La población de El Salvador

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Iglesia colonial de Panchimalco. Cuadro al óleo de Joaquín Vaquero. (Pintado expresamente para esta obra.)

RODOLFO

BARÓN

CASTRO

LA POBLACIÓN DE

EL SALVADOR Estudio acerca de su desenvolvimiento desde la época prehispánica hasta nuestros días Con 118 ilustraciones entre texto, 113 láminas en negro y 12 a todo color

PRÓLOGO DE

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CARLOS PEREYRA

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS INSTITUTO GONZALO FERNÁNDEZ DE OVIEDO MADRID, MCMXLII

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A la memoria de mi padre, don Rodolfo Barón. (Ahuachapán, 2 1 de julio de 18 72. San Salvador, 5 de febrero de ig2g.) A mi madre, doña M aría Castro Barherena, viuda de Barón, a cambio, aunque exiguo, de tantos años de ausencia.

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LECTOR

Cuando en el año de 1934 hube terminado los primeros bo­ rradores de esta obra, los cuales apenas si representaban un esquemático proyecto de la actual, tuvo don Carlos Pereyra, quien me honró desde los comienzos con sus provechosos con­ sejos, la gentil y espontánea deferencia de repasarlos cuidado­ samente, devolviéndomelos avalorados con oportunas anotacio­ nes y agregando, con benévolo exceso, un manojo de cuartillas en las que había escrito un enjundioso prólogo. Animado y agradecido por estas bondades, pero íntimamente insatisfecho por lo que hasta entonces había logrado, sirvié­ ronme de estímulo para tratar de merecer, siquiera en pequeña medida, los juicios que más bien estimaba dictados por el afecto que nacidos del valor intrínseco de mi trabajo. Y en este enten­ dimiento emprendí la tarea de reelaborar cuanto había escrito, sumando nuevas investigaciones y buscando con ahinco no sólo aquellos datos ajustados a lo estricto del tema, sino cuantos pudieran servir para situarlo debidamente en su marco general. No fué sino hasta siete años más tarde cuando pude dar por terminada mi labor de acopio bibliográfico y documental, que hubo de sufrir largas y forzadas interrupciones. Para enton­ ces, uno de mis antiguos profesores, por quien guardaba respe­ tuosa admiración — me refiero al ilustre académico don Antonio Ballesteros Beretta— , tuvo la extremada gentileza de invitarme a publicar m i estudio bajo el alto patrocinio del Instituto Gon­ zalo Fernández de Oviedo, cuya dirección habíasele merecida­ mente confiado. De sobra está el decir que acepté gustosísimo 7

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el honor que con esta propuesta se me hacía, procurando com­ pensarlo por mi parte, cuando menos, con la seguridad de aportar el máximo de mi rendimiento. En efecto, me dispuse a empren­ der la redacción definitiva de mi obra, ajustándola a un plan mucho más extenso del que aun últimamente había imaginado. Desde mayo de 1941, por consiguiente, inicié esta labor, uti­ lizando los amplios medios que el Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo puso a mi alcance y beneficiándome una vez más de la próxima asistencia de don Carlos Pereyra, a quien aquel or­ ganismo había, acertadamente, llamado a regir una de sus sec­ ciones. Tuve así la fortuna de que el sabio historiador mejicano siguiera de cerca mi nueva tarea, extremando su condescenden­ cia hasta rehacer el prólogo que había escrito en 1934, acomo­ dándolo a la presente redacción del texto. Y por si esto no fuera lo bastante para colmar mis mejores deseos, tuve la suerte, por añadidura, de contar con el afectuoso interés que tanto el ilustre director del Instituto como su insigne secretario, don Ciríaco Pérez Bustamante, pusieron día a día en la preparación del libro, coadyuvando en todo cuanto pudiera redundar en su provecho y ocupándose, con excepcional e in­ apreciable diligencia, aun de los más pequeños detalles. Quede, pues, en primer término, constancia de mi profundo reconocimiento a las tres personalidades mencionadas, a quie­ nes debo el honor, ciertamente inmerecido, de dar a la estampa el fruto de estos años de trabajo, amparado por el emblemá­ tico arbor scientice del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sirvan también estas líneas para hacer llegar el testimonio de mi gratitud a cuantos amablemente contribuye­ ron a facilitar mi labor en los archivos, bibliotecas y museos de España, así como a quienes me proporcionaron valiosos ele­ mentos de sus colecciones particulares, me alentaron con su generoso estímulo o han colaborado, con celo y competencia inestimables, en la confección de la obra.

R . B. C. Madrid, a 10 de mayo de 1942.

PRÓLOGO i Las biografías de fácil elegancia, las apologías declamatorias, las dia­ tribas apasionadas, las disertaciones sobre temas vagos y otros ejercicios semejantes, sirven para abrir anchas puertas, sin resistencia y con estré­ pito, pero no prestan garantías acerca de la ponderación y el saber de los autores. Consagrar, en cambio, los mejores años juveniles al servicio de la patria en el estudio de materias áridas que no admiten improvi­ saciones elocuentes, es dar indicios seguros de aptitud, a la vez que de probidad. Hay vocaciones que por sí solas se recomiendan. La de don Rodolfo Barón Castro invita al examen minucioso de uno de sus traba­ jos, que tiene por objeto determinar los elementos de la demografía de El Salvador. El terreno es virgen. Don Rodolfo Barón Castro no ha podido encon­ trar guías que le llevaran por derroteros conocidos. El Salvador, que en un desastre perdió sus archivos, es, además, uno de los territorios en que hay menos huellas de investigadores como Humboldt, Depons, Martín de Moussy, Azara, Jorge Juan, Ulloa y otros de los que dejaron sistemas hechos e interpretaciones prestigiadas. Salvo tál o cual cita de Squier, el autor de un estudio sobre la historia demográfica de El Salvador tiene que entregarse a sus propias fuerzas. Será absolutamente nulo u original. No tengo para qué decir, puesto que sin ello me abstendría de comentarlo, que el libro del señor Barón Castro resulta extraordinaria­ mente sugestivo a causa de la nota personal, que le viene de haberse formado con datos de aportación directa. Es casa en la que el alarife ha tenido que labrar los sillares. Quien sólo juzgue por la brillantez aparente o por el prestigio de la sonoridad que tienen ciertos nombres, se siente acaso inclinado a Pensar que El Salvador, parte mínima de la América Central, apenas 9

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tiene significación como unidad geográfica para un examen del desen­ volvimiento de la población en cuatro siglos. Asunto reducido para el aparatoso título, dirán algunos. ¿No es así? Esta frivolidad lleva su cas­ tigo en la sorpresa del que se ve en presencia de tres inesperadas rea­ lidades: 1. a El Salvador es uno de los países más poblados de América. 2. a Su composición étnica se basa en un mestizaje muy avanzado de elementos indígenas y españoles. 3. a Alcanza un grado de riqueza excepcional, que puede dar envidia a pueblos de gran prestigio. En suma, El Salvador ofrece datos de valor capital para conocer la obra de España en América y la fuerza propia de las repúblicas his­ panoamericanas. Don Rodolfo Barón Castro no escribe para la propaganda, pero su libro será tal vez el más poderoso de los factores de propaganda que pudiera desear su país. El autor ha tenido la fortuna de encontrar ver­ dades gratas al patriotismo, sin faltar a los deberes del investigador. La coincidencia es rara, porque, desde el punto de vista práctico, la mentira, de difusión más rápida que la verdad y de persistencia más duradera contra todas las objeciones posibles, encierra mayores ventajas. Doy mis parabienes al señor Barón Castro por haber expuesto verdades que no ponen su tesis en pugna con mentiras bien acompañadas de prejuicios.

II El tema concreto tratado en esta disertación se relaciona con otros que están todavía mal determinados. Muchos de ellos ameritarían estu­ dios tan extensos como el que voy a reseñar. El autor no hace, natural­ mente, sino apuntarlos, con buen juicio y pericia. Temo, sin embargo, que el desconcierto de los lectores, por falta de preparación, sea causa de interpretaciones vacilantes o erróneas. Esto no puede evitarse. Se­ ñalo el hecho, y prosigo. El estudio del señor Barón Castro se refiere al aumento de la pobla­ ción en términos absolutos y al fenómeno del mestizaje, que es el ele­ mento predominante de El Salvador, puesto que da 75 por 100 de los llamados ladinos, por un 20 por 100 de indios y un 5 por 100 de blancos, todos éstos de origen español. No hay, pues, negros, como en otros países americanos, ni asiáticos amarillos, ni caucásicos de otras procedencias. io

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Se nos presenta un caso puro de colonización española, con dos carac­ teres que añaden interés, como son el del aumento progresivo de la po­ blación y el de la densidad, mayor que la de España. El hecho está bien explicado por la geografía. Todo el litoral centroamericano del Pacífico fué país poblado en los tiempos prehispánicos, y en El Salvador hubo inmigración por las ventajas que ofrecía un suelo feraz con clima sano. El movimiento ascensional demográfico tomaba un punto de par­ tida extraordinariamente favorable, sin que la conquista hubiera signi­ ficado un brusco descenso. Voy a explicarme, advirtiendo que no cultivo la hispanofilia sentimental. Hablo en términos de realidad objetiva. El señor Barón Castro juzga al eminente Las Casas como un apóstol ex­ traviado por su celo, que incurre en la hipérbole. Yo no veo en Las Casas un apóstol, pues el tipo de Las Casas corresponde más bien al del polemista. Como apóstol no pudo superar ni aun igualar a los que realmente tomaron a su cargo el enorme esfuerzo de la evangelización. Sin decir que fueran estériles los trabajos de Las Casas, su desorienta­ ción los tuvo frecuentemente fuera del camino de la eficacia. Su labor de cronista, y más aún la de libelista, no está propiamente en la nota de la exageración, sino en la de la insensatez. Un erudito religioso fran­ ciscano me decía que todo en Las Casas era exacto menos las cifras. Pero todo Las Casas es cifras. Su locura está precisamente en la aritmética. Fué siempre amigo del número falso, absurdo, inverosímil, monstruoso. Las Casas es una máquina de calcular, pero una máquina loca. Su geografía es como su historia. Manda el cabo Boj ador hasta el de Buena Esperanza. En la vega de Maguá, perteneciente a la isla Española, hay «sobre treinta mil ríos y arroyos, entre los cuales son los doce tan grandes como Ebro y Duero y Guadalquivir». De los treinta mil ríos, veinte o veinticinco mil son auríferos, y «todos vienen de la una sierra». Guatemala «fué destruida por la justicia divinal con tres diluvios juntamente, uno de agua, e otro de tierra, e otro de piedras más gruesas que diez y veinte bueyes». Esta es de las mentiras me­ nudas. Los indios muertos por los españoles fueron doce millones, quince millones, veinte millones, trescientos millones, mil millones. «Y el ansia temeraria e irracional de los que tienen por nada indebidamente tan inmensa copia humana de sangre, e despoblar de sus naturales mora­ dores y poseedores, matando mil cuentos de gentes, aquellas tierras.» Son muchos cuentos. América ha experimentado sacudidas sociales violentísimas en el pri­ mer tercio del siglo xx. No hay para qué precisar el número de las ii

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víctimas, que en ocasiones se contaron por millares. Este dato, dolorosísimo cuando se relaciona con nuestra sensibilidad, es casi nulo en las curvas de la demografía. Y los beligerantes en esas luchas intestinas tuvieron en sus manos cañones, ametralladoras, fusiles de repetición y otros medios destructores cuya eficacia quedó patentizada en las matan­ zas fratricidas. Cuando se examinan estos hechos, sonreirá quien lea después las relaciones de las entradas, en las que sólo sonaba un disparo por casua­ lidad y en las que los encuentros eran carreras con lanzadas al aire y degüello de fugitivos. Por mucho que se quiera ponderar el aspecto terrorífico de las campañas, dan cifras insignificantes de disminución. Las epidemias cayeron más pesadamente sobre los pueblos indígenas. Infinitamente más. Pero la experiencia de nuestros días, con sus •regis­ tros minuciosos, demuestra que aun allí donde más se han intensificado los efectos de esos males, no rompen la elasticidad multiplicadora de la población. Queda el factor del quebranto moral que se produce en el vencido, pero este fenómeno sólo aparece cuando la conquista pesa sobre gentes de vida inerte, fácil, paradisíaca, como los pueblos mansos de las Grandes Antillas y algunos de la Tierra Firme. Allí el paso de la molicie a la disciplina del trabajo, aun moderado, produce una des­ esperación bien conocida. Este hecho sirvió de tipo para explicar otros que no tienen la más remota semejanza. Pueblos laboriosos, tributarios o esclavizados desde tiempos remotos, no recibieron otra sorpresa que la del cambio al mudar de señor. Hasta pueblos libres, pero obligados a trabajar intensamente, no se sintieron más infelices, pues las com­ pensaciones de la civilización material aligeraron su carga. En muchos casos los conquistadores fueron recibidos como libertadores, aun des­ pués de haberse luchado heroicamente contra ellos. Así, los tlaxcalte­ cas entraron en un pacto que les favoreció. Su territorio dejó de estar cercado por el enemigo tradicional, y sus habitantes ya no sintieron la amenaza de carecer hasta de sal. Después de haber satisfecho el natural sentimiento de venganza, en la toma de Méjico, los tlaxcaltecas se hicie­ ron conquistadores. Los vemos en el Norte de la república mejicana y en la América Central. Estos son los «indios amigos» que nunca le fal­ tan al español. Pero con toda su ferocidad, van más bien como pobla­ dores que como despobladores. Ahí están sus perdurables fundaciones.

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III El fenómeno de la mezcla es interesantísimo y tan complejo como la propia vida. Para los simplificadores, que glorifican o deturpan, el español de la conquista es un héroe o un demonio que se viste de hie­ rro en Sevilla, atraviesa el Océano y llega al Nuevo Mundo para unirse canónicamente con una india o para adueñarse bestialmente de todas las indias. Tal vez para lo uno y lo otro. Desde luego, el español no sale de España con armadura. Se embarca, bien o mal vestido, pues hay emigrantes de muchas categorías. En América hace o adquiere sus armas, ofensivas y defensivas. En América aprende el oficio de conquis­ tador, que comprende el de poblar. No tengo para qué insistir en lo que he tratado extensamente. (Las huellas de los conquistadores.) Ese ejercicio, cuyo resultado es el mestizaje, se entiende general­ mente como un robo de mujeres, arrebatadas a sus padres si eran don­ cellas o a sus maridos si eran casadas. Tal parece como si los españoles hubieran llevado el libertinaje a un mundo regido por las leyes de la castidad perfecta. ¿Pero no serían los españoles unos mal aprovechados discípulos de los indios, maestros consumados? No voy a sostener una tesis, sino todo lo contrario. Me propongo presentar brevemente el com­ plicado cuadro que el señor Barón Castro condensa con sobriedad en una frase. Desde que salieron de la Península y conquistaron las islas Cana­ rias, los españoles oyeron comentarios sobre los derechos que corres­ pondían al señor en las ceremonias nupciales y sobre otros temas se­ mejantes. El Padre Las Casas, que no siempre habla con el ceño del enojo y la voz alterada, explicaba de buen grado ciertas costumbres. «Las mujeres no podían casarse sin que primero las hiciese dueñas uno de aquellos ciento y noventa que las gobernaban (en la Gran Canaria), y para presentarlas habían de venir muy gordas y cebadas de leche.» Da la razón, pues no habían de ser de vientre angosto, para que pudie­ sen procrear. Después continúa: «Y por ventura esta costumbre tuvo su origen de cierta gente de los Peños, que son o eran naturales de Etiopía, donde había este uso que las vírgenes o doncellas que se habían de casar se presentaban ai rey para que la que le plugiese, primero que el esposo que la había de haber, la hiciese dueña...» En la Gomera «las mujeres les eran cuasi comunes, y cuando unos a otros se visita­ 13

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ban, por hacer fiesta a los visitantes, ofrecíanles sus mujeres de buena gana para los visitados». Colón había empezado por observar en el primer viaje que los maridos ocultaban a las mujeres. Siguiendo su camino, advirtió un cambio. Las mujeres ya no se tapaban las vergüen­ zas ni los hombres eran celosos. «Y ellas, las primeras, de muy lindos cuerpos, venían a dar gracias al cielo, y traer cuanto tenían, en espe­ cial cosas de comer.» Américo Vespucio notó que cuando las indias, movidas por sus pasiones, se unían a los cristianos, perdían todo el pudor y el recato. Pedro Mártir comprobó que preferían a los españo­ les, siguiendo la costumbre del sexo, más inclinado a lo extranjero que a lo propio. Relatando Colón su cuarto viaje, dice: «En Cariay y en estas tierras de su comarca son grandes feticheros y muy medrosos. Dieran el mundo porque no me detuviera allí una hora. Cuando llegué allí luego me inviaron dos muchachas muy ataviadas; la más vieja no sería de once años, y la otra de siete; ambas con tanta desenvoltura que no serían más unas putas; traían polvos de hechizos escondidos; en lle­ gando las mandé adornar de nuestras cosas y las invié luego a tierra.» El señor Barón Castro menciona los casos de doña Marina y doña Luisa, unidas, respectivamente, a Cortés y a Pedro de Alvarado. Los dos capitanes tuvieron efectivamente esas dos mancebas, que les fueron ofrecidas sin que ellos las buscaran. Bernal Díaz del Castillo da los pormenores precisos de aquellos obsequios. «Otro día de mañana, que fueron a quinze días del mes de marzo de mili e quinientos y diez y nueve años, vinieron muchos caciques y principales de aquel pueblo de Tabasco y de otros comarcanos, haciendo mucho acato a todos nos­ otros, y truxeron un presente de oro, que fueron quatro diademas y unas lagartijas, y dos como perrillos, y orejeras, y cinco ánades, y dos figuras de caras de indios, y dos suelas de oro como de sus cotaras, y otras cosillas de poco valor, que ya no me acuerdo qué tanto valían. Y truxeron mantas de las que ellos hacían, que son muy bastas, porque ya habrán oído decir los que tienen noticia de aquella provincia que no las hay en aquella tierra sino de poca valía. Y no fué nada este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer que se dixo doña Marina, que ansí se llamó después de vuelta cristiana.» En Cempoala, el cacique Gordo hizo entrega espon­ tánea de ocho doncellas nobles, hijas de señores, que iban muy ataviadas, con zarcillos y collares de oro, llevando indias que las sirvieran. «Y [los caciques] dixeron a Cortés que pues éramos ya sus amigos, que nos quieren tener por hermanos, que será bien que tomásemos de sus hijas 14

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para hacer generación... Y cuando el Cacique Gordo las presentó dixo a Cortés: Tecle (que quiere decir en su lengua señor) estas cinco mujeres son para los capitanes que tienes, y esta, ques mi sobrina, es para ti, ques señora de pueblos y vasallos...» Cortés dió la más hermosa a su primo Hernández Puerto Carrero, y aceptó de buena gana la que le desti­ naban, «que era muy fea». Bautizada, se llamó doña Catalina, como la madre y la mujer del caudillo. Es de presumir que la trató con respeto y que no llegó a tocarla. En otra parte (Hernán Cortés) presento el aspecto político de estos obsequios. El de Tlaxcala fué de cinco don­ cellas, bien ataviadas, con cinco indias mozas para su servicio. La princi­ pal, hija de Xicoténcatl el Viejo, se destinó por éste a Cortés. Pero el capitán general la cedió a Pedro de Alvarado, explicándose a Xicoténcatl que Alvarado era hermano de Cortés, y que trataría muy bien a la doncella, cuyo nombre fué Luisa, según ya dije. En Méjico, Motecuzoma dió una hija suya a Cortés. Hasta Bernal Díaz, que era un simple soldado, alcanzó por merced que Motecuzoma le enviase una india noble, acom­ pañando el* regalo de ropa y oro para que la unión fuese más alegre. Todo esto entraba en las costumbres de los indios. Motecuzoma según decían los informantes de los españoles, tuvo en una ocasión cincuenta mujeres preñadas, y dejó ciento cincuenta hijos e hijas. López de Gomara aumenta las cifras como hombre a quien «se le daba lo mismo ocho que ocho mil». En el palacio real de Méjico «más había mili mujeres, y algunos afirman que tres mili, entre señoras y criadas y esclavas. De las señoras, hijas de señores, que eran muchas, tomaba para sí Motecuzoma las que bien le parescía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros y señores, y así dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas a un tiempo, las cuales, a persuación del diablo, movían, tomando cosas, para lanzar las criaturas, o quizá porque sus hijos no habían de heredar». En todo centro de mestizaje se encontraba esa facilidad para adquirir mujeres, sin cometer tropelías ni causar escándalo. Domingo Martínez de Irala empezó la mezcla hispanoguaraní recibiendo una de las indias principales en el puerto de Tapuá, mientras cien leguas río arriba el in­ fortunado Ayolas, jefe de Irala, según refiere don Fulgencio R. Moreno, se unía con la hija de un cacique de los payaguaes. Antes de la despo­ blación de Buenos Aires los españoles concentrados en la Asunción tenían ya setecientas mujeres. Cuando llegaron los de la abandonada ciudad, el número de los conquistadores subió a seiscientos, y aumentó el de las indias, con una particularidad: las de calidad vivían en la 15

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Asunción, y las otras en las chacras trabajando para sus amos blancos y para sus amas bronceadas. Los indios se honraban con el nombre de tovayás (cuñados), y prestaban su concurso en las tareas del campo. El tipo de la raza se afinaba, tomando todos los caracteres del blanco.

