses, XVI, 727; Ann. S. Medardi Suession. PERTZ, XXVI, 621; Ann. Casinenses, XIX, 310. 380 de Coggeshall, PERTZ, XXVII, 345. Los Ann. Herbipolenses agregan que Conrado se irritó en extremo y juró que los templarios felones no entrarían jamás en sus Estados (XVI, 7).

Signo de los tiempos, sin embargo: ante la proposición de Godofredo de apoderarse de Constantinopla, fueron numerosos los que se negaron a luchar o a morir para conquistar las riquezas de la capital oriental. Una promesa los ligaba aún; también una esperanza381. Pero los contemporáneos carecen de esas perspicacias, fáciles para la historia. Sería engañarse singularmente en cuanto al complejo espiritual de la segunda Cruzada si se hiciesen resaltar demasiado las sevicias del espíritu del siglo. Todo esto se mantiene confuso, latente en una necesidad religiosa, más disciplinaria en unos, teológico-mística en otros: el hombre participa todavía demasiado de una atmósfera de mito para definir claramente las necesidades de su acción, ya que no de su pensamiento. Se contenta con vivir con intensidad y con arreglarse con su Dios. Son los cronistas, clérigos en reposo, los que comienzan a juzgar. Aún en la mayoría la condenación nace de una necesidad lógica, más que de una propensión moral. El fracaso es un hecho, y hay que explicarlo. Dios no puede ser culpable, y se vuelven los ojos naturalmente hacia el hombre. Pero, sin duda, sólo hacen esto los caracteres agrios y temporalmente justicieros. Otros más nobles prefieren la dignidad del silencio382. La actitud más difundida -otro rasgo que precisa la necesidad de sumisión sobrenatural de la época- es la de renunciar a explicar: hay en esto un oscuro juicio de Dios, y sería impío en el hombre tratar de penetrarlo383. Lo prueba, por lo demás, la continuidad del movimiento hacia Jerusalén. La quiebra de la Cruzada parece no ser más que un simple episodio: las peregrinaciones a la tumba del Señor no disminuyen ni en número ni en fervor384. La necesidad religiosa se aviva, por el contrario, con el mismo fracaso. Porque, ¿de dónde vendría esa asimilación crítica que opone al hecho la promesa de Dios, y a la impotencia real la predicción inspirada de la Cruzada? Nadie duda aún del valor sobrenatural de la empresa: era "el movimiento del Espíritu", "voluntad de vivir". En este plano de intensidad religiosa, las apariencias sólo pueden ser sobrepasadas; Otto de Freisingen, como Juan, abad de Casamari, en su carta famosa a San Bernardo, reconocerán que el resultado de la Cruzada les parece "bueno en sí mismo". Derrota temporal sin duda, ¡pero de qué tesoros de misericordia no se han aprovechado las almas en la prueba! ¡Qué ocasiones magníficas de penitencia, y por ende de salvación eterna! En el orden del pensamiento divino, nada puede ser un contratiempo: basta con buscar con una fe firme la explicación sobrenatural, teocéntrica, la única a la medida de Dios. Desde 381

ODÓN DE DEUIL, [210], col. 1224. 382 OTTO DE FREISINGEN, quien hubiese deseado escribir una historia gozosa, [211], 375, y Vicente de Praga, PERTZ, XVII 861-862. 383 Grande autem hoc miraculum Dei (Rich. Pictav., PERTZ, XXVI, 82). Dos textos únicamente parecen reprobadores y desconfiados con respecto al elemento espiritual de la Cruzada: evidentemente los Ann. Herbipol., XVI, 3, que consideran la Cruzada obra de los falsos profetas, y Helmold, poco simpático a San Bernardo, cuando habla de su predicación: nescio quibus oraculis edoctus (PERTZ, XXI, 57). 384 Se encontrará de esto un testimonio poco sospechoso en los Ann. Herb., XVI, 8.

luego las contradicciones se desvanecen; lo real se sublima, como para esos cristianos triunfantes de su fracaso, la propia Jerusalén. Vislumbrada no hacía mucho por San Bernardo, la idea de una Jerusalén celeste se precisa en la historia espiritual de la Cruzada, reacción de las índoles religiosas contra la laicización de la expedición santa, indispensable renovación de fórmulas de fe y de acción agotadas. Es el último rasgo que debe marcar el valor de etapa de la segunda Cruzada. Cuando ésta termina, sus mitos de partida han perdido todo su dinamismo. Si entre la primera y la segunda Cruzadas, se ha podido advertir una continuidad, ya débil sin duda, pero aún viva en las fuerzas de movimiento, después de los regresos sin gloria de Conrado y de Luis VII, es preciso comprobar que algo termina. ¿Qué queda, por ejemplo, de la fe en las predicciones? Algunas fórmulas sin fuerza y sin alcance colectivo 385. ¿Y del mesianismo inicial? Nada o muy poco: la entrada triunfal que los clérigos y el pueblo de Jerusalén prepararon al rey Luis VII no era más que una habilidad política para persuadirle de, que marchara sobre Damasco386. El mito de elección de los francos y de su rey no podía, por lo tanto, seguirse manteniendo... Como si las dificultades del camino hubiesen descubierto lo ilusorio de esas ideas-fuerzas de la partida, las más vigorosas sin embargo, a causa de que eran plásticas y simples. La debilidad de los hombres era decididamente muy grande. Sin duda -acabamos de indicarlo-, nuevos recursos espirituales se preparaban para la Cruzada, pero aún estaban encerrados en algunas almas de elección. El hecho histórico normal, la regla de las masas, era, después de la gran prueba y su fracaso, el desaliento. Algunos espíritus positivos -ya los había-, pero capaces únicamente de una reflexión inmediata sobre los acontecimientos, comparaban el enorme movimiento de multitudes provocado por la Cruzada y su valor práctico. La frase hiriente aparece una vez: "Esto no sirvió de nada" y -áspera, igualmente amarga- la comprobación de Gerhoh de Reichersberg: "De un ejército tan grande apenas si volvieron unos restos" 387. Profundizar en el fracaso podía afectar a la esperanza, ingratitud extrema para con la bondad providencial. Había que partir de nuevo, pero de otro modo. IV.-LAS LECCIONES DEL FRACASO: DE LA ESCATOLOGÍA A LA CRUZADA DE PENITENCIA. Tal es la historia interna de la segunda Cruzada, superficialmente contada o afectivamente vivida por los contemporáneos. ¿Se podrán ahora deducir, con 385

Lib. de restauratione S. Martini Tornac., XIV, 326; PERTZ, XXX, 14. GUILLERMO DE TIRO, [159], XVI, 29, que no engaña, por otra parte: los mismos honores habían sido prodigados poco antes a Conrado (íd., XVI, 28). 387 PERTZ, XVII, 463. La impresión de los regresos no parece haber sido tampoco reconfortante (HELMOLD, PERTZ XXI, 58). Tanto más cuanto que el Occidente, atormentado de 1148 a 1150 por azotes incesantes ,se preocupaba sobre todo de sí mismo. 386

el deseo de una explicación orgánica, algunos rasgos más esenciales gracias a la perspectiva de la historia? Nacida de una causa ocasional, especie de pretexto, la toma de Edesa, la segunda Cruzada, fenómeno de evasión colectiva, debía ver converger hacia ella las fuerzas de inquietud o de esperanza del Occidente. Eran numerosas en aquellos tiempos trastornados por los azotes, el mal de los ardientes, las tempestades, inundaciones, hambres y huracanes, tan fácilmente explicables para una mente de la Edad Media como fenómenos apocalípticos y realización de profecías. También las emociones colectivas se multiplican, emigraciones bajo la influencia del hambre, grupos espontáneos de penitencia, constructores de lugares para él culto, penitencia colectiva ritualizada que se inserta en el intenso movimiento social del siglo XII, las primeras migraciones de una clase obrera, el desarrollo comunal sobre todo. Un espíritu esencialmente apto para las formas escatológicas colectivas se manifiesta: cometas, eclipses, fenómenos naturales se transforman en señales, en figuraciones místicas. Para todos, en todas las clases sociales, el fin del mundo está aún cercano, mantenido, en las fuentes vivas, por la pululación de las herejías escatológicas o montanistas y la palabra turbulenta de los seudoprofetas. En Francia, en fin, una forma social escatológica, pariente próxima del mito del rey de los últimos días, engrandece la monarquía capetiana con un incomparable prestigio místico. La leyenda carolingia y las tradiciones sibilinas convergen en torno de Luis VII, y los primeros poemas épicos exaltan sin cesar los destinos del rey de los francos. Todas estas fuerzas conducen a un terrible y casi inmediato desastre. Hemos seguido, en el análisis de su asombro y la repercusión de su fe, a los contemporáneos. Se pueden indicar otras causas, más profundas quizá, razón y lección del fracaso. La segunda Cruzada no es ante todo más que un equívoco, confusión en cuanto al sentido espiritual de la Cruzada y por lo tanto, inadaptación de los esfuerzos. El rey Luis VII, al parecer, no ha hecho bien más que una peregrinación: expiación, cumplimiento de un voto ajeno, simple empresa piadosa, no se sabe, pero la intención no pasa de ser personal y los otros peregrinos no son más que los compañeros y los testigos de este acto de penitencia regia. Ahora bien, lo que la efervescencia religiosa de la época espera de él es una cosa muy distinta: una expedición mística, una conquista de los últimos días, con todas las promesas escatológicas que comporta y, para el puebla que la lleva a cabo en torno de su jefe natural, una elección verdadera. Salvación individual preeminente a la salvación colectiva, es aún el pensamiento de San Bernardo, el predicador de la Cruzada. El austero cisterciense no tiene, ciertamente, fe en lo específico de la Cruzada, ya que no cree en el valor purificador de la conquista por las armas, ni en la santidad esencial, intrínseca, de Jerusalén, ya que la Jerusalén celestial es única de acuerdo con el espíritu de su vida interior. Por eso predica la obra de penitencia. Otro equívoco. Porque el pueblo al cual se dirige para acabar con

