La Psicosis En El Texto

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Bajo la dirección de Frampis Ansermety Alain Grosrichardy Charles Méla

MANANTIAL

CENTRO FREUDIANO ROMANCE DE ESTUDIOS CLINICOS Y LITERARIOS

LA PSICOSIS EN EL TEXTO

MANANTIAL

Titulo original: La psychose dans le texte © 1989, Navarin Éditeur, París

Traducción: Matilde Hom e Diseño de Tapa: Gustavo Macri

Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina © 1990, de la edición en castellano: Ediciones Manantial SRL Avda. de Mayo 1365, Local 3 Buenos Aires, Argentina Tel. 37-7091 ISBN 950-9515-45-0 Prohibida la reproducción total o parcial Derechos reservados EDICIONES MANANTIAL

PREFACIO “Por desgracia, el analista no puede hacer otra cosa que deponer las armas ante el problema del creador literario.” Freud, Dcsioievski y el parricidio.

A veces, el escritor abre camino al analista. Lacan, cuando declara que “los poetas, que no saben lo que dicen, hecho bien conocido, dicen siempre, a pesar de todo, las cosas antes que los demás”, re­ toma en cierto modo lo que Freud escribía a Schnitzler en 1922: “Así he tenido la impresión de que usted sabía intuitivamente todo cuanto yo he descubierto con la ayuda de un laborioso trabajo practicado sobre los demás". Ciertas teorías psicoanalíticas pare­ cen, en efecto, directamente emanadas de obras literarias: la prácti­ ca de la letra ¿converge con el uso del inconsciente, como sugiere Lacan a propósito de Duras? Tal es, en todo caso, uno de los temas que constituyen el campo de trabajo del Círculo Freudiano Roman­ ce de Estudios Clínicos y Literarios, Katatuchés, creado en 1986 en la Suiza francófona, dentro de un proyecto que sólo aspira a hacer aplicación, contrariamente a lo habitual, en tanto aplicación de la literatura al psicoanálisis. La obra literaria, paralelamente al dispositivo de palabra propio del psicoanálisis, parece abrir de un modo privilegiado a la dimen­ sión del inconsciente. Katatuchés se propone explorar el efecto de azar de tal encuentro, atestiguando que el ser hablante se revela sujeto al significante tanto en el diván como en las más diversas producciones escriturarias. Nuestra meta consiste en poner sobre el tapete esta cuestión, sin hacer desaparecer por ello las diferen­ cias y los enigmas propios de cada uno de estos campos. ¡Es una apuesta de tal envergadura que'invita a sucumbir a la tentación del dogmatismo! De qué modo proceder, en efecto, para que las cuestiones de lo literario planteadas en el análisis no eva­ cúen las apuestas propias de la cura analítica, o, por el contrario, para que las preguntas del analista no acaben por congelar las de lo literario al servicio de los bienes de la herencia freudiana.

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La clínica psicoanalítica pone en juego el encuentro de un real al que ningún sujeto puede sustraerse sin sufrir. Si éste emerge de manera privilegiada en el dispositivo de palabra que instaura la cu­ ra analítica, es también lo que constituye el núcleo de la experien­ cia de la escritura. Tomar en cuenta ese real en juego en la cura al igual que en la escritura, es a la vez volver a ponerlo en juego de manera crítica, tanto en la clínica psicoanalítica como en la obra literaria. Incluso sabiendo que cada cual, por poco que profundice en ello realmente, sólo acabará por encontrarse devuelto a su pro­ pio problema. Pero acaso habrá que dejar a Freud, una vez más, la iniciativa de tal interés, transcribiendo un fragmento, inédito en francés, de una entrevista con Giovanni Papini, realizada en Viena en mayo de 1934: ‘Todo el mundo cree que yo me atengo antes que nada al ca­ rácter científico de mi trabajo, y que mi meta principal es el trata­ miento de las enfermedades mentales. Es un tremendo error que ha prevalecido durante años y que yo he sido incapaz de corregir. Yo soy un científico por necesidad y no por vocación. Soy, en realidad, por naturaleza un artista [...] y de ello existe una prueba irrefuta­ ble: en todos los países donde el psicoanálisis ha penetrado, ha si­ do mejor comprendido y aplicado por los escritores y los artistas que por los médicos. Mis libros, de hecho, se parecen más a obras de imaginación que a tratados de patología [...] Yo he podido cum­ plir mi destino por una vía indirecta y realizar mi sueño: seguir siendo un hombre de letras, aunque bajo la apariencia de un médi­ co. En todo gran hombre de ciencia está el germen de la fantasía; pero ninguno propone, como yo, traducir a teorías científicas la ins­ piración que la literatura moderna ofrece. En el psicoanálisis, usted encontrará reunidas, aunque transformadas en jerga científica, las tres grandes escuelas literarias del siglo XIX: Heine, Zola y Mallarmé están reunidos en mi obra bajo el patrocinio de mi viejo maes­ tro, Goethe". ¿Qué relación existe entre psicosis y escritura? Interrogar el es­ tatuto particular del texto psicótico puede conducir a reconocerlo también como el texto de la psicosis: la psicosis en el texto. ¿Se tra­ ta acaso de un estatuto particular de la significación que trae apa­ rejada la psicosis? ¿El otro que supone lo escrito, aun ausente, bastaría para introducir un efecto de tope capaz de detener, por fin, una significación? ¿Se puede efectivamente acceder al problema de la psicosis a partir de la mera lectura de un texto, tomado al pie de la letra? Esto es, en todo caso, aquello en lo que Freud se embarca

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a partir de las Memorias del presidente Schreber, que reemplazan para él el conocimiento directo del enfermo: “Es por ello que consi­ dero legítimo relacionar la indagatoria analítica con la historia de la enfermedad de un paranoico a quien nunca he visto y que ha escri­ to y publicado él mismo su caso”. Tales son algunas de las cuestio­ nes que dieron origen a la primera jornada de estudios de K atatuchés, realizada en Ginebra el 4 de junio de 1988, sobre el tema: “La psicosis en el texto". Este volumen reúne las diferentes inter­ venciones. Frangois Ansermet

I LOCURA, ESCRITURA

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PREAMBULO Alain Grosrichard

de 1769. Refugiado en Dauphine, en una granja perdida en la montaña, solo, enfermo, aislado del mundo y defini­ tivamente persuadido de que un vasto complot se tramaba a su para distorsionar su imagen a los ojos de los hombres, Kousseau decide reanudar la redacción de sus Confesiones, in­ terrumpida desde hacía dos años: “Desearía más que nada en el mundo poder sepultar en la noche de los tiempos lo que tengo que decir”, gime en el preámbulo del libro VII, con el que se inaugura esta segunda parte de las Confesiones. Pero es preciso que hable, a pesar de su repugnancia, de su angustia. Es necesario que acabe de exponer a plena luz del día la verdad, toda la verdad a cuyo ser­ vicio se ha jurado consagrar su vida y sus escritos. No es sólo su honor lo que está enjuego: también lo está, a través de él, la salva­ ción de las generaciones futuras. Callar sería hacer el juego a sus perseguidores -“esos señores", como los llama- quienes, desde hace años, dondequiera que vaya, cualquier cosa que haga, lo persiguen, lo asedian, lo vigilan, atentos a que nada de esta verdad se filtre al exterior. En el momento mismo en que él escribe, ellos están ahí: “Los cielos rasos que me albergan tienen ojos, los muros que me ro­ dean tienen oídos; cercado por espías malévolos y vigilantes, in­ quieto y distraído, dejo caer precipitadamente sobre el papel algu­ nas palabras interrumpidas que apenas tengo tiempo de releer y mucho menos de corregir. Sé que pese a las barreras inmensas que se acumulan sin cesar a mi alrededor, se teme siempre que la ver­ dad escape por alguna grieta. ¿Cómo habré de ingeniármelas para lograr que se abra paso?” 1 Ha terminado por conseguirlo, al parecer, ya que su texto está aquí, exponiendo aparentemente su verdad a la luz del día. Y sin embargo...

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“Los cielos rasos que me albergan tienen ojos, los muros que me rodean tienen oídos [...]” La queja angustiosa que formulara anta­ ño, cuando vivía soterrado en su cuarto, en medio de las montañas, ¿ha perdido algo de su actualidad? ¿No nos llega hoy desde ultra­ tumba, quiero decir, por debajo de la letra de su texto, desde el in­ terior de este volumen en el que se ha emparedado su fantasma? Desde que no vive más que en y por lo escrito, ¿no está acaso más rodeado de espías de lo que estaba o creía estar cuando escribía? “Nunca se ha acabado del todo con él”, constataba J. Starobinski. ¿Acabará él, alguna vez, con nosotros? “Esos señores”, los perse­ guidores del hombre, ¿acaso no han transmitido el relevo a los se­ ñores comentaristas de la obra? El hecho de que estos nuevos Ar­ gos, a diferencia de los antiguos, le pongan hoy buenos ojos y le presten oídos compasivos, ¿impide acaso que lo persigan a su ma­ nera, puesto que al lanzarse sobre él para interpretar su texto, y por lo tanto para hablar en su lugar, no cesan de contener su v e r­ dad en las barreras de su saber'?

Una afección singular Los más temibles, en subgénero, son los doctores, particularmen­ te los doctores en medicina. Ni aún en vida Rousseau los soporta­ ba. Lejos de aliviar su dolencia no habían hecho sino agravarla. Una dolencia congénita, si damos fe a su testimonio, que padecía desde que su madre hallara la muerte al darle la vida: “Yo nací débil y enfermo [...] casi moribundo; había pocas esperanzas de conservarme con vida. Traía conmigo el germen de una incomo­ didad que los años han agudizado”, declara al comienzo de las Confesiones, sin dar más detalles acerca de la naturaleza de tal do­ lencia o enfermedad. Se sabe sin embargo por otros textos suyos, que el mal estaba localizado en la región génito-urinaria, y que le resultaba incómodo, incluso intolerable, cortejar con cierta insis­ tencia a las damas en los salones, aunque más no fuera porque te­ nía necesidad de hacer pís a cada momento.2 De ahí, en parte, ese gusto por los campos y los bosques que a partir de septiembre de 1762 empieza a recorrer ataviado con una túnica armenia: un ves­ tido bien cómodo (a despecho del qué dirán), ya que le bastaba levantarlo para aliviar su incontinencia contra el primer árbol que encontraba, sin perder tiempo siquiera en bajar calzón o pantalón, puesto que no los usaba.

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He aquí, a grosso modo, los efectos del mal. En cuanto a su cau­ sa, anatómica u orgánica, misterio. Durante un tiempo (volveré so­ bre este punto) Rousseau ha pensado en la piedra. Pero eso hubiera sido demasiado sencillo, demasiado vulgar. De hecho, a juzgar por su Testamento, fechado el 29 de enero de 1763 (época en la que em­ prende la redacción de las Confesiones), está convencido de que su caso es único en los anales de la medicina: “La extraña enfermedad que me consume desde hace tantos años y que, por lo que parece, acabará con mis días, es tan distinta de las demás enfermedades de su especie, que creo que será de interés público examinarla allí donde está localizada. Es por ello que deseo que mi cuerpo sea abierto por personas idóneas, si es posible...” Así pues, a su muerte se apresuraron, según su deseo, a abrir su cadáver. Tiempo perdido: nada fuera de lo normal, constatan los médicos de la época. ¿Cómo? ¿Efectos sin causa? Nuestros eminen­ tes colegas han mirado mal, protestarán sus sucesores, espíritus positivos que rehusarán creer en milagros. Ante la imposibilidad de volver a abrir el cuerpo, autopsiarán el corpus, sondearán los escri­ tos y actuarán como cagatintas, antes de formular cada cual un diagnóstico perfectamente fundado y distinto cada vez, acerca de la singular afección de las vías génito-urinarias que padecía el gran hombre.3

Fantasma internado en el asilo de sus escritos Más vale admitirlo: esas vías son impenetrables, al menos para los médicos del cuerpo. Pero, por ello mismo, se han convertido en la Providencia de los médicos del alma. Se hablará de hipocondría, lo cual completa, a las mil maravillas, un cuadro clínico ya parti­ cularmente cargado. Porque es evidente que Rousseau estaba o se volvió loco, un poco, mucho, apasionadamente: las opiniones varían según los alienistas, psiquiatras, y otros psicoanalistas, quienes, también ellos, han establecido cada cual su diagnóstico. J. Starobinski ha realizado un inventario heteróclito de éstos, altamente instructivo, por lo demás, acerca de la historia de la ideas médicas desde 1800 hasta nuestros días.4 Sucesivamente melancólico, mo­ nomaniaco, psicoasténico, histérico, obsesivo, masoquista, homose­ xual, esquizofrénico, Rousseau'ha acabado, para enorme alivio de la Facultad, por develar la verdad sobre su caso: paranoia con deli­ rio de persecución, acompañado de síntomas hipocondríacos.

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¿Por qué no?, ya que tantos especialistas eminentes lo afirman. Y entre ellos uno, y no uno cualquiera: el doctor Jacques Lacan. En Rousseau, “el diagnóstico de paranoia típica puede ser establecido con la mayor certeza”, escribía apenas un año después de haber publicado su tesis de medicina (De la psicosis paranoica y sus rela ­ ciones con la personalidad). Sin embargo el nombre de Lacan no aparece en la lista establecida por J. Starobinski. Sin duda porque le hubiera sido difícil ubicarlo bajo la misma irisigriia que sus co­ legas. Para estos últimos en aquella época (1932), la psicosis no puede ser concebida sino como déficit. No es posible, en consecuen­ cia, reconocerle el más mínimo poder creador, el menor valor espiri­ tual positivo. Lacan piensa exactamente lo contrario: Rousseau era paranoico, declara, pero para afirmar en seguida “que debe a su ex­ periencia propiamente mórbida la fascinación que, sobre su siglo, ejerció por su persona y por su estilo”.5 Dicho de otro modo, no es a pesar, sino a causa de su paranoia, o al menos en tanto que paranoico, que Rousseau fue un gran hom­ bre y sigue siendo ese gran escritor que, por su estilo, continúa fas­ cinándonos con su persona, o más bien por el fantasma encerrado, internado bajo su nombre en el asilo de sus escritos. El hecho de que a este paciente fantasma, a este paranoico por siempre intratable, se lo suponga poseedor de una verdad que nos concierne a todos y que responde a nuestra escucha, nos plantea evidentemente un problema a nosotros, sus lectores. Ahora bien, ese problema -“el problema de la comunicabilidad del pensamiento psicótico, y del valor de la psicosis como creadora de expresión hu­ mana”6- Lacan sólo lo abordó a propósito de Rousseau, paranoico y escritor “de genio”, al final de su tesis, luego de haberlo establecido y provisoriamente resuelto en ocasión de un caso clínico: el caso de “Aimeé", paranoica como Rousseau, escritora de libros como él (e incluso bastante afín a su espíritu), dotada de un talento amable, quizá, pero “de genio" como él (mal que les pese a los surrealistas) por cierto que no. Pero entonces, ¿en qué consiste el genio de uno, qué lo distingue del talento de la otra? ¿Y por qué, desde el momento en que esa di­ ferencia se reconoce en el estilo, el estilo de Aimeé no es más que una manera muy suya de escribir lo que le pasa por la cabeza, en tanto que en Rousseau es arte, y gran arte? Lacan no responde. ¿Qué podría responder? El genio no se expli­ ca, se constata, declaraba ya Freud, quien deponía las armas ante el misterio de la creación artística. No obstante, cabía esperar que,

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al haberlo encontrado tan tempranamente en su camino, y recono­ cido, con tanta certeza, como “paranoico típico", Lacan recorriera aún un largo trecho, en el psicoanálisis, en compañía de Rousseau.

Cuestión de ética Pero no. Después del breve encuentro de 1932, ni una palabra más sobre Rousseau en los Escritos de Lacan. La “forclusión del Nombre-del-padre” , rasgo estructural diferencial de la psicosis, que postula para explicar las condiciones de su desencadenamiento; la ausencia de la “significación fálica” (correlativa en lo imaginario de ese agujero en lo simbólico), que vuelve al sujeto fundamentalmente inseguro respecto de su sexo; el subsiguiente “empuje-a-la-mujer”, etc.; todo cuanto constituirá, en suma, en 1958, la novedad radical de “Una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psico­ sis”, todo esto lo elabora Lacan releyendo, no a Rousseau, sino, si­ guiendo a Freud, las Memorias del presidente Schreber. A condición que nos desembaracemos de los prejuicios difundidos internacio­ nalmente en la Escuela, dice, la estructura y el proceso de la psico­ sis aparecerán al desnudo, “en la forma más evolucionada del deli­ rio, con la cual el libro se confunde”.7 Y si el libro se confunde con el delirio, es porque estas Memorias no son, para Lacan, tan sólo el texto de un psicótico, sino un texto psicótico, investido de principio a fin por dicho delirio. En este sentido, la verdad que ese libro ex­ pone, nula respecto de los hechos, será tanto más precisa a los ojos del clínico: es, en efecto, la verdad acerca de su propio delirio lo que el paranoico Schreber, al delirar, nos da a leer. Son las locas razones que él nos ofrece, lo que permite a Lacan dar, teóricamente, razón de su locura; y más allá de ella, de toda forma de locura. E inclusive, por qué no, de la locura de Rousseau. ¿Dar razón de la locura de Rousseau? Lacan sabía de ella lo sufi­ ciente como para intentarlo. Y bien, pese a ello, no lo ha hecho. Ha dejado que el paseante solitario siguiera soñando su camino hasta el final, y que gozara, si no en paz, al menos en total libertad, sin pretender encadenarlo en sus maternas, ni enlazarlo en sus nudos. ¿Por qué? Cuestión de ética, seguramente. Por otra parte, en caso de que Lacan hubiera forzado a Rousseau a repetir lo que ya sabía por las Memorias de Schreber, el otro se habría resistido. Escucho desde aquí las protestas del autor del Emilio: ‘Todo está bien, mien­ tras salga de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre

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las manos de Lacan. Obliga a una tierra a nutrir los productos de otra; a un árbol a dar los frutos de otro [...] No quiere nada tal co­ mo lo ha hecho la naturaleza, ni siquiera al hombre; necesita adies­ trarlo para él como un caballo de picadero; necesita tallarlo a su gusto como un árbol de su jardín”.8

Lacan con Rousseau Me quedan aún unos quince minutos de exposición. No quisiera aprovecharme de ellos para hacer pasar un mal rato a Rousseau, adiestrándolo hasta convertirlo en el caballo de picadero de Lacan, o injertándole el grafo que le permitiría ocupar un lugar privilegiado en el jardín francés de su teoría. Quiero demasiado a Rousseau pa­ ra ello. Pero también quiero entrañablemente a Lacan. Y pienso que van muy bien el uno con el otro. Así, la vida y la obra del primero me parecen ilustrar de manera ejemplar esta afirmación del segun­ do, hecha en su juventud al psiquiatra H. Ey, y que más adelante a menudo solía repetir: “Al ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad”. Que la afirma­ ción de su libertad pueda, efectivamente, continuar con la locura, Rousseau lo presentía ya en 1749, y habrá hecho la experiencia, en 1774, cuando pone como exergo de su primer Discurso, y luego de sus Diálogos, esos versos extraídos de los Tristes de Ovidio: Barbarus ego sum, quia non intelligor illis, “Me consideran un bárbaro aquí, pues esta gente no entiende mi lenguaje”. Lo cual podría ser­ vir de exergo, dirán las malas lenguas, a los Escritos de Lacan... Mi ambición, hoy, será la de desmentir dicho exergo, demostran­ do, con el apoyo de los textos, que Lacan y Rousseau no son, en to­ do caso, bárbaros el uno para el otro; y tan bien pueden entenderse el uno con el otro, que es posible esclarecer al uno por el otro.

