La oración, medicina del alma y del cuerpo [Primera edición]
 9788427719903, 9788427716261

Table of contents :
Índice

Introducción
Rezar-pensar
Orar por el día y durante la noche
La oración, aliento del alma
¿Es terapéutica la oración?
¿Hace bien a la salud la oración?
Introducción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación

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AUTORES I. ANGELINI, Abadesa del Monasterio de Benedictinas de la Abadía de Viboldone en San Giuliano Milanese, Milán. A. ANZANI, Vicepresidente de la Federación Europea de Asociaciones de Médicos Católicos (FEAMC). M. CACCIARI, Profesor de Estética de la Facultad de Filosofía de la Universidad “Vita Salute” San Raffaele de Milán. C. CASALONE S.J., Vicedirector de Aggiornamenti Sociali de Milán. G. LAMBERTENGHI DELILIERS, Presidente de la sección milanesa de la Asociación de Médicos Católicos de Italia. G. RAVASI, Prefecto de la Biblioteca Pinacoteca Ambrosiana de Milán. Actualmente es Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura. Nota del Editor: En la presente publicación digital, se conserva la misma paginación que en la edición impresa para facilitar la labor de cita y las referencias internas del texto. Se han suprimido las páginas en blanco para facilitar su lectura.

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES Paseo Imperial, 53-55. 28005. Madrid. España

www.narceaediciones.es © Edizioni San Paolo s.r.l. Cinisello Balsamo, Milán Título original: La preghiera: medicina dell’anima e del corpo Traducción: Jesús García García Cubierta: Aderal Primera edición en eBook (pdf): 2014 ISBN (eBook): 978-84-277-1990-3 ISBN (Papel): 978-84-277-1626-1 Impreso en España: Printed in Spain Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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ÍNDICE

Introducción. Giorgio Lambertenghi Deliliers ....

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Rezar-pensar. Massimo Cacciari ....................... 15 Orar por el día y durante la noche. Sor Ignazia Angelini ............................................................. 27 El sentido de mi testimonio. La enfermedad es revelación de lo humano. Una alianza puesta a prueba. El enfermo y su Dios. La enfermedad y la crisis de los lazos familiares. El enfermo y el mundo. ¿La oración cura?

La oración, aliento del alma. Gianfranco Ravasi

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Los símbolos de la oración: amar, respirar, pensar. La oración del ateo. La oración en el sufrimiento. El himno de la alegría. El canto de las criaturas. Rezar de manera hermosa.

¿Es terapéutica la oración? Carlo Casalone .... 79 Una cuestión controvertida. Términos empleados en el método científico. Incoherencias metodológicas. ¿Se puede medir un rayo de luz con un metro? Motivos de desacuerdo y su superación. Medicina y postsecularización: peligros y oportunidades. La ora-

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ción en este contexto: deseo y conversión. ¿Es oportuno que el médico rece con sus pacientes?

¿Hace bien a la salud la oración? Alfredo Anzani ............................................................... 107 Instrucción sobre la oración para obtener de Dios la curación .............................................. 111

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INTRODUCCIÓN

La Asociación de Médicos Católicos de Milán eligió el tema: “La oración, medicina del alma y del cuerpo” para su Congreso anual en 2006. Las creencias en la influencia de la acción divina sobre la evolución más o menos favorable de la enfermedad o, dicho en un sentido más amplio, en el sentimiento de bienestar mediante rituales, danzas sagradas, sacrificios, invocaciones y promesas, se remontan a los orígenes del género humano. La desconfianza en la medicina es un tema muy destacado en la Biblia que influyó en la tradición cristiana posterior. En el Libro de los Reyes, el famoso rey de Judá Ezequías enfermó de muerte y recurrió a Dios que, por boca del profeta Isaías, le dijo: “Yo te curaré: dentro de tres días subirás al templo y yo añadiré quince años a tu vida”. Después de este anuncio, Ezequías mandó retirar de la circulación el Libro de las Medicinas lo que fue muy alabado por los maestros de su tiempo. El libro de las Crónicas cuenta que otro rey de Judá llamado Asa, enfermó y, en vez de dirigirse a Dios, consultó a los médicos: la enfermedad se agravó y el rey murió. El Eclesiástico enseña a tener en consideración a los médicos aunque declara: “Ora al Señor y Él te curará”. En el

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Antiguo Testamento, Tobías, enfermo de la vista, acudió a los médicos, pero “cuantas más medicinas me aplicaban, tanto más se oscurecían mis ojos a causa de las manchas blancas, hasta que me quedé completamente ciego” (Tb 2,10). En la Grecia antigua, en tiempos de Esculapio, decía Taciano que la medicina es un engaño diabólico que disuade a los hombres de confiar en Dios, para inducirlos a curarse mediante las hierbas y raíces, como hacen los animales. En los siglos siguientes, el cristianismo enseñaba que los remedios médicos son un don de Dios, pero aconsejaba también prácticas alternativas fundamentadas en la oración y en el recurso a determinados santos capaces de influir en el desarrollo de una determinada enfermedad. En el siglo pasado, el medico Alexis Carrel sostenía que la oración reconcilia al hombre con Dios y consigo mismo reafirmándose como medicina del espíritu con efectos documentados sobre la salud íntegra de la persona. En nuestros días, el análisis atento de las normas ascéticas cristianas confirma que contribuyen no de forma secundaria a la educación de la persona en el cuidado de su propia salud física y psíquica; numerosos estudios han intentado afrontar en el plano científico las relaciones que vinculan la medicina y algunas prácticas espirituales. En los Estados Unidos la mayor parte de la opinión pública está convencida de que la fe puede favorecer la curación y muchos pacientes residentes en hospitales sostienen que el médico debería rezar junto con ellos; también muchos médicos de cabecera piensan que

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creer en Dios puede tener un efecto benéfico sobre la curación y consideran útil la oración, hasta la que viene por mediación de familiares, amigos y grupos de creyentes. Se trata, por regla general, de pacientes afectados por tumores, problemas cardiovasculares o enfermedades serias de las articulaciones. Según estos estudios, parece que existe una verdadera relación entre la práctica religiosa y la presión arterial; quien participa en las funciones litúrgicas o lee la Biblia con asiduidad, mantiene baja la presión sanguínea, disminuyendo por ello el peligro de infarto y de otras patologías cardiovasculares. Hasta el rezo del Rosario tiene un efecto favorable de orden psicológico y fisiológico, porque influye positivamente en el ritmo respiratorio y en la frecuencia cardiaca. Bastantes autores sostienen que la oración tiene un efecto calmante sobre los dolores articulares ocasionados por procesos inflamatorios y hasta parece que ayuda a las mujeres a quedarse embarazadas. Todas estas afirmaciones han suscitado importantes discusiones, ya que muchas veces son fruto de observaciones empíricas no controladas y por lo mismo no aceptables científicamente. La acción benéfica de la oración, dicen, podría ser el resultado de un efecto placebo que produce relajación muscular y sensación de bienestar físico. Por esa razón, muchos estudiosos autorizados consideran que no existe ninguna relación entre oración y salud afirmando que no existe ninguna evidencia convincente en el plano científico de que la actividad religiosa ejerza un efecto positivo sobre la curación. Pero, por otro lado, considerar la oración como un antibiótico o un

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fármaco salvavidas, sólo de orden instrumental, resulta ofensivo para los creyentes. Si la oración no puede ser considerada una terapia en sí, existen situaciones (pensemos en el final de una vida) en las que médico y paciente se encaran con el tema del credo religioso y con la necesidad de encontrar en la oración un elemento de consuelo y de aceptación de la voluntad divina. Como decimos en el Padrenuestro, la oración no es sólo una búsqueda de favores (“danos hoy el pan nuestro de cada día”), sino, de modo especial, un medio para la contemplación del universo, como enseñan a lo largo de los siglos las oraciones de los cristianos en el rico repertorio de los salmos del Antiguo Testamento, en la exhortación de san Agustín (“la mayor obra del hombre es alabar al Señor”), hasta el franciscano Canto de las criaturas. Más allá del estricto significado religioso, la oración representa también un instrumento de la filosofía, un modo de descubrir el significado del “estar en el mundo”. En síntesis, la oración es una medicina del alma y del espíritu, un elemento de consuelo en los momentos de desesperación, y un medio de contemplación y de reflexión. Marcos el Asceta, discípulo de san Juan Crisóstomo, predicaba: “Si buscas la curación, hazte cargo de tu propia conciencia, porque escuchar lo que ella te reprocha es el inicio del camino de la curación”; y un conocido filósofo austríaco ha llegado a afirmar que “rezar es pensar en el sentido de la vida”. GIORGIO LAMBERTENGHI DELILIERS

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Jesús curando a un leproso. Tabla de Nicolás Forentino, 1445 (Retablo mayor de la Catedral Vieja de Salamanca)

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REZAR-PENSAR

Hay una forma de oración ante la que la filosofía ha tomado siempre una actitud muy polémica; hasta podríamos afirmar que la filosofía con frecuencia se ha caracterizado por una cierta animadversión hacia la oración. La palabra “oración” en su sentido etimológico, deriva del verbo orare, cuya base originaria es os, oris = boca, voz, aludiendo en sí misma al concepto de “hablar con”, “comunicarse”. En cambio, la palabra italiana “preghiera” y la francesa “prière”, se forman a partir del latín precem, que implica el concepto de “súplica”, “ruego”; por lo tanto, en el aspecto puramente lingüístico, ambas palabras implican “la petición de favores”. En cierto modo podríamos afirmar que la palabra española es menos interesada ya que alude a un “conversación con alguien”. La palabra “oración” incluye también el significado de “petición de favores”: “te ruego que hagas tal cosa” y que suele incluir como contrapartida una “promesa”, votum, en el origen. Así, mediante un intercambio, espero y presiento mi victoria. Curiosamente en griego euché significa voto y éuchos significa victoria, porque derivan de la misma raíz. La oración tiene una dimensión de intercambio o de reparación: precisamente porque creo que he contraído

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alguna culpa o he cometido algún pecado, ofrezco un sacrificio a Dios para repararlos. Estos tipos de oración han suscitado con frecuencia un notorio desprecio por parte de la filosofía moderna. ¿Cómo se puede pensar que Dios cambie de ánimo por una simple oración tuya? ¿Cómo se puede imaginar nadie que Dios se pueda situar respecto a ti en una situación de do ut des, te doy para que me des? ¡Qué mezquindad! ¡Eso es una pura superstición! Si queremos señalar el sentido fundamental de la filosofía en su postura contraria a la oración, tendremos que subrayar y realzar este aspecto. Muy difícilmente podrá la filosofía llegar a distinguir la oración así entendida de la superstición. Cuando hablamos de filosofía, entendemos ese tipo de razonamiento, o mejor dicho, esa manera de organizar el pensamiento sin la cual no sería concebible la ciencia, no sería concebible Europa, ni Occidente, ni nada de lo que hacemos o decimos. La gran fascinación que se suscita en la confrontación de esta forma de discurso, de hablar, de expresarse por parte de un sujeto, en relación con la oración, reside en el hecho de que la filosofía siempre ha aceptado el poder efectivo de carmen. Esta palabra latina en su origen implicaba el concepto de himno y de ruego: un canto que se dirigía a la divinidad, no el de poema poético, tal como hoy lo entendemos. El poder de esta manera de hablar que llamaban carmen en latín, oración, ha suscitado siempre una gran fascinación, tanto que en muchos autores clásicos como Virgilio adquiere el significado de “hechizo”, “encantamiento”. Es posible que la

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acritud de algunas polémicas relacionadas con la dimensión supersticiosa de la oración sea también señal y síntoma de la fascinación que todavía ejerce esta palabra. ¿Por qué el filósofo se percata de la importancia de este “carmen”?, ¿por sus efectos curativos? En algunos momentos, sí. De modo especial, en determinadas corrientes antiguas, el poder de esta especie de fascinación de la oración, es evidentísima. Con todo, creo que se trata de una razón más profunda. Desde sus orígenes, la filosofía es esencialmente un tipo de discurso que se articula en toda su efectividad solamente a través del diálogo. Que este diálogo se desarrolle internamente, esto es, en el interior, entre una dimensión de mi yo que propone una pregunta y otra que intenta responder a la pregunta que le hago, o bien que se desarrolle entre varias personas, no cambia nada en esencia. La filosofía se articula siempre en forma de diálogo. No se puede concebir como monólogo. A los ojos de la filosofía, en la oración aparece esta forma de diálogo de la manera más seductora, en su máxima tensión, porque la oración es sustancialmente ese diálogo imposible que se realiza entre esta criatura mortal y el inmortal: por tanto, se trata del diálogo por excelencia, el límite extremo de un diálogo. Entre mortales el diálogo se puede articular en la forma del discurso filosófico-científico: pero la forma del diálogo, lógicamente, está dentro de otro diálogo, en una “posibilidad imposible” del diálogo: la del mortal con el inmortal. La oración es pues la extrema posibilidad del diálogo. Una cosa que, por lo mismo, no puede ser considerada

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extraña a la filosofía en cuanto diálogo, porque resulta ser, precisamente, la extrema posibilidad del diálogo. Cuando pienso en el diálogo, no puedo dejar de pensar en esa extrema posibilidad del diálogo, que resulta ser precisamente la oración. Por eso la filosofía es necesariamente, lógicamente, oración. No es preciso tener una determinada fe religiosa. Basta pensar. Por eso cada vez me convenzo más de que la diferencia no radica entre creyentes y no creyentes sino entre pensantes y no pensantes. Si pienso en el diálogo, no puedo no pensar en su más sublime posibilidad que, de algún modo, evoca la forma de la oración. Pero no es simplemente un diálogo. Éste es el punto que resulta más problemático y que interroga con más profundidad a la filosofía cuando reflexiona sobre la oración, en cuanto filosofía, sin meterse a rezar. Es cierto que en la oración no se expresa directamente, no se alude solamente a esta última posibilidad del diálogo, sino a un diálogo que está por encima de esta dimensión razonadora. ¿Qué es lo que hay en el centro de la oración? ¿Hablar con Dios? No. En el centro de la oración está el ver el rostro de Dios. Llegar a situarse cara a cara con Él. En mi opinión, Job es el orante por excelencia. La oración de Job llega a ser de alguna manera, una protesta: “¿Hasta cuándo, Señor, te esconderás de mí?”; esta pregunta es el motor de la oración: “¿Cuándo me mostrarás tu rostro?”: no sólo, por tanto: “hasta cuándo me hablarás” o “te hablaré”, sino “nos hablaremos cara a cara”.

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También los filósofos utilizan términos análogos cuando su razonamiento se convierte en una especie de oración. Plotino, en algunas de sus páginas insuperables, usa términos que significan contacto, manoseo (epharmoghé): en lo más alto de la posibilidad del diálogo de la filosofía está la búsqueda de este diálogo último, que supera la palabra y que consiste en tocar el objeto de mi búsqueda-amor. Por tanto, la dialéctica de la oración desde esta perspectiva, sería la que se mueve por un incontenible amor (en el sentido del eros, de acuerdo con las distinciones sofísticas entre eros y agape): ansias de contacto, de ver su rostro y superar la dimensión puramente discursiva del diálogo. Eros, como dice Dionisio, ekstaticós, un eros que te hace salir de ti, exceder tus límites, los límites de tu ser dotado del logos, de razonamiento. Una oración que, movida por este eros ekstaticós, es, ante todo, un liberarse: libera nos, líbranos de todos los impedimenta, como decían los Santos Padres y los Doctores; vacíanos, kénosis. Todo bonum es un malum en cuanto se convierte en un impedimentum para esta liberación radical. Si nos libras, nosotros nos damos a ti: epídosis, dice Plotino, un darse, un abandonarse, un relajarse. Algunos filósofos contemporáneos traducen esto como Gelassenheit, un relajarse completo que sólo puede ser efecto de una liberación también absoluta, de una descarga de todo bonum impedimentum. Hasta la simplicidad del contacto: áplosis, epharmoghé; ésta es la oración de Plotino. ¿En qué estriba la diferencia entre la oración filosófica y la del creyente? En que la filosófica se desarrolla por

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completo en el interior de la potencia de la mente. El creyente piensa que esta dialéctica sólo es posible si el primer impulso es un don gratuito de Dios. Por el contrario, es propio de la filosofía pensar que esta dialéctica sólo es posible gracias al poder de la mente, a la divinidad de la mente. Pero tu mente es un cubículum (intra in cubiculum mentis tuae) que no te permitirá nunca el extraordinario poder de esta liberación hasta el contacto. Esta dialéctica de rescate hasta la unión, puede ser solamente el primer momento, lo que pone en movimiento esta dialéctica y es un don sobrenatural. Esta dialéctica en cuanto tal, se repite con exactitud, desde Plotino a Dionisio, en toda la gran tradición mística cristiana. Para Plotino la mente es una potencia grandísima: “La mente es divina”; ahí está todo el idealismo desde Platón a Hegel. Divino es el espíritu, que es la mente y su proceso. En cambio, la dialéctica sobrenatural llega a esta conclusión: nosotros, filii irae, como dice san Agustín, “hijos de la ira”, llegamos a ser capaces de Dios, capax Dei. Esta dialéctica sobrenatural sólo puede ser activada y puesta en movimiento gracias a un don sobrenatural, aunque, más tarde, es la persona quien tiene que estar para querer desarrollarla, para decir sí a esta primera llamada: no hay nada de determinismo o de un mal entendido luteranismo. Por el contrario, en la filosofía ese primer momento de actuación no tiene nada de sobrenatural. La filosofía solamente puede ser entendida como un eros ekstaticós, como un amor que no puede contenerse y no puede satisfacerse más que cuando llega a su

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meta, a convertirse, diciéndolo en términos idealistas, en un sistema. En este eros ekstaticós, el encuentro con la oración es esencial, aunque dentro de una abismal diferencia. Hay que ver en la analogía la profundidad de la diferencia y en la profundidad de la diferencia, la analogía. Vivimos en nuestras distinciones en nuestras particularidades, en nuestras Einzelheiten, como decía Hegel, y allí estamos domesticados cada uno por nuestra cuenta. Ésta es la “oración pensante” de la que hablaba von Balthasar, una oración que piensa, que reflexiona, de la que contamos con ejemplos y textos extraordinarios que son decisivos para nuestra tradición teológica, filosófica y hasta para nuestra civilización en general. El ejemplo más extraordinario de esta oración pensante, de este pensamiento orante, oración que se conecta con la reflexión más profunda y más lógica, es el Proslogion de san Anselmo. El modelo de Dionisio representa la oración mística, como himno, como alabanza, que muchas veces esconde la estructura y las formas más estrictamente dialécticas. Pero el texto donde la tensión entre oración, filosofía y teología es continua y constante, hasta en los más mínimos detalles, es el Proslogion. También podríamos citar otros textos, como el Itinerarium de san Buenaventura, pero el Proslogion es el ejemplo insuperable. ¿Cómo se desarrolla esta dialéctica orante? La mente es un cubiculum. Por tanto, ante todo, el orante reconoce su situación personal, y “la miseria de su estado personal” en comparación con el Creador. Éste es el

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momento inicial y fundamental que diferencia desde el principio la filosofía de la teología y de la oración de una manera más específica. Pero después ¿cómo se desarrolla? Una vez entrado en el cubiculum y una vez que se ha suscitado en mí este eros ekstaticós, esta ansia de tocar y llegar por fin al gaudium, al contacto con mi amado, inicio mi itinerario como una búsqueda. No existe ninguna inmediatez porque la filosofía detesta lo inmediato, sobre todo la inmediatez del sentimiento. La filosofía es ejercicio del concepto, que es meditación. Y es exactamente lo mismo que la oración de san Anselmo, que empieza con una búsqueda. La oración asume el carácter de la investigación: siento este amor y busco a mi amado. Mi amado no se entrega nunca inmediatamente. El amor se convierte en exploración, inquisitio, que supone fatiga, pena y sufrimiento. ¿Qué es lo que busco? “¿Es aliquid?” “¿Es esto?”, y lo busco espasmódicamente. Esto supone un drama porque mi amor no se puede saciar aquí, no se puede sentir satisfecho aquí. Yo buscaba el objeto más alto de mi pensamiento. No es esto lo más alto que yo puedo pensar. A través de la inquisitio descubro que hay algo más alto que el pensamiento. Pero yo soy un animal que piensa y ¿cómo puedo satisfacer este amor que se me ha metido dentro si este amor no es aliquid; si mi amor no es ninguna cosa? ¿Cómo puedo tocarlo? ¿Cómo puedo verlo? ¿Cómo puedo llegar a estar cara a cara con él? ¿Incluso si descubro que donde encuentro alguna cosa no está él? ¿Es esto? No es. ¿Es esto otro? No es, no es, no es. ¿Por qué no es? Porque está más allá del pensamiento. Y ade-

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más este amor que huye de la inmediatez, de todo sentimentalismo, de cualquier impulso del corazón, es el rasgo fundamental de la filosofía, para la que hasta la fe es lo opuesto a una actividad del corazón. Entonces, ¿por qué sufro en este amor, en esta búsqueda? Porque este amor no es un amor sentimental sino que significa querer intelligere veritatem, esto es, mi amor quiere saber. Éste es el sentido de la oración por el cual se conecta con la filosofía y con el eros filosófico. Es un amor que quiere saber. Por tanto, que no queda satisfecho por completo, simplemente en el amar, precisamente porque este amor quiere saber. Pero ¿dónde está la conjunción entre amor y saber? En el paraíso. En esta vida, in hac vita, concluye san Anselmo, no se nos da. En esta vida ninguna oración puede satisfacer este amor que pretende ser un amor que sabe la verdad (más allá incluso de los límites del razonamiento), en el sentido de tocarla, de tenerla clara, de disfrutarla en su totalidad, como dice Dante corrigiendo a santo Tomás: “El alma es más perfecta con el cuerpo que sin el cuerpo”. “Es más perfecta”: éste es el significado de la resurrección. Este gaudium, este saber o saborear es la conjunción entre amor y conocimiento. Pero in hac vita, no sabes lo que amas. Ésta es la conclusión dialéctica de la oración. Más que consuelo es un drama. La oración reflexiva, dialéctica, no sólo libera, sino que libera en un sentido que está muy lejos de cualquier vaga consolación, más allá de cualquier sentimentalismo, y hasta con un poder extraordinario en comparación con la filosofía o el idealismo filosófico.