IV Hay un punto que no se debe omitir. En estas relaciones la legitimidad fué más frecuente de lo que pensamos antes de reflexionar. Y la razón es muy humana. El hombre procura evitar el lazo matrimonial con quien le descalifique, pero desea y busca tales uniones si la mujer, por su belleza, por sus cualidades o por su posición le da prestigio. En los primeros días de la Conquista hubo partidos muy ventajosos entre las indias, que los españoles se disputaban. El repartimiento hecho en la isla Española por Ibáñez de Ibarra y Rodrigo de Alburquerque con­ signa los nombres de sesenta pobladores casados con indias. Son los » caciques blancos, variedad más numerosa de lo que puede suponerse. Eran españoles casados con indias, señoras de pueblos. Adaptados a la vida de los naturales, vestían camisa y zaragüelles hechos con algodón de la tierra. Calzaban sandalias de henequén y se cubrían con sombreros de palma, o practicaban el sinsombrerismo. Mantenían su preeminencia con una espada, una rodela, una coraza y un perro. Doctrinaban de un modo elemental a sus indios y' los bautizaban. Así se formó la parte más consistente de la nueva estructura social. No hay que confundir este caso con el que Oliveira Lima llama de la obnubulación, o sea el de los españoles huidos entre indios, que, como Gonzalo Guerrero de Yuca­ tán, se perforaban labios y orejas, se tatuaban, idolatraban y mandaban fuerzas contra los españoles. En esfera más alta que la de los caciques blancos de Santo Domingo, tenemos los casamientos de españoles con las ñustas peruanas, con las princesas de Méjico y con otras cacicas de calidad preeminente. Juan Cano fué marido de doña Isabel, hija de Motecuzoma y viuda de Cuauhtemoc. Esta señora tuvo por primer marido español a Pedro Gallego. Cano informaba así de su matrimonio: «Digo, Señor, que yo me casé con una señora, hija legítima de Motecuzoma, llamada doña Isabel, tal persona que aunque se hobiera criado en nuestra España, no estobiera más enseñada e bien dotrinada e cathólica, e de tal conver­ sación e arte, que os satisfacería su manera e buena gracia. Y no es

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poco útil y provechosa al sosiego e contentamiento de los naturales de la tierra, porque como es señora en todas sus cosas, e amiga de los christianos, por su respecto e exemplo más quietud e reposo se imprime en los ánimos de los mexicanos... Guatimuci, señor de Méjico, su primo, por fixar mexor su estado, siendo ella muy muchacha, la tuvo por muxer con la cerimonia ya dicha de atar la camisa con la manta, e no hobieron hijos ni tiempo para procreallos, e ella se convirtió a Nuestra Santa Fee Cathólica, e casóse con un hombre de bien de los conquista­ dores primeros, que se llamaba Pedro Gallego, e ovo un hixo de ella, que se llama Joan Gallego Moctezuma. E murió el dicho Pedro Gallego, e yo casé con la dicha doña Isabel, en la qual me ha dado Dios tres hijos e dos hijas, que se llaman Pedro Cano, Gonzalo Cano de Saavedra, Joan Cano, doña Isabel y doña Catalina.» Terminada la conquista de Méjico, doña Marina, cuyos servicios no eran ya necesarios como intér­ prete, por haber muchos, españoles e indios, capaces de llenar estas funciones, fué mujer legítima de Juan Jaramillo. No me propongo negar o atenuar las violencias. Podemos verlas en todos los países de mestizaje indoespañol. Careta dió una hija a Vasco Núñez de Balboa, pero los españoles no se contentaban con estos obse­ quios de los indios. «Y a unos se tomaban las mujeres, y a otros las hijas, y como Vasco Nuñez hacía lo mesmo, por su exemplo o dechado sus milites se ocupaban en la mesma labor imitándole», dice Fernández de Oviedo. No puede precisarse hasta qué punto era general esa violencia. Después de la toma de Méjico, los señores vencidos solicitaban la devolución de muchas indias principales que estaban con los españoles. Cortés mandó que así se hiciese. «Y andaban muchos principales en busca dellas, de casa en casa, y eran tan solícitos que las hallaron. Y había muchas mujeres que no se querían ir con sus padres, ni madres, ni maridos, sino estarse con los soldados con quien estaban, y otras se escondían, y otras decían que no querían volver a idolatrar, y aun algunas dellas estaban ya preñadas, y desta manera no llevaron sino tres, que Cortés expresamente mandó que las diesen.» El consentimiento de la india reduce considerablemente el factor de la violencia. Pedro Mártir da la explicación. La unión tiende a re­ gularizarse, pues no es concebible que en su gran mayoría sea práctica usual la caza de mujeres durante varios siglos. Hay una fuerza superior que alimenta el crecimiento legítimo del mestizaje, con la misma nive­ lación creada por él.

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V Lo más interesante, sin duda, en el estudio del señor Barón Castro es el aumento de la población centroamericana, y particularmente el de El Salvador. Si Méjico hubiera seguido la marcha de Centroamérica tendría treinta y seis millones de habitantes. Por lo menos serían veinticinco, si no hubiera habido un retroceso en el avance que había marcado. Todo esto es muy explicable. Humboldt se engañó redondamente cuando en el borrador de su Ensayo Político, entregado al virrey Iturrigaray, anunció que Méjico superaría a Rusia, por no haber compa­ ración posible entre el fértil suelo de la Nueva España, productor de los vegetales más preciosos de la zona tórrida, y las estériles llanuras del imperio moscovita, sepultadas bajo nieves durante seis meses del año. ¿Cuántos millones de habitantes iba a tener Méjico, según ese vaticinio? Ahora nos preguntamos si no es un sueño aún la cifra de veinticinco millones correspondientes al desarrollo de los dieciséis millones alcanzados en la primera década del siglo xx. El hecho es que Méjico retrocedió, y aun fué pueblo emigrante. No puede sorprender la contradicción, sino el aumento. Hay muchas causas que explican esta condición. Méjico es un país de recursos precarios, por limitaciones de suelo y clima. La mayoría de la población se agrupa en las altas llanuras de la cordillera, donde la agricultura no está favorecida por corrientes fluviales y donde las lluvias tienen una sola estación, cuyo retardo o mengua determina catástrofes, originadas igualmente por una sola noche de hielo. Para dominar el medio y adaptarlo al cultivo de los productos esenciales hace falta un esfuerzo colosal, con erogacio­ nes que no entran en el límite de la capacidad presente del país. Además de lo dicho, Méjico es tributario del extranjero en términos agobiadores. Perdió'su autonomía económica al ganar la independencia política, y no ha sabido reconquistar aquélla. Atenido al extranjero, el país no podrá sostener una población que supere a la de los últimos años del siglo xix hasta que logre hacerse dueño de sus propios recursos y de sus destinos. El Salvador ha podido mantenerse en condiciones ventajosas por la pequeñez de su área y por el carácter especial de su economía, base de un desarrollo demográfico que sólo requiere determinadas inter­ venciones del Estado para sostenerse. Así ha sucedido, y es de esperar que todas las capas sociales logren un alto grado de bienestar, en con­ sonancia con la gran riqueza del suelo, cultivado con esmero ejemplar.

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VI Don Rodolfo Barón Castro ha hecho una compulsa minuciosa y concienzuda de los datos complementarios para dar solidez a su trabajo. Debo señalar los capítulos dedicados al estudio de los orígenes del hombre americano y al fenómeno de la despoblación de algunas partes del Continente después de la Conquista. Puede felicitársele también por su justa apreciación de la estadistografía española desde los primeros días de la colonización hasta 1821. La despoblación, mal observada y pésimamente comentada por otros, ya en el sentido de la diatriba, que comprende la existencia de fantásticas aglomeraciones precolombinas, ya en el de la glorificación sin datos, merece ser sometida más tarde a nuevas investigaciones del autor, cuya pericia encontrará campo para mostrarse con mayor amplitud. Lo mismo diré de la materia, tan fecunda como nueva, de la estadística colonial, cuya perfección es uno de los aciertos de España. Don Rodolfo Barón Castro, en suma, da más de lo que ofrece el título de su libro, y puede realizar otros empeños de aliento con lo que omite en estas páginas. El examen de la demografía salvadoreña le ofrece ocasión y motivo para presentar, en síntesis, la formación del mundo hispanoamericano. Como estudio particularmente dedicado a su patria, no se le puede encontrar antecedente de su alta calidad sino, en la Historia de El Salva­ dor, escrita por el doctor don Santiago I. Barberena, obra publicada entre 1914 y 1917. CARLOS PEREYRA

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L I B R O PR I M ER O EL T E R R I T O R I O Y SUS PE CU LI AR ID AD E S

CAPITU LO PRIMERO S íntesis

de geografía histórica y política

I. Formación histórica de la unidad geográfica salvadoreña.— II. Extensión superficial. — III. División política.

I El territorio que hoy ocupa la República de El Salvador (1) servía de asiento, antes de la Conquista, a dos señoríos prin­ cipales: el de Cuscatlán, al Oeste del río Lempa y el de Chaparrastique, al Este, abarcando el resto otros cacicazgos menores. Los límites de estas primitivas organizaciones, ocioso es decirlo, no han sido determinados con precisión. Acaso no hu­ biera entre ellas — para emplear una expresión de Tácito— otras fronteras que las establecidas por el mutuo temor. Durante el período de la dominación española (1525-1821) formó parte del reino de Guatemala, no como unidad, sino frac­ cionado en dos porciones, constituida la menor por el territorio de los actuales departamentos de Ahuachapán y Sonsonate y la más extensa por el resto del país.

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Denominóse la primera, alcaldía mayor de la Santísima Tri­ nidad de Sonsonate, y la segunda, alcaldía mayor de San Salva-

(1) Entre los 13° 8’ y 14° 24’ de latitud Norte y los 87° 39’ y 90° 8’ de longitud Oeste de Greenwich. 23

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dor (1), la cual fué elevada el año de 1786 a la categoría de intendencia, en mérito a su notable población y progreso (2). La alcaldía mayor de San Salvador dividióse originaria­ mente en dos alcaldías ordinarias (San Salvador y San M iguel), a las que se agregó más tarde una tercera (San V icente); la

Las alcaldías mayores de San Salvador y la Santísima Trinidad hacia 1625. intendencia, en cuatro

(San Salvador, San Miguel, San V i­

cente y Santa A n a), subdivididas en quince partidos. Así, hasta el año de la separación de la metrópoli.

(1) La alcaldía mayor de San Salvador, hasta 1672, extendíase bor­ deando el golfo de Fonseca por los que hoy son departamentos hondu­ renos de Valle y Choluteca, tocando con la gobernación de Nicaragua. En ese año sufrió la secdsión de Choluteca, que pasó a Honduras. Entre 1725‘y 1742 perdió Nacaome, en beneficio del mismo país, con lo cual quedó su límite oriental establecido en el río Goascorán. En cuanto al año del establecimiento de la alcaldía mayor (pues con anterioridad los territorios de San Salvador y San Miguel pertenecían a la provincia de Guatemala), lo he fijado provisionalmente, en un estudio oficial, entre 1585 y 1591. (2) D on A g u s t ín G ó m e z C a r r il l o , en su Historia de ia América Cen­ tral (p. 99), afirma que las intendencias se establecieron en Centroamé-

24

LÁMINA II

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Mapa del reino de Guatemala de fines del siglo xvi. (Tomado de Fuentes y Guzmán, Recordación Florida

edición de don Justo Zaragoza, Madrid, 1882.'

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El reino de Guatemala abarcaba las repúblicas de Centroamérica actuales, más el Estado mejicano de Chiapas y la pose­ sión inglesa de Honduras Británica. Poco después de la inde­ pendencia, la Asamblea Nacional Constituyente, reunida en la ciudad de Guatemala, en 1823, abolió aquella denominación,

Secesión de los territorios de Choluteca (1672) y Nacaome (1725-1742). de la jurisdicción de San Salvador, en beneficio de la de Honduras. sustituyéndola por la de

Provincias

Unidas del Centro

de

América. En este momento la intendencia de San Salvador se trans­

rica en 1788, dato que reproduce D on S a n t ia g o I. B a r b e r e n a en su Historia de El Salvador (t. II, p. 398). El año, sin embargo, es el que indico, según consta por testimonios existentes en el Archivo General de Indias. 25

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forma en una de las provincias federadas, en tanto que la alcaldía mayor de Sonsonate queda incluida en la de Guatemala. Con posterioridad tomó la misma Asamblea la resolución de convertir en Estados las antedichas provincias. Reuniéronse las Constituyentes locales, a las cuales incumbía redactar la carta fundamental de cada Estado. La de San Salva­ dor fué la primera en terminar sus labores, promulgando el 12 de junio de 1824 la de esta sección, que contenía una impor­ tante novedad: la de incluir en el nuevo organismo político el territorio de Sonsonate, satisfaciendo así el deseo de sus moradores. Este hecho hubo de provocar en su tiem­ po acalorados comentarios, como éste del historiador

guatemalteco

Marure

en

su

interesantísimo Bosquejo histórico de ¡as

revoluciones de Centro América, aparecido en 1837: Primitivo escudo de la A m é r i c a Centra] independiente.

«En cuanto a la demarcación del terri­ torio — escribió— , no se hizo novedad algu­ na, antes bien se previno no alterar la que

existía en la época anterior a la Independencia (Orden de la Asamblea Nacional de 15 de marzo de 1824). No obstante, el Congreso de San Salvador comprendió en su territorio el depar­ tamento de Sonsonate, que siempre había pertenecido a la pro­ vincia de Guatemala; con posterioridad se aprobó provisional­ mente esta demarcación ilegal, que había tenido principio en un pronunciamiento del mismo Sonsonate, verificado bajo el poder de las bayonetas cuando regresó la división auxiliar que man­ daba Rivas.» (1) Sobre esta incorporación — enjuiciada como ilegal— baste decir que, dado el estrecho contacto existente entre Sonsonate (1) 26

Tomo II, p. 84.

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y San Salvador, aparecía perfectamente lógica. Los sonsonatecos, por otra parte, en ningún momento hicieron manifestacio­ nes contrarias a ella, mostrando, antes bien, acendrado salvadoreñismo. A más de ello, y desde un punto de vista etnográfico, logróse el que la mayoría del grupo pipil quedara nuevamente reunida. «Esta anexión — reflexiona el doctor Barberena— fué muy justa y oportuna. La pequefiez de la Intendencia de San Salva­ dor; su proximidad a ella; estar la provincia de Sonsonate a q u e n d e el Paz, lí­ mite natural y m u y apropiado para servir de línea divisoria de Guatemala y El Sal­ vador, por lo menos en la región costera, que era y es la parte

Autógrafo de don Antonio Adolfo Pérez y Aguilar, obispo y más tarde primer arzobispo de San Salvador.

más i m p o r t a n t e de los terrenos fronterizos de ambas repúblicas; las constantes rela­ ciones comerciales entre San Salvador y Sonsonate, y ser los naturales de ambas provincias exactamente de la misma raza y lengua, la pipil; todo eso hacía necesaria la incorporación de la provincia de Sonsonate a la de San Salvador.» (1) Más de ifn siglo ha transcurrido desde entonces y nadie ha disputado a El Salvador la justa tenencia de aquella parcela de su patrimonio histórico. Ni siquiera durante los frecuentes períodos de guerra con Guatemala hubo intención de discutir el asunto. Desde el 12 de junio de 1824, por consiguiente, El Salvador queda constituido en Estado, dentro de la Federación de Centroamérica, con sus límites actuales. Disuelto el vínculo federal

(1)

Ob. cit., t. II, p. 437.

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en 1838, se declara en 1841 República independiente, viviendo así — tras diversos intentos de unión centroamericana— hasta el presente. En lo eclesiástico, todo el territorio hoy salvadoreño formó parte de la diócesis de Guatemala — salvo una época en la que San Miguel fué incorporado a la de Honduras— , hasta que se erigió la de El Salvador el 28 de septiembre de 1842 y que, desde el 11 de febrero de 1913, es arquidiócesis.

II Con todo y ser El Salvador la más pequeña de las repúblicas americanas y tener perfectamente delimitado su perímetro, ca­ rece de una medición exacta de su territorio. He aquí una posi­ tiva desventaja para quien se ocupe no sólo de cuestiones demográficas, sino de otros muchos temas relacionados con el país. Sin embargo, existe una cifra oficial que le señala una extensión superficial de 34.126 kilómetros cuadrados. Fué calcu­ lada por el doctor don Santiago I. Barberena, quien la pu­ blicó el año de 1892 en su Descripción

Geográfica y Esta­

dística de la República de El Salvador (1). Años más tarde, don fecha 11 de enero de 1901, la propuso al Gobierno*en informe oficial, siendo aceptada por éste; mas por decreto de 27 de mayo de 1927 — y a raíz de una campaña revisionista— adoptóse el área de 21.160 kilómetros cuadrados (2). No obstante, con fecha 7 de junio del mismo año expidióse otro decreto derogando el precedente y restableciendo la oficia­ lidad de la estimación anterior, aunque con carácter proviso-

(1) (2) 2S

Página 19. Diario Oficial, t. CII, ps. 905-906.

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rio (1). Por ende, todas las publicaciones estatales salvadoreñas, incluidas las de la Dirección general de Estadística, basan sus cálculos y establecen las relaciones de la población con el terri­ torio de acuerdo con dicha cifra. A pesar de todo, los argumen­ tos aducidos en 1927, que la consideran exagerada en más de 10.000

kilómetros cuadrados, conservan íntegra su fuerza.

Ahora bien: el área de 34.126 kilómetros cuadrados la dedujo el doctor Barberena, y al parecer, por el método de las pesa­

das, del mapa de El Salvador que levantó en compañía del ingeniero don José E. Alcaine, por comisión del Gobierno, entre 1892 y 1905 (2). Sin embargo, este último obtuvo del mismo mapa, en 1913, sólo 21.900 kilómetros cuadrados (3). El inge­ niero don Pedro S. Fonseca, en su Demografía Salvadoreña, publicada en 1921, dice que el área máxima representada por el mapa de Barberena y Alcaine es de 24.298 kilómetros cua­ drados (4). Y , sobre todo, existe el hecho de que dos institucio­ nes de renombi'e internacional, cuyo rigor científico corre parejas con su prestigio, han deducido del mismo solamente 21.158 kiló­ metros cuadrados, la una, y 21.160, la otra. Se trata de la Oficina Geodésica de los Estadps Unidos y del Instituto Geográ­ fico de Justus Perthes, de Gotha (5).

(1) (2)

Diario Oficial, t. CII, p. 965. Nuevo Mapa del Salvador, Londres, 1905. (3 ) G a r c ía , M ig u e l A n g e l , Diccionario Histórico Enciclopédico de la República de El Salvador, t. II, p. 447. (El autor de esta útilísima y notable compilación publica los principales escritos referentes al asunto bajo el epígrafe «Area de El Salvador» en el t. II, ps. 444-453 de su obra.) (4) Pagina 61. (5) Las cifras de extensión superficial anteriores al nombramiento de la comisión que confeccionó el mapa moderno de El Salvador no tenían, ni pretendían tener, otro valor que el de meras estimaciones. Así, D on J ac in to C a st e l l a n o s da la de 1.265 leguas cuadradas (38.962 ki­ lómetros cuadrados) en su Compendio de Geografía Física, Política y Des­ criptiva de El Salvador, publicado en 1864-1865. D on M a n u e l F e r n á n d e z , en cambio, calcula la dimensión del país en sólo 656 leguas cuadradas (20.205 kilómetros cuadrados), en su Bosquejo Fisico, Político e Histórico de la República de El Salvador, aparecido en 1869. D on J osé M a r ía CÁc e r e s , en su Geografía de Centro América, estima el área salvadoreña en

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El asunto parece suficientemente claro: nadie pone en tela de juicio que el mapa levantado por los ingenieros Barberena y Alcaine represente, al menos hasta la fecha de semejantes cálculos, el contorno del país con la máxima exactitud posible; pero sobre la extensión superficial deducida de aquél por el primero de ellos, caben dudas más que fundadas, desde el mo­ mento en que ninguna de las autoridades científicas que han repetido la operación ha logrado sus mismos resultados. Este hecho, al par que la indudable competencia técnica del doctor Barberena, hizo que en las discusiones del año de 1927, a propósito del área de El Salvador, se formularan curiosas hipótesis, antes de aceptar que el ilustre ingeniero se hubiera equivocado palmariamente en su cálculo. Así, supone el señor Lardé que posiblemente se tratara de un error de imprenta, y que la cifra obtenida era la de 24.126 kilómetros cuadrados (1). Ahora bien: si en la edición del mapa pudo aparecer una errata, y de esa envergadura, hubiera sido subsanada posteriormente, aparte de que la cifra de 34.126 kilómetros cuadrados vino reite­ rándola el doctor Barberena desde el año de 1892, lo cual in­ valida esta posibilidad. En cuanto a la insinuación del señor Fonseca de que el aumento se debiera a influjo del presidente Ezeta — ya que tampoco cree posible el error—•, mejor vale no hablar de ella, pues, ciertamente, acusaría en el doctor Barbe­ rena una falta menos excusable que un error de cálculo, por grave que éste fuere (2). Pero si desechamos la cifra de 34.126 kilómetros cuadra­ dos, ¿cuál debemos adoptar? El profesor Lardé, a cuya pre-

18.720 kilómetros cuadrados, cifra que adoptan O n é s im o y E l ís e o R ec lu s para su Novísima Geografía Universal. Otras apreciaciones resultaría ocioso reproducir. Los autores citados hacen su cálculo a base de un cuadrilá­ tero cuyo eje de Este a Oeste tiene unos 300 kilómetros, con una an­ chura media de 70 a 80 kilómetros. (1) G a r c ía , ob. cit., t. II, p. 449. (2 )

30

I d e m , p. 450.