Las artimañas de “esos señores” “Volvamos pues a los textos”, por lo tanto, como lo aconseja y en­ seña J. Starobinski. Releamos el comienzo de las Confesiones: “Yo nací casi moribundo: había pocas esperanzas de conservarme con vida. Traía conmigo el germen de una incomodidad que los años han agudizado; y que si ahora me concede, de vez en cuando, algún

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respiro es sólo para hacerme sufrir cruelmente de otra forma". Ahora, es decir, a comienzos del año 1765, fecha en que Rous­ seau se aboca a sus “Memorias” , que más tarde serán sus Confe­ siones. Si hoy sufre menos en su cuerpo, es para padecer tanto o más cruelmente en su corazón. ¿Y cómo, en verdad, no estar loco de dolor, con ese desencadenamiento de rumores calumniosos, in­ juriosos que, lanzados contra él o difundidos acerca de su persona por “esos señores", circulan de boca en boca en torno de él, aquí en Mótiers (donde ha encontrado refugio, luego de la condena del E m i­ lio), en Ginebra y en París, y que muy pronto se harán oír en Fran­ cia y en toda Europa? Y en realidad, desde el momento en que tuvo la desdicha de pu­ blicar su primer Discurso, y empezar a hacerse un nombre en el mundo mediante este libro, se sentía mal visto y mal interpretado incluso por sus amigos más queridos, a causa de la libertad que habia osado tomarse: de decir toda la verdad. Pero ¿podía él prever que esos aparentes amigos suyos se convertirían en sus persegui­ dores más encarnizados? ¿Que conseguirían incluso que él, J. J. Rousseau, ciudadano de Ginebra, el más dulce y amante de los hombres, acabara por ser famoso en toda la tierra solo con esa ima­ gen insensata que ellos habían asociado a su nombre: la imagen de un monstruo abyecto, la lacra de las familias, la escoria del género humano? ¿Y sobre todo que -preparada soterradamente durante largo tiempo- esa campaña diabólica de difamación sería desatada por “esos señores” en el momento justo en que podían pronosticar que produciría los efectos más devastadores sobre la desdichada víctima? Y de hecho el golpe fue tan terrible, que se volvió (me refie­ ro a la víctima) totalmente loca, según la propia confesión de Rous­ seau. En torno de las dramáticas circunstancias en que se desencade­ na este ataque de locura, me detendré brevemente, tomando como punto de apoyo el relato que podemos leer en el libro XI de las C on ­ fesiones.

Hijos ilegítimos Ante todo, una palabra sobre la situación.9 Estamos en el otoño de 1761. Rousseau está al borde de la cincuentena. Desde hace al­ gunos años es huésped, en Montmorency, del Mariscal y de Mme. de Luxemburgo, quienes le han ofrecido ocupar el torreón de Mont-

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louis, oculto en los fondos del parque de su castillo. Es también aquí donde ha compuesto su Julia, un éxito de librería sin prece­ dentes. Es también aquí donde luego ha concebido el Emilio o la educación, cuyo voluminoso manuscrito se halla actualmente en prensa. Vive solo -mortalmente enfermo, como de costumbre- con Tere­ sa, su compañera pero no su legítima esposa. Y sin hijos. Sin sus hijos. Porque la Naturaleza lo ha hecho padre, cinco veces.10 Sólo que, así como Teresa no es su mujer según el estado civil, y él no es, por lo tanto, legalmente, el hombre de esta mujer, tampoco, aún siendo el padre real de esos hijos naturales, lo es según la ley, puesto que, apenas nacidos, se ha apresurado a depositarlos en la Inclusa. Un secreto que sin embargo ha confiado a Mme. de Luxemburgo; quien, pese a sus aires de gran dama, es tan bondadosa, tan leal. Es ella quien se ha encargado de todos los trámites para poner en marcha la impresión del Emilio, que deberá salir a la luz de un momento a otro. Pero Mme. de Luxemburgo ha hecho más. En la revelación del secreto que le ha confiado su huésped, ella ha acabado por escu­ char la voz de la sangre, el clamor de un padre desesperado ante la idea de morir sin haber sido reconocido como tal. “Llevó su bondad al extremo de querer retirar a uno de mis hijos" del orfelinato, don­ de su progenitor los había depositado anónimos. Pero “yo había hecho poner una cifra en las mantillas del mayor; ella me pidió el duplicado de la cifra; yo se la di”.11 Pero todas las búsquedas, ay, fueron vanas. Bajo el significante criptográfico que sustituía al nombre del padre ausente, no se halló a nadie. Vivo tal vez, pero perdido en la naturaleza, ningún niño, ningún hijo apareció para responder al llamado de su progenitor. Ese progenitor que antaño había contado con una cifra, para poder, un día, contar y contarse como padre. Un mal cálculo, ya que dicha cifra, a fin de cuentas, equivalía a cero. De modo tal que, en tanto padre, Rousseau se des­ cubrirá nulo y no advenido. Pero ¿y qué? ¿No había sido padre de todos modos, a su manera, vale decir, escribiendo libros? ¿No es precisamente para poder es­ cribirlos, eses- libros, que había resuelto abandonar a sus hijos? ¿No ocuparon unos el lugar de los otros? ¿El escritor, en él, no su* plía acaso al padre fallido? ¡Y con qué estilo! Cierto es, y él lo reconoció de buen grado, que sus primeros es­ critos no hacían honor a su nombre. “Son hijos ilegítimos que uno acaricia todavía con placer mientras se ruboriza de ser el padre, a

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los que se da el último adiós y se envía a buscar fortuna, sin preo­ cuparse demasiado por su suerte” , decía en 1753,12 en el prefacio de una de sus obras de juventud y de la que hoy se avergüenza. Una comedia escrita a los dieciocho años, titulada Narciso o el amante de sí mismo. Extraña historia: la de un hombre joven que se enamora locamente de su propia imagen, pero que no reconoce co­ mo suya, porque la han travestido de mujer. Sí, a ese hijo, así como a algunos otros, nacidos fuera de la ley, frutos de la locura en que lo extraviaran las fantasías de su juven­ tud, no titubeó en mandarlo, el corazón ligero, con la música a otra parte. “Porque ya no pienso como el Autor de quien son obra.”

Hijos según la ley En 1763, en efecto, piensa de muy distinta manera. No porque ya no sueñe ni se deje llevar por su imaginación delirante. Al con­ trario. Pero las iluminaciones que lo deslumbran han hecho de él otro hombre, o más exactamente le han hecho descubrir en él al hombre, al hombre libre, tal como había debido ser al salir del seno de la madre naturaleza hoy desaparecida: el hombre tal como debe­ ría ser, libre aún, más libre que nunca, si, en lugar de vivir esclavo de otros hombres, se hubiera sometido a la Ley. No hay más que verlo, además, ya que ha comenzado su reforma por la vestimenta. Renuncia para siempre al uniforme de petimetre afeminado, la peluca empolvada, el reloj, y todo cuanto en el mun­ do es mera ostentación. Mal rasurado, sin peluca, ignorante de la hora que es en los salones parisinos donde se hacen y deshacen las modas, sólo le falta la toga viril para que lo tomen por un romano, por uno de esos héroes de aquel Plutarco que, antaño, de niño, en Ginebra, leía en voz alta bajo la mirada de su padre, Isaac, el re­ lojero. Y es justamente como digno hijo de tan virtuoso padre, que rei­ vindicará, ahora sí, la ’ paternidad del escrito nacido de su pluma, algunos meses después de la publicación de Narciso: el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hom­ bres, que dedicará a su Patria, y que firmará con orgullo: Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra. Le nacerán otros de estos hijos legítimos, todos engendrados se­ gún la Ley, y todos nacidos para ser vibrantes llamados al orden de la Ley, incluso, y sobre todo, si inicuas leyes los condenan. Todos

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ellos se parecerán, y se parecerán a su padre, nada más que por el estilo masculino y viril que los caracteriza. Claro está que, in­ terrumpiendo esa línea de filiación, aparece esa hija, esa Julia no­ velesca con la que su progenitor se ha identificado imprudentemen­ te, al punto de escribir en su lugar las cartas de amor apasionadas que ella dirige a su amante. Pero si se ha olvidado de sí mismo, al encarnar en cuerpo y alma a su Julia, esa nueva Eloísa, se ha reen­ contrado también en Saint-Preux, ese nuevo Abelardo, cuyos tor­ mentos se inflige a sí mismo en su imaginación. De todos modos, no ha reconocido abiertamente ese libro como suyo. “Si figuro a la cabeza de este epistolario, no es para apropiármelo, sino para res­ ponder de él”, nos advierte.13 En cambio, si hay un libro por el cual J. J. Rousseau, ciudadano de Ginebra, está no sólo decidido a responder sino a reivindicar co­ mo propio, es el hermanito de su Julia, su Emilio. En este Benjamín se manifiesta, en efecto, en grado sumo, ese espíritu de familia que sus hijos mayores ya recibieran de su padre, o sea (para retomar las palabras que Rousseau prestará a su lector ideal, en los D iá lo­ gos), es en el Emilio, desarrollo cabal del sistema, donde el autor “se pinta a sí mismo tal cual es, de una manera tan característica y tan certera que es imposible que me equivoque al respecto”. 14

Padre imaginario y padre simbólico En una palabra, una verdad a gritos, este Emilio. El vivo retrato de su padre. Un padre imaginario quizá, pero un padre colmado. Y con razón. Porque si su Emilio es, a sus ojos, el honor de la familia, es porque está llamado a devolver la familia al honor, y a regenerar, al mismo tiempo, al género humano, depravado por la sociedad co­ rrupta. Basta abrir el libro en la última página: allí se descubre a Emilio y a su Sofía, pareja modelo a todas luces -él el hombre, ella “la Mujer"; él el marido, ella la esposa, él el padre, ella la madresiendo uno alrededor del hijo recién nacido, bajo los ojos maravi­ llados de aquel que puede con todo derecho decirse, frente a este cuadro encantador: he aquí mi obra maestra. Hace cerca de veinticinco años que trabaja en ella, en calidad de educador de Emilio. Veinticinco años para hacer de un bebé un muchacho que sabrá encontrar su camino, incluso en el corazón de un bosque; de ese niño un hombre que no se extraviará en la jungla de las ciudades; de ese hombre un marido viril, que sabrá cumplir con

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su deber en el lecho conyugal; de ese marido, en suma, el padre jo ­ ven y feliz (toda su educación está dirigida a ello) que se comporta­ rá respecto de su hijo como un padre digno de tal nombre. Un padre distinto, en todo caso, de aquel que le ha dado la vida, y que nunca habrá conocido, o tan poco. Normal, puesto que ese padre ha muerto. Rousseau lo declara al principio del libro; “Emilio es huérfano”.15 No es un hecho. Es un postulado teórico. Como si, fuera absolutamente necesario -una necesidad de estructura- pa­ sar por esta muerte del padre real, natural (uno de esos padres tiránicos o débiles de los que se ven todos los días), para que ad­ venga aquel que, único merecedor del nombre de padre, sabrá, abs­ teniéndose de imponerle órdenes, sujetar libremente al hijo de la Naturaleza al orden de la Ley. A este otro padre -sólo en nombre del cual cobrará la Ley, para Emilio, fuerza de ley, y gracias a quien descubrirá su justo lugar en el mundo, en la ciudad, en la familia, y hasta en el lecho conyugal-, Rousseau lo representa no con los rasgos de un vulgar preceptor, sustituto caricaturesco del padre real, sino de un “gobernante". ¿Qué mejor título escoger, en efecto, para designar a un padre que, no siéndolo sino de nombre, tiene por función ofrecer al hijo la referencia simbólica sin la cual, en medio de las tempestades y de las revoluciones que lo esperan, no sabría nunca quién es, ni dónde está, ni cuál es su deseo, y en la primera ocasión correría el riesgo de extraviarse por caminos imagi­ narios, corriendo en pos de las quimeras y huyendo de los fantas­ mas con los que habría poblado, insensatamente, lo real? Ahora bien, si el padre simbólico está representado, para Emilio, por su gobernante, ese gobernante a su vez representa, en el E m i­ lio y para el lector, el autor del libro. Presento como prueba ese “yo” ¡je] que, de un extremo a otro, sostiene el texto y lo gobierna. Marca en el enunciado del sujeto de la enunciación, ese “yo” del gobernan­ te permite, pues, al autor del Emilio, padre imaginario de este libro ejemplar, imaginarse (en el libro) padre simbólico del hijo ideal cuya educación ejemplar describe. A tal punto, que informado por Mme. de Luxemburgo de que en el orfelinato nadie, ningún hijo responde al llamado de su progeni­ tor; que para ese hijo perdido el nombre del padre, descifrado, se reduce a cero y condena a su progenitor, al mismo tiempo, a no lle­ var nunca el nombre de padre, Rousseau puede aún tener la espe­ ranza de morir colmado. Puesto que, respondiendo al llamado, y supliendo a esos hijos perdidos por su padre y para su padre, es Emilio quien imaginariamente se adelanta, más amable, más logra­

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do que todos los hijos del mundo, simbólicamente conducido por su gobernante, guía-más seguro que todos los padres del mundo, en este Emilio en el que el autor “se pinta a sí mismo al natural, de un modo tan característico y tan seguro que es imposible que me enga­ ñe al respecto”, dirá sin duda el lector.

Un mal cálculo A condición, claro está, que ese lector pueda leerlo, ese libro, y leerlo con buenos ojos. Que ese hijo aparezca, por tanto, tal como lo ha concebido y escrito su autor. Ahora bien, en este fin de otoño de 1761, hace ya varios meses que el manuscrito se encuentra en ma­ nos del impresor. El cual envía pruebas a Rousseau, pero de tanto en tanto, por cuentagotas. Hecho que lo atormenta tanto más pues­ to que su enfermedad congénita lo hace sufrir como nunca desde su nacimiento, le desgarra las entrañas, se lo va a llevar, se muere: “En tanto que mi estado empeoraba, la impresión de Emilio se re­ trasaba y fue por fin totalmente suspendida, sin que yo pudiera co­ nocer la razón [...] sin que pudiera tener noticias de nadie, ni saber nada de cuánto acontecía [...] Nunca una desdicha, cualquiera que sea, me atormenta ni me abate, si sé en qué consiste; pero mi incli­ nación natural es tener miedo de las tinieblas, temo y aborrezco su aire negro; el misterio me inquieta siempre, es demasiado antagóni­ co a mi naturaleza abierta hasta la imprudencia [...] He ahí, por lo tanto, mi imaginación, iluminando este largo silencio, ocupada en trazarme fantasmas. Cuanto más ansiaba la publicación de mi últi­ ma y mejor obra, más me atormentaba en conjeturar quién podía estar entorpeciéndola; y llevando siempre las cosas al extremo, en la suspensión de la impresión del libro, creia ver su supresión. Mientras tanto, sin poder imaginar ni la causa ni la manera, vivía en la más cruel de las incertidumbres [...] y como las respuestas no llegaban, o no llegaban cuando yo las esperaba, me enloquecía, de­ liraba. Desgraciadamente, por esa misma época me enteré de que el padre Griffet, jesuita, había hablado del Emilio, y había dado a co­ nocer unos pasajes. Al instante mi imaginación parte como un rayo y me devela todo el misterio de iniquidad: vi la maniobra tan clara­ mente, con tanta certeza como si me hubiera sido revelada. Supuse que los jesuitas [...] previendo mi muerte cercana, de la cual yo no dudaba [...] querían retardar la impresión hasta entonces con el propósito de mutilar, de alterar mi obra, y utilizarme para llevar a

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cabo sus designios, atribuyéndome sentimientos que no eran los míos. Es asombrosa la multitud de hechos y circunstancias que vi­ nieron a mi espíritu para concentrarse en esta locura y conferirle visos de verosimilitud, qué digo, para mostrarme la evidencia y de­ mostración”.16 NadaT El-silencio. Una ausencia en el lugar del hijo esperado. O peor aún: Emilio verá la luz, sí, pero mutilado, truncado, distorsio­ nado por unos hombres perversos que lo publicarán bajo el nombre de Rousseau para cubrir más que nunca ese nombre de vergüenza, esa misma vergüenza ¿quién sabe? que abochornara antaño al au­ tor de Narciso, esa historia delirante de un joven enamorado de sí mismo travestido en mujer... “Yo me sentía morir. No llego a comprender cómo tamaña extrava­ gancia no acabó conmigo: a tal punto la idea de mi memoria deshon­ rada después de mi muerte, en mi más digno y mejor libro, me resul­ taba aterradora. Nunca he tenido tanto miedo de morir, y creo que de haber muerto en esas circunstancias, habría muerto desesperado."17 No morirá. Pero, de momento, con el pretexto de sus dolores, se siente morir. Y esa muerte que imagina, forma parte de su delirio. De donde se podría inferir que, por muy delirante que fuera, mues­ tra un despiadado rigor lógico consigo mismo. “Emilio es huérfano," Su padre está muerto, tiene que estar muerto: estaba escrito. ¿Aca­ so no debe imaginar que muere, también él? ¿No debe el Emilio na­ cer huérfano para que su padre acceda, por fin, bajo el nombre de Rousseau, a la paternidad simbólica? Es. una interpretación. Pero entonces, ya que es preciso que muera ¿por qué morir como un hombre desfigurado? Es más bien un fantasma de transfiguración lo que se esperaría de él, quien se sacrifica para que triunfe, por los siglos de los siglos, la verdad del Padre: Y además, ¿de qué cree él que ha de morir? De un mal cálculo, quiero decir, de una gran piedra que le desgarra la uretra, sin que consiga expulsarla. El cirujano que lo ha sondeado, en esas horas de angustia en las que espera en vano, en medio de dolores, la salida de su Emilio, no ha encontrado nada.18 Aparentemente no ha sondeado en el lugar correcto. Es el texto, no el hombre, lo que había que sondear para descubrir la verdad acerca de su mal. Por­ que ¿qué dice el texto, para el caso, el texto mismo del Emilio, en un pasaje del libro IV donde se trata, justamente, de la respuesta que se debe dar a un niño cuando pregunta a su madre: “¿De dón­ de vienen los niños?” La madre, habitualmente, sale del paso con una evasiva del tipo:

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“Ese es el secreto de las personas casadas [...] los niñitos no deben ser tan curiosos”. Lo cual, por supuesto, no hace más que exacer­ bar la curiosidad del niño, quien encontrará la forma de hacerse una idea al respecto, ¡pero qué idea, por Dios! “Que se me permita [interviene Rousseau] relatar una respuesta bien distinta a esta misma pregunta, que escuché al pasar y que me sorprendió tanto más porque partía de una mujer tan modesta en su discurso como en sus modales, pero que sabia, en caso nece­ sario, pisotear, por el bien de su hijo, y por la virtud, el falso temor a la censura y los vanos propósitos de los bromistas. No hacía mu­ cho que el niño había expulsado, al orinar, una pequeña piedra que le había desgarrado la uretra, pero el mal estaba olvidado: -Mamá -dijo el pequeño atolondrado- ¿cómo se hacen los niños? -H ijo mío -responde la madre sin vacilar- las mujeres los mean con dolores que a veces les cuestan la vida.” Comentarios de Rousseau: “Que los locos se rían, que los tontos se escandalicen, pero que los sabios se pregunten si alguna vez es­ cucharon una respuesta más sensata y adecuada. [...] Ante todo, la idea de una necesidad natural y conocida por el niño, avienta la idea de una operación misteriosa. Las ideas accesorias del dolor y de la muerte la cubren con un velo de tristeza que amortigua la imaginación y reprime la curiosidad: todo conduce al espíritu a las secuelas del parto y no a sus causas. Las imperfecciones de la naturaleza humana, los objetos desagradables, las imágenes de su­ frimiento, he aquí las aclaraciones a las que conduce esta respues­ ta, si la repugnancia que inspira permite al niño requerirlas. ¿Por dónde la inquietud de los deseos tendrá ocasión de nacer, en con­ versaciones así dirigidas? Y sin embargo, como veis, la verdad no ha sido alterada, y puede no ser necesario engañar al discípulo en lugar de instruirlo".19 La verdad no ha sido alterada. Y la verdad es que a un niño su madre lo mea con dolores que algunas veces le cuestan la vida. Del mismo modo que deberá costármela a mí, puesto que está escrito, esta gran piedra que me desgarra las entrañas mientras espero, en medio de los dolores de la angustia, la salida de ese Emilio, que de­ bía ser mi vivo retrato pero que, estoy persuadido, va a nacer irre­ conocible, enfermo, monstruosamente mutilado... Se equivocaba, desde luego.20 Como se equivocaba en cuanto a la gravedad de su mal. “Acabé por saber que mi enfermedad incurable sin ser mortal, durará tanto como yo", escribe el autor de las C o n ­ fesiones, más cómodo ahora, envuelto como está en su túnica ar-

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rnenia, que en el momento en que dice: “Veo como única perspectiva una muerte cruel en medio de los dolores del cálculo".21 Ser la mujer... Cálculo doloroso, desgarrador, en efecto. Ya que para terminar con ese cálculo y dar a luz a su Emilio, se veía reducido él, un hom­ bre, a no hallar su liberación más que como mujer. ¿Pero qué otra cosa podía hacer, si la cifra con la que había contado para morir co­ mo un padre digno de tal nombre, esa cifra era igual a cero y lo igualaba a cero? ¿No sería mejor, antes que carecer para siempre de aquello que hace a un hombre, y de ese hombre un padre, al precio de una operación delirante, es cierto, hacer otro cálculo, y elegir ser la mujer que falta a los hombres degenerados de hoy, o mejor aún, la madre que falta a esos semblantes de padre, meándoles el hijo -este libro- que será para ellos la esperanza de la familia? La esperanza de la familia... Meado por Suzanne Bernard, la señora de Rousseau, en medio de dolores que le habian costado la vida, nacido de su madre como su Emilio debía nacer de él, ¿acaso Jean-Jacques no había encarnado ejemplarmente, él mismo, esa esperanza para un padre al que, al nacer, había sumido en la desesperación? “Yo le costé la vida a mi madre [...] No sé cómo mi padre pudo soportar esa pérdida; pero sé que nunca se consoló. Él creía volver a verla en mí, sin poder olvidar que yo se la había quitado; nunca me abrazó sin que yo sintiera, en sus convulsivos abrazo», que un amargo pesar se mezclaba a sus caricias; no po­ dían ser más tiernas [...] Ah, decía él, gimiendo: devuélvemela, con­ suélame de su perdida; llena el vacío que ella ha dejado en mi alma. ¿Te amaría yo tanto, acaso, si sólo fueras mi hijo?”22 Dicho de otro modo: si sólo fueras mi hijo, ten por seguro que te odiaría. Para que te quiera, mi muchacho, expía tu crimen, págame tu deuda, sé la mujer que le falta a tu padre. Durante mucho tiem­ po Jean-Jacques habrá resistido, intentando ser el digno hijo del virtuoso ciudadano que tenía como padre, al costo de un trabajo de romano del cual Emilio debía ser la última piedra. Pero, genial su­ plencia del defecto congénito que, estructuralmente, lo constituía como psicótico, Emilio es también el texto que da cuenta del desen­ cadenamiento de la psicosis, y del comienzo del delirio, 'fin-delirio por medio del cual él intentará, hasta el final, escapar del deseo del i )lro, de un padre que no termina nunca de reprocharle su crimen V exigirle el pago de su deuda en especie.