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¿En qué sentido reacciona contra el idealismo filosófico que pretendía ser superior a la oración en cuanto que ésta entrañaba en su esencia un cierto matiz supersticioso? La oración así entendida, “anselmianamente” desarrollada, es radicalmente opuesta a cualquier tipo de superstitio. Es un éxtasis que se coloca más allá de toda posibilidad de colocarse por encima, de aferrarse a una tierra firme. Por tanto, esta oración reacciona ante la filosofía: es la filosofía la que pretende con la sola potencia de la mente, comprender el todo, convertirla en algo sistemático, llegar a intelligere veritatem. Por tanto la oración, así entendida, desarrolla una función crítica de enorme valor, en oposición a cualquier pretensión idealístico-sistemática de la filosofía. En este sentido el tema de la oración ha vuelto a ser introducido en algunas corrientes de la filosofía contemporánea, precisamente en el punto culminante del pensamiento, de la articulación del razonamiento, donde se impone el silencio para la filosofía. No existe la conclusión ideal-sistemática, pero existe este silencio que puede tener el significado del danken alemán: en este punto doy gracias al misterio que no he logrado resolver, explicar filosóficamente, o bien existe la salida (igualmente “silenciosa”) absolutamente escéptica y desesperada. Una filosofía que supere sus pretensiones sistemático-idealistas, vuelve a tener algo que ver con esta dimensión de la oración. La oración de san Anselmo, aunque concluye de una manera dramática, resulta animada por la fe-esperanza que se orienta al gaudium paradisii, como lo imaginó Dante. Desde el punto de vista filosófico, a pesar de que al final

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no llega a una conclusión, no llega a intelligere veritatem, de acuerdo con su propio itinerario, con sus propios métodos, se ve obligada a volver a la oración como un interrogante. La oración cuestiona. La oración es lo contrario de la superstitio, lo que abre dramáticamente la puerta a la inaccesibilidad a la habitatio sua, inaccessibilis habitatio tua (san Anselmo). Supersticioso es el filósofo que pretende fundarse sólo en el poder de la mente para conocer la verdad. La filosofía, frente a esta interrogación, tiene dos salidas posibles: o se convierte en danken, esto es, se hace ella también de alguna manera, himno, loa, saliéndose de sus propios límites y, en consecuencia, dejando en cierto modo de ser filosofía; o por el contrario, se escabulle por la escapatoria del escepticismo, de la desesperanza (ésta es la evasiva de la filosofía contemporánea). Como ya hemos visto al tratar del eros, si la oración se mantiene en la estela del texto de san Anselmo se convierte en un elemento crítico en lo más íntimo del itinerario de la filosofía. MÁXIMO CACCIARI

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ORAR POR EL DÍA Y DURANTE LA NOCHE

El sentido de mi testimonio No todo lo que se vive se puede convertir en testimonio. El testimonio nace cuando la propia vida se percibe claramente dispuesta a ofrecerse como fuerza, por la verdad de la palabra que se dice. Por esto es importante, incluso decisivo, que cuando se comunica algo como testimonio, se cree una sintonía con esta intención profunda. Si, por casualidad, llego a expresar algunas reflexiones, siempre estarán referidas a mi experiencia: también para una monja vale la revelación evangélica: “estaba enfermo y me visitasteis”. Por otra parte, para mí la oración, como para cualquier creyente, es un modo no inútil, –es “el” modo– para permanecer cerca de los demás. San Benito hace de esta urdimbre –hacerse cargo del enfermo es rezar– una prioridad cercana al mandamiento único (ante omnia et super omnia...sicut revera Christo, Regla de san Benito 36, 1). Y esto no deja de interpelarnos a todos. La profesión (en otros tiempos se decía “misión”) de los médicos está sometida a una crisis tan profunda que pone al médico en una encrucijada: o ceder a la presión de la cultura tecnocrática y, peor todavía, a la cultura uti-

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litarista, o verse marginado en el ámbito económico en que actúa. Los médicos de modo especial, aunque no sólo ellos, están expuestos a los éxitos de una época rica en “poderes” terapéuticos, pero en la que la compasión ha pasado a ser algo raro o, para usar la expresión del profeta, “se esconde ante mis ojos” (Os 13,14). Los médicos tienen que oponerse al desafío que atribuye a su profesionalidad tanto mayor crédito cuanto mayor es el distanciamiento del enfermo; es decir, no acercarse a la situación personal del “paciente”. Las necesidades de la persona enferma, una de las teofanías más enternecedoras, se reducen al código convencional de unas encuestas técnicas, y con frecuencia, ni se tienen en cuenta ni en consideración. Dentro de este desafío subyace una llamada: la hora de la enfermedad es el quicio del misterio de la condición humana finita, que se enfrenta a Dios, al destino trascendente personal del hombre. ¿Qué puedo decir yo? ¿Qué experiencia tengo de la enfermedad? Normalmente estoy junto a personas enfermas, con enfermedades transitorias y enfermedades crónicas, personas muy amadas: familiares, amigos, personas solas. Nuestro modo de comprender la clausura monástica incluye estos lugares dentro del “recinto sagrado”. En mi comunidad hay personas con enfermedades agudas (especialmente con tumores malignos) y con enfermedades degenerativas; nosotras las acogemos como “la zarza ardiente” en el seno de la vida comunitaria. Además, el transcurso de los años lleva consigo la experiencia del desvanecerse de la vida, del derrumbe de las fuerzas para subsistir o, por lo menos, de la insuficien-

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cia de la energía para sostener la pujanza a la que el cuerpo y el alma aspiran después de haber gozado de toda la belleza. En la Biblia, y no sólo en ella, la edad senil y las enfermedades psíquicas se asimilan con frecuencia a la enfermedad. En todas estas realidades el ser humano probado por la enfermedad, es puesto a prueba ante el instintivo deseo de vivir. La crisis del yo como sujeto autosuficiente, abre una brecha enorme en la conciencia personal de algunas personas: la experiencia de tener necesidad de que lo cuiden y de la inevitable falta de preparación de los que tienen entre manos el cuidado del enfermo, abate a cualquiera, y de un modo especial a los más fuertes. Todo esto es, también en un monasterio, experiencia cotidiana que quita el aliento; crisis que busca una salida como a tientas. La sabiduría para el momento de la enfermedad, la aprende cada uno de los propios sufrimientos, ocasionalmente en compañía de otros, a través de la empatía. El enfermo, sintiéndose oprimido, busca un respiro. Las anteriores caras de la esperanza, las instintivas y las razonables o fundadas en los proyectos de vida, son sometidas a crisis. La esperanza se busca de una manera nueva, basada en la experiencia previa: reconocerse, en principio y luego cada día, precedidos por un misterio de gracia. Sostenidos. Atendidos, pero ¿por quién? En el monasterio, dice san Benito, se reúnen y viven juntos permanentemente, hasta la muerte, aquellos que “buscan a Dios”. Esta búsqueda es el elemento fundamental que –junto con la experiencia de la enfermedad–,

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nos mantiene juntos, nos hace compañeros de camino, junto a quienes atraviesan el difícil paso de la enfermedad, atraídos por la incomparable fuerza de revelación de la condición humana y de su ligazón con Dios, representada en la persona enferma. En el corazón de esta búsqueda, nos es común otra vivencia: “el rezar”. Este manantial –con frecuencia sólo subterráneo, aunque algunas veces brota fuera– irrumpe, violentamente o en el soplo de un gemido en la hora de la enfermedad, como si ella excavara un pozo en el corazón sometido a la prueba para hacer brotar esta fuente siempre manante. Oración y enfermedad no son experiencias humanas a las que uno se pueda acercar y de las que después se pueda hablar sin quedar tocados por ellas. No se puede hablar de ellas como espectadores, ni tampoco en posición de control absoluto, como si uno fuera dueño y señor. Estar enfermo es mucho más que un leve accidente de tráfico que hay que olvidar lo más pronto posible; por otra parte, rezar es infinitamente distinto de un simple expediente incoado para resolver un problema grave. La enfermedad es revelación de lo humano Viviendo la enfermedad y situada junto a personas enfermas, he aprendido, sobre todo, que estar enfermo, cuando se vive en sentido pleno, esto es, sin delegar en médicos ni en cualquier otra figura de “agencia del dolor”, es, antes, incluso y con más profundidad, que cuestión médica, una hora decisiva de la existencia. La

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enfermedad, esa realidad tan compleja y simple, como afección del alma que influye sobre el cuerpo o enfermedad del cuerpo que afecta al alma (las dos dimensiones se implican mutuamente, y no sólo en las así llamadas enfermedades psicosomáticas) es como una revelación: pone al desnudo la verdad del corazón humano que, de no ser así, con facilidad puede quedar oculta o enmascarada. El hecho de estar enfermo interviene en el vivir humano como desgarro imprevisto, aunque difícil de marginar; es una metáfora viva de la dimensión constitutiva del ser humano: el homo patiens, que personifica de la manera más transparente la condición doliente de la naturaleza humana que en sí es enormemente difusa, que cambia de significado según el modo con que la libertad humana la dote de sentido y, por lo mismo, le dé forma. Vulnerabilidad, soledad, incapacidad para lograr objetivos operativos autónomos; necesidad de dependencia en relación con el prójimo, pasividad, sufrimiento y la consecuente e inevitable inclinación a replegarse sobre sí mismo. La percepción de profundizar en esta vivencia fluida, casi un nuevo bautismo, suscita la necesidad de hacerse preguntas de algún modo censuradas. Es fundamental entre todas las preguntas, la que interroga “sobre los vínculos” a través de los cuales cada individuo existe como persona humana. Por tanto, de la misma manera que en otras experiencias humanas fundamentales, parece que la enfermedad se convierte en prueba de verdad, clave de identificación, y en consecuencia, de lección sobre la singularidad del ser humano.

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En la enfermedad cambian radicalmente las relaciones con el propio cuerpo, con los demás y con el mundo. Pasando a través de la crisis de la pasividad, la libertad personal sufre una fuerte sacudida en relación con todos los puntos que considerábamos más seguros; en esta crisis es una gracia llegar a descubrir una llamada de la libertad, a identificarse de una forma nueva, “libres para” (esto es, la libertad que se manifiesta en un movimiento de afianzamiento, en un modo nuevo de situarse en las relaciones fundamentales), y, si no, al menos “libres por” o “libres de”, que es otra manera de afianzarse el homo faber (y también el homo sapiens). De otra manera no existe nada, a no ser el camino de la rebelión, o el resignarse evadiéndose. Estar enfermo deja al desnudo una dimensión que, por regla general, nos es propia, pero que tendemos a colocar lejos del horizonte de nuestra conciencia: el destino hacia Otro, que es el aspecto “nocturno” del distanciamiento de la muerte que asalta a la existencia humana; el sufrimiento que resquebraja las máscaras de la persona; el horizonte final que lo amenaza y actúa de forma ambigua, según lo asuma la libertad de la persona o pretenda relegarlo a un rincón o desafiarlo. En todo esto es fundamental la existencia como relación con otro, vivencia que tiene su origen más allá que el “estar bien”. La enfermedad encierra en sí la llamada a redefinir la propia existencia en relación con los otros, es una llamada a confiarse al lazo roto por el sufrimiento; esta vinculación es más fundamental que la propia existencia. Job, Tobías, las grandes figuras de enfermos descritos

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por la revelación bíblica, plantean, como primer grito de dolor, la crisis de las relaciones fundamentales. “¡Aunque me matara, no me importaría con tal de poder discutir en su presencia mi conducta!” (Jb 13,15). Una experiencia desconcertante a la que llega a dotar de palabras la oración, mucho más en situación de enfermedad. Todo un conjunto de situaciones muy humanas, en ningún modo episódicas o marginales, están implicadas en la enfermedad; la experiencia de la fe nos dice que, precisamente y de modo especial, la oración encarrila radicalmente el sentido y las connotaciones de la libertad, que se realiza dentro de una dinámica personal de confianza. No digamos demasiado pronto que rezar ayuda a soportar la enfermedad o aumenta las energías para superarla. Las páginas de Ignazio Marino en su libro Credere e curare 1 ponderan la oración como terapia. Dice cosas ciertas, pero existe el peligro de cosificar un misterio que en sí es mucho más que un simple expediente curativo: el misterio de la oración es lazo de unión y por tanto, es narración, es la historia de una relación –dentro de la fe– con el Dios viviente y con los demás, y como tal, importa al hecho de estar enfermos de una manera muy importante. La oración es una aventura peligrosa, dialéctica y no siempre gratificante: pero, sin ninguna duda, es aventura de libertad en cuanto que esa vivencia compleja y 1. IGNAZIO MARINO, Credere e curare, Giulio Einaudi, Torino, 2005, pp. 35-38.

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“sutil” de la enfermedad, sucede también en la Presencia de un Tú que, por la gracia de Jesús, se manifiesta radicalmente implicado en ella. Me voy a referir al modelo bíblico ya evocado antes, a Job. El santo Job, un rostro universalmente conocido, aunque no siempre bien entendido en este sentido, es como el paradigma de esta aventura. En su enfermedad afronta la prueba que Satanás había considerado definitiva para la ruptura de la relación entre el justo que teme a Dios y Dios mismo: “Dáñalo en los huesos y en la carne; apuesto que te maldice a la cara” (Jb 2,5). Las palabras de Satanás dan formulación oral a una percepción fundamental: que la llegada de la enfermedad pone a prueba todos los lazos que sitúan a la criatura humana en la vida y, de modo especial, la conexión que une a la criatura con Dios; y, a la inversa, la percepción de que Dios está implicado de una manera especial en el acontecer de la adversidad. Por el contrario, ¿qué implicación de signo contrario a la hipótesis de Satanás reconoce Job, asumiendo plenamente su desventura y viviéndola ante Dios, contra Satanás y contra la sabiduría teórica de sus amigos? El santo Job reza, pero su oración empieza como una lucha con Dios y termina como intercesión a favor de sus obtusos amigos. Es admirable la oración final de Job por sus mordaces amigos. La Sagrada Escritura nos cuenta otras situaciones de enfermos: Tobías, Ezequías, Ezequiel..., hasta los personajes con que se encuentra Jesús. Pero el mensaje es siempre el mismo.

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¿Afirmaremos pues, que la oración es “medicina”? Quizás podríamos afirmar que la oración cura el alma y el cuerpo de la persona enferma, siendo mucho más que medicina; es el dinamismo de la voluntad que responde a un amor reconocido, a través del vado de la enfermedad, en el cuerpo a cuerpo de un vínculo creído con tenacidad, amor reconocido de antemano e incondicionalmente fiel, salvación de los lazos vitales que la enfermedad somete a prueba, y que le responde confiándose a él con abandono. Una alianza puesta a prueba A continuación vamos a recorrer los sentimientos de la persona enferma en relación con “su” Dios, exponiendo la confesión del enfermo. Posteriormente veremos al enfermo y los suyos como una relación puesta a prueba. Y, por último, hablaremos de la persona enferma y el mundo, un horizonte inesperadamente limitado que se prolonga. El enfermo y su Dios ¿En qué sentido se puede decir de la oración que es medicina? Afirmar que la oración es medicina podría resultar equívoco. ¿Deberíamos más bien decir “eucoterapia”, como decimos “ludoterapia”, “planoterapia” o “curación por la imposición de las manos”? En cierto modo es como si dijera que la amistad es medicina; que el respirar es medicina para el alma y para el cuerpo. Rezar es humano mucho más y en mayor profundidad que una medicina, gratuita y acaso

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más eficaz. Simplemente porque no es una “cosa” que se hace, sino una relación, un vínculo. Las relaciones fundamentales en la enfermedad se implican de modo primordial: por ello la oración, como relación fuerte que es, puede funcionar como medicina, puede tener virtudes terapéuticas para el organismo humano alterado en su estabilidad fundamental. En el horizonte de la revelación cristiana, y la oración de los salmos es un documento fundamental, la enfermedad es, junto al sufrimiento del alma, una de las situaciones fundamentales de la oración, como origen y como prueba de verdad. En realidad, la condición de enfermo parece que nos sitúa en la indisponibilidad para orar. Ya sea en sentido negativo, porque el individuo enfermo se ve forzado a replegarse sobre sí mismo, a convertirse en el centro, ya sea –en la mentalidad de lo sagrado– en sentido litúrgico. Así lo explica un texto de Isaías, cuando el rey Ezequías cae gravemente enfermo y prorrumpe desconsolado: “No veré a Yahvé en la tierra de los vivos; no veré ya a ningún hombre de los que habitan en el mundo. La muerte no te glorifica ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad” (Is 38, 11.18). “¿Te va a dar gracias el polvo o va a proclamar tu fidelidad?” (Sal 30,10).

En la maraña de pensamientos que suscita, experiencia de inseguridad, de soledad, de inutilidad para trabajar, de quiebra de la esperanza obvia de la vida, la enfermedad pone a prueba la verdad de la oración espontánea,

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o mejor del corazón que la expresa. Al revelarse como una grieta abierta en la espontaneidad persuasiva de la vida –cuando el cuerpo sólo está animado por el impulso vital–, la oración espontánea se ve sofocada por el grito de un cuerpo que, inesperadamente se hace pesado, exige todas las energías del alma y no ve nada más que el propio sufrimiento. Entonces formula una duda fundamental y benéfica. Es precisamente en medio de esta “oscuridad” cuando se establece el gozne de una nueva profundidad del lazo de pertenencia a Dios. El mismo Jesús, como dice la carta a los Hebreos (5, 8), sufriendo aprendió su filiación de modo completo y se convirtió para todos en mediador de salvación. Aprender la filiación y convertirse en oración son la misma cosa. Esto precisa una iniciación. ¿Qué sucede en la persona enferma, aunque sea creyente, extenuada por su debilidad? Sabemos cómo en esa situación, en la desnudez a que conduce el dolor, en la reducción a lo esencial, en el cuerpo a cuerpo con la propia finitud, se presenta la pregunta: ¿Para qué sirve rezar? ¿Acaso Aquél que tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza, no sabe qué es lo que yo necesito ahora? ¿Dónde se encuentra Él en relación con mi mal? Ya san Agustín conocía esta objeción y escribiendo a Proba le decía: “El Señor, nuestro Dios no necesita que pongamos en su conocimiento nuestra voluntad, cosa que Él conoce ya, sino que en la oración se ponga en ejercicio el deseo de acoger lo que Él nos ha preparado; porque esto es enormemente grande, pero nosotros somos pequeños y débiles para recibirlo. Por eso se nos ha dicho: “Dilatad vues-

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tro corazón”. (...) en ese sentido dice el Apóstol: “Que vuestras necesidades sean manifestadas a Dios”, en el sentido de que ellas sean presentadas, sean manifestadas ante Dios con constancia, no ante los hombres con ostentación. (...) Una cosa es el rezar prolijo y otra cosa es la fidelidad duradera (affectus). La plegaria, por tanto, no sirve para que Dios se pliegue a nuestros deseos. La oración es la articulación de la respiración del corazón en un misterioso cara a cara, que nos crea de nuevo, como dice el salmista: “Yo soy oración” (Sal 41,10)”.