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sión se debió el decreto de 20 de mayo de 1927, aconsejaba la de 21.159 kilómetros cuadrados

(lo que no significa sino partir

la diferencia entre los 21.160 del Instituto de Gotha y los 21.158 de la Oficina Geodésica de los Estados Unidos), área representada, según él, por el mapa de Barberena y Alcaine, si bien personalmente la estimaba en 22.330 kilómetros cua­ drados

(1).

Ese

mismo

año,

en

un

artículo

publicado

en

La Escuela Salvadoreña, aconsejaba la adopción de la cifra de 22.000 kilómetros cuadrados, en números redondos, para la ense­ ñanza de la Geografía (2). El ingeniero Fonseca, que en 1921 estaba por los 24.164, decidíase, diez años más tarde, por los 22.000 kilómetros cuadrados (3). En cuanto a mí, y para los cálculos de este libro, me acomodo a la extensión que señala el Instituto Geográfico de Justus Perthes, basando esta preferencia (especialmente sobre la di­ mensión casi idéntica que obtiene la Oficina Geodésica de los Estados Unidos), no sólo en la garantía de probidad que ofrece la prestigiosa institución alemana, sino en consideración de haber logrado — aunque por escaso tiempo— el refrendo oficial del Estado salvadoreño. III Para los fines políticos y administrativos divídese el terri­ torio de la República en catorce departamentos, de desiguales dimensiones, creados todos ellos a lo largo del siglo xix . A l departamento, división orgánica fundamental, sigue el distrito, y a éste, el municipio, cuya área rural se fracciona en cantones, los cuales, a su vez, constan de aldeas y caseríos. La distribución de los departamentos, de acuerdo con las (1) (2) (3)

García, ob. cit., t. II, p. 448. Año IV, núm. 13, p. 56. Vida Salvadoreña, p. 8.

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tres zonas en las que se agrupan, con expresión del número de distritos, ciudades, villas, pueblos y cantones que contienen, es como aparece en el siguiente cuadro (1 ): NUMERO DEPARTAMENTOS

ZO N AS

CABECERAS

Ahuachapán . . Ahuachapán . . Santa Ana . . . Santa Ana . . . Sonsonete. . . . Sonsonate. . . .

Occiden-I tal. . . .

La Libertad . .1 1

Central..

Distri­ Ciuda­ Villas tos des

'

1

Chalatenango. . San Salvador. . Cuscatlán. . . . Cabañas . . . . San Vicente . . La P a z ...........

Usulután . . Oriental. San Miguel. 1 Morazán . . La Unión. .

. . . .

. . . .

Nueva San Salvador o Santa Tecla.............. Chalatenango. . San Salvador. . Cojutepeque . . Sensuntepeque. San Vicente . . Zacatecoluca. . Usulután . . San Miguel. Morazán . . La Unión. .

. . . .

. . . .

T o t a l e s ................................

DE Pue­ blos

Canto­ nes

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3

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1

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5

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1 .8 7 4

Omito, en el esquema precedente, la dimensión de las zonas y departamentos, por carecer de datos fidedignos al respecto. Existen, claro está — y circulan en los anuarios estadísticos y textos escolares— , unas dimensiones de los departamentos que, en total, suman 34.126 kilómetros cuadrados, cifra oficial del área salvadoreña. Podrían, tomándoselas como base, servir para evaluar su tamaño, reduciéndolo en la proporción que hay de 34.126 a 21.160. Pero este procedimiento — que sería normal (1) 32

Anuario Estadístico (1939), p. 13.

Mapa de la Audiencia de Guatemala. (Tomado de Herrera, Décadas, Madrid, 1730.)

L ámina III

•M ntia

Diseño o Cocris... de la Alcaidía mayor de S. Salbador, por .el ingeniero don José María Alexandre, señalando la ruta del agrimensor don José Sánchez de León. (Archivo General de Indias, Sevilla.)

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si las superficies oficiales de aquéllos correspondieran en el mapa proporcionalmente a la dimensión total— no puede utili­ zarse, porque esta proporción no existe. Y la prueba no es difícil. A simple vista notará quien se tome la molestia de examinar el mapa oficial o cualquiera de los que circulan, basando en la de éste su división política, cómo el departamento de Morazán

Mapa de El Salvador, basado en el de los ingenieros Barberena y Aicaine, en el que figura la división administrativa del país por departamentos, constando la superficie oficial, en kilómetros cuadrados, de cada uno de ellos, y en el que se evidencia la desproporcionada dimensión atribuida a los de Morazán, La Unión, Cabañas y Cuscatlán. aparece representado en él como más pequeño que el de La Unión. Mas para no dejarse llevar de una impresión meramente visual, puede hacer sobre la carta referida las mediciones per­ tinentes, constatando este aserto. Sin embargo, si recurre a cual­ quier geografía o anuario salvadoreño de estadística verá con sorpresa que, pese a la certidumbre que tenga en contrario, el departamento de Morazán mide oficialmente 2.355 kilómetros cuadrados, en tanto que el de La Unión solamente 2.286. Por si A3 3

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esta prueba le parece poco convincente — pues cabría la posi­ bilidad de un trueque de cifras perpetuado por inercia— puede repetir la operación con los de Cuscatlán y Cabañas. El pri­ mero, que en el mapa aparece sensiblemente más pequeño que el segundo, posee oficialmente — sin embargo— 1.740 kilómetros cuadrados, en tanto que el otro cuenta apenas con 819. Estos errores, tan llanamente comprobables, invalidan toda confianza en las cifras que se tienen de la extensión de los de­ partamentos, ni siquiera para hacer la reducción proporcional a la que antes aludo. Por consecuencia, hasta tanto no cuente El Salvador con datos que expresen con autenticidad su di­ mensión total, así como la de sus principales divisiones admi­ nistrativas, habrá que renunciar a numerosas y valiosísimas combinaciones entre población y territorio, limitándolas, por ahora, a las más generales.

CAPITULO II R esum en

de geografía natural y económica

I. Relieve del suelo. — II. Costas, ríos y lagos. — III. Clima. — IV. Flora, fauna y riqueza minera.

I El territorio salvadoreño, pese a su reducido tamaño, pre­ senta características que hacen de él uno de los más interesantes del Nuevo Mundo. Bordean su litoral llanuras bajas, recortadas por la Cadena costera, que forma el eje de su sistema orográfico. El resto, montañoso en grado sumo, lo constituye una meseta cuya al­ tura oscila entre 200 y 1.000 metros, cortada por las depresio­ nes del Lempa y otros ríos principales y coronada por las emi­ nencias de sierras y volcanes. Entre estos últimos destaca el Lamatepeque o de Santa Ana, que, con sus 2.386 metros de altitud, alcanza el punto más ele­ vado del país. Le siguen los de San Vicente y San Miguel, con 2.173 y 2.132 metros, respectivamente. Los volcanes de Tamagás, Naranjo, San Salvador, Izalco, Apaneca, Chingo, Jucuapa, Cacaguatique y Tecapa sobrepasan los 1.500 metros. Otros muchos, como los de Usulután, Guazapa, Chinameca, Conchagua, Socie­ dad, etc., logran alturas superiores a los 1.000 metros. De los volcanes citados es el Izalco, sin duda alguna, el más 35

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interesante, tanto por su perenne actividad — que le ha valido el sobrenombre de Faro da la América Central— como por ser uno de los pocos que se han formado en los tiempos históri­ cos (1). La altura que ha alcanzado en cosa de tres siglos — 1.885 me­ tros, según Barberena, y 1.869 a juicio de Lardé— habla elo­ cuentemente de su poderosa vitalidad. Estas fuerzas telúricas, por desgracia, no parecen haber dis­ minuido. Sin ir más lejos, en el año de 1880 surge en el centro del hermoso lago de Ilopango un nuevo volcán que, felizmente, no hizo ulteriores progresos. Y son también ejemplo notable algunos fenómenos menores, como los ausoles de Ahuachapán y los llamados infiernillos de San Vicente. Los efectos de tales manifestaciones geofísicas han pesado duramente desde tiempo remoto sobre la población salvadoreña, habiendo sido la capital una de las más castigadas en este sentido. Asentada, desde su traslado al sitio actual, en un terreno tradi­ cionalmente propicio a los temblores, cada siglo ha sido des­ truida total o parcialmente una o más veces. No se ha escapado

(1) Por un tiempo se creyó que había comenzado su desarrollo en siglo x v i i i , dándose por diversos autores los años de 1740, 1770 y 1793 como de su origen; pero el que fué director del Observatorio Sismoló­ gico de El Salvador, D on J o r g e L a r d é , en su notable estudio El volcán de Izalco (ps. 6 y 62), hace retroceder la fecha hasta la primera década del siglo xvn. El insigne americanista español Marcos Jiménez de la Es­ pada visitó el volcán de Izalco el año de 1865 como miembro de la expe­ dición científica que por aquellos años envió España a distintos países del Nuevo Continente. Véase cómo resume su visita el cronista oficial del viaje: «El 11 [de septiembre] salió la Covadonga [de Corinto, en Nicaragua] para la república de San Salvador, llegando el 15 al puerto de Acajutla; de allí fué el Sr. Espada a Sonsonate, dos leguas al interior, con objeto de visitar el activísimo volcán de Izalco; se detuvo en Sonsonate un día, llegando el 16 a las cercanías del volcán; el siguiente día lo empleó en visitar éste, regresando el mismo a los pueblos de Izalco y Sonsonate: el 18 volvió a Acajuila,, desde donde embarcó para el puerto de la Unión, perteneciente también a la república de San Salvador.» ( A l m a g r o , M a n u e l de , Breve descripción de los viajes hechos en América ■por la Comisión Científica enviada por el Gobierno de S. M. C. durante los años de 1862 a 1866, p. 73.) el

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L á m in a V

El volcán de Izalco, en erupción, fotografiado desde un aeroplano.

L ám in a VI

El volcán de San Salvador, visto desde el campo de Marte, en la capital.

Carretera de San Salvador a Santa Tecla.

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de la regla la centuria en que vivimos, pues en el año 1917 se cumplió la siniestra consigna. Sin embargo, salvo su primera y única traslación, ha sido siempre reedificada en el mismo lugar. Hubo épocas en las que se creyó que había muerto definitivamente, mudándose la capi­ talidad a otras ciudades. Inútil tarea. Los sansalvadoreños vol­ vían a la obra y la levantaban de nuevo. Esta lucha lleva más de cuatro siglos. Los medios modernos de construcción, por suerte, permiten augurar que la hoy bella y próspera urbe sa­ brá defenderse con mejores armas de su tradicional enemigo.

II Cuenta El Salvador con unos trescientos sesenta ríos de curso regular, servidos por cerca de trescientos cincuenta afluentes. El más caudaloso de aquéllos es el Lempa, que hace en el país un recorrido de 260 kilómetros. Los ríos Paz, Grande de San Miguel, Sumpul, Torola y Goascorán son asimismo importantes; pero, debido a la accidentada constitución del suelo, ninguno de ellos es prácticamente navegable (1). En cambio, abundan los rápidos y saltos de agua, guardado­ res de grandes reservas hidroeléctricas que habrán de utilizarse en su día. Los lagos salvadoreños son — si no de extensión enorme— al menos de gran belleza. El de Ilopango m id e '13 kilómetros de longitud de Este a Oeste y cuenta con una superficie de próximamente 65 kilómetros cuadrados. Cercano a la capital de la República, constituye uno de los lugares de esparcimiento más frecuentados.

(1) El Lempa, en el final de su curso, previas algunas importantes obras, podría ser el único adaptable al tráfico fluvial. 37

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El de Güija, cuyas tres cuartas partes pertenecen a El Sal­ vador y la restante a Guatemala, hállase enmarcado por un panorama de imponderable hermosura. Su extensión es de 43’5 kilómetros cuadrados. A l de Coatepeque, con 40 kilóme­ tros cuadrados de superficie, se le tiene por uno de los más bellos de América. De origen evidentemente volcánico, cuenta con una cadena de montañas que forma círculo en torno suyo. De extensión apreciable y singular hermosura es también el lago de Olomega, en el departamento de San Miguel. Siguen a éstos pintorescas lagunas, entre las que se cuentan como más notables las del Jocotal, Zapotitán y Alegría. El océano Pacífico bate las costas salvadoreñas en una lon­ gitud de 296 kilómetros, desde la desembocadura del río Paz hasta la del Goascorán. Forma diversas sinuosidades, como la bahía de Jiquilisco y el estero de Jaltepeque. En el extremo oriental del país há­ llase el golfo de Fonseca, que debe su nombre al obispo Juan Rodríguez de Fonseca, protector de Gil González Dávila, cuyo piloto Andrés Niño fué el primer europeo en explorar aquellas aguas, en el año de 1522 (1). Este golfo baña las costas de tres repúblicas centroamerica­ nas: El Salvador, Honduras y Nicaragua. De sus numerosas islas buena parte pertenece a la primera. La de Conchagua fué bautizada por los nautas hispanos con el nombre de Petronila, en homenaje a la sobrina del obispo burgalés.

(1) En rigor cronológico, debe tenerse a Andrés Niño como descu­ bridor de El Salvador, desde el momento en que fué quien primeramente avistó sus tierras. Sin embargo, su exploración no tuvo ninguna conse­ cuencia para el país.

L ámina VII

Valle del río Lempa. (Tomado de Squier, Notes on Central America, Nueva York, 1855.)

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Valle de Jiboa. (Tomado de Squier, Notes, etc.)

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III El clima de El Salvador, marítimo, es por lo general cálido, aunque las variaciones de temperatura oscilan según la altura. Existen zonas calientes y zonas templadas, sin que haya luga­ res que lleguen a ser fríos. En las costas y algunas llanuras bajas, la media pasa de 30° centígrados, en tantq que en los sitios elevados se mantiene alrededor de los 12°. En la capital las variaciones termométricas son notables durante el mismo día. El resultado de las observa­ ciones practicadas en ella por el Observatorio Nacional Meteo­ rológico durante el año de 1940, fué el siguiente: temperatura media anual, 24° 0, con extremas de 36° 6 como máxima y de 10° 6 como mínima (1). La más elevada temperatura habida en el año — que fué de los calurosos— , resulta pequeña en comparación con la que alcanzan muchas ciudades europeas en el verano, y especial­ mente españolas, que sobrepasan frecuentemente los 40°. En cuanto a las estaciones, no hay sino dos: una lluviosa, que comienza en el mes de mayo y termina a fines de octubre, y otra seca, que comprende los otros meses. Los españoles dieron a la primera el nombre de invierno y a la segunda el de verano, con los que todavía se designan corrientemente. La altura de la lluvia es grande, por consecuencia, contán­ dose El Salvador entre los países del mundo que reciben la cantidad máxima del preciado elemento (entre 1.500 y 2.000 mi­ límetros anuales). En el referido año de 1940 hubo en la ciudad de San Salvador 116 días de lluvia y una precipitación de 1.822’6 milímetros. (1) En los veintiocho años comprendidos entre 1913 y 1940, la más alta temperatura registrada en San Salvador ha sido de 40° 6, el 19 de mayo de 1919, y la más baja, de 7o 4, el 2 de enero de 1918. 39

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IV El suelo salvadoreño, como consecuencia de las condicio­ nes apuntadas, es de una maravillosa fertilidad. En él crecen todos los productos tropicales y otros llevados de lejanas re­ giones. Desde la época de la Conquista admiró a los recién llegados la exuberante vegetación del país, que prometía prodigiosas posibilidades de cultivo. Cuando en el año de 1576 recorrió buena parte suya don Diego García del Palacio, oidor que fué de la Audiencia de Guatemala (1), pasmóse ante la belleza del espectáculo, escri­ biendo al rey Felipe II sobre la provincia de Los Izalcos: «Que la cosa más rica i gruesa que V. M. tiene en estas partes, comienza del río de Aguachapa.» (2) Y no exageraba el sagaz oidor español. La patria de los (1) Según refiere B e r is t a in (Biblioteca Hispano Americana Septentrio­ nal, t. II, ps. 381-382), doctoróse el licenciado G a r c ía del P a l ac io en la Universidad de Méjico, en 1581, llegando a ser rector de ella. Publicó en 1583 unos Diálogos militares, y en 1587, su Instrucción náutica para el buen uso de las naos. (2) Real Academia de la Historia (en lo sucesivo RAH), Colección Muñoz, t. X X X IX , fol. 62 v. Esta carta constituye hasta ahora el más detallado de los documentos del siglo x v i que aluden al actual territorio salvadoreño de un modo general, habiéndola usado, de H e r r e r a acá, numerosos historiadores. Publicóse, por vez primera, en francés, en el Recueil de Dccuments et Mémoires Originaux sur l'Histoire des Possesions Espagnoles dans l’Amérique, de T e r n a u x - C o m p a n s (París, 1840). S q u ie r , que juzga muy imperfecta la versión francesa, da a la estampa una inglesa en Nueva York, en 1860, en su Collection of rare and original Documents and Relations concerning the discovery and Conquest of America; chiefly from the spanish archives, acompañándola de notas muy valiosas. El señor T o r r e s de M e n d o za , en su Colección de documentos inéditos, la incluyó el año de 1866 (t. VI, ps. 5-40), y una versión alemana fué publicada en Berlín, con notas, por el doctor A. v o n F r a n t z i u s , en 1873; la cual, tra­ ducida al castellano y cotejada con el original, publicóla D on L eón F e r ­ n ánd ez en San José, el año de 1881, en su Colección de documentos para la. historia de Costa Rica (t. I, ps. 1-52). También figura en la Colección de documentos importantes relativos a la República de El Salvador, impresa por el Gobierno salvadoreño en 1921 (ps. 13-43). 40

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Palmeras de Ilopango. Cuadro al óleo de Joaquín Vaquero. (Propiedad de don Enrique Videgain Córdova, Barcelona.)

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Arbol y fruto de la papaya. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.)

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pipiles podía contarse como una de las más lucientes joyas engarzadas en la corona de Castilla. Por algo Cuscatlán, en lengua de indios, significa tierra de preseas o riquezas (1). El cacao, el algodón, el bálsamo (1) y el añil o jiquilite eran

Pina. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.) los principales productos salvadoreños explotados durante la época de la dominación española y primeros años de la vida

(1 ) « C u s c a tl: jo y a , p ie d ra p r e c io s a la b r a d a d e f o r m a re d o n d a , o cu e n ta p a r a re z a r » , tr a d u c e F r a y A l o n so de M o l in a en su Vocabulario de la lengua mexicana, a p a re cid o en M é jic o en 1571 (t. II, fo l. 27 v.).

(2) El Myrospermum Salvadorense o Myroxilon Pereircc, o séase el bálsamo negro de El Salvador, es erróneamente conocido con el nombre de bálsamo del Perú, país donde no se cultiva ni se ha cultivado nunca, siendo peculiar de un trozo del litoral salvadoreño, denominado, por tal motivo, Costa del bálsamo. Originóse este error onomástico, umversal­ mente divulgado, en el hecho de que, durante el período colonial, con­ ducíase el bálsamo de su lugar de producción al puerto peruano del Callao, desde donde se reembarcaba con destino a Europa. 42

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independiente. Las exigencias de los tiempos y las necesidades del tráfico comercial modificaron los cultivos, al extremo de que el café — introducido al país en 1840 (1 )— ha relegado a los demás a un papel secundario (2). Sin embargo, el maíz y los frijoles — base de la alimenta­ ción del elemento humano— , así como la caña de azúcar y el henequén, han tenido siempre preponderante lugar en las

Armadillo. (Tomado de Monardes, Simplicium Medicamentorum ex novo orbe, Amberes, 1593.)