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ÜH-patíre'decididamente indestructible; cuyo amor insatisfecho se torna odio inextinguible y cuya persona sé multiplica en un ejér­ cito de oscuros perseguidores, surgido de las tinieblas. Allí están y lo miran, lo escuchan: “Los cielos rasos que me albergan tienen ojos, los muros que me rodean tienen oídos”. Ellos esperan su hora. Llegará el día -mañana, dentro de un año, dentro de dos siglos, no importa cuándo- en que la víctima, no pudiendo soportar más, aquiescente, caerá en sus brazos, para sentir en sus abrazos con­ vulsivos que un pesar amargo se mezcla a sus caricias. ¡Oh, goce! ¡No podrán ser más tiernas...! He aquí, a modo de preámbulo, lo que quería decir, a la vez, so­ bre la psicosis en el texto y sobre el texto en la psicosis. Tratándose de Rousseau (o de otro J. J., James Joyce, acerca de quien J. A., Miller les hablará, tal vez, dentro de un rato) lo dicho resultará ex­ cesivo o insuficiente. Hay un resto. Ese resto es literatura, filosofía. Y ese resto es lo que permanece. Muchas gracias.

NOTAS 1. CEuvres completes, París, Gallimard, “La Pléiade”, t. 1, pág. 275. 2. “Me estremezco aún de sólo imaginarme rodeado de mujeres, obligado a esperar que un charlatán de salón acabe su frase, no atreviéndome a salir por temor de que me pregunten si me marcho, encontrándome, en una es­ calera bien iluminada, con otras bellas damas que me observan, un patio lleno de carrozas siempre en movimiento, siempre a punto de aplastarme, y criadas que me observan, y señores lacayos que custodian los muros y aho­ ra se burlan de mí; no encontrando siquiera un seto, una arcada, un mise­ rable rincón que me convenga. No pudiendo, en una palabra, más que mear a la vista de todos, y sobre alguna noble pierna con calza blanca. Señor, esa sola razón bastaría para horrorizarme ante la idea de habitar en una ciu­ dad..." (Al marqués de Mirabeau, marzo de 1767.) 3. Cf. J. Starobinski, “Sur la maladie de Rousseau”, la Transparence et l’Obstacle, París, Gallimard, 1971, págs. 430-444. 4. Ibíd., págs. 435-437. 5. “Le probléme du style et la conception psychiatrique des formes paranoiaques de l’expérience” (1933), reproducido en De la psychose paranoiaque dans ses rapports avec la personalité (tesis de 1932), París, Seuil, 1975, pág. 387. 6. J. Lacan, ob. cit., pág. 403. 7. Écriís, París, Seuil, 1966, pág. 559.

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8. Emile, O.C., “La Pléiade", t. IV, pág. 245. 9- “Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-delpadre, verworfen, forcluido, es decir sin haber llegado nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto. Es la falta del Nombrc-del-padre en ese lugar la que, por el agujero que abre en el significado, Inicia la cascada del reordenamiento del significante de donde procede el desastre creciente del imaginario, hasta que se alcance el nivel en que signi­ ficante y significado se estabilizan en la metáfora delirante. Pero ¿cómo pue­ de el Nombre-del-padre ser llamado por el sujeto al único lugar de donde ha podido advenirle y donde nunca ha estado? Por ninguna otra cosa sino por un padre real, no en absoluto necesariamente por el padre del sujeto, por Un-padre. Aún así es preciso que ese Un-padre venga a ese lugar donde el sujeto no ha podido llamarlo antes. Basta para ello que ese Un-padre se si­ túe en posición tercera en alguna relación que tenga por base la pareja ima­ ginaria a-a', es decir yo-ohjeto o ideal-realidad, interesando al sujeto en el campo de la agresión erotizada que induce. Búsquese en el comienzo de la psicosis esta coyuntura dramática. Ya se presente para la mujer que acaba de dar a luz en la figura de su esposo, para la penitente que confiesa su fal­ ta en la persona de su confesor, para la muchacha enamorada en el encuentro del ‘padre del muchacho’, se la encontrará siempre, y se la en­ contrará más fácilmente si se guía uno por las ‘situaciones’ en el sentido novelesco de este término” (J. Lacan, “Question préliminaire [...]”, Éerits, ob. cit., págs. 577-578). 10. Confessíons, libro VIII, pág. 357. 11. Ibíd., libro XI, pág. 558. 12. O.C., t. II, pág. 963. Para ese entonces, Rousseau ha abandonado ya los tres primeros hijos que tuvo con Teresa. 13. Julio ou la Nouvelle Heloise, segundo prefacio, O.C., t. II, pág. 27. Donde se lee, pocas páginas antes, esta interesante observación: “Querien­ do ser lo que no se es, uno llega a creerse algo distinto de lo que es en reali­ dad. Y así es cómo uno se vuelve loco” (pág. 21). 14. Rousseau juez de Jean-Jacques, Troisieme Dialogue, O.C., pág. 934. 15. “Emilio es huérfano (...) Ésta es mi primera, o más bien, mi única condición” (Émile, libro I, O.C., t. IV, pág. 267). 16. Confessíons, XI, pág. 566. 17. Ibíd., pág. 568. 18. “En el primer examen, el hermano Cosme creyó encontrar una piedra grande, y me lo dijo; en el segundo, ya no la encontró" (Confessíons, XI, pág. 572). 19. Émile, IV, pág. 499. 20. Aunque las falsificaciones del Emilio, que aparecieron de inmediato, le Ilayan dado, en parte, la razón. 21. Pág. 572. 22. Confessíons, libro I, pág. 7.

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N o hay, o hay demasiadas respuestas, a la pregunta: los escri­ tores, los poetas, los artistas ¿son psicóticos? Sin duda, podemos reconocer en ellos rasgos paranoicos, esquizofrénicos o perversos, como en cualquier persona. Pero no se puede afirmar que Artaud naciera loco; que Rousseau fuera un paranoico de atar; y Nerval, aunque se haya ahorcado, melancólico a muerte; ni que Hólderlin o Beckett fueran esquizofrénicos toda la vida ni, en todo caso, que lo fueran en tanto que escritores. Tampoco se puede aventurar que el sistema cósmico de Schreber sea de estructura idéntica al sistema hegeliano o ptolomeico. ¿Y qué decir del de Auguste Comte? No lo sé. Prefiero reducir el problema al de Colette Thomas, una de las hi­ jas electivas de Artaud, e intentar desentrañar lo que pudo condu­ cirla desde El Teatro y su doble al Testamento de la hija muerta, que firma con el nombre masculino de René [Renato]. De todas maneras, por razones de método (e incluso si no me atengo a él) me resulta imposible evacuar totalmente la cuestión de una estructura común a unos y otros, puesto que ha sido plantea­ da en forma precisa.

¿Una estructura común? Blanchot, a propósito de Hólderlin, como también Laplanche y Foucault, sientan la hipótesis de la unidad de los dos discursos: el clínico y el poético; entendiéndose aquí discurso como estructura de discurso, pero no sin embargo en el sentido lacaniano de la pa­ labra.

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Foucault dice que hay “continuidad entre lo posible y la posibili­ dad que la funda”. Cuando se pasa o transgrede la línea entre uno y otra, hay un acontecimiento, un hecho histórico. Pero si el hecho se produce, es porque la estructura lo permite. No obstante, aun cuando la continuidad así planteada no es más que de estructura, no por ello hay menos ruptura, salto, de la locura a la obra. Él lo reconoce. Sería preciso entonces, todavía, rendir cuenta del salto de la en­ trada en la historia. Por lo tanto, no hemos avanzado nada. Por lo demás, esta manera de asimilar las estructuras nada nos dice acerca de qué estructura se trata. Y peor aún: si se trata de pasar de la lo­ cura a la obra, ¿equivale ello a decir que la estructura es la locura? Lo que verifica al mínimum el texto poético loco es el impoder esencial .del pensamiento, que la psicosis verifica de otro modo. La psicosis verifica otro rasgo propio del pensamiento: su tendencia a la mecanización. El término impoder pertenece a Blanchot, quien lo distingue de la impotencia, como también a Lacan, en los cuatro discursos, pero asimismo a Artaud; Mallarmé, por su parte, denomina a ese impo­ der: aridez, signo, para él, de la necesaria privación de inspiración necesaria para que la obra no sea buscada por ella misma, como esperado producto de la intervención divina, sino hallada en “la amenazante intimidad del encuentro”. ¿Acaso Lacan no repetía, como Picasso: “Yo no busco, encuen­ tro”? En el verbo encontrar [trouverl es imposible no oír agujerear \lrouer]. Ahora bien, no hay objeto que buscar, en efecto, sino objeto que encontrar, sin duda. El agujero está en el hueco del doble aleja­ miento de los dioses y los hombres, de donde Hólderlin hacía surgir la Palabra. No debe asimilarse a las interrupciones efectivas que agujerean el discurso de Schreber y que ponen de manifiesto que hubo forclusión del Nombre-del-padre. Pero hay, no obstante, en­ cuentro de los dos fenómenos. Y si nosotros no podemos explicarlo, tanto peor. Hay, quizá, algo más que encuentro entre el rasgo ele­ mental de la psicosis que Clérambault ha denominado automatismo mental, ciertos rasgos obsesivos y la tendencia a la mecanización propia de todo pensamiento, que Lacan señala como ley de equi­ valencia fundamental del espíritu y de la máquina. Ya Leopardi afir­ maba, en Zibaldone, que las leyes del espíritu son homologas a las de la materia. La lengua artificial sería, podemos agregar hoy, la realización perfecta, si no fuera sin embargo una utopía por su pre­ tensión de reemplazar la lengua que habla el sujeto.

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No me internaré ya más por esta vía, para mí imposible de explo­ rar. Prefiero reducir el problema, antes que extenderlo. Y lo reduzco al examen de los textos. Asi, hay otro rasgo común a los poetas (o artistas) y a los locos: es su tendencia prometeica, tema esencial de su delirio. Es lo que se denomina rechazo de la castración simbóli­ ca, cuando se trata de neuróticos; y cuando esta tendencia produce un delirio, éste se caracteriza como delirio del origen o del auto-en­ gendramiento. No se puede negar que los creadores, como se dice, pretenden ser, como los locos, autores, hasta el punto de existir sin padre ni madre. Llegan incluso a pretender inventar “el espíritu in­ creado de su raza”, como Joyce; y como él, en todo caso, despojan de su nombre a su padre.

Un delirio paradigmático: Christine Voy a referirles rápidamente lo esencial del delirio de una joven paciente que acudió a verme hace mucho tiempo. Quiero decir que yo no estaba en absoluto preparada para oír lo que oí. Si lo expongo aquí, de entrada, es porque la aventura espiritual de Colette Thomas retoma término a término ese delirio y encuentra en él su exacta perspectiva, como se observará más adelante. Bien. Christine tiene veinte años; es virgen y un poco débil. Hay en ella una debilidad que puede anunciar la psicosis. Su padre me la trae porque ya no sabe qué hacer con ella. Ella es simpática, pe­ ro extraña y fuera de órbita siempre y en todas partes. No encuen­ tra trabajo con facilidad, porque es incapaz de aplicarse aun a la tarea más simple, y menos todavía un marido. Así, pues, yo la escuchaba, si se puede decir así, porque ella na­ da decía; o más bien hablaba naderías. Esas inanidades sonoras me aburrían profundamente y no veía el fin de ese aburrimiento ni para ella ni para mí. Sin embargo, el fin sobrevino, y muy pronto. Un día, recibo una llamado telefónico en medio de la sesión. Digo algunas palabras y cuelgo: -¿Era su hija? -me pregunta ella, abruptamente. -Sí, -digo, un poco desconcertada. -Entonces, ¿usted es casada? -Sí, claro -digo yo; un poco impaciente, sin embargo. -Entonces ¿usted ya no es virgen? -prosiguió. Por una vez, es cierto, ella hablaba. Respondiendo a un gesto mío, ella volvió a hablar, a medias furiosa, a medias triunfante:

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-¡Entonces usted no es un genio! En ese momento me di cuenta que ella había aceptado conocer­ me porque me llamo Gennie. Lo que siguió fue un largo discurso delirante del que extraigo lo esencial: hoy en día, aún hay genios; pero antes del nacimiento de Cristo, en la época de los Griegos, los seres humanos eran todos ge­ nios, y por lo tanto capaces de engendrar sin sexualidad. No había hombres y mujeres, etcétera. Yo la escuchaba subyugada. Luego ella se fue y ya no volvió. Más adelante descubrí que muchos de los delirios se reducen a una teo­ ría de la autocreación y del autoengendramiento sin cópula y sin pecado original; sin culpa, por lo tanto, y en todo sentido semejan­ tes al de ella. Cuando los psicóticos son paranoicos se atribuyen, por lo demás, a Dios como pareja. Pero en el delirio de dos basta un otro con minúscula: puede ser la hija, el hermano o la hermana, un gemelo, por ejemplo. El delirio del origen y de la recreación del mundo es, por lo tan­ to, común. Se verá que la teoría existencial de Colette Thomas (de profesión filósofa, cuya primera crisis -aquella que la llevó por vez primera a Sainte-Anne- tuvo lugar mientras preparaba su tesis de filosofía -lo que no es poco importante- y, por lo tanto, antes de co­ nocer a Artaud) reproduce punto por punto el delirio de la débil Christine. Débil o genial, el delirio, en todo caso, es el mismo.

La locura como límite de la libertad ¿Qué límite es, entonces, traspuesto allí? ¿Es el mismo, acaso? Formulemos, ante todo, una definición, que buena falta nos hace. Preferentemente, la que Lacan propone: “La locura es el límite de la libertad-, ha dicho, acompañando su máxima de una recomenda­ ción que es su paradoja: “No se debe ceder en su deseó” . Entonces ¿dónde está el límite? Está en la frontera entre real y semblante, allí donde se experi­ menta el goce, cuando un trozo de semblante se desprende y cae. Que se haya dicho esto a propósito de la literatura no nos inhibe extenderlo a todo goce, y ante todo, “al del cuerpo del Otro como tal”. No es que el goce sea real. Nosotros no podemos gozar de lo real: Inhabitable. Ni del semblante, falaz y por lo tanto decepcionante. Por otra parte, la frontera, por definición, no es ni lo uno ni lo otro,

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sino que pertenece a uno y a otro. E^Lgoce socava sus bordes y se desplaza a cada nueva conquista de lo real. Pero al goce hay que apresarlo en la frontera misma. La intimidad amenazante de lo real -retomo la expresión mallarmeana- lo torna imposible para el suje­ to, a despecho del imperativo: ‘jgoza!" Esto es verdad en cuanto a los poetas, y es verdad en cuanto a cualquiera, y es verdad a propósito de los locos. Todos hablan de catástrofe original; unos bajo la forma de mito religioso, otros bajola forma de mitos individuales, otros aun como el acontecimiento que ha marcado su entrada en la psicosis; el tiempo se ha detenido, dicen; el cielo se ha desplomado y se ha hecho noche; o bien: fue el fin del mundo, etc. En efecto, la diferencia consiste en que, al pro­ ducirse el acontecimiento que inaugura su historia, en lugar de su­ ceder de este lado o del otro, ellos efectivamente cruzan la frontera. Esto no es remitido al fuera-del-tiempo y al fuera-de-lugar del mito. Sin duda, cualquiera puede, en principio, correr el riesgo, si así lo quiere, de repetir el episodio. Y sin duda los poetas y los artistas casi nos persuadirían, con su ejemplo, de correr ese riesgo. Sin em­ bargo, no es loco quien quiere serlo, ha dicho Lacan. El caso de Colette Thomas nos permitirá, al menos, preguntarnos: ¿ella quiso serlo? Para los otros, que no estarían locos, el riesgo consiste en encon­ trar o no el goce. Los obsesivos se abstienen; otros no. Si uno de ellos está en análisis, se trata para él de encontrar, al ñn del análi­ sis, el nuevo significante, Sp'lque, según se sabe, es la producción del discurso del Analista. Ese significante, 1, del cual se goza, se caracteriza por una caída de semblante y una ganancia de real, del mismo modo que en el goce del cuerpo del Otro; y desplaza, aunque más no sea un poco, la frontera entre semblante y real en el campo particular del lenguaje. Corresponde a los poetas operar esta van­ guardia, ciertamente peligrosa. Porque nadie quiere ese nuevo signi­ ficante (y nadie lo quiere porque es nuevo); y es, ante todo, nulo y no advenido para cualquiera que no sea el sujeto. Si nadie se hace eco de lo que digo, decía Lacan un día, exasperado por el mutismo de la audiencia, entonces estoy paranoico. Tranquilícense, en otra ocasión declaró que era histérico; pero también obsesivo; en todo caso, en análisis. Así, pues, tenemos para elegir, si queremos clasificarlo. ¿Qué nos queda a nosotros sino invitarnos a hablar si no quere­ mos quedar encerrados en nuestra idiotez congénita? Si no estamos a la altura de la empresa, tanto peor para nosotros. De todas mane­ ras, no tenemos opción: se debe gozar y jugar.

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El análisis, pues, tiene el mismo efecto que el arte o la poesía. Es una efracción en el universo del sentido y de las buenas formas: ('fracción de lo real. Llegada a este punto, distinguiré, una vez más, los psicóticos de los neuróticos (y por ende los poetas): el despertar psicótico no es, en efecto, el despertar neurótico. Para el neurótico, rl peligro no radica en la libertad y la transgresión, por mucho que nc diga, sino, por el contrario, en el dormir y la represión. En cam­ bio, para los psicóticos pasar el límite es perder la libertad, y con la libertad, el goce de lo real. Unos permanecen más acá de la fronte­ ra, los otros más allá. Y no es lo mismo.

