La palabra recuperada: Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana 9783964565648

Reúne una serie de estudios que analizan desde las primeras transcripciones de relatos míticos de las culturas amerindia

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Spanish; Castilian Pages 256 Year 2006

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La palabra recuperada: Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana
 9783964565648

Table of contents :
ÍNDICE
PRÓLOGO
RELATOS DE LA AUSENCIA: HISTORIA, MITO Y FICCIÓN EN LA HISTORIA, DE MARTÍN CAPARROS Y EL ENTENADO, DE JUAN JOSÉ SAER
MITO, DESPOJO Y ELEGÍA POR LA QUERENCIA PASTORIL EN YAWAR FIESTA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
DEL ESPEJO ENTERRADO AL MICTLÁN: PRESENCIAS MÍTICAS EN VILLORO, FRESÁN Y BOLAÑO
TRES CATEGORÍAS DEL MITO EN MACUNAÍMA DE MÁRIO DE ANDRADE
EL CAMINO DE LAS HUACAS. DEL INCA GARCILASO A JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL CHAMANISMO Y LAS PRÁCTICAS DE LECTURA
IRRADIACIÓN SEMÁNTICA DE LOS MITOS ANDINOS EN EL PEZ DE ORO, DE GAMALIEL CHURATA
RELATO DEL POPOL VUH, LIBRO MÁGICO DE LOS MAYAS-QUICHÉ
FRONTERAS COLONIALES: MITOS, FICCIÓN Y PARODIA EN EL NORTE DE MÉXICO

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Helena Usandizaga (ed.) La palabra recuperada

La palabra recuperada Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana

HELENA

USANDIZAGA

IBEROAMERICANA

(ED.)

• VERVUERT



2006

Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

Este libro fue realizado con la ayuda del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica del Ministerio de Ciencia y Tecnología, proyecto BFF2003-04417

© Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 info@ iberoamericanalibros .com www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-288-3 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-309-2 (Vervuert) Ilustración de la cubierta por Emili Ametller, inspirada en un monolito de Pucará (siglo ni a. de C.), Puno, Perú Diseño de la cubierta: J. C. García Cabrera Depósito legal: B-49.938-2006 The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en Cargraphics Impreso en España

ÍNDICE

Prólogo

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Florencia Bianco Relatos de la ausencia: historia, mito y ficción en La Historia, de Martín Caparros y El entenado, de Juan José Saer

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Magdalena Chocano Mito, despojo y elegía por la querencia pastoril en Yawar Fiesta de José María Arguedas

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Dunia Gras Del espejo enterrado al Mictlán: presencias míticas en Villoro, Fresón y Bolaño

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Marcin Kazmierczak Tres categorías del mito en Macunaíma de Mario de Andrade

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William Rowe El camino de las huacas. Del Inca Garcilaso a José María Arguedas: el chamanismo y las prácticas de lectura

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Helena Usandizaga Irradiación semántica de los mitos andinos en El pez de oro, de Gamaliel Churata

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José Ignacio Uzquiza Relato del Popol Vuh, libro mágico de los mayas-quiché

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Nuria Vilanova Fronteras coloniales: mitos, ficción y parodia en el Norte de México . . .

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PRÓLOGO Helena Usandizaga

¿Por qué reflexionar sobre los mitos como material de la literatura? La primera respuesta tiene en cuenta que los mitos están presentes y son un tejido vivo en los textos literarios latinoamericanos: tal vez se les podría acusar de anacronismo si se repitieran simplemente como en las obras del pasado, pero lo cierto es que su vigencia se actualiza como se actualizan los grandes mitos conocidos en Occidente, que siguen siendo válidos en la literatura. Los mitos pueden ser objeto de ironía o aparecer de modo implícito, o como una manera de percibir el mundo y los conflictos de la vida humana; en cualquier caso, iluminan siempre la actitud con la que el hombre se enfrenta al conocimiento, al arte, a la vida y a la muerte, al amor y al odio, a la relación en la sociedad con los otros hombres y a su situación en ella: Prometeo encadenado, Ulises, Edipo, Apolo y Dionisos, el Apocalipsis, Caín, el judío errante, el Paraíso perdido, el viaje a los infiernos, la Medusa, Narciso, Satán, Cronos o Saturno... No se trata sólo de figuras, sino de oposiciones y configuraciones espaciales y temporales que funcionan como un modo de captar el mundo, y que se convierten en imágenes estéticas. De acuerdo con este valor de los mitos, se pueden considerar las figuras de la tradición americana: ¿por qué no Quetzalcóatl, mitad pájaro y mitad serpiente, tierra y aire a la vez, por qué no Xipe Tótec, que danza con la piel del desollado para significar la renovación a través de la muerte, o Chalchiuhtlicue, la de la falda de jade, diosa de las aguas, por qué no el Tlalocan, uno de los ámbitos de la muerte que lo era a la vez de

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las semillas y la regeneración, o Tezcatlipoca, con su terrible espejo de obsidiana que refleja la noche, y peor aún, el rostro desconocido de los hombres?; ¿y por qué no las cuerdas vivas de los mayas, cuerdas vivas como arterias que organizan el mundo como una energía vital que recorre los diferentes estratos y que fluyen entre los dioses y los hombres, o el palpitar del mundo previo a la creación, o los gemelos Hunahpú e Ixbalamqué, que vencen a los dioses del inframundo? ¿Por qué no las huacas o lugares sagrados, los apus o wamanis, montañas o sitios donde habitan los espíritus de los antepasados, las paqarinas o lugares del nacimiento, los seres del mundo oscuro, los sirinus que habitan este mundo, en las cuevas y lagos, y de los cuales manan las melodías que los músicos aprenden, o por qué no los ríos sagrados que inician y renuevan, y cuya música es más alta que la de las danzas guerreras, o la Pachamama, que responde a los ritos de reciprocidad igual que los apus, o las fuerzas que duermen en los seres convertidos en piedras? Estas preguntas pueden enfrentarse a ciertas afirmaciones que parecen decretar la muerte del mito en la posmodernidad, especialmente aplicando la sentencia, cuando se habla de literatura latinoamericana, de un modo selectivo a los mitos autóctonos americanos. La dimensión cíclica del mito, su carácter de repetición de algo prefijado, anularía con su eterno retorno, según algunos, la apertura de la libertad y el progreso; por otro lado, cuando el mito lo que propone es una apertura hacia el futuro, cuando tiene un componente utópico, otros o los mismos lo rechazan porque esta visión utópica contraviene de otra manera la modernidad, o tal vez la posmodernidad, en tanto que alimenta falsas y románticas ilusiones de cambio. Otras veces se justifica el rechazo al mito poniéndolo en relación con el abandono, por parte del escritor actual, de los puntos de vista totalizadores, de los «grandes relatos» de la modernidad, de la utopía como dirección o como progreso, y de la creación de un espacio textual como sustitución o reparación catártica de la historia. Frente a la visión reduccionista de estas críticas, postulamos que los mitos autóctonos, además de un valor de resistencia y de construcción de la identidad, para nada despreciable, responden también a grandes imágenes iluminadoras, de carácter estético y artístico. Sin embargo, como no es posible separar belleza y sentido, esta perspectiva no excluye los aspectos semánticos e ideológicos; el mito es también un modo de expresar los enfrentamientos y las alianzas simbólicas. El punto de con-

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fluencia de ambos aspectos podría estar en la percepción, en esa mediación de la percepción interiorizada y vivida en la experiencia estética y aun en la captación del sentido. Así, como tantos otros elementos literarios, los mitos no funcionan cuando son abstracciones o fórmulas, pero sí cuando se imbrican perceptivamente con el sentido de la obra. Otra de las razones por las que parece pertinente reflexionar sobre estos mitos es porque artísticamente su presencia propone una de las posibles maneras de salir de la insoportable levedad de ese «estilo internacional» a la moda, que a veces se va diluyendo hasta convertirse en agua. ¿Cuál es el material mítico prehispánico del que puede nutrirse la literatura? Los mitos autóctonos americanos se conservan oralmente o en textos de escritura básicamente no fonética en las sociedades precolombinas, y su presencia se oculta o disminuye con la llegada de los españoles. Pero no desaparecen: en el contexto de la Conquista y de la colonia, comienzan a pasar a la cultura escrita por medio de los cronistas, religiosos y otros escritores españoles, y también de los propios indígenas y mestizos, cuando éstos empiezan a ser precariamente dueños de una escritura que era el fundamento de todo poder y negociación en la sociedad colonial (Rama 1984: 52). De modo paralelo, persiste la transmisión oral de los mitos, sobre todo en las sociedades resistentes a la aculturación impuesta por la Conquista. Desde el primer momento, pues, fracasa la operación de sustitución cultural, y desde entonces el mito se inscribe en la literatura americana. El trabajo artístico consciente con los mitos, sin embargo, no se instala hasta el siglo xx, especialmente cuando las vanguardias abren las puertas del imaginario americano para que éste entre en la literatura. En cuanto a las miradas teóricas, se inscriben en la tradición de Nuestra América de José Martí ([1891] 1979) y de «El proceso de la literatura» (1926) de José Carlos Mariátegui, quienes reflexionan ya sobre la confluencia de varios sistemas en la cultura latinoamericana. La primera sistematización de esta reivindicada emergencia de lo autóctono es la de Ángel Rama, quien describió (Rama [1982] 1985b) la síntesis entre formas narrativas contemporáneas y la oralidad, y la recuperación del imaginario americano. Además de producirse por la emergencia de una cultura no oficial pero «real» (Rama [1980] 1985a), el cultivo de lo oral y de los mitos del imaginario profundo se basa según Rama en la proximidad de los transculturadores (de los que asumen la función de conectar

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diferentes espacios culturales) a las comunidades ágrafas, en las que la palabra guarda su fuerza enunciativa, y en las que decir es un acto mágico de convocación (Rama [1982] 1985b: 245). Este proceso comienza según Rama ya en el siglo xvi y llega hasta sus contemporáneos: Arguedas con el quechua, Roa Bastos con el guaraní y Rulfo con el habla de Jalisco. También Aínsa considera, como Rama, que sólo a partir de Yawar fiesta (1941), Los ríos profundos (1958), La agonía de Rasu Ñiti (1962), Todas las sangres (1964) de José María Arguedas, se puede hablar de una verdadera «transculturación», operada a partir de una expresión «interior» de participación, y menciona además los casos de Joáo Guimaráes Rosa en el Brasil, Juan Rulfo en México, Augusto Roa Bastos y Rubén Bareiro Saguier en el Paraguay, y, para un mundo mestizo y fronterizo uruguayo-brasileño, Saúl Ibargoyen Islas (Aínsa 1986: 105). Para ambos teóricos la transculturación no es únicamente lingüística, sino que afecta a toda la cultura, lo que incluye a los mitos como base de la conformación del imaginario. En esta órbita se suele considerar también la obra de Miguel Ángel Asturias, en especial su novela Hombres de maíz (1949). Más recientemente, Brotherston (1997: 423) propone una hipótesis aún más fuerte al hablar del «palimpsesto» mítico americano como algo que subyace a muchos textos literarios, y no sólo a aquéllos que buscan conectar las culturas locales con una escritura que las expanda. Brotherston se refiere a autores como Abel Posse en Argentina, Eduardo Galeano en Uruguay, Ernesto Cardenal y Pablo Antonio Cuadra en Nicaragua, y analiza sus obras, especialmente las tres primeras, en el último capítulo de su libro, en el que menciona también a los más reconocidos como Arguedas, Asturias, Mario de Andrade, e incluye a Alejo Carpentier. Alude además a una larga lista de autores, desde Rubén Darío, Rómulo Gallegos, César Vallejo y Pablo Neruda, hasta Virgilio Rodríguez Beteta y Tatiana Lobo, pasando por Rosario Castellanos y Salarrué y hasta por Jorge Luis Borges. Brotherston colabora así a mostrar las funciones variadas y complejas que tienen los mitos autóctonos en la literatura contemporánea, y su extensa ocurrencia en la escritura, si bien su imprescindible libro desarrolla más el tema del entramado mítico antiguo que el de su presencia en la literatura del siglo xx. El conjunto de obras con contenido mítico no se agota en estos autores mencionados, y para empezar a ampliar la lista, se pueden recordar

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los trabajos sobre el complejo y contradictorio uso de los mitos en Manuel Scorza (Gras 2002) o en Carlos Fuentes (Ordiz 1987). Al lado de estas aproximaciones ocurre, sin embargo, que una parte de la crítica ha prestado más atención al aspecto reivindicativo de estos mitos —a veces en la órbita del imprescindible libro de Flores Galindo—, limitando su presencia a los autores que proponen esta dimensión y olvidando quizás que, como con los mitos clásicos, nos encontramos con una multiplicidad de funciones. El mito puede aparecer como una pieza ornamental y lúdica en el contexto de la obra; pero sus funciones suelen ser más profundas, bien para crear un efecto expresivo relacionado con el tema, que puede ser contrastivo o de apoyo, o para conducir el espacio de la veridicción hacia lo maravilloso, o para ilustrar, a la manera de un episodio emblemático, alguna idea presentada en la ficción; el mito también puede abrir puertas temáticas a veces estructuralmente tejidas con el relato, ya sean éstas históricas, existenciales, cognoscitivas o creativas... El mito puede usarse además con un valor irónico o paródico, socavando así un posible discurso o uso autoritario de las imágenes míticas. De acuerdo con esta visión más amplia, algunos de los autores que usan los mitos autóctonos se incluyeron en el diccionario de mitología de Pierre Brunel, cuyo objetivo es inventariar mitos y sus funciones formales y semánticas atendiendo a su valor en la literatura, y que, al considerarlo en el ámbito comparatista, soslaya por lo tanto los juicios previos sobre los mismos incluyéndolos en una perspectiva tematológica. El diccionario de Brunel, sin embargo, desarrolla el tema en sólo dos autores hispanoamericanos: Miguel Ángel Asturias para los mitos mayas y Carlos Fuentes para los aztecas. Los sugerentes mitos mesoamericanos (Coatlicue, Quetzalcóatl y sus versiones mayas,Tezcatlipoca...) y la irradiación significativa y estética que tienen en la obra de estos autores se presentan en este libro como una apertura a otros trabajos (Nouhaud, Ordiz, Lienhard). El libro que ahora presentamos es fruto de un trabajo en equipo y se sitúa en los caminos abiertos por éstas y otras obras críticas que consideran el material mítico: la idea que lo impulsa es la de que es necesario un análisis con premisas amplias, como las anteriormente comentadas, para percibir el mito prehispánico dentro de una consideración teórica que comprende desde la tematología a los estudios recientes que tienen en cuenta la confluencia de varios sistemas culturales en la literatura latino-

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americana. El resultado de este tipo de acercamiento parece prometer sorpresas respecto a la presencia y la función de los mitos, y en efecto el examen sin prejuicios de lo mítico da claves de lectura en numerosos autores y ámbitos, y no sólo en los tradicionalmente considerados como conectados con lo autóctono. Para evaluar las funciones de los mitos y la potencialidad temática y expresiva de los mismos, esta serie de trabajos se apoya en dos direcciones teóricas y metodológicas: por un lado, los estudios de la oralidad y la heterogeneidad (más allá del discutido concepto de transculturación con el que comenzábamos), que requieren una metodología interdisciplinar, para explorar las relaciones de estos textos con la cultura marginal, y las funciones de los mitos según diferentes parámetros como la situación del escritor, el contexto sociocultural y la época en la que se enmarcan; por otro lado, los estudios de tematología e imagología, que requieren una metodología comparatista (ver en este sentido los trabajos clásicos de Gnisci y Naupert), para avanzar en el trabajo sobre las funciones de los mitos en cuanto a su valor simbólico, expresivo, estructural y cognoscitivo, y evitar así considerarlos como meras citas de historias míticas con un valor antropológico o «exótico». Los estudios sobre la oralidad y la heterogeneidad plantean que, a partir de la conquista, no estamos ante ámbitos separados —el occidental y el autóctono— y proponen instrumentos para estudiar la interacción. Lienhard (1992, 1997, 2000) ha estudiado en diferentes ejemplos la continuidad de la tradición oral prehispánica y africana, y Cornejo Polar (1988, 1994a, 1994b) ha trabajado las relaciones a menudo desiguales entre los materiales «marginales» y aquellos «centrales», pero que conforman sin embargo la heterogeneidad definitoria de estas literaturas. Puesto que ambos dejan de lado la teorización en el vacío para encontrar y explorar los canales entre el ámbito que posee los medios de comunicación culturales hegemónicos y aquel otro que no accede fácilmente a las publicaciones ni a los medios de comunicación en general, los dos autores están señalando el problema teórico de la relación entre la cultura central y la cultura marginal. Este planteamiento puede ayudar a evitar la visión ingenua del mestizaje o la consideración inocente del mediador, pero sin negar la posibilidad, y hasta la inevitabilidad, de una comunicación entre los diferentes ámbitos culturales, con todos los malentendidos, jerarquías, apropiaciones y tergiversaciones que conlleva esta comunicación. En esta discusión, por supuesto, hay que tener en

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cuenta otros términos, como el de «hibridez» (García-Canclini) y el de «mestizaje» entendido como algo más complejo (Gruzinski). Los estudios poscoloniales y de la subalternidad han incidido en este punto de vista (citaremos, entre otros, el trabajo de Mignolo), pero aun antes del auge de estas perspectivas un libro clave ha enfocado el problema desde el punto de vista de los estudios culturales: se trata de la obra de Rowe y Schelling, que muestra un aspecto importante de esta interrelación entre diferentes ámbitos. En él se postula explícitamente, como dice Pratt, que en América Latina se estableció una peculiar relación entre lo popular y la modernidad, de manera que se podría decir que lo moderno emerge a través de lo popular, o, en otras palabras, de todo aquello considerado habitualmente como no moderno —en tanto que no occidental y no ilustrado— como la religión, la magia, lo tradicional; por ello, la cultura popular no se explica sólo en términos de tradición y premodernidad (Pratt 2000: 838). Desde este mismo punto de vista, toda la obra de Rowe examina una serie de textos literarios teniendo en cuenta sus relaciones con diferentes ámbitos culturales. En concreto, sus trabajos sobre los mitos en Arguedas (Rowe 1979, 1996) examinan las relaciones entre mito e ideología y sus contradicciones y confluencias, para expandir y hacer resonar el sentido de estos mitos. Del mismo modo, los trabajos de Lienhard sobre Arguedas y Rulfo (1983,1990) incluyen las referencias literarias en el sistema mítico autóctono para descubrir su funcionamiento dentro de una estructura global y no sólo como figuras aisladas o fragmentos narrativos. Teniendo como telón de fondo estas referencias, la multiplicidad de los enfoques desde los que se abordan los diferentes textos analizados en los capítulos que siguen da cuenta de la complejidad del tema, y permite ensayar diferentes lecturas que alcanzan sentidos diversos. Así, estos trabajos son tanto una propuesta de aproximación temática como metodológica al problema de la apropiación del mito por parte de la literatura. Además, esta exploración en los mitos se propone en una variedad de épocas y zonas, para deshacer el estereotipo de la presencia del mito sólo en escritores de zonas de presencia indígena y dentro de movimientos «indigenistas». Al mismo tiempo, cuando se trata de escritores cuyo lugar de enunciación sí es cercano al de la cultura autóctona, se intenta examinar su imbricación con un sistema mítico-ritual para sobrepasar la consideración únicamente narrativa del mito. Por todo ello, el trabajo

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comprende textos cuya conexión con lo autóctono es reconocida pero con enfoques innovadores, o textos que amplían el repertorio ya conocido. Así, se da continuidad y expansión a la tradición de explorar el sistema mítico en un autor determinado, y se abre la posibilidad de hacerlo en autores que no habían sido examinados desde este punto de vista. En cuanto a los textos de raíz mítica reconocida, los trabajos sobre Arguedas y el mito en la zona andina retoman el tema desde ángulos no explorados: desde el punto de vista histórico sociológico y ritual en Yawar Fiesta, de José María Arguedas, en el trabajo de Chocano, podemos percibir cómo el mito acompaña la elegía lírica por la pérdida de un mundo organizado por las relaciones entre diversos territorios, y cómo las diferentes colectividades hacen lecturas distintas de este ser para algunos mítico que es el toro Misitu. En el caso del trabajo de Rowe, se examina la ambigüedad manejada por Garcilaso al hablar del concepto mítico de huaca, y se relaciona esta ambigüedad con el concepto freudiano de contigüidad de percepciones y con cómo Arguedas asume en su comentario a Garcilaso la idea de huaca como una posibilidad del lenguaje; al mismo tiempo, se señala el cuestionamiento de la totalidad de lo simbólico asociado al chamanismo amazónico, que es visible en autores como César Calvo. Por otro lado, los estudios sobre la zona andina se completan con un autor, Gamaliel Churata, cuya obra, considerada por algunos como la Biblia andina y por otros como el reto no asumido de la crítica peruana, está todavía a la espera de agotar las claves míticas tensamente anudadas con las ideas de persistencia y regeneración de la vida a través de los muertos y la descendencia, y esto tanto en el nivel histórico como existencial y artístico; al mismo tiempo se examina su relación, incluso textual, con los ritos de reciprocidad andinos. Es interesante anotar que los tres textos desarrollan algunas referencias comunes propias del ámbito mítico andino, como la fuerte ritualidad de las referencias míticas, el animismo, la inclusión en el sistema de los contrarios complementarios... Los mitos mayas se enfocan en el trabajo de Uzquiza desde el primer texto literario que los plasma, el Popol Vuh, para conectarlo con otras culturas y con su presencia en autores actuales, que resultan así iluminados. Uzquiza desarrolla un aspecto del sistema maya-quiché, la visión del mundo como un sistema de cuerdas, sistema cuya complejidad hemos esbozado al principio al hablar de las posibilidades míticas, y sigue

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en sus significados profundos la historia mítica de la creación del mundo y las de las luchas de los dioses y semidioses, que tienen como trasfondo la batalla entre la luz y las fuerzas oscuras. Por otro lado, el territorio mexicano se completa, en el trabajo de Vilanova, con la referencia a un uso poco convencional de los mitos aztecas, que es el irónico y paródico de los escritores de la frontera, y con el análisis de la obra de Luis Humberto Crosthwaite, quien recientemente recrea, desde la parodia y el sarcasmo, los mitos prehispánicos presentes en el imaginario mexicano, y la historia nacional de colonización y resistencia, trasladando ambos a la realidad actual de la frontera norte de México. El espacio se amplía al mundo mítico brasileño con el estudio de Kazmierczac sobre Macunaíma, de Mario de Andrade, estudio que versa sobre el carácter convergente —puesto que reúne la mitología de los pueblos amazónicos del área de Uraricoera, los mitos y rituales formados multiculturalmente en la época colonial, y lo que podríamos llamar pseudomitos o mitos apócrifos— de los diferentes mitos que lo constituyen, y sobre la ambigua función de búsqueda de identidad, de acuerdo con la preocupación modernista, que lo define. Una zona que se caracteriza por la ausencia de lo indígena se revela sin embargo en el texto de Bianco como lugar de recuperación ficticia de estos ausentes en Caparros y Saer, y apela al estudio de otros autores como Tizón o Aira. Del mismo modo, la temporalidad se explora ampliamente cuando Gras detecta usos peculiares de los mitos en los autores a veces considerados como posmodernos: el mexicano Villoro, el chileno Bolaño y el argentino Fresán recuperan las referencias míticas como piezas de su escritura, con una visión ambigua que va desde la relectura de la realidad cotidiana a una función tematológica. Estos trabajos trazan así las diversas posibilidades de acercamiento al mito y sus diferentes funciones, y en este camino descubren la belleza y la fuerza del mundo mítico prehispánico y su integración a veces en un sistema de percepción del mundo, y en cualquier caso su imbricación en el texto literario como la materia irradiante de la palabra perdida y recuperada.

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RELATOS DE LA AUSENCIA: HISTORIA, MITO Y F I C C I Ó N E N LA HISTORIA, DE MARTÍN CAPARROS Y EL ENTENADO, DE JUAN JOSÉ SAER Florencia Bianco

Durante el encuentro de escritores latinoamericanos «Valiente Mundo Nuevo», que tuvo lugar en Barcelona en abril de 2005, la escritora y periodista argentina María Cristina Forero (presentándose con una de sus múltiples personalidades escriturísticas, María Moreno) hacía referencia a uno de sus últimos trabajos de investigación, en el que sigue de cerca el proceso de recuperación de la calavera del cacique ranquel Mariano Rosas, personaje principal de la Excursión a los indios ranqueles narrada por el coronel Lucio V. Mansilla en 1870. Las comunidades indígenas de la Pampa reclamaron al Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La Plata los restos mortales de su antepasado, atesorado por la institución en carácter de «patrimonio cultural». María Moreno viajó hacia la ciudad pampeana de Leuvucó, donde participó en la extravagante ceremonia de restitución de la calavera de Mariano Rosas. Se entrevistó allí con la comunidad ranquel, y se sorprendió, no tanto por la evidente pérdida de la lengua indígena («los ranqueles hablaban el mismo ranquel que yo»); sino fundamentalmente por la crueldad de la memoria histórica: de su propio cacique, los ranqueles guardan únicamente los recuerdos relatados por el coronel Mansilla en la Excursión. Algunos matices quizás estuvieran atenuados o exagerados, pero las anécdotas eran exactamente las mismas: ni más, ni menos. Los ranqueles han recuperado ya su ilustre y silenciosa calavera, pero ostentan la memoria de Mansilla.

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La anécdota atestigua la siniestra efectividad de las campañas militares del siglo xix dirigidas, con poco eufemismo, a «conquistar el desierto»; e ilustra también las complejas relaciones entre los restos y los relatos que perduran en el tiempo. Lo aborigen en la Argentina ha sobrevivido como una huella difusa, una presencia manifiesta en forma de ausencia. Un vacío deliberado, instrumentado por un gobierno que lo postuló como condición imprescindible para comenzar a escribir la civilizada historia nacional sobre una inmaculada página en blanco. Pese a este vacío, no son pocas las aproximaciones literarias al tema. La carencia nunca ha sido un signo estéril para la literatura, y menos aún cuando se asocia a la reflexión historiográfica. Lejos de la banal reconstrucción histórica, la literatura, como señala Martín Kohan, se ha acercado al discurso histórico, pero no para intensificar sus posibilidades de construir una representación más inmediata de lo real, sino, por el contrario, como una forma de acentuar la mediación: no como un atajo que le permitiera cortar camino, sino como un rodeo que se lo alarga (Kohan 2000:245).

Y en este rodeo, la literatura da cuenta de que el trabajo historiográfico se conforma a partir de restos, ruinas y despojos, síntomas de la ausencia, la extinción y la muerte. En su libro La escritura de la historia, Michel de Certeau plantea que: El discurso sobre el pasado tiene como condición ser el discurso de un muerto. El objeto que circula por allí no es sino el ausente (De Certeau 1993: 62).

Y especifica que: «La búsqueda histórica del "sentido" no es sino la búsqueda del Otro», pero esta acción contradictoria, trata de envolver y ocultar en el «sentido» la alteridad de este extraño, o, lo que es lo mismo, de calmar a los muertos que todavía se aparecen y ofrecerles tumbas escriturísticas (De Certeau 1993: 16)

La literatura se ha apropiado con fascinación de esta operación historiográfica por la búsqueda del ausente y su entierro mediante el discurso. En su rodeo, a través de la historiografía, alrededor del ausente prehispánico argentino, la literatura sólo puede exhibir el vacío en su inasequible

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oquedad, o bien a través del esfuerzo por colmarlo. Martín Caparros, en La historia y Juan José Saer, en El entenado, exploran este espacio imposible, en el que significativamente se convoca a otro discurso que trabaja con la búsqueda y representación de lo acaecido: el mito1.

E L MITO D E LA H I S T O R I A

Martín Caparros colma ese vacío con las casi mil páginas de La Historia, a lo largo de las cuales (y entre otras muchas cosas) plantea reflexiones en torno al carácter de la historia, del mito y las posibilidades de la ficción para expresarlos. La Historia reúne, al menos, dos historias: por un lado, la historia de La Ciudad y las Tierras, una ignota y extinta civilización, narrada por Oscar, quien se convertirá en soberano al acabar su relato; y, por otro lado, la historia intelectual de Mario Corvalán-Ruzzi, un historiador argentino que encuentra fortuitamente el libro con el relato de Oscar, y dedica su vida a estudiarlo. Oscar le dicta su relato a un escribiente para dejar constancia de la historia de su pueblo, una serie causal de acontecimientos que le llevan a tomar una radical decisión de gobierno. El relato de Corvalán-Ruzzi, por su parte, va conformándose oblicuamente, a través de las notas que acribillan teóricamente el relato de Oscar. El historiador habla únicamente por medio de este extenso cuerpo de notas al final de cada uno de los cuatro capítulos del libro hallado, sobrepasando el volumen del texto que es objeto de su estudio. La versión que da Oscar de La Ciudad y las Tierras es sometida a un minucioso examen por el historiador, quien parcela, cataloga e inscribe la historia de esa desaparecida civilización en el vasto universo historiográfico occidental moderno: entre las referencias teóricas se citan desde Rousseau, Condorcet y d'Alembert hasta Foucault, Michelet, Kristeva,

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Los ejemplos de ficción en t o m o a esta ausencia no son pocos ni unívocos: además

de las obras que aquí trataremos podemos consignar la narrativa de Tizón, situada entre la irremediable extinción y la oculta supervivencia de «lo propio» en una tierra igualmente esquiva a naturales y extranjeros; y Etna, la cautiva, donde Aira puebla la soledad salvaje de la pampa con gauchos e indios filósofos y bons

vivants.

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Mariátegui, Engels, Menéndez y Pelayo, entre otros muchos. Con esta inscripción historiográfica, Corvalán-Ruzzi procura sustentar su reveladora hipótesis, en la que postula que la civilización de La Ciudad y las Tierras estaba ubicada, hacia el siglo xvn, en el noroeste argentino, y puede identificarse con la cultura calchaquí. Las relaciones entre historia y ficción presentadas por la novela pueden precisarse en referencia a la novela histórica, un género literario que se inscribe de manera específica en el vínculo entre historia y literatura. Una de las definiciones más amplias y aceptadas de novela histórica sostiene que «lo que le da carácter histórico a una novela es la presencia de personajes y episodios históricos, tratados de un modo tal que sufran un proceso de Accionamiento» (Márquez Rodríguez 1991: 40) 2 . La Historia, de Martín Caparros, realiza este mismo procedimiento pero inversamente: sometiendo a unos personajes y episodios ficcionales a procedimientos historiográficos. De modo que parece más acertado postular una categoría diferente a la de novela histórica, que podríamos llamar ficción historiográfica. El artilugio borgeano de la civilización imaginaria postulado en Tlón, Uqbar, Orbis Tertius, es amplificado en antiborgeana extensión. Apunta Caparros que Borges «histéricamente» nunca escribe el libro de la civilización ignota, sino que «lo sustrae», mientras que, reconoce: «yo caí en la trampa [...] Frente a la astucia de la histérica, yo caí en la ñoñería del ama de casa. O de la buena esposa». Martín Caparros construye con su ñoñería una civilización completa y la aprehende desde la práctica historiográfica moderna. Enfrenta al relato de una cultura ficticia, todo el soporte disciplinar historiográfico de nuestra sociedad, toda la gramática que permite enunciar un hecho como histórico. Y en este juego de espejos tiene lugar una aparición espectral, que no es indiferente a la ficción ni a la historia: el mito. El relato de Oscar se denomina La historia de cómo se perdieron los reinos y posesiones que llegaron a cubrir el tiempo, y es la narración de los orígenes, el desarrollo y la declinación de su cultura. Pese a lo que el título podría insinuar, no se trata de un relato cosmogónico: los habitantes de La Ciudad y las Tierras no abrigan religión, creencia o interés alguno hacia lo sobrenatural. 2

La definición de Márquez Rodríguez es retomada por María Cristina Pons (1996).

RELATOS DE LA AUSENCIA

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De hecho, la aceptación de la muerte como fin definitivo de la vida constituía uno de los fundamentos de la cultura calchaquí. De acuerdo con las afirmaciones de Oscar, el principio identitario de los habitantes de La Ciudad y las Tierras se fundaba en el reconocimiento de la intrascendencia de la vida. Gracias a este reconocimiento la sociedad podía diferenciarse de los animales, que desconocen el aspecto temporal de la existencia; como también de «los antiguos», sus predecesores; y «los barbudos», quienes creen en un dios dador de vida eterna. Sólo sus gobernantes poseían, después de la muerte terrena, otra vida llamada vida larga, «nacida —de acuerdo con la interpretación de Corvalán-Ruzzi — como condición de supervivencia de la monarquía», para evitar el peligro de asesinato y sustentar así la gobernabilidad de la civilización (Caparros 1999: 667 3 ). Poco se sabe de esa vida, que plantea más problemas que alivios a los calchaquíes: ¿a dónde se va en la vida larga, si es que se va a alguna parte?, ¿cómo se permanece, si es que no se va a ninguna parte?, ¿es otra vida, distinta a la que se vive, o se vuelve a repetir lo ya vivido? La inscripción de la vida en la absoluta temporalidad terrena constituye el origen mismo de la Ciudad y las Tierras. Según el relato de Oscar, el primer gobernante ocupó la Ciudad, y su sucesor, Alberto, expulsó a los antiguos dioses mediante la ridiculización de la fe: intentó provocar la cólera sobrenatural, pero los dioses, pese a ser humillados, agredidos y vejados, no ofrecieron pruebas de su ira, ni de su existencia. Derrotada la fe por la constatación positiva, se eliminó el tiempo cíclico sostenido por los ilusorios dioses a cambio de un tiempo declarado por el propio Alberto: un tiempo humano, terrenal, que duraría lo que su vida terrena y sería irrepetible. Oscar, en su particular sintaxis, explica el fundamento de este cambio: Los tiempos que vuelven cada vez son un negocio pobre: a cambio de la tranquilidad de saber que todo vuelve, el tiempo se hace más y más corto [...] Los antiguos aceptaban este negocio por miedo. El miedo era que algo no empezara: que un ciclo no empezara y nunca más. De eso se ocupaban los dioses que tenían (502).

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Todas las referencias a la novela provienen de esta edición; de aquí en adelante sólo se citará el número de página.

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El relato del origen de la civilización calchaquí es más bien el inverso de todo comienzo mitológico: no fue la intervención divina la que creó al mundo tal y como es; sino que uno de los primeros gobernantes, expulsando a los dioses, sienta el origen histórico de la Ciudad y las Tierras. Consecuentemente, cuando la cultura calchaquí se lanza tras la búsqueda de trascendencia a esta terrenalidad originaria, encuentra su final: cuenta Oscar que unas diez generaciones después de la derrota de la fe, un bastardo del entonces soberano inició una revolución popular para exigirle al Padre que extendiera a todos los ciudadanos el privilegio de la vida trascendente. Las consecuencias de esa extensión fueron nefastas para la civilización que las exigió, porque la llevaron a su decadencia, de acuerdo con el relato de Oscar, que sentencia: La revuelta por la vida larga fue el comienzo del final de la Ciudad y las Tierras: cuando nuestros vulgos y personas dejaron de ser orgullosos de sus muertes. La historia de la revuelta y el bastardo que la hizo es la historia más triste de Calchaqui; sé, también, que es su mejor historia. Siempre es mejor la historia de cómo algo que fue tremendo se destruye (38).

Oscar narra la historia del fin de su civilización, rememora cómo se perdieron

los reinos y posesiones

que llegaron a cubrir el tiempo. Relata

para recordar y explicar cómo los acontecimientos pretéritos incidieron en la configuración del presente. Pese a que esta explicación histórica prescinde de intervenciones divinas, comparte el interés del mito por la rememoración. Mircea Eliade se detiene en este punto de convergencia entre historia y mito: [La anamnesis historiográfica prolonga] la valorización religiosa de la memoria y el recuerdo. No se trata ya de mitos ni de ejercicios religiosos. Pero subsiste este elemento común: la importancia de la rememoración exacta y total del pasado. Rememoración de los acontecimientos míticos en las sociedades tradicionales; rememoración exacta y total de todo lo que ha sucedido en el Tiempo histórico, en el Occidente moderno (Eliade 1985: 146).

Desde este punto de vista, Martín Caparros sitúa, en el ausente prehispánico, el texto de una civilización arcaica-moderna, cuyo mito es la historia: una historia que tiene su origen en el desprendimiento del dios, y su final en la vida trans-terrena.

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La novela de Caparros provee de un doble bálsamo ficcional para la carencia textual de lo prehispánico argentino: un texto documental fundante, y el consecuente andamiaje historiográfico que lo incorpora a la tradición disciplinar y al saber occidental. Este andamiaje resulta imprescindible a fin de dar credibilidad al problemático objeto del historiador, ya que, según las notas de CorvalánRuzzi, el único volumen existente del relato de Oscar es una traducción al francés que no guarda documento, copia ni fragmento del texto original. Y lo que se sabe de este original es que fue dictado por Oscar, en su extinto y desconocido idioma, a un cautivo monje español, al que denomina Jushila. La dudosa fidelidad de las sucesivas traducciones es tan sólo uno de los elementos que van contaminando la credibilidad del texto. Para legitimar su hipótesis el historiador recurre a todos los recursos retóricos y estrategias argumentativas propias de su disciplina: una disciplina que fundamenta su verdad en la inteligibilidad de los hechos pretéritos a través de sus restos y en la articulación de esa hermenéutica en la narración. El complejo artificio discursivo, que Roland Barthes definió como «efecto de lo real» (Barthes 1987), es exhibido y desmontado por Caparros en La Historia: como veremos, el historiador trabaja para erigir una verdad sobre el vacío, al mismo tiempo que el novelista cuestiona la validez de ese constructo. Las profusas notas de Corvalán-Ruzzi recurren a consagrados historiadores, filósofos e intelectuales; siguen métodos de validación, falsación, inducción o deducción; ponen a prueba las teorías de interpretación histórica de diversas disciplinas, corrientes y escuelas (como la sociología, la lingüística, el estructuralismo y el marxismo, entre muchas otras). Corvalán-Ruzzi sólo habla mediante notas, convirtiendo a la historiografía en su sintaxis. Por medio de este lenguaje, el personaje repite el gesto fundador de la historiografía: hallar una laguna de sentido, postular un ausente, para ocupar su lugar con el discurso, fijar una muerte para hablar por el cuerpo que calla. Michel de Certeau lo explica así: El discurso se apoya también sobre la muerte, a la cual postula, pero que es contradicha por la práctica histórica. Porque hablar de los muertos es al mismo tiempo negar la muerte y casi desafiarla. Por eso se dice que la historia «resucita». Literalmente esta palabra es un engaño, pues la historia no resucita a nadie. Pero evoca la función permitida a una disciplina que trata la

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muerte como un objeto de saber, y al obrar así, da lugar a la producción de un intercambio entre vivos (De Certeau 1993: 63)

La historia se adjudica la interpretación del ausente. Y como toda interpretación, nunca perderá su condición de ser palabra sobre otro. En La Historia de Caparros, la minuciosa y metódica investigación científica no deja de poner en evidencia el subjetivo recorte que imprime la mirada «viva» del historiador sobre su callado objeto de estudio. Las elecciones de Corvalán-Ruzzi priorizan una cadena de significados entre las muchas posibles; elecciones interpretativas van convirtiéndolo en una caricatura de su hipótesis nacionalista. Por medio de la ironía, Caparros evidencia la voluntarista investigación del historiador, quien no duda en afirmar que: La enumeración de las pruebas que nos permiten proclamar nuestra convicción de que La Ciudad y las Tierras se asentaron en el territorio de los Valles Calchaquíes, en el noroeste de nuestro país, sería casi interminable [...] Por el momento, alcance con unos pocos datos básicos (115).

Y entre «las irrefutables pruebas» de «la grandeza de nuestro descubrimiento» — la localización argentina de Calchaquí— se encuentra el factor climatológico. Dice Corvalán-Ruzzi: ...hemos estudiado con detenimiento las condiciones climáticas de los valles y coinciden plenamente con los datos contenidos en La Historia (115, las primeras cursivas son nuestras).

Sólo una página más adelante, al referirse a una frase en la que Oscar describe una habitual lluvia nocturna, el historiador apunta: ...es sorprendente esta alusión a una lluvia nocturna consuetudinaria en un lugar en que las lluvias son absolutamente estacionales. Cuando llueve, llueve todo el tiempo; cuando no llueve, no lo hace. Quizás se trate de una interpolación posterior o un error [del escribiente] Jushila o [del traductor] Thoucqueaux. (117).

La voluminosa empresa científica que acomete Corvalán-Ruzzi, además de evidenciar su obstinado empeño, no deja de señalar la muda per-

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sistencia del ausente. El historiador intenta atrapar al ausente prehispánico con su tenaz trabajo historiográfico, pretendiendo convertir el texto de Oscar en el usurpado origen de la sucesión de hechos que conforman la historia nacional. «El fabuloso hallazgo», según palabras del historiador, permite arrojar luces «sobre los propios cimientos de la historia de mi patria» (85). Pese a que declara que su trabajo «es un combate incesante contra las tinieblas del deslumbramiento», establece, algo exaltado, la incierta matriz de la argentinidad en Calchaquí. Sus estudios van encontrando, diseminados en el texto de Oscar, descripciones y costumbres que coinciden con supuestos elementos propios de la cultura argentina. Por ejemplo, dice de un texto calchaquí llamado «Libro de las Usanzas»: Es curioso constatar que la forma del Libro de las Usanzas es la que más eco parece haber suscitado en la retórica argentina. Como suele pasar, la traducción de Thoucqueaux nos priva del sonido original, calchaqui, pero no podemos menos que reconocer en estos octosílabos —aun a través de nuestra traducción de nuestra traducción— el germen lejano que lo que después sería, andando el tiempo, el género más patrio: la poesía gauchesca (338). De acuerdo con la lectura de Corvalán-Ruzzi, el texto de Oscar no sólo colma el silencioso ausente prehispánico en el territorio argentino si no que, fundamentalmente, permite recuperar el truncado origen nacional. Lejos de convertirlo en un objeto arqueológico, le asigna al relato calchaquí un gran poder explicativo y simbólico. Observando, «con la mirada estrábica del historiador marxista, versión años 60 y 70», según palabras de Caparros (Pauls), el historiador convierte al texto histórico en mito: cifra en el supuesto relato del origen la explicación del presente argentino. Su colosal intento de inundar el texto calchaquí con la sintaxis epistemológica de la historiografía moderna puede comprenderse a través de esta aspiración mítica, ya que, en palabras de Michel de Certeau, «Hay mito porque a través de la historia el lenguaje se ha enfrentado con su origen» (De Certeau 1993: 63) La mitificación a la que somete Corvalán-Ruzzi al texto histórico culmina en un grotesco final. A medida que la investigación del texto calchaquí avanza, sus notas se van llenando de dudas, de fantasmas, de ausentes, y el historiador va perdiendo poco a poco su quijotesco furor.

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Las incoherencias del libro lo llevan a seguir investigando entre los papeles encontrados, hasta que finalmente se enfrenta a la incuestionable ficcionalidad del relato de Oscar, y con ella, la naturaleza imaginaria de la civilización de La Ciudad y las Tierras. De acuerdo con las nuevas evidencias, el libro, escrito por el hasta entonces supuesto traductor, fue creado hacia 1780 como panfleto político, influyendo, con su modélica revuelta, sobre quienes más tarde tomaron a la Bastilla por asalto. Pero el historiador argentino no puede conformarse con este hallazgo. Independientemente del valor histórico del falaz documento, ya no es depositario del valor mitológico que Corvalán-Ruzzi le asignaba. La incuestionable eficacia del constructo arquetípico francés se renueva en la interpretación mítica del historiador, pero el relato ya no explica «los propios cimientos de la historia de mi patria». La tremenda construcción de sentido alrededor de una otredad falsa se destruye, y con ella, la mirada que la erigió. El historiador, militante de su propio artilugio nacionalista, tampoco puede seguir viviendo y se suicida. El colosal intento de colmar el vacío prehispánico con todo el saber epistemológico de la historiografía sólo resulta en una nueva demostración de la carencia. Un indeleble vacío persiste en el monumental trabajo por colmarlo, en otro gesto propio del discurso histórico: ...el ausente es también la forma presente del origen. [...] una relación más próxima y más fundamental se señala [en] ese cero inicial: la relación de cada discurso con la muerte que lo vuelve posible. El origen está dentro del discurso; y es precisamente este origen el que no puede convertirse en un objeto enunciado (Michel de Certeau 1993: 63).

Por medio del esperpéntico trabajo final de Corvalán-Ruzzi, la novela de Caparros exhibe las estrategias del lenguaje historiográfico en su intento de ocupar el espacio de lo real. El espacio negativo de un ausente histórico, que no renuncia a su hueca persistencia ni a su indecibilidad. Pero, tal como advertía De Certeau, este vacío que no puede ser enunciado es la condición de posibilidad de todo discurso. No se trata de un vacío inerte o inalcanzable, sino de un vacío que produce efectos de sentido.

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Y entre estos efectos, la gigantesca Historia juega alrededor del ausente prehispánico argentino. En palabras de Oscar: Se explica: cada cosa es para lo que es —no para hablar de ella, recordarla, contarla, tratar de imaginar cómo será. Todo eso se hace, tantas veces, porque casi ninguna cosa se completa en sí y entonces necesita, para estar entera, que se diga. Si estuviera completa con ella sola alcanzaría (141).

L O INDECIBLE

En El entenado, Juan José Saer convierte la ausencia en signo del problemático conocimiento del mundo, ampliando el horizonte de lectura del ausente prehispánico argentino y del ausente inherente al discurso historiográfíco. La narración se inscribe en el marco del Descubrimiento y la Conquista de América; y es posible identificar su núcleo histórico, la historia del único superviviente de la expedición en la que Juan Díaz de Solís descubrió el Río de la Plata: desde 1516, Francisco del Puerto convivió durante diez años con la tribu de antropófagos que mató y devoró a sus compañeros, hasta que otra expedición lo rescató y lo llevó de regreso a España 4 . La contextualización histórica de esta obra ha provocado su vinculación con la «novela del descubrimiento» (Skolodowska), como también con la nueva novela histórica hispanoamericana (Pons, Pulgarín, Kohan). Pero si bien la novela permite estas filiaciones temáticas, también las trasciende; al menos en la forma que tradicionalmente se entienden esas categorizaciones. El procedimiento a través del cual la literatura se aproxima al discurso histórico vuelve a evidenciar el carácter productivo de la mediación ficcional, separándose de los reclamos específicos de la disciplina historiográfica. En palabras de Saer: No hay, en rigor de verdad, novelas históricas, tal como se entiende la novela cuya acción transcurre en el pasado y que intenta reconstruir una época determinada [...] No se reconstruye ningún pasado sino que simplemente se 4

Para una aproximación a las fuentes historiográficas de este hecho véase Pons (1996: 216 y ss.).

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construye una visión del pasado, cierta imagen o idea del pasado que es propia del observador y que no corresponde a ningún hecho histórico preciso (Saer 1997:48).

Lejos de cualquier voluntad de reconstrucción, en El entenado las referencias históricas destacan en negativo: por más que puedan ser deducidas, no hay fechas, datos ni figuras históricas que se presenten de forma explícita. La inclusión de la historia en la novela opera en ausencia, poniendo en tensión al discurso que trabaja para convertir las huellas de lo pretérito en datos, en hechos. La palabra histórica intenta colmar el vacío dejado por el pasado, propone una narración que ocupa el lugar de lo ocurrido; instalándose en el espacio imposible entre dos órdenes: La historiografía (es decir «historia» y «escritura») lleva inscrita en su nombre propio la paradoja —y casi el oxímoron— de la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si los uniera (De Certeau 1993: 13).

La unión se concreta en un efecto nominal: el tratamiento referencial de fechas, lugares y nombres que reparan la pérdida temporal. Un saber que pretende restaurar lo pretérito mediante la palabra, que supone posible recuperar lo ausente por medio del poder invocador del nombre. La sustracción de referencias históricas concretas de la novela puede entenderse como una provocación a los postulados epistemológicos del saber historiográfico. La contextualización del relato en un marco de relevancia histórica, pero sustrayendo la mención de todo dato historiográfico, vuelve a presentar el esfuerzo patente de la narrativa de Saer, empeñada en exhibir la problemática aprehensión de todo referente. El saber sobre los restos legados por el tiempo se excluye de la narración porque la posibilidad de conocer y representar la realidad (histórica o no) se cuestiona en la novela, manifestando la consistencia incierta de todo saber. Refiriéndose a Zama, de Antonio di Benedetto, Saer afirma: Toda narración transcurre en el presente, aunque habla, a su modo, del pasado. El pasado no es más que el rodeo lógico, e incluso ontológico, que la narración debe dar para asir, a través de lo que ya ha perimido, la incertidumbre frágil de la experiencia narrativa, que tiene lugar, al mismo modo que su lectura, en el presente. Al hacer más evidente ese pasado, al convertirlo en pasa-

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do crudo, nítidamente alejado de la experiencia narrativa, el narrador no quiere sino sugerir la persistencia histórica de ciertos problemas (Saer 1997,49).

Y, en el caso de El entenado, uno de los problemas sugeridos que persiste en el tiempo es, justamente, el del conocimiento histórico, y el rodeo para hablar de esa insistencia se da por medio de un núcleo histórico que concentra el problema de la escritura de la historia y del conocimiento en la modernidad (De Certeau 1993: 12; Todorov: 22). El protagonista escribe, a sus 85 años, la historia de su vida, una vida que comienza a distinguirse de la monótona orfandad infantil al embarcar hacia las Indias, buscando alcanzar, «en la orilla opuesta del océano y de la experiencia», sensaciones y palabras más reales e inteligibles. Pero estas expectativas no encontrarán sino su refutación en esas costas de incertidumbre. Durante el largo y uniforme viaje hacia la tierra ignota, los conquistadores van perdiendo seguridades y ganando dudas. Los paradigmas de pensamiento del siglo xvi que sostuvieron la empresa conquistadora poco resisten a la percepción de ese nuevo espacio. Comenzada la travesía por el Río de la Plata, la confianza renacentista se devela, irónicamente, ilusión, y se difumina: Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indiferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devorando incluso las que dejábamos con el fin de ser reconocidos por los que viniesen después (Saer 2000: 26) 5 .

El ceremonial de los bautizos y la apropiación de las tierras descubiertas, la escritura performativa de las crónicas —la tierra (d)escrita transformada en tierra propia ante notario— se manifiestan ineficaces fórmulas para granjearse nuevas posesiones: Saer crea esta tierra indife-

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Todas las referencias a la novela son extraídas de esta edición. En adelante sólo se consignarán los números de página.

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rente y refractaria, que no consiente ser conquistada, sin siquiera admitir la persistencia de ningún vestigio que atestigüe el paso de los impotentes conquistadores. Michel de Certeau cifra el origen de la historiografía moderna en la escena inaugural del descubrimiento: América, tierra muda e ignota, es un cuerpo que se deja descubrir y escribir por sus conquistadores; una apropiación real y simbólica que se cristaliza en la asignación del nombre de su descubridor, Américo Vespucci (De Certeau 1993: 11). En El entenado, esa tierra irreductible se resiste a toda conquista y a toda apropiación tanto terrenal como simbólica. Así lo registra el protagonista al narrar el absurdo final reservado al capitán de la expedición que debía llegar a las Indias: desengañado, el capitán y un grupo de marinos —entre los que se encuentra el narrador— se asoman a la costa del ancho río, tras una expedición de reconocimiento a la problemática tierra descubierta: Decepcionado tal vez por una expedición sin sorpresas, el capitán parecía indeciso y demoraba el embarque... Cuando ya estábamos casi al borde del agua, el capitán dio media vuelta y, retrocediendo varios metros, se puso a sacudir la cabeza con la expresión de la persona que está a punto de manifestar una convicción profunda que las apariencias se obstinan en querer desmentir... Por fin, mirándonos, y con la misma expresión de convicción y desconfianza, empezó a decir: Tierra es ésta sin... —eso fue exactamente lo que dijo el capitán cuando la flecha le atravesó la garganta, tan rápida e inesperada, viniendo de la maleza que se levantaba a sus espaldas, que el capitán permaneció con los ojos abiertos, inmovilizado unos instantes en su ademán probatorio antes de desplomarse (30).

La escena condensa, en miniatura, el trabajo de El entenado con la palabra: El conquistador está a punto de describir la tierra conquistada, va a hacerla suya definiéndola —en negativo, desde la carencia («Tierra es ésta sin...»); pero la frase queda inconclusa. La tierra, con esa flecha que la maleza, sin mediaciones, lanza a su garganta, evita la apropiación colonizadora, la atribución del sentido conquistador. La imposibilidad de decir esa tierra carente (sin) produce como resultado la escritura del entenado. La vida del protagonista se cifra en un movimiento contrario al de la escena del conquistador: el enorme trabajo de decir la tierra, de definir su indecibilidad, de alcanzar sus sentidos imposibles, sin...

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La tribu que habita las tierras descubiertas, los colastiné6, permite que el protagonista sobreviva a sus compatriotas y, durante una década, lo acoge con cortesía indiferente en la intemperie compartida de la playa. Sin buscar las razones de la excepción hecha con él, se entrega a la solitaria y muda contemplación de la vida aborigen. Su condición de huérfano ya le había señalado un destino de soledad, pero la convivencia con la radical otredad afirma aún más la situación marginal del protagonista, que nunca menciona su nombre, y se autodenomina entenado: Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia. Pero esa [primera] noche [entre los indios], mi soledad, ya grande, se volvió de pronto desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo, brusco, hubiese cedido, dejándome caer en la negrura (40).

La exterioridad en la que se adentra su vida se intensifica aún más en las tierras encontradas, donde se asume como observador: ni completamente integrado a la cultura europea —considerando su falta de vinculación con la «célula base» de la sociedad, la familia y su falta de educación formal — , y sin posibilidades de confundirse con esos cuerpos desnudos de las costas americanas, el entenado vive una doble situación de extranjería. La marca de esas carencias, no obstante, es productiva, porque le permiten una observación distante de ambas culturas conocidas, generando, en su separarse, un espacio particular de significación. Cuando, en su vejez, rememore su vida en las playas del enorme río, se demorará especialmente en el anual banquete antropofágico y en la orgía que le sucede. Ya anciano, escribe con minucia la voluptuosidad de la comida y los excesos sexuales a los que se entrega, ensimismada, la tribu 7 . En la confusión del doble placer de la carne, el protagonista mantiene su situación marginal de observador:

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Para una aproximación al problema de la existencia histórica de los colastiné, véase Pons( 1996: 216). 7 La tribu antropofágica de Saer ha sido relacionada con «El informe de Brodie» de Jorge Luis Borges por Premat (1996) e Iglesia (1994). Julio Premat señala que la morosidad con que el narrador de El entenado describe el comportamiento sexual de los co-

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... se hubiese dicho que los que no participábamos en la orgía éramos invisibles, hasta tal punto la muchedumbre frenética nos ignoraba. Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada —o, mejor, como si hubiésemos sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo más real en qué posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes (73). La dificultad para conocer y aprehender al otro se manifiesta en la imposibilidad de confundirse y de ser confundido en la orgía; y mantiene al narrador en condición de extranjería permanente. El protagonista observa, sin comprender, la desesperación con la que los colastiné se entregan a los excesos de la fiesta; una fiesta que imprime en la tribu, hasta mucho tiempo después de celebrada, aturdimiento, enfermedad y muerte. Pese a sus funestas consecuencias, la opaca fiesta, un «viaje sin fondo» (73), se repite anualmente: El regreso de los acontecimientos, en un orden idéntico, era todavía más asombroso si se tiene en cuenta que no parecía provenir de ninguna premeditación, que ninguna organización planeada de antemano los determinaba, y que los días medidos, grises y sin alegría de esos indios los iban llevando, poco a poco, y sin que ellos mismos se diesen cuenta, hasta ese nudo ardiente que era su única fiesta, de la que muchos salían maltrechos y a duras penas y en la que algunos quedaban enredados por toda la eternidad. Era como si bailaran a un ritmo que los gobernaba —un ritmo mudo, cuya existencia los hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real pero indeterminada, como la de un dios (95). La comprensión de esta persistencia ritual reclama una presencia divina que, sin embargo, no se manifiesta; y vuelve aún más brumosa la fuerza que provoca el festín: No sé qué dios podía ser, si era un dios, aunque nunca vi en tantos años que esos indios adoraran nada; era una presencia que los gobernaba a pesar de ellos, que mandaba en sus actos más que su voluntad o los buenos propósi-

lastiné puede leerse como respuesta al silencio explícito que guarda el relato borgeano con respecto a la vida sexual de la tribu de los yahoos: «Traduciré fielmente el informe... sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos» (Borges 1989: 451).

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tos y que, de tanto en tanto, por mucho que los indios se olvidasen de su existencia o simulasen ignorarla ... se manifestaba (79). La presencia que los gobierna no alcanza la forma del dios, sus actos no están sometidos a ninguna explicación sobrenatural. Los colastiné adolecen de un mito que explique la vida, que le dé un sentido claro; y esta carencia atraviesa su modo de existir en el mundo, porque, En la experiencia de lo sagrado, en el encuentro con una realidad transhumana, es donde nace la idea de que algo existe realmente, que existen valores absolutos, susceptibles de guiar al hombre y de conferir una significación a la existencia humana (Eliade 1985: 147). La ausencia divina, de un ser supremo que trascienda la contingencia humana para dotarla de significación, no permite asegurar «que algo existe realmente». La imposibilidad de fijar valores categóricos, diferenciales, mantiene a la tribu en el magma de lo indistinto, temerosa de sumergirse en la negrura del mundo. ... para ellos, el atributo principal de las cosas era su precariedad. No únicamente por su dificultad a persistir en el mundo, a causa del desgaste y la muerte, sino más bien, o tal vez sobre todo, por la de acceder a él. La mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia (144). Los débiles lazos que permiten la subsistencia de los colastiné en el mundo debían actualizarse constantemente para que la existencia «no se desvaneciese como un hilo de humo al atardecer» (147). La ausencia del sentido trascendente coloca a la tribu en un espacio de indeterminación que los constituye íntimamente, impidiendo la conformación de una identidad que los defina y los distinga del caos. Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera (145). La consciente indistinción del yo con el mundo condiciona sus relaciones con la otredad. Su imposible identidad proyecta dos formas extremas de relación con el otro: el otro se convierte en alimento o en mirada exterior que atestigua el yo.

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ANTROPOFAGIA

El ritual se repite anualmente, sin dioses que lo dispongan. Cada verano un grupo de colastiné parte en busca de prisioneros para calmar el hambre caníbal. El sinsentido perdura desde el punto de vista transhumano, y esta ausencia de explicación mítica se comprende porque para que el sentido se articule en la palabra, para que se pueda narrar el origen de la vida del hombre, éste debe separarse del caos. Los colastiné, hombres pre-míticos; desean esa separación, y por ello buscan cíclicamente el objeto de deseo que les permitirá convertirse en sujetos: ... si, cada verano, con sus actos eficaces y rápidos, los indios se embarcaban en sus canoas para salir, en alguna dirección decidida de antemano, movidos por ese deseo que les venía de tan lejos, era porque para ellos no había otro modo de distinguirse del mundo y de volverse, ante sus propios ojos, un poco más nítidos, más enteros, y sentirse menos enredados en la improbabilidad chirle de las cosas. De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y que chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero (156).

La repetición del acto contiene sólo un matiz de la renovación prometida por el rito: en los colastiné el ritual no implica un volver a nacer, un rememorar cómo se llegó a ser, sino el desesperado intento por terminar de nacer (Premat 1996: 83). Sólo lo que se repite permite alcanzar alguna seguridad; pero esa seguridad es temporal, y hay que insistir en el acto para convencerse de su posibilidad. Esta insistencia se aproxima a la concepción del tiempo cíclico que expresa Walter Benjamin, en su Obra de los pasajes: El eterno retorno es el castigo de quedarse después de la clase, proyectado a lo cósmico: la humanidad tiene que volver a escribir su texto en innumerables repeticiones (Benjamin 1995: 78).

Los colastiné persisten en el rito no para recordar, sino para encontrar un orden que los separe del caos. La lección que los colastiné se desviven por aprender es la de pasar a ser de objetos a sujetos de experiencia, separarse de lo indistinto, del «amasijo blando de las cosas aparentes» (156). Este ansiado paso de objeto a sujeto ya había comenzado a gestar-

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se cuando, tiempo antes, los indios dejaron de comerse entre ellos, reconociendo así una identidad común que los diferenciaba de lo extranjero. Pero esa transformación de objeto a sujeto no se concreta de manera definitiva, sino que parece demorarse en un espacio intermedio, indiferenciado, en el que los indios aún se debaten en su deseo más arcaico: Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir del horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí mismos.... Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo inmenso por lo exterior (158).

En la carne extranjera buscan su separación del magma informe, su paso de objeto impasible a sujeto que interviene sobre el mundo, diferenciándose de lo otro. Pero ese mismo acto los devuelve al punto de partida: su verdadero deseo los restituye a su condición de objeto. Y así ocupan ese espacio de indecisión, en el que son tanto objetos como sujetos de deseo, experimentando la doble tensión que los mueve entre el afán de separarse del mundo y el de sumergirse en la nada, en la negrura, arrastrándose hacia «la pasta pegajosa y oscura de lo indistinto, en cuya ciénaga espesa ninguna claridad persistente y firme era posible» (159).

L A MIRADA EXTERIOR

Los colastiné persisten en la indagación de un otro que, por contraste, los distinga de lo indeterminado. Su imposibilidad para «verse desde afuera» les hace escrutar, más allá de los límites de sus playas, una presencia que asegure su diferencia con el mundo. La transformación del otro en alimento de la propia identidad no logra garantizar su precaria subjetividad. La ineficaz búsqueda pre-mítica por medio del canibalismo se complementa con otra estrategia para consolidar su problemática existencia, cifrada en la búsqueda de un otro que no es objeto ni sujeto de experiencia, sino testigo. Aunque él sólo mucho tiempo después comprenderá que le estaba reservado, éste es el rol que los colastiné asignan al entenado. Si los indios no lo mataron ni devoraron, si lo acogieron plácidamente en la tribu, fue

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por la necesidad de contar con una mirada exterior que los contemplara, que diera fe de su problemática existencia: La tribu, podría decirse, se «autoexotiza», propone mitos y rituales como dignos de un relato memorable (Díaz Quiñónez 1992: 8).

La autoexotización colastiné actualiza un tema central del pensamiento latinoamericano y su tradición literaria: la compleja constitución de la identidad propia, y su relación no menos problemática con la otredad. La tribu saeriana invierte, con su duda, la estrategia de conocer al otro para afirmar la propia seguridad. Una inversión considerable, si se reconoce que la expansión de la cultura occidental se fundamentó en la apropiación del otro a través del conocimiento. En palabras de Michel de Certeau, la posesión es la «forma por excelencia bajo la cual el Otro se convierte en Mismo al hacerse mío» (De Certeau 1993: 330). La aprehensión resulta un bálsamo tranquilizador para lo idéntico, porque neutraliza las diferencias, y permite anular la incertidumbre de lo desconocido: el comprender articula un círculo de familiaridad, construye un lazo de identidad para el cognoscente y el conocido que tiende a suprimir todo momento de extrañeza (Benjamin 1995: 38)

Las mismas palabras que designan el momento histórico en el que se sitúa la acción de la novela exhiben estos modos mediante los que la cultura occidental se aproxima a lo desconocido: el Descubrimiento y la Conquista ponen de manifiesto, de forma extrema, la voluntad de apropiación que subyace a la voluntad de saber. Pero el problema acusa su «persistencia histórica»: ya en el siglo v a. C., Herodoto se plantea: Cada año enviamos a África nuestros barcos, a un costo muy alto y arriesgando la vida de la tripulación, para preguntar: «Ustedes ¿quiénes son? ¿qué leyes tienen? ¿cuál es vuestra lengua?». Ellos no nos han enviado nunca ningún barco para preguntarnos a nosotros (Steiner 2005: 47).

La íntima necesidad de la tribu de contar con un testigo se enfrenta a la interesada voluntad por conocer al otro propia de una identidad que se considera autosuficiente. A la estrategia de enviar barcos para averiguar

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quiénes son los otros, los colastiné contraponen el gesto desesperado de arrojar al río una pequeña canoa, con la esperanza de que, en el testimonio que contiene, se conserve algo de su constante lucha por ser. La precaria vida de la tribu quedará registrada por medio de la observación y, fundamentalmente, la narración del entenado: De mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo con detalle a todos. Amenazados por eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador (163).

La tribu, que aún se debate con la nada sin lograr organizar el mundo en un relato, busca, en la mirada exterior del entenado, su narrador. La insuficiente reiteración antropofágica, la repetición de curiosos juegos infantiles, el abstruso comportamiento de los colastiné hacia el protagonista, la oscuridad de la playa: todo cobra sentido al incorporarse al relato del narrador. El Mundo no es ya una masa opaca de objetos amontonados arbitrariamente, sino un cosmos viviente, articulado y significativo. En última instancia, el Mundo se revela como lenguaje (Eliade 1985: 149).

