LA RESISTENCIA ÍNTIMA 9788417346454

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LA RESISTENCIA ÍNTIMA
 9788417346454

Table of contents :
LA RESISTENCIA ÍNTIMA
EL PLATO EN LA MESA
I
II
CULTIVAR EL HUERTO
III
IV
V
VI
VII
EL SUDOR SUBATÓMICO
VIII
IX
X
NOTAS

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LA RESISTENCIA ÍNTIMA ENSAYO DE UNA FILOSOFÍA DE LA PROXIMIDAD JOSEP MARIA ESQUIROL

ACANTILADO BARCELONA 2018

Publicado por ACANTILADO Quaderns Crema, S.A. Muntaner, 462 − 08006 Barcelona Tel. 934 144 906 - Fax. 934 636 956 [email protected] www.acantilado.es © 2015 by Josep Maria Esquirol Calaf © de esta edición, 2019 by Quaderns Crema, S.A. Derechos exclusivos de edición: Quaderns Crema, S.A. ISBN: 978-84-17346-45-4 PRIMERA EDICIÓN DIGITAL enero de 2019

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro— incluyendo las

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EL PLATO EN LA MESA —MOMENTO—

El plato en la mesa, el aceite y el pan. La mesa servida, la olla humeando y los vasos empañados por el vapor del caldo. ¿Qué es lo que aleja esta imagen cotidiana de la experiencia nihilista? ¿Por qué no se aviene con los escenarios del vacío y del absurdo? ¿Con qué la asociamos? ¿Hacia dónde nos conduce? El plato en la mesa, con lo que se cocina—o se solía cocinar —en casa; nada sibarita ni sofisticado. Asociamos la imagen, sobre todo, con el cuidado que supone cocinar para los demás, la compañía y el amparo casero. También, naturalmente, con el placer de comer. Y con la memoria de los «elementos». El aceite para aliñar evoca el olivo y la tierra firme donde se enraíza y el cielo luminoso hacia donde se eleva; el fruto maduro, los trabajos de recolección y el prensado de la almazara. También el pan nos descubre el cielo y la tierra, los vastos campos de trigo lindantes con el azul, pero enseguida nos lleva de nuevo hacia lo más primordial: los demás. El pan es lo que se comparte y los «compañeros», literalmente, los que comparten el mismo pan. Esta situación del plato en la mesa nos recuerda a Bartleby, el héroe literario de Melville, personaje marginal que sin embargo no ha conseguido librarse de las modas, con camisetas y otros productos que exhiben su inquietante lema: «Preferiría no hacerlo» («I would prefer not to»). Bartleby nunca tenía un plato servido en la mesa tal como Dios manda. Por lo menos esto era lo que, a partir de varias evidencias, sospechaba el notario que lo había contratado. Nadie le preparaba ni le servía la comida: ni

siquiera el cocinero anónimo de un restaurante de menú diario. Y nunca compartía el pan con nadie: comía solo y a escondidas en la oficina. Tal vez no sea casual que, finalmente, Bartleby muera de inanición voluntaria (en fin, su cuerpo muere así, porque su alma sucumbe por otra causa). Renovamos la vida juntos y la fruición de los alimentos la sintetiza la dimensión más anímica: sentarse alrededor de la mesa y compartir palabra y gesto. La vida en común depende del comer juntos, y de ahí que todas las imágenes de aislamiento—que no de soledad—tengan algo perturbador. El pan, la sal, la fiesta, el duelo y la paz: de todo esto que se comparte depende la siempre difícil y precaria comunidad del nosotros.

I DISGREGACIÓN Y RESISTENCIA Hay soledades incomparables en su compartir. En realidad, sólo quien es capaz de soledad puede estar de veras con los demás. Pintadas en la pared de la habitación de un anacoreta, en una casa muy deteriorada de la ciudad italiana de Turín, se podían leer estas palabras: «Quien va al desierto no es un desertor». Paradójicamente, a pesar del significado de desertor (aquel que abandona un deber o un compromiso y huye hacia una zona deshabitada), esa inscripción quizá contenía toda la verdad. Es obvio que, en sentido figurado, el desierto no se encuentra sólo en las vastas extensiones de tierra árida o agrietada, ni en los mares de arena abrasados por un sol de justicia; el desierto está en todas partes y en ninguna: en medio de la ciudad, por ejemplo. Quien va al desierto es, sobre todo, un resistente. No necesita coraje para expandirse sino para recogerse y, así, poder resistir la dureza de las condiciones exteriores. El resistente no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder. Quiere, ante todo, no perderse a sí mismo pero, de una manera muy especial, servir a los demás. Esto no debe confundirse con la protesta fácil y tópica; la resistencia suele ser discreta. Resistir no sólo es propio de anacoretas y ermitaños. Existir es, en parte, resistir. Entonces la resistencia expresa no un mero hecho circunstancial, sino una manera de ser, un movimiento de la existencia humana. Entenderlo así implica una variación importante con respecto al modo habitual de hacerlo. Aunque siempre se ha hablado de «resistencia», se ha hecho, principalmente, para referirse a la resistencia que las cosas presentan ante las intenciones de los humanos. La tierra siempre—aunque antes más que ahora—se ha resistido a ser labrada, la suciedad a ser limpiada o la cima a ser conquistada.

Justamente de ahí procede el sentido de la expresión bíblica: «Con el sudor de tu frente…». El mundo no nos lo pone fácil y, en general, todo cuesta. Nuestras intenciones y nuestros proyectos chocan a menudo con la resistencia que implica la realidad. «La dureza de la realidad», se suele decir, lo que ya es un pleonasmo. Sin embargo, también podemos usar la palabra resistencia para referirnos no tanto a las dificultades que el mundo pone a nuestras pretensiones como a la fortaleza que podemos tener y levantar ante los procesos de desintegración y de corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Es entonces cuando la resistencia manifiesta un hondo movimiento de lo humano. Que nuestro existir sea un resistir es algo que se puede sostener precisamente porque una de las dimensiones de la realidad se deja interpretar como fuerza disgregadora. De hecho, la peor de las pruebas a que debe someterse la condición humana es la constante disgregación del ser. Como si las fuerzas centrífugas de la nada quisieran poner a prueba la capacidad del hombre para resistir la embestida. Aunque algunos de los rostros enemigos cambian, no es una prueba de hoy, ni siquiera de ayer, sino de siempre, porque es la misma realidad—con el rostro del tiempo y su esencial irreversibilidad, por ejemplo—la que protagoniza el asedio. Para quien no tiene casa, la noche y el frío son las bestias salvajes más feroces, elementos sobresalientes de lo inhóspito. De ahí que quepa hablar de la noche y de la intensa gelidez del ser, y de la calidez humana del hogar: «Es aquí, mi señor. Entrad, buen señor. La tiranía de la noche al raso es demasiado dura para que la naturaleza la soporte» (éstas son las palabras del fiel Kent al rey Lear desorientado y desvalido, en la tragedia shakespeariana). Existir en tanto que resistir… Se entiende que, por de pronto, no resulte especialmente atractivo explicar las cosas de esta manera, sobre todo si se compara con la deslumbrante y extensa herencia que ha dejado el existencialismo al hablar del hombre como proyecto. Si el gusto determinara la verdad, no es difícil de adivinar lo que ocurriría en la elección de una de estas dos afirmaciones: «Existir es proyectarse» y «Existir es resistir». Mientras que la idea de proyecto incorpora un sentido de construcción, de libertad y hasta de aventura, a primera vista la de resistencia tiene connotaciones de pasividad, de inmovilismo e incluso de miseria. Sin embargo, hay que perfilar bien el contraste entre el «proyecto» y la figura de

la resistencia porque, a pesar de los aspectos opuestos, los comunes—como la afirmación del sujeto y la idea de responsabilidad—todavía son de mayor peso. Seguramente la tesis de que existir es resistir no tiene su opuesto en Sartre, sino en sucedáneos con aire de consejeros psicológicos que de manera banal e ininterrumpida repiten esta fórmula: «Vivir es realizarse». El ambiente social, bien empapado de esta terminología, dista mucho de vehicular la interpretación sartreana y difunde la idea de buscar el camino personal y particular hacia la felicidad (entendida frecuentemente como logro, es decir, como éxito). Pero no merece la pena entretenerse demasiado en este punto, porque ni tan sólo se trata de la buena sofística—aquella de la que es posible aprender algo—, sino de la sofística estéril, cuyo aspecto deplorable no procede de la retórica sino de la mediocridad. Existir en tanto que resistir… El acento no está puesto en la realización expansiva, sino en el amparo y, por ejemplo, en el discernimiento que desde tal amparo resulta posible. El silencio de quien se recoge es un silencio metodológico—literalmente, ‘de un camino’—que busca «ver» mejor. Afinar los sentidos, básicamente abrirlos; estar en vigilia; hacer como si los ojos fuesen el oído y el oído los ojos: ¿es ésta una actitud estéril, inferior a las ilusiones de la autorrealización? Si la resistencia lo es, sobre todo, ante la disgregación, hace falta analizar la naturaleza específica de algunas de las fuerzas entrópicas más decisivas de nuestra situación (nihilismo es el nombre de una de ellas, tal vez la más relevante), y será necesario ver también las formas y los motivos que permiten resistir; perseverar en la posición adoptada o, como se dice vulgarmente, «aguantar el tipo». Aquí es donde, por ejemplo, aparece con toda intensidad la experiencia de la casa, ahora ya no tan sólo como refugio ante el frío atmosférico, sino también como refugio ante el hielo metafísico. La separación dentro-fuera determinada por las paredes y por el tejado, además de relativa, no supone ni cierre ni aislamiento, sino, al contrario, la condición de posibilidad de la salida. ¿Acaso sería posible coronar la cima de la montaña más alta sin pasar la noche en la tienda de campaña o en el refugio? De ahí que hayamos señalado que la resistencia como recogimiento no se opone a la idea de proyecto; más bien, desde este punto de vista, se revela como su condición de posibilidad. Hay, en cambio, una reclusión y un aislamiento totalmente estériles, que no llevan a ninguna parte, como los de

Roquentin, el protagonista de La náusea: «Vivo solo, completamente solo. No hablo con nadie, nunca; no recibo nada, no doy nada». Ni recibir ni dar, esto sí que es aislamiento, en las antípodas del resistente, cuyos oídos están siempre abiertos para cuando llegue la palabra amiga, y su pensar generoso está implicado de antemano en una acción comprometida. Resistencia no es inmunología (por eso no coincidimos con Sloterdijk). Por motivos más que evidentes, interpretar la existencia como resistencia no puede pasar por alto el sentido político de este concepto. La resistencia se entiende, coloquialmente, como un fenómeno político consistente en la oposición de un pequeño grupo al dominio impuesto por una ocupación o por un Gobierno de carácter totalitario. Un ejemplo notorio, que enseguida nos viene a la mente, es el de la Resistencia que surgió en varios países europeos como consecuencia de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata, efectivamente, de una reacción, de una acción en forma de reacción, de una defensa, más que de una ofensiva. En el caso de la ocupación europea, la Resistencia no se organizaba sólo para defender un país o un territorio, sino también una manera de vivir y unos regímenes democráticos frente a la ideología totalitaria. Otra característica que merece la pena subrayar es que la resistencia política suele ser un fenómeno espontáneo que surge a partir de la base y es fruto de la toma de conciencia de lo que en verdad está en juego. Ese «darse cuenta» no conduce a buscar una «salida» o una «salvación» individual, sino comunitaria, social. El resistente no sólo, ni prioritariamente, piensa en sí mismo. Éstos son, pues, los elementos de la resistencia política: conciencia, voluntad y coraje, e inteligencia estratégica para autoorganizarse y perseverar a pesar de la persecución a la que sistemática e inevitablemente se verán sometidos los implicados. ¿No es cierto que, ya en este registro político, el grupo resistente percibe el poder ilegítimo como una fuerza disolvente, como una oscuridad impuesta que pretende engullir todo lo que valía la pena? Por ello, resistir ante las tiranías y los totalitarismos es resistir ante la disgregación, porque, a pesar de las apariencias, estos regímenes no articulan los movimientos de la vida política, no tejen el tapiz de la sociedad, sino que homogeneizan y fuerzan un todo aparente y falso. El resistente es capaz de renunciar a comodidades y a posesiones; incluso, in extremis, es capaz de sacrificarse. En cualquier caso, lo que cuenta son las distintas modalidades e intensidades de renuncia y

desprendimiento. Quien es capaz de renunciar de esta manera es porque sabe —y experimenta—que el «vivir bien» no lo es todo; cree en algo y, por ello mismo, no es nihilista. Su renuncia no busca la gloria, ni siquiera el reconocimiento de los demás; su postura no se exhibe como una bandera; no se convierte en nada brillante ni se usa para ningún tipo de ostentación. La resistencia tiende a ser más reservada que llamativa, salvo que, eventualmente, llamar la atención sea el medio idóneo para alguna forma de acción estratégica. La fortaleza del resistente proviene de su ser más hondo. Aquello que ya era se expresa ahora como resistencia. Queda reflejado en la manera coloquial de hablar: «Es un resistente». No es sólo que «haga de resistente»; se trata de algo que va más allá de las circunstancias y descubre el ser propio de alguien. Ocurre, eso sí, que determinados contextos son más proclives que otros a hacer emerger esa profundidad y a que el resistente se revele como tal. De ahí que, si en ocasiones una elección conduce a la resistencia, en otras el resistente simplemente «se encuentra ahí» (donde en el fondo ya estaba), sin haberlo decidido. «Estamos faltos de resistencia al presente», decía Deleuze. Y tenía razón. Pero proponemos hablar de resistencia a la actualidad; a esta actualidad que se impone y se nos impone, y que lo concentra todo: las disgregaciones del momento y la fatalidad del futuro. El resistente intenta no ceder a la actualidad. Como la partida se juega aquí y ahora, no cabe ningún aplazamiento. Posponer es dimitir: tal vez, después, lo perdido ya no pueda recuperarse de ningún modo, o la oportunidad haya pasado y la posibilidad de lo imposible sea su definitiva imposibilidad (básicamente porque nadie lo tenga ya en la cabeza, nadie sueñe con ello). La memoria y la imaginación (el trabajo de las ideas) son las mejores armas del resistente. Y el sueño, sí, pero no la alucinación. La imaginación y el sueño son fuerza de cambio y de vida, mientras que la alucinación lleva a la parálisis, porque supone una degradación de la percepción que consiste en tomar por real aquello que no lo es: desde ese momento, lo que ocurre en el mundo no es coherente con lo que hago o lo que veo, y de ahí el entumecimiento. Pero la confusión no es tan sólo externa, sino que incluye al propio individuo, de forma que la parálisis no proviene sólo de un mundo confuso, sino también de un «interior» igualmente confuso. No por casualidad, una consigna urgente para la

resistencia de hoy es la de no dejarse llevar por la confusión. Así pues, toda resistencia, y toda resistencia a la actualidad, entraña una esperanza, de un término conocido o casi inexpresable. En ambos casos se es resistente y se espera que la resistencia no sea en vano, aunque el éxito no tenga por qué medirse forzosamente con los parámetros usuales. Tal vez la derrota sea definitiva o lo parezca; sin embargo, el hecho de mantener encendida la llama tiene sentido. El resistente sabe que, pase lo que pase, su acción no es absurda ni estéril; confía en su fecundidad a pesar de que ignora cuándo y cómo germinará. Sólo sabe que la gestación se produce manteniéndose al margen, lateralmente. ¿Resistencia íntima? No hay resistencia sin modestia y generosidad. Por ello, la presunción y el egoísmo certifican su ausencia. Narciso no es un resistente. Conviene subrayarlo para poder introducir luego, sin equívocos, la idea de resistencia íntima. Íntima no en cuanto interior, sino en cuanto próxima, y también en cuanto central, nuclear, del sí mismo. La resistencia íntima se parece a la eléctrica en que, paradójicamente, al resistir el paso de la corriente, da luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el propio camino y que sirve de candil para los demás, guiando sin deslumbrar. No una luz que revela los valores supremos en el cielo de la verdad, ni el sentido oculto del mundo, sino una luz de camino, que protegiéndonos de la dura noche nos alumbra, nos hace asequibles las cosas cercanas y nos conforta. Íntimo, pues, lo asimilamos a próximo y a nuclear. El «diálogo interior» que soy, el amigo, el plato en la mesa, la casa…, son elementos de una filosofía de la proximidad cuyo opuesto no es la lejanía, sino la abstracción desconectada de la vida. De alguna forma, lo lejano puede coincidir con lo cercano, mientras que, en cambio, resulta sumamente artificioso hablar, por ejemplo, de acercarse al flujo impersonal de la información o a las corrientes de un campo magnético. El mismo sentido del bosque, de la montaña o de los sótanos en la resistencia política lo tiene la proximidad en la resistencia «antropológica». La filosofía de la proximidad lleva a una cierta reivindicación de la cotidianidad—aunque no se reduce a ella—y, por tanto, a una revisión de la equiparación que se hace a menudo entre cotidianidad e inautenticidad. Por medio de la proximidad, también resulta evidente la relación entre resistencia y cura. Desde el socrático cuidado del alma hasta la cura heideggeriana en Ser y tiempo y la cura de las éticas más recientes,

siempre se ha sabido que la existencia está expuesta a la disgregación. Si no fuera así, ¿por qué iba a ser preciso preocuparse de nada? Y el cuidado se dirige, propiamente, a lo más cercano. De modo que la idea de resistencia permite desarrollar una reflexión en un doble registro que se puede ir entrelazando. Por una parte, una filosofía de la proximidad que centra la atención, como ya hemos señalado, en el otro—el amigo, el compañero, el hijo—, en el aire que se respira, el trabajo, la cotidianidad…, así como en las articulaciones del sí mismo (memoria, sentimiento, esperanza…). Capas de intimidad, articulaciones complejas y variables que son cobijo íntimo, resistencia íntima; una resistencia que no ha menester ni de cerraduras para las puertas ni de armas de fuego para las escaramuzas. Y, por otra parte, la reflexión siguiendo el hilo conductor de la resistencia da lugar a una hermenéutica del sentido de la vida; un intento de comprensión del trasfondo de la existencia humana. De ahí la reflexión sobre el nihilismo, el absurdo y el sentido. La articulación de ambos discursos, aunque a veces pueda plantear dificultades, permite la continua traslación del nivel un poco más teórico al más plástico y existencial. El nihilismo, por ejemplo, adquiere el semblante de la intemperie, y quien así queda afectado busca por ello protección. El cobijo, el refugio y la identificación en lo cercano tienen la función del amparo ante los factores disolventes y erosionantes más básicos (la intemperie de la existencia, el paso del tiempo, la enfermedad y el envejecimiento…) y ante los de carácter social, más variables históricamente (procesos de dominio, de violencia, de masificación, de banalización). Por eso la resistencia social se articula con la resistencia «ontológica». Los frentes de la resistencia llevan también de un nivel a otro, a veces sin solución de continuidad. El resistente se resiste al contentamiento masivo. El resistente se resiste al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia. Quien va al desierto no es un desertor. Quien se convierte en ermitaño, a pesar de que vive en el yermo, no es en modo alguno estéril. La vida puede ser perfectamente profunda desde la marginalidad, porque lo que cuenta es poder ser inicio; que cada cual sea inicio. Sólo si no se cede ni un paso es posible mantener la esperanza en el sentido y abrir, en medio de la enorme

confusión y de las múltiples lenificaciones, el claro de la paz.

II CARTOGRAFÍA DE LA NADA Y EXPERIENCIA NIHILISTA

EL MAPA Movidos por un espíritu aventurero, los viejos cartógrafos emprendían largas exploraciones por tierras ignotas. ¿Qué descubrirían en aquel viaje? ¿Qué ríos, bosques y montañas les aguardaban? Tras arduas jornadas de camino, en la línea del horizonte se abría de pronto un paisaje virgen que los ojos humanos iban a contemplar como si fuera el primer día de la creación. Entonces la fatiga de la ruta y de las noches pasadas en precarias condiciones se veía compensada por momentos de intenso gozo, así como, naturalmente, por la progresiva confección del mapa que, cual tinta china, iba emergiendo poco a poco en las hojas de papel. A buen seguro que la cartografía de la nada no resulta tan agradecida, pero conviene mucho trazarla, porque, aunque el mapa quizá quede apenas esbozado, nos servirá para entendernos un poco mejor, ahora que ya no queda nada por explorar en nuestro planeta y que, sin embargo y paradójicamente, tan angustiosa resulta la comarca que nos rodea. En la literatura antigua, cosmológica y épica, la nada tenía una presencia discreta y el horizonte de la vida y del pensamiento era más bien el de la caducidad y la finitud de todas las cosas. No obstante, justamente en Grecia, con la aparición de la filosofía, la cuestión del ser y del no ser cobra notable centralidad en autores como Parménides, Platón o Aristóteles. En la tradición judeocristiana, en cierto sentido poco proclive a la abstracción, hay muy pocas referencias al no ser, aunque acaben siendo decisivas. Se dice que Dios

creó el mundo de nada, de la nada: «Ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios»1, texto en el que ya aparece la fórmula que más tarde se hallará en muchos manuscritos latinos como ex nihilo. Sin embargo, la verdad es que el discurso bíblico, más que de especulación metafísica, es un discurso de esperanza escatológica. Solo la síntesis de tradición judeocristiana y helenismo llevará a desarrollar filosóficamente esta cuestión, hasta culminar, con el transcurso de los siglos, en la gran pregunta metafísica de Leibniz: «¿Por qué hay algo y no más bien nada?», reformulada contemporáneamente por Heidegger. Pero debemos retroceder, pues nos interesa sobre todo un mapa que, para disgusto de iconoclastas, ha de tener imágenes y símbolos. ¿Qué otra cosa, si no? Un pozo, o el abismo, marcado en rojo. No se está cayendo en él, pero cabe la posibilidad de hacerlo, en caída libre e interminable, porque se trata del vacío y aquí no hay fondo. Nada, no hay nada. Sólo oscuridad. Como cuando uno pregunta: «¿Hay algo en el cajón?», y recibe como respuesta: «No, no hay nada; está vacío». El vacío y la nada son aquí sinónimos. Vacuidad sería el sustantivo abstracto. La nada es la negación de toda cosa, de todo acontecimiento, de todo: nada que coger con las manos, ninguna palabra que escuchar, ningún rostro que contemplar, ningún olor que sentir, ningún suelo donde apoyarse. Nada, vacío o, también, total ausencia. El signo marcado en el mapa es móvil y, por eso, todavía más inquietante. ¿Viene hacia nosotros a la vez que nosotros vamos hacia él? ¿Somos tan poca cosa que estamos en el umbral de convertirnos definitivamente en nada? ¿O ya estamos ahí, en la nada, y no hay más que una vana ilusión de algo? En castellano, nada viene del latín nulla res nata, es decir, ‘ninguna cosa nacida’. Que las curiosas sendas de las palabras hayan hecho que en este caso se tomara solo el nata para mencionar la idea en su conjunto nos invita a preguntarnos si todo lo nacido lleva consigo el no ser constitutivo que poco a poco le va consumiendo desde el primer día hasta el final. Sorprendentemente, al castellano nada ya no le hace falta ni siquiera la negación del catalán no-res, o del inglés nothing, o del italiano niente, etcétera; como si todo lo nacido fuese ya nada; como si la madera con la que está hecho el armazón del mundo estuviese ya de antemano afectada por la carcoma de la nada.

Pero el pozo o el abismo no sólo son móviles sino que se van ensanchando progresivamente. Las tierras circundantes van cediendo para convertirse en nada. Esto significa que mientras hacemos el mapa hay una parte del terreno que va desapareciendo. ¿Tendremos tiempo suficiente para terminarlo? ¿Habrá que borrar más tarde alguna zona ya trazada? En relación con nuestra existencia, la verdad es el proceso de convertirse en nada, el proceso de nihilización, que tan íntimamente nos afecta. Cuando Nietzsche se refiere al nihilismo está indicando, principalmente, la acción, el verbo, el proceso. Ahora bien, si hay un movimiento nihilista o, como dice también Nietzsche, una «lógica» nihilista, hay que ver hasta dónde llega y, sobre todo, si puede ofrecerse algún tipo de resistencia al avance de ésta o, también, si después de hacerse hegemónica ha quedado algún rincón incólume desde el que pueda iniciarse un movimiento (o una fuerza) alternativo. En cualquier caso, la nihilización hace verosímil la resistencia. Y por ello, en el mapa, hay que dibujar ahora una barraca, un iglú a la mediterránea; una barraca que protege de la lluvia nihilista y de los relámpagos calcinadores. La barraca cobija mientras se espera que el temporal amaine y puedan reemprenderse los trabajos de la tierra. Al nordeste, restos de un hilo. Se trata de la única cosa pequeña que hemos podido encontrar y lo dibujamos en el mapa como si fuese el extremo de una cuerda medio deshilachada. ¿Un cuerda? Nihilismo es una forma culta formada sobre la base del latín nihil, que se usaba para decir ‘ninguna cosa’. Aquí la etimología nos pone ante un primer aprieto: que ni nada, ni no-res, ni nothing, ni rien vienen de nihil. El otro nudo, como también observa Heidegger, es el origen de nihil y la razón de su significado como ‘ninguna cosa’. Lo único que tenemos—y ya es mucho—es esto: nihil sería la composición de dos palabras, ne-hilum, literalmente ‘sin hilo’ (sin relación, sin nexo). Del latín arcaico ne-hilum (‘sin hilo’) procedería el nihil con el significado de ‘ninguna cosa’. En botánica y en biología, el hilo (hilum) designa lo que une el grano de trigo a la espiga, o el guisante a la vaina (equivalente al cordón umbilical, que une el embrión a la placenta). Es evidente que con la imagen del hilo, y precisamente de ese hilo que une, aparecen importantes analogías: el hilo de la vida, el hilo del laberinto (Ariadna), el hilo que religa (religión)… Si tiramos de él, es posible dar al nihilismo un contenido distinto, aunque

paralelo, al de la nada. El proceso nihilista consistiría en ir perdiendo el hilo, el enlace, la relación. Quedémonos con esto último; luego, si se quiere, siempre es posible ir más allá. Tal vez no exista ninguna relación, o tal vez cuando esté se pierda. Para que haya relación tiene que haber dos términos y un vínculo, es decir, tiene que haber diferencia y manera de relacionar lo diferente, como, por ejemplo, mediante la palabra. Lo contrario de la relación es la indiferencia, en dos sentidos. Primero: indiferencia como indistinción; ninguna relación es posible si todo es igual, si todo es homogéneo. Segundo: indiferencia como total menosprecio. Parece, pues, que para resistirse al nihilismo habrá que defender la diferencia. Y parece también que el proceso nihilista provoca en nosotros la progresiva pérdida de relación. Un pozo que se va ampliando, una barraca, restos de un hilo… y, en una planicie extensa y con zonas pantanosas, una niebla espesa que no se sabe muy bien por qué nunca acaba de levantarse. Cuesta encontrar el camino. ¿Dónde estamos? La angustia es como la humedad de esta niebla que va calando en el cuerpo. Íbamos hacia el nordeste. Pero el sol ya no sale, por lo que el mapa nos sirve de muy poco. ¿Dónde estamos? No hallamos el sentido; nos hemos perdido. Del sinsentido al absurdo. La comarca de la nada no nos resulta extraña: la tenemos muy cerca.

HACIA LA EXPERIENCIA El nihilismo, antes que una tesis teórica, es una experiencia. No basta con pronunciar la palabra, ni con explicar la lección, ni con citar frases de Nietzsche—que deben citarse—y fragmentos de los comentarios de Heidegger o de Deleuze. Si su ácida poción no ha circulado, aunque sólo sea en dosis homeopática, por las propias venas, permanecerá oculto. No basta con repetir que, según Nietzsche, uno de los episodios del nihilismo es la situación posterior a la caída de todos los valores tradicionales, uno tras otro. Hay que experimentarlo para entenderlo y, cuando esto ocurre, uno no puede evitar sentir escalofríos. Tal vez no haya nada en lo que el pensamiento y la vida revelen con mayor claridad su fatal conexión. Pero aquí no estamos ante la modalidad discursiva del pensamiento; silogismos y argumentaciones,

cuando los hay, tienen una función secundaria. La prioridad no le corresponde a un discurso deductivo que, siguiendo unos pasos, lleve a una conclusión. La experiencia de la caída y del abismo, con el cuerpo tembloroso, la boca entreabierta y un trago involuntario de la nada, está en el origen. Después, el pensamiento discursivo se articula con esta experiencia, hasta confundirse con ella. Es un pensamiento que incluso puede fortalecer a quien lo desarrolla (es decir, a quien piensa) y que busca una «salvación» imposible, una «superación» o, por lo menos, una resistencia. Un ejemplo: Philipp Mainländer, poeta y filósofo contemporáneo de Nietzsche, a quien éste tuvo muy en cuenta, escribió una filosofía del pesimismo en la que se encuentran afirmaciones tan inquietantes como que la muerte de Dios había generado la vida del mundo. Entendiendo que valía más no ser que ser, defendía la virginidad y el suicidio para no contribuir así a la expansión de la vida. Él mismo se colgó, con una soga al cuello, a los treinta y cuatro años, al día siguiente de la publicación de su obra más importante, titulada precisamente La filosofía de la redención (1876). La primacía de la nada era, si se quiere, la «tesis» de sus reflexiones, pero seguro que la experiencia del abismo la precedía y era su trasfondo. Precisamente por ello, más que de «coherencia» entre el trágico final y el curso de su pensamiento, sería mejor considerar que filosofía y suicidio son expresiones de la misma experiencia. Ya sabemos que el nihilismo anunciado por Nietzsche no va en la misma dirección, porque no considera en absoluto que la salvación venga de la inmersión en la nada. ¿Cuál es la experiencia nietzscheana? En Ecce homo, Nietzsche confiesa que su «auténtica experiencia» es la de la decadencia. Y precisamente por eso, por haberse convertido en maestro de ella, afirma: «Acaso únicamente a mí me sea posible del todo una “transvaloración de los valores”. —Y continúa—: Descontado, pues, que soy un décadent, soy también su antítesis».2 De modo que ha tenido experiencia de las dos cosas: experimenta la decadencia con toda su intensidad cuando nota en el paladar el gusto y la textura del poso de la experiencia, pero también saborea lo que viene después y que remonta el momento anterior. Después del ocaso saluda el alba. El filósofo presupone que la mayoría no quiere ni siquiera oír hablar de decadencia (vive como si nada pasara) y, también, que algunos que sí se sumergen en ella ya no pueden salir. Pocos, muy pocos—o tal vez, de momento, sólo él—, son capaces de vivir la desintegración hasta el final y

después, como recompensa, ver lo que emerge de los fragmentos y el polvo. He aquí, pues, una primera condición para experimentar a fondo: «Para sentir así es necesario ser profundo, ser abismo, ser filósofo».3 Sólo yendo hasta el fondo más oscuro de la experiencia nihilista (apurando la experiencia) será uno capaz de prescribir una terapia. Apurar la experiencia. La decadencia en Nietzsche puede caracterizarse perfectamente como disolución fisiológica del organismo y como disgregación de las partes que formaban un todo. Esta estrechísima relación entre decadencia, desintegración y disolución es de gran ayuda para entender algunas cosas. Conviene, por tanto, tener en cuenta la dimensión orgánica de la decadencia, antes inclusive que su significado social. La decadencia es desintegración del todo, «anarquía atomística», debilidad e igualdad en la parte inferior de la calidad y de la fuerza. Como es bien sabido, Nietzsche considera que la decadencia se remonta al inicio de la filosofía, con Sócrates y Platón, y a la postulación de un mundo verdadero diferente del de aquí. A grandes rasgos, éste sería el planteamiento nietzscheano: con el término nihilismo se designa la forma y el sentido de la crisis que afecta al conjunto de la civilización occidental. La «decadencia» es la forma más explícita de esta crisis. El punto de partida del diagnóstico es el de la comprensión de la vida como «voluntad de poder». La civilización occidental es decadente porque culmina con el dominio de los débiles sobre los fuertes y, por tanto, sepulta la voluntad de poder. Ejemplo privilegiado de decadencia lo tenemos en la figura del sacerdote, capaz de defender en sus homilías que una vida disminuida es, en el fondo, la mejor de las vidas. En tal sentido cabe hablar del nihilismo como del dominio de la nada. Nietzsche establece dos momentos del nihilismo: el primero correspondería al aniquilamiento de la vida como consecuencia de los valores que se le superponen: el Bien, Dios, la Razón, la Historia… (devaluación de la vida a consecuencia de los valores «superiores»); el segundo, a la devaluación de los mismos valores superiores. Deleuze llama al primero «nihilismo negativo» y al segundo «nihilismo reactivo». Una expresión clave de este último momento es la «muerte de Dios». Todos los nombres del sentido, que sometía la vida, quedan devaluados, hasta desaparecer, y se produce el vacío y la incredulidad generalizada. No hay meta en el porvenir (no hay un sentido que alcanzar al final de la historia). El nihilismo consiste en la sensación de

que nada tiene valor, en darse cuenta de que no podemos interpretar el sentido de nuestra existencia recurriendo a los conceptos de fin, unidad o verdad4. Al diagnóstico sigue una propuesta: la transvaloración de todos los valores para la reafirmación de la vida. El superhombre es una figura de la exaltación de la vida y de la voluntad de poder; voluntad de poder que escoge la vida en vez de la nada. Si la metafísica surgió del sufrimiento, la solución nietzscheana no consiste en inventar otro mundo, sino en crear (y en crear algo que no va a ser duradero). A «la verdad os hará libres» le sucede «el querer nos hará libres», «la voluntad de engendrar y de devenir». El carácter estático no ayuda a entender el movimiento del pensar y de la vida. El nihilismo es, sobre todo, un proceso, es decir, un verbo (más que un sustantivo).5 Proceso de nihilización, de progreso de la nada. El nihilismo como proceso histórico es justamente esto: un proceso que lleva a la nada (y que, de hecho, viene ya de la nada) a la misma velocidad que el pensar del hombre se aleja de la vida. La tarea de la filosofía será, entonces, pensar el movimiento contrapuesto que resista y que venza al nihilista. Es decir, Nietzsche quiere volver atrás e invertir aquella alienación de la vida en el pensamiento, pero lo hace de un modo muy particular. ¿Dónde podía ir después de haber subido a la montaña? Sabemos bien que después de alcanzar las cimas más altas no hay nada como volver a casa (al refugio). Pero ¿y si se carece de ella? Haber estado allí arriba, con el frío calando hasta el tuétano de los huesos y con el rostro cortado por el gélido viento como si fueran miles de pequeñas hojas de acero, y después… no tener ni un cobijo ni el calor del hogar, a lo sumo algún sucedáneo. Demasiado aislamiento, demasiados cambios, mala salud y dolores, problemas con la madre y con la hermana (que son, según él mismo escribe, la única objeción seria a la tesis del eterno retorno). La filosofía de la proximidad es también una respuesta al nihilismo, pero bastante diferente de la nietzscheana. Pretende resistir al nihilismo acercándose a la finitud. En lugar del eterno retorno, el «retorno a casa». Nietzsche podría decir que esto es una vulgar réplica del peor cristianismo. Pero éste es precisamente el embate que hay que resistir. En vez de la voluntad de poder, la resistencia; en vez del superhombre, la proximidad; en vez de la afirmación, la «problematicidad»; en vez del futuro, la memoria.

