La Maquina De La Inseguridad

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' LA MAQUINA DE LA INSEGURIDAD

' LA MAQUINA DE LA INSEGURIDAD ' ESTEBAN RODRIGUEZ ALZUETA

colección PLAN DE OPERACIONES

Rodríguez Alzueta, Esteban La máquina de la inseguridad / Esteban Rodríguez Alzueta –1a ed.– La Plata: Estructura Mental a las Estrellas, 2016. 192 p. ; 23 x 16 cm. (Plan de Operaciones) ISBN 978-987-45519-4-8 1. Pensamiento Nacional. I. Título. CDD 301

© Esteban Rodríguez Alzueta, 2016 © EME, 2016 Edición y corrección: Verónica Luna, Agustín Arzac, Juan Augusto Gianella Diseño de tapa e interiores: Agustín Arzac Foto de tapa: Celestina Alessio, Juan Faccio Foto al autor: Mariana Yannuzzi

Editorial Estructura Mental a las Estrellas Diagonal 78 n°506 (CP 1900), La Plata, Argentina, Nuestramérica Distribuye Malisia. Distribuidora & estantería de libros y revistas [email protected] Mayo de 2016 ISBN 978-987-45519-4-8 Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 Impreso en Argentina Prohibida la reproducción total o parcial sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Nota editorial a la colección

La colección Plan de Operaciones, ensayos sobre cultura nacional, es un plan de trabajo también. Se trata de ensayos sobre los Estados, sí, pero sobre todo de lo que las clases populares, la literatura, el cine, las revueltas, son capaces de producir como acontecimiento que desafía la gramática de los poderosos. La necesidad de pensar una política de la cultura anclada en la encrucijada de los proyectos emancipatorios es la apuesta por pensar en la escritura como el espacio abierto a todas las formas posibles del pensamiento, oteando las maquinarias de la información y la administración de los sentidos. Los libros de esta colección son diálogos prolongados, y no hay metáfora en ello, porque salen a buscar la charla. Son documento de una intervención, manifiesto, programas, exhumaciones que se ponen a circular. Un plan de operaciones es también una ruta de procedimientos: ensayo, polémica, reseña histórica, datos, arenga, diatribas, batería de recursos para poner en funcionamiento los puntos ciegos de nuestra historia cultural.

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INTRODUCCIÓN

A mis amigos Sofía Caravelos, Leo Grosso, Mariano Pacheco y Matías Manuele.

“No hay pregunta, siempre se responde a respuestas.” Gilles Deleuze y Félix Guattari “Sin experiencia es difícil evitar errores. De la inexperiencia a la experiencia hay un proceso que atravesar.” Mao Tse Tung

Una máquina de meter miedo A mediados de los ‘90, cuando la vida de todos se volvía incierta y precaria, y los delitos aleatorios se multiplicaban, se produjo el desdoblamiento entre el delito y el miedo al delito, la emergencia del fenómeno de la inseguridad. El miedo al delito fue el artefacto a través del cual los miedos difusos podían volverse miedos concretos. A través del miedo al delito, los temores abstractos se volvieron concretos, fueron adquiriendo un rostro y un lugar determinados. Cuando la vida tambaleaba, el trabajo se corroía, se fragilizaban los vínculos desfondando las redes sociales y estatales de contención, había que encontrar una excusa para canalizar la bronca que se volvía resentimiento. Me explico: Cuando puede perderse el trabajo de un día para el otro, se tiene miedo también a no poder pagar el alquiler, la última cuota del auto, el resumen de la tarjeta de crédito, la medicina prepaga, la cuota de la escuela o la universidad para sus hijos, miedo a perder el estatus de consumo y el estilo de vida y la identidad que está atada al estándar de consumo que garantizaba el trabajo estable. Ese miedo difuso, que viene de todos lados, genera angustia que hay que calmar y reducir, y la manera de hacerlo es cargándosela a

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los actores más vulnerables: los jóvenes morochos de barrios pobres. La aparición del “pibe chorro” es la consecuencia de estos procesos de estigmatización social que dispara el miedo al delito, a través de los cuales se transforman a determinados jóvenes en los causantes de todos los males que aquejan a la vecinocracia. Por su puesto que esta figura aparece en un contexto de aumento del delito callejero, pero las palabras que se destilan para nombrarlos son la consecuencia de los fantasmas que asechan, prejuicios de larga duración que abrevan, por ejemplo, en las figuras del cabecita negra, el villero, el subversivo, el drogadicto. Lo que se hizo a través de esta catarsis social, es asociar el miedo al delito, es decir, desvincularlo de otros procesos sociales, de las crisis económicas, de la reforma del estado, de las relaciones de dominación y hegemonización más o menos exitosas. De ahora en más, miedo en Argentina, quiere decir miedo al delito. No cualquier delito, sino al delito predatorio, al microdelito, el delito callejero que se comete al boleo, sin demasiada premeditación ni planificación, que tiene un impacto directo en la integridad física de las personas y su patrimonio móvil. No tenemos miedo a la evasión impositiva o la fuga de divisas. Ni siquiera a las quiebras fraudulentas o el vaciamiento de las empresas. Tenemos miedo a ser víctimas de los “jóvenes violentos”. Delito, entonces, asociado a determinados colectivos de personas que, por el solo hecho de tener otros estilos de vida y pautas de consumo, nuevos códigos y valores, son identificados por el resto de la sociedad como productores de riesgo. Esta es la larga cadena de errores que desencadenó el desdoblamiento, la urgencia de la inseguridad: convertir en chivos expiatorios a los eslabones más débiles de una cadena siquiera controlada. El miedo al delito es un problema separado y separable del delito. Tiene sus puntos de contacto (la inseguridad se dispara, de hecho, cuando aumenta los robos y hurtos), pero no hay una relación mecánica entre los términos. Hay que tener presentes otros fenómenos para

explicarlo: el deterioro de los marcos de entendimiento que pautaban la vida cotidiana; la desconfianza hacia las instituciones encargadas de perseguir el delito; la estigmatización social; el tratamiento truculento de los delitos en la prensa local, etc. No quiero decir con esto que se trata de una ficción.  El miedo al delito, siendo una sensación, no es una quimera porque produce efectos reales muy concretos. Modifica las maneras de habitar el barrio, de transitar la ciudad, altera nuestros horarios, reduce nuestro universo de relaciones sociales, nos va encerrando, atrincherando en el hogar, nos vuelve desconfiados, y tendemos a discriminar y prejuzgar rápidamente al otro que no se adecua a las expectativas donde fuimos entrenados. Por otro lado, a través del miedo al delito, el miedo individual se transforma en temor social. La vecinocracia es la expresión de ese contingente atemorizado que no necesita reunirse para sentir que está formando parte de la misma comunidad. Hay un salto cualitativo entre las figuras del ciudadano y el vecino. Una sociabilidad que se construye por afinidad, en función de los mismos afectos, los mismos temores. El miedo junta a los vecinos. La “gente tiene miedo”, “los vecinos están alertas”. Como dijo Charly García: “parte de la religión”, es decir, aquello que los desencuentra (el miedo al delito) es lo que los religa (vecinocracia). Hablamos de espacios imaginarios de encuentro que no están hechos de diálogos, discusiones, intercambio racionales, sino de emociones. Los vecinos están siendo afectados por el miedo, sienten miedo y hablan a través del miedo. El miedo los moviliza pero no los deja pensar. En la era del “declive del hombre público” la gente se reúne en el living de su casa frente al televisor. Allí, mientras están almorzando en familia, mirando las noticias, allí se reúne Susana de Pilar con Alberto de Vicente López. Nunca se vieron la cara, nunca compartieron dos palabras, pero se conocen de memoria. Se sienten reflejados en el énfasis de las intervenciones del otro. Descubren en aquel temperamento los mismos temores, los mismos prejuicios. En ese

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sentido tiene razón Martín Rodríguez cuando señala: “La inseguridad es una conversación que está un paso antes de la política porque contiene la negación de las mediaciones. Es el momento donde a los ojos de la gente la política es parte del problema y no de la solución. Las herramientas institucionales son insuficientes, la imagen es la de la sociedad que corre más rápido que el Estado. La inseguridad es el agujero negro de la política, es el lugar de su déficit, porque consagra el círculo imperfecto de nuestro orden a defender: con el Estado no alcanza, necesitamos que vos seas sociedad civil”. Ahora bien, eso no significa que tanto el miedo individual como el temor social no sean un insumo para la política. El miedo al delito es un sentimiento ambiguo, tiene usos diferentes. Usos sociales y políticos. En cuanto a los usos sociales del miedo al delito queremos hacer alusión a las estrategias sociales que se componen a partir del miedo. El miedo al delito activa otras estrategias de seguridad, a saber: estrategias de seducción, evitamiento, enclaustramiento, etc. No voy a referirme a este tema que ya analizamos hace mucho tiempo en un artículo que publicamos en la revista Delito y Sociedad. Pero también tiene diferentes usos políticos, como bien señalaron León Rozitchner, Guillermo O’Donnell o Norbert Lechner. De hecho, y tal vez sea una herencia de la última dictadura, el miedo se ha transformado en un insumo político. Yo llamo “gestión de la inseguridad” a la manipulación de la desgracia ajena, a la instrumentalización política del miedo al delito. El temor social es un insumo para la política. Un insumo paradójico, porque vacía de política a la política. La inseguridad se vuelve prepolítica cuando clausura los debates. Una persona atemorizada es un emoticón, un manojo de nervios, alguien que dejó de pensar para indignarse, una persona que ya no está dispuesta a discutir nada con nadie, ni si quiera con su vecino, al que ni siquiera muchas veces conoce. Cuando cunde el pánico volvemos al estado naturaleza, somos pura sensación y nos convertimos en potenciales linchadores,

simbólicos o reales. La imagen de una embarazada asesinada a la salida de un banco es una imagen-fuerza de impacto político formidable que será disputada entre los funcionarios y los dirigentes de la oposición. A través de la inseguridad, manipulando el dolor del otro, se propone una política sin sujeto. Hay gente indignada, incluso dispuesta a practicar “justicia” por mano propia, pero no hay sujeto, hay turba o, como dijo Peter Sloterdijk, “una multitud molecular”. Cuando se agita el fantasma de la inseguridad, que es el fantasma del “pibe chorro”, se nos está pidiendo que regresemos a casa, nos encerremos, quedemos quietos, y le dejemos a la policía hacer las cosas que ellos dicen saben hacer. La inseguridad es antipolítica porque desautoriza los debates colectivos. Ante el dolor del otro, la acción cívica correcta es la indignación y la condena súbita y, en el mejor de los casos, la delación. Cualquiera que levante la mano a favor del chivo expiatorio corre el riesgo de ser referenciado como parte del problema, tildado de “garantista” o “defensor de los pibes chorros” y por tanto merecedor de la misma desconfianza. No será ese el momento de ponerse a discutir. Hay que actuar y hay que hacerlo con urgencia. Como se dice en este libro: Si no hay gatillo policial, habrá linchamiento social. El dispositivo de temor y control es una reserva autoritaria contra la democracia. Todos los refutadores de la participación popular, vuelven sobre el discurso de la inseguridad porque encuentran allí formas efectivas para desautorizar la vida colectiva y las experiencias democráticas. La emergencia securitaria sigue siendo la oportunidad para seguir impugnando la movilización social, desplazando de paso la cuestión social por la cuestión policial, transformando incluso los conflictos sociales en litigios judiciales. Y digo más: con la distinción entre el delito y el miedo al delito se duplicaron los problemas para cualquier gobierno puesto que, de ahora en más, tendrá no solo que dar una respuesta frente al delito sino además otra igualmente efectiva frente al miedo al delito. Esto que al principio

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parece un mayor problema para cualquier gestión se convierte en un punto de apoyo para “matar dos pájaros de un tiro”. Me explico otra vez: Cuando los gobiernos no quieren, no pueden, o no saben cómo resolver el problema del delito pueden sin embargo presentarse como campeones frente al miedo al delito. La saturación policial, las políticas de prevención situacional a través de las policías locales, el patrullamiento de los gendarmes, la videovigilancia, la multiplicación de retenes y puntos de control, las razias masivas o las detenciones y cacheos humillantes en la vía pública, no tienden a atajar el problema del delito sino, sobre todo, a conjurar el miedo al delito. Los funcionarios saben que si fueron exitosos en la respuesta frente al miedo al delito habrán escondido el problema del delito debajo de la alfombra, y con eso alcanza para llegar a las próximas elecciones o mejorar la imagen pública. En la Argentina sobran ejemplos al respecto, y de ello hablaremos también en este libro. Ahora bien, ese miedo al delito que activó políticas de control que permanentemente están alimentando y componiendo el temor social, tiene, por momentos, la capacidad de enloquecernos a todos. Cuando hablo de políticas de control no estoy pensando solamente en las políticas públicas se seguridad sino también en el tratamiento que el periodismo ensaya sobre determinados conflictos sociales y en los hábitos autoritarios de la vecinocracia, en la microfísica fascista. La inseguridad asociada al delito aleatorio o de visibilidad es uno de los lugares comunes donde se juegan los consensos difusos. Se trata de un consenso anímico; afectivo antes que racional. Es el resultado de la sincronización de las emociones antes que de la movilización de razones. El miedo al delito que es –simplificando– el miedo a la violencia del pibe chorro es un temor que tiene la capacidad de no producir divisiones, de propiciar consensos automáticos, más o menos espontáneos. Es un miedo despolitizado, dijimos recién, puesto que tiene el efecto de crear un vacío político; algo que está fuera de discusión, que provoca

indignación popular, formas de movilización puramente sentimentales cuando abrazan o lloran con la víctima, o apasionadamente agresivas y cercanas al linchamiento simbólico cuando se refieren al victimario. La inseguridad es un círculo vicioso, el miedo funciona de manera espiralada. Las estrategias de seguridad generan mayor inseguridad. Desde el momento que estigmatizamos, es decir, le asignamos una etiqueta negativa al otro (el próximo-lejano), quedamos presos de nuestros fantasmas. Desde ese momento se recrean las condiciones para sentirnos inseguros toda vez que la estigmatización demoniza, extranjeriza, vuelve lejano al próximo. Lejos de crear mejores condiciones para sentarse a dialogar, elegimos palabras filosas que no solo nos alejan del “otro”, sino que nos enemistan con él. Más aún cuando esos estereotipos orientan la praxis policial. Como repetimos en este libro: no hay olfato policial sin olfato social. Detrás de las detenciones por averiguación de identidad están los vecinos alertas apuntando con el dedo. Esa máquina de meter miedo, la máquina de la inseguridad, es un artefacto con muchos engranajes. No estamos hablando de un aparato de gobierno, porque está compuesto, además, de prácticas políticas y políticas públicas, de imaginarios sociales de larga duración, de pasiones punitivas; campañas de pánico moral; procesos de estigmatización social; prácticas policiales relativamente autónomas o descontroladas por el funcionariado de turno; de declaraciones fuera de lugar, exabruptos o bravatas y escándalos políticos; escuchas telefónicas; armamentismo vecinal; desidia judicial y encarcelamiento masivo; criminalización y judicialización de la protesta social, etc. Como señalaba alguna vez Michel Foucault, estamos ante “un fenómeno que duró mucho tiempo y pasó por mil canales diferentes (...) Muy a pesar de su complejidad y su diversidad, esas relaciones de poder logran organizarse en una especie de figura global”. Esa figura es esta cosa, la máquina de la inseguridad. La máquina excita, exaspera, sincroniza

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las emociones; evoca imágenes-fuerza y nos pone a todos a ver más o menos la misma película. La máquina de la inseguridad es una forma de gobierno porque permite la vigilancia social. Una sociedad insegura es una sociedad bajo vigilancia continua, una sociedad que participa incluso en las tareas de su propio control. Los vecinos son los encargados de mapearle a las policías la deriva de los jóvenes que hay que expiar. La inteligencia vecinal completa la observancia policial. La máquina de la inseguridad es una “máquina de captura” también, una máquina, como nos enseñaron Deleuze y Guattari, que interpela, define y estabiliza; sedimenta y cierra a la vez. La máquina de la inseguridad es una máquina contingente; máquina de producir fantasías que están a la altura de los fantasmas que vienen asediando a los vecinos durante generaciones. Una máquina es la consagración de una estructura, la cristalización de una articulación exitosa que diferentes actores que componen distintas agencias tramaron para una época sitiada por determinados problemas urgentes. Más que un relato exitoso, constituyen modos de obrar, pensar y, sobre todo, sentir frente a determinados conflictos. La máquina de la inseguridad pone a hablar un imaginario social que subsiste como telón de fondo de la escena contemporánea sobresaltada por el periodismo sensacionalista, avivado con las bravatas del funcionariado y opositores de turno y la nueva ética protestante de la vecinocracia. Ese imaginario es su mejor combustible. Los actores tiran leña al fuego cuando proponen figuras sociales para practicar el escarnio y la puntería. El blanco es el negro. La inseguridad nuestra de cada día se alimenta de los miedos, necesita todos los días sus dosis de miedos. Como decía Hobbes: “Mi madre parió dos hijos, mi miedo y yo”. Este libro es la continuación de Temor y Control. En aquel me interesaba concentrarme básicamente en las condiciones estructurales, en el dispositivo. En este, por el contrario, volvemos sobre

determinados aspectos de la estructura, pero para hacer énfasis en el papel que juegan las condiciones coyunturales. Por eso el lector encontrará nombres y apellidos, referencias a hechos concretos, tapas de diarios y noticias, conferencias de prensa, leyes, decretos, sentencias y actos administrativos, refranes, etc. Como decía Bataille, “un libro no es nada si no está situado.” No escribimos para la posteridad sino con el deseo de intervenir en la realidad que nos toca, con la que nos medimos todos los días. Este libro, entonces, es el resultado de esas intervenciones. Hace un año murió el criminólogo noruego Nils Christie. Christie era un pensador simple y generoso, una máquina de producir hipótesis. Sus tesis estaban al alcance de todos. Había que trascender el público especializado, llegar a otras audiencias. Había que dejar de cazar en el zoológico. Como sugirió también Gramsci: “Si los auditorios no son siempre los mismos, hay que construir categorías a la altura de cada actor”. No se trata de decirle a la gente lo que quiere escuchar. Se trata de no perder de vista el sentido común que organiza los intercambios culturales en cada clase social, en cada audiencia incluso. Los pactos de lectura no son los mismos. “Cada estrato social tiene su ‘sentido común’ y su ‘buen sentido’ que en el fondo es la concepción de la vida y del hombre más difundido. Cada corriente filosófica deja una sedimentación de ‘sentido común’: este es el documento que prueba su efectividad histórica. El ‘sentido común’ no es algo rígido e inmóvil, sino que se transforma continuamente, enriqueciéndose de nociones científicas y de opiniones filosóficas incorporadas a las costumbres.” Hay una separación entre el pueblo y los intelectuales. “El pueblo ve los ritos y siente las prédicas exhortativas, pero no puede seguir las discusiones y los desarrollos ideológicos que son el monopolio de una casta”. Por eso cuidado, advertía Gramsci: “cuando el pueblo vuelve a tomar importancia aparecen los escritores en lengua vulgar.” Esa lengua, hoy día, es la lengua de la televisión. Una lengua que saben hablar a la

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perfección nuestros dirigentes políticos. Una lengua que conviene no denostar, ni descartar. Hay que construir clisés que estén a la altura de las grandes audiencias para salir al ruedo contra los periodistas, esos nuevos emprendedores morales. Hacer ejercicios de traducción para participar de la misma disputa y salir del coto de caza donde nos movemos seguros. Eso es lo que hizo Eugenio Zaffaroni, por eso le escuché alguna vez recomendarnos que teníamos que empezar a hacer telenovelas. Decía: “¡¿Cuántas veces vamos a escribir el mismo libro?!” Nuestro interlocutor no tiene que ser nuestro colega sino también el verdulero de la esquina. Y difícilmente vayamos a llegar a él con un tratado o un paper académico. Esa es la intensión que tienen los libros de Christie. Recordemos que, como dice un viejo proverbio chino, “un problema sin solución no es un problema”. Un problema que no tiene solución es un problema mal planteado. No hay que proponer acertijos sino problemas que estén al alcance de la mano, que todo el mundo sienta que puede intervenir en él, incluso modificarlos. Ya lo dijo don Carlos: no se trata de interpretar la realidad sino de transformarla.

Capítulo 1 Entre el punitivismo y el progresismo La seguridad según el kirchnerismo: Continuidades y discontinuidades. En la última década, el gobierno kirchnerista ha producido una serie de reformas que le devolvieron al Estado el protagonismo que supo tener en otra época. Quiso, y en gran medida logró, poner en crisis el neoliberalismo pero también al Estado de Malestar que se había montado en torno a una serie de ajustes y transformaciones económicas que descomprometieron al estado de la sociedad, desautorizándolo para hacerse cargo de una serie de problemas que hasta hacía un par de décadas atrás había constituido su razón de ser. Las reformas políticas y económicas que apuntó el kirchnerismo a lo largo de la última década constituyeron un punto de partida para repensar la intervención creativa del estado. De hecho, la disminución de la pobreza y la desocupación, del analfabetismo y la deserción escolar, la recomposición de la capacidad de consumo, son consecuencias directas de aquellas reformas. Tanto la Asignación Universal por Hijo; el aumento de las coberturas sociales a través de los múltiples programas asistenciales que se implementaron desde las carteras de Desarrollo Social y Trabajo; la estatización de

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las AFJP y el aumento a las jubilaciones; la política de subsidio a los usuarios de servicios; los planes de vivienda social, etc., apuntaron a recomponer la iniciativa del Estado para recuperar los niveles de empleo y consumo popular. Sin embargo, al final de la década, las mejoras económicas no han surtido el efecto esperado, por lo menos en materia securitaria: no solo la tasa de delitos se mantuvo relativamente estable (disminuyeron algunos delitos pero se elevaron otros), sino que ha aumentado el uso de la violencia en la consecuencia del delito predatorio. Si bien el uso de la fuerza o la amenaza de la fuerza letal no se traducían en un aumento de homicidios o lesiones graves, lo cierto es que la violencia empezaba a llamar la atención, al mismo tiempo que disparaba otra vez la sensación de inseguridad. Más aún, no solo el delito no bajaba, sino que la población encarcelada continuaba creciendo y lo hacía de manera desproporcionada al delito, muy por encima de las tasas del delito. También continuaron aumentando en toda la Argentina los casos de gatillo fácil. En otras palabras: bajó la pobreza, disminuyó el analfabetismo y la población desescolarizada, pero se mantuvo el delito predatorio, aumentó el delito complejo, se expandió la población prisonizada y la inseguridad figura entre las principales preocupaciones de los argentinos. Si esto es así, habrá que revisar las interpretaciones economicistas que usamos en la década del ’90 para comprender los mismos hechos. En efecto, durante el neoliberalismo, estas teorías nos sirvieron para explicar una serie de fenómenos que estaban relacionados entre sí. ¿Por qué había más gente presa? Porque había aumentado el delito. ¿Por qué había más delito? Porque aumentó la desocupación y con ello la marginación social. Estas tres variables (encarcelamiento, delito y desocupación/pobreza) que iban juntas en los noventa, comenzaron a desacoplarse a lo largo de la última década. Digo, si la desocupación y la marginación social disminuyeron (aunque la desocupación

continuó impactando en las franjas más jóvenes y hay núcleos de marginalidad persistente), el delito se mantuvo más o menos estable y el encarcelamiento en masa se multiplicó, eso quiere decir que las teorías que cargaban todo a la cuenta de la pobreza deberían dejarse de lado o por lo menos completarse atendiendo a otros factores estructurales de larga duración, internos y externos al propio Estado. Eso tampoco significa que la desocupación y la marginalidad sean datos que haya que desechar. Pero está visto que no sirven para comprender la persistencia y mayor complejidad que tiene esta conflictividad social. Para ponerlo con preguntas: ¿Por qué hay cada vez más cárceles? ¿Por qué el delito no baja? ¿Por qué la gente siente cada vez más miedo? ¿Por qué el crimen ha adquirido cada vez más centralidad en la agenda de los medios masivos? ¿A qué se debe el aumento del empleo de violencia en la consumación de los delitos? ¿Por qué los microdelitos han adquirido cada vez mayor visibilidad? ¿Y por qué los crímenes de cuello blanco permanecieron invisibles? Todas estas preguntas hay que responderlas teniendo en cuenta otras variables. No se trata de preguntas sencillas. Las conflictividades sociales son cada vez más complejas y no podemos ensayar una respuesta que las abarque a todas. Por empezar, digamos que las razones del desacople hay que buscarlas en la relación que existe entre el aumento de la capacidad adquisitiva y la expansión del mercado de drogas; el aumento del consumo y la ampliación de las redes de trata de mujeres con fines de explotación sexual; en la incapacidad productiva del sector autopartista local, la falta de inversiones de las automotrices y la expansión del mercado de autopartes usadas sustraídas; en el aumento del consumo desigual y la persistencia de núcleos de marginalidad en las ciudades cada vez más fragmentadas, con profundos contrastes sociales, que retroalimentan la pobreza relativa; pero también en los deficientes controles administrativos y nichos de corrupción; en la desidia judicial; y en la existencia de prácticas institucionales

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violentas a través de las cuales se perfilan trayectorias criminales para determinados contingentes poblacionales. Quiero decir, el delito es la expresión de las contradicciones que generó el crecimiento en una sociedad con una estructura que tuvo capacidad productiva limitada y amplios sectores de la economía en la informalidad; la persistencia del delito es la manifestación del consumo desigual en una sociedad donde el mercado sigue siendo la meta-institución dadora de sentido (“Si Nike es la cultura, Nike es tu cultura”). Cuando el ocio recreativo está asociado al consumo de drogas, las inyecciones de energía monetaria crearon mejores condiciones para la expansión del narcotráfico local. Aumenta la trata de mujeres porque los “machos” argentinos andan con más plata en el bolsillo, y no se ponen en crisis las masculinidades que sostienen la sociedad patriarcal; aumenta la trata laboral porque amplios sectores de la economía más dinámica continúan operando en la informalidad ante la inexistencia de controles administrativos. Aumenta el robo de autos para estoquear un mercado repositor informal que no resuelve la industria automotriz. Otra tesis, que sostuvimos en Temor y Control, a través de las cuales intentamos explorar y responder aquellas cuestiones, tenía que ver con la persistencia de determinadas continuidades. Dijimos: los gobiernos pasan y la policía permanece. Si el encarcelamiento aumentó, pero el delito se mantuvo, a pesar de que se produjeron reformas económicas que hicieron retroceder la desocupación y la marginalidad, en parte se debió a que cada vez había más policías en la calle patrullando los territorios con un paradigma que nunca fue puesto en crisis. Más aún, la violencia se profundizó porque tampoco se puso en crisis el imaginario social autoritario que suele activar procesos de estigmatización social y pasiones punitivas. No hay olfato policial sin olfato social. Acá hay un nudo que nunca se desató. Y por último, el delito no bajó porque continúo creciendo el encarcelamiento, es decir, la cárcel siguió precarizando y lumpenizando a un sector de la sociedad que después

sería reclutado por aquellas economías ilegales que también necesitan de fuerza de trabajo bruta para valorizarse. Sabemos que los modelos no se desandan de un día para el otro por más buenas intenciones que tengan los funcionarios de turno; pero en materia de seguridad, la dirigencia política tendió a permanecer atada a la agenda confeccionada durante la década del ’90. Las políticas económicas contrastan con las políticas securitarias. No existe en seguridad un proceso de reforma similar al que se propuso para otras áreas del mismo gobierno. En materia securitaria salía más barato, políticamente hablando, mantener los acuerdos con las policías que asumir los costos que podía acarrear una reforma estructural integral; seguía siendo más fácil poner parches y sobreactuar ante cada nueva ola de delitos que ponerse a investigar y encarar algo nunca visto. De allí que la agenda securitaria haya sido –salvo contadas excepciones (con Beliz y Garré)- una agenda que no solo ha mantenido los tópicos de la década anterior sino que en algunos casos hasta los ha profundizado. En términos generales, las reformas progresistas en materia económica contrastan con la performance en materia securitaria. Eso no quiere decir que no haya habido intentos de poner en crisis los paradigmas que quedaron intactos. Pero las reformas fueron tibias, muy contradictorias, con muchas limitaciones; reformas que se llevaron a cabo en contexto de desconfianza por parte de Presidencia, que no fueron financiadas, que contaron con una estructura administrativa insuficiente para dirigir la política a las fuerzas de seguridad y encarar procesos profundos de reformas. Reformas que fueron cascoteadas por la demagogia de la oposición política y el periodismo empresarial. Pero también vistas con sospecha por parte del oficialismo. Eso sin descontar el internismo y la desarticulación entre las diferentes agencias del estado. La falta de diálogo y coordinación entre el gobierno nacional y los ministerios de seguridad provinciales también contribuyó a obstaculizar los procesos de reforma. Lo mismo con la ausencia de

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estadísticas, o la incapacidad para acceder a la información pública que producen periódicamente las agencias de seguridad federales y provinciales. Y lo que es peor, la década se cierra arrojando por la ventana una de las pocas medallas conseguidas en esta materia: la no represión y judicialización de la protesta social. Pero de eso hablaremos más adelante. La llegada de Sergio Berni a la Secretaría de Seguridad fue un claro retroceso. No solo detuvo el proceso de reforma inaugurado con la gestión de Nilda Garré, sino que replicó las soluciones que definieron al menemismo en esta materia. Demagogia punitiva, persecución y judicialización de la protesta y control poblacional. El gobierno terminó su mandato sosteniendo la necesidad de reglamentar las manifestaciones públicas, amenazando y persiguiendo minorías extranjeras; vigilando y estableciendo una suerte de estado de sitio para los jóvenes que viven en barrios pobres. Más aún, culmina reconociendo públicamente que está trabajando con la DEA en materia de narcotráfico, y empujando al ejército a asumir tareas de seguridad interior (Escudo Norte). No vamos a decir que no se hizo nada o que ha sido más de lo mismo: basta nombrar la creación de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, con una estructura normativa moderna y profesional; la protocolización del uso de la fuerza letal y no letal; la confección de protocolos de actuación en trata y violencia de género; las mesas barriales de seguridad; la actualización de los currículos y programas de formación de las fuerzas; la creación de cuerpos especiales de prevención barrial, etc. Pero se trata de reformas que no tuvieron el tiempo para arraigarse y modificar las prácticas. Prueba de ello es que el macrismo las ha obviado por completo. Quiero decir, en términos generales, en estos diez años que pasaron, el kirchnerismo no ha sabido, no ha podido y tampoco querido desandar el paradigma policialista de la seguridad. No basta crear el Ministerio de Seguridad y poner a un dirigente político para gobernar las policías si al mismo tiempo no se modifica la legislación procesista que organiza a

las fuerzas de seguridad, si no se ponen en crisis las prácticas violentas y discriminatorias que las definen.

Barrenando la tapa de los diarios. Una imagen repetida en las presentaciones públicas de la Presidenta Cristina Fernández era mostrar la tapa de algún diario para señalar una contradicción o probar la vocación sistemática para desinformar que tenían determinados medios o los periodistas que trabajan en esos medios. Con la tapa del diario Clarín del 9 de marzo de 1993 en la mano, la Presidenta mostró cómo tituló ese medio el inminente cierre de ramales ferroviarios decretado por el gobierno de Menem. Expuso, primero, una nota del cuerpo interior que citaba a Cavallo diciendo… “desde mañana trece provincias se quedarán sin trenes”, y luego pasó a la tapa donde se leía: “La gente quiere los trenes”. Pero enseguida, y casi sin querer, reparó en otros dos títulos que estaban más abajo. Uno que informaba sobre un asesinato de un mafioso que había matado antes a un guardia cárcel; y el otro sobre un “crimen pasional” cuyo título decía: “Yo te amo, yo te mato”. Y luego concluyó la Presidenta: “Como verán, los hechos delictivos no empezaron hace dos años, estaban en el ‘93. Parece que ahora los han descubierto, pero no hay nada nuevo bajo el sol, señores, lo único nuevo que tenemos hoy son estos ferrocarriles, que los hemos comprado y los hemos puesto nosotros”. No me interesa pensar ahora si este tipo de intervenciones fortalecía o debilitaba a la Presidenta, si convenía o no ponerse a responder a los diarios asumiendo los costos que eso implicaba (la réplica descalificatoria y en cadena del día siguiente), si tenía sentido exponerse cuando estaba el jefe de gabinete para cumplir ese papel y asumir el desgaste que ello implicaba. Quiero detenerme en esa tapa elegida por la Presidenta para señalar que efectivamente Cristina Fernández tenía razón cuando decía que el delito no era un tema nuevo en la prensa nacional, pero

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que se equivocaba cuando equiparaba las tapas del diario. No hay que confundir el delito con la inseguridad. Digo, lo que sí era nuevo era la inseguridad. Una de las causas del aumento de la inseguridad sin dudas fue la persistencia del delito. Pero hay otras causas que explican la expansión de la sensación de inseguridad en la última década que conviene no perder de vista a la hora de salir a ensayar una respuesta exitosa, a saber: la fragmentación social o el deterioro de los consensos comunitarios; la desconfianza que la sociedad tiene sobre la policía; la falta de acceso a la justicia; los procesos de demonización social y las campañas de pánico moral; el tratamiento truculento o sensacionalista que el periodismo ensaya sobre determinados delitos, etc. Digo, no hay que confundir el delito con el miedo al delito. Las tapas de Clarín en la última década no contaban el crimen sino la inseguridad, no abordaban hechos extraordinarios que se intentaban explicar apelando a la naturaleza monstruosa del victimario, sino eventos ordinarios o regulares contados a través del temor que suscitaban en las víctimas. La diferencia entre el delito y el miedo al delito, es la diferencia entre la crónica policial y la agenda securitaria. Lo que hacía el periodista de Clarín o La Nación en la última década era inscribir los hechos en una serie. El problema para ellos no era el delito sino otro delito, es decir, la inseguridad. Una inseguridad que quedaba expuesta con cada nueva ola de delitos. Eso no lo entendió Fernández, pero sí Berni. Por eso, con la llegada de Sergio Berni al Ministerio, la seguridad se abordó desde la sensación de inseguridad. Un sentimiento avivado diariamente con la tapa de los diarios. “Dime cuál es el titular de hoy, y te diré qué anunciará Berni”. Tengo muchos ejemplos, pero me basta con uno: después de una secuencia de robos en edificios de Barrio Norte en el 2012, Berni anunció la instalación de “botones antipánico” en los edificios que serían activados por los porteros. Berni se posaba encima de la tapa y barrenaba la ola. Tenía una perspectiva coyunturalista, cortoplacista, de la seguridad, es decir, pensaba a la seguridad desde la

superficie de las cosas, con la noticia del día, la entrevista radial de la mañana. Para Berni, las conflictividades no eran complejas sino transparentes. Las respuestas no podían ser de larga duración sino urgentes. La gestión tenía que estar a la altura de las noticias. El antiintelectualismo que profesaba lo llevaba a invertir la máxima peronista: “mejor que hacer es decir”; y más aún: “mejor que decir es parodiar, representar una nueva pantomima”. Por eso se lo vio a Berni vestido de bombero, andando en moto para sortear el tránsito y llegar antes que los medios al lugar del hecho, calzando borceguíes y chalequitos. Una persona de acción no puede vestir traje y corbata. Acaso por eso mismo desarmó los equipos que en su momento había armado Garré. Las cosas tienen que ser sencillas para ensayar una respuesta rápida. Más aún cuando se acercaban las elecciones y había que mandar mensajes a la opinión pública. No importaba lo que se dijera, Berni sabía que a las palabras se las llevaba el viento, que una tapa del diario será cubierta con otra tapa y así sucesivamente. El ocasionalismo que imperaba en la cartera de seguridad ponía en evidencia que Berni hablaba para la hinchada, estaba más interesado –lo que no es poca cosa, hay que reconocer- en las próximas elecciones que en resolver la conflictividad subyacente. Eso se llama acá y en los Estados Unidos, en París o la provincia de Buenos Aires, demagogia punitiva. Berni pateaba para tiempos mejores cualquier solución progresista. La meta era ganar la próxima elección. No estaba del todo equivocado. Cuando la oposición se negaba a realizar acuerdos políticos sobre la materia, la manera de conseguir los tiempos largos que demandaban los procesos de reformas progresistas era ganando las elecciones. Y está visto que en este país no se ganan las elecciones con un paquete de medidas progresistas. Hay que estar a la altura de las tapas de los diarios, hablar para la hinchada. Berni le agregó punitivismo a la reforma progresista de Garré, un poco de coyunturalismo a los tiempos largos que demandan las reformas. Pero a medida que se acercaba la

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batalla final, las próximas elecciones presidenciales, no había margen para pendular entre el progresismo y el punitivismo. La salida de Garré del Ministerio puso a la seguridad más cerca del peronismo que del kirchnerismo. Berni no quería dejarse correr por derecha. Si había que competir con Massa y Macri, incluso con el radicalismo de Sanz o Carrió, entonces había que usar otra verba. No bastaba repetir que los problemas se resuelven con inclusión social. Había que apuntar a los inmigrantes, a los jueces que se negaban a dar la orden para despejar el tránsito obstruido por un piquete o liberaban a los delincuentes. Berni fue un invento de Clarín, el hijo pródigo no reconocido. Si el imaginario de Clarín se organizaba según el malhumor de Doña Rosa, Berni sería su mejor protector. Berni le decía a Clarín lo que la gente quería escuchar, y de paso le confirmaba sus prejuicios: que la inseguridad son los motochorros y las entraderas; que en el país no hay problemas con el crimen organizado pero que los colombianos son todos narcotraficantes y los bolivianos usurpadores de tierras; que los manifestantes que cortan la ruta son también delincuentes y los principales protagonistas del caos de tránsito; que los jóvenes malvivientes son cada vez más violentos. Berni era un funcionario a la altura de los estigmas que destilaba Clarín, que pensaba a la seguridad con sus titulares. Las bravatas de Berni estaban hechas de sensacionalismo. Podía esquivar los set de TN, pero los miraba atentamente y para ellos seguía siendo su funcionario preferido. Berni era la pata de Clarín en el gobierno, su vocero y mejor alumno.

La batiseguridad: una seguridad pop. Detrás de Batman había un rico indignado. Batman era un superhéroe, pero también un multimillonario con inquietudes policiales, alguien especialmente

preocupado por la delincuencia callejera. En efecto, en las sagas de Batman los problemas no son ni la evasión impositiva, el tráfico de armas, el comercio ilegal de granos, o la fuga de divisas, sino los delitos de visibilidad, la delincuencia callejera, incluso el vandalismo, el devenir lumpen de la marginalidad, las incivilidades agresivas. Los delitos de cuello blanco no tienen pantalla, y tampoco aportan el sensacionalismo que necesita Hollywood para vender películas y mantener entretenidos a su público devoto de violencia, que va en busca de emociones fuertes que liberen adrenalina. Además, los delitos de cuello blanco, que necesitan tiempo para su persecución, no son redituables electoralmente. Mejor perseguir a los pobres, que son los fantasmas que asedian la cabeza de las personas enclaustradas frente al televisor, que siguen sus propias vidas a través del noticiero, que se fueron atrincherando en su casa, abandonando los espacios públicos, recortando su universo social de relaciones. La mejor manera de cubrir las espaldas de los millonarios es encontrar un chivo expiatorio a la medida de los prejuicios sociales. De esa manera no solo pueden esconderse sino ganar la adhesión de las otras clases sociales. Si es joven o inmigrante tanto mejor. Los “vagos”, “pibes chorros”, “bolivianos” o “colombianos” se llevan la puntería de los periodistas, policías, vecinos alertas y funcionarios demagógicos. La estatura de Sergio Berni era la misma de Batman. Estaba hecho de sus mismas obsesiones, las mismas creencias, incluso tenía el mismo porte. Berni, como Batman, estaba en todos lados. Allí donde había “acontecimientos” estaba Berni con su mejor disfraz. Las cámaras lo llamaban. Como el personaje de Zelig de Woody Allen, Berni tendía a confundirse con los papeles que interpretaba. Había un traje para cada ocasión. Cuando la agenda securitaria se organizaba en función de la tapa de los diarios, la seguridad se confundía con la velocidad. Lo importante es acudir al llamado y hacerlo lo más rápido posible. ¡Berni tiene que llegar primero!

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Berni, al igual que Batman, era otro millonario. Hacía política con los bolsillos llenos de plata. Berni era uno de los funcionarios más adinerados del gobierno. Según la última declaración de bienes que había presentado su patrimonio total ascendía a seis millones de pesos. Tiene una lancha; cinco autos, entre ellos una reliquia: una camioneta Ika Baqueano de 1970; y 9 propiedades inmuebles distribuidas en Capital, Lima, Santa Cruz y Tigre. Batman y Berni se parecen además porque hacen seguridad ensañándose con los más vulnerables. Cuando aparecía un pez grande, seguramente había una investigación judicial previa (otra rareza, dicho sea de paso). Para decirlo con las palabras de Berni: “En la Argentina nosotros no tenemos grandes problemas con delitos mayores, con las grandes bandas criminales. El problema que a la sociedad angustia son los motochorros, las pequeñas entraderas, los casos en los semáforos, cuando rompen vidrios para robar carteras. Y la Policía detiene y cada juez interpreta la ley como quiere” (Berni en diálogo con el periodista Antonio Laje en América 24 http://www.infobae. com/2014/09/22/1596525-berni-en-la-argentina-no-tenemosproblemas-los-delitos-mayores). Berni, como muchos otros funcionarios del gobierno, le dieron una impronta personalista a su gestión. Se sabe: el superhéroe que se pretendía emular era una figura célebre. Las cosas tenían que llevar su sello personal, tener una marca que lo distinguiera del resto. De esa manera se nos invitaba a pensar que las cosas sucedían porque ellos estaban allí, que las cosas pasaban por pura prepotencia y marca personal. No había una política de estado sino voluntad política, no era necesario un plan estratégico sino liderazgo oportuno. El voluntarismo de los funcionarios es la incapacidad para desandar las rutinas institucionales y la vocación para surfear las olas. Con todo, banalizaba la política y frivolizaba la seguridad. Pero a pesar de eso, contribuían a enloquecernos a todos. Porque si los insumos de la comunicación

institucional del Ministerio, si la imagen de Berni se construía y alimentaba con material levantado de los medios, con sus clisés, prejuicios, estereotipos, no había que esperar que llevase tranquilidad a los argentinos sino mayor desesperación. No había siquiera tiempo para investigar: había que reventar. Era la lógica de la patota aplicada a la policía y la lógica policial prepotente aplicada a la política. El anti-intelectualismo de Berni se averiguaba en su hiperactividad y en las cifras que tiraba a la marchanta. Quería imitar a la Presidenta pero los números que arrojaba adolecían de criterios y no guardaban proporción alguna. De hecho, otra de las materias pendientes del kirchnerismo en materia securitaria fue la ausencia de información o mejor dicho la imposibilidad de acceder a la información pública que construían sus direcciones. Las estadísticas que producía formaban parte de la caja negra, cerrada bajo cuatro llaves, encriptada en la baticueva. La sensibilidad social de Berni estaba hecha de aspiraciones electorales. De la misma manera que fue a cubrirle las espaldas a los socialistas en Santa Fe –que le cubrían a su vez las espaldas a importantes empresarios locales–, cuidaba al empresariado argentino cuando despresupuestaba los equipos encargados de perseguir el delito complejo o los delitos de cuello blanco. No tenía equipo técnico propio y por eso no le quedaba otra posibilidad que recostarse en la capacidad operativa que cada fuerza podía aportarle; una capacidad, dicho sea de paso, descontrolada, desprotocolizada, que se fue modelando discrecionalmente, más allá de cualquier formalidad, y en función de sus propios intereses. Una capacidad que creía que podía dirigir con la verba castrense que le quedó después de haber transitado por los cuarteles argentinos, y contener con la habitual pirotecnia machista. Cuando Berni hacía “saturación policial”, estaba diciendo que el problema estaba en las calles y eran los jóvenes pobres que tenían determinados estilos de vida o se vestían de determinada manera;

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nunca en los bufetes de los abogados y contadores prestigiosos, en las oficinas del chacarero argentino o en las cuevas financieras. El problema era el devenir disfuncional de la marginalidad persistente, la desocupación o el trabajo sin dignidad que experimentan los jóvenes. Si hay pobreza, hay inclusión social, es decir, si hay pobreza que no se note, que no robe, que no proteste, no salga de sus barrios, que pida un cupo en la cooperativa de su barrio y se ponga a barrer las calles por tres mil pesos, sin aguinaldo ni vacaciones pagas, sin aportes jubilatorios, sin antigüedad. Porque la “inclusión” en boca de Berni, era una muletilla. Usaba frases que no comprendía. Frases que después no podía explicar, que ni siquiera podía corroborarse en su gestión, que no se tradujeron en líneas concretas de intervención. La concepción policialista que tenía sobre la seguridad, descalificaba de antemano cualquier apuesta multiagencial. Berni cargaba todo a la cuenta de la policía de visibilidad, que es una policía territorial, preocupada en controlar el territorio, disciplinar a los actores que no se resignan y regular el delito. En las periódicas conferencias de prensa que el Ministerio de Seguridad brindaba después de cada operativo exitoso, Berni se mostraba exultante, con las manos en los bolsillos, siempre sonriente, hablando por teléfono, a veces con el ceño fruncido, repitiendo uno de los clisé más repetido en la historia de la policía: “hemos desmantelado una poderosa banda…”. La escena era muy conocida. Pero las palabras no resistían la escenografía, pues las declaraciones casi siempre tenían como telón de fondo el chaperío típico de las villas miserias argentinas. Cuando miramos a los “delincuentes apresados” uno se pregunta, “si esta es la poderosa banda…. ¿a quién se está cuidando?” “¿Por qué se seguía persiguiendo al eslabón más débil de una cadena que no controlaban?” La respuesta flota en el ambiente: Los pobres salen más baratos. Los pobres están compartimentados, no salpicarán al resto de los circuitos ilegales, allí donde las ganancias son más suculentas y necesitan otra estructura, y otro tipo de cobertura. Los pobres no

tienen a nadie que los defienda. Incluso si entran por una puerta y salen por la otra, tampoco tendrán demasiada prensa. Berni inflaba los operativos o los inventaba. Berni hizo de la seguridad un espectáculo, un efecto globo. Lo vimos incluso pasearse como ningún otro funcionario por los programas de TV. Como correspondía a un militar, dueño de una verba marcial, sus palabras casi siempre eran claras y contundentes. Eso no quiere decir que haya sido convincente y, mucho menos, que sus intervenciones fueran esclarecedoras o se hayan propuesto satisfacer las dudas que teníamos en torno a la compleja conflictividad social. Todo lo contrario, Berni era una aplanadora: la simplificación era la manera de sortear la argumentación. “Las cosas son como son”. Cuando se habla para las cámaras de televisión, no importa lo que se diga. Basta con ser elocuente, que el temperamento que le imprima a sus palabras logre captar la atención de la opinión pública y esté a la altura de su indignación. Berni hizo de la seguridad un espectáculo en serie. Pensó la seguridad con los titulares de los diarios, es decir, con la conmoción social que suelen tener los hechos sensacionalistas. Como Batman, confundió la seguridad con la justicia, y en vez de abordar los hechos ordinarios con políticas públicas de largo aliento se demoraba en los eventos extraordinarios con intervenciones efectistas que garantizaban las rutinas policiales, hechos que después se generalizaban súbitamente con la televisión. La seguridad es un efecto globo. Nunca importaba lo que se dijera y mucho menos lo que se hiciera después, había que estar ahí, remando cada ola, poniendo el pecho, demostrando autoridad, firmeza. Para preparar la escena había que llegar a tiempo, incluso inmediatamente después que los periodistas, para que estos pudieran captar la entrada triunfal del comisario mayor Sergio Berni. El peronismo siempre fue un tren fantasma. Está la mujer maravilla, pero también lleva al Hombre Lobo, al Cuco, Drácula y unos cuantos villanos más. Como dijo Agustín Rossi, el kirchnerismo fue la

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vanguardia progresista de un partido conservador. Los malabares que hizo para mantener a todos adentro de la “fuente” fueron muchos. Y las concesiones también. Berni, fue uno de sus mejores anfitriones. Uno de los guiños del kirchenirsmo a la derecha peronista y no solo peronista. Basta revisar las frases que destilaba para referirse a los actores que identificaba como problemáticos. Hablaba de “sindicalistas radicalizados”, “energúmenos violentos”, “emigrantes que solo saben delinquir”, “delincuentes que entran por una puerta y salen por la otra”. Como un deja vu, las frases nos devolvían al pasado que se pretendía dejar atrás. Más aún: con su pirotecnia verbal no solo confirmaba el lugar que las policías tenían en el imaginario social, también le estaba dejando allanado el camino al macrismo.

Desembarco y después. Hay palabras que atrasan, y hay operativos que confirman ese retroceso. El ex secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, utilizó la palabra “desembarco” para nombrar el megaoperativo en la ciudad de Rosario en el que participaron alrededor de 2 mil efectivos de la Gendarmería, Prefectura, Policía de Seguridad Aeroportuaria y Policía Federal, con 800 vehículos, helicópteros, un avión de observaciones y cincuenta perros. También participaron las Tropas Operativas Especiales (TOE), un grupo de élite de la policía santafesina. Se hicieron 89 allanamientos, detuvieron a 26 personas, secuestraron algunas armas e incautaron drogas. No se sabe en el marco de qué causas judiciales se hicieron los procedimientos, pero pudimos ver cómo efectivos encapuchados y portando armas largas recorrían las calles de los barrios de la periferia, irrumpiendo en las casas de muchos vecinos. Y agregó Berni: “Este es un trabajo que recién empieza. Esta es una lucha centímetro por centímetro. Estamos trabajando permanentemente en la frontera (…) empezando a ocupar el espacio que ocupaban otros delincuentes”.

Por su parte, el secretario de ex Seguridad de esa provincia, Oscar Lamberto, dijo que con el operativo se buscaba “marcar la cancha, decir acá está el Estado, acá están las fuerzas federales y provinciales que a partir de ahora llegan a los barrios para quedarse y dar tranquilidad”. Tres cosas quiero decir. Primero: las palabras de ambos funcionarios parecen confirmar los dichos que propalara en su momento Sergio Massa, cuando denunciaba que “el Estado estaba ausente”. Pero las respuestas de los funcionarios son igualmente apresuradas y ponen las cosas en un lugar donde no se encuentran. No es cierto que el Estado estaba ausente. Estaba presente a través de una policía que regulaba el delito, vendiendo invisibilidad, liberando las zonas para el crimen organizado. La policía es la mano invisible de los mercados criminales en Argentina, tanto en Santa Fe como en Córdoba, la provincia de Buenos Aires o la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Segundo, no es la primera vez que el Gobierno apelaba a la saturación policial. Lo vimos en los operativos rotativos que hicieron en el marco del Centinela y Cinturón Sur. La novedad es que esta vez no se trata de una política de prevención situacional o ambiental sino de ocupación y pacificación territorial. No se buscaba prevenir el delito sino perseguir a las bandas criminales. La consecuencia de estos operativos son dos: por un lado, tienden a militarizar los barrios, agregando mayor violencia a otras conflictividades existentes (se multiplicarán las detenciones por averiguación de identidad, los maltratos y destratos; aumentarán los procesos por tenencia de drogas para consumo personal, entre otras). Por otro, contribuyen a estigmatizar más aún estos barrios, asociando el narcotráfico a los barrios pobres, y a vulnerabilizar a los más jóvenes que, de ahora en más, serán objeto de nuevas rutinas policiales. Seguramente, muchos vecinos se sentirán más seguros, pero difícilmente pueda resolverse el narcotráfico y los conflictos que lo orbitan (mercado de armas, secuestros, etc.) apelando al control territorial. El delito puede moverse de territorio, y para entonces las

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denuncias por violaciones de DD.HH. se habrán multiplicado en esos barrios. Tercero, una vez más vemos que las respuestas se piensan desde la coyuntura de las cosas, para ganarse unas cuantas tapas de diarios. Se sabe: nada es casual, si se sigue la ruta de la droga solo se llegará a los perejiles (consumidores, dealers, transas eventuales). Hasta que no se siga la ruta del dinero y se investiguen los fideicomisos que existen detrás del boom inmobiliario y turístico de esa ciudad –esas estructuras financieras que le permiten al narcotráfico reinvertir sus ganancias en los mercados legales para lograr autonomía respecto de las policías locales–, difícilmente puedan ponerse en crisis los campos criminales amparados –por distintas razones– por sectores de la Justicia y la dirigencia política, que hoy mantienen despiertos a los vecinos de Rosario, sobre todo a los residentes de los barrios más pobres.

Cuando disparas una bala al cielo Siempre le cae a un pibe. Julián Axat Se armó Berni. Le propongo al lector que mire el siguiente video clip: h t t p s : / / w w w. y o u t u b e . c o m / w a t c h ? v = t R 8 y b i j U - w 8 & s r c _ vid=FYmtPL5VkHg&feature=iv&annotation_id=annotation_2778555043

No son imágenes secretas sino un material “crudo” subido por la Dirección de Comunicación del Ministerio de Seguridad de la Nación. Por eso me parece que las imágenes que están viendo no son ingenuas, fueron seleccionadas, editadas y producidas para mostrar qué entendía el Ministerio por Seguridad, a qué conflictos y territorios asociaba la inseguridad, cuáles eran las agencias que había que desplegar para intervenir en esos lugares. Después de tantas películas tenemos la mirada entrenada para aquellas imágenes y, también, estamos preparados para no ver lo que hay detrás del telón. Se sabe, si los hechos hablan por

sí mismos, una imagen vale más que mil palabras. El objetivo no es persuadir sino hacer creer, no hay que convencer sino impactar. De la misma manera que no era necesario que las declaraciones sean razonables sino verosímiles, tampoco las imágenes tenían que ser convincentes. Bastaba que sean lo suficientemente elocuentes. El lenguaje corriente era una vía de acceso al sentido común que había que asediar con imágenes impactantes. En efecto, las imágenes-fuerza se apoyaban en lugares comunes que acotaban el narcotráfico al narcomenudeo, y el narcomenudeo a los jóvenes violentos que viven en barrios pobres. De esa manera juventud y pobreza, eran las palabras claves para encorsetar el problema, la manera de dejarlo pegado a determinados lugares de la realidad argentina: las villas miseria. La violencia utilizada era una fuerza instrumental desplegada por las bandas narcos para disputar o controlar el territorio. El aumento de los homicidios era la mejor prueba. Esa fue la versión propalada por el periodismo, pero confirmada también por los ministerios de seguridad. Nadie escuchaba a los investigadores sociales que insistían en otros factores a la hora de explicar el aumento de la fuerza letal en los conflictos interpersonales. Para Eugenia Cozzi, por ejemplo, la violencia tenía una dimensión expresiva que no había que desapercibir a la hora de comprender las dinámicas violentas entre los grupos de pares en la búsqueda de respeto. Resultaba más creíble la otra versión, más vendible. No solo resultaba políticamente más redituable, sino que aportaba los fundamentos que necesita una política dura, implacable. Si los funcionarios se medían con territorios cada vez más violentos, había que entrar armado hasta los dientes. La pantomima contribuía a certificar prejuicios y avivaba los fantasmas que el resto de la sociedad tenía sobre las personas que viven en las villas, asentamientos o barrios pobres de la periferia. Son “territorios comanches”, “usinas de miedo”, “barrios calientes”, donde rige la ley del más fuerte, del más violento. Con imágenes como

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esas, el Ministerio de Seguridad, al igual que los GPS nos alertaban: “Advertencia: se acerca a zona de peligro”. El video en cuestión muestra los preparativos del Megaoperativo dispuesto para la ciudad de Rosario, o mejor dicho, para sitiar y aislar a la periferia de Rosario del resto de la ciudad. La saturación policial fue presentada como un “desembarco”. Esa fue la palabra utilizada por Berni para explicar su estrategia. Si había que darle un golpe contundente al narcotráfico había que caer de un día para el otro. Y había que encontrar una excusa para la cantidad de fuerzas policiales que habían llegado a la ciudad. El pretexto de aquella reunión fue un seminario que giraba en torno al cambio climático y la respuesta rápida frente a la emergencia. Las imágenes fueron muy conocidas y recorrieron el mundo. Allí vemos al actor principal de aquí para allá, hiperactivo, hablando por teléfono, dando instrucciones, reuniendo a la tropa para levantarles el ánimo, monitoreándolo todo, disfrazado de soldado. Porque a juzgar por la ropa que usaba Berni, parecía un personaje salido de Apocalypse Now. De hecho nos recordaba bastante al personaje interpretado por Robert Duvall. No solo estaba vestido como el Coronel Bill Kilgore, usando el mismo pañuelito en el cuello, demostraba la misma concentración. Le falta el sombrero de cowboy, pero usaba una gorrita con las iniciales de GNA o el casco de la PFA. Eso sí, llevaba también una pistola a la cintura. Si el video hubiese tenido como música de fondo a la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner, habría sido un plagio perfecto. En efecto, en el 1,16’ vemos a Berni haciendo gala también de su pistola. La imagen no es inocente, está cargada de ideología. Si estaba ahí es porque decidieron que entraba en el recorte de edición. El fotograma seleccionado apuntaba a reforzar la imagen que teníamos sobre Berni, el hombre duro de la Seguridad y, por añadidura, estaba para señalar el cambio de paradigma. Un Ministerio que asociaba la

seguridad a las policías y las policías a las armas. Berni, como cualquier militar, era un hombre de acción, un hombre de “armas llevar”. Porque en los últimos tiempos, y no solo en Argentina, la línea que separaba la Defensa de la Seguridad empezó a desdibujarse otra vez. Si los militares se policializan, las policías se militarizan. A juzgar por las imágenes producidas por el Ministerio, las operaciones en Rosario son una operación de envergadura militar. Alejandro Granados, el “Torrente” argentino, que también supo reivindicar públicamente el uso de armas “porque en esta guerra contra los delincuentes es matar o morir” (https://www.youtube.com/ watch?v=Qel0Ss5mgyY), queda reducido al lado de Berni. Berni no es el llanero solitario, sino el prócer que desembarcó una mañana fría en los barrios pobres de Rosario con un ejército armado hasta los dientes, mientras los niños iban a la escuela o jugaban en la calle, para liberar al país del flagelo de la droga. Parafraseando a los asistentes en los rodajes de filmación: “El desembarco de Berni en Rosario, toma 1, acción!”

La emergencia de la desesperación política. Una mañana de 2014 la ciudad de Buenos Aires amaneció empapelada con un cartel que decía “Chau Berni”. Sectores del trotskismo reclamaban la renuncia del Secretario de Seguridad, Sergio Berni. No me interesa defender a Berni, ni ahora ni antes, pero quiero decir tres cosas al respecto. La primera es que con este afiche, estos grupos de la izquierda tradicional confirman su habitual pereza teórica. El MST continúa estando en el campo de la política de manera infantil y le aplica a Berni la misma receta que suele utilizar para cada uno de los problemas con los que cree medirse: ¡destitución ya! Y lo que es peor aún, esta izquierda se anima a hacer política con la inseguridad en los mismos términos que la derecha, como si los problemas se resolvieran con la separación de tal o cual funcionario, como si el gobierno tuviese el

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monopolio de la fuerza legítima. La cosa es más complicada, como lo hemos analizado en el libro Temor y control. En segundo lugar: los problemas no se resuelven sacando la manzana podrida. Berni es la expresión más patente de lo que piensan y sienten algunos sectores de la sociedad, los mismos que suelen asociar la inseguridad al delito callejero y el delito a la pobreza y la falta de autoridad. Más aún, para Berni y los sectores que se identifican con él, seguridad es igual a policía, y más seguridad entonces, es más policías en la calle, más patrulleros, más armas. Cuando Berni pensaba la seguridad con la tapa de los diarios le estaba diciendo a la gente y a muchos periodistas lo que estos querían oír: que la policía es la respuesta a todas las preguntas. El estilo de los funcionarios cambiará, pero la perspectiva policialista, esto es, la tendencia a reproducir la práctica punitivista en el seno de cada gestión, tiende a permanecer en el tiempo. Berni es la consecuencia de un sistema que funciona más allá de Berni. Eso no significa que haya sido una pieza menor. Porque las policías escuchaban de Berni la cantinela que siempre les gusta oír. Y con esas declaraciones Berni avivaba la violencia policial. Tres: particularmente en esos momentos, prefería que se quede en su cargo y que se lo lleve puesto la “inseguridad”. Si se iba en esos momentos quedaba en buenas condiciones –electoralmente hablando, según las encuestas por lo menos– para convertirse en una promesa electoral. Berni atraía no solo a los policías, sino a importantes sectores del electorado bonaerense, sobre todo a los mismos que supieron entusiasmar Carlos Ruckauf, Luis Abelardo Patti, Francisco De Narváez. Berni era una pieza central para traccionar –o eso se pensaba– lo que el massismo pretendía disputarle al kirchnerismo. En definitiva, el problema no es Berni, o no era solamente Berni. Berni era un emergente de la desesperación política. Berni fue la expresión de los límites que encontró el kirchnerismo; la mejor prueba de las preguntas que estaban quedando pendientes, que no se

podían responder o no había tiempo siquiera de formular. Berni era, parafraseando a Raúl Alfonsín, lo que el kirchnerismo no pudo, no supo y no quiso. Berni, fue mucho más que una contradicción: fue la incapacidad y la falta de imaginación política del kirchnerismo en materia de seguridad, pero también el resultado de la falta de voluntad de la clase dirigente en general para encarar tanto los procesos de reforma policial como el desarrollo de políticas multiagenciales para hacer frente a las viejas conflictividades sociales y la nueva criminalidad compleja.

¿Qué significa reformar la policía? Después de tanta vuelta, tanto retroceso, se justifica hacer otra vez la pregunta: ¿Se puede reformar la policía? ¿Qué significa reformar la policía? Si es cierto que los policías no son extraterrestres, sino un emergente social, es decir, la expresión material de sentidos socialmente construidos y culturalmente compartidos, si es cierto que ser policía es una tarea que se aprende mucho antes de pasar por la Vucetich, cuando los niños juegan a “los buenos y malos”, distribuyéndose tareas desiguales para los que hagan de policías y a los que les toque ser ladrones, entonces, reformar a la policía implica demorarse en aquel imaginario donde se fueron depositando durante generaciones sentidos comunes que constituyen repertorios previos para cualquiera que elija alistarse en las policías argentinas. Voy a decirlo de otra manera: Si es cierto que no hay olfato policial sin olfato social, si detrás de las detenciones por averiguación de identidad están los procesos de estigmatización, las palabras filosas propaladas por los emprendedores morales, talladas cotidianamente entre todos al interior de las habladurías barriales, que van creando condiciones de posibilidad para que los policías estén en el barrio de manera selectiva y discriminatoria, entonces, desandar las rutinas policiales implica, al

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mismo tiempo, poner en crisis ese sentido común de la vecinocracia que habilita y legitima la violencia policial. Si esto es así, las tareas se duplican para cualquier gobierno. La reforma policial no empieza ni termina en la propia agencia policial sino que se proyecta sobre la vida social. Entonces, primero, reformar a la policía implica poner en discusión los resortes culturales o puntos de apoyo que las agencias policiales saben interpelar para darle sustento a sus prácticas violentas. En segundo lugar, reformar la policía supone, además de que la clase política asuma su gobierno, inspirarle otros valores, asociarla a otro paradigma (la seguridad ciudadana y democrática), protocolizar el uso de la fuerza letal y otros procedimientos (las detenciones, traslados y actividades en las comisarías), someterla a controles externos civiles; etc. Pero me quiero detener ahora en este punto: No basta con atarla a protocolos, buscando ajustar la fuerza a la forma. Eso no implica que no haya que hacerlo. Pero los protocolos no garantizan nada si al mismo tiempo no se combate la institución como totalidad, sino se pone en crisis el espíritu de cuerpo, la ideología de la “vocación policial”. No basta invocar obligaciones que contrarresten, mediante un enérgico y vinculante “tú no debes”. Como bien ha dicho Adorno en su muy conocido artículo “La educación después de Auschwitz”: “las llamadas ataduras o bien se convierten en un salvoconducto de buenos sentimientos –se las acepta para legitimarse como honrado ciudadano–, o bien producen odiosos rencores, psicológicamente lo contrario de lo que se buscaba con ellas. Significan heteronomía, un hacerse dependiente de mandatos, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. (…) Por eso es tan fatal el encomendarse a las ataduras o sujeciones. Los hombres que de mejor o peor grado las aceptan quedan reducidos a un estado de permanente necesidad de órdenes.” Parafraseando a Adorno, de lo que se trata es de ponerse más allá de la obediencia debida, reponer el espíritu crítico en cada policía. Eso implica reconocer su estatus ciudadano y de

trabajador. El policía es, antes que un servidor público, un ciudadano y un trabajador como cualquier otro. En ese sentido, reformar a la policía implica reconocer y poner en primer plano la autonomía de cada policía. Un policía no es un soldado sujeto a una cadena de mando que se justifica en misiones más o menos secretas que tiene que realizar. Un policía tiene que ser un interlocutor en la gestión de la conflictividad social, y no un enemigo. Si queremos una policía que ya no esté para cuidarle las espaldas al funcionariado de turno de la sociedad civil, alrededor de la idea de orden público; sino para proteger a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, hay que entender que el policía necesita, antes que ataduras morales o institucionales, autonomía individual. La única fuerza verdadera contra la brutalidad policial sería –según Adorno– la autonomía: “la fuerza de la reflexión, de la auto-determinación, del no entrar en el juego del otro”. El precio de las ataduras sigue siendo la insensibilidad institucional. El policía no tiene que seguir en la vereda de enfrente sino que debería aprender a ponerse en el lugar del otro, a sentir tanto el dolor como la felicidad del otro. No debe hacerse insensible, pero tampoco encarnar los sentimientos del otro para manipular su dolor o coartar el deseo y la alegría del otro. Por eso me parece muy importante la sindicalización. Para empezar a romper el espíritu de cuerpo, los códigos de silencio que blindan la obediencia debida que necesita cualquier corporación para perpetuarse. Pero de todo esto hablaremos en otro capítulo. Voy a poner ahora solo un ejemplo: cuando la gestión de Nilda Garré en el Ministerio de Seguridad habilitó un 0800 para las denuncias a policías por violencia policial, resultó ser sobre todo un instrumento utilizado por los propios agentes policiales para denunciar a sus superiores. Al no tener canales institucionales para defender su punto de vista, una organización que lo proteja contra el destrato, maltrato

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y la revancha de sus superiores, tiene que anonimizarse detrás de una llamada que vaya uno a saber cómo luego se procesa. En definitiva, de lo que se trata es de educar para la libertad, no para la obediencia. Los jefes pasan, pero las prácticas permanecen. No basta con elegir para los puestos jerárquicos policías con un “legajo limpio” si al mismo tiempo no se desandan las rutinas institucionales que excluyen el libre albedrío y desautorizan su espíritu crítico. No se podrán reformar las agencias policiales si al mismo tiempo no se reconoce la autonomía de cada agente policial.

48 Los límites de la inclusión social. Dos preguntas disparadoras para enmarcar este apartado: ¿Cómo caracterizó el kirchnerismo la conflictividad social vinculada a los “jóvenes en conflicto con la ley”?, y ¿qué acciones llevó a cabo para hacer frente a la misma? Se parte de la base que la pregunta por la juventud, sobre todo aquella minoría protagonista de determinados delitos, es una pregunta que incumbe también a la agencia de seguridad. No voy a contradecir esta competencia, pero tampoco voy a afirmar que estamos ante conflictos sociales que puedan contenerse y mucho menos desandarse apelando al Ministerio de Seguridad o interpelando al sistema penal, es decir, judicializando los conflictos. Y eso no implica que haya que disculpar a sus protagonistas, ni romantizarlos; no implica tampoco que no haya que pensar formas de reproche social hacia estos actores. Pero hay que reconocer dos cosas: Primero que la intervención exclusiva de estas agencias tiende a agravar los conflictos porque genera, entre otras cosas, resentimiento y mayor vulnerabilidad en los jóvenes. Segundo, que estamos ante conflictos más complejos, que tienen raíces más profundas que difícilmente se van a solucionar encerrando a las personas que cometieron un delito. De hecho, la

persistente judicialización de estos eventos, nos está informando sobre las dificultades que el kirchnerismo ha tenido no solo para encarar esos conflictos, sino los límites para encontrar otras respuestas creativas más allá de las salidas clásicas cuya ineficacia está suficientemente probada en el tiempo. Por otro lado, no creo que estemos ante jóvenes en conflictos con la ley, porque la ley, habiéndose desdibujado, no ha desaparecido de sus vidas. Como dijo Kessler en su libro Sociología del delito amateur, la norma no detiene la conducta pero subsiste como marco interpretativo. Los jóvenes saben que están haciendo algo que no se debe y, acaso por eso mismo, como diría Matza, elaboran técnicas de neutralización para justificar la transgresión. En otras palabras, los jóvenes no creen en la ley pero saben que están violando la ley, y saben también que todos la violan, sobre todo aquellas instituciones encargadas de perseguir el delito. Cada vez que hablo de estos temas, tengo la sensación, como dijo alguna vez la antropóloga Laura Nader, que “todo lo que se diga sobre ellos será usado en su contra”. No digo que no tengamos que investigar y reflexionar sobre estas conflictividades, pero debemos hacerlo con perfil bajo, tratando de no sobre-exponerlos en la agenda mediática, un espacio que suele abordar los conflictos por el ojo de una cerradura, que enfoca los problemas desde la superficie de las cosas, de manera descontextualizada, deshistorizada, afectada; usando categorías que, antes que buscar comprender la realidad, se apresuran a abrir un juicio negativo sobre los actores que se comprenden con ellas. Digo esto teniendo sobre mi escritorio los recortes con las declaraciones del ex Secretario de Seguridad donde sostiene que en la Argentina el problema no es delito complejo sino los “motochorros”, el “delito callejero”. Antes de volver sobre aquellas preguntas, me gustaría ponerle un marco a estas conflictividades. Un marco que se caracteriza, como dijimos arriba, por el desacople de tres variables que durante la década

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del ‘90 iban juntas. En efecto, en la última década, dijimos, continuó aumentado la población encarcelada, a pesar de haber disminuido la desocupación y la marginalidad social. Más aún, la tasa de prisonización no refleja la tasa de delitos. En los últimos diez años los delitos, en general, han tendido ha mantenerse. Aumentaron algunos y disminuyeron otros. El encarcelamiento masivo juvenil continuó aumentando de manera sostenida a pesar de que se haya mantenido el promedio de delito. No se nos escapa, como señala Kessler en otro libro, Controversias sobre la desigualdad, que la desocupación sigue impactando centralmente en los sectores juveniles y hay núcleos de marginalidad persistentes. Pero nadie puede decir que nos encontramos parados en el medio de la década de los ’90. La pregunta que nos hacemos, entonces, es la siguiente: ¿A qué se debe el desacople de estas tres variables? ¿Por qué el delito no ha disminuido a pesar de que mejoraron ciertos indicadores económicos y sociales? ¿Por qué las políticas sociales no pudieron traccionar a determinados sectores juveniles? ¿Por qué los movimientos sociales y políticos tuvieron dificultades para politizar a estos jóvenes? Voy a ensayar una respuesta provisoria. Digo provisorias porque habrá que encarar investigaciones profundas para hacernos una idea que esté más o menos próxima a la realidad. Una respuesta que debe tener en cuenta distintos factores, a saber: Uno: la pobreza no genera delito, o mejor dicho, el delito no es una consecuencia de las necesidades insatisfechas. La pobreza puede generar muchas cosas: protesta social, organización política, etc. Lo que lleva a los jóvenes a transgredir la ley no es tanto la pobreza cuanto la pobreza experimentada como algo injusto, es decir, la pobreza en contextos sociales con contrastes sociales abruptos. Como dijo la ex Presidenta hace tiempo, el problema no es la pobreza sino la brecha social, o mejor, la verticalización de la sociedad. Dos: el delito protagonizado por jóvenes no ha disminuido porque aumentó el consumo y con ello se han redefinido los términos de la

pobreza relativa también. Si para existir tengo que tener también mi Samsumg Galaxy y no lo puedo comprar, empezá a correr porque voy a ir por el tuyo o se lo compraré a un bolsero. El consumo inyectado en los últimos años, que es un consumo encantado, fetichizado, continúa impactando desigualmente en los jóvenes, activando la envidia y otros conflictos. No me voy a detener a analizar este fenómeno porque lo hemos analizado en profundidad en otro libro: Hacer el bardo. Tres: el delito no disminuyó porque se expandieron nuevas economías ilegales e informales que fueron referenciadas por los jóvenes como la oportunidad de resolver problemas de sobrevivencia y pertenencia también. Cuatro: el delito no bajó porque continuó la violencia policial, una violencia reglada y descontrolada, habilitada por los jueces y legitimada por los medios de comunicación. Una violencia que resiente a los jóvenes, le agrega estigmas y se utiliza para reclutar y componer la fuerza de trabajo lumpen que necesitan las economías informales e ilegales para sostener y mover sus negocios que funcionan en la clandestinidad. Cinco: el delito no bajó porque cada vez hay más policías en la calle. Más policías con determinada partitura en sus cabezas. Policías que asocian las conflictividades a las colectividades de pares que tienen determinadas pautas de consumo o estilos de vida. Seis: el delito no bajó porque se han profundizado los procesos de estigmatización social. El miedo al delito disparó la demonización. Muchas veces los jóvenes para hacer frente a los procesos de estigamtización desarrollan prácticas de contraestigmatización que implica agregarle violencia a las relaciones interpersonales. Un tema que también abordamos en profundidad en Hacer el bardo. Parto de este resumido diagnóstico, porque se trata de un ejercicio que no fue realizado por las agencias de seguridad en la última década; no se convocaron a las universidades con sus investigadores para explorar y analizar los contornos de la nueva conflictividad social. Ni

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siquiera se financiaron las investigaciones que sus equipos asesores recomendaban realizar. La ausencia de estos estudios nos está diciendo que el gobierno continuó recostándose sobre las respuestas clásicas, es decir, sobre los modos de intervención naturalizados en esas agencias, la gimnasia aprendida y repetida de memoria. En otras palabras: hubo pereza teórica y modorra intelectual en los funcionarios para abordar la complejidad que encierran las nuevas y cambiantes conflictividades sociales. Vayamos ahora a la pregunta central: ¿Cuáles fueron las respuestas de la agencia de seguridad en esta última década a la conflictividad juvenil? Revisemos algunas de ellas que merecen ser postuladas como tendencias. 1. El policiamiento de las conflictividades: no hubo un abordaje complejo de la conflictividad social que permitiera ensayar respuestas multiagenciales, es decir, que pusiera al Ministerio de Seguridad a realizar alianzas estratégicas con otras agencias del mismo Estado. Los funcionarios tendían a poner a todos los actores en la “misma bolsa”, perdiendo de vista que existen diferencias entre acciones parecidas. Los jóvenes no siempre experimentan de la misma manera sus fechorías. A veces la viven como una estrategia de sobrevivencia, para resolver problemas materiales concretos y otras veces como una estrategia de pertenencia, es decir, para ir componiendo una identidad, para adquirir prestigio o ganar respeto. Haber partido de esta distinción les hubiese llevado a estar atentos a otras soluciones. Pero cuando el delito siempre es el mismo delito, y encima la única herramienta que se tiene en el cajón es un martillo, entonces todos los problemas se parecen a un clavo. No da lo mismo contar con un buen diagnóstico, esto es, saber de antemano si el joven en cuestión cree o no en la ley, cree o no en el trabajo, que si sabemos

que el mundo del trabajo ha perdido centralidad en la vida de los jóvenes. Si los jóvenes creen en el trabajo, hay que aportar trabajo digno. Pero si los jóvenes ya no creen en el trabajo, difícilmente se va a resolver el problema con más trabajo. Mucho menos se va a resolver con más cárcel. En este punto cobran centralidad las salidas culturales, la creación de mediaciones que permitan a los jóvenes expresarse en sus propios términos. 2. La sobreactuación y repetición de representaciones sobredimensionadas: Ante la ausencia de un plan estratégico y la incapacidad para celebrar acuerdos políticos y sociales democráticos que sustraigan el tema de las agendas electorales, el gobierno se vio lanzado a tener que “remar cada nueva ola”, a pensar los conflictos con la tapa de los diarios, tendiendo a decir lo que los medios quieren escuchar. De esa manera la construcción de la seguridad como problema público quedó en gran parte delimitada por la agenda sensacionalista y adultocentrista que el periodismo fue elaborando, perdiendo el gobierno en esta materia la iniciativa propia. Una agenda circunscripta a los eslabones más visibles y débiles de la cadena, con menos recursos expresivos para disputar el sentido común que se cernía sobre ellos. 3. La judicialización de las conflictividades: el merecimiento y el castigo social como marco a priori para tratar la conflictividad juvenil (no se propuso un debate amplio para debatir qué hacer, qué otras arenas pueden ser construidas para su abordaje). La insistencia de algunos funcionarios en la famosa “puerta giratoria” es la constatación de que la solución que se promovía seguía siendo muy clásica: transformar los conflictos sociales en litigios judiciales. La institucionalización de los jóvenes, lejos de resolver los problemas, los profundizaba, porque

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le agregaba más estigmas y un prontuario que los sustraería de los mercados laborales formales.