Si los colastiné sobreviven al tiempo es porque el entenado los narra, los escribe. La pluma que impregna las hojas en la noche europea, mucho tiempo después de haber experimentado la intemperie colastiné, no sólo dota de significación al mundo de la tribu, sino también al del narrador: la escritura, confiesa, es el «único acto que puede justificar mi vida» (120). La narración del entenado colma de sentido la imprecisión existencial de la tribu pre-mítica. Pero no se trata de un sentido revelador, que logre sacar a los colastiné de la nada en la que se debaten. La afanosa búsqueda a través de la escritura, en contra de la imposibilidad de decir

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«el lado oscuro del mundo», exhibe con profundidad ese imposible. Si la voz del narrador enuncia alguna certeza, ésta es la imposibilidad de conocer más allá de las apariencias confusas. La percepción del eclipse final revela, con su profunda oscuridad, la única verdad inteligible, desembarazada de la «variedad engañosa» que habita en la claridad: Al fin palpábamos, en lo exterior, la pulpa brumosa de lo indistinto, de la que habíamos creído, hasta ese momento, que era nuestro propio desvarío... Al fin llegábamos, después de tantos presentimientos, a nuestra cama anónima (189). El lenguaje del entenado revela un Mundo conflictivo, difuso e inaccesible. La inteligibilidad sólo manifiesta el carácter impenetrable de las cosas; conocer revela lo incognoscible, lo inunda de incertidumbres. Pero nada está más lejos de la ignorancia: en el universo del entenado, ...saber no basta. El único justo es el saber que reconoce que sabemos únicamente lo que condesciende a mostrarse (189). La reiteración cíclica de la vida en las costas sale de su condición informe y muda gracias a la irrupción del relato del entenado (Premat 1996: 82), un relato que es búsqueda de sentido, aunque el único sentido develado sea lo incierto. Después de la imposibilidad del conquistador por definir la tierra refractaria, el arduo trabajo de su testigo por narrarla. Un trabajo imposible alrededor de lo que no puede decirse ni conocerse, un rodeo alrededor de la nada que permite, obtusamente, exhibirla. El dificultoso avance de la escritura del entenado por la selva de un lenguaje que exhibe la nada contrasta con la monumental verborragia de La Historia; aunque en ambos casos el intento histórico de colmar el vacío con la palabra se problematice. Pese al esfuerzo de la escritura por encontrar o develar un sentido, el pasado se resiste a re-presentarse, manifestando su inasibilidad. Ni la historia ni el mito consiguen articular en el presente la verdad de lo acaecido, rememorar lo sido. La literatura subraya esa imposibilidad, colmándola, a su vez, de nuevos nombres que pretenden alcanzar sentidos imposibles. Corvalán-Ruzzi, el entenado, la falaz civilización calchaquí

RELATOS DE LA AUSENCIA

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o los inciertos colastiné son ficciones que ocupan la ausencia, signos de un indecible que persiste en decir. «No hay nombre para esto»: leer esta proposición en su banalidad. Este innombrable no es un ser inefable al que ningún hombre podría aproximarse: Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego que hace que haya efectos nominales... (Derrida 1989: 61).

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MITO, DESPOJO Y ELEGÍA P O R LA Q U E R E N C I A P A S T O R I L E N YAWAR FIESTA D E J O S É M A R Í A A R G U E D A S Magdalena Chocano

I Las novelas de Arguedas conjugan lirismo, contraste cultural, dimensión mítica y espacio social. Son palabras del estudioso Alberto Escobar que pueden aplicarse con exactitud a Yawar Fiesta. Las lecturas de esta novela han resaltado el peso de las tensiones culturales en el ordenamiento social (Bourricaud 1967,1970), y en los proyectos de modernización (Kokotovic 2006), así como la territorialidad como expresión del espacio social (Elmore 1993) y como encarnación de los principios duales estructurales andinos (Calero del Mar 2002). También se han valorado la ambigüedad del mundo mítico que envuelve a los comuneros quechuas de Puquio (Rowe 1979), la profundidad de visión trágica (Legras 2006) y las implicaciones políticas de la propuesta narrativa arguediana (Muñoz 1980).. Para orientar la lectura que proponemos aquí nos remitimos a una preocupación que el propio Arguedas expresó respecto a la cultura india: su pérdida frente a la avasalladora modernidad. En cierto momento optó por plantear lo mestizo como superación dialéctica de lo indio, y augurar a la cultura mestiza un porvenir ilimitado, siguiendo el modelo del mestizaje mexicano (Arguedas 1952). Sin embargo, reconocer su íntima insatisfacción con esta síntesis lo llevó a afirmarse en su propia vida mágica («el socialismo no mató en mí lo mágico» [Arguedas 1988]), marcando así su enfrentamiento con un mundo intelectual dogmático y solemne que lo criticó con acritud por no lograr una obra «aprovechable sociológicamente» (Stucchi 2003).

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Mas allá de la obvia textura épica de Yawar fiesta, percibimos en ella un fuerte lirismo de carácter elegiaco, que tiene como escenario la región más pura y agreste de los Andes: la puna, que desde la época prehispánica se ha concebido como contrapuesta y complementaria a los territorios bajos de valles y quebradas, llamados, según su altitud, «quechua» y «yunga». En la puna la trama épica de la novela, siempre amenazada por dobleces, temores y relatos míticos, alcanza sus momentos más decisivos, desde el punto de vista de los ayllus sometidos a una fuerte presión de dominación que disloca la interrelación de estos niveles de la territorialidad andina. En la puna ocurren acontecimientos nodales que son en lo esencial momentos de «llanto o planto», que no se han de asociar simplemente con momentos de confusión producidos por la emoción, sino más bien son momentos en que los personajes de la novela se ven penetrados por una aguda conciencia de la integridad de aquello que estamos viendo desaparecer. La rigurosa puna impone un desasimiento de la perspectiva puramente humana y social del acontecer, sugiere una situación matizada y transicional entre lo humano y su entorno, y nos revela que la vieja dualidad territorial está presente en la novela de modo discontinuo y desgarrado, pero persistente. La vía lírica por donde la novela abre el espacio infinito y melancólico de la puna da un peso diferente al tiempo y al espacio a través del mito, el cual a veces aparece cuestionado y desprestigiado, pero cuyo carácter envolvente, casi obsesivo, parece recomponerse apenas se traslada la acción a la puna, espejo desolado del despojo sufrido por los ayllus de Puquio. Siendo la región inmediata a los aukis, esto es, las altas cumbres que son los ancestros míticos de los ayllus y de la antigua nación lucana (o rukana, según se escribe a veces en la novela) que los incluía a todos, la puna parece ejercer un tremendo poder «histórico» sobre los comuneros, no vinculado a la historia de res gestae, sino al «tiempo inmemorial» que ha configurado una relación frágil y a la vez inevitable con el territorio.

II Yawar Fiesta comienza con una visión de Puquio, «pueblo indio», donde dominan los mistis, es decir, los terratenientes (llamados también «vecinos», «principales», y menos respetuosamente «gamonales») que

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se han ido apoderando de las tierras más valiosas de los ayllus, los cuatro barrios en que están organizados los indios. Son vísperas de Fiestas Patrias, y todos los ayllus se preparan para celebrarlas con bailes de los dansak's (bailarines de tijeras), con el continuo sonar de las wakawak'ras (cornetas hechas de cuernos de toro) y sobre todo, con el turupukllay. El turupukllay consiste en una capea de toros traídos de las haciendas cercanas o donados de los pocos ganados que tienen aún los ayllus, en la que participan todos los varones indios que se animan a probar su valentía y su suerte frente a estos animales. Entre estos espontáneos, se destacan los capeadores que por su experiencia y arrojo son los verdaderos héroes de la fiesta. Sin embargo, este no es un turupukllay más, pues uno de los ayllus, el de K'ayau, ha jurado traer para la fiesta al legendario toro Misitu, que vive en un estado salvaje en las punas, las zonas más altas y frígidas de los Andes. Las cosas se complican, porque un nuevo subprefecto de la provincia debe hacer cumplir un decreto gubernamental que suprime las capeas populares por no ser tolerables en un país civilizado y moderno, tal como lo define el poder central situado en Lima. Los mistis, que desprecian a los indios, pero sienten la fiesta como suya, intentan seducir al subprefecto con una descripción teóricamente excitante de la fiesta mencionando las muertes y despanzurramientos que los indios sufren, lo cual produce el efecto contrario en el funcionario y más bien agudiza su distancia cultural y emocional. Incluso para motivar su aceptación le dicen: «su antecesor era limeño de pura cepa y gozaba como pagado» con el turupukllay (40), insinuando así que siendo el subprefecto costeño pero de provincia, habría de sumarse con mayor razón a la celebración. Los mistis son puquianos de un modo impositivo, ya que su inserción en el pueblo ha sido un producto de la violencia contra los indios. Su actitud hacia Puquio es localista y posesiva, hablan del pueblo y de sus habitantes como si constituyeran una especie de patrimonio: «Nuestros indios son resueltos», «...tenemos nuestros cholazos»; «nuestro nevado K'awarasu» (40-42)1. Vista la resolución del subprefecto de no tolerar el turupukllay, la mayoría de mistis decide aceptar la disposición gubernamental y oportunistamente se distancian también del «salvajismo» de los «puquianos

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Todas las citas de la novela provienen de la edición de Yawar Fiesta citada en la bibliografía.

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atrasados», dedicándose a una serie de reflexiones culturales para halagar al subprefecto y que producen un efecto irónico en la narración: «Necesitamos de autoridades que vengan a enseñarnos y que estén resueltas a imponer la cultura del extranjero» (47). Aceptan, por tanto, una corrida formal con un «torerito limeño» (48). Sólo el misti don Pancho Jiménez se enfrenta a la disposición del subprefecto y de resultas es llevado preso. El subprefecto parece en un primer momento apreciar la valentía y franqueza de Jiménez, y decide liberarlo, incluso bebe un pisco con él para marcar esta distinción. La verdad es que al subprefecto le irrita cualquier actitud que no sea de acatamiento servil, y cuando Jiménez se despide y cruza la plaza, el subprefecto trata de que un subordinado lo mate de un disparo. Entre el subprefecto y los mistis no se produce en ningún momento ningún acercamiento verdadero. El subprefecto los sigue despreciando, y los mistis, aunque han renunciado al turupukllay, no pueden aplastar las emociones que les suscita esta fiesta: Cuando los vecinos principales salieron de la plaza, desde los cuatro ayllus cantaron los wakawak'ras... En lo hondo de la conciencia de don Demetrio, de don Antenor, de don Julián... se levantó la alegría, y andaron más rápido. La alegría de ver al K'encho, al «Honrao», resondrando al toro mostrando el pecho (56).

Los mistis, que han aceptado la corrida convencional, en el fondo se identifican con los toreadores indios, con su valentía y su arrojo, a la vez que desprecian a los comuneros en su conjunto, y que el sentimiento de pertenencia local los hace coincidir con ellos en la necesidad del turupukllay. En este punto, la mirada del subprefecto engloba a todo Puquio pasando de la indiferencia cultural al odio y viceversa: cuando desde la ventana de su despacho ve a los indios que llegan en masa a la alcaldía para hablar con los mistis sobre la celebración, el subprefecto ridiculiza: «¡Esto es un cinema! ¡Parece película!». Y el narrador confirma su distancia emocional: «No tenía miedo. No veía a la gente, no entendía lo que hablaban» (57).

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III Existen en Puquio, sin embargo, quienes rechazan totalmente el turupukllay. Una vez que los mistis han aceptado la innovación de una corrida con diestro, se ven en el problema de convencer a los indios de aceptarla también. Para ello han de recurrir al cura: «Sólo el cura es capaz de hacer tragar esa pildora a los indios» (105). El cura siempre rechazó esta celebración por considerarla cosa del demonio; su razonamiento parte de argumentos distintos a los esgrimidos por el subprefecto como portavoz del Estado, pero tiene el mismo objetivo de disciplinar la participación popular en los lances con el toro. Para el cura, que confiesa haber sido indio Karwank'a, «[l]as corridas de Pichk'achuri siempre han sido pues una ofensa al señor. Los señores vecinos, con perdón sea dicho, gozaban de una fiesta de Satanás. ¿Dónde se ha visto que hagan entrar a indios borrachos contra toros bravos, en el deseo de gozar viendo destripar a un cristiano?... Por eso la prohibición del Gobierno es santa» (53). De esta manera, sacraliza el nuevo orden público que quiere implantar el proyecto civilizador del estado. Su colaboración tiene consecuencias muy concretas porque él tiene el ascendiente necesario para convencer a los indios de que es necesario levantar una plaza de toros cerrada en la inmensa plaza de Pichk'achuri, donde se suelen realizar las corridas sin barreras, para acotar el espacio público en que se debe reformular la festividad taurina con virtiéndola en algo «moderno». En la concepción del cura el toro en general es la encarnación del diablo (111). Convence a los comuneros recordándoles que él es también «indio de Puquio» y que ha dado los sacramentos a sus deudos cuando estaban enfermos. Logra que los comuneros acepten sus principales puntos: que construyan una pequeña plaza de toros de troncos de eucalipto y sauce, y que sólo entren a medirse con el toro los capeadores de los ayllus: «ellos tienen maña. Comunero inocente de lejos nomás verá. ¿Qué dicen taytas?» (112). El cura facilita la acción del Estado, al impedir que la mayoría de comuneros pueda entrar a medirse con el toro espontáneamente, con lo que posiblemente uno de los principales fines de la capea indígena como ritual de valentía masculina queda coartado. El otro grupo opositor al turupukllay surge en el sector mestizo, el cual está dividido en varios estratos. Los mestizos que son servidores de los mistis, llamados despectivamente k'anras, y los que viven por su

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cuenta en Puquio en buena armonía con los ayllus se suman a la celebración (13). En cambio, el grupo de los mestizos llamados «chalos», compuesto principalmente por indios que emigraron a la costa y a la ciudad de Lima siendo jóvenes, tiene otra visión de las cosas. Los «chalos» se han organizado en el Centro Unión Lucanas con propósitos recreativos y culturales, sienten que su deber es hacer que los comuneros que dejaron en su lugar de origen se sacudan del yugo de los «gamonales» o mistis. El turupukllay es para ellos parte de los mitos y creencias en los apus que fundamentan —según piensan— la dominación misti y el «atraso» indio. Por tanto, cuando los mistis de Puquio les piden que contraten a un torero español, consideran que ha llegado una oportunidad para vengarse de ellos, pues no creen realmente que los mistis renunciarán al espectáculo de ver morir a los indios. Los «chalos» han captado criticamente el juego de miradas que hay entre indios y mistis en las festividades tradicionales de Puquio y que Arguedas describe a propósito de diversos espectáculos. Por ejemplo, el del dansak' Tankayllu, del ayllu Chaupi: ...cuando el Tankayllu entraba al girón Bolívar, tocando sus tijeras, las niñas y los mistis se machucaban en los balcones para verlo. Entonces no había K'ayau, ni Chaupi, ni K'ollana; el pueblo entero, los indios de todos los barrios se alegraban, llenaban la calle de los mistis; sus ojos brillaban mirando la cara de los vecinos. [...] Y desafiaban en sus adentro a los mistis: —¿Dónde habiendo de mistis? Con su caballito nazqueño, con su apero de plata, con su corbatita, badulaquean. Con trapo nomás. ¿Dónde habiendo hombre para Tankayllu? (38).

Los indios se unen en un sentimiento de superioridad estética frente a los mistis, en el cual adquieren la «hombría» que les es negada en la dominación cotidiana. Pero a la vez, al ser una apreciación estética compartida con los mistis, tiene el efecto de crear esta unidad cultural puquiana, que los chalos quieren romper en función de su visión política inconscientemente jacobina, y que las autoridades costeñas repudian (significativamente, las autoridades le dicen al subprefecto: «Ese Tankayllu es un indio sucio como todos, pero hace algunas piruetas y llama la atención.» [42]). Los «chalos» se sienten vinculados a ciertas experiencias de la comunidad, pero las interpretan de un modo unívoco y desligado de la historia

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de la nación lucana como tal, que es el modo en que el narrador la explica al narrar la construcción del camino de Puquio a la costa. Los comuneros de diferentes ayllus de la provincia trabajan arduamente compitiendo y colaborando para abrir el camino. Cuando han completado el trabajo lo celebran unidos: los andamarkas, los sondondos, los chakrallas, los chipaus, los aukaras, los larkays, vivando a la provincia que a su vez encarna, de un modo oblicuo, la antigua unidad de la nación lucana: «De repente desde Chaupi, gritaron los varayok's de Puquio: —¡Que veva Locanas!» (72). En cambio, la épica de la construcción del camino de Puquio a la costa encarna para los «chalos» un ideal de conciencia y programa político porque han llegado a concebir de un modo genérico la colaboración de los indios, y por tanto, consideran, la determinación e iniciativa indígenas mostraría una especie de virtud cívica en potencia haciendo abstracción de la vinculación étnica que, según expone el narrador, es el motor que de manera no explícita empuja a los puquianos y demás indios de Lucanas a actuar colectivamente. Así los «chalos» se atribuyen la potestad de decidir qué aspectos de la comunidad india les parecen más beneficiosos descartando la diversidad del universo indígena puquiano y lucana. La mirada que se posa sobre los indios para hacer de ellos un todo indiferenciado es una de las características que asoma en los sectores dominantes: «El alcalde, Vicario y vecinos notables de esta ciudad, agradecen a usted y le felicitan por medida contra las corridas sin diestros, en defensa pueblo indígena desvalido» (54). Y también reaparece entre los «chalos», que serían más bien un sector en formación o emergente, aunque su mirada se funda ambiguamente en sentimientos que van de la fraternidad al paternalismo. El discurso de Escorbacha, cuando ya los indios de K'ayau han logrado capturar al toro, muestra la cercanía de estas miradas políticamente contrapuestas, a la vez que humanamente indiferentes: ¿qué importa que el Misitu haya destripado a diez, a veinte k'ayaus? Si al fin le han echado lazo a las astas y están arrastrándolo como un sall'ka cualquiera. ¡Han matado a un auki! Y el día que maten a todos los aukis que atormentan sus conciencias; el día en que se conviertan en lo que nosotros somos ahora; en chalos renegados... llevaremos a este país a una gloria que nadie calcula... (139).

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En este punto su mirada parece coincidir con la de los mistis que tampoco consideran importante si mueren diez o veinte k'ayaus en el turupukllay. Las vidas de los indios son consideradas irrelevantes desde la elevada meta de un proyecto o sueño de grandeza nacional, que los «Chalos» veneran. La solución al dilema «chalo» entre un amor idealizado a la comunidad y un sentimiento de inferioridad de la cultura india parece ser la supresión cultural gradual que a la vez dignifique a los «chalos» como modelos de hombre nuevo. La emoción que Escobar siente al pensar en una liberación futura lo hace dar a la reunión del acuerdo de llevar un diestro a Puquio una solemnidad desproporcionada, que cobra insensiblemente el aspecto de un acto de enajenación: Cuando terminó la sesión Escobar se levantó de su asiento y se dirigió junto al retrato de Mariátegui, empezó a hablarle, como si el cuadro fuera otro de los socios del 'Centro Unión Lucanas'... (84).

En cierto modo realiza un ritual de invocación, como el que más tarde realizarán los comuneros con los aukis, con la diferencia de que la de Escobar se centra exclusivamente en la historia humana. Y como tal se ubica de lleno en el mundo moderno con sus personajes heroicos de distinto signo. Sin embargo, el juramento a Mariátegui será una canción quechua, un wayno lucana, cuya letra asocia la emigración a la muerte y a la vez exhorta a superar la pena que provoca: «Dicen que toda la gente tiene miedo / porque el morir está llegando, / ¡pero no llores hermano / no tengas pena!» (85).

IV Como ha demostrado F. Bourricaud, las contradicciones de los distintos personajes de la novela, en tanto representación de sectores con intereses diferenciados en un esquema de dominación, también permite ver al colectivo indio desde dentro. El capítulo que narra las peripecias y decisiones de los mestizos del Club Unión Lucanas se cierra con un párrafo que contrasta la unidad imaginada por sus miembros con la realidad de los indios de Puquio:

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Y mientras los mestizos de Lima estaban cantando, en el ayllu de K'ayau, los varayok's animaban a los indios para subir a la puna a traer al Misitu. En todas las calles del barrio hablaban los varayok's amenazando a los pichk'achuris, amenazando al Misitu, presintiendo y preparando el yawar fiesta (86).

Así que la contraposición y colaboración entre los ayllus forma una dialéctica constante que tiende a quedar sesgada por las emociones que suscitan los enfrentamientos más llamativos entre los mistis, las autoridades y los «chalos». Ayllu equivale a barrio no sólo en el sentido espacial, sino en el de ser la comunidad visible más inmediata después de la familia, comprende un sistema de autoridad: varayok's y varayok's alcaldes. Desde las primeras páginas de la novela tomamos conciencia de que Puquio es producto de sus ayllus: «Desde el abra de Sillanayok' se ven tres ayllus: Pichk'achuri, K'ayau, Chaupi...» (6). El ayllu de K'ollana no se puede ver desde Sillanayok'. La traza original de Puquio ha sido alterada por la calle Bolívar, calle abierta por los mistis cuando empezaron a apoderarse de las tierras de los ayllus. El rechazo de todos los ayllus se expresa cuando al divisar esa calle desde la cumbre los indios «...asqueando dicen: — ¡ Atatauya Bolívar, calle! [...] Cuando los indios miran y hablan de ese modo, en sus ojos arde otra esperanza, su verdadera alma brilla. Se ríen fuerte, quizá también rabian» (14). Esta risa, expresión de alegría, rabia y esperanza, unifica la mirada india frente a la calle misti. Pero ya dentro del mismo ámbito de Puquio, cada ayllu tiene su voz diferenciada, un perfil propio. Los chaupis (del ayllu o barrio Chaupi) son «pretenciosos», han techado su capilla con calamina, y los demás ayllus critican: «Parece iglesia de misti». A lo que los chaupis orgullosos responden: «Mejor que de misti». La plaza de Chaupi termina en la calle principal, el ya mentado jirón Bolívar (6). Este ayllu tiene más herreros, carpinteros, sombrereros y maestros artesanos que los demás. También cuenta con el mejor de los trompeteros de wakawak'ras, don Maywa. Las relaciones de los ayllus combinan la rivalidad y la colaboración. Esta dualidad se traslada a relaciones más profundas que comprenden el cosmos visto desde una perspectiva vertical, no en términos de la contraposición entre el mundo natural y el sobrenatural: «Se oponen desde una perspectiva vertical, las chacras de las quebradas y sus frutos a los pastales de puna y sus ganados. Se opone el Libiac [el rayo] de los pastores, que envía el granizo helado, al sol de los agricultores, que abrasa

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las mieses. Se oponen las aguas inferiores y subterráneas —acequias y puquios— a las aguas superiores, lluvias y quizá lagunas— que controlan los pastores» (Duviols 1973: 185). Esta antigua concepción, enraizada en la realidad misma del medio cultural andino, dio origen a los mitos sobre las luchas entre los huaris y los llacuaces, es decir entre los habitantes del valle y los habitantes de las alturas, respectivamente los pueblos agricultores y los pueblos pastores. En la novela podemos percibir la reverberación de esta concepción en las relaciones entre los ayllus, y es el destino de esta dualidad en cierta medida lo que está en juego, sin convertirse en una estructura intocable, reflejada en nociones inmutables que se puedan trasladar sin más a toda la experiencia de los pueblos andinos. En este sentido, al presentar los distintos factores que contribuyen a erosionar las bases materiales de la vida de los ayllus, principalmente la expropiación de sus tierras realizada por los mistis, la novela aporta una comprensión que refracta las nociones abstractas de la dualidad andina. Pichk'achuri es el ayllu que comienza por el camino de Sillanayok a orillas de riachuelo Chullahora. Dice que era y es ayllu compartido entre «puquianos y punarunas». Estos son los hombres dedicados al pastoreo en la frígida puna, se agrupan en chukllas o pueblitos, o viven en cuevas (17). Quizá esto hace que sea el ayllu que tiene a los mejores capeadores de toros, y triunfa año tras año en el turukpukllay con el «Honrao» Rojas: Los pichk'achuris fueron siempre verdaderos punarunas. Los otros ayllus también tenían estancias y comuneros en la puna, pero lo más de su gente vivía en el pueblo; tenían buenas tierras de sembrío junto a Puquio, y no querían las punas, casi le temían, como los mistis (17).

El ayllu de K'ayau se caracteriza también por sus casas de tejas rojas, y llega también hasta el Chullahora. Muchos eran, a raíz del despojo, simples jornaleros de los principales. Ellos también tienen buenos capeadores: Raura, Tobías, Wallpa, el Paukar (117), que están cansados de que sean los capeadores de Pichk'achuri los que se lleven la preciada enjalma que las niñas (mujeres mistis) obsequian de premio a los mejores en el turupukllay. Por eso han hecho la apuesta de traer al Misitu que está en la puna de K'oñani, dominio del misti don Julián Arangüena. Al otro lado del jirón Bolívar está el ayllu K'ollana que termina en un riachuelo

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llamado Yallpu (8). Los k'ollanas tienen sus casas techadas de teja roja. Sus hombres son buenos danzantes de tijeras y albañiles. Se dice que todas las casas nuevas de los vecinos (es decir, mistis) eran obra de ellos. Antes del despojo, además de las tierras en el valle, los ayllus tenían acceso a los echaderos de las punas, las tierras altas y frígidas, donde tenían sus ganados, de modo que cada ayllu contaba con pastores y agricultores. Pero a los mistis no les bastaron las tierras de cultivo, porque las famosas fuerzas del mercado, es decir, la demanda de carne en Lima, los impulsó a apoderarse también de las punas para alimentar a su ganado: Año tras año los principales iban empujando a los comuneros pastores de K'ayau, Chaupi y K'ollana, más arriba, junto al K'awarasu, a las cumbres y a las pampas altas, donde la paja es dura y chiquita... (20).

Sin pretender entablar un cotejo entre la obra académica de Arguedas y su novelística con el fin de deslindar el «realismo» de esta última, es interesante notar que en un estudio antropológico sobre Puquio posterior a la Yawar Fiesta, Arguedas señala que Pichk'achuri y K'ayau son «ayllus hermanos», y ambos tenían una alta proporción de población india. K'ayau, en específico, tenía sólo veinte mistis. En ambos ayllus los indios tenían una situación económica más sólida. K'ollana y Chaupi también eran «ayllus hermanos», pero Chaupi tenía menos mestizos y mistis, y la situación de los indios era más independiente, en cambio los indios del barrio o ayllu de K'ollana, con su mayor proporción de mistis y mestizos, habían sido despojados de sus tierras y se habían convertido en peones o aparceros de aquellos. De ahí que en Chaupi hubiera una relativa armonía entre mestizos e indios, mientras que en K'ollana había crecido el resentimiento de los indios y los mestizos mostraban una «anarquía beligerante» respecto a los indios (Arguedas 1956). Este proceso es posterior a la época en que transcurre la novela pero es interesante porque parece haber determinado una posición más favorable al mestizaje por parte de Arguedas en la década de 1950, aunque esto no le impedía constatar que se producía en un contexto de disgregación del área cultural ayacuchana. También aclarará que los ayllus no sólo eran un lugar de pertenencia indígena: desde la perspectiva de los indios, los mestizos y los mistis según su lugar de residencia pertenecían a los ayllus.

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De resultas del despojo los comuneros de las punas se ven sin acceso a terrenos que secularmente habían sido su ámbito. El narrador explica que antes los punarunas, en los días de fiesta, bajaban al pueblo con dinero y ropa nueva; a raíz del despojo, su bajada al pueblo es una renuncia forzada a su querencia y sólo los acompaña el llanto de las indias, pues en el valle los aguarda una situación de orfandad y desvalimiento: «Y punacomunkuna parecían extraviados parecían de repente huérfanos». Su esfuerzo por resistir al despojo, les acarrea la cárcel y el robo de sus ganados por los mistis usurpadores; tienen la sensación de que la vida ha acabado y la expresan en su solitario canto: Imatak' kausayniy, maytatak' ripusak' maytak' tayta mamay ¡lliusi tukukapun!

¡Qué es pues esta vida! Dónde voy a ir, sin padre, sin madre ¡todo se ha acabado! (20).

Los punarunas de Chaupi y K'ollana desaparecen. Algunos, socorridos por los varayok's de los ayllus que los protegen, se colocan como jornaleros, otros se arriesgan a bajar a la costa y hacerse peones, donde no es raro que contraigan enfermedades (tercianas) que los marcarán de por vida. Sin embargo, están los que se arriesgan a quedarse en la puna sin bajar nunca más al pueblo, y permanecen a la vera de las cumbres del gran cerro K'arwarasu, defendiendo encarnizadamente su ganado de los principales: Y allá, en la puna brava, cuidándose desde el alba hasta el anochecer, recorriendo y contando a cada hora sus ovejas, haciendo ladrar a los perros alrededor de la tropa, se iban poniendo sordos. Y ni para las fiestas ya bajaban al pueblo. En lo alto, junto a las granizadas, envueltos por las nubes oscuras que tapan la cumbre de los cerros, el encanto de la puna los agarraba poco a poco. Y se volvían cerriles (22).

Estos punarunas que viven en una precariedad extrema que debe desafiar las duras condiciones del clima de puna y las acechanzas de los patrones aparecen brevemente en la narración. Más decisivo es el papel de aquellos que para poder quedarse en la puna con sus animales optan adscribirse al nuevo dueño misti:

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Otros para quedarse en su querencia, junto a sus animales, vendían su ganado al nuevo dueño de los pastales... Y ya pobres sin una ovejita que les sirviera de consuelo, se quedaban de vaqueros del patrón; se declaraban hijos huérfanos del principal que había tomado posesión de los echaderos; y lloraban cada vez que el señor llegaba a visitar sus tierras... (22). Esta colectividad aislada de punarunas, aferrada a sus animales, al pie de las nieves eternas, conforma un ayllu cautivo, producto del despojo efectuado por los mistis y desarrolla una personalidad cultural fuerte, pero sus bases materiales son tremendamente vulnerables. El centro de su cultura son los animales y lo son también de su mundo afectivo, siempre amenazado por la intervención del patrón a través de sus comisionados: Pero eso no era nada. De vez en vez, el patrón mandaba comisionados a recolectar ganado en las estancias. Los comisionados escogían al toro allk'a, al callejón, o al pillko. Entonces los punarunas, con sus familias, hacían una despedida a los toros que iban a la quebrada, para aumentar la punta de ganado que el patrón llevaba al 'extranguero'. Entonces sí, sufrían. Ni con la muerte, ni con la helada, sufrían más los indios de las alturas (23). La despedida de los animales convoca a toda la comunidad punaruna. El más viejo tocaba el pinkullu, sus hijos los wakawak'ras, y una de las mujeres la tinya: El pinkullu silbaba con fuerza en la puna, la cuerda de la tinya roncaba sobre el cuero; y en las hondonadas, en los rocales, sobre las lagunas de la puna, la voz de los comuneros, del pinkullo y de la tinya, lamían el ischu, iban al cielo, regaban su amargo en toda la puna. Los indios de las otras estancias se santiguaban (24). A través de la música el despojo de animales acaba estremeciendo la puna entera. Crea también una memoria profunda, casi corporal, en los miembros más jóvenes de la comunidad punaruna: «Pero los mak'tillos sufrían más; lloraban como en las noches oscuras, cuando se despertaban solos en la chuklla; como para morirse lloraban; y desde entonces el odio a los principales crecía en sus corazones, como aumenta la sangre, como crecen los huesos» (24).

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En el nuevo contexto producido por la apuesta de traer al Misitu de la puna de K'oñani se movilizan todos estos sentimientos, pero no por obra directa de un misti sino de los comuneros de K'ayau, ya limitados a vivir en el valle, por un previo despojo. Por ello los matices que cobra la relación son diferentes. Como se ha visto, desde la perspectiva de los ayllus, los mestizos y los mistis pertenecen también al ayllu en que viven, aunque esta pertenencia tenga un carácter peculiar y contradictorio. Cuando la comitiva de los K'ayau cumunkuna (los comuneros del barrio de K'ayau) se dirigen al temible don Julián Arangüena, para pedirle su venia para intentar traer al Misitu para el turupukllay, el varayok' alcalde le dice: «Sempre, pues, taytay, tú parando por K'ayau... Tu alfalfa también, chacra, echaderos también, en tierra de ayllu K'ayau pues, don Julián» (30). Sus palabras contienen tanto un reproche por el despojo, como un reconocimiento de la propiedad de don Julián, que lo vincula y compromete con K'ayau. Don Julián les permite entrar a K'oñani para pasar a la gran pampa del Negromayo donde habita el Misitu, pero es escéptico sobre la posibilidad de que los comuneros logren traer al toro. Una vez logrado el permiso de don Julián, los comuneros le proponen un brindis doble: «¡Taytay, por tu Misitu tomarás copita! [...] ¡Por tu ayllu K'allau, pues, don Jolián!» (31). El uso del posesivo por los k'ayaus refleja la actitud patrimonial de los mistis respecto a Puquio que hemos señalado antes, pero por otra parte les impone a estos un compromiso con la vida de los ayllus, un pacto cultural que se verá cuestionado por la intervención del Estado, de la Iglesia y de los chalos que buscan una alternativa a la dominación misti.

V La cultura prehispánica andina era una cultura de un fuerte carácter pastoril (Brotherston 1997: 255-260), lo cual permite comprender mejor la rápida inserción del toro en la cosmovisión india del área2. Obviamente el 2

Aquí habría una diferencia importante con las concepciones indígenas mayas en las que el toro está asociado con el mal, dada la incompatibilidad de la cría de ganado con el

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toro es un animal de origen europeo, y en el Viejo Mundo fue objeto de cultos y festividades sacras. Por esto algunos piensan que el toro incorporado al contexto indígena andino tenía el papel de «símbolo» de los colonizadores. Sin embargo, la obra etnológica de Arguedas brinda una orientación muy esclarecedora en un breve ensayo sobre los motivos fundamentales del arte alfarero indígena: El toro y el caballo hirieron hondo a la sensibilidad india; hoy son ambos los temas fundamentales de todo su arte, y principalmente de la cerámica... El toro, aparte de todos los grandes beneficios que trajo al indio —con él podía arar un solo hombre y en un solo día todas las tierras que antes necesitaba de veinte chakitakllas (arado manual)— ...el toro impresionó al indio con su figura y su voz. Era la imagen del poder, como la encarnación de los «apus», de las montañas azules imponentes y oscuras, que levantaban cumbre hasta las nubes, hasta el espacio tenebroso donde vive el trueno. El toro y el caballo se convirtieron en personajes semisagrados; los más queridos, los más útiles, que llegaron de fuera, como una aparición milagrosa, acompañando a los nuevos werak'ochas crueles e insensibles (Arguedas [1940] 1989: 61). Así, los indios de los Andes no parecen ver al toro c o m o un «representante» de la colonización (esta podría ser más bien la mirada de las elites letradas nacionales), sino c o m o una fuerza de las poderosas deidades andinas que confirman así su presencia. En ese sentido, es un animal que aparece contagiado también de lo sobrenatural, y suscita por tanto una devoción entre los indios quienes además la inculcan a aquellos que habitualmente los subyugan: De la poca cerámica ritual y decorativa que se ha mantenido pura el toro es el motivo dominante y vinculado al culto de la tierra, este culto ha logrado dominar a muchos grandes hacendados mestizos y a todos los pequeños ganaderos. Sobre la mesa en el dormitorio de muchos hacendados de la puna, al pie de la imagen del santo devoto, un gran toro de barro muestra su arrogancia, sus cuernos levantados y poderosos... En techos de casa de pueblos, cásenos y haciendas, se clavan dos o tres cruces en el tejado... entre las cru-

cultivo de la milpa (parcelas sembradas de maíz). Para los mayas yucatecos, Juan Thul, «dueño del ganado bravo de Yucatán», es un toro bravo capaz de transformarse en caballero o torero, y se aparece a los incautos para proponerles un pacto diabólico, con lo que se constituye en metáfora del enfrentamiento cultural (Amador 2002: 247-248).

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ees un toro de barro; junto al símbolo de la nueva religión la imagen en que el indio simboliza la tierra, el poder, el amor, la fecundidad, y lo que la tierra tiene de tenebroso e inexplicable (Arguedas 1940: 63).

Las leyendas andinas que explican la historia de toros surgidos de las altas lagunas de la puna son numerosas, y ponen en juego la consabida relación entre el agua, las tormentas, la luna y el toro que existe en los mitos europeos. Sin embargo, muy pocas leyendas andinas sugieren la idea de un toro antropomorfo. Es como si en el mito andino se buscara confirmar la realidad ontológica de los seres y fuerzas de la naturaleza, a la vez que se insiste en una estrecha vinculación emotiva de estas con los seres humanos que no pasa por la adquisición de una fisonomía humana. Es muy probable que el origen del turupukllay tenga relación con los cultos y juegos del toro que existieron y aún persisten en la meseta y ciertas partes de España. En ellas son también los hombres jóvenes del pueblo los que se lanzan a arriesgar su suerte frente a los toros bravos. Muy poca relación existe entre estas fiestas y la corrida profesional con la que el Estado procuró suplantar el «desorden» de las capeas, encierros, novilladas, a que habitualmente se entregaban los sectores populares de la Península ibérica. El que el quechua utilice el verbopukllay que significa «juego» apunta a este carácter de entretenimiento y riesgo que parece un rasgo universal de las festividades populares centradas en el toro. Como dato curioso apuntamos que en la década del treinta también en España se dieron decretos terminantes con el fin de desterrar los encierros, capeas, novilladas, etc., e imponer el toreo exclusivo de diestros (Delgado 1986: 47). Es importante distinguir el contexto de la celebración según sea urbana o rural. Algunos análisis de las corridas ibéricas consideran el toreo con diestro como una estilización de las fiestas multitudinarias del toro, resultado del esfuerzo disciplinario del Estado. Esto lleva a postular la identidad entre ambas fiestas: «[l]a corrida y la fiesta popular se corresponden, son lo mismo, rememoran y reproducen la incursión del caos, instauran la hegemonía provisional de las potencias disolventes y exaltan finalmente la victoria de la luminosidad social sobre ellas» (Delgado 1986: 180). Sin embargo, otros análisis enfatizan la cultura rural regional en que se desenvuelve cada tipo de fiesta, postulando que las capeas, novilladas, encierros, etc. tienen una raíz pastoril castellana, mientras

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que la corrida con torero es de origen andaluz y tiene un carácter menos colectivo (Cobaleda 2002). En los Andes las fiestas con el toro se han desarrollado de un modo distinto. En el turupukllay contemporáneo de Ocongate, la conciencia de las fuerzas de la naturaleza tiene un peso mayor, y se requiere la presencia no sólo de los toros sino también de un cóndor. Los comuneros de Ocongate consideran que el toro y el cóndor son seres poderosos no humanos y su concurso ha de ser requerido mediante complejos actos rituales, que precisan además la colaboración entre las autoridades y los dueños de los toros. Igualmente el cóndor, cuya propiedad es atribuida al Estado, debe ser tratado con respeto. El turupukllay en Ocongate consiste básicamente en que los hombres animados por el alcohol se enfrenten a los toros, arriesgándose, en caso de falta de suerte o habilidad, a resultar heridos o incluso a perder la vida. Sin embargo, esta celebración no termina con la muerte del toro ni del cóndor, ambos animales son devueltos a su hábitat correspondiente, el uno a sus pasturas, el otro a las cumbres andinas. En suma, el énfasis del turupukllay de Ocongate está en la negociación con las poderosas fuerzas externas a la comunidad, por una parte, las fuerzas naturales, y por otra, los propietarios y las autoridades estatales (Harvey 1997). En Yawarfiesta, el turupukllay se describe en otros términos. Los mistis aseguran que ellos mismos solían entrar como rejoneadores a la plaza montados en sus caballos, adjudicándose así un papel muy importante en la muerte del toro. Uno de los mistis explica al subprefecto que se ataba a un cóndor a la cerviz del toro con la idea de que lastimándolo en esa parte el toro se embravecería. Los comuneros en cambio no hacen ninguna alusión a esta práctica, ni dan ningún papel a los mistis ni al cóndor. La voz del narrador tampoco confirma las afirmaciones de los mistis. El turupukllay de Puquio descrito en distintos episodios en Yawar Fiesta implica algunos de estos elementos de invocación y conciliación con las fuerzas poderosas de la naturaleza y la sociedad. La muerte y la sangre de los hombres es indispensable en la celebración del turupukllay de Puquio tal como lo narra la novela. A diferencia de Ocongate, un toro o varios deben morir mediante la dinamita que algún valiente sea capaz de hacer estallar en el pecho del animal, lo cual sugiere que los términos de la negociación en el Puquio de la novela son mucho más duros.

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VI En consonancia con la importancia central que los animales tienen en el mundo pastoril, el Misitu, el gran toro salvaje que domina la puna del N e g r o m a y o , es el protagonista indispensable de la trama. Sin él prácticamente no habría novela. El Misitu es tema de un mito, una narración que al evocar un tiempo anterior al tiempo da un sentido más profundo a la relación de los k'oñanis con el gran toro: El Misitu vivía en los k'eñwales de las alturas, en las grandes punas de K'oñani. Los k'oñanis decían que había salido de Torkok'ocha, que no tenía padre ni madre. Que una noche cuando todos los ancianos de la puna eran aún huahuas [niños], había caído tormenta sobre la laguna... que el agua de la laguna había hervido alto, hasta hacer desaparecer las islas chicas; y que el sonido de la lluvia había llegado a todas las estancias de K'oñani. Y que al amanecer, con la luz de la aurora, cuando estaba calmando la tormenta... ese rato, dicen, se hizo remolino en el centro del lago, junto a la isla grande, y que de enmedio del remolino salió el Misitu, bramando y sacudiendo su cabeza... Moviendo toda el agua nadó el Misitu hasta la orilla. Y cuando estaba apareciendo el sol, dicen, corría en la puna, buscando los k'eñwales de Negromayo, donde hizo su querencia (87). Sin el mito del Misitu, que explica a este toro específicamente en su calidad de criatura sobrenatural surgida de las aguas de un lago determinado, y por tanto lo funde en la historia de un pueblo particular y su territorio, no sería posible explicar la pasión de los hombres de los ayllus. Misitu es, pues, una criatura de las alturas vinculada a los pastores k ' o ñani que viven oprimidos b a j o la férula de don Julián. Para ellos el Misitu constituye un vínculo entrañable con el entorno que sienten c o m o algo íntimamente suyo que les ha sido enajenado. Misitu se ha apoderado de toda una extensión de la puna donde n o entra nadie, d o n d e p e r m a n e c e intacto un lugar que quizá asocian con su origen c o m o ayllu pastoril. Allí el toro da rienda suelta a sus expansiones: «Que de día, rabiaba mirando al sol; y q u e en las noches, corría leguas d e leguas, persiguiendo a la luna; q u e trepaba a las cumbres más altas y que habían encontrado sus rastros en las faldas del K ' a r w a r a s u , en el sitio donde toda la noche había arañado la nieve para llegar a la cumbre» (88). Aunque se explícita que nadie se acerca al Misitu, sus correrías por la geografía de la puna

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son seguidas paso a paso por los k'oñanis. Su defensa es algo que activamente emprenden, aunque con tácticas indirectas, dada su posición de precariedad. C u a n d o algunos «chalos» del p u e b l o , c o m i s i o n a d o s por don Julián, intentaban darle caza: «los punarunas salían en tropa hasta el camino; tocaban fuerte los w a k a w a k ' r a s , las tinyas y las flautas; las mujeres también cantaban llorando el ayataki...» (88), produciendo con esta música una sensación de desesperación en los mestizos, que regresaban maldiciendo a los indios y a su música. También los k'oñanis intentaron que don Julián les vendiera al Misitu: Y en la madrugada, cuando el patrón se estaba durmiendo todavía se reunieron para rogarle que vendiera el Misitu a los k'oñanis. Pero don Julián se levantó rabioso, y resondró a los comuneros en el canchón de la estancia; hizo reventar su revólver para mandar silencio. Y los k'oñanis se acobardaron (94). A s í es q u e d o n Julián decide ir en p e r s o n a a capturar al Misitu. Montado en su caballo más fuerte, el «overo», y acompañado por doce «chalos» se dirige a Negromayo. Esto causa gran temor a los k ' o ñ a n i s , que saben que el misti don Julián va armado. N o se atreven a cantar para disuadir a la expedición del misti. Pero envían al vaquero Kokchi que tiene f a m a de layk'a (brujo) a que prevenga al Misitu. El vaquero canta de un modo lúgubre que sobrecoge a los comisionados de la tropa de don Julián: «era un canto extraño, a veces c o m o de hombre, grueso y lento, a ratos delgadito y más triste, c o m o de criatura...». U n o de los vaqueros de don Julián se acerca a los c o m i s i o n a d o s para completar el e f e c t o desalentador de este cántico y les dice: «...¿están oyendo? Alma de Misitu está andando en los cerros. Está llorando por la sangre de comisionados que va matar». Don Julián marcando que es impermeable a las tretas de los k ' o ñ a n i s para proteger al Misitu, proclama: «Y nada de w a k a w a k ' ras, ni tinya, ni lloriqueo. Yo no soy ningún "chalo" mayordomito maricón. ¡Yo soy el patrón, carajo; y a mí no m e asustan con musiquitas de mierda!» (91). Finalmente, don Julián se mide con el Misitu y cuando está a punto de darle muerte con su arma, decide ejercer su prerrogativa de gran señor y le perdona la vida: «¡Es mi toro, carajo! ¡Es de mí! Y le dio orgullo. Iba matarlo, pero siguió disparando al cielo, de rabia, c o m o de alegría. Y empezó a recoger el lazo ... ¡A esos k'anras mayordomos los voy

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a matar! ¡Más bien! dijo» (93). Sus emociones de rabia y de alegría evocan las de los comuneros cuando avistan su pueblo desde la altura (al inicio del libro). La violencia de don Julián se descarga sobre el caballo del mayordomo, al que mata de un disparo. No mata al mayordomo porque como dice el narrador eso «no podía ser tan fácil en estos tiempos» (93). En un arranque de limitada magnanimidad, don Julián decide conceder a los k'oñanis que sean los custodios de Misitu: «Misitu ha palabrao con patrón. Ahí va quedar, en Negromayo. K'oñanis van cuidar, siempre» (95). La noticia los alegra enormemente pero los k'oñanis esperan a que don Julián se vaya para celebrar, se emborrachan e insultan al patrón, sintiendo que el Misitu ha triunfado en este duelo: «¡ Ay, Misituy, Misitu! ¡Jatun dueño!» (95). Tiempo después cuando los k'oñanis se enteran de que el patrón ha regalado al Misitu a los k'ayaus si logran sacarlo de Negromayo, la preocupación los consume. La música de los wakawak'ras de Puquio los asusta. Para conjurar el peligro realizan una ofrenda y una ceremonia ante el auki Ak'chi, «padre cuidador de las estancias de K'oñani» (96). La montaña es una cumbre nevada que se eleva sobre un gran pedregal inhóspito. Preside la ceremonia el layk'a Kokchi, la ofrenda consiste en una hoja de papel rojo, trigo grande de la quebrada, maíz blando de la pampa de Utek', piñes de dolor, papel dorado y papel de plata, un real nuevecito, y sobre todo esto un torito de barro. Kokchi eleva una oración en que los k'oñanis se proclaman hijos del auki Ak'chi y le piden que proteja a su criatura, el Misitu: Taytay, jatun Auki, taytay Ak'chi; tus criaturas, ahistá, juntos, toditos, en tu lado, donde comienzas en la tierra. Está llorando por ti, jatun tayta, con llorar te están pidiendo par que cuides al Misitu, para que le dejes, tranquilo, en su k'eñwual de Negromayo. K'ayau, dice está rabiando en la quebrada, va venir, dice, para llevar tu Misitu, de tu pertenencia, de tu puna. No va a querer, tayta. Desde tu cumbre estás viendo Torkok'ocha, tu laguna; de allí es Misitu, de su adentro, de su agua, ha despertado tu animal... (97).

La plegaria de Kokchi recrea la genealogía del Misitu como vástago de la laguna y las montañas, y de las punas, el espacio de arriba, recalcando su contraposición a los k'ayaus «rabiando en la quebrada», el territorio de abajo. Revitaliza en los k'oñanis la conciencia de que el gran cerro Ak'chi era el más grande de los aukis en todas esas punas: «¿Quién

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era más en Puquio? El tayta Pedrork'o, Sillanayok', hasta Chitulla, eran como hijos del tayta Ak'chi. Eran como huahuas para el auki de los k'oñanis. ¡Nunca arrastrarán al Misitu!» (98). El narrador deja claro que Kokchi es el portador de la gran visión mítica que se ha forjado en la puna que tiene como héroe al Misitu; y también se encarga de transcribir ciertos aspectos «reales» del origen del Misitu que van a contracorriente del mito: Pero el Misitu no era de K'oñani, no era, por eso, del vaquerío de don Julián. Llegó a las punas de K'oñani, ya toro, escapando de otra estancia; quien sabe de Wanakupampa, de Oskonta o de más lejos. Apareció de repente en los k'eñuales de Negromayo. Y desde entonces los punarunas no se acercaron a la quebrada de Negromayo, por el lado de K'oñani. El Misitu no consentía que entrara ningún animal a su querencia (93-94). En otras partes del texto, el narrador insinúa que los k'oñanis aparentemente han creado el mito del Misitu, pero podrían creerlo o no: Los punarunas llevaron su fama a todos los pueblos. Y ya lejos, en los pueblos del interior por Sondondo, Chacralla, Andamarka, hablaban del Misitu como si fuera auki. Los k'oñanis... [h]icieron creer, a todos los comuneros del alto, que había salido de Torkok'ocha, que en las noches, su lengua ardía como fuego; y sólo algunos vaqueros se acercaban hasta el canto de la quebrada para verlo (94). Kokchi, el brujo de los k'oñanis, sabe que el Misitu es un producto de la voluntad del auki Ak'chi, el cerro tutelar de los k'oñanis. Como tal no es propiamente un auki, aunque está integrado a las manifestaciones de esta deidad. En cambio, «los pueblos del interior» le atribuyen el carácter de auki propiamente dicho. En Puquio la identidad del Misitu es materia de debate. Los k'ayaus desmienten enfáticamente al ayllu de Pichk'achuri que asegura que Misitu es un ser sobrenatural: ¡Encanto, encanto, diciendo pichk'achuris, taytay! Nu'hay encanto, don Jolián. Todo año ganando pichk'achuris en plaza. Grande pues puna echadero de pichk'achuris; mucho hay sallk'a en echadero de ayllu de Pichk'achuri. Por eso ganando veintiuchu [...] ¡Mentira encanto! Sallk'a [salvaje] grande nomás es Misitu, enrabiado hasta corazón. [...] ¡ Allk'o [perro] nomás para comunero k'ayau (31).

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Pareciera que definir qué tipo de entidad es el Misitu dependiera de filtros como la distancia de la puna, al menos entre los comuneros. En cambio, el cura procura que los comuneros vean al Misitu como si fuera el diablo: «¡Misitu es el diablo! Por eso solito vive en el monte; con su sombra también rabia. Para matar nomás vive; con los pajaritos del monte también rabia; el agua también ensucia con su lengua». A lo cual se resisten los comuneros diciéndole: «¡Nu, taytay! ¡Sallk'a grande nomás!» (111). Sin embargo, cuando se trata de llevar a cabo la captura del Misitu, se i m p o n e n otros saberes. L o s k ' a y a u s n o se limitan a presentarse en la puna para arrear c o m o puedan al toro, lo cual habría sido la consecuencia lógica de su ostensible desprecio por el Misitu al que considerarían un m e r o animal salvaje. Antes bien e m p r e n d e n una ardua negociación que nos hace ver que no son ajenos al pensamiento de que el Misitu es una manifestación a través de la cual los grandes aukis ordenan el espacio de la puna, y con la que influyen en las relaciones entre los ayllus. Así nos enteramos de los lazos de jerarquía y dependencia que sitúan a K ' a y a u y a K ' o ñ a n i dentro del tiempo «inmemorial» que une a la gran «nación» de los lucanas; aunque estos vínculos que no siempre son explícitos en las palabras y acciones de los c o m u n e r o s , terminan por encauzar su comportamiento. N o basta q u e los k ' a y a u s hayan obtenido permiso de don Julián, es necesario el permiso de los aukis, las grandes montañas tutelares, lo cual suscita el problema de definir quién está autorizado a tratar con ellos. El varayok' de K ' a y a u se considera con derecho a encomendarse al tayta K ' a r w a r a s u , la gran cumbre que es el padre de todas las tierras de los lucanas, y hacia él se dirige para conseguir su venia y prevalecer sobre el auki protector d e los k ' o ñ a n i s , el gran n e v a d o A k ' c h i . A s í se p o n e en j u e g o la memoria de antiguos vínculos, pero los comuneros de Chipau que viven cerca del K'arwarasu le niegan enfáticamente este derecho al varayok' alcalde de K ' a y a u : El varayok' Alcalde de K'ayau tenía derecho de encomendarse al tayta K'arwarasu, porque es el auki de todos los lucanas, aunque los comuneros de Chipau lo nieguen. El varayok' Alcalde de K'ayau sabía que tenía derecho, porque Puquio es el pueblo más grande de los lucanas, es su capital; y los varayok's de Puquio pueden hacer andar y levantar a todos los pueblos que el tayta K'arwarasu cuida (114).

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El varayok' alcalde lleva una ofrenda de tres llamas blancas de parte del ayllu K'ayau, con la que probablemente se intenta sustituir el sacrificio humano. Los esfuerzos del varayok' alcalde tropiezan con la autoridad del layk'a (brujo) de Chipau, quien asegura tener un derecho superior al del varayok' para tratar el destino del Misitu: «El layk'a quería ir solo por el Misitu, decía que el tayta K'arwarasu le había dado poder sobre los toros de todas las punas que pertenecen al auki» (114). El layk'a afirma así el mejor derecho de los punarunas, no obstante el varayok' alcalde de K'ayau le dice que ha recibido del auki el mensaje siguiente: «Mi layk'a te va guiar, pero tú vas a subir a K'oñani, con los k'ayaus; vas a llevar mi Misitu para que juegue en la plaza de Pichk'achuri. Yo voy a mirar desde mi cumbre el yawar fiesta. Por K'ayau soy, tayta Alcalde: K'ayau llevará enjalma, primero será en vintiuchu» (115). Así que llegan a un pacto, el layk'a de Chipau va guiando a los k'ayaus que suben a K'oñani con sus capeadores más arrojados: el Taura, el Tobías, Wallpa, el Paukar, mientras el resto de comuneros va haciendo tronar sus wakawak'ras. A su vez los k'oñanis se movilizan, pero se sienten desanimados y miran con aprehensión a los k'ayaus. El varayok' alcalde de K'ayau abre el debate diciéndoles que debe llevar al Misitu porque «Don Jolián manda» (121). A lo cual el mayordomo de K'oñani responde que esto no es suficiente porque Misitu es criatura del tayta Ak'chi. En este punto para doblegar definitivamente a los k'oñanis, el varayok' alcalde de K'ayau le dice que está autorizado por el tayta K'arwarasu, lo cual confirma el layk'a de Chipau ofreciendo una promesa mítica que modera la resistencia de los k'oñanis: Cierto, tayta —dijo—. Jatun auki K'arwarasu manda, para K'ayau es Misitu, dice. Desde su cumbre, dice, va ver yawar fiesta de Pichk'achuri; para él va jugar Misitu. De Torkok'ocha va levantar otro sallk'a, más grande, más fiero, color humo, k'osñi, para su gente de K'oñani, en lugar del Misitu. Hasta Negromayo, él mismo, jatun K'arwarasu va arrear con honda de oro. Va visitar a su gente de K'oñani (122).

Por si acaso, los k'ayaus precavidamente rodean la estancia donde viven los k'oñanis, pues «...sabían que los k'oñanis pelearían por el Misitu, si no creían que el layk'a chipau era un peón del auki K'arwarasu» (122). Ejercen una presión tanto física como mítica sobre los aislados k'oñanis,

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cuyo resultado es que el m a y o r d o m o les ordena que se despidan del Misitu. Las mujeres k'oñanis llaman a todas las mujeres de las estancias y juntas comienzan a llorar a gritos y cantan la despedida con un efecto desolador en el ánimo de los comuneros de la puna y de la quebrada: Oyendo el canto de las mujeres, el sufrimiento crecía en el corazón de los k'oñanis, aumentaba, como los ríos crecen, gritando, cuando cae la lluvia en febrero. Se sentaban despacio, calladitos, junto al cerco de la estancia. ¡ Ay K'oñani pampa, ¡Ay pampa de K'oñani, sapachallayki sapachallayki quidark'okunki!: ¡ Ay Yanamayu sapachallayki quidark'okunki!

solito, silencio te vas a quedar!: ¡ Ay Yanamay u solitito te vas a quedar!

Los k'ayaus, los comuneros del pueblo grande de Lucanas, oían el canto, miraban la cara de los k'oñanis. Se hubieran regresado a carrera, y se hubieran perdido mejor tras de la hondonada. Pero el varayok' Alcalde, miraba tranquilo a los k'ayaus: y seguían convidando su trago a los punarunas y a sus mujeres (123).

Este primer paso del triunfo de los k'ayaus requiere superar «el efecto mágico característico del canto indígena» que hace de la voz una «emanación del paisaje-cosmos» (Rowe 1996: 43). El segundo paso es aún más arduo: el layk'a de Chipau se dirige a pecho descubierto al Misitu para obligarlo a bajar al pueblo en virtud de sus poderes sobre todos los toros hijos del auki K'arwarasu. El Misitu embiste al layk'a y lo mata, con lo que los comuneros quedan convencidos de que la gran montaña requiere un tributo de sangre humana: «Su vida ha pagado al Negromayo por Misitu» (126). Finalmente, el Raura logra ponerle el lazo al Misitu, permitiendo que los k'ayaus lo capturen finalmente. Se recupera entonces la mirada «realista» sobre el toro que reduce su genealogía mítica: «No era grande, era como un toro de puna corriente; pero su cogote estaba crecido y redondo... En un rinconcito el Misitu temblaba. Los k'ayaus lo miraban, tristes. Era un animal de puna no más» (127). En este momento el varayok' Alcalde brinda una ofrenda de aguardiente al k'eñwal de Negromayo en nombre del Misitu, y avizora una esperanza: «Ya no habría Misitu en el k'eñwal. Tranquilo quedaría el mon-

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te; los carneritos también bajarían a tomar agua al río. K'oñani quedaría tranquilo...» (127-128). Esta esperanza es contrapuesta a la promesa mítica dada a los k'oñanis, y augura quizá un nuevo enfrentamiento entre los punarunas y los comuneros del pueblo. El varayok' alcalde procura conciliar a las fuerzas sobrenaturales del Negromayo y del tayta Ak'chi, pero aspira situar a K'ayau en un lugar preferencial frente al k'apak' K'awarasu: «Por tu voluntad. Ahistá Misitu, tu animal. Para ti vamos a capear en Pichk'achuri, con rabia grande para que seas cuidante de K'ayau, sempre» (129). Efectivamente, cuando los k'ayaus y demás ayllus entran a la plaza de toros hecha construir por el cura, miran los cerros para asegurarse que los aukis contemplan la arena donde se producirá la capea.

VII Aunque el tono de la novela no es irónico, el conjunto de las acciones de los personajes construye un cuadro irónico. Con la huida del diestro profesional ante el Misitu, se cumple la predicción de don Julián Arangüena y de don Pablo Jiménez, los mistis más independientes, quedando cuestionada la autoridad del subprefecto y el programa modernizador de los chalos. El resto de mistis, siempre adaptable, aprovecha la circunstancia para volver a la usanza tradicional. El triunfo de la cultura local, es decir de mistis y comuneros que coinciden en la necesidad de que haya enfrentamientos cuerpo a cuerpo con el toro, se produce con algunos matices relevantes: la plaza mandada hacer por orden del cura, tiene una dimensión que impide que una buena parte de los comuneros vea las hazañas de sus capeadores. La represión estatal acomete brutalmente a los comuneros que pugnan por entrar en la pequeña plaza de troncos de eucalipto (165-166). Se cumple el deseo del ayllu K'ayau de mostrar su valía frente al resto de ayllus y ofrecer su hazaña a los aukis: «Ser mando, aunque fuera por un día, en todo el pueblo» (143). Pero al permitirse sólo la capea de toros a los capeadores indios experimentados, la oportunidad de que los comuneros más jóvenes puedan probar suerte ante el toro ha quedado eliminada, lo cual es un verdadero triunfo para el cura. En el episodio final de la novela, el Raura, capeador k'ayau, con la ayuda del «Honrao» Rojas de Pichk'achuri, alcanza a poner la di-

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namita al toro, que ya se ha cobrado la vida de Wallpa, k'ayau también. La muerte del Wallpa entra de lleno en las expectativas de los mistis y de los comuneros. Pero las perspectivas son distintas. Como se ha señalado, los comuneros ofrecen esta muerte a K'arwarasu a cambio del Misitu (Bourricaud 1958, cit. Rowe, p. 29); para los mistis es simplemente una práctica consuetudinaria que les proporciona una gran emoción: «¡El yawar punchay verdadero!» (170). A estos triunfos relativizados se opone el misterioso destino de los k'oñanis, cuyo dolor va oblicuamente pautando el desenvolvimiento final • de la narración. La victoria de K'ayau también produce el desplazamiento de los layk'as, los brujos depositarios de las tradiciones míticas. El layk'a de Chipau entrega su vida a cambio del Misitu en Negromayo, y Kokchi ve desaparecer una manifestación del poder del auki y su expresión de predilección por los k'oñanis cuando finalmente el Misitu es llevado por los k'ayaus a Puquio. La identidad cultural de los punarunas parecía amparada por la presencia del Misitu como emanación de su gran auki, Ak'chi. Ahora parecen más vulnerables e inconsolables al perder al Misitu; si bien les queda la vaga esperanza de que el auki K'arwarasu haga surgir un nuevo bóvido que custodie el Negromayo, hay momentos de duda hasta el punto de que intentan convencer a don Julián de que rescate a Misitu, cosa inconcebible para este misti pues supondría no cumplir la palabra empeñada. Al no pelear por el Misitu los k'oñanis pierden su entidad tutelar, quedan marginados, y don Julián remacha: «¡Kokchi! Tu Misitu no vale, lo han amarrau los k'ayaus. Andate a la cocina a llorar» (130). Su desaparición marca probablemente un nuevo nivel de indefensión de la cultura de los punarunas. El ayllu residual de los k'oñanis cede a la presión mítica de la vieja estructura de la nación rucana que parece condenarlos a una situación de creciente desamparo. La puna abierta ahora es más vulnerable sin la vigilancia del Misitu: ...el Kokchi lloró como criatura, abrazándose al tronco de eucalipto donde comenzaba la plaza: — ¡Papay! ¡papacito! ¡Cómo pues! ¡Cómo te han traído, mak'ta! Te hubieras corrido, niñito; corriendo hubieras salido de tu k'eñwal; por la pampa nomás hubieras ido a tu laguna; tranquilo te hubieras entrado al agua de tu laguna, de tu mamay. ¡Ay Misitu papay! Adentro te hubieras ido al hondo, al hondo; te hubieras dormido cuánto también; y después, ya en febrero, ya en enero, cuando en tu k'eñwal hay pastito verde hubieras regresado a tu Negromayo.

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Llorando le hablaba al toro. Los k'ollanas, los pichk'achuris, los k'ayaus, los chaupis que estaban en la plaza le oían. Chakchaban coca en silencio, ocultando difícilmente su pena (149). El layk'a Kokchi hilvana una historia alternativa para la salvación del Misitu como un horizonte para la vida colectiva de los k'oñanis. En su voz es la voz de la puna que irrumpe en la fiesta: la emanación cósmica del paisaje que hemos citado antes. El dolor del despojo abarca el allanamiento de ese territorio agreste, duro y a la vez frágil, querencia de los pastores de la «nación» lucana. La recuperación de una vida en que lo humano y lo domesticado no sea el único entorno posible late en las palabras de Kokchi y su mensaje crea una profunda desazón entre los ayllus. El «hubiera» del discurso del layk'a se sostiene en otro orden no sujeto la acción humana, sino a imprevisibles fuerzas independientes de ella y que pertenecen a las posibilidades del mito. No en el sentido genérico, sino del mito que se sedimenta en la memoria colectiva, reformulada y recreada, de la vieja «nación» lucana con su territorio concreto, donde sus aukis (el Karwarasu, el Ak'chi, el Pedrorko, etc.) exigen, conceden e imponen, mientras la modernidad los acosa, y acosa a sus criaturas. Por ello el mito del Misitu irradia una luz elegiaca sobre el acontecer novelado. Cuando asoma la conciencia de estos vínculos entre el pueblo lucana y su territorio, que se van deshilachando a medida que la sociedad moderna avanza, los comuneros se ven penetrados por el dolor y el canto de los punarunas agudiza esta sensación irremediable. A la vez, es perfectamente posible obviar este nudo elegiaco de la vida de los ayllus, tal como está narrada en Yawar Fiesta, pues la novela satura el ámbito narrativo con episodios más pintorescos y dramáticos que contraponen entre sí a mistis y chalos, chalos y comuneros, comuneros y mistis. La lírica en cambio se atisba en el ámbito de lo inhóspito, de la muerte y de lo inhumano: la región próxima a los aukis.