las vacilaciones de Conrado, está imbuido en temores escatológicos, cree en la inminencia del fin del mundo y ve siempre en Jerusalén la Tierra prometida. Así, pues, no hay unanimidad en la partida. Lo atestigua Conrado, que se cruza probablemente influido por una crisis religiosa, y todavía vacila en ponerse en camino con un ejército dividido del cual desconfía. El particularismo muy acusado de las regiones de su inmenso imperio, el espíritu independiente de las ciudades, la autonomía moral de las potencias eclesiásticas y de sus efectivos, son otras tantas condiciones necesarias de uña indisciplina fundamental. A esto se añade el peso considerable de los humildes. ¡Cuántas condiciones desfavorables para un jefe de guerra, preocupado por otra parte de los destinos de su imperio y mirando siempre hacia atrás! Rara vez se oponen más intereses a la convergencia espiritual y dinámica de la Cruzada. No hay ningún acuerdo entre los jefes y las masas, y existe una completa confusión en cuanto al objeto mismo de la expedición: ¿cruzada o peregrinación? ¿Cómo en este desorden de las tropas y de los corazones podía dejar de justificarse la derrota? Otro motivo de confusión y no el menor: ¿a dónde se va?. Prácticamente a Edesa, místicamente a Jerusalén. El papa había especificado bien que se trataba no de Jerusalén, sino de Edesa. Pero buena parte de la tropa pensaba en la expedición de liberación, y Gerhoh de Reichersberg acusa a los hierosolimitanos de haber atraído por codicia a los occidentales, "aunque estaban ya libres". En cuanto a los peregrinos no armados, escolta tumultuosa de la tropa, iban a Jerusalén. ¿Cómo podía haber así una idea' estratégica de conjunto? Tampoco se resolvió si el viaje había de hacerse por mar, como una expedición práctica, con un objeto que se trata de alcanzar lo más rápidamente posible, o bien por tierra, según la regla de la peregrinación y para no suprimir ninguna de las pruebas de penitencia. Podrían multiplicarse los hechos de una incoherencia orgánica; explicarían el fracaso de la Cruzada y demostrarían la fuerza del fenómeno espiritual que representa. Necesidad de partir, busca de la salvación, gusto de la penitencia, exaltación de las pasiones: otros tantos remolinos espirituales en ese movimiento múltiple que por su amplitud y su mismo desorden ofrece todas las características del instinto. Todas las riquezas también, ya que también el tropismo de la marcha sobre Jerusalén es todavía vivaz. Orienta las sensibilidades de ese siglo XII, y gracias a él podrá la Cruzada depurar para la historia su compleja fisonomía. Porque con la segunda Cruzada se han sentado algunos hechos: degradación temporal de una parte y exaltación espiritual de otra, como para salvar un inaprehensible equilibrio, la vida misma durante varios siglos del instinto de Cruzada. Ante todo en lo temporal. En otro tiempo, cuando la primera Cruzada, señales y predicaciones confundían las naciones y las clases sociales. Ahora el sueño inconsciente, pero magnífico, de unidad cristiana, está destruido. Las naciones se han distinguido unas de otras, desconfiadas y calumniosas a veces, y los grandes acaban de faltar a su fama de soldados de la cristiandad. Ya no son en la jerarquía feudal "los que luchan" y que por

consiguiente protegen. Son ya los que gozan. Se está estableciendo una distinción decisiva en esa sociedad en, la que podían permanecer unidos valores sociales, valores morales y hasta valores materiales, por el piadoso deseo de la fe de hacer vivir armoniosamente la ciudad cristiana. El espíritu laico de nacionalidad y de clase prevalece sobre la doctrina de unidad, y la Cruzada es sin duda una de sus primeras víctimas. Ha perdido definitivamente su ambición y su potencia de universalidad. Es indiscutible que la Iglesia contribuyó inconscientemente, ya que no en lo que a Roma se refiere, al menos en lo que atañe a las jerarquías nacionales, imbuidas todas de espíritu feudal. Pero su responsabilidad no es únicamente la de una traición temporal. Lentamente ha querido la transformación del espíritu de Cruzada. Sociedad espiritual en la que las exigencias evolucionan de acuerdo con las necesidades de un grupo escogido, era natural que se sintiese inclinada a alejarse de ese torrente tumultuoso y profético en el que los buenos y los malos se orientaban, con una esperanza mesiánica, hacia la salvación milenarista. Esta parusia colectiva, sórdida en algunos de sus aspectos exteriores e indisciplinada, debía provocar su inquietud o mantenerse incomprendida. No es, por lo tanto, nada asombroso que la austera conciencia de San Bernardo predicase la penitencia: la Iglesia, con él, renuncia a los peligros, y tal vez a las facilidades, de la salvación colectiva, para enseñar el mérito individual. Elevación espiritual que se enfrentaba con la impaciencia de los grandes en condenar las Cruzadas populares. Existirán ahora condiciones morales para realizar la Cruzada. Los cruzados -el problema sigue planteado, pero su solución no es dudosa-, ¿son unos elegidos, un pueblo de santos, o una multitud indisciplinada e impura? Otra aristocracia amenaza la universalidad física de la Cruzada. Pero ésta es según el espíritu, y su vida misma exige otra fuente de universalidad: una sublimación, en verdad, de la idea de Cruzada. La ampliará en el espacio -y éste será pronto el papel de la Iglesia de Roma-, y le dará sobre todo un valor de purificación interior. La Cruzada se prepara en la penitencia, con condiciones imperiosas de pureza y de pobreza. ¿ Se hace ya tan necesario llegar a Jerusalén? La idea bernardiana de la Jerusalén celeste se precisa cada vez más en las sensibilidades religiosas. Y el peregrino ruso Daniel, que visita por la época de la segunda Cruzada toda Palestina y los Santos Lugares, medita en las palabras de Cristo a Santo Tomás 388. "Dichosos aquellos que ven y creen, pero más dichosos los que creen sin haber visto." Cierto es -y es un signo de la vacilación de la época ante la suprema beatitudque él mismo acababa de llevar a cabo la peregrinación.

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Edic. NOROFF, 141.

CONCLUSIÓN LAS FUERZAS DE CONTINUIDAD Entre las lecciones de la derrota, la más noblemente sentida es la voluntad de repararla pronto. El Occidente, demasiado cansado, después de la segunda Cruzada, no pondrá en ello su puntillo de honra. Solo, o casi solo, un clérigo, muy ocupado hasta entonces de las cuestiones temporales y que hasta no hacía mucho había soportado con impaciencia las dilapidaciones de su soberano para realizar su deber de cruzado, se preocupa de vengar la afrenta: me refiero a Suger, abad de Saint-Denis, gran ministro ante la Historia. Avergonzado, nos dice su biógrafo389, de haber visto regresar en lamentable estado y "sin gloria" a los caballeros franceses, piensa en el desquite. Temperamento político, piensa naturalmente en establecer una red de alianzas, que agrupe las fuerzas de Occidente contra el Imperio griego, culpable de la derrota cristiana. Pero si bien Roger de Sicilia, su inspirador quizá, está dispuesto a marchar contra el basileus, Conrado no quiere romper con Manuel390. Este fracaso diplomático no desalienta a Suger. Limitando ahora su ambición a una Cruzada contra los musulmanes, trata de animar a partir a los barones y a los jefes espirituales del reino. En todas partes encuentra la misma tibieza; en Chartres, los barones se remiten lamentablemente al clero para que prepare la Cruzada391; el papa Eugenio III, asustado ante la idea de una guerra entre cristianos, desaprueba las gestiones de Suger encaminadas a una coalición antigriega y aconseja al abad de Saint-Denis que no intente nada antes de estar seguro de la firme decisión de su rey392. El propio San Bernardo, animado por un momento a una guerra contra Bizancio, parece esquivarse y se niega a ponerse a la cabeza de la Cruzada393. "Deserción universal" que no disuade sin embargo al tenaz ministro. Financiero experto, ha tomado sus precauciones materiales y enviado a Jerusalén, por medio de los caballeros del Temple, las cantidades considerables que había economizado en Saint-Denis. "La reflexión era mucho más necesaria que la fuerza física y la prudencia más que las armas", dice juiciosamente su biógrafo. Estos pensamientos mesurados no empequeñecen el designio, pues hay cierta grandeza en la obstinación de este sacerdote, nada ejemplar en cuanto a santidad, temperamento positivo sin fervor, en hacer su Cruzada. Quería que estuviese organizada por sacerdotes, como un 389