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4. El inclusionismo: La apelación a la inclusión social no tuvo un respaldo en programas concretos de mediana o larga duración. Con el paso del tiempo la inclusión se volvió una muletilla, una marca de identidad que no se tradujo en la implementación de políticas públicas propias o articuladas. Hubo programitas y actividades solitarias que edulcoraban al Ministerio, aportándole pintoresquismo. Pero no hubo en las agencias de Seguridad una vocación para articular políticas públicas con otras carteras (Desarrollo Social, la ANSES, Trabajo, Educación y Cultura). Excepcionalmente, en la gestión de Nilda Garré, empezaron a darse pasos importantes que después empezaron a desandarse. Esta claro que una diferencia con los ‘90 hay que buscarla en la matriz inclusionista del Estado. Con los programas de inclusión social el kirchnerismo buscaba poner al Estado en otro lugar. En los últimos años, a medida que las conflictividades protagonizadas por jóvenes ganaban más atención en los medios de comunicación, los funcionarios oscilaron entre medidas punitivistas (baja de la edad de punibilidad, nuevas figuras penales, puerta giratoria, cuestionamiento de excarcelación, extender la prisión preventiva, más cárceles) y respuestas progresistas (el delito se contiene con inclusión social, generando trabajo, etc.). Ya hicimos referencia a las soluciones punitivistas, me quiero detener ahora a analizar la forma que asumió la inclusión social de los jóvenes en los programas del Estado. Una inclusión desigual, y a veces subordinada. Reconocerá el lector que en la manera de pronunciar la inclusión social (“el inclusionismo”), no estoy referenciando a la protección

social como una fortaleza sino como una limitación. Me rectifico: la inclusión sirvió para transitar los primeros años, incluso los años más convulsionados (2008 y 2009), cuando tal vez empezaban a manifestarse algunas limitaciones de aquellas políticas sociales. En efecto, con el paso del tiempo, la inclusión social vía el Ministerio de Desarrollo, incluso a través de los programas que generó el Ministerio de Trabajo, según vamos a ver más abajo, empezó a ser un techo y un techo cada vez más bajo. Por empezar digamos que han proliferado planes sociales muy distintos, algunos universales y organizados desde estructuras administrativas ecuánimes (AUH), y otros –en realidad la gran mayoría– que continuaron siendo programas focalizados, objeto de una larga cadena de discrecionalidad política, con fuertes rasgos de arbitrariedad y que terminaban imponiendo contraprestaciones para sus destinatarios (vaya por caso los PJJH y los PRIST o “Argentina Trabaja”, el PEC o Plan de Empleo Comunitario o el Programa Familia para la Inclusión Social). Como señala Rodrigo Zarazaga, la ayuda social continuó canalizándose a través de las redes políticas clientelares. Los puestos en las cooperativas de trabajo del programa Argentina Trabaja siguieron siendo un recurso fundamental de los intendentes, los movimientos sociales o agrupaciones vinculadas a referentes locales, para armar sus propias redes clientelares, para pagarles a los punteros que controlen políticamente el territorio. Si me demoro en “Argentina Trabaja” es porque el mismo se destinó fundamentalmente al Conurbano Bonaerense, y porque (según datos del 2011) la totalidad de los que se anotaron eran desempleados o tenían trabajos temporarios, no habían terminado la educación secundaria (el 77%) y eran jóvenes (el 69% era menor de 40 años y el 30% menor de 25 años). Es decir, un programa que estaba destinado a la población con menos oportunidades laborales. Resumiendo: a) No estamos ante programas universales, sino planes focalizados; b) Planes que continúan reclamando la demanda

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del beneficiario, es decir, no resultaban intervenciones de oficio sino que se hacían a requerimiento de parte; c) Hay una superposición y desarticulación entre las agencias nacionales y entre estas y los gobiernos provinciales; lo que redunda en que existen una cantidad de planes y plancitos, falta de sinergia y dispersión de esfuerzos; d) Los planes son espaciados en el tiempo. No hay una solución de continuidad entre la escuela y el mundo del trabajo. Hay grandes baches en el medio que crean condiciones para que los jóvenes desarrollen otras trayectorias, o para derivar hacia el delito más fácilmente; e) Los planes son objetos de la arbitrariedad política; planes que se siguen distribuyendo discrecionalmente a través de muy distintas redes políticas agregadas a la gestión; f) Los planes son objeto del internismo político: la continuidad de los planes depende de las internas y las cambiantes coyunturas políticas. Esas coyunturas son una traba para la sustentabilidad de las experiencias, dinamitan los tiempos medios y largos que requieren las intervenciones; h) Son planes de contención pero no de integración social, protegen pero no incluyen; es más, precarizan, no solo porque no cualifican a sus destinatarios (siguen centrados en la formación de oficios y no de competencias), sino porque son trabajos sin empleo, que no le agregan dignidad; trabajos sin aportes jubilatorios, con una obra social que no se traduce en una prestación médica concreta; sin aguinaldo ni vacaciones pagas; que no prevén marcos de representación; que no permiten acceso al mercado de consumo; i) Son planes que no contribuyen a generar una identidad positiva, al contrario, le agregan estigma a los trabajos precarios, referenciados socialmente como trabajos para “vagos”, para “gente que no saber hacer otra cosa” (parquización, barrido y limpieza de las calles, embellecimiento y mejoramiento de los espacios públicos, limpieza de paredones; limpieza de zanjas; el desmalezamiento); j) Los planes no tuvieron en cuenta una perspectiva generacional; k) Tampoco tuvieron una articulación con la escuela; l) Los planes

privilegiaron la integración al mercado de trabajo antes que el acceso a una ciudadanía plena de derechos. Al contrario, muchas veces los beneficios se traducían en favores que debían retribuir llegado el momento. Situación que generaban o consolidaban las ciudadanías de segunda o baja intensidad. En definitiva, como señala Ernesto Rodríguez, estos planes no lograron superar el debilitamiento de la escuela y el trabajo como factores de integración y cohesión social. Si antes el trabajo aparecía como alternativa al sinsentido de la escuela, en muchos casos surgieron alternativas a la percepción del sinsentido del trabajo como la evasión o la microcriminalidad, etc. No hubo sintonía fina sino trazo grueso. No existió un plan estratégico que aporte una visión integral, sino que hubo muchas crisis de coyuntura que había que surfear. Lo que no es poca cosa. Pero faltó la coordinación interorganizacional para ir articulando los cambios sectoriales que se iban dando; la carencia de sinergia y articulación de las capacidades administrativas de diversas áreas de cada agencia del Estado fue otro obstáculo en estos diez años. El gobierno arrastra secuelas del neoliberalismo. Una de ellas es la fragmentación institucional, cada agencia continuó organizando su administración de manera separada y separable de la otra agencia del mismo gobierno, siendo incapaces de realizar aquellas alianzas estratégicas con otras reparticiones, que les permitieran pensar conjuntamente respuestas creativas para conflictos que reclamaban intervenciones complejas. No basta la existencia de un fuerte liderazgo político para movilizar los recursos humanos, entusiasmar a los empleados y técnicos que se fueron aletargando mientras se sucedían los funcionarios que ponían en el grado cero cada nueva gestión. El permanente internismo, el reparto discrecional de los cargos que las internas generan, la incapacidad para ir más allá de cada coyuntura electoral, socavaban también aquellas capacidades estatales. El gobierno no ha podido trascender los movimientos

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tácticos. Las apuestas siguieron siendo cortoplacistas. Supo reaccionar y desenvolverse en el medio de las crisis coyunturales, pero nunca pudo ir más allá. Le faltó un horizonte estratégico y, por añadidura, políticas de largo aliento. Cuando las gestiones se organizan en función de la próxima elección, lo importante es hacer notar que las cosas suceden por prepotencia de trabajo, que las cosas se mueven porque ellos están allí, de que todo sucede a fuerza de voluntad y no por las capacidades instaladas y desarrolladas previamente y la sinergia que se le imprima. Como bien señala Fabián Reppeto, una robusta capacidad técnicooperativa es una condición necesaria para afrontar la conflictividad en sus múltiples dimensiones. El kirchnerismo se quedó no solo sin gasolina sino sin ideas. Y las ideas que tenía no encontraban consensos para evitar los boicots. Aunque la ausencia de imaginación sociológica no es un problema del kirchnerismo sino de todos nosotros también. A lo mejor las limitaciones son la expresión de la escasez de cuadros o la carencia de las capacidades instaladas, o de la falta de sinergia y articulación; pero también del anti-intelectualismo que imperaba en la cartera de seguridad y en el internismo y las propias mezquindades que suelen atravesar el juego de la política. El Estado no es propiedad de un gobierno. Tampoco es un bloque unidimensional. Hubo algunas respuestas creativas, pero su impacto en esta materia fue relativo. El Estado es la cristalización de las articulaciones que pudimos, quisimos o supimos conseguir o desarrollar. Digo esto porque no es un problema que lleve la marca registrada del kirchnerismo. Antes bien se trata de un problema que arrastramos desde hace décadas. Tal vez sea otra consecuencia de las interrupciones institucionales, de tanto golpe militar a lo largo del siglo XX. Creo que estas conflictividades sociales protagonizadas por estos jóvenes, que son una minoría, desbordaron a la familia y a los grupos de amigos; a las escuelas con sus maestros; a los movimientos sociales

con sus referentes; a los gobiernos locales con sus punteros. Nadie supo qué hacer. Y los gobiernos provinciales hicieron muy poco. Y cuando no se sabe qué hacer, se le pasa la pelota a las policías. Pero de eso hablaremos en el capítulo siguiente. Por otro lado hay que reconocer que la conflictividad asociada a los jóvenes es una conflictividad sobredimensionada. Consecuencia de una larga cadena de errores que asocia el miedo al delito a los delitos de visibilidad o predatorios; los delitos de visibilidad a los jóvenes y los jóvenes a los estilos de vida o pautas de consumo que si bien no constituyen un delito crean condiciones para que el delito tenga lugar. Como nos enseñó Matza, la mayoría de los problemas se resuelven sin necesidad de que tenga que intervenir el Estado. Se resuelven por la sencilla razón de que los jóvenes crecen, se casan y tienen hijos, les sale barba, empiezan a usar anteojos, es decir, se jubilan de “pibe chorro”, es decir, se corren del estereotipo que los volvía sujetos peligrosos. Las respuestas alarmistas que se sostienen tanto en las periódicas campañas de pánico moral, como en la falta de información y en la ausencia de investigaciones serias en el gobierno, contribuyó a poner las cosas en un lugar donde no se encontraban. Se sabe, un problema mal planteado es un problema sin respuesta. Más aún, poco a poco vamos ingresando en el terreno de las profecías autocumplidas. Y como decía mi abuela: tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.

Fantasmas y fantasías sobre la inseguridad. Mao solía decir que al pueblo solo hay que proponerle cambiar aquellas cosas que está dispuesto a aceptar con facilidad. Una vuelta de tuerca de más y el pez se quedará afuera del agua y dejará de respirar. Es decir, estaremos otra vez solos y ladrando como perro malo. La máxima se afina en la pluma de León Rozitchner cuando señalaba que “para emprender una acción política tenés que tener el tiempo de ir modificando a la gente, porque si buscás

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el instante, caés en la fantasía de la destrucción simbólica.” Y aclaraba: “Estoy hablando simplemente de contar con el tiempo de la posibilidad para que la gente pueda organizarse y percibir adecuadamente la realidad, colectivamente. De lo contrario, es una fantasía, no la revolución. Esas condiciones de realidad, esa visibilidad de la realidad, es necesario que, al mismo tiempo, destruya fantasmas y fantasías, que construya expectativas nuevas, que te permita re-organizarte en contra de la organización del sistema, porque los medios de comunicación están modelando el tiempo y lo imaginario.” Estas frases sirven para ensayar otro balance con más distancia y prudencia. Dije que en materia securitaria, no fue una década ganada sino otra década que se cerraba con más preguntas que respuestas. Pero… ¿hasta dónde había margen para encarar esos procesos de reforma que reclamamos? Está claro que no bastaba la lapicera, es decir, la oportuna decisión política. Por un lado, por más prepotencia de trabajo y voluntad, si no hay acuerdos políticos difícilmente puedan sustraerse estos temas de las coyunturas electorales y construir los tiempos largos que necesitan las reformas profundas como la policial o la composición de políticas públicas multiagenciales. Más aún cuando los partidos de la oposición continúan arrastrando una crisis de representación de larga duración. Porque cuando los representantes (de la oposición) no representan, aquellos sectores sociales con puntos de vista distintos, legítimamente empezarán a buscar otras cajas de resonancia para canalizar sus problemas y hacerse escuchar. Y si la tapa de los diarios se la lleva la inseguridad, entonces, hablarán a través del miedo, entonarán sus palabras con indignación y temor. Los partidos de la oposición no se quedarán atrás, y empezarán a apropiarse del discurso de la víctima, manipulando el dolor del otro. Saben que en la sensación de la inseguridad está en juego la adhesión de la gente. Cuando eso suceda, todos quedaremos dando vueltas en el mismo surco: una oposición que hace política con la inseguridad no le dejará

demasiado margen al funcionariado de turno para ponerse en otro lugar, y ante cada “nueva ola” ofrecerá más policías, más penas y más cárcel. Esta dinámica política nos ha dejado en una situación de inercia durante toda la década, empantanados en el coyunturalismo. De la misma manera que a los partidos de la oposición les resultaba más fácil y más efectivo transformar el dolor del otro en oportunidad política que en una alternativa crítica o superadora; al gobierno le salía más barato –electoralmente hablando– acordar con las policías que encarar procesos de reforma si no tenía, como respaldo, acuerdos políticos y sociales previos. En segundo lugar, la actualización de cualquier proyecto de reforma debe medirse no solo con el oportunismo de la oposición, sino con el imaginario conservador de la sociedad civil en general donde seguridad es igual a policía; la policía, la respuesta a todas las preguntas; y donde el delito está atado a una larga cadena de errores, a saber: que el delito es el delito predatorio o callejero asociado a determinados colectivos de pares dueños de determinados estilos de vida y pautas de consumo. De esa manera el problema no es el delito sino el miedo al delito inscripto a los jóvenes pobres urbanos que visten ropa deportiva cara y usan gorrita. Ese imaginario es una máquina de producir fantasmas y fantasías. La fantasía de la prevención policial (saturación policial, plan centinela, policía local, etc.) está hecha a la medida del fantasma del “pibe chorro”. Para encarar procesos de reforma, además de acuerdos políticos, se necesitan dar pequeños pasos sobre el sentido común, buscando construir nuevas expectativas. Es cierto que son muy pocos los pasos que se han dado, pero no estamos parados en la década del ’90. En ese entonces sabíamos muy poco sobre delitos y policías. Y tanto los movimientos sociales como los partidos políticos de izquierdas, progresistas y populares, no tenían agendada a la inseguridad como ítem central. Tampoco había demasiadas investigaciones y no

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teníamos ninguna experiencia en gestión. Hoy no solo estamos mejor preparados sino que se han podido instalar estos temas en el seno de sus organizaciones. Resta ahora, ni más ni menos, que encarar esta batalla cultural y desactivar la máquina de producir fantasmas y fantasías. En este punto, como aconsejaba Gramsci, conviene movernos entre estos dos principios: “1) ninguna sociedad se propone tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes o no estén, al menos, en vía de aparición y de desarrollo; 2) ninguna sociedad desaparece y puede ser sustituida si antes no desarrolló todas las formas de vida que están implícitas en sus relaciones.” No basta el deseo o un estado de ánimo para hacer una reforma si las masas no lo comparten. Crear nuevas condiciones de posibilidad destinadas a sacudir los estratos obsoletos de la sociedad, implica armarse de paciencia, sabiendo que se avanza, repliega y retrocede todo el tiempo; pero que aun así, en tiempos de retroceso o estancamiento, se pueden llegar a dar todavía grandes pasos.

Capítulo 2 Imaginario y microfísica policial Invariantes punitivas. En Temor y control me propuse dos cosas: Por un lado, explorar las continuidades entre el punitivismo de arriba y el punitivismo de abajo, es decir, entre las formas de control y las formas de temor; entre las prácticas institucionales violentas y los procesos de estigmatización social. No hay olfato policial sin olfato social; las detenciones sistemáticas por averiguación de identidad, el encarcelamiento masivo preventivo, encuentran un punto de apoyo que los habilita y legitima en las habladurías de los vecinos alertas. Los prejuicios de la vecinocracia, o mejor dicho, las representaciones que los vecinos tienen sobre determinados actores sociales, talladas en base al miedo, crean condiciones de posibilidad para que la policía patee los barrios de esa manera y no de otra. Nuestro temor genera, alienta y reclama determinadas formas de control; pero las formas de control necesitan y se apoyan en determinadas formas de temor. En segundo lugar el libro se mide también con la siguiente cuestión: ¿por qué en los últimos diez años no se han podido encarar reformas policiales y securitarias? ¿Por qué el kirchnerismo, que tuvo

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performances progresistas en materia social y en la economía, no pudo replicar ese tipo de transformaciones en el campo de la seguridad? Y la respuesta a semejante cuestión no hay que apresurarse a buscarla solamente en la presencia de tal o cual funcionario, en su impericia, la falta de voluntad, o en la pasión autoritaria que puede destilar un ministro o el super-secretario. Hay una frase de Balzac que se repite en el libro que dice: “los gobiernos pasan, y la policía permanece”. ¿Cuántos presidentes, gobernadores, ministros, funcionarios han cambiado, cuántas purgas o descabezamientos han habido en la policía y sin embargo la policía siguió siendo la misma maldita policía? Y no solo la policía permanece, también los jueces han continuado en sus cargos y las cárceles continuaron llenándose de jóvenes pobres. El libro, entonces, era una invitación a pensar esas permanencias; nos proponíamos explorar las relaciones de continuidad entre distintas prácticas, rutinas y rituales más o menos informales, sentidos comunes, modos de obrar, sentir y pensar que son el resultado de articulaciones estratégicas entre muy diferentes actores, instituciones o agencias. Articulaciones que tienen un telón de fondo que tampoco puede perderse de vista, es decir, tienen una historia y un imaginario producto de esa historia contradictoria. Articulaciones que componen un dispositivo, que llamé dispositivo de temor y control. El dispositivo es la cristalización de esas continuidades. Un dispositivo, nos enseñó Michel Foucault, hace alusión a una serie de alianzas móviles entre diferentes agencias, o mejor, entre diferentes actores de esas agencias para responder a determinados acontecimientos y conflictos que eran referenciados como problemas urgentes. Ese dispositivo, que tuvo en Argentina su momento de formulación paradigmático a mediados de la década del ’90, permaneció no solo vigente sino que salió fortalecido, es decir, fue ampliando su universo de alianzas. ¿Cuáles eran las urgencias que buscaba atajar? La marginalidad social, es decir, el devenir disfuncional de la masa marginal. Porque la marginación, expresión cruda de la desocupación estructural o

crónica, podía convertirse en un problema político o económico. Podía transformarse en robo o en protesta social. ¿Cuál fue el resultado de esa alianza? Lo que conocemos con el nombre de “judicialización de la protesta” y la “criminalización de la pobreza”. A ambas respuestas luego les sucedió la construcción de la “sensación de inseguridad” que permitió no solo mantener más o menos intactas estas alianzas sino consolidarlas y profundizarlas. Porque en estos diez años que pasaron no solo no se pudo despenalizar la protesta, sino que tampoco pudo ponerse en crisis la legislación de Faltas que habilitan a las policías a detener sistemáticamente por averiguación de identidad. Más aún, no se pudo poner en crisis la concepción policialista de la seguridad. En este país, seguridad es igual a policía y se tiende a pensar todos los conflictos con el Código Penal en la mano. Por eso la pregunta que casi siempre se hacen los funcionarios y magistrados es cuál es el nivel de castigo adecuado. Más allá de que las urgencias no sean las mismas, y existan nuevas conflictividades sociales producto del crecimiento del mercado local y la globalización, los agenciamientos se caracterizan por su inercia, es decir, tienden a permanecer en el tiempo, continúan aportando sentido a las relaciones cotidianas en las nuevas coyunturas políticas. Sobreviven a los funcionarios. Los procesos y acontecimientos que se cuentan en este otro libro están contenidos en ese dispositivo, es decir, en un contenedor impreciso y cambiante pero que sigue determinadas regularidades, se organiza en función de determinados rituales más o menos informales. A veces, esas regularidades, reciben el nombre de sentido común. Esos lugares comunes que existen en torno a determinados temas y problemas que funcionan como punto de apoyo y valla de contención. Conecta y expresa una conexión, una afinidad; pero al mismo tiempo separa y nos mantiene alertas frente a todo aquello referenciado como diferente y productor de peligrosidad.

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La década se cerró con muchas preguntas pendientes. En materia securitaria no ha sido precisamente una década ganada. Son varias las tareas que quedaron inconclusas. Ahora bien, los procesos que contamos no son irreversibles. Estuvieron hechos de avances y retrocesos, pero siguen abiertos. Un dispositivo no es un proceso congelado en el tiempo, es una herramienta conceptual que sirve para hacer ver y pensar las regularidades, las conexiones, las persistentes articulaciones exitosas, los desafíos pendientes. Reconocer las regularidades no significa afirmar que la historia se ha detenido, implica aprender de las dificultades, reconocer las contradicciones, saber todo lo que no se hizo y habría que hacer si se quiere poner en crisis el dispositivo de temor y control. Como dijo Althusser alguna vez, estamos reducidos a pensar por nosotros mismos, pero la historia tiene más imaginación que nosotros, el porvenir es largo.

A las armas las carga el diablo. Arma viene del indoeuropeo “armo” que significa ajustar/encajar en el brazo. El arma es una prótesis, una prolongación del cuerpo. Lleva el cuerpo más allá del cuerpo, al estado más allá del estado. Históricamente el arma es un símbolo que señala una discontinuidad social. Pero también es una bisagra en las biografías de las personas: sirven para marcar un antes y un después. El arma es lo que distingue y separa al Estado de la Sociedad, al policía de cualquier ciudadano; lo que diferencia y cualifica a la policía. Como dijo Sergio Massa, haciéndose eco de lugares comunes, “un policía sin armas no es un policía, es un boy scout”. El arma es un símbolo de poder. Asigna autoridad, señala, certifica y repone la autoridad. El arma es el lugar del miedo, pero también del respeto. Para ganarse el respeto hay que tener un arma. Porque a veces el respeto no se negocia, se impone. El arma, la amenaza de la fuerza letal, es la probabilidad de encontrar obediencia a una disposición,

asegurarse que la interpelación sea efectiva. A punta de pistola todos se prestan a acatar los designios del otro. Si la policía puede aplicar “correctivos” o “toques”, será porque empuña un arma. Si la policía puede detener y certificar nuestra identidad por enésima vez, será porque lleva un arma en la cintura. El arma que se ostenta es la última ratio, pero lo primero que se ve. El arma, es la garantía del orden, la fuerza que cuida/custodia la ley. No hay ley sin fuerza. El arma junta los términos y lo transforma en fuerza de ley. Ahora bien, mientras el Estado tenía el monopolio de la violencia, de la fuerza legítima, el arma, tenía esa capacidad de separar los términos. El punto es que hoy día muchos son los actores que llevan armas. No solo las policías andan “calzados”, también los ciudadanos-soldados y los soldados-ciudadanos. Apuntan con armas de verdad o con los prejuicios. Pero la puntería es la misma. El uso de las armas se está extendiendo en toda la sociedad. Y, en gran parte, su socialización se explica en la regulación abyecta que trama la propia policía sobre el mercado de armas. El Estado ha perdido el monopolio de la fuerza. La violencia se ha excentrado. Los gobiernos encuentran cada vez más dificultades para dirigir la fuerza y darle un sentido preciso. La violencia se desmadra al mismo tiempo que se expande el mercado de armas. El arma, entonces, ha dejado de ser la manera de señalar una discontinuidad, para referenciar una continuidad. El arma ya no separa, junta; el arma ya no es aquello que distingue sino la herramienta que todos tienen en común, lo que reúne al Estado con la Sociedad, señala los puntos de contactos entre el Estado y la Sociedad, entre el punitivismo de arriba y el punitivismo de abajo, entre el olfato policial y el olfato social. Pero cuando la violencia se ha excentrado, se ha convertido -como dijo Trotsky- en un “puño sin brazo”. Se necesita un puño sin brazo para manipular las armas que gestionan las ilegalidades. La policía es la mano invisible que regula los mercados ilegales y los informales también. Un

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arma no registrada, un arma “sucia”, que pasa de mano en mano, un “bagallo”, que carga vaya uno a saber cuántos muertos encima, que se puede plantar, es un arma que tiene un poder extorsivo que conviene nunca menospreciar. Vengo de la izquierda, es decir, llego a todos estos temas con un montón de prejuicios. Prejuicios que nos impidieron pensar a la policía durante décadas, que nos llevaron a invisibilizar a la policía; que nos condujeron a “regalarle” este tema a la derecha. Uno de esos prejuicios es que la policía es la “yuta puta”. Vista la policía desde ese lugar común, infantil, la policía se dispone para practicar tiro al blanco. La policía no es aquello que hay que pensar, debatir, reformar, sino, lisa y llanamente: denunciar y abolir. Como suele decir una de las consignas del izquierdismo: “¡Desmantelamiento del aparato represivo ya!”. Prejuicios que postulan mundos apartes, que nos llevan a pensar con extrañamiento a la policía. La policía aparece o se presenta como un mundo aparte, como una agencia separada y separable de la sociedad. “El policía no soy yo”, no puedo ser yo, no tienen nada que ver conmigo. Pero, ¿de dónde salieron estos prejuicios? No me interesa hacer una genealogía, pero arriesgo rápidamente que se trata de una distinción tributaria del liberalismo y no solamente del liberalismo. Porque, de hecho, el punto de vista constituye otro lugar común del marxismo. Se sabe, “el estado es fuerza” dijo Lenin. Y Weber agregó: “El monopolio de la fuerza es el rasgo que define al Estado moderno”. La fuerza pone al Estado más allá de la Sociedad. La fuerza separa al Estado de la sociedad. Ese extrañamiento no ha sido gratuito. Mientras la izquierda en general y el progresismo en particular se encontraban lejos de cualquier gestión, el extrañamiento era una marca de identidad. Aquello que nos distinguía e identificaba. Tan pronto se ganaron algunas elecciones, obtuvo bancas en el Congreso o las legislaturas, o empezó a ocupar espacios claves en la gestión, se quedó enseguida sin libreto, preso de

su concepción maniquea. ¿Cuál es la consecuencia de estos prejuicios? Uno: La izquierda en general y el progresismo en particular no pueden pensar en términos de políticas públicas. La policía se dispone para ser denunciada. Esa es la tarea de las organizaciones de derechos humanos, pero también la pose cómoda de muchos partidos de izquierda y sectores progresistas. Dos: Cuando piensan políticas públicas (es decir, se deciden finalmente a disputar el sentido que asume la policía), piensan en una reforma que se acota a la policía. Lo que hay que reformar es la policía. Para los reformistas la reforma empieza y termina en una reforma policial. Tres: Reformar la policía es básicamente reformar las academias policiales: la reforma policial se acota centralmente a la reforma educativa. Perspectiva sarmientina: inspirarle nuevos insumos morales a la policía. Menciono todo esto porque el libro De armas llevar editado por Sabina Frederic ha puesto las cosas en otro lugar. Es la expresión de que la academia se movió de lugar. Un libro que puede pensar a la policía con otros ojos, otra curiosidad, otras demandas, otras apuestas y preguntas, sin prejuicios. Volver sobre la policía con otra perspectiva implica poner en discusión algunas categorías tributarias de aquellos lugares comunes que mencionamos arriba. Vaya por caso la noción de “cultura policial”. Muchos funcionarios o ex funcionarios y académicos especialistas hablan en término de “cultura policial”, postulan una suerte de “cultura” para la “policía” que los pone más allá de la sociedad. Esa cultura (con esos valores, concepciones, creencias, y sobre todo prácticas y maneras de obrar y sentir) los distingue y separa del resto de la sociedad. Cuando se piensa a la policía desde la “cultura policial” tiende a pensársela como un compartimento estanco, un aparato. Y por ese camino terminamos postulando a la policía como una corporación. El libro De armas llevar se propone pensar a la policía más acá de la policía, es decir, más allá de la cultura policial. Los autores quieren explorar las

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relaciones de continuidad entre el mundo social y el mundo policial. Insisto: No son mundos diferentes sino actores que viven el mismo mundo, que frecuentan los mismos comercios, que miran el mismo programa de televisión. El policía no es un extraterrestre que bajó en un plato volador. Para cuando un policía se anotó en cualquier academia policial hacía bastante tiempo que venía “pateando la sociedad”. Las personas no se pueden “resetear”. Y cuando salen de estas escuelas no viven tampoco en una burbuja. Compran las facturas en la misma panadería, viven al lado de nuestra casa; llevan a los hijos a la misma escuela que van los nuestros; gritamos el mismo gol; nos indignan más o menos las mismas noticias, y encima, podemos votar a los mismos candidatos. Digo, no son extraterrestres pero tampoco ciudadanos domesticados, que fueron objeto de un lavaje de cerebro. Siguen siendo nuestros vecinos, incluso pueden ser nuestros familiares o amigos. Los policías no fueron cultivados en un laboratorio y tampoco cayeron del cielo. Cuando los jóvenes se incorporan a la institución, ya formaban parte de una sociedad que promovía determinadas concepciones sobre qué significa ser policía, cuáles son sus tareas, las prioridades, sus objetivos. Ese imaginario social crea disposiciones a actuar de determinada manera que no van a pasar desapercibidas para la institución cuando les dé la bienvenida. Al contrario, va a recalar en ellas, va a empezar a trabajar con ellas. Se aprende a ser policía mucho antes de estar en la policía. Cuando los niños juegan al “ladrón y el policía” y les endosan el mal y el bien a esos actores, están aprendiendo en qué consiste la policía. Cuando las policías nos detienen por averiguación de identidad, estamos aprendiendo en qué consiste la tarea de un policía. Cuando miramos las películas de Hollywood estamos siendo asociados a un paradigma determinado que asigna al policía determinado rol en la sociedad. Y todo eso sucede, repito, mucho antes de haber puesto un pie en la Vucetich o en cualquier Comisaría.

Por eso, el hecho de que la agencia policial componga un microcosmos, con sus propias reglas y ritos, no significa que haya que plantear discontinuidades tajantes con la sociedad. La policía no es un mundo aparte, abreva en su imaginario, retoma sus puntos de vista. El policía no se encuentra en el grado cero de la historia; muy por el contrario retoma los sentidos comunes que el joven aspirante tiene cuando llega a la academia. Esos lugares comunes son saberes generales aprendidos, muchas veces sin saberlo, mientras participaba de rutinas sociales en otras instituciones, mirando televisión, escuchando a la maestra o a sus padres, conversando con sus amigos en el barrio. La policía es un emergente social; los policías son víctimas y victimarios del imaginario social que los construye sin saberlo. Por empezar, porque la policía recluta sus actores entre los miembros de la sociedad. Más allá de que la policía reconozca en la sociedad un enemigo, y la referencie como problema, lo cierto es que aquella se nutre de sus habladurías, prejuicios, etiquetas. La desciudadanización que define la labor de las academias nunca es total. Y la policía actúa con los mismos estereotipos que tiene la sociedad, retomando los procesos de estigmatización social. No digo que no haya discontinuidades, que la agencia policial, el campo policial no tenga sus propias maneras de obrar, sentir y hablar. Y de hecho, los autores de este libro intentan describir y comprender las particularidades del campo policial. No digo que no jueguen un juego organizado en función de sus propias reglas más o menos informales que pautan sus prácticas específicas, y que organizan su manera de estar en la ciudad. Se trata de abordar las intersecciones, prestar atención a los tráficos que existen entre ambos campos, allí donde lo policial se confunde con lo social, leer en los quehaceres policiales un continuo social. Pensar en las estructuras elementales de la vida policial, es decir, no perdiendo de vista las relaciones de continuidad entre el mundo policial con los otros mundos de los que

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formamos parte, las invariantes históricas que subsisten como telón de fondo. Ese telón de fondo es el calderero de la historia donde se amasan y condensan disposiciones para actuar, donde se elaboran prejuicios que tarde o temprano servirán para apuntar con el arma, sea de verdad o juguete. Porque como se dijo acá, a las armas se las puede llevar de muchas maneras. El arma es un instrumento en las manos del policía, pero también una representación en la cabeza del resto de la sociedad. Esas representaciones policialistas, esos roles, esas posiciones, son las que sabe interpelar la derecha para reforzar salidas punitivas que asocian la seguridad a la policía y la policía a las armas. Más seguridad es más policía, y más policía más armas. Se repite: Las armas que llevamos sirven para disuadir al delincuente y prevenir el delito. No creemos, entonces, que el policía es un monstruo. Se parece a mi vecino. Y acaso esto sea lo más preocupante. Eso sí, como dice el refrán, a las armas la carga el diablo, es decir, una sociedad temerosa, llena de prejuicios, cada vez menos dispuesta a alojar al otro para cuidarlo. A las armas la cargan los vecinos alertas.

Microfísicas policiales. “Los gobiernos pasan pero la policía permanece.” Ese es nuestro mantra. La pregunta por la policía es una pregunta por esas continuidades. Pasaron presidentes, gobernadores, cambiaron las gestiones y la policía siguió siendo la misma “maldita policía”. El estilo de los funcionarios cambió también, incluso pueden ser progresistas, pero la violencia continúa siendo el ADN de estas agencias. Por eso, el punto de partida para pensar la policía no puede ser solamente la voluntad de turno, sino las prácticas regulares que la componen. La policía está en la sociedad a través de determinadas prácticas, pero también participando de un imaginario social. Prácticas cotidianas enmarcadas en una estructura corporativizada, militarizada,

politizada y estatalizada que abreva en el sentido común sedimentado en la sociedad. Ese imaginario, tributario de una mirada policialista de la seguridad, continúa proponiendo pensar a la seguridad como una tarea que incumbe a la policía (seguridad es igual a policía), y legitima y crea condiciones de posibilidad para perpetuar en el tiempo determinadas prácticas policiales hechas carne en cada uno de los miembros que la conforman. Como dijo alguna vez Althusser no hay sujetos que se relacionan (practican) sino relaciones (prácticas) que sujetan. Los actores que integran la agencia son practicados (sujetados), es decir, hablados, sentidos y actuados por una agencia que forma parte a su vez del dispositivo de temor y control, es decir, una agencia que ensaya determinadas articulaciones estratégicas. No está mal pensar que las prácticas policiales –como nos enseñó Durkheim– son modos de pensar, sentir y actuar la policía, exteriores a cada policía y que ejercen una presión sobre ellos, es decir, que esos modos están más allá de la voluntad de los agentes. La agencia interpela a cada uno para que asuma un rol determinado, reproduzca una función que responde a una urgencia estratégica que demanda la articulación entre los distintos elementos que componen el dispositivo. Los agentes son causa y efecto; una consecuencia de las relaciones de poder pero a la vez elementos activos de la agencia y del dispositivo que los contiene y sobredetermina. Desde el momento que los agentes son posicionados por la agencia, tienden a reproducir, muy a pesar suyo, las funciones enmarcadas según los ritos de rigor. Parafraseando a Althusser podemos decir que la policía es la resultante de actos materiales concretos, insertos en prácticas materiales y reguladas por rituales materiales definidos. Esas relaciones (prácticas) son ejercicios de poder. A través de estas prácticas se distribuyen roles y atribuyen tareas específicas que adquieren un sentido cuando se las vincula al dispositivo.

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Por eso, las prácticas policiales no son hechos aislados que se explican en el libre albedrío, sino un efecto específico del funcionamiento de la agencia que mantiene articulaciones específicas con los otros elementos que componen el dispositivo. Aparentemente se presenta como una “máquina” automática que funcionaría por sí sola. Esto es así a condición de que no perdamos de vista también las disputas internas que tienen lugar al interior de la agencia. Para pensar las disputas al interior del universo policial tomaremos prestada la noción de “microfísica” de Foucault. La policía no es un aparato y, mucho menos, un aparato unificado, sin contradicciones. La policía compone un microcosmos con leyes que organizan el juego que practican. Esas reglas son flexibles, es decir, se caracterizan por el bajo nivel de rutinización. A su vez, como sucede en cualquier universo social, la microfísica constituye un campo de poder donde se ejerce y disputa el poder. En ese campo, los actores están atravesados por una serie de disputas internas cuyo objeto es la acumulación de capital social, simbólico, cultural, económico y político. Una agencia, entonces, es un campo de fuerzas y, por tanto, un espacio de luchas para transformar o conservar ese campo de fuerzas. Como todo campo, hay actores dominantes y dominados, hay relaciones permanentes de desigualdad que se desarrollan dentro de ese espacio. Cada cual, dentro de esa “microfísica de poder”, compromete en su competencia con los demás la fuerza relativa que posee y que define su posición dentro del campo y, consecuentemente, sus estrategias. Decir que la policía es un campo autónomo, con sus tensiones y reglas específicas, significa que lo que ocurre en él no puede comprenderse de forma directa apelando a los factores externos (la voluntad política, las fuerzas económicas). Eso no significa que lo que suceda afuera sea ajeno a la agencia policial y sus agentes. Las pujas políticas y económicas presionan a la policía tanto como las propias disputas que tienen lugar al interior de la agencia policial. Tensiones

que se dan en función de los intereses que definen la agencia. Además, como dijimos arriba, la agencia participa de un mismo imaginario social que aporta sentido y función. Pero ese sentido y función se organizará en función de reglas específicas que conviene no perder de vista para la comprensión de la agencia. Abordar a la policía a través de sus prácticas nos permite entender la actuación policial como el resultado de una serie de disputas que estructuran la agencia policial, pero, no perdiendo de vista su inscripción en el dispositivo que la interpela y sobredetermina; para que asuma estrategias en función de las articulaciones que se fueron componiendo entre los distintos elementos de aquel dispositivo (jueces, ministerio público, punteros políticos, funcionarios locales, periodistas estrella, etc.). Reitero: prácticas rutinarias enmarcadas en rituales cotidianos, que a su vez se encuentran encuadradas por reglas de juego, inscriptas a su vez en un dispositivo de poder y en un imaginario que les asigna un sentido último.

La puesta en práctica de una violencia sistémica. La violencia policial no es una violencia encapsulada, sino una violencia que hay que pensarla al lado de otras violencias. No hay violencia policial sin burocracia judicial, sin violencia carcelaria, sin violencia hospitalaria, sin las interminables colas que todavía los sectores populares tienen que realizar en las oficinas públicas. Porque, y en última instancia, son estos mismos sectores sociales los que deben medirse con este derrotero institucional, sobre todo cuando son jóvenes, morochos, viven en barrios pobres, tienen determinados estilos de vida y pautas de consumo. Pero cuando hablamos de violencia policial no estamos pensando solamente en el gatillo fácil, en la desaparición forzada de personas o en la tortura, sino en todas aquellas prácticas policiales que crean

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las condiciones para la violencia policial. No hay violencia policial sin detenciones sistemáticas por averiguación de identidad, sin cacheos humillantes, sin verdugueo, sin paseos en patrulleros, parada de libros o demoras en las comisarías; no hay violencia policial sin armado de causas, sin montaje policial. No hay violencia policial tampoco sin aquellas rutinas institucionales que blindan su actuación y le garantizan la impunidad a los policías, a saber, el espíritu de cuerpo, el código de silencio, la obediencia debida y la estructura cerrada y piramidal que las organiza. A través de todas aquellas prácticas “menores” se van perfilando trayectorias criminales para determinados contingentes sociales, discriminando y vulnerando derechos, certificando los estigmas que muchos actores ya tienen en su propio barrio, es decir, se van debilitando aún más los lazos sociales, y seleccionando, finalmente, la población que la justicia decidirá directamente, o por su propia impericia e indolencia, para pasar una temporada encerradas. La violencia policial no es una política de estado sino una práctica institucional rutinizada, con sus rituales más o menos informales, habilitadas por el descontrol judicial y el desgobierno del funcionariado de turno que suele negociar con las propias cúpulas el manejo de las policías. Tampoco es una violencia que se explica en los exabruptos o en la falta de profesionalidad. Lo que no implica que estos elementos no deban ser considerados. La violencia policial forma parte del ADN de una institución entrenada con la hipótesis del conflicto, que encuentra en la sociedad civil un enemigo en potencia pero también un aliado incondicional. Cuando su misión orbita en torno al orden público que debe custodiar, la sociedad civil nunca es un interlocutor sino un actor identificado como sospechoso. Basta que una persona sea emplazada en esa posición para reproducir la violencia policial. Los policías son objeto de papeles que no siempre eligieron, rutinas que los llevan a reproducir prácticas institucionales violentas. De modo

que la violencia policial no se resolverá purgando la institución, sino reformando la agencia que las contiene. Pero hay más, porque la violencia policial habilita otras violencias sociales que después tendrá que regular. Una violencia, entonces, que agrega otras violencias a la vida social, sea regenteando el mercado de armas ilegales, sea, por ejemplo, imponiendo el secuestro como práctica para dirimir las contradicciones que puedan tener lugar en el mercado minorista de drogas. Finalmente hay que señalar que la violencia policial no es una violencia aislada socialmente. No hay brutalidad policial sin prejuicio social. Detrás de las detenciones por averiguación de identidad o las palizas, están los procesos de estigmatización social. Las palabras filosas que la vecinocracia va destilando para nombrar al otro como problema, referenciándolo como peligroso y productor de su miedo, van creando también condiciones para la violencia policial. Los estigmas sociales no son ingenuos, habilitan y legitiman la violencia policial, razón por la cual se duplican los problemas para cualquier gobierno. Porque de ahora en más, poner en crisis la violencia policial implica también desandar ese imaginario social autoritario que nutre las pasiones punitivas de la agencia policial y la sociedad en general. Abordar la violencia policial desde esta perspectiva significa ponerse más allá de la teoría de la manzana podrida. El gatillo fácil, la tortura, el armado de causas, no son errores ni excesos, sino el producto de una violencia sistémica. No debería interpretarse en términos individuales, sino en términos de sistema: la violencia policial es la consecuencia de un sistema que funciona independientemente de los individuos que ocupen un lugar en él, a los que sin embargo obliga a ser lo que son: prisioneros y a la vez elementos activos del sistema. ¿Cuántas manzanas podridas se han sacado del canasto, cuantas purgas, exoneraciones, descabezamientos, se han llevado a cabo en estos 30 años de democracia y sin embargo la policía sigue estando en la

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sociedad a través de la violencia para regular el delito, reclutando fuerza de trabajo para mover las economías ilegales que gestiona directa o indirectamente? Poner en crisis la violencia policial supone poner en crisis las rutinas institucionales, pero también desandar el imaginario social que las legitima. Si no hay olfato policial sin olfato social, eso quiere decir que las tareas para la militancia se duplican. Las batallas hegemónicas hay que darlas adentro y afuera.

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Los usos de la detención por portación de cara. Un fallo del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a fines de 2015 habilitó no solo la demora de las personas para su identificación sino el olfato policial. En otras palabras, autorizó la detención por portación de cara. La sentencia fue firmada por los magistrados Luis Lozano, Inés Weimberg y José Casás y revoca un fallo de la Cámara en lo Penal y Contravencional que había impugnado un procedimiento policial por considerar que “la policía no se encuentra autorizada a impedir la libre circulación –aunque fuese por un tiempo mínimo– y de exigir la exhibición de documentación si no cuenta con un motivo válido para hacerlo”. Por el contrario, el TSJ sostuvo que una de las tareas de la policía es la prevención de delitos, y para poder cumplirla tiene la facultad de pedir la documentación para identificar a personas. El fallo no es nuevo, pero vuelve a habilitar este tipo de prácticas policiales con todo lo que ello implica. Se trata de una decisión no solo inconstitucional, sino que desanda la jurisprudencia argentina que se adecuaba a los estándares básicos internacionales de derechos humanos que la propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos había reclamado al Estado argentino cuando lo condenó (en el 2003) por el caso Bulacio. Recordemos, Walter Bulacio era aquél joven que fue “levantado” en una razia de la Policía Federal Argentina en la puerta del Estadio Obras

cuando estaba por entrar al recital de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota en el año 1991. “Levantado”, en democracia, significa que fue detenido, trasladado y demorado en la comisaría, torturado y asesinado. “Levantado en democracia”, incluso, a veces puede ser sinónimo de desaparecido. Como sucedió con Miguel Bru en la ciudad de La Plata. El fallo del tribunal pone a la policía de Horacio Larreta más allá del estado de derecho, habilitando el estado de excepción, es decir, liberando a la fuerza de cualquier formalidad o procedimiento. No hay protocolo, basta la mera sospecha, es decir, que la persona en cuestión se ajuste al estereotipo con el que trabaja la policía para ser demorado. El fallo llega semanas después de que el gobierno nacional decretase la emergencia en seguridad. No se trata de una práctica menor. Las detenciones son el punto de partida de una cadena de violencia policial. No hay cacheos humillantes en la vía pública, destrato y maltrato policial, sin detención por averiguación de identidad (DAI); no hay paseos en patrullero sin detenciones; no hay parada de libros y demoras en las comisarías sin DAI. De la misma manera no hay armado de causa o torturas sin detenciones. La DAI es una práctica que habilita las otras prácticas. Las trayectorias criminales se inauguran con una DAI. Pero detengámonos en las detenciones y el olfato policial. ¿Cuáles son las características de las DAI y cuáles sus funciones en lo que hemos dado en llamar en otro lugar “el dispositivo de temor y control”? En primer lugar, la DAI no es un acto inocente sino una rutina cargada de ideología. Una ideología que se averigua en los prejuicios del Comisario pero también en las obsesiones de la vecinocracia. No hay olfato policial sin olfato social, esto quiere decir que las detenciones policiales encuentran un punto de apoyo en los procesos de estigmatización social. Las palabras filosas que acuñan diariamente los vecinos alertas para nombrar al otro como problema, como peligroso o productor de riesgo, van creando las condiciones de posibilidad para que las policías

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se ensañen con determinados actores. Por eso decíamos que no hay brutalidad policial sin prejuicio social. Las habladurías habilitan y legitiman estas prácticas policiales. En segundo lugar, se trata de una práctica selectiva y, por añadidura, discriminatoria. La población objeto de las DAI tiene casi siempre las mismas cualidades. Son jóvenes, masculinos, morochos que tienen determinados estilos de vida y pautas de consumo. Una persona que viste ropa deportiva y usa gorrita tiene más chances de ser demorado por la policía que otra que viste traje o anda de elegante sport; de la misma manera que una persona de tez blanca tiene más probabilidades de sortear un punto de control o razia que una persona morocha; o una persona joven tiene más posibilidades de que le pidan documentos en la calle que si se trata una persona adulta. A través de las DAI las policías seleccionan la clientela de la agencia judicial que después encerrará preventivamente. Tercero -y vinculado al punto anterior-, hay que agregar que no se trata de un hecho aislado sino de una práctica sistemática. En el mismo año una persona objeto de la DAI será detenido una treintena de veces, no necesariamente por personal de la misma Comisaría. Se trata de una práctica regular, que tiende a recaer casi siempre sobre las mismas personas y así seguirá por lo menos hasta que se corran del estereotipo, sea inyectando información equivocada (usen anteojos, cambien de ropa, se dejen la barba) o jubilándose de peligrosos (crecieron, se volvieron personas adultas, padres de familia). Ahora bien, ¿cuáles son las finalidades o mejor dicho, cómo funcionan las DAI en la máquina de inseguridad? Uno: A través de las DAI las policías perfilan trayectorias vulnerables para determinados colectivos de pares. Incapacitan a las personas para que puedan hacer valer las garantías y los derechos preferenciales que tienen por el solo hecho de ser niños, niñas o jóvenes. Por eso, a través de las DAI las policías tienden a desciudadanizar a los jóvenes o

producir ciudadanías de segunda, contribuyendo a modelar identidades negativas. Dos: Las DAI deterioran las solidaridades comunitarias y contribuyen a generar y fomentar los malentendidos intergeneracionales, agravando de paso las conflictividades sociales en los barrios donde suelen juntarse los pibes. Rara vez, los jóvenes, encontrarán en los vecinos un aliado seguro que levante la mano y acuda en su auxilio cuando las policías los detenga, demore y cachee en la vía pública. Las DAI certifican los prejuicios que los vecinos tienen sobre esos jóvenes, y cuando eso sucede difícilmente un vecino salga en ayuda del joven que fue nuevamente detenido. Tres: a través de las DAI las policías establecen una suerte de estado de sitio o toque de queda para determinados colectivos de pares. Los jóvenes en cuestión saben que no pueden llegar al centro de la ciudad o solo tienen permitido hacerlo determinados días o a determinadas horas. Si no respetan el calendario y el régimen horario se ganarán la atención policial. Saben también que se regalan si llegan solos al centro comercial, pero también si lo hacen en días y horarios que no les está permitido. Cuatro: A través de las DAI la policía empuja a los jóvenes a los mercados ilegales. El hostigamiento policial que supone la detención con todas las otras violencias que activa la transforman en una práctica extorsiva. Dicho con las palabras del Oficial de calle: “Empezás a patear para el comisario o con la gente que arregló con el comisario o te seguiré molestando hasta armarte una causa”. No estamos diciendo nada nuevo, para prueba de ello basta un nombre: Luciano Arruga. Las policías reclutan a través de las DAI la fuerza de trabajo que necesitan las economías ilegales para valorizarse, perfilando con ello, para esta minoría, trayectorias transgresoras que regulará la policía. Pero sobre esto hablaremos más abajo.

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Cinco: Las DAI funcionan como una suerte de castigo alternativo que les evita tanto pagar como atravesar un proceso legal. Los jóvenes saben que cuando las policías practican correctivos o aplican toques, esas prácticas son el precio que deben pagar para evitar el encierro. Un encierro que llegará inevitablemente a medida que se acumulen las detenciones. Pero dijimos que el fallo del TSJ de CABA no solo autoriza las DAI sino que legitima el olfato policial. ¿Qué es el olfato policial? El olfato policial es una palabra nativa, muy usada por policías para justificar su accionar discrecional. Con el olfato los policías pretenden hacer alusión a una supuesta sagacidad para anticiparse al delito, un delito que averiguan en el movimiento raro de los cuerpos, la expresión nerviosa de los rostros, las miradas esquivas, las presencias fuera de lugar, pero también en las maneras de vestir, hablar o contestar cuando son interrogados por el personal policial. Para los policías, el olfato policial constituye una destreza que se aprende en la comisaría antes que en la academia, una cualidad que solo puede asimilarse estando en la calle. Se trata de una técnica que les permitiría reconocer o individualizar a los delincuentes, distinguiendo a los trabajadores o buenos vecinos de los vagos, barderos o pibes chorros. Para los policías es un arte más que un saber aprendido, una mezcla de intuición y experiencia. Por supuesto que la destreza necesita, además, de un entorno propicio y algunas informaciones previas, a veces de dudosa procedencia. Pero la gran mayoría de las veces esa información llega embutida a través de estereotipos y prejuicios sociales sobre determinados actores. Esos estereotipos orientan su quehacer en los territorios que todos los días escanean mientras patrullan el barrio. No se llega solo al barrio sino muñido de esa información previa que, antes que buscar comprender a los actores alcanzados con su denominación, se apresuran a abrir un juicio negativo sobre los mismos. Prejuicios, entonces, que le dan un contenido a sus rutinas, que habilitan y legitiman sus prácticas cotidianas.

Pero hay más, porque el olfato policial, no solo es presentado como una manera de anticiparse a los eventos problemáticos, sino, sobre todo, como el modo de justificar a posteriori, ante los estrados judiciales y la prensa, su discrecional forma de proceder. En efecto, las versiones policiales u oficiales de los hechos, que luego tienden a cristalizarse en verdad jurídica, se sustentan en el olfato policial, en la supuesta sagacidad del policía para leer los pequeños detalles de la trama social. Allí donde no hay inteligencia criminal, hay experiencia policial, es decir, “hay calle”, prejuicio o ensañamiento contra determinados actores. Un saber inductivo que suple la carencia de saberes deductivos, un saber que dice poder leer los afectos y las energías que circulan en las interacciones sociales. Las DAI constituyen una técnica de sobre-criminalización informal pero efectiva y con altos niveles de rutinización, que señala diferencias sociales y pretende ejercer un disciplinamiento social sobre los actores más jóvenes procedentes generalmente de los barrios más pobres. En definitiva, la autorización de las detenciones por portación de cara es otra prueba del giro punitivista del autoritarismo simpático. El macrismo encontrará en esta nueva interpretación jurisprudencial nuevos rudimentos de legitimación para ensañarse con los chivos expiatorios que la prensa y otros emprendedores morales fueron modelando a través de las periódicas campañas de pánico moral. Cuando las transformaciones económicas empiecen a sentirse en el bolsillo de la gente, las policías serán nuevamente alistadas para disciplinar y practicar tiro al blanco buscando poner en caja a todos aquellos que no se resignan a aceptar con sufrimiento lo que les toco. Y ya sabemos, cuando eso suceda, el blanco será otra vez el negro.

Robo para la policía: Reclutamiento policial y control social. Una de las rutinas institucionales que definen a las policías en Argentina es el

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reclutamiento. La policía funciona como una “bolsa de trabajo”, aportando la mano de obra barata y lumpen que necesitan las economías ilegales para valorizarse. Estos mercados, vaya por caso el robo de autos que surte el mercado repositor informal o el mercado minorista de drogas, necesitan, como cualquier otro mercado legal o informal, de fuerza de trabajo para moverlos, y las policías se encargarán de proveerla. Ahora bien, ¿cómo es este circuito, qué otras funciones tiene? Dijimos que cuando la policía detiene sistemáticamente a los jóvenes en su barrio, no solo los está incapacitando y agregando mayor vulnerabilidad. También perfilan trayectorias criminales para esos contingentes sociales. Con estas rutinas van empujando a los jóvenes a las economías criminales, tratando de que asocien su tiempo a los mercados ilegales. En segundo lugar, a través del reclutamiento las policías “resuelven” otros problemas. Me explico: cuando la familia no sabe qué hacer con estos jóvenes porque se ha deteriorado la autoridad paternal; cuando la escuela tampoco sabe qué hacer y opta por expulsarlos directa o indirectamente y dejarlos otra vez en la intemperie; cuando las políticas públicas de desarrollo no alcanzan para contener la deriva de los jóvenes hacia el delito, ¿qué hacemos? Tendemos a pasarle la pelota a la policía. Y lo cierto es que la policía tampoco sabe qué hacer con estos jóvenes que roban al boleo. Además nunca estuvo preparada para abordar este tipo de conflictividad social. ¿Qué hará entonces la policía? En algunos casos aplicará el gatillo fácil, pero la mayoría de las veces tratará de activar otros controles sociales informales. Va a empujar a los pibes para que empiecen a “patear” con el transa que ya arregló con ellos. De ahora en más, si los pibes se mandan una macana, están exponiendo al transa y será este el que se encarguen de poner las cosas en orden. El transa es el principal interesado de que los pibes mantengan un bajo perfil.

En sociedades como las nuestras, que cargan todos los problemas a la cuenta de la policía, lejos de resolver los problemas recreamos las condiciones para profundizarlos. Tal vez sea por ello que en los últimos años haya aumentado la violencia interpersonal entre los jóvenes en los barrios pobres.

La desaparición indiferente de personas. Después de 30 años de democracia las policías siguen siendo la misma “maldita policía”. Cambiaron los presidentes y gobernadores pero las policías continuaron en sus prácticas. Si la policía puede ensañarse con los pobres será porque no se siente llamada a tener que rendir cuentas con nadie. La policía es una institución descontrolada y la justicia, otra institución clasista, que mira a los pobres por el ojo de la cerradura, es decir, a través de escribas que, dicho sea de paso, suelen cuidarle la espalda a Su Señoría a cambio de salarios altos y mucho tiempo libre. Que conste que no estamos hablando de una política de estado sino de prácticas de estado. La diferencia es sustancial. La desaparición no es una decisión ejecutiva, pero sigue siendo una rutina institucional que involucra a policías, jueces, fiscales y médicos. Una práctica regular hecha con muchas prácticas, enmarcada según rituales y normas más o menos informales. Una práctica amparada en la indiferencia de estas instituciones. Prácticas avivadas en la pirotecnia verbal de algunos funcionarios, que se sostienen en las frases filosas que muchos sectores de la sociedad van cincelando cotidianamente para legitimar y habilitar la discriminación y brutalidad policial. La desaparición forzada se confunde con la indiferencia de todos. Para las agencias judiciales, los pobres no son sujetos de derechos. Han sido despojados de su condición ciudadana. Los pobres, sobre todo cuando son jóvenes, son objeto del destrato y el maltrato policial; y cuando son adultos, empiezan a vivir en carne propia la indolencia

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administrativa y la desidia de la corporación médica. La espera, que averiguamos en las colas interminables que realizan en las oficinas o bancos, en los consultorios o salas de emergencia de los hospitales públicos, es la misma espera que debieron soportar cuando fueron seleccionados para pasar una temporada en las cárceles argentinas con la expectativa de que su señoría y sus defensores se encarguen de su expediente. Una espera interminable, encadenada, que les revela constantemente su condición: ser ciudadanos de segunda. La aparición del cuerpo de Luciano Arruga, lejos de cerrar una puerta la abrió del todo. Luciano, como muchos jóvenes de las barriadas donde se concentra y hacina el precariado y persiste la desigualdad, corrió el riesgo de ser reclutado por la policía. A través de las detenciones sistemáticas se empujan a estos jóvenes para que asocien su tiempo a las economías ilegales o empiecen directamente a patear para la policía. Luciano, su familia y los amigos fueron objeto de las múltiples formas que asume la desaparición indiferente de personas. Las prácticas brutales que alguna vez conocimos y denunciamos las vemos reeditadas en las amenazas que recibieron sus amigos; en la denegación de los habeas corpus a sus abogados; en la prepotencia judicial; la indolencia de los médicos; y la intolerancia de los empleados públicos. Para todos ellos, los pobres no merecen la hospitalidad sino la hostilidad. Por eso, después de aquellas largas esperas, los pobres pueden ser despachados rápidamente de las comisarías, los juzgados, hospitales, oficinas públicas o las morgues del país.

El libro de malvivientes: extorsión y disciplinamiento. Los “libros de malvivientes” o “carpetas modus operandi” son tecnologías de producción de “verdad” que disponen las policías para vulnerar derechos y perfilar trayectorias criminales. Las fotografías que allí se coleccionan

inauguran dudosos prontuarios que sugieren identidades devaluadas, certifican los prejuicios de los magistrados y confirman los estigmas sociales sobre esos actores referenciados por todos como problemáticos. Pero el saber también es poder, es decir, puede servir para “apretar” o extorsionar a las personas fichadas y retratadas. La policía encontró un aliado mágico en la fotografía; fue, junto a las huellas digitales, uno de los recursos más importantes de los que se valió la criminología positivista para estudiar al pobre y perseguir a los delincuentes comunes. Si el rostro era la “cara del alma”, la fotografía era la manera de aprehender su naturaleza salvaje. Los retratos se reunían en un archivo fotográfico que le permitía a la policía mapear la ciudad, fondear los barrios bajos, detectar los lugares donde la potencia se juntaba hasta volverse una amenaza para la sociedad en general y el Estado en particular. Un siglo después, esa fotografía perdió su carga de veracidad judicial, los policías dejaron de ser lombrosianos, pero el rostro sigue siendo uno de los soportes favoritos de la agencia para justificar el “olfato policial”. Un rostro que, al ser subido al Libro, como profecía autocumplida, genera una suerte de círculo vicioso que termina criminalizando a los actores en cuestión. En otras palabras: es sospechoso porque su rostro está agregado al Libro de malvivientes. El retrato fotográfico y su inclusión en el Libro de malvivientes fueron reglamentados por el Decreto 2.019/67 durante la dictadura de Juan Carlos Onganía que autorizaba a la policía a fotografiar a las personas cuando se los fichaba y disponer de sus registros para sus investigaciones. Desde el 2005 en la Provincia de Buenos Aires está prohibido el uso y exhibición de álbumes fotográficos en comisarías. La resolución fue dictada por el Juez en lo Contencioso Administrativo, Luis Arias, a partir de un habeas data colectivo interpuesto por el CIAJ (Colectivo de Investigación de Acción Jurídica), que entendía que dichas fotografías

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afectaban distintos derechos protegidos por el Pacto de San José de Costa Rica y la Constitución Nacional: la inviolabilidad de la defensa en juicio y el principio de inocencia; la igualdad ante la ley y la no discriminación; el principio de razonabilidad en la limitación de los derechos; el derecho a la intimidad, al buen nombre y al honor; la prohibición de “injerencias arbitrarias” y el derecho a la libertad personal. Luego de esto el Ministerio de Seguridad de la provincia prohibió (Resolución 784/05) el uso indiscriminado de los álbumes y ordenó que se centralicen en la Dirección de Policía Científica. Solo se exhibirán ahora por orden de la Justicia. La resolución permitía, sin embargo, que se siguieran tomando fotos en cada comisaría. Por eso el CIAJ interpuso otra demanda que derivó en una nueva inspección del Juez Arias. El Ministerio dispuso la destrucción de todo el material en custodia en las Científicas Departamentales. Maniobra que también fue denunciada por el CIAJ, toda vez que nos privaba de “conocer” la documentación allí consignada y la rutina policial. Nos consta que no solo se siguen fotografiando discrecionalmente a las personas detenidas por delitos y contravenciones, sino que sus retratos fueron dispuestos en álbumes en soporte papel y digital que se encuentran en la Comisaría 2 de la ciudad de La Plata para ser exhibidos a las personas o testigos que dicen pueden reconocer a su victimario. Nunca se dispusieron protocolos de actuación y tampoco son objeto de control judicial o administrativo alguno. Los álbumes continúan exhibiéndose sin personal judicial y son la mejor expresión de la delegación que el Ministerio Público hizo de la investigación en la policía. Los libros son el complemento necesario de las detenciones por averiguación de identidad, otra manera de afiliar a los “revoltosos” del barrio, “fichar” a los “barderos”, a la barrita de jóvenes que se juntan en las esquinas. El Libro de malvivientes es un inventario de actores que comparten las mismas marcas de identidad, tienen más o

menos los mismos estilos de vida y las mismas pautas de consumo: son jóvenes, masculinos, morochos, tienen más o menos el mismo corte de pelo, visten más o menos la misma ropa, usan los mismos piercing, tienen tatuajes, etc. Una persona fotografiada será una persona sin derechos o con capacidades jurídicas disminuidas. Más aún cuando no hay autoridad judicial que las supervise y controle su uso. Nadie sabe cuándo, dónde, ni por qué le sacaron y subieron las fotos a una persona. La persona retratada ni siquiera sabe que la imagen de su rostro fue a parar a un álbum que luego será exhibido a las víctimas de futuros delitos. No importa que la persona retratada haya sido declarada inocente. Las fotos no tienen fecha de vencimiento. Una vez sospechada, sospechosa para siempre. Desde el momento que su fotografía se subió al Libro, la persona retratada se convierte en un eterno sospechoso, es decir, su rostro puede ser señalado por alguna víctima en cualquier momento. Cuando eso suceda, una vez “identificado”, el fiscal pedirá enseguida que se arme una rueda de reconocimiento para que vuelva a reconocerlo. Cuando eso suceda, el fiscal ya tendrá preparado el escrito donde solicita al juez la prisión preventiva. Así de sencillo, así de rápido y expeditivo puede funcionar la agencia judicial, esa “máquina de convalidar letras y firmas”. Pero como venimos diciendo, los álbumes son mucho más que un instrumento de investigación judicial. Son una manera de perfilar trayectorias vulnerables para determinados contingentes y un instrumento de disciplinamiento social. Más aún, funciona como instrumento de extorsión para las personas que se niegan a “patear” con las policías o con las personas que ya “arreglaron” con ellos. Pero también, eventualmente, ha funcionado como una manera de “poner en caja” a los actores que organizaban el barrio, una manera de desprestigiar a los militantes sociales. El Caso Rosser es ilustrativo: el militante Gabriel Rosser que en 2005 fue subido a una rueda de

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reconocimiento a partir de que su rostro fuera apuntado en una carpeta modus operandi por un dudoso testigo. El caso fue llevado por el CIAJ y durante el juicio se pudo comprobar el uso extorsivo que hizo la policía de estos instrumentos. Las fotografías, entonces, no son inocentes, están cargadas de ideología. Esa ideología son los intereses de la policía o los prejuicios de la vecinocracia, la revancha de clase que practican muchos fiscales y jueces, la sed de venganza de las víctimas en estado de emoción violenta. Las fotografías no son testimonios neutrales, se van cargando de verdad con cada nueva exhibición. Dicho con las palabras de Ernst Jünger: “La fotografía es una expresión de nuestro modo peculiar de ver, que es ciertamente un modo cruel. Lo que en ella hay a la postre es una forma de ‘mal de ojo’, una especie de toma de posesión, un acto de agresión.”

Capítulo 3 Inseguridad y matemáticas Dibujando números. Un amigo diputado de la provincia me decía: “la política es miserable, y estos tipos no van a dejar de serlo en una tormenta por más grande que sea.” Para ejemplo basta un nombre: Ricardo Casal, el hombre corcho, el funcionario que tiene la capacidad de seguir flotando cuando la Bonaerense no para de hacer olas; cuando el resto de la dirigencia política local se hundía, él se mantenía haciendo la plancha, ladeando siempre al gobernador. Ya lo dijo Roberto Arlt en la década del ’20, cuando el clientelismo radical estaba erosionando sus bases políticas: “El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la fauna de los pilletes. Y quizá el más inteligente y el más peligroso. (…) Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo. (…) En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. (…) Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y

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no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás, ¡van muertos! Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie.” En el marco de la inundación de la ciudad de La Plata en el 2013 se instaló un debate en torno al número de víctimas fatales de la catástrofe natural. Una catástrofe, dicho sea de paso, que estuvo alimentada por la desidia política. En efecto, los funcionarios locales nunca hicieron las obras que los ingenieros de la UNLP habían sugerido tanto a la provincia como al municipio años atrás, antes incluso de la inundación del 2008. Una catástrofe, entonces, que no fue solamente natural. Scioli salió a decir que las víctimas eran 51. No lo dijo una vez, sino tres o cuatro veces, con su mejor cara de “yo no fui”: “La lista definitiva es de 51”, dijo y se retiró. Cuando encontraron el cuerpo de Godoy dijo que la lista se había elevado a 52. Con el CIAJ pudimos decir que fueron 53, luego 54, 55, y así… Todos los días estábamos encontrando una nueva víctima del temporal. Los testigos no siempre querían hablar. A veces sentían temor porque eran inmigrantes y temían que su declaración les jugase en contra a la hora de solicitar la ciudadanía o los beneficios para reconstruir se hogar. Otros seguían con el cassette del “no te metás” y preferían callarse la boca, más aún cuando el gobierno provincial apuntaba con munición gruesa, repitiendo de manera enfática que los muertos son 51 o 52 y punto. Otros directamente, y con mucha razón, estaban empezando a transitar el duelo y no querían en ese momento participar de un debate público que exponía su dolor. Cuando las aguas no se habían escurrido aún, el entonces defensor juvenil, Julián Axat, había presentado una denuncia en el juzgado en lo contencioso administrativo de Luis Arias para que intervenga en la producción de la información pública. A esas horas ya era vox populi que los muertos eran muchos más. Como sucede en estos casos, los rumores son demasiados. Es cierto eso, pero todo el mundo gritaba, junto a Perlongher, “hay cadáveres”, es decir, hay muertos desaparecidos. Y

había también un aparato de estado en la provincia de Buenos Aires encargado de encubrir los hechos. No encuentro otra forma de decirlo. Esos desaparecidos no son solamente las víctimas que no se encontraron después de la tormenta sino los cuerpos que se derivaron hacia el cementerio de Quilmes, los cuerpos que se entregaron a los familiares sin oficio judicial, con la sola mediación del parte médico. De repente, una catástrofe es constatada por los médicos de manera privada. Todos los que estuvimos esos días recorriendo los barrios y hospitales pudimos constatar que los muertos fueron muchos más. La mentira era tan grande, y tan enredada la trama institucional que, de llegar a comprobarse aquellos hechos, estábamos frente a uno de los escándalos políticos más importantes en los últimos años en la Provincia. Un escándalo que se sumaba a la tormenta que cayó justo encima del armado de listas para las PASO y en el medio de una interna entre el gobierno nacional y el sciolismo que nunca acabó. Así y todo convenía cuidar la espalda del gobernador. Todos tenían temor, porque semejante escándalo podía manchar a todos. Más aún cuando Sergio Berni, que tiene el lápiz más grande según él (porque además de médico es militar, abogado, karateca, político y tiene línea directa con la Rosada –por suerte no toda la Rosada es Berni) salió a cubrir a Casal y a repetir como un lorito que los muertos eran 51 y que había que ser responsables en el manejo de la información, que no se podía jugar con las víctimas. Lo cual es cierto, muy cierto y por eso Axat y el CIAJ hicieron sus respectivas denuncias en la justicia. Y por eso Arias se puso al hombro una tarea que le competía al gobierno de la provincia. Pero la primera persona irresponsable que dijo que la cifra no era 51, fue nuestra Presidenta, que comentó como al pasar que la madre, que vivía en el barrio de Tolosa y tenía más de un metro de agua, le había dicho que había una vecina que había muerto y que no estaba en la lista oficial.

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Claro, la lista se confeccionó con criterios políticos muy interesados y miserables para minimizar el impacto. No solo por las consecuencias económicas que podía tener, sino para evitar las consecuencias electorales. Según los funcionarios provinciales, para estar en esa lista la persona tenía que haber muerto en la vía pública o haberse ahogado o electrocutado en la casa durante la inundación. Para el gobierno provincial una persona que murió de un paro cardiorrespiratorio en su casa durante la tormenta porque las ambulancias no podían llegar hasta su casa (estuviera o no inundada), o porque los hospitales estaban desbordados o el barrio inundado, no era una víctima de la tormenta. Una persona que murió de un ataque al corazón los días posteriores por el estrés emocional que le había producido enterarse o haber visto cómo su vida se había hundido con la tormenta… no era una víctima del temporal. Para el gobierno fueron muertes fortuitas, aleatorias, donde intervino la mano de Dios. La cuestión es que la lista seguía engrosando y había que frenarla. Eso es lo que escuchamos repetidas veces por los pasillos. Legisladores provinciales del sciolismo presentaron pedidos de juicio político contra Arias y Axat. El juez Atencio, incluso, pidió la inhibitoria de Arias, y quiso robarle la causa para pasársela a la Corte de la Provincia, para que sea ésta la encargada de poner el número final. Lo sabemos de memoria: la familia judicial es el perro faldero de la política local. El puesto para su sobrino o el hijo del mejor amigo, su ascenso, las exenciones impositivas, los salarios altos, sus vacaciones y horarios privilegiados, dependen de los favores devueltos. Eso no es justicia, sino obediencia debida y punto final. Lo venía denunciando “Justicia Legítima”. La justicia penal en la provincia de Buenos Aires y los integrantes del ministerio público, le cuidan las espaldas a la peor política. No todo es una herencia de la dictadura cívico militar. La justicia penal en esta provincia fue armada entre el duhaldismo y la Bonaerense.

Casal estaba indignado y denunciaba como irresponsables a las organizaciones de DD.HH. que impulsaban una investigación amparada por el derecho a la información y el derecho a la verdad al que tanto le debía el kirchnerismo. Casal sabía que su permanencia en el cargo peligraba más que nunca, pero sabía que contaba con buenos paraguas: la presencia de Sergio Berni junto a la Gendarmería y la morgue policial.

Necropolítica: La morgue y  la gestión de los muertos. La inundación en la ciudad de La Plata puso de manifiesto la organización institucional de la muerte en la Provincia de Buenos Aires. Un circuito irregular, lleno de baches, formularios truchos y compraventa de certificaciones de defunción, una registración anómala y descontrolada. Un circuito donde intervienen médicos particulares, funebreros y forenses, policías y empleados de la administración pública, dueño de crematorios o cementerios privados. Esas irregularidades son la expresión de las continuidades abyectas con la última dictadura que nunca terminaron de ponerse en crisis en la Provincia. Al contrario, al no ser objeto de reforma, regulación y protocolos, la morgue continuó funcionando de la misma manera, guardando prácticas que pueden aportar invisibilidad a las muertes que se quieren esconder. Durante 1976 y 1980 las morgues del país se dedicaban a extender certificados de defunción que ordenaban la inhumación de cadáveres de personas detenidas-desaparecidas, por orden de las fuerzas militares o policiales, sin necesidad de dar intervención a un juez competente. Con ello se buscaba fraguar casos de tortura o disimular las ejecuciones sumarias. Cadáveres certificados con el rótulo de “muertes por paro cardiorrespiratorio no traumático”. El libro de la antropóloga María José Sarrabayrouse de Oliveira, Poder Judicial y Dictadura. El caso de La

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Morgue, es fundamental para entender la gestión de los cuerpos de las personas desaparecidas durante la última dictadura, una trama donde intervenían policías, médicos forenses, médicos particulares y militares. Como venimos sosteniendo, los gobiernos pasan pero las prácticas permanecen. Sobre todo cuando las instituciones no son objeto de reforma alguna. Es el caso de las morgues en Argentina. Prácticas que serán activadas llegado el momento, cuando policías o funcionarios necesiten sacarse un muerto de encima. De hecho, y tal como sigue funcionando la morgue policial de La Plata, no es descabellado suponer que los cuerpos de Miguel Bru o Jorge Julio López pueden haber transitado esos mismos circuitos. Lo mismo que muchos muertos de la inundación de La Plata. Dentro del organigrama del Ministerio de Seguridad de la Provincia, la morgue policial funciona bajo la órbita de la Dirección General de Policía Científica en Función Judicial. Está integrada en su totalidad por personal policial con título Universitario o Técnico en las disciplinas Forenses. Tiene como misión efectuar todos los estudios técnicos y científicos que le sean requeridos en un proceso judicial, así como desarrollar métodos científicos conducentes a descubrir las circunstancias del delito. Desde sus orígenes la morgue ha sido un espacio donde articularon las agencias policial y judicial. O mejor dicho, donde la opacidad judicial garantizaba una vez más la discrecionalidad policial. La morgue y los circuitos que llevan hasta ella, puede ser entendida como una máquina de desaparición, que se presta para desaparecer a las personas. Desaparece a las personas cuando el Registro de las Personas emite certificados falsos o la Morgue no los registra, pero también cuando apila los muertos en heladeras que no funcionan hasta descomponerse, cuando entierran dos veces a las personas en tumbas diferentes, o guarda a los cadáveres de personas en bolsas de consorcio junto a animales. No estoy inventando nada, todo se

encuentra documentado en una causa que empezó el Juez Arias con un allanamiento a la morgue que fue muy resistido por la policía y el gobierno de Scioli. También puede consultarse el libro de María Soledad Escobar y Gabriel Prósperi, Inundados La Plata. Lo que el agua no encubrió. La morgue policial es una caja de sorpresas, un tesoro que conviene mantener escondido. Muy pocos se atreven o saben a ciencia cierta qué sucede allí dentro, qué cadáveres se conservan. Ni siquiera sus empleados saben muchas veces cómo llegaron los cuerpos a la morgue porque los mismos se encuentran sin precintar. No sabremos incluso quiénes fueron los médicos forenses que hicieron la autopsia. La tanatología de la morgue funciona irregularmente. Su discrecionalidad es directamente proporcional a la incapacidad histórica de la agencia judicial para controlar lo que allí sucede. Los dictámenes nunca se discuten y los informes se reproducen literalmente en los juicios orales. La policía lo sabe, por eso esconde los cuerpos o los hace hablar según sus propios intereses.

“Lo breve y malo, dos veces malo”: La seguridad como refrán. Sabido es que Scioli es un hombre de pocas palabras y frases hechas. Scioli habla a través de su imagen. Especula que, a buen entendedor, no se necesitan demasiadas palabras. Cuando hay fe y esperanza –solía repetir– sobran las razones, alcanza con poner la caripela. Y hay que reconocer que Scioli la puso siempre y en todos lados. Siempre tenía un helicóptero que lo teletransportaba por todo el arco político. Scioli, como el Papa, hablaba con todos. La lealtad tiene muchas direcciones para él, y conviene ser leales con todos, es decir, con nadie en especial. Scioli era el mejor comodín, encajaba en todas las combinaciones, alcanzaba –o eso se creía– para re-engancharse en la próxima vuelta. Scioli sabe negociar como pocos, y acaso por eso mismo, supo

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mantenerse en pie todos estos años a pesar de haber demostrado una pésima gestión en casi todos las áreas. Pero como dice otro refrán, “a mal tiempo buena cara”. A Scioli no se le caía una idea, pero tenía siempre palabras oportunas para cada pregunta. Tampoco se le caía un mango, pero continuó equipando a la Bonaerense. Scioli sabía que el que pega primero, golpea mejor. Y todos sabemos que en ese campeonato, Scioli llevaba también las de ganar, o eso creíamos. La mano dura fue su especialidad durante todos estos años. Una mano que supo disimular a fuerza de hiperactividad y mucha suerte, es decir, supo estar siempre en el momento indicado y el lugar preciso para que nadie, o casi nadie, pueda cortarle los víveres o darle la espalda.   Pero bueno, esto no quería ser una semblanza sobre Scioli, sino sobre el Decreto 373 que firmó Scioli, otro decreto de necesidad y urgencia, que se promulgaba en el marco de la emergencia securitaria. El decreto creaba, aunque no regulaba, a la flamante Policía Local. En los fundamentos se recordaba que se había enviado a la Legislatura bonaerense el proyecto para dotar a los Municipios de “cuerpos policiales” especiales dedicados a la prevención y que “ante la imposibilidad de contar con este instrumento legal se estima necesario recurrir a todos los mecanismos que la normativa vigente pone al alcance de este Poder ejecutivo para fortalecer la prevención del delito a escala municipal y potenciar la descentralización operativa de la policía”. Ahora bien, 31 páginas fueron acotadas a una sola. 117 artículos embutidos en 5. Eso no es síntesis en técnica legal sino clausura política. Es que Scioli, como la Bonaerense, no está para legislar sino ejecutar. Se sabe, como siempre decía Perón, “lo mejor es enemigo de lo bueno”. Pero Scioli sabe que “lo malo, se lleva bien con lo muy malo”. Por eso, “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Se destacó también que “la seguridad pública es materia de competencia exclusiva del Estado y su mantenimiento le corresponde

al gobierno de la provincia de Buenos Aires”. Que “la optimización de la acción preventiva policial requiere de la adaptación de las políticas generales a las particularidades de cada distrito, lo que puede alcanzarse mediante una mayor inmediatez entre las fuerzas policiales y los ciudadanos”. El decreto instruye al Ministerio de Seguridad provincial a crear “la Superintendencia de Seguridad Local” que será la encargada de nombrar el jefe de la “Unidad de Policía de Prevención Local”, en acuerdo con el intendente del municipio respectivo. Esta policía realizará actividades de observación, patrullaje y vigilancia en las zonas delimitadas por el sistema de seguridad establecido a nivel provincial y efectuará la prevención primaria. También será la encargada de implementar mecanismos de disuasión frente a actitudes y hechos delictivos o contravencionales y hacer cesar la comisión de delitos y contravenciones e impedir sus consecuencias, entre otras funciones. Se explicó que la medida se adoptaba para “fortalecer la prevención del delito a nivel municipal y potenciar la descentralización operativa de la policía”. En definitiva, el decreto 373 no solo cierra una discusión sino que le abre otra vez la puerta a la Bonaerense. La Policía Local no es la versión recortada de la Policial Municipal. Es la duplicación de la Bonaerense. Si el proyecto de la Policía Municipal del diputado Marcelo Sain intentaba acotar la capacidad operativa de la Bonaerense, corriéndola del territorio, limitando sus funciones; la creación de la Policía Local a través del decreto la promociona con nuevas tareas, nuevos cuerpos especiales, y una mejor inserción en el territorio. Bastaron cinco artículos para multiplicar la capacidad de fuego de la Bonaerense. Cinco artículos para aumentar el número de sus efectivos y el control territorial. Más policías para mejorar la recaudación. Los intendentes que necesiten plata que levanten la mano porque la Bonaerense, como siempre, será generosa y está dispuesta a compartir la caja. 

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Howard Fast escribió en Espartaco que los políticos requieren tres aptitudes. La primera aptitud es la habilidad para elegir el lado ganador; si se fracasa en esto, la segunda aptitud es la habilidad de apartarse del lado perdedor, y la tercera consiste en no hacerse nunca de enemigos. Scioli, apostó y no quiere perder. Por eso no tuvo demasiados reparos en volver sobre el proyecto de Granados, que se parecía, dicho sea de paso, al anteproyecto que había presentado el massismo en su momento. No es casual que el decreto haya sido festejado también por los barones del conurbano.