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DEL ESPEJO ENTERRADO AL MICTLÁN: PRESENCIAS M Í T I C A S EN V I L L O R O , F R E S Á N Y B O L A Ñ O Dunia Gras

Desde la aparición en 1996 de la antología de relatos McOndo, realizada por los chilenos Sergio Gómez y Alberto Fuguet, y, sobre todo, de su polémico prólogo, firmado por los escritores ya mencionados, pero no suscrito, posteriormente, por algunos de los allí representados (Jaime Bayly, Leonardo Valencia, Rodrigo Fresán...), ha dado la impresión de que buena parte de la narrativa latinoamericana última dejaba atrás las referencias telúricas o míticas, identificadas habitualmente con una temática rural, para ocuparse del espacio de la ciudad, alejado, aparentemente, de lo mítico. Esto podría apuntar, como veremos, a considerar la erradicación del elemento mítico en la narrativa de los narradores actuales, distanciados, como en una prudencial cuarentena, de esa presencia que, durante años, especialmente desde el éxito de Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, se había convertido en la seña de identidad de la narrativa latinoamericana (teniendo en cuenta, no obstante, el peligro de estas generalizaciones). Una marca de fábrica que supuso una limitación, aunque muy atractiva y vendible o consumible, de la realidad literaria de América Latina, especialmente desde la consagración que representó la concesión del premio Nobel en 1982 al célebre autor colombiano pero, sobre todo, desde la continuación y secuelas de su estilo, como la aparición, ese mismo año, de La casa de los espíritus de Isabel Allende, hasta Como agua para chocolate (1992) de Laura Esquivel, entre otras. La narrativa latinoamericana, a ojos europeos y de sus vecinos del Norte, debía ser mítica o, simplemente, no ser.

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Concretamente en México, que es el espacio en el que me voy a centrar en estas páginas, algunos escritores jóvenes de los últimos años pusieron en evidencia su rechazo a ese universo macondiano en expansión masiva. Así, los primeros textos del polémico grupo del llamado crack —en el que participaron Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Eloy Urroz y Pedro Ángel Palou, entre otros— jugaban con ese estereotipo: Lo asombroso era que, hermanados por la común admiración a Rulfo, los relatos escritos por aquellos jóvenes de la Ciudad de México se veían afectados por todos los clichés del falso ruralismo y del realismo mágico á la García Márquez, que hacían estragos en la literatura de entonces. Conscientes del despropósito, en vez de simplemente desecharlos optaron, optamos, por reescribirlos, cuidarlos y, a fin de cuentas, imbricarlos en una novela, un escenario ad hoc donde podrían leerse como cuentos falsamente rurales. Fue entonces cuando surgió el verdadero autor de estos cuentos, el narrador-protagonista de Variaciones sobre un tema de Faulkner» (Chávez Castañeda 2004: 12). Resulta significativa la distinción establecida en esta cita respecto a la narrativa de Juan Rulfo, que podría, acaso en una lectura superficial, atender a esos estereotipos referidos; sin embargo, las innovaciones estilísticas del proyecto rulfiano y la intensidad de su expresión, empleando el elemento mítico desde su raíz universal, marcan la diferencia. D e hecho, especialmente Pedro Páramo (1955) será un punto de partida recurrente en la obra de los autores que se van a tratar en estas páginas. Con ello, lo que desearía mostrar es, sencillamente, c ó m o esas generalizaciones en torno a la ausencia del mito en la literatura latinoamericana actual resultan, c o m o mínimo, inexactas, al poner de relieve la presencia mítica en la obra de tres autores que, en los últimos años, han o c u p a d o en España los lugares más visibles del c a m p o literario, extendido, de la narrativa latinoamericana actual: Juan Villoro, R o d r i g o Fresán y, desde luego, Roberto Bolaño. En las obras de estos autores surgen referencias constantes, directas o indirectas, a los mitos aztecas: así sucede tanto en El disparo de argón (1991) como en El testigo (2004) del escritor mexicano Juan Villoro —que es la lectura de la que surgió, de hecho, el primer planteamiento de estas páginas—, pero también en otras narraciones, como es el caso del cuento para niños titulado Autopista sanguijuela, una presencia explicable, natural,

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como veremos, pero también en Mantra (2001) del argentino Rodrigo Fresán y, acaso de manera latente, en Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004) del chileno Roberto Bolaño, aunque en estas páginas sólo se trate esta última. Estas presencias se producen de diferente forma en cada caso y adquieren también un posible significado y una funcionalidad distintas. Para analizar esta cuestión me basaré en la clasificación realizada por René Jara en su estudio «El mito y la nueva novela hispanoamericana. A propósito de La muerte de Artemio Cruz» (1972), citado por Javier Ordiz en su libro El mito en la obra narrativa de Carlos Fuentes (2005: 61) —apenas en una nota al pie, que me ha sugerido su posible aplicación al diferente tratamiento del mito en estos tres autores citados—. Según Ordiz, René Jara establece, justamente, tres formas distintas de plasmar el mito en la narrativa contemporánea: habla de «relatos de estructura "intramitológica", que seguirían en su construcción un mito procedente del área cultural de elaboración de la obra, los de estructura "paramitológica", que tendrían como correlato un mito perteneciente a otra cultura, y, por último, los de estructura "mitopoyética" que, sin seguir un mito o esquema mitológico determinado, recrearían las condiciones del relato mitológico». A continuación se quiere mostrar cómo cada una de estas distintas formas de plasmar el mito se correspondería, respectivamente, por el mismo orden, a la manera que tienen de re-elaborarlo los tres autores analizados, Villoro, Fresán y Bolaño. Empezaré esta demostración con la obra de Juan Villoro que, como punto de partida, mostraría una estructura intramitológica, puesto que, al ser mexicano, su recreación de los mitos aztecas encajaría con el área cultural de elaboración de la obra, evidentemente. Ya desde sus primeras crónicas, recogidas, en parte, en Tiempo transcurrido (Crónicas imaginarias) (1986), Villoro plantea paralelismos entre el pasado y el presente de México, a partir de referencias míticas, que sirven acaso de espejo para entender la realidad inmediata. Así, por ejemplo: 1981. Todo era como en el año 10-Conejo. 1502: los aztecas vivían de rentas que no habían hecho nada para merecer. Quienes se batieron contra los furiosos tepanecas, quienes sometieron a pun-

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ta de obsidiana a los señores de Chalco, Tacaba y Xochimilco ya habían entregado el equipo al dios Huitzilopochtli. La nueva generación se dedicaba a convertir las victorias del pasado en sabrosas salsas de pipián. 1981: los mexicanos tenían petróleo. Pero de esto no se hablaba tanto. El verdadero orgullo nacional se debía a Hugo Sánchez, Fernando Valenzuela y el pandita. ¿Cómo dudar de una nación dueña del delantero que ejecutaba acrobáticas tijeras en el estadio Manzanares, del pitcher que giraba en el montículo para lograr otro out para los Dodgers de Los Ángeles y del osito que por primera vez nacía fuera de China? (72). N o obstante, es quizás en su primera novela, El disparo de Argón (1991), donde este tipo de referencias cobra un sentido metafórico o simbólico más trascendente, de mayor aliento. El propio inicio de esa obra se ve flanqueado por un texto breve que narra el encuentro de un espejo enterrado en el desierto («Un hombre recorre el desierto y al cabo de días infinitos encuentra un objeto brillante en la arena. Es un espejo. Lo recoge y al verse reflejado, dice: "perdone, no sabía que tenía dueño"», 11), una mención que se carga de sentido al señalar la presencia en la recepción de la clínica oftalmológica mexicana en la que tiene lugar parte de la acción de la novela, y que es una réplica de la clínica del Dr. Barraquer en Barcelona, de un ojo que no es el de Osiris, sino el del dios Tezcatlipoca: nos miraría entrar a la clínica. ¿Por qué escogió Suárez al más intranquilo del panteón azteca? El gusto por este dios de espanto dice más sobre el maestro que toda la marea de elogios periodísticos. Tezcatlipoca no tiene paz, vive para complicar la vida. No es la deidad del mal, sino de la fatalidad, permanente recordatorio de nuestro frágil destino. El ojo de piedra en la entrada de la clínica tiene una textura rugosa, es el Espejo Humeante que Tezcatlipoca lleva consigo y donde el hombre escruta su condición escapable; es la pesadilla, el diagnóstico, la riqueza, el sufrimiento deificado. Tal vez por eso a Suárez le gusta tanto la leyenda del hombre que recorre el desierto y encuentra un espejo en la arena. La clínica empieza con ese ojo sin párpado, el espejo habitado; al fondo de la piedra vibra, certero e intolerable, el destino de quien se mira (54). Efectivamente, esa sustitución no es gratuita: los sabios o tlamatinime aztecas colocaban un espejo ante los demás para enseñarles su cara, reflejo de su identidad profunda. Asimismo pone en evidencia, desde un

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principio y hasta el final («su última obligación hacia la clínica, asomarse al espejo de Tezcatlipoca», 284), «los contenidos latentes de oscuridad, maldad y dualidad» (Ordiz 2005: 157) relacionados con la clínica y el personaje del Dr. Suárez, centro y artífice soterrados del tráfico clandestino de córneas en torno a los que gira la trama de la novela, así como la relación dual que se establece con el narrador, a quien se opone, como sucede en la tradición mítica que enfrenta a Tezcatlipoca con su hermano Quetzalcoatl, y que, como en el caso de este último, acabará también desapareciendo. Por otro lado, cabe destacar asimismo la visión infernal de la vida, a través de las imágenes de la representación del panteón azteca, tanto en códices como en frisos, en citas como: Pensé en los dibujos de excrementos en los códices aztecas que tanto le interesan al Maestro Antonio Suárez: los pecados de una cosmogonía cuyo infierno es la vida (15)

Donde acaso incluso se intuye la referencia a la diosa Tlalzolteotl y su rito de purificación al comerse los pecados en forma de inmundicia, mito que llamó la atención de los religiosos en la Nueva España por el paralelismo que podía establecerse con el sacramento de la confesión, como ocurriera con otras prácticas rituales que, sobre todo para los jesuítas, parecían prefigurar las creencias cristianas en el pueblo náhuatl. O también, siguiendo con la imagen de la representación iconográfica: La argumentación resultaba tan fantástica que me recordó los frisos de nuestras paredes donde se perseguían los dioses enemigos del panteón azteca: la vida era el sitio donde se odiaban esas potencias invisibles (236).

Aquí quisiera hacer un pequeño inciso, para recordar qué Villoro repite una y otra vez en sus entrevistas y en algunos de sus escritos una anécdota que acaso pueda contribuir a subrayar estas insistentes presencias míticas. En «Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso», texto recogido en Efectos personales (2001: 107-115), rememora su experiencia como estudiante en el Colegio Alemán de la capital mexicana y su particular exotismo como uno de los representantes de la cultura autóctona, como casi único ejemplar de la especie que lo convierte casi

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en mexicano profesional desde la infancia: «[...] a los once años me sentí en la obligación no sólo de explicar sino de defender los sacrificios humanos de los aztecas» (108). Por otro lado, a pesar de que en su juventud pareciera intentar deshacerse de la carga del «ser mexicano» mirando hacia el norte, sobre todo en signos de identidad musicales como puede notarse en sus programas radiofónicos —La otra cara de la luna—, acaso también como posible reacción a lo que podía pesar ser hijo de un intelectual como Luis Villoro, pronto las lecturas de clásicos contemporáneos, como Juan Rulfo u Octavio Paz, a vueltas también con la identidad mexicana, le llevaron a reinterpretar y dar su propia visión sobre esa búsqueda, esa «cuestión palpitante», todavía no resuelta —y acaso sin solución posible— en la literatura y el pensamiento mexicanos hasta el momento. Sin embargo, la reticencia de Villoro ante el empleo del mito —en comparación con el uso continuado de su poder simbólico en la obra de Fuentes, por ejemplo—, parece apuntar hacia la advertencia de Carlos Monsiváis sobre los posibles peligros del mito. Como resume claramente Claudio Lomnitz en Death and the Idea of Mexico (2005), centrándose en las reflexiones del cronista mexicano en «Mira muerte, no seas inhumana: Notas sobre un mito tradicional e industrial» (1987): Monsiváis's argument [...] deplores Paz's writings on death and the dead [...] Instead, it treats Paz's writings on All Saint's Day and All Soul's Day as the crowning document of a pernicious national mythology that appeals to tourists even as it denies Mexico's democratic pulsations [...] Against the national-revolutionary image of the Mexican flirting with death, Monsiváis implicitly mobilizes another: the image of a 'civil society' whose drives and desires are pretty much the same as those of any modern society. In this context, to claim, as the songwriter José Alfredo Jiménez once did, that in Mexico «la vida no vale nada» (life is worthless) is little better than to legitimize an oppressive state that has done its best to dehumanize the people of Mexico (54-55).

En cuanto a su segunda novela, Materia dispuesta (1996), sitúa su acción al sur del D. F., en «Xochimilco, lo único que quedaba del lago de los aztecas» (p. 29) y se hace eco de que «comparaban a Tenochtitlan con Venecia (otra confusión en la Ciudad Ideal)» (33), aunque la referencia concreta al mundo azteca se reduce apenas al personaje de Roberto, que

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Era incapaz de decir algo una sola vez. Quizá esto le venía de la sociedad Quinto Sol, donde él y Roberto recitaban eternas letanías en náhuatl. [...] La sociedad equivalía a una expedición a una zona oscura, una época que se decidía en pantanos y desiertos. El ideario de Roberto-Tizoc incluía curas a base de magnetismo, la posibilidad de cargarse de energía viendo el cerro del Tepozteco (al que nunca iba), el retorno de los valores de Aztlán y el difusionismo sin fronteras (aseguraba que los vikingos habían estado en América, los mayas en la India, los tibetanos en Perú; su historia de las civilizaciones era un planeta de tribus sueltas). Lo que Roberto afirmaba bajo el nombre de batalla de T Í Z O C servía, básicamente, para desquiciar a su hermano menor (132).

Este hermano menor al que hace referencia es el padre de Mauricio Guardiola, el protagonista de la obra que, a través de sus páginas, emprende una búsqueda de la propia identidad, junto con la nacional mexicana, en una irónica novela de aprendizaje o Bildungsroman, donde las metamorfosis míticas juegan un papel simbólico como ritual de paso hacia la edad adulta: «Su mente de safari se entusiasmaba con los dioses animales y le otorgaba al ajolote muchas posibilidades simbólicas. Lo híbrido, lo anfibio era algo que yo debía entender por "cursar" la adolescencia» (144). Temiendo, no obstante, en este rito iniciático, la caída: «Son criaturas del señor», explicaba, y mi padre no le preguntaba más por miedo a que el Señor fuera Mictlantecuhtli» (166), es decir el Señor de los Infiernos. De hecho, estas referencias pueblan, incluso, sus cuentos infantiles, como Autopista Sanguijuela (1998), donde se narra la historia de un viaje, en el que se recuerda que «—En esta autopista, distinguidos pasajeros, hay que pagar con sangre» (75), a través de capítulos como «La más rica sangre» y «La ciudad de la sangre», en cuyo centro «[...] había una construcción enorme, con forma de pirámide. Las calles se ordenaban en torno a ese edificio» (143), una especie de corazón que bombea la vida de la ciudad y actúa, a la vez, como centro del sacrificio, voluntario, de los pasajeros. Finalmente, en su última novela, El Testigo (2004), las referencias míticas se multiplican, pero quizás la más representativa sea, precisamente, esa visión infernal de la vida como si se tratara del Mictlán, por el que el protagonista, Julio Valdivieso, arrastra una profunda crisis exis-

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tendal y atraviesa, guiado, en ocasiones, por personajes que actúan casi como el izcuintle, como el perro azteca que acompañaba a los muertos por el inframundo (167 y 469). El protagonista se siente muerto por dentro y evoluciona convirtiéndose en una especie de nuevo Xipe-Totec, «Nuestro Señor el Desollado» (355) —aunque no se le relacione directamente con este mito—, mostrando la necesaria renovación, el cambio de piel, que experimenta, simbólicamente, como la divinidad azteca, hasta caer, finalmente, en una poza de la que saldrá como si renaciera a una nueva vida, más propia y auténtica. Julio Valdivieso demuestra, finalmente, que, a pesar de la distancia y del tiempo transcurrido en Europa, a su regreso, vuelve a recuperar su identidad y sus «derechos de azteca» con los que hacer «arder su fuego nuevo» (72), de manera simbólica, tal y como se hacía en la antigüedad cuando acababa el año sin que se acabara el mundo. Sin embargo, las referencias míticas al mundo azteca no son exclusivas; también menciona en diversas ocasiones elementos de la cultura maya, como por ejemplo la estela maya que uno de los personajes lleva tatuada en el brazo (114), la referencia al sacbé o 'camino blanco' que unía a las ciudades mayas (305) o la anécdota sobre el supuesto estrabismo de los mayas, debido a la luz mágica del Yucatán (340). De hecho, también en su libro de viajes Palmeras de la brisa rápida (1989) comenta esto último, al revelar la relación familiar, por su abuela, con la península yucateca; resulta interesante la diferencia que establece entre los yucatecos oriundos o yuca, los foráneos o huach y esa tercera tipología, híbrida o anfibia, la del yucahuach, a caballo entre ambos espacios y culturas, porque es, asimismo, extrapolable a otros casos fronterizos. También en otros textos ha mostrado Villoro su interés por esos cruces culturales, en cuentos como «Coyote» en La casa pierde (1999), o también en su última novela, ya citada, El testigo, donde pone asimismo en evidencia los problemas y la heterogeneidad del mestizaje, al subrayar la impostura de esos individuos «disfrazados de indígenas de gran penacho que saltaban en el Zócalo» (381). Destaca, asimismo, el proceso de aculturación sufrido por algunos pueblos, convertidos en «unos indios rarísimos, que ya no eran huicholes; venían contratados desde lejos, indios de exportación, con gorras de beisbolista y collares de brujos de feria, de esos que han cruzado mil veces la frontera y ya no son ni de aquí ni de allá, o sólo son de la frontera [...] parecían más traileros que curanderos»

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(115), al mostrar cómo son vendidos al reclamo del turista por una foto o por la prostitución de su supuesta sabiduría chamánica, abusando de sustancias sagradas como el peyote. Por otro lado, para terminar esta visión panorámica de la presencia del mito en la obra de Juan Villoro, resultan significativas las citas a tres obras que van a seguir apareciendo también, de manera implícita o explícita, en los textos de los escritores que trataremos a continuación. En primer lugar se encuentra El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz. Este ensayo es referido de forma un tanto negativa, no tanto por el texto en sí, sino por la lectura europea, autosuficiente, que parece implicar su mención: como si sus capítulos sobre «La máscara de los mexicanos» o «Hijos de la chingada» fueran clave suficiente para entender la identidad mexicana desde fuera. En segundo lugar se encuentra Under the Vulcano (Bajo el volcán) (1947) de Malcolm Lowry, que se concentra en ese lugar común identitario en que parece haberse convertido el Día de muertos en que transcurren sus páginas. Y, por último, el impacto de los susurros de Pedro Páramo (1955). Aunque la crítica suele relacionar, conla perspectiva eurocéntrica, a Pedro Páramo con el mito clásico, y no con el espacio del inframundo azteca, salvo contadas excepciones (Lienhard 1983, Stanton 1988, Jiménez 2003). De todos modos, como balance último respecto a la estructura intramitológica de la que se hablaba al empezar, resulta significativo el empleo mesurado de las referencias míticas, utilizadas con extrema cautela, acaso por el temor de caer en el estereotipo folklórico externo o en el barroquismo apoteósico de la narrativa de Fuentes.

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En cuanto a la obra de Rodrigo Fresán, como se señalaba al principio de estas páginas, nos encontraríamos con lo que podríamos denominar, siguiendo a René Jara, como la estructura «paramitológica». Recordemos que este término aludía a las referencias «que tendrían como correlato un mito perteneciente a otra cultura», como ocurre en este caso. Las presencias míticas del mundo azteca se concentran, hasta extremos inusitados, en la novela Mantra (2001) del escritor argentino, que parece caer en una especie de «referencial» que satura, consciente-

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mente, cada una de sus páginas. Una lectura superficial podría atribuir a que se tratara de una novela por encargo el uso y abuso de las referencias míticas, para dar sabor y color local a una obra que debía servir como representación de México en la colección Año 0, sobre metrópolis del mundo, de la editorial Mondadori, un proyecto en el que también colaboraron Roberto Bolaño (Una novelita lumpen, sobre Roma), Santiago Gamboa (Octubre en Pekín) y Rodrigo Rey Rosa (El tren a Travancore), entre otros. Sin embargo, Mantra es una obra totalmente original y representativa del estilo fresaniano. En algunos momentos llega, incluso, a su quintaesencia, en el «horror vacui» de la «angustia de influencias» cuyo máximo ejemplo es la portada del LP Sergeant Peppers'Lonely Hearts Club Band de los Beatles, diseño gráfico emblemático para la creación de Fresán, que en estas páginas parece combinarse con la estética de las imágenes superpuestas de los murales de Diego Rivera (382383), como si se tratara de un Who's who gráfico de la cultura mexicana por excelencia. De hecho, Mantra sería una especie de recopilatorio de todos los dioses del panteón azteca, casi en pleno, buscando todos y cada uno de ellos salir en la foto, mezclados con algunos equivalentes del panteón maya, todo ello en una atmósfera apocalíptica y pop, de colores brillantes y sustancias alucinógenas, a la que se añadirían algunos dioses de cosecha propia, tales como el dios MovieEye («El Que Todo Lo Ve») —de raigambre philipdickiana y ciborg, en la línea Blade Runner— o el dios Cut-uptecotl —de origen burroughsiano— (502), junto con la plana mayor de luchadores enmascarados y de héroes de telenovela de la cultura popular mexicana. Evidentemente, este exhibicionismo sin medida, esta bulimia referencial que, en ocasiones, devuelve fragmentos de mitos no asimilados, como si la necesidad de demostración de conocimientos llevara a una regurgitación enciclopédica descontrolada, tiene, sin embargo, una finalidad muy determinada: una función paródica. Desde el inicio se apela ya, en las «Advertencias», a la circularidad del llamado «Tiempo Mexicano, claro. El TiMex» (117), con mayúsculas y apocopado, constituyendo una entidad propia que juega con la peculiaridad de esta coordenada temporal que radica en su «condición amorfa» (116): Para los antiguos mexicanos, el tiempo era sustancia divina a la que se retrataba en calendarios y se ordenaba en ciclos concéntricos. El tiempo no era

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recto. El tiempo era curvo. Ya te lo dije. Se mordía la cola. Se lamía las patas. Los límites nunca estaban claros y los dioses no sólo se movían entre los hombres, sino que, además, se movían siguiendo movimientos temporales precisos. Ciclos de 13, 20, 260, 365 y 18.980 días. Se podía predecir —siguiendo las instrucciones de los calendarios— lo que iban a hacer los dioses. Los hombres, en cambio, eran imposibles de adivinar y participaban como auxiliares de los dioses cuando éstos desempeñaban sus funciones como agentes activos en los procesos cósmicos. Dentro de las obligaciones de los hombres se encontraba la recepción oportuna y adecuada de las fuerzas divinas en las fechas predeterminadas para su arribo. El fiel asumía entonces las características de un dios. Como los personajes de las telenovelas mexicanas: su personalidad cambiaba, sus objetivos se modificaban, el tiempo de sus vidas se descontinuaba —se prolongaba o se acortaba según el éxito de la telenovela— y se detenía al final de cada episodio con una nota disonante y dramática como la de un teléfono que suena, la voz de un muerto que no está muerto, las contracciones de un embarazo no deseado. Tal vez por eso los dioses se les metían adentro a los mexicanos, se quedaban ahí, sin apuro por salir, sin apuro por llegar. [...] (471). Junto con la coordenada temporal —que se identifica con el xiuhmolpilli o 'siglo azteca' (Ordiz 2005: 63)—, que se repliega sobre sí misma en una circularidad que confunde pasado, presente y futuro (147) —como ocurre también, por otro lado, en La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes—, la coordenada espacial de la novela se sitúa en un lugar acaso inesperado desde donde surge la voz narrativa: Abajo (Inframundo) Éstos son mis siempre terminales días de estar muerto y mirando a todas partes [...] Abajo estoy. Estoy abajo. No te hablo ahora desde una nube dorada sino desde las profundidades de esta tierra negra propiedad de Mictlantecuhtli, Señor de las Calaveras, Dios de la Muerte, dueño de este lugar donde ahora vivo muerto. Te hablo desde lo que los antiguos aztecas conocían y nunca han dejado de conocer como Mictlán. Te hablo [...] desde abajo del agua; porque todo esto alguna vez fue un lago, y nosotros, los fantasmas, habitamos el fantasma de ese lago fantasma donde nadan peces fantasmas (p 145-146) En este sentido, Fresán muestra respecto al espacio mítico del inframundo del Mictlán un pleno conocimiento de detalles como, por ejemplo, el lugar que se ocupa dependiendo de dónde se muera —si en el campo de batalla o en la cama, de enfermedad o alumbramiento, por

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ejemplo— y de la estructura interna, por niveles, de la que forma la parte más profunda, en el noveno subnivel (376). Ese es un espacio especular, a la vez, tanto del Nivel Celeste como del Mundo de los Vivos, ese «México Distrito Federal Subterráneo, que es la sombra pesada de ese México Distrito Federal Superficial» (147), que es «el fin de Tenochtitlan (a.k.a.) México D. F. (a.k.a.) Ciudad de México (a.k.a.) Distrito Federal (a.k.a.) D.F. y el comienzo de (a.k.a.) Nueva Tenochtitlan del Temblor» (155), indicado apenas por las iniciales, una ciudad en la que el tiempo es un no-tiempo, reducido a la repetición cíclica de un mismo día: «Aquí, en N. T. T., todos los días son el Día de los Muertos» (519), que llega a la representación apocalíptica, al situarse en «la noche anterior al gran sacrificio» (459). Esa imagen se corresponde, citando nuevamente de manera indirecta a Fuentes, con «la región menos transparente» (160), la «Ciudad de México del Muerto (a.k.a.) Mictlán» (208), espacio dominado por el señor Mictlantecuhtli, dios de la muerte, que cobra forma no a imagen y semejanza de las esculturas del período clásico del imperio azteca, sino encarnada —o más propio debería ser «descarnada»— en la caricatura de la Muerte Catrina (1913) de José Guadalupe Posada: «Es un esqueleto con un tocado inmenso en su cabeza. Parece Carmen Miranda... Ridículo y la verdad que no sé cómo hace para moverse con todo eso encima. ¡Mierda!» (368). No obstante, los códices clásicos, como por ejemplo el códice Borgia, sí que sirven de modelo para las citas internas al mundo azteca, cuando se menciona el supuesto códice Chansons Tristes del Museo Nacional de Antropología. Los lectores habituales de Fresán reconocerán al momento esa referencia a Canciones Tristes, el espacio de ficción móvil y cambiante, en constante expansión, dentro del proyecto narrativo de este autor (Gras 2002). Aquí da nombre a «un documento de contenido eminentemente cosmológico y calendárico» que cumple con «las convenciones plásticas prehispánicas» y que se elaboró en forma de tira sobre piel de venado, recibió la capa de imprimación de estuco y se pliega como un biombo. Consta de setenta y siete láminas y es uno de los códices de mayor tamaño incluyendo una tona-lámtl o calendario adivinatorio de doscientos sesenta días, y se ocupa y narra lo que hacen y cómo se relacionan deidades diurnas y nocturnas. Se trata de uno de los códices más complejos y hasta la fecha sólo pueden descifrarse algunas partes de lo que se narra. La «lectura» del documento se efectúa en zig-zag

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y hay una serie de líneas rojas que ayudan a seguir el orden correcto de 'cuadro a cuadro', como si se tratara de un cómic. El códice Chansons Tristes cuenta una historia más compleja y oscura de la que suelen narrar otros códices y su estructura es espasmódica y fragmentada. En la parte superior derecha vemos a un hombre sentado frente a una especie de cubo de cristal luminoso al que parece estar conectado por un penacho de pluma de quetzal. Este hombre aparece más adelante, como si recordara, cruzando las grandes aguas de un océano para luchar y vencer a un gigante cuyo rostro está cubierto por una máscara. El vencedor sacrifica a su oponente, se pone la máscara del derrotado y es descuartizado por una multitud furiosa mientras de los cielos desciende un nuevo y todopoderoso enmascarado para arrasar al mundo con un terremoto que dura siglos (222-223). Por un lado, la historia que cuenta coincide con parte de la trama narrada a lo largo de las páginas de la novela. Por otro, la descripción juega con la de los códices reales y diversas hipótesis interpretativas en torno a sus imágenes, muchas de ellas todavía sin descifrar, que ponen en evidencia la bibliografía utilizada, citada, como suele ser habitual en la obra de Fresán, al final de la novela, en el apartado de agradecimientos, con el nombre significativo de «Bajo la máscara», donde se revelan los títulos de auténticos especialistas como Pablo Escalante, Serge Gruzinski, Alfredo López Austin y Miguel León Portilla, entre otros (ahí se revela esa dedicatoria final a Ana, su esposa, mexicana, y especialista en el análisis semiótico de los códices aztecas, en un ejercicio por entender al otro, que es parte de uno y que, por lo tanto, se encuentra, a fin de cuentas, en el mismo lado del ring, siguiendo el juego de la lucha libre). Entre todos los temas e incógnitas planteados en el códice, la cuestión de la máscara es fundamental, estructural, para la construcción de la novela, no sólo desde la fotografía de la portada, ni por el papel que juegan en ella algunos personajes enmascarados, sino por la clave que supone, una vez más, en cuanto a la interpretación de la identidad mexicana, que constituye una de las líneas que vertebran la novela. Aunque El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz no aparezca citado en la bibliografía final mencionada, las ideas presentes en sus capítulos segundo y tercero, «Máscaras mexicanas», sobre todo, y «Todos Santos Día de Muertos», se ponen en evidencia, a pesar de verse discutidas y extendidas, en una interpretación que podríamos llamar posmoderna (o, simplemente, delirante), con repercusiones paraliterarias. En este sentido, la transculturación a la

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que fueron sometidas las culturas precolombinas con la llegada de los españoles se señala —como también en otro capítulo del ensayo de Paz, «Hijos de la Malinche»— como origen de la impostura, de la duplicidad, de la máscara que caracteriza a la identidad, doble, mexicana: Moctezuma [...] Está convencido de que Cortés es Quetzalcoatl y así empieza, ahí mismo, el encimarse de dioses sobre dioses, la orgía celestial e internacional. [...] Los aztecas contemplan cómo los dioses venidos del otro lado del agua luchan contra los dioses que siempre estuvieron en esta tierra. [...] ¿Cómo pensar que sus dioses con aureolas y sonrisas son más poderosos que los suyos que tienen alas y colmillos? [...] los nobles sobrevivientes [que] son católicos durante el día y aztecas por las noches» (254-256).

De aquí, de esta duplicidad, surge esa «ecuación mística» que lleva a equivalencias teóricamente imposibles como la de la correspondencia entre la Virgen de Guadalupe y la diosa de la fecundidad Tonatzin (294), posible, no obstante, en la práctica cotidiana como algo habitual: Dioses nuevos, dioses mezclados, dioses mestizos y así —para que no los molesten más— In Nátzin o To Nátzin o Tonatzin se disfraza de Virgen María, Huitzilopochtli se disfraza de Jesucristo, santa Ana suplanta a Toci, San Simeón y San José asumen el rol de Huehuetéotl, y cada campanario de iglesia apenas cubre la punta de una pirámide y todos felices. Buscar y encontrar las calaveras aztecas apenas escondidas, bordadas en las enaguas de las amplias faldas de las catedrales católicas; y creo que es entonces [...] cuando surge lo que con el tiempo acabará siendo el culto pagano a los luchadores enmascarados» (448)

Efectivamente, hasta el presente, hasta la popularidad del «pancracio» o la lucha libre, llega la interpretación existencial de la máscara, que se extiende también en otros ámbitos de la realidad diaria, como las omnipresentes telenovelas (por no mencionar el espinoso escenario político), en las que los personajes también ocultan constantemente sus identidades y sus relaciones de parentesco, en procesos de anagnórisis paralelos a los de los héroes y dioses del panteón azteca. Así se apunta al citar a «Coatlicue, diosa protectora de todas las telenovelas mexicanas y madre sufrida de la matricida Coyolxauhqui posteriormente desmembrada por su vengativo hermano Huitzilopochtli» (222), referencias no gratuitas, puesto que también se plantean correspondencias de parentes-

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co incierto entre los personajes de la novela —Martín Mantra y MaríaMarie Mantra («Esa es mi hermanita perdida. Mi hermanita siamesa. Martina Mantra. La Santa Muertita. Nacimos juntos y pegados, inseparables», [90], por lo que ambos muestran una cicatriz en forma de X en el pecho, como México) — . Una novela, por otro lado, «nacida bajo la máscara de su gemela muerta» (533), reconstruida o vuelta a empezar tras la pérdida de una primera versión debido a un problema informático. De este modo, debido al enmascaramiento, la referencia al espejo enterrado no devuelve exactamente la imagen que se refleja en su superficie, como parte del proceso de revelación de la identidad del sujeto que busca una respuesta, sino que el espejo despoja de la máscara que es el rostro: «Me miro al espejo. Pienso en que ya no me queda tiempo para inventar algo que bien podría llamarse Espejo Terrible: un espejo que sólo sirve para una sola vez, te miras ahí, te arranca los rasgos, el rostro fijado para siempre [...]» (137). Asimismo, junto con las referencias míticas, desbordantes, las literarias son constantes en la novela, dibujando los contornos de ese espacio de ficción que también es México. Para empezar, hay que señalar que el inicio de la novela muestra un tono marcado al más puro estilo de Cien años de soledad: «Muchos años antes de que empezara todo lo que tenía que terminar, antes de ese terrible y magnífico Día de los Muertos en que viajé y llegué para irme por primera y última vez a México Distrito Federal...» (17). Y, de hecho, se hace una mención dentro de la obra de una supuesta tendencia o corriente literaria, el llamado «irrealismo lógico», contrapuesta al realismo mágico atribuido a García Márquez y sus continuadores: Mientras que lo que se conoce como realismo mágico es la medida y justa intrusión de lo fantástico en el tejido de la realidad, yo diría que los Mantra nos ubicamos dentro de algo que bien podría llamarse irrealismo lógico y que empieza y acaba de definirnos a la perfección: mínimas esquirlas de lógica, como las luces en los trajes de los charros, bordadas sobre la amplia y cotidiana tela de lo irreal e imposible (313).

La carga paródica está presente y sobra el comentario. Distinto, no obstante, es el caso de la previsible referencia rulfiana, que no se hace esperar. Por un lado, con ella se subraya la relación íntima entre la vida y la muerte en su obra, de tal modo que «no son palabras opuestas sino fio-

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res gemelas de un mismo tallo» (407). Por otro, se cruza la cita explícita con el pastiche edípico reformulado a la Kubrick en su 2001. Una odisea del espacio: «"No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... Él olvidó que nos tuvo, hijo, cóbraselo caro". "Así lo haré, Computadora Madrecita", le dije» (514 y ss., donde se hace eco, literalmente, como puede observarse, de las palabras de la madre de Juan Preciado en Pedro Páramo [1955] 1992: 64)'. Y esas no son, desde luego, las únicas referencias de peso al canon de la narrativa hispanoamericana contemporánea. También se hace explícito el homenaje a Julio Cortázar y su relato «La noche boca arriba», que aparece entreverado con un episodio de «The Twilight Zone» de Rod Serling («The Traveller», con Robert Redford como protagonista), en una pesadilla que une dos tiempos, el presente de la modernidad y el pasado del mito, encarnado en un nuevo Hernán Cortés, tomado por Quetzalcoatl entre los indígenas (59). Un cuento muy parecido al primero escrito por el propio Fresán (1993: 199-202), todavía niño, y que apareció recogido en Historia argentina con el título de «Historia antigua». Sin embargo, a pesar de la admiración por el maestro Cortázar, implícita en «modelos para armar» y axolotls varios, prima acaso la imagen y la banda sonora de la serie estadounidense, como también otros iconos de la cultura popular como las películas de serie B —y, a veces, casi Z— protagonizadas por héroes enmascarados, como las citadas La cabeza de la momia azteca contra los profanadores de tumbas (75), Guadalajara Smith y el tesoro azteca, Guadalajara Smith con las momias de Guanajuato (113), trasuntos de títulos reales de la cinematografía «azteca» como El Castillo de las Momias de Guanajuato (1972), Santo contra los hombres infernales (1958), Santo contra la invasión de los marcianos (1966) o Santo y Blue Demon contra Drácula y el Hombre Lobo (1971) o Santo y Mantequilla Ñapóles: La venganza de la Llorona (1974). Las referencias son múltiples de nuevo, desde el testimonio de los cronistas como Fray Servando Teresa de Mier o el propio Hernán Cortés, a

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De hecho, Pedro Páramo actúa, evidentemente, como hipotexto de Mantra, a fin de cuentas, puesto quetambién se trata, en el fondo, de un intento de ajuste de cuentas con el pasado y de un viaje iniciático, tal y como se hace patente cuando se menciona: «'México en náhuatl significa en el ombligo de la Luna', y yo, viajando hacia esa x, viajaba hacia mí» (92).

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través del testimonio de Bernardino de Sahagún, hasta los cartógrafos ciegos de Borges, caleidoscopio que se completa y se contrasta con la mirada de escritores extranjeros, como Graham Greene (quien, en «Notes on México City» en The Lawless Roads se pregunta, precisamente: «¿Cómo describir una ciudad?»), Philip K. Dick (y su México de pesadilla en Radio Free Albemuth), Jack Kerouac («Tristessa», de México City Blues: «México Cámara / Camino por la Calle Orizaba / Mirando a todas partes», 143), cómo no, de nuevo Malcolm Lowry y, muy especialmente, William S. Burroughs. Autores estos dos últimos en los que me detendré brevemente a continuación porque apoyan, precisamente, esta estructura paramitológica, construida desde la saturación paródica del mito. En primer lugar, Under the Vulcano (Bajo el volcán) de Lowry no sólo se inserta como hipotexto en la novela, sino que aparece definido como «el chingado libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los mexicanos» (331). Y ese es, precisamente, el caso de la voz narrativa que vertebra la novela: «Yo (a.k.a.) El Extranjero (a.k.a.) el muerto que cuenta esta historia frente a un televisor muerto» (162). Una mirada de fuera, compartida por otra televidente, compañera en la nada del inframundo que NTT, Joan Vollmer, la esposa de William Burroughs, asesinada por éste bajo los efectos de las drogas en México. Burroughs, quien se revela como el modelo básico de ese «México C.U.: El cut-up como nuevo lenguaje donde todo aparece fragmentado, donde las historias empiezan por donde terminan y no respetan el orden cronológico de los acontecimientos, lo importante es poner todo por escrito, rápido, antes de que desaparezca o se olvide» (230). Esa es la forma que toma la novela, la del cut-up —que ni siquiera es idea original de Burroughs, sino de un tal Brion Gysin, como se recuerda en sus páginas (231)—, que es también la lógica, interrumpida y fragmentaria, del mito. A partir de esa mirada extranjera, del lado de afuera, se comprueba con la máxima saturación de información que el mito no puede explicar el caos, sino que lo duplica, como si creara un mapa a escala 1: 1 del absurdo, de un orden precario, en continuo cambio y movimiento, inasible después de todo, a pesar del simulacro del mito. * * *

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Finalmente, como se apuntaba ya al principio, en el último caso, el de la obra del autor chileno Roberto Bolaño, podría observarse una estructura «mitopoyética», ya que, como se verá a continuación, sin seguir ningún mito en concreto, el propio proyecto narrativo parece recrear las condiciones del relato mitológico. Es decir, la asimilación de la lógica del mito prescinde de las referencias más externas o anecdóticas para mostrar una correspondencia intrínseca de sus mecanismos de funcionamiento. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en la ambiciosa novela postuma del autor, 2666 (2004), donde no se cita explícitamente ningún mito prehispánico, aunque haya diversas referencias indirectas al mundo azteca, de tal modo que se sugiere, y se infiere, en la lectura, la existencia de una estructura interna creadora, y re-creadora, de la lógica del relato mítico. En primer lugar, aparece de manera recurrente, como suele ser habitual en toda la obra de Bolaño, el tema del doble. Los personajes se alinean en dualidades, a veces aparentemente enfrentadas, que, finalmente, ponen en evidencia la común esencia de cada par de fuerzas. El doble no parece ser más que el mismo reflejado en un espejo, ironizando acaso con la trascendencia presuntamente psicoanalítica no sólo de este hecho sino también con la propia referencia literaria al maestro Borges. Este sería, más bien, el origen de la repetición de esta imagen, más que una atribuible raigambre azteca mítica del doble (encarnado, por ejemplo, en la pareja Quetzalcoatl-Ehecatl). Así, por ejemplo, el juego con los dobles aparece constantemente. En la primera parte de la novela, «La parte de los críticos», se sugiere la posible correspondencia entre un crítico suavo y el misterioso escritor Archimboldi, como si se tratara de su hermano gemelo (59). Del mismo modo, los críticos Espinoza y Pelletier mantienen casi esa misma relación, «una copia fiel» (66), en el triángulo amoroso que establecen con Norton, quien, de hecho, repite sus experiencias con uno y otro sin tan siquiera realizar grandes cambios ni en la carta de despedida que les envía («Más que dos cartas, se trataba de una sola, aunque con variantes, con bruscos giros personalizados que se abrían ante un mismo abismo», 187). Más adelante, en «La parte de Fate», son dos jóvenes con el mismo nombre, Rosa, la hija del profesor Amalfitano y una amiga mexicana de apellido Méndez, quienes están a punto de convertirse en víctimas de la violencia en la noche de Santa Teresa (394). Ya en «La parte de los crímenes» se descubre que el rector de la universidad de Santa Teresa

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y el jefe de policía que investiga los asesinatos de las muchachas son gemelos, Pablo y Pedro Negrete, aunque muy distintos (484 y 756-757). Finalmente, en «La parte de Archimboldi», la dualidad se halla en el propio personaje de Reiter, que descubrimos ha tomado el seudónimo de Archimboldi, una máscara que juega con el desdoblamiento, idea que surge con el descubrimiento del manuscrito de Ansky, donde se revela que él es el verdadero autor de las novelas de un tal Ivanov (913): «[...] quien había construido el escondrijo lo hizo pensando en que alguien, algún día, se escondería y otra persona lo ayudaría a esconderse. El que se salva, pensó Reiter, y el que lo salva. El que vivirá y el que morirá. El que huirá cuando caiga la noche y el que se quedará y se convertirá en víctima» (884). En este sentido, no sorprende que Reiter incluso llegue a no reconocerse a sí mismo, en un momento dado, al contemplar su reflejo en un espejo (883), escena que se repite también, con algunas variantes, a lo largo de la novela en la experiencia de otros personajes, como Norton, que ve una mujer en el espejo que no identifica con ella misma (154), o como la periodista que sólo puede ver otro espejo reflejado en el espejo en que intenta mirarse y que no le devuelve ninguna imagen propia (776). Esta referencia especular cobra un sentido más profundo cuando alude, simbólicamente, al mito del «espejo enterrado»: «[...] saltaba de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue, el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles, el espejo que navega y cuyas velas son el dolor.» (264). Efectivamente, el reflejo que devuelve la mirada del dolor en cada víctima. No obstante, las únicas referencias míticas claras y explícitas que aparecen en la novela proceden del mundo clásico; se trata de mitos griegos como el de la Medusa (97) y Sísifo —y su descendencia: Odiseo/Ulises— (1027-1028), o el de Letea, que se recrea, supuestamente, en la novela homónima de Archimboldi, trasladando la acción a la Alemania del Tercer Reich (1061). Mitos, todos ellos, que se encarga de explicar extensamente en largas digresiones que recrean su versión canónica, casi enciclopédica. Las referencias al mundo griego, y la universalidad de sus mitos, parece cobrar, sin embargo, un cierto valor paródico asimismo cuando se plantea la vinculación con la cultura mapuche, por lo absurdo del posible contacto a pesar de la distancia

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geográfica, discurso sostenido por un oscuro historiador chileno, colaborador del régimen pinochetista, que busca una conexión aria y filonazi, mezclada con una buena dosis de esoterismo, al plantear la existencia de los araucanos telépatas (276 y ss.; se sostiene así que «[...] Chile era una palabra griega cuya traducción era "tribu lejana"», 277). Después de todo, la relación no resulta gratuita puesto que se afirma que «los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal [...]» (338), uno de los temas vertebradores de toda la obra narrativa de Bolaño y también, desde luego, y muy especialmente, de 2666. No en vano se cuestiona el personaje de Fate en la novela: «¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí? Un oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla. ¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo controlar la situación?» (295). El espejo americano, antes mencionado, se corresponde, de hecho, con esta imagen del lago en el que se halla el origen de la capital mexicana y también con la tersura de la superficie de la piedra de sacrificio de los templos aztecas. De hecho, la mención a los aztecas más extensa, y acaso también una de las más significativas en la novela se produce en el primer encuentro entre Ingeborg y Reiter —luego Archimboldi—. Es Ingeborg quien propone un juramento o bien por las tormentas o bien por los aztecas. En la larga digresión sobre estos últimos dibuja en el suelo el lago donde se orillaban las ciudades de Tenochtitlán y Tlatelolco, «con multitud de pirámides, tantas y tan grandes que es imposible contarlas, pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día» (871). Atribuye a los aztecas la locura (como el personaje de Lalo Cura) oculta tras la suma elegancia de sus trajes, ornamentados y con la cara pintada —enmascarados, de algún modo— hasta límites narcisistas, y una supuesta actitud filosófica, en reflexiones peripatéticas junto al lago, que recuerda la pose afectada de los indígenas de César Aira en Erna la cautiva (1981). Una locura que no se encierra en los límites espaciales de un manicomio («O tal vez sí. Pero aparentemente no», 871), sugiriendo que todo el lugar pueda ser un manicomio sin muros, el reino de la locura, coronado por la piedra de sacrificio, de obsidiana pulida, en lo más alto de las pirámides: una piedra semejante a la mesa de un quirófano, en donde los sacerdotes o médicos aztecas extendían a sus víctimas antes de arrancarles el corazón.

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Pero, ahora viene lo que de verdad te sorprenderá, estas camas de piedra eran ¡transparentes! Estaban pulidas de tal manera o elegidas de tal manera que eran unas piedras de sacrificio transparentes. Y los aztecas que estaban dentro de la pirámide contemplaban el sacrificio, como si dijéramos, desde el interior, porque, como ya habrás adivinado, la luz cenital que iluminaba las entrañas de las pirámides provenía de una abertura justo por debajo de la piedra de sacrificios. De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que solo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y por la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero eso puede durar mucho tiempo, eso escapa del tiempo o se instala en otro tiempo, regido por otras leyes (872-873).

Los aztecas, sin embargo, continúan con sus vidas tranquilas, intrascendentes incluso, paseando junto al lago, tras los sacrificios humanos, como sigue pasando la vida, día a día, siglos después, en la cotidianidad de la frontera, en las largas jornadas, interminables, en fábricas como «la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de Santa Teresa, que no estaba en ningún parque industrial sino en medio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color melón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros y los camiones» (564). De ese otro espacio de la locura procede la mayoría de las nuevas víctimas inmoladas. El paralelismo entre los ritos aztecas del pasado y los asesinatos de mujeres en Santa Teresa, trasunto obvio de Ciudad Juárez, planea peligrosamente en la mente del lector a lo largo de la novela. Referencias como las citadas anteriormente u otras que ponen de manifiesto, hasta en la gastronomía típica mexicana, posibles prácticas canibalísticas, como en la receta del pozole (591-592), pueden inducir, en algún momento, a interpretaciones en ese sentido. A lo que contribuyen otros elementos referenciales, populares y paraliterarios, como es el caso del cine, a caballo entre el cult movie y la serie B: «Mientras besaba en la boca a la chica de pelo negro que había llegado con Rosita Méndez oyó algo sobre pirámides, vampiros aztecas, un libro escrito con sangre, la idea precursora de Abierto hasta el amanecer, la pesadilla recurrente de Robert

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Rodríguez» (357). La cita al director de origen mexicano se extiende a lo largo de páginas, donde se recuerda la trama de la película, en la que una cantina en medio del desierto se convierte en trampa mortal para quienes recalan en ella a calmar su sed: los humanos que atraviesan sus puertas se convierten en víctimas de los vampiros que la regentan. Muertos vivientes que se alimentan de sangre humana, como las alusiones al castillo de Drácula (848) o a los camareros-zombis del local del Rey del Taco2 que abre una nueva digresión, esta vez sobre el snuff movie y su supuesto origen argentino, conectada por asociación de ideas con la anterior: sin embargo, lo más llamativo no es, precisamente, esa correlación de ideas, sino la normalidad con que es aceptada, la naturalidad de la asunción de una posibilidad semejante en ese contexto («creyó que todos los camareros eran zombis. Le pareció normal. El local era enorme, lleno de murales y pinturas alusivas a la infancia del Rey del Taco», 676). No en vano, el propio personaje de Reiter llega a pensar que «tal vez ya esté muerto» (879), tal vez él mismo sea un zombi, como también Ingeborg que siente como si le hubieran arrancado el corazón como en un ritual azteca (1034), por los que siente tanta aversión como fascinación («—Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios —dijo Ingeborg», 1041), o la reflexión más amplia sobre los mexicanos, que llega, finalmente, a lo que podría ser, después de todo, el fondo de la cuestión: En México uno puede estar más o menos muerto, me contestó muy seriamente [...] Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo, dije. Es que tal vez lo sea, dijo Loya. No, no lo es, se lo puedo asegurar, dije yo (779-780).

La referencia a la obra maestra de Rulfo, citada de manera repetida, como punto de referencia por los tres autores, juega aquí un papel clave

2 Aquí surge una alusión al Niño Rey o Niño Pa, en los murales que adornan el local de comida rápida (referencia también presente, por otra parte, en la novela Materia dispuesta de Villoro). Otro mito religioso, católico, reelaborado, es, como no podría ser de otra forma, el de la Virgen de Guadalupe, cuando aparece, por ejemplo, guiñando un ojo, cómplice: «Uno de los ojos de la Virgen estaba abierto y el otro cerrado» (404). Este tema, aunque también de gran interés, no puede tratarse, sin embargo, en estas páginas: merecería, de hecho, otro artículo.

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en la toma de posición de Bolaño frente al mito. En los puntos de vista enfrentados en este breve diálogo, se discute, justamente, de alguna forma, la función del mito... y sus peligros (algo ya advertido por Monsiváis, por otra parte, en la cita ya indicada con anterioridad). Es decir, aceptar el mito, sin más, puede ayudar a explicar mecanismos internos de funcionamiento de sociedades, pero también puede usarse como justificación del status quo y como excusa, en última instancia, para afianzar y ratificar la validez inamovible del mito. Si Bolaño, a lo largo de más de mil páginas, y a pesar de planear sobre ellas, tentadora, la sombra de los rituales aztecas, se niega a mencionar siquiera el nombre de un dios de su panteón que pudiera justificar la dinámica del horror en la sociedad mexicana, concretada en la frontera y los asesinatos sin fin de inocentes, es, sencillamente porque no quiere caer en la explicación fácil que puede servir, incluso, de parapeto antropológico y de exculpación civil para escamotear el gravísimo problema de la corrupción, la impunidad del crimen y el poder del miedo. Por este motivo, Bolaño se esfuerza a lo largo de toda «La parte de los crímenes», en un auténtico tour de forcé, por enumerar y catalogar, casi como un forense, los casos de más de cien cadáveres, en una retahila aséptica de detalles que alejan totalmente al lector de cualquier posible interpretación cómoda, mítica, tranquilizadora, aquietadora de conciencias, para enfrentarlo, cara a cara, con la evidencia de los cuerpos que reclaman, simplemente, una investigación policial, con profundidad y con transparencia, de los hechos. Por eso la referencia literaria explicativa no puede ser Pedro Páramo, sino la crónica periodística Huesos en el desierto (2002) de Sergio González, quien aparece, incluso, como personaje dentro de la novela, para anclar en la realidad el problema y no dejar que se diluya en el rumor del mito. Con todo ello, y volviendo al principio y a los objetivos planteados al comienzo de estas páginas, lo que quisiera, de algún modo, haber podido probar, sencillamente, es que la presencia mítica sigue materializándose en la obra de los autores latinoamericanos, pero de una forma distinta. Los escritores actuales son conscientes de las tentaciones y de los peligros del empleo del mito y son más cautelosos, para no seguir el juego eurocéntrico que encasilla a la literatura latinoamericana en el mito para facilitar su comprensión desde el tópico homogeneizador. Por ello, lo utilizan con sumo cuidado, desde la reflexión y la meditación de sus

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límites, c o m o puede observarse en la obra de Villoro, o se lleva a c a b o una revisión, desde la parodia, para entender y reventar sus m e c a n i s m o s desde dentro, c o m o ocurre en Mantra

de Rodrigo Fresán, o se llega, en

última instancia, a la conciencia de la necesidad de llegar a un proceso de d e s m i t i f i c a c i ó n que permita mirar de frente y actuar ante el horror, c o m o parece proponer Bolaño. El mito puede explicar el funcionamiento interno de una sociedad, pero no puede utilizarse c o m o coartada para justificar lo injustificable ni sostener lo insostenible. El mito no puede ya enmascarar el horror.

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TRES CATEGORÍAS DEL E N MACUNAÍMA

DE MÁRIO DE

MITO ANDRADE

Marcin Kazmierczak

A Ursa Maior é Macunaíma. É mesmo o herói capenga que de tanto penar na terra sem saúde e com muita saúva, se aborreceu de tudo, foi-se embora e banza solitàrio no campo vasto do céu.

U N PROYECTO MODERNISTA

En los manuales de la historia de la literatura brasileña tiene Mário de Andrade un lugar destacado. Su vida (1893-1945) y su obra coinciden con el momento modernista, importantísimo para las letras lusoamericanas contemporáneas. Andrade sucesivamente se entusiasmó, colaboró, discrepó y polemizó con este movimiento. Una de las principales preocupaciones ideológicas de dicho movimiento, que alcanzó su auge en Brasil con la organización de la famosa Semana de Arte Moderno (1922), era la cuestión de la identidad nacional de este particular conglomerado de razas y culturas que es el pueblo brasileño. También Mário de Andrade tiene presente esta preocupación cuando emprende la tarea de escribir Macunaíma. Causando estupor entre sus amigos escribe esta obra en apenas una semana tumbado en la hamaca de su célebre chacara (casa de campo) de Tio Pió en Araraquara. Pero el texto que se materializa en tan poco tiempo es fruto de un largo estudio, a la vez arduo y apasionado, de numerosas fuentes escritas, desde los viajeros y los misioneros, como el paradigmático entre los brasileños padre Anchieta, hasta los grandes antropólogos y etnógrafos casi contemporáneos a Andrade, como el alemán

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MARCIN KAZMIERCZAK

Theodor Koch-Grünberg, a quien tocará mencionar en más de una ocasión a lo largo de estas disquisiciones. Al efectuar esta particular transformación de datos respectivos al folclore y a las diversas facetas de la cultura popular procedente no solamente del ámbito indígena, sino también afrobrasileño y europeo, Mário de Andrade intenta construir literariamente un espacio cultural en el que pudiera inscribirse el carácter nacional de la que el llama raga brasileira. Este espacio se caracterizaría por una fusión de diferentes componentes cuya síntesis constituiría un ente cultural nuevo, real, por un lado deudor de las culturas anteriores que lo componen, pero, a la vez, diferente e independiente de ellas. Dicho sea de paso que esta teoría, central en el modernismo brasileño, recibe el nombre de antropofagia, en el sentido de «devorar» las tres culturas para apoderarse de diversos elementos de cada una de ellas. Esta es, al parecer, una de las principales motivaciones para escribir la obra. No obstante, la antropofagia marioandradina está llena de jocosa ironía (o autoironía, ya que se trata de su propio pueblo) puesto que el principal rasgo del carácter brasileño que afirma haber descubierto es la falta del carácter: O que procurei caracterizar mais ou menos foi a falta de caráter do brasileiro que foi justamente o que me frapou quando li o tal ciclo de lendas sobre o héroi taulipangue [una tribu indígena del norte de la Amazonia]. Os caracteres mais principáis que a gente percebe no livro sao a sensualidade, o gosto pelas bobagens [tonterías], um certo sentimentalismo melando, heroísmo coragem e covardia misturados, urna propensao pra política e pro discurso (Carta a Carlos Drumond de Andrade, Sao Paulo, 20 feb. 1927 [Andrade 1988: 394]).

A estos rasgos habría que añadir varios otros, muy claramente visibles en la descripción de Macunaíma, como propensión a la mentira, astucia, picardía, deslealtad, pereza 1 , de los que se hablará detalladamente más adelante. Desde este punto de vista vemos que la actitud del escritor paulista hacia el proyecto modernista de la fusión de las culturas es ambivalente, por un lado parece compartir el entusiasmo modernista por la reivindicación cultural de un carácter nacional de todos los habitantes del gigante sudamericano y por otro describe lo esencial de este «carác-

' N o obstante e s un tipo de pereza particular, incomprensible para una mente occidental; el propio escritor llega a llamarla «la pereza elevada» y ve en ella un gran atractivo de la cultura amazónica, casi una suerte de quintaesencia de esta cultura.

T R E S C A T E G O R Í A S D E L MITO EN

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ter» con una ironía aplastante. Pero además de satirizar jocosamente sobre los rasgos de este carácter el texto parece plantear tácitamente la pregunta de si realmente es posible la fusión «antropofágica» de diferentes razas y culturas presentes en Brasil. Más adelante reflexionaremos a qué conclusiones llega respecto a esta cuestión.

ANTECEDENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

La publicación de la obra marioandradina en el año 1928 ya causó un notable impacto en la critica literaria de aquel entonces, sobre todo desde diferentes géneros periodísticos. No obstante, el momento fundacional del desarrollo académico de esta crítica corresponde al año 1955, en el cual se publica el extraordinario trabajo de Manuel Cavalcanti P r o e j a Roteiro de Macunaíma. En este libro, fruto de largos estudios del folclore brasileño aplicados al análisis de la novela de Mário de Andrade, el autor efectúa un completo y riguroso análisis de las influencias de dicho folclore en el texto de la obra literaria. Cavalcanti divide las influencias en las lingüísticas por un lado y las vinculadas con las costumbres, creencias, mitos y leyendas aprovechadas en la construcción de la trama de la novela, por otro. Puesto que este trabajo constituye uno de los principales puntos de referencia del presente análisis volveremos a él en numerosas ocasiones limitándonos por ahora tan sólo a destacar un detalle de gran relevancia: cuando el crítico estaba efectuando sus estudios de la obra marioandradina comparándola con textos de destacados etnógrafos contemporáneos o anteriores a Andrade no contaba todavía con la posibilidad de consultar la biblioteca personal del escritor paulista. Posteriormente, la profesora Telé Porto Ancona López llevó a cabo un estudio de estos archivos, gracias al cual aportó pruebas textuales del gran conocimiento y de la extraordinaria intuición de M. Cavalcanti Proenga. De las anotaciones realizadas con lápiz por el propio Mário de Andrade en los márgenes de aquellas obras etnográficas (sobre todo la monumental obra del etnógrafo alemán Theodor KochGrünberg Vom Roroima zum Orinoco2, especialmente el capítulo dedica-

2

La obra consta de cinco tomos publicados en diferentes años. Véase la bibliografía

de este trabajo.

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do a los mitos y las leyendas de los indios Taulipang y Arekuná) se desprenden dos conclusiones interesantes. Primera, que el escritor, al leer estos textos, ya tenía la idea de utilizar este material etnográfico para construir con él una novela sobre el carácter (o la falta del mismo) del pueblo brasileño o, como él mismo dice cariñosamente, de la raga basileira. La segunda conclusión es que, M. Cavalcanti Proen§a, a pesar de no conocer estas anotaciones, ha acertado en la gran mayoría de los parentescos que ha establecido entre las diferentes expresiones, episodios o creencias presentes en el libro y procedentes de la mitología indígena, así como de otras numerosas fuentes populares manejadas por el escritor. El gran reconocimiento por el trabajo de este primer investigador relevante de la obra marioandradina está patente en el posterior libro de la mencionada profesora Telé Porto Ancona López: Macunaíma, a margem e o texto (1974), donde asevera que la cuestión del establecimiento de la procedencia de los diferentes motivos míticos y folclóricos está prácticamente agotada por Cavalcanti y que, por lo tanto, a la luz del descubrimiento del glosario de Mário de Andrade, sólo queda por realizar la tarea de observar el desarrollo del proceso de la transformación literaria de dichos motivos en la obra literaria. Éste es, precisamente, el objetivo principal del esclarecedor libro de Porto Ancona López, el cual ha sido también, uno de los principales puntos de referencia para la ejecución de este artículo 3 . Al hablar de la bibliografía de la crítica marioandradina no se puede prescindir de mencionar todavía dos libros, cuya importancia en la interpretación y la popularización de Macunaíma es indiscutible. Se trata del análisis de Haroldo de Campos: Morfología do Macunaíma en el que el autor aplica a la lectura de Macunaíma el esquema del cuento de hadas ruso y el recientemente reeditado ensayo de Gilda de Mello e Souza O tupi e o alaúde en el cual la autora rigurosamente discute las tesis de H. Campos decantándose más bien por la aplicación del modelo de la novela arthuriana a la estructura del libro de Mário de Andrade. Los dos críticos coinciden, no obstante, en el reconocimiento del carácter rapsódico de esta obra, que consiste en una composición que actualiza, modifica,

3

Un análisis actualizado y desarrollado de este libro de la profesora Ancona López se encuentra en la edición crítica de Macunaíma editada en la colección Archivos, bajo el título «Rapsodia e resistencia» (Andrade 1988: 266-277)

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reorganiza y entremezcla composiciones preexistentes (en este caso mitos, leyendas, motivos). Estas dos posiciones bibliográficas sin dejar de ser de lectura obligada para cualquier estudioso de Mário de Andrade no obstante, son de menor importancia para el presente análisis, puesto que sus autores analizan la novela sobre todo desde el punto de vista de la estructura de la trama y no de las fuentes mitológicas 4 . Además de las fuentes bibliográficas de la crítica de la obra marioandradina mencionadas en el apartado anterior, para poder acompañar al autor en su proceso de re-creación artística, que consiste en transformar etnografía en bellas letras es indispensable consultar las fuentes etnográficas que han servido de fuente de inspiración para el mismo autor. Entre estas fuentes destaca la mencionada obra de T. Koch-Grünberg de la cual procede la mayoría de personajes y episodios que componen la trama de la rapsodia, aunque existen otras fuentes importantes, a las que ya apuntaba Cavalcanti y que, en efecto, fueron encontradas en la biblioteca personal de Mário de Andrade. Habría que enumerar sobre todo las siguientes: Capistrano de Abreu, A lingua dos Caxinauás; Barbosa Rodríguez, Poranduba Amazonense y Couto de Magalhaes, O selvagem. También en cuanto a los personajes sobre los que el escritor ha basado la historia de su héroe van más allá de los mitos del dios Macunaíma. Mário «adjudica» a su Macunaíma las hazañas de muchos otros personajes descritos en las Sagas de Koch-Grünberg, como por ejemplo Kalawunseg el mentiroso, Konewo cuñado de Etetó, Akalopizeima, Vevé, etc. Una mención especial la merecen los personajes que integran la familia más próxima del héroe y que también proceden de las leyendas recogidas por KochGrünberg: la madre de Macunaíma y sus dos hermanos, Maanape y Zigué (Jigüe, según Mário de Andrade).

4

Véase también «Bibliografía comentada» de Diléa Zanotto Manfio en la Macunaíma colección Archivo (Andrade 1988: 194-205) que ofrece un resumen del desarrollo de la crítica de Macunaíma desde la edición del trabajo de Cavalcanti hasta el año 1988. Es sintomático que en las últimas décadas el interés por el autor brasileño no disminuye sino, más bien, al revés: va en aumento. Véase la bibliografía de este trabajo.

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R E C U R S O DE LA D E S G E O G R A F I C A C I Ó N

Mário de Andrade al crear su (anti)héroe brasileño tenía la gran preocupación de evitar los peligros que, a su juicio, presupondría un apego excesivo al regionalismo. El no quería que su héroe pudiera identificarse exclusivamente con ninguna región, ninguna tribu, ninguna cultura precolombina o colonial, ni siquiera con Uraricoera, la región fronteriza con Venezuela donde hasta hoy en día viven los indios Taulipang y los Arekuná. Para conseguir este objetivo recurre a la «desgeograficación» de la trama del relato, que se manifiesta de manera particular a través de las enumeraciones de plantas, insectos, etc. procedentes de diferentes regiones del país y a través de numerosas persecuciones o viajes de los protagonistas por todas las regiones de la geografía brasileña5. Pero la desgeograficación no afecta tan sólo a los fenómenos de la naturaleza y a la propia geografía, sino también a los aspectos culturales. En este sentido el autor también evita limitarse a un solo ámbito de procedencia del material mitológico y folclòrico que maneja, si no, tal como ya se había dicho, mezcla motivos de la cultura precolombina, recogidos esencialmente entre las tribus amazónicas, con los procedentes de la cultura afrobrasileña, particularmente fuerte en la región del Nordeste y, finalmente, recurre también a la cultura popular portuguesa. Por consiguiente, no hay que perder de vista el hecho de que los mitos indígenas, aunque constituyan el eje central y la fuente principal del material narrativo de la novela, no tienen carácter exclusivo en la exploración literaria del escritor. Pero hasta si redujéramos el foco de nuestro análisis a las fuentes precolombinas, nos percataríamos que incluso dentro de este ámbito el autor no quería limitarse a las leyendas o los relatos de una sola tribu o un solo pueblo indígena. Por lo tanto, aparte de los relatos de los mencionados indios Taulipang y Arekuná, transmitidos a T. Koch-Grünberg por parte de dos informadores, Mayuluaípu Taulipang y Akúli Arekuná, entreteje también, aunque en menor medida, elementos del imaginario mitológico y lenguaje de otras tribus, como por ejemplo los Caxinauá, los Apinapé, los Carajá y otras. 5

Es más, incluso paradójicamente, al buscar la expresión del carácter brasileño en

más de una ocasión cree conveniente trascender el límite geográfico y cultural de su patria. Es así cuando Macunaíma va a la tierra de los ingleses (Guayana) o cuando surge la cuestión de la conciencia hispanoamericana.

