Las cadenas de la identidad: Poéticas del desarraigo y el viaje en la obra de Andrés Neuman 9783968692654

APARECE EN ENERO DE 2022. Los estudios literarios aún no han estimado en su conjunto la singularidad de una obra como la

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Las cadenas de la identidad: Poéticas del desarraigo y el viaje en la obra de Andrés Neuman
 9783968692654

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Javier Ferrer Calle

Las cadenas de la identidad: poéticas del desarraigo y el viaje en la obra de Andrés Neuman

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Ediciones de Iberoamericana 127 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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Las cadenas de la identidad: poéticas del desarraigo y el viaje en la obra de Andrés Neuman Javier Ferrer Calle

Iberoamericana - Vervuert - 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-267-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-264-7 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-265-4 (e-Book) Depósito Legal: M-635-2022 Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Interiores: ERAI Producción Gráfica Imagen de la cubierta: Retrato de Andrés Neuman © Simon Hurst. Todos los derechos reservados. Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Capítulo I. Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 1.1. Los confines de la identidad en la obra de Andrés Neuman. . . . . . . . . . . 11 Capítulo II. El desarraigo como impresión de la memoria . . . . . . . . . . . . . . 29 2.1. Una revisión al concepto de desarraigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 2.2. Migración y exilio en la literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 2.3. Identidades líquidas. Dicotomías en Una vez Argentina. . . . . . . . . . . . . . 37 2.4. Bariloche y los despojos de la identidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 2.5. Epístolas de un naufragio en La vida en las ventanas . . . . . . . . . . . . . . . . 80 Capítulo III. Las huellas del viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 3.1. El Homo viator . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 3.2. La indefinición del relato de viajes. El caso latinoamericano . . . . . . . . . . 111 3.3. El viajero del siglo y la traducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 3.4. Latinoamérica a vista de pájaro en Cómo viajar sin ver. . . . . . . . . . . . . . . 134 3.5. El último viaje en Hablar solos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 3.6. Fractura y las grietas de la memoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169 Conclusiones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185 Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 Índice onomástico y analítico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

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AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, deseo expresar mi agradecimiento al director de mi tesis doctoral, el catedrático Pere Joan Tous, cuyos comentarios y guía fueron esenciales para llevar a cabo este libro. Y, sobre todo, gracias a mis padres, a mi hermana y a mi compañera de viaje por su apoyo, paciencia y cariño incondicional.

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Capítulo I INTRODUCCIÓN

1.1. Los confines de la identidad en la obra de Andrés Neuman Todas partes, ninguna. Esa maleta tiene doble fondo. La doble nacionalidad, también. Viajar con dos pasaportes, al fin y al cabo, es un modo de sentirse extranjero en tus dos patrias. Andrés Neuman, Identidad de mano

Según el diccionario de la Real Academia Española, en su quinta acepción, barbarismo es aquel “extranjerismo no incorporado totalmente al idioma” (Real Academia Española, en línea a), o, lo que es lo mismo, aquella palabra que, a pesar de formar parte de nuestro vocabulario, no es reconocida oficialmente, es decir, si se nos permite aquí el coloquialismo, no tiene papeles. Una ilegalidad de la que también disfrutan esos otros Barbarismos que de forma homónima recoge el escritor Andrés Neuman en el año 2014. Texto sin ínfulas de diccionario donde las palabras, lejos de buscar cualquier tipo de reconocimiento, se arrojan como dardos cargados de ironía. Precisamente advirtiéndonos del carácter irreverente de estos dardos, el académico de la Lengua José María Merino nos aclara en el prólogo de esta obra cómo el barbarismo, a lo largo de la historia, ha sido entendido en realidad como “uso de alguna dicción, o escrita o pronunciada contra las reglas y las leyes del bueno y casto lenguaje” (Neuman 2014a: 9). Esta incorrección formal, según Merino, nada tiene que ver con la “excesiva adicción a la imaginación verbal” (Neuman 2014a: 11) que Neuman demuestra en estas voces afinadas con escrúpulo y que, como el particular tono entre orillas del escritor hispa-

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noargentino, resuenan una escritura propia y extraordinaria. Un tono que tiene su origen en su propia biografía, cuando a la edad de catorce años el escritor abandona junto a su familia su Buenos Aires natal para trasladarse a la ciudad de Granada, en España.1 Allí Neuman estudiará Filología Hispánica en la Universidad de Granada, lugar en el que impartirá, posteriormente, clases de Literatura Latinoamericana y donde comenzará al mismo tiempo su labor como investigador universitario con una tesis doctoral sobre el cuento argentino de la postdictadura. Neuman, sin embargo, interrumpirá este proyecto doctoral para dedicarse de manera exclusiva a una literatura que, si bien podría verse acompañada de numerosos adjetivos, en esta sintética semblanza sobre el escritor me gustaría condensar tan solo en uno: precoz. Eso sí, una precocidad entendida aquí como la aptitud de un individuo de desarrollar cualquier tipo de cualidad o capacidad antes de lo considerado como normal, pues resulta sorprendente el que un escritor con cuarenta y cuatro años haya publicado hasta la fecha seis novelas: Bariloche (1999), La vida en las ventanas (2002), Una vez Argentina (2003), El viajero del siglo (2009), Hablar solos (2012) y Fractura (2018); cuatro libros de cuentos: El que espera (2000), El último minuto (2001),2 Alumbramiento (2006) y Hacerse el muerto (2011); tres libros de aforismos: El equilibrista (2005),3 Barbarismos Un abandono que tuvo su origen en la ola de indultos decretada por el expresidente argentino Carlos Menem en 1990, que permitió la liberación de civiles y militares de la dictadura militar, entre los que se encontraban el general Videla o el almirante Masera. El propio Neuman recogerá este hecho en su novela autoficcional Una vez Argentina (2003b: 240): “Apelando a la innegociable soberanía democrática, el presidente Menem declaró el estado de sitio, ordenó que el alzamiento fuese aniquilado sin miramientos y un patriota etcétera. Sin embargo, pocas semanas después, el presidente decretaría una segunda ola de indultos que liberarían a genocidas como el general Videla, el almirante Massera o el general Viola. Para mis padres ese sería el disparador final de nuestra emigración”. 2  El que espera fue publicada en 2000 por la editorial Anagrama y reeditada en 2015 por Páginas de Espuma. Lo mismo ocurrió con la obra El último minuto, publicada por primera vez en 2001 por Espasa Calpe y reeditada en Páginas de Espuma en 2007. Asimismo, sus obras Bariloche (1999) y Una vez Argentina (2003), publicadas por primera vez por la editorial Anagrama, fueron revisadas y reeditadas en el año 2016 y 2014 respectivamente por la editorial Alfaguara, con la que el autor publicará sus novelas a partir de 2009. 3  Más allá de los aforismos, esta obra incluye en su segunda parte una serie de microensayos que reflexionan sobre cuestiones muy diversas, como la situación de la novela o la poesía 1 

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(2014) y Caso de duda (2016); una obra entre el relato de viajes y el ensayo: Cómo viajar sin ver (2010); un libro de prosa poética: Anatomía sensible (2019); dos traducciones: Viaje de invierno (2003), de Wilhelm Müller, y El hombre sombra (2016), de Owen Sheers, y más de una docena de libros de poesía: Simulacros (1998), Métodos de la noche (1998), Alfileres de luz (1999), El jugador de billar (2000), El tobogán (2002), La canción del antílope (2003), Gotas negras (2003), Sonetos del extraño (2007), Mística abajo (2008), Década (poesía 1997-2007) (2008), No sé por qué y Patio de locos (2013), Vivir de oído (2018) y Casa fugaz (poesía 1998-2018) (2020). Si bien lo precoz no es sinónimo de excelencia, y mucho menos en el oficio de escritor, cuya madurez de estilo suele alcanzarse con el paso de los años, o más bien de las páginas, Neuman ha recibido asimismo más de una docena de galardones, entre los que destacan el ser dos veces finalista del Premio Herralde de Novela, por sus obras Bariloche (1999) y Una vez Argentina (2003), el Premio Federico García Lorca por su libro de poemas Alfileres de luz (1999), o el Premio Alfaguara y el Premio de la Crítica de Narrativa Castellana por su novela más aclamada, El viajero del siglo (2009). A pesar del reconocimiento de la crítica, la Academia aún no ha estimado en su conjunto la singularidad de una narrativa que disfruta ya de un lugar destacado dentro del universo de las letras hispanoamericanas.4 Es cierto que en los últimos años han surgido una serie de estudios que examinan de forma particular algunos de los textos más relevantes de su obra. Me refiero aquí a trabajos como los de Cabello (2018), Sánchez (2015), Bournot (2015), Katiuscia (2014), Ferrer Rey (2013) y Montoya Juárez (2013).5 No obstante, los estudios que más se han aproximado de forma transversal a la obra del escritor han sido española. Además, hay que considerar que en ocasiones es difícil clasificar las obras de un escritor que intencionadamente juega con la hibridez genérica de sus textos. 4  Hay que destacar que, en el año 2007, con tan solo treinta años, Neuman fue elegido en la Feria del Libro de Bogotá entre los treinta y nueve mejores escritores de toda Latinoamérica menores de treinta y nueve años, al igual que en 2010 fuera seleccionado por la revista británica Granta como uno de los veintidós mejores narradores jóvenes en español. 5  Dos de los trabajos que más nos interesan aquí, como veremos más adelante, son el de Francisca Sánchez, “Horizonte de fragmentos: espacio e identidad en Bariloche, de Andrés Neuman” (2015), y el de Lorena Ferrer Rey, “Latinoamérica en tránsito: el periplo intermitente de Andrés Neuman en Cómo viajar sin ver” (2013).

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los volúmenes Andrés Neuman (2014), editado por Irene Andres-Suárez y Antonio Rivas, y Andrés Neuman extraterritorial (2020), cuya edición está cargo de Julio Zárate, Karim Benmiloud, Raúl Caplan y Erich Fisbach. El primero de ellos recoge una selección de las comunicaciones presentadas en el Coloquio Internacional dedicado al autor y celebrado en la Universidad de Neuchâtel en mayo de 2012. El segundo volumen aborda los trabajos publicados en dos Jornadas de Estudio sobre la obra del escritor en Francia, concretamente en Angers en 2011 y en Montpellier en 2016. Estos estudios constituyen un importante avance en la investigación de la obra del escritor al ofrecer una panorámica de sus múltiples facetas como novelista,6 cuentista y poeta, pero, dada la extensión y el formato de estas contribuciones, no logran especificar ni profundizar en los recorridos y la evolución de su poética. La contribución que arroja más luz en este sentido es la de Francisca Noguerol, quien, en su artículo “Los poros del sentido: Andrés Neuman, una poética del intersticio”, expone como una de las claves de su poética “su capacidad para situarse en el entre” (Noguerol Jiménez 2014: 24), es decir, en ese espacio que huye de cualquier tipo de maniqueísmo o dicotomía, los cuales apremien al sujeto a tomar partido por alguna de las dos orillas. En este trabajo propongo, sin embargo, que, si bien la poética de Neuman consigue generar espacios intersticiales, esta también logra delimitar, marcar la similitud o la diferencia. La poética del escritor, más que responder a “una hendidura o espacio por lo común pequeño, que media entre dos partes de un mismo cuerpo”,7 se reconoce en el concepto de frontera, en ese punto híbrido en el que, como afirma el propio autor en su texto “Pasaporte de frontera (10 relatos hacia ninguna parte)”, “algo se transforma en dos cosas” (2011: 202). De esta manera, sostengo que Neuman lee la frontera En esta obra, Ángel Basanta, en su artículo “Trayectoria novelística (en marcha) de Andrés Neuman”, hace un recorrido por la narrativa del autor, de la cual destaca elementos ya señalados por la crítica como son la “precocidad, variedad, versatilidad, facilidad, y ambición”. Esta contribución no analiza, sin embargo, dadas las fechas de publicación del libro, las dos últimas obras del autor, Hablar solos (2012) y Fractura (2018). Otro de los artículos más relevantes para este estudio es el de Fernando Valls, “La manivela de los sueños o El viajero del siglo, de Andrés Neuman”, donde se destaca la importancia del espacio en su análisis de la novela. 7  Definición del término intersticio según la Real Academia Española, que recoge al mismo tiempo Francisca Noguerol Jiménez (2014: 24). 6 

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no tanto como un lugar de intermediación, sino de interrogación a partir del cual emerge una de las contradicciones inherentes a este espacio de tránsito incesante: la identidad del autor. Es ilustrativo en esta línea cómo el escritor, en su ensayo La frontera como lengua poética, recurre al puente no ya como procedimiento, sino como símbolo a partir del cual definirse: La imagen del puente puede servirnos para ilustrar la situación de bastantes autores que empezaron a publicar con el cambio de milenio y que aprendieron a escribir sintiéndose híbridos, tanto en términos nacionales como estéticos. Instalados sobre un puente nuestra localización parece indefinirse, pero la perspectiva se amplía. Dejamos de ver dicotomías donde había paralelismos, disyuntivas donde había túneles. El puente es un concepto anfibio, un punto fijo cuya función es el tránsito. Esta manera de transitar el lenguaje y sus tradiciones genera contradicciones. Pero a mí me parece que la contradicción es una ética. Y que (como se aprecia desde un puente) dos extremos no se oponen, sino que se necesitan. Existen solo porque existe el de enfrentarse. (Neuman 2013a: 44)

El autor invoca así el cruce, lo híbrido, como una de las operaciones de derribo necesarias para transitar la escritura y superar ese margen real y, sin embargo, imaginario, que dibuja lo fronterizo. La frontera, por tanto, en concordancia con Mignolo (2015), se transforma en el emplazamiento a partir del cual Neuman piensa y construye una poética particular y, simultáneamente, en el lugar hermenéutico desde donde la narrativa neumaniana debe ser pensada e interpretada. Así, este espacio limítrofe, pero de naturaleza frágil y permeable, resulta imprescindible a la hora de descifrar la que considero una de las ideas claves en la narrativa del autor: la noción de identidad. Siguiendo la estela trazada por el propio académico José Merino, quien acertadamente titula su prólogo “Neumanismos”, es decir, los barbarismos de Andrés Neuman, con este trabajo persigo determinar y, por ende, adjetivar, una narrativa que aún no ha sido estudiada de forma cronológica y comparativa. Para ello, tomando la producción novelística del escritor desde 1999 hasta 2018 y su libro de viajes Cómo viajar sin ver (2009), en este volumen me propongo examinar los confines de la identidad hispanoargentina en la obra de Andrés Neuman atendiendo a los interrogantes generados por su propia escritura. La noción de identidad que considero en este estudio, en correspondencia con algunas de las direcciones actuales emprendidas por los estudios

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latinoamericanos,8 no presenta aquí un carácter sustancial, sino contingente, performativo. Una perspectiva identitaria que tiene su punto de partida en la noción performativa del género expuesta por Judith Butler (1990), quien señala que el sujeto no preexiste, es decir, la identidad del individuo no es fundacional, sino que es el efecto de un conjunto de prácticas significativas de distinta naturaleza, entre las que se incluyen las de tipo gestual, discursivo o textual. La reiteración de estas prácticas significativas son las que constituyen así la identidad de un sujeto que tiene la capacidad de producir lo que nombra,9 o, lo que es lo mismo, de establecer heterogéneas e imaginarias identidades narrativas o narrativizadas fruto de su propia experiencia corporal, social y también temporal (Ricœur 1991). En este trabajo considero el discurso poético de la novela como un acto performativo de las reflexiones del autor (Rodríguez Fontela 1996: 436), las cuales toman forma en el texto mediante la figura de los personajes. El análisis de la novela que aquí me interesa es aquel que se centra en estudiar el contenido temático del enunciado como resultado de la experiencia histórica del escritor (Beltrán Almería 1992). A partir de él, examino cómo Neuman erige una “identidad performativa que señala que para ser necesito construir un texto” (Thiebaut 1989: 125). La hipótesis principal es que el escritor representa en su obra la identidad como un proceso constante de negociación que, atravesado por su experiencia migratoria, se escenifica en su narrativa en una doble poética: la del desarraigo y la del viaje. Dos poéticas que subrayan, además, como señala Bauman, la concepción de una identidad que se transforma en una “amasijo de problemas en lugar de una sola cuestión” (Bauman 2005: 33). Aquí destacan los trabajos de José Esteban Muñoz, Disidentifications: Queers of Color and the Performance of Politics (1999); José Quiroga, Tropics of Desire: Interventions from Queer Latino America (2000), y George Yúdice, The Expediency of Culture: Uses of Culture in the Global Era (2005). 9  En este sentido, es interesante referirnos al conocido artículo que Roland Barthes publica en 1968, “La mort de l’auteur”, donde el filósofo francés recurre a la noción de performatividad de Austin para reflexionar sobre la escritura y advierte que la función de esta no puede seguir siendo la de registrar la realidad, sino la de engendrar nuevas realidades. Acción, eso sí, que no lleva a cabo el propio autor, sino que emerge a través del acto de lectura, pues es el lector, en última instancia, el responsable de construir y dar un sentido a lo escrito. 8 

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De esa forma, como se mostrará en el segundo capítulo de este trabajo, titulado “El desarraigo como impresión de la memoria”, en las tres primeras novelas del autor, Bariloche (1999), La vida en las ventanas (2002) y Una vez Argentina (2003), sus personajes padecen una ruptura brusca de los lazos, lo que conlleva, inevitablemente, una mirada nostálgica hacia un pasado imposible de habitar. Un desarraigo que en estos tres textos tiene su origen en un desplazamiento original —migración o exilio— que desencadena una pérdida que dificulta al individuo la construcción de su identidad. Así, en estas obras el desarraigo se transforma en un lastre que obstaculiza a sus personajes el proceso de autonegociación, pues, como cualquier planta, su memoria no va más allá del vínculo con la tierra. En el tercer capítulo, titulado “Las huellas del viaje”, no será el desarraigo, sino el desplazamiento, el que protagonice los tres textos que analizaré. Un motivo que inaugura al mismo tiempo una nueva poética dentro de la narrativa del autor, que coincide cronológicamente con la publicación de su novela El viajero del siglo, en 2009. Así, tanto en esta obra como en las posteriores, Cómo viajar sin ver (2010), Hablar solos (2012) y Fractura (2018), el viaje no llega impuesto, sino que se persigue, es decir, el individuo en busca de su identidad se pone en marcha consciente de que solo estando en tránsito consigue saber quién es. Con ello, los personajes en estos textos no padecen ese desarraigo que significa ante todo vivir obsesionado por el país natal, ya que, lejos de ambicionar la permanencia, el hogar, solo tratan de alcanzar un alojamiento donde detenerse para a continuación retomar el camino. La inclusión de la obra Cómo viajar sin ver (2010) en el corpus de este estudio responde a la necesidad de ilustrar y demostrar cómo, en la segunda época de la narrativa del autor, la poética del viaje no solo ilumina o constituye parte de su novelística, sino que supera estos márgenes genéricos para alcanzar al libro de viajes. A lo largo de las páginas de este volumen, persigo demostrar cómo la narrativa de Neuman no logra prescindir de ese hito personal que para el autor supuso la migración, y desde el cual construye una literatura que se nutre de ese desplazamiento inaugural y, al mismo tiempo, definitivo. Un acercamiento que considero imprescindible y que trata de cubrir un vacío crítico con el objetivo de establecer un análisis comparativo que examine de manera cronológica las trayectorias de su poética. Se trata así de un trabajo que busca crear un espacio a partir del cual arrojar algunas claves que permitan, además,

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abrir nuevos senderos de investigación para el estudio de una obra como la de Andrés Neuman, a la que aún le quedan muchas fronteras por cruzar. 1.1.1. La irrupción de Neuman en el campo literario hispanoamericano Según Bourdieu,10 cualquier investigación sobre cultura o literatura debe prestar atención no solo a lo intratextual, sino también a la extratextual. Esta es la única forma de elaborar un análisis completo de la obra literaria. En consecuencia, es fundamental examinar el microcosmos en el que se desarrolla la obra de tipo cultural, es decir, atender, por un lado, a la estructura del campo literario y, por otro, al género, la forma, el estilo y los temas que la obra presenta (Figueroa 2003: 524). No obstante, hay que tener en cuenta que la existencia del autor es inseparable de este campo, pues este se convierte en “le lieu d’une lutte pour la définition de l’écrivain” (Bourdieu 1984a: 13). Esta lucha guarda así relación con el concepto de posture esgrimido por Meizoz (2007) e inspirado, al mismo tiempo, en la concepción de champ y habitus de Bourdieu. De esta forma, podemos entender la posture littéraire del escritor como la presentación que este hace de sí mismo, es decir, la forma en la que el autor ocupa una determinada posición dentro del champ littéraire, la cual, eso sí, no tiene por qué permanecer estable y puede ser renegociada por él mismo con el propósito de desempañar un rol concreto o habitar un estatus particular (Meizoz 2007). De este modo, atendiendo a este concepto de champ littéraire expuesto por Bourdieu, examinaremos a continuación cómo fue la introducción y posterior evolución del escritor Andrés Neuman en el campo literario hispánico.

Bourdieu propone una teoría cuyo objetivo no es ya el estudio sociológico de los códigos literarios, sino del propio champ littéraire. Un campo literario constituido por un amplio conjunto de actores relacionados con la producción literaria —críticos, editores, académicos, jurados, autores, etcétera— (Romero Ramos y Santoro Domingo 2007: 207), y que el autor define de la siguiente manera: “Le champ littéraire est un champ de forces agissant sur tous ceux qui y entrent, et de manière différentielle selon la position qu’ils y occupent (soit, pour prendre des points très éloignés, celle d’auteur de pièces à succès ou celle de poète d’avantgarde), en même temps qu’un champ de luttes de concurrence qui tendent à conserver ou à transformer ce champ de forces” (Bourdieu 1984b: 3-4). 10 

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En la primavera del año 1997, a la edad de veinte años, y a petición de José Vicente Pascual —escritor y director de una pequeña y recién estrenada editorial llamada Sureste Narrativa—, Andrés Neuman reúne algunos de sus mejores relatos con el objetivo de publicar su primer libro de cuentos. Esta obra, en cuya contraportada escribirá el poeta Álvaro Salvador Jofre, antiguo profesor de Neuman en la Universidad de Granada, llegará a las librerías granadinas en el invierno de ese mismo año bajo el título de Pertenecí. Este libro, sin embargo, afectado por el cierre de la editorial meses más tarde, pasará desapercibido para la crítica y el público, tal y como relata el propio escritor: “El libro se saldó y mis cuentos pasaron a un benévolo limbo. Si no recuerdo mal, las ventas alcanzaron la entrañable cifra de 180 ejemplares. Contando las decenas que compró mi madre” (Neuman 2008a). Un año más tarde, en 1998, Neuman publicará su primer libro de poemas, titulado Simulacros, en esta ocasión en la joven editorial Cuadernos de Vigía, creada un año antes por el poeta Miguel Ángel Arcas. La obra será presentada al público por el propio autor, su editor, Miguel Ángel Arcas, y el poeta granadino Luis García Montero (Neuman 2008a). Sin embargo, el poemario será ignorado por la crítica. Algo muy distinto ocurrirá con su siguiente libro de poemas, Métodos de la noche, que será galardonado en 1998 con el I Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal,11 y, aún más importante, le supondrá tener, por primera vez, un espacio dentro de las páginas literarias. Prueba de ello es el artículo que le dedicará José María Barrera en las páginas del ABC Cultural, anticipando ya algunas de las señas de identidad del autor, como es “el apunte irónico y la mirada nostálgica”:12

El Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal es un premio concedido de forma anual por el Ayuntamiento de Albolote (Granada). Es considerado hoy uno de los premios más importantes en el ámbito de la poesía joven en lengua española, junto a otros como el Premio Adonáis o el Premio Hiperión. Fue concedido por primera vez en el año 1998 y en él puede participar cualquier poemario inédito escrito por un autor español o latinoamericano menor de veinticinco años. El libro ganador es publicado por la Editorial Hiperión. 12  Otras de las críticas, además de la de José María Barrera en el ABC Cultural, son las que le dedican Juan Cobos Wilkins en Babelia, bajo el título “La música callada de Andrés Neuman” (El País, 9-1-1999), o Luis Antonio de Villena, quien destaca en el último párrafo de su artículo: “Algunos poemas son sólo bocetos (pese al sentido unitario del libro), pero otros más (Panorama, Autorretrato, Ropajes, De cómo aguardar la noche, El gran arte) alcanzan 11 

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El propósito de los poetas vanguardistas consistía en hilar los cambios de naturaleza y la visión descoyuntada, moderna; en los textos de Neuman, sin embargo, se ofrecen soluciones diferentes: el apunte irónico y la mirada nostálgica. Uno de los aspectos más originales de este libro lo constituye, sin duda, esa especial metaliteratura que rompe las heridas del silencio y convierte los instantes de la aventura crepuscular en difíciles ejercicios de creación. (Barrera 1999)

Sin embargo, será el año 1999 el que introduzca a Neuman, definitivamente, en el campo literario español, y lo hará de la mano de su primera novela, Bariloche. Una obra que, como el propio autor reconoce, “estaba seguro de que jamás se publicaría: me conformaba con que algún novelista admirado aceptase leerla para señalarme los errores” (Neuman 2008a). Precisamente, fue el escritor Justo Navarro13 el encargado no solo de leer con escrúpulo ese primer manuscrito, sino también de convencer al joven autor hispanoargentino para que lo enviara a la editorial Anagrama y presentarlo a uno de los concursos más relevantes dentro del campo literario español, el Premio Herralde de Novela. Neuman se convertirá con su novela Bariloche en finalista de un premio entre cuyos miembros del jurado se encontraba el escritor chileno Roberto Bolaño, quien ya supo advertir en aquel momento lo extraordinario de su narrativa: Cuando me encuentro a estos jóvenes escritores me dan ganas de ponerme a llorar. Ignoro el futuro que les espera. No sé si un conductor borracho los atropellará una noche o si de improviso dejarán de escribir. Si nada de esto ocurre, la literatura del siglo xxi les pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre. (Bolaño 2004: 149) 

De esta manera, Bariloche se transforma en la carta de presentación de un joven autor que irrumpe con fuerza en el campo literario español, afilanel aliento de lo genuinamente poético, de la mejor poesía joven, con reflexión, estudio, brillo y sugestiones inquietantes. Métodos de la noche es un buen primer libro renovador. Andrés Neuman, a sus veintiún años, el poeta en el que ahora cabe poner (y con causa) las esperanzas mayores. Hay que leerlo” (Villena 1999). 13  Justo Navarro nació en Granada, en cuya Universidad se licenció en Filología Románica en 1975. Relacionado con la poesía española contemporánea, ha escrito dos libros de poemas, además de varias novelas. Es colaborador ocasional de diarios como El País y traductor de autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot o F. Scott Fitzgerald, entre otros.

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do las plumas de la crítica literaria, que se deshace en elogios, y subraya la virtuosidad de un escritor que con su primera novela es capaz de prescindir, como señala Basanta, “de lo accesorio en favor de lo esencial y del arte de sugerir” (Basanta 1999). Así, Neuman, como prosista, lejos de cualquier orfandad literaria, “hereda las técnicas desarrolladas por Cortázar en Rayuela y de la desesperanza de Onetti” (Serrano 2000: 273). Igualmente, Bariloche introduce a Neuman no solo en el campo literario español, sino también en el argentino, tal y como reflejan las dos reseñas que sobre la novela recogen los diarios argentinos más importantes, La Nación y Clarín. En la primera de ellas, Alejandro Fontanela, más que aludir a las cualidades literarias del escritor, se centra en desmenuzar una obra que, desde su punto de vista, “propone una parábola muy interesante sobre el salvataje de la identidad en un mundo que la agrede permanentemente” (Fontanela 2000). Por su parte, Jorgelina Núñez, en el diario Clarín, subraya las analogías entre la experiencia del autor y el protagonista de la obra, destacando la singularidad de una prosa que en esta obra vacila entre el español peninsular y el argentino porteño: Andrés Neuman es porteño, tiene veintidós años y desde hace varios está radicado en España, donde ya ha obtenido diversos premios como narrador y poeta. Su temprana partida del país produjo sobre ésta, su primera novela, inevitables consecuencias. En primer término, la utilización de un lenguaje filtrado por el español de la península en el que la inclusión de los usos locales pierde naturalidad frente a los lectores argentinos. Y, en segundo término, el radical extrañamiento tanto hacia la ciudad como hacia los escenarios sureños sobre los que el autor despliega una elaboradísima capacidad descriptiva; capacidad que, dado el delgado hilo narrativo de la historia, siempre parece a punto de devorarlo. (Núñez 2000)

No obstante, para la crítica Jorgelina Núñez, el empleo que Neuman desarrolla en “los usos locales pierde naturalidad frente a los lectores argentinos” (Núñez 2000). Una opinión que no comparte el crítico español Ernesto Ayala-Dip, quien subraya que ante el desafío que supone la escritura de esta novela, dada la propia biografía entre orillas del escritor, Neuman apuesta por una “lengua plural […] como si con esa solución se diera por sentada una escritura de ficción que puede moverse con soltura y naturalidad (no con facilidad, porque este es uno de los desafíos de este libro) en las tradiciones

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narrativas argentina y española” (Ayala-Dip 1999). Una divergencia que deja traslucir así las dificultades por adscribir a Neuman a un campo literario concreto, ya sea este el europeo o el latinoamericano, o, particularmente, el español o el argentino. Antes de la publicación de su segunda novela, La vida en las ventanas (2002), se imprimirán cuatro nuevas obras del escritor hispanoargentino. Las dos primeras, dos libros de poesía, Alfileres de luz (1999) y El jugador de billar (2000), que no despertarán un gran interés por parte de la crítica. No sucederá así, sin embargo, con su primer libro de cuentos, titulado El que espera (2000), publicado por Anagrama, que le supondrá el reconocimiento como cuentista tanto del campo literario español como del argentino. Una obra en la que los relatos, hilados a partir del concepto de la espera, tratan de hacer “un homenaje a la inquietud, a la paciencia y a la búsqueda” (Neuman 2000a). Este libro de cuentos, de una gran heterogeneidad temática y genérica, incluye además tanto relatos como microrrelatos, lo que, en opinión de Edgardo Dobry, lo distingue como uno de esos libros únicos que “agrega al placer de leer un buen cuento la invitación a reflexionar, justamente, acerca de la rica complejidad de esas tradiciones cruzadas” (Dobry 2001). En 2001, el prolífico y joven autor publicará su segundo libro de cuentos, el séptimo en cuatro años, bajo el título de El último minuto. En esta recopilación, de nuevo la praxis del escritor se entremezcla con la teoría literaria. De esta manera, al final de la obra, tal y como ocurrirá con El que espera, Neuman incluye un pequeño epílogo donde reflexiona sobre la poética del relato: Tal y como lo concibo, en el cuento la cualidad de la síntesis va mucho más allá del consabido adagio estilístico de que en él “no debe sobrar una palabra”. El problema trasciende el ámbito de la expresión, y alcanza el de la construcción: tampoco debería sobra ninguna escena, ninguna digresión, ningún detalle. (Neuman 2000a: 138)

En este texto Neuman, además, se revela, tal y como señala el poeta García Montero, como un “creador rebelde y filólogo sensato, autor apresurado y escritor que puede defender su madurez” (García Montero 2001). Un escritor que descubre, cada vez de una forma más evidente, su potencial para

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convertirse en un escritor total, es decir, para encontrar un asiento propio en los distintos géneros literarios. Asimismo, esta obra ratifica a Neuman como una figura relevante en el campo literario español, dentro del cual erige, en palabras de Basanta, “una obra poética y narrativa merecedora de una positiva recepción crítica y una mayor acogida entre los lectores” (Basanta 2001). En consecuencia, confirma el buen hacer de un joven autor que, pese a sus orígenes argentinos, “es castellano escribiente por decisión propia: se ha instalado, pues, en el ámbito castellano de las literaturas en lengua española” (García-Posada 2001). No obstante, Neuman, pese haberse instalado, aparentemente, en el campo literario español, continúa recibiendo elogios al otro lado del charco. Por ejemplo, Daniela Tarazona, en su reseña literaria en el diario mexicano Excélsior, define al escritor como “un especialista del relato breve” y, a esta obra, como un “producto armonioso y unitario” (Tarazona 2011). También Juan Manuel Candal, en el digital argentino El Leedor.com, señala cómo en este volumen de relatos resurge esa “marca de origen, un género: el cuento de Neuman”, que no renuncia a “construir una voz diferente” (Candal 2010). En 2002, el ojo de la crítica también bendecirá su segunda novela, La vida en las ventanas, obra que, tras quedar Finalista del VI Premio Primavera de Novela,14 será publicada por la editorial Espasa Calpe. Este texto recibirá la atención de la prestigiosa revista de análisis literario Quimera, en la que Rebeca Martín señala que se trata de una novela que “gustará a los (afortunados) lectores habituales de Neuman por su carácter de variación, tan fresca como coherente, de muchos de los temas y motivos que han alentado algunas de sus anteriores obras” (Martín 2003: 101). Asimismo, esta obra parece confirmar las teorías de algunos críticos españoles que subrayan la decisión de Neuman de instalarse, definitivamente, en el campo literario español. Prueba de ello es la temática de una novela que, a través de la figura de su protagonista, Net, trata de examinar las transformaciones del cambio de siglo, las cuales se sintetizan en el papel de las nuevas tecnologías y el pro-

El Premio Primavera de Novela fue creado en el año 1997 por la Editorial Espasa Calpe y el Ámbito Cultural de El Corte inglés. Se concede a una novela inédita en lengua castellana. La dotación hasta el año 2012 era de 200 000 euros y publicación para el ganador y de 30 000 euros y publicación para el finalista. 14 

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blema de la incomunicación, tal y como señala el crítico Vicente Luis Mora en el diario Clarín: En la presente obra de Neuman se advierte una preocupación general por elucidar algunos temas muy presentes en la realidad contemporánea: la desestructuración de la familia, el éxtasis catedralicio de los centros comerciales, la ruptura del rol masculino y la igualdad de sexos, la importancia de la publicidad, las nuevas tecnologías. (Mora 2002)

Pese a la elección de esta temática universal de la incomunicación, que Neuman desarrolla a través de la voz de un narrador estrictamente castellano, la crítica latinoamericana no obvia la trayectoria del escritor hispanoargentino. Felipe Fernández, en La Nación, destaca cómo en “La vida en las ventanas, Neuman elabora una voz convincente para su personaje, que le permite expresarse con sencillez y espontaneidad” (Fernández 2002). Igualmente, Juan Carlos Palma, en el diario El Mercurio, advierte a sus lectores de que “si en Bariloche ya se pudieron constatar las preferencias de Neuman por la brevedad y la síntesis de ideas, en La vida en las ventanas estas no hacen más que confirmarse” (Palma 2002). Antes de que aparezca su tercera novela, Una vez Argentina (2003), Neuman tendrá tiempo para publicar dos pequeños libros de poesía, que, esta vez sí, no caerán en el saco roto de la crítica: El tobogán (2002) y La canción del antílope (2003). El primero de ellos se alzará además con el XVII Premio Hiperión de Poesía, considerado uno de los premios literarios con mayor reputación dentro del ámbito de la poesía joven en lengua española. Este libro de poemas, que, como titula Manuel Rico en Babelia, se puede resumir en tres palabras: “Duración, vida, memoria”, conduce así a corroborar la trayectoria de un autor que “ha sedimentado en muy poco tiempo una significativa obra poética y narrativa” (Rico 2002). También el escritor y poeta español Luis Artigue expone, a propósito de El tobogán, que Neuman es “probablemente la voz poética más interesante de mi generación” (Artigue 2006). Una voz poética que tampoco se esconde en Una vez Argentina, sin duda su obra más biográfica, pues, como señala Javier Bozalongo, se trata de “La novela de un poeta” (Bozalongo 2004), la cual recorre a través del espacio y el tiempo la Argentina del siglo xx para desarrollar una

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crónica marcada por la memoria de la migración. En definitiva, se trata de una novela de autoficción que subraya cómo Neuman “representa el futuro sano de la literatura argentina” (García 2003) y, al mismo tiempo, celebra la producción de una obra “perfectamente escrita, conmovedora”, en la que el escritor “vuelve literariamente a Argentina después de su excelente Bariloche” (Ayala-Dip 2004). Este regreso temático a la Argentina lo convertirá de nuevo en Finalista del Premio Herralde de Novela, recibiendo por enésima vez los elogios de la crítica latinoamericana, como ejemplifica el crítico argentino Raúl Brasca: Sólo un escritor muy dotado pudo lograrlo. La historia familiar que cuenta Una vez Argentina  alcanza trascendencia desde su particularidad. Leerla es una experiencia vital y estética, es revivir la búsqueda, personal y colectiva, de identidad y de destino, es el esperado placer de encontrarse con el talento. (Brasca 2004)

Tras este éxito narrativo, Neuman publicará en 2005 su primer libro de aforismos, El equilibrista, obra en la que el autor demuestra a través de las sentencias sus dotes para “la reflexión aguda y destilada en torno a la sociedad y, por supuesto, la literatura” (Manrique 2007). Este hito revela así la valentía del escritor por consagrarse, tal y como muestra el siguiente aforismo, titulado “Habitantes del verbo”: “Más que la de ser un lugar habitable, para mí la literatura cumple la función de las puertas. Incluso existen puertas tan amplias que pueden inventar habitaciones” (Neuman 2005). Un año más tarde, llegará a las librerías su tercer libro de cuentos, Alumbramiento (2006), una recopilación de relatos en los que el autor, según Senabre, sigue “tanteando en busca de formas narrativas innovadoras, ensayando modalidades de relato y configurando historias que proporcionen al lector la suprema virtud de la sorpresa” (Senabre 2006). Buen ejemplo de ello es el primer relato que inaugura esta obra, en el que su protagonista, un varón, acompañado de su mujer, está dando a luz. La obra será publicada, en esta ocasión, por la editorial Páginas de Espuma, nacida en el año 1999 y donde Neuman editará a partir de entonces todos sus libros de relatos. Un cambio relevante, pues, a pesar de su tamaño —con aproximadamente una veintena de nuevas publicaciones al año—, esta editorial representa hoy día un punto de referencia

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del cuento en castellano, además de gozar de una importante presencia en México y Argentina.15 Entre los años 2007 y 2008, Neuman publicará tres libros de poemas: Sonetos del extraño, Mística Abajo y Década. Poesía 1997-2007. Este último, una antología poética del autor, que con tan solo treinta y un años ha publicado ya nueve libros de poesía. Su mayor éxito hasta la fecha llegará en el año 2009, con su novela El viajero del siglo, ganadora del XII Premio Alfaguara de Novela, además de la publicación y posterior distribución de la obra en España, Latinoamérica y Estados Unidos. Esta obra supone, por tanto, como señala García-Posada, la consagración definitiva del autor: “Andrés Neuman (Buenos Aires 1977) es un gran escritor; en realidad, es ‘ya’ un gran escritor; el adverbio apunta a designar una realidad dada, no una promesa de perfiles inciertos” (García-Posada 2009). De este modo, se trata de una novela que numerosos críticos, tanto en España como en Latinoamérica, coinciden en catalogar como novela total,16 la cual narra las peripecias de un viajero alemán del siglo xix, Hans, atrapado, de forma azarosa, en la misteriosa ciudad de Wandernburgo, urbe de la que, por razones inexplicables, al protagonista no le será fácil escapar: La narración, dinámica e imaginativa, se desdobla en novela histórica y ésta a su vez en relato amoroso que cuenta las citas furtivas entre Hans y Sophie. Pero también es una reflexión diferida sobre la cultura europea. Neuman ha conseguido además trasladar al papel una inmediatez coloquial que transporta al lector hacia el centro de la conversación. (Velázquez 2009)

No obstante, el Premio Alfaguara no será la única distinción que reciba El viajero del siglo: el texto de Neuman será galardonado, además, con el Premio de la Crítica de Narrativa Castellana, un premio que, pese a carecer de De hecho, el libro de cuentos Alumbramiento fue publicado en 2006 en España por la editorial Páginas de Espuma y, un año más tarde, por la misma editorial en Argentina. 16  Hemos podido localizar más de sesenta críticas o reseñas literarias sobre la obra El viajero del siglo (2009). Más de diez de ellas proceden de países latinoamericanos, al igual que también se encuentran críticas procedentes de Francia, Inglaterra, Italia o Estados Unidos. Un número que subraya, por tanto, la calidad y, sobre todo, la distribución de una obra apenas comparable con la del resto de sus novelas hasta la fecha. 15 

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dotación económica, es considerado uno de los más prestigiosos dentro del campo literario español, ya que su jurado está compuesto por alrededor de veinte miembros de la Asociación Española de Críticos Literarios. Asimismo, Neuman recibirá el Premio La Tormenta en un Vaso al mejor libro del año, al igual que será Finalista del XVII Premio Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española del bienio, Mención Especial del Jurado del Independent Foreign Fiction Prize y Finalista del Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín (2014). Una ristra de premios que abren una nueva etapa en la trayectoria profesional del escritor, que pasará de publicar sus novelas con la editorial Anagrama a hacerlo con Alfaguara. Este cambio supondría así un salto cuantitativo para la difusión de su obra, permitiéndole una mayor distribución de sus novelas en América Latina. En el año 2010 publicará su primer libro de viajes, titulado Cómo viajar sin ver. Una obra que recoge las anécdotas y reflexiones que lo llevaron a recorrer América Latina para la promoción de la novela El viajero del siglo (2009) y que el crítico Álvaro Cortina resumen así: Un libro de viajes panamericanos escrito casi en el aire. Las greguerías de Neuman procuran descoser fronteras. Aforismos de todo tipo (de la fina paradoja a cosas más gamberras…), conversaciones, e infinidad de citas de poetas y escritores vivos y muertos. (Cortina 2010)

Un año más tarde, en 2011, saldrán a la luz tres nuevas obras del escritor hispanoargentino. La primera de ellas, un libro de cuentos titulado Hacerse el muerto, publicado por Páginas de Espuma en 2011 en Madrid y México y, en 2013, en Argentina. Ese mismo año también aparecerá, bajo el título Alguien al otro lado, un libro-disco en el que el músico Juan Trova pone voz a algunos de los poemas de Andrés Neuman. Y, por último, una antología de relatos, titulada El fin de la lectura, que será publicada a partir de 2011 en varios países del continente latinoamericano bajo el sello de diferentes editoriales. En 2012, tres años más tarde de su gran éxito literario con El viajero del siglo, se publicará Hablar solos, una novela polifónica escrita a tres voces que aborda el tema de la muerte, el sexo y la lectura. Obra que, a pesar de tener una buena acogida por parte de la crítica, no disfrutará de tanta notoriedad

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como su último texto narrativo. Por último, entre 2013 y 2020, aparecen en el mercado seis nuevas obras del escritor; entre ellas, Barbarismos (2014), un particular diccionario satírico de aforismos donde Neuman recoge algunas de las definiciones publicadas en sus artículos del diario español ABC, y su última novela hasta la fecha, Fractura (2018), en la que cuatro mujeres narran sus recuerdos con el protagonista, el señor Watanabe, superviviente de la bomba atómica de Hiroshima.

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Capítulo II EL DESARRAIGO COMO IMPRESIÓN DE LA MEMORIA

2.1. Una revisión al concepto de desarraigo En Cartas sobre el humanismo, Heidegger vislumbra cómo “la falta de patria se torna en un destino universal”.1 Un destino que cuestiona así la factibilidad de lo nacional, al tiempo que remplaza la noción de una historia entendida de forma universal (Duque 2014: 58-59). Asimismo, Heidegger subraya que esta falta de hogar padecida por Occidente ha sido agravada por el efecto de desarraigo procedente de la tecnología moderna (Duque 2014: 58). De esta manera, como lamenta el filósofo alemán, el desarraigo no debe concebirse de forma contingente, sino como un constituyente más de nuestra actual sociedad. Con ello, este predominio de lo técnico favorece un proceso de homogeneización donde lo tradicional y lo particular son anulados, imposibilitando la presencia de lo extraño (Rocha de la Torre 2012: 38). No obstante, en la obra de Heidegger podemos distinguir dos tipos de desarraigo. Uno de ellos, de carácter cultural, que toma forma a partir del abandono del hogar desde una perspectiva cotidiana, y un segundo de tipo estructural, que condiciona el primer desarraigo, al mismo tiempo que ayuda a entender la dificultad por adueñarse de lo propio. Este desarraigo lo podemos advertir en una de sus obras fundamentales, Ser y tiempo (1927), a través de los conceptos de Entwurzelung (desenraizamiento), Angst (angustia), Un-Zuhause (fuera de casa) y Unheimlichkeit (desazón) (Rocha de la Torre 2012: 39). También debemos considerar que el hogar no corresponde “con

Traducción propia de la célebre cita de Martin Heidegger, “Die Heimatlosigkeit wird ein Weltschicksal”, aparecida en su obra Über den Humanismus (2010: 31). 1 

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la identificación exclusiva de este lugar con la región o país de origen” (Rocha de la Torre 2012: 40), lo que nos conduciría a una lectura política de índole totalitario al entender el arraigo como ideal (Marten 1980: 151). La concepción de Heidegger que aquí nos interesa es aquella que asume la tierra natal como espacio que disfruta de un carácter global y que huye del reduccionismo que atribuye el arraigo a una geografía particular. En esta línea, debemos examinar el pensamiento del filósofo francés Emmanuel Lévinas quien, lejos de deplorar el efecto de desarraigo ocasionado por lo tecnológico, lo celebra arguyendo que “technology wrenches us out of the Heiddegerian world and the superstitions regarding place” (Lévinas 1990: 232-233). Asimismo, este desarraigo permite al individuo deshacerse de dicotomías tales como lo nativo versus lo extranjero, impulsadas desde una noción pagana del espacio. De este modo, como señala Derrida, Lévinas no se distancia en ningún momento de la mirada de un sujeto a quien de una u otra forma se lo ha desprovisto de su tierra originaria (Derrida 1999: 64). Este pensamiento, influido enormemente por su experiencia de exilio, parte del vínculo que el filósofo francés halla entre el judaísmo y la tecnología: el desarraigo de la tierra. Lévinas argumenta que esta separación radical resulta beneficiosa, ya que retorna al individuo a su estado original de homeless, el cual entraña “the most primordial level of their existence” (Gauthier 2004: 254). Por tanto, el hogar, identificado aquí como el lugar de origen a partir del cual el individuo construye una subjetividad propia, se transforma, asimismo, en un símbolo de la experiencia del exilio. Vemos así cómo esta apología del desarraigo se opone a la perspectiva desoladora de Heidegger. La cuestión de la alteridad, en el caso de Lévinas, y de la mismidad, en el de Heidegger, dirigen a estos dos filósofos a proyectar caminos distintos a la hora de abordar el desarraigado y perturbador presente que afronta el hombre moderno.2 No obstante, pese a esta visión a priori positiva y sin fisuras que celebra “the virtues of a nomadic relationship to place” (Gauthier 2004: 228), el

Para Heidegger, la mismidad es encarnada por el personaje de Ulises —quien salió de Ítaca para regresar, ocasionando un retorno a lo Mismo. Por el contrario, para Lévinas, es Abraham —quien abandonó su tierra natal para alcanzar la tierra prometida— el ejemplo paradigmático que personifica el encuentro con el Otro, es decir, con la alteridad (Roberts 2013: 109). 2 

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propio Lévinas es consciente de que esta situación de desarraigo genera una enorme crisis de identidad en el individuo, que además se recrudece ante un contexto de exilio o migración. Estas dos experiencias suponen así una separación traumática para el sujeto de su hogar, entendido este desde la perspectiva de Lévinas como el lugar de origen que permite al individuo erigir un pensamiento y acción subjetiva. En este sentido, partiendo esta vez del ámbito de la sociología y, concretamente, del caso latinoamericano, una definición valiosa de desarraigo es la que propone Ana Esteban Zamora en su trabajo “El desarraigo como vivencia del exilio y de la globalización” (2002). En este artículo, fruto de una investigación sociológica a razón de los testimonios de exiliados chilenos de la segunda mitad del siglo xx, la autora define el desarraigo como “un sentimiento de desconocimiento e incomprensión de la cultura en la que se mueven y que les rodea” (Esteban Zamora 2002: 8). Asimismo, un aspecto interesante de la figura del desarraigado, explica Esteban Zamora, es que esta situación de incomprensión no solo se sufre hacia el nuevo lugar de acogida, sino también en relación al lugar origen. Así, como señala la autora, existiría una graduación con respecto a la situación de desarraigo que padece el sujeto. De esta forma, podemos hablar de “una situación de desarraigo total” cuando el individuo “siente que no pertenece a ninguno de los dos países, o que pertenece a uno para unas cosas y a otro para otras” (Esteban Zamora 2002: 6). No obstante, esta situación de desarraigo cultural que experimenta el emigrado o exiliado no tiene una duración concreta en el tiempo, puesto que el desarraigo se ve enormemente influenciado por la situación personal del sujeto, así como por su contexto social (Esteban Zamora 2002: 6). Existe, por tanto, una enorme heterogeneidad en la figura del desarraigado, pues, para algunos de estos sujetos, el “antes al que se refiere el desarraigo puede cubrir sólo días” (Louidor 2016: 21), mientras que para otros se puede tratar de meses o años. Debemos tener en cuenta, por otro lado, que con el término desarraigado nos referirnos a una realidad concreta, experimentada por sujetos fácilmente determinables (temporal y espacialmente), pero simultáneamente empleamos una categoría que estos sujetos buscan superar a través de distintas estrategias, tratando así de encontrar un nuevo lugar donde arraigarse (Esteban

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Zamora 2002: 19). Un ejemplo de ello lo encontramos en la obra de Simone Weil, quien en su texto Echar raíces reflexiona sobre el impulso que lleva al individuo a echar raíces en algún lugar: Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros. (Weil 2014: 95)

Igualmente, partiendo de la obra Edward Said (2005), quien subraya la importancia de distinguir entre las figuras del exiliado, refugiado, expatriado y emigrado, Bundgård coincide en manifestar que las diferentes formas en las que el sujeto expresa ese sentimiento de desarraigo dependen, principalmente, del contexto social pero, sobre todo, personal que obligaron al sujeto a abandonar su lugar de origen (Bundgård 2013: 12). Louidor, no obstante, siguiendo la línea de Lévinas, critica la consideración del sujeto desarraigado como víctima. Así, señala el autor, esta preconcepción del desarraigado como víctima es peligrosa para la investigación, pues impide comprender las estrategias creativas que estos sujetos desarrollan con el objetivo de construir nuevas subjetividades, las cuales les permiten de alguna manera, como en el caso de Neuman, fundar un nuevo territorio (Louidor 2016: 53). 2.2. Migración y exilio en la literatura Según la Real Academia Española, en su segunda acepción, la palabra exilio significa “expatriación, generalmente por motivos políticos” (Real Academia Española, en línea c). Observamos así cómo uno de los aspectos que singulariza al exilio es su carácter forzoso y su causalidad política. En esta línea, el origen etimológico de la palabra exilio, ‘saltar fuera’, contribuye a subrayar el carácter obligado del abandono. Este abandono conlleva una expulsión fuera de un espacio propio y conocido para aterrizar en un otro extraño, ajeno. La salida del hogar no responde con ello a la voluntad del exiliado, sino a la arbitrariedad de un entorno coactivo que desemboca en la toma de una decisión trascendental. En consecuencia, el exilio implica una huida y, por ende, la expatriación, el desarraigo. A diferencia de la migración, el lugar de asilo se erige

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por tanto como un espacio de castigo que representa el fracaso del individuo por permanecer, lo que se traduce en un sentimiento de nostalgia (Heimweh) ante la fantasía imperturbable del retorno (Ascunce 2013: 165). No obstante, tal y como sostiene Claudio Guillén en su ensayo El sol de los desterrados: literatura y exilio (1995), podemos advertir dos visiones contrapuestas en la historia de la literatura con respecto al exilio. Dos perspectivas trazadas a partir de las diferentes actitudes con las que el escritor, como sujeto desarraigado, ha enfrentado la expulsión de este lugar nativo. De este modo, es Plutarco quien inaugura una narrativa que entiende el desarraigo no como una calamidad, sino como una ocasión, una oportunidad para acceder a un conocimiento más profundo; un conocimiento que es posible gracias a la experiencia del exilio, pues solo cuando el sujeto toma contacto con un lugar y una sociedad distintos logra un acercamiento sincero al ser humano. El sujeto alcanza así la verdadera sabiduría al distanciarse de su lugar original, lo que le permite unirse a otros hombres “más allá de las fronteras de lo local y lo particular” (Guillén 1995: 33). En contraste con esta perspectiva plutarquiana, encontramos la poética de Ovidio. Esta visión interpreta el exilio como lamento y desesperación. El destierro supone, además, para el sujeto suprimir el efecto presente de la naturaleza, una situación que convierte en inútil la configuración del espacio y el tiempo actuales, condenando “la futilidad de las cosas próximas y palpables” (Guillén 1995: 37). Igualmente, la ausencia de este espacio original, junto a la esperanza de poder regresar, se traduce en la anulación del exilio como único propósito para el desarraigado, transformando el destierro, a partir de Ovidio, en motivo de poesía (Guillén 1995: 40). Más allá de esta polaridad de la figura del exiliado, lo cierto es que tanto la literatura como la sociología descubren un interesante motivo de estudio en el hombre proscrito por los regímenes totalitarios del siglo xx (Guillén 1995: 70). A partir de la Edad Contemporánea, tanto escritores como sociólogos tratarán de explicar la realidad de un sujeto atravesado por el desarraigo y la anomia. Según Durkheim, esta anomia, consecuencia del exilio, se manifiesta en un triple sentimiento de pérdida: “La pérdida de realidad, la pérdida de sentido y la pérdida de hogar” (Martínez Sahuquillo 1998: 230). Una carencia que en la literatura queda representada a través del distanciamiento —en esta ocasión voluntario— que el autor toma respecto a lo colectivo,

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en favor de un retiro interior donde el propio sujeto-personaje se transmuta en el objeto a explorar. Una situación que podemos advertir en las obras de varios autores del siglo xx: Me refiero a sentimientos tales como el de soledad, angustia, espanto, “la náusea” (Sartre), el “desasosiego” (Pessoa), la indolencia, “el aburrimiento” (Moravia), la desorientación, la confusión, la falta de sentido y un largo etcétera. Es por ello por lo que la novela de siglo xx resulta ser un arte tenso y desgarrado: porque refleja la crisis espiritual del hombre en el mundo moderno. (Martínez Sahuquillo 1998: 229)

El hombre moderno, en consecuencia, fruto del desplazamiento, no consigue la consolidación de su identidad, lo que provoca que el exiliado vea en el nuevo lugar un alojamiento que posibilita el retorno y que reproduce con ello su experiencia de homesickness. Este término, como aclara Cisterna Gold en su obra Exilio en el espacio literario argentino de la posdictadura (2013), “patologiza la experiencia de la nostalgia por el hogar, lo que no se expresa con la palabra extrañar o añorar en español” (Cisterna Gold 2013: 59). En síntesis, esta no identificación con el lugar del exilio conduce al escritor a sentirse un ciudadano incompleto, un extraño que ve en la nación el único entorno válido e imprescindible. La experiencia migratoria, por su parte, responde a otro tipo de condicionantes. Una diferencia notable respecto al exilio es que el sujeto abandona el hogar de forma voluntaria. Además, la motivación del emigrante, lejos de ser política, se relaciona con lo económico, con lo material, es decir, con la “búsqueda de mejores condiciones de vida” (Ascunce 2013: 164). En definitiva, la emigración, tal y como se desprende del origen etimológico de la palabra (e-migrare: ‘cambiar de residencia’), ocasiona un cambio de lugar, pero no una expulsión de la tierra natal. Para el emigrante, el país de acogida no supone un castigo, sino un espacio donde depositar unas expectativas. De ahí que, mientras el exilio dibuja una línea espacio-temporal hacia el pasado, la migración, por el contrario, lo hace hacia el futuro. Esta distinción facilita al emigrado ver en el retorno una oportunidad y no una fantasía, es decir, una posibilidad factible que le abre las puertas de una nación que para el exiliado permanecen totalmente cerradas (Ascunce 2013: 164).

