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Spanish Pages 401 [419] Year 1967
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L A MENTALIDAD MODERNA
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LA MENTALIDAD MODERNA
INSTITUTO DE ESTUDIOS POLITICOS M A D R I D
1 967
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COL ECCI ON
IDEOLOGIAS
CONTEMPORANEAS
A CARGO DE JESUS
FUEYO
ALVAREZ
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Depósito Legal: M . 18,299-1967
S. A, E. Gráfica· Espejo - Tomás Bretón,51 · Madrld-7-1967
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”La cuestión de por qué la libertad empezó por ser concebida en esta forma abstracta, debe resolverse diciendo que cuando la razón se apre hende a sí misma, lo primero que aprehende es la form a inmediata, esto es, la forma de abs tracción.” (H egel)
"La abstracción del Estado como tal es pro pia de los tiempos modernos, porque la abs tracción de la vida privada pertenece tan sólo a los tiempos modernos. La abstracción del Es tado político es un producto moderno " (M arx )
"Posiblemente los historiadores del futuro po drán dejar sentado el que con la segunda gue rra mundial no sólo la historia de Europa en cuanto que historia universal llega a su conclu sión, sino que también toca a su fin la forma de cultura que comenzara en Grecia hace más de dos m il quinientos años y que ha vivido has ta nuestros días " (F ranco L ombardi, Náscita del mondo moder no, 1961.)
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PROLOGO
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Se recogen en este volumen una serie de trabajos —al guno inédito y todos reelaborados en algún detalle—, en los que, desde ángulos y enfoques distintos, la esen cial preocupación temática ha sido tratar de comprender de dónde viene la peculiar actitud política del hombre moderno, la cual se plasma y expresa no sólo como pen samiento y como orden, sino también como resistencia, crisis y revolución, girando al., pasado, pudieran presen tarse estos estudios como un intento de recapitular la. génesis intelectual del Estado moderno y de su específi ca legitimidad; pomo un intento de explorar la concien cia humanista del hombre moderno que se resuelve y pugna con ese Estado, le da su razón y lo socava con su revolución. Es la dialéctica misma del orden político mo derno. Pero mirando desde el presente y en devenir, la autocrítica más leve me hace ver ahora que la aquí lla mada Modernidad es quizá bien poco «moderna»; obje ción grave que, ya que no solventarse, pudiera paliarse en algo por estas líneas a guisa de prólogo. En estricta síntesis cabría decir que estos trabajos fueron devanándose uno sobre otro en torno a la preocu pación del autor por llegar al transfondo espiritual y a la dinámica real por los que emerge el Estado moderno XIII
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P rólogo
como una realidad nueva, con la que hace crisis definite va la hoy llamada sociedad tradicional. E l método, si lo hay, consiste en aproxim ar las contraposiciones y diver gencias entre los dos « mundos históricos» para llegar a ver el sistema moderno de poder y de libertad en « status nascendi», cuando todavía sus potencialidades y estruc turas están meramente incoadas o son meros gérmenes mentales, pero portadores de una energía irresistible que les garantizaba el señorío sobre el futuro. P o r tal modo, desvelando las ideas y las form as en su génesis — en su genealogía, este es un térm ino del que he abusado— , pa rece más asequible el entender su rum bo y su sino cuan do ya en la plenitud del Estado, en cuanto que sustantividad política, se articulen las tensiones ideológicas, las soluciones institucionales y los procesos revolucionarios peculiares del mundo moderno. Pero para atender a tal método lo esencial es que, a poco que se profundice en él asunto, se cae en cuenta de que la autonomía de la política — que con la exégesis de la obra de Maquiavelo pasa p or ser su verdadera im pronta moderna— es mu cho más traslaticia que espontánea; quiere decirse que la p o lítica moderna —y en el centra de ella él Estado— se configura en sus estilos, estructuras y fines, p o r fuerza de la proyección sobre ella de una. convulsión de ideas y de una repercusión de.fenómenos que están, a primeravista, allende p or com pleto del ám bito dé lo estrictamen te político. Lo cual entraña la necesidad o p o r lo menos la conveniencia de descender — o ascender— a esos otros planos de la realidad y del saber, si queremos dar con los motivos últim os de la conciencia p olítica moderna, de sus formatos institucionales, de su dinámica real y de las crisis en secuela de la época.
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P rólogo
Y a esta última alusión podría anudarse el explicar cómo la de día en día más fatal lejanía de la Modernidad la hace, ello no obstante, críticamente actual. Pues hoy vivimos una época de dislocación y superación de todas las formas sucedáneas de la sociedad tradicional; de to das, de las «reaccionarias» y de las « progresistas», y la hondura de esa crisis pone, sin más, de manifiesto que la metamorfosis de la política es, y al igual que en el orto de la mentalidad política moderna, constitutiva mente metapolítica. Ultimamente, un pensador que ha superado la escolástica marxista, pero en el que ha de jado huella radical el pensamiento de Marx — con el que, desde luego, pero no sólo con él, hace crisis la Moderni dad, Henri Lefebvre— , especula sobre una metafilosofía tomando p or base la crisis de las filosofías y de la filo sofía: «Para cada dogmatismo y para todo dogmático, si hay crisis, es la de los otros. O en último término, se trata de una crisis fecunda que va a perm itir a su filo sofía y a la filosofía en general el progresar, ponerse al día, alcanzar el nivel de tal descubrimiento científico o de tal novedad técnica. E l dogmático parte siempre de una definición de la filosofía sentada y propuesta por su filosofía. Se cree dueño de un precioso tesoro: el con cepto mismo de filosofía. Ahora bien, no lo tiene. E l con cepto aquí, com o en todo, no se alcanza más que com parando los elementos de un conjunto y los términos de una multiplicidad. La abstracción conceptual se refiere a una historia concreta, a una confrontación efectiva» (1). Esta necesidad de la filosofía de trascenderse a sí misma para recuperarse e integrarse al nivel del tiempo — ¡si es que se puede!— es la misma que recae sobre la política, íl)
«Metaphilosophle», París, 1005, p. 51.
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Prólogo
obligada si quiere ser actual a ser « más que política»; esto es, a rebasar la mentalidad y las formas acuñadas en la atmósfera mental de la Modernidad, cobrando concien cia angustiosa de que se trata de una estructura históri ca concreta que ha fenecido, aunque — y esto es lo que pone la venda sobre la luz del espíritu— sus soberbias categorías conceptuales reinen impávidas, de espaldas a la realidad de los días, por las sabidurías académicas. Y tampoco es seguro que esa empresa pueda lograrse. La inseguridad, la « duda metódica», es — otra voz— por nues tros días, rigor mental, pues ¡tal es precisamente el signo de la época! Y ¿cómo no habría de serlo de la política y de su saber, cuando ponen en fuego la suerte de la huma nidad? Al recopilar estos escorzos de investigación sobre la contextura mental del hombre moderno y su proyección como razón política institucional y crítica, he caído en cuenta de la actualidad inevitable del tema de la Moder nidad por la profusión de literatura que últimamente ha caído sobre él. E l mismo Lefebvre, ya citado, há titulado «Introduction a la M odem ité» (París, 1962) un reperto rio de lúcidos ensayos ordenados sobre la exigencia de una « teoría de la Modernidad»; — « Aspekte der Modernität» (Gotinga, 1965) — es et título con el que se recoge un se rial de conferencias de muy agudo interés, leídas en un curso « ad h oc» p or eminencias tan calificadas como Ador no, Gadamer, Gehlen, etc. Y para los temas que aquí se exploran hubieran sido merecedores de detenido es tudio y referencia las obras de Hennis, «Politik und prak tische Philosophie» (Neuwied am Rhein-Berlin, 1963), y Blumenberg, «Die Legitimität der Neuzeit» (Frankfurt, a. m. 1966), pero articular la exégesis de sus posiciones en
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P rólogo
los trabajos aquí recopilados hubiera sido ardua labor, de modo en que dejo la confrontación « Deo volente», para ulteriores empeños. La mención, sin embargo, me parece obligada en pro del interés de los estudiosos de estos lejanos temas actuales. J. F .
Madrid, julio 1967.