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C L A S I F I C A C I Ó N G E N E R A L DE LAS L E Y E N D A S Y MITOS A P R O V E C H A D O S EN M A C U N A Í M A

Antes de formular la propuesta de la clasificación de los mitos utilizados por el escritor brasileño es necesario adelantar que el enfoque de este análisis de la materia cultural presente en Macunaíma va más allá del concepto del mito, percibido como un relato de carácter fundacional. Recordemos que según M. Eliade para que un relato pueda ser considerado como un mito ha de contener «les éléments fondateurs» de un mito, es decir, «cette nostalgie des commencements et cette proximité avec le sacré» (citado por C. Mathiére, «Golem» en Brunel 1988: 651). Sin duda algunos de los motivos folclóricos que se mencionan más adelante carecen de la excelsitud y del carácter sublime que les pudiera incluir dentro de la definición de M. Eliade, no obstante muchos de ellos tienen como objetivo explicar el origen de las cosas. Es así sobre todo en el caso de los cuentos etiológicos, aunque hasta esos frecuentemente no se refieren al principio del mundo y poco tienen que ver con lo sacro. Dejando a un lado la eternamente inconclusa cuestión de la definición del mito y teniendo en cuenta el hecho de que la procedencia de los motivos folclóricos presentes en la rapsodia marioandradina es muy variada propongo la clasificación de los motivos folclóricos presentes en la obra en tres categorías: la de los mitos indígenas precolombinos; los mitos autóctonos formados en la época colonial y los pseudomitos (o los mitos apócrifos). Respecto de los mitos o motivos etnográficos precolombinos, evidentemente se trata de aquellos que proceden de los pueblos indígenas de la América. No obstante, la cuestión de la cronología, a la vez que de la autoría, no es del todo clara, en el sentido de que no se sabe hasta qué punto podemos afirmar que la formación de los mitos, leyendas, creencias o costumbres que integrarían esta categoría es previa a la llegada de los conquistadores europeos y, posteriormente, de los esclavos africanos y, por lo tanto, hasta qué punto están libres de las influencias coloniales. La cuestión no es fácil de resolver porque Koch-Grünberg entró en contacto con los Taulipang sólo a finales del siglo xix, es decir, más de tres siglos después del desembarque de los advenedizos ultramarinos. De hecho, en algunos casos la contaminación por las influencias coloniales es evidente. Que sirva de ejemplo la presencia del topónimo genérico de «la tierra de los ingleses» en relación con Guayana, o la leyenda sobre la

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creación del hombre blanco, negro y rojo. No obstante, según asegura P. Santilli, al menos el acervo principal realmente es indígena y, además, cronológicamente precolombino, puesto que expone una cosmología que es compartida por decenas de pueblos que hablan la lengua Carib y que presenta una concepción del mundo propia, precolombina. (Santilli, comunicación personal). Además estos mitos están exentos prácticamente de cualquier interferencia de la cultura europea o africana y, salvo escasas excepciones, no hacen ninguna referencia a la existencia de otros pueblos y otras culturas. Los motivos etnográficos autóctonos formados en la época colonial, como es de suponer, son aquellos que surgen como fruto del inédito encuentro de las tres culturas (en el sentido genérico) que confluyen en Brasil: la lusa o, más ampliamente la europea, la africana y la indígena. Como veremos hay motivos etnográficos en los que se mezclan elementos de todas estas tres culturas a la vez. Esto sucede sobre todo en el capítulo Macumba, el cual constituye una exposición del folclore afrobrasileño, particularmente arraigado en el Nordeste de Brasil. En dicho folclore prevalecen las influencias africanas, sobre todo de la cultura yoruba, pero éstos se entremezclan y a veces fusionan con motivos indígenas y europeos. Finalmente, los mitos apócrifos o los pseudomitos son los episodios o personajes inventados por Andrade e introducidos en ciertas ocasiones en la trama de la rapsodia. Dentro de esta categoría podríamos ubicar dos tipos de entidades narrativas: las integralmente creadas por el autor y las modificaciones muy profundas de los mitos preexistentes, hasta convertirse en mitos diferentes cuya relación con sus antecedentes casi llega a borrarse. La mayoría de los mitos apócrifos inventados por el autor tiene carácter de cuentos etiológicos y, en este sentido también es indirectamente deudora del universo mitológico indígena, puesto que utiliza los mismos mecanismos gnoseológicos, las mismas estructuras perceptivas y las mismas estrategias mitogenéticas, aunque sea con fines satíricos y lúdicos. En cambio, las numerosas modificaciones profundas de los mitos (intercambios de los rasgos personales o las acciones entre los diferentes personajes de un mito; incorporación de las hazañas o los rasgos de un personaje a la descripción del otro; fusión de varias historias o varios personajes; cambios de aspectos secundarios o hasta primordiales del desarrollo de los hechos descritos, etc.) suelen tener el objetivo de adaptar

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los mitos y las leyendas preexistentes a la construcción psicológica de los personajes de la rapsodia, sobre todo la del protagonista. Y, en segundo lugar, para salvar la estructura narrativa global y lineal de la rapsodia marioandradina. La mayoría de los mitos utilizados por el autor tenían una estructura acabada, terminando con un final cerrado, por ejemplo la muerte del protagonista, su transformación definitiva en un fenómeno de la naturaleza, etc. mientras que, estos motivos incorporados dentro de la trama de Macunaíma tenían que permitir la continuidad de la trama y, por consiguiente, se les tenía que proporcionar una estructura abierta, con la posibilidad de continuar en los siguientes capítulos. De ahí por ejemplo las sucesivas resurrecciones de Macunaíma, etc. Al hablar de los pseudomitos en la rapsodia marioandradina es menester introducir el concepto de la etnoficción propuesto por Martin Lienhard en su indispensable libro, La voz y su huella. Según el investigador suizo la etnoficción es una de las tres posibles estrategias creativas a las que recurre el escritor o el antropólogo que se propone expresar su experiencia de la cultura precolombina predominantemente oral a través de la escritura. Las estrategias en cuestión son: la etnografía, las narraciones de tipo «etno-testimonial» y, en tercer lugar, la etnoficción, que consiste en una «recreación "literaria" del discurso del otro, la fabricación de un discurso étnico artificial, destinado exclusivamente a un público ajeno a la cultura "exótica"» (Lienhard 1992: 190) Para Lienhard el primer ejemplo clásico de esta estrategia literaria en el suelo latinoamericano 6 , con la salvedad del teatro jesuítico tupí del siglo xvi, es precisamente Macunaíma de Mário de Andrade. Según Lienhard «Andrade [...] no se inserta en ese tipo de "nueva intertextualidad" donde, como sucede en Arguedas, Roa Bastos o Rulfo, la palabra oral viva constituye el "texto original" que se trata de transformar. Los indios [...] no constituyen el interés principal del libro: Macunaima [...] debe representar menos a una minoría indígena que a los brasileños modernos» (Lienhard 1992: 196). Difícilmente se podría estar en desacuerdo con estas constataciones. Además, no hay que olvidar que en el caso de Andrade, un escritor intelectual y culto por excelencia, el interés por la realidad precolombina brota de un conocimiento previo adquirido a través de la

6 Antes presenta varios ejemplos en autores europeos como Antonio Guevara, Lahontan, Diderot, Segalen que recurren a esta técnica (Lienhard 1992: 191-195).

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escritura: Mário ya después de haber leído la obra de Koch-Grünberg y de haber escrito su rapsodia emprende el viaje a Amazonas para tener una experiencia a posteriori de la cultura precolombina. Mientras que por ejemplo Arguedas utiliza la escritura (tanto en la vertiente etnográfica como literaria) para expresar una realidad que conoce casi exclusivamente a través de su propia experiencia y que, además, constituye la esencia misma de esta experiencia.

L O S MITOS P R E C O L O M B I N O S EN LA C O N S T R U C C I Ó N D E LA T R A M A . T R A N S F O R M A C I Ó N D E L N I Ñ O EN EL P R Í N C I P E P R E C I O S O

Uno de los primeros mitos que aparecen en el libro de Mário de Andrade es el de la transformación del niño en el hombre, extraído de la Saga 6 recogida por Koch-Grünberg (1917, vol. II: 42) 7 . En esta Saga Macunaíma niño llora toda la noche pidiendo a su cuñada que lo lleve fuera de casa. Al conseguirlo se transforma en un adulto y posee a la cuñada. En el texto de Mário de Andrade, Macunaíma pide a su madre que le lleve al bosque pero ya que ella no tiene tiempo pide a su nuera Sofará, la compañera de Jigüe, que acompañe al niño, quien, en el bosque se convierte en un «príncipe precioso» y posee a la cuñada. Este mito nos introduce a una serie de aspectos importantes que estarán presentes a lo largo de la narración. En primer lugar en este episodio se hacen patentes algunos rasgos del carácter del héroe «sin ningún carácter», concretamente su fijación permanente en el placer sexual al que tiende de una manera impulsiva sin reflexionar en la conveniencia social de sus actos, en segundo lugar su recurso a la astucia, su picardía (esperteza, malandragem) su tendencia al engaño de los demás, incluidos sus familiares, para conseguir sus fines, en definitiva: egocentrismo próximo al principio del placer freudiano. (Dicho sea de paso que Andrade conocía las tesis del psicoanálisis y había demostrado cierto interés por ellas). Por otro lado, vemos aquí uno de los motivos frecuentes en el folclore universal y, desde luego, en las leyendas indígenas de la América del Sur, es decir, la capacidad de los personajes de transformarse en otros seres, en este caso concreto del niño en hombre y, en la actualización marioandradina, en un príncipe. 7

Véase también Cavalcanti (1955: 128).

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T R A N S P O R T A C I Ó N M Á G I C A DE LA C A S A

Otro motivo legendario procedente de la Saga 6 de Koch-Grünberg es la transportación de la casa materna por parte de Macunaíma. Tal y como transmite Koch-Grünberg Macunaíma «se ha aburrido» con la vida difícil en su aldea y, tras ordenar a su madre que cierre los ojos, consigue que la casa junto con su madre y él mismo sea transportada al pico de la montaña, donde viven en opulencia y desahogo. En cambio, los hermanos quedan en el lugar de origen, en el cual sufren una gran escasez de víveres. Al ver su desgracia la madre quiere ayudarles echándoles pequeños trozos de fruta, lo cual irrita a Macunaíma. Éste manda a su madre que vuelva a cerrar los ojos y, en acto de venganza, vuelve a transportar la casa al lugar de origen, rompiendo el beatífico hechizo anterior. (Koch-Grünberg 1917, vol. II: 42) En el libro de Mário de Andrade el traslado se efectúa al otro lado del río y no al pico de la montaña. Por lo demás ambas historias guardan una gran semejanza y su final también es parecido: el protagonista decide devolver la casa al lugar donde estaba al inicio. No obstante, en la rapsodia del escritor brasileño, a continuación, la madre de Macunaíma siente rabia por su hijo y lo castiga llevándolo a un lugar perdido en el bosque, donde el héroe, niño todavía, sufrirá el castigo de no poder crecer8. En esta leyenda podemos observar otro rasgo importante del carácter del héroe «de nuestra gente»: su ambivalencia ética, que consiste en el hecho de que no es ni bueno ni malo de una manera determinante. Acciones y sentimientos buenos, como compasión, piedad, deseo de ayudar, proteger o compensar los daños o las pérdidas de otros personajes se entretejen continuamente con acciones y sentimientos malvados, como envidia, rencor, egoísmo, mentira o manipulación. Aparte de los rasgos culturales e identitarios inestables, ésta es una de las bases sobre las que se construye el carácter del héroe que, tal como afirma el mismo autor, consiste en no tener carácter. Esta recuperación de una leyenda indígena constituye un claro ejemplo de tal ambivalencia: el buen deseo de llevar a su madre consigo a un lugar mejor se combina con el rencor contra los hermanos a los que no quiere llevar. Al final, además, el lado neg

Véase la posible explicación del origen fitogeográfico de la contaminación del mito taulipang por el motivo de la imposibilidad de crecer (Cavalcanti 1955: 132)

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gativo prevalece claramente por encima del bondadoso y su rencor se dirige también hacia la madre, causando así, según la versión de Mário de Andrade, la rabia de ésta última. Dicho sea de paso que esta ambivalencia marcará sobre todo las relaciones de Macunaíma con sus hermanos (puesto que la madre desaparecerá en el capítulo II) a lo largo de la trama, constituyendo una de las constantes en la descripción del protagonista y de sus relaciones con su entorno más inmediato.

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La siguiente leyenda también proviene de la Saga 6 recogida por Koch-Grünberg. En este relato el hermano de Macunaíma va a cazar y el héroe se queda en casa solo con la cuñada. Para conseguir que la cuñada se ría y acceda a tener relación sexual con él se convierte en bicho de pé {Tunga penetrans). Ya que la cuñada no se ríe Macunaíma se convierte en «el hombre lleno de heridas», con lo cual sí consigue la risa de la cuñada, tras la cual la posee. El hermano mayor es consciente de todo pero esta vez no da paliza al héroe (tal como había sucedido en el episodio anterior) puesto que se da cuenta de que para conseguir la comida dependen de las habilidades mágicas del hermano pequeño, quien, en uno de los episodios anteriores había conseguido cazar una anta en un sendero no transitado, lo cual constituye una prueba de sus poderes sobrenaturales. A pesar de una recuperación relativamente exacta de esta leyenda detectamos en el texto de Mário de Andrade algunas modificaciones de carácter accidental. En primer lugar el héroe no se convierte en un bicho de pé sino en una hormiga, siendo ésta última un leitmotiv de toda la obra, sobre todo gracias a la frase que constituye una suerte de refrán de la rapsodia marioandradina: «Muita sauva y pouca saúde os males do Brasil sao»9. En segundo lugar Macunaíma no se convierte en el «hom9 Quiere decir: «Mucha hormiga y poca salud son los males de Brasil» (la saúva es un tipo de hormiga gigante y voraz muy frecuente en Brasil). Esta exclamación funde «dos frases célebres de la historia cultural brasileña: la de Saint-Ilaire —"O el Brasil termina con la saúva o la saúva termina con el Brasil" que sintetiza [...] los daños provocados por esas hormigas a las plantaciones de los colonizadores y la expresión "pouca saúde", metonimia de la sentencia del gran médico brasileño Miguel Pereira: "el Brasil es aún un vasto hospital"» (Mello de Sousa, G. El tupí y el laúd, en Andrade [ 1979: X X X I ] ) .

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bre lleno de heridas» que paradójicamente hace reír a la cuñada, sino en el árbol urucum que es un símbolo de amor (Cavalcanti 1955: 134). En este relato vuelven a manifestarse algunas de las constantes tanto del carácter del protagonista como de las estrategias mitogenéticas del imaginario indígena. Macunaíma de nuevo recurre a la astucia para apoderarse sexualmente de la compañera de su hermano, además utiliza el recién adquirido prestigio de héroe para traicionar a su hermano impunemente. En segundo lugar, volvemos a observar la capacidad que tiene de transformarse en otros seres humanos u otros seres en general. Los ejemplos de la recuperación y transformación literaria de personajes, leyendas, mitos y episodios indígenas precolombinos podrían multiplicarse llegando a varias decenas. No obstante, sin ánimo de ser exhaustivos, limitémonos aquí a mencionar algunos de los más relevantes. Por ejemplo el mito sobre Boiuna Capei que se convierte en la luna (Andrade 1988: 29-30); los episodios vinculados con el personaje de Ci, Mae do Mato y las demás Icamiabas que equivalen a las Amazonas (todo el capítulo 3 de la rapsodia está dedicado a este personaje que, además, tiene una presencia latente a lo largo de la trama, debido al recuerdo insistente del protagonista), Acutipuru, el espíritu del sueño (Andrade 1988: 29); Jurupari, el monstruo devorador de los humanos (Andrade 1988: 40); El personaje femenino de Vei, a Sol (el autor dota al sol de un carácter femenino a través del artículo femenino portugués: «a») acompañada de sus tres hijas es también uno de los personajes centrales que representa el mundo tropical y que, al ofrecer a Macunaíma la boda con una de sus hijas le brinda una posibilidad de tener carácter, en el sentido de identificarse con la cultura del sol: tropical, amazónica, autóctona, pero que éste último no sabe aprovechar porque traiciona a las hijas de la Sol con una portuga (sobre todo el capítulo VIII, aunque se hace presente en varios otros); la madre de Jurupari: Ceiuci, que se convierte en la constelación de las Pléyades, y su hija convertida en la cometa (p. 45 y todo el Cap. XI); la historia de la pantera Palauá (p. 130) los episodios vinculados al personaje del gigante Piaima, una de las figuras centrales de la trama, el contrincante del héroe (surge en numerosas ocasiones a lo largo de la trama); Iriquí, que se convierte en una estrella (p. 139), etc.

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M I T O S Y MOTIVOS AUTÓCTONOS FORMADOS EN LA ÉPOCA COLONIAL

La segunda categoría incluye los mitos que se construyen dentro del vasto y variado espacio cultural que surge en las tierras americanas después de la aparición sobre el horizonte folclòrico de dos grandes culturas: la europea y la africana q u e paso a paso van entrando en contacto, acotando sus espacios, estableciendo sus fronteras pero, al mismo tiemp o compenetrándose y, a veces, hasta fusionándose orgánicamente de tal manera que el fruto de esta fusión ya no es identificable de una manera exclusiva con ninguno de los espacios culturales de origen, puesto que acaba convirtiéndose en un ente folclòrico o cultural totalmente nuevo y autónomo, a pesar de sus evidentes préstamos. D e ahí la insistencia en el adjetivo «autóctono», que denomina la exclusividad y carácter único de estos fenómenos culturales que gracias al drama de la historia se ha producido en esta f o r m a particular exclusivamente en el lugar y en la época determinados. Aparte de la evidente influencia de los portugueses y posteriormente de otras naciones europeas es indispensable destacar la importancia para la formación de la cultura brasileña de dos pueblos africanos: los bantú y los yoruba (nagó) procedentes de los valles de dos ríos: C o n g o y Níger. Eneida D. Gaspar en su Guía de religioes populares do Brasil describe d e la m a n e r a siguiente este fascinante f e n ó m e n o d e la f o r m a c i ó n de una nueva cultura religiosa, destacando en particular en este pasaje el f e n ó m e n o de la umbanda: Como os bantos foram trazidos para o Brasil desde o inicio da colonizado e se espalharam por um vasto territòrio, tendo grande contato com portugueses e indios, sua religiào foi-se pouco a pouco misturando ao xamanismo indigena e às cren?as religiosas e mágicas européias. Por isso, enquanto a religiào iorubá renasceu e se reorganizou principalmente na Bahia, onde esse povo ficou concentrado, a religiào banto foi amalgamada con ¡números outros elementos, desde os rituais caboclos, até o espiritismo abra§ado pelas classes médias urbanas no final do século xix. Disso resultou urna religiào totalmente nova e essencialmente brasileira, a umbanda» (Gaspar 2002: 10; las cursivas son mías). En resumidas cuentas la influencia africana ha contribuido a la formación de diferentes ramas del candomblé que, según Cámara Cascudo, se llama macumba en Río de Janeiro y xangó en Alagoas y Pernambuco (Cámara 2001: 103).

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MACUMBA

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DESGEOGRAFICADA

Aunque motivos, mitos, leyendas, creencias o costumbres que han surgido como fruto del particular encuentro entre las tres razas y las tres grandes culturas están presentes a lo largo de la rapsodia, el ejemplo más claro lo encontramos en el capítulo VII titulado Macumba. Tal como se acaba de constatar Macumba es la versión carioca del candomblé. No obstante, según aclara el Diccionario de Cámara Cascudo «[...] na acep?ao popular do vocábulo, é mais ligada ao emprego de ebó, feitigo, coisa feita, muamba; é mais reuniao de bruxaria que ato religioso, como o candomblé» (Cámara 2001: 347). Y es precisamente con esta acepción, la de una sesión de brujería en un contexto urbano que Mário de Andrade la dramatiza literariamente. La macumba de Mário de Andrade, más allá de su sincretismo intrínseco es una macumba desgeograficada, es decir multirregional o, como podríamos decir también, transversal dentro de la geografía folclórica brasileña, puesto que recupera elementos de las diferentes modalidades de este ritual practicadas en diferentes regiones de Brasil. La escena del ritual al que asiste Macunaíma durante su estancia en Sao Paulo consiste en la evocación de uno de los orixás, o santos, del candomblé, cuyo nombre es Exú. La información que tenía Andrade sobre este tipo de rituales, según confiesa él mismo en el prefacio a una de las ediciones, le venía sobre todo de mano de un «ogá carioca bexiguento e fadista de profÍ5áo» (citado por Cavalcanti 1955: 167). Se trata del músico Pixinguinha quien en octubre de 1926 se encontraba en Sao Paulo (Andrade 1988: 19). Exú está dotado de ambivalencia: es a la vez bueno y malo, pero en algunos cultos de candomblé se asocia simplemente con el demonio. También en la escena de la rapsodia se identifica más bien solamente con lo negativo y con el diablo. Exú se hace presente a través de la rubia polaca en calidad del médium, en medio de la asamblea reunida en un piso. La ceremonia está presidida por la sacerdotisa máe-de-santo asistida por el ogá, auxiliar y protector en los candomblés. Los ingredientes indispensables de la sesión son mucha pinga o cachassa (aguardiente), la sangre de un macho cabrío al que los participantes acaban de comer, velas, cantos y rezos monótonos y rítmicos. Antes de que Exú se manifestara en el cuerpo de la médium) los reunidos invocan muchos otros santos, o sea demonios: Olorung, Boto

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Tucuchi, Iemanjá, Anamburucu, Oxum. A continuación saludan también a los santos de la pajelanga. En este ejemplo podemos observar claramente el carácter sincrético del ritual descrito por Andrade, puesto que la pajelanga es una acción chamánica de procedencia amazónica {paje es el chamán indígena) de carácter eminentemente zoolátrico (Cámara 2001: 470) y que consiste en consultar a diferentes animales o monstruos imaginarios acerca de las indicaciones terapéuticas de utilidad para el enfermo, objeto del ritual. Vemos pues que el autor, al introducir este concepto dentro del ritual de la macumba, conscientemente fusiona ambos ritos. Pero la sincretización no termina allí. Resulta que entre «todos os santos da pajelan9a» invocados por mñe-de-santo figuran tanto criaturas procedentes claramente del imaginario amazónico, como Boiuna, (cobra negra) «o mais popular dos mitos amazónicos» según las palabras de Cámara Cascado (Cámara 2001: 74) en el mismo verso junto con Xangó, uno de los más prestigiosos y divulgados orixás del candomblé brasileño desde Recife hasta Río Grande do Sul. También un orixá como Omulu, una planta sagrada como Iroco (gameleira o ficus) y Obatalá, el mayor de los orixás yorubanos han encontrado su lugar en los versos de esta particular letanía demonogràfica desgeografícada. Aparte de la mención de la pajelanga o del monstruo Boiuna hay otro elemento amazónico infiltrado dentro de un ritual de origen africano: la expresión icá para denominar al diablo procede de la tribu amazónica de los caxinauá. Al lado de los elementos amerindios presentes en este ritual de origen africano también se pueden observar manifestaciones de la cultura europea. En primer lugar la visión de Exú en tanto que encarnación del mal (la mayoría de las peticiones que cumple son deseos malvados, llegando al extremo del deseo de una venganza letal contra el gigante Piaima que expresa Macunaíma y que Exú cumple inmediatamente) parece estar marcada por la visión dicotòmica característica para el judeocristianismo, en el cual la definición del mal y del bien es clara y no deja lugar a las ambivalencias presentes en varias culturas amerindias y africanas. Luego se entreteje estructural mente dentro del ritual una influencia directa del judeocristianismo (aunque invertida) es decir, la oración Padre Nuestro adaptada y dirigida a Exú. Pero todavía hay en la descripción de este episodio un elemento que llama poderosamente la atención del lector, a saber, la enumeración intermitente, a la manera de un refrán (procedimiento frecuente en esta rapso-

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dia) de los asistentes a la sesión de macumba. Entre ellos se encuentran representantes de diferentes razas: evidentemente la voz cantante la llevan los descendientes de los yoruba y los bantú, es decir, los representantes de la raza africana. Está presente tia Ciata, «feiticeira como nao tinha outra, mâe-de-santo [...] urna negra velha». Está también evidentemente el «indígena negro»10 Macunaíma. No obstante, la médium es una polaca rubia y la gran mayoría de los asistentes son los habitantes de Sao Paulo, una ciudad eminentemente blanca. Además, aparte de la estructura multirracial de los participantes no deja de sorprender la amplitud de perfiles sociales y profesionales que insistentemente enumera el autor en el desarrollo de esta escena: «advogados garçons pedreiros meias-colheres deputados gatunos [...] marinheiros marcineiros jornalistas ricaços gamelas fêmeas empregados-públicos, muitos empregados públicos! [...]» (Andrade 1988: 57), etc., etc., puesto que las típicas enumeraciones sin coma se repiten más adelante hasta que, al final, en un gesto de un virtuosismo literario que hoy podríamos llamar borgiano (entonces Borges apenas había publicado su primer volumen de poemas y algún que otro ensayo) acaba la enumeración incluyendo a todos sus amigos y colaboradores: «E os macumbeiros, Macunaíma, Jaime Ovalle, Dodô, Manu Bandeira, Biaise Cendrars, Ascenso Ferreira, Raúl Bopp, Antonio Bento, todos esses macumbeiros, sairam na madrugada» (Andrade 1988: 64). Tal vez esta enumeración y las anteriores, sean expresión de una insistencia en la multirracialidad y la transversalidad social de los macumbeiros, lo cual, a su vez, pone de relieve el sincretismo de este ritual y este nuevo fenómeno folclórico y cultural, basado en diferentes tradiciones pero autónomo y único. Pero, al mismo tiempo, en el hecho de que los amigos modernistas del autor se encuentren incluidos en la enumeración, aparte de la evidente broma y el guiño que dirige el autor a sus compañeros, quizás ya se pueda percibir cierta ambigüedad del autor paulista en relación con el proyecto modernista. Parece ser que en esta escena se nos presenta la macumba por un lado como un posible paradigma de la utópica sociedad

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Según se nos anuncia en el primer capítulo de la rapsodia, Macunaíma era «preto retinto» (p. 5) y su madre era «india tapanhumas» (p. 5). El autor juega aquí con el doble significado de esta palabra indígena que denomina por un lado «urna tribu lendária précolombiana» y, por otro «os negros africanos que se refugiaram na selva», en «Dossier da Obra: Memoria» (Andrade 1988: 460)

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{raga) brasileña, fruto de un ensamblaje real y exitoso. Pero, tal vez, se pueda entender también como una fina ironía y, en parte, autoironía, acerca de la utopía modernista de una nueva conciencia nacional-cultural brasileña. Y es que la motivación de los asistentes al ritual no es particularmente profunda ni consciente. Tal vez en el plano metafórico y satírico los macumbeiros representen el afán de los modernistas de hechizar y cambiar la separación irremediable de tres mundos demasiado diferentes, demasiado enredados en el drama histórico, demasiado desinteresados los unos por los otros para que este proyecto pueda ir más allá de una utopía o una grotesca, puesto que el espectáculo de los abogados y funcionarios bebiendo gotas de sangre de la cabra y muchos litros de pinga, al lado del cuerpo convulsionado de la médium no deja de tener carácter grotesco, lo cual aumenta su potencialidad satírica.

L O S MITOS APÓCRIFOS

Tal como ya se ha dicho, aparte de los motivos literarios basados en el imaginario indígena precolombino y en el imaginario colonial se puede hablar todavía en Mário de Andrade de los pseudomitos o mitos apócrifos, que, en la mayoría de los casos, toman la forma de cuentos o anécdotas etiológicas inventadas por Andrade aplicando la estrategia mitogenética análoga a la de los Taulipang o los Arekuná. Estos episodios forman parte del ocioso juego estético y literario, al cual se dedica el escritor en esta obra y, al mismo tiempo, suelen tener carácter satírico. Veamos algunos ejemplos.

L A S TRES P L A G A S

«Maanape gostava muito de café e Jigüe muito de dormir» empieza el cuento (inicio del capítulo VI «A francesa e o gigante»). La adicción al café y al sueño que afecta a los hermanos de Macunaíma llega a convertirse en un obstáculo para que éste último pueda llevar a cabo la tarea de construir «um papiri»" para los tres. Al ver la poca predisposición de 11

«Urna barraquinha [...] mais ou menos provisoria» (Cavalcanti 1955: 287).

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colaborar por parte de los manos Macunaíma tiene rabia de ellos y de nuevo recurre a la astucia para obligarles a trabajar. Convierte una cucharilla en un bichinho, la esconde en el polvo de café y pide al bicho que, cuando Maanape venga para beber café, le muerda en la lengua. Cuando esto sucede Maanape «teve raiva» y echó el bicho «muito para longe». No obstante la intriga dio el fruto: el mano no ha podido saciar su sed de café. Para combatir el sueño de Jiguê Macunaíma convierte «um cabeceiro de algodâo» en una tatorana12 blanca que chupa tanta sangre del hermano que éste no puede conciliar el sueño. De paso la tatorana adquiere el color rosado, como resultado de la mezcla de su blancor original y el rojo de la sangre que ha bebido. Pero aquí no acaban las plagas, puesto que los hermanos en el fondo se dan cuenta de que detrás de sus desgracias, es decir las dos plagas y, quizás sobre todo, la desgracia de tener que volver a trabajar, está Macunaíma. Deciden, pues, tramar la venganza: mientras están edificando la barraca tiran contra su hermano un ladrillo. Pero el ladrillo «para nao machucar muito» se convierte en una bola de cuero «durísima». Jiguê pasa la bola a Maanape y éste «com um pontapé mandou ela bater em Macunaíma. Esborchou todo o nariz do herói. [...] E foi assim que Maanape inventou o bicho-do-café, Jiguê a lagarta rosada e Macunaíma o futebol, très pragas» (Andrade 1988: 48). Aparte de su carácter claramente satírico este cuento etiológico tiene un interés particular desde el punto de vista del análisis de los procesos mitogenéticos utilizados por Mário de Andrade dentro de la supuesta categoría del mito apócrifo. Según Cavalcanti esta historia no es inventada totalmente por Andrade sino que parte de nuevo de las leyendas recogidas por Koch-Grünberg, en este caso concretamente de la Saga 7 titulada «De cómo a arraia e a cobra venenosa vieram ao mundo». Al confrontar la novela de Mário de Andrade constatamos de nuevo el interesante juego literario de los elementos directamente recuperados de la Saga taulipang y de las modificaciones o desarrollos superpuestos por el escritor. En la Saga, al igual que en la rapsodia, el motivo de la acción del héroe es la rabia contra sus familiares, pero, contrariamente a la novela se trata de uno solo de los hermanos: Ziguê (es decir Jiguê) y, además, la causa de la rabia es desconocida. Aparece también el motivo del

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Nombre genérico de una larva de un insecto, en general de una mariposa (Cavalcanti 1955: 301).

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«trabajo en equipo» pero en la Saga no se trata de una construcción; los hermanos se van juntos de pesca. Otro elemento común que pone de manifiesto uno de los rasgos principales del protagonista es su recurso a la astucia, otro más de la larga serie, para castigar al hermano. También es fruto de una incorporación directa de un episodio de la leyenda, en el cual, además, de nuevo se manifiesta la capacidad de transformar objetos y seres vivos en otros seres, en función de la necesidad inmediata del héroe. No obstante, el escritor emplea su vena creativa y su autonomía artística para modificar estos seres, puesto que en la leyenda taulipang la transformación se efectúa de «urna folha de aninga 1 3 » en arraia (pez raya) y de «um cipó» (una liana) en la serpiente venenosa. También son fruto de una utilización casi totalmente fiel al original algunas expresiones pronunciadas por los personajes. En la leyenda Macunaíma pregunta a Zigué: «Qual! Isto dói, meu irmáo? Mas isto nao pode doer. Se fosse em mim eu nao sentiría dor». En la rapsodia del escritor brasileño encontramos una expresión prácticamente idéntica: «Está doendo, mano? Quando o bichinho me pica nao dói nao.» En ambos casos vemos que la astucia del protagonista viene acompañada por una cínica picardía. No obstante, gracias a la variación introducida por Andrade la astucia de Macunaíma se ve castigada por medio del acto de venganza de los hermanos, quienes, al romperle la nariz con el ladrillo convertido en la pelota de fútbol, le dirigen con ironía la misma pregunta: «Uai! Está doendo, mano! Pois quando bola bate na gente nem nao dói!» Sin embargo, aun teniendo en cuenta todas estas modificaciones no podríamos incluir este cuento dentro de la categoría del mito apócrifo si no fuera por su tercer párrafo integralmente creado por el escritor, a saber, la explicación etiológica del deporte nacional de los brasileños: el fútbol. Esta parte de la narración es fruto de la creatividad literaria y, sin duda alguna, del sentido del humor del autor. Pero es una creatividad literaria conscientemente fusionada con el conocimiento científico de la metodología mitogenética de las cosmogonías indígenas, que, muchas veces rechazan el concepto de la creación ex nihilo y optan por una especie de emanantismo animista consistente en la creación a través de la transformación. Evidentemente, la estrategia que tiene como objetivo explicar el origen

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242).

«[...] planta que cresce nos lugares alagados e térras baixas [...]»(Cavalcanti 1955:

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de las cosas en la cosmovisión indígena, en la rapsodia de Mário de Andrade, se convierte en una jocosa expresión satírica sobre un fenómeno social que ya entonces era suficientemente relevante en este país como para merecer ser considerado por este intelectual irónico y mordaz como una plaga nacional.

D E V I R A - B O S T A A P A I DO V I R A

Otro sabroso ejemplo de una pseudomitologización o mitologización apócrifa es el cuento etiológico, esta vez sí, totalmente inventado por Andrade, de Pai do Vira que se encuentra en el capítulo XII «Tequeteque, Chupinzao e a injusti?a dos homens». Este cuento, de nuevo, constituye, según las palabras de Cavalcanti «urna imita?áo dos processos populares interpretativos dos fenómenos naturais» (Cavalcanti 1955: 191) y, concretamente, de los hábitos alimenticios de las aves del género Molothrus, que suelen remover los excrementos del ganado con el objeto de recoger granos y semillas. Según se desprende de las descripciones de los procesos etiológicos efectuadas por Koch-Grünberg, los indios creen que cada especie procede de un pai (padre) que es uno de los animales pero que, a la vez es todos; es un arquetipo de su especie. Así sucede, por ejemplo, con Pauí-Pódoleu, es decir Pai do mutum, un ave gallinácea de género Crax. Otro ejemplo es Kasana-Pódole, es decir, Pai do urubú, un catartídeo (familia del buitre) muy popular en Brasil, etc. Volviendo al ave Molothrus que protagoniza la presente anécdota etiológica, éste recibe popularmente, según la región de Brasil, el nombre de azulao, iraúna o vira-bosta (en traducción literal: «remueveboñiga») debido a sus hábitos alimenticios mencionados más arriba. Utilizando la estrategia etiológica indígena Andrade propone otro chiste, en este caso de carácter etimológico, ya que denomina a la inocente criatura como Pai do Vira]S. Esta vez, al parecer, no persigue ningún tipo de connotación satírica más profunda, sino meramente el efecto de la comicidad que se debe al gracioso contraste entre cierto pathos mitológico inscrito en la denominación del padre de un género (Pai do ...) y la susti-

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Pódole significa padre en taulipang. Virar: 1) remover; 2) volverse, hacerse.

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tución del nombre del género del ave en cuestión por un apodo respectivo precisamente no a la más noble de sus costumbres. Se podría multiplicar los ejemplos de este extraordinario juego interdisciplinario entre antropología, etnografía, etimología, crítica social y ocio creativo-literario llevado a cabo por el escritor paulista, sin embargo lo impide el espacio reducido de este trabajo. Limitémonos al menos a la enumeración de los ejemplos más destacados: cuento etiológico sobre el juego de truco (o truque) (Andrade 1988: 44); la etimología y el espectacular itinerario semiótico de la voz puíto (Andrade 1988: 89); cuento etiológico sobre el carrapato (garrapata) (Andrade 1988: 126); anécdota etiológica-etimológica sobre la expresión «Va tomar banho» (Andrade 1988: 66), etc.16 Pero más que de presentar un catálogo exhaustivo de este tipo de mitos se trata aquí de ilustrar, con la ayuda de los ejemplos presentados más arriba, uno de los procedimientos creativos más interesantes al que recurrió Mário de Andrade al elaborar la trama rapsódica de su obra.

16 Todo el capítulo IX de la rapsodia (Andrade 1988: 72-86) es una suerte de lectura mitogenética del mundo occidental representado por la ciudad de Sao Paulo, percibido por Macunaíma, quien aplica sus mecanismos gnoseológicos para dar significado etiológico a los fenómenos urbanos. Con esta estrategia descriptiva se mezcla la parodia de los cronistas europeos aplicada a la inversa: Macunaíma se convierte en un cronista indígena que describe las incomprensibles costumbres de los «autóctonos» blancos, habitantes de la ciudad. El efecto es sumamente cómico y, sin duda se puede afirmar que, en este capítulo Mário de Andrade alcanza la cumbre de la expresión satírica que ridiculiza por un lado la ingenuidad de los cronistas y, por otro, un rasgo del pueblo brasileño que al escritor le irritaba particularmente, a saber, la pedantería. Según asevera el mismo Mário de Andrade en su carta escrita a su gran amigo Manuel Bandeira el 7 de noviembre de 1927, varios meses antes de la primera publicación de la obra: «Quanto ao caso da Carta pras Icamiabas, tem ai um milhao de inet^óes. [...] Primeriro: Macunaíma como todo o brasileiro que sabe um poucadinho, vira pedantíssimo» (Andrade 1988: 396). Se ve este rasgo en el uso pretencioso y torpe de la lengua portuguesa (por ejemplo en vez de «versículos de la Biblia escribe «testículos de la Biblia») recientemente adquirida por Macunaíma en calidad de salvaje «blanqueado» literal y metafóricamente. Un magnífico análisis de las numerosas connotaciones satíricas incluidas en este capítulo puede encontrarse en el artículo de M. A. Fonseca «A carta pras Icamiabas» (Andrade 1988: 278294).

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C O N C L U S I Ó N FINAL: DEL PROYECTO MODERNISTA A U N A ELEGÍA

Antes de poner el punto final a este análisis es menester volver a la pregunta planteada al inicio respecto al proyecto modernista de la unidad de la cultura nacional plasmada en esta obra. Todo parece indicar que la autoevaluación del éxito del proyecto por parte del escritor es más bien pesimista. Podemos deducirlo, entre otros, del cambio del título inicial: Macunaíma o herói de nossa gente al posterior Macunaíma o herói sem nenhum caráter. Este cambio indicaría que la fusión o la síntesis de las culturas, en realidad, no es más que una utopía. Podemos deducirlo también del hecho de que el contacto con la cultura occidental (el viaje de Macunaíma a Sao Paulo) le lleva a un auténtico fracaso identitario, puesto que no resiste a la tentación de renegar de su identidad amazónica y querer asimilarse dentro de esta cultura (en su versión, dicho sea de paso, no particularmente elevada, de hecho lo que mejor conoce de esta cultura es el funcionamiento de la prostitución y el atractivo poder del dinero). El sucesivo debilitamiento de su identidad coincide con su paulatina decadencia física y ésta, a su vez, es paralela al exterminio de su pueblo otrora felizmente asentado en las riberas del río amazónico Uraricoera. Mário de Andrade reconoce tener una actitud muy afectiva hacia su protagonista, debido a la cual, al escribir estas últimas escenas no puede evitar la tristeza, pero ni siquiera él, a pesar de ser el autor, no puede oponerse a la férrea lógica de la obra que, tal como sucediera en las novelas de Henry James, va adquiriendo cada vez más autonomía llegando a «imponer» al autor soluciones que no son de su agrado pero que derivan irremediablemente de la realidad de Macunaíma —en tanto que un personaje individualizado— y de la realidad de su tribu —en su calidad del personaje colectivo —. Por eso escribe en una carta a Alavo Lins en el año 1942: Veja o do Macunaíma. Ele seria o meu mérito se saísse o que quería que saísse. [...] Quando o herói desiste dos combates da térra e resolve ir viver eu chorei. Tudo nos capítulos fináis foi escrito com urna enorme como9áo, numa tristeza, por várias vezes senti os olhos umidecidos, porque eu nao quería que fosse assim! (Andrade 1988: 415; las cursivas son mías).

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De este modo, cierto optimismo modernista, que, a pesar de una actitud siempre irónica y satírica, Mario parecía tener al iniciar la escritura de su obra, va convirtiéndose, mientras avanza la trama del relato, en una actitud de nostalgia. La rapsodia va adquiriendo tonos de una elegía lírica, en la cual, no obstante, el pathos típico de la poesía elegiaca se ve sustituido por la ternura mezclada con una íntima tristeza por la desaparición inevitable del componente más frágil y vulnerable de este triple mosaico de las tres culturas. Desaparición antes de que el mosaico realmente llegara a existir como tal, antes de que sus piezas llegaran a mezclarse y encajar, antes de que un proyecto utópico trabado en las mentes de unos escritores y etnógrafos se convirtiera en una realidad social y cultural. Así pues, el epílogo de la obra se convierte en una nostálgica necrología poética: Nào havia mais ninguem là. Dera tangolomango 17 na tribo Tapanhumas e os fihlos déla se acabaram de um em um. Nào havia mais ninguem lá. Aqueles lugares aqueles campos furos puxadouros arrastadouros meios-barrancos, aqueles matos misteriosos, tudo era a solidào do deserto... Um silencio imenso dormia à beira-rio do Uraricoera (Andrade 1988: 167).

También el héroe, extenuado tras sus luchas fracasadas por recuperar muiraquita (el talismán que simboliza a Ci, la Emperatriz de la Selva, el amor perdido de Macunaíma pero, al mismo tiempo, su perdida identidad del Emperador de la Selva Amazónica, encarnación de la pereza elevada) comparte la suerte de su tribu y, al igual que sus antepasados, se convierte en una constelación, concretamente la de la Osa Mayor, que ilumina al mundo con su «brillo inútil»: De tanto penar na terra sem saúde e com muita saúva, se aborreceu de tudo, foi-se embora e banza solitàrio no campo vasto do céu (p. 168).

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«Dar o tangolomango — morrer» (Cámara 2001: 666).

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EL CAMINO DE LAS HUACAS. DEL INCA GARCILASO A JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL CHAMANISMO Y LAS PRÁCTICAS DE LECTURA William Rowe A Gordon Brotherston

«Don Hildebrando curaba a la piedrecilla negra cargándola de reposo y tal serenidad nos era transmitida mediante el agua contenida en el vaso sagrado». C É S A R C A L V O , Las tres mitades de ¡no Moxo. «Si el ser tomase proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible». JOSÉ L E Z A M A L I M A , «Las imágenes posibles».

En un pasaje de los Comentarios reales de los Incas, el Inca Garcilaso de la Vega explica ampliamente el significado de la palabra huaca con el fin corregir el que le habían dado los cronistas españoles que no conocían el quechua. Afirma Garcilaso que las huacas no son dioses, y se extiende en ello para dar una base firme a su aserto más ambicioso de que los incas habrían vislumbrado el cristianismo, o, como señala en el encabezamiento del Libro II, capítulo II: «Rastrearon los Incas al verdadero Dios Nuestro Señor». Su disquisición sobre las huacas era necesaria porque —decía—, los cronistas españoles se habían inclinado equivocadamente por dar al término el significado de dioses, con lo que confirmaban la ín-

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dolé idólatra de los incas 1 . Tal como acostumbraba, el Inca fundamentaba la autoridad de su argumento en haber sido testigo ocular o, con más exactitud, en haber tenido el privilegio de escuchar directamente los testimonios cuando era un niño mestizo que vivía en el Cuzco en los años que siguieron a la conquista. Su gran dominio del quechua era parte de su autoridad. Se trata de un conocimiento lingüístico de tipo léxico y gramatical fundado en las formas de expresión, antes que en una serie de reglas codificadas (Astvaldsson 2004). El comentario sobre las huacas aparece inmediatamente después de la afirmación de que la religión inca era monoteísta: «no tuvieron más dioses que el sol» (51) 2 , una afirmación que matiza añadiendo: «demás del Sol adoraron al Pachacámac [...] interiormente, por dios no conocido». En un capítulo previo había escrito: «si a mí, que soy indio cristiano católico, por la infinita misericordia, me preguntasen ahora "¿cómo se llama Dios en tu lengua?", diría "Pachacámac", porque en aquel general lenguaje del Perú no hay otro nombre para nombrar a Dios sino éste» (48-49), y añade otra aclaración: «Pachacámac [...] quiere dezir el que haze con el mundo universo lo que el alma con el cuerpo» 3 . El aserto de que los incas practicaban el monoteísmo está vinculado al uso de la teología como pensamiento estatal: Garcilaso se inclina a dividir la historia inca en un período anterior al surgimiento de un Estado (al que llama república, al igual que habla de la «república cristiana») y un período que siguió a este acontecimiento durante el cual los incas habrían renunciado al politeísmo. Inspirándose en la lectura de San Pablo, Garcilaso subraya que los incas «alcanzaron la immortalidad del ánima y la resurrección universal» (título del libro II capítulo VII) confirmando con ello dicha teología política. Sin embargo, cuando se refiere a los usos y significados concretos de la palabra huaca, el argumento, desde un punto de vista teológico (cristiano), resulta ambiguo y contradictorio. Sus comentarios sobre las «mu1

«Mi intención no es contradezirles [a los historiadores españoles], sino servirles de comento y glosa y de intérprete en muchos vocablos indios» (Proemio al lector) (Garcilaso 1985: 4). 2 Todas las citas de los Comentarios reales provienen de la edición citada en la bibliografía. 3 Lezama Lima interpreta al Pachacámac de Garcilaso como una especie de Espíritu Santo (Lezama 1993: 180).

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chas y diversas significaciones que tiene este nombre huaca» ocupan cinco o seis páginas. Comienza subrayando: «este nombre huaca, el cual, pronunciada la última sílaba en lo alto del paladar, quiere dezir ídolo, como Júpiter, Marte, Venus» (52) 4 ; y prosigue enumerando los usos de esta palabra: Quiere dezir cosa sagrada, como eran todas aquellas en que el demonio les hablava, esto es, los ídolos, las peñas, piedras grandes o árboles que el enemigo entrava para hazerles creer que era dios. La contradicción con lo que había afirmado antes, de que sólo tenían un dios 5 , se resuelve apelando a la idea de la tentación diabólica; pero la enumeración de ídolos, peñas, piedras grandes, etc., suscita un nuevo tipo de contradicción: los ídolos (a los que acaba de asociar con las deidades romanas) no pertenecen a la misma categoría que las rocas, las peñas, etc. Citemos más ampliamente su exposición: También dan el mismo nombre a todas aquellas cosas que en hermosura o eccelencia se aventajan de las otras de su especie, como una rosa, m a c a n a o camuesa o cualquiera otra fruta que sea mayor y más hermosa que todas las de su árbol; y a los árboles que hazen la misma ventaja a los de su especie le dan el mismo nombre. Por el contrario llaman huaca a las cosas muy feas y monstruosas, que causan horror y asombro, y assí davan este nombre a las culebras grandes de los Antis, que son de a veinte y cinco y de a treinta pies de largo. También llaman huaca a todas las cosas que salen de su curso natural, como a la mujer que pare dos de un vientre; a la madre y a los mellizos davan este nombre por la estrañeza del parto y nascimiento [...] y en sus sacrificios ofrecían más aína de los corderos mellizos, si los havía, que de los otros, porque los tenían por de mayor deidad, por lo cual les llaman huaca. Y por el semejante llaman huaca al huevo de dos yemas (52). 4

La frase siguiente, sin embargo, parece afirmar lo contrario: «es nombre que no permite que de él se deduzga verbo para dezir idolatrar». ¿Trataría de separar los objetos de la idea (idolatría)? 5 Adviértase que esto contradice el siguiente parágrafo: «en tanta diversidad y tanta burlería de dioses como tuvieron no adoraron los deleites ni los vicios, como los de la antigua gentilidad del mundo viejo, que adoravan a los que ellos confessavan por adúlteros, homicidas, borrachos, y sobre todo al Príapo, con ser gente que presumía tanto de sus letras y saber» (p. 54). Se trata, por supuesto, de una contradicción táctica, que cuestiona la lógica seguida por los cronistas españoles y pertenece a un estilo de argumentación subversivo propio de Garcilaso («un indio no puede presumir tanto»).

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La acción repetida de nombrar (en realidad, la acción del nombre) tiene un efecto particular; como en De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León, y otras obras semejantes, el sustantivo adquiere una fuerza ritual. Me parece que así la contradicción teológica, a saber, que los incas eran presuntamente monoteístas, pero a la vez pensaban que las crías mellizas tenían atributos de deidad, se anula o se esconde. Contribuye a la suspensión del pensamiento teológico el hecho de que la escritura cobre impulso a través de una serie de contigüidades. Si bien existe la contradicción en el campo de las categorías, no ocurre así en el campo de las contigüidades. El catálogo de huacas que escribe el Inca ocupa un espacio liminal entre la clasificación racional y la magia simpática, entre las huacas en tanto ideas y las huacas en tanto mitemas (es decir, piezas con que se construyen los mitos), entre el concepto teológico y la lógica de lo concreto. Según Claude Lévi-Strauss, la lógica de lo concreto es característica del pensamiento salvaje, o sea, mítico (Lévi-Strauss 1964). También es relevante la teoría freudiana. Los pasajes citados se resisten a una lectura semántica (en el sentido de estar vinculada a lo consensual) que genere objetos discretos (o estables). Hay en cambio un continuo deslizamiento, o metamorfosis. Antes que una asociación o identidad de ideas, existe una contigüidad de percepciones. En el capítulo VII de La interpretación de los sueños, Freud establece una distinción entre identidad de pensamiento e identidad de percepción. Recurro aquí a Freud pues formuló una teoría de un tipo de lectura post-cristiano y post-aristotélico. La identidad de percepción es una característica de lo que Freud llama el proceso primario, el cual busca una descarga inmediata. El proceso secundario, en cambio, se relaciona al control o al aplazamiento de la satisfacción; «el pensamiento debe interesarse en las vías de ligazón entre las representaciones, sin dejarse engañar por su intensidad» (Laplanche y Pontalis 1996: 303). Garcilaso precede sus frases con «también», «por el semejante», e «y», pero asimismo con «por el contrario», lo cual nos indica que la lógica implicada en huaca comprende la identidad de las oposiciones, y por tanto reúne en sí varias de las características que Freud atribuye al proceso primario: la identidad de percepción, la identidad de los opuestos, así como un continuo desplazamiento del significado (producido por las contigüidades), la condensación (de significados en una sola palabra) y la sobredeterminación.

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Antes de continuar con la distinción establecida por Freud, quiero sugerir que pasar de la contradicción en el ámbito de las categorías a la coherencia en el de las contigüidades, significa pasar a lo que se ha llamado de modo general religión popular: el problema de la elusividad de las huacas se asemeja al problema del uso de nombres de santos como intermediarios en las invocaciones paganas, por ejemplo, en los «despachos» andinos. Trae a colación también la cuestión de la poética, tal como aparece en la réplica y ampliación que José María Arguedas hizo al comentario sobre las huacas del Inca Garcilaso. Sin embargo, debe advertirse la diferencia entre el relato del Inca sobre las huacas y otros informes coloniales. Cuando el Inca las compara con los dioses romanos y señala la superioridad de aquéllas porque éstos daban una imagen idealizada de la embriaguez y el adulterio, la lógica es que las huacas son y no son ídolos, es decir, que subvierten dicha categoría. A diferencia de Dioses y hombres de Huarochirí, relato que tiene como punto de partida el saber indígena y que trata a las huacas como impredecibles entidades metamórficas (condensaciones de lo numinoso que sustenta los relatos míticos), Garcilaso realiza una labor clasificatoria que les da cierta estabilidad y dignidad. Sin embargo, esta operación no impide que el término huaca se convierta en una condensación. La réplica de Arguedas al Inca se publicó primero como un trabajo antropológico titulado «Sobre el intenso significado de dos voces quechuas». Posteriormente fue incluido, con pocos cambios, en su novela Los ríos profundos, donde forma una especie de prefacio para el capítulo VI titulado «Zumbayllu», que gira en torno a las escenas de escritura y lectura donde figuran tanto la escuela (incidencia del Estado) como los juegos de los niños andinos. Aquí citaré esta última versión. Como he señalado más extensamente en otra parte (Rowe 2003), se confronta una gama completa de prácticas textuales y grafismos andinos (cuya historia e importancia actual se explica en el libro El rincón de las cabezas de Denise Arnold y Juan de Dios Yapita) con las ideas occidentales sobre la escritura y la lectura6. Un elemento esencial del proceso esbozado por Arguedas es la trasposición de las relaciones entre sonido y espacio a hitos marcados en el 6 Los comentarios de Gordon Brotherston (1997) sobre Lévi-Strauss y Derrida han sido relevantes para mi trabajo sobre estas ideas.

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territorio, y la lectura de los mismos como grafísmos, con el resultado de que la idea occidental de lectura (la recepción de letras de un alfabeto en una página como si fuera una voz) es complementada y desplazada por otras prácticas y escenarios textuales. El resultado es una versión andina del libro. No obstante, esta parte preliminar queda separada de la narración de las escenas de lectura y escritura y ni siquiera se presenta como un relato del narrador en primera persona del resto de la novela. Mantiene la forma de comentario sobre ciertas palabras quechuas vinculadas a las huacas, y retoma el comentario de Garcilaso donde se había interrumpido. Pero se trata también de una disquisición sobre el lenguaje en una situación de bilingüismo 7 . Su importancia en ambos sentidos no ha sido examinada suficientemente. Se trata de un fragmento de escritura muy denso de más de tres páginas. La primera frase establece que el principio de la onomatopeya es una característica de las palabras quechuas o mejor, no de las palabras completas (ámbito correspondiente al comentario del Inca Garcilaso), sino de los segmentos de la palabra, formados por dos o más sílabas, que se trasladan para formar compuestos con otras sílabas, no según una lógica morfológica sino según las cualidades perceptibles de los objetos y las prácticas materiales. He aquí el primer párrafo: La terminación quechua yllu es una onomatopeya. Yllu representa en una de sus formas la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Esta voz tiene semejanza con otra más vasta: illa. Illa nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacieron heridos por los rayos de luna. Illa es un niño de dos cabezas o un becerro que nace decapitado; o un peñasco gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie apareciera cruzada por una vena ancha de roca blanca, de opaca luz; es también illa una mazorca cuyas hileras de maíz se entrecruzan o forman remolinos; son illas los toros míticos que habitan el fondo de los lagos solitarios, de las altas lagunas rodeadas de totora, pobladas de patos negros. Todos los illas, causan el bien o el mal, pero siempre en grado sumo. Tocar un illa, y morir o alcanzar la resurrección, es posible. Esta voz illa tiene parentesco fonético y una cierta comunidad de sentido con la terminación yllu (Arguedas 1983: 52).

7 Prefiero emplear el término bilingüismo antes que transculturación, ya que se tiende a entender este último en referencia a lo simbólico, antes que a los procesos de producción de sentido.

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El territorio examinado se yuxtapone al de Garcilaso refiriéndose, por ejemplo, a illapa que significa relámpago y tiene la fuerza de una huaca (55); pero Arguedas hace algo que el Inca no tuvo la posibilidad de hacer: concebir la fuerza de las huacas no como un tipo de «idolatría» sino como una posibilidad del lenguaje. El Inca explica y demuestra las extraordinarias condensaciones que el término huaca comprende, pero no puede concebirlas como encarnaciones de una poética de la escritura y la lectura. Su escritura sigue siendo un comentario, aunque contiene las simientes de ulteriores transformaciones que Arguedas realizó. La idea de que el demonio habla mediante las huacas fue una de las consecuencias que Arguedas asumió. La cabeza giradora del zumbayllu, el trompo o peonza que actúa como instrumento de lectura y escritura, se vincula con el demonio en la genealogía que le otorga Los ríos profundos: sólo la lógica pagana hace a las huacas legibles y susceptibles de ser escritas ( c f r . Arnold Yapita 2000, donde se aplica como principio epistemológico a la educación). Como la del Inca, la concepción que Arguedas tiene de las palabras quechuas no es la que pertenece a los diccionarios. Se semeja más, por decirlo así, a la noción de Wittgenstein de los juegos del lenguaje, aunque también hay una preocupación por lo que ocurre tras la segmentación del lenguaje en sustantivos, algo que ha sido descuidado por los críticos, quienes se han centrado en el nivel léxico o en las distorsiones sintácticas del castellano relacionadas con las estructuras del quechua. En el pasaje que acabamos de citar, no hay ninguno de esos «sutiles desordenamientos», frase que el propio Arguedas empleó en un escrito cuando trabajaba en Los ríos profundos, para referirse a lo que había hecho con el castellano para poder expresar la experiencia de un quechuahablante. Esto no implica negar ese nivel de «interferencia» entre ambas lenguas, sino insistir en la presentación de otro nivel en la escritura de Arguedas, que no depende de la interferencia léxica y gramatical (como ocurre con las narrativas indigenistas), y que tiene dos características esenciales. En primer lugar, lo visual-cinético se transforma en simbólico (por ejemplo, los diversos objetos que son illas), y el desplazamiento entre símbolos se condensa en los signos-sonidos yllu e illa. En segundo lugar, lo visible se convierte en metafórico, como en el caso del «peñasco gigante» y otros objetos de aspecto insólito, y la palabra illa es el modo de pasar de una metáfora a otra. Surge algo parecido a un tejido de

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sonido y luz, cuyos efectos pasan del contenido de las palabras a su forma y viceversa. He llamado signos-sonidos a yllu e illa. Estrictamente hablando, illa es un sustantivo que se refiere a ciertos tipos de luz, mientras yllu es el sufijo de ciertas palabras que Arguedas enumera en los párrafos siguientes, tales como tankayllu,pinkuyllu. Yllu, según Arguedas, indica los tipos de sonido que oscilan entre lo imperceptible y lo perceptible, al igual que illa, denomina tipos intersticiales de luz según se define en la cita que incluyo más abajo. En ambos casos, los tipos de luz y de sonido así concebidos son liminales, existen en el umbral de la aprehensión. Lo que distingue el efecto yllu es que es más móvil y disperso tanto como parte de los nombres como una configuración de la atención. Sin embargo, en la escritura de Arguedas ¿cómo se plantea este problema de los límites de la aprehensión? No basta por cierto hablar de la proximidad o la densidad de la descripción. Hay algo más en juego. La escritura moviliza planos de sensación que se intersecan como en el cubismo. Es ideográfica, antes que expresiva al tratar la sintaxis y la morfología como una extensión material de los acontecimientos y los objetos. Más que un ordenamiento discursivo de las huacas, Arguedas lleva a cabo una inscripción ideográfica 8 . La escritura, en tanto proceso diacrònico que se vuelve a actualizar en el proceso temporal de lectura, realiza un tránsito en el nivel de la representación mediante una metamorfosis. De modo que lleva al lector, por el espacio de tres páginas, del insecto tankayllu a los instrumentos musicales pinkuy llu y wak'rapuku, a los momentos de su uso ritual y finalmente al baile del zumbayllu, que compendia toda la significación anterior y funciona como un instrumento para interpretar y construir textos. Todos los objetos y prácticas de las que se trata constituyen huacas o se relacionan con ellas. Lo que desearía destacar, no obstante, es que la dimensión temporal de la lectura, articulada por el ritmo, se pone en estrecha relación con los procesos de sustitución y condensación. Quizá esto se apreciará mejor al citar el párrafo final de esta sección del capítulo:

8 Sobre el ideograma como artefacto de la composición, véase el «Plano Piloto» de los concretistas brasileños, que promueve «la yuxtaposición directa-analógica, no lógico-discursiva, de elementos», la poética concretista sería un modo de llevar el cubismo al presente (de Campos et al. 1999: 85).

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La terminación yllu significa propagación de esta clase de música, e illa la propagación de la luz no solar. Killa, es la luna, e illapa el rayo. Illariy nombra al amanecer, la luz que brota por el filo del mundo, sin la presencia del sol. Illa no nombra la fija luz, la esplendente y sobrehumana luz solar. Denomina la luz menor: el claror, el relámpago, toda luz vibrante. Estas especies de luz no totalmente divinas con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la materia fulgurante (Arguedas 1983: 64).

Es claro que Arguedas comprende por onomatopeya algo que se entreteje de modo mucho más denso que la equivalencia entre un sonido determinado y un objeto aislado, que es cómo se entiende habitualmente la onomatopeya. En un ensayo sobre las formas de expresión del quechua, dice que su cualidad onomatopéyica se equipara al «jugo mágico de la naturaleza», es decir a algo que fluye como un flujo semiotico entre objetos separados. Esta escritura, con respecto a la práctica de lectura que requiere, despliega e inscribe la condensación y el desplazamiento como procesos por medio de los cuales se forma el significado. Las sustituciones generadas por la condensación y el desplazamiento, según Freud, subyacen al proceso diacrònico del lenguaje como tal. Cuando el tiempo de escritura-lectura se define como una función de aquél, entonces el complejo escritura-lectura se ubica en una relación que plasma lo que Lacan denomina «el nacimiento del símbolo» y a lo que Néstor Perlongher (a quien me referiré más adelante) llama la relación entre fuerza y forma (Perlongher 1997: 164)9, es decir, la sintaxis se ubica en el mismo plano que el de la producción de sentido, lo cual constituye una poética específica. En cambio, en el Inca Garcilaso, la sintaxis se subordina a la retórica del discurso oral. Vale la pena señalar que hubo autores renacentistas para quienes la temporalización producida por la sintaxis tenía una relación directa con la dimensión temporal de la lectura: verbigracia, Quevedo y San Juan de la Cruz 10 . Mientras el Inca coloca relaciones es9 Sobre el desarrollo por Lacan de la idea de Freud, véase Wilden (1968: 83). Lacan se refiere al «registro diacrònico de sustitución y combinación», y de la primera producción de sonidos significativos del niño como «las primeras señas ideales donde las tendencias [impulsos: Triebe] se constituyen reprimidas en sustitución del significado de las necesidades» (Wilden 1968: 153). 10

También Góngora, aunque en sus poemas el tiempo de lectura se sitúa con relación al tiempo dentro de la imagen, tal como muestra Lezama Lima.

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pacíales cualitativas y afectivas (las huacas lo son en cierto sentido) en la escritura empleando la mimesis del comentario oral que da prueba del uso oral de las palabras, Arguedas sitúa la «magia» (es decir, relaciones espaciales cualitativas y afectivas) en el movimiento temporal de la lectura-escritura. Arguedas pudo dar una nueva dimensión a la lectura y la escritura, al optar por otro tipo de autoridad discursiva y al hacer suyas las transformaciones modernistas de la página y el libro que aparecieron, en Europa, con Mallarmé, y en Perú, con Martín Adán, E. A. Westphalen, César Vallejo y Carlos Oquendo de Amat ( c f r . Rowe 2003). Mientras Garcilaso pasa de la materialidad del lugar a la autoridad testimonial de la voz, Arguedas va de las múltiples formas de inscripción hacia una idea más amplia de la lectura y el libro. Los objetos-acontecimientos llamados huacas eluden el espacio de ejes coordenados que estableció el Renacimiento y crea en su lugar una red no uniforme. La espacialidad generada por las huacas es incompatible con el espacio cuadriculado renacentista, tal como Arguedas subraya en el primer capítulo de Los ríos profundos, en que el niño Ernesto observa los muros incas. En Garcilaso las huacas se someten a la prueba de un mundo oral, de lugares específicos (Casey 1998: 133-136), que precede y cuestiona la formación del espacio renacentista, en cambio, en Arguedas distorsionan el espacio geométrico y geográfico". En lo que respecta al contenido Arguedas y Garcilaso se asemejan: ambos distinguen la huaca frente a la teología solar andina. Para ambos, la lógica de la huaca guarda un parecido a la «identidad de percepción» de Freud: las huacas no son objetos situados en una perspectiva sino percepciones-signos. Para Arguedas, esto se amplía hasta penetrar la forma de expresión, constituyendo una superficie diferente de lectura a la que crea la narrativa realista, que suprime los procesos de la fantasía. El trabajo de Freud sobre la fantasía explica que la relación entre los procesos primario y secundario no genera un límite fijo, a la manera en que se suele imaginar que el inconsciente existe en cierto modo «debajo» de la conciencia. Freud escribe: 11

De modo que en el ámbito de las formas de expresión, lo andino penetra la escritura de Arguedas no como un código referencial (cultural) sino como una poética de la «onomatopeya». En consecuencia, el modelo de lectura que el indigenismo propone no es apropiado para el proceso de lectura que la escritura de Arguedas construye (particularmente en Los ríos profundos y obras posteriores).