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En el ámbito particular de la literatura hispánica, son numerosas las imágenes empleadas para representar este proceso migratorio, especialmente significativo durante el siglo xxi. Una de ellas, sin duda, ha sido la metáfora de la raíz, que encarna el desarraigo de la tierra, no solo experimentado por el emigrante que cambia de residencia, sino también por el exiliado. Asimismo, la tierra prometida, “la nostalgia, el sentimiento de extrañamiento, la escisión o ‘doble’ identidad” (Andres-Suárez 2004: 55) son otros de los recursos habituales con los que el escritor hispanoamericano ha tratado de simbolizar la separación del lugar de origen. Aquí es significativo el ejemplo de la literatura argentina, un país cuya producción literaria tiene en el exilio y la migración un rasgo constitutivo. Prueba de ello, como señala Saitta, es la vinculación de este tipo de narrativa con los más importantes nombres de las letras argentinas: Vinculada a la literatura del exilio (porque durante la dictadura militar muchos de sus libros estuvieron prohibidos o censurados en la Argentina), es la obra de tres de los escritores más importantes de la literatura argentina del siglo veinte después de Borges: Julio Cortázar, Manuel Puig y Juan José Saer. (Saitta 2007: 27)

Esta idea de exilio, no obstante, es matizable a la hora de referirse a escritores como Cortázar o Saer, pues, tal y como sostiene Bustello, lo que define a estos emigrados en Europa en los años sesenta “es más la búsqueda de un horizonte cultural y/o económico que la persecución política”. Sin embargo, lo que todos estos literatos comparten es el desplazamiento, el desarraigo y la sustitución de la tierra natal por otra distinta, desconocida e incierta. De esta forma, como sintetiza Cortázar en su poema La patria, existe una constante, un leitmotiv que comprende y define a numerosos intelectuales argentinos de la segunda mitad del siglo xx: la distancia (Morales Ortiz 2014: 53-54). Así, el “ser argentino es estar lejos” (Cortázar 2005: 474), separado, apartado del eje de coordenadas que representa el hogar. Este motivo literario, además, no queda interrumpido durante la postdictadura, especialmente, en su segunda generación, que, nacida entre los años 1971 y 1989,3 tiene en

En el libro Los prisioneros de la torre (2011), Elsa Drucaroff habla de dos generaciones literarias de postdictadura en Argentina. La primera de ellas correspondería a todos los escri3 

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el desplazamiento, la migración y el desarraigo de la tierra, según podemos apreciar en los textos de Samanta Schweblin (2010), Patricio Pron (2010: 19-26, 37-50) o Federico Falco (2014: 23-34, 45-65), una de sus manchas temáticas.4 En la obra de Andrés Neuman es precisamente esta mancha temática la que se extiende de manera trasversal, prueba de un pasado migrante que, lejos de omitirse, concurre a través de las tramas y los personajes. Con ello, el desarraigo, impulsado por la memoria de un escritor que no deja de viajar a un espacio y un tiempo vinculados con su tierra natal, se reproduce de forma evidente en tres de sus novelas: Bariloche (1999), La vida en las ventanas (2002) y Una vez Argentina (2003). En estos textos, que a continuación abordaré, este desarraigo, fruto de la migración, supone una impronta imborrable que se dilata de forma extraordinaria tratando de recuperar las raíces de una identidad individual pero también colectiva. Una identidad paradigmática dentro de una modernidad líquida (Bauman 2002) en la que la circulación de culturas mediáticas se sintetiza a través de distintos formatos, entre los que, sin duda, la literatura cobra un papel especial. De esta manera, estos textos, a través de sus diversas formas de narración, no solo recogen los recuerdos del pasado migrante del escritor, sino que incluso modifican, por medio del estilo o del género literario empleado por el autor, la forma de enmarcar, de ver ese pretérito. La literatura, por tanto, se muda aquí en un acto de memoria, en una nueva interpretación mediante la cual cada nuevo texto se graba en un determinado lugar, en un determinado espacio de recuerdo (Lachmann 2008: 301). Un espacio que, particularmente en el género narrativo, “es capaz de mostrar con nitidez el potencial estabilizador o desestabilizador que encierra el recuerdo con respecto a la identidad” (Maldonado Alemán 2010: 175-176). Así, este tipo de literatura vinculada tores argentinos nacidos entre 1961 y 1970, que tienen en el 10 de diciembre de 1983, con la llegada de la democracia, su efeméride fundacional. La segunda generación comprende a los nacidos entre los años 1971 y 1989, cuya efeméride fundacional es el estallido social producido en Argentina entre el 19 y 20 de diciembre de 2001. Una segunda generación a la que pertenece el propio Andrés Neuman. 4  Mancha temática es un concepto empleado por David Viñas en su famoso ensayo Literatura argentina y realidad política (1964) y que también emplea Drucaroff para referirse a las temáticas que se extienden y atraviesan las obras de esta Nueva Narrativa Argentina.

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a la memoria, que busca escribir sobre el pasado para el presente, adopta un importante papel en la representación de una identidad que, en el caso de Andrés Neuman, se mira, como demostraremos en este segundo capítulo, en un espejo de reflejos desarraigados. 2.3. Identidades líquidas. Dicotomías en Una vez Argentina 2.3.1. Una autoficción familiar “Todos los personajes reales de esta novela aparecen como ficciones. Todas las invenciones que hay en ella quisieran ser probables” (Neuman 2003b: 9). Con este paratexto comienza la primera edición de Una vez Argentina, publicada en 2003. Una advertencia al lector que refleja la ambigüedad de una obra de índole novelesco al tiempo que recoge simultáneamente las pretensiones realistas del autor. Una novela de autoficción, en definitiva, en la que el narrador y protagonista, Andrés, relata la historia de una familia, pero también de un espacio y un tiempo: la Argentina del siglo xx. Con ello, Neuman se convierte en portavoz de la memoria familiar y lo hace a partir de una amplia genealogía de personajes, recurriendo así no solo a la experiencia propia, sino también a la ajena. Obra que será reeditada once años más tarde, en 2014, y que presenta nuevos pasajes fruto de las investigaciones del autor, a través de los cuales Neuman revisita y reescribe su propia historia desde la madurez que le otorga la escritura. Un ejemplo de ello lo encontramos cuando el escritor evoca a su bisabuelo Juan Jacinto Galán a través de su cédula de identidad. Una cita, incluida por primera vez en la edición de 2014, que acredita la existencia del personaje y, por tanto, la verosimilitud de lo narrado, al mismo tiempo que problematiza y se interroga por lo no visto, es decir, por el mapa político y social de otra época: Guardo como una reliquia su ajada cédula de identidad que se expidió y anotó en Buenos Aires hace más de un siglo. Su número, hasta donde el papel se deja adivinar, parece el 371187. “Certifico que Don Juan Jacinto Galán, que dice ser de estado casado (¿dice?, ¿la realidad conyugal de cada individuo dependía de su testimonio?) y de profesión empleado (me pregunto de qué), que sí lee y escribe (la sola disyuntiva es el mapa de una época), es nacido (no es lo mismo

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nacer en activa que pasiva) en el pueblo de Coruña, provincia de Coruña”.[…] La pequeña libreta concluye con un sello rojo que atraviesa en diagonal todo el certificado: “Este documento acredita solamente la identidad”. Hay adverbios que son una novela. (Neuman 2014c: 275)

En esta nueva edición, sin embargo, Neuman no modifica su final, que concluye en sus propios orígenes, en la infancia del escritor, que el autor evoca a través de la figura del árbol. Concretamente, a través del sauce llorón que el Andrés niño plantará junto a su abuelo Mario: El cielo se estiraba, buscaba su olor. Debajo, el torso flaco de mi abuelo Mario se agachaba y se erguía, cavando con la pala. Yo lo estaba ayudando; es decir, lo miraba. (Neuman 2014c: 287)

De esta manera, es el árbol la figura que protagoniza el último capítulo del libro. Un árbol que alcanza un simbolismo polisémico en la obra y que Neuman no quiere desterrar de la memoria: “Distraído niño urbano, ¿prometés no olvidar esa última tarde con tu abuelo, cuando te llevó a plantar un sauce” (Neuman 2014c: 206). Pero el árbol no solo representa la añoranza ante la ausencia de un ser querido —el abuelo Mario—, sino también la desazón ante la falta de un lugar esencial. Por eso, para Neuman, el árbol, como metáfora del arraigo, ya solo tiene sentido en el recuerdo. Ante el comienzo de su propia migración, el autor refleja, tal y como hizo el escritor Ramiro de Maeztu, el anhelo que le provoca el destino de un árbol: “Que muere donde nace” (Maeztu 1947: 11). Una figura que preludia el desarraigo de Andrés, la llegada de un porvenir inaplazable que se muda de suelo para echar raíces en otro lugar. 2.3.2. Real versus ficticio Atravesados por la experiencia de la migración o el exilio, los personajes en Una vez Argentina se enfrentan al persistente conflicto identitario. Una cuestión que queda representada en el texto a través de tres dicotomías principales, como son: lo real versus lo ficticio, lo nacional versus lo extranjero

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y el recuerdo versus el olvido. Dicotomías, eso sí, que no suponen implícitamente un antagonismo entre las partes separadas, sino, más bien, como sostiene Neuman en uno de sus ensayos, simbolizan “ese punto de unión donde algo se transforma en dos cosas” (Neuman 2011: 202). A partir de ellas, perseguimos mostrar cómo la identidad en esta obra se articula como un producto vulnerable y controvertido que se sitúa en escenarios inestables propios de la actual modernidad. Un ejemplo de esta primera dicotomía, es decir, de lo real versus lo ficticio, lo encontramos, precisamente, en el pasaje citado con anterioridad y referido al personaje de Juan Jacinto Galán. En él observamos cómo, más allá de lo irónico, la cédula de identidad refleja para el autor la imposibilidad de atestiguar en exclusiva lo identitario. Incluso, a un nivel superficial, el resultado de la identidad como consecuencia de una asignación administrativa supone para Neuman un reduccionismo cuestionable. La identidad, por tanto, lejos de poder ser representada fehacientemente y de manera exclusiva, se aproxima a lo novelesco. Además, a través del paradigma de la cédula de su bisabuelo Juan Jacinto, Neuman impugna la pertinencia de los rasgos tradicionalmente estipulados como necesarios a la hora de distinguir a cualquier ciudadano: estado civil, profesión, lugar de nacimiento. Una objeción que, encarnada en la figura de su bisabuelo, refleja las dudas hacia una identidad que se transforma en una construcción ficticia, propia de un personaje de una obra literaria, y de la cual el sujeto no participa. Neuman se interesa, asimismo, por fiscalizar no solo la identidad de los personajes, sino también la fidelidad de la propia memoria familiar. Uno de estos dictámenes emitidos por el autor hace referencia al origen ilegítimo de la fortuna del bisabuelo Jacobo: “¿Me perdonás, zeide Jacobo, que sospeche un poquito de semejante suerte?” (Neuman 2014c: 16). Un legado cuestionado por la familia del que, sin embargo, esta se beneficiará gracias a un deliberado estado de inopia: “Jamás dejó de prodigarse en generosos regalos, incluyendo algunos inmuebles que repartió entre nuestros parientes, herederos de un legado que ignoramos” (Neuman 2014c: 16). En otros momentos, la ofuscación de la memoria responde a “la sordidez de los silencios colectivos” (Neuman 2014c: 161). El mejor ejemplo lo encontramos en la muerte del tío abuelo Leonardo, cuyo trágico desenlace, hallado muerto en el maletero de un coche en plena dictadura militar, no perturba el imagina-

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rio familiar. Un hombre al que la familia prefiere recordar como un dandi con “deslices perdularios, o incluso amistades mafiosas”, antes que retratarlo como un militante ejecutor de “acciones revolucionarias” (Neuman 2014c: 160). Se trata de una imagen, por ende, deformada y, se podría decir, menos perniciosa en el momento de habitar el recuerdo compartido. Todo, a partir de la reconstrucción parcial de la historia de un sujeto al que algunas voces relacionan con la denominada Triple A (Alianza Anticomunista Argentina).5 Una biografía que, a través del ejercicio de reflexión que desarrolla Neuman en el texto, dibuja las líneas de una identidad bifurcada o, como mínimo, ambigua. En otras ocasiones, la autenticidad de los personajes y sus acciones presenta más interrogantes. Es el caso de Gabriela, amor adolescente de Andrés: “Gabriela era la hija de los vecinos del segundo. Nuestras familias veraneaban juntas” (Neuman 2014c: 77). Una joven de “muslos fuertes” (Neuman 2014c: 77) y nariz encorvada que despertará las fantasías sexuales del protagonista: “Traías una toalla y un bolso de lona. Venías a ducharte, me decías. En tu casa no quedaba agua caliente. Mis padres y mi hermano habían salido. Ignoro, si sabías, Gabriela, que eso era demasiado” (Neuman 2014c: 77). Una escena que Neuman no resolverá, dejando el final abierto a la imaginación del lector: “¿Contaré que te espié? ¿Qué, interrumpiendo el chorro, me llamaste? ¿O qué quizá fui yo quien, suplicante, tocó la puerta?” (Neuman 2014c: 78). De esta forma, este fragmento manifiesta cómo esa supuesta apariencia de verdad que inicia el capítulo queda distorsionada hasta llegar a un estado de duda que asalta al lector al final del mismo, pues, como concluye Neuman en la siguiente cita, hay que tener en cuenta las potencialidades del pasado: “¿Sucedió? ¿Es verdad? ¿Es mentira? No son esas las preguntas” (Neuman 2014c: 78). Asimismo, será de nuevo el personaje de Gabriela el que en otro pasaje de la novela resurja la dicotomía realidad versus ficción. Neuman regresa para La Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), fue un grupo paramilitar y terrorista de la corriente de extrema derecha del peronismo que operó en los años setenta en Argentina. Esta organización fue la responsable de la desaparición y muerte de militantes de izquierdas, entre los que se incluían individuos de grupos como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) o Montoneros, entre otros. De hecho, Marcos Novaro (2014) establece que, entre el periodo de 1973 y 1976, la Triple A asesinó a más de un millar de personas. 5 

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ello a su infancia, concretamente a la playa de Villa Gesell, lugar que en su memoria conecta con el deseo, con lo imaginario, con “el borde de Gabriela, la bailarina de los dedos abollados” (Neuman 2014c: 153). La costa simboliza así “el escenario de lo que no sucede”, es decir, de la ficción (Neuman 2014c: 153). Además, la playa se articula en este fragmento como un espacio ficcional propio que alude a la experiencia del escritor: “La arena tiene algo de página vacante donde todo está por narrar” (Neuman 2014c: 153). Un lugar talismán, un “fetiche amarillo” (Neuman 2014c: 154) que, como el bikini de Gabriela, el autor persigue, trata de alcanzar: “Una tarde Gabriela entró en el mar, y la seguí” (Neuman 2014c: 153). Por eso la playa, como sinónimo de orilla, encarna ese lugar simbólico desde donde escribir. Un emplazamiento fronterizo, híbrido, que alude a su propia experiencia migratoria y que le permite desprenderse del pudor que le supone la escritura, tal y como refleja la siguiente cita: Aquel fetiche amarillo, con el que dormiría durante todo el verano, me sigue provocando una cosquilla muy parecida a eso que llaman ficción. El pudor de mis pies fue alejándose a medida que el tiempo caminaba. Ahora escribo descalzo. (Neuman 2014c: 154)

En definitiva, un espacio figurado desde el que preguntarse acerca de su identidad, desde donde gozar de la libertad de poder decir: “Ahora escribo descalzo” (Neuman 2014c: 154). Sin duda, uno de los motivos a lo largo de la novela que claramente aúnan la dicotomía entre realidad y ficción es el de la suplantación. Mediante la sustitución ilegal de la identidad, tres de los personajes de la novela consiguen sortear los rasgos taxativos del documento de identificación. A través de las generaciones, tanto Jacobo (bisabuelo) como Víctor (padre) y Andrés usurpan ilegítimamente la personalidad de otro individuo con el objetivo de obtener algún tipo de beneficio. En el primer episodio, Jacobo (bisabuelo), tras sustraer el pasaporte de un soldado alemán, adopta el apellido Neuman, venciendo así el temor a verse enrolado durante dos años en la Siberia zarista, lo que supone salvar “su vida cambiando de identidad y renaciendo extranjero. En otras palabras, haciéndose ficción” (Neuman 2014c: 15). En el segundo episodio, es Víctor quien, rememorando el ardid de Jacobo, “mi padre sintió una ráfaga siberiana recorriéndole la

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espalda, como si el aire proviniera del pasado” (Neuman 2014c: 85), aprovecha el legendario apellido familiar para librarse del servicio militar. En este caso, fingiendo ser el hermano del Tanque Neuman, conocido jugador de fútbol del Chacarita argentino. Por último, en una acción análoga, Andrés, a tan solo unos días de emigrar junto a su familia a Granada, simula ser su compañero López con el objetivo de ayudarle a superar el examen de aptitudes natatorias en el Colegio Nacional de Buenos Aires. En síntesis, esta apropiación indebida de la identidad, que se descubre en tres ocasiones, se convierte en hereditaria y comparte un germen común: el miedo. De este modo, Neuman cuestiona la existencia de un yo permanente. La inmutabilidad de la identidad queda en entredicho, ratificándose, por el contrario, su condición versátil. Una identidad que se muestra como un artificio, como un mecanismo de supervivencia que permite al individuo zafarse de situaciones adversas. Neuman muestra asimismo cómo la ficción llega a transformarse en preámbulo de lo real. A través de lo imaginario, el autor recrea el sufrimiento del secuestrado, del desaparecido forzosamente: “Aquella noche caliente de octubre soñé que era un subversivo. Un montonero, un militante de ERP o algo así. Yo estaba detenido. Los otros eran dos” (Neuman 2014c: 216). Con ello, el sueño le permite narrar lo no relevado, lo oculto, o simplemente lo que la memoria familiar pretende olvidar. La ficción de la tortura alcanza toda su crudeza demostrando la suficiencia de lo fingido para acercarse a la realidad. Andrés protagoniza el relato común de los miles de torturados durante la dictadura argentina. Este fragmento de la obra coincide con una de las manchas temáticas a las que nos referíamos en la introducción de este capítulo, descritas por Elsa Drucaroff en su obra Los prisioneros de la Torre (2011), con respecto a la denominada Nueva Narrativa Argentina. Nos referimos en esta ocasión al tema del traumático 1976, el cual queda representado en este pasaje del texto en forma de pesadilla. Una narración que alude al imaginario colectivo y revela así, de forma súbita, el carácter fantasmal del pasado, pues, como sostiene Mandolessi en su artículo “Historias (de) fantasmas: narrativas espectrales en la postdictadura argentina”, “la espectralidad desafía la estructura de la memoria. El fantasma no puede ser conjurado, en ese sentido: el fantasma haunts su movimiento es impredecible” (2012: 2).

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No obstante, Neuman sí que desvelará en otro de los episodios de Una vez Argentina una de las experiencias reales vividas por su familia en relación con el traumático 1976. En él, la tía Silvia y el tío Peter son secuestrados y llevados a uno de los centros de detención clandestina, el Regimiento de Patricios. En la primera publicación de la novela, no obstante, la tortura de los familiares forma parte de la elipsis narrativa de la que Neuman prescindirá en la reescritura de la obra. El tormento padecido por los parientes pasa así a un primer plano y es abordado explícitamente, tal y como refleja el siguiente pasaje de la obra: “Mientras a mi tía la torturaban, a su esposo lo habían obligado a mirar. Y una vez tras otra, le habían preguntado cómo demonios era posible que un alemán le hubiese hecho un hijo a una judía” (Neuman 2014c: 29). Por otro lado, el escritor argentino perfila un recorrido a través de los sucesos y lugares que conciernen directamente a su propia experiencia infantil, una etapa que es concebida como un periodo biográfico inseparable de las injerencias históricas. Injerencias que enlazan directamente con los símbolos de la identidad nacional: la patria, la bandera y, concretamente, con el contexto de la dictadura militar argentina. Para mostrarlo, Neuman acude a uno de los lugares por antonomasia vinculados a la memoria infantil: la escuela. A partir de ella, y por medio de la personificación de objetos concretos, el escritor refleja sarcásticamente el excesivo patriotismo emanado de la última dictadura militar argentina. Un ejemplo de ello es el botón, que consigue mudarse en fiel representante del soldado apátrida: Por eso soportaba resignado mi tendencia a descuidar el delantal. Semejante negligencia, poco recomendable en cualquier época del año, resultaba casi imperdonable en vísperas de un 9 de julio o un 25 de mayo. En esas fechas cualquier botón ausente era un botón apátrida. (Neuman 2014c: 55)

Este botón alude también a la propia jerarquía militar de la época: “Cuando faltaba alguno de los de abajo, la cosa tenía arreglo. Bastaba con caminar con mucha parsimonia. Pero si desertaba un botón de los de arriba, el daño era insalvable” (Neuman 2014c: 79). Otro ejemplo de prosopopeya es la bandera, “que vista tan de cerca parecía arrugada y deprimida como una bolsita de plástico” (Neuman 2014c: 55). Una enseña que, en este caso, forma parte de la radiografía patriótica descrita por los ojos de un niño. A priori,

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una descripción cándida que logra desmitificar el carácter simbólico de uno de los emblemas patrióticos por excelencia. La escuela no es el único espacio en la novela en el que se cristaliza la intromisión de lo histórico en el discurso biográfico. A través del espacio familiar, Neuman refleja cómo la propia enseña nacional no es más que un juego, un espacio de recreo que atenúa en el texto la crudeza de lo histórico: “Los aviones surcaban el cielo del televisor. El General Galtieri le hablaba al pueblo argentino de su valor y su ejemplar entrega. Yo estaba contentísimo y clavaba banderitas en las macetas del balcón” (Neuman 2014c: 47). De hecho, este balcón representa la evolución del personaje de Andrés durante la puericia y conserva ese carácter fronterizo entre espacio íntimo y espacio público, revelando así alguno de los acontecimientos históricos más significativos acaecidos durante la dictadura militar argentina: Asomado al balcón de mi casa, entre las macetas calientes, veía pasar los tanques por la Avenida Independencia. No se movía nada en todo el barrio. La madrugada del 2 de diciembre de 1990, un grupo de militares con las caras pintadas penetró en el Régimen de Patricios. (Neuman 2014c: 239)

Por otra parte, la escuela y los acontecimientos de la niñez trasladan al lector a un escenario estrechamente ligado al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional: el terrorismo de Estado. Merced al empleo intencionado de una semántica del terror —golpe, operación, operativo, secuestrador, víctima—, Neuman reproduce uno de los espacios más oscuros de la reciente memoria colectiva argentina. Para ello, otorga a lo inanimado de las cualidades propias del hombre: “Junto con mi compañero y vecino Ramos, fundé el efímero club de los secuestradores de Matchbox” (Neuman 2014c: 58). No obstante, la verdadera víctima aquí no es el compañero que sufre el robo, sino el objeto, el coche Matchbox que desaparece de la escena sin ofrecer rastro alguno. El juguete que súbitamente deja de existir. Por eso Neuman, consciente de la connotación del término secuestrador con respecto al contexto de la dictadura militar, emplea este término y no otros como ladrón. El coche Matchbox no es producto de un robo, sino de un secuestro, atribuyéndole una condición puramente humana. Así, el pueril automóvil se transmuta en metáfora fugaz de los desaparecidos. Andrés encarna el papel

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de victimario junto a su compañero Ramos. Con ello, a través de la fantasía propia de un niño, el texto refleja la particular crueldad de la dictadura militar, que, protagonizada por la figura del secuestrador, parece no recibir ningún castigo. De este modo, el autor refleja lo “fácil que resultaba quedar impune” (Neuman 2014c: 57) en la Argentina de la época, refiriéndose así a los represores beneficiados por las Leyes de Impunidad sancionadas entre los años 1986 y 1990. Esta atenuación de la crudeza de lo histórico, representada en este caso en Una vez Argentina a través de los ejemplos de las “banderitas en las macetas del balcón” y los “coches Matchbox”, se vincula con lo que Blejmar denomina “playful memory” (2013). En este sentido, Blejmar emplea la noción de “playful memory” para referirse a una nueva corriente de jóvenes autores latinoamericanos que quieren representar la memoria de la postdictadura argentina tratando de eliminar su carácter sagrado y solemne. Para ello, según señala asimismo Drucaroff (2011), estos autores utilizan nuevas estrategias que incorporan el humor negro, lo absurdo o la ironía, tal y como se demuestra en el caso de Neuman. No obstante, será el personaje de Delia, madre de Andrés, quien congregue más dilatadamente el motivo del terror en la novela: “El país venía del desorden, de las bombas subversivas y lo que hacía falta era un poco de mano dura. Otros no estaban tan seguros. ¿Por qué había que tener miedo por si acaso?” (Neuman 2014c: 37). Un terror que en el caso de Delia se asocia a otro motivo, que, lejos de irrelevante, supone una constante, una cadencia que dota a la obra de una armonía atroz: la música. La música se transforma en la banda sonora de una época marcada por el temor infundido. Un arte de combinar sonidos que constituye asimismo la esencia de Delia, violinista de profesión y fortuita testigo de lo dramático. El personaje transita por un Buenos Aires convertido, en palabras de Bauman, en una metrópolis del miedo (Bauman 2007a), donde los lugares son incapaces de ignorar los efectos de la opresión. Una metrópolis que, construida a priori para proteger de los peligros procedentes del exterior, ya no supone un refugio, sino, más bien, una fuente inagotable de peligros y amenazas, tal y como se refleja en el siguiente pasaje de Una vez Argentina protagonizado por Delia: “Los policías entraban en los cafés. Pedían documentos […]. El asunto esencial era no haber hecho nada, no estar haciendo nada, no pretender hacer nada” (Neuman 2014c: 37).

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Eso sí, Delia siempre está acompañada por un objeto que alcanza un simbolismo especial en Una vez Argentina: el violín. “El violín de su vida” (Neuman 2014c: 38) que despierta la suspicacia de toda policía de un régimen dictatorial, es decir, la obsesión por controlar cualquier ápice de subversión: “—Yo no sé, señorita, lo que lleva ahí dentro—” (Neuman 2014c: 37). La inspección del estuche donde Delia guarda el violín dibuja un espacio real donde se condensa el terror nacional, el cual se sintetiza aquí en el marco de una cafetería, lugar cerrado pero ineficaz como refugio contra el miedo, sobre todo, ante instrumentos tales como la fuerza o la coerción. La cafetería actúa, así, al mismo tiempo como transición a otros lugares donde el terror no solo persiste, sino que se intensifica. El propio hogar no queda exento de los influjos de la dictadura: “El teléfono de mi casa en la avenida Independencia, sin ir más lejos, tenía compañía” (Neuman 2014c: 39). A través del teléfono, Delia es amenazada repentinamente cuando, al conversar con un compañero del sindicato musical, descubre que el aparato mantiene en línea a un desconocido tercer interlocutor que les espía: “Si vas a esa reunión te reventamos, hija de remil puta” (Neuman 2014c: 39). Una situación que despierta el temor en la familia y hará dudar a la propia Delia: “Aquella noche se discutió en mi casa hasta muy tarde sobre la conveniencia de asistir a la asamblea. Fue la asamblea previa a la asamblea” (Neuman 2014c: 40). Finalmente, las amenazas no consiguen inocular el miedo en Delia y, como señala Rivas, revelan uno de los “pequeños momentos de heroicidad” (Rivas 2014: 90) en la obra, pues la madre de Andrés, “como representante musical, o alguna perífrasis equivalente” (Neuman 2014c: 39), decide acudir a la asamblea del sindicato, desdeñando cualquier peligro. Otro de los episodios que Delia protagoniza transcurre en un escenario alojado en el funesto recuerdo colectivo argentino. Se trata de la Masacre de Ezeiza, durante el acto de bienvenida a Juan Domingo Perón, el 20 de junio de 1973, que enfrentará a diferentes facciones armadas peronistas y que tiene en Delia a uno de sus testigos casuales. De este modo, Delia, formando parte de la Orquesta Sinfónica de Buenos Aires, invitada a recibir al general Perón, asiste a la interpretación de una partitura irrepetible e inesperada. A una “composición siniestra en el sonido de la masa” (Neuman 2014c: 53) que deriva en “un ritmo confuso de las balas y los gritos” (Neuman 2014c: 53). Una

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pieza ejecutada por un grupo de intérpretes desprovistos de cualquier sensibilidad musical, sino es aquella que origina una deliberada “música del terror” (Neuman 2014c: 54). Ante esta situación, Delia trata de protegerse, no sin antes certificar que su violín está a buen recaudo.6 En este episodio la bandera se manifiesta como un constituyente de la identidad nacional. Una bandera que sufre una rauda evolución, reflejando su efímera existencia. De ahí que, de aquellas “largas banderas argentinas” (Neuman 2014c: 51) o aquel “campo de Ezeiza como un latigazo sobre un mosaico de banderas” (Neuman 2014c: 52), el texto descienda hasta unas banderas “calcinándose al capricho del viento” (Neuman 2014c: 54). La enseña nacional ve de esta forma consumido su simbolismo, reduciéndose a la mínima expresión. Depositando su destino en las mismas manos que la ondean y la destruyen. 2.3.3. Nacional versus extranjero Lo nacional frente a lo extranjero se cristaliza como otro de los ejes en torno a los que gira el conflicto identitario en la novela. Regresan así las dudas sobre el nombre de familia. Ahora, sin embargo, no es el apellido paterno, Neuman, el que se encuentra bajo sospecha, sino el segundo materno, Casaretto: “¿Aindiado? ¿Un Casaretto? En cuanto vi aquel retrato de mi bisabuelo Martín, intenté hacer algunas pesquisas biográficas” (Neuman 2014c: 183). Con ello, la nueva investigación del autor —introducidas por primera vez en la edición de 2014 de Una vez Argentina— lo conduce a la segunda rama ficticia del árbol genealógico, reiterando el carácter mítico de la identidad nacional: “El segundo apellido ficticio en mi familia, cuya costumbre de cambiar de nombre ilustra, acaso, la vocación de personajes de sus componentes” (Neuman 2014c: 184). Además, este engaño releva la dimensión racial, un aspecto que se traduce en la búsqueda por encubrir el propio linaje familiar “por razones de estatus (y añadamos étnicas)” (Neuman 2014c: 183). “Levantando la vista unos cuerpos más allá, mi madre distinguió a Ridolfi, el contrabajo solista, protegiéndose detrás de su instrumento como si fuese una trinchera. Ella aprovechó para cerciorarse de que su violín estaba más o menos a cubierto, y después cerró los ojos” (Neuman 2014c: 45). 6 

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Asimismo, el autor infiere la esencia del argentino a partir de lo extranjero, presentando una serie retratos que revelan una ligera inclinación hacia la temática costumbrista. Para ello, Neuman acude a sus bisabuelos, o, lo que es lo mismo, a la primera y segunda generación familiar con la que comparte la experiencia de la migración, de la orilla. Con tono irónico, el autor recurre a lo cotidiano consiguiendo ilustrar el mestizaje impropio de lo castizo. Aquí surge, por ejemplo, Louise Blanche, cuyas raíces francesas la obligan a ser “una mujer extremadamente pulcra” (Neuman 2014c: 33). Una mujer que, pese a residir más de media vida en Argentina, no puede dejar “de añorar ni un solo día su tierra; o al menos ese paraíso imaginario que fue construyéndose” (Neuman 2014c: 33). Esta semblanza, en principio arquetípica, es desvirtuada por el autor con otras facetas del personaje, como demuestra con “una suerte de esnobismo trágico unida a cierta inclinación por la escatología” (Neuman 2014c: 34). Son rasgos que para Neuman encajan perfectamente en la “idiosincrasia nacional”, lo que refleja, en consecuencia, una conjugación de las dos identidades, de los dos orígenes —el argentino y el francés—: “Por más que Louise Blanche nunca llegara a sentirse argentina” (Neuman 2014c: 33). En el polo opuesto se sitúa la tía Lidia, cuya acogida en el país sudamericano, en contraposición a su infancia en Lituania marcada por el miedo y la miseria, no le permiten criticar a la Argentina: “Lidia fruncía el ceño, avivaba un antiguo fuego azul tras los anteojos y replicaba ¡tsch, tsch!, no te metás co la Argentina, escúchame bien, este es un país rico y generoso, mucho cuidadito, eh” (Neuman 2014c: 21). La nación simboliza aquí la “tierra prometida”, la adopción de una patria extranjera como propia, la materialización de un lugar de salvación ante el cual solo es posible formular bondades. Del mismo modo, otro “perfecto candidato a la argentinidad” (Neuman 2014c: 98) es Abraham, tatarabuelo polaco que, concluida la Gran Guerra, emigra junto a su familia a Santa Fe. Un aspirante judío, de fuertes convicciones ortodoxas, cuyos atributos y actitudes exhiben paradójicamente un comportamiento más próximo a la heterodoxia argentina: “Buen conversador, cómico pero autoritario, con tendencia a transgredir sus propias normas, no del todo judío y anfitrión de inmigrantes” (Neuman 2014c: 98). En este sentido, el autor desarrolla en Una vez Argentina un recorrido por las biografías de una serie de personajes donde la lengua es presen-

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tada como una posibilidad bicéfala o, incluso, provisional. Es el caso de Louise Blanche, quien, sin sacrificar la lengua que la vio nacer, llamaba a los niños “con un apelativo que mezclaba aprendizajes criollos y raíces francesas: m´hijit” (Neuman 2014c: 33). Algo que no ocurre con Juliette, vástago de Louise Blanche y que, tras los dos primeros años de su temprana infancia en el país galo, decide renunciar voluntariamente al francés, capitulando de sus propios orígenes. Sin embargo, a pesar de este desdén, será Blanca —nieta de Louise Blanche y abuela de Andrés— quien, próxima a la vejez, recupere el ignoto idioma familiar con el objetivo de “gozar la prosa original de sus autores queridos, de Voltaire a Camus, de Stendhal a Simone de Beauvoir” (Neuman 2014c: 269). De esta forma, la lengua se transforma en un elemento circular cuya recepción y afinidad quedan supeditados a las ramas del árbol genealógico. Este dispositivo logra, al mismo tiempo, representar la pertenencia y la emancipación, el arraigo y desarraigo de las raíces familiares. Asimismo, el idioma encarna “esa doble orilla oral” (Neuman 2014c: 94) a partir de la cual el sujeto construye una esencia siempre transitoria. Una ambivalencia que obliga al individuo, como es el caso del bisabuelo Jonás, a una fluctuación permanente. Un límite controvertido que divide y concentra su identidad a través de dos lenguas —el ídish y el castellano— asociadas a dos espacios particularizados: la familia y la escuela. Con ello, la incorporación de una lengua extraña no supone desestimar la oriundez, sino construir una identidad doble. Será en el pasado del bisabuelo Juan Jacinto Galán donde Andrés, no obstante, contraste el reflejo de un futuro perentorio. Porque, para él, aquel “gallego con acento de Buenos Aires” (Neuman 2014c: 272) constituye la única certidumbre ante una experiencia aún por escribirse. La certeza de que la orilla física es también idiomática. La intuición de que la distancia que separa los márgenes del castellano porteño y peninsular es mayor que la imaginada a priori. El hablar “del otro lado” (Neuman 2014c: 272), por tanto, presume una ondulación de la propia identidad. La integración de un rasgo ajeno que desvirtúa la naturaleza del individuo. Y por eso Neuman se cuestiona si “en cierta forma Juan Jacinto prefiguró [su] voz, o sus dos modulaciones en el orden inverso: al revés que él, yo pasaría la infancia en Argentina y la adolescencia en España” (Neuman 2014c: 273). Pues, en ambos casos, la lengua,

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como único amparo frente a lo ajeno, no logra cumplir su cometido. A pesar de tratarse “de dos tierras que en teoría hablan el mismo idioma” (Neuman 2014c: 273), la migración supone un cambio drástico en el habla y la escritura. Una duplicación no muy distinta a la que experimentan aquellos otros, como es el caso de Jonás, que fundan su lenguaje en dos hemisferios estancos. Andrés repite así la crisis lingüística de Juan Jacinto, pero en sentido opuesto. Consecuencia de la migración a España, la adolescencia de Andrés se presenta como un ejercicio de traducción del “español al español, de un sur a otro” (Neuman 2014c: 274). Una suerte de gimnasia de la interpretación que refleja cómo la identidad se recicla, evitando “convertir en habitual todo asiento particular” (Bauman 2007a: 125). Por eso Neuman es consciente de la transformación que conlleva el mudarse de orilla, el hablar del otro lado, pues reconoce ya no es “el mismo hablante”, aunque a su memoria lleguen “otras palabras, qué también [le] nombran” (Neuman 2014c: 274). 2.3.4. Recuerdo versus olvido “Olvido. Segunda labor de la memoria” (Neuman 2014a: 83). Con esta frase define Neuman la palabra olvido en su libro Barbarismos. No obstante, más allá de la sátira, es interesante comprobar cómo esta noción del recuerdo y el olvido es reiterada por el autor a lo largo de su obra, tal y como podemos apreciar, por ejemplo, en su libro de aforismos El equilibrista: “El olvido requiere una buena memoria” (Neuman 2005: 22), o, particularmente, en la obra que aquí nos ocupa, Una vez Argentina, donde las nociones de recuerdo y olvido tienden a desdibujarse perdiendo sus contornos. Neuman refleja de este modo el carácter controvertido de una memoria que podemos relacionar con el debate y la evolución que han tenido los memory studies respecto a la facultad de esta para recordar y transmitir este recuerdo. Un debate que comienza con Maurice Halbwachs, considerado el padre de los estudios de memoria en los años veinte, quien define así el lugar en relación con la memoria colectiva: Le lieu occupé par un groupe n’est pas comme un tableau noir sur lequel on écrit, puis on efface des chiffres et des figures. Comment l’image d’un tableau rappellerait-elle ce qu’on y a tracé, puisque le tableau est indifférent aux chiffres, et que,

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sur un même tableau, on peut reproduire toutes les figures qu’on veut! Non, mais le lieu a reçu l’empreinte du groupe, et réciproquement. Alors toutes les démarches du groupe peuvent se traduire en termes spatiaux. (Halbwachs 1950: 133)

Vemos, así, cómo Halbwachs sostiene una visión mecanicista7 a la hora de afirmar la importancia del lugar en la transmisión y perpetuación de la memoria. El espacio queda delimitado por la uniformidad de sus integrantes, que son los únicos capaces de descifrar su código. Se le otorga con ello cierta inmutabilidad a la estructura principal de esta ubicación a través del tiempo, exponiendo un vínculo directo entre la memoria y el lugar. La memoria solo se transforma, por tanto, cuando el individuo cambia de grupo o de localización, es decir, cuando se desplaza, migra. Esta concepción memorística es la que el propio Neuman parece poner en cuestión, como reflejan las dudas que asaltan al personaje de Andrés ante una migración inminente en el siguiente fragmento de Una vez Argentina: “La orilla iba a moverse. Siendo la misma, mi lengua iba a cambiar: materna y extranjera para siempre. ¿Cambiaría también mi memoria? Eso yo lo dudaba” (Neuman 2014c: 272). Por su parte, además de esta concepción del espacio de manera categórica, Halbwachs destaca la relevancia de los sistemas de referencia a la hora de recordar. El sistema de referencia logra así asignar coordenadas a los distintos eventos, entendiendo aquí por evento cualquier acontecimiento que ocurre en un punto específico del espacio. En Halbwachs, esas coordenadas las proporcionan los denominados cadres sociaux de la memoria, unos marcos que, entrelazándose en la mente del individuo, nos ayudan a situar en nuestro propio mapa de sucesos los recuerdos. De este modo, es el propio individuo quien recurre a ellos, teniendo en cuenta que estos recuerdos serán muy diferentes dependiendo de los marcos previamente seleccionados. En definitiva, nuestra memoria, según Halbwachs, está condicionada por la de otros individuos, o, lo que es lo mismo, el recuerdo, lejos ser generado de manera autosuficiente, se funda mediante una relación de dependencia con el otro. Esta reflexión es compartida por

La teoría mecanicista sostiene que los objetos poseen un estado definido y son localizables, ya que tienen una posición en el espacio, al igual que un movimiento continuo en el tiempo (Hodgson 1991: 208). 7 

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Neuman en esta ocasión y corroborada a través de la expresión “recuerdo que recordaban”, tal y como se refleja en el siguiente fragmento de Una vez Argentina donde el escritor aborda el origen incierto de la fortuna del personaje del bisabuelo Jacobo: Evitando todo gasto superfluo y negándose las vacaciones durante unos cuantos años, mi bisabuelo prosperó hasta pasar a la importación de materias textiles. Aparte de más rentable, este oficio era menos agotador, ya que se limitaba a la venta al por mayor de telas. Fue con este segundo emprendimiento, recuerdo que recordaban, como empezaría a amasar su fortuna. (Neuman 2014c: 16)

Otro de los autores clave a la hora de abordar el tema de la memoria es Pierre Nora. El historiador francés, que acuñaría el termino lieux de mémoire (Nora 1997), se transformó en el principal impulsor de los estudios de memoria a partir de los años ochenta. A partir del trabajo de Nora, la memoria cultural se relacionaba directamente con el recuerdo nacional. La nación se convertía así en el marco de referencia a la hora de abordar el tema del recuerdo. Los lieux de mémoire eran el instrumento adecuado para construir de una forma activa la memoria de un determinado país. Sin embargo, en el caso de Una vez Argentina, este binomio lugar-memoria no responde en la mayoría de las ocasiones a un recuerdo colectivo, como se muestra en la obra a través del espacio del balcón. El balcón se transforma así en un catalizador que acelera tanto el espacio como el tiempo de la escena, actuando como testigo de la infancia y lugar de memoria subjetivo. Por tanto, es un lugar de memoria personal incluido en el curso del tiempo histórico, en las huellas de una época retenidas entre el recuerdo infantil y el juicio adulto. Con ello, este espacio asiste y desvela la evolución del personaje, como se refleja en el siguiente fragmento de Una vez Argentina, donde el protagonista prescinde ya del esparcimiento propio de un niño, dejando entrever una adolescencia incipiente: Desde nuestro balcón, sobre el número 331 de la avenida Independencia, veíamos a los autobuses detenerse, abrir sus puertas y expeler a los turistas, que se esparcían como lagartijas. Parecían contentos y un poco sorprendidos de gritar tanto. (Neuman 2014c: 172)

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En los últimos años existe una revisión de la noción que circunscribe la memoria al marco del Estado-nación. Por ejemplo, Creet cuestiona que los recuerdos se adscriban a esos lieux de mémoire y que la ausencia de estos haga que la memoria sea artificial, puesto que se reconstituye (Creet y Kitzmann 2011: 6). Así, esta autora sostiene que, si la memoria toma su significado a través de sus vínculos con esos espacios ajustados a las fronteras nacionales, no se deja ningún papel para la migración, es decir, para aquellos otros grupos de individuos que constituyen una heterogeneidad propia dentro de una colectividad mayor. Del mismo modo, la cuestión importante no es solo el contenido de esa memoria, sino los viajes que esta realiza (Creet y Kitzmann 2011: 6). Existe en este caso una apuesta por examinar la memoria como un elemento capaz de cambiar de posición, de desplazarse, concibiéndola en consecuencia desde una perspectiva cinemática de la misma. Esta visión prescinde de la importancia del lugar para recodar y se concentra en su capacidad de movimiento. Este nuevo prisma motriz, sin embargo, se revela insuficiente para descifrar varios de los fragmentos de Una vez Argentina donde Neuman consigue aunar esas dos memorias, esas dos historias —la argentina y la española—, en este caso, a través de un cuadro de Raquel Forner, el cual logra mudarse en una prueba fehaciente de cómo el recuerdo consigue superar las aparentes fronteras de lo nacional: En la colección de mi bisabuela Lidia hubo también un óleo de Raquel Forner que formaba parte de una serie sobre la guerra civil española. Recuerdo bien aquel cuadro: las serpientes devorando las entrañas de un cuerpo en descomposición, mientras los pájaros anidan en las ramas de la cabeza. Una posible alegoría de la lucha intestina del pueblo español y la supervivencia de la libertad de pensamiento. Exactamente en la misma época que evocaba esa pintura, el gobernador fascista de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, lanzaba diatribas contra la amenaza comunista y creaba una policía militarizada al estilo de Mussolini. (Neuman 2014c: 19)

Igualmente, este fragmento de Una vez Argentina obliga a cuestionarnos la validez de la propuesta cinemática que se infiere de las actuales teorías de memoria, que describen un objeto memorístico que parece disfrutar de un estado definido e incluso de un determinado movimiento a través del tiem-

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po. No obstante, si atendemos a la realidad del hombre moderno afectado por la vivencia del desarraigo, en este caso concreto, a la del propio escritor Andrés Neuman, cabría preguntarnos: ¿cuál sería el sistema de referencia en una experiencia migratoria como la del escritor? ¿Sería el Estado-nación, es decir, Argentina? ¿El hogar? ¿El lugar de origen o el de llegada? Si atendemos a Una vez Argentina, observamos, sin embargo, cómo el autor, lejos de decidirse por una sistema de referencia concreto, logra hacer comparecer, fruto de su experiencia migrante, dos memorias de manera simultánea. Dicho de otra forma, su memoria no puede abordarse, al igual que su identidad, como una entidad definida, sino como una realidad en constante intercambio resultado de la síntesis de diversos lugares, tiempos y tradiciones, tal y como refleja el siguiente fragmento: Fue durante una madrugada, en una casa que alquilábamos en una de las playas más concurridas de la costa bonaerense: Villa Gessell. Evidentemente, aún no intuía mi destino extranjero: ¿hay un solo español que haya pensado en psicoanalizarse durante sus vacaciones en Benidorm o Torremolinos? (Neuman 2014c: 67)

Así, a raíz de lo expuesto, podemos considerar que las memorias en el caso de Una vez Argentina permanecen de alguna manera entrelazadas, y en algunas ocasiones estos lazos son tan fuertes que, como relata Neuman en el siguiente pasaje de la obra, a pesar de la distancia temporal y espacial, estas se mantienen unidas: Allá, en la antigua tierra de mis bisabuelos Juan Jacinto e Isabel, comenzaba a redactarse una Constitución. La de Argentina, mientras tanto, esa que aprendíamos en la escuela y cuyo preámbulo tantas veces recitada empezaba diciendo […] había dejado de leerse. Por eso mi primo Pablo fue a nacer en Madrid. Y por eso, a su manera, él también es argentino. (Neuman 2014c: 31)

Con ello, según se deduce de Una vez Argentina, y podría ser extrapolable a otras muchas experiencias migrantes recogidas en autoficciones contemporáneas, más que abordar la memoria a través de la noción de lugar o viaje, sería más adecuado concebirla aquí a través de la dicotomía presencia o ausencia. Una dicotomía que no es novedosa, según podemos advertir en el trabajo

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de Bachmann titulado Topografías del doble lugar. El exilio visto por nueve autoras del Cono Sur, donde su autora señala al respecto: “La presencia ‘desplazada’ tiene por consecuencia que los desterrados están simultáneamente en dos sitios, pero a la vez no están en ninguno de ellos cabalmente presentes” (Bachmann 2002: 17). Por tanto, esta dicotomía presencia versus ausencia se torna valiosa para abordar el caso de identidades performativas como la de Neuman, que no quedan totalmente singularizadas, lo que permite la comparecencia de ese lugar doble que trae consigo una doble memoria. Así, el escritor, como sostiene Neuman en su libro Barbarismos, consciente de que la memoria es “beneficiaria y víctima del tiempo” (Neuman 2014a: 70), acude a la escritura como única respuesta ante los silencios del pasado. Estos silencios quedan así representados en forma de ausencia, la cual supone, como define Neuman, el “refinamiento cruel de la presencia” (Neuman 2014a: 17). De este modo, el autor se protege mediante la escritura del riesgo latente del olvido, lo que conduce a “anticiparse a la propia memoria” (Neuman 2014a: 36) y adelantarse a la construcción del recuerdo. 2.4. Bariloche y los despojos de la identidad 2.4.1. El rompecabezas del desarraigo Publicada en el año 1999, Bariloche supone la primera incursión narrativa en la literatura de un joven Andrés Neuman con tan solo veintidós años. Una novela dividida en setenta y cinco capítulos de desigual extensión, donde su protagonista, Demetrio, basurero de profesión en la ciudad de Buenos Aires, trata de reproducir el que sin duda es el rompecabezas de su vida: Bariloche. Esta afición le permite así escapar del presente de un Buenos Aires sumergido en la basura para trasladarlo al paisaje bucólico de sus raíces, de su infancia. Un emplazamiento que, ubicado a orillas del lago Nahuel Haupi, en la provincia de Río Negro —como bien se ocupa de precisar Neuman en uno de sus paratextos—,8 encarna la niñez del protagonista. La novela “Bariloche: c. emplazada sobre la orilla merid. del lago Nahuel Huapí, prov. de Río Negro, 41° 19‘ lat. S, 71° 24‘ long. O. Limítrofe con prov. de Neuquén. Estación sismográfica. Accid. más imp.: cerro Catedral y monte Tronado” (Neuman 1999b: 13). 8 

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obtiene grandes elogios por parte de la crítica. Prueba de ello es la inclusión de Neuman en el suplemento El Cultural del diario El Mundo como uno de los diez mejores escritores noveles del año 2000 y, por supuesto, el hecho de ser Finalista del XVII Premio Herralde de Novela. Bariloche aparece así en el mercado editorial español como la carta de presentación —en el universo de la narrativa— de un precoz escritor, quien, en ese mismo año 1999, obtiene el Premio Federico García Lorca con su libro de poesía Alfileres de luz. Sin embargo, será la novela Bariloche con la que el autor inaugurará los rasgos de una narrativa que enlazan directamente con su propia biografía. Asimismo, este texto incorpora el habla de un castellano adscrito a determinadas áreas urbanas de Buenos Aires: “¿Pero vostás seguro Negro? Mirá que uno a veces piensa mal y después resulta que tiene que pedir perdón” (Neuman 1999b: 35), junto a la voz de un narrador cercano al español peninsular: “Esa madrugada Demetrio tuvo que esperar un buen rato al Negro en el garaje del basurero. Curioseando entre los camiones para ver si descubría reparado el suyo, notó que uno de ellos tenía un neumático deshinchado” (Neuman 1999b: 34). Igualmente, en Bariloche conviven no solo distintas voces fruto de estas dos variedades dialectales del español —rioplatense y peninsular—, sino también voces disímiles que subrayan el efecto de realidad, ofreciendo nuevas dimensiones del personaje principal, Demetrio. Bariloche se transforma en la novela en el lugar idílico, esencial, que el protagonista abandonará tras el despido de su padre para emigrar junto a su familia a Buenos Aires. De este modo, el trabajo de Demetrio como recogedor de basuras en la capital argentina contrasta con su pasado en Bariloche. Un “laburo” que comparte con su único amigo y, al mismo tiempo, compañero de viaje: el Negro. El viaje que ambos emprenden, no obstante, lejos de simbolizar una aventura, una búsqueda, introduce un elemento de crítica en la novela, dibujando una ciudad a través de la “cuestión de la mierda y su itinerario” (Neuman 1999b: 103). Demetrio y el Negro desarrollan así su rutinario y hediondo recorrido por las calles de Buenos Aires: “Junto al camión, que despedía un hedor cálido a motor y residuos, a cáscaras de naranja, yerba mate usada y gasolina, él y su compañero tiritaban con esquimal indiferencia” (Neuman 1999b: 15). Se trata, por tanto, de un trayecto que pone de relieve la imagen de una ciudad convertida en un organismo mugriento y perezoso:

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En medio de la noche recién venida le pareció oír un rumor como de agua golpeando piedras, pero se puso a escuchar mejor y se dio cuenta de que era una máquina removiendo toneladas de basura, o quizá nada, sólo el gruñido general de la ciudad allá abajo, tendida como una bestia demasiado indolente. (Neuman 1999b: 165-166)

La ciudad se transforma en una bestia que solo conocen bien aquellos que, como Demetrio, se encargan de recoger en la oscuridad los desperdicios de quienes entonces duermen. Frente a esta manifiesta incapacidad para sentirse identificado con la ciudad, Demetrio halla consuelo en Verónica, la mujer de su mejor amigo, el Negro. Un affaire que, lejos de lo romántico, se muda para el protagonista en efímero lugar de evasión, un banal refugio que no consigue protegerle de la aflicción que le supone el desarraigo. Infecto por la soledad y la nostalgia, Demetrio recorre, en definitiva, una ciudad a la que no pertenece. Una situación que lo llevará a sumergirse en el pasado de un Bariloche por reconstruir. Por eso, cada noche, antes de recolectar los desechos anónimos de la urbe, trata de encajar unos recuerdos que, no por lejanos —tanto en el tiempo como en el espacio—, puede ignorar: “Observó el hueco del vértice superior izquierdo. Parecía un mordisco de Dios. Metió la mano en la caja y desparramó un puñado de piezas encima de la mesa” (Neuman 1999b: 22). La trama de la novela transcurre así a través de dos espacios, a priori, antagónicos: Bariloche y Buenos Aires, el campo y la gran ciudad. Una oposición binaria que quedará representada asimismo en la estructura de la novela mediante la intercalación de capítulos breves, donde emerge la inherente belleza del paisaje de Bariloche: “Era de noche y todo aguardaba. El agua traía un murmullo y se rompía delicadamente, se oían los grillos y algún animal extraviado, el aire era fresco y resbalaba” (Neuman 1999b: 137); y otros fragmentos donde surge el inmundo presente del protagonista, Demetrio, que, contaminado por la rutina del trabajo, mantiene su abúlica existencia afectado por una ciudad que lo consume y lo asfixia: “Atisbar cuando volvía en autobús al centro desde la montaña madre de los desperdicios, o mientras esperaba el 93 que lo llevaba hasta Chacarita para devorar su almuerzo temprano y entregarse rabiosamente al sueño” (Neuman 1999b: 27). Esta aparente dicotomía entre el campo y la ciudad, entre pasado y presente, no es siempre tan nítida. En ocasiones, los fragmentos se confunden, difuminando

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los contornos entre la evocación y el acontecimiento, o, lo que es lo mismo, entre lo real y lo ficticio, tal y como se revela en el siguiente fragmento: Observó el puñado de piezas y el cielo horadado del paisaje: los huecos se iban volviendo inteligibles, las flores ya estaban completas y el césped, descuidado y brillante, ocultaba a medias la disputa de los gatos. La hora era clara, pero si se prestaba atención a las franjas del lago podía entreverse la próxima caída de la tarde. (Neuman 1999b: 38)

Además, esta miscelánea, tanto temporal como espacial, revela el desconcierto identitario de Demetrio. La fractura de una identidad que, más allá de la experiencia migratoria, tiene su origen en la infancia, en Bariloche. Particularmente, en el momento en el que sus padres deciden confinarlo en la cabaña tras las múltiples escapadas con su amor adolescente, “la diosa pelirroja”, como se refleja en el siguiente pasaje donde Demetrio la recuerda: Y de repente me la encontraba sola, sentada en algún tronco talado, ¡zas!, mi diosa pelirroja. Le decía hola con la mano o agitando como un boludo el hacha, como si para cortar leña fuera necesario irse más allá del prado que rodeaba mi casa. (Neuman 1999b: 32)

Por tanto, este acontecimiento, este confinamiento en el domicilio familiar, será el hito que marcará la vida del protagonista. Es a partir de este suceso cuando Demetrio experimenta el desarraigo por primera vez. Un desarraigo forzoso e interpuesto que le imposibilita alcanzar un espacio exterior prohibido, al que solo consigue llegar a través de su imaginación: Los verdaderos problemas empezaron cuando el silencio se volvió insoportable, y la humedad de la madera empezó a recordarme que afuera seguía el verano y que el sol seguía estallando sobre el agua, cuando me di cuenta, en realidad, de que estaba solo. […] Fue ahí cuando empezaron todos los problemas y también las malas soluciones. Y los rompecabezas. (Neuman 1999b: 79-80)

Así, el desarraigo lo llevará a terminar con su vida en el único emplazamiento posible, en el lugar donde desembocan todos aquellos otros cuerpos putrefactos como él y de los cuales nadie se acordará: el vertedero.

