La vida administrada : sobre el naufragio social
 9788492559763, 8492559764

Citation preview

Juanma Agulles

La vida administrada Sobre el naufragio social

VIRUS

y

Título: La vida administrada. Sobre el naufragio social Diseño de colección: Pilar Sánchez Molina y Silvio García-Aguirre Diseño de cubierta: Silvio García-Aguirre Edición y maquetación: Virus Editorial Corrección de estilo y ortotipográfica: Paula Monteiro Primera edición: marzo de 2017 ISBN: 978-84-92559-76-3 Depósito legal: B-1571 -2017

VIRUS editorial i distribuidora, SCCL

C/ Junta de Comerg, 18, baixos 08001 Barcelona Tel./Fax: 934 413 814 [email protected] www.viruseditorial.net

índice

9 9 14

21

27

A bordo del Pequod El barco se va a pique con todos nosotros dentro Infundios y falacias La situación es critica, pero la crítica no afecta a la situación

La construcción de un mundo artificial

27

Nota sobre los orígenes.

33

Las «tres olas» y su culminación tecnológica

39

El Estado y la tecnología: dos ámbitos de la destrucción organizada

45

La sociedad industrial y sus descontentos

45

Refractarios a la Gran Transformación

50

La idea de la Revolución y el encierro industrial

62

Las luchas sociales en los dominios de la vida administrada

73

Se acabó la fiesta

73

Bienvenidos a la Catástrofe

78

El traje nuevo del administrador

83

El pensamiento radical y la cautividad indolora

Las notas al pie corresponden a los editores salvo en los casos en que se especifica como nota del autor (N. del A.).

... ciegos ante todas las sencillas reglas de la vida. William Blake

A bordo del Pequod

El barco se va a pique con todos nosotros dentro

Cuando en Moby Dick el capitán Ahab declara las verdaderas intenciones de la expedición del Pequod, afirma que ha dispuesto todos los medios racionales a su alcance para la consecución de un fin irracio­ nal. El barco ballenero, con su férrea organización semejante a una fábrica, casi una ciudad flotante, se desliza sobre la superficie del océano con el único objetivo de dar caza a la ballena blanca y culminar así la venganza personal del capitán. Cada uno de los componentes de la tripulación ha asumido, en el momento mismo de embarcar, aquellos fines demenciales, sin sospechar que la gran maquinaria de la que ha pasado a formar parte tiene como fin últi­ mo su propia destrucción. La sociedad industrial, a semejanza del balle­ nero descrito por Melville, ha dispuesto multitud de medios racionales para la consecución de unos

fines que han resultado, en la mayoría de los casos, irracionales y desastrosos. Y, mientras avanza en la persecución de su particular ballena blanca, lla­ mada «desarrollo» o «progreso» o «abundancia», la tripulación se afana en perfeccionar técnicamente los medios que la van acercando de forma irreme­ diable a la hora de su hundimiento definitivo. La metáfora del hundimiento se ha utilizado en muchas ocasiones para definir el declive o la decadencia de una forma de civilización. H. M. Enzensberger lo hizo en su poema El hundimiento del Titanio, y muchos otros hablan hoy del hundimiento de las condiciones de vida, sin que, al parecer, haya­ mos llegado todavía a «tocar fondo». O quizá suceda que, como escribió Primo Levi, en catástrofes de ta­ les dimensiones siempre existen los «hundidos» y los «salvados»; y es a estos últimos a quienes queda encomendada la tarea de contar el relato, trágica­ mente parcial, del desastre. Pero en las sociedades industriales contempo­ ráneas el barco se va a pique con todos nosotros den­ tro. O tal vez ya lo haya hecho del todo y sea, ahora, como una de esas decoraciones de algunos acuarios que en su fondo albergan elaboradas réplicas de pe­ cios como recordatorio de nuestro irremediable fin. Mientras continuamos a bordo del Pequod, seguimos asumiendo los necesarios sacrificios que exige esta travesía a ninguna parte. En el camino dejamos su­ mergidas formas comunitarias de relación social,

economías de subsistencia y saberes ancestrales que podrían dotarnos de cierta autonomía para de­ cidir si «quedarnos en tierra»; modos de habitar el mundo que no persiguen doblegar la naturaleza y rendirla con el único fin de la ganancia inmediata; conocimientos que no buscan legislar sobre el Uni­ verso, sino aprender a obedecer las complejas leyes de la reproducción de la vida en la Tierra. Nuestra frenética actividad a bordo, incluida aque­ lla que trata de disputar el mando a un enloquecido capitán, se orienta en última instancia a mantener a flote este artefacto complejo y renqueante que se bate con las olas, mientras cruje todo su ensambla­ je; aunque para ello debamos arrojar por la borda, en primera instancia, nuestros deseos de vivir en libertad. En esta «nave de los necios», como alguien la llamó, los puntuales motines y revueltas se ven frustrados casi inmediatamente, confinados a los estrechos límites de una embarcación cuyo destino parece imposible modificar. Pero seguimos evocan­ do ritualmente aquellos motines en cada nuevo in­ tento de cambiar el rumbo. Con una actitud que ha asimilado algunos de los peores rasgos de la locura de Ahab, perseguimos también nuestra particular ballena blanca, que parece perfilar su figura en el horizonte cada cierto tiempo para después desapa­ recer de nuevo en las profundidades, mientras nos alejamos de aquella «tierra firme» que alguna vez

fue nuestro hogar. Un hogar que tampoco era idíli­ co, pero que en la distancia, quizá traicionados por el influjo de la nostalgia, suele presentarse a nues­ tra imaginación bajo aspectos engañosos. Y enton­ ces corremos el riesgo de quedar postrados bajo una noche helada, tumbados sobre la cubierta de la nave que se dirige a la destrucción, escrutando los astros en busca de signos proféticos que nos ha­ blen de la imposible vuelta a casa o de la futura redención en la catástrofe. Los medios a nuestro alcance están impregna­ dos por los fines destructivos a los que sirven, y no es cierto que puedan servir, al mismo tiempo, para llevar a cabo nuestra liberación. Ahora nos haría falta tener a bordo todo aquello que dejamos atrás cuando decidimos embarcar. Si es que en realidad lo decidimos alguna vez. Por eso, como comentó Günther Anders, nuestra situación es desesperada y, si esa desesperación no espolea nuestra imagi­ nación para encontrar la manera de abandonar el barco y regresar a la orilla, no tendremos más re­ medio que sucumbir al hundimiento. Pero, antes de abrazar el fatalismo, aún somos capaces de imaginar las opciones que esa desespe­ ración vital podría sugerirnos; como construir una pequeña embarcación con los materiales de los que disponemos a bordo y abandonar este inmenso Pe­ quod. Afrontaremos una travesía que puede ser tan terrible como el destino que nos aguardaba en

la persecución del cachalote, es muy probable. Pero al menos habremos deseado vivir, al menos habre­ mos realizado un último acto de rebeldía que no colabore con los fines demenciales del capitán. Nuestros cuadernos de bitácora, hasta ahora, no han hecho más que señalar esa posibilidad, porque en el fondo todavía albergamos cierta esperanza de lograr mantenernos a flote. Algunos, llamándose a sí mismos «realistas», se organizan para sustituir a un inepto timonel y lanzan vítores por ello. Víto­ res que los ahogados ya no pueden escuchar y que suenan como una condena explícita, para los pocos que desean abandonar el barco. De aquellos que lo intentaron antes solo se cuentan las historias de sus terribles naufragios. Pero si alguno logró pisar tierra, no volvió para contarlo. Y así nos encami­ namos hacia la línea curva del horizonte, entre los desesperados intentos por evitar el hundimien­ to y el anhelo de regresar a una costa que nos dé cobijo. La civilización industrial continúa avanzando mientras tanto, aunque cada vez con mayores difi­ cultades. La degradación social que provoca al im­ poner su desarrollo no deja de multiplicar sus síntomas de decadencia. Por eso también se multi­ plican las recetas mágicas y los curanderos de todo tipo, que se afanan por evitar una epidemia a bordo. No puede decaer el ánimo de la tripula­ ción. Incluso hacer la vista gorda ante un conato

de amotinamiento podría ser beneficioso: hasta cierto punto resultaría revitalizante. Los movi­ mientos se suceden, las agitaciones despiertan el entusiasmo, mientras bajo nuestros pies siguen crujiendo las maderas podridas del Pequod. Alguien grita entonces «¡Por allí resopla!» y la es­ peranza de dar caza a la ballena se renueva con toda su fuerza original. La tripulación emprende de nuevo sus tareas, cada cual ocupa su lugar, el viento vuelve a hinchar las velas. Se diría que una repenti­ na euforia por encontrar el desenlace fatal ha hecho enloquecer a todo el mundo. La idea del regreso se abandona. Solo queda seguir hacia delante. A los que persisten en su rebeldía se les señala la borda: «Ahí está vuestra única salida». Infundios y falacias

A quienes señalan los falsos logros de la sociedad industrial, y contemplan cada uno de sus avances como un paso más en un proceso histórico de desposesión y destrucción del complejo entramado de la vida, se los suele describir como retrógrados inconscientes, reaccionarios políticos o ilusos pri­ mitivistas. Y, lamentablemente, nunca faltan ejemplos con los que ilustrar estas críticas. Fuera del ámbito establecido para el cuestionamiento

biempensante y ciudadano de nuestro modo de vida, no parece haber otro lugar que la marginalidad. Todo tipo de antagonismo está permitido mientras se oriente a mejorar el funcionamiento de la sociedad industrial. Así, mientras cualquier im­ pugnación al estado de cosas actual culmine con la solicitud de una mejor regulación, de una adminis­ tración más exhaustiva que atenúe los efectos no deseados del desarrollo económico, todo marchará bien. Porque aquello que la religión mayoritaria de­ fiende con más firmeza en nuestros días es, pre­ cisamente, que los efectos no deseados son excepciones, accidentes, fallos corregibles en la lar­ ga marcha de la Humanidad hacia un futuro, si no luminoso (algo que les cuesta defender incluso a los más integrados de sus propagandistas), al me­ nos sí más seguro y garantizado. Es decir, un esce­ nario que se acercaría a la total esterilización de la vida, a la que se habría despojado ya de todo riesgo y toda imprevisibilidad. A quienes se rebelan contra ese futuro, en lugar de colaborar para solucionar sus «disfunciones» y arrimar el hombro durante sus catastróficos «acci­ dentes», no cabe más que señalarlos como nostálgi­ cos de la peor especie. «Si están contra este futuro asegurado es porque están del lado de aquel oscuro pasado» es la falacia más frecuente que utilizan los defensores del mundo industrial ante sus enemigos.

Apelar a nuestra libertad presente para oponer­ nos al mundo que se nos prepara suena, a oídos de la mayoría, tan extraño como pensar que la rela­ ción con los demás existía antes de que aparecie­ sen las «redes sociales». El sentido histórico que requería tener alguna noción de la libertad huma­ na ha sido barrido por el recurso a la mediación tecnológica. Y hoy son las llamadas «nuevas tecno­ logías» las protagonistas de aquella liberación que en algún momento tuvo al ser humano como cen­ tro. Si el significado de la opresión no puede ser más que una rémora del pasado, y la libertad una autonomía equipada de prótesis tecnológicas que solo alcanzaremos en el futuro, nuestro presente parece estar condenado a reproducir, en todo mo­ mento, los rasgos de una sumisión voluntaria. Cuando escuchamos que los avances de la cien­ cia y la tecnología nos permitirán dentro de poco ser prácticamente inmortales, es inevitable tener la sensación de que el hecho mismo de morirse se ha convertido ya en un anacronismo, una terrible falta que los seres humanos hemos cometido du­ rante cientos de miles de años, pero para la que, afortunadamente, un ejército de expertos y tecnócratas está a punto de encontrar solución. Por ex­ tensión, cabe pensar que cuando se habla de «inmortalidad» se piensa en la perpetuación de las condiciones de vida presentes, a las que no cabría aplicar ya ningún intento de explicación histórica,

ni siquiera plantear, apelando al sentido común, si en estas condiciones la vida es digna de ser vivida. El chantaje tecnológico se hace aquí evidente: ante la posibilidad técnica de evitar la muerte biológica, ¿quién querrá complicarse con dilemas morales de este tipo? ¿Quién será el último idiota en morir, justo el día antes de que la ciencia y la tecnología anuncien al mundo entero que, por fin, nos hemos librado de la muerte? El problema fundamental sigue siendo respon­ der a la siguiente cuestión: ¿Se parece en algo la vida a esta existencia administrada y monitorizada que los defensores del progreso nos preparan con esmero? Para los relativistas radicales, que han hecho fortuna con sus tonterías durante los últimos cuarenta años, probablemente la respues­ ta pasaría por cuestionar que haya algo denomina­ do «vida» más allá de una convención lingüística o una represiva construcción social del «pensamien­ to occidental». Sin embargo, bastaría que perdie­ sen unas cuantas de las comodidades de las que disfrutan, o que viesen peligrar realmente las con­ diciones básicas de su existencia, para que compro­ basen cuál es el alcance real de palabras como «vida» o «libertad». Solo para una minoría selecta la llamada «mo­ dernización» ha podido significar, en algún senti­ do, una mejora de sus condiciones de vida. Pero, para la gran mayoría excedente, el desarrollo de