Vita Sugeri, [21], XII, 110. Cf. VACANDARD, [223] II, 440 y sigs., en cuanto al papel de San Bernardo en la negociación, y BERNHARDI, [220], II, 810 y sigs. 391 Cf. epístola de San Bernardo a Pedro el Venerable, publicada por el P. SATABIN, en Études, junio de 1894, p. 322. 392 WIBALD, ep. 239; JAFFÉ, [16], n° 9385; [21], XV, 457. 393 Epíst. 256. El papa parece, sin embargo, que cedió a las instancias de Suger y del episcopado francés; pero el concilio que debía reunirse en Compiègne el 15 de julio para arreglar los últimos detalles de la Cruzada, no parece haberse celebrado (VACANDARD, [223], II, 446). 390

triunfo de la casta levítica, para adquirir aquella gloria "que los reyes más poderosos no habían logrado alcanzar". La quería como coronamiento de su vida, pues tenía el designio de ponerse a la cabeza de la expedición. La muerte cortó esta ambición piadosa. El desquite por los clérigos no pasó de ser el sueño de gloria del constructor de Saint-Denis394. Por lo demás, cada cual ha vuelto a sus preocupaciones habituales, conservando de la expedición oriental el sentimiento de un falaz y agotador espejismo. El Occidente se abandona a un prudente letargo; se contenta con enviar peregrinos a Jerusalén, pero son cada vez más gentes acaudaladas, que van bien armadas para vencer todas las dificultades del camino. El tipo de las peregrinaciones de la época es la de Enrique el León, duque de Baviera y de Sajonia395. Sin preocuparse en modo alguno de los acontecimientos de Oriente, y después de dejar en orden sus Estados, emprende con la nobleza de sus países una gran peregrinación armada. En la tropa no va ningún elemento popular; sólo los hombres de guerra indispensables para abrir camino. El duque ha precisado que sólo se batirán si se ven obligados a hacerlo. No fue necesario, y la peregrinación pareció un paseo glorioso. En Constantinopla, Enrique fue magníficamente recibido por Manuel; incluso se dispuso de tiempo para discutir sobre teología. En Jerusalén, el rey Amauri, los Templarios y los Hospitalarios se mostraron solícitos con el ilustre huésped. Visitó éste minuciosamente los Santos Lugares, fue al Jordán, y tras de haber hecho cuantiosos donativos a las iglesias y a las órdenes militares, se marchó. En el camino de regreso recibió las mismas facilidades el príncipe peregrino: todavía tuvo una discusión de teología con el sultán selyúcida de Iconium. ¿Cómo podrían sospecharse ni por un momento las dificultades que amenazaban al Estado de Jerusalén? Todo es concordia, fiestas, discusiones piadosas; Enrique vuelve con un botín de reliquias. En ningún momento parece haberse preocupado de los destinos de la conquista cristiana. Se comprenden las reflexiones un tanto amargas de Guillermo de Tiro sobre la indiferencia de que daban pruebas los brillantes peregrinos con respecto a las preocupaciones del rey de Jerusalén. Van, numerosos y tranquilos con su escolta noble, de la que forman parte cada vez más las mujeres de la

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No nos referiremos aquí a la historia de la cruzada de Mayenne (1158), apoyada en un texto de Ménage en su Histoire de Sablé, texto fabricado por exigencias genealógicas. Cf. la demostración perentoria del abate Angot, en Les Croisés de Mayenne en 1158 [Los Cruzados de Mayenne en 1158], Laval 1896, en 8º, y Les Croisés et les premiers seigneurs de Mayenne. Origine de la légende [Los cruzados y los primeros señores de Mayenne. Origen de la leyenda], Laval, 1897, 89, 32 p. 395 Cf. GUILLERMO DE TIRO, XX, 25; Roberto de Torigny, PERTZ, VI, 520, que atribuye abusivamente a la peregrinación de Enrique intenciones belicosas, y sobre todo ARNOLDO DE LUBECK, Chronica Slavorum lib. I. La Historia de duce Henrico, edición Breck, en Script. minores rerum Slesvico-Holstatens., Kiel, 1875, I, 241-254, sólo añade algunos detalles interesantes al texto esencial de Arnoldo.

aristocracia feudal396, y se vuelven como han ido, con algunas reliquias fácilmente obtenidas. La Cruzada continúa abierta, pero como una obra de penitencia, piadoso egoísmo en procura de la salvación individual, sin la menor preocupación de proteger el instrumento mismo de penitencia. Y sin embargo, jamás fueron más graves las amenazas al reino cristiano de Jerusalén. Casi inmediatamente después de los fracasos de la segunda Cruzada, el patriarca de Antioquía y Balduino de Jerusalén dirigían una nueva llamada a Francia397. El poder musulmán crecía, en Oriente con Nur-ed-Din, y un justificado espanto invadía a los jefes del reino cristiano. El patriarca Amauri se dirige a los más grandes soberanos de la cristiandad, e incluso envía una embajada; un poco más tarde, es el gran maestre de los Hospitalarios quien regresa hacia Occidente despreocupado. Vanas tentativas. Apenas si, cuando el peligro se precisa, se encuentra la expedición de Felipe, conde de Flandes, el cual parte el 1 de mayo de 1177 con mil caballeros y sumas considerables. Se recibe a Felipe como salvador398. En Siria los éxitos de los musulmanes aumentaban sin cesar. En 1183, Saladino se apodera de Alepo, a las puertas de los Estados cristianos. Los destinos de Jerusalén están ya fijados. Cuatro años después, en el verano de 1187, el sultán derrotaba al ejército cristiano, al rey Guido de Lusignan, al conde Raimundo de Trípoli y al gran maestre del Temple, Renaud de-Châtillon, en Hattin. El 17 de septiembre, sitiaba Jerusalén, y el 28 de octubre recobraba el infiel su ultrajante guarda de la tumba del Señor. Cerca de un siglo de Cruzadas para terminar en esta suprema humillación cristiana. Indudablemente, cargan con gran responsabilidad los príncipes occidentales, por no haber sabido sacar las lecciones de la derrota. Por cansancio algunos, como Luis VII, que consiente en dar un vigésimo de sus rentas a la Tierra Santa, pero que se muestra poco dispuesto a la Cruzada. Porque no por ser cristiano se deja de ser rey, y el Capetiano no quiere abandonar su reino por temor a Enrique II de Inglaterra. De ahí las tibiezas, las comedias de los entusiasmos cuando los llamamientos del papado se hacen más apremiantes; pero tomada la decisión, se demora su cumplimiento. El papa Alejandro III hizo vanos esfuerzos por avivar este fervor fingido. ¿Qué podía, por otra parte, esperar de Alemania? Nos encontramos en pleno episodio de la querella del Sacerdocio y del Imperio, y Federico I no tenía ningún deseo de favorecer una empresa de la que el papado hubiese podido obtener alguna gloria. ¿Preocupaciones políticas, conflicto de los dos poderes, aspectos del mismo movimiento de exaltación nacional contra la unidad cristiana, suscitado en aquel Occidente, donde se afirma, con toda la bellaquería de las 396

Se encontrará la lista de estos piadosos personas en Ch. KOHLER, [151, pp. 542-54]. Entre la segunda y la tercera Cruzadas, las listas abundan en nombres de mujeres: Santa Elena de Skedeven (1158); Santa Bona, hermana del patriarca Heraclio: Santa Gaetana y Santa Massaia (1169), etc. 397 Vita Sugeri, [21], XII, 110. 398 GUILLERMO DE TIRO, [159], lib. XXI, cap. XIV; BENITO DE PETERBOROUGH, I, 116, 158 y sigs.