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I
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LA GENESIS ESPIRITU AL DE LA MODERNIDAD
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I Los orígenes antiguos de la conciencia moderna «La conciencia — con sus dos caras, la que mira al mundo y la que mira al interior del hombre— hallábase en la Edad Media como recubierta por un velo, viviendo en un sueño, o en estado de media vela. Y el velo estaba tejido de fe, torpeza infantil e ilusión; vistos a través de él, el Mundo y la Historia adquirían maravillosos colo res; mas el hombre no se reconocía sino como raza, pue blo partido, corporación, familia, etc., esto es, en una forma u otra de lo universal. Es en Italia donde el viento levanta por vez primera este velo. El Estado y las cosas todas de este mundo comienzan á ser materia de exa men objetivo; comienzan, igualmente, a ser tratadas de manera objetiva. Mas, a la vez, y en toda su pujanza, sur ge lo subjetivo; el hombre se transforma en individuo espiritual, reconociéndose como tal.» Las últimas líneas de este texto famoso de Jacobo Burckhardt (1) han sido citadas una y otra vez como fórmula magna para dar expresión al tipo de mentalidad sohre la que el mundo (1 ) «L a cultura del Renacimiento en Italia», t. e. J. A. R ublo, Escellcer, M adrid, 1941, pág. 87. 3 t
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Jesús Fueyo A lvarez
moderno se ha constituido. Releídas hoy, cuando desde 1859, en que apareció « Kultur der Renaissance in Italien», han transcurrido casi cien años de especulación erudita en tomo y sobre el eje del concepto de Renaci miento como fabulosa obertura del mundo moderno, pa rece increíble que conserven aún para la investigación contemporánea el valor cuando menos de un punto de partida necesario. Naturalmente el estudio posterior so bre el Renacimiento (2) ha denunciado la mayor parte de las generalizaciones de que el gran historiador suizo se sirvió para perfilar el contorno de la época; ha seña lado implacablemente los fenómenos protorrenacentistas (2) La literatura sobre el tema es prácticamente inagotable. Mencionaré, entre lo más importante, D il t h e y , «Waltanschauung und Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation» (t. I I de Gesammelten Schrisften, Berlin-Leipzig, 1914; t. e. E. Imaz «Hom bre y Mundo en los siglos xvi y x v ii », P. C. E., México-Buenos Aires, 2.1 ed., 1947); K. B urd ach , «Reformation, Renaissance, Humanismus», Berlín, 1928; K. B randi, «D as W erden der Renais sance», Gotinga, 1908; S c h e r il l o , « II Rinascimento», Hoepli, Milán, 1926; E. C assirer , «Individuo y Cosmos en la Filosofía del Renacimiento», t. e. A. Bixio, Emecé, Buenos Aires, 1951; A. D empf , «Sacrum Im perium », Munich-Berlin, 1929; K. P. H asse, «Die italianische Renaissance, Ein Grundiss der Geschichte ihrer Kultur», 2.» ed., Leipzig, 1925; J. H uizin g a , « E l otoño de la Edad Media», t. e. J. Gaos, Revista de Occidente, Madrid, 1930; id., «E l problema del Renacimiento», «Renacimiento y Realism o», recogi dos en el vol. «E l concepto de la Historia y otros ensayos», t. e. W. Roces, P. C. E., México, 1946; F. O lgiati, « L ’anima dell’umanesimo e del Rinascimento», Ed. «V ita e Pensiero», Milán, 1925; G. T offanin , «Historia del humanismo», t. e., B. L. B. Carpineti y L. M. de Cádiz, Nova, Buenos Aires, 1935; R. P feiffer , «Hum ani tas erasmiana», Leipzig, 1931; E. W alser , «Gesam m elte Studien zur Geistesgeschichte der Renaissance»; Benno Schwabe, Basilea, 1932; H ans H ess, «D ie Naturanschauung der Renaissance in Italien», Teubner, Leigzig, 1924; A. v o n M ar tín , «Sociología del Renacimiento», t. e., M. Pedroso, F. C. E., México, 1946; H. R udiger, «W esen und Wandlung des Humanismus», Hoffmann, Hamburgo, 1937; H. H ayd, «The Counter Renaissance», Scribner, Nueva York, 1950; W. P aatz, «D ie Kunst der Renaissance in Ita lien», Europa Verlag, Zürich, 1953 (esp. pp. 1-34, dedicadas al con cepto y las bases culturales del Renacimiento).
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La
mentalidad moderna
de la cultura medieval con intención no disimulada de superar el concepto de Renacimiento como época cul tural; ha sacado a la luz figuras de segundo plano de que Burckhardt no tuvo noticia o relegó en su estudio y ha llegado, incluso, a erigir lo renacentista en una cate goría general del desarrollo histórico, una actitud ante el mundo y la vida que la cultura en cuanto «espíritu objetivado» adopta en una fase determinada de su pro greso. '' La génesis espiritual de la Modernidad vie: da por un giro radical en el talante del hombr< estructuras de la sociedad. Una determinada a< hombre ante el Universo, caracterizada por su autoafirmación como fuerza creadora, parte de una form a mentís nueva que da sustantividad : formaciones espirituales del hombre y las consti prendiéndolas de todo presupuesto ontológicc lidades objetivas, en objetos de un Universo y_que tiene por eje el hombre. La distinción entre lo objetivo y lo subjetivo apunta da por Burckhardt como actitud dual del despertar de la personalidad en el Renacimiento manteniéndose como certera, es, sin embargo, imprecisa para definir en rigor una contraposición aguda entre dos tipos de mentalidad que, posiblemente animados por los mismos impulsos psicológicos, se entrecruzan en el amanecer del mundo moderno para entrar pronto en una disputa multisecular por el modo mismo de comprender la realidad, disputa de la que han salido las formas de objetividad del pen samiento moderno. Por una parte, en la comprensión ma temática-del mundo físico aflora e l tipo de objetividad que conduce o iflL ^ q u g jn a universal mecánico-matemá5
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Jbs Os Fubyo
A lvar e¿
tico; por otra, brota de la interioridad íntima del hom bre, afirmada como potencia creadora, un mundo de va lores y de formas ideales que termina por constituiré como un Universo ideal —el mundo de la cultura— , en el que el hombre, el sujeto empírico, cumple su función espi ritual frente a una realidad que se afirma ahí, con idéntico rigor objetivo que el mundo de la Naturaleza.. Es imposible llegar a form ar una idea clara de cómo en su momento estaba llamado a plantearse el problema de la modalidad ontológica de la sociedad y, más aún, de cómo habría de resolverse finalmente la teoría filo sófica de la sociedad en una más o menos consciente ontología universal, sin perseguir desde sus orígenes la gestación y la consumación científico-filosófica de esas dos formas de determinación ob jetiva de la realidad. La razón de ello está, en que, tras el dispar entendimiento de lo real, tras la antítesis formal entre la inteligencia cuantitativa que computa matemáticamente el mundo de los «fenómenos» y la inteligencia cualitativa que integra espiritual y dialécticamente el «reino de los valores», ope ra un nuevo sentim iento de la existencia y del hombre, al cual no sabríamos dar mejor nombre — aun a sabien das de su actual equivocidad— que el de humanismo, ni una mejor definición que la de un modo de atenimiento a la realidad que tiene al hombre por p rin cip io ontológico. Y, a su vez, tras esta disposición antropocéntrica del Universo está el cabal engendrarse del fenóme no que llamamos, en sentido moderno, sociedad que, en su exacta perspectiva filosófica no es el problema de la realidad de la comunidad, sino justamente al revés, el problema de la com unidad de la realidad.
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La
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Ahora bien, ese nuevo sentimiento de la existencia y del hombre, cuyas consecuencias estaban llamadas a ser metafísicas y, a la larga, también y sobre todo antimeta físicas, tiene su genealogía. La escolástica no fue ni la primera ni la única forma de comprender e incorporarse la filosofía griega que haya dejado su huella en la his toria cultural de Occidente. El primer «renacimiento» de lo griego no fue ni siquiera cristiano, sino romano, y es claro que seleccionó entre lo griego, según criterios de preferencia, muy distintos de los cristianos. Es tópico empequeñecer la significación de la especulación roma na en sí y como contribución a la filosofía ulterior, mas, aun dejando el tópico en pie, es forzoso tomar en consi deración cuanto en él es producto del exagerado culto a la originalidad que domina nuestros hábitos críticos. El pensamiento romano se desarrolló muy al hilo de la úl tima filosofía griega, pero por esto mismo sirvió de ve hículo de expansión a las preocupaciones que animaron esa filosofía y por una razón obvia — pero decisiva— la del imperio del latín como idioma culto de Europa, las puso en circulación como materia prima de la especu lación europea. En el desenlace de la filosofía griega la preocupación por el hombre, por la paideia, por el ideal del sabio, por el destino universal y la condición «cosmopolita» del hombre, se habían sobrepuesto, si es que no habían su perado por completo, a los grandes motivos metafísicos de la filosofía clásica. Los griegos que conocieron los ro manos, habían vuelto la espalda a Aristóteles y la ima gen de Platón les llegaba por conducto de la Academia nueva y del neo-platonismo filonista y, en conjunto, su 7
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actitud espiritual escondía entre sus pliegues el primer brote humanista de la cultura de Europa (3). Nos es preciso recapitular sobre algunos de los temas centrales de esta especulación de la Grecia postrimera, para hacernos cargo de los estímulos operantes sobre una trayectoria que llega hasta la ontología del mundo del es píritu en la que aún nos debatimos. La-idea de la persona lidad. fue la aportación más característica de la Stoa (4). Todo el pensamiento estoico está surcado por la preocu pación del «vivir consecuente», que había formulado ya. Zenon, por el cuidado en permanecer «idéntico a ti mis-; m o» de Séneca, por el esfuerzo constante en «querer con toda el alma ser esto o aquéllo», de que habla Epiceto, por el fin de cada uno para toda la vida, de Marco Aura lio (5). En esa idea de la personalidad se acentúa sobre todo el sí mismo de cada cual, la mismidad específica del sujeto y con ella se religa el estoicismo a uno.de lo s .