los medios de producción no ha significado más que la destrucción de sus condiciones de existencia. Li­ berados del yugo de la necesidad, hemos alcanzado las más altas cotas de la servidumbre. Y, durante el proceso, las condiciones para la reproducción de la vida en la biosfera han sido alteradas de forma drástica, en algunos casos de manera irreversible. Los tecnócratas más alucinados dirán que no está justificada tanta alarma, que la ciencia y la tecnología encontrarán el modo de restablecer los equilibrios perdidos mediante complejos algo­ ritmos y simulaciones informáticas. Pero el hecho de haber dejado en sus torpes manos las condicio­ nes de nuestra existencia, y gran parte de nuestra libertad, hará que nuestro sometimiento se pro­ fundice con cada nuevo problema que los expertos crean haber resuelto. Por supuesto, señalar los excesos que ha co­ metido la ciencia socialmente organizada, y cómo se ha rendido a intereses que alimentan la opre­ sión contemporánea, es suficiente para que lo si­ túen a uno en el bando del «oscurantismo» más recalcitrante, como enemigo declarado del progre­ so de la humanidad. Se da la paradoja de que, para señalar lo cuestionable de ese «progreso humano» o enumerar sus evidentes contrapartidas y hacer la crítica de la degradación social en curso, se exi­ ge muchas veces una forma de argumentación «científica», so pena de quedar completamente al

margen de lo que las sociedades avanzadas entien­ den por «conocimiento». Utilizar, como he hecho al principio, una metáfora literaria para tratar de acuñar una imagen o un símbolo de nuestra situa­ ción desesperada en la sociedad contemporánea es un procedimiento que desaprobará cualquier tecnócrata. Porque la organización de la ciencia y la tecnología pretende hoy estar limpia de toda subje­ tividad e incluso de motivación social o histórica; sus mitos renovados casi a diario se recubren de una imaginería que pretende hacerlos pasar por puras evidencias, cuando generalmente no son más que malas metáforas desarrolladas hasta el absurdo, mediante un lenguaje y unos procedi­ mientos que tan solo unos pocos pueden entender (e incluso, entre ellos, solo de manera parcial y muy especializada). De modo que intentar hablar en el lenguaje de la ciencia organizada suele ser el primer paso para no entender nada de lo que nos afecta como seres sociales y, de paso, reducir los problemas a variaciones numéricas sobre la canti­ dad de petróleo disponible, la energía producida y consumida, el grado de contaminación, la cantidad de metales pesados que se acumulan en nuestro organismo, etcétera. Pero este lenguaje es incapaz de forjar una imagen completa que cuestione los mitos del progreso, porque su voluntad es funda­ mentalmente analítica, es decir, se empeña en tro­ cear la realidad para poder recomponerla después

a través de un modelo matemático. Y, así, el len­ guaje de la ciencia organizada se revela, al mismo tiempo, como reflejo de la dinámica social de la ruptura y la disolución permanente de los lazos que nos unen a todo, y como herramienta indispen­ sable en la reproducción de esa misma dinámica de fragmentación, separación y aislamiento. Por lo tanto, un primer paso para comprender cuál es nuestro lugar dentro de la vida administrada —y así intentar desobedecer sus mandatos— es renun­ ciar a ese lenguaje. Pero renunciar al lenguaje de la opresión no quiere decir que la opresión sea una mera cuestión lingüística, como se apresuraron a concluir mu­ chos posmodernos. Las efectivas realizaciones de la sociedad industrial, los productos de su organi­ zación planetaria, condicionan nuestro modo de vida, desde la satisfacción de nuestras necesidades más básicas hasta nuestra forma de pensar. Sus subproductos tóxicos, sus ingentes nocividades, no solo deterioran nuestro medio natural (algo que cualquier ecologista institucional podría reconocer sin mucho esfuerzo), sino que este se ha convertido ya en el medio natural del que surgen unas relacio­ nes sociales nocivas en sí mismas. Constituyen la forma de degradación de la civilización industrial, que nos deja espectaculares genocidios en heren­ cia, junto a toneladas de residuos radiactivos a punto de rebosar sus precarios contenedores.

La situación es crítica, pero la crítica no afecta a la situación

Cuando uno se detiene a pensar en el naufragio de la civilización industrial, una de las primeras pala­ bras que le vienen a la cabeza es inmensidad. No solo la inmensidad de las transformaciones que veremos sucederse durante el colapso progresivo de nuestro modo de vida —y los síntomas de degrada­ ción social que se multiplicarán y profundizarán nuestra servidumbre—, sino la inmensidad de aquellas transformaciones que ya han tenido lugar, los genocidios que ya han sido olvidados, las for­ mas de habitar el mundo que ya no son practica­ bles y, a veces, ni siquiera imaginables. Asimismo, la distancia entre los retos que afrontamos en el de­ clive de las sociedades modernas y las escasas he­ rramientas de las que disponemos para revertir el proceso, o tan siquiera amortiguar sus efectos, se acrecienta en esa inmensidad. Una crítica desapasionada, científicamente ob­ jetiva y verificable, como querrían algunos, que estableciese los límites tanto internos como ex­ ternos del desarrollo industrial, no será capaz de abordar el significado profundo de las pérdidas y los sacrificios que han tenido lugar en beneficio del Progreso. Es muy dudoso que el valor del mun­ do que hemos perdido pueda establecerse con arreglo a los criterios y valores de nuestra época.

Los instrumentos de precisión que sirven para me­ dir con exactitud el alcance de las nocividades, los distintos cénit energéticos, las posibilidades de transición ecológica e incluso los plazos de venci­ miento del actual sistema económico no alcanzan para conocer las motivaciones que legitiman un or­ den en acelerado proceso de descomposición y que no deja, pese a todo, de acumular adeptos. Por recuperar la metáfora del inicio: ante un naufragio, uno puede dedicarse a ajustar correcta­ mente los espejos de su sextante o a construir rápi­ damente un bote salvavidas. Hacer una cosa u otra no depende solo de la calidad y objetividad de los datos obtenidos mediante complejos cálculos y es­ timaciones sobre el tiempo que nos queda. Es una actitud vital y, como tal, no puede ser impuesta a nadie. Pero tampoco puede pretenderse que, mien­ tras se abren vías de agua y comenzamos a sumer­ girnos bajo la línea de flotación, permanezcamos reunidos en la cubierta escuchando pacientemente las doctas explicaciones del contramaestre, quien nos describirá con la mayor exactitud de qué for­ ma y a qué velocidad nos estamos yendo a pique. De igual modo, tampoco serviría de mucho reu­ nimos para escuchar las melancólicas descripcio­ nes de nuestro lejano hogar en tierra firme, cantar las canciones de nuestra infancia y rememorar las gestas de nuestros ancestros. (Aunque esta última actitud se acercaría más a lo que han venido ha­

ciendo los seres humanos cuando afrontaban la de­ cadencia de una forma de civilización.) La crítica de aquello que nos destruye está mar­ cada con las huellas de la destrucción. Y, en algunos casos, la devastación ha sido tan completa que nos faltan hasta las palabras para señalar las ausencias y hacer un balance de pérdidas. Por eso, aunque la situación es crítica, la crítica no afecta a la situa­ ción. En la medida en que asistimos a la culmina­ ción de la vida administrada, también las formas de resistir a la opresión se ven modificadas sustancial­ mente y son debidamente administradas. Antes de ser sometidos al encierro industrial, aún podíamos remitirnos a formas de sociedad opuestas a los de­ signios de la modernización. Además, esas formas sociales estaban generalizadas, frente a unos pocos núcleos de dinamismo industrial que finalmente consiguieron transformar el mundo entero. Sin em­ bargo, aquellas otras formas de habitar el mundo hoy son prácticamente testimoniales. Las luchas y conflictos que se generaron cuando una nueva forma de opresión social se fue constitu­ yendo durante siglos en contra de aquel llamado «viejo régimen» tomaron la forma de una colisión en­ tre modos de vida antagónicos, pero que todavía coexistían. Los primeros trabajadores de talleres y fábricas aún mantenían sus labores agrarias y sus formas de manufactura artesanal, aunque durante algún tiempo al año recurriesen al empleo en las

industrias nacientes. No eran únicamente obreros. Kropotkin observaba en sus memorias que la sec­ ción más combativa de la estaba formada gene­ ralmente por relojeros, obreros especializados que no trabajaban en grandes industrias, sino que for­ maban parte de un pequeño gremio de artesanos, cuyas relativas condiciones de autonomía les permi­ tían señalar lo peor de la condición de servidumbre del obrero asalariado sin necesidad de construir su identidad en torno a una cultura de fábrica. (Irónica­ mente, los relojes servirían también para refinar y hacer más «eficiente» la explotación en las fábricas.) En nuestros días, el modo de vida que se ha extendido a todo el planeta, y ha convertido a agri­ cultores, artesanos y obreros en meros empleados de la industria, se enfrenta a su propia decadencia y signos de degradación. El propio Marx escribió que la maquinización de la industria era un drama histórico, y denunciaba que «la historia universal no conoce drama más espantoso que el de la desa­ parición de los tejedores algodoneros ingleses». Hoy, el signo de degradación novedoso es que la gran máquina que hizo desaparecer a los algodone­ ros ingleses puede verse paralizada porque no en­ cuentra las fuentes de energía que mantengan su funcionamiento al ritmo acelerado que requiere. Y si la parálisis sucede habrá que ver quién podrá volver a tejer y, sobre todo, quiénes podrán permi­ tirse el lujo de pagar sus piezas. a it

Pero, al mismo tiempo, se suceden hoy reaccio­ nes al declive de la civilización industrial que sor­ prenden no por su novedad sino por su aparente antigüedad; conflictos que nuestra modernidad pretendió dar por zanjados con un supuesto acceso universal a cierto tipo de Bienestar. Bienestar que nunca fue más que el sueño demencial de unos po­ cos seres humanos organizados en torno a medios de destrucción y sometimiento apabullantes. Hoy, las guerras de religiones y las políticas más reac­ cionarias no son rémoras del pasado —que, según la vulgata progresista, un mayor desarrollo ayuda­ ría a eliminar—, sino síntomas de la culminación de ese desarrollo. La lucha contra aquello que nos oprime, enton­ ces, debe tener presentes y recordar las derrotas sufridas en cada encrucijada de la modernización, pero al mismo tiempo debe desechar y olvidar muchas de las recompensas que se presuponían tras la anhelada victoria. Nacida de esa doble exigencia, la crítica a la civilización industrial se presenta, demasiadas veces, como una postura in­ sostenible. Otras veces, como puede ser el caso de estas líneas, se parece mucho menos a un manual de navegación que al diario de un náufrago. No existe forma segura de dar caza a la ballena blanca; nadie posee mapas ni instrumentos que nos aseguren hallarla o que, de hacerlo, nos ga­ ranticen que el encuentro no sea fatal. No hay un

rumbo que nos aproxime a ella más rápido. Pode­ mos llegar a aniquilar todos los cetáceos sin haber­ nos acercado un milímetro a su espumosa estela. Porque su existencia transcurre únicamente entre las más oscuras profundidades oceánicas y la ima­ ginación ebria de venganza de Ahab y de todos los que, más o menos obligados, más o menos conven­ cidos, permanecemos a bordo del Pequod. Renunciar a formar parte de ese empeño conde­ nado al desastre requiere de un gran esfuerzo. Consignar unas cuantas páginas de nuestro diario de a bordo a relatar cómo hemos llegado hasta aquí es solo una pequeña contribución. Es también un modesto tributo a la memoria de los ahogados, que ya no podrán contarlo.