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Ellas [las fantasías] se hallan, por una parte altamente organizadas, no son contradictorias, han aprovechado todas las ventajas del sistema Cs., y nuestro juicio difícilmente las distinguiría de las formaciones de este sistema; por otra parte, son inconscientes e incapaces de volverse conscientes. Por tanto cualitativamente pertenecen al sistema Pcs., pero de modo fáctico al Ucs. Su origen [inconsciente] es lo decisivo para su destino (Laplanche y Pontalis 1980: 141).

La teoría de la fantasía de Freud posibilita el pensar en una superposición entre los procesos primario y secundario de carácter variable y dependiente de la superficie que la registra. Mas, ¿cómo se accede a esta superficie si no es posible distinguirla de aquella formada por la conciencia? Wittgenstein, al referirse al lenguaje como tal, lo expresa con más elegancia: no debo cortar la rama que me sostiene. Y el problema se relaciona al famoso dicho de que no existe un metalenguaje. Es reveladora la aclaración de Freud sobre lo que quiso decir al señalar que «su origen es lo decisivo para su destino»: «Podrían compararse a los mestizos que en conjunto se parecen a los blancos, pero cuyo color de origen se delata por alguna señal sorprendente y que por este hecho permanecen excluidos de la sociedad y no gozan de ninguno de los privilegios reservados a los blancos». La metáfora une la represión psíquica y la opresión social: la «señal sorprendente» está escrita en la piel y su color es destino. Esta mirada es colonial, y el contexto que describe en términos del uso del lenguaje es el de la diglosia, es decir, de la desigual autoridad social que se atribuye a dos lenguas distintas. Hablar quechua fue desde la época de la invasión española un estigma fatal, y todavía lo es potencialmente 12 . Aprehender las características onomatopéyicas implica una relación o un momento de simpatía hacia la lengua en cuestión; significa suspender, al menos en ese momento, el estigma, la dimensión menospreciativa de la diglosia. Pero también, hasta cierto punto, depende de situarse fuera de la lengua para percibir sus efectos; para apreciar las equivalencias entre percepción y lenguaje, conviene desvincularse o permanecer fuera de las equivalencias convencionales de sonido y significado. Un modo 12 Véanse los datos del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación: un ochenta por cien o más de las víctimas de la reciente guerra civil en el Perú estuvo formado por quechuahablantes.

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de hacerlo es pensar los efectos en otra lengua. ¿Es la onomatopeya tal vez no tanto una característica inherente del quechua como un modo de dar nombre a uno de los efectos de experimentar una lengua a partir de un modo diferente y especial de aproximación? 13 No es que no exista un metalenguaje, sino más bien, como Mario Montalbetti sugiere, «el lenguaje es el deseo de un metalenguaje». La plenitud de significado que la idea del lenguaje hace posible es un resultado del deseo, y en tanto tal «se comunica en sí consigo mismo», como dijo Walter Benjamin en su ensayo «Sobre el lenguaje como tal y sobre el lenguaje del hombre»: «el problema esencial del lenguaje es su magia» (Benjamin 1985: 109). La relación entre el proceso primario y el secundario se hace accesible a la conciencia mediante una práctica textual llamada psicoanálisis. La relación de Arguedas con el quechua como lengua «plena» («materna» es la palabra que emplea, aunque es inexacta biográficamente; Garcilaso, por su parte, dice: «la lengua que mamé con la leche») funciona como una práctica textual de sustituciones y condensaciones mediante la escritura en castellano. En la parte final de este artículo abordaré el chamanismo como práctica textual que, al situarse en un lugar distinto, cuestiona la totalidad de lo simbólico. El chamanismo hace visible cómo opera lo simbólico —con sus sustituciones y condensaciones— sea realizando viajes visionarios 14 , sea juntando, teatralizando y reubicando objetos simbólicos, o usando ambas posibilidades a la vez, lo cual lo convierte en una vía privilegiada para penetrar en la relación entre los fenómenos que Néstor Perlongher denomina fuerza y forma. Cito aquí un pasaje de su artículo «La religión de la ayahuasca» sobre el culto popular brasileño de Santo Daime:

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N o intento sugerir que lo que se considera como onomatopeya no corresponda a una diferencia real entre el quechua y el castellano: tendría que ver con una relación diferente entre «palabras y cosas», lo cual, naturalmente, es un problema de diferentes epistemes. 14

Aquí se advierte su semejanza con la «identidad de percepción»: «La experiencia de satisfacción constituye el origen de la búsqueda de la identidad de percepción; ella liga a una descarga eminentemente satisfactoria la representación de un objeto electivo. A partir de entonces el sujeto "repetirá la percepción ligada a la satisfacción de la necesidad". La alucinación primaria es la vía más corta para obtener la identidad de percepción» (Laplanche y Pontalis 1996: 183). La necesidad de llamar a las imágenes generadas (con o sin «drogas») por las alucinaciones de los chamanes puede ser entendida c o m o proveniente de «el pensamiento» (o civilización) — que no debe «engañarse con la intensidad de [...] las representaciones».

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Toda una disposición poética y barroca se monta para ritualizar la toma colectiva de la bebida sagrada. Se trata de dar forma (apolínea, estética, de ahí que pueda ser barroca) a la fuerza extática que se excita y se despierta, impidiendo que se disipe en vanas fantasmagorías, o, lo que es peor, que —como suele suceder en el uso desritualizado occidental de drogas pesadas — se vuelva contra sí, arrastrando al sujeto en una vorágine de destrucción y autodestrucción. La ayahuasca (significa en quechua, «la soga del muerto») es una potente planta alucinógena empleada por los chamanes de los pueblos nativos amazónicos, y más recientemente por los curanderos mestizos en las ciudades de Perú y Brasil. La f o r m a principal de rendir culto a Santo Daime en las áreas urbanas es el canto de himnos con un contenido doctrinal fundamentalmente cristiano 15 . El calificativo «apolínea» proviene de El origen de la tragedia de Nietzsche, es decir, se refiere al enfrentam i e n t o entre el i n f o r m e a b i s m o dionisíaco y la i m a g e n apolínea. Perlongher vincula lo apolíneo con el plano de la forma de expresión: Útil para pensar el Santo Daime, la diada experiencia/doctrina puede analogarse, en su funcionamiento, a la distinción entre plano de los cuerpos y plano de la expresión, formulada por Deleuze y Guattari [...] Por un lado, en el plano de los cuerpos todo lo que tiene que ver con los efectos puramente «físicos», corporales, inclusive visuales, de la bebida; por otro lado, los himnos, los rituales, todo lo que tiene que ver con el plano de expresión (Perlongher 1997: 163). La fuerza, entonces, c o m o la concibe Perlongher, se relaciona con el nivel de intensidad, y la forma con los modos de expresión, con las «condensaciones figúrales» (167). El mito, por tanto, en lo que concierne a la fenomenología de la sesión chamánica, «sería antes un punto de llegada que un punto de partida». Los actos chamánicos —tanto en el área andina como en la amazónica 16 — comprenden la invocación de nombres sagrados y la realización

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El canto «funcionaría como una manera de dar forma a la experiencia y evitar que ella se desmelene en la insensatez acaso pavorosa del puro mambo personal» (Perlongher 1997: 162-163). 16 Obviamente la palabra chamán no es de origen americano. Los términos peruanos son: curandero, layk'a, brujo, altomisayoq, pampamisayoq. La palabra chamán ha llega-

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del «encanto», es decir, el acto de dotar a los objetos con una fuerza «mágica», sea para causar un daño o para conseguir la curación. En varios capítulos de Guarnan Poma sobre las huacas, este cronista da «listas» de los espíritus de los cerros (no emplea este término) y los emplazamientos rituales que los «hechizeros» invocan. Estas enumeraciones (que Guarnan Poma transcribe con el fin evidente de demostrar e ilustrar la «idolatría» de los incas, ya que su actitud es diferente a la de Garcilaso 17 ) presentan en realidad la misma forma ritual de las invocaciones que hoy en día todavía realizan los misayoqs andinos: Que los ydolos y uacas mayores que sacrificaua muy mucho el Ynga hazia Chinchay Suyo: Zupayco, Zupa Raura, Quichi Calla, Paria Caca, Caruancho Uallullo, Ayza Bilca, Pacha Camac, Ancolia, Anca Cilla, Carua Razo, Razu Bilca. [...] D e los Colla Suyos: Ausan Cata, Uillca Nota, Aya Yauire, Poma Canchi (Guarnan Poma 1987: 267).

Efectivamente el cronista se refiere a los cuatro suyus del territorio inca (las direcciones trazadas desde el Cuzco): como ocurre hoy en día, estas invocaciones tenían una especificidad espacial, y obedecían a la imagen geográfica del estado inca. La inclusión de los nombres de santos católicos es la diferencia principal con la práctica anterior a la conquista de los misayoqs andinos. Encanto es una palabra empleada por el narrador-protagonista de Arguedas en el primer capítulo de Los ríos profundos, cuando se refiere al hecho de que en el Cuzco los españoles levantaron los dos primeros metros de sus edificaciones empleando las piedras de muchos ángulos labradas por los incas, pero para darles el acabado a sus muros tallaron las piedras de forma rectangular: «cincelándolas, les quitarían su encanto». El prestigio de las piedras incas está presente en la práctica chamádo a Perú más a través de textos esotéricos que por textos antropológicos, aunque ha habido alguna mezcla entre ambas vertientes, menor en Perú que en Estados Unidos. Dentro del amplio número de materiales sobre el chamanismo en la web, aparecen varios «chamanes» peruanos, y más de uno es un ex(?)-antropólogo. 17 Incluye buena parte del material que figura en los relatos de Garcilaso y Arguedas (por ejemplo, los mellizos y otros nacimientos extraordinarios, pero añade como es adecuado tratándose de alguien que había participado en las campañas de extirpación de idolatrías: «engañan diciendo que comen, beben y hablan las wakas» (Guarnan Poma 1987: 274).

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nica en todo el Perú. La práctica de dotar a las piedras (así como a otros objetos) con la capacidad de actuar a distancia es habitual también en los curanderos de la Amazonia. El emplazamiento textual esencial de los misayoqs andinos es la mesa o altar ritual, donde se colocan objetos procedentes de las tres regiones del Perú: costa, sierra y selva, que son sometidos a una serie de complejas operaciones espaciales, matemáticas y rituales (cantos e invocaciones, sonidos de la respiración, uso del fuego), estudiadas en otros trabajos. Aquí me interesa subrayar su semejanza con las acciones de los escolares en el capítulo «Zumbayllu» de Los ríos profundos, acciones que transitan entre el juego y el ritual, y que inscriben orientaciones y distancias andinas más amplias en el patio de recreo de la escuela. La ceremonia de la ingestión de una bebida de ayahuasca (y de otras plantas y frutos de los árboles) es el centro de las sesiones de los curanderos selváticos; a la ceremonia asisten varias personas y se entonan cantos rituales llamados I'caros. Se parece en cierto grado al relato clásico de Eliade del viaje chamánico característico del chamanismo siberiano. El tema más común es el de estar perdido en la selva, y no siempre se distingue con claridad el extravío que ocurre en los viajes propiamente dichos, y la «confusión» chamánica del cuerpo (este término pertenece a Jerome Rothenberg). Lo esencial es la confusión o desaparición de la frontera entre lo visible y lo invisible, de modo que los pensamientos se vuelven visibles o legibles. Vista desde este ángulo cambia la concepción del libro y la lectura. En Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo, el chamán don Javier relata: —Los pensamientos de la gente buena viven en el aire, se alojan en el aire lo mismo que nosotros en nuestra casa. Antes de ser llevados a los libros, al sólo ser pensados y aunque nunca se escriban, ya viven en el aire. El maestro Ino Moxo me reveló que las ideas se graban mejor sobre el aire que sobre los cuadernos... Y señalando mi grabadora: —Y se guardan mejor que en esos aparatos... Desde antes de nacer, todo está grabado ya como en una cinta, sólo que es una cinta sin sonido. La Magia le pone sonido a la vida de los hombres, es así... (Calvo 1981: 130).

De igual modo las metáforas quedan investidas de una plasticidad total e inmediata, como ocurre con las criaturas llamadas chullachakis

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confeccionadas por los curanderos para que ejecuten sus designios, las cuales suelen ser detectadas por el ojo experimentado porque tienen un pie humano y el otro con garras y otros rasgos animales. Son metáforas andantes, cuya plasticidad incluye a las propias palabras. La investigación de Graham Townsley destaca «las palabras torcidas» que con su forma presentan el sonido de modo visible juntando y representando seres y objetos, lo cual nos lleva otra vez a la noción de onomatopeya de Arguedas. En conclusión, las prácticas chamánicas, tal como las transcribe por ejemplo César Calvo, pueden leerse en la escritura de Arguedas, y viceversa, con lo que se enriquece el proceso de lectura. La fenomenología chamánica es pre-discursiva y similar al proceso primario definido por Freud. Si la comparamos con la escritura sobre la huaca, descubrimos que en Garcilaso y en Arguedas, que escriben a partir de una intersección de los saberes europeo e indígena americano, la descripción de huacas implica «el nacimiento del símbolo» o la entrada en lo simbólico. Al emplear la poética vanguardista/ideográfica, Arguedas pudo plasmar los procesos de simbolización en la escritura. Para el chamanismo amazónico, las «visiones» y su transmisión con palabras, son un don y una curación, una forma de reparar el daño, inseparable de la política del texto, lo cual sugiere que la condensación y el desplazamiento freudianos pueden ser considerados no como una teoría metalinguística, sino más bien como una forma particular de cura, contexto donde inicialmente surgió su formulación.

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CASEY,

I R R A D I A C I Ó N S E M Á N T I C A DE L O S M I T O S A N D I N O S E N EL PEZ DE ORO, DE GAMALIEL CHURATA Helena Usandizaga

Como parte de la exploración en el valor literario del mito, en este trabajo se propone un acercamiento a una obra con evidente contenido mítico, El Pez de Oro (1957), de Arturo Peralta, conocido como Gamaliel Churata, y se exponen los problemas, las dudas y los hallazgos que se han manifestado en este trayecto. La obra de Gamaliel Churata (Arequipa, 1897-Lima, 1969) tiene un contenido andino, como se viene demostrando en los últimos diez años (Bosshard 2002, Huamán 1994, Pantigoso 1999, Ze val los Aguilar 2002). Esto ocurre sobre todo en El Pez de Oro, su obra más tardía, pues el proyecto que en los años 20 dirige el propio Gamaliel Churata —el grupo Orkopata y el Boletín Titikaka—, conocido como «indigenismo de vanguardia», es un intento de reivindicar la tradición indígena pero hasta cierto punto instrumentalizado a partir de los intereses de unas clases medias provincianas que se posicionan frente a Lima (Vich 2000: 58). El Pez de Oro es sin embargo un logro diferente de la mirada a la tradición indígena: la materia mítica y ritual andina, y la manera cómo se configura literariamente, están presentes en este texto y son el objeto de la reflexión que proponemos. El proyecto de Churata en El Pez de Oro y la estética que éste conlleva no consiste en buscar una «representación» del indio sino una conexión con el conocimiento andino y con sus modos discursivos, tal como ha mostrado Huamán, ejemplificando su interiorización de un modelo cognitivo andino (Huamán 1994:

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73). Huamán detecta sobre todo el funcionamiento de la relación entre los contrarios complementarios que también se da en Arguedas, a través de conceptos como pachakuti, tinkuy, yanantin, taypi, kuti, como algo estructural que define el género de la obra (Huamán 1994: 64), así como el tono cultural que define al texto en su totalidad, y que relaciona con el pukllay o carnaval andino en todo su dialogismo y conflictividad. Se puede suponer que se incorporan a la obra reflexiones posteriores al momento vanguardista: El Pez de Oro es un texto bastante más tardío que la época de Orkopata y el Boletín Titikaka (1925-1930), al parecer reescrito antes de su publicación en 1957, puesto que una edición anterior del texto comenzado hacia 1927, ya en la imprenta en 1930, habría sido destruida por un ataque fascista (Churata 1957: 7). Es difícil catalogar la obra: el discurso se formula sobre todo como apelación, narración, y a veces diatriba, de un enunciador que cambia su identidad (en varios pasajes es el propio Khori-Puma, uno de los seres míticos que pueblan la obra) y que se dirige a menudo a un enunciatario, también cambiante («amigo mío», «querida niña», «Capitán»...; también se dirige a otro ser mítico, el Khori-Challwa o Pez de Oro, su hijo). Este destinatario a menudo interviene en el discurso que se convierte así en diálogo; en ocasiones uno de los dos interlocutores se convierte en un narrador que se dirige a un hipotético lector; todo ello reposa sobre citas e intertextos como los de Guamán Poma, el Diario de Colón, la Biblia, los clásicos españoles... Como se ve, El Pez de Oro es una obra transgenérica: no es novela, aunque tiene un hilo narrativo, y no es ensayo en el sentido clásico aunque su estructura dialógica entre diferentes sujetos formula preguntas y escenifica el encuentro entre diferentes respuestas para llegar a un conocimiento que se construye en el texto. Tampoco es un libro de poemas, pero está lleno de poemas a veces muy cercanos a las formas tradicionales andinas. Lo más interesante es esta mezcla de géneros y la forma frecuentemente dialógica, polifónica, estructurada en forma de discusiones paradójicas a veces llevadas por un mismo sujeto desdoblado. La obra se nutre de mitos andinos reelaborados o reconstruidos por Churata, a veces a modo de montaje, mitos que se inscriben en una dinámica peculiar que acerca al texto a una situación ritual que podríamos llamar chamánica, un aspecto que esbozaré pero que he estudiado en un trabajo (Usandizaga 2005) que se tiene en cuenta al hablar de la dimensión existencial, así como de la conexión mítica del canto. El mito que subyace a todo el libro

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es el del Pez de Oro; se trata del relato del nacimiento de este hijo mítico engendrado por la unión del Khori-Puma con una sirena del lago Titikaka, tras una serie de búsquedas y pruebas que incluyen episodios de canibalismo (tal vez simbólicos, porque el Khori-Puma devora a la Sirena y al Khori-Challwa, hijo de ambos, aún antes de la secuencia en que se describe su nacimiento, tal como recalca Bosshard [2002: 14]), y que acompañan el cambio de era que supone la caída del «Lodo ardiente» (Bosshard 2002: 16). Parece que en esta historia podemos hallar las huellas de mitos andinos como la lucha de Huallallo Carhuincho, el devorador de niños, con Pariacaca (el dios que habita dentro de un huevo, del que nacerá posteriormente); el episodio de las aguas y el fuego que caen sobre la laguna narrados en el Manuscrito de Huarochirí (Avila 1987); las del dios con apariencia pobre —es el caso de Cuniraya Viracochapresentes también en el Manuscrito de Huarochirí y en la tradición oral (Morote Best 1988); las uniones entre seres de arriba y de abajo, así como las historias de la tradición oral relativas a seres que habitan en los manantiales y lagunas y que a veces reciben el nombre de sirinus, Sereno o Serena, un aspecto que se desarrolla más adelante pero del que cabe avanzar que este ser existe previamente a la importación del nombre occidental, que se produce por su coincidencia con rasgos de la Sirena europea (Millones/Tomoeda: 16). El Pez está en la tradición oral, pero escasamente recogida: habría que investigar la posible relación del mito del Pez de Oro con el mito wankaxauxa estudiado por Villanes Cairo, que hace referencia a Challwapalumi, el pez dador de fortuna (Villanes Cairo 1978). Se trata, por lo tanto, tal vez de un seudo-mito o de un mito literario —en el sentido de «un mito nacido directamente de la literatura, o inaugurado por una obra literaria determinada o por un corpus de textos» — (Gnisci 2002: 148), pero incorpora una serie de elementos del sistema mítico andino, antiguos y actuales, que lo acercan a la otra definición de «mito literario»: «un mito preexistente recuperado por la literatura» (Gnisci 2002: 148). Una primera cuestión sería, pues, el tratamiento de este tipo de mitos que no corresponden totalmente a un relato de la tradición fijada —como ocurre por el contrario con los usos más conocidos de los mitos clásicos—, y que apelan también a la mezcla de lo oral y de lo transcrito. A lo largo de la obra, Churata usa el material mítico a veces más directamente, recurriendo por ejemplo a la figura de Wiraqocha

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(Churata 1957: 192); aunque retocada de manera fantasiosa, esta deidad se presenta como el creador que dicta leyes «naturales» (Churata 1957: 194), controla las aguas de la lluvia de modo no siempre benéfico, y propicia el nacimiento del Pez de Oro, todo lo cual lo acerca a la figura del dios fertilizador, héroe cultural y trickster que aparece en el Manuscrito. Otra referencia directa la apreciamos en la aparición de la figura mítica del Inca, personificada en el Puma de Oro, Khori-Puma, y su sucesor el Pez de Oro, Khori-Challwa. La deidad madre del sistema mítico andino, la Pachamama, la madre tierra, aparece en diferentes ocasiones ligada a la idea de origen, de pertenencia y de raíz, así como de núcleo estético, pero sin separarse de la historia; porque ese origen, atención, no es lo telúrico vago como identidad, sino que se presenta pasado por un filtro cultural, manifestado a veces por la Pachamama: «Es que el ñuñu de la mama es ñuñu de la gleba, principio magnético de toda vivencia emocional» (Churata 1957: 37). Hay una germinación materna ligada al mito de la Pachamama, y esta presencia de lo femenino produce un ritmo corporal y de sensibilidad, lo cual supone una estética que se origina en lo primordial, porque para Churata la belleza es «latido, orgasmo» (Churata 1957: 40), o sea, ritmo corporal relacionado con la génesis materna. A todo esto le subyace un aspecto especialmente interesante: si bien el relato, como se comenta más arriba, se puede sólo parcialmente asimilar con unidades narrativas de la tradición andina, el relato «inventado» por Churata funciona siempre utilizando elementos estructurales de la cosmovisión mítica andina: del mismo modo que los relatos míticos, esta cosmovisión nos ha llegado tanto por testimonios antiguos —por ejemplo, los documentos de la extirpación de idolatrías en el siglo xvii estudiados por Duviols (Duviols 1986), o el propio Manuscrito de Huarochirí— como por prácticas rituales actuales. Son referencias incompletas, fragmentadas, como si fueran parte de un tejido parcialmente destruido, y se presentan a través del modo discursivo de la convocación de los rituales andinos. El mito andino, además, conecta con otras tradiciones fuertemente presentes en la obra de Churata: la más importante es, sin duda, la cristiana. Cabría relacionar la figura del Pez de Oro con la presencia en ciertas épocas del pez como símbolo cristológico y con las semejanzas de algunas historias en esa órbita: Valente, al hablar de la perspectiva del converso y su relación con la ocultación, refiere una leyenda marrana

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contada por Yerushalmi: «para llegar a España, el Mesías se revestiría de la apariencia de un pez (símbolo, por demás, de manifiesta estirpe cristológica), pues bajo la forma humana caería en manos de los inquisidores y sería quemado» (Valente 2004: 84). En El Pez de Oro, la figura de Cristo y la idea del dolor fecundo están presentes; en un Haylli se dice: «Que ascienda el Pez a la cruz de mi lágrima» (Churata 1957: 181); se habla de la «Crucifixión del Chullpa-tullu» (Churata 1957: 236); se compara al Laykha con Cristo (Churata 1957: 104) y, en este mismo capítulo, reiteradamente al Pez de Oro con Cristo, susceptibles ambos de la expresión «el Hijo del Hombre» (Churata 1957: 107) y de ser el hijo que duerme en el Padre para despertar al tercer día gritando: ¡Lamma!, ¡Lamma!: ¿Sabactani?... ¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?» (Churata 1957: 113). En «Pueblos de piedra», Wiracocha incita en un Haylli al Pez a cantar y a alumbrar, a ablandar el pan del hombre: «¡Khori-Challwa; aventarás la muerte del sepulcro!» (Churata 1957: 195), y augura su nacimiento como luz de los hombres, palabra, vida y alegría. No obstante estas referencias importantes, en el mito predomina lo andino, y su acercamiento a otras tradiciones tiende a subrayar, en la figura del Pez de Oro, las cualidades arquetípicas del relato: al mismo tiempo que una fuerte adscripción andina, la cualidad irradiante de este mito permite pensar en la generalización del arquetipo del que nos habla Brunel (1997), pues una serie de mitos de diferente arraigo cultural pueden referirse a un arquetipo común, y no a un tema particularizado por el mito local (citado y comentado por Gnisci, 2002: 153).

C H U R A T A A N T E LA M A T E R I A I N D Í G E N A : LOS D I F E R E N T E S

NIVELES

D E I N T E R P R E T A C I Ó N D E L MITO

El autor de El Pez de Oro se sitúa en esta confluencia para narrativizar, dramatizar y exponer preocupaciones de diversa índole, pero la mezcla de tradiciones no significa que Churata defienda un mestizaje idealizado que sí está en ciertas declaraciones del Boletín Titikaka (Vich 2000: 60), y es propio de muchos discursos de la época; en esta obra, en cambio, el concepto es releído por Churata, quien no sigue estos discursos más difundidos: desde luego no propone, como Valcárcel, una supuesta pureza o inmutabilidad del indio, el cual «habría persistido fuera del

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tiempo esperando su futura resurrección» (Vich 2000: 92). Del mismo modo, sí percibe lo conflictivo y agónico de la heterogeneidad, al contrario de Uriel García, cuyo «neoindianismo», según Vich, es «una ondulación en la que se alternaba el influjo hispánico con el indígena en constante proceso de fusión» («El nuevo indio» 20, citado por Vich 2000: 98). En El pez de oro, Churata es categórico al respecto: Cualquier mestizaje es imposible, mas hay alguno impasable; y uno —bien se lo ve en este libro— es el del hispano y las lenguas aborígenes de la América, si en lo que llevamos de cultura cristiana, y lo mismo es decir española, hemos originado hasta el deleitoso y pecador connubio de Juan de la Cruz y Verlaine; mas hay infarto estético en que podamos decir: he aquí el connubio indo-hispano (Churata 1957: 533).

Churata es escéptico respecto a las manifestaciones sincréticas, pues ve en ellas una jerarquía: ni siquiera el mestizaje racial le parece inocente, pues en él se manifiesta la desigualdad de la unión, y también el cultural lo analiza destruyendo tópicos, como el supuesto mestizaje armónico de Garcilaso, ya que detecta en él «la evidente subalternidad de lo indio» (Churata 1957: 14). Del mismo modo, rechaza la celebración de la síntesis donde se ha impuesto la jerarquía, como en el supuesto valor mestizo del barroco, por ejemplo en las iglesias de Pomata y Juli, que sin duda Churata tuvo ocasión de contemplar largamente. Por ello, su visión del indio matiza bastante el paternalismo y la idealización propios de la época de Orkopata. En relación con su valoración antropológica y no únicamente telúrica de lo indígena, Churata reclama para los indios la capacidad de generar cualquier producto cultural; si esto no se ha hecho efectivo, se debe a su condición de oprimidos, no a su inferioridad: Si no conciliamos las prerrogativas del criollo con las mayores del indio, y de éste creemos que sirve para más que menestral, covachuela, portero de hotel, pillastre electoralero, alcahuetista, mientras para aquél reservamos los dones de la arcangelidad, nunca tendremos un poeta indio, como en cuatrocientos años no hemos metido un santo cuprífero a las hornacinas ortodoxas, que no se escatimaron para negros ni amarillos. El indio no es un subhumano, si ya sabemos que las imbecilidades de Sepúlveda fueron aniquiladas en su mismo vitriolo; es sí un subnutrido a causa de los sobrenutridos que lo apalearon y lo apaleamos todavía en prosa y en verso (Churata 1957: 17).

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Además, Churata se muestra consciente de los intereses que entran enjuego cuando se decreta la inferioridad del indio, y cuando se supone su predisposición a ser «artesano, mecánico, tal vez práctico en ingeniería» (Franz Tamayo), pero no «filósofo o esteta». Ya que pueblos «típicamente manuales, como el sajón, han sido fecundos en poetas y filósofos», se trata de una negación de esas capacidades por interés: «Dígase que más útil es en pongo y se comprenderá quién lo dice» (Churata 1957: 17-18). Churata no es crítico únicamente con la opresión española, sino que se muestra muy consciente del fracaso que supone la independencia para la liberación del indígena: peores que las de la colonia, son las leyes de las «"republiquetas" hispanoamericanas, pantográfico remedo y secuela de la Revolución Burguesa, con sustantivo y clamoroso desconocimiento de las "Leyes de Indias", que aunque fuese solo teóricamente y para negarlo, comprendían el problema del SER americano, son vestigio de reconocimiento de sus texturas» (Churata 1957: 32). En el mito sincrético que hemos resumido más arriba se sitúa el hilo narrativo de El Pez de Oro, pero la interpretación de esta historia tiene diferentes niveles. Según Kaliman (1996), se trata de la utopía de restauración dinástica: el Pez de Oro es sucesor del Puma de Oro a quien el primer inca encargó restaurar la dinastía antes de desaparecer en el lago Titicaca; esta vuelta del Khori-Challwa, paralela a la vuelta de Inkarrí en los mitos andinos poscoloniales, representa un pachakuti, una inversión catastrófica del mundo (así lo ha definido Flores Galindo 1986: 42-43), pero también una restauración y una regeneración. Bosshard también aclara el significado del mito en su estudio del componente mítico aplicando el modelo greimasiano; en particular, analiza la versión del relato en el capítulo «El Pez de Oro», y comienza relacionando el nacimiento del Pez de Oro como resultado de la unión amorosa entre un puma y una sirena con una serie de iconografías precolombinas que representan la unión entre mamíferos de presa y anfibios como señales de «el ocaso del mundo viejo y el comienzo de una nueva era» (Bosshard 2002: 9). En otro lugar, señala el carácter híbrido de este nuevo ser como símbolo del mestizaje conflictivo que Churata propone. El análisis resulta especialmente útil por su estudio de la inversión que tiene lugar en el mito, que Bosshard también relaciona con el concepto ya mencionado de pachakuti (Bosshard 2002: 11). Bosshard no se detiene en el significado reivindicativo del mito, sino que analiza su dimensión filosófica y las im-

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plicaciones estéticas, a partir del concepto de «mónada», y remarca el valor estructural del mito, que crea estas oposiciones en el texto. De acuerdo con la escasa documentación de la historia concreta del Pez de Oro, el mito sería tal vez comparable con los mitos parabíblicos «que tienen sus orígenes en indicaciones mínimas y alusivas contenidas en las Sagradas Escrituras» (Gnisci 2002: 150). El carácter de advenimiento del Pez de Oro, lo más arquetípico, quizás, de este contenido mítico, lo acerca a la idea de regeneración, de permanencia vital y de canto: se desprende de todo esto que este proceso, esta propuesta de regeneración, no es sólo una reivindicación social, sino una búsqueda existencial, identitaria, estética y de conocimiento. Churata propone que se busque un nuevo sentido político, una regeneración de la historia, en lo social; que el hombre se ligue a la cadena material de la vida para ser inmortal, en lo existencial; y que América y su expresión se constituyan a partir de esa integración en lo previo y lo profundo, en lo identitario y artístico: estas propuestas constituyen otras tantas imágenes ligadas a la figura del Pez de Oro. Churata reivindica los aspectos del mito que lo hacen representativo; sin embargo, hay que repetir que lo estético no se separa del sentido, ni aun de lo ideológico y de lo ético. El aspecto de resistencia de la propuesta de Churata lo subraya Huamán; observemos que se podría hablar de una identificación genésica con el espíritu de la raza y con la tierra; pero que para Churata la tierra, gracias al mito, no anula la historia, lo cual parece de una importancia fundamental, porque contradice de nuevo la perspectiva del mestizaje y la supuesta «visión biológica» y «spengleriana» de Churata (Vich 2000: 59): El mito griego es el alma mater del mundo occidental; el mito inkásico debe serlo de una América del Sur con «ego». Ciertamente, en la del Norte, frente al monstruoso poderío neobritánico, no es hispana la guardia de la frontera: es azteca. Deber de quienes detentan la Wiphala del Inka es no abandonar la batalla antes de la Victoria (Churata 1957: 33).

Para hacer resonar las diferentes dimensiones del mito, la obra se estructura como un texto-camino: se trata de una búsqueda a partir de elementos culturales que se asumen un poco irónicamente, no tanto porque se establezca con ellos una distancia controlada desde una instancia su-

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IRRADIACIÓN SEMÁNTICA DE LOS MITOS

perior de conocimiento, sino porque se tratan más como dispositivos de búsqueda que como saber adquirido. Por eso el material mítico se presenta de diferentes formas: hablamos de relato, pero también de escenificación, de poema, de reflexión, de apelación, de alusión por temas conectados...

L A D I M E N S I Ó N S O C I A L : EL P E Z D E O R O Y EL WAWAKU

EN

LA L U C H A MÍTICA C O N T R A EL E S P A N T O

El nacimiento del Khori-Challwa, presentado como un advenimiento salvador, se relaciona en el texto con una idea de renovación social en el sentido antes mencionado de pachakuti, de inversión violenta, pero también de renacimiento: Cuando el lago arda, bramen volcanes, y el Khori-Challwa regrese de la tierra a la tierra, florecerá el corazón del mundo. ¡Estad atentos a un rugido que sacudirá las estructuras del Universo! ¡Temblaréis los vivos y se levantarán los muertos! (Churata 1957: 448). Si atendemos al valor histórico y reivindicativo de esta propuesta, en primer lugar, podemos relacionar la historia del Pez de Oro con los relatos de origen de los incas: en el capítulo titulado «Españoladas» se describe cómo el Pez de Oro camina, cantando, junto con su padre y su madre; llegan a la cumbre, «catedral del Achachila» (Churata 1957: 182) lugar que adoran, de acuerdo con la visión de las montañas como deidades protectoras relacionadas con los antepasados. Este Pez de Oro, calificado significativamente como forastero, golpea «el suelo con su oro» y declara: «Aquí, padre: aquí se hunde mi barretilla de oro», y anuncia una fundación: «Allí se levantará la torre...». La referencia al mito de fundación de los incas —la versión más conocida es la de Garcilaso (Garcilaso de la Vega 1991:1, XV-XVII), en que Manco Cápac y Mama Ocllo, enviados por el Sol, caminan con la varilla de oro que éste les ha entregado hasta que se clava en el Cuzco, donde se fundará el imperio inca— es clara. En este capítulo la idea de nacimiento o renacimiento se refiere también a la piedra que fertiliza, germina y canta, con lágrimas y dolor, como el muro interpretado por el protagonista Ernesto en Los ríos pro-

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fundos (1958). En efecto, del mismo modo que en la novela de Arguedas, es necesario un intérprete: los secretos del cantil sólo los conoce el Inka y el cantil dice que hay que encontrar la raíz del Pez de Oro. La piedra como huaca o lugar sagrado en el que se materializan fuerzas temibles, controladas por su transformación en mineral, y que conservan una potencialidad en principio benéfica, aparece en las referencias escritas de los mitos andinos (véase especialmente Betanzos 1968) y pasa a la literatura, generalmente como símbolo de la fuerza y la creatividad ocultas de lo andino (Arguedas, Colchado, Rosas, Riesco...). En la sección «¡EL WAWAKU! ¡EL WAWAKU!», de «Morir de América», se narra la historia de la lucha del Khori-Puma, el padre, y el Khori-Challwa, el hijo, con este temible ser que Churata (1957: 520) define en el glosario como «Mitografía de la pestilencia de los pantanos». Pero la entidad de este personaje es objeto de una discusión entre el padre y el Hijo, pues el primero lo ve como inexistente, mientras que el segundo asegura que «el pueblo le siente» (Churata 1957: 492). A diferencia de los mitos comentados, éste se presenta como una pesadilla: producto del miedo según el Khori-Puma, o problema cuyo origen hay que examinar según el Khori-Challwa. «Los pueblos sufren intoxicaciones que deben reabsoverse» (Churata 1957: 493), dice el Puma; «El Gobernante no puede destruir al Wawaku con sólo ignorarle» (Churata 1957: 493), contrapone el Pez. El padre aboga por la racionalidad frente al mito negativizador y paralizador, que crea fantasmas; y aunque el hijo muestra que los efectos del monstruo existen, el padre defiende que no es el Wawaku el que anda y mata, sino lo que de él hemos hecho. Por otro lado, el KhoriPuma confía en la presencia del Hijo para acabar con el peligro imaginario, al igual que en el nivel existencial la presencia del Hijo niega a la muerte; la génesis rescata de la muerte, y por eso «tú eres naya» (Churata 1957: 493), es decir, el alma colectiva: no basta para creer en la existencia de la Muerte el que el pueblo tiemble ante ella. Así, el Puma adjudica al Pez de Oro un carácter salvador también en lo político. El KhoriChallwa, con una visión igualmente racionalizadora, cree que el mal existe desde el momento en que produce consecuencias negativas: «El Wawaku es una pesadilla convertida en problema para el Estado». El Khori-Puma se convence de que la lucha contra el Wawaku es la lucha contra la enfermedad de la vida y contra el despotismo, o más bien contra la actitud que permite estos males.

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El Khori-Challwa basa su reacción frente a la paralización del pueblo en una idea de nacionalidad que se sustenta en la Naturaleza y en las mayorías, no en las élites despóticas: «Escarpada o roma, lisa o aguda, si un país tiene alma nacional, ella es alma de las mayorías. Alma colectiva: naya. Corporación multánime, en que las unidades encuentran la unidad [...] Por tanto, Runa-Hakhes, patria no es colonia» (Churata 1957: 495). La idea de naya, que reaparece cuando Churata reflexiona sobre la existencia, se refiere en el ámbito social a esta unidad colectiva: «Patria» es ámbito social; «Vida», ámbito universal. La fraternidad del grupo es así «instinto de unidad del universo»(Churata 1957: 495). Churata expone una idea de unidad y cohesión social ligada a la vida y que no se pretende nacionalismo ideológicamente construido, sino núcleo que cohesiona; una conciencia social y vital común: «Pero alma es instinto universal de raíz y por eso camino de nido» (Churata 1957: 496). La identidad y el alma colectiva se ligan a la Naturaleza, que es como un molde o un nido y cuyos ejemplos son espacios como el Marañón, el Atlántico, el Titikaka, que no pueden ser trasvasados a otro molde, y son, al igual que el Tawantinsuyu, óvulo que da forma a aquello que contiene. En el nido que es el territorio se apeñuscan y yuxtaponen «las almas, o raíces, que arquitecturaron su unidad» (Churata 1957: 496). En este sentido, el naya está constituido por las almas, como una red de raíces que construyen el conjunto, dentro del alma o semillas del Tawantinsuyo, su óvulo, y define así una nacionalidad fuertemente territorializada. La descripción de la lucha con el Wawaku que ocupa el resto de la sección es la de la «LA BATALLA DEL ESPANTO» (Churata 1957: 496), pues la principal arma de ese ser de aparición intermitente, monstruoso e informe, es el miedo, y el Khori-Challwa ha decidido perseguir al Wawaku para combatir el miedo del pueblo. Pues el pueblo teme a ese ser escondido en la caverna, y a la brujería que lo acompaña, el poder del mal: «¡En su más nengro tiene su Laykhakuy; de ahy salen gritos desesperados!» (Churata 1957: 497). La lucha será contra el miedo y la cobardía: «¡Sí, Wawaku, tata-Wawaku: tu carnaza es EL PEZ DE ORO! ¡Hacia Él se encamina tu siniestro fantasma!» (Churata 1957: 497). Es la lucha del mal contra el bien, pero quizás el mal no es la muerte, sino el miedo a la muerte; el peligro no es el tirano, sino el ceder al tirano: son los males que hacen débil al grupo social, que lo aniquilan.

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La decisión de la guerra hace que se narre otra versión del nacimiento del Pez de Oro, pues el Khori-Puma y el Khori-Challwa, antes de emprender la guerra, piden consejo al sabio filósofo Suchi Viejo, que conoce las leyendas, y habla del Wawaku como Señor del mal, más poderoso que las otras fuerzas oscuras y que puede derrotar al bien, que es el Khori-Puma\ pero éste será restaurado por el Khori-Challwa, según la versión del Suchi. Habla también del polimorfismo del Wawaku y de su intervención en la historia de la Sirena, de hecho hija del monstruo: «Los amores de la Sirena-Imilla, hija del monstruo, y cierto bravio general de la sangre de los Khori-Pumas. De la Sirena las viejas cantigas recuerdan que si de cuerpo y rostro primorosos, fue de bien triste destino... Pero, larga historia es» (Churata 1957: 501). La historia narrada por el Suchi Viejo es otra versión del encuentro entre la Sirena y el Khori-Puma y del nacimiento del Pez de Oro: el Wawaku es un gobernante tiránico y malo, enemigo de los inkas, que invoca a la muerte; en una orgía engendra a la Sirena. El Khori-Puma la ama, y ella también, pero el Wawaku la recluye. Tras el plan frustrado de acabar con el Wawaku, la pareja huye pero son tomados prisioneros. El rey degüella al Khori-Puma y tras las rejas nace de la Sirena, que enloquece, el Pez de Oro, pez trinador: «Su guagüita es EL PEZ DE ORO... ¡Qué otra guagüita podía nacer de una Sirena del Titikaka? Mas apenas trinara el pecesito; que era de los Challwas trinadores» (Churata 1957: 503). Se sugiere en esta versión que la Sirena infunde el trino en el Pez de Oro, lo cual corresponde a un segmento mítico que luego analizaremos: «Viejas melodías la Khachinaban en los ojos; viejo trino trajinábala el corazón. Y, sacando arpegios a la musgosa peñolería, a través de la sorda oreja del agua, los arpegios hacíanse espuma entre las olas...» (Churata 1957: 504). La muerte previa del Khori-Challwa, sugerida de nuevo en esta versión, y el profetizado aniquilamiento del reino por parte del Wawaku, llevan en este relato a una regeneración: «¡El Wawaku, el Wawaku, Khori-Challwa, se comerá tu reino y apagará tu estrella!... Pero está visto que cuando el morrillo de la mala Bestia sea quebrantado, EL PEZ DE ORO se agitará de nuevo, y nuevamente oiremos su trino» (Churata 1957: 505). Tras la consulta con el Suchi, la guerra debe prepararse; los Khestis, pobladores del lago, insisten en lo terrorífico del Wawaku, que reina en el mundo de lo oscuro: «El Wawaku es de una crueldad muda, Khori-

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Puma. Le obedece el Achachila; el Anchancho se le humilla... Y aunque en todo lo demás parece no valerle, el Huturi le sirve de lamparín...» (Churata 1957: 505). El Khori-Puma se convence de que el Wawaku, ese ser polimorfo y oscuro, existe porque es la tiranía y el miedo, y se decide: «Nuestro deber, pelearle; no rehuiré la batalla» (Churata 1957: 506). Cuatro Suchis, pobladores de mayor jerarquía, confirman los temores de «los aprensivos Khestis», y revelan el complot del Wawaku para asesinar al Puma y al Pez después de llegar al Palacio de Oro por galerías subterráneas. Con preparadas tácticas y simulacros se aprestan a combatir la Nada y la muerte: el Titikaka entero movilizado contra el Wawaku. Este enemigo que tiene «el don de la ubicuidad» y la «maestría del cuatrero, propia de todo cobarde» (Churata 1957: 508), ataca al Khori-Challwa y escapa; a través del lodo llega a la caverna. Se prepara entonces una batalla difícil por la naturaleza del Wawaku: hay que sacar de la caverna a este ser informe, que en el caos de la lucha parece tomar forma y masa, esa «monstruosa figura» (Churata 1957: 512) contra la que se lanzan las huestes del Khori-Challwa-, el propio Pez de Oro combate al monstruo oscuro con su luz: «Germen fúlgido, se dirigió hacia el bruto con velocidad de estrella»; el monstruo «acorralado por la luz» «arremetió con ceguera de toro, resuello y traquido de oso, ruindad de alimaña» (Churata 1957: 513). En este momento de vértigo y detención, el Wawaku cae abatido por el Relámpago y el rayo, lo cual es una probable alusión al dios Mapa, o tal vez a «Lupi-tata, el padre centellante» (Churata 1957: 192), y el Khori-Challwa lo descabeza. Cuando se disponen a desmenuzarlo desaparece en el barro y se manifiesta desde las grietas y la tiniebla. El Wawaku no ha muerto y se ha refugiado en la caverna, donde entra el Puma y encuentra a los capitanes caídos, Chulpa-tullus, que le protegen y enardecen. El Khori-Puma debe ir hasta el fondo de la caverna buscando al huidizo Wawaku; éste, ayudado por sus aliados del mundo oscuro, encierra al Puma en la caverna y se dirige al Palacio para matar al Pez. A pesar de que los animales roen la piedra y avisan del peligro, y de que el Pez ha interceptado la ruta subacuática y el monstruo debe ir por encima de las aguas, el Wawaku avanza, ciego y solo: «La Muerte avanzaba feroz, y con miedo» (Churata 1957: 520). Entonces El Pez de Oro, con todas sus tropas, va hacia la bestia: «Con EL PEZ DE ORO, iban la Ulaka Imperial y su Estado mayor; y desde granítica eminencia pudieron columbrar la inmensidad hormigueante del pueblo, rígidamen-

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te organizado, dispuesto ya a lanzarse sobre la bestia temerosa y temible» (Churata 1957: 520). Desde luego que la alusión al miedo que invade a todos es significativa, porque es el temor que provoca lo que hace más peligrosa a la bestia, y la batalla contra el Wawaku es una batalla contra el miedo, la sumisión y el oscurantismo. Así se puede ver en la «ARENGA DEL INKA», donde se pone de manifiesto que el Wawaku es lo que aprisiona y aliena; es el enemigo de la libertad y la identidad del pueblo: «Soldados de la Patria: el enemigo, que hizo de las cadenas de nuestro pueblo la necesidad de su existencia, avanza, ciego y enloquecido, con el siniestro designio de borrar de la faz del planeta cuanto ha bautizado libre el derecho a la vida; y es su carnicero y necio propósito arrancar de raíz el alma de nuestro glorioso pueblo» (Churata 1957: 520). A pesar de haber sido víctima de la valentía del pueblo, el Wawaku se ha atrevido a encerrar al Khori-Puma, quien debe ser liberado. Los habitantes del lago responden a la incitación del Pez de Oro —«estallaron las entrañas del lago» (Churata 1957: 521), dice el narrador— y el monstruo, concretando vagamente su inmaterialidad en la forma de Duende, siente «en carne inmaterial», «la enormidad de ese turbión de diminutas existencias, células del orgasmo vital» (Churata 1957: 521). Pero el monstruo, aunque descrito de modo terrorífico y barroco por el narrador —«con traza de muerto fantasmal hozaba entre espantosos gruñidos en las masas de combatientes, que, luego, infatigable molía en la cremallera estridente de los molares» (Churata 1957: 522)—, empieza a ahogarse por la acción de los habitantes del lago. Se oponen entonces la pequeñez luminosa y la grandeza abyecta, como en tantas historias de la tradición, por ejemplo en el Manuscrito de Huarochirí. Se oponen los «óvulos y chullpares», lo benéfico de lo naciente y lo muerto, a los «enconos de guadaña» (Churata 1957: 523) de la barba del Wawaku. Mientras tanto, en la caverna, el Puma encerrado reflexiona sobre esta oposición entre la Vida y su enemigo el Wawaku, el monstruo hecho realidad por ser el que se lanza «con infernal encono sobre la Vida y que devoraría a la Estrella áurea amanecida en el seno caliginoso de su terror» (Churata 1957: 523). Y, puesto que existen el odio y el mal que amenazan al bien, el Puma se convence definitivamente de que existe el Wawaku, que es «resuello satánico en la quietud sedeña de la flor; vómito letal en la euforia de los surcos; espanto de la luz que se

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orea en los ojos límpidos» (Churata 1957: 523). Desde la caverna, entonces, pasan visiones, que no son las de las sombras de la realidad como en Platón, sino las del temor por la muerte del hijo: «Por mis ojos, que eran llagas de lágrimas, pasaba visión horrible: el Wawaku, devorando en su inmunda fauce las estrellas de oro de mi guagua...» (Churata 1957: 524). Pero el Khori Puma consigue romper el tapón que cierra la cueva y vuela al Palacio donde encuentra al Khori Challwa luchando con la bestia, a punto de ser engullido: el rugido del Puma le hace soltarlo, malherido; entonces el Khori-Puma mata al monstruo, le arranca el corazón y se lo come, lo sigue triturando... hasta que levanta a su hijo del suelo para entregárselo al pueblo y muere, tal vez simbólicamente, puesto que el Puma sigue hablando, quizás en otra dimensión, del advenimiento del Pez de Oro: «En una lágrima le puse; en una lágrima vendrá [...] Vamos, pues, querida niña: aquí le dejé, aquí tiene que estar» (Churata 1957: 526). La lucha contra el mal y la oscuridad, la victoria de lo pequeño sobre lo grande, las muertes repetidas, con un significado de sacrificio y regeneración, se ligan en este relato a una historia de resistencia y lucha del pueblo andino por alcanzar su libertad y su identidad.

L A D I M E N S I Ó N E X I S T E N C I A L : EL P E Z D E O R O C O M O PERMANENCIA E INDIVIDUACIÓN

En cuanto a la dimensión existencial y de búsqueda de conocimiento, se desarrolla en el terreno de la reflexión sobre el sentido de la vida: el mito conecta con la visión que Churata tiene de la inmortalidad y que desarrolla en la sección «Paralipómeno Orko-pata» del capítulo «El Pez de Oro». Este razonamiento lo plantea Churata a través de la estructura dialógica ya mencionada, pues su exposición no es exactamente discursiva sino que trabaja más bien planteando una red de ideas que centran el tema desde diferentes puntos. El enunciador expone y a la vez dialoga con sus referencias occidentales y también con los sujetos andinos de la sabiduría: el Layka o brujo, que compara con Cristo; el Pako-Achachila, el Kolliri, el Auki, los oficiantes y los sanadores andinos que conectan con el pasado y los muertos, y que proponen una «sabiduría sensorial» frente a la simple información. Esta convocación de sujetos recuerda a la

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que en los rituales andinos convoca a los Apus y a los antepasados muertos: es otra manera de representar el mito, a la que se hará referencia, no sólo como narración, sino como escenificación y convocación. Por otro lado, como se hace evidente, la reflexión sobre el mito también hace converger referencias andinas con otras occidentales, aunque Churata no mitifica su conocimiento de unas ni de otras. El hilo conductor del capítulo es la idea de la inmortalidad del hombre ligada a una visión animista que identifica materia y espíritu, y que rechaza categóricamente la trascendencia como negación de lo corpóreo algo que ocurre generalmente en la mística cristiana; de igual modo, se rechaza la idea oriental del vacío como generador de totalidad: para Churata, la totalidad, la unidad, no está más allá sino en la vida conectada con la muerte como alimento, y a través de la cadena vital, de la germinación y la paternidad, que se produce gracias al dolor y a la muerte; todo lo cual hace de la vida, no una serie de ciclos, sino una permanencia. Esta teología material postula un «alma-materia» (Churata 1957: 91) ligada a esta persistencia germinativa de la vida. Hay incluso una especie de mística a partir del animismo, pues «somos, no dioses: el universo» (Churata 1957: 104). Y el alma es materia: «Lo tremendo de misterio metafísico es que posee células» (Churata 1957: 104). Esta conexión mística con la naturaleza enraiza profundamente en una visión animista. El hombre debe apegar el corazón a la naturaleza, no separarse de ella; y salvar el alma es «ennoblecer la carne, ennoblecer la especie, si en ellas habita, y es su trémolo y vibración» (Churata 1957: 89). De acuerdo con esto, el hombre es, no mutación, sino permanencia proteica en la naturaleza, mantenida por el principio fecundador: Y tanto poeta como poesía cumplieron la misión de leer las arcanas khellkas, donde es dable enterarse, que el hombre no es mutación en la Naturaleza, que si estuvo en Challwa y fue Chio, también fue monte, cascada, kurmi, estrella. Y cuando nó rugido, arrullo. Quemóse en la médula del Waksallu; hendió la nube con el Kuntur. Danzó en el chihi y abrazóse al monte con el viento. Es agua y luz, noche y día; ora árbol, ora oro. Y siempre El, El, eterno, inmutable (Churata 1957: 138).

El papel del Pez de Oro en tanto que hijo es claro, porque él conecta con la materia y la continuidad de la vida; así, la generación equivale prácticamente a la inmortalidad: los muertos viven en los que continúan

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en la vida amándolos y alimentándose de ellos; la cadena vital que hace vivos a los muertos funciona por el amor. También la fecundación está ligada al dolor como energía vital, no como fin o bloqueo del impulso vital, sino como energía, como sacudida que hace persistir la vida. Tanto la figura del Khori-Challwa, el hijo, como la figura mítica de los muertos omnipresentes en la reflexión de Churata a través del concepto de chullpa, tienen en la estructura mítica la función de apelar a esta dimensión existencial. El instinto, en este contexto, es la voluntad de vivir schopenhaueriana, pero no es el mecanismo ciego y atroz que anula al individuo, sino que se trata de una suerte de inteligencia, de fe, que equivale a la energía cósmica, y lo que el conocimiento permite es operar sobre esa energía para transmitir o recrear la vida; tanto el poder del Layka, el brujo andino, como el del Cristo son fruto de la energía humana; no existe «Alguien» que posee la unidad y que hace vivir al hombre en un mundo sin unidad, construido con fragmentos ni siquiera completos (como supone el amigo con el que el enunciador polemiza). Para sustentar esto se convoca a pensadores occidentales, pero también estas ideas las va formulando Churata a partir de la interacción con conceptos, modos de conocimiento y sujetos andinos ligados a lo que entendemos por conocimiento chamánico. La idea de materia-espíritu, de materia animada, la concibe a partir de la idea de animación: las ideas míticas andinas de Pachakamak o Hallpakamaska ayudan a entender que la semilla es el principio animador, el alma del hombre. Siguiendo la idea común a tantas religiones del soplo animador de los dioses, a su imagen y semejanza, en la arcilla modelada, Churata precisa, sin embargo, con la religión andina: «El filósofo atlanta fue más profundo y más serio y llamó a ese fluido: Pachakamak: lo que anima y se anima. Ninguna corporeidad antròpica»; el hombre es entonces «Hallpakamaska: tierra animada» (Churata 1957: 111). Los conceptos andinos le permiten también pensar a la vez en permanencia de la vida y en individuación; ambas ideas explican la pertenencia del hombre individual al universo animado: ahayu («alma», semilla del hombre y de la naturaleza, «una especie de presciencia en la tierra», Churata 1957: 110); y naya («alma cósmica», conciencia, que es el «ánimo» que según las intuiciones del arcaico puede abandonar temporalmente [kiuchaska] la cobertura del ser», Churata 1957: 91). En otros lugares (por ejemplo, Churata 1957: 495), Churata

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hace equivaler «naya» con «yo», su significado en aymara (Churata 1957: 546), y con «ego», pero los significados no son equivalentes a los que tienen en las lenguas europeas: se trata de un yo plural; es «multitud del Naya; Universo en Ego» (Churata 1957: 128), que produce «hambre de hombres; el hambre que se aguagua en los chullpares; hambres de ver al fin paridos a los muertos...». Naya es la conciencia del linaje y de cada uno de sus miembros, repartida en el universo y que da unidad al grupo: «Es lo mío que ya no está en mí; si bien sólo en El está todo, el que en la sangre trabuca y deja palpitando las púrpuras de su beso. Primer latido fetal de un pueblo. Y eso, Todo por Todo» (Churata 1957: 128). Para Churata, el hombre andino, el runa-hake, no busca la animación en la idea, adivinando a Platón y Hegel como otros contemporáneos, sino profundizando en sus sentimientos vitales, a partir de «una conciencia que polariza el organismo» (Churata 1957: 91), y que corresponde justamente al naya. Al ser una conciencia global que ocupa el yo individual, ego se define como «unidad en cadena» (Churata 1957: 121). Por ello, la idea de permanencia opuesta tanto a la finitud como a los ciclos repetitivos a la manera del eterno retorno —y más concretamente la idea de permanencia del yo— tiene que ver con el concepto de naya: «Sólo se vive vivos. Y se vive en naya intransferible, inoptativo y eterno» (Churata 1957: 115). De nuevo la permanencia del naya y su encaje en la conciencia individual tiene que ver con la generación; dice Churata que «El -i-Naya = Ego» (Churata 1957: 128), pues en Él, el hijo, queda el yo del padre considerado como ego permanente: «Tú eres naya» (Churata 1957: 64), repite en varias ocasiones, porque el yo no se aisla del otro y así formula esta conciencia cósmica, de modo que ego se relaciona más bien con el principio de individuación que transporta el Pez, el cual contiene la totalidad de la conciencia. En este contexto, el Pez de Oro es el que da la permanencia de la colectividad y a la vez la persistencia de lo individual. Bosshard ha iluminado esta relación yo-tú que conforma el ego en Churata: «Este acto de sentir al otro resulta fundamental para que Churata pueda construir el yo como parte integral de un colectivo. El "ego" hay que comprenderlo como un tú múltiple ( c f r . ibid., p. 349: "Ego: tú-multo. [...] Tú eres Naya") que coincide con el universo {cfr. ibid., p. 348: "Soy pues el Universo: el Universo es sólo 'ego'"» (Bosshard 2002: 4). Esta conciencia interpersonal se manifiesta también en la conexión con los antepasados: el Achachi-hila dice «¡soy tú!»

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(Churata 1957: 318). En cuanto a la persistencia del individuo, esa inmortalidad que preocupa a Churata, no propone para lograrla una mera dilución en la tierra, ni la reencarnación (Churata 1957: 109); la permanencia individuada se asegura por la transmisión de las estructuras vitales, que permite «la permanencia vital, dentro de un "ego" intransferible e inoptativo. Aquí nadie ha muerto» (Churata 1957: 115). Estos conceptos están presentes en los rituales quechuas y aymaras; Fernández Juárez, que ha estudiado estos últimos, dice que Ajayu es una «parcela fundamental del alma humana que se extravía en caso de "susto" y cuya recuperación es imprescindible para el restablecimiento completo del individuo afectado» (Fernández Juárez 1997: 225). Churata también habla del ahayu watan o amarre del alma que se hace en el curso de los rituales (por ejemplo, Churata 1957: 235). En la cadena vital, del mismo modo que la descendencia, la ascendencia también da forma a la vida. El tema de los muertos como semilla lo desarrolla Churata en conexión con las ideas de chullpa, chullpa-tullu, chullpar, que indican las figuras de los muertos y sus lugares como lección de vida y de inmortalidad, como semillas que al arder generan la vida y que controlan la sabiduría ritual y el arte: la muerte y el dolor producen no sólo la vida, sino también la expresión, como veremos más adelante. De este modo, mediante la relación entre contrarios, la muerte sólo puede producir más vida: el cementerio es un lugar de embriones, como indica su etimología. El entramado mítico es aquí evidente: la visión andina de los muertos como semilla de la vida tiene una clara raíz tradicional. Como se dijo, entonces, muerte y generación son complementarias: la generación como permanencia de la vida que perpetúa e individualiza al padre se manifiesta en el Khori-Challwa, el Pez de Oro. En un plano más concreto, en «Mama Kuka», presenta a un Layka que hace un pago y adivina en coca: el Ahayu watan y el pago a la Pachamama que se hace para que no muera un enfermo es efectivo, porque éste pasa a narrar en primera persona la agonía y la muerte y la fusión en el universo; pero el proceso se detiene porque le salva el hijo: «no me permitieron morir» (Churata 1957: 235). En este contexto de la reflexión sobre la cadena vital como muerte y generación, se entiende el sentido existencial que toma en esta parte de la obra el relato del nacimiento del Pez de Oro, y el carácter subjetivo de esta figura. En «Paralipómeno Orko-Pata» el enunciador se declara en la

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órbita del Pez de Oro, que vive en el interior del sujeto, en el tiempo del amor: «Está en mí; late en mis nervios; mi sangre es hoy la caverna en que sueña y vive. El, por mí, retorna su apretón de manos, y si hay que dar batalla la dará por mí» (Churata 1957: 83). El Khori-Challwa abraza con amor, amor que es el «fuego que fecunda» (Churata 1957: 83): la paradoja es que, en esta meditación sobre la inmortalidad, el KhoriChallwa es el engendrado y a la vez la raíz, porque es célula, punto lácteo. Otro aspecto del tema de la permanencia vital es el motivo del canibalismo: tanto en el mito narrado como en la reflexión de Churata, el canibalismo tiene una función de comunicación en la cadena vital, de manera que esta dimensión del mito aporta un símbolo de la permanencia. En esta cadena vital —de acuerdo con el ejemplo de la hormiga cuyo macho sólo vive para procrear, y ser a continuación devorado por la hembra— , el padre da la semilla y se hace devorar: esta devoración del muerto, del alimento, nos hace eternos, y corresponde a la conexión del presente con el pasado: «"cargar el presente con el pasado" (Leibnitz), conocer que somos eternos (Santayana)» (Churata 1957: 120), un concepto que también «historiza» relacionándolo con Marx: ¿Cuál la Abracadabra? En los indios de hoy deben estar los indios de ayer; o estos indios no son indios. Ya que sólo está el que estuvo, o el que está, y se dice, no es... Nada será sin estar. El «los muertos mandan» de Karl Marx, sonaba a paradoja para quienes no observan que el Materialismo Histórico debe ser mosaico en lo fundamental, por tanto secuela de mesianismo profético. ¿Pero, Marx entendía que los muertos mandan por que los muertos no son los vivos? En ese caso su pleroma búdico no poco y hasta tomista. Mas su paradoja se concreta ahora, puesto que podemos decir, sin anfibologías, sólo tiene autoridad el que ha muerto (por eso puede mandar) y autoridad de sabio aquél que sabe que el muerto es él (Churata 1957: 121).

La cadena vital no se inserta exactamente en una temporalidad biológica, sino en una tempo-espacialidad mítica que no reproduce el ciclo vital humano: señala al pasado pero no como «vuelta al origen», sino como espacio de exploración y lucha para controlar el futuro. Volviendo al tema de la antropofagia ligada a la cadena vital, hay que decir que Churata no sólo propone la idea de darse como alimento al procrear, sino que hace una defensa casi literal de la antropofagia; «el hombre [...] por naturaleza sería antropófago» (Churata 1957: 116); lejos

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de ser un signo de primitivismo, la antropofagia propicia una especie de comunión-comunicación con el alimento: «Dime lo que comes; te diré lo que piensas...». Se es lo que se come, y por eso el hombre se humaniza comiendo al hombre; ya sea por devorar el alma del enemigo y absorber su sabiduría y su valentía; ya sea por incorporar aquella del Cristo (pues pone de relieve lo «antropofágico» del culto católico), ya sea como parte del culto a los muertos: «hacer que el muerto siga con los vivos en aquella parte sustancial —cárnea, vale la pena subrayarlo— que constituye su personalidad: la ternura, la valentía, el orden, la honradez, la belleza» (Churata 1957: 119). El canibalismo podría convertirse en una terapia ante la intelectualización y la abstracción: «Acaso al hombre le falte alimentarse del hombre para superar a la bestia intelectual que ha inventado la muerte» (Churata 1957: 120). Al igual que en el caso simbólico de la hormiga macho que es muerto y devorado al engendrar, el hombre engendra con dolor y se da a sí mismo como alimento del linaje. La hormiga es el símbolo de la paternidad: «Deglutido por su hembra alcanza la misma plenitud del dolor genésico con que la fecundó» (Churata 1957: 120). En este contexto podemos releer el episodio inverso comentado al principio, en que el padre, el Khori-Puma, devora a su mujer, la sirena, y a su hijo, el Khori-Challwa. En el último capítulo del libro, «EL PEZ DE ORO», que repite el título del anterior, vuelve al tema de la muerte, que es ausencia y dolor, pero que es sobre todo permanencia: la célula permanece ante la desintegración de las formas y por ello tal vez es el verdadero cosmos. Se refiere Churata a una idea que no es ajena a ciertas investigaciones modernas, que consideran el ritmo o la armonía como constitutivos de las relaciones entre los microorganismos, y hablando de la célula dice: «¿Al último, los sistemas complejos que rigen el movimiento astral determinan el suyo, o del suyo parte la rítmica cósmica? Contesta, Plato» (Churata 1957: 527). En este capítulo, por cierto, desafía continuamente a Platón, tomado como un interlocutor un poco irritante porque las ideas platónicas son en general opuestas a la materialidad de Churata. Según Churata, la desaparición por la muerte que comprueba el empirismo no es una verdadera desaparición, y por eso el brujo andino cree que comienzan nuevas formas de la materia: de ahí la negativa al entierro y el ofrecimiento de comida en las formas andinas tradicionales. Las células que sustituyen a las muertas crean una unidad; y al morir entramos en un

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óvulo del que se renace, no en la muerte: «Morir será sólo Nuevo Nacimiento» (Churata 1957: 529). Las células, ámbito de la inmortalidad, tienen personalidad, inteligencia y emoción. Incluso se pregunta si en los idiomas no funcionarán cierto tipo de células, cuya vivencia determina la vivencia mental del escritor: «constituye el carácter en el individuo, correlativamente en los pueblos» (Churata 1957: 530); por ello el idioma dominado se vuelve agrio. Sin embargo, Churata, consciente de que esta visión autorizaría el racismo, rechaza definir la raza por las morfologías celulares, aunque piensa que las vivencias de la célula están en el paisaje y definen el talante de los pueblos; la materia, de algún modo, determina la vibración del idioma, y también conforma ciertas actitudes emocionales, como el mestizaje en tanto que rencor o agresividad mal conducida que se manifiesta en la celebración del toreo, como signo de una actitud patológica, o la soberbia alemana: «En Alemania hay pensador que se estime que no hubiese descubierto la "mónada" y señalado caminejos hacia la metafísica del Incognoscible, juzgándose límite de toda sabiduría» (Churata 1957: 532). Churata está contra el mestizaje como supuesta «mejora» que aplasta a la raza inferior; los pueblos americanos siguen colonizados y por lo tanto también lo está la célula, porque no ha muerto, pero es aplastada. Por ello el Inka, lo indio, se ha replegado a la célula: «Es que lo indio es lo que caracteriza en la célula, como la célula caracteriología del Cosmos. O séase que sólo tiene cosmos quien tiene célula» (Churata 1957: 533). De ahí que la recuperación de la célula requiera para Churata una estrategia de negación de lo hispano que hemos explicado en otra ocasión (Usandizaga en prensa), lo cual provocará un nuevo nacimiento a largo plazo para expresarse en el idioma de América. Más arriba comentamos la identificación que hace Churata entre el Pez de Oro y la unidad vital: el Pez de Oro, el hijo, es la permanencia de la especie, la conciencia cósmica, y a la vez la individuación de los miembros del linaje; es también la célula, el punto lácteo de la generación que es re-generación de la vida.