LA ANGUSTIA O EL NOMBRE DEL ACCESO Después de haber citado a Nietzsche, volvamos atrás. Que el nihilismo sea principalmente una experiencia significa que tiene que haber un acceso directo a la nada. Disponemos, para referirnos a ella, de las imágenes ya mencionadas del vacío, del abismo, de la oscuridad y de la noche (como negación de toda luz y de cualquier diferenciación). Nada, ninguna cosa, ningún hecho, ninguna relación, ninguna palabra, ningún rostro. Pareciera como si la nada fuese el resultado de la negación. Se accedería a ella por medio de la negación de toda cosa. El «no» (del «no hay nada») llevaría a la nada, al no ente. Pero Heidegger ha sabido mostrar que «la nada es más originaria que el no y que la negación». La nada tiene su origen en una experiencia radical. Si la nada fuese la negación de toda cosa, entonces se reduciría al resultado de una operación del entendimiento; de la operación que consiste en poner una negación. En efecto, Heidegger se pregunta si es con la negación (no) como se llega a la nada: «¿Sólo hay la nada porque hay el no, es decir, la negación?».6 Y responde que, según él, es precisamente al revés, y que la nada es más originaria que el no y que la negación. Es decir, que hay negación porque ya antes, de algún modo, se tiene relación con la nada. Pero, entonces, se plantea la pregunta de cómo se da esta relación, de cuál es el acceso a la nada, ya que no puede ser a través del simple acto de negación del entendimiento. Tiene que haber algún tipo de disposición del propio yo, un estado de ánimo, gracias al cual la nada haga acto de presencia. Y aquí es donde Heidegger habla de la angustia como de este estado de ánimo fundamental.7 Pero, naturalmente, la temática de la angustia o de la congoja no es sólo heideggeriana. Ya Pascal la había relacionado con la nada de forma muy incisiva: «Nada más insoportable al hombre que vivir en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversiones, sin nada en que ocuparse. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío».8 Aquí la nada y el vacío aparecen relacionados con lo que Pascal llama «tedio» y que hoy llamaríamos angustia o congoja. Se da cuenta de que en la soledad el hombre se enfrenta con su propia nada y, para apartar este espejo, busca continuamente divertirse y estar ocupado. Pero la huida, y sobre todo la huida permanente, no puede acabar bien: «Toda la desdicha de

los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación».9 Estar en la habitación o, lo que viene a ser lo mismo y que también menciona Pascal «quedarse en casa por placer». Cuando se es capaz de hacerlo, disminuye la necesidad de divertirse, y más todavía la de ganar o dominar. De hecho, en la obra de Pascal se hace patente esta ambivalencia: la casa es a la vez el problema y la solución o, por lo menos, el refugio. La diversión se caracteriza como una especie de fuga que, en definitiva, consiste en perderse. Uno mismo (o, mejor, el sí mismo) se pierde en la diversión. Y la casa, la soledad, es un refugio y una resistencia. Enfrentarnos a nuestro propio vacío, con nuestra miseria, y no eludir esta experiencia es la mejor manera de mantener este sí mismo y evitar que se pierda. Por eso, el encuentro consigo mismo también es ambivalente: por un lado, nos pone ante la propia nada; por otro, es el mejor camino hacia la paz. En Sartre, la mala fe consiste precisamente en huir de la angustia: «Huyo para ignorar, pero no puedo ignorar que huyo, y la huida de la angustia no es sino un modo de tomar conciencia de la angustia».10 En su novela más conocida, La náusea, el mareo y el asco más bien fisiológicos se unen con el vacío metafísico de la propia conciencia. Sartre dice, en El ser y la nada, que la náusea no es una metáfora extraída de nuestras repugnancias fisiológicas, sino el fundamento sobre el cual se producen todas las náuseas concretas y empíricas. La angustia procede de la experiencia del carácter pastoso y homogéneo de la realidad. Ante la imagen de esta masa amorfa y viscosa, la conciencia se queda fascinada (atrapada). La especificidad de este cautiverio depende de la presión disgregadora: «Todo pasa, pues, como si el en-sí y el para-sí-mismo se presentasen en estado de desintegración en relación con una síntesis ideal». La realidad y el espíritu participan de la disgregación. Es decir, el asalto de la nada no siempre consiste en una invasión extraña. Puede venir de al lado e incluso de dentro. De modo que la resistencia es también resistencia con relación a nosotros mismos: resisto ante la nada que yo mismo soy. Por eso la angustia, como dice Sartre, es angustia debido a mí mismo: …el soldado movilizado que se incorpora a su campamento al comienzo de la guerra puede, en ciertos casos, tener miedo de la

muerte; pero mucho más a menudo tiene «miedo de tener miedo» es decir, se angustia ante sí mismo.11

TAMBIÉN EL INSOMNIO La noche y la nada: «¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el infinito con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?».12 Las noches son tres, cada una con un significado distinto. La primera es la noche del reposo, del descanso y del sueño, en que se recuperan las energías vitales y la fuerza; lecho de renovación y de reposición; noche en la que el yo se entrega al mar de la inconciencia, bien arropado bajo una manta protectora. La segunda es la noche de la reflexión, de la vigilia voluntaria en la que el espíritu, liberado del ruido y de las luces del día, puede contemplar serenamente el universo estrellado de fuera o el mundo infinito que alberga en su interior; es también la noche de la imaginación, del ensueño dirigido, de la aventura y de la epopeya. Y la tercera es la noche del insomnio; la noche de la vigilia involuntaria: noche de sumisión a las fuerzas oscuras de la existencia, que ni siquiera permiten el reposo; noche que nos convierte en rehenes de fuerzas impersonales, rehenes ciegos: no se percibe a nadie que ate y, sin embargo, los lazos aprietan más que nunca; dominio de lo impersonal. Esto es precisamente a lo que Lévinas aludía con la expresión hay (il y a). La ambivalencia de la experiencia de la noche es casi una constante. Primero como inversión del día: si el día es tránsito y caducidad, la noche es permanencia; si el día es esfuerzo y penalidad, la noche es descanso. Pero además, como ya hemos señalado, la noche es en sí misma ambivalente. Así, la «noche oscura» del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz tiene un doble sentido contradictorio: la noche son las tinieblas y la desesperación del alma abandonada; pero también el descenso por la escalera secreta, la unión amorosa, la fuente, las flores… En el poema Noche oscura de santa Teresa la noche se convierte en el medio para la comunión extraordinaria e incomprensible. Se da una especie de densidad de la noche que permite descender a las profundidades del sí mismo. A veces se trata de un descenso

al todo impersonal: al seno materno, o también, otras veces, es inmersión en el agua estanca, densa y negra. Retorno a la materia primordial, ya sea telúrica o marina (madre mar o madre tierra). Maternidad de las aguas, maternidad de la tierra.13 Prevalece aquí el esquema de la despersonalización. De día, individualidad, separación y concreción; de noche, disolución. La noche trae consigo la despersonalización y aplaza (temporal o definitivamente) las resistencias, por eso puede resultar placentera. Inversión de los valores diurnos que lleva a cabo la noche: la amenaza de las tinieblas se convierte en recibimiento; el ruido del día, junto con los nombres y las palabras, en melodía nocturna; la caída, en descenso; la confrontación, en unión y retorno. Múltiples ambivalencias que se deben, de hecho, a experiencias diferentes. La que aquí nos interesa no es la mística de la «santa penumbra», ni la romántica del retorno, sino la de la inquietante oscuridad: la noche del mundo y la noche—negra noche—del alma. Ésta es la del insomnio; la que ha experimentado la esencial equivalencia entre el ser y la nada; la que revela ante los ojos abiertos del insomne que tanto da si lo que hay es el ser o la nada, porque ambos son escenarios llenos: el uno lleno de ser y el otro de nada. Y por esta misma razón, por estar simplemente llenos de lo mismo, son igualmente terribles. Hay una manera de pensar la infinitud que identifica infinitud con homogeneidad. De ahí que podamos leer en Nietzsche: «… nada hay tan terrible como lo infinito».14 Éste es el motivo de fondo de una nueva inquietud. No en el mapa de la Tierra sino en el de las épocas, nos encontramos ahora—nosotros, exploradores—con la época de la tecnología. ¿Cómo la vamos a dibujar en el mapa? ¿Acaso la época de la tecnología es monocroma? ¿Es revelación de lo mismo? ¿Se nos muestra una realidad esencialmente homogénea? Si es así, nos costará menos entender que Heidegger haya unido era de la técnica y nihilismo. La experiencia del insomnio nos enseña que el nihilismo no es sólo el nihilismo de la nada (o del vacío), sino, igualmente, el nihilismo de lo mismo (de una realidad que es toda igual). Éste es sin duda el gran interrogante que nos plantea no la tecnología, sino la era de la tecnología.

EL DÍA DESPUÉS

El día después no es ninguna superación. La noche espera; está detrás y espera. Pero las cosas ya no son como antes. La negra noche del alma es una experiencia de verdad; una experiencia que transforma definitivamente a quien la vive, de tal modo que ya nunca será el que era. Un punto de inflexión se ha dibujado en la trayectoria del sí mismo, y las cosas ya no volverán a ser como antes. La «tragedia»—para usar una expresión clásica— nos acompaña y, como vieron Unamuno y Camus, es necesario aprender a vivir con este sentimiento. Resultan entonces ridículas muchas de las superficiales apelaciones a la felicidad. Según como se mire, la vida personal es una anomalía, un inconveniente, fuente continuada de problemas, equívocos y conflictos. ¿Sobre qué soporte se sostiene la lábil vida? El jugo de la existencia recorre las venas, y en algún punto nodal se siente la opresión y, después, todo el cuerpo termina encogiéndose, porque la gravedad no queda compensada por ningún tipo de gracia. La droga es un paréntesis, un acceso a lo impersonal, un momentáneo desprenderse del viscoso arrope de la existencia. Para el día después son menester ligereza de equipaje y retorno a lo más original, que significa, etimológicamente, el lugar del levantarse; el lugar donde levantarse (como hace el sol) es precisamente guía y «orientación». Esto, en realidad, complementa el pensamiento de Heidegger. A su parecer, el nihilismo es la historia de Occidente, de tal modo que se da complimiento a su ser: «Occidente» se convierte en «ocaso», «occisión». Ahora nosotros no lo planteamos en sentido histórico, sino en sentido relativo al movimiento de la existencia humana. Por eso, a la experiencia del ocaso ha de corresponder la del origen. Hay que ir al origen para orientarnos de nuevo. Vuelta hacia lo más básico, más «original», que purificado precisamente de los ídolos y de toda parafernalia doctrinal es señal de camino en el misterio de la existencia. Dado que esta situación del día después llega desde el inicio de los tiempos, tenemos todos los precedentes que queramos: tradiciones de espiritualidad austera y filosofías de la finitud y de los límites. «Tener los pies en el suelo», por ejemplo, no ha de entenderse sólo en el sentido de un realismo poco dado a la imaginación, sino en el de una proximidad especialmente orientadora.

CULTIVAR EL HUERTO —MOMENTO—

Tan fundamental es la experiencia del refugio que son muy pocos los poetas que no la hayan cantado. Una referencia literaria que resulta especialmente entrañable, y no porque venga del gremio de los filósofos, es la que hace Voltaire al final de su famoso cuento titulado Cándido. Se trata de la historia de un hombre obstinadamente optimista que, sin embargo, tras los múltiples golpes que le da la vida, empieza a cambiar de parecer: «Cándido, horrorizado, sobrecogido, enloquecido, ensangrentado, y del todo palpitante, se decía a sí mismo: “Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?”».15 Pero la conclusión del cuento no consiste sólo en reflejar este cambio de idea, sino en algo más importante: en una nueva experiencia y en su valoración. Efectivamente, después de haber pasado mil y una calamidades y de comprobar que este mundo no coincidía en nada con el que se imaginaba cuando, de niño, el maestro Pangloss le explicaba que el nuestro era el mejor de los mundos posibles; después—decimos—de conocer las miserias y las maldades que hay por doquier, Cándido y sus amigos se establecen en una alquería cerca de Propóntide. Un día conocen por casualidad a un anciano que toma el fresco bajo un emparrado de naranjos (si mal no recuerdo, es uno de los pocos personajes serenos que aparecen en toda la obra). Los visitantes comprueban que se trata de alguien que se mantiene desinformado de las cosas concretas que les suceden a los grandes personajes de la ciudad; de alguien que no está pendiente de la actualidad. El anciano

confiesa: «… mas nunca me informo de lo que se hace en Constantinopla; me contento con enviar a vender allá las frutas del huerto que cultivo». Y se enteran también de que no es ningún terrateniente; dispone sólo de una pequeña parcela de terreno, suficiente para poder vivir de ella. Cuando Cándido le pregunta si tiene una gran hacienda, responde: «Nada más que veinte fanegas […], y las cultivo con mis hijos. El trabajo nos libra de tres grandes calamidades: el tedio, el vicio y la necesidad». La casa, la tierra para trabajar, la familia. En la narración parece que la madre ya no está y, no obstante, los hijos viven unidos a su padre. Una familia que se muestra atenta y hospitalaria con los huéspedes, a los que ofrecen «varias clases de sorbetes que ellos mismos fabricaban, kaimak guarnecido con cortezas de cidra en dulce, naranjas, limones, limas, piñas, alfóncigos…». Cándido toma buena nota y al volver a casa, pensando en este hombre, se dice: «Es menester que cultivemos nuestra huerta». Martín, el amigo sabio de Cándido, remacha el clavo y dice que para poder soportar la vida lo mejor es trabajar sin pensar. Naturalmente, se trata de una exageración: la idea es que no sólo hay una cierta prioridad del trabajo (de la acción) sobre la especulación, sino que hay un sentido que sólo se halla en la proximidad. Durante siglos, en muchos monasterios orientales únicamente se aceptaba a los visitantes si éstos, además de asumir una serie de prácticas espirituales, asumían también otras de carácter manual. El relato de Voltaire termina contando que Cándido y su grupo empezaron a trabajar y a sacar provecho de su pequeña propiedad: una hace de pastelera, otra se pone a coser, el otro se convierte en ebanista… Hacer crecer las plantas, cocinar, bordar, construir muebles…, todo esto sirve para subsistir, pero además da a la vida una presencia y una fuerza diferentes de las de tantos excesos verborreicos. «Es menester cultivar nuestra huerta», repite Cándido al final. La proximidad o, en su caso, el retorno a la proximidad (la casa, la compañía, el huerto, la intimidad…) son camino hacia la presencia y el sentido. Con ello no queremos decir que se evapore del todo la niebla del nihilismo (tampoco Cándido y sus amigos podían borrar de su memoria cuanto habían visto y vivido); la niebla del nihilismo nunca desaparecerá completamente, ya que forma parte de la situación humana. Y por ello la proximidad nunca significará un mundo feliz y perfecto. Tal vez alguien la juzgue demasiado modesta, pero al menos no es un engaño, y a veces poco es

mucho. «¿Qué puede salvarnos?», se preguntaba Heidegger. No sólo un dios; no sólo la creación artística; no sólo la oratoria política; también la proximidad.

III VOLVER A CASA

CENTRO Y REFUGIO En algunos juegos infantiles como el de pillar, cuando pasa el peligro y el chico o la chica consiguen llegar a una zona segura exclaman: «¡Casa!» o «¡Salvado!». Merece la pena fijarse en la cara de satisfacción que ponen al pronunciar estas palabras. Reveladora equivalencia: la casa salva. Pero ¿de qué nos salva? Nos salva, por de pronto, de la inmensidad. De la inmensidad que espanta a Pascal o que, tomada como imagen, sirve a Nietzsche para acentuar en un momento dado nuestra insignificancia. Minúsculos granitos de arena perdidos en el océano del infinito, listos para su inminente desaparición-disolución; esta imagen recurrente tiene el contraste de la casa. La poderosa inmensidad, con talante de abismo, cede—por lo menos provisionalmente—ante la protección que la casa le ofrece al mortal. En un universo de dimensiones inimaginables, la casa es el rincón que actúa como centro del mundo. De ahí que la casa modesta sea más casa que el gran palacio. El centro requiere más delimitación, más definición y, sobre todo, más calidez. Como dice Bachelard, necesitamos una casita dentro de la casa más grande para poder experimentar el recogimiento y la vida sin problemas: tal es la función del rincón o de la cabaña que el niño construye con cojines debajo de la mesa.16 La casa es siempre el símbolo de la intimidad descansada. Asentamiento, reposo, detención. También por eso la cabaña es más casa que el rascacielos; porque lo que prevalece es el cobijo y el reposo en la intimidad. No tanto el confort, ni el lujo, cuanto el

recogimiento y la acogida. La casa—originariamente, y en el sueño—es siempre estancia, y no constructo; es siempre habitación, y no muros. El reposo y la paz requieren protección; el reposo ha de ser protegido. El profundo deseo de paz explica la fuerza de la casa (la recordada, la soñada y la real). «¿Cuál de estas cosas es más real: la casa misma en la que se duerme o la casa en la que, al dormir, va uno fielmente a soñar?», se pregunta Bachelard.17 Su tesis es que la casa onírica es todavía más radical que la casa natal: «La casa del recuerdo, la casa natal, está construida sobre la cripta de la casa onírica».18 El deseo de una intimidad protegida enraíza tan hondo que se nos escapa. En el subsuelo de este deseo hay algo importante del sentido de la vida. La intimidad tiene forma de receptáculo, para el cobijo y para la satisfacción (con el alimento, la relación sexual, el descanso…). La intimidad como receptáculo se relaciona directamente con la casa o la gruta, pero también con el arca y el cofre, que poseen el significado añadido del secreto (arcanum). Hay continentes móviles; la barca navega, sí, pero también constituye un continente: «Si el navío se convierte en morada, la barca se hace más humildemente cuna»19. El coche es, hoy, el heredero de la barca; a veces tiene también la función de receptáculo móvil para acoger la intimidad: permite el gesto privado e incluso el ensueño. Se da una continuidad entre continente y contenido. Por eso el continente es ya tan importante para entender la intimidad. Continente y contenido se convierten en solidarios. También el alimento es una imagen de la intimidad; se asimila y se vuelve consubstancial a la cavidad misma. Y de los alimentos destacan aquí, en este sentido, la leche, esencia de la intimidad maternal, y la miel, por su concentración y por su dulzura, que nos recuerdan una primera intimidad ya pasada. Pero además lo íntimo está asociado a lo secreto, pues es lo más escondido, es lo íntimo de lo íntimo; como la piedra filosofal o el elixir de la vida. La concentración más pura. El extracto. De ahí el isomorfismo con el oro o incluso con la sal; uno y otra son el resultado de una concentración, son «centros». El camino hacia la intimidad es camino hacia el misterio, hacia el secreto, hacia el tesoro, hacia el descanso y hacia el alimento. En este sentido, la dirección contraria a la intimidad es la caracterizada por la dificultad, por la dureza, por el desgaste, por la dispersión e incluso por la exposición hostil.

Durante mucho tiempo (y todavía hoy para mucha gente), vivir quería decir sobrevivir y dedicar todas las energías a conseguirlo. En las sociedades del bienestar, el esfuerzo por la subsistencia ha dejado paso a otro tipo de esfuerzo: el de la lucha para no disgregarse. Hemos pasado de la resistencia como subsistencia a la resistencia como recogimiento y amparo ante las disoluciones. Y a pesar de que aparentemente el enemigo es hoy mucho menos terrible, los fracasos y las derrotas son mucho más frecuentes. La casa, como centro, hace que el mundo no sea ni caos ni dispersión total; es condición de que haya mundo. El horizonte divisado a través de la ventana es el símbolo más diáfano de esta representación: «mirar el mundo por la ventana». El recogimiento, y el recogimiento de la casa, es necesario tanto para «mirar» como para «observar» el mundo; es decir, tanto para tenerlo o tocarlo con la mirada como para seguirlo—que es lo que significa «observar»—y orientarse en él, dado que, evidentemente, ni la mirada ni el seguimiento son ejercicios de sofisticación intelectual, sino modalidades de la orientación necesaria para vivir. Por eso la casa, junto con el tú, es el punto de referencia más relevante. Espacial: «lejos de casa», «cerca de casa»; y afectivo: «como de casa», «el recuerdo de casa». Centro discreto del mundo. La casa centra el mundo y el hogar centra la casa. El hogar es el fuego de una casa, centro que calienta, en el que se hacía hervir el caldero y alrededor del cual se sentaban los de casa para calentarse y para conversar. Este centro, no geométrico sino existencial, reúne y orienta.

RETORNO A veces, la importancia del retorno puede pasar desapercibida, precisamente, aunque parezca paradójico, porque siempre contamos con él. Y cuando inesperadamente no podemos volver, aparecen el malestar y la añoranza. «Volver a casa». De hecho, esta expresión tiene algo de redundante, porque la casa se puede definir, justamente, como ‘allí a donde se vuelve’. A casa no se va, se vuelve, y se suele volver a casa cada día. Pero retorno, no eterno retorno. La filosofía de la casa no es la del eterno retorno, sino la del retorno; retorno que, ciertamente, se repite, pero sólo un número finito de veces. La dureza insoportable del eterno retorno contrasta con la dulzura del retorno.

Sabemos, además, del último retorno, aunque sólo sea por presentimiento. La vida es una parábola de los retornos.20 Con todo, el retorno a casa tiene algo de imposible. Primero, porque la casa es un sueño (nunca ha sido tan perfecta) y, segundo, porque la experiencia nihilista no se supera. Su sombra ya no nos abandonará nunca. El Ulises contemporáneo retorna después de haber atravesado la comarca del vacío. Retorno después de que un terremoto haya socavado y agrietado el modesto suelo del alma. El alma humana es un anhelo de retorno. Por eso dice Novalis que la filosofía es la nostalgia de estar en casa. Deseamos, empero, regresar a una casa en la que, de hecho, nunca hemos vivido. De la casa que tenemos, el don no reside en permanecer en ella desde el principio, ni en salir para no volver, sino en volver. Quedarse en ella es imposible, salvo que se pague el precio del autoengaño. El narcisismo es una quietud muy estéril. Carece de vida. Dado que no ha salido, no puede regresar. En cambio, salir para no regresar no es un engaño, pero sí una pérdida. El éxtasis sin retorno sólo tiene dos posibilidades: la paulatina desaparición orgiástica o la enfermedad y el suicidio. El retorno no está motivado sólo por el extrañamiento o por el extravío; el retorno tiene que ver con un tipo de dislocación, con una diferencia que se halla en el origen de nuestra conciencia. La reflexión es una de las modalidades del retorno. Retorno tan antiguo como la vida del hombre sobre la tierra. No en balde es la clave del isomorfismo entre la casa y la tierra. La vida es una especie de separación de la horizontal de la tierra, y la muerte, un retorno a casa. De ahí el deseo de ser enterrado en tierra natal: con la sepultura, la tierra se convierte en la segunda cuna. Es pues un deseo inmemorial, que sin embargo está condicionado por las circunstancias específicas de cada época. En la actualidad, el retorno se produce desde el seno de la sociedad de la distracción, de la velocidad y de la impersonalidad. ¿Qué es lo que tal retorno nos dice del quién? ¿De qué modo la manera de ser del quién se expresa como casa? ¿Nos invita la casa a vincularnos con el tema de la interioridad o más bien con la experiencia de la intimidad? La pregunta es retórica porque ya desde el comienzo se ha escogido la intimidad como principal hito del camino. Y queremos insistir en la oportunidad de

hacerlo así. Dentro sólo es una de las maneras de describir el retorno, y por ello resulta más rico y polivalente lo íntimo que lo interior. Interior indica un dentro, un fuera y una separación; íntimo indica, ante todo, proximidad, familiaridad. Y por ello decimos «en casa» y no «dentro de casa». Este «en casa» permite usar con cierta vaguedad los términos intimidad, familiaridad y proximidad. No indican algo relativo, a la posesión ni a la propiedad, sino al amparo, al refugio. «Mi casa» tiene este sentido, no el de la literalidad del posesivo. Ni la casa, ni el tú, ni el suelo, en su sentido radical, son posesión. Así que, aunque pueda decirse con propiedad (mi casa, mis hijos…), de hecho el posesivo expresa aquí identificación y proximidad: «Soy de esta casa», «Me debo a mis hijos»… También permanece en segundo plano la cuestión de la instrumentalidad. Es evidente que la casa «sirve para…», pero antes ya es orientación y familiaridad. La instrumentalidad de la casa queda precedida e integrada por la manera de ser del humano como proximidad y refugio. No es que la casa haga de refugio, sino que, como lo humano, su manera de ser es el refugio.

EL DON La casa es la concavidad del cobijo, de la misma manera que el cuenco formado con las manos lo es del don. El tejado de la casa se parece a la figura de las manos juntas mirando hacia abajo; las palmas serían el techo. El cuenco se hace con las manos juntas hacia arriba. Con el cuenco se da y se ofrece; con el techo se guarda y se ampara. El cobijo lleva al don. Se da en casa y se sale de casa para dar. Es efectivamente la casa lo que acompaña (como condición o como intención) el don, antes que cualquier intercambio. Por esta razón resulta tan difícil llevar a cabo una filosofía del don. Derrida liga hospitalidad y don. Este filósofo que habla—paradójicamente—de la imposibilidad del don (que no quiere decir que no lo haya, sino que no puede aparecer como tal), lo relaciona con la hospitalidad y con el acontecimiento. El mejor acceso, sin duda, procede de la gente que da y, primeramente, que se da. Los fraticelli lo daban todo, y a veces regresaban desnudos al convento, que también estaba abierto a todos. Para los hijos de Francisco, la posibilidad del retorno era la base de la donación. Las discusiones sobre el

don—y una economía del don alejada de la lógica tardocapitalista del consumo—no tendrían por qué limitarse a la especulación abstracta y más o menos sofisticada, como tampoco a la reiterada y ya innecesaria crítica de las perversiones del consumo por el consumo y del «crecimiento indefinido» sin forma ni horizonte (sin ton ni son). Hay que servirse de las manos, y ver, de nuevo, su gesto. Se cuenta la anécdota de un fraile limosnero de finales del siglo XIX llamado Leopoldo de Alpandeire que iba por las casas a pedir caridad para los pobres. En una ocasión, llamó a una puerta y salió un hombre que escupió en la mano abierta del fraile. Y éste le dijo: «Esto es para mí, ahora deme limosna para los pobres del orfanato», mientras seguía tendiendo la mano, como un receptáculo, y esperando, a pesar de todo, recibir algo para poder volver a darlo. Subrayémoslo: se toma el cuenco del alimento con las manos, pero la concavidad de las manos ya es el primer cuenco. Las manos haciendo de cuenco recogen y contienen. Siempre la mano tendida o la mano haciendo las veces de recipiente o el abrazo: éstos son los gestos fundamentales de una filosofía del don. Como leemos en un poema de Salinas: «Se puede dejar a un ser entero en unas manos».21 Darse es servir a los otros de alimento, de compañía, de ternura o de cobijo. De ahí las casas de misericordia, las casas de caridad o los hospitales. La solidaridad tiene forma de casa. Una casa no hospitalaria no es casa. Y por eso una casa nunca se termina. La economía del don no persigue el progreso, sino la perseverancia y la repetición. Que todo el mundo tenga casa y alimento. También la palabra recoge y acoge como un cuenco. El gesto manual del don es cercano al del recoger. Gesto y movimiento de la existencia que no es de expansión ni tampoco de reclusión. Recoger es agrupar para guardar; dar acogida y refugio para salvaguardar y recogerse, no perderse ni dispersarse. Casar equivale a unir. Recoger y replegarse son gestos de quien dona. Donde Deleuze hace una filosofía de los pliegues, nosotros ensayamos aquí una filosofía del repliegue, que no es una variación de aquélla sino una alternativa. Los pliegues no suelen tener centro; el repliegue, sí. Los pliegues proceden de los planos y permiten pensar la multidimensionalidad; el repliegue, de la acción de replegarse. Los pliegues son composición; el repliegue, sencillez. Los pliegues, exterioridad; el repliegue, apartarse («apartamiento», retirada). El repliegue es, a la vez, prólogo y epílogo del don.

METAFÍSICA DE LA CASA A lo largo de la historia del pensamiento occidental, los metafísicos—tanto los que se han centrado en la teoría de los primeros principios del ser como los que han querido interpretar el movimiento del espíritu absoluto—han hecho pocas concesiones a los legos. Si en una hipotética entrevista con uno de estos metafísicos se le propusiera iniciar una reflexión filosófica a partir de la siguiente afirmación: «El tejado deja que el temporal pase y amaine y protege a los que buscan cobijo en él», es posible que exclamase: «¿Y qué tiene que ver esto con la metafísica?». La metafísica ha buscado la permanencia sin detenerse en el cobijo (éste se vería como algo «meramente» relativo a la circunstancia humana). La substancia, el ser participado, la metafísica de los mundos posibles, el eterno retorno… tienen un común denominador: la permanencia sin cobijo. Pero ¿hay otra posibilidad para la metafísica? ¿La puede abrir el prestar atención al hecho de que la permanencia humana es la permanencia protegida? La metafísica se hallaría entonces con la casa, abrigo de la existencia. Y seguir la pista. La palabra hebrea bavith y la palabra árabe bait significan ‘abrigo’ y ‘casa’. Observando esta raíz etimológica, José Ángel Valente compuso un bellísimo escrito titulado Bet, donde leemos: «Casa, lugar, habitación, morada; empieza así la oscura narración de los tiempos: para que algo tenga duración, fulguración, presencia: casa, lugar, habitación, memoria: se hace mano lo cóncavo y centro la extensión…».22 Con la casa, la metafísica de la substancia podría dejar paso a la del refugio, y entonces quedaría atrás la crítica nietzscheana de la historia de la metafísica como platonismo; crítica, en el fondo, a la idea de substancia. Pero bien sabemos que esto no ha quedado atrás. Hundida la metafísica de la substancia, parece como si nada quedara en pie, nada duradero y nada con sentido. La procurada permanencia del mundo metafísico se ha visto sustituida por la variabilidad y el cambio del único mundo. Mas con la idea de casa proseguiríamos de otro modo. Todas las casas son precarias puesto que son de este mundo: así pues, nada de aquel platonismo que Nietzsche critica. Y, sin embargo, la permanencia adquiere pleno sentido a partir de la experiencia de la casa. La metafísica postnihilista, retornando al origen, ha de empezar siendo una metafísica de la casa. Permanencia no gracias a la substancia y a la identidad, sino al abrigo y al cuidado. ¿Dónde nos llevaría

esta pista? El mortal debe resistir, aunque sea provisionalmente. Todo, desde lo más exuberante a lo más discreto, desde lo más fuerte a lo más frágil, todo está destinado a desaparecer; a quedar disuelto por el paso implacable del tiempo y a hundirse en la oscuridad. Todo, y también lo humano que posee el trágico don de lo que solemos llamar conciencia de la propia finitud. Morir, finir. Tal conciencia de la finitud, en absoluto obsesión, sino reflexión, no lleva a superación alguna. Lleva a la resistencia. Derrida la llama demeure, indicando tanto el lugar donde se permanece como la acción de permanecer, de persistir.23 Demorar es tanto retardar como permanecer en algún lugar durante cierto tiempo si se articulan ambos significados: permanecer en algún lugar retardando el final. El término procede del latín demorari, que significa ‘esperar’ y ‘tardar’. Según Derrida: «Hay siempre una idea de espera, de contratiempo, de retraso, de dilatación o de prórroga [tanto] en la demora como en la moratoria…». Y así, vivir es sobrevivir; sobrevivir no es un derivado de vivir, sino más bien al revés: «No sé si sobrevivir es un imperativo categórico, creo que es la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable».24 Sobrevivir es retardar el momento de la muerte, pero, a la vez, va más allá de la muerte. El sentido de la casa no sucumbe con la llegada de la muerte.

ACOGIDA La metafísica de la casa tendría que ir acompañada por una ontología de las formas, de las maneras, de los gestos. En las comunidades de asilo, de hospitalidad y de amor, la formas son esenciales, mucho más que las objetivaciones en tanto que contenidos y estructuras. Casa de palabras y de gestos. El gesto esencial se puede nombrar con el verbo amparar. Amparar significa ‘proteger parando o deteniendo algo’. El desamparo consiste en quedarse sin protección, sin ayuda o sin asistencia. La casa es la expresión más emblemática del amparar y del cubrir para proteger. Jan Patočka, el gran filósofo checo contemporáneo, hablando precisamente de los movimientos de la existencia humana, menciona la aceptación para poner de relieve que la acogida esencial es la que procede del

prójimo. El otro es la casa primordial: Así, desde el comienzo de su vida, el hombre se halla inmerso ante todo en el otro, arraigado en él. El arraigo en el otro media todas las demás relaciones. Primariamente es el otro quien se preocupa de nuestras necesidades […]. Son el otro y, en el vínculo natural, necesario y recíproco, los otros quienes nos ponen a cubierto y a cuya ayuda debemos que la tierra pueda para mí llegar a ser tierra y el cielo, cielo: los otros son el hogar originario.25 La existencia humana se inicia en la casa que es el otro. Así, el otro es el punto de referencia fundamental y el que posibilita los otros dos (cielo y tierra, o la orientación temporal y la espacial). El tú, la tierra y el cielo; con la prioridad del tú. «La introducción de la novedad en el mundo», que es como Hannah Arendt define el acontecimiento específicamente humano de la natalidad, no puede pensarse al margen de la acogida primordial. La acogida es condición de la existencia. Una vez dicho esto, se puede pasar a reflexionar sobre la tonalidad de tal acogida, sin perder nunca de vista que no se trata de un hecho relativo o puramente circunstancial. Hay que hacer notar la ternura y el cuidado de la acogida. A esto se le ha llamado—a pesar de los equívocos que puede suscitar—el carácter «femenino» de la acogida. Evidentemente, este carácter nada tiene que ver con la reclusión de la mujer en la privacidad de la casa (oikos), excluida de la excelencia del espacio público (polis). Pero sí tiene que ver con la maternidad y, ante todo, con la diferencia entre el sentido que vehicula el abrazo y el que vehicula el golpe (de hacha, por ejemplo). Los brazos de la madre son la primera cuna; la «masculinidad», trabajo sobre el mundo y expansión. El movimiento de la intimidad no puede ser, pues, ni colonialista, ni imperialista, ni totalizador. Tal vez, «por fuera» la casa sea rectangular, pero por dentro los ángulos tienden a convertirse en curvas. La curvatura del ángulo es la feminidad. El rectángulo sugiere resistencia ante las agresiones externas y evoca los instrumentos ofensivos, mientras que la redondez, en cambio, evoca el fruto, el vientre materno, la suavidad, la paz y la seguridad.

