La muerte: El hombre freante a su mayor enigma [1 ed.]
 987550081X

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COM PEN

Gorapdo WoMngor

umuote El hombre ante su mayor enigma

longseller

UMUffiTE © Longseller, 2002 EüiTcatS

l it e r a r i o s :

C o r r e c c ió n :

Juan Garios Kreirner Nerio Tello

Daniela Acher

D is e ñ o o e p o k i a q a : D is e ñ o I n t e r i o r :

Javier Saboredo (A&E Longseller)

M arcela Rossi (A&E Longseller)

Longseller S.A. Casa matriz: Avda. San Juan 777 (C1147AAF) Buenos Aires República Argentina Internet: www.longseller.com.ar E-mail: [email protected] 306 WEH

Wehinger. Gerardo La muerte.ed. - Buenos Aires: Longseller. 2002. 96 p.; 20 x 14 cm - (Compendios) ISBN 987-550-081-X I. Titulo - 1. Antropología Sociaí

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso y hecho en la Argentina Printed in Argentina

Esta edición de 3.000 ejemplares se terminó de imprimir en los talleres de Longseller, en Buenos Aires. República Argentina, en julio de 2002.

Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina: “¡Muere a tiempo!”. (...) Todos dan importancia al morir: pero la muerte no es todavía una fiesta. Los hombres no han aprendido aún cómo se celebran las fiestas más bellas. Yo os muestro la muerte consumadora, que es para los vivos un aguijón y una promesa. (...) Tanto al combatiente como al victorioso les resulta odiosa esa gesticuladora muerte que se acerca furtiva como un ladrón —y que, sin embargo, viene como señor



Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a m í porque yo quiero.

— Friedrich Nietzsche A S Í HABLABA Z a RATLSTRA

I n t r o d u c c ió n

Sobre el enigma de la muerte C apitulo 1

Qué es el hombre..............................................................

12

Antropologías de unidad...........................................................

13

Antropologías dualistas.............................................................

17

El Hombre como experiencia de unidad.................................

20

C a pítulo 2

El sentido de la vid a.......................................................

23

Las raíces del problema.............................................................

25

C a pitulo 3

El problema del m a l .............................................................

27

El mal: su experiencia y comprensión......................................

28

Actitudes existenciales ante el m a l..........................................

30

C ap itulo 4

Nombrar la m uerte.........................................................

33

C ap itulo 5

La muerte, aproximación al problema..........................

37

C a p ítu l o 6

La muerte como problema existencial............................

40

Sentido general del problema....................................................

40

Somos para la m uerte...............................................................

42

La muerte y el absurdo de la existencia.................................

44

La remoción de la m uerte........................................................

46

C a pítulo 7

Carácter antropológico de la m u erte...............................

49

C ap itulo 8

Fenomenología del m o r ir ....................................................

54

Las etapas del m o rir..................................................................

56

El momento de la muerte...........................................................

62

C ap ítulo 9

La muerte in d u cid a...............................................................

66

C ap ítu lo 1 0

El buen m o rir...........................................................................

74

Identidad y darse cuenta...........................................................

74

Morir b ie n ..................................................................................

78

A pé nd ic e

Más allá de la m u e rte ...........................................................

81

Los límites de la historia...........................................................

82

Fundamento de la inmortalidad personal...............................

85

G l o s a r i o .....................................................................................................

89

B ib l io g r a f í a r e c o m e n d a d a .....................................................................

93

In t r o d u c c ió n

M M E EL EIMBMft DE LA MUERTE Desde tiempos inmemoriales y en todas las culturas, quizá no exista tema más recurrente que el de la muerte. Múltiples teorías y creencias intentaron e intentan dar cuenta del fenómeno más es­ trechamente ligado a la vida:

paradójicamente, la muerte. La

muerte y su relación con el sentido de la existencia constituye, así, el problema antropológico por excelencia. En el contexto del mundo contemporáneo, signado por una profunda crisis que comprende frentes diversos, el problema de la muerte no sólo sigue vigente, sino que es reconsiderado. La concepción del hombre es tributaria del auge cientificista predominante a lo largo del siglo XX. Este clima de ideas entiende al ser humano como mero cuerpo producto de la evolución de las especies, surgido de encadenamientos aleatorios de gases molecu­ lares, y regido, en su crecimiento y declinar, por los códigos gené­ ticos del ADN. Esta visión racionalista que ve en la muerte un mero final, es hoy cuestionada, y desde distintos puntos de vista se arri­ man, aun en plena crisis, nuevos enfoques para abordar el tema. Convencido de que es el intelecto, la razón, lo que debe regir nuestra existencia, el hombre moderno dejó de lado otros modos del conocimiento difícilmente encuadrables en los parámetros de la cien­ cia, pero que son igualmente formas del saber. Estas otras modalida­ des, no necesariamente ajenas a la tradición occidental, posibilitan el acceso a realidades que yacen ocultas hasta que las aceptamos. La era de la razón, como se suele llamar a nuestra época, es­ tá en crisis. Adquieren legitimidad, entonces, nuevas formas de

conocer. La sabiduría profunda de las grandes religiones y las in­ tuiciones de importantes filósofos vuelven a ser consideradas co­ mo caminos válidos de reflexión. Buena parte de la opinión sobre los conceptos clásicos de Dios, mundo y hombre está cambiando; y entre esos cambios, uno de los más notables concierne a la ac­ titud ante la muerte. Se indaga también un problema que suele relacionarse con la muerte: el del mal, y tras una breve consideración acerca de las dificultades de nombrar la muerte, se intenta una aproximación al problema desde algunas visiones prefilosóficas. El morir, como proceso, describe las etapas que se suceden hasta el momento mismo de la muerte, según testimonian la ex­ periencia y la observación clínica de muchos casos. En el debate contemporáneo sobre la muerte, cobran cada vez más importancia dos temas: el primero, se refiere a la muerte in­ ducida — ya sea como suicidio o como eutanasia— , y el segundo, al “buen morir” propiamente dicho. El abordaje de estas cuestiones cobra actualidad y gana en riqueza en la medida en que se realiza desde una postura superadora de la meramente racional. Desde es­ ta perspectiva más amplia e integradora, es posible arribar a un sa­ ber sobre la muerte y el morir más profundo, existencialmente comprometido y esperanzador. Mientras los primeros capítulos tratan temas relacionados con el “más acá” de la muerte, tales como el hombre y el sentido de la vida, en el último tramo corresponde especular sobre un “más allá” de la muerte. Se recorre entonces la reflexión de las posturas que niegan es­ ta posibilidad, y también la de aquellas que indican fundamentos de in­ mortalidad e intentan demostrar que el hombre es más que la muerte.

Parece obvio recordar que no hay respuesta unívoca a la pre­ gunta por la muerte, y que yerran aquellos que con su pregunta exigen tal respuesta. Como la vida y el hombre mismo, la muerte será eternamente un gran enigma. Frente a su carácter inevitable­ mente insondable, resistente a los mejores esfuerzos intelectuales, qué otra cosa les queda a los hombres, trágicos mortales, que in­ tentar vivir la vida en cada instante de la existencia, y así aceptar­ la en su misterio.

C a p ít u l o 1

QUÉ ES a MMBM Qué es el hombre es, quizás, uno de los problemas más anti­ guos y vigentes de la humanidad. Son múltiples las respuestas en­ sayadas para esta única y crucial pregunta, repetida indefinida­ mente sin obtener jamás conclusión unánime. Sólo en Occidente se han dado las respuestas más dispares a este interrogante; aquí se intentará abordar aquellas que en mayor medida han influen­ ciado, a su vez, la manera de pensar la muerte. Una nota común que acompaña todas estas respuestas con­ cierne a la dimensión corpórea del hombre. La experiencia del cuerpo es, ciertamente, una experiencia enigmática: por un lado, somos cuerpo, corpóreos, y sin embargo, parece difícil pensar que seamos sólo cuerpos. Por otro lado, la cuestión de la unidad con el cuerpo se presenta en todo su dramatismo, sobre todo y justamente, en el momento de la muerte. Una revisión rápida y esquemática de las soluciones propues­ tas desde el pensamiento occidental a la cuestión acerca del hom­ bre, debería tener en cuenta, al menos, las siguientes: •

Para el platonismo, el hombre es esencialmente un ser espiri­ tual desterrado en el cuerpo, que funciona como cárcel del

alma. A lo largo de su existencia encamada, esta esencia in­ tangible que es el alma intenta liberarse de la atadura camal y así recuperar su dimensión de semejanza con lo divino. •

La interpretación aristotélico-tomista pone el acento especial­ mente en la unidad del hombre, que resulta de la conjunción de los principios de materia y forma. Por esta vía, el hombre

ya no es la resultante de dos realidades distintas, yuxtapuestas, sino más bien una suerte de síntesis única y singular. • El racionalismo cartesiano introduce un dualismo distinto del platónico. Postula una división radical entre cuerpo y con­ ciencia: aquello que es el hombre se identifica con la concien­ cia, que a su vez se liga activamente con el cuerpo. •

La interpretación mecanicista, en el apogeo de la modernidad, entiende el mundo como un conjunto de fuerzas mecánicas. La concepción del hombre, visto como un ente mecánico más, vuelve problemática la idea de que en él viva un alma espiritual.

• Para el materialismo, el hombre y sus manifestaciones son expresiones de la materia, si bien en su forma más noble y ele­ vada. En este caso, lo que aparece como problemático es que la materia pueda ser origen de manifestaciones como el tra­ bajo, la ciencia o la libertad. Todas las interpretaciones giran en tomo de este aspecto críti­ co que concierne a la unidad con el cuerpo. Ya el uso lingüístico co­ rriente, en consonancia con la herencia platónica, divide al hombre en cuerpo y alma según una evidencia original e indiscutible, que traslada esta dualidad a todas las antropologías. Sin embargo, ca­ be la distinción entre dos tipos de antropologías: las que acentúan la unidad del hombre, y aquellas que marcan el dualismo.

ü lIT M P m lM K H M D ___________________________ Las antropologías antiguas son, curiosamente, las que menos dualismo contienen en su visión del hombre. En los escritos de

Homero, antiguo poeta griego del siglo IX a. C., autor de La ¡lia­

da y La Odisea, aparecen dos conceptos clave en relación con el hombre. Estas nociones cobrarán posteriormente una marcada significación dualista, pero en estos textos épicos significan otra cosa. Así, el término psyché (de donde deriva “psicología”) no significa el alma en oposición al cuerpo, ni la fuente de los actos espirituales. No es el núcleo personal, ni puede ser asimilada a ninguna idea de “yo”. Lo que hoy consideramos facultades pro­ pias del hombre, como la voluntad y el entendimiento, entre otras, son atribuidas a la acción de los dioses sobre el hombre. Lapsyché refiere entonces, más bien, al soplo vital que aban­ dona al hombre y escapa a través de su boca o de sus heridas al momento de morir. Luego y más allá de la muerte, sólo queda una sombra inconsistente, una imagen aérea y fugaz de aquello que él ha sido. De la misma manera, soma no es el cuerpo en oposición al alma, sino el cadáver, mera yuxtaposición de órganos. Por otra parte, en la Biblia el hombre es considerado una unidad que es interpretada de distinta manera, de acuerdo con las relaciones en las que está inserto; así, el hombre será Basar, Nefes o Ruah.

Basar es la carne, a veces el cuerpo. Aquí la carne no signifi­ ca el cuerpo en oposición al alma espiritual, sino todo el hombre, corpóreo-espiritual, como ser débil y frágil. La carne indica tam­ bién el aspecto de la familia y de la relación social en general. De allí que nuestro hermano es nuestra carne, y que toda carne es, en general, todos los hombres. El término Nefes se traduce por “ánima” o “psyché". Su signifi­ cado inicial, garganta, devino en respiración, aliento vital o vida.

Pero no es la noción abstracta de vida, sino que hace referencia al ser viviente: el hombre es Nefes en la medida en que es ser viviente.

Rrnh es traducido como “pneuma” o “espíritu” y significa lite­ ralmente “respiración o viento”. Tampoco indica lo opuesto al cuer­ po, sino aquello que en el hombre lo hace capaz de descubrir a Dios. Refiere a la relación especial del hombre con Dios, es decir, a un vínculo que pertenece a la esfera del influjo divino. No es, por con­ siguiente, una función espiritual inherente al hombre natural. En la antropología semita, toda experiencia humana involucra una dimensión corpórea y es vivida corporalmente, pero no hay aspectos que sean puramente corpóreos. Así, el deseo de beber y comer son atribuidos a la psyché, y funciones que para nosotros son espirituales, se atribuyen al cuerpo — por ejemplo, los riño­ nes son los que se alegran— . En fin, el ser humano implica siem­ pre presencia y reconocimiento corporal. Históricamente posterior a Platón (428-347 a. C.), otro filó­ sofo griego, Aristóteles (384-322 a. C.) se constituyó en uno de los más importantes defensores de la unidad del hombre con su pro­ pio cuerpo. Especialmente en el último período de su reflexión, Aristóteles ha intentado elaborar una filosofía que superase fun­ damentalmente al platonismo. Un aspecto central de esta concepción es que entiende al hombre como un organismo viviente que tiene todo en común con los demás vivientes. De modo que el problema tradicional de cuerpo y alma tendrá que ser considerado a la luz de una expli­ cación general de los organismos vivientes. El problema del dua­ lismo es que no explica de manera razonable el cuerpo ni, en ge­

neral, el ser viviente. Tampoco aclara convincentemente por qué el alma tiene que estar unida al cuerpo. Aristóteles sostiene que se pueden explicar los organismos vi­ vos según sus principios generales de materia y forma. Todo cuer­ po es, en realidad, un compuesto de ambos, porque no existe la materia sin forma ni la forma sin materia. En los organismos, lo material o el cuerpo es determinado por la psyché o alma, que viene a ser la forma del cuerpo vivo. El alma informa a la materia, la determina, es decir, la vuelve materia determinada, y con ello da origen a la existencia de un cuerpo vivo. A pesar de su aparente sencillez, sin embargo, esta teoría nun­ ca llegó a superar concluyentemente la concepción dualista del hombre. Y además encuentra en su análisis de la existencia del hombre otro factor constitutivo, el nous, que puede traducir­ se por “mente” o “inteligencia activa”, distinta del alma y que pa­ ra algunos sería inmortal. En el medioevo se instaló otra corriente de pensamiento que recoge la visión aristotélica. Esta concepción, que se fundó en el pensador cristiano Santo Tomás de Aquino (1225-1274), sostiene la unidad del cuerpo con el alma; la diferencia está dada por la época y el contexto del pensamiento: Aristóteles pensaba en la an­ tigua Grecia y Santo Tomás, en la Edad Media cristiana. Para Santo Tomás, el hombre es un ser singular, creado por Dios como uno. No es el mero resultado de la unión de dos se­ res que existen en primer lugar por cuenta propia. Esto último explica al hombre en términos biológicos, pero no en tanto que persona.

Al alma espiritual corresponden todas las características del hombre, desde los deseos elementales de comer y beber hasta el amor más sublime y el pensamiento racional. Y el cuerpo humano existe como tal, recibiendo toda la dignidad del alma espiritual. Así y todo, tanto aquí como en la visión aristotélica, no llega a concebirse una radical unidad del hombre. Esto se debe a que el alma espiritual aparece concebida como espíritu creado por Dios en un orden inferior, y requiere apoyarse en una realidad corpórea. Después de la muerte, el alma existe como alma sepa­ rada, es decir, independiente del cuerpo. Esto es así en tanto, en el marco del cristianismo, el alma es considerada como inco­ rruptible y eterna. Más allá de estas concepciones que intentan dar cuenta de la unidad del hombre aun sin lograrlo plenamente, hay otras visiones que son explícitamente dualistas. Se trata de aquellas antropologías que marcan una clara distinción entre el cuerpo y el alma.

ftmanutti nums____________ A lo largo de la historia de la antropología occidental, las con­ cepciones que separan al hombre en cuerpo y en alma son nu­ merosas y de gran peso. En sus orígenes, el dualismo antropológico tiene mucho que ver con la concepción filosófica del hombre sostenida por Platón. Según el filósofo griego, el alma es de naturaleza divina e inmor­ tal, y mediante sucesivas reencarnaciones debe liberarse del cuer­ po y alcanzar la purificación total.