Es necesario pasar por una rígida iniciación del cuerpo que sufre para encontrar la voz de la oración, auténtica, espiritual en el sentido más cristiano del término. La oración que cura, y que cura sobre todo al alma, es la que se articula fatigosamente a través de etapas imposibles de programar: los pasos hacia la libertad de la persona que, en medio de la enfermedad del cuerpo, en la condición de “pasión”, progresivamente llega a articular la voz del corazón en un acto de fe en la fidelidad de Dios, el Dios de la propia vida. Dentro de una corporeidad que, de improviso, se ha hecho “desconcertante”, se llega a conocer un nuevo horizonte: el espacio libre de la trascendencia, el silencio, la nostalgia, la indignación, la desconfianza. “Mientras callé, se consumían mis huesos, mi savia se me había vuelto un fruto seco” (Sal 32,3). “Mis llagas están podridas y supuran. Tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne; estoy agotado, deshecho del todo, rujo con más fuerza que un león” (Sal 38,6-9).

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En el evangelio, son los discípulos los que formulan la pregunta ante un peligro mortal: “¿No te importa que perezcamos?”. En el corazón de la historia La vida no se sostiene sola. ¿Acaso se es menos humano por esto? Al contrario, precisamente en esos momentos es cuando se accede a la más profunda verdad de lo humano. Antes de encontrar la oración como palabra articulada, es necesario superar la tentación de “sentarse en la orilla del camino”, como el ciego Bartimeo, con el pretexto de que uno está “enfermo”. Rezar en la enfermedad implica un movimiento, a través del cual se recupera la dignidad de la propia condición humana, en el corazón de la historia, aunque sea en una responsabilidad “diferente” y desconocida. En realidad, sufrir no significa estar pasivos: es necesario arrojar lejos el manto de la propia impotencia y volver, con ojos nuevos, a lo más vivo de la historia, descubrir que hay vida no en el autoposeerse, sino en el confiarse a otros. En un enfermo, cualquier acontecimiento se revela como una espléndida parábola del evangelio. La enfermedad, acontecimiento de alianza La revelación pone en evidencia esta realidad: Jesús une su anuncio del Reino, el señorío liberador de Dios, a la condición humana de enfermedad. En respuesta a su llamada, se manifiesta ante a los enfermos como “forzado” por su presencia insistente, que le empuja a com-

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prenderse a sí mismo como Hijo de Dios, omnipotente ante el mal; a los discípulos les manda curar a los enfermos. En la raíz de esta predilección hay una profunda razón: para el misterio de la alianza de Dios, de Aquel a quien Jesús llama Padre, con la criatura humana, la fidelidad de Dios es puesta a prueba cada vez que una persona está enferma, herida y amenazada en su integridad. En el encuentro con el enfermo, Jesús descubre la relación decisiva para su propio proceso de autoconciencia mesiánica. Ante el enfermo, Jesús se comprende como el Cristo de Dios. Es extraordinario comprobar, de modo especial en el evangelio de Marcos, cómo se resiste al principio y más tarde se rinde ante la llamada del enfermo ya sea la cananea, el leproso o el ciego de nacimiento. La oración, el grito de auxilio del enfermo, involucra a Dios en el acontecimiento epifánico de la curación, que no es simplemente un milagro, sino el signo de la presencia de Dios en la historia. Cada vez que por su iniciativa Jesús cura a un enfermo, le dice: “Tu fe te ha salvado”, revelando que la curación es un acontecimiento de alianza, el fruto de un encuentro entre la mirada divina y la mirada del que invoca. He dicho que la enfermedad, en vez de ser un paréntesis desagradable en la existencia humana que hay que relegar lo antes posible en los rincones más obscuros de la conciencia, es una vivencia fundamental que contribuye a definir la condición humana, y de Dios como Dios de los hombres. Por eso, según vemos en el evangelio, Jesús se dirige preferentemente a los enfermos, hasta el punto de decir: “No he venido a curar a los sanos, sino

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a los enfermos. Aprended lo que significa: misericordia quiero y no sacrificio”. Ya mucho antes, en los salmos, el Dios de la alianza se había revelado como “el que cura todas tus enfermedades”. Así lo revela Jesús y da cumplimiento a una larga historia reunida en los salmos. El propio Jesús, el Hijo único, el hombre singularísimo, en el momento de la debilidad última, formula su grito a Dios con las palabras de los salmos, asumiendo y colocándose en la misma fila de todos los afligidos en el cuerpo, los humillados y oprimidos por la vida; desde allí, hombre de dolores, expresa su unicidad absoluta de Hijo. Por tanto, volviendo a la pregunta de fondo, ¿en qué sentido la oración es medicina y cómo cura? de acuerdo con lo dicho anteriormente, no tiene sentido dar una respuesta teórica. Por eso hago referencia a algunas experiencias vividas junto a hermanas enfermas. Sus palabras más repetidas eran: “Ayúdame a rezar”, “ya no puedo rezar”, “me pregunto si he tenido fe alguna vez”, como si las evidencias más radicales de la existencia fueran sometidas a una crisis radical precisamente en la situación de estar enfermo. Como si, por estar enfermas, no encontraran por sí mismas la manera de articular con palabras una vivencia demasiado grave e imprevisible. Así es también para el que está cerca del enfermo; al lado de una persona enferma, yo misma he vivido en mi carne esta crisis radical. Ante todo, al percibir vivamente que yo no estaba antes que ellos, sino que, como mucho, podía colocarme a su lado; el dolor y la enfermedad sitúan directamente

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delante de Dios. Por eso me parece tan importante el libro de los salmos. Repetir con la persona enferma esas oraciones que recogen la voz de generaciones y generaciones, ayuda a comprender la amplitud del alma, actúa de tal manera que saca a la luz el significado encerrado en el cuerpo enfermo y ayuda a entrar con el propio sufrimiento en lo más vivo de la historia de la alianza. Para mí siempre es una experiencia desconcertante constatar que hermanas extenuadas por la enfermedad, y sin ninguna duda próximas a la muerte e incluso al parecer inconscientes, murmuran con un hilo de voz versículos de los salmos, encontrando la voz (y en la voz, la paz) sólo por el hecho de repetir palabras antiguas de dolor y confianza. La persona enferma, en la hondura de su sufrimiento, reconoce un Silencio elocuente, una Presencia que está ante ella, que llama, y –ésta es la revelación más importante– que se compadece. En mi enfermedad yo descubro (ésta es una vivencia en primera persona, que no se puede enseñar) el origen de la oración: dentro de mi debilidad, cuando descubro que no me puedo valer sola, que necesito de otros, que soy mortal, en esos momentos, estoy con todos los mortales en la caravana de los testigos, estoy delante de ti, Señor. Con Jesús, iluminada por su evangelio, en el extenso campo del dolor y de la debilidad, profundizo y encuentro el tesoro. Sale a flote la oración. La oración no es un lazo cualquiera, sino ese singular vínculo en que yo me identifico confiándome despreocupadamente. El Otro, vuelto a mí por la gracia, es más

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íntimo a mí que yo misma. “Tú existes por mí”, es la confesión de la que surge la oración, aunque muchas veces no pacíficamente. El gemido, el grito, la pregunta, cualquier intento de articular en palabras el sufrimiento, reciben de este Manantial el impulso para no ahogarse en la garganta. El dolor se revela humano después del encuentro con el Dios de Jesús, “varón de dolores”, “buen samaritano en el mundo”. Se revela también después de la unión. Al final del salmo 22, alrededor del que sufre e interroga a “su” Dios, se reúnen los pobres, todos los que son sensibles al dolor humano. Rezar, pues, forma parte del “bien-estar” de la persona y es una realidad más sólida que cualquier posible mal; es la inauguración de una pertenencia vital precisamente en la paradójica experiencia del enfermo de no pertenecer a nadie, en el sentido de que los lazos habituales son sometidos a una dislocación radical: “Todos me han abandonado”, “¿por qué me has abandonado?”. Por tanto, la oración regenera a la persona en su libertad más radical y precisamente en su estado de enfermedad doliente, al convertirse en apertura a la vida, al Viviente. Únicamente así es medicina: en cuanto permite pasar por encima del mal, de la enfermedad. Rezo, por tanto existo. El grito de dolor, de la “pasión”, expresado ante un Tú, permite, en su resultado final, “ofrecerse libremente” dentro del propio sufrimiento. Sin duda es una libertad de precio muy alto, es una lucha cuerpo a cuerpo, a través de la cual se consigue el conocimiento de uno mismo y de Dios, el Viviente, el Amante de la vida, el Amante de la criatura humana.

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Como dice Job al final de su prueba: “Yo te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Jb 42,5). Se trataba de los ojos del corazón, por tanto, de la Presencia y templo de la oración. Hemos oído muchas veces hablar mal de la oración no sólo por gente irreligiosa, sino también por algunos grupos religiosos. ¿Es una evasión rezar, es una falta de compromiso, promueve una conciencia débil? ¿Es sólo una técnica? De ninguna manera. Rezar es consentir en una pertenencia. La criatura arrojada a la tierra se confía y llega a ser “gloria” de Dios. Un poco de tierra desnuda en las manos de Dios. La relación interpersonal por sí misma, es el pórtico de la oración. Exige fe, el arriesgarse en la relación, la renuncia a hacer por uno mismo, la inseguridad suprema. Intentaremos verlo bajo esta perspectiva. También la amistad está expuesta en la enfermedad a una crisis radical que sólo se puede resistir mediante el bautismo de la impotencia y el descubrimiento entre los amigos de palabras de oración. Pero, sin ninguna duda, sufrir es el lugar más singular y casi por excelencia, de la trascendencia, con tal de que sea vivido en un contexto de fe. Más que decir palabras, rezar es ponerse a la escucha de la Palabra. El que Vive, se dirige a mí en medio de mi sufrimiento, no para castigar, sino para purificar una búsqueda. “Te conocía de oídas”. En su “hora” vivió como suyos los sentimientos del enfermo, apropiándose de las palabras de los salmos.

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Los salmos proporcionan un lenguaje con el que dar forma a la oración corporal (“mi cerebro se ha esparcido por todo el cuerpo”, decía una enferma); es el lenguaje del sufrimiento. Es importante el silencio, pero también encontrar el modo de hablar de la enfermedad, esto es, de asumirla con libertad. Primeramente hay sólo un grito, para encontrar el Tú que da sentido a todo; pregunta para dar voz al lazo de unión y constatar la duda de su interrupción: ¿Por qué esto? ¿Hasta cuándo? ¿Dónde están tus favores de otro tiempo? ¿Te has olvidado de mí? ¿Dónde estás? ¿No volverás algún día? Luego, para hablar de un cuerpo desarticulado, desparramado, roto y dolorido, se invoca la presencia de Dios como liberación, como la única tabla de salvación capaz de restituir la integridad perdida con la enfermedad. Decimos en el salmo: “Salvación de mi rostro y mi Dios” (Sal 42,12) ¿El rostro? ¿Qué vivencias encierra esta palabra? La persona humana como un rostro. No labios, ni mejillas, ni ojos. Para un “tú” apenas desvelado, el rostro tiene una luminosidad única. Es una llamada, una serenidad inescrutable, silencio, desnudez, juicio. El rostro del enfermo es una revelación desconcertante, es alguien ante quien se vuelve el rostro; “viéndola Jesús, la llamó y le dijo: mujer, estás libre de tu enfermedad” (Lc 13,12). La enfermedad, como decíamos, lleva consigo una revelación sublime: la revelación de que es posible rescatar la pasividad, despertándola. Es una situación parecida al destierro, uno de los lugares de iniciación en el cono-

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cimiento de la condición humana. Aunque se acepte, nos metemos en él sin querer salir. Es el lugar de la esperanza en su nivel más elemental y genuino. La enfermedad es un umbral. Un don que nos obliga a atravesar la antesala del silencio y de la inactividad y, desintegrando la coherencia de las vivencias “normales”, nos introduce en un nivel de profundidad nuevo. La posibilidad de atravesar lo negativo saliendo viva, mediante la generación de la palabra dialógica (oral o escrita), según decía Simone Weil. Lo negativo tiene poder disgregante, el logos une. Donde experimento mi ser de criatura humana como pasividad, allí me descubro como relacionada con Dios y Él se me revela tomando parte en mi sufrimiento. La medicina, como hecho técnico, se presenta como el intento de eliminar la enfermedad; la oración se me abre como posibilidad de asumirla como vivencia “humana”. Entre el rechazo y la patética exhibición, las dos vivencias opuestas pero evasivas, está la oración como afianzamiento en Otro. En la oración del enfermo está escrita una experiencia de conversión de la inquietud a la confianza en la que está el paradigma del camino de conversión a la fe.

La enfermedad y la crisis de los lazos familiares El médico es una presencia especial de intercambio con el enfermo. Está puesto en medio, entre el enfermo con su soledad y los familiares, los amigos. Todos esos lazos alimentados en la normalidad de la vida, en la situa-

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ción de enfermedad se ven expuestos a una tensión especial. El médico encarna de alguna manera, la vía de escape esperada; llamado únicamente por sus cualidades profesionales, en realidad se ve implicado en el delicado entramado de las relaciones familiares. En medio de este terremoto ¿dónde se coloca la oración? Ignazio Marino confiesa que en muchos momentos decisivos de su profesión de cirujano, el recurso a la oración lo iluminó sobre el camino que debía emprender para curar al enfermo. Por tanto, no solamente la oración del enfermo, sino también el comportamiento de todo su entorno, está radicalmente determinado por la presencia o ausencia de una actitud de fe y, por lo mismo, de oración. La relación con un enfermo está llamada a redefinirse en términos de oración debido a la crisis de la enfermedad. Únicamente cuando los lazos de la relación son vividos “ante Dios”, consiguen la consolación verdadera, aquella en la que Jesús se reconoce misteriosamente implicado. Dicho de otra manera, la relación está expuesta al peligro de convertirse en hipocresía y ser portadora de una falsa consolación. El primer momento de esta proximidad en oración es el silencio. Sólo si uno se pone a la escucha del misterio que vive, si se reencarna en la persona enferma, podrá “reconocerlo” de verdad y, por tanto, articular la oración con palabras. “Siete días y siete noches” (Jb 2, 13) no bastaron a los amigos de Job y las palabras que salieron de sus bocas fueron blasfemas. Falsamente cercanos, en realidad expresaban desconcierto y juicios crueles. Esta presencia

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del desconcierto que resulta ser hostilidad es muy frecuente en el entorno del enfermo y tema usual en la oración del enfermo a Dios: “Los que vienen a visitarme mienten y, cuando salen, hablan mal de mí”; “se distancian de mis llagas”, “yo, como un sordo, no escucho y como un mudo no abro la boca”. La verdadera “prueba” de la enfermedad (tras la cual está oculta la fidelidad del Dios viviente), es esta lejanía de los próximos que pretenden decir una palabra propia en nombre de Dios y, en realidad, únicamente representan la palpable evidencia de una relación rota. Jesús, en su condición de siervo de dolores, tomó sobre sí nuestra enfermedad y nos rescató misteriosamente de esta separación. Él proclamó que “se encuentra” en cada enfermo. Cuando la relación con el enfermo se basa en el silencio y se aprende a interiorizar la revelación del sufrimiento ajeno, entonces nace la oración como medicina útil, humilde, constante, animadora. El evangelio está lleno de testimonios en este sentido: el centurión, los portadores de la camilla del paralítico, la cananea, el padre del joven epiléptico. A pesar de que la relación de los médicos es sólo episódica y profesional, ellos están llamados a intentar un tratamiento verdadero y radicalmente “alternativo” de la enfermedad. La fragilidad de la persona no por esto queda privada de su dignidad suprema: la de confiarse a las manos de Dios, más vitales y sabias que cualquier mano de médico, por experta que sea.

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El lazo de unión del enfermo con los otros, considerado desde el punto de vista de la oración, nos presenta otra vertiente innovadora: una vez que ha pasado, a través del oscuro pasadizo de la incomprensión, el enfermo que encontró el filón de la oración, se convierte en intercesor. Job es una imagen evidente y eficaz. Mi experiencia al lado de hermanas muy humildes confirma esa realidad. En el enfermo en el que la prueba de la fe ha alcanzado el éxito de la maduración de la persona, la oración se convierte en una experiencia que implica una nueva alianza, capaz de sobrepasar todos los límites, hasta hacerse “testamento”, última voluntad, donde el tesoro más valioso del sufrimiento libremente asumido, se convierte en herencia que dura para siempre, como el amor. Aquí el testimonio de la fidelidad de Dios y de su alianza, adquiere la expresión más total: “El amor de Yahvé no ha acabado, no se ha agotado su ternura: se renuevan mañana a mañana: ¡grande su fidelidad!” (Lm 3, 22-23).

El enfermo y el mundo La oración final de Job irrumpe después de la revelación del misterio de Dios creador; de este modo llega a la transformación, en una oración “confesante”, del grito emitido antes bajo el peso de la ausencia de Dios: “Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos”. Como si el haberlo devuelto a la dimensión de su propia

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“humanidad”, de su condición de criatura, después de que el peso del cuerpo enfermo lo hubiera separado de ella bajo la presión del sufrimiento, le hubiera restituido el gusto por la propia pertenencia, aunque atormentada, al universo de las criaturas. Job, reconciliado con los propios límites de criatura, conociendo al Dios creador, no como un poder exterior, sino como el Viviente que tiene cuidado de la vida, se reconoce amado, a pesar del padecimiento. Así amado en su finitud, podrá reencontrar la alegría de los lazos interhumanos que, lógicamente, están destinados a terminar, y saborear el tiempo, muriendo “saciado de días”. La experiencia de Job y su oración final, en el polvo y la ceniza, encuentra un eco aún más persuasivo (porque incluye el reflejo de la última oración de Jesús), en la oración de san Francisco que, enfermo y ciego, en la última frontera de la vida, entona lleno de alegría el Canto de las criaturas, en el que se celebra una nueva fraternidad con todos los seres y hasta con la misma muerte –“hermana muerte”– que es el último sello de la finitud humana, transformada en umbral de la alianza nueva y eterna. ¿La oración cura? Llegados a este punto, precisamos una síntesis del significado de la oración en relación con la situación de los enfermos. Lo que cura la enfermedad es la fe. El evangelio es clarísimo sobre este punto. En la enfermedad, como experiencia de los propios límites, de la dependen-

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cia de otros, de la libertad entorpecida, se vive una epifanía de la propia trascendencia. La persona se reconoce llamada a ser para otro, más allá de sí misma. La enfermedad vuelve a proponer en una síntesis decisiva el entramado de la vida humana como promesa, prueba, “nueva” alianza. Sobre el rastro del Justo, el Siervo de Dios, que, cargado con nuestras enfermedades, intercede por los pecadores y, por sus sufrimientos, recibe en herencia una multitud de hermanos. Me viene a la memoria un texto convincente de una mujer que en la búsqueda de Dios llegó hasta el mismo umbral, lleno de Presencia, guiada por sus sufrimientos y por sus reflexiones. “Para conseguir que nuestro ser se haga completamente sensible, en toda su integridad, a esa obediencia que es la materia, para que se forme en nosotros ese sentido nuevo que permite entender el universo como vibración de la Palabra de Dios, son imprescindibles las potencias transformadoras del dolor y la alegría. Cuando ellas se presentan, hay que abrirles nuestra alma, de la misma manera que se abre la puerta al mensajero de una persona amada (...) Cuando se golpea el clavo con un martillo, el golpe se transmite desde la ancha cabeza del clavo hasta su punta, sin que se pierda ninguna fuerza. (...) La punta del clavo transmite el golpe al punto en que está apoyada. La extrema desventura, que es al mismo tiempo sufrimiento físico, desconsuelo del alma y degradación social, puede ser comparada con el clavo. La punta está en el centro del alma. La cabeza del clavo es la nece-

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sidad que se extiende sobre la totalidad del espacio y del tiempo. (...) El que consigue mantener su alma orientada a Dios mientras el clavo la atraviesa, se encuentra clavado en el centro mismo del universo. Es el verdadero centro, que no está en el medio, sino que está en las afueras del espacio y del tiempo, que es Dios. De acuerdo con una dimensión que no pertenece al espacio, que no es el tiempo, este clavo ha practicado un agujero a través de la creación, a través del espesor de la pantalla que separa al alma de Dios. (...) Esa dimensión se encuentra en la intersección de la creación y el creador, precisamente en el punto en que se cruzan los dos brazos de la cruz” (S. Weil, La espera de Dios). SOR IGNACIA ANGELINI

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Loado seas, mi Señor, por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación: ¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación!

Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor.