(1) La opinión más generalmente aceptada en El Salvador tiene este año de 1840 como el de la primera plantación de café, hecha por el pedagogo brasileño don Antonio J. Coelho (1775-1844), si bien recono­ ciendo intentos esporádicos anteriores, a base de semillas llevadas de Guatemala, donde los padres jesuítas lo cultivaban (C h o u s s y , F é l i x , El café, t. II, ps. 135-152). Sin embargo, si no de frecuente uso, era en Centroamérica el café, a fines del siglo xv m , algo más que una curiosidad botánica. Véase si no lo que se deduce de una correspondencia que figura en el Archivo General de Indias (en lo sucesivo AGI), entre el coronel Roberto Hodgson, de Bluefields, y el capitán don Juan Bautista Guindos, en el año de 1788. Este, en una de las cartas dirigidas al inglés, le pide le envíe «una arroba de café, con la receta de como se hase, para ver si logro con esto algún alivio, pues por aquí no lo hay, y es menester traherlo de Guatemala donde está escaso, y vale a tres rreales la libra quando menos...» (Audiencia de Guatemala, leg. 721.) (2) Según informes de la Oficina Panamericana del Café, establecida en Nueva York, El Salvador ocupaba en 1939 el tercer lugar en la exportación mundial de dicho grano, inmediatamente después del Brasil y Colombia. 43

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faenas del campo, y las superficies sembradas de estos produc­ tos son proporcionalmente vastas (1). En cuanto a la fauna, cuenta El Salvador con gran variedad y riqueza de animales. Desde los más pequeños y curiosos insectos, a los pumas, jaguares, grandes serpientes y cocodrilos, vive toda una gama de especies originarias del trópico o llevadas

Cocodrilo caído en el foso. Dibujo del códice Tro-Cortesiano. (Museo Arqueológico, Madrid.) de Europa; si bien la multiplicación de los cultivos y los estra­ gos del hombre han arrinconado en lejanos montes a los ani­ males fieros. Los ríos y lagos contienen abundante pesca, así como las

(1) De conformidad con los datos hechos públicos por el ministerio correspondiente, las extensiones de los principales cultivos se distribuían en 1939 de la siguiente forma ( Gestión desarrollada en el ramo de Ha­ cienda, Crédito Público, Industria y Comercio en 1940, ps. 343-352): Café ............................ ....... Maíz ............................ ....... Maicillo ....................... ....... Frijol ............................ ....... Caña de azúcar........... ....... Arroz ............................ ....... Henequén ...................... ....... Algodón ....................... ....... Yuca ............................ ....... Añil .............................. ....... 44

106.614 hectáreas — 106.254 — 54.596 — 19.043 — 9.925 — 12.814 — 3.916 — 2.325 — 631 — 240

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Laboreo de un cafetal.

Carga de un barco cafetero en Cutuco (La Unión).

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Tronco de un árbol gigantesco.

Extracción del bálsamo.

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aguas costeras. En bocanas, esteros y bahías aprisionan las redes cuantioso número de habitantes del líquido elemento. Las bestias útiles al hombre viven perfectamente aclima­ tadas, y las razas bovinas, equinas, lanares y porcinas se mejoran constantemente (1). El subsuelo es, asimismo, rico, mas ha sido hasta ahora poco explotado. Minas de oro, plata, amianto, carbón bituminoso, carbonato de cal, cinabrio y mármol existen. Algunas de ellas

Iguana. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.) — especialmente las auríferas— rinden provechoso fruto, mas la mayoría de la riqueza minera permanece virgen. En consecuencia, el medio físico en el que se ha desenvuelto la población salvadoreña ha sido y es sumamente favorable: terreno fértil y rico, abundancia de aguas, plantas productivas y bien aclimatadas, así como animales de toda especie. En contra de este desarrollo, los fenómenos sísmicos que destruyen ciudades, cultivos y vías de comunicación; la existen­ cia de ciertos animales dañinos y de algunos lugares insalubres.

(1) El número de cabezas de ganado existentes en el país el año de 1939, según cómputo oficial, era el siguiente (Gestión desarrollada en el ramo de Hacienda, etc., en 1'JiO, ps. 352-354): Vacuno ..................................... Porcino .................................... Caballar.............. Caprino ..................................... Ovino...........................................

696.649 cabezas 597.800 — 233.900 — 36.990 — 23.100 — 45

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El lector verá a través de estas páginas cómo ha ido progre­ sando el elemento humano en el país, inclinando a su favor las ventajas que le ha ofrecido el medio físico y sobreponién­ dose a, o venciendo, las desventuras que, en duro trueque, le ha proporcionado.

Venado cogido en la trampa. Dibujo del códice Tro-Cortesiano. (Museo Arqueológico, Madrid.)

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LIBR O SE GUN DO LA POBLACI ÓN SAL VADOR E ÑA DURANTE LA ÉPOCA PREHI SPÁNI CA

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CAPITU LO PRIMERO LOS ORÍGENES DEL HOMBRE AMERICANO

I. Hipótesis autoctonistas. — II. Los descubrimientos de Ameghino. — III. Hipótesis tradicionalistas precientíficas y seudocientíficas. — IV. Modernas hipótesis tradicionalistas. — V. Objeciones y resumen.

I El intrincado problema de los orígenes del hombre ameri­ cano — que apasionó desde los primeros tiempos del Descubri­ miento, y cuyo examen, por superficial y somero que sea, no puede eludirse en un estudio de conjunto sobre la población de cualquier país del Nuevo Mundo— conserva tan sin me­ noscabo su actualidad y su valor polémico, que las numerosas y contradictorias hipótesis que modernamente se ocupan de su resolución forman tan tupida maraña que su desenredo no resulta fácil. Mas con todo y tal obstáculo — que no es pequeño— , cabe resumir estas suposiciones en dos básicas tendencias: la tradi-

cionalista y la autoctonista; o en otros términos: en una que le supone originario del Viejo Continente y en otra que le tiene por propio y vernáculo de su actual asiento. La corriente autoctonista — de la que he de ocuparme en primer lugar, con todo y ser la más nueva— divídese a su vez en dos, según que sus secuaces sean partidarios del poligenismo o del monogenismo.

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Para los primeros, el problema no presenta demasiadas di­ ficultades. Cuando se tiene por plural la aparición de las razas humanas en el mundo, no cuesta excesivo trabajo suponer al Nuevo Continente como escenario de otra transformación lenta de primates, hasta llegar a producir al homo sapiens en su versión americana. Y si Klaatsch creyó encontrar en los gorilas a los antepasados de los negros; en los chimpancés, a los de los blancos, y en los orangutanes, a los de los amarillos, nada

tiene

de

extraño que o tr o s monos puedan ser tenidos como progenitores de los amerin­ dios. Mas esta escuela — pe­ se al auxilio de los ologenistas, conciliadores entre el monogenismo y el poligenismo (1 )— no ha logra­ do apartar sus conclusiones Cráneo de Calaveras (California). (To-

de los movedizos terrenos

ma do de “

de la mera especulación. Los segundos — o séanse

los monogenistas— , siguiendo la tesis más general y lógica, y usando de un derecho a la hipótesis cuya licitud no podrá dis-

(1) El ologenismo lo enuncia por vez primera D a n ie l R o sa — antro­ pólogo italiano— , en 1909. Uno de sus más notables adeptos, el etnólogo francés G e o r g e s M o n t a n d o n , escribe sobre su papel conciliador: «En efecto, según la ologénesis, todos los sujetos de una especie, cambiados por fuerzas internas, participan en la formación de la especie que habrá de sucederles; hay, pues, monogenismo y monoflletismo de tipo, pero poligenismo y polifiletismo de individuos. La humanidad, así, no ha nacido en un punto, sino sobre toda la extensión de la tierra, donde la especie que la ha originado habitaba, posiblemente, sobre la tierra entera; en todo caso, sobre la extensión del Viejo Mundo.» (La Race, les Races, p. 98.) 50

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cutírseles, suponen al Nuevo Mundo, pese a su nombre, como la cuna del género humano (1). Mas en este punto el problema del origen queda supeditado al de la antigüedad de los vestigios. Si América, en efecto, con una conformación posiblemente distinta de la que tiene en nuestros días, vió nacer al primer hombre, resulta lógico supo­ nerla guardadora de sus más remotas huellas. Sin embargo, los hallazgos que se han venido sucediendo desde los del danés Lund, en Lagoa-Santa (Brasil), entre 1835 y 1844, hasta los más recientes de los paleontólogos estado­ unidenses, en Folsom (Nuevo Méjico) y Dent (Colorado), en 1926 y 1932, respectivamente (2), no han podido servir para establecer, tras una crítica severa, tan esencial afirmación (3). (1) El señor D e l o r m e S a l t o , uno de los más decididos corifeos de esta tendencia, no se planteaba —ya en 1894— demasiadas dudas al respecto. «De estos antropopitecos, pues, —escribe en Los aborígenes de América-— derivóse el hombre que a mediados de la edad terciaria apareció en la América del Sur, en las selvas brasileñas y peruanas... Del Perú y del Brasil — añade— debieron salir tal vez, en la misma edad terciaria, ejércitos de hombres que, dirigiéndose unos a la América Central, originaron las razas de esta región y aun muchas primitivas de América, y encaminándose otros por la Atlántida al Africa, quizá fuesen los precursores de aquellas razas camiticas que poblaron la Berbería y la Península ibérica en los tiempos prehistóricos.» (Ps. 24 y 25.) (2) Los principales descubrimientos paleontológicos en América, después de los citados de L u n d , han seguido por este orden: los cráneos de Table Mountain (1857) y Calaveras (1886), en California; los restos humanos encontrados por S e g u in , a orillas del río Carcarañá (1872), en la provincia de Buenos Aires; los hallados por A m e g h in o en el arroyo de Frías (1875), cerca de Mercedes, en la misma provincia, y sus posteriores descubrimientos; los de A bb o t , en el valle del río Delaware (1881), en Nueva Jersey (N a d a il l a c , L'Amérique préhistorique, ps. 19-47); los restos del llamado Hombre del Peñón, en las cercanías de la ciudad de Méjico ( B e u c h e t , H., Manual de Arqueología americana, p. 99); las puntas encontradas en Folsom (Nuevo Méjico, 1926), asociadas a restos fósiles de bisontes, y los posteriores hallazgos de tipo folsomoide en distintos lugares de los Estados Unidos y del Canadá ( F i g g i n s , «A Further contribution to the Antiquity of man in America», en Proceedings of the Colorado Museum of Natural History, t. XII, núm. 2, y M a r t ín e z del R í o , L o s orígenes americanos, ps. 43-60); el llamado Hombre de Iztlán, en el lugar de este nombre, en las cercanías del lago de Chapala (Michoacán) (P a l a c io s : «Iztlán», en Universidad de México, t. I, ps. 297-304). (3) «Aunque actualmente, en lo que a Antropología se refiere —es­ cribe H r d l ic k a en su libro Origin of the American Indians—, poseemos 5i

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II Unicamente los descubrimientos de Ameghino — «frecuen­ temente infortunado en sus teorías», según expresión de Obermaier (1 )— estuvieron a punto de consagrar como sólidamente fundamentada una hipótesis que antes hubiera sido tenida como temeraria. Efectivamente, sus repetidos hallazgos en la Argentina de fósiles humanos, mezclados con restos de animales paleontoló­ gicos, en terrenos que catalogó como del plioceno, le hicieron construir su teoría acerca del Tetraprothomo argentinus y del

Diprothomo platensis, a los que tiene por antepasados del homo sapiens. Con la divulgación de estos descubrimientos y de su corres­ pondiente teoría (2), la tendencia autoctonista tomó rápidos vuelos, captando numerosos adeptos (3). Los entusiastas de la numerosas y grandes colecciones antropológicas de este Continente, y que en varias regiones, como en viejas cavernas, refugios rocosos, y otros lugares se han encontrado restos del período cuaternario o animales más antiguos, hasta hoy no existe en todo el Continente un sólo hueso humano americano cuya antigüedad pueda ser debidamente demostrada como perteneciente a una verdadera antigüedad geológica; aun más, hasta la fecha, por ejemplo, es imposible para nosotros mostrar algún ejemplar que pueda compararse en antigüedad con los restos de la era predinástica egipcia.» (1) O b e r m a ie r , H u g o , y G a r c ía B e l l id o , A n t o n io , El hombre prehis­ tórico y los orígenes de la humanidad, p. 136. (2) En 1880 y 1881 aparecen los dos tomos de su discutido libro titulado La antigüedad del hombre en el Plata. (3) «Creemos, pues, como el señor Ameghino — escribe N adaillac — , que el hombre vivía en la América del Sur en medio de animales desaparecidos hace tiempos, que cazaba ciervos, llamas, paleollamas y multitud de pequeños roedores, cuyas osamentas se han acumulado con las suyas; que no temía incluso de atacar al gliptodonte a pesar de su impenetrable coraza, al toxodonte, al megaterio, al mastodonte. Su carne servía para su alimento; su piel, para sus vestidos, y sus huesos convertíanse en sus armas y sus útiles, cuando los sílex y las cuarcitas, que precisaba frecuentemente buscar lejos, le escaseaban. Todo ello nos parece absolutamente probado.» (Ob. cit., p. 31.) 52

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nueva escuela batieron sus cobres, acogiendo con júbilo cuantas aportaciones les parecieran favorables a su tesis. Sin embargo, no faltaron — desde los comienzos— los impugnadores valiosos, como Burmaister, quien sostuvo la no contemporaneidad de los fósiles humanos con los animales, pues las capas donde se encon­ traron los primeros eran claramente cuaternarias. Hrdlicka y Willis, en 1910, acabaron por demoler cuanto quedaba del edi­ ficio laboriosamente construido por el infatigable paleontólogo argentino (1), al grado de que en nuestros días apenas si se menciona su sistema a título de mera información (2). A pesar de todo, existe una tendencia, representada por Frenguelli, dispuesta a revisar las conclusiones de Ameghino, conducién­ dolas por rumbos menos extremos (3). Pero ateniéndonos a la estricta realidad estratigráfica, hemos de concluir, con el ilustre paleontólogo estadounidense Ales Hrdlicka, «que si el hombre hubiera tenido su origen en Am é­ rica y desde aquí se hubiera extendido a otros continentes, o bien si hubiera llegado aquí hace 30.000 ó centenares de miles de años transcurridos, por estos tiempos ya

estaríamos

en

posesión de algunas evidencias de esta grandísima antigüedad local, que fueran aceptables para todos, como lo son los restos preciosos que se conservan del hombre primitivo europeo» (4).

H r d l ic k a , Early man in South America. (2) «Aparte de algunos fervientes discípulos del citado paleontólogo argentino — apunta el profesor V e r n a u en Los orígenes de la Humani­ dad— ningún sabio considera la genealogía humana que ha imaginado como digna de la menor atención. No hay, pues, que detenerse en ella. Lo que necesitamos son hechos bien probados, observaciones precisas, >' en la hora actual poseemos algunas que están al abrigo de la critica.» (Página 93.) (3) «El problema de la antigüedad del hombre en la Argentina», en Act.m del ,\’XF Congreso de Americanistas, ps. 1-23. (4) Ongin of the American Indians. (1 )

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III Descartadas, pues, las diversas ramas de la tendencia autoctonista — al menos hasta que puedan sustentarse en más ro­ busto tronco— , queda la corriente tradicionalista como única capaz de brindar soluciones aceptables. Mas ésta, si cabe, ofrece tantas o más contrapuestas hipótesis que la otra, partiendo siempre, claro está, del principio de que los primitivos pobla­ dores de América procedían del Viejo Mundo. Pero tales supuestos, atendiendo a sus fundamentos, pueden acoplarse en tres grupos, representativos de tres etapas en la evolución de dicha tendencia: el precien tífico, el seudocientífico y el moderno. No se me escapa que esta clasificación, especialmente por lo que hace al segundo grupo — coetáneo, en gran parte, del tercero—

puede

pecar no sólo

de arbitraria,

sino, incluso,

de injusta; mas sirve perfectamente los fines simplificadores que persigo. Podemos incluir en el primer grupo, es decir, en el de las hipótesis precientíficas, todas aquellas suposiciones enunciadas desde los primeros tiempos del Descubrimiento, y cuya fundamentación ha quedado totalmente invalidada por la crítica científica, al menos en la forma en la que fué originariamente expuesta por sus mantenedores. De conformidad con estas hipótesis, raro es el pueblo del Viejo Mundo al que no se le haya tenido por directo progenitor de los del Nuevo. Así, egipcios, asirios, caldeos, judíos, cananeos, tártaros, babilonios, etc., han pasado como pretensos primeros pobladores (1).

(1) Uno de los más curiosos libros en los que se sostiene la ascen­ dencia judaica de los habitantes de América, débese a la pluma del domi54

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Y es curioso que a estos pueblos, a los que se les supone trasladándose al Nuevo Continente en períodos en los que ya conocían la rueda, disponían para su servicio de caballos y bueyes, sembraban trigo, etc., llegaran sin ninguno de tan valio­ sos elementos. Argüíase que fueron tan lentas sus migraciones que dieron tiempo a olvidar el disfrute de tales ventajas. Estos pobladores resultaban llegados, pues, en pleno retroceso. En el grupo seudocientífico hemos de colocar la serie de teorías que se originaron por un superficial o desorbitado em­ pleo — según los casos— de métodos de análisis perfectamente correctos en sí mismos (como son la lingüística, la etnología y la etnografía comparadas), pero que utilizados con ligereza condujeron a sus autores a conclusiones carentes, en su mayor parte, de valor alguno.

nico español F r a y G r e g o r io G a r c ía , que con el título de Origen de los indios de el Nuevo Mundo aparece en Valencia el año de 1607. Más de un siglo después, en 1729, se publica en Madrid una segunda edición, nota­ blemente aumentada. Otro dominico, esta vez en Guatemala, escribe en los comienzos del siglo x v m la Isagoge histórica apologética de las Indias Occidentales y especial de la Provin.cia de San Vicente de Chiapa y Guate­ mala, en la que se sostiene asimismo la tesis del origen judaico. El presi­ dente de Guatemala Reyna Barrios dispuso la impresión de este libro anónimo como homenaje de su país en el cuarto centenario del Descubri­ miento, y vió la luz en Madrid el año de 1892. El señor S e r r a n o y S an z lo califica de «soporífero cual pocos, lleno de ideas anticuadas y absurdas, como es el afirmar que los indios proceden de los hebreos» (Relaciones históricas y geográficas de la América Central, p. X I). Los guatemaltecos —a través de su laboriosa Sociedad de Geografía e Historia— , y sin dár­ seles un ardite el desahogo de S e r r a n o y S a n z , lo reimprimen en 1935. En efecto, no va a pretenderse que un dominico de principios del si­ glo x v m explique el problema del establecimiento de los primeros habi­ tantes del Nuevo Mundo con el criterio que pueda tener en nuestros dias un A l es H r d l ic k a . L o de las ideas anticuadas y absurdas, sobre ciertos temas, no puede asustar a nadie. Por otro lado, se ha hecho un buen servicio a quienes interesa conocer la evolución del pensamiento acerca del origen de los amerindios. Por lo que atañe a todas las demás hipótesis, el insigne americanista estadounidense H e n r y V ig n a u d las resume eficazmente en su notable estudio «Le probléme du peuplement initial de l’Amérique et de l’origine éthnique de sa population indigéne», publicado en 1922 en el Journal de la Société des Américanistes (nueva serie, t. XIV, ps. 1-63), meses antes de su fallecimiento. 55

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En este aspecto la lingüística comparada, muy especial­ mente, causó verdaderos estragos. Guando menos podía espe­ rarse, en el acervo de cualquier tribu ribereña de los grandes ríos tropicales, o avecindada en las cumbres andinas — cuando no en el de una rama extinguida de algún grupo étnico antes numeroso y de la cual no quedaba sino algún reducido y ocasio­ nal vocabulario, obra de cualquier paciente misionero o extra­ viado explorador— , encontrábase esta o aquella palabra, em­ parentada, al parecer, con idiomas de pueblos remotísimos. Y de las conclusiones deducidas no se sabe si ha de pasmar más la imaginación que tuvieron sus autores para obtenerlas, o el desparpajo, para exponerlas. El doctor Barberena, que no anduvo libre de ese pecado, pagando así su tributo al ambiente (1), cita las pintorescas etimologías de la señora Nuttal «acaudalada y entusiasta ame­ ricanista» (2), a quien se le ocurre derivar el nombre de la población mejicana de Chalco, del griego Chalsis, capital de la Eubea, y la de Temistitán, antigua capital azteca, del nombre del filósofo bizantino Timistius, quien, según opinión de esta dama, fracasado en el propósito de organizar su patria conforme a peculiares ideas suyas, trasladóse al Nuevo Continente, donde hubo de lograr sus propósitos... En la lingüística comparada, no cabe duda, toda prudencia resulta pequeña. Por fortuna, de este mare mágnum de hipótesis, tanto en el problema puro del origen como en el de las vías de acceso al

(1) El año de 1894 publicó su libro Quicheismos, en el cual, en medio de las galas de su profunda erudición filológica, entrevera una serie de etimologías total y penosamente descarriadas. D on J u l io C e ja d o r , en artículo que posteriormente recogió en un volumen, aprovechó esta opor­ tunidad para arremeter violentamente contra el docto salvadoreño. Pero ¿no veía acaso demasiado la paja en ojo ajeno? Porque su manía vascongadista no resultaba menos crónica que la quicheísta de su colega hispanoamericano. (2) Historia de El Salvador, t. I, p. 18. 56

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Figuró maya de El Salvador, que representa un prisionero de acusado tipo mongoloide. (Colección de don Ignacio Brugueras, Barcelona.)

Indio del grupo algonquino (Estados Unidos).

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Indio chorota (Chaco).

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DE E L N U E V O MUNDO,

E INDIAS OCCIDENTALES, averiguado con discurso de o p i n i o n e s por elPtfdrTPrtjentado F R . G R E G O R I O G A R C I A , de la Orden ie Predicadores. T R A Í A N S E EN

ESTÉ

LIBRO

VARIAS

CO SAS,

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PU N TO S

-curiólos . tocantes a diverías Ciencias , i Facultades . co a que fe bace vana Hiítoria . de mucho güilo para el Ingenio , i Entendimiento de Hombre» agudos , i cunólos.