En la primera etapa del pensamiento platónico, el cuerpo ocu­ pa un lugar preponderantemente negativo como impedimento y prisión del alma. No sólo es necesario liberarse de las pasiones, sostiene Platón, sino incluso del conocimiento sensitivo, que tam­ bién entorpece el acceso a la verdad auténtica. Sólo cuando el al­ ma se independiza del cuerpo puede alcanzar la verdad. Esto no niega la dimensión corpórea, sino que la valora negativamente. En las obras posteriores y últimas de Platón, se pondera la ar­ monía de cuerpo y alma y se subraya una valoración mucho más po­ sitiva del cuerpo. Los sentidos y las diversas funciones de éste pue­ den colaborar en la realización del hombre, e incluso ayudarlo en la búsqueda de la verdad. Así, el cuerpo y el alma son para Platón dos realidades esencialmente distintas, pero de hecho interdependientes. Es fácil imaginar el influjo de este tipo de antropología dualista en la historia del pensamiento occidental cristiano. De hecho, el cristianismo ha tenido que luchar durante siglos para sustraerse de los aspectos negativos de esta visión del hombre. Este tipo de dua­ lismo no es ajeno a la subvaloración del cuerpo, al carácter peca­ minoso de la sexualidad y a la huida del mundo terrenal que han caracterizado a muchos siglos de historia occidental. El dualismo moderno es aún más acentuado que el platónico. No obstante, cabe aclarar que el filósofo francés René Descartes (1596-1650), con su teoría de la dualidad radical de cuerpo y de al­ ma, no se propone primeramente descalificar el cuerpo, sino brin­ dar un sólido fundamento a las ciencias. Desde este propósito, el cuerpo resulta problemático, dado el carácter “dudoso” de la infor­ mación provista por los sentidos. Esta posición afirma que los datos

sensibles son escasamente fiables en sí mismos y más aún compara­ dos con aquellos que entrega la razón, aparentemente exacta. Según esta concepción, el cuerpo es una realidad radicalmente dis­ tinta del alma. Existe y funciona en virtud de unos principios organiza­ tivos propios y puramente materiales. El cuerpo humano, como cual­ quier otro cuerpo, se explica sin el alma, únicamente sobre la base del movimiento mecánico de las partículas ínfimas de materia. El cuerpo no es más que una realidad física, cuyo atributo esencial o característi­ ca específica es ser extenso, es decir, ocupar un lugar en el espacio. El alma espiritual, que suele llamarse “conciencia”, es una rea­ lidad totalmente distinta del cuerpo. Es pura, capaz de pensamientos claros y tiene la necesidad de razonar para alcanzar sus propios con­ ceptos. Su esencia y naturaleza toda es pensar, no necesita de nada material y se autoabastece. Esta alma, como conciencia, es la que en el hombre dice “yo soy”, y la que, si el cuerpo no fuese, no dejaría de ser cuanto es. El hombre, en definitiva, se identifica con su pen­ samiento, con su conciencia, es decir, con su alma. Esta postura filosófica quedará inmortalizada con la frase: “Yo pienso, luego yo existo”, con la que Descartes pretende mostrar, en el caso del hombre, la necesaria conjunción del existir y del pensar. Aunque, debe aclararse, se trata de un pensar entendido en un sentido amplio, que incluye desde el intuir y el razonar has­ ta el sentir, el querer o no querer como acto de la voluntad, y tam­ bién el mero desear, pasando por el dudar. El dualismo cartesiano, aparentemente tan radical, reconoce sin embargo una unidad real y viva en la interdependencia de cuerpo y al­ ma. En el ser humano se daría, en definitiva, un vínculo esencial entre

la conciencia y el cuerpo sin el cual el hombre no sería hombre. Al ni­ vel de la vida concreta y práctica, la interdependencia y la unidad se manifiestan como una unidad evidente e indiscutible, y los sentidos son una ayuda inestimable para nuestro transcurrir cotidiano. Más aún, si los datos sensibles concuerdan con lo que en un asunto deter­ minado señala la razón, entonces los sentidos pueden tenerse incluso por una fuente válida de información para el conocimiento científico. El intento de contrarrestar el dualismo extremo ha contribui­ do a la afirmación del materialismo antropológico. Casi perma­ nentemente, las investigaciones científicas aportan datos que prueban la interdependencia de los fenómenos psíquicos y fisio­ lógicos. Los materialistas afirmarán, entonces, que los fenómenos de la conciencia no son más que consecuencias interiores de pro­ cesos corpóreos y fisiológicos. El llamado paralelismo psico-físico, especialmente desarrollado por algunas antropologías de fines del siglo XIX , es una de las expresiones de esta hipótesis. En su­ ma, no habría una diferencia fundamental entre las modificacio­ nes fisiológicas y los distintos estados psíquicos; se trata más bien de dos perspectivas distintas sobre una misma realidad. Todas estas interpretaciones, que en definitiva son respuestas diferentes a la pregunta por el hombre, tendrán decisiva impor­ tancia cuando se intente determinar qué es la muerte.

Et HlMBM COMO HPHgMCK Df «DAD________________ Contrariamente a lo que afirman las antropologías dualistas, la experiencia humana ofrece la certeza existencial de ser unidad

E l H o m b r e c o m o e x p e r ie n c ia d e u n id a d

vivida con el cuerpo. No es argumentación científica ni filosófica, sino que la unidad se presenta inmediatamente en la vida misma, en la vida vivida. Así, toda persona humana se considera espontáneamente su­ jeto único de acciones espirituales y corporales. Decimos tanto: “Yo pienso”, “Yo amo” o “Yo quiero”, como: “Yo bebo”, “Yo co­ mo, oigo música...”. Las funciones más espirituales, si se quiere, no pueden atribuirse a otro ser que al de carne y hueso que so­ mos. Es en un cuerpo humano que el hombre vive su existencia y se relaciona con el mundo. Existencialmente comprobamos que el polo espiritual o con­ ciencia no se da nunca en estado puro: el pensar, lo propio de la conciencia, va ligado necesariamente a la palabra. Y ella indica que el hombre vive su existencia a través del cuerpo y en el cuerpo. Tam­ bién constatamos que el desarrollo de la persona humana depende de la creación de una cultura humana, y que no es posible realizar la vida personal fuera de los intercambios culturales con otros. La experiencia humana concreta, cotidiana, no confirma la hi­ pótesis de un espíritu que habita en un ser extraño, el cuerpo. El hombre no puede compararse con el jinete sobre el caballo o con el barquero y su barca. El hombre no es dos seres, sino uno que se realiza corpóreamente. Esta experiencia, de que “todo lo que soy, lo soy corpórea­ mente”, desplegará todo su dramatismo ante la conciencia de la muerte. La muerte es más radical y angustiante si la experiencia de vida se agota como seres existencialmente corpóreos. La sim­ pleza esquemática del dualismo descomprime la angustia de la

muerte, abriendo la posibilidad de sobrevivir a la muerte con un yo espiritual o alma, susceptible de existir en un más allá. Sin embargo, surge de nuestra experiencia vivida que la reali­ dad del hombre no es, sin más, su identificación con el cuerpo. Es decir, somos corpóreos, pero no absolutamente. Éste es el dato recogido por el dualismo. Esta no reducción del hombre a su cuerpo, llevada al extremo, ha permitido pensar al hombre en tér­ mino de dos seres: un cuerpo que perece y un alma eventualmen­ te persistente más allá de la muerte.

C a p it u l o 2

a SENTIDO K U VIDA ¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de la exis­ tencia? Éstos son y fueron los interrogantes que hoy y siempre, en cualquier época y cultura, acompañan al hombre en su travesía. Hoy, dado el impresionante desarrollo de las ciencias del hombre (biología, psicología, medicina, sociología, etc.), la hu­ manidad parece estar especialmente madura para dar respuesta a estas cuestiones. Además, se tiene la impresión de que los pro­ blemas humanos tienden, cada vez más, a ser considerados problemas funcionales y operativos que requieren la intervención de especialistas en cada uno de los sectores. No obstante, ésta es una primera y superficial impresión. El au­ mento de conocimientos técnicos y analíticos relativos a la existencia humana es ciertamente vertiginoso; pero también entraña el perderse entre los laberintos de las disciplinas particulares. Casi inevitablemen­ te, este progreso en la especializadón acompaña e incluso refuerza la creciente incertidumbre respecto a lo que es el hombre como tal. Quizá se esté viviendo la crisis de identidad más profunda que la humanidad haya atravesado nunca, crisis que pone en discusión el sentido mismo de la existencia. Ninguna época como ésta ha conquistado tantos conocimientos parciales acerca del hombre y, sin embargo, ninguna lo ha conocido tan poco. El hombre se ha vuelto particularmente problemático. En el centro del problema está el significado de la existencia, su senti­ do; pero este enigma no podrá descifrarse sino a la luz de la pre­ gunta por el hombre.

En rigor de verdad, no es el hombre el que suscita problemas. Más bien, se hace problemático a la luz de la existencia que, al plantear la cuestión de su sentido, requiere una respuesta y obli­ ga a tomar posición. Esta problemática, eminentemente antropológica, se manifies­ ta en múltiples experiencias vitales, desde el asombro a la frustra­ ción. Pero principalmente irrumpe con toda su crudeza en la ex­ periencia de lo negativo, el vacío y la muerte. La mayoría de las veces, la cuestión del sentido no surge de la contemplación serena, sino ante la experiencia del fracaso o de la derrota. La muerte de un ser amado, la guerra, el genocidio..., nos arrancan de la dispersión cotidiana para ponemos frente al problema del significado fundamental de la propia existencia. Ante la muerte de un amigo nos preguntamos: “¿Quién es el hombre?”, “¿quién soy y para qué he nacido?”, “¿por qué vivo?”. Estos interrogantes existenciales se imponen a todos y se reite­ ran a lo largo de la historia, independientemente de las creencias que cada uno sustente y desde las cuales se les dé respuesta. En las sociedades industriales, el hombre vive alienado, es un número más en medio de un gigantesco mecanismo que lo explo­ ta sin tener en cuenta su dimensión personal. Así, pierde concien­ cia de su sustancia más profunda y humana. El conjunto no ofrece satisfacción alguna, y el individuo se hunde, por así decirlo, dejan­ do aparecer el vacío y la nada. En este momento aparece el pro­ blema del significado de la existencia. Es decir, el único problema verdaderamente serio: el del sentido o sinsentido de la vida.

L a s r a íc e s d e l p r o b l e m a

La experiencia de la nada y el vacío es un modo de protesta y repulsa ante una civilización que debería servir al hombre y, sin embargo, lo ahoga y aleja de su destino más profundo y personal.

IJB M te M . H U M A ____________________________ El problema antropológico del sentido de la vida parece estar sostenido por ciertas instancias específicas: por un lado, la libertad a la que estamos llamados a vivir; por otro, la convivencia con los de­ más, especialmente los seres queridos, y finalmente, cierta necesi­ dad casi inexorable de encontrar un sentido global a la existencia. Los interrogantes fundamentales del hombre parecen nacer del hecho de que él no existe simplemente, sino que se da cuenta de su propia condición humana. Su existencia no se despliega cie­ gamente según los ritmos de la naturaleza, del instinto o de las es­ taciones. La existencia humana es un hacerse. El hombre ve la me­ ta, lejos, alienado, todavía no plenamente hombre. Va en camino hacia la realización de su existencia, y experimenta la libertad de este hacerse. Esta libertad es inevitable, no se elige; el individuo es arrojado a ella. Pero también es fuente de incertidumbre: deja sin respuesta objetiva, sólo con la obligación de dar curso a este ha­ cerse que es nuestra existencia. Asimismo, el hombre no camina solo, y los problemas contie­ nen siempre un elemento comunitario y social. Nacen en el espa­ cio de los vínculos que nos ligan a los demás: en el trabajo, en el dolor, en la muerte del amado, en el gozo del amor. Y es la frus­ tración de estas relaciones lo que parece suscitar, casi inevitable­ mente, el problema del significado del hombre.

La muerte, sin embargo, ocupa el lugar privilegiado en esta ex­ periencia; es, en este sentido, la gran reveladora. Es la muerte la que inicialmente estimuló la reflexión por el hombre, por ejemplo, en los antiguos griegos. Y sigue inspirando los grandes interrogan­ tes del hombre hasta nuestros días. La muerte no aparece como al­ go natural, sino que su presencia pone al mundo en cuestión. De esta experiencia personal y comunitaria enfrentada con el lí­ mite de la muerte, nace la pregunta por el significado último. La an­ gustia existencial por la libertad y el fundamento del amor, desafiados por la muerte, generan la pregunta más profiinda por el hombre. La posibilidad de vivir la libertad y el amor en un mundo al que es inherente la muerte, está determinada, pareciera, por una dimen­ sión que trasciende los límites de la existencia personal e histórica. Así, la pregunta por el significado último del hombre se vincula in­ separablemente con la necesidad de aclarar y de comprender el fun­ damento del ser y el puesto del hombre en el cosmos.

C a p (t u l o 3

B PMBIEMA BB. MAL Los grandes interrogantes sobre el hombre nacen, la mayoría de las veces, de la experiencia del fracaso en la realización plena de la existencia humana. Experiencia límite en la muerte, sin du­ da, pero también en el dolor, la enfermedad, la injusticia: el mal sin más. La pregunta por el hombre — es decir, por qué es el hombre— no puede contestarse sin afrontar los límites de la exis­ tencia personal e histórica. Estos límites están marcados por la posibilidad final de llevar a término la empresa humana. Ahora bien, el hecho de que el hombre tiene que realizarse a sí mismo junto con los demás, choca no sólo con el límite de la muerte. Menos dramáticos que la muerte, pero también efectivos como límites, son la experiencia del fracaso, de la frustración, del sufrimiento, del mal. La existencia de cualquier persona es un sendero donde los logros parciales están intercalados por un nú­ mero incalculable de frustraciones o fracasos, que no hacen sino anticipar la experiencia del límite final: la muerte. El hambre, el sufrimiento, la incomprensión, la guerra, las in­ justicias, la fatiga ingrata, las enfermedades, Hiroshima, los geno­ cidios de Africa o Sarajevo o Afganistán, los niños abandonados en la calle..., trazan profundos surcos en nuestra época dando cuenta de que el fracaso y el mal forman parte de la existencia humana. Todas las filosofías, ideologías, antropologías y religiones, por di­ versas que sean entre sí, se enfrentan con el problema del fracaso y del mal. Son numerosas las etiquetas para explicar la extensión y la pro­ fundidad del mal, pero no hay nadie que niegue el problema mismo.

Así, por ejemplo, los marxistas estudiarán la realidad del fra­ caso y del mal como “alienación”, “explotación” o “lucha de cla­ ses”. Sartre y Camus hablarán del “carácter absurdo” de la exis­ tencia. Los creyentes hablarán del “pecado” y del “diablo”. Sin duda, una reflexión seria sobre la condición humana, su finitud y su sentido, debe considerar, necesaria y explícitamente, la dimen­ sión del fracaso y del mal.

tumi: a bhihmtcmpuaMW_______ El fracaso y el mal afectan al hombre en dos aspectos diferen­ tes. A nivel experiencial, el mal es un escándalo y provoca la reacción del hombre. A nivel intelectivo, como objeto del pensar y de la reflexión, constituye un complejo problema. El mal que nos afecta se hace sentir ante todo en el sufrimiento que hiere y en el escándalo que invade la existencia. Frente a un ni­ ño que pasa hambre, o frente a una guerra que aniquila a millones de inocentes, o frente a la muerte violenta y temprana de una bue­ na persona, la existencia se rebela: ¡no debería ser así! La reacción se provoca espontáneamente y no es posible dejar de tomar una postura: rebelión, fatalismo, fuga, evasión... Ahora bien, este mal que escandaliza a nivel existencial, com­ promete a la persona toda y se dirige también a la inteligencia, que buscará una explicación. El que ve el camino de su vida sem­ brado de impedimentos, el que fracasa o tiene que sufrir la vio­ lencia del mal, desea comprender y se pregunta: “¿Por qué?”, “¿para qué sirve esto?”, “¿de dónde viene este castigo, y es castigo de qué culpa?”, “¿cómo Dios permite esto?”.