EXTERIORIDAD Y POLÍTICA La partida importante no se juega en el binomio intimidad-exterioridad. No se trata de que la resistencia sea un ejercicio de fortificación de la intimidad; ni de que el cuidado de sí sea un movimiento estrictamente centrípeto. La existencia es siempre, en el mejor de los casos, existencia expuesta, abierta e interpelada. La senda bidireccional intimidad-exterioridad es camino de existencia. Cortar el paso conlleva una disminución, un empobrecimiento, una pérdida. Por tanto, la cuestión no es interioridad o exterioridad, sino más bien qué tipo de tránsito, qué tipo de relación existe entre ambas. Una cosa es la fascinación consumista, donde el erotismo de la mercancía atrae a una intimidad predispuesta para la dispersión, y otra bien distinta la comunicación con los otros y la construcción de mundo. Así pues, resistencia íntima no alude a ninguna cerrazón. Son las aberturas, no las murallas, las que nos vinculan con la exterioridad. A casa se vuelve porque se sale. También por esto la filosofía del retorno a casa no da la espalda a la política. El retorno no es abandono de la política. De hecho, la política epidérmica a menudo se debe a la poca o nula resistencia íntima y se aprovecha de la debilidad de la casa. La proliferación de la autoayuda es paralela a la proliferación de la política cada vez más banal. Y ambas progresiones son debidas a la disgregación del sí mismo. Además, si bien el gesto de las manos al recoger se asemeja primeramente al del abrazo, también se parece al gesto que conforma y mantiene la comunidad. Urge repensar la comunidad. Pero ¿cómo hacerlo más allá o más acá de la unidimensionalidad neoliberal, de la abstracción comunista y de las restricciones del comunitarismo? La casa y el don (o la generosidad) son un buen punto de partida, y el movimiento de recoger y de juntar (ayuntamiento o casa del pueblo), el eje articulador.

CASA DEL ALMA Como veremos en el último capítulo, la casa corresponde al ayuntamiento humano. Tiene cimientos y ventanas: los cimientos y el sótano la ligan a la tierra, mientras que las ventanas y la buhardilla, al cielo. La casa une tierra y

cielo. Pero el ayuntamiento humano es, principalmente, cobijo. La casa es como una palabra de consuelo y calienta cuerpo y alma. Por eso, la nostalgia —y la esperanza—más profunda es la del universo sumergido de la infancia y del hogar. Tengo para mí que, en este tema, se buscarán en vano unas palabras más inspiradas que estos versos del poema «Resurrección», de Vladimir Holan: ¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos un día aquí al estruendo terrible de trompetas y clarines? Perdona, Dios, pero me consuelo pensando que el principio de nuestra resurrección, la de todos los difuntos, lo anunciará el simple canto de un gallo… Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento… La primera en levantarse será mamá… La oiremos encender silenciosamente el fuego, poner silenciosamente el agua sobre el fogón y coger con sigilo del armario el molinillo de café. Estaremos de nuevo en casa.26

IV ELOGIO DE LA COTIDIANIDAD: LO SENCILLA QUE ES LA VIDA Imaginemos que, por una vez nada más, la fortuna nos sonriera brindándonos el regalo inestimable de un encuentro con una criatura angelical. Seguramente la actitud amable de semejante criatura invitaría a una conversación tranquila, sin prisas ni precipitaciones. Los buenos diálogos, los que lo son de veras, son impredecibles; todo depende de las palabras iniciales y de la capacidad para escuchar. Aun así, en esa situación improbable, una radical inquietud habría de surgir en un momento u otro; quizá, con la conversación ya avanzada, el mortal expresaría su preocupación por el sentido de la vida y por el problema del mal y del sufrimiento. Ejemplos literarios de ello los tenemos en la obra teatral El visitante, de EricEmmanuel Schmitt, o en Lo que tal vez ocurrió, de Joan Oliver. Pero, como decíamos, si la conversación entre alguno de nosotros y el ángel fuese distendida y larga, sería verosímil—si algo verosímil pudiese haber en tal situación—que cada uno de los interlocutores se interesara por la vida que lleva el otro. Tal vez el ángel, ante la curiosidad del mortal, le contaría algunas cosas celestiales, nunca vistas sobre la Tierra. Y cuando, en merecida reciprocidad, le llegase el turno al mortal, ¿qué podría decirle éste al ángel para mantener su interés? Quizá al principio intentaría relatarle algún acontecimiento extraordinario vivido por él, o referirle visitas a lugares singulares de nuestro planeta, pero, al cabo de un rato, y advirtiendo que así se anda lejos de alcanzar lo deseado, caería en la cuenta de que, para el ángel, lo más interesante quizá fuera lo que para nosotros es lo más conocido y ordinario. La sencillez de nuestra vida cotidiana sería, a ojos del ángel, lo más «extraordinario». Justamente esto es lo que recomienda bellamente Rilke en

la novena de las Elegías de Duino: Alaba al ángel el mundo, no el indecible: ante él no puedes presumir con lo esplendorosamente percibido: en el todo del mundo, donde él siente más hondo, tú eres un novato. Por eso enséñale lo sencillo, que, formado a través de generaciones, como cosa nuestra vive junto a la mano y la mirada. Dile las cosas. Quieto estará, con estupor, como tú estabas viendo al cordelero en Roma, o al alfarero en el Nilo.27 Ésta es la clave: «Enséñale lo sencillo». Algunas veces tendríamos que desdoblarnos para ser el ángel que escucha y mira, como por primera vez, la sencillez de nuestra vida cotidiana indicada con el dedo y narrada por nosotros mismos. Evitemos buscar siempre lo extraordinario, admirémonos de lo simple y llano y aprendamos a apreciarlo porque, desde cierto punto de vista, es lo más sublime de todo. He ahí la lección. La tenemos al alcance de la mano y, quizá por eso, sea paradójicamente una de las más difíciles. Para quienes no puedan prescindir de los libros, Chéjov y Kierkegaard (que habla de lo sublime en lo mundano) son muy buenos maestros para impartir esta lección. Apropiarnos (y no en el sentido de la posesión) de la cotidianidad y de la sencillez de la vida, de alguna manera, «nos salva». Y aunque con esto ya estaría dicho todo, vale la pena avanzar paso a paso. Si nos atenemos al significado de la propia expresión, la vida cotidiana es la vida que se vive la mayoría de los días y, así, la característica de la cotidianidad es más bien la repetición y la rutina; pero no exactamente la repetición de lo idéntico (al final siniestro e insoportable), sino la repetición de lo similar, en una especie de síntesis entre lo ya conocido y lo ligeramente nuevo. Una pareja puede tener un hijo. El día del nacimiento será, a buen seguro, un día muy especial y extraordinario, pues no todos los días se tiene un hijo. Pero a partir de este momento, el hijo estará presente todos los días en la vida de la pareja; formará parte de su cotidianidad. Por ello se habla a veces de la «carga» de los hijos, no sólo en el sentido de la inmensa atención que requieren, sino también porque, aunque quisiéramos—que no es nunca el caso—, no es posible librarse ya de ellos. El hijo estará ahí todos los días,

pero, efectivamente, no todos los días de la misma manera. La cotidianidad es una especie de síntesis en la que cierta variación va apareciendo e integrándose. Tal es la razón por la que, para caracterizarla, no resulta acertado hablar de «mera rutina» o de «mera repetición». En el «cada día» y en el «un día tras otro», hay contraste, la citada síntesis de lo conocido y lo nuevo y, también, una discreta esperanza. Los contrastes son evidentes: días laborables y días festivos; esfuerzo, cansancio y respiro, descanso; tener los pies en el suelo y ensueño. Sólo el día festivo convierte la vida diaria en diaria. Y el día festivo entra a su vez en la normalidad y lo cíclico. Un día festivo enlaza con el siguiente y ambos determinan la vida diaria en el intervalo; no es tiempo muerto, sino el momento de alivio que confirma el trabajo cotidiano; es como la escuela para la vida diaria y el paréntesis vacacional apto para pensar, recogerse, distraerse, respirar y gozar. El día laborable, en cambio, expresa el tiempo como tiempo de dificultad: el hombre despierta y tiene ante sí las labores del día. El mismo contraste se da entre día y noche. La noche y el descanso son una invitación para distenderse y abandonarse al sueño. El sueño es descanso y liberación de la pesadumbre y del desgaste diurnos. Aunque en alguna ocasión pueda haberse relacionado el suicidio con el deseo de dormir y de soñar, la diferencia es muy grande: la liberación en el sueño es, ante todo, recuperación para el mañana. Más allá de la relación con el binomio esfuerzo-descanso, el contraste tiene aquí que ver con el protagonismo. Si bien eres tú quien afronta el día—aunque respondiendo a lo que el día reclama—, de noche tú no eres ya quien conduce la nave: te conducen. Sigues respirando, pero es como si la vida fuese la que te respira o respira por ti. La noche te circunda y te absorbe. Luego vendrá de nuevo el alba y te despertará. Entonces comienza el día y comienza el yo: porque el yo tiene quehaceres. Por la noche no hay tiempo. El tiempo empieza con el día, al «mismo tiempo» que el esfuerzo y que el pautado movimiento del yo. Los contenidos del día tienen que ver, efectivamente, con el esfuerzo y el trabajo, pero también con la satisfacción de las necesidades y con el mantenimiento de las relaciones humanas. Y en todo esto se da el contraste entre dificultad y satisfacción. Hay placer en satisfacer las necesidades básicas: en comer, en descansar, en mantener relaciones sexuales; lo hay también en las conversaciones, en la convivencia, en las distracciones… Y,

del mismo modo, la dificultad no pertenece sólo al trabajo, sino que también está asociada a los conflictos relativos al reconocimiento y a la competencia con los demás, a la decepción por las expectativas abiertas y no alcanzadas, etcétera. Hay una dificultad ligada al instante: como si cada momento requiriese un pequeño esfuerzo que, por acumulación, diese la nada despreciable fatiga del día. El movimiento de la existencia no se despliega sin esfuerzo; es como si el tiempo fuera denso, como si el plano estuviera siempre ligeramente inclinado y hubiese que subir. Cuesta moverse, llenar la jarra de agua y soportar las mentiras del contexto, e incluso cuesta respirar. Cuesta sobre todo el día a día de la enfermedad, de la opresión y de la miseria. La huida o la evasión se explican, en parte, por toda esta serie de dificultades. A la repetición, el contraste, el gozo y la dificultad que caracterizan la cotidianidad hay que añadir el punto más decisivo de todos: la proximidad. Pero preguntémonos antes a qué se debe que tan a menudo se haya considerado la vida cotidiana como una vida de segundo orden. Uno de los factores es, sin duda, el impulso romántico, con su exaltación de la vida excepcional, en forma o en intensidad. El héroe romántico—se dirá—puede morir joven, pero por lo menos ha sabido sobresalir y escapar de la medianía anónima del común de los mortales. Hoy, afortunadamente o no, ese modelo romántico ha ido a menos, aunque, a pesar de ello, no ha sido sustituido por la justa atención a la vida cotidiana. En la sociedad de la apariencia, la gente suspira por el éxito mediático, o por la vanagloria del pequeño, o no tan pequeño, poder jerárquico, mientras la vida corriente sigue siendo menospreciada. Los modelos sociales tradicionales eran elitistas, así como los románticos, y ahora también los mediáticos (se requiere todavía a una multitud más numerosa para aplaudir a los famosos). Salvo algunas excepciones, tampoco el discurso filosófico contemporáneo ha ayudado mucho a subrayar la valía de la cotidianidad, más bien al contrario. Heidegger ha contribuido decisivamente al descrédito de ésta. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto porque, como siempre, el diálogo con el maestro alemán puede enriquecer nuestro propio planteamiento. Ser y tiempo lleva a la identificación entre cotidianidad, indiferencia y caída en la inautenticidad y la impropiedad. Tal vez una lectura algo más exigente y meticulosa deba matizar un poco más, ya

que Heidegger afirma también que la indiferencia de la cotidianidad del Dasein es un carácter fenoménico positivo de este ente, puesto que es el punto de partida y de retorno de toda forma más auténtica.28 La cotidianidad, según Heidegger, no sería un fenómeno accidental que pudiera dejarse atrás, sino un fenómeno constitutivo y básico a partir del cual es posible no obstante un movimiento más apropiado, más propio: el movimiento de la existencia. Queda claro que en este esquema la cotidianidad representa la parte más deficitaria; por ello le atribuye Heidegger la indiferencia, la medianía y el anonimato. En la cotidianidad nadie es propiamente un sí mismo, es decir, alguien que hable y actúe desde sí y para sí mismo, sino que lo que cada uno hace y dice tiene mucho que ver con lo que se suele decir y lo que se suele hacer. Así, Heidegger afirma que, en la cotidianidad, el sí mismo del Dasein es uno mismo, y no el sí mismo propio, es decir, el sí mismo asumido expresamente. Hay, pues, algo de mí mismo que he de asumir para ser propiamente. La cotidianidad es un permanecer en la cotidianidad, precisamente por no haberse enfrentado a ello. La imperiosa conveniencia de salir de la cotidianidad se pone de manifiesto en este fragmento en el que, además, se habla de una doble posibilidad de sucumbir: «El Dasein puede “padecer” sordamente la cotidianidad, puede hundirse en su oscura pesantez, o bien evitarla buscando nuevas distracciones para su dispersión en los quehaceres».29 Si bien la apropiación es una salida de la cotidianidad, hay otra puerta de acceso mucho más fácil: la evasión. Una doble vía para no «superar» la cotidianidad: hundirse en ella o evadirse de ella. La segunda es como una especie de incremento de la dispersión, de dispersión sobre la dispersión. Pero ¿de qué debemos evadirnos? Hay algo que ya se da en la vida cotidiana que es nuestro modo fundamental de ser y que podemos o bien afrontar para apropiárnoslo, o bien soslayar. Como ya se ha dicho, Heidegger cree que se trata de nuestro serpara-la-muerte, y asumirlo significa profundizar en la conciencia de nuestra mortalidad. No somos ninguna cosa, ni nada que podamos pensar bajo la categoría de substancia. En realidad, el mundo de las cosas no conoce la muerte, sólo la transformación. La conciencia de la muerte es la conciencia del final y de la nada de la existencia. La conciencia nos llama a ser-para-lamuerte, que es lo mismo que decir que nos llama a la existencia, o lo mismo que decir que nos llama a ser propiamente. Esta conciencia contrasta con la

«caída», que consiste en considerarse una cosa entre cosas. Caído significa estar en medio de las cosas, abrigado y protegido por ellas (por las cosas, por las costumbres, por todo lo que llena y pauta la vida cotidiana). Pero la angustia rescata al hombre de su caída y lo conduce precisamente a lo inhóspito, fuera de casa (Umheimlichkeit). Ocurre como si al Dasein la revelación de su ser-para-la-muerte ya se le diese, de alguna manera, en su forma cotidiana de ser. Y, por este motivo, puede huir intensificando la dispersión, evadiéndose: «Arrojado en el estar vuelto hacia la muerte, el Dasein, inmediata y regularmente huye de esta condición de arrojado, que con mayor o menor explicitud le está desvelada».30 El estar arrojado (Geworfenheit) está esencialmente relacionado con la muerte; no es el estar arrojado en el mundo (lo que sí es afín al planteamiento de Ortega). La caída, que es como habitar entre las cosas, es una huida del estar arrojado; de manera que no huimos de lo inhóspito del mundo, sino de lo inhóspito de nosotros mismos. Hay diversas formas de huida. Una de ellas es la curiosidad, consistente en querer ver, pero no querer ver para comprender más o mejor, sino querer ver algo para perderlo de vista enseguida y continuar buscando novedades. En este caso la curiosidad y la novedad equivalen a la incapacidad para serenarse, a la continua huida hacia adelante. En esto, evidentemente, no podemos discrepar con Heidegger: la evasión no es evasión del mundo, sino del propio yo, de la nada que soy, del ser de final que soy. A esta nada la hemos llamado también abismo. La diferencia con Heidegger consiste en tomar la cotidianidad no como caída, sino como respuesta inherente al abismo, lo cual significa que con cotidianidad no aludimos a lo mismo y que la divergencia es básicamente terminológica. De hecho, para nosotros asumir la propia existencia, hacernos cargo de ella, no quiere decir que debamos alejarnos de la vida cotidiana. ¿Qué quiere decir, entonces? Tampoco puede significar dejar el mundo de las cosas; asumir la propia existencia más bien consiste en relacionarnos con el mundo sin dispersión, habiendo asumido el todo de la existencia, sabiéndonos finitos y dejando aparecer las cosas a la luz de esta misma finitud. A esto, Heidegger, en la Carta sobre el humanismo, lo llama «claro» (Lichtung), espacio abierto en el que se presentan las cosas. El éxtasis de la existencia consiste en ese claro, gracias al cual experimentamos precisamente la proximidad con las cosas; se trata de una proximidad que no es ya sólo la de

la utilización, ni tampoco la ofrecida por la contemplación, sino la proximidad de la compañía que reúne. La mesa y la ventana y el campanario nos acompañan, pero no nos sentimos como una cosa en medio de otras, sino como la existencia que las reúne. Ya hemos anticipado que nosotros no hablaremos de claro sino de ayuntamiento. Sin embargo comparto con Heidegger la atención a la proximidad, que tomo para definir la cotidianidad. Proximidad reveladora— como acabamos de decir—, pero a la vez orientadora. Proximidad de las cosas, de la tierra, del cielo y sobre todo, del tú. La centralidad del otro en el horizonte del poniente y en el del levante. «Perder el norte» es perder esta orientación fundamental: el día y sus siluetas vecinas, los gestos y las palabras cotidianas y, principalmente, el rostro del otro que nos escucha. La desorientación es la pérdida momentánea de todo ello. No sólo es un «¿Dónde estoy?» espacial. Respecto a lo más grave, la primera proximidad es indispensable. El fondo—o el trasfondo—de la existencia no permanece escondido más allá de la proximidad, sino en ella, en su seno. La proximidad no es una huida de lo inhóspito propio; la proximidad es una estancia que no evita ni lo inhóspito (el abismo) ni la angustia que lo revela. Este fondo propio pero inquietante queda en parte amortiguado por el carácter aterciopelado de la proximidad y por la cálida piel del prójimo. Nuestro existir es un permanecer en la proximidad, cuidando más que dominando. Acompañar y cuidar son expresiones de la proximidad, y ésta, a su vez, resulta ser el carácter más distintivo de la cotidianidad. ¿Tanto nos hemos alejado de Heidegger? No. Su pensamiento también terminará siendo un esfuerzo continuado e incansable para ir hacia la proximidad. En este sentido, resulta muy elocuente su alusión a una escena. Se trata de la cita de un texto de Aristóteles que, a su vez, se refiere a Heráclito: Se cuenta un dicho que supuestamente les dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando ya estaban llegando a su casa, lo vieron calentándose junto a un horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo porque él, al verlos dudar, los animó a entrar invitándolos con las siguientes palabras: «También aquí están presentes los dioses».31 Los forasteros esperaban encontrar a Heráclito (como sabio tan notable

que era) en una situación bien especial, acorde con su excelencia, y he aquí que, por el contrario, lo encontraron en una de las situaciones más habituales: calentándose junto al fuego. En ese momento es como si los forasteros se quedaran decepcionados: esperaban algo extraordinario y se topan con algo cotidiano. Iban a ver a Heráclito como quien hoy va de turista a un país exótico, con avidez de novedad, de cosas sorprendentes (y dignas de ser contadas más tarde), y descubren una escena de lo más normal. No se dan cuenta de que la sabiduría de Heráclito nada tiene que ver con situaciones ni con poses raras. No son capaces de advertir lo que oportunamente les indica Heráclito: que en esa proximidad cotidiana anida también lo más admirable; que también ahí se trasluce lo divino. La diferencia entre Heráclito y los forasteros consiste en que, mientras que el primero es capaz de captar el calado de la cotidianidad porque ha asumido expresamente la propia finitud, los segundos, no. Buscan «fuera» y lejos lo que, por el momento, son incapaces de ver. Y no es que los sabios, como Heráclito, no viajasen. Podían hacerlo, evidentemente, pero entendiendo y viviendo el viaje de otra manera. ¿A qué se parece la agitación actual? Se vuelve a la manía de viajar que responde al afán de novedad. ¿Cuántas veces ocurre que se va lejos para terminar sin ver nada, o para continuar con la charlatanería vacía, o para olvidar nuestra condición, o por aburrimiento y porque no se sabe qué hacer para huir de uno mismo, o para buscar una ilusoria libertad…? El malestar contenido de la inmanencia sin proximidad promueve esta agitación, y he aquí que cuanto más nos movemos más nos alejamos del mundo y de la vida. Subrayémoslo: la apropiación de la cotidianidad es lo que aquí entendemos por cotidianidad. Ahora bien, esta apropiación es un esfuerzo. Heráclito calentándose junto al horno representa la apropiación de la cotidianidad y su reivindicación. La apropiación de la cotidianidad significa también la revelación de lo originario; la revelación que se da al compartir el pan. Para los que vuelven a casa y se sientan alrededor de la mesa se hace presente lo más sublime. Lo que no tiene nombre, lo más originario de lo originario, se revela en el momento de la repetición comensal. Hannah Arendt, en La condición humana, ha hablado de la repetición de la labor como de lo que hay que hacer para satisfacer las necesidades cíclicas de la vida. Analiza con ello la futilidad de las cosas que se consumen. Al ser comida, la manzana se consume, y lo mismo ocurre, por definición, con todos

los demás alimentos y cosas destinados a satisfacer nuestras necesidades. Nada que añadir, si no fuese porque, si el análisis se detiene ahí, no se alcanza ni de lejos la profundidad de lo cotidiano. Los bienes de consumo como tales poco tienen que ver con la proximidad. En cambio, cuando Arendt habla de las cosas como bienes de uso, de la mesa y de la casa, sí indica cuánto contribuyen a nuestro proceso de identificación (lo que nos rodea ayuda a identificarnos a nosotros mismos). Con todo, no se presta suficiente atención a lo más esencial: lo originario vinculado a la proximidad. Arendt no puede explicar que lo que divisamos cada día por la ventana o el olor que sentimos al sentarnos a la mesa sean acontecimientos de lo originario, y donde lo humano lo es más propiamente. No nota el misterio que la cotidianidad esconde. Dice Arendt: es la mesa la que dura (algunas de las cosas construidas por los mortales duran más que sus cortas vidas, y por eso los humanos se identifican con sus obras). Es verdad, pero todavía dura más el gesto de compartir. Nada dura más que la repetición cotidiana. Arendt cree que el mundo de las cosas sostiene, por lo menos en parte, la fugacidad y el cambio de la vida de los mortales. Ciertamente. Pero la sostiene porque de tal mundo, aun con más gravedad, forma parte el gesto cotidiano. No es la mesa, sino nuestro brazo que en ella se apoya una y otra vez, y nuestras manos que una y otra vez parten el pan y pasan la sal. Compartir mesa es compartir la comida, pero ésta va más allá de la función fisiológica de comer. En la mesa, los comensales también se alimentan de gestos y palabras. La comida tiene un riquísimo sentido simbólico. No es casual que en el cristianismo el símbolo supremo sea el de la eucaristía, la cena ritual para rememorar la acción de Cristo. Pero tampoco es casual que, en muchas utopías, nuestro imaginario se emancipe del conflicto, de la escasez y de la muerte con la figura de la comida. De acuerdo con Heidegger—comentando a Hölderlin—todo lo que se sostiene ha de tener raíces. Ahora bien, ¿qué tipo de raíces? El enraizamiento telúrico heideggeriano es tan sólo una de las posibilidades, desgraciadamente enturbiada por las referencias a la sangre y a la tierra de sus vergonzosas cartas y discursos de los tiempos más sombríos. Sin embargo, es posible pensar otro tipo de enraizamiento: el enraizamiento en el día y sus gestos, el enraizamiento en la compañía cotidiana, el enraizamiento no en los elementos impersonales, sino en la calidez humana.

Al ángel, pues, «muéstrale lo sencillo». No será necesario que te esfuerces; le costará poco darse cuenta de la maravilla de la vida cotidiana, e incluso tal vez envidie la proximidad y la sencillez que le son propias. La proximidad a las cosas y a los otros no se aviene con las abstracciones. Resulta curioso que, hoy más que nunca, andemos faltos de concreción. De ahí que sea imperioso un nuevo materialismo: el de las manos que toman y tocan; el de los olores que sentimos y el de los colores—fuera de las pantallas —que vemos. Casi equivalente al esquema marxista: sin las manos, las figuras de la imaginación se convierten en tan abstractas que pierden su significado. El materialismo del que andamos faltos no es el teórico—casi contradictorio en sus términos—, sino el más concreto y, por tanto, el más verdadero de todos. Si no lo recuperamos, entonces la era digital sí será, sobre todo, la era de la evasión, el opio renovado para el pueblo. En forma imperativa se podría decir: «Por favor, tocad tanto como podáis». Tocad la tierra, los troncos de los árboles, las piedras, la fruta, los cuerpos deseados…, acariciad el aire y abrazad a los hijos y agarrad las mantas y haceos la comida. Tal vez Heráclito, cerca del fuego, aprovechase para cocer un par de sardinas y tostar una rebanada de pan; el placer del primer mordisco venía precedido por el olor que el pescado desprendía desde las brasas. Éste es el auténtico materialismo de las cosas. Sencillez no equivale a banalidad. El verdadero valor de la vida cotidiana no resulta de un concurso de fotografía, ni de ninguna mirada estetizante. Lo que llena el día a día, así como el paso de los meses y de los años, podría considerarse de poca monta, mediocre, en nada sobresaliente, como una vida muda, «materialista», de vuelo raso… Pero esta manera de ver sería, en realidad, corta de miras. No sólo porque es posible hacer un análisis serio de todas las excelencias (fama, notoriedad, honor…) y descubrir en ellas mucha banalidad y apariencia, sino también porque hay una indiscutible dignidad en la vida sencilla de la gente. ¿Acaso ganarse el pan cotidiano es un esfuerzo menor que la creación artística? Las tareas diarias del panadero, del mecánico, del médico… tienen un contenido más despreciable que el de la creación cultural? La mediocridad reside en toda pretensión de excelencia que, sin embargo, no se desapega de la banalidad: la fama efímera, las teorías esnobs, la propaganda… A la pregunta: ¿cuál es la mejor manera de vivir?, cabe responder que la

vida entregada a la aventura, o la vida política (como decía Arendt); o la vida contemplativa (como consideró buena parte de la tradición griega y cristiana). Pero, a veces, hay un tipo de altura que necesariamente es elitista: ya habrá quien se ocupe de las labores más «bajas», como sucede, entre otras, con la esclavitud. Afortunadamente, muchos de nosotros hemos podido conocer un tipo de cotidianidad que podría ser candidata a «la mejor manera de vivir» y que, además, nada tiene de elitista. Una cierta plenitud de la vida corriente está al alcance de mucha gente y va en dirección opuesta a la lógica de la propiedad, del poder o de la fama. En efecto, la primera no se agota por el hecho de que la mayoría opte a ella, mientras que las otras son lógicas excluyentes: sólo una minoría puede aspirar a alcanzarlas. La riqueza, el poder y la fama son siempre minoritarios. Y a eso cabe aún añadir otra diferencia importante: la ética de la vida corriente no lo es de la apariencia, mientras que el poder, la riqueza y la gloria se cifran a menudo en la apariencia; denuncia en la que coinciden los estoicos, Agustín y Pascal, todos ellos siguiendo la siempre viva exhortación socrática: Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte por cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores y, en cambio, no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?32 La lógica del cuidado del alma es «democrática» (o quizá sea mejor llamarla «popular»); está al alcance de todos. Fijémonos, en cambio, en la lógica de la acción política tal como la concibe Arendt: que lo único que pueda dar esplendor a la vida sea la palabra pública digna de recordarse lleva directamente a la distinción entre los pocos y los muchos (a los que nadie recordará); y también al modelo clásico de la vida contemplativa que desembocará en el modelo monacal de la vida religiosa. Precisamente la Reforma protestante llevó a cabo una crítica de la vocación monástica como vida superior. Según los protestantes, no existe una dedicación especial, de la misma manera que tampoco hay un solo tipo de lugar sagrado. Por lo menos en teoría, la Reforma protestante, al criticar la superioridad de las mediaciones en sí mismas, revaloriza la vida corriente. Por eso, cuando en este escrito aludimos al modelo monástico no presuponemos la superioridad

de la vida contemplativa, sino al contrario, lo hacemos para mostrar una forma de vida que articula la contemplación con el trabajo, a menudo manual, del día a día. Finalmente, tampoco hay que dudar del mérito de la creación artística, tan sólo hay que tener en cuenta que también el sentido común es un buen artista, de los mejores. Y el gesto cotidiano, aparentemente trivial, contiene una fuerza que viene de muy lejos y que le hará perdurar. Si el tiempo es la criba que sólo deja pasar lo que de veras vale, el gesto cotidiano encabeza la lista. Se trata de la excelencia sabia, misteriosa y artística de la sencillez. La sencillez de la cotidianidad bebe de un saber muy especial; de un saber discreto vinculado al gesto, realmente admirable y que rehúye la sistematización. Es muy recomendable, en este sentido, el bellísimo ensayo Cuatro lecturas sobre Zhuangzi, de Jean-François Billeter. Mirar bien lo que hacemos cuando hacemos algo nos acerca a la suprema forma de conocimiento que entraña el gesto. Pastor, carnicero, campesino, cerrajero, masajista…: todos ellos son oficios sabios, de la sabiduría del gesto conformado a través del paso de los días y de la experiencia adquirida. La sabiduría no se improvisa: la complicidad de la mirada del pastor a su perro, el golpe de martillo sobre el hierro candente… La madurez sapiencial se revela cuando el gesto es totalmente obediente a la cosa. A esto no cabe llamarlo «objetivismo» (ya que éste procede más bien del haberse alejado de las cosas). En la sabiduría del gesto se da una continuidad entre el cuerpo (la «subjetividad» del cuerpo) y la «coseidad» de la cosa. Sintonía, obediencia y destreza son una misma cosa. «Hacer las cosas bien», se dirá. Todo depende de cómo se hagan las cosas. Vivir según el Cielo, como dice Zhuangzi, o seguir la voluntad de Dios, según algunos autores cristianos, indican lo mismo. Todo reside, repitámoslo, en el cómo. Ved lo afortunada que es la frase de Joseph Hall (obispo y escritor inglés de la primera mitad del siglo XVII): «Dios gusta de los adverbios». La densidad de la vida, añadimos ahora aquí, reside en los verbos y los adverbios. Y no es necesario participar de ninguna ofensiva postmoderna antisubstancialista para sostener esta afirmación; basta con prestar atención a la experiencia. A una parte de este saber se le ha llamado «sentido común», aliado natural de la vida cotidiana. Se le llama común porque se presupone en todos, pero tal vez sería mejor llamarlo sentido cotidiano, porque está forjado en

cada uno de nosotros por el sereno paso de los días. Y precisamente por ello, por esta génesis diacrónica, es tan orientador. No puede ser banal y no se agota en la dimensión pragmática. También es «existencialista»: sabe que cada día es el último y por eso valora el hoy y lo cercano. Si cada día es como el último, hay que cuidar lo que tenemos a mano, en una especie de carpe diem nada precipitado ni egocéntrico. Es un error identificar la oportunidad con lo excepcional; cuando así se hace, la frustración está asegurada. Hay que identificarla con el día a día. Y, junto con el sentido común, el lenguaje ordinario. A la sombra del nihilismo, siempre persistente, la atención al lenguaje ordinario es motivo de orientación, cosa que, en cambio, se da poco en los lenguajes especializados de las nuevas ciencias humanas y sociales, y menos aún en los de las «neurociencias». Los ejercicios intencionadamente extremos de la filosofía (como las Meditaciones metafísicas de Descartes) hallan su contrapunto en la vida normal y en el sentido común y el lenguaje que le son propios. El ejercicio es plenamente lícito, siempre que no menosprecie el punto de partida. Cuando esto ocurre, y se llega a una especie de enquistamiento en la abstracción, entonces hay que hacer lo que recomienda Witggenstein: «Nosotros reconducimos las palabras de su uso metafísico a su uso cotidiano». El movimiento puede ser perfectamente retomado en un sentido y en otro, con la condición, insistimos, de que en ningún caso el mundo del sentido común—que es, en terminología ya fijada por la filosofía contemporánea, el Lebenswelt (mundo de la vida)—se olvide, dado que la base de todo no es sino este mundo. El lenguaje familiar, que nos permite hablar de lo que vivimos, es el punto de partida del pensamiento y de la creación. Poder hablar supone alejarse de la confusión y de lo indiferenciado, y esta primera salida no es categorial, sino existencial. La virtud del sentido común consiste en que, pidiendo muy poco a cambio, ayuda a corregir las desviaciones del pensamiento abstracto. Lo explicaba muy acertadamente Mendelssohn en uno de sus intercambios con Lessing: «Donde quiera que la razón se aleje del buen sentido común, o se desvíe y corra el peligro de ir por mal camino, el filósofo no creerá en su razón…»; en contraste con argumentos demasiado rebuscados y con discursos pedantes, tendríamos «las afirmaciones y juicios de un sentido común sencillo y bien fundado que contempla las cosas correctamente y reflexiona con calma». Pero nuestro

maestro para la reivindicación del sentido común es Franz Rosenzweig. Ante el final de la filosofía, que según como se mire representa la respuesta hegeliana a la pregunta «¿Qué es todo?» y que afirma que el todo es el devenir del Espíritu Absoluto, Rosenzweig reclama la sabiduría del sano sentido común; sabiduría que recomienda—a quien padece el mal de las abstracciones—volver al curso de la vida, del cual se ha alejado demasiado artificiosamente: Pues precisamente lo que a la larga no puede ser es negar lo cotidiano a favor de unos sublimes sentimientos cualesquiera, que serían mucho más «auténticos» que la seca realidad. El tráfago terreno consigue imponerse. Y junto con él nuevamente la natural articulación de la vida, el poder de los acontecimientos, justo esa pujanza del vivir cotidiano con sus siempre renovadas pequeñas tareas y sus nombres que permanecen.33 Rosenzweig ha sabido poner de manifiesto que la capacidad curativa del sentido común consiste en tomarse seriamente tanto el tiempo—los acontecimientos de la vida—como los nombres propios. Para la curación se propone «volver» a la vida y, como él dice, a las exigencias del día. Si nos hemos apartado de la vida es por miedo a la muerte. Pero la muerte no nos la podemos ahorrar, por mucho que nos queramos detener o situar en un plano especial (sumergidos en una intemporal meditación metafísica, en cuyo cenit llegaríamos a la conclusión de que, en el fondo, todo es Uno). El sentido común sabe que la principal de las verdades se da cada día, es decir, que la verdad no está ni detrás como fondo, ni detrás como final. La verdad es la verdad de cada cosa, y de cada cosa a su tiempo, y del presente que se nos da y que se nos va. De ahí el peligro de quedarse quieto y abrir desde la quietud la puerta de la abstracción, lo cual lleva a desesperarse, precisamente porque en tal detención intemporal nada viene, nada se manifiesta; uno mismo se encierra y enferma. El infierno indicaría el cierre definitivo.34 También la desesperación se debe a una especie de cierre. No hay otro remedio que el de «salirse»—literalmente—, volver a la cotidianidad. Y así lo decimos: «Tienes que salir de aquí». La enfermedad es la cerrazón y, de algún modo, el cierre del tiempo (como si nada ocurriese ni pudiera ocurrir ya). Volver al día a día es volver a la vida; es redescubrir la oportunidad del día a día, y sus

demandas e invitaciones: he aquí la suerte de poder volver a la normalidad (también en términos políticos: del estado de excepción a la normalidad). Volver a la normalidad, volver a la cotidianidad es una bendición. Y supone precisamente recuperar el norte y una cierta confianza. Después de aludir a los verbos y a los adverbios, llega ahora el turno de los nombres; también ellos se revelan decisivos en la vida cotidiana, principalmente los nombres propios de las personas. La vida fluye, todo cambia y nada permanece. Si verbos y adverbios, en el lenguaje coloquial, manifiestan la sabiduría de la acción, los nombres son deudores y pretendientes de la proximidad. De dirigirse a las personas en genérico a hacerlo por el nombre propio hay un buen trecho. Pronunciar el nombre propio es como mirar a los ojos: en un momento determinado sólo puedes pronunciar el nombre de una persona o sólo puedes mirar a los ojos de una persona. Los nombres—junto con toda palabra que ampare, como veremos más adelante—son la modalidad lingüística de la proximidad. El sano sentido común está cerca de las cosas que pasan pero, sobre todo, del acontecimiento del otro concreto y único; y fijémonos, en cambio, en lo mucho que le cuesta al discurso filosófico (y más todavía a todos los demás discursos científicos) hacerse cargo de este acontecimiento. En el día a día tiene lugar el trabajo para ganarse la vida y tiene lugar, también, la satisfacción de las necesidades. Hay contenidos del día a día que no son mediaciones, que no están ahí para llegar a otra parte, sino que satisfacen por sí mismos. Eso hace que el día a día sea camino (en sentido direccional), pero también significado (sentido ya presente de la vida). La vida gozando de la vida. Fruición del mundo, de la comida y la bebida, del espectáculo… Hay una especie de inmersión, o de dejarse llevar por el día a día, pero es una inmersión sin disolución. Un vacío se llena, se sacia. El hambre es el vacío y la fruición de las cosas, la manera como se llena ese vacío. Y, sobre esta fruición, se añaden con más fuerza aún el simposio, el banquete, el gozo compartido. Podríamos decir: hay un sentido de la vida ligado a la cotidianidad que no llega a caer aunque se produzca un estropicio en el cielo de los grandes «valores». La letra minúscula—que no es menos significativa que la mayúscula—tiene mucha más estabilidad ante las posibles perturbaciones y terremotos nihilistas. La resistencia, aquí, es la resistencia del significado, del sentido. Puede que caiga la cosmovisión, pero

cabe continuar experimentando la proximidad, la relación con los demás y el día a día. Lo que resiste es el significado de la proximidad. Tal es la razón por la que hacemos mal al asimilar—como Arendt—las necesidades con la dimensión más baja de lo humano. Salvar la cotidianidad del descrédito significa mostrar que la comida, el cansancio del trabajo y el momento del descanso, además de ser, como es obvio, cosas relacionadas con la necesidad, forman asimismo parte de la respuesta al abismo. Lo humano no espera manifestarse sólo en la región superior de la acción política o del pensamiento contemplativo, sino que lo hace ya—y con parecida intensidad —en el gesto cotidiano. Hay que andar, pues, con cuidado para no correr el riesgo de simplificar. Las cosas más elementales quizá estén ya atravesadas por el ánimo de responder o de resistir a la oscuridad de la intemperie. El nihilismo no se supera, de la misma manera que no se supera la finitud: se afronta. Nos movemos entre la proximidad y el abismo, y la proximidad es ya una respuesta al abismo. Entonces, la vida más explícitamente reflexiva, en lugar de verse como un ir más allá, más lejos, puede entenderse como un intento de volver a la proximidad. Tal vez, eso sí, por medio de un sendero que permita advertir aspectos que antes quedaban en la penumbra. Así, la reflexión no estaría lejos del gesto cotidiano. Ambos manifestarían la intención de vecindad con la vida. Pensar es una forma de aproximarse a lo más original. Y de este modo nos veríamos invitados a dejar de contraponer gesto cotidiano y actitud meditativa. Ambos van en la misma dirección; saben—de diferente manera— que lo más profundo reside en lo más cercano: en el alba, que es como la creación, como el primer momento en el que las cosas aparecen a la luz; en el trabajo; en el café o la conversación para aproximar; en el retorno a casa, origen y final de todos los demás retornos; en la espera y la esperanza que ampara cada momento, y sin las cuales la vida sería insoportable (se nos agarrotarían los músculos, se nos aceleraría la respiración y se nos helaría el aliento…); en la dosis indispensable de distracción para compensar la tensión de la vida; en todas nuestras construcciones y elaboraciones; en el ahora de la dificultad, pero también de la satisfacción por los logros. De todo ello emerge la confianza en el cotidiano «ir tirando».