SEGUNDA ENMENDADA . Y

I MPRESI ON.

AñAD ID A DE A L G U N A 3

OPINIONES,

ó colas notables, en maior prueba de lo q u e contiene . conTresTablasm ui puntuales de los Capítulos, de las M aterias, y Autoras, que las tratan,

D I R I G I D O

AL ANGELICO DOCT. SI0TOMAS D E A QUINO.

CON En M a n tu o ,

PRIVILEGIO

REAL

Eu la Imprenta de F rancisco M artínez A bao Año de 1 7 1 9

Portada de la edición de 1729 del Origen de los indios, de Fray Gregorio García.

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Nuevo Mundo, han podido salir modernamente unas cuantas concreciones, rigurosamente científicas, que permiten situar el problema en terrenos de relativa claridad. Estas concreciones — que no precisan ostentar primacía en cuanto a la enuncia­ ción— son las que constituyen el último grupo.

IV Comprobada la presencia más remota del hombre en A m é­ rica como de principios del reciente, o a lo más como de fines del pleistoceno (1), al par que conocida la configuración de los continentes en tal época como substancialmente semejante a la de nuestros días

(2), queda por determinar la procedencia

de estos inmigrantes cuaternarios y la ruta que siguieron para llegar al Nuevo Mundo. A este respecto, el estudio de los caracteres etnológicos, lin­ güísticos y etnográficos de los indios actuales — con toda la cautela a que obliga el precedente de las hipótesis seudocien(1 ) «Sea como íuere —señala M a r t ín e z del Rio en la conclusión séptima de su notable estudio citado— , parece inconcuso que la primera colonización sólo pudo llevarse a cabo durante las etapas finales del Pleis­ toceno o a principios del Reciente, al desaparecer los hielos. Conviene alejar la fecha hasta donde lo permitan las condiciones geográficas y climatéricas, porque así disponemos de más tiempo para el desarrollo de esa diferenciación étnica, lingüística y cultural que en gran parte, sin duda, se ha efectuado en América; por otra parte, también parecen exigirlo muchos de los descubrimientos, tanto en Norte cuanto en Sudamérica. Como impresión meramente personal y además sujeta a todo género de rectificaciones, diríamos que el hombre hubo de penetrar al Nuevo Mundo por vez primera hará unos 15.000 años. Aunque un autor reciente tiene toda la razón en decir que el hombre es joven en América, no debemos exagerar su juventud desmesuradamente.» (Página 219.) (2 ) «En el estado actual de las cosas —escribe P a u l R iv e t — , resulta lógico pensar que el hombre americano es llegado del Viejo Mundo y que el arribo de los primeros invasores no remonta a una época anterior al fin del período cuaternario, es decir, a una época en la cual América tenía ya sus contornos actuales, y que, por consecuencia, las vías de acceso eran las mismas que ahora. («Les origines de l’homme américain», en L’Anthropologie, t. X X X V , p. 294.)

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tíficas— habrá de servir como pista valiosísima para conjeturar acerca del origen de sus remotos antepasados, siendo obvio que este conocimiento facilitará en mucho la determinación del camino que siguieron.

Mapa de la zona de Bering, donde se señalan los posibles movimientos migratorios procedentes de Asia que poblaron el Nuevo Mundo, según los datos de Hrdlicka Y la observación más superficial, en este sentido, conduce como de la mano a examinar la profunda similitud somática existente entre los neoamerindios y los asiáticos, semejanza contra la cual toda réplica sería ociosa. Si a esta observación — que la ciencia constata minuciosa­ mente— se agrega la facilidad extrema de contar con el único 59

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paso terrestre que acaso existiera en aquella edad, o en el peor de los casos, con la más reducida superficie líquida que atrave­ sar — el estrecho de Bering— , no resulta difícil concluir que los primeros pobladores del Nuevo Mundo tuvieron origen en Asia, llegando a su nuevo asiento a través del indicado paso (1). Esta teoría, que no significa ninguna novedad ciertamente, pero que estuvo, cuando menos, obscurecida por los entusiasmos autoctonistas, es la que cuenta en nuestros días con la adhesión de las principales figuras científicas, habiendo sido enriquecida con valiosísimas aportaciones, que han venido a establecer, de manera indudable, la analogía existente entre los grupos pobla­ dores

ambas orillas del estrecho que separa el Viejo del

Nuevo Mimen.. En esta tarea ha tenido lugar preponderante el insigne Hrdlicka, quien representa con la mayor autoridad y autenticidad dicha tendencia.

(1) La llamada ruta aleutina, pese a la simpatía de H r d l ic k a , carece por ahora de los puntos de apoyo suficientes como para que pueda ser aceptada su verosimilitud. Salvo en el supuesto de que no sea otra cosa que el resto de un puente, intacto todavía en las postrimerías del pleistoceno — cosa que únicamente los estudios geológicos podrán determinar con detalle— , los datos arqueológicos y etnográficos no favorecen su existencia, al grado de que en las islas del Comandante — separadas de la península de Kamchatka por una distancia de 222 kilómetros, y que habrían sido la primera estación migratoria— no se ha demostrado la presencia del hombre hasta la llegada de los rusos. Los pacientes estudios de W a l d e m a r J o c h e l so n han tenido como consecuencia eviden­ ciar que la cultura más antigua de las islas pertenece al neolítico inferior y que las razas pobladoras son de procedencia americana. (Archceological Investigations in the Aleutian Islands.) El mismo autor, en sus detenidos estudios en Kamchatka, en los años de 1910 y 1911, ha llegado a la conclusión de que los primitivos habitantes de la península son también neolíticos. (Archceological Investigations in Kam­ chatka.) ¿No iban a dejar las migraciones paleolíticas que pueblan el Nuevo Mundo huella alguna? 6o

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V Los viejos argumentos esgrimidos en contra, como los del general Riva-Palacio, han perdido todo valor. Sin embargo, no resulta del todo inútil exhumarlos. «Ya por sí misma — escribe en el prólogo que puso a la obra mencionada del señor Delorme Salto— semejante hipótesis deja entrever todo lo que tiene de absurdo; pero hay que agregar que como ninguno de los ani­ males domésticos del antiguo mundo conocido se encontró en América por los conquistadores, aquellos emigrantes que debían, sin duda, de ser una inmensa muchedumbre para dar origen a los muchos millones de habitantes que tenía América, no llevaban consigo ni un caballo, ni un buey, ni un perro, y sí debieron conducir venados, tigres, bisontes y todos esos ani­ males que tanto abundan en el Nuevo Continente y que no pueden ser el resultado de la generación espontánea. A l mismo tiempo, no hay razón ni motivo para suponer que por donde pasara el jaguar no pudieran también llegar el toro y el ca­ ballo.» (1) Con el mismo criterio, podía exigirse de estos emigrantes que hubieran llevado porcelanas y sedas: todo depende de la época que se les asigne. El hombre cuaternario, ciertamente, no viajaba con tantos elementos. Ignoraba la domesticación de los animales — salvo, acaso, la del perro, que se encontró en América— y la agricultura. Conocía, en cambio, el fuego y tal vez el arco. La única objeción que seriamente puede oponerse al origen asiático de los primeros pobladores del Nuevo Mundo no estriba en negar esta migración, sino en suponerla posterior a la lle­ gada — por otras rutas— de los primitivos habitantes, los cuales (1)

Ob. cit., ps. X-XI.

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habrían sido, con el curso del tiempo, absorbidos por los inva­ sores, si bien en distinta medida, originándose así las diferencias existentes entre los neoamerindios. Exige esta objeción el análisis de un problema, cuyo plan­ teamiento tampoco es de nuestros días: el de la unidad o diver­ sidad de las razas americanas. La tendencia clásica está por la unidad. Así lo

entendieron

Blu-

menbach y Humboldt, y así lo en­ tiende en nuestros días Hrdlicka, con cuantos siguen su escuela. Rivet, en cambio, está por la diver­ sidad. «No se puede ya hablar — ase­ vera— de la unidad de la raza ame­ ricana, como no se puede hablar de la unidad de la raza blanca. Los in­ dios, como los blancos, aparecen como un pueblo de mestizos, donde el aspecto exterior se ha unifor­ mado, sea por la influencia del me­ Figura de una india antropófaga del Brasil. (Tomada de Piso y Marcgrav de Liebstadt, Historia naturalis Brasilia!, Amberes, 1648.)

dio, sea más que todo por la acción preponderante de uno de los ele­ mentos étnicos que han contribui­ do a su formación.» (1)

Pero no resulta del todo inútil comprobar

hasta dónde

los defensores de la unidad y los de la diversidad son realmente irreconciliables en sus conclusiones. «Hrdlicka — escribe Montandon— postula una sola raza americana. Esto viene a ser lo mismo, puede decirse, que de admitir varias, si este autor subdi­ vide su raza única.» (2) (1) (2)

Art. cit., ibíd., p. 293. Ob. cit., p. 186.

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Lo cierto es que los defensores de una u otra postura acep­ tan, al propio tiempo, la cantidad de factores comunes y de elementos divergentes necesaria para favorecer la respectiva teoría que tengan respecto del origen de los amerindios. Y así, Hrdlicka, que cree en la unidad, tiene esta creencia en función de suponerlos descendientes de los grupos inmigrados de Asia a través del estrecho de Bering; en tanto, Rivet, que cree en la diversidad, lo estima así porque, si bien reconociendo el origen asiático de la masa de la población amerindia, considera a los primeros habitantes como procedentes de Australia y Poli­ nesia (1). Por al', oí a, sin embargo, esta valiosa objeción, con todo y los evidentes apoyos que la sustentan (2), carece de la necesaria firmeza como para invalidar el supuesto del origen asiático de los primeros habitantes del Nuevo Mundo. Su mismo propugnador no hace sino conjeturar el orden de instalación de los grupos humanos que considera como antecesores de los amerin­ dios. ¿No puede haber sido a la inversa? ¿No serían, acaso, los australianos y malayopolinesios los últimos llegados? Esto no variaría en mucho la huella que pudieian dejar en los neoamerindios, séase etnológica, etnográfica o lingüística. En consecuencia, y en tanto que nuevos descubrimientos no modifiquen la situación expuesta en términos generales acerca de los orígenes del hombre americano — lo cual no parece (1) «En resumen — concluye R iv e t —, se tienen actualmente pruebas ciertas de que cuatro elementos han intervenido en la formación del pueblo americano: »Un elemento australiano; un elemento de habla malayopolinesia, uni­ do, por sus caracteres físicos, al grupo melanesio; un elemento asiático, sin duda, con mucho, el más importante, que ha impuesto al conjunto de habitantes del Nuevo Mundo una cierta uniformidad de aspecto exterior; un elemento urálico representado por los esquimales. Parece que el or­ den de llegada de estos diversos elementos es tal y como los vengo de enumerar.» (Art. cit., ibíd., p. 311.) (2) Más detalladamente figuran en «Les Malayo-Polynésiens en Amérique», en Journal de la Société des Américanistes, nueva serie, t. XVIII, Ps. 141-278, donde aporta R i v e t sus pruebas lingüísticas. 63

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probable—•, podemos tenerle, sin excesivas probabilidades de error, como llegado de Asia, posiblemente por la ruta de Bering, en los finales del pleistoceno o comienzos del reciente, des­ arrollándose con lentitud y formando independientemente su propia cultura. La posibilidad de migraciones posteriores, aus­ tralianas

y

descartarse.

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malayopolinesias,

así

como

asiáticas,

no

puede

CAPITULO II

LOS PRIMITIVOS POBLADORES

I. Antigüedad del hombre en El Salvador. — II. Los núcleos premayas o arcaicos. — III. Vestigios encontrados por el profesor Lardé en las inmediaciones de San Salvador. — IV. Huellas pictográficas.

I

En el capítulo anterior hemos visto cómo, de acuerdo con las más plausibles hipótesis, l a . presencia del hombre en el Nuevo Mundo se produce en los finales del pleistoceno o prin­ cipios del reciente, en una migración asiática que, atravesando el paso de Bering, sigue de Norte a Sur, hasta poblar las zonas australes del Continente. Ahora bien: en esta lentísima marcha, el territorio centro­ americano resulta camino obligado (1). Ello nos permite pre­ sumir, por consecuencia, que los primeros grupos humanos es-

(1) «Según nuestra opinión —señala O b e r m a ie r —■, es lo más pro­ bable que el Hombre primitivo haya entrado en América del Norte Procedente de Asia septentrional, durante un período interglaciar cálido, Pasando luego a ocupar el continente sudamericano, paulatinamente y a través del puente terrestre de América Central, siguiendo el camino fiue, como hemos visto, llevó la fauna con la cual estaba unido, como cazador de ella que era, en una estrecha simbiosis.» (Ob. cit., ps. 137-138.) 5

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tablecidos en el istmo, y por ende en El Salvador, se originan en el tránsito de esta masa migratoria (1). En el estado de los conocimientos paleontológicos con res­ pecto de Centroamérica en general — y

de El Salvador en

particular— , no puede pretenderse mayor precisión, dentro de la relatividad del término, en este aspecto, es decir, en el de la antigüedad del hombre. Acaso los progresos de la Paleon­ tología permitan en el futuro despejar esta incógnita.

II ¿Cuál es el ulterior destino de estos emigrantes que llevan el primer aliento humano a territorio salvadoreño? Como nos movemos en un terreno estrictamente deductivo, hemos de buscar un elemento tope lo más cercano posible de estos pobladores iniciales y del cual tengamos noción precisa, para que nos sirva de límite en el tiempo. Y este elemento no es otro que el maya, cuya existencia en el país hállase perfec­ tamente comprobada. Así, pues, podemos formar un período — al que designaremos como premaya o arcaico—■ comprendido entre la llegada de los primeros hombres a El Salvador y la de los inmigrantes mayas. Dentro de este largo e indeterminado lapso puede haber ocu­ rrido al núcleo poblador más antiguo lo siguiente:

a)

Proseguir, sin contacto con elementos extraños, la evo­

lución de los pueblos primitivos, hasta poseer la rudimentaria civilización que acusan los vestigios que le son atribuíbles.

b)

Coexistir, sin mezclarse, con elementos procedentes de

otras regiones, establecidos en zonas no ocupadas por ellos. ( 1) Para el doctor B a r b e r e n a — autoctonista moderado, según propia expresión— el grupo inmigrante primigenio procedía del Brasil, cuna, según su criterio, de las razas americanas. (Ob. cit., t. I, ps. 74 y 95.) 66

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Continuar su evolución, recibiendo las aportaciones de

gentes llegadas de fuera, terminando a la postre por fundirse con ellas.

d)

Emigrar a otros lugares, bien por causas ajenas a su

deseo (cataclismos, sequías, violencias de grupos inmigrantes), bien por móviles de mejoramiento.

e)

Haberse extinguido, como consecuencia de situaciones

catastróficas o por motivos de una biología deficitaria. Como en este aspecto todas las presunciones son admisibles, desde el momento en que no podemos apoyarlas sino en el razonamiento, puede m uy bien haber corrido el grupo inicial cualquiera de las suertes que se conjeturan. En el caso de las dos últimas — emigración o extinción— cabe la posibilidad de que un elemento inmigrante se posesionara del territorio aban­ donado por sus primeros ocupantes, sin que pueda discernirse esta circunstancia, a menos de que los vestigios de unos y otros pudieran claramente demostrarlo. Por consecuencia, dentro del apelativo genérico de premaya o arcaico hemos de designar cuanto tenga relación con el pe­ ríodo anterior a la llegada de los primeros inmigrantes mayas, trátese del grupo primero evolucionado por sí solo, mezclado con otros elementos o substituido, después de su partida o extin­ ción, por otras migraciones. En cuanto a la presencia de estos elementos premayas, no se trata del producto de meras deducciones, sino que es la resul­ tante del examen de una serie de vestigios que, bien por su factura, bien por las capas donde han sido encontrados, les son lícitamente adjudicables. Vamos, pues, por lo que concierne a El Salvador, a abandonar un terreno típicamente especula­ tivo para entrar en otro que, sin perder del todo este carácter, permite mayores concreciones. El estudio de la población salva­ doreña, en rigor, se inicia.

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III Entre los vestigios de los grupos premayas merecen especial atención los encontrados por el profesor don Jorge Lardé en los alrededores de San Salvador, sepultados bajo una capa de ceniza eruptiva, sobre la cual se había formado ya la corres­ pondiente corteza de tierra vegetal (1). «He descubierto — léese en el notable estudio que consagra al tema— , en 1917, los restos de una civilización arcaica, mu­ chísimo anterior a la civilización maya, civilización arcaica que parece ser la más antigua de nuestro país, y que no fué mezclada con las otras que posteriormente se establecieron en este lugar, por haber sido sepultada antes por las cenizas y lapidios de formidables erupciones volcánicas; entre las dos últimas series de erupciones volcánicas se encuentran objetos mayas, y sobre todo, en el suelo actual, basuras pipiles y recientes.» (2) En cuanto a la posible antigüedad de este estrato, deduce las siguientes conclusiones: «Respecto a la edad podemos decir que es muy antigua, a juzgar por el hecho de que ha habido necesidad de muchos siglos para las dos transformaciones, la media y la superficial, de la tierra blanca en tierra vegetal, y del hecho de que entre las dos últimas series de cenizas, como a un metro a partir de la superficie actual del suelo, se encuen­ tran utensilios indianos atribuidos al arte maya del siglo v o vi

(1) En el Diario Latino, de San Salvador, publicó el año de 1917 sus primeras notas acerca del asunto. Reelaborado el trabajo, fué im­ preso en la misma ciudad, en 1924, con el título de «Arqueología Cuzcatleca», como contribución al III Congreso Científico Panamericano. Una nueva reelaboración, con el título de «Cronología arqueológica de El Sal­ vador», apareció en 1926 en la Revista de Etnología, Arqueología y Lingüística (t. I, ps. 153-162), de cuya dirección fué encargado en susti­ tución del americanista R u d o lf S c h u l l e r . (2) Revista de Etnología, etc., t. I, p. 154. 6S

La piedra pintada, monumento premaya de San José Villanueva. (Dep.° de La Libertad, El Salvador.)

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Figura de mono, posiblemente premaya, procedente de El Salvador. (Colección de don Ignacio

Lámina XVI

Hacha de sílex encontrada en El Salvador. (Propiedad de don Enrique Videgain Córdova, Barcelona.)

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por nuestro amigo don Samuel Lothrop, y estar recubiertos en el suelo actual de basura pipil, lo mismo que por el hecho de haberse fundado allí Cuzcatlán, sobre esas cenizas, en el siglo XI. »Con entera certeza podemos afirmar que los períodos de grandes erupciones que dieron origen a la capa de tierra blanca que recubre a la negra arcaica, tuvieron lugar muchos siglos antes de la fundación de Cuzcatlán, esto es, muchos siglos antes del siglo x i ; mas no se ha podido aun fijar con precisión la fecha. «Había creído que podía fijarse en una época anterior a la del siglo v o vi, en vista de los bellos objetos arqueológicos mayas de esa época que se encuentran entre las dos últimas series de deposiciones de tierra blanca; pero el doctor Lothrop me ha hecho la objeción que dicho arte pudo haberse conti­ nuado por los mayas de aquí hasta la venida de los pipiles y aun por las mujeres de éstos, tomado de los mayas, hasta la época de la Conquista.» (1) Con referencia a su grado de civilización, asevera que «los restos arcaicos encontrados indican evidentemente que no per­ tenecen a una civilización m uy primitiva, pues ya conocían el fuego y hacían bastante bien sus utensilios, algunos de los cuales son semejantes a los que existen en otros lugares, aunque mez­ clados con productos de artes más avanzadas» (2). De estos descubrimientos, en resumen, podemos precisar únicamente su carácter prernaya, lo cual, por el momento, re­ sulta suficiente. Para su descubridor, esta civilización parece ser la más antigua del país. En esto pueden ya caber objeciones, dado que existen otros restos para los cuales pudiera invocarse la prioridad en tal sentido.

(1) (2)

Revista de Etnología, etc., t. I, p. 162. Idem. 6g

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IV Entre las otras huellas atribuíbles a las poblaciones pre­ mayas de El Salvador — y que, como casi todos sus vestigios, apenas si han merecido la atención de los especialistas loca­ les (1)— , figuran en lugar destacado las pictografías de San José Villanueva en el departamento de La Libertad, a cuyo examen dedicaremos preferente atención. Consiste este notable monumento en una piedra de unos cinco metros en cua­ dro, con otra encima que sobresale en Figuras antropomorfas de la piedra pintada, de San J o s é Villanueva. (Departamento de La Libertad.)

forma de alero. Las pictografías conser. , . , van tod a v ía h u ellas de la p in tu ra ro jiza q Ue se j es con ej fjn m a rcar m ás intensamente su trazado.

Los glifos, que recubren los dos tercios de su superficie, contienen figuras esquemáticas zoomorfas y antropomorfas, de notoria semejanza con las encontradas en otros lugares del Con­ tinente — donde son m uy numerosas—

e incluso de Europa.