E l m a l : s u e x p e r ie n c ia y c o m p r e n s ió n

La búsqueda desesperada de una explicación del fracaso y del mal en la existencia humana se apoya en la necesidad de soportar mejor la violencia del mal. También, en la esperanza de encontrar una actitud concreta más justificable. Comprender el mal es ra­ cionalizarlo para hacerlo menos ofensivo y al mismo tiempo para encontrar vías para superarlo. Indudablemente, mal y fracaso están relacionados con la muerte. Preanuncian, de alguna manera, la forma fundamental del fracaso que es la muerte. La muerte expropia al hombre de sí mismo y le qui­ ta de las manos la disposición de su propia existencia. En toda per­ sona orientada hacia la realización de su existencia, la muerte susci­ ta de la manera más aguda la experiencia del límite. ¿Por qué el hom­ bre fracasa, precisamente, en el aspecto específicamente humano?, ¿por qué se rompen los vínculos de manera tan trágica y absurda? Esto ha motivado a lo largo de la historia de la humanidad el problema de la salvación; salvación en sentido amplio, como res­ guardo o tutela del sentido de la existencia. La demanda de un sentido de la vida es tan fuerte y la experiencia del mal, el fracaso y la muerte es tan radical, que el hombre descubre que por sí so­ lo no está en disposición de alcanzar la salvación. Puesto ante sus propios límites existenciales, el hombre se ve remitido hacia el misterio que está en el origen de su existencia. No ya para pedir explicaciones que la razón es incapaz de darle, sino para situarse en un lugar que le permita realizarse a pesar de los fracasos y de la muerte. El sufrimiento que acompaña al fracaso y al mal desempeña una función muy importante en la existencia: denuncia la reducción del

LA MUERTE

hombre a la categoría de medio. El sufrimiento y la miseria de los po­ bres, de los niños y de los ancianos desenmascara el carácter hipócri­ ta y antihumano de la guerra, el colonialismo y la explotación. El sufrimiento se convierte en signo de trascendencia. Como denuncia negativa de toda cerrazón y falsa suficiencia, el hombre experimenta que es algo más que todo esto. El sentido de su exis­ tencia está más allá de las realizaciones históricas. El sufrimiento se constituye en la experiencia que con mayor urgencia suscita el interrogante sobre el misterio último del hombre. El hombre que sufre no se plantea la trascendencia como compensación por la insuficiencia del sentido de la existencia. Más bien, es la experiencia de los límites lo que lo lleva a refle­ xionar sobre las dimensiones y posibilidades de la trascendencia.

ta n w B ExiSTMcmm m u a mm._______________ Sea cual fuere la postura intelectual que el hombre adopte, es imposible sustraerse de la situación en que está presentes el mal y el fracaso. Hay que tomar necesariamente, por tanto, alguna postura al respecto. Quizá, la huida sea la actitud existencial más difundida frente al sufrimiento y el escándalo del mal. Al no poder curar sus heri­ das y al carecer de fuerzas para enfrentarse con los riesgos y las desilusiones, el hombre intenta dejar de ver los males y olvidarlos lo antes posible. Construye a su alrededor un mundo de distrac­ ciones y disipación, un muro de ficción que lo “resguarda” del resto de la humanidad que sufre; en una palabra, adopta el estilo

A c t it u d e s e x is t e n c ia l e s a n t e e l m a l

de vida del pequeño burgués “ingenuo” que nada quiere saber del resto del mundo. El fatalismo es la actitud que paraliza ante el mal y el sufrimien­ to. Todo se explica por factores externos de orden metafísico: Dios, la naturaleza, las variables económicas, “el hombre es asf’, etc. An­ te esta determinación del “afuera”, es insensato intentar cualquier cambio de las cosas. Éste es el pensamiento fatalista. Es decir, la fal­ ta de confianza en la posibilidad de cambiar algo en el orden del mundo. El fatalismo es la pérdida de la fe en uno mismo. La rebelión absurda, cuando es violenta y destructora, consti­ tuye el extremo opuesto a la actitud anterior. El hombre que quie­ re subvertir el orden del mundo sin tener un proyecto de mundo mejor, se coloca en una posición absurda. Es la actitud de algunos anarquistas, que se oponen a un orden vigente (ciertamente in­ justo), pero sin proponer una organización más justa. Absurda es también la rebelión de hombres y pueblos que se liberan de la opresión de otros (personas o naciones) para, ni bien liberados, caer en la órbita de decisión de otros. Esta actitud conlleva a un constante cambio de amo sin alcanzar nunca un destino propio. El amor fa ti es una actitud poco difundida, que consiste en incluir el mal y el sufrimiento en el propio destino y aceptarlo tal como es. Aceptar el destino es hacerlo propio, vivirlo como tal y tomar decisiones sobre el mismo. Amor fa ti no es resignación, sino aceptación de la realidad como se presenta e intento de vi­ virla auténticamente. Es el estilo de vida encamado por los anti­ guos estoicos y predicado modernamente por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900).

La actitud de compromiso y esperanza es aquella que adopta el hombre que aún cree en poder modificar las condiciones existen­ tes. Es la actitud que asumen quienes creen que nunca las cosas es­ tán tan mal que no es posible intentar una mejora. No es huida, re­ belión absurda ni resignación, sino acción concreta y confiada en la posibilidad de cambiar las cosas según un proyecto mejor. Has­ ta para el filósofo francés Albert Camus (1913-1960), para quien la razón afirma que todo es absurdo, la vida muestra que tiene sen­ tido aliviar los sufrimientos y dar de comer a un niño. O el caso ejemplar de la Madre Teresa de Calcuta, quien no buscó vencer a la muerte — lo que sería una rebelión absurda— , sino que se comprometió en la ayuda existencial por un mejor morir. Las diferentes actitudes llevan implícitas la marca de una po­ sición en la vida. Postura determinada por el sentido y el lugar que para el hombre tenga la vida, el mal, el sufrimiento y la muerte.

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NOMNUR U MUERTE Al examinar la terminología, es decir, el vocabulario con que el hombre expresa la muerte y el morií, es dable enfrentarse con una gran complicación. La primera impresión es la de estar ante un número de designaciones muy diferentes, en las cuales pare­ cen reflejarse las diversas facetas en que se presenta el problema. Se suele decir: “expiró el último aliento”; “dejó de existir”; “se acabó”, “llegó a su final”. Otras, más plásticas, refieren al he­ cho concreto del morir como “un anochecer”, “un dormirse”, “un extinguirse”, “un irse”...; todas formas que también podrían usarse para hablar de una anestesia total en un quirófano. Como se ve, aparecen nombres que, más que indicar lo que se intenta nombrar, parecen querer encubrir o distraer la mirada. Muchas de las expresiones empleadas para hablar de la muer­ te o del fenómeno del morir contienen simplemente una escueta idea de un final de la vida corporal. La impresión general que produce el apelar a este tipo de fór­ mulas es que en verdad se quiere decir algo más, algo que sobre­ pasa los límites significativos del lenguaje corriente y en lo que to­ do el mundo está pensando cuando habla de este modo. Otra cosa son los conceptos que utiliza la fisiología cuando di­ ce que la muerte es la desintegración del sistema individual, o bien una parada irreversible del proceso vital; o también la pérdi­ da irreparable de la vida. Muerto se llama aquello que es incapaz de volver a vivir. Estas fórmulas no sólo se presentan como frases

vacías, sino que parecen insuficientes para expresar algo que en lo real y concreto es mucho más, aun cuando cueste expresarlo. Aquella otra forma que refiere a la muerte como un sueño o al morir como un despertar a otra vida, puede ser entendida co­ mo una manera de disimular la seriedad trágica de la muerte. Contra este tipo de expresiones se ha dicho que deben entender­ se como algo que se siente, pero nunca como algo dicho en serio, con algún valor descriptivo. Otro grupo de fórmulas utiliza el ropaje del lenguaje cotidia­ no para designar lo que sucede cuando alguien muere. “El finado se fue de entre nosotros”; “nos dejó para siempre”; “dijo su últi­ mo adiós”; “el marido ha perdido a su mujer o la madre ha per­ dido a su hijo”. Nuevamente, estas expresiones quieren significar que el trato cotidiano y el diálogo con el muerto se ha cortado. Así y todo, parece que también aquí las frases empleadas son insufi­ cientes para designar completamente la tragedia de la muerte. ¿Es que la muerte es sólo eso, la pérdida y el corte de toda re­ lación? ¿Hasta qué punto puede decirse que el difunto ha dejado este mundo para irse a un más allá, inaccesible para los que que­ damos de este lado? También están los giros que aluden a la relación entre muer­ te y tiempo. El que muere “consume sus días”, “salió del tiempo”, “escapó a la temporalidad” o “fue llamado a dejar el tiempo para pasar definitivamente a la eternidad”. Los complejos conceptos de tiempo y eternidad son manipulados ligeramente para indicar una eternización del que ha muerto, en la idea de un descanso eterno.

Estas frases, más que dar cuenta de lo que es la muerte o el mo­ rir, parecen encerrar una esperanza relacionada con un descanso en realidad más definitivo que eterno, como destinación final. Expresiones como “devolvió su alma al Creador” o “retornó a Dios” ilustran una cosmovisión que integra la muerte en la vi­ da o ámbito de decisión del hombre. La muerte no es algo que nos arrebata sorpresivamente, sino que implica una suerte de decisión por parte del hombre, una disposición sobre su vida, sobre sí mismo, indicada por la acción del retorno, del volver al Creador o Dios. Distinta es la idea que pueda tenerse de la muerte como trai­ dora, el hombre de la guadaña, el cazador furtivo que nos sor­ prende y derriba como a una presa, la idea de la Parca. Sin em­ bargo, estas representaciones están muy presentes en nuestro len­ guaje, que usa estas imágenes. La figura de la muerte como ver­ dugo asesino, enemigo que no da tregua, desconocido que viene de fuera y sorpresivamente entra en nuestra casa y se apodera de uno de nosotros, es una idea que ha estado presente en toda la historia y persiste en el lenguaje cotidiano. Ciertamente, el último caso refleja una de las facetas de la muerte. Sería incorrecto entender con ello que el hombre no hu­ biera de morir por sí solo, si no fuera que se le ataca desde fue­ ra, como si fuese un asesinato, como si la muerte no fuera un morir sino un ser matado. Con todo, en todas estas representa­ ciones que van desde entender la muerte como un “apagarse la llama de la vida”, hasta la metáfora de la guadaña segadora, hay algo de verdad.

Sin embargo, aquello que tiene de verdad no ha de ocultar es­ to otro: que el hombre, mientras va desgranando la vida, está ela­ borando la muerte; que ni bien nacemos empezamos a morir; que esta vida mortal se va desviviendo desde dentro y por sí misma, y que la muerte termina nuestra existencia en el mundo, sin que pueda esperarse otra cosa definitivamente constatada. El lenguaje vivo con el que se intenta dar cuenta de esta terri­ ble realidad, la de la muerte y el morir, atenta contra la verdad, pues toma aisladamente uno cualquiera de los aspectos vistos: que la muerte y el hecho de morir son un final, o que son un tránsito; que son una calamidad, o una liberación; algo violento, o algo que madura por sí solo y se desprende; un anochecer inevitable, u obra de la propia mano; algo natural y producido por la naturale­ za o algo que contradice una tendencia innata.

C a p ít u l o 5

IA MüfflTt. APBflXIMACKfl AL PBOBtfM* La muerte es, sin duda, un problema tan complejo y de tantas respuestas distintas como lo es la pregunta por el hombre o el sentido de la existencia. También ante la pregunta por la muerte se ensayan múltiples respuestas, válidas y a la vez insuficientes. Constituyen un vano intento por abarcar lo inabarcable, un es­ fuerzo improbable por responder lo insondable. Una respuesta común a lo que es la muerte suele dar cuenta de una vida más allá. Si bien se aborda este tema más adelante; aquí se intenta mostrar posturas que no recurren a la pervivencia trascendental, sino que más bien ensayan otras alternativas. Si se sostiene que después de la vida no hay otra vida, ¿significa esto que, cuando morimos, pasamos del ser al no ser? Una inter­ pretación clásica de este tipo es la de Epicuro, filósofo de la anti­ gua Grecia. En una carta a su amigo Menoico escribió: “Acostúm­ brate a que la muerte no nos atañe... Ahora bien, la muerte es la pérdida de la percepción... Por tanto, el más horrible de los males, la muerte, no nos atañe en realidad. Pues mientras existimos no hay muerte y cuando hay muerte ya no existimos. Luego no atañe ni a los vivos ni a los muertos; a los primeros no los toca, y los segun­ dos, ya no existen”. Así, según Epicuro, el miedo a la muerte es un absurdo. El tomar conciencia acerca de este absurdo nos libera del miedo a la muerte y devuelve la seguridad y el disfrute de la vida. Pero ¿cómo es que esta antítesis tan simple y lógicamente com­ prensible planteada por Epicuro, como lo es la de ser y no ser, no ha­ ya liberado al hombre de la angustia concreta de la finitud? ¿Será que

la angustia surge justamente ante la imposibilidad de representamos esta nada; este ya-no-ser de nosotros mismos? Quizá se logre aclarar el asunto echando una mirada a cómo lo han visto aquellos pueblos que no se hacían problema ante la muerte.Esto que se podríá llamar “el no tener miedo ante la muerte”, parece ser una característica co­ mún a ciertos pueblos prefilosóficos. Así, la antigua religión griega se caracterizaba por la vivencia de lo divino como plenitud de vida, en­ tendiendo la muerte como manifestación extraña e innatural. El viviente siente la muerte como algo tan extraño que no piensa en ponerla en un mismo plano con la vida. No es que, alucinado por tanta luz y vida, no sea capaz de ver la muerte, lo cual sería absurdo; simplemente, la ubica en otro orden, fuera de lo natural. Tan así es que ni los dioses, por cierto poderosos, pueden modificar estos designios. De modo análogo, en la tradición de los mapuches, pueblo del sur argentino, la muerte no obedece a la causalidad natural. Es, más bien, el efecto de una causa concreta y personificada: la muer­ te es provocada por la fatalidad, por el maléfico o sus agentes. Los antiguos germanos, por su parte, apenas se ven a sí mismos como individuos. Cada uno es y vive en su propia tribu: de su paz, de su salud, de su honor. El individuo queda absorbido en lo colectivo. La muerte individual no tiene valor decisivo ya que el héroe, como realidad mítica, sigue viviendo en la salud y el honor de la tribu. Así, en la saga de Vatsdoela, relato de la antigua mitología germánica, el joven héroe Thorolf, herido de muerte, ofrece a su hermano su nom­ bre para que se lo dé a uno de sus hijos. De este modo, transmite to­ das las cualidades de salvación del héroe. El hermano promete cum­ plir este deseo; con ello, la salvación y el honor perdurarán en la

L a m u e r t e , a p r o x im a c ió n a l p r o b l e m a

tribu, ligados al nombre. El hombre, en este caso, no se considera co­ mo individuo, sino como parte de su tribu: lo que lo constituye no es su existencia individual, sino la vida o la pervivencia en el honor y la salvación de su tribu. Es ésta, la tribu, la verdadera fuente de salva­ ción y honor. El hombre es un mero portador de estas fuerzas sagra­ das que retrocede ante la muerte mientras la tribu las transmite a otro de sus miembros. La vida está tan indisolublemente ligada a la unidad de la tribu que es impensable el individuo como identidad aislada. La muerte no aparece entonces como amenaza personal sino, en todo caso, como amenaza a la tribu, que es el legítimo objeto del cuidado y la defensa. Si el héroe se comporta con honor y valor, su mayor vic­ toria será la victoria sobre la muerte que se cierne sobre la tribu. Los antiguos griegos hablan también de salvación y honor. La con­ secución del honor da al hombre la posibilidad de incluir la muerte como hazaña en la vida. Como la conquista del honor se alcanza ge­ neralmente en la lucha a favor de la comunidad o polis, será ésta fi­ nalmente la portadora de salvación y honor conseguidos por el hom­ bre individual devenido en héroe. La íntima relación del antiguo grie­ go con supolis es tal que el castigo del destierro y el exilio será infini­ tamente más doloroso que el de la muerte. En estos casos se ve claramente por qué la muerte individual se vive como irrelevante. Muere lo insignificante, lo que apenas se nota, el portador individual de los poderes de la tribu, pero no mueren los poderes mismos. Para estas concepciones culturales, el individuo no existe. Hoy, en cambio, el énfasis está más en el in­ dividuo que en su comunidad, y por consiguiente también se agra­ va el problema de la muerte.

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U MUERTE COMO PROBLEMA EMSTENCIAL De todas las experiencias negativas de fracaso y de límite, la muerte ocupa un lugar central. Todas las antropologías, en su in­ tento de aclarar el misterio del hombre, se ven obligadas a una confrontación explícita con la problemática de la muerte. Están quienes se esfuerzan por convencer al hombre de que la muerte no es un asunto tan importante ni decisivo para la existencia hu­ mana, y están los que directamente la descuidan e ignoran. El estudio acerca de la muerte humana choca generalmente con dos prejuicios. Por un lado, se presupone que en el fondo todos saben qué es la muerte, y que toda profúndizarión es en verdad innecesaria. Por el otro, se asume que el tema de la muerte está totalmente aclara­ do al afirmar la inmortalidad personal después de la muerte. Cualquie­ ra de las dos posturas en realidad nos aleja del verdadero problema. Reflexionar sobre qué es la muerte significa interrogarse por su incidencia y por su repercusión en la existencia humana. Sola­ mente después de haber aclarado la naturaleza de la muerte será posible formular en términos más adecuados la cuestión de la su­ pervivencia después de la muerte.