(3) Cf. W il h e l m K a m l a h , «Christentum und Geschichlichkeit», Stuttgart, 2.a ed., 1951, pág. 95. (4) Cf. para lo que sigue H e in r ic h W einstock , «D ie Tragödie des Humanismus», Quelle-Meyer, Heildelberg, 1953, pág. 129 y ss. V. también B. G r o e t h u y s e n , «Antropología filosófica», t. e., J. Rovira, Losada, Buenos Aires, 1951, pág. 90: «P ero entonces esta mis ma representación de la personalidad vuelve a encontrar su ex presión idónea y su perfección ideal en una de las grandes tenden cias filosóficas: en la filosofía estoica. E n ella es el sabio la representación sublimada de la personalidad. E l es él mismo. Re presenta, por decirlo así, el yo tal como había llegado a la con ciencia de la antigüedad. Se trata siempre en este caso de yo y no-yo, de lo que soy y de lo que no soy. Y, por cierto, que ser sig nifica un tenerse a sí mismo. Y o soy yo-mismo en cuanto me ten go: Yo como personalidad que me delimito a m í mismo, siempre en contraste con lo demás que queda fuera y ante lo que yo reac ciono partiendo de mí, de mí como personalidad consolidada en sí misma. El sabio ha decidido apartarse; tiene su dominio propio, deslindado de todo lo demás; se ha encontrado a sí mismo.» (5) Textos citados en P. B a r t h . «L o s estoicos», t. e. de L. Recacasens Siches, «Revista de Occidente». Madrid, 1930, pp. 143-145. 8
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La
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ideales primarios del alma griega: 1SL-paideia? «La Stoa —señala a este respecto Weinstock— viene a ser la ela boración consecuente de la idea originaria que el griego tuvo del hombre: la de que él era el único entre todos los seres vivos que tenía que producirse a sí mismo y crear el mundo en que pudiera vivir; que, por ello, tenía que aprender, ante todo, aquello que era propio de sí, es decir, de un ser situado entre el animal y Dios, y que para no caer por debajo de sí mismo necesitaba elevarse sobre sí; que, por lo tanto, el destino de su paideia hu mana era formar la humanidad desde la hominidad» (6). El ideal de la formación, de la elevación del hombre a plenitud de su ser, que habría de ser el «leit motiv» del esplritualismo y del humanismo europeos, reposa sobre una decidida afirmación del espíritu humano. La con fianza en el logos que dignifica la vida humana es común a estoicos y epicúreos, pues también el epicureismo —en tom o al cual tanta confusión se ha sembrado— es, ante todo, una reacción resuelta contra el clima de supersti ción e ignorancia que penetra, por sus días, en oleadas desde el próximo Oriente. Del mismo modo, aquello queconstituye la médula de la ética de Epicuro, es decir, el cqntroLracionaL del placer y del dolor como guía hacia lgi felicidad humana, supone, en definitiva, una confian* za sin lím ites^n l^espiritualjdad del hombre. La unidad en este logos, que define la esencia de lo humano, la espiritualidad humana, empuja de modo irresistible ha¿ cia el ideal cosmopolita de la humanidad. «Ninguna, en tre las corrientes intelectuales de la Antigüedad, ha eri gido, como la Stoa, en concepción del mundo, la idea de la humanidad. El mundo es un organismo unitario go-----
(6)
Ob. cit., p. 130. 9
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bernado por Dios con arreglo a un orden universal. En el proceso universal unitario, monista, poseen todos los hombres idéntica ascendencia, participando todos ellos con su alma racional como esquejes divinos, en el logos del mundo. Todos los hombres son con ello afines, todos los hombres tienen el mismo haber, las mismas fuerzas intelectuales, idéntico sentimiento de lo justo y de lo in justo, tienen aptitud para la religión, ciertos deberes por naturaleza, así como también ciertos derechos, los cua les a ningún hombre, como persona, en cuanto ser ra cional, y portador de valor se deben desconocer o dene gar, todos tienen la misma dignidad» (7). Ahora podemos perseguir con algún rigor la génesis de un giro en la concepción del mundo, o más exacta mente en el modo especulativo de comprender la reali dad, que Groethuysen acertó a caracterizar en estas pa labras: «E l hombre no pretende ya entenderse a sí mis mo partiendo de una determinada interpretación del mundo, sino que busca y encuentra en sí m ismo los va lores y objetivos que determinen la configuración de su vida, y aspira, partiendo de ellos, a regular su conducta con respecto al mundo. Así, pues, ya no se trata de una concepción del mundo que tenga una existencia aparte, de un mundo que quepa presentar como tal y deba ser concebido e interpretado en formas determinadas y fun dadas en sí mismas, sino siempre de una referencia de la vida al mundo, al todo universal tal como se presenta al hombre, prescindiendo de toda interpretación deter minada, de una conciencia del mundo que no presupone (7) H ans M eyer : «Abendländische W eltanschaung», Paderborn· W urzlawig, 2.» ed„ 1953. T. I., pp. 334-335. 10
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ningún saber determinado acerca de éste» (8). A tal modo de ver es preciso denominar formalmente humanismo. La razón de ello radica en la definición rigurosa del tér mino humanitas, como versión latina de la paideia grie ga, en un texto de las «Noctes atticae», de Gelio, a fines del siglo II: «... qui verba latina fecerunt, quique his probe usi sunt, humanitatem non id esse voluerunt, quod vul gus existimat quodque a Graecis cpiXavSpxta dicitur et significat dexteritatem quamdam benevolentiamque erga omnes homines promiscam, sed humanitatem appellaverunt id propemodum quod Graeci mbuav. vocant, nos eruditionem institutionemque in bonas artes dicimus. Hujus enim scientiae cura et discipli na ex universis animantibus uni homini data est, idcircoque, humanitas appellata est» (9). La rigurosa distinción entre philantropía y paideia, significa a estos efectos que la idea humanista no respon de por principio a una mera actitud cordial del hombre hacia el hombre, sino que, en sí misma, es el punto en que el espíritu humano, desde lo íntimo de su subjetivi dad, levanta el vuelo y se abre al infinito, por decirlo así, usando la metáfora clásica que pondrá de moda el ro manticismo. Este despliegue del espíritu, este aprehender espiritualmente la realidad, es la otra magna trayectoria que sigue la mentalidad moderna y que determinará — en concurrencia con el proceso de positivación del univer so mecánico-matemático— en algunas de sus estructuras básicas el sistema de la inteligencia última. (8) Grofthuysen, ob. cit., p. 99 (subrayados míos). (9) Cit. K arl B randi : «Geschichte der Geschichtswissen schaft», Athenäum. Bonn, 1952, pp. 29-30.
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Este humanismo greco-romano se disolvió en buena parte, fundiéndose al contacto de las doctrinas de la Pa trística. La revelación cristiana introducía en el dualis mo entre el logos abstracto y universal del pensamiento helénico clásico y el logos íntimo y personal del estoi cismo greco-latino, la conciencia trascendental de Dios y la redención del hombre por Cristo, esto es, elementos dogmáticos que proporcionaban la base para un trascendentalismo humanista, algo por completo distinto, con siderado incluso meramente como actitud del hombre, de ese otro principio de construcción del mundo desde la intimidad del yo, de que habría de salir la poderosa reacción humanista-mundana del Renacimiento y, des pués, del romanticismo y de la filosofía idealista europea. El proceso de animación mágico-espiritualista del uni verso llegó a alcanzar un carácter convulsivo y a subver tir toda imagen clara de la realidad en el conglome rado de doctrinas que irrumpen en los albores del Cris tianismo y que conocemos — no sin simplificación poco justificada— como Gnosis (10). (10) La investigación sobre el gnosticismo está siempre afectada por la inseguridad de los textos de sus figuras más representativas. Hallazgos relativamente recientes aun insufi cientemente estudiados de los que dan noticia J. D o resse y T. Mina, «Nouveaux testes gnostiques coptes découverts en Haute Egypte. La bibliothèque de Chenoboskion» en la revista «Vigiliae Christianae», 1949, a. III, pp. 129-141, afectan decisivamente a su estudio. Cf. también al respecto L. T ondêlli, «Gnostici», Turin, 1950. Todo ello está además muy intimamente trabado con la hermenéutica de los últimos descubrimientos conocidos co mo «manuscritos del M ar M uerto». L a literatura sobre el tema es considerable y de entre ella se han tenido a la vista para la caracterización que en el texto se intenta De Faye, «G n os tiques et Gnosticisme». París, 1925; H. Joñas : «G nosis und spatantiker Geist». Gottinga, 1934 — obra absolutamente fundamental— ; H. Leisegang : «D ie Gnosis», 4.a ed. Stuttgart, 1953; P. Sagnard : « L a Gnosis Valentinienne et le témoignage de Saint-Irenée». Paris, 1947; J. Danielou: «Théologie du judeo-christianisme». Paris, 1958; G.
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Si hemos de creer a Spengler, el gnosticismo es sólo una fase escolástica del tipo de cultura que, bajo la de nominación de mágica y con su simbólica cueviforme se opuso por su propia alma a las demás, y singular mente por lo que hace a la mentalidad fáustica en que, mientras para ésta el hombre es un yo, una potencia que se atiene a sí misma y que desde sí decide sobre el infinito, el hombre mágico es parte integrante de un nosotros «pneumático» que, descendiendo de la altura, es uno y el mismo en todos los partícipes (11). Esta contraposición, en demasía brillante, no es aceptable en cuanto contraposición cardinal de dos tipos de mentali dad; lo es, en cambio, como contraposición de dos mo mentos, que se suceden en el despliegue dialéctico de una misma mentalidad espiritual-humanista. La caracteriza ción de Spengler resulta aceptable, en efecto, para una primera fase de la mentalidad gnóstica — empleando este término con amplitud— , que se plasma ante todo en la filosofía judeo-alejandrina y, singularmente, en Filón (20 a. C.-50 d. C.) (12). En este pensamiento se afirma por vez primera el espíritu como Absoluto, como principio Uno e insondable del que no puede predicarse otro atributo que la existencia ( teología negativa), pero al mismo tiempo como principio activo que se despliega en un pro ceso metafísico de progresiva degradación ontológica, Quispel: «G nosis ais Weltreligion». Zürich, 1951; H . J. Schoeps : «Urgemeinde-Judenchristentum. Gnosis». TUbingen, 1956; W . V olker: «Quellen zur Geschichte der Christlichen Gnosis». TUbingen, 1952; E ric V oegelin : « Wissenchaft. Politik und Gnosis». Munchen, 1959, y R obert M. Grand: « L a Gnose et les origines chrétiennes», t. del inglés (1959). París, 1964. (11) «D er Untergang des Abenlandes». Munich, 1924, t. II. p. 285. (12) Cf. E. B r e h i e r : «L e s idées philosophiques et religieuses de Philon d ’Alexandrie», 2.a ed. París, 1925.