Colette Thomas Sin duda pensarán ustedes que he divagado demasiado antes de llegar a Colette Thomas. Sin embargo no he dejado, en realidad, de hablar de ella. Eran necesarios todos estos rodeos para presentar a esta mujer joven que me resulta imposible clasificar como loca, pe­ ro que, sin embargo, presentaba todos los signos de la locura. Colette Thomas era o es mi contemporánea. No sé si ha muerto. El título se refiere a algo muy distinto de la muerte real. La hija muere para el mundo pero renace sin sexo. La nueva criatura se llamará, por lo tanto, René [Renato]. Después del accidente psiquiá­ trico que evoqué en mi introducción, y que tuvo lugar alrededor de los años 36 o 37. Colette, recuperada, creyó encontrar su vocación m el teatro. Aquellos que la conocieron en el ’45 -yo, entre ellosuo sospechaban siquiera que pudo haber estado psíquicamente Irastornada. Bonita, encantadora, inteligente y alegre, Colette tra­ baja con Dullin y Jouvet, y sin duda en otros sitios; luego descubre teatro y su doble de Artaud y decide ir a verlo a Rodez con su marido. Para Colette y para Artaud el encuentro es decisivo. Colette se imamora de él locamente: es decir, como una mujer. Sin embargo, para Artaud no se trataba, en modo alguno, de amar como un hom­ bre; lo dice en voz alta y clara: “las hijas de mi alma [lo son a tal punto que] me amarán como hijas y no como amantes; ¡a mí, su pa­ dre impúdico, lúbrico, soez, erótico e incestuoso y casto, tan casto que hasta resulto peligroso!” ¡Y sí, precisamente! Ella fue, pues, una de sus “hijas electivas”, las hijas de su alma. La primera fue Ana, “primera hija nacida de mi alma, y que muriera por mí de deirsperación”, dice Artaud en Suppóts et Supplications. En cuanto a

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Colette, “ella os explicará su tragedia”, escribe en el mismo momen­ to, es decir, después de la visita de Colette a Rodez. Fue, en verdad, un calvario. Aunque Artaud advirtió rápidamente la fragilidad psí­ quica de Colette, no por ello se abstuvo de enrolarla en lo que él de­ nominó su pequeño ejército. He aquí lo que le escribe el 27 de mar-] zo de 1946 desde Ispalión, donde había conseguido residir después de la internación en Rodez:1 “Sólo le pido, ya que usted siente un poco de afecto por mí, que tome [...] conciencia de que yo he llegado a formar a algunos seres cercanos a mi corazón, y decididos como soldados, que habrán sabido descubrir lo que necesito para cam­ biar de existencia, para evadirme de esta existencia y hacer evadir conmigo a algunas conciencias amigas. Esos seres conforman un; pequeño ejército que existe y vive, como por ejemplo, un grupo de partisanos o de antiguos esclavos sublevados. A la cabeza hay un joven de Kabul,2 que ha traducido El Arte y la Muerte al afgano, y que posee allí un campo de adormideras no tratadas con sulfato de cobre y por lo tanto incapaces de intoxicar o producir acostumbramiento. Posee también un bastón mío, mejor y más nuevo que aquel que llevé a Irlanda. Están también una poetisa que se hizo | médica en 1938, Mlle. Seguin, aunque ése no es su verdadero nom­ bre... [y] Anne Besnard”. 3 Por lo demás, había escrito a Jean Dubuffet, el 29 de noviembre de 1945, que "las cosas no son tal como aparecen cada día”, y que,: en realidad, alguien que parece totalmente ordinario es un ensalma dor, que pretende por todos los medios “robarle el ser y la concien­ cia” a otro del que está celoso. El fenómeno ha sido perfectamente descripto por Jeanne Favret en Las palabras, la muerte, las suertes¡ una obra de etnología. Pero Artaud lo generaliza y se presenta, verdadero paranoico, como objeto privilegiado de estas empresas gene­ ralizadas de maleficio. Y entonces les declara la guerra, y enrola vo­ luntarias. Todas sus compañeras de martirio, las seis hijas que eli­ gieron seguirlo contra viento y marea, han sido asesinadas, perseguí das o molestadas, efectivamente, de una manera u otra. La biografía que Antonin Artaud reescribe y la vida mítica que se inventa, esta otra existencia que elige fuera del tiempo y del espacio ordinarios no son necesariamente locas. Una mujer escritora, Virginia Woolf, se desplazaba también imaginariamente a través de los siglos y del espacio, y no sin referencias a un real, más real quej la vida ordinaria. Y sin embargo, ella se conformó con escribirlo. Ení su vida ordinaria la depresión ocupaba, precisamente, el lugar que, en Artaud, ocupa el delirio de la realización de su fantasma.

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¿Era posible para alguien -que no fuera el mismo Artaud- apro­ piarse de ese proyecto de extrañamiento al punto de transformarlo en proyecto personal? ¿Era posible, acaso, sin peligro? Eso fue, no obstante, lo que hizo Colette. Ella figuró entre las “seis hijas dilectas” de Artaud. Cabe señalar que pocos hombres fueron reclutados de tal modo; en todo caso, no lo fueron nunca bajo ese rótulo. Algunas líneas de Suppóts et Sup­ lílications3 resumen de esta manera el proyecto de vida de Artaud; "Y para casarse conmigo, Ana Corbin habrá esperado que la tierra se limpie, como Ivonne, Cécile, Anne, Catherine y Nénéka, esas muertas que, más allá de la desolación de los limbos, esperan, para venir a mí, que yo haya terminado de desposar a mi Ka-Ka”. Muerlas, sólo lo están en el sentido particular que Artaud le da a la pa­ labra; no lo están, en realidad, ni siquiera del mismo modo. Ellas solamente están por nacer como “hijas del corazón” . Más adelante veremos a qué las comprometía esto. Colette, de tal modo, es la úl­ tima en llegar, cuando Antonin Artaud, luego de sus internaciones, vive sus visiones en un paroxismo de violencia. Ella toma sus man­ damientos al pie de la letra. Abandona padre y madre; entra en reli­ gión. Si Artaud ha podido escribir; “Yo soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo”,4 Colette, por su parte, se dice hija de su padre y a la par rehúsa la existencia; el único padre que la arranca de la exis­ tencia, es, por supuesto, Artaud. Su texto, sin embargo, no es psicótico, desde el momento en que no podríamos detectar en él las formas sintácticas verbales propias de la psicosis. Remito al estudio de Serge André, donde éstas se ha­ llan catalogadas5 según los hitos proporcionados por J. Lacan. He aquí una lista suscinta: 1) neologismos (no de aquellos gramaticales o lexicales buscados por el escritor, sino de aquellos que el sujeto Hoporta); 2) muletillas o refranes repetidos hasta la saciedad, ecos de la máquina de pensar que somos; 3) frases repetidamente inte­ rrumpidas (cf. Schreber); 4) ausencia de metáfora, siendo el discurho psicótico esencialmente metonimia, es decir, estando agujereado; l>) la significación maléfica atribuida a los objetos y supuestamente vuelta contra el sujeto; 6) y yo agregaría a estos cinco rasgos, que caracterizan sobre todo al delirio psicótico, lo que Matte Bianco de­ nomina simetría, propio del discurso esquizofrénico. Siendo este úlllmo tautológico, cualquier proposición en él es equivalente a cual­ quier otra y el discurso no tiene principio ni fin. Nada de esto aparece en el texto de Colette Thomas; ni en Anto­ nia Artaud, por lo demás. Sus discursos son consistentes. Sintaxis

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y vocabulario permanecen intactos; hasta clásicos, diría. El delirio está en el ordenamiento del pensamiento mismo. Y comienza por un acto de fe: “Estoy dispuesta a creer todo aquello que venga de usted”, le escribe ella desde Saint-Germain-en-Laye, luego de una se­ gunda recaída que la ha llevado al convento de las religiosas del Bon Sauveur, en Caen. No me parece útil incluir aquí otros datos biográficos, que no harían más que alimentar una interpretación psicogenética ajena a mis propósitos; lo que es más, me repugna revelar otros datos que los que han sido publicados, y están por en­ de al alcance de todo lector. Añadiré además que de ninguna mane- f ra me propongo un análisis del caso a posteriori. ¿Qué decir, entonces, de ese acto de fe? Que no está permitido creer de tal manera en una criatura humana. Esto ya es locura. ; Cuando ese acto de fe se dirige a Dios, se lo llama misticismo; y por cierto, si la declaración de Colette se dirigiera a Dios, no sorprende­ ría a nadie. Pero he aquí lo que ella dice a ese hombre Antonin Artaud: “Yo no lo amo a usted para morir por usted; lo amo para vivir por usted, para vivir de su existencia, de la que me privo de gozar. Lo amo más que a mí misma”. Se diría Santa Teresa de Avila, aun­ que Santa Teresa no habló de no gozar. Está escrito en el Evangelio: “Amarás a tu prójimo como a tí mis­ mo” . Es el único mandamiento positivo, ha hecho notar Lacan, ¿Pe­ ro qué significan ese prójimo y ese sí mismo? El psicoanálisis ha permitido descubrir que el amor propio obs­ taculiza para siempre el Otro, que sin embargo rige su deseo, al su­ jeto. Colette Thomas, en efecto, se ha vedado, ha querido negarse en tanto que sujeto, negando todo amor propio -consciente, al me­ nos-, todo narcisismo confeso, hasta el aniquilamiento de aquello que hay de vivo en ella; hablando con propiedad, hasta la muerte de su ser de hija, de mujer, e incluso de actriz. En efecto, le era preciso morir para renacer según Antonin Artaud. Ella se ha dejado arrebatar por el otro, porque ha creído en él. Ha creído en él como si a un hombre le estuviera dado encarnar la Verdad y la Vida. Yo soy la Verdad y la Vida, ha dicho el Cristo, cuya pasión, de peque- | ña, ella seguía etapa por etapa. Es el único recuerdo de infancia que relata en el Testamento, y agrega que esperaba conocer un hombre que sufriera más que Cristo. Que el dolor es la verdad y la vida, ¡sin duda! Pero el hombre que sufre, no. Es este deslizamiento lo que yo cuestiono. Seguramente, porque ese hombre, el mismo Ar­ taud, creia en eso. El orgullo de los grandes espíritus sólo puede igualarse al orgullo de los paranoicos, es evidente. Antonin Artaud

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lia creído a tal punto en sí mismo, que ha logrado hacer que otros crean en él tanto como él mismo. Le es necesaria nada menos que esta fe en sí mismo, para impo­ ner al mundo un nuevo significante, susceptible de cambiar este mundo. Antonin Artaud ha roto el viejo teatro para gestar un nuevo teatro. No estaba loco, por lo tanto. Pero en el caso de Colette, ¿ella ha usado su vida para verificar su propio significante, o el de Artaud?

El testamento de la hija muerta Me atendré, para saberlo, al examen del texto. Colette Thomas ha publicado ese texto en Gallimard, en febrero de 1954. Antonin Artaud había muerto en 1948. Pero el texto no es enteramente pos­ terior a la muerte de aquel que es su héroe. Es cierto que después de él ella ha podido elegir otros “jefes”, otros demiurgos, como Gurdjieff, de modo que resulta evidente que tenía vocación de per­ derse en el gran Otro. Aquel que se llamaba Antonin Artaud, dos veces A mayúscula, era sin duda la persona más indicada. Eso es lodo. El Testamento me parece la versión filosófica de lo que yo llama­ ría la antropología fantástica de Artaud, la que encontró su práctica en el teatro. La palabra maestra del sistema filosófico-místico de Colette es la palabra conversión [renversement], o inversión [inversementj, o c o n ­ travención [rebroussement]. “¿Qué mujer encontrará al hombre en el hombre, es decir, ella misma invertida?”, escribe. Para ello es preci­ so negar la naturaleza, incluso destruirla, morir para el mundo. Ar­ taud lo ha dicho. Lo ha gritado. Pero Colette lo retoma para referir­ se a concepciones filosóficas conocidas y en términos estrictamente conceptuales: Así, en la página 132: “Para alcanzar el ser, es neceHario rechazar la existencia y permanecer en lo posible”. No se pue­ de ser más filósofo. “Para ser madre, es preciso permanecer virgen; para vivir es preciso, antes, morir.” Y más aún, en la página 130: "la virgen es madre más que la mujer porque su femineidad no está realizada. Es posible”. Y más todavía: “Si una mujer pudiera reali­ zar toda su femineidad, recuperaría su virginidad, destruiría lo ponlble, quiero decir, realizaría el absoluto -sin intermediación-, las leyes naturales serían vencidas”. Es un poco contradictoria, pero sistemática, sin embargo... pág. 132: “No hay hombre ni mujer -ni

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creador ni criatura- sólo seres lo suficientemente poderosos como para rechazar la existencia y conocer la posibilidad”. Es una con­ cepción muy filosófica y totalmente sistematizada. Rechazo de la existencia pues, que volvemos a encontrar en Artaud. Pero él nunca lo ha expresado en esos términos. Aristóteles no fue su maestro, ni ningún otro griego. Y, por otra parte, si él rechaza la existencia es para realizar todos los posibles en un esce- I nario. Esa es, justamente, la razón de El teatro y su doble, en el que el sujeto se aliena, sin duda, pero en su ser de sujeto por venir. Artaud, en suma, ha logrado su propósito, allí donde Colette está constreñida a filosofar. Colette filosofa. Así cautivada por el proyecto de Artaud de libe­ ración del ser en el teatro, por el teatro, lo hace suyo, deviene la in­ térprete privilegiada de Artaud y se aliena, por tanto, doblemente. No hay que extrañarse entonces si, en tanto que hija única del Padre, engendrada directamente por el único Padre, igual que Ate­ nea, su paranoia le inspira, en contrapartida de su doble aliena­ ción, una afirmación furiosa de su ser mujer. “El devenir [escribe], es el devenir de la Materia; es preciso liberar el Espíritu, y es la mujer quien librará al Ser del mundo, es decir, el principio espiri­ tual.” El hombre no tiene ese poder, porque no nace de sí mismo. Y necesitará, pues, “convertirse en Mujer". Colette llega al colmo del delirio metafísico cuando la mujer de­ viene “el teatro de la transmutación del devenir en ser”, lo que hace Artaud, ciertamente, pues el teatro es también el lugar donde la mujer deviene hombre y el hombre mujer. Está claro que, no habiendo nacido de una mujer, a Colette no le quedaba otro remedio, ya que no podía concebir (del mismo modo que La mujer sin sombra, de Ugo von Hoffmannsthal),6 que trocarse o convertirse en hombre, el cual, teniendo que trocarse o convertir­ se en mujer, acaba por abolir toda diferencia, pero en un proceso evidentemente sin resolución. Y de eso se trata, para Artaud, pre­ cisamente, de abolir toda diferencia, todo intermediario e incluso toda metáfora para acceder al ser sobre el escenario teatral. Pero, repito, él ha descubierto un nuevo teatro. Su producción ha circu­ lado y le ha servido de tercero a los ojos de los otros hombres. Co­ lette ha acabado por perderse en un delirio metafísico-mistico, siempre encarnado por un gran hombre, un demiurgo, una A ma­ yúscula que se encontraba siempre en su camino, dispuesto a po­ seerla. Artaud ha inventado. Colette sólo fue poseída. ¿Es acaso psicótico, este delirio? Desde el punto de vista de la

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psiquiatría, sí. Ella tuvo, por lo demás, durante sus internaciones, accesos de violencia que le valieron la camisa de fuerza y trata­ mientos medicamentosos de shock. No pienso, sin embargo, que ello sea suficiente para clasificarla dentro de la psicosis. Me incli­ naría, más bien, por un delirio histérico. El amor del gran Otro, el amor del Padre y la identificación con el Padre, son el hecho de la histérica. También el misticismo. Colette entra, creo yo, en ese cua­ dro, aun cuando para terminar haya perdido la mente: esa mente filosofante que negaba ya a la madre en su propia historia, y que alimentaba su deseo de saber, simple coartada para su locura.

El delirio vivido La teoría escrita no basta para calificar al delirio psicótico. Todos los filósofos, según este criterio, serían locos. Y en el caso de Coletle, es precisamente la filosofía lo que se pone en tela de juicio. En un principio, dado su equilibrio mental, supongo que los sistemas que la filosofía le proponía le atraían y le daban vértigo a la vez. En efecto, el deseo de saber y el talento de teorización propios de las histéricas tropiezan, en ellas, con su deseo aún mayor de poner en Jaque el saber, sobre todo el de su maestro. Es, pues, un callejón sin salida. Aunque ella haya creído cambiar de ruta, entonces, eli­ giendo el teatro, la elección que hizo de Dullin y la pasión que vivió por él durante un tiempo fueron para ella como una primera puesta en acto de su fantasma: ser la hija del Padre, del demiurgo, y su hi­ ja única. Y es allí donde comienza la locura. Luego leyó El teatro y su doble. Como su marido estaba prepa­ rando un trabajo sobre Artaud, decidieron ir a verlo a Rodez, lo que hicieron en marzo de 1946. Colette le declaró entonces que antes de haber leído El teatro y su doble, “ella no sabía que él estaba sobre la tierra y que era un hombre de este tiempo”. Según confesión del propio Antonin Artaud, estas palabras “despertaron en él un anti­ guo abismo”. En efecto, ellas decían que Antonin Artaud pudo tener una existencia fuera de este tiempo y de este lugar de la tierra: pero que ahora era aquí donde él se hallaba, y donde ellos dos se enconIraban. Artaud tenía cincuenta años, Colette alrededor de treinta y cinco. Y fue, en verdad, un encuentro. Desde ese día, su destino se di­ luyó en el de Artaud. Y a partir del 7 de junio de 1946, Colette lee un pasaje de F ra g­

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mentaciones, elegido por el mismo Artaud, en el Teatro Sarah Bernhardt. Sus amigos habian decidido organizar esta manifestación teatral para recaudar el dinero necesario que le permitiera vivir fue­ ra de los hospitales psiquiátricos. Colette había trabajado intensa­ mente, como aconsejaba Artaud, la respiración y el gesto, a los cua­ les debía reducirse el juego del actor al precio de una dura ascesis. Porque el teatro de Artaud desterraba las obras e incluso el texto. Lo quería sin texto; como quería suprimir la distancia entre el autor y el actor. El actor es, por sí solo, todo el teatro. Su acto es “defla­ gración”; se produce en escena, sin restos. En la concepción clásica del teatro, sólo hay traducción del texto ya escrito del maestro au­ tor. El teatro, por el contrario, debe hacer nacer, ser el actor en el escenario en un grito. Colette fue ese actor. Y digo bien, actor, porque “el hombre ver­ dadero no tiene sexo” , dice Artaud, y Colette lo ha repetido. Ese fue, según parece, un gran momento. Yo no estaba allí. Asis­ tí, en cambio, a la segunda manifestación de ese género, en el Vieux Colombier esta vez, el 13 de enero de 1947, donde Artaud debía pronunciar una conferencia titulada “Téte-á-téte”. Recuerdo que yo estaba al lado del poeta argelino Jean Amrouche. En cuanto al res­ to, todo se pierde en el olvido o el terror, no sé. Salvo el grito de Ar­ taud. Sin duda había liberado el doble en ese grito. Colette estaba también en escena. Después el murió, en 1948, y ella quedó a la deriva. El delirio había sido vivido. ¿Que hay de locura en semejante concepción del teatro? Sin du­ da, el deseo frenético de abolir todo dualismo, toda diferencia, de realizar el ser Uno; en tanto que un gran poeta, Hólderlin, aún más amenazado que Artaud, a mi entender, sin embargo, se aferraba a la diferenciación entre dioses y hombres, entre esferas superiores e inferiores, preguntándoselo en estos términos: “¿Qué suerte de en­ fermedad afecta al hombre que sostiene que existe el Uno y que só­ lo existe el Uno?" No podemos menos que pensar, al oir este interrogante, en el “¡Hay Uno!” [¡Y'a de l'Un\\, de Lacan. Pero Lacan no ha dicho jamás que no existiera el Otro. Ha dicho solamente que no existía el Otro del Otro. Artaud pretendió ser Otro ¡Autrel. ¡con una A mayúscula! Pero encarnándolo al punto de creerse el Otro del Otro, y de suprimir el Uno y al mismo tiempo la brecha entre el Uno y el Otro. El encontró el arte idóneo para ese proyecto, y ése fue su teatro. Ahora bien: su teatro se ha convertido en el nuevo teatro de este

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siglo. Ha visto inscribir su vocación personal en una exigencia y una espera que eran las de todos. No hablaba solo. No deliraba, por tanto. Por su potencia de afirmación logró resistir a las potencias enemigas de su originalidad e imponer su invento. Aun cuando ha­ ya tenido que dejar en ello sus últimas fuerzas. Su vida se confun­ dió exactamente con su obra, y murió. Pero Colette Thomas no ha muerto; se ha apartado del mundo. Es lo inverso. ¿Dónde habría podido encontrar la fuerza necesaria para imponer un delirio que no era el suyo? Al abrazar el de Artaud, ella se alienó dos veces, como he dicho; y ese delirio común, no por no ser psicótico ha sido menos ruinoso para ella. Y además, sin beneficio alguno. Algunos cuentos breves, extremadamente conmovedores y de una simplicidad que asombra entre tantos aforismos y oráculos que constituyen el texto del Testamento, me han inducido a pensar que Colette podía escribir, a condición de que ella misma no se lo prohi­ biera -de que fuera lo bastante modesta como para no vedárselo. Pero los destinos excepcionales la subyugan. Su locura -histérica, creo yo - consistió en elegirse dioses, y en creer en ellos. Y, como sa­ cerdotisa de una religión nueva, consagrarse a ellos. Así, ella nos sugiere al menos esta pregunta: ¿qué es creer? Pregunta tanto más esencial puesto que cierta certeza es ya propiamente psicótica. De este modo, Colette, a quien yo considero histérica, nos aproxi­ ma infinitamente a esos prójimos que son los psicóticos, prójimos pese a que permanecen más allá de la frontera infranqueable, mar­ cada por la forclusión del Nombre-del-padre. Porque ésa es infran­ queable. Si Lacan ha hecho la apuesta de analizar a los psicóticos es precisamente para significar que a nosotros nos concierne aproxi­ marnos, tan cerca como nos sea posible, a esos seres hablantes que dan cuenta, por su desgracia, de nuestra verdad de seres hablantes.

KEFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS 1. Vol. XIV de las Oeuvres completes, Gallimard. 2. Ilah Caíto. 3. 4. 5. 6.