V BREVE MEDITACIÓN MÉDICA Una de nuestras resistencias más evidentes y especiales es la que ofrecemos a la enfermedad. De ahí que la figura del médico, junto con la del maestro, sean dos figuras muy peculiares. La del médico y la del maestro no son profesiones como las demás: detrás de la especialización hay dedicaciones que toda antropología filosófica debería tener muy en cuenta. El tú es maestro y médico, desde el momento en que su presencia es, en sí misma, enseñanza y ayuda. Cierto que prácticamente en todas las culturas pueden hallarse las figuras del médico y del maestro—u otras equivalentes— y cierto también que cabe describir y justificar sociológicamente ambas dedicaciones; pero antes que categorías culturales o sociológicas, maestro y médico son—digámoslo así—categorías ontológicas, relativas a la manera fundamental de ser del hombre. ¿Y qué relación se da entre estas dos categorías tan excepcionales, entre médico y maestro, entre medicina y filosofía? Los griegos insistieron en que, mientras que la medicina podía entenderse como la cura del cuerpo, la filosofía sería la cura del alma. Esta idea merece ser reiniciada, es decir, dejando atrás el tópico, repensar la cosa en sí misma y conseguir subrayar la parte desapercibida de la evidencia. Médico significa, precisamente, ‘el que cuida y cura’ (a lo que también remiten medicina y remedio). Obviamente, la práctica de curar presupone que el ser humano sea vulnerable y esté amenazado por la herida, la enfermedad y el envejecimiento. Así pues, el reinicio meditativo sobre medicina y filosofía exige abordar el sentido de la práctica de curar, de la salud y de la enfermedad.

Que la determinación sea ontológica implica que, en cierto modo, todos somos médicos y filósofos. Que los enfermos también se cuiden en casa, y que haya remedios «caseros», es una situación equivalente al hecho de que, afortunadamente, ya el padre y el amigo sean maestros, y de que las preguntas filosóficas no estén restringidas a los ámbitos académicos y emerjan por doquier. Ahora bien, esto no significa que no pueda haber una vocación, un talento y una dedicación que hagan la práctica más fecunda y eficaz; los hay, y se trata, por tanto, de estudiarlos, pero sin olvidar el registro más básico del que toman su sentido.

LA CONDICIÓN DEL MÉDICO Hallamos en Camus una magnífica oportunidad para subrayar la condición de médico a partir de dos de los personajes de su novela más conocida: La peste.35 Uno de ellos, el doctor Rieux, es protagonista a la vez que narrador de los acontecimientos ocurridos en la ciudad norteafricana de Orán, todavía bajo dominación francesa cuando, ya en pleno siglo XX, se ve azotada por una epidemia que termina siendo, por inverosímil y anacrónico que pudiera parecer, la peste, tan devastadora como lo había sido en los remotos tiempos medievales. La epidemia—que en parte funciona como metáfora de la guerra y de los campos de concentración—es una situación extrema que también lleva a los personajes al límite. Rieux, como otros muchos médicos, era ya antes de la peste un hombre muy ocupado por su oficio. Precisamente más tarde, cuando su mujer se encuentra en un sanatorio de Suiza donde acabará muriendo, Rieux se arrepiente de no haberle dedicado más tiempo. Rieux es un buen médico. Tiene conocimientos y experiencia, y humildad para reconocer sus límites. Al principio, cuando aún no está nada claro lo que sucede, pone a disposición de sus colegas todos los datos que ha recogido. Con estupefacción generalizada ante lo raro de la situación, las autoridades de la ciudad y algunos médicos se reúnen en la Prefectura para decidir qué hacer. Los síntomas parecen apuntar hacia la peste. Los políticos están acobardados e indecisos. Rieux, en cambio, se muestra muy honesto al reconocer la falta de certeza absoluta pero, a la vez, la total necesidad de actuar inmediatamente «como si» fuese la peste, dado que se trata de salvar

vidas humanas y no de redactar una tesis de medicina. Durante el transcurso de la epidemia, Rieux trabaja hasta la extenuación con los enfermos, mientras busca alguna solución para el problema general. Participa en la elaboración de un nuevo suero y decide probarlo con el hijo del juez Othon, en la secuencia más dura de todo el relato. El muchacho ve alargada su agonía a causa de la medicina suministrada. En medio de esa agonía, se hallan en la habitación el doctor y el viejo jesuita Peneloux, dos maneras muy distintas de entender la vida, pero con plena convergencia en el momento más decisivo. Rieux le dice al sacerdote: «Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante».36 A pesar del fracaso, Rieux no desiste y, meses más tarde, otro suero volverá a servir de prueba, esta vez con éxito. Mas para el doctor esto no es motivo de triunfalismo alguno. Sabe que lo que importa son las personas en sus continuas situaciones de debilidad. Éste es el motivo por el que la vocación médica se comprende mucho mejor en el texto de Camus que en el de Platón del médico-educador de Las leyes. El médico Rieux es un hombre de acción, también de estudio, tenaz y comprometido, sin demasiadas autocomplacencias, y convencido de que su trabajo tiene sentido. En realidad, Rieux, según la clasificación de Platón, sería como el médico de esclavos del que literalmente se dice que corría «de un enfermo a otro».37 Y cuando al final, vencida ya la epidemia, la ciudad se vuelca en festejos, sabe perfectísimamente que su trabajo no ha terminado: «Su oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfermos».38 No se requieren grandilocuencias ni vocaciones extraordinarias y casi místicas. Todo puede ser mucho más sencillo. A petición del amigo, Rieux recuerda cómo decidió ser médico: Cuando me metí en este oficio lo hice un poco abstractamente, en cierto modo porque lo necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, una de esas que los jóvenes eligen. Acaso también porque era sumamente difícil para el hijo de un obrero como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir.39 El trabajo le lleva a vivir algo a lo que nunca terminará acostumbrándose: el orden del mundo está regido por la muerte, y es necesario luchar contra

ello. Uno no debe habituarse, ya que entonces la costumbre le juega la mala pasada de insensibilizarlo. La peor desgracia es habituarse a la desgracia. La acción médica es una resistencia frente a todas las ofensivas de la enfermedad. También aquí se manifiesta una vez más la pertinencia del concepto antropológico de resistencia, en todas sus modalidades. Por ello, en el texto de Camus el perfil de la responsabilidad médica no sólo se plasma en la figura del doctor Rieux. Hay otro personaje, en este sentido, tanto o más importante todavía. Se trata de Tarrou, un hombre que lo ha tenido todo en la primera parte de su vida (bienestar, éxito y ninguna preocupación grave): «Vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea». Pero «un día empecé a reflexionar…», y la reflexión sincera conduce a la vergüenza, es decir, a la conciencia: Con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o de dejar matar, porque eso está dentro de la lógica en que viven, y he comprendido que en este mundo no podemos hacer ni un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz.40 Que la vergüenza es el origen del filosofar será una de las inestimables tesis lévinasianas. De la comprensión—que es esencialmente comprensión de la responsabilidad, es decir, del hecho de ser responsable—deduce Tarrou una especie de imperativo, que define precisamente con la figura del médico, del auténtico médico: Claro que tiene que haber una tercera categoría: la de los verdaderos médicos, pero de éstos no hay muchos porque debe de ser muy difícil. Por eso decido ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos. Entre ellas, por lo menos, puedo ir viendo cómo se llega a la tercera categoría, es decir, a la paz.41 El auténtico médico, aquí, se define como el que socorre a los demás. Médico, enfermero, cooperante… son nombres del mismo perfil, de la misma manera de ser. Tarrou se compromete con un trabajo tenaz en organizaciones

sanitarias contra la propagación de la epidemia. En ello dejará su vida.

EL MÉDICO COMO ENFERMERO Y EL ENFERMERO COMO MÉDICO Debido a la enfermedad, o a la herida, el ser humano se debilita, flaquea y, a veces, ni se tiene en pie. Esta experiencia tan común es la que otorga sentido a la figura del enfermero: el que se dedica al enfermo (es decir, al infermo). Todo el mundo sabe que para estar firme es necesario alimentarse. No es casual que la pregunta más repetida en situaciones de enfermedad sea ésta: «¿Ya come?». Los alimentos nutren cuerpo y alma, y son condición necesaria de la firmeza. Por eso se entiende muy bien que el equivalente inglés de enfermero sea nurse, que se deriva del latín nutrire (criar y alimentar). El enfermero es el que cuida y da de comer para afianzar a quienes, por el motivo que sea, están flacos, débiles y postrados (precisamente, la raíz de la palabra clínico es griega y tiene que ver con cama y con acostado). El enfermero está en vigilia, es como un guardián que vela y guarda. Resulta muy significativo que, en este campo, uno de los referentes más emblemáticos sea el de Florence Nightingale, enfermera británica del siglo XIX conocida como la Dama de la Lámpara porque diariamente, entrada ya la noche, con una lamparilla en la mano hacía la ronda por todas las habitaciones del hospital, por si alguno de los pobres enfermos necesitaba algo. Ya la sola luz de la lámpara o de la vela ayuda a alejar del enfermo las angustias y los miedos nocturnos. Además, las «buenas noches» susurradas tienen el mismo efecto que la lámpara: un efecto iluminador y sedante. Toda casa sirve para restablecer la firmeza, pero algunas de forma muy especial. En tiempos pasados recibieron el nombre de casas de misericordia, casas de maternidad, asilos…, pensados precisamente para los más débiles: huérfanos, viejos y enfermos. El nombre que más ha perdurado es el de hospital. Muy plástica es la figura de Juan de Granada—Juan de Dios— cuando iba por las calles de la ciudad buscando pobres y enfermos que encontraba arrinconados en los portales sin apenas poder valerse por sí mismos; se los cargaba a la espalda y los llevaba al hospital que él había abierto. Enfermero, médico: facetas o partes de la misma actividad. Amparar

la debilidad para así renovar la fuerza, o la enfermedad para recuperar la salud: tal es la idea del hospital y de la acción médico-enfermera que en su seno se efectúa. Vocación y dedicación que tan acertadamente Florence Nightingale calificó de «la más bella de las bellas artes». Su excelencia procede del hecho de ser un arte que implica la relación interpersonal; a la vez, técnica y diálogo, arte y relación, procedimiento y contacto, método y trato. Noble por partida doble: porque, como dice Tarrou, únicamente el servicio a las personas más débiles lleva a la paz y porque pone de relieve lo que la cultura contemporánea—sin haber digerido todavía muy bien el discurso ilustrado sobre la autonomía—ha desestimado muy pronto: la mutua dependencia. Nadie se sostiene en pie solo. Nos damos mutuo apoyo, pero a veces la ayuda requerida es mayor, y es entonces cuando entendemos que se trata de una situación de especial dificultad. La propia firmeza depende de los demás—de su reconocimiento, de su acogida—, y de ahí que sea erróneo simplificar la relación entre autonomía y dependencia para ver en ella una simple contraposición. En La muerte de Iván Ilich, la conocida narración de Tolstói con bastante contenido autobiográfico, cuando el protagonista cae enfermo, toda la corte de personajes que tiene a su alrededor deja mucho que desear: la mujer, la mayoría de los hijos, los conocidos…, salvo un personaje secundario que es el único que de veras ayuda física y anímicamente a Iván Ilich. Se llama Gerasim y es uno de los criados de la familia, de humilde origen campesino, que realiza con empeño y con buen humor las tareas más bajas, ante la mirada conmovida de su señor. Éste, que cada vez le necesita más, se apoya en la fuerza física del joven, pero también en su firmeza moral, que no procede de la cultura y de la educación sino de su bondad y sinceridad naturales. Gerasim representa nítida y literalmente la figura del enfermero.

VERTICALIDAD, COSMICIDAD, SALUD, ENFERMEDAD Hay un momento en el que Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, discurre así: «La enfermedad es como la forma depravada de la vida. ¿Y la vida? ¿No es quizá también una enfermedad infecciosa de la materia…?». La idea de que la vida es como la enfermedad de la materia, he

vuelto a encontrarla en varios sitios. Hay frases aparentemente brillantes, desacertadas. ¿Se quiere indicar la excepcionalidad o la rareza de la vida? Pues mejor hacerlo de otro modo y nunca en dirección contraria a la comprensión del sentido común, aunque el resultado sea menos vistoso. La antigua y sensata ecuación se podría repetir más o menos de la siguiente manera: la verticalidad es expresión de vitalidad, de vida, de salud. La firmeza es condición de la verticalidad. Y la cosmicidad es la condición de la firmeza. La enfermedad es la pérdida provisional o definitiva de la cosmicidad y de la firmeza. En esta ecuación, salvo la acción médica, quedan incluidos todos los elementos del tema: verticalidad = vida = cosmicidad = salud ≠ enfermedad = desequilibrio = postración. De la vinculación entre vida y verticalidad es muestra destacada la imagen del árbol: el árbol de la vida. La verticalidad del árbol, suficientemente afianzada para resistir las ventoleras, es indicio de fuerza («El hombre, como el árbol, es un ser en el cual unas fuerzas confusas vienen a ponerse en pie»),42 de crecimiento, de firmeza (física y moral), y también, según Bachelard, de capacidad imaginativa. Fijémonos, además, en que la firma es el nombre propio, y se espera que cada uno pueda firmar por sí mismo. Firmar es poder afirmar. Sólo cuando alguien no puede valerse por sí mismo, cuando no tiene la suficiente firmeza, necesita que alguien firme por él, asienta y responda por él. Cosmicidad es un concepto cuyo significado recoge, con matices, lo que se indica con estos otros términos: armonía, equilibrio, justicia y orden. Una cosa o una situación cósmica es precisamente aquella en que se da una buena armonía. Cósmico es antónimo de caótico, desordenado, desajustado. Que la cosmicidad sea la base de la verticalidad significa que la verticalidad de la que aquí se trata no tiene nada que ver con la rigidez ni con la dureza. Es una verticalidad flexible y también frágil. De ahí también que la firmeza moral se vincule con la epiqueya y la ductilidad, no con el rigorismo y el inmovilismo. Los estados de verticalidad y de cosmicidad del cuerpo se identifican con la salud. Los médicos griegos insistieron mucho en esta equivalencia: salud es armonía, y enfermedad, la pérdida de ésta. Pero no es sólo una idea griega. Los remedios, las técnicas, las terapias…, son diversos en las distintas culturas, pero la equivalencia entre salud y equilibrio aparece en la mayoría de ellas.

Cada uno de nosotros es una cosmicidad y no una mera adición de órganos, de funciones y de capacidades. Ese todo cósmico es un todo abierto, y a la apertura la llamamos mundo. Lo que se suele considerar enfermedad mental pone de manifiesto esta circunstancia: la salud mental es un estado de equilibrio que permite una buena apertura (es decir, tener mundo). La enfermedad mental, en cambio, es debida a un desequilibrio que restringe o anula esa apertura. Se suele decir: «Esta persona está desequilibrada» cuando se advierte su falta de buena relación con los demás, con ella misma y con las cosas. Así pues, decir «cosmicidad abierta» es redundante. Cosmicidad humana: única en cada uno, sin género. Condición de hacerse cargo de la propia vida, de asumirla expresamente. Cosmicidad humana que luego llamaré ayuntamiento. Cuando las cosas van bien—cuando se está bien—, la propia cosmicidad, sobre todo en su faceta corporal, pasa desapercibida. Con la perturbación nos hacemos más conscientes de ella, de lo que había. Esto explica también que haya algo así como una prioridad ontológica del estar sano sobre el estar enfermo. La condición de la enfermedad es la salud. Y tal prioridad ontológica explica—o por lo menos enlaza con—la esperanza religiosa de «salvación», de salud. La enfermedad nos recuerda el destino mortal. Nos movemos en la tensión entre la prioridad ontológica de la salud—y la experiencia de la salud —y la experiencia de la enfermedad y la conciencia de la muerte. La enfermedad es lo extraño y perturbador, sí, pero la salud—la vida—es un «milagro». La cosmicidad humana es un secreto maravilloso e inescrutable. Efectos de la enfermedad: flaqueza, debilidad, malestar. Ya lo hemos dicho: flaqueza no sólo física, también anímica, también moral. Enfermedad, pérdida de la cosmicidad, desajuste. Por eso, en un sentido tan elemental, la enfermedad es injusticia. A menudo la confusión viene dada al considerar la «naturalidad» de la enfermedad. Pero la enfermedad puede ser natural y, sin embargo, injusta. Injusta tiene inicialmente un sentido casi físico y topológico, pero enseguida moral y político. La enfermedad es injusticia porque es desajuste; la enfermedad es injusticia por la desigualdad en su afectación («Llueve sobre mojado»). A pesar de los condicionantes sociales de muchas enfermedades, es evidente que hay una «naturalidad» de la enfermedad que exige no

distorsionar el concepto de naturaleza y que invita a considerar el conflicto que se da a veces entre la naturalidad de lo dado y la cosmicidad humana. En cierto sentido, cabe entender que la cosmicidad humana viene dada. Pero también que «naturalmente» puede perderse. Y se puede recuperar. Precisamente en esa posibilidad de recuperación estriba la acción médica. La actividad médica se puede caracterizar como cura para mantener la cosmicidad (con la determinación de saludables hábitos de vida) y como esfuerzo para recuperarla cuando ha sido afectada por las causas disgregadoras y entrópicas de la enfermedad. La actividad médica es protección de la salud, resistencia frente a la incursión de elementos patógenos y cura de la herida o el desequilibrio. Obviamente, a la actividad médica se añade otro factor, más decisivo: el ánimo del propio enfermo y las fuerzas que en él operan.

CUANDO EL CUIDAR ENSEÑA A PENSAR Recuperemos las preguntas que planteábamos al principio de este capítulo. ¿Qué puede aprender la filosofía de la medicina? ¿Qué relación puede descubrirse entre médico y maestro? ¿Qué nos dicen de la situación humana estas vocaciones? En el Nuevo Testamento encontramos esta referencia a un dicho popular: «Médico, cúrate a ti mismo».43 Y Nietzsche la repite en Así habló Zaratustra: «Médico, ayúdate a ti mismo. Así ayudas también a tu enfermo».44 La razón de ello reside en que médico y maestro actúan un poco por irradiación, además de las técnicas aplicadas o de los contenidos enseñados. Mientras el sofista no cuida de los alumnos sino que sólo los instruye y los deslumbra puntualmente, el filósofo sí los cuida, porque la cosmicidad de su alma resulta configuradora de más cosmicidad. La cosmicidad irradia y se contagia, no tanto como modelo estético cuanto como afectación radial y radical. Y justo por esta irradiación la proximidad es a la vez maestría. El buen maestro es también médico, primero porque cuida de sus discípulos, y después porque bajo su cobijo los efectos son beneficiosos. En cambio, la retórica siempre es fría e indistante. Hablamos de asistencia médica y de atención médica. Ocurre, sin

embargo, que la asistencia y la atención ya son en sí mismas médicas. Asistir significa detenerse al lado de algo o de alguien. E, igualmente, para atender a alguien, para ocuparse de alguien, hace falta detenerse a su lado. Estar al lado ya es el modesto suelo que se ofrece. Al abrigo de la proximidad se inician la confianza y la cura. Así, en lo que se refiere a la esencia de la medicina y a la vocación de médico, el valor ético fundamental no viene de fuera. Medicina y ética responden al mismo sentido de humanidad: atender a quien lo necesita. Más que entretenerse demasiado en confeccionar nuevos códigos deontológicos, lo verdaderamente determinante es no perder el sentido esencial de la medicina. Médico, enfermero, cooperante…, son formas del mismo gesto de resistencia ante las fuerzas entrópicas que atacan y asedian la vida humana. Ese gesto no necesita justificación alguna; más bien será él mismo el que pueda servir para alguna justificación. Gesto humano por excelencia y principio de justificación. Tal vez por esta razón resulta tan conveniente estar muy alerta ante las posibles desviaciones; no vaya a ocurrir que, incluso con buenas intenciones —buenas, pero desorientadas—, se perdiese o disminuyera la fuerza de la resistencia, tan y tan necesaria y nunca suficiente. Una de estas desviaciones es, por ejemplo, la actual patologización y medicalización de la vida, es decir, la tendencia a considerar todo problema como problema de salud (con la consiguiente aparición de «nuevas enfermedades») y a priorizar el tratamiento farmacológico y eventualmente quirúrgico en lugar de poner más énfasis en políticas de salud pública que promuevan hábitos de vida saludables, y también de facilitar una comprensión más sensata de la propia condición humana. Una especie de reflejo del problema lo podemos ver hasta en la definición de salud que ofrece la Organización Mundial de la Salud: «Estado de completo bienestar físico, mental y social». Si se toma literalmente, como lo que indica no se da nunca, hay que concluir que todos estamos enfermos. Al desasosiego, por desorientación, del hombre moderno, se añade esta desafortunada definición de salud, tan amplia que siempre podrá encontrarse algún motivo para sentirse enfermo y acudir al médico. Los maximalismos suelen frustrar. Y esta definición de salud pone enfermo.

VI CUIDARSE SIN CONVERTIRSE EN NARCISO

LA CURA DE SÍ La resistencia íntima se expresa negativamente como un no ceder ante las fuerzas y las amenazas disgregadoras. No ceder, no permitir que se pierda algo, no dejar que se nos arrebate lo guardado cuidadosamente. Incluso yendo, a veces, hasta el extremo del no ceder; hasta el punto en que parece que no queda ninguna esperanza. ¿Qué lección puede extraerse de esta experiencia? ¿Cómo se explica que el ser humano sea capaz de esa fortaleza? Cuando lo más fácil—y, por ello, lo más usual—es acomodarse a las circunstancias (si son gratas) o rendirse al fatalismo (si lo que sucede resulta doloroso), ¿cómo es posible una tenacidad que «mantiene el tipo»? A este mantener el tipo la tradición socrática lo llama cuidado del alma o cuidado de sí, distinguiéndolo nítidamente de cualquier tipo de narcisismo. La resistencia sólo sería narcisista si permaneciese totalmente centrada en el yo, pero el cuidado por el otro es inherente a la resistencia. El absurdo es el aislamiento de Narciso. De hecho, etimológicamente, absurdo viene de ‘sordo de oído’ y, por tanto, de alguien que desentona, que desafina o que dice cosas inconvenientes, al estar aislado del exterior. A la sordera del absurdo contribuye hoy—como queda dicho aquí más de una vez—la degeneración representada por la terapéutica psicologista, muy fácil de detectar, pues suele ir acompañada por la retórica de la superación. Mientras tanto, algunas de las experiencias radicales de la vida nos siguen situando como siempre en la necesidad de hacer frente y la repetición (no en la

superación). La finitud y la muerte no se superan: se afrontan. Esto, que es tan sencillo como fundamental, lo ignora el «desasosiego» terapéutico, amalgama entre la retórica de la realización personal y algunos métodos supuestamente sostenidos por saberes holísticos de diversas procedencias. La ignorancia de la finitud lo es también del sí mismo, que queda arrinconado y dañado por la inflación del ego. Aunque ya pueda inferirse por el uso que de ellas se ha hecho anteriormente, merece la pena explicitar ahora la distinción entre el sí mismo (o simplemente el sí) y el uno mismo. Al uno mismo (y expresiones afines) cabe relacionarlo con la impersonalidad (el uno mismo sigue lo que se dice, lo que se hace), pero a la vez con el egoísmo: el ego inflacionario sigue los movimientos impersonales de posesión y de mimetismo. En cambio, la experiencia del sí mismo no se aviene ni con la impersonalidad ni con el egoísmo y es, a la vez, soledad e inquietud por el otro; experiencia de la intemperie propia y solicitud por la vulnerabilidad del prójimo. De la reflexión sobre el propio yo se han dicho cosas muy diferentes. La tradición agustiniana sobresale por haber situado en el «interior» la verdad y el camino hacia Dios mismo: «Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habitat veritas» (‘No salgas fuera, vuelve a ti mismo; la verdad está en el interior del hombre’). Según esta tradición, en el fondo de nosotros mismos descubriríamos una especie de luz (tal vez tenue, pero sin duda la más misteriosa de todas) que no sólo nos iluminaría, sino que indicaría lo más alto de nuestras aspiraciones. Pero hay que discernir bien las cosas, tanto para no confundir la intuición agustiniana con las posiciones gnósticas como, sobre todo, para no asimilar—como decíamos—esa atención al propio interior con ninguna tendencia narcisista. Si esto ocurre, es decir, cuando el yo aislado mira sólo a su ombligo, solamente se encuentra al final—para decirlo con C. S. Lewis—«odio, soledad, desesperación, rabia, ruina y decadencia». Y no es necesario ser tan radicalmente antignóstico como el autor de Las crónicas de Narnia para compartir esta opinión. Narciso no tiene experiencia porque está aislado y, por lo mismo, no tiene salida (no tiene vida). En particular, Narciso no hace experiencia de su propia miseria, de su nada, razón por la cual se queda encerrado y asfixiado por su propia imagen. Se aprende así, una vez más, que a lo más alto no se puede acceder sin pasar por la nada.

Como decíamos, hay buenas razones para diferenciar entre el uno mismo y el sí mismo, y ver en la cerrazón, la impersonalidad y el egoísmo posibles manifestaciones del uno mismo, y en el diálogo interior, la responsabilidad, la fortaleza, la libertad, el nombre propio, etcétera, manifestaciones del sí mismo. Que grandes autores puedan decir cosas muy dispares se debe, a menudo, a que no hablan de lo mismo. Por lo cual no es preciso contraponer juicios como los de Pascal y Lutero. Según éste, el hombre es como un fuste torcido sobre el yo que no hay modo de enderezar (tal es la imagen del egoísmo). En cambio, para Pascal, el hombre es extravertido y, por ello, se banaliza y se pierde; la oración es una de las maneras (de las curvaturas) que lo llevan a sí mismo. El egoísmo señalado por Lutero y la dispersión indicada por Pascal no están tan lejos, y uno y otra contrastan con lo más apropiado (conciencia de la propia nada en Lutero y recogimiento en Pascal). Ahora bien, reflexionar es ya cuidar de sí. De hecho, el sí mismo emerge en la reflexión. Reflexión no es introspección, si por introspección entendemos una especie de búsqueda hacia el interior del yo. ¿Acaso es el yo un interior con un contenido? Más bien ocurre que la reflexión—la reflexión sobre sí—se hace sobre la propia experiencia. En esto consiste, a nuestro entender, la mejor aportación del existencialismo contemporáneo: en haber desplazado el yo abstracto por el movimiento de la existencia, y la reflexión sobre los contenidos de la conciencia por la reflexión sobre la experiencia de la vida. Es, pues, en esta reflexión donde cabe hablar del acontecimiento del sí mismo y de la manifestación de la resistencia y de la proximidad. El sí mismo aparece de golpe; cada uno de nosotros experimenta el propio sí mismo como un acontecimiento. Entreveo la singularidad de mi hijo tal vez incluso antes que él mismo, pero nunca la «sentiré» de la misma manera que él. Una cosa, en efecto, es cuando nacemos, cuando venimos al mundo como individuos, y otra cuando aparece el sí mismo, como en una especie de traumatismo: un día nos vemos de veras solos, absolutamente solos y sabemos que esto ya no tiene «remedio» (en realidad, más tarde incluso llegaremos a dudar de querer ponerle remedio y, en cualquier caso, no acabamos de imaginar cómo sería posible). Vemos que la vida del sí mismo que somos no es un círculo, sino una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido. La experiencia del sí mismo reconoce la total conformidad del nombre propio; reconoce que lo importante—lo más grave