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del cual resulta la materia como espíritu enajenado has ta la máxima corrupción (13). La oposición entre espíri tu y materia tórnase así en fundamentalmente dialéctica y viene reclamada por la propia perfección del Absoluto, que no puede actuarse en la pasividad de sí mismo. El mundo material en cuanto implícitamente contenido en el principio supremo aparece como un remedo de esa absoluta realidad. Resulta así una degradación ontológica, Uno-Logos (idea de las ideas) — logoi (las ideas pla tónicas)— , materia, con la cual Filón intenta un sincretis mo del Antiguo Testamento con la filosofía de Platón. En el centro de este dualismo espíritu-materia se en cuentra el hombre, solicitado por los dos principios que luchan en su constitución dual y cuya paideia se concibe como un retomo a lo Absoluto por la liberación progre siva de su degradación carnal. La misión del hombre, tal como resulta de la antropología filonista, viene a ser la plena actualización de su potencia espiritual, la cual es ante todo conocim iento. Pero el conocimiento del uni verso en cuanto toma por objeto la realidad deformada del mundo sensible, sólo queda debidamente fundado a partir de la sabiduría del mundo espiritual: el logos de Dios. Ahora bien, a este logos no se accede sino por la visión de Dios que abre al alma su seno materno e ilu mina en ella el conocimiento divino. Como el acceso a esta realidad es una a modo de participación efectiva en ella, se constituye aquel nosotros espiritual de que habla Spengler como lo propio de la cultura mágica, se adopta — por vez primera, si hemos de creer a Leisegang— , la estructura de la polis del espíritu, cuyos miembros viven (13)
Cf. H. M e y b r : «Abenlandische Weltanschauung», cit. t. I.,
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en la polis terrena con plena conciencia de su desarraigo carnal, de su extrañamiento en el mundo de la carne (14). Lo que es dado encontrar una y otra vez a través de todos los entresijos de la especulación gnóstica, en todas y cada una de sus múltiples direcciones, es la oposición entre pneuma e hyle como oposición entre el principio supremo de un cosmos ideal y la forma primaria del mundo visible, mundo de suyo caído, verdadera perver sión universal. La constitución de este universo de las tinieblas es el producto de una degradación progresiva en la escala de los eones a partir del pleroma inefable. En esta antítesis agonal entre Dios y el mundo terrenal, irrumpe el pathos espiritual-humanista por la idea de que el hombre visible, aun no siendo creado por Dios, sino p or un demiurgo, lo ha sido, trastornando de alguna ma-‘ ñera la universal degradación ontológica, uniendo en la materia ínfima que al hombre corresponde un germen de la sustancia suprema, un semen divino (15) lo que, según un texto clásico de Valentín, llenó de estupor a los seres superiores. La antropología valentiniana — el sistema gnóstico más acabado y complicado— distingue en el hombre cuerpo, alma y espíritu. El cuerpo es la materia, lo corruptible del hombre; el alma (p s iq u e ) la facultad intelectiva natural y el espíritu (pneuma) finalmente la participación en lo Uno como espíritu absoluto. El pre dominio de uno u otro elemento determina la fundamentación de la prim era metafísica de la «é lite » en la cultu ra europea, la prim era teoría de una superioridad intrín seca de la m inoría de los «in iciados», merced a la dis d é ) liEis e g a n g : «D e n k fo rm e n », 2.a ed. B erlín , 1951, pp. 389-390, y «D ie G nosis», cit. pp. 16 y ss. (15) T o n d e lli , ob. cit., p . 35.
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tinción de los tipos humanos en hílicos, psíquicos y pneu máticos. El primer espiritualista europeo es. el gnóstico, aquel que por su singular participación en lo Uno conoce real y verdaderamente. Según un texto de San Epifanio (16), la religión gnóstica estima que Cristo habría venido al mundo sin otro fin que el de salvar a los espi rituales, pero no a título de redención, sino de perfección de su conocimiento; con todo, los psíquicos se salvan, pero por el concurso de las buenas obras y la redención de Cristo, mientras que los hílicos son de suyo irredimi bles, tienden por la índole de su constitución a quedar inexorablemente recluidos en la materia (17). En esta extravagante soteriología, en la que irrum pen los primeros elegidos, los primeros iniciados, los primeros espiritualistas de la cultura de Occidente, des taca ante todo la afirmación de lo espiritual como pri mordium de toda realidad y como realidad en sí misma absoluta, llamada a ser objeto de un conocimiento por participación. La salvación por la propia virtud espiritual y sin mediación efectiva de Cristo, la salvación como con ciencia acabada de la realización del espíritu en el mun do es ni más ni menos que un preludio en el que se anun cia el entero proceso y la consumación de ese esplritua lismo, o lo que es lo mismo, la obertura de una sinfonía que tiene por acorde final la metafísica de Hegel (18). 16) 4041.
«Contra Haereticum», X X X I, 7 cit. T ondelli, ob. cit.. pp.
(17) De Faye, ob. cit. pp. 66 y ss., v. también T ondelli, ob. cit., p. 42. (18) La afinidad entre el gnosticismo y H egel ha sido amplia mente destacada por J. Taubes: «Abendländische Eschatologie», Berna, 1947. Cf. Leisegang : «D ie Gnosis», cit. pp. 91 y ss. La exposi ción que hace de H egel, I Iljin «D ie Philosophie Hegels als K on templative Gotteslehre». Bem a, 1946, especialmente en el capitulo «D ie Not der W elt» (pp. 231 y ss.), vista desde la teoría gnóstica del mundo descubre en Hegel a un gnóstico secularizado.
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La articulación de la realidad así concebida como fondo general del drama personal de la salvación, la confluencia metódica del esplritualismo y del sentido de la personalidad tal como se aprecia en el pensa miento de Orígenes, constituye el siguiente paso en la trayectoria humanista. La influencia de Orígenes a lo largo del proceso no puede en manera alguna desdeñar se (19). La interpretación de su pensamiento, erizada de dificultades por problemas filológicos y de tradición de textos, oscila según se subraye el poderoso elemento in telectual-humanista, como hacen, por ejemplo, Koch y Heer, o el ideal ascético que se acentúa, por ejemplo, en la interpretación de Voelker (20). Sin embargo, estos as pectos — como ocurrirá más adelante con el joaquinismo— se reclaman mutuamente. En efecto, Orígenes parte de una contraposición re suelta entre Dios, que es puro espíritu, y la encamación del logos, que resulta de la acción creadora de aquel espíritu. Esta encamación sucesiva enlaza el orden de los seres desde que el Absoluto sale de sí mismo y da lugar a una constitución del ser encamado en la que cohabi tan espíritu y carne (21). En esta composición heteróclita radica el drama personal del ser, pues el ser, como to talidad, es solicitado una y otra vez por el principio es piritual y el camal, que tratan de decidir la hegemonía en este combate íntimo. Con esta concepción se transfor ma el esplritualismo cosmogónico de la primera Gnosis (19) Cf. J. Taubes, ob. cit., p. 72. También Heer : «Europäisches Geistesgeschichte», cit. p. 18, destaca esta influencia aunque el papel que atribuye a Orígenes en el proceso que conduce a la mathe8i8 universal no me parece tan justificado. (20) W. V o elk er : «D a s Vollkommenheitsideal des Origines». Tubinga, 1931. (21) Cf. J. Q uasten : «Patrology». Utrech, 1953, t. II, p. 91.
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en un esplritualismo humanista, es decir en la radicalización dramática del conflicto del espíritu y de la carne en el seno mismo del hombre (22). El alma es concebida a imagen y semejanza del logos como ventana abierta — ¡la gran metáfora romántica!— , por la que penetran los rayos luminosos como solución de continuidad en tre el espíritu y la carne; es por eso mismo el órga no de la libertad por el que el hombre decide su des tino de ascensión hacia el espíritu o de hundimiento y corrupción en la materia. Así penetra con fuerza irre sistible en la conciencia occidental la idea cargada de riesgos de la libertad como principio de la decisión pu ramente personal y exis tendal del hombre para elevarse a la espiritualidad suprema o aniquilarse en la materia, sin concurso extraño, por su sola capacidad de decisión sobre sí mismo (23). Orígenes es así, como quiere Koch, el primer pedagogo idealista, el iniciador de la anábasis del hombre hacia la totalidad y en la totalidad ha cia sí mismo (24). La paideia griega se troca, por tal modo, en una paideia de salvación y su humanismo en un esplritualismo trascendental, pero que alberga ya el germen de su inversión inmanentista, del nexo ontológico- espiritual del hombre con Dios (25). Heredero de toda esta tradición es un m onje británi co, Morgan, conocido en la Roma del siglo v y por la pos teridad por Pelagius, quien restaura las grandes líneas del humanismo greco-romano sobre la base del principio (22) La escasa significación que K och y De Faye concedían a la encarnación y a la redención en el pensamiento de Orígenes ha sido hasta cierto punto rectificada por J. Danielou : «Origéne».