negociaciones temporales, el desprecio de lo espiritual? El patriarca Heraclio había de probarlo, en 1184. Llegado como embajador con los grandes maestres del Hospital y del Temple, ve en Italia al papa y al emperador, pasa a París y luego a Londres. En todas partes se le recibe calurosamente: en París se le acoge "como un ángel del cielo", predica la Cruzada en Notre-Dame, y Felipe Augusto, al cual ha llevado las llaves de Jerusalén y del Sepulcro del Señor, convoca un concilio e impone subsidios. Enrique II, quien recibe por su parte la llave de la Torre de David y el estandarte del reino, convoca su parlamento -entre Inglaterra y Francia existe la diferencia del parlamento y del concilio- y declara que los cristianos de Siria son los más caros a su corazón399. Como para afirmar su unanimidad, los dos soberanos se encuentran en Vaudreuil. Allí reconocen que la Cruzada es impracticable, y Heraclio regresa a Oriente en el verano de 1185. Los intereses espirituales de la cristiandad no conmueven ya la fe de los príncipes. Por otra parte, son lógicos consigo mismos; después de haber laicizado la Cruzada, ¿qué provecho podrían obtener de una expedición lejana, costosa y -la experiencia estaba reciente- peligrosa, para su prestigio guerrero? Pero la Iglesia velaba. Como poder de orden, se había dirigido hasta entonces á los jefes naturales de los pueblos para conducir a éstos a la realización de su deber cristiano, y no tiene demasiada afición a la anarquía. para dejar de seguir haciéndolo así. Pero la voluntad tensa de los pontífices, algunos de los cuales, como Alejandro III, no han cesado de pensar en proteger los Santos Lugares de la amenaza infiel, multiplica los llamamientos. Esta palabra que no descansa no puede dejar de inquietar las conciencias y tanto más cuanto que promete recompensas espirituales. La bula Inter omnia400 concedía la indulgencia plenaria a quien pasase dos años en la Cruzada y remisiones de penitencia a los que partiesen sólo por un año. Pero, ¿eran suficientes estas perspectivas de méritos para decidir a los grandes? Es a ellos a quienes se dirige el papado: en Cor nostrum401, Alejandro III, volviéndose hacia los reyes cristianos y los príncipes de la Tierra, invita detrás de ellos "a todos cuantos son fuertes y aptos para los combates de la guerra". Se mantiene el privilegio aristocrático, y la aristocracia no responde. Pero la amplitud misma de la palabra pontifical y su constancia rebasan la estrechez de una clase para alcanzar al pueblo fiel. Es cierto que por ella. la emoción se mantiene en él, y no bien la ocasión la favorezca, logrará de nuevo hacer que brote el antiguo fervor de las expediciones. La acción de la Iglesia influye en efecto por la ampliación, y tal vez la profundización, de un hábito religioso. La Cruzada, como si no hubiera habido fracaso alguno, se convierte en una forma normal de la vida espiritual del Occidente cristiano. Y ahora con características particulares, distintas de los 399

Epist. Petr. Blesens., edición Giles, ,1846, II, 115-116. 29 de julio de 1169, MIGNE, CC 599 y sigs.; JAFFÉ, [16] nº 11637. Antes de ella, la Quantum predecessores (14 de julio de 1165, MIGNE, CC, 384-386; JAFFÉ, [16], n° 11218) había dado la voz de alarma. 401 16 de enero de 1181; MIGNE, CC, 1294 y sigs.; JAFFÉ, [16], n° 14360. 400

movimientos de peregrinación por las exigencias de la penitencia individual. Después de dos expediciones, que han arrojado sobre las rutas lejanas toda clase de gentes y de todos los países, el Oriente es ya para el Occidente una realidad físicamente conocida. Más aún: entre los dos términos del mundo mediterráneo, se esboza una compenetración fundada sobre intercambios religiosos. En primer lugar, las reliquias, cuya importancia no cesa de aumentar en la vida occidental: culto de la Santa Sangre en Flandes y en Alemania; traslados numerosos a Francia y a Italia de los restos del Precursor, de los apóstoles o de los mártires; y sobre todo, para alimentar la imaginación de todo el siglo XII, el descubrimiento de las reliquias de los Reyes Magos, que se disputarán a porfía la iglesia de Milán y la iglesia de Colonia402. Con estos profetas del Señor, venidos del Asia mesopotámica, todos los exotismos del Oriente, sus más viejas tradiciones, vienen a reavivar la sensibilidad occidental, corno en un esfuerzo por recobrar la unidad perdida, unidad geográfica, unidad sincretizada también. Igualmente la literatura piadosa, más o menos eclesiás tica, se encuentra cada vez más influida por las leyendas orientales. La hagiografía se enriquece con vidas de santos venidas de Oriente, pronto traducidas en la literatura francesa. Entre la segunda y la tercera Cruzadas es cuando aparecen las vidas de María Egipciaca, de Santa Thais, de San Jorge, de San Nicolás de Myra, y sobre todo de San Alexis que, como es sabido, alcanzó una fortuna extraordinaria. Como justamente ha notado G. Paris, "los santos occidentales no ofrecían el suficiente atractivo para la imaginación prendada de lo maravilloso"403. Era precisa la renovación de un tesoro mítico agotado. Pero ahí estaba el Oriente con sus riquezas sin cuento. Desde entonces el tropismo oriental sobrepasa en mucho y con otras resonancias la vieja obsesión de Jerusalén. A la vez que se estabiliza y se amplía, la necesidad de Cruzada transforma y a veces purifica sus móviles. Las señales pierden cada vez más importancia en la preparación de la tercera Cruzada: los azotes ya no tienen más que una importancia local, sin significación colectiva. ¿Es esto decir que el espíritu apocalíptico y escatológico haya desaparecido por completo? Ciertamente no, pero él también se eleva. Ya no es el fenómeno físico que, tiene un valor de emoción; el solo anuncio puede bastar. De ahí la importancia que adquieren de repente las cartas de los astrólogos. Ya éstos habían anunciado en el momento de la segunda Cruzada hambres, pestes y la legendaria mutatio regnorum. En vísperas de la tercera Cruzada, son predicciones precisas, escritas, las que circulan. La mayoría de estas cartas, en torno del año 1186, anuncian huracanes, torbellinos de arena, temblores de tierra, voces en las nubes, un viento desenfrenado y devastador que irá de Occidente a Oriente, y la 402

ROBERTO DE TORIGNY, PERTZ, VI, 508-513. En los dramas litúrgicos que aparecen en esta época, los Magos se sitúan entre los profetas de Cristo, testigos de su divinidad. 403 G. PARIS, La Littérature française au moyen âge [La literatura francesa en la Edad Media], 2ª ed., París, 1890, p. 212.

destrucción de ciudades de Egipto y de Etiopía 404. Una de ellas añade: "y hasta tierras de los romanos". Todas hablan de destrucciones y de guerras, pero terminan con una esperanza de apocalipsis. Cinco milagros, nos dice una, la más precisa, anunciarán el cumplimiento de los tiempos y la purificación terminada. Tres están constituidos por la aparición de personajes misteriosos. Uno surgirá del Oriente, sabio entre los sabios, de una sabiduría forínseca, es decir, una sabiduría que sobrepasa al hombre; enseñará la ley de verdad y volverá a las buenas costumbres a muchos de aquellos a quienes ciegan las tinieblas de la ignorancia; a los que atormenta la incredulidad, les mostrará la vía de verdad. El segundo saldrá de Elam, reunirá inmensos y poderosos ejércitos, y hará gran matanza entre las naciones; morirá joven. El tercero en fin -el falso profeta-, pretenderá haber sido enviado por Dios y hará caer en el error a gran número de creyentes; él tampoco vivirá mucho tiempo405. Señales de reconocimiento para esa liberación que espera la humanidad ansiosa. ¿De dónde procedían esas cartas? ¿Cómo circulaban? Difícilmente se puede averiguar. Rigord insiste sobre el papel de los astrólogos judíos y sarracenos, y a propósito de una de esas cartas, se la atribuye incluso a uno de los sabios de Egipto406. Otro aspecto del espejismo oriental, pero su fondo lo constituye la inestabilidad afectiva del mundo occidental. La inquietud de la salvación le acuciaba aún: necesitaba saber para prepararse. Y nada más natural, en este fervor pujante, que la audacia del hombre en descubrir los destinos. En Francia y en Inglaterra sobre todo -el origen de las cartas lo prueba-, fue donde esta necesidad se manifestó de manera más tumultuosa. Sueños proféticos circulan por doquier, y la angustia, ávida de la menor seguridad, se transparenta bien en la carta dirigida "a todos los letrados y sobre todo a los sabios" en la que Anselmo, religioso de Worcester, refiere las palabras de un hermano lego de su monasterio, después de diez días de postración extática 407. Cualquier medio de penetrar las intenciones sobrenaturales es ávidamente empleado por esa multitud inquieta de su salvación. Tanto más cuanto que los hechos parecen obedecer a las profecías. Estas convergían hacia los años 1186-1187 cuando prodigios y azotes reaparecían de repente: eclipses en 1186 y 1187, tempestades, ciclones, y sobre todo el temblor de tierra de 1185 que tanto conmovió a Inglaterra408. Inundaciones, marejadas, guerras, epidemias, se 404