Especialmente las estilizaciones de la figura humana guardan notable parecido con las del arte rupestre esquemático europeo, y principalmente español, que es el más valioso. ¿A qué etapa del período premaya pueden corresponder

(1) El Salvador, que carece de monumentos amerindios como los de Copán, en Honduras, o Quiriguá, en Guatemala, no ha obtenido de parte de los arqueólogos extranjeros sino superficial atención. Aparte de_ las alusiones en obras de carácter general, pueden señalarse, como más importantes, los siguientes trabajos: M o n t e s s u s de B a l l o r e , F . de , Le Salvador précolombien. Etudes archéologiques, París, 1891; P e c to r D e ­ s ir é , Notice sur l’Arcliéologie du Salvador précolombien, Leyden, 1892; S p in d e n , H e r b e r t , J., «Notes on the Archeology of Salvador», en Ameri­ can Antliropologist, t. XVII, ps. 446-487, Lancaster, Pensilvania, 1915; W e b e r , F., Zur Archaologie Salvadors, Stuttgart, 1922. 70

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estas pictografías? La observación de Nadaillac respecto de las

pedras pintadas del Brasil, sobre de que no cabe suponerlas obra de las retrasadas tribus guaraníes, carentes de «la inteli­ gencia y la voluntad necesarias para trazar sobre la piedra los objetos que hirieran su imaginación» (1), resulta aplicable a las pictografías salvadoreñas. Ciertamente, no podemos atribuir a los habitantes de El Salvador en la primera etapa del período premaya el adelanto nece­ sario para ello, resultando más lógico imaginarlo en sus evolucionados descen­ dientes o sustitutos. Por otro lado, las for­ mas esquemáticas o esti­ lizadas r e p r e s e n t a n un grado de adelanto — por su s e n t id o ideográfico— sobre las realistas. Así te­ nemos que en Europa las representaciones

natura­

Figuras humanas y otras representacio­ nes del petroglifo de Ceará (Brasil). (To­ mado de Nadaillac, L'Amérique préhistorique.)

listas pertenecen al paleo­ lítico superior y al epipaleolítico, en tanto que las esquemáticas son del neolítico. Todo esto nos permite suponer que los artí­ fices de la piedra pintada de San José Villanueva vivieron en la etapa postrera del período premaya o, a lo sumo, en la in­ termedia. Respecto del sentido de estas pictografías, puede aplicarse, con todas las reservas del cambio de ambiente, el siguiente juicio de Obermaier a propósito de las españolas: «Para el in­ vestigador etnográficamente instruido, está fuera de duda que las pinturas esquematizadas no fueron, de ningún modo, des(1)

Ob. cit., p. 474. 7i

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ahogos juguetones de la fantasía. Por el contrario, trátase de representaciones meditadas. No son de valor estético-artístico sino formas hechas de toda intención, creadas por un rígido simbolismo y con significado ideográfico cuyo sentido era bien conocido por las gentes. Tales imágenes son, pues, la expresión de un alma colectiva e introdúcennos en un mundo esquemá­ tico que carece de todo carácter individual. Los dibujos se repiten regularmente, dentro de un determinado círculo de variantes, en la misma forma — y a ellos débesele atribuir por tanto un significado igualmente simbólico— con que el alma colectiva de un pueblo se mantiene uniforme en su peregrina­ ción a través de largas series de siglos. »Es muy probable que estos esquemas "estereotipados” estu­ viesen al servicio de ideas religiosas, especialmente en relación con el culto a los muertos y antepasados. Las figuras son figuras de fantasmas en la abstracción más elemental, quizás también plenas de substancia mágica. Los muertos, en su vida de ultra­ tumba, necesitaban de animales, y, en consecuencia, éstos son representados también, lógicamente, en formas abstractas, ultraterrenas. Por ello se añaden igualmente símbolos, atributos y cosas semejantes. Ante las "rocas de los espíritus” hacíanse reverencias y probablemente se llevaban ofrendas, tal como hoy hacen ciertos pueblos primitivos de Australia, Polinesia, América del Sur.» (1) Cuanto he transcrito del antiguo profesor de la Universidad de Madrid (hoy en la de Friburgo) viene a confirmar, una vez más, las curiosas analogías que se producen en la evolución de las primitivas sociedades humanas, por alejadas que estén unas de otras (2).

(1) Ob. cit., ps. 180-182. (2) En El Salvador abundan las piedras pintadas y las cuevas con petroglifos. Esta riqueza pictográfica, posiblemente premaya en su mayor

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Ahora bien: aparte de las huellas materiales, ¿cabría la posi­ bilidad de hallar vestigios del hombre premaya en los diferen­ tes tipos indígenas encontrados por los españoles a su llegada o de los que existen en nuestros días? No parece esto factible de averiguar. «Lo que es en El Sal­ vador — escribe el doctor Barberena— no conozco ni tengo noti­ cia de pueblo alguno que represente de preferencia a la raza primitiva; mas es lógico suponer que todos, cuál más, cuál me­ nos, conserven algo de ella.» (1) Salvo en el supuesto de que los mayas, a su arribo, encontraran desocupado el territorio, por el motivo que fuere, o desalojaran de él a sus moradores, sin cruzarse con ellos, habremos de conformarnos con esta cuerda opinión. parte, está urgiendo un estudio de conjunto, que sería pródigo en conclusiones notables para la prehistoria del país. En cuanto a las piedras pintadas, he aquí una lista provisional de las más conocidas: la Peña de la Herradura, en el departamento de Ahuachapán, no lejos de la frontera guatemalteca; las del río de los Milagros y El Congo, en el de Santa Ana; las de San José Villanueva y Comasagua ( Piedra Herrada), en el de La Libertad; la de El Fraile, en el de Chalatenango; las de las márgenes del río Titihuapa (que divide los departa­ mentos de Cabañas y San Vicente), descritas por D on J u a n J. L a in e z ; la de Chinameca, en el de La Paz; la de Sesori, en el de San Miguel; la de Estanzuelas, en el de Usulután; las de Los Fierros, Los Güegüechos, Las Labranzas y Yamabal, en el de Morazán. Por lo que hace a las cuevas, he aquí la relación de las más impor­ tantes: la de El Ermitaño, en Dulce Nombre de María, en el departamento de Chalatenango, con dibujos quiromorfos en rojo; la Cueva Pintada, en Estanzuelas, la de Ereguaiquín, en el departamento de Usulután, y la Gruta de Corinto en el de Morazán. Esta última fué estudiada pri­ meramente por el doctor B a r b e re n a en 1888, quien la califica como «el más curioso de nuestros monumentos petrográficos». (Ob. cit., t. I, p. 252.) Esta cueva contiene múltiples figuras humanas en posturas bien osten­ sibles, pintadas en color rojo. Pero lo más saliente de dicho monumento es la profusión de dibujos quiromorfos, coloreados en rojo, azul, ama­ rillo, etc. El doctor B a r b e r e n a opina que estas pictografías son uimecas, es decir, mayas. (Ibíd., p. 157.) (1) Ob. cit., t. I, p. 75.

CAPITU LO III

LOS NÚCLEOS PREHISPÁNICOS CIVILIZADOS

I. Establecimiento, desarrollo y éxodo de los mayas en El Salvador. — II. Los civilizadores toltecas. — III. Los aztecas o mejicanos.

I

La presencia de elementos mayas en territorio salvadoreño — rigurosamente comprobada por los restos arqueológicos y los datos etnográficos y lingüísticos— plantea, entre otras cuestio­ nes de análoga magnitud, las del origen, procedencia y época de su llegada. El primer punto, es decir, el del origen, se encuentra en nuestros días no sólo indeterminado, sino sumido en un con­ fuso mar de hipótesis contradictorias. Pese a los evidentes y notabilísimos progresos de los estudios mayistas — que consti­ tuyen una especialidad atrayente— , no parece que esta incóg­ nita lleve camino de entrar en vías de rápida solución. Las hipótesis que les tienen como producto del suelo americano (fruto de cruzamientos sucesivos en una vida migratoria, hasta haber sentado las bases de su cultura y establecerse en lo que se designa como Antiguo Imperio) y las que les suponen origi­ narios del Viejo Mundo, inmigrados con gran parte de sus va­ 75

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liosos conocimientos, principalmente astronómicos, gozan, casi por igual, de la simpatía de los especialistas. Como típico de este confusionismo puede tenerse el moti­ vado por la notoria similitud existente entre los monumentos mayas y egipcios. Mientras para unos — por tal razón— queda claro que los mayas son descendientes de estos últimos, o al menos que hallábanse influidos por su cultura, para otros resulta evidente lo inverso, o séase que los descendientes de los mayas, o herederos de su cultura, son los egipcios.

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El signo de Lcimat, que representa uno de los días del mes maya, según figura en: 1, Libros de Chilan-Balam; 2, Relación de las cosas de Yucatán, de Landa; 3, códice de Dresde; 4, códice Tro-Cartesiano (Museo Arqueo­ lógico, Madrid); 5, un vaso maya de Honduras, propiedad del ministro de El Salvador en España, don Antonio Alvarez Vidaurre, y 6, un vaso maya, de El Salvador perteneciente a la colección de don Salvador Rivas Vides, San Salvador. Mas sea cualesquiera su origen, tenemos al pueblo maya estableciéndose, según las más prudentes estimaciones, en lo que se tiene por su Antiguo Imperio, alrededor de los comien­ zos de la era cristiana. Este Antiguo Imperio — que no deja de ser una designación arbitraria— abarcaba parte de los Estados de Tabasco, Chiapas y Campeche, en Méjico; casi toda la Repú­ blica de Guatemala, la parte meridional de Belice; la occiden­ tal de Honduras y la casi totalidad de El Salvador. Sobre la civilización maya — y nunca mejor empleado este término con referencia a los grupos prehispánicos del Nuevo Mundo— todo elogio resulta parco. Los vestigios de sus dos imperios son elocuente testimonio del grado de adelanto que poseían estos amerindios, constructores de admirables ciudades, escultores consumados, astrónomos expertísimos. Poseedores de 76

Cabezas de hombre, en barro cocido, halladas en las ruinas mayas de Cihuatán (departamento de San Salvador). (Propiedad de don Enrique Videgain Córdova, Barcelona.)

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Vasija antropomorfa, de El Salvador, perteneciente a la civilización maya. (Colección de don Ignacio Brugueras, Barcelona.)

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Incensario hallado en El Salvador, en barro cocido, atribuíble al período maya. (En la misma colección.)

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altas dotes especulativas, ha llegado felizmente a nuestros días, salvado de la injuria del tiempo, su libro sagrado, el Popol Buj, que contiene su admirable teogonia (1). Los núcleos mayas ocuparon virtualmente todo el territorio salvadoreño, como lo atestiguan los restos arqueológicos y las indicaciones toponímicas y lingüísticas. Uno de sus centros prin­ cipales radicaba en Tehuacán, en el actual departamento de San Vicente, cuyas ruinas — visitadas por Squier y Bancroft— denotan la importancia que tuvo. El p r o f e s o r Lardé opina que la fun­ dación

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maya se remonta al si­ glo vi de nuestra era (2).

Facsímile de la firma de Fray Francisco Jiménez.

El doctor don Darío Gon­ zález, que examinó sus vestigios en 1891, dejándonos una somera descripción de su estado en aquel entonces, se limita a señalar que «por los restos que se conservan se puede decir que la civilización y artes de Tehuacán en poco diferían de las de Copán y Quiriguá» (3). (1) El Popol Buj o Popol Vuh fué escrito en lengua quiché, en el pueblo de Chichicastenango, probablemente entre 1534 y 1539 (según opinión del licenciado V il l a c o r t a ) , por un noble indígena que recogió en él las tradiciones de su pueblo. Este ilustre quiché fué el primer indio que vistió el hábito de mercedario, profesando en la Orden en 1538, con el nombre de F r a y D ieg o de la A n u n c ia c ió n . Olvidado el manuscrito, fué encontrado por el cura de Santo Tomás Chichicastenango, F r a y F r a n ­ cisc o J i m é n e z , a fines del siglo x v i i , haciendo una versión castellana, que publicó el doctor K a r l S c h e r z e r , en Viena, el año de 1857, a costa de la Academia Imperial de Ciencias. Esta edición se reimprime en Londres, por Trübner, el mismo año. Con estas dos publicaciones, y la que hace el abate B r a s s e u r de B o u r b o u r g en París, en 1861, presentando al lado del texto quiché su traducción francesa, queda lanzado a la curio­ sidad del mundo científico. Desde entonces ha sido objeto de sucesivas ediciones, con apreciables notas ilustrativas. (2) «La población de El Salvador, su origen y distribución geográ­ fica», en F o n s e c a , P edro S., Demografía Salvadoreña, p. 21. (3) «Ruinas de Tehuacán», repr. en Revista de Etnología, etc., t. I, ps. 187-188. 77

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El doctor Barberena llevó al Museo Nacional, a fines del siglo pasado, algunos monolitos de las regiones arqueológicas de Chalchuapa y Ahuachapán, destacándose la llamada Virgen

Detalle de un vaso maya de El Salvador, policromado, que perteneció a la colección de don Justo Armas, San Salvador. (Tomado de Spinden, Notes on the Archeology of Salvador, Lancaster, Pensilvania, 1915.)

de Tazumal y un presunto Chac-Mool. Por haber sido encontra­ dos en la región pocomán de El Salvador, supone estas escul­ turas como pertenecientes también a la civilización maya, de 78

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la que los pocomanes eran una rama (1). El profesor Lardé, en estudio que consagra a esta zona arqueológica, refiriéndose a la

Virgen, dice que «pertenece indudablemente a la civilización maya» (2), pero discrepa de la opinión del doctor Barberena, considerando que la figura representa a un guerrero y no a una diosa (3).

Tubos para la conducción de agua hechos con barro cocido, procedentes de las ruinas mayas de Cihuatán. En la figura número 1 se detallan se­ parados, y en la número 2 en la forma como se ensamblan unos con otros. (Propiedad de don Enrique Videgain Córdova, Barcelona.) Modernamente, en terrenos de la hacienda de San Diego, en el extremo septentrional del departamento de San Salvador, se han puesto al descubierto los restos de una antigua ciudad maya — Cihuatán (4)— y que las excavaciones realizadas hasta ahora nos presentan como el más importante de los yacimientos arqueológicos de El Salvador. La extensión de las ruinas — cerca de una legua cuadrada— hace suponer un núcleo urbano de1

(1) Ob. cit., t. I, p. 91. (2) «Región arqueológica de Chalchuapa», en Revista de Etnolo­ gía, etc., t. I, p. 167. (3) Idem. (4) El nombre de Cihuatán, como el de Tehuacán, no son mayas, sino náhoas. Significa el primero «lugar de mujeres», y el segundo «lugar pedregoso». Estos nombres son evidentemente posteriores. 79

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cierta envergadura, acusando el estilo monumental típico de los grandes centros del llamado Antiguo Imperio, si bien no con la magnificencia de los de Copán o Palenque ( l ) .1 Por otra parte, el investigador guatemalteco señor Soto Hall, en su reciente monografía acerca de los mayas, reproduce dos

Detalle de un vaso maya de El Salvador, procedente de Chalchuapa (departamento de Ahuachapán) y perteneciente a la colección de don Alberto Imery, San Salvador. (Tomado de Spinden, Notes, etc.) estatuillas encontradas a tres metros de profundidad en las pla­ yas orientales de Acajutla, en el departamento de Sonsonate, y que, por su gran semejanza con las egipcias, ciertamente, «nos remontan, sin pensarlo, a las civilizaciones del Nilo» (2).1 2 (1) Sobre su antigüedad, véase lo que consigna la Revista del Depar­ tamento de Historia, de El Salvador: «Un pequeño cálculo sobre la capa que fué formándose por la descomposición de materias orgánicas, nos daría una edad de 2.000 a 2.500 años para esta pirámide.» (Repr. en O l m e d o , D a n ie l , Apuntes de Historia de E l Salvador, p. 34.) Si este «pe­ queño cálculo» no resultara erróneo, podría deducirse, al menos, que Cihuatán fué una de las más antiguas urbes del Viejo Imperio. (2) Los Mayas, p. 200. So

Cabeza de mujer, artísticamente peinada, procedente de El Salvador y atribuíble al período maya. (Coleeción de don Ignacio Brugueras, Barcelona.)

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Cabeza de hombre, en barro cocido, hallada en El » Salvador y perteneciente a la civilización maya. (En la misma colección.)

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Figuras humanas del periodo maya de El Salvador. (Colección de don Ignacio Brugueras, Barcelona.)

Pito zoomorfo hallado en El Salvador, atribuíble a la época maya. (En la misma colección.)

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Monolitó maya denominado La Virgen de Tazumal. (Museo Nacional, San Salvador.)

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Figura de barro cocido coloreado, correspondiente a la época maya, procedente de El Salvador. (Colección de don Ignacio Brugueras, Barcelona.)

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Danzarina. Estatuilla en barro cocido, del período maya, encontrada en El Salvador. (En la misma co­ lección.)

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Todos estos datos evidencian que en los tiempos del Antiguo Imperio existía en El Salvador una nutrida población de cul­ tura maya. Ahora bien: hacia el siglo v il de nuestra era se ini­ cian las grandes migraciones que hacen abandonar a los mayas este asiento para trasladarse a las regiones yucatecas donde habría de florecer su segunda gran civilización: la de Chichón Itzá, Uxmal, Mayapan, etc. Posiblemente de El Salvador salieran también gran número de moradores, despoblándose sus principales ciudades y decli­ nando el nivel de vida general en el país. Las selvas volverían a enseñorearse de calles y sembrados, y apenas si grupos suel­ tos, reducidos a una vida harto primitiva, quedarían como vivo testimonio de aquella pasada grandeza. Todo cuanto pudiera sig­ nificar adelanto veríase arrastrado por el éxodo, impulsado quién sabe por qué poderosos móviles u obligado acaso por catastrófi­ cas circunstancias (1). II Mientras el pueblo maya pasa por estas vicisitudes — esta­ blecimiento, grandeza, decadencia, éxodo y renacimiento— , a las mesetas del Anáhuac llegan sucesivamente diversos elemen­ tos, sobre cuyo origen se cierne asimismo tupida maraña de encontradas opiniones. El primer grupo emigrante es el de los toltecas, cuya exis­ tencia ha llegado, inclusive, a ponerse en duda, considerándo­ los, mejor que como un pueblo, como simple denominación alusiva a un determinado tipo de civilización (2).