París, 1948, pp. 249 y ss. (23) Cf. Taubes, ob. cit., pp. 73-74. (24) K och , ob. cit., p. 32. (25) Cf. Quasten, ob. cit. t. II, pp. 95 y ss.
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de la bondad «a nativitate» del hombre, de su perfectabilidad ilimitada, de su plena libertad de decisión entre el bien y el mal como decisión conformante de su pro pia existencia (26). El yo aparece en Pelagio como el es píritu en su determinación concreta, como el gran prota gonista del drama del espíritu. Pelagio es, como dice Heer, el primer gran yo filosófico de la filosofía europea; representa la inicial afirmación del sujeto como punto de partida de la conciencia del espíritu en cuanto rea lidad absoluta, el primer cogito (Descartes), la prime ra antítesis frente al mundo como no-yo (Fichte), el primero en concebir la realidad del mundo como mar co de justificación moral del yo y con ello el formulador de la opción humanista en la que el hombre, due ño absoluto de su destino, decide su ser por la inmor talidad o por la corrupción (Petrarca, Pico de la Mi rándola, Erasmo y todo el humanismo en sentido es tricto); es el primero también en entregarse al narci sismo humanista que conducirá a la ética de la bondad natural y al sentimentalismo de Rousseau y de los ro mánticos. La idea de que el pecado es algo ajeno a la naturaleza del hombre y se da tan sólo como un parásito que se aloja en las estructuras históricas, algo, en defi nitiva, que al hombre le viene de fuera, será decisiva para abrir su camino a una de las líneas de desarrollo más im portantes de la ulterior antropología y de la idea de la sociedad estrictamente moderna (27). En el fondo del pensamiento de Pelagio, había una (26) Cf. R. Stanka: «D ie politische Philosophie des Altertum s». Viena, 1951. (27) Cf. H e e r : «Europäisches Geistesgeschichte», cit. pp. 42 y ss. Para la influencia sobre Erasm o ib. pp. 252 y ss. E l paralelo con Rousseau fue ya trazado p or G. Papini : «S a n Agustín», t. e. M. A. Ramos de Zárraga. 5.* ed. M adrid, 1941, pp. 168 y ss.
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exaltación sin límites del hombre como sujeto espiritual. El mundo del espíritu es para él ya el resultado del des pliegue de las potencias creadoras dadas en el hombre. De este modo, ya en su pensamiento la imagen objetiva de la realidad se inclinaba decididamente en un senti do antropocéntrico. Si el hombre por su propia virtua lidad es capaz de la perfecta sublimación, la salvación, entonces es claro que puede constituir desde sí la Ver dad, el Bien y la Belleza. La lucha de San Agustín contra la herejía pelagiana — contra lo que en último término estaba llamado a ser el motivo capital desarrollado en la cultura moderna— y su victoria decisiva sobre ella re legó cuando menos hasta el Renacimiento la pretensión de una constitución humanista del «reino de los valores». El eje de toda vida espiritual estaba para San Agustín centrado en Dios por exigencia ontológica y por ello era condicionante para comprender — como el mismo Santo dice en un texto del «De spiritu et littera»— que, allende del hecho de que haya sido creado el hombre con el po der de la voluntaria determinación de sí mismo, aparte la enseñanza y más allá de la enseñanza de la que deriva preceptos sobre la forma de vida que debiera llevar, re cibe además el Espíritu Santo por el que se engendra (fíat) en su mente el amor y el deleite de aquel bien su mo inmutable, que es Dios. Esto significa, como hace notar Cochrane (28), que la humanidad no crea absolu tamente sus propios valores por la experiencia, sino que deriva del Creador no sólo sus derechos de verdad, belleza y bondad, sino también su aptitud para transformarlos en realidad histórica. (28) «Cristianismo y cultura clásica», cit. p. 440 donde se re coge el texto aludido.
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La idea que de la realidad espiritual, también en el reino de este mundo, tuvo la Edad Media fue por esto fundamentalmente teocéntrica. Su mundo histórico fue construido a imagen y semejanza del orden divino, de modo que la realidad espiritual en cuanto objetividad comportaba también una determinación trascenden tal (29). Esto no implicó nunca una apatía científica, un volverse de espaldas a la realidad inmediata (30), sino más bien la comprensión básica de esa realidad confor me a una estructura objetiva trascendental. En el giro, no menos copernicano que el que estaba llamado a pro ducirse en la ciencia de la Naturaleza, hacia el sujeto como supremo principio de la realidad del espíritu está la esencia del humanismo y con él la tendencia paulatina mente acentuada a construir la sociedad sobre el solo su puesto del nombre y el propio reino del espíritu sobre el solo supuesto de la sociedad.
II LA MODERNIDAD COMO RENACIM IENTO En el siglo y medio escaso que va desde la aparición de las dos obras fundamentales de Nicolás de Cusa, «De docta ignorantia» y «De coniecturis», ambas de 1440, a la publicación por Giordano Bruno, en 1584, de la más importante de las suyas, «De la causa principio et uno», se cumple el proceso de objetivación del universo como (29)
Esto es perceptible, ante todo, en el arte, según nota A .
Hauser: «Sozialgeschichte der Kunst und Literatur». Munich, 1953; t. I, pp. 134 y ss. (30) Cf. A. Harnack: «Lehrbuch der Dogmengeschichte», T u binga, 1910, t. II I , p. 366.
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totalidad espiritual y también, el deslizamiento inmanentista que se expresa plásticamente en la fórmula de Bru no, «Deus sive Natura». Este proceso se entrecruza con la trayectoria del que conduce a la constitución del uni verso mecánico-matemático, e incluso algunos de sus autores más caracterizados — singularmente Telesio y Bruno— participan de modo activo en forjar la idea de la mathesis universal. Es, sin embargo, un error de pers pectiva, que induce a un enjuiciamiento limitado, ver en estos otros hombres portavoces simplemente de ese tipo de mentalidad. La línea que conduce al universo espiri tual inmanentista, difiere por el sentido, profundamente, de aquella otra. Lo que es típico de la mentalidad fisico matemática es un atenerse a la conexión regular de las causae secundae, eliminando de modo metódico toda es peculación acerca de una supuesta unidad metafísica de fondo en ese universo regular. Contrariamente, es carac terístico del modo de intiur la realidad en última unidad metafísica el comprender la regularidad matemática del mundo de los fenómenos como expresión, justamente, de esa unidad absoluta que los abarca, como explica ción del despliegue regular de lo Uno a lo múltiple, de lo absoluto a lo concreto, pero ateniéndose metódicamen te a ese principio del ser en lo que tiene de ser, como principio ontológico universal, es decir, como form a to tal de objetividad. Así, su convergencia en la estructura matemática del cosmos está llamada a ser rebasada con la progresión de sus líneas de desarrollo peculiares, has ta encontrarse tan distantes en sus metas respectivas co mo lo están la filosofía de Comte y la de Hegel. En esos ciento cincuenta años, al cabo de los cuales el mundo medieval parece querer vengar en el año jubilar
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de 1600 con la ejecución de Bruno la volatización de todas sus estructuras fundamentales, se aproximan tan peligrosámente las dos estructuras cósmicas, el mundo inteligi ble y el mundo visible, tal como venían conjugándose metafísicamente desde la filosofía de Platón y trabándose en una unidad dialéctica a lo largo del proceso gnóstico-neoplatónico y humanístico=espiritualista expuesto, que la reductio ad unum aparecía a la vista de los pensadores de vanguardia como un objetivo inexorable, bien que no se supiera si la cancelación de esa dualidad básica habría de tener lugar bajo el signo trascendentalista o el inmanentista, pero en todo caso bajo la contextura de un univer so espiritual. Nicolás de Cusa (1401-1464) resuelve la contraposi ción de la multiplicidad de las cosas y la unidad de Dios como contraposición de lo absoluto y lo concreto. Dios, como forma absoluta, como forma de las formas es en sí indiferenciado, indistinto, contiene sin discriminación toda forma; las cosas difieren en cuanto tienen de singu lar, en su forma concreta, pero en lo que ésta tenga de absoluta es también indistinta. Dependiendo las formas singulares de la forma absoluta, Dios por su misma con dición de unidad indistinta es el alma del mundo, la cau sa formalis, efficiens y finolis de todo (31). Nicolás de Cusa tiende así un puente ontológico entre Dios y las co sas en forma inaudita para la filosofía cristiana prece dente, aunque aun dentro de la ortodoxia, e insólita tam bién para la tradición platonizante de la que arranca su pensamiento. Por lo que hace a ésta, el pensador de Cusa, deroga sin más el mundo de las ideas, el logos que los gnósticos y Plotino interponían entre lo Uno y la multi, 1051, pága. 110 y alga. 139
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ma, un alto principio espiritual erguido sobre ellas. El maquiavelismo en la política, el capitalismo en la econo mía, el «cien tificism o» en la ciencia, el absoluto dominio de la ciencia sobre el hombre, son todos criaturas de esta autonomía.(La contradicción fundamental y siniestra en el f destino del xiombre europeo ha sido la circunstancia de . que la autonomía de las diferentes esferas de su actividad J no es de manera alguna la autonomía del hombre mismo como un ser total. El hombre ha sido esclavizado más y más por las esferas autónomas, mientras que ellas no se 1 han supeditado al espíritu humano» (78)T) 2. Mas, ¿hasta qué punto es cierto que el despliegue de todas esas estructuras autónomas ha carecido de centro?. El solo pensamiento de que las diferentes es feras en las que el hombre ha operado una vivisección de su alma hayan podido desplegar sus inmensas posi bilidades fuera de toda pauta, parece a primera vista absurdo. Las exigencias de la economía y de la técnica han chocado muchas veces con las de la política, la cien cia pura, el arte y hasta la misma estabilidad social, y, sin embargo,., la civilización.-occidental ha alcanzado» cuantitativamente hablando, „su plenitud, precisamente merced, a esa. polifonía de actividades. Más bien parece que esta irradiación de formas ha sido pautada por una regla de orden que ha conducido el desarrollo pluridimensional, salvando en lo posible las contradicciones internas, estimulando las posiciones rezagadas y corrigien jdo y. fremmdó.Jas: desviaciones y los crecimientos hb pertróficos. \ justamente no ha sido, otro el papel del Estado.moderno ni otro el sentido del moderno Derecho . ^positivo.. (78) Cfr. «D a s Reich des Geistes und das Reich des Caesar», H o llé Darm stadt, 1952, págs. 57-58.