La construcción de un mundo artificial

Nota sobre los orígenes

Siempre que se aborda la cuestión del declive o la decadencia de una sociedad, un modo de vida o una forma de civilización, se plantea la espinosa cues­ tión de los «orígenes». Es común que a la crítica de los tiempos presentes se le añada un «antes de», que trataría de explicar el momento crucial de la pérdi­ da del equilibrio, el inicio de la caída y, por tanto, el momento que desde el pasado ilumina las zonas de sombra de la degradación en curso. Tanto da que la Edad de Oro se sitúe en un tiempo inmemorial, en que bandas de cazadores y recolectores campaban a sus anchas en un mundo salvaje, hostil pero in­ maculado, como que se fije el actual estadio crítico de nuestra sociedad a partir de la guerra del Yom Kipur y la crisis del petróleo de los años setenta del siglo xx. La actitud de fondo suele ser la misma:

ordenar los acontecimientos en una filosofía de la historia que permita extraer una «lógica» de las transformaciones sociales que se suceden en el tiempo. Sería ingenuo pensar que aquí podríamos esca­ par a cierto grado de determinismo que cualquier descripción de la realidad requiere. Además, el mismo acontecer histórico de las sociedades se ex­ presa también en las distintas interpretaciones so­ bre los orígenes que pugnan entre sí; aunque estas interpretaciones digan mucho más sobre aquello que nuestra sociedad presente proyecta de sí mis­ ma hacia el futuro que sobre los hechos en los cua­ les aplica su explicación retrospectiva. Por ejemplo, la crítica primitivista pone el énfa­ sis en el final del nomadismo, la adopción de la agricultura o la doma de animales, e incluso el de­ sarrollo de la cultura escrita, como causas de la caída civilizatoria. Pero fija esos hitos gracias a su relación con la situación presente, social e histórica en la que tiene lugar. Solo en una sociedad amplia­ mente alfabetizada tiene sentido la crítica a la cul­ tura escrita como forma de dominación frente a culturas orales que han sido sometidas y destrui­ das. Olvidar esto último, y concluir que toda alfabe­ tización ha sido, es y será una forma de opresión encubierta, supone forzar las cosas para que enca­ jen en una determinación histórica; y caer en la aporía, ya que la crítica primitivista, como todas las

demás, se expresa y se comunica a otros sobre todo —y no veo de qué otro modo podría ser— a través de panfletos, libros e incluso páginas de Internet. De igual modo, la crítica conocida como «anti­ industrial», que por su parte explica las formas de opresión presentes como una consecuencia del de­ sarrollo de la mecanización y la producción en masa, junto a la consolidación de los Estados modernos desde hace aproximadamente dos siglos, extrae su parte de verdad con relación a las formas sociales que conocemos hoy. Solo en un mundo que produce muchísimo más de lo que puede consumir y destru­ ye a su paso las formas de vida de las que se nutre, convirtiéndolas en «recursos» que explotar, cobra la industria su carácter de proyecto totalizador y ca­ tástrofe universal. Solo con la consolidación de la burocracia y la administración estatal, e incluso con la articulación internacional de la Administración, cobra el Estado su aspecto de totalidad irreductible. Si ambas explicaciones tienen, por tanto, su parte de verdad, de las que pueden surgir imaginarios enfrentados a la opresión contemporánea, también ambas pueden caer en el determinismo más impo­ tente. El determinismo sería aquí aquella forma de inocencia histórica que cree que verdaderamente existe ese punto de partida de la degradación. El corolario de esta inocencia sería acabar por conver­ tir aquel punto de partida, una vez acumuladas todas las evidencias que se consideren necesarias

para demostrar su existencia, en un punto de lle­ gada ineludible para la transformación de la so­ ciedad. Es decir, retomar la idea del Progreso, invirtiéndola. Las causas de los males que nos aquejan no se encuentran ni en la cultura escrita ni en la adop­ ción de la agricultura o la doma, como tampoco en los cercamientos de recursos comunales ni en la introducción de la maquinaria movida por vapor en la industria textil. En cualquier caso, estos fe­ nómenos cobran el significado que les asignamos, mucho más desde el punto de vista de nuestro pre­ sente, que desde el marco social e histórico en el cual tuvieron lugar, y que solo podemos entender de forma limitada. Lo que no quiere decir que todas las explicacio­ nes históricas sean «relatos» equivalentes cuyo jui­ cio nos está vetado. Al contrario, su validez puede y debe ser juzgada, precisamente, en cuanto se relacionan con las formas de vida que pretenden desobedecer lo instituido. Es en el ámbito de la praxis (que no puede ser reducida a la mera «ac­ ción») donde surge su sentido pleno y donde, por tanto, tiene sentido juzgar su validez. Por ejemplo, las explicaciones que hacen deri­ var la actual crisis económica de la aplicación de las llamadas políticas neoliberales, desde los años ochenta del siglo pasado, deben ser puestas en duda de inmediato. No por la constatación de los

efectos reales y las transformaciones sociales que han tenido lugar desde entonces (cuya inter­ pretación, de todos modos, tiene a menudo un ca­ rácter ideológico), sino por el modo de vida que defienden. La pretendida universalidad de sus conclusiones expresa, sobre todo, la legitimación de un proyecto de sociedad vinculado a las institu­ ciones llamadas Estado, Progreso y Bienestar, cuya decadencia se situaría en el inicio de aquellas políticas económicas. La determinación de ese origen es tan arbitra­ ria como cualquier otra. Y puede ser tan ciega o lúcida respecto a sus límites como muchas lo son. Si la consideramos una falsa crítica, lo hacemos por aquello que legitima por omisión en el presen­ te, y no por aquello que cree constatar respecto a los hechos pasados y las posibles causalidades. Esto estaría en otro ámbito de discusión que aquí no nos interesa. Establecer el origen en el inicio de las «políti­ cas neoliberales» presupone, a menudo, que ha ha­ bido una pérdida de la capacidad reguladora de los Estados sobre la economía, y que esta es la causa fundamental de las crisis en las sociedades in­ dustrializadas. Más allá de que las evidencias pue­ dan señalar lo contrario —es decir, que el papel activo de los Estados ha sido fundamental para apuntalar las condiciones de la dominación presente—, es el proyecto de una sociedad sin

Estado lo que queda descartado cuando se admite la crítica al «neoliberalismo». Mientras vivamos in­ tentando desobedecer lo que el Estado manda, será necesario señalar la falsedad de un argumento que propone el Estado del Bienestar, a la vez, como punto de partida y punto de llegada de cualquier evolución de la sociedad. Lo que es, en primer lugar, un sinsentido: ya que entonces no se entenderían la sociedad y sus trans­ formaciones más que como una fatalidad, ciega ante cualquier voluntad humana; y de ese modo la mis­ ma crítica al «neoliberalismo» sería del todo ociosa. Y, en segundo lugar, pretendería que puede existir una sociedad administrada y regulada «correcta­ mente». Y en ella el poder debería estar en manos de aquellos que, supuestamente, detentarían el co­ nocimiento exacto sobre el funcionamiento de las llamadas leyes económicas, que determinan la tota­ lidad de la vida social. Aparte de que esas supuestas «leyes económicas» no existen, sino que son consen­ sos sociales que reproducen una determinada forma de dominación, la crítica al neoliberalismo deja in­ tacta la división entre aquellos que administran y quienes son administrados. No podemos detenernos más en este punto. Tan solo se trataba de advertir sobre los límites que presenta toda idea de «decadencia» o «declive» y los peligrosos senderos que transitan aquellos que pretenden un retorno a los orígenes. Por

más que las evidencias de un declive de la sociedad industrial y su degradación social no dejen de acu­ mularse, esto no significa que automáticamente se deriven grandes oportunidades para la emancipa­ ción social. Bien al contrario, la tendencia que se reafirma es, precisamente, aquella que convierte la dependencia respecto a los expertos en un mal me­ nor para este tiempo catastrófico y crepuscular que afronta la sociedad industrial. Las «tres olas» y su culminación tecnológica

En los años ochenta del siglo pasado, Alvin Toffler utilizó también una metáfora marítima para ha­ blar sobre el futuro de la sociedad industrial y, a su modo, certificar su defunción... por el advenimien­ to de un nuevo tipo de sociedad postindustrial, más libre y democrática que todas las sociedades pre­ cedentes conocidas por la humanidad. La sucesión histórica de las «tres olas» que pro­ ponía Toffler podría resumirse del siguiente modo: revolución agrícola, revolución industrial y revolu­ ción tecnológica.1 El impulso de cada una de ellas 1 En una simplificación de la historia de la humanidad, Toffler situaba en el centro de la evolución de cada sociedad la coexistencia y el re emplazamiento entre «olas».

se habría ido debilitando con el tiempo para ser subsumida en el impulso de la siguiente. En los periodos de predominancia de una de estas «olas», tenía lugar una estabilidad de la sociedad que en algún caso duró varios siglos; con sus sobresaltos y accidentes, la transformación social corría en un único sentido, profundo y compartido incluso por quienes se enfrentaban entre sí. En los periodos en los que dos de estas «olas» chocaban, y el empuje de una trataba de imponerse mientras la energía de la anterior todavía no había remitido, las turbulen­ cias sociales y el derrumbe de las viejas estructu­ ras provocaban una sensación generalizada de decadencia y caos. Toffler creía escribir en uno de esos periodos turbulentos, aunque confiaba en que la energía de la «tercera ola» tecnológica finalmente lograra im­ ponerse a las inercias y estructuras caducas del «viejo mundo industrial». Mundo que, según su vi­ sión histórica, habría comenzado a declinar a me­ diados de los años cincuenta del siglo pasado cuando, por primera vez, la población empleada en el sector llamado «servicios» de los países desarro­ llados superó a la mano de obra industrial. La metáfora de las olas es, sin duda, sugerente y constituye un ejemplo inmejorable de esa deter­ minación histórica en la búsqueda de los orígenes, que acaba por encontrar una «lógica» subyacente a las transformaciones sociales que se suceden en el

tiempo, con el objetivo declarado de anticipar un posible futuro para la sociedad industrial. Aunque en algunas partes de su ensayo parece que las «olas» surgen y declinan naturalmente, la lógica que subyace a su aparición es la del progreso de las destrezas técnicas del ser humano, para producir ese mundo artificial en el que tiene lugar su «socia­ lización consciente». El proceso culminaría, según Toffler, con el advenimiento de la revolución tecno­ lógica, que haría entrar al ser humano en la ver­ dad de la Historia, como productor y consumidor autosuficiente, incardinado en un medio artificial que habría trascendido, por fin, las determinacio­ nes físicas impuestas por la naturaleza. La idea, sin embargo, no era nueva y venía a reformular el mito del progreso que las sociedades del capitalismo industrial habían instituido como forma de producir realidad. Además, en la forma tripartita habitual heredada del pensamiento tra­ dicional, cada una de esas tres «olas» estaba movi­ da por un impulso, entre consciente e inconsciente, que las distintas sociedades promovían en pos de un mejor dominio de las fuerzas naturales. Se ha­ bía partido de un condicionamiento casi total de la sociedad respecto a la naturaleza, para llegar al mito de una casi total independencia de las institu­ ciones frente a esta, a través de una complejidad social creciente. Complejidad que se expresaba, entre otras cosas, en el sistema tecnológico y la

variedad de fuentes de energía que el trabajo humano había logrado desarrollar en su evolución social. Nada podía hacer sospechar, por tanto, que la ola tecnológica no nos alzase hasta nuevas cotas de libertad, abundancia y democracia, una vez extinguido el impulso de la ola industrial anterior. Habrá quien sostenga que, en nuestros días, es­ tos vaticinios se están cumpliendo punto por pun­ to. Lo que solo vendría a confirmar que cada sociedad elige las profecías que desea ver cumpli­ das, para luego rastrear su inevitabilidad histórica y, así, justificarlas. Las evidencias en contra única­ mente cobrarían valor como excepciones a esta for­ ma de producir la realidad social instituida de antemano. El progreso no es un destino, ni una mi­ sión histórica repleta de causalidades, sino un pro­ ceso de construcción y apropiación de nuestra realidad artificial, que destruye otras realidades y que define un nuevo marco en que saber qué es «progreso» y qué no, haciendo olvidar, a menudo, respecto a qué. Lo que sepulta a su paso no es nun­ ca separable de lo que pretende alzar en su lugar. Desde otra perspectiva, podría afirmarse que la culminación tecnológica no ha derivado en una mayor libertad, autonomía y democracia, sino que solo ha podido tener lugar mediante la supresión de las tres. Pero esa supresión no sería una conse­ cuencia del desarrollo tecnológico, sino la condición de posibilidad para la determinación tecnológica

de la sociedad, que finalmente ha dado valores nuevos a los conceptos de libertad, autonomía y de­ mocracia. Sin este último matiz, únicamente esta­ ríamos cambiando la escatología optimista de Toffler por una de corte catastrofista, pero man­ tendríamos intacto su determinismo y su «lógica» de la artificialización. Muchas sociedades han experimentado desa­ rrollos técnicos que no dieron como resultado la industrialización de toda la existencia. Es decir, por más que existiesen capacidades técnicas y rea­ lizaciones que en ocasiones igualaron o superaron a las producidas por nuestra sociedad de masas, no existió una determinación tecnológica del mundo social. De igual modo, han existido sociedades con una enorme complejidad que, vistas desde nuestro complicado entramado tecnológico, pueden apare­ cer ante un observador superficial —como Toffler o el mismo Marx en muchos momentos— como socie­ dades simples, representantes de aquella «infancia de la humanidad» que el progreso industrial ha­ bría superado. Pero lo que supone una simpleza formidable es juzgar la complejidad de una socie­ dad exclusivamente por la cantidad de artefactos, subproductos tóxicos y burocracias que logra acumular en un corto espacio de tiempo. Esta es la «complejidad simplificadora» que la sociedad industrial instituye para el mundo social, y por la que juzga sus antecedentes como intentos