SAN FRANCISCO DE ASÍS

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LA ORACIÓN, ALIENTO DEL ALMA

Aunque a primera vista hablar de la oración como aliento del alma pueda parecer algo que se eleva sobre la realidad concreta para evadirse hacia cielos místicos, en realidad se manifiesta mucho más viva y cercana de lo que podamos imaginar. Empezaré con el testimonio de un autor que nos invita a sorprendernos siempre que nos encontremos unas manos juntas, unas manos en oración. La cita viene de un poeta alemán especialmente intenso, de lectura difícil, que tuvo una existencia llena de sufrimientos y de tragedias que culminaron en otra tragedia mayor, la del suicidio. Se trata de Paul Celan, nacido en 1920 y que puso fin a su vida en 1970. Todos sus familiares habían sido exterminados en los campos de concentración nazis. En uno de sus poemas dice: “Recorta la mano orante del aire con la tijera de los ojos, cercena sus dedos con tu beso, hacen quedar sin aliento, hoy, las manos juntas”.

Él ve, en las manos que se juntan en oración, un signo de esperanza, una tensión hacia lo alto, algo que no sola-

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mente sorprende, sino que deja sin respiración. En un mundo tan falto de cohesión, tan superficial, banal e incluso vulgar, el hecho de que todavía existan manos juntas, de que se vean las vidrieras de un monasterio encendidas de madrugada, cuando los últimos noctámbulos vuelven a casa, y que esas manos se levanten al cielo, nos deja sin respiración. Propondré un itinerario en el interior del mundo “sorprendente” de la oración; en algunos casos parecerá un poco “extraño”, aunque es mucho más cotidiano y concreto de lo que nos imaginamos. Lo dividiré en tres etapas. Empezaré con los símbolos mediante los cuales se ha representado la oración, y luego trataré de los dos modelos fundamentales, las dos tipologías esenciales de rezar. En realidad, cuando una persona reza usa dos caminos. Hasta la Biblia, que contiene un libro entero de oraciones, el Salterio, conoce estos dos caminos fundamentales. Los símbolos de la oración: amar, respirar, pensar Aunque los símbolos para representar la oración son muchos, elegiré una especie de tríptico y procederé echando mano con preferencia, de la voz de personas que han vivido la oración de modo sorprendente y algunas veces desconcertante. El primer símbolo, que es el dominante, es el símbolo del amor. La experiencia de orar se concibe como algo muy similar a la experiencia amorosa. Bernini interpretó la escena del éxtasis de santa Teresa de Ávila en la escultura que está en Santa

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María de la Victoria de Roma, como una experiencia erótica, de abandono total. El ángel es un cupido que lanza su flecha; la mujer, Teresa, se ha abandonado a la embriaguez del amor; la carne, representada en este caso por el mármol, parece colorearse y encenderse. El componente amoroso en la oración, es fundamental y quisiera representarlo mediante unas palabras que me recuerdan con toda viveza, una experiencia insólita. Hace muchos años, antes de la actual situación política, tuve la suerte de estar durante algún tiempo en Basora, una ciudad que lleva a sus espaldas la gloriosa historia de las grandes dinastías de los abbasidas. Mi pensamiento vuela hacia Rabi’a, una de las grandes místicas musulmanas, que vivió en el siglo VIII en esa ciudad, aunque provenía de la provincia. Sobre esta mujer la leyenda ha divagado mucho hasta decir que era una prostituta convertida; (sin duda era una persona analfabeta, por lo que su mensaje fue recogido por sus discípulos). Pues bien, Rabi’a, rezaba así cuando las estrellas se encendían en el cielo en una noche clara, simbolizando el amor de una manera transparente, inmediata y casi estremecida: “Señor mío, en el cielo brillan las estrellas, los ojos de los enamorados se cierran, las mujeres enamoradas están en estos momentos solas con sus amados, y yo, Señor, estoy sola contigo”.

El lenguaje del amor resulta ser el lenguaje fundamental en la oración, y se dirige al Dios del amor. El segundo símbolo es el de la respiración, otro elemento, en algunos aspectos fisiológico, que yo quisiera representar mediante las palabras de un gran filósofo del

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siglo XIX, el danés Soren Kierkegaard, que vivió una experiencia de intensa intimidad espiritual; tanto es así, que sus escritos están llenos de verdaderas oraciones. También él usa muchas veces el simbolismo del amor, pero añade otro que es el que yo quiero ahora exponer con sus mismas palabras: “Con justicia los antiguos decían que rezar es respirar. En esto se ve lo necio que es hablar del porqué de la oración. ¿Por qué respiro yo? Porque de otra manera, moriría; así es la oración”.

La oración es, pues, absolutamente necesaria, instintiva, primordial y, por este motivo, no atañe sólo a las religiones, sino a todos los seres humanos. La percepción del límite inmediato hace que uno se mueva hacia la vida que no termina y por esto, invocar al Trascendente es como respirar, como aferrarse a la vida. La persona que se está muriendo exhala el último aliento, que es el último gran vestigio del deseo de vivir y de esperar. El tercer símbolo es más sofisticado y podría parecer que no tiene nada que ver con la oración. Ciertamente está muy lejos de algunos tipos de oración incoloros, inodoros e insípidos. Pretendemos hablar de la oración en su sentido más noble del término y no de sus parodias. Santa Teresa de Ávila tiene a este respecto una frase muy expresiva: “De devociones a bobas nos libre Dios” y “ de santos encapotados” (Vida,13,9). Hablar de la oración en el sentido auténtico del término quiere decir echar mano del símbolo del pensamiento. Quiero recordar a este respecto una hermosa frase de un filósofo fun-

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damental del siglo XX, que tuvo una relación bastante atormentada con la religión, no especialmente cálida, pero que expresó muy bien, mediante un juego de palabras en alemán (imposibles de traducir a nuestra lengua), esta dimensión de la oración como acto de “pensar”. Se trata del filósofo Martín Heidegger, que decía denken is danken, esto es “pensar es dar gracias”. Cuando uno reflexiona en profundidad, empieza a dar gracias, porque descubre horizontes extraordinarios que la mente humana, a primera vista, no podría estar en condiciones de soportar, y que la capacidad humana no parecería estar en condiciones de generar. Por este motivo precisamente, pensar se convierte en rezar. Por el contrario, la oración debería convertirse en un modo de pensar el misterio, esto es, de hacer teología, porque la oración es una aventura que lleva siempre a un mejor conocimiento de Dios. Pensamos en san Agustín que habla de la teología orante; de él podemos citar las Confesiones, pero también De Trinitate: Agustín reflexiona y desarrolla especulaciones arriesgadísimas y complejas, pero las hace relacionándose con un Tú, con Dios con el que constantemente dialoga. Quisiera referirme también a otro filósofo contemporáneo: Ludwig Wittgenstein (1889-1951) que fue creyente, aunque mantuvo con la religión una relación sui generis, escribía: “Rezar es pensar sobre el sentido de la vida”. En línea con esta definición se entiende por qué rezar sea algo característico de todos los hombres, incluido el ateo. El ateo auténtico, no el superficial, banal e indiferente, se esfuerza siempre en buscar y continua-

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mente sale de sí mismo y se pregunta sobre el sentido de la vida. Rezar es también tener una claridad especial que te dice cuál es el sentido último de la vida. La oración del ateo Si rezar es vivir una experiencia de amor, si rezar es respirar, si rezar es pensar en el sentido de la vida, es inevitable que, bien o mal, todas las personas recen un poco y sientan alguna vez la necesidad de levantar las manos, aquellas manos que “dejan sin aliento”. Quiero traer tres testimonios muy distintos entre sí, por el tiempo, por el espacio y por la visión del mundo; los tres muestran cómo también el no creyente puede preguntarse alguna vez sobre la oración y, a veces puede deslizarse hacia ella. Empezaré por la antigua Grecia donde los autores trágicos fueron figuras extraordinarias, no sólo desde el punto de vista poético, sino también por su búsqueda del sentido de la vida y del existir, aunque se movieran en el terreno de la poesía. Esquilo, en el verso 635 de la tragedia Los persas, tiene esta frase: “Yo grito a voces mis sufrimientos, ¿quién me escuchará desde lo profundo de las sombras?”. El poeta griego acaso esté convencido de que nadie le escucha desde el secreto de las sombras; Dios está muy tranquilo en su Olimpo, impasible, indiferente a las lágrimas de los hombres, pero, al mismo tiempo, el hombre no puede por menos que lanzar hacia lo alto su grito de dolor. El segundo testimonio, que nos es más próximo en el tiempo, pero que nos queda lejano en cuanto a la expe-

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riencia cultural, lo tomo de Rusia. Se trata de Aleksander Zinov’ev (1922-2006), conocido sobre todo como escritor disidente en la Unión Soviética de entonces, pero también por un poema grandioso, Cimas abismales. Este escritor, ateo sistemático y radical, nos ha dejado en una de sus páginas, una oración que representa con claridad ese momento secreto en el que todo hombre se siente completamente solo, mira al cielo y sabe que el cielo está desnudo, no tiene ningún morador, pero está completamente poblado de satélites. En ese momento desea que exista un testigo de las acciones de la humanidad, que haya alguien que haga verdadera justicia, que no sea corruptible, que vea y tome nota del dolor causado por los otros. Su oración dice así: “Te lo suplico, Señor, intenta existir por lo menos un poco, para mí. Te ruego que abras tus ojos; sólo tendrás que fijarte en lo que sucede, es muy poco, pero, Señor, te suplico, ¡esfuérzate por verlo! ¡Qué infierno vivir sin testigos! Por eso, forzando al máximo mi voz, grito, voceo: Padre mío, ¡te suplico y lloro! ¡Existe! ¡Intenta existir!”.

La petición revela una necesidad radical de Dios porque solos somos demasiado peligrosos. Para finalizar, he aquí el grito extremo de un escritor occidental, en este caso bastante cercano a nosotros que terminó suicidándose, Ernest Hemingway (1899-1961). En sus Cuarenta y nueve cuentos hay uno que contiene una oración blasfema, aunque es especialmente significativa para explicar cómo, incluso bajo la blasfemia, se oculta muchas veces un grito extremo, un SOS último y desesperado. El cuento se titula Un sitio limpio y bien

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iluminado y habla de una persona que vive con normalidad su existencia, no tiene vivencias especialmente trágicas, pero interiormente él está completamente acabado, no tiene ya ninguna motivo para vivir. Entonces se pone a rezar y recita el Padrenuestro, pero, en vez de la fórmula que nosotros sabemos, sustituye las invocaciones principales por la palabra “Nada”. La oración empieza así: “Nada nuestra que estás en la Nada, santificada sea tu Nada, venga a nosotros tu Nada...”. Para finalizar, añade un Avemaría, también deformada con la misma palabra, pero en italiano: “Ave Nulla, llena de Nulla, la Nulla esté contigo...”. En lo íntimo de este enunciado blasfemo, probablemente tengamos su último grito hacia Dios que, paradójicamente, coloca fuera de los límites, en la Nada. Lutero no carecía del todo de razón cuando afirmaba que quizá Dios agradece mucho más las blasfemias de los desesperados que las alabanzas de los burgueses biempensantes la mañana del domingo durante la Misa. Dios sabe entender hasta lo que está detrás de quien grita al Dios-Nada: “Nada nuestra, que estás en la Nada, sea santificada tu Nada”. Lo entiende porque puede que este grito sea el último gran deseo de una presencia y la última gran espera de una respuesta. La oración en el sufrimiento Pasemos ahora a examinar los dos modelos fundamentales de oración. La oración es como una escala cromática con una infinidad de variantes, colores y matices.

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Con todo, hay como dos extremos que son los dominantes: también en la oración, en un extremo está el violeta y en el otro está el rojo, los dos extremos de la escala cromática. El violeta, color frío por antonomasia, expresa la gradación de la oración sufrida, de la súplica que brota del dolor. Todas las culturas, todas las religiones y todas las personas, han dirigido a Dios una súplica, por lo menos una vez en su vida. Los ejemplos podrían ser infinitos, pero pienso que todos podrían resumirse en el contenido de una sola palabra terrible: el mal. Todas las veces que las personas se encuentran liadas en la maraña del mal, se vuelven a Dios. Por mal queremos decir, la enfermedad, el pecado, la soledad, la muerte, la desesperación, pero también el silencio de Dios percibido como algo agobiante. En el libro de Job, en la hora del dolor, Dios está representado como un leopardo que afila sus garras preparado para despedazarte o como un general victorioso machacando cráneos. En el fondo de esta abigarrada manifestación del mal, la persona, aunque no sea creyente, se ve tentada, como decía Esquilo, a lanzar un grito a lo alto. La oración es precisamente el testimonio de esta última llamada, en la esperanza de que exista un “Tú” que responda. En este sentido propondremos algunos testimonios. Empezaré por las anotaciones clásicas, esto es, por los que forman parte de nuestra espiritualidad, de la Biblia. Después nos referiremos a testimonios modernos, que pueden provenir también de personas no creyentes, o al menos, que han mantenido una relación difícil con la religión.

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Empecemos con un hermoso testimonio religioso, el Salmo 56 en su versículo 9. Para entender este versículo, que recogeré en una versión lo más cercana posible a la original, es preciso recordar que los orientales viven de una manera primordial la experiencia del pastoreo y del nomadismo y que, por ello, al hablar con Dios, lo imaginan como pastor (“El Señor es mi pastor”, Sal 23). Pero estas imágenes tienen unas características que se nos escapan, por lo que el versículo del salmo 56 no revelaría, sin algunas explicaciones previas, toda su fragancia, toda su intensidad y toda su carga. El pastor tiene algunos rasgos fundamentales. En primer lugar el rebaño; tanto es así que, cuando se dice “Señor, tú eres mi pastor”, se quiere subrayar que Dios es el compañero de viaje de la humanidad. Esto quiere decir que si tiene sed el rebaño, la tiene también el pastor, porque comparte absolutamente la vida con su rebaño. El segundo rasgo fundamental para el nómada es el agua, antes incluso que la comida; por este motivo, además de itinerarios señalados sobre el mapa de los oasis y los pozos, el pastor lleva siempre consigo lo que los árabes llaman “el pozo portátil”, esto es, un odre en el que llevan como un tesoro el agua. A lo largo del viaje se puede correr el peligro de que el camino sea demasiado largo, que una oveja se ponga de parto, que sea necesario pararse y que, por lo mismo, se precise agua. Este salmo imagina que Dios no lleva en su odre agua, sino las lágrimas del hombre: “Anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío” (Sal 56, 9).

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Existen dos imágenes: la “urbana” del cuaderno de notas y del registro, y la imagen pastoral del nómada y el odre. Dios lleva en su odre y anota en su libro de la vida las lágrimas de los hombres. Las personas cuando lloran se avergüenzan y, con frecuencia, se esconden. Muchas están firmemente convencidas de que las lágrimas caen sobre el polvo, se disuelven y nunca más nadie las recompensará. Pensemos cuántas lágrimas son derramadas en cualquier momento sobre la tierra. Quizá no sean conocidas ni siquiera por los parientes, acaso no las noten ni las personas más cercanas. Pero resulta que el salmista dice en su oración: “Tú, Señor, recoges mis lágrimas como si fueran perlas dignas de ser guardadas en tu joyero”. Hablaba de dos registros de oración. Después del sagrado he aquí el registro “laico”. El gran poeta romántico francés Charles Baudelaire en su poemario Las flores del mal tiene esta oración: “Porque verdaderamente, Señor, la mejor prueba de nuestra dignidad es este encendido sollozo que rueda de edad en edad y viene a morir al borde de vuestra eternidad”.

Es bellísima esta imagen de que todo el llanto de la humanidad se parece a un río que corre hasta los confines de la eternidad de Dios, y que Dios recoge esta riada de dolor. A propósito de la oración y el sufrimiento, conviene recordar que no sólo existe el mal físico sino también el pecado, que es una de las componentes fundamentales

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de las oraciones. Con frecuencia la literatura oriental, mesopotámica, hitita, egipcia, está formada por oraciones que suelen llamarse “oraciones penitenciales”, o sea, ruegos de personas que sienten la distancia de Dios, porque entre el fiel y la divinidad se yergue una pantalla opaca que es el pecado y el mal. Tomemos el conocidísimo salmo 130, De profundis, relegado por la tradición a un horizonte distinto, convirtiéndolo en una oración por los difuntos aunque, en realidad, es un canto de los vivos, es la invocación del pecador que espera sólo una cosa en la vida: llegar a ser como un niño, poder ver realizado en sí mismo lo que el profeta Isaías prometía en nombre de Dios: “Aunque tus pecados sean rojos como la escarlata y la púrpura, yo los haré blancos como la lana y la nieve” (1,18). Es la posibilidad de comenzar de nuevo por el perdón, mientras el mundo y la sociedad tantas veces no ofrecen esa posibilidad. La Biblia y todas las religiones apuntan con el índice al pecado, al mal. Pero, al revés de lo que afirmaba Dostoievski en el título de su famosa novela Crimen y castigo, todas las religiones, por regla general, y de modo especial el cristianismo, no admiten sólo los dos anillos de la cadena, el delito y el castigo, sino tres: delito, castigo y perdón. El De profundis es verdaderamente el canto del perdón esperado con ansia porque el pecador siente el peso de su miseria, de su vergüenza, de su suciedad interior, de su vulgaridad profunda, de su infamia. El hombre, algunas veces, es capaz de cometer acciones vergonzosas e infamias casi inconcebibles; recordemos la imagen terrible usada por Cristo, de los

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“sepulcros blanqueados” que al pisarlos te hacen impuro porque debajo de esas lápidas de mármol adornadas, se ocultan cavernas de gusanos. Pues bien, el significado de la liberación está precisamente en la petición de perdón, como sucede en el De profundis. Baudelaire transformó este grito profundo en uno de sus poemas titulado precisamente De profundis, que también se ha convertido en el título de una obra de Óscar Wilde. En definitiva, el salmo 130 representa el deseo de oír la voz de Dios que perdona después de pedírselo. A pesar de que Dios no habla, nos damos cuenta de que nos perdona. Nosotros esperamos su perdón como los centinelas esperan la aurora. Si nos fijamos en el texto hebreo tenemos el término shomrîm, que literalmente significa “los vigilantes”, palabra que puede tener dos significados: los centinelas situados durante la noche para descubrir el primer rayo de luz que se percibe en el horizonte, porque sólo entonces termina la posibilidad de los asaltos y de todo lo que la noche representa de terror. Además de esta idea de gran tensión, existe otra interpretación que el autor sagrado tiene también en su mente: los “vigilantes”, los “veladores”, son en la Biblia los sacerdotes que, por turno, pasaban en vela la noche anterior al día del culto que debían presidir en el templo. Los sacerdotes eran una de las tribus de Israel y, por consiguiente, eran muchos, miles y miles; les correspondía presidir el culto muy pocas veces en la vida, como mucho dos o tres, porque antes de que pudieran volver a celebrar, debían ser sorteados todos, por lo menos una

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vez, tanto es así que estaban divididos en veinticuatro clases para facilitar esta operación de sorteo. Pues bien, imaginemos un sacerdote católico en la noche que precede a su ordenación sacerdotal: vive bajo gran tensión la noche y la mañana del día de su primera Misa, pero con el añadido de que no podrá volver a celebrarla en el resto de su vida o, como mucho, dos o tres veces más. Por eso, el salmista dice: “Espero tu perdón como los sacerdotes que esperan de noche la mañana en que deberán presentarse ante la asamblea y ante Dios para celebrar el gran rito sacrificial del holocausto”. Ellos viven toda la noche en tensión. Nosotros, pecadores, esperamos el perdón de Dios con esta misma carga espiritual. La oración, al fin, será para nosotros una liberación, surgirá de verdad la aurora. También en este caso añadimos el testimonio “laico” de un escritor italiano, Giovanni Testori que en 1973, en los momentos en que estaba volviendo a la experiencia religiosa, había escrito un texto titulado En tu sangre. Sus palabras son un de profundis moderno, un ruego, una súplica de perdón del mal interior y del pecado: “Te he amado con devoción, con rabia te he adorado te he violado, manchado y blasfemado, cualquier cosa puedes decir de mí menos que te haya evitado”.

De verdad es ésta una hermosa oración, porque no solamente se dirige a Dios poniendo por delante todo lo que ha hecho de vil y blasfemo, sino con la certeza de su

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perdón. Vete tú también a Él y no lo rechaces, porque sabes que Él te tenderá su mano.