SflWBUBBUH M . HW1BM___________________ La muerte constituye, como tal, un gran interrogante respecto a la existencia humana. La certeza de la muerte está siempre presente en el horizonte de la conciencia. Esta certeza no es un saber neutro e im­ personal, sino una amenaza permanente sobre la existencia, que se

S e n t id o g e n e r a l d e l p r o b l e m a

presenta como algo que no debería ser, aún distante y que, justamen­ te por eso, oprime.La conciencia de la muerte puede estar presente de dos maneras. En forma abstracta, la conciencia de la muerte no tiene relación especial con la existencia individual. Se sabe de ella como de esas cosas que se saben por haber escuchado a otros, pero sin expe­ riencia personal. Ante esta conciencia general de la muerte aparece la tentación de la huida, el dejarse llevar por la disipación exterior. Así y todo, huir significa reconocer la amenaza y darse cuenta del peligro. Muchos intentan no pensar en ella, apartan su idea junto con la de otros males; la muerte parece ser, en realidad, uno de los grandes tabúes de nuestra época. Cobra vigencia entonces el pen­ samiento del filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662), al decir que “no habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la mi­ seria, a la ignorancia, los hombres, para ser felices, han tomado la decisión de no pensar en ello”. Pero ¿cuál es el punto de inflexión en que la conciencia abs­ tracta de la muerte se convierte en conciencia concreta y real? ¿Cuándo irrumpe la muerte en el espacio existencial de cada uno, desenmascarando la huida y la ignorancia? La muerte es una concreta amenaza sobre la vida propia y se ma­ nifiesta en su verdadera magnitud con la muerte ajena, generalmen­ te en la muerte de la persona amada. Aquí el hombre se da cuenta de lo que es la muerte verdaderamente y la experimenta como rea­ lidad existencial. Otro filósofo francés, Gabriel Marcel (1889-1973) dijo que “lo que importa no es mi muerte ni la tuya, sino la muerte de las personas que amamos. En otras palabras, el único problema esencial es el que plantea el conflicto del amor y de la muerte”.

UMUERTE

Es cierto, no se tiene experiencia directa de la muerte, ni se la conoce por asistencia neutra e impersonal a la muerte de los de­ más. Pero la muerte hiere a cada uno en el fallecimiento de la per­ sona amada, ya que el sentido de la propia existencia está ligado a la persona que se ama. El problema humano surge de esta im­ posibilidad de conciliar la muerte y el amor, que constituye el sen­ tido fundamental de la existencia. El problema de la muerte no debe confundirse con el morir, que es el instante en que se deja de vivir. La muerte suscita el pro­ blema del sentido último de la existencia y de su carácter mortal. ¿Qué significa que la muerte tenga poder sobre la existencia, que introduzca un estado irreversible? ¿Qué significa para un ser hu­ mano que deba morir algún día, y que le sea imposible sustraer­ se a la muerte? La reflexión sobre esta problemática y el intento de su superación en la propia existencia parece más importante que saber el número de días que aún nos quedan por vivir. Especialmente en el siglo XX, se ha profundizado en la refle­ xión existencial sobre la muerte; es decir, de qué modo cada uno se hace cargo del problema mismo de la muerte en la existencia aquí, real y concreta, sin considerar la vía del “más allá”. Estas posturas existenciales van desde significar la muerte como dado­ ra de sentido de la vida, en clave trágica, hasta considerar su ab­ surdo y su negación, ya en sentido materialista.

Somos para u muerte_________________ ______ La postura existencialista, que nace en el pensamiento del fi­ lósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976), sostiene que la

existencia humana se entiende como ser-para-la-muerte, estar abocado a la muerte. Ésta última no es un hecho que sobrevenga a la existencia desde fuera, como hecho extrínseco, sino que se inscribe desde un principio como parte integrante de la existen­ cia. Todos nacemos para morir, estamos en camino a la muerte. Así, la existencia es fundamentalmente preocupación y angus­ tia. No es miedo; es angustia que se refiere al ocaso del ser pro­ pio, a la pérdida total de la propia existencia. Sin embargo, no to­ dos los hombres manifiestan síntomas de esta angustia; es más, huyen de ella buscando todo tipo de distracciones. Este asumir o no la angustia de la existencia amenazada de muerte determinará la autenticidad o inautenticidad de la propia existencia. La autenticidad se realiza cuando el hombre se enfrenta de manera fría y realista con la irreversible necesidad de la propia muerte. En este enfrentamiento, del que todos los demás quedan excluidos, el individuo se convierte en hombre libre y auténtico. Nadie puede morir en lugar de otro. Se muere por cuenta propia, en perfecta y completa soledad. Ver esto y enfrentarse explícita y cotidianamente con la posibilidad de muerte es el único camino de la autenticidad que se ha dado al hombre. No por ello la vida es absurda. Es cierto, todo trabajo y pro­ yecto en este mundo quedan revestidos por un velo de nulidad, e incluso el mismo hombre es nada y vanidad enfrentado con la na­ da de la muerte; la Tierra misma se convierte en inhóspita. Pero solamente en la grandeza trágica y solitaria frente a la muerte ca­ da uno puede encontrar, durante unos breves momentos, algo de sí mismo, una autenticidad provisional.

La muerte

UM « n y a «sumode u exribkix Otra es la posición del filósofo y dramaturgo francés JeanPaul Sartre (1905-1980). Para él, la muerte nunca puede que­ dar asumida e integrada en un proyecto existencial, es decir, no es una dimensión constitutiva de la existencia. Es más, la muer­ te viene desde fuera e interrumpe drásticamente la existencia que se proyecta en la libertad. Es la aniquilación de las posibili­ dades del hombre. A diferencia de la postura anterior, aquí se niega que la muer­ te pueda conferir alguna especie de autenticidad a la existencia humana. Al contrario, la muerte revela el carácter absurdo de la existencia, ya que rompe y desgarra violentamente todo proyecto, toda libertad personal, todo significado de la existencia. La muerte es la victoria definitiva del otro sobre el propio ser: mientras está vivo, el individuo puede defenderse, con la muerte se pasa a ser presa de los demás. Así, la muerte, aunque viene de fuera y no pertenece a la estructura misma de la existencia, es alienación fundamental. No deja esperanza. Albert Camus, autor de una novela paradigmática, El extran­

jero, aunque menos pesimista, destaca aún más lo absurdo de la existencia. El hombre mira la muerte con atención apasionada y esa fascinación lo hace libre. Si Dios no existe y hay que morir, en­ tonces todo está permitido. Todas las experiencias son equivalen­ tes y sólo queda vivir el mayor número posible de ellas. La conciencia de estar inevitablemente sometido al tiempo suscita el horror y engendra en el hombre el sentimiento de lo

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absurdo. No existe el mañana, no existe el porvenir, la muerte destruye todas las ilusiones. El hombre es un extranjero en el mundo. Sin embargo, el hombre absurdo rechaza el salto al suicidio o el salto religioso. Intentará vivir sin esperanza y sin caer en la de­ sesperanza radical. La reflexión profunda sobre la existencia ex­ puesta a la muerte queda continuamente refutada por la expe­ riencia concreta, dando sentido a lo que hacemos en la vida. No puede aceptarse que el amor al pobre, al necesitado, al inocente sea una cosa absurda. La libertad, en su elección, vence al absur­ do que se perfila en el horizonte de la existencia. Frente a la muerte, la libertad confiere al hombre la respon­ sabilidad total y exclusiva de sus propias acciones. Esta libertad está limitada en el tiempo por la muerte, por lo tanto es preciso aprovechar el momento presente, revelarse contra el absurdo y darle sentido a este corto tiempo que es el propio presente. Hay algo con sentido: la solidaridad con el que sufre, la equidad, el amor al débil, la lucha contra la muerte violenta... En los términos planteados, la muerte es una realidad profun­ damente trágica y compromete el sentido de la existencia. Ni si­ quiera se pregunta por qué se muere. La muerte es en sí misma absurda, y sólo queda la posibilidad de plantear algún sentido en la existencia. Y esto último, ciertamente no a nivel teórico, sino desde una actitud práctica y existencial. La muerte constituye así condición de una existencia auténtica, que a su vez fundamenta valores vividos, diferentes de los valores abstractos de la razón.

UMUERTE

La HM9CIÚR K U METO Distinta es la situación de las posturas materialistas para las cuales el ser humano es, ante todo, un ser puramente social. La muerte deja de ser un problema humano de interés que pueda comprometer el sentido existencial del hombre. Su tematización suele ser ignorada o tratada sólo marginalmente. Así, la muerte no repercute en el sentido de la existencia hu­ mana, ya que el significado humano de la persona reside en la vic­ toria de la especie humana que sobrevive a la muerte personal. És­ ta, si bien puede constituir un hecho psicológico muy duro, no de­ ja de ser ante todo un hecho biológico. Karl Marx (1818-1883) dirá en sus manuscritos de 1844 que: “La muerte parece ser una dura victoria del género sobre el indivi­ duo y contradecir la unidad de ambos; pero el individuo determi­ nado es sólo un ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal”. Para Marx la muerte perderá su sentido negativo solamente en el comunismo realizado, ya que se morirá en paz después de ha­ ber vivido profundamente y sin alienación todas las posibilidades de la existencia humana. Para vivir heroicamente y afrontar con valentía la muerte, no se necesita apelar a la inmortalidad personal. Los ideales comu­ nistas llenarían por completo el alma, y la muerte del individuo no compromete de ninguna manera la realización de estos ideales. La muerte individual no cambia el curso del mundo. El marxismo dirá que no hay que defenderse de la muerte, sino de todas las condiciones sociales que la hacen problemática. Así, se mini-

miza la muerte en dos niveles: por un lado, es simplemente un hecho biológico conforme a las leyes de la especie, los individuos desgasta­ dos yviejos son reemplazados por seres nuevos y llenos de energía. Por otro lado, a nivel humano, la muerte se vuelve inofensiva en la actitud marxista frente a la realidad social: al vivir en armonía con su natura­ leza social, transbordar sus valores y razones de vivir al futuro de la cla­ se obrera, la muerte no sería nada. Cuando el hombre se ha ya dado por entero a los demás, la muerte ya no tendría nada que destruir. No obstante, dentro de esta línea hay quienes mantienen que la muerte, aun liberada de todas las alienaciones sociales, sigue siendo un problema humano auténtico y verdadero. La remoción de la muerte no es exclusiva de este tipo de cosmovisiones. En nuestra cotidianidad nos vemos tentados a repri­ mir este conocimiento, el de la muerte. No son, sin duda, los pen­ samientos del juicio final o las representaciones del infierno los que nos mueven a expulsar de nuestra conciencia la idea de la muerte; tampoco la angustia del proceso mortal. Lo que angustia en el fondo y moviliza el proceso de repre­

sión hay que buscarlo en el carácter personal de la muerte: que ella sea el signo de nuestra limitación y finitud, que desate todos los vínculos en los que vivimos, nos movemos y somos, y nos pre­ cipite en una ausencia total de relación. Que anule, en suma, la to­ talidad de nuestro mundo, mientras otros siguen viviendo su vida como si nada hubiese pasado. Esta precipitación en el vacío permanece inaccesible a la lógica de la propia vida. La represión que se encuentra a cada paso es an­ gustiosa y activa.La vida colectiva está adaptada a esta represión de

la muerte; los casos de enfermedad, de fallecimiento y nacimiento, y el escape de la soledad, no hacen más que ilustrar esta realidad. La enfermedad, como síntoma de caducidad, está relegada a los hospitales. Esto vale especialmente para casos límite, como las en­ fermedades mentales y las terminales. Se mantienen aisladas y apar­ te de las miradas públicas. En cambio, lo que se pone públicamente en primer término es la idolatría de la juventud y la vida joven, que alimenta la ilusión de que esta vida sana es sencillamente la vida. La misma represión se manifiesta en los sucesos de nacimien­ to y de muerte que también acontecen en lugares aislados de los hospitales, más allá de lo que se ve y se oye en público. Las pro­ cesiones fúnebres son cada vez más disimuladas y los entierros son intramuros; hasta los coches fúnebres están dejando de ser negros y se les da un aspecto que los asemeja al de los automóvi­ les corrientes. La muerte se convierte en anónima. A esto hay que agregar que también en vida el hombre rehuye todo lo que puede la situación de soledad. Cuanto más impotente y perdido se sien­ te el hombre en su ser personal, tanto más huye hacia lo imper­ sonal, hacia el aturdimiento y el estímulo para que callen las vo­ ces de su vacío. Este hombre ocupado, que hace venir las fuerzas de ocupación hacia su territorio, usa su vida para todo, menos pa­ ra hacerse consciente de su caducidad y para aprender a morir. Especialmente en el ocio y el descanso, momentos en que podría prosperar una situación de sana soledad y recogimiento, el hombre escapa hacia la distracción. En el descanso, no puede aguantarse a sí mismo y a su propio vado, y se desvía finalmente en la distracción de su propio yo, que ignora la soledad y, por ende, la muerte.

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MMCIER AWTROPOLOGICO 01U MUBIE Sin duda, la muerte tiene una base biológico-corpórea. Pero, desde el punto de vista antropológico, es inaceptable considerar el problema desde esta única perspectiva. El dualismo antropológico, que se remonta a Descartes, y las an­ tropologías materialistas han afianzado la tendencia a colocar la muerte en la esfera puramente biológica. Pero no se puede conside­ rar al hombre como un cuerpo animal ligado a un alma espiritual y humana. El cuerpo es primariamente un cuerpo humano al que los aspectos biológicos le pertenecen parcialmente. Así, la muerte es condición existencial y humana. No sólo muere el cuerpo; es el hom­ bre el que muere, todo el hombre. La muerte hiere al hombre en el corazón mismo de su existencia personal e interpersonal. Es por ello que hay que hablar de una muerte verdaderamente humana. La visión de la muerte como algo exterior y extraño a la mis­ ma existencia, pierde de vista la verdadera condición del hombre como ser-en-el-mundo. La necesidad de morir, como una posibi­ lidad ineludible de no-ser-ya-en-el-mundo, pertenece insepara­ blemente a nuestra condición. Esta insistencia no carece de importancia. Si la condición cor­ pórea del hombre se define sin incluir la muerte, ésta se presen­ tará necesariamente como un elemento exterior que destruye el sentido de la existencia y la hace absurda. Por el contrario, con­ cebida como propia a nuestra condición de hombres, queda in­ serta en una existencia que se vive y se realiza dentro de un ámbi­ to de significados y de valores.

Si durante la vida, la idea de la muerte es percibida como com­ patible con el significado de la existencia, es esta misma existencia la que dará sentido a la muerte. La muerte, por más misteriosa y apa­ rentemente desastrosa que sea, es siempre una condición humana. La conciencia de la muerte incluye la idea de necesidad, es de­ cir, la idea de algo que no puede ser de otro modo. Algo de lo que el hombre querría sustraerse, pero que no le es posible evitar. Así, es vivida como amenaza y como violencia. Destrucción de la exis­ tencia humana y violenta separación del mundo y de los otros hom­ bres. Desarraigo del mundo en forma irreversible de ausencia, frente a la cual las demás formas de ausencia no son más que pá­ lidas anticipaciones. Separación violenta de todo aquello que cons­ tituye sentido y realización de existencia. La corporeidad ofrece al hombre, esencialmente, las posibili­ dades para obrar humanamente; paradójicamente, es a través de la aniquilación de esta corporeidad que el hombre experimenta la pérdida del más radical fundamento de su existencia. Es esta dimensión de violencia y de ruptura de la propia exis­ tencia, herida en sus dimensiones más personales y constitutivas, la que se expresa en la angustia de la muerte. Cuando un hombre se da cuenta cabal de su propia condición mortal, esto es, de la necesidad irreversible de morir, siente una repulsión espontánea, una especie de horror irreprimible frente al ocaso de su propia existencia. Esta angustia no es simplemente miedo frente a un peligro cualquiera. Sin duda, esta aproximación a la naturaleza de la muerte está montada sobre la base de la experiencia de la misma. Pero nadie tiene conocimiento directo de la muerte. Y precisamente esa oscu­

ridad y esa ausencia de conocimiento constituyen el misterio mis­ mo de la muerte y la angustia que nos sobrecoge en su presencia. La caracterización de la muerte que se ha instalado en Occi­ dente refleja insuficientemente este drama humano. En primer lu­ gar, se trata de la definición de muerte inspirada en los griegos, como la separación entre el alma espiritual y el cuerpo. Esta defi­ nición parte de una realidad fácilmente observable: cuando al­ guien muere, se comprueba que el cadáver no está ya animado por el alma espiritual. Por consiguiente, en relación con el cuer­ po observable, la muerte es el fin de la animación. Es decir, la se­ paración del cuerpo y del alma. Visto de otro modo, el énfasis está en la separación del alma. Ella, habiendo cesado su función animadora del cuerpo, pasa ahora a existir separadamente, sin vínculo con el cuerpo. No resulta difícil interpretar esta fórmula en sentido dualista: cuerpo y alma, dos realidades separadas, que vuelven a estar sepa­ radas después de la muerte. Se parte, además, del supuesto de la in­ mortalidad del alma, y éste debería ser un punto de llegada, no de partida. La definición de muerte como separación de alma y cuerpo resulta entonces inadecuada para iluminar este misterio humano. Otro tanto ocurre con el par natural-antinatural. ¿Por qué el hombre vive la muerte como destrucción, como ruptura, como vio­ lencia y tragedia humana? ¿Por qué la muerte, a pesar de algunos as­ pectos de naturaleza, se presenta fundamentalmente como antinatu­ ral y reviste el carácter de pena y de castigo? La muerte, se contesta, introduce la separación violenta de dos aspectos que deberían estar unidos: el cuerpo y el alma. Para comprender el carácter dramático

es preciso presuponer en el hombre una tendencia natural hacia la unidad de su propio ser. Esta tendencia habría de dar lugar a la re­ pulsa de la muerte, sentida como condición antinatural. No resulta convincente reducir previamente al hombre a una pobre y abstracta definición de cuerpo y alma para, sobre esa ba­ se, aclarar luego un problema sumamente concreto y personal. El drama humano de la muerte es algo muy distinto del deseo natu­ ral de un alma espiritual en su unión con el cuerpo. El horror y la repulsa de la muerte no consisten en el miedo a perder el cuerpo. Tampoco aluden a la perspectiva de una existencia mutilada y dis­ minuida. El problema humano de la muerte es el problema del significado de la existencia. La muerte es un drama humano por­ que compromete a fondo la posibilidad de realizar el sentido de la existencia humana. En Occidente se ha aceptado largamente que el problema cen­ tral suscitado por la muerte es saber si después de ésta el alma es­ piritual sobrevive o no sobrevive. Así, la tarea más urgente frente a la muerte era formular pruebas de la inmortalidad personal. Lo­ grado esto, quedaba resuelto el problema filosófico de la muerte y se la podía enfrentar con confianza. En realidad, el verdadero problema quedaba soslayado. Al considerar la muerte como inevitable, el hombre enfrenta precisamente el problema del significado. Si la existencia humana es la realización de una libertad en comunión con los demás, la existencia no puede separarse de ninguna manera del significado. Y sin embargo, este significado parece quedar radicalmente blo­ queado por la muerte.