parciales, aproximaciones frustradas a su verdad última: la conquista del reino de la abundancia. Desde esa lectura, el proceso de construcción de un mundo artificial sería unívoco, progresivo, as­ cendente y paralelo a la consolidación de una civi­ lización concluida, cerrada sobre sí misma, para la que no cabría más evolución que un constante refi­ namiento en sus formas de administración. En este sentido hablamos de la culminación de una vida administrada, como proyecto de totalización de la determinación tecnológica de la sociedad. Resistirse a formar parte de ese proyecto —opo­ nerse efectivamente a él— requiere, en primer lu­ gar, mostrar la falsedad de esa relación causal entre desarrollo técnico, complejidad social y civilización. Lo que, al mismo tiempo, supone evitar la relación inversa, que concibe todo desarrollo técnico y toda complejidad como causas de nuestra caída en un próximo fin de los tiempos. Es decir, para sostener un proyecto antagónico al de la sociedad industrial no sería suficiente con volver del revés la determi­ nación tecnológica, sino que sería necesario saber, en primer lugar, cómo se instituye esa determina­ ción, y cómo esta realiza, mediante la praxis, su desarrollo, su complejidad y su civilización. Así, po­ dríamos comenzar a observar la sociedad industrial no como el fin lógico de un progreso civilizatorio —o su declive catastrófico—, sino como la modula­ ción concreta y contemporánea de unas formas de

opresión que han ofrecido combinaciones diferen­ tes a lo largo del tiempo y en distintas sociedades. Deja, así, de tener sentido el oponerse a la artificialización, a la técnica o a la «civilización» en sí mismas —lo que siempre ha sido un absurdo—, y entramos de lleno en el cuestionamiento de las formas sociales que adopta la construcción de nuestro mundo artificial. El Estado y la tecnología: dos ámbitos de la destrucción organizada

Las formas sociales de la construcción de nuestro mundo artificial han estado determinadas por dos instituciones —en el sentido más amplio del térmi­ no— cuyo desarrollo y consolidación ha tenido lu­ gar durante los dos últimos siglos. El Estado moderno y la combinación de ciencia y técnica, que aquí llamamos «tecnología», son dos campos de fuerza que han moldeado la sociedad que conoce­ mos. Es decir, no son realidades añadidas a una realidad preexistente, sino determinaciones de las que emana el sentido de la realidad social contem­ poránea. A partir de ellas, sabemos lo que tiene realidad o no en el mundo; lo que está permitido y prohibido en la vida social; aquello que posee valor y lo que carece de él; en suma, lo deseable y lo

indeseable dentro del proceso constante por el que la sociedad restaura continuamente sus equi­ librios y desequilibrios. El proceso por el que se le­ gitima un orden determinado de las cosas confiere influencia y poder a determinados grupos, dentro de la sociedad, y relega a otros a la servidumbre o la desaparición. Lejos de constituir un proceso natural de evolu­ ción hacia formas complejas de sociabilidad —tal y como el mito progresista relata—, las instituciones del Estado y la tecnología acaban combatiendo aquellas formas que, en la creación de la realidad social, se oponen a su imaginario. El Estado debe instituir la centralización y la burocracia como necesidades sociales, para des­ pués justificar su existencia en la necesidad de ad­ ministrar con eficiencia el territorio imaginario que denomina «nación». Debe articular la organiza­ ción social para acompasarla a la organización in­ dustrial de la producción. Y, para ello, se enfrenta a una miríada de formaciones sociales de carácter local o regional, a la autonomía de las ciudades, a las agrupaciones de trabajadores independien­ tes, a las formas de trabajo autónomo y comuni­ tario, al derecho consuetudinario. Se enfrenta a cualquier expresión de espontaneidad social que pretenda sustraerse a su regulación y control; des­ de las relaciones laborales hasta las pautas de con­ sumo y, cada vez más, hasta los ámbitos íntimos

del individuo, ya convertido en ciudadano. Y lo hace sin vulnerar su «privacidad», sino que la insti­ tuye como ámbito de preocupación pública y de ges­ tión de los llamados «recursos humanos». Todo ello, en nombre de los más altos valores de la humani­ dad y del progreso social. Regula el derecho a la explotación y articula sobre el territorio, mediante sus infraestructuras, la expansión de la producción para la conquista del reino de la abundancia. Desa­ rrolla su monopolio de la violencia para armonizar y amortiguar las consecuencias de la desposesión y el expolio. Orienta su aparato militar y la destruc­ ción de sus guerras hacia el fin de lograr una «paz duradera». Finalmente, alza una arquitectura supranacional, una burocracia de expertos que, en nombre de la unidad de todas las naciones, da una última vuelta de tuerca al sometimiento de los pue­ blos. Trata por ello de determinar todas las formas de la vida social. Sin conseguirlo jamás. La tecnología, a su vez, instituye el marco por el que cobra sentido todo valor en la producción, aque­ llo que constituye la riqueza y el desarrollo de las sociedades, por oposición a todo lo ineficiente y atrasado. Y lo hace mediante su enfrentamiento con formas de creación cuyo sentido escapa a esas determinaciones. Organiza el trabajo humano en torno a los criterios de la máquina, y en su desarrollo no es tanto que se «autonomice» respecto a la reali­ dad de la que surge como que construye la realidad

misma. Como decía Neil Postman, en determinado momento «ya no es la televisión dentro del mundo, sino el mundo dentro de la televisión». El trabajo humano, determinado tecnológicamente, se con­ vierte en una simple mediación entre los procesos de distintas y cada vez más complejas máquinas. La determinación es, en este caso, doble: en la transformación material por la que hace surgir ob­ jetos, herramientas, procedimientos y subproduc­ tos de desecho que no se encontraban antes en el mundo (mientras destruye otros cuya realidad data de milenios), y en el ámbito simbólico, por el que se concibe cada una de esas realizaciones como una «liberación» respecto al yugo de la necesidad natural. La tecnología no crea la explotación ni nos libera de ella. Instituye sus propias formas de opresión, y en su culminación contemporánea de­ termina aquello que es posible realizar en sociedad y aquello que está condenado a desaparecer. Toda forma de creación, conocimiento y relación con nuestro mundo artificial se ve remitida a la deter­ minación tecnológica. Aunque su totalización so­ bre el mundo social tampoco se llega a completar nunca. Cuando los más alucinados entusiastas de las nuevas tecnologías de la comunicación hablan de la navegación por Internet como un acto de li­ bertad supremo, es inevitable pensar que en reali­ dad estamos asistiendo a los últimos actos del naufragio social.

En la medida en que el Estado y la tecnología se convierten en entidades que pretenden determinar la totalidad de nuestra existencia, inevitablemente se convierten también en ámbitos de destrucción de otras formas sociales. Nada surge en sociedad a par­ tir del vacío; y lo que los progresistas suelen enten­ der como la historia del avance de la civilización sobre un mapa en blanco es también el proceso cons­ tante de destrucción de equilibrios previos, y la ar­ ticulación de nuevas formas de opresión que se suceden en el tiempo. La culminación de la vida adm inistrada ha llegado a alterar las condiciones de la reproducción biológica en la Tierra. Sus for­ mas de construir nuestro mundo artificial —en lo material y en lo simbólico— son, por ello, eminente­ mente destructivas. Lo que no quiere decir que otras anteriores no llegasen a serlo también. Si nuestra situación presente es excepcional en algo es en que es la única sobre la que tenemos capacidad de actuar, aunque esa capacidad se haya visto reducida de ma­ nera drástica en el curso de los dos últimos siglos. Es posible que la violencia organizada del Esta­ do y la producción organizada de la industria en su forma tecnológica hayan propiciado destrucciones cuya magnitud difícilmente podremos evaluar mientras estemos envueltos en su vorágine y cuya reversibilidad será, en muchos casos, imposible. Por ello, guardar memoria de aquello que ha sido aniquilado se convierte en condición indispensable

para sostener un proyecto social distinto al que sur­ ge de esos dos ámbitos de la destrucción contempo­ ránea. Tratar de impedir nuevas destrucciones forma parte de una praxis radical contra la vida administrada. Pero la praxis no puede reducirse a este aspecto, ya que, por definición, es indetermina­ da. Aunque constantemente nos veamos tentados a producir una determinación aún mayor para comba­ tir la que se nos impone, caer en esa tentación supo­ ne acabar sometidos a contradicciones insuperables y callejones sin salida. Quizá la radicalidad de nues­ tra praxis se cifre en la capacidad que tenga para restaurar ciertos equilibrios e impedir algunas des­ trucciones, sin tratar de determinar de una vez y para siempre las formas sociales que surgirán de ella.

La sociedad industrial y sus descontentos

Refractarios a la Gran Transformación

La lenta pero implacable imposición del mundo in­ dustrial que culmina en nuestros días tiene como contracara la historia de todos aquellos que, re­ fractarios a las grandes transformaciones del mun­ do moderno, quedaron aplastados bajo las ruedas del Progreso. Muchas de sus formas de vida termi­ naron en el vertedero de la historia, igual que sus razones últimas para enfrentarse a las formas de opresión nacidas al calor del desarrollo económico y la producción a gran escala. Tras dos siglos de acumulación de esas trans­ formaciones, hoy podemos decir que incluso el recuerdo de aquellas luchas sostenidas en las en­ crucijadas de la modernización ha sido abolido. La razón de los vencedores las ha convertido en meros accidentes, sacrificios necesarios para el avance de

la Civilización y la construcción de este mundo fe­ liz que a una minoría de habitantes del planeta se nos oferta listo para consumir. Karl Polanyi describió esta Gran Transforma­ ción como el proceso por el que cobró forma una economía de mercado autorregulada de precios va­ riables, cuya peculiar característica fue convertir la tierra, el trabajo humano y el dinero en mercancías ficticias equiparables a cualquier otra, susceptibles de ser compradas y vendidas bajo las leyes de la oferta y la demanda. Este ámbito económico comen­ zó a constituirse, así, como un dominio separado respecto de la sociedad que lo había producido. Es decir, el intercambio, la producción y el trabajo pa­ saron a estar determinados por nuevos valores so­ ciales que pretendían que el desarrollo económico fuera independiente del conjunto de las relaciones sociales y que —como se encargó de remachar Marx— eran las relaciones sociales las que, en últi­ ma instancia, estaban determinadas por el desarro­ llo económico y el progreso material de toda sociedad. Cuando, a principios del siglo xix, los luditas ingleses se enfrentaron a «la maquinaria que aten­ ta contra la comunidad» —una divisa popularizada entre ellos—, es dudoso que lo hiciesen como una forma de presión para mantener sus salarios al alza, en lo que vendría a ser una especie de ac­ ción directa para la negociación colectiva avant la lettre. El término que utilizaban los luditas para

mencionar aquello que la «maquinaria» dañaba no era ni el salario ni los empleos, sino la «comunidad»; y, aunque es difícil atribuir un significado preciso al término sin contaminarlo con lo que a uno le gus­ taría que significase hoy en día, parece razonable pensar que aludía a algo mucho más amplio y com­ plejo que la defensa de los puestos de trabajo que la primera automatización hizo desaparecer. En la medida en que los distintos oficios —teje­ dores, tundidores, tintoreros, etc.— formaban par­ te de un modo de vida, un modo de ser y habitar el mundo, la imposición de la maquinaria y de los va­ lores de la ganancia que llevaba asociada se en­ frentaba a un conjunto integrado de instituciones sociales, religiosas, culturales, artesanales y técni­ cas, que veían rotos sus precarios equilibrios con el ascenso de una nueva cultura material y el empuje de los valores utilitaristas y economicistas. Y esa ruptura solo pudo imponerse a sangre y fuego, eje­ cutando sumariamente a algunos de aquellos que se rebelaron contra un futuro en el que ya no te­ nían cabida sus formas de comunidad. La guerra declarada contra las tribus nativas en el continente americano, y su implacable extermi­ nio en el curso de cuatro siglos, da la medida de has­ ta qué punto la marcha del progreso y el desarrollo de la economía del capitalismo industrial, lejos de ser una consecuencia natural del proceso de civi­ lización, significó la destrucción sistemática de