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·> El Estado confiere a la sociedad moderna como comf piejo de estructuras objetivas autónomas, tanto espirir tuales como materiales, el carácter de totalidad sistemática, y asume así con su mecánica formal el papel de principio ordenador. Desconocer esta potencial voca ción del Estado, que hoy alcanza su plena y decisiva ac tualización, es renunciar a hacerse cargo del «marco de ^ posibilidades de orden» que están dadas por ese sentido a lo que es sin duda la más alta creación técnica del hombre: el Estado moderno. Para aprehender tal ten dencia es preciso penetrar en la ratio de la política, de la legalidad intrínseca de esta otra esfera, cuya autono mía es una postulación funcional de la autonomía de las demás Tampoco el Estado moderno constituye en su apa rición un fenómeno que pueda ser referido a puros he chos susceptibles de una cronología rigurosa. Si se to man en consideración sus formas institucionalizadas an tes que su proceso de integración conceptual (79), la cuestión no se aclara más. Hay quien toma como refe rencia de origen la formación de los reinos, repúblicas, principados y tiranías de la Italia de los siglos X II a XIV, mientras que, de otro lado, se prefiere por otros situar la nueva organización política en los tres podero sos Estados nacionales, Inglaterra, Francia y España, que —bajo Enrique V II (1485-1509), Luis X I (1461-1483) (79)
Este es el punto de vista adoptado por V on der Heyd(ob. cit.), para el cual llamar Estados a las vinculaciones políticas de los siglos X, X I o X I I es un anacronismo tan poco justificado como el de llam ar ferrocarril a la diligencia del siglo X V III o divisiones acorazadas a la caballería del si glo X IX (pág. 41). Para dicho autor en el tránsito del siglo X III al X IV debe situarse el momento de la aparición del Estado en el sentido moderno (pág. 42).
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y Femando de Aragón (1479-1516)— entre el siglo XV y el siglo X V I dominan el escenario político de Europa. En realidad, estas discrepancias están plenamente justi ficadas por el hecho mismo de que \el Estado moderno»·^ — como dice Friedrich (80)— , más que nacer en un mo- \ mentó dado, emerge sobre un fondo histórico que le va ' proporcionando sus ingredientes más básicos, hasta ter- , minar por desprenderse y definirse como una formación ^ acabada en sus rasgos cuando se consuman los tres In tentos más vigorosos de su articulación — España, Fran cia e Inglaterra— , los cuales por su mera multiplicidad están inexorablemente llamados a la lucha por la hege-^ monía universal (8¿Q.j El Estado moderno como unidad puramente políti ca, establecida sobre un territorio determinado sometido al Derecho impuesto coactivamente sobre él, es —o más exactamente comienza por ser— una organización (82) U 8 0 V Carl J. F rieprd&h : «The Age of the Baroque 1610-1660», Hafpiers BfótKers7 Nueva* York, 1952, pág. 1. (81) El primer pensador que se esforzó en caracterizar los rasgos específicos del Estado moderno frente a las comunidades políticas medievales fue Gierke. La discusión en tom o al «E s tado» de la Edad Media, cuya existencia afirman V on Below (ob. cit.) y H. Mitteis («D e r Staat des Hohen Mittelalters», 2? ed., Munich, 1948) es en gran parte puramente terminológica. Sobre este punto es fundamental O. B runner : «L an d und Herschaft», 1939, 3.a ed., 1943. La consideración especial de los E s tados italianos como primeras formaciones políticas de tipo moderno arranca de B iibc &h a r d i ^ Una buena exposición en este sentido es la de IW . J j t o · « L a idea del Estado en la Edad Moderna, t. e. “dé "González Vicen, Nueva Epoca, Ma drid, 1946. Para Gerhard Ritter: «D ie Neugestaltung Europas ím 16 Jahrhundert», Druckhauses Tempelhof, Berlín, 1950, pági nas 24 y sigs., el Estado moderno no es en Italia donde aparece» sino en las grandes monarquías occidentales: Inglaterra, Francia y España. Sobre la aparición del término «estat» en Francia, ha cia 1300, véase V on der Heydte, ob. cit., pág. 43, nota. (82) E l Estado no es, desde luego, sólo orpanütación; pero comienza por serlo. Pertenece, oomo se verá, a las exigencias
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de medios y de personas, calculada técnicamente con vistas a la seguridad general, a la que esta proyección de seguridad ha ido constantemente modelando merced a una subordinación progresiva de todo tipo de realidad y de toda tabla de valores, a un principio abstracto y neutral de orden, del cual el propio Estado ha sido y es el instrumento más poderoso,|E1 tipo de poder que e l v , Estado moderno representa aparece psicológicamente re clamado por la actitud del hombre, que ordena su vida con vistas predominantemente hacia este mundo; que quiere conseguir en él la consumación de las formas más altas de su personalidad y que precisa de una plata forma de seguridad para proyectar y forjar en este mun do su destino. En este sentido el Estado es el fenómeno más importante de la civilización moderna: en primer tér mino por cuanto constituye el postulado inmediato del giro espiritual que ha determinado al hombre moderno, ¡ y en segundo lugar debido a que cualquiera que sea su < política el Estado ha hecho posible esa civilización en su j desarrollo histórico! La inseguridad del mundo para el hombre medieval formaba parte integrante de su comprensión de la rea lidad. Pues todo lo que sobre este mundo se le había prometido, no como una eventualidad, sino como la na turaleza misma de la vida mundana, pertenecía al reino del pecado. «E l concepto de la seguridad moderna — escada vez mayores de esta organización, el «sustancializarse». Así, afirmaciones como esta de E. Friedell, ob. cit., tomo I, pá gina 21: «... el Estado no es meramente una organización, sino un organismo, una alta sustancia vital con propias condiciones de existencia y leyes de desarrollo frecuentemente muy absurdas, pero siempre muy reales», pisan ya el terreno de la expansión ideológica del Estado y no aprehenden su verdadera condición histórica.
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cribe Friedell— fue extraño a la Edad Media. Todo des plazamiento implicaba una difícil resolución, algo así como en la actualidad una arriesgada operación quirúr gica; cualquier paso estaba rodeado de peligros, inci dencias, contrasentidos: la vida entera era una aventu ra» (83).£ET concepto medieval de orden es irreductible ’ al senti ctociel orden político moderno. El primero es un orden de contenidos espirituales concretos, determi nado por la constitución cristiana de la humanidad y que por sus mismas exigencias escatológicas negaba la posibilidad de un orden perfecto en esta vida. La inse guridad, pues, pertenecía a ésta constitutivamente. Aho ra bien, el orden que reclama el hombre moderno es por completo diferente. Forma parte de otra compren sión de la realidad según su propia mecánica, que deter mina un orden funcionalmente proyectado, del cual to do juicio de valor queda proscrito. El Estado moderno es un producto hecho y rehecho por el hombre de la ra zón moderna, actuando una y otra vez bajo el señuelo de que también esta coexistencia de los hombres tiene su legalidad natural, su constitución y su modus operan di propios^Estas pautas básicas tienen como contenido el principio de la determinación autoritaria de un tipo de conductas individuales que haga posible la satisfac ción en el intercambio social de un sistema de necesida des espontáneamente desarrollado. Así, en la genealogía misma del orden político moderno se ha afirmado el primado de lo público como prerrequisito necesario de lo privado, y el despliegue histórico de esta organización de seguridad está dominado por una ley de crecimiento (83)
Ob. clt., I, pág. 85.