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2.4.2. Demetrio y la deformación del pasado La identidad de Demetrio se diluye entre las paredes de una habitación “como consecuencia de la pérdida de su pertenencia real, situada en el espacio exterior” (Sánchez 2015: 258-259). De esta forma, Neuman refleja la idea un desarraigo que se manifiesta de manera doble, compareciendo en dos espacios distintos. El primero se presenta en los confines de la infancia, casi en los albores de la adolescencia, cuando el protagonista accede a la realidad únicamente a través de la figuración y la memoria. Frente a esta pérdida, este aislamiento, Demetrio trata de recomponer su pasado reciente, ensamblar las imágenes del paisaje de Bariloche. Los recuerdos se transfiguran así en piezas que buscan un encaje. Una articulación que le permita salir del hastío en el que se hunde su propia existencia en la cabaña. Los rompecabezas se convierten en un recurso para superar el desamparo, en un instrumento de evasión de la realidad que busca “encontrar algo para hacer, sobre todo si es algo que signifique orden, es nada menos que la salvación de la locura” (Neuman 1999b: 80). El segundo espacio que refleja este desarraigo surge en Buenos Aires, en un “angosto apartamento cerca de Chacarita” (Neuman 1999b: 18), cuya ajada condición bien se asemeja al cuarto que Demetrio tenía en Bariloche, compuesto por una mesa “a la luz de un velador que daba una lucecita amarillenta y fea” (Neuman 1999b: 80). Una exposición que contrasta con el espacio exterior de la infancia, con la lírica postal reflejo de un Bariloche idealizado: De las montañas no podía verse mucho: apenas un esbozo de sus picos, enormes dedos índices que apuntan al espacio y que señalan a los hombres cuál es la trayectoria intransitable. La cabaña era sencilla, el clásico modelo alpino con dos ventanas breves, no del todo regulares. (Neuman 1999b: 19)

El desarraigo se configura en ambos casos a partir de la reclusión espacial del personaje. Una idea de desarraigo que queda manifestada a través de un doble escenario, de dos lugares, que, no por distintos, guardan características en común. Con ello, el espacio interior del hogar —tanto en Bariloche como en Buenos Aires— se transforma en el percutor de un desarraigo que se aleja del presente para instalarse en el pasado. Demetrio parece concluir, desolado

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por la pérdida de sus raíces, que cualquier pretérito fue mejor. El presente se cristaliza como un producto desechable, un residuo, un espacio-tiempo decadente que solo consigue acumular los desechos de un ayer dichoso. La imposibilidad de regresar tanto en el tiempo (infancia) como en el espacio (Bariloche) se torna ilusoria. Por eso, Demetrio, tras el regreso de su rutina en el trabajo, huyendo de un presente que lo asfixia, trata de reconstruir, aunque sea imaginariamente, el recuerdo de un pasado venturoso, tal y como se ilustra en el siguiente pasaje de la obra, donde el protagonista, confuso, trata de completar su puzle: Despegó la vista de la calle y contempló de pie el paisaje de la cabaña. Sacudió la cabeza. Al estirar los brazos sintió un cosquilleo reconfortante y una repentina lucidez, como si le hubiesen cambiado las horas. Volvió a la mesa: en el cielo seguía faltando la parte más importante. (Neuman 1999b: 23)

Asimismo, la presencia de estos reducidos lugares interiores revela la confrontación entre lo real y lo ficticio. El cuarto, el apartamento, se mudan en lugar de ensoñación para el personaje, un albergue donde su identidad y su memoria se mantienen indemnes: “La hora era clara, pero si se prestaba atención a las franjas del lago podía entreverse la próxima caída de la tarde. Demetrio conocía bien ese momento, y se miraba las botas como si fueran una mustia profecía” (Neuman 1999b: 38). Precisamente las botas negras son uno de los símbolos de la obra que más claramente reflejan las raíces del protagonista. Este objeto le permite viajar a un Bariloche ficticio, el cual ya solo existe en su memoria. Estas botas, además, revelan en el texto la tensión entre el campo y la ciudad, entre la barbarie y la civilización. Una tensión alejada, eso sí, de la idea exclusivista atribuida a Sarmiento, donde la ciudad representa el único lugar capaz de asegurar la intelectualidad y la cultura, frente a la atrocidad y la tiranía del campo, personificada en la figura del general Juan Manuel Rosas (Castellarau 2008: 7): Volvió a su cuarto para buscar unas botas de ajado cuero negro y les pasó betún, mientras imaginaba que estaba acariciando el lomo de algún potro exhausto, creyendo escuchar cómo los poros iban refrescándose con la humedad del ungüento hasta saciarse. (Neuman 1999b: 31)

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Vemos, así, cómo Neuman, a través del pasado de Demetrio en Bariloche, alude a uno de los símbolos asociados por antonomasia, junto a la rastra o al facón, a la figura del gaucho: las botas de potro. Estas botas aparecen, sin embargo, en cierto modo descontextualizadas, o, mejor dicho, fuera de lugar. Así, tal y como hará Macedonio Fernández en la obra Museo de la Novela Eterna, Neuman trata aquí de desvirtuar los tópicos territoriales, es decir, “aquellos que son susceptibles de contener la esencia de lo típico” (Castellarau 2008: 10). Por eso, Demetrio hallará esos “dos deformes trozos de cuero áspero con una cremallera vertical en los costados” entre los restos de basura que engendra la gran ciudad. Ante estos desechos, el Negro se mostrará desconcertado: “¿Y eso qué mierda es, Demetrio? Demetrio le acercó las botas a la cara para que las viera mejor, y el Negro se encogió de hombros” (Neuman 1999b: 29). El hallazgo, no obstante, sí cobrará un sentido especial para Demetrio, interpretándolo como una señal de su destino: “Contempló el maquillaje reluciente sobre aquella piel gastada, y pensó que el azar le había hecho un guiño” (Neuman 1999b: 31). Con ello, Demetrio, distorsionando la realidad de su infancia, tratará de protegerse del desarraigo de la gran ciudad ataviado con unas botas que lo trasladan a un Bariloche imaginario. Los recuerdos del pasado se encuentran así —como los pedazos de cuero negro— deteriorados, deformados. La infancia va perdiendo su forma, la naturaleza de lo que algún día fue. Ante el abatimiento que le produce Buenos Aires, Demetrio cree encontrar en este objeto la esperanza de poder regresar al pasado. Unas botas de cuero que, por otra parte, el protagonista nunca llegó a tener, pues aquellas con las que tantas “veces había vadeado la orilla” del lago Nahuel Huapi durante su infancia eran de “goma negra” (Neuman 1999b: 31) y, por tanto, más cercanas a las que en su trabajo como basurero debe calzarse a diario: “La empapada fluorescencia de los trajes se abría paso a través de la cortina de lluvia […]. Resbaloso y reluciente, el pavimento parecía ceder bajo los chapoteos de las botas de goma” (Neuman 1999b: 62). Sin embargo, Demetrio es incapaz de ignorarlas porque las botas se mudan en una suerte de talismán que le posibilitan rehabitar su pasado y regresar a un tiempo remoto que ya no le corresponde. Un periodo que su memoria trata de lustrar como prueba irrefutable de su sentimiento de desarraigo. La huella abismal de la nostalgia brota así casi imperceptible entre dicotomías que no son tales, poniendo de relieve de nuevo, como recoge Neuman en su

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ensayo Pasaporte de Frontera (10 Fragmentos hacia ninguna parte), ese “punto de unión donde algo se transforma en dos cosas” (Neuman 2011: 202). Por su parte, este binomio campo-ciudad emerge a través de la figura de Demetrio entre la imagen de un presente pestilente y la pureza del pasado. No obstante, esta aparente integridad de la naturaleza queda fracturada ocasionalmente a causa de las pautas de conducta de sus personajes. El campo que expone Neuman está lejos de ser el único lugar, como presentan los escritos de Andrés Bello, donde se alojan todos los valores positivos. El idealismo del paisaje —“Un viejo erial cubierto de inmensas flores rojas, ni un rojo igual a los demás” (Neuman 1999b: 19)— queda corrompido a causa de los conflictos que surgen entre quienes lo habitan: “Ya frente a la casa, fue su padre quien primero oyó sus pisadas… Lo esperaba fuera, de pie en el portal, con una larga rama de ciprés entre las manos” (Neuman 1999b: 75). Neuman huye así de la idea de un paisaje que recoge unívocamente la nobleza de los comportamientos humanos. Así, junto a la virginidad del espacio exterior que dibuja Bariloche, se presenta también la infamia de quienes lo ocupan: “Esa noche se oyeron gritos como antes se oían cada tanto, la voz de mamá conciliadora y el vozarrón de mi viejo ocupando de nuevo todo el silencio de la casa” (Neuman 1999b: 107). La cabaña, por tanto, no comparte la candidez del paisaje exterior, sino que la refuta. Al mismo tiempo, como ocurre con la estancia en la literatura gauchesca, se cristaliza como un espacio que preserva los valores perdidos en la ciudad, es decir, los valores tradicionales que subrayan el paternalismo de este tipo de sociedades: Mamá le había hablado de laburar ella. Papá no había reaccionado inmediatamente… pero de pronto se había levantado como un animal furioso y empezó a recriminarle a la vieja que cómo se le ocurría, que había soluciones que no eran soluciones porque herían la dignidad. (Neuman 1999b: 107-108)

Las características de ambos espacios abandonan así el antagonismo propio presente en Facundo, donde la incompatibilidad entre civilización y barbarie es notoria. Si bien, en una primera lectura, el campo en Bariloche surge como espacio de abstracción y de ensoñación y Buenos Aires como espacio de acción, la dicotomía no es tan clara. Neuman construye así un espacio propio a partir del cual dibuja el perfil del protagonista de la

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novela, Demetrio. Un personaje que, anclado en los recuerdos de Bariloche, solo consigue construir su identidad a partir de despojos. Por un lado, estos despojos conectan directamente con su pasado y se articulan en el texto como pérdida, como privación de una infancia que ya no se posee y que Demetrio trata de superar encajando y reconstruyendo las piezas de un rompecabezas imposible. Al mismo tiempo, la identidad del protagonista toma forma a partir de los despojos del presente, de los residuos de la gran ciudad que Demetrio arroja y amontona de forma indiscriminada. De este modo, el propio Demetrio se convierte en un despojo más de la ciudad de Buenos Aires, en un desperdicio de la globalización. Una globalización en la que, como señala Bauman, “todos los residuos, incluidos los humanos […] no precisan de finas distinciones ni sutiles matices, a menos que estén destinados al reciclaje” (Bauman 2007b: 104). Con ello, Demetrio, contaminado por la desidia y desprovisto de cualquier esperanza, se tornará en un producto inutilizable, en uno de los muchos “residuos arrojados en cantidades crecientes en nuestro tiempo” (Bauman 2007b: 104) que, atravesado por la experiencia de la migración, consecuencia de la actual modernidad líquida, no logra superar su propio desarraigo. 2.4.3. Excurso: la bestia de Buenos Aires y sus huellas en la literatura argentina Roberto Arlt encarna uno de los ejemplos paradigmáticos de la incursión de lo urbano en la literatura argentina moderna. Una temática que nace como consecuencia de la “explosión demográfica y social” que experimentaron la mayoría de los países latinoamericanos en las primeras décadas del siglo xx y “cuyos efectos no tardaron en advertirse” (Romero y Romero 2001: 322). De esta forma, tal y como sostiene la crítica Beatriz Sarlo, Arlt, obsesionado por “la ciudad y la técnica”, proyecta “una ciudad nueva para la literatura” (Sarlo 2004: 44). Una urbe resultado de la contaminación de lo moderno, donde “hombre y ciudad se convierten en una especie de simbiosis” (Carrillo Torea 2008: 68) que, en el caso de Bariloche, se torna destructiva, pues, como hemos señalado anteriormente, la asociación de Demetrio con Buenos Aires lo conduce a su propio exterminio. Por ello, la atmósfera contaminada que proyecta

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Arlt9 de Buenos Aires supone un anticipo de la que Neuman escrutará en Bariloche décadas más tarde. Una urbe, la de Arlt, que difiere sustancialmente de la que mostrará otro de los autores argentinos en retratar la capital argentina: el escritor Leopoldo Marechal en su Adan Buenosayres (1995). Como recuerda Barcia en el prólogo de la novela, el Buenos Aires que proyecta Marechal se refiere a una urbe “relativa, pecadora y diversa” (Barcia 1995: 44). De ahí que sea Adán, “criatura dilecta de Dios”, quien protagonice una novela que representa “una nueva etapa en la narrativa hispanoamericana: la que asocia lo regional, lo local, a lo universal” (Barcia 1995: 43-44). Precisamente es este último aspecto el que hallamos asimismo en Bariloche. Una novela en la que lo local aparece circunscrito a la particular belleza del paisaje exterior de la infancia, mientras lo global queda representado a través de la asfixia física que genera lo urbano, resultado, como sostiene el sociólogo Bettin, de una ciudad moderna, cuya congestión genera problemas de espacio entre sus habitantes (Bettin 1982: 88): Luego habían bajado en autobús hasta el centro y habían pagado a medias un taxi que participó de todos los embotellamientos de la ciudad antes de dejarlos ligeramente tarde, a eso de las ocho y diez, en la entrada del cementerio. (Neuman 1999b: 55)

Por otro lado, será Borges, como sostiene Carlos Fuentes en su ensayo La novela hispanoamericana (1969), quien se erija como “el primer narrador totalmente centrado en la ciudad” (Fuentes 1996: 25). Una urbe que quedará diseccionada, por ejemplo, en su libro Fervor de Buenos Aires. En esta obra, el yo lírico recorre una metrópolis admirada y al mismo tiempo despreciada.10 No obstante, para Borges, Buenos Aires se muda también en un escenario habitado por compadritos e “inmigrantes ya argentinizados y orgullosos de su argentinidad” (Carrillo Torea 2008: 72). Además, en esta ciudad también Atmósfera que Arlt descubrirá en novelas como El lanzallamas: “Ni siquiera percibe el latido de su corazón. Cuanto más, en el núcleo de aquella oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los mástiles de un puerto distantísimo. Esa única vereda de sol de una ciudad negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento armado, vitrinas de cristales gruesos, y, aunque quiere detenerse, no se puede” (Arlt 1999: 33). 10  “Las calles de Buenos Aires / Ya son mi entraña / No las ávidas calles / Incómodas de turba y de ajetreo, sino las calles desganadas del barrio” (Borges 2005: vol. 1, 17). 9 

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tiene cabida lo fantástico, como demostrará el escritor argentino con su relato El Aleph (1949), al igual que lo hará años más tarde el propio Bioy Casares con su novela El sueño de los héroes (1954). Precisamente será en Buenos Aires donde transcurra la segunda novela del escritor Ernesto Sabato, Sobre héroes y tumbas, publicada en el año 1961. Una obra que retrata un Buenos Aires donde el autor da cabida a lo tenebroso, a lo mugriento, como ocurre en la tercera parte de la obra, “Informe sobre ciegos”, en la que surgen las “¡Abominables cloacas de Buenos Aires!” (Sabato 2013: 109). Este mundo refleja así una ciudad clandestina en “forma de laberíntica red cloacal” compuesta de “fétidos túneles” y “aguas malolientes” (Sabato 2013: 109). Una urbe inmunda que se asemeja a la permanente “cuestión de la mierda y de su itinerario” (Neuman 1999b: 103) que dibuja Neuman en Bariloche. No obstante, en Bariloche, el universo hediondo se hace patente desde el inicio, sin que exista por parte del personaje ningún tipo de injerencia, sino más bien un cierto mimetismo con el decadente entorno urbano. Por su parte, en Sobre héroes y tumbas, el infierno de la basura se revela a partir del descubrimiento, de la intromisión, del propio protagonista. Con ello, en la novela de Sabato, la inmundicia forma parte de lo silenciado, de lo oculto; mientras que, en Bariloche, la basura constituye lo notorio, lo público e incluso lo rutinario. Una diferencia que va más allá si consideramos la influencia del contexto político en ambas obras. En esta línea, como bien señala Guntsche en su artículo “Informe sobre peronistas en Sobre héroes y tumbas”, la crítica ha ignorado de forma sistemática la “influencia de Perón y del peronismo potencializada en el tercer capítulo, ‘Informe sobre ciegos’” (Guntsche 2013: 17). Un capítulo en el que, como sostiene Guntsche, el mundo de los trabajadores, previo al régimen peronista, queda representado a partir de “la condición de ‘inexplorado’ del mundo de los ciegos” Guntsche 2013: 17). Los ciegos encarnan así a esa amplia masa de trabajadores cautivada por Perón que, tras verse ignorada durante décadas, análogamente a las cloacas de la ciudad, salen a la luz gracias al “Informe” llevado a cabo por el protagonista, Fernando. En este informe, fruto de las investigaciones realizadas entre los años 1947 y 1955 durante los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón, la imagen degradada de Buenos Aires queda relegada a lo clandestino. El universo de la basura se convierte así en un mundo paralelo, sumergido, que aflora repentinamente.

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En Bariloche, el contexto político y social ha sido igualmente obviado por la crítica, si bien es cierto que en esta obra se manifiesta de forma sutil. Tan solo una velada referencia por parte del autor nos ayuda a contextualizar temporalmente la obra. Así, a partir de un periódico que Demetrio hojea desinteresadamente en su apartamento, emergen pequeños indicios en forma de noticias que describen brevemente la situación de la Argentina de la época: Se enteró vagamente de los nuevos índices de paridad con el dólar, de que Boca jugaba ese domingo en Rosario, de que los responsables de una compañía aérea aún no se explicaban las razones de la catástrofe, de la nueva huelga de hambre de los maestros de Catamarca, de la visita del presidente de la República a los Estados Unidos, de cómo podía haber indicios de una supuesta vacuna dentro de los próximos diez años. (Neuman 1999b: 58)

No obstante, estos flases informativos, aunque vagamente formulados, ofrecen importantes pistas —particularmente la visita del presidente argentino a Estados Unidos y la huelga de maestros de Catamarca— que nos permiten concluir que Neuman sitúa la novela entre los años 1996 y 1999. Un periodo que coindice con el segundo gobierno del presidente argentino Carlos Saúl Menem, que se prolongó entre julio de 1995 y diciembre de 1999. Este Gobierno, como señala el historiador Marcos Novaro, tuvo que enfrentarse a “una sucesión de malas noticias”, entre las que se encontraba el déficit comercial, el alza en las tasas de desocupación, que llegarían a un 18 % en 1995, o la bajada de los salarios (Novaro 2014: 396). Esta situación queda reflejada en el texto a través de la figura del Negro, que deberá compaginar su labor como basurero con otro trabajo para poder mantener a su familia. Un trabajo que, como señala el propio personaje, no parece fácil de encontrar: “Otro laburo no se cacha así nomás, ¿o qué te pensás vos que es una pavada cachar un laburo?” (Neuman 1999b: 118). De esta forma, Neuman, mediante tenues pinceladas, que pasan casi inadvertidas para el lector, critica las consecuencias de las políticas económicas de los gobiernos de Menem. En Una vez Argentina, sin embargo, el autor censura abiertamente las políticas menemistas, aunque en este caso en referencia a los indultos acaecidos en el país en el año 1991, que serían como aduce, el escritor, “el disparador final de nuestra emigración” (Neuman 2014c: 240).

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Por otro lado, será el contexto político de la dictadura militar argentina, que finalizará a mediados de los años ochenta, el que sin duda marque a los escritores de la época en su representación de la ciudad (Carrillo Torea 2008: 75). Un caso particular es el del escritor Ricardo Piglia y su novela Plata quemada (1997), historia que dibuja un Buenos Aires criminal que toma forma a partir de la condición de sus personajes.11 Neuman devela tímidamente este Buenos Aires criminal en uno de los capítulos de Bariloche. En él, es el propio Demetrio quien asiste a “dos hechos que terminaron de convencerlo de que no pertenecía a la ciudad ni a su multitud” (Neuman 1999b: 76). El primero de ellos es el robo de un Ford Falcon gris, ante el cual Demetrio no hará “ningún movimiento”, mientras observa, sentado al volante del camión, “las bruscas sacudidas del Ford, que se perdió finalmente calle arriba” (Neuman 1999b: 77). El segundo suceso transcurre “cuando la recogida estaba a punto de terminar” y Demetrio vuelve a contemplar impasible cómo en este caso una joven adolescente es atracada, al tiempo que intenta “evitar el contacto con la navaja” de su agresor (Neuman 1999b: 78). Neuman vuelve así a recurrir a la paradoja de la metrópolis del miedo esgrimida por Bauman. En este sentido, la ciudad como bestia, como monstruo, que escenifica Neuman en Bariloche, reproduce uno de esos peligros potenciales.12 Una urbe que se convierte así en un organismo alimentado de basura, una bestia regada por calles y avenidas, como la 9 de Julio, que se transforma en un “monstruosa arteria múltiple”, incluso en una “fosa común” (Neuman 1999b: 92). En definitiva, en una ciudad en descomposición marcada por la organicidad (Benmiloud 2020: 96). Al mismo tiempo, Buenos Aires parece configurado por otros pequeños organismos inmundos, por un “montón de nylon y restos de alimentos”, e incluso por bolsas de basura que muestran sus “húmedas entrañas” (Neuman 1999b: 42). No obstante, este monstruo erigido de desechos, lejos de amilanar la curiosidad de Demetrio, la alienta. En sus jornadas de recogida, y de manera intermitente, el protagonista persigue diseccionar el presente de la bestia: Basada en la historia real de un multimillonario asalto por un grupo de delincuentes: “Cuando estaba en peligro (y siempre estaba en peligro) se sentía seguro y protegido viajando en las entrañas de la ciudad” (Piglia, (2013: 12). 12  Una ciudad como bestia, como monstruo, que recuerda a la descrita por Émile Zola en su novela Le Ventre de Paris (1873), donde la capital francesa se convierte en un vientre gigante que digiere alimentos y, al mismo tiempo, genera los desechos de la ciudad de París. 11 

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Había mañanas en las que Demetrio mostraba por los residuos cierta indiferencia cercana al repudio, mientras que otras llegaba distinto, con una calma alarmante, y entonces indagaba en las bolsas con meticulosidad (Neuman 1999b: 24)

Este hábito lleva al protagonista en ciertos momentos a conectar de manera artificiosa con su pasado en Bariloche, con la figura de la chica pelirroja: “Demetrio sostenía una pequeña cabeza pelirroja, un torso sin brazos y una pierna izquierda que, descoloridos, aún evocaban cierta antigua morbidez. El resto no estaba, al menos no en la bolsa” (Neuman 1999b: 24). Una “costumbre que el Negro no acertaba a comprender”, pero que para Demetrio evoca la delicadeza de su amor adolescente, la cual encontrará excepcionalmente en la fragilidad de la gran ciudad, en un presente que se fractura, que se descompone “en piezas de porcelana” (Neuman 1999b: 53). Así, por ejemplo, Demetrio procurará reconstruir el “pequeño plato de postre roto en pedazos” como las piezas de su pasado, intentando elucidar los fragmentos ausentes: “Se agachó, puso en el suelo los fragmentos y los colocó cerca; descubrió que al conjunto le faltaba un triángulo” (Neuman 1999b: 53). Asimismo, el protagonista parece mimetizarse con el carácter mugriento de la ciudad de Buenos Aires, con el destino de los residuos que recoge. Con ello, Demetrio se personifica como un desperdicio más, como un producto con fecha de caducidad que terminará abocado a un final fatídico, que no llegará a columbrar su mejor amigo, el Negro: Yo pensé: éste por fin decidió no hacerse más mala sangre y a partir de ahora se va a dejar de macanas. Pero resulta que no, que era justo al revés. Pasaba que ya no tenía palabras para decir lo podrido que estaba. (Neuman 1999b:106)

De este modo, Demetrio decidirá acabar con su vida en el único emplazamiento posible, en el lugar donde desembocan aquellos otros cuerpos putrefactos como él y de los cuales nadie se acordará: el vertedero. Un vertedero representado aquí como la “garganta hedionda” de la ciudad de Buenos Aires. Demetrio abandonará así la periferia de la bestia para dirigirse, a través de sus arterias, a un basural que no logra “calmar su voracidad”, a pesar de “los cientos de kilos de desperdicios” (Neuman 1999b: 29). El protagonista

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avanza por “el sendero de cemento”, mirando por última vez el “lomo irregular” del monstruo y deteniendo su mirada en “su superficie abultada como un bosque de heridos que se resuelven o que ya no se mueven” (Neuman 1999b: 166). Un recorrido en el que vislumbrará con detalle ese cementerio compuesto por “millones de cabezas asomadas desde la tierra hacia la fría noche” (Neuman 1999b: 166). Sin embargo, para Demetrio es complicado discernir cuáles de aquellos seres, de aquellas cabezas, fueron en su momento criaturas individuales, pues ahora los desperdicios pierden su identidad, tendiendo a fusionarse. Precisamente en ese momento, al borde de la mole, observando “fijamente al epicentro del monstruo” (Neuman 1999b: 167), Demetrio evocará el paisaje de Bariloche, confundiendo aquel mar de residuos con la superficie del lago Nahuel Huapi. Igualmente le ocurrirá con el “aliento venenoso” (Neuman 1999b: 166) que desprende la bestia y que, en su imaginación, se entremezcla con el anhelado olor a “humedad, a piedra, a tierra oscura” (Neuman 1999b: 169) de su infancia. El desconcierto del personaje pone de manifiesto su propio desarraigo, su predilección por el carácter apacible de un pasado que se opone a un presente que lo devora apresuradamente. El presente lo empuja así a desaparecer sin dejar rastro. Por eso, incapaz de despojarse de un pasado idealizado, Demetrio, ataviado con una mochila repleta de “cajas de rompecabezas con sus paisajes armados” (Neuman 1999b: 163), decidirá arrojarse en los brazos de la mole de desperdicios amontonados, dejando tras de sí “el claro rumor celeste de una zambullida” (Neuman 1999b: 168). En definitiva, Demetrio se cristaliza como una víctima más de la bestia.13 Como otro damnificado de un Buenos Aires siniestro que se nutre de desechos. De la misma forma, la imagen de la ciudad como monstruo descrita en Bariloche mantiene ciertas analogías con la representación del basural que aborda el escritor argentino Rodolfo Walsh (1957) en la obra Operación MaEl mito del monstruo del lago Nahuel Haupi es abordado por Paola Kaufmann en su novela El lago (2006). En esta obra, posterior a Bariloche (1999), Mahlke (2018) señala que el monstruo supone “una alegoría del terror infundido durante la dictadura militar” (Mahlke 2018: 88). No obstante, a diferencia de El lago, la novela de Neuman transcurre simultáneamente, como hemos visto, en dos espacios distintos, el espacio urbano de Buenos Aires y el periférico de Bariloche. 13 

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sacre.14 Si bien la temática y el contexto en el que se publica esta obra no presentan relación alguna con la novela del escritor hispanoargentino, Bariloche, sí que lo hace la descripción que Rodolfo Walsh en el capítulo 23 del libro formula del basural. Se trata de un capítulo, por cierto, sustraído en su segunda edición por el autor, amparado en “su propósito de ceñir el texto a la reconstrucción de los hechos” (Jozami 2007: 84). En el capítulo en cuestión, titulado “Siniestro basural”, el vertedero es representado como un monstruo que, además de alimentarse de los desperdicios de la ciudad, también se nutre de “crímenes del sistema”, velando así “por el olvido” (Walsh 1957: 76). Igualmente, el inicio del capítulo —“¡Siniestro basural de José León Suárez […] mira la carga que te traen!” (Walsh 1957: 76)— alude, como bien sostiene Alonso, “al modo vocativo en que Facundo exige que le sean reveladas las claves o verdad del pasado argentino y afirma su compromiso contra el olvido” (Alonso 2011: 98). De esta manera, vemos cómo el basural, al igual que ocurre en Bariloche, no se abastece exclusivamente de los desperdicios de la ciudad, sino también de los cuerpos de quienes voluntariamente (Demetrio) u obligadamente (fusilados el 9 de junio de 1956) acaban en él. Asimismo, la corporeidad de la bestia es dibujada por Walsh en la novela. Un monstruo que a través de “las bocas de [sus] zanjas” demuestra su “hedor y [su] ignominia”, incluso sangra, no dejando “escapar a nadie” (Walsh 1957: 76). Esta bestia, por el contrario —como ocurre en Bariloche—, es inhábil para hacer desaparecer por completo a sus víctimas y mantiene, por tanto, a sus “bichos muertos insepultos” (Walsh 1957: 76). En síntesis, Walsh describe a una bestia siniestra que jamás podrá resarcir los daños provocados. Poco importa la vehemencia de los esfuerzos llevados a cabo, porque ni siquiera el alquitrán la cal viva o el salitre conseguirán purgar el alma de la bestia. El basurero encarna así, como en Bariloche, un espacio corrompido. Un lugar yermo en el que parece imposible que germine la vida: “Quién aquí alzará tu casa,

Esta novela, publicada en 1957 y considerada como la primera obra de ficción no periodística, reveló los fusilamientos clandestinos ocurridos el 9 de junio de 1956, bajo la dictadura de Aramburu, en los basurales de José León Suárez en el Gran Buenos Aires. Unos fusilamientos de los que fueron víctimas doce civiles peronistas, de los cuales cinco fallecieron y siete consiguieron escapar (Walsh 1957). 14 

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quien acariciará un hijo, quién plantará un árbol, quien cultivará las mansas costumbres de la vida” (Walsh 1957: 76). Se trata de un espacio infecundo que, en definitiva, solo consiguen habitar “los espectros y larvas gemebundas” (Walsh 1957: 76). 2.4.4. ¿Piezas de ficción o piezas autobiográficas? Bariloche y Una vez Argentina Sostiene Alberca que los personajes o narradores en una obra de ficción “se pueden parecer pero nunca identificar” con el autor, ya que “el parecido es amplio y matizable, tiene grados, pero la identidad no” (Alberca 2007: 71). En este sentido, por tanto, deben considerarse las características que definen el pacto novelesco, es decir, el autor es distinto del personaje y del narrador. Asimismo, Alberca subraya que, a pesar de que el lector pueda hallar contenidos de tipo autobiográfico en la novela, este nunca podrá declarar que se trata de una autobiografía, pues la existencia de la identidad es categórica, “existe o no existe” (Alberca 2007: 71). No obstante, en el caso que nos ocupa, no tratamos de cotejar los parecidos, las semejanzas entre las distintas voces que componen Bariloche y la vida de Neuman. Nuestro objetivo aquí es subrayar los vínculos o similitudes que presenta esta novela respecto a su contenido en relación a la autoficción publicada por el mismo autor, Una vez Argentina. Un ejercicio que nos permitirá concluir cómo ciertos elementos identitarios y motivos se repiten, exponiendo así la importancia de estos para el escritor. En primer lugar, nos detendremos en uno de los motivos en los que claramente se vislumbran ciertas afinidades temáticas entre ambos textos: la figura del amor adolescente. En Una vez Argentina, como ya exponíamos en el anterior apartado de este capítulo, Gabriela irrumpe en la obra como un personaje ante cuya existencia el propio Neuman se encarga de sembrar dudas: “¿Sucedió? ¿Es verdad? ¿Es mentira? No son esas las preguntas” (Neuman 2014c: 78). Las escenas que Andrés protagoniza junto a Gabriela se aproximan a la recreación propia de la memoria, a lo imaginario, al afán de poder narrar lo que pudo haber sido. De esta forma, Gabriela se muda en un personaje verosímil pero, al mismo tiempo, utópico, es decir, inalcanzable. Vemos, así, como, a pesar de la cercanía

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espacial de Andrés a la realidad del personaje —“Gabriela era la hija de los vecinos del segundo. Nuestras familias veraneaban juntas” (Neuman 2014c: 77)—, la distancia que efectivamente los separa la transforman en un ser quimérico, inaccesible. La distancia aquí, por tanto, no es espacial, sino temporal y afectiva, fruto de un alejamiento autoimpuesto derivado del miedo, de un sentimiento de inferioridad: “¿Llegaría a tu edad si te quedabas quieta? […] Te seguía, Gabriela. Esperaba a crecer, pero tardaba” (Neuman 2014c: 77). Por su parte, en Bariloche, el nombre del amor adolescente de Demetrio nunca llega a ser desvelado. El personaje aparece sumido en un anonimato parcial, ante el cual Neuman prefiere resaltar su aspecto físico, refiriéndose a ella como “la chica pelirroja” (Neuman 1999b: 31). Una chica “lindísima y mayor” que “no vivía lejos, pero para mí ese estrecho de tierra y de barro era toda una ceremonia, una distancia que no podía recorrerse así nomás” (Neuman 1999b: 32). De nuevo, surge aquí la idea de un distanciamiento afectivo y temporal, consecuencia de un temor que paraliza a Demetrio: “Paseábamos por los montes y antes de empezar a subir yo siempre me preguntaba si algún día me iba a animar a agarrarla por la cintura” (Neuman 1999b: 32-33). La ansiada intrepidez emerge así como la única esperanza de poder transformar en real un hecho que ahora se antoja ficticio. Por otro lado, “la chica pelirroja” aparece en la novela como un personaje dibujado a partir de las trazas de lo probable: “Se vestía como los hombres de lugar, escondiendo el cuerpo lo más que podía” (Neuman 1999b: 32). Un hecho al que contribuye la incursión de ciertos diálogos que Demetrio parece recordar nítidamente: “Pero ¿cómo vamos a quedarnos acá de noche, me decía, qué vamos a decir mañana en nuestras casas? Tranquila, linda, es verano” (Neuman 1999b: 61). No obstante, a medida que se desarrolla la trama y se suceden los encuentros entre ambos personajes, la silueta de “la chica pelirroja” se distorsiona, llegando incluso a lo fantasmagórico, como se refleja en el siguiente pasaje de Bariloche: Una figura hermosa, obsesionante con su tez pálida en la sombra, con una mata color rubí apagado, pasado por ceniza, ondeando hasta que el viento se la lleve: esos hilos sangrantes que él deseó, tocó y olió en un anochecer helado de hierba y de fantasmas. (Neuman 1999b: 51)

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Con ello, conforme la novela avanza, el retrato del personaje pierde tímidamente su materialidad, transformándose en una sombra de este, en una “espectral figura de perfil sombrío, hermoso y obsesionante” (Neuman 1999b: 75). Esta condición plantea de nuevo las dudas sobre la autenticidad del mismo. Reaparece así la imagen de un ser quimérico que para Demetrio enlaza directamente con su sentimiento de desarraigo. La imagen del amor adolescente se desvanece progresivamente coincidiendo con la de Bariloche, llegando a solaparse en su memoria, como se refleja en el último capítulo del libro: “La maleza recorre, ensortijada, el olvido, mientras entre las lanzas de los arrayanes una roja figura en camisón, espectral y obsesionante, cruza apresurada como el único azar de un tiempo inmóvil” (Neuman 1999b: 169). En definitiva, vuelve a surgir en el texto un personaje espectral, propio, como ya comentábamos con anterioridad, de las narrativas de la postdictadura argentina señaladas por Drucaroff (2011) y Mandolessi (2012). Por otra parte, uno de los motivos en Bariloche que establece ciertas analogías con lo narrado en Una vez Argentina es el del personaje de Martín, hermano mayor de Demetrio. Martín, cuyo único objetivo en la vida parece ser “desairar a un padre que lo había nombrado, sin consultarle, segunda autoridad de la familia” (Neuman 1999b: 159), representa el paradigma de la rebeldía adolescente. Un personaje que durante su infancia ya había sido expulsado de la escuela y había desaparecido con una chica durante unas vacaciones. Frente a esta figura fraternal, Demetrio manifiesta impresiones encontradas. Por un lado, mantiene una cierta adoración hacía una presencia “rebelde y poderosa”, pero, al mismo tiempo, deplora su actitud ante “la responsabilidad” que le crea “ponerse del lado de su padre en cada enfrentamiento” (Neuman 1999b: 159). Este conflicto familiar desembocará en el abandono del hogar por parte de Martín para hacer el servicio militar. Un hecho que supone su destierro, pues, como recuerda el propio Demetrio, su madre sabía que aquella marcha no era temporal, sino definitiva: Ella en un momento me miraba y entonces se largaba a llorar también y a hablarme que se acordaba mucho de mi hermano Martín que estaba haciendo el servicio militar en Neuquén, que ella sabía que ya no iba a vivir más con nosotros. (Neuman 1999b: 98)

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A pesar de todo, los malos presagios maternales no llegan a cumplirse por completo. Martín, tras dos años, vuelve, pero no para quedarse. Además, su visita ya no se produce al hogar de su infancia, en Bariloche, donde “un vecino era un tipo que tenía una casita a diez minutos de la tuya” (Neuman 1999b: 139), sino al angosto apartamento de la gran ciudad, en Lanús, en Buenos Aires, “donde los vecinos eran cómplices o al menos enemigos, donde cada perro podía ser identificado” (Neuman 1999b: 23). Una visita que no acontece hasta la muerte de su padre, a cuyo entierro no acudirá. Esta decisión precisamente es la que despierta las reticencias de la madre de Demetrio: “Ella, al principio, había dicho que no quería saber nada del sinvergüenza ese que no quiso ni despedir los restos de su padre” (Neuman 1999b: 160). Finalmente, auspiciado por Demetrio, el reencuentro familiar tendrá lugar. En él surgen así los frustrados intentos por retroceder en el tiempo: “Demetrio notó cómo durante toda la cena su madre había intentado virar la conversación hacia el pasado, hacia Bariloche, sin conseguirlo” (Neuman 1999b: 161). Por su parte, también en Una vez Argentina se presenta el conflicto paternofilial. De esta forma, las discusiones entre el personaje de Martín y su padre Cacho se tornan habituales, como recuerda Neuman en el texto: Permíteme un ejemplo: cuando reprimías bruscamente la cólera de tu hijo Martín, cuando de niño él se empecinaba en alguna discusión y vos te apresurabas a interrumpirla, ¿no es posible que estuvieras intentando protegerlo de ese mismo dolor, esa urgencia quemante que le habías transmitido y reconocías en él? (Neuman 2014c:170)

Además de lo aciago de la relación, la figura de Martín guarda otro aspecto en común con el personaje de Bariloche: su condición errante. Sin embargo, en esta ocasión, la partida del hogar no es consecuencia del destierro familiar, sino de la represión política de la dictadura argentina. De este modo, Martín, junto con su madre Delia y su padrastro Mauricio, abandonarán Buenos Aires para exiliarse en San Pablo, en Brasil: “Por fortuna, mi primo Martín llegó sin problemas a Colonia, donde se reunió con Delia y Mauricio […] para pasar por tierra juntos a San Pablo” (Neuman 2014c: 230). A partir de aquí, como señala el autor, el personaje inaugura su particular “baile de lugares” (Neuman 2014c: 230). Un itinerario que le llevará a Nueva York

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y de nuevo a Buenos Aires y San Pablo. Se trata así de un regreso a Buenos Aires, como escribe Neuman, para “irse de nuevo por voluntad propia. Para poder marcharse sin que nadie lo echara” (Neuman 2014c: 233). Este planteamiento enlaza directamente con el personaje de Martín en Bariloche. Una figura que, obligada a un destierro forzoso, regresa a casa para marcharse, aunque esta vez teniendo la facultad de poder elegir por sí mismo: “Pero vos elegiste quién se tenía que quedar afuera, papá o yo; mamá hubiera aceptado cualquier cosa” (Neuman 1999b: 162). Con ello, como señala Neuman en Una vez Argentina, la nostalgia en estos personajes “tiene que ver menos con la idea de volver de los lugares que con la necesidad de salir de ellos” (Neuman 2014c: 233). Un planteamiento que comparten aquellos que, de una forma u otra, escogen voluntariamente la experiencia del exilio. Para ellos, por tanto, el hogar no es “un lugar de reposo, como el germen de una diáspora” (Neuman 2014c: 233). Por otro lado, encontramos aquellos personajes desterrados, exiliados, que como Demetrio tratan constantemente de retornar al calor de las raíces, ateridos por la experiencia del desarraigo. Un regreso que, no por imposible, el individuo trata de lograr. Pero ¿dónde situaríamos aquí la experiencia migratoria del propio autor? ¿Cuál de los dos personajes ilustra mejor la idea de desarraigo que patrocina Neuman? La clave para contestar a estas dos preguntas nos la ofrece el propio escritor. En una entrevista a propósito de la reescritura y reedición de la obra Una vez Argentina, Neuman introduce un sutil matiz que discierne entre dos verbos inmanentes a la experiencia del desarraigo: volver y regresar. Dos términos, a priori sinónimos, que, sin embargo, disfrutan de una distinción significativa en palabras del autor: Por un lado, volver es el verbo tanguero por antonomasia y, por lo tanto, tendría algo de retroceso en el tiempo. Sin embargo, etimológicamente, regresar es dar un paso atrás. Entonces, quizás sí se pueda volver en términos de ir de nuevo al lugar donde se estuvo, pero no se puede regresar. Porque los lugares y sus habitantes son siempre dinámicos, y volver a un lugar implica que ni uno ni el lugar seguirán siendo los mismos. Una de las fantasías del exilio es la idea nociva de poder regresar, de congelar tu pasado y rehabitarlo cuando sea posible. Y el pasado como territorio idealizado puede ser un obstáculo para operar transformaciones en el presente. A mí me gusta volver a mi país natal, aunque sé que no puedo regresar. Nadie puede regresar a ninguna parte. (Laporte 2016)

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Esta distinción entre volver y regresar es la que opera en los personajes que configuran Bariloche. En el caso de Demetrio, el deseo por regresar no le permite habitar un presente ante el que permanece abstraído: “Demetrio no escuchaba. Miraba la alcantarilla y se estaba quieto y con los hombros encogidos como si se hubiera olvidado de bajarlos” (Neuman 1999b: 15). El presente, por tanto, supone un obstáculo, una terrible barrera que le impide regresar. El fracaso por retornar al origen queda así reflejado a través de la desidia que padece el protagonista. Incapacitado por intervenir en una ciudad que no le corresponde, Demetrio trabaja por reconstruir un pasado que encaje perfectamente con su infancia, con su memoria, con su identidad. Sin embargo, la inviabilidad de un espacio y un tiempo incorruptibles se hace patente, porque, para ello, cada trozo, cada pieza, debe estar en su lugar, descifrando las oquedades del olvido y haciendo que los “huecos” de su pretérito se vayan “volviendo inteligibles” (Neuman 1999b: 38). Por eso, Demetrio se pregunta “por los arrayanes que no están” o duda de si aquel fragmento “diminuto y desordenado es lo que buscaba” (Neuman 1999b: 59). Los fragmentos de su identidad no consiguen, así, habitar un pasado que ya nunca será el mismo. Como manifiesta Neuman, “la idea nociva de poder regresar” (Laporte 2016) es la que retiene a Demetrio, la que le dificulta actuar en un presente donde él solo constituye un “intruso fosforescente” (Neuman 1999b: 142), un recogedor de basuras atrapado en una ciudad que lo expulsa. Del mismo modo, encontramos al hermano de Demetrio, Martín —al igual que a otros numerosos personajes en la novela Una vez Argentina—, cuya idea de migración, de desarraigo, se vincula con lo que Neuman entiende por volver. Se trata de individuos que, sabedores de la imposibilidad de hospedarse en el pasado, habitan e interactúan con el presente. De esta manera, el personaje, consciente de las constantes transformaciones que operan en el lugar de origen, no esperará encontrarlo intacto. El espacio quedará así alterado por la evolución de sus propios integrantes —Demetrio, Martín, etcétera—, que, además, no son los únicos capaces de descifrar la esencia del mismo. Así, se le reconoce cierta mutabilidad a la estructura principal de esta ubicación a través del tiempo. El pasado se aleja, por tanto, de lo fantástico, de lo utópico, para convertirse en algo asible. Además, el lugar de origen no es más que un punto de partida de un itinerario mayor, un espacio que disfruta de una naturaleza dinámica.