(1 ) S p in d e n p r e s u m e q u e ta l v e z la p r o p a g a c ió n d e tr e m e n d a s e p i­ d e m ia s d e fie b re a m a rilla , c o n tr a la s c u a le s se e n c o n t r a b a n in e rm e s , o b lig a r a n a lo s m a y a s a a b a n d o n a r sus flo r e c ie n te s ciu d a d e s , b u s c a n d o zo n a s m á s p r o p ic ia s . (Ancient civilizations of México and Central America.) (2 ) «E s m u y p r o b a b le ta m b ié n — e s c r ib e B a n c r o f t —• q u e la p a la b ra tolteca, q u e e r a m á s b ie n u n títu lo de d is t in c ió n q u e u n n o m b r e n a c io n a l, 8i

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Lo que de ellos sabemos débese a las noticias que don Fer­ nando de Alva Ixtlilxochitl consigna en sus Relaciones históri­

cas, en las que relata el desarrollo del imperio tolteca desde su primer establecimiento en Huehuetlapalan, hacia el siglo iv de nuestra era, pasando por su apogeo en Tula o Tolán, en el si­ glo vi, hasta su fin y dispersión, en el siglo xi, época en la que los restos toltecas emigran hacia el Sur, guiados por su último rey Topiltzin A xitl Quetzalcoatl, acabando por fundirse con los mayas. Pero Wilson (1) y Brinton (2) consideran mítico el relato de Alva Ixtlilxochitl y nula la existencia de tal imperio. Sin embargo, más modernamente Seler (3) y Lehmann (4), apo­ yándose en personales investigaciones, aceptan en la narración del insigne historiador tezcocano un fondo de gran autenti­ cidad (5). Trátese, pues, de un efectivo imperio tolteca, o del nombre dado a los primeros grupos civilizados que se instalan en las mesetas del Anáhuac, lo cierto es que estas gentes crean un importantísimo foco de civilización, de gran poder expansivo.

nunca se aplicó al común de las gentes, y que la subversión del imperio fué el destronamiento de una dinastía y no la destrucción de un pueblo.» (Historia de Méjico., p. 17.) (1) Prehistoric Man, p. 261. (2) The Myths of the New World, p. 180 y sgs. (3) «Ueber den Ursprung der mittelamerikanischen Kulturen», en Zeilschrift der Geseltschaft für Erdkunde zu Berlín, t. XXXVII, ps. 537-552. (4) «Traditions des anciens mexicains», en Journal de la Société des Américanistes, nueva serie, t. III, ps. 284-286. (5 ) El arzobispo P l a n c a r te y N a v a r r e t e se sitúa inteligentemente en una posición intermedia, admitiendo la existencia de unos toltecas míticos y de otros históricos. De acuerdo con tal criterio, y apoyándose en el hecho de que tanto T h o m a s A . J oyce como A lfr e d T o z z e r hayan seguido creyendo en los toltecas, pese a los anatemas de B r in t o n , anota en su postuma Prehistoria de México: «Con el ejemplo de tales autorida­ des nadie me podrá echar en cara que yo también evocara a los toltecas haciéndolos tomar una parte activa en nuestra historia.» Y más ade­ lante añade: « A l hacerlo así no es porque crea que los ulmecas, toltecas, popolocas, chalmecas, teotlixcas, tlacochcalcas, vixtoti y xicalancas no sean en su origen tribus tan mitológicas como los gigantes quinamentin:

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«Todo era esplendor — escribe don Carlos Pereyra— cuando los toltecas fundaron el centro definitivo de su vida social. Cono­ cían el calendario, tenían escritura, eran consumados artífices. Tolteca y constructor fueron sinónimos.» (1) Ahora bien: en Guatemala, El Salvador y Nicaragua existen grupos de civilización náhoa — pipiles en los primeros y niquiranos en el último— que no pueden haberse instalado des­ pués de la creación del imperio azteca, porque en tan escaso lapso no es presumible lograran crear los establecimientos orga­ nizados que encuentran los españoles. El doctor W alter Lehmann, en su notabilísimo estudio acerca de las lenguas indígenas de la América Central, mantiene la tesis de que los pobladores de Los Izalcos — concretamente— pertenecen a un grupo náhoa arcaico, lo que comprueba por la similitud existente entre su lenguaje y el de otros pueblos de la misma raza, separados por el tiempo y la distancia. Cierta­ mente, resultaría tan extraño suponer a estos pipiles de habla anticuada procediendo de los aztecas del Anáhuac, como ima­ ginar a los sefarditas de Salónica emigrados de la España del siglo x ix (2). Y en este aspecto recibe una confirmación el re-

en esto estoy enteramente de acuerdo con el Prof. Brinton y reconozco la fuerza de sus argumentos; pero una vez que los indios y los antiguos cronistas usaron esos nombres para designar las tribus primitivas tam­ bién en su histórico significado, no quiero aumentar la confusión con inútiles y nocivas innovaciones. Usaré los mismos nombres, dándoles su carácter histórico o mitológico según convenga, reduciendo una cuestión de hechos a la de simples palabras, que bien entendidas no pueden con­ fundir a nadie. Los pelasgos, ligures, iberos y otra multitud de tribus de origen tan mitológico como el de los toltecas, ulmecas, xicalancas y vixtoti, han conservado sus nombres en las modernas historias, sin que por eso se crea otra cosa de ellas que haber sido las representantes de las ignoradas tribus primitivas de los distintos países de los cuales se suponen autóctonas.» (Página 339.) (1) Historia de la América Española, t. III, p. 90. (2 ) Veamos el juicio de L e h m a n n : «El nahuat de Los Izalcos per­ mite pensar en una inmigración aun más antigua de elementos toltecas viejos en la época de la fecundación de la cultura maya primitiva por la cultura de los proto-náhoas, hacia principios del siglo m de Cristo. También la sorprendente y extraordinaria densidad que aun hoy tiene S3

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lato de Alva Ixtlilxochitl acerca de las migraciones toltecas hacia el Sur. Así, pues, tendríamos que en El Salvador, después de pro­ ducirse el éxodo maya hacia el siglo v il — o antes, tal vez— , se fueron instalando grupos toltecas, llegados por la costa del Pacífico, y cuyo grueso arribaría alrededor del siglo xi, época de la dispersión de su imperio (1). Estas colonias toltecas lograrían, sin duda, mantener el con­ tacto con los demás pueblos afines a través de la costa del Pa­ cífico, hasta que se vieron separados por los grupos quichés (2).

III Mientras tanto, en el Anáhuac, dispersado el imperio tolteca, se inicia la era de los chichimecas y, posteriormente, la de los aztecas, mejicas o tenochcas. Se trata de pueblos llega­ dos del Norte y nutridos del mismo tronco que lingüísticamente se denomina shoshoni-azteca. Estos emigrantes se dicen procedentes del legendario Chicomoztoc (las siete cavernas), e inician su migración desde A ztlán — de donde su nombre de aztecas— hasta fundar la gran Tenochtitlán, el año de 1325. Su imperio, dos siglos más tarde, termina con la llegada de Cortés. Ahora bien: los grupos indígenas que encuentran los espa­ ñoles a su llegada a El Salvador pertenecen en gran parte (los

la Costa del bálsamo (Panatacat), indica una gran antigüedad de la emigración.» (Zentral-Amerik'a. Die Sprachen Zentral Amerikas, t. I. vol. II, ps. 1.021-1.022.) (1 ) Para el profesor L ardé el origen de todos los pipiles está en esta migración tolteca del siglo xi. («La población de El Salvador, su origen, etc.», ibíd., p. 49.) (2) El aislamiento de tales núcleos, sin embargo, debe de haber tenido sus interrupciones, como lo demuestra la presencia de elementos náhoas posteriores. S4

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situados, dicho sea de manera general, entre los ríos Paz y Lem pa), por su civilización, costumbres, lenguaje, raza, etc., a este pueblo de mejicanos. ¿Cuándo llegan los aztecas a El Salvador y por dónde? A este respecto existe una versión tradicional, cuyos fundamentos no resultan muy sólidos: la de una migración enviada por el emperador mejicano Ahuitzotl. Esta tradición se origina en Fuentes y Guzmán (1), de donde pasa a Juarros (2), divulgán-

Chicomoztoc, o las siete cavernas. Dibujo del códice Vaticano. (Biblioteca del Vaticano.) dose por su medio. En resumidas cuentas, se dice que el men­ cionado Emperador, en la imposibilidad de batir abiertamente a las tribus pocomanes, quichés y cakchiqueles, urde un artilugio para lograrlo. Efectivamente, envía a los territorios que ocupan éstos a grupos de súbditos suyos, en calidad de mercaderes, con el objeto de que se instalen en ellos y formen nutridas colonias, capaces de combatir, desde dentro, en favor de su rey, combina­ damente con el ataque que éste habría de desencadenar. Pero la muerte de Ahuitzotl da al traste con semejante argucia y quedan los mejicanos materialmente cercados de enemigos. Sin poner en tela de juicio la celada de Ahuitzotl (al fin y al cabo, cada cual puede discurrir su caballo de Troya), la ver­

i l) Consagra, en la segunda parte de su Recordación Florida, el cap. V del lib. II a la narración de estos y otros sucesos referentes a los pipiles. (2) Qompendio de la Historia de la Ciudad de Guatemala. 85

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sión de Fuentes y Guzmán carece de consistencia para explicar el origen de las poblaciones pipiles de Guatemala y El Salva­ dor. Así lo observó Squier (1), y no de otro modo lo indica el buen sentido. Efectivamente, el reinado de Ahuitzotl se inicia en 1486 y termina en 1502 con su muerte, es decir, en una proximidad tan inmediata de la Conquista, que no cabe, en absoluto, suponer que unos inmigrantes recién instalados hu-

Autógrafo de don Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán. bieran logrado, en las regiones pipiles de Guatemala y El Sal­ vador, establecer los señoríos y cacicazgos que encontraron los españoles pocos años después. Torquemada, en su Monarchia Indiana, asevera que los pue­ blos náhoas de la América Central procedían de una colonia de chololtecas llegada del Anáhuac unas siete u ocho generacio­ nes antes de la Conquista, lo cual parece atemperarse más a la realidad (2). (1) p. 332. (2) 86

The States of Central America, their geography, topography, etc., Lib. III, cap. XL.

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Lo más probable es que desde el establecimiento de los pri­ meros grupos toltecas, en las proximidades del siglo xi, hayan sido frecuentes las migraciones de elementos náhoas, que deben de haberse sucedido hasta los tiempos próximos de la Con­ quista. Este contacto ininterrumpido con los pueblos del Anáhuac es el único que puede explicar cómo, a la llegada de los españoles, poseyeran los pipiles tan gran similitud con los aztecas, de los que apenas les separaban diferencias meramente formales.

Elección de Ahuitzotl. Dibujo de Durán en la Historia de las Indias de Nueva-España y islas de Tierra Eirme. (Biblioteca Nacional, Madrid.) El problema del paso — al cerrárseles el camino costero por irrupción de grupos disímiles— puede explicarse de muchas maneras. Por otro lado, el evidente contacto entre todos los pueblos civilizados de la América Central y el intercambio de conocimientos puede todavía aclarar muchas cosas más. Así, pues, podemos considerar el territorio salvadoreño como sucesivo asiento de los siguientes grupos humanos:

a)

Premaya o arcaico, constituido por inmigrantes origina­

rios de Asia, que evolucionan puros o mezclados con otras razas.

b)

Maya, establecido alrededor del siglo i de nuestra era,

abandonando el territorio hacia el vn, dejando algunos ele­ mentos. S7

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Náhoa, en sucesivas migraciones que inician los toltecas

hacia el siglo x i y que terminan con las de los últimos aztecas en tiempos no muy lejanos de la Conquista (1).

(1) Clones a) b) c) a) e)

Para el doctor B a r b e r e n a , el orden de sucesión óe que pueblan El Salvador es el siguiente (ob. cit., t. I, ps. 155-156)': Amerindas. Proto-náhoas. Chañes o ulmecas (maya-quichés). Yaquis o tultecas. Aztecas o mexicas.

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(Desarrollo de Juan Falp y Ernesto Reine.)

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población de

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en las postr im e r ía s

DEL PERÍODO PREHISPÁNICO

I. Grupos étnicos que constituían la población de El Salvador antes de la Conquista. — II. Estructura orgánica del grupo pipil. — III. Su cultura, organización política, estado social, economía y religión. •— IV. Los lencas.

I El sucesivo asentamiento de gentes llegadas de puntos diver­ sos, a más de ciertos movimientos internos migratorios, hace que en las postrimerías del período prehispánico, es decir, cuando en otras tierras del Continente resuena ya el galopar de los potros conquistadores y alza la cruz sus primeros altares, pre­ sente el territorio salvadoreño el aspecto de un pequeño crisol en el que se funden elementos desprendidos de los más insignes troncos de las razas amerindias. Mas dos grupos principales — en actitud absorcionista el pri­ mero— ocupan casi todo el país: pipiles y lencas. Moran aquéllos en la zona comprendida entre los ríos Paz y Lempa, en tanto que los otros se extienden hacia la margen izquierda del segundo. Un pequeño grupo jinca es posible que habitara en el bajo Paz, abarcando parte del departamento de Ahuachapán, y algunos elementos pocomanes en la zona de Chalchuapa, así como chortíes en la de Tejutla. En los departamentos de Morazán 89

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y La Unión, en Cacaopej-a y Lislique, existía un reducido grupo de matagalpas. Tanto los jincas como los pocomanes y chortíes tenían en Guatemala sus núcleos centrales, a los cuales hallábanse vincu­ lados. Los primeros, cuyas características se conocen de parva manera, forman núcleo independiente, y su lengua ha sido cla-

Distribución territorial de los grupos étnicos que poblaban El Salvador en las postrimerías del período prehispánico. sificada por Rivet como de una familia aparte de las circundan­ tes (1). Los pocomanes y chortíes pertenecen a la gran familia maya, y tuvieron gran influencia en la historia prehispánica de Guatemala, dejando huellas arquitectónicas notables. Sus dialec­ tos han sido clasificados por el citado autor entre los de la familia maya (grupo maya propiamente dicho), perteneciendo el pocomán al subgrupo poconchí-quiché-mam, división poconchí (2), y

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«Langues Américaines», en Les langues du Monde, p. 637. Idem, p. 632.

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el chortí al subgrupo tzendal-maya, división tzotzil (1). Los matagalpas de Cacaopera y Lislique constituían un islote en medio del grueso de la población lenca. Su dialecto pertenece a la familia mískito-sumo-matagalpa, grupo matagalpa o chontal de Nicaragua (también llamado populuca de Matagalpa) (2). Los pipiles y lencas, ocupantes de la mayor parte del terri­ torio, formaban, políticamente, organizaciones distintas, dife­ renciándose en su lenguaje, religión y modo de vida. Los pri­ meros son los descendientes de los emigrantes náhoas, y los segundos los restos de la población maya que no siguió el éxodo que dió fin al Antiguo Imperio.

II El nombre de pipil es contemporáneo de la Conquista, ya que, según parece, les fué dado a los indios cuscatlecos por los mejicanos que acompañaban a don Pedro de Alvarado al oirles hablar el náhuatl en forma que les pareció aniñada. Pipil, efectivamente, significa niño.«En una palabra — concreta Barberena— , nuestro pipil era el mismo idioma que hablaba el pueblo mejicano, con insigni­ ficantes diferencias que no bastan para declararlo dialecto, como nuestro idioma nacional no lo es del castellano.» (3) ¿Cuál es la forma en la que se agrupan políticamente estos elementos? «La región pipil cuscatleca — continúa el citado autor— es­ taba dividida, según nuestros historiógrafos, en varios cacicazgos, siendo los principales los siguientes: Cuscatlán, Isaleo, Apanhe-

(1) (2) (3^

«Langues Américaines», ibíd., p. 631. Idem, p. 633. Ob. cit., t. I, p. 164. 91

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cail, Ahuachapán, Tehuacán, Apaxtepetl, Ixtepetl y Guacotechli. »No se sabe si estos cacicazgos eran independientes entre sí o si formaban una o más nacionalidades; mas lo que sí se puede asegurar es que el "Señorío” de Cuzcatlán gozaba de cierta su­ premacía, ya haya sido por su extensión o por su poder, pues dió nombre a toda la comarca. En la época de la Conquista el vocablo Cuzcatlán servía para designar toda nuestra región pipil, es decir, la mayor parte del actual territorio de El Sal­ vador.» (1) Para don Leopoldo Rodríguez el reino de Cuscatlán se exten­ día hacia el Oeste hasta el pueblo de Guaymoco (hoy Armenia), pero coincide en que la delimitación resulta imprecisa (2). En cuanto a la capital del señorío de Cuscatlán — denomina­ ción que parece más congruente— , era la ciudad de este nombre que sobrevive en un pueblecillo situado no muy lejos de San Salvador, cerca de una laguna que se secó después de la ruina de 1873 y que lleva el apropiado nombre de Antiguo Cusca­ tlán (3). Este lugar de Antiguo Cuscatlán no presenta en nuestros días restos arqueológicos de importancia, al grado de que si alguien fuere guiado por el deseo de contemplar los vestigios de la que fué capital de los pipiles, habría de llevar gran decep­ ción al encontrar solamente un modesto burgo de laboriosos

(1) Ob. cit., t. I, p. 169. (2) Estudio geográfico, histórico, etnográfico, filológico y arqueológico de la República de E l Salvador en Centro-América, p. 32. (3) Durante el período colonial quedó reducido a tan humilde condi­ ción que a principios del siglo x ix apenas si contaba con 49 pobladores, de los cuales 14 eran indios y ladinos los 35 restantes. Después de la independencia íué extinguido varias veces, habiendo sido restaurado otras tantas. Poco, pues, faltó para que no quedara de la que fué capital de los pipiles otra cosa que la eufonía evocadora de un nombre. En la actualidad es pueblo del departamento de La Libertad, y cuenta con valiosas propiedades agrícolas, quintas, centros de recreo y dependencias oficiales, establecidas en su término municipal gracias a su ventajosa proximidad a la capital de la República. En 1939 vivían en su casco urbano 486 personas y 3.567 diseminadas en su área rural. 92

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moradores, herederos en parte, pues la mayoría es mestiza, de las características raciales de sus antepasados. Mas esta pobreza de huellas monumentales nada indica en contra de la ubicación de la antigua ciudad, como ha llegado a suponer algún ingenuo arqueólogo, desilusionado al no hallar los tesoros de los cuscatlecas al primer golpe de su piqueta (1). Otras ciudades importantes, según el doctor Rodríguez, eran las de Cojutepeque, Apastepeque, Guacotecti y Tehuacán, «de las que solo se conocen sus ruinas» (2). Las ruinas de Tehuacán — a cuya filiación maya aludo en el capítulo anterior— las considera el referido autor como de origen pipil. No es improbable que los pipiles ocuparan la ciu­ dad abandonada por los mayas (caso que se produce en otros lugares), dejándole el nombre por el cual se conocen sus ves­ tigios.

(1) La carencia de restos arquitectónicos puede explicarse de muchas maneras (terremotos, incuria o acción del hombre, etc.), pero no basta para declarar desprovista de fundamento la tradición que señala seme­ jante sitio como asiento de la que fué capital aborigen. Aparte de que el futuro puede reservar aún alguna sorpresa, baste recordar los hallazgos hechos en sus proximidades mediado el siglo anterior, y que son, por sí solos, bastante explícitos. «En 1856 —escribe don L eopoldo R o d r íg u e z en su libro citado— , se excavó el más grande de los túmulos que había en el Nuevo Cuscatlán o la Joya, que medía 13 varas, o sean 10 metros 855 milímetros de alto, y se encontraron en él catorce cadáveres bien colocados, con insignias pectorales de piedra jaspe, labradas_con bajos grabados; todo lo cual ha hecho creer que es el lugar donde fué sepultada la familia real de Cuzcatlán.» (Página 32.) Nuevo Cuscatlán, donde hallóse este montículo funerario, es un pueblecillo erigido en 1874 en el valle de La Joya, no lejos del Antiguo Cuscatlán, del que formaba parte. En cuanto a los enterramientos, no tengo noticia alguna de su destino posterior, y por lo que hace a los adornos encontrados en ellos, lo más probable es que, pasando con el tiempo de unas a otras manos, hayan acabado por dispersarse. Acaso el pectoral de jaspe verdoso que figura en la colección de don Alfonso Quiñónez Molina, ex presidente de El Salvador, no tenga otra procedencia. (2) Ob. cit., p. 34. 93

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III A esta población pipil se pueden aplicar, desde un punto de vista cultural, las mismas observaciones que se han hecho sobre la mejicana. Su idioma, el náhuatl, era de los más perfectos de América. Poseían diversas e interesantes nociones sobre las ciencias y las artes, como lo atestiguan los restos arquitectónicos y esculturales, si bien no llegaron en esto a la perfección de los mayas.

Jeroglíficos pipiles de Sonsonate. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.)

En el aspecto moral dieron prueba — al rechazar el estable­ cimiento de los sacrificios humanos— de una sensibilidad que estaban muy lejos de sentir los aztecas y muchos de los pueblos circunvecinos. La organización política y económica general del pueblo pipil puede resumirse en estas palabras de Barberena: «Ha de haber sido el asiento de una confederación análoga en el fondo a la mejicana de la época de Montezuma, constituida no por un go­ bierno feudal, sino por una democracia militar, cuya organi­ 94

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zación se fundaba en el régimen por tribus, con propiedad común de la tierra.» (1) El poder político hallábase, por consecuencia, en manos de la casta guerrera, que nombraba al jefe supremo. Después de muerto Cuaumichín a manos de sus mismos súbditos, por

Armas de los guerreros pipiles. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.) pretender el establecimiento de los sacrificios humanos, logró Tutecotzimit, su sucesor, instaurar el sistema hereditario, así como crear una nobleza. La organización militar de los pipiles era de una bien pro­ bada eficacia. De otro modo no hubiera podido subsistir en medio de pueblos hostiles, como lo reconoce el ilustre investigador mejicano don Carlos Pereyra. «Se trata — escribe— (1)

de una

Ob. cit., t. I, p. 225. 95

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fuerte y antigua corriente migratoria de los pueblos náhoas, que persistió mediante luchas tenaces contra los pueblos de cultura mayaquiché. Los pipiles se mantuvieron con el arma al brazo en San Salvador y Sonsonate.» (1) La organización bélica pipil pudo ser desbaratada única­ mente por los conquistadores españoles, a costa de tremendos esfuerzos y de una superioridad de medios a todas luces evi­ dente.

Escudos de los combatientes pipiles. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.) La mayoría de la población dedicaba su actividad a las fae­ nas del campo, cuyo cultivo era obligatorio. El cacique tenía entre sus deberes el de ordenar la siembra y designar en cada

calpulli los individuos aptos para ella. A pesar de no conocer el arado ni disponer de animales de tiro, montura o carga, cosechaban en abundancia maíz, frijol, cacao, tabaco, etc., guardando el producto en silos apropiados. La irrigación no guardaba secretos para ellos, y las aguas eran sabiamente distribuidas (2). (1)

Ob. cit., t. V, p. 152.

de B ourbotjrg , Histoire des nations civilisées dn Mexique et de l'Amérique-Centrale, t. III, ps. 633-635.

(2 )



B rasseur

L á m in a X X IV

Pectoral de jaspe verdoso hallado en El Salvador y perteneciente a la cultura pipil. (Colección de don Alfonso Quiñónez Molina, San Salvador.)

Pectoral de piedra eruptiva, posiblemente pipil. (Colección de don Igna­ cio Brugueras, Barcelona.)

L ám ina X X V

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j Metate, metlatl o piedra para moler maíz, procedente de El Salvador y perteneciente al período pipil. (Tomado de Montessus de Ballore, Le Salvador précolombien, París, 1891.)

Vasija pisciforme del período pipil, hallada en El Salvador. (Tomada def mismo.)

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Vaso con la figura de Tlaloc, perteneciente al período pipil de El Salvador. (Tomado de Montessus de Ballore, Le Salvador, etc.)

L ámina X XV I

Figura en pórfido gris pulimentado, hallada en El Salvador y correspondiente al período pipil. (Tomada del mismo.)

X XVII

Fuente de El Salvador, del período pipil, con figuras de coyotes en las patas. (Tomada de Montessus de Ballore, Le Salvador, etc.)