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del poder (84), que no es sino el del hecho de que la se guridad de la existencia se hace más y más exigente a medida que el intercambio social se hace más complejo, más rico; pero también más anárquico. El carácter de inexcusable imperatividad que el Es tado confiere a todos sus actos es un corolario necesa rio de su constitución para la seguridad. (Él Estado no garantiza la salvación de la persona humana, pero ga rantiza el que puedan funcionar conforme a su propia dinámica todas las estructuras de relación social en que el hombre está inscrito. Y el funcionamiento de estas estructuras constituye la vida misma del hombre moder no, pues aun los estratos más íntimos e intransferibles de ésta aparecen condicionados a la técnica organizada de la satisfacción de necesidades de toda clase”1)85). Así
(84) Cfr. B e r t r a n d d e J o u v e n e l : « D u pouvoir. Histoire na· turelle de su croissance», Bourquin, Ginebra, 1947, página 20: «Desde el siglo X I I al X V I I I el Poder público no ha dejado de crecer. E l fenómeno era comprendido por todos los testigos, evo caba protestas renovadas sin cesar, reacciones violentas. Desde entonces ha continuado desarrollándose a un ritmo acelerado y extendiendo la guerra a medida que él mismo se extendía. Y nosotros no lo comprendemos, no protestamos, no reacciona mos.» E l hecho es históricamente exacto, pero Jouvenel es uno de los más brillantes expositores del pensamiento que en la ac tualidad ve en el Estado una coraza de hierro que oprime a la sociedad; pensamiento que no quiere caer en cuenta de que la estructura misma de esa sociedad, tal como ha sido constituida por el hombre moderno, postula de suyo el Estado contemporáneo de seguridad social. (85) He aquí los efectos que un sociólogo moderno atribuye al paro: «Pa'ra el hombre, sin embargo, la catástrofe no estriba meramente en la desaparición de la posibilidad externa de tra bajo, sino también en el hecho de que el elaborado sistema emo cional, en conexión tan estrecha como está con el funcionamiento sin razonamientos de las instituciones sociales, ahora pierde los objetos en que se fijaba.» Mannheim : «Libertad y planifica ción», t. e. (1 * ed. al. 1935) de R. Landa, Fondo C. E., Méjico, 2/ ed., 1946, pág. 131. 145
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pues, las relaciones trascendentales que constituyen .el fundamento del orden medieval, se ven, sustituidas radi calmente por una relación sociológica_Estado-sociedad. de la cual las esencias espirituales han sido cuando me nos relegadas a un segundo plano. El Estado plantea todos los problemas en términos de una comprensión ob jetiva de la realidad; los episodios individuales son tra ducidos a un léxico de categorías sociológicas, son me didos con respecto a sus efectos sobre la articulación de piezas en el organismo acabado en el tiempo y en el espacio que es una comunidad política, cuyo constituti vo carácter de totalidad es lo que precisamente otorga al Estado su sentido. Para una sociedad que se compren-' de a sí misma, en cuanto vida organizada, como el máxi mo valor digno de custodia, la seguridad no tiene pre cio. Una buena política será la que no exija, so pretexto de tal seguridad, más que lo efectivamente preciso; pero en cuanto en efecto lo sea, tiene que ser admitido como positivo y como políticamente válido. «E l Estado como unidad política decisiva — escribía hace años Cari Schmitt— ha concentrado en sí un poder terrible: la po sibilidad de hacer la guerra y de disponer así abierta mente de la vida de los hombres», y a renglón seguido, sin percibir en qué medida expresaba una inferencia cau sal, añadía: «Pero la actividad de un Estado normal consiste, sobre todo, en procurar dentro del Estado y de su territorio la completa pacificación, mantener la paz, la seguridad y el orden, creando así la situación normal, que es el supuesto para que las normas jurídicas pue dan tener validez...» (86). (86) « E l concepto de la política», t. e. de F. J. C ondb (1* edi ción alemana 1927), Cultura Española, M adrid, 1941, págs. 142-143.
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3. Desde los albores del mundo moderno ha estado el orden político dominado por la estructura sociológica de la ciudad. Y, como ésta, es un orden artificial técni camente calculado. «E l campesino vive vegetativa y or gánicamente; el hombre de la ciudad cerebral y mecáni camente; en el campo el hombre es un producto natural del ambiente, en la ciudad el ambiente es un producto artificial del hombre» (87). El renacimiento urbanístico, que tiene lugar entre los siglos X I y X III, especialmente "*n Francia y en Italia (88), forma ya parte del proceso de gestación del Estado moderno. Pues la ciudad, con sus complejas formas de intercambio, con su organiza tio n de servicios, con sus nuevas técnicas económicas, con sus procedimientos expeditivos de arbitraje y com pensación de intereses, y hasta con sus nuevas formas culturales, es el microcosmos artificialmente ordenado que ha servido al Estado moderno de reclamo. La ex periencia burguesa por virtud de la cual el hombre per cibe con impresionante vigencia lo comunitario, precisa mente en la solución jurídica de sus conflictos de inte reses con los demás, ha proporcionado el paradigma al moderno sistema de Estados y a la diplomacia euro pea (89). «E l movimiento de las ciudades — escribe Mumford— , desde el siglo X en adelante, es un relato de an tiguos establecimientos urbanos que se convierten gra dualmente en ciudades con gobierno propio y en nuevos establecimientos que se fundan bajo los auspicios de un señor feudal, con privilegios y derechos que servían pa ra atraer grupos permanentes de artesanos y mercade(87) Friedell, ob. cit., póg. 121. (88) Cfr. M umford: « L a cultura de las ciudades», t. e. de C. M. Reyles, Emecé, Buenos Aires, 1945, t. I, págs. 36 y ss. (89) Cfr. H e e r : «A u fgan g Europas», cit. pílg. 567.
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res. La carta de la ciudad era un contrato social; la ciudad libre tenía seguridad legal, así como seguridad militar, y el hecho de vivir en la ciudad corporada (sic) durante un año y un día anulaba todas las obligaciones de la esclavitud. En consecuencia, la ciudad medieval se convirtió en un ambiente selectivo que agrupaba a los más hábiles, a los más aventureros, a los más promi nentes, y, en consecuencia, casi con seguridad a la parte más inteligente de la población» (90). El tipo de seguri dad sobre la que el Estado se proyecta lleva consigo la condición de cerrada que comporta la comunidad polí tica moderna, y con ella la fijación política del espacio. La seguridad que el Estado garantiza es la indemnidad frente al exterior y el respeto de los usos de intercambio que en el interior se postulan como sociológicamente válidos. Estas garantías sólo pueden hacerse efectivas dentro de un territorio acotado, en el cual la mera fija ción de límites visibiliza plásticamente la existencia de un nuevo orden, fusta fijación espacial del poder, extra" ña al orden político del Imperio (91), viene determinada, ) tanto por exigencias militares, como por la estructura s o -■ ciológica limitada que el Estado suministra sus contení- ! dos de valor. Las condiciones de la agresión exterior seí tranformaron por completo al generalizarse en el si- f glo X IV la lucha mediante proyectiles (92), tendiendo a promover una ordenación defensiva del espacio; así, la frontera es un concepto clave del moderno Derecho po-1 lítico, en el sentido de que la sola alegación del punto/
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(90) Ob. clt. I, pág. 45. (91) Cfr. Lagarde: «L a naissance de l’esprit laïque au dé· clin du Moyen Age», Preses Universitaires, París, 2.a ed„ 1948, I, pág. 147. (92) Aillxret: «H isto ire de rarm am ent», Preses Universitai res, París, 1948, págs, 19 y ss.
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del espacio en que un hecho se ha producido (o incluso puede producirse) justifica sin más una consecuencia jurídica. El Estado se constituye como un organismo de ) protección de la coexistencia de unos hombres dentro de ¡ un espacio determinado y la invocación de tal protecIción basta para dirimir toda controversia^* Símbolo de la creación de la tiranía sobre las ruinas de los organismos autónomos mobiliarios fue la transformación en función estatal de la costumbre de la defensa; de ésta, que había sido antes tutela del feudatario sobre el encomendado, Federico hizo... un instrumento de política paternalis ta: a la necesidad de protección política que sentían los súbditos más oprimidos respondió dando forma legal a la costumbre popular de la invocación, pero sustituyen do a la protección de los feudatarios la defensa del so berano» (93). En la disputa entre Felipe el Hermoso y Bonifacio V III, en la que por vez primera se formula con rigor conceptual el ámbito de exigencias del Estado mo derno, el principio de protección arrasa toda oposición dialéctica: «Antes de que hubiera ningún clérigo — res ponde Felipe al Pontífice— el rey de Francia había asu mido la defensa de sus dominios» (94). En la Disputarlo ínter clericum et militem, uno de los documentos más valiosos de la publicística de la época, el principio se es grime una y otra vez cubriendo todas las pretensiones: «Videtis ergo quod omnis anima ert subdita et vectigalis et tributaria.» Toda alma debe pagar impuesto. Todo Es tado, a su voluntad, puede y debe para la defensa de la
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(93) G. Pepe: « L o Stato ghibellino di Federico I I » , Laterza, Barí, 2.· ed., 1951, pág. 13. (94) Cit. C h . H. Mc. I lw ain : «T h e Grow th oí Political Thought in the W est», M ac Millan, Nueva York, 7.· ed., 1950, pá gina 240.