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Por otro lado, en la novela Bariloche, emerge de forma excepcional un lugar que para Demetrio se convierte “en un oasis”, una isla donde el protagonista consigue por fin encontrar “sentido a la ciudad” (Neuman 1999b: 49). Así, en medio la urbe, brota un emplazamiento “sembrado de caballos que volaban y se hundían, a cuyos lomos cabalgaban pequeños jinetes cargados de asombro” (Neuman 1999b: 49), y que traslada al protagonista al paisaje bucólico de su infancia. Ese lugar es el parque Lezama de la ciudad de Buenos Aires. El parque exterioriza una vez más el desarraigo del protagonista. Por eso Demetrio se demora “en los límites del parque, pisando las hojas y la hierba” manifestando, al mismo tiempo, “la alegría de un domingo poblado de voces y de bicicletas y olor a manzana acaramelada” (Neuman 1999b: 49). Análogamente, el parque Lezama surgirá en la obra Una vez Argentina, donde el autor declara explícitamente la vinculación de este lugar con su infancia: “La casa que Delia y Mauricio decidieron abandonar precipitadamente estaba en la Avenida Garay: muy cerca del Parque Lezama, lugar de bicicletas de mi infancia” (Neuman 2014c: 230). Con ello, este espacio representa un lugar de memoria subjetivo dentro de la biografía de Neuman. Un emplazamiento que alude tanto al desarraigo del protagonista de la novela como, indirectamente, al del propio escritor. Asimismo, el parque Lezama nos retrotrae a uno de los clásicos de la literatura argentina antes mencionados, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, porque es precisamente en este parque donde comienza la trama de una novela en la que Sabato refleja la decadencia de una familia aristócrata argentina. Una historia que inaugura Martín, quien, sentado en un banco, se sumergirá en sus propias cavilaciones: Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama. Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. (Sabato 2013: 17)

Por otra parte, uno de los lugares de Buenos Aires con los que Demetrio también se identificará será la plaza Francia. Se trata de un espacio que el protagonista alcanzará fugazmente mientras regresa en autobús a casa. A

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pesar del corto trayecto, Demetrio reparará a través de las ventanillas en cómo la plaza, “rebosante de verde”, espera “el abordaje de los niños y del fin de semana” (Neuman 1999b: 81). Dos lugares, el parque Lezama y la plaza Francia, a los que Neuman también alude en su libro de poesía El tobogán. Esta esta obra, publicada en el año 2002, en el poema titulado “Buenos Aires al vuelo”, el yo lírico, a través de los versos, trata de rememorar su infancia en la ciudad de Buenos Aires. Un ejercicio de memoria que se convertirá en un viaje, en una puerta al pasado que se abre y se cierra para dejar paso a los recuerdos. A partir de aquí, en la tercera parte del poema, el yo lírico se acerca a una geografía mucho más intimista, donde emergen ambos lugares: […] mi amigo el heladero, su desaparecer, las bicicletas en el Parque Lezama (la azul velocidad con que se alejan), las risas maquilladas, los zapatos, los columpios de los domingos húmedos en Plaza Francia (entre parques y plazas huye el tiempo). (Neuman 2008c: 77)

Con ello, vemos como los lugares con los que Demetrio se siente identificado, los emplazamientos que lo apartan, aunque sea efímeramente, de la apatía que le suscita la ciudad, coinciden con los de infancia del autor, como se desvela a través de la autoficción Una vez Argentina o el poema “Buenos Aires al vuelo”. Por último, uno de los símbolos que se repiten tanto en Bariloche como en Una vez Argentina es el del rompecabezas. Como se ha abordado con anterioridad, la figura del puzle representa el fallido intento por parte de Demetrio de regresar a Bariloche. Una afición que para Demetrio supone al principio una “soberana taradez”, una pérdida de tiempo que significaba “pasarse horas reconstruyendo una foto que ya venía enterita en la tapa de la caja” (Neuman 1999b: 80). No obstante, frente al confinamiento en la cabaña, Demetrio cambiará de opinión, y los puzles se convertirán en una fiel compañía durante toda su vida. Los rompecabezas comienzan así en la adolescencia, en la época donde “empezaron los problemas” (Neuman 1999b: 79) y que coincide temporalmente con el abandono de Bariloche para emigrar a Buenos Aires. Con ello, el puzle preludia el desarraigo familiar:

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Me mandaron rápido a mi pieza sin ni siquiera pedirme que limpiara la mesa o que lavara los platos, y me encerré a completar algún rompecabezas o a llorar sin apenas oírlos en toda la noche. Al día siguiente mi vieja con cara de cansada me explicó que cuando empezara el otoño yo ya no iba a poder volver a clase como todos los años, y me abrazó y me dijo al oído que iba a tener que crecer de golpe. (Neuman 1999: 99)

Precisamente es una caja “con un rompecabezas de quinientas piezas” (Neuman 2014c: 128) el que también conserva el personaje de Andrés en Una vez Argentina. En este caso, sin embargo, no será “el reflejo lejano del Nahuel Huapi y las sombras sobre la puerta de la cabaña” (Neuman 1999b: 31) el que componga la portada de la caja, sino la foto de un motociclista “suspendido en el aire, atravesando un círculo de fuego” (Neuman 2014c: 128). Asimismo, el rompecabezas se relaciona en esta ocasión con el descubrimiento de una sexualidad presente, futura, pues la caja le servirá a Andrés para esconder su “tesoro de pornografías” (Neuman 2014c: 128). De ahí que el rompecabezas se vincule directamente con la adolescencia de Andrés, con el cambio físico propio de la edad que le lleva a “aprovechar cualquier silencio en el pasillo” para tomar “la caja y enfilar el baño con un desmesurado aire de disimulo” (Neuman 2014c: 129). Al igual que en Bariloche, el protagonista permanece de alguna forma recluido, confinado, cuando inicia sus primeros contactos con los puzles. Además, en Una vez Argentina el rompecabezas marca la frontera entre la niñez y la adolescencia, subrayando al mismo tiempo cómo el personaje —como ocurre con Demetrio en Bariloche— debe “crecer de golpe” (Neuman 1999b: 99). Así, tras ver cómo su familia salda toda una vida en Buenos Aires,15 Andrés empieza a despedirse tratando de dejar atrás aquellas cosas de su infancia prescindibles para su nueva vida en España. Entre ellas se encuentra el rompecabezas del motociclista, que arroja por la ventana de su cuarto, observando “cómo la caja, con mis revistas prohibidas dentro, se precipitaba sobre el terreno baldío adyacente” (Neuman 2014c: 266). El protagonista se desprende así de su vida en Argentina, precipitando su pasado, pero también su presente. Al descubierto quedan, por tanto, los secretos

“Llegaban con cierto aire desconfiado, echaban un vistazo a nuestras cosas con más o menos interés, y después se marchaban” (Neuman 2016b: 259). 15 

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de una infancia que ahora se rompe y se muda a otro lugar. De esta forma, al igual que en Bariloche, el rompecabezas anticipa el desarraigo de Andrés, introduciendo el destino “kamikaze” (Neuman 2014c: 128) de quien ignora lo que le deparará el futuro, es decir, su nueva vida lejos del lugar de origen. 2.5. Epístolas de un naufragio en La vida en las ventanas 2.5.1. Net y el obstáculo ovidiano En la novela La vida en las ventanas (2002), el carácter mitológico de las heroínas de Ovidio16 queda reemplazado por el héroe anónimo del siglo xxi, Net. Esta obra, publicada por primera vez en Espasa Calpe en 2002, será revisada por Neuman y reeditada por Alfaguara en 2016. Una nueva edición que se torna reveladora en ciertos pasajes en relación a la actualización del lenguaje que desarrolla el escritor con respecto a lo tecnológico y a las construcciones de género, así como, sobre todo, a la reescritura del desarraigo del protagonista. Dos cuestiones que obligan a Neuman a enfrentarse a su texto primigenio desde un espacio y un tiempo muy distintos, pues no olvidemos que en 2015,17 además de ser ya un escritor consagrado en el campo literario español y latinoamericano, su narrativa se encuentra sumergida plenamente en la poética del viaje. Para el análisis de esta obra me basaré en la edición de 2016 y acudiré de manera puntual a la publicada inicialmente con el objetivo de hacer patentes algunos cambios significativos sobre la construcción identitaria de los personajes y, por ende, del escritor. Sobre todo, la figura del protagonista, Net, un alias que sin duda se convierte en el paradigma de una sociedad interconectada que no consigue concebir más respuesta que la inmediata. Net, como protagonista de la novela, representa así las paradojas Uno de los rasgos característicos de la Epistulae herodium o Heroidas de Ovidio es el obstáculo. Una obra en la que las diferentes heroínas mitológicas —Penélope, Ariadna, Medea, etcétera— sufren ante la ausencia o pérdida del personaje amado. 17  Al final de la edición de 2016 de la obra La vida en las ventanas, se incluye precisamente cuándo fue escrito y más adelante revisado el texto original para la edición de Alfaguara: “Granada, mayo de 2000-diciembre de 2021. Revisado, diciembre de 2015-enero de 2016” (Neuman 2016b: 198). 16 

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de un universo que, ampliamente comunicado, no logra escapar de una soledad moderna pero ancestral. De este modo, Net, fiel a su nombre, trata de desplazarse a través de un vacío inquieto como es el de Internet: “Avanzada la tarde, toma un brillo de pantalla. Nadar en la piscina se parece bastante a navegar por la red. Es silencioso. Es fresco. Es fácil sumergirse. Y muy fácil ahogarse” (Neuman 2016b: 11). La agitada calma de la Red se confunde así entre lo real y lo virtual, entre lo exterior y lo interior, quedando personificada a través de las epístolas del siglo xxi: los correos electrónicos. Esa será la forma que elija Net, estudiante de letras, desidioso y apocado, para comunicarse con su destinataria, Marina, una antigua novia a quien irá copiando y pegando sus recuerdos y vivencias en la pantalla del ordenador: “Fin del archivo: lo copio y pego tal cual. ¿Lo malo, si breve, mitad de malo?” (Neuman 2016b: 16). Un protagonista que convive en el seno de una familia desestructurada, compuesta por un padre estricto, ausente y enamorado de su hija, Paula: “No sé si recuerdas cómo es mi hermana. En la época en que nos veíamos, mi padre no tenía que desviar la vista de su escote para mirarla a los ojos”; una madre frustrada y vehemente: “Para hundirse, mi madre no precisa la colaboración de nadie” (Neuman 2016b: 14), y una hermana en plena adolescencia: “Últimamente no dice nada, desaparece con sus amigos de las motos y vuelve de madrugada con olor a marihuana en el pelo” (Neuman 2016b: 15). El texto desvela así de modo fragmentario el conflicto interior de su protagonista, quien, afligido por la pérdida de Marina, no obtiene más respuesta que el silencio. El pasado y la memoria emergen como punto de partida de una historia almacenada de recuerdos, en algunos casos fáciles de borrar y, en otras ocasiones, como ocurre con Marina, indelebles al paso del tiempo, acompañando a Net de manera persistente e incluso obsesiva: “Diez o doce años después, te escribo a ti sin tinta en un PC color amianto, y me masturbo menos. También hay menos chicas en la lista. De hecho, hay sólo un nombre, que yo sepa” (Neuman 2016b: 25). De este modo, al principio de la novela, Marina llega a mudarse para Net en un ser “invisible” (Neuman 2016b: 39), o “callad[o]” (Neuman 2002: 39), según la primera edición de la obra, condición que, por otra parte, no señala la inexistencia del interlocutor, sino la incapacidad del emisor por percibir, ya sea a través de la vista o del oído, su presencia: “Mi invisible: Quizás

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al leer alguno de mis mensajes se te ocurra llamarme. En ese caso, la mejor hora sería esta: muy tarde. No te preocupes por los demás” (Neuman 2016b: 39). Este pasaje ilustra, además, la actualización del lenguaje que acomete Neuman en la revisión de la obra con respecto a lo tecnológico. Así, en la versión original del texto, la voz del protagonista añade al inicio de este capítulo: “¿Y si te comunicaras conmigo a través de un ordenador con cámara de video? Dijiste que no querías verme, pero no mencionaste nada acerca de que yo te viese a ti” (Neuman 2002: 39). La eliminación de este fragmento consigue así evitar el anacronismo que hubiera supuesto narrar con asombro y, por tanto, leer, la “existencia de un ordenador con cámara de video” en el epílogo de la segunda década del milenio. Al mismo tiempo, esta ausencia atenúa y matiza el efecto del desarraigo ocasionado por lo tecnológico criticado por Heidegger, ya que el protagonista, a pesar de la improbable respuesta del destinatario, aún conserva la esperanza de persuadir a Marina, de hacerla de algún modo regresar. Esta esperanza se disipa rápidamente cuando, tras confirmarse el mutismo de su interlocutora, esta se transmuta en la “imposible Marina” (Neuman 2016b: 108) y revela, en consecuencia, su condición ideal, irrealizable. Será así el propio protagonista quien, ante la imposibilidad de la comunicación, emprenda desesperado su búsqueda: “Después de mi último correo, he estado buscándote. Necesitaba saber que eres algo más que el eco blanco que devuelven mis cartas” (Neuman 2016b: 108). Hasta ese momento, Marina encarna el papel de una interlocutora conocida, pasiva e indiferente, ante la cual Net descarga de forma rutinaria sus pensamientos como si de archivos de ordenador se tratasen. Eso sí, archivos de muy distinta naturaleza, que van desde lo banal “La otra noche, en el bar de Xavi, iba completamente borracho” (Neuman 2016b: 22), a lo trascendental: “A veces tengo la impresión de que no tengo vida. O de que, comparada con la vida de los demás, la mía es irreal, indiferente” (Neuman 2016b: 66), o incluso lo melancólico: “Conservo todas las cartas que te he escrito, de la primera a la última” (Neuman 2016b: 196). En todos los casos, no obstante, Marina queda definida como el destinatario anónimo de una narración con intenciones comunicativas. Una situación que hace que Net llegue a cuestionarse su propia existencia, afectado por un silencio cada vez más incómodo: “¿Dónde estás, Marina? [...] ¿O ya eres solamente un personaje de la memoria, un espejismo que nombro para poder hablarle?” (Neuman 2016b: 108).

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La realidad de su interlocutora queda así puesta en entredicho a la luz de las palabras del protagonista. La presencia de Marina, además, no le permite continuar con su vida más allá de las ventanas del ordenador. Las otras, las que constituyen la realidad del afuera, se transforman en un asunto fútil ante el conflicto interior que sufre el protagonista, afectado por un desarraigo que cercena los lazos con su entorno. El inminente naufragio de Net avanza así al mismo tiempo que se demuestra el fracaso de la comunicación, el cual se escenifica conforme se desarrolla la novela y Marina se va desvaneciendo y perdiendo su materialidad. Este proceso resurge la figura de Net como antihéroe del siglo xxi, un antihéroe asocial, impasible, que trata de prosperar en el vacío de la Red, en la ficción de Marina. Un espacio etéreo que le lleva, en consecuencia, a cuestionarse la existencia de su interlocutor: “Si ahora fueras real, cuántas cosas podríamos contarnos. Esto no es más que el correo de un náufrago. Me voy a navegar un rato, como dicen que hacen los marinos cuando quieren olvidar” (Neuman 2016b: 108). El protagonista sufre, por tanto, un proceso de consciencia casi definitivo. Igualmente, Marina enlaza con un espacio, el pasado, que Net todavía reconoce como real. Un pretérito que desvela el origen de Marina, el comienzo de una obsesión integrada por unas coordenadas geográficas concretas: Londres. Ese será el lugar, la ciudad que desencadene la historia, la ficción, la memoria: “He pensado muchas veces, Marina, en nuestro viaje a Londres. El último. El primero. Nunca habíamos pasado tanto tiempo juntos en la misma habitación. La recuerdo tan lejana como si la inventase” (Neuman 2016b: 153). Asimismo, la soledad del protagonista, que parece estar ahí desde el principio, se disipa lentamente conforme Marina, es decir, la receptora de los correos, va perdiendo su materialidad. Esta pérdida se desarrolla de forma paralela al proceso de consciencia que sufre Net, el cual le permite distanciarse de forma paulatina de las ventanas del ordenador: “En primer lugar, disculpas. Había prometido escribirte enseguida. Y, ya ves, he tardado una semana. No sé si me he vuelto perezoso para escribir, o qué” (Neuman 2016b: 125). Por otro lado, entre los escasos lugares que logran que Net se aleje del espacio interior de su habitación está el bar de Xavi, excompañero de facultad. Así, este espacio se cristaliza para Net como “el único refugio” (Neuman 2016b: 41) más allá de su habitación. Ese “lugar inevitable” (Neuman

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2016b: 41) donde las soledades se comparten temporalmente y en el cual es posible, incluso, el encuentro esporádico con algunas chicas, tal y como se refleja en el siguiente pasaje de la obra: Salgo un rato al bar de Xavi. Al fin y al cabo, estoy en deuda con él. Le debo hasta el apodo. Ya sabes que empezó a llamarme así en la Facultad, por mi adicción a Internet y al correo electrónico. A nuestros compañeros les hizo gracia, y hoy casi nadie sabe cómo me llamo. (Neuman 2016b: 16)

Este emplazamiento será igualmente testigo no solo de la decadencia del protagonista, sino también de la de su amigo Xavi, un antiguo “monje del estudio”, un “alumno modélico”, que decide cambiar “las aguas revueltas de la Universidad” para ahogarse en un “mar del alcohol” (Neuman 2016b: 27). No obstante, el avance a los infiernos de Xavi se construye a partir de la perversión del mundo exterior del personaje, un espacio marcado por las “sustancias que consume” (Neuman 2016b: 104) y que también vende, hecho que llega a sorprender al propio Net: “Supuse que era el tipo que le vendía las pastillas y todo lo demás que él suele consumir. Pero estaba equivocado: en realidad se las pasa para que él las venda entre la clientela del bar” (Neuman 2016b: 146). También Net será invitado a asistir a este averno cuando, ignorando los negocios de su amigo, el protagonista decide acompañarlo a uno de los polígonos industriales de la innominada ciudad. Allí, tras una discusión con otros traficantes, será Net quien decida romper la relación de manera casi definitiva, como se muestra en este fragmento de la obra: Cuando las cosas se pusieron feas, Xavi me lanzó una mirada que no entendí del todo y luego le advirtió de que yo iba armado. Corrió un segundo de silencio helador por la nave. Imaginé que los otros dos sacaban sus pistolas y nos freían a tiros. (Neuman 2016b: 147)

Tras esta ruptura se desvelará en la obra, de forma fortuita, el desconocimiento de los sentimientos de su amigo por parte del protagonista. Un secreto, por tanto, que no se conforma como tal en la trama hasta el final de la novela. El enigma permanece oculto, convirtiéndose en una subtrama que emerge, súbitamente, a través de la correspondencia mantenida por Xavi y Paula, hermana de Net. De esta forma, a partir de los correos que ambos per-

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sonajes intercambian y que Net halla por casualidad, el protagonista descubre que Xavi está enamorado de él. Este secreto se revela a través de la única correspondencia fructífera de la novela, la cual no tiene en el protagonista a uno de sus interlocutores, como se refleja en el siguiente fragmento de la obra donde Xavi reconoce a Paula estar enamorado de Net: Hubo una unión distinta entre él y yo, algo instantáneo desde los primeros días de clase en la facultad […] yo no llevaba demasiado tiempo en la ciudad, me pregunto si alguna vez él te lo habrá contado, o aquella otra noche del ácido y más tarde en su dormitorio, él pidiéndome por favor que lo acostara, que lo ayudara a desvestirse, ¿cómo querías que me quedara cruzado de brazos y no me apretara fuerte contra su espalda? (Neuman 2016b: 182)

Por otro lado, será en la puerta de un bar donde Net conozca a Cintia, personaje a partir del que se revela la inexperiencia del protagonista en su relación con otros interlocutores. Este hecho se hará patente en los inhábiles intentos por acercarse a ella, los cuales se mudan simulacros de comunicación, pequeños ensayos motivados por la timidez del protagonista: “Yo trataba de pensar acotaciones brillantes y no se me ocurría ninguna. O, cuando se me ocurría alguna, ya no venía al caso. Reconozco que el Guapo era una máquina de hacer reír a Cintia” (Neuman 2016b: 49). No obstante, y de forma paradójica, será un error en la comunicación el responsable de propiciar el definitivo encuentro entre Cintia y Net. De este modo, el protagonista, aterrorizado por la idea de otro desafortunado acercamiento, decide enviarle un ramo de rosas que, erróneamente, Cintia pensará que le ha enviado su antiguo novio, generando así una confusión que tendrá consecuencias positivas para Net: Al día siguiente de recibir aquel estúpido ramo, testimonio de alguien que lo único que tiene para ofrecer son lugares comunes, ella había llamado al zopenco de Gustavo para romper con él definitivamente. Ni siquiera le mencionó las rosas, me explicó. Hay cosas que es mejor no molestarse en decir. (Neuman 2016b: 101)

Será Cintia, por último, el principal motivo por el que Net vaya distanciándose de las ventanas del ordenador, aunque no del miedo y el desamparo.

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Este personaje encarna en la novela la nueva obsesión del protagonista, que consigue además intensificar su contacto con el mundo exterior. Un espacio del que ahora parece disfrutar paseando por las calles de la innominada ciudad. Sin embargo, esta relación no frenará las tentativas de protagonista por contactar con Marina, impidiendo que supere el desarraigo de manera definitiva, pues aún conserva la esperanza de obtener una respuesta. 2.5.2. El esperpento de las ventanas La palabra esperpento, según la Real Academia Española, en su tercera acepción, hace referencia a la obra del escritor gallego Ramón María del Valle-Inclán, a la que define así: Género literario creado por Ramón del Valle-Inclán, escritor español de la generación del 98, en el que se deforma la realidad, recargando sus rasgos grotescos, sometiendo a una elaboración muy personal el lenguaje coloquial y desgarrado. (Real Academia Española, en línea b)

Esta definición, sin embargo, no encuentra tal consenso en el mundo académico. Para Zamora Vicente, por ejemplo, atendiendo a sus rasgos literarios, el esperpento se asimila al carácter disparatado de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna (Zamora Vicente 2002). En el caso que nos ocupa, es decir, La vida en las ventanas, me interesa abordar la noción de esperpento desde una doble perspectiva, primero como una “estética original” y, segundo, como “una particular visión del mundo” (Polák 2011: 11). Esta doble perspectiva nos permitirá atender a las características particulares de una obra que simboliza la ventana —del ordenador y de la realidad— como metáfora del universo del protagonista. Un universo que guarda claros paralelismos con el simbolismo de los espejos cóncavos de Luces de bohemia (1920), de Valle-Inclán. Asimismo, me gustaría entender la ventana aquí en tres sentidos: primero, como espacio liminal, en palabras de Turner: “Social zone situated betwixt and between powerful systems of meaning” (Alfayé y Rodríguez-Corral 2009: 107), un espacio, por tanto, albergador de una multitud de significados, en ocasiones contradictorios, que conecta dos espacios otros diferenciados. Esta liminalidad espacial nos permitirá analizar en este

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caso la visión del autor en relación al contexto social en el que se circunscribe la obra. En segundo lugar, como ventanas del ordenador, es decir, aquellas áreas visuales, habitualmente rectangulares, poseedoras de una interfaz de usuario, o, lo que es lo mismo, una superficie de contacto que logra la conexión entre la máquina y el individuo. Y, por último, la ventana como espacio biográfico que permite la conexión de ciertos elementos de la novela con la vida y obra del escritor. Atendiendo a la perspectiva estética, en primer lugar, el esperpento consiste en la “deformación sistemática de las normas clásicas, mediante la cual las imágenes más bellas se convierten en absurdas” (Polák 2011: 17). Esta deformación es mostrada en Luces de bohemia a partir de las confusas imágenes que proyectan los espejos cóncavos. De esta forma, cualquier realidad mirada al espejo acaba por obtener un reflejo desfigurado de su auténtico valor. La imagen original es modificada, por tanto, mediante el propio acto de la observación, tal y como sugiere el personaje de Max Estrella en la obra de Valle-Inclán: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada” (Valle-Inclán, 1993: 140). No obstante, Valle-Inclán no introduce el espejo exclusivamente en su sentido metafórico, sino también literalmente en la obra, dando buena cuenta de lo ridículo y lo grotesco de la sociedad de la época: Un café que prolongan empañados espejos. Mesas de mármol. Divanes rojos. El mostrador en el fondo, y detrás un vejete rubiales, destacado el busto sobre la diversa botillería. El Café tiene piano y violín. Las sombras y la música flotan en el vaho de humo, y en el lívido temblor de los arcos voltaicos. Los espejos multiplicadores están llenos de un interés folletinesco. En su fondo, con una geometría absurda, extravaga el Café. (Valle-Inclán 1993: 119)

Esta idea también la podemos advertir en La vida en las ventanas, por ejemplo, en uno de los escasos recorridos que el protagonista emprende por las calles de la ciudad innominada. Un camino que lleva a Net por los escaparates de varios comercios, que ya no están llenos, claro está, “de interés folletinesco” (Valle-Inclán 1993: 119), pero sí de esa geometría absurda de “pequeños objetos electrónicos que parecen discutir entre sí” (Neuman

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2016b: 36), al igual que de “una bandada de despertadores, relojes de péndulo y pulseras” (Neuman 2016b: 36-37). Con ello, la realidad, pese a la distancia temporal que separa ambas épocas, permanece deformada, esperpéntica. Las distorsiones de la sociedad del siglo xxi se dejan entrever a través del desarraigo proveniente de lo tecnológico, pero también partir de un capitalismo que se troca en “una interminable rebaja” (Neuman 2016b: 35). El capitalismo desarrolla así un espacio de consumo indiferenciable en donde el centro comercial encarna uno de sus símbolos incuestionables: “Después de curiosear aquí y allá entré a un centro comercial, que es la patria del que no sabe qué hacer” (Neuman 2016b: 35). El centro comercial se muda en un albergue fugaz para aquellos que, como Net, permanecen dominados por la abulia, por la desidia. Se trata, además, de un espacio que se extiende a través de toda la ciudad y confunde su propia identidad o, simplemente, la expande: “Al salir a la intemperie, tuve la sensación de que la calle era una prolongación del centro comercial. Sólo que ahora las camisas, los zapatos, los cosméticos, los bolsos, los teléfonos, los pantalones, se movían” (Neuman 2016b: 36). La geometría absurda de la sociedad también se muestra a partir de lo satírico. En una escena, Neuman, recurriendo a la prosopopeya, consigue que los objetos cobren vida. Una figura mediante la cual los productos, resultado del capitalismo, adquieren un valor humano y, por ende, impropio, deformado. Neuman descontextualiza así el valor de lo ordinario y le otorga de esta manera un carácter excéntrico, disparatado: Seguí caminando hasta que el paisaje varió y me topé con una reunión de maniquíes a punto de asistir a una boda. Uno de ellos, en un extremo de la pasarela y de excelente esmoquin lucía un cuello hueco, decapitado. Contemplé con atención su estampa, tan perfecta en su atuendo como en su mutilación. (Neuman 2016b: 37)

Precisamente esa mutilación, esa separación traumática de lo virtual, es la que opera cuando Net vaga por el universo fuera de la Red. Se trata de un mundo al que no está acostumbrado y cuyo poder de convocatoria es débil y esporádico. Así ocurre, por ejemplo, cuando el protagonista decide perseguir a Cintia por las calles de la ciudad y termina frente a otra de esas ventanas

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exteriores que forman parte de la fisonomía de cualquier urbe del siglo xxi: los escaparates. En estos escaparates, lo esperpéntico queda representado de forma literal a partir de unos cristales que expiden una imagen alterada de una realidad atravesada por lo inmaterial. La ciudad se trasforma así en una frágil proyección que se confunde con el anhelo del protagonista. La superficie del espejo solo consigue devolver los espectros del deseo, condenando a Net a conformarse con las sombras de lo verosímil, como se ilustra en el siguiente fragmento de la obra: En la pantalla del cristal, veo como mi reflejo se acerca al de ella y mi cara se detiene justo frente a la suya. Cuando ella se ladea un poco para examinar los libros del otro extremo, el reflejo de su cara queda enfrentado al mío, como si lo mirase de perfil. Entonces me desplazo unos centímetros y ahí, en la superficie del escaparate, toma forma un beso fantasmal. (Neuman 2016b: 75)

Por último, será el espacio liminal de la ventana el que descubra asimismo la cotidianidad del protagonista, al igual que la evolución de parte de sus conflictos interiores durante la novela. La ventana perfila, en consecuencia, la verosimilitud de la realidad cartesiana, mudándose en el eje de coordenadas desde donde visualizar el universo exterior. Se trata de un espacio fronterizo que supone para Net un punto de referencia esencial que lo orienta en su pequeño cosmos. Un mundo que describirá con detalle a Marina y lo guiará a través de su propio tablero de experiencias:18 “Un poco más abajo, tres ventanas a la derecha, como cada mañana, una madre acaba de corregir la suciedad de sus retoños” (Neuman 2016b: 191). Del mismo modo, el nuevo rumbo que toma la vida de Net, tras mudarse con Cintia a un apartamento de la innominada ciudad, se traza a partir de “ciertas noches de cristales turbios” (Neuman 2016b: 192). En esta ocasión, serán otras las ventanas, aunque no por ello este espacio liminal perderá su funcionalidad, mudándose en un punto de mira privilegiado, un prisma desde donde advertir los peligros que aloja el universo exterior. Esta idea de peligro recuerda así a la noción de metrópolis del miedo de Bauman, donde Un tablero de experiencias que recuerda al tablero de dirección que introduce Cortázar en su novela Rayuela (1963), a partir del cual presenta diversas propuestas de lectura de la novela. 18 

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las murallas —en este caso, las ventanas— se antojan insuficientes para acometer su objetivo: la protección. Igualmente, la ventana se transforma aquí en un espacio temporal. Con ello, su liminalidad no funciona únicamente como límite espacial entre dos espacios otros, uno exterior y otro interior, sino, al mismo tiempo, como línea temporal que logra la comparecencia simultánea de pasado y presente: Y, mientras espero el final del humo, de pronto siento que estoy a punto de ver algo que no debo, y es como si regresasen las sirenas que se oían desde mi casa, como si yo fuera parte de una persecución que ignoro o el cómplice casual de algo que no entiendo. Y ya puedo oír un frenazo, adelantarme al bullicio, intuir como dos policías bajan de un patrullero, como resuenan sus pasos, como retumban los timbres del edificio, y corro a abrir la puerta, bajo atropelladamente las escaleras para gritarles a los policías: Yo he estado allí y lo he visto, por una vez, lo he visto todo. (Neuman 2016b: 192)

En consecuencia, Net se desvincula poco a poco del mundo virtual y comienza a conectarse con la realidad que surge más allá de la ventana. Este cambio le permite ser testigo de un espacio hasta entonces fútil. Asimismo, esta frontera consigue desvelar otras facetas desconocidas de los personajes. La ventana se convierte, con ello, en un catalizador de la realidad. Es lo que ocurre con la madre de Net, cuyo enigmático cambio de actitud será descubierto al final de la novela gracias al espacio de la ventana: Fui hacia la ventana del balcón y me quedé observando la calle. No tardó mucho en aparecer, cruzando deprisa hacia la acera de enfrente, la espalda de mi madre. La seguí entre geranios. Puede ver cómo, al llegar a la esquina ella se echaba en brazos de un hombre gordo y alto que esperaba con las manos hundidas en los bolsillos. (Neuman 2016b: 194)

En segundo lugar, la ventana, como área visual que surge en el marco de la pantalla del ordenador, juega un destacado rol en la novela. Así, estas ventanas conectan directamente con el universo virtual. Nos referimos, por tanto, a un espacio que posee una jerga propia (Crystal 2017: 86), un léxico particular que pertenece exclusivamente al mundo de Internet. De hecho, tal y como sostiene Crystal, existen numerosas palabras que son empleadas

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como etiquetas para nombrar determinadas áreas o usar ciertos tipos de comandos, como archivo, editar, buscar, refrescar, dirección, guardar, abrir, cerrar, seleccionar, etcétera (Crystal 2017: 86). En La vida en las ventanas, estos términos se presentan de forma habitual, construyendo una semántica propia que se vincula no solo con el contenido de la novela, sino con el lenguaje que la Red lleva aparejado. Es el caso del término archivo, cuyo significado en el texto se relaciona con la palabra memoria, concretamente, con la posibilidad de evocar y, al mismo tiempo, conservar esos recuerdos. Un proceso que afecta de forma directa al protagonista, pues su memoria, aunque a priori distinta a la de la máquina, se enfrenta a problemas similares. Las dos, tal y como expone Net en uno de sus correos, están en peligro de desaparecer, de borrar todos sus recuerdos archivados sin apenas dificultad. Neuman vuelve aquí a presentar la dicotomía recuerdo versus olvido, presencia versus ausencia, generando confusión y haciendo ver cómo, a pesar de su naturaleza disímil, ambas memorias mantienen numerosos lazos en común: Ya no pliego las páginas, sino que las archivo en un segundo. Igual que sé que están ahí todas juntas, comprimidas, disponibles, sé también que algún día podrían desaparecer en un imperceptible desplazamiento de energía. Nuestra memoria, en apariencia tan amplia, puede borrarse por azar sin que nos demos cuenta. (Neuman 2016b: 25-26)

Asimismo, ambas memorias —la del Net y la del ordenador— comparten su carácter mítico, es decir, su capacidad de invención como consecuencia de un proceso de reconstrucción y recuperación. De ahí que el protagonista decida exhortar a Marina: “Si por casualidad esta semana me escribiste unas líneas te ruego que me las reenvíes. Y sino guardas el mensaje, inventa otro. Las cartas más sinceras son las que se reescriben” (Neuman 2016b: 52). Con ello, Neuman, a través del personaje de Net, señala cómo la única forma de abordar la memoria, el pretérito, es a través de la ficción. Un fragmento que vuelve a poner de relieve el importante papel de la literatura en la producción de las distintas memorias culturales. De esta manera, los textos literarios —en este caso, correos electrónicos— recogen a través de sus diversas formas de narración los recuerdos del pasado. Los e-mails se mudan así en un acto de

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memoria mediante el cual cada texto se graba en un emplazamiento virtual impreciso. Otro de los comandos que mejor ilustra la soledad del protagonista es el término buscar. Una palabra que subraya su aislamiento tanto en el mundo exterior como en el virtual. Es decir, en esa esfera que Net construye como muro protector a partir del marco de la pantalla. Así, aunque a priori, tal y como sostiene Carrera (2016), tan solo la existencia digital de la relación entre Net y Marina parece posible, esta tampoco queda acreditada. El mundo virtual no consigue ofrecerle al protagonista la prueba de que esa relación tuvo lugar en algún momento del pasado. La búsqueda, por tanto, fracasa y atestigua el carácter ficcional de Marina. Por otra parte, dentro de esta jerga de la Red (Crystal 2017) hallamos un importante grupo de términos que se vinculan con el no funcionamiento de alguno de los servicios de nuestra computadora, lo que supone la aparición de determinadas advertencias: no encontrado, error, prohibido. Estos errores también se manifiestan en La vida en las ventanas a través de la figura del propio Net, quien, recordemos, tiene en la Red una extensión más de su identidad como sujeto: “He estado unos días desconectado por culpa de nuestra compañía telefónica, que es con toda justicia la más barata del mercado. Hoy vuelvo a funcionar” (Neuman 2016b: 51-52). Con ello, se hace patente la confusión de Net con la propia máquina, a la cual llega a usurpar simbólicamente su identidad. El protagonista se personifica así como la conexión, como el elemento capaz de arreglar, hacer funcionar o romper los lazos entre el mundo virtual y el real. Asimismo, Net parece asumir el papel de la ventana, encarnando ese espacio liminal que conecta esos dos universos a priori contradictorios. De este modo, el protagonista se transforma en una pasarela entre la esfera virtual y la real, acentuando sus puntos en común. Estos errores de conexión se presentan, además, en otros dispositivos y generan, paradójicamente, fallos de comunicación que favorecen la reclusión del protagonista. Su dependencia hacia las ventanas del ordenador oprime así su estado de ánimo, consumiendo sus energías y su tiempo y, de forma simultánea, atrapándolo en una realidad ante la cual solo consigue repetir esquemas de interpretación. Sin duda, otro de los temas que plantea la novela en relación a las ventanas del ordenador es el del anonimato. Es decir, ¿qué relación existe entre el

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pretendido anonimato que ofrece la Red y la noción de identidad?19 En La vida en las ventanas, el binomio identidad-anonimato es introducido desde el inicio. En primer lugar, a través del seudónimo del protagonista, Net, cuyo apodo oculta su verdadero nombre, su auténtica identidad, y elimina, por tanto, su valor humano, al tiempo que cosifica su utilidad como espacio de conexión. En segundo lugar, a través del chat, un espacio que posibilita a Net conversar “durante horas con desconocidas” (Neuman 2016b: 56) y establece una interlocución virtual que minimiza los riesgos y consigue, simultáneamente, el mostrarse tal y como es, o, al menos, como le gustaría ser. Así, el chat, como “esa variante reactualizada de la máscara” (Carrera 2016: 3), logra mudarse en un salvavidas transitorio de la abulia: “En el chat todos tienen un nombre distinto al suyo y los deseos diferentes de los que declararían en su propio nombre. En esas comunicaciones yo tampoco uso mi nombre habitual” (Neuman 2016b: 56). Por otro lado, la naturaleza anónima de las sociedades del siglo xxi se refleja en la condición innominada de la ciudad donde se desarrolla la acción de la novela. La ausencia de un nombre que particularice este espacio es significativa y representa de esta manera el carácter impersonal de la metrópolis. En consecuencia, esta referencia a la urbe como “la ciudad” critica los rasgos de un espacio cuya geografía no parece aportar ningún valor añadido, acentuando su falta de originalidad, al tiempo que confirma la existencia de un patrón, de un proceso de producción que tiene en la réplica su principal cometido. No obstante, a pesar de esta imprecisión, en una segunda lectura de la obra podemos deducir cómo la novela conecta con uno de los lugares biográficos del autor, la ciudad de Granada: “Caminábamos por unas callejuelas que se tambaleaban. Torcimos hacia la Gran Vía” (Neuman 2016b: 89). Este pasaje y este recorrido se transforman asimismo en una prueba más del proceso de revisión de la obra. En concreto, de ese nuevo espacio y Zygmunt Bauman sostiene que “es poco aconsejable echarle la culpa a los aparatos electrónicos, como a los grupos de chateo de internet o a las ‘redes’ de los teléfonos móviles, por este estado de cosas. Es más bien al revés: porque nos vemos eternamente obligados a dar nuevos giros y a moldear nuestras identidades, y porque no se nos permite ceñirnos a una identidad por mucho que lo deseemos, esos instrumentos electrónicos nos vienen bien, de ahí que hayan encontrado millones de adeptos entusiastas” (Bauman 2005: 188-189). 19 

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esa nueva poética del viaje que en 2015 domina ya la narrativa del escritor y desde la cual este afronta la reescritura del desarraigo del protagonista. Así, en la primera versión de la obra, Net, junto a Xavi, no camina por la existente Gran Vía de Granada, sino por el ficticio pasaje de los Grises, para, a continuación, “[llegar a torcer] a la avenida del Norte” (Neuman 2002: 89). Lo mismo ocurrirá con las originales, pero imaginarias, Vía Cuarta y la Vuelta del General (Neuman 2002: 76), que en la segunda edición de Alfaguara se trasmutarán en la real Gran Vía y, por otro lado, en la irónica Reyes Godos (por la existente Reyes Católicos) (Neuman 2016b: 74). Se trata, sin embargo, de un aspecto difícil de advertir, pues Neuman juega en el texto con la topografía de la ciudad, modificando parcialmente el nombre de ciertas calles y avenidas, al tiempo que perfila con ello nuevos lugares desde la ficción. Es el caso de la plaza de los Campos, que el autor bautiza como Plaza del Campo (Neuman 2016b: 90). En otros pasajes, sin embargo, el nombre es genuinamente ficcional, como ocurre con la Avenida del General (Neuman 2016b: 36), el Paseo Real (Neuman 2016b: 76) o la Rotonda España (Neuman 2016b: 91). Por último, en algunas ocasiones, atendiendo a los influjos de tipo postmoderno, se entremezclan en el texto lugares entre lo real y lo ficcional, generando un mapa de la ciudad que tan solo es factible en la realidad del texto: Me vuelvo velozmente y cruzo corriendo la calle. Cintia comienza a andar de nuevo. Desde la acera opuesta, camino, camino al mismo ritmo. Disfruto paseando juntos aunque ella no lo sepa. Recorremos la Avenida de Castilla, y luego el Paseo Real hasta Fuente Nueva. Veo que entra en un café. (Neuman 2016b: 75-76)

En tercer y último lugar, me gustaría referirme a la ventana como espacio que facilita la introducción de lo biográfico en la novela. Para ello, según señala Kaplan, debemos tener en cuenta que “the window can coordinate the external world of places with the internal world of thought and feelings” (Kaplan 2002: 162). En el caso español, como refiere Fernández (2007), hay que destacar la incorporación de la ventana en la literatura autobiográfica contemporánea, que se deja ver, por ejemplo, en obras como Memorias de un seten-

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tón (1880), de Mesonero de Romanos; La arboleda perdida (1942), de Rafael Alberti; o El cuarto de atrás (1978), de Carmen Martín Gaite. En todas ellas, según argumenta Fernández, la ventana actúa “como trabajo de la memoria sobre el propio pasado al que se asoma el autobiógrafo y, por otro, como respuesta ética, o como performance ante y para el otro” (Fernández 2007: 189). No obstante, en La vida en las ventanas, no abordaremos lo autobiográfico en un sentido estricto, en correspondencia únicamente con la biografía del escritor, sino más bien en relación a su obra de autoficción Una vez Argentina. Así, por ejemplo, el elemento autobiográfico más notorio de la novela es la aparición del propio escritor a través de su alter ego Andrés: Andrés, el argentino pedante de la Facultad que no nos caía nada bien, ese tomaba mate todo el día. A veces intercambiábamos libros. A Xavi tampoco le inspiraba demasiada confianza. Según él, su comportamiento era tan sospechoso como un porteño conductista. (Neuman 2016b: 23)

Esta aparición se vuelve a repetir casi al final del texto, cuando Andrés, “el argentino pedante que no nos caía nada bien” (Neuman 2016b: 165), coincide con el protagonista y con Cintia al visitar el apartamento al que finalmente se mudarán. En este caso, además, el texto desvela ciertos detalles que conectan al personaje con la experiencia investigadora del escritor: “Ahora escribe una tesis sobre narrativa argentina y, muy redundantemente, le está dando un enfoque político” (Neuman 2016b: 165-166). Un hecho que vincula al personaje con la figura del propio Neuman, quien comenzó sus estudios de doctorado en literatura en la Universidad de Granada con una tesis cuyo título rezaba El cuento argentino de la postdictadura. Otro aspecto interesante es el autorretrato que elabora el propio autor a través de la descripción del protagonista. Este será el único que Neuman incluye en toda su obra publicada hasta la fecha, más allá, eso sí, de su inclusión como personaje protagonista en otros textos como Una vez Argentina y el relato “Las víctimas”, de su libro de cuentos El último minuto. Se trata, por tanto, de la única ocasión en la que el escritor se descubre ante el espejo. Delgadez tensa. Estatura tirando a corta (aunque de esto no estoy del todo seguro: ¿no creemos ser siempre más altos que los otros?). Cabeza tan grande

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como su labia. Sonrisa veloz, un tanto defensiva. Mentón ligeramente erguido. Barba entre bohemia y calculada. Cierta firmeza suave, cierta amabilidad irónica. (Neuman 2016b: 166)

Por último, uno de los episodios de la novela que se relacionan de manera directa con la autoficción Una vez Argentina es el de Fernando, “el compañero al que todos admirábamos en la escuela” (Neuman 2016b: 128). Un compañero “fuerte y callado” de aspecto “invencible”, con el que Net acostumbraba a jugar en su casa los fines de semana y cuya valentía era demostrada cada vez que este último decidía “treparse al techo de la chapa del cobertizo, saltar al jardín de los vecinos y robar naranjas” (Neuman 2016b: 128). Entonces, como era habitual, según relata Net, Fernando “me gritaba riéndose: ¡Cagado!” (Neuman 2016b: 129). Este episodio tendrá un fatídico desenlace, puesto que, en una de las vigorosas subidas al cobertizo, “la chapa cedió imprevisiblemente y su cabeza se estrelló contra el suelo de cemento”, suponiendo para el protagonista “la primera muerte de la que tuve consciencia” (Neuman 2016b: 129). En Una vez Argentina este pasaje también se incluye coincidiendo de manera sustancial con el fragmento de La vida en las ventanas. Neuman tan solo introduce pequeñas modificaciones que no afectan de manera significativa al argumento. Una de estas escasas distinciones es la del nombre del personaje protagonista, que en Una vez Argentina pasa a llamarse Fernando y no Fernández. También es mayor el grado de precisión del espacio, refiriéndose a una “casa en las afueras, que quedaba cerca de Luján” (Neuman 2014c: 191). Por otro lado, en Una vez Argentina la acción transcurre en la provincia de Buenos Aires y no en algunas de las imprecisas viviendas de la ciudad sin nombre que surge en La vida en las ventanas. Además, una distinción interesante que enlaza con la experiencia de doble orilla de Neuman es la adaptación dialectal que el autor presenta en el término “cagado” (Neuman 2016b: 129), que aparece en La vida en las ventanas, respecto al término “cagón” (Neuman 2014c: 191), que se presenta en Una vez Argentina, lo que subraya de esta manera las diferencias entre el español peninsular y el español argentino. La inclusión de este episodio en ambas obras revela así el marcado carácter autobiográfico y cuestiona la fragilidad

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de las fronteras erigidas entre lo real y lo ficticio. Con ello, más allá de Bariloche, este pasaje se convierte en un buen ejemplo de la conjugación de las dos identidades del escritor, quien consigue acomodar la trama a dos espacios textuales particularizados como son Una vez Argentina y La vida en las ventanas. Otro aspecto interesante de este último fragmento con respecto a la novela La vida en las ventanas se advierte al comparar las dos versiones de la obra. Así, en la primera edición, el término que emplea Neuman para adjetivar la supuesta cobardía del personaje Fernando es “maricón” (Neuman 2002: 128) y no “cagado” (Neuman 2016b: 129). Una palabra que, por tanto, conlleva connotaciones fundamentales. Con esta reescritura, aunque mínima, el autor se ajusta a las construcciones de identidad de género contemporáneas, al mismo tiempo que huye del sentido peyorativo del término y, en definitiva, de las representaciones estereotipadas atribuidas a hombres y mujeres. En consecuencia, podemos decir que Neuman se autocensura y se actualiza. Este aspecto también se cristaliza en otros pasajes de la novela, por ejemplo, en la sustitución de la expresión “la sensibilidad femenina” (Neuman 2002: 65) por “la otredad femenina” (Neuman 2016b: 65); o cuando el autor decide suprimir un fragmento de la primera edición en la que Net observa y describe a un grupo de jóvenes disfrazadas en carnaval: Ninguno tenía cara. No se veía a nadie que no fuera disfrazado. Las niñas, con especial esmero, se habían apretado en sus trajes y habían salido dispuestas a seducirnos fingiendo que no. Estaban vulgares, espléndidas. (Neuman 2002: 50)

Esta reescritura atendiendo a la perspectiva de género se vincula así con la segunda etapa en la narrativa neumaniana y con una poética del viaje a partir de la cual el escritor busca deconstruir los estereotipos tanto femeninos como masculinos, como veremos en el tercer capítulo de este trabajo a través de personajes como Sophie, en El viajero del siglo (2009), Elena, en Hablar solos (2012), y, sobre todo, a través de las diferentes voces femeninas de la novela Fractura (2018). También, a través de sus relatos cortos, como demuestra su texto “Alumbramiento” (2006), de su libro de cuentos homónimo, en el que un hombre en la habitación de un sanatorio tratará de dar a luz a otro hombre.

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2.5.3. Personajes esperpénticos La influencia de Luces de bohemia, de Ramón María del Valle-Inclán, es también notoria en la construcción de los personajes que componen La vida en las ventanas. Es el caso de la figura de Xavi, que encuentra en el espacio del bar no solo un refugio ocasional —como sucede con Net—, sino un lugar de pertenencia, un hogar en el cual “tiene la ocasión de sentar cátedra” (Neuman 2016b: 27) y donde los clientes, de manera alegórica, se transforman en improvisados alumnos. Además, estos clientes mudan en “cráneos privilegiados”, algo que sucede cuando Xavi, embriagado, comienza a “emular a Max Estrella” (Neuman 2016b: 40), en una clara referencia a Luces de bohemia. Esta obra de teatro de Valle-Inclán supone así un importante descodificador no solo para entender alguno de los pasajes clave de La vida en las ventanas, sino, al mismo tiempo, para pensar la noción de identidad que subyace en un texto que parte de una realidad intencionadamente distorsionada. En el caso de Xavi, el personaje guarda además evidentes paralelismos con el propio Max Estrella, al que trata de parodiar. Su carácter desmesurado e histriónico o su lenguaje agresivo y mordaz son prueba de ello, tal y como escribe Net en una de sus correos: “Y era, todo él, una parodia literaria, andante. ¡Derrotemos a los cancilleres del análisis!, nos arengaba (plagiando a Laforgue, como descubrí más tarde). ¡La técnica es la letra, no la carne de las palabras!” (Neuman 2016b: 62). Otra de las similitudes es la capacidad que ambos poseen, a pesar de los obstáculos, para rebelarse ante la realidad que les rodea. En Max Estrella, por ejemplo, la ceguera no le impide advertir la injusticia a la que es sometido el pueblo español de la época. Por su parte, las injusticias a las que se enfrenta Xavi se dirigen hacia un ámbito bien distinto y particularizado. Asimismo, el óbice —fruto de la propia jerarquía universitaria— emana de la configuración del sistema, lo que conduce a Xavi, pese a puntuales revoluciones, a desertar de la universidad: Podía llegar a ofenderse seriamente si algún profesor biempensante afirmaba, por ejemplo, que los poetas malditos representan el fracaso de la Ilustración ¡Eso es una infamia!, se exaltaba Xavi, ¡estiércol de manual! ¡Lautréamont creyó en el progreso, igual que Rimbaud! Era capaz de exclamar levantándose, como en una secuela de los poetas muertos (Neuman 2016b: 62).

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La incomprensión de sus coetáneos y de la sociedad en la que vive —como ocurre con Max Estrella y los poetas malditos a los que declara admirar— define e influye también el acontecer de Xavi a lo largo de la novela. Esta falta de comprensión provoca que el descenso hacia los infiernos del personaje se haga inevitable. No obstante, tal y como recalca Net, hay quienes le prestan atención “boquiabiertos” (Neuman 2016b: 62) y saben que es estando ebrio “cuando conviene escucharlo” (Neuman 2016b: 64). Un estado de embriaguez que comparte con el personaje de Luces de bohemia, cuya lucidez no parece ausentarse bajo los efectos del alcohol. Es difícil obviar, igualmente, la analogía que establece Neuman entre el personaje de Xavi y el grupo de escritores simbolistas conocidos como poetas malditos. Además de su ostensible rebeldía, o la indiferencia recibida por el resto de la sociedad, existe un rasgo que aproxima a Xavi a la biografía de alguno de los escritores de este grupo: su carácter libertino en el ámbito de la sexualidad. En primer lugar, con Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautrémont, poeta francés nacido en Montevideo en el año 1846, que se traslada a París a los treces años de edad, es decir, en plena adolescencia, etapa vital en la que también emigrará el escritor Andrés Neuman desde Argentina a España. Un dato trivial sino fuera porque la figura del escritor francés, de origen uruguayo, es asociada de manera sutil a la del propio Neuman, quien queda representado en el texto a través de su alter ego Andrés: ¿Tienes idea de si en el siglo diecinueve los poetas uruguayos tomaban mate? Xavi admite que lo ignora. Andrés, el argentino pedante de la Facultad que no nos caía bien, ese tomaba mate todo el día. A veces intercambiábamos libros. (Neuman 2016b: 23)

Por otro lado, el perfil libertino de Ducasse —cuya biografía estuvo marcada por sus fracasos sentimentales y su asiduidad a los prostíbulos— puede ser visto a través de la figura de Xavi. Este paralelismo se devela a partir de su faceta de “machista satisfecho” (Neuman 2016b: 65), fruto de una vida atormentada y afectada por la incomprensión. El ejemplo más claro de ello lo encontramos cuando Xavi decide despedir a una de las camareras que trabajan en el bar: “El Xavi que yo conocía hace unos años habría inventado

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alguna razón más digna para despedir a Marga. Ella le gusta. Él a ella, no. Y él se venga dejándola sin trabajo” (Neuman 2016b: 65). Esta actitud machista, criticada por el propio Net, sin embargo, esconde un aspecto del personaje que no se descubrirá a modo de epifanía, como ya hemos apuntado, hasta el final del libro: la atracción de Xavi por Net. Una dimensión que solo es posible advertir a partir de las contadas pistas que Neuman muestra con el paso de las páginas. Uno de los escasos pasajes de la novela en los que se muestran indicios de esta atracción ocurre en una de las noches que transcurren en el bar, cuando Xavi, al acercarse a Net, le susurra: “Te prohíbo que releas al Rimbaud. Después me rodeó el cuello con un brazo, me dio un beso en la mejilla y se perdió entre el humo” (Neuman 2016b: 138). Este irónico gesto de superioridad puede ser leído en términos biográficos si consideramos la relación que el propio Rimbaud tuvo con el también escritor y padrino literario Paul Verlaine. Dos vidas que se cruzaron más allá del ámbito intelectual, constituyendo, sin duda, una de las parejas literarias más atormentadas de la historia de la literatura.20 La prohibición de Xavi evoca así el carácter protector del propio Verlaine, quien, tras acoger a Rimbaud en el seno de su familia, acabó perturbado ante los continuos desaires del joven artista. Por tanto, esta actitud paternalista y autoritaria de Xavi representa así la figura del Verlaine enamorado, el cual no consigue poseer ni tampoco dominar a Net. 2.5.4. La escritura virtual como mutación de la identidad En realidad, ahora que lo pienso no hay novelas epistolares en la literatura argentina. Claro que eso se debe (para confirmar una de las teorías insinuadas en tu más bien melancólica carta bien recibida) a que en la Argentina no tuvimos siglo xviii. Piglia, Respiración Artificial

Esta reflexión, introducida por el personaje de Emilio Renzi en la obra de Ricardo Piglia, da buena cuenta del lugar que para la literatura argentina Conviene recordar aquí el episodio en el que Verlaine, tras la marcha de Rimbaud a Londres, trata de matarlo disparándole, un suceso que lo lleva a pasar dos años en la cárcel. 20 

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ocupa el género epistolar, del que Respiración artificial,21 sin embargo, se convierte en un texto excepcional dentro de una tradición nacional que ha marginado el cultivo de este subgénero de la novela. El género epistolar conserva lazos, como sostiene Spang, con otros subgéneros literarios que “pueden subsumirse bajo el concepto de ‘escritura autobiográfica’” (Spang 2000: 641). Se trata, por tanto, de textos en los que el narrador se muda en sujeto y objeto de la narración. Asimismo, un aspecto distintivo es sin duda el de la comunicación, que conlleva, además de su materialización a través de la carta como formato, la configuración de un narrador participante que se identifica con la primera persona. El género epistolar comparte con cualquier otro tipo de comunicación escrita el ser un sermo absentis ad absentem, o, lo que es lo mismo, el trocarse en un tipo de comunicación diferida, que implica un retardo en la ejecución. En consecuencia, entraña un aplazamiento en el tiempo y en el espacio. En este sentido, Guillén esgrime que “la carta es la conversación de los ausentes, la negación de ese pozo sin fin que es la ausencia, la voluntad de persistir y permanecer en el límite humano” (Guillén 1991: 36). Con ello, Guillén subraya la idea de aplazamiento que supone el propio acto de comunicación en el género epistolar. Emisor y destinario no se encuentran presentes, simultáneamente, durante el acto comunicativo. El proceso de escritura y lectura se desarrolla dentro de unas coordenadas espacio-temporales distintas, por lo que se produce un retraso espacial pero también temporal. En La vida en las ventanas, no obstante, este aplazamiento no se origina por dos motivos. Primero, por la ausencia de reciprocidad, es decir, la inexistencia de un intercambio de papeles entre el emisor y el receptor, de ahí que la obra adopte la forma de monólogo o diario íntimo. En segundo lugar, porque el correo electrónico, por sus características particulares como plataforma o medio de comunicación, supone una reducción del retardo temporal, aunque no espacial, lo que comprende una afectación del proceso de escritura. En este

Morima Márquez sostiene, sin embargo, que a finales del siglo xx y principios del xxi se produce una eclosión del mismo en Latinoamérica a través de obras como Querido Diego, te abraza Quiela, de Elena Poniatowska (1978); Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo (1995); La amigdalitis de Tarzán, de Alfredo Bryce Echenique (1998), y Ajena, de Antonio López Ortega (Márquez 2001: 76). 21 

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sentido, en La vida en las ventanas, debemos considerar la escritura desde el ámbito de la comunicación mediatizada por ordenador (CMO). Una CMO que, como escribe Cassany (2003: 2), ha permitido la aparición de nuevos géneros discursivos, entre los que hallamos el chat o el correo electrónico. Estos géneros discursivos han modificado de forma notoria los contextos y las prácticas sociales de comunicación conocidos hasta entonces. Una de estas prácticas sociales de comunicación más afectadas ha sido, sin duda, la de la identidad. Observamos, así, cómo en el espacio de la Red el individuo —usuario— construye una identidad electrónica, “una cara determinada (face, en el sentido de Goffman) para presentarse” (Cassany 2003: 3). Este apodo o nick posibilita “el somos lo que decimos” y escenifica así una carta de presentación que discrimina al individuo dentro de una determinada colectividad. Este aspecto se manifiesta de forma particular en la novela, ya que Net, como apodo, traspasa la frontera de lo virtual, configurándose como el apodo que permite al protagonista operar tanto en el espacio de la Red como en el exterior. Otra característica inherente a la CMO es la hipertextualidad. Un rasgo que no es exclusivo de la escritura electrónica y que comparece también en la escritura tradicional, analógica. De hecho, esta se manifiesta otorgándole tanto al lector como al escritor la posibilidad de “saltar adelante y atrás al procesar la prosa, releer y rescribir sus textos” (Cassany 2003: 4). No obstante, en la escritura analógica, a diferencia de la electrónica, “la organización del texto sigue siendo lineal, secuencial y unidireccional” (Cassany 2003: 4). En el caso de la literatura argentina, el más claro ejemplo de hipertextualidad lo encontramos en Rayuela, de Julio Cortázar, quien, a través de su original tablero de dirección, logra romper la linealidad propia del texto analógico: A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes. El primer libro se deja leer en la forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. (Cortázar 1963: 11)

En La vida en las ventanas esta hipertextualidad surge a partir de la figura del protagonista, quien representa la posibilidad de trazar distintos itinerarios de lectura y escritura. Así, el acto de lectura se presenta desde la perspec-

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tiva del lector como un acto de resistencia ante una autoridad dada, simbolizando su carácter rebelde y clandestino, lo que lleva a una transgresión de los caminos propuestos por el autor para su comprensión. Mi padre hacía bien en obligarme a leer, pero yo hacía bien en resistirme, no sé si me explico. La lectura necesita tener algo de furtivo: se lee mejor a escondidas, en contra de algo o de alguien. Solía deslizar el dedo por los lomos hasta que alguno me llamaba la atención por su color, su forma o el sonido del título. Entonces lo abría y leía el último párrafo. (Neuman 2016b: 43-44)

Desde la perspectiva del escritor, Net pone de relieve las particularidades del texto electrónico como un objeto versátil, que logra la inclusión de un mayor número de itinerarios, y, al mismo tiempo, abierto, consiguiendo introducir actualizaciones de manera casi permanente (Cassany 2003: 5). El proceso de reescritura parece alterarse, además, en relación al texto analógico, ya que este depende de los límites físicos que proporciona una pantalla del ordenador en la que no solo se expresa información de tipo lingüística, sino también visual y auditiva (Sorókina 2014: 13). Este último aspecto se puede advertir al final de cada correo en La vida en las ventanas mediante la inclusión textual de enlaces electrónicos incompletos, pero acompañados de pequeñas frases publicitarias.22 Un elemento que acerca la novela a la realidad textual de lo digital y la dota de una mayor verosimilitud. Asimismo, esta confluencia de formatos favorece la generación de nuevas rutas para el escritor y altera los significados de la reescritura: “Tardo horas en terminar mi carta, construyo lo que opino, me retracto, vuelvo a empezar de nuevo. Y en la pantalla la página parece siempre limpia, como si el tiempo no hubiera pasado más que para las pocas líneas que han permanecido” (Neuman 2016b: 68). Este proceso de reescritura digital es cotejado, además, con el tradicional mediante la figura de la máquina de escribir. Así, al inicio de la novela, el protagonista describe con nostalgia y detalle aquella “Olivetti de color turquesa”, “de cinta doble”, que le regaló su tío y en la que se “pasaba horas enteras cambiando del negro a rojo” (Neuman 2016b: 25). Un objeto que 22 

“http://www.? Conéctate con nosotros. Consigue tu e-mail gratis” (Neuman 2016b: 38).