Si se notan los lugares de origen de estos documentos (Roger de Hoveden, Benito de Peterborough, Roberto de Torigny, Rigord) y las alusiones contenidas en ellos, hay que penar sin duda qué su repercusión debió de ser sobre todo en Francia y en Inglaterra. 405 Carta de Rigord B., [228], I, pp. 75-77. 406 Parece que sea preciso presumir un papel importante de España en la transmisión de esta literatura astrológica (cf. carta de Fasamella, hilo de Abd el Ad de Córdoba, a Juan, obispo de Toledo, publicada, por Roger de Hoveden, II, 297-298). 407 ROGER DE HOVEDEN, II, 293-296; BEN. DE PETERBOROUGH, I, 325-328. 408 R. de Auxerre, PERTZ, XXVI, 248; GERV. DE CANTORBERY, I, 334. La mayoría de los textos están de acuerdo en fijar este temblor de tierra en abril de 1185; sólo Mat. Paris lo fecha en 1186.

acumulan en estos años funestos. La audacia de los astrólogos se veía coronada de éxito. Sin embargo, no habían previsto la prueba luctuosa más dura: la caída de Jerusalén. La noticia repercutirá en la sensibilidad religiosa del Occidente, súbitamente conmovido por un concurso de miserias, y presto, en un viejo movimiento de esperanza, a la partida escatológica en la regla, casi intacta aún de la salvación colectiva. ¿Pero quién se mantiene capaz de la intensidad de otro tiempo? La unanimidad de la primera Cruzada se ha roto: he aquí la huella de la historia. Los grandes, los soberanos que dan el ejemplo, se encuentran retenidos por sus preocupaciones temporales. Los clérigos enseñan; pero, purificados por la reforma de la Iglesia, sienten cada vez más las necesidades espirituales de la selección o la disciplina de los ritos: otras tantas exigencias de diferenciación. Queda la masa. Ella, es la que ya se conmueve ante el llamamiento perseverante del papado y la que mantiene, con sus imágenes simples y dinámicas, la idea de la defensa cristiana de los Santos Lugares; ella es la que permanece dispuesta a ganarlo todo, su salvación, sin perder nada, su vida terrena. Pero explotada por los unos y desconocida por los otros, adquiere conciencia de sus necesidades propias, y ya de su individualidad. La división espiritual de los grandes define a la vez su independencia y sus deberes. ¿Por qué no alcanzaría para sí misma los méritos de la via Christi? Sin duda, la idea es todavía muy confusa, pero toma forma con el característico movimiento de la Cruzada de los Capuchinos. A ello coadyuva la Iglesia, pues es ella -Alejandro III en el III Concilio ecuménico de Letrán, en 1179-409 la que extiende la indulgencia de Cruzada a los que tomen las armas contra los cotereaux410 y los brabanzones, mercenarios sin empleo que asolaban el centro de Francia411. Obra de policía interior de la cristiandad occidental, protección de las iglesias y de los monasterios, habría de incumbir naturalmente al brazo secular. Ahora bien, son pobres gentes las que se congregan en el Puy, en 1182, en torno del carpintero Durand para llevar a cabo lo que ellos mismos llaman la Cruzada de la paz412. Reclutados entre las masas populares del centro y del mediodía de Francia, aquellos encapuchados, los Capuciati, estaban ligados por una austera vida de grupo: juramento de pureza, prohibición de jurar en falso, de jugar a los dados y de entrar en las tabernas, de llevar vestidos demasiado lujosos: una disciplina de intención monástica les garantizaba la fuerza de las armas. Batieron por doquier a los bandoleros. Pero, ¿no faltaban así aquellos villanos a la división armoniosa de la sociedad feudal? Habiendo adquirido conciencia de su fuerza, 409

Canon 77, MANSI, [18], XXII, -232-233. Cotereaux: se daba tal nombre a unos soldados aventureros, a causa de su cota de mallas o más probablemente por el coterel o cuchillo que llevaban. (N. del T.). 411 Cf. Guill. de Nangis, Rigord, Gerv. de Cantorbery como fuentes antiguas y como estudios, H. Géraud, Les routiers au XIIe siècle [Los "routiers" del siglo XII], Bibl. Éc. des Chartres, III, 125 y sigs.; A LUCHAIRE, [224], 10 y sigs. [Routiers: soldados que, como los cotereaux, brabanzones, etc., asolaban las campiñas francesas. (N. del T.)]. 412 Se intitulan "cofrades o sectarios de la paz de María". (H. GÉRAUD, art. cit., p. 139). 410

se atrevieron a hacer frente a los señores, fautores de guerra; así, el obispo de Auxerre, a la cabeza de un ejército, los castigó brutalmente para rebajar su altivez demasiado espiritual. No se nos veda pensar que nobles y clérigos habían lanzado con gusto a los routiers contra aquellos colegas de peligrosa virtud. Fracaso, pues, pero de los que endurecen. En la historia de la Cruzada los pobres, abandonados no hacía mucho sobre los caminos de Jerusalén, afirman su independencia espiritual y su fuerza secular; en la vida de la sociedad feudal, por primera vez, con la resolución de su fe cristiana, manifiestan una conciencia de clase413. En el momento mismo en que el ideal de lucha por la cristiandad se amplía, en que la Cruzada rebasa su objeto de liberación de la Tierra Santa para hacerse, en el sentido pleno del término, exterminación del infiel. Sublimación espiritual que converge naturalmente con la pobreza, movida por exigentes necesidades de reforma. colectiva, la Cruzada podía hacerse desde entonces obra interior de purificación social. El sueño tal vez se esbozó cuando la Iglesia, el bajo clero por lo menos, aplaudía el movimiento comunalista y garantizaba su virtud: Lamberto de Watrelos nos ha conservado, en cuanto a la comuna de Cambrai el recuerdo de esa ciudad de armonía, en la que "el ciudadano respetaba al ciudadano, el rico no menospreciaba al pobre; sentían la mayor repugnancia por las riñas, las discordias y los procesos: sólo rivalizaban por el honor y la justicia"414. Ideal de pureza social, y a veces individual, sin dejar de vivir en el siglo: tales los Humiliati o los primeros valdenses, que seguían habitando sus casas, con su familia, llevando una existencia piadosa, modestamente vestidos y sin jurar. Este ideal anima casi por doquier a unos trabajadores que se esfuerzan en asegurar en grupo su salvación: así, los primeros begardos no son otra cosa que obreros piadosos agrupados en cofradía415. Pero naturalmente se levantan contra los fautores de injusticia y de inmoralidad, los grandes, que van a desvirtuar el movimiento comunalista: la reacción de lo espiritual no tiene para ellos más fuerza que la colectiva. A lo cual responderán pronto los dos poderes, amenazados por este movimiento de unidad. El decreto de Verona condenó en 1184 a los Humiliati y la jerarquía feudal impide que sus villanos abandonen sus lugares. Ya no le quedará a esta emoción popular, transformación espiritual del milenarismo de otros tiempos, otra salida que conducir a los hombres por los caminos de la Cruzada, o, supremo esfuerzo 413

Los Ann. Laud. canon., [21], t. XVIII, 706, no vacilan en hablar de vesana dementia. Annales Cameracenses, en el año 1138, [21], XIII, 500, y A. LUCHAIRE, Les Comunes françaises [Las comunas francesas], París, 1890, p. 241. 415 Nunca se exagerará al señalar el carácter obrero de estos movimientos piadosos, que serán terreno abonado para el desarrollo de la herejía. Así ocurre con el movimiento valdense, que no se debe confundir, como a veces se hace, con un franciscanismo del cual sería el antecedente. El movimiento valdense procede de los grupos de penitencia, de la protesta de los pobres contra los grandes, del comunalismo en su más elevado ideal social, el de Lamberto de Watrelos. En cuanto al franciscanismo, procede de la idea eremítica; de la penitencia de pobreza individual y absoluta. 414

de una esperanza, encerrarlos en la herejía: la purificación cátara renuncia a las obras serviles. Pero todo esto no son todavía más que virtualidades de futuro. La derrota de los grandes aviva el fervor de los humildes. Estos van a experimentar su poder religioso en la nueva experiencia de una tercera Cruzada.

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La bibliografía ha quedado establecida, cronológicamente, de acuerdo con la fecha en la que se dio "forma" al texto, con el afán de lograr, yendo más allá de las referencias de ese mismo texto, una orientación de conjunto en la historiografía de las cruzadas. Los dos volúmenes que llevan los números [27] y [28], han sido situados en el lugar que ocupan para señalar en él una supervivencia de la conciencia esotérica de la Cruzada.