m ultitud de formas de vida que no se adaptaban a sus requerimientos. Aquellos que se resistieron a convertirse en agricultores y granjeros, o a habitar las reservas que el Estado delimitó para ellos, afron­ taron una cruenta y desigual lucha que acabó con su aniquilación, realizada en nombre de los más altos valores de la civilización y la libertad. Sus vidas, re­ fractarias en todo lo esencial a los designios de la modernización, fueron transformadas de manera dramática o arrancadas de cuajo de sus territorios ancestrales y lanzadas de manera inmisericorde al torbellino de la Gran Transformación. Hay algo extremadamente perverso en esa habitual pregunta, lanzada siempre que se plantea un cuestionamiento similar del progreso logrado por la extensión planetaria de la lógica industrial, que dice: «¿Preferiríais, entonces, vivir en aldeas preindustriales, bajo el yugo de un señor y la tute­ la de la Iglesia, atenazados frecuentemente por el hambre y las malas cosechas; o deambular por las grandes praderas en busca de búfalos, comiendo raíces y vestidos con pieles de animales, en conti­ nuas guerras sangrientas contra tribus rivales?». Es una pregunta que plantea una elección impo­ sible; y no solo para aquellos que nacimos cuando esas formas de vida, e incluso su recuerdo, ya habían sido borradas del mundo, sino también para aquellos que efectivamente vivían de aquel modo, y a los que se les planteó la misma cuestión

mientras se les impedía por la fuerza otra elección que no fuese el sometimiento o la aniquilación. El recuerdo de los refractarios a la Gran Trans­ formación nos hace tener presente que aquel exter­ minio no fue una consecuencia no deseada del desarrollo de la civilización industrial, sino la con­ dición indispensable para el alzamiento de la so­ ciedad tecnológica que hoy conocemos, y cuyos síntomas de agotamiento se aceleran por todas partes. La conciencia de ser los indirectos y relati­ vos beneficiarios de aquel exterminio, que conti­ núa produciéndose todos los días, es lo que va desapareciendo también a medida que culmina la vida administrada. Mientras muchos piensan en el futuro incierto de nuestra existencia bajo el régi­ men industrial, y se afanan por acometer todas las reformas necesarias para mantener y hacer «sostenible» lo que nunca ha sido justificable, hay que seguir diciendo que no es posible separar nítida­ mente los supuestos logros de nuestro desarrollo de los crímenes que ha perpetrado en su curso. No se trata de rebelarse por todo aquello que no nos da la sociedad industrial, sino de hacerlo, pre­ cisamente, por aquello que sí nos brinda a diario como frutos de una exitosa conquista, sobornando así nuestra conciencia para que no nos pregunte­ mos sobre qué ruinas se alzan los cimientos de nuestra civilización. Cada vez que cedemos una parcela de libertad con el fin de obtener algún tipo

de seguridad, de mantener cierto nivel de vida, de bienestar o desarrollo, damos un paso más en la consolidación de nuestra servidumbre contempo­ ránea. Pero desobedecer los mandatos del Progreso significa también desobedecer la orden de rebelar­ se que, a menudo, es emitida, tanto más cuanto la situación se nos presenta como una cuestión de emergencia, ya sea económica, ecológica, bélica o humanitaria. Algunos dirán que esto es renunciar a las aspiraciones revolucionarias, pero entonces habrá que preguntarse de qué revolución estamos hablando. La idea de la Revolución y el encierro industrial

En los años setenta del siglo pasado, Jacques Ellul escribía que la revolución había entrado en el carril de las costumbres. Así, durante los años en que es­ cribía Ellul, muchos revolucionarios hacían bandera de la Revolución rusa, mientras que los revolucio­ narios de 1917 se miraban en el espejo de la Comu­ na de París de 1871; pero los communards, a su vez, creían estar haciendo realidad la revolución de 1848, en la que muchos de sus participantes aspi­ raban a ver realizados, de igual modo, los ideales de la revolución de 1789. He aquí una tradición du­ radera y fructífera. Mientras tanto, el cerco de la

vida industrial se iba cerrando y, en todos sitios, la palabra «revolución» acabó por significar más producción, mejor reparto de los bienes y las rentas, dominio obrero del desarrollo tecnológico y subsi­ dios estatales. Es decir, una integración más equi­ tativa en el mundo de la máquina, que se venía desarrollando desde hacía más de un siglo. Y, de ese modo, la idea de revolución allanó el camino, en mu­ chos aspectos, a las fuerzas que configurarían un dominio sin precedentes sobre múltiples ámbitos de la vida humana. Hasta tal punto fue así que, con la ventaja de una mirada retrospectiva, se puede afir­ mar que, en aquellos lugares donde pretendió ins­ taurarse una sociedad «revolucionaria», esta hizo más por el progreso de la burocracia y la industria­ lización acelerada que por la libertad humana. Algunos revolucionarios, la mayoría de ellos, se dieron por satisfechos con la lectura de los informes y con el pronóstico económicos y los logros de la de que las economías socialistas, en pocos años, producirían más frigoríficos y más automóviles que el imperialismo capitalista norteamericano. Aparentemente, los fraudulentos logros de aquellas n e p ,1

1 Nueva Política Económica (n ep , por sus siglas en ruso) fue la política económica propuesta por Lenin, a la que denominó «capitalismo de Estado». La nep sustituyó a las políticas del comunismo de guerra. Aunque algunos líderes bolcheviques se opusieron a ella, se la consideró necesaria para permitir un comercio privado limitado.

revoluciones «realmente existentes» han sido tantas veces descritos y constatados que no vendría a cuento llamarlos ajuicio de nuevo en nuestros días. Pero si algo ha quedado en pie de aquella tradición moderna es precisamente la convicción, falsa a todas luces, de que solo el desarrollo económico y el aumento del bienestar material son objetivos lícitos de cualquier revolución política. Así, una vez consumado el en­ cierro industrial y ampliada su escala prácticamente a todo el planeta, la única revolución que parece posible es aquella que pretende ampliar la extensión del dominio de las dos instituciones sociales que han venido dando forma a nuestro mundo: el Estado y la tecnología. De hecho, la misma idea de revolución, tal y como ha llegado a nosotros, debe hoy mucho más a estas fuerzas en la concepción de sus metas, sus formas y sus aspiraciones que a ningún teórico o líder revolucionario del pasado. En cuanto a las masas sociales sometidas por el proceso de modernización e industrialización, más que hacer la revolución la sufrieron pacientemen­ te, mientras se convertían en «objeto» de emanci­ pación para los revolucionarios profesionales. Si en algún momento se opusieron a las nuevas formas de opresión que iban tomando forma y se imponían mediante la violencia, acabaron siendo arra­ sadas por la lógica revolucionaria del desarrollo económico, tanto en sus variantes «socialistas» como en las «capitalistas».

Todo parece indicar que, mientras no salgamos del encierro industrial, la idea de revolución segui­ rá transitando por la vía muerta del progreso hacia el colapso de la civilización contemporánea. Colapso que ya se ha producido para grandes masas huma­ nas en todo el planeta, y cuyos ecos resuenan en los países más desarrollados como una remota melodía de la catástrofe. La catástrofe deviene, por ello, ubi­ cua: constituye la realidad cotidiana para casi dos tercios de la humanidad y, para unos pocos, forma parte de un imaginario apocalíptico omnipresente, el Juicio Final que siempre está a punto de llegar. Si ha habido un movimiento realmente revolu­ cionario —en el sentido de haber propiciado trans­ formaciones sociales de largo alcance, inéditas en la historia humana—, ese ha sido el movimiento hacia la totalización del mundo tecnológicamente mediado y su extensión a cada vez más aspectos de nuestra existencia. La modernización ha supuesto una división y una fractura sin precedentes. En primer lugar, en­ tre el ser humano y el complejo entramado de la vida en la Tierra, que fue su hogar durante decenas de miles de años. En segundo lugar, entre los seres humanos mismos, que hemos establecido relaciones de dominación basadas en la posición que ostenta­ ban diversos grupos en torno a las nuevas formas de producción en masa. En tercer lugar, entre el ser humano y su propia conciencia, que ya no encuentra

acomodo ni hogar en el mundo y que tiende a con­ vertirse en una mónada escindida, inmersa en un entorno artificial que no deja de crecer. Las distintas revoluciones de la era moderna no fueron capaces de contemplar en toda su profundi­ dad las implicaciones de estas transformaciones y, a menudo, optaron por hacer más confortable el encie­ rro industrial, ayudando así a su consolidación. Cuando la extensión de la nueva cultura material inaugurada hace dos siglos había llegado a su punto álgido, las únicas fuerzas revolucionarias que que­ daban en pie constituían ya el núcleo central de las formas de dominación contemporáneas. Así, se pro­ dujo un cambio de agente en la idea de revolución del que debemos ser conscientes: hoy, son las fuer­ zas de la técnica y la ciencia aplicada las que prome­ ten la salvación y una redención final frente a la pérdida de equilibrio que ha supuesto el desarrollo de la civilización industrial, y se presentan como la única revolución posible para el contexto de crisis endémica que se reproduce cada pocos años. Su do­ minio se extiende a cada vez más ámbitos de la divi­ sión y la fractura que la modernización alienta. Los desequilibrios en la reproducción bioló­ gica de la vida, y la destrucción de una gran par­ te del mundo orgánico que ha servido durante miles de años como sustento a la vida humana, ob­ tienen de la mediación tecnológica la promesa de un restablecimiento artificial de la naturaleza.

Desde la llamada «revolución verde» hasta el desa­ rrollo de la agricultura transgénica, la espiral en­ loquecida del desarrollo ha librado a la ciencia aplicada del establecimiento de las condiciones para que sujetos y comunidades obtengan el sus­ tento más básico. El desarrollo de las energías lla­ madas «renovables» y los estudios científicos en torno a la degradación medioambiental, y la depre­ dación de los llamados «recursos naturales», se ins­ criben en esa misma lógica que pretende, una vez más, cambiar aspectos superficiales del problema, al precio de ocultar las raíces más profundas del mismo. La regulación y el control ecológico, a través de los técnicos y expertos medioambientales, son el reflejo de esa mediación tecnológica y burocrática necesarias para que el ser humano se reconcilie con la naturaleza, intentando, al mismo tiempo, que las conquistas del desarrollo económico no sean pues­ tas en duda, salvo en aspectos secundarios. Esta refundación verde, comandada por tecnócratas de todo tipo, deja en manos de la ciencia apli­ cada y la tecnología la defensa de una «naturaleza» despojada ya de cualquier significado comunitario; ajena a las formas de vida y a las prácticas de aquellos que habitaban un lugar intentando respe­ tar los equilibrios necesarios para la reproducción de la vida. La llamada «gestión medioambiental» se presenta como la avanzadilla contra la destrucción del mundo natural, cuando no es más que la

culminación de esa destrucción, el corolario de la di­ visión entre el ser humano y la red de todas las for­ mas de vida, de las que siempre ha formado parte. En el conflicto social surgido de la moderniza­ ción, la revolución tecnológica expresó con fuerza su dominio del imaginario social, al constituirse como medio y como fin de una revolución contra la escasez y la necesidad. Aumentar la producción y la riqueza, producir bienes siempre en mayor can­ tidad y con el menor esfuerzo, teniendo como hori­ zonte utópico el movimiento perpetuo, la máquina que genera su propia inercia sin necesidad de un impulso externo: esa era la promesa de la tecnolo­ gía aplicada a la industria. Un estado de abundan­ cia y ausencia de inquietud en el que todo trabajo sería realizado por nuestras solícitas sirvientas, las máquinas. El conflicto social desaparecería, puesto que todo nos sería dado sin esfuerzo. Todas estas vanas promesas no hicieron más que acentuar la distancia entre los seres humanos. Las tensiones se acrecentaron porque a la sustitución del trabajo humano por las innovaciones técnicas no le siguió la constitución de una nueva sociedad libre del esfuerzo, del trabajo ingrato y sin rastro alguno de opresión, sino que generó un gran vacío en la existencia social sin poner nada en su lugar. Fue la ausencia de sentido de la creación humana lo que acabó por erigirse como centro de la lógica de la mecanización. Perder el sentido de la creación

social es perder el sentido de una relación con los demás que valga por sí misma, y no como mera instrumentalización para un fin determinado. Esto no quiere decir que las relaciones sociales no puedan ser, o no hayan sido siempre también instrumenta­ les, el problema que se señala aquí es que, en el mun­ do mediado tecnológicamente, tienden a ser solo eso. Reconstruir artificialmente aquellos lazos, la tram a de la vida social, es la tarea de lo que se ha denominado «ingeniería social» y, sobre todo, de las modernas técnicas de propaganda y producción cultural. Cuando el persistente y destructivo avan­ ce de la modernización ha vuelto obsoletos muchos de aquellos instrumentos, utilizados para generar una idea de pertenencia prefabricada, los nuevos avances tecnológicos han puesto a disposición de millones de personas las llamadas «redes sociales», las comunidades virtuales de todo tipo y las formas más sofisticadas de comunicación a distancia, que regeneran esa ilusión de formar parte de algo e, incluso, de cierta intimidad con otras personas. El desarrollo de estas nuevas tecnologías, ya no tanto aplicadas a la producción de bienes, como a la reproducción de un mundo social en franca ban­ carrota, ha experimentado una aceleración sin precedentes desde finales del siglo xx. Lejos de constituir novedosas formas de sociali­ zación que se añaden a las ya existentes ampliando nuestra libertad, como suelen argumentar sus

apologetas más incorregibles, el desarrollo de las «redes sociales», en un plano más profundo, da cuenta de los intentos por construir un sucedáneo para algo que se ha ido diluyendo en la aceleración de los tiempos modernos: la vida social tal y como la ha conocido el ser humano durante milenios, es decir, cara a cara. Las constantes apelaciones a la participación pública, al ejercicio de una ciudadanía consciente e implicada en sus labores subalternas para el desa­ rrollo económico han encontrado en las plataformas digitales una especie de salvación: la teledemocra­ cia o el ciberactivismo expresan, mejor que ningu­ na otra cosa, la pérdida de capacidad de juicio de las sociedades más desarrolladas. Y es una pérdida plenamente consciente y «libre», al menos en su de­ terminación de no ocuparse de nada, puesto que nada importante puede ser puesto en duda; y para las cuestiones más superficiales bien vale un «clic» del ratón, el voto digital o la recogida de firmas on-line para apoyar cualquier reforma cosmética de lo que, fundamentalmente, permanecerá idéntico a sí mismo. Las decisiones importantes, la gestión de los verdaderos conflictos sociales, siempre que­ darán en manos expertas que cuentan con todos los datos y la información, y que tomarán esas decisiones, obviamente, por nuestro bien, con una objetividad indiscutible y un aire de solvencia tranquilizador.