C a r á c t e r a n t r o p o l ó g ic o d e la m u e r t e

El contraste fundamental entre el significado existencial que se impone y la desaparición del significado en la muerte provoca un interrogante: ¿la muerte extingue totalmente el significado de la existencia humana?, y ¿cómo y sobre qué fundamento puede rea­ lizarse finalmente el significado de la existencia, a pesar de la rup­ tura que implica la muerte? Por ello, no habría que preguntarse si la muerte trae alguna esperanza. Como muerte, no es esperanza, sino la prueba más du­ ra que debe atravesar toda esperanza humana. La pregunta es, más bien, si hay en la existencia humana algún fundamento que no se reduzca al mundo y a los demás, y que permita esperar al­ go más, a pesar de la muerte. En otras palabras, el problema es saber si en la dimensión de significado, que caracteriza esencial­ mente la existencia, hay algún aspecto no afectado por la muerte.

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FEINM EM LOGÚ Ifi. MMIR Considerar un fenómeno el momento final de la vida, implica con­ siderar el “ahora” de la vida y el “ahora” del momento de la muerte. También permite abordar la secuencia vivir-morir-muerte y tratar de entender la contradicción de una “experiencia de la muerte”. Si bien la vida y la muerte son polos opuestos, sobre la última só­ lo se puede interrogar a la primera. La vida está ligada a la concien­ cia, a la acción y al estar presente. Y presencia es ese estado momen­ táneo entre el pasado y el fiituro en el que existimos. El estar presen­ te es ese estado en que somos conscientes de nosotros mismos de manera directa e inmediata. Sobre la vida pueden decirse innumera­ bles cosas desde distintas perspectivas; sobre la muerte no puede de­ cirse nada, o mejor dicho, nada concreto. La muerte es lo descono­ cido, y de ella sólo puede decirse que es la negación de la vida. El morir es el punto de sutura entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser. Ese tránsito de la vida a la muerte es compara­ ble con el instante que constituye el presente en el continuo entre el pasado y el futuro. Del mismo modo en que captamos el pre­ sente con menor nitidez cuanto más lo reducimos al ahora, algo similar sucede con el morir; de ahí que generalmente se hable de una agonía. Por ello, solemos concebir el proceso del morir en sentido más amplio, incluyendo esa fase final de la vida en que las funciones psicosomáticas “se apagan”. Así como no se reduce el presente al ahora, tampoco se habla del morir como ese instante del suspiro final, de la hora de de­ función; sobre el ahora puntual no se puede decir más que sobre

el morir puntual. Pero, mientras en la vida podemos hacer pre­ dicciones sobre el futuro y luego vivirlo sin dificultad, esta posibi­ lidad no existe para el morir. El problema del ahora en la vida adquiere en el morir otra di­ mensión. La distinción entre el ahora en la vida, al que sigue siem­ pre otro ahora, y el ahora en el morir, al que no sigue ningún otro ahora, hace del morir un ahora especial. Este ahora del morir es el punto final del continuo temporal de una vida. Lo que en lenguaje corriente llamamos presente, comprende en realidad porciones extensas del pasado e incluso del futuro. Habla­ mos de la historia del presente, describimos en el presente cómo se encuentra la familia, qué tal nos va, dónde vivimos y trabajamos; en general, con referencia a espacios de tiempo poco definidos. De igual modo, el hablar del morir comprende un espacio de tiempo no delimitado; apreciado y vivido de manera muy distinta según se trate del médico, de los familiares o del afectado. En el morir, la agonía, el trance de muerte o el “se nos va...” son tramos de tiempo cualitativamente distintos de las experiencias tempora­ les del presente de la vida. La alusión al futuro está definitivamen­ te eliminada; sólo queda el final inminente, y nada más. En contraposición a la vida, entendida como presente entre pasa­ do y futuro, nadie puede vivendarse como muerto. Es imposible que la muerte propia se haga presente ni que se anticipe del modo en que puede hacerse con el fiituro, es decir, en términos de proyecto posible. Que la muerte personal sea irrepresentable; que la experiencia de la muerte sea contradictoria; que pensar la propia inexistencia sea im­

posible, todo ello está en conexión con la relación del hombre con el mundo. En efecto, el mundo es dado a cada uno solamente a través de la propia existencia. La imposibilidad de representar la propia muerte supone que el individuo no puede abstraer su experiencia del mundo de su propia existencia. “Si yo no existo, tampoco percibo el mun­ do”. Con todo, cabe la posibilidad de ejercitar la vivencia de la disolu­ ción del yo como experiencia preparatoria, anticipatoria, del morir.

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El tramo que antecede inmediatamente al momento de morir parece seguir una secuencia observable especialmente en quienes tienen conciencia de la muerte. Nos referimos a los que fallecen por muerte natural, alguna enfermedad terminal o causas simila­ res. Hay ciertos estados de ánimo que se repiten en cada caso, eta­ pas diferentes que suelen atravesar quienes enfrentan la muerte. Las etapas son cinco: la negación, el enojo, la negociación, la depresión y la aceptación. Todas ellas conforman el escenario de la pérdida. Pero no só­ lo la pérdida del cuerpo, sino todo tipo de pérdida. Puede ser la pérdida de un hijo, de un amigo que se muere, el divorcio, o el hi­ jo maduro que abandona la casa de los padres; la pérdida del lu­ gar de trabajo o la amputación de un miembro.

•La negación. El proceso comienza con la negación, el enojo y la negociación. Luego sobreviene la oscuridad: las cosas no salen como uno quiere. Finalmente se hace la luz cuando uno se aban­ dona al presente tal como es. Estas etapas marcan el tránsito de la resistencia a la aceptación.

Se traía de distinciones puramente teóricas. Es decir, en la reali­ dad no existen etapas, sino sólo cambios incesantes de estados de áni­ mo. Hay momentos en que la negación o el enojo se traducen en aceptación hasta que, poco más tarde, el individuo se retrotrae en medio de la depresión y el miedo, la aprehensión y la perplejidad. Son las etapas de la muerte que ocurren mientras el agonizante reco­ noce, se abre y libera lo que bloquea su naturaleza original. Las etapas de la pérdida, de la muerte, son un paralelo de las eta­ pas del crecimiento espiritual. Los cambios erráticos de la muerte de nuestro yo individual, a medida que se fusiona con el todo, se tradu­ cen en momentos de negación, de resistencia a la realidad y de eno­ jo porque las cosas no son como imaginamos que deberían ser. Tam­ bién se suceden momentos de desesperación, de apertura a la reali­ dad, de vemos atrapados nuevamente. Las etapas no van de la A la Z, ni siguen la misma sucesión en todos los casos. La idea misma de eta­ pa debe entenderse como flujo y fluctuación, y de ningún modo en términos estáticos. La negación consiste en ocultar, en resistirse a la vida, aferrarse a lo antiguo. Al contemplar la negación propia o ajena se percibe la tarea incompleta: “Lo haré después”, decimos, sin que­ rer ver que no hay un tal después. Después, ya estamos muertos. De hecho, la negación intenta impedir la sensación de estar per­ diendo a quien creemos ser, de cómo imaginábamos que las cosas deberían ser, y serían. Nuestra cultura hace de la negación un ne­ gocio multimillonario. Las tinturas, cosméticos y cirugías correcto­ ras son maneras de negar el deterioro y negociar con el cambio; son productos de la depresión que resulta de comprobar que des­ de el nacimiento somos para la muerte.

Paradójicamente, toda la industria funeraria se asienta en la negación de la muerte. Al rellenar con algodón las pálidas mejillas del muerto para que parezca más robusto, al forzar en su rostro una sonrisa de satisfacción, se procura ocultar la realidad de la muerte. Es decir, aun en la muerte, ésta es negada. La “etapa de la negación” queda ejemplarmente reflejada en aquel paciente que, cuando se le descubre un mal incurable, dice: “Debe haber un error; no me puede pasar a mí. Se habrán conftmdido en el laboratorio; la biopsia debe ser de otra persona”. La men­ te niega todo lo que es incoherente con nuestros modelos y expec­ tativas acerca de cómo deberían ser las cosas. Investigar la propia actitud negadora es lo que más abre al hombre a la vida, lo que permite indagar quién vive, quién muere y, finalmente, en qué puede consistir ese proceso. • El enojo. Es la parte del proceso de enfrentarse con la verdad, la temible apertura a la realidad. “Maldición — exclama el eno­ jo— , ¿por qué yo? ¿Por qué tengo que morir yo y no el delin­ cuente de acá a la vuelta?”. También está la ira con Dios, no im­ porta la forma que éste adopte. “¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo puede pasarme esto a mí? ¡Qué injusto!” El enojo proviene de un sentimiento de impotencia que siem­ pre tuvimos y que ahora pasa a primer plano. Constituye un expe­ riencia dolorosa que nos aísla; es una etapa de frustración. • La negociación. Es el momento de las promesas bajo condición, cosas que uno hará si sale de ésa. En el paciente terminal, es el es­ tado de ánimo que lo lleva decir: “Si pudiera vivir un poco más,

construiría un pabellón nuevo en el hospital, donaría todo mi dine­ ro, haría tal cosa y dejaría de hacer tal otra, ¡lo prometo!”. Es la eta­ pa del “si.. . ” que conduce a una profunda depresión si las cosas no salen como se pretende negociar. “Si no hubiera trabajado en la fá­ brica de amianto, no estaría muriendo de cáncer”, “si no hubiera sa­ lido esa noche, no habría tenido ese accidente.” Pero el hecho es que todo ello efectivamente ocurrió, y que la realidad no es otra que ésta. Los “s i.. . ” falsean la realidad y nos hacen vivir en un infierno. En definitiva, la mente negociadora es la misma que ha estado calculando durante toda la vida, induciendo el fracaso de muchas re­ laciones y llevando a tomar decisiones impropias. Es esta misma men­ talidad calculadora la que ahora no logra hacerse cargo de lo que es­ tá pasando. Cuando esta mentalidad negociadora comienza a desdibu­ jarse, nos volvemos más abiertos y las cosas se toman más manejables. Cuando cesa la negociación, nos convertimos al presente para cono­ cer la realidad. Cada acto se produce por un sentido propio que le es adecuado, en vez de ser una apuesta a los resultados. Aquí comenza­ mos a permitir la plenitud de cada momento; ya no intentamos com­ prar la forma de salir del infierno ni tratamos de sobornar a Dios. Sin embargo, como la negociación no trae los resultados que de­ seamos, nos insume un gran esfuerzo y además nos deja sin tener a dónde acudir; así, entramos en la etapa de la depresión.

• La depresión. Muchos se alarman ante la depresión, pero puede que se esté produciendo un proceso creativo. Se ha llega­ do al punto en que se comienza a ver las cosas como realmente son. Al poner al descubierto que no se puede dominar el mundo, la depresión tiene la virtud de facilitar una nueva apertura.

Posiblemente sea en la depresión cuando uno comienza a comprender lo que está pasando y logra responsabilizarse por la forma en que se reacciona ante el cambio. De esta comprensión surge una nueva valentía y, tal vez, la iniciación de una vida nueva que ya no lucha contra las dificultades insalvables y se entrega a una experiencia manejable y estimulante. • La aceptación. Abrirse a la depresión conlleva poder superarla, de la misma manera que abrirse al infierno implica también supe­ rarlo. Es el comienzo de la capacidad de resolver, con la inmensidad del ser, la soledad del yo. En esta sensación del ser ya no hay duali­ dad, no hay rechazo ni anhelo, desaparece el sentimiento de estar se­ parado de la vida y uno se abre a ella, sintiéndose abarcado plena­ mente. No hay alguien que se abre, sino que uno mismo es la aper­ tura; es la forma profunda del estado de aceptación. Por cierto, esta etapa de la aceptación suele ser la que menos se comprende. Quizá lo sea porque es la que menos se experimenta en estados normales de la vida. También, porque es la última etapa en este camino hacia el morir. Implica un estado particular de concien­ cia y apertura, de aceptación plena de la realidad tal como es. Las personas en aceptación, por lo general, están muy presentes para quienes las rodean. No necesariamente dejan de hablar ni de­ sean estar solas. Tienen el corazón abierto y sus palabras son suaves y directas. Esta etapa sólo significa que aceptaron que tienen un fin, que aprenden a disfrutar del hoy y a no preocuparse tanto del mañana. Cuando alguien se encuentra realmente en estado de paz, tie­ ne pocas preferencias, poco aislamiento, poca “esperanza”, por­ que el miedo se disolvió, confundiéndose en una especie de con­

fianza en el proceso. Al renunciar totalmente a convertirse en al­ go, el individuo entra en lo que es. Estas cinco etapas son predominantemente psicológicas. Tie­ nen que ver con el contenido de la mente, con los pensamientos, con las emociones y los sentimientos, y se relacionan con la muer­ te como algo externo al hombre. Simplificando, la diferencia en­ tre lo psicológico y lo espiritual suele establecerse en que lo espi­ ritual se relaciona no sólo con el contenido, sino también con el espacio en que se desarrolla ese contenido. Las cinco etapas encaran la muerte como si ella estuviera fue­ ra de cada uno, y sólo en la aceptación parece incorporarse la muerte al interior. Deja de ser la gran enemiga para convertirse en el gran maestro que enseña al moribundo a relacionarse con el miedo y no desde él. Cada etapa se extiende sobre la próxima, dejando un poco más de espacio. La negación es un cerramiento que, al comenzar a abrirse, siente que surge como enojo la frustración de la vida. Pero hay un po­ co más de espacio donde investigar y experimentar. Luego se inicia la ronda de negociaciones: “¿Cómo puedo ver con mayor profundidad?”, “¿qué debo hacer para que se vaya el dolor?”. Y aun allí encontramos un poco más de espacio para comprender. A medida que se amplía el espacio, empieza la depresión, la oscuridad de presentir lo lejos que estamos de la verdad. A través de la aceptación, se facilita el derrum­ be de los muros que cercan y protegen. La aceptación libera el espa­ cio. Ya no nos convertimos en alguien que se muere, y entramos en la vastedad del ser que tiene lugar para todo. Incorporamos la muerte a nuestro interior y experimentamos la totalidad que siempre fuimos.