El himno de la alegría La otra tipología es la que representamos simbólicamente por el color rojo, color encendido, cálido, festivo. Me refiero a la oración de alabanza, que es la oración perfecta por excelencia. En el himno de gloria se alaba al Señor simplemente porque existe, sin pedirle nada. Es la oración de los místicos y de la contemplación. El “Gloria a Dios en los cielos” de la liturgia es el ejemplo modelo de este tipo de oración de alabanza en la que se canta a Dios, su grandeza y la de su Cristo, sin necesidad de inclinarse sobre nuestra miseria, sin volvernos a Él para pedirle la curación de nuestra enfermedad o la paz para el mundo, porque estamos seguros de que Dios, siendo Padre, no puede ignorar todas esas cosas que están implícitas en la alabanza que le dirigimos. En la oración de contemplación con frecuencia se juega con dos realidades, por un lado los ojos y por el otro el silencio. Referente a los ojos, hay un salmo precioso, el 123, que podría tener como punto ideal de referencia, la imagen del famoso “escriba” del Museo del Cairo. El escriba está sentado en cuclillas, tiene delante de sí el papiro y el cálamo en la mano preparado para escribir lo que el señor le está dictando; pero no mira lo que escribe, sus ojos están fijos en su señor. Éste es el mensaje del salmo:

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“A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo; como están los ojos de los esclavos fijos en la mano de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor”.

El lenguaje de los ojos es el más sofisticado, intenso y emocionante. Los enamorados, cuando quieren decirse algo profundo que las palabras no son capaces de decir,

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recurren al lenguaje de los ojos. Nosotros mismos, cuando estamos cautivados por alguna cosa, tenemos los ojos fijos en ella, como inmovilizados: es la contemplación. Es curioso que el verbo hebreo que significa “contemplación” es el mismo que significa “ahondar”, porque en esos momentos no se miran los ojos del otro para estudiar de qué color son, sino que se mira al interior de su alma para descubrir mensajes secretos. Ésta es la oración de contemplación. Existe otra dimensión de la alabanza orante, que es la del silencio. Savonarola decía que la oración tiene por padre el silencio y por madre la soledad. La oración suplicante nace del grito, del ruido y hasta incluso de la blasfemia; pero, poco a poco, debe florecer la oración que se desarrolla en lo más íntimo de un silencio interior. Dios mismo, cuando se manifiesta al profeta Elías en el monte Horeb, no se presenta en el terremoto, ni en el relámpago, ni en el viento que resquebraja las rocas, sino que se presenta, dice el hebreo, en una qol demamah daqqah, “el murmullo de un viento ligero” (1 Re 19,12). Esta idea es muy sugerente: Dios susurra sus palabras. En el hebreo original es mucho más hermoso, pues literalmente significa: al fin hubo “una voz de silencio suave”. Dios nos habla con el silencio sutil del misterio y nosotros le respondemos con nuestro silencio. El canto de las criaturas El contenido normal de la oración de alabanza es el canto de las maravillas que Dios ha creado. Cuántas veces

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vemos que personas superficiales, vacías y no proclives a la poesía o a la experiencia de la fe, cuando llegan a lo más alto de una cumbre, se encuentran ante un paisaje sobrecogedor o ante los espacios infinitos del mar, se quedan como alucinados y sienten como un escalofrío de poesía y, muchas veces, una especie de estremecimiento de espiritualidad. Hay personas sólo preocupadas por el dinero que, a pesar de todo, sienten algo interior en el momento en que contemplan una puesta del sol sobre el mar y, aunque no tienen ninguna sensibilidad poética y jamás han rezado una oración, en aquellos momentos sienten que la naturaleza se convierte en una voz que estimula a la alabanza y la oración. A este respecto tenemos salmos preciosos; basta recordar el salmo 8: “Cuando contemplo el cielo, la luna y las estrellas que tú creaste...”. Es una oración nocturna en la que el orante canta a Dios y la grandeza de la obra más sublime que las constelaciones, más alta que el universo y el cosmos, esto es, el hombre. En todas las religiones, hasta en las más primitivas, el sol es uno de los objetos más frecuentes en todos los himnos de alabanza. El Himno a Atón, por ejemplo, del faraón solar Akenaton, canta al disco solar que aparece en el cielo, considerándolo como Dios. Se pueden contar por miles las realidades que nos impulsan a rezar, a cantar a Dios y a alabarlo con una oración. Elegiré, como ejemplo, la llamada Canción tú. Se trata de una oración que formaba parte del patrimonio de los llamados hasidim, corriente mística centroeuropea de judíos que vivieron a partir de 1700, que existen todavía en nuestros días y que han tenido su cantor visible en el

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pintor Marc Chagall y en sus cuadros. Su pueblo, el shtetl, era un lugar en el que eran constantes la alegría, el canto, la alabanza, la danza; la oración era danzada. Los hasidim cantaban esta canción hasta cuando eran conducidos al campo de concentración para ser exterminados, escoltados por las SS. La estrofa que se repetía como estribillo de esta Canción Tú, dice: “Tú” que, evidentemente, es Dios. Es precisamente la expresión de la oración en la que el universo entero, incluso cuando es pequeño y miserable, hasta cuando está formado por los rostros zafios de las personas, es un reflejo de la infinitud de Dios. La oración suena de esta manera: “Adonde yo vaya, Tú, donde yo esté, Tú, sólo Tú, todavía Tú, siempre Tú. Si me va bien, Tú si estoy sumido en el dolor, Tú, cielo Tú, tierra Tú, arriba Tú, abajo Tú. A dondequiera me vuelva, a dondequiera mire, Tú, sólo Tú, todavía Tú, siempre Tú”.

Es la constatación de que la oración presenta el mundo como si fuera un pergamino en el que está presente casi como una palabra divina que se recoge y se descubre en su plenitud. La síntesis de las dos clases de oración está en la oración suprema, que es el Padrenuestro. Acaso sea la oración más sublime que la humanidad pueda pronunciar; es una oración universal que entrelaza los dos grandes caminos que hemos pro-

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puesto. Empieza con la alabanza: “Padre nuestro, venga tu reino... santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad”. Estamos en presencia de una celebración de la grandeza de Dios y de su obra. Pero en la segunda parte tenemos la dimensión de súplica de ayuda y perdón divino: “Danos hoy el pan nuestro de cada día...perdónanos nuestras ofensas”. Simone Weil, mujer de extraordinaria inteligencia, de origen hebreo, pero que se acercó muchísimo al cristianismo, en una de sus obras más importantes e intensas, La espera de Dios, recoge una curiosa observación sobre el Padrenuestro. A sus ojos es la oración que representa visiblemente la Encarnación. Pues en realidad, no existe una oración que empiece por el cielo y que acabe en la tierra, en el oscuro enredo del mal; de ordinario sucede al revés, porque se empieza por el mal y se termina subiendo hacia Dios. Pero aquí tenemos: “Padre nuestro que estás en los cielos...líbranos del mal”; desde lo alto, desde el cénit se baja al nadir infernal en que estamos nosotros. La oración cristiana no va solamente de abajo hacia arriba, sino que es también un descendimiento de Dios. Con la oración nosotros lo hacemos descender y vivir entre nosotros. Naturalmente, también podremos escuchar el Padrenuestro en la bellísima paráfrasis que Dante compone en el Canto XI del Purgatorio. Rezar de manera hermosa El mismo Dante nos recuerda que las oraciones son con frecuencia testimonio de una sublime literatura. ¿Por

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qué, pues, no rezar de una manera bonita? ¿Por qué recitar siempre oraciones trasnochadas, propias de devocionarios y no echar mano alguna vez de la himnología tradicional o del patrimonio poético o del salterio bíblico? Concluiremos con dos testimonios que nos permitirán dos consideraciones finales. La primera es ésta: para orar es preciso tener dentro de sí una realidad que todas las personas tenemos, pero que algunas veces procuramos orientar mal o eliminar: es necesario tener el deseo, la expectativa, la emoción y una cosa más que nos viene del infinito (de sideribus, “de las estrellas”). A este respecto me viene a la memoria una oración de un verso del poeta “maldito” francés, Rimbaud que, como su amigo Verlaine, algunas veces se vio imbuido por la fe. Es un verso verdaderamente fulgurante: “J’attends Dieu avec gourmandise”, “Espero a Dios con glotonería”. La oración nace un poco de este deseo, de esta tensión hambrienta y apasionada hacia lo infinito. Fray Luis de León decía: “En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega”. Una vez que te has decidido a embarcarte hacia la experiencia de la fe, los descubrimientos son admirables e infinitos. La segunda consideración es, en cierto modo, el resumen de algunas ideas que hemos evocado anteriormente y que resumiré recordando al padre David M. Turoldo. Mi trato con él surgió cuando empezamos a traducir juntos los salmos. Él, después, escribió un considerable número de oraciones de distinto tipo, que echan mano de todos los registros imaginables y posibles. Cuando estaba a punto de morir escribió una que se encuentra en Canti ultimi,

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esto es, en los cantos de la meta, los cantos del éskaton, que es el punto final de la llegada. Cuando se reza en el momento en que Dios calla, en el tiempo en que se está desesperado, se debate uno en el mudo silencio de Dios; pero existe también otro tipo de silencio, el de la mística al que ya hemos aludido. Nosotros hablamos ante el silencio de Dios, gritamos, pero, al final somos nosotros los que callamos junto con Dios. Este silencio último no es de ninguna manera el silencio de la desesperación; por el contrario, es el silencio de la paz y de la mística, de la alabanza y de la contemplación. Estas son las palabras de Turoldo: “Tú, Señor, siempre mudo: en un mutismo que se espesa cada vez más, cuanto más explosiona: yo te hablo, te hablo y me arrepiento y balbuceo y susurro sílabas desconocidas a mí mismo; pero sé que me oyes y me escuchas y te muevo a piedad. Entonces también yo me tranquilizo y me sumo en el silencio”.

GIANFRANCO RAVASI

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Esperanza en el dolor Señor, mi alma está llena de amargura y temo que me venza el desaliento. Dame fuerza para aceptar este sufrimiento que me hace partícipe de tu pasión y de tu dolor. Y si, en un momento de debilidad se me escapa algún gesto de rechazo, protestando mi inocencia, recuérdame, Señor, que a ti aun siendo infinitamente bueno, te crucificaron. Renueva en mí el coraje para afrontar la misteriosa ley del dolor, que, día a día, restaura en el mundo la fuerza de vivir y esperar. GIACOMO PERICO

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¿ES TERAPÉUTICA LA ORACIÓN?

Una cuestión controvertida “Prozac y la oración son el futuro de la medicina”1, esta frase resume muy bien la situación del debate actual que existe en Norteamérica, suscitado por diversos grupos de investigación empeñados en demostrar que, dicho sencillamente, si se reza más se enferma menos. Una de las primeras investigaciones que hizo mucho ruido en esta materia fue la publicada en 1988 por el cardiólogo R. Byrd, del San Francisco General Hospital2. El estudio implicaba a cerca de cuatrocientos pacientes hospitalizados en la unidad coronaria del hospital californiano, distribuidos de una manera completamente aleatoria 1

H. SIDES, “The calibration of belief” en New York Times Magazine, del 7 de diciembre de 1997, cit. en R. SLOAN Y OTROS, “Should physician prescribe religious activities?”, en New England Journal of Medicine. www.nejm.org/content/2000/0342/0025/ 1913.asp. El Prozac es un medicamento antidepresivo que, desde hace algunos años, es objeto de grandes e imprecisas esperanzas. 2 Ver R. C. BYRD, “Positive therapeutic effects of intercessory prayer in a coronary care unit population”, en Southern Medical Journal, 97 (1988), 826-829. Similares investigaciones se han realizado más recientemente, y también han recibido muchas críticas de distinto tipo. A pesar de todo, estas experiencias siguen recibiendo gran atención.

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en dos grupos. Durante un período de diez meses algunos fieles de religión cristiana rezaron por los miembros del primer grupo, pero no por los del segundo. A los que se les encomendó rezar por los enfermos, se les dio sólo sus nombres y la descripción de su enfermedad, pero nunca los conocieron personalmente. Los enfermos, a pesar de saber que formaban parte de esta investigación, no sabían a qué grupo habían sido incorporados; tampoco el personal médico había sido informado, de acuerdo con la técnica experimental que se suele llamar “doblemente ciega”. Según los autores, resultó que los pacientes por los cuales se había hecho oración de intercesión, habían tenido menos problemas médicos en comparación con el segundo grupo por el cual no se había rezado (grupo de control): habían tenido menos complicaciones circulatorias y pulmonares y menos necesidad de antibióticos. Por lo general parecían estar en mejor estado físico, de acuerdo con la escala de valoración utilizada. En este mismo sentido, otros estudios habían demostrado cómo la participación en algunas actividades religiosas, como los actos litúrgicos, hacen menos grave el decurso de las enfermedades en estudio y reducen la mortalidad3, de modo muy parecido a lo que se ha observado en relación con el recurso a medicinas alternativas que utilizan técnicas de relajamiento y de meditación. 3

Ver S. S. LARSON–D. B. LARSON, “Clinical religious research, how to enhance risk of disease: don’t go to church”, en Christian Medical and Dental Society Journal, 23 (1992), 14–19.

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Como consecuencia de estas observaciones se propuso considerar las prácticas religiosas como algunos fármacos prometedores, aunque discutidos, como precisamente el Prozac. En este contexto se comprende que algunos investigadores sostengan la idea de que los médicos deberían, por ejemplo, rezar con sus pacientes y que pudieran prescribir las prácticas religiosas como cualquier otro método terapéutico. Esta propuesta ha suscitado vivas reacciones por parte de otros investigadores que se han opuesto radicalmente, basados en motivaciones no sólo éticas, sino también científicas, sosteniendo que es insuficiente la evidencia experimental y además muy débil bajo el punto de vista del método estadístico. Además eso implicaría para el médico, por un lado, ir más allá de sus específicas competencias profesionales y, por otro, una intromisión en la privacidad del paciente, argumento sentido de una manera muy viva por la sociedad norteamericana, que ve en tal suposición hasta el peligro de influir sobre la libertad de conciencia religiosa4. El interés suscitado por esta discusión sobre la relación entre religión y salud, pronto sobrepasó los límites del ámbito de los médicos y de las revistas científicas. El tema pasó a ser noticia atrayente para la prensa no especializada extendiéndose al ámbito de otros medios de comunicación5. Los sondeos sobre el tema muestran no sólo la con4

Ver R. P. SLOAN Y OTROS, “Religion, spirituality, and medicine”, en The Lancet, 353 (1999), 664–667. 5 B. REYNOLDS, “Prayer the medicine patients are seeking”, en USA Today, 5 de marzo de 1996; C. WALLIS, “Faith and healing”,

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fianza de los americanos en las virtudes sanadoras de la religión, sino también el deseo de muchos pacientes de que el médico se interese por sus necesidades espirituales6. Se objeta que las exigencias de los pacientes no son razón suficiente para la aplicación del tratamiento. Pues, en realidad, tampoco en otras situaciones clínicas el médico actúa conforme a lo que se le pide: las decisiones terapéuticas son el resultado de una serie de elementos que son tomados en consideración para el mayor interés del paciente sin contradecir el dictado de la propia conciencia del médico. Por tanto queda poco claro y muy discutido, qué cosa pueden y deben hacer los médicos en relación con la dimensión religiosa, admitido y no concedido que alguna cosa deberían hacer. No obstante la inseguridad, la comunidad médica se ha movilizado muy pronto. El National Institute for Healthcare Research, propone introducir en la historia clínica de los pacientes una especie de consideraciones espirituales, que deberá ponerse al día en las visitas sucesivas7. No han faltado prestigiosas instituciones como la Harvard Medical School, que han promovido congresos en Time Magazine, 24 de Junio de 1996; L. DOSSEY, Prayer is Good Medicine, Harper, S. Francisco 1996; H. BENSON, Timeless Healing: The Power and Biology of Belief, Scribner, New York 1996; R SATOLLI, “La religione è la cura dei popoli?”, en L’Espresso, 4 de marzo de 1999. 6 Entre el 48% y el 77% de los pacientes habría expresado este deseo, según las investigaciones y las situaciones. Cfr. L. GUNDERSON, “Faith and healing”, en Annals of International Medicine. www.acponline. org/journal/annals/18jan00/gundersen.htm 7 Cfr. www.nihr.org/education/fica.html

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sobre la integración de la espiritualidad en la práctica médica, logrando un gran éxito de público. No menor éxito están obteniendo los cursos de espiritualidad introducidos en el itinerario formativo de los estudiantes de medicina; en USA unas sesenta facultades de medicina de las ciento veintiséis existentes han introducido cursos de este tipo y muchas otras se preparan para hacer lo mismo8. Dado el carácter internacional de la comunidad científica y el modo de propagarse las informaciones en esta aldea global, es probable que lleguen a Europa algunos ecos de esta disputa. Se trata de un asunto que vuelve a proponer, en términos inéditos, la problemática de las relaciones entre ciencia y fe. A continuación desarrollaremos algunas consideraciones relacionadas con el estatuto científico de la discusión que está debatiéndose; después trataremos la importancia cultural y ético-teológica a la vista de las tomas de posición operativas en el ejercicio de la profesión médica. Ante todo es necesario aclarar un poco la selva terminológica, eliminando al menos los arbustos más intrincados, pues el primer factor que interviene en la discusión es la fluctuación y la imprecisión de la terminología. Términos empleados en el método científico En los estudios que tenemos a mano y que tomamos en consideración, no existe claridad en la distinción entre 8

Cfr H.G. KOENING y otros, “Religion, spirituality, and medicine: A rebuttal to skeptics” en Int’L. Journal of Psychiatry in Medicine, 29/2 (1999), 123.

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religión y espiritualidad, fe y creencias, prácticas exteriores y experiencias vividas, oración y técnicas de meditación. Tampoco se tiene en cuenta la diversidad de las tradiciones religiosas, como si todas fueran equivalentes entre sí. Es cierto que se trata de categorías muy complicadas, para cuya definición hacen falta desarrollos bastante amplios que superan con mucho nuestros límites. Con todo, para lo que nosotros pretendemos, será suficiente poner en claro un punto fundamental y clarificador: la religión es un fenómeno complejo en el que se entrecruzan diversas dimensiones. En la discusión, tal como se presenta tanto en el ámbito periodístico como en la comunidad científica, no se tiene en cuenta esta afirmación elemental, y las consecuencias de este descuido son muy negativas. Según su propia etimología, la religión es todo aquello que conexiona (del latín religare) al hombre con Dios. Una conexión que en el transcurso, de la historia de las religiones se ha demostrado que es muy polivalente. En un extremo de la amplia gama de posibilidades encontramos una relación con la divinidad de tipo esclavizante: una opresión por parte de los poderes sagrados, caprichosa y arbitraria hasta el punto de exigir sacrificios humanos. En el otro extremo de la escala se sitúa una relación que se entiende como liberadora de amor con un Dios personal. Como ya hemos dicho9, la religión judeocristiana se mueve en esta última perspectiva: en 9

Cfr. C. CASALONE, “Religiosità giovanile ed ética”, en Aggiornamenti Sociali 7/8 (1998), 542–547.

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esto, precisamente, se echa de ver su específica e incomparable diferencia respecto a otros sistemas religiosos. Por tanto, en la religión encontramos una irrenunciable referencia a la trascendencia que puede asumir distintas manifestaciones externas. En las tradiciones judeocristinas Dios está presente de modo activo, como sujeto principal de la relación. Él toma la iniciativa de comunicarse a sí mismo mediante la revelación hecha, ya a la persona, ya a la comunidad. La oración y la liturgia, de maneras distintas aunque convergentes, celebran y profundizan esta relación. Incoherencias metodológicas En estos momentos, los elementos descriptivos y estadísticos con los que la investigación médica trata la religión, corren el peligro de considerar solamente la vertiente exterior. El punto débil de estos estudios consiste en afrontar un fenómeno humano, que además implica una relación con Dios, como si se tratara sólo de un fenómeno biológico. En este sentido algunas expresiones sobre el fenómeno religioso, como la participación en la liturgia o en la oración, son estudiadas de la misma manera que se estudia una sustancia química de la que se quiere investigar su eficacia terapéutica. El diseño experimental y el análisis estadístico son exactamente idénticos a los que de ordinario se usan para cualquier experimentación clínica. En realidad, los defensores y los adversarios de estas hipótesis se enfrentan en el plano del análisis estadístico. Se echan en cara unos a otros el no utilizar procedimientos

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correctos o no leer los datos correctamente, de acuerdo con los cánones de su teoría científica. Esta discusión no carece de cierto interés. Sin embargo se corre el peligro de olvidarse de algunos puntos centrales presentes en este tipo de estudios. El primer punto se refiere a la realidad científica del método usado. Sin entrar en análisis demasiado sofisticados, podemos referirnos al llamado “criterio de falsificabilidad”, que permite distinguir los asertos científicos de los pseudocientíficos, o al menos extracientíficos. Este criterio fue formulado por K. Popper10 en su descripción de la ciencia como proceso hipotético-deductivo que se desarrolla por medio de conjeturas y refutaciones. Las posiciones de Popper han sido controvertidas desde distintos puntos de vista, pero el criterio de falsificabilidad conserva una cierta validez. Según Popper, pertenecen a la ciencia aquellas hipótesis que pueden ser falsificadas gracias a las prácticas experimentales y a los medios conceptuales propios de las ciencias empíricas. Falsificabilidad significa que las hipótesis propuestas para responder a los interrogantes expuestos por el encuestador, están formuladas con suficiente precisión y en términos tales, que sea posible demostrar su inadecuación, sobre la base de procedimientos experimentales. Un ejemplo sencillo de una proposición falsificable es: “el sábado llueve siempre” porque es posible efectuar algunas observaciones que 10

Cfr. K. POPPER, Logica della scoperta scientifica, Einaudi, Torino, 1970, 13-31.