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refleja sus primeros pasos como escritor, su precoz contacto con la escritura. La máquina de escribir se revela igualmente como un obstáculo para desarrollar el proceso de escritura, un óbice al que Net se enfrenta “con dos dedos torpísimos”, tratando de teclear “los nombres de las chicas que me gustaban” (Neuman 2016b: 25). Más adelante, casi al final de la obra, la máquina de escribir volverá a surgir en el texto de forma sorpresiva cuando Net abra las cajas de la mudanza. Allí, en el fondo de una ellas, se reencontrará con la Olivetti que “hacía media vida que no veía” (Neuman 2016b: 171) y que decidirá guardar “cuidadosamente embalada, en uno de los armarios” (Neuman 2016b: 172), alentando así su memoria, su pasado. Por otro lado, para continuar con las reflexiones que subyacen en La vida en las ventanas respecto a la relación que se establece entre escritor y lector, me gustaría considerar la distinción de lo que Pierre Lévy entiende por real y virtual. De este modo, para Lévy lo real es la presencia tangible de algo, es decir, su realización de tipo material, y lo virtual, la ausencia total de existencia. Según Lévy, “lo virtual no se opone a lo real sino a lo actual” (Lévy 1999: 13), en consecuencia, lo virtual alude a lo que es en potencia, mientras lo actual se refiere a lo que es en acto. Este autor lo ilustra de forma gráfica con el ejemplo del árbol: “El árbol está virtualmente presente en la semilla” (Lévy 1999: 10). Una metáfora que, en el caso que nos ocupa, podríamos parafrasear diciendo: la lectura está virtualmente presente en la escritura o, dicho de otra forma, todo escritor es un lector en potencia. Esta imagen toma forma en la novela a través de la figura de Net, quien, ante la ausencia de un destinatario activo, llega a convertirse en un escritor actual, pero, al mismo tiempo, en un lector en potencia. Esta idea, además, queda ratificada a partir de ciertos paratextos que Neuman incluye al principio de cada una de las tres partes en las que se divide la novela23 y que actúan a modo de presagio, anunciando el devenir futuro del protagonista, a la vez que sintetizan su virtualización, es decir, ese “desplazamiento del centro de gravedad ontológico del objeto considerado” (Lévy 1999: 19). En definitiva, un alejamiento que lleva al protagonista a transformarse de escritor en lector actual. Las tres partes en las que se divide la novela son “El correo del náufrago”, “El detective en jaque” y “La edad inmóvil”. 23 

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De esta forma, en la primera parte de La vida en las ventanas, titulada “El correo de un náufrago”, encontramos la siguiente frase: “Imposibilidad de sentir, estrategia del vacío”, de la obra La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo (1983), de Gilles Lipovetsky, la cual expone cómo en la actual modernidad el individuo renuncia a exhibir cualquier tipo de sentimentalismo, lo que genera así una incapacidad para sentir y, por tanto, una situación de aislamiento. Esta idea se vincula con la figura del propio Net, quien, ante la incapacidad de relacionarse con otras chicas —mostrando así sus verdaderos sentimientos—, se encierra en la esfera digital, concretamente en la escritura que le proporciona el vacío de la pantalla. En la segunda parte de la obra, titulada “El detective en jaque”, donde la exclusiva preocupación del protagonista parece ser descubrir por qué Marina no responde a sus correos, encontramos la siguiente cita de la obra Respiración artificial: La correspondencia es un género anacrónico, una herencia tardía del siglo xviii: los hombres que vivían en esa época todavía confiaban en la pura verdad de las palabras escritas. ¿Y nosotros? Sin embargo, te confieso que una de las ilusiones de mi vida es escribir alguna vez una novela hecha de cartas. (Piglia 2014: 22)

Se trata de un fragmento paradójico, ya que la novela de Neuman parece actuar, precisamente, como la actualización posible de un género epistolar desfasado, tal y como alude Piglia a través de su alter ego Emilio Renzi (Carrera 2016: 7). No obstante, más allá de esta crisis del género epistolar, es sin duda en la última parte de la obra donde se revela ese proceso de virtualización que genera en el protagonista un cambio de identidad; un desplazamiento que partiendo del rol de escritor lo hace llegar a la figura del lector. Esta virtualización se refleja en el paratexto que antecede a la tercera parte de la novela, que toma forma a través del cambio de ventanas en el mundo virtual: “Si desea ayuda para hacer algo dentro de Windows, haga clic en Ayuda… Para cambiar entre ventanas, haga clic en el botón que desee. Windows le proporciona diversas maneras de comunicarse con el resto del mundo” (Neuman 2016b: 187). Observamos, así, cómo Net termina convirtiéndose no solo en un escritor dislocado, sino también en un lector dislocado, es decir, un lector desarraigado

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de su lugar habitual, al que ya no es posible ubicar con facilidad. Este aspecto se relaciona asimismo con la naturaleza del propio espacio digital, con esa “separación del aquí y el ahora” (Lévy 1999: 13) o, lo que es lo mismo, con ese no estar ahí. Una idea impulsada por el propio proceso de desterritorialización de la actual modernidad, que tiene en la Red su mejor ejemplo. Esta situación pone de manifiesto el desafío de la actual virtualización, pues “somete al relato clásico a una dura prueba: unidad de tiempo sin unidad de lugar” (Lévy 1999: 15). Esta supuesta sincronización entre lector y escritor generada en la Red provoca un reemplazo de la unidad de lugar, lo que afecta a los procesos de escritura y lectura y, de manera directa, al sujeto, quien, como podemos comprobar a través de la figura de Net, sufre una mutación de su identidad. Como señala Montoya Juárez, este hecho transforma la novela, en concordancia con la ficción postmoderna, en un simulacro de comunicación (Montoya Juárez 2013: 88), a partir del cual el texto se muda en un monólogo incompleto que trata de revelar las contradicciones del protagonista a la hora de habitar dos universos en apariencia opuestos: el real y el virtual. La ventana, por tanto, metaforiza además la delgada línea que separa, pero también une, ambos espacios: “Como habrás comprobado voy del patio interior a la pantalla, de las ventanas vecinas a los recuadros de mi ordenador. Y así es como transcurre la vida en las ventanas” (Neuman 2016b: 193). Un texto que introduce así una reflexión metaficcional, vinculando a Net con la figura del escritor y a Marina con la de lectora: Aunque ahora, mientras decido qué contarte, me doy cuenta de que ya lo sabes todo. De que he estado contándotelo en voz callada, escribiéndote la carta de mi vida. Quizá por eso no te he echado de menos. Porque te he secuestrado, porque estás detrás de mis palabras. (Neuman 2016b: 148)

Por otro lado, como subraya Montoya, “el antropónimo de Marina entronca con un campo semántico significativo en la novela” (Montoya Juárez 2013: 88), pues Marina (lat. ‘la que es nacida en el mar’) representa, como apuntábamos al inicio del análisis de esta obra, el obstáculo ovidiano y se convierte en prueba fehaciente de la dificultad que impide el encuentro entre los enamorados. Asimismo, el amor profesado por Net hacia Marina, al igual

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que ocurre con las heroínas de Ovidio, va acompañado de desgracia o, incluso, de traición. Una situación que se agrava al considerar que la distancia entre los dos personajes no es solo espacial, sino también temporal. Igualmente, otro de los rasgos que definen a las heroínas de Ovidio, como señala Márquez en su artículo “La literatura epistolar amorosa y el tópico del obstáculo”, es la “improbable respuesta del destinatario” (Márquez Zerpa 2011: 7). Este aspecto también acontece en La vida en las ventanas. De ahí que el emisor, afectado por el desamparo, trate a través de la escritura de combatir su propia soledad, al tiempo que busca persuadir a su destinatario para que regrese. Un proceso de escritura que se torna adverso, pues, ante la falta de respuesta por parte de la interpelada, el emisor únicamente consigue confirmar el abandono, profundizando así en el sentimiento de pérdida. Igualmente, la reprobación al destinatario por su ausencia es manifestada de forma metafórica a partir de la localización imposible, tanto espacial como temporal, de Marina. Marina se muda en una lectora dislocada que Net no consigue alcanzar ni siquiera a través de la escritura. Se trata así de una escritura que se conjuga por medio de la imaginación, de la ficción. En consecuencia, el protagonista escribe para alguien que no está presente, para una lectora que adopta una presencia irreconocible, en cierto modo, para un fantasma: Sé, intuyo que estás en otra parte. ¿El tiempo nos habrá dejado sordos? Cuando se escribe para alguien que no está, se experimenta un vértigo similar al de esos anuncios donde un coche vacío atraviesa un paisaje: así, sin conductor, nos va paseando el tiempo. (Neuman 2016b: 152)

Esta dificultad se recrea diariamente en los intentos fallidos de Net por seguir navegando, por salir de un pasado que lo mantiene sumergido, aislado de un presente ante el que no consigue avanzar. Net reproduce, por tanto, una escritura desesperada que trata de encontrar una salida a ese laberinto de correos sin respuesta cuyo grotesco sentido no alcanza a descifrar.

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Capítulo III LAS HUELLAS DEL VIAJE

Das ist die Sehnsucht: wohnen im Gewoge und keine Heimat haben in der Zeit. Und das sind Wünsche: leise Dialoge täglicher Stunden mit der Ewigkeit.1 Rainer Maria Rilke, “Das ist Sehnsucht”

3.1. El Homo viator El anhelo del ser humano para Rilke no es otro que vivir en la turbulencia, en la agitación, en ese constante ir y venir, el cual carece de patria en el tiempo. Este deseo del hombre a lo largo de la historia se ha canalizado a través del viaje, o, lo que es lo mismo, a través de ese movimiento en el espacio que le permite salir de la rutina y, por tanto, evadirse. Un desplazamiento que, desde la perspectiva teológica, como sostiene el filósofo español Gustavo Bueno (2001), tiene su punto de partida en el homo viator, quien pasa a formar parte de la condición global humana definiendo su propia esencia. Con ello, este homo viator precisa un hombre que queda determinado a partir del movimiento y que tan solo cuando se desplaza, es decir, cuando está en camino, puede especificarse como tal. En su texto “Homo viator. El viaje y el camino”, prólogo a Caminos Reales de Asturias (2000), de Pedro Pisa, Gustavo Bueno explica cómo la tradición filosófica o literaria ha abordado al hombre desde la perspectiva del homo viator, para lo cual alude a Rilke, al cual traduce en estos versos de la siguiente manera: “El hombre es un ser desplazado, apátrida, sin posada, que ni siquiera tiene posada en el tiempo, que se mueve continuamente en busca de su destino” (Bueno 2001: 23). 1 

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No obstante, será el propio Rousseau, dentro de esta metafísica del desplazamiento, quien mucho antes advierta que “por mucho que los particulares viajen, por mucho que vayan y vengan, la filosofía no viaja” (Rousseau 1966: 153). Así, a pesar del encuentro que implica el viaje, es decir, el acercarnos al otro, este contacto solo se produce de manera superficial y no logra traspasar esa epidermis que proporciona un conocimiento profundo y específico de la cultura que observamos. En este sentido, Rousseau, al igual que otros autores como Montaigne o Descartes, se concentran en la relevancia del viaje como un concepto que logra abrir una dimensión espacio-temporal que posibilita el encuentro entre culturas. Esta perspectiva trata así de ir más allá de ese conocimiento insustancial del desplazamiento transmitido por el viajero para ajustarse a un estudio más profundo del mismo que logre superar su presumible carácter trivial: No se abre un libro de viajes donde no se hallen descripciones de caracteres y costumbres; pero es asombroso ver que estas personas que tanto han descrito las cosas, sólo dicen lo que cada cual ya sabía y no han sabido enterarse, al otro lado del mundo, sino de lo que pudieron ver sin salir de su calle, y que los verdaderos rasgos que distinguen a las naciones —y que son los que hieren a los que saben ver—, casi siempre escapan a su mirada. (Rousseau 1966: 153)

En consecuencia, esta miopía del viajero debe ser reemplazada por esa zona de contacto que facilita el viaje y posibilita, al mismo tiempo, la creación de un espacio de diálogo intercultural a través de la confrontación entre lo ajeno y lo propio (Pratt 1992). Esta zona de contacto logra, además, introducir nuevas perspectivas para ver el mundo y cuestiona las ya establecidas, pues, como señala Augé (1996), la cultura debe ser concebida como un diálogo que bascula entre lo abierto y lo cerrado, entre el uno y el Otro (Almarcegui 2011: 284). Así, esta metafísica del desplazamiento obliga a entender lo propio y lo extraño no como realidades contrarias, sino como entidades que siguen la lógica del viaje, es decir, “no se mezclan sino que se solapan y se deslizan” (Almarcegui 2011: 284). Resulta clave, no obstante, como señala Almarcegui, “cómo el viajero maneja ese extrañamiento, que ni es absoluto, ni identificable con un solo registro, y cómo se perfila una teoría de la experiencia de la alteridad durante el

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viaje” (Almarcegui 2011: 284). Con ello, a consecuencia del desplazamiento, la identidad del sujeto se ve alterada y genera, en la mayoría de las ocasiones, no ya un encuentro con el otro en el sentido de Rousseau, es decir, con el Otro, sino más bien un reencuentro del sujeto consigo mismo que deriva en una “metamorfosis parcial o total” (Almarcegui 2011: 284). De esta manera, podemos deducir, tal y como arguye Clifford (1992), que el viaje, más allá de transformarse en una experiencia puntual, conforma al sujeto de modo decisivo. Ese homo viator traza así una epistemología propia que enfatiza la importancia de lo móvil para entender al mundo, pero también al propio individuo, pues no hay que olvidar la repercusión del viaje como símbolo que logra representar lo desconocido, o, lo que es lo mismo, aquello que se halla más allá de unas fronteras previamente reconocibles. 3.2. La indefinición del relato de viajes. El caso latinoamericano La literatura se ha convertido en una de las disciplinas que más se han aproximado a la figura del homo viator, donde destaca, sin duda, el relato de viajes. Se trata, eso sí, de un género literario problemático debido a su carácter híbrido. Aún hoy no existe un acuerdo entre los académicos a la hora de determinar el motivo del viaje en la literatura (Palmero 2007: 54). Por un lado, están quienes incluyen la literatura ficcional dentro del denominado relato de viajes, pues sostienen que no es relevante si este último es factual o ficticio (Corbella Díaz 1991). Otros, sin embargo, distinguen entre el viaje en la literatura y la literatura de viaje (Cristóvão y Carreira 2002). Por ejemplo, Pozuelo Yvancos se niega a estimar el relato de viajes —por su tendencia factual— como literatura y argumenta que “sin ficción no hay literatura” (Pozuelo Yvancos 2010: 91). Lo que es menos cuestionable es la importancia del viaje en la evolución y la historia de la literatura latinoamericana (Palermo 2007: 54). De hecho, no hay nada más que atender a las crónicas de la conquista para darse cuenta de cómo, a través del formato de la carta o el diario, los conquistadores españoles recogían su particular visión del imperio y del mundo (Palermo 2007: 55). Siglos más tarde, la idea de viaje también se reflejará a través de los viajeros científicos que recorrerán América

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Latina y mostrarán, por medio de sus diarios de viajes, el proceso de independencia latinoamericano. Lo mismo ocurrirá en el siglo xx cuando la literatura recoja, en esta ocasión, un tipo de viaje bien distinto, el de la migración, convirtiéndose así en testigo de los contantes desplazamientos fronterizos. Sin embargo, como señala Guzmán Rubio (2011), en el caso del relato de viajes en América Latina son dos los principales problemas a los que se han enfrentado los investigadores: primero, la inexistencia de un marco teórico adecuado que permitiera el estudio de este tipo de textos y, segundo, “el interés preponderante de la crítica por los relatos de viajes escritos sobre América Latina, en detrimento de los producidos desde ese contexto” (Guzmán Rubio 2011: 112). Esta problemática comienza a resolverse a partir de finales de los años noventa debido al renovado interés de los estudios literarios por el género. En esta línea, resulta interesante para este trabajo la definición que Luis Alburquerque García desarrolla a principios del siglo xxi sobre el relato de viajes: En resumen, podríamos concluir que el género consiste en un discurso que se modula con motivo de un viaje (con sus correspondientes marcas de itinerario, cronología y lugares) y cuya narración queda subordinada a la intención descriptiva que se expone en relación con las expectativas socioculturales de la sociedad en que se inscribe. Suele adoptar la primera persona (a veces, la tercera), que nos remite siempre a la figura del autor y parece acompañada de ciertas figuras literarias que, no siendo exclusivas del género, sí al menos lo determinan. Está fuera de toda duda que los límites de este género no cuentan con perfiles nítidos. (Alburquerque García 2006: 86)

Igualmente, Francisco Uzcanga Meinecke apunta a que el renacimiento de los libros de viajes podría encontrarse en el hecho de “ser testimonio de la posmoderna tendencia del mestizaje genérico” (Uzcanga Meinecke 2006: 203). Tampoco hay que olvidar, como sostiene Franco (1970), que entre las diferentes estructuras empleadas por los autores para sus obras literarias “la del viaje es probablemente la más común” (Franco 1970: 365). En este sentido, esta autora subraya que son numerosas las metáforas del viaje que se presentan en la literatura hispanoamericana actual, entre las que destacan el camino, el mar o el río, y las cuales se transforman en

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“imágenes de cambio, del tiempo, de llegada, de descubrimiento” (Franco 1970: 365). Uno de los aspectos más interesantes en gran parte de estas obras es que, durante el trayecto, se produce en los personajes una conversión o, al menos, “los protagonistas del texto sufren algún tipo de experiencia reveladora”, que les conduce a la búsqueda de su identidad, la cual, en la mayoría de las ocasiones, se convierte en un viaje frustrado (Franco 1970: 366). No obstante, lo que aquí nos interesa con respecto a la obra de Neuman, más allá de la frustración o no de este trayecto, es analizar cómo la escritura del viaje, en el caso del escritor hispanoargentino, surge como consecuencia del afán por conocer al Otro. Un detonante que emerge así un punto de vista particular del mundo, pues, tal y como señala el propio Todorov en La conquista de América: el problema del otro, uno puede descubrir a los otros en uno mismo, darse cuenta de que no somos una sustancia homogénea, y radicalmente extraña a todo lo que es uno mismo: yo es otro. Pero los otros también son yos: sujetos como yo, que solo mi punto de vista, para el cual todos están allí y solo yo estoy aquí, separa y distingue verdaderamente de mí. (Todorov 2010: 13)

Esta aproximación al viaje nos permitirá, así, ir más allá de esa epidermis anecdótica expuesta por Rousseau que disfruta de un valor netamente testimonial, pues, para Todorov, estos textos, que a priori se limitan a describir un conjunto de objetos y personajes, “dicen más sobre los sujetos que describen que sobre los objetos descritos” (Guzmán Rubio 2013: 20) o, traducido en nuestro caso, dicen más de la identidad del escritor que de la de los propios personajes representados. En consecuencia, en este capítulo no limitamos esta perspectiva al relato de viajes —en este caso, a la obra Cómo viajar sin ver—, sino que la extendemos a las tres novelas que analizaremos en las siguientes páginas, las cuales tienen en el viaje su motivo principal: El viajero del siglo, Hablar solos y Fractura. Esta perspectiva original nos servirá para abordar cómo Neuman, a través de la construcción de personajes viajeros en estos textos, está hablando al mismo tiempo de su propia naturaleza como homo viator, es decir, como sujeto viajero que encuentra en el desplazamiento la única

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forma de estar en camino, o, lo que es lo mismo, de construir su identidad. Este homo viator, eso sí, huye de lo homogéneo y se personifica a través de la representación de figuras de distinta naturaleza que habitan asimismo espacios y tiempos divergentes. No obstante, en los textos que aquí analizaremos, este homo viator no soporta un viajero prototipo que disfruta de una serie de características que permiten identificarlo de manera unívoca, sino que responde a la heterogeneidad inmanente de su figura. En la primera novela que examinaremos, El viajero del siglo, veremos cómo Hans, su protagonista, responde a ese viajero que se adentra en lo desconocido y que podemos rastrear de forma paradigmática a través de la figura del viajero romántico del siglo xix. En el segundo texto, por su parte, Cómo viajar sin ver, ingresaremos en un tipo de desplazamiento que se balancea entre el “viaje de ficción realista vertido en estructura de ensayo” (Pozuelo Yvancos 2002: 18) y ese otro que protagoniza el turista del siglo xxi —en este caso, el propio escritor, Andrés Neuman—, cuyo propósito es alejarse de lo desconocido, pues su viaje no requiere de una actitud proactiva y responde más bien a la pasividad pautada por el propio capitalismo. En Hablar solos, sus protagonistas emprenderán distintos caminos para tratar de comprender ese último viaje al que todo sujeto antes o después debe enfrentarse, la muerte. Por último, en Fractura rastrearemos las huellas de los viajes del señor Watanabe a través de las grietas en la memoria que este deja a su paso. Estos textos revelan, así, cómo el viaje, además de recorrer —en sentido físico, espacial— una distancia que separa dos mundos a priori divergentes y alejados, puede configurarse también como un viaje interior cuyo punto de partida es la propia cotidianidad. Al fin y al cabo, como señalaba Pessoa, uno puede estar permanentemente de viaje sin necesidad de viajar, sin siquiera haberse mudado del propio hogar.2 “La vida es un viaje experimental hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu hecho a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo. Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho” (Pessoa 1984: 279). 2 

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3.3. El viajero del siglo y la traducción 3.3.1. Resumen de la obra Ganadora del Premio Alfaguara en 2009, y siendo hasta la fecha la obra más premiada del autor, El viajero del siglo es una novela de ficción divida en cinco capítulos: I. Aquí la luz es vieja, II. Casi un corazón, III. La gran manivela, IV. Acorde oscuro y V. El viento es útil. Una obra que trata de mirar el siglo xix con la perspectiva del xxi, y, que, para ello, Neuman sitúa en pleno Romanticismo alemán. Este texto se transforma así en un diálogo entre la Europa de la Restauración y la actual Unión Europea en un relato en el que salen a la luz algunos de los conflictos vigentes y que tienen hoy un carácter global, como son la emigración o el multiculturalismo. En la novela, Hans, traductor y protagonista de la trama, decide parar su coche de caballos con el objetivo de pasar la noche en la imaginaria ciudad de Wandernburgo, una urbe móvil situada entre Prusia y Sajonia. Eso sí, junto a su inseparable y pesado arcón de madera, donde guarda los diccionarios y libros de gramática que lo acompañan en sus innumerables viajes. De forma inesperada, sin embargo, tras conversar con el organillero en la plaza del Mercado, la estancia de Hans se alargará de manera indefinida. Un organillero por el que Hans se siente fascinado debido a sus constantes reflexiones sobre el sentido de la vida, pese a no haber leído jamás un libro ni tampoco haber salido de la ciudad de Wandernburgo. No será el organillero, no obstante, el principal culpable de que Hans alargue su estancia en la ciudad, sino Sophie Gottlieb, mujer por la que el traductor se sentirá atraído desde el primer momento tras asistir invitado a las tertulias literarias que tienen lugar en casa de la familia Gottlieb. Las circunstancias personales de Sophie, comprometida con Rudi Wilderhaus, miembro de una de las familias más ricas de la ciudad, harán que ella y Hans se vean obligados a mantener su relación de forma clandestina. Asimismo, será en las tertulias organizadas por la familia Gottlieb donde Hans conocerá a quienes se transformarán en algunos de los personajes principales de la novela, como el profesor Mietter, profesor universitario jubilado y columnista del diario El Formidable, con el que el traductor mantendrá intensos debates intelectuales; o Álvaro Urquijo, liberal exiliado español, viudo

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y distribuidor de las telas producidas en la fábrica de Wandernburgo, quien se convertirá en el mejor amigo del viajero. 3.3.2. Traduciendo la ciudad de Wandernburgo En la encrucijada intertemporal de debates filosóficos, históricos y literarios que azotan el siglo xix, se balancea una novela que tiene en Hans, viajero apasionado y traductor profesional, su principal protagonista. Una obra cuya narración transcurre en tres escenarios principales: la posada de la familia Zeit, donde se aloja y acontecen los encuentros fortuitos entre Hans y Sophie; la casa de los Gottlieb, en el que tienen lugar las tertulias literarias y políticas, y, por último, la cueva en la que habita el organillero, espacio en el que acontecen las charlas y reflexiones filosóficas. Ignorando su destino, la novela comienza cuando Hans se detiene por casualidad a pernoctar en una posada de la misteriosa y laberíntica ciudad de Wandernburgo. Con ello, será Wandernburgo, ciudad ubicada “aprox. entre los ant. est. de Sajonia y Prusia. Cap. del ant. principado del m. nombre. Lat. N y long. E indefinidas por desplazamiento” (Neuman 2010b: 5), donde el protagonista quede de alguna forma atrapado, pues parece incapaz de abandonar ese lugar, en principio, de paso: Cuando volvió a abrirlos, vio una muralla de piedra y una puerta abovedada. A medida que se acercaban Hans percibió algo anómalo en la robustez de la muralla, una especie de advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar. A la luz ahogada de las farolas divisó las siluetas de los primeros edificios, las escamas de unos tejados, torres afiladas, ornamentos como vértebras. Tuvo la sensación de ingresar en un lugar recién desalojado, de que los golpes de los cascos y las sacudidas de las ruedas sobre los adoquines producían demasiado eco. (Neuman 2010b: 17)

El devenir de los acontecimientos llevará al protagonista de la novela a prolongar su estancia de forma indefinida atraído por la presencia de un espacio y, sobre todo, unos personajes sorprendentes. Entre ellos, sin duda, se encuentra el organillero de la plaza del Mercado, cuyo primer encuentro Neuman describe de la siguiente manera:

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De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad y delicadeza, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. (Neuman 2010b: 25)

De esta forma, Hans, conmovido por el extremo cuidado con el que el organillero trata a su instrumento,3 decide acercarse a él, aguardando ansioso a que este último “empezase a tocar” (Neuman 2010b: 25). En ese momento culmen será cuando el protagonista, a pesar de estar acostumbrado a obviar la melancolía de un tiempo pasado y tratar de centrarse en el “siguiente viaje” (Neuman 2010b: 26), no pueda evitar sentir una nostalgia de “pasado metálico” (Neuman 2010b: 26), como si otro alguien se estremeciera “en su interior” (Neuman 2010b: 26). Así, Hans, “siguiendo la melodía como se lee un papel al viento” (Neuman 2010b: 26), experimentará una sensación excepcional que se conectará con su pretérito y dará con ello rienda suelta por primera vez en la novela a esa manivela que logra de forma extraordinaria “que su memoria diese vueltas”.4 La música supone un elemento de unión entre ambos personajes, al mismo tiempo que se muda en una especie de diapasón que consigue afinar y evocar sus propias experiencias, como se refleja en el siguiente pasaje de la obra: A Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque Se trata de un instrumento excepcional, pues, como el organillero le relata a Hans, “ya no los hacen así, por aquí se fabrican organillos de viento, de tubos, por eso este es único, un modelo italiano de excelente calidad. ¿Italiano?, preguntó Hans, ¿cómo lo consiguió? Ah, dijo el organillero, esa es una vieja historia” (Neuman 2010b: 49). 4  “Leía un rato, se tomaba un café, o para ser exactos dos, y después iba a buscar al organillero. Lo escuchaba tocar, lo miraba girar la manivela dejando que su memoria diese vueltas. Al compás del rodillo pensaba en la multitud de lugares que había visitado, en los viajes que aún le quedaban por hacer, en gente de la que no siempre quería acordarse” (Neuman 2010b: 34). 3 

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cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío. (Neuman 2010b: 26)

En consecuencia, será esta corriente de aire la encargada de empujar las primeras notas que cautivan al protagonista y le permiten reparar en la figura del organillero de la plaza del Mercado, ante la que “los transeúntes pasaban sin mirarlo, acostumbrados a su presencia o demasiado apresurados” (Neuman 2010b: 26). El organillero se transforma así, pese a disfrutar de una visión y experiencia antagónicas a la de Hans, en uno de sus mejores amigos en Wandernburgo. Neuman confronta con ello desde el principio estas dos figuras en la novela: el perfil errante y culto de Hans frente al saber popular del organillero anónimo —del que jamás se nos revelará su nombre—5. Un personaje que, aunque no ha salido jamás de la ciudad ni tampoco ha leído un solo libro, posee una aguda capacidad de reflexión, según ilustra el siguiente fragmento de la obra: Pensaba ir a Dessau, se me ocurrió hacer noche aquí, y fíjese: aquí sigo por casualidad, encantado de conversar con usted. Las casualidades, opinó el organillero, no existen, las ayudamos. Siempre las ayudamos. Y si la cosa sale mal, les echamos la culpa. Seguro que sabes por qué te quedas, ¡y me alegro mucho!, igual que también sabrás por qué te fuiste. (Neuman 2010b: 119)

La figura del organillero, asimismo, actúa en la novela como un puente a través del cual Hans consigue conocer a otros habitantes de la ciudad, prolongando así su estancia en Wandernburgo de forma inexplicable. Así ocurre con los dos amigos del organillero: Lamberg, obrero en una fábrica textil, y Reichardt, un viejo jornalero. Con estos dos personajes el protagonista emprenderá largas discusiones, principalmente filosóficas, en uno de los lugares más emblemáticos de la novela, la cueva del organillero.6 “Y hablando de todo un poco, dijo Hans, ¿cuál es su nombre? Verás, empezó a tutearlo el viejo, es un nombre feo, y como nunca lo digo ya casi ni me acuerdo. Llámame organillero, sin más, es el mejor nombre que tengo” (Neuman 2010b: 29). 6  “El interior quedó alumbrado y el organillero fue presentándole cada rincón de la cueva como si se tratara de un palacio. Es una gran ventaja que la casa no tenga puertas, empezó a 5 

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Otro de los lugares más representativos de la obra es, sin duda, la posada en la que Hans, de forma imprevisible, se alojará todo un año, de invierno a invierno. Este espacio se transforma en un hogar provisional para el protagonista, a partir del cual conocerá a la familia del posadero: el señor Zeit, la señora Zeit y sus hijos Thomas y Lisa, al mismo tiempo que mantendrá aquí sus furtivos encuentros amorosos con Sophie. En este emplazamiento, además, Hans inaugura una relación especial con Lisa —adolescente que descubrirá su sexualidad conforme avanza la novela—, quien colmará su interés por la lectura para evadirse de sus labores como trabajadora de la limpieza en la posada. A través de este interés, Neuman descubre en la novela, aunque sea de modo parcial, el contenido del misterioso arcón que siempre acompaña al viajero:7 “Cuando Hans ya pisaba la escalera, lo detuvo la voz de Lisa. ¿No va a decirme qué guarda en ese arcón?, preguntó ella haciendo dibujos con un pie. Hans se volvió, risueño. El mundo entero, dijo” (Neuman 2010b: 145). Este pasaje de la obra refleja, en consecuencia, cómo la totalidad del universo que Neuman aborda en este texto no queda representada a través de una geografía inconmensurable, que para el viajero resulta imposible de recorrer, sino de la cultura, de la literatura mundial que Hans porta en un arcón repleto de libros y revistas en varios idiomas. Este objeto sintetiza y reproduce aquí el concepto de Weltliteratur esgrimido por Goethe en el año 1827, precisamente el mismo año en que, como analizaremos más adelante, fue publicado el poemario Die Winterreise, de Wilhelm Müller. Que me enseñe, contestó Lisa, a leer esos libros que usted lee, ¿no dice que yo tendría, que yo tendría?, pues enséñeme (pero yo, en fin, dijo él, o sea, tu familia…), y no creo que sea tan difícil, conozco a gente estúpida que lee. Y devuélvame el cesto de una vez. Así está mejor, gracias. Empezamos mañana, ¿de acuerdo? (Neuman 2010b: 254)

decir, así Franz y yo podemos disfrutar del panorama sin salir de nuestras camas. Como verás, las paredes no son muy lisas que digamos, pero estos salientes le dan variedad a la vivienda y crean un interesante juego de luces, ¡oh, qué luces!” (Neuman 2010b: 31-32). 7  “Hans lo ayudó a desatar las cuerdas de la baca, a retirar la lona mojada, a bajar su maleta y un gran arcón con manijas. ¿Qué lleva aquí, un muerto?, se quejó el cochero dejando caer el arcón y frotándose las manos. Un muerto no, sonrió Hans, unos cuantos” (Neuman 2010b: 18).

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El arcón será también testigo de esa otra relación oculta que Hans mantiene con Lisa, a la que dará clases a escondidas un par de veces a la semana. Esta instrucción clandestina, no obstante, más allá de la disposición de Lisa por la lectura, es consecuencia de la atracción que esta última siente por el propio Hans, del que se enamorará y con el que tratará de mantener algún tipo de contacto físico en varias ocasiones, sufriendo el rechazo entre vacilaciones del viajero, como ilustra el siguiente fragmento de la obra: Ahogado de fiebre, de dolores opuestos, Hans levanta apenas un brazo y detiene la muñeca de Lisa. Al principio esa muñeca se rebela. Después pierde firmeza. Lisa retira la mano, vuelve a ponerse el camisón. No quiere mirar a Hans y tampoco se deja atrapar el mentón, que va de un lado a otro, oscilando como la mecha de la lamparilla. (Neuman 2010b: 395)

No sucederá lo mismo con Sophie, a la que Hans conocerá en otro de los lugares más destacados de la trama: la casa de los Gottlieb. Un emplazamiento donde cada viernes, a la hora del té, se celebran tertulias en las que los asistentes debaten sobre cuestiones literarias, filosóficas y políticas y que contrasta con las otras dos localizaciones más importantes de la novela: la posada de los Zeit y la cueva del organillero. Este lugar, al que Hans será invitado por el señor Gottlieb, lejos del carácter sobrio de la posada de la familia Zeit o la cueva del organillero, se muda por el contrario en una especie de catálogo histórico, tal y como advierte el protagonista desde un primer momento: “Casi todos los muebles, que Hans supuso de caoba, tenían paneles chapeados, aplicaciones cinceladas con primor excesivo, como sucede en los países que quisieron imitar a Francia” (Neuman 2010b: 42). En este salón de corte francés, Hans se sentirá fascinado de inmediato por Sophie, una mujer joven, inteligente y de carácter rebelde. Es interesante subrayar, no obstante, cómo Neuman no particulariza la atracción del personaje en lo físico, sino en el modo de expresión de Sophie, en su lenguaje, en su gesticulación, en definitiva, en su oralidad: Además de la perspicacia de sus acotaciones, a Hans lo impresionó la manera de hablar de Sophie, como eligiendo cada palabra, entonando bien las frases, casi a punto de cantarlas. Al escucharla, él se balanceaba del tono al sentido y del sentido al tono, procurando no perder el equilibrio. (Neuman 2010b: 44)

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La relación entre ambos personajes se verá dificultada por la situación personal de Sophie,8 comprometida con el señor Rudi Wilderhaus.9 De esta manera, más allá de la tertulia de los viernes en el salón de los Gottlieb, el contacto entre ambos comenzará a fraguarse no ya a partir de la lectura, como ocurre en el caso de Lisa, sino de la escritura. Así, mediante el género epistolar, Hans será consciente del interés correspondido de la propia Sophie.10 Este no será, sin embargo, el único medio que ambos empleen para comunicarse de forma clandestina. También la traducción, entendida como ese “amor retribuido palabra por palabra” (Neuman 2014a: 106), según la define el propio Neuman en una de sus acepciones de su libro Barbarismos, permitirá a ambos personajes encontrarse, o, lo que es lo mismo, traducirse, leyendo y escribiendo de forma simultánea más allá de la realidad textual. Esta labor la llevarán a cabo de modo oculto en la habitación de Hans, en la posada, haciendo converger, tal y como señala Katiuscia, traducción y erotismo: “Pues la actividad de traducción se lleva a cabo durante los encuentros a solas de Hans y Sophie” (Katiuscia 2014: 62): En un primer momento Sophie se mostró partidaria de demorar la zambullida en el catre, no por falta de ganas sino porque disfrutaba de la ansiedad de Hans

Es interesante y significativo el nombre que Neuman otorga a uno de los personajes protagonistas de la novela, Sophie, subrayando su erudición, como la diosa griega de la sabiduría. 9  “Así es, dijo el señor Gottlieb, nada menos que los Wilderhaus, ¿y sabe usted?, en realidad son gente muy amable, mucho más de lo que se dice por ahí, gente refinadísima, imagínese (por supuesto, dijo Hans sin tener ni idea de quiénes eran), pero sobre todo generosa. Los Wilderhaus estuvieron aquí mismo, bueno, aquí no, en el comedor, hace unas semanas, los padres me hicieron la petición formal de matrimonio, y yo, imagínese, ¡Dios mío, un Wilderhaus!” (Neuman 2010b: 60). 10  Durante toda la trama, es Elsa, doncella de Sophie, la encargada de actuar como mensajera entre los dos amantes, transportando las cartas breves (billetes en la novela) que ambos se escriben: “Bajó a entregarle su carta a Lisa, aprovechando para preguntarle quién había traído el billete y si había dicho algo. Por la descripción que ella hizo, él supo que la emisaria había sido Elsa. Que no había dicho nada especial aunque, en opinión de Lisa, se había mostrado bastante antipática e incluso había echado una mirada de desaprobación al interior de la posada” (Neuman 2010b: 114). 8 

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y porque además había notado que, con la expectación carnal, ambos parecían más sensibles a las insinuaciones, los sobrentendidos y las sugerencias de los poemas. Hans se había apresurado a abogar por el sexo como preámbulo de la lectura, no sólo por la urgencia que lo invadía al verse a solas con Sophie, sino también por el convencimiento de que ese estado flotante y beatífico que les dejaba el placer resultaba óptimo para atender a los detalles de un poema. (Neuman 2010b: 375)

En el pasaje anterior observamos cómo ambos amantes tratan de traducir, más allá de sus cuerpos o su relación, sus inclinaciones hacia la literatura. La introducción de estos poemas traducidos por el propio Andrés Neuman —tal y como el autor confiesa al final del libro—11 es un modo de reflejar las impresiones del autor hacia la propia traducción. De esta manera, traducción y pasión se entrecruzan y se corresponden en el caso de Sophie y Hans “como el correo, como el viento, como las palabras bilingües de los diccionarios, de la calle del Ciervo hasta la calle del Caldero Viejo, y viceversa” (Neuman 2010b: 251). Un pasaje que, al mismo tiempo, apunta a la propia experiencia del autor, a esa dicotomía de lo nacional versus lo extranjero a la que aludíamos en el análisis de la obra Una vez Argentina y que se transforma también aquí en uno de los ejes en torno a los que gira el conflicto identitario que padecen los personajes en la novela. Otro de los personajes más destacados de la novela, como se comentaba en el apartado anterior, es Álvaro Urquijo, quien se convertirá en el mejor amigo de Hans en la ciudad. Así, la figura de este exiliado español congeniará desde el primer momento con el protagonista, pues a ambos les unen intereses comunes como la política, la historia o la filosofía. Igualmente, más allá de los intereses culturales, el perfil errático y la sensación de impotencia que ambos padecen, pues tanto Hans como Álvaro son incapaces de abandonar de algún modo la ciudad de Wandernburgo, existe otro punto que conecta la biografía de ambos personajes: su relación clandestina con otra mujer. Si en el caso de Hans, como acabamos de ver, se trata de Sophie Gottlieb, en el de Álvaro Urquijo será Elsa, “Nota sobre las traducciones. Las versiones en español de los poemas citados en esta novela son obra del autor, ya sea por traducción directa del original o mediante lenguas puente. Toda lengua es un puente. Todo poema también” (Neuman 2010b: 533). 11 

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doncella de Sophie, con la que mantendrá un furtivo idilio el exiliado español. Por último, otro de los personajes protagonistas de la novela, como se señalaba en el apartado anterior, es el profesor Mietter, catedrático jubilado de la Universidad de Berlín, experto en filología y dueño de un amplio bagaje cultural, del que serán testigos los invitados a las tertulias del salón de los Gottlieb. Un personaje “casi irrebatible: o persuadía por la propia razón o se imponía por la pereza ajena” (Neuman 2010b: 65), con el que Hans mantendrá intensos debates dialécticos y del que Neuman mostrará su doble identidad, casi de forma epifánica, al final de la novela. Con ello, será el profesor Mietter quien, al final del texto, y gracias a un minúsculo detalle que no pasa desapercibido para los tenientes Gluck, se revele como el violador que fractura la tensa calma de la ciudad de Wandernburgo. Se trata así de un personaje que, contradiciendo su supuesto carácter refinado y sabio, conserva una doble personalidad que se prodiga más allá de las tertulias de los viernes, cuando, oculto bajo una capa y una máscara, trata de violar a las mujeres de Wandernburgo,12 incluidas la propia Sophie o la señora Pietzine. 3.3.3. Las direcciones del viento Der Wind spielt mit der Wetterfahne Auf meines schönen Liebchens Haus. Da dacht ich schon in meinem Wahne, Sie pfiff den armen Flüchtling aus. Er hätt‘ es eher bemerken sollen, Des Hauses aufgestecktes Schild,

“¿Han leído ustedes en El Formidable este terrible caso del, ejem, del asaltante de la máscara?, comentó el señor Levin hundiendo la cucharilla en su taza. Dios mío, ni lo mencione, dijo la señora Pietzine, ya es la tercera vez que dan la noticia, qué horror, parece ser que ha habido varios ataques y el agresor es siempre el mismo, un enmascarado que, que, ¡cielo santo!, violenta a sus víctimas y las deja ir, lo peor es que la policía no sabe nada, o eso dice, desde luego las calles hoy en día, ya ven ustedes qué espanto, no hay forma de salir tranquilamente” (Neuman 2010b: 193). 12 

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Las cadenas de la identidad So hätt‘ er nimmer suchen wollen Im Haus ein treues Frauenbild. Der Wind spielt drinnen mit den Herzen Wie auf dem Dach, nur nicht so laut. Was fragen sie nach meinen Schmerzen? Ihr Kind ist eine reiche Braut. Wilhem Müller, “Die Wetterfahne”, Die Winterreise

“Corriente de aire producida en la atmósfera por causas naturales, como diferencias de presión o temperatura” (Real Academia Española, en línea c). Así define la Real Academia Española la palabra viento, un viento que en la novela que aquí nos ocupa, El viajero del siglo, adquiere un papel protagonista recorriendo las páginas del libro y, al mismo tiempo, perfilando cada escena, cada espacio, pero, sobre todo, atravesando a cada personaje, que, de una u otra manera, se sienten arrastrados, o, en el mejor de los casos, impulsados por él.13 Este viento, asimismo, se transforma en un elemento indispensable para el alumbramiento de una novela14 que quizá siempre estuvo en la cabeza del autor, incluso mucho antes de que este adquiriera una conciencia de escritor. Según ha reconocido el propio Neuman en varias ocasiones, fueron los magníficos poemas de Müller —representados a través de las canciones de Schubert— los que le permitieron viajar en su infancia a ese invierno de 1827 donde la trama de El viajero del siglo tiene lugar. De esta forma, sin la El crítico Fernando Valls es uno de los pocos autores que ha reparado en señalar, aunque sea de manera sucinta, la importancia del viento en la novela en su ensayo “La manivela de los sueños”: “el viento convertido en el último protagonista del relato, quizá ese mismo que un poco antes escuchaban el organillero y su perro (p.499), aunque las voces y los soplos de aire se aprecien durante toda la narración, recorre alguno de los lugares de Wandernburgo por los que ha transcurrido la acción […]” (Valls 2014: 134). 14  Como el propio Andrés Neuman expuso en su discurso de aceptación del Premio Alfaguara recibido en 2009 por El viajero del siglo, tardó cinco años en escribir la novela, desde 2003 a 2008. Un periodo en el que el autor se vio tentado a abandonar definitivamente el texto tras sufrir la trágica y temprana muerte de su madre, enferma de cáncer. De esta forma, tal y como recoge en el primer paratexto que aparece en El viajero del siglo, esta obra se transforma en un pequeño homenaje a la figura materna, violinista de profesión y responsable junto a su padre del interés de Neuman por la música: “A la memoria de mi madre, que suena y suena. A mi padre y mi hermano, que la escuchan conmigo” (Neuman 2010b: 9). 13 

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presencia de esa corriente de aire indispensable producida en la atmósfera, esa música no hubiera alcanzando sus oídos y, como consecuencia, no se hubiera grabado de forma indeleble en su memoria, tal y como el propio autor reconoció en el discurso de recepción del Premio Alfaguara: En la casa de mi infancia había música. Mejor dicho, la casa era de música. Mi madre tocaba el violín y mi padre, el oboe. En la casa sonaban las canciones de Schubert, sobre todo el maravilloso ciclo titulado Viaje de invierno. Aprendí de memoria esas canciones sin saber qué decían, ni qué personaje las cantaba. Pasado el tiempo, tras convertirme en alguien no mucho más alto y fracasar gloriosamente en mis estudios de violín, descubrí qué contaban las canciones de Schubert. Supe que las letras pertenecían al poeta Wilhelm Müller, que a su vez pertenece al olvido. (Neuman 2010b: 537)

Esa memoria del autor viaja en este texto hasta ese lugar de la infancia que conecta con el recuerdo materno para reproducir una melodía bien distinta, una armonía densa y multiforme que traslada al lector al siglo  xix, concretamente a la Restauración europea, en un tiempo donde el ideal romántico parece desvanecerse lentamente en Alemania auspiciado por una época definida por el cambio.15 Igualmente, será un cambio el que marque el siglo xxi, y Neuman lo sabe muy bien y lo utiliza para construir un texto, una ciencia ficción rebobinada, que con los ojos del siglo xix trata de examinar un presente que, como demuestra esta obra, no difiere en demasía de aquel pasado afectado también por cuestiones como la identidad, las fronteras o la migración. El viento cobra así desde la primera escena de la novela un rol destacado y se muda en un vehículo capaz de transmitir esas diferentes corrientes de aire para componer una armonía particular y, al mismo tiempo, provocar la primera conversación entre Hans y el organillero:

Según señala Christoph Jamme, aún hoy es difícil enmarcar cronológicamente el Romanticismo alemán; no obstante, tal y como señala el autor, los más recientes manuales de literatura han convenido en definir como Romanticismo al periodo que comprende los años entre 1790 y 1830/1850 (Jamme y Becker 1998). Movimiento romántico del que fue precursora también Inglaterra y que luego se trasladó a otros países europeos, entre ellos España, al que llegaría de forma tardía a partir del año 1835 con las obras del duque de Rivas, Martínez de la Rosa o Mariano José de Larra. 15 

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A Hans lo cautivaron los modales cuidadosos del organillero, y a este le agradó el timbre profundo de la voz de Hans. Consultando el reloj de la Torre del Viento, y calculando que le quedaba una hora antes de regresar a la posada para recoger su equipaje y esperar el coche, Hans invitó al organillero a beber algo en una de las tabernas de la plaza. (Neuman 2010b: 27)

El viento opera como un personaje latente que acompaña a toda la trama y que conocemos, sobre todo, gracias a las referencias del resto de los caracteres, incluidas las del propio narrador: ¿Escucháis?, susurró el organillero, ¿lo escucháis? (yo sólo escucho mi estómago, dijo Reichardt, ¿no tienes nada más?), shh, ahí, entre las ramas (¿qué hay, organillero? preguntó Hans), ¡ahora, están hablando! (hay ruidos, dijo Lamberg), no son ruidos, son las voces del viento (¿qué dices?, dijo Reichardt), es el viento, el viento hablando. Franz y el organillero aguzaron el oído, entornando los párpados. Reichardt insistió: Aquí sólo hay silencio, viejo. El organillero contestó: El silencio no existe. Y siguió atendiendo a la noche, con la cabeza erguida. No sé para qué haces eso, viejo, dijo Reichardt. El viento es útil, resopló el organillero. (Neuman 2010b: 58)

Observamos, así, cómo la presencia de esta corriente de aire, su utilidad, comparece aquí de boca del propio organillero, quien reconoce, por el contrario, la inexistencia del silencio, pues lo que los demás escuchan “no son ruidos, son las voces del viento” (Neuman 2010b: 58). En consecuencia, por medio de este personaje se descubre que estas voces tienen la capacidad de hablar, de comunicarse con el resto de sus habitantes y transmitir un contenido. Con ello, a pesar de la incredulidad del resto de los personajes que lo acompañan, el organillero parece el único capaz de entender y traducir el lenguaje del viento. Y lo hace interactuando con él, aunque se trate de un lenguaje poco convencional: “Atravesaron el pinar casi en línea recta. El viento zumbaba entre las ramas, el organillero contestaba a los zumbidos silbando y Franz contestaba a los silbidos ladrando” (Neuman 2010b: 31). Asimismo, el viento disfruta en la novela de su propio espacio, que queda representado a través de la Torre del Viento, la cual parece rendirle homenaje, que comparece en El viajero del siglo desde el principio, cuando Hans se percata de este edificio al atravesar por primera vez la plaza del Mercado de la

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ciudad. De esta forma, la Torre del Viento no solo encarna en el texto unas coordenadas de tipo espacial, transformándose así en un punto de referencia, es decir, en el centro de su mapa de Wandernburgo, sino que representa además un eje temporal que permite a sus personajes orientarse: “Cuando se quedó solo salió a la plaza del Mercado, oteó el reloj de la Torre del Viento. Calculó que le quedaba el tiempo justo para volver a la posada, darse un baño y cambiarse de ropa” (Neuman 2010b: 40). También en la posada de los Zeit el viento retorna haciendo acto de presencia. Y lo hace, eso sí, de forma sigilosa, a través de la tímida primavera de Wandernburgo, cuando la actividad en la posada se acelera y con ello la de sus huéspedes, consiguiendo que la señora Zeit resultara “de pronto más delgada” y que “sus movimientos” adquirieran la “eficacia invisible del viento cuando entra por la ventana” (Neuman 2010b: 234). Por último, la figura del viento16 surge en la traducción que emprenden Hans y Sophie con el propósito de publicar una antología de poesía europea. Así, esta imagen se poetiza para expresar de forma simbólica los anhelos de Sophie en su relación con Hans, tal y como sugiere la propia amante en los siguientes versos que consigue traducir de Víctor Hugo y ante los cuales confiesa sentir verdadera “debilidad”: Deseo Si pudiera ser la hoja que gira en alas del viento, que en el agua veloz flota y que el ojo sigue en sueños,