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A partir de la experiencia recogida junto a personas en trance del morir, se ha llegado a la conclusión de que el instante de la muer­ te suele ser de gran quietud y paz; momento de apertura hasta para quienes se acercan a ella con aprehensión. La relación con la muer­ te parece cambiar en los últimos momentos. En cierto modo, la mente y el corazón se unifican poco a poco y la muerte se convierte en algo inofensivo. Según parece, en los últimos momentos muchas personas pasan del infierno al cielo, de la resistencia a una genero­ sa serenidad. Ingresan a una sensación de marcharse flotando. Si bien sobre la muerte sólo se pueden tejer conjeturas y jamás lle­ garemos a saber qué es antes de experimentarla personalmente, en Oriente se ha investigado profimdamente sobre su proceso. La tradi­ ción budista tibetana, por ejemplo, cultiva una considerable y especí­ fica tecnología: meditar para familiarizarse con ese momento, “practi­ car” morir para esclarecer aquello que impide percibir la vida co­ rrectamente, distinguir los procesos mentales automáticos e imperso­ nales de un “yo” individual que perderíamos con la muerte. En particular, las meditaciones permiten presentir el proceso de disolverse, que es la vivencia física predominante en la transición que llamamos muerte. Los límites se vuelven menos definidos, se unifican lo externo y lo interno en el proceso gradual de ir retirándose. Según las diversas tradiciones, el elemento de la conciencia puede tardar entre veinte minutos y varias horas en retirarse del cuerpo. El proceso interno de la disolución y salida del cuerpo se presenta junto con ciertos fenómenos externos que los médicos

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consideran la terminación de las diferentes funciones vitales. Al re­ tirarse de ciertos sistemas, la energía que les da vida se toma cada vez menos evidente; en un momento, esos sistemas son suscepti­ bles de medición y un momento más tarde ya no lo son, aunque to­ davía se esté produciendo el proceso de abandonar el cuerpo. Nuestra idea, marcadamente occidental, de “el momento de la muerte” se asienta sobre ese fenómeno de la capacidad de ser me­ dido. Sin embargo, la muerte no sucede en un momento, sino que es un proceso gradual que se prolonga durante cierto tiempo, cuando ya no se puede medir su presencia con instrumentos. To­ do parece indicar que el proceso de la muerte es una expansión que supera las formas en que siempre se lo midió. La experiencia física de disolución que acompaña el proceso de la muerte está vinculada al antiguo concepto del cuerpo com­ puesto de cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire; estados por los que se transita durante el proceso mismo de la muerte. Cuando se acerca al elemento tierra, comienza a desvanecer­ se la sensación de solidez y robustez del cuerpo. Éste parece muy pesado, con bordes y contornos menos definidos. Ya no existe la sensación de estar “dentro” del cuerpo, se perciben menos im­ presiones y sentimientos, las extremidades ya no responden y los órganos comienzan a dejar de funcionar. A medida que el ele­ mento tierra va disolviéndose en el elemento agua, se siente un flujo, algo líquido, puesto que comienza a derretirse la solidez que siempre intensificó la identificación con el cuerpo. Cuando el elemento agua comienza a disolverse y transfor­ marse en el elemento fuego, la sensación de fluidez se transforma

en una suerte de bruma tibia. El ritmo de los fluidos corporales se vuelve más lento, se secan los ojos y la boca, se toma lenta la circulación, baja la presión sanguínea. Cuando la circulación co­ mienza a fallar, la sangre se asienta en las extremidades inferio­ res y sobreviene un sentimiento de levedad. Cuando el elemento fuego se transforma en el elemento aire, se disipan las sensaciones de calor y de frío, dejan de tener sentido la comodidad e incomodidad físicas, baja la temperatura corporal has­ ta el punto en que el cuerpo comienza a estar frío y blanquecino, se interrumpe la digestión y predomina una sensación de disolverse — una sensación cada vez más sutil de no tener límites— . Cuando se disuelve el elemento aire dentro de la conciencia misma, se siente totalmente la falta de bordes. La exhalación, que ya es más larga que la inspiración, se disuelve en el espacio, y uno ya no percibe la forma o función del cuerpo, sino sólo la sensación de una vasta insustancialidad que se va expandiendo, una forma de derretirse y transformarse uno mismo en infinito océano desbor­ dado. Como se advierte en esta descripción, cada etapa está acom­ pañada de una menor definición de los contornos; se reciben me­ nos estímulos extemos y es más notoria la falta de límites. La muer­ te, o el proceso de morir, parece presentarse como una sensación de que uno se expande mas allá de sí mismo, se disuelve y aban­ dona la forma, se derrite y se funde en lo indiferenciado. Este proceso de disolución parece ser inexorable. Si nos abri­ mos a él y lo aceptamos, tendremos una vivencia de expandimos, de disolvemos en la realidad subyacente. Pero imaginemos nada más cómo sería querer oponemos a su proceso: esto equivaldría

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a querer evitar la disolución con fuerzas cada vez menores y la paulatina restricción de todas las funciones; sería como experi­ mentar, metafóricamente hablando, el mismísimo purgatorio. El aprender a morir acompañando el proceso hace la diferencia en­ tre una muerte en paz y la agonía inútil de una muerte tormento­ sa. Al parecer, todos llegamos al punto en que nos “evaporamos” del cuerpo y debemos abandonarlo. Nuestras características indi­ viduales ya no son predominantes, y sólo está la conciencia, que flota libre. Durante unos momentos, la percepción es especial­ mente brillante y se tiene la vivencia de la única realidad de la que surge toda la creación. Esta gran luz al final del túnel suele ser in­ terpretada de distinta manera, según el credo de la persona que muere. La duración de la experiencia de la luz variaría según la disposición de apertura en cada caso. Esta breve descripción del momento de la muerte es apenas la primera parte del proceso. Según las diversas creencias, siguen luego, en cada caso, las diversas conjeturas de un “más allá”. Muchos encuentran útil “practicar” la muerte. Sin duda, la manera de encarar el presente es la misma tanto en la muerte co­ mo en la vida: implica asumir, abrirse y soltarse. Aprender a morir es aprender a disolvemos, a desatamos de todo lo que nos sujeta al momento, abrimos a lo nuevo sin afe­ rramos a nada. Todos los días, a cada momento, podemos apren­ der a morir, a disolvemos en el mar del puro ser.

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LA MIEME INDUCIDA Otra es la realidad de la muerte inducida. En este caso, lejos de ser vivenciada en sí misma, la muerte es buscada para dar fin a la vida. Se analizan aquí dos variantes de este tipo de muerte: el suicidio y la eutanasia. Si bien pueden llegar a diferir considera­ blemente entre sí, ambas comparten la intencionalidad de provo­ car la muerte con el objeto de finalizar la vida.

• El suicidio. En El mito de Stsifo, Albert Camus expresa mejor que nadie lo que podría llamarse una introducción a la proble­ mática de la muerte autoinducida. Existe — dice Camus— un só­ lo problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no ser vivida es responder a la cuestión funda­ mental de la filosofía. Lo demás, por ejemplo, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, son cuestiones secundarias. Son un juego. Galileo, a pesar de que había descubierto una verdad im­ portante (que la Tierra gira alrededor del Sol), abjuró de ella muy fácilmente apenas vio en peligro su vida. En cierto sentido, hizo bien: esta verdad no merecía que aceptase la hoguera. Es completamente indiferente cuál de los dos, el Sol o la Tierra, es el que gira alrededor del otro. Se trata de una cuestión real­ mente fútil. Por el contrario, muchas personas mueren porque juzgan que la vida no es ya digna de ser vivida. Y, paradójicamente, otras se hacen matar por ciertas ideas que constituyen su razón de vivir. Digamos de paso que estas mismas ideas — o ilusiones— pro­

porcionan una óptima razón para morir. Por tanto, el sentido de la vida es la cuestión más urgente. Al tocar el tema del suicidio, por otra parte, surge pronto la sospecha de que la decisión de matarse no depende exclusiva­ mente del rechazo de la vida. El suicidio es un fenómeno frecuente: se calcula que mueren tantas personas por esta causa como por accidentes de tránsito. La decisión del suicidio puede tener orígenes diversos, pero tie­ nen en común que la vida parece haber perdido su valor y se sien­ te como absurda, hueca o conclusa. Se suelen distinguir dos tipos básicos que difieren por su ac­ titud ante la muerte y por el proceso de decisión. El suicidio con carácter de interpelación ha de entenderse co­ mo aviso del estado de desesperación y de cólera contra el entor­ no y de venganza contra los semejantes. El suicidio de balance, en cambio, es aquel en que la decisión de interrumpir la vida descansa en la ponderación del valor y el carácter unidireccional del curso vital. Aquí, la decisión de qui­ tarse la vida está más centrada en la propia situación existencial y tiene pleno conocimiento de la irreversibilidad de la muerte; es una decisión más sosegada y reflexiva. En el suicidio como interpelación, la vida misma aparece co­ mo insoportable y desesperada, y el carácter definitivo del morir y de la muerte no entra de modo consciente en la opción; la deci­ sión es más intempestiva e irreflexiva. En el suicidio por balance se atenúa el miedo a la muerte, la determinación es más segura y

generalmente logra su objetivo; son principalmente adultos mayo­ res quienes se comportan así. En el suicidio interpelativo no se reduce el miedo a la muer­ te, sino que la desesperación alcanza niveles que lo rebasan; su determinación suele ser precipitada y es reacción a algo grave: un rechazo amoroso, el abandono de los otros, el fracaso en los es­ tudios o en lo laboral. En estos casos, la mayoría de las veces no se cumple con el objetivo, bien porque no se preparó adecuada­ mente la autoeliminación, o porque en el fondo no se quería mo­ rir, sino sólo interpelar a los otros. La mayoría de estos casos son cometidos por jóvenes y adolescentes. Muchos desean morir porque su amor nunca fue correspon­ dido; es decir, no logran lo que anhelan. Se matan porque sufren y no ven satisfechos sus deseos. De los cientos de personas que todos los años se arrojan desde el puente Golden Gate, la mayoría lo hace por el lado que mira a la ciudad de San Francisco; son po­ cos los que saltan del lado que da hacia la inmensidad del Océa­ no Pacífico. Aun en el suicidio, demuestran la profunda relación con el mundo que desean abandonar. La confrontación entre estas dos formas de suicidio requiere una consideración desde lo temporal. La opción por el suicidio de interpelación se produce cuando el vacío de la vida y su falta de horizonte se viven con más agudeza, a modo de catástrofe que deshace todos los mecanismos de adaptación. La desesperación se impone con fuerza incontenible y supera el miedo a la muerte. Dice un adolescente: “Tengo miedo de morir, pero es mejor que estar marcado por el fracaso para siempre. Espero no fallar

al menos en esta última salida. Me gusta la vida, pero una exis­ tencia arrastrada no merece vivirse”. La muerte, a pesar de la desesperación frente a la vida, no ha per­ dido su carácter siniestro. Por eso se contrarresta con fantasías glorificadoras o se intenta anularla, en cierto modo, como pura nada. En el suicidio de balance, la opción frente al vacío y el absur­ do de la existencia se produce al final de un largo proceso de re­ flexión. En este caso, la barrera de la muerte es menos sólida y pa­ vorosa porque la opción contra la vida se toma como decisión úl­ tima, voluntaria y necesaria. Aquí, la muerte no significa más que el destino seguro de to­ do ser humano y por eso suscita menos terror. El miedo a morir pesa menos y se dulcifica. La actitud ante la muerte nace como una confrontación ante la vida, en particular, con el pasado de la vida resumido en el ahora. Es decir, como supresión de este aho­ ra. Frente a una vida que se ha tomado absurda y aparece sin perspectivas, no puede haber temor a la muerte. “Hay cada vez menos personas para mí — expresa un anciano que ha decidido quitarse la vida— ; llevo una vida rutinaria; muero en un cuerpo vivo; no puedo ofrecer nada más a la vida y no tengo nada más que esperar de ella. Todas las alegrías y los goces han desapare­ cido; me siento cada vez más insignificante, cada vez más mortal”. El suicidio suele ser un intento de controlar lo que de otro mo­ do resulta incontrolable, la única posibilidad de evitar la derrota to­ tal. A menudo la causa no es un odio por la vida sino un anhelo ve­ hemente, un deseo de que las cosas sean diferentes, de que la vida

sea plena cuando aparentemente no lo es. El suicidio puede ser, pa­ ra muchos, la manifestación de un “deseo de vivir” frustrado. En otros casos, puede ser que, a causa del dolor y el sufrimiento, ya no se le encuentre sentido a la existencia; así, la muerte queda como única salida. Ya lo dijo un filósofo griego: “Lo trágico, amigo mío, no es que la vida tenga que terminar, sino que debamos desear la muerte tantas veces antes de perecer naturalmente”.

• La eutanasia. El creador del psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), contrariamente a lo que su nombre propio indica (en alemán Freude significa alegría), terminó su vida de manera triste y tormentosa; un cáncer en la boca fue su condena final. Al enterarse de su mal, Freud comprendió cuál era su pro­ nóstico y tomó recaudos: comprometió a un médico amigo para ayudarlo a abreviar su vida de ser necesario. Necesitaba asegurar­ se de que podría “desaparecer de este mundo con decencia, si el sufrimiento se hiciera intolerable”. El pacto se selló con un fuer­ te apretón de manos. Hacia mediados de 1939, después de pasar por más de trein­ ta operaciones, el cáncer recrudeció. Esta vez, además de los in­ tensos dolores y molestias que le originaba una prótesis de pala­ dar que usaba para comer, Freud debió soportar junto con quie­ nes lo rodeaban, la humillante incomodidad del olor fétido pro­ ducido por los tejidos necrosados del tumor. Era difícil permane­ cer cerca de él. Cabe recordar que entonces no existían antibióti­ cos y las infecciones eran incontrolables. Agotado por los años y tantos padecimientos, cuando ya todo era muy difícil de sobrellevar, de común acuerdo con su hija Ana,

que amorosamente lo cuidaba, Sigmund le recordó a su amigo el pacto sellado. Se disponía a morir. La vida, antes plena y produc­ tiva, se había transformado en una pesada carga, en un tormento. Reclamó entonces su derecho a ponerle fin y pidió la eutanasia. Una inyección de morfina en la vena terminaría piadosamente con esa penuria. Así murió, comenzado el otoño de 1939Es un caso típico de eutanasia activa. La palabra eutanasia, que quiere decir “buen morir”, proviene del griego: eu, que sig­ nifica “bueno” y tánatos que quiere decir “muerte”. Eutanasia activa es una acción u omisión del médico que tie­ ne como fin acabar o acortar la vida del paciente en ciertas cir­ cunstancias. En la eutanasia pasiva, en cambio, lo que se hace es no brindar, o retirar, los medios con los que se logra mantener ar­ tificialmente con vida al paciente. Si bien esto último puede tener como consecuencia un acortamiento de la vida, el paciente mue­ re por la propia evolución de su enfermedad. El retirar un aparato de respiración artificial a un enfermo in­ consciente nada tiene que ver, generalmente, con la eutanasia. En este último caso, la retiración se hace una vez producida la muer­ te cerebral, cuando — según los últimos conocimientos sobre fi­ siología— el hombre ya no vive. Si bien son cosas diferentes, desde la óptica del médico, las medi­ das de eutanasia pasiva que llevan a la muerte no difieren esencial­ mente de la mayor parte de las intervenciones arriesgadas. En efecto, muchas operaciones en casos incurables, encaminadas a mitigar dolores fuertes, pueden resultar en el acortamiento de la vi­

da o directamente en la muerte. Dadas estas consecuencias, siempre se requiere la ponderación a la hora de decidir tales intervenciones. En la práctica médica, tanto las operaciones de este tipo como la eutana­ sia pasiva vienen a coincidir en el ejercicio profesional del médico. La eutanasia pasiva incluye implementar todos los recursos médicos y humanos disponibles para conseguir un adecuado con­ trol del dolor, el sufrimiento y los trastornos comunes en la en­ fermedad terminal. Requiere, asimismo, del trabajo de prepara­ ción psicológica y espiritual del paciente y de su entorno. Procu­ ra arribar a una aceptación cabal del sufrimiento y la muerte. La distinción aparentemente sutil entre eutanasia activa y pasiva es de una importancia básica, ya que sólo la primera es una occisión, es decir, es causada la muerte. El paciente, en lugar de morir, con la consiguiente incertidumbre del “cómo” y el “cuándo”, es muerto. Se intenta mostrar que la muerte de un ser humano no es la mera extenuación de los procesos biológicos, ni sólo la conclu­ sión de una vida, sino su culminación. Quizá, también, el punto de partida a formas de conciencia diferentes. La posibilidad de man­ tenerse consciente le confiere al morir esa cualidad misteriosa del orden de lo sagrado que invita al respeto. La eutanasia activa es, sin duda, una actividad inquietante. En la mayoría de los países industrializados se tiende hacia una despenalización de su práctica y, en razón de esta mayor permisividad, uno de cada seis pacientes mueren de ese modo. El problema trasciende el ámbito médico y convoca opiniones encontradas que se sustentan en principios éticos, filosóficos, religiosos y científicos que compro­ meten los intereses de la sociedad en su conjunto.