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sometan a control la verdadera situación meteorológica del sábado. Por el contrario, una proposición formulada de una manera no falsificable sería ésta: “es probable que mañana se te presente el encuentro más feliz de tu vida”. Porque siempre será verdadera, tanto si el encuentro se da como si no se da, si el encuentro resulta feliz o resulta catastrófico. Si las hipótesis superan las pruebas realizadas para su falsificación, entonces “sobreviven” y provisionalmente resultan aceptadas en el ámbito de las teorías científicas. Pero, por el contrario, si no las superan, entonces entrarán en juego otras hipótesis concurrentes que, a su vez, serán sometidas a la prueba. Por ejemplo, en los estudios sobre la oración de intercesión a distancia, es imposible una observación experimental que permita excluir que el grupo de pacientes bajo control no reciba oraciones de amigos, familiares o monjas desconocedoras del estudio que se pretende hacer. Esto es, tales proposiciones no son falsificables y ello las relega al ámbito de la pseudociencia. Por lo demás, también el modo como son utilizados los estudios que se fundamentan en observaciones epidemiológicas retrospectivas, parece incorrecto. En efecto, tales estudios ponen en evidencia una relación, por ejemplo, entre la participación en la liturgia y la duración de la vida11. Pero, de esta observación no se puede pasar 11

Cfr. M. ELIAS, “Attending church found factor in longer life study: Religion helps as much as moderate exercise or not smoking”, en USA Today, 8 de septiembre, 1999.

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inmediatamente a la prescripción terapéutica, porque estos estudios no están en condiciones de verificar con precisión el tipo de nexo causal que existe entre los factores en juego. Una situación análoga, ya conocida desde hace tiempo, se verifica a propósito de la situación conyugal: los que están casados viven más tiempo. Pero no es fácil determinar si quien está casado tiene una vida más larga, o si quien está predispuesto a tener una vida más larga, tenga también las características que lo inducen a contraer matrimonio. Para dirimir la cuestión sería preciso recurrir a una experiencia –evidentemente original– en la cual a dos grupos de pacientes homogéneos les sea prescrito respectivamente el matrimonio y el celibato. Sólo este tipo de estudios prospectivos permitiría pasar de la descripción de una asociación entre los dos factores a la comprensión del tipo de causalidad que los relaciona, convirtiendo en razonable la prescripción terapéutica. Consideraciones parecidas valen para las “actividades religiosas”. Tanto el matrimonio como las “actividades religiosas” son factores muy complejos en los que entran elementos, llamados técnicamente “cofactores”, cuya incidencia se escapa al análisis estadístico. ¿Se puede medir un rayo de luz con un metro? 12 Pero el quid de la cuestión está mucho más arriba. No es buena ciencia la que utiliza de una manera rígi12

M. S. LEDERBERG–G. FITCHETT, “Can you measure a sunbeam with a ruler?”, en Journal of Psycho-Oncology, 8 septiembre 1999.

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da los mismos procedimientos para distintos campos de investigación. Tal actitud cognoscitiva resulta prisionera de una visión en la que el único paradigma empírico legítimo es el de las ciencias naturales; esto significa, más radicalmente, poner en práctica una idea restringida de razón. Por ello, volviendo a la pregunta del principio, podríamos decir que nada impide que se pueda medir un rayo de luz con un metro; pero estamos de acuerdo en que, de esa manera, sólo podremos medir su longitud. Es decir, conoceremos sólo las características que el rayo de luz comparte con un trozo de cuerda, pero se nos escapará su naturaleza de fenómeno ondulatorio y su manera propia de ser energía. En resumen, no será posible recoger aquellas características que constituyen la especificidad propia de la luz. La analogía de la luz nos ayuda a comprender que es necesario para la ciencia acomodar la naturaleza de las hipótesis propias y la instrumentación conceptual de que se sirve, de acuerdo con el tipo de fenómeno que quiere indagar. Lo que vale para diversos fenómenos en el ámbito de las ciencias físicas, vale, con mucha mayor razón cuando se tiene en cuenta la diferencia que existe entre los fenómenos naturales y las ciencias que estudian los fenómenos humanos13. Esta tensión está en lo más íntimo de la clínica médica y, de otra manera, no 13

Cfr. C. CASALONE, “La malattia oltre la biomedicina”, en Aggiornamenti sociali, 2 (1999), 101-112; L. BRENA, Forme di verità. Introduzione all’epistemologia, San Paolo, Milano, 1995, 213–252.

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habremos profundizado suficiente en sus términos y en sus implicaciones14. En la situación sobre la que estamos reflexionando interviene un último elemento de novedad muy importante. Cuando las ciencias humanas se acercan al estudio de las religiones, se tropiezan con la dinámica de la conciencia religiosa, en cuanto intencionalmente está involucrada en una relación con la divinidad. El estudio descriptivo de las religiones pretende ofrecer el perfil de las experiencias y las prácticas religiosas, sin evaluarlas desde el punto de vista teológico. Con frecuencia se viene utilizando una aproximación fenomenológica, que actúa concentrándose sobre los contenidos actuales de la conciencia de los creyentes. Quien se sitúa en esta perspectiva está invitado a poner entre paréntesis los presupuestos y las interpretaciones personales de la realidad, con el fin de hacerse disponible para la escucha y dejar que el fenómeno en observación salga a flote de la manera más genuina posible. De este modo son estudiadas las religiones y sus manifestaciones de la manera que aparecen en la vida y en la conciencia de los que se profesan creyentes y que actúan como tales. Luego la teología dará un paso más profundizando en la comprensión, reflexionando y tomando posiciones sobre todo lo que es creído dentro de la fe, haciendo refe14

Cfr. C. CASALONE, Medicina, macchine e uomini. La malattia al crocevia delle interpretazioni, Gregorian University Press– Morcelliana, Roma-Brescia, 1999, 219 s.

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rencia a la autocomunicación de Dios en su revelarse. En este caso, Dios es experimentado y comprendido por el creyente no sólo como existente, sino como sujeto que actúa y se comunica en la realidad. Dios está en diálogo con los seres humanos y, a través de este diálogo, se revela a sí mismo. Este elemento es de la mayor importancia para la comprensión de la religión: la revelación no se refiere, sobre todo, a verdades y nociones exteriores; más bien es una autocomunicación de Dios que se manifiesta en su propia identidad y actividad en los acontecimientos históricos, de acuerdo con una lógica de amor. Motivos de desacuerdo y su superación El desacuerdo y la perplejidad que se advierten ante el modo en que se han puesto las bases de esta controversia sobre los efectos de la oración (o de otras prácticas religiosas) sobre la salud, se ha generado en gran medida por una carencia de método. En efecto, como hemos visto, una situación que exige una aproximación multidisciplinar, se ha reducido a un ámbito monodisciplinar. Esto valdría incluso para determinar una experimentación clínica organizada para valorar los efectos de las “actividades religiosas” sobre la salud. Pues una investigación de tal género, si pretende ser científicamente rigurosa y tratar con respeto el “objeto” del que se ocupa, debería servirse de los instrumentos propios, no solamente de las ciencias naturales, sino también de las ciencias humanas, de la fenomenología, de la religión y de la

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teología. O, por lo menos, debería ser consciente de sus propios límites y de las ramificaciones que la conectan con otros modos distintos del saber. Esto es de gran importancia si alguna vez pensara aventurarse en un estudio clínico para poder responder a los interrogantes en juego. La prescripción por parte del médico de un determinado comportamiento religioso, sería intrínsecamente contradictoria y falta de significado, en cuanto esto sólo puede surgir de una elaboración y de una decisión de la conciencia personal, fundamentada en la adhesión libre y responsable al sentido de la fe, como respuesta confiada a la iniciativa de Dios. Una dinámica semejante no puede subordinarse a motivaciones externas a ella. Por esta razón creemos que no es respetuoso por parte del médico prescribir prácticas religiosas. Por lo demás, no hay que olvidar que en esta controversia entran en juego otros intereses ajenos al puro deseo de conocer la verdad. Se podrá decir, como algunos han sugerido, que se trata de buscar terapias económicamente rentables en una época en que la sanidad se debate en un régimen de restricciones económicas, porque la oración no supone ningún costo. Incluso se podrá decir que se están buscando argumentos para legitimar la presencia de capellanes en los hospitales demostrando la eficacia de las actividades religiosas sobre la salud y no sólo sobre el espíritu; lo que es verdad, especialmente en USA, ya que la probabilidad de conseguir fondos para plazas profesionales es directamente proporcional a su eficacia científicamente demostrada en términos cuantificables de efectividad. Por otro lado, la

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demostración de su eficacia ayuda a los grupos religiosos fundamentalistas que pretenden servirse de la ciencia para “darle la razón” a la religión. Si ésta tiene un efecto demostrable sobre la salud, es que Dios existe. Desde el punto de vista filosófico, lo que está en juego es el concepto mismo de verdad. Se trata aquí de una visión típicamente pragmática de la verdad: si funciona, es que es verdadero15. Algunos reaccionan ante semejante intento fundamentalista declarándose abiertamente contrarios a la introducción de la oración en el ámbito médico. Vale la pena recordar sus argumentos16. Sostienen una absoluta separación entre la ciencia, en este caso la medicina, y la religión. En consecuencia, la ciencia tendría algo que ver con el aspecto material de la realidad, mientras que la religión se encargaría del aspecto espiritual: como la medicina se interesa del cuerpo en cuanto a res extensa, así la religión se debe ocupar del alma. De aquí la única y limitadora conclusión de que el médico no se puede ocupar de la dimensión religiosa, porque su ámbito es exclusivamente la res extensa. Las dos realidades no deben interferirse porque son distintas e inconmensurables. La ciencia no debe intervenir en la dimensión espiritual y las religiones no deben depender de la ciencia para ser válidas o para demostrar su importancia. Está claro el fundamento dualístico cartesiano de tal argumen15

Cfr. ibidem, 206 s. Cfr. S. GOLDBERG, Seduced by Science. How American Religion Has Lost Its Way, New York University Press, New YorkLondon 1999, 18 s. 16

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tación. A nosotros no nos parece oportuno compartirlo, ya porque implica una concepción limitada del cuerpo, ya porque, a pesar de distinguir los distintos órdenes de la realidad –la trascendencia de Dios y su actuación en la historia concreta–, los sitúa en un aislamiento que los hace incompatibles. Esta serie de motivos incide naturalmente sobre la marcha de la discusión y mueve a los distintos sujetos a acentuar uno u otro aspecto. Pero, visto en sus verdaderos límites, nos encontramos de nuevo con la vieja discusión sobre la neutralidad de la ciencia. A nuestro parecer, todas estas objeciones son tenidas en cuenta y valoradas en su justo peso en orden a una valoración correcta, pero no están en condiciones de liquidar el problema, pues la realidad es que en la praxis científica hay siempre presentes intereses extracientíficos, porque ella no es solamente actividad cognoscitiva, sino también práctica, inserta en una dinámica social mucho más amplia17. De todo lo que hemos examinado hasta aquí, resulta como consecuencia que el problema en el centro del debate se ha fundamentado de una manera muy poco eficaz desde el punto de vista del método científico. Además está sometido a una serie de interferencias que nacen de los intereses de los distintos sujetos implicados. Era importante poner en claro estos puntos débiles, porque se trasmiten después a las consecuencias operativas para médicos y pacientes. Por lo demás, me parece que 17

Cfr. E. AGAZZI, Il bene, il male e la scienza, Rusconi, Milán 1992, 48–68.

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la discusión no se desarrollará de manera adecuada si no se recurre a procedimientos provenientes de nuevas perspectivas que vayan más allá de las simplemente médico-estadísticas. A pesar de lo dicho, conviene reflexionar con más ahínco en la problemática, sin pararse en la simple crítica metodológica, por justa que sea. Esta última ha de interpretarse también como un llamamiento a escuchar más en profundidad. Medicina y postsecularización: peligros y oportunidades Ante todo debe valorarse la valiente apertura con que la comunidad médica se enfrenta a una cuestión que marca un cambio radical en las relaciones entre la fe y la ciencia. La ciencia se muestra dispuesta a tomar en consideración lo que hasta hace poco tiempo estaba excluido de su campo de trabajo e incluso combatido. Era opinión difundida en la comunidad científica que los progresos de la medicina moderna habían encontrado sus posibilidades de desarrollo precisamente en la secularización de las realidades naturales, entendidas como autónomas respecto a la esfera de la trascendencia. Esta separación favorece el desarrollo de la investigación sobre las causas naturales de las enfermedades18. Hoy parece suceder todo lo contrario, como si el dogma que sancionaba la oposición entre ciencia y fe 18

Cfr. A. AUTIERO, “L’etica di fronte alla malattia. Il paradigna dell AIDS”, en Rivista de Teologia Morale, 74 (1987), 9–22.

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estuviera agotando su fuerza de convicción. Lo que sucede en la medicina es sólo un caso particular de una tendencia mucho más general. La medicina se comporta como un espejo de nuestra cultura en la que se observa un evidente despertar religioso. Por doquier afloran con nueva vitalidad energías, discursos y compromisos religiosos: “Las barreras levantadas contra la fe cristiana por la mentalidad moderna se están tambaleando, (...) porque los mismos fundamentos del mundo moderno están crujiendo; asistimos a la entrada de otro mundo posmoderno”19. A su manera, la medicina participa de un movimiento mucho más amplio, propio de nuestra época. Por ello algunos hablan de la sociedad posmoderna como de una sociedad posterior a la secularización, animada por un deseo de Dios que emerge. El talante específico que asume el despertar religioso en medicina, parece estar motivado por haber tocado fondo en el tema de la eficacia médica y por la imposibilidad de poder culminar las expectativas que prometía el progreso en el terreno de la biomédica. Surge así una tensión fundamental en el seno de la misma medicina; por una parte, una visión utópica del progreso científico que nos viene del iluminismo y que queda confirmado por la medicina con sus recientes y embriagadores éxitos, capaces de modificar las bases biológicas de la vida humana y de prolongar de una manera significativa su duración, y por otra parte, el hecho de que el ser huma19

B. D. INGRAFFIA, “Is the postmodern pos-secular?”, en M. WESTPHAL (ed.), Postmodern Philosophy and Christian Thought, Indiana University Press, Bloomington 1999, 44 s.

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no es limitado y sus condiciones de vida están marcadas por inevitables límites espacio-temporales y existenciales. Esta tensión se hace más evidente cuando el legítimo deseo de reducir el dolor y el sufrimiento choca con los límites de las situaciones físicas que la medicina no consigue superar. Enfermedad y deseo, tanto por parte del médico como por parte del enfermo, se encuentran en un terreno de frontera. La enfermedad es, sin ninguna duda, la percepción del límite, porque nos enfrenta con situaciones que están fuera y más allá del control humano; pero también el deseo y la experiencia de Dios constituyen un momento de miedo. En realidad, todo encuentro con el Otro nos pone ante nuestra propia imperfección y finitud, que sólo mediante un gesto de confianza puede verse cumplido en la relación interpersonal. Esto, naturalmente, conlleva a la percepción de los propios límites, aunque también a la posibilidad de una reinterpretación de los mismos como una ocasión de comunión20. Por consiguiente la enfermedad, aunque sin pretenderlo necesariamente, puede ser un momento de intimidad con Dios. La experiencia del límite es lugar de convergencia de nuestros sistemas de curación del cuerpo y de la experiencia espiritual. Pero estas dos perspectivas se aproximan al límite mediante dos contactos opuestos. La medicina se hace la pregunta de cómo se podrá pasar esa frontera y no, como sucede en la experiencia espiritual, 20

Sobre la relación entre deseo y límite, cfr. C. CASALONE, ob. cit., 313-316.

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de cuál puede ser su significado. Este límite supone para la medicina, tal como se la entiende hoy, un enemigo al que hay que vencer, un obstáculo sin ningún sentido al que hay que tratar de eliminar. Bajo esta perspectiva, la muerte se considera, paradójicamente, “una enfermedad grave, pero que se puede prevenir”. Por consiguiente, este recurso a Dios en la oración es ambivalente. Por una parte, puede ser una interrupción con la cual resultan reforzados los estímulos ideológicos presentes en la medicina. Su tentación consiste en echar mano de la “religión” como si fuera un instrumento muy poderoso en orden a sus propios fines y a la curación de la enfermedad, precisamente en esos momentos en que se da cuenta de sus propios límites. Se trata de un intento de tipo técnico. Dios será considerado como un medio para obtener la curación y una vida más larga. Esto no es únicamente una negación de la finitud humana, sino también una manera de encerrar a Dios dentro de la lógica de los fines científico-técnicos; ésta es la mayor reducción de la realidad de Dios, ya que sería tratarlo del mismo modo en que se trata una sustancia química farmacológicamente activa, como una cosa entre las otras cosas. Ésta es la meta última, en el ámbito científico, de aquella reflexión que, en términos filosóficos, ha sido definida como metafísica de la representación, con sus derivaciones ontológicas y teológicas. Esto es, una actitud práctica y teórica que se pone en relación con la realidad en términos de control y de supremacía. Hasta Dios queda enredado en términos instrumentales, sin respetar su alteridad y su identidad trascendente, sin tener en

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cuenta lo que Dios dice gratuitamente y comunica de sí mismo en la propia autorrevelación. El fracaso de las terapias y de la oración, siguiendo esta lógica, no puede por menos que suscitar interrogantes fuera de lugar, aunque la pregunta permanezca “latente” ¿Acaso estuvo mal hecha? ¿Acaso Dios no escucha? ¿Acaso Dios es impotente o malo? Por otra parte, es posible otra actitud que asuma la pregunta sobre el posible sentido de este límite, admitido como estructuralmente presente en la existencia del hombre. Desde ese punto de vista, el límite no será visto como un enemigo que hay que combatir, sino que será considerado dentro de un horizonte más amplio de comprensión de la vida humana. En ese caso la medicina podría abrirse a nuevas perspectivas y articular sus propios conocimientos y actividad con otros tipos de conocimiento y con otras dimensiones de la persona, de modo especial con la dimensión espiritual. Entonces Dios ya no será un medio para vencer y superar los límites físicos de la enfermedad y de la muerte, sino que será precisamente Aquél que salva del miedo a la muerte, haciéndonos capaces de perder la vida por motivos mucho más sublimes. De esto nos hablan los mártires o los misioneros. La oración en este contexto: deseo y conversión Otra argucia teológica presente en nuestra controversia es la de reducir a Dios a un instrumento manipulable para la propia salvación. Los medios a través de los cua-

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les tiene lugar esta manipulación son precisamente las mismas prácticas religiosas, lo que implica una idea de Dios como amo y señor exigente que quiere tributos y sacrificios; ésta parece ser la imagen de Dios que subyace en la idea de prescribir la oración, idea diametralmente opuesta a la que Jesús de Nazaret nos reveló. En los evangelios, Jesús nunca subordina la curación a la ejecución de una determinada práctica religiosa. Más bien parece lo contrario: él incumple las tradiciones religiosas y las sitúa en el sentido que tenían en su origen. Esto se debe a que Jesús no obra de acuerdo con un intercambio mercantil que pretende vender comportamientos “religiosos” por favores “médicos” o de cualquier otro tipo. Él no prescribe ningún sacrificio o práctica religiosa. Jesús se sitúo más bien en la lógica de la gracia. Ejemplo de ello son las personas consideradas religiosamente impuras o marginadas socialmente por causa de la enfermedad, como es el caso de la lepra o de las hemorragias, que no estaban en situación de poder cambiar nada para obtener una mejoría de su estado de salud. Lo que sana es la nueva calidad de la relación que se establece entre Jesús y la persona por la experiencia que suscita su presencia, experiencia que, por parte de Jesús, es de acogida incondicional ya que, al hacerse amigo de personajes desacreditados, no parece preocuparse lo más mínimo de su propia reputación social o por la imagen religiosa que pueda suscitar. En esta libertad y solidaridad de Jesús, el que se vuelve a él encuentra un nuevo sentido que restituye la relación personal y