[38] [39] [40] [41]

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[42] - The Crusades and other historical essays, dedicated to D. C. Munro, Nueva York, 1928, IX-419 pp., en-8°. [43] PALUMBO (P.-F.), Quadro Storico delle Crociate (con un saggio bibliografico). Archiv. della Deputazione romana di Storia Patria, vol. LXVIII, 1945, pp. 1-31. [44] LA MONTE (J.-L.), La papauté et les Croisades, Renaissance, Nueva York, 1944-1945, II-III, 154-167. [45] - Significance of the crusaders States in medieval history, in Byzantion, XV, 1940-1941. C) Aspectos [46] MASSON (P.), Eléments d'une bibliographie française de la Syrie, Congrés français de la Syrie, París y Marsella, 1919. [47] DUSSAUD (R.), Topographie historique de la Syrie antique et médiévale, París, 1925. [48] CAHEN (Cl.), La Syrie du Nord à l'époque des Croisades et la principauté franque d'Antioche, París, 1940, VII-768 pp. [49] HEYCK (E.), Die Kreuzzüge u. das Heilige Land, Leipzig, 1900. [50] NORDEN (W.), Das Papsttum und Byzanz, Berlín, 1903, XIX-764 pp. [51] SCHLUMBERGER (G.), Récits de Byzance et des Croisades, 2 vols., París, 1916 y 1922 (1ª y 2ª series). [52] - Byzance et les Croisades, París, 1927. [53] - L'Epopée Byzantine à la fin du Xe siècle, París, 3 vols., 1896, 1900 y 1906. [54] PRUTZ (H.), Kulturgeschichte den Kreuzzüge, Berlín, 1882. [55] ANOUAR HATEM, Les Poèmes épiques des Croisades. Genèse, historicité, localisation. Essai sur l'activité littéraire dans les colonies franques de Syrie au Moyen Age, París, 1932, XIII-425 pp. [56] THROOP (P.-A.), Criticism of the Crusade. A Study of public opinion and crusade propaganda, Amsterdam, 1940, XVI-291 pp. [57] MUNRO (D.-C.), The Western Attitude towards Islam during the Crusades, in Speculum, 1931, t. VI, pp. 329-343. [58] VILLEY (Michel), La Croisade. Essai sur la formation d'une théorie juridique, París, 1942. [59] LONGNON (Jean), Les Français d'Outre Mer au Moyen- Age. Essai sur l'expansion française dans le bassin de la Méditerranée, París, 1929, en-12°. [60] LOT (F.), L'art militaire et les armées au Moyen Age en Europe et dans le Proche-Orient, París, 1946, 2 vols. [61] BRUNSCHVIG (R.), La Berbérie Orientale sous les Hafsides, des origines à la fin du XVe siècle, t. I, París, 1940. [62] COULTON (G. C.), Crusades, commerce and adventure, Londres, 1930, VII-264 pp. III - EL "MEDIO" DE LAS CRUZADAS 1° LAS PEREGRINACIONES A) Fuentes [63] RÖHRICHT (R.), Bibliotheca Geographica Palestinae. Chronologisches Verzeichnis den auf das heilige Land bezüglichen Literatur von 333 bis 1878, Berlín, 1890, gr. en-8°. [64] - Itinera Hierosolymitana saeculi IV-VIII, ed. P Geyer, en Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, vol. 39, Viena, 1898, en-8°, XLVIII-481 pp.

[65] - Itinera Hierosolymitana et descriptiones Terrae Sanctae lingua latina saec. IV-X1 exarata, ed. Tobler et Molinier, 1877-1880, en-8°, 2 vols. (Oriente latino, serie geográfica). [66] - Itinera Hierosolymitana et descriptiones Terrae Sanctae bellis sacrit anteriora, ed. A. Molinier et Ch. Kohler, 1885. (Oriente latino). [67] - Itinéraires à Jérusalem et descriptions de la Torre Sainte rédigés en français aux XIe, XIIIe et XIIIe siècles, publ. por H. MICHELANT y G. RAYNAUD, Ginebra, 1882, 1 vol., XXXIII-283 pp. (Oriente latino, serie geográfica). [68] MOLINIER (A.), Les sources de l'histoire de France, t. I, París, 1901, p. 7; t. II, 1902, pp. 267-273. [69] - Itinéraires russes en Orient, traducción francesa (Oriente latino, serie geográfica), 1889. [70] RIANT (Conde P.), Pièces relatives au passage à Venise de pèlerins de Terne Sainte, en Archives Orient latin, II, 237-249. [71] GLABER (R.), Les cinq livres de ses histoires (900-1044), ed. M. Prou, París, 1885. [72] ADHÉMAR DE CHABANNES, edic. Chavanon, París, 1897, en-8°. (Coll. textes pour servir á l'étude et l'enseignement de l'histoire). [73] - L'an mille. Obras de Liutprand Raoul Glaber, Adhémar de Chabannes, Adalbéron, Helgaud, reunidas, traducidas y presentadas por E. POGNON, París, 1947, en-8°. (Mémoirés du passé pour servir au temps présent.) [74] - Annales Altahenses majores, en M. G., SS., XX, 772-824. [75] RÖHRICHT (R.), Die Deutschen im Heiligen Lande, Chronologisches Verzeichnis derjenigen Deutschen welche als Jerusalempilger und Kreuzfahrer sicher nachzuweisen oder wahrscheinlich anzusehen sind (c. 650-1291), Innsbrück, 1894, IV-169 pp. B) Estudios [76] LALANNE (L.), Des pèlerinages en Terre Sainte avant les Croisades, en Bib. Éc. Chartres, 1845-1846, pp. 1 y sigs. [77] RIANT (Comte P.), Expéditions et pèlerinages des Scandinaves en Terre Sainte au temps des Croisades, París, 1865, en-8°, 448 pp. [77]bis RÖHRICH (R.), Deutsche Pilgerreisen nach dem Heiligen Lande Neue Ausgabe, Innsbrück, 1900, en-8°, V-360 pp. [78] PARIS (G.), La chanson du pèlerinage de Charlemagne, Romania, IX, 1880, pp. 1-50. [79] KLEINCLAUSZ (A.), La légende du protectorat de Charlemagne sur la Terre Sainte, Siria, 1926, pp. 211-233. [80] JORANSON, The alleged frankish Protectorate in Palestine, American Historical Review, 1927, pp. 241-261. [81] BRÉHIER (L.), Charlemagne et la Palestine, en Revue Historique, t. 157, 1928, pp. 277-291. [82] HALPHEN (L.), Le comté d'Anjou au XIe siècle, París, 1906. 2° EL TIEMPO [83] VASILIEV (A.), Histoire de l'Empire Byzantin, girad. BRODIN y BOURGUINA, t. II, París, 1932. [84] OSTROGORSKY (G.), Geschichte des byzantinischen Staates, en-8º, XX-448 pp., Munich, 1940 (Byzantinisches Handbuch von Walter Otto, erster Teil, zweiter Band) [85] BROCKELMAN (C.), Histoire des peuples et des Etats Islamiques depuis les origines jusqu'à nos jours (trad. del alemán), París, Payot, 1949, en-89, 478 pp.

[86] LAURENT (J.), Byzance et les Turcs Seldjoukides dans l'Asie Occidentale jusq'en 1081 París, 1914-1919. [87] BRÉHIER (L.), Le schisme oriental du XIe siècle, en-8°, 1899, XXXIX-312 pp. [88] JUGIE (M.), Le schisme byzantin, 1941. [89] GAY (J.), L'Italie méridionale et l'empire byzantin (867- 1071), París, año 1904. [90] CHALANDON (F.), Essai sur le règne d'Alexis Comnène (1081- 1118), París, 1900; en-8°, LII-343 pp. [91] - Histoire de la domination normande en Italie et en Sicile, 2 vols., París, 1907. [92] DEVREESSE (Mgr R.), Le patriarcat d'Antioche depuis la paix de l'Eglise jusqu'à la conquête arabe, 1945. [93] FLICHE (A.), Études sur la polémique religieuse d l'époque de Grégoire VII. Les prégrégoriens, París, 1916, en-16°. [94] - Saint Grégoire VII, París, 1920, en-16º. [95] CARTELLIERI (Alexandre), Der Aufstieg des Papsttums im Rahmen der Weltgeschichte, 1047-1095, Munich y Berlín, 1936, en-8° XLIII-292 pp. [96] EBERSOLT (J.), Orient et Occident. Recherches sur les influences byzantines et orientales en France avant les Croisades, París, Bruselas, 1928, 119 pp., 26 láminas. 3° LOS ORÍGENES [97] COGNASSO (F.), La genesi delle Crociate, Turín, 1934. [98] ERDMANN (C.), Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens, Stuttgart 1935. [99] FLICHE (A.), La papauté et les origines de la Croisade, Rev. Hist. Ecclés., t. XXXIV, pp. 765-775. [100] BOISSONNADE (P.), Du nouveau sur la chanson de Roland, París, 1923, en-8°. [101] DELARUELLE, Essai sur la formation de l'ideé de Croisade, Bull. de litt. eccl.,. 1941-1944. IV.-LA PRIMERA CRUZADA 1º FUENTES A) Relatos originales [102] Anonymi gesta Francorum et aliorum Hierosolimitanorum. Hist. occ. Crois., III, 121-163 (bajo el falso título de Tudebodus abbreviatus). [102]bis Ed. H. Hagenmeyer, Heidelberg, 1890. [102]ter Hist. anonyme de la Ire Croisade, ed. y trad. por Louis BRÉHIER. (Les classiques de l'Histoire de France au Moyen Age, fasc. IV, París, 1924). [103] RAIMOND D'AGUILERS, Historia Francorum qui ceperunt Jerusalem, Hist. Occ. Crois., III, 235-309. [104] FOUCHER DE CHARTRES, Gesta Francorum Jerusalem expugnantium, Hist. Occ. Crois., III, 311-485. [104]bis Ed. H. Hagenmeyer, Heidelberg, 1913, en-8°. B) Relatos indirectos [105] ALBERT D'AIX, Liber Christianae expeditionis pro erectione, emundatione et restitutione sancte Hierosolymitane ecclesie, Hist. Occ. Crois., IV, 265-713.