O.C., vol. XIV, pág. 31. Ibíd., Ci-git, vol. XII. guarto, N» VIII. Cf. Eugénie Lemoine-Luccioni, Partage des femmes, París, Seuil, 1976.

ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES Vincent Kaufmann

S e sabe que desde hace por lo menos cuarenta años, Artaud divi­ de a sus lectores en dos campos. Están aquellos que lo creen loco de atar, y los que obstinadamente niegan que lo fuera y siempre consideraron su internación como un atentado a la libertad de ex­ presión y de creación, tanto más imperdonable cuanto que la vícti­ ma sería, esta vez, un genio. Están los que piensan que Artaud no tiene nada que decir, que no dice nada, o en todo caso que dice im­ becilidades, y los que creen que puede decirlo todo. Esta segunda posición es, por supuesto, la del propio Artaud, de quien lo menos que se puede decir es que siempre tuvo sobre su propia persona (pero todo el problema consiste en saber si se trata de una perso­ na), una opinión muy favorable, como se dice hoy en día. Entre estas dos posiciones extremas, una multitud de posibles matices. Artaud sólo se habría vuelto psicótico con el tiempo -por ejemplo hacia 1937, cuando, al regreso de su viaje a Irlanda, lo in­ ternaran por escándalo en la vía pública. O bien, Artaud sólo ha­ bría estado loco por momentos. Existen las intermitencias de la lo­ cura, como existen las del corazón: él habría sido psicótico la mitad del tiempo y poeta durante la otra mitad, intervalo que aprovecha- j ría para describir su locura, sin duda luego de haberse recompues­ to, durante la pausa, a fuerza de opio. O bien, habría acumulado empleos: loco y poeta, loco porque poeta, y reciprocamente -esta úl­ tima tesis se halla reforzada por todo un entorno literario y filosófi­ co (pienso aquí en Foucault, y sobre todo en Blanchot) que tuvo el efecto de hacer centellear un punto en el que ya nada distinguiría la locura del discurso literario; un punto hacia el cual Artaud se habría acercado, sencillamente, más que cualquier otro. Esta última postura, la más corriente, al parecer, en lo que con­

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cierne a Artaud, no deja de ser paradójica: por un lado, evoca conti­ nuamente algo así como la locura a título de garante de la literariedad, de la poeticidad de los textos de Artaud; pero por otra parte prohíbe, algunas veces obstinadamente, que esta locura sea anali­ zada con los instrumentos conceptuales suministrados por la clíni­ ca, y en particular por la clínica psicoanalítica. Para algunos, ha­ blar de delirio de persecución equivale ya a empujar en exceso el lapón de la clínica. En cuanto a evocar, como invita la teoría lacaniana de la psicosis, una falla de la metáfora paterna, o la forcluslón del Nombre-del-padre en el Otro, a propósito de los textos en los que Artaud intenta indefinidamente procurarse un nombre, una genealogía, allí donde él retoma sin cesar la cuestión de su propio engendramiento (y aquí pienso en su famoso “yo soy mi padre, mi inadre, mi hijo y yo"), evocar todo ello en términos clinicos o teóri­ cos, es considerado algunas veces como un sacrilegio, y más gene­ ralmente como una grave reducción. La mirada clínica es siempre sospechosa de terminar en electroshock. En suma, puede sin duda admitirse que, en el caso de Artaud, la escritura está indisoluble­ mente ligada a la locura, pero a condición que ésta no sea, a fin de cuentas, más que una imagen, una metáfora, una figura. Para que Artaud pueda entrar en la literatura, para que sea reconocido como escritor, sería necesario, en suma, no tomar su locura al pie de la letra.

Hacerse tomar al pie de la letra Ahora bien, todo el problema de Artaud reside en que, desde el vamos, desde que aparece en la escena literaria, desde su corres­ pondencia con Jacques Riviére en 1924 (volveré sobre este punto), Artaud pretende ser tomado al pie de la letra, y esto en el marco de un discurso que no está evidentemente destinado a ello: el discurso literario. Después de todo, Artaud habría podido confiarse, una vez más, a un médico o a un analista, antes que al secretario de la NRF. La paradoja de su postura consiste en que él pretende servirse de la literatura para fines no literarios. Es en este punto donde yo por mi parte situaría la eventual locu­ ra de Artaud, aunque no fuera más que para intentar eludir un debate, que me parece tramposo, sobre la coherencia o la incohei encía de sus textos: se sabe que con un poco de buena voluntad (y algunos lectores de Artaud la tienen de sobra) siempre se encuen­

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tran coherencias, pero éstas no impiden que la psicosis exista. Todo lo contrario. A la inversa, quizá, de lo que ocurre con otros textos “límites", no se puede plantear la cuestión del carácter psicótico o poético de los textos de Artaud sin tener en cuenta su propia rela­ ción con el discurso o con la institución literaria. Su “locura” se en­ grana con dicha relación, y consiste, en verdad, en tomar la litera­ tura al pie de la letra, y hacer de ella un lugar en el cual él, Artaud, tuviera la posibilidad de hacerse oír en persona, vale decir de hacer oír la absoluta singularidad de su caso. Tal posición, tal relación con la literatura, supone un corolario “formal": la literatura o la poesía tendrán lugar para Artaud fuera de todo cuanto parece literario, fuera de todos los géneros literarios instituidos (la poesía, la novela, etc.). Ella lo conducirá más tarde hacia el teatro, pero comienza sobre todo por inducir una sustitu­ ción: es lo epistolar lo que pasa a ocupar, desde el vamos, el lugar de los textos propiamente literarios, y esta sustitución se repetirá en todos los períodos de la trayectoria de Artaud, cuyas “obras completas” están compuestas en gran medida por cartas (lo que re­ presenta, hasta donde yo sé, un caso totalmente excepcional en la historia editorial reciente). Para hacerse tomar al pie de la letra,* Artaud transfiere entonces el espacio literario en un espacio cuya estructura fundamental sería epistolar. Esto es, en todo caso, lo que está en juego de manera totalmente ejemplar en su célebre correspondencia de 1924 con Jacques Riviére, entonces secretario de la no menos célebre NRF.** Se sabe que el hecho es relativamente único. Riviére comienza por rechazar algunos poemas que Artaud le somete, y que todo el mundo coinci­ de, hoy en día, en considerar bastante mediocres. Luego, al cabo de un tiempo, le propone publicar la correspondencia que se entabla entre ellos a raíz de ese rechazo; correspondencia en el curso de la cual Artaud intenta justificar su intención de publicar textos que él sabe que no están logrados, y explicar su “caso” (que considera ab­ solutamente singular) a Riviére. Artaud, que aceptará inmediatamente la propuesta de Riviére co­ mo si no hubiese estado esperando otra cosa, ingresa a la literatura por un efecto de sustitución (cartas por poemas), y un efecto de compensación: la correspondencia con Riviére viene a reparar en

* Lettre en francés significa “carta” y “letra”. [N. de T.¡ ** Nouvelle Revue Frangaise. [N. de T.]

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lodos los sentidos del término una falta de destinatario y una difi­ cultad de expresión:* al brindarse un destinatario privilegiado, Artaud encuentra, al mismo tiempo, la forma de acabar con su difi­ cultad de expresión. El secretario de la NRF interviene allí donde la palabra poética no llega a cuajar (si se admite, con Riviére y el pro­ pio Artaud, que los poemas en cuestión tienen escaso valor estéti­ co), allí donde falta un lector ideal, que Artaud es incapaz de apre­ hender para destinarle una palabra, un lector que él no alcanza a Imaginar, ni a desear, y cuya ausencia condena su “obra" (según sus propios términos) a un desgaste perpetuo y centrífugo.

Un Otro garante de la verdad El episodio termina, pues, en un happy end, al menos si se considera que publicar lo que se escribe es una buena cosa. Por­ que, por lo demás, se funda en un extraño malentendido que no ha escapado a los comentaristas de esta correspondiencia.1 Desde el principio hasta el fin del intercambio epistolar, Riviére pretende conservar su lugar como responsable de una revista, el lugar de hombre de buen gusto, de esteta, acompañado a la vez, como co­ rresponde a quien representa a la NRF, de un lugar de confidente. Riviére ve en Artaud a un hombre promisorio, un tanto exaltado, pero pleno de energía, simpatiza con él y está incluso dispuesto a Identificarse con él, y hacia el fin de la correspondencia se aferrará a esa relación de identificación: “Usted dice ‘que un hombre no se posee más que por fugaces relampagueos, e incluso cuando se po­ see, nunca se alcanza del todo’ . Ese hombre es usted; pero puedo decirle que también soy yo” (8 de junio de 1924).2 “Yo soy como usted”: es precisamente lo que Artaud no podrá ad­ mitir, él que no cesa de insistir en su propia singularidad, descri­ biéndose ante Riviére como un “caso mental caracterizado” (29 de enero de 1924), una “verdadera anomalía psíquica” (ibíd.), y diciéndole, incluso, cuando ambos deciden iniciar la publicación de las cartas, lo siguiente: “es preciso que el lector crea en una enfermedad verdadera” (25 de mayo de 1924): fórmulas que los piadosos defenso­ res de la salud mental de Artaud pasan de largo, en general, con de­ masiada ligereza. Es preciso que el lector crea en una enfermedad * Adresse significa “destino" y “dirección” y, entre otros sentidos, “cuali­ dad física de una persona para hacer mejor los movimientos”. |N. de T.)

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singular, y para ello es preciso que Riviére comience por creer en ella. Riviére es convocado por Artaud no como un confidente, sino como un garante, un fiador de su palabra, o más exactamente, de sus escritos. Artaud, desde la primera carta, para justificar el hecho de que se dirija a él, de que continúe dirigiéndose a él, más allá del rechazo inicial de sus poemas, le dice, en particular, lo siguiente: “Se trata, para mí, nada menos que de saber si tengo o no el derecho de seguir pensando, en verso o en prosa" (5 de junio de 1923). Junto con la cuestión de la admisibilidad de sus poemas, Artaud se juega su existencia de sujeto, hablante y pensante: “reclamo con tanta insistencia e inquietud esta existencia, aunque abortada" (ibíd.). Lo que también quiere decir que, para él, Riviére debe bo­ rrarse en tanto que interlocutor, para ocupar el lugar del Otro, el cual puede situarse aquí, me parece, en el registro lacaniano de lo simbólico. Riviére debería ocupar para él el lugar de un Otro, ga­ rante de la verdad o de la credibilidad del discurso, que para Ar­ taud permanece como inaccesible impidiéndole al mismo tiempo existir, vaciando el lenguaje de la posibilidad de que una palabra advenga.

El Otro ladrón Inasible, el Otro se torna una fuerza de depropiación, despose­ yendo a Artaud de su pensamiento, de su palabra, allí donde estaba a punto de producirse. Despide a Artaud fuera del lenguaje, y es percibido como “un algo furtivo que me arrebata las palabras que yo he encontrado, que disminuye mi tensión mental, que paso a pa­ so destruye, en su sustancia, la masa de mi pensamiento, que me arrebata hasta la memoria de los giros por medio de los cuales se expresa uno” (29 de enero de 1924). Las palabras, los giros por los cuales uno se expresa están allí, o estaban allí justo antes de que Artaud se pusiera a hablar. De don­ de se desprende que el Otro ladrón es, al mismo tiempo, el lugar del significante, pero de un significante que permanece inaccesible por inactualizable, un significante que jamás se pondrá del lado de la significación. Artaud lo evoca una vez más, de un modo casi explíci­ to en esta otra carta: “una voluntad superior y maligna ataca el al­ ma como un vitriolo, ataca la masa palabra-e-imagen, ataca la ma­ sa del sentimiento, y me deja, a mí, jadeante, como en la puerta misma de la vida” (6 de junio de 1924).

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Ese motivo, el del Otro ladrón (analizado anteriormente por Jacques Derrida),3 está en el origen mismo de la correspondencia con Riviére, donde se enuncia por vez primera. Artaud procura poner a kiviére en situación de restituirle aquello que le falta, hacer de él esta suerte de punto o peso de alteridad que otorgaria su equilibrio, y su crédito, a su palabra. “Déme crédito": la demanda de Artaud, en varias ocasiones, es explícita. Que Riviére le dé crédito, y su pa­ labra será creíble para todos, incluso para él mismo.

Una práctica de la carta-letra abierta No es demasiado seguro que Riviére haya tenido plena concien­ cia de haber ocupado esta posición. En todo caso, es notable, sin duda, que en el momento en que Riviére propondrá a Artaud la pu­ blicación de la correspondencia entre ellos, el malentendido haya llegado al colmo. Riviére piensa, en efecto, que con miras a la publi­ cación, habría que hacer un pequeño esfuerzo de transposición (re­ emplazar sus nombres por seudónimos, retocar en lo que a él mis­ mo se refiere, una o dos respuestas). Artaud le responde a vuelta de correo, rechazando toda transposición, todo paso a la ficción: “Por qué mentir, por qué querer llevar al plano literario aquéllo que es el grito mismo de la vida, por qué dar apariencia de ficción a lo que está hecho de la sustancia imposible de desarraigar del alma [...] No me interesa firmar las cartas con mi nombre. Pero es absolutamen­ te necesario que el lector piense que tiene entre manos los elemen­ tos de una novela vivida” (25 de mayo de 1924). Las cartas de Artaud deben tomarse al pie de la letra, están escritas fuera de toda ficción, de toda figura, de toda metáfora. Constituyen el “grito de la vida”, la “sustancia del alma”, vale decir, cuanto existe de más auténtico en materia de palabra, cuanto exis­ te de más propio en materia de sentido. No dejan espacio alguno a un sentido figurado. Entre lo que dicen y lo que dan a entender, no hay el menor intervalo posible. Es, en cierto modo, el colmo de la autobiografía. En este sentido, las cartas de Artaud son emblemáticas de su voluntad de sustituir el espacio literario por un espacio de auten­ ticidad, donde el sujeto estaría presente por sí mismo, y no ya so­ metido a las leyes de la representación, un espacio en el que ya no estaría dividido. Esto es, en todo caso, lo que justifica la permanen­ cia de las cartas en su trayectoria: desde el principio, se propone

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desplazar al Otro, hacerlo salir de su reserva, arrancarle un crédito que permita al sujeto recobrarse, rescatar aquello que el Otro le ro­ ba con su silencio. Se observará, a este respecto, la ambigüedad del “vous" de rigor [usted-ustedes], que Artaud utiliza para exponer su caso a Riviére, como si en verdad fuera de él de quien esperara una restitución: “Restituid a mi espíritu la totalidad de sus fuerzas, la cohesión que le falta, la constancia de su tensión, la consistencia de su propia sustancia. (Y todo ello es, objetivamente, tan poco.) Y decidme si aquello que falta a mis poemas (antiguos) no les sería restituido de golpe” (29 de enero de 1924). Por eso mismo, es lógico y hasta absolutamente necesario que las cartas sean publicadas: la reacción inmediata de Artaud a la propuesta de Riviére no deja ninguna duda acerca de este punto. En su mente, las cartas sustituyen de entrada a sus poemas falli­ dos (él bien sabe que son fallidos), están hechas para ser publica­ das. Riviére no es el verdadero destinatario de ellas, sino a lo sumo un relevo, un rostro arrancado a un Otro invisible, que por una vez no podrá callar ni hacer como si nada sucediera. Ya no podrá, se­ creta, furtivamente, escamotear a Artaud su palabra, abrir sus car­ tas incluso antes de que él las envíe. J,as cartas de Artaud son, por naturaleza, públicas, abiertas. Son actos de protesta, una forma de hacer ruido, de no hacer el juego: no sólo en Irlanda habrá hecho escándalo en la vía pública (toda su obra se puede resumir, tal vez, en esto: escándalo en la vía pública). Es sin duda también en torno de esta práctica de la carta abier­ ta, de la carta de protesta o de provocación, que Artaud, un poco más adelante, frecuentará a los surrealistas, con los cuales rompe­ rá muy pronto a causa de su propio extremismo. Se sabe que para Bretón, Artaud es demasiado exaltado: toma las cosas demasiado a pecho, demasiado al pie de la letra, ¿y si fuera realmente a pasar al acto? ¿Y si saliera a la calle con un revólver y disparara al montón? Hacer del acto surrealista más simple un verdadero paso al acto, algo más que una metáfora, acabaría mal, y conduciría a Artaud, evidentemente, derecho a la internación. También en este punto, y como otros, Bretón está dispuesto a suscribir la locura, pero a con­ dición de que siga siendo solamente metafórica. Nada más desagra­ dable para él que los asilos, lugares que siempre, como si se tratara de una extraña cuestión de honor, se ha negado a frecuentar.

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Desaparición de la literatura Además, y sobre todo, las cartas de Riviére anuncian ya, si se las considera como cartas abiertas, las grandes cartas de Rodez, que escribirá veinte años después, con la única diferencia de que esta vez Artaud no hallará ningún Riviére al cual enganchar su discur­ so. Sin Riviére, Artaud se ahoga. Allí donde encontraba con éste una suerte de garante último de su posición subjetiva, ahora no hay más que cartas-río, escritas contra el Otro (todos los otros, to­ dos los representantes de una ley que aplasta a Artaud) para pro­ testar contra su disposición, contra los complots, los maleficios or­ ganizados para hacerlo callar y desaparecer. Se trata de denunciar a un Otro ladrón, y al mismo tiempo de rescatar de él aquello que debiera permitir al sujeto ser algo propio, algo singular. De allí la necesidad de un gesto de auto-engendramiento repetido sin cesar, las variaciones sobre la genealogía, sobre el nombre pro­ pio, sobre la sexualidad (o más exactamente sobre su refutación -es­ to es una cochinada-), y también la reivindicación de una lengua, que debería ser universal, que todo el mundo debería poder hablar sin otro (o sin Otro), y de la cual las famosas “glosolalias” serían al­ go así como los últimos vestigios; resabios de una pura inspiración, pero también, algunas veces, restos de una suerte de “libro total” que habría sido robado, asimismo, a Artaud: “Y es que yo tenía, des­ de bastantes años atrás, una idea de la consunción, del desgaste in­ terno de la lengua [...] Y en este sentido he escrito, en 1934, un libro entero, en una lengua que no era el francés, pero que podría leer to­ do el mundo, de cualquier nacionalidad que fuera. Este libro, des­ graciadamente, se ha perdido” (22 de setiembre de 1945).4 Sería necesario entrar en detalles acerca de todo esto. Se podría señalar, además, que durante todo el período de Rodez la protesta contra la literatura persiste e incluso se radicaliza. Para convencer­ se de ello bastará leer, por ejemplo, la primera carta a Parisot, re­ dactada a propósito de una eventual publicación del Viaje al país de los tarahumaras, último texto escrito por Artaud antes de su in­ ternación. “He recibido su carta (...) Le hablaba también de publi­ car el Viaje al país de los tarahumaras (...) Todo eso está muy bien pero, querido amigo, nosotros ya no estamos en lo mismo. En este momento, en la tierra y en París, hay algo más que la literatura, las ediciones, las revistas. Hay un viejo asunto del cual todo el mundo habla, se habla a sí mismo, pero del que nadie puede hablar públi­ camente en la vida ordinaria, por más que ocurre públicamente, en

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todo momento de la vida ordinaria [...] Este asunto se llama un asunto de maleficios” (17 de diciembre de 1945).5 Y un poco más adelante, en la misma carta: ‘Todo esto es mió personal, y a usted no le interesa: puedo percibirlo porque se leen, sí, las memorias de los poetas muertos, pero a los vivos nadie les enviaría siquiera una taza de café o un vaso de opio para reconfortarlos”. Escribo para que me tomen al pie de la letra, para que me den una taza de café, o de opio, o lo que sea, el derecho a la vida, a la palabra, y no para hacerme desear, para hacerme leer allí donde me borraría detrás de un rostro. La desaparición elocutoria del poeta no es el fruto de Artaud; por otra parte, ¿cómo desaparecer cuando toda aparición está, precisamente, condenada al fracaso? Entre él y sus corresponsales, el malentendido acerca de las virtudes de la li­ teratura es, pues, siempre el mismo, como lo atestigua una vez más este comienzo de carta a Paulhan, digno sucesor de Riviére: “Usted me ha pedido un libro, y yo aprovecho la circunstancia para escri­ birle una carta. No sé si será larga pues acabo de comenzarla, pero me interesa que sea publicada ya que la escribo como un poema de­ dicado a usted” (10 de setiembre de 1945).6 Se le pide un libro, una obra; él responde con una carta, pero una carta abierta que debe, imperiosamente, ser publicada, y que es su único poema. Hay algo más que la literatura, pero eso acaba por representar cuarenta volúmenes en la colección blanca de Gallimard, lo cual resulta honroso, de todos modos. Nada más litera­ rio, en la calle Sébastian Bottin, que esta voluntad obstinada de no querer ser literario. Nada más fascinante que esta desaparición de la literatura detrás de una “palabra” que toma al pie de la letra el espacio literario como lugar de engendramiento o de reconstitución del sujeto. “La literatura marcha hacia su desaparición” , pro­ clamaba Blanchot. Y Artaud, que rechaza la metáfora, o que fracasa en ella, acabará por convertirse en la metáfora por excelencia de tal desaparición, en su último emblema. Incansablemente, se reinventa un origen, una genealogía; incansablemente también, trafica su propio nombre, avanza hacia una lengua que sería, al fin, la suya, que no deberá a nadie, a ningún Otro. Y también incansablemente los editores lo publican, para dar una figura a ese momento en el que, según la expresión de Blanchot, “la inspiración es, ante todo, ese punto puro en que ella falta”,7 momento por excelencia de la “inacción” . La más mínima frase, el más mínimo borrador, el menor cuaderno de notas, constituyen una prueba más de que esa caren­ cia existe y allí se la encuentra.