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L A E X P R E S I Ó N Y LA C R E A C I Ó N : EL P E Z DE O R O C O M O P U N T O LÁCTEO Y GÉNESIS DEL TRINO

Es necesario también detenerse, para acabar este recorrido temático, en ese nivel del mito que da forma al tema de la expresión y la creación, relacionado con la dificultad de producir una escritura conectada con lo andino, y ya sugerido al hablar de la conexión de la célula con el idioma. Este tema está constantemente presente en la reflexión de la obra, articulada por un vanguardismo que tiene que ver sobre todo con la ya comentada estructura y composición del texto. Como veremos, el de Churata es en efecto un lenguaje desarticulado, en el que se mezclan el español y las lenguas autóctonas en un intento repetido de desaprender lo aprendido para buscar una nueva expresión que conecte con la cultura andina; en este sentido, Churata busca su propia tradición en textos ligados a lo andino. A este rescate, a esta reivindicación del lenguaje de por ejemplo Guamán Poma (Churata 1957: 16), que podría llevar al uso del aymara y el quechua, se opone algo que sí se rechaza de modo categórico, y que es la retórica española, «lo que no soltamos del legado hispánico: la trónica, que truena con más vaciedad ahora que España nos falta con el humanismo de Vitoria, el genio de Calderón, el romanticismo quijotesco del padre Las Casas» (Churata 1957: 25). No ha habido independencia («De la España española, sí. No de sus porquerizos, Churata 1957: 25») en cuanto a lo más negativo de lo cultural: «Seguimos españoles en el sentido obsceno de la españolidad; esto es en madrileñismo curialesco (sostenerlo no infiere fosca alguna por la nobiliaria de los Madriles) o sea en «pizarrismo» híspido, bravucón y dipsómano» (Churata 1957: 25). Se percibe aquí la mencionada estrategia de Churata, contraria al mestizaje, para llegar a lo propio. Del mismo modo, Churata parece en esta obra mucho más consciente de las posibilidades y limitaciones del uso de las lenguas vernáculas en la literatura, separándose de la consideración, por parte del Boletín Titikaka, del «español como la única lengua posible en el campo de la cultura letrada» (Vich 2000: 190-191). Churata es ahora más realista y más crítico puesto que, al lado del español andino que le inspira Huamán Poma, percibe otras dos posibilidades que parece dejar abiertas, pero que no emprende por diferentes razones. Después de reconocer que no hay todavía literatura americana, que ésta es aún española, Churata señala que: «En tal punto el alud volcánico se

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dirige a la posibilidad Garcilazo, la posibilidad Huamán Poma o la posibilidad "Ollantay"» (Churata 1957: 22). Es decir, una lengua hispanizante, una lengua híbrida o las lenguas autóctonas. «Si Huamán nos da el diapasón, nada tenemos que acometer que no sea jerarquizar el español híbrido que hablan nuestros pueblos, si lo tercero...» (Churata 1957: 22), añade Churata; pues, en efecto, parece que se inclina por esta solución híbrida, pero no porque la tenga por definitiva, sino por adaptarla a sus posibilidades lingüísticas reales, en lo que se refiere al uso de las lenguas autóctonas, y porque considera que ya no es el momento de explorar en lo más hispánico; piensa además Churata (Churata 1957: 18) que lo mestizo desemboca en la «quejumbre», y critica (Churata 1957: 34) al indio que se «cholifica». La primera solución se rechaza entonces, puesto que además la «trónica» española anteriormente mencionada constituye uno de los mayores obstáculos para llegar a una literatura americana. Parece entenderse, entonces, que a la larga la solución sería el uso del aymara y el quechua: «Una posibilidad de literatura americana quedaría resuelta (se entiende que para el área del Tawantinsuyu) si los escritores americanos pudiesen emplear el aymara y el kheswa» (Churata 1957: 25). Es, por lo tanto, una imposibilidad real y momentánea la que ve Churata para el uso de las lenguas autóctonas, pero vislumbra la posibilidad de que se llegue a ello en el futuro: «El español tendrá que hibridarse Tendiendo parias a Huamán Poma, o romperemos los "atajamientos" de Garcilazo, volviendo al aymara y al kheswa. Sólo entonces el punto de partida de "Ollantay" habrá encontrado continuidad. Y ya podremos hablar de Literatura Americana» (Churata 1957: 26). Si bien es cierto que la lengua de Churata hay que tomarla como un ensayo, qué duda cabe de que se trata de algo original y valioso en tanto que expresión de este lugar fronterizo que es su literatura. Tomamos uno de los múltiples ejemplos de ese lenguaje, en el que precisamente se refiere al canto, a la expresión artística: Elake, Khori-Challwa, que en estas kellkas se trata de tu patria de oro y se llora en trinos la patria de tu trino. Se llora el trino de los huesos, del lakato, las thayas y del phesko. El agua gorgorea con gorjeos. Aulla el perro lobo por sus trinos. Trina la kharka que te ama. La ahayu ya no trina porque te habla. Trina, llora y espera el Chullpa-tullu. El hombre de cabeza de llamo trina con tus trinos. Llamarada de trinos, el Khori-Puma, que con alada garra fue a despertarte del sueño en tu adormida estrella. Wirakhocha en su gloria

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de trinos y de oros, es ya sólo un trino de tu oro. Trina el monte, trina el aire, trina el agua. Trina en la Khellka la Imilla que por trinarte vino y ya es la pirwa de tus trinos. Trina la Pacha-Mama y es su corazón el nido de tus trinos. Tus trinos son, no hemorragia de mis llagas, Khori-Challwa. Trinos para el niño viejo, trinos para el viejo niño. Y los mismos alaridos del chullpar que espantan a los chiñis, son el trino de oro que trina con tus trinos (Churata 1957:45).

Este lenguaje híbrido parte de un español arcaico inspirado seguramente en sus lecturas de los clásicos, para mezclarlo con términos en quechua y en aymara, términos que incluye en principio en un guión lexicográfico al final, aunque este guión, en realidad, constituye más bien un diccionario personal. El castellano, a pesar de cierto descuido, está usado con pericia de diferentes maneras: a veces es un castellano «plebeyo» (Churata 1957: 170), pero las más de las veces está elaborado de modos diversos, ya sea con el lenguaje filosófico (Churata 1957: 379), ya con juegos de palabras («Que la Muerte y Putifar tienen la suerte del badajo, mi docto Renacuajo, si bajo el barajo caen de tu atajo: ampollas, o bambollas, o centollas», Churata 1957: 363). Hay otros ecos intertextuales que cabría investigar: bequerianos («Entonces comprendí porque se muerde», 375); o conectados con el discurso modernista y posmodernista, tal vez egurenianos, lugonianos o valleinclanescos («MamaKhilla, clorótico fanal de todo drama de Ultratumba, a la sombra de sus ojeras volcaba lunáticos albayaldes en el montón de arrugas viejas de la tierra, donde, Duendes sin ellas, complotaban la fuga», 288). El texto se propone como algo ciertamente difícil para un lector occidental, quien no puede apoyarse para descifrarlo en las referencias andinas, y que tampoco puede basarse sólo en el código vanguardista para entenderlo. Pues no es sólo la lengua la que se nutre de diferentes sistemas: El Pez de Oro representa un esfuerzo por construir una estética a partir de la cosmovisión andina en contacto con la cultura occidental de Churata; ambas se manifiestan y se declaran en este proyecto como precarias y caóticas, pues el propio Churata reconoce que maneja mal las lenguas y la cultura nativas, como se comprueba examinando su proyecto lingüístico, y que su cultura occidental a veces le llega por el Reader 's Digest. Es cierto que tan pronto cita a Platón como a Goethe, a Einstein o a Marx, pero reconoce con una humildad no exenta de ironía que sus fuentes no son a veces

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directas: «En la mecánica del movimiento, enseña Bergson (y al testimonio acudo de ese prodigioso Museum, de que yo y no pocos analfabetos nos abastecemos: The Reader Digest)...» (Churata 1957: 108); en otro momento cita como autoridad al almanaque Bristol (Churata 1957: 90). En este contexto híbrido se produce la búsqueda de la expresión que míticamente se manifiesta en el Pez de Oro, ya que encontramos en el mito una dimensión ligada a la expresión: las ideas de dolor, de germinación y de alimento también se relacionan con la dimensión estética y creativa del mito ligada a la identidad —cuya presencia señalábamos al principio—, no sólo con la existencial. En el plano existencial, veíamos como esta idea está estrechamente trabada con la de la cadena vital en la que se inserta el ser humano. Si el ser humano es permanencia, lo es gracias a la trabazón con sus antecesores y descendientes: esta vivencia en los muertos y la continuidad en los hijos presupone no sólo la inmortalidad, sino también el encuentro con la raíz y la expresión por el canto, lo que Churata llama «el trino». También el Khori-Challwa es el generador del trino, símbolo de la expresión y en este caso de una escritura americana, que se produce por la búsqueda y la ansiedad de la expresión: «para tal sed, tal trino» (Churata 1957: 81), un trino que a veces es grito primordial (Churata 1957: 77); y a la vez un canto, que nace de lo muerto, de lo pisado, de lo asesinado: «Allí naciste, trino; de ese montón putrefacto, naciste, trino mío, Inka» (Churata 1957: 78); y que está ligado a lo cultural andino: la búsqueda del Pez de Oro «me ratificó indio, y me sentí árbol» (Churata 1957: 98). «Khori Khellkhata Khori Challwa» (Las letras de oro del Pez de Oro) se titula una de las versiones del nacimiento del Pez de Oro; ese relato refuerza la idea comentada de germinación y fecundación ligada al dolor y a la vida, a partir de las figuras míticas del padre, el Khori-Puma, y el hijo, el Khori-Challwa, que le hace inmortal. La generación adquiere en ella un carácter sagrado y estético, casi místico, que para Churata se relaciona con el único mandamiento de la belleza viva, que es engendrar, pero para engendrar, ha dicho antes, hay que estar «en el ser, en Aura Mazda, en ahayu, en Atlanta y Pithecantropo... Saberse totalidad en EL PEZ DE ORO, el cual es universo y patria, sólo porque es punto lácteo» (Churata 1957:41). El origen vital es, pues, también, el origen de la creación artística. Churata cree con Waidlé que el pensamiento mítico (que él prefiere llamar «el sentimiento del mito», 1957: 128) concilia el conocimiento

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con la creación a través de la idea de generación: «En tanto todo conocimiento es nacimiento, sí» (Churata 1957: 128). El conocimiento nace con dolor «y con sus pies y su cuenta a wakchar se echa por el mundo» (Churata 1957: 128). Por eso también el mito del Puma de Oro, el padre que engendra con dolor y que simbólicamente devora a su propio hijo, germina, como otras figuraciones míticas, con el dolor que se hace alimento de los dioses y de los muertos, en una visión que se puede emparentar con las prácticas rituales andinas, en especial las aymaras, en las que las ofrendas y los pagos, las mesas andinas, son alimento elaborado para los dioses y los muertos (Fernández Juárez 1997). El hombre es dolorido como el Puma, «sustancia de la olla pogre», apto entonces para cocinarse como las constelaciones: «cocinados Warawara-chipa, Pumayunta, Wiphala-takhata, Khawra-ñaira, Laykha-pillu, cocinados en acá, para no redamor en allá, vida y sustancias» (Churata 1957: 128). Esta cocina produce conocimiento y canto; para Churata, desde luego, el mito no es sólo conocimiento, sino materia expresiva; el canto, el trino: «Se me ocurre el mito materia sinfónica de pueblo; y que allí donde hacinan necesidades con voluntad melódica, pronto la creatura toma carnatura de timbal y retiñe y anda. Eso EL PEZ DE ORO en el plasma unigénito» (Churata 1957: 135). Para el propio narrador, identificable con Churata por las circunstancias que enuncia, la búsqueda del Khori-Challwa ha sido la búsqueda de la expresión, la entrega a la música secreta que comunican los manantiales y las lagunas: «Nada tengo que agregar para bien probarle que mi silencio de treinta y siete años, estuvo empleado en pescar al Khori-Challwa en la garganta de los chiwankus y el matinal gorjeo de la Cherekeña, a El tan familiares, ayer y hoy; y que es desde esta hondura amarga que manan el Titikaka y El» (Churata 1957: 139). Churata habla de entregarse al canto que ofrecen los pájaros y también al que mana de los lugares oscuros y a menudo acuáticos: en este sentido, el lago Titikaka tiene en la reflexión de Churata un valor hondamente genésico: no sólo es el lugar donde nace el Pez de Oro, sino también donde hay que ir a buscar la identidad y la expresión que guardan los ancestros («He mirado tu música, Chullpa-tullu, hermano», Churata 1957: 323), y en general los seres míticos. Según Gisbert (citada por Millones/Tomoeda 2004), dos hermanas míticas, «mujeres-peces», habrán salido precisamente del Titicaca, lo mismo que la Sirena madre del Pez de Oro, cuya relación mítica con la expresión comentamos a continuación.

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Por eso, el mito es también una manera de comunicar, pues la melodía mítica debe resonar en un destinatario, y sin ese receptor no existe la materia mítica, ya que el Pez de Oro no sería posible sin «un público para quien existe» (Churata 1957: 137): «Si la miel es imposible sin El, su miel es imposible sin pueblo» (Churata 1957: 137). Y el mito compartido puede llevar al milagro, la regeneración de la historia, lo que nos permite enlazar con la primera dimensión comentada, la del mito como reivindicación: Sólo el mito que libera al hombre ha salido del hombre [...] El drama habrá escapado de palco escénico para realizarse en la calle. Andará de su cuenta y de la nuestra y será parte de nosotros. Se habrá hecho tumulto, multitud, universo. Entonces le pediremos el milagro, no suyo, sino el milagro de que somos capaces en El, en el eje de la sinfonía. Y si no tiemblan los vivos y se levantan los muertos, la commedia e finita... (Churata 1957: 137).

La génesis del canto se produce pues en el Pez de Oro, en los antepasados y en otros seres míticos a menudo relacionados con el mundo oscuro del interior de la tierra. En la tradición andina, estos seres oscuros, especialmente los que habitan en el agua, se ligan a la posesión de la música, de la creación: habitan en las cuevas y las fuentes y a ellos se acude para aprender. La relación de estos seres oscuros con el mundo de los muertos es clara en Churata, pero a veces se trata de muertos menos tranquilizadores: el autor define por ejemplo «Anchancho» como un vocablo aymara que significa «variante del duende indio, o alma del difunto» (Churata 1957: 539), conectando lo temible con los antepasados, y habla de entrar en las montañas para «extraerles el Haipuñi y los Anchanchos que por ellas circula» (Churata 1957: 63), como una manera de entrar en lo indio. En su glosario, se refiere al Huturi como «mito ígneo y ofídico del Titicaca» (Churata 1957: 542) y a los Khatekhates como «diablejos maléficos del mundo indio», «duendes» (Churata 1957: 544). La convocación que hace Churata de estos seres (aparecen otros, como los Haipuñis y los Kasiris) nos habla de su carácter de fuerzas oscuras que hay que poner de nuestro lado, de su dimensión a la vez maléfica y fecunda. No parece casual que estos personajes temibles tengan también un carácter creador en la tradición oral: retomando referencias anteriores, cabría relacionar a la «Linda Sirenita del Lago de Arriba» (Churata 1957:

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129), que sin embargo en Churata es un personaje inocente, con otros seres ampliamente conocidos en los Andes, los sirinus (Stobart 1996: 68), Sereno o Serena. Los informantes —músicos y bailarines— que refieren el ritual de la danza de las tijeras en diferentes trabajos (Gushikén 1979, Millones/Tomoeda 1998, Vilcapoma 1998), aunque niegan la iniciación diabólica que les atribuye el contexto cristiano, admiten que es habitual la ofrenda de estos bailarines sagrados al wamani o deidad tutelar para recibir su protección y el acudir a las cascadas o los manantiales para recibir la música de la Serena («sirena, versión andina del personaje mítico europeo»; Núñez Rebaza citado por Millones/Tomoeda 1998: 133), una música que con el agua sale de la cueva donde habita el wamani. Gushikén (1979: 40), en su biografía del violinista amigo de Arguedas Máximo Damián Wamani, reporta algo parecido; además, las tijeras se sumergen en un ojo de agua para que suenen con su voz «hasta que madure» (Millones/Tomoeda 1998: 134). Por eso, tal vez, es sabido que la música es sajra, que procede de lugares oscuros como el interior de las cascadas y los manantiales: «Los jalq'a no son una excepción, de manera general consideran que la música es «sajjra parte», es decir, pertenece al ukhupacha, (quechua, el «mundo de abajo»), y se encuentran en estrecha relación con divinidades llamadas Sajjra, Supay o más raramente «Sereno» (Martínez 1996: 312). Tanto el wamani como la Serena, pues, son seres que conectan con lo que algunos llaman encantos (Millones/Tomoeda 1998: 133), y que se refiere a los lugares que conectan el mundo de aquí (kay pacha), con el mundo de abajo {ukhupacha). Y ese contacto, sin ser demoníaco en el sentido occidental, no está exento de peligros. También en toda la obra de Arguedas encontramos referencias a los ritos andinos de reciprocidad con las fuerzas de la naturaleza, de las que el hombre toma la fuerza, el poder y la creatividad. En Los ríos profundos se narra cómo, en los pueblos, los más audaces nadan hasta las piedras del río y duermen allí para escuchar el sonido del agua, aspirar su luz y comunicar con su poder (Arguedas 1995: 174) y con esta armonía que contiene la música (Arguedas 1995: 379). Toda la fuerza oscura que Churata sitúa en el lago tiene este doble valor, y tal vez por ello el oficiante andino se contagia de lo terrible, y Churata define al «PakoAchachila», uno de los nombres del oficiante que hace referencia a su conexión con los antepasados, como algo temible, pues es la «Causa de todos los maleficios. El brujo fríamente poderoso; a quien asisten los

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Makalas» (Churata 1957: 547), mientras que tanto la palabra quechua paqo («curandero profesional», según Cusihuamán 2001: 76, y que se usa en el sentido más amplio de oficiante andino), como la aymara achachila («protectores genéricos de las sociedades aymara, identificados especialmente con los grandes cerros nevados de la Cordillera Oriental» y también «Abuelo. Antepasado», Fernández Juárez 1997: 225), tienen una connotación protectora en otros contextos. Pero el Achachila cifra su dimensión fecunda en su pertenencia a lo oscuro: el Achachila, o Jefe arcaico, asociado a lo acuático y subterráneo, «incrustado en chinkhanas, manantiales, lagos, o kharkhas» (Churata 1957: 122) no es así mera presencia nostálgica del ancestro, porque también las fuerzas del lago son las que generan la escritura. Igualmente, en la definición de Achachila como «Jefe viejo y acaso que rige desde el pasado» (Churata 1957: 539), Churata resalta en su glosario el sentido benéfico del antepasado. Este personaje aparece como parte de los muertos protectores cuando el nombre se usa en el sentido de antepasado («manantial de bondad», se le llama en la página 318) y tiene un valor creador: «—Te ha engendrado el corazón rumoroso del más poeta de los poetas: tu Lago. Aquel aurisolar Achachila, que si danza a la salida de la Aurora, cuando se cansa en los atardeceres se acuesta en los morokokos de sus montañas...» (Churata 1957: 138). Esta conexión con los antepasados es lo que procura la identidad y la expresión. Por eso en el chullpa-tullu, lugar de los antepasados muertos, el encuentro con el Achachila es positivo: A cada paso chullpas, chullpas y chullpas. Allí los hombres que crearon el mundo; allí los que me amaron un día; allí los abuelos y tatarabuelos remotos de mi madre. Aquí del uchukhaspa, del allkamari, del lluthu. Aquí retomé sociedad con ellos, los seguí a sus acérrimos nidales, perseguí sus fugitivas galerías, descubrí el rastro de sus alas en las nubes. Allí a gritos reproché a los Achachilas el tardío reencuentro (Churata 1957: 57).

A pesar de que los antepasados puedan tener aspectos temibles en la tradición andina, y del contagio de la figura del condenado que viene de la tradición cristiana (Taylor 2000), la lección de los chullpares es para Churata, básicamente, la de la vida y la inmortalidad, y sugiere la posibilidad de recuperar la lengua de los muertos: «En el corazón de los chullpares está el imperio de la sangre y se percibe su inmortalidad.

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Bulle con torrentes ardorosos, habla con la lengua de todos nuestros muertos, se agita con sus vidas, duele con los sueños, reclama sus derechos; de allí afloran para brindarnos el beso de la fraternidad que no se trunca, para avivar la hornalla que arde sin principio» (Churata 1957: 97). En la vida del chullpa-tullu busca el enunciador una sabiduría ritual que propicia «la vida integral, eterna, pasional, instintiva y fértil» (Churata 1957: 93), y que se transmite en folklore, danza, música, sueños: estética, porque «La magia primitiva es más arte ceremonial, liturgia» (Churata 1957: 92). Del mismo modo, los chullpares no son meras necrópolis, sino «altares necrolátricos, donde adquiere el hombre conciencia de estancia y de raíz» (Churata 1957: 122). En estos muertos reside el «Pasado no yerto, fértil; no detenido, fluyente» (Churata 1957: 122). De nuevo la conexión con la expresión y la creación se hace desde la ascendencia y la descendencia: el Pez de Oro es el depositario y la fuente de este saber acuático, antiguo y oscuro; de ese canto que el Khori-Challwa hace renacer con su advenimiento.

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SEMÁNTICA

Y EL R I T U A L A N D I N O

El Pez de Oro —desembocadura y nueva conexión de la cadena vital— relanza la continuidad de la vida, asegura el cambio social, y guarda el canto que renacerá con su trino. Simétricamente, la figura mítica de los muertos y sus transformaciones son en Churata, como en la tradición andina, fuente de mejora social, creativa, y existencial: sumaq llank'ay, sumaq puriy, sumaq kawsay (buen trabajo, buen camino, buena existencia), dice el ritual andino (Maestro Martín Quispe, altomisayoq de Q'eros, comunicación personal en el curso de una ceremonia de pago). Se puede comprobar que los muertos y los descendientes son los que procuran la vida, la identidad y la expresión: conectar con ellos mediante la generación y la escucha de las fuerzas ocultas significa el nacimiento de ese «trino» primordial y desgarrado que ha de ser para Churata la escritura americana. Las tres dimensiones, pues, están presentes en el mito, pero no se trata exactamente de que el mito «simbolice», sino de que los acontecimientos y los personajes míticos se narrativizan y se ponen en escena

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para interactuar con esa tematización. Resulta propio de la tradición andina, además, la peculiar disposición del material mítico en la reflexión de Churata. Volviendo a la idea de la convocación ritual que está presente en los diferentes niveles del mito, en esta búsqueda de sabiduría, Churata apela a sujetos del conocimiento occidental (y no precisamente los más ortodoxos) y también a sujetos del conocimiento andino, pero, más que a un sincretismo mestizo o a una estructura surrealista, parece más esclarecedor ligar el texto a su propia tradición, la que Churata reivindica: El Pez de Oro responde una estructura interactiva de reciprocidad. En ella coexisten oraciones, conversaciones, canciones, invocaciones; observando con detalle lo que ocurre en el texto, tal vez se pueden concretar los modos cognoscitivos de Huamán y hablar de la estructura de la convocación que se da en las fiestas y en los rituales andinos. Hablábamos antes de los interlocutores a los que se dirige el narrador y que a su vez toman la palabra: el intento de enumerarlos es vano puesto que, como hemos visto, en su reflexión filosófica, Churata no cita al modo tradicional, sino que interpela e invita. El mismo nos da pistas en este sentido, pues habla de su lectura de los místicos y pensadores occidentales, casi siempre ex-céntricos — Kempis, Nicolás de Cusa, Maestro Eckardt, Juan Jacobo (Rousseau)— como si se tratara de compartir la sopa: «Ah, qué gran cosa fue haber partido mi chupi con ustedes...» (Churata 1957: 63); por otro lado, como hemos visto, llama también a sujetos menos canónicos como el atlanta u hombre andino (Churata 1957: 110), y también a la mama Margacha (Churata 1957: 61), la india que le ha criado, los sabios y los antepasados andinos como el Achachila-tata, el Hutuñ —divinidad ofídica del lago Titicaca— (Churata 1957: 59). Llama a sabios de todo lugar —los andinos, Auki, Layka, Yatiri—, a dioses. Llama también a los seres oscuros que representan las almas de ciertos difuntos y las raíces ocultas: el Haipuñi, el Anchancho (Churata 1957: 59-60,68). Estos seres oscuros se convocan por la tradicional lectura de coca: el enunciador pregunta al Layka, tata Pablito, si hay Anchanchos; éste le responde: «—Tenemos Anchanchos, Huturis; tenemos Haipuñis, Katekates, Kasiris... ¡Purquiría! ¿Por qué? Vamos; miraremos». Y añade: «Las hojas de coca son los ojos verdes del indio» (Churata 1957: 68). También se convocan los linajes y los pueblos andinos: «Han venido los Allkas de Utawilaya, los Champillas de Pillapi, los Chokes de Warisa, los Pachos de Konkachi, los Mamanis de

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Mañaso» (Churata 1957: 59). Se convoca también a la naturaleza: «Penétrame para siempre Khantati-ururi, estrella de mis trinos; y tú, hermano Titikaka, con tus cargas de challwas, balsas y balseros, con tus verdes totorales trinadores...» (Churata 1957: 59). Todo esto se inserta en este contexto en el que se van sugiriendo las acciones chamánicas de los oficiantes andinos: la animación mediante el soplo y la imposición de manos; la adivinación en coca; la llamada a los espíritus de la naturaleza y a los antepasados. De este modo, Churata recrea en su texto la extraordinaria red de energía que convocan estos rituales. Por ello lo mítico en El Pez de Oro no constituye una simple narración, sino una activación interactiva, como cuando en los rituales aparecen la Pachamama, los Apus y los antepasados; por eso el KhoriPuma y el Khori-Challwa son a la vez interlocutores y sujetos. Churata piensa, en efecto, que el conocimiento mítico «es nacimiento» (Churata 1957: 128) y germina con el dolor que se hace alimento de los dioses y de los muertos, como en el ritual de la ofrenda. La convocación de los antepasados se complementa con la llamada a ese futuro que El Pez de Oro, encargado de conectar la cadena vital, genera en el plano histórico, estético y humano. El Pez de Oro es en este contexto un ser mítico que busca «al hombre y su naturaleza en la historia [...] En la célula» (Churata 1957: 31); la referencia a la historia no es anecdótica, porque la célula no es simple biología, sino punto de partida perceptivo y expresivo: «el gorjeo», dice Churata (Churata 1957: 31). El advenimiento del Pez de Oro inaugura una nueva etapa, pero conectando con la anterior; la comunicación ritual con los muertos nos relaciona con el pasado, pero para inaugurar el futuro. Así, ambas figuras míticas (descendencia y ascendencia) construyen el camino humano a partir de la célula, núcleo de lo histórico, lo existencial y lo expresivo. La célula es también un concepto espacial, porque para volver a la célula hay que volver a la caverna —«adentro, más adentro» es uno de los leitmotiv del libro, y también su última frase, el «áureo mensaje de EL PEZ DE ORO: — ¡América, adentro, más adentro; hasta la célula!...»(Churata 1957:533), y en la caverna ocurren los enfrentamientos, como el comentado del Khori-Puma con el temible Wawaku (Churata 1957: 525), «una forma de la oscuridad» (Churata 1957: 510). Y esta acción histórica tiene una dimensión existencial, estética y espacial: para Churata la célula germinal conecta con el cosmos y con su armonía dinámica. El Pez de Oro impulsa un viaje que consiste en buscar el

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centro y el conocimiento a través de un descenso a los infiernos, que permite conocer el origen como renacimiento, como «nuevo punto de partida para la Vida» (Churata 1957: 472). Todo esto no se separa de la historia ni de la cultura en que se inserta esta búsqueda. D e este m o d o , se puede observar c ó m o el mito prehispánico en El Pez de Oro se reescribe para entrar en profundidad en las diferentes dimensiones de la reflexión de Churata, desde la histórica hasta la identitaria y estética, pasando por la existencial y de conocimiento, a través de una integración estructural en la reflexión de la obra.

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RELATO DEL POPOL VUH, LIBRO MÁGICO DE L O S M A Y A S - Q U I C H É José Ignacio Uzquiza

Vamos a tratar de «desenrollar», tanto como nos sea posible, este misterioso libro, cuyos códices pintados y jeroglíficos estaban «enrollados», envueltos, y de una manera que no podía verse su costura porque, «no se vio cuando lo envolvieron» (Popol Vuh 1995: 140) como el bulbo de una planta, quizá. No es éste, el Popol Vuh, libro de los reyes y magos mayaquichés del altiplano guatemalteco, fácil de abordar, pues, aunque algunas partes de su relato parecieran poseer un encantamiento casi infantil o adolescente, lo cierto es que su complejidad simbólica y su resonancia real hacen del libro algo como una cosa excesiva para nosotros. No querríamos acercarnos a este libro con la perspectiva de un texto exótico, de un exotismo cultural, ni tampoco a partir de esa intelectualidad humanística europea tan complaciente consigo misma y su cultura, que, cuando trata de culturas diferentes a la suya, especialmente a las que considera arcaicas o menos evolucionadas, adopta una actitud de culta tolerancia, en el fondo, a menudo, menospreciadora, como de algo que vale menos y existe menos o demasiado lejos. La vida, sin embargo, no perdona los prejuicios, y nadie carga impunemente con ellos. El Popol Vuh es el más completo de los Libros Mayas que han llegado hasta hoy. Es un libro realmente sorprendente, envuelto, como todo el pasado centroamericano, en una especie de «niebla florida» (Retorno de los Guerreros), pero también oscura. ¿Quién o quiénes fueron sus autores y con qué intenciones hicieron un libro que habría de ser perseguido y ocultado durante siglos

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y cuya transmisión, por lo tanto, era clandestina? Y aún más, ¿cómo se logró hacer este libro de lo que parece fueron muchos libros o códices escritos y pintados, de autores diferentes en épocas distintas, y hacerlo en una escritura maya inusual para ellos, o sea, en caracteres alfabéticos latinos, por la influencia forzada de la escritura de los llamados conquistadores, dejando la suya propia, que era básicamente oral, rítmica, pictográfica y jeroglífica, y, al final articular todo eso en un solo libro breve? De ahí que pudiera decirse que hay diversos Popol Vuh dentro de uno, como si hubiera distintas verdades y textos compilados y articulados en uno solo. En este libro palabras e historias giran entre sí, implicándose y concerniéndose mutuamente, como si ante círculos o espirales que danzan en un escenario casi cósmico estuviéramos, en el cual lo que se ve o se dice es sólo la parte visible de un conjunto ilimitado que tiene otra cara invisible y no escrita, la cual únicamente podemos entrever o conjeturar de lejos. El libro trata en sus primeras partes por decirlo así, pues la copia del original que ha llegado a nosotros carece de partes, de las historias de los mayas más antiguos y del tronco mítico común a ellos, y luego en las otras partes, de los mayas modernos, de su historia y su política, y en particular del reino quiché, al que pertenece el autor o los autores del libro, hasta la llegada de los españoles a principios del siglo xvi. El Popol Vuh fue compuesto después de la «conquista», poco antes quizá de la mitad del siglo xvi. Mi propósito en este artículo es mostrar algunas de las sorpresas del libro, situándolo en el conjunto de la cultura maya y poniéndolo en relación con otras culturas próximas. El Popol Vuh sólo empezó a ser conocido, estudiado y traducido en el siglo xvm, gracias al P. Francisco Ximénez, que lo recibió de manos de unos indios en los altos de Chichicastenango, en Guatemala, que, al parecer, lo habían escondido durante casi doscientos años en el altar mayor de la iglesia principal de Chichicastenango, donde los españoles no mirarían ni destruirían. Y lo que el P. Ximénez recibe es un tesoro cultural. El libro estaba escrito en columnas paralelas, en lengua maya alfabetizada y no jeroglífica y Ximénez lo traduce al castellano sin título alguno, resultando su primera traducción poco clara y literal y ensayando otra más libre, que incluye en su libro «Historia de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala», de 1722, el cual deposita en la Biblioteca del Convento de Santo Domingo, de donde posteriormente

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pasó a la Biblioteca de la Universidad de San Carlos de Guatemala, lugar donde quedó recluido y olvidado durante más de cien años, hasta que un viajero austríaco, Scherzer, lo encuentra y lo publica, admirado, en Viena, el año 1857, con el título de «Historias del origen de los indios de esta provincia de Guatemala». Luego, a partir de aquí, se efectuarán diferentes traducciones a diversos idiomas, el castellano, el francés y el inglés principalmente. Una copia del Manuscrito Ximénez, a través de no se sabe claramente qué odiseas, llega a la Newberry Library de Chicago, donde permanece: es el manuscrito Ms. Ayer 1515 o FF 1465 J*. 84 1973; esta copia, que no es sino una copia de copias, tiene algunas tachaduras y enmiendas; en fechas recientes se ha efectuado una edición en maya-quiché del Popol Vuh, por parte del guatemalteco Sam Colop. A su vez, el P. Ximénez, además de la obra citada, escribió unos «Escolios» o comentarios a su traducción del Popol Vuh e, igualmente, un «Diccionario o Tesoro de las lenguas cakchiquel, quiché y tztujil» (véase la bibliografía de este artículo). Con todo, Ximénez trató de cristianizar su traducción, cristianización particularmente evidente en sus Comentarios o Escolios al Popol Vuh, visible en conceptos como Dios, Demonio,Trinidad, nagual, etc., lo que era práctica eclesiástica que venía desde la Biblia, cuyo original hebreo fue progresivamente cristianizado. Y el Popol Vuh «era doctrina que primero mamaban con la leche y todos ellos [los indios] lo tienen de memoria, y descubrí que de aquestos libros tenían muchos entre sí», decía Ximénez, que añadía en sus «Escolios»: En este libro tenían escrita doctrinas en dos columnas por todas las planas del libro y entre columna y columna estaba pintado Cristo crucificado, con rostro como enojado [...] Y es tal el secreto que guardan los indios de sus cosas y libros que ni el muchacho más tonto hay remedio que se descuide en manifestarse y sólo por conjeturas se puede rastrear algo (Ximénez 1857: 107).

Tal secreto se transmitía de unos a otros como una especie de confidencia sagrada. «Estas palabras compuestas aquí —dice otro libro maya, el Chilam Balam de chumayel— son para ser dichas al oído de los que no tienen padre y de los que no tienen casa [los indios tras la conquista]. Estas palabras deben ser escondidas, como se esconde la Joya de la Piedra Preciosa» [al lado de la cual se encontraría el maíz sagrado, alimento original de América Central],

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La conquista destruyó la mayor parte de la cultura maya y de otras culturas americanas; el extirpador de idolatrías —estas culturas ya no serán sino idolatrías o cosas del Demonio para los evangelizadores —, Diego de Landa dijo, «quemamos todos [sus libros], lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena» (Landa 1966: 92), corroborado luego por el cronista José de Acosta, al decir que «quemáronse aquellos libros lo cual sintieron no sólo los indios sino los españoles curiosos que deseaban saber los secretos de esta tierra» (Acosta 1987: 399). Secretos que permanecieron en los cuatro escasos códices mayas que quedan, el de Dresde, el de París, el de Madrid y el llamado Grolier, en algunos libros como el Popol Vuh maya-quiché, el Chilam Balam, del Yucatán, el Memorial de Sololá de los cakchiqueles, el Título de los Señores de Totonicapán, las Historias de Xpantay, el drama-ballet Rabinal Achi, el Memorial de Calkini Libro de los Cantares de Dzibalché y el Ritual de los Bacabes, un texto de medicina esotérico con metáforas sexuales, en el que la palabra cifrada tiene poderes mágicos de curación y restablecimiento del equilibrio vital, y, en fin, las inmensas ruinas arqueológicas... Pero vayamos al Popol Vuh. Seguiremos la edición castellana de Adrián Recinos, teniendo a la vista la primera traducción del P. Ximénez en el Manuscrito Ayer de Chicago y en su libro citado, y otras ediciones, en particular la inglesa de D. Tedlock (1985); del mismo modo, nos acompañará la versión maya-quiché que ha efectuado Sam Colop (Popol Vuh 1999). Los autores del Popol Vuh o autor, aunque no sea uno habla en nombre de otros presentes y ausentes en el tiempo, con un «nosotros», lo que pone quizá de manifiesto que no tienen un concepto del yo (y menos del yo individuo autoral) ni del pensamiento del yo, separador del tú y de lo demás, como nosotros lo tenemos en nuestra cultura; pues bien, el autor o autores del libro, probablemente, familiares de los últimos reyes quichés y de sus Casas de Cavék, Nihaib y Ahaw Quiché, compusieron el libro, tras la conquista, para que no se perdieran sus raíces culturales, al mismo tiempo que la historia y la memoria de su reino quiché y de sus orígenes emparentados con los grandes mayas clásicos y con los mayas toltecas del norte de Yucatán, como relataban; pero en el libro se «retocó» un tanto la imagen de los quichés, a fin de, hacer ver (el autor o los autores) a su pueblo que ellos habían sido el pueblo maya más poderoso y grande de aquellos altos de Guatemala a la llegada de los españo-

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les, cuando en realidad su grandeza había llegado a ser conflictiva y a estar disputada por otros pueblos mayas importantes también como ellos, y de tal manera que a principios del siglo xvi, el altiplano guatemalteco estaba en pie de guerra, peleándose unos y otros. También se han señalado otras razones en la composición del Popol Vuh, las de hacer ver, ahora a los conquistadores españoles, quiénes eran los reyes y nobles del reino quiché, con el fin de obtener privilegios ellos mismos ante los nuevos dominadores, de ahí que haya al final del libro una lista larga de familias regias y cortesanas (Carmack/Morales Santos 1983). Para los autores del libro (el sujeto narrativo o poético está en plural) escribir es lo mismo que danzar (orígenes rítmicos y orales del texto), que pintar (orígenes pictóricos y jeroglíficos), que tejer (componer un tejido, vestido, tapiz o huipil), que medir (es el trazado geométrico y numérico con el que organizaban las cosas), que amanecer (la aparición de los pueblos mayas desde su cosmología), que sembrar (escribir es «implantar» voces o palabras) y, en fin, que germinar sobre el campo del códice en blanco. El nombre de Popol Vuh alude al Libro o Códice de la Asamblea, donde las comunidades se reunían. Pop-Poop-Popol son esterillas o tejidos de cuerda que se ponen en la Casa de la Comunidad, lugar donde los antiguos quichés se congregaban; así pues, Popol-Pop es esterilla y comunidad. Y Vuh o Wuj son Códices o Libros, en los que se guardaba los relatos e historias de las comunidades. Ahora, llama la atención la importancia otorgada a las esteras, pero es que las esteras están compuestas de cuerdas y la cuerda tenía un simbolismo y una realidad tan amplios como complejos, según veremos. En fin, el Popol Vuh está en el comienzo de las historias y literaturas guatemaltecas y mexicanas y, aunque no se tenga especial conocimiento de lo que fue el mundo maya, el libro resulta igualmente fascinante por la simplicidad, visualidad y ritmo mágicos, por la gracia y astucia lúdicas de sus personajes y por el lirismo y el drama de sus historias, siempre heterogéneas e, incluso, a veces hasta contrapuestas (no olvidemos su origen basado, probablemente, en códices diferentes de épocas diferentes), pero ligadas armónicamente entre sí. Sin embargo, la sustancia articuladora de la composición del libro, su médula espinal compositiva y su formación siguen siendo en buena parte desconocidas para nosotros, y los distintos traductores dividen el libro, ya sea en cuatro partes o narraciones (Ximénez y Recinos) o en cin-

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co (Sam Colop), es decir, hasta en esto hay discrepancias; el original quiché no tendría partes expresamente determinadas con señalamiento previo, como nosotros lo entendemos.

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Are uxe ojerl Tzij waral k'iché ubi'i! waral xchiqa/ tikib 'a' wi ojertzij, utikarib'al/ uxe 'nab 'al puch ronojel xb'an/ pa tinamit k 'iché ramaq' kiché winaq/

(Popol Vuh 1999: 21) Correspondiendo la raya a los versos o líneas de las columnas en lengua quiché, según la versión original del P. Ximénez, en la copia del manuscrito Ayer de la Newberry Library de Chicago, y la distribución en versos largos y cortos a la versión quiché actual de Sam Colop: Este es el principio (la raíz) de las antiguas historias [de la antigua palabra] de este lugar llamado Quiché. Aquí escribiremos y comenzaremos [implantaremos] las antiguas historias, el principio y el origen de todo lo que se hizo en la Ciudad [Pueblo] de Quiché, por las tribus [gente] de la nación Quiché (Popol Vuh 1995: 21, Popol Vuh 1999: 21). Este libro pertenece al tipo de relatos llamados «Ojertzij», es decir, antiguas historias, antigua palabra, transmitidas por los antepasados, sobre los orígenes del mundo, la aparición de los animales y las plantas, la formación del ser humano y de los pueblos. Y todo esto —dicen los autores— estaba oculto y envuelto en la sombra y ellos lo sacaron a la luz y lo revelaron; es interesante el tiempo verbal del relato; es como una especie de presente que atrae y revive lo mismo el pasado que el futuro; tal vez una cierta convergencia o simultaneidad de tiempos en el acto creativo del escribir o implantar, dentro de su visión de un tiempo sobre todo circular o espiral. El libro, entonces, es la salida a la luz y la manifestación de palabras, signos, saberes e historias ocultas. Y lo primero, la aparición de las deidades. Las deidades iniciales nombradas son cuatro: Tzacol, Bitol, Alom y Qaholom, cuatro parejas divinas que, en medio de la oscuridad, engen-

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dran la luz; estos nombres aluden al deseo de crear, a la capacidad y decisión de hacerlo y a la palabra engendradora como semilla y semen en un vientre, dentro de una perspectiva cósmica. Y a partir de estas cuatro divinidades, el libro nombra a otras deidades fundamentales: Hunahpú-Vuch, Hunahpú-Utiú, Zaqui-Nima-Tziis, Tepeu, Gutumatz, U Qux Cho, U Qux Paló, Ah Raxá Tzel, Chuchaxik, Rachb'ixik, Rachtzijoxik ri, Iyom Mamom, Chucha'xik pa Kíche Tzij, nombres que se refieren a diversos animales hembras y machos, como el tacuazín (especie de marsupial), el coyote, el coatí, el jabalí, la serpiente y el ave quetzal, y también a aguas dulces y saladas, y a platos (la tierra se representaba llana como un plato) y vasijas (el cielo) verdes y azuladas, y a la energía y materia de la vida. Se destacan los abuelos primordiales, Xpiyakok e Ixmukané, él en relación con el sol y el maíz y ella con la luna, la noche y la lluvia. En esta enumeración de nombres hay deidades emparentadas. Para los mayas, el universo tiene dos vertientes, la vertiente masculina y la vertiente femenina inseparables, dos partes independientes y complementarias que, por ejemplo están ausentes en las religiones monoteístas, que tendieron a apartar la parte femenina de la creación en beneficio de la masculina. De pronto, el texto da un giro radical en el tiempo y dice inesperadamente: Y esto lo escribiremos ya dentro de la ley de Dios, en el cristianismo; lo sacaremos a la luz, porque ya no se ve el Popol Vuh, así llamado, donde se veía claramente la venida del otro lado del mar, la narración de nuestra oscuridad y se veía claramente la llegada de la vida (Popol Vuh 1995: 21).

La conquista y la evangelización, tal y como se desarrollaron, supusieron para ellos una vuelta a las sombras, a lo que no se ve, como si no existiera. El texto alude a continuación, al libro original [o libros-códices] antiguo pero que hoy está oculto al que quiere leerlo o investigarlo; en él, dice el Popol Vuh estas palabras sorprendentes: Grande era la descripción y el relato de cómo se acabó de formar todo el cielo y la tierra, como fue formado y repartido en cuatro partes, como fue señalado el cielo y medido y se trajo la cuerda de medir y fue extendida en el cielo y en la tierra, en los cuatro ángulos, en los cuatro rincones, según fue

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dicho por el Hacedor y el Formador, la madre y el padre de la vida [...] quienes dan la respiración y el pensamiento a sus hijos, los engendrados en la luz (Popol Vuh,21). Deidades geómetras y matemáticas que miden, demarcan y ponen en circulación el espacio y el tiempo con cierta forma cuadrada, aún quietos y vacíos, y gran precisión. Su instrumento áureo es la cuerda; con cuerdas encuadraban y centraban lo mismo el espacio interestelar que la tierra geográfica y agrícola; los altares de las ofrendas y de los sacrificios y los territorios con sus bosques y cultivos. De ahí la complejidad de la cuerda —y de su sentido— que mide lo pequeño y lo grande, lo visible y lo invisible, el espacio, el tiempo, la vida, la muerte y la regeneración en todas sus dimensiones. Pero, ¿y qué cuerda es ésta? En un sentido genérico, la cuerda para los mayas es algo vivo, que vive y está lleno de sangre, como una vena, una arteria, y estas cuerdas vivientes organizan y articulan el cosmos y la vida en la tierra; se convierte, así, en un símbolo matriz: Los fenómenos y los seres vivos son, básicamente, unos de una manera y otros de otra, como cuerdas que están vivas, el rayo, la lluvia, el maíz, la palabra, el río, la Vía Láctea, el Árbol de la vida, los caminos, la gran serpiente divina y el propio ser humano, todo es parte o contiene, en un grado u otro, esa matriz mítica de la cuerda maya. Y la transmisión de la energía vital que desde la Vía Láctea se dirige al sol y a la tierra, alimentándolos, se visualiza increíblemente a través de grandes cuerdas, por las que corre la sangre, como grandes arterias, y esa fuerza vital que llega a la tierra se deposita en el subsuelo, en el vientre del inframundo y de allí va ascendiendo a flor de tierra a través de los árboles y de las cuevas, hasta alcanzar al Rey, que será el encargado de distribuirla a los pueblos. Los reyes —los reyes mayas-quichés eran chamanes— eran los que mediaban entre el cielo y la tierra, las fuerzas sobrenaturales y naturales, visibles e invisibles y tenían poderes astrales y divinos —eran representantes de las deidades en la tierra y deidades en cierto modo ellos mismos— y capacidad como chamanes, de transmutarse en animales o plantas; al mismo tiempo ellos eran el punto de articulación entre los distintos mundos, como Árbol de la vida que se consideraban: Árbol que tiene sus raíces en el mundo subterráneo donde moran los antepasados y la muerte pero también las semillas que brotan

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y, por tanto, la regeneración; el tronco en la superficie de la tierra y la atmósfera y la copa en el cielo estrellado. Los reyes, entonces, eran los encargados de repartir la energía vital que desciende a la tierra, y un buen rey es aquel que gobernaba distribuyendo y equilibrando la vida entre los pueblos, por lo que el gobernar, para ellos, más que un arte de la política era el arte de hacer fluir y mantener en las tierras y pueblos mayas el equilibrio cósmico; una idea curiosamente parecida a la que existía en el extremo oriente antiguo, en China, por ejemplo. En realidad, los pueblos indígenas americanos provienen, en migraciones distintas, según los restos arqueológicos, del sudeste asiático y Australia (los «paleoamericanos»), de Europa de la época de las glaciaciones y de Siberia, Mongolia y China (los «amerindios»). Un códice mexicano, el códice Ramírez azteca decía: «¿Quién duda que un señor o príncipe que antes de reinar sabía investigar las nueve dobleces del cielo, no alcanzara las cosas de la tierra para acudir al remedio de su gente?» (cit. López Austin 2004). Con lo que vemos lo político, lo sagrado, lo cósmico y lo agrícola vinculados entre sí en la Centroamérica antigua. El propio Corazón del Cielo, Huracán o Itzamná, el monstruo celeste, el dragón original —compuesto de felino, reptil y ave; itz es la sustancia preciosa, agua, sangre, semen— que da origen al universo, masculino y femenino, humano, animal y vegetal, creador y destructor de los mundos, conjuntamente, es definido en el libro maya-yucateco de Chilam Balam como «cordaje». Hay cerámicas pintadas con esta red de cuerdas que terminan en cabezas de serpiente. Él es quien comprende y abraza vivas todas las cuerdas que delimitan y planean el universo, pequeñas, medianas, grandes, como si fueran ¡cordones umbilicales! vibrando musicalmente de vida, un abrazo como el del azul del cielo abrazando la tierra quizá: el cordón umbilical del que nacemos, ese hilito de la vida sería como el hijo precioso de ese cordaje del Corazón del Cielo. En el propio Chilam Balam se escribe misteriosamente: «Bajaron cuerdas, bajaron cordones [o cíngulos] desde el cielo, bajó la voz venida del cielo y entonces fue reverenciada su divinidad por los pueblos». Por otro lado, en determinadas ceremonias sagradas y sacrificiales, reyes, reinas y cortesanos se extraían en público y en privado sangre de la lengua o de los brazos con una cuerda, sangre que goteando como granos de maíz divino, según algunas pinturas, se depositaba en una corte-

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za, en un códice o en una copa o jicara para luego quemarlo, contemplando la ascensión del humo. Como nube, el humo de la sangre subía a los cielos, en cumplimiento del antiguo pacto sagrado entre dioses y humanos: si las deidades alimentan la tierra, tierra y hombres deben corresponder y alimentar a las deidades, mediante rituales de efusión de sangre propia y ajena; en las pinturas de Bonampak, por ejemplo, se puede comprobar (y es impresionante verlo allí pintado en pequeños recintos sobre paredes de antiguos templos, en la selva Lacandona poco después del amanecer por ejemplo). Después de todo, templos y pirámides —espejo del universo— serían como cuerdas de una geometría armónica y musical, dado que la acústica estaba cuidadosamente trazada. Incluso, algunas veces, sacerdotes en grupo se sacaban sangre de su miembro sexual, «ensartando» con una cuerda sus respectivos penes, según cuenta el extirpador de idolatrías mayas, Diego de Landa. Por otra parte, aquellos que encontraban la muerte por medio de una cuerda, los ahorcados, por ejemplo, disponían de una deidad, la diosa Ixtab, que los protegía en el inframundo. Y con la cuerda, el nudo. En muchos pueblos de América, la cuerda con sus nudos tenía distintos usos y simbolismos; los nudos eran, como núcleos o ciclos, lo mismo de palabras, historias o memorias que de medidas de precisión y formas, y es posible que tuvieran, en ocasiones, cierta dimensión chamánica personal: si la cuerda es espejo de una etapa de la vida y el cordaje de una vida entera, algunos pueblos, precisamente del norte de México (coras, huicholes) representaban en una cuerda con nudos las cosas que más habían repercutido en su vida y si querían hacer cuenta nueva y pasar a otra etapa o fase de la vida, entonces se desprendían de esa cuerda «encarnada» de ellos, arrojándola al fuego y tomaban una cuerda nueva (en China hoy hacen algo parecido con una especie de mampara con un farol que lanzan al cielo y asciende en la noche). Entre los mismos huicholes se hablaba de una diosa inicial que enlazó sus cabellos (cordones) con las estrellas y formó un tejido, que es el mundo, sobre el que danzan los dioses, adivinando y nombrando las cosas que crearían, por lo que tejer, nombrar, danzar y crear hacia el amanecer de la vida, era, en realidad, lo mismo; para ellos también el camino era como una cuerda y así, el viaje, y comparaban el camino del ser humano con el «camino de una oruga», que termina con su metamorfosis en crisálida y en mariposa (Alcocer/ Neurath 2004).

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Finalmente, algunos escritores mayas actuales, como María Luisa Góngora, han recogido la antigua tradición de la cuerda o cordaje de sangre en su relato «La soga de la sangre», la cual viajaba, y era como un cordón umbilical (Montemayor 2004: 16-20). En fin, el texto mismo del Popol Vuh, su composición e historias ¿no serán como cuerdas muy diversas vibrando rítmicamente con una medida y una ligadura íntima entre ellas? ¿Palabras-cuerdas que se yerguen y elevan, despojándose de tonos y significados acostumbrados, en un cántico propiciatorio —de celebración y conjuro— con pronunciaciones y sentidos nuevos? Los mayas, al final, interpretarían la conquista como la rotura de sus venas y cuerdas maravillosas que desde el cielo se deslizaban, alimentando a los pueblos mayas, hasta la tierra, haciendo reventar todos los abrazos (Freidel/Schele/Parker 1999: 426-430). Los mayas lo medían todo: el cielo, la tierra que poblaban con sus bosques y cultivos, las ciudades y templos, la sociedad misma y, en fin, su pensamiento y su religión, todo tendían a medirlo, a centrarlo, a controlarlo; al fin, irónicamente, esas cuerdas y medidas se rompieron (otras vendrían luego y se romperían también, aunque las cosas no desaparecen sin más sino que mutan), poniendo quizá de relieve lo provisional e ilusorio de tanta medición, control y certidumbre. Finalmente, es curioso que los científicos de hoy hablan de una hipotética «teoría de cuerdas», para entender la totalidad del universo; una teoría que anudara la relatividad (en la física de lo grande) con la mecánica cuántica (en la física de lo pequeño) considerando que la materia estaría constituida más que por partículas por cuerdas, y el espacio no por tres o cuatro dimensiones sino por nueve o diez, y proponiendo la idea no de un universo solo sino de varios o muchos universos distintos, con constantes y leyes quizá diferentes también, universos multidimensionales cubiertos de líneas o cuerdas de todas las formas repercutiendo entre sí.

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V A C Í O . P L U M A S VERDES Y AZULES.

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HURACÁN

Are utzijoxik wa'e / k'atatz ' ininoq, / k'akachamamoq, / katz' inonik, / k'akasilanik, / k 'akalonik, / katolonapuch upa kaj. (Popol Vuh 1999: 23) «Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio, todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo» (Popol Vuh 1995: 23); «sólo ondulaciones, murmullos, ondas, suspiros, señales, zumbidos de fondo» (Tedlock 1985: 72). «Está en silencio, / está en calma, / es murmullo, / está en calma, / existe palpitación; / y está vacío» (Popol Vuh 1999: 16). El ritmo musical de los versos es como un mismo sonido o golpe o herida de voz con variantes. Y añade el libro, «Esta es la primera relación, el primer discurso. No había aún ni un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas o bosques; sólo el cielo existía [vacío]. No se manifestaba la faz de la tierra; sólo el mar en calma y el cielo en toda su extensión» (Popol Vuh 1995: 23). «Lo que podía ser simplemente aún no era» (Tedlock). Prosiguiendo la versión de Adrián Recinos, No había nada junto que estuviera de pie; sólo el agua en reposo y el mar y apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia. Solamente inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche (Popol Vuh 1995: 23). Percibimos como una inmensa suavidad, como una musicalidad en silencio apenas, con sus acordes en paz y sus latidos sosegados, cubriendo todo ese espacio anterior a la creación y al tiempo; una nada armoniosa que presiente..., expresada rítmica y visualmente en esa sintaxis de «no... nada... solo [sino]», intensiva que se extiende y se contrae, en una fórmula del «tres en uno» frecuente en el libro y que podría aludir a las caras —tres, a veces cuatro— del Corazón del Cielo. ¡Y qué sugerente esta vía o matriz del «no-nada-sólo» para crear el principio. Sólo los creadores y formadores, Tzacol, Bitol, Tepeu, Gutumatz, Alom y Qaholom, estaban en una partecita del agua rodeados de luz esplendorosa, «ocultos bajo plumas verdes y azules» (Popol Vuh 1995:

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23). Estas son deidades engendradoras y compositoras, divinidades luchadoras y civilizatorias. Por ejemplo, Tepeu es el que puede y triunfa, el soberano, la energía (una versión del Tezcatlipoca del México central) y Gutumatz (versión del Quetzalcoatl, igualmente del México central) es la serpiente unida al ave quetzal, la de plumas verdes y azules, la serpiente emplumada o alada de la vida, de la vida organizada y civilizadora que debe conseguirse; una pareja, o dos hermanos. Y estas deidades están en el agua, por lo que aparecen, inicialmente, como deidades-pez acuáticas. En las tradiciones chinas antiguas hay un gran pez en el comienzo Kun (en realidad, más que un pez concreto se insinúa un semillero de huevas de peces distintos), habitante de las aguas originales, que debido a un soplo de viento poderoso, se eleva de pronto y se convierte en el pájaro Peng, un pez-pájaro finalmente (Lao Tse 1998: 41, Zhuang Zi 1998: 27-32, Paz 1997). También entre los aztecas existía el mito de una deidad femenina acuática que fue desmembrada y convertida en el cielo y la tierra separados. Y estas deidades mayas están ocultas, escondidas, como en un halo o disco resplandeciente en el agua, y están solas, deidades masculinas y femeninas, en una gloria aún inerte, antes de la creación. Entonces, llega sobre ellas, súbitamente, despertándolas, la Palabra, como un rayo que las desoculta y pone en acción, haciendo que se manifiesten y se dispongan a unirse en una misma búsqueda e intención. ¿Cuál? Y esta Palabra creadora sobreviene a las deidades acuáticas como un rayo inspirador realmente. En las tradiciones chinas a las que aludíamos antes, por ejemplo en el Tao Te King, se dice que «El espíritu del valle [vacío] no muere y en él habita la hembra oscura [oculta]» cuya «puerta [matriz] es la raíz del cielo y de la tierra». El vacío sería la madre de lo que es y de lo que no es. Pero ¡la noche! Diferentes artistas y escritores a lo largo del tiempo se han referido a la obra artística como hija de la oscuridad y del silencio. Ella avanza, dicen, a través de las sombras interiores y exteriores, apretada a ellas y en ellas envuelta, y avanza ¿hacia dónde? Hacia alguna claridad, algún amanecer, hacia alguna clarividencia a la que abrazar y en la que, finalmente, desaparecer también; ella viene de donde no se sabe o sólo ella sabe y va por dónde tú tampoco sabes; de ahí que la obra artística lleve consigo una experiencia de la «noche» y del silencio interior ciertamente, pero también una experiencia del fulgor y de lo fulgurante; es la noche como «la puerta de todos los misterios»: en el mundo griego, por

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ejemplo, se decía: «la noche es la nodriza de los dioses», engendradora del cielo y de la tierra; y hasta el propio Zeus, cuando crea el mundo por segunda vez, el mundo ya organizado racionalmente, se retira o es retirado al «adyton», el lugar más escondido y oscuro del santuario y ahí procede a la creación del mundo (Bernabé 2003: 36-47). Pues como un rayo fulgurante se manifiesta a las divinidades mayas el deseo y la voluntad de crear el mundo. «¿Cómo se sembrará, como amanecerá —dice el Popol Vuh—, cómo será la sembradura y el amanecimiento de la vida?», traduce el P. Ximénez, y éste es el principal interrogante de los dioses en estos momentos cruciales; para ellos crear es sembrar, hacer germinar y amanecer..., lo mismo que escribir, pintar, tejer, medir y danzar. Así ahora, surge Huracán, el Corazón del Cielo, rayo y trueno, que tiene formas o caras distintas: Caculhá Huracán, rayo de una pierna, rayo maduro, entero, Chipi Caculhá, rayo pequeño, joven, Raxa Caculhá, rayo verde súbito y su trueno posterior; tres nombres (o cuatro según se enfoque), número sagrado. Es Él, luz, fuego, rayo, tormenta y lluvia fertilizadora de la vida, y aquel que tiene... ¡sólo una pierna! ¿Por qué? ¿Qué fue de la otra, adonde fue? El Popol Vuh así lo presenta sin decir nada más; sin embargo, en un contexto más amplio, luego intentaremos acercarnos a este misterio, una deidad principal aparentemente mutilada —el rayo de su única pierna— y «discapacitada». ¡Hágase así! ¡Que se llene el vacío! ¡Que esta agua desocupe el espacio! ¡Que surja la tierra [sumergida en las aguas primigenias] y que se afirmen! (Popol Vuh 1995: 24).

Otro libro maya, el Chilam Balam, lo confirma: «Allí donde no había cielo antiguamente la Palabra nació por sí misma dentro de la oscuridad» (Chilam Balam 1986: 109), y súbitamente. Y una palabra, decimos que sobreviene a las deidades como el «rajido» del rayo, la palabra fundadora y original. Y el Corazón del Cielo aparece, quizá, más que como una deidad, como un misterio y desbordante principio cósmico, como aquello que crea el principio de lo que será el universo y la vida. Ahora, prosigue el libro, «¿Quién será el que nos sustente y alimente?», dicen los Procreadores. Es el pacto antiguo: los dioses alimentan de vida a la tierra, los futuros seres humanos deberán alimentar a los dioses, que lo necesitan, con sus ofrendas y sacrificios.

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¡Tierra — dijo Huracán— y al instante, fue hecha. Como una neblina, una nube y una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montañas y, al instante, se elevaron las montañas (Popol Vuh 1995: 24). El propio Chilam Balam lo refiere así, «allí donde no había cielos ni tierra estaba la Deidad, que se hizo una nube sola, por / de sí misma y creó el universo» (Chilam Balam 1986: 115). Y todo como un «prodigio», dice el Popol Vuh, «sólo por obra de un prodigio [genio], sólo por arte de magia se realizó la formación de las montañas y de los valles y, al instante crecieron juntos los cipresales y los pinares sobre la superficie de la tierra» (Popol Vuh 1995: 24), apareciendo la magia como una instancia primordial creadora. Entonces se llenó de alegría Gutumatz, diciendo, «¡Buena ha sido tu venida, Corazón del Cielo» (Popol Vuh 1995: 24); a continuación, las deidades forman la Tierra cortándola y midiéndola, dividiéndola en montañas y valles y llanuras de muchas formas; tal cual el Cielo, así la Tierra, por medio de la Palabra creadora. La fórmula montaña-valle-planicie dará la geometría de la creación y de la sociedad mayas, con su equivalencia de pirámides y templos y hasta, tal vez, del propio libro. Al final, sentimos la suavidad y orquestación melodiosa de esta creación del mundo maya, súbita y mágica. Pero, y ¿la nada y el vacío iniciales? Aquí no parece existir un concepto de caos o de abismo caótico, ni siquiera de nada tenebrosa anterior a la creación propiamente dicha, tal y como aparece en otras culturas; tampoco parece haber una idea acabada de tiempo lineal. Lo que hay es un vacío con latidos o palpitaciones, acostado sobre el agua y la noche primordiales, en quietud y silencio susurrantes; y en ese vacío, un lugar resplandeciente en el que los dioses moran, dormitan o sueñan. Y una nada poblada por esas aguas palpitantes en las que se reposa el cielo vacío. Y un vacío, en fin, rebosante de una nada armoniosa («murmullos, ondas») que presagia. Sólo, finalmente, suave respiración del agua y del cielo, antes de la creación, melódica respiración que parece constituir la matriz de la inteligencia creadora de las divinidades de la luz, una creación engendradora de claridad y luz. Así, pues, de esta armonía del vacío acostado en el agua increada de los orígenes, y de las fuerzas invisibles, que lo sustentan y de las «deidades» que lo habitan y de la solidaridad entre ellas, brotará el milagro de la creación y de la vista.