Si la mediación tecnológica trata de sustituir los equilibrios perdidos en la reproducción de la vida planetaria, y al mismo tiempo intenta armonizar la esfera social y sustituir la construcción colectiva de sentido por las decisiones técnicas más eficientes, su extensión no se ha detenido ahí. También pene­ tra en los intersticios de la conciencia y modifica la forma en que nos relacionamos con nosotros mis­ mos. La degradación del mundo orgánico y de las re­ laciones sociales terminan por afectar (en realidad, son paralelas) a una transformación de la subjetivi­ dad, que en el mundo tecnológico se encuentra a me­ nudo dislocada. Al mismo tiempo que se la ensalza como último reducto inexpugnable de una supuesta libertad individual, la experiencia de una depen­ dencia constante y la necesidad ubicua de múltiples prótesis tecnológicas y mediaciones burocráticas producen una tensión inédita en la subjetividad mo­ derna. Se podría decir que el sujeto es más sujeto en la medida en que está más sujeto que nunca. Es, al mismo tiempo, una subjetividad a la que no se presupone ninguna estabilidad, pero que debe esforzarse continuamente por lograr su perte­ nencia, es decir, por estabilizarse de algún modo y encontrar su lugar. De ahí, la exigencia de flexibi­ lidad y adaptación que se requiere a los sujetos desde la propaganda diaria. Pero dicha flexibilidad tiene límites, como los tiene la lógica extractivista que asóla el mundo natural y la lógica de la

automatización que convierte la vida social en un desierto. Así también, en el punto de tensión máxi­ ma en que se encuentra la subjetividad moderna, la personalidad se quiebra y el dolor psíquico, so­ bre todo en los países más desarrollados, cobra las dimensiones de una pandemia. Como no podía ser de otro modo, ante esta nue­ va dimensión de la fragmentación y el desequili­ brio, la mediación tecnológica ofrece también sus soluciones para la redención. Los manuales de autoayuda y las terapias de todo tipo brotan con fuerza en el terreno devastado de la personalidad moderna. La ingente cantidad de fármacos puestos en circulación por la industria para uso doméstico facilitan un reequilibrio químico, a nivel neuronal, de los procesos de desposesión y la inadaptación creciente que hemos instituido en los dos siglos de industrialismo. Nacidas con la supuesta intención de reducir el sufrimiento psíquico derivado del es­ fuerzo por convertirnos en autómatas biodegradables, todas estas terapias —tanto las químicas como las espirituales— suponen una última y de­ finitiva división entre el individuo y su propia conciencia. Por si no fuese suficiente, con la acumulación de transformaciones, destrucciones y sometimientos precedentes, la ciencia aplicada se esfuerza por en­ contrar la región del cerebro en la que se ubican los neurotransmisores del descontento social. Ante la

sensibilidad vulnerada, el rechazo y la sensación generalizada de que «algo funciona muy mal», siempre tendremos a la vuelta de la esquina al tecnócrata de la conciencia que nos recomendará el «vaciado de mente» (mindfullness ), o la rápida expedición de una receta —un ansiolítico, un an­ tidepresivo o un inhibidor de la recaptación de la serotonina— que nos hará mucho más llevadera la existencia. En todos los ámbitos en los que la moderniza­ ción ha causado un desequilibrio, acelerando la decadencia de cualquier modo de vida y aumenta­ do las fracturas, la llamada «revolución tecnológi­ ca» ha contribuido al intento desesperado por sellar las grietas. Y lo que ha ido surgiendo como resulta­ do es una vida administrada, organizada de tal forma que no quedan ya apenas resquicios para su contestación. Cualquier intento de resistencia a sus determinaciones se cataloga, de antemano, como un fracaso en nuestra capacidad de adapta­ ción a los cambios y a las transformaciones ine­ vitables provocadas por el desarrollo. Hasta la expresión del dolor por la pérdida de nuestro lugar en el mundo será tratada de inmediato como un síntoma de inadaptación por aquellos que, habien­ do colaborado activamente en la extensión de la enfermedad, se presentan hoy como única cura posible.

Las luchas sociales en los dominios de la vida administrada

Aunque los dominios de la vida administrada se ex­ tiendan, el proyecto de su totalización al conjunto de la existencia es irrealizable. A pesar de ello, la utopía moderna que consistía en sustituir el gobier­ no de los seres humanos por la administración efi­ ciente de las cosas realizó considerables avances durante el siglo xx, hasta el punto de adoptar rasgos de inhumanidad inéditos. Esto no quiere decir que en distintas civilizaciones no hayan existido regí­ menes de administración despersonalizada, cuyos efectos sobre los seres humanos podrían competir en horror con aquellos más cercanos de los que hoy aún tenemos memoria viva. Ni el lager ni el gulag tienen la exclusividad histórica de haber consegui­ do aplastar la voluntad humana bajo aparatos de administración y control tan brutales como exhaus­ tivos. A día de hoy, esos aparatos siguen perfeccio­ nando y ampliando la escala de su gestión. Pese a que hayan variado sus rasgos y haya aumentado el catálogo de métodos para organizar la servidumbre, el mismo proceso de desposesión se consolida, ha­ ciendo desaparecer a su paso gran parte de aquellas formas de vida que podrían oponerle resistencia. Pero, precisamente, en la medida en que la ad­ ministración de la vida encuentra cada vez menos obstáculos, desaparece también su justificación y su

razón de ser. El punto crítico en que puede sobreve­ nir la ataraxia o la esclerosis definitiva del sistema industrial se ha convertido, por ello, en un lugar co­ mún para la crítica social desde hace prácticamente medio siglo. Y, paradójicamente, las luchas sociales han jugado un papel fundamental a la hora de seña­ lar los ámbitos en los que el aparato de administra­ ción debía emplearse con tal de paliar los desajustes, abriendo periódicamente nuevos ciclos de moderni­ zación social, económica, política o cultural, cuyas conquistas no son fácilmente separables de la legiti­ mación de un determinado modo de vida. Las luchas sociales por la conquista de mejores niveles de renta a través del salario, o la defensa de ciertos servicios y bienes que las sociedades más de­ sarrolladas brindan a una parte minoritaria de la población mundial, serían el mejor ejemplo de esa situación paradójica en la que, apelando a la lucha «contra el sistema», finalmente se planta batalla con­ tra los procesos de su desintegración y se apuntalan constantemente sus ruinas. Por retomar la metáfora del inicio, parece que en el último siglo las luchas sociales no han hecho más que señalar las grietas en la bodega del Pe­ quod, afanándose heroicamente en sellar las múl­ tiples vías de agua abiertas por el proceso de modernización. Pero sería pedante concluir de lo anterior que, en­ tonces, «de nada sirven» la resistencias y oposiciones

históricas a dicho proceso. En último término, solo quienes ocupan un lugar en el puente de mando son capaces de ostentar ese cinismo desenvuelto que acusa a los galeotes de no haberse empleado a fondo en achicar el agua que prácticamente les llegaba al cuello. No se trata aquí de eso, evidentemente. Sino de señalar que la escala a la que ha tenido lugar la integración de la sociedad industrial ha hecho que muchas tentativas de resistencia acaben colaboran­ do en la multiplicación de los ámbitos de regulación y administración de sujetos y comunidades. Que gran parte de lo que se llamó «movimiento obrero» acabó por integrar a los trabaj adores en la vida administra­ da, defendiendo sus intereses dentro de la misma. Theodore Roszak2 comentaba, en pleno auge contracultural a finales de los años setenta, que el enemigo común para las personas y el planeta no era una determinada forma de gobierno dentro del 2 Theodore Roszak (1933-2011), doctor en Filosofía por la Universidad de Princeton y profesor de Historia en Berkeley, fue uno de los pensadores pioneros en poner la cuestión ecológica y la degradación provocada por el orden industrial en el centro de la crítica. Su obra más conocida es The Making of a Counter Culture. Reflections on the Technocratic Society and Its Youthful Opposition (University of California, California, 1969; en castellano El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona, 2005). Es autor también, entre otras obras, de Person/ Planet: The Creative Disintegration of Industrial Society (iUniverse, 1978).

sistema industrial ya fuese esta liberal, socialdemócrata o comunista, ya se tratase del gobierno de los tecnócratas o de la gestión obrera del sistema pro­ ductivo, sino que el problema fundamental era el tamaño de aquello que era necesario administrar en las sociedades tecnológicamente avanzadas. Las es­ tructuras industriales, los mercados mundiales, las redes financieras, las organizaciones políticas de ma­ sas, las instituciones públicas, las fuerzas militares, las ciudades y las burocracias habían alcanzado, se­ gún Roszak, un punto crítico en su tamaño, que las hacía incompatibles con cualquier pretensión de de­ mocracia directa. Además, ponían en riesgo la conti­ nuidad de la vida sobre la Tierra, no solo por los desequilibrios y la falta de justicia social en el repar­ to de la riqueza sino, en mucha mayor medida, por la transformación de la sensibilidad y los cambios culturales profundos que habían ido modificando la calidad de nuestra experiencia del mundo, y que, fi­ nalmente, nos estaban volviendo «ciegos a las más sencillas reglas de la vida». En la medida en que nuestra experiencia coti­ diana necesita cada vez de más mediaciones tecno­ lógicas y burocráticas, la resistencia a los procesos que degradan dicha experiencia se complica y, en ocasiones, adopta los rasgos de una impugnación a la totalidad que la vuelve incompatible con algunos fines de las luchas sociales históricas. O, al menos, presenta dolorosas contradicciones, imposibles de

resolver en los dominios de la vida administrada. La contradicción entre las luchas ecológicas, que se oponen al modelo extractivista, y la defensa de las condiciones de vida por parte de los trabajadores de la minería sería uno de los múltiples ejemplos cer­ canos que se podrían citar. Pero la organización social en el seno de la cultura material del industrialismo se construye también en torno a este tipo de tensiones. Aparentes contradic­ ciones que, en realidad, expresan la contradicción histórica que alberga el desarrollo industrial y el ascenso de la mercancía, y que ha permitido «funcio­ nar», hasta hoy, a las sociedades industriales más avanzadas. Las transformaciones de este desarrollismo producidas durante los dos últimos siglos han mermado las múltiples capacidades que permiten la autonomía a comunidades y personas; y han propi­ ciado una dependencia cada vez mayor de la máqui­ na, con consecuencias inevitables para las luchas por la emancipación social. Han acabado remitiendo a diversas formas de gestión que tienden a hacer com­ patibles los intereses antagónicos entre grupos en­ frentados dentro de la vida administrada. Todo ello, al precio de dejar de poner en cuestión su carácter demencial. La administración «menos mala» se aca­ ba imponiendo así como horizonte de cualquier con­ quista social. Incluso los movimientos sociales contemporá­ neos que asumen la necesidad de una reducción de