[106] ANNE COMNÉNE, Alexiade (Reinado del emperador Alejo I Comneno, 1081-1118) Texto establecido y traducido por Bernard Leib, 3 vols., París, Les Belles-Lettres, 1937, 1943, 1945, CLXXXI-168 pp.; 246 pp.; 306 pp. [107] ROBERT LE MOINE, Hist. Occ. Crois., III, 717-882. [108] BAUDRI DE DOL, Historiae Hierosolymitanae libri IV, Hist. Occ. Crois., IV, pp. 1-111. [109] GUIBERT DE NOGENT, Gesta Dei per Francos, Hist. Occ. Crois., IV, 115-263. [110] EKBEHARD, Hierosolymita. Hist. Occid. Crois., V, pp. 1-40. [110]bis Ed. H. Hegenmeyer, Tubinga, 1877, en-8°. [111] - Chronicon Universale, M. G., S.S., t. VI. [112] CAFFARO DE CASCHIFELLONE, Annales Genuenses, M. G., S.S., XVIII, 11-356. [113] - Epistulae et chartae ad historiam primi belli sacri spectantes quae supersunt aevo aequales, edic. Hagenmeyer, Innsbrück, 1901, en-8°, VIII-488 pp. [114] - La Chanson d'Antioche, edic. Paulin, París (Romans des douze pairs, XI-XII), París, 1848, 2 vols. en-12°, LXX-276 pp. y 390 pp. [115] - La Conqête de Jérusalem, edic. Ch. Hippeau, París, 1868, XLVII-365 pp. [116] THUROT ,(H.), Études critiques sur les historiens de la I e Croisade, Rev. Hist., t. I, 1876. [117] GLAESENER (H.), Raoul de Caen. Historien et écrivain, Rev. Hist. Eccl., vol. 46, pp. 1-21. [118] MONOD (B.), Le moine Guibert et son temps (1052-1124), París, 1905, XXVIII-342 pp. [119] BOURGIN (G.), Guibert de Nogent. Histoire de sa vie. (Collection des textes pour servir à l'étude et à l'enseignement de l'histoire). París, año 1907. [120] VERLET-RÉAUBOURG (N.), L'oeuvre de Richard le Pèlerin et de Graindor de Douai, conocida con el título de Chanson d'Antioche, Pos. Thèses Ec. Chartes, 1932, pp. 153-158. [121] GLAESENER (H.), La prise d'Antioche en 1098 dans la littérature épique française. Rev. belge phil. et hist., t. XIX, 1940, pp. 65-85. [122] DUPARC-QUIOC (S.), La Chanson de Jérusalem. Positions des thèses de l'École des Chartes, 1937, pp. 137-143. [123] ROY (E.), Les poèmes français relatifs a la 1re Croisade, Romania, t. LV, 1929, pp. 411-468. * 2º ESTUDIOS A) Estudios de conjunto [124] HAGENMEYER (H.), Chronologie de la 1re Croisade, París, 102, y Revue de l'Orient latin t. VI-VIII. [125] VON SYBEL (H.), Geschichte des ersten Kreuzzuges, 1ª ed., 1841; 2ª ed., neu' bearb. Ausg, Leipzig, 1881, VIII-468 pp. [126] RÖHRICHT (R.), Geschichte des ersten Kreuzzuges, Innsbrück, 1901, en-8°, XII-268 pp. [127] CHALANDON (F.), Histoire de la Ire Croisade jusqu'à l'élection de Godefroi de Bouillon, París, 1925, en-8°, 380 pp. [128] ROUSSET (P.), Les origines et les caractères de la Ire Croisade, Neuchátel, 1945.

[129] LEIB (B.), Rome, Kiev et Byzance à la fin du XIe siècle. Rapports religieux des Latins et des Gréco-Russes sous le pontificat d'Urbain II (1088-1099), París, Picard, 1924. [130] HOLTZMANN (W.), Studien zur Orientpolitik des Reformpapsttums und zur Entstehung des ersten Kreuzzuges, en Historische Vierteljahrschrift, t. XXII, 1924-1925, pp. 167-199. [131] - Die Unionsverhandlungen zwischen Kaiser Alexis I und Papst Urban II im Jahre 1089, en Byzantinische Zeitschrift, t. XXVIII, 1928, pp. 38-67. [132] CARTELLIERI (A.), Der Vorrang des Papsttums z. Zeit der ersten Kreuzzüge, 1095-1150, Munich, 1941, en-8°, 524 pp. [133] KREY (A.-C.), Urban's Crusade, success or failure, Am. Hist. Rev., 1948, 235-250. [134] CHARANIS (P.), Byzantium, the West and the origin of the first Crusade, Byzantion, 1949, XIX, 17-36. B) Hombres y episodios [135] HAGENMEYER (H.), Peter der Eremit, Leipzig, 1879, en-8°, XII-402 pp. [136] - Le vrai et le faux sur Pierre l'Ermite, trad. Furcy Raynaud, París, 1883, VIII-362 pp. [137] LE FEBVRE (Y.), Pierre l'Ermite et la Croisade, Amiens, Malfère, 1946, en-16º, 221 pp. [138] RUINART (Dom), Vita Urbani II, en P. L., t. CLI. [139] PAULOT (L.), Un pape français, Urbain II, París, 1903, 8°, XXXVI-562 pp. [140] FLICHE (A.), Urbain II et la Ire Croisade, Rev. Hist. Egl. France, t. XIII, 1927, pp. 289-306. [141] R. CROZET, Le voyage d'Urbain II et ses négociations avec le clergé de France (1095-1096), Rev. Hist., t. CLXXIX; 1937, pp. 271-310. [142] MUNRO (D.-C.), The speech of Pape Urban II at Clermont, American Hist. Rev., XI (1906), 231-242. [143] RIANT (Comte P.), Un dernier triomphe d'Urbaim II, Rev. Quest. Hist., t. XXXIV, 1883, 247-255. [144] D'ADHÉMAR LABAUME, Adhémar de Monteil, evêque du Puy (1079-1098), Le Puy, 1910. [145] BRÉHIER (L.), Adhémar de Monteil, en Dictionnaire d'Histoire et de géographie ecclésiastique. [146] - Un évêque du Puy à la Ire Croisade, Adhémar de Monteil, Le Puy, año 1923. [147] MOELLER (Ch.), Godefroy de Bouillon et l'avouerie du Saint-Sépulcre, en Mélanges Godefrold Kurth, Bruselas, 1908. [148] LOBET (M.), Godefroiy de Bouillon. Essai de biographie antilégendaire, Bruselas, Les Ecrits, 1943, en-12º,192 pp. [149] GLAESENER (H.), Godefroy de Bouillon était- il "un médiocre"? Rev. Hist. ecclés., t. 39 (1943 ), pp 309-341. [150] - L'escalade de la tour d'Antioche, Rev. du Moyen Age latin, t. II, 1946, pp. 139-148. [151] YEWDALE (R. B.), Bohemond I, prince of Antioch, Princeton University, año 1925. [152] RUNCIMAN (S.), The Holy Lance found at Antioch, en Analecta Bollandiana, 1950, t. LXVIII, 197-209. [153] MAC KINNEY, The People and Public Opinion in the eleventh Century. Peace Movement (Speculum, 1930, p. 181). [154] ALPHANDÉRY (P.), Les citations bibliques chez les historiens de la Ire Croisade, Rev. Hist. des Religions, 1929, t. 99, pp. 139-157.