Durante otra de las escenas de la novela, Hans le pide a Sophie que revise una traducción suya de un poema del poeta portugués Manuel María Barbosa du Bocage, el cual comienza así: “Oye, Marilia, flautas de pastores / qué bien suenan y cuánto es su deleite! / ¡Cómo sonríe el Tajo! ¿Y también sientes a los vientos brincando entre las flores?”. Sophie le contesta a Hans que cree más adecuada la palabra “vientos que céfiros”. Una palabra, céfiro, que, si acudimos al diccionario de la Real Academia, es definida como “poét. Viento suave y apacible”. De este modo, vemos cómo Sophie rehúsa el uso de un término tan poético como céfiro, que describe un viento de tipo agradable, para decantarse por el carácter revoltoso de una corriente que salta entre las flores. 16 

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fresca aún me entregaría, de mi rama liberándome, a la brisa matutina o al arroyo de la tarde. (Neuman 2010b: 355)

Neuman introduce así una nueva dimensión metaliteraria a través de la relación que Hans y Sophie mantienen en secreto. El autor consigue otorgarles a estos encuentros amorosos un sentido metaficcional que se vincula con los procesos de escritura y lectura, los cuales toman forma en este texto a través de la traducción. Tanto la figura del escritor como la del lector se condensan aquí en la del propio traductor y se transforman en un vehículo, en una metáfora del viaje. 3.3.4. Personajes nómadas versus personajes sedentarios Lejos de señalar la dirección exacta que tomará cada personaje en su nueva andadura, la veleta en la que se convierte El viajero del siglo trata de indicarnos las distintas direcciones de un debate pasado, pero sin duda actual, que gira en la novela en torno a una dicotomía difícil de resolver: permanecer o marcharse, establecerse o emigrar. En este sentido, este texto se transforma en “una narración sobre la identidad y el destino” (Valls 2014: 136), que, a través de la noción del viaje, refleja al mismo tiempo la cuestión de la pertenencia. Tal y como mostraremos en las siguientes líneas, podemos afirmar así que esta novela, en concordancia con esa voluntad de totalidad que presume, presenta un catálogo de personajes a través de los cuales se discuten y abordan algunos de los temas que tanto hoy como en el siglo xix parecen lejos de solventarse: la definición de Europa, los problemas que atañen a la sociedad española, la cuestión de las fronteras, la percepción de Alemania, la influencia de la religión en el Estado o la pérdida de las colonias. Pero, también, en un sentido más abstracto, como aquí nos interesa, esta obra construye una mirada propia de un mundo que se balancea entre lo nómada y lo sedentario. Este nomadismo se vislumbra desde las primeras páginas de la novela —más allá del evidente título— a través del personaje de Hans. Así, el protagonista, como viajero y traductor, no recalará en un espacio cualquiera, sino en una ciudad cuya naturaleza móvil desconcierta a sus propios habitantes, quienes parecen recorrer cada vez un itinerario distinto afectados por la singularidad

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de un Wandernburgo que modifica sus propias arterias, tal y como refleja el siguiente fragmento de la obra: Como verás, Wandernburgo nunca sabe dónde están sus fronteras, hoy aquí y mañana allá (oye, bromeó Hans, ¿será por eso que me pierdo cuando camino? Álvaro se quedó mirándolo con inesperada seriedad), ah, ¿a ti también te pasa? ¿Tú también tienes a veces la sensación de que? (¿de qué?, ¿de que las calles se, digamos, se movieran?), ¡eso, eso! (Neuman 2010b: 87)

Desde el inicio del texto, no solo Hans, sino también Álvaro, a pesar de la condición errante de ambos, se sentirá desorientado en un Wandernburgo con vida propia, que, como un organismo, convierte su fisonomía expulsando a quienes sin éxito tratan de habitarlo. Esta aparente situación de extravío, no obstante, será en parte remediada gracias al viejo organillero, quien se mudará para Hans en una brújula, en un eje de coordenadas, como ilustra este pasaje de la novela: Hans mantuvo su empeño por identificar las callejuelas que recorría. Pero lo mismo acertaba dos o tres veces y cantaba victoria, que se desalentaba comprobando que había vuelto a perderse. El único lugar que se mostraba invariablemente accesible era la plaza del Mercado, a la que regresaba sin cesar para orientarse. Ahí estaba Hans de nuevo, haciendo tiempo hasta la salida del carruaje, intentando fijar en su mente los puntos cardinales, vuelto un reloj de sol que proyectaba una lanza de sombra sobre el empedrado, cuando vio llegar al organillero. (Neuman 2010b: 25)

El organillero es, de manera paradójica, la figura con quien Hans ve más confrontada su mirada nómada. Así, como viajero habitual, Hans no comparte la visión inmóvil de un organillero que teme al desplazamiento, que le otorga un carácter ficticio e incluso confunde al sujeto haciéndole creer que su vida ha cambiado, aunque en realidad se trate exclusivamente de una ilusión que durará “lo mismo que [se prolonga] el viaje” (Neuman 2010b: 122). Hans, no obstante, sí que aprecia la destreza del organillero para orientarse en esa ciudad laberíntica, que, como advierte el traductor, “rotaba de repente, cambiaba de orientación igual que un girasol se adapta a los caprichos solares” (Neuman 2010b: 116). Un hecho que no parece afectar al orga-

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nillero, quien, sabedor de la condición nómada de Wandernburgo, consigue siempre encontrar el camino: Tampoco dejaba de sorprenderlo que el organillero jamás vacilase ante ningún recodo, ningún cruce, ninguna bifurcación. Él llevaba por lo menos mes y medio allí, y aún no había logrado repetir un itinerario idéntico varias veces seguidas: acababa llegando al lugar al que se dirigía, pero siempre había algún cambio en el recorrido. (Neuman 2010b: 116)

El itinerario idóneo para el organillero es, de esta forma, “el que te conduce al punto de partida” (Neuman 2010b: 122), una sentencia que, a través de este personaje, refleja una concepción nostálgica del hogar, de las raíces, en definitiva, del arraigo. Frente a la visión nómada de Hans, quien plantea, aludiendo a un refrán árabe, “que quien va por un camino se convierte en el camino” (Neuman 2010b: 122), encontramos la mirada localista17 del organillero, quien subraya la importancia de un territorio particularizado, al que le otorga un significado especial. Este discurso localista censura asimismo el desenfreno de una sociedad globalizada que, en relación con la siguiente obra de Andrés Neuman que analizaremos en este trabajo, Cómo viajar sin ver (2010), vive enajenada por la velocidad del desplazamiento, tal y como expresa este personaje en el siguiente fragmento: No sé, dijo el organillero mientras le entregaba a Franz los últimos trozos de pollo, hoy el mundo va tan rápido. Antes nadie pensaba en alejarse de ningún sitio más de seis o siete leguas en un día. Quizá por eso ahora los jóvenes no aman tanto los lugares, es demasiado fácil irse de ellos. Quieren ver mundo. Lógico. Al fin y al cabo, Reichardt, no es que tú y yo no pudiéramos irnos, ¿verdad?, es que no quisimos. Estamos bien aquí, hemos tenido suerte. (Neuman 2010b: 286)

Desde el punto de vista de la sociología, el localismo, local o localidad es entendido como la delimitación de un espacio particular al que se le atribuyen un conjunto de relaciones que establecen fuertes vínculos de parentesco y, sobre todo, de durabilidad. Asimismo, a este espacio particular se le atribuye un tipo de identidad cultural determinada que tiene un carácter estable y homogéneo (Cohen 1985). 17 

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En ese diálogo intertemporal que establece la novela entre el siglo xix y el siglo xxi, podemos ver, por tanto, una crítica velada a los procesos de globalización actuales a través de la figura del organillero. Así, este personaje reprueba los cambios que conlleva una globalización que persigue un sentido unificador y margina en su mayor parte los localismos y particularidades de los territorios, es decir, la heterogeneidad identitaria. En este sentido, el organillero encuentra en la plaza del Mercado el mejor emplazamiento para hacer girar esa manivela de los sueños, cuya adquisición supuso el motivo de su último viaje y, por tanto, de su última salida más allá de las murallas de un Wandernburgo que lo albergará hasta sus últimos días. Esta figura, aunque en ocasiones parezca envidiar el destino peregrino de Hans, cuyo objetivo vital no es otro que detenerse en “lugares desconocidos para ver cómo eran” (Neuman 2010b: 34), permanece en una ciudad en la que experimenta la misma sensación de todo viajero cuando termina su viaje: “Regresa a los lugares porque los ama” (Neuman 2010b: 68). Todo lo contrario ocurre con Hans, que no puede evitar arrastrase por la fascinación del viaje e incluso se siente desconcertado por su futuro.18 La mirada localista del organillero refuta así la naturaleza errante de Hans. Para el viajero, según le manifestará a Sophie, “el origen de una persona es un simple accidente, somos del lugar donde estamos” (Neuman 2010b: 181). Es decir, la idea de patria, lejos de su naturaleza esencialista como constituyente del ser nacional, conserva aquí un carácter circunstancial.19 La patria para Hans no es más que una calle ajena, una arteria extraña, como las que a diario desdibuja Wandernburgo, trazando un itinerario distinto y erigiendo con ello un nuevo mapa. En consecuencia, Hans huye de las raíces, de cualquier signo que denote pertenencia, puesto que no hay nada que lo vincule a Wandernburgo más allá de Sophie. En definitiva, no existe ningún motivo para establecerse, pues su vida no responde a ningún destino, sino al caprichoso “Odio saber el futuro. Casi no he podido dormir pensando en eso, ¿cuántos días llevo aquí?, al principio llevaba la cuenta exacta, pero ahora no podría asegurarlo (¿y por qué te preocupas?, dijo el organillero, ¿qué tiene de malo quedarse?), no sé, supongo que me asusta seguir viendo a Sophie y después tener que irme, eso sería peor, ahora todavía estoy a tiempo, quizá debería seguir viaje” (Neuman 2010b: 67-68). 19  Una idea que recuerda a los versos del poeta Pablo Pacheco, quien, a través del yo lírico, sostendrá en uno de sus versos: “Mi única tierra es una calle ajena / de hojas aún verdes que el otoño entrega / al hondo invierno y a su helada lumbre” (Pacheco 2010: 178). 18 

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azar, tal y como magistralmente recogen los versos del escritor Álvaro Pombo, que bien podría haber escrito o traducido nuestro viajero: “Yo no soy de esta ciudad ni de ninguna / he venido por casualidad y me iré por la noche / aquí no tengo primos ni fantasmas” (Pombo 2004: 63). Esta crítica tácita a la noción de patria, igualmente, surgirá en las conversaciones que Hans mantiene con Álvaro Urquijo. En una de ellas, por ejemplo, el viajero le recrimina al español que la patria “no existe” y que “los que castigan son los patriotas” (Neuman 2010b: 399). Asimismo, en otro fragmento de la obra, Hans, haciendo referencia a una cita de Chrétien de Troyes, le advertirá al exiliado de su idea de nación: Un francés antiguo, contestó Hans, que dijo algo fantástico: los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables. (Neuman 2010b: 123)

En este fragmento, se observa cómo Hans se opone a la noción de un “nacionalismo romántico” que no contribuye a la estabilidad, sino todo lo contrario, ya que, para el viajero, “si exageramos la identidad de cada nación seguirá habiendo guerras para decidir quién controla el mercado” (Neuman 2010b: 101). Dentro de esa visión nómada que huye de lo patriótico, el viajero incluye además a la propia Europa, abogando por un federalismo europeo que represente una estrecha coordinación, pero también cooperación, entre países. Este debate, ubicado en la Europa del siglo xix, en el ficticio salón de los Gottlieb, bien podría trasladarse, sin embargo, a la realidad política del siglo xxi, como ejemplifica la siguiente reflexión del viajero sobre la idea de una Europa como país: Bueno, para mí lo esencial sería acordar unas políticas exteriores comunes. Muy diferentes a la Santa Alianza, claro, que es un simple mecanismo de defensa de las monarquías. No hablo de unidad militar, sino parlamentaria. Hablo de que Europa llegue a pensar como país, como un conjunto de ciudadanos y no como una suma de socios económicos. Lo primero, de acuerdo, sería reducir las fronteras. Y después de eso, ¿por qué no seguir uniendo aduanas?, ¿por qué no pensar en la unidad alemana como parte de la unidad continental? (Neuman 2010b: 72)

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De esta forma, como señala De Chatellus, en la novela “la indeterminación de las fronteras espaciales prepara la defensa de la abolición de las fronteras políticas” (De Chatellus 2020: 122). Asimismo, este espíritu errante de Hans, su verdadera esencia, proviene de un momento particular de su pasado, concretamente de sus años universitarios, donde primero, relata, estudió Filosofía, para más adelante afirmar que Filología. Esta confusión, no obstante, sí desvela una certeza, y es la de que Hans siempre quiso traducir y que será precisamente en la universidad donde despierte su interés por la literatura y la filosofía, a pesar de la abdicación de la mayoría de sus referentes culturales, entre los que incluye a Goethe, Hegel o los hermanos Grimm. En consecuencia, el desplazamiento, la búsqueda de otro lugar, se convierte en Hans en una constante que parece aplicar a todas las facetas de su vida. De este modo, podemos concluir que la noción de viaje en el caso de El viajero del siglo se aproxima a la concepción de Rilke, en la cual el sujeto, lejos de censurar esa agitación generada por el desplazamiento, parece disfrutarla, incluso perseguirla. Es decir, el individuo se siente atraído por ese eterno ir y venir que renuncia a poseer un lugar fijo, a una permanencia. Una noción de viaje que, por tanto, pone en cuestión la falta de reflexión del viajero criticada por Rousseau, pues, precisamente a través de la traducción, esta toma partido transformándose en un vehículo adecuado para ejecutarla. Eso sí, esta búsqueda conlleva renunciar al recuerdo, al propio pasado, como le confesará a Sophie: “los viajeros huyen de la nostalgia. Cuando se viaja no hay tiempo para la memoria” (Neuman 2010b: 518). Por tanto, vemos cómo el viaje, temporalmente, cierra la puerta al pretérito, pues “apenas quedan fuerzas ni atención para otra cosa que no sea seguir moviéndose” (Neuman 2010b: 518). Esta perspectiva se verá confrontada, además, con la de la propia Sophie, personaje sedentario y atrapado en un Wandernburgo del que, sin embargo, escapará al final de la novela, convirtiéndose así en una viajera más:20

“Del camino principal que roza Wandernburgo por el este y que transitan unas pocas diligencias hacia el norte, en dirección a Berlín, o bien hacia el sur, en dirección a Leipzig, se marcha del camino del puente donde ahora Sophie, de pie con dos maletas, sujetándose el tocado para que no se le vuele, espera la llegada del próximo carruaje, dos maletas llenas de ropa, papeles y dudas” (Neuman 2010b: 531). 20 

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Para las personas sedentarias el tiempo pasa lento, deja huella, una huella como de caracol en las hojas del calendario. Creo que la quietud es el alimento del recuerdo. La nostalgia cae del lado de los que nos quedamos, y sé de lo que hablo. No hay nada que me deje más pensativa que ir a despedir a alguien, y quedarme viendo cómo el carruaje se hace pequeño hasta desaparecer. (Neuman 2010b: 517-518)

La percepción temporal de Sophie difiere así de la del viajero, pues, desde su perspectiva, el desplazamiento acelera la velocidad del tiempo y deja así un rastro que el nómada no parece percibir. Además, es interesante observar en este pasaje cómo Sophie reflexiona sobre el sentido de la despedida, que ambos parecen condenados a sufrir, tras separarse y emprender nuevos itinerarios más allá de las fronteras de Wandernburgo. A pesar de que Hans le pedirá a Sophie que lo acompañe porque “necesito moverme, empezar de nuevo”, esta última rechazará su petición, pues es consciente de que “es mejor no seguir a nadie” (Neuman 2010b: 516). La despedida, en consecuencia, funda un territorio que no es otro que el de la nostalgia. En este caso, una nostalgia anticipada, consecuencia del abandono del hogar, que para Hans resulta novedosa y lo desconcierta, ya que el sentido de la despedida parece haber virado y, por tanto, el contenido de su equipaje, de su propia identidad: “Antes, cuando volvía a algún lugar y me reencontraba con viejos amigos, era yo el que terminaba despidiéndose de todos. Ahora, no sé por qué, siento que los demás se despiden de mí. No sé si eso es bueno o malo” (Neuman 2010b: 517). 3.4. Latinoamérica a vista de pájaro en Cómo viajar sin ver 3.4.1. El autor como viajero relámpago Cómo viajar sin ver es un libro que relata, en primera persona, la gira emprendida por Andrés Neuman a través de diecinueve países latinoamericanos tras obtener el Premio Alfaguara con su novela El viajero del siglo. Una obra en la que el viaje ya no es ficcional —como ocurre con el personaje de Hans en El viajero del siglo o de Mario en la novela Hablar solos—, sino que alcanza al propio escritor y lo arrastra a un recorrido fugaz, a un parpadeo de lugares donde la escritura se fusiona y, al mismo tiempo, se cristaliza como una prolongación más del propio desplazamiento. Se trata, además, de un texto en el

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que Neuman se autorretrata como ese viajero del siglo xxi, es decir, ese turista apresurado cuya efímera vista solo alcanza a reconocer, que no conocer, los lugares que visita. Así, esta obra, aunque redactada por el propio viajero —el escritor Andrés Neuman— y ubicada, por tanto, dentro de lo que Villar Dégano considera “una escritura factual de viajes” (Villar Dégano 2005: 228), se muda asimismo en “un manual para un turista del siglo xxi” (Ferrer Rey 2013: 71). Eso sí, un manual que recoge la esencialidad de un viajero afligido por esa miopía progresiva consecuencia de la actual globalización. Por otro lado, según Pujante, esta obra, aunque a priori coincide formalmente con el diario íntimo y trata de ofrecer “sus opiniones en presente, o mejor dicho, en el matizado presente en el que escribe sabiendo que puede corregir”, se aproxima más al dietario, ya que trata de “privilegiar la invención literaria, la construcción de un discurso” (Pujante 2014: 89). En este sentido, es interesante acudir a las primeras páginas de Cómo viajar sin ver, donde el autor esboza su intencionalidad con este texto: Imaginé entonces un diario saltarín, narrado desde un punto de observación reducido, hecho de entradas sintéticas. Una situación, una nota. Una nota, un párrafo. Jamás habría puntos y aparte en el interior de las entradas. Jamás habría pausas intermedias. Ya no viajamos así. No miramos así. Lejos del reportaje de fondo, me interesaba buscar un cruce entre la micronarrativa, el aforismo y la crónica relámpago. (Neuman 2010a: 13)

En este fragmento, el autor declara así cuál será su guía para la construcción de ese diario móvil titulado Cómo viajar si ver. Una obra que persigue, en consecuencia, desarrollar un retrato sintético, tanto formalmente como con respecto al contenido, de ese escenario móvil que supone el viaje. Por tanto, su propósito no es el de manifestar desde un punto de vista subjetivo la realidad latinoamericana, sino alumbrar una crónica más allá de sus propias pupilas. 3.4.2. El espacio en Cómo viajar sin ver “Los acontecimientos suceden en algún lugar”. Es la frase con la que Mieke Bal (1990: 50) comienza a abordar el espacio en su obra Teoría de la

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narrativa. Una introducción a la narratología. Una obviedad, sin embargo, disimulada hasta la llegada de la narratología a finales de los años sesenta —al amparo de la revolución estructuralista—, a partir de la cual la dimensión espacial comienza a cobrar importancia. En esta línea, Lotman alude a la estructura del topos, según la cual, en palabras del autor, “tras la representación de las cosas y objetos en cuyo ambiente actúan los personajes del texto surge un sistema de relaciones espaciales, la estructura del topos” (Lotman 1973: 283). Con ello, esta configuración que parte del lenguaje hace surgir otro tipo de relaciones no espaciales que posibilitan la construcción de modelos supratextuales. De esta forma, el lenguaje del espacio se transforma en un instrumento esencial de interpretación de la realidad (Lotman 1973: 271). Un vínculo que revela una interpretación del simbolismo del espacio en la novela partiendo del análisis de las funciones que adquieren los distintos lugares. Precisamente, teniendo en consideración a estos autores, en este apartado analizaremos cómo se configura el espacio en Cómo viajar sin ver, un texto que supone la primera incursión del autor en el relato de viajes, género literario que, según Alburquerque García, partiendo de Genette, se aproxima a lo factual: Se asientan en los hechos, la realidad, en los testimonios, en lo verificable. Lo ficcional no adquiere forma sustantiva en estos textos, sino más bien adjetiva. No es lo mismo, pues, un relato anclado en un hecho real (en un viaje concreto, sin ir más lejos), aunque sometido a un cierto grado de ficcionalización, que un texto ficticio que arranca de un hecho real o se nutre de experiencias personales. El relato factual nace, se desarrolla y termina siguiendo el hilo de unos hechos realmente acaecidos que forman su columna vertebral. (Alburquerque García 2011: 16-17)

Asimismo, señala Alburquerque García, es más adecuado emplear el término relato de viajes que literatura de viajes, pues a esta última deberían adscribirse solo aquellas obras “en las que el viaje forma parte del tema o en la que actúa como motivo literario” (Alburquerque García 2011: 18). Se trata, así, de un género en donde “la modalidad descriptiva se impone a la narrativa” (Alburquerque García 2011: 16) y que podemos rastrear a lo largo de la historia de la literatura, a pesar de que durante mucho tiempo fue considerado para el canon literario como un género menor.

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No obstante, será en el siglo xxi cuando, gracias a la cultura low cost, la migración, la expansión de las tecnologías de la comunicación y la explosión del turismo, el relato de viajes se transforme en motivo de primer orden para la literatura e introduzca así una nueva fórmula a partir de la cual el foco se sitúa, en palabras de Martín, en el propio desplazamiento: Pero el siglo xxi, con Internet, el teléfono móvil y los viajes low cost ha modificado radicalmente los hábitos del viaje, abriéndose una tercera fórmula en los libros de viaje centrada en la semiótica del desplazamiento. El anti-viaje, como muchos denominan esta manera de desplazarse, se caracteriza por impedir cualquier forma de interacción entre el viajero y lo otro que apenas llega a ser percibido, el viajero es simplemente pasajero en tránsito… La escritura fragmentaria será su forma de expresión. (Martín 2011: 70-71)

Es importante considerar, en este sentido, la distinción que González Pozuelo establece entre diario y dietario, tratando con ello de arrojar luz y combatir la ambigüedad que rodea a estos dos conceptos. Así, para este autor, la principal diferencia reside “en el carácter íntimo del primero y el carácter éxtimo, podríamos decir, siguiendo a Unamuno, del segundo” (González Pozuelo 2009: 165). En el diario, la visión del yo del autor domina el terreno de lo íntimo, dirigiéndose al interior, en oposición al dietario, donde la mirada del escritor “es solo una excusa para hablar de los temas más diversos” (Luque 2016: 295). Precisamente esta última distinción encaja con la intención del autor expuesta al inicio de la obra y se ajusta, al mismo tiempo, a esa hibridación de géneros mediante la cual Neuman se muda en un asistente privilegiado de la realidad a partir de ese “punto de observación reducido” (Neuman 2010a: 13) que supone la literatura. En definitiva, Neuman trata de retratar cada situación, o, lo que es lo mismo, ese conjunto de realidades que lo atañen en un momento determinado y que, por tanto, determinan su propia existencia. Sin embargo, a pesar de que podemos considerar esta obra, por su temática y la perspectiva del autor, un relato de viajes, el escritor se posiciona y transgrede esta noción en las últimas páginas del libro, donde concluye: No creo haber escrito en este libro lo que iba observando. Más bien he observado porque escribía el libro. Se supone que un diario refleja nuestros pensamientos,

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experiencias y emociones. Nada de eso: los fabrica. Si no escribiéramos, la realidad desaparecería de nuestra mente. Nuestros ojos se quedarían vacíos. (Neuman, 2010a: 248)

En consecuencia, Neuman, tras finalizar el viaje, se percata de que Cómo viajar sin ver se aproxima más a su geografía íntima, es decir, a aquella que recorre “pensamientos, experiencias y emociones” (Neuman 2010a: 248), y no toma su punto de partida en una realidad exterior, sino interior, la cual es encarnada aquí por la propia escritura. Se trata así de una escritura que discurre por países, ciudades y barrios que se confunden a través de extraños e ineludibles espacios en tránsito, los cuales conducen al lector a un itinerario desordenado por una Latinoamérica generada a partir de lo actual, pero también de lo tradicional. Asimismo, sus personajes no se mudan aquí en una secuela más de las construcciones ficcionales del escritor, sino que encarnan las voces anónimas pero representativas de quienes habitan, o al menos lo intentan, esos espacios. La Paz, Buenos Aires, Santiago de Chile, Lima o Caracas se transforman en las coordenadas literarias de un continente cuya identidad, lejos de una panorámica general, se precisa a través de una cadena de instantáneas. Así, mediante párrafos contundentes, irónicos, históricos y anecdóticos, se perfila la geografía de una Latinoamérica vacilante entre la memoria colonial y la reivindicación modernista, entre lo local y lo global. Como viajar sin ver se presenta como un fresco latinoamericano, cuya actualidad, no obstante, no consigue ajarse, embebida en la representación que Neuman desarrolla de ese tiempo agitado en el que vivimos, de una época en la que la velocidad se convierte en la panacea. Esta época en la que el sujeto —turista o no— parece siempre dislocado, desplazado de una topografía que lo hostiga y lo obliga a apresurarse, a olvidarse de contemplar para visualizar pedazos de una realidad perecedera. De esta forma, con esta obra, Neuman trata de emular, a vista de pájaro, la perspectiva de quien viaja a Latinoamérica por primera vez. Una visita que no supone anclarse de forma exclusiva al lugar geográfico, sino habitar simultáneamente paisajes disímiles y alejados, es decir, revisitar esa paradoja modernista de la comunicación, que se muda en el punto de partida de un itinerario que, como señala el escritor, está rodeado de incertidumbre:

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El viaje contemporáneo oscila entre el aparente sinsentido del desplazamiento geográfico y la evidencia de los cambios de realidad en cada región. Vivimos siempre en varios lugares al mismo tiempo. No importa dónde estemos, podemos consultar nuestro correo, leer los periódicos del mundo, seguir la actualidad internacional. Vayamos a donde vayamos, continuamos dentro de un mismo paisaje: el de las comunicaciones. Por eso me pareció atractivo intentar un diario que reflejase dos certezas contrarias. La de que, en cada tierra que visitamos, terminamos experimentando un mundo particular. Y la certeza de que, a través de los medios, solemos pasar más tiempo en otra parte (o en varias partes a la vez, o en ninguna parte) que donde nos hallamos físicamente. Pero si así son las cosas, ¿entonces por qué los viajes siguen transformándonos y revelándonos tanto? De ese gran no lo sé está hecho este libro. (Neuman 2010a: 15)

Esta gira, además, este viaje, según señala el propio autor, se reivindica como “un experimento potenciado, una exasperación de nuestro nomadismo transparente” (Neuman 2010a: 15-16). El narrador experimenta un nomadismo en primera persona que, más allá de geografías nacionales, supone ese ensayo eterno pero actual de estar en tránsito, como en un aeropuerto. En este sentido, el viaje guía al sujeto a convivir con un espacio dinámico, cuyo estatismo se torna una quimera. En consecuencia, el estar en tránsito de forma permanente conduce al autor a recorrer, o más bien a superar, aquellos non-lieux denominados por Augé “que ponen de relieve la soledad de los protagonistas novelescos y la despersonalización de las sociedades modernas” (Augé 1992: 30). Con ello, estas sociedades quedan representadas en la actual narrativa moderna por medio de la creación de pequeños microuniversos ficcionales, que consiguen potenciar esos no-lugares a través de las tramas y los personajes y que, en Cómo viajar sin ver, se convierten en una prueba más de la celeridad de nuestro tiempo, tal y como expondremos en el siguiente apartado. 3.4.3. Latinoamérica y sus non-lieux: aeropuertos y hoteles Será Certeau (2007) el primero en abordar el concepto de non-lieux y lo hará desde el prisma lingüístico-literario, para entenderlo como aquello “no dicho” o “no escrito”, es decir, “lo que está fuera de las narrativas de los

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individuos que pueblan las culturas” (Ramoneda y Sánchez 2012: 112). A diferencia de Certeau, en Augé se impone una perspectiva antropológica que concibe los non-lieux y los opone a la concepción de lugar, el cual debe poseer un sentido propio “para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa” (Augé 1992: 31). De este modo, para Augé, los non-lieux se caracterizan por ser “espacios de tránsito, en los que la existencia es efímera, de lugares de paso en los que no cabe vínculo identitario alguno entre el individuo y el espacio. Las estaciones de tren, los aeropuertos, o las cadenas de hoteles…” (Ramoneda y Sánchez 2012: 112). A partir de esta definición, podemos advertir cómo para el autor francés estos lugares en tránsito no son más que una consecuencia de la actual modernidad, emplazamientos dinámicos desarraigados de una topografía particular que conectan con lo antiguo, con la memoria. Así, estos non-lieux se caracterizan por ser lugares en tránsito, o, lo que es lo mismo, por ser caminos indispensables para lograr ese otro lugar que supone, a priori, nuestro objetivo. Su naturaleza provisional lleva a convertirlos, por tanto, en los lugares representativos del siglo xxi, que, diferencia de los tradicionales, tienen la peculiaridad de no crear ningún tipo de “identidad singular ni relación sino soledad y similitud” (Augé 1992: 107). Asimismo, en el caso del extranjero, estos non-lieux conducen en algunas ocasiones a la contradicción, a la paradoja: Paradoja del no lugar: el extranjero perdido en un país que no conoce (el extranjero “de paso”) sólo se encuentra aquí en el anonimato de las autopistas, de las estaciones de servicio, de los grandes supermercados o de las cadenas de hoteles. El escudo de una marca de nafta constituye para él un punto de referencia tranquilizador, y encuentra con alivio en los estantes del supermercado los productos sanitarios, hogareños o alimenticios consagrados por las firmas multinacionales. (Augé 1992: 109)

De esta manera, considerando la teoría de Augé, en este apartado nos centraremos en esos non-lieux que a priori Neuman recoge en Cómo viajar sin ver y que, sin duda, se convierten en una seña de identidad de este texto. Para ello, los hemos subdividido aquí para su análisis en dos apartados: aeropuertos —“En los aeropuertos se emplea una expresión que define perfectamente la experiencia migratoria: estar en tránsito. Así estamos, eso somos

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mientras viajamos” (Neuman 2010a: 17)— y hoteles —“Hotel en Buenos Aires: Regal Pacific. Clima del hotel: minimalismo de techo alto. Carácter en recepción: vagamente versallesco” (Neuman 2010a: 23)—. Estos dos lugares suponen, por tanto, una buena muestra de esos nuevos emplazamientos resultado de la sobremodernidad, a los que Neuman, como veremos a continuación, poniendo en cuestión los planteamientos de Augé, les otorga una singularidad propia. Aeropuertos El primer capítulo, o, mejor dicho, la primera parada en Cómo viajar sin ver es Argentina, concretamente, Buenos Aires, la tierra natal del autor. Lugar que Neuman no consigue abordar, fingir, desde la perspectiva del turista que pisa una tierra primera vez: “Al viajar a determinados lugares, nos desplazamos hacia delante con el cuerpo y hacia atrás con la memoria. Entonces avanzamos hacia algún pasado” (Neuman 2010a: 39). Podemos advertir cómo esta evocación, este viaje al pasado, cuestiona el planteamiento de Augé sobre la no vinculación de estos non-lieux con el pretérito, con la memoria, que en el caso de Neuman emerge precisamente cuando “sobrevuelo de nuevo el Río de la Plata” y no consigue evitar “pensar en los aviones argentinos que, hace 30 años, mientras yo aprendía a hablar, arrojaban cuerpos que hacían plas” (Neuman 2010a: 40). De este modo, este aparente emplazamiento transitorio, este no-lugar, construye aquí una perspectiva subjetiva que se relaciona con lo histórico, erigiéndose como un disparador de la memoria y transcendiendo la celeridad inherente al concepto de sobremodernidad propuesto por Augé. Así, el aeropuerto, como titula Neuman en esta primera parada, se muda en esa “patria en tránsito” (Neuman 2010a: 17), es decir, ese lugar extraño que construye un fuerte vínculo afectivo con el sujeto de la sobremodernidad, pues este emplazamiento, aunque provisional, trastoca al sujeto, escenificando la experiencia migratoria y desdoblando su propia identidad: Justo antes de salir de viaje nuestra mitad sedentaria se aferra a la quietud, mientras nuestra mitad nómada se anticipa al desplazamiento. El choque entre ambas fuerzas nos provoca una sensación de extravío. Cierta división de nuestra presencia. (Neuman 2010a: 17)

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En consecuencia, Neuman demuestra admiración por este tipo de lugares, que se convierten en las “catedrales asépticas donde los pasajeros iniciamos la liturgia de cambiar de estado antes de cambiar de lugar” (Neuman 2010a: 17). Para el autor, el aeropuerto, más allá de su indiscutible funcionalidad como medio de transporte, se muda en un espacio liminal que le permite cuestionarse, aunque sea de forma irónica, su propia identidad, tal y como se refleja en el siguiente fragmento: “Aeropuerto de Barajas, Terminal 4. ‘Hola, señor, hola’, me aborda la muchacha del traje inenarrable y los folletos en la mano, ‘¿es usted español o extranjero?’. No lo sé, le contesto con distraída sinceridad. Ella se aleja ofendida” (Neuman 2010a: 18). Más adelante en el texto, el autor se contradice poniendo en cuestión esa condición aséptica, neutra, de los aeropuertos. A pesar de ser concebidos como lugares de tránsito, Neuman es consciente de que el aeropuerto no despierta las mismas impresiones para todos los sujetos. Con ello, observamos cómo su memoria interviene aquí de forma determinante y consigue alcanzar su particular pasado a partir del momento presente: Aterrizo en el aeropuerto de Ezeiza y automáticamente, como quien cambia el dial de una radio, me escucho hablar en porteño. Retomo forastero mi dialecto original. Paso del asertivo ‘Buenos días’ español al deslizante ‘Buen díííaaa...’ argentino. (Neuman 2010a: 22)

Por otro lado, el aeropuerto, más allá de configurarse de forma puntual como lugar de evocación, queda asociado en Cómo viajar sin ver al tiempo presente mediante la propia actualidad informativa, concretamente la pandemia de gripe A ocurrida en el año 2009. Una actualidad accidental que, sin embargo, Neuman emplea como recurso argumental, dejando entrever las diversas formas con las que los distintos países latinoamericanos enfrentan los desafíos provenientes de la acuciante sobremodernidad, tal y como ilustra el escritor en el siguiente pasaje de la obra: Nos reciben con máscaras extraterrestres, cámaras fotográficas y monitores que miden nuestra temperatura en prevención de la gripe. Los pasajeros ponemos cara de E. T. y rellenamos los impresos sanitarios. Junto a los mostradores, un cartel anterior advierte sobre los peligros del dengue si se viaja a Bolivia o Paraguay. (Neuman 2010a: 22)

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La condición fronteriza del aeropuerto, por otro lado, posibilita a Neuman no solo abordar una cuestión tan abstracta e íntima como la identidad, sino otras realidades prácticas que afectan a lo común. Este lugar no se configura, exclusivamente, como percutor de la memoria individual, sino también de la colectiva —en el sentido social de Halbwachs (1950)—, revelando aquel conjunto de recuerdos que atesoran y distinguen a una sociedad en su conjunto: En cuanto piso el aeropuerto, me entero de que van a declarar una alerta meteorológica en Uruguay. ¡Otra alerta!, pienso recién llegado de la alarma sanitaria argentina. Pero hace 4 años no la declararon, y una tormenta arrasó medio país sin que se hubieran tomado las precauciones necesarias. (Neuman 2010a: 41)

Del mismo modo, la sala de espera del aeropuerto se transforma en un motivo de disección para el autor, que, aunque a priori se presuma trivial, revela ciertas diferencias de la heterogeneidad latinoamericana. Así, por ejemplo, Neuman se ve sorprendido por el cuadro que cuelga en la sala de espera de la compañía brasileña TAM en la ciudad de Asunción, en el cual se recogen los “7 mandamientos del director de la empresa”, entre los que se incluyen: “1- Nada sustituye al lucro. 3- Más importante que el cliente es la seguridad” (Neuman 2010a: 68). Asimismo, en este espacio inherente a la demora y, por tanto, contrario a una época caracterizada por la prontitud, Neuman experimenta ese doble lugar, esa doble presencia que, facilitada por una comunicación también globalizada, le permite trasladarse de forma momentánea a su otra tierra, España: “Pasajero admitido. Sala de embarque. Puesto de prensa. Titular en la portada de hoy, 22 de julio, de El Universal de Guayaquil: ‘Una migrante en España subasta su virginidad’. Según explica, lo hace para ayudar a su madre” (Neuman 2010a: 116). El aeropuerto, además, como lugar de encrucijada entre los que regresan y los que parten, se muda en un espejo que refleja los efectos de la globalización. Por ejemplo, a través de los debates globales que demuestran la porosidad de unas fronteras de las que no solo participan los sujetos.21 Del “Aeropuerto de Lima. Quiosco de prensa. Hoy recorrer el mundo es asistir a los mismos debates en distintos idiomas o dialectos. En el diario Perú 21 leo un artículo sobre la piratería, tema de moda de la temporada” (Neuman 2010a: 102). 21 

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mismo modo, otra de las cuestiones inmanentes al espacio del aeropuerto es la noción de extranjería, que, según recoge el autor, varía de un país a otro y que en algunas ocasiones Neuman critica, como ocurre en el caso del aeropuerto de Quito: En el aeropuerto de Quito hay controles que vedan el paso antes de la zona de los mostradores. Nadie tiene derecho a acompañar al que se va mientras espera su turno y despacha su equipaje. En los últimos años ha habido tanta emigración que frente a los mostradores se aglomeraba una multitud de parientes, parejas, amigos. (Neuman 2010a: 114)

La despedida, en este caso, parece vetada para quienes acompañan al que se marcha, ya sea turista o no. Un estado migratorio que atañe a la propia biografía del escritor y que se revela también en Cómo viajar sin ver a través del espacio del aeropuerto. En definitiva, el aeropuerto como lugar toma para Neuman dos significados. Dos acepciones que el escritor sintetiza de forma sarcástica en su libro Barbarismos: “Aeropuerto: Purgatorio de almas en tránsito. 2. Lugar donde el pasajero se despide de sí mismo” (Neuman 2014a: 15). El autor no se interesa, así, por este espacio como medio de transporte que permite a los personajes arribar a su destino y, por tanto, acelerar la conexión de espacios disímiles, sino que lo aborda como un emplazamiento con personalidad propia. Un lugar de importante densidad narrativa que posibilita la representación de realidades no solo latinoamericanas, sino globales. Neuman consigue en este texto, en palabras de Ferrer Rey, convertir “la elipsis en materia narrativa” (Ferrer Rey 2013: 74). Precisamente, la elipsis que la novela tradicional emplea para construir tramas en las que solo hallamos el binomio destino versus salida y donde el camino pasa desapercibido o incluso se suprime. Neuman, sin embargo, transforma el espacio del aeropuerto en un motivo significativo, protagonista, que plasma la vida de quienes circulan por esos purgatorios en tránsito, pues, quienes los recorren, aunque sea de forma temporal, deben asumir las penalidades, el sacrificio de los trámites y la burocracia antes de conseguir elevarse en busca de su destino. Además, esos trámites, en Cómo viajar sin ver, son experimentados por Neuman en primera persona, como le ocurrirá en el aeropuerto de Caracas con los envol-

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vedores de equipaje y el pago de las tasas aeroportuarias, tal y como ilustra el siguiente fragmento: El empleado sube su oferta a 5 bolívares. Le digo que no, gracias. “Seis”, dice. Buenos días, me despido. Entonces él me detiene: “Deme los 20 euros y le pago la tasa”. Calculo mentalmente. Está ofreciéndome 7 bolívares por euro. Acepto suspirando. Le entrego mi dinero. Y él me devuelve en el acto un fajito de billetes con la cifra exacta de la tasa. El trámite era este, no el de la ventanilla. Voy a la ventanilla. (Neuman 2010a: 130)

Este trámite refleja al mismo tiempo la otra cara de la burocracia, aquella que se vincula con la corrupción y que Neuman, sin embargo, en un primer momento no parece comprender.22 Esta noción de trámite abre, además, la reflexión al final del texto a uno de los conceptos a los que Neuman más se aproxima en toda su obra: el concepto de frontera, que, como espacio liminal o tercer espacio, define su identidad y que aborda aquí otorgándole una entidad propia más allá de los límites de lo geográfico: En El País encuentro una entrevista al fotógrafo Alex Webb, que declara: “Existe un tercer país entre Estados Unidos y México: la frontera”. A lo mejor ahí, en La Frontera, deberían tramitarse todos los pasaportes. (Neuman 2010a: 203)

Hoteles Tal y como recoge Bournot en su artículo “Rutas y encrucijadas: cronotopos de la narrativa contemporánea latinoamericana” (2015), el hotel se ha convertido en un espacio narrativo productivo en la literatura contemporánea. Los escritores parecen haber descubierto en este emplazamiento una nueva fuente de inspiración donde desarrollar tramas y personajes. Prueba de ello son las obras que han adoptado este espacio narrativo como protagonista: Hotel DF (2011), de Guillermo Fadanelli; Hotel España (2010), de Juan Pablo Meneses; Nekrópolis (2009) u Hotel Pekin (2008), de Santiago Gam“Al tercer intento, comprendo que están proponiéndome un negocio. Una estafa que compense la otra estafa” (Neuman 2010a: 129). 22 

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boa, o la propia Cómo viajar sin ver, de Andrés Neuman. De esta manera, como expone Bournot, el hotel se muda en un “escenario de encrucijadas” donde “cada voz tiene un lugar y donde el lugar se presta al diálogo, al encuentro e incluso al choque de culturas” (Bournot 2015: 143). Precisamente este choque de culturas en el continente latinoamericano es el que trata de recoger Neuman a través de un emplazamiento “que en vez de un no-lugar, puede ser todos los lugares al mismo tiempo” (Bournot 2015: 143). De esta forma, para el escritor, “los hoteles tienen algo de hogar vacío”, lo que genera una sensación de liberación, de acogimiento, que contradice la imagen denostada que a estos se les supone: “‘¿Pero no te parecen fríos los hoteles?’, me preguntan mis amigos. ¿Fríos? Todo lo contrario. Frío hace en la calle” (Neuman 2010a: 27). Además, el hotel le sirve al escritor para hacer emerger ciertos tópicos históricos, o, incluso podríamos decir, rivalidades culturales, entre países fronterizos. De modo irónico, por ejemplo, Neuman define el “carácter en recepción” del hotel en Montevideo como “desconfían de los argentinos” (Neuman 2010a: 42) o del hotel en Santiago de Chile como “cortesía ligeramente irónica” (Neuman 2010a: 50). Una naturaleza, la del hotel, que encarna de alguna manera la idiosincrasia o el temperamento de sus habitantes, aunque también el escritor la emplee para transgredir ciertos clichés: “Hotel en Bogotá: bh El Retiro. Clima del hotel: incomodidad sofisticada. Carácter en recepción: frialdad nada colombiana” (Neuman 2010a: 132). En este sentido, estas pequeñas pinceladas del autor perfilan la identidad de los distintos pueblos latinoamericanos. Se trata, por tanto, de tenues postales que de modo sintético persiguen ir más allá de ese supuesto carácter aséptico inducido por la globalización. Los lugares de paso, en consecuencia, disfrutan aquí de su propio carácter, de una condición diferenciadora que los conecta con una cultura o un contexto únicos. En algunas ocasiones, igualmente, el hotel toma un sentido propio que lo aleja de su funcionalidad, de su inapelable pragmatismo como lugar de paso. Así, el escritor, por ejemplo, sorprendido por el ambiente “fantasmagórico” que dibuja su hotel en Caracas, tratará de averiguar el porqué de ese extraño “ambiente de desalojo” (Neuman 2010a: 119). De esta forma, Neuman dará a conocer al lector, páginas más adelante, la historicidad de

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un tipo de emplazamiento que se transforma, en este caso, en un lugar de memoria: Su nombre anterior era Four Seasons. Frente a la entrada está la plaza Altamira. Allí se atrincheraron los militares partidarios de Pedro Carmona, fugaz presidente interino que, tras derrocar de manera ilegítima a Chávez, no tuvo mejor idea que abolir la Constitución. También acamparon civiles y vecinos opositores. Se hicieron mítines, manifestaciones y, según los más fervorosos, la virgen de la plaza lloró sangre antichavista. Hubo disturbios, algún asesinato. (Neuman 2010a: 126)

Se trata así de un lugar de memoria latente que, más allá de su historia, se ve contaminado por las prácticas de aquellos huéspedes que le aportan su propia experiencia, tal y como expone el escritor en su ensayo Identidad de mano: “Al hotel nos llevamos también el pasado, pero está en permanente revisión y es transportable” (Neuman 2014b: 12). En consecuencia, el hotel posee una entidad propia, una singularidad que lo separa de lo inocuo. El hotel conlleva, así, la ruptura del individuo con la rutina y supone, al mismo tiempo, “irrumpir, desplegarse y huir pronto” (Neuman 2014b: 12). Estas son algunas de las razones por las que el escritor se ve atraído por “la vida de hotel”, porque, gracias a este emplazamiento, el sujeto siente ese “desorden nómada” cargado de incertidumbre y hace que este lugar no sea “un destino”, sino “apenas una escala” (Neuman 2014b: 12) que revela su condición fronteriza. El hotel, por tanto, como formula el escritor en su ensayo Identidad de mano, supone “lo contrario del hogar, de la certeza” (Neuman 2014b: 12). En definitiva, en este emplazamiento que lo aloja de forma provisional, resurgen las preguntas sobre esa doble esencia, siempre transitoria, a la que Neuman se enfrenta desde la dicotomía nacional versus extranjero, tal y como ejemplifica en esta ocasión con el caso de la lengua en Puerto Rico: El bilingüismo de Puerto Rico a veces funciona como el traductor automático de Google, calcando palabras y estructuras sintácticas. “Esta zona del aeropuerto está bajo construcción”, oigo al aterrizar. “El servicio de Wi-Fi es complementario”, o sea gratis, me explican en el hotel. “Si necesitas cualquier cosa, déjamelo saber”, se ofrece un amigo. En construcción y complementario, el español aquí tiene algo familiar y algo extranjero. Si necesita cualquier cosa, el idioma la toma. Y deja de saber dónde está hablando. (Neuman 2010a: 188)

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3.4.4. Una escritura en movimiento Amar sin desconfianza. Los cambios que me traiga la quietud así como la paz del que se mueve y se transforma en tránsito. Partir inaugural, no ingenuo. Despedirme aunque ahora no me vaya. Celebrar que uno ignora su destino. Tomar un día libre Entre tanto trabajo de la muerte. Andrés Neuman, Década

El propósito de Neuman con la gira emprendida y organizada por el Premio Alfaguara parecería en un principio obvio: la promoción de ese otro viaje a la par exitoso y ficcional que supuso El viajero del siglo. No obstante, es sorprendente cómo ese supuesto dar a conocer de la obra, como consecuencia del recorrido exprés publicitario por Latinoamérica, no aparezca como motivo literario en Cómo viajar sin ver. De hecho, el desencadenante de esta gira no surge en ningún momento en el texto por parte del narrador, donde solo hallamos una mínima referencia en la solapa del libro que resume la trayectoria del autor: Ganó el Premio Alfaguara 2009 con su novela El viajero del siglo, votada entre las 5 mejores del año en lengua española por los críticos de El País y El Mundo. Próximamente será publicada en Gran Bretaña, Francia, Italia, Brasil, Holanda y Portugal. (Neuman 2010a: s/n)

Podemos observar de esta manera cómo, entre los propósitos del viaje que el autor desarrolla por Latinoamérica, y que son recogidos en Cómo viajar sin ver, no se encuentra el publicitario. El viaje, por el contrario, más allá del desplazamiento geográfico, físico, que supone para el escritor recorrer diecinueve países en apenas tres meses, presume un novedoso experimento de escritura, un desafío que obliga al autor a “tomar notas literalmente al vuelo” (Neuman 2010a: 13), sometiendo al texto a la impulsividad generada por el propio itinerario. Un experimento, eso sí, que

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no logra desembocar en un punto y final, sino más bien se transforma en un paréntesis abierto que desafía al escritor de forma permanente, consciente de que el “que entra en un viaje nunca sale de él” (Neuman 2010a: 245). Así, la escritura, como el viaje, no atiende a la dicotomía salida versus destino, sino que se muda en un vehículo que origina nuevos lugares, nuevas realidades, y trae a colación la idea borgiana de ese jardín donde los caminos se bifurcan, donde, lejos de la existencia de un tiempo absoluto, se originan un conjunto de tiempos que a su vez crean realidades distintas y simultáneas: “Me imagino presentando estas líneas en todos los lugares que invocan y escribiendo, mientras tanto, un diario que cuente ese segundo viaje, que a su vez debería ser nuevamente presentado, ciudad por ciudad, y así hasta el infinito” (Neuman 2010a: 245). Una metáfora, la de la escritura como viaje, que no es nueva en la obra de Neuman y que el autor recoge, tal y como nos referimos en el apartado anterior, en su ensayo Identidad de mano, texto en el que escritor incide en la importancia del desplazamiento como fuente de inspiración, en la necesidad del viaje para invocar la escritura. De este modo, la escritura lo obliga a tomar partido y se acopla a un trayecto ante el cual el escritor no asiste impasible, tal como refleja el siguiente pasaje de su ensayo: Siempre he necesitado una maleta para escribir un libro. A veces he escrito viajando. Otras veces he viajado escribiendo. No me refiero al traslado, que es un accidente. Sino al movimiento, que es una actitud. El viaje como actitud, como punto de vista, como sintaxis. (Neuman 2014b: 12)

El desplazamiento, por tanto, no es solo físico, sino que forma parte del carácter del escritor, de su modo de entender las letras. La literatura, así, no puede pensarse sin su carácter dinámico, sin esa concepción móvil que arrastra al autor a adoptar una actitud siempre abierta al cambio, a lo líquido. Porque la escritura, como el viaje, supone, tal y como reconoce el autor en Barbarismos, “[el] arte de aplazar la llegada a un destino” (Neuman 2014a: 113), o, lo que es lo mismo, de no saber con certeza cual será el punto final. Así, a pesar de que el escritor porte su propia maleta, es decir, ese bagaje cultural y literario particular que lo define, esta necesita del movimiento para continuar. El escritor huye así de la quietud y transporta

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una maleta inestable y liviana, sin cerrar, que le posibilita alimentarse de tradiciones distintas, incluso contradictorias, y, al mismo tiempo, oscilar fácilmente entre orillas: Quizá haya escritores con sensación de hogar, de norte, de regreso, cuando escriben. Yo tengo una maleta. Roja. Sin candado. Cambio de plan con ella. Quizá haya escritores seguros de su atuendo, con color favorito: pantalones grises, camisa negra, calcetines a juego. A mí me pasa que no sé cuáles son mis colores. Son ellos, los colores, los que me sugieren el estilo. (Neuman 2014b: 12-13)

La identidad de mano en Cómo viajar sin ver, en consecuencia, no es abstracta y queda representada en el texto de dos maneras: a través de los pasajes metaficcionales que el escritor hispanoargentino introduce y que identifican la propia escritura con el concepto de viaje y por medio de las reflexiones sobre el viaje abordadas por otros autores latinoamericanos y que Neuman emplea para inferir esa concepción dinámica de la escritura. Esta segunda representación podemos observarla, por ejemplo, a partir de la “teoría de los trenes que sintetiza los viajes de la vida y la vida de los viajes”, del escritor uruguayo Mario Levrero, en su obra La novela luminosa (2005): Es una gran estación móvil de ferrocarril, de la cual están partiendo continuamente trenes que llegarán o no a destino, que volverán o no a la estación, portando cada uno de ellos un pequeño yo ansioso, con su rostro amarillento pegado a la ventanilla y los ojos muy abiertos […]. Saber combinar la marcha de los trenes en su conjunto es el arte de escribir, como sería el arte de vivir y saber combinarlos en la vida real; este último arte, lo ignoro de un modo tan rotundo que me apabulla; espero, en cambio, aunque no cuento con ello, que el arte literario me dé alguna compensación. (Neuman 2010a: 48)

Este paralelismo entre la escritura y el viaje culmina en las últimas páginas de Cómo viajar sin ver, donde Neuman, sin ambages, enlaza ambos conceptos, tal y como refleja además el título que acompaña a la última parte de esta obra: “Despedida: escribir causa viajes” (Neuman 2010a: 245). De esta forma, vemos cómo el escritor invierte el aparente orden lógico de los factores y expone que la escritura no es el resultado del viaje, sino la causa del mismo.