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Con el caballo del comisario. Las declaraciones de emergencia en seguridad son una suerte de deporte nacional en Argentina, sobre todo cuando se acercan las elecciones. Con la emergencia, los funcionarios no solo pueden sortear las licitaciones públicas para equipar a las fuerzas policiales, sino aumentar la discrecionalidad policial. En febrero de 2014 Scioli declaró la “emergencia de seguridad pública en la provincia de Buenos Aires”. La emergencia fue el marco para relanzar lo que ya había lanzado una cuantas veces y repetir lo que ya se había dicho en todos estos años de gestión en materia de seguridad: que la seguridad es básicamente un problema policial; que se necesitan más policías, con más municiones, mejores chalecos antibalas y más patrulleros para realizar tareas exitosas de prevención; que hay que darles mayores facultades a las policías para detener y revisar a las personas; que hay que limitar a los jueces en el uso de las excarcelaciones, que se necesitan más juzgados, que hay que construir más cárceles, etc. Nada nuevo en la Provincia, nada que no hayamos escuchado de otros gobernadores. Por eso Scioli le reclamó a los legisladores el tratamiento urgente del proyecto de creación de las policías comunales (en la versión formateada por la Bonaerense); la descentralización del 911 y la

implementación del botón “alerta” en los celulares; la creación de fiscalías descentralizadas; la reforma del régimen penal juvenil, un proyecto que prevé la limitación de las excarcelaciones; y la creación de ocho alcaldías y cuatro nuevas unidades penitenciarias para albergar a 2000 nuevos presos. Scioli sabía que más policía en la calle, más fiscales persiguiendo delitos, quería decir más población encarcelada. A medida que el país se corría a la derecha todos empezaban a subirse al caballo del comisario. Si después de diez años “nacionales y populares” el país comenzaba a transitar por ese carril no sería solamente porque al kirchnerismo le sobrevivía un imaginario autoritario de largo aliento. También se debía a las recurrentes declaraciones demagógicas como las que propalaban funcionarios de la talla de Berni, Granados, Casal, o dirigentes de la oposición como Massa, De La Sota, Carrió y Sanz; declaraciones que activaban las pasiones punitivas que sabemos disimular con los buenos modales. En vez de ponerle paños fríos a la escena contemporánea, creando contextos para encarar acuerdos políticos que necesitan los procesos de reformas, con todos los debates que ello implica, se dedicaban a exaltar a la opinión pública y enloquecernos a todos; preferían clausurar los debates, desplazando las argumentaciones lógicas por las consignas efectistas. Para Scioli, la lucha contra el delito se había convertido en la vidriera de la política. Cuando no tenía nada para mostrar, porque su gestión era pésima, la seguridad se referenciaba como una de las pocas oportunidades que tenía para presentarse como merecedor de votos. Scioli hizo política con la inseguridad, manipulando el dolor de las víctimas. No era una tarea fácil. Pero Scioli, con su cara de “asomado”, de “yo no fui” supo esquivar las responsabilidades políticas. Scioli hizo política con su imagen pública pero también con la policía. Con la policía no solo recaudaba dinero para su campaña sino que buscaba reclutar los votos de los asustados bonaerenses. Creía, como muchos gobernantes, que cuando se corre con el caballo del

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comisario se ganan todas las carreras. Está visto que esta es una verdad a medias. En la provincia de Buenos Aires no basta con ser el dueño del animal favorito para ganar una elección. Y eso no significa que el resto de la hinchada no apueste por el caballo que conduce el comisario.

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Abatidos: fusilamientos o ejecuciones sumarísimas. Para decirlo con un slogan de campaña: Buenos Aires estuvo “más activa que nunca”. “Abatidos”, en plural, fue la palabra que eligió Scioli para indicar las muertes en manos de la policía. Según un informe del Ministerio de Seguridad, desde la implementación de la emergencia en seguridad, se produjeron “259 enfrentamientos con 85 delincuentes heridos y 49 abatidos”. Las cifras van a ir cambiando con el correr de los meses, la lista va ir engrosándose. La palabra utilizada no era ingenua, estaba cargada de historia. “Abatido” es una palabra con trayectoria en Argentina. Es la misma que utilizaron los militares en los “partes de guerra”, propalados después por la prensa gráfica nacional, para contar las bajas que sufría el frente enemigo-interno, y dar cuenta del éxito de la lucha contra la subversión en el Proceso de Reorganización Nacional. Pero la palabra, además, tienen un significado profundo: sabe interpelar ese imaginario social autoritario que permanece como telón de fondo de los argentinos; una trama latente que irrumpe cuando cunde el pánico moral. “Abatido”, entonces, será el clisé elegido por el gobierno para activar y recostarse detrás de las pasiones punitivas, tratando de ganarse el consentimiento de importantes sectores de la sociedad afectadas por las “olas de inseguridad”. “Abatidos” es el término escogido para señalar el éxito de un plan que confunde la seguridad con las matemáticas, es decir, la seguridad con la policía, y la policía con el equipamiento y el uso de armas de fuego letales. Una política de seguridad eficiente es un policía practicando puntería con el arma cargada.

El abatimiento es un neologismo utilizado para disfrazar los fusilamientos o las ejecuciones extrajudiciales y sumarísimas en manos de la policía Bonaerense. Ya se sabe que el “gatillo fácil” es la forma que asume la pena de muerte en Argentina. Una pena informal que gestiona la policía. Según datos de la CORREPI durante la democracia y hasta el 2010 se han producido 3.039 muertes. El 47% de las muertes se ha producido durante el kirchnerismo. El 77% de los casos involucra a las policías locales. 1.455 casos se produjeron en la provincia de Buenos Aires y los distritos con mayor cantidad son La Matanza (119), Lomas de Zamora (84), Mar del Plata (65), Tigre (64), Morón (27), La Plata (21), San Martín (18) y Hurlingam (17). El 53% del total de las muertes son casos de gatillo fácil; el 36% está vinculado a causas fraguadas o son consecuencia de otros delitos; el 8% muerte en cárcel, comisaría bajo custodia policial; y un 2% en movilizaciones o protestas sociales. El 59% de las víctimas son jóvenes menores de 21 años. Scioli es el funcionario que elige hablar con el lenguaje del comisario, corriéndose de su lugar de político y ubicándose en el lugar que el punitivismo prefiere: el letal y prescriptivo idioma de las armas. Y lo hace utilizando clisés. “Abatido” es otro clisé. Como dijo alguna vez Hannah Arendt, son palabras aladas, rimbombantes, que clausuran el debate, la apertura del mundo. Los clisés nos encierran e incomunican, pero también nos impiden ponernos en el lugar del otro. El “abatido” es ese otro, el próximo-lejano, un enemigo, el extraño, alguien que no comparte nuestros estilos de vida, que tiene otras pautas de consumo, que habla un idioma ininteligible y, acaso por eso mismo, merece la guerra de policía. Se sabe, el muerto no parla.

Parte de guerra. Ya sabemos que a Scioli le gustaban los números. Pero ahora la comunicación institucional del Ministerio de Seguridad estaba además teñida de lenguaje castrense. En un contexto de emergencia

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securitaria, el delito callejero es un “flagelo” y se practica la “guerra de policía”. Prueba de ello son las cifras contenidas en los “partes” que periódicamente emitía gobernación. Uno de ellos decía:

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– Fueron detenidas 15.900 personas; – Hubo 154 enfrentamientos que dejaron un saldo de 62 personas heridas, 35 delincuentes abatidos y 17 víctimas fatales; – Se hicieron 1.939 operativos contra el narcotráfico (en el mismo período el año anterior se habían hecho 1.832); – Se redujeron los robos un 21%, pasando de 4.316 a 3.408; – Se recapturaron 976 autos de los 8.341 que fueron sustraídos; – Se incautaron 121 motocicletas a través de los operativos anti-motochorros – Se secuestraron 73 armas; – Se puso en funciones a 900 efectivos que estaban retirados; – Se compraron 1.700 vehículos móviles; – Y se pusieron en funcionamiento CPC (Comandos de Prevención Comunitaria) en 20 Municipios de la Provincia. Las cifras confirman la concepción policialista que tiene el gobierno de la seguridad. Para Scioli seguridad es igual a policía, es decir, más efectivos en la calle, más patrulleros, más armas. Cuando se han desmantelado o despresupuestado las políticas públicas de desarrollo social, cuando la cultura se asoció al gran espectáculo, y el presupuesto de educación solo alcanza para pagarle el sueldo a los maestros, entonces las conflictividades sociales que involucran a sectores juveniles hay que atajarlas con la policía. La policía se convierte en la respuesta a muchas preguntas. El vaciamiento de las políticas sociales es directamente proporcional al hacinamiento de las cárceles bonaerenses.

Dijimos que Scioli redujo la seguridad a las matemáticas. Los funcionarios necesitan números para mostrar y la policía es experta en dibujar cifras. Históricamente la policía trabajó en función de las estadísticas. Si había que detener a 20 personas se salía a buscar a 20 personas. Ni uno más ni uno menos. Por eso cada policía era muñido de una planilla y solo regresaba a la Comisaría cuando la completaba. Otra performance que se instaló en la gestión de Casal fueron las giras de objetos secuestrados. Todas las semanas, el ministro salía de gira por el Conurbano y la policía debía improvisarle operativos con sus consabidas conferencias. Mucho de los operativos eran inventados o replicados. Es decir, se hacía el mismo operativo dos veces, o se lo contaba varias veces. La escena es muy conocida porque la vimos unas cuantas veces por Crónica-TV: un tablón donde se depositan las armas secuestradas a los malvivientes, los panes de droga u objetos robados o de dudosa procedencia, y varios billetes. Nunca fajos de dinero sino billetes sueltos. Una vez terminada la habitual sesión de fotos de los funcionarios frente a los objetos secuestrados, después de unas palabras dirigidas a la prensa, se levantaba todo y se lo guardaba para volver a montarlo a la semana siguiente en otro lugar. El resultado de este experimento matemático será el aumento de la población encarcelada. Granados lo sabe y por eso anunció en su momento la apertura de 200 calabozos en las comisarías de la provincia para alojar a los nuevos detenidos. No sabemos quiénes son los “detenidos” y las personas “abatidas”. Pero sabemos de antemano, por puro prejuicio, que son los “delincuentes” de siempre. Pero sabemos también que a la Provincia tampoco le interesa. Cada detenido es un número que engrosará la cifra que hay que comunicar para mostrar que se ha sido eficaz en la lucha contra el delito, para intentar bajar la sensación de inseguridad y esconder, de paso, el problema del delito debajo de la alfombra.

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En definitiva, la “seguridad” o mejor dicho, “la guerra contra el delito”, se ha convertido en la mejor vidriera de la política sciolista. Los funcionarios prueban su valía en la lucha contra el “flagelo” de la delincuencia y prometen más policía, más cárcel a cambio de votos. Lejos, muy lejos de resolver los conflictos, la demagogia punitiva acabará profundizándolos, agregándole resentimiento, estigmatización y violencia, los tres elementos que necesita cualquier “guerra” para perpetuarse en el tiempo.

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Cachivache policial. El diputado Marcelo Sain, de la bancada Nuevo Encuentro, había elaborado un proyecto para la creación de la Policía Municipal. El proyecto había llamado la atención del gobernador Daniel Scioli. Sabía, como en su momento lo supieron Cafiero y después Duhalde, que la Bonaerense es una gran ruleta rusa. Scioli lo supo con el caso Candela, pero también con el crecimiento de las economías ilegales y las sustracciones de vehículos, el aumento de los secuestros, etc. La Bonaerense se está desmadrando otra vez. La policía es la vidriera de su gestión pero puede socavar su imagen de un día para el otro, convirtiéndose en la peor publicidad, es decir, en la mejor propaganda para la oposición. El desgobierno tiene límites, más allá de los cuales la propia clase dirigente empieza a correr riesgos de gobernabilidad. Lo saben, también, muy bien los intendentes y por eso se entusiasmaron con distintos proyectos impulsados por legisladores de Nuevo Encuentro y el Frente Renovador. Scioli convocó a Sain para que realice un proyecto que pueda arrimar las posiciones. Sain aceptaba el reto si Scioli corría a Casal. Pérez le había asegurado al diputado que Casal estaba de salida. Y así fue: Alejandro Granados se convirtió en el nuevo Ministro de Seguridad. Granados, como intendente del conurbano, “dueño” de una patrulla municipal muy equipada, compró rápidamente también la idea. Pero

el flamante ministro ya se había rodeado de la misma cúpula policial que empezó a “entornarlo”. El proyecto de Sain fue y vino varias veces, porque en varias oportunidades Hugo Matzkin estuvo haciendo “correcciones”, sutiles retoques que desvirtuaban la naturaleza de la nueva policía propuesta en el borrador original. Los hechos tuvieron amplia cobertura: el Frente Renovador se negó por quinta vez, junto a la UCR, a tratar el proyecto que creaba la Policía Local. Scioli se enojó, y dijo, al mejor estilo menemista, que salteaba la discusión parlamentaria. En un contexto de “emergencia securitaria” vale todo, y dispuso la creación de la Policía Local por decreto. La medida solo alcanzaba para aquellos distritos que tuvieran más de 70 mil habitantes. El decreto, además, instruía al Ministro de Seguridad, para crear la Superintendencia de Seguridad Local, la que, en ejercicio de las facultades que le confiere la Ley provincial de Policías, debía dar forma y un marco a la Policía Local. Nunca supimos cuáles fueron las normas que regularon a la Policía Local, pero intuimos que su marco fue el proyecto retocado por Granados, elaborado por sus asesores en la materia, es decir por el Jefe de la Bonaerense, Hugo Matzkin, y la esposa de éste. Eso sí, como dijo Panigasi, ese personaje que resumía la imbecilidad del medio pelo argentino, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. La diferencia entre el proyecto de creación de las policías municipales del diputado de Nuevo Encuentro, Marcelo F. Sain, y el proyecto que en su momento había bocetado el Ministro de Seguridad, Alejandro Granados, es la diferencia que hay entre el agua y el aceite. El proyecto de Granados-Matzkin, que finalmente eligió Scioli para enmarcar la Policía Local, presentaba varias y muy importantes diferencias con el proyecto de consenso elaborado por Saín. Diferencias que desvirtuaban completamente el sentido y la finalidad que se buscaba dar a Policías Locales. Repasemos, entonces, algunas de ellas.

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Uno: el proyecto de Granados-Matzkin, permitía el doble comando: habilitaba la coexistencia y superposición de dos policías, es decir, la Policía Local iba a convivir con la Policía Bonaerense. Si lo que se buscaba era sacar a la Bonaerense del territorio, con el proyecto de Granados, estaba claro que se la quería dejar en el territorio regulando el delito, haciendo “caja”. Dos: se desnaturalizaba la función de la Policía Local: En el proyecto de Granados-Matzkin, la Policía Local era una suerte de comodín que además de prevención iba a asumir otras tareas, como por ejemplo, regular el tránsito vehicular, custodiar edificios y funcionarios, estar en las manifestaciones, defensa civil, etc. En el proyecto de Sain se dejaba expresamente en claro su rol profesional: la prevención del delito. El resto se cargaba a la cuenta de la Bonaerense o de los inspectores municipales. Tres: a diferencia del proyecto de Sain, el proyecto de GranadosMatzkin, no preveía controles externos. Como sucede actualmente con la Bonaerense, la Policía Local también se controlaría a sí misma. Cuatro: la formación y capacitación se cargaba a la cuenta de la Vucetich y las 25 escuelas descentralizadas que venderían enlatados a las universidades para que formen a los futuros policías. De esa manera las universidades aportaban la legitimidad que necesitaban Scioli y los intendentes para compensar la formación ultra veloz de los integrantes de la nueva policía. En el Proyecto de Sain, los intendentes iban a crear un nuevo Instituto y hacer convenios con universidades nacionales para la instrucción de los futuros agentes de la Policía Local. Una formación que se iba a realizar atendiendo a otro paradigma (la seguridad democrática) y con otros tiempos. Cinco: las policías locales, en el proyecto de Granados-Matzkin, tenían las mismas atribuciones discrecionales que la Bonaerense para detener por averiguación de identidad. En el proyecto de Sain, esta atribución era una competencia de las autoridades judiciales y estaba regulada por los códigos de procedimientos procesales.

Seis: en el proyecto de Granados-Matzkin los efectivos de la Policía Local, al igual que los agentes de la Bonaerense, debían estar armados las 24 hs. En el proyecto de Sain, por el contrario, el policía, considerado un trabajador, solo debía llevar su arma mientras desarrollaba su tarea, es decir, en su horario de trabajo. Siete: en el proyecto de Sain, la conducción y responsabilidad de la Policía Local recaía en el Intendente. En el proyecto de GranadosMatzkin, los intendentes “participarán en su coordinación” y podrán pedir al Ministerio de Seguridad el nombramiento de un jefe policial así como solicitar su separación del cargo. O sea, la Bonaerense pasa a dirigir dos policías. En definitiva, el decreto es otro triunfo de la Bonaerense, expresión de su capacidad para entornar a los funcionarios y muchos intendentes con los que mantienen acuerdos económicos. Se sabe: la Bonaerense cuando regula el delito, recauda para la corona también, para financiar el clientelismo que sostiene el juego de muchos barones en el Conurbano. La Policía Local, durará lo que quiera la Bonaerense. No pasará mucho tiempo para que empiece a caminarle y pudrirle el territorio, y cuando eso suceda, la Bonaerense habrá absorbido a la Policía Local. Eso sí, el responsable será otra vez el gobernador. Los intendentes y concejales habrán preservado su inmunidad política, pero continuarán metiendo las manos en la lata. Y cuando eso suceda, la Bonaerense habrá duplicado su presupuesto y el número de agentes en sus filas.

La antiseguridad o la seguridad según el radicalismo. Dijimos que el proyecto para la creación de la “Policía Local” elaborado por Sain fue y vino varias veces. Lo debatieron ampliamente entre el sciolismo, los legisladores del Frente Para la Victoria, y los peronistas del Frente Renovador. Los acuerdos estaban agarrados con alfileres, y todos hicieron trampa, sobre todo Granados, un barón entornado

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por la Bonaerense, al igual que la gente de Massa. Como sucede en las coyunturas electorales todo se mide con las encuestas de opinión, y los puntos de vista de estas fuerzas iban mudando según el malhumor testeado por las consultoras. Las otras dos fuerzas políticas, la izquierda y los radicales, optaron directamente por permanecer al margen. No voy a referirme ahora a las posiciones de la izquierda, puesto que nunca tuvo una opinión seria sobre estos temas. Quiero detenerme en la actitud de los radicales, porque cuando los radicales fruncen el ceño, levantan el dedito índice y se indignan, están preparando la pista para levantar vuelo. Durante aquellas sesiones los senadores radicales ratificaron su oposición a la creación de la Policía Local por una “convicción política firme y definida”. Horacio López y Gustavo De Pietro señalaron: “Mantenemos nuestra firme convicción de no votar este proyecto, porque filosóficamente no estamos de acuerdo con las policías comunales, y porque entendemos que no es la solución a la problemática de la seguridad. Además significa un renunciamiento que la Provincia hace a una de sus obligaciones fundamentales por Constitución”. Y agregaron: “Además queremos aclarar que nuestra postura no va a cambiar, y si ahora coincide con la postura de algún otro bloque que antes acompañaba la iniciativa, y ahora por conveniencia política o por extorsión ha cambiado su posición, eso trasciende a nuestra decisión política, y sería una pena que sea usada como alimento para alguna chicana barata”. Los radicales usan la palabra “convicción” como los católicos la “fe”. Sus discursos se parecen a los sermones, pero son una pantomima. Detrás del discurso hay un doble discurso que hay que disimular. Todo se presenta como una cuestión de persuasión (“¡estoy persuadido!”) o confianza. Esa convicción los pone más allá de la historia, pero también más acá de la política. Ellos no discuten, tienen principios. Los principios les permiten sustraerse de cualquier debate verdaderamente difícil, pero

también de la realidad con la que se miden. El que tiene principios no discute, sino que declama y se indigna. No hacen política sino periodismo para todos. El honestismo como bandera, esconde una antipolítica que seduce discursivamente a la “gente” que desconfía de la política. La gente vota “honestidad” pero no sabe qué plan hay detrás. Prometen convicciones a cambio de votos y después las dejan en la puerta del Congreso. ¿Cuáles son las convicciones? ¡La Constitución! ¡La ingenuidad radical no tiene límites! Los radicales pierden de vista que hay problemas y conflictos para los cuales no fue pensada la Constitución y que no se van a resolver invocando la Carta Magna de la provincia como palabra santa, más aún cuando hay interpretaciones para todos los colores y una variopinta jurisprudencia El escritor Quique Fogwill resumió de esta manera la ingenuidad del radicalismo: “Creer que las palabras expresan los pensamientos, creer que los pensamientos rigen la voluntad, creer que la voluntad conduce a los acontecimientos y creer que los acontecimientos son controlables por el alcance de las leyes”. Su consabido apego a las instituciones no es la expresión del supuesto republicanismo que profesan, sino la actitud ingenua de quien no sabe ni se anima a intervenir en política, pero especula todo el tiempo con ella. No basta la retórica para estar en política, y tampoco las palabras para pilotear los hechos. Una ley nunca puede ser el punto de llegada sino un nuevo punto de partida. Acaso sea ésta la diferencia entre el radicalismo y el peronismo. Para el radicalismo la ley tiene que ser transparente y pura, como los principios que dice representar. Para el peronismo, una disputa pendiente, la cristalización de una lucha que seguirá tensando el sentido que allí se juega. Por eso los contornos serán siempre difusos. Los mejores pensamientos no podrán evitar que los acontecimientos se escapen de las manos. Quiero decir, una ley está llena de riesgos y puede ser objeto de múltiples interpretaciones,

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cajoneos, cautelares y reformas. Se sabe: hecha la ley, hecha la trampa. Esas trampas son las disputas que hay que seguir librando para actualizar los sentidos allí consagrados. No hay que perder de vista que una ley necesita una reglamentación, protocolos, presupuestos que financien estructuras organizacionales, direcciones, etc. Los radicales se mueven con principios y especulaciones. Su actitud prepolítica los encierra en callejones sin salida, y de los callejones se escapan en helicóptero. Su voto siempre será NO POSITIVO.

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Engorde policial. El ex gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, había rechazado el servicio militar obligatorio diciendo que la instrucción castrense era una “cosa del pasado”. Semanas después festejaba, junto al Ministro de Seguridad, Alejandro Granados, el “alistamiento” exitoso para ser policías. Cerca de 26 mil jóvenes se inscribieron para formar parte de la Bonaerense. Una cifra histórica que se suma a los 10 mil jóvenes que se habían anotado el año anterior en la Vucetich. “Esta ha sido la campaña de reclutamiento más grande de la historia para ingresar a la fuerza de seguridad”. (Télam, 7/5/2014) Pero más deben haber celebrado los jefes de la cúpula de la Bonaerense. El reclutamiento llegaba en un contexto de “emergencia securitaria” preanunciado por Granados meses atrás en estos términos: “El déficit más importante es la falta de hombres para la seguridad, cuando seamos cien mil trabajando la solución va a estar ahí nomás”. (Télam, 27/2/2014) La Provincia era uno de los distritos con menos agentes en Argentina. Córdoba tenía 800 efectivos cada cien mil habitantes; Santa Fe, 700; y Buenos Aires tenía solo 450. Si a eso le restamos la gran cantidad de policías que están con carpeta psiquiátrica, se comprende que el Ministro haya tenido sobradas razones para estar preocupado. Pero las cifras siempre serán insuficientes. Cuando la política en seguridad se

organiza en función del miedo al delito, siempre faltarán más policías, nunca alcanzarán los patrulleros. Todos los vecinos querrán su florero en la esquina de su casa. El reclutamiento confirma la concepción policialista que tuvo el gobierno de Scioli desde el principio: si seguridad es igual a policía, más seguridad implica más policías en las calles, más patrulleros, más armas, más municiones. El objetivo es la saturación policial. Scioli confundió la seguridad con las matemáticas, hizo seguridad multiplicando las cifras. Números que había que apresurarse a mostrar, por eso le gustaba concentrar a todos los efectivos y retratarlos en fotos que quedarán para la posteridad. El “reclutamiento histórico” se explica, por un lado, en la demagogia securitaria, pero también en las limitaciones de las políticas sociales. No solo la incapacidad para gestionar fue la marca registrada del sciolismo, también la falta de imaginación política. Había puestos de trabajo dignos para ser policía, nunca para ser barrendero.

Reclutamiento y déficit social. Cuando Alejandro Granados llegó al Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires prometió que iba a llevar el número de policías a 100 mil. Al año de gestión casi había cumplido su misión. A las 25 mil recientes incorporaciones a la Bonaerense había que sumarle los 17 mil nuevos efectivos que integrarían las filas de la Policía Local. Es decir, casi la mitad de los policías en la Provincia de Buenos Aires son jóvenes. ¿Qué pasó en la Provincia para que los jóvenes eligieran a una institución desprestigiada como la Bonaerense como estrategia de sobrevivencia y pertenencia? ¿Qué se hizo mal en todos estos años para que la misma policía que detenía, discriminaba, estigmatizaba y maltrataba a los jóvenes haya sido identificada como fuente laboral?

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La respuesta a estas preguntas hay que buscarla en la persistencia de la precarización del mercado laboral. Una informalidad que seguía impactando centralmente en los sectores juveniles. Pero también en la presencia deficitaria del Estado Provincial, es decir, en la falta de presupuesto para Educación (un presupuesto que se va en los sueldos a docentes y personal administrativo), en la ausencia de políticas públicas culturales y deportivas (solo se financian grandes eventos espectaculares); y, sobre todo, en el vaciamiento del Ministerio de Desarrollo Social (la desinversión de los programas Envión y Envión Volver por ejemplo). Pero también en la limitación y la insuficiencia de otros planes de asistencia que se bajaban discrecionalmente desde la Nación. Me explico: no basta un cupo en una cooperativa de trabajo para “atajar” a los jóvenes. Más aún cuando se trata de trabajos precarios, mal pagos, sin cobertura social, sin aportes jubilatorios, asignaciones familiares y aguinaldos, sin reconocimiento de antigüedad, sin vacaciones pagas, licencias por maternidad y que además no permiten acceso al crédito de consumo. En otras palabras, en la generación de trabajo sin empleo, en la falta de dignificación del trabajo que se estaba creando. Pensemos que los aspirantes a la Bonaerense o la Policía Local, por el solo hecho de haberse inscripto a la fuerza, ya percibían un sueldo base inicial de $3.200 y con cobertura médica. Luego, al finalizar la formación, el sueldo se duplicaba y se le agregaban todos aquellos beneficios. Si los comparamos con los puestos que se ofrecían a través de las Cooperativas de Trabajo, no hay mucho para pensar. Un cupo en una cuadrilla municipal no puede competir con un puesto en las filas de las policías de Buenos Aires. Las cooperativas nucleaban a jóvenes en torno a labores mal remuneradas, que no agregaban ni siquiera saberes extras que les permitieran el día de mañana a los jóvenes estar en mejores condiciones para conseguir un trabajo digno. Al contrario, las tareas que realizaban en las cooperativas estaban estigmatizadas

por gran parte de la sociedad, consideradas como tareas para vagos. Limpiar zanjas, barrer la calle, lavar escaparates, blanquear paredes, cobrar estacionamiento público, cortar el pasto, son actividades que hace la gente que no sabe hacer otra cosa. Ya sabemos que el mundo del trabajo se ha corroído, y esa corrosión es una larga herencia del neoliberalismo. Pero los jóvenes saben que el trabajo sigue siendo la mejor carta de presentación en el barrio, lo que aporta reputación y honorabilidad de cara a las generaciones mayores. Pero con puestos de trabajo como los que se gestionan a través de las cooperativas no se puede esperar que los jóvenes vivan sin humillación el mundo del trabajo. Otro dato que hay que tener en cuenta para comprender la afiliación de los jóvenes a la policía es el tremendismo de la oposición. Si los dirigentes de los partidos opositores se la pasan vaticinando catástrofes, augurando crisis económicas, en semejante contexto, con tantas malas noticias, no hace falta mucho para que los jóvenes se aferren a una de las pocas ofertas laborales con perspectivas de estabilidad que existen en el mercado laboral. Con todo, los jóvenes encontraron en la policía no solo la oportunidad de tener un trabajo en blanco, estable, que les permite proyectarse en el futuro, imaginando una vida en familia, sino la posibilidad de ganar “autoridad”. Cuando los jóvenes son etiquetados como “vagos”, “barderos” o “pibes chorros”, una de las maneras de adquirir prestigio y ganarse el respeto de los vecinos, sobre todo de las generaciones mayores, será alistándose en la Bonaerense. La policía aporta una identidad positiva, y por más deteriorada que se encuentre la imagen de la Bonaerense le alcanza a los jóvenes para levantar la autoestima y la reputación frente a sus vecinos. No solo podrán resolver problemas materiales concretos (acceder al crédito, tener obra social, aportes jubilatorios, etc.) sino que dejarán de ser sospechosos, habrán adquirido una nueva identidad que los corre del estereotipo de joven peligroso.

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Si no hay industrias, ni profesiones que puedan contener económicamente a los sectores más desaventajados, hay policías. El miedo nuestro de cada día crea condiciones para que las fuerzas policiales se sigan expandiendo. Y lo que es peor aún, expandiendo policías que descargan su violencia sobre los más pobres, la gran mayorías de las veces, jóvenes como ellos que viven incluso en los mismos barrios.

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Una policía para el miedo: El fetichismo de la prevención. Hoy en día confluyen en el territorio múltiples fuerzas de seguridad con una misma misión: la prevención situacional. En efecto, el patrullamiento de las comisarías y las departamentales fue reforzado con la creación de los CPC (Comando de Prevención Comunitario) y la flamante Policía Local. Policías que velan junto a las Patrullas Municipales, esas fuerzas de choque que muchos intendentes fueron organizando discrecionalmente en la última década, que no solo están exentas de rendir cuentas a nadie sino que tampoco tiene marcos regulatorios. Territorios que suelen recibir, además, refuerzos de la Gendarmería Nacional para multiplicar retenes y puntos de control, así como la presencia de agentes de seguridad en los “barrios más calientes”. Con todo, es de esperar que esta situación de superposición institucional produzca tensiones y conflictos entre las distintas fuerzas y problemas a la hora de determinar la responsabilidad por las acciones u omisiones. Si la prevención es el nuevo fetiche de los funcionarios, los operativos de saturación constituyen la respuesta de rigor. Nos hemos acostumbrado a que en cada coyuntura electoral o frente a cada crisis política motivada por algún evento de gran repercusión mediática, las calles se abarroten de policías. Una de las formas más rápidas para mandar mensajes a la ciudadanía, además de vestir a los

efectivos con chalecos naranjas y dotar de potentes luces azules a sus móviles, consiste en multiplicar el número de agentes y operativos de visibilidad como por ejemplo retenes, razias, allanamientos masivos, patrullamientos, detenciones por averiguación de identidad y cacheos en el espacio público. Estas acciones se llevan a cabo en el marco de las políticas de “saturación policial” o “prevención situacional o ambiental”, una de las ideas-fuerza que definen el paradigma de la Tolerancia Cero, cuyo objetivo principal ya no son las acciones individuales ilegales sino los grupos de pares referenciados como peligrosos, dueños de estilos de vida o pautas de comportamiento identificados por la vecinocracia como problemáticos y productores de miedo. Se ha redefinido el rol de las policías, redefiniendo su objeto de atención. Teóricamente, las policías de visibilidad ya no están para perseguir el delito sino para prevenirlo. Y prevenir significa demorarse en las incivilidades, en aquellos, los pequeños eventos cotidianos, que si bien no constituyen un delito estarían creando las condiciones para que el mismo tenga lugar. Y decimos “teóricamente” porque en la práctica el objeto central del patrullamiento preventivo es el miedo al delito. Se trata de desalentar o disminuir la sensación de inseguridad. Los funcionarios saben que cuando no pueden o no saben cómo hacer retroceder al delito, pueden esconderlo debajo de la alfombra, es decir, ocultarlo haciendo retroceder la sensación de inseguridad. Saben que la gente se sentirá más tranquila si en la esquina de su casa hay dos policías, una cámara de vigilancia o cada quince minutos pasa un patrullero. Sin embargo, ese emplazamiento ostentoso en el territorio difícilmente pueda hacer retroceder el delito callejero. En el mejor de los casos contribuirá a mudarlo de zona, porque difícilmente los “ladrones” vayan a inmolarse en las zonas donde confluyen todas las fuerzas policiales. Eso sí, será una fuente de nuevos conflictos, toda vez que fomenta la cultura de la delación y los procesos de estigmatización

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social de parte de los vecinos alertas, y alimenta la bronca de los jóvenes que se verán vigilados y excluidos de transitar determinados lugares o hacerlo determinados días o en determinadas horas. Conviene resaltar que el emplazamiento de los CPC y la Policía Local se da en las zonas que, hoy por hoy, se encuentran sobreaseguradas, es decir, en barrios (el centro de la ciudad o determinados corredores o circuitos turísticos o comerciales) donde, además de la Bonaerense, existen efectivos contratados a las agencias de seguridad privada y cuentan con sistemas de vigilancia monitoreada pública y/o privada. Por el contrario, los barrios pobres, territorios donde, dicho sea de paso, más suele afectar el delito predatorio, quedan ligeramente desprotegidos o expuestos a sus propios recursos, a tener que desarrollar estrategias de seguridad o resolución de conflictos no siempre pacíficos (linchamientos, escraches, justicia por mano propia). Prácticas que también le agregarán mayor incertidumbre a la vida cotidiana realimentando el círculo de la inseguridad. En definitiva, la forma que asume la actual prevención situacional es la expresión de la demagogia punitiva y la falta de planificación en materia de política pública. Una seguridad que se va planificando sobre la marcha. Cuando las gestiones de gobierno dejan mucho que desear, o los candidatos no pueden ser transparentes en sus verdaderas intenciones, en tiempos electorales, la seguridad será la vidriera de la política: y allí los encontramos a todos jugando con la desgracia ajena, manipulando el dolor del otro, prometiendo una de las pocas cosas que saben hacer: ofrecer más policías, más penas y más cárceles a cambio de votos.

Capítulo 4 Seguridad y elecciones “El chancho y el que le da de comer”. La frase no es mía sino del periodista Horacio Cecchi, autor de Mano dura, una crónica publicada en el 2000. Es el título del capítulo central de su libro. Allí se arriesga una respuesta para comprender la Masacre de Ramallo, es decir, la muerte de cinco personas -incluyendo la de dos rehenes-, en el intento de un robo al Banco Nación ocurrido el 16 de septiembre de 1999: la arenga punitiva de la clase dirigente. Cuando la seguridad se convierte en la vidriera de la política se juega con fuego. Prueba de ello son las frases que Carlos Ruckauf propalara a cuatro vientos, subiendo la apuesta del otro candidato, Luis Abelardo Patti. Decía Ruckauf: “Cuando un asesino se tirotee con un policía siempre estaré respaldando al efectivo, para que quede claro que la bala que mató un asesino es una bala de la sociedad que está harta de que desalmados maten a mansalva a gente inocente”. “Hay que meter bala a los ladrones, combatirlos sin piedad. Yo no soy garantista, voy a plantear una estructura vertical con un jefe policial”; “lo que necesitamos es mano dura dentro de los límites de la ley”.

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La pirotecnia verbal del candidato no fue desautorizada por el entonces gobernador Duhalde, y sepultó el primer intento de reforma de la Bonaerense gestionado por León Carlos Arslanian. El ministro no podía competir con semejantes frases. Arslanian renunciaba y el gobernador volvía a pedir consejos a Alberto Piotti, que le recomendaba los servicios de Osvaldo Lorenzo, un miembro de la familia judicial, amigote de la vieja runfla encabezada por el “Polaco” Klodczyk, el “Chorizo” Rodríguez y el “Gordo” Santiago Allendes. La Maldita Policía entraba otra vez en acción. Las consecuencias de esa decisión no iban a demorarse. En el interin hubo una reunión porque “la cosa” seguía desmadrada, y los candidatos pedían señales. No bastaba con declaraciones cada vez más contundentes, se necesitaban hechos. Dice Cecchi: “Las versiones sobre la reunión son más bien confusas. Hay quienes sostienen que en ella se preparó una ratonera, un golpe de efecto que mejorara la imagen de la Bonaerense y levantara a Duhalde en las encuestas a un mes y medio de las elecciones. Hay otros que aseguran que Lorenzo pidió soluciones pero no dijo en qué debían consistir. A la luz de los hechos, parece más real la segunda, o al menos podría hablarse de una mixtura. (…) La Masacre de Villa Ramallo fue el resultado de costumbres estructurales de la Bonaerense: la desorganización, la falta de profesionalidad y el gatillo fácil, sumadas a la orden de que había que hacer algo y al reclamo de ‘meter bala’. (…) Al fin de la reunión una cosa quedó clara: había carta libre para resolver el problema de la imagen. Era suficiente para cebar al tigre. Y eran varios felinos que estaban a la espera de oportunidades.” El problema, entonces, es el chancho pero también el que le da de comer, es decir, los candidatos que, con sus declaraciones, habilitan y legitiman a las policías a moverse como más les gustaba, al margen del estado de derecho, sin tener que rendir cuentas a nadie, más allá de cualquier formalidad. No hay nada más peligroso que un candidato

tirando leña al fuego. Y cuando ese candidato es además funcionario las manifestaciones no son inocentes, tienen la puntería del gatillo fácil. El libro de Cecchi plantea interrogantes que no deberíamos pasar por alto, sobre todo cuando los funcionarios se desbocan con cada coyuntura electoral. La policía es un mono con navaja. No hay pacto que pueda cubrir la inoperancia, esconder las rutinas institucionales, sobre todo cuando los acontecimientos se trasmiten en vivo y en directo. La Masacre de Ramallo le costó la elección a Duhalde, pero le alcanzó para que su pollo se convierta en gobernador. Los futuros candidatos deberían saber que no hay acuerdo que garantice el disciplinamiento de toda la tropa. Ramallo dejó una moraleja: El que juega con fuego siempre sale quemado.

¿Vota la inseguridad? El miedo como mediación política. Alguna vez le escuché decir a mi amigo Sain que “la inseguridad no vota”. En ese momento no supe bien qué estaba diciendo y tampoco dio demasiadas explicaciones. La frase quedó picando y se hizo un silencio en la oficina. Pero aquellas palabras tan enigmáticas siguieron dando vueltas en mi cabeza. En las elecciones presidenciales, una coyuntura electoral que se demoró varios meses, cuando la inseguridad se ha convertido otra vez en ítem central de la agenda electoral, me acordé de aquella conversación. Nils Christie dijo, hace ya casi una década, que en el neoliberalismo la lucha contra el delito se había convertido en la “vidriera de la política”. Que cuando el mercado del trabajo se desregulaba y flexibilizaban las relaciones laborales, cuando el Estado se descomprometía y tomaba distancia de la salud, la educación, la previsión social, la vivienda y la infancia asistida, uno de los pocos nichos que le quedaba a la dirigencia de turno para presentarse como merecedor de votos durante

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la competencia electoral, era la inseguridad. Todos los candidatos probaban su valía en la lucha contra el flagelo del delito. Diez años después, la inseguridad continúa desfilando por las pasarelas, pero las razones deberían ser otras. Sucede que durante el kirchnerismo estuvimos ante un Estado amplificado que había reasumido viejas tareas y tomado nuevos compromisos; un Estado que había vuelto a agendar aquellos problemas que durante el neoliberalismo fueron dejados de lado y convertidos en objeto de ajuste y desinversión. Sin embargo, la inseguridad continuó siendo un tema que se mantuvo como ítem central a pesar de cierta disminución de las tasas del delito en la última década. La pregunta que nos hacemos es ¿por qué? ¿A qué se debe esta persistencia? ¿Por qué el delito siguió ganando la atención de la ciudadanía hasta convertirse otra vez en uno de los temas centrales en las elecciones? Tal vez, y en parte –como bien señalaron los investigadores Kessler y Merklen-, porque en la última década “no hubo un aumento de la aceptabilidad o un proceso de naturalización que podría resultar de un nuevo umbral de riesgo aceptable de la vida social”. En otras palabras: la ciudadanía no está dispuesta a resignarse y aceptar con angustia o sufrimiento determinadas conflictividades sociales con las que se miden real o imaginariamente todos los días. Y bienvenido sea que determinadas violencias no pasen a formar parte del paisaje invisible de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, quizás, al atenuarse la preocupación por la economía, la inseguridad adquiere mayor atención. Con todo, se entiende que el descontento frente a la inseguridad se haya traducido en una intensificación de la demanda de seguridad. En segundo lugar, para responder aquellas cuestiones, hay que tener presente como ya había señalado también Kessler hace unos años en su libro El sentimiento de la inseguridad, que el temor al delito es una categoría compleja. No siempre se quiere decir lo mismo cuando se habla de miedo al crimen, no todas están haciendo lo mismo. Algunas

variables pueden, efectivamente, estar dando cuenta del temor que sienten los individuos por haber sido víctimas de un delito (tienen miedo); otras veces manifiestan la percepción de un riesgo (no tienen miedo pero creen que pueden ser víctimas) y otras finalmente muestran preocupación por la inseguridad (no tienen miedo, tampoco perciben un riesgo, pero están preocupadas por el tema). Me atrevería a sumar una cuarta a estas tres señaladas por Kessler, que llamaré aquí “pasaje de boleta”. Es decir, no tienen miedo, no perciben allí un problema, tampoco están preocupados por el tema, pero encuentran en la actualidad de la agenda securitaria la oportunidad de presentar otras demandas, de manifestar el disgusto que sienten frente a otros asuntos, es decir, de pasar factura a los gobernantes de turno.  Esta última dimensión no debería descontarse, más aún en sociedades con sistemas políticos con dificultades para procesar las demandas sociales, que provienen de una crisis de representación de larga duración. Hablamos de crisis de representación para señalar la incapacidad del sistema de partidos para agregar (hacer síntesis y representar) los intereses de los diferentes sectores y actores sociales, pero también para señalar la dificultad del sistema parlamentario para canalizar los diferentes conflictos políticos. En otras palabras, cuando los representantes no representan, o por lo menos no representan a todos, aparecen otros actores o agencias (el periodismo, por ejemplo o la Corte Suprema), u otros grandes temas, que tienen la capacidad de generar mediaciones para presentar en la esfera pública aquellas otras demandas. Y no solo para presentarlas, sino también para expresar la intensidad en juego de cada demanda. Y acá es, me parece, donde entra a jugar esa cuarta variable que mencionaba recién. El miedo, el sentimiento de inseguridad, se ha convertido en una mediación imaginaria que permite dar cuenta de un sinnúmero de temas. A través de las manifestaciones de miedo se embuten otros problemas que no tienen

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cabida en el gobierno y que tampoco fueron tomados por los partidos de la oposición, o siendo tomados no tuvieron demasiada repercusión o el éxito esperado. Hay que reconocer que en la última década esta crisis ha disminuido considerablemente, y no solo porque se han recompuesto tramas políticas que pueden contener a muy numerosos actores y sectores, relegitimando con ello lo político y el papel de la política frente a la economía. Sin embargo, al no haber una oposición capaz de agregar y representar puntos de vistas disímiles, la fragmentación política y la persistencia de proyectos personalistas pendulares fueron desgastando a la oposición, y dejaron de ser identificadas como fuerzas opositoras. No es casual que medios como Clarín y TN hayan ocupado un lugar cada vez más central en la estructuración de los desacuerdos. Cuando los partidos no representan o no saben representar, entonces el periodismo o determinados sectores del periodismo, o sus figuras centrales, con sus respectivas agendas (entre las que está la inseguridad), empiezan a ser identificados como las mediaciones a través de las cuales se puede canalizar el disgusto. Más aún: cuando las oposiciones no supieron ocupar espacios en la arena política que estaban quedando vacantes, no resultó extraño que esas lagunas las empezaran a llenar, paradójicamente, determinados sectores del PJ que hasta ayer estaban dentro del “kirchnerismo”, porque no les convenía o podían estar afuera. Este es otro tema, aunque vinculado al que estamos explorando ahora. Porque estos novedosos opositores recalaron en aquellos temas que fueron delimitados por las mediaciones imaginarias, a saber: el miedo. Massa, como un imán, es un catalizador que supo captar las oposiciones sueltas y lo hizo apropiándose de la inseguridad. Cuando los partidos no median, la ciudadanía va componiendo otras mediaciones imaginarias (mediaciones afectivas y unánimes, es decir, que tienen que tener el peso de una gran contundencia política) para poder manifestar su disenso. Uno de estos artefactos a través de

los cuales se intentó presentar su disgusto fue la inseguridad, el temor al delito. Más aún: cuando la inseguridad tiene prensa, si el delito se lleva la tapa de los diarios, la manera de presentar los disensos, manifestar la desconfianza y pasarle boleta a los gobernantes será a través del temor al delito. Las manifestaciones de inseguridad constituyen la oportunidad de mostrar un disenso y la contundencia del disenso. Por eso, cuando a los actores que integran la molecular opinión pública les pregunten si tienen miedo o cuál es el principal tema en la agenda política, no lo dudarán y apuntarán enseguida: “la inseguridad”. No es casual, entonces, que en las últimas elecciones la inseguridad se haya convertido otra vez en uno de los temas centrales. No solo para los principales opositores del PJ sino para el resto de la oposición y los medios, que hicieron del delito la fuente de todos los males. Pero también el gobierno ha contribuido a ello, cuando convierte a las fuerzas de seguridad en su caballito de batalla, cargando a la cuenta de las policías la mágica solución a todas las supuestas imputaciones que le hacen. La sensación de inseguridad es mucho más que una sensación, y está hecha de otras demandas. No necesariamente de “más policía” o “más cárcel”. El gobierno no entendió nunca la sensación de inseguridad. Acorralado contra las cuerdas se ha puesto demasiado literal. Cree que la inseguridad vota, que la inseguridad sigue siendo la principal preocupación de la sociedad o de gran parte de la sociedad. En ese sentido, tanto el gobierno nacional como los gobiernos provinciales creen que una respuesta coyuntural exitosa puede mejorar su performance electoral o ayudar a evitar la gran diáspora. De allí que el entonces hiperactivo y todo terreno secretario de seguridad, Sergio Berni, haya movilizado a la gendarmería de aquí para allá; reequipado a las fuerzas con nuevas dotaciones de patrulleros, chalecos antibalas y más municiones; disponiendo constantemente nuevas cámaras de vigilancia en toda la ciudad, multiplicando los retenes y puntos de

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control, saturando las calles de policías. Mientras tanto, el resto de los candidatos suben la puntería: prometen bajar la edad de punibilidad para los menores; hacer más cárceles, aumentar las penas, etc. El miedo, entonces, es una sensación tramposa. Y esto no significa que no debería tomarse en serio. No estoy diciendo que el delito, o mejor dicho, estas conflictividades violentas no constituyan un problema, y tampoco que no exista el miedo al delito y no haya que dar también una respuesta efectiva frente a eso. En un país donde el delito aumentó en las últimas dos décadas un 250% y continúa con una tasa de victimización del 35% tenemos razones para estar preocupados. Pero hay que saber de qué se está hablando cuando se escucha por doquier que “la gente tiene miedo”. Por lo menos para no alentar medidas punitivas que solo refuerzan el poder de fuego de las agencias corporativas y militarizadas. Se pierde de vista que una caracterización demagógica terminará legitimando y habilitando otra vez a las policías como la respuesta a todas las preguntas. Acaso por todo esto sostengo que la inseguridad no vota. Que la inseguridad es una suerte de embutido donde se cuelan un montón de cosas, y que de esa variedad solo algunas tienen que ver con la inseguridad, el resto son problemáticas que no deberían desatenderse. Que la respuesta a ese sentimiento tramposo puede ser más peligrosa todavía porque puede incrementar consensos punitivos, alentando soluciones autoritarias con consecuencias antidemocráticas.

La inseguridad, pasarela favorita de la oposición. Cuando los estados se achicaron y se desentendieron de los problemas sociales, relegando la salud y educación universal, abandonando a los trabajadores, tomando distancia de la niñez, la vejez o la seguridad social, los políticos se encontraron que tenían muy pocas chances para presentarse como merecedores de votos. Una de esas escasas oportunidades para seguir

haciendo política y postularse como merecedores de votos fue la seguridad. Entonces los funcionarios lanzaron cruzadas contra el delito callejero, prometieron hacerle la guerra a la droga, construir más cárceles y nombrar más policías. Diez años después, me atrevería a hacerle algunas modificaciones a esta tesis formulada por Nils Christie para el papel de los estados fuertes en el neoliberalismo: Si la seguridad es una vidriera ambigua para el oficialismo, la inseguridad puede ser la mejor pasarela de la oposición. Por un lado, vimos que la cartera de seguridad suele no ser plataforma exitosa para hacer política. Muchos funcionarios no se dieron cuenta de que no puede competirse con la televisión cuando fagocitan a las víctimas. La mejor información seguía siendo una pésima noticia. Podían anunciar que habían bajado el homicidio, que ya no se cometían tres sino dos asesinatos por día, pero todavía había dos malísimas noticias que remontar y explicar. Los funcionarios pueden haber tenido la mejor performance en la cartera de seguridad durante años, pero el asesinato de una embarazada en la puerta del banco puede licuar el capital político en menos de una semana. No hay plan de emergencia que pueda con olas de inseguridad propaladas por los medios. Berni se dio cuenta, pero ya era tarde. Scioli también y por eso anunció el final de la “emergencia en seguridad” en febrero de 2015. Eso no implica que haya abandonado a la policía como eje de campaña. Más aún cuando la oposición hizo de la inseguridad su carta principal. Por otro lado, cuando a la oposición no se le cae una idea y tampoco tiene mucha gestión para mostrar, la inseguridad agendada por los medios se transforma también en un eje vertebrador de su discurso. ¿Cómo llegamos acá? Para explicarlo hay que hacer un breve rodeo. No hay que perder de vista que venimos de una crisis de representación de larga duración caracterizada por la incapacidad de los partidos de la oposición para agregar intereses y puntos de vista diferentes de

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otros sectores sociales. Cuando los representantes no representan, esos sectores buscan otras cajas de resonancia para manifestar su descontento y encuentran que la prensa y la televisión hacen noticias con la desgracia ajena. Por eso, cuando el periodista pregunte “cómo se siente”, la vecinocracia no dudará un segundo. Todos usarán clisés muy parecidos: que “acá no se puede vivir más”, que “ya no se puede salir a la calle”, que “salís y te roban”, que “te matan por unas zapatillas”. Muchas de estas respuestas son legítimas. Pero otras veces, cuando la gente manifiesta su temor lo que está haciendo es otra cosa: está pasándole “factura” al gobierno de turno. Si la inseguridad se lleva la atención de los medios, en las respuestas aprendidas se embuten otros reclamos que la oposición no supo canalizar. Se comprende entonces que los partidos de la oposición hayan hecho de la inseguridad una bandera. La oposición tiende a apropiarse del discurso de los medios. Se dieron cuenta además que después de tanta televisión truculenta el miedo no necesita ser explicado. La “sensación de inseguridad” es una imagen-fuerza que se explica por sí misma, que el relato de la víctima es imbatible. En estos diez años que pasaron, si la oposición –salvo contadísimas excepciones- nunca estuvo dispuesta a hacer los acuerdos políticos necesarios para sustraer la “inseguridad” de las coyunturas electorales (porque ya sabemos que para encarar tanto las reformas policiales como las respuestas multiagenciales para atender muy distintas conflictividades sociales se necesitan tiempos largos que hay que negociar) fue porque se ha quedado sin política, o mejor dicho su única política fue, casi siempre, la inseguridad. Hicieron política con el miedo al delito, manipulando a las víctimas, jugando con la desgracia ajena. Hicieron política con la tapa de los diarios.

“Pura foto sin canción y el burrito a la televisión” “Rasputín” en La era de la boludez de Divididos.

La seguridad en la campaña de la boludez. Si es cierto, como repite el diputado nacional Leonardo Grosso, que las contradicciones del modelo son las limitaciones del pueblo, entonces las boludeces que dicen algunos candidatos son los miedos de la clase media. No solo los miedos, también el gorilismo y el resentimiento que fue macerando al interior de familias argentinísimas que miran el mundo por el ojo de una cerradura. En efecto, esas boludeces propaladas y militadas por algunos presidenciables están hechas a la altura del ojo blindado. Me explico: decime qué canal de TV mirás, cuál es tu periodista favorito y te diré qué tiene que decir tu candidato. Candidatos entrenados con focus group para estar a la altura de los prejuicios de la hinchada formada frente al televisor. Prejuicios que nos hacen retroceder tres décadas, incluso un par de siglos. Candidatos que clausuran los debates cuando se ponen más allá de la política, avivando la guerra, tensando conflictos, alentando los mal entendidos entre los argentinos. El lector no debería escandalizarse ante la brutalidad de las palabras que elegimos para pensar la prosa proselitista de estos candidatos que van a la guerra con una sonrisa estampada en el rostro, que meten miedo agitando las banderas del caos, anunciando que son ellos o el caos. Si hablamos de “boludeces” será porque sus “propuestas” lo son –y que conste que lo digo entre comillas–, porque su bulla no resiste ninguna prueba histórica. Basta comparar estas propuestas con lo que sucedió con ellas en otras partes del mundo, muy cercanas a la Argentina, para darnos cuenta enseguida que resulta muy difícil tomarles con seriedad. Para prueba basta un botón: Sergio Massa. Massa no solo tiene la cara, sino que sus “propuestas” son boludísimas. La más boluda de todas tiene que ver con el narcotráfico. Repasemos esas propuestas toda vez que se han transformado en los ejes principales del macrismo para el ministerio de seguridad.

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Massa propone tres cosas al respecto. Una: declararle la guerra al narcotráfico, militarizando con ello el conflicto. Cuando lo hace no solo usa un lenguaje pirotécnico, perdiendo de vista la distinción entre defensa y seguridad, sino que lo hace olvidando las diferencias que existen entre el comercio interno y el comercio externo de drogas. No hay ingenuidad en la tabla rasa. Para Massa el problema se reduce a la droga, la que es nuevamente presentada como un flagelo: no hay nada detrás o delante de su comercialización. Ya lo dijeron los creadores de la serie de The Wire, David Simon y Ed Burns: si uno sigue la ruta de la droga llegará al consumidor, y en todo caso alcanzará al narcomenudeo, es decir, a aquellos actores que referencian al tráfico como estrategia de sobrevivencia o venden drogas para seguir consumiendo. Pero si se sigue la ruta del dinero, no sabremos hasta dónde se puede llegar. A Massa no le conviene seguir esta última dirección porque seguramente se topará con los nombres de prestigiosos abogados, contadores y asesores financieros, y porque seguramente chocará también con muchos especuladores e inversionistas inmobiliarios que echaron raíces en Tigre -el distrito que gestiona- para blanquear el dinero procedente tanto del narcotráfico como del tráfico ilegal de granos y la evasión impositiva. Dos: Massa propone que los militares patrullen además las villas miserias. Con ello, no solo asocia la droga a los más pobres sino que le agrega mayor estigmatización a sectores que no merecen más maltrato. Y tres: Massa quiere actualizar la pena de muerte con la sanción de la “Ley derribo” para todos aquellos aviones que crucen la frontera por el espacio aéreo con droga encima. Massa se olvida que la pena de muerte está desterrada de nuestra Constitución desde hace mucho tiempo. Cada una de estas propuestas fracasó en México, Colombia y Brasil. En cada uno de estos países el uso de la fuerza, lejos de resolver los conflictos terminó agravándolos, agregándole más violencias a otras conflictividades sociales. Eso sí, como siempre, los muertos los pusieron los pobres.

Finalmente agregar que nos llama la atención que Diego Gorgal haya sido el aspirante a ocupar el cargo de Ministro de Seguridad del Frente Renovador. Justamente él, que escribió que el problema del narcotráfico “no se resuelve con tanques o un fusil en la mano, sino con contadores, peritos y mucha inteligencia criminal” (La Nación, 16 de junio de 2014). Pero ya sabemos que en la campaña de la boludez, cuando muchos candidatos proponen volver a los ’90 –¡la era de la boludez!– todos compiten para ser el boludo mayor. Como dijo Albert Einsteim: “Los hechos son los hechos, pero la percepción es la realidad.”

131 Pasiones punitivas y restauración del orden neoliberal. Cuando a la oposición no se le cae una idea o las ideas que tiene no pueden compartirse públicamente, porque implicaría reconocer abiertamente la propuesta de volver a retirar al Estado de la sociedad para darle otra vez más injerencia al Mercado, uno de los pocos temas que les queda a los candidatos para presentarse como merecedores de votos es la seguridad, la lucha contra “el flagelo del delito”, “la guerra contra el narcotráfico”. En ese terreno se mueven como pez en el agua. Fue el caso del candidato a la presidencia Sergio Massa cuando decía que “la inseguridad es el principal problema que tenemos como país”, y proponía involucrar a los militares para “combatir el narcotráfico”, sea el tráfico internacional como el mercado interno, es decir, el consumo local. El proyecto se llamaba “la seguridad ampliada” y consistía en implicar a las fuerzas armadas en las tareas de seguridad interior, no solo en las fronteras sino en todo el territorio: “Tenemos que usar las herramientas con las que ya contamos. Argentina tiene 75.000 hombres preparados y en desuso en el ejército, fuerza aérea y armada. En algún caso, como en la fuerza aérea, les redujeron las horas porque no tenían tareas. Nosotros queremos que esos hombres preparados cuiden la

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frontera, y que además nos ayuden a tomar el control territorial de aquellos barrios de Rosario, Gran Buenos Aires, Capital Federal que hoy tienen control de las organizaciones criminales”. La propuesta se completaba con esta otra: la prisión perpetua para los narcotraficantes y los que usaban a los menores como “soldaditos”. Massa hizo del castigo y el merecimiento su eje central de campaña electoral. “El que las hace las paga” decía el slogan de campaña. La derecha en Argentina considera que la sanción correccional impugna la responsabilidad individual y postula una vuelta a la incapacitación social. Su preocupación no era, entonces, la rehabilitación o la integración sino el castigo y la exclusión. La sanción penal no se pensaba en términos correccionales con vías de resocialización, sino lisa y llanamente como castigo, como un merecimiento justo. Para la derecha los índices delictivos habían subido porque bajaban las posibilidades de que los “delincuentes” sean detenidos y juzgados, y tenían muchas chances de ser excarcelados o liberados por la intervención de los organismos de derechos humanos. Por eso la propuesta consistía en saturar las calles de policías, multiplicar las condenas, prohibir las excarcelaciones y aumentar las penas. Los delincuentes deben ser sujetos a penalidades más severas, principalmente incapacitadoras o neutralizadoras. En esa dirección se orientaba la propuesta de bajar la edad de imputabilidad a los 14 años y establecer un régimen penal juvenil: “si los chicos que tiene 15 años puede perfectamente distinguir si matar está bien o está mal, es absurda la discusión sobre la edad de punibilidad. Hay que bajarla”. Y proponía también de paso “un nuevo Sistema Penitenciario con trabajo, educación obligatoria y rehabilitación para los adictos”. Esta propuesta se sostenía y sostiene todavía en una fantasía social hecha a la medida de nuestros fantasmas que abreva en una larga cadena de errores donde se acota el crimen al delito predatorio o callejero, y éste a determinados colectivos de personas que tienen

determinados estilos de vida y pautas de consumo, grupos que son considerados los productores del miedo. Para decirlo con otro clisé que sigue reclutando adhesiones entre los ciudadanos indignados: “si usa ropa deportiva cara y anda con gorrita, seguro es un pibe chorro”. Los jóvenes morochos que viven en barrios pobres se han convertido en el mejor chivo expiatorio de la sociedad y en el blanco preferido de la pirotecnia electoral. El truco no es nuevo y consiste en desplazar la cuestión social por la cuestión policial. Detrás del policiamiento de la seguridad y la securitización de la campaña electoral, que evocan las pasiones sociales punitivas, se esconde otro proyecto: la restauración del orden neoliberal.

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Capítulo 5 Inteligencias y desinteligencias Un zapato en la cabeza. El ensayista mexicano Sergio González Rodríguez escribió en su libro El hombre sin cabeza: “El tiempo pulsa cuerdas cuyo sonido tarda en llegarnos, a veces pasan años, a veces décadas”. Los argentinos acabamos de escuchar una de ellas. La bala en la cabeza de Nisman hace rato que viajaba a través del tiempo. Cualquiera que haya leído las conspirativas novelas del reventado Jorge Asís comprenderá que los servicios secretos no responden al gobierno de turno. Al menos no por mucho tiempo. Por eso cada nuevo gobierno incrusta en su interior una nueva camarilla que lo sobrevivirá. Después de casi cuatro décadas, la Secretaría se ha ido autonomizando hasta convertirse en cualquier cosa menos en un organismo de inteligencia. No creo que me equivoque si digo que se trata de una agencia de desinteligencia, dedicada a agregarle confusión a las coyunturas políticas, a tirar carne podrida, sembrar todo tipo de rumores, espiar a los dirigentes, encubrir, extorsionar, desgobernar, operar arriba de las operaciones, en una palabra –y como decía Perón– a quilombificar la escena contemporánea. Para prueba basta otro

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botón: Antonio Stiusso, alias “Jaime” o “Stiller”: un espía que empezó su carrera en la última dictadura militar, que estuvo con Alfonsín y contra Alfonsín; con Menem y contra Menem; con De la Rua y contra la Alianza; con Kirchner y contra Kirchner; con Cristina Fernández y después contra ella. Como los alfiles, se esconde detrás de cada jugada, operando siempre para otros; es una pieza clave que tiene el privilegio de atravesar todo el tablero en diagonal. Dudo que sepamos alguna vez qué sucedió en el departamento del ex fiscal Alberto Nisman. Y si llegamos a una verdad judicial, seguiremos teniendo nuestras sospechas. Demasiadas operaciones montadas una encima de la otra. Lo que ha pasado es producto de una larga cadena de errores que involucró a muchos actores y agencias, a algunas más que otras. Cuando tienen el culo sucio nadie se atreverá a sacar los trapitos al sol y, como cantaba el Indio Solari, “te puede fusilar hasta la cruz roja”. La Secretaría de Inteligencia es una herencia de la dictadura. Pasaron los gobiernos pero las prácticas quedaron y los espías también. De esas prácticas han echado mano todos los gobiernos y la justicia federal también. Por eso nadie ha podido reformarla hasta ahora. La SIDE sigue siendo un nudo gordiano. Y la reforma que se ha hecho –está visto– no ha podido poner en crisis sus prácticas oscuras. Estamos llenos de leyes y estamos llenos de trampas. Trampas que tienden los agentes secretos. Esa ha sido su especialidad. Se sabe, la información es poder. Esa información se produce o se inventa. Se encuentra o se planta. Lo importante no está en la veracidad sino en la capacidad para mover o detener las voluntades. La agencia le dirá a los actores lo que éstos quieren escuchar. Y no tendrá inconvenientes, llegado el momento, de jugar a dos puntas, incluso a tres o cuatro al mismo tiempo. Hay carpetas para todas las elucubraciones. Cuanto más conspirativos somos, más crédulos a esa información seremos. La verdad es un problema para la justicia, salvo que se mueva bajo los

auspicios del secretismo de la agencia. La política se construye en la calle y en la televisión, aunque también tienen sus costados oscuros. Cuando se apaga la luz, se encienden los grabadores. Esa trama secreta se teje en las zonas abyectas donde muchos (funcionarios y ex funcionarios, magistrados y ex magistrados, fiscales y ex fiscales, policías y ex policías, empresarios y agencias de inteligencia de otros países) tiran sus cartas en función de sus propias jugadas. Siempre habrá un periodista o un fiscal dispuesto a comprar los enlatados de la agencia. Como Don Pirulero, cada cual atiende su juego, pero no siempre sabe que juega el juego de los otros y si lo intuye, no podrá controlarlo. Como viene escribiendo desde hace tiempo Horacio Verbitsky en sus columnas en el diario Página/12, estamos ante otra tarea pendiente. En materia de “inteligencia” no ha sido tampoco una década ganada. En esa herencia todos tienen su cuota de responsabilidad. Los funcionarios, pero también los dirigentes de la oposición. Sobre todo los jueces federales, que se dejaron llevar de las narices, promoviendo y avalando todo tipo de prácticas ilegales. Encima, el último gobierno parece haber sumado contrainteligencia a la desinteligencia, involucrando a las FF.AA. en las tareas de espionaje. ¿Acaso no será por esto mismo que el gobierno de Cristina Fernández haya ensayado una defensa tan cerrada sobre la figura del General Cesar Milani? ¿Acaso no será por eso que multiplicaron el presupuesto destinado a la inteligencia militar? Y si esto es así ¿Qué hizo la gente de Milani en aquellos meses enrarecidos, antes y después del descabezamiento de la SI? ¿Hicieron la plancha, se durmieron, o los durmieron? ¿O tal vez esto directamente nunca existió? Tal vez sea el momento oportuno para meter manos en el asunto, pero dudo que una ley pueda desandar aquellas prácticas. Y está visto que de este canasto sacar la manzana podrida puede costarle demasiado caro al gobierno de turno.

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El kirchnerismo ha sabido remar las crisis. De hecho, las reformas que ha ensayado en la materia nunca han sido el producto de una estrategia planificada de largo aliento sino la respuesta oportuna frente a cada una de las crisis coyunturales con las que se ha medido. Dudo que en menos de un año, antes de la finalización del mandato, haya tenido el tiempo para desandar décadas de secretismo.

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“Y nadie sabe callar como los muertos”. “Fue peor que un crimen, fue una equivocación”. Stefan Zweig en Fouché. El genio tenebroso.

Democracia y secreto. Imposible no dejar de leer los acontecimientos desde lugares comunes. Después de tanto Hollywood, cada uno tiene una película en la cabeza para tratar de “entender” lo que pasó y lo que no pasó también en el departamento de Nissman. Pero a esta altura, eso ya no es lo que cuenta. Los límites se desdibujan y, a medida que pasa el tiempo, más difusos se vuelven. El film en el que estoy pensando ahora se llama Al filo de la oscuridad, del director Martin Campbell y protagonizado por Mel Gibson. Éste interpreta a un detective veterano de Boston que acaba de recibir la visita de su hija Emma, recién graduada en Ingeniería. Emma, además, trabaja para una empresa dedicada al desarrollo de proyectos militares. No voy a contar la trama porque el film es bastante malo, pero hay dos momentos que me interesa compartir. Cuando un tipo, que se dedica a la contrainteligencia, le dice a un senador bastante corrupto: “Mi trabajo es hacer una trama tan complicada donde todas las teorías conspirativas puedan caber”. Y luego le dice al detective: “Estos casos nunca se resuelven, nunca se conecta la A con la B”. “¿Cómo lo sabes?” le pregunta Gibson, el detective. “Porque yo soy la persona que se encarga de que la A nunca se junte con la B”.

Escucho esto y me viene ahora a la memoria Libra, la novela que Don DeLillo escribió para explorar el misterioso asesinato de John F. Kennedy, un crimen donde las conspiraciones se fueron acoplando también una encima de la otra. Más que un crimen político fue un golpe institucional monitoreado por las agencias de inteligencia. Un crimen que necesitaba otro crimen como chivo expiatorio: Harvey Oswald. El asesinato de Oswald llegó en vivo y en directo frente a las cámaras de televisión. Guy Banister, agente veterano del FBI, le dice a otra colega: “Antes de irte quiero que abras un nuevo expediente…” “¿Qué quieres que guarde en ella?” Le pregunta la novata. “Delphine, cuando se abre un expediente, basta esperar para que aparezca material a raudales. Notas, listas, fotos, rumores. Todos los fragmentos y chismes del mundo que no tienen vida hasta que alguien se presenta a recogerlos. Resulta que todo ese material te estaba esperando.” Más acá, me interesa compartir también una conversación que José Pablo Feinmann mantiene con Héctor Icazuriaga, el ex director de la SI hasta diciembre del año pasado, y que rememoraba en su libro El flaco. Están hablando del aparato de Duhalde, una máquina de violencia hecha de corrupción, intendentes todo-terreno, guita negra, drogas, prostitución, y mucha yuta de la peor. Icazuriaga, muy canchero, le dice: “Néstor va por Duhalde”. Feinmann, más canchero que él, y más inteligente también, le retruca: “Supongamos que la cosa es así. Te pregunto. (…) Va por Duhalde. Le gana. Se queda con todo el puto aparato duhaldista. ¿Sabes cuál es el resultado? Néstor ya no es Néstor. Es Duhalde. ¿Cómo vas a seguir siendo el mismo tipo si ahora estás al frente de un ejército de escorpiones? Te digo la respuesta: no vas a seguir siendo el mismo tipo. Vas a ser un escorpión más. Es como si yo te dijera: Chango, andá por Himmler. Quedate con las SS. Me hacés caso, vas por Himmler, lo hacés mierda y te quedás con las SS. ¿En quién te convertiste? En Himmler. ¿O las SS se van a dejar conducir por un alma pura?”

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El diálogo tuvo lugar a comienzos de la gestión de Néstor Kirchner, y Feinmann sabía que entre las deudas pendientes de los gobiernos democráticos estaba la SIDE. Una deuda cada vez más pesada, densa, porque a medida que pasaba el tiempo todos los gobiernos incrustaban sus cuadros y ya nadie creía en nadie. Incluso adentro de la propia secretaría. ¿Qué hacer entonces? Un tema intocable, para ser hablado en voz baja. Sospecho que a Feinmann no se le escapaba que no bastaba con meter a la mujer maravilla para poner en caja a todos los tipos que venían haciendo carrera desde hacía tiempo. Tampoco alcanzaba una purga. Ya lo dijimos: el problema no es la manzana podrida sino el canasto que las contiene. Pero acá, encima, las manzanas no se tocaban. El problema no es la presencia de tal o cual agente corrompido sino las prácticas ilegales de las que son objeto aquellos actores. Prácticas que se fueron tallando durante décadas hasta llegar a constituir el ADN de la institución. Lo dijo la Presidenta por cadena nacional el lunes 26 de enero de 2015: “El problema no es el nombre sino las prácticas”. Lo había dicho también Balzac hacía más de un siglo, hablando sobre Fouché, Ministro de la Policía de los girondinos, los jacobinos y de Napoleón: “Los gobiernos pasan y la policía permanece”. La pregunta por la permanencia no hay que buscarla en la presencia de tal o cual funcionario sino en las prácticas que las definen. Aunque no está de más recordar que algunas veces existen algunas figuritas repetidas. De hecho en Argentina pasaron los militares y Stiusso quedó. Cayeron los radicales y Stiusso seguía ahí. Pasó el menemismo, la Alianza, Duhalde y Stiusso seguía flotando. Es que a Stiusso, como Fouché, “le importaba una sola cosa: estar siempre con el vencedor, nunca con el vencido”. Esa es una de las máximas de los espías: ¡el Rey ha muerto, Viva el Rey! Una aclaración antes de continuar: Por supuesto que Feinmann no está equiparando la SIDE a las SS, y tampoco yo estoy sugiriendo una filiación equiparable. Lo aclaro porque muchos kirchneristas suelen ser demasiados literales y muy poco proclives a las lecturas oblicuas.

Pasaron diez años y el gobierno, como dijo alguna vez Alfonsín, hay cosas que no supo, algunas que no quiso, y otras que no pudo. El tiempo dirá cuál parte del clisé le cabe al kirchnerismo en esta materia. Pero sabemos que el primer intento de meter manos en la SIDE resultó fallido. El 25 de julio de 2004, al día siguiente de haber “renunciado” como ministro de Justicia, Gustavo Béliz salió a denunciar públicamente al agente Stiusso en el programa Hora Clave que conducía Mariano Grondona, diciendo que se había montado en la SIDE una suerte de ministerio paralelo que se dedicaba a espiar y chantajear a dirigentes y funcionarios. En esa misma entrevista el ex ministro acusó también al agente de “haber embarrado la investigación en la causa AMIA”. Esto sucedió hace diez años atrás. Su enfrentamiento le costó el cargo y, la denuncia pública, un juicio. Además, tuvo que irse del país y desaparecer de la escena política. El telón de fondo de aquella disputa fue el secuestro de Axel Blumberg, y el detonante, la represión de la Policía Federal, que dependía de su cartera, a un grupo de manifestantes que reclamaban ante la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires contra la sanción del Código Contravencional. Según Béliz, aquellos acontecimientos fueron montados por la propia SIDE para desplazarlo. Fue absuelto en agosto de 2011 por el Tribunal Oral Federal 3. En las audiencias de aquel juicio no solo ratificó sus dichos sino que añadió que Stiusso se dedicaba –textual– “a la compra y tortura de testigos, extorsiones y enriquecimiento ilícito”. Como diría Pino Solanas: “¡un escándalo!” Hacía tiempo que Stiusso era el hombre fuerte de la SIDE y ahora se convertía en el número uno. Fue el hombre clave del kirchnerismo en la SIDE, no solo en la causa AMIA sino para enfrentar y controlar –por izquierda– el aparato que había montado el Comisario Jorge “Fino” Palacios al interior de la Policía Federal Argentina. Palacios acumuló poder primero dirigiendo la División Narcotráfico y luego a cargo de la Unidad Antiterrorista que había creado Hugo Anzorreguy, ex director de la SIDE durante el gobierno de Menem.

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Horacio Antonio Stiusso había empezado su carrera en 1979, pero fue durante el menemismo, con otro ex director de la SIDE de ese gobierno, Miguel Ángel Toma, cuando cobra protagonismo y poder. Luego, con la Alianza, el entonces director de la SIDE, Ricardo Santibañez, lo nombra director de la división de Contrainteligencia. No sabemos cuáles fueron los entretelones estos años, pero sabemos que se trataba de un peso pesado con demasiados contactos locales y conexiones internacionales que no podían cortarse de un día para el otro. Lo sabemos además porque durante todos estos años, el periodista Horacio Verbitsky se encargó de recordarnos la bola de nieve que seguía rodando, cada vez más grande, más pesada y peligrosa. Tal vez, como dijo alguna vez Marcelo Sain de las policías en Argentina, políticamente hablando, cuando la correlación de fuerzas no te da, al gobierno le sale más barato negociar con ellas que encarar procesos de reforma. Más aún cuando gran parte de la justicia federal, promovida por la propia SIDE, que se nutre de sus operaciones, se dedicó a cuidarle las espaldas. Y sobre todo cuando figuras célebres del periodismo, campeones de la “independencia”, paladines de la “objetividad”, obtienen su primicia y construyen los “escándalos políticos” en base a las carpetas que va compilando la SIDE. El secretismo se ha incrustado en el seno de la democracia hasta convertir en rehenes a gran parte de la dirigencia política. Ahora bien, no solo forma parte del gobierno nacional, también el gobierno de la ciudad fue tomado por agentes de inteligencia. Recordemos el escándalo en el que quedó envuelto Mauricio Macri con la flamante Policía Metropolitana, cuando nos enteramos que su jefe, el citado Palacios, rescatado por Macri de la Federal después de haber sido apartado por el gobierno nacional, se dedicaba a espiar a funcionarios y otras personalidades junto al espía Ciro James. Un caso, dicho sea de paso, que le costó el procesamiento al Jefe de la Ciudad. Un proceso que se sacó de encima recién cuando llegó a la Presidencia. Y lo mismo sucede

todavía en el ámbito de la Policía Federal Argentina con el Cuerpo de Informaciones de la PFA creado en 1963, una suerte de agencia paraestatal de inteligencia que nuclea casi 1000 espías (sobre este tema puede leerse el artículo de Marcelo Sain “Los Intocables” publicado en el diario Página/12 el 26 de enero de 2010). El caso más conocido fue la infiltración de uno de estos agentes en la Agencia Rodolfo Walsh, el Oficial Mayor de inteligencia Américo Ignacio Balvuena, un caso que tomó estado público en mayo de 2013. Hay un refrán que dice, “cría cuervos y te comerán los ojos”. Y esos cuervos no nacieron ayer, hace tiempo que todos les venían dando de comer. La moraleja es la siguiente: Tarde o temprano, las personas que habilitaste, por acción u omisión, a espiar, empezarán a espiarte también y te van a “encarpetar”. Los amigos de hoy, mañana pueden ser los mejores enemigos. Por eso conviene tener fichados a todos. Nunca se sabe cuándo se puede usar la información acumulada. Los servicios de inteligencia se mueven sigilosamente. Y sus golpes son también sutiles. El efecto mariposa es su táctica preferida. Lo importante no es el objetivo directo sino sus consecuencias. La SIDE opera de manera rizomática y sus golpes –salvo que uno sea el destinatario–, se sabrán cuando ya no queden huellas de su presencia. La SIDE es un puño sin brazo. Los servicios secretos aprendieron que su poder se sostiene en la capacidad de hacer daño, que el éxito depende de la onda expansiva de sus operaciones. Cuanto más enigmáticos resulten los hechos, mayor será su capacidad de destrucción. A veces, para hacerlo, alcanza con dar un carpetazo a un periodista. Otras veces, con pasarles una serie de escuchas a los jueces que se refriegan las manos mientras se inmiscuyen en la vida privada. Algunas otras alcanza con mandar una foto o filmación a un dirigente para dejarlo en el molde para siempre, o por lo menos para sacarlo de carrera durante un tiempo largo. Recordemos lo que dijo alguna vez el Lole Reuteman: “Vi algo que no me gustó y que no diré nunca” y se fue otra

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vez a boxes. Otras veces –está visto– son capaces de matar o inducir un suicidio. No es necesario comerse a la reina para desarmar el tablero. Bastará con sacrificar a un peón para remover el avispero y desarmar cualquier estrategia ajena. El secreto genera secreto. El secreto ensancha las oportunidades para el secreto. Hace tiempo que Norberto Bobbio había encendido una luz de alarma sobre esta práctica que, según Elías Canetti, “ocupa la médula del poder”. Decía que el secreto le iba a costar caro, demasiado caro, a las democracias. Que las democracias estaban en riesgo, que el secretismo podía degenerarlas en regímenes autocráticos. Para Bobbio, si la democracia es el gobierno del poder visible, la autocracia el reino de la invisibilidad. Bobbio sabía que debajo del gobierno democrático se tejían subgobiernos; incluso, en el fondo de todo, criptosgobiernos. Las conspiraciones se alimentan de la desconfianza mutua, el deseo de poder y la gloria, pero también, de la valorización infinita, la necesidad de expandir los negocios, sean criminales o legales. Es decir, el secreto puede adoptar formas diferentes y cada vez más peligrosas. Hemos ido demasiado lejos. El secreto ha puesto a las democracias frente al abismo. Para Bobbio los servicios secretos del estado son un mal necesario, que se justifica en la necesidad de recabar y sistematizar información en el marco de investigaciones judiciales que se siguen, por ejemplo, contra el delito organizado. Pero si los controles fallan, no tardarán en autonomizarse y empezar a complotar. En ese punto la república habrá dejado de ser una cosa pública, y la democracia el gobierno del poder visible. Y la SIDE, precisamente, es una agencia que se fue autonomizando del poder ejecutivo. Una agencia descontrolada. No solo los jueces miran para otro lado: tampoco los legisladores, durante todos estos años, hicieron un seguimiento de sus actividades y el destino de los suculentos fondos reservados que financiaban sus operaciones.