Los partidarios de la eutanasia activa esgrimen en su favor atendibles razones humanitarias para poner fin al dolor y al sufri­ miento inmanejables, y el derecho de la persona a disponer de su vida, como vimos antes en el caso de Freud. Pero la situación no está libre de dudas, pues una vez elaborada la despedida final y con la persona preparada para su partida, ¿cómo estar seguros de que aun en esos casos, al acelerar el proceso no estamos interfi­ riendo con leyes ignotas que rigen los misterios de la vida y la muerte? ¿Cómo saber cuándo estamos interponiéndonos o parti­ cipando en el destino del otro? En nuestra cultura se ha interferido tanto en la naturaleza, que ya no sabemos morir. No todos los partos son normales ni las muertes eutanásicas, en el sentido original de la palabra. Parece legítima entonces la actitud del médico de acelerar en algunos ca­ sos el tránsito hacia la muerte, muerte que por otro lado suele quedar retrasada por implementos técnicos artificiales. Lo importante es que el pedido sea expresión de un estado de plena y elevada conciencia, en un contexto apropiado de amor, acep­ tación y respeto, en un áurea serena de confianza, nunca motivada por la desesperación, opresiones o exigencias de ningún tipo. Sin embargo, muy contadas veces un paciente pide ayuda pa­ ra poner fin a sus días. Y en la mayoría de los casos, cuando su pedido no es rechazado ni alentado, el mismo paciente cambia de idea. Cuando sabe y confía en que puede contar con esa opción se relaja y tranquiliza, lo que le permite asumir de otra manera su propia muerte. Muere, finalmente, en el sentido original de la pa­ labra: Eutánatos.

C a p it u l o 1 0

a BIEN MORIR El “buen morir” refleja en su sentido originario el significado de la palabra griega “e u ta n a s ia En este capítulo se intenta abor­ dar la problemática que se presenta cuando el hombre toma con­ ciencia de su muerte próxima, por ejemplo en el caso de las en­ fermedades terminales, como el cáncer o el SIDA. En estas circunstancias, lo más indicado es que un profesional especializado en estos temas acompañe tanto al paciente como a su entorno; podrá ser un psicoterapeuta, pero también suele haber sa­ cerdotes, pastores, etc. que se dedican especialmente a ello. Aquí se trata de un caso particular de conciencia de muerte. En efecto, ya no es el hombre en su cotidianidad que teoriza acerca de la muerte, sino una mujer o un hombre enfermo, moribundo, que debe tomar conciencia sobre su estado de paciente terminal que camina irreversiblemente hada la muerte próxima, real y concreta. Desandar este camino de la forma más natural y menos trau­ mática posible, tanto para el paciente como para su entorno, será el objetivo de todos los involucrados con la guía del especialista en estos temas

llBlTBM T MBt OBfB________________________ El pariente que ha tomado conciencia de su situadón de enfer­ mo terminal sabe que no hay tratamiento alternativo para ayudarle. Usualmente desconoce qué tipo de ayuda se le pueda brindar; aun así, en la mayoría de los casos, estará dispuesto a intentarlo todo.

Para que este proceso de fin de vida pueda ser llevado a cabo con cierto éxito, es necesario que se le alivien los dolores más in­ tensos. Una nueva especialidad médica, la algodología, trabaja en calmar a aquellos pacientes aquejados. Es importante para el paciente diferenciar, antes que nada, entre el hecho de estar enfermo y el rol de estar enfermo. Enfermarse no consiste sólo en la enfermedad propiamente dicha que ataca al cuer­ po, sino que también es un proceso a nivel mental. Es en este plano que se configura la identificación con el rol. La falsa identidad que da el rol de estar enfermo imposibilita el asumir verdaderamente la situación real, coartando el trabajo sobre la auténtica identidad. El paciente va conformando un nuevo personaje, gestado en el miedo a la muerte, con el cual su yo se identifica inconsciente­ mente. Cuando, gracias al trabajo psicoterapéutico, comienza a ver “el personaje”, a tomar conciencia de su existencia, él ya será dos: el que observa y el personaje observado. Esta suerte de desdoble permite la des-identificación con el rol de enfermo. Con el darse cuenta, la persona comienza a des­ pertar a la realidad de tener un cuerpo enfermo y poseer también una mente capaz de incursionar más allá de ella misma. Llegado a este punto, la vivencia es de liberación. Desde el rol de enfermo, el paciente era una víctima impotente de su engaño, de su enfermedad y de su entorno. Libre de este rol, a medida que procesa su miedo básico a la muerte, puede asumir una posición activa y responsable. Ve, tal vez por primera vez, qué terapéuticas debe aceptar y cuáles rehusar, se siente en condiciones de elegir con más libertad y decidir cómo continuar lo que le reste de vida.

En otras palabras, el paciente se recupera como individuo, re­ cuperando su propia identidad. Esto último se ve facilitado por es­ ta instancia de meditación que se despliega a lo largo del proceso terapéutico o de acompañamiento. Meditación que no requiere de iniciaciones esotéricas: se trata de entrar en un estado absoluta­ mente natural para el hombre, que sólo por razones que hacen a los hábitos culturales ha venido quedando relegada. Meditar con­ siste simplemente en crear un espacio de silencio interior en el que el ser pueda manifestarse. Esto, que parece un camino fácil de recorrer, tiene también sus momentos duros y difíciles, en los que el paciente flaquea y necesita de su entorno para sostenerse y ser contenido. Sólo palabras como “agonía” y “aflicción” describen estos estados culminantes. La vivencia de desamparo puede ser tremenda. La persona se da cuenta de que está sola, aunque familiares y amigos estén a su lado, brindándole todo el amor humanamente posible; sola también debe­ rá cruzar esa puerta tan temida que vislumbra y no puede ser evitada. Es algo irreversible. Por momentos, los demás podrán sostener su ma­ dero, pero ésa es su cruz. Es imposible apartar las imágenes nacidas del dolor y del sufrimiento, pero, paradójicamente, esta vivencia de so­ ledad es transformadora. Aveces, basta por sí misma para llevar al pa­ ciente a un nuevo estado de conciencia más expandido. La persona advierte que está muriendo; no se trata tanto de un dolor físico como de un lacerante dolor interno, espiritual. Siente que se está yendo de todo aquello que llamó “su vida”, y si toda­ vía no se siente preparado, seguramente no querrá irse y su vi­ vencia será que está siendo desalojado por la fuerza.

Largas noches lo encontrarán reflexionando sobre todo su pa­ sado, sobre lo que ha sido. ¿Qué es lo que ha sido todo eso? ¿Aca­ so acumular dinero, poder, actuar y tratar de ser más que los de­ más, adecuarse a los otros según los “valores” impuestos por la sociedad? Intentará aferrarse sintiendo, tal vez, que la vida se le escapa, como esos sueños que cuesta recordar. La tortura mayor es ahora no comprender cuál puede ser el sen­ tido de todo esto. “¿Dónde está Dios, que no lo encuentro por nin­ guna parte?”, podrá preguntar hasta el más creyente. De hecho, esta es la fase más trágica en la experiencia de la propia finitud. En rea­ lidad, desde la perspectiva del paciente, se trata de elaborar sus pérdidas. O, dicho de otro modo, trabajar sus apegos, cortando los lazos que aún lo atan. En algún momento se sentirá un extraño para sí mismo. Con to­ do el dolor que eso implica, le resultará difícil reconocerse en ése que ya no podrá salir a la calle, saludar al vecino, tomar el colectivo o charlar con el diariero sobre fútbol. No, ése ya no es él mismo. Ni volverá a ver el mar o la montaña, ni podrá realizar los viajes tantas veces soñados, ni siquiera volver a ver una puesta de sol junto al río. Este es el momento de mayor tristeza y dolor que conlleva la despedida. Se despide de todo, incluso de los atributos inherentes a su “identidad”. Inicia una suerte de despersonalización, y llega a preguntarse qué quedará de él si sigue así; crecen los miedos y puede sobrevenir el temor por su juicio y la locura. A lo largo de la vida, pocos son los que se preguntan: “¿Quién soy?” y “¿Cuál es el sentido de la existencia?”. El enfermo terminal, en cambio, se ve bruscamente ante la imposición de estas pre­

guntas. La peculiar condición de su reclusión y postración no só­ lo precipitan la necesidad de esa indagación profunda sino que, paradójicamente, crean las condiciones óptimas para ello. Superada esta instancia oscura de máxima incertidumbre, la mayoría de los enfermos terminales descubren dentro de sí mis­ mos un espacio abierto que describen como lleno de luz, armo­ nía y, sobre todo, amor. Es una calidad de amor que desconocían, y que ahora fluye de ellos naturalmente y les llega y reciben de los demás. Suelen llamar a ese espacio “alma”, pero no entendido co­ mo alma individual sino como un alma universal, cósmica y eter­ na de la cual participan y sienten palpitar dentro suyo. Llegado a este punto, ya se ha efectuado el gran vuelco inter­ no. La revelación consiste en descubrir que morir es desprender­ se de todo aquello que es externo, incluyendo el propio cuerpo. Si se observa con atención, se verá que lo que cae es el disfraz con que se han desempeñado los roles y actuado los libretos en este gran teatro que es la vida humana en sociedad. Al morir, ya no es necesario preocuparse por lo que se deja, por lo que debe morir. La mayoría de los enfermos terminales que entienden esto ya no se preocupan por la crisálida que dejan, si­ no por la mariposa que nace; se despreocupan por sí mismos y se abren al nuevo ser.

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A esta altura, el enfermo terminal ya se encuentra en el cami­ no del buen morir. Si bien se constata un avance inevitable de la

enfermedad, esto no impide que pueda tener espacios placente­ ros, al mismo tiempo que percibe cómo las fuerzas lo abandonan. Su relación con el entorno también cambió, ha disminuido el miedo y podrá hablar sobre la cercana muerte con notable natu­ ralidad. Hasta el dolor duele menos, y está menos irritable, no se enoja tanto, y se permite sentir y experimentarlo todo. Por experiencia aprende que una actitud relajada es la mejor defensa ante cualquier molestia. Estará más sensible, y en los tra­ mos finales de la vida, llorar y estar bien no serán contradictorios. El paciente ha comprendido que todo lo que está viviendo — su enfermedad, el sufrimiento y aun la inminencia de su propia muerte— no es un castigo divino, o una desgracia inexplicable e injusta. Ha encontrado cómo superar o trascender el sufrimiento, que se toma entonces una experiencia profunda, fuerte, de logro y crecimiento inefable. Comprende que Dios, la vida, la existencia o como él llame a “aquello”, no le impone esa experiencia para su desdicha, sino como un contexto de aprendizaje. Esto lo verifica con su propia transformación, tanto él como quienes lo rodean. Atrás queda la complicada relación con el enfermo, aquella en que estar un rato con él resultaba difícil, pues ante su situación parecía que todos los demás debían sentirse culpables de estar sanos. Cuando el enfermo logra transformar su visión del proceso, aprovecha cada minuto del día. Está sensible, tierno, emotivo; aprende y disfruta más de todo. Ya no “pasa el tiempo”, sino que quiere vivir todo el tiempo que puede y del que dispone. También

es cierto que tiene más sueño y duerme más. Se comienza a cum­ plir aquel refrán griego que dice: “Hermano eres, sueño, de la muerte”. Una muerte apacible comienza a ser posible. En un cierto punto, el paciente se siente más liberado; ya no se preocupa tanto por su enfermedad; siente que, si bien las fuer­ zas lo abandonan día a día, su espíritu se mantiene sereno. Esto es lo que le permite comprender que su enfermedad, si bien com­ promete su cuerpo, no afecta a todo su ser. La conciencia no es­ taría afectada a este proceso de morir. El hecho de sentirse bien con su cuerpo tan deteriorado le ha permitido comprender que él no es sólo su cuerpo, o sus emo­ ciones, sus sentimientos, ni siquiera su mente. Poco a poco sien­ te y comprende la necesidad de abandonar este cuerpo que le aca­ rrea molestias y trastornos. Empieza a inferir la necesidad de la li­ beración final y no se siente culpable de abandonar a los suyos; sabe que lo comprenderán. En sus largas horas de sueño parece haber establecido contac­ to con una realidad distinta. Según sea su creencia, habla de Dios; también habla mucho de familiares o de seres queridos muertos tiempo atrás. El dormir se transforma en pequeñas incursiones en un más allá que lo llenan de confianza. Ha empezado, también, con los estados de coma que al principio son reversibles. Tranquilo, ya sin miedos, con la mirada serena y apacible, ha­ bla poco, y ha comprendido que vivir no es durar. Su entorno — sus familiares y sus amigos íntimos— lo ha acompañado en es­ te nuevo aprendizaje de la muerte.

Apéndice

MÁS ALUÍ DE LA MUERTE La muerte plantea un interrogante central: ¿debe considerár­ sela como la derrota definitiva del hombre, o es la vida, por el contrario, más fuerte, superadora de la muerte? Este interrogante nace existencialmente del contraste entre la grandeza de la vida y la amenaza de la muerte. En su experiencia, el hombre suele tener la sensación de no agotar el sentido de su existencia dentro de los límites de la his­ toria. Pero ¿dónde encuentra el hombre un fundamento suficien­ te para afirmar la inmortalidad personal? En siglos pasados, incluso los no practicantes creían en un dios y en la inmortalidad del alma; hoy, muchos sostienen que la existencia humana sólo se desarrolla en la historia y no sobrepasa sus límites. Que la muerte sea la última palabra de la existencia humana parece ser, para algunos, un hecho absolutamente evidente, que no amerita discusión. Sin embargo, es menester examinar crítica­ mente esta evidencia y demostrar que es inevitable. Quienes consideran al hombre como un ser enteramente corpóreo, dado que el cuerpo se extingue absolutamente en el momento de la muerte, sostienen que nada queda del hombre después de ésta. Así y todo, es legítimo preguntarse si la ruina del cuerpo fisiológico significa también el ocaso radical de la vi­ da personal. Parece que no es posible llegar a fondo con la tesis sobre la muerte radical sin recaer en el más vulgar de los materialismos.

La hipótesis de la muerte radical de la existencia personal po­ dría llevar a considerar la misma libertad como una ilusión trági­ ca, una pasión inútil. Camus, quien planteara el carácter absurdo de la existencia, se pregunta con toda seriedad: ¿Qué libertad pue­ de haber en sentido pleno, sin garantías de eternidad? Incluso en el absurdo, la existencia misma parece rebelarse y proclamar la certeza de que, de hecho, hay algo con sentido inex­ tirpable. Amar al prójimo, al niño con hambre, al que sufre; todo esto tiene sentido en contra del absurdo. Desde el punto de vista del evolucionismo la muerte se mani­ fiesta como la forma o la condición de un nuevo progreso. Dado que el sentido de la evolución está en la aparición del hombre, la muerte no sería compatible con su ocaso total. No se trata de afir­ mar en nombre de la evolución la supervivencia de un alma en el sentido platónico, sino de rechazar el poder absoluto de la muerte. En este mismo nivel se sitúa la prueba tradicional de la in­ mortalidad. Su intención central consiste en decir que la espiri­ tualidad del hombre no puede desaparecer por el sólo hecho de la descomposición del organismo biológico.

Lia LÍMITES llt U1STO8H______________________ La tesis por la cual el hombre encuentra plenamente el signi­ ficado de su existencia en el interior de la historia, está ligada a por lo menos tres presupuestos fundamentales. Por un lado, se supone que la humanidad, como especie bio­ lógica, continuará viviendo indeterminadamente. También se su­

pone que esta humanidad arribará inevitablemente a una organi­ zación social sin explotaciones ni alienaciones. Y que esta socie­ dad sin alienaciones será una respuesta total al significado de la existencia personal. A esta postura se le objeta que la continuidad biológica de la especie humana es incierta. Así, sería un error hacer depender el sentido de la existencia humana de la inmortalidad de la especie que, después de todo, quizá dure menos que los dinosaurios... Asimismo, el advenimiento de una sociedad sin alienaciones no es ni mucho menos un dato seguro. Esa humanidad es un ideal mí­ tico y utópico. Y aun si ese ideal fuera alcanzado, no termina de jus­ tificar que muchas generaciones hayan tenido que vivir y morir en la alienación. Esta postura concluye que, al vivir en una sociedad sin aliena­ ciones, el hombre puede desarrollar plenamente sus posibilidades, ser enteramente feliz y no sentir ninguna amargura por la muerte. Sin embargo, estas ideologías suelen terminar anulando al in­ dividuo, a la persona real y concreta que se debate en el vivir co­ tidiano. Las teorías que consideran la historia como respuesta adecuada al sentido del hombre, han llevado realmente a cabo la negación de la persona, sustituyéndola por un espíritu objetivo: la cultura, la sociedad futura, la clase obrera, la historia, etc. No es la importancia de la historia lo que se discute ante la muerte o ante la idea de la inmortalidad personal, sino más bien la absoluüzación de la historia y la eventual negación del valor ina­ lienable de la persona humana.