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Una diferencia mínima y absoluta Artaud pasa a ser, de este modo, un monumento literario, por­ que todo lo que escribe es un testimonio de un malentendido fun­ damental acerca de los poderes del discurso literario. En una época que no se cansa de escudriñar el acto de escribir hasta sus oríge­ nes, nada más glorioso que esta suerte de error fundamental que hace que él crea en lo que no es más que literatura, ñcción; este error que confiere a los más antiguos deseos de la escritura un te­ rrible peso de realidad. “De las lenguas imperfectas, aunque son varias, falta la supre­ ma”8 decía Mallarmé, sin preocuparse demasiado ya que es esa ausencia de una lengua suprema lo que justifica la poesía, el verso, del que dice que “remunera la imperfección de las lenguas". En el lugar del verso remunerador, Artaud introduce las glosolalias, esbo­ zos de una lengua suprema que él acusa a un Otro de haberle roba­ do. En el lugar del libro total que un Mallarmé y otros nunca ha­ brán hecho otra cosa que hacer destellar, como un objeto necesa­ riamente perdido, como el último rostro del deseo mismo de escri­ bir, Artaud denuncia sin tregua al Otro por haberle robado tal libro. En el lugar de la nada que el verso deja entrever, como una sombra deseable, él quisiera que estuviese todo, se queja de que ya no haya todo. La diferencia con el discurso poético resulta, así, mínima (puesto que en los dos casos se trata, fundamentalmente, de desig­ nar una ausencia), pero al mismo tiempo absoluta: es aquella que hay entre un “hay algo que no puedo decir" (propia del discurso po­ ético, que funciona como reparación de esta imposibilidad de decir) y un “hay algo que se me impide decir” (propio de Artaud, que no podrá más que protestar contra este impedimento). De una fórmula a la otra, es el “yo” el que desaparece, como sujeto del enunciado, por supuesto, pero sin duda también como sujeto a secas, sujeto de una carencia, y por lo tanto de un deseo. Para que el Otro se tache conviene que lo imposible se ponga del lado del sujeto, que éste lo asuma. Sin lo cual, el Otro, tarde o tem­ prano, vuelve para hacerse tomar al pie de la letra, escándalo en la vida pública obliga...

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REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS 1. Véase especialmente M. Blanchót, le Livre á venir, Gallimard, “Idee", págs. 53-62; y J. Lenny, la Terreur et les signes, Gallimard, págs. 213-217. 2. "Correspondance avec Jacques Riviére”, l’Ombilic des Limbes, mard, “Poésie", 1968, págs. 19-47. 3. Cf. “La parola soufflée”, l'Écriture et la DiJJérence, Seuil, 1967, 253-292. 4. 5. 6. 7.

CEu.vres completes, IX, Gallimard, 1971, págs. 186-187. Ibíd., págs. 179-180. Oeuvres completes, XI, Gallimard, 1974, pág. 100. Ob. cit., pág. 61.

8. Oeuvres completes, Gallimard, “La Pléiade", 1945, pág. 363-364.

1959, 1982, Galli­ págs.

II POESIA, MISTICA





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¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? Verena Ehrich y Renate Bóschenstein

I\ ad ie ha podido determinar por qué, en algunos, las voces que perciben se transforman en voces de las Musas, en tanto que sólo son, en otros, voces privadas que los persiguen y los atormentan. Lejos estamos de querer arrogarnos la competencia de responder a este interrogante. Lo que hoy nos gustaría presentar aquí es una serie de observaciones que nos inspiraron dos textos emanados de un estado psicótico. De esos dos textos, sólo el de Hólderlin es con­ siderado, generalmente, como texto poético. Sin embargo Schreber mismo describe su experiencia primera, fundadora de toda su historia, como una “inspiración divina".1 "Dios puede ponerse en comunicación con humanos altamente do­ tados (poetas, etc.) a fin de concederles por su gracia pensamientos fructíferos e ideas sobre el más allá."2 Schreber lo describe como una conexión de los nervios, que se produce cuando los rayos, o nervios de Dios -y los de otras almas que ya están en el cielo- se entroncan con sus propios nervios, permitiendo así un influjo di­ recto de las voces en él. Una relación privilegiada, pero ambivalente, con Dios, un Dios del cual Schreber es el elegido y la víctima; revelaciones sobre el más allá; el fin del mundo; visiones cósmicas; epifanías de Dios: te­ mas semejantes deberían engendrar, se supone, una escritura ima­ ginativa, incluso poética. Pero la impresión que deja la lectura es ambigua, decepcionante. En este lenguaje hay algo penoso, difícil de soportar, algo que no respira y que, poco a poco, me corta la res­ piración. (Algo mucho menos evidente, por otro lado, en la versión francesa, que presenta un texto más terso, más elegantemente nor­ malizado.) ¿Qué es lo que impide que en las Memorias se perciba una cualidad poética -me refiero a esa cualidad poética, en el sentí-

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do lato, que debería caracterizar todo relato de una experiencia vivi­ da, individual? Lacan, en su Seminario, se ha interesado sobre todo en el fenó­ meno de las voces; pero esas voces, que Schreber cita minuciosa­ mente, no representan sino una minima parte del texto. Aquí, en cambio, se tratará del lenguaje mismo de Schreber; el cual, por cierto, no presenta las características del discurso psicótico enume­ radas por Eugénie Lemoine.

Impersonalidad Las Memorias hablan de las experiencias personales de Schreber desde que se halla en esta particular relación con Dios, pero lo ha­ cen de una manera curiosamente impersonal; ningún movimiento del texto trasunta las tribulaciones, los sufrimientos, los momentos de plenitud que él evoca. Cierto es que las Memorias fueron redac­ tadas con el propósito, entre otros, de obtener de parte del Tribunal el levantamiento de la tutela (como al fin ocurrió); pero en su mono­ tonía un tanto fría, el texto supera de lejos lo que de él podría re­ querirse a tal propósito. Veamos, a título de ejemplo, el relato de los hechos, en la época del comienzo de la enfermedad: Das Au/suchen des Bettes erfolgte natürlich nicht schon um 3 Uhr, sondern wurde (wohl einer geheimen Instruktion entsprechend, die meine Frau empJangen hatte) bis zur 9. Stunde verzógert. Unmittelbar vor dem Schlafengehen traten aber wieder bendenkliche Symptome hervor. Unglücklicherweise war auch das Bett infolge zu tangen Lüftens zu kalt, sodass mich sojort ein heftiger Schüttelfrost ergriff und ich das Schlafmittel schon in hochgradiger Erregung einnahm. Dasselbe verfehlte infolgedessen seine Wirkung Jast gánzlich, und meine Frau gab daher schon nach einer oder weniger Stunden das ais Reserve in Bereitschaft gehaltene Chloralhydrat nach. Die Nacht verliej trotzdem in der Hauptsache schlajlos [...] Am anderen Morgen lag bereits eine arge Nervenzerrüttung vor; das Blut war aus alien Extremitáten gewichen, meine Stimmung aufs Aeusserste verdüstert, und Projessor Flechsig, nach dem bereits am Jrühen Morgen geschickt wurde, hielt daher nunmehr die Unterbringung in derAnstalt fü r geboten.3 ¿Es éste el relato de un hombre que ha sufrido o el informe que hace el médico de un caso? Casi cada frase de la evolución está for­ mulada de manera tal que el yo [je] no aparece en la frase. Esto se

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advierte, sobre todo, en los siguientes giros: das Aufsuchen des Bettes erfolgte (expresión de un formalismo bizarro: das Bett aufsu­ chen = irse a la cama, por lo tanto, “el irse-a-la-cama tuvo lugar”), cine Newer zerrütung lag vor, die Unterbringung in der Anstalt war geboten. Tales giros están construidos según la fórmula “algo acon­ tece; se ha producido un hecho” ; en alemán, Funktionsverbgefüge; esta fórmula permite nombrar el hecho haciendo abstracción de las personas implicadas. Es, en alemán, característica del lenguaje de toda administración, y por consiguiente, también, del jurista que Schreber ha sido. Abunda en todo el texto de las Memorias, cobran­ do, algunas veces, formas grotescas. Pero ¿cómo interpretar esta elisión del sujeto? ¿Será acaso que expresa la pérdida del yo [m oi] del inicio de una enfermedad, la ausencia del sujeto en el texto psicótico de que habla Lacan?4 ¿O, por el contrario, una suerte de autoprotección, de defensa del yo [moi], vale decir de esa parte de Schreber que representa su normalidad y que no quiere, al escribir inás tarde, dejarse sumergir de nuevo por la invasión divina; la que Intenta dominar, limitar su delirio? Yo no puedo dilucidar la cues­ tión; no obstante, el parentesco, en este sentido, entre el lenguaje del psicótico y el del espíritu administrativo, da que pensar. Esto nos trae a la memoria la observación de Todorov, a propósito de la literatura del siglo XX, según la cual lo fantástico, definido como un orden otro, opuesto al de la realidad, parece desaparecer a medida que la realidad misma adquiere el carácter de lo fantástico.5 Por otra parte, esta impersonalidad tiene que ver con la ausencia de lo que yo llamaría el relieve subjetivo de un texto que pusiera en evidencia lo que en realidad importa. Aquí, cada detalle, de manera uniforme, es objeto de la misma atención. ¿Acaso necesitamos, en verdad, saber por qué la cama estaba demasiado fría, o a qué hora fue administrado tal medicamento que de todos modos no sirvió pa­ ra nada? Dibujar, decía Valéry, es el arte de omitir: pues bien, el lexto de Schreber carece, curiosamente, de imágenes capaces de grabarse en la memoria del lector. Pero aquí se plantea el mismo in­ terrogante que antes: la monótona atención concedida a cada ele­ mento, nociva para la poeticidad del texto, ¿proviene de la psicosis, de la objetividad del juez, o de ambas cosas? Al pasar a otro nivel del texto, volvemos a encontrar esta ambiva­ lencia. Por un lado, las relaciones de causalidad aparecen enfatiza­ das con exceso (infolge, entsprechend, sodass, in Folge dessen, Irotzdem, daher]; esto para decir: una cosa está ligada con la otra por una relación de necesidad; mis experiencias tienen una cohe­

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rencia, y no son el resultado del delirio. Y por otro lado encontra­ mos, entremezclada en la trama misma del discurso, toda una serie de adverbios de tiempo, (schon, unmittelbar vor, sofort, bereits, nunmehr), que expresan una suerte de impaciencia creciente. Pero ¿quién es el que espera, y qué es lo que espera? ¿Será acaso esa parte oculta del sujeto que quiere precipitarse en la enfermedad?

Afán de coherencia Otro procedimiento para evitar una implicación demasiado direc­ ta del sujeto con el acontecimiento narrado se aplica en otros pun­ tos cruciales de su historia, tales como la eviración-castración o el asesinato del alma. En vez de un relato de la experiencia vivida, en­ contramos, ante todo, una larga elaboración de las leyes que go­ biernan este suceso, y su lugar en el orden cósmico; y sólo enton­ ces Schreber aborda su propio caso. Se trata, por tanto, de estable­ cer ante todo el orden general, en el que la vivencia individual se inscribirá a continuación: estará ya comprendida, desarmada, por así decir -pero, precisamente, en lo referente a los dos elementos claves de su historia que constituyen su absoluta singularidad. De nuevo, pues, un movimiento de distanciamiento y de control, de la parte normal del yo /moij. Pero aquí, como antes, parece actuar una dialéctica. Este movimiento de defensa deviene la expresión misma del tema central del delirio. La voluntad de sistematizar implica que uno se eleva a la perspectiva del Todo, del Conjunto, del orden uni­ versal... ¿Y no equivale esto, acaso, a ser uno con Dios, a hacer cuerpo con él al compartir su perspectiva? “En todas estas cosas, el hombre debe procurar librarse de las mezquinas representaciones geocéntricas que acarrea en sus venas, y considerar las cosas desde el punto de vista sublime de la Eternidad.”6 Bajo esta mirada, que domina el todo desde lo alto, la realidad no puede sino empequeñe­ cerse; y es entonces cuando entra en escena el fin del mundo, cuando Leipzig es percibido como una bambalina; y en adelante los hombres que rodean a Schreber no serán más que engañifas. El es­ píritu sistematizador, así como el psicótico unido a Dios, van cami­ no de perder la relación con los hombres vivos y las cosas reales. El espíritu sistematizador se manifiesta asimismo en la rica or­ ganización sintáctica del texto. Uno cree sentir que Schreber casi experimenta placer al utilizar las relaciones lógicas del modo más abundante y más diferenciado, e, incluso, al marcar enfáticamente

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los puntos de articulación. Esto es, para él, una demostración de que no es su razón la que está enferma, como él afirma, sino sólo sus nervios.7 He aquí una frase, elegida al azar, que sugiere la maestría con que ordena sus temas; esta frase de quince líneas no es más que un eslabón de una cadena de razonamientos mucho más extensa. De ello transcribiré tan solo los puntos de articula­ ción, a fin de mostrar su estructura; y el resto de cada proposición será reemplazado por una simple letra. “Da rxun [...] a, obgleich [...] b, wobeifrüher /.../c, wábrend jetzt [...¡ d, so gelange ich zurAnnahme, dass [...] e, wie ich denn auch der Ueberzeugung bin, dass /.../ f, zur Zeit ais [...] g, wenn auch /.../ h” .8 Es magistral... ¿en demasía? Porque el centro mismo de lo que Schreber quiere transmitir al lec­ tor es inaccesible al razonamiento; ese despliegue de maestría lógi­ ca acaba por no ser más que un espejismo. Y como para combatir ese espejismo, Schreber razona tanto más, y con más fuerza y suti­ leza; el idioma alemán, que tiende naturalemente a la multiplica­ ción de las partículas lógicas, le permite toda una profusión de con­ junciones múltiples, por ejemplo: obgleich nun allerdings [...] so doch immerhin auch [...¡L o cual conduce a frases como la siguiente (a propósito de la actitud reprensible de Dios): Dazu war er aber, wenn auch nicht gerade unmittelbar gezwungen, so doch mindestens in Folge einer schwer widerstehlichen Versuchung veranlasst worden [...] A u f der anderen Seite aber wiederum ¡,..]9 (“Pero a pro­ pósito de esto, ha sido, si bien no en verdad directamente forzado, no obstante, al menos, a raíz de una tentación difícilmente resisti­ ble, llevado [...] Pero por otro lado, sin embargo...") Son muchas pa­ labras para poca sustancia. Por lo demás, Schreber es muy consciente de cuán extraña ha de parecer su verdad al lector; se esfuerza, por lo tanto, por diferenciar cuidadosamente si se trata de una realidad cierta o tan sólo de una visión o conjetura. A tal fin, despliega todo un metalenguaje me­ diante el cual su discurso enuncia su modalidad precisa: Ich glaube also demnach behaupten zu kónnen, dass. o behaupten zu müssen, dürfen, dass...10 Pero también aquí hay proliferación: Ic h inóchte uber doch nicht unterlassen hinzuzufügen, dass...11 (“He ad­ quirido la concepción, por otro lado, de que probablemente, en efec­ to, no faltándole todo fundamento...”) A fuerza de diferenciar, todo empieza a girar en el vacío. Schre­ ber reitera sus protestas contra el parloteo vacío de las voces: las voces, empero, entran en él para depositar su “veneno mortal” (Leichengift)12 en su propio discurso. Y es la sintaxis, instrumento de

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elección de este Schreber que controla la experiencia narrada, la que retoma la verborrea vacía de la enfermedad, verborrea que aho­ ga todo posible poder evocador de las demás palabras. Schreber nos explica la institución de los hombres-engañifas: he aquí que su escritura, de tal modo, tiende a reducir a semejante insustancialidad todo cuanto evoca. Sólo Kafka, creo yo, ha sabido hacer con la hipertrofia del anda­ miaje razonador un soporte esencial de su lenguaje poético; Kafka, que era jurista, e hijo de un padre aplastante, como Schreber, y cu­ yos dos héroes K, tienen también una fijación ambivalente e indiso­ luble con una instancia casi divina. Pero para Schreber todo está fundado en la fusión con Dios, en tanto que para Kafka, esa brecha infranqueable que separa a K del Tribunal, y a K del Castillo, es lo que engendra el texto. Me gustaría volver a la última frase citada para hacer una obser­ vación a propósito del ritmo: Ich habe die übrígens whol in der Tat nichtjedes Grundes entbehrende Anschauung gewonnen, das... Uno no puede llegar al final de la frase sin sentirse abrumado: el peso muerto de las palabras amontonadas nos corta el aliento y aplasta toda vibración de vida. Este fenómeno del ritmo -imposible de ver­ ter en la sintaxis francesa- es poderoso en las Memonas; y uno no puede sino preguntarse cuál sería la relación entre quien escribía frases semejantes y su propio cuerpo. Hay un momento emocionan­ te en el resto que nos muestra hasta qué punto la invasión incesan­ te de las voces puede parecerse a una forma de tortura. Una sola vez, en efecto, los rayos-voces, en lugar de interrumpir y contrade­ cir los pensamientos de Schreber, según su costumbre, se han puesto de acuerdo con ellos, de manera tal que son preferidos en verso, “y fue un alivio tal que al fin pude dormirme".13

Clichés Se impone aquí una observación a propósito de la Grundsprache, ese lenguaje de Dios y de las voces que Schreber describe como un tanto arcaico, vigoroso, de una noble simplicidad.14 Sin embargo, ante el lector no prevenido por este juicio, este lenguaje se presenta de muy diferente manera. Ante todo es preciso notar que Schreber cita, copiosamente, los ejemplos de su versión pervertida, el parlo­ teo de las voces, esas formas de hablar mil veces repetidas; pero nunca transcribe los enunciados que le han transmitido las revela-

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dones que relata. Y por lo demás, los términos y expresiones de la Grundsprache de los que explica el significado especial, Nervenanliang, Aufschreibesystem, Seelenauffassung, darstellen, zeichnen, flüchtig hingemachte Mánner, der Nichtdenkungsgedanke, fcind Aufnahme, etc.,15 no se diferencian ni por su material lexical ni por la forma de palabras compuestas de esa lengua abstracta y muy con­ vencional que escribe el propio Schreber; incluso los términos inju­ riosos que emplea son los más comunes, y un cierto formalismo ju ­ rídico caracteriza a algunas de las frases: Rücksichtlich der Strahlenverluste ist der Hóllenfürst (= Schreber) verantwortlich.16 La ima­ gen que da Schreber de la Grundsprache, tan diferente de los ejem­ plos que de ella cita, ¿será, entonces, más bien, un postulado, la expresión de la falta de una palabra vigorosa, plena, auténtica, que hubiera deseado recibir de su Dios? En las Memorias, no obstante, existen pasajes (muy poco nume­ rosos, es cierto) en los que se tiene la impresión de que una expe­ riencia intensa, revulsiva, confiere de pronto vida al texto, lo vuelve sugestivo, poético: Ich glaube sagen zu dürfen, dass ich damals und nur damals Gottes Allmacht in ihrer volsstandigen Reinheit gesehen habe (...) Wáhrend meines Gartenaufenthaltes sah ich den oberen Gott Ormuz, diesmal nicht mit meinem geistigen Auge, sondern mit meinem leiblichen Auge. Es war die Sonne; aber nicht die Sonne in ihrer gewóhnlichen, alien Menschen bekannten Erscheinung, sondern umjlossen von einem silbernen Strahlenmeer, das, wie ich schon in Anmerkung 19, Kap. 1 hervorgehoben habe, etwaden 6. bis 8. Teil des Himmels bedeckte. Y, por un afán de precisión, agrega: dass es auch nur der 10, oder 12. Teil des Himmels hátte sein Kónnen.17 Al comienzo, por fin, frases simples que otorgan fuerza y sugestividad a las palabras (Es war die Sonne...) Pero, de inmediato, Schreber cae en la cantidad, intentando protegerse por medio de las normas cien­ tíficas que le han sido impuestas; y de encerrar la experiencia en la disposición perfectamente ordenada -y anotada- de su relato. Cuan­ do habla del sol, recurre al lugar común: Jedenfalls (!) ein Anblick von überwáltigender Pracht und Grossartigkeit; giro que se presta para cualquier propósito administrativo.18 En cuanto al rol de los clichés en las Memorias, podría extraerse de ellos todo un Diccionario de lugares comunes. Pienso sobre todo en esos acoplamientos fijos de palabras que enumera Flaubert: “‘Colega’ siempre precedido por ‘Eminente’” . En el caso que nos ocupa, por ejemplo, Gewissheit precedido siempre de unumstósslich, Vermutung de haltlos, verlangen siempre acompañado de g e -

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bieterisch, etc. Incluso el hecho enorme de su eviración resulta ba­ nal cuando Schreber dice que, de ahora en más, quiere “inscribir la femineidad en su estandarte”.19 La absoluta previsibilidad de lo que habrá de seguir en el texto vuelve a instalar en él ese vacío de las palabras que ya no hablan más. Es mortalmente correcto; pero al mismo tiempo es conmovedor: volvemos a encontrar al Schreber de la Normalidad quien, ante la amenaza de la disolución, se protege con giros de convenciones para probar: Ich bin der Herr Senatsprásident Schreber!20 Y una vez más resulta asombroso comprobar hasta qué punto se queja Schreber de las formas de hablar estereo­ tipadas de las voces, sin percatarse de las suyas propias, que él sir­ ve al lector.