Bienvenida sea entonces la disolución de la SI. Como dice otro refrán, “más vale tarde que nunca.” Hay que evitar la concentración del secreto para evitar reproducir estos nichos de poder. Canetti, en el citado libro Masa y poder, decía que las democracias, a diferencia de las dictaduras que tienden a concentrar el secreto, deberían diluirlo y repartirlo entre muchos. Y llamaba concentración del secreto “a la relación entre el número de aquellos a quienes afecta y el número de aquellos que lo guardan”. Y agregaba: “Tras esta definición es fácil comprender que nuestros modernos secretos (…) son los más concentrados y peligrosos que jamás hubo. Afectan a todos, pero solo un ínfimo número sabe acerca de ellos, y de cinco o diez hombres depende el que sean utilizados”. Si se pretende democratizar la “inteligencia” no deberían concentrarse en una agencia todas las tareas. Al contrario, la concentración puede reforzar su carácter antidemocrático. Termino con las palabras de Albert Camus, difíciles –por cierto– de digerir, pero que deberían llevarnos a estar alertas. La frase la tomé de su obra Los justos. El personaje que habla es el jefe de la policía secreta del zar, y sus palabras están dirigidas al revolucionario que acaba de arrojar una bomba que mató al zar para proponerle un trato que implica la traición a sus compañeros. El revolucionario se niega, y el agente insiste: “En su lugar yo demostraría menos orgullo. Tal vez llegue a sucederle lo mismo. Se comienza por querer la justicia y se acaba organizando una policía”.

“No te detengas en los ruidos del palacio si no quieres quedar encerrado dentro como en una trampa. ¡Sal! ¡Escapa! ¡Muévete!” Italo Calvino, Bajo el sol jaguar.

Promiscuidades inteligentes: Afinando el oído. Maquiavelo le recomendaba al Príncipe cuidarse siempre de los amigos. El problema

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no son los enemigos sino su séquito. Con los enemigos hay que ser implacables. Acaso por eso mismo, otra tarea –secundaria– que el Príncipe impone a sus supuestos fieles servidores, consista en la invención permanente de nuevos enemigos. Porque de su destrucción saldrá legitimado y fortalecido. En cambio conviene guardarse de los leales. El problema son los amigos, los que tarde o temprano empezarán a conspirar serán los de su entorno, los consejeros, los ministros, asesores, gobernadores o cancilleres. Lo sabemos quienes leímos a Shakespeare: ni siquiera con la familia hay que bajar la guardia. Si la pregunta por el poder es una pregunta por la gloria –cómo perpetuarse en el cetro–, entonces el Rey deberá aprender a desconfiar de todos. Hay un libro hermoso de Ítalo Calvino, que dejará inconcluso a su muerte, llamado Bajo el sol jaguar. En él dedica un cuento a cada sentido o por lo menos ese era el plan. El cuento dedicado al oído se llama “Un rey a la escucha”. Entre todos los sentidos que debe avivar un gobernante, el oído es el más importante. Un Rey, si quiere permanecer en el trono, deberá aguzar el oído, aprender a estirar la oreja. Y cuando no pueda más o tenga que estar escuchando seis, siete u ocho conversaciones al mismo tiempo, entonces deberá organizar un ejército de espías, una policía secreta destinada a escuchar por él. La paranoia tiene sus costos y Shakespeare dejó también testimonio en unas cuantas tragedias. Porque los espías no tardarán en ser depositarios de secretos inconfesables y se convertirán en una máquina de extorsión. La información los irá poniendo en otro lugar hasta convertirse ellos mismos en los rivales más temidos. Además no tendrán demasiados pruritos de ser confesos conspiradores. Pero como saben demasiado de todo el mundo, todo el mundo comprará su silencio y preferirán que sigan allí, haciendo lo que saben hacer. Su lealtad tiene un precio y a veces es demasiado alto. Dice Calvino: “Aquí las paredes tienen oídos. Los espías acechan detrás de todos los cortinajes, las cortinas, los tapices. Tus espías, los

agentes de tu servicio secreto que tienen la tarea de redactar informes minuciosos sobre las conjuras de palacio. En la corte los enemigos pululan, tanto que es cada vez más difícil distinguirlos de los amigos: se sabe con seguridad que la conjura que te destronará será la de tus ministros y dignatarios. Y tú sabes que no hay servicio secreto donde no se hayan infiltrado agentes del servicio secreto adversario. Tal vez todos los agentes que tú pagas trabajan también para los conjurados, son ellos mismos conjurados; esto te obliga precisamente a seguir pagándoles para que estén quietos el mayor tiempo posible.” Ese es el destino de los Príncipes, pero también de los agentes secretos. Los destinos no solamente se cruzan, los papeles pueden también intercambiarse. Es el caso de Vladimir Putin, quien antes de ser presidente de Rusia fue espía de la KGB con destino en Alemania Oriental y ex director del Servicio Federal de Seguridad (sucesor de la KGB), puesto que ocupó en forma simultánea con el de secretario del Consejo de Seguridad Nacional. Otras veces, el destino de los cuadros es la seguridad privada. Cuando se retiran o son retirados, seguirán haciendo lo que saben hacer: espiar. Pero esta vez será un emprendimiento privado y no solamente con fines de lucro. Porque paradójicamente las empresas que crearon serán contratadas por sus antiguos “jefes” para que asuman las operaciones que insumen mayores riesgos para el normal desenvolvimiento de las relaciones exteriores. En efecto, una manera que tienen los funcionarios de eludir los costos políticos ante posibles filtraciones de las operaciones que traman, sobre todo cuando tienen que conspirar en otros países, será tercerizando la “inteligencia”. De la misma manera que los estados contratan los servicios de empresas militares mercenarias para hacer el trabajo sucio luego de la retirada de los países que ocupó (empresas que a su vez reclutan su tropa entre los pobres de África), se valdrán de los servicios que ofrecen las agencias de seguridad privada para espiar y seguir conspirando.

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Es el caso de Ackerman Group, integrada por ex agentes de la CIA y el FBI y que opera en Argentina desde el gobierno de Menem. Una empresa con sede en Florida y sucursales en distintos puntos claves del planeta (Londres, Hong Kong, África y Medio Oriente) dedicada al espionaje empresarial, el contraterrorismo, la protección personal y planteamiento y recuperación de rehenes en caso de secuestros. En otras palabras: además de lobistas de la industria militar, se trata de una agencia paralela del estado norteamericano que subcontrata las tareas de inteligencia en otras empresas internacionales o locales menores. El creador fue Mike Ackerman, un jubilado de la CIA con frondoso prontuario por tráfico de información, apartado de la agencia en 1975 por participar en operaciones clandestinas. Después está Frank Pedrozo, vicepresidente en el directorio, ex integrante de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, más conocida como “Boinas Verdes”. También está William Graves, otro con una extensa trayectoria en el ejército de los EEUU. Egresado de West Point y medalla de honor en la CIA, fue agregado de Defensa y del Ejército en Colombia. Y finalmente George Kiszynski, amigote de la familia Macri, se desempeñó durante treinta años en el FBI. Ackerman Group no es la única empresa que opera en el país. Está Smith Brandon Internacional fundada por Gene Smith, que se desempeñó durante varios años en el Departamento de Estado de los EEUU, y Harry Brandon, ex jefe del FBI en Puerto Rico; Trident, propiedad de Oliver North, ex asesor de seguridad de Ronald Reagan, muy comprometido en el affaire Irán-Contra; Universal Control, creada por Federico Franchi, mano derecha de Miguel Ángel Toma, asesorada e integrada por miembros retirados de la CIA y la DEA, y apadrinada por el ex montonero que fuera contratado por la SIDE en los ‘90, Rodolfo Galimberti, colega de Mario Montoto, otro lobbista de la industria militar y director de la DEF, una revista esponsoreada por empresas de seguridad privada locales e internacionales que se destaca por ser una

de las principales usinas propaladoras en el país de la doctrina de “las nuevas amenazas” mentada por los EEUU. Todas estas empresas trabajan con policías locales y funcionarios federales. Muchas de ellas se dedican a entornar a policías y funcionarios pagando congresos y viajes en el exterior, financiando juguetes electrónicos para espiar al prójimo, o directamente pasándoles información sobre organizaciones criminales para que puedan dar un “gran golpe” a través del cual granjearse la reputación y confianza de las autoridades locales. De esa manera van haciendo migas para empezar a “trabajar juntos”. Prueba de ello fue Alberto Nisman. El auto Audi que utilizaba el ex fiscal pertenecía a la empresa Palermopack S.A., una empresa dedicada al packaging con sede en CABA. El dueño de la empresa es Fabián Aníbal Picón, socio de Eugenio “Pipo” Ecke en Easypack y Starpack. Pipo era el jefe de seguridad de Exxel, el grupo que se quedó con las empresas de Alfredo Yabrán, vinculado al oscuro mundo de las empresas de seguridad privada y servicios de inteligencia. En cuanto a Picón, es el esposo de la hija de Anzorreguy, ex jefe de la SIDE durante el gobierno de Menem y acusado de desviar la causa por el atentado en la AMIA. Tanto Ecke como Navarro fueron investigados por Nisman en la causa de las escuchas ilegales de Mauricio Macri. Ecke fue señalado como el hombre que manejaba la empresa que contrató Macri para intervenir los teléfonos de su yerno. Pero Ecke, además, es la cara visible en Argentina de Frank Holder, otro ex agente de la CIA y consultor en Latinoamérica de “seguridad”. Comenzó su carrera como Oficial de Inteligencia de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y desde ahí fue transferido a la sección de Asuntos Latinoamericanos de la CIA a comienzos de los ‘90. Durante esa década prestó servicios a la Embajada estadounidense en Buenos Aires. Y como sucede con todos estos personajes, tras desligarse de la CIA, Holder continuó realizando tareas de espionaje a través de Holder Associates, que en 1998 fue adquirida por la agencia

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estadounidense Kroll, de la que pasó a ser director en la Argentina, la misma empresa –dicho sea de paso- por la que fue acusado de conspirar contra el gobierno de Lula Da Silva. Como se puede ver, resulta inimaginable que los agentes secretos, una vez retirados y con la jubilación en la mano, cambien de rubro y pongan un quiosco o una pizzería. Continuarán haciendo lo que saben hacer: afinar el oído. Pero esta vez, el espionaje o inteligencia interior se disfrazará de seguridad privada y tendrá otro marco regulatorio, vetusto y más flexible por cierto, pero sobre todo exento de controles estatales. De hecho, una de las tareas pendientes en materia securitaria sigue siendo las agencias de seguridad privada. Nos basta decir que estamos frente a un sector que, en los últimos 20 años, ha ido expandiéndose de manera descontrolada, constituyendo el reservorio laboral para la mano de obra purgada o exonerada de las distintas fuerzas de seguridad argentinas. Estoy tentado de concluir con otra frase popular: la realidad supera a la ficción. Pero ahora recuerdo las palabras de Borges en “Tema del traidor y del héroe”. Escribe Borges en su relato: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible…”

El Señor de la Seguridad. Montoto es Mario Montoto, ex secretario privado de Mario Firmenich. Montoto es un lobbista y empresario de armas argentino. Montoto estuvo con todos. Si los gobiernos pasan y la policía permanece, conviene no pelearse con nadie para hacer negocios con todos. Cuando la seguridad se asocia a más policía y “más policías” quiere decir más armas, más cámaras de vigilancia, entonces se abre un mercado impresionante para cualquier emprendedor con contactos en los ministerios y fuerzas de seguridad. Y Montoto los tiene. Montoto estuvo con Menem, con De la Rua, con Duhalde, y también con el kirchnerismo.

Cuando cunde el pánico, la gente se arma y los gobiernos también. Montoto es propietario de Codesur (Corporación para la Defensa del Sur), una empresa creada en 2003, vinculada con otras empresas israelíes -como Aeronautics, Azimut, Saymar, Metax y Soltam- y norteamericanas, como Honeywell y Nell-Joy. Como no podía ser de otra manera, Montoto se dedica también a la videovigilancia. Con la gestión de Jorge Telerman en la Ciudad de Bueno Aires, instalaron las primeras 20 cámaras de seguridad en Plaza Houssay a través de la empresa Global View. Como le dijo a la revista Noticias: “La cámara de seguridad cumple un efecto altamente disuasivo, son herramientas que sirven para la prevención del delito y que deben ayudar a las fuerzas del orden a agregar elementos para la prevención, o en caso de que se cometan los delitos, para el esclarecimiento o en la prueba judicial”. En su currículum vitae se puede nombrar el mantenimiento del submarino Salta y, en sociedad con la firma israelí IAI, el mantenimiento estructural del Tango 01, el avión presidencial. También repara los motores de los helicópteros Bell del Ejército y su plantel directivo cuenta con un general de división, un brigadier y un vicealmirante, todos retirados. También fue proveedor de los Ministerios de Defensa y Seguridad para equipar a las distintas fuerzas. Montoto es un millonario que en los últimos meses acrecentó su fortuna con la venta del 85% de la empresa de las cámaras al grupo japonés NEC (U$S 30 millones). Tributario de la patria contratista y las apuestas financieras oportunas, Montoto empezó a formar parte de la próspera burguesía nacional. Su mejor respaldo será el miedo nuestro de cada día y la trasnoche continua. Tiene una revista dedicada a temas de defensa que se llama DEF, dirigida por el coronel (R) Gustavo Gorriz, un militar especializado en prensa que trabajó con el ex jefe del Ejército, Martín Balsa. Gorriz luego fue además el edecán de Carlos Menem, jefe del Regimiento Patricios

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y operador del sucesor de Balza, el teniente general Ricardo Brinzoni. También tuvo su propio programa en televisión por cable, DEF TV, conducido por Muriel Balbi, ex novia de Aníbal Ibarra que se emite por la señal C5N de su íntimo amigo Daniel Hadad. Montoto es presidente de la Fundación TAEDA. Sabe que los emprendimientos políticamente incorrectos necesitan un costado filantrópico. Ese es el lugar que tiene esta Fundación, destinada a la formación de jóvenes con vocación de liderazgo en temas estratégicos como la seguridad. Entre otras cosas, la Fundación edita una colección de libros que se inauguró con una biografía del general Manuel Nicolás Savio, el creador de Fabricaciones Militares e impulsor de la siderurgia. También organiza charlas y seminarios en el país y la región. Por ejemplo, en Bogotá organizó el Seminario “Seguridad regional en América Latina: retos y perspectivas para el Siglo XXI”, donde se abordó la problemática del narcotráfico desde una perspectiva militarista. Contó con numerosos disertantes, muchos de ellos militares, como Boris Saavedra, del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa de Washington D.C. y el capitán (R) Carlos Pinedo, de la Armada Nacional de Colombia. Los representantes argentinos invitados a disertar fueron el ex comisario general Pablo Vázquez, superintendente de la Policía Científica de la Provincia de Buenos Aires; y el exsuperintendente general de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, y el comisario general Juan Carlos Paggi, ex titular de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Dijo Montoto en la inauguración del Seminario: “Colombia es un país al que siempre venimos a aprender, un país que ha demostrado una formidable transformación en materia de seguridad, aplicando un enfoque integral y sostenido en el tiempo”. Montoto reivindica un rol activo para las FF.AA. en la lucha contra el narcotráfico, por eso viene militando la modificación de la Ley de Seguridad Interior que aparta a los militares en las tareas de seguridad. (http://www.infobae.com/2014/06/18/1574051-reivindicar-el-

rol-las-fuerzas-armadas-el-estado-derecho). Montoto intuye que es cuestión de tiempo, sabe que el policiamiento de los militares y la militarización de las policías, la confusión entre la defensa y la seguridad, allanará las discusiones y multiplicará sus ganancias. No le faltarán diputados o dirigentes de todas las fuerzas políticas para encantarse con sus propuestas belicistas que ya tiene, entre sus propaladores más entusiastas, además de Mauricio Macri o María Eugenia Vidal, al representante argentino en INTERPOL, Sergio Berni, con quien compartió además un seminario en la Universidad Católica Argentina, “El Hemisferio Americano: Desafíos para el Desarrollo y la Seguridad”, en el que estuvieron disertando también Daniel Scioli, Alejandro Granados y Guillermo Montenegro. Montoto apostaba por Scioli, pero sus intereses son también las ideas del macrismo. Macri será el presidente perfecto para muchos, entre otros para aquellos que pujan por adecuar la agenda securitaria a los estándares geopolíticos norteamericanos impulsados por la CIA y la DEA. Macri será la mejor oportunidad para expandir los negocios de Montoto o la gente que venda las cosas que vende Montoto. No importa que haya estado con el kirchnerismo. Está escrito en la Biblia: Dios es generoso con los arrepentidos. Termino con las palabras que abren la película El señor de la guerra dirigida por Andrew Niccol y protagonizada por Nicolas Cage: Hay más de 550 millones de armas de fuego circulando por el mundo, lo que equivale a un arma cada doce personas. La pregunta que se hace el protagonista -y seguramente también Montoto- es la siguiente: ¿cómo armar a las otras once?

La autonomización de la inteligencia. La muerte de Nisman dejó entrever definitivamente los poderes fácticos que hasta hace un año atrás permanecían en la oscuridad. Uno de ellos, la autonomía de

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sectores de la Secretaría de Inteligencia (SI). La autonomización se explica –primero– en la politización de la agencia. Todos los gobiernos, en algún momento, toleraron o apelaron a las sigilosas “rutinas de inteligencia” para operar o resolver conflictos locales, políticos o sociales. Casi todos los gobiernos prefirieron, antes que reformarla, incrustar en sus filas a su propia gente de confianza creyendo que con ello alcanzaba para manejar o contener a la agencia. Esta gente a su vez reclutaba entre sus propios cuadros nuevos aspirantes que después le sobrevivían y seguían operando la gran mayoría de las veces por cuenta propia, en función de sus propios intereses o los intereses de sus colegas. Y cuando optaron por reformarla, dejaron algunas “ventanas abiertas” por donde se colaron las viejas prácticas. En segundo lugar, la autonomía se explica en el descontrol. No solo se encontraban amparados por los distintos gobiernos sino por jueces y fiscales que requerían de sus sombríos oficios, y por los legisladores de los partidos integrantes de la comisión bicameral de seguimiento y control, que la mantuvieron inactiva, sumado a una legislación que permitía a la SI a no rendir cuentas de los famosos “gastos reservados” y mantener encriptada toda la información que recolectaban y producían. Tercero, por el uso y abuso de los “carpetazos” por parte del periodismo, esa prensa de opinión que, desde el momento que se vale de la información recolectada ilegalmente, contribuyendo a instalar como cierto algo que –luego del recorrido mediático– ya no importa si era falso, le agrega un manto de legitimidad extra a las operaciones de la agencia. Si para el periodismo empresarial el fin justifica los medios, espiar o comprar la información obtenida ilegalmente es una práctica que debe ser tolerada. En este país no hay “periodismo independiente” sin “fuentes reservadas”, es decir, sin buchones profesionales. Eso en cuanto a la SI o ex SIDE. Pero en este país también los militares se dedican a la inteligencia militar. De hecho las FF.AA.

tienen una causa paradigmática en su contra que nos permite sostener nuestras sospechas: que los militares siguen haciendo inteligencia y no precisamente militar. En marzo del 2006 un Cabo de la Armada, Carlos Alegre, integrante del plantel de inteligencia de la Base Naval Almirante Zar de Trelew, reveló que sus superiores le ordenaron realizar seguimientos ilegales a funcionarios públicos nacionales y provinciales, y a dirigentes, intelectuales e integrantes de organismos de derechos humanos u organizaciones religiosas. Así lo denunció el CELS y luego la ex ministra de Defensa, Nilda Garré, quien ordenó no solo el pase a disponibilidad del Director de Inteligencia Naval, Pablo Rossi, entre otros, sino el cierre de las dependencias y una investigación sobre todos los responsables del área. Cabe agregar, como oportunamente señaló Verbitsky en una nota firmada en septiembre de 2008, que el titular de la Armada, Almirante Carlos Godoy, había no solo avalado el accionar ilegal de la inteligencia naval sino tratado de institucionalizarlo a través del “Plan Básico de Inteligencia Aeronaval 2005” cuando proponía como objetivos de la labor de inteligencia dar cuenta de las “amenazas asimétricas” que incluían al narcotráfico, el terrorismo, los movimientos migrantes, el deterioro del medio ambiente, el crimen organizado; es decir, todas tareas que le están expresamente prohibidas por las Leyes de Defensa y Seguridad Interior. Pese a ello hay que decir dos cosas más: una, que el juicio contra Godoy y su segundo, el Vicealmirante Benito Rótolo, ambos pasados a retiro por el Poder Ejecutivo recién en diciembre de 2011, empezó el 18 de Febrero de 2015. Y dos, que la ex Ministra fue desautorizada por la ex Presidenta Cristina Fernández cuando en octubre de 2008 con motivo de la reinauguración del antiguo edificio de la Escuela Nacional de Náutica reivindicó públicamente la figura del Almirante Godoy con estas palabras: “Quiero agradecerle a Usted, almirante Godoy, por el gesto de comprensión del momento histórico y de las necesidades de que en nuestro país las cosas vuelvan a su lugar.” Como dijo después Marcelo Sain en su libro Los votos y las

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botas: “sus palabras constituyeron un significativo respaldo a un jefe militar que avaló y pretendió justificar el espionaje ilegal perpetrado por los marinos de Trelew, lo que constituyó un marcado retroceso en el proceso de cambios llevado a cabo por la ministra de la cartera de defensa”. Más acá, hay que señalar que las propias Fuerzas Armadas fueron luego habilitadas, de hecho, por el Ministerio de Seguridad a realizar tareas de inteligencia en las fronteras a través de los operativos Fortín II y Escudo Norte; o con la reciente creación, durante la gestión de Rossi, del Centro de Ciberdefensa equipado para inmiscuirse en las redes virtuales. En cuanto a la Gendarmería, también tiene su causa abierta por recolectar información a través de la filmación de los trabajadores de Kraft que realizaban un corte en la autopista del Sol, información que luego sistematizaban para el juez de la causa a través del famoso Proyecto X. La denuncia presentada en su momento por los abogados del CEPRODH sirvió para ilustrar cómo “trabajan” los jueces federales con las fuerzas de seguridad. En efecto, estamos todavía frente a jueces punitivistas que piensan la protesta social con el código penal en la mano. En el marco de la investigación judicial contra los manifestantes ordenan tareas de inteligencias sobre las movilizaciones. Si los manifestantes son “delincuentes”, entonces hay que tratarlos como “criminales” y merecen ser vigilados y espiados también. Al no establecerse estrictos controles sobre las tareas que implica la reunión de información, al no existir una dirección política acorde a los estándares internacionales de derechos humanos, tiende a guardarse la información recolectada reproduciendo la cultura de la inteligencia interior que no por vieja es menos actual y vigente en estas agencias. En definitiva, la “inteligencia” se había desmadrado. Casi todas las fuerzas de seguridad del país estaban haciendo inteligencia política y criminal, más allá del estado de derecho, es decir, operando como auténticos organismos para-estatales, descontrolados por la dirigencia política y amparados y habilitados por la justicia federal.

Bases y puntos de partida para la reforma de los servicios en Argentina. El control y transparencia de las tareas de inteligencia en este país era un tema pendiente, por eso fue muy bienvenido un proyecto de reforma. Proyecto –hay que reconocer– que incluyó una autocrítica por parte del gobierno de Cristina Fernández. Proyecto que permitió discutir entre muchos qué inteligencia necesitamos para luego elaborar políticas públicas que puedan hacer frente a determinadas conflictividades presentes o eventuales. Y decimos entre muchos porque tuvimos que lamentar tanto la deserción de la oposición para debatir en el Senado, como la obsecuencia de muchos legisladores oficialistas que se prestaron rápidamente a cerrar filas sobre el mandato imperativo de querer votarlo a libro cerrado y en tiempo record, sin ninguna discusión. Estas formas, está comprobado, no suelen ser la mejor manera para encarar un problema que arrastramos desde hace tiempo. Treinta años de caos no podían problematizarse en cuatro semanas, pero sabemos también que en la real-política, lo óptimo suele ser enemigo de lo bueno, y los tiempos no suelen elegirse sino que los imponen los acontecimientos y las turbulentas coyunturas que, dicho sea de paso, no había –tal vez– que desaprovechar. Por eso es un proyecto con muchos avances y algunas limitaciones. Limitaciones –algunas de ellas– que se pueden todavía salvar con una reglamentación a la altura de las demandas democráticas. Limitaciones que necesitaran del compromiso cívico y el seguimiento de los organismos de derechos humanos y, sobre todo, de los organismos de control. Pero cabe agregar que las modificaciones que se establecieron en el Senado de la Nación a partir de observaciones de algunos legisladores, y sobre todo con los aportes y críticas formuladas por los representantes del CELS y el especialista en la materia Marcelo Sain,

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se mejoró sustancialmente el proyecto original redactado por el Poder Ejecutivo que tenía algunos avances y muchos retrocesos. La ley que finalmente se votó tiene muchos avances, y algunas limitaciones, y no se trata de una “mera reforma”, como señalaron algunos diputados de la oposición en el recinto de la cámara de diputados, sino de una transformación del sistema de inteligencia en Argentina. Por su puesto, “de lo dicho al hecho hay un trecho”, y ese proceso implica no solo la participación activa de los legisladores en las tareas de control, sino la actuación de los jueces en el marco de la legalidad y el compromiso cívico de la ciudadanía, sobre todo, de las organizaciones de derechos humanos. Entre los avances hay que enumerar: 1) La identificación de la AFI como órgano superior del Sistema de Inteligencia Nacional (SIN) compuesto por los propios cuadros de la AFI, la Dirección de Inteligencia Criminal del Ministerio de Seguridad; la Dirección de Inteligencia Estratégico Militar del Ministerio de Defensa. Esto significa, por ejemplo, como bien subrayó Verbitsky, que “la inteligencia militar que solo puede ocuparse de cuestiones que hacen a la defensa nacional y no de seguridad interior, queda subordinada a la nueva Agencia Federal, tal como ocurría con la ley vigente y había sido omitido en el primer proyecto del Poder Ejecutivo”. 2) La elección de sus directores con acuerdo del senado (aval, dicho sea de paso, que no necesita una mayoría especial sino mayoría simple, toda vez que se trata de un funcionario que no goza de la permanencia y estabilidad que tienen, por ejemplo, los magistrados). 3) El traspaso a la AFI de la inteligencia criminal sobre delitos complejos federales como por ejemplo, narcotráfico, trata de personas con fines de explotación sexual, tráfico de armas, etc. Estas tareas se encontraban distribuidas (o descentralizadas) entre las distintas fuerzas de seguridad, haciendo muy difícil el análisis de la información criminal. Ahora se concentran en la agencia las tareas para producir y analizar información sobre determinados delitos (que

son, precisamente, aquellos que se han expandido en la última década) que deberá ser luego evaluada por la justicia a los efectos de iniciar las investigaciones pertinentes. 4) La transferencia de la OJOTA (dirección que se encargaba de realizar las escuchas e intercepciones de otras comunicaciones) a un organismo extra poder (Procuración General de la Nación), las que podrán hacerse con personal propio. Esa medida (la intervención de comunicaciones privadas), como cualquier otra medida (un allanamiento, secuestro de materiales, detención preventiva) debe ser pedida por el fiscal en el marco de una causa concreta y autorizada y controlada por el juez de garantías. 5) La eliminación de la referencia a las “amenazas” para hacer “inteligencia nacional”, palabra incluida por la vieja Ley y que se mantenía en el Proyecto original del Ejecutivo que dejaba abierta la puerta para que se siguiera inmiscuyendo la doctrina de las “nuevas amenazas” propalada por los EEUU con el fin de militarizar la seguridad interior. 6) La distinción entre “inteligencia criminal” e “investigación criminal” que permite limitar las investigaciones criminales solo cuando existe un requerimiento específico y fundado de una autoridad judicial competente en el marco de una causa concreta; es decir, al subrayarse que se trata de una tarea excepcional se restringe la autonomía con la que se manejaban los actuales agentes; y de no ajustarse a los agentes se les aplicará las reglas procesales de rigor, esto es, deberán declarar en juicio con su identidad pública sin necesidad de una autorización especial de la dirección. En otras palabras: la nueva ley no permite que los distintos organismos de inteligencia que componen el SIN realicen investigaciones criminales y cumplan funciones policiales como auxiliares de la justicia. 7) La discriminación entre fondos públicos y reservados, estableciendo explícitamente que la regla general es que los fondos son públicos y la excepción el carácter reservado de los mismos. 8) La desagregación y simplificación de la información clasificada según sea confidencial, reservada o pública, y el establecimiento de un plazo general para su

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desclasificación de 15 años. Pero lo más importante es que se invierte el principio que hasta ahora regía en la ex SIDE cuando toda la información era secreta y excepcionalmente pública. Ahora es pública y excepcionalmente puede ser secreta. 9) Por eso se incorpora el derecho de peticionar: cualquier persona u organización que tenga interés legítimo puede peticionar al Poder Ejecutivo en cualquier momento la desclasificación de información que se encuentre en el SIN; 10) la creación de un Banco de Protección de Datos y archivos de inteligencia que estará a cargo de un funcionario (oficial de cumplimiento) que será el responsable de su cuidado, administración y clasificación de acuerdo a la Ley de Protección de Datos Personales. 11) Los agentes de todos los organismos del SIN, de cualquier grado o situación de revista, como cualquier funcionario, deberán presentar su declaración jurada de acuerdo a la Ley de Ética Pública; 12) al mismo tiempo, los funcionarios de la AFI no podrán mantener relaciones con otros funcionarios nacionales o provinciales, o autoridades extranjeras, sino a través de sus directores. 13) Se elevan las penas para evitar que los agentes actúen al margen del estado de derecho, no cumplan con sus funciones, por ejemplo, interceptando ilegalmente comunicaciones, o no destruyendo la información cuando así sea solicitado. 14) La disolución de la SI no implica un pase automático de la vieja planta. Durante los 120 días que insumirá su creación, el Director podrá prescindir de los servicios a través de un sistema de jubilación especial. También podrán ser apartados aquellos agentes cuyo accionar sea incompatible con los derechos humanos. Las limitaciones: 1) Se sigue habilitando a su personal a iniciar investigaciones de oficio en casos de urgencia (aunque debe comunicar al director de manera inmediata). 2) Si bien la habilitación de los agentes de inteligencia en las investigaciones criminales por parte de los jueces federales se limita sustancialmente, se sigue dejando abierta la puerta para la permanencia del “doble comando” (introducida por

el art. 4 de la Ley 25.520) que creó condiciones para la autonomización de la agencia. No perdamos de vista que estamos hablando de aquellos funcionarios judiciales (muchos jueces y fiscales federales) que en su momento fueron promovidos por los mismos servicios de inteligencia, para garantizarse (los servicios) la adjudicación de determinadas investigaciones judiciales que les permitían no solo practicar la inteligencia interior sino mantener vinculaciones con servicios secretos de otras naciones. Hay que seguir avanzando en la democratización del poder judicial, otro poder intocable desde la última dictadura cívico-militar. 3) Si bien es cierto que se mejoran los parámetros para el control, no hay que perder de vista tampoco que la Comisión de Seguimiento Bicameral solo se reunió en una sola oportunidad desde la sanción de la Ley 25.520 hace 10 años. De modo que pensamos que ello no alcanza, que debería haberse explicitado un ciclo de seguimiento y previsto rutinas concretas de monitoreo permanentes para el control de todos los organismos que componen el SIN (tengan su asiento en la AFI, el Ministerio de Defensa o Seguridad) y no dejarlo a la cuenta de la reglamentación. 4) La ausencia de criterios que deberían seguirse en los procesos de capacitación y reclutamiento. 5) Las formas de desclasificar y solicitar la desclasificación se carga a la cuenta de la reglamentación. 6) Por otra parte no se prevé una auditoria de la información existente y/o archivada actualmente. Si tenemos en cuenta que la reforma es producto de una crisis interna (autonomización y desmadre), sería importante saber qué información tiene, a los efectos de conocer las prácticas institucionales que hay que poner en crisis y luego disponer su destrucción no sin antes informar a cada una de las personas que estaban encarpetadas. 7) Por último, si bien se postula a la agencia como órgano superior de inteligencia, no solo se deja intacto el decreto 9.021/63 que habilita a los “plumas” de la PFA a continuar haciendo inteligencia, sino que desde el momento que se agregan parámetros legales a los cuales deben adecuarse estos

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organismos se legitima su existencia. En definitiva, la ley deja a nuestro entender varias cosas a la cuenta de la reglamentación y, por añadidura, abierta a la discrecionalidad del funcionariado de turno. Este es un nuevo punto de partida y solo eso. Faltarán las reglamentaciones y luego la puesta en práctica, es decir, una práctica que debe imponerse sobre otras prácticas que forman parte del quehacer cotidiano. Prácticas de estado (y que conste que no decimos “política de Estado”) que se fueron tallando durante décadas, hasta poner a la “inteligencia” más allá del estado de derecho. Por eso es fundamental el despliegue de periódicos mecanismos de control por parte de los legisladores. Sin control parlamentario, y sin políticas efectivas de transparencia, es decir, sin un efectivo acceso a la información clasificada por parte de las personas y organizaciones sociales, el secretismo seguirá limando las bases institucionales de la democracia. Está visto que una ley no alcanza si no hay voluntad política democrática. Una voluntad que incumbe a todos los actores, no solo al Presidente. A los legisladores, que tienen la obligación de controlar; a los jueces que no deben apelar a sus servicios para hacer lo que corresponderá a los fiscales; y al poder ejecutivo para que no utilice a sus agentes para espiar o tolere ese tipo de prácticas, más allá del Plan de Inteligencia Nacional donde se establezcan los lineamientos estratégicos y objetivos generales de la política de inteligencia nacional. Una ley es un plafón, pero puede desfondarse en cualquier momento. Sabemos de memoria que los cambios no son irreversibles y estamos parados sobre arenas movedizas. Se avanza y retrocede todo el tiempo. Y en materia de leyes, como dice el refrán, “hecha la ley, hecha la trampa”. Ya lo dijo Kafka en El Proceso: “La comprensión acertada de un asunto y la comprensión desacertada del mismo asunto no se excluyen completamente.” Una ley como ésta, sobre un tema tan caro para la democracia debería haber avanzado lo más que se pueda y no haberlo cargarlo a la cuenta de la redacción de la letra chica o la gestión que venga. Pero es lo que hay.

El secreto es incompatible con la democracia, que es el gobierno de lo visible. Para que las “cosas sean públicas” (res publica) tienen que ser transparentes, y para ello deben las cosas ser objeto de una regulación clara, preverse sus límites precisos y mantener activas las formas de contralor. La inteligencia nacional para encarar tanto la defensa de la soberanía como la criminalidad compleja tiene que ser objeto de un estricto control. Sin decisión política, control parlamentario y activismo social, difícilmente puedan ponerse en crisis las rutinas de estado que todavía amenazan la gobernabilidad y han erosionado algunas bases que necesita la democracia.

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Capítulo 6 Blindaje judicial Justicia con coronita. Se ha dicho que la justicia es el poder menos democrático de todos y no es para menos. No solo está compuesto por una cohorte ilustrada, sino que ha sido el poder con menos cambios recibidos tras el retorno de la democracia. No solo el plantel es el mismo, también las prácticas que la componen. Pasan los gobiernos, se renuevan los legisladores, pero los jueces son siempre los mismos jueces. Se sabe: los jueces son inamovibles, están ahí hasta que la muerte se los lleve. Pero como dice el refrán: “¡muerto el rey, viva el rey!” Siempre habrá un pariente que se haga cargo de los despachos pendientes. La justicia es mucho más que una corporación, es una gran familia, se parece a la cosa nostra. Un poder compuesto por una minoría que se autoperpetúa en el tiempo a través del nepotismo, los privilegios aristocráticos y una jerga exclusiva que manipula con arrogancia, socarronería, vanidad, cinismo y patoterismo. El poder judicial es una postal de la historia argentina, nos habla de las derrotas y los desafíos pendientes. Una justicia donde solo caben los ricos y los blancos. Donde los blancos se ensañan con los negros

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y donde se cuida la propiedad de los ricos y también sus negocios ilegales. No hay crímenes complejos sin burocracia y pereza judicial. La justicia blinda a la burguesía y también a la policía. Después de tanto neoliberalismo y desigualdad social, empecinarse en sostener el cuentito de que “todos los ciudadanos somos iguales ante la ley” parece una broma pesada, una manera de perpetuar las injusticias sociales. La desigualdad real tiene que ser el punto de partida para pensar una justicia democrática. En una sociedad con una estructura social desigual, la justicia debería sobreproteger a los sectores desaventajados. Una apuesta difícil, llena de contradicciones, riesgos y tentaciones demagógicas. Más aún cuando el debate se produce más acá de una reforma constitucional; cuando muchos de los protagonistas tienen el culo sucio y, sobre todo, cuando muchos funcionarios judiciales, rápidos en reflejos, corren para donde sopla el viento. La pregunta por la justicia es una pregunta que va más allá de las reformas. Poner en crisis esta justicia elitista, clasista, racista y misógina, requiere de un debate profundo, pero necesita además tiempos largos que hay que saber militar sin bajar la guardia. Mientras tanto seguiremos diciendo que “no hay maldita policía sin maldito poder judicial”, y la justicia seguirá siendo aquello que se diferencia y distancia de la democracia nacional y popular. Una justicia con privilegios es una justicia antidemocrática. Los privilegios son el precio de la impunidad.

La burocracia judicial, esa casta. Comencemos, entonces, con Friedrich Dürrenmantt. El cuento se llama “La avería” y la historia es bastante sencilla: el coche del viajante Alfredo Traps sufre un desperfecto y éste se ve obligado a pernoctar en una de las casas del pueblo. Allí conoce a tres simpáticos viejitos ya jubilados de juez, fiscal y abogado, que lo invitan a formar parte de un extraño juego. Para

ellos se trata de recordar viejos tiempos, quieren simular un juicio y les falta un acusado. Traps, “atrapado” en su curiosidad, accede. No hay razones para alarmarse, los ancianos tienen cara de inocentes. El juicio comienza con una audiencia, es decir, con una indagatoria al acusado. El interrogatorio bucea en la vida privada de Traps. Los viejos quieren encontrar motivos para sostener una acusación. Saben que todos tenemos algo que esconder, que todos podemos ser candidatos de cualquier acusación, que alguna vez hemos cometido algún delito. Traps les cuenta que hace poco había muerto su jefe producto de una dolencia crónica en el corazón, y les confiesa, además, que un tiempo antes de su fallecimiento, se había acostado con la esposa de su ex jefe. ¡Bingo! Dijeron los tres. De ahí en adelante, se puso en marcha la maquinaria judicial. Para el fiscal había una clara conexión entre el comportamiento inmoral y la muerte del jefe; y el tribunal estimó rápidamente que la causa de la muerte fue el disgusto que le produjo semejante engaño y, para sorpresa de Traps, lo declararon culpable y condenaron a muerte.  En el cuento de Dürremantt se trata de la vieja casta judicial jubilada pero activa. Ya no trabajan en la justicia pero siguen comportándose como si estuvieran en los tribunales. Sus cuerpos continúan reproduciendo sus mañas, manías y habladurías. Son seres autómatas y no saben hacer otra cosa que acusar, defender o juzgar. Para Dürremantt, los viejos son un síntoma de una trama que no controlan, protagonistas de un juego que tal vez no eligieron nunca pero que se prestan a seguir con entusiasmo y cinismo. Incluso demostrando que pueden ser más perversos que antes. El automatismo de las burocracias judiciales fue descripto con maestría por Franz Kafka en sus novelas El Proceso y El Castillo. Después de tanto expediente dando vueltas y tantas vueltas por laberintos que no terminan de conocerse jamás, siempre aparece un juez o un funcionario de alta jerarquía tan perdidos como K, aunque

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a ellos no se les note. Se trata de un viejo que se desplaza en silla de ruedas o eso parece, que balbucea algo que no se escucha pero todos entienden. No habla sino que es hablado, no se mueve sino que es movido, es una suerte de títere de una agencia que no controla. Está gagá, pero todos le temen y razones no les faltan. El “aplazamiento indefinido” que gestiona su juzgado solo es posible a través de una “maquinaria” compuesta por agentes que son causa y efecto; son una consecuencia de las relaciones de poder pero a la vez elementos activos del dispositivo que los contiene y sobredetermina. Desde el momento en que los funcionarios y empleados son posicionados por la agencia, tienden a reproducir papeles que no decidieron. Funciones enmarcadas según los ritos de rigor. Poco importan las buenas intenciones que tengan. El estilo de los jueces cambia, algunos pueden ser incluso garantistas. Esto no es lo que cuenta. Lo que cuenta es lo que acabamos de indicar: la tendencia a reproducir unas prácticas en el seno de la agencia judicial es consecuencia de un sistema que funciona por sí solo, independientemente de los individuos que ocupan un lugar en él, a los que sin embargo obliga a ser lo que son: prisioneros y a la vez elementos activos del sistema. La maquinaria judicial, ese ancian regim, se sostiene en la estabilidad de su estructura burocrática, y la estabilidad la aportan las reglas, pero también su lenguaje vetusto y conservador, y los secretos que saben guardar. Para Weber el burócrata no puede escabullirse del aparato al que está ligado, “se halla encadenado a su actividad a través de toda su existencia material e ideal. En la gran mayoría de los casos no es más que un engranaje de un mecanismo siempre en funcionamiento, el cual le ordena a marchar en un sentido esencialmente fijo. El funcionario está encargado de realizar tareas especializadas y, normalmente, no puede poner en marcha ni detener el mecanismo.” Las normas prescriptivas que organizan el campo, reglas dispuestas según determinados rituales,

enmarcan las conductas individuales y los separa, de a poco, de su voluntad. En un viejo estudio sobre “campo judicial”, el sociólogo Pierre Bourdieu analiza las posiciones de los agentes judiciales, actores que no se mueven como si estuvieran en un tablero de ajedrez, cual fichas racionales. Se trata de prácticas y rutinas estructuradas (habitus) que dificultan los movimientos autónomos y el margen de maniobra de cualquier jugador inteligente. Por eso, las prácticas judiciales no son hechos aislados que se explican en el libre albedrío del funcionario o empleado, sino un efecto específico del funcionamiento de la agencia que mantiene articulaciones específicas con los otros elementos que componen el dispositivo judicial. Pero Max Weber había observado también la importancia que tiene el lenguaje en la administración regular de justicia. El lenguaje de los actores judiciales es dogmático y formalista, pero además intrincado, muy rebuscado. Un lenguaje que nadie entiende o muy pocos pueden descifrar. La justicia utiliza palabras raras para decir cosas muy sencillas. Emplea latinazgos, frases que provienen del español antiguo y del mundo de los escribanos. No se trata de un vicio de los abogados y magistrados sino –como señalara Alberto Binder– “una manera de autolegitimarse generando una especie de ‘aureola mágica’ por medio de un lenguaje oculto. Porque entonces, la sensación que tiene la gente común, el lego, es que va a necesitar de un abogado no solo para que le resuelva el caso, sino también para que le traduzca y le explique de qué se trata ese lenguaje extraño.” Esos ejercicios de traducción son una manera de encriptar la administración de justicia, pero también, una forma de permanecer como casta. El mundo jurídico proviene de un estrato monopolítico de notables, entre los cuales se reclutan los jueces y fiscales. Ellos controlan no solo la promoción sino la formación jurídica de sus aspirantes, combatiendo con éxito la democratización de la justicia. Ni siquiera el mérito es una llave para poder acceder al

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mundo judicial. El poder judicial es un saber que se trasmite entre la parentela. Basta hacer un árbol genealógico de la justicia, mapear los apellidos, para darnos cuenta que se trata de una gran familia, una disciplina muy promiscua. Si tu papá es juez, tus hijos o sobrinos también lo serán, y seguramente los hijos de tus amigos que frecuentan el mismo club tendrán más chances que otros para acceder a la carrera judicial o ser empleado judicial. Finalmente hay que tener en cuenta el secreto. No hay administración burocrática sin secreto. La administración de justicia siempre tiende a ser una administración de sesiones secretas. Se sabe, el juez habla a través de la sentencia. Este secreto irá prevaleciendo cada vez más a medida que aumente la burocratización de la justicia. Los pasillos de los tribunales están llenos de habladurías y todo tipo de correderas. El conocimiento se trafica a través de rumores que hay que aprender a descifrar. A veces, incluso, cuestan muy caros. El intercambio de favores organiza la administración de justicia. Cualquier burocracia, dice Weber, “debe insistir en mantener ocultas sus medidas más importantes; esto ocurre cada vez más a medida que va en aumento la importancia de los aspectos puramente técnicos.” A través del secreto se ejerce el poder. Los jueces declaran el secreto de sumario. El secreto invita al diálogo, pero le pone un marco a la audiencia que se desarrollará casi siempre a puertas cerradas. Jueces sin rostro, sin sentimiento, pero con mucho odio acumulado por generaciones que saben disimular con los buenos modales y los trajes caros que visten. Jueces dueños de secretos y razones que no pueden declarar. Ya sabemos que el saber es poder, pero el saber no se puede compartir, hay que mantenerlo bajo reserva, entre bambalinas, para que funcione como mecanismo de extorsión y poder.  

Empapelados: Una fábrica de causas. El documental de Enrique Piñeyro, Rati horror show, sobre la llamada “Masacre de Pompeya”, ocurrida el 25 de enero de 2005 en la ciudad de Buenos Aires, constituye una investigación paralela que pone de manifiesto la trama institucional a través de la cual se organiza gran parte de la impunidad en Argentina. Una trama que involucra a distintos actores, a los policías, pero también a los periodistas, fiscales y jueces de todas las instancias. Según la versión policial, que fuera rápidamente comprada por el periodismo empresarial, y amparada por la justicia local, un “delincuente”, que había perpetrado dos asaltos horas atrás, conduciendo un Peugeot 205 blanco, fue interceptado en un operativo cerrojo que las comisaría 34 y 36 habían dispuesto en conjunto. Durante la persecución se produjo un tiroteo y el “delincuente” embistió a tres personas que perdieron la vida. Una persecución que finalizó después que el auto que manejaba impactara contra otro vehículo. El “delincuente” en cuestión se llama Fernando Ariel Carrera, un comerciante, padre de dos hijos, que sobrevivió a los hechos de milagro. Carrera, estuvo detenido en la cárcel de Marcos Paz durante 7 años, cumpliendo una sentencia de treinta años de reclusión por robo agravado por empleo de arma de fuego y homicidio reiterado en tres oportunidades. Aquella sentencia llevaba las firmas de los jueces Vistué de Soler, Cataldi y Lezcano, y fue puesta en duda por la Corte Suprema, quien la remitió a Casación para que la revise por segunda vez. Casación mantuvo los hechos pero morigeró la pena a la mitad. Carrera fue un ciudadano objeto del montaje policial y empapelado por la agencia judicial. Para Piñeyro, Carrera era un ciudadano que tuvo la mala suerte de estar en un lugar y momento equivocado: cuando se disponía a cruzar el Puente Alsina en dirección a Lanús, demorado por un semáforo de la avenida Sáenz, a la espera de la luz verde para cruzar, observa que un Peugeot 504 color azul, todo destartalado, conducido por tres personas mayores con anteojos negros, estaciona a su lado. Cuando

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Carrera ve que uno de sus conductores se asoma por la ventanilla y le apunta con una itaka, se asusta, cree que se trata de un asalto y arranca aceleradamente. Las personas empiezan a disparar sin dar ninguna voz de alto. El auto en cuestión tampoco llevaba ninguna sirena encendida. Uno de esos tiros de la policía impacta en la mandíbula de Carrera y pierde el conocimiento. Carrera nunca se enteró que condujo inconsciente durante doscientos metros en línea recta, que atropello a las personas y su auto se estampo contra otro vehículo. Tampoco supo que las personas que ametrallaron su auto, que estaban vestida de civil, eran policías, y que su cuerpo recibió 18 impactos de bala. De todo eso se iba a enterar en el Hospital. Lo que nos cuenta Piñeyro también es que los fiscales instructores llegaron hora y media tarde a la escena del delito, después de haberse enterado de los hechos por la televisión. Nos cuenta que la policía nunca les avisó. En ese ínterin a Carrera le plantan una gorra (la que supuestamente usaban los delincuentes en los hechos anteriores que le iban a imputar y que habilitaba la persecución), un arma de fuego, un testigo, y hasta un abogado. Un arma nunca se perició y una gorra que después se perdió. Mientras que Rubén Maugeri, el único testigo, que supuestamente era un transeúnte que pasaba casualmente por ahí, resultó ser el presidente de la Asociación de Amigos de la Policía de la Comisaría 34, con despacho propio en la Comisaría, dueño de un vehículo que, casualmente también, estaba siendo utilizado en aquel operativo cerrojo. En cuanto al abogado plantado, se trata de Fermín Víctor Iturbide, ex policía y abogado de los policías de la Comisaría 34 en el caso de Ezequiel Demonty, un cartonero de 15 años que muriera tras ser obligado a arrojarse al Riachuelo desde el puente por agentes de la federal de esa comisaría. Iturbide fue el abogado que se acercó “espontáneamente” a la familia de Carrera para defenderlo, fue quien le aconsejó –primero– que se negara a declarar y luego que se declarase culpable para recibir una pena menor.

Carrera no fue identificado en las ruedas de reconocimiento por las víctimas y testigos de los asaltos anteriores que se le estaban imputando. Tampoco le llamó la atención a los jueces que no haya testigos presenciales cuando la “masacre” tuvo lugar en una hora pico donde transitaban cientos de personas. El único testigo que “encuentra” la policía y declara en el juicio es Maugeri. Los jueces ni siquiera se tomaron el trabajo de revisar las imágenes de archivo de los canales de TV, donde se podía ver no solo a los policías corriendo de la escena a todos los “curiosos”, sino a otros testigos que confirmaban la versión de Carreras, es decir, que contradecía los dichos Maugeri, cual era que Carrera estaba armado y que desde adentro del auto disparaba como loco hacia los policías que lo perseguían en el Peugeot. Lo que le pasó a Carrera no es un hecho excepcional, ni un error y tampoco un exceso. Es una práctica habitual de la policía y la justicia. A través del “armado de causas” la policía extorsiona a determinadas personas para que “pateen” para ellos o para las personas que “trabajan” para ellos. “Armando causas” se sacan del medio a los delincuentes que los exponen con sus fechorías o se niegan a pagar la coima de rigor al comisario de turno. Pero también, finalmente, es una práctica que les permite encubrir los delitos que practica. Pero hay algo más: el caso Carrera, como tantos otros, solo es posible por la complicidad judicial, esa justicia que funciona como una “máquina de convalidar letras y firmas”. Tanto los jueces como los fiscales blindan a la policía cuando empapelan a las supuestas víctimas. No solo porque los magistrados no controlan su accionar, sino porque al mirar los hechos desde su perspectiva de clase, actúan prejuzgando los hechos, es decir, convalidando la versión policial. No hay investigación judicial sino pesquisa policial. Pero también echa luz sobre la pereza de los representantes del Ministerio Público. En efecto, los fiscales no solo no dirigen el operativo sino que delegan la investigación en los mismos agentes policiales.

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En un extenso fallo de 190 páginas, la Cámara de Casación realiza una operación para ganar tiempo: mantuvo los hechos, pero morigeró la pena a la mitad. Esa es la manera de hacer política que tiene la justicia: mientras colocaba a Carrera en situación de acceder a algún beneficio en la condena, protege a la familia judicial que, a su vez, protege a la familia policial. “La masacre de Pompeya” contada por Piñeyro es otro caso de gatillo fácil. Rati horror show nos habla de las prácticas policiales, pero también de la irresponsabilidad del periodismo (de los movileros, presentadores y agitadores de noticias) que, presos de la urgencia, ávidos de primicia, se disponen rápidamente a comprar la versión enlatada de la policía. Un periodismo, entonces, que no chequea otras fuentes, que se limita a reproducir los partes oficiales, sin investigaciones propias. El caso Carrera nos informa sobre la modorra intelectual de los magistrados que siguen las causas a larga distancia, encerrados en sus despachos, que no leen los expedientes, que basan sus juicios en sus prejuicios y los compromisos abyectos con las policías que trabajan por ellos y para ellos. Pero también habla de las instancias superiores de la justicia que fuerzan argumentos y protegen a los estamentos inferiores de los escándalos. Un caso que expone al sistema judicial en su conjunto y muestra otro lugar de la necesaria democratización de la justicia. Los gobiernos pasan y la justicia permanece también. No hay malditas policías sin malditos jueces. El caso Carrera arroja luz sobre los vínculos abyectos entre el mundo de la policía y el mundo judicial. Relaciones de continuidad que no pudieron desandarse tampoco en estos diez años. Demasiadas son las preguntas pendientes, las tareas inconclusas. Carrera es un rehén de las historias que no supimos desandar a tiempo. La lucha de Carrera es el esfuerzo por salir de esta trampa, y mantener la verdad y la constancia por encima de los pactos corporativos que

lo tienen atrapado. Como Joseph K., Carreras se pregunta, “Ante las puertas de La Ley”, si el guardián lo dejará pasar o, por el contrario, deberá aprender a convivir con una prórroga indefinida. El tiempo se detuvo para Carrera y su familia, viven en el limbo judicial.

Una justicia asediada y conmocionada. Justicia mediática es el nombre que elegí hace 15 años para nombrar un fenómeno que se perfilaba como irreversible. Hace rato que los jueces han perdido protagonismo en la definición de la verdad, una tarea que comparten ahora con los periodistas. Tanto los jueces como los fiscales saben que no es lo mismo para cualquier investigación que la causa que llevan adelante haya captado la atención de la opinión pública o permanezca invisible. Los periodistas no solo referencian como problemáticos a los eventos sociales –tarea que hasta entonces, dicho sea de paso, correspondía exclusivamente a los legisladores–, sino que participan activamente en la averiguación de los hechos que tuvieron lugar. Una búsqueda que no es ingenua, que sigue otras reglas, otros criterios, que no es objeto de contralor alguno, y donde los señalados por la prensa como culpables no tienen ninguna garantía procesal. La libertad de prensa es un derecho absoluto y sus practicantes suelen experimentarla como una patente de corso. El fin justifica los medios y, por tanto, vale todo. De allí que los periodistas se hayan convertido en linchadores seriales, y las prácticas que organizan su campo impliquen una violación sistemática de los derechos humanos de las personas involucradas en la noticia que están contando. Los legisladores se han hecho cargo de la prepotencia televisiva y han dejado constancia de ello en una serie de reformas que todavía se están tramando. Por ejemplo, el anteproyecto de reforma del Código Procesal Penal, en su artículo 185, incorpora para la determinación de la prisión preventiva la figura de la “conmoción social”. Sabemos que

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la prisión preventiva es una medida excepcional. El juez solo debería disponerla cuando considere y pruebe (algo que raramente sucede) que existe riesgo procesal, es decir, cuando entiende que el imputado puede fugarse o estando en libertad puede entorpecer la investigación alterando las pruebas. Además, las personas son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, y eso sucede durante el juicio y tiene lugar cuando la sentencia queda firme. Ahora bien, la propuesta en cuestión habilita a usarla además en casos de conmoción social. En efecto, con esta figura, los periodistas tienen la posibilidad de presionar a los fiscales y jueces para “bajarle la preventiva” a las personas que identifiquen como autoras del delito que se investiga en la justicia. Con la reforma, los jueces deben imitar a los periodistas. Poco a poco la justicia mediática empieza a modificar el proceso judicial. Por ejemplo, la culpa no es algo que hay que probar durante el juicio a través de la recolección de pruebas, sino que se atribuye de antemano; ya no hay presunción de inocencia que valga. Le toca a la persona apuntada como responsable probar su inocencia. Una inocencia que deberá defender no solo en los tribunales sino frente a las cámaras de televisión. En vez de establecer límites para su uso, se propone expandirla aún más. Basta revisar las estadísticas para darnos cuenta de que la prisión preventiva dejó de ser una medida excepcional para volverse la regla general: el 60 % de la población encerrada en el país es inocente, es decir, está presa por las dudas. Una cifra que suele rondar en el 70% en la provincia de Buenos Aires. Como dijo Ferrajoli, se castiga procesando: la prisión cautelar ha dejado de ser una medida procesal para convertirse en una medida de defensa social. Con la reforma propuesta se sube la apuesta. No solo contradice la Constitucional Nacional y los pactos internacionales de DD.HH., sino que habilita la demagogia judicial y blanquea la influencia de la televisión. Con la intervención del periodismo truculento y sensacionalista que

“hace noticias” con el dolor ajeno, los jueces tendrán poco margen para correrse de aquellas coberturas prejuiciosas. Se juzgará para la hinchada sedienta de venganza. La demagogia periodística se fortalece con la demagogia judicial. Los periodistas saben que tienen la capacidad de enloquecer a la opinión pública, y saben que una noticia que está una semana en cartelera puede agregarle la suficiente peligrosidad a una persona para forzar a los jueces a decidir la privación de la libertad de la persona en cuestión. El cartelito de “delincuente” o “peligroso delincuente” que le colgaron ejerce una presión tremenda sobre los fiscales. Su libre albedrío está asediado por la jurisprudencia instantánea que gestiona el periodismo. Una sociedad periódicamente cautiva del pánico moral, objeto de representaciones exacerbadas de la realidad, creará condiciones para vivir en estado de conmoción social. Todas las semanas habrá un caso que conmueva a la audiencia, y las personas sospechadas y apuntadas con el dedo del presentador estrella de noticias, deberán esperar el juicio entre rejas por el solo hecho de haber ganado la tapa de los diarios.

Una justicia patriarcal y clerical. La Justicia se viste de mujer, pero tiene cara de macho alfa. La figura femenina es una suerte de concesión del estado patriarcal hacia las mujeres que relega, madre de sus hijos. Una justicia misógina, homofóbica, que gusta hablar poniéndose siempre en el lugar del “buen padre de familia”. Los jueces son esos padres ejemplares, universales, la medida de todas las cosas. Como todos los pater familias, les gusta que los atiendan como, dicen, se merecen las “Excelentísimas” personas; que les lleven sus expedientes y resuman las causas en las que dicen entender. No importa la puntualidad, pero la bandeja debe estar siempre bien servida.

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En esta democracia, los jueces tienen todavía coronita. Viven rodeados de fueros y privilegios; no pagan ganancia ni estacionamiento, andan siempre con custodia privada y rebotan los escritos que no empiezan con la frase “Su Señoría”. La justicia constituye la reserva moral de las monarquías, pero también del patriarcado. En su despacho rige la ética del patrón de estancia. Una burocracia irracional, que se organiza con criterios discrecionales, pero muy temperamental. Un temperamento que sabe guardar o disimular con sus formalismos. Cuando “Vuestra Excelencia” se fue a pescar o viajó a Miami a dudosos cursos académicos, y hay que atender a los clientes o rebotar a los ciudadanos que se apiñan en la mesa de entradas, siempre tendrá a su disposición un séquito de obsecuentes que está dispuesto a hacer el trabajo por ellos, a cambio de una promoción en la carrera judicial. Total… si los jueces hablan a través de la sentencia, eso sucederá cada muerte de obispo. Por eso, detrás de una causa de violencia de género hay un juez que llegó tarde, que miró para otro lado o con desconfianza. Sabemos que estamos frente a una justicia clasista, pero también machista. Un machismo que resguarda la institución católica. A través de sus rituales se perpetúa en el tiempo el contrato sexual desigual pero también el cristianismo que llevamos adentro. Las estructuras patriarcales de la violencia se cristalizan en la palabra del Señor. Estos jueces leen la realidad con el crucifijo arriba de sus cabezas. Por encima de ellos solo está la palabra de Dios. Ellos también son un representante de Dios en la Tierra. Un juez con un crucifijo en la mano siempre dispuesto a practicar el exorcismo, a conjurar a los demonios que otras instituciones igualmente patriarcales les fue arrimado: sea el pibe chorro, el militante social, la travesti, el gay, la mujer, la joven embarazada que quiere abortar o el niño no heteronormado. Pongamos ejemplos concretos para poner en evidencia las rutinas donde se apoya el patriarcado religioso. Cuando una mujer fue objeto de violencias (ya sea porque fue golpeada, amenazada, maltratada,

violada, etc.) se vuelve objeto de la violencia institucional, toda vez que estará sometida a lógicas burocráticas que, por más que se trate de procedimientos reglamentados, no dejan de experimentarse como violentos. En efecto, la mujer violentada no solo tiene que transitar distintas instituciones que no conoce, sino ganarse la atención de los distintos funcionarios, sortear el destrato consuetudinario de las instituciones que se involucran, seguir haciendo largas colas, aguardar en la sala de espera, y luego ser lo suficientemente elocuente para que su caso sea atendido con la urgencia que merece. Pero los funcionarios son morbosos, reclaman pruebas a la vista, y si la mujer no llega con la cara marcada, tendrá menos chances de ser tomada en serio. Está sometida a tener que certificar cada vez las agresiones en la guardia del Hospital más cercano para después agregarlas en el expediente. Es como que la justicia y las policías le dijeran: “regrese cuando tenga los ojos negros”, “no debe ser para tanto”, “¿no está exagerando?”. Pensemos además que muchas veces el tránsito lo hace sola, sin acompañamiento institucional idóneo, y después de haber allanado las culpas y otras vergüenzas que la sociedad machista le impone a la mujer como castigo extra. Este derrotero la vuelve a revictimizar. Tanto los jueces como las policías, como los médicos de los Hospitales, se mueven a requerimiento de parte. Cuando una mujer es víctima de violencias tiene que saber que debe ir a la comisaría más cercana a su domicilio a denunciarlo; saber además que luego tiene que ratificar la denuncia en la fiscalía. Debe saber también que tendrá que concurrir al juzgado para ver el estado de su denuncia, constatar si el juzgado dispuso medidas restrictivas para el agresor. Finalmente, una vez que tenga en su mano la orden de restricción, deberá dirigirse hasta la comisaría más cercana donde vive el agresor y luego otra vez a la suya para notificar a los policías lo que dispuso Su Señoría.

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Esta calesita de la que es objeto la mujer nos habla de la desconfianza estructural que estas instituciones imparten hacia la mujer. Una justicia que se mueve a requerimiento de parte, que no está dispuesta a actuar de oficio. Corresponde a la mujer activar la justicia. La mujer carga con el dolor y los prejuicios de las instituciones. Una justicia que carga todo a la cuenta de la mujer. Por ejemplo, en vez de monitorear de oficio la restricción que dispuso para el agresor, a través de una pulsera en el tobillo del hombre, será otra vez la mujer la que debe apretar un botón antipánico si observa que su agresor se acerca a su residencia o la persigue en el barrio. Una medida que, en vez de garantizarle libertad a la mujer, tiende a encerrarla otra vez en su casa. La justicia habla con el lenguaje de la autoridad patriarcal. Un tipo de violencia transfigurada, hecha de sentencias que nunca llegan y cuando se firman tampoco se entienden; una violencia que se averigua en la jerga y sus formalismos vetustos, cuando descontrola o exime a las policías a tener que rendir cuentas, y sobre todo en el laberinto que dispone alrededor de la mujer agredida. Los jueces son la mejor cerradura para la esfera privada. No hay orden de restricción para ningún padre, marido o novio violento; los oficios que tarda en escribir, y una vez escritos, en firmar o comunicar, las disposiciones que nunca monitorea, todo esto constituye la mejor manera de mantener alejada a la fuerza pública de la casa de la mujer violentada, territorio del jefe del hogar, el pater familias. Se trata de un pacto implícito entre caballeros. Salvo la Iglesia, es decir, el Señor, nadie tiene permitido meter las narices donde no le incumbe. La mujer, como casi todas las cosas que se encuentran dentro de la casa, pertenecen al hombre, es propiedad exclusiva del hombre, y eso será hasta que la muerte los separe. No hay femicidios sin justicia patriarcal.  

Una justicia legítima es una justicia democrática. Justicia Legítima fue un soplo de aire en un ambiente donde el clima estaba muy enviciado. Pero cuando los interlocutores que se autoreferencian como protagónicos en este debate sui generis son todos juristas, se corre el riesgo de reproducir aquello que se quiere cuestionar. No solo porque sigue siendo un debate corporativo, que solo involucra a los actores que orbitan al poder judicial, sino porque se organizan alrededor de la voz cantante de los popes de siempre que, por más progres o críticos, siguen siendo elementos activos de una maquinaria que funciona por sí sola. No solo están ausentes los sociólogos y los carniceros, sino los poetas, estudiantes y, sobre todo, aquellas personas que aguardan una sentencia encerrados en prisión. Como si la justicia fuese una discusión que solo interesa a los juristas y los abogados, un tema de su exclusiva incumbencia y propiedad. Más allá de que muchos sean figuras prestigiosas que admiramos, de que tengan la capacidad de hacer síntesis y por eso mismo constituirse en la voz cantante de muchos otros sectores, si en realidad quieren ser consecuentes con lo que predican, si lo que está en juego es la democratización de la justicia, entonces el debate debería amplificarse hasta involucrar a otros actores de la sociedad. Eso por un lado, porque por el otro, en cuanto a los juristas que participaron del evento organizado por Justicia Legítima en la Biblioteca Nacional, las voces que se escucharon fueron las de aquellos que viven en la gran ciudad de Buenos Aires. Cuando le llegó el turno a los magistrados o defensores del interior, el tiempo se había acabado, la lista de oradores se había cerrado. Era muy tarde para seguir discutiendo. Llamativamente el orden de los expositores coincidió con los que tuvieron algún protagonismo en los medios las semanas anteriores. Salvo honrosas excepciones nadie se animó a poner las cosas con nombre y apellido. Las cosas estuvieron envueltas en el anonimato. Claro, se trataba de denunciar una maquinaria, pero en ella hay

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engranajes centrales, figuras donde se cristaliza el poder que conviene nombrar. Había además mucha gente con credenciales sospechadas entre la audiencia y, coincidimos, no era el momento de pelearse y sacar los trapitos al sol. Pero había mucho tufo a opus dei y duhaldismo duro, algunos incluso estaban denunciados por maltratar a los trabajadores judiciales; estaban incluso aquellos magistrados que nunca van a trabajar, que solo asisten a los tribunales los días de firma, que viven de feria. Y también había mucha parentela, mucha familia judicial. Muchos de estos ya habían lavado su conciencia con los juicios de lesa humanidad contra los militares y sus cómplices. Y ahora quieren hacer valer su peso específico jugando en esta nueva arena. Ya dijimos que no somos partidarios de la teoría de la manzana podrida. Creemos que la justicia no se va a democratizar sacando tampoco las manzanas en mal estado. Hasta que no se modifique el canasto que las contiene y se pongan en crisis las rutinas judiciales (clasistas, machistas, elitistas, clericales y patoteras) se van a seguir pudriendo todas las piezas. No somos tampoco ni infantiles ni puristas. Estamos de acuerdo también con la recomendación que Perón le hizo alguna vez a Cooke cuando éste lo acosaba con su correspondencia y corría por izquierda al General: “Los leales y los desleales cuentan solo para construir y debemos manejarlos a todos porque si no llegaríamos al final con muy poquitos. Por otra parte hay dos clases de lealtad, la de los que son leales al Movimiento y los que son leales cuando no les conviene ser desleales. Con ambos hay que contar: usando a los primeros sin reservas y utilizando a los segundos, a condición de colocarlos en una situación en la que no les convenga defeccionar. Al final, no hay hombres buenos ni malos, más bien todo depende de las circunstancias, aunque para conducir es siempre mejor pensar que muchos son malos y mentirosos.” No estamos pensando en la lealtad sino en la crítica, aunque es cierto que para muchos de los que estaban allí presentes lo que estaba en juego era la lealtad. Justicia Legítima

necesita a los buenos pero también a los malos de siempre. El punto consiste en que tengamos en cuenta que dentro de este tren, además de la mujer maravilla está Drácula y el hombre lobo, que nadie se haga ilusiones entonces. Más aún cuando unos cuantos se apresuran a ser más papistas que el papa y confunden la crisis de justicia con las falta de lealtad, la independencia con la obsecuencia política. Y que conste que no renegamos de la militancia política al interior del poder judicial y el ministerio público. El campo jurídico, como cualquier otra esfera es un espacio tensado entre diferentes actores, atravesado de disputas de poder, que son desiguales y combinadas. No hay carmelitas en sus claustros. Allí se tejen alianzas y se rompen acuerdos como en cualquier otro campo de poder. Las relaciones son cambiantes y los procesos no son irreversibles. Como lo demuestra la cantidad de figurones que se acercaron hasta Justicia Legítima para lavar su consciencia y de paso quedar bien parados otra vez. Pero entendemos que hay disputas principales y secundarias y que no se puede batallar en todos los frentes al mismo tiempo. Eso no quiere decir que estemos todos en la misma vereda, jugando el mismo juego y pensando las mismas cosas. Aunque pueda sorprendérsenos visitando los mismos auditorios. La sensación que tenemos es que seguimos “rodeados de viejos vinagres”. Bob Dylan tenía razón al señalar que cuando los funcionarios se quedan sin pelo tienen que dar un paso al costado. Digo: Para cambiar la justicia tiene que haber un cambio generacional también. Estamos de acuerdo en que la juventud es una tarea pendiente, que no llega con la edad. Que hay viejos que siguen siendo jóvenes, y jóvenes viejos que se saltearon la juventud el mismo día que se recibieron de abogados. Sobre todo aquellos jóvenes que se la pasan obedeciendo a su referente. Pero la justicia, para democratizarse, necesita de ideas nuevas y, sobre todo, de otra sensibilidad, es decir, de ideas más cercanas a la realidad, que sean permeables a la realidad con la que se miden diariamente.

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La legitimidad para la justicia dependerá de la habilidad de sus anfitriones para convocar al resto de la sociedad a un debate que no empieza y termina en la organización de una nueva asociación. Levantar ese muerto, abrirle los ojos a esta ciega que llamamos Justicia, después de tanta crisis de representación que se traduce en una desconfianza recurrente, implica participar al resto de la ciudadanía en la administración de justicia. Que así sea.

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“La Máquina de convalidar letras y firmas, sabemos, trabaja por inercia, se come a los pibes, deja charcos (…) La Máquina de convalidar letras y firmas avanza y avanza (…) busca sujetos blanditos y se los come con furia. La Máquina de convalidar letras y firmas ha llegado a su fin, repito… La Máquina de convalidar letras y firmas ha llegado a su fin, con estas letras afirmo” Julián Axat, “Teoría sobre el lenguaje docto” en Servarios (2005)

Brecha judicial y acceso a la justicia. “Si no hay justicia hay escrache”, esa fue una de las consignas que nos sostuvo a todos aquellos que hicimos nuestras primeras militancias durante el menemismo. Si los jueces no juzgaban había que imaginar formas creativas y alternativas para resguardar la memoria y perseguir la verdad que pretendían monopolizar y ocultar los magistrados. La consigna tiene un valor agregado, sin la cual era impensable la práctica. Esa palabra no dicha hay que buscarla en el sujeto que la pronunciaba, es decir, detrás del escrache estaba la organización. Sin organización no había escrache y tampoco, por añadidura, había justicia. La disputa por la justicia reclamaba la organización popular, colectiva. Cuando no hay organización cunde la injusticia; puede que haya estallido y mucha bronca, pero estaremos cada vez más lejos de la justicia. La injusticia no determina la lucha por la justicia. Para decirlo con las palabras de Marx: “el hombre necesita más de la dignidad que del hambre.”

El poeta cubano José Martí dijo alguna vez que “los derechos se tienen cuando se los ejerce”. No basta, entonces, con tener un ordenamiento jurídico de avanzada, adecuado a los estándares internacionales de derechos humanos, si los actores no pueden ejercerlos. Y tratándose de los ciudadanos en desventaja, no basta una ley bonita para recomponer su estatus jurídico devaluado. Se necesita otra trama: Los derechos se ejercen cuando hay una organización colectiva detrás. La misma organización que fue necesaria para conquistar los derechos es la que luego se necesitará para poder ejercerlos. Aquellos ciudadanos, objeto de la discrecionalidad de las redes políticas clientelares, de la brutalidad policial, de la desidia del empleado administrativo que los condena a hacer largas e interminables colas, de la burocracia judicial, tendrán luego serias dificultades para hacer valer sus derechos si no lo hacen de manera organizada. Una de las consecuencias del neoliberalismo, un efecto de larga duración, es lo que hemos llamado desciudadanización. La brecha social se tradujo en una brecha jurídica. Las necesidades básicas insatisfechas tienen su correlato, como bien dijo Julián Axat, en las “necesidades legales insatisfechas”. La fragmentación social y el declive de lo político creó condiciones para incapacitar –jurídicamente hablando– a los actores más vulnerables para que puedan hacer valer sus derechos. Cuando existen miles de puertas para acceder a la justicia, no existe un acceso directo, y estamos condenados a errar. ¡Es ley de las burocracias! Los caminos se bifurcan y los ciudadanos empezamos enredarnos en un laberinto que nos irá alejando de la verdad a medida que vayamos avanzando. Una vez adentro, atrapados en su red, solo podremos aspirar, en el mejor de los casos –como dijo Kafka–, a una “prórroga indefinida”. ATAJO (Agencia Territorial de Acceso a la Justicia) es un programa de acceso comunitario a la justicia creado por el Ministerio Público Fiscal de la Nación a cargo de la Procuradora General Alejandra Gils

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Garbó, dirigido por Julián Axat, y militado por muchos promotores con otra sensibilidad social, que busca poner a la justicia en otro lugar. Se trata no solo de poner a la justicia más cerca del pueblo sino de anticiparse a los conflictos que deberá atender con urgencia. Si es cierto que la justicia se convirtió (por la pereza teórica de los jueces, la modorra intelectual de sus empleados públicos, el oportunismo económico de los abogados y la revancha de clase de todos) en una “máquina de convalidar letras y firmas”; si es cierto que los jueces y fiscales delegaron la investigación en las policías, eso quiere decir que el poder judicial está al servicio de la policía. Acceder a la justicia implica empoderar a los ciudadanos, interpelar a las organizaciones para que acompañen a los vecinos en sus reclamos, por más privados sean estos. Acceder a la justicia implica disputar a las policías el manejo de la información para luego interpelar a los fiscales y los jueces a que realicen su tarea. ATAJO no solo busca ganarle de mano a la policía para poner a trabajar a los fiscales y magistrados, sino interpelar y acompañar a las organizaciones sociales en la agregación y representación de intereses de los actores que participa. Si la justicia no puede ser un privilegio que se organiza en función de la capacidad económica de los ciudadanos para contratar los servicios de los abogados caros con contactos, si la capacidad de consumo no tiene que ser la medida para determinar los derechos de los ciudadanos, hay que sobreproteger a los actores en desventaja. ATAJO es la expresión de la voluntad política para cuidar y agregarle dignidad jurídica a los actores en situación de vulnerabilidad. El desafío no es sencillo y demandará tiempo. Meterse con las prácticas regulares que constituyen el ADN de estas instituciones necesita compromiso y militancia; y necesita de nuevas alianzas. Sus protagonistas saben que las cosas pueden funcionar por un tiempo a fuerza de voluntad. Pero el sostenimiento de las políticas públicas necesita no solo liderazgos políticos sino de planificación institucional. En tiempos electorales y demagogia política, hay que hacer malabares

para sostener una experiencia semejante. Más aún cuando sus referentes están en la tapa de los diarios y reciben los embates de una prensa que juega a todo o nada, y convierte cada apuesta reformista en una conspiración.

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Capítulo 7 Encarcelamiento masivo y precariado Presos comunes: lúmpenes, enajenados y reaccionarios. El libro de Claudia Cesaroni, Masacre en el Pabellón Séptimo, es como una mamushka: un libro adentro de otro libro que se encuentra a su vez adentro de otro libro. Como en un juego de espejos, el libro dispara una serie de preguntas. Cesaroni se mete con todos los temas: las rutinas del servicio penitenciario, las actuaciones judiciales, el tratamiento periodístico, la militancia de derechos humanos. Es un libro que explora las relaciones de continuidad entre la dictadura y la democracia. Un libro urgente, escrito con el deseo de responder preguntas pendientes pero, sobre todo, que quiere empujar una causa pesada, que llega tarde, aunque como dice el refrán, “mejor tarde que nunca”. Quisiera escribir sobre esa demora. ¿Por qué tuvieron que pasar 35 años para que estemos hablando de la masacre del Pabellón 7°? ¿Por qué la masacre del Pabellón 7° no mereció la atención de las organizaciones de derechos humanos? ¿Qué tenían los presos del Pabellón 7° que no tenían los presos de otros pabellones? ¿Se traspapeló la causa? ¿Por qué se mandó a archivar? ¿Por qué no mereció la atención de la militancia?