la escala del sistema industrial, o de su «decreci­ miento», deben enfrentarse también al problema de la paulatina pérdida de sensibilidad que afecta al conjunto de las relaciones sociales y a la trans­ formación de nuestra experiencia íntima y cotidia­ na del mundo. Al mismo tiempo, muchas de las ideas surgidas de la crítica al crecimiento indus­ trial son llevadas a la práctica por intereses anta­ gónicos a los que estaban en su punto de partida. De hecho, cierta reducción en la escala de algunos ámbitos de la sociedad industrial tiene lugar, a dia­ rio, sin que medie ningún cambio fundamental en la mentalidad tecnológica y urbana. Los distintos procesos de descentralización administrativa, la contracción de economías nacionales con base en los ajustes estructurales dictados por las burocra­ cias financieras internacionales, la deslocalización de grandes estructuras industriales en unidades de producción más pequeñas, la sustitución de proce­ sos de producción altamente nocivos por formas «limpias» y «energéticamente sostenibles»... son fenómenos desarrollados en las últimas décadas, orientados a una mejor gestión del entramado in­ dustrial y urbano mediante una reducción del ta­ maño y la concentración de funciones altamente especializadas. Se puede decir, entonces, que «lo pequeño» no tiene por qué ser necesariamente «hermoso». En realidad, lo pequeño y lo grande, lo bello y lo feo

pertenecen a ámbitos distintos de nuestra expe­ riencia del mundo y de la vida social, y su interrelación suele ser mucho más compleja. La reducción de la escala del sistema industrial es, por tanto, una condición necesaria, pero no suficiente, para tratar de salir de los dominios de la vida admi­ nistrada. Aquellos que han participado en movimientos que apuestan por una simplificación de la vida y una paulatina reducción de las necesidades crea­ das e impuestas por la sociedad urbanizada han constatado cómo, habitualmente, es en las cuestio­ nes relaciónales —la vida cotidiana y la pugna per­ sonal por adaptar una sensibilidad condicionada industrialmente a un nuevo contexto— el ámbito en que es más difícil el arraigo de estas experien­ cias y su duración en el tiempo. Pero hay que ser cautos también con el proble­ ma de la duración: no siempre lo que permanece y arraiga es, por fuerza, mejor que aquello que cum­ ple su función en determinado momento y después desaparece. Muchas de las experiencias de vida que quieren alejarse del mundo industrial parten de una sensibilidad que impide su institucionalización o su permanencia a cualquier precio. De ahí su incompatibilidad con los movimientos políticos de masas, con las reivindicaciones de mejoras par­ ciales y con la participación política en los térmi­ nos de las democracias liberales.

Pese a lo que sostengan los argumentos primiti­ vistas, es importante tener en cuenta los límites de ciertas ideas sobre la reducción y la simplificación de la sociedad, porque el ser humano no se da por satisfecho con conseguir, de forma relativamente autónoma, su refugio, su vestido y su alimento. Más aún cuando hablamos de personas nacidas en el seno de la civilización industrial, que hemos cre­ cido sometidas a sus enseñanzas, sus requeri­ mientos, sus promesas y expectativas, mientras disfrutábamos de muchas de sus prebendas. Constatando estas contradicciones, a mediados del siglo pasado, Dwight Macdonald sostuvo que necesitábamos un nuevo vocabulario político y rea­ lizó una distinción entre radicales y progresistas que, en nuestros días, sigue teniendo validez. Las luchas en defensa de cualquier identidad particular frente al proceso de encuadramiento en la modernidad —aquellas que tratan de amorti­ guar los desequilibrios y la fragmentación social producida por el crecimiento económico e, incluso, las que defienden algún territorio de las agresio­ nes desarrollistas del mundo industrial— pueden partir tanto de una sensibilidad progresista como radical. En el primer caso, sea cual sea el grado de conflictividad planteado, no se pondrá en duda el marco de referencia de la civilización industrial. Se tratará de mejorarla, de proponer nuevas regula­ ciones y facilitar, así, la integración en el mundo

artificial creado en los dos últimos siglos por el de­ sarrollo económico. El afán por la plena integración, por reducir las desigualdades provocadas por el proceso de mo­ dernización industrial y ajustar los engranajes puede llegar a extremos ridículos, como sucede con las teorías posthumanistas y los planteamientos de una «cultura cíborg». Sin llegar tan lejos en su desvarío, en el ámbito de la economía, los movi­ mientos progresistas tenderán a proponer políti­ cas de reactivación del consumo de las clases medias, y apostarán por una redistribución que garantice las rentas mínimas para los sectores proletarizados y desahuciados; o propondrán el re­ lanzamiento de un sector industrial con base na­ cional que se oponga a los fuertes movimientos especulativos del capital global... propuestas que ya fracasaron en la segunda mitad del siglo xx y a las que solo cabe calificar de utópicas en el contex­ to de un declive paulatino de la sociedad indus­ trial. En el aspecto ecológico, las luchas de corte progresista llevarán a cabo una actividad crecien­ te de legislación y burocratización para la denomi­ nada «protección medioambiental», sin cuestionar las bases del desarrollo material en su conjunto; intentando, así, equilibrar en el aspecto formal y normativo aquello que en su funcionamiento real sólo puede desarrollarse por medio de la depreda­ ción y el despilfarro.

Una sensibilidad radical podría participar de las luchas sociales que tienen lugar en los distintos ámbitos de la desposesión, pero tendría que seña­ lar siempre la totalidad de la organización social como el problema eternamente aplazado, y la des­ trucción de los mitos progresistas sobre los que se sustenta dicha organización como tarea ineludible. Defendería una necesaria reducción de la escala del sistema urbano-industrial, al tiempo que rei­ vindicaría formas de trascendencia hacia una ver­ dadera complejidad social, lejos de las ensoñaciones autárquicas del primitivismo y lejos también de las ilusiones democráticas de participación en las instituciones del sistema industrial. En sus versio­ nes menos conscientes, esta crítica radical podría caer en una especie de mística de la renuncia, que dé la espalda a toda movilización social que no pro­ ponga, para hoy mismo, la total destrucción del mundo urbano-industrial. En sus extremos menos delirantes, asumirá la participación en procesos de construcción colectiva y en las luchas en defensa de territorios amenazados por la modernización, aunque a menudo se verá condenada a ser una nota a pie de página. Es sencillo identificar, con solo prestar atención a lo que sucede a nuestro alrededor, cuál de esas dos sensibilidades, la progresista y la radical, está más extendida en la sociedad contemporánea. Por su propia naturaleza, la sensibilidad radical que

cuestiona el mundo industrial se mueve en los márgenes de la organización social, intentando romper el cerco de la vida administrada y mante­ niendo en el centro de su reflexión las posibilida­ des de la condición humana cuando se libera de los condicionamientos impuestos por la burocracia y la tecnología. En lugar de tender a multiplicar las mediacio­ nes que garanticen la correcta administración del parque de recursos humanos —redactar progra­ mas políticos y llamamientos radicales o adoptar estructuras organizativas semejantes a los parti­ dos de masas—, se trataría de extender una sen­ sibilidad en la que la mediación tecnológica y burocrática tiendan a reducirse, en busca de una vida menos sometida.

Se acabó la fiesta

Bienvenidos a la Catástrofe

Nubes de tormenta se dibujan en el horizonte. Una masa compacta y gris, que por momentos va virando al negro absoluto, se alza como un muro y avanza inexorable hacia la proa del Pequod. Una repentina calma chicha se apodera de la atmósfera y un aire de amenaza se cierne sobre la embarcación. En la quie­ tud expectante, la brisa parece estancarse y, en po­ cos segundos, una extraña claridad revela que nos encontramos en el centro de la tormenta. Todos se apresuran a tomar sus posiciones sobre la cubierta, mientras clavan los ojos en el espesor de penumbra que lo va envolviendo todo. No llueve. El agua llega, de repente, como surgida de todos lados, empapán­ dolo todo de una sola vez. El mar se agita y bate con furia los flancos del barco, hasta que se pierden las referencias a proa y a popa, a babor y a estribor. El

cielo y el mar parecen fundirse en una misma masa y las sacudidas del Pequod ya impiden saber si está remontando una enorme ola o descendiendo en pica­ do. Todos se aferran al primer cabo que tienen a ma­ no, mientras las órdenes del capitán se pierden en el vacío de la tormenta y son sofocadas por el bramido de la tempestad, que parece resquebrajarse sobre nuestras cabezas. Rachas de viento ondulan con fu­ ria sobre el mar picado, haciendo chocar violen­ tamente el casco de la nave con la superficie, inundando de espuma la cubierta. Después de minutos que parecen horas, y horas que parecen días, poco a poco la tormenta se aleja, el mar se aquieta, se respira un aire limpio y los rayos de sol vuelven a reflejarse sobre el océano. Lentamente, el barco recupera su rumbo y una nota de júbilo llena las voces de quienes permanecen en cubierta. Se ha atravesado con éxito la tempestad y el Pequod puede seguir su marcha triunfal hacia la destrucción. Las voces que alertan de la próxima catástrofe que se cierne sobre la sociedad industrial se escu­ chan cada vez con mayor claridad. Sin embargo, prácticamente desde la segunda mitad del siglo xx, las esperanzas del progreso y el desarrollo se han visto sacudidas por diversas tempestades que, para muchos, auguraban el definitivo naufragio del ca­ pitalismo. Las voces de alarma se sucedieron des­ de distintos ámbitos, señalando que una crisis

inminente haría tambalear todo el armazón de las sociedades desarrolladas. Pero, a cada episodio de la catástrofe, le seguía la nota de júbilo de aquellos que constataban la resistencia de la sociedad indus­ trial, su capacidad de adaptación, incluso en las peores condiciones imaginables, y los innumerables aplazamientos de su destino histórico, vaticinado periódicamente por los pensadores más radicales. El fin no parece llegar nunca. Ni el proletariado fue el sepulturero del capitalismo, ni las advertencias sobre los límites del crecimiento lograron refrenar la locura del desarrollo, ni las revueltas sociales cambiaron la vida, ni las sucesivas crisis del petró­ leo hicieron más que reforzar la dependencia res­ pecto al mismo y extender la guerra. Han pasado más de cincuenta años desde que Rachel Carson denunciara la Primavera Silenciosa 1 que estaba propiciando el uso de químicos en la agricultura industrial. Con su trabajo, documentó cómo el mundo artificial que habíamos construido estaba envenenando el entramado de la vida y las 1 En 1962, meses antes de la publicación de Silent Spring de Carson (Houghton Mifflin, Boston, 1962; en caste­ llano: Primavera silenciosa, Crítica, Barcelona, 2016), Lewis Herber (pseudónimo de Murray Bookchin) publi­ có Our Synthetic Environment (Knopf publisher, Nueva York, 1962). Para seguir la polémica que envolvió a ambos, véase: Legacy and challenge. The other Road (Suny Press, Albany, 2008).

fuentes de su reproducción, de las que depende cualquier comunidad humana. A su pregunta de si alguna civilización podría desencadenar una guerra implacable contra la vida sin destruirse a sí misma, parece que la respuesta viene siendo afirmativa: sí, es posible y sucede a diario. Aquello que ha destruido la civilización industrial es, entre otras muchas cosas, la sensibilidad necesaria para com­ prender que, a partir de ahora, todas nuestras pri­ maveras —sean silenciosas o estén acompañadas por el rugido de la movilización militar— estarán amenizadas por el gorjeo de los innumerables men­ sajes que reciben nuestros teléfonos móviles. He aquí la verdadera catástrofe: que nuestra sensibilidad se haya tenido que endurecer lo sufi­ ciente como para adaptarnos a una situación de emergencia permanente, y nos hayamos acostum­ brado a vivir en una sucesión de tormentas y debacles que requieren de todas nuestras destrezas para mantenernos a flote, sin posibilidad de cues­ tionar el destino al que nos dirigimos. De ahí que las llamadas de emergencia tengan una resonan­ cia particular y no propicien más que el encuadramiento de la tripulación, que se prepara para cruzar una nueva tempestad. De ahí también que, a menudo, en estas llamadas se olvide mencionar que, en el curso de nuestro rumbo, hemos tirado a la mitad del pasaje por la borda. De ahí, final­ mente, que las verdades incómodas, que emergen

de cuando en cuando como témpanos helados de un inmenso iceberg, no incomoden más que lo necesa­ rio para seguir manteniéndonos alerta, firmes en nuestros puestos. Cuando la catástrofe se vuelve ubicua y el es­ tado de excepción se convierte en algo cotidiano, surge la sospecha de que la parálisis social a la que asistimos se haya ido transformando, paulatina­ mente, en un rigor mortis que necesita de todo un complejo sistema tecnológico y burocrático para mantener cierta apariencia de vida; de una monitorización exhaustiva para vigilar las constantes vitales de un cuerpo social en pleno colapso. La destrucción del mundo orgánico a nuestro alrede­ dor no se entiende sin que haya muerto gran parte de la vida social que se fue creando en su seno a lo largo de millones de años; sin la desaparición de formas de relación no sujetas a la instrumentalidad y la ganancia; y sin el hundimiento de «instituciones vernáculas», como las llamó Iván Illich, que aún re­ mitían a sociedades basadas en la subsistencia y no en el desarrollo. En su lugar, ha aparecido un ejér­ cito de expertos en cualquier materia, de redes pro­ fesionales internacionales y cuerpos funcionariales, que median en nuestra adaptación a la catástrofe cotidiana, administrando con pericia los restos de vida social y asegurándose de que permanezcan en los estrechos márgenes que impone la situación de emergencia.