[155] PIGEONNEAU (H.), Le cycle de la Croisade et de la famille de Bouillon, París, tesis, Saint-Cloud, 1877, en-8°, 274 pp. [156] RUNCIMAN (S.), The First Crusader's journey across the Balkan Peninsula, Byzantion, 1949, XIX, 207-221. V.- EL ORIENTE LATINO [157] RÖHRICHT (R.), Regesta Regni Hierosolimitani, 1097-1291. Innsbrück, 1893, en-8°, II-523 pp. [158] - Annales de Terre Sainte, en Archives Orient latin, II, 427-461. [159] GUILLAUME DE TYR, Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, Recueil Hist. Occ. Crois., t. I. [160] DUCANGE-REY Les familles d'outre-mer, Doc. Inéd. Hist. France, XVIII, París, 1869, en-4°. [161] SCHLUMBERGER (G.), CHALANDON (F.) y BLANCHET (A.), Sigillographie de l'Orient latin, nueva ed., 1943. [162] BEUGNOT (A.), Les Assises de Jérusalem, París, 2 vols., 1841-1843 (Recueils des Historiens des Croisades). [163] HAGENMEYER (H.), Chronologie du royaume de Jérusalem, Revue de l'Orient latin, t. IX-XII. [164] RÖHRICHT (R.), Geschichte des Königreichs Jerusalem (1100-1291), Innsbrück, 1898, gr. en-8°, XXVII-1105 pp. [165] - Études sur les derniers temps du royaume de Jérusalem, Archives Orient latin, I, 617-652 y II, 365-409. [166] REY (E.-G.), Les colonies franques de Syrie aux XIIe et XIIIe siècles, París, 1883, en-8°. [167] DODU (G.), Histoire des institutions monarchiques dans le royaume de Jérusalem, París, 1894, en-8°, 381 pp. [168] GRANDCLAUDE (M.), Étude critique sur les livres des Assises de Jérusalem, París, 1923, 184 pp. [169] LA MONTE (J.-L.), Feudal monarchy in the Latin Kingdom of Jerusalem (1100-1291), Cambridge, 1932, XXVIII-293 pp. [170] - The communal movement in Syria, en Haskins anniversary essays, año 1929. [171] - The rise and decline of a frankish seigneury in Syria in the time of the crusades, en Rev. Hist. Sud-Est Européen, 1938. [172] - The lords of Sidon in the twelfth and thirteenth centuries. Byzantion, 1944-1945, , pp. 183-211. [173] - LA MONTE (J.-L.), The lords of Le Puiset (Speeulum, 1942). [174] - The lords of Caesarea (ibid, 1947). [175] RICHARD (J.), Le Comté de Tripoli sous la dynastie toulousaine, 1102-1187, París, 1945. Bibl. archéo. et hist., n° 39, gr. en-89, 94 pp. [176] BALDWIN (M.), Raymond III of Tripoli, 1936. [177] HEYCK (E ), Le Droit Franc en Syrie pendant les Croisades, 1925. [178] PRESTON, Rural conditions in the Kingdom of Jerusalem, 1903. [179] RICHARD (J.), Pairie d'Orient latin; les quatre baronnies du royaume de Jérusalem, en Rev. Hist. de droit français et étranger, 1950. [180] CAHEN (Cl.), Indigènes et croisés, en Syria, 1934, pp, 354-360. [181] JOHNS (C.-N.), The Crusader's attempt to colonize Syria, Journal R. Central Asia Soc., 1934. [182] SCHLUMBERGER (G.), Renaud de Châtillon, prince d'Antioche, seigneur de la Terre d'outre- Jourdain, París, 1898, en-8°, 409 pp.

[183] DE MAS LATRIE (L.), Histoire de l'Île de Chypre sous le règne des princes de la maison de Lusignan, t. I (el único publicado, además de los documentos), París, 1855. [184] HILL (G.), History of Cyprus, t II y III (The Frankish period, 1192-1571), 2 vols. en-8°, Cambridge, University Press, 1944-1946. [185] REY (E.), Étude sur les monuments de l'architecture militaire des croisés en Syrie et dans Pile de Chypre, París, 1871, Doc. Inéd. Hist. France. [186] ENLART (C. ), Les monuments des croisés dans le royaumé de Jérusalem. Architecture religieuse et civile. París, 1925-1928, 2 vols. y 2 atlas. [187] - L'art gothique et la Renaissance en Chypre, París, 1899. [188] DESCHAMPS (P.), Les châteaux des croisés en Terre Sainte, I. Le krak des chevaliers, París, 1934, en-4°. II. La défense du royaume de Jérusalem, étude historique, géographique et monumentale, París, 1939, 2 vols. en-4°. [189] - La sculpture dans la Syrie Franque. VI.-LAS "RELIGIONES" DE LAS CRUZADAS [190] HALASEN (J.), Das Problem eines Kirchenstaates in Jerusalem, Luxemburgo, 1928, en-8°, 199 pp. [191] HOTSELT, Kirchengeschichte Palästines im Zeitalter der Kreuzzüge, 1940. [192] PRUTZ (H.), Die geistlichen Ritterorden, 1911. [193] La règle du Temple, ed. H. de CURZON (Soc. Hist. de France), París, 1886, en-8°. [194] ALBON (Marquis d'), Cartulaire de l'Ordre du Temple, I (hasta 1150), París, 1910, en-8°. [195] - Gallicarum militiae Templi domorum earumque praeceptorum seriem secundum Albonensia apographa, en B. N. Parisiense asservata evolvit E. G. Leonard, París, 1930, en-8°, XV-259 pp. [196] DESUSBRÉ (M.), Bibliographie de l'Ordre des Templiers (Imprimés et manuscrits). París, 1928, en-8°, XV-324 pp. [197] MICHELET, Procés des Tampliers, Doc. Inédits Hist. France, París, 2 vols. en-4°; t. I, 1841, VI-681 pp.; t. II, 1851, VIII-540 pp. [198] LIZERAND (G.), Le dossier de l'affaire des Templiers (Les Classiques de l'Histoire de France au Moyen Age), París, 1924, en-8°. [199] DELAVILLE LE ROULX (J.), Cartulaire général des Hospitaliers de l'Ordre de Saint-Jean de Jérusalem (1100-1310), t. I. (1100-1200), 1879, en-f°, CCXXX-700 pp. [199]bis t. II, (1201-1260), 1897, en-f°, 923 pp. [200] EXORDIUM HOSPITALARIORUM en Rec. Hist. OCC., V, 399-436. [201] WILCHE, Geschichte des Tempelherren- Ordens, Halle, 1860, 2 vols. en 8°. [202] PRUTZ (H.), Entwicklung u. Untergang des Tempelhertenordens, Berlín, 1888, en-8°. [203] SCHNÜRER (G.) Die Ursprüngliche Templerregel, Friburgo de B., 1903. [204] - Zur ersten Organisation der Templer, I, Histor. Jahrb., 1911, 2, páginas 298-316. [205] FINKE (H.), Papsttum u. Untergang des Templerordens. I. Darstellung. - II. Quellen. (Vorreformationsgeschichtliche Forschungen, t. IV-V), Münster, 1907, 2 vols. en-8º, XVI-398 y 400 pp. [206] VERTOT (Abbé de), Histoire des Chevaliers Hospitaliers de Saint- Jean de Jérusalem, appelés depuis les Chevaliers de Rhodes et aujourd hui les chevaliers de Malte, París 1726, 4 vols. en-4°. [207] DALAVILLE LE ROULX (J.), Les Hospitaliers en Terre Sainte et à Chypre (1100-1310), París, 1904, en-8°. [208] PARODI (E.), Storia dei Cavalieri di S. Giovanni di Gerusalemme, Bari, año 1907.

[209] PFLUGK HARTTUNG (Julius von), Die Anfänge des Johanniter-Ordens in Deutschland, besonders in der Mark Brandenburg u. in Mecklenburg, Berlín, gr. en-8°, X-178 pp. VII - LA SEGUNDA CRUZADA A) Fuentes [210] ODON DE DEUIL, De Ludovici VII profectione in Orientem, P. L., t. 185, col. 1202 y sigs. [211] OTTO DE FREISINGEN, Gesta Friderici Imperatoris, M. G., S.S., XX, 347 y sigs. [212] - Historia Pontificalis (1148-1152), M. G. S.S., XX, 515-545. [213] - Sancti Bernardi Vita et res gestae, P. L., t. 185, col. 225 y sigs. [214] - Lettres des roes, princes et prélats de Torre Sainte au roi Louis VII, P. L., CLV, 1265-1282. [215] - Sancti Bernardi abbatis primi clarae Vallensis opera omnia, en MIGNE, P. L., t. 182, 183, 184, 185. [216] GALTERII CANCELLARII, Bella Antiochena (1114-1119), Rec. Hist. Occ., V, 75-132 y edic. Hagenmeyer, Innsbruck, 1896, en-8°, VIII-392 pp. B) Estudios [217] KUGLER, Studien zur Geschichte des zweiten Kreuzzuges, Stuttgart, 1886. [218] - Analekten zur Geschichte des zweiten Kreuzzuges, Tubinga, 1878. [219] HÜFFER, Die Anfänge des zweiten Kreuzzuges, en Historisches Jahrbuch, año 1887. [220] BERNHARDI, Konrad III, Leipzig, 1883, en-8°. [221] RIEZLER, Die Kreuzfahrt des Kaisers Friedrich I. (Deutsche Forschungen, 1870).

[222] NEUMANN (K.), Bernhard von Clairvaux u. die Anfänge des Zweiten Kreuzzuges, Heidelberg, 1882 48 pp., en-8°. [223] VACCANDARD (É.), Vie de Saint Bernard, abbé de Clairvaux, París, 1920, 2 vols., en-12°, LIV-516 y 576 pp. [224] LUCHAIRE (A.), La Société française au temps de Philippe-Auguste, París, 1909, en-8°. [225] Abbé BOURGAIN (L.), La chaire française au XIIe siècle d'après les manuscrits, París, 1879, gr. en-8°.