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¿Por qué no se investigó como un delito de lesa humanidad? ¿Por qué no tuvieron el mismo tratamiento que los presos políticos? Salvo raras excepciones, la masacre del Pabellón 7° no fue abordada por casi nadie. Entre las excepciones hay que nombrar al Indio Solari. Hay una canción en su disco El tesoro de los inocentes del año 2004 que refiere a los mismos hechos que explora Cesaroni. Después están los libros de Elías Neuman, Crónica de muertes silenciadas de 1985 y otro que compila Daniel Barberis, Los derechos humanos en el otro país de 1987, en el que escriben además de Barberis y Neuman, Alfredo Moffatt, Eugenio Zaffaroni, Luis Frontera y Juan Carlos Domínguez. Sin embargo, la masacre permaneció invisibilizada. ¿Por qué estuvo tanto tiempo “guardada”? Las respuestas a semejantes preguntas no hay que buscarlas solamente en el éxito que tuvo la versión del Servicio Penitenciario Federal, otra versión enlatada que fue comprada oportuna y rápidamente por el periodismo de la época. Hay que buscarla en la propia cultura de izquierda, en las concepciones que comulgaba la izquierda en aquel momento y antes también. En efecto, la invisibilidad de aquella masacre es la incapacidad que tenía el movimiento de derechos humanos para agendar las conflictividades sociales que involucraban a otros actores sociales; la incapacidad para pensar el delito común. ¡Dime qué opinas del delito y te diré si lo defiendes o no! Quiero hablar, entonces, de lo que no está escrito en el libro, pero que se sugiere todo el tiempo. No está escrito pero está dicho. Porque el libro sobre la masacre en el Pabellón 7° arroja luz sobre los límites y prejuicios de las organizaciones de derechos humanos y las organizaciones de izquierda o progresistas que nutrieron las filas de aquellos organismos en Argentina. Los límites son sus prejuicios, y los prejuicios son de larga duración, fueron fermentando al interior de esta trayectoria crítica. Vayamos al grano: La distinción entre presos políticos y presos comunes es una distinción teñida de prejuicios. La distancia que existía

entre los presos políticos y los presos comunes es la distancia que existe entre el proletariado y el lumpenproletariado. Para el marxismo en general, sea el marxismo riguroso como el marxismo que había salpicado al peronismo y al progresismo, los presos no son siempre el mismo preso y, por tanto, no merecen los mismos honores, la misma protección, atención o defensa. Por empezar digamos que los presos comunes no merecen el estatus de preso político. “Preso político” es un preso con conciencia política (con conciencia para sí), conciencia que se averigua en el compromiso, y compromiso que reconocemos en su militancia. En cambio el “preso común” es el preso enajenado, o más aún (porque también los proletarios están alienados) es el preso sobre-enajenado o enajenado por partida doble. Enajenado hasta la reacción. El “preso común” es el preso descomprometido, el preso que antes de estar preso se identificaba con la burguesía, con sus valores y tenencias; el que quería lo que tenía el burgués y por eso se lo sacó, pero nunca lo cuestionó. Puede ser que la propiedad sea un robo, pero no hay resistencia en sus acciones egoístas y, mucho menos, tampoco se puede advertir un carácter contestatario o prerrevolucionario en sus fechorías, como lo aventuró Roberto Carri para los bandoleros sociales. Pero Carri no era marxista sino peronista, por eso puso las cosas en otro lugar. Ya sabemos que para el marxismo en general el lumpenproletariado es el lumpenaje, esa masa informe difusa y errante, esa escoria o desecho social, esas capas putrefactas de la sociedad que alguna vez pueden ser arrastrados por los trabajadores a la revolución pero que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, están dispuestos a venderse a la reacción (Marx y Engels). Entre los lúmpenes están los vagos, los esquiroles, los ladronzuelos, los transas y los delincuentes. Proletario rotoso, que cortó vínculos con los proletarios y tejió otros lazos abyectos con las policías. Por eso merecen la sospecha, la desconfianza, incluso la repulsión. Y por eso, como dijo Mao Tse Tung, deben ser considerados también un enemigo

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del pueblo, junto a la burguesía internacional, y la manera de tratar correctamente con ellos es a través de la fuerza, es decir, la represión y la cárcel. No me voy a detener a analizar este tema porque lo hemos hecho en profundidad en otro libro: Vida lumpen, bestiario de la multitud. En Argentina no es un tema nuevo. Hace poco la Biblioteca Nacional reeditó el libro de Angélica Mendoza, Cárcel de mujeres publicado en 1933. Angélica era una maestra y gremialista que estuvo presa dos o tres meses. Después de haber pasado por el Asilo del Buen Pastor, que era una cárcel regenteada por monjas, escribió aquel libro. Allí la encontramos despotricando contra las “presas comunes”. Una categoría compuesta por rameras, mecheras o ladronas de tienda, pordioseras (limosneras o vagas, vendedoras de estampitas) y viciosas (sean las vendedoras de cocaína o borrachas). Al lado de las “presas comunes” estaban las “presas políticas” que constituían un mundo aparte, que no se mezclaban con las otras y si lo hacían era por pura curiosidad antropológica. Dice Mendoza: “¡Plena República de Andrajos! El asilo es el embalse, la confluencia de las corrientes pútridas de la sociedad. Los policías hacen de espumaderas de la fermentación. Todas las noches cosechan… Y al día siguiente brotan del mismo seno nutricio”. Según Angélica Mendoza las monjas querían mezclar a todas las presas para lumpenizar a las presas políticas, para quebrarlas, humillarlas. Hay una pregunta que atraviesa este libro, una pregunta que empezó con una discusión que tuvo Angélica con las presas anarquistas que sí querían vincularse con las presas comunes: ¿Qué hacer con las putas y las chorras? ¿Se puede hacer algo? ¿Hay una tarea militante allí? La respuesta nos parece bestial, pero es hija de su época. Una época que duró hasta los ’90 del siglo pasado. Después de decir que estamos frente a una de las categorías que integran el lumpenaje, dice: “para el proletariado revolucionario es una pérdida de tiempo y energía. No puede detenerse en su lucha para redimir mujeres [estas mujeres]”. Para Mendoza no hay que desconcentrarse. Hay que seguir

en el camino de la revolución, sin distraerse o perder el tiempo en estos “elementos”. La pregunta por el delito, por la cárcel, se cargaba a la cuenta de la revolución. Su liberación vendrá por añadidura. Cuando no haya propiedad privada entonces no habrá ladrones ni vendedoras de sexo. Ahora bien, después de tantos años de neoliberalismo, desocupación y marginación social, de tanta fábrica cerrada, la izquierda marxista, como dijo alguna vez León Rozitchner, se quedó sin sujeto. En verdad nunca tuvo mucha clientela en este país, pero ahora corría el riesgo de convertirse otra vez en una patrulla perdida. Tuvo que reinventarse con el aporte y la militancia de los movimientos sociales de desocupados. Los desocupados dejaron de ser esos lúmpenes, elementos reaccionarios, para ser identificados como protagonistas, no digo de la revolución o la insurrección, pero sí de la resistencia y la protesta social. La encarnación de la crítica más cruda al neoliberalismo. Si las fábricas estaban vacías, la manera de continuar vinculados a los sectores populares, era acercándose al barrio, organizando a los desocupados. Esos mismos desocupados que estaban llenando las cárceles argentinas, que estaban siendo detenidos o gatillados por la policía, perseguidos por justicia penal, torturados por los penitenciarios. Esos desocupados pusieron las cosas en otro lugar. No solo volvieron a la izquierda menos prejuiciosa y solidaria, sino que pusieron a los organismos de derechos humanos a defender a otros actores: a los presos comunes o, mejor dicho, a los jóvenes morochos que vivían en barrios pobres, porque de ahora en más, como había cantado el Indio, todo preso es político.

Pabellones evangélicos: entre la dominación, la conversión y el refugio. La cárcel es un lugar lleno de mitos. Esos mitos se escriben con la participación de todos los actores que intervienen en ella. No solo con las fabulaciones interesadas de los presos y los penitenciarios,

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sino con las categorías políticamente correctas que usamos en la academia y las organizaciones de derechos humanos. Esos mitos no tienen nada de desdeñables. Cada uno compone los suyos en función de las apuestas que ensaya a partir de las condiciones con las que se mide. Los mitos sirven para dar una disputa en las ligas mayores, de cara a las grandes audiencias que se busca convencer, pero a la hora de hilar finito empezamos a pifiar cuando insistimos en ellos. Digo, en materia carcelaria, los mitos ponen a la cárcel en un lugar donde no se encuentra. Y cuando eso sucede corremos el riesgo de sacar conclusiones equivocadas. Uno de esos mitos, por ejemplo, es que la cárcel es un depósito y, más aún, un vertedero; otro mito, que las cárceles están llenas de reincidentes o son una fábrica de delincuentes, una universidad del delito. Quiero detenerme en otro lugar común que en los últimos años ha empezado a captar la atención de los investigadores y militantes de derechos humanos. Un mito que involucra a la religión, más concretamente a los evangelistas. Se dice que los penitenciarios han “tercerizado” el gobierno de la cárcel en los evangelistas, que a través de los pentecostales se maneja a la población, que el evangelismo es la continuación de la fuerza por otros medios, una manera de lavar el cerebro a los presos, una forma más o menos amable de dominación. No voy a decir acá que eso no tenga lugar. Pero no es el momento de hacer generalizaciones. El libro La re-invención religiosa del encierro, de los investigadores Rodolfo Brardinelli y Joaquín Algranti, se encarga de desmontar ese mito, reconociendo la compleja relación que existe entre penitenciarios y evangelistas y entre estos y los presos. Una relación que no puede ser reducida a una simple relación de dominación. Las cosas parecen más complejas y hay que explorarlas primero para poder explicarlas. Para los autores el evangelismo es mucho más que una promesa de gobernabilidad de la cárcel. En la descalificación de los evangelistas, no solo de los pastores, sino de los propios conversos y refugiados

interesados, se averigua el mismo prejuicio de clase que caracterizó durante mucho tiempo a los sectores con mayores niveles de instrucción, sobre todo los más politizados, los supuestamente más críticos. Pero me gustaría leer de atrás para delante, es decir, quisiera tomar como punto de partida una pregunta que se formula al final del libro, una pregunta que formula un capellán católico. Dice el cura: “¿Quién se va a plantear ir a laburar a una cárcel?” Sin duda se trata de una pregunta retórica, no solo porque los autores la traen al ruedo después de haber escrito más de doscientas páginas, sino porque el mismo capellán la plantea a modo de respuesta frente al hecho consumado que acá se explora e intenta explicar: la expansión del pentecostalismo en los penales de la provincia de Buenos Aires. En efecto, los evangelistas son aquellos actores sociales que eligieron a la cárcel –aunque no solamente la cárcel– como lugar de militancia, el terreno para ejercer una vocación, para encarnar un llamamiento, y tal vez, además, como estrategia de difusión de un credo que gana cada vez más atención en los sectores populares. La pregunta tiene como telón de fondo un escenario muy poco atrayente. Estamos pisando los primeros meses del retorno de la democracia y la cárcel empieza a congestionarse de nuevos actores. Además del hacinamiento, el otro dato novedoso es la edad de los internos. La población alojada es cada vez más joven. Los jóvenes transformaron la cárcel, modificaron los códigos, las prácticas, las maneras de habitar los espacios de encierro. La cárcel no solo se volvió ilegible para los presos más viejos sino para los propios penitenciarios. Los “chorros de profesión” empezaron a quejarse: “estos pibes no tienen códigos”, “se han perdido los códigos”, “se pelean por cualquier cosa”. Los penitenciaros, por su parte, encuentran cada vez más dificultades para “manejar la población”. No solo la violencia institucional empieza a aumentar, sino que se multiplican los choques entre los presos. Asistimos a un incremento de la violencia

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interpersonal, del uso desprejuiciado de la fuerza física. Comienza a postularse a la violencia como la manera de organizar las jerarquías al interior de las ranchadas y enmarcar las relaciones de intercambio entre los distintos grupos de presos. El motín de 1983 en la unidad de Olmos, que amenazaba propagarse sobre el resto de los penales, como sucede con todos los motines que van macerando pacientemente las condiciones infrahumanas en las que se encuentran alojados los presos, fue interpretado como la expresión del malestar al interior de los penales. En este contexto, destacan los autores del libro, “se inicia el proceso de penetración del evangelismo”. Con la democracia empezaban a dibujarse nuevas reglas de juego, y los penitenciarios no podían apelar abiertamente al uso de la represión. Los políticos le tenían miedo a los penales y presionaban a los penitenciarios para que descompriman la situación. ¿Qué hacer? Había que hacer algo novedoso y creativo que permitiera gobernar los penales sin los riesgos que implicaban el uso de la fuerza. Ahí es cuando los evangelistas penitenciarios levantan la mano, es decir, encuentran una grieta para infiltrarse y empezar su tarea evangelizadora y de paso poner a prueba la vocación de su feligresía. Agregan los autores: “La expansión del pentecostalismo (…) es un respuesta informal –pero claramente avalada y favorecida, si es que no directamente organizada, por el personal penitenciario- a la necesidad de encontrar nuevas y políticamente aceptables formas de lograr obediencia, es decir, manejar la población.” De allí en adelante, poco a poco, el pentecostalismo fue organizando cada vez más pabellones evangélicos hasta alojar en su interior, según distintos cálculos, casi el 40% de la población, hasta llegar a tener en el 2003 un penal entero (la famosa Unidad 25) bajo su gestión y cuidado que llamaron, mientras duró, “Cristo la única esperanza”. (Entre paréntesis: hay un documental muy interesante del director Alejo Hoijman sobre esta Unidad que recomendamos ver a los lectores).

Ahora bien, ¿por qué los evangelistas y no los católicos? ¿Por qué los evangelistas y no la izquierda? En cuanto al catolicismo, hay que señalar otro dato que marcará la época y que no deberíamos desatender para luego responder la cuestión. Tiene que ver con la desacralización de los sectores populares, esto es, la incapacidad de la iglesia católica para religar y agregar la fe de los sectores más pobres, representarlos, contenerlos, entusiasmarlos. La creciente falta de empatía entre los sectores populares y los representantes de la iglesia católica. Digo, lo que está pasando adentro de los penales no es muy diferente a lo que ha empezado a suceder en la sociedad en general: la expansión del pentecostalismo; el sincretismo religioso, una devoción popular que se reparte entre nuevas figuras sospechadas o descalificadas por el catolicismo. Eso en cuanto al catolicismo. Pero tampoco la izquierda supo desarrollar un trabajo territorial en las cárceles. La izquierda estuvo ausente, o estuvo presente en la cárcel mientras fue habitada por los presos políticos, pero tan pronto salieron todos ellos, la izquierda se retiró de la cárcel. Pero no vamos a repetir lo que dijimos arriba. Recién ahora están empezando a desarrollarse experiencias de educación. Pero cuando lo hicieron, hacía tiempo que los pentecostales venían pateando los penales en Argentina. Además de la denuncia de la violencia penitenciaria, la otra denuncia que hizo la izquierda cuando llegó a los penales fue la supuesta connivencia entre los pastores y los jefes del servicio penitenciario, y luego, la captación de los presos por parte de los predicadores. Por eso se apresuraron a concluir que los evangelistas son una prolongación de los penitenciarios. Allí donde no llegan o pueden llegar los penitenciarios con la fuerza, allí están operando los evangelistas con la religión. Después de todo, ya sabemos que para la izquierda la “religión es el opio de los pueblos”. Los penitenciarios han cedido parte del control en los pastores evangélicos a cambio de tranquilidad y de nuevos dividendos.

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Para los autores se trata de una conclusión mitificada de la realidad. No vamos a decir que esto no tenga lugar en absoluto. Ya dijimos que se trata de una tesis confirmada también con su investigación. Prueba de ello son los “pabellones de clausura” o los “pabellones de hermanitos cachivaches”. Pero si se mira de cerca y se tiene en cuenta el punto de vista de los propios actores involucrados en aquellas experiencias nos daremos cuenta de que el evangelismo no es siempre vivido de la misma manera, que muchos presos encuentran en los pabellones que organizan los pastores pentecostales la oportunidad de dormir tranquilos y de corrido, mantenerse alejados de las peleas, estudiar, componer otra identidad, generar lazos, reencontrarse con su familia, tomar distancia del pasado y proyectarse de otra manera sobre el futuro, incluso, seguir con vida. En otras palabras, viven la conversión con todo lo que ello implica: la trasmutación de valores, la composición de una nueva subjetividad, etc. Además, si se mira de cerca, se verá también que los penitenciarios tampoco leyeron siempre al pentecostalismo de la misma manera. Algunos, efectivamente, encontraron en las formas elementales de esta vida religiosa, la posibilidad de resolver problemas concretos de seguridad, más aún cuando el presupuesto no alcanzaba, incluso como una nueva oportunidad para seguir haciendo negocios (porque muchas veces, los traslados a esos pabellones tienen precio); y otros, la oportunidad de poner a prueba una vocación que trascendía su rol de penitenciario. Y en ese sentido, la tranquilidad prometida y/o vendida, era la estrategia que encontraron muchos pastores de colarse en un terreno hostil a todo aquello que no tenga la marca de la gorra. El libro de Rodolfo y Joaquín, dije, es un libro que mira de cerca, que se corre de los lugares comunes, que practica el conocimiento situado. Por eso las preguntas tienen muchas respuestas, y por eso nos advierten que son respuestas provisorias, que no valen para siempre. El universo carcelario es un campo muy complejo donde entran en juego actores muy distintos y donde a su vez cada uno de los actores ensayan

diferentes apuestas, es decir, no juegan el mismo juego. Eso corre para los penitenciarios pero también para los evangelistas, sean los pastores externos, los predicadores internos o el resto de los presos. Todas las respuestas están llenas de matices. Esos matices son las diferentes respuestas que encontraron en los propios evangelistas. Porque cuando se incorpora la perspectiva de los actores involucrados las respuestas se vuelven más complejas. En definitiva: los pabellones evangelistas no son siempre el mismo pabellón. El libro no busca describir la cárcel desde afuera, con la bibliografía progre de rigor, para luego indignarse y apostar al juego bobo de la abolición; se trata de abordarla desde adentro con la propia perspectiva de los actores que participan en estas experiencias para luego intervenir de la manera que se quiera intervenir. Sea a través de la denuncia o la elaboración de nuevas políticas públicas.

La construcción del ejército lumpen de reserva. Los gobiernos pasan y la prisión permanece. Pasaron diez años y la cárcel continuó siendo una materia pendiente. La violencia penitenciaria se encuentra al orden del día. Las condiciones de encierro siguen siendo deplorables. Las personas detenidas sin sentencia firme siguen siendo la mayoría. Pero sobre todo, cada vez hay más personas encerradas y en condiciones de hacinamiento. A pesar de que se construyeron más instalaciones, las cárceles siguen superpobladas. No se ha podido detener el encarcelamiento masivo preventivo. El encarcelamiento se convirtió en un fenómeno masivo que involucra, de modo constante y sistemático, a determinadas franjas de la población. El encarcelamiento masivo no es un defecto sino un efecto del sistema. No se trata de un daño colateral ni una secuela disfuncional o no deseada. El encarcelamiento masivo es constitutivo del capitalismo contemporáneo y la consecuencia de la permanencia del dispositivo de temor y control que se montó durante la

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década de los ’90. ¿Por qué no se logró poner en crisis las articulaciones estratégicas que ensayaron las distintas agencias en el marco del Estado de Malestar que nos trajeron a este punto? Por un lado, porque el paradigma policialista (que asocia la seguridad al delito y éste al delito predatorio) continuó predominando en las agencias securitarias, juntamente con una concepción punitivista en las agencias judiciales (que no le interesa resocializar sino castigar, y que castiga procesando). Si la prisión sigue siendo una respuesta frecuente de los gobiernos, será porque la inseguridad se plantea como un problema policial, porque continúa criminalizando la conflictividad social, judicializando la pobreza. Una justicia meritocrática, que no está para rehabilitar sino para castigar. Recordemos lo que dijimos arriba: Más seguridad son más policías, más penas y más cárceles. Por el otro, por la expansión de los mercados ilegales y el desarrollo de los mercados informales. El aumento de la capacidad de consumo creó mejores condiciones no solo para el desarrollo de las economías formales, sino también para la expansión de las economías ilegales y las informales. En el capitalismo contemporáneo, la suerte de las economías legales está atada, en gran parte, a la expansión de las otras economías. Las economías informales le resuelven los problemas a las economías legales, del mismo modo que las economías ilegales financian y estoquean a las economías informales. Cuando el Estado se compromete otra vez y presiona a los sectores formales de la economía, estos intentarán optimizar los costos financieros, recuperando la caída de la cuota de ganancia, directa o indirectamente, a través del desarrollo de los otros mercados. En otras palabras, estos tres mercados no son mundos apartes, sino economías solapadas. El capitalismo contemporáneo necesita del desarrollo de las economías informales para resolver sus problemas, del mismo modo que las economías informales necesitan de la expansión de las economías ilegales.

Ahora bien, tanto los mercados informales como los mercados ilegales necesitan, como cualquier otro mercado, de fuerza de trabajo. Una mano de obra barata y lumpen, que conoce los códigos de la calle (para el caso de los mercados ilegales) y está dispuesta a aceptar con resignación las condiciones de precariedad (para el caso de los mercados informales). Esa fuerza de trabajo, en gran medida, la provee el sistema punitivo. A través de las prácticas policiales y penitenciarias se va componiendo una fuerza de trabajo bruta (el bardo flotante), sin derechos (desciudadanizada) y vulnerabilizada (subordinada a las agencias policiales). En este apartado nos proponemos describir algunas dinámicas a través de las cuales se compone ese ejército lumpen de reserva, que provee la fuerza de trabajo que necesitan tanto las economías ilegales como las informales para resolver algunos problemas que tienen los mercados legales. – Características del encarcelamiento masivo en Argentina En el 2012, la población encarcelada en todo el sistema penitenciario (federal y local) era de 61.192 personas. Las cifras que se citan abajo pertenecen al Informe de 2012 del SNEEP (Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena) elaborado por la Dirección Nacional de Política Criminal en materia de Justicia y Legislación Penal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Más de la mitad eran procesados, es decir, solo el 48% estaba con sentencia condenatoria. En el sistema federal y la provincia de Buenos Aires la proporción era todavía mayor: el 56% se encontraba con prisión preventiva. Se trata de un encierro de relativa corta duración. Pensemos por ejemplo que en el 2012 solo había 605 personas que habían ingresado en el 2002 y 2.303 personas en el 2007. La gran mayoría había ingresado en los últimos 5 años (en el 2008, 3.730; en el 2009, 5.466; en el 2010, 7.824; en el 2011, 10.727; y en el 2012, 15.456). Es decir, el promedio

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de encierro resultaba ser de aproximadamente 5 años. Razón por la cual podemos decir que a través del sistema punitivo lo que se hace es sacar de circulación, permanentemente, a contingentes sociales que comparten más o menos las mismas cualidades socio-culturales, a saber: son masculinos (95%); argentinos (94%); jóvenes (64% son menores de 34 años); solteros (76%); urbanos (91% vivía en la ciudad); pobres (39% estaba desocupado y el 40% era trabajador de tiempo parcial al momento de la detención); descualificados (51% solo tenía primario completo; 20% secundario incompleto; 3% universitario o terciario completo; el 43% no tenía ni oficio ni profesión; el 45% tenía oficio; solo el 12% tenía profesión). Se comprende entonces que la gran mayoría (un poco más del 60%) esté privada de la libertad imputada por haber cometido delitos contra la propiedad privada (robo y tentativa de robo, 24.566; hurto y tentativa de hurto, 4.376; otros delitos contra la propiedad, 2.367) y delitos contra la Ley 23727 (estupefacientes), 9.556 personas. La cárcel contemporánea, sobreviviente al Estado de Malestar, ya no saca de circulación individuos peligrosos sino contingentes de personas referenciados como productores de riesgo, forma parte de un dispositivo de tratamiento de stock de categorías completas de individuos. Como dice Alesandro De Giorgi en su libro El gobierno de la excedencia: “No se trata de encarcelar criminales peligrosos, esto es, de neutralizar factores individuales de riesgo, sino más bien de administrar a nivel de poblaciones enteras una carga de riesgo que no se puede (y no se pretende) reducir.” Por tanto, el tratamiento ya no se organiza a partir del delito cometido y la peligrosidad individual revelada en el acto en cuestión, con vistas a una supuesta reintegración en la comunidad, sino en función del riesgo general que representan para los ciudadanos-consumidores aquellos colectivos de personas. La cárcel, semejante a un centro de detención y concentración de la masa marginal, administra los niveles de riesgo de aquellos contingentes.

Cuando el problema no es tanto el delito, sino el miedo al delito, el riesgo se transforma en una variable que los gobernantes deberán tener muy presente a la hora de gestionar la seguridad pública. Ese riesgo se administra a través del carácter ambivalente de la policía (la “tolerancia cero” y la “mano dura”) pero también a través del encarcelamiento en masa cautelar. Se busca sacar de circulación durante una temporada, no muy prolongada, a contingentes enteros de la población para controlar los niveles de riesgo que representan para la sociedad. Entiéndase: cuando lo importante es la sensación de inseguridad, el sistema penal tiene que dar respuestas efectivas y contundentes para controlar los niveles inmediatos de riesgo: la prisión preventiva y el encarcelamiento en masa son dos estrategias que responden a una urgencia: la contención de la pobreza y la regulación de los ilegalismos. De allí que las cárceles estén superpobladas de presos sin condena. El uso sistemático de esta medida cautelar nos está informando que la prisión preventiva ha dejado de ser una medida excepcional para convertirse en la regla general. Con el uso sistemático o regular de la prisión preventiva se castiga procesando. La inocencia ya no se presume; la culpa se atribuye de antemano, por el solo hecho de haber constatado que participan de determinados estilos de vida o pautas de consumo. La cárcel dejó de ser un instrumento procesal, dirigido por estrictas necesidades sumariales, para transformarse en un “instrumento de prevención y defensa social”, motivado no tanto por la necesidad de impedir al imputado la ejecución de otros delitos, sino sobre todo para controlar los niveles de riesgo o peligrosidad que introducen en la sociedad. Pero también, un instrumento económico destinado a la composición del ejército lumpen de reserva que necesitan las economías ilegales e informales para realizar sus negocios. – Cárcel y prisonización Parafraseando a Ignacio Lewkowicz podemos decir que no

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sabemos si las cárceles fueron alguna vez foucaultianas, es decir, espacios disciplinares que se disponen para la resocialización. Lo que está claro es que hoy día están muy lejos de llegar a serlo. Y eso es algo que se averigua no solo en las condiciones materiales donde transcurre el encierro, sino en los clisés que suele utilizar la vecinocracia para nombrar a la cárcel: antes se decía “que vayan a la cárcel para que aprendan”; y hoy se escucha: “que vayan a la cárcel para que se pudran.” La prisión dejó de ser imaginada como un espacio de resocialización, para transformarse en un lugar donde se amontona la escoria, donde se vierten los desechos sociales. El amontonamiento (con todo lo que eso implica: hacinamiento, enfermedades, mala alimentación, peleas internas, mercantilización, etc.) es una de las formas que asume el castigo. Un castigo humillante, destinado no solo a despojarlo de su condición de humanidad, sino a marcarlo más o menos para siempre. En efecto, una de las consecuencias de la cárcel contemporánea es lo que algunos autores han denominado la prisonización. Con la prisonización se quiere destacar la estigmatización social. El encierro le agrega nuevos estigmas a la población penitenciarizada. Un estigma que empezó a operar mucho antes de que la persona estigmatizada llegara a esos espacios, pero desde su arribo, la prisión no solo certifica lo que “la sociedad” decidió saber sobre ellos sino que lo profundiza. Una persona que pasó por la cárcel es una persona “marcada”, que carga con cualidades negativas de las que difícilmente pueda luego desembarazarse. Una persona que pasó por la cárcel tiene muchas menos chances de conseguir un trabajo formal que una persona que nunca estuvo encerrada. A través del encarcelamiento en masa y su emplazamiento en el circuito carcelario, se incapacita a la población referenciada como peligrosa. Incapacitar significa desciudadanizar. La cárcel, decimos con Agamben, “cancela radicalmente todo estatuto jurídico de un individuo, produciendo así un ser jurídicamente innominable e inclasificable.” El

individuo es desposeído de las referencias jurídicas que le permiten hacer valer sus derechos, deja de ser un sujeto de derecho para ser considerado objeto de humillación, discriminación y violencia. Sabemos que la ciudadanía es el lugar de los derechos y, por añadidura, de la inmunidad. Una persona con derechos es una persona que se presume inocente, que goza de inmunidad jurídica. Precisamente esa inmunidad será deconstruida con el circuito carcelario. Individuos animalizados, despojados de su condición de humanidad, desinvestidos de legalidad, expuestos a la brutalidad policial o penitenciaria y a la estigmatización social, arrojados en una sociedad que ya no estará dispuesta a acogerlos. Individuos puestos fuera de la legalidad y de la moralidad, convertidos en no-personas, condenados a acarrear su condición de preso permanentemente. Repetimos, el individuo prisonizado deja de ser un sujeto de derecho para convertirse en objeto de fuerza. Una fuerza descontrolada, que no tendrá que rendir cuentas a nadie cuando se descargue sobre los “sospechosos de siempre”, la “negrada subalterna”. Como dijo David Garland en La cultura del control: “La suposición actual es que no existe algo así como un ‘ex delincuente’: solo existen delincuentes que han sido atrapados y que volverán a delinquir.” Para Garland, la prisión, alejada del paradigma resocializador, propone una nueva individualización cuando mete a todas las personas en el mismo costal, sin hacer ningún tipo de distinción: “el delincuente se convierte en algo cada vez más abstracto, cada vez más estereotipado, cada vez más una imagen proyectada, en lugar de una persona individualizada.” Las condenas son impuestas mecánicamente, no existe un tratamiento individualizado. La finalidad es incapacitarlos, estigmatizarlos para volverlos cada vez más vulnerables. La muerte civil no llega de un día para el otro, es un proceso que va desarrollándose de a poco. Porque no es una tarea que atañe exclusivamente al servicio penitenciario. Necesita además de las

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prácticas policiales y las burocracias judiciales. A través de estas agencias no solo se seleccionan las personas para pasar una estancia en prisión, sino que se perfilan las trayectorias criminales. El encarcelamiento masivo hay que pensarlo como un circuito que involucra a las agencias policiales, judiciales y penitenciarias. Una vez internados en la prisión, la despersonalización se profundiza hasta adoptar, en muchos casos, la forma de una “muerte civil” que se averigua en la obsecuencia de los reclusos para con el servicio penitenciario, en la resignación a aceptar con sufrimiento el lugar que les tocó. Parafraseando a Goffman podemos agregar que las cárceles son instituciones totales, espacios de reclusión destinados a modificar la personalidad de los internos, destinadas a mutilar el yo. La cárcel activa una serie de rutinas arbitrarias y despóticas que irán depersonalizando al preso. Las inspecciones periódicas, las golpizas, el trato humillante, la imposibilidad de tener armario con llave propia, el uso de uniformes (por ejemplo en los institutos de menores, la ropa y el calzado es reemplazada por un uniforme y sandalias), la confiscación de los enseres personales, el amontonamiento combinado con el aislamiento total, refuerza la sensación de permanente inseguridad. Además, la suciedad, el olor rancio o ácido a colectividad hacinada, la comida mal condimentada y en mal estado, van creando un clima de contaminación física y degradación moral. Si a eso le sumamos la infantilización que la vigilancia continua produce sobre los internos, nos damos cuenta que todo eso va reforzando en los reclusos la sensación de vulnerabilidad y continua dependencia. El preso sabe que en cualquier momento sus pertenencias pueden convertirse en objeto de destrucción o sustracción con la próxima requisa, motín, o pueden ser sustraídos por sus propios pares como parte de la “prote” debida a los presos referentes de cada pabellón. Sabe que no puede bajar la guardia, que debe mantenerse en vilo las veinticuatro horas porque en cualquier momento puede ser objeto de una provocación que termine

en una pelea que le puede costar la vida o su salud física o mental. Por eso, además de estar privado de su libertad, resulta despojado de su intimidad e integridad física. El gobierno interior de la cárcel se garantiza en buena medida a través del deterioro de la personalidad de los presos y los malentendidos que promueve y gestiona. Entre paréntesis hay que decir que los presos no son actores pasivos, meros objetos de una máquina de dolor que no controlan. También son sujetos de una lucha que se despliega –claro está– en términos desiguales. A través de esas luchas más o menos anónimas, muchas veces individuales, buscarán producirse de otra manera, inventarse otra identidad. En efecto, para hacer frente a esas técnicas de despersonalización, desarrollan distintas estrategias de pertenencia que puedan contrarrestar los efectos degradantes de la prisión. Por ejemplo, las peleas, el uso de tatuajes o incrustaciones, las autolesiones, el particular corte de pelo, el desarrollo de una lengua propia (la jerga “tumbera”), las canonizaciones transgresoras o el sincretismo minimalista a una religiosidad lumpen (San La Muerte, Gauchito Gil, Ogum, etc.) o a íconos populares (Frente Vital, Gilda, Rodrigo, etc.), los gustos musicales (hip-hop; cumbia villera), son todas prácticas y códigos tendientes a encriptar un mundo particular a los ojos del servicio penitenciario y del mundo exterior, de normar las relaciones sociales entre pares y de jerarquizarlas también. Podrán sacarles sus pertenencias, las fotos, la ropa, pero hay algo que no podrán sustraerle nunca: los tatuajes que grabó en su piel, la manera de hablar, su devoción religiosa. Sin embargo, hay otra consecuencia paradójica en todo esto. Porque aquello que lo identificó en la cárcel, lo marcará para siempre. Las marcas de identidad se transforman en signos de rechazo y desconfianza social, constituyen la mejor excusa para que las policías les estén encima todo el tiempo. Cierro el paréntesis. La cárcel estigmatiza o, mejor dicho, certifica el estigma que la vecinocracia tenía sobre esos actores, lo renueva y proyecta sobre el

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mundo social. Dicho otra vez con Garland: “En el complejo penalwelfare, el estigma era considerado un aspecto dañino e innecesario de la justicia penal. Estigmatizar a un delincuente podía resultar contraproducente ya que disminuía su autoestima y sus prospectivas de reintegración. (…) Hoy el estigma ha vuelto a ser útil. Doblemente útil, en realidad, ya que el estigma público puede, simultáneamente castigar al delincuente por su delito y alertar a la comunidad de su peligro.” Y cuando eso sucede, agrega Roberto Espósito, los individuos “pierden inmunidad”, pueden “pescarse” cualquier “cosa”. Una vez que pasaron por la cárcel, más allá de que hayan sido absueltos por falta de méritos, ya no serán considerados miembros de la sociedad, dejan de ser dignos de la consideración hospitalaria de la comunidad y se convierten en sospechosos para siempre. La cárcel certifica un estigma y lo perpetúa en el tiempo, lo socializa. La cárcel lleva la cárcel más allá de la cárcel. La cárcel marca, y cuando lo hace reproduce el encierro más allá del claustro que lo contuvo. Contribuye a compartimentar a las poblaciones referenciadas como productores de riesgo. De ahora en más es una persona con antecedentes, una persona que, por el solo hecho de haber estado en la cárcel o en un instituto, o llevar impresos tatuajes tumberos, estar “luqueado” o hablar como los presos, se vuelve objeto de sospecha permanente, y se convertirá en el centro de atención de todo el mundo. Los vecinos no le quitarán los ojos de encima, y las policías seguirán de cerca sus movimientos. No dejarán de detenerlo, pasearlo en patrullero, robarle los documentos, extorsionarlo o amenazarlo con armarle una causa. Es una persona que no tiene derechos sino antecedentes y, en el peor de los casos, muchos deberes o favores que retribuir al comisario o a los abogados que caminan con el caballo del comisario. Por eso, como venimos sosteniendo, a través de estos espacios de encierro no se pretende resocializar sino todo lo contrario, romper o debilitar determinados lazos sociales, y modelar otros vínculos afines a la

policía y el servicio penitenciario. Fragmentar será evitar los encuentros, perforar redes sociales, vaciarlas de sus recursos económicos y morales. Pero también perfilar trayectorias lúmpenes para la masa marginal. Como nos enseñó Foucault en Vigilar y castigar: Separarlos de las luchas sociales y asociarlos a trayectorias criminales capaces de generar malos entendidos al interior de los sectores populares. Pero de todo esto hablaremos en los puntos que siguen. – Cárcel e ilegalismos: la producción de la delincuencia subordinada Me gustaría retomar ahora otra tesis de Foucault formulada al final de Vigilar y castigar que ha sobrevivido a las sociedades disciplinarias. Según Fernando Álvarez Uría, no se trata de una tesis original: Ya había sido planteada por Kropotkin en 1886 en su libro Las prisiones. En esos escritos el viejo anarquista revisaba su propia experiencia en las cárceles de Rusia y Francia. Las prisiones, escribía Kropotkin: “…son universidades del crimen mantenidas por el Estado.” La denominada “educación penitenciaria más que reformar al preso refuerza sus tendencias antisociales. En estos infiernos legalizados la voluntad de los internos se ve sistemáticamente golpeada y anulada; el escaso gusto por el trabajo se torna odio; las relaciones de fuerza destierran cualquier vestigio de racionalidad. En ellos se fomenta la delación, el egoísmo, la apatía y el embrujamiento.” La cárcel capacita y entrena cuando aporta capitales a cada uno de los presos. No solo agrega capital social, es decir, contactos, al inscribir al preso en redes sociales criminales; sino también capital simbólico, es decir, prestigio: el preso adquiere “chapa” entre sus pares por el solo hecho de haber estado en tal o cual pabellón, compartiendo tal o cual “ranchada”. Pero también obtiene, finalmente, capital cultural, es decir, adquiere una serie de saberes que le permitirán, la próxima vez, minimizar los riesgos y optimizar los beneficios. Eso en el mejor de

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los casos, porque está visto que el resentimiento que suelen acumular muchos presos, algunas veces, se convierte en un arma fatal que no dudará en descargar sobre la próxima víctima. Algo parecido dice Bauman retomando las palabras de Donald Clemmer en el libro Vidas desperdiciadas: “La cárcel nunca rehabilitó a la gente ni condujo a su capacitación. Lo que sí hizo fue penitencializarla, es decir, alentarla u obligarla a adoptar hábitos y costumbres típicos del ambiente penitenciario y solo de éste, totalmente distintos de los patrones de conducta promovidos por las normas culturales predominantes en el mundo extramuros; ‘penitencializar’ es lo contrario de ‘rehabilitar’, y el principal obstáculo para ‘capacitar’.” Destaco la categoría de “penitencializar” para explorar la tesis de Foucault. Porque a Foucault tampoco se le escapaba la distancia que existía entre los programas y su puesta en práctica, aún en las sociedades modernas que hicieron de la disciplina la manera de adiestrar a los cuerpos. La prisión cargaba con el mandato progresista de resocializar, pero lo cierto es que solía fracasar en su tarea. Sin embargo, “la prisión, –dice Foucault– al fracasar aparentemente, no deja de alcanzar su objeto, cosa que logra, por el contrario, en la medida en que suscita en medio de los demás una forma particular de ilegalismo.” La prisión es una máquina de producir delincuentes, “…contribuye a establecer un ilegalismo llamativo, marcado, irreductible a cierto nivel y secretamente útil, reacio y dócil a la vez; dibuja y aísla y subraya una forma de ilegalismo que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o se deben tolerar.” Estos delincuentes, son un efecto de la penalidad. La cárcel fabrica una serie de ilegalismos útiles, menos peligrosos, dóciles, un “ilegalismo subordinado”, que cumplirán una serie de funciones específicas en la medida que “permite diferenciar, ordenar y controlar los ilegalismos.” En primer lugar, la prisión crea y mantiene una estructura intermedia de la que se vale la clase dominante para perpetuar sus

ilegalidades. Allí adentro se forma una microsociedad, en la que las personas traban una solidaridad real que les permitirá encontrar, una vez fuera, apoyo en los demás. Produce una minoría de delincuentes de la que se valdrán las organizaciones criminales que componen las economías ilegales para llevar a cabo actividades clandestinas altamente rentables (narcotráfico, robo de autos, tráfico de personas con fines de explotación sexual, tráfico de armas, etc.). Esta delincuencia, mano de obra barata y entrenada, permitirá, entonces, “mover” la economía ilegal que se organiza al margen de la legalidad pero controlada, y a veces regenteada, por la propia policía. Segundo, contribuyen a controlar otros ilegalismos que orbitan la criminalidad compleja. En la medida que estamos ante una población “fichada”, con “frondoso prontuario”, se trata de una población que resulta muy fácil seguir y extorsionarla también. La policía la seguirá de cerca y la convertirá en una fuente de información privilegiada, de primera mano. La cárcel, dice Foucault: “…facilita un control de los individuos cuando quedan en libertad, porque ésta permite el reclutamiento de confidentes y multiplica las denuncias mutuas, porque ésta pone a los infractores en contacto unos con otros, precipita la organización de un medio delincuente cerrado sobre sí mismo, pero que es fácil de controlar.” La delincuencia constituye un medio de vigilancia sobre un sector de la población marginal: un aparato que permite controlar, a través de los propios delincuentes, la explotación del mercado ilegal de bienes y servicios. Tercero, esta delincuencia se convierte, según Foucault, en una suerte de “ejército de reserva de poder”, en la patota o grupo de choque de la dirigencia política, pero también de la policía. De hecho, esta delincuencia subordinada funciona también, en el peor de los casos, como una auténtica “policía clandestina”, una fuerza parapolicial susceptible de dirimir los intereses que tiene la policía con otros delincuentes. Como se puede ver, “la prisión es, pues, un instrumento

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de reclutamiento para el ejército de los delincuentes.” Junto con la policía, la prisión forma un “dispositivo acoplado”: “entre las dos garantizan en todo el campo de los ilegalismos la diferenciación, el aislamiento y la utilización de una delincuencia. En los ilegalismos, el sistema policía-prisión aísla una delincuencia manejable. Ésta, con su especificidad, es un efecto del sistema; pero pasa a ser también uno de sus engranajes y de sus instrumentos.” Con todo, vista la prisión a través de la delincuencia que produce, se comprende mejor el círculo carcelario y una de las funciones que tendrá en la sociedad capitalista. Lo digo con las palabras de Foucault, y con esto termino el punto: “habría que hablar de un conjunto cuyos términos (policía-prisión-delincuencia) se apoyan unos sobre otros y forman un circuito que jamás se interrumpe. La vigilancia policíaca suministra a la prisión los infractores que ésta transforma en delincuentes, que además de ser el blanco de los controles policíacos, son sus auxiliares, y estos últimos devuelven regularmente algunos de ellos a la prisión.” – Cárcel e informalidad: la producción del precariado Ahora bien, los mercados ilegales no son un destino sine qua non para las personas prisonizadas. Muchas veces, en las condiciones en las que se encuentran esas personas (sin capital simbólico, sin capital económico, sin capital cultural, sin capital social, o mejor dicho, con otro capital cultural, simbólico y social) pueden empujarlos a tener que referenciar a los mercados ilegales como la oportunidad para resolver sus necesidades materiales, incluso para conservar el respeto adquirido en su estancia durante el encierro. Pero otras veces, tal vez la gran mayoría de las veces, porque la tasa de reincidencia no es tan alta (solo el 15% de la población total es reincidente, el 12% reiterante, el 1% reincidente múltiple y el 72% primario), las personas se van a encontrar expuestas a los mercados laborales informales. Sin un certificado de buena

conducta, con todos esos tatuajes y huellas en su lenguaje, difícilmente puedan encontrar un empleo en la economía formal. Saben que tendrán serias dificultades para conseguir un trabajo en blanco. Los antecedentes que tienen han devaluado su palabra y transformado en personas que no merecen la confianza de nadie, por lo menos de los actores formales de la economía. Las economías informales contratan la fuerza de trabajo entre los sectores más vulnerables. Algunas veces entre aquellas personas que, por las condiciones residenciales en las que se encuentran (son inmigrantes sin papeles o argentinos con antecedentes) difícilmente puedan hacer valer sus derechos. Otras veces, en aquellos actores que al no contar con trayectorias biográficas que demuestren buena conducta (tienen antecedentes penales), difícilmente puedan estar en mejores condiciones para obtener contrataciones más ventajosas. Al estar afuera del mercado laboral formal no cuentan tampoco con protección sindical. Y la protección del Estado tiene limitaciones y contradicciones concretas y, en muchos casos, al reforzar una ciudadanía de baja intensidad, tienden a confirmar y reproducir el estigma que pesa sobre ellos, que se les agregó durante su estancia en los espacios cerrados. En efecto, la contención que brinda el Estado a través de planes trabajar o los cupos en las cooperativas de trabajo lejos de crear mejores condiciones para su inserción, los mantiene orbitando alrededor de la línea de vulnerabilidad social. No solo no les agrega capacidades y experiencias que les permita más adelante estar en mejores condiciones para conseguir un trabajo formal, sino que tampoco los dignifica reconociendo los derechos sociales (salud, previsión, vacaciones, aguinaldo, etc.). Las economías informales en la Argentina podemos encontrarlas en casi todos los rubros. En la gastronomía, el servicio doméstico, el comercio y el resto de los servicios, pero también en la industria textil, la construcción y el campo. Según datos del Banco Mundial se estima

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que en el 2010 el 25% de la economía argentina se encontraba operando en condiciones informales. Se trata de emprendimientos empresariales informales, que no tributan al fisco, ni pagan cargas sociales patronales, que pendulan entre la legalidad y la ilegalidad. Estos sectores de la economía informal contratan mano de obra en el mercado laboral informal o en “negro”. Eso significa que no cumplen con la legislación laboral: no tienen un salario mínimo vital y móvil, tampoco tienen garantizada una jornada de trabajo máxima de ocho horas diarias, o asignaciones familiares, vacaciones pagas y descanso dominical, obra social, seguro de riesgo de trabajo o accidentes, ni garantizadas condiciones dignas e higiénicas de los lugares de trabajo, y, mucho menos, la posibilidad de ejercer derecho a formar parte de sindicatos o contar con la protección de ellos. Se calcula que el 50% de los trabajadores en Argentina se encuentra en situaciones de informalidad. Son 670 mil jóvenes, es decir, el 22% del segmento de entre 18 y 24 años, los que no estudian ni trabajan. De ellos, el 63% son mujeres y casi el 80% viven en villas y asentamientos. Los trabajadores “por cuenta propia” representan el 16,5% del total de los trabajadores. No se trata de un problema local, las cifras son alarmantes no solo en América Latina sino en todo el mundo: El 47,7% del trabajo es informal en Latinoamérica; el 16% de las y los jóvenes de entre 15 y 29 años no están insertos en el sistema educacional ni en el mercado de trabajo; el 75% de los trabajadores del mundo están sometidos a alguna forma de precariedad laboral; uno de cada tres trabajadores en el mundo sobrevive junto a sus familias con ingresos inferiores al umbral de pobreza de dos dólares diarios; el 50% de los trabajadores del mundo son trabajadores sin empleo, es decir, trabajadores en negro, informales. También el Estado argentino es un actor que continúa precarizando. Un 29% de los trabajadores estatales están “contratados”, es decir, no gozan de estabilidad laboral o bien son empleados municipales que

no llegan al salario mínimo vital y móvil en virtud de una ley de la dictadura militar llamada “Estatuto del Empleado Municipal”. Lo mismo sucede con los trabajadores que integran los programas sociales o las cooperativas de trabajo. No solo ganan muy por debajo del salario mínimo sino que tampoco tienen aportes previsionales, cobertura médica, etc. Si bien el precariado se ha reducido respecto al 2001 continúa siendo alto, más aún entre los más jóvenes, donde la desocupación en el 2012 (que es el año que hemos tomado para analizar el encierro masivo aquí) alcanzó el 17,9%. De hecho, según el censo de 2010 la vulnerabilidad de ese grupo poblacional equivale al 17,1% del total del país. A pesar de los años de crecimiento y las mejoras en materia laboral, la desocupación entre los más jóvenes (entre aquellos que tienen 15 y 24 años) casi triplica los registros entre la población adulta. Si a todo eso le sumamos el cuentapropismo, es decir trabajadores que trabajan por cuenta propia (cartoneros, remiseros, fleteros o motoqueros; feriantes, manteros, vendedores ambulantes y quiosqueros; terapeutas, profesores particulares; periodistas; artesanos; plomeros, carpinteros, herreros, pintores, los albañiles y sus ayudantes; zapateros, costureros, trabajadores domésticos; limpiavidrios; trabajadores de empresas recuperadas), la cifra debería ser aún mayor. Porque hay que destacar que en aquellos porcentuales se excluyen a los beneficiarios de planes de empleo. Es decir, las personas que trabajan en una cooperativa de trabajo o los jóvenes que finalmente están terminando el colegio a través del plan Progresar o Fines, no ingresan a la cifras de la desocupación ni a la del empleo no registrado. De modo que la cifra real es mucho mayor a la cifra formal. En este contexto, el sistema penitenciario puede ser percibido como una agencia que provee y mantiene nutrido a los mercados informales. Aporta de manera constante a las economías informales contingentes

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vulnerabilizados para sostener el stock en el mercado laboral en negro. La cárcel es una máquina de precarizar. Precariza cuando practica el despojo. No solo impugna identidades sino que cepilla los derechos. Cuando niega derechos o disminuye las capacidades jurídicas, al devaluar su estatus ciudadano, crea condiciones para agregar esa fuerza económica a los mercados informales. Una persona con antecedentes penales es una persona que tendrá muy serias dificultades para encontrar un empleo, es decir, un trabajo formal estable, con cobertura médica y protección sindical y estatal, un trabajo que le permita además del acceso al crédito de consumo, el acceso al crédito para viviendas. En efecto, las personas con antecedentes, al no poder obtener un certificado de buena conducta en el Registro Nacional de las Personas, no tendrán más remedio que venderse en los mercados informales a bajo precio. Muchas veces se trata de pequeños o medianos emprendimientos económicos que, para poder mantenerse por encima de la línea de flote, necesitan fuerza de trabajo barata. Las Pymes tienen un 38% de sus trabajadores no registrados. Otras veces, se trata de grandes emprendimientos que para poder mantener cuotas de ganancia importantes, necesitan que sus trabajadores o parte de ellos se mantengan en condiciones informales. A estos sectores, no solo las horas de trabajo le salen muy barato, sino que como tampoco tienen necesidad de realizar aportes patronales para cubrir seguros laborales, médicos, etc. los sueldos son bajos. En definitiva, la cárcel masiva no solo provee la mano de obra para mover las economías ilegales, sino gran parte de la fuerza de trabajo barata que necesitan los sectores informales de la economía. No hay capitalismo sin fuerza de trabajo lumpen.

La cárcel en el capitalismo criminal. Marx decía en El capital que todas las fuerzas capitalistas de reproducción del capitalismo estaban en la legalidad. No estudió la ilegalidad del capitalismo que hoy es la fuerza más importante del capitalismo. No hay capitalismo sin ilegalidad. El capitalismo está por encima de la ley, de la Constitución, de la policía. El capitalismo crece y reproduce en las tramas informales e ilegales también. Pero también esas tramas policiales informales y las zonas de ilegalidad crean nuevas oportunidades para aumentar la rentabilidad. No hay capitalismo sin paraísos fiscales, fraudes financieros, evasión impositiva, y la circulación y lavado de gigantescos flujos financieros provenientes de actividades delictivas. Y no hay capitalismo criminal sin corrupción política, o controles blandos, estructuras institucionales precarias, sin presupuestos y desarticuladas. El capitalismo contemporáneo ya no se valoriza –centralmente– en la apropiación de la fuerza de trabajo material al interior de las fábricas, sino en la velocidad de rotación del dinero, en las apuestas oportunas sobre los activos empresariales en los mercados bursátiles; y en el trabajo inmaterial o intelectual al interior de la sociedad. Más aún, se valoriza optimizando sus costos laborales a través de la expansión de los mercados informales que pendulan entre la legalidad y la ilegalidad, y en el desarrollo de los mercados ilegales. Como venimos diciendo, no se trata de mundos paralelos, sino esferas que tienen puntos de confluencia. Hay profundas relaciones de continuidad o intersección entre esas tres esferas. Los mercados formales necesitan tanto de los mercados informales como estos de los mercados ilegales. Es decir, no basta con la ley. Se necesita del crimen. El capitalismo necesita de la justicia formal, pero también de los cheques grises que periódicamente imparte el funcionariado a las policías u otros grupos satélites a las policías (parapoliciales). Necesita de reglas de juego transparentes (“seguridad jurídica”), pero también de otras reglas, no tan claras que digamos, para regular los mercados ilegales e informales. Y tanto los

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mercados ilegales como los informales, pero sobre todo los ilegales, necesitan de distintas formas de violencia para resolver los conflictos que no podrán encararse apelando en los tribunales formales. Acá es donde la violencia entra en juego, cuando se convierte en un factor de producción. Si no hay capitalismo sin crimen, sin crimen complejo y mercados que orbitan entre la ilegalidad y la legalidad, las economías necesitan para llevar a cabo sus operaciones de una mano de obra barata que, en cierta medida, cuando la desocupación ha disminuido, la provee el sistema penitenciario. Si en la década del ‘90 el encarcelamiento masivo preventivo o cautelar era la forma de contener el excedente poblacional, de insertar a los grupos de personas en las diversas clases de riesgo, en la primera década de este nuevo siglo la cárcel masiva adquirió una nueva finalidad: la composición de biografías frágiles y subordinadas que le permitan regular el delito y nutrir los mercados informales.

Gobernar es expulsar: residencias devaluadas. El anteproyecto de reforma del código procesal penal contempla novedades interesantes, pero también hay puntos que implican un claro retroceso. Uno de esos puntos es el artículo 35 que dice: “También podrá aplicarse [la suspensión de juicio a prueba] respecto del extranjero en situación irregular en el país que haya sido sorprendido en flagrancia de un delito, conforme con el artículo 184 de este Código, o imputado por un delito con pena privativa de la libertad cuyo mínimo no fuera superior a tres años de prisión. La aplicación del trámite previsto en este artículo implicará la expulsión del territorio nacional, siempre que no vulnere el derecho de la reunificación familiar. La expulsión dispuesta judicialmente conlleva, sin excepción, la prohibición de reingreso que no puede ser inferior a cinco años ni mayor de 15”.

Las palabras de la ex Presidenta en cadena nacional se hacían eco de las declaraciones de Berni. Hacía tiempo que el secretario de Seguridad se había encargado de instalar el debate diciendo que no solo habían aumentado los delitos cometidos por extranjeros sino que a estos había que expulsarlos del país. De nada sirvió que los organismos de derechos humanos salieran a rebatirlo invocando las propias cifras que el gobierno producía a través del Ministerio de Justicia: si solo el 6% de las personas presas son extranjeras, y de estos la gran mayoría tienen residencia en el país, eso quiere decir que Berni estaba creando un nuevo chivo expiatorio. Estas declaraciones no son ingenuas, y tampoco gratuitas. En otras palabras: hecha la ley, otro negocio para la policía. La expulsión de extranjeros apresados infraganti sería otra forma de engrosar la caja de las policías. No solo le agregan mayor discrecionalidad a las policías argentinas, sino que aumenta su rentabilidad. Los debates en torno a las leyes no deben perder de vista estas prácticas policiales, caso contrario se corre el riesgo de legitimar rutinas a través de las cuales las policías extorsionan a los actores en desventaja. Este artículo le agregaba mayor vulnerabilidad a personas residentes en el país que se encuentran en situación desventajosa. Sabido es que los mercados textiles informales le resuelven muchos problemas a los mercados legales. Las grandes marcas de ropa contratan los servicios de los talleres informales porque de esa manera pueden mejorar sus costos empresariales. A su vez, los dueños de estos talleres irregulares contratan mano de obra entre los inmigrantes que, por las condiciones residenciales en las que se encuentran, al no tener papeles en regla, no pueden hacer valer los derechos que la Constitución promete para todos los habitantes del mundo que pisan el suelo argentino. Se calcula que en la ciudad de Buenos Aires existen 15 mil talleres y en el conurbano bonaerense otros 10 mil. En cada taller medio trabajan 10 costureros y lo hacen en condiciones precarias, eso quiere decir con un salario

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muy bajo sin ningún tipo de cobertura social, y una jornada laboral que puede exceder las 10 horas. Se entiende entonces que gran parte de esa mano de obra barata será empleada entre los extranjeros sin papeles. Y lo mismo sucede en el mundo de la construcción. Detrás del boom inmobiliario, además de los fideicomisos, a través de los cuales se lava la plata del tráfico ilegal de granos, drogas y blanquea la evasión impositiva, están los trabajadores no registrados. Esa porción importante de trabajadores se recluta entre los inmigrantes sin papeles o con papeles irregulares y engrosa también la masa del precariado argentino. Trabajadores baratos, que pueden despedirse de un día para el otro, que no tienen vacaciones pagas, ni aguinaldos, ni seguro de trabajo, ni obra social, ni aportes jubilatorios. Y lo mismo sucede en el campo. Por un lado, a través de la estacionalidad de las cosechas se impone la precarización; y por el otro, con la trata laboral, se impone la servidumbre entre los campesinos e inmigrantes irregulares. Todo ello sucede, al igual que en el mundo de la construcción, con el amparo o vista gorda de los sindicatos. La irregularidad no es la astucia de las personas extranjeras que vienen a sacarle el trabajo a los argentinos, como dice la vecinocracia xenófoba, sino la manera que tienen los empresarios, constructores y chacareros prósperos de la Argentina para pagar menos en concepto de salario que lo que desembolsan en concepto de maquinarias, materia prima, etc., para evadir impuestos y ayudarles a otros actores que tienen parte de sus emprendimientos en negro. A través del precariado, compuestos por jóvenes e inmigrantes, las economías formales optimizan los costos financieros, y continúan multiplicando sus ganancias. El objetivo del artículo 35 es suspender el juicio, evitar el proceso y una condena. Pero se hace a cambio de que la persona abandone el país. El Estado decide no perseguir el delito a cambio de que te vayas: “esperás el juicio o te vas mañana”.

Basta un artículo para reeditar la Ley de Residencia de principios del siglo XX. En aquella oportunidad, se trataba de expulsar del país a los militantes sociales protagonistas de la movilización laboral. Esta vez, el artículo crea condiciones para disciplinar a los inmigrantes. Cuando el cincuenta por ciento del mercado laboral argentino vive alguna forma de precarización, cuando la lucha en los próximos 10 años vendrá por el lado del precariado, este artículo será una pieza clave de la derecha argentina para meterle miedo a la protesta y para mantener a raya a importantes sectores del precariado. Está visto que la década ganada crea condiciones para volver a perder otra década. Los procesos son reversibles, este artículo no contradice los avances en materia inmigratoria sino que significará un claro retroceso.

Escape y dignidad: los usos múltiples de la evasión. “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”. Art. 18 de la Constitución Nacional Argentina.

Cuando las cárceles están superpobladas, el hacinamiento, con todas las privaciones que le añade, las convierte –como decía Oscar Wilde– en el mismísimo infierno, un espacio donde la violencia, en sus múltiples formas, es el continuo durante las 24 horas del día. Prueba de ello son los informes que todos los años producen el CELS y la CPM en la provincia de Buenos Aires. Este es uno de los telones de fondo de las fugas carcelarias: un acto de dignidad, la manera de reponer la humanidad perdida o deteriorada. Cuando la cárcel despoja a los hombres de su condición humana, la fuga es mucho más que un acto de libertad, es la emergencia de la dignidad, repara la humanidad a las personas que son animalizadas. Más aún, la fuga puede ser leída como una manera de resistir la violencia que implica

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el encarcelamiento masivo en Argentina, un acto de defensa propia contra las rutinas abusivas y vejatorias que practican sistemáticamente los penitenciarios. Acaso por ello mismo el legislador consideró alguna vez que la fuga simple o autoevasión (cuando no se usa violencia contra las personas o las cosas y actúan una o dos personas) no constituye un delito. El delito lo cometen aquellas personas que ayudan a evadir a los presos, sean particulares o funcionarios públicos. Pero incluso cuando la evasión es grave, las penas siguen siendo mínimas (de seis meses a cuatro años de prisión). Sin embargo, no es esto lo que sucede en las cárceles argentinas. Cuando revisamos las estadísticas que producía anualmente la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, elaboradas a partir de los informes que el propio Servicio Penitenciario aportaba, vemos que la gente no solo se portaba bien (la conducta de los presos es ejemplar en el 44% de los casos, muy buena en el 16%, buena también en el 16%, mala en el 3% y pésima también en el 3%), sino que además no había querido escaparse nunca. Solo el 5% tuvo intentos de fuga o evasión alguna vez, pero el resto, es decir, casi la totalidad de la población, tendía a aceptar con resignación lo que le había tocado. Porque a veces, a través de los motines o con las denuncias que hacen ante distintos organismos de derechos humanos, ejercían también la resistencia. No es fácil fugarse de una cárcel, más aún si ésta es de máxima seguridad. Aunque hay fugas espectaculares y libertarias, la gran mayoría cuenta con la complicidad de las autoridades y los empleados penitenciarios. Se sabe, en la cárcel todo se compra y se vende. No solo la comida, las pastillas, las drogas, los celulares, los pabellones, las celdas, los traslados, las visitas, la tranquilidad y el tiempo de estudio, sino también las fugas. Como ha escrito Pilar Calveiro, las cárceles componen un gran mercado cuya mano invisible son los mismos penitenciarios. En efecto, la cárcel genera negocios importantes a las autoridades del penal al tiempo que les permite gestionar el encierro,

una manera solapada de regular a la población, de administrar la sobrevivencia y la tranquilidad allí adentro. A través de las “fugas”, el servicio saca a “trabajar a los pibes”, les permite a determinados presos “ilustres” ausentarse (recordemos al ex comisario Alfredo Franchiotti cuando salía de la Unidad 25 de Olmos para comer asados con su familia los fines de semana), o le serrucha el piso al funcionario de turno que decide enfrentarlos. Es lo que le pasó a Víctor Hortel con la fuga de 13 presos de la cárcel de Ezeiza. Hortel fue uno de los funcionarios más creativos y activos que tuvo el kirchnerismo, y el Servicio Penitenciario Federal se lo sacó de encima a través de una fuga armada. Los penitenciarios saben que estos hechos tienen la capacidad de ganar la atención de los medios de comunicación y se transforman rápidamente en un “escándalo”. La indignación moral que despierta la serie televisiva se llevará puesto en seguida al funcionario en cuestión. La “fuga” es una práctica de usos múltiples de la que se valen los servicios penitenciarios para mandar mensajes a la dirigencia política manipulando a la incrédula opinión pública. Las “fugas”, entonces, constituyen otro deporte nacional que practican los penitenciarios en el país, y la expresión del desgobierno y la falta de control. Porque no solo la dirigencia política suele delegar en los penitenciarios la administración del encierro, negociando con ellos niveles de autonomía importantes, sino que además la autonomía estará blindada con el descontrol que aporta la agencia judicial. Porque para la gran mayoría de los funcionarios judiciales, sean jueces o fiscales, su tarea termina con la determinación de la verdad. Luego se olvidan del preso y también de lo que dice la Constitución en el artículo que transcribimos arriba: que los jueces son responsables de las condiciones de encierro de las personas que decidieron encerrar. La sospechosa fuga de los tres homicidas condenados por el triple crimen de Bina, Ferrón y Forza, vinculados al tráfico internacional de

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efedrina, seguramente tiene otros telones de fondo. Pero también es otra ventana que nos permite ver los modos de actuar utilizados por el Servicio Penitenciario para gestionar la cárcel en Argentina. Otra gran tarea pendiente de la política y la Justicia que no se resolverá sacando la “manzana podrida”, descabezando a la cúpula penitenciaria. De hecho, ¿cuántas purgas o exoneraciones se han realizado en los últimos veinte años en los servicios penitenciarios y, sin embargo, la violencia en sus múltiples formas continúa siendo la manera de regular la vida en la cárcel? Eso no implica que no haya que reprochar judicialmente a las autoridades que la practican, apañan y deciden. Pero al tratarse de prácticas institucionales con niveles de rutinización importantes, merecen una profunda reforma institucional de acuerdo con los parámetros contenidos en los pactos internacionales de derechos humanos y la Constitución Nacional. Cuando lo que está podrido es el canasto, no alcanza con retirar la manzana podrida. Menos aún si en su lugar se vuelven a depositar manzanas que se habían retiradas en su momento por su pudrición. Es el caso de Fernando Díaz, el flamante director del Servicio Penitenciario Bonaerense dispuesto por la gobernadora María Eugenia Vidal, que era el responsable del SPB cuando ocurrió la masacre de Magdalena en 2005, en la que 33 jóvenes privados de su libertad murieron en la Unidad Penal Nº 28 cuando al incendiarse uno de los pabellones los agentes penitenciarios reprimieron y cerraron las puertas. También durante su gestión anterior fue objeto de denuncias por el uso de la picana eléctrica, hechos que para Díaz eran “armados por los detenidos para conseguir beneficios a nivel judicial”. En definitiva, los gobiernos pasan y los penitenciarios permanecen. La reforma carcelaria sigue siendo una deuda de la democracia. Una deuda que tampoco se va a resolver construyendo más cárceles. Mientras haya más policías en la calle seleccionando jóvenes por el solo hecho de que su clientela se adecua a los estereotipos que definen el olfato

policial (son jóvenes pobres y morochos, dueños de determinados estilos de vida y pautas de consumo referenciadas por la vecinocracia como fuente de riesgo y peligrosidad), las cárceles siempre seguirán quedando chicas y la fuga será mucho más que una vía de escape: será una búsqueda de dignidad.

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Capítulo 8 Seguridad y protesta social Libertad de expresión, democracia y protesta social. Se ha dicho que la libertad de expresión es el nervio de la democracia, que no hay democracia sin libertad de expresión. Se dice también que no es un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar otros fines, la manera de decidir colectivamente cómo queremos vivir entre todos y, acaso por eso mismo, la manera que tiene el pueblo de hacer visibles e imaginar soluciones creativas para los problemas con los que tiene que medirse determinado grupo o sector social. Por eso, como bien dijo Jacques Rancière, el horizonte de la democracia no son los acuerdos sino los desacuerdos. La democracia es la posibilidad de practicar el disenso, señalar una distorsión, poner en común o hacer evidente soluciones vividas como problemas, denunciar circunstancias experimentadas como problemáticas o injustas. La democracia no es la fatalidad de tener que decir sí, sino la posibilidad de decir no. De allí que la democracia sea siempre la lucha por la democracia. La democracia supone abrir permanentemente ámbitos de manifestación pública, producir espacios de polémica o litigio para

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demostrar lo que es justo o, mejor dicho, lo que un sector social o un grupo entienden que es injusto. La democracia es un orden desordenado, inestable, que requiere esfuerzos continuos por los incesantes desplazamientos y renegociaciones constantes entre los diferentes actores sociales. “Las cosas siempre podrían ser de otra manera”, dijo la politóloga Chantal Mouffe. Por eso la democracia siempre estará incompleta, es irreductible, no se la puede reducir a una expresión de una vez y para siempre. Los acuerdos están recomponiéndose permanentemente a partir de los disensos puestos de manifiesto. Los consensos nunca son totales y los demócratas lo saben perfectamente. Por eso, como señaló alguna vez Agustín García Calvo, el truco de los republicanos y los liberales consiste en hacer pasar la mayoría por totalidad, para invisibilizar a las minorías. De allí que el mejor aliado que tengan sea “gente”. En otras palabras, la expresión de aquella totalidad es lo que conocemos como “la opinión pública”. Vista la democracia a través de la opinión pública no hay lugar para los disensos. Las cosas son como son, simples, maniqueas. La opinión pública pone en crisis la democracia e instala el unicato. Por otro lado, pensar la democracia desde el desacuerdo implica no perder de vista la dimensión antagónica de lo político, su carácter contradictorio, conflictual de la vida social. Sin embargo, como señaló también Mouffe, en una democracia pluralista, conviene transformar el antagonismo en agonismo, evitando de paso que los adversarios se transformen en enemigos. Lo que no significa que la política sea redefinida en la dirección impulsada por Habermas alguna vez, en una esfera racional que se dispone para el consenso. La democracia pluralista implica, por el contrario, el reconocimiento de los conflictos sociales, conflictos que se encuentran, por así decir, “domesticados”, que tienen mediaciones para ser procesados entre todos.

Acaso por todo eso, “democracia” significa el “gobierno del pueblo” que, en una sociedad masificada, cuando la política se ha masificado, necesita de un diálogo fluido entre representantes y representados. Ese diálogo supone desarrollar un debate público, que debe ser desinhibido (completo), vigoroso (fuerte) y abierto (plural). Pero también necesita, como señala Pierre Rosanvallon, de la contrademocracia. En ese sentido podemos decir que no hay democracia sin contrademocracia. Si la democracia es la expresión de la confianza de los ciudadanos sobre los representantes, la contrademocracia, por el contrario, es la reserva de desconfianza. A través de sus diversas formas (poderes de control, poderes de obstrucción y poderes de enjuiciamiento) los ciudadanos velan para que los representantes elegidos sean fieles a los compromisos que asumieron. Por eso, según Rosanvallon, los poderes contrademocráticos no solo no son opuestos a la democracia sino que constituyen su complemento necesario. Para que el pueblo pueda gobernarse (criticar, debatir, decidir y controlar), esto es, autodeterminarse, fijarse sus propias leyes e instituciones, decidir libremente cómo quiere vivir; manifestar los problemas que tiene o padece, pero también compartir sus deseos, sus esperanzas; comunicar los problemas, peticionar a las autoridades; para que un grupo pueda decir no, practicar el desacuerdo, se necesitan tres cosas: Primero, necesita del compromiso de los ciudadanos. No hay democracia sin activismo social. Los ciudadanos tienen que involucrarse o participar activamente en los debates públicos. Los ciudadanos no pueden quedarse sentados en su casa, siguiendo el desarrollo de los acontecimientos desde el televisor. Deben comprometerse, formar parte activa de los debates que los involucran en tanto ciudadanos. Segundo, precisa espacios públicos. No hay democracia sin espacios de encuentro y expresión, sin esferas públicas donde presentar los problemas, ámbitos para peticionar a las autoridades, para poder compartir con los

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otros sectores de la sociedad los problemas que tienen los ciudadanos que se están manifestando. Esos espacios de encuentros son espacios pluridimensionales, en la medida en que no solo se trata de una esfera racional, sino también afectiva. Los debates no solo suponen intercambios de argumentos sino que suelen ser debates apasionados. Las pasiones son los insumos morales para sostener colectivamente procesos de manifestación pública. Pero son también espacios o pluriactorales o heterogéneos, en la medida que participan actores con distintas concepciones de mundo, distintas creencias, distintos valores, distintos estilos de vida. Y tercero, requiere de la libertad de expresión. No hay democracia sin debate público. La discusión colectiva reclama de la capacidad expresiva de los múltiples actores en cuestión, estén o no estén directamente involucrados en la problemática concreta. Porque de lo que se trata es de decidir entre todos cómo queremos vivir entre todos. Ahora bien, para que los ciudadanos puedan expresarse libremente necesitan de todo aquello que crea las condiciones para la libertad de expresión, a saber: la posibilidad de desplazarse (no hay libertad de expresión sin libertad de movimiento, circulación); de reunirse (no hay libertad de expresión sin libertad de reunión); organizarse (no hay libertad de expresión sin libertad de asociación u organización) e informarse (no hay libertad de expresión sin derecho a la información, sin acceso a la información). En una democracia, la libertad de expresión no es la libertad de expresión individual sino la libertad de expresión colectiva. No son los individuos sueltos los que se expresan sino los individuos agregados en otros colectivos. La libertad de uno no termina donde comienza la del otro sino que, por el contrario, parafraseando a Spinoza, la libertad de uno se potencia con la libertad del otro. Si el otro no es libre, si el otro no puede decir no, entonces tendré serias dificultades para manifestar mi desacuerdo. Como ha dicho Roberto Gargarella en su libro El derecho a la protesta: “[…] el derecho a la libertad de expresión

no es un derecho más sino, en todo caso, es uno de los primeros y más importantes fundamentos de toda la estructura democrática. […] El socavamiento de la libertad de expresión afecta directamente el nervio principal del sistema democrático.” Ahora bien, el autogobierno colectivo requiere de un diseño institucional acorde a la estructura social. Para que el pueblo pueda gobernarse no podemos perder de vista las desigualdades sociales. En una sociedad capitalista, los ciudadanos no son siempre el mismo ciudadano. No todos tienen las mismas capacidades expresivas, los mismos recursos para poder hacerlo. Hay sectores sociales que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, por la posición que ocupan en las relaciones sociales de producción, están en una situación de desventaja. De modo que la democracia necesita no solo de un diseño institucional que mantenga fluido el diálogo entre los representantes y los representados, sino además de un diseño institucional acorde a esta estructura social desigual. En primer lugar, una de las instituciones más importantes que prevén las constituciones ha sido, sin lugar a dudas, el sufragio universal. Cada dos o cuatro años los ciudadanos serán convocados para que manifiesten su opinión sobre los representantes y los términos de la representación, es decir, sobre aquellas personas y las agendas que compusieron los partidos políticos que sostienen a los candidatos para hacerse cargo de los problemas que tiene la ciudadanía. Sin embargo, no debería acotarse la democracia al voto. Como bien señala Gargarella, se han sobredimensionado las posibilidades expresivas del sufragio. En sociedades como las nuestras, con los problemas que tienen, problemas de toda índole (económica, política, cultural, de género, étnicos, etc.), los sectores marginales o desaventajados no pueden esperar dos o cuatro años para manifestar los problemas que se les presentan, no pueden postergar su petición, aguardar a la próxima elección. Si una persona o un grupo de personas

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no quiere morir de hambre, si no quieren que sus hijos desfallezcan en una salita sanitaria sin médicos, sin equipamiento o sin medicamentos, esas personas tienen que tener la oportunidad para expresar lo que les pasa en cualquier momento. Esperar dos o cuatro años puede, por el contrario, agravar el problema que se quiere hacer visible, y llegar a circunstancias irreversibles. El sufragio, entonces, es un sistema torpe o se vuelve torpe, en la medida en que torna discontinuo el diálogo entre los representantes y los representados toda vez que las elecciones, que se demoran en el tiempo, se concentran además sobre determinados temas o ejes generales. Cuando la democracia se circunscribe al voto, se genera un déficit de representación que, en sociedades como las nuestras, atravesadas por continuas crisis de representación (esto es, por la incapacidad del sistema de partidos para agregar los intereses de los diferentes sectores sociales y la incapacidad del sistema político para canalizar los conflictos sociales), puede afectar la gobernabilidad y conducir a una crisis institucional que le puede costar demasiado caro a la democracia. No se trata, entonces, de un problema menor: el déficit representacional como consecuencia del bloqueo institucional, puede poner en crisis a la propia democracia en la medida que se desentiende y desautoriza la manifestación de determinados actores, dejando afuera del juego político a importantes sectores sociales. En segundo lugar, otra de las instituciones previstas en los entramados legales que tienen los ciudadanos para hacer públicas las peticiones a las autoridades y compartir con el resto de la sociedad los problemas que tiene un determinado grupo o sector social, es la comunicación pública. A través de los medios masivos de comunicación los ciudadanos pueden presentar sus problemas, manifestar su desacuerdo. Como dicen las constituciones liberales: todo el mundo tiene la posibilidad de publicar sus ideas sin censura previa. En este caso, los ciudadanos no tienen más que acercarse a las puertas de los estudios de

radio o televisión, o hasta la redacción del diario y solicitar una reunión con los periodistas, sensibilizarlos o convencerlos, para que estos releven como “noticiable” su problema y le dediquen algunas líneas o le otorguen un espacio. Todo ello, por supuesto, cuando no pueden pagar una solicitada o comprar un espacio en esos medios o imprimir su propio periódico, tener su propia radio o canal de televisión. Sin embargo, es sabido que en la actualidad los medios masivos de comunicación resultan prácticamente inaccesibles para la gran mayoría de los ciudadanos. Cuando la comunicación pública se organiza a partir del mercado, es decir, en función del dinero que tenemos o podemos reunir, las ideas populares sobre los problemas sociales van a tener dificultades para circular y hacerse conocer. En esas condiciones, como señala otra vez Gargarella, siempre van a tener más chances de llevar sus mensajes más lejos y a más personas aquellos que cuentan con mayor respaldo económico detrás y no los que tienen ideas potencialmente activas. En otras palabras, cuando los medios de comunicación se encuentran distribuidos en función de la capacidad económica, expresar los problemas supondrá –a veces– ganarse la atención de los periodistas que siempre persiguen los acontecimientos extraordinarios, y otras veces, pagar un precio para contar con ese espacio en el medio (sea una publicidad o una solicitada). De modo que aquellos que no cuentan con el dinero suficiente o no controlan la radio o la televisión, o la publicidad callejera, no tienen demasiadas posibilidades para expresar sus ideas, de contar sus problemas. Solo aquellos que cuenten con mayores recursos tendrán mayores capacidades expresivas. La libertad de expresión no es una pregunta en el vacío, sino una cuestión situada, que debe plantearse teniendo muy presente la estructura social desigual, reconociendo como punto de partida las circunstancias particulares en la que se encuentran los diferentes actores (individuales o colectivos), es decir, sabiendo que no todos los ciudadanos ocupan la misma posición en las relaciones de producción

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y en las relaciones antagónicas y culturales. La libertad de expresión no puede pensarse más acá de la estructura social, prescindiendo de las desigualdades sociales, sino que debe tenerlas presentes todo el tiempo. Tal vez en el mundo de los liberales y republicanos, compuesto por individuos autosuficientes, aislados y egoístas, individuos todos ellos que están en un mismo pie de igualdad, pueda plantearse a la libertad de expresión dejando de lado la estructura social. Pero en el mundo en que vivimos, con todos los problemas que existen, tenemos demasiadas razones para estar preocupados y recordarnos que no todos los individuos tienen las mismas oportunidades para expresarse libremente. La estructura social nos está informando sobre la estructura de oportunidades para expresar las ideas y problemas. Nos está advirtiendo sobre la desigual distribución de recursos (económicos, políticos y culturales) para poder expresarse libremente. El poder (económico, político y cultural) está distribuido desigualmente, de modo que desapercibir ese carácter, postular a la igualdad formal como la manera adecuada de organizar la libertad de expresión, significa desapercibir la desigualdad real subyacente. Las oportunidades para hablar tienden a ser limitadas. Como señaló Owen Fiss: “La expresión de opiniones se lleva a cabo en condiciones de escasez”. La oportunidad que tienen los distintos grupos de ciudadanos para comunicarse entre sí está, en principio, circunscrita a las oportunidades que derivan de su situación. “La escasez es la regla y no la excepción”, sobre todo aquellos que se encuentran en una situación desventajosa. Por eso, la pregunta que se impone ahora es la siguiente: ¿cómo expresarse libremente, cómo actualizar la democracia? ¿Qué pueden hacer los actores sociales que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, no pueden esperar a la próxima elección para expresar sus problemas, para compartirlos con el resto de la comunidad? ¿Qué hacer cuando tampoco pueden acceder a los

grandes medios masivos de comunicación, o accediendo a ellos tienen que adaptarse a las reglas del campo periodístico que no manejan y – por eso mismo– se subvierte el sentido que les quieren dar a las cosas? ¿Qué hacer para expresarse libremente? ¿Cuáles son las estrategias que pueden desarrollar aquellos actores de la sociedad civil para expresarse libremente? La respuesta a estas preguntas hay que buscarlas en el activismo del Estado pero también, sobre todo, más acá del Estado: en el activismo de la sociedad civil, al interior de la protesta social, en las distintas estrategias comunicacionales que desarrollan distintos grupos para expresar sus problemas, manifestar sus demandas, su percepción del mundo y la realidad. Estrategias de expresión colectiva que suponen un desafío para los intereses de las elites propietarias pero también para los actores políticos encargados de procesar los conflictos. La protesta social, ha dicho Schuster, es un “acontecimiento visible de acción pública contenciosa colectiva, orientada al sostenimiento de una demanda, en general con referencia directa o indirecta al Estado”. No se puede perder de vista la dimensión expresiva que encierra dicha acción. Las acciones de protesta facilitan la rápida difusión de los problemas hacia el resto de la comunidad, pero también entre las autoridades interpeladas por el conflicto. De allí que pueda ser referenciada como otra forma de expresarse libremente, solo que esta vez la expresión no se canaliza a través del sufragio o la prensa sino a través de manifestaciones públicas en espacios públicos, es decir, constituyendo “foros públicos” (Gargarella), “foros de expresión” (Fiss), o abriendo “espacios de manifestación” (Rancière). El derecho a la protesta es la manera de actualizar la libre expresión, de ejercitar y volverla efectiva. A través de la protesta en los foros públicos se producen espacios de comunicación pública a través de los cuales se busca arrojar luz sobre determinados problemas, recuperando el sentido sobre la realidad. A veces, esos foros se producen ocupando espacios públicos concretos (una plaza, un parque, un puente o un edificio público) o

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desplazándose a través de ellos (una movilización por la calle, avenidas o rutas), y otras veces escribiendo en las paredes, las fachadas de los edificios o escaparates de la ciudad. El uso del grafiti, los esténciles, pintadas, tags; los pasacalles, pancartas, banderas, muñecos y marionetas gigantes; las radios abiertas y los festivales de rock o música popular; las intervenciones culturales callejeras; las carteladas; la realización de reuniones en las instituciones del barrio o en la casa de otros vecinos; la conversación casa por casa; la distribución de volantes o cartillas en el barrio o el centro de la ciudad; incluso, las acciones de protesta propiamente dichas (como por ejemplo, los cortes de calle; los piquetes o barricadas; las manifestaciones y movilizaciones; las caminatas; la ocupación de edificios públicos; la huelga económica; la huelga política; la huelga de hambre; la petición masiva privada; los mítines o concentraciones; la algarabía, cacerolazos o bocinazos; etc.) son algunas de las estrategias desarrolladas por los grupos en situación de desventaja para practicar la comunicación comunitaria y formar parte del autogobierno colectivo que supone la democracia. Punto y aparte merecen los escraches. En Argentina, los escraches tienen una larga trayectoria que se remonta incluso más allá de los que protagonizara la agrupación HIJOS. Cuando el Estado está ausente y la policía se corrompe, la manera de sancionar a un vecino que le robaba al barrio era arrojando un balde de pintura en la puerta de su casa. La misma técnica se utilizó en la década del ‘80, durante la hiperinflación, para marcar a los farmacéuticos que especulaban y se negaban a vender los remedios a los ciudadanos. Años más tarde, durante la crisis del 2001 y 2002, después del “corralito financiero”, fue la metodología utilizada por los ahorristas para protestar contra los bancos para que les devuelvan a los clientes sus ahorros. Pero si hay una experiencia que generalizó esta forma de protesta, que utilizara al escrache como estrategia de comunicación y política de confrontación, fue la agrupación HIJOS. En un contexto caracterizado por la impunidad

(producto de las leyes de “obediencia debida” y “punto final” durante el alfonsinismo, y los indultos firmados por el ex presidente Menem) HIJOS dijo: “Si no hay justicia, hay escrache”. El escrache fue la manera de mantener vivo un reclamo de justicia pero también de practicar una sanción moral y colectiva. Si los jueces no juzgaban, entonces la militancia social se encargaba. Los escraches eran un momento festivo, donde la militancia convocaba a la comunidad a practicar la justicia participativa y disputar la verdad que había sido proscripta por la clase dirigente. Con el paso del tiempo, los escraches fueron delimitando sus rituales y estos se convirtieron en un insumo moral a través del cual los más jóvenes componían una identidad: Luego de las tareas de investigación previas, había un punto de concentración y desde allí marchaban, al compás de la murga, a la casa donde vivía el genocida mientras disponían señaléticas en el barrio. Una vez que llegaban al domicilio, se arrojaban bombitas de pinturas y piedras, se estampaban esténciles y pintaban grafitis, se realizaba una representación teatral paródica y luego se leía un comunicado. Todo eso mientras se repartían volantes entre los vecinos del barrio informando que en el vecindario vivía un torturador. Los escraches, junto con los piquetes protagonizados por el movimiento de desocupados, fueron quizá las protestas más importantes y resonantes durante el neoliberalismo. Y también las más cuestionadas por la clase dirigente del momento. Estos, con el código penal en la mano, pretendieron transformar los conflictos sociales en litigios judiciales. Es lo que conocimos con el nombre de la criminalización de la protesta social. A través de la justicia se buscaba poner en caja el activismo social y al hacerlo se practicaba otra vez la censura política. Para estos magistrados y fiscales, estas acciones constituían delitos que merecían la persecución y su sanción. No estaban manifestándose sino ejerciendo coacción, dañando la propiedad privada, interrumpiendo los servicios públicos, etc. Para estos funcionarios, la constitución

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estaba para proteger solamente a los transeúntes y la democracia se acotaba a la lógica de la representación o el sufragio electoral. Cuando la participación es vista como problema, la protesta se judicializa y cunde la afasia cívica. La protesta social deja de ser una manera de ejercitar el derecho a la libertad de expresión para pasar a ser una cuestión securitaria, y tanto los funcionarios como los jueces habilitan a las policías a actuar en consecución. En efecto, está visto que la policía puede reprimir sin orden del juez competente, pero muchas veces la intervención de la justicia es la mejor manera de justificar la represión de las manifestaciones públicas. Sea a través de la judicialización como de la represión, lo que se busca es lo mismo: despolitizar, ponerle un límite a la protesta social. Por el contrario, cuando se piensa la protesta con la constitución en la mano, la pregunta que uno se hace no es cuál es el nivel de castigo adecuado sino cuánta protección necesitan los actores en desventaja para que puedan expresarse libremente y de esa manera participar del autogobierno que define a la democracia. Se entiende entonces que el derecho a la protesta en una democracia tiene que ser considerado el primer derecho. El derecho a la protesta es el derecho a tener derechos, el derecho que llama a los otros derechos, puesto que nos permite hacer valer los otros derechos que tenemos. El derecho a peticionar a las autoridades en espacios públicos es la posibilidad de interpelar y hacer valer otros derechos, de expandir la ciudadanía, de hacer provechoso los estándares jurídicos internacionales que la Constitución incorporó como derecho propio. El derecho a la protesta es la herramienta jurídica para actualizar los derechos humanos, para hacer valer esos estándares internacionales reconocidos por los estados nacionales, derechos que se obligaron a actualizar para sus ciudadanos cuando suscribieron estos pactos. El derecho a la protesta social, entonces, no es un derecho menor, es un derecho constitutivo de las democracias. Insistamos: es la

oportunidad que tienen los grupos de ciudadanos desfavorecidos para establecer o retomar un diálogo con los representantes, la posibilidad concreta (en la medida en que no se tiene acceso a los grandes medios masivos de comunicación empresarial) para expresarse cotidianamente (y no cada dos o cuatro años) y de interpelar de una manera efectiva a las respectivas autoridades de turno. Para decirlo de otra manera: la posibilidad de tornar visibles situaciones extremas que, aparentemente, y de otro modo, no alcanzarían a tener visibilidad pública. Eso por un lado, porque por el otro la protesta social también tiene la función de fijar la agenda de los representantes. Constituye una gran herramienta para señalar los temas principales, pero también la oportunidad para que los ciudadanos manifiesten sus respectivos puntos de vista sobre cada una de las cuestiones. No hay que perder de vista que votar a un candidato implica votar a un conjunto de medidas, un paquete de medidas económicas y sociales que en ese momento (en el momento del sufragio) requieren de cierta resignación. Pero para que la elección no sea la firma de un “cheque en blanco” a los representantes elegidos, los ciudadanos necesitarán, en otro momento, de otras instancias de debate público para manifestar los matices, las prioridades y las intensidades. Porque tampoco se puede olvidar que cuando dos personas votaron por el mismo candidato, a lo mejor las dos no están diciendo lo mismo, no estaban depositando la misma expectativa, habían llegado a su elección por razones distintas que deberán ser manifestadas y escuchadas llegado el momento. De allí que la protesta social permite también registrar las intensidades en la formación de las voluntades colectivas. El voto registra la extensión, pero no la intensidad. Cada persona vale un voto pero no todas las personas están diciendo lo mismo cuando votan. Hay matices y diferencias que no son relevadas en las elecciones pero pueden ser captadas y presentadas a través de las manifestaciones públicas. Al mismo tiempo la protesta permite que los ciudadanos puedan sacar

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temas de importancia pública durante el ínterin de cada gestión, ya sea como respuesta ante un cambio o giro de las políticas públicas proyectadas o como una manera de mantener viva la controversia entre elección y elección. Para decirlo otra vez con las palabras de Fiss: “Aún cuando las elecciones sean cruciales en una democracia […] no debemos hacer de ellas, como lo hemos hecho, la medida completa de la democracia. Los suplementos o correctivos a veces son necesarios, y las políticas de confrontación, como los piquetes, pueden ser vistos como un suplemento útil del proceso electoral.” En definitiva, no hay libertad de expresión, al menos para las minorías y los sectores desaventajados si esta no se efectiviza en forma colectiva a través de diferentes y creativas estrategias de comunicación pública que desbordan sus formatos clásicos (el voto, la prensa, radio y televisión). La desigualdad de oportunidades lleva a que las organizaciones sociales muchas veces tengan que desarrollar otras prácticas comunicativas creativas para hacer visibles sus problemas, para compartir con el resto de sus vecinos y ciudadanos las opiniones sobre los problemas que tienen. El derecho a la protesta es el derecho que tienen los sectores excluidos (de la economía o el juego político) o minoritarios de la sociedad para que el Estado y el resto de la sociedad los tengan en cuenta. Pero también el derecho de las mayorías a manifestar su apoyo a determinadas políticas públicas, de señalar su punto de vista sobre las cosas. El derecho a la protesta permite que esos sectores de la población puedan llamar la atención y participar en la resolución de los problemas que tiene, para que el Estado cumpla y satisfaga los derechos reconocidos en la Constitución; la oportunidad que tiene el pueblo para actualizar los derechos que el Estado le prometió alguna vez.