—no será ya nunca el género como género, ni tampoco ninguna indeterminación de un plano físico o metafísico; ningún apeiron del que emerjan todas las determinaciones y en el que todas acaben diluyéndose. Éste es el motivo por el cual, desde ese acontecimiento del sí mismo, consideramos desacertado—aun reconociendo su agudeza—el planteamiento de Deleuze, especialmente ilustrado en su último escrito, «La inmanencia: una vida…», donde se muestra la contraposición entre la vida singular de alguien y una vida (una mera vida tendiendo ya al movimiento impersonal de la vida, sin individualidades ni nombres propios vinculados al sí). Deleuze distingue entre «la vida» y «una vida». «Una» ya tiende a esta especie de desindividuación basal. «La vida» es como una especie de oposición a «una vida»; como si «la vida» se erigiese sobre «una vida», siendo ésta segunda lo verdaderamente profundo. Para ejemplificarlo, Deleuze alude a la figura del bebé—los bebés suelen parecerse, decimos—y a la del moribundo. Y cita una escena de la obra El amigo común de Dickens, en la que un grupo de personas se apiada de un canalla precisamente porque se está muriendo y ya no es más que una vida que se extingue, se apaga. Pero sucede que, de golpe, el moribundo se recupera ligeramente, y al ser más él mismo, con su vida, vuelve a suscitar el rechazo de quienes hacía sólo un instante lo compadecían. Los que compadecían una vida, rechazan ahora la vida de este alguien. No comparto en absoluto esta idea. Tal vez la vejez sea debilitamiento de la individualidad como cuerpo y como fuerza, pero, aun así, supone todavía una mayor presencia del sí mismo. La experiencia de la vida nos emplaza en la situación paradójica del sí: traumatismo y, sin embargo, misteriosa y apreciada hondura. Lo grave, lo verdaderamente importante, no es el movimiento impersonal de la vida, sino cada una de las vidas singulares y únicas. El imperio de la cosificación es—como no dejaron de repetirlo los frankfurtianos—la barrera interpuesta a la experiencia del sí mismo. Continuamos con el mismo asedio, triplemente reforzado: por una divulgación científica (mal hecha y peor digerida aún), por una nueva fascinación pantallizada y por un yo consumidor y patologizado. Un exterior fino y superficial y un interior débil plagados de grandilocuencia que empobrecen las formas de experimentar la vida. Por eso se explican muchas anécdotas y «aventuras» mientras que escasea la transmisión de la

experiencia. El choque superficial o la vivencia placentera y pasajera pronto están dichos, pero la experiencia se transmite día a día, de forma discreta, y no termina nunca: la del viejo al joven o la del maestro al aprendiz o la del superviviente de los campos de exterminio a las nuevas generaciones… La experiencia puede tener un carácter prolongado en el tiempo: «hay que ir adquiriendo experiencia», hasta terminar de madurarla como la fruta, o puede darse la experiencia más acotada y, sin embargo, radical y conmovedora. En ambos casos, experiencia implica una metanoia, un cambio en la manera de estar en el mundo y de sentir la vida. De ahí que, por ejemplo, el nihilismo sea una denominación equívoca, pues puede utilizarse tanto para indicar una especie de ambiente superficial de incredulidad como para indicar—según lo hemos querido nosotros—el nombre de una experiencia. En este segundo caso, no se trata de hacer como con la copa de veneno, que hay que apartar, sino más bien de apurar dicha experiencia. La actual enfermedad o desaparición de la experiencia no es consecuencia del nihilismo sino de su artificiosa lenificación, que paradójicamente facilita el sometimiento a los nuevos dogmatismos. En cambio, mirar la nada de frente intensifica la experiencia de la vida y el retorno a la proximidad. Reconocemos que resistencia íntima es el nombre de una experiencia, propia de la comarca de la proximidad; comarca que no es visita de un día, sino habitual estancia. Pero hoy cuesta quedarse en ella. La proximidad no se mide en metros ni en centímetros. Su opuesto no es la lejanía sino, más bien, la ubicua monocromía del mundo tecnificado. Hemos visto cómo la cotidianidad y el gesto de la casa son importantísimas modalidades de la experiencia de la proximidad. Ahora le añadimos la cura de sí, que es la reflexión, y el pensar, vistos, principalmente, como un camino de ida hacia la originalidad. Hoy, la vocación del pensar es a la vez una urgencia. De su vuelta a la proximidad habla también Heidegger en su conocido texto titulado Serenidad (Gelassenheit) donde el maestro alemán plantea un diálogo entre tres personajes que, ya hacia el final, coinciden en que es precisamente la proximidad lo que continuamente estaban buscando en su camino de campo. Se advierte que la serenidad aproxima, de la misma manera que la noche aproxima las estrellas. Fijémonos: no es que la noche serena aproxime las estrellas «objetivamente», suprimiendo o superando las enormes distancias que las separan y que nos separan de ellas. Las distancias astronómicas entre

las estrellas hacen que no sea pertinente ni siquiera hablar de lejanía. La lejanía es una indicación propia del mundo humano. La noche, pues, aproxima las estrellas reuniéndolas en la bóveda celeste y mostrándonoslas; las aproxima y nos las aproxima. De este modo, la noche serena aproxima; de este modo es camino hacia la proximidad. En otras palabras: no es cuando convertimos las estrellas en objeto de estudio científico cuando las aproximamos a nosotros, sino cuando, agrupadas en la cúpula celeste, las sentimos acompañantes de nuestra breve vida mortal. Pensar es una experiencia porque no deja las cosas como estaban. El pensar sitúa en un camino de transformación personal: no sólo al final, sino ya a medio camino, no se es quien se era. Pensar es reflexionar: volverse hacia el sí mismo y hacia la originalidad de la vida, que resulta ser, al mismo tiempo, una transformación, una conversión. La excelencia de cada gran pensador viene dada por su peculiar forma de entender y de recorrer este camino. Foucault, por ejemplo, habla de su experiencia del pensar y cree que, a la vez, el pensar tiene que ser crítica de todo lo que—como el poder— erosiona y empobrece la experiencia. Su crítica del poder no busca sólo la denuncia de todas las formas de control y de dominio, sino también la experiencia misma (no pura ni incondicionada, pero sí más intensa, más dura, incluso «más rara», más inquietante) y, por tanto, otras posibles formas de saber que puedan surgir a partir de ella. Por eso, escribir—ejercicio del pensar—es experiencia, y podemos sumarnos a las palabras de Foucault: No pienso siempre exactamente lo mismo porque mis libros son para mí experiencias, en un sentido que quisiera que fuese lo más completo posible. Una experiencia es algo de lo que se sale transformado. Si tuviera que escribir un libro para comunicar lo que ya pienso antes de haber comenzado a escribirlo, no tendría nunca el coraje de empezarlo.45 La experiencia transforma, individual y colectivamente. La genealogía foucaultiana del alma moderna podría responder a la pregunta: «¿Cómo hemos llegado, nosotros, a ser lo que somos?». Pero he aquí que este mismo intento de comprensión implica una experiencia. El intento de comprensión, cuando se aleja del diletantismo y de la exhibición, es lo que los antiguos llamaban ascesis: un ejercicio sobre sí mismo del que se sale transformado. Y

así, la filosofía es cuidado del alma: porque el ejercicio del pensamiento transforma. No se trata tanto de pensar de otro modo como, simplemente, de pensar. Pero esto no es fácil ni habitual. No sólo porque el contexto invita a no hacerlo, sino porque a menudo casi se ignora esa experiencia. Ésta es más insólita de lo que se suele «pensar». Exige recogimiento y diálogo interior. «Hombre, si eres alguien, ve a pasear solo, conversa contigo mismo, y no te escondas en un coro», decía el viejo Epicteto. Ya hemos insistido en que la soledad no es el aislamiento. Soledad y compañía van juntas y se oponen a masificación y a rebaño; muchas agrupaciones no son más que modalidades de la multitud; por eso conviene tanto discernir. Así, por ejemplo, una cosa es el silencio de las masas (las masas tanto pueden ser silenciosas como ruidosas) y otra el silencio de la soledad y de la compañía. Diferentes: el de las masas es el silencio sordo, mientras que el de la soledad y la compañía es el silencio que permite recibir la palabra e iniciar el pensamiento. Que la soledad no es el aislamiento se demuestra porque su silencio nos enseña a escuchar y nos pone ante la evidencia señalada por Zenón de Elea: «Recordad que la naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola boca para enseñarnos que vale más escuchar que hablar». El diálogo interior, ¿no es ya diálogo con el otro?, ¿y no es prefacio del diálogo con los otros como prójimo? En el diálogo, el otro no es ni complemento ni mucho menos excusa. No es lo que se necesita para la discusión dialéctica, ni la pieza que hay que integrar. La forma propia del cuidado del otro es la acogida. Los seres humanos estamos aquí para acogernos (y la tristísima inmensidad del dominio y de la violencia no demuestra en absoluto lo contrario). Compañía es acogida. Éste es un precioso apotegma de uno de los padres del desierto: Un hermano dirigió al anciano una pregunta muy concreta: «Padre, cuando durante el oficio divino vemos a hermanos que se duermen, ¿qué os parece? ¿Les damos un golpecito para que estén bien despiertos durante las vigilias?». La respuesta del anciano fue también muy concreta: «Te lo puedo asegurar: cuando durante el oficio divino veo un hermano que se duerme, pongo su cabeza sobre mis rodillas y le dejo descansar».

Todavía hoy, en algunos monasterios ortodoxos del monte Athos, el monje va una vez cada día al encuentro con su padre espiritual para exponerle los pensamientos o los deseos que ha tenido durante la jornada. El monje así acompañado no espera ni absolución ni perdón, sino simplemente acogida y comprensión. A menudo el padre espiritual lo bendice y se despide sin decir casi nada más. La acogida, que ya se efectúa en la mirada y en el gesto, convierte lo demás en sobrante. La franqueza de la acogida es lo mejor para el ánimo del acogido. No es necesario que los acompañantes sean personas letradas, pero sí que sean personas con experiencia. Se los conoce no tanto por un habla afectada y paternalista como por su bondad, respeto y humildad. Como muy bien observó san Benito, el itinerario ascético lleva a la «inefable dulzura del amor».

EL SÍ MISMO COMO LIBERTAD Dice Sartre que la libertad es como una condena. Si siguiéramos tal símil, tendríamos que añadir que, sin embargo, se trata de una condena ambivalente: dulce y amarga, apaciguadora e inquietante, serena y abismal. La libertad es, a la vez, una condición (esa condena ambivalente) y una aspiración; es decir, un elemento fundamental de la condición humana (pensar la libertad es pensar el hombre), y el valor personal y político más apreciado (de ahí todas las innumerables luchas por la liberación, individual y colectiva). Lo sorprendente es que las sucesivas liberaciones, tan necesarias y celebradas, no siempre lleven a la libertad como cumplimiento de nuestra condición (como nuestra sociedad lo muestra de forma tan preocupante). A veces se define la libertad como autodeterminación, como capacidad de autodeterminarse a pesar de los condicionantes de orden natural, social y político. Y entonces se distingue entre la autodeterminación de la acción (libertad de acción) y la autodeterminación de la voluntad (libre albedrío). La esclavitud, los regímenes totalitarios o el encarcelamiento son situaciones que anulan o disminuyen enormemente la libertad de acción; el efecto de las drogas o de la locura amenaza al libre albedrío. El sí mismo es lo que en esta distinción tradicional se indica con la expresión libre albedrío, nombre de lo

que en nuestra existencia se manifiesta como capacidad de querer, de aspirar a«voluntariamente». Tal capacidad puede fortalecerse o, al contrario, puede perderse. Se ha considerado la locura como uno de los estados en que parece que el sí mismo se ha extraviado, o ha quedado atrapado en un maléfico laberinto. La locura nos alerta de la fragilidad del sí mismo. Abordar el sí mismo como libertad (como libre albedrío, como voluntad) nos permite recuperar de nuevo, dando un rodeo, la fecundidad interpretativa de la categoría de resistencia. Comencemos por prestar atención a una expresión de uso coloquial: «Esta persona ha estado en prisión durante dos años y ahora acaba de salir en régimen de libertad condicional». En esta locución se entiende que la libertad condicional (o condicionada) no es del todo libertad; es como una libertad a medias. Se dan unas restricciones (con respecto a los lugares a los que el individuo puede ir, a obligaciones que debe cumplir, etcétera) que hacen que la libertad no sea plena. De modo que sólo cuando se anulen dichas condiciones la persona será del todo libre; sólo entonces quedará atrás el régimen condicional para pasar a vivir con normalidad. Pues bien, podríamos decir que la libertad humana es libertad condicionada, pero no en el sentido que acabamos de explicar, porque no por ser condicionada es una libertad a medias. Para orientar bien la cuestión conviene pensar en la expresión libertad humana. Al hacerlo así, pronto nos encontramos con que, aun siendo la libertad humana una libertad condicionada, no por ello es menos libertad, sino al contrario: precisamente en tanto que condicionada es libertad. Cuando queremos referirnos al ser humano, nos parece pertinente utilizar el enunciado condición humana, y es bien cierto que con esa denominación no quiere indicarse una restricción de lo humano, a pesar de que, obviamente, contenga la idea de límites. Así, por ejemplo, la limitación viene dada por la corporeidad. El cuerpo tiene sus límites, y puede algunas cosas y no otras: en general, uno puede caminar y, en cambio, nadie puede volar sin el auxilio de algún artefacto. La corporeidad tiene también que ver con la limitación espacial y temporal: no podemos desplazarnos de forma instantánea, no podemos ocupar un lugar ocupado ya antes por otro objeto material, no podemos hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, no se puede volver al ayer, etcétera. También hay límites relacionados con nuestro conocimiento y nuestra capacidad de comprender; hay límites relacionados con nuestra vida colectiva (para que ésta sea posible

tiene que haber normas y leyes que la ordenen), etcétera. Y nada de todo esto hay que entenderlo exclusivamente como simple pérdida o disminución de nuestras posibilidades. La verdad es que todas estas limitaciones son, al mismo tiempo, condiciones de posibilidad, es decir, lo que abre el campo de nuestras posibilidades más propias. La conocida imagen de la paloma utilizada por Kant en la introducción de la Crítica de la razón pura resulta siempre oportuna para explicar esta idea. La paloma—comenta Kant—, al volar libremente y sentir en sus alas la resistencia del aire, podría imaginarse que en el vacío volaría aún mejor. Pero la verdad es que en el vacío no volaría. De modo que la paloma sólo sentiría que el aire frena un poco su vuelo pero, en cambio, no sabría que lo que la frena es simultáneamente lo que le permite volar; que lo que roza es a la vez condición de posibilidad. Ésta es la aparente contradicción y al mismo tiempo la maravilla: la resistencia, el límite, es también condición de posibilidad. La libertad humana —libertad eminentemente condicionada—ha de concebirse desde esta situación: los propios límites de la condición son la condición humana misma y lo que nos abre el horizonte de lo posible. Hasta sería acertado hablar en estos términos: gracias a nuestra condición corporal…; gracias a nuestra condición social… Teniéndolo en cuenta, el análisis de ciertas cosas puede ser mucho más lúcido. Así por ejemplo, puede alabarse—y mucho—el esfuerzo del liberalismo político por el reconocimiento de la libertad de todos los individuos frente a cualquier forma de esclavitud y de dominio arbitrario, hasta asumir que, como suele decirse, «mi libertad termina donde comienza la de los demás». Pero, sin invalidar lo anterior, al profundizar más en el tema se llega a algo que parece casi lo contrario. Los otros, en vez de ser una restricción de mi querer, se revelan ahora como la condición de este querer; soy con los otros y los otros posibilitan mi libertad. En este registro se ve, también, que los otros no son para mí un medio para conseguir un objetivo, sino que yo soy con y para los otros; que la mía es una condición social. Vivo con los otros de la misma manera que vivo respirando. Vista así, la dimensión social no es ni obstáculo ni límite de mi libertad, sino su condición. El sí mismo como libertad es, como diría Arendt, introducción de la novedad en el mundo, inicio; base de nuestra singularidad y del nombre propio que le corresponde. Cada persona tiene la palabra independiente y es

en sí misma. Por eso, la manifestación de la libertad de cada uno disminuye al prevalecer el régimen o el aire de la impersonalidad; con el «se dice» o el «se hace». No obstante, conviene ahora subrayar justamente que la plenitud del sí mismo, de la libertad del sí mismo, es debida al condicionamiento del otro. Mounier hablaba de la libertad en tanto que responsabilidad, y Lévinas de la libertad investida. Ni lo originario ni la plenitud de la libertad son un acto de afirmación del yo, sino más bien la correspondencia adecuada a la condición, es decir, reconocimiento de la venturosa atadura, reconocimiento de lo que libera la libertad de la propia afirmación. El sí mismo es la conquista de la libertad liberada, de la libertad investida de su radical responsabilidad. No yo, sino heme aquí—como diría Lévinas—, es la expresión de la libertad. El sujeto reconoce su condición de sujetado. Responsabilidad descubierta, sobre todo cuando quien se acerca se da cuenta de que él mismo ya estaba atravesado, afortunadamente atado, sujetado. Como si «yo», acercándome, advirtiese—ahora con mucha más fuerza—que he de responder al otro y por el otro. La vecindad es, a la vez y con la misma radicalidad, refugio y responsabilidad. Por eso, libertad absoluta es una expresión que además de confundir se refiere a algo que tiene poco de deseable. Somos intimidad convocada (venturosamente «conminada» de cuajo); una intimidad que se configura a partir de la relación, aunque no se reduce a ella. De los hermanos no podemos alejarnos sin prejuicio, sin indiferencia, sin egoísmo. No podemos alejarnos y, sin embargo, llegamos siempre un poco—o muy—tarde. Porque la reclamación es más originaria que cualquiera de mis impulsos o de mis determinaciones. Que el otro sea hermano quiere decir esto: que estoy ligado por una exigencia, por una demanda, y el insomnio es la condición en la que me instaura. Debemos a Lévinas haber definido el psiquismo como insomnio. En este sentido, volver al sí mismo no es volver al conatus de la substancia, a la identidad inmaculada o al punto de partida de todos mis futuros dominios. Volver al sí mismo es vaciarse y, así, hallarse siendo pasividad expuesta y atrapada (sujetada, responsabilizada). En esquemas clásicos, se había optado por hablar del corazón; contemporáneamente, lo hacemos más de «conciencia». En ambos casos, se alude a nuestra capacidad más íntima de comprender (y también de querer y de amar). De ahí los derivados: cordialmente y atentamente (donde lo cognoscitivo y lo afectivo

son uno). La intención es idéntica: nos referimos al sí mismo con la supuesta profundidad íntima del corazón o de la conciencia, atravesados desde mucho antes que todo inicio. En contraste, el orgullo es un estar muy apegado a uno mismo, desconociendo lo más propio. El hombre orgulloso está tan fascinado por su propio ego que se prefiere a todo y a todos. ¡Tanto orgullo y tan poca propiedad! Como dice Marcel, «no estar disponible quiere decir estar ocupado en uno mismo», aunque cabría matizar: no estar disponible quiere decir estar tan ocupado en uno mismo que se desconoce lo más propio, el corazón, el sí mismo.

LA FORTALEZA Cuando ya esté muy débil—y parece que esto o tardará mucho—, es posible que la más leve preocupación sea suficiente para disolverme. F. KAFKA, Diarios Nos topamos de nuevo con una ambivalencia. Por un lado, la principal intuición del estoicismo es ésta: si se cuida, el sí mismo es invencible, ningún tirano podrá asaltar su baluarte y hacer que se rinda; por otro lado, como decíamos, el sí mismo es vulnerable, amenazado por la locura, amenazado también por el variado abanico de homogeneizaciones sociales y políticas, amenazado por todas las fuerzas disgregadoras y disolventes. En este sentido debemos entender la preeminencia de la fortaleza. A la dureza de la roca en el mundo mineral corresponde la fuerza de la vida en el vegetal y en el animal: la fuerza con que la planta hunde sus raíces en la tierra y con la que levanta el tronco hacia el cielo; la fuerza con que el animal corre tras su presa hasta atraparla. No obstante, la fortaleza, que la tradición ha tomado como una de las cuatro virtudes cardinales, no es proporcional a la fuerza física, ya que es posible verla en hombres y mujeres físicamente débiles. Se trata de una fortaleza de otra índole, que tiene que ver con el sí mismo y que se ha llamado «fortaleza de espíritu». De la misma manera que el camión puede pasar por encima del sólido puente, también cada uno de nosotros puede apoyarse en la persona fuerte, la que aporta confianza, seguridad. La fortaleza

es también confianza en sí mismo. La fortaleza de espíritu no aguarda victorias que puedan cantarse. Es discreta: quien la posee no presume de ella. El fuerte reconoce su debilidad, del mismo modo que el sabio su ignorancia. Mira por dónde: la conciencia de la debilidad da más fortaleza todavía. Ésta no se expresa ni en el heroísmo ni en la audacia, sino en la firmeza, la fidelidad y la perseverancia. No luce, pero da confianza a quien está al lado, y acoge y ayuda. No es virtud pública, pero todavía tiene menos de privada. Es señal de una vida espiritual profunda y de un alma grande. La magnanimidad se percibe en su rostro, pero no porque presumir sea la intención de la persona, sino simplemente porque «se le ve». La fortaleza es como un engranaje formado por dos ruedas: una tiene que ver con el soportar, y la otra con el emprender. En efecto, la fortaleza es capacidad de aguantar, capacidad de resistir y de soportar lo adverso que viene (valga la redundancia). En este sentido, fortaleza, paciencia y resistencia son una misma cosa. La otra rueda dentada del engranaje tiene en cambio que ver con la capacidad de emprender, de comenzar o de volver de nuevo. ¿Cómo se podría emprender algo sin sostenerlo a la vez? ¿Cómo se podría estar en condiciones de realizar cualquier tipo de acción sin soportar todo lo que debilita y todo lo que desanima? Dado que aguantar es condición de posibilidad de toda acción posterior, no resulta extraño que constituya la parte más importante. La fortaleza es, sobre todo, la virtud de quien aguanta. Ocurre, además, que si bien la acción puede verse a menudo como algo puntual, la resistencia de la fortaleza es casi siempre algo que exige perseverancia, esfuerzo sostenido. Perseverar significa esto: mantenerse firme cuando toca. Los puntales de cualquier estructura no pueden ceder ni un instante para que el conjunto pueda continuar en pie. También la disminución de las «defensas» del organismo supone la grieta a través de la cual los agentes patógenos pueden perpetrar el asalto. Obviamente, la fortaleza no es pasividad ni conservadurismo, más bien al contrario: nada hay más fecundo y capaz de cambiar las cosas; tampoco es temeridad, es decir, ceguera y desmesura. Fortaleza como resistencia frente a las adversidades y los golpes de la vida. Fortaleza como resistencia a las «tentaciones». Aquí, la vida espiritual adquiere la forma del combate; y el combate, la forma de renuncia, de contención. La simbología clásica de los demonios y de las tentaciones tiene

que verse como una manera de expresar tal combate. Caer en la tentación es como entrar en la jaula, quedar atrapado, o enganchado (a la droga, por ejemplo). Luchar contra el deseo de poder y de riqueza, luchar contra el deseo de honores y de prestigio, abstenerse de comer y de beber con desmesura, abstenerse de opinar sobre todas las cosas y, principalmente, de juzgar a todo el mundo (éste es otro sabio consejo de uno de los padres del desierto: «Permanece en tu celda, come cuando tengas hambre, bebe cuando tengas sed, pero no hables despectivamente de nadie. Hazlo así y obtendrás la salvación»). En general, no caer en la desmesura, puesto que, para vivir, e incluso para vivir bien, no es mucho lo que hace falta. La situación humana es más de escasez que de abundancia (pese a la apariencia creada por la sociedad consumista). De ahí—de la penuria, junto con el hecho de que todos queremos las mismas cosas—, Hobbes deriva el conflicto. Pero ¿y si con poco pasásemos? La civilización contemporánea se ha comprometido en vías diametralmente opuestas a ésta: se trata de consumir mucho, de abarcar cada vez más y de no parar sino ir cada vez más deprisa. Sin embargo, con poco basta. La ambición tiene muchas formas y es fuente de conflictos y de malestar. Poco es suficiente. Pero también necesario (absolutamente necesario). La fortaleza, finalmente, es resistencia frente a la tristeza. ¿De qué se alimenta la fortaleza? ¿De dónde saca su fuerza la fortaleza? Toda resistencia vive de la esperanza. Lo contrario de la esperanza, más que la desesperación, es la falta de esperanza en el sentido de la pesadez de la que habla Kierkegaard, o de la acritud y de una especie de tristeza sin motivo aparente (acedia), según los escolásticos; o un cansancio que nace de considerar que todo es en vano, que nada merece la pena. Por eso es justa y bella la frase de Marcel: «La esperanza es quizá la materia de la que está hecha nuestra alma».

¿DERROTA DEFINITIVA? Ya hemos dicho que la resistencia no abandona, que es perseverancia. Pero sabe, eso sí, que a veces, tal como dice la letra del tango, hay que dejar paso. Finalmente, uno no puede resistirse al sueño: hay que dormir, y la vigilia, que es resistencia, no por eso pierde la partida. Después del paréntesis

volverá a la atalaya. También se dan situaciones de mucha impotencia: el guardián del faro quisiera salvar a los náufragos en medio de la terrible tempestad, pero no puede, y sólo le queda no abandonar su puesto, permanecer atento y rezar. La resistencia no es resignación. La resistencia humana no conoce la victoria, pero tampoco exactamente la derrota definitiva. En la actitud misma late algo muy especial, muy raro: incluso en la peor de las escenas, como la del mito de Sísifo—sin duda, resistente—, puede llegar a entreverse. Es precisamente lo que subraya Camus con mucho acierto cuando, en su interpretación, se fija en el momento en el que, habiendo Sísifo llevado la roca hasta arriba, ésta vuelve a rodar hacia abajo y Sísifo va detrás de ella: Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración, y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.46 El relámpago de la conciencia es condena y carga pero, a la vez, es ya una especie de dominio sobre la situación. Dejando de lado el mito de Sísifo, que no haya victoria definitiva significa que no hay superación de nuestra condición. En las luchas parciales tal vez se llegue a la rendición, cuando ya no quedan energías para continuar resistiendo; se cede por desfallecimiento o por desesperanza; se puede pasar el relevo: testimonio; se pueden conseguir algunas victorias, siempre provisionales. Estas últimas no ahorran la vigilia del mañana y la memoria (que nunca debe dejar de mantenerse). La derrota es la persistencia del abismo del mal, en primer lugar, y la muerte personal, en segundo lugar. La primera es una derrota continua, sólo apaciguada por momentos de solidaridad; la segunda sella el misterio de nuestra condición. En la última partida, lo peor son las largas agonías. Ojos de resignación, de impotencia y de aceptación. La agonía es peor que el final. Por eso, a pesar del sentimiento tan fuerte que nos une a la vida, hay también el deseo de morir, primero más velado y, después de la capitulación, más explícito. ¡Cómo cambia la mirada! Se apaga, pero una brillantez extraña se combina con el ocaso. Un brillo que emerge de la derrota: si la intensidad se midiera

por el significado, la intensidad de este último brillo sería mucho mayor que la de la juventud, en que la batalla apenas se intuía. Vivir no es vivir, sino darse cuenta. El final de lo finito, que no es lo infinito, sino lo más finito de lo finito; allá donde la finitud se expresa con mayúsculas. Después de la claridad de la existencia y sobre la existencia, nada de todo esto es perverso: ni el esfuerzo por mantener el tipo ni el librarse al sueño (a veces inducido). Condiciones de la capitulación, casi siempre aceptables, sensatas. El último intervalo, cuanto más familiar mejor. De nuevo, in extremis, la salvación de la proximidad. La despedida, forzada, es prólogo de un reencuentro, en Dios, o de una coincidencia, en la nada y en el por siempre jamás. En cualquier caso, la resistencia no habrá sido en vano. La vida como resistencia no espera una victoria inmediata. No es una resistencia «optimista», entre otras cosas porque, como decía García Lorca, el optimismo es propio de almas que sólo tienen una dimensión. La resistencia, que en nada es superficial, nunca abandonará del todo la alegría, vinculada al sentido de lo más esencial que da sentido, a lo que ahora mismo da fuerza para aguantar. Los auténticos sabios no son los que con su capacidad de penetración intelectual descubren el orden del mundo detrás de la facticidad histórica; los auténticos sabios son los que ven que la excelencia de lo humano reside en esta experiencia tan profunda como ambivalente: tenemos el privilegio de darnos cuenta del misterio (de la manifestación) del mundo y de nosotros mismos, pero he ahí que, al mismo tiempo, advertimos nuestra finitud junto con todas las acechanzas del mal. La respuesta sabia a este privilegio consiste en no ceder. No ceder al optimismo. Coincidimos con Marcel en que «un alma a la que sea ajena toda inquietud es un alma esclerótica».47 Pero tampoco ceder al «desánimo», al abatimiento, a la pusilanimidad. La resistencia no es insensata. Todo depende de este extraño privilegio de nuestra relación con la «verdad» (si por verdad entendemos el diálogo con el todo de la existencia). Ni optimismo, ni desánimo. La fortaleza de la resistencia no es dura ni impasible; en el fondo, es dulce e incluso plácida (los adjetivos que mejor definen la actitud del sabio). Por eso, paradójicamente, el alma tensa de la resistencia es ligera, nada ostentosa ni cargada. La autocomplacencia ha dejado paso al diálogo: al diálogo interior (que, de hecho, ya es diálogo con la alteridad que late en el sí) y al diálogo con los otros (y a la comunión con ellos). La frustración de Narciso tiene que

ver con la imposibilidad de la unidad, mientras que la suerte del resistente tiene que ver con la primacía de la unión (el diálogo es una forma de unión). El no ser uno del sí mismo y, todavía más, el no ser uno del diálogo con los otros es más original que cualquier unidad. Nada de unidad, pero sí, en cambio, posibilidad de reunir. Hablar de la profundidad es casi siempre, directa o indirectamente, hablar de nuestra profundidad y del secreto que en ella anida, a pesar de que nuestra manera de sondear estas honduras es muy limitada. Cuesta mucho bajar; es un descenso para el cual no disponemos de escalera alguna. Pronto nos falta cuerda y pronto también parece como si perdiéramos la conciencia y ya no viéramos nada. No estamos hablando de asfixia, como el descenso al lagar podría sugerir; no es el gas letal de la fermentación lo que impide el paso o lo que nos asusta. Es simplemente que cuesta bajar. Intentarlo es ya inicio de reunión y de diálogo interior. El camino a sí mismo va parejo con el de la transformación de la cotidianidad. Una vez más, el cuidado de sí no constituye ninguna huida, más bien lo contrario: es una transformación de la cotidianidad. Nada de torres de marfil ni de supuestas «purezas» alejadas de la vida normal. La creación no requiere la pureza, sino el silencio. Por eso el filósofo no debe distanciarse del mundo, de la vida. Otra cosa, por supuesto, es que los transforme con su mirada. La mirada que procede del cuidado de sí mismo no es «meramente» contemplativa, sino transformadora. Son las ideologías las que adormecen o entierran la vida. El cuidado de sí mismo es puerta de acceso a su transfiguración. Las cosas, el mundo, serán vistos en su misterio. Resulta revelador que a todos los poderes constituidos les inquiete la presencia extraña que los desmonta sin violencia.

VII NO CEDER AL DOGMATISMO DE LA ACTUALIDAD La manera actual de no contar es, paradójicamente, ser contado por las estadísticas. La opinión pública (que en vez de manifestación de un sujeto colectivo es un objeto manipulado), los gustos—inducidos—de los consumidores, pero, principalmente, el hecho de hallarnos inmersos en lo que nuestra época nos ha traído como destino con la sensación de que ha sido asumido voluntariamente, son algunas de las muestras del éxito del dogmatismo. Es dogmático todo lo que domina y se asume porque sí, porque toca. Da pena el edulcorado escepticismo de intelectuales de feria, que menosprecian antiguos dioses y antiguas creencias y, no obstante, engordan los nuevos dogmas. ¿Cuál es la forma justa de resistir a la actualidad? ¿Tal vez—siguiendo a Jünger—la figura del emboscado? ¿O—según Deleuze48—la de quien crea? ¿Hay una resistencia reaccionaria y otra revolucionaria? ¿O quizá, para enfocar mejor el asunto, sea más adecuado no utilizar, por lo menos al principio, esta recurrente dicotomía política? La verdadera resistencia a la actualidad consiste en no ceder al dogmatismo. No hay otra. En cualquier caso, no conviene quejarse de la falta de altavoces ni de titulares; repercusión, como dice Nietzsche, la tendrá: «Que un hombre resista a toda su época, que la detenga en la puerta para que dé cuenta de sí, es cosa que forzosamente ejercerá influencia».49 En nuestra época se actúa como si se hubiese encontrado la solución de la vida humana y ya no hubiese más secreto: hay lo que hay, y lo vamos sabiendo gracias a la ciencia. No ceder, como nos enseña Patočka, no significa ni confesar el absurdo ni creerse ya a salvo (en posesión del

sentido); más bien al contrario, significa asumir la intemperie y la problematicidad. Ya hemos dicho que el nihilismo, como el dios Jano, tiene dos caras: la del vacío y la del lleno. Dos caras que, en nuestra actualidad, hemos de saber descubrir; sólo así podremos resistir eficazmente. Aunque alimentando los dos frentes, los aliados del lleno son los sabihondos—con renovadas máscaras—, la pantallización del mundo y la ideología tecnocientífica (no la ciencia). Del vacío es aliado el «poder aprovechado», la política servil con la actualidad que pretende y consigue ser absuelta del compromiso y de la responsabilidad («Nadie responde»).

LA AMENAZA DE LOS ENTERADOS (DE LOS QUE LLENAN) Nos abruman los «enterados», o los sabihondos: amenaza secular que ha ido en aumento, con toda una parafernalia social, pseudoacadémica y mediática que la eleva a la enésima potencia. Montaigne hablaba de las «sutilezas frívolas y vanas con las que los hombres buscan a veces la alabanza»,50 y retoma el tema socrático de la docta ignorancia: «hay una ignorancia rudimentaria, que precede a la ciencia, y otra doctoral, que sigue a la ciencia —ignorancia que la ciencia produce y engendra, de igual manera que deshace y destruye la primera—». La ignorancia sabia consiste en darse cuenta de que no sabemos nada de lo más importante. Según Montaigne, lo peor y lo más pernicioso es el sector intermedio, formado por los que creen haber superado la primera ignorancia y, sin embargo, no han llegado a la segunda; se trata de personas petulantes y dogmáticas (esto segundo, sin saberlo). Así, escribe: Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo, las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra—el culo entre dos sillas, entre los cuales estoy yo y tantos más—, son peligrosos, ineptos, importunos. Son éstos los que turban el mundo. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la

primera y natural posición, de donde en vano he intentado salir. El mismo tema lo retoma Pascal, en unos términos que no podemos dejar de citar y que compartimos plenamente: El mundo juzga adecuadamente muchas cosas porque vive en la ignorancia natural, que es la verdadera sede del hombre. Las ciencias tienen dos extremos que se tocan. El primero es la pura ignorancia natural en la que se encuentran todos los hombres al nacer. El otro extremo es aquel al que llegan las grandes almas que, después de haber recorrido todo lo que los hombres pueden saber, descubren que no saben nada, y vuelven a encontrarse en la misma ignorancia de la que habían salido; pero ésta es una ignorancia docta que se conoce. Entre unos y otros están los que salieron de la ignorancia natural y no pudieron alcanzar la otra; éstos tienen un barniz de esta ciencia presuntuosa, y se las dan de entendidos. Son los que alborotan el mundo y juzgan inadecuadamente de todo.51 Efectivamente, los «entendidos», supuestos especialistas en todo tipo de saberes, perturban el mundo. Hablan en demasía cuando sería menester callar más. Todo son respuestas y casi no queda espacio para las preguntas que no tengan respuesta. La cantidad de estupideces per capita pronunciadas en programas de radio y televisión, congresos y reuniones varias no se habría encontrado nunca, en la misma proporción, en ninguna cafetería rural, con gente sencilla jugando a las cartas los domingos por la tarde. Además, las tonterías que allí se decían no pretendían ser otra cosa. El éxito de los «enterados» prueba que el mundo se llena demasiado fácilmente de sentido. Y de este modo vemos que el esfuerzo por no ceder al vacío y al sinsentido también hay que hacerlo para no ceder ante la cantidad de ofertas de sentidos rápidos (y por eso mismo, dogmáticos). Resistencia ante el imperio del vacío, pero también ante la precipitación del sentido acrítico. Surge así una situación intermedia radicalmente diferente de la citada, porque ésta sí que define bien lo humano y exige la misma tenacidad tanto para no rendirse a la nada como para no ceder ante quienes supestamente están en posesión del sentido. Interesante es, hoy, uno de los adjetivos más usados en la estrategia del

sentido poseído; es la palabra clave de los enterados. La sociedad publicitaria busca insistente e incansablemente el impacto sobre los miembros indiferenciados de las masas consumistas; se espera que la respuesta al impacto sea decir «esto es interesante», y todo se quede ahí, dado que quien pronuncia tal expresión no está en condiciones de implicarse en nada. Programas de divulgación «científica» relativos al ser humano empiezan con la frase: «Ahora ya sabemos que…», como si ya se estuviese descifrando definitivamente el enigma de todos los enigmas (¿qué es el hombre?), cuando en realidad sigue siendo tan enigmático como siempre. En el fondo, de lo único que se trata es de suscitar un nuevo «¡qué interesante!», tan efímero como superficial, que pronto quedará sobrepasado por otro más nuevo.