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Figura de micoleón hallada en El Salvador y correspondiente a la cultura pipil. (Tomada del mismo.)

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El oidor Diego García del Palacio — en su famosa carta des­ criptiva enviada al césar Felipe II— relata la forma en la cual los indios de Los Izalcos plantaban el cacao. «Usaban en el senbrallo — dice— muchas cerimonias; escojiendo de cada mazorca e piña los mejores granos de cacao, i juntos los que habían me­ nester, los zaumavan i ponían al sereno en quatro días del pleni­ lunio, i quando los habían de senbrar se juntaban con sus mugeres con otras cirimonias, bien sucias. En efecto, era la cosa más preciada que acá había.» (1) Cierto, pues los granos del nutri-

Incensario pipil, que perteneció a la colección de don Justo Armas, San Salvador. (Tomado de Spinden, Notes, etc.) tivo fruto servían de moneda en las transacciones corrientes. La fabricación de útiles para la agricultura y demás nece­ sidades de la vida, así como diversos oficios, estaban en manos de artesanos, que gozaban de gran predicamento entre sus com­ patriotas. Alfareros, carpinteros, albañiles, barberos, tejedores, etcétera, hallábanse exentos de la obligación de cultivar la tie­ rra directamente, pero debían hacerlo por persona interpuesta. El ejercicio del comercio gozaba también de prestigio, y los que viajaban portando mercancías desempeñaban a la vez delicada misión de espionaje, ya que a su regreso debían ren­ dir cuenta ante los jefes de cuanto habían visto y observado en los pueblos colindantes. (1)

7

RAH, C o le c c ió n M u ñ o z , t. X X X IX , fol. 63. 97

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De conformidad con esta distribución de los distintos que­ haceres, existían las siguientes clases sociales:

a) b) c)

Nobles (pipiltin). Plebeyos (macehualtin).

d)

Esclavos (tlatlacotin).

Comerciantes (pochteca) y artesanos (amanteca).

Diferenciábanse en el vestido, la habitación y en ciertas pre­ rrogativas de que gozaban los primeros. Los esclavos no lo eran por procedimiento hereditario, sino punitivo. Formaban esta casta los expulsados de sus respectivas tribus a raíz de algún delito, y cultivaban las tierras de otro o servían de cargadores en la milicia. Sus hijos eran libres por entero. El núcleo social primordial — la familia— hallábase estable­ cido sobre las más sólidas bases. Practicaban la monogamia, y el acto matrimonial revestíanlo de inusitada solemnidad. El vínculo era indisoluble, aunque se admitía determinada forma atenuada del divorcio. Los nobles introdujeron alguna corrupción en estas costum­ bres, practicando la poligamia, que felizmente no llegó a gene­ ralizarse. Poseían un sistema penal por el cual castigaban diferentes delitos contra la vida humana, la moral, la propiedad, la reli­ gión o los poderes públicos. Curioso es anotar que hallábase penado severamente el no cultivar los predios dedicados a mantener a los huérfanos de cada tribu. Por lo que a las prácticas religiosas se refiere, escribe el oidor Palacio: «Adoraban al sol quando sale, i tenían dos Ydolos, el uno en figura de hombre, i éste se llamaba Quetzalcoatl, i el otro, en figura de muger, Itzqueye.» (1)

(1)

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RAH, C o le c c ió n M u ñ o z , t. X X X IX , fol. 69.

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El papa y sacerdotes presidían diversos ritos — sangrientos muchos de ellos— relacionados con la agricultura, la milicia o la vida social. Pueblo trabajador y guerrero, era amigo de los juegos de fuerza y destreza. El de pelota, el de flechas y el llamado vola­

dor merecían su preferencia. Para el segundo de ellos se reque­ ría gran habilidad, ya que lanzado un objeto al aire era pre­ ciso atravesarlo de un certero flechazo.

Arcos y saetas de los pipiles. Dibujo de Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida. (Archivo Municipal, Guatemala.)

Tenían también afición por el baile, aunque le dieran un sentido preferentemente religioso. Por otro lado, poseían en grado notorio la virtud del aseo, que conservan tradicional­ mente. Viviendo en un país cálido y lleno por doquier de lagos y ríos más o menos caudalosos, lógico es que sintieran atracción por el agua. Magníficos nadadores, hacían gala de su habilidad en cuantas ocasiones se presentaban. Cuando visitó el país el oidor Palacio, fué invitado por los indios a presenciar cómo, buceando algunos de ellos, atarían y sacarían a la superficie un cocodrilo. Opuso reparos el ilustre ma­ rino asturiano, dado el peligro que suponía el arriesgado ejerci­ cio. Los indios, a pesar de la negativa, sacaron uno atado del río y lo llevaron a su presencia. Causóle gran admiración este 99

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hecho en el que fué domeñada la «brabeca de un animal tan espantoso» (1). Sencillos en sus costumbres, amantes de su suelo y su liber­ tad, con un sentido riguroso de la familia, no es de extrañar que progresaran rápidamente, alcanzando un satisfactorio nivel de vida. En cuanto a los lencas — es decir, los directos herederos de los núcleos mayas que poblaron El Salvador— , habían sido arrin­ conados por las migraciones náhoas al otro lado del río Lempa, ocupando, en términos generales, la que hoy es zona oriental de la República, nominada por ellos Chaparrastique, o séase,

lugar de hermosas huertas, así como el sector Norte de la zona central. Estos lencas convivían con numerosas colonias pipiles que ocupaban su territorio y se hallaban influidos en alto grado por éstos, al extremo de que la mayoría de ellos comprendían su len­ gua. Dedúcese lo primero por la cantidad de nombres náhoas que se intercalan entre los pueblos lencas, y lo segundo por el testimonio de Fray Antonio de Ciudad Real, presunto redac­ tor de la relación del prodigioso viaje de Fray Alonso Ponce a través de Méjico, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nica­ ragua, en visita de los establecimientos de la orden de San Francisco. Efectivamente, al atravesar la región lenca, tanto a la ida como a la vuelta, tuvieron ocasión — tanto el Padre Ponce como su acompañante—

de hacer interesantes observaciones

acerca de estos lugares, las que, sumadas a las del oidor Pala­ cio, sean acaso las únicas de las que podamos disponer. Por lo que atañe a la influencia mejicana en los lencas, re­ sulta el siguiente párrafo suficientemente explícito: «Los indios de aquella guardianía [la de San Miguel] parte son potones y parte uluas, pero entienden la lengua mexicana y en ella se

(1)

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RAH, C o le c c ió n M u ñ o z , t. X X X IX , fol. 60 v.

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les predica y ellos se confiesan, de más que hay un poblezuelo de indios mexicanos que hablan la lengua de México, y llámase Los Mexicanos (como atrás queda dicho).» (1) Como el Padre Ponce y su acompañante — que no eran da­ dos a entretenerse en sus altos menesteres— pasaron por la región lenca a la ida, en mayo de 1586, y a la vuelta, en el mes siguiente, es decir, a los sesenta y dos años de la primera llegada de los españoles a El Salvador, resulta más que sensato suponer que este conocimiento del náhuatl en los indios lencas era anterior a la Conquista, reflejando un estado de mejicanización creciente, lo que permite imaginar que si aquélla se hubiese retardado los elementos pipiles habrían terminado por imponerse netamente en todo el territorio. Aparte de los interesantes informes de tipo lingüístico, re­ coge Fray Antonio de Ciudad Real algunas leyendas de los lencas, anteriores, claro es, al arribo de los españoles, mas como simples y amenas informaciones de paso, así como algu­ nos datos acerca de sus cultivos y ciertas costumbres. Los finales en tique, frecuentes en la toponimia lenca, lla­ maron la atención de los franciscanos, dando motivo para la humorística ocurrencia de Fray Antonio de Ciudad Real de brindar los nombres de estas poblaciones para que «al poeta que los leyere no le falten consonantes para alambique, alfe­ ñique, pique y repique y otros» (2). Sabido es que tique signi­ fica huerta. (1) Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al padre fray Alonso Ponce en las provincias de la Nueva España, siendo Comisario General de aquellas partes, t. I, ps. 392-393. (2) Idem, p. 331.

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LIBR O T E R C E R O LA POBL AC IÓN SA LVAD OR EÑA DURANTE LA ÉPOCA CO LO N IA L

P R IM E R A LA

PARTE

POBLACI ÓN

G E NE R A L

CAPITU LO PRIMERO L a población de E l S alvador durante la C onquista I. D a t o s

co etá n e o s

que

p e r m it e n

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acerca

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p o b la c ió n

d e P e d r o d e A l v a r a d o y F r a y B a r t o l o m é d e la s C a s a s . — d e m o g r á f ic o s

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p r o p o rc io n a

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C o n q u is t a . — I I . L a s i n f o r m a c i o n e s

cam paña

de

I I I . I n d ic io s

A lv a r a d o .

I El explorador de nuestros días que se lanza a desentrañar el misterio de los reducidos pedazos de tierra no adscritos aún al Ecúmene, lleva consigo tal número de nociones previas acerca de los lugares que motivan su interés, que cabe exigirle una aportación capaz de satisfacer la curiosidad cientíñca en todos los órdenes. Bien diferente es el caso en el que se hallaban los conquis­ tadores españoles. La sorpresa de lo imprevisto era la norma. Atraviesa Vasco Núñez de Balboa unos cuantos kilómetros en el istmo de Panamá — de rápida comodidad para el viajero actual— y el mundo se le agranda en proporciones capaces de amilanar a cualquier temperamento que no fuera el de aquellos hombres de temple excepcional.

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No se trata, pues, de que sus conceptos geográficos fueran erróneos, pues estaban, sencillamente, haciendo la geografía. Por ello, en su contacto con los pueblos que sometían a su paso, cuidaban, mejor que de facilitar datos al historiador futuro, de inquirir acerca de lugares fabulosos — sus nociones previas—

que no todas las veces tenían la realidad de una

Tenochtitlán o de un Cuzco. Y de ahí resulta que, acomodando siempre — o casi siempre— las informaciones que recibían a su

jffu e i m p i e f l a l a p í d e m e c a r t a o e r e l a c i ó n cnla rm pcrial d u d a d d c l o l c d o p o :6 a fp a r ex aufla, ÍU a D o fe a vcyntc o i í b d c I m o jo c O c iú b íc . Z U ío oclnafam icnro ex nueftro falúas d o * $ d u c b n 'fto rx m iU q u im o j to « vqrntc yanco a ñ o s .;, *

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C o lo f ó n

d e l a p r i m e r a t i r a d a d e la c u a r t a r e la c i ó n d e C o r té s , im p r e s a con la s d e A lv a r a d o y G o d o y .

deseo, abultaran hechos, imaginaran ciudades, exageraran masas de población, etc. Crearon con esto una maraña que al investigador moderno toca desenredar, cuidado bastante menos peligroso — desde lue­ go— que el de buscar los ilusorios imperios que tejían las ima­ ginaciones, mas no por ello exento de dificultades. No es, por consiguiente, en actitud quejosa como hemos de contemplar la escasa aportación que desde el punto de vista demográfico dejan los españoles en su primer contacto con pue­ blos de El Salvador, pero conviene dejar sentada tanto su par­ vedad como su carácter contradictorio. Contamos

únicamente

con

estas

referencias

de

primera

mano: la segunda carta de relación remitida por Pedro de 106

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Alvarado a Hernán Cortés (1 ); el proceso que se siguió al pri­ mero en Méjico en 1529 (2 ); la Breuissima relación de la des-

truycion de las Indias, escrita por Fray Bartolomé de las Casas en 1540 (3), y la Historia verdadera de la Conqvista de la NuevaEspaña, redactada en sus postreros años por Bernal Díaz del Castillo (4). Contienen éstas, en conjunto, la mayor suma — y no es grande— de datos existentes sobre el territorio salvadoreño en el momento de su conquista. Salvo los del Padre Las Casas — que los tomó, sin embargo, de gentes que en ella estuvieron— , son

(1 ) S a lió a lu z e n la im p r e n t a d e G a s p a r d e A v i l a , e n T o le d o , e l 2 0 d e o c t u b r e d e 1 5 2 5 , e s d e c ir , a l a ñ o s ig u ie n t e d e h a b e r p is a d o .A l v a r a d o t e r r it o r io d e E l S a l v a d o r . V a in c lu id a e n e l lib r o t it u la d o

La quarta relación que Fernando cortés gouernador y capitán general por su majestad en la nueua España del mar océano embio al muy alto e muy potentissimo inuictissimo señor don Carlos emperador semper augusto y rey de España nuestro señor: en la qual están otras cartas e relaciones que los capitanes Pedro de aluarado e Diego godoy embiaron al dicho capitán Fernando cortes. E n e s te v o l u m e n fig u r a n , i m p r e s o s p o r v e z p r i m e r a , a s u n t o s r e la t i v o s a a q u e l p a ís , in c o r p o r á n d o lo a s í a l r e p e r t o r io d e l m u n d o c o n o c id o . A p e n a s t r a n s c u r r id o o t r o a ñ o , e n « l a m e t r o p o lit a n a c iu d a d d e V a l e n c i a » se r e i m p r i m e e n e l t a lle r d e G e o r g e C o s t illa , a c a ­ b á n d o s e l a t a r e a e l 12 d e j u l i o d e 1 5 2 6 , s e g ú n r e z a e l c o lo f ó n d e l ú n ic o e je m p l a r c o n o c id o y q u e c it a H a r r is s e e n s u Bibliotheca Americana Vetustissima. ( P á g i n a 2 5 4 .) E n l a B i b l i o t e c a N a c i o n a l d e M a d r i d se c o n s e r v a u n a c o p i a m a n u s ­ c r it a , c o n e l c o lo f ó n d e G a s p a r d e A v i l a , t a c h a d o , p e r o l e g ib le a l t r a s lu z , y q u e c o n tie n e li g e r a s v a r i a n t e s . ( S e c . d e M s s ., n ú m . 3 .0 2 0 .) M o d e r n a m e n t e e s t a s c a r t a s d e r e la c ió n , j u n t a s o s e p a r a d a s , h a n s id o r e i m p r e s a s e n v a r i a s o c a s io n e s . (2 ) P e r m a n e c ió in é d ito h a s t a q u e lo e d it a r o n e n M é j i c o e l a ñ o d e 1 8 4 7 d o n J o s é F e r n a n d o R a m í r e z y d o n I g n a c io L . R a y ó n , c o n e s t e t í t u lo : Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado. P e r o t a n t o la r e la c ió n a n t e r io r c o m o e l p r o c e s o f u e r o n r e im p r e s o s e n G u a t e m a l a , e n 1 9 3 4 , p o r la p r e s t ig io s a S o c i e d a d d e G e o g r a f í a e H i s t o r i a , e n u n v o l u m e n q u e r e c o g e o t r o s d o c u m e n t o s d e la C o n q u is t a y q u e ll e v a p o r t ít u lo

Libro viejo de la fundación de Guatemala y papeles relativos a don Pedro de Alvarado. (3 ) Fué en 1552.

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1542

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p u b li c a d a

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S e v i l la

(4 ) N o se i m p r i m i ó s in o h a s t a 1 6 3 2 , d e b id o a lo s c u id a d o s d e F r a y A lo n s o R e m ó n , q u ie n la d e d ic ó a F e lip e I V . F u é p u b li c a d a e n M a d r i d , e n l a im p r e n t a d e l R e in o . E l o r i g i n a l s e c u s t o d ia e n G u a t e m a l a , d o n d e la e s c r i b ió s u a u t o r .

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todos de actores de los sucesos, y sobre ellos hemos de especular, a fin de deducir consecuencias que permitan conjeturar algo acerca de la población del país en 1524.

II Examinemos en primer término el material directo que los referidos documentos proporcionan. En su segunda carta dice Alvarado haber hallado en Acaxual (Acajutla) «los campos llenos de gente de guerra» (1 ); en Tacuxcalco «estaba mucha gente de guerra del dicho pueblo y otros sus comarcanos esperándonos» (2), y en Cuxcaclan (Anti­ guo Cuscatlán) «hallé muchos indios della que me rescibieron y todo el pueblo aleado» (3). «Aquí supe — añade— de muy grandes tierras la tierra aden­ tro, ciudades de cal y canto; y supe de los naturales como esta tierra no tiene cabo, y para conquistarse, según es grande y de muy grandíssimas poblaciones, es menester mucho espacio de tiempo; y por el rezio inuierno.que entra no passo más ade­ lante a conquistar.» (4) Indica lo anterior que a lo largo de su recorrido

(unos

cien kilómetros del río Paxa a Cuscatlán) tropezaba con una población densa. Los informes que obtiene corroboran y aun exageran esta circunstancia. No creemos — ni con mucho— que la realidad fuese tan halagüeña y que existieran esas importan­ tes ciudades de cal y canto. En todo el territorio salvadoreño puede darse por seguro que la única ciudad digna de tal nombre era la de Cuscatlán, en la cual se hallaba el conquistador. Ni él

(1 )

Libro viejo,

(2 )

Idem .

(3 ) (4 )

Idem, Idem.

e t c ., p . 2 6 8 .

p. 269.

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vió otras mayores ni los restos arqueológicos permiten suponer que las hubiera por aquellas fechas, al menos como para admi­ rar a quien conocía las de Méjico. Justa nos parece a este res­ pecto la observación que hace el señor Pereyra, suponiendo que los indios se referían, sin duda, a las monumentales edifica­ ciones de Copán (en territorio hoy hondureño), ya entonces en ruinas (1). Por el proceso — que cuidadosamente he repasado— apenas si podemos sacar otra conclusión que la apuntada, es decir, que los conquistadores hallaban lugares ampliamente habitados. En ninguno de los dos documentos salen a relucir cómputos numé­ ricos, ni siquiera a título de apreciación global o parcial. El Padre Las Casas, que escribía por referencias, es el único, en cambio, que da cifras (lo que en él constituía obsesionante manía). En su citada obra dice: «... la provincia de Cuzcatán, donde agora o cerca de allí es la villa de San Salvador, que es una tierra felicísima, con toda la costa de la mar del Sur, que dura cuarenta y cincuenta leguas: y en la ciudad de Cuzcatán, que era la cabeza de la provincia, le hicieron a Alvarado grandíssimo recibimiento, y sobre veinte o treinta mil indios le estaban esperando cargados de gallinas y comida.» (2) Veinte o treinta mil indios, con frutos de la tierra, espe­ rando al conquistador en la ciudad pipil, parecen demasiados indios y demasiadas vituallas. Bien es verdad que podían haberse reunido de muchos lugares comarcanos, a fin de presenciar la llegada de los guerreros blancos. Pero, a más de que las especu­ laciones numéricas de Las Casas son reiteradamente faltas de fundamento, tenemos que el arte de calcular multitudes es uno de los más imperfectos que darse puedan, no sólo entonces, sino también en nuestros días.1 2 (1 ) (2 )

Ob.

de las Casas , lio

c it ., t. V ,

F a b ié , A

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156.

M a r ía ,

t. I I , p . 2 4 7 .

Vida y escritos de don Fray Bartolomé

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En el opúsculo titulado Istoria sumaria y Relación brevísima

y verdadera de lo que vió y escribió el reberendo padre fray Bar­ tolomé de la Peña de la Orden de Predicadores, de la lamentable y lastimosa destruición de las Indias, Islas y Tierra Firme de la Mar del Norte (1), y que según su editor no es sino el de Las Casas «redactado en forma diferente, así en la distribución de la materia, como en el estilo» (2), la dubitativa apreciación, que oscila de veinte a treinta mil indios, se convierte ya en «más de treinta mil yndios que esperándole estavan» (3). (Bien es verdad que las «cuarenta y cincuenta leguas» se tornan en «ciento y cincuenta leguas» (4) y que las «gallinas y comida» se vuelven «gallinas y capones y perdices, faisanes, alcarabanes, tórtolas, grúas, ánsares, butres, golochos y otra infinidad de cosas de mantenimiento deste género» (5). (Así progresan las cifras demográficas, geográficas y gastronómicas...) Y de lo que refiere Bernal Díaz sacamos aún menos en claro. A su regreso de Honduras — a donde fué acompañando a Cortés en la famosa expedición punitiva contra Cristóbal de Olid— atravesó Chaparrastique y entró en Cuscatlán, camino de San­ tiago de Guatemala, donde hubo de instalarse. El marqués del Valle regresó a Méjico embarcado, separándose de su fiel soldado y más tarde cronista notabilísimo. Hizo el viaje en unión de Pedro de Alvarado y los suyos, con los que se encontró en Choluteca. El adelantado había ido al encuentro de Cortés atravesando todo el territorio salvado­ reño, señal inequívoca de que para entonces se hallaba, si no totalmente sometido y pacificado, al menos en cierta situación de paz. Bernal Díaz refiere las incidencias de este viaje de1 5 4 3 2 (1 )

F a b ié , A

las Casas, t . I I. (2 ) Idem, t. (3 ) Idem, t. (4 ) Idem. (5 ) Idem.

1X2

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M a r ía ,

I, p. 283. II, p. 335.

Vida y escritos de don Fray Bartolomé de

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3LL ActeCcuitcido Don PEDRO de A L Y A R A D O de B a d a j o z ., D o n P e d r o d e A i v a r a d o , c o n q u is t a d o r d e E l S a lv a d o r . (T o m a d o de H errera,

Décadas,

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