Seguridad o libertad. El derecho a peticionar a la sociedad. Periódicamente, cuando la protesta gana la calle, el Diario La Nación reclama en sus editoriales la urgente disposición de límites a los cortes de calle y ruta por entender que la actualización del derecho de peticionar a las autoridades estaría afectando otros derechos de los ciudadanos que no están manifestándose. La argumentación la conocemos de memoria porque fueron más o menos los mismos términos que se usaron durante el menemismo y el gobierno de la Alianza para judicializar la protesta social. Lo primero que hay que aclarar es que cuando los trabajadores, como antes los desocupados, hacen un piquete no están solamente peticionando a las autoridades sino interpelando al resto de la sociedad, enterándola de sus problemas, compartiendo el punto de vista sobre determinadas situaciones que ellos experimentan como algo injusto. Si democracia significa “gobierno del pueblo”, para que los ciudadanos puedan decidir entre todos cómo quieren vivir todos, deben entablar un diálogo entre todos, no solamente con los representantes de turno. Por eso, no solo se peticiona al funcionariado sino que se interpela al resto de la sociedad. En una democracia el pueblo no solo delibera ni gobierna a través de los representantes. Si pensamos la protesta a través del siglo XIX, es decir, desde una perspectiva republicana, La Nación tiene razón. Pero estamos en el siglo  XXI, es decir, en el medio hay un siglo de movilizaciones y conquistas de muy distintos derechos humanos. La democracia ha amplificado el debate y la protesta social es una manera de expresarse libremente, de manifestar el desacuerdo, de seguir peticionando a las autoridades pero también al resto de la sociedad. En otras palabras: si yo tengo un problema no es solamente “mi problema” y “fijate vos como lo resolvés con el funcionario, porque para eso le pagamos un sueldo, así que a mí no me rompas las pelotas”.

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Si vivimos en una democracia mi problema también es tu problema. La libertad de uno no termina donde comienza la libertad del otro sino que se refuerza con la libertad del otro. Mi libertad necesita de tu libertad. Mi problema, te guste o no, también es tu problema. Si yo no tengo trabajo o estoy a punto de perderlo, también tiene que ser tu problema por la sencilla razón de que vivimos en una democracia y no en una dictadura. El tema es que el otro resigna la libertad a cambio de seguridad. Y cuando lo hace, resigna también la democracia que necesita siempre de un diálogo fluido. Y fluido no quiere decir necesariamente cordial. Cuando los trabajadores deciden un piquete es porque se han cerrado o restringido los canales de diálogo, sea las oficinas ministeriales, los despachos de los empresarios o los canales de televisión o las redacciones de los grandes diarios. Un piquete tiende a llamar la atención para mantener abierto un diálogo. Pero esta gente entrenada en valores autoritarios, en un diario profundamente antidemocrático como La Nación, difícilmente pueda entender de qué estamos hablando. Ellos juegan otro juego. Resignaron la libertad a cambio de seguridad, y ya sabemos que en este país, seguridad es más policía en la calle. Una policía que no tiene que estar para proteger a los manifestantes en el ejercicio de sus derechos como entendió Néstor Kirchner y luego Nilda Garré, sino para cuidar a los automovilistas como reclama La Nación, o sostenía Berni, Marcelo Bonelli y ahora Vidal o Macri.

Un paso adelante y dos pasos atrás. En los dos últimos años de gestión kirchnerista resultaba preocupante la coincidencia entre las posiciones de algunos de sus funcionarios y los dirigentes de la derecha argentina. Ya dijimos que el entonces gobierno nacional, a medida que

crecía el sciolismo, el massismo y el macrismo, se fue corriendo a la derecha. Carlos Kunkel y Diana Conti, diputados del FPV, habían presentado un proyecto de ley para regular la protesta social. Con ello, los legisladores no solo negaban la historia del peronismo sino que desandaban uno de los mandamientos que supo definir al kirchnerismo: no reprimirás la protesta. Una vez más los diputados se disponían a legislar para la tribuna, a practicar la demagogia punitiva, diciéndole a la “gente” lo que ésta quería escuchar: que la protesta no puede afectar otros derechos, como por ejemplo el derecho a circular libremente o el derecho a trabajar. El proyecto es un claro retroceso, por dos razones. Primero, porque como dijimos arriba, los legisladores estaban perdiendo de vista que en las democracias participativas, el pueblo no solo delibera y gobierna a través de sus representantes, sino que lo hace debatiendo en todos los terrenos, sea en la verdulería de la esquina, la plaza, el aula o arriba del taxi, la plaza o la calle. Querían diferenciarse de Carrió, pero terminaban proponiendo lo mismo: la democracia representativa. Se presentaban como nacionales y populares, pero acababan siendo muy republicanos. En segundo lugar, se retrocedía también porque abordaban la protesta como un problema de seguridad. Néstor Kirchner había dicho que la policía que iba a cubrir la protesta estaba para cuidar a los manifestantes en el ejercicio de sus derechos. Nunca para vigilar o ponerles límites. Prueba de ello es el protocolo sobre el uso de la fuerza en manifestaciones públicas elaborado durante las gestiones de Masquelet y Garré, conjuntamente con distintas organizaciones de derechos humanos. Un protocolo a través del cual el kirchnerismo supo tomar distancia de los gobiernos anteriores. Más aún, si algo diferenció al gobierno nacional en estos últimos 10 años respecto de los gobiernos provinciales, aun los que eran del FPV, fue precisamente no usar los tribunales para encuadrar la protesta social. Por el contrario, con este

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proyecto, se quería autorizar al Ministerio de Seguridad para hacer uso de la fuerza pública cuando la protesta afectara los derechos de otros ciudadanos. Ese fue el reclamo puntual de Berni: Si los funcionarios judiciales no actúan de oficio, el Ministerio de Seguridad necesita una ley que le permita habilitar a la policía para disponer el desalojo forzado de los manifestantes: “Mi función –dijo Berni- es que la gente pueda circular y nosotros podríamos haber resuelto el conflicto hace 45 minutos y no lo pudimos hacer porque la fiscal contravencional, la doctora Andrade, sostuvo que estaba abierta la colectora”. En otras palabras, lo que reclamaba Berni era una orden de desalojo contra los manifestantes. Y eso significa: represión. Una vez más, Berni coincidía con Clarín o La Nación: No era una protesta social sino un caos vehicular. Por eso agregaba: “a la justicia contravencional poco le interesan los derechos de los ciudadanos”. Como señala el liberalismo, tan en boga entre estos kirchneristas: los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro. Recuerdo cuando el macrismo presentó en la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un proyecto que mereció el repudio y la descalificación del kirchnerismo. De eso no hace mucho tiempo. En ese entonces, Macri pretendía apropiarse de una vieja idea tirada alguna vez por el periodista Bernardo Neustadt durante el menemismo, de hacer un “protestódromo”. Todos se le rieron en la cara. Años después la ex Presidenta dijo algo muy parecido en la inauguración de las sesiones ordinarias: “¡Dejen de molestar, che! Yo les regalo la Plaza de Mayo para que vayan a protestar” Eso sí, la Plaza de Mayo no solo estaba vallada por la mitad sino que se encontraba permanentemente custodiada por varios cuerpos de la Infantería de la Policía Federal. Para Cristina Fernández la protesta no es legítima cuando son “cinco gatos locos”. Es decir, si son cientos está todo bien, pero si son pocos es un problema de tránsito. Cuando tendría que ser al revés, o mejor dicho: porque son justamente cinco y no cien mil o veinte mil, merecen

mayor protección por parte de las fuerzas de seguridad. Porque se trata de un minoría en una situación desventajosa. Ahora se proponía hacer al revés: puesto que son una minoría, hay que pasarlos por arriba o dispersarlos rápidamente. Como me dijo alguna vez un viejo militante setentista, impulsor en la década de los ‘90 de los movimientos de desocupados: “cuanto mejor, mejor”. La protesta social en los últimos diez años hablaba bien del kirchnerismo. Las mejores condiciones sociales, generaban mejores condiciones para la protesta social. Las mejores condiciones jurídicas incluso amparaba a los manifestantes. El bienestar, lejos de contener la protesta, iba a multiplicarla. Sucedió a fines de la década del ‘60 con el Cordobazo, cuyos protagonistas fueron los trabajadores de los sectores mejor pagos. Para terminar digo lo siguiente: este proyecto certificaba que la ampliación de derechos que definió al kirchnerismo durante estos diez años tenía otra cláusula de resguardo que pretendía clausurar los derechos, o por lo menos ponerles un límite. Como sucedió con las leyes antiterroristas votadas también por el kirchnerismo años atrás. Se amplían los derechos y se los vuelve a restringir. Que el proyecto haya sido presentado al final de la gestión nos pareció muy preocupante también. Más aún cuando muchos candidatos a la presidencia, tanto los opositores como los oficialistas, corrían por derecha y con el caballo del comisario. Si en la próxima década debemos medirnos con gobiernos de derecha, nos encontrarán a muchos de nosotros otra vez en la calle. Una calle que habrá sido reglamentada con una ley que habilita al poder punitivo a reprimir a los manifestantes. Cuando eso suceda y la protesta tome la calle, el macrismo tendrá el camino allanado para lanzarse contra la protesta social.

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Un paraguas político a la represión: el protocolo contra la protesta social. El protocolo que acaba de presentar el Ministerio de Seguridad, en el marco de la emergencia nacional en seguridad pública, es otra clara señal del giro reaccionario del autoritarismo simpático inaugurado por el macrismo. Una perspectiva que pone al orden público por encima del ejercicio de los derechos, y carga a la cuenta de las policías todo el arco de la conflictividad social. Dos características tiene este cambio de paradigma: la regulación a través del estado de excepción y el policiamiento de la seguridad. A través del estado de excepción se busca no solo poner los debates más allá del parlamento, sino liberar a la fuerza de toda formalidad. Por eso la nueva perspectiva se completa con el aumento de las facultades policiales. Una actuación que, además de estar nuevamente dirigida por las propias policías, estará descontrolada por el poder judicial y habilitada por el poder político. Más allá de que algunas provincias, como Neuquén, La Rioja o Entre Ríos, hayan resuelto no convalidarlo, el mensaje es claro. Como dijo la ministra Patricia Bullrich, “la decisión está, vuelve la seguridad”. A través de esta nueva protocolización de la protesta, el macrismo quiere despolitizar la conflictividad y restarle legitimidad social. El truco es conocido: se buscará transformar los conflictos sociales en litigios judiciales. Para eso hay que volver a pensar las protestas con el Código Penal en la mano. En efecto, el protocolo es un impulso institucional al artículo 194, más conocido como “corte de ruta”, una figura, dicho sea de paso, que introdujo la dictadura militar de Juan Carlos Onganía después del Cordobazo. Se trata de uno de los tipos penales, junto a la coacción, más utilizados por los jueces durante los ‘90 para poner límites a la protesta y perseguir a los referentes de los movimientos sociales. En esta oportunidad, el objetivo es doble: además de extorsionar a los manifestantes, mandando de paso guiñes al electorado que supo reclutar el macrismo, busca darle un paraguas político a la represión. Con el protocolo no solo se habilitan a las policías a actuar más acá de la

autorización judicial, sino que se amplían las facultades discrecionales. Al revés de cualquier protocolo, el protocolo anti-piquete habla más por lo que no dice que por aquello que está escrito. En efecto, el instrumento no dice nada sobre el uso de armas de fuego letal y no letal por parte de las fuerzas de seguridad en las manifestaciones, y tampoco sobre la obligatoriedad de que los agentes que intervengan en el operativo estén debidamente identificados y vestidos con su uniforme. Y como si fuera poco, además de estigmatizar a los referentes como líderes violentos, habilita el uso de la inteligencia política en contradicción con la ley de inteligencia que se sancionó el año pasado. Pero esta vez, además, la represión se completa con la judicialización. Históricamente se trata de dos prácticas diferentes pero articuladas entre sí. Más allá de que el objetivo es el mismo (poner límites a la protesta social, extorsionar a los referentes), se trataba de instancias institucionales diferentes. En esta oportunidad, el poder ejecutivo interpelará a los funcionarios judiciales de dos maneras. Primero, enterándolos que la policía va a intervenir de oficio para restaurar el orden, procurando que los manifestantes no obstruyan el tránsito. Segundo, habilitando a los funcionarios judiciales a armar causas a los responsables que pudieron identificarse. Esa identificación se logrará no solo a través de las tareas de inteligencia sino con el acta que el ministerio pretende firmar entre el funcionario político que intervenga y los referentes sociales. El telón de fondo del nuevo protocolo es la necesaria transformación del Estado para la transferencia de recursos de los que menos tienen a los que más tienen. La persecución y estigmatización a la militancia; el ajuste y la eliminación de las direcciones del estado que venían agregando una agenda cada vez más ampliada de derechos; la pérdida de la capacidad adquisitiva producto de la inflación y la eliminación de los subsidios a la energía; los despidos y la legitimación de la precarización laboral; la eliminación de las retenciones al campo y las mineras; la

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apertura de las importaciones y el endeudamiento con los capitales de riesgo; todo esto tendrá un costo social y político. El gobierno sabe además que no estamos en la década del 90, que conviene no dormirse en los laureles. Gran parte del tejido social se ha recompuesto, y el capital político acumulado por sus organizaciones durante la última década es algo que no se puede subestimar. El gobierno acierta cuando cree que las reformas van a traer cola. Pero la conflictividad no será masiva, al menos por ahora. No hay que mirar la protesta social a través de la movilización de los estatales, que tienen la capacidad de convocar a grandes jornadas de lucha pero su legitimidad está cuestionada o desprestigiada. En esta oportunidad se trata de una movilización que se da en una coyuntura muy particular: que la inflación no le gane a los sueldos. Ni siquiera buscan aumentar los salarios sino que éstos no queden retrasados al encarecimiento de la vida cotidiana. Lo cual no es poca cosa. Pero el gobierno intuye que las bases de aquellos gremios está muy repartida y sospecha además que sus dirigentes no pueden ir más allá de las expectativas de aquellas, caso contrario corren el riesgo de cortarse y quedar solos. El gobierno, entonces, apuesta a que la masificación de la protesta no será de un día para el otro. Más aún cuando el kirchnerismo está implosionando, y la oposición política está más preocupada por las internas partidarias y el reparto de la obra pública. Saben además que el sindicalismo tradicional claudicará en las próximas paritarias a cambio de que se conserven los puestos de trabajo, que está dispuesto, en fin, a tolerar el ajuste a cambio de que se financie la caja de las obras sociales. Eso no significa que no vaya a haber protestas. Pero estas van a ir estallando de a una, fábrica por fábrica, empresa por empresa. Lo dijo Prat-Gay apenas asumió: “Cada gremio sabrá dónde le ajusta el zapato”. Es decir, las protestas van a ir desarrollándose escalonadamente, nunca todas juntas. El objeto de la represión no será entonces la movilización masiva sino las pequeñas movilizaciones que tengan lugar, es decir, los

1200 trabajadores de tal fábrica o los 500 operarios de esta otra, las movilizaciones o cortes que los estudiantes o sectores de la izquierda tradicional puedan realizar para protestar contra el protocolo antipiquete o el ajuste en la universidad. En esas circunstancias, cuando las comisiones de base desborden los diques de contención de que disponen las burocracias sindicales y las asambleas de trabajadores decidan salir a cortar una ruta o bloquear una autopista, le llegará el turno a la Gendarmería. Lo vimos en la represión a los trabajadores de Cresta Roja. El modelo, por ahora, es la represión focalizada. Los despidos van a ir llegando de a poco, y la desocupación creará nuevas condiciones para profundizar la precarización con su consecuente pauperización. Pensamos que el lugar que tuvo el desocupado en la década del ‘90 es el lugar que tendrá posiblemente el precariado en los próximos años. La precarización fue una contradicción en el kirchnerismo, pero será otro punto de apoyo del modelo de acumulación auspiciado por el macrismo. La organización y politización de este novedoso actor social demandará militancia, es decir, tiempo, compromiso, y mucha articulación. Para ese entonces, el macrismo tendrá entre sus manos un artefacto mejor que el artículo 194 del Código Penal: la Ley Antiterrorista, un instrumento que no fue introducido precisamente por el actual gobierno.

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Capítulo 9 Protesta policial y sindicatos Acuartelamiento y saqueo. En diciembre de 2013 se produjo una protesta policial en la ciudad de Córdoba. Los hechos se replicaron rápidamente en distintas provincias. El gobierno nacional, junto a los distintos gobernadores, cerró filas sobre los acontecimientos: se trataba de un levantamiento, un acto de sedición contra el orden constitucional. Había que ser implacables, no dejarse extorsionar. Al mismo tiempo se montó un “Comando de Operaciones” para prevenir los saqueos en el resto del país. Se sabe, diciembre es un mes propicio para los saqueos como los que estaban ocurriendo en la ciudad de Córdoba. Un juicio apresurado es un prejuicio. Hay acontecimientos que demandan tomar distancia, no se puede pensar rápido y tampoco cabe ser acotado. Aquella vez la demora se justificaba porque los dirigentes de la primera línea arremetieron con munición gruesa. En esos momentos es mejor correrse y esperar a que baje la marea. La pirotecnia de los funcionarios no admite otras versiones y los aplaudidores, que no son militantes de la autocrítica y mucho menos actores predispuestos a escuchar cuestionamientos que se corran del canon oficial, se dedican

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a linchar a todos aquellos que se corran de la línea correcta. La política se dispone para ser obedecida y toda crítica que se formule será considerada como un intento fraccional, incluso un acto de traición. Ya vendrán tiempos serenos para hacer una evaluación y sacar otras conclusiones. Ahora que la protesta policial forma parte del pasado me gustaría decir unas palabras sobre la huelga policial y los saqueos sociales pero también sobre los homicidios pertrechados por algunos sectores de la sociedad civil envuelta en pánico moral, y la irresponsabilidad e impericia de los funcionarios de los distintos ministerios de seguridad, nacional y provinciales. Pero vayamos por parte, avancemos disponiendo de a poco cada uno de esos mojones. – Acción colectiva y movimiento policial: más allá de las tesis conspirativas Los análisis políticos sobre la crisis realizados por los protagonistas interesados (políticos) como sus intérpretes inmediatos (los periodistas), suelen ser demasiado conspirativos. En estas interpretaciones, las acciones de gobierno son el reflejo de la voluntad manifiesta o subrepticia que se ha puesta en juego. Esa voluntad mueve la realidad y empuja la historia. No voy a decir que esto no sea así, pero como dijo alguna vez Marx, los hombres hacen la historia pero no la hacen a su libre arbitrio sino en función de las circunstancias con las que se encuentran, que son anteriores y les han sido legadas. Digo, hay que poner el ojo también en las condiciones de posibilidad, en el telón de fondo que estructura cada una de las escenas donde se mueven los actores. Hay mucho Maquiavelo y falta Tarrow o Tilly. Si pensamos los acontecimientos con Maquiavelo, entonces veremos conspiraciones por todos lados. Por el contrario, si abordamos los hechos con los aportes de la sociología contemporánea distinguiremos acciones colectivas y

movimientos sociales que surcan contextos históricos diferentes. Las conclusiones a las que lleguemos dependerán de la perspectiva que se escoja. Como decía Buster Keaton: si pispiamos el mundo por el ojo de una cerradura, veremos una tragedia. Pero si ampliamos el marco, estaremos ante una comedia. Nuestro punto de partida para pensar los levantamientos o acuartelamientos policiales es el conflicto salarial. La protesta policial empezó como un reclamo salarial y terminó como una crisis institucional. Ya vamos a ver por qué un conflicto social se convierte en una crisis política. Pero el punto de partida, o las causas de esa crisis, hay que buscarlo en ese reclamo gremial. Y para pensar esa demanda hay que volver sobre las condiciones previas de aquella acción colectiva. Toda acción colectiva disruptiva presenta un desafío político eficaz para las autoridades y las elites. Genera incertidumbre: la duración de la protesta se desconoce de antemano (más aún si no está regulada a través del reconocimiento del derecho a huelga), los costos están indeterminados y la posibilidad de que se extienda en el tiempo incrementa su coste potencial. Tampoco puede soslayarse la solidaridad: siempre hay un “nosotros” que sustenta el desafío, y ese “nosotros” no es algo que pueda salvarse apelando a categorías como “corporación”. Por último: no hay que perder de vista la interacción con las elites. Puesto que no es una protesta aislada o episódica, el desafío interpela a las autoridades y dirigentes de la oposición. Estos son, según Tarrow, los elementos constitutivos de cualquier acción colectiva. Pero lo importante es averiguar cómo la estructura social subyacente y el potencial de movilización, se transforma en acción colectiva. La respuesta a esta cuestión hay que buscarla en los promotores, es decir, en la movilización de recursos que hacen los activistas; especialmente en el aprovechamiento de las oportunidades políticas. Para Tarrow, el movimiento no surge espontáneamente, requiere la movilización de recursos. Y acá, la figura del promotor es central.

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Por mi parte no creo que todavía pueda hablarse de un movimiento policial, pero la acción colectiva disruptiva siguió esos senderos.

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– Madrugadores y oportunidades políticas: disparadores y contextos particulares La protesta policial tiene lugares comunes pero también hay contextos particulares que conviene no perder de vista. No hay espacio en este libro para hacerlo. Quisiera demorarme en la policía cordobesa, porque fue la provincia donde se activó y disparó el conflicto hacia las otras provincias del país. Por empezar hay que señalar que no se trataba de un conflicto nuevo. En el mes de marzo del mismo año ya habían existido reclamos semejantes que se taparon con sumarios y sacando de la fuerza a sus promotores principales. Al interior de esa policía el telón de fondo de la “huelga” fue el malestar policial existente alimentado por dos vías. Uno, con los descabezamientos de la cúpula policial y los procesamientos de los cuerpos intermedios producto del narcoescándalo a comienzo de 2013. Dos, con la repercusión que tuvo la 7° Marcha de la Gorra en el mes de noviembre de ese mismo año en las propias filas policiales (una marcha que, dicho sea de paso, reunió a 15 mil personas en la calle). Ambos hechos produjeron una grieta entre la dirigencia política y los funcionarios policiales. El tradicional pacto que organizaba los papeles de estos actores se tensó otra vez y empezó a fisurarse. Pero la huelga policial protagonizada por los sectores más juveniles de la policía y sus familiares estaba hecha también de resentimiento. Un rencor alimentado con el encono y descontento de las jefaturas. No sería la primera vez que las cúpulas policiales se esconden detrás de un reclamo legítimo de las bases para presentar sus abyectas demandas. Se sabe, los jefes suelen pasar factura a los funcionarios apelando o avivando los conflictos internos, o apostando incluso al desmadre de los conflictos sociales que tiene que controlar. En la “quilombificación”

de las cosas, las policías encuentran su carta fundamental para jugar a sus anchas. Basta recordar los acontecimientos de 1989 o el verano de 2001 y 2002. Los políticos lo saben, y acaso por eso mismo prefirieron todos estos años acordar con la policía a cambio de disciplinamiento social y que contengan a la tropa. Pero tanto los descabezamientos como la falta de protección política, que luego se tradujeron en exposición pública y desamparo frente a la justicia, produjo descontento en la alta policía e incertidumbre en la baja policía. Todos corrían el riesgo de ser procesados, porque la corrupción policial se organiza piramidalmente, con la complicidad de todos los estratos de la institución, es decir, a través del pacto de silencio que impone la obediencia debida y la cadena de mando de una agencia fuertemente jerarquizada. La policía de Córdoba se sumaba así a los escándalos en Santa Fe. Un lugar común en la conversación cotidiana es la corrupción policial. Todo aquello que intuíamos salió finalmente a la superficie: la institución dedicada a combatir el delito era partícipe necesario del crimen que perseguía, cuando no su principal protagonista. A medida que se fueron conociendo los hechos, salpicaban a todos los miembros, que se sintieron –y con razón– “manchados” y sobre todo desprotegidos. El paraguas político y judicial se había cerrado para unos cuantos, por lo menos por unas horas. De allí que las cúpulas policiales, muy descontentas, empezaran a operar políticamente con la incertidumbre de las bases policiales para pasarle “boleta” a los funcionarios de la Provincia. En otras palabras, el enojo al interior de las esferas superiores de esa policía, su vulnerabilidad (la de las cúpulas) y las divisiones entre esta y los cuadros del gobierno, dejó espacio a los subalternos para manifestar su incertidumbre laboral. La crisis que produjo el narcoescándalo fue la oportunidad política que encontraron las bases (la suboficialidad juvenil) para poner de manifiesto las demandas a sus patrones (al gobierno)

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en la escena pública (la calle). Se resquebrajó el pacto político-policial que actuaba como bloque de contención de las demandas laborales y generaba oportunidades concretas para canalizar los problemas que se venían escondiendo hacía meses debajo de la alfombra. Para decirlo con Tarrow: la apertura o el incremento del acceso a la participación (recordemos la protesta de los gendarmes y prefectos en el 2012), la división de las elites en el seno de las mismas (contexto político polarizado), los conflictos de intereses entre la alta política y la alta policía (“grietas del doble pacto”), la vulnerabilidad entre los oponentes, pero también los cambios de alianzas (en Córdoba) de la alta policía, todo ello animó a la baja policía a presentar sus problemas en la arena pública. Conviene seguir de cerca esta categoría para comprender la protesta policial. Como señala otra vez el sociólogo norteamericano Tarrow, la oportunidad política “ayuda a comprender por qué los movimientos adquieren en ocasiones una sorprendente, aunque transitoria, capacidad de presión contra las élites o autoridades y luego la pierden rápidamente a pesar de todos los esfuerzos. También ayuda a comprender cómo se extiende la movilización a otros que viven circunstancias muy distintas. Al plantear desafíos a las élites y las autoridades, los madrugadores ponen al descubierto la vulnerabilidad de quienes ostentan el poder”. El malestar laboral era de larga duración. No solo los salarios estaban retrasados respecto de los sueldos que ganaban otros empleados del Estado sino que la inflación fue limando su capacidad adquisitiva. Si a eso le sumamos la vía libre que tuvieron para presentar la demanda, entonces el conflicto era completo, salía a la superficie y con sordina. – Más allá de la corporación: una nueva dinámica de derechos A veces somos víctimas de las teorías que usamos y nos maravillaron. En esos casos, las categorías que empleamos para leer la realidad ponen las cosas en un lugar donde no se encuentran y cuando eso

sucede corremos el riesgo de sacar conclusiones equivocadas. Sobre todo cuando apelamos a ellas rápidamente, casi por acto reflejo, sin reconocer las peculiaridades del caso, sus circunstancias y coyuntura particulares. Cuando las categorías no sirven para indicar algo que es real o lo es pero en un sentido muy distinto, cuando ya no tienen la capacidad para hacer patente algo, entonces estamos frente a categorías que resignaron comprender para operar sobre la realidad de una manera engañosa (ideológica): para ocultar o intentar ocultar la realidad. No se quiere comprender sino abrir un juicio negativo, tomar distancia, por ejemplo de la policía en general. Eso es lo que sucedió con la palabra “corporación”. Hemos escuchado hasta el cansancio en la prensa local hablar de la “corporación policial”. Se acusa y responsabiliza a la “corporación policial”. La “policía es una corporación”, “la policía se ha corporativizado”, “estamos frente a un poder corporativo”, etc. No voy a decir tampoco que las policías no desarrollaron sus propios intereses y actúan en función de estos, pero son intereses que conviven con otros intereses impuestos desde afuera. Quisiera agregar que no estamos frente a una agencia homogénea. La categoría “corporación” invita a pensar a la policía como un bloque y más aún, como un aparato unidimensional. Quiero decir: cuando manipulamos esta categoría perdemos de vista las contradicciones que existen al interior de cada institución y tendemos a meter a todos dentro de la misma bolsa. No estoy con ello repitiendo esa frase boba que tiende a naturalizar la “corrupción”: “Así como hay médicos malos y médicos buenos, también hay policías malos y policías buenos.” Ese punto de vista moral no es el que nos interesa. Más allá de que no sea un policía sino toda la institución el canasto que contiene las manzanas, eso no significa que no exista en su interior un campo de conflictos, que no estemos frente a un espacio donde los actores no juegan siempre el mismo juego y hacen diferentes apuestas.

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Tampoco voy a negar que los jefes policiales se paren frente a la dirigencia política como representantes de una corporación que tiene sus propios intereses, los que ejercen y desarrollaron en función de sus propias prácticas y normas informales. Digo, que se “paren de manos” para defender intereses de la “familia policial”. Pero insisto: no todos tienen la misma posición a pesar de que nos encontramos en una institución fuertemente jerarquizada. La policía, entonces, es mucho más que una corporación. El campo policial está organizado en función de sus reglas, pero compuesto por actores distintos y variopintos. No estoy negando tampoco que exista una cadena de mando que la unifique, pero ello no debería llevarnos a desconocer esos actores que se disputan las posiciones de poder donde se “corta el bacalao”, ni la existencia de actores subalternos que pujan por tener otro lugar en esa institución que ningunea, maltrata y extorsiona de manera sistemática a sus integrantes subalternos. Si miramos de cerca a la policía de Córdoba nos daremos cuenta de que, durante el conflicto, estábamos frente a una agencia que tenía 27 mil miembros. Superaba ampliamente a la policía de Santa Fe que contaba con 18 mil efectivos. Una policía que en el 2003 tenía 13 mil agentes. Es decir, en los últimos diez años la policía cordobesa se ha duplicado, llegando a tener 15 mil nuevos agentes. Es una de las provincias con más efectivos en el país. Si la provincia de Buenos Aires tenía ese mismo año 433 policías cada 100 mil habitantes, y la provincia de Santa Fe 600, la de Córdoba llegaba a los 880 policías cada 100 mil habitantes. Esta “nueva” policía se montó sobre la “vieja” policía y sospechamos que ese montaje no fue cordial sino tirante, sobre todo si sigue la distinción entre la “baja” y la “alta” policía respectivamente. No todos viven la institución de la misma manera. Las viejas prácticas que perfilan determinado quehacer policial tienen que convivir con otros valores y concepciones que tensan las prácticas cotidianas al interior de la fuerza. La reproducción no es una fatalidad y convive con el desarrollo de nuevas prácticas.

Tampoco conviene perder de vista esta distinción porque los protagonistas del reclamo salarial fueron los agentes subalternos más jóvenes, es decir, las bases juveniles, los policías que tienen entre 19 y 25 o 30 años de edad. Al menos durante las primeras horas. Esos policías ingresaron a la institución después del 2003. Ninguno de ellos, claro está, participó en la dictadura, y seguramente, la gran mayoría tampoco vivió la crisis del 2001 y 2002. Probablemente muchos de ellos referenciaron a la policía como una estrategia de sobrevivencia, es decir, como la posibilidad de tener un sueldo estable, de acceder al crédito, de contar con una cobertura social que sus padres tampoco tuvieron o si la tuvieron la perdieron durante la década del ‘90. Seguramente, además, muchos de ellos empezaron a experimentar a la policía como una estrategia de pertenencia: la policía aporta insumos morales para componer una identidad alternativa. Pero también todos ellos nacieron, o mejor dicho, crecieron en otra Argentina. ¿Hay que recordar que la Argentina no siempre ha sido siempre la misma Argentina y que en última década presenta grandes discontinuidades respecto a las décadas anteriores? Los policías más jóvenes no son hijos de la dictadura sino de la democracia y, más aún, de una democracia con nueva dinámica de derechos, que ha ampliado los derechos y garantías de muchos actores sociales. Si la dictadura restringía los derechos, la democracia, o mejor dicho, ésta democracia −la de los últimos diez años−, los amplifica. La nueva dinámica de derechos también atravesó a todos los policías. Si el Estado comenzó a comprometerse otra vez hasta recomponer los cimientos de una sociedad salarial, si se restablecieron las paritarias, los convenios colectivos de trabajo y se creó un consejo del salario; si se reconocieron nuevos y mejores derechos para el peón rural, si los empleados domésticos ahora tienen derechos, si se reconocen más derechos a los jubilados, las mujeres, las minorías sexuales, los niños, los pueblos originarios…, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿por qué los policías no pueden tener acceso a ese nuevo estatus jurídico, por

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qué no pueden acceder a la ampliación de derechos? Y más aún, ¿por qué no tienen el derecho a tener derechos? Es decir, por qué no pueden protestar, si en este país, como dice el refrán, ¡el que no llora no mama! Porque convengamos que los derechos no son dádivas, sino conquistas sociales. La protesta es el derecho que llama a los otros derechos. La huelga policial estaba detrás de ese reclamo: una lucha económica que pueda crear mejores condiciones para la lucha política, es decir, para el reconocimiento de un nuevo estatus jurídico que los transforme en sujetos de derecho. Traduzco: una mejora salarial que les permita dejar de ser ciudadanos de segunda para acceder a un mercado que los reconstituya como consumidores con derechos, pero también una protesta que los ponga en otro lugar en el estado de derecho, y en otro lugar adentro de una institución que está dentro de un Estado que dice ser otro Estado. Porque si es cierto que se está revitalizando el Estado de bienestar, su intervención debe ser universal. Y esa intervención no estaba alcanzando a las bases policiales. Quiero decir, el análisis corporativo debe completarse con un análisis de clase. Estamos frente a una estructura militarizada, fuertemente jerarquizada y centralizada. Pero no todos tienen la misma posición en la estructura social-policial. Eso quiere decir que no todos ganan el mismo sueldo ni todos viven a la policía de la misma manera. Y, si bien es cierto que la policía regula el delito, los dividendos de la protección que dispensan los mercados ilegales e informales tampoco se reparten en términos equitativos. Y la mayoría de las veces no “beneficia” a los policías que se encuentran en los escalones más bajos. Más aún: los salarios bajos, que luego habilitan la “corrupción” al interior de la fuerza, como suplemento salarial, reproducen las prácticas corporativas que tanto indignan a la clase dirigente. Pero dije recién: “no todos los policías viven la institución de la misma manera”. Hay que correrse de los análisis subculturalistas. La policía no es un mundo aparte y los policías tampoco bajaron en un

plato volador o fueron cultivados adentro de un laboratorio. Son un emergente social. Vivimos en el mismo barrio, el policía compra la verdura en la misma feria donde vamos nosotros, lleva a su hijo a la misma escuela donde va el nuestro, miramos el mismo programa de entretenimiento, gritamos el mismo gol, tomamos el mismo micro, nos indignan probablemente las mismas cosas, entonces, ese policía –que se mueve como pez en el agua− no es un extraterrestre. Eso no significa desconocer que las reglas informales que regulan su quehacer no sean propias del campo, pero de allí a suponer que se trata de un mundo aparte, con valores exclusivos, es otra cuestión. La mirada policialista de la seguridad (seguridad = policía) no es patrimonio exclusivo del policía. La estigmatización de los sectores desaventajados no es una marca registrada de la policía. Tampoco el machismo y el uso de la violencia para dirimir los conflictos. Entonces: la policía no constituye una subcultura; hay profundas relaciones de continuidad con el resto de la sociedad, es una institución que está muy imbricada en la sociedad. Las camadas más jóvenes, que nacieron en otra Argentina, introdujeron una serie de tensiones y contradicciones que no hay que subestimar y tampoco descontar, sobre todo para evitar lecturas catastróficas que pronostican y ven intentos desestabilizadores por todos lados. No hubo un golpe o intento de golpe institucional sino un reclamo policial. Que después ese reclamo de la baja policía haya sido operado por la alta policía ante la irresponsabilidad de la alta política, es algo que no ignoramos y vamos a explorar más abajo. –Extorsiones policiales: ¿cuál extorsión? El contraste entre la ampliación de derechos fuera de la institución policial y la restricción de derechos en su interior, es experimentado por la baja policía como algo injusto. Esa injusticia no tiene demasiadas chances de presentarse en la arena pública toda vez que sus integrantes están en una institución militarizada y son objeto de extorsión recurrente

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por parte de sus propios jefes. La militarización de la institución −con su respectiva cadena de mando, uso de armas, estructura jerárquica, obediencia debida, entre otras características− esconde el malestar de sus bases, impide que salgan a la superficie los problemas que tienen, pero también coacciona a sus miembros a resignarse, es decir, a aceptar con sufrimiento lo que “en suerte” les tocó. Prueba de ello es que los policías y los penitenciarios son algunos de los empleados públicos peor remunerados del Estado. Como no pueden presentar sus demandas y hacer evidentes sus necesidades, suelen ser actores muy retrasados –salarialmente hablando− del Estado. Ello para no hablar de las condiciones laborales que existen en las Comisarías, lugares deplorables cuyo mantenimiento se carga generalmente a la cuenta de la propia comisaría. Le corresponde al Comisario resolver los problemas que cotidianamente se presentan, incluso la alimentación de las personas privadas de libertad alojados en sus calabozos, a través de su “caja chica”. Al mismo tiempo, como las cúpulas participan de las rentabilidades altísimas que genera la regulación del delito –siempre con la protección de la dirigencia política−, entonces tampoco se transforman en canales formales para aquellas demandas. Al contrario, el reclamo de los suboficiales, al igual que cualquier objeción o desplante, es visto como un acto de insubordinación y será sancionado. Esas sanciones son formales pero sobre todo informales. El sistema de castigo es discrecional y arbitrario pero además resulta informal. Algunas de los castigos cotidianos para encuadrar a la tropa son los siguientes: negar o sacarles las horas extras; mandarlos a patrullar la ciudad en autos destartalados; disponerlos como “consignas” en las cuadrículas más violentas, que más riesgos tienen para su supervivencia (riesgos, por otro lado, que tampoco suelen ser tenidos en cuenta en el salario porque, a diferencia del docente al que se le paga un plus por dar clases en zonas de riesgo, los policías no pueden acceder a ese beneficio).

En resumen, ese sistema de extorsión policial contribuye a profundizar el malestar en las bases que viven con injusticia la clausura política para participar de la dinámica ampliatoria de derechos. – La familia policial Punto y aparte merecen las mujeres de los policías y jubilados de la institución, dos actores que se manifestaron activamente durante la protesta. En cuanto a los jubilados y pensionados de la fuerza, muchos de ellos están asociados a las instituciones que vienen peleando por el reconocimiento gremial con personería jurídica, sospechamos que se sumaron por distintas razones. Lo hemos visto en varias oportunidades, incluso en la huelga que protagonizaron los gendarmes y prefectos en el 2012. Por un lado, su apoyo a la policía en actividad tiene que ver con el aumento del monto en sus jubilaciones que se encuentra atado a los sueldos de los policías en servicio. Si los sueldos no aumentan, tampoco las jubilaciones. Por el otro, muchos de ellos son oficiales o suboficiales cesanteados, exonerados o desplazados de la institución en el marco de las periódicas purgas. Estos ex policías encuentran en estas agrupaciones no solo la posibilidad de seguir vinculados a una identidad que aporta pertenencia, sino de manifestar su resentimiento por haber sido retirados de la fuerza sin tener derecho al pataleo. Por su parte, las esposas o parejas de los policías también jugaron un papel central en la protesta policial. En algunas provincias más que en otras. Su protagonismo tampoco es nuevo. También durante el 2012 acompañaron a los gendarmes y prefectos. Su participación activa está replicando el papel que jugaron las mujeres en la protesta social entre los años 1998 y 2003. Eso por un lado, porque por el otro, su protagonismo es de larga duración, sobre todo cuando la política está clausurada para los trabajadores. El historiador E. P. Thompson nos enseñó que cuando los trabajadores no podían hacer huelga porque sus derechos estaban restringidos, la protesta se cargaba a la cuenta de

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las mujeres y asumía formas novedosas. Vaya por caso los motines del hambre donde las mujeres tomaban la ciudad y reclamaban el pan a los almaceneros, y si estos no se los daban no dudaban en arrebatárselos con sus propias manos. Pero también esas mismas mujeres son las que iban hasta la fábrica mientras sus esposos se ponían a trabajar. Unos adentro trabajando y las otras afuera protestando o sosteniendo a sus esposos en la lucha que estaban llevando adelante. Si los policías no pueden agremiarse, es decir, si tienen prohibida la representación y petición a través de canales específicos institucionalizados con independencia de la cadena de mando, y si tampoco pueden manifestarse en el espacio público, lo harán sus familiares. Más todavía en la agencia policial donde la continua interpelación a la “familia policial” es una marca de identidad. La mujer del policía no es una mujer más. Forma parte de la familia policial y, por tanto, su participación no es lateral ni extraña. Como dice Sabina Frederic en su artículo “Acuartelamiento y derechos restringidos”: “Las esposas de los policías toman la voz y en nombre de ellos y sus familias asumen de hecho la representación gremial de sus esposos. Un recurso que deja fuera a las miles de policías mujeres cuyos maridos no parecen gozar de igual legitimidad. Mujeres ejerciendo de hecho el derecho –negado– a otros, sus maridos, se erigen en ‘representantes’ de un trabajador por relaciones matrimoniales que las legitiman. ¿Acaso no es esto una negación del proceso de individuación y reconocimiento directo del Estado de derechos ciudadanos?”. Si los policías no pueden presentar sus problemas en la agenda pública y el mundo de la política, si son objeto de extorsión recurrente, entonces la protesta se sostiene con la presencia y el temperamento que sepan y puedan aportar sus familiares. En la protesta de diciembre de 2013 pudimos ver cómo las mujeres no solo acompañaron a determinados referentes en las negociaciones sino continuaron

sosteniendo los acuartelamientos o concentraciones en el espacio público cuando los aumentos que ofrecían los funcionarios no se ajustaban a sus reclamos. – Efectos dominó, en plural La dinámica de los movimientos sociales suele ser horizontal. El éxito de la acción colectiva disruptiva de la baja policía de la provincia de Córdoba creó oportunidades políticas para que las otras policías de la Argentina (tanto las bajas como las altas policías) hicieran sus propios reclamos y apuestas políticas también. Acá, insisto, hay que dejar a Maquiavelo y volver sobre Tarrow. No hubo un plan de operaciones previo, sino la oportunidad de encontrar respuestas a preguntas pendientes y persistentes. Según Tarrow, una vez presentada exitosamente una acción colectiva, consiguen producirse efectos en cadena que pueden adoptar básicamente tres formas: Uno: La expansión de las oportunidades propias y de los grupos afines. Dice Tarrow: los madrugadores que explotaron las oportunidades políticas crearon nuevas oportunidades para que la acción colectiva se difunda a través de redes sociales, estableciendo incluso bases para ensayar coaliciones con otros actores, y creando así un espacio político para los movimientos. Es decir, el aprovechamiento exitoso de aquellas oportunidades puede transformarse en un catalizador para otras protestas. En este sentido se puede agregar que la protesta de la baja policía en Córdoba creó condiciones para la protesta de la baja policía en Catamarca, Jujuy, Salta, Tucumán, Entre Ríos, Chaco, etc. Pero además, el éxito de estas protestas encadenadas crea nuevas y mejores oportunidades para que otros actores sociales actualicen también sus demandas. Si a los policías les fue bien, le habrá llegado el momento al resto de los estatales: los enfermeros, los médicos, los maestros, los administrativos, etc. Pero también, el momento para que determinados

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sectores sindicales que andaban de capa caída (los camioneros o los empleados de peajes, por ejemplo) recobren el impulso que los caracterizaba. Dos: La creación de oportunidades para contra-movimientos. En ese sentido, y salvando las distancias, se puede arriesgar que la movilización del alfonsinismo a Plaza de Mayo durante el levantamiento militar en 1985, y la concentración en la misma plaza para festejar los 30 años de democracia, pueden ser leídos como contra-movimientos. El revote que tuvo la interpretación “conspirativa” propalada por los funcionarios provinciales y nacionales en las redes sociales puede equipararse a una suerte de contra-movimiento. Y tres: La creación de oportunidades para las elites y autoridades, tanto en un sentido negativo (cuando sus actos suministran incentivos para el descabezamiento, la represión o judicialización), como en un sentido positivo (cuando los políticos oportunistas aprovechan la ocasión por los descontentos para autoproclamarse tribunos del pueblo, o los funcionarios encuentran la oportunidad de realizar reformas institucionales que antes no tenían demasiado quorum porque no estaban en la agenda pública o los consensos no eran suficientes). En efecto, la protesta de la baja policía creó condiciones para que las autoridades de la alta policía presentaran también sus espurias demandas a la dirigencia política. A medida que la protesta se intensifica se corren riesgos que conviene no perder de vista. En primer lugar, que la protesta se difunda sectorial y geográficamente. Es decir, que la protesta de un sector de la subalternidad sea reivindicado por otros sectores de la baja policía, incluso por parte de la alta policía (más allá de que estos tengan y pongan otros intereses en juego en ese conflicto), o que la protesta en Córdoba se traslade a la ciudad de Mendoza o Catamarca. En segundo lugar, se corre el riesgo de que los repertorios de beligerancia se expandan: el método de los “acuartelamientos” o las “concentraciones” frente a la

casa de gobierno o el ministerio de seguridad pueden transformarse en un método que quede a disposición para presentar nuevos reclamos en el futuro. Tercero: la aparición o la visibilización de nuevos organizadores del movimiento. Vaya por caso los SIN.PO.PE –Sindicato de Policías y Penitenciarios− o SIPEBA –Sindicato de Policías de Buenos Aires− en la provincia de Buenos Aires que cobró un nuevo impulso con las protestas. Todos estos datos son los elementos de una dinámica de acción colectiva que transforma la estructura social en movimiento. Lo vimos con los piqueteros a comienzos del siglo XXI y ahora con los policías durante la protesta policial. – Repertorios previos y sindicalización Otra categoría que podemos emplear para pensar tanto la protesta policial como su potencialidad es la noción de “repertorio de beligerancia”. Con el término repertorio el historiador y sociólogo norteamericano, Charles Tilly, quería identificar a aquellas rutinas contenciosas compartidas y ejercitadas mediante un proceso de selección relativamente deliberado. Los repertorios, afirmaba Tilly, son creaciones culturales aprendidas que no descienden de una filosofía abstracta, pero tampoco del “espíritu del pueblo”. Prácticas que emergen de la lucha cotidiana, de las interacciones entre los ciudadanos y el Estado en distintos momentos. La noción de repertorio nos previene, entonces, de las interpretaciones economicistas que tienden a cargar todo a la cuenta de las necesidades insatisfechas. Hace falta mucho más que una necesidad material para que las estructuras objetivas se transformen en protesta. Hace falta, por ejemplo, repertorios previos. La categoría de repertorio ubica a la cultura en el centro de la acción colectiva, al hacer hincapié en los hábitos beligerantes adoptados. Esos repertorios son una suerte de vademécum que estará a disposición de los protagonistas contemporáneos, formando parte del acervo que

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propone la memoria colectiva al alcance de los distintos actores, según sus diferentes reivindicaciones, en diferentes tiempos y lugares. La protesta policial apeló a rutinas de confrontación que ya formaban parte del haber policial. Estoy pensando en los levantamientos policiales que pueden asumir diferentes formas, a saber: ausentismo; quite de colaboración; acuartelamiento, que son una mezcla de huelga de brazos caídos con ocupación de espacio público (las comisarías); y las concentraciones en las puertas del ministerio de Seguridad o las casas de gobierno. La última protesta apeló a todas ellas. Por ejemplo, la policía Bonaerense −que oficialmente se le plantó al entonces gobernador Daniel Scioli el lunes 9 de diciembre de ese año−, la semana anterior a su reclamo había realizado un quite de colaboración que no tomó estado público, pero podía verificarse cuando se revisaba el nivel de efectividad de patrullaje por cuadrículas. Del habitual 65% había caído hacia el final de la semana anterior a un 3%, lo que transformaba al quite de colaboración en un virtual levantamiento. Ese dato fue el que tuvo en la mano Scioli el viernes 6 de diciembre a la noche para decidir un aumento salarial antes de que los acuartelamientos reprodujeran un escenario propicio para los saqueos. Por si quedan dudas, esas formas de protesta llegaron para quedarse. Son las mismas que se vienen usando desde hace varias décadas. Las experimentaron en carne propia Cafiero y Brunati, Duhalde y también Scioli. Difícilmente puedan borrarse de la memoria policial apelando al articulado de la Constitución Nacional, es decir, recordándoles a los policías que deben guardar subordinación, que no se puede romper la cadena de mando, etc. Esta visión ingenua de las instituciones es víctima de otros sentidos comunes, por ejemplo, de aquel axioma que sostiene que el Estado tiene el monopolio de la fuerza. Está visto que la policía no es una institución subordinada al gobierno de turno o, en todo caso, esa

subordinación se negocia o pacta todo el tiempo. Sucedió eso durante los últimos 20 años y no creo que no siga sucediendo mientras no se encare un profundo proceso de reforma policial. La protesta policial es también consecuencia de la autonomización relativa de estas agencias. Pero no es eso adonde quería llegar. Estaba diciendo que los repertorios de beligerancia forman parte del imaginario policial. Y que la baja policía continuará apelando a ellos en la medida que no encuentre canales formales para expresar sus problemas y manifestar sus legítimas demandas. En ese sentido, la sindicalización, como veremos más abajo, puede ser una forma de darle previsibilidad a la protesta policial. De lo contrario activará dinámicas sociales que se mueven con la fuerza de los temporales. Arrasando con todo sin preguntar si sos peronista, kirchnerista, socialista o radical. – Saqueos: entre la bronca juvenil y el consumismo de todos Este es un tema muy espinoso y repleto de lugares comunes y, por tanto, lleno de mitos. Conviene avanzar despacio para no reproducir lecturas conspirativas que nos lleven a postular una relación inmediata de continuidad entre los acuartelados y los saqueadores. No voy a decir que no exista un encabalgamiento entre la protesta policial y la protesta social, o que incluso no pueda haber existido connivencia entre huelguistas (o instigadores de la huelga) y saqueadores. Pero conviene empezar recordando que los saqueos sociales, como ha señalado Javier Auyero, son una de las formas que asume la acción colectiva disruptiva en Argentina. Eso no implica, como ha investigado también Norberto Galasso, que los manifestantes no se apoyen en las relaciones abyectas con miembros de la policía, que no existan oscuras zonas de contacto con la protesta policial. Pero esa relación hay que explicarla, no se puede postular como una relación mecánica del orden de la causa y el efecto. A veces entran en juego las complicidades, pero esos acuerdos no se pueden tampoco generalizar.

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Las complicidades forman parte de la regulación cotidiana del delito. La policía recluta fuerza de trabajo lumpen para mover las economías ilegales y también las informales. Eso hace suponer que la vigencia del pacto con el delito puede extenderse aun cuando ese otro pacto (entre la policía y la política) se resquebraje. Esa fuerza de trabajo se convierte en la mano de obra forzada y barata de las policías y opera como un factor de presión extra en las negociaciones que encaran la baja y la alta policía. Esto no es un acontecimiento sino una práctica periódica que hemos denominado, con Julián Axat, “reclutamiento policial forzado”: cuando los negocios formales se niegan a asociarse a la cooperadora policial o dejan de contratar las horas extras de la policía de la zona, cuando los negocios que pendulan entre la formalidad y la informalidad no pagan la cuota semanal o mensual correspondiente para continuar con sus negocios grises, se vuelven objeto de extorsión. Una de las maneras que tiene la policía para presionar a estos actores consiste en armarles una causa o hacerles un allanamiento. Otra manera consiste en apelar a los servicios del “bardo flotante”: La policía les marca el negocio a esos actores reclutados para que lo saqueen. Algo similar sucede cuando la policía libera zonas para que determinadas viviendas sean objeto de hurto o “escruche”. Entonces, la relación entre las policías y la fuerza de trabajo lumpen no es nueva sino de largo aliento. Relaciones que se fueron tejiendo sobre la base del hostigamiento y la extorsión policial, pero también bajo el auspicio del descontrol judicial. A través de las sistemáticas detenciones por averiguación de identidad y la amenaza de armado de causas, la policía perfila trayectorias ilegales para determinados contingentes sociales. A medida que vulnera los derechos de los jóvenes morochos de barrios pobres y certifica los prejuicios que los vecinos del barrio tienen sobre esos jóvenes, se va componiendo esa fuerza de trabajo lumpen que se dispone para múltiples tareas. Pero esa fuerza de trabajo ilegal o ejército lumpen de reserva, habilitada por la huelga policial –que funciona de hecho (¿hay que

decirlo?) como una liberación de las zonas− crea condiciones para que detrás de los lúmpenes en algunos casos y en otros sin necesidad de la intervención de estos, tengan lugar los saqueos masivos. Una cosa son los robos y otra muy distinta los saqueos, pero no hay que confundirlos aunque a simple vista todo tienda a enredarse y confundirse. Los saqueos fueron otro puño sin brazo. En algunos casos la huelga policial fue vivida como la oportunidad para tomar la calle. Me explico: Cuando los jóvenes se convierten en objeto de sospecha y detención recurrente, cuando los jóvenes morochos de las barriadas pobres de la periferia se convierten en los enemigos de rigor y aparecen referenciados como categorías sociales productoras de miedo, y entonces se montan y disponen a su alrededor prácticas y operativos policiales (retenes y razias) y para-policiales (seguridad privada y procesos de estigmatización social) que establecen una suerte de estado de sitio para estos actores, en ese contexto, cuando los controles formales desaparecen o se relajan, muchos jóvenes encontrarán la oportunidad de tomar revancha. La presión policial sobre los jóvenes es asfixiante. No solo clausura el espacio público para ellos sino que les impide acceder a determinados lugares. Pero esa mirada policial se reparte con la vigilancia vecinal. Las detenciones por averiguación de identidad reposan en los procesos de estigmatización y demonización social. Eso es lo que venía sucediendo en la ciudad de Córdoba y Tucumán, y lo que se denunció precisamente en la Marcha de la Gorra en la ciudad de Córdoba. La policía cordobeza hostigaba sistemáticamente a los jóvenes en el centro de la ciudad y en sus propios barrios. La policía venía disponiendo puntos de control en los puentes que conectaban la periferia con el centro y no dejaban llegar a los jóvenes o a los carreros al centro de la ciudad. Incluso la policía había dispuesto patrullajes nocturnos en helicópteros sobre las barriadas más pobres de la periferia, allí donde los jóvenes se juntaban en las esquinas y los alumbraban con sus reflectores. Con estos antecedentes, cuando la policía se mande

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a guardar, en ese contexto de presión policial y social, no hacen falta demasiados acuerdos previos para que los jóvenes salgan a ocupar el espacio público e irrumpan en los negocios. En última instancia, esos mismos empresarios, o los dueños de los comercios, suelen disponer dispositivos de seguridad para mantenerse en guardia permanente contra estos jóvenes. Pero eso no es todo, porque después de los jóvenes llega el resto del barrio. Es decir, los saqueos se masifican y se vuelven imparables, impredecibles, al menos durante algunas horas. Ahora bien, como ha señalado también Auyero en su libro La zona gris, los saqueos forman parte de los repertorios de beligerancia social, son un repertorio maestro en Argentina. En contextos de inflación y polarización política, cuando los sectores marginales no encuentran cauces para manifestar su disenso y sus problemas no son tomados por los representantes, o siendo tomados no se los procesa con la debida atención o dedicación, entonces los saqueos se transforman en un gran catalizador político. La acción colectiva es la misma pero los contextos son muy diferentes. Si en 1989 el marco de los saqueos fue la hiperinflación y el subconsumo, y algo similar sucedió en los saqueos durante diciembre de 2001 y febrero de 2002, en diciembre de 2013 el marco de la protesta policial y social es, además del resentimiento sedimentado en los más jóvenes, la inflación y el consumismo. En efecto, el consumismo es la contracara del neo-desarrollismo. El incremento de la capacidad de consumo redefinió los términos de la pobreza relativa. Baja la desocupación –aunque sigue impactando centralmente entre los sectores más jóvenes− pero subsisten núcleos de marginación persistente. Aumenta el consumo pero sigue experimentándose de manera desigual. El consumismo (desigual) suele ser apuntado como una de las dimensiones del aumento del delito en Argentina. Lejos de hacer retroceder el delito predatorio o callejero, crea nuevas condiciones

para su reproducción toda vez que redefine la pobreza relativa. Sobre todo en contextos de fuerte contraste social, donde la riqueza continúa conviviendo al lado de la pobreza o la precariedad. Lo digo con las palabras de Kessler: “Pareciera que en una época de reactivación económica y una renovada promesa de consumo, se produce una reconfiguración de la privación relativa. Mientras que por un lado hay más bienes en circulación, lo cual disminuiría la privación, por el otro, el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a una comparación continua con los pares cercanos que acceden a ciertos bienes y a que haya una mayor adscripción a las estrategias de distinción juvenil mediante bienes”. El consumo genera una serie de contradicciones. Lleva a la comparación constante con otros semejantes y se vive con placer y envidia. Más aún, en una sociedad de mercado, el consumo se experimenta como un derecho. “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”. Si para ser feliz tengo que tener uno o dos LCD, uno en cada habitación, y no puedo conseguirlo por las vías formales entonces iré por él a través de otros medios. De otra manera: si para pasarla bien en las fiestas hay que visitar Garbarino, aprovechar las ofertas de Frávega o los super descuentos de Carrefour o Wal-Mart, si la felicidad se mide en función de los electrodomésticos adquiridos, entonces yo quiero también participar de la felicidad asociada al consumo de aquellos bienes. Cuando no tenemos acceso al crédito o ya estamos suficientemente endeudados para continuar acumulando nuevas deudas, entonces los saqueos son referenciados por muchos como la oportunidad para adecuarse a las expectativas que reclama el mercado en esta sociedad.  Acaso por eso, los saqueadores no van detrás de alimento, como se encargan de subrayar los periodistas indignados, sino de electrodomésticos y ropa deportiva último modelo. No es nuestra intención justificar o censurar los saqueos, sino

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comprenderlos. Y sobre todo tratar de corrernos del sentido común que circuló durante aquellos días por los medios nacionales y las redes sociales para luego intentar comprender estas formas de confrontación popular. En ellas se veía a personas cargando plasmas al hombro, colchones, muebles, o changuitos que en vez de llevar alimentos contenían electrodomésticos de todo tipo. Como sucedió en diciembre de 2012 durante los saqueos en la ciudad de Bariloche, esas imágenes circularon para impugnar los saqueos, para desautorizar a sus protagonistas, para subrayar que no estábamos ante personas con necesidades básicas insatisfechas sino frente a vándalos, es decir, oportunistas manipulados por oscuros intereses.  E. P. Thompson nos enseñó también que los motines del hambre en la Inglaterra del siglo XIX no fueron acontecimientos espontáneos. Y lo mismo podemos decir de los saqueos en la Argentina del siglo XX o XXI. No son eventos azarosos y tampoco se explican en la necesidad de alimentación. Detrás de estos saqueos, además de experiencias de organización, se encuentran los repertorios de lucha previos trabajando pacientemente; repertorios y experiencias que forman parte del imaginario social. Pero también están los valores que el mercado ha instalado durante todos estos años. Nos basta con agregar que, en un contexto como el que nos toca, donde la inflación va erosionando la capacidad de consumo que sostiene nuestra existencia moral cotidiana, no hace falta demasiado para que irrumpan los saqueos y con ellos los estallidos sociales. Pero también hay una comunidad de valores que durante veinte años estuvo tallando el imaginario de los argentinos. Un imaginario hecho de consumismo último modelo, organizado con la obsolescencia programada y percibida del capitalismo contemporáneo. Muchas de estas cosas las saben perfectamente los funcionarios. Y no lo saben desde ahora sino desde hace bastante tiempo. De hecho, la llegada de Sergio Berni al Ministerio de Seguridad de la Nación tuvo que ver –entre otras cosas− con estos temores. Por eso, una de las

primeras medidas que adoptó el supersecretario fue la coordinación de las intervenciones en las villas de CABA y AMBA. A cada Ministerio se le dieron dos o tres villas para que realizaran distintas tareas sociales, las que estuvieran a su alcance según la agenda de cada agencia. Berni fue el encargado de monitorear este mega-operativo. Al gobierno no se le escapaba que donde más golpea la inflación es en los sectores más bajos. A través de este operativo, además de disputar estos territorios al macrismo (en CABA) y a los barones del Conurbano, se buscó ir testeando la conflictividad social en las zonas más vulnerables, seguir de cerca el impacto que la inflación tenía o podía tener sobre los sectores más pobres.   Las imágenes de diciembre de 2013 corroboraron las intuiciones que tuvo alguna vez el gobierno nacional. Pero las disputas políticas pueden más que los diagnósticos que se hayan hecho alguna vez. Ya volveremos sobre esta cuestión en otro capítulo. En definitiva, en el robo de estos electrodomésticos no hay que apresurarse a ver un ladrón, sino una sociedad que continúa siendo interpelada por un mercado que promete felicidad, éxito, o eterna juventud a cambio de consumo de bienes encantados, es decir, a cambio de endeudamiento continuo. No hay que perder de vista el lugar que tiene el consumo improductivo en las prácticas sociales. El consumismo es una de las causas de estas conflictividades sociales.  Finalmente, la lectura que se sugiere con estas imágenes mediáticas −además de interpelar los prejuicios que las clases medias y altas tienen sobre los sectores plebeyos− continúa alimentando el resentimiento de aquellos sectores que ven en los saqueos −como en los planes trabajar o la Asignación Universal por Hijo− una injusticia, es decir, un premio no merecido para los más pobres que contrasta con los esfuerzos que ellos hicieron durante el año y los compromisos que contrajeron para disfrutar de una Navidad con el arbolito lleno. Así de rebuscada es la Argentina.

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– Vecinos alertas y armados Otra postal que dejaron los saqueos y la huelga policial fueron las barricadas que improvisaron vecinos y comerciantes para hacer frente a la “ola” de robos. En ellas pudimos ver a ciudadanos empuñando armas largas, haciendo guardias rotativas para proteger su barrio o su cuadra y repeler a los saqueadores o sospechosos de serlo. Lo mismo hicieron muchos comerciantes que se encerraron en sus negocios empuñando armas de guerra, a la espera de los saqueos. Pero hay más: en las ciudades de Tucumán las armerías agotaron su stock y en Córdoba, las ventas aumentaron un 50%. Los vecinos de varios countries de Buenos Aires empezaron a tomar cursos de defensa personal que incluían la manipulación de armas de fuego. Las dos asociaciones que nuclean a los supermercadistas chinos, objetos de saqueo de rigor, anunciaron la formación y desplazamiento de grupos de autodefensa. Muchos, incluso, dispusieron en las puertas de sus negocios garitas blindadas de seguridad como las que solían tener los bancos hasta hace un década atrás. Otros reforzaron las persianas, levantaron nuevos muros, contrataron servicios de guardia especiales a las empresas de seguridad privada. En los diarios y la TV se habló hasta el cansancio de los saqueadores y los policías sediciosos pero muy poco de los vecinos armados. Y cuando se los mencionaba se hacía para señalar un vacío de poder, para nombrar la ausencia del Estado. No se trata de un dato menor que aporta pintoresquismo a los hechos. Hubo 18 muertos y un centenar de heridos de bala de plomo en toda la Argentina. Casi todos los muertos fueron el resultado de la puntería que practicaron estos vecinos. En otros casos, producto de linchamientos. Digo, no murieron de muerte natural, y tampoco por causa del “gatillo fácil”, sino producto del impacto de bala o los golpes que recibieron de los vecinos alertas. Mucha gente mató, pero sus homicidios (o las tentativas

de homicidios) se justificaron (e invisibilizaron) con el virtual estado de excepción que vivieron los vecinos librados a sus propias estrategias y recursos. De esa manera, esos vecinos en pánico moral apuntaron con los prejuicios que venían practicando desde hacía tiempo. Bastaba ver a jóvenes morochos conduciendo motos para asociarlos enseguida a la figura del “saqueador” y convertirlos, de llegar a aproximarse a cada barricada, en objeto de tiro al blanco o linchamiento. Ya volveremos más abajo sobre este tema, nos basta ahora con adelantar otra tesis: Si no hay gatillo policial hay linchamiento social. La huelga policial en Córdoba el 3 de diciembre de 2013 dejó a la ciudad liberada a su suerte. Los acontecimientos que tuvieron lugar dejaron entrever el poder de la vecinocracia. Prueba de todo esto es el excelente documental de Natalia Ferreyra, La hora del lobo, donde explora la indolencia social, la imbecilidad de la vecinocracia. Los protagonistas de este documental son estudiantes universitarios de clase media cordobesa, activistas de la justicia por mano propia, jóvenes dispuestos a practicar la venganza, a tomar las cosas por su mano propia. Los hechos que allí se narran no están lejos de nosotros, se revalidan periódicamente. Lo vemos casi todas las semanas en las festejadas coberturas que la prensa nacional dedica para invisibilizar estos crímenes, para presentarlos como actos de justicia ciudadana. Casualmente, cuando escribo esto, leo en la editorial de la Agencia Paco Urondo, haciendo un balance de la derrota del FPV: “Los desencuentros en el interior del peronismo también provocaron el fenómeno Córdoba, clave para el resultado final. Más allá del carácter reaccionario del gobierno de De La Sota, el rol de Nación fue similar al caso de Buenos Aires. El destrato vivenciado por la población cordobesa, que acicateó el gobernador cuantas veces pudo, tuvo su momento más dramático con la demora en enviar a la Gendarmería durante la rebelión policial de 2013.”  En efecto, Sergio Berni fue un funcionario acostumbrado a prepotear a todo el mundo. La demora del

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ministerio de Seguridad de la Nación en mandar a la Gendarmería a la ciudad es un factor que seguramente tuvieron en cuenta los cordobeses a la hora de decidir su voto.  Los jueces investigan a los policías y a los protagonistas de los saqueos pero no a los asesinos o a los ciudadanos que apalearon a los jóvenes muertos. Ya sabemos que la justicia es selectiva (clasista y racista) y se dispone a atrapar al negrito, sea el policía o el saqueador, los eslabones más débiles de la cadena.

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– Torpezas políticas La protesta salarial de la baja policía operada por la alta policía en función de sus propios intereses −es decir, según sus diferencias políticas y económicas−, tuvo un ingrediente extra que deberían tener en cuenta también, sobre todo aquellos que son devotos de lecturas conspirativas, que viven de las correderas ministeriales. Me estoy refiriendo a las disputas entre el delasotismo y el kirchnerismo. Estas pugnas no son nuevas, pero en los últimos meses se habían tensado porque el gobernador De la Sota había manifestado su vocación presidencial. Esta protesta, entonces, hay que enmarcarla en ese contexto de “guerra fría” entre el gobierno provincial y el nacional. Un conjunto de torpezas y mezquindades políticas contribuyeron a echarle leña al conflicto. Por un lado, el gobernador De la Sota, que se encontraba vacacionando en Brasil, subestimó el conflicto, razón por la cual no solo había postergado su regreso a la Argentina sino que había demorado en solicitar el apoyo de la gendarmería al gobierno federal. Por el otro, el gobierno nacional jugó también a tensar el conflicto cuando se negó a atender los teléfonos de Provincia. Sobre este punto sabemos que hubo diferencias entre Zanini-Berni por un lado y Capitanich por el otro. A lo mejor con el tiempo conoceremos los entretelones de aquella trastienda política. Pero con la lectura de los diarios nos alcanza

para concluir que el “kirchnerismo duro” jugó en el límite, tensando la cuerda otra vez. Ese es el juego que más le gustaba al comisariosecretario Berni que asociaba la seguridad a la fuerza y que creía –como señalamos en el capítulo 1- que esa fuerza se podía conducir a base de prepotencia y pirotecnia verbal. Porque cuando no hay dirección ni planificación política en materia de seguridad, la conducción se limita a la negociación constante de los acuerdos con las cúpulas policiales. Las concesiones que De la Sota hizo a los reclamos de la policía, después de un día entero de saqueos, lejos de resolver el conflicto contribuyeron a expandir y profundizarlo. Las medidas adoptadas por el gobernador de Córdoba se transformaron en una oportunidad política concreta para que otras policías provinciales replicasen la protesta. Y no solo eso, sino que se “compraron” –en el corto plazo− una multiplicidad de conflictos locales con cada uno de los gremios estatales de su provincia. Ya sabemos que en los últimos años las provincias hicieron ajustes para permanecer arriba de la línea de flote y que el gasto público fue una prerrogativa federal. Pero de concretarse esos aumentos, en un contexto inflacionario, podían llegar a desfinanciar a las provincias y luego tendrían que ser rescatadas por un gobierno nacional que tiene cada vez más comprometidas sus reservas. Al menos esa fue la advertencia que hizo el gobierno Federal a las Provincias. – Laborización policial La sindicalización no es el punto de partida sino uno de los objetivos que hay que alcanzar con la reforma policial, es decir, el resultado de la desmilitarización de la agencia policial. La sindicalización, que supone el reconocimiento explícito del derecho a la protesta, hay que pensarla como parte de un proceso de laborización de las policías. Si queremos una policía al servicio de los ciudadanos, hay que procurar que los policías estén cada vez más cerca de ellos. El pasaje de la seguridad

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pública a la seguridad ciudadana, de una policía cuyo objetivo no es el orden público sino la protección de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, implica la ciudadanización policial. Por distintas razones, las policías en Argentina constituyen agencias con una impronta castrense. Pero lo cierto es que estamos ante una institución armada, que hizo del arma un fetiche; una institución muy jerarquizada, que reproduce el doble escalafón que existe en las fuerzas militares; que entrena a sus miembros con la hipótesis del enemigo, de conflictos que se cargan siempre a la cuenta de la sociedad civil a la que se propone mantener alejada de sus miembros, a pesar de que sus agentes vivan en el mismo barrio. De modo que si se pretende desandar ese imaginario institucional que gravita, posiciona y presiona a sus cuadros a reproducir un rol que los separa y distancia de los ciudadanos, debemos comenzar a poner en crisis y desandar ese “self ” que han estudiado y analizado Mariana Sirimarco, Mariana Galvani y el equipo que coordina Sabina Frederic. Con la laborización policial queremos hacer alusión al reconocimiento del estatus de “trabajador”. Como cualquier ciudadano, el policía es un trabajador que tiene determinados derechos. Más allá de que no sea un trabajador más, puesto que tiene obligaciones concretas que se desprenden de la prestación de un servicio esencial que tiene que garantizar el Estado, el policía es un trabajador como cualquier otro. Salvo el arma que porta, no se diferencia en nada de un médico, un enfermero o un bombero. El sueldo lo proletariza y equipara a cualquier profesión. Claro que la laborización forma parte de una reforma policial integral que debe inscribirse en una modificación del paradigma securitario. Tareas que, en todos estos años, se han encarado de manera dubitativa, con pocos avances y muchos retrocesos. El policía es un agente que no fue preparado para dialogar con la sociedad civil, toda vez que no se lo reconoce si quiera como ciudadano.