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comunitaria. Esta nueva perspectiva de vida, en el sentido bíblico, no puede por menos que producir sus efectos, incluso sobre el cuerpo, ya que el cuerpo es el órgano de la relación. Entonces ¿será inconveniente o insostenible desde el punto de vista teológico la oración para la curación? No lo creo. La oración de súplica reafirma la legitimidad del deseo de una vida cumplida y digna, sosteniéndolo incluso en los momentos en que la situación de las cosas parece negarlo y desmentirlo. Además, la oración ayuda a superar el sentimiento de culpa que suele aparecer en los momentos de sufrimiento y, sobre todo, favorece la reconsideración de las propias actitudes fundamentales a la luz de la voluntad de Aquél al que se dirige la oración, esto es, de Dios. El enfermo está invitado a asumir esta perspectiva de bien y de imparcialidad. El que reza es invitado de este modo a la conversión, que aquí toma el carácter de una apropiación de la intencionalidad del bien universal y de comunión que diferencia la voluntad de Dios en su hacerse cargo del hombre. Esta actitud se manifiesta en toda su profundidad y solidez, en la pasión y cruz de Jesús. Tomar conciencia de esto puede tener consecuencias benéficas sobre el estado de salud. De este modo, la oración permite poner en perspectiva la situación existencial del enfermo: el sentido y el cumplimiento hacia el que tiende su deseo, no es el resultado de una actuación o de una producción, sino más bien, es la promesa de ser acogido; es un don sensible que puede realizarse a pesar del fracaso de las terapias y de la eventual ausencia de curación, porque se sitúa en

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un plano distinto de las prestaciones médicas. Es el don del Espíritu, respuesta de Dios a nuestras oraciones. Todo esto vale también en el caso de la oración de intercesión donde además se pone en evidencia cómo, de alguna manera, Dios necesita del hombre para actuar. Nada llega al hombre sin que pase por una libertad humana: el amor que me traspasa y me convierte al rezar por otro sitúa a Dios en el mundo. ¿Es oportuno que el médico rece con sus pacientes? Al revés de lo que sucede en la literatura que hemos consultado, nuestra posición sobre esta pregunta es más difuminada y diferenciada: nos parece que no se puede responder con un sí ni con un no escueto. Todo lo que precede puede ayudarnos a poner a prueba algunos criterios para orientarnos en algunas situaciones en que médicos y pacientes pueden encontrarse en su profesión o en su sufrida experiencia de enfermedad. Ante todo me parece fundamental el respeto a la libertad y a la conciencia de ambos. Bajo este punto de vista, vuelvo a afirmar que la “prescripción médica de actividades religiosas”, me parece un procedimiento intrínsecamente contradictorio, tanto en el plano científico como en el espiritual. En todo caso, puesto que en el centro de la relación médico-paciente se encuentra el enfermo, sería de desear que la petición de rezar en común naciera de éste. El médico deberá estar muy atento para darse cuenta de los indicios más o menos explí-

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citos reveladores de esa petición. Es indudable que el médico puede percibir la petición y no querer consentir por los motivos más diversos, que van desde considerarse no creyente a no compartir la misma fe del paciente –o su forma de creer o el contenido de la petición–. Como se ve, todo implica un cierto grado de conocimiento mutuo entre el médico y el enfermo que permita aventurar cierta afinidad sobre estos puntos. Puede suceder también que, a partir de un momento de oración en común, nazcan nuevos interrogantes sobre el sentido del sufrimiento o sobre la vida propiamente espiritual. A pesar de los posibles cursos que se puedan introducir en el currículum universitario, puede resultar difícil para el médico desenvolverse en una situación semejante, por deficiencias en su competencia específica o porque interfieran roles de relaciones de distinto tipo. Siempre que el médico se encuentre ante este tipo de requerimientos de un paciente, es conveniente que tenga presente la posibilidad de recurrir, en cualquier momento, a alguien que tenga mayor familiaridad con las preguntas teológicas y espirituales que el sufrimiento suscita y que cuente con las habilidades comunicativas convenientes. Para esto, los capellanes de los hospitales tienen una preparación específica y siempre es posible orientar al paciente hacia ellos, sin que esto signifique abandono del enfermo porque existen otros muchos modos de seguir haciéndole sentir su proximidad y su ayuda. En todo caso, estas preguntas conllevan la exigencia de que el médico trabaje para llegar a ser sensible a los

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interrogantes con los que se debate el enfermo y que en el fondo tensan la petición de oración y de espiritualidad. Estos interrogantes que se refieren al misterio del hombre ante la enfermedad y la muerte son: - ¿Cuál es el significado de mi enfermedad? - ¿Por qué tengo que sufrir? - ¿Para qué valgo ahora que ya no soy capaz de producir o comprar, sino sólo de “gastar”? - ¿Qué sucederá después de mi muerte? - ¿Cómo puedo poner en orden, antes de que sea demasiado tarde, las relaciones que están deterioradas? - ¿Qué piensa de mí mi médico? Si el médico no huye ante estas preguntas, si toma en serio el hecho de ser médico y de ser persona, podrá establecer una relación más profunda con el paciente y estar cerca de él, aunque no existan reclamos explícitos a la fe. Por los intersticios de su modo de actuar emanarán de su persona unas cualidades profundamente humanas. Como dice el filósofo judío Abraham Heschel: “Para curar a una persona es preciso, ante todo, ser persona”21. CARLO CASALONE

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A. J. Heschel, The Insecurity of Freedom, Noonday Press, New York 1966, cit. en D. P. SULMASY, “Is medicine a spiritual practice?”, en Academic Medicine, 74 (1999), 1002.

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Curación de la hija de Jairo. Miniatura de la Historia de Alfonso X, siglo XIII (Biblioteca del Monaterio de El Escorial)

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¿HACE BIEN A LA SALUD LA ORACIÓN?

La respuesta no puede ser más que afirmativa. Sí, la oración hace bien a la salud. Mahatma Gandhi escribió: “Yo no soy un letrado y menos todavía un científico; mi único deseo es ser un hombre de oración. La oración ha salvado mi vida” y Alexis Carrel, premio Nobel de Medicina, subraya: “El hombre tiene necesidad de Dios lo mismo que tiene necesidad de agua o de oxígeno. Como médico he visto a hombres salir de la enfermedad y de la depresión mediante el esfuerzo sereno de la oración, cuando toda la medicina había fracasado. La oración es un acto de madurez indispensable para el completo desarrollo de la personalidad, la última integración de las facultades más íntimas del hombre. Sólo rezando conseguiremos la unidad completa y armoniosa del cuerpo, de la inteligencia y del alma, que confiere la fuerza a la estructura del hombre”.

Pero no se puede atribuir a la oración una fuerza coercitiva, como si Dios fuera una potencia que se plegara de acuerdo con la intensidad de la misma; tampoco debe realizarse la oración en clave de satisfacción inmediata de nuestras necesidades. Por el contrario, cuando la oración se sitúa como búsqueda y tensión hacia Dios, permite ese abandono confiado y ese continuo impulso de afecti-

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vidad e intuición, que abre la puerta a la creatividad y al amor. De esta manera, en el momento de la prueba, cuando la angustia y las tinieblas enturbian el horizonte de la vida humana sacudida por la enfermedad desafiante, parece comprensible y justificado el recurso a la oración para obtener de Dios la curación. El evangelio es un constante testimonio del recurso de los enfermos al Cristo médico que sanaba a todos. “¡Señor, si tú quieres, puedes curarme!”, grita el leproso a Jesús. “Haz que yo vea”, implora el ciego. “Joven, a ti te digo, levántate”, manda Jesús al hijo de la viuda de Naím. “Señor, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto. Pero todavía creo que cualquier cosa que pidas a Dios, él te la concederá”, decía Marta a Jesús, llorando por su hermano Lázaro que yacía en el sepulcro. “No tienen vino”, advierte María a Jesús en las bodas de Caná. “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino”, se atreve a decir el buen ladrón en la cruz. Para concluir me parece útil proponer a la atención de todos en las páginas siguientes la instrucción que la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en septiembre del 2000 relacionada con este tema. ALFREDO ANZANI

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La comedia divina Cada vez que sientas la desesperación del alma y sigas sonriendo y hablando a los demás de esperanza; cada vez que sientas la muerte del alma y sigas sonriendo y hablando a los demás de amor y amando al hermano; cada vez que tengas el alma abatida en la noche absoluta y sigas sonriendo y hablando a los demás de la luz, te parecerá que estás representando una comedia, que no estás en la verdad. Acuérdate entonces de que ésa es la comedia divina y la lógica de la auténtica donación: estar con Jesús en la cruz Amén CHIARA LUBICH

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SOBRE LAS ORACIONES PARA

OBTENER DE

DIOS

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Introducción El anhelo de felicidad, profundamente radicado en el corazón humano, ha sido acompañado desde siempre por el deseo de obtener la liberación de la enfermedad y de entender su sentido cuando se experimenta. Se trata de un fenómeno humano que, interesando de una manera u otra a toda persona, encuentra en la Iglesia una resonancia particular. En efecto, la enfermedad se entiende como medio de unión con Cristo y de purificación espiritual y, por parte de aquellos que se encuentran ante la persona enferma, como una ocasión para el ejercicio de la caridad. Pero no sólo eso, puesto que la enfermedad, como los demás sufrimientos humanos, constituye un momento privilegiado para la oración: sea para pedir la gracia de acoger la enfermedad con fe y aceptación de la voluntad divina, sea para suplicar la curación. La oración que implora la recuperación de la salud es, por lo tanto, una experiencia presente en toda época de la Iglesia, y naturalmente lo es en el momento actual. Lo que constituye un fenómeno en cierto modo nuevo es la multiplicación de encuentros de oración, unidos a veces a celebraciones litúrgicas, cuya finalidad es obtener de Dios la curación, o mejor, las curaciones. En algunos casos, no del todo esporádicos, se proclaman curaciones realizadas, suscitándose así esperanzas de que el mismo fenómeno se repetirá en otros encuentros semejantes. En este contexto a veces se apela a un pretendido carisma de curación. Semejantes encuentros de oración para obtener curaciones plantean además la cuestión de su justo discernimiento desde el punto de vista litúrgico, con particular atención a la autoridad eclesiástica, a la cual compete vigilar y dar normas oportunas para el recto desarrollo de las celebraciones litúrgicas.

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Ha parecido, por tanto, oportuno publicar una Instrucción que, a norma del can. 34 del Código de Derecho Canónico, sirva sobre todo para ayudar a los Ordinarios del lugar, de manera que puedan guiar mejor a los fieles en esta materia, favoreciendo cuanto hay de bueno y corrigiendo lo que se debe evitar. Era preciso, sin embargo, que las disposiciones disciplinares tuvieran con punto de referencia un marco doctrinal bien fundado, que garantizara su justa orientación y aclarara su razón normativa. Con este fin, la Congregación par la Doctrina de la Fe, simultáneamente a la susodicha Instrucción, publica una Nota doctrinal sobre la gracia de la curación y las oraciones para obtenerla. I. Aspectos doctrinales Enfermedad y curación: su sentido y valor en la economía de la salvación “El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor”1. Por eso el Señor, al prometer la redención, anuncia el gozo del corazón unido a la liberación del sufrimiento (cf. Is 30,29; 35,10; Ba 4,29). En efecto, Él es “aquel que libra de todo mal” (Sab 16, 8). Entre los sufrimientos, aquellos que acompañan la enfermedad son una realidad continuamente presente en la historia humana, y son también parte del profundo deseo del hombre de ser liberado de todo mal. Pero la enfermedad se manifiesta con un carácter ambivalente, ya que por una parte se presenta como un mal cuya aparición en la historia está vinculada al pecado y del cual se anhela la salvación, y por otra parte puede llegar a ser medio de victoria contra el pecado. En el Antiguo Testamento, “Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal”2. Entre los castigos con los cuales Dios amenazaba al pueblo por su infidelidad, encuentran un amplio espacio las enfermedades (cf. Dt 28, 2122.27-29.35). El enfermo que implora de Dios la curación confiesa que ha sido justamente castigado por sus pecados (cf. Sal 37[38]; 40[41]; 106[107], 17-21). 1 JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 53, AAS 81(1989), p. 498. 2 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1502.

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Pero la enfermedad hiere también a los justos, y el hombre se pregunta el porqué. En el libro de Job este interrogante atraviesa muchas de sus páginas. “Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el Antiguo Testamento… Si el Señor consiente en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba”.3 La enfermedad, aún teniendo aspectos positivos en cuanto demostración de la fidelidad del justo y medio para compensar la justicia violada por el pecado, y también como ocasión para que el pecador se arrepienta y recorra el camino de la conversión, sigue siendo un mal. Por eso el profeta anuncia un tiempo futuro en el cual no habrá desgracias ni invalidez, ni el curso de la vida será jamás truncado por la enfermedad mortal (cf. Is 35, 5-6; 65, 19-20). Sin embargo, es en el Nuevo Testamento donde encontramos una respuesta plena a la pregunta de por qué la enfermedad hiere también al justo. En su actividad pública, la relación de Jesús con los enfermos no es esporádica, sino constante. Él cura a muchos de manera admirable, hasta el punto de que las curaciones milagrosas caracterizan su actividad: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas; enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanado toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 9, 35; cf. 4, 23). Las curaciones son signo de su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23). Ellas manifiestan la victoria del Reino de Dios sobre todo tipo de mal y se convierten en símbolo de la curación del hombre entero, cuerpo y alma. En efecto, sirven para demostrar que Jesús tiene el poder de perdonar los pecados (cf. Mc 2, 1-12), y son signo de los bienes salvíficos, como la curación del paralítico de Bethesda (cf. Jn 5, 29.19.21) y del ciego de nacimiento (cf. Jn 9). También la primera evangelización, según las indicaciones del Nuevo testamento, fue acompañada de numerosas curaciones prodigiosas que corroboraban la potencia del anuncio evangélico. Ésta había sido la promesa hecha por Jesús resucitado, y las primeras comunidades cristianas veían su cumplimiento en medio de ellas: 3 JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvificis doloris, n. 11, AAS 76(1984), p. 212.

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“Estas son las señales que acompañarán a los que crean: (…) impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16, 1718). La predicación de Felipe en Samaría fue acompañada por curaciones milagrosas: “Felipe bajó a una ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados” (Hch 8, 5-7). San Pablo presenta su anuncio del Evangelio como caracterizado por signos y prodigios realizados con la potencia del Espíritu: “Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí para conseguir la obediencia de los gentiles, de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios” (Rm 15, 18-19; cf. 1 Ts 1, 5; 1 Co 2, 4-5). No es en absoluto arbitrario suponer que tales signos y prodigios, manifestaciones de la potencia divina que asistía la predicación, estaban constituidos en gran parte por curaciones portentosas. Eran prodigios que no estaban ligados exclusivamente a la persona del Apóstol, sino que se manifestaban también por medio de los fieles: “El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación” (Ga 3, 5). La victoria mesiánica sobre la enfermedad, así como sobre otros sufrimientos humanos, no se da solamente a través de su eliminación por medio de curaciones portentosas, sino también por medio del sufrimiento voluntario e inocente de Cristo en su pasión y dando a cada hombre la posibilidad de asociarse a ella. En efecto, “el mismo Cristo, que no cometió ningún pecado, sufrió en su pasión penas y tormentos de todo tipo, e hizo suyos los dolores de todos los hombres: cumpliendo así lo que de Él había escrito el profeta Isaías (cf. Is 53, 4-5)”4. Pero hay más: “En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. (…) Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, 4 Rituale Romanum, Ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, Auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo Unctionis Infirmorum eorunque Pastoralis Curae, Editio typica, Typis Polyglottis Vaticanis, MCMLXXII, n. 2.

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todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo”5. La Iglesia acoge a los enfermos no solamente como objeto de su cuidado amoroso, sino también porque reconoce en ellos la llamada “a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24)6. Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol alcanzó la alegría: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros” (Col 1, 24)”. Se trata del gozo pascual, fruto del Espíritu Santo. Y, como San Pablo, también “muchos enfermos pueden convertirse en portadores del “gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús”7. 2. El deseo de curación y la oración para obtenerla Supuesta la aceptación de la voluntad de Dios, el deseo del enfermo de obtener la curación es bueno y profundamente humano, especialmente cuando se traduce en la oración llena de confianza dirigida a Dios. A ésta exhorta el Sirácida: “Hijo, en tu enfermedad no te deprimas, sino ruega al Señor, que él te curará” (Si 38, 9). Varios salmos constituyen una súplica por la curación (cf. Sal 6, 37[38]; 40[41]; 87[88]). Durante la actividad pública de Jesús, muchos enfermos se dirigen a Él, ya sea directamente o por medio de sus amigos o parientes, implorando la restitución de la salud. El Señor acoge estas súplicas y los Evangelios no contienen la mínima crítica a tales peticiones. El único lamento del Señor tiene qué ver con la eventual falta de fe: “¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!” (Mc 9, 23; cf. Mc 6, 5-6; Jn 4, 48). 5 JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvificis doloris, n. 19, AAS 76(1984), p. 225. 6 JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 53, AAS 81(1989), p. 499. 7 Ibid., n. 53.

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No solamente es loable la oración de los fieles individuales que piden la propia curación o la de otro, sino que la Iglesia en la liturgia pide al Señor la curación de los enfermos. Ante todo, dispone de un sacramento “especialmente destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad: la Unción de los enfermos”8. “En él, por medio de la unción, acompañada por la oración de los sacerdotes, la Iglesia encomienda los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les dé el alivio y la salvación”.9 Inmediatamente antes, en la Bendición del óleo, la Iglesia pide: “infunde tu santa bendición, para que cuantos reciban la unción con este óleo sean confortados en el cuerpo, en el alma y en el espíritu, y sean liberados de todo dolor, de toda debilidad y de toda dolencia”10; y más tarde, en los dos primeros formularios de oración después de la unción, se pide la curación del enfermo11. Ésta, puesto que el sacramento es prenda y promesa del reino futuro, es también anuncio de la resurrección, cuando “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Además, el Missale Romanum contiene una Misa pro infirmis y en ella, junto a las gracias espirituales, se pide la salud de los enfermos.12 En el De benedictionibus del Rituale Romanum, existe un Ordo benedictionis infirmorum, en el cual hay varios textos eucológicos que imploran la curación: en el segundo formulario de las Preces 13, en las cuatro Orationes benedictionis pro adultis14, en las dos Orationes benedictionis pro pueris15, en la oración del Ritus brevior16. Obviamente, el recurso a la oración no excluye, sino que al contrario anima a usar los medios naturales para conservar y recuperar 8

Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1511. Cf. Rituale Romanum, Ordo Unctionis Infirmorum eorunque Pastoralis Curae, n. 5. 10 Ibid., n. 75. 11 Ibid., n. 77. 12 Missale Romanum, Ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, Auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Edtio typica altera, Typis Polyglottis Vaticanis, MCMLXXV, pp. 838-839. 13 Cf. Rituale Romanum, Ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, Auctoritate Ioannis Pauli PP. II promulgatum, De Benedictionibus, Editio tyipica, Typis Polyglottis Vaticanis, MCMLXXXIV, n. 305. 14 Cf. Ibid., nn. 306-309. 15 Cf. Ibid., nn. 315-316. 16 Cf. Ibid., n. 319. 9