Entre las objeciones más serias que suelen hacerse a la idea de in­ mortalidad aparecen las que entienden que esto implica una interpre­ tación individualista del hombre, propia del ámbito del racionalismo. La inmortalidad personal sería la característica natural de un alma espiritual dispuesta para ser y obrar sin el cuerpo y sin los demás. La tarea inderogable del hombre consiste así en pensar en el alma individual y en trabajar por su salvación. Éste es el origen de la tan divulgada frase: “Salva tu alma”. Contra esta interpretación individualista del hombre se sostie­ ne que la inmortalidad personal no nace en primer lugar por la preocupación de afirmarse personalmente a sí mismo a costa de los demás. Al contrario, la exigencia de inmortalidad nace en pri­ mer lugar del amor al otro. La acusación de individualismo se relaciona con otra, según la cual la creencia en la inmortalidad sería nociva, ya que alienaría al hombre y lo haría incapaz de comprometerse por la transfor­ mación del mundo. Creer desmesuradamente en el más allá signi­ ficaría despreciar los valores terrenales, vivir en una especie de fuga o de excusa frente al mundo. En esto se basa la crítica del filósofo alemán Feuerbach (1804-1872), quien llegó a decir que la vida pierde todo valor si se cree en una vida eterna celestial. No se puede representar el más allá sin anhelarlo, y al hacerlo, se desprecia este mundo las­ timoso y pasajero. Sin embargo, son muchos los que han encontrado en su fe la fuerza para trabajar y soportar el sufrimiento en este mundo,

conscientes de que lo mejor que hoy se construye entre las per­ sonas humanas se salva de la muerte. Así, si el ser humano no puede comprenderse solamente co­ mo materia evolutiva e histórica, debe tener otro fundamento y un destino más allá de la historia.

FMMMBm i» u hmmbumi nmmi__________ La dificultad más importante en tomo de la inmortalidad per­ sonal es su justificación positiva, es decir, la de sostener que el hombre es efectivamente inmortal. En nuestra cultura, los diversos intentos por demostrar la in­ mortalidad del hombre pueden agruparse según dos perspectivas distintas. Por un lado, se ha intentado encontrar en el mismo hombre un fundamento de su inmortalidad. Por otro, está el re­ curso de apelar a la dimensión religiosa del hombre, especial­ mente en su relación con Dios. El primer tipo de consideración se basa en la idea de alma se­ parada. Así, el alma, por ser inmaterial, no se descompone como el cuerpo, y una vez ocurrida la muerte, continúa ejerciendo sus facultades propias de inteligencia y voluntad. El pensamiento contemporáneo encuentra muchas dificulta­ des en concebir la inmortalidad personal a través de la idea de incorruptibilidad del alma separada. Básicamente porque es impo­ sible su fundamentación empírica. De esta manera, la inmortalidad personal no se plantea en tér­ minos de un discurso rigurosamente filosófico. Es más bien cues­

tión de convicciones o de certezas prefllosóficas, y de una suerte de fe que supera toda demostración. Otra dificultad que se presenta es la del lenguaje que se refie­ re a la inmortalidad. Por un lado, se recurre frecuentemente a imágenes míticas, a veces infantiles, para describir cómo sería la vida en un más allá; representaciones que difícilmente resisten un análisis crítico. Por otro lado, las categorías espacio-temporales de una dimensión “después de” o “más allá” de la muerte son de aplicación poco convincentes. Finalmente, la realidad misma que se significa con el término “alma separada” presenta también dificultades. Esta idea, relacionada con una interpretación dualista del hombre, sostiene que después de la muerte el alma espiritual se­ guiría ejerciendo las funciones esenciales — pensar, querer, etc.— , sin necesidad del cuerpo. Sin embargo, el cuerpo no sólo participa, sino que también es condición fundamental para las ex­ presiones de la existencia humana. El enfoque dualista, entonces, no logra demostrar de qué manera el alma puede seguir existien­ do tras la destrucción del cuerpo, y obrando como ser humano. De estas reflexiones se puede concluir que la concepción de la inmortalidad como incorruptibilidad del alma espiritual, es in­ suficiente. No tenemos entonces argumento racional decisivo que permita asegurar, en base a lo que somos, que continuaremos existiendo después de la muerte. Y

si la existencia se considera un don, ¿qué cosa puede con­

firmar que este don nos será conservado después de la muerte? La

respuesta estaría en el fundamento de tal don, aquel de quien lo recibimos y que las religiones, de distinta manera, llaman Dios; pero éste ya es otro camino. Y

justamente, el otro camino para fundamentar la inmortali­

dad personal busca su apoyo en la dimensión religiosa del hom­ bre, especialmente en su relación con Dios, cualquiera sea la for­ ma que éste adopte. Pero, más allá de suponer la existencia de un Dios, la pregunta sigue en pie; el que cada persona sea alguien pa­ ra este Dios creador, ¿ofrece realmente una garantía de inmortali­ dad personal y de cumplimiento total del sentido de la existencia? La afirmación de un Dios creador implica que la trascendencia espiritual del hombre no es un rasgo marginal, sino la expresión de su origen creado. Los aspectos trascendentales del ser humano se­ rían indicadores de la existencia de un Dios creador que está en el centro de la existencia humana como origen y como destino. Según esta perspectiva, ser criatura de un Dios, es serlo para siempre. Porque querer a alguien para siempre es “quererlo pa­ ra siempre”. Si este Dios creador pone al hombre en la existencia en virtud de su amor y voluntad eterna, esta misma disposición de­ bería ya ser garantía de inmortalidad. Así y todo, el alcance de estas reflexiones es limitado. Por un la­ do, no “explican” el problema sobre la inmortalidad, que aún que­ da abierto. Ofrecen, sí, el fundamento de una perspectiva de inmor­ talidad personal que apela a un elemento no filosófico: Dios, como origen y sentido de la vida humana. Fundamento inasible para la ra­ zón, y por tanto, solamente objeto de fe y esperanza.

Por otro lado, hay que tener presente que la fuerza convin­ cente de esta perspectiva de inmortalidad depende de la medida con que el hombre consiga descubrir, creer y reconocer al Dios creador. Pero nunca hay una claridad tal que logre sacar plena­ mente al Dios misterioso y escondido de su ocultamiento. Reconocerse criatura ya no será un acto intelectual, sino un acto existencial y religioso de abandono, de fe y esperanza. Acto en el cual la misma razón humana deberá reconocer sus límites. Desde esta posición, según la cual la inmortalidad del huma­ no radica en su origen divino, todo depende de Dios. Al mismo tiempo, el afirmar que Dios quiere al hombre por siempre — su­ primiendo el aspecto trágico de la muerte total— , no encuentra más fundamento que en la fe y la esperanza. ¿Y si la duda invade el corazón humano? ¿Y si el Dios se eclip­ sa y arrastra consigo toda esperanza de trascendencia? En ese ca­ so, el hombre se volverá a encontrar solo ante la necesidad de fundamentar el sentido de su existencia. Desde la angustia prime­ ro, volverá luego a experimentar que tiene sentido el ayudar al otro, tender una mano al niño, al necesitado... Certezas que poco a poco lo encaminarán nuevamente hacia una significación total de su paso por este mundo y hacia la posibilidad de recrear el sentido de una vida más allá del absurdo de la muerte.

GLOSARIO Alienado: que vive en la alienación, es decir, en la enajenación. Es el estado en el cual el individuo vive inauténticamente. Llevar una existencia alienada es vivir sin tomar decisiones propias; dejar que los otros — personas o circunstancias— decidan por uno. Se pro­ duce la liberación cuando se deja de estar alienado, se decide sobre uno mismo y se vive auténtica, conscientemente.

Alma: se designa así a la sustancia espiritual e inmortal que, junto al cuerpo, conforma al ser humano. Algunos niegan la exis­ tencia del alma — los materialistas, por ejemplo— , y los que cre­ en en ella no siempre lo hacen de igual manera: para unos no es inmortal, para otros se reencarna, para otros va al cielo, etc. Tam­ bién suele conocerse por “alma” el principio de animación o vi­ da, el aliento vital.

Angustia: es un estado de ánimo que invade al ser humano, que sin saber vive alienado y de pronto cobra conciencia de su vida inauténtica. La angustia es una llamada a la autenticidad y un no saber bien qué decidir. Angustia es el estado en el cual debemos tomar una decisión de entre tantas posibilidades, elección en la que estamos básicamente solos. Suele decirse que la angustia es el temor ante la nada, a diferencia del miedo, que es temor a algo.

Antropología: antropología filosófica es el estudio y refle­ xión sobre el hombre: qué es; quién es; qué sentido tiene su vida, su mundo, su muerte.

Dualismo: perspectiva que sostiene la doble composición del objeto de estudio. El dualismo antropológico que el hombre es un

compuesto de dos partes: alma y cuerpo. Así lo hicieron, por ejemplo, Platón en la antigüedad y Descartes en la modernidad.

Epicuro: filósofo (siglo III a. C.) creador del epicureismo, que consideraba el placer como objetivo de vida y única felicidad. Su ideal ético enseñaba a renunciar a los placeres inferiores y pro­ curaba los goces que dan tranquilidad al espíritu. Para lograr es­ to, trató de suprimir el temor a los dioses y a la muerte.

Estoico: que adhiere el estoicismo, corriente filosófica na­ cida en la Grecia del siglo III a. C. Para los estoicos, el fin su­ premo de la sabiduría era la virtud, la cual consistía en cumplir el orden universal impuesto por la naturaleza. El ideal de la mo­ ral estoica residía en sofocar toda pasión y seguir los dictados de la razón.

Evolucionismo: corriente de pensamiento de gran auge en los siglos XIX y XX, que se basa en la Teoría de la Evolución. Esta hipótesis explica todos los fenómenos por medio de transforma­ ciones sucesivas, desde una realidad primaria. Así, sostiene que la evolución de las especies tiene lugar mediante transformaciones que buscan una mejor adecuación al medio ambiente. También plantea la transformación del hombre de un estado de alienación a uno de libertad, así como la transformación de la sociedad alie­ nada a una compuesta por hombres libres.

Existencia: se refiere a la realidad actual y concreta del hom­ bre. Cuando hablamos de una situación existencial, queremos de­ cir que compromete plena y profundamente la realidad viva del ser humano individual en determinada situación.

Existencial: relativo al existencialismo, corriente filosófica del siglo XX que reflexionó principalmente a partir del hombre como existente. Este movimiento trató de fundar el conocimien­ to de toda realidad sobre la experiencia inmediata de la propia existencia.

Materialismo: como doctrina filosófica, es aquella que sólo admite como única sustancia real la materia, negando toda espiri­ tualidad y también la inmortalidad del alma humana. Suele desig­ narse también como materialistas a aquellos que dan extremada importancia a las cosas materiales.

Mecanicista: relativo al mecanicismo, frecuentemente vincu­ lado al materialismo, que sostiene que las transformaciones son sólo cambios mecánicos — a veces complejos— , de orden físico. Esta visión de la realidad suele desestimar las situaciones existenciales de libertad y decisión en el ser humano.

Metafísico: perteneciente a la metafísica, que, desde la filosofía, es la parte que trata al ser en cuanto tal e indaga sobre las primeras causas y principios. Metafísica indica aquello que está más allá de la física o del ámbito de lo físico; por ello suele hablarse de ella en re­ lación al más allá, al trasmundo, o a la vida más allá de esta vida.

Racionalismo: remite a la corriente filosófica que se funda­ menta en la razón humana. La razón — o inteligencia— humana es tomada como centro de todo conocimiento y juicio válido, des­ preciando otros aspectos, como los del sentimiento o la experien­ cia práctica. El racionalismo exagerado descuida el aspecto afec­ tivo y existencial del ser humano.

Represión: mecanismo psicológico por el cual se aleja de la conciencia los problemas fundamentales, como el del sentido de la vida o el problema de la muerte. También algunas posturas ideo­ lógicas reprimen o remueven el problema de la muerte; así, hay posturas materialistas que apenas mencionan o problematizan la cuestión en su ideario.

Trascendencia / trascendental: en principio es todo aque­ llo que traspasa los límites de la ciencia experimental. En nuestro caso, es el ámbito existencialmente intuido, pero que carece de demostración lógico-racional, como lo puede ser un espacio de vida o mundo distinto de “este mundo”. Trascender es, enton­ ces, traspasar los límites de lo experimental.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA • Elisabeth Kübler-Ross, La rueda de la vida, Ediciones B, Barcelona, 1997.

Pionera en el trabajo de aliviar el sufrimiento de los enfer­ mos terminales, Elisabeth Kübler-Ross llegó a la conclusión de que morir es tan natural como nacer y crecer; pero el mate­ rialismo de nuestra cultura ha convertido este último acto de desarrollo en algo aterrador. A los setenta y dos años de intensa vida, la autora decidió escribir estas memorias. El resultado de su esfuerzo es un libro tan singular como la propia Elisabeth Kübler-Ross, una mujer que no cree en losfantasmas de la muerte y sí en el poder de un amor incondicional, capaz de guiamos cuando abandone­ mos la Tierra en busca del hogar definitivo. • Hugo Dopaso, El buen morir, Longseller, Buenos Aires, 1994. El autor considera dosperspectivas clavepara lo que él lla­ ma ‘‘el buen morir”: laposibilidad de ayudar a alguien a dejar este mundo sin miedos ni sufrimientos, y la necesidad de to­ mar conciencia, mientras se está sano, de los condiciona­ mientos errados, los prejuicios y lasfalsas creencias que con­ funden nuestras mentes y corazones. Este libro señala un ca­ mino para la superación de estas dificultades. • Joseph Gevaert, El p roblem a d el hom bre, Sígueme, Salamanca, 1993.

Esta “antropologíafibsófica” representa un determinado ti­ po de lectura e interpretación del hombre como existente en este mundo. Gevaert pone en el centro de discusión el problema del

significado del hombre, esto es, su comprensión de lo que es, el sentido de su existenciay la dirección en ¡a quepuede realizarse. El texto trata más bien de planteos para profundizar los términos de la problemática y las líneasfundamentales de la imagen del hombre en sus múltiples dimensiones, e invita a una participación personal en su reflexión. • Stephen Levine, ¿Quién muere?, Longseller, Buenos Ai­ res, 1997.

El trabajo de Levine recoge una manera de entender y de asistir al proceso de morir enforma consciente. Según el au­ tor, lo que uno hace sobre sí mismo es lo más importante pa­ ra todos los involucrados: los que curan, los que ayudan, lafa­ milia y elpropio individuo que se acerca a la muerte. Invita a contemplar directamente “lo que es”, con claridad y sin emitirjuicios. Quita al melodrama llamado muerte su te­ mible potencia y reemplaza el miedo por una comprensión tranquila, sencilla y compasiva. Joachim E. Meyer, Angustia y con ciliación d e la m uer­ te en nuestro tiem po, Herder, Barcelona, 1983Este estudio recoge los conocimientos de la psiquiatría, de lapsicoterapia y de lapsicosomática sobre la angustia ante la muerte de los enfermos neuróticos. Laspreocupaciones del in­ dividuo por su finitud y la actitud pública ante la muerte — que se tiende a ver hoy como un hecho natural que no debe ser objeto de temor—, no sepueden conjugar entre sí. El autor, profesor en la clínica psiquiátrica de la Universi­ dad de Gotinga, defiende la tesis de que el dilema del hombre •

moderno radica en esta discrepancia entre la actitud indivi­ dualy la actitud colectiva ante el morir y la muerte. • Josef Pieper, M uerte e Inm ortalidad, Herder, Barcelona, 1977.

Desde un enfoque existencial, el autor enfrenta el espino­ so tema de la muerte con tal sencillez que no exige al lector ninguna preparación especial. Situándose en el centro mismo del debate, no rehuye confrontaciones y somete a estudio los argumentos del materialismo, del idealismo, el discutible ori­ gen de la expresión “alma inmortal”, y la rebelión nihilista de una engañosa libertad de morir.

Cansón uamnt u mumni» Horacio Cánepa. Dr. en Física (UBA). Investigador (CONICET) y docente universitario (UCA). Irene M. de Cid. Lic. en Psicología (USAL). Docente universitaria (CAECE, USAL). Germán Ferrari. Lic. en Comunicación y docente universitario (UNLZ). Periodista y ensayista. Celia Pagán. Lic. en Comunicación (UMSA) y Psicóloga Social. Do­ cente universitaria (UNLZ, Universidad de Morón). Magadalena Porro. Lic. en Ciencias Biológicas y docente universi­ taria (CAECE). Traductora y escritora.

Lnwiflnt____________________________ Gerardo R. Wehinger (autor) nació en 1963 y se crió en la Patagonia argentina. Su afición a los viajes lo llevó, finalizada la. escuela se­ cundaria, en 1983, a recorrer Europa como mochilero durante dos años. De regreso a la Argentina estudió y se recibió de Técnico Supe­ rior en Comunicación Social en 1991- Desde 1993 forma parte de Me­ diarte Estudios, un grupo de filósofos y artistas abocados a reflexionar acerca de la convergencia del arte y la filosofía. En 1999 se recibe de Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. En el 2000 recibió una beca de investigación en la Universidad de Eichstatt (Alemania), donde profundizó sus estudios sobre el Fausto, de Goethe. Actualmente está fi­ nalizando la Lic. en Filosofía en la UNSAM, y se desempeña como pro­ fesor de Filosofía, Antropología Filosófica, Ética y Cultura y Estética Con­ temporánea en instituciones educativas de nivel secundario y terciario.