Ninguna metáfora Al comienzo del libro Schreber anuncia que, en vista de lo inédi­ to de su materia, “tendrá que expresarse muchas veces por medio de imágenes y comparaciones”,21 es decir, metafóricamente. Sin em­ bargo en el texto no hay metáforas, como no hay, por otra parte, rasgo alguno de ironia. Si consideramos la equivalencia, a menudo enfatizada, entre los rayos, las almas, las voces y finalmente los nervios que, materiales en sí mismos, son absorbidos en su cuerpo, creemos ver una suerte de achatamiento, en el que el nivel espiri­ tual o psíquico se rebaja hasta el nivel de la materialidad corporal. Y nos preguntamos si no serán los sufrimientos y mutilaciones fan­ tásticas de su cuerpo los que expresan, tal vez, lo que él no puede decir con palabras. ¿Acaso su deseo de ser un sujeto creativo no se expresaría, entre otras cosas, en la transformación corporal en mu­ jer, capaz de procrear? Hallar metáforas, simbolizar, para expresar mi vivencia, sería ser un sujeto en cuanto al lenguaje. Ese sujeto podría asimismo decir su sufrimiento o su goce, en lugar de encarnarlo. Ahora bien, el de­ recho al libre uso de sus nervios, dice Schreber, le ha sido arreba­ tado sólo a él; son las voces las que obligan a sus nervios a pronun­ ciar sus palabras.22 Schreber padece el lenguaje, la invasión ince­ sante de las voces, como soporta la fusión con Dios, de la misma manera en que había soportado la impronta aplastante de la socia­ lización metódica de su padre. Y esa relación fusional con el padre nunca ha podido ser cuestionada, pues de otro modo Schreber no volvería a encontrarla, ahora, proyectada, omnipotente, en el cielo.

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Y, por supuesto, la lengua de Schreber hijo es la lengua del pa­ dre tal como nosotros la conocemos por sus libros, caracterizada, también ella, por la actitud de una objetividad científica y razona­ dora, y por los clichés; en el escrito del hijo han proliferado tanto la sistematización como los clichés. La psicosis, aquí, no opera por lo tanto ninguna liberación de un Impulso creativo, al contrario; el delirio de Schreber revela la falta de vida concreta y espontánea, en su vivencia anterior. Para volver a nuestro punto de partida, yo diría que las M em o­ rias, si bien no son poéticas en el sentido aceptado, tampoco son un texto cualquiera, ni banal. Por el contrario: en esta escritura es la falta misma la que resulta expresiva: este texto tiene, también, un brillo pero es un brillo siniestro, mortal, de vacío; lo que Schreber sufre de parte de Dios, su texto parece transportarlo hacia el lector. V. E.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS Las citas en alemán las he tomado de la siguiente edición: Daniel Paul Schreber, Denkwürdigkeiten eines Nervenkranken, Syndikat Verlag, Frankfurt, 1985, ofreciendo una traducción muy literal cada vez que lo he juzgado necesario. En los casos en que la formulación es menos importante, me he servido de la traducción de Paul Duquenne y Nicole Seis, Mémoires d’un riévropathe, Seuil, París, 1975. 1. Denkwürdigkeiten..., pág. 22, Mémoires..., pág. 37. 2. Denkwürdigkeiten, pág. 14, Mémoires, pág. 27/49. 3. Denkwürdigkeiten, págs. 32-3, Mémoires, págs.48-49. 4. Jacques Lacan, le Séminaire, libro III, Les psychoses, París, Seuil, 1981, pág. 90. 5. Todorov, Introduction á la literature fantastique, París, 1970, págs. 181-182. 6. Denkwürdigkeiten, 41, Mémoires, 58. 7. Denkwürdigkeiten, 184, Mémoires, 219. 8. Denkwürdigkeiten, págs. 21-22. 9. Denkwürdigkeiten, pág. 46. 10. Denkwürdigkeiten, pág. 26. 11. Denkwürdigkeiten, pág. 101. 12. Denkwürdigkeiten, pág. 144. 13. Denkwürdigkeiten, pág. 97, Mémoires, págs. 121-122. 14. Denkwürdigkeiten, págs. 16, 117, Mémoires, págs. 28, 144 (en este úl­ timo caso, la traducción se toma demasiada libertad).

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15. Para las referencias, ver el léxico de la Grundsprache, Denkwürdigke ten, págs. 369 ss. 16. Denkwürdigkeiten, pág. 114. 17. Denkwürdigkeiten, págs. 96, 97-98. 18. Denkwürdigkeiten, pág. 98. 19. Denkwürdigkeiten, pág. 124. 20. Denkwürdigkeiten, pág. 345. 21. Denkwürdigkeiten, pág. 8, Mémoires, pág. 20. 22. Denkwürdigkeiten, pág. 37, Mémoires, págs. 53-54, y varias veces.

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Friedrich Holderlin In Lieblicher Bláue...

In Lieblicher Bláue blühet mit dem metallenen Dache der Kirchturm. Den innschwebet Geschrei der Schwalben, den umgibt die rührendste Bláue. Die Dim e gehet hoch darúber und já rbet das Blech, im Winde aber áben stille kráhet die Fahne. Wenn einer unter der Glocke dann herábgeht, je n e l'ivppen, cin stilles Leben ist es, weil, wenn abgesondert so sehr die Gestalt M, die Büdsamkeit herauskommt dann des Menschen. Die Fenster, daraus lile Glocken tónen, sind wie Tore an Schónheit. Námlich weil noch der Natur Mfich sind die Tore, haben diese die Áhnlichkeit von Báumen des Walds. Ilrinheit aber ist auch Schónheit. Innen aus Verschiedenem entsteht ein rmster G eist So sehr einfáltig aber die Bilder, so sehr heilig sind die, da/3 man wirklich oft Jürchtet, die zu beschreiben. Die Himmlischen aber, die imiiur gut sind, alies zumcR, wie Reiche, haben diese, Tugend und Freude. Der Mensch d a rj das nachahmen. Darf, wenn lauter Mühe das Leben, ein Mrnsch aufschauen und sagen: so will ich auch sein? Ja. So lange die Deundlichkeit noch am Herzen, die Reine, dauert, mis set nicht unglücklich iler Mensch sich mit der Gottheit Ist unbekannt Gott? Ist er offenbar wie der lllmmel? Dieses glaub ich eher. Des Menschen Maji ists. VoR Verdienst, doch tllchlerisch, wohnet der Mensch auf die ser Erde. Doch reiner ist nicht der ,‘li hatten der Nacht mit den Sternen, wenn ich so sagen kónnte, ais der Mensch, der heiJ3et ein Bild der Gottheit Gibt es a u f Erden ein Maji? Es gibt keines. Námlich es hemmen den Donnergang nie die Welten des Schápfers. Auch eine Blume ist schón, weil «le blühet unter der Sonríe. Es Jindet das Aug oft im Leben Wesen, die viel ■ilioner noch zu nennen wáren ais die Blumen. Oi ich weiji das wohli Denn ii bluten an Gestalt und Herz, und ganz nicht mehr zu sein, gefállt das (Jott? Die Seele aber, wie ich glaube, mu6 rein bleiben, sonst reich an das Máchtige a u f Fittigen der Adler mit lobendem Gesange und der Stimme so iIder Vógel. Es ist die Wesenheit, die Gestalt ists. Du schones Báchlein, du ■cheinest rührend, indem du rollest so klar, wie das Auge der Gottheit durch illa Milchstrajie. Ich kenne dich wohL aber Tránen quillen aus dem Auge. Ein lirlteres Leben sech ich in den Gestalten mich umblühen der Schópfung, weil li li es nicht unbillig vergleiche den einsamen Tauben a u f dem Kirchhof. Das bichen aber scheint mich zu grámen der Menschen, námlich ich hab ein llnrtz. M óch t ich ein K om et sein ? Ic h gla u b e. D enn sie h a b en die Urhnelligkeit der Vógel; sie blühen an Feuer, und sind wie K inder an Ilrinheit. GróJSeres zu wünschen, kann nicht des Menschen Natur sich vermessen. Der Tugend Heiterkeit verdient auch gelobt zu werden vom ernsten ltriste, der zwischen den drei Sáulen wehet des Gartens. Eine schóne ihmgfrau muji das Haupt umkránzen mit Myrtenblumen, weil sie einfach ist llirrm Wesen nach und ihrem Gefüht Myrten aber gibt es in Griechenland. Wenn einer in den Spiegel siehet, ein Mann, und siehet darin sein Bild,

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iufe abgemalt; es gleicht dem Manne. Augen hat des Menschen Büd, hinge gen U cht der Mond. Der Kónig Oedipus hat eln Auge zuviel vielleicht. Diesi Leiden dieses Manaes, sie scheinen unbeschreiblich, unaussprechlidt. unausdrücklich. Wenn das Schauspiel ein solches darstellt, kommts daher, Wie ist mirs aber, gedenk ich deinerjetz? Wie Bache reifit das Ende von el was m ich dahin, welches sich wie A sien ausdehnet. N atürlich diesen Leiden, das hat Oedipus. Natürlich ists darum. Hat auch Herkules gelitterx'i' Wohl. Die Dioskuren in ihrer Freundschaft, haben die nicht Leiden auch ge tragen? Námlich wie Herkules mit Gott zu streiten, das ist Leiden. Und die Unsterblichkeit im Neide dieses Lebens, diese zu teilen, ist ein Leiden auch Doch das ist auch ein Leiden, wenn mit Som merjlecken ist bedeckt ein Mensch, mit manchen Flecken ganz überdeckt zu seinl Das tut die schóne Sonríe: námlich die ziehet alies auf. Die Jünglinge Jührt die Bahn sie mil Reizen ihrer Strahlen wie mit Rosen. Die Leiden scheinen so, die Oedipun getragen, ais wie ein armer Mann klagt, dajS ihm etwas fehle. Sohn Laios, arm er Fremdling in Griechenland! Leben ist Tod, und Tod ist auch eln Leben.

Friedrich Holderlin En azul adorable... En azul adorable florece el techo de metal del campanario. Gritos de golondrinas, planeando, lo circundan y el más conmovedor de los azules en torno se despliega. El sol se eleva, irisando la techumbre y allá arriba, en el viento, silenciosa la veleta canta. Cuando alguien bajo la campana, descienda los peldaños el silencio será una vida; pues cuando una figura a tal punto se destaca, deviene, al instante, humana. Las ventanas, donde las campanas resuenan, son puertas de belleza. Sí, porque son naturaleza, a imagen y semejanza de los árboles del bosque. Mas la pureza también ella es belleza. Desde el origen, desde dentro, nace un espíritu severo. Tan simples son las imágenes, en verdad, tan santas que a menudo tememos aquí, abajo, describirlas. Pero los ángeles magnánimos, todos ellos, como ricos poseen tal virtud, tal alegría. En ello puede el hombre imitarlos.

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Un hombre, cuando la vida no es sino fatiga, ¿puede volver los ojos a lo alto, y decir: así lambién querría ser yo? Si. En tanto perdure, en su corazón la benevolencia, siempre prístina, el hombre podrá, con el Divino, medirse no sin ventura. ¿Es Dios desconocido? ¿Es acaso, como el cielo, evidente? Yo, más bien lo creería. Tal es la medida del hombre. Rico en méritos, pero poéticamente siempre, sobre la tierra habita el hombre. La sombra de la noche, con las estrellas, no es más pura, si a decirlo me atrevo, que el hombre, a quien ha de llamarse una imagen de Dios. ¿Es él, sobre la tierra, una medida? No es ninguna. Nadie en el mundo del Creador ha suspendido jamás el curso del trueno. Ella misma, una flor, es hermosa, porque florece bajo el sol. A menudo, el ojo encuentra, en esta vida, criaturas que serían aún más bellas de nombrar que las flores. ¡Oh, qué bien lo sél Porque del sangrar de su cuerpo, y del corazón mismo, de no ser ya entero, ¿obtiene Dios placer? Pero debe el alma permanecer, según creo, pura; o bien a los poderosos se acercará el águila, con la alabanza de su canto y la voz de tantos pájaros. Es la esencia, es la forma del ser. Helio arroyuelo, conmovedor, tú brotas y fluyes, claro como el ojo de la Divinidad, por la Vía Láctea. ¡Qué bien te conozcol Las lágrimas, sin embargo rezuman del ojo. Una vida feliz, yo la veo florecer en las formas mismas de la creación que me rodea, pues din equivocarme la comparo it palomas solas entre las tumbas. La risa de los hombres, se diría, me aflige pese a todo pues tengo un corazón. ¿Quisiera yo ser cometa? Ya lo creo. Porque son raudos como un pájaro, florecen en fuego y son en su pureza semejantes al niño. Desear un bien mayor, lu naturaleza del hombre no puede pretenderlo. El Júbilo de tal moderación también merece ser loado por el Espíritu severo, que desde el jardín

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sopla entre las tres columnas. Una hermosa doncella deberá coronar su frente de flores de mirto, porque ella es simple por esencia, y de sentimientos. Pero los mirtos están en Grecia. Que alguien mire en el espejo, un hombre que vea en él su imagen, como pintada, y ella se le parecerá. La imagen del hombre tiene ojos, pero la Luna, en cambio, tiene luz. El rey Edipo tiene un ojo de más, tal vez. Esos dolores, y de un hombre semejante, parecen indescriptibles, inexpresables, indecibles. La tragedia ha podido producir algo semejante, y de pronto, héla ahí. Pero ahora ¿qué será de mí, que en ti pienso? Como arroyuelos me arrastra el fin de alguna cosa, allá, que se despliega como el Asia. Este dolor, naturalmente, lo conoce Edipo. Por eso, sí, naturalmente. ¿Ha sufrido Hércules, también? Sin duda. ¿Los Dióscuros, en su amistad, no han soportado acaso, un dolor? Sí, luchar, como Hércules, con Dios. He ahí un dolor. Pero ser de aquello que no muere, y que la vida cela, es también un dolor. Dolor también, no obstante, cuando en tiempo de estío un hombre se cubre de pecas|Estar, de la cabeza a los pies, cubierto de tantas manchas! Tal es el trabajo del sol bello; pues él llama a toda cosa a su fin. Jóvenes; él ilumina la senda de los vivos con el encanto de sus rayos, como con rosas. Tales dolores, parece, Edipo los ha soportado, los de un hombre, pobre, que de algo se lamenta. ¡Hijo de Layo, pobre extranjero en Grecia! ¡Vivir es una muerte, y la muerte también es una vida! (Traducido de la versión francesa de André du Bouche!)

En principio, cierto pudor nos inhibe de comparar estos versos conmovedores con los escarceos de Schreber. No obstante ello, creo poder demostrar que, en un plano fundamental, es legítimo plan tear la cuestión de la naturaleza poética de estos dos textos, y de su relación con un estado psicótico de sus autores. Por un lado, esto» textos constituyen casos extremos y absolutamente divergentes del discurso literario. Pero, por otro lado, nos sorprenden porque tic nen puntos en común.

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“Una lucha o una confrontación con la divinidad o el destino” ' seguía preocupando a Hólderlin incluso veinte años después de su derrumbe. Tal es al menos el testimonio de Weiblinger, ese joven poeta que frecuentaba a Hólderlin y a quien debemos este texto. Es cierto que el combate con la divinidad librado por Schreber consti­ tuye una irrupción inaudita en un universo convencional, en tanto que Hólderlin se sabía, desde su juventud, en lucha con la divini­ dad, y estaba en condiciones de dar cuenta de ella de manera ple­ namente consciente aún antes de su enfermedad. Schreber desa­ rrolla su sistema religioso bajo la forma de un fantasma, mientras que Hólderlin no construye un mundo de delirio sino que sufre por no poder dominar sus ideas. Curiosamente, Schreber comparte con Hólderlin no sólo el re­ curso a divinidades míticas, sino también a motivos centrales: la importancia del ojo, los rayos, el sol divinizado. Esto no es lo previ­ sible. Poco tiempo después de las Memorias de Schreber, Alfred Kubin, el dibujante, compuso a raíz de una crisis relacionada con la muerte de su padre, una novela titulada L ’Autre cote,2 que repre­ senta igualmente el dominio de un dios ambivalente pero con otros acentos: los tintes son oscuros, y la modernidad se opone, en ella, a la decadencia. En cambio, Hólderlin y Schreber participan, ambos, de la misma tradición teológica y poética. Así, el estudio de la dife­ rencia en su transformación de motivos, rasgo que tienen en co­ mún, permite vislumbrar aquello que, más que “presencia o ausen­ cia” de un potencial poético, yo preferiría llamar “eclosión insufi­ ciente o perfecta” de ese potencial. Me gustada poner de relieve tres puntos esenciales: la génesis del estado psicótico, la génesis del texto, y las figuraciones metafóricas.

Uno metaforiza, el otro no En su poema, Hólderlin introduce dos figuras de identificación: Edipo y Hércules. El fundamento de esta identificación es una rela­ ción perturbada con el símbolo del padre. Si esta última, en el caso de Schreber, aparece deformada por la omnipresencia de un padre molesto, la estructura psíquica de Hólderlin, en cambio, está domi­ nada por la interminable búsqueda del padre. Jean Laplanche da de esta situación una imagen matizada.3 Yo adoptaré sin embargo un punto de vista distinto del suyo, prefiriendo hablar de un símbo­ lo del padre imperfecto, y no de un padre ausente.* En un poema

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de juventud Hólderlin agradece al semidiós que lo ha alentado a buscar la inmortalidad, a él, que carece de padre.5 Hércules no es para él una sustitución del padre, sino el ejemplo de lo que puede alcanzar aquel que durante toda su vida ha debido soportar un combate contra un padre que se ha apartado de él. Edipo, por el contrario, es aquel a quien su padre ha rechazado. En él, el destino de aquel que no tiene a quien recurrir salvo a sí mismo, ha suscita­ do un exceso, no de fuerza activa, sino de reflexión: el célebre “ojo de más". Y es precisamente este tema del ojo el que nos hace ver una diferencia capital en la relación con el padre, diferencia que es determinante para la naturaleza poética del texto, porque influye directamente sobre el lenguaje. Hemos constatado que la lengua de Schreber se había impregna­ do de las abstracciones y los clichés de la lengua del padre. “Ver con un ojo espiritual” es una locución favorita de Schreber padre. Este había redactado una obra sobre el “milagro de la composición del organismo humano”, mostrando que el hombre “representa, en­ tre las criaturas terrestres, la transición del mundo visible al mun­ do invisible*' (metáfora que bien pudo ser interpretada literalmente por su hijo). En esta obra, escribe: “Así queremos levantar el telón y contemplar, con la ayuda de los ojos de nuestro cuerpo, el teatro augusto de nuestro propio ser pero recurriendo, al mismo tiempo, a nuestro ojo espiritual”.6 El hijo retoma esta locución interpretándo­ la como la sustitución de un término apto para describir su percep­ ción independiente de los sentidos.7 Por analogia, la forma de per­ cepción del dios de Schreber, que es “casi” idéntico a los astros, es considerada como una forma particular de la visión: según Schre­ ber, el sol y la luz de los astros pueden ser comprendidos “en senti­ do figurado" como el ojo de Dios.8 Pero esto no significa que haya que ver una oposición entre una evocación poética inmediata en Hólderlin, y una reflexividad no po­ ética en Schreber. Ciertamente, Hólderlin habla sin otro del “ojo de Dios" pero sólo bajo la forma de una comparación: el arroyuelo flu­ ye, “claro como el ojo/de la Divinidad, por la Vía Láctea”.8 El poema de Hólderlin contiene asimismo reflexiones. “Que alguien mire en el espejo, un hombre/que vea en él su imagen, como pintada, y ella/se le parecerá. La imagen del hombre tiene ojos, pero la Luna, en cambio, tiene luz.” 10 Volveré sobre el significado de la diferencia presentada de este modo.