EL IMPERIO DE LA ACTUALIDAD Hemos optado por hablar de actualidad y no de presente, porque el presente, si no se lo empobrece ni se lo traiciona, tiene un calado que lo hace irrepresentable; porque está vinculado al don; y porque esperamos poder explorarlo, en otro lugar, como uno de los tres ejes articulados de la metafísica después del final de la metafísica. Pero no hay que ignorar la riqueza filosófica de los términos acto y actualidad, ya relevantísimos en Aristóteles.52 Hay un constructo del filósofo peripatético que intenta evitar el problema de la nada y dar cuenta del movimiento; está compuesto por dos conceptos complementarios: dynamis y energeia, traducidos—o, según Heidegger, ya traicionados—al latín por potentia y actualitas. La intención de Aristóteles es sustituir «lo que no es de ningún modo» por la idea de privación. El termino energeia contiene tanto la idea de actividad como el hecho de la actualización. El problema de traducirlo por «actualidad» es que esta palabra parece más bien indicar el resultado de una actividad y no la actividad misma. De todos modos, estos términos llegan hasta nosotros porque durante unos cuantos siglos la filosofía escolástica ha explicado que todo ser está compuesto, en cuanto móvil, por potencia y acto. Si lo que es es, ¿cómo es posible el movimiento? La respuesta fue: porque lo que ya era en potencia pasa a ser en acto. La eclosión del árbol en primavera no manifiesta ni la aparición de algo que no era de ningún modo (de la nada,

nada sale) ni tampoco la aparición de algo que estaba escondido, sino de algo que era pero de otro modo: en potencia. Los escolásticos estaban preocupados por no exagerar la radicalidad del movimiento: no se trataba de entender que todo procede como de una fuente que brota sin agotarse, sino de entender que todo ser se mueve en la dirección de su perfectibilidad. El acto es perfección. El movimiento es actual en un aspecto y potencial en otro. La realidad es potencia y acto. El niño ya es actual en cuanto a muchas determinaciones o perfecciones, pero con una actualidad en parte potencial; por ello, con el movimiento en parte será «diferente» y en parte permanecerá «el mismo». La potencia es aptitud u ordenación, determinabilidad. Al plantear así las cosas, la potencia (dynamis) queda subordinada a la actualidad (energeia). Y probablemente tenga razón Heidegger cuando advierte que el dominio de la actualidad conduce a la incomprensión tanto de la dynamis como de la energeia. El dominio de la actualidad margina el movimiento y, con el movimiento, el tiempo. El dominio de la actualidad es la desaparición del tiempo. Todo es actual. Lo convertimos todo en predicados de sujetos y anulamos la atención al tránsito. Decimos A es B, cuando lo que habría que reconocer es el movimiento de A a B, de una cosa a otra. En esto último hay diferencia: «una cosa» y «otra cosa», es decir, movimiento y tiempo. En cambio, con la nivelación, es decir, con la supresión de la diferencia, todo es considerado objetivable y dominable. La actualidad lo es todo y lo acapara todo. Incluso la posibilidad. Hay cosas que todavía no conocemos o que aún no podemos producir. Pero esto mismo ya está determinado en el seno de la misma actualidad. Y de esta manera ser ha dejado de nombrar la diferencia para nombrar solamente la expansión. Ahora, cuando decimos «actualidad», conservamos efectivamente su dominio, pero hemos introducido en ella una variación muy importante. La actualidad es, hoy, como la anticipación del futuro siempre inmediato. Estar informado de la actualidad es saber lo que ya ha llegado, como si el futuro nos fuese viniendo. El futuro es la potencia y el ahora la progresiva actualización de tal potencia. Y henos aquí mudados en servidores—por no decir esclavos—de la actualización del futuro. La mencionada retórica de los enterados se aviene bien con el régimen de la información conectada y del mundo pantallizado, que no conoce ni día ni noche, sino constante flujo. Tal vez se lo podría llamar «un día sin noche»,

pero un día en que la luz es siempre la misma (no es más clara al alba, ni más tenue durante la tarde). A este día tan extraño se le llama «actualidad». Lo subrayamos: más que de maduración y de proceso hacia una perfección mayor, se trata de anticipación. Por eso, la paciencia y la temporalidad propias de la maduración no se ajustan a la actualidad. La actualidad como anticipación promueve preferentemente la expectativa y las prisas para no perderse lo que en cada momento se hace actual. Que pantalla, mundo y actualidad se identifican se ve por este rasgo común: están llenos hasta el colmo. Ahora no es ya sólo la industria cultural, denunciada por los miembros de la Escuela de Frankfurt, lo que organiza y llena sutilmente el tiempo libre (vacío), sino todo. La resistencia al imperio de la actualidad viene de la memoria y de la imaginación. Una y otra se resisten a la operación de la actualidad consistente en abandonar el pasado, en borrarlo, y en hacer como si el statu quo—ahora flujo que brota del futuro—lo fuese todo. Que memoria e imaginación pasen por sus peores momentos no hace más que confirmar la eficacia del dominio. Pero ¿qué somos, nosotros, sin memoria? La gente sencilla «sabía», también, que hay algo precioso en el recuerdo de una vida. La memoria no es memoria del tiempo pasado, sino ampliación y enriquecimiento del presente. Sólo a causa de la memoria el tiempo pasado no está acabado y el presente (lo que nos es «presente») no se reduce y pervierte en la actualidad. La resistencia empieza inevitablemente cuando se mira hacia atrás. La ciencia es siempre una mirada hacia adelante, y la retórica política también. Pero el ademán más propio del pensamiento es volverse, mirar atrás. Y entonces las cosas se tambalean y amenaza el absurdo. El problema grave es mirar atrás. Y, aunque no tanto, comienza ya a ser problema, hoy, mirar a un lado. En cambio, estar pendiente de la actualidad es evasión, abstracción, huida. En este caso se produce un perfecto acoplamiento con la lógica tecnocientífica. Mientras uno de los principales imperativos al que se ve confrontado el pensamiento es que nada de lo que ha sucedido puede anularse (irreversibilidad), la lógica tecnocientífica tiene otra manera de funcionar, más en la línea de la omnipotencia y de la continua apertura de posibilidades. La actualidad no tiene grosor: es plana; plena, pero plana. Y corta. Llena de datos, de información; pero no información del mundo, sino del mundo hecho información. La información no es medio, sino configuración de

mundo. Por eso la información remite a más información. «Mundo de la información» no es una metáfora; se engulle el mundo material—de los elementos y de los cuerpos—y, de forma inquietante, protagoniza la nueva alienación. Desde Marx hemos aprendido a denunciar la alienación perpetrada por el sistema capitalista sobre el trabajo de los obreros, pero resulta que ahora está en marcha una nueva forma de alienación, más eficaz que nunca, en la que todo el mundo se sumerge sin prevención alguna. La red fascina y absorbe, y no queda nada o muy poco de íntimo; todo se externaliza, sale fuera para exhibirse, y ya no habrá retorno. Ésta es precisamente la definición de alienación: lo que sale y ya no vuelve. Debilitamiento del espíritu, de la personalidad, del sí mismo. Decía Adorno que «la cultura organizada corta a los hombres el acceso a la última posibilidad de la experiencia de sí mismos». Este proceso ha crecido exponencialmente: ahora es el dominio de la actualidad lo que, después de haber vaciado el mundo y de haberlo sustituido, se dirige hacia nosotros mismos para alejarnos cada vez más de la posibilidad de la experiencia. A semejante alejamiento se lo había llamado también objetivismo y representación. Nos externalizamos convirtiéndonos en datos e imágenes (que también son datos). El imperio de la actualidad es el imperio de las imágenes y la ausencia de imaginación. La alienación del sí mismo, hecha con tanta fluidez, aumenta y esconde, sin embargo, una enorme frustración. El mundo de la actualidad atrapa y se impone como destino disimuladamente implacable, a diferencia de las antiguas moiras, que no escatimaban a los humanos el peso de la decisión.

NO CEDER Resistir en lo inactual quiere decir situarse al margen, en la lateralidad, y proteger ahí la diferencia. Si domina la «re-presentación» (las mil y una teorías sobre todo), mantener en lo inactual el vínculo con aquello que no puede ser representado (y que se revela como huella o como responsabilidad). Si domina el espectro de lo que va siendo previsible, no abandonar lo imprevisible (la diferencia) e, incluso, lo imposible. Lo inactual no consiste ni en la adhesión a los hechos, ni tampoco en la anticipación de

lo óptimo, sino en lo imposible que el pasado, aun habiéndolo hecho imposible, protege. Hay instituciones, como la universidad, que, en lugar de permanecer en la inactualidad, se rinden y se someten a la actualidad con solícita servidumbre. Sócrates no es menos inactual que Nietzsche. La actualidad es la eclosión de las fuerzas impersonales que dominan el mundo e imponen lo que toca. Aunque dejamos para otro lugar el estudio de la resistencia política, sólo apuntaremos que siendo ésta la toma de posición ante el dominio ajeno, suele caracterizarse por estos elementos: un decir no en nombre de la libertad y de la integridad(la amenaza es la desintegración); un combate clandestino asumido voluntariamente, pero al que no se ve alternativa (la situación exige resistir); y mucha importancia dada a la memoria (memoria de los que ya han desaparecido, pero que queremos guardar, y memoria del horizonte de la comunidad inactual). Los movimientos de resistencia política, así entendidos, son la mejor expresión de la esencia de la política: toma de conciencia, memoria, esperanza y acción. No disponemos de programas de acción para la inactualidad, pero, sea como sea, si es verdadera, irradia a modo de testimonio. En un libro titulado precisamente La resistencia, Ernesto Sábato confiesa que su lema ha sido que hay que resistir, pero que no resulta fácil encontrar la forma de encarnarlo. Para el escritor la resistencia está relacionada siempre con el hecho de mantener la esperanza a modo de vela en la noche del mundo, y también, necesariamente, con el compromiso con los más débiles. Sin duda alguna quienes se sacrifican para cuidar a los desventurados encarnan la resistencia. En esta especie de testamento espiritual de Sábato, resulta muy significativo que se articulen noche, resistencia, esperanza y compromiso, y también que una de las conclusiones a las que llegue sea que «nos salvamos por los afectos», es decir, por lo que se hace de corazón. La actualidad destinal, dominada por la competitividad y la violencia contenida, contrasta con la inactualidad del corazón, del ágape, o de los «estados de paz» (en expresión de Ricoeur).53 Nietzsche ridiculizaba la fealdad de Sócrates—por lo visto Sócrates era más bien feo—, pero no se rio ni por un momento de su capacidad de resistencia. ¿Acaso podía hacerlo? Como escribió Plutarco: «La paciencia tiene más poder que la fuerza». La fuerza imperiosa de la actualidad nunca podrá anular la resistencia de la inactualidad. Por eso la resistencia le resulta

tan perturbadora al poder establecido. Lo inactual es lateral, pero no retrocede fácilmente. En alguna ocasión, cuando Sócrates era aún joven, se mantenía de pie, meditando, desde el anochecer hasta el alba. Ya en su madurez, no temió la fuerza social dominante; por el contrario, le plantó cara y la miró de frente, lo mismo que a la muerte. Que la resistencia sea reacción no significa que sea «reaccionaria». La resistencia es reacción ante las fuerzas dominantes y disgregadoras. Por eso abre un espacio libre y creativo. Sí, crear tiene que ver con el hecho de que aparezca algo nuevo, pero también con el hecho de que este proceso comporte una transformación personal, infinita y contagiosa (es decir, interpeladora del otro). Que la actualidad no sea una losa, que su homogeneidad no nos ahogue, que su dogmatismo sea revisado y criticado. O resistimos, o la comunidad de hombres libres ya no será horizonte; ni la memoria será sentido. La actualidad promueve y pide fascinación. Pero la humildad también es una respuesta y no es casual que la humildad sea ajena a la fascinación; no se deslumbra fácilmente y se encuentra en un peregrinaje orientado hacia un lugar bajo el cielo, donde las horas y las estancias, nada faraónicas, parirán. Mientras la actualidad disimula el abismo de este mundo y patologiza la existencia (si una persona siente pánico alguna noche, se le recomienda que busque la terapia adecuada para este desorden psicológico), la resistencia mira al abismo de cara y, por eso, es capaz de recuperar las palabras y de dar la mano. La resistencia tiene abiertos múltiples frentes que se solapan entre sí: el estado de cosas rígido e inercial, la historia como totalidad, la injusticia y la destrucción, la estupidez. La actualidad los incluye, los disimula o los potencia, según los casos. Hay vida más allá de la actualidad. Mejor dicho: sólo hay vida más allá de la actualidad. Vida, libertad y pensamiento se dan lateralmente. La libertad consiste en salir de la estadística hacia lo lateral capaz de crear, de resistir. La condición lateral se asemeja a la de los números primos en que no se deja dividir: precisamente porque no hay manera de partirlos, se juntan y engendran.

EL SUDOR SUBATÓMICO —MOMENTO—

Ciudades en ruinas, polvo y fuego, líquidos oscuros y olores pestilentes, un cielo gris y una tierra seca… Elementos con los que suelen configurarse las imágenes de la devastación, del desastre del fin del mundo o de las secuelas del día después. Alguna vez se añade también la figura del superviviente deambulando impertérrito en medio de este caos, con los ojos muy abiertos pero la mirada perdida. Multitud de relatos literarios y cinematográficos han empleado este tipo de escena de ficción, ofrecida, en buena medida, por el imaginario vinculado con la guerra nuclear. Pero he aquí una imagen muy diferente. Nos la sugería hace algunos años una polémica marginal sobre la construcción de un imponente y «avanzadísimo» acelerador de partículas. Obviamente, lo que nos interesa, lo importante, no es ni de lejos el rigor científico con el que podamos decir las cosas, sino el trabajo de la imaginación. Según una de las teorías físicas actuales, uno de los «choques frontales» provocados entre partículas subatómicas aceleradas a velocidades astronómicas podría producir un pequeño agujero negro. Se trata de un hecho altamente improbable y todavía es más improbable que semejante miniagujero negro pudiese luego crecer y tragárselo todo. Semejante agujero tendría una relación superficie-masa muy grande, lo que motivaría su abundante «sudor» («sudar», aquí, significa emitir una determinada radiación); sudaría tanto que—pobrecito— desaparecería. Ahora bien, si uno de estos improbables miniagujeros fuese lo

suficientemente fuerte y espabilado para—a pesar de la «deshidratación»—no fundirse y durar las millonésimas de segundo suficientes para tragarse a sí mismo y comenzar a crecer, entonces el final estaría efectivamente ya sentenciado: en un santiamén el miniagujero negro engulliría todo nuestro querido planeta. Final absolutamente singular: sin residuos, limpio, aséptico y, sobre todo, rápido, sin padecimiento alguno. El agujero negro se convertiría en la eutanasia mundial más efectiva y perfecta. Como una succión, un bocado terráqueo: el mundo se traga a sí mismo y nosotros nos esfumamos sin ni siquiera advertirlo.

VIII ¿EL OCÉANO O EL DESIERTO? La del desierto y la del océano son las dos grandes metáforas, irreconciliables entre sí, de la condición humana. La que se aviene con la intención que guía estas páginas es la del desierto (la superficie del océano es desierto). El amparo sólo tiene sentido en el desierto, pues en él no hay inmersión. El alargado perfil humano es como una grapa que une cielo y tierra; una línea vertical (una «i») sobre la vasta extensión de tierra y bajo el cielo implacable y protector a la vez. El desierto no es el océano. El caminante traza su ruta orientándose por el curso del sol de levante a poniente. Los elementos, a pesar de su inmensidad y su dureza, acompañan el camino del mortal. Perderse en el desierto no es disolverse: es la muerte. Pero existimos con los otros. Dicho de otro modo: es precisamente en medio de la planicie desértica donde el rostro del otro aparece como tal pidiendo acogida. Mi voluntad, expresada en este gesto hacia el otro, es voluntad en el desierto; es voluntad precisamente debida al desierto. El planeta es redondo, pero la tierra es plana, y en la planicie andamos hasta el final del itinerario de la vida, agotando todas las fuerzas. Final que no tiene la forma de muro. Es la tierra la que reclama y la poca fuerza que todavía te mantiene en pie cede; no un muro, sino la gravedad de la horizontal. Sobre un plano caminan los mortales hasta el desánimo de los finales presentidos, pero con el impulso vital propio y los ánimos de los que están cerca. Sobre un plano, que es una planicie, caminan los mortales, al abrigo del frío polar y de la reciedumbre terrena. Sobre un plano, que es una planicie, imploran cobijo y suplican palabra. Sobre un plano, que es una planicie, no cabe elevarse por encima de los tejados de las casas y hacia el

éter del cielo, ni tampoco hundirse en los durísimos estratos de gea. Esta situación determina el gesto y el pensamiento. Se puede soñar, eso sí, y huir, y sentirse ascendiendo como los cometas de los niños o como los globos. Pero después habrá que aterrizar y volver a la llanura. Conviene no ir con excesiva carga, pero tampoco vale librarse de todo el lastre, porque—con el lastre—podrías perder el alma. El desierto ilustra la precariedad de la condición humana. Y, no por azar, plegaria tiene la misma raíz que precario. La precariedad da sentido al amparo. En el océano no hay amparo; hay inmersión y disolución. En el desierto, hay acogida y muerte. En el océano no hay palabras o, si las hay, son las del discurso de la totalidad: letra mayúscula, palabra redonda y discurso circular. En el desierto, la palabra es una tienda. El Logos universal (y divino) es del océano, y la plegaria, del desierto. Una larga línea de pensamiento ha asimilado el Verbo, el Logos y la Razón universal y divina. La esencia del lenguaje humano nada tiene que ver con esto. Y, afortunadamente, parece que algún teólogo clarividente ha dicho que la palabra de Dios tampoco tiene mucho que ver. La religión es la experiencia del desierto (desiertos de arena, desiertos urbanos, desiertos de navegación…), no del océano. Tiene razón Freud cuando defiende que el origen de la religiosidad reside en la experiencia del desamparo más que en el «sentimiento oceánico». Se le podría discutir que ésta sea una experiencia sobre todo infantil (aunque él mismo ya reconoce que no es sólo infantil), así como también que de esta experiencia se pueda pasar tan fácilmente a la tesis de la ilusión. Recordemos cómo fue el asunto. Con el título El porvenir de una ilusión, Freud publicó en el año 1927 un texto destinado a analizar el origen psicológico de las ideas religiosas, esto es, su «génesis psíquica». Allí mantiene que «las religiones son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y urgentes de la Humanidad».54 Y que «Dios es la superación del Padre, y la necesidad de una instancia protectora—la nostalgia de un padre—es la raíz de la necesidad religiosa».55 Esta idea se repite en su obra de 1930, El malestar en la cultura: «La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil».56 Se trataría, pues, de un sentimiento primerizo recuperado en la edad adulta por la angustia ante el destino. Pues bien, tomemos esta tesis para

contextualizar lo que ahora más nos interesa y que consiste en la discusión que, justo al inicio de El malestar en la cultura, mantiene Freud con un amigo suyo (refiriéndose a Romain Rolland). He aquí los antecedentes. Freud envió a Rolland El porvenir de una ilusión y, después, Rolland dirigió a Freud una carta para decirle que no entendía por qué, en el libro, no hacía referencia a la última fuente de religiosidad que, según él—Rolland—, era una especie de sensación de eternidad: el sentimiento de algo sin límites ni barreras y en cierta medida «oceánico».57 Rolland coincidía con Freud en que la religión es una ilusión, pero lamentaba que Freud «no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad»; daba a entender que él, como la mayoría de los seres humanos, habría tenido tal sentimiento oceánico, un sentimiento gracias al cual «podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión».58 Freud confiesa que lo que el amigo le dice lo pone en un aprieto, pues «yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento “oceánico”». No obstante, se dispone a examinar cuál sería el contenido de semejante sentimiento y, de hecho, sin tenerlo, es capaz de describirlo mejor aún que su amigo. Escribe Freud: «Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior». Y añade que, según él, más que de un sentimiento se trata de una penetración intelectual acompañada de tonalidades afectivas. Al buscar una explicación psicoanalítica—es decir, genética—del sentimiento oceánico, Freud se refiere a los primeros meses de vida, cuando el yo está todavía indiferenciado del ello. En cierto sentido, al principio el yo lo es todo, pero poco a poco se va produciendo la diferenciación. La experiencia, y principalmente la experiencia del dolor, empieza a diferenciar un yo placentero de un exterior problemático. Así, mientras inicialmente sentiría como si el pecho de la madre formase parte del yo, después, al tener que reclamarlo, iría apareciendo la diferenciación. No cuesta mucho darse cuenta de la relación que cabe establecer entre el sentimiento oceánico y esa indiferenciación en que estaría situado el bebé, sin dentro ni fuera. Una vez descrito así, mantiene Freud que este sentimiento, por lo que se refiere a la religiosidad, es secundario en comparación con lo que sí es realmente importante: «Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del “sentimiento oceánico”, que

podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado».59 Dejo esta indicación tan sugerente sobre el narcisismo porque ya hemos hablado de él. Aun no siendo el más primordial, Freud admite que el sentimiento oceánico tiene una dimensión religiosa porque presenta una especie de consuelo; su contenido ideativo (el ser-uno-con-el-todo) reduciría o incluso anularía el conflicto y la desavenencia entre el yo y el mundo exterior. Es decir, en el adulto, la supuesta unión con el todo apaciguaría— aunque esto no le ocurre a Freud ni, dicho sea de paso y modestamente, tampoco a mí—la angustia provocada por el desamparo y por los males del destino inclemente. En este tipo de planteamiento, podrá uno encontrar diversas «técnicas», con variados nombres, para dejar atrás el yo particular y acceder al Todo divino. Ha sido la lectura de una entrevista con Pierre Hadot,60 historiador francés de la filosofía antigua, la que me ha hecho recuperar esta vieja polémica en torno al «sentimiento oceánico». Al hacer memoria del despertar de su vocación filosófica, Hadot cuenta que de joven experimentaba un sentimiento de extrañeza, de sorpresa y de maravilla de ser. Pero al mismo tiempo tenía el sentimiento de estar sumergido en el mundo, de formar parte de él; de este mundo que se extiende desde la hebra más diminuta hasta las estrellas. Este mundo se me hacía presente, intensamente presente. Más tarde supe que esta toma de conciencia de mi inmersión en el mundo, esta impresión de pertenencia al Todo, era lo que Romain Rolland había llamado «sentimiento oceánico». Creo que soy filósofo desde entonces, si es que se entiende por filosofía tal conciencia de la existencia, de ser-enel-mundo.61 Para delimitar un poco mejor el contenido de tal sentimiento, añade Hadot que hay que distinguirlo de la simple admiración ante la Naturaleza; el sentimiento oceánico significaría verse de verdad como una ola del océano ilimitado, entenderse como parte de una realidad misteriosa e infinita. Hadot subraya que es muy importante la impresión de inmersión, de dilatación del yo en Otro que no le es extraño, sino del que forma parte. Significativamente, Hadot, que tan familiarizado está con el pensamiento antiguo, reconoce que es un sentimiento ajeno al cristianismo, y duda de que los griegos lo hayan

experimentado de forma plena, ya que no hablan demasiado de tal inmersión. Lo habrían tenido sólo en parte y precisamente éste es un aspecto que aparece en la polémica que Hadot mantuvo con Foucault a raíz de la interpretación del tema del cuidado de sí. Hadot le objeta a Foucault no haber prestado suficiente atención a la importancia que se daba a la pertenencia al Todo cósmico, y al conjunto de la comunidad humana.62 Naturalmente, Hadot, que aquí coincide con Freud, es consciente de la función consoladora de este sentimiento: al ser una superación del «yo parcial», es un aprendizaje para la muerte. Vemos, pues, que tanto en la discusión Freud-Rolland como en la descripción autobiográfica de Hadot, el papel atribuido al sentimiento oceánico es el mismo.63 Creo que Freud también fue muy agudo al afirmar que no se trataba sólo de un sentimiento, sino de una mezcla de éste con una parte más intelectual. No es difícil encontrar casos en los que casi todo el énfasis se pone en el trabajo conceptual; en el trabajo que da precisamente el «mismo» resultado que el del sentimiento oceánico. Pienso en el magnífico inicio de la obra de Franz Rosenzweig, La estrella de la redención (1921), donde se ofrece una descripción del proceso conceptual que sigue la filosofía idealista para poder disolver toda supuesta singularidad en un único concepto genérico correspondiente a la única realidad. Esto es lo que se explica: el hombre se sabe mortal y debe soportar el miedo a la muerte; un miedo del cual, aunque quiera, no puede librarse ya que afecta a la médula de la condición humana, de la situación terrenal y, por tanto, debesoportarlo. En este escenario hace acto de presencia la «salvación» filosófica: Y la filosofía le engaña [al hombre] a propósito de este debe, trenzando en torno a lo terrenal el humo azul del pensamiento del Todo. Pues, ciertamente, un Todo no ha de morir, y en el Todo nada moriría. […] Una vez todo encerrado en el capullo de esta niebla, la muerte quedaría, ciertamente, tragada, si bien no en la victoria eterna, sí, en cambio, en la noche una y universal de la nada.64 He aquí la función de la Totalidad: absorber la muerte y, con ella, el miedo a la muerte. Para conseguirlo, antes tiene que disolver toda singularidad en el Todo, y ésta es precisamente la misión conceptual de la filosofía: deshacerse de cualquier singular convirtiéndolo en mera parte del

Todo. Sin embargo—añade incisivamente Rosenzweig—, a pesar de la loable intención consoladora de la filosofía con su niebla integradora (o concepto unificador), persiste la angustia del mortal que, sin paliativos, continúa en la trinchera del mundo: «La angustia del hombre que tiembla ante la picadura de este aguijón desmiente siempre acerbamente la mentira piadosa, compasiva, de la filosofía». Las filosofías de la Totalidad, en nombre de la Historia, de la Naturaleza o del Espíritu Absoluto, han pretendido realizar una especie de integración-disolución de los singulares en el Todo, pero una experiencia del yo—conciencia de la propia finitud y de la finitud del tú—se resiste una y otra vez a semejante disolución, y el remedio no acaba de hacer su efecto. Aunque a menudo se intenta resucitar la Totalidad, la verdad es que, por poco riguroso que uno sea, no resulta fácil. Vivimos, como ya hemos dicho, después de la conmoción nihilista, y Nietzsche cargó directa y eficazmente contra la categoría de Unidad dotada de sentido (con consolación incluida). Y en el campo de la experiencia, que es el que más cuenta, el sentimiento oceánico es más insólito de lo que parece. En el hombre contemporáneo perdura—a menudo sin apenas advertirlo—la herencia bíblica, a la que hay que añadir los efectos del temporal nihilista. El caso es que, por todo ello, la experiencia de hoy se acerca más a la existencia desnuda. Como dice Camus, el hombre puede rebelarse (resistir) y sigue siendo capaz de alcanzar un sentido, pero de entrada la situación dista mucho del encaje perfecto. El trasfondo existencialista es bastante coincidente con las tesis gnósticas de siempre—sin identificarse con ellas, evidentemente—, que, como nos recuerda un gnóstico actual como Harold Bloom, son dos: «En primer lugar, el extrañamiento, incluso la alienación de Dios, que ha abandonado este cosmos, y, en segundo lugar, la existencia de un residuo de divinidad en el yo más íntimo del propio gnóstico».65 El punto medio, aunque quizá sea mejor hablar aquí de ambivalencia, no es ninguna concesión; es lo que, a pesar de excursiones y propuestas de diversa índole, responde con mayor afinidad a nuestra experiencia milenaria. Nos damos cuenta de que formamos parte del mundo y de que somos unos seres más de la realidad, en cuyo seno estamos de algún modo integrados; pero también nos damos cuenta de que no acabamos de encajar en la realidad, de que algo nos separa de este todo al que llamamos «mundo» y que tenemos la impresión de observar como algo que está delante de nosotros. Más que

sentirnos en medio del mar, como una ola más que a él se une, nos sentimos en la roca, al lado del muelle, ante la inmensidad. Una inmensidad que, como dice Pascal, a veces nos calma y otras nos espanta. Llegados a este punto, podemos preguntarnos: ¿qué relación se da entre el océano del todo y el nihilismo de la nada? Como ya hemos insinuado, creemos que de este modo se llega a una interpretación muy reveladora de la experiencia nihilista. La diferencia decisiva ya no es la del ser y la nada, sino la del sentido y el absurdo. Paradójicamente, con este desplazamiento, la nada y el ser casi se identifican. La utilización por parte de Blanchot y Lévinas del concepto de il y a (hay) sirve justamente para ilustrar esta identificación. ¿Qué es el hay? Simplemente la realidad indiferenciada; oscuridad y murmullo de fondo; miedo infantil a la noche y temor ante la imposibilidad de discernir voz alguna. El murmullo de fondo del ser y de la nada es el mismo. Para terminar de describir esta experiencia cabría recurrir otra vez a Antoine Roquentin, el protagonista de La náusea: ¿acaso la viscosidad de la existencia no se amalgama en un indiferenciado hay? Pero para no abusar más de lo necesario, citaremos a un personaje algo menos conocido que aparece en el film Il deserto rosso, de Michelangelo Antonioni, interpretado por Monica Vitti. El film se desarrolla en una zona muy industrializada del delta del Po, cerca de Rávena. Las fábricas, las máquinas, los engranajes y los humos producen, desde el inicio, una sensación inquietante que tiene que ver con la despersonalización. Giuliana es la mujer de un ingeniero, director de una de esas fábricas. Previsiblemente, Giuliana no trabaja y su estatus le permite una cotidianidad distinta de la de los trabajadores y también de la de su marido. En realidad, es como si no tuviese cotidianidad. Y precisamente la falta de integración le permite a Giuliana distanciarse de este mundo tecnificado y emprender la búsqueda del sentido de la vida. En una de las primeras escenas, Giuliana, errante, se cruza con unos obreros en huelga. Se ve claramente que ella está muy alejada de los problemas de esa gente; está en otra «órbita», desde la cual le parece que nada de este mundo homogéneo y monocromo tiene sentido. Giuliana experimenta una angustia existencial, que su marido atribuye a un accidente de tráfico todavía reciente, y que, por lo mismo, no entiende. Giuliana tiene necesidad de sentido, de comunicación y se siente como si le faltara el aire. Tampoco el lenguaje habitual le resulta significativo: necesita de otras palabras, de otros registros, de otras

tonalidades. De ahí la sensación de encarcelamiento y de angustia, y la necesidad de hallar una salida: salida del insomnio provocado por una realidad indiferenciada que murmura ininterrumpidamente. El hay indiferenciado y gris del mundo que percibe Giuliana es tan absurdo como la nada.

IX LA ESENCIA DEL LENGUAJE COMO AMPARO

POR ANTICIPADO La primera palabra es el ruego, y la segunda el amparo. La pregunta es hija del ruego. Después de rogare, de pedir, de rogar, nos interrogamos. La filosofía es como la reflexividad del ruego: nos interrogamos. El llanto y el grito: «No puede haber un grito de angustia mayor que el de un hombre», ha escrito Wittgenstein.66 El grito y el ruego, y el ruego y la interrogación, son las expresiones del movimiento de la existencia; de la primera fase de este movimiento, a la que siguen todas las expresiones de acogida. Para rogar no hace falta decir nada. El ruego puede ser perfectamente ilocutivo. Se habla con los ojos, y la mirada ya es plegaria, de la misma manera que también se responde y se acoge con la mirada. De este modo lengua materna remite a palabra materna y palabra materna ya es una reiteración porque la palabra es materna; es palabra de acogida. Antes de que el infans—el que todavía no habla—aprenda la lengua materna, ésta ya le ha acogido y le ha dado casa. De ahí que el lenguaje, antes que la casa del ser, como quería Heidegger, sea la casa del hombre. ¡Dios te guarde! Es una expresión tradicional genuina que, como otras, va perdiéndose. Y no es que haya nada que objetar al uso generalizado del Hola. O de la interjección ¡Eh! De hecho, son más bien los timbres, primero mecánicos y ahora electrónicos, los que lo han sustituido. Antes, de día, las puertas de las casas solían estar abiertas y al entrar uno decía en voz alta: «¡Dios os guarde!» o «¡Ave María!». Sin embargo, no se trata de introducir

aquí y ahora consideraciones sobre los usos lingüísticos, sino de reflexionar sobre el sentido originario del habla. «¡Dios os guarde!» es, no obstante, una expresión que mucho tiene que ver con ese sentido originario; es, en la actualidad, una locución intempestiva que, bajo el automatismo del saludo, contiene todavía una muy honda intención. De hecho, esto coincide bastante con algo que dijo Derrida en la oración fúnebre pronunciada durante el sepelio de Lévinas.67 Reconoce allí Derrida que adiós es una palabra que Lévinas le enseñó a pronunciar de otra manera. De otra manera respecto al automatismo de la despedida habitual, sin duda. Pero, probablemente, no tan lejos de su primer significado. Adiós, Ve con Dios o Dios te guarde indican lo mismo: protección y amparo. De ahí que sean literalmente «saludos» (de encuentro o de despedida), es decir, palabras que desean salud, salvación. Precisamente por eso es también usual decir Salud (del latín Salve, equivalente al Salam árabe, o al Shalom judío). También Que te vaya bien o Que tengas suerte son expresiones muy antiguas y manifiestan el deseo de que el conjunto de la situación y de la vida—y no sólo algo concreto—sean favorables. En tiempos de ausencia de Dios, no es extraño que el Adiós se sustituya por el Cuídate. Aunque, quizá, antes de Cuídate lo más lógico hubiera sido decir Que te cuiden: ¿hay algo mejor que esto? Y, que los otros te cuiden, ¿no podría ser ya el cuidar de Dios? Estaremos de acuerdo en que la sinceridad es un bien más preciado que el de la información veraz. Valoramos más la palabra del amigo que nos habla con franqueza—aunque pueda estar equivocado—que la información supuestamente objetiva que circula impersonalmente. En paralelo, son más turbadores el engaño, la violencia verbal y el insulto (lo contrario de la palabra franca) que el error (lo contrario de la verdad objetiva). ¿No nos indica esto que, con respecto al habla, es más «esencial» la función afectiva y existencial que la veritativa (entendida ésta como correspondencia entre proposición y realidad)? Y no es que lo último no cuente—cuenta, y mucho —, sino que, en el fondo, la verdad se sostiene sobre la sinceridad, y no otra es la savia que circula por la raíz más profunda del lenguaje.