Tal vez la laborización de la policía puede contribuir a desandar esas distancias sociales, y el resto de la ciudadanía pueda empezar a encontrar en el policía un interlocutor en vez de un enemigo solapado. Si la policía no está para reprimir a los ciudadanos, sino para protegerlos; si los policías quieren correrse del estigma que carga (“yuta puta” o “son todos corruptos”), la laborización puede contribuir a poner las relaciones interpersonales en otro lugar. Más aún: Si pretendemos que los policías denuncien a sus superiores por las presiones que estos ejercen para que los subalternos actúen más allá de los derechos humanos; si queremos romper la cadena de silencio que impone la obediencia debida en una institución con una estructura piramidal, entonces los policías necesitan el reconocimiento de derechos laborales y la protección de otras instituciones que puedan hacer valer el ejercicio de sus derechos frente a sus superiores y los funcionarios. Como sucede en casi todas las reformas, la sindicalización también está llena de riesgos. Primero porque puede pasar que las cúpulas policiales “copen la parada” de estas agremiaciones y, de esa manera, encuentren nuevos rudimentos para resguardar el carácter corporativo que pretenden para la institución. Además, en una sociedad donde la democratización sindical sigue siendo otra tarea pendiente, entonces tenemos derecho a manifestar nuestros temores y suponer que los sindicatos policiales pueden replicar la estructura verticalista que caracteriza también al sindicalismo argentino. Pero los temores no van a despejar las dudas, mucho menos resolver los desafíos que tenemos por delante. Si las clases dirigentes quieren imprimirle previsibilidad a la protesta policial, deberán encontrar otros canales institucionales para las demandas de sus trabajadores. La protesta policial, con todos sus repertorios, llegó para quedarse y si no se hallan esos cauces formales, los conflictos pueden seguir rumbos imprevisibles que afecten a la democracia y la gobernabilidad. Sobre todo cuando resultan sobreoperados y manipulados por la alta policía.

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– Otras materias pendientes A treinta años de la democracia otra tarea pendiente sigue siendo la reforma policial. Las policías no conocieron un proceso semejante al que tuvieron los militares en todos estos años. En materia securitaria, dijimos, es una década llena de preguntas y tareas inconclusas. El reformismo que caracterizó al kirchnerismo en materia económica contrastó con la performance planteada para el área de seguridad. No vamos a decir que fueron diez años tirados a la basura porque se implementaron algunos cambios que, aunque tibios, representan un mejor punto de partida para encarar cualquier proceso de reforma que siga. Pero en términos generales, el esquema planteado durante la década del ‘90 siguió vigente durante el kirchnerismo. Las alianzas estratégicas entre los actores que componen el dispositivo de temor y control, a través del cual se gobierna la inseguridad y regula el delito, quedaron prácticamente intactas. Esto vale no solo para el gobierno federal sino, sobre todo, para los gobiernos provinciales. Policiamiento de la seguridad, coyunturalismo policial, saturación policial y prevención situacional, tolerancia cero, demagogia punitiva, autogobierno policial y doble pacto, continuaron siendo los contornos generales que organizaron la seguridad en todo el territorio nacional. Como dijo Sain en otro artículo, comparativamente hablando, a la clase dirigente le salía más barato acordar con la policía que asumir los costos electorales que puede representar encarar un proceso de reforma estructural y de largo aliento. Eso fue así tanto en el gobierno federal como en cada uno de los gobiernos locales, sin importar el signo partidario que asumió la gestión. Es lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires o Mendoza (FPV), en Córdoba (PJ Renovador), pero también en Santa Fe (Socialismo-Radicalismo) o en CABA (PRO). En gran parte lo que vivimos en diciembre de 2013 es la consecuencia de las preguntas que quedaron sin responder en todos estos años. Sectores de la alta policía demostraron su voluntad destituyente y la

capacidad de “quilombificar” el país en dos semanas, sacando su tajada de las legítimas demandas de la baja policía. Acciones que merecieron por parte de los medios de comunicación empresariales –como no podía ser de otra manera- una cobertura sensacionalista con editoriales fatalistas que, en vez de contribuir a aislar a los actores, separando la paja del trigo, fogueaban los conflictos, agitando el pánico de una sociedad sensible, con muy alta sensación de inseguridad. Si de los laberintos se sale por arriba, tal vez ocurra de modo similar con los callejones sin salida en los que nos encontramos ahora en materia securitaria. Eso va a requerir un acuerdo entre los diferentes partidos del arco político y otros movimientos sociales, toda vez que los cambios estructurales requieren tiempos largos, es decir, hay que sortear las coyunturas electorales. Escribo esto con entusiasmo pero sin optimismo. Acaso porque nos disponemos a transitar unos cuantos años de macrismo. No creo que en los próximos años exista voluntad para encarar esas reformas. Más aún cuando los pilotos de tormenta elegidos siguen estando compuestos por funcionarios decididos a judicializar la protesta social, a estigmatizar y disciplinar a los habitantes de los barrios pobres –en especial a los más jóvenes− con la ocupación rotativa de la gendarmería y la prefectura, y que piensan al narcotráfico en términos de “guerra a la droga”. El gobierno kirchnerista avanzó en zigzag dando señales muy contradictorias. En los dos últimos años, incluso, se ha encargado si no de borrar al menos de disipar la frontera entre lo policial y lo militar. Si se confunden los límites entre la seguridad y la defensa (como promueven los EEUU para la región) –y todo parece indicar que esa es una de las ideas-fuerza del macrismo- las conflictividades sociales tendrán otros marcos jurídicos y otros anfitriones. De hecho, en los últimos años, los militares vienen ganando posiciones. No solo fueron movilizados a la frontera para realizar las tareas de control que

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antes estaban reservadas a la gendarmería, también fueron implicados en las catástrofes naturales, en la seguridad cibernética (en el mes de noviembre de 2013 y febrero de 2014 el Ministro de Defensa, Ángel Rossi, viajó a Brasil a unas reuniones sobre estos temas) y hay quienes quieren que tengan un papel protagónico en la persecución del crimen organizado. Anoto esto porque en los últimos meses, después de los saqueos y la huelga policial, el gobierno nacional suspendió o postergó las vacaciones para los militares. Se esperaba un verano caliente y los militares fueron postulados como la reserva de la democracia. Las declaraciones del ex general Milani diciendo que se sentía formando parte del mismo “proyecto nacional y popular” fue otro dato novedoso que no hay que perder de vista. Acaso por todo esto tenemos suficientes razones para manifestar nuestra desconfianza. Con la historia que tenemos nos parece que el desdibujamiento de estas fronteras no debería subestimarse ni pasarse por alto. Más aún cuando el ex jefe de Gabinete, Jorge Capitanich − dueño de una verba que competía con la de Berni, que incluso llagaba a contradecirla−, planteaba repensar los términos para la seguridad interior. Por entonces sus declaraciones contrabalanceaban el carácter reaccionario de la seguridad made in Berni. El tiempo dirá, y ojalá nos equivoquemos, pero como dijo alguna vez Michel Foucault… interrumpimos aquí este artículo porque lo que sigue está sucediendo todavía.

Elementos para pensar la sindicalización policial. Uno de los debates interminables pero pendientes en Argentina, que fuera por eso mismo judicializado, es la sindicalización policial. Los que se niegan a reconocerles ese derecho suelen aducir dos razones contradictorias. La primera, porque se trata de un servicio público esencial que necesita

cadena de mando; la segunda, porque es otra agencia corporativizada lo cual hace suponer que la sindicalización blindaría la autonomía policial. Como un juego de espejos, las policías en Argentina fueron creadas a imagen y semejanza del Ejército. De hecho, muchas de ellas fueron fundadas por sus generales. Luego, con cada golpe militar, las policías se transformaron en otro brazo armado de los militares y, poco a poco, fueron incorporando las prácticas que definieron al Terrorismo de Estado. Vaya por caso la liberación de zonas, las citas podridas, las razias, los retenes, la tortura, la rapiña y la desaparición forzada de personas. Se entiende entonces que la impronta militar defina su formación y fascine a muchos jefes. Aspirantes entrenados con la lógica de la guerra amigo-enemigo, donde el otro, es decir, la sociedad civil que se trata de extirpar del futuro policía, es presentada como el lugar del desorden, el caos y el delito. Esto es compatible con el modelo de la seguridad pública, donde el fin que se propone para la policía consiste en la conservación del orden público, esto es, cuidar al gobierno de turno de la sociedad civil. Se dice: las policías necesitan destruir al ciudadano que llevan adentro para emprender su tarea. Para reprimir hay que mantener distancia. No hay brutalidad policial sin distancia social. Para practicar el hostigamiento se necesita referenciar a la sociedad, o determinados sectores de la sociedad, como enemigos o actores extraños e ininteligibles. Muy distinto será el lugar que la seguridad democrática asigna a las policías: proteger a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. Desde este paradigma no se necesita un policía en la vereda de enfrente sino a otro interlocutor. Hay que dejar de pensar a la policía como la “yuta puta” o “el brazo armado de la clase dominante”. La policía no puede disponerse para que los estudiantes o barrabravas practiquen “tiro al blanco”. Lo dijimos en varias oportunidades en este libro: El policía no es un extraterrestre, sino un emergente social. Los defectos que encontramos en la policía podemos descubrirlos también en la

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sociedad. Por eso solemos repetir: no hay olfato policial sin olfato social. Y donde no hay gatillo fácil, hay linchamiento. El policía está en la sociedad como pez en el agua. Mal que le pese a determinados sectores de la militancia y a muchos policías. En estos últimos años se han incorporado a las distintas policías una gran cantidad de jóvenes que las percibieron como una fuente laboral, inclusive como una oportunidad superadora al trabajo precario que se organizaba con las cooperativas de los intendentes o movimientos sociales. No solo tienen la oportunidad de tener un salario digno, sino reconocimiento de estabilidad y antigüedad, vacaciones pagas, aguinaldo, una obra social, acceso al crédito de consumo y aportes jubilatorios. Son jóvenes que crecieron en otra Argentina, mirando cómo distintos actores de la sociedad conquistaban cada vez más derechos. Derechos que ciudadanizaban, derechos que ponían a los actores en otro lugar, que empoderaban. Mientras tanto, muchos sectores de la dirigencia continúan empecinados en negarles el estatus de trabajador. Para nosotros, dijimos arriba, un policía, antes de ser un servidor, como el médico o el bombero, es un trabajador. Reconocer su estatus de trabajador implica recordarles su ciudadanía, empezar a tejer puentes, construir interlocutores. Este reconocimiento es el punto de partida para pensar la sindicalización policial, reconocimiento que tiene que ser parte de un proceso de reforma que sigue pendiente. Combatir la violencia policial implica también desandar las distancias heredadas que nos llevan a enredarnos en nuestros propios prejuicios.

La policía y el confort ideológico de la izquierda. Como decía el viejo Althusser, la izquierda tradicional vive de contarse cuentos y del autobombo. No paran de repetirse entre ellos lo buenos y bellos que

son y lo malos y feos que somos nosotros, es decir, lo limitados que estamos todos aquellos que no confirmamos el punto de vista que los maravilló, según parece, de una vez y para siempre. Uno de sus cuentos favoritos es la abolición de la policía. Tanto el PCR como el MAS o el nuevo MAS, pero también el PTS, abogan por el “¡desmantelamiento del aparato represivo ya!” La consigna es tributaria de la pereza teórica y la modorra intelectual. Detrás de esta propuesta no está la experiencia propia, sino una serie de prejuicios que no resisten la historia, que resultaría muy difícil tomar enserio sino fuera porque pavonea a unos cuantos amigos distraídos y conocidos nuestros. Voy a ir al grano: no imagino una sociedad sin policías, al menos esta sociedad con todos los conflictos complejos que tiene. Pensemos en un robo violento… ¿Qué hacemos si somos víctima de un hecho semejante? ¿Llamamos al panadero o a nuestro mejor amigo y le contamos que nos robaron y que vengan en nuestra ayuda? Si agreden sexualmente a nuestra hija… ¿hacemos justicia por mano propia? Más aún, imaginemos, como decía Pier Paolo Pasolini, una hipótesis absurda: “el Movimiento Estudiantil toma el poder en Italia. Pragmáticamente, claro: sin habérselo propuesto: por puro ímpetu o ardor ideológico, por estricto idealismo juvenil, etc. El preciso ‘actuar antes que pensar’: por consiguiente… con la acción se puede conseguir todo. El Movimiento Estudiantil está en el poder: ser el poder significa disponer de los mecanismos del poder. El más vistoso, espectacular y persuasivo aparato del poder es la policía. El Movimiento Estudiantil, por tanto, se encuentra con que dispone de la policía. ¿Qué haría en tal caso? ¿La aboliría? Si la aboliera, claro está, perdería automáticamente el poder. Pero prosigamos con nuestra hipótesis absurda: el Movimiento Estudiantil, dado que tiene el poder, quiere conservarlo: y ello con el objetivo de cambiar, ¡por fin!, la estructura de la sociedad. Puesto que el poder es siempre de derechas, el Movimiento Estudiantil, pues, para obtener ese fin superior consistente en la ‘revolución estructural’,

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aceptaría un régimen provisional –asambleario, no parlamentario, en última instancia– de derechas y, en consecuencia, entre otras cosas tendría que decidirse a mantener a la policía a su disposición. En esta absurda hipótesis, como verá el lector, todo cambia y se presenta bajo un cariz milagroso, embriagador, diría yo. Sin embargo hay algo que no ha cambiado y que se ha mantenido como era: la policía. ¿Por qué he planteado esta hipótesis insensata? Porque la policía es el único punto del que ningún extremista podría censurar objetivamente la necesidad de una ‘reforma’: en lo tocante a la policía no se puede ser más que reformista.” Si es cierto que la policía se ha corporativizado como dicen también estos sectores de la izquierda, eso quiere decir entonces que el Estado ya no tiene el monopolio de la violencia. Por eso la pregunta que se impone es la siguiente: ¿cómo eliminar aquello que se ha autonomizado? Además, las policías nos presentan otra contradicción y desafío. Muchos jóvenes de los sectores populares que la izquierda quiere representar y organizar referencian a la policía o la gendarmería como una estrategia de sobrevivencia, la oportunidad de resolver problemas materiales concretos. En tiempos de precarización laboral, cuando la desocupación continúa impactando centralmente en los más jóvenes, la policía ofrece no solo un sueldo mejor, sino cobertura social, reconocimiento de antigüedad, vacaciones pagas y aguinaldo, aportes jubilatorios, y acceso al crédito de consumo. La oferta es muy atractiva, incluso si se la compara con los puestos de trabajo en las cooperativas municipales que gestionan muchas organizaciones sociales, o los puestos en sector de servicios. De hecho, y solo en la provincia de Buenos Aires, se alistaron para integrar la Policía Local, más de 17 mil jóvenes. Por eso, la pregunta que cabe formularse ahora es la siguiente: ¿Debemos renunciar a ellos? ¿Hay que considerarlos traidores a su clase y, por tanto, enemigos del pueblo y de la clase obrera?

Así como hay que salir de la comodidad ideológica para pensar estas otras contradicciones, hay que dejar de cazar animales en el zoológico. Uno de los deportes favoritos de la izquierda en el país ha sido robarse militantes entre sí hasta transformar a la universidad en un coto de caza. Pero no me quiero ir de tema. Quiero decir que así como la izquierda desarrolla un trabajo político en los barrios hasta popularizarse; de la misma forma que continúa referenciando a las fábricas como espacio de acumulación política y se proletariza; y reconoce en la universidad un universo susceptible para reclutar sus cuadros, no debería renunciar a aquellos otros espacios que reúnen a tantos actores juveniles de los sectores populares. No estamos diciendo nada raro. Es lo que hizo la Juventud Peronista y el Movimiento Montoneros en los ‘70. La disputa no hay que hacerla solamente por arriba, disputando el sentido de las políticas públicas en materia de formación académica, modificando los planes de estudios, completando con nuevas materias u otros contenidos, conformando otro staff docente, incluso reemplazando los internados con externados al interior de la universidad pública. También hay que disputar las policías por abajo. Ello exige no solo anotarse a la policía o seguir vinculado con los compañeros que eligieron a la policía como fuente de trabajo, sino disputar los eventuales sindicatos que, tarde o temprano, se conformarán para representarlos frente a las autoridades. En la actualidad, y solo en la provincia de Buenos Aires, hay casi cien mil policías. Hay que disputarles, entonces, las policías a las propias cúpulas policiales. No basta con repetirse que la policía es el brazo armado de la clase burguesa para reproducir las relaciones de producción. Esta fórmula nos aleja, no solo de los sectores populares, sino que nos pone más allá de la realidad. No basta con constatar que la seguridad es un tema que pertenece tradicionalmente a la agenda de la derecha. La izquierda tiene que salir de la zona de confort ideológica y disputarle a la derecha el sentido que se juega en la “seguridad” como antes supo disputarle la idea de “nación”.

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Capítulo 10 Vecinocracia y violencia social Fantasismo vecinal. Hay palabras que duelen, vecinos que practican puntería diariamente, destilando frases filosas cargadas de ideología. No son palabras inocentes sino mensajes que tienen la capacidad de hacer daño. Una violencia simbólica que disimulan con los buenos modales porque, como decía Rousseau, no basta con ser, hay que parecer. Recapitulemos: No hay olfato policial sin olfato social, no hay detenciones sistemáticas por averiguación de identidad sin llamadas al 911. Detrás de la brutalidad policial está el prejuicio vecinal; detrás de aquellas rutinas institucionales se encuentran los vecinos encerrados, agazapados, espiando el mundo por la mirilla de la puerta de su casa. Los procesos de estigmatización social crean condiciones de posibilidad para que las policías pateen los barrios de esa manera y no de otra. Los estigmas que los vecinos van tallando para nombrar al otro como problema, para delatar al joven como peligroso, habilitan y legitiman la violencia policial. Esos estigmas se nutren de un imaginario social de larga duración, que nunca terminamos de poner en crisis. Porque detrás del “bardero”,

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el “vago” o el “pibe chorro”, está el “negro cabeza”, el “descamisado”, pero también el “gaucho matrero”, el “anarquista tirabomba”, el “subversivo”, el “drogadicto”, “el gordo matón sindicalista” y el “barrabrava”. Las figuras del “pibe chorro” o el “bardero” son embutidos metafísicos donde se comprime el bestiario nacional, hecho de miedos, prejuicios y desinformación, que durante generaciones fueron repitiendo para marcarle la cancha a todos aquellos que pretendían jugar en posición adelantada, que se corrían del lugar asignado, frustrando las expectativas donde fueron entrenados y formateados los vecinos alertas. Como escribió Howard Becker en el libro Outisider, se trata de auténticos “emprendedores morales” que tienen la potestad de nombrar, y sus palabras, encuentran ascendencia en el resto de los vecinos. Tanto el “pibe chorro” como el “bardero”, no nacen espontáneamente. Son el producto de la iniciativa y las habladurías exitosas de la vecinocracia. “Metiches entrometidos interesados en imponer a los demás su propia moral.” “El cruzado no solo está interesado en lograr que los demás hagan lo que él cree que es correcto. Cree que si hacen lo correcto, será bueno para ellos.” Las figuraciones, entonces, son fantasías a la altura de los fantasmas que oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos. Los procesos de estigmatización, que siguen una lógica fantasmagórica, se despliegan durante las cruzadas de Ley y Orden y con cada nueva ola propalada y agitada por el periodismo en sus habituales campañas de Pánico Moral. Las travesuras que se cargan a la cuenta del “bardero”, así como los delitos que se endosan al “pibe chorro”, son más una consecuencia de la reacción pública ante determinados estilos de vida antes que un efecto de las cualidades inherentes al acto desviado en sí. Dicho de otro modo: El tratamiento de la transgresión les niega a los supuestos transgresores los medios que disponen la mayoría de las personas de la

comunidad para llevar una vida normal o tranquila, y deben desarrollar, por necesidad, para hacer frente a las humillaciones cotidianas de las que son objeto, una cultura de la dureza, hecha algunas veces de ilegalidades, pero la gran mayoría de las veces de bravatas, titeos, miradas desafiantes, y algún que otro acto de vandalismo. Estrategias de contra-estigmatizaciones para hacer frente al olfato social. Los jóvenes estereotipados como barderos o pibes chorros se pondrán a sobrefabular arriba de aquellos clisés. Lejos de agregarle previsibilidad a su cotidiano, el fantasismo vecinal termina recreando las condiciones para reproducir malentendidos y su propia inseguridad.

“Y en esta quietud / Que ronda a mi muerte / Siento presagios / de lo que vendrá”. Luis Alberto Spinetta, en Post crucifixión.

La caza del pibe chorro. En la localidad de San Francisco, provincia de Córdoba, en el límite con Santa Fe, una persona de 27 años fue colgado en la vía pública, acusada de ser ladrón. El joven estaba todo golpeado y maniatado a un poste con los brazos extendidos. Llevaba un cartel que rezaba: “No robarás”. Como dijo alguna vez Sarmiento, refiriéndose a los bandoleros sociales: los malhechores no merecen justicia alguna, hay que colgarlos en el lugar de sus fechorías, a la vista de todos, para que todos aprendan el destino que les cabe. Una de las tesis centrales que sostuvimos en Temor y Control apuntaba a estar atentos a las relaciones de continuidad entre las prácticas sociales y las institucionales. Detrás de las detenciones sistemáticas por averiguación de identidad están los procesos de estigmatización social. Las palabras filosas que la vecinocracia va tallando cotidianamente para nombrar al otro como peligroso van creando condiciones de posibilidad para que las policías hostiguen sistemáticamente a

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determinados actores sociales. Por eso repetimos continuamente que no hay brutalidad policial sin prejuicio social. Pero hay más, porque la ética protestante es mucho más que la expresión de la indignación ciudadana de cada día. No solo habilita y aporta fundamentos para la violencia policial, sino que está dispuesta a practicarla en vivo y en directo. Cuando la policía no acude a los llamados al 911 o llega tarde, puede ocupar su lugar. Sobre todo cuando los vecinos se hacen turba, y el ciudadano ejemplar puede confundirse con el tumulto. Por eso agregamos ahora: si no hay gatillo policial habrá linchamiento social. El linchamiento es la forma de practicar justicia por mano propia. Los linchamientos no se explican en la ausencia del Estado sino en la frustración de las expectativas ciudadanas por parte del Estado. Cuando la policía no detiene, ni cachea o gatilla, se hará presente la turba vecinal. El linchamiento del pibe chorro es una de las formas que asume la caza del hombre, una práctica social y estatal de muy larga data. Según Gregorio Chamayou estamos ante una práctica que nos devuelve a la Grecia Antigua, atraviesa toda la Edad Media y la Modernidad hasta llegar a nuestros días. Chamayou traza una genealogía que bien puede inaugurarse con la caza de bueyes bípedos o esclavos en Atenas y Esparta, y sigue con la caza de indios y pieles negras en América y África; la caza de pobres, holgazanes y vagabundos en las sociedades clásicas; de delincuentes, bandoleros y fugitivos; la caza de judíos, apátridas o extranjeros sin papeles. Pero no se trata solo de una experiencia brutal. Detrás de semejante práctica hay siempre un discurso que la justifica y habilita. La caza necesita un fundamento, un punto de apoyo moral e intelectual para desplegarse sin culpa. Por eso, detrás de la caza podemos encontrar la pluma de Platón, Aristóteles, San Agustín, Bacon, Sepúlveda, Voltaire, Hegel, Robert Jacob, Carl Schmitt y tantos otros. Cada uno de ellos elaboró torcidas argumentaciones para justificar la

caza del hombre. Más aún, en las sociedades contemporáneas, “posthegemónicas” –al decir de Jon Beasley-Murray–, se necesitan consensos afectivos, se deben sincronizar las emociones. Esa producción de gestos, hábitos y emociones la van produciendo periódicamente los escribas contemporáneos: el periodismo. Los linchamientos se diferencian de la caza del hombre porque son llevados a cabo por la sociedad o, mejor dicho, por determinados grupos sociales. El linchamiento es una caza de hombres, en plural. El linchamiento constituye una unidad de acción, un colectivo de ataque rápido cuyo objeto de atención es la presa solitaria. De allí que la imagen que suele utilizarse para pensar los linchamientos haya sido la jauría. El linchamiento tiene lugar cuando los hombres se unen para cazar. Para que haya jauría, hay que confundirse en una fuerza colectiva que los animaliza. Dice Chamayou: “La jauría roba la individualidad a sus componentes. Sin embargo, su unión es solo temporal: una vez terminada la caza, se dispersa.” Elías Canetti utilizaba el nombre de muta para nombrar a las cazas de hombres. Dice: “los hombres aprendieron de los lobos”. Para cazar hay que juntarse, avistar y matar. El frenesí reúne cada uno de estos momentos. Y agregaba: “Empleo la expresión muta para hombres en vez de animales, porque es la que mejor señala lo acorde del apresurado movimiento y la meta concreta que se persigue. La muta quiere una presa; quiere su sangre y su muerte. Debe estar sobre sus huellas rápido y sin desviarse, con astucia y constancia para alcanzarla. Se alienta con latidos en común. El significado de este ruido, en el que se confunden las voces de los respectivos animales, no debe subestimarse. Puede decrecer y volver a incrementarse; pero es imperturbable, contiene en sí la agresión. La presa acosada y cobrada, por fin, es devorada por todos.” La jauría existe para matar, los hombres se juntan y rebelan para matar. Porque linchar a alguien es ponerse más allá de la ley, se propone

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como una forma de justicia expeditiva, rápida, casi instantánea. “Es un castigo sin investigación previa –dice Chamayou–, una muerte sin código, sin instrucción ni forma jurídica, una pena salvaje que no toma en consideración la culpa real o la prueba. Si las jaurías de caza poseen un poder insurreccional es gracias a que su movimiento de agresión y violencia cortocircuita la violencia institucional de las autoridades y el Estado. Es un motín contra el orden de la ley, contra las formas institucionales de la penalidad.” Eso no significa que no encuentre amparo en las propias agencias del Estado. Se burla del estado pero cuenta con su connivencia. Cuando las policías tienen “las manos atadas” darán rienda suelta a las manos de la sociedad. No solo las policías, también los jueces toleran los linchamientos. De hecho, a sus autores rara vez se los persigue y los asesinatos en masa quedan impunes. Lo que convierte a la inacción judicial en una auténtica licencia para matar. El linchamiento no es la simple actualización de la Ley de Talión. No solo porque no se trata de intercambiar un ojo por otro ojo o el diente por otro diente. Acá, si le sacas un teléfono móvil a alguien, te puede costar la vida. Pero en segundo lugar, porque lo que se busca con el linchamiento es restaurar un orden territorial y actualizar tanto el poder policial como el de los vecinos alertas. A través del linchamiento determinados grupos sociales mandan mensajes a las autoridades, reafirmando de paso los valores que se sostienen en los prejuicios que despotrica. Por eso, el objetivo de los linchamientos no es la expulsión ni la masacre sino restituir determinados límites entre el mundo de los blancos y el mundo de los negros o morochos. En otras palabras: el linchamiento es la ultima ratio de dominación social; una llamada al orden para el grupo de dominados. Coincido con Oliver Cox, citado por Chamayou, cuando agrega: “Con el linchamiento los negros se mantienen en su lugar, es decir, como una gran reserva de fuerza de trabajo común, fácilmente explotables. (…) El linchamiento

y la amenaza de linchamiento son los recursos fundamentales de la clase dominante blanca para conservar su statu quo. Se trata de un dispositivo sub-legal desarrollado para cumplir una necesidad social vital que, debido a las poderosas convenciones democráticas de las sociedades occidentales, no se puede satisfacer por la ley formal.” La jauría animaliza a los hombres hasta disolver la libertad individual y licuar su responsabilidad. Pero eso no significa que no exista una razón común como telón de fondo. Por eso, la pregunta que cabe ahora formularse es la siguiente: ¿cuáles son los discursos o mejor aún los imaginarios sociales que habilitan y sostienen estas prácticas? El mito del “pibe chorro” es un constructo cultural donde se fueron embutiendo prejuicios sociales de largo aliento. Como dijimos arriba, detrás de la figura del “pibe chorro” se puede encontrar otras figuras sociales. Continuidad irascible de una barbarie que continúa acechando, que constantemente se va reelaborando y actualizando su puntería a través de la producción de nuevas figuras. Quiero decir, chivos expiatorios de los grupos dominantes que serán sacrificados y celebrados no solo para perpetuar sus relaciones de dominación sino para ganarse la adhesión entre los propios sectores subalternos. Porque el linchamiento, en tanto forma de justicia popular, es la expresión de los mal-entendidos sociales. A través de la figura del “pibe chorro” las clases dominantes recrean los desencuentros no solo entre los jóvenes y los adultos, sino entre los distintos grupos al interior de los mismos sectores populares. Las representaciones exacerbadas de sus fechorías tienen una finalidad muy precisa: impugnar el carácter resistente que puedan tener aquellas prácticas o las derivas satélites a las mismas. El truco es muy conocido y fue descripto por Hall y Jefferson: cuando las clases dirigentes no pueden dirigir, es decir, encuentran dificultades para ganarse la adhesión de los sectores subalternos, en contextos de crisis económica o marginalidad social persistente, buscarán desplazar lo social por lo policial. Otra vez el hilo se cortará por lo más delgado.

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De esa manera se matan dos pájaros de un tiro. No solo se generan desencuentros y evitan relaciones solidarias y hospitalarias, sino que se habilitan formas de hostilidad institucional y social en los barrios populares. Porque al “pibe chorro”, esencializado como delincuente y violento por naturaleza, presentado como un ser ininteligible, que no solo tiene otras pautas de consumo y estilos de vida, sino que habla un idioma extraño, hay que hacerle la guerra de policía. Se sabe, si no se puede dialogar hay que actuar, y si no lo hace la policía lo hará la vecinocracia para recordarle a la policía su tarea en esta sociedad.

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“Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle” Él mató a un policía motorizado, en Mi próximo movimiento “Hay veces que me dan ganas de agarrar la escopeta y hacer procedimientos yo mismo”. Luis Abelardo Patti, Diario Clarín, 22 de julio de 1999.

Matar al prójimo. La violencia no es un dato coyuntural sino estructural, una invariante histórica. Lo que es nuevo es su frecuencia, la prensa que tiene, la multiplicación de imágenes que orbitan en torno a la violencia, incluso la familiarización o el acostumbramiento entre los que la practican y la padecen. La violencia es aquello que nos repugna y condenamos, pero nos sigue atrayendo hasta la espectacularización, generando –a veces– dudosos consensos difusos que activan pasiones autoritarias y alientan salidas punitivas que retroalimentan los ciclos de violencia institucional. La historia de los países de la región es una historia de violencias de distinto tipo. Violencias acumuladas y encadenadas; violencias cotidianas y burocráticas. Las violencias provenientes del universo transa le agregan violencia a otras conflictividades sociales. De la misma manera, la violencia policial es un insumo para otros conflictos violentos que tienen lugar en el territorio. Cuando la violencia se vuelve

una contraseña social, empieza a ser referenciada como la manera de señalar y procesar los conflictos. El linchamiento es una de las formas que asume esa violencia. Una violencia que hay que pensarla al lado de otras violencias. Porque la violencia es el telón de fondo de muy distintas experiencias sociales. La encontramos encapsulada al interior de organizaciones o prácticas cotidianas y forma parte del folklore de muchas instituciones. Vaya por caso las patotas sindicales; los ritos de iniciación en las fuerzas armadas o policiales destinadas a humillar y denigrar a los aspirantes para inspirarles un nuevo self, el espíritu de cuerpo y los códigos de silencio, que los distancia de la sociedad civil; las disputas entre las diferentes “ranchadas” al interior de los espacios de encierro; las torturas de la policía o del personal integrante del servicio penitenciario; las peleas entre hinchadas de fútbol o éstas y la policía; los “enfrentamientos” entre la policía y las barritas de jóvenes de barrios pobres; los escuadrones de la muerte y los casos de gatillo fácil; las peleas entre los jóvenes, las corridas en los recitales o en las puertas de los boliches (violencia endógena o interpersonal); y el uso de violencia por parte de patovicas o personal de empresas de seguridad privada. Pero también la violencia familiar; la violencia en las escuelas; los noviazgos violentos; la trata de personas con fines de explotación sexual; los femicidios; la discriminación según raza, etnia o religión; la violencia que supone el tránsito desordenado y veloz, etc. Los linchamientos, esa violencia grupal y patotera, sumarísima y extraoficial, comunitaria, está hecha de prejuicios y conductas cotidianas. Detrás de cada linchamiento está la indolencia vecinal –la incapacidad para ponerse en el lugar del otro, de alojar al otro percibido como extraño–, pero también, la creencia de que se han debilitado las capacidades punitivas del Estado para prevenir, perseguir y juzgar a los actores que ellos referencian como productores del miedo. El Estado no solo ha perdido el monopolio de la violencia, sino que se

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desentiende de ella cuando desgobierna a la policía, no restringe ni controla la circulación de armas o interpela a la sociedad en las tareas de control. Se sabe, los vecinos deben estar alertas. Detrás de la Tolerancia Cero está el vigilantismo social y la cultura de la delación. Entre el prejuicio social y la brutalidad policial hay una relación de continuidad. Pero los términos de la ecuación pueden invertirse. Los linchamientos que hemos visto por televisión en los últimos años son la expresión de una violencia que se derrama y sedimenta. Está demostrado que las soluciones punitivas ponen a los barrios en callejones sin salida. No solo desautorizan su entramado organizacional, sino que lo debilitan aún más. Una sociedad sin mediaciones o solo con mediaciones clientelares será una sociedad con menos palabras para seguir dialogando, con más miedo y menos pacífica, una sociedad que de vez en cuando se amontona para matar al prójimo.

Consensos difusos en torno a la violencia social. Dijimos que los linchamientos no son nuevos, lo nuevo es el tratamiento amplificado que le dieron los medios, sobre todo la televisión, esa gran máquina de triturar y banalizar todo lo que nombra, ¡esa gran industria del linchamiento serial que llamamos periodismo televisivo! Los linchamientos no son nuevos, pero en los últimos años, muchos actores, directa o indirectamente, pusieron su granito de arena para que tengan lugar. Cuando los funcionarios hablan de “la puerta giratoria de la justicia” están avivando el sentido común que se apoya en el punitivismo más duro y grosero. Cuando la oposición descalifica el debate en torno al nuevo Código Penal y se indigna ante la supresión de la figura de la reincidencia, está aportando su grano de arena. Cuando la clase dirigente reclama el endurecimiento de las penas o darle más facultades discrecionales a las policías “porque si no tienen las manos atadas”, están aportando lo suyo también. Cuando

los presentadores de noticias repiten que “los chorros entran por una puerta y salen por la otra”, y una vedette dice que “el que mata tiene que morir”, aportan carretillas de arena. Cuando los periodistas festejan a los justicieros, también. Cuando los productores repiten una y cien veces las mismas imágenes de linchamiento, están sumando otro grano de arena. Cuando los movileros le ponen el micrófono a una víctima que, en estado de emoción violenta, dice que “si no hay justicia hay venganza”, están aportando lo suyo también. Cuando el ex Secretario de Seguridad, Sergio Berni, daba la dirección de la casa de una persona sospechada de haber violado a mujeres y los vecinos iban y la prendían fuego (una persona que después, dicho sea de paso, se comprobó que era totalmente inocente de los hechos que les había imputado públicamente Berni), aportaba también unos cuantos volquetes. Cuando la policía libera las zonas para que las bandas transas secuestren a personas, aportan su grano de arena. Cuando agarran a un punguista en la cancha que no arregló con la hinchada y lo muelen a palos delante de los policías que se sonríen, también. Cuando la policía omite deliberadamente estar presente en los barrios ante las insistentes denuncias de los vecinos, que son amenazados por los mismos transas del barrio amparados por la policía, están aportando su grano de arena. Cuando la policía gatilla a los jóvenes, los maltrata sistemáticamente, también. Y cuando los vecinos o los periodistas se ponen a defender a los policías que ejecutaron a esos jóvenes, aportan su grano de arena también. Se sabe, cuando el gatillo fácil no alcanza, se mata a través de los linchamientos. Cuando la policía y los fiscales negocian con los abogados de los criminales cambiar una carátula, que lo llevará después al juez a tener que otorgar la excarcelación (porque eso es lo que corresponde según la ley), aportan su grano de arena. Cuando los penitenciarios liberan los pabellones en manos de los “limpieza” que se cargan unos cuantos presos, aportan su grano de arena.

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Los linchamientos son más o menos anónimos, porque se trata siempre de la multitud que se amontona para esconderse cuando mata al prójimo. Pero hay otros autores que, directa o indirectamente, fueron firmando esa sentencia de muerte que la turba se encargará de ejecutar. El goce del que practica la muerte al lado de otro que está matando también, es la forma que asume el consenso irracional que se fue componiendo sobre prácticas bestiales como estas.

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Ciudadanos soldados. Ahora bien ¿es verdad que el Estado está ausente? Esta es la pregunta que instaló el entonces candidato Sergio Massa. No pienso que el Estado esté ausente, digo que la policía, en determinados momentos, no está presente, que elige no estar presente en los barrios donde interviene cotidianamente. Cuando la policía tutela el delito, vendiendo invisibilidad, está liberando las zonas para que prosperen esas economías y, por añadidura, eligiendo no estar presente. Esa ausencia policial es violencia institucional también. La policía practica la violencia por acción u omisión. La omisión no solo constituye un delito (incumplimiento de los deberes del funcionario público), sino que es otra rutina institucional. Más aún: no estar en el barrio es una manera de estar. Porque la policía está a través de los transas u otras bandas que redefinen las reglas en el barrio.   Segunda cuestión: digo que el Estado ha perdido el monopolio de la fuerza, una fuerza que negocia con la policía (una agencia que se ha corporativizado, desgobernado en estos últimos diez años y más también); una fuerza que no regula y controla (vaya por caso la constitución del mercado negro de armas y la desregulación del mercado oficial de las armas, o la falta de reglas claras y mecanismos de inspección regulares para controlar a las empresas de seguridad privada) y una fuerza que delega cuando empodera a los ciudadanos a través de la Tolerancia Cero. La Tolerancia Cero es un control participatorio, la

policía necesita del compromiso de los ciudadanos para que le mapeen el delito, le digan dónde están los colectivos de personas que ellos referencian como problema. Recordemos la propaganda institucional del Ministerio de Seguridad en la gestión de Scioli: “Si ves o sabes algo, llamá al 911”. El control actuarial no solo responsabiliza a los victimarios (ellos eligen delinquir y por tanto son responsables de sus fechorías) sino a la víctima o las posibles víctimas. Si la ocasión hace al ladrón, entonces, para minimizar los riesgos que corren, sus riesgos, tienen que ser cuidadosos, andar precavidos y tomar las medidas oportunas, invertir en su propia seguridad. Los ciudadanos, dijo alguna vez Paul Virilio, se convierten en ciudadanos soldados, aprenden técnicas de autodefensa, se alarman, compran armas, coordinan con los otros vecinos para vigilar el barrio, etc.  Todas estas prácticas cotidianas nos hablan de que el Estado hace rato viene perdiendo el monopolio de la violencia, una violencia que se va socializado, una violencia que le agrega violencia a otras conflictividades sociales. Los linchamientos que practica el periodismo sensacional son prueba de la violencia en manos de la sociedad, de la despacificación de muchos barrios.

La ciudad apiñada. Cuando la ciudad se transforma en una postal para ser visitada por los turistas y celebrada por la gente pituca, la ciudad se comprime, el precio del suelo se va por las nubes y con ello suben también los precios de los alquileres. El mercado inmobiliario –un refugio para la especulación, otra oportunidad para la corrupción política, y la posibilidad para lavar el dinero sucio–, empuja a los pobres a amontonarse en los terrenos que vienen ocupando desde hace décadas. La ciudad se verticaliza y cada nueva generación será otro piso en la villa o el asentamiento.

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La ciudad se comprime y, mientras tanto, continúan arribando más inmigrantes en busca de nuevas o mejores oportunidades laborales. Porque sabido es que estamos en un país dispuesto a recibir y cobijar a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Hombres y mujeres que, por las condiciones residenciales en las que se encuentran (muchos de ellos no tienen todavía la documentación requerida para obtener la residencia permanente) no pueden hacer valer sus derechos y se transforman en la mano de obra barata que emplean algunos mercados legales para optimizar sus costos financieros. Prueba de ello es lo que sucede en el rubro de la construcción y el mundo textil. Por esa misma razón, estos inmigrantes tampoco cuentan con las certificaciones arbitrarias que suelen reclamar las inmobiliarias para convertirse en inquilinos. Cuando eso sucede, los inmigrantes se vuelven otra vez objeto de aprovechamiento, pero esta vez en la misma villa que estará dispuesta a acogerlos a cambio de un precio muy alto. Allí no le pedirán garantía hipotecaria para alquilar, pero los precios serán más o menos los mismos, incluso a veces más altos que en el resto de la ciudad. No estoy diciendo nada nuevo. Los que quieran indagar sobre estos temas pueden leer las investigaciones de María Cristina Cravino. Estas son algunas de las razones que subsisten como telón de fondo en las tomas en Buenos Aires, pero también en las ocupaciones en las ciudades de Córdoba, Rosario, La Plata o el conurbano bonaerense. Tanto la toma del Indoamericano en el 2010 como la ocupación del terreno municipal donde se encontraba un depósito de autos abandonados de la Policía Federal, son dos ejemplos de las cientos de tomas que se produjeron en los últimos diez años en Argentina. Solo en la ciudad de Buenos Aires existen 26 asentamientos precarios y 16 villas miserias. Se calcula que la cantidad de personas que los habitan duplica las de 2001 y es tres veces la de 1991. Cerca del 40% de los habitantes de los 350 mil, alquilan cuartos de manera informal.

La especulación inmobiliaria de ricos y pobres empuja a los actores más desaventajados a tener que ocupar nuevas tierras para resolver las distorsiones que los mercados generan, es decir, el problema del déficit habitacional, para actualizar el derecho a la vivienda y el acceso a la ciudad que la constitución les reconoce. Cuando el Estado no interviene o lo hace tímidamente, cuando no hay gestión, el mercado pone el precio y las condiciones. Y cuando el Estado interviene de manera contradictoria, tomándose todo el tiempo del mundo, las personas se vuelven objeto de la violencia institucional, sea la brutalidad policial, las burocracias administrativas, o la indiferencia judicial. Porque también la justicia está presente de manera contradictoria, por un lado buscando proteger los derechos y por el otro mandando a desalojar a los vecinos del predio. El desalojo violento de la toma “barrio Papa Francisco”, es prueba de ello también. Desalojo que se sostuvo y alimentó en una serie de prejuicios que fueron asociando el delito predatorio, la droga, la enfermedad y la prebenda política a los habitantes de esos territorios. Hay una relación de continuidad entre el chauvinismo y los desalojos, entre la discriminación y la represión. Una vez más los procesos de estigmatización social preparan el terreno para que las policías locales y federales se ensañen con los actores más vulnerables. Todo eso mientras los funcionarios judiciales se esconden detrás de la desidia de la administración de la Ciudad. Los pobres, en particular los más jóvenes y los inmigrantes de países limítrofes, siguen siendo el mejor chivo expiatorio para saciar el resentimiento de una sociedad cada vez más temerosa y atrincherada, dispuesta a andar por la vida a las piñas, apuntando con el dedo, linchando o llamando al 911.

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“Medís tu acrobacia y saltás / Tu secreto es: la suerte del principiante no puede fallar”. Patricio Rey y los Redonditos de Ricota en Un ángel para tu soledad

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La indiferencia social, otro deporte nacional. Un payaso y varios niños. Un payaso y burocracias a su alrededor. Alrededor de los niños mucha gente mirando para otro lado. ¿Qué relación hay entre Miloud, el payaso, y las burocracias; entre los niños y la gente; entre el payaso y los niños? La película Parada del director italiano, Marco Pontecorvo, está basada en hechos reales. Transcurre en Bucarest pero podría haberse filmado en cualquier parte del mundo. “Parada”, también, es una compañía de circo callejero real formada por niños de la calle. Un emprendimiento lúdico que intenta sacar a los chicos de la calle, tierra de nadie. La película se inaugura con una pregunta: “¿Tienes miedo?” El niño comprende y no comprende lo que le está preguntando Miloud. Son demasiados jóvenes para tomarse en serio el mundo que les rodea. Parte del juego consiste en no entender. Juegan a no entender. Aunque saben perfectamente de qué se trata la calle, tampoco tienen las herramientas para comprenderla. Aprendieron a sobrevivir en ellas, pero no pueden explicarla. Como todos los niños se sienten todopoderosos y se llevan el mundo por delante, o eso les gustaría. Pero a estos niños el mundo los pasa por arriba. Son niños viejos que crecieron de golpe, a fuerza de golpes. Golpes que provienen de todos lados. Los niños y niñas están ahí, caminando entre la multitud. Aguardando en los andenes, esperando a los turistas que llegan. Nadie los ve o eligen no verlos. Son como fantasmas. Están y no están ahí. El esfuerzo por cerrar los ojos tiene un nombre: indiferencia. La indiferencia es la incapacidad para ponerse en el lugar del otro. Cuando las personas no pueden o no quieren ponerse en el lugar del otro, no solo ya no quieren pensarlo sino que tampoco pueden sentirlo. La indolencia es uno de los rasgos de la vida en la gran ciudad. Esto era algo que había advertido

hace casi un siglo atrás el sociólogo alemán Georg Simmel. La gran ciudad va embotando los sentidos hasta anestesiarnos por completo. La indiferencia se ha transformado en la gimnasia cotidiana de una sociedad alienada, entrenada para no ver. Una sociabilidad organizada a través de la indiferencia, en función de ella. Todos los días, apenas ponemos un pie en la calle sorteamos montones de “cosas”, entre ellos a los vagabundos y los niños de la calle. Nos sentimos el centro del mundo pero negamos al resto que nos rodea, sobre todo si no comparten nuestros estilos de vida, tienen otras pautas de consumo, otros modales, usan otras palabras, hacen otros gestos. La indiferencia es la manera que elegimos para estar en la ciudad. Todo el mundo sigue y nadie se detiene. El prójimo está lejano. Hasta que aparece un payaso a dirigir el tránsito de los trashumantes y empieza a emular la indiferencia que portan. ¡Hasta el payaso eligen no ver! Pero al payaso no le importa, tiene otros planes para su actuación: ganarse la atención de los niños. Los adultos se hacen los distraídos, pero no se detienen. En la imitación que el payaso hace de sus poses, reconocen su vida alienada. No tienen ganas ni tiempo para demorarse y devolver si quiera una sonrisa de cortesía. Se sienten descubiertos, y se molestan por ello, lo miran con bronca. Solo los niños, que saben guardar la ingenuidad, se detendrán en el payaso. Esos niños tienen todo el tiempo del mundo. Sus vidas están hechas de ocio. Los niños pendulan entre el ocio forzado y la mendicidad; el ocio forzado y la ayuda social; el ocio forzado y alguna que otra fechoría muy menor. Las travesuras son las maneras de activar la grupalidad y llenar el tiempo muerto con el que se miden todos los días. El payaso se propone robarles algunas sonrisas y llenarlos con diversión. A lo mejor tiene suerte y logra entusiasmarlos para pensar entre todos otro rumbo para sus derroteros y surfear el aburrimiento. Al principio desconfían del payaso. No están acostumbrados a la ternura y en la sorpresa manifiesta que Miloud encuentra en el rostro de

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los niños y niñas, averigua también que hace tiempo nadie les dedicaba una sonrisa, un mimo. Al menos cuando la sonrisa tiene cara de grande. Porque casi siempre, cuando la vida adulta les sonríe, será para abusar de ellos otra vez. Miloud intuye que para ganarse la confianza no bastan las monerías, hay que jugarse entero y sumergirse con ellos. Transitar las mismas alcantarillas, escaparse de los mismos pasadizos, avivar el mismo fuego, correr los mismos riesgos. Al fin de cuentas, el payaso también es un extranjero en la sociedad. Hay un mundo debajo del suelo. Pero ese subsuelo no tiene las fuerzas para sublevarse. Cuando se vive por debajo de la línea de flote, y se habita en los bajofondos, la energía está puesta en sobrevivir. Como las casas hechas con naipes, una brisa puede voltearlas fácilmente y a cada rato hay que volver a empezar. Los niños mendigan y bardean; se prostituyen y drogan en vivo y en directo. No obstante nadie los ve. Todo el mundo cerró los ojos. Juegan a la pelota, se pelean y corren. Pero todos, o casi todos, eligen no mirar. Son niños de todos lados que confluyen en una estación de tren. Estamos en Bucarest, pero podría ser Retiro o Constitución. Están varados en una estación esperando un tren que nunca sale, al menos, para ellos. En un momento alguien grita: “Ahí llegan los trenes” y los chicos salen a su encuentro. Como moscas, empiezan a revolotear sobre los pasajeros. Y cuando descubren un turista lo siguen hasta ganarle por cansancio. Ellos venden tranquilidad a cambio de unas monedas. Molestan para dejar de molestar. El precio de la tranquilidad es la caridad nuestra de cada día. Todo va viento en popa a fuerza de voluntad e imaginación. Dos palabras que las burocracias no entienden. Sus protagonistas están entrenados para actuar con piloto automático. Viven también de la indiferencia. Pero cuando ponen el ojo sobre la diferencia se vuelven universales. Si no pueden pensar la diversidad, mucho menos la dificultad.

Su tarea consiste en esconderla debajo de la alfombra. Si hay pobreza que no se note. Dice la policía: “los chicos de la cloaca son vagabundos y viven del carterismo y la prostitución”. La sentencia estaba escrita en el aire, solo era cuestión de tiempo, dejar que la máquina se ponga en marcha para ejecutarla. El orfanato es el lugar para esconder lo que no quieren que se vea, lo que no saben cómo resolver. Cuando llega el invierno el sueño es el peor enemigo. Morir de frio es uno de los riesgos que corren los chicos que viven a la intemperie. Pero también, quedar solos. Los niños se pelean pero se siguen de cerca; pueden “bardearse” entre ellos pero saben cuidarse entre sí. Aquí y en todas partes, los chicos de la calle son niños desangelados. No tienen a nadie que cuide de ellos, más que ellos mismos. Y aquellos que deciden arroparlos deberán sortear la mala conciencia de una burocracia que los lleva no solo a no hacer nada o hacer muy poco sino a boicotear lo que otros quieren hacer. Una burocracia que, habiendo fracasado en sus intentos, estando “sin presupuesto”, “padeciendo ajustes”, se fue enfriando hasta la injusticia. Tampoco sus empleados pueden sentir ya el dolor del otro. Las burocracias están hechas para permanecer en el tiempo, pero de manera insensible. Hace tiempo que ya no corre sangre en sus venas. Y sus empleados también se han vuelto fríos como una jaula de hierro. Acaso por eso mismo, todo lo que miran lo capturan, agregándole más violencia al dolor de todos los días. Desde ya que hay burocracias y burocracias, las burocracias de las que estamos hablando son aquellas donde la vida se ha desencantado. Instituciones que fragmentaron las tareas para licuar las responsabilidades personales. La vida les pasa por al lado, pero la siguen mirando de lejos. En una burocracia todos obedecen directivas, por eso nadie se equivoca. La división del trabajo al interior de cada burocracia tiende no solo a despersonalizar a sus protagonistas, sino al trato que dispensa. El otro, el destinatario de la acción de Estado, se vuelve un expediente, un número, una cifra y a veces ni eso,

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simplemente se traspapela. Ahora bien, cuanto más complejo se hace un aparato y mayores son sus efectos, tanto tenemos una visión clara de los mismos y tanto más se complica nuestra posibilidad de comprender los procesos de los que formamos parte o de entender realmente lo que está en juego en ellos. Como decía Günther Anders: “pese a ser obra de los seres humanos y pese a funcionar gracias a todos nosotros, nuestro mundo, al sustraerse tanto a nuestra representación como a nuestra percepción, se torna cada día más oscuro.” Demasiado temprano para morir. Demasiados niños para pensar en la muerte. Y sin embargo, la muerte está ahí, al lado de ellos. La ven pasar a diario. Tiene cara de policía, de vecinos alertas, de turistas desconfiados, proxenetas y prostituyentes. Imaginamos, también, que tiene cara de ferretero, el mismo que les vende el pegamento todos los días para pasar la noche. La muerte camina junto a ellos, y todos los días elegirá a uno. Porque la muerte a veces llega de un día para el otro, pero trabaja en cámara lenta, calando los huesos de a poco, con el hambre, el frio, el calor. Hablamos de niños solos, o mejor dicho, de chicos en banda. Niños vulnerados. Niños reclutados y regenteados por personas adultas que hicieron de la desgracia ajena una forma de sobrevivencia. Porque la vulnerabilidad tiene sus escalas. Y así como los grandes se aprovechan de los chicos, entre los chicos hay alguien que sabe manipular a los más crédulos. Nadie está en condiciones de oponerse a nada. No hay respeto o éste tiene muchas acepciones. De hecho, el payaso propondrá cargarlo de nuevos valores y otras relaciones que sepan devolverles un límite a tanto derrotero. Si hay respeto habrá esperanza.

“Te persigue la policía, el día de Navidad. Es la fiesta que te prometí.” Él mató a un policía motorizado en Navidad de reserva

Saqueadores y bandoleros: digresión sobre el don o la economía según Santa Claus. Sobre Santa Claus se han contado muchas historias y todas pertenecen al terreno de la mitología y, a esta altura, de la publicidad. Son historias, entonces, fuera de la historia. Historias para ser contadas y creídas. Historias que animan la fiesta porvenir. Pero también subsisten historias secretas, algunas de las cuales intuimos con la tapa de los diarios. Se sabe, una Navidad sin regalos es una navidad triste, que muestra los dientes. Y la familia no siempre es un consuelo para pasarla bien. Hay Santa Claus para cada arbolito o al menos eso es lo que nos gustaría creer. Parece que Santa Claus, antes de tener cara de Coca Cola, de parecerse a los abuelitos o nuestros padres disfrazados, tenía otras versiones. Se cuenta que Santa Claus nació en el año 280 en Turquía y se llamaba Nicolás de Bari, como el famoso cantante italiano. Parece que provenía de una familia de comerciantes que había prosperado traficando en el Mar Adriático. Cuando la peste se lleva a los padres, Nicolás, conmovido por la desgracia, repartió la herencia entre los necesitados y partió para luego ordenarse como sacerdote. Esta es una de las primeras versiones, muy filantrópica por cierto, hecha a la medida de las necesidades espirituales de la Iglesia. La segunda versión la sabemos por boca del príncipe Kropotkin que, según nos cuenta, su árbol genealógico se remontaba hasta San Nicolás. La historia de este viejo anarquista con cara de Papá Noel es muy distinta. Parece que un pariente suyo era un bandolero que robaba a los ricos para después repartirlo a los más pobres. Cuando no hay Estado, las desigualdades se apoyan en otras instituciones. Se sabe, si la propiedad es un robo, la tarea que se imponía era la distribución forzada de la riqueza. El robo deja de ser robo cuando no hay cálculo y

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su finalidad no es el enriquecimiento sino la ayuda mutua. Otra verdad que no solo había sobrevivido al paso de los siglos, sino que se había convertido en mandato político. Son conocidas las célebres intervenciones de King Mob en Inglaterra, cuando sus integrantes se disfrazaban de Santa Claus e ingresaban en las tiendas Harrods para sacar los juguetes de las góndolas y obsequiárselos a los niños que deambulaban con sus padres por los pasillos que también creían que se trataba de una “atención” de la casa. Una acción, dicho sea de paso, que ya habían hecho antes los Motherfuckers en los Estados Unidos y la Kommune 1 en Alemania. Esta versión subsiste como amenaza cada fin de año. Los saqueos en Argentina en esta fecha son formas desquiciadas de una historia secreta que se trasmite de generación en generación. No hace falta la tradición oral para trasmitirla, es un secreto a voces. Basta el hambre de un lado y la ostentación del otro, para que las palabras cobren vida. Como cantaba Morrisey en los Smiths: “¡Bandoleros del mundo uníos!”

Con la violencia grabada en el cuerpo: caleidoscopio para pensar las periferias. Las partes vitales de Juan Pablo Hudson es un libro sobre Rosario, o mejor aún, sobre las experiencias de los jóvenes en la periferia rosarina. Una periferia que se parece cada vez más a cualquier periferia. Una periferia cada vez más violenta, donde la frontera entre lo legal y lo ilegal se hace cada vez más difusa y compleja. En los últimos años Rosario ha estado en la tapa de todos los diarios y no es para menos. Rosario, se ha dicho, es la ciudad más violenta de la Argentina. En el 2009 se produjeron 124 asesinatos, en el 2011 la cifra ascendió a 164, en el 2013 alcanzó el record histórico con 264 casos y en el 2014, después del desembarco de la Gendarmería, se produjeron tan solo 14 casos menos que el año anterior. Es decir, en Rosario hay 20 homicidios cada cien mil personas, lo que la convierte en la ciudad

más violenta del país. No es una violencia al boleo: el 90% de los casos tiene lugar en la periferia y en el 2014 el 70% tenía menos de 35 años. Los muertos los ponen los jóvenes varones y morochos de la periferia. La fuerza letal no es una violencia instrumental para cometer un robo, sino una violencia interpersonal, expresiva, para acumular prestigio o señalar los contornos de un territorio en disputa. Un territorio con el que se identifican. Una pregunta recorre el libro, una pregunta que se intuye página tras página, pero que recién al final se formula. Una pregunta, entonces, sin respuesta o con respuestas muy provisorias, que se fueron ensayando entre líneas a medida que se la iba formulando. Esta es la cuestión: “¿Cómo fue que al mismo tiempo que avanzaban durante la última década las mejoras económicas, sociales y la ampliación de derechos, se consolidaron subjetividades capaces de desatar conflictos letales como los contemporáneos?” Hudson está pensando en la violencia que protagoniza la policía, pero también los transas y los pibes entre sí. Una violencia enredada con una misma puntería: los jóvenes que viven en la periferia. Juan Pablo hace suya la tesis de Rita Segato para pensar el lugar que tienen las mujeres en Ciudad Juárez. En ambos casos los cuerpos funcionan como bastidores, una superficie donde se inscriben las relaciones de poder. Los cuerpos de los pibes son cuerpos con cicatrices que siguen doliendo, cuerpos postrados o mutilados, con miembros amputados. Cuerpos con secuelas irreversibles, que guardan imágenes que seguramente no olvidarán jamás. Cuerpos muchas veces silenciosos. Los cuerpos de los pibes hablan, son la expresión de las nuevas conflictividades sociales. No solo porque suelen empilchar la moda de turno y las mejores marcas, o las remeras de su jugador favorito, sino porque son dueños de una potencia sin forma, una vitalidad que no siempre se plasma de acuerdo a sus intenciones. Lo digo con las palabras de Juan Pablo: “La multiplicación de heridos de

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armas de fuego deja al descubierto, aún más incluso que los asesinatos, un lenguaje propio de la violencia que va configurando las relaciones sociales. Cuando jóvenes como Aaron quedan vivos pero con graves secuelas físicas, se pone en escena un eficaz intento por transformar esa invalidez en un signo comunicacional para todos aquellos que se atreven a desafiar o tan solo cuestionar los códigos imperantes. Se trata de un lenguaje comprensible para los diferentes actores que protagonizan esas economías, aunque cada vez más oscuro para el resto de una sociedad que únicamente puede traducirlo como espectacularizadas y fragmentadas noticias de la sección policiales.” La realidad tiene muchos vericuetos y cada uno es depositario de una parte de la realidad. Una realidad fragmentada, con una trama cada vez más deshilachada. Ni siquiera el consumo tiene la capacidad de identificarlos. El consumo, hemos dicho en otro libro, Hacer el bardo, no genera conciencia social sino más ganas de seguir consumiendo. Y, por tanto, como ha sugerido el Colectivo Juguetes Perdidos, genera engorre, delación, violencia. A los objetos encantados hay que defenderlos, y cuando la policía no está presente o llega tarde, los vecinos tienen que ponerse la gorra. ¿Acaso los linchamientos sociales no son el complemento del consumo para todos? No solo los vecinos se engorran, también los pibes. Una parte no es solo una versión de las cosas sino la vivencia, la energía que demandan las cosas. Porque los pibes no son el mismo pibe. Los pibes no están solos pero quedaron expuestos cuando la vida tiene lugar a cielo abierto. El piberío es un inconjunto; no hay bandas sino grupos que van mutando, que se agrandan o achican a medida que van cayendo. Pibes que van mariposeando de un grupo a otro grupo también. Pibes que viven de joda y saben pararse de palabra. Pero otras veces pibes muy silenciosos, que casi no hablan con nadie. A veces su silencio es el resultado de una vida enclaustrada. Cuando las madres tienen miedo y lo trasmiten a sus hijos, se convierten en “sombras

agobiantes”; la casa se transforma en una jaula y sus hijos se la pasan sentados frente al televisor o jugando a la play. Pibes “aniñados” cada vez más obesos y con ataques de ansiedad, que conocen la angustia muy temprano, que aprendieron de chicos lo que es el “bajón”. La angustia pueden ser las zapatillas que no pueden comprarse, las que le acaban de arrebatar; otras veces, es la policía que no te deja entrar a la ciudad, la ausencia o presencia de un padre violento, un hermano preso, un trabajo que no solo no alcanza para nada sino que encima le agrega más estigma al piberío demonizado. Son demasiados derroteros y no siempre se puede lidiar con todos ellos. Otras veces son los pibes que paran en la esquina de la vuelta. Demasiadas broncas hay en los barrios. Cuando los barrios se comprimen, un simple malentendido tiene el tamaño de un conflicto mayor, y cuando eso sucede las fronteras del barrio se van moviendo todo el tiempo de lugar. Demasiadas broncas para bajar la guardia. Si te relajás te regalás. Hay que estar siempre atentos y ganarse el respeto en cada acción. Rosario es una ciudad donde el mundo de las finanzas y el universo transa no son mundos aparte. La especulación inmobiliaria, los agronegocios y el tráfico de drogas están profundamente enraizados. Donde las policías han perdido capacidad para regular el territorio y procuran recobrarlo ejerciendo más violencia. Si las pequeñas bandas se han autonomizado, no es por la corrupción policial o política, sino, como bien ha dicho Carlos Varela –abogado de la familia Cantero–, “porque la corrupción es muy barata”. Nuevas autoridades han surgido, aunque por el momento, como bien señala Hudson, no hay nadie que se imponga definitivamente sobre la otra. Rosario es una ciudad donde su trama social no puede contener las nuevas conflictividades sociales cuyo escenario principal es el cuerpo de los jóvenes. Donde el mundo de los mayores al no tener ya la capacidad para dar sentido al mundo de los jóvenes, marca rupturas generacionales. Tanto los padres como la escuela o los movimientos

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sociales, han perdido protagonismo para orientar la vida de los jóvenes. Y subrayo esto que señala Juan Pablo porque me parece de una gran agudeza: “Si ese saber ha perdido su carácter de experiencia válida es porque no garantiza recursos adecuados para habitar y lidiar con las fuerzas en pugna en la vida social. (…) Eso no significa desecharlos, puesto que ante determinadas situaciones tal vez funcione ponerlos en juego, sino aceptar que a priori no orientan ni iluminan.” El libro es como un caleidoscopio: junta aquello que está separado, fragmentos luminosos que tienen la capacidad de seguir brillando y producir nuevas imágenes. Porque debajo de cada derrotero, de cada biografía que transcribe, está la misma energía, más o menos los mismos afectos, las mismas ganas de vivir y el temor a la muerte, la misma adrenalina que corre cuando la muerte acecha, el mismo entusiasmo frente a cada paso que dan cuando se corren del lugar asignado. Un entusiasmo que les devuelve ingenuidad y las ganas de seguir. Por eso que nadie se confunda con lo dicho hasta aquí. El libro de Juan Pablo Hudson es un libro que quiere contagiarse de la energía desbordante que despliegan los pibes para lograr construir opciones disruptivas. Dice el autor que después de cada encuentro con los pibes tenía la sensación de que ya no era el mismo. No lo dice para congraciarse una vez más con el papel que la universidad o la militancia suele asignarnos. No se trata de victimizar a los pibes para destacar nuestra solidaridad, y obtener de paso chapa de intelectual comprometido. Juan Pablo Hudson se pelea consigo mismo, trata de no moralizar y correrse del lugar cómodo de la denuncia. El precio de la indignación es perder de vista la vitalidad que promete cada uno de aquellos jóvenes.

Capítulo 11 Ilegalismos y (des)regulación policial Drogas y bienestar. El mercado de drogas, como cualquier mercado, se rige por la ley de la oferta y la demanda. Una vieja ley corregida luego por Keynes después de haber constatado que el capital se había desdoblado para orientarse a la especulación. Se sabe, cuando eso sucede, difícilmente la oferta pueda construir su propia demanda y la manera de suplir la desinversión de la economía será a través de la intervención creativa del Estado. Está claro que el mercado de drogas no necesita de las periódicas inyecciones de dinero público, le alcanza y sobra con la devota demanda de sus ávidos consumidores locales y la apetencia del resto del mundo. Pero aun así, ese mercado, se beneficiará indirectamente con la energía monetaria que aporte cualquier Estado a través del gasto público. Eso sí, hay que agregar, entre paréntesis, que los actores más dinámicos del mercado de drogas necesitan, paradójicamente, de la clandestinidad que impone el Estado. La prohibición sigue siendo, al menos hoy en día, el mejor negocio para cualquier narcotraficante. La prohibición de las drogas le permite al traficante poner precios

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desorbitados a su mercancía. A través de la prohibición, el Estado le transfiere al mercado el control exclusivo de una industria de gran magnitud. La ilegalidad incrementa el precio. No solo porque los riesgos que se toman son mayores, sino por el solo hecho de comercializarse en la clandestinidad. Pero a medida que aumentan las ganancias aumenta su poder e influencia. Y con más poder, se necesitan más armas para controlar las plazas. Es decir, el mercado de drogas crea condiciones para desarrollar otros mercados. La ilegalización, al disparar los precios, le agrega no solo más valor al producto, sino que genera trabajo a muchos otros actores que deberán velar por la protección de los protagonistas centrales, estableciendo reglas de juegos que aporten previsibilidad a los negocios o aportando marcos de entendimiento o medios de resolución de las contradicciones que puedan suscitarse como en cualquier mercado. La clandestinidad es una tarea que corre por cuenta del Estado. A través de su prohibición, a través de una legislación y una moral que la proscriban, se disparan los precios y se crean oportunidades para que muchos funcionarios o empleados públicos puedan también enriquecerse con la venta de invisibilidad. Pero hay otros actores que se benefician. Lo digo no solo por aquellos actores que viven del tráfico, sino todos aquellos actores que se benefician indirectamente. En efecto, el narcotráfico inyecta energía monetaria a la vida cotidiana, fomentando el consumo local, financiando microemprendimientos productivos. No solo, entonces, porque hay más actores con plata en el bolsillo que salen a consumir, sino porque el tráfico local suele reinvertir parte de sus ganancias en los mercados informales, financiando las economías informales. Los transas se han apropiado de parte del cuentapropismo de la década del 90. Encontraron en estos emprendimientos familiares nuevas bocas de expendio. Y los dueños de estos pequeños comercios, una fuente de obtención de dinero que no pueden obtener en el mercado de capitales. Dinero extra que

necesitan para expandirse, para irse de vacaciones o adecuarse al nuevo estándar de consumo que impone y reclama el mercado. Pero también porque para blanquearse apela a los mercados formales. No solo genera condiciones para la expansión de la construcción, el juego, el turismo, sino para todos aquellos profesionales (abogados, contadores y asesores financieros, arquitectos e ingenieros, etc.) y empresarios que preparan los armados jurídicos contables y elaboran sofisticados proyectos urbanísticos para lavar la plata que se produce en la clandestinidad. Además, tanto la comercialización interior como exterior, para poder difundirse y diversificarse, requieren de otros servicios que proveen los magistrados y fiscales, despachantes de aduanas y controladores de puertos, inspectores de la AFIP, etc. Abro otro paréntesis: conviene aclarar también que en Argentina, cuando decimos mercado de drogas, estamos hablando de un problema sobredimensionado, asediado por fantasías made in Hollywood. Hay otros consumos que son mucho más problemáticos en el país, que generan más muertos y pesadumbre a los argentinos, y más caros le salen al sistema de salud: vaya por caso el uso de alcohol y tabaco; incluso el abuso o mal uso de psicofármacos de venta bajo prescripción médica en las farmacias argentinas. Basta revisar las encuestas realizadas por el Observatorio Argentino de Drogas (OAD) del SEDRONAR. El estudio arroja, por ejemplo, que en el 2014 el alcohol –sobre todo de bebidas energizantes– es la sustancia más consumida por los estudiantes en todo el país, tanto entre los varones como entre las mujeres. Así, el 67,5% de los estudiantes declaró haberlas consumido alguna vez en la vida, el 46,3% durante el último año y el 25,7% las ha bebido durante el último mes. Si tomamos en cuenta la distribución de muertes directas o indirectas relacionadas al consumo de drogas, elaboradas en base a las estadísticas vitales de la DEIS del Ministerio de Salud, veremos que el 82,43% de las muertes son a causa del tabaco, el 16,63% se deben

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al alcohol, 0,18% por sustancias de uso indebido y solo el 0,76% por sustancias ilícitas. No obstante ello, la atención se la lleva el consumo de drogas ilegales. Resulta comprensible suponer que el consumo ocasional de drogas ilegales se ha expandido, razón por la cual vimos proliferar el universo transa en las barriadas más pobres, pero también los emprendimientos inmobiliarios, casi faraónicos en la ciudad cristal o en las periferias de todas las grandes ciudades. Una prueba de la expansión del consumo local es el aumento de las incautaciones de drogas. Para muchos especialistas, uno de los indicadores –bastante cuestionado por cierto, al menos en el país– que suele tenerse en cuenta para medir el crecimiento del consumo de drogas, junto al descubrimiento de “cocinas”, son los decomisos que hacen las fuerzas de seguridad. Si se revisan las dudosas cifras que dos por tres provee el Ministerio de Seguridad sobre este rubro, entonces tenemos razones suficientes para afirmar que se ha expandido el tráfico local. Por ejemplo, según un polémico estudio realizado por Diego Fleitas para APP (Asociación para Políticas Públicas) y publicado en el portal seguridad.org, entre 1990 y el 2008 la droga incautada, en el caso de la marihuana, pasó de 0,7 tonelada a 100 t, es decir creció un 14.185 %; y en el caso de la cocaína pasó de 1 t a 7 t, lo que significó un aumento del 600%. Y agrega: “Dicha dinámica de creciente tráfico de drogas estuvo acompañada por un gran aumento del consumo de drogas (…). Por ejemplo, entre 1999 y el 2006 el porcentaje de la población que en el último año consumió cocaína se incrementó en un 37%, y marihuana un 86%. Estos niveles de consumo en Argentina hacen que se estime que es el segundo mercado de cocaína de la región con 660.000 consumidores (UNODC, 2009).” Lamentablemente una de las tareas pendientes, otro gran déficit de la gestión kirchnerista que se completa con el “apagón estadístico” del macrismo, es la imposibilidad de acceder a la información pública que se produce periódicamente. De

modo que para pensar estos conflictos no nos queda otra que valernos de dudosos informes elaborados por organismos u organizaciones internacionales. Ahora bien, no hay que escandalizarse. Como bien ha señalado el ex Secretario de Seguridad, Sergio Berni, el aumento de drogas se debe al mayor poder adquisitivo de los argentinos: “Cuando hay un crecimiento económico hay consecuencias negativas y esas consecuencias tienen que ver obviamente con el abuso de algunas drogas”(La Nación, 30/9/15). En efecto, en la última década el gobierno se propuso recuperar la actividad productiva apostando a la expansión del mercado interno. Expansión que se sostenía en el incremento constante de la capacidad de consumo de los argentinos. Ese consumo no cayó del cielo. El gobierno inyectó dinero a través de la política de subsidios, pero también generando empleo con salarios consensuados en paritarias, es decir, con salarios cada vez más altos y con políticas públicas de asistencia social. El objetivo inmediato era incrementar la capacidad de consumo, sostener la demanda para que, y por añadidura, se reactive la oferta, es decir, la actividad productiva. Por eso, en la última década, los argentinos cambiamos el auto, nos re-electrodomesticamos, viajamos por el mundo y fuimos todos los años de vacaciones a la costa bien empilchados. Eso no es todo, empezamos a consumir más alcohol y a usar drogas o más drogas, incluso drogas de diseño cada vez más sofisticadas, raras y ricas. Aclaremos también que no estamos sosteniendo que el aumento del tráfico se explica exclusivamente en la expansión del consumo en general. Este es otro factor que hay que leerlo al lado de otros factores, por ejemplo, la informalidad financiera; la marginalidad económica; las crisis económicas crónicas y la inestabilidad política; los boom económicos (el agronegocio, la industria del ocio, la especulación inmobiliaria, el turismo); los sistemas judiciales deficientes; las instituciones policiales anacrónicas y corruptas; la ausencia de controles políticos y la

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corrupción política; la militarización del conflicto, entre otros. Pero el mercado de drogas, como cualquier economía capitalista, se rige por los mismos criterios: ¡cuanto mejor, mejor! Cuando el ocio programado del fin de semana está asociado a “descorcharse la cabeza”, entonces es de esperar que los consumidores, ahora con más plata en el bolsillo, no solo asistan a más recitales, vuelvan al cine, se enfiesten y vayan de joda o salgan de caravana, sino que consuman más alcohol y drogas en cada trasnoche. El mayor poder adquisitivo de los diferentes sectores tiende a crear mejores condiciones para la expansión y la diversificación del mercado interno de drogas. Si la capacidad de consumo es desigual, el mercado se organizará de acuerdo a la capacidad de consumo de cada sector social. Decime cuál es tu capacidad de consumo y te diré la drogas que usarás y de qué calidad será. Una expansión, finalmente, que será horizontal o fragmentada si las policías (como la Bonaernese) son “exitosas” en su regulación; o vertical, que puede llegar a verticalizarse, si fracasan las policías (como viene pasando con la Santafesina), si se vuelve fallida la regulación.

La regulación del universo transa. La violencia puesta en juego por el universo transa dependerá de las especificidades del lugar, pero también de las disputas por el control del territorio (el mercado), de la cartera de clientes o la cantidad de grupos que permanecen al margen de la regulación policial. Por un lado, tanto las bandas narcos como los transas saben que un barrio tranquilo sale más barato que un barrio lleno de rateros y rastreros, “barderos” o “paqueros”. Controlar el territorio implica contribuir a regular otros conflictos que, a la larga, pueden perjudicar su “negocio”. Eso, y la distribución de bienes y servicios, son elementos fundamentales para ganarse la confianza y adhesión de muchos vecinos

en el barrio que también contribuyen a invisibilizar estas economías. Pero si el consenso no puede comprarse, se lo tratará de imponer por otros medios. Apelando a la violencia altamente lesiva, o a la amenaza de la violencia letal. En segundo lugar, las bandas narcos, para crecer, no solo tienen que expandirse hacia otros territorios, sino proteger su lugar, conservar el mercado que mantienen cautivo. El mercado minorista local es un mercado con tendencias monopólicas. Para poder expandirse tienen que controlar el territorio. De allí que las disputas entre diferentes narcos o transas sean una constante no solo acá sino en todas partes. El modo de saldar las diferencias dependerá del grado de autonomía alcanzado, es decir, estará determinado por la capacidad de las policías de regular el territorio. A mayor regulación policial, menos violencia letal. La violencia letal es proporcional al grado de autonomía alcanzado por las organizaciones. Si las policías pierden su inscripción territorial, la manera de regular el negocio será a través de la cultura del terror, es decir, ganando reputación a los tiros. En esos mercados sin regulación policial la demanda de respeto es la única forma de que esa economía funcione. Para hacerse respetar hay que hacerse temer, y el temor se construye a los tiros. Tampoco la guerra a la droga contribuye a tranquilizar los barrios donde se asienta el universo transa. Al contrario, el incremento de las operaciones policiales contra los traficantes va ligado a un incremento de los homicidios. Prueba de ello es lo que ha venido sucediendo en Rosario, donde la policía Santafesina ha perdido capacidad de regulación del mercado, y cuando quiere recobrar protagonismo lo hace declarando la guerra a la droga. Esa guerra, lejos de pacificar los barrios tiende a convulsionarlos. Me explico: cada vez que se arresta a un transa, empieza la disputa por el control de las plazas que quedaron vacantes. Y si la policía no regula el mercado, el control se va a dirimir a los tiros.