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A partir de esta asociación, el escritor subraya la importancia de la despedida como motivo literario, un motivo que, además, concierne a la biografía del propio escritor,23 el cual, considerando su pasado migrante, podemos decir que está constituido no solo de orillas, sino también de despedidas: Buena parte de mi vida ha consistido en aprender a despedirme. Así se resume el aprendizaje de cualquiera vida: darles a las cosas la bienvenida que merecen, despedirlas con la debida gratitud. Desde mi infancia emigrante hasta hoy puedo reconocer una hilera de despedidas, unas mayores, otras minúsculas. En esa sucesión de adioses, cuya longitud se parece al rastro de lo andado, distingo mis transformaciones. Antes, cuando volvía a mi país natal, sentía que yo me despedía de todos. Ahora, no sé muy bien por qué, siento que los demás se despiden de mí. Quizá sea el efecto de haberme acostumbrado a irme. (Neuman 2010a: 245)

A partir de la noción de escritura en tránsito, entendida aquí como viaje, Neuman retorna así a ese lugar conflictivo que cuestiona una “identidad de mano”, cuyo ligero peso le incita a vacilar entre orillas y, en consecuencia, a una adecuación constante de la lengua y la escritura. El escritor, no obstante, es consciente de que “hacer maletas nos obliga a suspender el pasado” (Neuman 2010a: 250) y, al mismo tiempo, a tener en cuenta que “un equipaje es infinitamente más que un lote de posesiones. Es, sobre todo, un conjunto de carencias y renuncias” (Neuman 2014b: 12). Así, son estas renuncias las que disponen la modernidad líquida y a las que debe enfrentarse el viajero cuando, como sostiene Bauman, el sujeto en la búsqueda por construir su identidad es sometido a una experimentación imparable: “Los experimentos nunca terminan. Usted prueba una identidad cada vez, pero muchas otras (que todavía no ha probado) esperan a la vuelta de la esquina para que las adquiera” (Bauman 2005: 179). Se trata de una adquisición, sin embargo, que no parte de una oferta de identidades adheridas a ciertos compartimentos En la autoficción Una vez Argentina, Neuman recoge el momento en el que, en el Aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, la familia se despide por última vez antes de tomar rumbo a España, a Granada: “Mis compañeros del colegio se reían cortésmente con los chistes que me obligaba a hacerles para disimular la angustia. Media familia nos deseaba suerte y que volviéramos de visita pronto. Mi abuela Dorita no podía articular palabra. Mi tía Ponnie la sostenía por si acaso. Ahorrémonos los llantos y esas cosas” (Neuman 2010a: 284). 23 

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estancos, donde es posible aislarlas de forma exclusiva, sino que, como ocurre en el caso de Neuman, se disponen en un “doble fondo”, el cual le permite “sentirse extranjero en tus dos patrias” (Neuman 2014b: 13). En este trayecto, no obstante, no solo es la identidad del individuo la que se ve alterada, o, en todo caso, debe adaptarse a una realidad en constante mutación, sino también la propia escritura, la cual se muda en un vehículo más de comunicación que padece la celeridad de un viaje sumergido en realidades diversas pero instantáneas, según ilustra el siguiente pasaje de Cómo viajar sin ver: Si viajaba volando, así debía escribir. Si iba a pasarme meses en aeropuertos, hoteles, lugares de paso, lo verdaderamente estético sería aceptar ese punto de partida y tratar de buscarle su propia literatura. No forzar la escritura sino adaptarla a ese tiempo, a los tiempos. Así la forma del viaje y la forma del diario serían idénticas. (Neuman 2010a: 13)

La escritura metaforiza, así, el propio viaje tratando de representar su carácter efímero, encarnando su constante cambio de lugar y generando, al mismo tiempo, un análisis instantáneo que no deja casi espacio alguno a la reflexión. Con ello, tanto la identidad del escritor como la escritura se encuentran aquí en tránsito y padecen el agitado cambio de lugar, la imposibilidad del regreso, pero también de la reescritura: “Por eso, en vez de redactar breves apuntes para desarrollarlos más tarde en casa, me hice el propósito de finalizar cada nota aquí y ahora, de registrar instantes cerrados. La escritura como método de captura” (Neuman 2010a: 14). En esta obra, la escritura se transforma en el único nexo posible de trazar, en esa pasarela al entendimiento y a la comprensión de lugares e identidades heterogéneas que comparten, sin embargo, una misma lengua. En definitiva, en palabras de Neuman, la escritura simboliza ese “cable, la energía en acción que va uniendo esos postes” (Neuman 2010a: 242), que permiten entender a ese Otro, que no es un ente homogéneo en el caso latinoamericano, sino que se compone de pedazos de realidad distintos por los que el propio escritor se interroga, transita.24 “Pregunto si se escriben novelas en guaraní, y me cuentan que no: que, por su oralidad popular, lo que abunda es la poesía o el relato de tradiciones. Pregunto si nadie cuenta la realidad urbana de Asunción en guaraní. Me entero de que para eso está el jopará, mezcla de guaraní y castellano, sobre todo en los diálogos” (Neuman 2010a: 63). 24 

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3.4.5. Los recorridos del lector En el recorrido que Neuman emprende por Latinoamérica, como ya comentábamos más arriba, tan importante se presume el destino —la ciudad, el país— como los lugares en tránsito que el autor recorre temporalmente. Igualmente, si bien es cierto que el viaje queda aquí representado por la experiencia física del autor, este también consigue desarrollarse sin la necesidad física del desplazamiento, accediendo a él a través de la imaginación, según recoge asimismo el escritor en su poemario No sé por qué y Patio de locos: NO SÉ POR QUÉ en nuestros viajes nunca vamos a museos nos quedamos improvisando lugares adentro del lugar con la sospecha de que huir es un tiempo no un espacio de que nada está cerca de aquí salvo mis dudas tus pies nuestro camino. (Neuman 2013b: 19)

La literatura, en definitiva, proporciona una huida transitoria y ficcional que consigue acercar al lector a esa realidad en apariencia tan lejana. Una aproximación que Neuman trata de desarrollar en Cómo viajar sin ver con respecto a la literatura latinoamericana contemporánea, perspectiva que conecta, al mismo tiempo, con la noción sobre la lectura que el autor ha sostenido en numerosas ocasiones y que reproducimos aquí: Nos repiten que la gente no tiene tiempo para leer. Sin embargo, leer no quita tiempo: lo multiplica. Lo fabrica de nuevo para nosotros. Nos permite ir y venir, rebobinar y adelantar nuestra memoria, ser este y ser el otro sin siquiera movernos de la butaca o del asiento del autobús, donde un señor con sombrero se quejará de que lo hemos pisado.25

Observamos, por tanto, cómo, en palabras de Neuman, la lectura posibilita al sujeto ganar tiempo, desplazarse a pesar de que sus pies permanezcan anclados al lugar físico, es decir, logra transportar al individuo engendrando 25 

Discurso de Andrés Neuman leído en la Feria del Libro de Granada, año 2012.

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nuevas realidades, espacios. Así, la lectura no supone en ningún caso una pérdida, sino una ganancia. De este modo, como señala Ferrer Rey, Cómo viajar sin ver se transforma no solo en un relato de viajes, o en un álbum de recuerdos o vivencias fugaces de Latinoamérica, sino en el verdadero diario de un lector: Es también el diario de un lector, pues el autor va comentando los libros leídos que influyen en su visión de la ciudad correspondiente, así como las nuevas lecturas de autores del país al que visita, tratando de adivinar o descubrir en ellas los rasgos geográfico-culturales que se hacen visibles ante sus ojos. (Ferrer Rey 2013: 81)

Esta lectura que acompaña al viaje, no obstante, no sucede en la comodidad del hogar, donde el sujeto se enfrenta al texto a partir de la certeza de quien parece disfrutar de un tiempo y un espacio, sino en aquellos lugares en tránsito que se convierten en la antesala del destino siguiente. En el trayecto de Málaga a Buenos Aires, por ejemplo, el autor se detendrá —poniendo en práctica la noción de ganar tiempo con la lectura— a leer alguno de los cuentos de sus compañeros de generación pertenecientes a la Nueva Narrativa Argentina, de los que señalará lo siguiente: Trato de consolarme leyendo un poco de nueva narrativa argentina. Repaso los cuentos seleccionados en La joven guardia, que cada vez es menos joven. Leo un cuento de Washington Cucurto que me parece fresco y cándido (dos virtudes poéticas) y machista y mal puntuado (dos vicios nacionales). (Neuman 2010a: 20)

De este modo, será precisamente en estos lugares en tránsito donde el escritor tenga la oportunidad de revisitar la literatura de cada país. Con ello, esta revisión le permite huir de ese viaje banal, low cost, asociado al turismo del siglo xxi, para explorar, por el contrario, la realidad social de cada país a través de las propias fuentes literarias. En consecuencia, estos autores se conviertan en los exclusivos acompañantes de Neuman durante su estancia en Latinoamérica, más allá de aquellos “esporádicos amigos que aparecen, camuflados, a lo largo de este viaje” (Neuman 2010a: 11), y ponen de relieve la figura de lector, pero, sobre todo, la de escritor, quien, en

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última instancia, no es más que el sujeto que, paradójicamente, no deja de proyectar viajes.26 3.5. El último viaje en Hablar solos 3.5.1. La trama de la novela La novela Hablar solos está compuesta por tres protagonistas principales: Mario, enfermo terminal; Elena, su mujer, y Lito, el hijo. Una obra en la que la muerte, como tema principal, no queda retratada como un hecho inalienable que afecta solo al moribundo, Mario, sino que se transforma en un problema de comunicación que comprende también a quienes lo acompañan. En definitiva, la obra representa un conjunto de viajeros que componen un triángulo de vértices desiguales, donde, a través del uso del monólogo, se busca abrir el foco para iluminar no solo a la figura del enfermo, sino también los recorridos de sus compañeros de viaje. El primero de estos recorridos o monólogos queda trazado a través del personaje de Mario, camionero de profesión, padre de familia y enfermo terminal —cuya enfermedad no será precisada en ningún momento en el texto—, cuando emprende en camión su último viaje junto a su hijo Lito. En este trayecto, sabedor de su trágico e inevitable desenlace, padecerá la nostalgia del mañana, es decir, esa paradójica añoranza ante el espejismo de un futuro factible solo en su imaginación: ...Como si estuviéramos tomándonos un café mañana, ¿no?, después del almuerzo descanso un rato, y en cuanto abro los ojos me vienen las palabras, a veces hasta sueño lo que voy a decirte, y después, cuando lo digo, tengo la sensación de que estoy repitiéndolo, en realidad aquí sería imposible tomarnos un buen café, te sirven, sí, una cosa negra, o marrón, una especie de diarrea de bebé… (Neuman 2012: 107)

“Quizás el mayor libro de viajes, el más incierto de todos, sería el de alguien que no va a ninguna parte y vive imaginando sus posibles movimientos. Frente a una ventana parecida a un andén, su autor levantaría la cabeza y sentiría el vértigo del horizonte” (Neuman 2010a: 250). 26 

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El segundo de estos monólogos lo protagonizará Lito, quien, desconocedor de la enfermedad terminal de Mario, verá en el viaje junto a su padre un juego, una aventura, incluso un motivo de celebración: “Uf. Lo bueno es que después hace la gran pregunta: ¿Hostal o camión? ¡Camión!, grito, ¡camión! Pero mañana, dice papá señalándome con un dedo, nos duchamos sí o sí, ¿entendido?” (Neuman 2012: 17). No obstante, es sin duda Elena, dado su peso narrativo durante toda la obra, la que se convierte en la verdadera protagonista de la novela. Profesora de Literatura en un colegio, su viaje, lejos de ser exterior o físico, se muda en un periplo interior que la conduce a descubrir nuevas sensaciones, pensamientos, incertidumbres y miedos. De este modo, Elena, como Penélope, permanecerá en casa a la espera del regreso de Mario y Lito. Una espera tejida a partir de las reflexiones y dudas que se introducen por medio de lo literario y que encontrará en los periódicos y libros: “La enfermedad, como la escritura, llega impuesta”, subrayo en el diario, “de ahí que los escritores se sientan incómodos al ser preguntados por su condición”, a los profesores en cierta forma nos pasa al contrario, parece que fuéramos con nuestra condición por bandera, vivimos en un aula. (Neuman 2012: 25)

Asimismo, Elena mantendrá un affaire con Ezequiel, el médico de Mario, por medio del cual enfermedad y escritura se entrecruzarán, fusionándose. Este affaire se presenta de manera fortuita en la obra y llevará a Elena a especular con que todo estaba predestinado; mudándose Ezequiel, como en el caso de la lectura, en un analgésico que actúa contra un dolor que no es otro que el de la soledad. Este sufrimiento, además, impide a Elena continuar con su vida con normalidad, desalentada por la inevitable muerte de Mario, pero, al mismo tiempo, por la desazón que le produce el engaño.27 Una traición, eso sí, que Mario jamás descubrirá y que Elena no revelará cuando, tras “Desde ese instante todo transcurrió, ¿cómo decirlo?, a modo de antídoto. Cada palabra, cada gesto conspiró para cerrarme el paso e impedir mi huida. Ezequiel pudo haber evitado hablar de Mario (maniobra burda que me habría incomodado y expulsado enseguida de la mesa), pero hizo justo lo contrario. Lo mencionó desde el principio, integrándolo en nuestra charla con tanta naturalidad que casi parecía que mi marido había organizado esa cena y a último momento no había podido venir” (Neuman 2012: 29-30). 27 

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finalizar su último viaje en camión junto a su hijo Lito, sea ingresado en un hospital a la espera de su muerte. 3.5.2. Los caminos del deceso en la literatura Hablar solos está compuesta por tres voces que configuran una novela coral donde la muerte, según recoge Neuman en Barbarismos, se antoja como un “sedante que actúa como estimulante” (Neuman 2014a: 70), es decir, un calmante que alerta al individuo y lo pone en movimiento. Una definición que recoge el carácter paradójico de un concepto ampliamente abordado desde el mundo de la literatura. En el caso de la literatura argentina, es la figura del escritor Jorge Luis Borges una de las más representativas con respecto al motivo de la muerte. Por un lado, Borges se vincula a esa tradición, tan habitual a lo largo de la historia de la literatura, que simboliza la muerte a través del sueño. De hecho, la mayoría de sus relatos se configuran como una suerte de “juegos, sueños, deseos, añoranzas, miedos, amores, anhelos que son manejados en mundos o planos reales o imaginarios y que el poeta hace y deshace” (Mejía 2001: 15). Como apunta Mejía, la muerte para Borges parece personificarse en algunos casos como ese límite final, ese destino al que todo individuo está abocado, del que es consciente y que, por tanto, lo lleva a la despedida, es decir, al abandono inevitable de lo terrenal (Mejía 2001: 16). Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) Hay alguno que nunca abriré. Este verano cumpliré cincuenta años; La muerte me desgasta, incesantemente. (Borges 2005: 849)

Con ello, para Borges, a diferencia de Rilke, la muerte no presume un hecho dramático, sino una etapa más que el individuo alcanza y que refrenda “la recompensa o la liberación de haber vivido” (Zavala 1998: 56). Así, el óbito no supone más que la extinción de unos hábitos que el sujeto ha ido incorporando a lo largo de su vida. Una rutina que llega a su fin y permite justificar el camino atravesado. Borges no enfrenta, así, la muerte de forma desesperada, sino que la arrostra como una fase más en la experiencia del ser

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humano. En esta línea, en uno de los relatos más conocidos del escritor argentino, “El jardín de los caminos que se bifurcan”, la imagen del jardín encarna el presagio de la muerte. Eso sí, aquí el jardín se muda en un laberinto, un sendero particular cuyo propósito no es otro que dificultar y confundir al individuo en su objetivo de encontrar la salida y, en consecuencia, de entenderse con el otro. Una figura, la del laberinto, que nos servirá en este caso para pensar también la noción de muerte que subyace en Hablar solos, una novela donde Neuman se aproxima al óbito a partir de una maraña de caminos transitada por tres voces atrapadas en el drama de la incomunicación. 3.5.3. El laberinto de la incomunicación Grabado en roca o en barro en sus inicios, el laberinto ha sido uno de los símbolos más representados de la humanidad junto a la cruz, la espiral, el círculo o la estrella. Este símbolo, cuyo nacimiento se remonta a la leyenda del Minotauro y el laberinto de Cnosos,28 ha sido considerado el laberinto clásico, el cual se presenta como el más sencillo de recorrer, pues, una vez el individuo se introduce en él, tan solo dispone de una vía, un único recorrido hasta alcanzar su centro. Otra característica importante de este espacio es el de no ofrecer ningún tipo de recorrido alternativo, lo que lleva a que coincidan, por tanto, la entrada con la salida. Un hecho que hace reconsiderar el mito del Minotauro, pues, a pesar de la presumible facilidad para escapar del laberinto —ante la existencia de un camino univoco—, este no consigue zafarse de las dificultades y permanece eternamente aprisionado. Así, el laberinto, más que referirse aquí al espacio físico, exterior, alude a la desorientación interior del sujeto, incapaz de escapar de ese estado de reclusión indefinida debido a un miedo que lo paraliza. Por otro lado, encontramos la versión del laberinto que responde a la concepción borgiana, donde, lejos de perfilar un sentido unívoco, el camino parece desdoblarse, concediendo con ello al individuo la posibilidad de elegir y, por ende, de perderse. Historia que narra cómo Pasifae, esposa del rey Minos de Creta, enamorada del toro regalado por el dios Poseidón, dio a luz a un monstruo, el Minotauro. Una criatura extraordinaria —mitad hombre, mitad toro— que permaneció encerrada, a petición del rey Minos, en el laberinto construido por el arquitecto Dédalo. 28 

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En Hablar solos, la figura del laberinto presenta un acercamiento novedoso e inquietante, porque, en esta obra, su concepción queda plasmada a través del problema de la incomunicación entre los propios personajes, donde sus tres voces erigen un diálogo inexistente, una conversación irreal que recorre senderos disímiles sin llegar a cruzarse. De este modo, en el texto de Neuman, más que la salida, es decir, la muerte, lo que interesa son los itinerarios que los diferentes personajes toman para abordarla. En esta línea, y para tener un conocimiento más preciso de la novela, a continuación, se hará un análisis a partir de dos de las tres voces que se van ordenando en el texto de manera alternativa: Mario y Elena. Una estructura que nos permitirá de forma más sencilla advertir sus diferentes ángulos y matices con respecto al óbito, al tiempo que rastrear los distintos trayectos tanto espaciales como temporales que estos toman para hablar de la muerte. Para ello, partimos de la tesis de que en esta obra el deceso no se configura como un camino unidireccional de puntos presumiblemente alineados, sino como un laberinto de recorridos posibles tejido a partir del problema de la incomunicación. 3.5.4. Mario y la aporética temporal de la enfermedad A través del personaje de Mario, la nostalgia del porvenir se revela de nuevo en la obra de Neuman29 poniendo de relieve “Las Aporías de la experiencia del tiempo” señaladas por Ricœur respecto a la obra de san Agustín. 30 En este sentido, Mario parece conversar con su hijo Lito desde el futuro, perfilándolo, sin embargo, como un recuerdo, un habitante de su pasado. Con ello, la concepción temporal de Mario responde aquí a “esa Así, por tanto, se repite la nostalgia por el futuro, la cual ya vimos en el segundo capítulo en relación al poema “Buenos Aires al vuelo”, donde el yo lírico trata de hacer memoria, de dejar paso a los recuerdos de un tiempo y un espacio: “Igual que en el mercado yo quisiera quedarme con el cambio / ser ayer teniendo la memoria de mañana” (Neuman 2008c: 76). 30  Una condición aporética que, para el autor francés, la teoría agustiniana no ha sabido culminar, siendo incapaz de “sustituir la concepción cosmológica del tiempo por la psicológica”; sustitución que hubiera permitido observar cómo “la aporía consiste precisamente en que la psicología se añade legítimamente a la cosmología, pero sin poder desplazarla y sin que ni una ni otra tomadas separadamente ofrezcan una solución satisfactoria a su insoportable disentimiento” (Ricœur 1996: 643). 29 

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vivencia de la propia temporalidad del alma” (Ricœur 1998: 21), que, a través de ese “cómo si estuviéramos tomándonos un café mañana” (Neuman 2012: 107), conecta con la tradición fenomenológica o subjetiva y, al mismo tiempo, subraya el paralelismo descrito por Ricœur, quien expone que la poética del relato puede responder a la aporética de la temporalidad (Ricœur 1996). El recuerdo, en consecuencia, se configura en este párrafo como una evocación venidera, una condición posible únicamente en la realidad del texto a través de esa capacidad que tiene “la fiction de refigurer cette expérience temporelle en proie aux apories de la spéculation philosophique” (Ricœur 1983: 13). Por otro lado, ese recuerdo no se dispone a partir de un espacio pasado o futuro, sino presente. Concretamente a través de la habitación del hospital donde Mario, enfermo terminal, se encuentra ingresado. De esta forma, a partir de este espacio, Mario no solo recuerda (pasado), sino que también imagina (futuro) y conecta, así, con esa concepción agustiniana que trata de romper con el esquema clásico temporal: Pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras. Porque estas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación). (Agustín 2015: 122)

A través de la figura de Mario, asimismo, podemos vislumbrar cómo se confunden y manifiestan esos tres presentes: el presente de las cosas presentes, vinculado a la enfermedad y a su rutina en el hospital —“Entran, salen, te cambian esto, lo otro, no sé ni qué me ponen, ya ni les pregunto, es humillante, sólo me faltan los pañales” (Neuman 2012: 109)—; el presente de las cosas pasadas, que se circunscribe, por un lado, a la relación con Elena —“Bueno, y así anduvimos, yo le decía medio en broma: soy tu premio consuelo, a ella le molestaba, pero creo que un poco era verdad, su familia también lo pensó siempre, a mí me daba igual, nos veíamos todos los días” (Neuman 2012: 39)— y, por otro lado, se asocia al último viaje experimentado con Lito —“El último día del viaje, cómo decirte, para mí

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fue triste y al mismo tiempo un alivio, ¿entiendes?, lo habíamos logrado” (Neuman 2012: 147)—, y, por último, el presente de las cosas futuras, que se conjuga como ese simulacro de experiencias inverosímiles —“Apoyado en una barra, y entonces me entró, no sé, una especie de ataque de futuro, pensé: bueno, si no puedo esperar, que sea ahora, y fui y te invité a una copa, te juro que estaba dispuesto a pedirte una copa” (Neuman 2012: 108)—. En síntesis, podemos constatar cómo, en la figura de Mario, memoria, visión y expectación desvirtúan su presumible esencia y quiebran así la linealidad temporal. Esta transformación responde, por supuesto, al contexto del propio personaje, pues, para el enfermo terminal, el futuro inmediato no es otro que convertirse en una sombra, en un fantasma del tiempo. Un escenario que le conduce asimismo a un décalage temporal, a un desfase que, dada su situación, le impide reconocer exactamente el significado del ahora: Hablamos todos los días, trato de parecer contento, ¿te estoy engañando, hijo?, sí, te estoy engañando, ¿y hago bien?, yo qué sé, entonces pongamos que hago bien, ahora no podemos contarte lo que pasa, ¿qué es ahora?, ni siquiera sé cuándo me estás escuchando. (Neuman 2012: 37)

Igualmente, esta situación se ve agravada por el método que Mario elige para registrar sus pensamientos y experiencias: la grabación, la cual, como señala López, “viola la singularidad de la comunicación oral en pos de eternizar su discurso” (López 2016: 85). Así, la palabra hablada pierde aquí su naturaleza improvisada con el objetivo de perpetuarse. Con ello, este discurso oral, en lugar de su presumible condición efímera, consigue conservarse en la memoria —de la grabadora y del individuo—, permitiendo su reproducción de forma indefinida.31 Como ya exponíamos en el segundo capítulo, en La vida en las ventanas, Neuman juega con la ambigüedad del concepto de memoria relacionándolo con lo tecnológico, en esa ocasión vinculándolo con la memoria del propio ordenador: “Ya no pliego las páginas, sino que las archivo en un segundo. Igual que sé que están ahí todas juntas, comprimidas, disponibles, sé también que algún día podrían desaparecer en un imperceptible desplazamiento de energía. Nuestra memoria, en apariencia tan amplia, puede borrarse por azar sin que nos demos cuenta” (Neuman 2016b: 26). 31 

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La muerte de Mario se traduce en una pérdida de la corporeidad, pero no del alma, entendida aquí desde el punto de vista agustiniano,32 ya que pervive eternamente por medio de la grabación. Así, la ausencia es exclusivamente corporal, conservándose el carácter inmaterial de la presencia, que, encarnada en la voz de Mario, se transforma en un símbolo inequívoco e intransferible de su propia identidad. Al mismo tiempo, por medio de la grabación de este discurso oral, se almacenan anárquicamente sus recuerdos, sensaciones y deseos, pero también sus miedos y decepciones, como sucede cuando Mario se arrepiente de no haber sido capaz de contarle a su hijo Lito la verdad sobre su enfermedad: ¿Está bien mentir?, ¿está bien que nos mientan?, un adulto sano ni se la plantea, la respuesta le parece obvia, bueno, y es obvia, ¿no?, a decir mentiras se aprende como se aprende a hablar, nos enseñan a hablar y después a callarnos. (Neuman 2012: 67)

Es interesante apuntar cómo el método de la grabadora se descubre también en otra de las obras de Andrés Neuman, Una vez Argentina. En ella, en un pasaje de la novela, el protagonista, Andrés, escuchará la voz de su tía abuela Delia, desvelando una vez más los intentos fallidos de la comunicación: “Estoy acá, en mi dormitorio […] estoy acá con mi grabador, mis cigarrillos, me preparé una copa” (Neuman 2014c: 200). No obstante, en este caso, el monólogo se presenta como una conversación con el más allá, un diálogo con un interlocutor ausente que se ubica en un espacio, pero también en un tiempo, remoto. Este soliloquio revela, así, la incertidumbre del futuro y, simultáneamente, trastoca la propia noción de memoria. Aquí el recuerdo no persigue convertirse solo en la prueba de una época, en testimonio imparcial del pasado, sino que se interroga por él. Dicho de otra forma, busca cuestionar el pasado a partir del futuro, partiendo para ello del relato de otra generación: San Agustín, en su obra La dimensión del alma, se refiere a esta de la siguiente manera: “Mas lo primero no puede decirse del alma, ni en absoluto entenderse. No podemos, en modo alguno, imaginarnos el alma ni larga, ni ancha, ni poderosa; a mi entender, todo esto es corpóreo, y si hablamos así del alma, es porque estamos acostumbrados a hablar así de los cuerpos” (Agustín, La dimensión del alma. Recuperado de ). 32 

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Y mientras tanto, bueno, tenía ganas de contarte algunas cosas, hablarte, en fin de esta época nuestra, seguramente vos ya tengas noticias, claro. No sé cómo lo verán ustedes los jóvenes, porque supongo que ahora, quiero decir, más adelante, ya seremos todos una manga de viejos chotos, ¿no? Pero a pesar de todo, mirá lo que te digo: cada experiencia es única. Y esta experiencia nuestra. (Neuman 2014c: 201)

Volviendo a Hablar solos, podemos observar cómo, a través de estas grabaciones, Mario examina su pasado con Elena. Un pretérito que descubre, además, el contacto de los personajes con la lectura e introduce, así, de nuevo el elemento metaficcional. Este acercamiento a la lectura, no obstante, es muy dispar en el caso de ambos personajes, ya que retrata a Mario como un lector ocasional, mientras que perfila a Elena como una escritora devoradora de libros. A través de estas líneas, se subraya la distancia no solo física, material, sino cultural que separa a ambos personajes, fruto de motivaciones heterogéneas: Ella sacaba un diez en todo, ya la conoces, en caso de catástrofe un ocho, yo aprobaba raspando, de ir a clase ni hablemos, en cuanto me enteré de que tu madre escribía cuentos corrí a documentarme, para eso sí que estudiaba, querido, trabajo de campo lo llaman. (Neuman 2012: 39)

En ese examen del pasado que Mario emprende, el personaje se detiene asimismo en los inicios de su apasionada relación con Elena: “Nos veíamos todos los días, nos prestábamos libros, comprábamos discos a medias” (Neuman 2012: 39). La relación se verá interrumpida, repentinamente, cuando Mario, tras experimentar una sensación de encierro, decida emprender un viaje alrededor del mundo durante todo un año.33 Este periplo encarna en la obra ese viaje iniciático por medio del cual el individuo, después de experimentar todo tipo de vivencias y adversidades, toma conciencia de sí mismo y, sobre todo, de la realidad externa que lo rodea, viendo modificada su propia personalidad: Iba por ahí con una mochila, paraba en cualquier lado, el dinero lo sacaba de donde podía, hacía algún trabajito, lo pedía prestado, o lo, en fin, hasta leí más Un año es el mismo tiempo que estará Hans, protagonista de El viajero del siglo, en la ciudad de Wandernburgo. 33 

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libros, te diría, en pensiones, en parques, en furgo, no, todavía tengo, sí, sí, gracias. (Neuman 2012: 39-40)

Esta aventura finalizará cuando, tras regresar Elena, le solicite “irnos a vivir juntos o no vernos nunca más”. (Neuman 2012: 40). Un ultimátum que Mario aceptará, a pesar de las dudas que lo asaltan respecto al tiempo que estuvieron separados: “Habíamos hablado mil veces por teléfono, nos habíamos escrito un montón de cartas, pero no sé, yo creo que ese año ella también probó otra vida, y a otros hombres, ella dice que no” (Neuman 2012: 40). En consecuencia, Mario y Elena inician un nuevo viaje, esta vez juntos, cuyos avatares se reflejan a partir de la frontera que delinean sus roles de género, el cual manifiesta, por un lado, el perfil machista de Mario: “Y mamá terminó la carrera, y nunca pidió esa beca de investigación, a mí me pareció perfecto, la verdad, yo prefería que aprobara las oposiciones, ahora en cambió no sé” (Neuman 2012: 40). Del mismo modo, a través de las grabaciones de Mario, podemos entrever el deterioro de la relación. Esta degeneración, eso sí, no se atribuye exclusivamente a la enfermedad, pues su decadencia parece provenir de tiempo atrás, del momento en el que comenzó a fraguarse el problema de la comunicación: “En realidad, bueno, hubo otra razón para disfrutar de la película, estar ahí, al lado de mamá, sin hablarnos, ¿porque qué nos vamos a decir?” (Neuman 2012: 70). Asimismo, a partir del personaje de Mario, surge de nuevo el concepto de espacio liminal que queda representado en Una vez Argentina a través de la orilla, el rompecabezas en Bariloche o la ventana en La vida en las ventanas. En este caso, es el propio hospital donde Mario se encuentra ingresado el que encarna ese espacio liminal, un lugar que supone un límite frágil entre el mundo de los vivos y de los muertos, entre el pretérito y el ahora. Este espacio se presume, por tanto, como un lugar de reclusión ante el que Mario solo logra desesperarse: Entran, salen, te cambian esto, lo otro, no sé ni qué me ponen, ya ni les pregunto, es humillante, sólo me faltan los pañales, yo no quería, ¿por qué mamá no viene y me saca de aquí?, ¿por qué las visitas no me miran a los ojos?, lo peor es que todo esto no me ha enseñado nada, lo que siento es rencor, antes, cómo decirte,

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creía que sufrir servía para algo, como una especie de balanza, ¿entiendes?, un sufrimiento a cambio de alguna conclusión, una debilidad a cambio de tal conocimiento, mierda, todo eso es una mierda. (Neuman 2012: 109)

Al mismo tiempo, esta situación de desesperación en el hospital lleva a Mario a reflexionar sobre la vida y la muerte. Así, este espacio liminal supone un límite entre lo terrenal y lo desconocido, alojando a dos tipos de sujetos: los que están vivos y los que pronto van a morir. Estas reflexiones de nuevo vuelven a revelar el problema de la comunicación y el tabú de la muerte, como ilustra el siguiente pasaje de la obra: En el trabajo, por ejemplo, si lo dices en el trabajo los compañeros dejan de hablarte de sus problemas, dejan de pedirte cosas aunque todavía puedas hacerlas, dejan de comentarte los planes para el año que viene, en fin, te borran de los asuntos del club, no es sólo la enfermedad, los demás también te quitan el futuro, incluso en la familia, ¿sabes?, no te consultan nada, ya no eres un pariente, eres sólo un problema colectivo, y en el hospital, bueno, ¿qué te voy a decir?, aquí es más evidente todavía, los vivos miran a los que van a morirse, hijo, en eso se resumen las actividades de este puto lugar. (Neuman 2012: 109-110)

El advenimiento de la muerte en el hospital, para Mario, vuelve a revelar igualmente ese quiebre en la linealidad del tiempo. Un hecho que podemos observar en sus reflexiones hacia el comportamiento que los demás mantienen con respecto a su enfermedad. Por eso, Mario entiende que, más allá de su sufrimiento, son los demás los que le quitan el futuro. En otras palabras, son los otros quienes parecen querer adelantar su muerte, anticiparla a través del menosprecio para impedirle formar parte del universo de los vivos. La muerte se presenta con ello, a través de la figura de Mario, no tanto como una tragedia personal que afecta al moribundo, sino como un problema de comunicación que lleva al protagonista a sumergirse en un proceso introspectivo. Asimismo, esta queda representada a través de un espacio liminal —la habitación del hospital— que se transforma en una frontera entre el mundo de los vivos y de los muertos, o, lo que es lo mismo, en “un pequeño puente [que] está repleto de tipos en bata, estirando los brazos con el culo al aire” (Neuman 2012: 110).

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3.5.5. Elena, lectora de la enfermedad A través de la lectura, el personaje de Elena tratará no solo de leer su propia vida, sino también la de Mario. De esta forma, Elena desplaza el foco argumental de la figura del enfermo a la del cuidador y presenta, así, una perspectiva original que persigue descifrar su propia identidad: “Los derechos del enfermo están fuera de duda. De los derechos de quien lo cuida nadie habla. Nos enfermamos con la enfermedad del otro. Así que en ese camión voy yo también, aunque me haya quedado en casa” (Neuman 2012: 21). Esta identidad como lectora introduce, asimismo, en el texto una perspectiva metaliteraria que permite pensar la propia lengua. Un hecho que observamos, por ejemplo, en lo mensajes de texto que Elena y Lito se intercambian cuando este último se encuentra de viaje con Mario. Estos mensajes, que, sin embargo, Elena no llega a comprender, muestran las implicaciones del salto generacional en el empleo de la tecnología y, aún más importante, ponen en cuestión la ansiada inmediatez de la comunicación actual: “La respuesta de Lito, como de costumbre, me costó descifrarla. Todas esas abreviaturas que se suponen tan veloces, ¿no demoran el sentido del mensaje? ¿No entorpecen la comunicación? Me estoy poniendo vieja” (Neuman 2012: 23). Del mismo modo, en el soliloquio de Elena, literatura y enfermedad se entretejen, alterando sus presumibles significados. En consecuencia, como observamos en el siguiente fragmento, para Elena la lectura, más allá de una afición, toma forma de analgésico y se transforma con ello en un lenitivo, en una cura contra el dolor: Al salir de la consulta, fui (hui) a una librería. Compré varias novelas de autores que me gustan (lo hice rápido, casi sin mirar, como si fueran analgésicos) y un diario de Juan Gracia Armendáriz que hojeé por casualidad. Sospecho que ese libro, más que un analgésico, podría ser una vacuna: va a inocularme la inquietud que intento combatir. (Neuman 2012: 24-25)

En los caminos como lectora que Elena traza, se cruzan así enfermedad y escritura. Unos senderos que Elena dibuja y recorre por medio de los libros que lee y subraya y que exponen la noción de una escritura-lectura entendida

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como una exigencia que obliga al individuo a actuar: “‘La enfermedad, como la escritura, llega impuesta’, subrayo en el diario, ‘de ahí que los escritores se sientan incómodos al ser preguntados por su condición’” (Neuman 2012: 25). En este sentido, la enfermedad se revela a partir de lo metaliterario y no por medio de la corporeidad de Mario. Asimismo, como señala Gaultier, “la forma de diario que tiene el monólogo de Elena en Hablar solos plantea automáticamente la cuestión de la verbalización de la enfermedad” (Gaultier 2020: 96). Este hecho permite, además, a Elena cavilar sobre su propia relación, la cual, debido a la falta de comunicación, los convierte en individuos distanciados, incapaces de entenderse. En definitiva, como consecuencia de la enfermedad de Mario, la relación sufre un proceso de deterioro que hace cada vez más nítida la sombra de una muerte que, en el siguiente pasaje de la obra, se materializa a través del silencio con el que Mario y Elena tratan de ocultar a Lito la enfermedad de su padre: “Era como si nos hubieran revelado un secreto tan sucio, tan repugnante, que casi no pudiéramos soportar la compañía del otro, aunque a la vez fuésemos incapaces de alejarnos”, ahora Mario está lejos pero nuestro secreto sigue aquí, en casa, “cada uno sabiendo esa cosa nauseabunda que sabía el otro, unidos por ese conocimiento”, Mario se ha ido y ese conocimiento no. “A partir de aquel día, todo sería disimulo. No habría otra manera de vivir con la muerte”. (Neuman 2012: 27-28)

Por otro lado, la relación íntima que Elena y Ezequiel mantienen introduce en Hablar solos una reflexión sobre el vínculo que se funda entre cuerpo y lenguaje. Neuman establece así una comparación entre los cuerpos de Mario (el cuerpo de la muerte o ausencia de cuerpo) y Ezequiel (el cuerpo de la vida), tal y como expresa el personaje de Elena en el siguiente fragmento: “Más bien es como si, con el pretexto de Ezequiel, por medio de su cuerpo, yo me hubiera permitido la locura. Su cuerpo saludable, joven. Alejado de la muerte” (Neuman 2012: 51). En esta línea, podemos observar cómo el cuerpo queda representado en el texto a través del placer sexual que Elena experimenta con Ezequiel, que contrasta al mismo tiempo con la ausencia corporal de Mario: “Porque ahora, esta noche, lo único que he sentido es un placer bestial, imperdonable. Y mañana no sé. Y pasado mañana estaré muerta” (Neuman 2012: 51).

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Por último, otro de los aspectos interesantes del personaje de Elena es la perspectiva feminista que esta introduce con respecto al sexo y a su desempeño laboral, criticando la supuesta dicotomía asignada por los roles de género. La primera de estas cavilaciones se presenta en relación al ámbito universitario y refleja la dimensión patriarcal dominante en las aulas, al mismo tiempo que subraya la cosificación de una mujer que se ve coaccionada, como escribe Elena en el su diario, que titula: “Esquema perverso de la aspirante universitaria”: Eres capaz, estás buena, dejas que te miren las tetas y te ascienden Eres capaz, estás buena, dejas que te miren las tetas y no te ascienden (Neuman 2012: 32)

Este esquema, trazado desde una perspectiva irónica, trata de censurar las dificultades de la mujer para ascender en una jerarquía dominada por hombres. Igualmente, es interesante comparar, aunque sea brevemente, la identidad del personaje de Elena respecto otros personajes femeninos que surgen en las novelas y los cuentos de Andrés Neuman. Así, podemos advertir cómo en la mayoría de las novelas de la primera época del autor hispanoargentino, es decir, Bariloche (1999) y La vida en las ventanas (2002)34 —abordadas en el segundo capítulo de este manuscrito—, los personajes femeninos conservan un papel secundario y no protagonista, personificándose, al mismo tiempo, como caracteres carentes de una corporeidad y más cercanos a lo fantasmagórico; tal es el caso de la joven pelirroja (Bariloche) y de Marina (La vida en las ventanas). Del mismo modo, en Bariloche es destacable la presencia de un personaje femenino estereotipado como es el de Verónica, esposa del Negro, ama de casa y amante de Demetrio.35 No incluimos en este caso Una vez Argentina, ya que se trata de un texto autoficcional en el que se desarrolla una amplía genealogía de personajes cuya presencia, en la mayoría de los casos, resulta testimonial. 35  “Otras veces se lo decía a mi mujer, le comentaba me parece que el Demetrio anda en algo raro. ¿Raro cómo?, me preguntaba ella y yo le decía no sé pero algo raro. A ella no le parecía pero me escuchaba igual porque hacía meses que la tenía bien atadita en corto a la guacha después del quilombo que había pasado, yo la perdoné porque en la vida hay que 34 

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Esta primera etapa en la narrativa neumaniana, en la que los personajes femeninos parecen relegados a un segundo plano, contrasta con las novelas Hablar solos, El viajero del siglo y Fractura. Así, en el caso de El viajero del siglo, el personaje de Sophie se aleja del estereotipo femenino,36 reflejando un amplio conocimiento de las lenguas, la historia, la política y la literatura, que la llevará a discutir en condiciones de igualdad con su amante, el viajero y traductor Hans. Lo mismo ocurre, en este caso, con la novela que aquí nos ocupa, donde Elena, a través de la lectura, pero, sobre todo, a partir de su concepción del sexo —recordemos su relación con Ezequiel—, supera el estereotipo de la mujer angelical y critica, al mismo tiempo, de forma irónica la concepción femenina representada por la literatura, tal y como refleja el siguiente pasaje de la obra: “Hypocrite lecteuse! Ma semblable! Ma sœur!”, subrayo con color en un ensayo de Margaret Atwood, la hipocresía iguala, la hipocresía hermana, hermana hipocresía, “alabadas sean las mujeres tontas”, ¡alabadas, alabadas!, “que nos han dado la Literatura”. Sin las mujeres tontas, jamás se habría escrito un solo poema de amor. (Neuman 2012: 33).

3.6. Fractura y las grietas de la memoria 3.6.1. Las voces del señor Watanabe Cuatro voces, cuatro mujeres, dan forma a la figura del protagonista, el japonés Yoshie Watanabe, en Fractura (2018). Una obra que supone el regreso tras nueve años del escritor a la gran novela37 después de la publicación de saber ser buen cristiano y además no se enteró nadie y fue una vez sola nada más me lo juró la pobrecita una vez nada más, llorando me lo juraba” (Neuman 1999b: 89-90). 36  Cuando exponemos que estos personajes se alejan del estereotipo femenino, nos referimos a cuatro grandes estereotipos de mujeres que la literatura universal ha trazado y que a grandes rasgos podemos dividir en la mujer angelical, la mujer diabólica, la mujer ideal y la mujer caballero. 37  Nos referimos aquí a gran novela entendida a partir de la extensión de la obra. El viajero del siglo (2009) dispone de quinientas treinta y una páginas y Fractura (2018), de cuatrocientas noventa y seis, frente a las ciento noventa y dos de Hablar solos (2012).

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El viajero del siglo en 2009. En este periodo, el escritor sí que publicará, entre otros, varios textos, como son la novela anteriormente analizada Hablar solos (2012), los poemarios No sé por qué y Patio de locos (2013) y Vivir de oído (2018), el libro de cuentos Hacerse el muerto (2011), el volumen de aforismos Caso de duda (2016) o la traducción del libro de poemas de Owen Sheers El hombre sombra (2016). En este retorno, además, Neuman, tal y como señala el profesor y crítico Fernando Valls, “no solo sale airoso sino que también ha logrado escribir otra gran narración, raspando a su extraordinaria El viajero del siglo” (Valls 2018). No obstante, la trama no podría ser más distinta, si bien es cierto que prorroga, sin duda, esa poética del viaje que caracteriza la segunda época en la narrativa del autor. En Fractura, el protagonista encarna más que en ningún otro texto de Neuman —si es posible— la figura del viajero, el ADN de ese homo viator constituido por múltiples posadas, hilvanado por distintos viajes, entrelazado por fugaces y múltiples memorias. Violet, Lorrie, Mariela y Carmen se convierten, así, en las narradoras en primera persona y, al mismo tiempo, coprotagonistas de una historia contada a partir de las grietas que el señor Watanabe dejó en sus memorias tras formar parte de la vida de estas cuatro mujeres. Sin embargo, hay un recuerdo primigenio, un hito en la biografía de Watanabe que, sin duda, marcará su existencia: el ser superviviente directo de los bombardeos de Hiroshima, donde perdió a su padre, e indirecto de los de Nagasaki, donde pereció el resto de su familia. Un hecho que imprimirá, en consecuencia, su propia identidad: Al revés que otros supervivientes, creo que sentía que la experiencia atómica lo había secado. Como si la esperanza de la procreación aumentara las posibilidades de repetir futuras catástrofes. Como si la reproducción fuese el preludio del genocidio. Se consideraba el último de su estirpe, tenía su identidad muy asociada a la extinción. Para mí se había quedado atado a ese vínculo y no podía dejar de contemplarlo. (Neuman 2018a: 306)

Los recuerdos se transforman, así, en el punto de partida del relato que cada una de estas cuatro voces femeninas dibuja sobre las distintas dimensiones del protagonista y, simultáneamente, contrastan con el presente anciano de Watanabe. Un presente que tiene mucho que ver con el pasado, pues reabre las heridas del trauma y lo conecta, irremediablemente, con su infancia.

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No serán en esta ocasión los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, sino el accidente de la central nuclear en Fukushima en 2011, lo que “fractura el presente, quiebra la perspectiva, remueve las placas de la memoria” (Neuman 2018a: 19). El protagonista, no obstante, decide enfrentarte a este presente trágico, pero sin olvidar las heridas, las fracturas, de un pretérito aún sin cerrar. De esta forma, tras informarse sobre los sucesos, Watanabe decidirá emprender un viaje muy distinto, y en parte épico, que le llevará hasta el epicentro de la tragedia, visitando los pueblos contaminados por el desastre: Empieza a caminar por Hirodai. Es el lugar más próximo a la central de Fukushima que ha pisado. Eso le hace sentir que flota por precaución, y sus pies se hunden menos en la tierra. Su primera impresión del pueblo no es la acumulación de espacios y objetos que lo componen, sino la abrumadora suma de su silencio. Un silencio muy específico, que Watanabe recuerda haber escuchado una sola vez en su vida. (Neuman 2018a: 459-460)

Este será otro de los temas fundamentales que Neuman desarrolle en esta obra: la forma en la que el trauma recorre la vida de los supervivientes y, sobre todo, las huellas imborrables que este imprime a su paso. Un recorrido que el escritor simboliza con el arte ancestral japonés del kintsugi, que el protagonista cultiva y que tensiona de forma latente toda la novela: “Cuando una cerámica se rompe, los artesanos del kintsugi insertan polvo de oro en cada grieta, subrayando la parte por donde se quebró. Las fracturas y su reparación quedan expuestas en vez de ocultas, y pasan a ocupar un lugar central en la historia del objeto” (Neuman 2018a: 25). A medida que el texto avanza, el lector consigue, así, identificar al señor Watanabe a partir de los rastros, de los vestigios, que registran sus viajes y, en definitiva, a través de sus heridas. A esta exploración pausada y multifacética del protagonista que propone el texto, contribuye la complejidad de la estructura narrativa de la novela. Se trata de una obra compuesta por once capítulos, de los cuales cuatro de ellos están narrados en primera persona por las mujeres que recuerdan sus relaciones con el señor Watanabe: “Violet y las alfombras”, “Lorrie y las cicatrices”, “Mariela y las interpretaciones” y “Carmen y las contracturas”. Otro de ellos, “Pinedo y las antípodas”, se centra en la figura del argentino Jorge Pinedo, un periodista tartamudo, en plena crisis existencial, que escri-

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be un reportaje sobre los accidentes nucleares y que tratará, sin éxito,38 de contactar al señor Watanabe para entrevistarle: Pinedo regresa por donde acaba de venir. Y, como si su caminata fuese una sintaxis que se corrige, vuelve a pensar en Yoshie Watanabe. No es fácil distinguir una obsesión de una intuición, un empecinamiento de una corazonada. (Neuman 2018a: 452)

El resto de los capítulos se concentra en la biografía y acontecer del protagonista desde el punto de vista de un narrador externo en tercera persona: “La maletita se desliza junto a él como una mascota roja. Mientras camina hacia la parada de taxis, el señor Watanabe observa el techo ondulado del aeropuerto de Sendai” (Neuman 2018a: 341). Esta constelación de personajes y perspectivas en la narración se vincula al mismo tiempo con espacios y tiempos particulares. En concreto, con las ciudades donde Watanabe, trabajador ya retirado de una multinacional, pasó con estas mujeres algunas de las etapas más importantes de su vida. Violet nos descubrirá, así, los años de la postguerra en París junto al protagonista. Sus años de estudiante de Economía y su primer empleo en una empresa japonesa de electrónica en la que comenzó a escalar muy rápido gracias al trabajo con “rigor y disciplina durante una cantidad de horas impensable” (Neuman 2018a: 72). Este compromiso con el trabajo afectará, no obstante, a su propia relación “para bien y para mal. Al fin teníamos dinero. Pero apenas teníamos tiempo para gastarlo” (Neuman 2018a: 72). Otro elemento que perturbará, no solo en el caso de Violet, las relaciones del señor Watanabe será el idioma, pues, tal y como sostiene Violet, “Yoshie hablaba muy bien su mal francés” (Neuman 2018a: 44). La lengua se mudará en esta obra, por un lado, en un espacio para el malentendido, que en ocasiones resulta anecdótico: “Cuando no sabía cómo decir algo, o se cansaba de buscar la expresión correcta, se quedaba callado, y sonreía” (Neuman 2018a: 46), pero que, en otros pasajes, se torna decisivo, ya que deriva en el problema de la incomunicación abordado por el autor en su obra Hablar solos (2012):

El personaje de Pinedo también contactará para su investigación a las cuatro mujeres que formaron parte de la vida del señor Watanabe. 38 

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Tardé en comprender que, malgré sa gentillesse, para él un sí no significaba lo mismo que para mí. Me decía que sí para no decirme que no. Necesitaba el sí para pensar. Entonces empecé a sentir una inseguridad terrible, a dudar de cada cosa que nos decíamos. ¿Está de acuerdo o me sigue la corriente? ¿De verdad quiere lo que dice que quiere? Y sobre todo, ¿me quiere o no me quiere? ¿Sí o no? (Neuman 2018a: 48)

Con Lorrie, una periodista norteamericana, Neuman nos presentará el Nueva York de los años setenta, una ciudad sumergida en la desazón provocada por “la tortura de Vietnam y la agonía del Watergate” (Neuman 2018a: 201). Además, en este capítulo se nos revelarán las cicatrices del señor Watanabe, las cuales parecían “transportar un árbol”, a través de ese “fino entramado en los antebrazos y la espalda” (Neuman 2018a: 178). Por último, tanto Mariela como Carmen conectan de alguna forma con la biografía del propio autor. En el caso de Mariela, una traductora argentina con la que el señor Watanabe coincidirá en Buenos Aires a principios de los años ochenta, los vínculos biográficos con Neuman se hacen en ocasiones evidentes, como ocurre con el barrio en el que se situará la casona donde el protagonista residirá parte de su estancia en dicha ciudad: San Telmo. Precisamente se trata del barrio en el que el escritor habitará durante su infancia, tal y como recoge en este fragmento de su poema “Buenos Aires al vuelo”: Las calles coloniales y todavía sucias de San Telmo que alguien en mi nombre recorre alucinado, con su viejo almacén (la esquina de los gritos) donde guardan los víveres de alguna semifusa. (Neuman 2008c: 76)

En otros momentos, los lazos permanecen implícitos, ya que Mariela se transformará “en una intérprete vocacional de las inconsistencias identitarias de Yoshie y de las complejidades políticas” (Cabello: 11). Entre ellas, “su obsesión [por las] fronteras” y, por tanto, esa “ansiedad por unir de alguna forma sus ciudades, sus idiomas, sus recuerdos” (Neuman 2018a: 293). Este fragmento sintoniza, así, con la biografía del escritor y su visión, como señalábamos al principio de este libro, de la frontera como ese punto híbrido en el que el autor se reconoce y ubica su escritura. Asimismo, este pasaje resulta

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paradigmático y sintetiza de alguna forma la intención de un texto que consigue entrelazar espacios, tiempos y memorias a priori heterogéneos. La perspectiva de Carmen sobre el señor Watanabe hace también patente los nexos biográficos con Neuman. En primer lugar, porque se trata de una fisioterapeuta española que, a pesar de residir en Madrid, es de padres “andaluces. Él de Priego de Córdoba, y ella de Beas de Guadix” (Neuman 2018a: 400), pero, además, porque será la voz de Carmen la que aborde y subraye los problemas de adaptación de Watanabe con ese otro español, el peninsular, que el protagonista deberá aprender y que converge con la experiencia del cambio de orilla del propio Neuman que relata en Una vez Argentina: Como aterrizó conociendo el idioma, creyó que iba a adaptarse rápido. Menudo chasco se llevó el pobre. Ni te imaginas cómo sonaba. Con ese deje medio argentino y el arrastrar de yes que me traía. Kash–tee–sho. Más o menos así pronunciaba mi apellido. Y con ese voseo que le costó quitarse. (Neuman 2018a: 398-399)

3.6.2. Memorias entrelazadas: identidades fragmentadas “A estas alturas de su propia desorientación, Watanabe sería incapaz de habitar una zona demasiado pura. Sus ciudades anteriores lo han habituado a las mezclas. Lo hacen sentirse en varios lugares a la vez” (Neuman 2018a: 125). Esta sensación que experimenta y define al personaje de Watanabe se relaciona con lo que se ha denominado la bilocación. Esta bilocación ha mantenido a lo largo de la historia, eso sí, un fuerte carácter místico.39 A pesar de ello, este suceso es experimentado mentalmente en el mundo real a diario. Dentro de la tradición cristiana, han sido varios los casos que recogen esta doble presencia física y simultánea. Uno de los más conocidos es el de la monja y escritora sor María de Ágreda (1602-1655), perteneciente a la Orden de la Inmaculada Concepción. Sor María, a pesar de no haber abandonado jamás la provincia de Soria, fue vista en Nuevo México y Texas. Unas bilocaciones que llegaron en un momento clave en el cual empiezan a desarrollarse las misiones franciscanas en Nueva España. De esta forma, tal y como sostiene MacLean, estas apariciones fueran bienvenidas por aquellos evangelizadores quienes, asentados en tierras coloniales, aguardaban la llegada de refuerzos. Ya en el siglo xix, el monje capuchino Pio de Pietrelcina (1887-1968) será asociado a esta extraña fenomenología (MacLean 2008). 39 