SOBRE LA PISTA

Ya hemos anticipado que la esencia del lenguaje es el amparo, pero ¿acaso esta afirmación guarda alguna relación con el conocido «giro lingüístico» de la filosofía contemporánea? Como sabemos, dicho giro puede expresarse en forma de pregunta transcendental: ¿cómo es posible el lenguaje? Y también sabemos que esta pregunta ha tenido, a grandes rasgos, dos tipos de respuestas: las primeras, vinculadas con la obra del primer Wittgenstein y de Russell, establecen la estructura lógica del lenguaje y suponen que la función esencial del lenguaje es descriptiva. El lenguaje trataría, principalmente, de decir el mundo, en el sentido de enunciarlo y de establecer cómo son las cosas y los hechos. De ahí que lo importante sea la proposición (unidad lingüística que notifica cómo es un hecho) y su correspondencia con la realidad (verdad o falsedad). Por ejemplo: «La mesa es redonda» o «Está lloviendo». En este tipo de planteamiento, las actitudes proposicionales se consideran algo derivado de, o construido sobre, la proposición elemental. Mientras que «Llueve» es la proposición que dice el mundo, «Quiero que llueva» es la actitud proposicional. La teoría de la proposición enlaza con la teoría de los nombres: los objetos se nombran del mismo modo que se describen los hechos. Así, la primera época de la filosofía del lenguaje se caracterizó por la búsqueda de las condiciones lógicas y semánticas de un lenguaje perfecto, es decir, de un lenguaje que describiera correctamente los estados de las cosas del mundo. Pero esta pretensión (la del lenguaje perfecto) es la que se dejó de lado en el segundo tipo de respuestas a la pregunta «¿Cómo es posible el lenguaje?», representado por el propio Wittgenstein (ya no el del Tractatus, sino el de las Investigaciones filosóficas). En este caso el presupuesto no fue que la lógica iba a ilustrarnos sobre la estructura del lenguaje y de la realidad, sino que el lenguaje ordinario era más rico que la lógica y, por tanto, debía tener preferencia en el estudio filosófico. El «segundo» Wittgenstein cree que no existe nada como «la esencia» (única) del lenguaje en general, sino que existe una gran diversidad de fenómenos lingüísticos, de juegos lingüísticos agrupables según el aire de familia que compartan. El objetivo no será, pues, elaborar una clasificación de las proposiciones según su estructura y según el significado de las palabras, sino la descripción de los usos lingüísticos. Dicho de otro modo: la semántica cede el protagonismo a la pragmática. El relevo en este tipo de planteamiento fue decididamente asumido por Austin en una

obra cuyo título era sumamente elocuente: Cómo hacer cosas con palabras. Así la reflexión filosófica sobre el lenguaje pasaba a ser una parte—y muy importante—de la reflexión sobre la acción. Tras este viraje, ¿cabe formular la pregunta por la esencia del lenguaje? ¿Qué más podría decirse aparte de que se trata de un tipo de acción, y de un tipo de acción en cuyo seno son distinguibles varios subtipos de acciones lingüísticas: informativas, comunicativas, valorativas, exclamativas, imperativas…? Quizá alguno de estos registros sea el primordial. Esto es, por ejemplo, lo que en cierto modo ha hecho Habermas al proponer lo que él llama acción comunicativa (kommunikatives Handeln) no sólo como eje de su teoría ética y filosófica, sino también como especificidad de lo humano. La función comunicativa del lenguaje, que busca principalmente entenderse, sería la función primordial del lenguaje, distinta de la acción instrumental y de la estratégica y, evidentemente, contrapuesta al engaño, al dominio y a la violencia. Pero, en distinta dirección, y por razones obvias, también tiene actualmente mucho peso la concepción del lenguaje como «información»: lo certifica que este término se haya convertido en expresión epocal («era de la información»). La fuerza de este modo de ver las cosas procede de la confluencia de dos fuentes: por una parte, el dominio de las tecnologías informáticas, con la creación de redes globales de flujos de información, y, por otra, las teorías biologicistas, que definen todo organismo (incluido, por supuesto, el hombre) como unidad-sistema capaz de procesar información. En este marco general, el término comunicación tiende a ser interpretado como transmisión de información, y la información como constatación de cómo son las cosas. De modo que, a fin de cuentas, se sigue interpretando el lenguaje sobre todo como discurso descriptivo y como procesamiento e intercambio de datos informativos. La actual concepción de la información enlaza con una de las maneras tradicionales de leer la vieja definición del hombre como animal dotado de logos, como un ser con capacidad discursiva, que puede nombrar las cosas, decir el mundo e intercambiar visiones del mundo. Así pues, aun con la inflexión pragmática en la filosofía del lenguaje con aportaciones tan relevantes como la de Habermas, el registro enunciativo-informativo sigue siendo dominante. Sin embargo, esta persistencia no niega—más bien al contrario—la

oportunidad de inquirir otra vez: ¿existe algún tipo de habla (gesto radical o archigesto) que sea más grave que los demás y con el cual todos los demás tengan que ver, al menos en parte? ¿Un gesto diferente del de intercambio de información y diferente, también, del discursivo y enunciativo del mundo? ¿Podrían ser el ruego y el amparo las dos modalidades del archigesto? Entonces, en la palabra de amparo y de plegaria se encontraría el camino que conduce a la esencia del habla, aunque el camino sería ya el sentido mismo, lugar de tránsito pero también posada. Y no se trataría de una respuesta doble: a la plegaria (el ruego o la súplica) sigue el amparo (o la acogida), y al amparo sigue la plegaria. No se trata de una tesis piadosa, en el sentido de buscada a partir de una posición piadosa; es filosófica, es decir, pretende comprender un poco mejor. Aunque, ciertamente, la propia tesis sí tiene que ver con la piedad, puesto que alude directamente al cuidado del otro. Amparo o acogida se refieren, justamente, a solicitud y cuidado por el otro; a aquello que, si fuéramos capaces de restarle el movimiento inercial que suele acompañarla, emergería de la pregunta: ¿Cómo estás? Una pregunta nada banal, a pesar de que muchas veces su uso resulte tan vacío. Que todavía hoy en los encuentros vaya por delante el ¿Cómo estás? es una suerte y una revelación. La profundidad del ¿Cómo estás? es la misma que la del ¡Dios te guarde! (hondas intenciones, las dos, encubiertas por los pliegues de la costumbre, de la indiferencia o del olvido). Para argumentar en pro de esta hipótesis no descartaremos las otras respuestas y, menos aún, las más clásicas. Hay que aprender a buscar lo más profundo partiendo de lo que ya es acertado. Así pues, en vez de descartar, hay que saber escuchar el eco de lo esencial, que se da, por ejemplo, en el canto, en la palabra poética que crea mundo, en la palabra que comunica e, incluso, en la palabra que informa.

CANTAR PARA ALEJAR EL MIEDO «Quien canta, su mal espanta», reza la sabiduría popular. Quien canta dice afectivamente el mundo, y la vida, y a sí mismo. Quien canta se canta. Su voz no sólo resuena a su alrededor, sino también en su propio cuerpo y en su alma. El canto expresa un conocimiento esencial de la situación; pero no un

conocimiento preciso desde el punto de vista «objetivo», sino relevante en su sentido derivado de una particular conexión con el mundo. Esto es: su riqueza no reside en la elaboración argumentativa o discursiva, sino en la tonalidad y en la variación cordial que sintoniza con la frecuencia de las cosas, el tono que traduce la visibilidad y la propia sonoridad de las cosas. Tal es la razón que explica por qué la mejor poesía (que, si es buena, es también canto) es la que sabe conectar de nuevo; es la de aquellas palabras en cuya tonalidad se renueva la maravilla de la sinapsis. La pérdida de mundo va siempre de la mano con la pérdida de la musicalidad.68 Ahora bien, la poesía y el canto piden al otro y son ya inicio o final de conversación. Un diálogo auténtico es como un canto a dos voces. Nos decimos el mundo, y nos decimos a nosotros mismos en un decir que es pensar. Por eso el diálogo—el pensar juntos—es mucho más que un simple intercambio; es contacto y compañía que dice, celebra y, al mismo tiempo, se protege del mundo. El poema de un humilde poeta rural, recitado por una mujer con la fuerza de la experiencia, no tiene parangón. ¿Por qué ninguna sutileza intelectual puede ni siquiera aproximársele? Simplemente porque poeta y mujer saben, sin titulaciones, conectar con el tono de las cosas mismas, de las situaciones. Una canción puede alzarse y llegar muy arriba sin dejar de tener los pies en el suelo, por la perfecta sintonía que puede alcanzar con aquello que canta. La mujer que recita es capaz de esta sintonía gracias a la experiencia de la maternidad y del cuidado. Su voz cose el azul del cielo con la tierra nodriza. La madre canta para que el niño no tenga miedo. Canto materno que, de hecho, es plegaria, como podrían sugerirlo los bellos versos de Giovanni Pascoli en su poema «Nevicata»: Pasan niños: un balbuceo de llanto. Pasa una madre: pasa una oración.69 De mayor, el niño también va a cantar para no sentir miedo. El canto nos sosiega ante la oscuridad del mundo y las sombras, como también nos protege del frío anímico. En su novela Desgracia escribe Coetzee: «… el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana».70 Para lo que aquí estamos defendiendo resulta difícil hallar una cita más oportuna que ésta, aunque también nos encanta el comentario que

hace Deleuze del ritornello, la cancioncilla con la que un niño asustado y medroso intenta calmarse y resguardarse: Un niño en la oscuridad, presa del miedo, se tranquiliza canturreando. Camina, camina y se para al ritmo de su canción. Perdido, se cobija como puede o se orienta a duras penas con su cancioncilla. Esa cancioncilla es como el esbozo de un centro estable y tranquilo, estabilizador y tranquilizante, en el seno del caos.71 Y todavía mejor es el canto a más voces porque su tejido protege y abriga más. El canto no diluye a quien canta, sino que lo liga, lo reúne, lo vincula con las cosas, con el mundo, con los otros.

DE LA INFORMACIÓN AL GESTO FORMADOR A diferencia del lenguaje poético y del canto, que mantienen lazos de vecindad, en la información la lejanía con respecto a lo esencial es muy grande. Ahora se habla del «estar informados» en el sentido de un saber enciclopédico sobre las cosas y en el sentido de «tener noticia» de lo que pasa en el mundo. La información parece el discurso científico popular: continuado sumatorio de «conocimientos» y de noticias; como si el mundo fuese un muestrario de productos y de hechos cada uno de ellos susceptible de ser etiquetado. La información da cuenta de un mundo objetivamente fijado. A partir, sobre todo, de Husserl y de Heidegger podemos entender la razón por la que el lenguaje de la información es propio y característico de la era de la ciencia y la tecnología. Lenguaje «objetivo» que da cuenta de un mundo igualmente «objetivo». El gran presupuesto de la ciencia moderna consiste en creer que todo es determinable (lo que en modo alguno es incompatible con el principio de indeterminación de la mecánica cuántica). No se nos escapa que la idea de determinación va acompañada de la de poder: saber cómo son las cosas permite ser eficaz en su manipulación. Información significa, en cierto sentido, control, dominio («La información es poder», reza el eslogan). Paradoja: si bien, por un lado, el lenguaje fija y asegura las cosas, por otro lado, la enorme masa de información se reproduce y desaparece sin cesar y la información va siendo sustituida fluidamente por

nueva información. «Todo es información», se dice, y el mundo se llena de cables y está atravesado por ondas. En este nuevo medio navegamos o somos náufragos, o ambas cosas a la vez. Por más que—como se ha dicho—la filosofía haya dejado de lado la búsqueda del lenguaje perfecto, parece ahora que el lenguaje de la información, junto con el cientificista, se autoconstituyan como el modelo paradigmático de lenguaje porque son los que explican el mundo. He aquí la incongruencia: no dominamos el mundo mediante la lengua materna, y— ¡mira por dónde!—creemos hacerlo mediante el lenguaje informacional y cientificista. ¿Cómo es posible? Con el lenguaje coloquial nos orientamos, con el informativo creemos dominar. ¿Por qué uno es más modesto que otro? ¿Qué manera de relacionarnos con el mundo supone cada uno de ellos? «Disponemos» de información. No disponemos del sentido de las cosas. El juicio y el sentido común exigen maduración; y no es lo mismo disponer de información que tener juicio. Esta enfermedad ha llegado incluso a las llamadas ciencias humanas y sociales, a menudo dando lugar a un simulacro de lenguaje que no es ni una cosa ni otra: no tiene la sedimentación ni la flexibilidad del lenguaje natural, ni tampoco el rigor del lenguaje formal o de las ciencias físicas ya consolidadas. No hay maduración del juicio, y el pretendido dominio de su objeto con un lenguaje preciso y especializado es una ilusión (para empezar porque ya ni siquiera está claro que haya «objeto»). Pero no todo está perdido. La información contiene la idea de formación, y ésta implica la necesidad de la figura, la consistencia, la forma… De modo que, incluso hoy, en un contexto que juega más bien en contra (por dispersión) sería ya un logro que fuéramos capaces de poner de nuevo la información en el camino de la formación. Cabría, así, escuchar aún el eco de lo esencial: aquello que puede contribuir a formar a las personas no es la acumulación, sino algo pequeño pero valioso. Al profesor que enseña a sus alumnos o a los padres que educan a sus hijos debería preocuparles sobre todo el gesto, la palabra, la mirada que forman. Actuar de otro modo indica que hemos tomado ya una dirección equivocada; extravío más que secular, según ponía de manifiesto la actitud de uno de los padres del desierto, el abate Teodoro, al negarse a hablar con un hermano que había ido a verle. Cuando otro compañero se lo recriminó, el abate le dijo: «No quise hablarle

porque se daba mucha importancia y se vanagloriaba de emplear palabras raras». Cuesta poco imaginar la escena, pues hoy día vemos muchas similares, una tras otra, y las listas de palabras raras serían interminables (sobre todo porque bajo la etiqueta de la «innovación» hay una manía por facturarlas).

EL DETERIORO DEL LENGUAJE (AVISOS DE SAN BENITO Y DE FOUCAULT) Lo más importante se halla, a veces, en medio de las ruinas e incluso allí donde ya se han borrado las huellas de lo esencial. La degradación del lenguaje cobra distintas modalidades. En una dirección significativa de esta degeneración actúan la verborrea y la murmuración. La verborrea es la locuacidad excesiva que, como tal, tiene también poca substancia. En cierto modo, la sociedad actual ha pasado de la propaganda a la verborrea (sin desechar la primera). Así como hay una propaganda explícita y otra más sutil y solapada, también hay una verborrea chapucera y escandalosa y otra que se disfraza de ciencia y seriedad. La murmuración consiste en hablar en voz baja, especialmente para quejarse de alguna cosa o de alguien. Rumor y ruido de fondo. Realmente significativas son, en este sentido, las advertencias de san Benito en su regla. Resulta que una de las conductas que más le inquietaban era la murmuración. Sale varias veces y de forma muy poco forzada: «No ser murmurador»;72 «Sobre todo que no se manifieste el mal de la murmuración, por ningún motivo, sea el que sea, ni con la más mínima palabra o señal»;73 y se nos dibuja una sonrisa en los labios al leer este otro artículo en el que se relaciona el vino y la murmuración: Aunque leemos que el vino en modo alguno es propio de los monjes, como en nuestros tiempos no se los puede persuadir de ello, convengamos al menos en no beber hasta la saciedad sino moderadamente, porque «el vino hace apostatar a los sabios». Pero donde las condiciones del lugar no permiten conseguir la cantidad que dijimos, sino mucho menos, o nada absolutamente, bendigan a Dios

los que allí viven, y no murmuren. Ante todo les advertimos de esto, de que no murmuren.74 Hoy, la murmuración no proviene de la falta de vino, y más que de la escasez procede del exceso. A diferencia de la protesta diáfana, la murmuración se esconde; su timidez forma parte de su bajeza. No posee el coraje de la confrontación y está en el otro extremo de la alegría y del agradecimiento; por eso es enfermiza. Egocéntrico por definición, quien murmura incuba un sentimiento de insatisfacción y de mezquindad respecto a todo lo que le envuelve. Y la amargura de esa insatisfacción contenida lleva a enfermar al cuerpo y el alma. No tiene nada que ver con la compasión ni con la denuncia de la injusticia. ¿Qué papel desempeña el lenguaje? Sencillamente se deteriora hasta el punto de que las palabras no tienen ya ningún sentido. Casi sólo cuenta la monotonía de los fonemas indiferenciados. El tono lo dice todo. Si de la murmuración se conservase sólo el tono, sin palabras, no se perdería nada y, en su contexto, la acción haría igual efecto. Por eso la murmuración es un ejemplo inmejorable de palabra vacía, de traición a la palabra, de sucedáneo. La palabra tiene poder sobre la vida y sobre la muerte, pero la murmuración sólo tiene el poder de la carcoma que corroe su propio mundo. No proyecta nada ni es capaz de nada, sólo consume. Mientras que san Benito avisa de los indeseables efectos de la murmuración, en sus últimos escritos Foucault hace una defensa muy significativa de la franqueza.75 Se trata, en concreto, del concepto griego de parresía, que para Foucault está muy vinculado a toda la temática clásica del cuidado del alma (epiméleia heautoû) y de la ascesis en las escuelas filosóficas de la Antigüedad. La parresía es la franqueza, es un ponerlo todo en el decir, sinceridad: ser enteramente uno mismo al hablar. Etimológicamente, pues, parresía significa ‘decirlo todo’ (no en el sentido cuantitativo, sino en el de decir lo que uno piensa). La parresía contrasta con la demagogia y con la retórica, que sólo persiguen persuadir. No pretende sobresalir, sino decir lo que uno cree. Mientras la retórica recurre al discurso largo y embellecido, la parresía recurre al diálogo y al tú a tú. Ser franco y sincero requiere a menudo coraje. También suele ser más fácil disimular. El parresiastés está siempre en situación de connivente inferioridad respecto a aquel a quien se dirige. Como Sócrates cuando se dirige a la asamblea. La

parresía es condición de una relación verdadera con el otro (sin retórica ni adulación). En el cuidado de sí resulta de capital importancia la palabra. ¿Y podría ser ésta de otro modo que palabra sincera? Quien habla con franqueza habla con libertad, por eso la traducción de parresíaal latín es libertas. Hay, sin duda, una conexión entre la parresía de que habla Foucault, la austeridad de palabras de los padres del desierto y la precaución de san Benito respecto a la murmuración. Murmuración y demagogia son el veneno de toda comunidad. Hoy tenemos de ambos cantidades ingentes que lo llenan todo, desde la vida cotidiana, pasando por los mass media, hasta la política, e incluso la cultura y la academia. Opulenta miseria, hablar vacío, ininterrumpido, que nada tiene y nada da. Pero aún más allá, en radical oposición a lo esencial, están el engaño, el insulto y la violencia. La violencia es muda, aunque pueda ir acompañada de palabras; es del orden de la indistancia y de la indiferencia. Peor que el error es el engaño, y peor que el engaño, el insulto; por eso, el insulto está mucho más alejado de lo esencial que el error; por eso, la esencia del lenguaje tiene más que ver con la sinceridad que con la verdad. La mala lengua es como el filo de la navaja; «lengua viperina», venenosa como la de la víbora, que hiere y mata a los demás, pero también a uno mismo. He aquí pues un rápido repaso de las formas y grados de deterioro del lenguaje, de alejamiento de la esencia e incluso de traición de la palabra.

EL SILENCIO PARA RECUPERAR LA PALABRA El silencio, en cambio, no es mudo sino, con frecuencia, muy significativo y elocuente. Lo contrario de la palabra no es el silencio, sino—como acabamos de decir—la violencia. Fenómeno equívoco, porque también la muerte es silencio y, después de las bombas, el silencio reina en los campos de batalla. Hay, pues, distintas modalidades de silencio. Una de ellas es, sin duda, la mejor cura contra las enfermedades degenerativas de la palabra. Apartarse de lo pernicioso y acceder a lo esencial. ¿Por qué es el silencio el lugar más adecuado para la oración y la plegaria? ¿Por qué el silencio es la matriz fecunda de la palabra? ¿Tal vez porque es condición de la escucha y de la

proximidad? Los ríos más grandes son los más silenciosos. El silencio es, efectivamente, un ejercicio de salida y de acceso. De salida de lo que tapa y de acceso a la serenidad y la calma. De salida del hacinamiento, de la aceleración y del ruido ambiental (al hilo musical de la década de los setenta y ochenta le ha sucedido la información ininterrumpida durante todo el día, todos los días del año). «En todas las cimas hay calma», decía Goethe, y toda calma es ya una cima, podríamos añadir; en ella, ahora sí, se escucha el eco de lo esencial. Hay un pasaje del libro de Job particularmente significativo desde nuestro punto de vista. Cuando los amigos de Job se enteran de las desgracias que le han ocurrido, van a verlo, y dice la narración: «Estuvieron con él sentados en tierra por espacio de siete días y siete noches, y ninguno habló palabra, viendo cuán grande era su dolor».76 Este silencio que acompaña y que consuela es la primera palabra. Y sin embargo, este pasaje queda después sobrepasado por los inacabables discursos de los tres amigos. Decididamente, hablan demasiado; podrían habérselo ahorrado y dejar que el centro, en vez de ese discursear, lo constituyera aquel silencio. Podemos preguntarnos: ¿cómo sentimos el silencio? ¿Y cuál es este sentir en que nos sitúa el silencio y que nos permite sentir el silencio mismo?

EL TACTO DEL CONTACTO (O EL «DECIR» DE LÉVINAS) Lévinas ha sabido mostrarnos cómo el «lenguaje original», o el logos del prólogo (pre-logos), es proximidad y contacto. Exquisitamente, nos explica cómo el decir y la caricia son modalidades del acercarse. Ambos son expresión de una responsabilidad que sobrepasa cualquier relación de reciprocidad. Que el otro es hermano significa que estoy ligado a él por una exigencia, por una demanda. Y el insomnio (definición lévinasiana de nuestro psiquismo) es la condición en la que me instaura. ¿En qué consiste la diferencia entre lo dicho y el decir? Lo dicho es el lenguaje destinado a enunciar lo que es, a representar el mundo, a sistematizarlo y, así, a comprenderlo. El decir se corresponde con el «acontecimiento de la proximidad»;77 es el «lenguaje original». El decir significa una responsabilidad sin frases ni palabras; es anterior al lenguaje verbal: «prólogo de las lenguas». Lo dicho es el lenguaje de la tematización; se trata

de enfocar las cosas y, de algún modo, fijarlas como tales, constituirlas, darles sentido (como diría Husserl). En este registro, el significado del lenguaje procedería de la primera identificación de una cosa en tanto que tal cosa: el martillo en tanto que martillo. La base de la tematización y del juicio está en la identificación, lo que permite decir a Lévinas que se da una especie de prioridad de lo universal (la idealidad) respecto a lo singular. Y, también en este nivel, la comunicación resulta subsidiaria y consiste básicamente en la transmisión de mensajes. En contraste con este nivel de lenguaje, Lévinas afirma que «cualquiera que sea el mensaje transmitido por el discurso, el hablar es contacto»,78 lo cual presupone que el discurso mismo es deudor de una singularidad que no está tematizada por el discurso, sino aproximada. Y «la proximidad es por ella misma significación».79 Esta significación, previa a la tematización, es, según Lévinas, el lenguaje original, fundamento del otro. Identifico cosas y las enuncio, y se las digo al otro, al que no identifico, sino a quien me aproximo. Ocurre, sin embargo, que este aproximarse precede y es más básico que la identificación, y constituye el primer sentido del lenguaje; la «identificación» y el discurso vienen después. Proximidad que puede llamarse, también, relación ética (o todavía mejor: relación ética que debe entenderse, sobre todo, como proximidad). A pie de página Lévinas la define así: Calificamos como ética una relación entre términos donde uno y otro no están unidos ni por una síntesis del entendimiento ni por la relación de sujeto a objeto y donde, sin embargo, uno pesa, importa o es significante para el otro, donde están unidos por una intriga que el saber no sería capaz ni de agotar ni de desenredar.80 La proximidad no tiene nada que ver con la amplificación de una lupa. En Lévinas, la proximidad es la dimensión de la sensibilidad, que, a su vez, tiene en el tacto (y no en la vista) su expresión más emblemática: «Pero lo sensible debe interpretarse primordialmente como tacto».81 El sabor de las cosas y el tacto de la piel. En general, hemos otorgado demasiado peso y protagonismo a la vista: mirada desde la distancia, visión de conjunto, contemplación… Sin embargo, la propia vista podría interpretarse en términos de tacto: «Se ve y se oye como se toca».82 Lo que, en otra parte, he llamado «mirada atenta» trata de entender la mirada como aproximación con tacto

En esta aventura, la caricia resulta reveladora: «La caricia es la unidad de la aproximación y la proximidad», anota Lévinas. Sin embargo, la proximidad, que es presencia del rostro, de la piel humana, es también ausencia. En la proximidad está la traza del infinito (y mejor decir traza que huella: huella es la señal dejada en el suelo por el hombre o el animal; la traza es simplemente la señal dejada por alguien o algo al pasar). La caricia no puede ser posesión; proximidad sin identificación ni posesión, de la familia del decir. El decir es ajeno al poder; está en el centro de la anarquía. De hecho, el decir es la expresión de la anarquía, de una situación donde la asimetría nada tiene que ver con el dominio, sino con la acogida y el recibimiento. Asimetría de la responsabilidad y no asimetría del dominio. Mientras que la retórica de la persuasión está al servicio del poder, el decir anárquico no se preocupa por asegurar los hitos discursivos: no insiste en decir «es que yo he dicho que…»; lo dicho queda desplazado a un segundo plano. Finalmente y resumiendo, comparto con Lévinas la idea de que «quizá hemos cesado de asombrarnos por todas las implicaciones de la proximidad y el acercamiento».83 Y creo que por eso estamos confundidos con respecto a la esencia del habla y tenemos desviada la atención hacia el lugar equivocado. Encaminarnos de nuevo en la buena dirección nos permitiría, como a Lévinas, valorar el lenguaje cotidiano: «En el lenguaje cotidiano nos aproximamos al prójimo en lugar de olvidarlo en el “entusiasmo” de la elocuencia».84 Ésta es la función, en efecto, de la conversación en apariencia intrascendente: hablar del tiempo, del fútbol o de lo mal que anda el mundo es una forma de aproximarse. El tema es secundario, lo que importa es responder de la relación. A veces, si se da con alguien desconocido, precisamente de lo que se trata es de «romper el hielo» y de responder al primer contacto, que es ya una primera demanda. Casi no haría falta volver a recordar que la degeneración es siempre fácil, y que también la verborrea y la banalidad más indistante invaden la cotidianidad. Lenguaje como no-indiferencia ante el otro; no-indiferencia vacunada contra las invitaciones a la elocuencia; no-indiferencia ajena al saber y al poder; no-indiferencia que procede de la proximidad y que, a la vez, significa una trascendencia. Aquí está Lévinas. Mientras que en su obra de madurez De otro modo que ser, o más allá de la esencia, tensó magistralmente estas

ideas e incluso llegó a hablar de la condición de rehén, nosotros leemos el pre-logos como ruego y amparo.

EL ARCHIGESTO Ya nos hacemos cargo de que, dado que la interpretación del lenguaje como información e intercambio comunicativo es hegemónica, sorprenderá que situemos lo esencial en el amparo. Quizá ayude a mitigar la sorpresa señalar cómo algunas palabras primordiales remiten a gestos originarios. Así, por ejemplo, el «no» no es el «no» de la negación («la mesa no es redonda»), sino el «no» frente al mal y al sufrimiento; el no como rechazo y barrera respecto a lo que se presenta como dañino y amenazador; como cuando se ponen las manos abiertas delante del cuerpo al tratar de evitar el choque. De este no a la plegaria hay un corto trecho; pues, como no es posible evitar lo inevitable, el lenguaje se convierte en súplica y también en exclamación. El «sí», en cambio, se dibuja en el rostro distendido y en la brillantez de los ojos; lo que también se expresa, por ejemplo, con el saludo franciscano: «Paz y bien». «Paz y bien» no son conceptos abstractos, sino la expresión que alude a lo mismo que toda palabra materna—susurro amoroso—con la que se acaricia y abriga; a toda palabra silente y ubicua del amigo, también acogedora, y a la palabra del maestro: ¿cómo es posible enseñar sin acoger? Insistimos: la palabra no es la casa del ser, sino la casa del hombre. Protege, arropa y reconforta. La palabra hace las veces de abrigo y el texto es su tejido. «¿Cómo estás?», «¿Cómo te encuentras?», «Me alegro de verte», «Cuídate», «Adiós»… son expresiones de amparo y de acogida. Al prestarles atención, ¿acaso es posible no maravillarse de su sentido? Decir «¿Estás bien?» con franca solicitud es ya cuidar del otro. Literalmente es una pregunta, pero, en realidad, es tacto e imposición de manos. La mano que acaricia al niño nota su cuerpo y su pulso, pero al mismo tiempo le transmite calor y sosiego. Si cada vez que preguntamos «¿Cómo estás?» lo hiciéramos francamente, el egoísmo y la tibieza retrocederían un paso respecto a la bondad, al mismo tiempo y en la misma medida en que la verborrea lo haría respecto a la palabra.

Precisamente porque la función del archigesto no es enunciativa, sino ética, tiene sentido la repetición. ¿A quién le extraña la repetición del «¿Estás bien?»? La demanda de cuidado y de amparo siempre estará presente. Poreso,la repetición de la acogida tiene mucho más sentido que la repetición de la enunciación. El archigesto es palabra de amparo actual, pero también de recuerdo y de promesa. Diacronía del amparo, al cual proporciona, en efecto, la dilatación temporal. Se puede hablar de los que ya no están entre nosotros, o puede hablarse del mañana por venir. Palabra que intensifica los recursos del consuelo y que halla más medios para la calma y la confianza. ¿Por qué se añoraría tanto, si no, la palabra que acaricia y que resuena cordialmente? Incluso, a veces, cuando parece que el lenguaje sólo informa de los hechos, está haciendo algo distinto: alguien se dirige a otra persona para decirle lo que ha pasado o lo que ve, y es como si se pusieran «los hechos» en la palma de la mano y, levantándola levemente, se convirtiese en ofrecimiento para el otro. Entonces, el dar cuenta se subordina a mi relación con el otro, a quien me dirijo solícitamente. Es decir, también acogemos cuando el mundo nos dice: «Mira cómo amanece, mira el verde de los campos, mira los vagones del tren…». Ya hemos modificado el dictum de Heidegger («El lenguaje es la casa del ser») al proponer la idea de que la palabra—del otro—es la casa del hombre y, por lo tanto, también del ser. Así, por ejemplo, en la novela La carretera de Cormac McCarthy, se muestra que en la devastación y la barbarie sólo queda el amor, y el cobijo del padre al hijo y del hijo al padre. Pero la dureza extrema de la «inclemencia» lleva precisamente a la plegaria, muralla y refugio. Se pide y se ruega porque se está en la precariedad. Se ruega, sobre todo, por los demás. El hombre es ruego, tiene el lenguaje para rogar, como dice Rosenzweig en una página memorable, en la que leemos también lo siguiente: El ruego es lo más humano. Aun el callar del hombre puede rogar. Y ahí donde la muda naturaleza parece ganar la lengua de los hombres, se trata del lenguaje del ruego. El mudo ojo del animal puede rogar. El ruego despierta al hombre en el hombre. El ruego es la primera palabra del niño. Y a su vez la primera palabra del que despierta del sueño de la infancia.85

Y no sólo cabe recurrir a pensadores vinculados al pensamiento dialógico judío o cristiano para poner esto de relieve. También en este caso resultan reveladoras las reflexiones de George Bataille cuando, sin concesiones, describe la experiencia interior: Estado de desnudez, de súplica sin respuesta, en el que, sin embargo, advierto esto: que se aferra a la evitación de todo subterfugio. De tal suerte que, permaneciendo tales conocimientos particulares, menos el suelo, su fundamento, que les falta, me apercibo, al hundirme, de que la única verdad del hombre, finalmente entrevista, es ser una súplica sin respuesta.86 Súplica sin respuesta. Y he aquí cómo alude Bataille a la función lenificante de las palabras: «Mis ojos se han abierto, es cierto, pero hubiera sido preciso no decirlo, permaneciendo fijo como un animal. He querido hablar, y como si las palabras llevasen el peso de mil sueños, suavemente, como fingiendo no ver, mis ojos se han cerrado».87 Palabras tranquilizadoras, que adormecen como los somníferos, piensa Bataille. De acuerdo. Pero ¿cómo es posible que no haya nadie más? ¿Cómo es posible que, en estas páginas, Bataille no tenga en cuenta al prójimo, cuando la precariedad emerge sobre todo en el otro? ¿Dónde están la solicitud, el cuidado y el amor por el otro? La plegaria y la súplica están, como dice Saint-Exupéry, vinculadas al amor: «El amor es, en primer lugar, ejercicio de la plegaria, y la plegaria ejercicio del silencio». Ruego, oración, ya eficaz, al margen del resultado: mitiga un poco la desesperación y sirve para discernir, pues es vida interior, reflexión, meditación. Ruego, oración, en los que se manifiesta más el orante que el destinatario. Cuando hay sosiego parece como si la oración sostuviese el mundo. Sube hacia arriba y abre las puertas del cielo. Y entonces el cielo se vuelve provisionalmente pacificador. El espíritu más hondo de la filosofía se asemeja al ruego por el hecho de que en ambos casos se está falto de respuestas. Hay por ello una filosofía que es (como) una plegaria, y muchas plegarias son, por su parte, expresión de la más genuina inquietud filosófica. Y precisamente por esto lo que más cuenta, a mucha distancia de otros posibles atributos, es la sinceridad, sin la cual, evidentemente, la plegaria no es plegaria. La plegaria filosófica no demanda

explicación, sino sentido; no demanda un sistema, sino un camino; no demanda grandeza, sino migas: no afirma, pide y espera.

FAMILIARIDAD Y TRASCENDENCIA Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud han insistido de diversas maneras en el hecho de que la idea de Dios es una proyección no sólo realizada, obviamente, por nosotros sino de nosotros mismos. Feuerbach, a pesar de que empieza siendo hegeliano, procede posteriormente a la inversión que más tarde repetirá Marx. «La conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre; el conocimiento de Dios el autoconocimiento del hombre».88 He aquí la reducción antropológica de la teología, que ha llegado hasta nuestros días con una incidencia enorme. Ésta es la tesis de Feuerbach: «El hombre busca su esencia fuera de sí, antes de encontrarla en sí mismo». Dios—que, para Feuerbach, es evidentemente el Dios de los Evangelios—es una ilusión, un espejo en el que el hombre se mira. A menudo se ha querido rebatir esta tesis desde posiciones creyentes. Pero ¿y si en lugar de rebatirla la radicalizáramos? Tal vez ocurriría, entonces, que el argumento de Feuerbach dejaría de lado las intenciones del propio autor y daría un salto inesperado. ¿Acaso esta radicalización no coincidiría con lo que aquí hemos ensayado, con la idea del archigesto, la esencia del habla? Pero en lugar de proyección —al modo de Feuerbach—nosotros optamos por usar la palabra familiaridad o comunión en lo esencial del habla, con lo que la connotación ya es diferente. Familiaridad que no excluye la trascendencia, sino que más bien la implica. Pensar la trascendencia es pensar la diferencia a partir de la esperanza en el mismo gesto. Maestros de la perspicacia. En una carta a Hugo Boxel, Spinoza escribía que, si un triángulo hablase, diría que Dios es triangular. Dos siglos y medio más tarde, Franz Rosenzweig le replicaba que «si el triángulo pudiese hablar, diría que Dios habla».89 Y, con todo, quedaría aún pendiente algo decisivo: ¿cómo hablaría Dios? Sin lugar a dudas, el mayor anhelo consistiría en que lo hiciese según la esencia del habla humana; que hablase, no para discursear, ni para descubrir la verdad del mundo y sus leyes, sino más bien en el sentido del amparo,

archigesto de la palabra humana. También tradicionalmente se había dicho: «¡Dios te ampare!». La palabra de Dios es el amparo, y el amparo es Dios. Guardar quiere decir mirar con atención y también cuidar. Guardar es prestar atención, cuidar, respetar, vigilar para que no haya daño. Guardar y resguardar expresan nuestro modo fundamental de ser. Guardamos para proteger, para amparar, para preservar del mal y de la desaparición. Como cuando alguien guarda un recuerdo. No por casualidad, la memoria es uno de los modos privilegiados de cuidar: «Quita la memoria y desaparecerá el amor», escribía Rousseau. Guarda y resguarda la palabra del recuerdo (la palabra cordial) y guarda y resguarda la palabra de la promesa. «No sabemos qué significan las palabras más simples—dice Emerson—a menos que sintamos amor y tengamos aspiraciones, no sabemos lo que significan más que cuando amamos y aspiramos».90 Podemos imaginarnos nombrando todas las cosas del universo y teniendo teorías para todo, y experimentar, sin embargo, la misma pequeñez y el mismo desamparo: sólo nos apacigua la palabra amiga, que no exhibe la verdad de los hechos, sino que transmite el abrazo del alma.