El traje nuevo del administrador

Se acabó el tiempo de los grandes timoneles. Tras los inestimables servicios que prestaron en favor del triunfo de la forma de vida industrial sobre las so­ ciedades humanas, aquellos que aún pretenden di­ rigir «con puño de hierro» a la humanidad hacia sus más altas conquistas son exotismos condenados a perecer bajo la implacable «democratización» de la economía. Hay nuevas formas de administrar el parque de recursos humanos que han demostrado ser más adecuadas en estos momentos. A la gran transformación y la debacle de otras formas de vida que supuso la industrialización, le sigue ahora la ta­ rea, no ya de su desarrollo y consolidación, sino la gestión de su paulatino declinar y los nuevos esce­ narios de destrucción y sometimiento que se abren a diario. Y no se trata solo de un cambio en las for­ mas de gobierno, sino que en esos escenarios de la catástrofe se dan, al mismo tiempo, grandes expec­ tativas de negocio y la competencia por administrar el desastre se torna feroz. De ahí que una multitud de instancias burocráticas, empresariales y filan­ trópicas broten, como setas en otoño, en el paisaje de cualquier destrucción, tratando de comandar y sacar partido de la enésima «crisis humanitaria». Y aquello que sucede a mayor escala en los márgenes del mundo industrializado tiene tam­ bién su correlato en las sociedades llamadas «de la

abundancia». Es en ellas donde el administrador luce su nuevo traje, de finísima tela que, como en el cuento popular, solo logra cubrir su desnudez por la ceguera inducida de sus súbditos. Quien no está al día de las enormes y ventajosas virtudes del traje tecnológico del administrador, de sus cualida­ des excepcionales para hacernos más felices, es tratado como un idiota. Aquellos que sí son capaces de admirar con qué tacto y delicadeza se nos ges­ tiona la vida, y cómo nuestra existencia se recubre con una capa de tecnología para hacérnoslo todo mucho más fácil, ostentan la posición de saber lo que en realidad nos conviene a todos. Al encuadramiento en la modernidad, coman­ dado y culminado a sangre y fuego, le sigue la pau­ latina expulsión de la población excedente para lograr mantener la ilusión del progreso en algunos sectores, sin llegar a perder las riendas de la «paz social» que persiguieron tras las dos guerras mun­ diales. Para ello, la extensión generalizada de la vio­ lencia y la represión no es tan necesaria como la participación activa de los administrados en la ges­ tión de su propia desposesión. De este modo, se puede llevar a cabo la demolición de las aparentes certezas que se alzaron durante la segunda mitad del siglo xx, precisamente en el momento en que la dependencia de esas certezas está asumida e inte­ grada en la mayor parte del cuerpo social, que bus­ cará alternativas desesperadamente.

Así, por ejemplo, una vez integrada y asimilada la necesidad de instrucción y formación continua, puede muy bien asumirse la crítica a la institución escolar y su gestión estatal, piedra angular para disciplinar a los trabajadores en el inicio de la mo­ dernidad. Para la gestión de los residuos de la cla­ se trabajadora, la escuela tradicional ya no es tan necesaria, y sobrevive como una inercia, un peso muerto, atacada por múltiples flancos. Nuevos y más poderosos instrumentos de adoctrinamiento están ya al alcance de cualquiera en las sociedades industrializadas y, para la contención de aquellos que pasarán a integrarse en las filas de los inempleables, ya se han arbitrado las medidas represi­ vas y de encierro necesarias. Mientras se produce la desaparición genera­ lizada de conocimientos ancestrales y valiosos saberes para la subsistencia, crece la dependencia hacia aquellos expertos instruidos en el conocimien­ to especializado necesario para el funcionamiento cotidiano del complejo urbano e industrial. Esta brecha entre las instrucciones hiperespecializadas y la pérdida de saberes, que no deja de en­ sancharse, contribuye a que la autoformación, el reciclaje continuo, el anhelo de una mayor ins­ trucción para no quedar al margen y pasar a formar parte del excedente sin empleo se genera­ licen a aquello que, anteriormente, era conocido como «clases medias» y que hoy integra a la masa

denominada ciudadanía en los países del capita­ lismo avanzado. Una ciudadanía que se ve atra­ pada en la incoherencia de tener que defender la educación pública al mismo tiempo que su ex­ periencia directa de la misma les ha hecho constatar que, en realidad, no le servirá de sal­ voconducto para las coordenadas del declive de la sociedad industrial y las nuevas reglas de jue­ go del capitalismo avanzado. Es, precisamente, el declive de la sociedad in­ dustrial aquello que hace que, para seguir rindien­ do beneficios, haya cada vez más partes de la economía que deban autogestionarse. Al finalizar la fiesta, cada cual debe hacerse cargo de su parte y recoger la mierda, que ya se ha convertido en su mierda. Los expertos y administradores de todo tipo, profesionales de la servidumbre, se encarga­ rán de recordarnos nuestra participación obligato­ ria en las tareas de limpieza. Tratando de conseguir que cada ciudadano se convierta en un experto administrador de sí mismo y demande las herra­ mientas necesarias para monitorizar su propia existencia. Se tratará de ser, al mismo tiempo, pe­ dagogo, policía, asistente, curandero, terapeuta de uno mismo, mediante la utilización de toda la cacharrería tecnológica que, diariamente, se pone en circulación como la última revolución para nuestra autonomía. Que, en algunos países desa­ rrollados, asociaciones cívicas defiendan la venta

de kits de suicidio en las farmacias es más que una metáfora.2 Se cuenta que, durante la Gran Depresión, Ford recomendaba a sus trabajadores que dedicasen los jardines de sus casas al cultivo, con el fin de tener asegurada una mínima cantidad de alimento y, so­ bre todo, entretenerse en una ocupación producti­ va que los mantuviese alejados de las ideas catastrofistas que la crisis económica generaba. De ser cierta la anécdota, nos estaría hablando bas­ tante bien de aquello en lo que se han convertido las sociedades industriales. Al mismo tiempo que afrontamos su declive, nos obliga a pensar de nue­ vo qué significa «autogestión», una vez que han desaparecido —aplastadas por el desarrollo econó­ mico del último siglo— las formas comunitarias cuya existencia social se orientaba a la subsisten­ cia o, como prefería Illich, a la creación y el inter­ cambio vernáculos.

2 «Holanda propone ampliar la eutanasia a quienes estén cansados de vivir», El Mundo, 13 de octubre de 2016. En Bélgica, el «kit de eutanasia» puede encontrarse en far­ macias desde 2005, aunque, por el momento, solo se per­ mite su venta a profesionales médicos que vayan a practicarla. (N. del A.)

El pensamiento radical y la cautividad indolora

Pensar en términos comunitarios es la forma que puede adoptar el pensamiento radical en la era de la cautividad indolora; aunque decir «adoptar» pue­ da llevar a confusión. También podríamos decir que se trata de la forma generalizada en la que han pensado y actuado las sociedades humanas previas a la industrialización durante la mayor parte de su existencia sobre la Tierra. Pero no se trata de una forma esencial y eterna que no haya instituido sus propios modos de opresión y que sea ajena a las transformaciones históricas. Lo comunitario tam­ bién tiene su envés en el repliegue identitario, en el retorno de lo reprimido por la sociedad industrial globalizada, bajo formas políticas aberrantes. La barbarie no se encuentra extramuros de la civiliza­ ción industrial, sino que se reproduce en su mismo centro. En este sentido, la práctica radical contem­ poránea no trataría tanto de emprender una iluso­ ria «vuelta al pasado», como de rescatar los valores vernáculos que aún sirvan para la tarea de la emancipación. Un pensamiento radical, arraigado a las fuentes de la vida y la espontaneidad social, que pervive a pesar de los daños que le ha infligido el proceso de modernización. Es por esa pervivencia, y por el fracaso de la modernización en sus in­ tentos de constituirse como ideal de todo progreso humano, por lo que aún podemos pensar en otras

formas de vida, alejadas de la vida administrada que nos ha sido impuesta. A pesar de que, en las sociedades industriales más avanzadas, los únicos vestigios de formas vernáculas en que el valor y la mercancía no se han autonomizado del resto de la sociedad se reducen, por lo general, al recuerdo histórico demasiadas veces idealizado. Nada impide, sin embargo, realizar el ejercicio de una memoria, que es más cercana de lo que se suele pensar, y señalar así aquello que se ha perdi­ do. Ninguna lógica histórica implacable nos somete a la eternidad de la civilización industrial ni a con­ seguir nuestra pretendida emancipación al coste de convertirnos en animales domésticos. Al contrario, al inicio del declive de la sociedad industrial, y en sus periódicas crisis, son las formas comunitarias y las relaciones sociales espontáneas las que re­ surgen, de algún modo, para amortiguar los golpes, aunque lo hagan bajo formas adulteradas, a me­ nudo como contracara indispensable de la mercantilización. Quizás el pensamiento radical sea aquel que se­ ñale y recuerde que esas formas comunitarias no son una excepción, sino que expresan una forma de sociabilidad que se resiste a desaparecer. Frente a los expertos y administradores de todo tipo no hay, por ello, terreno común para el acuerdo. Ellos per­ siguen las bondades de una cautividad indolora y enarbolan el espantajo de la catástrofe y el colapso

mientras, con la otra mano, avivan el fuego que destruye los valores comunitarios. El pensamiento radical no ve tanto la catástrofe en el futuro como en nuestro pasado más inmediato y en la despose­ sión presente. Guarda memoria de las comunida­ des humanas que han existido siempre —antes y durante la extensión de la organización indus­ trial de la economía y del surgimiento de una so­ ciedad de bienes y servicios—, pese a la hegemonía de un orden que ha encontrado los límites a su cre­ cimiento absurdo en la destrucción acelerada del mundo orgánico y social del que se nutrió para cre­ cer en un primer momento. Esas formas de rela­ ción social, las formas de vida no urbanizadas ni asalariadas ni administradas, existirán también tras el declive de la civilización industrial, y sus características condicionarán si el proceso se con­ vertirá en un acto final de destrucción de la vida tal cual la conocemos, o no. La pregunta es, precisamente, hasta qué punto el resurgimiento de formas comunitarias basadas en valores de subsistencia no tendrá lugar en los mismos términos en los que Ford alentaba a sus empleados a cultivar sus propios huertos; hasta qué punto la debacle industrial no ha dañado sus­ tancialmente la vida en toda su genérica acepción. Es decir, si el mundo artificial que hemos construi­ do no dejará, tras su derrumbe, más que un erial y unas organizaciones sociales aún peores de las que

resultaron tras la destrucción de los valores ver­ náculos. Más allá de la respuesta que se pretenda dar a priori a este interrogante, el pensamiento arraiga­ do, radical, antes de buscar una respuesta única o de elaborar una teoría completa que explique el funcionamiento de la vida administrada, tendrá que oponer al llamado «bienestar» una sensibili­ dad distinta, articulada por valores comunitarios. Valores que no presuponen el malestar en aquellos lugares a los que no llegan la organización indus­ trial y la burocracia de los servicios profesionales, sino que precisamente ven en ellos la fuente prin­ cipal del malestar y la desposesión que nos han alejado tanto de la naturaleza como de la comu­ nidad. Sin pretender convertirse en una nueva reli­ gión, deberá tratar de religar aquello que se ve fracturado, desintegrado, por la acción de la tecno­ logía aplicada y la administración burocrática. Frente a las llamadas de los expertos a integrarnos en la cautividad indolora en aras de nuestra segu­ ridad y del mantenimiento de la abundancia, ten­ drá que defender el riesgo de una libertad creativa, que afronte los retos de una escasez consciente con los abundantes medios de la sociabilidad humana, elegida como forma de vida en comunidad, en pie de guerra contra la sociedad industrial y los gesto­ res de su debacle.

Sin viento que infle sus velas, el Pequod perma­ nece a la deriva sobre la superficie del océano. No hay tierra a la vista. La persecución de la ballena blanca se ha detenido. La enfermedad y la desespe­ ración a bordo han mermado considerablemente la tripulación. Los distintos motines que quisieron recuperar el mando de la embarcación casi han destruido la nave. En la quietud de la brisa, sobre el azul infinito que refleja implacable los rayos de sol, grupos numerosos van construyendo, con lo que tienen a mano, pequeñas embarcaciones que, una tras otra, se van haciendo al mar, alejándose en silencio, sin ninguna certeza de llegar a pisar tierra firme, respirando la libertad de dejar atrás el armazón hueco del barco que lentamente se va escorando, ya destartalado, hundiéndose sin remi­ sión en la profundidad oceánica.

Im preso en marzo de 20 1 7 en Romanyá Valls La Torre de C laram unt