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Uno se identifica, el otro fusiona Ante todo, un indicio característico de la reflexión abstracta de Hólderlin en este poema: hace pensar en un texto de niño. Ese es­ tado de inocencia -que de ninguna manera habrá de interpretarse como reducción enfermiza- no aparece sino en el curso de la evolu­ ción de la lengua de Hólderlin. Porque también él estaba amenaza­ do por el peligro al que Schreber sucumbió: el de fijarse a un len­ guaje paterno. En su caso fue, primero, la lengua sentenciosa del padre sustituto, Schiller; y luego la de los filósofos idealistas. La mirada inocente, interrogativa, libre de preconceptos, Hólderlin sólo la adquiere a partir de los grandes himnos, y ella se intensifica por el aislamiento de la enfermedad. Por otro lado, la tentación de crear formulaciones forzadas y artificiales, que era característica ya de sus escritos teóricos, continúa manifestándose durante la enferme­ dad. En Hólderlin, ésta conduce igualmente a la creación de una “lengua fundamental” con “palabras compuestas por elementos in­ sólitos”, tal como Behauptenheit (31). Lo cual no es tan distinto de lo que vemos en Schreber cuando declara que ha “logrado algunas victorias no desdeñables sobre la divinidad” . El texto poético, también él, contiene cuestiones que buscan ansiosamente un apoyo en el sentido común: “Por eso, sí, naturalmente” (84). Pero la diferencia entre Schreber y Hólderlin no reside tan sólo en las proporciones que cobra la reflexividad, sino en la sencillez con que es formulada. Esta sencillez original resulta de la ausencia de fusión con la divinidad paterna. Hólderlin se ha­ lla al resguardo de los “rayos agudos” gracias a las figuras protecto­ ras míticas de identificación. Por la evocación de su sufrimiento, el problema del padre es integrado al texto, en vez de gobernarlo en secreto. Hay allí sin duda un elemento de naturaleza poética. Con­ verge, así, hacia la especificidad de la génesis del texto. Hólderlin escribe, también él, a partir de un recuerdo. Pero éste se transfor­ ma en presente gracias al acto de escritura. “Pero/ahora ¿qué será de mí, que en ti pienso?/Como arroyuelos me arrastra el fin de al­ guna cosa, allá,/que se despliega como el Asia (80)". Al escribir, Hólderlin revive sus infinitos sufrimientos, y ese sufrimiento confie­ re a su lengua su intensidad. Al resucitar el destino de Edipo, pone en evidencia la abolición del muro protector entre el sentido propio y el sentido figurado. El lexto de Hólderlin se refiere a las manchas que cubrían a Edipo co­ mo indicio de esa falta suya que acarreó la peste a Tebas. Schreber

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cree sufrir en su cuerpo el tormento de bubones pestíferos. El he­ cho de haber sufrido tanto en su cuerpo ¿estará ligado a su capaci­ dad disminuida de simbolización verbal, o a su temor de usarla? Uno de los pasajes donde la evocación poética de su visión del mundo está mejor lograda, es la ya mencionada descripción del dios del Sol. Se halla en ella, ciertamente, una de las fuentes de toda poesía: la experiencia intensa de un fenómeno. Pero Schreber malo­ gra la transferencia a una imagen verbal, al transponer el milagro de la unidad de Dios con el astro en su extensión cuantitativa y no, como Hólderlin, en la multivalencia del lenguaje. “Tal/es el trabajo del sol bello; pues/él llama a toda cosa a su ñn. Jóvenes: él ilumina la senda de los vivos/con el encanto de sus rayos, como con rosas (93)." Ese dios del sol es asimismo ambivalente. Es también él quien ha arrastrado a Edipo a cometer su falta con la ayuda de su oráculo, imponiéndole luego una expiación. Simultáneamente, le ha inscrito las manchas al quemarlo con sus rayos. Comprender la unión de un sentido propio y un sentido figurado, de manera literal, no simbólica, constituía desde mucho tiempo atrás una tendencia propia de Hólderlin. Ya en un poema de juven­ tud confunde voluntariamente la hoja del árbol con la del libro.11 En su comentario sobre la Antígona de Sófocles hace coincidir Geschick en el sentido de “virtuosidad” con Geschick en el sentido de “desti­ no”. Estas coincidencias se vuelven peligrosas cuando actúan direc­ tamente sobre la vida. Pero Hólderlin conoce siempre el movimiento complementario que pone la coincidencia en tela de juicio. A este respecto, el ejemplo más rico es el pasaje sobre la mirada que se re­ fleja (73). La reflexión constituye el tema principal de este poema. Este tema se presenta bajo la forma de una reflexión, y se concreta a la vez como reflexión del hombre en un espejo. Ahora bien, lo que se percibe a partir de esta identificación del reflejo con su imagen, es, precisamente, la diferencia. El hombre percibe en el espejo su propia imagen y no la de Dios, como parecía esperar: “El hombre, a quien ha de llamarse una imagen de Dios” (36). Esta imagen le muestra ojos, no luz como la luna. No hay, por tanto, coincidencia entre visión humana y visión divina, hombre y cosmos, sujeto y ob­ jeto, como él lo deseaba; él, que quería ser un cometa (62). Este momento de suspensión en el umbral de la fusión confiere al texto su alto valor poético. Asimismo la frase “Dolor también, no obstante...” (91) indica a la vez coincidencia y delimitación. Lo mis­ mo puede decirse de la expresión frecuente “semejar, parecer”: “Ta­ les dolores, parece, Edipo los ha soportado,/los de un hombre, po-

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bre, que de algo se lamenta” (92). Fehlen, el verbo del texto original, tiene tres sentidos diferentes: “él se queja de algo”, “le falta algo”, “hay algo que no logra”. Hólderlin es un pobre hombre en comparación con el rey Edipo, marcado por un destino trágico; comparte su mismo destino y sin embargo se diferencia de él. Schreber es, en el plano poético, un pobre hombre, comparado con Hólderlin. Los dos carecen de una relación con el padre que les hubiera permitido mantenerse en la vida, pero Schreber está, además, desprovisto de la facultad de tra­ ducir esta situación en símbolos verbales. No obstante, no se trata aquí de un salto cualitativo sino de un distanciamiento gradual. Que las experiencias intensas y aterradoras de un dios que se apro­ xima de manera amenazante impulsan al jurista convencional que era Schreber a tentar la búsqueda de un lenguaje poético, prueba que la matriz de este lenguaje pertenece a todos los hombres. Cuando esta posibilidad es sofocada por la lengua del padre aplas­ tante, no se trata sino de la hipérbole del sofocamiento de esta mis­ ma posibilidad en el niño “normal”. Freud relata el caso ficticio de un hombre que anuncia a los agentes de un puesto de policía: “He sido robado por la soledad y la oscuridad que me han despojado de mi reloj y mi cartera”. Y agre­ ga: “Aunque al expresarme así no he dicho nada inexacto, he corri­ do el riesgo de que se me considere una persona trastornada”. Sin quererlo, el hombre designa de este modo los rasgos comunes entre la lengua psicótica y la lengua poética, en relación con el discurso convencional. El miedo a la policía interna y externa ha hecho del texto de Schreber el texto de un pobre hombre. Hólderlin ha sido conducido por su enfermedad fuera de los límites protectores den­ tro de los cuales quería asegurarse, hacia una apertura radical y peligrosa en la que su lengua recuperó la pureza de los niños y la de los cometas. R. B.

NOTAS 1. ... ein Kampf und ein Anringen gegen die Gottheit oder das Schicksal..., Grosse Stuttgarter Ausgabe, VII/3, pág. 73. 2. Die andere Seite, 1909. 3. Hóldedin et la Question du pére, París, 1969. 4. Cf. mi crítica de este libro en Hólderlin Jahrbuch, 21, 1978/79, págs. 335-348.

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5. An Herkules, Grosse Stuttgarter Ausgabe 1/1, págs. 199 ss. 6. Anthropos, Leipzig, 1859, pág. 5. So wollen wir den Vorhang aufziehen und hineinschauen mit unserem leiblichen Auge in das erhabene Schauwerk unseres eigenen Wesens, aber auch dabei unser eigenes Auge gebrauchen... 7. Denkwürdígkeiten, pág. 88. 8. Denkwürdígkeiten, pág. 13. 9. Testimonio de Christoph Schwab, Sámliche Werke, vol. 6, Berlín, edi­ ción de L. V. Pigenot y F. Seebass, 1923, pág. 444. 10. Die Musse, Grosse Stuttgarter Ausgabe, 1/1, pág. 237. 11. Anmerkungen zur Antigone, Grosse Stuttgarter Ausgabe, vol. V, pág. 270.

MAS VALE NO HABER NACIDO NUNCA Frangois Ansermet “La personalidad del hombre es su demonio". Heráclito

H/l señor Valdemar soy yo”, declara un paciente en un momento particular de su cura. Reconoce en el relato de Poe14 la imagen de su fantasma. ¿Cómo interpretar esta curiosa impresión de encuen­ tro consigo mismo en la lectura de un texto? ¿Y qué decir del clíni­ co que, por su parte, se enfrenta con el problema de su paciente, con resonancias a veces fulgurantes, a través de un texto literario? Más allá de un juego de identificación, una fuerza de interpretación parece habitar la obra. En su busca, un lector encuentra un texto que no sólo lo interpela, sino que llega incluso a interpretar su pre­ gunta, como el actor cuando presta su voz y su cuerpo para recoger el desafío de la obra. ¿Podría acaso el texto llegar a cumplir la fun­ ción de interpretación, en el sentido psicoanalitico del término? El episodio del extraño relato de Poe en relación con la cura de este paciente, lejos de toda preocupación sobre el psicoanálisis aplicado, me parece que abre la pregunta del texto como intérprete. El paciente acude al análisis por una exigencia de autenticidad. No se siente vivir. Permanece en suspenso, fuera del tiempo, fuera ilc las cosas en que todos los demás lo creen involucrado. Viviéndo­ lo- de manera abstracta, no está en sus opciones, como si no habiIora en sí mismo. Siempre disponible a la demanda del otro, no hace más que ceili-r. Una cosa es segura: no sabe dónde está su deseo. Y durante Imgo tiempo hablará de sí como de un objeto, definiendo su atollailnro de un modo cada vez más ceñido. Médico de sí mismo, no lle­ ga, sin embargo, a la más mínima asunción subjetiva. l odo acto le resulta imposible. Puede ver, comprender, pero toda pimibilidad de afirmar, de hacer, de concluir, parece estarle vedada, i.n su historia, reemplaza a un hermano muerto y crece adap­

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tándose a la ansiedad de los padres, que temen que ese desenlace fatal pueda repetirse. La historia suspendida, oculta, secreta, nega­ da desde su origen siempre le ha impedido creer en lo que él produ­ cía. Desinsertado de toda filiación, desde antes de su nacimiento, por una loca conjuración paterna, suerte de desafio a la ley, intenta un camino en un tiempo congelado, inmemorial. Historia blanca, sin relato: él no puede ocupar un lugar en ella. Desconectado desde el origen, vive en el rechazo de toda posibilidad última. Las cosas son indecidibles, sin final, sin duelo: fuera del tiempo, él no cree en la eventualidad de la muerte. No puede separarse, cortar, romper, elegir. Espera y conserva to­ do, como si esos restos bastaran para testimoniar su existencia. Pe­ ro va a descubrir que no se puede esperar otra cosa que la muerte. Y este impasse obsesivo -ser o no ser- constituirá el meollo de su análisis. Como lo demuestra Freud en “El hombre de las ratas”4 el obsesi­ vo tiene necesidad de la muerte para resolver su conflicto. Esto es, justamente, lo que parece imposible para este paciente. En su uni­ verso cerrado, cercado, organizado, todo está dado y nada puede ponerse enjuego. Él no puede moverse. No es del exterior que viene la amenaza. En su fantasma, lleva con­ sigo el cadáver, el niño muerto, un doble sin vida, que él tiene la mi­ sión de conservar. No puede moverse por temor a que ese cuerpo que lleva se licúe. Embarazado de un cadáver, todo acto le es imposible. Responsable de ese muerto, debe protegerlo del tiempo y de la putrefacción. Es ese fantasma de un muerto en él lo que le será revelado por el texto de Poe sobre el cuerpo de Valdemar, ni vivo ni muerto, pero mantenido en suspenso bajo hipnosis.

De la vida a la muerte Freud ha demostrado la tendencia casi sistemática del vivo a de­ jar de lado la muerte, a eliminarla de la vida.5 “Se piensa en esto como en la muerte”, dice el proverbio, para indicar por desplaza­ miento que una cosa es negada, silenciada. ¿Será irrepresentable, acaso, nuestra propia muerte? Lacan, en su conferencia de Lovaina, nos recuerda que, en última instancia, no se cree en la muerte. La muerte es una cuestión de creencia. También Freud había declarado: “Nadie, en el fondo, cree

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en su propia muerte”.5 Éste es, asimismo, el hecho del proceso pri­ mario: en su inconsciente, cada uno de nosotros está persuadido de su inmortalidad. El inconsciente no cree en la muerte, lo cual con (luce generalmente al sujeto a vivir su vida como si fuera Inmortal. Además ¿quién puede decir “yo estoy muerto"? Nadie. Por el con trario, el “me muero” es accesible. Es el sustrato mismo de la vida, definido por Freud como un desvío en el camino que conduce a la muerte: “El fin de toda vida es la muerte y, remontándose hacia atrás, lo no viviente existía antes que lo viviente”.6 La muerte es, fundamentalmente, trasponer un límite. Para el sujeto, la muerte parece venir sólo de fuera. Nada puede decir de ella, no puede hacer otra cosa que esperarla. Por el contrario, el “morir” está siempre presente. Infinito, excluye todo término, todo fin.1 Inminencia incesante, es por ese riesgo que la vida hace su prueba y continúa. Esta frontera, este punto límite entre el “morir” y la muerte, es lo que explora el texto de Edgar Poe.14 En su habitación, un hombre va a ser magnetizado in articulo mortis para ver qué sucede. Veinti­ cuatro horas antes de su muerte, día previsto por la Facultad, el señor Valdemar es hipnotizado. El tiempo está en suspenso. El su­ jeto es mantenido en un estado de catalepsia magnética extraordi­ nariamente perfecta, lo que hace que el señor Valdemar no sienta ya ningún dolor. Duerme bajo el efecto del magnetismo y responde cuando se lo interroga: “Yo duermo, yo muero”. Sus días se extinguen en el momento previsto, como velas apaga­ das de un soplo, dando paso a la máscara de la muerte. Pero sin embargo el señor Valdemar sigue hablando: “De sus mandíbulas distendidas e inmóviles brota una voz de sonido áspero, desgarra­ do, cavernoso, una voz tal que intentar describirla sería locura”. Y Poe agrega: “El horror total no es definible por la razón, ya que se­ mejante sonido jamás ha aullado al oído de la humanidad”. Cuando el magnetizador le pregunta si todavía duerme, el señor Valdemar responde: “No, he dormido, y ahora, ahora estoy muerto". Finalmente, por pasos inversos, el magnetizador, señalando el fi­ nal de la experiencia, decide despertarlo. La vida resurge sobre las mejillas del señor Valdemar. El regresa a ese momento, justo antes de la muerte, que parece haber sido conservado más allá del efecto magnético. Punto último, preciso, insoportable, del momento de morir. Y la horrible voz grita: “Pronto, pronto, hacedme dormir o bien despertadme, pronto, os digo que estoy muerto". El despertar magnético continúa bajo los gritos del desdichado,

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hasta que súbitamente, de golpe, el Sr. Valdemar se convierte en nada más que en una licuefacción repugnante. En el lapso de me­ nos de un minuto, todo desaparece. El cuerpo se desmenuza y se pudre. Sobre la cama no yace más que una masa de líquido nau­ seabundo, una abominable putrefacción. Por la suspensión magnética, el paso del “yo muero" a la muerte ha aparecido en su desnudez, develando, de golpe, en esta transi­ ción pura y brutal, el cadáver que oculta la vida, rostro imposible de mirar, en el trasfondo de todo destino humano.11

La muerte en la vida La muerte, para el obsesivo, parece estar considerada como un imposible. También podría demostrarse cómo, desde una perspecti­ va de diferenciación clínica, la muerte está totalmente excluida en el psicótico, que a veces se considera genial, y se siente héroe en to­ do, para escapar de todo en la intensidad de un desafío lanzado al tiempo. Y sólo esta negación total de la muerte puede sostener a es­ tos pacientes, sin por ello extinguir la angustia que los desgarra y los despedaza. Así se trate del atolladero del obsesivo o del rechazo del psicóti­ co, como en el relato de la manipulación del Sr. Valdemar, la vida, al cabo de estas experiencias, aparece como una tumefacción ab­ surda que puede deshincharse de golpe, desplomarse y disolverse totalmente, revelando su verdad, mientras se deshace, en un líqui­ do purulento e inanimado. Lacan hace notar que de esto se trata en Edipo en Cotona,15 que Sófocles escribe al final de su vida. Desde el principio de esta trage­ dia, Edipo es presentado como “la escoria de la tierra, el deshecho, el residuo, algo despojado de toda apariencia especiosa”.11 Lacan muestra, en efecto, que Edipo vive una vida que es muerte. La muerte que está allí, exactamente debajo de la vida. Desvío obstinado, y no obstante ilusorio, en el camino de la muerte, la vida no es a fin de cuentas sino transitoria y caduca, desprovista, en el límite, de toda significación. ¿No encontrará, la vida, finalmente su sentido sólo por su aptitud para la muerte? Sin la muerte, no hay vida posible. Es la muerte la que otorga a la vida toda su intensidad. Se vive justamente porque la vida conlleva un término, que es la muerte. Y sin embargo, al mismo tiempo, esa muerte torna paradójicamente absurda la vida.

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Estamos cautivos de la vida, escribe Lacan apoyándose en lo que la muerte de Edipo pone de relieve: “Vida esencial alienada, existen­ te, vida en el otro y, como tal, en conjunción con la muerte".11 En Edipo en Colona, Sófocles muestra que sólo al morir Edipo alcanza la realización plena de la palabra de los oráculos, que trazan su destino incluso antes de que él haya nacido.11 Ha llegado al fin. Ya no es nada. Todo se ha cumplido. Libre al fin, desde este instante se pregunta: “¿Es acaso en el momento en que ya no soy nada cuando me convierto en hombre?" Y “llorar lágrimas trágicas [dice André Bonnard] es reflexionar”.2 Sófocles, en una suerte de contra­ punto irónico de verdad, deja a cargo del coro la enunciación de la fórmula trágica de un destino necesario: “Más vale no haber nacido nunca y, si uno ha nacido, morir lo más pronto posible”. Como si fuera solamente a partir de tal constatación que un sujeto pudiera I tener la esperanza de encontrar alguna posibilidad de advenir. La muerte de Edipo pone en escena una libertad que se revela al tér­ mino del cumplimiento de una palabra que ha precedido a su naci­ miento. La vida y la muerte se reúnen al fin. Y sólo esta conjunción parece permitir la vida. Esto es lo que Freud afirma cuando transforma el adagio: Si uis pacem, para bellum, en Si vis vitam, para mortem: si puedes sopor­ tar la vida, organízate para la muerte.5 En cuanto a la muerte, co­ mo dice Lacan, no basta decidir sólo por sus efectos: ‘Todavía es preciso saber de qué muerte se trata: aquella que trae la vida, o la que se la lleva".9

La obra como supuesto saber Insistiré aquí acerca del impacto de lo literario en la clínica más que sobre la pertinencia de una clínica aplicada a la literatura. La clínica puede, en ciertos momentos, volverse más fina a partir de una obra. Un texto poético, un escrito, puede hablar al clínico tanto como al paciente, a tal punto que ciertas teorías clínicas emanan directamente del texto. Se sabe lo que esos hallazgos han podido representar para el psicoanálisis. Para Lacan, el poeta es aquel que dice las cosas antes que los demás, incluso cuando no sabe realmente lo que dice.11 Freud afir­ ma que el poeta es un aliado precioso, porque bebe de fuentes to­ davía extrañas al análisis. Y agrega, parafraseando a Shakespeare, que está habituado a “saber, entre cielo y tierra, una multitud de

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cosas que nuestra escolar mesura ni siquiera se atrevería a so ñar”.3 Al escritor o al texto se le atribuye un saber; y el lector, en unx. Tales serían los dos maternas lacanianos de la forclusión: Po, a partir del delirio y su reconstrucción; 3x . x, a extraer del fracaso de la búsqueda histérica, lo que se pu ede lla m a r p a ra op on erlo a la fu n ción padre, notada 3x .