X UNA METAFÍSICA DEL AYUNTAMIENTO

LA JUNTURA DE LA EXISTENCIA No es necesario disponer de una teoría definitiva y que nos explique de pies a cabeza; no creo que algo así esté a nuestro alcance. Para hablar de la existencia humana podemos conformarnos con dar una pista, incluso pequeña. Ha quedado atrás el esquema tradicional de una esencia que, además, existía (es decir, de una esencia que era en acto). El concepto de existencia, sobre todo después de Kierkegaard y de Heidegger, es otro: ha pasado de ser la actualización de una esencia a indicar la manera de serexclusiva del hombre (hablando apropiadamente, solo el hombre existe). Manera de ser que se muestra como movimiento de salida y a la vez «reflexivo», es decir, autorreferencial, de repliegue sobre sí. En el movimiento de la existencia se está implicado. Si bien puede hablarse de madurez, más que con hitos alcanzados y superados, la existencia tiene que ver con la tensión y la vigilia. En cuanto tensión reflexiva busca, por un lado, amparar y ampararse y, por otro, comprender. El cuidado, la solicitud, el amparo están ligados a la experiencia de la finitud y la vulnerabilidad, y ligados también a la misma experiencia, claridad parcial, luz, conocimiento. ¿Qué pista podría ayudarnos a entendernos mejor? Tal vez nos ayude la imagen de juntura, el hilván, el cosido provisional de dos límites. La muerte es el deshilacharse o la rotura del hilo. Hasta entonces, la provisionalidad se muestra como cosmicidad precaria y vulnerable. Por eso tienen sentido el cuidado, de nosotros mismos y de los demás. El mítico hilo

de la vida no es el cordón que nos une a alguna totalidad, sino cada trozo concreto que cose dos límites y da pie a cada una de las vidas singulares e irrepetibles. Somos una articulación, una reunión, una coyuntura, tan precaria como absolutamente admirable. Reunión de la diferencia. La juntura supone, en efecto, articulación de lo que es diferente y, por tanto, ni homogeneidad ni transparencia. Precisamente por eso nos preguntamos quiénes somos. Nuestra identidad—dirá Ricoeur—implica la alteridad: un sí mismo en tanto que otro; nuestra alteridad como sí mismo más recóndito, como ipse, implica la alteridad, la diferencia. Y la tensión. La figura de la juntura permite recuperar, transformándolas, varias distinciones ya conocidas. Así, por ejemplo, pese a que el lenguaje de los viejos dualismos resulte poco menos que inasumible, lo que no debe menospreciarse es la experiencia que lo motivaba. También nos parece caduco el lenguaje ascensional aplicado al conocimiento y a la vida espiritual, pero hay que reconocer que se da una tensión propia tanto de la vida intelectual como de la moral que de algún modo hay que poder expresar. Juntura o hilván provisional de dos límites. Ayuntamiento. ¿Qué significa «hacer metafísica» de esta figura? Ver, no si nos lleva más allá, sino si nos conduce hacia la base, hacia el seno de la existencia. La metafísica, entonces, es como una hermenéutica de la juntura. Inesperadamente, la reflexión metafísica resulta ser hoy liberadora. Estamos tan atrapados por explicaciones científicas sobre el ser humano, que conviene más que nunca buscar otro tipo de exploración, no necesariamente incompatible con la anterior, pero sí distinta y, sobre todo, más radical. Misión de la filosofía es evitar el reduccionismo. Si lo consigue, justifica sobradamente su función en la comunidad. La metafísica, hoy, consiste en encaminarse hacia las experiencias constitutivas de la condición humana; así, se indaga en un registro más fundamental que aquel en que se mueven las diversas especialidades científicas. Por ello no hay que confundir planos ni niveles de radicalidad. No es acertado buscar la explicación de la irreversibilidad o de la vulnerabilidad en la neurociencia. La metafísica a la que aspiramos no es, pues, un acceso directo al trasmundo, sino una interpretación de la situación humana, del movimiento de la existencia. Otra pregunta—que posponemos—sería si este mismo movimiento supone una especie de rendija del mundo.

SITUACIÓN HUMANA, ZONA LIMÍTROFE Para dar cuenta de esta idea del ayuntamiento proponemos un breve rodeo. Tal como ya hemos dicho, el límite ha sido abordado como un umbral no traspasable: no podemos ir más allá de ciertos límites. No obstante, algo distinto es que lo humano sea límite. Para entender en qué sentido empleamos el término límite, cabe recurrir, de entrada, al concepto de situaciones límite (Grenzsituationen) de la filosofía de Karl Jaspers. Lo que de esta teoría se suele citar es precisamente el plural, es decir, que hay unas cuantas situaciones límite. La idea intuitiva es que se trata de situaciones graves, perturbadoras, difíciles e irresolubles. Aunque puedan darse acotadamente, son, en esencia, permanentes e inevitables: «No puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al acaso, me hundo inevitablemente en la culpa».91 Éstas son, según Jaspers, las situaciones límite. En la vida normal—en la «existencia empírica», usando la terminología de este autor—, la situación límite se quiere esquivar y uno se desespera cuando llega; a veces intenta evadirse—si puede—, o también es posible hacerle frente y de este modo orientarse en la dirección de la existencia propiamente dicha: «Experimentar las situaciones límite y existir son una misma cosa».92 Y él mismo aclara: «Llegamos a ser nosotros mismos entrando en las situaciones límite con los ojos bien abiertos».93 No es casual que Jaspers se refiera a la diferencia, aunque no desarrolle demasiado la idea: «La existencia empírica, como conciencia, no concibe la diferencia». La existencia empírica está instalada en la homogeneidad, en la vida monocromática, mientras que la situación límite hace emerger la diferencia, porque revela un fondo impenetrable que tiene algo de límite. Diferencia, límite y prefacio de la trascendencia sirven para indicar la misma experiencia. El límite indica una trascendencia, aun en el seno de la inmanencia. La experiencia de la situación límite puede ser, junto con la duda y la admiración, otra de las fuentes del filosofar. Para Jaspers, hay situaciones que no son situación límite; son, por así decirlo, situaciones cotidianas sin demasiada relevancia. Ahora bien, resulta que, situación límite o no, siempre estamos en situación. Y hay un momento en que Jaspers menciona—al pasar—este «estar siempre en situación» como una de las situaciones límite.94 Ésta es la idea que tomamos para llevarla a nuestro terreno y preguntarnos: ¿cómo podría entenderse la idea de situación

humana que incorporara siempre el límite? Esta pregunta presupone prescindir del plural y dejar de distinguir entre situación normal y situación límite, para pasar a considerar que el estar en situación—existir—es siempre una situación límite, porque la situación humana ya es límite. De modo que, en contraste con la primera lectura, lo importante de la expresión situación límite es más situación que límite, porque éste ya está incluido en aquélla. Hay que añadir, además, que situación humana sería una expresión redundante, porque la situación propiamente dicha es siempre humana. Por eso no hablamos de situar un mueble, sino de ponerlo o colocarlo. El concepto de «situación» puede considerarse incluso más propio de lo humano que el de «condición». Repitamos, pues, la pregunta y añadamos otra: ¿por qué el concepto de «situación» incluye el de «límite»? ¿Y qué concepto de «límite» incluye? A menudo el límite se ha entendido como un estar al límite, en el extremo, al borde del precipicio, en una tensión difícil de soportar: «Al límite de mis fuerzas». Situación insostenible, no prorrogable, que provoca el desesperado deseo de calma y de paz. El límite se ha entendido también— como acabamos de señalar—como un «poder llegar hasta»: límite de mi capacidad de conocer, límite de mi capacidad de decir, límite de mi capacidad de actuar. Es límite como limitación, como umbral no superable, como un no poder ir más allá. Destacan en este sentido los límites de mi cuerpo como «yo puedo» y los límites del conocimiento y del lenguaje (cuya consideración ha dado lugar a la teología negativa y a todas las formas de filosofía equivalentes). Pero hay otra posibilidad: pensar el límite como zona limítrofe y mostrar, así, lo más definitorio de la situación humana. La zona limítrofe es la zona del cosido, de la juntura, el lugar donde unas grapas unen, sin confundir, dos límites, sin que lo más decisivo sea cómo nombrarlos: cuerpo y alma, cielo y tierra, tiempo y eternidad, finito e infinito, para siempre y nunca jamás, horizontalidad y verticalidad… Lo más decisivo, en efecto, no es cómo nombrar los límites hilvanados, sino que sea acertada la figura del hilván y la diferencia que supone. El límite como zona limítrofe se convierte en una clave interpretativa que muestra su fecundidad porque permite seguir pensando relevantes temáticas bajo una nueva luz (en vez de descartarlas). Es una figura-concepto que fecunda otras. Permite, en efecto, reinterpretar la

apertura (la luz y el darse cuenta), la finitud (precariedad y final), la extrañeza interior (en la línea de Agustín, de Ricoeur, incluso de Heidegger), el cuidado del otro (y el lenguaje como amparo), y la diferencia (la metafísica como diferencia).

JUNTURA Y LUZ No por casualidad, la reflexión y la refracción de la luz tienen que ver con zonas limítrofes. En óptica, se explica que la reflexión es el cambio de dirección de un rayo de luz cuándo éste no logra traspasar la interfaz entre dos medios. Podemos transferir esta determinación física a la filosófica, de manera que la situación límite dé cuenta de la posibilidad de la reflexión (para la cual es condición un mínimo de luz). Heidegger ha tenido el acierto de traducir y de leer la temática tradicional de la capacidad intelectual, o de la luz natural (lumen naturale), como apertura del Dasein. La apertura es la claridad del Dasein; el estar abierto significa el «lugar» en que las cosas pueden manifestarse. Apertura, claro, espacio de aparición, luz (autoiluminación e iluminación de las cosas). El planteamiento heideggeriano se complica cuando se interpreta este aquí del ser (que sería el hombre) como vecindad o proximidad con el ser mismo. No hace falta seguir en esa dirección: nosotros mantenemos la lectura en los términos mencionados. La reflexión es una flexión sobre sí. La conciencia (que consiste, esencialmente, en darse cuenta) se entiende como reflexión; movimiento que se flexiona sobre sí mismo, como cuando flexionamos un junco haciendo que la punta toque la raíz. El gran misterio de la luz no es sólo que lo ilumine todo, sino que, así, se ilumina también a sí misma. La luz ilumina y se ilumina. Por eso coinciden conciencia y autoconciencia. Ahora bien, la reflexión no es ni absoluta ni universal. La comarca, especial y privilegiada, en la que se hace presente es, precisamente, la situación humana. El misterio se intensifica (o, de hecho, se autoconstituye) porque la reflexión es parcial—¿podría no serlo?—y se dan siempre luz y oscuridad, presencia y ausencia, aparición y retirada. Somos esta comarca de la reflexión parcial; claridad sobre sí que es claridad sobre la propia claridad, pero claridad a medias. ¿No es esto lo que explica—la condición de

posibilidad de—las preguntas últimas, entre ellas la que inquiere por lo que no aparece, por lo que se sustrae a la aparición, por lo que es trasmundo (si mundo es lo que aparece) y que, de hecho, es condición de posibilidad del propio aparecer? Lo innegable es que estamos atrapados—esencialmente implicados—por la maravilla de la luz. Si se quisiera, podría llamarse a esto «nuestra relación con la verdad». La juntura como zona limítrofe alude a la implicación en la verdad.

DEBILIDAD DE LA JUNTURA Juntura inacabada. Inacabada, es decir, finita y temporal. Hilván: como una costura de puntadas largas que unen dos retales o sujetan un borde. Hilván provisional, que tal vez sea cosido de nuevo, o no. De la experiencia de la provisionalidad de la juntura suele emerger una especie de espera de contenido indefinido. No es que el hombre sea una suma o la unión temporal de dos elementos. Es la juntura, una juntura, que no puede leerse en términos de dialéctica ni de superación; que no es un paso más, ni una fase entre fases. Juntura inacabada, finita, pero que sobrepasa esta finitud con una intención que surge del repliegue de los límites. Debilidad de la juntura y misterio de la individualidad. Paradójica debilidad de la intimidad, que hemos concebido al revés que Deleuze. La vida no es más vida en la corriente impersonal, sino en la precaria posición (o hipóstasis) personal. No importa que la vida tenga que desnudarse y debilitarse para ser vida personal. El sujeto, ciertamente, más que fuerza es debilidad. Ahora bien, el posterior proceso de debilitamiento de la debilidad no lleva a más personalidad, sino a su desaparición. La vida personal es la provisionalidad de una debilidad, de una juntura situada en el seno de la inmanencia de la corriente personal, a modo de paréntesis. La juntura es este paréntesis. Cada una de las junturas es un paréntesis, ganado al plano homogéneo del ser o del no-ser. Y una no es lo indeterminado, sino la individualidad, el nombre propio. La corriente impersonal de la vida se hace una vida personal con la sutura de cielo y tierra. Debilidad de la juntura. Nos curamos, nos amparamos, los unos a los

otros. También nos lastimamos, porque todo está hilvanado y hay quien somatiza la debilidad del hiato a base de violencia (forma de huida de la finitud). La violencia procede del dogmatismo (la falsa fortaleza) y el dogmatismo procede de la debilidad mal asumida. No hay nada antes de la sutura. La precariedad es originaria, y no sabemos si es prefacio o final. Que sea originaria significa que, a diferencia de posiciones gnósticas y también de alguna idealista, no hay «caída». No hay plenitud ni fortaleza iniciales perdidas. Tampoco somos una herida. Somos juntura precaria, legible como vulnerabilidad. Y, lo mismo que la caída, la herida es posterior. La precariedad es posibilidad de herida como accidente, enfermedad, pasivo sujeto de violencia… La juntura es creación, inicio: un hilo une dos límites y, con esto, reflexión y vulnerabilidad entran en el mundo. En efecto, si se quiere seguir hablando de caída, ésta consistiría o bien en el citado ejercicio de la violencia o en una especie de petrificación de la juntura con la consiguiente indiferencia ante la solicitud del prójimo. Caída como violencia o como indiferencia. Resistir es aspirar a que la juntura no se deshaga. Todos los niveles de la resistencia a los que hemos aludido se avienen con la figura de la juntura. El «sentido» de la juntura es claridad y amparo, comprensión y compasión. Hemos focalizado nuestra atención en el amparo para librarnos del lastre que conlleva la temática de la compasión y, sin hipotecas, se aclara el sentido fundamental. Aparece, entonces, la fisonomía caricaturesca del trato que Nietzsche da a la compasión cuando, junto con el amor, los califica como formas de posesión: «Cuando vemos padecer a alguno aprovechamos gustosos la ocasión para apoderarnos de él».95 En el discurso nietzscheano se insiste en que la debilidad invita a la posesión y al rechazo: «¿Significará vivir no tener compasión de los agonizantes, los desgraciados y los viejos?».96¿Captan, la posesión y el rechazo, lo más propio de la relación con la debilidad? Pienso más bien lo contrario. Por eso, la primera palabra es el amparo (sin posesión). No se trata de poseer, sino de amparar. Felizmente, Nietzsche es muy grande. Nos sobrecoge la escena con la que se inicia el camino de retorno de Zaratustra: en la plaza del pueblo el equilibrista que se exhibía ante la gente cae trágicamente y, ya en el suelo, malherido, agoniza. La gente retrocede, se aparta, pero Zaratustra se acerca y se sienta a su lado, lo consuela y le dice que lo enterrará con sus propias manos; el pobre

equilibrista expira. Zaratustra carga el cuerpo del difunto sobre sus espaldas durante horas, hasta que, ya al alba, puede depositarlo en un árbol que a media altura tenía un hueco muy grande, fuera del alcance de los lobos. Sólo entonces, Zaratustra se queda dormido en el suelo, «cansado el cuerpo, pero serena el alma». El sentido de la juntura humana es el ayuntamiento: ayuntamiento como amparo de la vulnerabilidad y ayuntamiento como intención—esfuerzo—por comprender. Una cosa y la otra. No sólo raíz común, sino dos expresiones del mismo movimiento. Por eso, ahora sí, a pesar de la genialidad—ya reconocida—, la figura heideggeriana del Dasein como claro nos parece insuficiente, porque nada tiene que ver con la vulnerabilidad y, por tanto, tampoco con el sentido del amparo. En vano se buscará una ética heideggeriana. El sentido de la existencia es la intención de claridad y de cobijo. Darse cuenta de lo humano es estar implicado en la sutura de la sutura. La debilidad del otro hace que la medicina y la ética tengan un mismo significado. Cada uno de nosotros es una sutura que pide atención por parte de los demás. Y se da una prioridad de la sutura que es el otro con respecto a la sutura que soy yo mismo; ya no sólo porque si no fuese así no se explicarían situaciones extremas de sacrificio, sino porque hay un darse más habitual que tampoco se explicaría. En este punto no sólo es raro el gesto heideggeriano; igualmente nos sorprende la interpretación del rostro que realiza Deleuze. Para empezar: ¿por qué habla de rostricidad?; ¿por qué busca el significado del rostro a través de la abstracción?; ¿qué conexión escondida, o tal vez inadvertida, hay con respecto a la abstracción de la metafísica tradicional?; ¿por qué se lee el rostro en términos de superficie y agujeros (una superficie agujereada, agujeros negros)? Deleuze se refiere a la «máquina abstracta de la rostricidad», máquina que incluso opera en el rostro de la madre dando de mamar al bebé. ¿Por qué Deleuze, siguiendo los pasos de Nietzsche, atribuye tanto poder al rostro, mientras que Lévinas advierte en él vulnerabilidad? La divergencia proviene del tipo y del uso de la abstracción. Es obvio que en ambos autores se lleva a cabo un trabajo sobre el rostro concreto: en un caso se le desnuda de su desnudez y entonces el rostro deviene superficie, mientras que en el otro caso es la desnudez, que cada rostro significa (aunque,

evidentemente, unos más que otros), lo que se toma como primer significado. El sentido común, que juega poco con las abstracciones, detecta pronto quién de los dos acierta. ¿Quién, ante el rostro de un niño, ve una superficie con dos agujeros? La caricia también es poder—piensa Deleuze—, y se trata de salir, de traspasar, de liberarse de puntos y de agujeros. Ya sabemos que los agujeros negros lo tragan todo. Huir, pues, apartarse. Pero el prójimo no es un agujero, ni poder dominador y tiránico, sino rostro, expresión de una juntura provisional. Sí que hay implicación y atracción, pero no es la del pozo sin fondo, sino la de la responsabilidad y la dulzura de la compañía. La caricia no es poder, sino el tacto del contacto.

EL AYUNTAMIENTO HUMANO El hombre es juntura porque hace de juntura. Es su modo de ser. Relacionamos, unimos, juntamos. Su característica ontológica consiste en el hecho de que existe uniendo y suturando. Es la conjunción, una y. Tanto el discurso como el amparo son formas del juntar. El ayuntamiento con los otros va del eros, pasando por la philía, hasta llegar al ágape. La autoestima, que no el orgullo, es el esfuerzo por el ayuntamiento propio. ¿Qué significa la constante intención de hacerse entender y de entenderse con los otros? Y ya con el diálogo aparece la otra forma del juntar: el pensamiento, que procede ligando. ¿No son el símbolo y la palabra los medios del ayuntamiento? «De lo que no puede hablarse, hay que guardar silencio», así rezaba—como es bien sabido—la última de las proposiciones (o pseudoproposiciones) del Tractatus. Sin embargo, el mismo Wittgenstein era demasiado perspicaz para ignorar que en tal proposición se prescribía algo que la filosofía ha transgredido y—en el mejor de los casos—transgredirá una y otra vez de forma inexorable. ¿Es posible que la filosofía no hable de lo que precisamente cuesta más hablar, por no decir que resulta casi imposible? ¿No es cierto que la filosofía consiste en el paradójico ensayo de hablar de lo que no se puede hablar? De lo que casi no se puede hablar es de lo que habla la filosofía. También por eso, la atención se centra en lo simbólico. El símbolo es sutura, unión de lo finito y lo infinito, del mundo y

el trasmundo, de mundaneidad y alteridad. Hablar es reunir lo que tengo ante mí, pero también reunir lo que tengo delante con lo que no lo está. Por ello, hablar es hablar de lo que no se puede hablar. Al mismo tiempo, la palabra poética, la imagen poética, es un magnífico intento de ayuntamiento. Con la palabra poética se pone perfectamente de manifiesto que juntando, se ampara. Las palabras brotan del alma. Toda palabra con alma es un consuelo.

DIFERENCIA Debilidad y también superficialidad, piel. La intuición agustiniana ha sido interpretada, naturalmente, con el esquema de la profundidad: hay que ir a lo más hondo de uno mismo para advertir la velada presencia del infinito. Pero con el modelo de la juntura, es posible una lectura bastante distinta. No necesariamente para invertir y llevar a cabo una apología de la superficialidad contra la profundidad, sino para indicar que lo superficial es también profundo. Si se evita el tópico que los contrapone, nos encontramos con la recompensa de que ya no hay lugar para los «profundos»—que denigran la superficialidad—, ni para los «liberados» (que critican la supuesta profundidad para, así, deshacerse de todo significado, de todo sentido, de todo centro). Si bien es cierto que la superficialidad puede ser sinónimo de banalidad, también lo es que la superficialidad tiene que ver con la aparición de las cosas a la luz y, entonces, el juego entre superficial y profundo se hace más rico y dinámico. En vez de contraponerse, se implican mutuamente, e incluso se convierten uno en otra: la piel es superficial y profunda al mismo tiempo. La existencia humana (la juntura) no está más allá de la piel, sino en la misma piel. La metafísica, entonces, deseosa de profundidad, presta atención a la superficie. La juntura es el lugar donde lo superficial se hace profundo y lo profundo, superficial; el lugar donde se palpa la tensión misteriosa de la zona limítrofe. Después del dominio de la representación y del objetivismo, la metafísica se ha vuelto hacia el límite que supone la misma situación de quien existe como protagonista de la pregunta metafísica, y así la abstracción deja paso a la atención reflexiva, y la ciencia del ente en cuanto ente se sustituye por una

hermenéutica del ayuntamiento. ¿De dónde procede la necesidad de sentido? ¿Por qué nos resistimos al hecho de que todo sea absurdo? Sabemos que el sentido tiene que ver con el movimiento y con la dirección. Entendemos el sentido del movimiento de la planta cuando ésta extiende sus hojas al sol y hunde sus raíces en el suelo. El problema filosófico no es tanto el ser, sino el sentido del ser. Parte de la filosofía contemporánea es un esfuerzo para pensar el sentido del ser (el sentido del ser como ocultamiento en Heidegger, el sentido del ser como debilitamiento y nihilización en Vattimo, el sentido del ser como más allá de la esencia en Lévinas, etcétera). Hemos explicado por qué el sentido de la existencia humana en modo alguno puede ser ajeno a la experiencia nihilista, experiencia que nunca terminamos de superar y cuya sombra es inevitable. Trauma originario, aunque biográficamente precedido por el añorado tiempo de la ingenuidad. Por eso, la existencia es siempre postraumática. Y por eso, también, adquiere todo su sentido el retorno a la normalidad, la distracción o, incluso, el duelo. Retorno a la normalidad que hemos planteado como tarea de apropiación del día a día; distracción, siempre parcial, a modo de paréntesis y duelo (como esfuerzo de asunción de la pérdida) para no perderse en la pérdida y resistir a pesar de todo. También hemos explicado que la voluntad de comprensión y de amparo es expresión del movimiento de resistencia, del sentido de la resistencia. Pero notemos cómo este sentido difiere de él mismo, nos remite más allá de él mismo. Como si se viera parcialmente pospuesto, retardado; como si su pleno sentido quedase aplazado para más adelante; como si una ulterior co-yuntura tuviese que mostrar el sentido pleno de la primera resistencia (de la misma manera que la segunda vez hace que la primera sea propiamente la primera). La resistencia íntima se revela como sentido de la vida, pero en la medida en que este sentido difiere de sí mismo. El prójimo, la casa, la cotidianidad, la cura, son elementos de una filosofía de la proximidad que ha reconocido la experiencia del nihilismo y de la intemperie como fundadoras. Estos elementos de la proximidad se dejan integrar en el sentido de la resistencia. La gente sencilla lo ha sabido siempre: vale la pena resistir. La reflexión filosófica llega tarde—como siempre—, pero llega. Lo que la mueve hace que, sin embargo, no pueda detenerse

satisfecha. Inevitablemente se interroga por el diferido sentido de la resistencia. Entrevé que la resistencia tiene todavía más sentido del que parece; entrevé, en la resistencia, una extraña confianza y, entonces, reconoce que ella misma—la reflexión filosófica—siempre ha formado parte de esta resistencia y descubre que la interrogación es también plegaria.

NOTAS 1

2 Macabeos 7, 28. F. Nietzsche, Ecce homo, Madrid, Alianza, 1971, p. 23. 3 Ibid., p. 44. 4 He aquí uno de los textos más conocidos al respecto: «Considerar la Naturaleza como prueba de la bondad y de la providencia divinas; interpretar la historia en honor de la razón divina como constante prueba de la existencia de un orden moral del Universo y de una finalidad moral; interpretar nuestro propio destino como lo han hecho durante tanto tiempo los hombres piadosos, viendo en todo la mano de dios que nos dispensa cada cosa y las dispone todas con la mira puesta en la salvación del alma, son maneras de pensar que hoy han pasado ya, que tienen en contra la voz de nuestra conciencia…». F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, § 357, Barcelona, Sarpe, 1984, pp. 189-190. 5 «El nihilismo no es la causa, sino sólo la lógica de la décadence». F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, IV, Madrid, Tecnos, 2006, p. 537. 6 M. Heidegger, «¿Qué es metafísica?» en Hitos, Madrid, Alianza, 2000, p. 97. 7 Me parece que el «no» tampoco es originariamente un elemento lógico, sino un elemento existencial, que tiene que ver con el mal. El mal como exceso de mal comporta, en el ámbito existencial, el escándalo, el grito, el sufrimiento y la negación. El mal sería la referencia radical del «no». Por tanto, habría que matizar a Heidegger: la nada es más originaria que el «no» como elemento lógico, pero no como expresión de la experiencia del mal y del sufrimiento. Entonces el «no» ya sería acceso a la experiencia nihilista; 2

eso sí, teniendo ésta más el carácter del absurdo (el absurdo ante el mal) que el de la nada. 8 Pascal, Pensamientos (Br 131). 9 Ibid., (Br 139). 10 J.-P. Sartre, El ser y la nada (I, 5), Barcelona, Altaya, 1993, p. 79. 11 Ibid. (I, 5), p. 65. 12 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, § 125, op. cit., p. 109. 13 Cf. G. Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid, Taurus, 1981, p. 223. 14 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, § 124, op. cit., p. 109. 15 Voltaire, Cándido, en Cuentos, Barcelona, Bosch, 1982, p. 279. 16 Cf. G. Bachelard, La poética del espacio, México, FCE, 1994. 17 G. Bachelard, La Tierra y las ensoñaciones del reposo, México, FCE, 2006, p. 114. 18 Ibid., p. 116. 19 G. Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, op. cit., p. 239. 20 Véase la película Camino a casa (1999), del director chino Zhang Yimou. 21 «Las manos son muy grandes y se puede | dejar a un ser entero en unas manos, | lo mismo que se deja | nuestro futuro si tenemos fe, | en nombres de dos sílabas abiertas». Pedro Salinas, «Perdóname si tardo algunos años» en Poesías completas, 4, Largo lamento, Madrid, Alianza, 1990, pp. 87-88. 22 J. A. Valente, Noventa y nueve poemas, Madrid, Alianza, 1981, p. 195. 23 Cf. J. Derrida, Demeure: Maurice Blanchot, París, Galilée, 1994. 24 J. Derrida, ¡Palabra!, Madrid, Trotta, 2001, p. 41. 25 J. Patočka, El movimiento de la existencia humana, Madrid, Encuentro, 2004, pp. 40-41. 26 V. Holan, Dolor, Madrid, Hiperión, 1986. 27 R.M. Rilke, Elegías de Duino, Barcelona, Lumen, 1980, pp. 83-84. 28 M. Heidegger, Ser y tiempo, § 9, Madrid, Trotta, 2003. 29 Ibid., § 71. 30 Ibid., § 68c. 31 M. Heidegger, «Carta sobre el humanismo» en Hitos, op. cit., p. 290.

32

Platón, Apología de Sócrates (29d), en Diálogos, I, Madrid, Gredos,

1981. 33

F. Rosenzweig, El libro del sentido común sano y enfermo, Madrid, Caparrós, 1994, pp. 34-35. 34 He aquí un relato popular donde se explica la diferencia entre el cielo y el infierno: en el infierno hay una mesa con numerosos platos que contienen suculentos manjares. Pero los comensales tienen una mano atada a un tenedor muy largo y la otra a un cuchillo también muy largo, de modo que cuando cortan y pinchan el alimento no pueden llevárselo a la boca de ningún modo. Terrible tortura. ¿Y el cielo, cómo es el cielo? Pues la situación es la misma: una mesa llena de exquisitos manjares donde los comensales tienen las manos atadas a tan extraños cubiertos. La única diferencia es que aquí, en el cielo, cada uno corta y pincha los alimentos para llevarlos hasta la boca del otro. 35 A. Camus, La peste, en Obras, 2, Madrid, Alianza, 1996. 36 Ibid., p. 496. 37 Ibid., p. 378. 38 Ibid., p. 568. 39 Ibid., p. 414. 40 Ibid., p. 527. 41 Ibid., pp. 528-529. 42 G. Bachelard, El aire y los sueños, México, FCE, 1997, p. 257. 43 Lucas 4, 23. 44 F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1981, p. 121. 45 M. Foucault, Dits et écrits, vol. IV, París, Gallimard, 1994, pp. 41-42. 46 A. Camus, El mito de Sísifo, en: Obras, 1, Madrid, Alianza, 1996, pp. 326-327. 47 G. Marcel, L’homme problématique, París, Aubier, 1955, p. 182. 48 La fórmula, que repite en varios lugares, es ésta: «Pensar, crear, resistir». Y subraya: «Crear no es comunicar, sino resistir». Precisamente porque la idea de comunicación lo inunda todo (filosofía incluida): «No carecemos de comunicación, por el contrario, nos sobra, carecemos de creación. Carecemos de resistencia al presente». G. Deleuze, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993, p. 110. 49 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, §156, Madrid, Sarpe, 1984, p. 120.

50

M. Montaigne, Los ensayos, Barcelona, Acantilado, 2007, p. 449 y ss. 51 Pascal, Pensamientos (Br. 327). 52 Cf. especialmente Aristóteles, Física, Libro III, I (200b 12 − 201b 15) y Metafísica, Libro V, 11 (1019 a 1-15). 53 Cf. Ricoeur, Caminos del reconocimiento, Madrid, Trotta, 2005. Estos temas, junto con lo que Adorno llama «perspectiva de la redención» (y que es otro nombre de lo inactual), merecen tratamiento aparte. 54 S. Freud, El porvenir de una ilusión, en Obras Completas, vol. XVII, Barcelona, Orbis, 1988, p. 2976. 55 Ibid., p. 2972. 56 S. Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1979, p. 16. 57 Ibid., p. 8. 58 Ibid., p. 8. 59 Ibid., p. 16. 60 P. Hadot, La philosophie comme manière de vivre, París, Albin Michel, 2001. 61 Ibid., p. 23. 62 Ibid., p. 215. 63 Sobre el sentimiento oceánico, vale la pena leer el libro de Michel Hulin, que Hadot también cita. M. Hulin, La mística salvaje, Madrid, Siruela, 2007. 64 F. Ronsenzweig, La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 44. 65 H. Bloom, Presagios del milenio. La gnosis de los ángeles, el milenio y la resurrección, Barcelona, Anagrama, 1977, p. 33. 66 L. Wittgenstein, Aforismos, §504, Madrid, Alianza, 1995, p. 159. 67 J. Derrida, Adiós a Emmauel Lévinas. Palabra de acogida, Madrid, Trotta, 1998. 68 Cf. Walter F. Otto, Las Musas y el origen divino del canto y del habla, Madrid, Siruela, 2005. 69 «Passano bambi: un balbettìo di pianto; | passa una madre: passa una preghiera», del poema «Nevicata», en G. Pascoli, 25 poemas, Granada, Pomares, 1995. 70 J. M. Coetzee, Desgracia, Barcelona, Mondadori, 2009, p. 10.

71

G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-textos, 1997, p.

318. 72

Regla IV. 73 Regla XXXIV. 74 Regla XL. 75 Cf. M. Foucault, El gobierno de sí y de los otros, México, FCE, 2008. 76 Job 2, 13. 77 Las citas de este apartado proceden de un texto de Lévinas titulado precisamente: «Langage et proximité» incluido en En découvrant l’existence avec Husserl et Heidegger, París, Vrin, 1982, p. 218 y ss. Citaremos según la traducción castellana: Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, Madrid, Síntesis, 2005, p. 309 y ss. 78 Ibid., p. 319. 79 Ibid., p. 320. 80 Ibid., p. 320. 81 Ibid., p. 322. 82 Ibid., p. 323. 83 E. Lévinas, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 48. 84 E. Lévinas, Fuera de sujeto, Madrid, Caparrós, 1997, p. 156. 85 F. Rosenzweig, El libro del sentido común sano y enfermo, op. cit., p. 89. 86 G. Bataille, La experiencia interior, Madrid, Taurus, 1973, pp. 23-24. 87 Ibid., p. 24. 88 L. Feuerbach, Esencia del cristianismo, Madrid, Trotta, 1995, p. 65. 89 F. Rosenzweig, Der Mensch un sein Werk. Gesammelte Schriften, Dordrecht, Martinus Nijhoff, 1976-1984, I, 1, p. 154. 90 R. W. Emerson, Ensayos, [Círculos], Madrid, Austral, 2001, p. 244. Equivale a lo que dice san Pablo: «Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe» (I Corintios, 13, 1). 91 K. Jaspers, La filosofía, México, FCE, 1953, p. 17. 92 K. Jaspers, Philosophie II. Existenz-erhellung, VII, 3, Berlín, Springer, 1973, p. 204.

93

Ibid. 94 Ibid., VII, 2, p. 203. 95 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, I, 14, op. cit., p. 44. 96 Ibid., I, 26, p. 53.