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En las tradiciones bíblicas o mejor, bíblico-eclesiásticas, la idea de «nada» es negativa (aunque no en algunos mitos griegos); sin embargo, en ciertas corrientes heterodoxas de estas tradiciones, el concepto de vacío y de nada tiene aspectos positivos y creadores, según se ve en autores altomedievales como Fridegiso de Tours, en su carta a Carlomagno, en el siglo ix, y, luego en la mística bajomedieval (las beguinas de los países bajos y el maestro Eckardt), y la renacentista (Ruusbrueck, Bóehme y Manzini, dentro de la llamada mística especulativa, y Juan de Yepes, Miguel de Molinos, Matilde de Magdeburgo y Silesius en la mística experiencial). «La naturaleza no aborrece sino que reverencia la nada», «para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada», en palabras de Juan de Yepes, o, aun lo que refiere Miguel de Molinos, «la nada es como un sagrado asilo», o, en fin, el propio Silesius al hablar del «néctar» que contiene el vacío; ideas, por otra parte, que se acercan a ciertas filosofías orientales (el budismo indio, el taoísmo chino o el budismo zen y la escuela de Kioto en Japón), que hablan de «no discriminar» las cosas en oposiciones y desapegarse del ego individual (pensamientos y deseos individuales) para, así, expandirse, tranquila y gozosamente, en el vacío, madre de lo que es y de lo que no es. Creada la tierra, nos preguntamos, pero ¿quiénes son estas deidades? ¿Son una o son varias? Parece que los mayas más antiguos pudieron haber tenido una «religión» sin dioses; algunos investigadores han sugerido que esta supuesta religión pudo combinar personajes culturales, ancestros de clanes y fuerzas naturales, de manera que el inventario de dioses mayas que conocemos hoy y de los hablan los libros mayas podría haber sido elaborado en el Posclásico, a partir del siglo xi. Con todo, una deidad principal, el Corazón del Cielo, que es cifra o suma de otras compañeras, vimos con sorpresa que tenía un solo pie o una sola pierna, con su rayo fundador. Hay, en el Popol Vuh, una representación divina citada en alguna ocasión, cuyo nombre es «Cabauil» o «K'awil», el cual aparece con un hacha humeante en la mano o en la frente y, a veces también, con espejos de los que salen hojas de maíz sagrado; es el dios o señor K, el tercer dios manifestado que con su rayo también corta y separa las cosas y establece los rumbos y puntos cardinales, y es el cetro que portan los reyes; pues bien, K'awil alimenta a los seres vivos y pide él mismo ser alimentado, como si intermediara en la distribución del sustento entre humanos y dioses. En el Popol Vuh está asociado a un in-

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cienso que, como nube o humo, asciende convirtiéndose en nutrición; existe la expresión «Popol Cabauil» para aludir al Consejo de dioses y diosas y también la de «Itzamná K'awil» la deidad principal, en la que se observa aquí que K'awil es un nombre genérico de deidad maya. Del mismo modo, la divinidad principal de los mayas-quichés autores del libro, Tohil, parece tener una sola pierna o pie, del que extrae el fuego que da a su pueblo y podría ser la versión quiché del Corazón del Cielo, Huracán o Itzamná de los mayas clásicos. Pero, de nuevo, ¿por qué una sola pierna?, ¿será el eje del mundo visible, mientras la pierna ausente el del mundo invisible? Incluso, una de las principales divinidades de los aztecas, Tezcatlipoca, el espejo humeante, en ocasiones se muestra con un solo pie. Al final, una cosa parece clara, que hay mutilación o sacrificio entre ciertas deidades importantes mesoamericanas y que, en consonancia, también piden mutilaciones y sacrificios humanos, no solo para que la vida sea posible sino para que continúe y permanezca. En el México antiguo, los dioses se autoinmolaron en la mítica ciudad de Teotihuacan, para así crear los astros, la tierra y los seres vivos; de ahí que los humanos luego deban corresponder al sacrificio divino también con ciertos sacrificios o efusión de sangre de animales y hombres; pero ¿por qué esta autoinmolación divina? Algunas versiones aztecas señalan que los dioses cometieron antiguamente una grave transgresión: la de haber desmembrado y violado a una deidad femenina primordial (recordemos que la diosa de la Tierra azteca, Coatlicue, estaba decapitada y la de la luna desmembrada, la Coyolxauhqui) y por haber abusado del Árbol de la Vida; por eso este Árbol de la Vida estaba hendido o partido, manando sangre, como se observa en numerosos dibujos aztecas) (López Austin 2000: 94-101). En otras culturas del mundo también aparece este rasgo fundamental de la desmembración o mutilación y muerte de algunas deidades, el cual es principio, misteriosamente, de vida (igualmente se nos aparece un universo repartido y desmembrado en una infinidad de estrellas: es la propia diversidad de lo creado a partir de una supuesta unidad). En fin, la Tierra, esta roca acuática lograda entre la catástrofe, la suerte, la precisión y el milagro, esta roca vivencial, aquí, colgando en el cielo. Finalmente, en el relato maya del Popol Vuh, ni prosa ni verso sino algo como una danza coral, un tejido comunitario, un cordaje, un texto en lengua ritual, el movimiento rítmico y visual es muy importante. En el «¿estilo?» de este libro hay simetrías y contraposiciones sagradas en

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dos (pareados), tres (tercetos), cuatro (cuartetos, por decirlo así) y sus múltiplos, alrededor de uno, como un uno que se desdoblara o multiplicara y una multiplicación diversa que se juntara como uno: «mazorcas amarillas/mazorcas blancas». O «montañas/valles» (en dos); en tres, «todo está en silencio / está en calma / es murmullo»; en cuatro, «camino rojo, / camino negro, / camino blanco, / camino amarillo», o «chipilín (flores) rojo / ramo de chipilín blanco, / ramo de chipilín amarillo, / ramo de las flores más grandes» (Popol Vuh 1995: 23,24,103,79-80,84-85). Mas luego, las contraposiciones, por ejemplo, entre los gigantes y los dos extraños hermanos que aparecerán después. Por otro lado, es frecuente en el libro encontrar palabras aparentemente similares con variantes, una misma estructura que se diversifica en variantes y significados distintos pero con sonidos próximos; una especie de paronomasia, «Xkam», morir y «Xuk'am», llevar (Popol Vuh 1999: 18), que en las traducciones no se capta debidamente.

L o s HOMBRES DE LODO Y LOS HOMBRES DE M A D E R A 1

Hecha la tierra y repartido ya su relieve, los Progenitores la pueblan. Quieren crear seres que los alaben y alimenten y, en un primer momento, crean a los animales grandes y pequeños para que guarden la Tierra recién inaugurada, pero estos animales no pueden alabar ni hablar y, mucho menos, alimentar a sus Creadores, por lo que éstos, disgustados, deciden: «Seréis cambiados, en adelante vuestras carnes serán trituradas, seréis comidos». Como este primer intento de crear seres que correspondan a los Progenitores ha tenido un resultado inesperado y fallido, las deidades prueban de nuevo, pues tienen el deseo y la voluntad de crear seres que les alaben y sustenten: «¡A probar otra vez! ¡Ya se acerca la sembradura y el amanecimiento! ¡Hagamos al que nos sustentará y alimentará!». Entonces del lodo de la tierra hacen el cuerpo del primer hombre propiamente dicho, pero... se deshace: «estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista, no podía ver hacia

' Las citas textuales de esta sección se encuentran en Popol Vuh 1995: 26-32.

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atrás. Al principio hablaba pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener». Así, este primer hombre de lodo y agua se deshizo, sin poder andar ni reproducirse, con lo cual los Progenitores tienen un nuevo fracaso. «¿Cómo haremos?», se preguntaban. En esto tienen una idea, la de encargar a los abuelos primordiales, que son brujos adivinos, Ixpiyakok e Ixmukané, y a todas las deidades artesanas, escultores y talladores de piedras preciosas, que conjuren a la suerte con granos de maíz y de tzité (espadaña), machos y hembras (es la remota tradición de echar a suertes con semillas sagradas), a fin de inquirir la materia nueva con que formar otro ser humano: «¡Juntáos, acopláos! ¡Hablad! ¡Declarad si conviene que sea la madera [...], que el hombre hecho de madera sea el que nos sustente y alimente, cuando se siembre y amanezca!». El mismo Corazón del Cielo es convocado por los abuelos brujos. Y al punto fueron hechos los primeros hombres de madera, los cuales sí pudieron reproducirse, pero «no tenían corazón ni entendimiento, andaban sin rumbo por la tierra, no alababan y, menos aún, alimentaban a sus Formadores, al principio hablaban, pero su cara estaba enjuta, sus pies y manos no tenían consistencia, no tenían sangre, ni sustancia, ni humedad, ni músculos; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos y amarillas sus carnes», por lo que esta otra humanidad también resulta un fracaso, de manera que es destruida por los Progenitores con una inundación. Estas primeras formaciones humanas estaban pintadas en códices y artesanías. La inundación con la que son castigados es de resina y lluvia negra (quizá volcánica) y está acompañada del ataque de grandes depredadores que los despedazan. Y esto no fue todo, pues también los animales pequeños y... hasta sus utensilios de trabajo les persiguen y atacan y se rebelan contra estos infelices hombres de madera. «Éramos atormentados por vosotros; todos los días por la noche, por la mañana, todo el tiempo hacían holi, holi, huqui huqui nuestras caras por vuestra causa, pero ahora moleremos y reduciremos a polvo vuestras carnes», les decían sus piedras de moler, cuyo «lenguaje» aparece gramaticalizado; «dolor y sufrimiento nos causabais. Nuestra boca y nuestras caras estaban tiznadas, siempre estábamos puestas al fuego y nos quemábais como si no sintiéramos dolor, pues ahora os quemaremos nosotros», les vociferaban sus ollas y sartenes, las cuales «se arrojaron directamente desde el fuego a las cabezas de los hombres». Y, «También nosotros, a

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los que maltratábais y dábais vuestras migajas, también nosotros —les decían sus perros— probaréis nuestros dientes». Animales y objetos aparecen como «si fueran gente»:Y ¡Si los animales, plantas y objetos técnicos se rebelaran un día, igualmente, contra nosotros hoy por el abuso que practicamos con todo lo que vive o se fabrica! Esta rebelión de objetos y seres está presente también en las tradiciones andinas de Sudamérica. Y ante todo esto, los hombres de madera «desesperados corrían de un lado para otro», se subían al tejado de sus casas y el tejado los tiraba al suelo, trepaban a los árboles y los árboles los despedían afuera, querían esconderse en las cuevas y estas se les cerraban antes de que entraran. El mundo entero se les negaba, hasta que, al fin, esta nueva fallida humanidad fue destruida, aunque no del todo, pues se dice que fueron convertidos en monos, de manera que los monos son parientes de aquellos hombres hechos de madera. Así pues, las deidades se manifestaron como no omnipotentes, al estar ellas también sujetas a «tentativas, ensayos», fallos en definitiva, por más que estos posean un sentido; las alfarerías de barro y las figuras de madera serían los productos culturales de esa época remota.

GIGANTES. 7 GUACAMAYO-VUKUB

KAQUIX2

Tras este primer círculo cosmogónico, el Popol Vuh se dispone a recoger otra atadura, otro cordaje y ciclo de palabras y sucesos, y, así, aparecen en el escenario del libro, y súbitamente, unos gigantes, contemporáneos de los últimos hombres de madera (y ésta es la hilazón con el ciclo anterior). Vukub Kaquix, siete Guacamayo, es el gigante padre y aparece diciendo o voceando, «Yo soy el Sol, soy la Luna. Grande es mi esplendor, de plata son mis ojos resplandecientes como piedras preciosas, y mis dientes brillan cual piedras finas, semejantes a la faz del cielo, mi nariz resplandece de lejos como la luna, mi trono es de plata y la tierra se ilumina cuando me pongo frente a él». Pero, simplemente, el gigante no era sol, no era la luna, «sólo se ensoberbecía y su única ambición era engrandecerse y dominar». Y esto no le parecía bien al Corazón del Cielo, que lo tomaba como una 2

Las citas textuales de esta sección se encuentran en Popol Vuh 1995: 33-47.

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impostura y un desafío: «No está bien que esto adelante, porque entonces no vivieran los hombres aquí en la Tierra», diría Huracán, en la traducción de Ximénez. Pero de pronto y como por arte de magia llegan al libro dos hermanos gemelos misteriosos y van a desarrollar acciones portentosas: son Hunahpú (1 cerbatana, día, sol) e Ixbalamqué (jaguar nocturno, luna, a veces Venus; con el nombre de «balam» que es jaguar de noche y, también, brujo, chamán), ambos son cazadores. Pero, ¿quiénes son? ¿De dónde y a qué vienen? No lo sabemos. Vukub Kaquix solía alimentarse de los frutos de un árbol milenario, el nance, que da unos frutos colorados, y estando cierta vez subido al árbol, cogiendo la fruta, se acercan, sigilosamente, los dos hermanos y le disparan con sus cerbatanas de cazadores (la cerbatana enlaza lo de arriba y lo de abajo y es como un puente y una cuerda de caña que atrae lo lejano), a la mandíbula y ojos del gigante y éste cae al suelo; se acercan los hermanos pero el gigante se revuelve y escapa arrancando y llevándose consigo el brazo de uno de estos hermanos, Hunahpú: «Dos hermanos me tiraron con su cerbatana— le dice después a su esposa, Chimalmat— y me desquiciaron la mandíbula». Entonces, Hunahpú e Ixbalamqué van a pedir ayuda a dos viejos curanderos y adivinos, a fin de urdir una estrategia con la que recuperar el brazo perdido y matar al gigante, al que los viejos ya conocían, e irán en compañía de los dos hermanos, diciendo que son sus nietos; así lo hacen y el gigante, no reconoce a los hermanos, sólo pensando en que los viejos le curen; éstos le dicen que para curarle tienen que sacarle los dientes y ponerle otros nuevos en su lugar; el gigante se resiste, porque esto sería perder sus riquezas y su poder, pero, al final, accede y los viejos le extraen sus dientes de perlas preciosas y le ponen otros de maíz mágico. Luego los ojos, también heridos: le dicen que tienen que ser operados, y él, que tras la extracción de los dientes ha perdido ya parte de su fuerza, accede , entonces lo que los viejos hacen es «reventarle las niñas de los ojos», con lo que el gigante, ya sin poderes ni riquezas, se desmaya y muere. Su esposa luego muere también, y es que «estos viejos eran seres maravillosos», dioses, dice el libro. Y ¿los hermanos? Lo único que hasta el momento ha dicho el libro es que «estos sí eran verdaderamente dioses» y no el gigante y su familia. Estos sucesos estaban pintados en distintas cerámicas y artesanías. Ahora bien, la historia de este gigante en su aparente sencillez encantadora, podría contener un simbolismo

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complejo, algunos investigadores han sugerido la siguiente hipótesis: El Árbol del nance sería una representación del Árbol del Mundo viejo, ese Árbol cósmico que hunde sus raíces en el inframundo subterráneo y se eleva luego hasta la Vía Láctea; es el Árbol transmisor de la energía y de la vida. Pues en la copa de este Árbol se posaría la gran ave de Vukub Kaquix siete Guacamayo, representado por la Osa Mayor y acompañada de Chimalmat, su esposa, la Osa Menor; pero como la Vía Láctea cambia de posición a lo largo de la noche y de las estaciones del año y, más aún, a lo largo de los años, vista desde aquí, por el propio movimiento de «precesión» de la Tierra que rota combada en giros, al tener inclinado su eje; entonces, a partir de un momento, el ave —Osa Mayor— se desplaza hasta caer y desaparecer casi, coincidiendo con que un fragmento de la Vía Láctea empieza a hacerse más visible semejando una especie de «brazo» (el de Hunahpú), arrastrado por el ave en su caída, con cierto aspecto de cocodrilo; después, por la misma rotación de la Tierra, la Vía Láctea seguiría girando y aparecería con otra posición, más horizontal, dando la impresión de que ese fragmento —brazo— se convierte ahora en «canoa celeste» (recordemos las aguas primordiales del universo), la cual, a su vez, luego pareciera se hunde también dejando ahora arriba y al norte (antes abajo) una nube de estrellas próxima a ella, la constelación de Orion, con forma de tortuga, la cual es capital en la cultura y astronomía mayas. Y esa canoa ¿qué transportaría? Un tesoro muy precioso en verdad: al dios del nuevo ciclo creador y de la nueva creación, la actual, no ya habitada por humanos fallidos o por gigantes, sino por seres humanos verdaderos; es el Dios del Maíz, el alimento sagrado por excelencia del que los verdaderos humanos proceden, y este dios del maíz tendrá que ver con estos hermanos, como observaremos después. ¿Y Orion? Es el hogar donde tiene lugar la creación actual del mundo o este nuevo ciclo creador, el cual, según las antiguas tradiciones mayas, tuvo lugar hace aproximadamente cinco mil años y acabará el 2012 ó 2015...(Freidel/Schele/Parker 1999: 55-105). Orion, tres estrellas configuradas dentro de una tortuga imaginaria, que son las tres piedras del hogar de las casas mayas que son, también, las tres manifestaciones que puede tener Huracán, y las tres piedras «de gracia», en fin, en las que aparecerá la sagrada planta del maíz, alimento fundamental de los mayas. Finalmente, lo astronómico estaría en relación con la propia historia de la Tierra y de la vida mayas.

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Y tras los sucesos del padre y de la madre, el libro se refiere, paralelamente, a las hazañas del hijo mayor de los gigantes, Zipacná, y su derrota posterior por parte de los hermanos, y a continuación a las hazañas del hijo menor, Cabrakán y a su derrota luego por los hermanos gemelos. Zipacná, bañándose en un río, se encuentra de pronto con cuatrocientos muchachos que llevan entre todos un gran árbol o palo para viga maestra de su casa comunal; al verlos, Zipacná les ofrece su ayuda y él solo lleva el árbol entero; entonces, inesperadamente, los muchachos dicen entre sí: «¿Cómo haremos para matarle?, pues no está bien lo que ha hecho llevando él solo el palo; hagamos un hoyo y arrojémosle a él». Pero el gigante adivina las intenciones de los cuatrocientos y mientras cava el hoyo que le indican, va cavando al lado otro para escaparse. Terminado el hoyo, los muchachos arrojan toda la tierra excavada encima de él y le dan por muerto; él mismo finge estarlo, enviando señales a los hermanos de que lo está (hormigas que llevan pelos y uñas suyas) y cuando todos los hermanos juntos están celebrando la muerte del gigante, aturdidos por el licor, Zipacná sale de su hoyo escondido y derrumba la casa sobre los muchachos matándolos a todos, los cuales, se elevan para quizá convertirse en las estrellas de las Pléyades. Ahora bien, ¿por qué ese celo de los hermanos en matar al gigante? Ellos mismos lo dijeron: «Si desgraciadamente Zipacná hubiera continuado lo que empezó a hacer estaríamos perdidos, pues ya se habría metido entre nosotros», es decir, hubiera roto el principio sagrado de Comunidad, de lo comunitario compartido entre todos, introduciendodonde no existía el concepto de individuo separado, erigiéndose solo el gigante como poder individual y sometiendo a todos los hermanos. Entonces aparecen de nuevo los hermanos Hunahpú e Ixbalambé, los cuales, aprovechando que Zipacná vagaba hambriento fabricaron un gran cangrejo de mentira, rojo, que será la perdición del gigante: le llevan al lugar donde está el cangrejo y allí precipitan una montaña sobre él. ¿Y Cabrakán? Este iba por la tierra derrumbando montañas, como si fuera un gran terremoto, lo que no complacía tampoco al Corazón del Cielo: «No está bien lo que hace [...], no debe ser así»; encarga, entonces, Huracán a los dos hermanos que acaben con él y los dos hermanos lo hacen, «porque no es justo lo que vemos. ¿Acaso no existes tú [el primero], que eres la paz, Corazón del Cielo?» Y, así, Hunahpú e Ixbalamqué idean un plan para derrotarle, aprovechando también el hambre que tenía: los hermanos cazan con sus cerbatanas unos pájaros que asan, «dorándose al asarse y cuya grasa y jugo des-

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pedían el olor más apetitoso del mundo» despertando en el gigante las ganas de come, de modo que «se le hacía la boca agua, bostezaba y la baba y la saliva le corrían a causa del olor excitante de estos pájaros [...] ¿Me daréis un pedacito?»; pero los hermanos habían untado a los pájaros con una sustancia. Así lo que los gigantes pretendían era dominar el mundo por la fuerza bruta, la arbitrariedad y el abuso, engrandeciéndose ilusoriamente. Algo contrario a los designios de Huracán. Eran ilusos competidores del Corazón del Cielo en una época preagrícola, sin cultivos, en la que el hambre era lo que imperaba. Así Huracán envió a los dos hermanos —en última instancia encarnaciones de él mismo— para devolver el equilibrio al mundo y prepararlo para un ciclo o una era completamente distinta sin hombres fallidos y sin gigantes inútiles, el tiempo de los dos hermanos prodigiosos. En estos capítulos, la contraposición entre gigantes y hermanos gemelos es manifiesta.

HUN HUNAHPÚ,

1 CERBATANA Y H U N C A M É , 1 MUERTE.

XLBALBÁ

Are chi K'ut Xchiqale 'ig Chik ub'i' kiqajaw ri Junahpu, Xbalanké/ Xqaqumuj chuwi'/ xa pu xqaqumuj ubixik/ utzijoxik puch Kik 'ajolaxik ri Junahpu, Xbalanké/ Xa nik 'aj xchiqab 'ij, / xa chaqab' Ub'/ Ixik kikajaw. / Wa'e k'ute utzijoxik, / are kib 'i' ri Jun Junahpu, Ke 'ucha 'xik (Popol Vuh 1999: 5 7 , 6 7 , 119, 120) Ahora diremos el nombre del padre de los dos hermanos. Dejaremos en la sombra su origen y dejaremos en la oscuridad el relato y la historia de su nacimiento. Así sólo diremos la mitad, una parte solamente de la historia de su padre (Popol Vuh 1995: 49).

Solamente, pues, la mitad de las cosas serán expresadas, y, en el mejor de los casos, comprendidas por nosotros; habrá entonces una parte visible y otra invisible —como en el universo— conocida únicamente por los autores del libro o quizá ni siquiera por ellos mismos con seguridad. ¿Se corresponde con la idea india de reservar o encubrir lo principal? Velar la mitad de las cosas forma parte de la estructura del libro, lo cual aumenta el misterio e incita a la profundización.

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Se abre un ciclo nuevo, y vemos cómo el Popol Vuh está lleno de ciclos, ataduras, saltos, cortes, silencios, apariciones y desapariciones que revelan que el libro es, mayormente, un tejido heterogéneo, logrado, probablemente, a partir de códices, jeroglíficos, pinturas y memorias distintas, en épocas distintas por autores también distintos, cuya articulación general e interpretación podría entrañar dificultades hasta para los propios autores, de manera que el Popol Vuh es un tejido de muchos caminos y sentidos. Con todo, esta posición de los autores frente a su texto nos deja perplejos: en realidad estamos ante un libro de perplejidades; ¿cómo abordarlo? Nos faltan las ideas que lo constituyen, su representación imaginativa y sus vivencias; sólo quizá podamos narrarlo a nuestro modo. Otro libro maya, el Chilam Balám, lo dijo: «¿Qué Profeta, qué Sacerdote, será el que rectamente interprete las palabras de estas Escrituras?» (Chilam Balam 1986: 164) (los jeroglíficos eran dibujo y sonido, palabra; se veían, hablaban y leían). Hun Hunahpú, una figura misteriosa, es el padre —se dice— de los dos hermanos gemelos y Vukub Hunahpú, su tío; Ixbaquiyalo, la esposa de Hun Hunahpú, y Hunbatz y Hunchouen sus hijos; el tío no tiene esposa ni hijos, mientras que los abuelos primordiales, Ixpiyacoc e Ixmucané son los padres de Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú; los cuales se ocupaban sobre todo de jugar a la pelota, en el temible campo del Juego de Pelota; ahora, ¿en qué consiste este juego sagrado?¿Qué es?... Un día en que ellos estaban jugando sucede que los Señores del mundo de abajo, del inframundo subterráneo de Xibalbá (lugar de temor), Hun Carné y Vucub Carné, o sea 1 Muerte y 7 Muerte, los jefes de Xibalbá, se enfadan por el ruido que hacen arriba jugando, diciendo «están jugando libremente encima de nuestras cabezas, ya no nos tienen respeto, ya no nos temen», y añadiendo «¡Que vayan los cuatro mensajeros, buhos a llamarlos! ¡Que vengan a jugar aquí, a nuestro campo de juego de pelota! ¡Ganémosles y destruyámoslos!» (Popol Vuh 1995: 50). Doce son los Señores y el libro dice, explícitamente, que no eran dioses, sino sólo señores, aunque otros textos mayas sí los tratan de dioses; están por parejas, cada uno especializado en causar un tipo de mal o de daño a la gente... Se reúnen estos señores y deciden invitar, o sea retar, al padre y al tío, y tal invitación era ritual y no podían rechazarla; para los señores de Xibalbá este jugar libre de Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú, en cielo abierto, era

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una completa provocación: «¡Qué vengan pronto! y ¡que traigan sus instrumentos de juego, sus anillos, sus guantes, su pelota y sus máscaras!» (Popol Vuh 1995: 52), dicen los señores a los mensajeros-búhos. Los invitados aceptan y se disponen a bajar al inframundo; bajan por una escalinata de piedras gastadas y cubiertas de lodo, llegando a un barranco lleno de cuevas, donde hay un río de aguas tumultuosas, entre árboles que tienen hojas de puntas duras como el pedernal, y lo pasan [los quichés autores del libro vivían en mesetas altas y tenían pueblos enemigos en las tierras bajas]; luego, se encuentran con otro río, éste de sangre y lo vadean también, y así hasta que llegan a una encrucijada de cuatro caminos de colores diferentes, el del norte blanco, el del sur amarillo, el del este rojo y el del oeste negro, y no saben qué camino tomar; malaconsejados, toman el camino negro y ahí comienza —dice el libro anticipándolo— su derrota; a partir de ahí todo es confusión y falta de capacidad para ellos. Confunden unas efigies de los jefes de Xibalbá con los propios jefes y estos se ríen de ellos a carcajadas. Luego, el padre y al tío son sometidos a distintas pruebas rituales que no superan, mientras Hux Carné y Vucub Carné «se morían de risa, se retorcían del dolor que les causaba la risa en las entrañas, en la sangre y en los huesos [reventaban de risa y se les salían los huesos], riéndose todos los de Xibalbá» (Popol Vuh 1995: 55), confiados en su victoria. Finalmente, Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú, sin ni siquiera haber llegado al Juego de Pelota, son derrotados y desmembrados; se le corta la cabeza a Hun Hunahpú y se le cuelga de un árbol seco al borde del camino, mientras el resto de su cuerpo y el de Vucub Hunahpú es enterrado en un lugar donde se echaba la ceniza (¿de los sacrificios?). Pero entonces sucede lo extraordinario: ese árbol, el jícaro, empieza a llenarse de calaveras que se convierten en frutos, y el árbol que nunca antes había dado frutos, renace, ¡es el árbol de la Vida! Estupefactos, los jefes de Xibalbá no dan crédito a lo que ven y, en su desconcierto, prohiben el acceso al árbol, pero una muchacha, hija de un señor de Xibalbá, ha oído esta historia maravillosa... «Xuta'jun q'apoj. / Wa k'ute xchiqab'y roponik» (Popol Vuh 1999: 55). Recordemos primeramente que la desmembración de una divinidad primigenia de la que surge el mundo y la vida aparece en muchas culturas. En el México central, una deidad femenina o andrógina, Tlalteutl, es partida en dos mitades, haciéndose con la una el cielo y con la otra la tierra, y de sus miembros y órganos las cosas de la naturaleza; de los ojos

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las fuentes y las cuevas, de la nariz las montañas y valles, de la piel la hierba, etc., igual que le sucedió a Achkay, la vieja diosa de los Andes centrales; la propia diosa de la Tierra azteca, Coatlicue, dijimos, aparece decapitada: pechos flácidos alrededor de los cuales hay manos cortadas y abiertas, algunas de las cuales terminan en corazones, cintura con una calavera que podría ser la suya misma y falda llena de serpientes, poseyendo toda la diosa forma de humano y de felino (uñas, garras, pezuñas) conjuntamente. En las islas del Caribe hay un hijo, Yayael, que se rebela contra su padre y este lo mata, poniendo sus huesos en una calabaza que cuelga del techo de la casa; en cierta ocasión cuatro hermanos gemelos descuelgan la calabaza y se les cae y todo se llena de agua y peces (huesos-peces), y dicen que es el mar Caribe. En el mundo mediterráneo Osiris, Dionisos, Orfeo, son deidades desmembradas igual que Tiamat o Mitra en el Medio Oriente. Y en la India, Prajapati o Purusa: de ahí que para el brahmanismo los sacrificios de animales (quizá más antiguamente también humanos) sean fundamentales, pues era la manera de corresponder al sacrificio de su deidad para hacer el mundo y así restablecer el equilibrio (algo que de otra manera sucedía también en el mundo americano, como fuente de equilibrio y vida). Es la idea fundamental de que el mundo llega tras el asesinato sagrado de una entidad superior (lo que en términos humanos, podría asimilarse a un antepasado fundamental para un pueblo), lo que revela un parentesco intimo, a pesar de sus grandes discrepancias, entre todas las culturas humanas. En todo caso desde muy antiguo la desmembración ha tenido una resonancia simbólica en lo general (creación del mundo y de la vida) y en lo personal (la conciencia de las personas) y así aparece en las tradiciones chamánicas: el chamán tanto para lograr su iniciación como la curación física o psíquica de una persona, debe emprender un «vuelo» (en el caso de la curación para encontrar al espíritu causante de la enfermedad), que le lleva a una situación de trance, en la que experimenta una especie de desmembración o muerte alegórica, tras de la cual podrá renacer con un nuevo saber.

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I X Q U I C , LA F R A G A N C I A D E L H U M O DE LA S A N G R E 3

Llegaron [estas noticias] a oídas de una doncella, hija de un señor. El nombre ...de la doncella [era] Ixquic o Xkik y Wa chi k'ute utz'joxik Jun Q'apoj/ ume' al jun ajaw, kuchumatik' ub'i [...] Xkik (Popol Vuh 1995:58, Popol Vuh 1999).

«¿Por qué no he de ir a ver ese árbol que cuentan? ...Ciertamente deben ser sabrosos los frutos de que oigo hablar. A continuación se puso en camino ella sola y llegó al pie del árbol» transgrediendo la prohibición de su padre Kuchumatik y de todos los jefes de Xibalbá. «¿No es admirable ver cómo se ha cubierto de frutos? ¿Me he de morir, me perderé si corto uno de ellos?». Y una vez que ha llegado al árbol secreto, de manera repentina: Habló entonces la calavera [de Hun-Hunahpú] que estaba entre las ramas del árbol y dijo: ¿Qué es lo que quieres? Estos objetos redondos que cubren las ramas del árbol no son más que calaveras... ¿Por ventura los deseas? —Sí... contestó la muchacha. Muy bien, dijo la calavera. Extiende hacia acá tu mano derecha. Bien, replicó la joven, y levantando su mano derecha, la extendió en dirección a la calavera. En ese instante, la calavera lanzó un chisguete de saliva que fue a caer directamente en la palma de la mano de la doncella. Miróse ésta rápidamente y con atención la mano, pero la saliva... ya no estaba allí. —En mi saliva y mi baba, te he dado mi descendencia (dijo la voz en el árbol). Ahora mi cabeza ya no tiene nada encima. [...] Sube a la superficie de la tierra, que no morirás. Confía en mi palabra. (Popol Vuh 1995: 58-59).

Ixquic es «Ix», lo femenino vinculado a la luna y «quic» es sangre, savia, agua, resina; de la resina de un árbol sagrado como el hule se hará «la Pelota del Juego», que es dura y tiene propiedades curativas. Ixquic, transgrede las normas de los jefes de Xibalbá (lo femenino como transgresión de las normas masculinas) y esto tendrá consecuencias creadoras fundamentales. Por otro lado, el culto al cráneo venía desde la prehistoria, pues él era el armazón del cerebro, de la mente y de la ciencia de los «sapiens» y era venerado por los chamanes prehistóricos; además en los huesos resiste lo más perdurable del cuerpo humano, su ADN. De modo particular se

' Las citas no referenciadas en esta sección pertenecen a Popol Vuh 1995: 58-62.

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veneraba el cráneo de los antepasados más queridos o ilustres, como si fuera un oráculo al que preguntar o con el que dialogar. El cráneo también se asociaba —el Popol Vuh lo sugiere claramente— al grano, a la semilla y al sol mismo como centro viviente; la savia al agua vivificadora, a la lluvia, al semen y a la palabra; el cráneo fecunda a Ixquic y esta fecundación, la de una calavera en un árbol seco, será el principio de la vida vegetal, y al final, de la vida humana también y el principio de la resucitación, puesto en relación con los astros (la luna y sus fases y gestaciones) y con la propia vida vegetal; el árbol de Hunahpú aparece como el Árbol de la Vida, tan representado en el arte maya (por ejemplo, en la cruz foliada de Palenque) y los cuatro puntos cardinales se representaban como árboles-dioses, los Bacabes. Esta imagen de la fecundación por medio de la saliva la encontramos también una vez más en el entorno del Caribe: cuando el mayor de los cuatro gemelos de Itiba Cahubaba (la diosa de la Tierra de los indios tainos) después de haber descolgado y hecho caer la calabaza que contiene los huesos de Yayael, dando lugar al mar Caribe, pide al abuelo primordial el fuego para cocinar, el abuelo por toda respuesta le lanza un salivazo a la espalda, la cual, inexplicablemente, comienza a hincharse, y se hincha hasta formar una gran joroba, de modo que sus hermanos tienen que partírsela, apareciendo entonces... la tortuga, una «tortuga hembra, viva» que será la madre de la humanidad; también la tortuga será un animal muy importante para los mayas, habiendo, inclusive, templos dedicados a ellas (Yucatán, Uxmal). Pero, y ahora con la muchacha así embarazada, ¿qué harán el padre y los demás jefes de Xibalbá? Éstos le dicen al padre: «¡Oblígala a declarar la verdad y si se niega a hablar castígala; que la lleven a sacrificar lejos de aquí. —Muy bien, respetables señores, contestó [el padre]». La hija le dice a su padre la verdad pero este no puede creerla y ordena que los cuatro mensajeros buhos se la lleven al sacrificio y que le traigan su corazón en una jicara. Mas ella trata ahora de explicárselo a los buhos y convencerlos de que no deben sacrificarla, pues es inocente; pero —le dicen los mensajeros— «Y ¿qué pondremos en lugar de tu corazón?» y ella les responde así: «este corazón no les pertenece a ellos. Tampoco debe ser aquí vuestra morada, ni debéis tolerar que os obliguen a matar a los hombres», lo que es una transgresión más, dado que en Xibalbá los sacrificios humanos estaban ritualmente instituidos; más aun con el tiempo ella transmitirá a sus hijos futuros la idea de abolir los sacrificios

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humanos. Los mensajeros al final aceptan no inmolarla; pero de nuevo, ¿qué poner en la copa en lugar del corazón? Entonces, ella les da este encargo increíble Recoged el producto de este árbol... El jugo rojo brotó del árbol, cayó en la jicara y en seguida se hizo una bola resplandeciente que tomó la forma de un corazón hecho con la savia que corría de aquel árbol encarnado. Semejante a la sangre brotaba la savia del árbol, imitando a la verdadera sangre. Luego se coaguló allí dentro la sangre o sea la savia del árbol rojo, y se cubrió de una capa muy encendida como de sangre al coagularse dentro de la jicara, mientras que el árbol resplandecía por obra de la doncella. Llamábase Árbol rojo de grana, pero [desde entonces] tomó el nombre de Árbol de la Sangre. (PopolVuh 1995:61)

Un árbol prehistórico, cuya resina y savia rojas tenían propiedades curativas y, probablemente, narcóticas. Así se hace y la jicara es llevada ante el padre de la muchacha y los demás jefes: «Muy bien... exclamó Hun-Camé (1 Muerte)... Atizad el fuego y ponedlo (el supuesto corazón) sobre las brasas ». Y el libro en este momento describe lo que hacen los de Xibalbá: «En seguida lo arrojaron al fuego y comenzaron a sentir el olor... y levantándose todos se acercaron y ciertamente sentían muy dulce la fragancia de la sangre». Se embriagaban, pues, en grupo, con el humo dulce del corazón quemado; eran los ritos de Xibalbá, decapitaciones y corazones sacrificados y, quizá, comidos. Sin embargo, «Así fueron vencidos los Señores de Xibalbá. Por la doncella fueron engañados todos»... pero ¿cómo es eso? Esta mujer Ixquic, será la futura madre de Hunahpú e Ixbalamqué y, por tanto, Hun Hunahpú será su padre, habiéndose producido el engendramiento en Xibalbá, o sea en el inframundo subterráneo de los muertos pero también de las semillas que brotan; Ixquic, una mujer del mundo de abajo y Hun Hunahpú del mundo de arriba; así sus hijos, los hermanos gemelos, podrán enlazar ambos mundos y hacerlos fluir entre sí. Xibalbá, cuyo nombre mismo sugiere oscuridad y miedo, es descrito en los jeroglíficos como «Ek'Way-Nal»,el lugar de las transformaciones o «náguales», el lugar donde reposan las aguas del comienzo, asociado a la noche y a los animales nocturnos como el jaguar o la propia serpiente (aunque había dos serpientes, una la que engulle a los muertos y otra la que trae la vida a la tierra desde lo alto, la Vía Láctea).

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A Xibalbá va el sol mismo cuando se pone; allí ilumina a los muertos y hace germinar las semillas y allí él mismo muere también para renacer al nuevo amanecer el día siguiente. Y como el sol es, igualmente, la vida de los reyes mayas: la muerte del rey, —según se ve en el Sarcófago de Palenque, dentro de la cripta de una pirámide, al rey Pakal, hundiéndose en las fauces de huesos blancos de la serpiente (y es una imagen artística impresionante) — se asemeja a la puesta y muerte del sol y la entronización de un rey nuevo a la salida del nuevo sol en el amanecer del nuevo día, por lo que se dice que el ciclo dinástico de los reyes mayas era equiparado al ciclo solar, y lo cósmico a lo político. Viajando por la tierra olmeca —los olmecas eran esos pueblos antiguos de más de 3.000 años de antigüedad, que se asentaron en el sur de Veracruz y norte de Tabasco sobre todo— para ubicar mejor a los mayas, dado que una parte de la simbología maya se encontraba ya, probablemente, entre los olmecas, como el Árbol del Mundo, el Juego de Pelota, la astronomía (inframundo y Vía Láctea, la figura de Quetzalcóatl) aunque de estos pueblos se desconoce casi todo; viajando, pues, llego a Tres Zapotes, donde se encuentra esculpida la imagen más antigua de personajes saliendo o desfilando —y no uno sino tres— por las fauces de un jaguar (no de una serpiente), y es emocionante; los olmecas construyeron esas grandes cabezas redondas que llevaban esculpidas sobre el cabello y la espalda la piel de un jaguar, que parecería un cielo estrellado, como si el cielo estrellado reposara sobre las cabezas, en San Lorenzo Tenochtitlán por ejemplo, o en el propio Museo de Antropología de Xalapa, donde se le transmite a uno una sensación de extraña espiritualidad, no discriminadora de cosas ni de conceptos. También entre los mayas se puede contemplar la imagen de reyes saliendo de los sapos y cocodrilos del inframundo acuático, sobre los que parecen sentarse, como en los frisos de Balamkú y Kalakmul, en las selvas de Campeche, donde el esfuerzo por llegar a ese lugar apartado es misteriosamente recompensado (Baudez 1996, 2005; Alcocer y Neurath 2004).

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I X M U C A N É , LA VIEJA DEL SABER OCULTO 4

Ixquic sube a la superficie de la tierra y lo primero que hace es visitar a la madre de su «esposo», Ixmucané, para contarle lo que ha pasado y obtener su reconocimiento, pero aquí estará el problema, ¿será reconocida por la abuela? «¡Vete!» le gritó la vieja. Sin embargo, ante la insistencia emocionada de Ixquic, Ixmucané decide someterla a algunas pruebas rituales, y la primera recoger toda una red de maíz en un campo que tiene ¡una sola mazorca! Al verlo, la chica, angustiada, invoca a todas las deidades femeninas y masculinas del maíz y de los alimentos en su ayuda, y «cogió las barbas, los pelos rojos de la mazorca y los arrancó sin cortar la mazorca. Luego los arregló en la red como mazorcas de maíz y la gran red se llenó completamente», a lo que Ixmucané dirá, «esta es prueba suficiente de que eres mi nuera [pues las diosas del maíz la han ayudado y las fuerzas germinadoras de la naturaleza están con ella]. Veré ahora tus obras, aquéllos que llevas [en el vientre]». Así pues, las pruebas a partir de ahora son para los hijos de Ixquic, cuyo nacimiento está próximo, y serán Hunahpú e Ixbalamqué, los míticos hermanos gemelos, que tendrán dos hermanos mayores, frutos del matrimonio de Hun Hunahpú antes de morir en Xibalbá: Hunbatz y Hunchouen, artesanos, escribas y músicos. Pero ahora comienzan las rivalidades y celos de los primeros hermanos con respecto a los segundos recién nacidos: les hacen la vida imposible de muchas maneras, hasta que, un día, Hunahpú e Ixbalamqué se hartan y valiéndose de ciertas artes mágicas, «porque sabían su condición y se daban cuenta de todo con claridad», urden un plan: con el pretexto de cazar unos pájaros para comer, atraen a los hermanos mayores al árbol llamado Canté, lleno completamente de pájaros; los gemelos tiran a los pájaros pero como éstos no caían dicen a Hunbatz y Hunchouen, que suban al árbol y, entonces de pronto, «el árbol aumenta de tamaño y su tronco se hincha», y los hermanos no pueden descender; a continuación, Hunahpú e Ixbalamqué les dan a sus hermanos en el árbol la orden de desatar sus calzones y atarlos debajo del vientre, dejando largas las puntas, tirando de ellas; lo hacen y al punto Hunbatz y Hunchouen se convierten en ¡monos! con las puntas como colas.

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Los pasajes citados en esta sección se encuentran en Popol Vuh 1995: 62-75.

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Vuelven luego rápidamente a casa, se lo cuentan a la abuela y le dicen que si quiere ver de nuevo a sus nietos como antes no debe reírse al verlos convertidos en monos; llegados de nuevo al árbol y tocando una flauta y un tambor, convocan a los hermanos mayores una y otra vez, pero la abuela no puede contener la risa y rompe en carcajadas ante el aspecto de sus nietos y las monerías que hacen; al cuarto intento (el mágico número cuatro), Hunbatz y Hunchouen no acuden, internándose definitivamente en el bosque. Entonces la abuela lo comprende: el tiempo de Hunbatz y Hunchouen [cuyos nombres aluden al mono y al día mono del calendario; el mono era el dios de los escribas] ha concluido y un tiempo nuevo, el de Hunahpú e Ixbalamqué ha comenzado; y la risa de la abuela —la risa de las diosas y dioses tiene poderes creativos— hace posible esa transición, favoreciendo la llegada de los nuevos tiempos. Ixmucané e Ixquic dirigen en esta época, hasta que los hermanos sean adultos y cumplan su misión, la sociedad maya, una época de la sociedad, femenina, lluviosa y lunar, que preparará la agricultura y el ciclo de apogeo de los hermanos y una nueva sociedad masculina teniendo el maíz como alimento principal. Y ahora Hunahpú e Ixbalamqué tienen que demostrar lo que son y merecer ante los ojos de Ixquic e Ixmucané. Y antes que nada, de nuevo la milpa, sembrar el maíz sagrado; así se disponen a talar árboles y arbustos (las grandes talas de bosques que exigen la extensión de la agricultura) para hacer campos de maíz; a este fin llevan sus aperos de tala y labranza al monte, pero cuando comienzan a ponerse manos a la obra, en esto, ocurre algo fuera de lo común: «Y al hundir el azadón, éste labraba la tierra, el azadón hacía el trabajo por sí sólo», y lo mismo hacía el hacha de talar árboles, y no se podía contar todo lo que arrancaba, añade el Libro. Así que los hermanos no trabajaban propiamente; eran sus instrumentos de trabajo los que hacían todo. Sin embargo, al otro día vuelven al monte y ven que todo lo que tiraron ¡se ha vuelto a levantar! «¿Quién nos ha hecho este engaño? Sin duda lo han hecho todos los animales pequeños y grandes» (...y ¿si así nos ocurriera a nosotros ahora también cuando talamos y quemamos indiscriminadamente lo que sea?). Hunahpú e Ixbalamqué lo vuelven a levantar todo, pero esta vez se quedan por la noche al acecho vigilando y ven, efectivamente, a los animales deshaciendo todo su trabajo; tratan de agarrar a alguno pero sólo consiguen atrapar a un ratón, «y le quemaron la cola en el fuego, de donde

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viene que la cola del ratón no tiene pelo» (explicación mitológica de la anatomía del animal). Y preguntan al ratón y el ratón les da esta sorprendente respuesta: «Yo no debo morir a vuestras manos y vuestro oficio tampoco es el de sembrar la milpa», haciéndoles, acto seguido, una revelación: los instrumentos del Juego de Pelota de vuestros padres están colgados en el techo de la Casa, atados y escondidos, y la abuela no quiere que lo sepáis para que, así, no corráis la misma suerte de vuestro padre en Xibalbá! ¡Cómo los animales desde el primer momento ayudan a los hermanos! A continuación Hunahpú e Ixbalamqué, junto con el ratón, preparan la estrategia a seguir para recuperar esos instrumentos de Juego. Mientras nosotros —le dicen al ratón— , pedimos a la abuela un «chilmol», una sopa de chile y ají para comer, tú en el techo roes y desatas la cuerda (¡la cuerda una vez más!), con que las cosas del Juego están atadas, el anillo, los guantes, la pelota misma y los cueros; y así se pone en práctica, pero necesitan que la madre y la abuela no lo vean, para lo cual los hermanos les dicen que vayan afuera de la casa a por agua. Y es así: al tiempo que los hermanos toman la sopa, «vieron en su plato... cómo el ratón se dirigía rápidamente hacia la pelota que estaba colgada del techo de la casa» (impresionante el efecto espejo del plato de sopa); llaman a continuación a un mosquito «Xan», para que vaya a perforar el cántaro de agua de la abuela con el fin de entretenerla afuera, hasta que el ratón termine su operación, rompa la cuerda y los instrumentos del Juego de Pelota caigan al suelo y los hermanos finalmente los recojan; una vez todo en el suelo sólo queda ir a buscar a la madre y a la abuela: «¿Qué estáis haciendo? Nos cansamos [de esperar] y nos vinimos... ¡Mirad el agujero de mi cántaro que no se puede tapar!, dijo la abuela. Al instante lo taparon... Y así fue el hallazgo de la pelota». Y esa es la astucia mágica de los hermanos. En el códice Dresden aparece pintada una diosa vieja (que tiene en la cabeza una serpiente y en los pies garras de felino) vertiendo el agua de un cántaro como lluvia fertilizadora. A partir de ahora Hunahpú e Ixbalamqué se pasan el tiempo jugando libre y alegremente el Juego de Pelota; entonces parece que todo se repitiese: «¿Quiénes son esos que vuelven a jugar sobre nuestras cabezas molestándonos? —dicen los Señores de Xibalbá. ¿Acaso no murieron Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú, aquellos que quisieron engrandecerse ante nosotros? ¡Id a llamarlos!».

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Y otra vez los mensajeros-búhos de Xibalbá suben a la superficie de la Tierra, van a la casa de la abuela y le dicen que Hunahpú e Ixbalamqué, dentro de siete días (el siete es un número vinculado a Xibalbá) bajen a jugar a la Pelota con los Señores del Inframundo. Al oír lo cual «se llenó de angustia el corazón de la vieja», pensando que a los hermanos les ocurriría lo mismo que a su padre y a su tío: ser asesinados en Xibalbá. De momento, ella sólo quiere informarles a los hermanos de esta embajada y darles el mensaje, pero ellos están muy lejos en el campo del Juego de Pelota, ¿cómo avisarles cuánto antes? Y entonces, sucede algo inaudito: cae un piojo en la falda de la abuela, ésta lo coge y le dice, «Hijo mío, ¿te gustaría que te mandara a que fueras a llamar a mis nietos al juego de Pelota?» y le da el mensaje. Luego, el piojo (mensajero entre los mayas) se encuentra con un sapo, Tamazul, «¿A dónde vas?, le dijo el sapo al piojo —llevo un mandato en mi vientre, "Está bien", pero veo que no te das mucha prisa, ¿No quieres que te trague? Ya verás como corro yo, y así llegaremos rápidamente [donde los muchachos]». Más tarde el sapo se topa con una serpiente Záquicaz, y lo mismo, la serpiente traga al sapo para llegar antes al Juego de Pelota y «desde entonces [el sapo] fue la comida de las culebras». Avanza deprisa la serpiente por el camino, por la «cuerda» del camino, cuando ve por encima a un gavilán, el cual, de igual modo se traga a la serpiente y desde entonces éstas son comidas por los gavilanes. Llega el gavilán al Juego de Pelota, avisa a los hermanos gritando «¡Vac-có, Vaccó!», los cuales, molestos por la interrupción, tiran con una cerbatana al gavilán, que cae al suelo, herido: «Traigo un mandado en mi vientre. Curadme primero el ojo [donde le habían dado] y después os diré». Con un poquito de la pelota misma le curan los hermanos y le dicen, ahora habla, y por toda respuesta el gavilán vomita a la serpiente: «¡habla!» y ésta vomita al sapo y, cuando el sapo quiere hablar, a su vez, vomitando al piojo inicial, no puede, golpeándole entonces los hermanos, de manera que aún hoy «no puede correr y se volvió comida de culebras»; le abren, finalmente, la boca y, entre los dientes metido, encuentran al piojo, que no había podido ser tragado. «¡Habla!» y, entonces ya, el piojo les revela el mensaje. Hunahpú e Ixbalamqué se ponen en camino a la casa de la abuela y se preparan para descender al inframundo de Xibalbá, pero, antes de despedirse de la madre y de la abuela, siembran cada uno de los hermanos una caña viva [de maíz], en medio de la casa, sobre tierra seca, y: «si se secan, ésa será la señal de nuestra muerte (abajo). ¡Muertos son! diréis, si llegan a se-

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carse. Pero si retoñan: ¡Están vivos!, diréis... ahí os dejamos la señal de nuestra suerte», les dicen a su madre y a su abuela. Cañas que serían el nagual, o sea la transformación o alter ego vegetal de los dos hermanos. Según las tradiciones centroamericanas todos tenemos una especie de nagual o doble animal o vegetal correspondiente, y lo que nos pase a nosotros le pasa a nuestro nagual también y viceversa. Esta fábula extraña y bonita siempre nos gustó mucho a los estudiantes y a mí, en la clase; nos extrañaba mucho y nos recordaba a las fábulas infantiles. ¿Podría tener un simbolismo más amplio?... Esa concentración progresiva de uno en otro hasta formar un todo en uno y, luego, la diseminación expansiva del todo en sus distintas partes constituyentes..., con la imagen del tragar y del vomitar. Para algunos investigadores este escenario de la fábula pudiera corresponderse (es una interpretación) con un escenario astronómico; el ave quizá, aludiera al sol, la serpiente a la Vía Láctea, el sapo a la tierra-luna y el piojo a una estrella (¿polar?); según eso, «los animales englobados en una unidad superior representarían cuerpos celestes, cuyos movimientos se sincronizan con los del sol y de la luna en el Campo del Juego de Pelota»; es una interpretación, pero el «tragar-vomitar» sí ha sido una imagen expresada por los astrónomos, a propósito del movimiento cósmico. Por otra parte, en ciertas tradiciones amazónicas, los creadores del mundo «vomitan» las riquezas contenidas en su vientre, las cuales, tras ser vomitadas se convierten en gente, mujeres, hombres y, la humanidad es creada así: Por medio de una serpientecanoa mágica, que va sumergida por los ríos amazónicos, los creadores, al emerger la canoa, plantan en cada orilla «casas de transformar gente» (ya que todo tiene lugar en el agua los seres son, inicialmente seres-peces), mediante un vómito previo de los creadores (Pantom/Kenhíri 2000). El lenguaje mismo como una especie de «vómito», así aparece en el Popol Vuh. En todo caso, como dice un chamán maya contemporáneo: «Bey ti Ka'an, bey ti hu'um», «tal como el cielo la tierra». Por otra parte, entre los mayas existía también una «literatura» de adivinaciones o acertijos, expresadas en forma de metáforas. Finalmente, la época de infancia y adolescencia de los hermanos coincide con un ciclo femenino, regido por las diosas Ixmucané (del mundo de arriba) e Ixquic (del mundo de abajo o inframundo), que viven solas sin esposos; en la historia maya, un ciclo relacionado con el agua,

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la lluvia y las cañas de maíz salvaje, en una época preagrícola, bajo un calendario lunar; Ixmucané será luego la que adivine y haga, en su secreto laboratorio subterráneo, la sangre y el vigor de los futuros seres humanos, con su saber oculto. En otro libro maya, el de «Los cantares de Dzibalché» se habla de unas muchachas púberes que salen durante la noche a los bosques, desatan al viento sus cabellos, se desnudan y bailan alrededor de una poza de aguas vírgenes, bajo la luna llena. También existían otras deidades femeninas mayas, como Ixchel o Chakchel, diosas del inframundo, con orejas y garras de felino y huesos cruzados en la falda (recordando algo a la diosa de la Tierra, la azteca Coatlicue), pero también deidades de las plantas y de la medicina y, en general, del curar, adivinar, dar a luz y tejer; tienen sabiduría terrestre y son las diosas del «Gran Arco Iris», que lo abrazan todo; eran particularmente veneradas en islas consagradas a ellas, como Isla mujeres, Cozumel o Jaina y a algunas de estas diosas podían ofrendarles sacrificios humanos, aunque estos sacrificios se ofrendaban sobre todo a las deidades aztecas, masculinas o femeninas (Garza 1980: 342-385, Gimbutas 1996,Tibón 1967). En todo caso, en América Central, el cosmos no sólo tenía un lado masculino sino otro femenino importante; y se buscaba equilibrar los dos lados, si bien en algunas partes el masculino tendía a imponerse.

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Se habían quedado los hermanos despidiéndose de su madre y abuela, plantando unas cañas de maíz en el interior de la casa, cañas que serán ellos mismos bajo la forma de caña de maíz, un nagual o alter ego, un concepto muy rico desarrollado en toda Mesoamérica. Y ahora: el mismo viaje iniciático realizado por su padre y su tío, años atrás; el descenso por peligrosas escalinatas, los ríos de podredumbre y de sangre, los cuatro caminos; en éstos, sin embargo, a diferencia de sus padres no se confunden... Empiezan bien, no confundiéndose a la hora de elegir el camino a seguir. A continuación, los hermanos llaman al mosquito «Xan» con esta orden: «pica [a los señores de Xibalbá] uno por uno» y, aquí, donde sus padres habían fallado, ellos no fallarán. 5

Los pasajes citados en esta sección se encuentran en Popol Vuh 1995: 80-94.

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Lo que se encontraba delante de ellos eran las efigies de los Señores de Xibalbá; las dos primeras, esculturas de madera, pero la tercera y las demás eran los propios jefes de Xibalbá en persona: los padres de los hermanos no lo supieron y fallaron, tomando a las estatuas por los verdaderos jefes (eran pruebas rituales de conocimiento), pero sus hijos no fallan, pues el mosquito pica y los primeros no dicen nada, luego son estatuas; es pues, a partir de la tercera figura, cuando el mosquito pica y un señor dice «¡Ay!», preguntándole el siguiente, «¿qué es eso?», llamándole por su nombre, y así todos los demás Señores, con lo cual los hermanos ya conocen el nombre de cada uno de los Señores de Xibalbá, sin que éstos conozcan el nombre de los hermanos. Y es que la importancia de los nombres entre los mayas era fundamental: tenían varios nombres, pero el verdadero y principal era reservado en secreto, pues en ese nombre estaba lo que realmente era su portador, el carácter e intenciones del portador. Así que Hunahpú e Ixbalamqué ya conocían el nombre auténtico de los Señores de Xibalbá y sus secretas intenciones. Pero es que el mosquito, Xan, que picó a los jefes de Xibalbá «en realidad no era un mosquito» (podríamos decir que es un mosquito más allá del mosquito o sea que cada ser es el mismo en relación con seres o instancias más amplias de carácter cósmico), por lo que vemos el simbolismo de los animales del Popol Vuh (la literatura de enigmas, simbolismos y adivinanzas estaba muy desarrollada entre los mayas) y la estructura de este capítulo es así: primero, diseminación de los distintos Señores del inframundo y sus nombres y actividades y después, concentración de todos ellos juntos; expansión y concentración, como si de un rollo que se envuelve y desenvuelve se tratara. Y a partir de ahora las otras pruebas: la del ocote o resina seca de pino y la del cigarro, que tiene que encenderse pero no consumirse; los padres de los hermanos, la vez anterior, no lo consiguieron pero sus hijos, valiéndose de sus artes y técnicas mágicas, sí lo consiguen poniendo algo que parezca rojo y no sea fuego, una cola de guacamayo y luciérnagas salvajes en la punta del ocote y del cigarro. Los jefes de Xibalbá se asombran: los hermanos parecen tener poder sobre el fuego y sobre el humo o las nubes. A continuación, los hermanos son «invitados» a jugar al Juego de Pelota: juegan una partida con la pelota de los de Xibalbá y pierden, pero protestan y dicen que jueguen con la pelota de ellos, lo hacen y ganan, así que tantos iguales. Prosiguen las pruebas: Hunahpú e Ixbalamqué deben ahora entrar en una Casa de los

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Cuchillos (de obsidiana o pedernal de los sacrificios animales y humanos), pero los hermanos «[l]es hablaron enseguida a las navajas. Y no se movieron más, sino que estuvieron quietas». Hun-Camé y Vucub-Camé no se lo explican. Luego se dice a los hermanos que vayan a los Jardines de Xibalbá y traigan cuatro jicaras llenas de flores, cortadas de los árboles del Jardín, pensando que esta prueba sí que no la pasarían, pero los hermanos acuden una vez más a sus amigos los animales, en esta ocasión a las hormigas cortadoras de hojas o flores, para que sean ellas, tan pequeñas y oscuras (todo ha de ser durante la noche), las que corten las flores, y lo hacen sin ser apenas vistas ni sentidas por los vigilantes: las hormigas son excelentes buscadoras de caminos y de recursos; se suben a los árboles y cortan las flores, las cuales caen al suelo, y otras hormigas las acarrean entre los dientes; «así acarreaban entre los dientes las flores que bajaban, y recogiéndolas se marchaban llevándolas con los dientes», de este modo, pudieron llenar las cuatro vasijas de flores; los señores de Xibalbá, «palidecieron todos»: los hermanos les habían robado y cortado su propia fertilidad y fuerza sexual germinativa («las flores de la noche y las estrellas del cielo», dice el Chilam Balam, estableciendo relación entre las flores y las estrellas); acto seguido, los vigilantes buhos serán castigados por los jefes del inframundo, «rasgándoles sus bocas», así que «desde entonces trae partida la boca el mochuelo (lechuza)». Pero aún quedan desafíos importantes; tras volver a hacer tantos iguales en una nueva partida de Pelota, los hermanos deben ahora penetrar en la Casa del Frío y luego en la Casa de los Jaguares, pero ambos, Frío y Jaguares, se ponen de su lado y no se congelan y no son devorados. Pero «¿de qué raza son éstos?», decían los de Xibalbá. Sin embargo, en la prueba siguiente de la Casa de los Murciélagos animales de Xibalbá, sobre los que los hermanos no tienen control, la fatalidad aguarda a Hunahpú e Ixbalamqué: «¡Quilitz! ¡Quilitz!», decían los murciélagos. Los hermanos entran en la casa pero recelando, duermen cada uno dentro de sus cerbatanas y, cuando está a punto de amanecer, Ixbalamqué le dice a Hunahpú que asome la cabeza para ver si ya sale el sol y cuando Hunahpú lo hace, el gran murciélago Camazotz, súbitamente lo decapita. «¡Desgraciados de nosotros! ¡Estamos completamente vencidos!», exclama Ixbalamqué. Inmediatamente, los jefes de Xibalbá corren a colgar la cabeza de Hunahpú sobre el Juego de Pelota: el hijo ha tenido también la muerte de su padre.

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Un capítulo muy enigmático es el que sigue a continuación en el Libro, tan enigmático como breve. Muerto Hunahpú, Ixbalamqué, reponiéndose de su sorpresa y angustia, pasa a la acción; llama a los animales preguntándoles por su comida, fijándose, entre todos los que llegan, en la lenta tortuga (coatí, traduce Tedlock, que lleva un cierto caparazón o calabaza, o que se alimenta de ella) y al verla, Ixbalamqué tiene una ocurrencia y sucede algo insólito: el caparazón de la tortuga toma la forma de la cabeza de Hunahpú e Ixbalamqué comienza ya a labrar la cara de Hunahpú sobre ese caparazón, pero lo que está por hacerse es muy importante y requiere la presencia de las deidades celestes, ¡con el mismísimo Corazón del Cielo al frente! Entonces, como en una especie de laboratorio secreto, y durante la noche (se le dice al zopilote-sol que retrase su salida, su amanecer) se lleva a cabo la operación de labrarle toda la cara a Hunahpú, operación delicada dirigida por el propio Corazón del Cielo, Huracán, y «no fue fácil acabar de hacerle la cara, pero salió muy buena y... pudo hablar». Se ha conseguido la resucitación de Hunahpú, que es la primera fase, la más importante de las dos que requiere la operación de resucitación completa; hay muchos dibujos y figuras (por ejemplo, en Palenque) en las que se ve al dios del maíz salir del caparazón de una tortuga, la cual, según algunas interpretaciones, es la constelación de Orion (en forma de tortuga) donde se produce el nacimiento del dios del maíz de la edad actual, que ha de concluir hacia el año 2012 ó 2015, en un ciclo de unos cinco mil aproximadamente. Se ha logrado, pues, lo que podría decirse la primera fase fundamental en la resucitación completa de Hunahpú; queda la segunda fase, llevada a cabo por Ixbalamqué, con la ayuda de un animal amigo, el conejo, un símbolo lunar: «Anda a colocarte sobre el Juego de Pelota [ — le dice Ixbalamqué—]; quédate allí entre el encinal [tomatal, traduce Ximénez]... cuando te llegue la pelota [que rebotará antes en una grada o pared] sal corriendo inmediatamente, y yo haré lo demás»; se trata de coger la cabeza de Hunahpú labrada en el caparazón de la tortuga y ponerla en el anillo del Juego de Pelota, donde está ahora la cabeza verdadera de Hunahpú, es decir, dar el cambiazo. ¡Ah! Y todo sale bien e Ixbalamqué luego agarra una piedra y la lanza a la tortuga-cabeza, y ésta cae al suelo «hecha mil pedazos como pepitas», como semillas, que riegan la tierra. Ahora la cabeza verdadera se une al cuerpo y Hunahpú vuelve de nuevo a la vida: la resucitación ha sido completada. Amanecer, decapitar y germi-

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nar (despertar a la vida) se han hecho equivalentes. Si este acontecimiento pudiera tener un reflejo astronómico (según algunos investigadores), acaso pudiera considerarse al conejo en relación con la luna (por estimular la fecundidad y por su furtividad, rapidez y astucia, a veces asociado a la magia), a Ixbalamqué ahora con Venus (para los mayas Venus era muy importante, acompaña al sol en su muerte y renacimiento, y representaba al rey-dios tolteca Quetzalcoatl que se inmoló y se convirtió en el planeta Venus; los mayas hicieron muchas mediciones de las fases y órbitas de Venus), a la tortuga con Orion, a la pelota con el sol y a la cabeza de Hunahpú con el dios del maíz que se revela, para dar a luz el nuevo ciclo de vida, el actual. Pero las tortugas: esas grandes tortugas del mar Caribe desovando en playas salvajes, bajo la primera luna llena de primavera, que sienten y las «avisa», mientras pueblos indios, aún hoy, celebran nocturnos rituales de fecundidad; se dice que en la naturaleza de estos animales influye la luz de los astros, con los que se orientarían en su navegación por el mar; por otro lado, de su caparazón se hacen lo mismo instrumentos musicales que artesanías variadas escribiendo o pintando en ellos, y poseyendo algunos como una cierta hendidura en medio.

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Todos estos sucesos tienen lugar en el inframundo, pero y ¿El Juego de Pelota, que hemos visto hasta ahora? ¿Qué es en realidad? El Juego de Pelota, «Chaaj» («Pitz», jugar a la pelota y «Hom», el juego propiamente dicho), tenía lugar en una cancha al aire libre, en un claro de la selva; una cancha en forma de I, con una especie de muros a los lados y dos anillos de piedra labrada en esos muros donde una pareja o varias de jugadores contendían entre sí, debiendo de introducir la pelota por el anillo, y el que antes lo hiciera ganaría la partida; una pelota grande y dura, hecha de resina del árbol del hule, que no podía ser tocada ni con las manos ni con los pies sino sólo con las caderas y las rodillas, evitando en todo momento, que la pelota cayera al suelo, hasta casi arrastrarse ellos por tierra, con la gimnástica que ello implica, pues la pareja que la dejaba caer automáticamente perdía la partida. Los contendientes tenían que ir preparados de guantes, cueros y máscaras para protegerse.