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Algunos de estos ejemplos nos los proporciona la tecnología por medio de los juegos cibernéticos, las videoconferencias o, en el ámbito médico, las teleoperaciones. En estos casos, la mente humana consigue estar simultáneamente localizada en distintos lugares, aunque el sujeto físico solo se ubique en uno (Wissmath et al. 2011). Algo que el señor Watanabe experimenta de manera constante durante la novela, tal y como refleja, a modo de ejemplo, el siguiente fragmento, en el que el protagonista evoca, casi de manera inconsciente, la ciudad de Madrid mientras espera un tren en Japón: Recuerda aquel andén en Madrid, en la estación de cercanías de Atocha, siete años atrás. Había salido de la casa de Carmen. Ella le había confirmado que, definitivamente, no se iría a Tokio. Estaban bien como estaban. No hacía ninguna falta irse tan lejos. Él acababa de bajar del tren. Se hallaba de pie, inmóvil, entre los andenes uno y dos. (Neuman 2018a: 390)

De esta forma, en estos pasajes observamos que la memoria del señor Watanabe, constituida por diferentes espacios y tiempos, más que partir de un punto A y llegar a un punto B, se ubica en A y en B simultáneamente. Esto le permite al protagonista estar presente, aunque no sea de manera física, en varios lugares a la vez y muestra, en consecuencia, las características de esa identidad volátil, fragmentada, que posibilita la hibridez y la comparecencia de lugares y tiempos, tal y como refleja de forma paradigmática el siguiente pasaje: La temperatura política en las calles porteñas estaba, sin duda, en las antípodas de las neoyorquinas. Empezó a intuir que democracia y dictadura no funcionaban, como desde la distancia había supuesto, a la manera de dos regímenes que se repelían. Eran, en todo caso, dos orillas plagadas de puentes y túneles. También con París, sintió Watanabe, podían hacerse algunas comparaciones. Buenos Aires desplegaba un urbanismo a saltos, con parches de medio mundo. (Neuman 2018a: 261)

En otras ocasiones, sin embargo, la memoria del protagonista parece posicionarse y, por tanto, localizarse, definiendo así su identidad, aunque sea de forma anecdótica, en relación a un hecho o lugar concretos, como ocurre, tal y como narrará Lorrie, con sus preferencias respecto a la banda de los Beat-

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les: “Yoshie prefería a George, porque era el extranjero del grupo. El que les recordaba a los otros que, además de Occidente, estaba Oriente. Según él, Harrison mostraba más interés por la India que Yoko Ono por su Japón natal” (Neuman 2018a: 209). La novela muestra en otros fragmentos las dificultades del señor Watanabe para ubicar esos recuerdos. Neuman refleja así el olvido o, dicho de otra forma, las perturbaciones propias de la esencia de la memoria. Unas alteraciones que, dependiendo del contexto, serán conscientes o inconscientes y que generan en el personaje un trastorno del orden memorístico. Pero existe sin duda un hecho que altera y produce una ruptura evidente en la continuidad de ese espacio del recuerdo, y no es otro que Hiroshima: Les gustaba dar un paseo cada mañana por el pequeño parque de Tavistock Square. Solían detenerse un rato cerca del cerezo en homenaje a los caídos de Hiroshima. No exactamente frente a él. Tampoco lejos. Se sentaban en un banco, se quedaban mirando aquel árbol y él se esforzaba en pensar en otra cosa. Mejor dicho, se concentraba sólo en eso, el árbol y sus partes, la obstinación del tronco, la digresión de las ramas, la transparencia de las hojas: se resistía al símbolo. Cuando se levantaba del banco, vacío de conclusiones, se sentía de algún modo aliviado. Anterior a sí mismo. (Neuman 2018a: 271)

Este pasaje conecta con la obra de Pierre Nora. En concreto, con la intención del historiador de proyectar una memoria colectiva del pasado francés a través de los lieux de memoire, o, lo que es lo mismo, de esa síntesis de lugares simbólicos significativos para la República. Unos lugares que este autor concibe como claros, específicos, fijos, que disfrutan de “a residual sense of continuity” (Sengupta 2009: 7). Nora entiende, así, el espacio de manera continua, es decir, lo dispone como una entidad ininterrumpida, que no concede huecos o grietas. Precisamente es esta supuesta continuidad con la que el texto rompe en este fragmento. Neuman huye así de la solemnidad atribuida a estos espacios y los deconstruye. Tal y como señala la voz del narrador, su objetivo parece ser “[resistir] al símbolo” (Neuman 2018a: 271). El escritor coloca su mirada en las partes que componen ese árbol, en los fragmentos que lo instituyen, para subrayar la separación y, al mismo tiempo, su heterogeneidad. Igualmente, este fragmento censura la consideración de los lieux de mémoire como puntos del espacio memorístico inquebrantables, que no pueden ser

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separados de un recuerdo que es colectivo. A través de las memorias femeninas que exploran y, a la vez, fraccionan la figura de Watanabe en la novela, el texto subraya la contingencia de estos espacios del recuerdo para denunciar su fragilidad, o, más bien, para enfatizar las grietas que estos dejan y que no permiten representar el pasado simbólico del protagonista en su conjunto. De esta forma, estos emplazamientos no se transforman en la obra en un instrumento mnemotécnico de la colectividad, sino más bien en un enorme túnel interconectado que une diversos puntos y espacios personales y los hace coincidir, tal y como sucede cuando el señor Watanabe camina por la ciudad de Tokio tras conocer las novedades sobre el accidente en la central nuclear de Fukushima: El señor Watanabe rememora sus inviernos en París, cuya arquitectura tanto le agradaba contemplar bajo la nieve. Frente a la hipérbole de los rascacielos piensa en el derrumbe de la belleza, en la desconcertante facilidad con que puede ser destruida. Lo artístico, lo técnico, lo monumental, todo aquello que se postula como perdurable, resulta en última instancia de una fragilidad absurda. Recuerda su embeleso y su angustia al recorrer por primera vez los bulevares parisinos, que él no podía dejar de imaginarse bombardeados, cayendo, inexistentes. (Neuman 2018a: 34-35)

La alteración del orden del espacio memorístico que experimenta el señor Watanabe se hace en este fragmento evidente. Se pone en cuestión la idea de un espacio continuo incontestable, como sostiene el propio Nora. La memoria que se vislumbra a través de la figura del protagonista se aloja en un espacio discontinuo, donde observamos que existen separaciones, distinciones, huecos o fracturas ante los que emergen espacios o tiempos híbridos. Esta discontinuidad en el espacio memorístico tiene, además, otra consecuencia: la generación de saltos de memoria, o, lo que es lo mismo, una transformación abrupta en el estado de la rememoración que en el caso del señor Watanabe lo hace viajar en este pasaje desde el Tokio de 2011 a los bombardeos de París de la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, la noción de memoria que se deduce de Fractura se vincula con quienes proponen hablar de entangled memory y subrayan, así, las interacciones que surgen de la misma. Una teoría que aboga por estudiar la memoria a partir de los entrelazamientos, es decir, las conexiones que se producen entre los distintos actos de recuerdo y por el empleo de los conflictos, las generaciones y la autorreflexividad como dispo-

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sitivos heurísticos (Feindt et al. 2014). Estos entrelazamientos entre las distintas memorias del señor Watanabe se acentúan en el texto a través de las diferentes voces femeninas, dando cuenta de su fragmentación y de cómo el protagonista, como señala Violet, “daba la impresión ir por ahí poniendo a prueba su identidad, como quien se cambia continuamente de vestido para averiguar su talla” (Neuman 2018a: 40). 3.6.3. Poéticas en diálogo: siguiendo las grietas en la narrativa neumaniana Sostiene Cabello a propósito de la novela Fractura que el lector en esta obra conoce la biografía del señor Watanabe “por la huella, siempre modulada por aquellos en quienes se imprime, que ha dejado en otros, [y que] transcurre atravesando fronteras geográficas, culturales y lingüísticas” (Cabello: 4). Sin duda, estos rastros permiten entender mejor la vida de este personaje, que pisa diferentes espacios y tiempos, y, sobre todo, posibilitan al lector profundizar en sus marcas, en las cicatrices que estos viajes dibujan a su paso: Cuando él lo mencionó así, como al pasar, entre bocado y bocado —Yo estuve en Hiroshima—, me quedé bloqueada. Lo primero que visualicé, sintiéndome una completa estúpida, fueron las cicatrices en su espalda y sus brazos. Esas que supuestamente él se había hecho de niño, por unas quemaduras con agua hirviendo mientras su madre cocinaba. (Neuman 2018a: 52-53)

Estas cicatrices se transforman en un rasgo distintivo en la novela y constituyen, además, un campo semántico propio que acompaña al texto desde su portada y que “resulta definitorio” (Valls 2018), proyectándose, por ejemplo, en los títulos de dos de sus capítulos: “Lorrie y las cicatrices” y “Carmen y las contracturas”. Pero, más allá de la realidad del texto, esta metáfora de la herida, de lo fracturado, se torna productiva para reconocer las grietas y, por tanto, los lugares en los que esta novela se fragmenta y dialoga con otras obras del escritor. Con ello, tomando como punto de partida la metáfora del kintsugi que Fractura propone, el objetivo en este apartado es rastrear esos puntos de quiebra en los que la novela parece viajar en el tiempo para detenerse en determinados motivos, personajes o fragmentos y establecer, así, un diálogo entre las poéticas del desarraigo y el viaje.

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Uno de estos puntos de quiebra, motivos, que aparecen en la novela y que dialogan con la obra Una vez Argentina es el de la mudanza. En Fractura, el cambio de residencia se convierte en un leitmotiv, en una parte más de la identidad del señor Watanabe, que experimentará por primera vez desde su propia infancia: “Yoshie Watanabe se crio en Nagasaki, la ciudad de su infancia y sus olvidos. Se habían trasladado allí porque su padre, Tsutomu, trabajaba como ingeniero naval para un zaibatsu fabricante de armamento” (Neuman 2018a: 93). No obstante, este traslado “no [conllevará] un cambio drástico para la familia. Después de todo, se hallaba en la misma región y a una prefectura de distancia de su Kokura natal” (Neuman 2018a: 93). Este aspecto sí supone una diferencia notable con respecto a Una vez Argentina y el pasaje en el que Neuman relata su proceso migratorio de Argentina a España durante su infancia. En concreto, en relación al cambio de orilla, que no solo supondrá para el escritor, recordemos, una enorme distancia geográfica respecto al lugar de origen, sino también una diferencia idiomática entre el español porteño y el peninsular. Serán, sin embargo, las subsiguientes mudanzas que tendrá que afrontar Watanabe durante su vida laboral como trabajador las que configuren una personalidad que, como buen homo viator, lo sitúan, tal y como refleja el siguiente fragmento, en esa frontera contradictoria que soporta la poética el viaje: Con la acumulación de idas y venidas, traslados laborales y mudanzas, el señor Watanabe terminó contrayendo el síndrome de la ubicuidad emocional. Cada una de sus emociones, al menos en parte, estaba siempre en algún otro lado: había empezado a sentir en acorde. El desarraigo no se limitaba a lo espacial. La cercanía misma con sus seres queridos se volvió problemática. Por así decirlo, ya no sabía estar con nadie por unanimidad. En cuanto alcanzaba un instante de plenitud, un hemisferio de su persona ya estaba imaginando sus próximos movimientos, repasando itinerarios, planificando quehaceres en lugares remotos. Materializar esos viajes tampoco mitigaba la inquietud: su otra mitad, no menos sincera, añoraba el refugio de su casa y no se quitaba el pijama los domingos. (Neuman 2018a: 269-270)

Este fragmento de la novela es revelador por varias razones. En primer lugar, por esa “ubicuidad emocional” que describe el sentimiento de separa-

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ción que padece el señor Watanabe tras los sucesivos cambios de residencia y que se vincula con el concepto de bilocación y, en consecuencia, de entrelazamientos de la memoria al que nos referíamos en el apartado anterior. Igualmente, esta omnipresencia del personaje conecta con la poética del desarraigo de la primera época en la narrativa del autor, en concreto, con la obra Una vez Argentina, en la que Neuman narra el proceso de construcción de una identidad que trata de incorporar lo ajeno, lo extranjero, pero sin renunciar a lo propio, a lo particular. Las voces que componen el campo semántico y simbólico principal de esta obra —fracturas, contracturas, cicatrices y grietas— nos conducen también a la primera novela del escritor, Bariloche. En concreto, la devoción del señor Watanabe por el kintsugi, es decir, por reparar y encajar las piezas de lo fracturado, se corresponde con la afición de Demetrio por recomponer y tratar de restaurar a través de los rompecabezas su pasado en Bariloche: “¿Por qué disimular los desperfectos en sus banjos, y no integrarlos en su restauración? Todas las cosas rotas, piensa, tienen algo en común. Una grieta las une a su pasado” (Neuman 2018a: 25). Vuelve a surgir, así, la metáfora del rompecabezas de la memoria que Neuman emplea en Bariloche. Sin embargo, existe una diferencia singular respecto a la primera novela del escritor. Los pedazos que Watanabe trata de encajar no representan los fragmentos de quien persigue regresar a un pretérito idealizado, sino que solo buscan dejar constancia y hacer visible la hendidura, la cicatriz que ya forma parte de la identidad de un sujeto que sigue en camino. De esta forma, el señor Watanabe, a diferencia de Demetrio, no es un sujeto desarraigado que añora el origen, sino un homo viator —que ha vivido en varios países del mundo— que rememora las trazas del viaje. Las obras de Neuman que más paralelismos temáticos encuentran con Fractura son, sin embargo, El viajero del siglo y Cómo viajar sin ver. Respecto a la primera, la mayoría de las similitudes que ambos textos presentan son trazadas a partir de las figuras de sus protagonistas. De esta forma, el señor Watanabe, como en el caso de Hans, se transforma en un viajero entre siglos. Eso sí, a diferencia de en El viajero del siglo, la intención de Neuman no es aquí la de elaborar un texto que trate de escudriñar nuestro presente con la perspectiva del siglo xix, sino la de construir una obra que, a partir de las

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cicatrices frágiles del presente, consiga explorar las causas de estas heridas en el pasado reciente del siglo xx: En la empresa de Yoshie empezó a haber problemas que no recuerdo bien. Tuvo que viajar a su país para unas reuniones. Allí se estaban reponiendo de un terremoto brutal. Miles de muertos. Carreteras destruidas. Pérdidas millonarias. El más fuerte en un siglo o así. Eso le impresionó porque de niño sus tíos le habían hablado de uno imposible de superar, y este se quedó cerca. Para colmo de males, hubo un ataque terrorista en el metro de Tokio. Según él, era lo más violento que había ocurrido allí desde la Segunda Guerra Mundial. (Neuman 2018a: 421-422)

Otra de las semejanzas que se establecen entre ambos protagonistas es la importancia que adquiere la traducción. A diferencia de en El viajero del siglo, eso sí, no alcanza en Fractura un sentido metaliterario que se vincule a los procesos de escritura y lectura, sino que más bien representa las dificultades y los problemas de comunicación derivados del idioma extranjero: Él se quejaba de que sus traductores occidentales abusaban terriblemente de los rodeos explicativos. Y los desparramaban por todas partes, para tratar de rellenar los agujeros que iban quedando. Eso les impedía mantener el hilo del discurso. O sea, asumir lo intraducible para concentrarse en lo traducible. (Neuman 2018a: 285-286)

Asimismo, la traducción queda simbolizada en Fractura, tal y como ocurre en El viajero del siglo, como el desencadenante que posibilita el punto de encuentro entre Watanabe y las diferentes mujeres que formarán parte de su vida. Esto ocurrirá de manera evidente en el caso de Mariela, que se convertirá en su traductora en un congreso internacional a su llegada a Buenos Aires: “Traducir del inglés al español a un japonés que se cree políglota se parece bastante a mi peor pesadilla. No se lo recomiendo a ningún colega con la salud delicada” (Neuman 2018a: 286). Además, la traducción, o, mejor dicho, el idioma y su aprendizaje se transforman en otro leitmotiv de la obra que Neuman narrativiza y que muestran la evolución, o, podríamos decir, el viaje lingüístico que el protagonista emprende a lo largo de su vida. Si bien es cierto que, al principio de la novela,

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el Watanabe anciano muestra un buen conocimiento de varias lenguas al informarse de las novedades sobre el accidente de Fukushima: “Repasa en su teléfono el Yomiuri y el Asahi. Y continúa en cada idioma que es capaz de leer”, el texto refleja, conforme avanzan las páginas, que el protagonista no siempre ha poseído estas facultades, tal y como señala Violet tras conocerlo en París: “Yoshie había venido a estudiar a París. Decía que le encantaban los idiomas. Aunque hablaba, digamos, uno y medio. Tenía un ansia casi desesperada por viajar, por conocer lugares lo más lejanos posible” (Neuman 2018a: 39-40). De esta manera, será este deseo por viajar y descubrir otras latitudes el que logre que Watanabe supere este primer umbral —con la ayuda de Violet, que se transformará en este ámbito en su mentora— y prosiga ese viaje iniciático que supone aprender un idioma nuevo. Los vínculos que Fractura mantiene con Cómo viajar sin ver se vislumbran a partir de esos espacios, de esos non-lieux, a los que el escritor se refiere en esta última obra. El protagonista, Watanabe, parece suscribir, así, las teorías y los postulados que Neuman desarrolla en este texto respecto a la personalidad y las peculiaridades de las que disfrutan estos mal llamados no-lugares, que, según el escritor, no se transforman en espacios asépticos: Con sus mudanzas y migraciones a cuestas, Watanabe ya no siente que los aeropuertos sean lugares neutrales, desprovistos de identidad. Muy al contrario, percibe en ellos una densidad abrumadora, como si en su interior se superpusieran demasiados lugares. El Estado, la aduana, la ley, la policía, el miedo, el negocio, la despedida, el reencuentro: todo está ahí, conviviendo en un mismo recinto a punto de explotar por exceso de contenido. (Neuman 2018a: 274-275)

Un objeto que acompaña y forma parte de cualquier mudanza, migración o viaje es, sin duda, la maleta. Este motivo es abordado por Neuman como expusimos en el análisis de la obra Cómo viajar sin ver y en su ensayo titulado Identidad de mano. En relación a este último texto, son evidentes los paralelismos con el siguiente fragmento de Fractura. Un pasaje en el que, en esta ocasión, a través de la ficción y de la voz del señor Watanabe, Neuman subraya la idea del hotel como lugar nómada en el que el viajero renueva su

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pasado y del equipaje como metáfora de una identidad forjada a partir de la renuncia: A los hoteles, opina Watanabe, uno también se lleva su pasado. Pero ese pasado se actualiza, es nómada. De acuerdo con su experiencia, el arte de las maletas no reside tanto en lo que se introduce como en todo aquello de lo que se prescinde. Cuanto más selecciona su contenido, más se va pareciendo a su equipaje. No es un lote de posesiones: es un conjunto de renuncias. (Neuman 2018a: 465)40

“Al hotel nos llevamos también el pasado, pero está en permanente revisión y es transportable […]. Un equipaje es infinitamente más que un lote de posesiones. Es, sobre todo, un conjunto de carencias y renuncias” (Neuman 2014b: 12). 40 

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CONCLUSIONES

Un estudio crítico de la narrativa de Andrés Neuman debía especificar, como advertíamos en la introducción de esta investigación, cuáles son los aspectos característicos que definen una escritura extraordinaria que, si bien no ha pasado desapercibida para la crítica, no disfrutaba hasta hoy de un análisis comparativo que examinara de manera cronológica las trayectorias de su poética. De esta forma, con este trabajo hemos tratado de crear un espacio a partir del cual arrojar algunas claves que permitan, al mismo tiempo, abrir nuevos senderos de investigación para el estudio de una obra a la que aún le queda mucho por recorrer. Para este propósito hemos recurrido al concepto de frontera, empleado aquí como límite que separa, pero que logra también producir espacios intersticiales; en consecuencia, pensar la frontera como lugar de interpretación desde donde dilucidar la poética neumaniana. Así, este lugar hermenéutico nos ha permitido esclarecer la que, sin duda, es una de las ideas clave que constituyen la obra del autor: la noción de identidad, la cual, marcada indiscutiblemente por su experiencia migratoria en plena adolescencia, Neuman funda de modo performativo a través de su discurso. En este sentido, el cambio de orilla, según hemos demostrado a lo largo de las páginas, genera una doble poética en la narrativa del autor que se reproduce mediante dos motivos: el desarraigo y el viaje. Dos poéticas que sintetizan la performatividad de una identidad que queda representada como una cadena de eslabones inestables y desiguales que atan al escritor no solo a un espacio, Argentina, sino también a un tiempo, el pasado, del que no resulta fácil escapar. Así, entendemos aquí la cadena como metáfora de la identidad del escritor en un doble sentido: primero, como un conjunto de eslabones vinculados con la experiencia del autor y, por ende, con su memoria, y, segundo, como un condicionamiento, es decir, una atadura que limita al sujeto en su afán por desarrollarse plenamente. En definitiva, en el caso de

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Neuman, paralelamente a su poética, la identidad acontece y evoluciona a lo largo de su obra. Estos dos motivos, el desarraigo y el viaje, manifiestan, además, el progreso y, por tanto, la superación del duelo migratorio, pues el traslado, resultado del desplazamiento, pasa de ser representando como lamento a personificarse como una oportunidad que brinda al sujeto un conocimiento del Otro, pero también de sí mismo. En consecuencia, lejos de lo sustancial, la identidad adopta en la narrativa neumaniana un sentido constructivo que se ve reflejado de forma patente a través de su volubilidad. Asimismo, considerando, como señalábamos en la introducción de este trabajo, que las reflexiones del autor toman forma en el texto a través de la figura de los personajes, podemos concluir que en las tres primeras novelas de Andrés Neuman, Bariloche (1999), La vida en las ventanas (2002) y Una vez Argentina (2003), recogidas en el segundo capítulo de este estudio, la identidad del autor se construye a partir de la noción de un desarraigo que, representado como la ausencia de una tierra natal, de un hogar, impide al individuo crear una subjetividad propia. Así, los protagonistas que configuran estas tres novelas de Andrés Neuman están fuera de lugar, o, mejor dicho, de su lugar, ya sea este real o imaginario. Se trata de personajes para los que encontrarse afuera del emplazamiento original o nativo, a pesar de las múltiples y diversas circunstancias, supone la experiencia compartida de un desarraigo que perfila a cada uno de ellos de manera definitiva. En Una vez Argentina, este desarraigo surge a partir de un contexto de migración o exilio, donde el desplazamiento generado por el cambio de país presume la superación de los límites de lo nacional, llevando al individuo a una situación de extrañamiento. En Bariloche, por su parte, la sustitución del lugar de origen, el campo, por otro distinto, a priori opuesto, la ciudad, se transforma en el generador de un desarraigo que queda representado a través de la abulia de Demetrio. Algo que no ocurre en La vida en las ventanas, donde la extrañeza y la anomia de su protagonista, Net, no son motivo de ningún traslado previo, sino que responde al desarraigo del hombre moderno causado por lo tecnológico, a partir del cual, el individuo, tras suprimir los lazos con su entorno, se abandona a un proceso interminable de introspección. Igualmente, en las tres obras este desarraigo evoluciona de manea dispar. En Una vez Argentina, los personajes, conscientes de las implicaciones del

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cambio de lugar, tratan de adaptarse al nuevo espacio, lo que les permite salvar, aunque sea parcialmente, su sentimiento de no pertenencia. En otras ocasiones, los personajes, lejos de ajustarse a la nueva idiosincrasia nacional, ya sea esta la argentina o la española, optan por la anulación del espacio y tiempo presentes, tratando de conservar el pasado intacto. Una reconstrucción del pretérito que opera nítidamente en Bariloche, donde Demetrio, incapaz de asimilar el alejamiento del lugar de origen, busca encajar artificialmente las piezas de un pasado al que le resulta imposible regresar. Así, esta pérdida insuperable, que se reproduce en sus vanos intentos por recuperar un espacio existente solo en su imaginación, se traduce en una indiferencia total hacia el presente y lo convierte en un despojo urbano, en un proscrito más de la actual modernidad. En La vida en las ventanas, por el contrario, la soledad originaria de Net, consecuencia de una desconexión casi total con el espacio externo, es superada a medida que el protagonista renuncia a lo virtual en favor de lo tangible, de lo real. Una renuncia que se produce de forma gradual, pero no definitiva, y que le lleva a paliar el desarraigado efecto de lo tecnológico, empujándole, así, a una búsqueda incesante por encontrar su lugar en un universo exterior intrascendente. La representación del lugar de origen cobra igualmente un protagonismo especial en las tres novelas, pues este supone el punto de partida a partir del cual sus protagonistas inauguran esa triple pérdida a la que me refería en el segundo capítulo: del hogar, del sentido y de la realidad. Esta triple carencia, en el caso de Una vez Argentina, se reproduce a partir de la construcción de ese lugar doble que lleva a los personajes a considerar el hogar como una realidad dinámica, un espacio de raíces nómadas. Así, en esta obra, sus personajes, lejos de buscar la presencia de un determinado lugar para arraigarse, se conforman con la ausencia de este. Esta ausencia representa la naturaleza errática y paradójica de un hogar donde, simultáneamente, se conjuga lo nacional y lo extranjero. En Bariloche el hogar se configura como un rompecabezas difícil de reconstruir, un espacio constituido de piezas idealizadas, cuyo ensamblaje corresponde a un tiempo imposible de reestablecer. En esta línea, al contrario que en Una vez Argentina, el lugar original simboliza el único punto de referencia a partir del cual el individuo consigue orientarse, es decir, logra construir un sentido propio. En el caso de La vida en las ventanas, el hogar no se vincula a un espacio físico exterior concreto, ya sea este la

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nación o el campo, sino que se relaciona con un conjunto de lugares virtuales conectados entre sí: la Red. No obstante, a pesar de que esta urdimbre de emplazamientos no posibilita el regreso temporal, sí que reduce la distancia espacial, permitiendo la comparecencia simultánea de lugares heterogéneos. Podemos concluir, por tanto, que, para los protagonistas de Bariloche y de La vida en las ventanas, lo que se produce, a consecuencia del desarraigo, es un décalage, es decir, un destiempo, lo que supone, según señala Guillén, “un desfase en los ritmos históricos de desenvolvimiento que habrá significado, para muchos, el peor de los castigos: la expulsión del presente; y por lo tanto del futuro lingüístico, cultural, político” (Guillén 1995), del lugar de origen. Esta expulsión queda reflejada a partir del drama de la incomunicación que ambos experimentan y comparten, fruto de un proceso de no identificación con lo actual, donde el pretérito se revela como el único espacio capaz de descodificar los lazos de pertenencia. Además, este descuadre temporal afecta a la propia memoria, la cual, según señala el propio Neuman en Una vez Argentina, trata de acordarse “del futuro, de los años que no hemos vivido juntos” (Neuman 2014c: 117-118). En definitiva, ambos personajes persiguen, infructuosamente, acudir al pasado para modificar el porvenir, o, lo que es lo mismo, aspiran a “ser ayer teniendo la memoria de mañana” (Neuman 2008c: 78). De este modo, el lamento de lo que pudo haber sido conforma la identidad de unos personajes vencidos por el desarraigo, por la impotencia de no poder alterar el sentido y la dirección del viaje. Por otro lado, es interesante subrayar la sucesión de metáforas que simbolizan el desarraigo en estas tres obras, las cuales se erigen a partir de la idea de espacio liminal o tercer espacio y posibilitan con ello la introducción de lo ambiguo, de lo contradictorio. Así, en el caso de Una vez Argentina, la orilla se revela como el puente que logra acoger el estado siempre provisional del individuo. Un emplazamiento inestable, de naturaleza dinámica, que se transforma en un lugar de paso. En síntesis, un lugar híbrido que consigue reunir las paradojas identitarias de quienes no pueden definirse tan solo a través de una madre tierra. La orilla, por tanto, se descubre como la instancia idónea desde donde enfrentarse a las preguntas y los conflictos que desencadena un extrañamiento diverso pero permanente. En Bariloche, más que un tercer espacio, nos encontramos con un objeto liminal: el rompecabezas, que se convierte en un mapa a escala del espacio a intervenir: el pasado. El puzle

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se muda en una frágil frontera espacio-temporal entre el extenso pretérito de la infancia y el claustrofóbico presente, es decir, entre lo imaginario y lo verosímil. Con ello, el rompecabezas se vuelve un instrumento que posibilita la conexión entre dos universos que, a pesar de lo antagónico, disfrutan de un cierto grado de cercanía, generando un paso continuo pero confuso. Por su parte, es el espacio liminal de la ventana el encargado de separar los dos mundos de Net. Dos universos que no habita, sino a los que más bien el protagonista trata de sobrevivir evitando el naufragio. Así, la ventana, como en Bariloche el rompecabezas, encarna ese espacio que distorsiona la concepción temporal entre pasado y presente y dificulta el proceso de autodefinición del individuo. De esta forma, este proceso se plasma a través de los constantes viajes que Net emprende entre lo virtual y lo actual, desvelando así la ambigüedad de este tercer espacio. No obstante, la ventana no supone aquí, como ocurre con la orilla o el rompecabezas, el lugar a partir del cual el individuo se enfrenta a las paradojas de la identidad, sino que este se ordena como una densa frontera que incita al individuo al ensimismamiento. En Una vez Argentina, otra de las metáforas empleadas es la de la raíz. Se trata, eso sí, de una raíz que no pretende anclarse a una tierra prometida vinculada a lo nacional, sino a la memoria, al recuerdo de un espacio y un tiempo. Por tanto, la raíz, como emblema del arraigo o el desarraigo, debe leerse aquí como una entidad dinámica con capacidad para desplazarse, desestimando, así, cualquier interpretación tradicional que trate de asignarle un lugar particularizado. Al fin y al cabo —continuando con la metáfora—, la raíz se desplaza bajo tierra recorriendo cientos de metros para encontrar su lugar. Un desplazamiento que da buena cuenta de su condición errante, aunque ante nuestros ojos seamos incapaces de advertirlo, tal y como el propio Neuman asume en la siguiente entrevista realizada al escritor: Verdaderamente hemos llegado a pensar que somos árboles y que la botánica es parte de nuestra identidad. Entonces, ¿qué es una raíz?, ¿qué es trasplantarse? Hasta qué punto uno puede compararse con un vegetal. Y desde, digamos, la lucha por la identidad, la lucha ideológica trata de separar la estructura de la biología, y no limitarnos al mamífero, ni ya digamos reducirnos al vegetal, con todo respeto para los vegetales. Entonces, claro, por un lado, estoy tentado de decirte que toda raíz necesita riego, y que toda la sociedad es líquida, una sociedad líquida no es incompatible con el desarrollo de la raíz. Y eso metafóricamente

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sería justo, pero por otro lado me pregunto cuánto espacio para repensar la idea de la identidad hay en la metáfora de la raíz.1

La identidad se reproduce, así, como un desafío permanente, un conflicto sin resolver que revela un proceso inagotable de construcción y destrucción por medio del cual el individuo trata de sobrevivir reinventándose. La identidad del individuo desarraigado emerge a través de sus tres dicotomías principales: lo real versus lo ficticio, lo nacional versus lo extranjero y el recuerdo versus el olvido como un espacio de imaginación, supervivencia, terror, extranjería, pero, sobre todo, como un espacio que aloja una identidad mutable, participativa, que el sujeto debe descubrir. Asimismo, Neuman refleja cómo la experiencia de la migración, del exilio, lleva al individuo a ese doble lugar, a esa doble presencia o ausencia, que ilustra el carácter fluido de una identidad incapaz de trazar unos límites claros, firmes y fijados ad æternum. Con ello, Una vez Argentina expone cómo la experiencia de la migración configura no solo la identidad del autor, sino también la de toda una estirpe familiar. Un recurso que representa una idiosincrasia argentina construida a partir de la superación de las barreras entre lo propio y lo extraño (Dreher et al. 2010: 31). De este modo, el argentino, merced al carácter escurridizo y volátil de la identidad, se transforma en el paradigma de ese territorio errante, a partir del cual logra un sentido de pertenencia. En Bariloche su protagonista no llega a experimentar este sentimiento de pertenencia, fruto de un desarraigo que se relaciona con ese proceso de homogenización procedente de lo tecnológico donde lo tradicional es anulado, y se impide de esta manera la comparecencia de lo extraño. Así, esta perspectiva heideggeriana del desarraigo se presenta en esta novela como un componente más de la esencia del hombre moderno, que, lejos de sobreponerse a ella, se deja arrastrar por la misma consiguiendo destruir su propia identidad. Una destrucción que en la obra es encarnada por el espacio del vertedero, o, lo que es lo mismo, ese mar de residuos que amontona los desechos sin asumir ningún tipo de heterogeneidad. Este proceso de homogenización también podemos advertirlo en La vida en las ventanas, donde el desarraigo de lo tecnológico, resultado de la liquidez de la sociedad moderna, se deja ver 1 

Entrevista realizada al escritor el 18 de noviembre de 2016 en Konstanz (Alemania).

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a través de la cuestión del anonimato del protagonista, que busca protegerse de ese proceso de extrañamiento contemporáneo por medio de lo virtual, y expone, en consecuencia, el carácter aparente y no real de la propia identidad. En síntesis, en estos tres textos la perspectiva desoladora del desarraigo se impone de modo explícito y paradigmático, reflejando la renuncia al tiempo y espacio actuales. El desarraigo del autor se muestra, así, a través de la anulación del tiempo presente, pues, como hemos expuesto, la identidad de los protagonistas es construida a partir del origen, o, lo que es lo mismo, a partir del pasado, lo que conlleva, tanto en el caso de Bariloche como en el de La vida en las ventanas, la idealización de un tiempo al que solo es posible regresar a través de la imaginación o la memoria. Asimismo, esta invalidación tanto espacial como temporal de lo actual refleja una poética donde el origen del desarraigo queda dibujado como una densa frontera. Un espacio fronterizo que, por tanto, toma forma de límite infranqueable y ante el cual el individuo se siente atrapado, incapaz de romper las cadenas que lo amarran a un espacio que ya no le corresponde. Las cadenas se transforman en un pesado lastre que dificulta al individuo erigir su identidad. Podemos afirmar, así, que en estos dos primeros textos el autor no genera nuevos espacios intersticiales que amparen al individuo en el proceso de construcción de su identidad, sino que lo que se produce son pequeñas grietas reflejo del latente duelo migratorio. La aflicción no permite olvidar y se refugia en la memoria de lo que pudo haber sido. Los personajes de estas novelas revelan la identidad de un autor que aún no parece haber superado el duelo de ese viaje inaugural, pues sus protagonistas son incapaces de encontrar un equilibro que les permita reubicar el pasado y asimilar al mismo tiempo lo nuevo, lo actual. No obstante, sin duda es la novela Una vez Argentina, publicada en 2003, la que marca un punto de inflexión en la obra de Andrés Neuman respecto a estas dos poéticas del desarraigo y el viaje y, por supuesto, en la construcción performativa de la identidad del autor. Este punto de inflexión se traduce como una operación de derribo de esa frontera inaccesible que imposibilita al individuo erigir su identidad, sumiéndolo en un proceso continuo de ensimismamiento. Así, el escritor, precisamente en su única obra de autoficción, trata de superar ese desarraigo a través de ese lugar doble que modifica la concepción del origen y que, en Una vez Argentina, queda representado a través de la orilla. De esta manera, la orilla no asume aquí un carácter estático, sino

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dinámico, permitiéndole al escritor superar esa triple pérdida del hogar, del sentido y de la realidad. Neuman refleja en este texto la naturaleza dinámica del origen y subraya que la mejor forma de superar el desarraigo es radicarse en cualquier lugar, pues solo así el hogar disfruta de esa condición móvil que posibilita establecerlo en cualquier sitio. Ese doble lugar se transforma en el dispositivo que permite la creación de espacios intersticiales, los cuales originan ese puente constante donde la identidad del autor, sin renunciar a lo nacional, es decir, a lo argentino —lo latinoamericano—, consigue incluir también lo extranjero, o, lo que es lo mismo, lo español —lo europeo—. En este sentido, esta construcción bilocal de su doble identidad, que bien resume y profetiza su verso “Ser ayer teniendo la memoria de mañana”, del poema “Buenos Aires al vuelo”, encarna los intentos del escritor por superar el desarraigo, es decir, el duelo migratorio, y se convierte, al mismo tiempo, en el umbral que nos introduce en la segunda época de la narrativa neumaniana, caracterizada por una poética que tiene como principal motivo el viaje. Como hemos examinado en el tercer capítulo de este trabajo, esta segunda época de la narrativa del escritor incluye las obras El viajero del siglo (2009), Cómo viajar sin ver (2010), Hablar solos (2012) y Fractura (2018). En estos textos, el protagonista ya no es el sujeto desarraigado, afligido por la experiencia migratoria y que, en consecuencia, confía aún en el regreso, sino el homo viator, es decir, el sujeto que ve en el viaje, en el estar en camino, la única forma de fundar su identidad. Con ello, los personajes de estos textos no consideran el desplazamiento como un lamento, sino como una oportunidad que posibilita la confrontación, al igual que un conocimiento más profundo de sí mismos. Se trata, así, de personajes desplazados y sin patria sí, pero no sin posada. Pues, si bien es cierto, como sostiene Gustavo Bueno, que el hombre tan solo cuando está en camino obtiene su verdadera esencia, no lo es menos que, para seguir la marcha, este necesita de un alojamiento que le permita, aunque sea temporalmente, cerrar las alas para continuar. Este alojamiento se convierte en una morada cuyo cometido no es otro que alentar al viajero para que este no se detenga, para que este no pierda el deseo de viajar. No obstante, esta morada, lejos del sentido terrenal del que disfruta de forma paradigmática la noción de patria, adquiere en tres de estos cuatro textos —El viajero del siglo,

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Cómo viajar sin ver y Hablar solos— una forma alejada de lo material. En estas tres obras, ese espacio en tránsito se conecta con la que quizá es una de las disciplinas más intangibles de todas, la literatura. Por tanto, la literatura comparece aquí como esa posada que posibilita a los personajes disfrutar de la quietud necesaria para esa otra tarea en cierto modo opuesta, paradójica, respecto al viaje: la reflexión. La ausencia de reflexión es criticada, en este sentido, como veíamos en la introducción del tercer capítulo, por el propio Rousseau, quien advierte de la banalidad de un desplazamiento que se detiene en lo fútil y que queda representado por la superficialidad de un viajero cuyo propósito no parece otro que describir. Así, estos tres textos de Andrés Neuman suponen un buen ejemplo de cómo el viaje, a pesar de su presumible trivialidad, puede convertirse en un ejercicio adecuado de introspección y, por tanto, de encuentro con el Otro. La literatura se metaforiza, así, como el alojamiento ineludible que logra curar la miopía atribuida al viajero. Una posada que, lejos de lo provisional, acompaña al individuo de modo permanente, adquiriendo siempre nuevas formas y, sobre todo, habitando diferentes espacios y tiempos. En El viajero del siglo, la literatura queda especificada a través de la traducción, que se transforma en esa posada inmaterial que acompaña a Hans y le posibilita avanzar como homo viator hacia su destino. En este caso, sin embargo, se trata de un destino nómada que parece detenerse de forma ocasional en la laberíntica Wandernburgo, para luego retomar su camino impulsado por la necesidad de seguir traduciéndose, es decir, de encontrar una explicación, un sentido, al viaje. En Cómo viajar sin ver, por su parte, es la escritura la que encarna esa morada que asiste al viajero y prolonga su desplazamiento, habitando para ello lugares no solo físicos —hoteles, aeropuertos, ciudades—, sino también aquellos otros que conlleva el propio acto de escribir. En consecuencia, Neuman apela en Cómo viajar sin ver a la performatividad de la escritura de viajes, ya que esta obra no tiene la función de registrar nuevas realidades, sino de producirlas. En este texto, la escritura supone para Neuman un experimento continuo, que no establece un punto de llegada calculado y concreto, sino que deambula arrastrado por la inercia del propio desplazamiento. En Hablar solos, por otro lado, el personaje de Elena no se detendrá en la traducción ni en la escritura durante su marcha, sino en la lectura. Esta

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le sirve a la protagonista como refugio ante la presencia de ese otro viaje definitivo y paralelo que protagoniza Mario, la muerte, y que no adquiere, en este caso, un sentido performativo, sino que se muda en un analgésico que consigue aliviar su propio dolor. Así, podemos observar cómo en estas tres obras la literatura no cobra exclusivamente un sentido metaficcional que toma forma a través de la traducción, la escritura y lectura, sino que encarna, al mismo tiempo, ese espacio simbólico, esa morada temporal que consigue que el viajero prosiga su viaje. Es interesante subrayar también cómo la noción de viaje se presenta y evoluciona de manera diferente en estas tres obras. En El viajero del siglo, la mirada nómada de personajes como Hans o Álvaro Urquijo contrasta con el sedentarismo de quienes, como el viejo organillero, censuran el carácter irreal del viaje o incluso lo temen. De esta manera, la condición errante de la figura del viajero es confrontada con la perspectiva localista de quienes conciben la ciudad como ese espacio particular y necesario encargado de otorgar un sentido, una identidad, en definitiva, una estabilidad. La naturaleza del viaje, o, para ser más exactos, la agitación del mismo y su escritura, es precisamente el desencadenante en Cómo viajar sin ver, un texto donde la vivencia del desplazamiento se combina con el experimento de la escritura hasta confundirse. A través de la figura del propio escritor, esta obra representa a ese viajero del siglo xxi que no logra más que otear tímidamente los lugares que visita. Un itinerario trepidante que conduce a Neuman a concluir que este viaje por Latinoamérica, más que recorrer una geografía exterior compuesta de ciudades y países, supone un periplo interior que pone en cuestión la identidad del propio viajero. Esta idea constata, así, la concepción trascendental del viaje, no ya como una experiencia puntual y extraordinaria, sino, tal y como expone Clifford (1992), como un hecho que conforma y afecta de manera inexorable al sujeto. En Hablar solos, por su parte, el viaje no toma un sentido unidireccional, sino que queda trazado a partir de ese laberinto de la incomunicación que los personajes afrontan trazando itinerarios divergentes. Un laberinto, eso sí, donde lo primordial no es hallar la salida, sino más bien examinar el recorrido que cada uno de los personajes toma hasta encontrarla. En Hablar solos, en consecuencia, el desplazamiento vuelve a configurarse, tal y como ocurre en Cómo viajar sin ver, en un recorrido íntimo, un pro-

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ceso introspectivo al que enfrentarse desde la propia experiencia, el cual disfruta de un origen y un destino particulares en cada caso. Esta idea se distingue también en Fractura, donde el motivo literario del viaje no surge tomando solo como punto de partida la perspectiva del protagonista, sino que brota, sobre todo, a través de las memorias de las cuatro voces femeninas que trazan y marcan las diferentes huellas del trayecto. De esta forma, a partir de los rastros que dejan los desplazamientos del señor Watanabe, se conforma un texto que subraya la importancia de registrar el desplazamiento. Es decir, de reconocer y atender a los recorridos y las marcas del viaje con el objetivo de encontrar esos puntos de quiebra que subrayan las grietas del pasado y que, por tanto, afectan de manera incuestionable a los trayectos futuros. Es importante subrayar también la relevancia que adquiere en estas cuatro obras la noción de destino como punto de llegada. Un concepto al que Neuman, en Cómo viajar sin ver, no presta especial atención, pues, lejos de centrarse en el binomio salida/destino, habitual, como ya señalábamos, en la novela tradicional que tiene como motivo el viaje, el escritor aborda esa elipsis narrativa que habitualmente prescinde del trayecto, es decir, del viaje en sí mismo. Con ello, el destino no adquiere aquí ese carácter permanente ni se transforma en un objetivo en sí mismo, sino que se muda en un lugar de paso que empuja al viajero a continuar el viaje. En El viajero del siglo, el destino, como se refleja a través del personaje de Hans, se configura de manera azarosa, puesto que el viajero no se dirige a Wandernburgo de forma intencionada, sino que recala en esta ciudad arrastrado por las propias circunstancias. La condición errante del viajero no le permite planear un destino previo, puesto que su intención no es la de permanecer en un lugar, sino, en todo caso, la de abandonarlo, residiendo en él el menor tiempo posible para restablecer la marcha. Esta noción de destino se verá refutada, por oposición, con la visión accidental que el viajero sostiene del propio origen, al cual le atribuye un carácter meramente circunstancial. Por su parte, en la novela Hablar solos, la idea de destino toma forma a partir de la idea de una muerte a la que los personajes aguardan y se enfrentan sabedores de que su llegada tan solo es cuestión de tiempo. Un punto de llegada al que el viajero, por tanto, no se dirige de forma intencionada, sino al que se ve arrastrado de manera inevitable.

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Además, es interesante destacar el conjunto de metáforas que Neuman emplea para desarrollar y representar el concepto de viaje en estos tres textos. Por un lado, estas metáforas responden al afán del escritor de conocer al Otro y, al mismo tiempo, profundizan en la naturaleza errante del autor, la cual se encuentra en camino con el objetivo de erigir su propia identidad. Así, en el caso de El viajero del siglo, será el viento, como personaje latente durante toda la novela, el que se torne en metáfora del desplazamiento, adoptando un lenguaje propio, al igual que disfrutando de un carácter pragmático que, sin embargo, no todos parecen reconocer. Asimismo, el viento, como metáfora del viaje, conserva un carácter inmaterial cuyo sentido es posible apreciar a través de la experiencia. En Cómo viajar sin ver, sin embargo, será la escritura, como hemos referido con antelación, la que escenifique el propio viaje. Más allá de ser una metáfora del desplazamiento, la escritura se convierte en una constante en la narrativa neumaniana, ya que esta no se traduce tan solo en un símbolo más, sino que supone una necesidad que atraviesa al escritor y lo invoca a escribir. La escritura, como el propio viaje, conlleva, así, la adopción de una identidad inestable, de una concepción del mundo en la que la certeza se antoja utópica. En la novela Hablar solos, la metáfora del viaje adquiere distintas formas. Por un lado, encontramos la muerte como viaje definitivo, que lleva a cabo Mario; por otro, hallamos el viaje como desplazamiento espacial, que es protagonizado por Lito y Mario en camión, y, por último, el viaje interior que emprenderá Elena mediante la lectura. Estos tres viajes convergen, no obstante, en ese otro desplazamiento equívoco que queda representado a través del laberinto de la incomunicación y que obliga a sus personajes a tomar itinerarios divergentes. En el caso de Fractura, sin embargo, será la grieta, procedente del arte ancestral japonés del kintsugi, la que simbolice no ya el desplazamiento en sí mismo, sino las consecuencias del viaje. Estos puntos de rotura, por tanto, representan las posibilidades de trabajar la memoria para continuar el camino, sin olvidar, eso sí, las cicatrices que soporta el desplazamiento. Por último, resulta, sin duda, revelador cómo la primera novela publicada en esta segunda época de la narrativa del escritor es titulada El viajero del siglo (2009), un título que rompe per se los esquemas espacio-temporales atribuidos al sujeto desarraigado. Por un lado, el individuo ya no es un emigrante, sino un viajero, y, por otro, el tiempo se dilata abarcando no ya un

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periodo biográfico determinado, sino toda una centuria. De esta manera, en El viajero del siglo, su protagonista, Hans, lejos de concebir el desarraigo de manera trágica, se transforma en un personaje errante que celebra una relación nómada con el espacio, del cual dispone para erigir su identidad. Asimismo, el discurso de Hans con respecto a la noción de hogar contrasta con la visión nostálgica que mantienen los protagonistas de Bariloche y La vida en las ventanas, ya que, para el viajero y traductor, el origen es circunstancial, azaroso, con lo que despoja a este concepto de cualquier visión esencialista en la construcción de lo identitario. Igualmente, es importante señalar cómo El viajero del siglo no tiene como escenario Buenos Aires, ni siquiera Argentina, pero tampoco se traslada a España, tierra adoptiva del escritor, sino a Alemania. Del mismo modo, como señalábamos en el análisis de la novela, este texto, pese a situarse en el siglo xix, en pleno Romanticismo alemán, no tiene la intención de registrar o representar históricamente la realidad de la época, más bien se transforma en un ejercicio original que, tomando como punto de partida el pasado, busca analizar nuestro presente. Con ello, el desplazamiento en esta obra, al igual que en Cómo viajar sin ver, Hablar solos y Fractura, no se dirige hacia el pretérito, sino que se orienta hacia el presente o hacia el futuro. En consecuencia, en esta segunda época en la poética de Neuman, el lugar de origen pierde su importancia en la construcción de la identidad del autor, pues lo relevante aquí es el trayecto, es decir, el recorrido. De esta forma, esta poética del viaje subraya cómo el sujeto ya no necesita un lugar permanente donde residir y al que regresar, pues este se halla siempre en tránsito, precisando únicamente de una morada para luego reanudar el viaje. Una residencia temporal que en estas obras encarna la metaliteratura —no tan presente en la primera época de la poética del autor—, la cual se muda en ese espacio intersticial que logra que el sujeto se erija, pero además reflexione, sobre el proceso de construcción de su propia identidad. Así, la traducción, la escritura y la lectura, más allá de lo metaficcional, adquieren en estas tres obras un sentido performativo que se relaciona con la edificación discursiva de la identidad por parte del propio autor. En conclusión, una identidad que, paralelamente a su poética, Neuman construye y modifica prescindiendo, o, al menos, intentándolo, de los eslabones de un desarraigo que hasta hoy son reemplazados por los del viaje.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y ANALÍTICO

A Alberca, Manuel 71, 199 Alburquerque, Luis 112, 136, 199 Andres-Suárez, Irene 14, 35, 200, 207-211 Augé, Marc 110, 139-141, 200

82-83, 86, 88, 94, 178-180, 185-186, 188-192, 197, 200-201, 203, 205-207 Dictadura 12, 35, 39, 42-46, 67, 69-70, 74, 175, 208 Drucaroff, Elsa 35-36, 42, 45, 73, 203 E

B Basanta, Ángel 14, 21, 23, 200 Bauman, Zygmunt 16, 36, 45, 50, 63, 67, 89, 93, 151, 201 Borges, Jorge Luis 20, 35, 64, 157, 201, 212 Buenos Aires 12, 26, 37, 42, 45-46, 49, 53, 55-57, 59, 61-65, 67-70, 74-75, 77-79, 96, 138, 141, 151, 154, 159, 173, 175, 181, 192, 197, 200-201, 203, 205-206, 210-211

Exilio 17, 30-35, 38, 55, 75, 186, 190, 200201, 203-204, 210 Extranjero 11, 30, 38, 41, 47-48, 54, 122, 140, 142, 147, 152, 176, 180-181, 187, 190, 192 F Frontera 14-15, 79, 90, 102, 145, 164-165, 173, 179, 185, 189, 191, 207, 210

C

G

Cortázar, Julio 21, 35, 89, 102, 202, 207

Granada 12, 19-20, 42, 80, 93-95, 151, 153, 201, 203, 207-208 Guillén, Claudio 33, 101, 188, 204

D Desaparecido 42, 73 Desarraigado 30-33, 105, 180, 187, 190, 192, 196 Desarraigo 5, 16-17, 29-33, 35-36, 38, 49, 54-55, 57-59, 61, 63, 69, 73, 75-78, 80,

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H Híbrido 14-15, 41, 111, 173, 188 Homo viator 109, 111, 113-114, 170, 179180, 192-193, 201

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Las cadenas de la identidad

L Lévinas, Emmanuel 30-32, 203-205, 210 Lévy, Pierre 104, 106, 205 Liminal 86, 89, 92, 142, 145, 164-165, 188-189 Literatura argentina 25, 35-36, 63, 77, 100, 102, 157, 202, 210 Literatura latinoamericana 12, 111, 153 Lugar de origen 30-32, 35, 54, 75-76, 80, 179, 186-188, 197 M

Piglia, Ricardo 67, 100, 105, 209 Poética 13-17, 22-24, 26, 33, 80, 94, 97, 160, 170, 179-180, 185, 191-192, 197, 202, 207-209 Postdictadura 35, 42, 45, 73, 95, 203, 206 R Raíces 32, 36, 38, 48-49, 55, 60, 75, 130131, 187, 211 Regreso 25, 60, 75, 150, 152, 156, 169, 188, 192 Rivas, Antonio 14, 46, 125, 200, 207-211

Metaficcional 106, 128, 163, 194, 197 Migración 17, 25, 31-32, 34-36, 38, 48, 5051, 53, 63, 76, 112, 125, 137, 182, 186, 190, 200 Modernidad líquida 36, 63, 151, 214

S

N

Valle-Inclán, Ramón María del 86-87, 98, 211 Valls, Fernando 14, 124, 128, 170, 178, 211 Viaje 5, 9, 16-17, 54, 56, 78, 80, 83, 94, 97, 109-114, 117, 128-129, 131, 133-139, 141, 148-157, 160, 163-164, 166, 170171, 178-182, 185-186, 188, 191-197, 199, 201, 204, 207, 209 Viajero 12-14, 17, 26-27, 97, 110, 113-116, 119-120, 124, 126, 128-129, 131-135, 137, 148, 151, 163, 169-170, 180-182, 192-197, 199, 203, 208-209, 211 Virtual 81, 88, 90, 92-93, 100, 102, 104106, 187, 189, 191, 205, 207, 211

Noguerol, Francisca 14, 207-208 Nómada 128-130, 132, 134, 141, 147, 182183, 193-194, 197, 211 Nostalgia 33-35, 57, 61, 75, 103, 117, 133134, 155, 159 Nueva Narrativa Argentina 36, 42, 154 O Origen 12, 17, 23, 30-35, 39, 52, 54, 58, 76, 80, 83, 99, 131, 179-180, 186-188, 191-192, 195, 197, 210 Orilla 41, 48-49, 51, 55, 61, 96, 164, 174, 179, 185, 188-189, 191 P

Sabato, Ernesto 65, 77, 210 V

W Walsh, Rodolfo 69-71, 200, 205, 211

Patria 29, 35, 43, 48, 88, 109, 131-132, 141, 192

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