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república imponer un tributo, y nadie puede sustraerse a esta regla de interés público (95). Toda 1.a estructura conceptual sobre la que el Estado moderno trata de comprenderse a sí mismo está domi nada por el principio de seguridad. La. idea del gontrqtp social, tanto como la del Estado como communitas per fecta (96), dan por supuesto que sólo en la ordenación^ política es posible la vida del hombre en su plenitud existencial. Estas ideas entran en liza precisamente a lá' caída de los tiempos medievales. Para Dante «la misión propia del género humano, considerado en su totalidad, es actuar continuamente la plenitud de potencia de la inteligencia, primero por la especulación, después por vía de consecuencia, por la práctica. Ahora bien, partes y todo obedecen a las mismas leyes: si el individuo ad quiere prudencia y sabiduría, viviendo apacible y tran quilamente, el género humano, paralelamente, se con sagra libre y fácilmente a su misión propia cuando goza de paz y de reposo» (97). En los Comentarios de Santo Tomás a la Política de Aristóteles se lee: «Necesse est quod hoc totum quod est civitas sit principalius ómnibus totis, quae rationes humana agnosci et constituí possunt» (98) ; para Egidio Romano, «in ómnibus hominibus est quídam naturalis ímpetus ad communitatem civitatis» (99) . Esta vía conduce a una integración ideológica del Estado moderno, que forma parte esencial de su misma realidad. La comprensión del tipo de orden que el Esta do instaura exige hacerse cargo del hecho de que, no Cit. Lagarde, ob. cit., I, pág. 250. E l subrayado es mío. Cfr. V on der Heydte, ob. cit., págs. 166 y ss.; Lagarde, ob. cit., I, págs. 177 y ss. (97) De «Monarchla», c. IV. (98) Largarde, ob. cit., I, pág. 179, n. 20. (99) De «Reglmini Pricipium», III, 1, 1. C95) (96)
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obstante tratarse de un ajuste de los intereses concretos de una sociedad en expansión — y por lo mismo extraño a toda concepción de valor que no refleje las exigencias sociológicas de esa realidad de fondo— aparece el Es tado como portador espiritual de esta realidad, como si fuese su principio generador, siendo así que de hecho ha sido sólo su supuesto condicionante. / ’pLas exigencias cada vez más amplias de la subordinaI ción de los intereses parciales a la mecánica del conjun to han ido forzando paso a paso la sustantividad de este instrumento organizado, en algo por sí mismo óntico, v. en que el individuo aparece como integrante. Ahora bien, esta integración es, consecuentemente con el carácter funcional de la organización, una verdadera manipula ción, que llega a ser tan extremada como exige la progre siva multiplicación de dependencias individuales que el intercambio social, cada vez más desarrollado, reclama. vrEI Estado comienza así un proceso histórico que no ha ! ae clarificarse hasta la Revolución francesa, a lo largo del cual se convierte en el instrumento efectivo y eficaz para la materialización de unas normas que son «justas» en la medida que sirven a la expansión de la vida social, promoviendo la aplicación de la razón mecánica en . todas las esferas.'Asume todos los títulos y se magnifi ca por medio de los atributos más llamativos, pero su orden, bien que cada día más efectivo, es pasivo en sus contenidos: la política no conforma a la sociedad, sino que ajusta a los individuos a los hábitos que reclama esa misma sociedad en su espontáneo desarrollo. La ce guera al valor de la política, lejos de ser, como se pre tende, aquel rasgo que constituye esta esfera de la ac tividad humana en su concreta autonomía, es un rasgo 151
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común a todas las formas de objetivación total del in dividuo: la economía, la ciencia, la técnica, la guerra y hasta el arte han asumido esa neutralidad ética al mis mo tiempo. Lo que constituye en autónoma la realidad política es precisamente la lex artis de una actividad, que va intencionalmente proyectada hacia la totalidad social en su comprensión más abstracta, y que, justamen te por ello, tiene la seguridad y el poder que la sostiene como módulos exclusivos de valor. 4. La hipótesis del Estado se lleva conceptualmente — a cabo subrogándole paso a paso en la figura del Im pe rio — que como se ha hecho ver estaba referida a un orden de contenidos trascendentales concretos— , y tam bién mediante una transposición teológica de atributos y conceptos que permiten erigirlo, en la entidad suprema del orden* terrenal. Al prim er paso corresponde la ela boración de las fórmulas de la exceptio de un territorio determinado al poder universal del Im perio, la reduc ción de este poder universal a meramente de ju re, la pre tensión de que el rey en sus dominios no reconoce sobe rano, el concepto civitas sibi princeps, la afirm ación de que el príncipe tiene in te rrito rio suo tantum ius quan tum im perator in im perio, y finalm ente la de que rex in regno suo im perator est (100). En el segundo aspecto (100) der
P a ra todo ese desarrollo conceptual m e apoyo en V o n
H eydte, o b ra citada, páginas 59-89. L a elaboración en la B a ja
E d a d M ed ia de estas fórm ulas, y con estilo indiscutiblem ente medieval, justifica la afirm ación del m encionado au tor en el sen tido de que «d e l concepto de Im p erio de la E d a d M e d ia nacen tanto el concepto de E stado com o el de com unidad internacional. L a parte, es decir, el naciente Estado, se fo rm ó según el todo, es decir, el Im p e rio » (p ág. 21). A h o ra bien, esta transposición de conceptos de una realidad a o tra tan diferente es justam en te ideológica. L o s tra b a jo s d e F. Calasso : «O rig in i italiano d ella form ó la rex in regno suo, etc.» en «R iv ista d i S to ria del D iritto
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juega un máximo papel la reinterpretación averrokta de la filosofía política de Aristóteles. Ya en Avicena, Dios aparece como una fuerza natural que se despliega por su propia inercia metafísica y que crea por sí mismo, como en virtud de una ley natural: «Este Dios plotiniano conoce el mundo que se escapa de él, pero no lo gobier na con amor, y los individuos que luchan lejos de él en el sufrimiento del mundo sensible, le son indiferentes, los ignora. No ve más que las líneas generales de la crea ción, los tipos específicos...» (101). Pero el averroismo la tino — un tipo mecanicista de pensamiento que va desde el siglo X I I I a mediados del X VI, y en el que se educan Siger de Brabante, Juan de Jandum y Marsilio de Padua y que llega hasta los bordes mismos de la física galileana— h
(1) M ás lejo s apunta aún P. Til l ic h : «Politisch e Bedeutung der Utopie im Leben d er V ö lk e r», B erlin , 1951, págs. 6 y siguien tes, quien con su h abitu al reducción teológica de lo político busca la raíz de lo utópico en la actitud escatológica de «esp era» del hom bre. (2 ) Subrayo el térm ino ontológico p a ra p recisar la tarea de una ciencia política así entendida com o teoría de la realidad que le sirve de objeto en cuanto que tal. A lgun as indicaciones suges tivas en este sentido ofrece L. F reund: «P o litik und Ethik. Möglichkeiten und G ren zen ih re r Synthese», Berlin, 1955, pági nas 33 y slgs.
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caracteres que su exégesis se impone como introducción previa y como cauce metódico del tema. 1. En la Utopia de Moro se da, en efecto, lo que puede considerarse lógica de la construcción utópica en términos de paradigma: estructura hermética del cos mos político, dibujo exacto de las relaciones de convi vencia en su trama jurídica, determinación absoluta de la naturaleza humana como quantitas materiae y base de cálculo del sistema, elaboración política de un solo trazo por vía de fundación... (3). Mas no sólo esto. Pues la Utopía de M oro no es meramente una, en la larga teoría de las quimeras políticas, sino también, y estric tamente hablando, la primera en denunciar, desde el título, su irrealidad constitutiva. Tomás Moro, verdade ro mago del léxico, acuña con el término toda una teo ría para las políticas que tienen lugar en ninguna parte. Y de este modo son dos, en rigor, los problemas siste máticos que el análisis de la Utopía de Moro plantea: de un lado, la teoría del ideal político de Utopía como orden óptim o, y la estimativa de este ideal y, de otro, la razón de ser del construirse utópicamente esta políti ca, es decir, la explicación del déficit de realidad cons cientemente atribuido a «la m ejor de las repúblicas». Con raras excepciones, los estudiosos de Moro apenas si han prestado atención a este segundo aspecto. Su preocupación se ha centrado en el intento de filiar ade(3 ) H . F r e y e r : «D ie politische In se l», Leipzig, 1936, pág. 26, h abla en este sentido de una «geo m etría» de la utopia. Por su parte, G. W IR S IN G : «S ch ritt aus dem N icht. Perspectiven am Ende der R evolutlonem », D üsseldorf, 1951, pág. 92, observa en la construcción utópica una especie de «á lg e b ra » de la sociedad, «u n a disolución de las 'relaoiones de vida en m atemática». Vid. tam bién R. R u y b r : « L ’utopie et les utopies», Paris, 1950, pági nas 44 y slgs.
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diadamente los contenidos político-ideales a que res ponden las instituciones de Utopía, dando, además, por supuesto sin examen, el que expresan el ideario político del autor. La razón de este análisis limitado y, a lo que parece, escasamente agudo, ha de buscarse en el hecho de que una exégesis adecuada de la Utopía y del artilugio utópico de Moro requiere como indispensable pre supuesto teórico una elaborada doctrina de la realidad política y, por ende, de la dimensión límite de esa reali dad, cual es precisamente lo utópico. Será menester apuntar algo al respecto antes de entrar en el tema. La ciencia política clásica está dominada por el pro- ’ blema rector de la justicia política. Es, por lo menos hasta Maquiavelo, una teoría acerca del poder justo, y busca esta determinación de justicia en la imagen cós mica de la Naturaleza, en la condición propia del hom bre, en el orden establecido por Dios o en otros presu puestos metafísicos. Pero en lo fundamental, se trata siempre de una estimativa, de un juicio valorativo frente al hecho del poder, mucho más que de un análisis del poder como fenómeno, y de la estructura de la realidad social desde la que ese fenómeno se genera (4). Sin duda, los postulados básicos que rigen esa estimativa han ope rado también como ideas políticas activas en la dialécti ca del poder, pero esa conexión real de la integración ideológica del poder y de la lucha contra el poder no ha