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El simbolismo del juego era impresionante: el movimiento de la pelota y de los jugadores representaría el curso de los astros y en particular el sol, la tierra, la luna y Venus; una encarnación, en realidad, de la danza cósmica de la vida. El juego tenía dos formas, una, la forma ritual con contenido cosmogónico y otra, la forma o versión popular de divertimento para la gente. La pelota nunca debía caer al suelo por tanto, pues es como si se cayera el sol por ejemplo. Los jugadores, que podían ser los propios reyes o altos dignatarios, se disputaban en la Partida no sólo el poder de creación del mundo sino, igualmente, el poder político-religioso; en este momento eran como agentes cósmicos, dando comienzo a los distintos ciclos de la creación y del tiempo («El tiempo principia en Xibalbá» es el título de un asombroso relato de Luis de Lión); habría, así en el juego una dimensión cosmogónica unida a la dimensión propiamente política. En este juego se manifestaba la visión dual del mundo que tenían, pero una dualidad nunca excluyente o discriminatoria (no es fácil saberlo sin embargo), entre la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, lo creador y lo destructor que se correspondían entre sí, fecundamente; los que perdían la partida eran sacrificados, pero, a veces, los propios vencedores pedían el sacrificio también, una especie de autosacrificio, pues el sacrificio, en general, en Mesoamérica forma parte necesaria del equilibrio del cosmos y de la propia vida de los pueblos. A veces, en momentos cruciales, la propia partida decidía. La relación del juego con la victoria pero también con el sacrificio, la muerte y la regeneración —y, en definitiva, el equilibrio vital— lo situaba entre el inframundo de los antepasados y el supramundo de los astros y las deidades celestiales. Y en Chichén-Itzá, por ejemplo, vemos jugadores decapitados (cautivos perdedores) vertiendo sangre en chorros como serpientes, que luego se convierten en flores acuáticas, y bordeando los muros una gran serpiente de piedra, o en el Tajín totonaca de los «hombres voladores» de Veracruz, donde puedes ver distintos Juegos de Pelota, algunos de los cuales parece que tienen en sus muros encima el Corazón del Cielo y debajo el rayo, el sol y la luna-Venus, en forma de conejo y un jugador extrayéndose sangre de su pene, la cual pasa como un torrente hasta otros seres o plantas que salen del agua y en medio el Árbol de la Vida (eso me pareció). ¿Hunahpú e Ixbalamqué? Los hermanos han vencido a la muerte pero, sin embargo, ellos mismos, los dos deben morir ritualmente en Xibalbá. Para ello llaman a dos viejos adivinos Xulúm y Pacam y les di-

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cen el tipo de muerte que deben darles los jefes del inframundo y lo que deben hacer después con sus huesos, confiando en que los adivinos sabrán cómo decírselo a los de Xibalbá, que siempre querrán lo peor para los hermanos, pues ellos poseen la astucia mágica de la palabra adivinatoria. Y así, llega el final, y «juntándose frente a frente, extendieron ambos los brazos, se inclinaron hacia el suelo y se precipitaron en la hoguera , y así murieron los dos juntos», formando el número cuatro sagrado (brazos) y veinte (dedos); el mes maya tenía veinte días; sin efusión de sangre ni ahora desmembramiento; una muerte limpia y liberadora por el fuego cósmico. Y entonces «Todos los de Xibalbá se llenaron de alegría y, dando muchas voces y silbidos, exclamaban: —¡Ahora sí los hemos vencido! ¡Por fin se han entregado!» (Popol Vuh 1995: 94). Esta muerte en la hoguera recuerda a la mítica ciudad de Teotihuacan, en el México central, centro del poder religioso y cultural y, en ocasiones, también político y militar, cuya influencia se extendía hasta muy lejos: los principales pueblos tenían una representación en Teotihuacan, como barrios, etc., en esta ciudad, originalmente, prehistórica, que llegó después a tener templos y pirámides, como el templo de Quetzalcóatl (Venus), las pirámides del Sol y de la Luna, con una orientación astronómica, como si fuera un espejo de las creencias cósmicas de los constructores y cuya excavación aún hoy en día sigue dando grandes sorpresas: por ejemplo, esos sacrificios humanos y animales encontrados bajo la pirámide de la Luna, con una figura de la luna impresionante, hecha de ¡cuchillos de obsidiana de los sacrificios! Pues en esta mítica ciudad en tiempos remotos, según los poemas y crónicas aztecas, tuvo lugar el autosacrificio colectivo de todos los dioses, gracias al cual no sólo crearon los astros sino que los pusieron en movimiento y evolución hasta la vida; el dios Quetzalcóatl, una deidad benéfica, creadora y equilibradora del mundo, un dios del equilibrio y de la paz, originalmente deidad de los de Teotihuacan y de los olmecas, fue el principal encargado de bajar al inframundo (el Mictlán), recuperar los huesos de las humanidades anteriores, morir en el empeño y luego resucitar y regresar a la Tierra con ellos; huesos sobre los que sangra —dicen los antiguos poemas— su miembro sexual, fecundándolos con su sangre para, de esta manera, y con ayuda de la diosa Quilatzi que los muele luego, crear la nueva generación de seres humanos, que es la actual.

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Tras la muerte de los hermanos, sus huesos no son arrojados por un barranco, ni colgados de los árboles (prácticas tradicionales), como hubieran querido Hun Carné y Vucub Carné, sino depositados en un río de aguas vírgenes, como quisieron, anteriormente, los hermanos a través de los adivinos, y los huesos «asentándose al punto en el fondo del agua, se convirtieron en hermosos muchachos, Y cuando de nuevo se manifestaron tenían en verdad sus mismas caras». Al contacto con las aguas vírgenes (raíz de lo viviente), los huesos, que previamente fueron molidos «como maíz», entran de nuevo en el ciclo biológico y en la cadena (cuerda) de las transformaciones, volviendo nuevamente a la vida, bajo la forma de muchachos-peces, pues ha sido el agua donde la transmutación ha tenido lugar y su resucitación. Huesos que se convierten en agua y peces éstos también, como vimos, en el origen del mar Caribe, según las tradiciones de los indios tainos. Investigaciones científicas recientes han hallado, con sorpresa, indicios de que ese «gas ideal» que se ha dicho formaría nuestro universo podría comportarse más como un líquido que como un gas, un líquido en el que las partículas más elementales, los quarks y los gluones, estarían, igual que el hidrógeno y oxígeno en el agua, inquebrantablemente y misteriosamente unidas o abrazadas por fuerzas electromagnéticas —con acercamientos y alejamientos entre sí, apariciones y desapariciones— dentro de un movimiento de asimetría elíptica (Riordan /Zajc 2006). Cinco días después, los hermanos gemelos salen del agua, redivivos, como hombres-pez, se disfrazan de viejos pobres y bailan inspirados en los cortejos de cinco animales, el Puhuy (lechuza), Cux (comadreja), Iboy (armadillo), Ixtzul (ciempiés) y Chitic (gente con zancos). Y bailan ¡haciendo prodigios con su baile!: queman casas, bailando y después aparecen como estaban antes de ser quemados y así, los de Xibalbá se quedaban asombrados y querían conocerlos: «¡Que vengan!»; tras resistirse aparentemente, los disfrazados hermanos llegan ante los señores, causantes de su muerte: «De dónde venís? No lo sabemos señor [...]

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Los pasajes citados en esta sección se encuentran en Popol Vuh 1995: 96-102.

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¡bailad!». «Despedazad a mi perro —dice— y que luego sea resucitado por vosotros». Los hermanos despedazan al perro y luego lo resucitan. «Verdaderamente lleno de alegría estaba el perro cuando fue resucitado». «¡Quemad ahora mi casa!»; los hermanos la quemaron y luego la vuelven a su estado anterior. «Maravilláronse todos los señores» realmente admirados (ellos no tenían ese poder). «Matad ahora a un hombre, sacrificadlo, pero que no muera», y así se hace. «Sacrificáos ahora a vosotros mismos, que lo veamos nosotros. Nuestros corazones desean verdaderamente vuestros bailes», dijeron Hum Carné y Vucub Carné. «Hunahpú fue sacrificado por Ixbalamqué; uno por uno fueron cercenados sus brazos y sus piernas, fue separada su cabeza y llevada a distancia, su corazón arrancado del pecho y arrojado sobre la hierba», mientras bailaban (¡Cuántas muertes ha muerto Hunahpú!). Todo en el relato, como en un drama-ballet (una reliquia es el Rabinal Achí) es visualidad y ritmo. Luego Ixbalamqué resucita a su hermano y siguen bailando los dos. Los jefes 1 Muerte y 7 Muerte ya no podían más, estaban arrebatados, completamente fascinados y, en estos momentos, cegados por el entusiasmo, cavan su propia tumba: «Haced lo mismo con nosotros! ¡Sacrifícadnos! ¡Despedazadnos uno por uno!». Hunahpú e Ixbalamqué lo hacen y... ¡no los resucitan! Toda la danza unida a la muerte y a la resucitación estaba pintada en códices y cerámicas. Por este procedimiento realmente insólito y lúdico, siempre con una astucia mágica, Xibalbá es vencido finalmente. El arma de los hermanos ha sido, paradójicamente, la de cegar por la fascinación a los señores de Xibalbá, que son muertos en su momento de máximo gozo y triunfo, habiendo pedido ellos mismos su propia muerte. Muertos los jefes, los demás huyen. Y todo pone de manifiesto el poder de la danza entre los mayas, un acto cósmico de muerte y regeneración, teniendo los danzantes que atraer hacia sí las fuerzas invisibles de la vida. Todavía hoy en el lago Atitlán de Guatemala, los «Nab'eysil», los danzantes del lago, ejecutan una danza que hace que el mundo se renueve. Cumplida su misión, Hunahpú e Ixbalamqué revelan a los de Xibalbá su nombre e identidad: «...somos, pues, los vengadores de los dolores y sufrimientos de nuestros padres». Y los de Xibalbá: «¡Tened misericordia de nosotros...!». Entonces los hermanos sin autocomplacencia ni crueldad sobre los vencidos les dicen: «...será rebajada la condición de vuestra sangre. No será para vosotros el Juego de Pelota [que antes do-

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minaban]... Los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados no os pertenecerán. [...] Ya no os apoderaréis repentinamente de los hombres». No son exterminados sino rebajados, quedando sin poder alguno, y ahora al servicio de la nueva era, pacífica y equilibradora, sin sacrificios humanos o reducidos al máximo y sin canibalismo, la nueva era de justicia y desarrollo conquistada (y sin violencia en Xibalbá) por Hunahpú e Ixbalamqué, que han vencido a la muerte y han renacido y, por tanto, saben y pueden. La violencia y abusos arbitrarios de los de Xibalbá han concluido. (Aquí habría quizá de apuntarse que, según algunas versiones, el origen de los sacrificios humanos pudiera tener una dimensión «psicológica», y sería el sacrificio de las propias ataduras con uno mismo, de tal manera que el cuchillo de obsidiana cayera sobre el propio corazón a fin de despojarle y liberarle hacia una luz más cierta; después esta versión se relegaría en beneficio de otra guerrera que hablaba de sacrificar directamente a los enemigos capturados, extraerles el corazón y ofrecerle al sol que lo necesitaba, y así la justificaban). Frente a ellos, «de caras horribles», causantes de desequilibrio y daño en la vida, está el legado de los hermanos, un legado de luz, equilibrio y paz, un legado civilizador. Vuelven a casa de la abuela, quien ya sabía lo que había ocurrido en Xibalbá, pues las cañas, como un espejo, lo habían reflejado: —mueren y resucitan, se secan y vuelven a retoñar. Ya sólo queda a Hunahpú e Ixbalamqué reivindicar la memoria de sus padres: quieren resucitarlos de nuevo, «[bjuscaron allí todo su ser, la boca, la nariz, los ojos. Encontraron su cuerpo pero muy poco pudieron hacer. No pronunció su nombre el Hunahpú» y no pudieron, así, volver a la vida, no pudieron los hermanos devolver la vida a sus padres, que permanecerán, sin embargo, vivos y vivientes en la memoria de las gentes. Entonces, terminada la misión que Huracán, el Corazón del Cielo les encargó, los hermanos no mueren exactamente sino que desaparecen: «Subieron en medio de la luz y, al instante, se elevaron al cielo: Al uno le tocó el sol y al otro la luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la faz de la tierra. Y ellos moran en el cielo». Ahora sí. Ahora sí que la creación verdadera del mundo y del hombre puede llevarse a cabo; para ello, sin embargo, ha sido necesario que ocurra lo que ha ocurrido: que los hermanos venzan a los gigantes ensoberbecidos y a los arbitrarios y maléficos Señores de Xibalbá y que muera

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el Dios del Maíz, como hemos visto, Hun Hunahpú y resucite en la muerte y resucitación final de sus hijos, Hunahpú e Ixbalamqué, el maíz, la materia mágica con la que se iniciará ahora la nueva creación del ser humano verdadero. El tema de los hermanos gemelos se encuentra en todo el entorno del Golfo de México y, más allá, en Sudamérica. Entre los hopis, por ejemplo, un pueblo importante del llamado Gran Norte Mexicano, que vivían en lo que hoy es Arizona y sur de Colorado, existen también distintos intentos o formas de creación del mundo y del ser humano (4), y dos hermanos gemelos, Poqanghoya y Palónganhoya, como coordinadores principales de las creaciones; gemelos que se asocian a los polos magnéticos de la tierra y, por tanto, se alternan y complementan entre sí, en la idea de que el cuerpo «humano» se corresponde con el cuerpo de la tierra y del universo: el eje con la columna vertebral, por ejemplo. Del mismo modo que sucede en el Popol Vuh, estos gemelos hopis buscan el equilibrio y la compensación en la alternancia, y se guían por un principio sagrado que enseñan, el de la «nakwa'ch», o armonía y solidaridad entre los miembros de cada clan y entre los distintos clanes. Algunos hopis, por otro lado, hablaban de pueblos mesoamericanos como los mayas, y, quizá antes los Olmecas relacionados con ellos, antes de las migraciones al sur, hablando, incluso de la «Casa roja del Sur», casa que algunos investigadores han creído ver en Palenque, donde se han encontrado sepulcros femeninos pintados de rojo; también para los hopis (como para los mayas) la serpiente tiene poderes creadores: «la danza de la serpiente» (para invocar lluvia y fecundidad) o «las sociedades de la serpiente»... en todo caso para unos y otros pueblos de ese amplio abrazo que es el Golfo de México, desértico al norte y selvático al sur, los sucesos que representaban en sus ritos (verbigracia las distintas creaciones del mundo) tenía una correspondencia cósmica real, es decir los sucesos rituales y cósmicos equivalían entre sí (Waters 1992).

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E L H O M B R E DE M A Í Z

Wa'e k'ut utekerik ta xna'ojix winaq, / ta xtzukuxpuch ri chok utyo'jil

winaq

(Popol Vuh 1999). He aquí el principio de cuando se dispuso hacer al hombre y cuando se buscó lo que debía entrar en la carne del hombre (Popol Vuh 1995: 103). Llegamos a un capítulo trascendental en el Popol Vuh, que merece toda nuestra concentración. «Y dijeron los Progenitores, los Creadores y Formadores, Tepeu y Gutumatz: Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y de que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados; de que aparezca la humanidad sobre la superficie de la tierra. Así dijeron» (Popol Vuh 1995: 103). Los Progenitores... La teogonia maya es muy compleja y su comprensión, especialmente difícil para nosotros, pues «danza» entre la unidad y la diversidad (utilizando estos términos nuestros con interrogación), pero de modo diferente al que estamos acostumbrados. El Corazón del Cielo (Huracán o Itzamná y su esposa Ixchebel) se desdobla en parejas o tríos, poseyendo él mismo manifestaciones, caras o formas (tres o cuatro) distintas y generándose en deidades femeninas y masculinas independientes, con funciones diferentes, pero en su conjunto constituyendo una unidad compleja y diversificada, y una diversificación compleja que tiende a absorberse en una unidad, enlazadas mutuamente por «cordones umbilicales», dentro de los cuales corre la sangre, que se expanden y abrazan entre sí. En el origen, tal vez, existiera una deidad femenina o andrógina. Esta teogonia maya se acerca y se aleja de otras teogonias, por ejemplo de la griega; en ésta hay una multiplicidad teogónica que luego va caminando hacia una cierta unidad de la pluralidad de dioses, de la época arcaica y clásica se intenta pasar a una pluralidad subordinada a la unidad, a partir, sobre todo, de los filósofos Heráclito y de Platón; en el diálogo platónico «Parménides», se manifiesta claramente esta tendencia a subordinar lo múltiple a lo uno: «Si lo uno no está en las demás cosas, las demás cosas no serían múltiples ni uno», «Sin uno es imposible tener opinión, las cosas no son nada ni parecen como tales si lo uno no es, por lo tanto si lo uno no es, nada es». Pero la sujeción de lo múltiple a lo uno implica una

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reducción de la diversidad de cosas y seres y un pensamiento reductor de lo plural en beneficio de lo singular; finalmente, idealidad, separación, discriminación, y esto luego pasó a las religiones monoteístas, que lo aprovecharían, llevándolo al extremo; otra cosa es que las deidades griegas tenían importantes disputas entre sí, lo que no aparece así en las divinidades mayas. La cultura maya (al menos la clásica) es otra cosa. Los progenitores mayas, entonces, se juntan, piensan, conversan y discuten, como al comienzo de la creación, acerca de la materia que tiene que entrar en el ser humano, y lo hacen ¡durante la noche! Una vez más, la noche engendradora del pensamiento y de la palabra; la noche, madre del consenso y de la acción. «Pan Paxil, / Pan Cayalá ub'i'/xpe wiq'ama jal, / saqijal», dice el texto maya. Es el lugar mágico donde se producirá la creación y primera morada de los nuevos seres humanos. «En la quebrada o hendidura [de la montaña], en el agua amarga, las mazorcas amarillas y blancas» (Popol Vuh 1985: 163). «De Paxil y Cayalá, así llamados, vinieron las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas» (traducen Recinos y Ximénez); un lugar donde hay unas aguas «verdiazules preciosas» probablemente. ¿Qué es esto? La hendidura quizá como la de la tortuga, de cuyo caparazón hendido brotó Hunahpú, originalmente la deidad del Maíz revelado, y la tortuga hendida sería como la montaña precipitada en cuevas y valles húmedos (de «agua amarga»), montañas, en fin, origen y espejo de las pirámides. Algunos investigadores así lo han propuesto. En fin, el lugar donde se hallaban las plantaciones del maíz original, entre tres piedras cuadradas «de Gracia» [rocas, valles], según el Chilam Balam, el cual proviene de una planta madre, llamada Teosinte. De un modo u otro, será el maíz, que para los mayas brota de la misma Vía Láctea y se asemeja a ella. Y, en estos momentos, repentinamente, llegan cuatro animales que han encontrado y han traído a los Progenitores, a Tepeu y Gutumatz, las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas, animales cuyos nombres son Yac (gato montés), Utiú (coyote), Quel (cotorra) y Hoh (cuervo). Cuatro y diferentes. Según otro importante libro maya, el Memorial de Sololá o los Anales de los Cakch.iqu.eles (un pueblo maya rival de los quichés de Guatemala), no se sabía qué debía entrar en el hombre, con qué material hacerse, pero, al fin, se encontró con qué hacerlo, «sólo dos animales sabían donde estaba la materia apropiada, eran el coyote y el cuervo», y entonces,

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el Memorial dice estas misteriosas palabras: «El coyote fue muerto [en la búsqueda de esa materia] y, entre sus despojos, al ser despedazado, se encontró el alimento y, yendo el cuervo a buscar para sí el alimento, trajo desde el mar la sangre de la serpiente y del tapir y con ellas se amasó el alimento del maíz. De esta manera se hizo la carne del hombre por el Creador» (Garza 1980:116). El coyote y el cuervo podrían serla visión cakchiquel de los hermanos del Popol Vuh quiché, muertos y resucitados en Xibalbá, con una presencia de la serpiente engendradora de vida y cuerda o vaso comunicante entre los mundos; serpiente y tapir, en todo caso, en relación con el agua y la exuberancia. De cualquier manera, en la literatura maya siempre encontramos una consagración de las plantas y de los animales, consagración que no existe por ejemplo, en la cultura bíblica, o mejor biblico-cristiana, donde los animales son tratados con un tono de superioridad despreciativa: «Someted la tierra y mandad en los peces del mar, en las aves del cielo y en los ganados y en todas las alimañas y serpientes que serpean sobre la tierra (Génesis)»; al mismo tiempo aquí se ofrece la imagen de una deidad única, masculina (sin esposa), solitaria, omnipotente (sin fallos mayormente) y autoritaria, apareciendo a menudo encolerizada; tal no existe en el mundo maya, en el cual plantas y animales, astros y deidades se corresponden entre sí, constituyendo un conjunto infinitamente diversificado, en el que unas cosas se transforman en otras. Y así encontraron la comida [el maíz, los maíces], y ésta fue la que entró en la carne del hombre creado, del hombre formado; esta fue su sangre, de esta se hizo la sangre del hombre. Así entró el maíz en la formación del hombre por obra de los Progenitores. [...] De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo la carne del hombre; de masa de maíz se hicieron sus brazos y piernas. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados (de una vez) (Popol Vuh 1995: 103-104).

El maíz, hallado por los cuatro animales nombrados que llevaron y guiaron (en el México central, a Quetzalcóatl, una hormiga le lleva o guía hasta las plantaciones originales de maíz, escondidas entre rocas hasta las plantaciones salvajes de los propios dioses, es el maíz el verdadero antecesor del ser humano. El Corazón del Cielo y la Vía Láctea son maíz. Sin embargo, el libro del Popol Vuh no hace ninguna mención, ninguna distinción y, menos aún, discriminación engañosa entre cuerpo

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y alma, corazón y mente, bien y mal, amigo y enemigo, ser y no ser (y, claro, quizá uno preferiría que no se le partiera en dos, como un tasajo). El ser humano, completo, sin mención, distinción ni separación alguna, proviene de la semilla del maíz antecesor, amarillo y blanco; lo natural y lo espiritual son uno. La misma diosa Ixmucané, la vieja adivina, junto a los Progenitores, al final ella misma Progenitor también, interviene en la formación del ser humano, desde su laboratorio secreto o subterráneo, «moliendo las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas» y elaborando nueve misteriosas bebidas (la linfa, la sangre), como los misteriosos nueve señores de la noche, deidades subterráneas, de las que provendrán la fuerza y la musculatura del ser humano y su vigor vital; así la savia del maíz se hace sangre humana, y la sangre del hombre es savia de maíz sagrado. Todo lo cual constituye una sorpresa y una rareza para nosotros. En el mundo griego de Homero no existía propiamente un concepto del alma; ahí sólo se habla de ánimo, en el sentido de temperamento y emociones; es más tarde, con Heráclito, cuando este concepto se desarrolla: «Las fronteras del alma —dice Heráclito en el fragmento 45— no podemos hallarlas andando, por más que recorramos su camino; tan profundo en su Logos» (pensamiento, sentido, palabra), y tras Heráclito con los cultos órfico-pitagóricos y dionisíacos y, de modo particular, con Platón: «El cuerpo es la tumba del alma», concepto, que de ahí pasará al mundo bíblico eclesiástico, donde la divinidad masculina (sin intervención de ninguna deidad femenina explícitamente) interviene sobre la materia (barro) para soplarla el espíritu de vida, estableciendo así un dualismo, a menudo discriminatorio y conflictivo, entre materia y espíritu, realidad e idea, y un acercamiento, en cambio, entre amor (idealismo) y terror, como vemos en la práctica de muchas religiones. Por otro lado, la omnipotencia racional de una deidad única sólo masculina fue criticada por algunos evangelios no eclesiásticos (apócrifos). Entre los mayas clásicos no hay una dualidad partida en contrarios enemigos. Y el maíz ha sido encontrado en un lugar o lugares llamados Paxil y Cayalá, que el Popol Vuh describe así: Y de esta manera se llenaron de alegría [los Progenitores] porque habían descubierto una hermosa tierra llena de deleites, abundante en mazorcas amarillas y mazorcas blancas, y abundante también en pataxte y cacao, y en innumerables zapotes, anonas, jocotes, nances, matasanos y miel.

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Abundancia de sabrosos alimentos había en aquel pueblo de Paxil y Cayala (Popol Vuh 1995: 104).

Paxil y Cayalá, pues, son unos lugares (o lugar) exuberantes y felices, donde no se conoce la desdicha, de igual manera que el Edén bíblico pero con una diferencia capital: la de que el Edén de la Biblia está traspasado de discriminaciones con prohibiciones, el árbol del conocimiento del bien y del mal (opuestos entre sí) y opuestos, a su vez, al árbol de la vida, teniendo la pareja inicial que cargar con la orden divina de no comer de ese árbol del conocimiento; sin embargo la orden no puede ser atendida, y entonces la caída, la culpa, tortura y la expulsión violenta sobrevienen a la pareja como una fatalidad inexorable. No les estuvo permitido el conocimiento libre ni quizá de manera más sutil, disfrutar del árbol de la vida libremente. Ante este episodio del Génesis bíblico, el escritor judío Franz Kafka hizo unas observaciones penetrantes, recogidas en sus Aforismos: «Si lo que se dice que fue destruido en el Paraíso era destructible, entonces no era decisivo; pero si era indestructible, entonces, vivimos en una falsa creencia [o fe]» (n° 74) y más adelante (n os 8284): «¿Porqué nos lamentamos del pecado original? No por su causa fuimos expulsados del paraíso, sino por el árbol de la vida, para que no comiéramos de él [...] Somos pecadores, no por haber comido del árbol del conocimiento sino (sobre todo), por no haber comido del árbol de la vida» [...]. «Fuimos creados para vivir en el Paraíso y de hecho estamos allí siempre, lo sepamos o no» (Kafka 1998: 25-29), terminan estas sorprendentes observaciones; estamos, entonces, en el paraíso del milagro de la vida, pero todos, no sólo los beneficiados... rapaces o no; un paraíso que se ha convertido en tortura. Las creencias pueden frenar, paralizar o cegar la mente, y nuestros pensamientos, sobre todo cuando están turbados o inducidos, con sus especulaciones (espejeantes), pueden, igualmente, inhibir el ejercicio de una mente anchurosa, sensible y feliz. Efectivamente, las ideas platónicas de discriminación entre materia y espíritu, unidad y diversidad, y las ideas aristotélicas de ordenamiento mediante diferencias opuestas e institucionalización del conocimiento han contribuido al desarrollo técnico pero también han reducido la amplitud de la vida y la han conflictivizado. Un poema del poeta maya Ak'Abal, hoy, dice, «J'elik chumily y Kowilaj che'/ hacían el amor sobre la hierba / y se cubrían con el cielo. // Hasta que hablaron / las ser-

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pientes. Prohibieron los frutos / y se repartieron entre sí / el Paraíso». Y, al lado, «Aquí era el Paraíso. / Maíz, trigo, fréjol / no había fruto prohibido, / y las culebras eran mudas» (Ak'Abal 1987). Con todo, los mayas tenían una expresión ritual, «Chak nik nahal», para nombrar la consciencia humana, una expresión traducida como «La blanca consciencia de lo que viene a florecer, florescencia blanca o la conciencia de la flor blanca», que establece un vínculo muy profundo entre la conciencia y la planta de maíz que florece o la florescencia del propio árbol de la vida, articulando así la conciencia humana al mundo vegetal, animal y cósmico (los cuales tienen sustancia espiritual o divina), sin que haya un concepto de objetividad y subjetividad, de forma «ideal» y materia separados ni de esencia, ni tampoco, finalmente, de individuo ni de ética individual, tal y como lo percibimos en occidente. Se diría que la nueva creación humana logra el lenguaje y la mente capaces de entenderse con las fuerzas mismas de la creación, frente a las creaciones anteriores. En fin, la planta de maíz hasta hoy es tratada como persona y más que sólo persona humana: aún hoy existe en Mesoamérica la costumbre de mezclar la sangre de la placenta y del cordón umbilical del niño o de la niña con el maíz antecesor para después este maíz «manchado» de sangre sembrarlo en una milpa llamada «la sangre del niño», cuya cosecha será luego llamada «la cosecha de la sangre», comiendo de ella toda la familia, a fin de unirse al recién nacido e integrarlo en la comunidad (Thompson 1975: 343 y ss.). Es la veneración que desde épocas remotas se tiene hacia esta planta mágica, «madre de hermosa cabellera ondulante». Si M. A. Asturias en Hombres de maíz hablaba de que para los mayas comerciar con el maíz era como comerciar con la carne y la sangre de sus padres, hoy en muchas partes de México se ha sembrado maíz transgénico y se ha informado de que las semillas manipuladas han contaminado a las naturales. Por otra parte, hoy también, en medio de la crisis petrolera, se están buscando otros combustibles y las empresas multinacionales se han fijado en el maíz, que contiene ciertas dosis de etanol que, mezclándolo, podría dar lugar a nuevos combustibles menos energéticos pero algo más limpios y baratos. Y es de verdad asombroso ver en uno de los valles del volcán Popocatepetl, en el estado mexicano de Tlaxcala, en un lugar conocido como Cacaxtla (a donde una vez fuimos mi sobrino José, que vive en México y yo), lleno de templos y pirámides a dioses y diosas sobre todo,

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ver en el templo principal de Cacaxtla, pintado en murales subterráneos, cómo de los tallos y ramas de maíz brotan ¡caras humanas! mayas, en ese templo bajo el lejano volcán y es algo sobrecogedor; llegamos allá tras visitar Cholula y la gran pirámide, la más grande de todas, dedicada al dios Quetzalcoatl, el pájaro serpiente o la serpiente emplumada, el dios de la armonía y de la paz, Quetzalcoatl, del que sobre todo lo que queda es la cantidad casi innumerable de iglesias que se superpusieron por aquí y por allá, en todo el estado de Puebla y Tlaxcala, iglesias por lo demás muy bonitas, dominando los parajes. Por otro lado, al sur, en las selvas de Guatemala, se han encontrado recientemente unas pinturas, las pinturas murales de San Bartolo, de hace unos dos mil años, que parecen ilustrar de manera prodigiosa la imagen maya de Paxil y Cayalá: una Montaña Florida, rica en cuevas, maíz y agua, en forma de círculos, espirales y cuevas como enredaderas y ramas de un árbol — el Árbol de la Vida—; una montaña llena de frutos y riquezas, de la que se alarga una serpiente emplumada, encima de la cual hay ocho personajes, hombres y mujeres, siendo uno de ellos la figura principal, precisamente el Dios del Maíz, al que los demás por delante y por detrás dirigen sus ofrendas. Finalmente, en Copán (Honduras), con sus pirámides de escalinatas cubiertas de jeroglíficos, los soberanos se decían descender de la gran Montaña Florida —y sus valles— de Paxil, según se observa en esa estructura arqueológica, llamada Rosalila, un verdadero tesoro artístico. Cuatro hombres de maíz son creados de una vez, Balam-Quitzé, BalamAcab, Mahucutah e Iqui-Balam; Balam es jaguar nocturno y también brujo o chamán (los reyes quichés serán chamanes). Fueron creados... por los Progenitores, sin padre ni madre, «sólo por un prodigio» (Popol Vuh 1995: 105). Pero lo que en humanidades anteriores habría salido con defecto de inteligencias, los cuatro hombres ahora nacen con un exceso de inteligencia, es decir, de visión, y, por tanto, de sabiduría y poder, para los mayas, lo que llega a preocupar a las deidades, pues lo veían todo, lo de cerca y lo de lejos, en la tierra y en la bóveda del cielo, lo cual no gustaba a los Progenitores: «¿han de ser ellos también dioses?» (Popol Vuh 1995: 106). Entonces deciden rebajarles la vista, y, por lo tanto el conocimiento y el poder también, echándoles un vaho sobre los ojos, los cuales «se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo» (Popol Vuh 1995: 107), les velaron la vista en parte, de manera

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que con su media-visión tuvieron que buscar y adivinar la otra parte del mundo y de la verdad que les faltaba, como el lector el libro del Popol Vuh, en parte velado y oscurecido para él, como dijeron los autores. En todo caso las divinidades estarán siempre en alerta frente al exceso, la perfección, la soberbia y el abuso. Tras lo cual, son creadas las mujeres de los cuatro hombres de maíz, o que sucedió así: «durante el sueño, [mientras ellos dormían] llegaron, verdaderamente hermosas sus mujeres», donde estaban cuando los cuatro despertaron, los cuales, «al instante se llenaron de alegría sus corazones a causa de sus esposas» (Popol Vuh 1995: 107); sus nombres eran, Cahá-Paluna, Chomihá, Tzununihá y Caquixahá. Bien, pero hasta aquí la parte clásica, común básicamente a todos los pueblos mayas del pasado, la parte de los mayas clásicos, que se dirían desaparecen o dispersan hacia finales del siglo ix; y a partir de aquí el Popol Vuh habla de los orígenes del pueblo maya-quiché; el suyo, que llega hasta la conquista española del siglo xvi. Pero una pregunta muy importante queda en el aire, a la cual el Popol Vuh no responde, la pregunta de ¿por qué y cómo una civilización como la maya, que llega a ser de las más importantes de la tierra se hundió dispersándose a mediados o finales del siglo ix de nuestra era? Si el Popol Vuh ni siquiera alude a ella de manera clara, ¿es que era materia reservada o materia poco conocida? Aún hoy sigue siendo un misterio; sin embargo podría ser muy necesario saber qué pasó exactamente, pues, como decía la arqueóloga Linda Schele (2000), de ello podríamos nosotros aprender, no sea que nuestra propia civilización corra la misma suerte y colapse. Simulaciones por ordenador cada vez más finas tratan hoy de esclarecer las circunstancias que llevaron al colapso a antiguas civilizaciones. Del final de esta civilización maya clásica hoy sólo se tienen indicios, aunque indicios serios, gracias a las excavaciones arqueológicas; su escenario aproximado podría parecerse algo a este: las ciudades, que formaban como una constelación geométrica desde el Yucatán (Guatemala, Belice y México) hasta casi el centro de México, hacia el norte y hasta Honduras y El Salvador al sur, constituyendo ciudades-reinos influyentes, en número de dos (quizá recordando a los dos hermanos gemelos), como Calakmul y Tikal, o, también a veces, tres (evocando las tres caras de Huracán y Orion), con ciudades asociadas, como Palenque con Tikal o subordinadas a ellas, como Caracol, Dos Pilas y Quiriguá,

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entre otras, y teniendo como referencia a la mítica Teotihuacan; pues bien, estas ciudades tendrán con el tiempo un gran crecimiento y prosperidad, llegando a ser algunas muy pobladas; en ellas se produciría un exceso demográfico, que trajo consigo la necesidad de talar cada vez más selva para hacer campos de cultivo, especialmente milpas; esta tala excesiva de bosque tropical pudo, junto con otros factores, haber contribuido a un cambio importante en el clima, ayudado por la alteración de las corrientes marinas en el sur del Caribe (y ciclos solares, se ha dicho), con épocas sobre todo de grandes sequías (según el estudio de minerales y semillas de la época) que agostaban la tierra cultivable y la consiguiente carestía de alimentos y la mala o poca alimentación que atraía enfermedades (y, quizá alguna vez, inundaciones fuertes que la falta de bosque no regularía); todo lo cual crearía inestabilidad y desesperación en las poblaciones (en cuevas de Belice se han encontrado huesos de sacrificios humanos de niños y niñas y jóvenes al Dios de la Lluvia, Chak), y, luego, episodios de guerra entre unas ciudades y otras, para apropiarse de recursos y territorios nuevos, decapitando a los reyes vencidos; reyes a los que se consideraba representaciones en la tierra de deidades, y que, poco a poco, fueron perdiendo la credibilidad y confianza de las gentes, al no poder resolver los problemas graves y, tal vez, al romper el equilibrio y matarse arbitrariamente unos a otros: las creencias centenarias de los pueblos se desplomaban; hasta que la guerra se extendería, con intervalos de cierta tregua (porque el abandono de las ciudades fue en períodos largos), como se ve en los descubrimientos arqueológicos de los últimos años (murallas, empalizadas improvisadas), y en las estelas jeroglíficas, que hablan de ello. En otras partes del mundo, en las selvas de Indochina, en Camboya por ejemplo, también se encontraron grandes ciudades desaparecidas misteriosamente, como la ciudad mítica de Angkor, que llegó a ser, hará unos 800 ó 900 años, una de las ciudades más grandes que se conocen, con una numerosísima población: a partir de una época es abandonada y las selvas la invaden hasta finales del siglo XVIII cuando es reencontrada en forma de ruinas o templos ruinosos, llenos de vegetación, y comienza a ser recuperada. Ciudades, pues, abandonadas y reocupadas por la selva, lo mismo en América que en Indochina (quizá, igualmente, en algunas partes de África, de otra manera) y tal vez por motivos parecidos. Entre algunos pueblos del antiguo norte mexicano, pueblos migradores como los hopis, había un

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principio sagrado que venía desde la prehistoria, según el cual los pueblos que emigraban en busca de nuevos territorios nunca debían asentarse definitivamente en ellos, a fin de evitar dispersión-explotación entre unos y otros y desigualdades; debían regresar al punto de partida. ¿Habría algo de esto en el abandono de algunas ciudades antiguas? Por lo que respecta a los mayas clásicos, tras la carestía de alimentos, las enfermedades y las guerras, las gentes huyen hacia lugares más seguros, tal vez la selva Lacandona de Chiapas, el centro norte de México o cierta parte del norte de la península del Yucatán: aquí en el Yucatán norte, hacia mediados o finales del siglo x, de pronto, vuelven a surgir ciudades nuevas; es cierto que algunas tribus mayas ya habrían estado ahí en fechas tempranas, siglos v y vi, pero luego abandonaron el lugar, para volver, junto con otras tribus, dos o tres siglos después (fue el caso de los Itzaes, con ciudades nuevas como Chichén Itzá o Uxmal que florecen en el siglo x y xi); el repunte maya, posterior al siglo ix, parece surgido por savia nueva de otros pueblos —sólo en el caso de algunos pueblos mayas— como los toltecas, la gran civilización del centro-norte de México, que tiene a la cabeza al gran dios Quetzalcoatl; esta deidad será asimilada por los mayas en su deidad propia, Gutumatz o Kukulcán. Hasta aquí la «mitad» del relato del Popol Vuh y la historia mitológica de los mayas clásicos; a partir de ahora comienza la historia propiamente del pueblo quiché, autor del libro, y sus migraciones [junto con otros pueblos] hasta formar un reino poderoso pero disputado y frágil, con el que chocan los conquistadores. En el presente artículo sólo hemos podido tratar esta primera «mitad», por decirlo así, por lo que dejaremos la otra «mitad» para otro artículo o, en todo caso, para una publicación posterior completa. Señalaremos, para terminar el presente estudio, que distintos arqueólogos han intentado encontrar el Xibalbá físico o real que pudo inspirar al Xibalbá de las mitologías y han creído encontrarlo en distintas cuevas grandes con ríos que se internan y pierden en la oscuridad de la tierra o de las montañas, como por ejemplo, la Candelaria, en las selvas de Guatemala (no lejos de Cancuén) y cuevas que eran verdaderos centros de espiritualidad, con ofrendas de animales y personas; igualmente, los cenotes, o pozos calizos de aguas verdeazuladas sin fondo que hay en todo el Yucatán, algunos de los cuales, incluso, desembocan en alta mar, han podido servir de inspiración real de Xibalbá.

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Por otro lado, los mayas permanecieron básicamente unidos, en su corazón y en su mente, a su cultura, por más que la readaptaran a las circunstancias impuestas. El propio P. Ximénez inclusive reconocía, en los «Escolios» de su obra, que a los indios la evangelización y su mensaje «no les decía nada nuevo», pues contaban que esas cosas ya estaban en su religión, pero que los evangelizadores lo hicieron peor, «por haberse plantado en estas partes la ley de Dios con tantos escándalos, muertes, robos, estruendos y alborotos y por haberla recibido de miedo a la muerte que temían». En fin, era Xibalbá el lugar de la muerte y de la regeneración y el punto de enlace entre la tierra (su raíz, su vientre) y este universo tan grande en cuerdas y medidas y tan pequeño e inconmensurable en el valor de sus cordones umbilicales de la vida.

BIBLIOGRAFÍA

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FRONTERAS COLONIALES: MITOS, FICCIÓN Y PARODIA EN EL NORTE DE MÉXICO

Nuria Vilanova

UNA BREVE INTRODUCCIÓN AL ESPACIO FRONTERIZO

En los últimos quince años, la frontera entre México y Estados Unidos se ha convertido en un espacio paradigmático para los estudios chícanos, poscoloniales y estudios de frontera —Border Studies. Unos y otros han sido, desde la academia estadounidense principalmente, un importante marco de reflexión, teorización y análisis cultural de realidades intersticias (en las intersecciones de la coexistencia de dos o más culturas) y de las relaciones que en ellas se dan entre hegemonía y subalternidad 1 . Los estudios chicanos, específicamente, se han dedicado al estudio de la producción literaria y artística de los chicanos, entendiendo por tales aquellos mexico-americanos que desde finales de los años sesenta del siglo xx definieron una posición y conciencia identitaria que los singularizaba en el contexto cultural estadounidense 2 . Es principalmente a partir de la publicación del libro fundacional de Gloria Anzaldúa, Borderlands-La Frontera: The New Mestiza (1987), que la frontera méxico-estadounidense ha pasado a ser un territorio de reflexión y análisis sobre las realidades culturales fronterizas. La mayor parte de estos estudios se han

' Véase, entre otros, Beverley (1999); Calderón/Saldívar (1991); Gómez-Peña (1990); Klahn (1994); Rodríguez (2001); Mignolo (2000). 2 Puede consultarse, entre otros, Anaya (1976); Anaya/Lomelí (1989); Montejano (1999); Saldívar (1990).

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acercado a la frontera desde una dimensión básicamente epistemológica, metafórica y simbólica, ya que ésta ha sido percibida como el espacio entre —el in-between— que avanzaba Homi Bhabha a finales de los años ochenta en sus primeros trabajos sobre el tema (Bhabha, Homi 1994: 1). En años recientes, diversos intelectuales y académicos del lado mexicano de la frontera han empezado a abordar el tema fronterizo rechazando, como punto de partida, la abstracción que los chícanos y estadounidenses han llevado a cabo de una frontera que para México es una realidad cotidiana, inclinándose a reivindicar, en este sentido, una frontera física y real, más que simbólica y abstracta (estoy pensando principalmente en Socorro Tabuenca, Sergio Gómez Montero, Gabriel Trujillo y Humberto Félix Berumen) 3 . No cabe duda de que, si bien la frontera proyectada por Anzaldúa como una herida abierta que atravesaba la existencia de los chícanos plasmaba una dimensión muy significativa de las interjecciones fronterizas, también es verdad que la frontera entre ambos países es un territorio físico de una intensa diversidad, de diálogo y de intercambio y donde tienen lugar las negociaciones simbólicas entre las culturas hegemónicas de ambos lados. Es un espacio que tiene múltiples dimensiones, tanto económicas, sociales y políticas, como culturales y artísticas. La frontera es también un lugar de tránsito y movimiento frenético, y a la vez un espacio de desierto, aridez, silencio y muerte. En la última década, el impacto de la frontera en la producción artística y literaria de la zona ha sido muy importante. La frontera norte de México se ha convertido en una región cultural caracterizada tanto por la innovación tecnológica como por la renovación estética. Tomando este contexto como punto de partida, este artículo se propone analizar la obra del escritor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite (1962) con la perspectiva de las imágenes coloniales que se proyectan en sus textos, a partir de las cuales se recrean de manera paródica diversos mitos prehispánicos, principalmente náhuatles. Crosthwaite es uno de los escritores más innovadores y representativos de la nueva narrativa que se produce en la franja fronteriza del norte de México. Sus obras están perneadas

3 Berumen (1994: 93-118, 1996, 1998, 2005); Gómez Montero (1993, 1994); Tabuenca (1994a: 25-31, 1994b: 93-100, 1994c: 27-31, 1994d: 35-38, 1995-1996: 146168, 1997a, 1997b: 85-110, 1998); Trujillo Muñoz/Gómez Castellanos (1986); Trujillo Muñoz (1988,1989,1990a, 1990b, 1992a. 1992b: 15-20,1993).

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por el espacio de la frontera y caracterizadas por el frenético movimiento de Tijuana, que está impreso en su narrativa. La frontera es así un territorio que estimula la creación de su discurso literario y se convierte en un espacio no solamente representado en el texto, sino también articulado en él. El movimiento, el ruido, el alboroto y el bullicio, pero también la desolación, la soledad y el anonimato se sienten y leen en las páginas de Crosthwaite. Tijuana, paradigma urbano de la transitoriedad, es un espacio que se renueva constantemente por el fluido vaivén de personas, de bienes y también de símbolos y significaciones diversas. Es una ciudad dinámica en movimiento continuo y el punto más importante para cruzar a los Estados Unidos. El dinamismo de Tijuana es la fuerza que da forma a la ficción de Crosthwaite. En otras palabras, el movimiento de la frontera escribe la dinámica textual. Éste se siente y se puede casi palpar en el texto a partir de los siguientes elementos: la construcción fragmentada de la narrativa; la rica y genuina intertextualidad (es decir, las constantes referencias de elementos pertenecientes a otros textos y contextos); un universo referencial, que se encuentra en relación dialéctica con la vida real y, finalmente, y de manera muy notoria, a través de una sintaxis marcada por la constante repetición de frases cortas. La dureza de la migración, la agresividad e intimidación de la patrulla fronteriza (border patrol), la tensión diaria que experimentan las ciudades de la frontera, la marginalidad de sus residentes anónimos y la explotación de seres humanos en situaciones límite, como la propia frontera, están muy presentes en los cuentos y novelas de Luis Humberto Crosthwaite. En su narrativa, la frontera — siempre proyectada con agudo sarcasmo e ironía— juega un papel predominante. En las dos obras que se van a analizar aquí, la novela La luna siempre será un amor difícil (1994) y el cuento «Where have you gone juan escutia?» (1988), la frontera es proyectada desde imágenes dominadas por actitudes imperialistas, que son eficazmente trasladadas a la ficción narrativa con gran ironía.

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En La luna siempre será un amor difícil, el norte de México es percibido sarcàsticamente como una franja territorial atrapada entre tres imperios: el moderno y próspero imperio del norte, cuyo peso real y sim-

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bólico México apenas puede sobrellevar; el imperio español, decadente y pasado; y el soberano y brillante imperio azteca, que sólo vive y se hace realidad en el imaginario colectivo del pueblo mexicano. La obra está dividida en cuatro capítulos, cada uno de los cuales está, a su vez, subdividido en secciones cortas de una o dos páginas (la más larga tiene tres). Éstas van encabezadas, cada una de ellas, por un título que refleja el contenido de cada sección. Estos encabezamientos son a menudos sarcásticos y parodian la rígida aproximación didáctica a la literatura de la España medieval. Encontramos títulos como «En el Imperio Nortense donde la vida es superior y si no al menos lo parece», «Ella no es del todo católica» (LAD: 101 ) 4 . «¿Qué le puedo decir, qué no hay amor tan ingente, tan patidufuso como mi amor por Florinda, heroína de esta historia?» (LAD: 121). Se puede apreciar la enorme fragmentación formal a la que está expuesta esta novela a través del último capítulo, que consiste en una sola frase: «Nada se me ocurre» (LAD: 121). De una manera entrecortada e impredecible, característica, por otra parte, de la narrativa de Crosthwaite, la novela se desarrolla a partir de la relación amorosa entre el conquistador español Balboa y su novia indígena Florinda, nombre que adopta la muchacha tras cambiar su original Xótchil. Desde la antigua Tenochtitlán, la pareja de enamorados se dirige hacia el norte, en busca de un futuro más próspero. Finalmente, Balboa y Florinda se instalan en la frontera mexicana, en lo que es obviamente Tijuana, aunque la ciudad no sea mencionada en ningún momento. Una vez allí, Florinda empieza a trabajar en una planta de ensamblaje industrial, o maquiladora, tan comunes en la zona, y Balboa, finalmente, tendrá que abandonar su sueño americano, tras los consecutivos fracasos por alcanzarlo. Es una novela divertida y gran parte del humor que hay en ella transita directamente del autor al lector por medio de las múltiples referencias culturales e intertextuales. Balboa y su novia parodian, de manera obvia, a Hernán Cortés y la Malinche 5 , extraídos de la historia y trasladados a la realidad actual de la frontera norte, donde

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Todas las referencias a esta obra se harán a través de las iniciales L A D (La luna siempre será un amor difícil). 5 Intérprete y amante de Hernán Cortés, la Malinche es un personaje legendario y controvertido de la historia de México. Una interesante revisión de esta mujer mítica se encuentra en el libro editado por Margo Glantz (2001).

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comen cornflakes y van a las table-dances. Florinda añora su pasado indígena en Tenochtitlán, mientras que Balboa resiente no haber hecho caso a sus padres que, todavía en España, le aconsejaban que persiguiera una carrera profesional más lucrativa y productiva que la de conquistador: Al salir de la escuela preparatoria, Balboa decidió ser conquistador. Era una carrera muy socorrida en aquel siglo 16. La mayoría de sus amigos ya habían partido rumbo a la conquista. Algunos padres se oponían debido al peligro, pero era imposible evitar que se marcharan. La aventura en el Nuevo Mundo estaba llena de todas aquellas leyendas de las que sólo se hablaba en los cómics: espeluznantes dragones, preciosas doncellas, machorras amazonas. —Quiero ser conquistador —dijo Balboa a su papá. —Me parece bien. Sólo recuerda: el hombre siempre busca sin conocer lo que busca. —Quiero ser conquistador —dijo a su mamá. —¿Por qué no doctor, hijo mío, por qué no abogado? (LAD: 107)

El problema, además, es que la carrera de conquistador se presenta con la mala reputación de ser una profesión de gente aventurera y poco seria, tal y como se lo recuerda a Balboa su propia tía: «Está bueno ser conquistador; pero también es necesario ser responsable» (LAD: 42). Al llegar a la frontera, el empecinado conquistador Balboa se convierte en un sujeto subalterno, en un inmigrante que lucha para sobrevivir. Sin embargo, incluso en estas circunstancias, es incapaz de desempeñarse con éxito. «Las cosas no están bien como la gente supone, se llena mucho de indios, de gente mala que viene del sur. La Frontera ya no es la misma» (LAD: 43), le comenta Balboa a su tía. Este caudal de ironía, absurdidad, diálogos grotescos y coexistencia de distintas temporalidades corresponde a una abundancia similar de formas literarias contrastantes que otorgan al texto una estructura altamente fragmentada, que es reforzada por el uso de códigos visuales, tales como dibujos, gráficos y tablas indígenas. Incluso la propia tipografía es para Crosthwaite una herramienta: una combinación de fuente negrita y versalitas, mayúsculas y sombras en blanco y negro que contrastan en el texto. Este discurso apedazado y múltiple desemboca en un ritmo narrativo acelerado, como lo es el espacio urbano de la frontera norte mexicana. Además, el

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texto es portador por sí mismo del efecto de cambio. La rápida transformación de registros y fuentes y las modificaciones visuales contribuyen a vigorizar todavía más el movimiento narrativo. Únicamente los personajes y su constante interacción se convierten en puntos de referencia estables. Son, de alguna manera, la guía de referencia en un texto saltarín e inquieto. Cuando conseguimos que todas las piezas textuales encajen, tenemos como resultado un jeroglífico perfecto. Otro de los textos más reconocidos de Crosthwaite es «Where have you gone, juan escuda?» (1988). El cuento evoca a uno de los héroes más populares de la historia de México, Juan Escutia, y se desarrolla alrededor de tres soldados estadounidenses, que cruzan la frontera para ir a divertirse a Tijuana: Tres soldaditos en un camión, un güero, un moreno y un negro. El personaje central se llama Bobby (el güero-bueno). Los otros son Jesús sin acento (el moreno-malo) y Jackson Washington The Third (conocido en la historia como el negro-feo) (Crosthwaite 1988: 25).

Su llegada al lado mexicano de la frontera está descrita grotescamente como una invasión. Los «Niños Héroes», que resistieron a los invasores estadounidenses y defendieron heroicamente el castillo de Chapultepec en el siglo xix, son rememorados sarcásticamente, desde el mismo título: «Where have you gone, juan escutia?». Según cuenta la leyenda, Juan Escutia, de dieciséis años de edad, estaba vigilando el castillo cuando éste fue invadido por las tropas estadounidenses en 1847. Incapaz de frenar su inevitable avance, el joven patriota se envolvió en la bandera mexicana y se lanzó al vacío. Con este acto, Escutia impidió que los invasores se hicieran con el símbolo patrio más preciado de México, su bandera nacional. El cuento de Crosthwaite es un auténtico collage, en el que una parte del texto está enmarcada en unos recuadros que evocan implícitamente unos cromos coleccionables de los héroes de la patria, muy populares en México hace algunas décadas. «Where have you gone, juan escutia?» es un cuento tan fragmentado que el único hilo conductor que atraviesa la historia son los tres soldados y el escenario de una Tijuana imaginaria. Ciudad que nunca será mencionada en la historia de manera específica, pero que está presente por medio de algunos lugares explícitamente nombrados y de otros detalles urbanos.

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L A R E S I N I F I C A C I Ó N DE LA HISTORIA

La historia se vuelve ficción en la obra de Crosthwaite con la marca inequívoca de la frontera y en esta ficcionalización, la historia se resignifica. Es decir, la interpretación de los hechos históricos se reformula en el proceso de creación literaria y lo hace de una manera que responde a percepciones profundamente arraigadas en el área de la frontera norte mexicana. Símbolos y mitos nacionales de México se reinterpretan en el norte y se trasladan reformulados a la producción artística y literaria. De esta manera, la distancia física que separa el norte y el centro del país se convierte también en una distancia simbólica. Podríamos argumentar que la distancia/el distanciamiento del centro le proporciona al norte una perspectiva particular e independiente que redefine a su vez símbolos y mitos nacionales. La idea primordial de Mexicanidad6, que domina el mapa del imaginario nacional, no alcanza plenamente al norte del país. No estoy sugiriendo la existencia de una percepción homogénea sobre la nación mexicana en la zona norteña, lo que estoy argumentando es que la reformulación de las significaciones nacionales que tiene lugar en el norte están alentadas por la distancia, tanto simbólica como real, con el centro del país —guardián hegemónico de la Mexicanidad. Estas visiones que se proyectan desde la periferia del país subrayan la interpretación de la historia nacional en los textos de Crosthwaite. Además, la otra cara de la moneda de la distancia, la cercanía, también juega su papel en esta resignificación y resimbolización histórica. La cercanía entre el norte mexicano y los Estados Unidos contribuye a la reinterpretación histórica, ya que la mirada desde esta zona estará necesariamente influida por el peso, tanto simbólico como real, del país del norte. La lúdica escritura de Crosthwaite tiñe de humor y sarcasmo el doloroso pasado de pérdida y conquista que marcó la relación entre México y los Estados Unidos. De tal manera que la carga opresiva de la conquista territorial (hay que recordar que, en 1848, EE. UU. se anexa

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El concepto de mexicanidad hace referencia a la identidad y nacionalismo mexicanos, vinculados ambos a la construcción imaginaria de un país homogéneo edificado culturalmente bajo el paraguas del mestizaje. Hay una extensa bibliografía sobre este tema; puede consultarse, entre otros Bartra (1987); Fuentes (1971); Monsiváis (1995); Paz (1950).

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una parte tan importante de México como es California, Nuevo México, Texas —anexada con anterioridad —, partes de Arizona, Utah, y Nevada) es liberada literariamente con humor y parodia. Además, el diálogo sarcàstico con la historia — intertextualidad— provoca la risa, que a su vez se adherirá al ritmo de movimiento que caracteriza al texto. En otras palabras, la paródica recreación de hechos históricos contribuye por medio de la risa al ritmo movido y rápido de la narrativa. Si bien las referencias históricas van a estar presentes en toda la obra de Crosthwaite, en la novela La luna siempre será un amor difícil y en el cuento «Where have you gone, juan escuda?», dos momentos clave en la historia del territorio mexicano construirán la trama de principio a fin: la Conquista española en el siglo xvi y las invasiones estadounidenses en el xix. La luna siempre será un amor difícil empieza con el siguiente fragmento, escrito en letras góticas en un grabado barroco que imita un pergamino como los de la época: Aquí comienza la historia del esforzado e virtuoso Conquistador Balboa y de su bienamada esposa Florinda, otrora llamada Xóchitl, quienes recorrieron la Nueva España del Mar Océano y saliéronse della Hasta el temible Imperio Nortense en busca de los tan preciados e conocidos dólares MCM XCIV Playas de Tijuana

Como veíamos al principio del artículo, el conquistador Balboa, recreación del legendario conquistador español Vasco Núñez de Balboa,

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cansado ya de la decadencia de Tenochtitlán decide emigrar al próspero Imperio Nortense. La suya no es una conquista territorial, sino que se trata de una conquista personal que le lleve a mejorar su vida y la de su novia indígena, Florinda. Los tres imperios —el azteca, el español y el estadounidense— interactúan en un juego satírico en el que el conquistador español es conquistado, la muchacha indígena es doblemente colonizada, por Balboa y por el Imperio Nortense, y éste se erige como el único poder real que tiene sometidos a todos los demás. Las expectativas de la pareja al dirigirse hacia el norte se ven frustradas por las duras condiciones de la migración. Mujer, indígena y migrante, Florinda es incapaz de escapar a su destino subalterno y como tantas otras migrantes, termina trabajando como empleada de una maquiladora en la frontera mexicana, mientras que Balboa, como tantos otros migrantes, cruza a los Estados Unidos sin la documentación requerida, es decir ilegalmente. En el Imperio Nortense donde la vida es mejor y si no al menos lo parece Al abrir la cajuela del carro de su tío Decoroso, en donde Balboa había cruzado La Frontera de la Nueva España, todas las maravillas del mundo entraron y lo envolvieron como una inversa caja de Pandora. No tenía duda: había descubierto El Dorado y su hazaña era mucho mayor que las de Cortés, Pizarra, y su homónimo Núñez de Balboa, todas reunidas y analizadas por la historia. En el mundo recién descubierto de nuestro conquistador, anuncios luminosos emergían del suelo como nuevas estrellas. Las calles eran anchas y limpias. Excelsos supermercados se alzaban repletos de víveres y cajeras simpáticas. La gente era amable y para todo menester decían «gracias» y por toda equivocación «compermiso» (o al menos así lo explico Decoroso que se había convertido en lengua como alguna vez Jerónimo de Aguilar y la Malinche). [.••] —Nomás cuídate de La Migra; son seres espeluznantes mitad hombre, mitad bestia... —y para comenzar señaló el restaurant de comida mexicana: FAT CHARLIE'S Mexican Cuisine Enchiladas Taquitos

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Allí estaba su destino, su origen. El comienzo de su conquista: un altero de platos sucios (LAD: 99-100).

Convertido en un inmigrante indocumentado buscando fortuna en los Estados Unidos, el conquistador Balboa se enfrenta a un destino inevitable con un trabajo mal pagado y muy poco gratificante, como lavaplatos en un restaurante mexicano. El legendario mito de El Dorado, que empujaba a los conquistadores españoles hacia las Américas en el siglo xvi, está latente en toda la novela y se hace explícito en el fragmento anterior por medio del inmigrante que busca fortuna en el Norte y que, igual que los colonizadores del xvi, no consigue, a pesar de mil periplos a los que está sometido, hacerse con el sueño dorado. También en una irónica evocación de aquellos hombres del siglo xvi, pues el origen y el destino del inmigrante Balboa está sumido en la miseria. Balboa cruza la frontera indocumentado, dentro del maletero del coche de su tío, por lo que tiene que estar pendiente de no ser atrapado por la policía fronteriza de Imperio Nortense, que es descrita desde el imaginario apocalíptico de la Conquista española: «son seres espeluznantes mitad hombre, mitad bestia». En la misma línea de recreación sarcàstica de la Conquista y el conquistador Balboa, el inmigrante Balboa no habla la lengua del Imperio Nortense, por lo que necesita que su tío Decoroso le haga de traductor e intérprete, es decir actúe de lengua, como hizo La Malinche con Hernán Cortés en la conquista de Tenochtitlán. La novela se erige como una grotesca ficcionalización sarcàstica de los hechos históricos que se entretejen con los mitos del pasado evocados desde su propia actualidad. Detrás de la máscara de la parodia, la recreación de la historia de México no está carente de claras alusiones a la trágica realidad que golpea día a día a los migrantes en su viaje hacia una vida mejor, tan ansiada y soñada. Como muchas otras obras de Crosthwaite, La luna siempre será un amor difícil es una burlesca recreación que disfraza la frustración y el dolor humanos que se viven en esta frontera de la esperanza y la muerte. De manera similar, aunque escrito con anterioridad, «Where have you gone, juan escutia?» (1988) juega con los mismos elementos que lo hace La luna siempre será un amor difícil. De manera paradigmática, la frontera entre México y los EE. UU. revela, como ningún otro lugar podría hacerlo, los intersticios y las fracturas de la coexistencia entre ambos pa-

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íses. Además, la manera en que los textos de Crosthwaite abordan la historia vincula abiertamente, en el espacio de la ficción, el presente y el pasado del dominio estadounidense en la región. Este cuento, que evoca la figura mítica del héroe mexicano Juan Escutia, se convierte en un nuevo espacio narrativo que interrelaciona historia y ficción, presente y pasado, siempre impregnado del carácter burlesco que imprime la escritura de Crosthwaite. El cuento empieza con la siguiente «nota del autor»: El 13 de septiembre nunca fue importante para el grupo B. Era una fecha como cualquier otra. Nos ponían de pie por estatura y todos formaditos entonábamos el ciña oh patria de la misma manera. En la secundaria sólo hubo un cambio, radical para nuestros oídos. Uno de los maestros de historia, el más despiadado, nos puso frente a frente con la realidad (ah, ¿qué no lo sabían?): los niños héroes fueron derrotados en aquella famosa batalla, los gringos los hicieron caca. Seis años de asambleas y jamás lo habían dicho. Claro que hubo indignación. Claro que hubo quejas. No comprendimos lo que sucedió desde entonces. Nada volvió a ser lo mismo. Renunciamos a las canicas, a los soldados de plástico, y uno de mis compañeros, de plano, confesó que comenzaba a gustarle una de las muchachas del grupo A. Lo cual también se consideró una derrota. Teníamos 13 años aquella tarde. Regresamos a nuestras casas como saliendo del Estadio de San Diego después de que Los Padres perdieron la serie mundial (M y R: 25)7.

En medio de la euforia de las celebraciones patriotas del mes de septiembre, el narrador y sus compañeros descubren que los legendarios «Niños héroes» habían sido, de hecho, derrotados por las tropas estadounidenses. Salvaron la bandera mexicana y prefirieron morir antes que rendirse, pero, a fin de cuentas, habían sido aplastados por el enemigo. Las siguientes preguntas implícitas subyacen a la extrañeza de los adolescentes: ¿Puede un héroe ser vencido?; ¿Por qué las naciones conmemoran sus derrotas?; ¿Por qué las naciones construyen sus míticos héroes de derrotas históricas? La decepción que sufren los escolares al descubrir la historia más allá del mito está sutilmente marcada por estas preguntas subyacentes. La sarcàstica ficcionalización de este episodio desenmascara la situación patética en la que se encuentran los sujetos históricos. La jocosidad que envuelve los textos de Crosthwaite supone 7

Todas las referencias a esta obra se harán a través de las iniciales M y R (Marcela el Rey al fin juntos en el paseo costero).

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también un cuestionamiento mordaz de la manera que la historia de México ha sido absorbida en el imaginario nacional. El locus de la frontera ofrece una posición privilegiada para escrutar la historia de México. La distancia real y simbólica entre el norte fronterizo y el centro del país, desde donde se ha construido el imaginario nacional, se convierte en un ángulo excepcional desde donde repensarse y reinterpretarse. De la misma manera, la frontera observa desde la primera fila la interacción entre México y Estados Unidos. Al fin y al cabo, para el México hegemónico, la frontera norte es el espacio en el que inevitablemente el país se topa ineludiblemente con sus derrotas, fracasos y acosos históricos con los Estados Unidos. El final del cuento «Where have you gone, juan escutia?» llega cuando los tres soldados que fueron a Tijuana para una noche de desenfreno terminan completamente borrachos y fuera de sí, tirados en la calle. Qué Waterloo ni qué Waterloo. Qué Vietnam ni qué Vietnam. La prensa amarillista dirá que las armas nacionales se han cubierto de gloria, tal vez alguno que otro político ofrezca palabras similares en una cena del club rotario. Lo cierto es que las armas nacionales no habrían tenido nada que ver con el asunto. El penoso suponer que a los verdaderos héroes jamás se les dedicará un monumento ni aparecerán en los libros de historia. Y para terminar. Es común que los grupos, demasiado tarde, descubran que las crudas en terreno mexicano son aplastantes. Los tres soldados regresan a su país y, en el primer restroom que muestran las estrellas y las franjas coloradas, hunden la cabeza en la profundidad de un escusado. Ahí, donde todo es posible (MyR: 36).

Obsérvese aquí cómo se subvierte el simbolismo de la bandera nacional. Mientras que los «Niños héroes» del siglo xix salvan la bandera mexicana del enemigo estadounidense, envolviéndose en ella y muriendo en dicho acto, los tres soldados americanos regresan a casa en un estado lamentable y ante sus colores nacionales sueltan sus desenfrenadas necesidades físicas tras una noche de abusos en la frontera mexicana. El tono burlesco de Crosthwaite se vuelve aquí irreverente. A través del estado lamentable de los desenfrenados soldados, México se venga de los abusos ejercidos hacia su territorio.

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CONCLUSIÓN

El objetivo de este texto ha sido analizar de manera general las imágenes coloniales y las resignificaciones míticas en la obra del escritor de Tijuana Luis Humberto Crosthwaite. La parodia, la ironía y el sarcasmo son recursos recurrentes en Crosthwaite para ficcionalizar desde el espacio fronterizo del norte de México la historia nacional. Específicamente, e n la n o v e l a La luna siempre

será un amor difícil y e n el c u e n t o « W h e r e

have you gone Juan Escutia», mitos e historia se entretejen en la paródica ficción de Crosthwaite. La distancia física y simbólica del norte fronterizo con el centro hegemónico le otorga a Crosthwaite la ventaja de poder mirar y recrear México desde un margen no hegemónico que le proporciona libertad, desprejuicio y el distanciamiento necesario para una perspectiva cuestionadora. De esta manera, la frontera se convierte en el escritor de Tijuana en un locus de enunciación privilegiado, mediante el cual se elabora un discurso ficticio punzante, mordaz y efectivo que burlescamente cuestionará el imaginario mítico que ha construido la nación mexicana, y lo hará subvirtiendo los términos en que México ha escrito e interiorizado su conflictiva relación con los Estados Unidos.

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