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la salud, así como también incita a los hijos de la Iglesia a cuidar a los enfermos y a llevarles alivio en el cuerpo y en el espíritu, tratando de vencer la enfermedad. En efecto, “es parte del plan de Dios y de su providencia que el hombre luche con todas sus fuerzas contra la enfermedad en todas sus manifestaciones, y que se emplee, por todos los medios a su alcance, para conservarse sano”17. 3. El carisma de la curación en el Nuevo Testamento No solamente las curaciones prodigiosas confirmaban la potencia del anuncio evangélico en los tiempos apostólicos, sino que el mismo Nuevo Testamento hace referencia a una verdadera y propia concesión hecha por Jesús a los Apóstoles y a otros primeros evangelizadores de un poder para curar las enfermedades. Así, en el envío de los Doce a su primera misión, según las narraciones de Mateo y Lucas, el Señor les concede “poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 10, 1; cf. Lc 9, 1), y les da la orden: “curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios” (Mt 10, 8). También en la misión de los Setenta y dos discípulos, la orden del Señor es: “curad a los enfermos que encontréis” (Lc 10, 9). El poder, por lo tanto, viene conferido dentro de un contexto misionero, no para exaltar sus personas, sino para confirmar la misión. Los Hechos de los Apóstoles hacen referencia en general a prodigios realizados por ellos: “los Apóstoles realizaban muchos prodigios y señales” (Hch 2, 43; cf. 5, 12). Eran prodigios y señales, o sea, obras portentosas que manifestaban la verdad y la fuerza de su misión. Pero, aparte de estas breves indicaciones genéricas, los Hechos hacen referencia sobre todo a curaciones milagrosas realizadas por obra de evangelizadores individuales: Esteban (cf. Hch 6, 8), Felipe (cf. Hch 8, 6-7), y sobre todo Pedro (cf. Hch 3, 1-10; 5, 15; 9, 33-34.40-41) y Pablo (cf. Hch 14, 3.8-10; 15, 12; 19, 11-12; 20, 9-10; 28, 8-9). Tanto el final del Evangelio de Marcos como la carta a los Gálatas, como se ha visto más arriba, amplían la perspectiva y no limitan las curaciones milagrosas a la actividad de los Apóstoles o de 17

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a algunos evangelizadores con un papel de relieve en la primera misión. Bajo este aspecto, adquieren especial importancia las referencias a los “carismas de curación” (cf. 1 Co 12, 9.28.30). El significado de carisma es, en sí mismo, muy amplio: significa “don generoso”; y en este caso se trata de “dones de curación ya obtenidos”. Estas gracias, en plural, son atribuidas a un individuo (cf. Co 12,9); por lo tanto, no se pueden entender en sentido distributivo, como si fueran curaciones que cada uno de los beneficiados obtiene para sí mismo, sino como un don concedido a una persona para que obtenga las gracias de curación en favor de los demás. Ese don se concede in uno Spiritu, pero no se especifica cómo aquella persona obtiene las curaciones. No es arbitrario sobreentender que lo hace por medio de la oración, tal vez acompañada de algún gesto simbólico. En la Carta de Santiago se hace referencia a una intervención de la Iglesia, por medio de los presbíteros, en favor de la salvación de los enfermos, entendida también en sentido físico. Sin embargo, no se da a entender que se trate de curaciones prodigiosas; nos encontramos en un ámbito diferente al de los “carismas de curación” de 1 Co 12, 9. “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo y el Señor lo levantará, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (St 5, 14-15). Se trata de una acción sacramental: unción del enfermo con aceite y oración sobre él, no simplemente “por él”, como si no fuera más que una oración de intercesión o de petición; se trata más bien de una acción eficaz sobre el enfermo18. Los verbos “salvará” y “levantará” no sugieren una acción dirigida exclusivamente, o sobre todo, a la curación física, pero en un cierto modo la incluyen. El primero verbo, aunque en las otras ocasiones en aparece en la Carta se refiere a la salvación espiritual (cf. 1, 21; 2, 14; 4, 12; 5, 20), en el Nuevo Testamento se usa también en el sentido de curar (cf. Mt 9, 21; Mc 5, 28.34; 6, 56; 10, 52; Lc 8, 48); el segundo verbo, aunque asume a veces el sentido de “resucitar” (cf. Mt 10, 8; 11, 5; 14, 2), también se usa para indicar el gesto de “levantar” a la persona postrada a causa de una enfermedad, curándola milagrosamente (cf. Mt 9, 5; Mc 1, 31; 9, 27; Hch 3, 7). 18 Cf. CONCILIO DE TRENTO, secc. XIV, Doctrina de sacramento estremae unctionis, cap. 2: DS, 1696.

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4. Las oraciones litúrgicas para obtener de Dios la curación en la Tradición Los Padres de la Iglesia consideraban algo normal que los creyentes pidieran a Dios no solamente la salud del alma, sino también la del cuerpo. A propósito de los bienes de la vida, de la salud y de la integridad física, San Agustín escribía: “Es necesario rezar para que nos sean conservados, cuando se tienen, y que nos sean concedidos, cuando no se tienen”19. El mismo Padre de la Iglesia nos ha dejado un testimonio acerca de la curación de un amigo, obtenida en su casa por medio de las oraciones de un Obispo, de un sacerdote y de algunos diáconos20. La misma orientación se observa en los ritos litúrgicos tanto occidentales como orientales. En una oración después de la comunión se pide que “el poder de este sacramento… nos colme en el cuerpo y en el alma”21. En la solemne acción litúrgica del Viernes Santo se invita a orar a Dios Padre omnipotente para que “aleje las enfermedades… conceda la salud a los enfermos” 22. Entre los textos más significativos se señala el de la bendición del óleo para los enfermos. Aquí se pide a Dios que infunda su santa bendición “para que cuantos reciban la unción con este óleo obtengan la salud del cuerpo, del alma y del espíritu, y sean liberados de toda dolencia, debilidad y sufrimiento”23. No son diferentes las expresiones que se leen en los ritos orientales de la unción de los enfermos. Recordamos solamente algunas entre las más significativas. En el rito bizantino, durante la unción del enfermo, se dice: “Padre Santo, médico de las almas y de los cuerpos, que has mandado a tu Unigénito Hijo Jesucristo a curar toda enfermedad y a librarnos de la muerte, cura también a este siervo tuyo de la enfermedad de cuerpo y del espíritu que ahora lo aflige, por la gracia de tu Cristo”24. En el rito copto se invoca al Señor para que bendiga el óleo a fin de que todos aquellos que reciban la unción 19

AUGUSTINUS IPPONIENSIS, Epistulae 130, VI,13 (PL 33,499). Cf. AUGUSTINUS IPPONIENSIS, De Civitate Dei, 22, 8,3 (= PL 41,762-763). 21 Cf. Missale Romanum, p. 563. 22 Ibid., Oratio universalis, n. X (Pro tribulatis, p. 256). 23 Rituale Romanum, Ordo Unctionis Infirmorum eorunque Pastoralis Curae, n. 75. 24 GOAR J., Euchologion sive Rituale Grecorum, Venetiis 1730, (Graz 1960), n. 338. 20

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puedan obtener la salud del espíritu y del cuerpo. Más adelante, durante la unción del enfermo, los sacerdotes, después de haber hecho mención a Jesucristo, que fue enviado al mundo “para curar todas las enfermedades a librar de la muerte”, piden a Dios que “cure al enfermo de la dolencia del cuerpo y que le conceda caminar por la vía de la rectitud” 25. 5. Implicaciones doctrinales del “carisma de curación” en el contexto actual Durante los siglos de la historia de la Iglesia no han faltado santos taumaturgos que han operado curaciones milagrosas. El fenómeno, por lo tanto, no se limita a los tiempos apostólicos; sin embargo, el llamado “carisma de curación” acerca del cual es oportuno ofrecer ahora algunas aclaraciones doctrinales, no se cuenta entre esos fenómenos taumatúrgicos. La cuestión se refiere más bien a los encuentros de oración organizados expresamente para obtener curaciones prodigiosas entre los enfermos participantes, o también a las oraciones de curación que se tienen al final de la comunión eucarística con el mismo propósito. Las curaciones ligadas a lugares de oración (santuarios, recintos donde se custodian reliquias de mártires o de otros santos, etc.) han sido testimoniadas abundantemente a través de la historia de la Iglesia. Ellas contribuyeron a popularizar, en la antigüedad y en el medioevo, las peregrinaciones a algunos santuarios que, también por esta razón, se hicieron famosos, como el de San Martín de Tours o la catedral de Santiago de Compostela, y tantos otros. También actualmente sucede lo mismo, como por ejemplo en Lourdes, desde hace más de un siglo. Tales curaciones no implican un “carisma de curación”, ya que no pueden atribuirse a un eventual sujeto de tal carisma, sin embargo, es necesario tener cuenta de las mismas cuando se trate de evaluar doctrinalmente los ya mencionados encuentros de oración. Por lo que se refiere a los encuentros de oración con el objetivo preciso de obtener curaciones —objetivo que, aunque no sea prevalente, al menos ciertamente influye en la programación de los encuentros—, es oportuno distinguir entre aquellos que pueden hacer pensar en un “carisma de curación”, sea verdadero o aparen25 DENZINGER H., Ritus Orientalium in administrandis Sacramentis, vv. I-II, Würzburg 1863 (Graz 1961), v. II, pp. 497-498.

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te, o los otros que no tienen ninguna conexión con tal carisma. Para que puedan considerarse referidos a un eventual carisma, es necesario que aparezca determinante para la eficacia de la oración la intervención de una o más personas individuales o pertenecientes a una categoría cualificada, como, por ejemplo, los dirigentes del grupo que promueve el encuentro. Si no hay conexión con el “carisma de curación”, obviamente, las celebraciones previstas en los libros litúrgicos, realizadas en el respeto de las normas litúrgicas, son lícitas, y con frecuencia oportunas, como en el caso de la Misa pro infirmis. Si no respetan las normas litúrgicas, carecen de legitimidad. En los santuarios también son frecuentes otras celebraciones que por sí mismas no están orientadas específicamente a pedirle a Dios gracias de curaciones, y sin embargo, en la intención de los organizadores y de los participantes, tienen como parte importante de su finalidad la obtención de la curación; se realizan por esta razón celebraciones litúrgicas, como por ejemplo, la exposición de Santísimo Sacramento con la bendición, o no litúrgicas, sino de piedad popular, animada por la Iglesia, como la recitación solemne del Rosario. También estas celebraciones son legítimas, siempre que no se altere su auténtico sentido. Por ejemplo, no se puede poner en primer plano el deseo de obtener la curación de los enfermos, haciendo perder a la exposición de la Santísima Eucaristía su propia finalidad; ésta, en efecto, “lleva a los fieles a reconocer en ella la presencia admirable de Cristo y los invita a la unión de espíritu con Él, unión que encuentra su culmen en la Comunión sacramental”.26 El “carisma de curación” no puede ser atribuido a una determinada clase de fieles. En efecto, queda bien claro que San Pablo, cuando se refiere a los diferentes carismas en 1 Co 12, no atribuye el don de los “carismas de curación” a un grupo particular, ya sea el de los apóstoles, el de los profetas, el de los maestros, el de los que gobiernan o el de algún otro; es otra, al contrario, la lógica la que guía su distribución: “Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad” (1 Co 12, 11). En consecuencia, en los encuentros de oración orga26 Rituale Romanum, Ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, Auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, De Sacra Communione et de Cultu Mysterii Eucharistici Extra Missam, Editio typica, Typis Polyglottis Vaticanis, MCMLXXIII, n. 82.

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nizados para pedir curaciones, sería arbitrario atribuir un “carisma de curación” a una cierta categoría de participantes, por ejemplo, los dirigentes del grupo; no queda otra opción que la de confiar en la libérrima voluntad del Espíritu Santo, el cual dona a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más intensas obtiene la curación de todas las enfermedades. Así, el Señor dice a San Pablo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Co 12, 9); y San Pablo mismo, refiriéndose al sentido de los sufrimientos que hay que soportar, dirá “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). II. Aspectos disciplinares Art. 1 – Los fieles son libres de elevar oraciones a Dios para obtener la curación. Cuando éstas se realizan en la Iglesia o en otro lugar sagrado, es conveniente que sean guiadas por un sacerdote o un diácono. Art. 2 – Las oraciones de curación son litúrgicas si aparecen en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente de la Iglesia; de lo contrario no son litúrgicas. Art. 3 - § 1. Las oraciones litúrgicas de curación deben ser celebradas de acuerdo con el rito prescrito y con las vestiduras sagradas indicadas en el Ordo benedictionis infirmorum del Rituale Romanum27. § 2. Las Conferencias Episcopales, conforme con lo establecido en los Prenotanda, V, De aptationibus quae Conferentiae Episcoporum competunt28, del mismo Rituale Romanum, pueden introducir adaptaciones al rito de las bendiciones de los enfermos, que se retengan pastoralmente oportunas o eventualmente necesarias, previa revisión de la Sede Apostólica. Art. 4 - § 1. El Obispo diocesano29 tiene derecho a emanar normas para su Iglesia particular sobre las celebraciones litúrgicas de curación, de acuerdo con el can. 838 § 4. 27

Cf. Rituale Romanum, De Benedictionibus, nn. 290-320. Ibid., n. 39. 29 Y los que a él se equiparan, de acuerdo con el can. 381, § 2. 28

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§ 2. Quienes preparan los mencionados encuentros litúrgicos, antes de proceder a su realización, deben atenerse a tales normas. § 3. El permiso debe ser explícito, incluso cuando las celebraciones son organizadas o cuentan con la participación de Obispos o Cardenales de la Santa Iglesia Romana. El Obispo diocesano tiene derecho a prohibir tales acciones a otro Obispo, siempre que subsista una causa justa y proporcionada. Art. 5 - § 1. Las oraciones de curación no litúrgicas se realizan con modalidades distintas de las celebraciones litúrgicas, como encuentros de oración o lectura de la Palabra de Dios, sin menoscabo de la vigilancia del Ordinario del lugar, a tenor del can. 839 § 2. § 2. Evítese cuidadosamente cualquier tipo de confusión entre estas oraciones libres no litúrgicas y las celebraciones litúrgicas propiamente dichas. § 3. Es necesario, además, que durante su desarrollo no se llegue, sobre todo por parte de quienes los guían, a formas semejantes al histerismo, a la artificiosidad, a la teatralidad o al sensacionalismo. Art. 6 – El uso de los instrumentos de comunicación social, en particular la televisión, mientras se desarrollan las oraciones de curación, litúrgicas o no litúrgicas, queda sometido a la vigilancia del Obispo diocesano, de acuerdo con el can. 823, y a las normas establecidas por la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Instrucción del 30 de marzo de 199230. Art. 7 - § 1. Manteniéndose lo dispuesto más arriba en el art. 3, y salvas las funciones para los enfermos previstas en los libros litúrgicos, en la celebración de la Santísima Eucaristía, de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas no se deben introducir oraciones de curación, litúrgicas o no litúrgicas. § 2. Durante las celebraciones, a las que hace referencia el § 1, se da la posibilidad de introducir intenciones especiales de oración por la curación de los enfermos en la oración común o “de los fieles”, cuando ésta sea prevista. Art. 8 - § 1. El ministerio del exorcistado debe ser ejercitado en estrecha dependencia del Obispo diocesano, y de acuerdo con el 30 Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción El Concilio Vaticano II, acerca de algunos aspectos del uso de los instrumentos de comunicación social en la promoción de la doctrina de la fe, 30 de marzo de 1992, Ciudad del Vaticano [1992].

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can. 1172, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 29 de septiembre de 198531 y el Rituale Romanum32. § 2. Las oraciones de exorcismo, contenidas en el Rituale Romanum, debe permanecer distintas de las oraciones usadas en las celebraciones de curación, litúrgicas o no litúrgicas. § 3. Queda absolutamente prohibido introducir tales oraciones en la celebración de la Santa Misa, de los Sacramentos o de la Liturgia de las Horas. Art. 9 – Quienes guían las celebraciones, litúrgicas o no, se deben esforzar por mantener un clima de serena devoción en la asamblea y usar la prudencia necesaria si se produce alguna curación entre los presentes; concluida la celebración, podrán recoger con simplicidad y precisión los eventuales testimonios y someter el hecho a la autoridad eclesiástica competente. Art. 10 – La intervención del Obispo diocesano es necesaria cuando se verifiquen abusos en las celebraciones de curación, litúrgicas o no litúrgicas, en caso de evidente escándalo para comunidad de fieles y cuando se produzcan graves desobediencias a las normas litúrgicas e disciplinares. El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la audiencia concedida al Prefecto, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación. Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 14 de semptiembre de 2000, Fiesta de la Exaltacion de la Cruz. + Ioseph Card. RATZINGER Prefecto + Tarcisio BERTONE, S.D.B. Arzobispo emérito de Vercelli Secretario 31 Congregatio Pro Doctrina Fidei, Epistula Inde ab aliquot annis, Ordinariis locorum missa: in mentem normae vigentes de exorcismis revocatur, 29 septembris 1985, in AAS 77(1985), pp. 1169-1170. 32 Cf. Rituale Romanum, Ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, Auctoritate Ioannis Pauli PP. VI promulgatum, De exorcismis et supplicationibus quibusdam, Edtio tyipica, Typis Polyglottis Vaticanis, MIM, Praenotanda, nn. 13-19.

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COLECCIÓN “ESPIRITUALIDAD” libros publicados ALBAR, L.: Descenso a las profundidades de Dios. ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu. ASI, E.: El rostro humano de Dios. La espiritualidad de Nazaret. AVENDAÑO. J. M.ª.: La Hermosura de lo pequeño. - Dios viene a nuestro encuentro. BALLESTER, M.: Hijos del viento. BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. Un camino hacia el autodescubrimiento. BIANCHI, G.: Otra forma de vivir. BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús. - Mi única nostalgia. - Peregrino del silencio. BOHIGUES, R.: Una forma de estar en el mundo: Contemplación. BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La comunicación no verbal en los Evangelios. BOYER, M. G.: Mi casa, el primer lugar de oración. ESTRADE, M.: Shalom Miriam. FERDER, F.: Palabras hechas amistad. FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las Bienaventuranzas, una brújula para encontrar el norte. - El lenguaje del amor. GÓMEZ MOLLEDA, D.: Pedro Poveda, hombre de Dios. - Cristianos en una sociedad laica. GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano. - Evangelio y psicología profunda. - La mitad de la vida como tarea espiritual. - La oración como encuentro. - La salud como tarea espiritual. - Nuestras propias sombras. - Nuestro Dios cercano. - Si aceptas perdonarte, perdonarás. - Su amor sobre nosotros. - Una espiritualidad desde abajo. HANNAN, P.: Tú me sondeas. JÄGER, W.: En busca del sentido de la vida.

JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un itinerario bíblico. LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid: Padre... - El poder de la oración. - El Rosario. Un camino hacia la oración incesante. - La oración del corazón. - Ora a tu Padre. LAMBERTENGHI, G.: La oración, medicina del alma y del cuerpo. LOEW, J.: En la escuela de los grandes orantes. LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el amigo y el fuego. LOUF, A.: El Espíritu ora en nosotros. - Mi vida en tus manos. - Escuela de contemplación. Vivir según el “sentir” de Cristo. LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos quiere alegres. MARTÍN, F.: Rezar hoy. MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la experiencia de la fe. MARTINEZ LOZANO, E.: El gozo de ser persona. - Donde están las raíces. - Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal. MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la Palabra se hace cuerpo... en cuerpo de mujer. - Cuerpo espiritual. MARTINI C.M.: Cambiar el corazón. MAURIN, D.: Un camino hacia Dios. MERLOTTI, G.: El aroma de Dios. Meditaciones sobre la creación. MORENO DE BUENAFUENTE, Á.: Palabras entrañables. - Voz arrodillada. Relación esencial. - Voy contigo. Acompañamiento. - A la mesa del Maestro. - Habitados por la Palabra. - Desiertos. Travesía de la existencia. OSORO, C.: Cartas desde la fe. - Siguiendo las huellas de Pedro Poveda.

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PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del corazón. PAGLIA, V.: De la compasión al compromiso. PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de ternura. POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios. - Vivir como los primeros cristianos. RUPP, J.: Dios compañero en la danza de la vida. SAMMARTANO, N.: Nosotros somos testigos. SEQUERI, P.: Sacramentos, signos de gracia.

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TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de Jesús. TOLIN, A.: De la montaña al llano. Claves para en encuentro con Jesús. TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de intercesión. URBIETA, J.R.: Treinta gotas de Evangelio. VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer. VEGA, M.: Contemplación y Psicología. ZUERCHER, S.: La espiritualidad del eneagrama.

COLECCIÓN “ICONO” libros publicados CLÉMENT, Oliver: Unidos en la oración. Padrenuestro. Oración al Espíritu Santo. Oración de San Efrén. DONADEO, María: El icono. Imagen de lo invisible. GRANADO, Carmelo: Los mil nombres de Jesús. Textos espirituales de los primeros siglos. MATTA EL MESKIN: Consejos para la oración. Introducción de Jaume Boada. NOUWEN, H. J. M.: La belleza del Señor. Rezar con los iconos. PENNINGTON, B.: y BOLSHAKOFF, S.: En busca de la verdadera sabiduría.

SIMONOS PETRAS, E. de: Luz en la noche. SORA, Nilo de: Memoria de Dios. Guía para orar siempre. UN MONJE DE LA IGLESIA DE ORIENTE: Amor sin límites. UN CARTUJO: Ver a Dios con el corazón. La práctica de la oración del corazón. UN MONJE CONTEMPLATIVO: Dios amor nos deifica. WARE, Kallistos: El Dios del misterio y la oración.