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Tanto el sujeto como el objeto de la violencia letal del universo transa son, casi siempre, los jóvenes del barrio. Estamos ante jóvenes que practican la violencia sobre otros jóvenes. Aunque también puede recaer sobre personas adultas. Pero centralmente, las víctimas de la violencia que ponen en juego los actores de aquel universo son los más jóvenes. Cada narco tienen sus transas, recaudadores, soldaditos y turisteros, y cada transa sus dealers. Todos ellos, en la mayoría de los casos, son jóvenes. Jóvenes desenganchados de la escuela y el mundo del trabajo estable, que pendulaban entre la desocupación, la ayuda social, el ocio forzado, el ventajeo y el robo, y que encuentran en el narcotráfico una fuente de recursos no solo más o menos estable, sino mucho más atractiva y menos humillante que un puesto en una cooperativa de trabajo para barrer las calles, limpiar las zanjas o cortar el paso de los espacios públicos. Pero además, es una actividad con mucho menos riesgos que el delito amateur (los robos o hurtos al boleo). Por lo menos mientras cuenten con la regulación policial. Por otro lado, se trata de una actividad que no exige una jornada laboral completa: es una actividad que permite la combinación de las responsabilidades que insumen las tareas asignadas con el ocio. Y lo que es más importante, las “pagas” constituyen una vía de acceso rápido a los bienes a los que está asociado el prestigio y el éxito en el barrio y la sociedad. Los jóvenes desocupados, que ni estudian ni trabajan, que orbitan entre el trabajo precario, la ayuda social y el ocio forzado, constituyen la fuerza de trabajo lumpen para mover las economías ilegales que funcionan en la clandestinidad. La selección se hace a partir de una extensa lista que fuera confeccionada, en parte, por la propia policía. Robar a cuenta propia o al boleo, es una actividad llena de riesgos, incluso mal vista por la policía. Pero “trabajar” para el transa o al narco, es otra cosa. Controlar a los jóvenes implica empujarlos a las economías criminales. El problema, para la policía es que estos anden desenganchados, pero desde el momento que empiezan a trabajar

para una organización, por más chica sea esta, “los pibes se vuelven piloteables”. Un joven reclutado por el universo transa, es un joven con un ingreso estable y mejor remunerado. Un joven que no puede andar haciendo el bardo por ahí porque puede traerle problemas al transa o el narco. El objetivo de las policías es agregar jóvenes marginales a estas organizaciones fordistas. Un joven vinculado a estas redes es un joven que no hace quilombo en el barrio o fuera del barrio. Ahora bien, ningún barrio es “perfecto”. Los jóvenes no siempre pueden ser agregados por estas redes. A veces porque las organizaciones no han crecido lo suficiente para brindar trabajo para todos. A veces, porque los jóvenes tampoco quieren saber nada con esos actores. Y otras veces porque se trata de “cachivaches” o jóvenes que ya están tan “quemados” por la droga o la vida a la intemperie, que resulta difícil contenerlos. Estos jóvenes se transforman en una fuente constante de nuevos problemas. Primero porque su adicción los lleva a cometer cualquier fechoría en el barrio (“los pibes andan desesperados para conseguir la droga”). Segundo, porque esos mismos eventos certifican a los vecinos que los transas (“los que le venden la droga a los pibes”) son el problema, la causa de todos los problemas de inseguridad en el barrio. En esos casos, cuando los jóvenes no pueden ser reclutables, se activan otras prácticas letales para poder contenerlos. Si la amenaza de violencia letal no surte efecto y tampoco la violencia altamente lesiva, habrá que sacarlo del barrio y mandarlo una temporada al infierno. Los narcos, en connivencia con las policías, entregarán a los jóvenes a la policía, los venderán como un “operativo exitoso”. Eso en el caso de que la policía tenga una inscripción territorial y regule todavía el mercado-territorio. Pero si las bandas se expandieron lo suficiente para actuar más allá de la policía, podrán eliminarlo ellos mismos a los tiros. Eso en cuanto a los “jóvenes sueltos”. Pero… ¿qué sucede con las otras organizaciones del mismo barrio o del otro barrio que se quiere conquistar? ¿Qué ocurre con los transas que crecieron lo suficiente y

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amenazan con desengancharse del narco que les baja la línea, establece el precio y fija incluso la cuota ganancia? ¿Qué pasa con los transas que le deben al narco, o se atrasaron en el pago de una deuda o la deuda empezó a acumularse hasta volverse incobrable? ¿Qué ocurre incluso con las personas que se resisten a vender para ellos? ¿Cómo “ajustar las cuentas”? ¿Cómo resolver estas contradicciones? Cada una de estas diferencias es una fuente potencial de conflictos. La manera en que se diriman dependerá del grado de autonomía alcanzado, es decir, en función de la capacidad de regulación que tiene la policía. Las policías aportan no solo los marcos de entendimiento que necesitan los negocios en el mercado ilegal, sino los medios para resolver las contradicciones que pueden existir. Porque sabido es que un conflicto de intereses en los mercados ilegales no puede ser llevado a la justicia para su resolución. La diferencia entre Rosario y el conurbano bonaerense, sobre todo el corredor norte, o la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, hay que buscarla en la regulación policial. Lo que estamos viendo en la ciudad de Rosario es un aumento de los homicidios. Ese incremento nos está informando del descontrol policial, es decir, de la autonomía que alcanzaron las bandas. El grado de autonomía les permite poder resolver sus conflictos más allá de la policía, apelando directamente a la violencia letal. Por el contrario, en el conurbano bonaerense, donde las policías tienen todavía una inscripción en el territorio –salvo algunas excepciones, por ejemplo, La Cárcova (en el Partido de San Martín), los conflictos se resuelven de otra manera: a través de las causas armadas o los secuestros. En la Ciudad de Buenos Aires, la situación parece distinta, tiene otra complejidad. En algunos casos se trata de la misma organización la que practica los secuestros, pero en la mayoría de los casos se trata de organizaciones satélites al universo transa. Puede, incluso, que se trate de organizaciones mixtas, integradas por miembros de las policías

y los transas. En cualquier caso se trata de organizaciones más o menos compartimentadas, con capacidad logística y una importante estructura como para alquilar distintos lugares que puedan servir de “aguantaderos” y rotar a las personas secuestradas, mantener comunicaciones más o menos fluidas a pesar de los rastreos, moverse salteando los cercos policiales, conseguir armas, etcétera. Pero allí, donde las organizaciones han tenido un desarrollo territorial importante, lo que les ha permitido autonomizarse de la regulación policial, o por lo menos pararse ante ellos de otra manera, negociar el territorio en otros términos, allí la violencia letal tiende a expandirse. Aparecen los sicarios o “matadores”. Sain y Font coinciden en el diagnóstico: en Rosario se ha roto el doble pacto. Cuando “el delito se horizontaliza, crece y muta de una manera que no lo hace controlable”, “el fenómeno se escapa de la capacidad de regulación policial”, “la policía pierde la capacidad de regular el delito y puede haber homicidios”. Hasta ahora, las organizaciones dependían de sus dispositivos paralelos de la policía, “pero ya se ven grietas”, empieza a producirse un “paulatino desfasaje entre ciertos emprendimientos del narcotráfico y el sistema de regulación policial”. La causa hay que buscarla en la transformación del narcotráfico en nuestro país. El crecimiento sostenido del consumo de drogas ilegales y legales, en especial la cocaína, favoreció la formación paulatina de un mercado minorista creciente, diversificado y altamente rentable. Argentina dejó de ser un país exclusivamente de tránsito para pasar a ser también un país de elaboración: el procesamiento de la pasta base adquirida en los países limítrofes, el fácil acceso a los precursores químicos para la elaboración de clorhidrato de cocaína, les brindaron a los grupos locales la oportunidad de convertirse en productores. “La novedad son las redes con múltiples nodos de elaboración y venta, la democratización y horizontalización del narcotráfico: en lugar de concentrarse en grandes carteles o corporaciones, el negocio se dispersó para crecer. La idea de

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horizontalidad cambia la noción vertical del negocio, con los grandes popes manejándolo, a un entramado mucho más territorial.” “Esto cambió todo. No solo se diversificó el emprendimiento criminal en cuanto a su estructura espacial y organizacional sino que se amplió significativamente la disponibilidad y oferta de cocaína en el mercado interno.” Aparecieron cocinas, se multiplicaron los puestos de venta, favoreciendo la competencia entre los grupos por el control territorial que, a medida que se expandían y consolidaban, se autonomizaban de la regulación policial. Es lo que parece está empezando a suceder en algunas villas en la Ciudad de Buenos Aires. Eso por un lado, porque otra causa que permitió el crecimiento de las bandas hay que buscarlo en la gran informalidad económica y la existencia de armados financieros (por ejemplo los fideicomisos) que permiten el lavado del dinero. Tanto la especulación inmobiliaria, la expansión turística (hoteles, casinos, gastronomía) y los pooles sojeros (que continúan con sus actividades en negro), aportaron las estructuras jurídicas y contables para el blanqueo del dinero procedente del narcotráfico y luego reinvertirlo en otros negocios que permitieron diversificar a las organizaciones criminales, dándoles mayor autonomía. Es muy recomendable el libro de Carlos del Frade, Ciudad Blanca, crónica negra y el documental producido por la Revista Crisis, realizado por Martín Céspedes, Rosario: ciudad del boom, ciudad del bang (2013) porque muestra las continuidades entre estos emprendimientos. La violencia es el correlato del crecimiento exorbitado e informal de las economías legales. A medida que se fue expandiendo el narcotráfico, se fueron multiplicando los secuestros y las causas armadas, pero también los homicidios dolosos. El desarrollo de la violencia no fue homogéneo. Lo que observamos es que tanto en las provincias de Buenos Aires, Córdoba y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, los homicidios – habiendo aumentado– no son demasiados. Por el contrario, en la

ciudad de Rosario la violencia letal se ha convertido en una manera de dirimir los conflictos. Y lo mismo está empezando a pasar en la Ciudad de Buenos Aires, donde la manera de disciplinar el territorio es “aplicando mafia”. Cuando se corrió a la Policía Federal y en su lugar se metió la Gendarmería, bajaron los robos pero aumentaron los homicidios, sobre todo la violencia interpersonal. Ahora bien, no hay que perder de vista el carácter ambivalente, incluso paradójico de la violencia. La violencia del universo transa, rompe lazos pero también crea nuevos vínculos. Hay que pensar a la violencia, sostiene Reguillo, “como un dispositivo de modelaje, aprendizaje y disciplinamiento de los sujetos, y en tal sentido no es válido argumentar que es ajena a los procesos de socialización.” La violencia rompe vínculos, pero en su lugar propone y modela otros. Es una forma de sociabilidad que teje nuevos vínculos normando la vida cotidiana. Por eso no es desacertado hablar de paralegalidad. La violencia pauta las relaciones sociales. La paralegalidad, según Reguillo, genera no un orden ilegal sino paralelo, con sus propios códigos, normas y rituales en los que, al ignorar olímpicamente las instituciones, el contrato social se constituye paradójicamente en un desafío mayor para la ilegalidad. Este desafío implica que de ahora en más deberá no solo resolver conflictos sino regular otras relaciones sociales que antes de su expansión estaban fuera de su incumbencia, bajo la órbita del estado. Pero desde el momento que empiezan a disputar y controlar el territorio, a ganarse el reconocimiento de los jóvenes y la adhesión de la comunidad por su capacidad de distribución de bienes y servicios, empiezan a resolver otros conflictos (a veces violentos), a tener incidencia y ascendencia sobre el entorno social. Pero hay más todavía. La policía, dijimos más arriba, es la mano invisible de las economías criminales. Impide que prosperen los actores criminales de manera exorbitante. Saben que si crecen demasiado pueden autonomizarse y cuando eso sucede, no solo sus ingresos

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regulares estarán en riesgo, también puede dispararse la violencia con todo lo que eso implica: quedar expuestos frente a sus superiores o la clase política. Pongamos algunos ejemplos. Uno: Cuando un “transa”, que ya arregló con la policía, se entera de que hay otro en el mismo barrio que no lo hizo, no dudará en informarle a la policía para que ésta pase a cobrarle también. De esa manera, el primer transa habrá resuelto la competencia desigual, y la policía, aumentado su recaudación. Dos: la manera que tiene la policía de recabar información sobre los actores del barrio será negociando la libertad de los criminales apresados o protegiendo las actividades ilegales. Si no entrega información fehaciente sobre los actores o sus actividades adentro o afuera del barrio, la causa seguirá su curso y nada la detendrá hasta llegar a los tribunales. Tres: Cuando un transa crece demasiado, la manera que tiene la policía de ponerlo en caja, de evitar que se autonomice, es armarle una causa, reventarlo con un allanamiento e incriminarlo, plantándole armas, drogas o cualquier otro elemento que pueda comprometerlo para mandarlo una temporada a la cárcel. Una vez empapelado, como en el juego de la oca, el transa vuelve a empezar. Cuatro: la policía sabe que en los mercados ilegales como en cualquier mercado hay conflictos, y que esas contradicciones no pueden dirimirse en los tribunales oficiales. Sabe que van a tratar de resolverlos de manera extraoficial. Que lo hagan al margen de la justicia no significa que puedan hacerlo de espaldas a la policía. No significa que puedan hacerlo como se les canta. No solo hay códigos entre las bandas criminales, sino reglas informales que deben seguir, algunas de las cuales las establece la policía, por ejemplo, “no matarás en mi jurisdicción”. Un homicidio siempre expone a la policía. Hay que evitar que los malentendidos se resuelvan “tirándose muertos”. Por eso, una de las maneras que tienen los narcos de resolver los problemas

cuando la policía monitorea y regula estas economías será a través de los secuestros. No es casual que en la provincia de Buenos Aires haya alrededor de 4.000 secuestros denunciados por año. Una cifra alarmante y mentirosa. Mentirosa porque hay una gran cantidad de secuestros que nunca se informan o si se informan tampoco salen a la luz. La policía impone el secuestro como forma alternativa para dirimir los eventuales conflictos de interés que puedan surgir. Cinco: cuando un pibe “mete ruido” en el barrio donde están las cocinas o los puntos de venta, cuando le roban a los “turistas” (compradores), la policía se encarga de sacarlos del medio armándoles una causa, es decir, mandándolos también una temporada a la cárcel. En definitiva, la regulación se logra, según Escalante Gonzalbo, mediante una “debilidad calculada del Estado”: una extensa red de intermediarios en la policía con capacidad para negociar el incumplimiento selectivo para sus clientelas. La policía es la agencia encargada de regular el delito. Y la manera de hacerlo es a través de prácticas violentas: amenazas y coacciones extorsivas, lesiones, fraguando o armando causa, etcétera. La policía es el puño sin brazo, la mano dura de una agencia con juego propio (con autonomía relativa) y cada vez más fragmentada por la disputas de intereses entre las facciones que la integran.

Narco-socialismo y megaoperativo. Finalmente, parece que el diputado nacional, Andrés “el Cuervo” Larroque, del Frente Para la Victoria, tuvo razón cuando apuntaba contra el socialismo a través de la figura sui generis “narcosocialismo”. Se trataba de una chicana política en medio de un debate acalorado y muy enredado. No sabemos en qué información se apoyaba el diputado. Los índices de homicidio ya se habían multiplicado y referentes de movimientos sociales que habían sido víctimas de las bandas narcos, empezaban a denunciar

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públicamente los hechos. Además hacía pocos días que habían corrido al jefe de la Policía Hugo Tognoli, pero ni la Banda los Monos, ni el Juez Vienna, o el padre del “fantasma” Paz, estaban todavía en la tapa de los diarios. Pasó el tiempo y Rosario se puso de moda. Se convirtió en la excusa perfecta para que el periodismo, como de constumbre, se atreviera a decir lo que no sabía, prestándose de esa manera, a hacerle otra vez el juego a las salidas manoduristas y prohibicionistas que insisten en declararle la “guerra a la droga”. Para los que quieran seguir de cerca y de una manera crítica los sucesos que conmueven a Rosario les recomiendo que lean las cosas que escribe Enrique “Quique” Font. Font no solo fue un funcionario de la cartera de seguridad de esa provincia durante la gestión de Hermes Binner que luego dio un paso al costado por manejos muy poco transparentes y una gestión que levantaba los pies del acelerador, sino que además es uno de los intelectuales que más sabe del tema. Lo mismo que Juan Tokatlian, investigador de la Universidad Torcuato Di Tella. Desde el comienzo, Font prendió la luz roja para que todos estemos alertas de la fantochada que se estaba tramando para tapar lo que a esa altura ya era un narcoescándalo. Si es cierto que no hay narcotráfico sin corrupción política, que las redes ilegales solo pueden prosperar sobre la base de la regulación policial, el descontrol judicial y la protección política, entonces nadie, o muy pocos, se animaban a meter las manos en una causa que seguramente salpicaría a muchos. Sobre todo si la causa permanecía en la órbita federal. Después de las investigaciones realizadas por la Policía de Seguridad Aeroportuaria, a instancias de la fiscalía federal, el gobierno de la provincia se apuró a robarle –literalmente– la causa, no sea cuestión de que muchos funcionarios terminen con el barro hasta las orejas. Se sabe, el narcotráfico es un delito de competencia federal, de persecución e investigación federal, salvo –según parece– en la provincia de Santa

Fe, liderada por el socialismo, ese emprendimiento político que se autopostula como republicanista y salvador de las instituciones. Esto es lo que Font llamó la “desfederalización de facto”, una estrategia política para violar el debido proceso legal. La estrategia se completaba con el despliegue de una maniobra mediática de hipercomunicación y denuncias de “amenazas hiperpublicitadas, infrainvestigadas y nunca esclarecidas”. El telón de fondo fue un acuerdo abyecto entre el Ministerio de Seguridad de esa provincia y la policía Santafesina a través de la División Judiciales, un organismo que se formó con efectivos que habían hecho carrera en otras áreas dedicadas al control de drogas. Con todo, y lo digo con las palabras de Font: “Es el gobierno provincial el que pactó con la División Judiciales de la policía provincial y el que sigue sosteniendo a pesar de la acumulación de escándalos. Son los gobiernos provincial y municipal los que cada vez están más sospechados de corrupción, de vínculos con los ‘mega villanos’ locales. (…) Es el gobierno provincial el que utiliza de ‘chivo expiatorio’ a una banda, la más vulnerable, una de las más violentas, visibles y conocidas para dejar inalterado el esquema de narcocriminalidad y, sobre todo, la participación policial del mismo. Es el gobierno provincial el que no controla ni sus cárceles ni al Servicio Penitenciario y tiene presos vips, que salen cuando quieren, manejan sus negocios desde adentro, etc. Es el gobierno provincial el que presiona con la presencia de funcionarios y con la pauta a medios y a periodistas para que encubran la realidad. Es ese el contexto en el que se da la ‘megacausa’. No se trata solo de un juez (más o menos torpe, más o menos sospechado), de unos policías (más o menos torpes, más o menos sospechados), de unos ‘hiper villanos’ (más o menos torpes, más o menos culpables), y de unos abogados (más o menos poderosos, más o menos ‘hiper villanos’). Porque si no, falta buena parte del barro. Y faltan varios actores claves en el escenario embarrado. Y sobre todo el vínculo entre esos actores que no están y sobre el barro del que no se habla.”

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Ahora bien, si Larroque tenía razón con el narcosocialismo, ¿cómo entendemos el abrazo entre Bonfatti y Sergio Berni? No vamos a decir “si hay droga que no se note”, porque para eso ya es demasiado tarde. Pero por lo menos que no salpique. Y que le permita a la policía seguir haciendo sus negocios. El megaoperativo comandado por Berni fue el mejor salvavidas para el socialismo.

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Made in Argentina: ¿Somos un país de elaboración de drogas? Hace unos años, el entonces ministro de Defensa Agustín Rossi y el ex Secretario de Seguridad Sergio Berni mantuvieron una discusión pública en torno al narcotráfico en Argentina. Rossi había lanzado la polémica al afirmar que “la Argentina antes era un país de tránsito y no de consumo. Hoy esa situación ha cambiado: la Argentina se ha convertido en un país de consumo y, lo que es más grave, también es un país de elaboración”. Berni se sintió tocado con razón y le contestó rápidamente: “La Argentina no produce droga, no tiene las condiciones geográficas y climáticas para producir cocaína”. El debate está planteado: La Argentina, ¿es o no un país de elaboración de drogas? Para responder esa pregunta hay que saber, primero, qué se consume en el país. No solo cocaína o marihuana, sino drogas de diseño, fármacos de curso legal que se expenden sin receta, paco, poxirrán, etc. Está claro que la Argentina no tiene el clima para cultivar a gran escala la planta de coca. En cuanto al cannabis se podría pero en lugares muy puntuales. Estamos hablando de grandes plantaciones, porque se sabe que todo el mundo puede tener en su casa, en el balcón o el patio interno, una aromática y dulzona plantita. Pero lo que hay que saber es que la cocaína no se importa para su distribución y consumo inmediato. Lo que se contrabandea, sobre todo, es la “pasta base” que luego requiere un tratamiento particular. No hablamos del “estiramiento” o “cristalización” (que tiene lugar cuando los transas la

“estiran” para fraccionarla y aumentar el volumen a los fines de obtener alguna rentabilidad), sino de la incorporación de otros precursores (acetona y ácido clorhídrico) para terminar de “cocinarla” y producir el famoso clorhidrato de cocaína destinado al consumo interno. Luego, con los residuos se procederá a la elaboración de otras drogas, por ejemplo, el paco o bazuco (los restos mezclados con ácido sulfúrico y queroseno, o cloroformo, éter y carbonato de potasio, etc.) y el crack (alcaloide de la cocaína que se extrae de una sal en polvo mezclándola con bicarbonato de sodio y secándola en pequeñas piedras).  En cuanto a las drogas sintéticas (ketamina, extasis, polvo de ángel, GHB, Popper, metanfetamina, micropuntos con LSD, etc.), son muchas las pruebas que existen que demuestran que en Argentina se han hecho allanamientos y desbaratado laboratorios donde se elaboraba metanfetaminas. Esos casos judiciales fueron contados por los periodistas Cecilia González, Mauro Federico y Gustavo Sierra. ¡El paradigma Breaking bad! Estas drogas de diseño se elaboran a partir de precursores químicos (efedrina o pseudoefedrina) que laboratorios o droguerías importan para su procesamiento. Parte de esos precursores se emplean para elaborar los antigripales y otra parte para la elaboración de la metanfetamina y la anfetamina o sales de anfeta, etc. Estos libros repasan algunas bandas con sus conexiones locales e internacionales que elaboraban estas drogas en el país. Vaya por caso el grupo de Luis Tarzia (detenido en un laboratorio de Ingeniero Maschwitz, la “casa de los olores raros”) y el grupete de farmacéuticos quilmeños integrado por los prósperos empresarios Sebastián Forza, Damián Ferrón y Leopoldo Bina (que fueran encontrados asesinados en 2008); Ariel Vilán (socio de Unifarma), Pérez Corradi, los rosarinos Roberto Segovia, Héctor Germán Benítez (que manejaba la droguería Galenika), Mario Raúl Ribet (la Distribuidora El Sol) y los dueños de las farmacias El Cóndor, Todofarma, Rubén Galvarini, Walter Garrido, toda gente blanquita que vivía en barrios muy caros, habitués de fiestas privadas

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y algunos de ellos con buenos contactos, incluso en el gobierno. Es el caso de Forza y Vilán que fueron generosos aportantes a la campaña electoral de Cristina Fernández, en 2007, a través de uno de los recaudadores, Héctor Capaccioli, por aquel entonces Superintendente de los Servicios de Salud. También quedaron imputados por el juez Oyarbide los responsables financieros y políticos de la campaña Hernán Diez y Sebastián Gramajo. Entiéndase, no aportaban plata sino que prestaban cheques para blanquear la plata que los recaudadores de la campaña juntaban vaya uno a saber dónde. Sobre este tema también se puede consultar el libro Remedios que matan. La mafia de los medicamentos, una investigación realizada por el periodista Andrés Klipphan.  Ahora bien, eso en cuanto a las drogas ilegales, porque después hay un montón de drogas legales que se expenden ilegalmente todos los días en las farmacias, en los pasillos de los hospitales y las veterinarias. Vaya por caso el rivotril, el clonazepan, el propopfol, midazolan, y otro largo etcétera. Están involucrados farmacéuticos, dueños de cadenas de farmacias, droguerías, enfermeros, médicos y veterinarios. Estas “pastas” son una de las drogas más consumidas en los sectores más pobres. Se elaboran también en Argentina y su consumo masivo se explica en los controles deficientes, en la ausencia de un sistema de trazabilidad eficaz para seguir el uso de estos medicamentos. Todo eso, sin nombrar el poxirrán, que lo expenden nuestros ferreteros de barrio a los niños y niñas que se acercan con dos billetes en la mano.  Más allá del debate entre los funcionarios, la discusión transparenta dos cosas: Primero, que en materia de narcotráfico el gobierno hizo la plancha durante estos diez años que pasaron. Segundo, y esto es lo más importante que hay que resaltar, lo más preocupante: el debate se produce a partir de las declaraciones de Agustín Rossi, es decir del Ministro de Defensa. Pregunto: ¿Qué estaba haciendo un ministro de defensa hablando de temas que pertenecen –por Ley– al área de seguridad? ¿Por qué el funcionario opinó sobre temas que pertenecen

a la seguridad interior y por tanto están vedados a su injerencia? Las declaraciones fueron inapropiadas salvo que se quiera empujar a las fuerzas armadas a “combatir” el “flagelo de la droga”. Una política, dicho sea de paso, concertada entre las carteras de seguridad y defensa, que ya empezó a dar sus primeros pasos con Escudo Norte y Fortín II, es decir, con la radarización y el emplazamiento de tres brigadas del ejército conducidas por cuadros de la Inteligencia militar en los puestos fronterizos en las provincias de Misiones, Corrientes y Salta.  Está claro que Argentina no es Colombia ni Bolivia. Y tampoco México. Pero en Argentina se están elaborando drogas de distinto tipo. Sería bueno, para no hacer literatura y practicar la mitificación –que dicho sea de paso es muy abundante en esta materia, sobre todo en el macrismo–, que el Estado construya y difunda información fehaciente para saber cuál es el escenario real, dónde estamos parados. Porque ya se sabe, la ignorancia ha sido la mejor plataforma de lanzamiento de la “guerra contra las drogas”, una “guerra” interesada (porque aumenta la rentabilidad del narcotráfico) y una “guerra” que agrega violencia a las conflictividades sociales que orbitan el tráfico de drogas. 

“…provincia de estancieros satisfechos de la seguridad de sus ganados, de extranjeros indiferentes a todo lo que no sea estrujar al país.” Domingo Faustino Sarmiento, en Epistolario entre Sarmiento y Posse, Museo Histórico Sarmiento, Bs. As., 1946, p. 283. “Sí, aristocracia con olor a bosta de vacas.” Domingo Faustino Sarmiento, en Sarmiento Anecdótico, p. 310. “En el país de las vacas es preciso echarle agua a la leche para proveer de la necesaria a una ciudad de 200 mil habitantes.” Domingo Faustino Sarmiento, en “Carnes frías y estancieros calientes”, Obras completas, XL, Luz del Día, Bs. As., 1948., p. 275.

Ladrones con olor a bosta. La ética del patrón de estancia es la moral hecha a la medida del campo argentino, la escarapela y la expoliación.

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La moral de una sociedad que se pone más allá del Estado, pero también de una oligarquía vacuna que se pone más allá del resto de la sociedad. Cuando no hay Estado que ampare al “resto de la sociedad”, el chacarero se vuelve patrón, dueño y señor de su tierra y de todo lo que se posa sobre su estancia, sean las vacas, el pasto que comen las vacas, los peones y todo el tiempo de la familia de esos peones. Amo y señor de la tierra que desprecia hasta su agotamiento. Porque después de tanto Monsanto, de tanta cosecha no declarada, tantos dólares escondidos que se volverán ladrillo, rascacielos, se sentirán más dueños que nunca, más cerca de Dios. La ética tiene un lado ostensible, jetón y malhablado, campechano incluso, que se averigua en la Toyota Hilux última generación y en las vacaciones bullangueras y ostentosas en Cariló o Punta del Este; pero también tiene un costado oscuro, no declarado, que los contadores sabrán esconder, que sus abogados eventualmente deberán defender. Suculentas sumas de dinero que se disponen para ser fugadas a partir de los servicios financieros que ofrece la banca privada. Detrás de estos buenos padres de familia, rodeados de tanta gente como uno, próspera y sonriente, muy cristiana, se esconde un ladrón serial. No son ladrones de guante blanco, sino de alpargata de carpincho. El perfume que usan puede tapar –como decía Sarmiento– el olor a bosta, pero lo que hede se sentirá igualmente cuando abran la boca y empiecen a despotricar su habitual insulto destituyente. Eso va para los chacareros, pero también para los molineros y, sobre todo, para los dueños de las aceiteras, los pooles de siembra y las cinco empresas exportadoras de cereales que operan en Argentina, una de las cuales es argentinísma y se asienta en la provincia de Córdoba. El patrón de estancia se las sabe todas, por eso es patrón. Tiene razón porque es patrón, y es patrón porque tiene razón. Así de circulares son sus argumentos. Por eso, cuando se enreda en su surco, empieza a gritar y maltratar. El patrón de estancia esconde su pillaje victimizándose y apuntando con el dedo al Estado que lo fiscaliza y le recuerda que, en una

democracia, no se trata de salvarse quién pueda, sino de discutir y decidir entre todos cómo queremos vivir todos. Pero la ética del patrón de estancia les hace creer que él es dueño y se terminó. Para el chacarero solo hay patrones de estancia y montones de vagos que chupan la teta de su vaca, es decir, que viven a costa de los subsidios que ellos sostienen cuando pagan sus impuestos. Para ellos China es una elección individual que cayó del cielo, como la lluvia que llega puntual en cada siembra. No hay gobierno generando condiciones para el comercio. El gobierno solo aparece cuando hay que rescatarlos de una mala temporada producto de las heladas, el granizo, la sequía, el fuego y la inundación. Después, no existirá o no tendría que existir. Se sabe, el mercado se autoequilibra, hay que dejar a las fuerzas del mercado que operen sin restricciones. Primero hay que crecer y después la riqueza se derramará hacia bajo. Hace un tiempo dije para un medio periodístico de mi ciudad natal, Balcarce, ex ciudad de la papa, que “la sociedad es muy dura con el chico que se apropia de un celular ajeno, pero muy generosa con el empresario que se apropia de los dineros de todos traficando ilegalmente con los granos”. Más aún, dije, para indignación de muchos chacareros locales que “en Argentina el tráfico ilegal de granos es más grave que el narcotráfico”. No solo la renta que evaden compite con el dinero que generan aquellos otros mercados, sino que en Argentina no hay tráfico ilegal de drogas sin tráfico ilegal de granos. El tráfico ilegal de granos creó condiciones de posibilidad no solo para el comercio exterior de drogas sino para el blanqueo de drogas que se comercializan en el mercado local. Las prácticas que durante más de dos décadas fueron componiendo en conjunto los chacareros, con los molinos y las aceiteras, fueron esmerilando a funcionarios de carrera y empleados de los puertos “de controles rápidos” que surcan los río Paraná y de la Plata. Pero también corrompiendo a distintas fuerzas de seguridad. Esa misma gimnasia fue la que llevó a los empresarios del narcotráfico internacional a referenciar a la Argentina como un lugar “seguro” para sacar la droga hacia otras latitudes. Se sabe, a los

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funcionarios y empleados de esos puertos no les importa si lo que sale en un barco es grano o aceite no declarado, electrodomésticos o droga. En cualquier caso se trata de mercadería ilegal. El narcotráfico se ha apropiado de las prácticas que otros actores (que integran el campo argentino) desarrollaron para evitar pagar retenciones, evadir impuestos y fugar divisas. En segundo lugar, el campo crea condiciones para el blanqueo de distintos actores que integran la cadena local dedicada al tráfico de drogas cuando utiliza los fideicomisos para blanquear el dinero no declarado. Esos instrumentos jurídico-contables, armados financieros elaborados por prestigiosos buffet de abogados, contadores y asesores financieros, fueron los que utilizaron muchos chacareros y empresarios del agro para blanquear dinero a través de la inversión inmobiliaria. Detrás de los modernos y suntuosos edificios, los centros comerciales y la obra pública incluso, hay dinero en negro. A los armadores de estos fideicomisos les importa un bledo si la plata que le arriman para que éstos la administren procede de la comercialización ilegal de granos o la venta de drogas. En cualquiera de los dos casos se trata de plata en negro, dinero procedente de mercados ilegales y la finalidad es la misma: lavar la plata. Con todo, el chacarerismo argentino, que se viste de celeste y blanco en cada fecha patria y nos engalana con sus donaciones clericales, no solo comete delitos cuando comercializa gran parte de la cosecha en negro, sino que crea condiciones para que otros actores que operan en otros mercados ilegales puedan desarrollar sus exitosos emprendimientos en el país y fuera del país. El tráfico de drogas y el tráfico ilegal de granos, organizados por importantes empresas que operan también en los mercados legales, no son mundos compartimentados, sino mundos yuxtapuestos. No hay narcotráfico sin tráfico ilegal de granos, sin evasión impositiva, sin fuga de divisas, sin campo argentino.

Capítulo 12 El giro reaccionario del autoritarismo simpático Vecinos asustados: consumismo y seguritismo de la clase media. Para empezar, dos frases. La primera es una reescritura de aquella formulada por John William Cooke. Si el peronismo es el hecho maldito del país burgués, “la clase media es el hecho maldito del país peronista”. La máxima pertenece a Martín Rodríguez y la tome de su libro Orden y progresismo. La segunda es del cineasta Stanley Kubrick, y se la dice a Michael Herr para la biografía que estaba escribiendo sobre él. “Dime Michael, ¿cuál es la definición de un neoconservador? ¡Un liberal al que acaban de atracar. Jajaja!” Una versión graciosa de aquella frase escrita alguna vez por Bertold Brechet: “No hay peor fascista que un burgués asustado”. La demonización de los jóvenes de los barrios populares, considerados como “vagos”, “barderos”, “drogadictos” o “pibes chorros” va de la mano del consumismo y el seguritismo. Si el temor que tienen es una manera de sentirse formando parte de un mismo contingente, el éxito de la clase media es proporcional a su capacidad de consumo. El consumo puso a la clase media en otro lugar, porque

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puso también a los sectores populares muy cerca de la clase media. No estoy diciendo que los sectores trabajadores mudaron su residencia o consiguieron un mejor trabajo o fueron a la universidad. Voy a sugerir que a través del consumo para todos y el auge de la sensación de la inseguridad, los sectores populares fueron de a poco asociados a otros valores, muchos más abstractos, menos carnales, más individualistas y, por añadidura, menos solidarios. No se trata de un invento argentino. El experimento pertenece al progresismo europeo. Una de las misiones que se impuso el Laborismo en Gran Bretaña, fue clasemediar a la clase trabajadora. Si con el neoliberalismo el carácter se había corroído, si las transformaciones del Estado dejaron como resultado la desproletarización de los sectores populares y la desindicalización, entonces, volver a vincularlos implicaba hacerlo desde otro lugar, en función de nuevos apuestas, otros proyectos. Hay un libro muy interesante del activista Owen Jones, llamado Chavs, la demonización de la clase obrera donde se analiza esto. Para Jones, el odio a los chavos no es un fenómeno aislado. Es un proceso que hay que leer al lado de otros procesos en marcha. No solo es la consecuencia de una sociedad con profundas y persistentes desigualdades sociales, sino la estrategia política del thatcherismo, de sus continuas campañas de pánico moral que fueron montando en torno a los eslabones más débiles de la sociedad, que menos capacidad de defenderse tenían, pero también del giro individualista del nuevo Laborismo. Ese giro encuentra un punto de contacto común con los conservadores, el mismo punto de apoyo: la clase media. La clase media como promesa y recompensa. La clase media es una tarea pendiente, una aspiración. Dice Jones: “La sociedad ha empezado a estar dominada por una amplia clase media”. La clase media como modelo o paradigma de vida. Para Jones no solo las aspiraciones de la clase trabajadora tienen que ser las de la clase media, sino también sus valores, sus esperanzas, sus preocupaciones,

sus expectativas, sus temores. Nada nuevo. Ya lo había intuido Marx hace casi dos siglos cuando referenció a la ideología como un problema central. En efecto, para Marx, no bastan las necesidades insatisfechas para tomar conciencia. La concientización no es el resultado de la carestía o la desocupación. El problema no es tanto la alienación o enajenación al interior del proceso productivo cuanto la ideologización. Un trabajador ideologizado es un trabajador que se piensa desde un lugar donde no se encuentra. Cuando el obrero se identifica con los valores del burgués, piensa como un burgués y habla como un burgués. Cuando eso sucede, difícilmente podrá reconocer a las relaciones de producción como relaciones de explotación. La explotación es un hecho invisible para él. Hay que esforzarse para progresar, parar tener una casa, irse de vacaciones, y que los hijos lleguen a la universidad. Un trayecto que puede demorarse varias generaciones, pero que entusiasma, atrae y, sobre todo, tiene la capacidad de resignar al proletariado. En las sociedades del espectáculo, diría Guy Debord, con el consumo para todos, financiado en cómodas cuotas, como señala Lazzarato, el trayecto se ha acortado. Los objetos están al alcance de la mano. No solo los sectores populares se visten parecido, sino que escuchan la misma música, miran los mismos programas de entretenimiento, les gusta los mismos autos, usan los mismos clisé. Y sobre todo, le tienen miedo a las mismas “cosas”. La clase media se ha convertido es un modelo de rigor, el mercado se expande difundiendo sus hábitos y gustos sociales. Pero vuelvo a Jones. “La demonización de la clase trabajadora no puede entenderse sin volver la mirada hacia el experimento tacherista de los años ochenta que forjó la sociedad en la que hoy vivimos. (…) Ser de clase trabajadora ya no era algo de lo que estar orgulloso: era algo de lo que había que escapar.” ¿Cómo se logró la fuga? Fomentando el odio al interior en las clases populares, pero también los sentimientos de codicia y envidia. El problema no es la desocupación sino la droga,

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la violencia en el futbol, las madres solteras y el delito callejero. Estos actores se convirtieron en el chivo expiatorio de todos, no solo de la clase media, sino de las clases populares. Los trabajadores empezarán a vivir con vergüenza las dificultades sociales que tienen sus pares, pero también con resentimiento las diversidades culturales que no se adecuan a las pautas del mercado. Si había pobreza que no se note, y todos aquellos otros actores constituyen una fuente de atracción para las cámaras de televisión. Las clases populares empezaron a autoculparse. Lo que intentó el tacherismo, a través de estas cruzadas morales, fue generar mal entendidos al interior de los sectores plebeyos, para desactivar las solidaridades, para despolitizarlos. Pero hay más, porque para Jones, el experimento se completa con la apuesta política del nuevo Laborismo, con el profundo desprecio del nuevo laborismo hacia las bases electorales de la clase trabajadora. Su promesa era “crear la mayor clase media que haya existido nunca”. “Asciende con tu clase, no sobre ella” era una de sus consignas electorales. Para los laboristas los trabajadores tienen que tener aspiraciones y dejar de autoconformarse como clase trabajadora. Lograr que la clase trabajadora sea una clase con aspiraciones implica abrazar el individualismo, el egoísmo, a renegar de su clase, de sus trayectorias biográficas. Ser de clase trabajadora no es algo para estar orgulloso. Sobre todo cuando los “males” que afectan a una sociedad se cargan a su cuenta. Ser clase trabajadora está mal visto, ya no es algo para sentir orgullo, no es fuente de prestigio entre ellos. Hay que despreciar a los cajeros de los supermercados, a los limpiadores y operarios. Todos vagos sin aspiraciones, que no ascienden porque no quieren, porque no tienen ambiciones. Hay que huir de allí como de la peste. Y la forma de hacerlo es a través del consumo encantado. El consumismo y la precarización abrieron la puerta de la clase media a todos los trabajadores. Por un lado los nuevos empleos precarios en el mundo de los servicios ofrecían puestos de trabajo más limpios que

trabajar en una mina o un taller industrial, en una obra. Se gana menos, pero todos van bien vestidos y tienen el mismo celular. Por otro lado, el consumismo desaforado también creo condiciones para asociarse al mundo de la clase media. El acceso a los créditos de consumo no solo licuó la capacidad de ahorro de los trabajadores sino que permitió a los nuevos consumidores derrochar sus sueldos y sus futuros sueldos en costosas vacaciones, televisores, telefonía móvil, en la ropa de la próxima temporada, etc. Para ser aceptado y valorado, para ser una persona exitosa, hay que consumir, es decir, endeudarse cada vez más. El consumo será la mejor vía de escape. A través del consumo no solo adquieren otro estatus, sino otros estilos de vida y, sobre todo, nuevos hábitos. Hábitos que se organizan a partir de otras prácticas, como por ejemplo, la meritocracia. Los créditos para el consumo premiaban a las personas que se esforzaban. Cuanto más endeudado, más mérito se acumulaba. El consumo financiado de objetos o servicios era la gratificación que dispensaba el mercado. Dicho con las palabras de Jones: “En vez de mejorar las condiciones de la clase trabajadora en su conjunto, la movilidad social se presenta como un medio de capturar a una minoría de individuos de clase trabajadora a la clase media, y refuerza la idea de que ser de clase trabajadora es algo de lo que hay que escapar.” Los sectores plebeyos que no mordieron el anzuelo del consumo utilitario, se han convertido en objeto de burla, desaprobación y odio. Prueba de ello, en Argentina, son las declaraciones del ministro de Hacienda del macrismo, Prat Gay: “No vamos a dejar la grasa militante, vamos a contratar gente idónea y eliminar ñoquis”. Eso por un lado, porque por el otro, el consumismo se completa con el seguritismo. Cuanto más consumo más engorre. Los objetos consumidos, por los menos hasta que pasen de moda, hasta que se vuelvan obsoletos, hay que defenderlos. Un consumidor con derechos es un vecino alerta. El consumo asocia a los sectores populares a otros

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valores más abstractos que tienen que ver con los ideales de justicia y seguridad. Lo importante no es tener un trabajo digno sino vivir seguros. Y estar seguros significa que no me roben el celular, una de las credenciales que tenemos para demostrar nuestra adscripción a la clase media, nuestra pertenencia y devoción al mercado. En la última década el kirchnerismo apostó a la expansión del mercado interno. Un mercado que había que reactivar para desandar el empleo y poner al país en otro lugar. Expansión que se sostenía en el incremento constante de la capacidad de consumo de los argentinos. Se inyectó energía monetaria a través de la política de subsidios, pero también generando empleo con salarios consensuados en paritarias, es decir, con salarios cada vez más altos y con políticas públicas de asistencia social. Sin embargo el consumo sigue siendo un consumo fetichista que requiere se concrete aquí y ahora. El consumo no puede postergarse. Se sabe, consuma hoy y pague mañana. De nuestro endeudamiento se encargan las tarjetas de crédito y los sistemas de crédito informales que se montaron estos años alrededor de la expansión del consumo improductivo. El consumo para todos, entonces, generó una serie de contradicciones al kirchnerismo. El consumo no genera conciencia social sino más ganas de seguir consumiendo. El consumismo fue empujando el país hacia la derecha. A través del macrismo o lo que este representa, la clase media no solo pretende defender su estándar de consumo sino que aspira a seguir aumentando su capacidad de consumo. Termino y vuelvo sobre la frase de Martín Rodríguez: “la clase media es el hecho maldito del país peronista”. Esta es la base social del macrismo. Una base hecha con muchas clases. Porque está visto que no solo las elites votaron a Macri. También, por supuesto, la clase media y todos aquellos actores que se identifican con el mundo de la clase media. Una base social hecha de aspiraciones consumistas y segutiratias, un modelo hecho de sonrisas y temores bien guardados.

Parafraseando a Jones, voy a decir: El miedo a los pibes chorros es mucho más que esnobismo. Es lucha de clases. Es una expresión de la creencia de que todo el mundo, o por lo menos la gente de familia, debería volverse de clase media y abrazar los valores y estilos de vida de la clase media, dejando a quienes no lo hacen como objeto de odio y escarnio. Hay que resignar el peronismo si se quiere cambiar. Por eso, detrás del voto a macri hay un vecino asustado, un vecino que quiere progresar, seguir consumiendo. El precio del consumo es su libertad. El precio de su seguridad es la renuncia a los valores plebeyos.

Un patrullero para el arbolito de navidad. Apenas asumió María Eugenia Vidal a la gobernación mandó a la Legislatura un proyecto donde declara la emergencia de seguridad en la Provincia de Buenos Aires. El proyecto faculta al Ministerio de Seguridad a adoptar “en forma inmediata todas las medidas que resulten necesarias para el logro de la finalidad (...) pudiendo proceder a la reorganización y planificación de los aspectos de gestión, operativos y funcionales de recursos humanos y materiales del sistema de Seguridad Pública provincial”. También “se propicia fortalecer la institución policial y penitenciaria, potenciar sus áreas operativas y dotar a los organismos estatales de los instrumentos que permitan adquirir el equipamiento y realizar las obras para el desarrollo de una acción más eficaz en materia de seguridad.” Al mismo tiempo, con el gobierno nacional, lanzaron el Plan “Fiestas en Paz” que diseñaron Patricia Bullrich y Christian Ritondo junto a los respectivos ministerios de Desarrollo Social. Saben que el arbolito tiene que llevar pan dulce y sidra, caso contrario corren el riesgo de que contenga electrodomésticos. En un contexto devaluatorio, con pérdida de capacidad adquisitiva, no es un tema menor. Se podrá acolchonar con el aguinaldo, pero nunca se sabe. Conviene tomar nota de experiencias

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pasadas, no tan alejadas en el tiempo. Los saqueos, a esta altura del año, son el peor fantasma de los funcionarios. Mejor movilizar a las fuerzas de seguridad, previa negociación con ella, claro está. Si bien no había “datos objetivos” sobre eventuales conflictos para ese fin de año, el gobierno bonaerense apuraba medidas para abastecer los comedores barriales y no descartaron “bolsones de comida”. Acaso por eso mismo, Vidal envió a la Legislatura otro proyecto de presupuesto que contemplaba un gasto para 2016 de 354 mil millones de pesos (un 22% más que el ejercicio que termina), solicitando la autorización para captar deuda por 90 mil millones de pesos. Nada nuevo: Seguridad e inclusión social desigual y subordinada. La emergencia securitaria es una suerte de deporte nacional en este país. A la hora de mandar mensajes a la vecinocracia, esa ciudadanía pusilánime, los funcionarios están dispuestos a firmar la emergencia en seguridad. Pero conviene no subestimar a Ritondo. La semana pasada, apenas asumió mandó un radiograma a todas las comisarías para que los oficiales de la Bonaerense se presenten en la Vucetich para una “capacitación” que durará un año. No sabemos en qué consistirá. Vidal aplicó misterio hacia las filas mientras negocia con la cúpula la letra chica. Ya lo vamos a ir averiguando. Y también vamos a ir sabiendo la respuesta de la Policía. Porque esto es como el ajedrez, cada uno mueve sus piezas a su turno, pero las debe mover previendo la jugada del otro y, sobre todo, en función de la estrategia propia. Con todo, el estado de emergencia habilita una vez más el estado de excepción. La emergencia pone entre paréntesis al estado de derecho, libera a la fuerza de toda forma. Cuando la Bonaerense, además del habitual descontrol judicial, cuenta con la anuencia del funcionariado de turno, se convierte en una pesadilla para los jóvenes de los barrios populares y la militancia social. Hace tiempo que la Bonaerense venía reclamando su cheque en blanco. Y, como siempre, el blanco será el negro.

Magia y saqueos: prestidigitación y emergencia de seguridad. La inseguridad fue uno de los ejes que vertebró la reciente coyuntura electoral, no tanto en el último tramo de la campaña, pero sí durante las PASO y las primarias. Un tema que tomó con entusiasmo el massismo y el sciolismo. Por el contrario, el macrismo, tal vez por consejo de Durán Barba, adoptó otra estrategia. Se limitó a decir que la gente quería un cambio y ese cambio se averiguaba en la sonrisa que llevaba puesta las 24 horas. No era el momento de ponerse serios sino de estar contentos e inflar otros globos. A semanas de la asunción de Macri, otro parece el escenario. La declaración de la emergencia en seguridad pública contrasta el temperamento electoral de Cambiemos. No sabemos cuáles son los datos que tuvo en la mano la Ministra Bullrich para su declaración, y tampoco sabemos cuáles son las medidas urgentes. Es algo que vamos a ir averiguando en el transcurso de la gestión. Mientras tanto ya se hizo el traspaso de la Policía Federal Argentina a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El traspaso de la Federal era una materia pendiente de los gobiernos anteriores que se trababa en el Senado de la Nación porque los gobernadores, con razón, no estaban de acuerdo que el mismo se hiciera con las pertinentes partidas presupuestarias. En otras palabras: las provincias del interior no estaban dispuestas a sostenerle la policía al distrito que más recauda en el país. Si quieren la policía que la paguen ellos. El macrismo no tuvo demasiados reparos en hacerlo por decreto de necesidad y urgencia, y hacerlo con presupuesto y todo. Lo que le valió el reproche de los gobernadores. La emergencia se decreta en una época del año muy sensible y tan cara a la historia Argentina. Las fiestas templan los malhumores. Todos quieren pasarla en paz, es decir, con el arbolito lleno de juguetes y la

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mesa bien servida para celebrar la amistad y reunir a la familia. Cuando eso no sucede, el fantasma de los saqueos recorre los despachos de los funcionarios y no hay que dormirse en los laureles. Pero el gobierno nacional está exagerando y sobre-representando la inseguridad. No quiero decir con ello que el delito predatorio y la violencia agregada a estos hechos no existan ni constituyan un problema menor. Pero lo que está haciendo el gobierno con la declaración de emergencia es un trabajo de prestidigitación. Los prestidigitadores tienen un principio elemental que consiste en llamar la atención sobre una cosa distinta de la que están haciendo. En efecto, me inclino por pensar que el gobierno está buscando desplazar el centro de atención, tratando de que miremos para otro lado. El truco es conocido: se trata de desplazar la cuestión social por la cuestión policial. Cuando el gobierno devalúa la moneda y afecta el poder adquisitivo de la gran mayoría de la ciudadanía hay que buscar un tema que tenga la capacidad de generar consenso, que no divida, que interese a todo el mundo por igual. Ese tema será el “narcotráfico” y los “pibes chorros”. Así el problema no es la eliminación de los subsidios, la transferencia de riqueza que se logró de un día para el otro con la eliminación del cepo y las retenciones, el problema no es el ajuste y la política de endeudamiento para pagar este saqueo, sino que te roben el celular, la mochila o a tu hijo le vendan un porro. En definitiva, con la emergencia de seguridad el gobierno nacional se sube a la indignación moral que despiertan determinados hechos, pero lo hace para ubicar la atención pública afuera de la economía. Se sabe, la “guerra al delito” sigue siendo una de las pocas fuentes simbólicas de unidad en una sociedad que, está visto y probado, con las nuevas medidas adoptadas, volverá a estar cada vez más dividida y polarizada.

La emergencia de los patrones de estancia. En el marco de la declaración de la emergencia nacional en seguridad a través de otro decreto de necesidad y urgencia, el gobierno anunció la creación del “Comité de Seguridad Humana” para hacer frente a la conflictividad social. Ya estamos acostumbrados a la pirotecnia verbal de Patricia Bullirch, autora del libro Desarticulación y hegemonía. Desde hacía varios días, y con la propalación que le garantizan las empresas de comunicación que sostienen y blindan al gobierno, venía sembrando sospechas, plantando declaraciones que alimentaban la represión. Según la Ministra de Seguridad hay “posibilidades desestabilizadoras”, “escenarios preocupantes”, “focos de malestar”. El desalojo violento a los trabajadores de la empresa avícola Cresta Roja, que estaban cortando algunos carriles en la autopista Ricchieri, por Gendarmería; así como también la clausura, allanamiento y desalojo violento realizado por la Policía Bonaerense a un centro cultural habilitado como Unidad Básica del FPV en la localidad de Vicente López; la represión del cuerpo de Infantería de la Bonaerense a los trabajadores municipales de la ciudad de La Plata despedidos y estigmatizados como ñoquis y militantes; la detención de la referente de la Túpac Amaru y líder del movimiento social, Milagro Sala; y la represión de la Gendarmería a una murga integrada por niños y niñas de la villa 1-11-14, son los indicios que tenemos para reconocer el cambio de paradigma en el tratamiento de la protesta y las manifestaciones públicas por parte del nuevo gobierno. También podemos reconocer el cambio de paradigma en el fraseo minimalista del Presidente: “creo en el diálogo”, aunque advirtió que “aquellos que crean que van a usar el piquete como extorsión, van a estar en problemas, porque vamos a actuar con el valor de la ley”. “Tolerancia cero a los piquetes”. Y luego se jactó de que la Metropolitana sabe lo que significa “el valor de aplicar la ley”.

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La protesta social no es un capricho individual sino un repertorio de lucha con una larga trayectoria en Argentina. La protesta es la oportunidad que tienen actores en situaciones desventajosas para expresarse libremente. Cuando los grandes medios de comunicación no informan lo que pasa o lo hacen de modo tal que tergiversan el punto de vista de los manifestantes; cuando los gobiernos se niegan a recibirlos o dilatan las negociaciones, la protesta sigue siendo el medio para hacer visible un conflicto. A través de la protesta, vimos arriba, transforman un espacio público en un foro público. No están cometiendo un delito sino ejerciendo un derecho constitucional: están actualizando la libertad de expresión. Con ello, no solo están peticionando a las autoridades de turno sino enterando al resto de la sociedad los problemas que tienen. Porque en una democracia de lo que se trata es de averiguar entre todos cómo queremos vivir todos. La emergencia tiene tres finalidades: Una, poner en caja a la protesta social. Cuando se devalúa la capacidad adquisitiva de los argentinos y los despidos empiezan a estar otra vez en boca de los empresarios para optimizar aún más sus costos financieros a través de las baja de los salarios, en vísperas de las próximas paritarias laborales que ya cuentan con la vista gorda de los popes sindicales, el gobierno acompaña y manda señales de disciplinamiento. Dos formas de disciplinamiento social existen en el país: la primera a través de la judicialización de la protesta; y la segunda la represión por parte de las fuerzas de seguridad. Las dos formas están siendo aplicadas por el macrismo. Prueba de ello es la orden de compra que firmó la gobernadora Vidal para equipar a la policía Bonaerense con camiones hidrantes, una tecnología con la que no cuenta actualmente esa fuerza de seguridad. Dos: Con la emergencia se busca distraer la atención de los argentinos, desplazando la cuestión social por la cuestión policial. Cuando el gobierno devalúa la capacidad adquisitiva de los argentinos hay que buscar un tema que tenga la capacidad de no dividir, que interese a todo el

mundo por igual. Los pibes chorros y sobre todo los narcotraficantes serán los mejores señuelos para mantenernos entretenidos mientras se sigue haciendo en tiempo record la reforma de estado que garantice la transferencia de recursos hacia los sectores más ricos del país. Para eso, el gobierno monta una nueva campaña de pánico moral y le declara la guerra a la droga. Tres: la emergencia habilita una vez más el estado de excepción. La emergencia pone entre paréntesis al estado de derecho. No solo porque libera a la fuerza de toda forma, eximiendo a las policías de tener que rendir cuentas, sino porque pone a la democracia más allá de la tan defendida república. A través de los decretos Macri y Vidal reintroducen la lógica del patrón de estancia en Argentina. No solo se trata de hacer lo que quieran sino de repartirla como quieran. La emergencia les permite reformular la organización interna del gobierno, redefiniendo el organigrama, subsumiendo las áreas, lo cual implica no solo más poder para cada secretario o director sino un manejo discrecional del presupuesto asignado, toda vez que la emergencia habilita contrataciones y licitaciones directas, sin los habituales controles. En definitiva, cuando las desigualdades se profundizan en una sociedad más politizada como ésta, que ha recompuesto en gran medida su tejido organizacional, la polarización puede traducirse rápidamente en movilización social. En ese contexto, el macrismo se apresura a crear las condiciones y los resortes de legitimación para su contención a través de la represión policial y la persecución judicial.

Vidal en manos de la Bonarense (La seguridad según Don Pirulero). Como era de esperar, los prófugos de Alvear fueron recapturados. Tarde pero seguro. Nunca sabremos qué paso. Como sucede en estos casos que ganan rápidamente la atención de la opinión pública, los periodistas empiezan a tirar hipótesis cada vez más

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disparatadas, hasta convertir el caso en la telenovela del mes. Todos empiezan a hacer sus operaciones y mientras esto suceda estaremos cada vez más lejos de cualquier verdad. Como escribió Ricardo Piglia: “no hay ninguna lógica. Luchamos por restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer las redes completas de las intrigas”. Por eso recomendaba, que para comprender cualquier acontecimiento, sobre todo aquellos que tienen la capacidad de mover todas las piezas del tablero, había que prestar atención a sus relaciones: “Nada vale por sí mismo, todo vale en relación con otra ecuación que no conocemos.” En esta partida, la verdad, nunca será la realidad. A esta altura, entonces, resulta superfluo y casi imposible saber qué pasó. Pero una cosa es seguro (aunque a seguro se lo llevaron preso): Vidal quedó en manos de la Bonaerense. Vidal, apenas asumió, mandaba un radiograma a todas las comisarías para que los oficiales de la Bonaerense se presenten a partir del 1° de enero en la Vucetich para un entrenamiento que se prolongaría durante un año. No se daban mayores explicaciones, se apelaba a la cadena de mando. Pero la Bonaerense no se iba a dejar pisar la alfombra. A través de la búsqueda de los prófugos la Bonaerense le mostró los dientes a la gobernadora, pero también a la ministra y al presidente. Les tiró cazabobos, plantó operativos, involucró testigos sin ton ni son, hasta dejar en una posición ridícula a los principales funcionarios del macrismo. La Bonaerense le marcó la cancha a Duhalde con Cabezas y después con el asalto al Banco Nación en la ciudad de Ramallo. De hecho, la masacre le costó su candidatura a la presidencia. Años después lo volteó del gobierno al que había llegado entrando por la ventana, obligándolo a llamar a elecciones anticipadas. Causa y efecto. Aunque el efecto no tenga nada que ver con la finalidad que se persigue, la Bonaerense sabe que una vez que aletea una mariposa, ya no se podrán controlar sus efectos. Pero para entonces habrán generado las condiciones de caos suficientes, alcanzado la altura crucero donde funciona con piloto

automático y mejor se desenvuelve para marcar límites al funcionariado de turno. A Scioli casi le pasa algo parecido con el caso Candela. Pero el ministro Casal, rápido como un avestruz, supo negociar y Candela apareció. Muerta, pero apareció. Y todos saben que con eso alcanzaba para sacar el acontecimiento de escena y pasar a otro tema. Sobre todo cuando a la madre le plantaron un abogado para que burle a las cámaras. Antes o después de cada coyuntura electoral, sobre todo cuando se estima que cambiará el gobierno, cunde la incertidumbre y cada sector se prestará a hacer lo que aprendió para ganar certidumbre. Si los maestros mandan mensajes a través del periodismo y los estatales, más lanzados, se muestran dispuestos a tomar la calle con un paro, la Bonaerense, más sutil, jugará entre bambalinas. La Bonaerense siempre está en el medio, dando vueltas en todos los casos más resonantes, agregando confusión, emputeciendo las escenas contemporáneas con las que se mide los gobiernos. Aunque parezcan negligentes y distraídos, están haciendo política. Allí donde hubo una explosión, saqueos, secuestros, robo a bancos o piratas del asfalto, está la Bonaerense. La Bonaerense maneja el territorio y es lo que le está enseñando a Vidal. Le está haciendo saber que no se puede gobernar la provincia con metrobuses y globos amarillos, que una gestión no es lo mismo que una campaña electoral. Le están borrando la sonrisa de la cara y, como dijo una amiga periodista, “ya no volverá a ser lo que era, veremos si puede volver a dormir sin Rivotril”. Lo digo también sin chicanas y con amargura. Dice Candelaria Schamun: “Más allá de estar en las antípodas del macrismo, cada vez que la Bonaerense muestra los dientes, nada bueno sale.” La Bonaerense no estaba negociando sus paritarias salariales. La Bonaerense es más ambiciosa, no quiere ser tan mediocre: estaba negociando el pase de la Policía Local, con presupuesto y tropa, a su propia estructura; y, además, estaba negociando el territorio, la recaudación y la repartición de la caja. Lo saben las niñas y los niños

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y ahora también Vidal: como en el don Pirulero, “cada cual atiende su juego, y el que no una prenda tendrá”.

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Vamos a la guerra. Desde hace varias semanas el gobierno nacional viene tirando leña al fuego. Los despidos masivos en el Estado y las amenazas en el sector privado; la estigmatización y persecución ideológica a la militancia; la detención de la líder de Túpac Amaru y represión a la protesta social; la devaluación, la eliminación de subsidios, la escalada de los precios y la pérdida de la capacidad de consumo; la eliminación de las retenciones al campo y la apertura de las importaciones, estas medidas, entre otras que suponen una transferencia de riqueza de los que menos tienen a los que más tienen, necesitan, como contrapeso, otras lo suficientemente espectaculares para interpelar las fantasías de los argentinos y correr el centro de atención. El truco es conocido: Cada vez que se agitan fantasmas en este país se busca desplazar la cuestión social por la cuestión policial. Esta vez se trata del narcotráfico. Estas son algunas de las declaraciones del Presidente: “El narcotráfico avanzó por inacción o complicidad del gobierno anterior.” “El tema del narcotráfico no es un tema de una provincia, nos afecta a todos”. “No vamos a mirar para el costado, vamos a enfrentar el tema con todas nuestras fuerzas.” El narcotráfico, o mejor dicho, “el flagelo de la droga”, “una lucha sin cuartel”, permite, por un lado, la construcción de nuevos chivos expiatorios, y por el otro nos asocia al lenguaje castrense que reintroduce la lógica de la guerra amigo-enemigo. En efecto, la persona que comete un delito puede ser visto ahora como un enemigo (otro absoluto) y, por tanto, no merece la hospitalidad (o cobijo) o comprensión del gobierno sino la hostilidad (la guerra). Prueba de ello es el contenido del decreto 228 que firmó Macri.

Nuevamente, y por decreto de necesidad y urgencia, es decir, salteando el debate parlamentario, se declara la emergencia nacional en seguridad pública por 365 días. Una medida susceptible de ser prorrogada por igual plazo, es decir, el tiempo suficiente que demanden las contrataciones directas que habilita el decreto. La medida se adopta sin un diagnóstico integral elaborado a partir del análisis de la inteligencia desarrollada sobre la criminalidad compleja; sin hacer ninguna distinción entre el comercio exterior y el tráfico local de drogas, es decir, confundiendo el universo transa con los carteles de droga. Una medida, entonces, que se adopta en base a documentos e informes elaborados por otras agencias internacionales, muy leídos y propalados por determinados sectores de la prensa nacional y algunos emprendedores morales que vienen metiendo miedo a los argentinos. Es el caso, por ejemplo, de Sergio Berensztein, coautor con Eugenio Burzaco de El poder narco, que viene auspiciando la intervención ordenada y preparada, puntual y prolija de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la droga; o la socióloga Laura Etcharren, autora de Esperando las maras, que anda de gira por el país anunciando que llegaron estas pandillas a la Argentina, y señalando al narcomenudeo como el principal problema. Los motivos que arguye el gobierno para declarar la emergencia están delimitados por el tráfico de drogas y todo lo que envuelve: el contrabando de armas, la asociación ilícita, la financiación del terrorismo. En el marco del Operativo Frontera, que reemplazará a Escudo Norte, se introducen tres novedades: primero la radarización total de las fronteras; segundo, la implementación de la “Ley de Derribo”; y tercero, la introducción de las FFAA en la lucha contra la droga. Voy a referirme a estas dos últimas medidas porque la radarización es un proceso en marcha, casi completo, que se viene llevando a cabo desde las gestiones anteriores, con investigaciones y tecnología nacional, homologadas por la Dirección de Tecnología de la Fuerza Aérea. INVAP y la provincia de Río Negro proveen no solo

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los radares prototipos secundarios sino los primarios o de largo alcance en 3D. A no ser que el gobierno esté pensando en frenar también este proceso y hacer sus propios negocios con proveedores privados (Northrop Grumman, por ejemplo) que cuentan con el aval de la embajada de los EEUU. Con la “Ley de Derribo” se introduce por la ventana la pena de muerte, violando no solo la Constitución Nacional sino todos los tratados internacionales de derechos humanos que la Argentina suscribió. Una pena, incluso, que se impondrá sin respetar ninguna garantía procesal, es decir, sin juicio previo, ni derecho de defensa, desconociendo la presunción de inocencia. Un castigo expeditivo, sumarísimo, como el que aplican las policías a través del gatillo fácil. Pero esta vez le corresponderá a las fuerzas armadas identificar, intimidar y hacer uso de la fuerza letal como último recurso a vectores incursores en el espacio aéreo. Serán declaradas “hostiles” aquellas naves que tengan entidad suficiente para “perturbar, poner en riesgo o causar daño en el territorio nacional”. Una medida que no existe en Europa, que EEUU promovió para los países latinoamericanos. La tienen pero no la usan y cuando la aplicaron se arrepintieron y por eso jamás volvieron a emplearla. Me refiero a Perú, Colombia, Brasil y México. Segundo, con la intervención de las FFAA en el conflicto, se desoye un debate que demandó varias décadas entre los distintos partidos políticos y organizaciones de derechos humanos. Un debate tan caro a los argentinos, producto de la historia que nos tocó, que se saldó con la distinción tajante entre seguridad interior y defensa nacional. Si la primera es una tarea que incumbe exclusivamente a las fuerzas policiales (PFA, GNA, PNA y PSA), la segunda a las fuerzas militares. Son dos tares diferentes con objetivos muy distintos, cada una con su propio marco regulatorio. No se puede confundir la criminalidad compleja con la defensa de la soberanía. El decreto, por el contrario, se pone a tono con lo que

viene promoviendo los EEUU: el policiamiento de las fuerzas militares y la militarización de las fuerzas de seguridad. Este desdibujamiento se viene realizando en el marco de la lucha contra el terrorismo y la guerra a la droga. No es casual que en el decreto de Macri se haga expresa mención ambos conflictos. EEUU es el principal promotor de la confusión entre lo policial y lo militar, un fenómeno que podemos verificarlo en las paradójicas “misiones de paz” y en las guerra de baja intensidad que decide unilateralmente en “defensa de la democracia”. Se trata, según Eyal Weizman, de nuevas formas de combate urbano llevadas a cabo con acciones micro-tácticas y rizomáticas inspiradas en la guerra de guerrilla, con amplio despliegue de tecnología de apoyo, acciones rápidas y simultáneas tipo enjambre, sin ocupación del territorio en cuestión. La idea es entrar y salir, pero golpeando y destruyendo. Una dominación desterritorializada y de ocupación mediante la desaparición. El gobierno dice ya tener un enemigo principal. Lo hace para diferenciarse de los gobiernos anteriores pero también haciendo un guiñe al massismo, porque cree que es políticamente rentable, y para congraciarse con la agenda securitaria elaborada por otro país con intereses y finalidades que no son los nuestros. Lo hace al mismo tiempo que promueve en la función pública a empresarios y a abogados de bancos sospechados de lavar el dinero proveniente del narcotráfico; de querer intervenir el Ministerio Público donde se viene investigando la ruta del dinero de la droga; y de reclutar a policías y militares retirados con dudoso prontuario, sospechados de haber hecho inteligencia política, para la Agencia Federal de Inteligencia (AFI). Es el caso de María Eugenia Talerico, ex socia de Diego Richard, abogado del ex jefe de la Metropolitana, Jorge “Fino” Palacios, en la causa que investiga las escuchas ilegales por la cual Macri estaba procesado hasta hace unas semanas atrás. Talerico, que ahora está al frente de la Unidad de Información Financiera (UIF), la oficina anti-

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lavado, fue hasta su nombramiento la abogada del banco HSBC, una entidad financiera sospechada y denunciada acá y en otros países de cometer varias irregularidades para fugar divisas y blanquear activos de dudosa procedencia. Y también el caso del abogado Nicanor Moreno Crotto, flamante coordinador de Asuntos Legales de la Jefatura de Gabinete de Presidencia de la Nación, que está denunciado por la PROCELAC (Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos) por estar involucrado en maniobras fraudulentas llevadas adelante a través de la firma uruguaya Snowy SA). Con este staff difícilmente Macri pretenda seguir la ruta del dinero, antes bien seguirá la ruta de la droga, una cadena que se cortará, otra vez, en el eslabón más delgado. Ni siquiera está entre sus planes atacar la corrupción policial, una tarea que implica disponer controles externos, desarrollar políticas de transparencia en la producción de la información y el gobierno político de las fuerzas de seguridad. Tareas que no fueron objeto de la emergencia. Está visto que nuevamente serán los actores más débiles de la cadena, una cadena que ni si quiera controlan (los dealers, pequeños transas y los consumidores-productores), el objetivo favorito de esta declaración de guerra. Y cuando la cadena se corta por el eslabón más delgado estamos otra vez a un paso de reintroducir la figura del “enemigo interno”. Con todo, Argentina se suma a la guerra contra la droga, después de 20 años de fracaso en la región de la estrategia militar. La militarización del conflicto lejos de llevar tranquilidad a la sociedad civil, multiplicó las violaciones de derechos humanos, expandió y agregó violencia a otras conflictividades sociales, impuso el despoblamiento o desplazamiento poblacional. Estamos cada vez más cerca de reproducir los mismos “errores”. “Errores” que no serán gratuitos, que contribuyeron incluso a expandir los mercados ilegales que -se dice- pretende combatir.

A modo de conclusión Militancias políticas contra las violencias Una de las consignas fundantes de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional fue “Ni un pibe menos”. Después de la apropiación exitosa con la histórica movilización del 3 de junio organizada por el colectivo Ni una menos, sabemos mucho más sobre los sentidos que abre aquella consigna, los desafíos que implica y las apuestas en juego. ¿Qué significa, entonces, “ni un pibe menos”? Comencemos diciendo que la consigna nos distancia y diferencia de otras consignas repetidas por la izquierda tradicional: “Desmantelamiento del aparato represivo Ya!” o “Basta de gatillo fácil”. El inmediatismo que define a estos clisés se averigua también en la puntería que suelen practicar. En efecto, la policía es la “yuta puta” y se dispone para practicar tiro al blanco. Los izquierdistas, dijo alguna vez Lenin, hacen política para la posteridad, confundiendo su deseo, la actitud político ideológica, con la realidad objetiva. La desviación izquierdista consiste en la negación de la política, la desautorización de las mediaciones donde se juega (a) la política bajo términos y reglas que no eligieron pero que siguen siendo aceptadas por una gran mayoría

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en la sociedad. En efecto, cuando la izquierda se pasa de rosca, resigna muchas discusiones y suele retirarse de muchos espacios. Ellos llaman a esta actitud “praxis revolucionaria”. Sucede que la izquierda continúa cargando todo o casi todo a la cuenta de la revolución, pateando, de esa manera, los problemas para tiempos mejores. Hasta tanto no estén dadas las condiciones objetivas, conviene enrolarse en la ética protestante, empuñar pancartas y salir a gritar consignas detrás de las cámaras de TV. Eso alcanza para convocar a un puñado de estudiantes y seguir cazando animales en el zoológico. Para ellos, el Estado sigue siendo el brazo armado de las clases dominantes para reproducir las relaciones de producción. De modo que poner en crisis la violencia policial implica cambiar de timonel. Una vez en el Estado, sea a través de la insurrección o ganando una elección, comienza la misión. Mientras tanto el Estado se dispone para ser denunciado en los fueros judiciales o en los recintos parlamentarios. Hasta ese momento, entonces, solo cabe emprender tareas de propaganda y acumulación política. “Ni un pibe menos”, por el contrario es una consigna que nos interpela e implica de otra manera, y lleva a comprometernos más acá de las situaciones ideales, a poder pensar a las instituciones con todas sus contradicciones. El Estado no es un bloque, los jueces no son siempre los mismos jueces, y tampoco los fiscales, los defensores oficiales, los legisladores y funcionarios. Las agencias del gobierno suelen desarrollar políticas contradictorias, donde las mezquindades y miserias están a la orden del día. Además están las rutinas y los imaginarios institucionales que se fueron componiendo en torno a aquellas prácticas que distribuyen papeles y sentidos muchas veces no elegidos por sus actores, que no van a modificarse sacando a tal o cual funcionario policial, cambiando a tal o cual funcionario. Quiero decir, los cambios serán muy lentos y a veces bastante imperceptibles. Pero nunca estaremos en el grado cero de la historia.

“Ni un pibe menos” supone participar en el debate de las políticas públicas. Debates que están hechos en base a muchas discusiones con distintos actores estatales y sociales. La cuestión es urgente y no podemos esperar a ganar una elección para emprender semejante tarea. Mientras tanto hay un montón de cosas que pueden hacerse y conviene avanzar para ir clausurando espacios de violencia y abriendo espacios de participación y diálogo. Por ejemplo, la visualización de la violencia policial como un ítem central en la agenda de todas las instituciones del Estado nacional y las provincias; la sensibilización de las organizaciones sociales y sindicales para que referencien a las distintas formas que asume el hostigamiento policial como problema central y desarrollen rutinas militantes al respecto; la necesidad de ensayar una disputa sobre los sentidos comunes de la sociedad que habilita y legitima la brutalidad policial; la participación en la creación de protocolos de actuación que establezcan límites a la discrecionalidad policial, sobre todo cuando los destinatarios de las prácticas policiales son jóvenes; la participación en el control de los usos de aquellos protocolos; la creación de mecanismos populares de acceso a la justicia, etc.. No basta una denuncia más o menos exitosa en la justicia para generar conciencia en la ciudadanía, por más estratégico que sea el litigio en cuestión. Todo caso emblemático tiene que tener la capacidad de abrir ámbitos de diálogo y negociación con las distintas autoridades para ir poniendo en crisis los resortes institucionales y sociales que habilitan y legitiman la brutalidad. Ya sabemos que la política no es lo que vos querés sino lo que vos podés. Una máxima que hay que leerla al lado de esta otra. Decía Perón: “La política aborrece el vacío. Los espacios que no se ocupan oportunamente, los ocupará el adversario.” Y cuando eso sucede… después, andá a llorar a la iglesia.

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Agradecimientos Algunos de las páginas de este libro son reescrituras de distintos artículos publicados en distintos medios nacionales entre diciembre de 2014 y febrero 2016. Quiero agradecer, entonces, a José Cornejo y Santiago Asorey de la Agencia Paco Urondo; a Santiago Farrell y Silvina Márquez del diario Perfil; a Horacio Cecchi y Washington Uranga de Página/12; a Pablo Chacón de TELAM; Vanina Pasik y Felipe Deslarmes del semanario Miradas al Sur; a Fernando Rodríguez del diario La Nación; a Rafael Saralegui del sitio Crimen y Razón; a Mario Santucho de la Revista Crisis; a Mariano Hernán Gutiérrez de la Asociación Pensamiento Penal; a Daniel Badenes de la Revista La Pulseada; a Diego Sztulwark del blog Lobo Suelto!; a Nicolás Harispe de la Agencia de La Plata Info Blanco sobre Negro; a Cristian Alarcón por la ex INFOJUS Noticias y Cosecha Roja; a Matías Bailone de la Revista Derecho Penal y Criminología; Alejandro Boverio y Matías Rodeiro de la Revista El Ojo Mocho, Andrea Pérez Calle de Revista Ajo de Mar del Plata, a Nicolás Dip de la revista Las patas en la fuente de La Plata, a Tristán Basile de la revista Cambios, a Osvaldo Aguirre del diario La Capital de Rosario, a Silvia Tamous de la Revista Veintitrés, a Ernesto Domenech de la

379

Revista Niños, menores e Infancia, a los compañeros de AGEPEBA y diario Contextos de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, y a los amigos de FM Futura, FM Estación Sur de La Plata, el Mono Pérez de FM Universidad, a Morini y De Martinelli de Radio Provincia. Todos ellos, con sus preguntas y comentarios, con los espacios que abrieron, contribuyeron en este libro. Quiero agradecer especialmente a los compañeros del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) y de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional; y a los integrantes del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales (LESyC) de la Universidad Nacional de Quilmes. Agradecer a los colegas de esa Universidad con los que compartimos e intercambiamos opiniones periódicamente, en especial a Sabrina Frederic, Marcelo Sain y Germán Soprano. También agradecer a Guillermo Romero y Tomas Viviani del Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios de la UNLP. Agradecer especialmente a Sergio Tonkonoff, quién de alguna manera y sin saberlo fue el impulsor de este libro. Por distintas razones hago extensivos mis afectos a Julián Axat, Mariano D’Ambrosio, Ángela Oyhandi, Ileana Arduino, Máximo Sozzo, Mariano Ciafardini, Hernán Olaeta, Juan Tapia, Penélope Masch, César González, Gabriela Carpineti, Camila Blanco, Florencia Titarelli, Joaquín Collazo, Bety Silva, Leonardo Rebolino, Candelaria Schamun, Marcelo Barrera, Heber Ostroviesk, Esteban Raúl Alzueta, Augusto “Falopapas” Turallas y Leandro De Martinalli. Ellos saben. Agradecer muy especialmente a Agustín Arzac, Verónica Luna y Juan Augusto Gianella, mis editores. A ellos estas palabras de René Char: “La juventud con el mazo dando. ¡Ay! ¡Que no se lo quiten!”

ÍNDICE NOTA EDITORIAL

7

INTRODUCCIÓN Una máquina de meter miedo

13

CAPÍTULO 1 – Entre el punitivismo y el progresismo La seguridad según el kirchnerismo: continuidades y discontinuidades Barrenando la tapa de los diarios La batiseguridad: una seguridad pop Desembarco y después Se armó Berni La emergencia de la desesperación política ¿Qué significa reformar la policía? Los límites de la inclusión social Fantasmas y fantasías sobre la inseguridad

23 29 32 38 40 43 45 48 59

CAPÍTULO 2 – Imaginario y microfísica policial Invariantes punitivas A las armas las carga el diablo Microfísicas policiales La puesta en práctica de una violencia sistémica Los usos de la detención por portación de cara Robo para la policía: Reclutamiento policial y control social La desaparición indiferente de personas El libro de malvivientes: extorsión y disciplinamiento

63 66 72 75 78 83 85 86

CAPÍTULO 3 - Inseguridad y matemáticas Dibujando números Necropolítica: La morgue y la gestión de los muertos

91 95

“Lo breve y malo, dos veces malo”: La seguridad como refrán  Con el caballo del comisario Abatidos: fusilamientos o ejecuciones sumarísimas Parte de guerra Cachivache policial La antiseguridad o la seguridad según el radicalismo Engorde policial Reclutamiento y déficit social Una policía para el miedo: El fetichismo de la prevención

97 100 102 103 106 109 112 113 116

CAPÍTULO 4 – Seguridad y elecciones “El chancho y el que le da de comer” ¿Vota la inseguridad? El miedo como mediación política La inseguridad, pasarela favorita de la oposición La seguridad en la campaña de la boludez Pasiones punitivas y restauración del orden neoliberal

119 121 126 129 131

CAPÍTULO 5 – Inteligencias y desinteligencias Un zapato en la cabeza Democracia y secreto Promiscuidades inteligentes: Afinando el oído El Señor de la Seguridad La autonomización de la inteligencia Bases y puntos de partida para la reforma de los servicios en Argentina

135 138 145 150 153 157

CAPÍTULO 6 – Blindaje judicial Justicia con coronita La burocracia judicial, esa casta Empapelados: Una fábrica de causas Una justicia asediada y conmocionada Una justicia patriarcal y clerical

165 166 171 175 177

Una justicia legítima es una justicia democrática Brecha judicial y acceso a la justicia

180 184

CAPÍTULO 7 - Encarcelamiento masivo y precariado Presos comunes: lúmpenes, enajenados y reaccionarios Pabellones evangélicos: entre la dominación, la conversión y el refugio La construcción del ejército lumpen de reserva La cárcel en el capitalismo criminal Gobernar es expulsar: residencias devaluadas Escape y dignidad: los usos múltiples de la evasión.

189 193 199 216 218 221

CAPÍTULO 8 – Seguridad y protesta social Libertad de expresión, democracia y protesta social Seguridad o libertad. El derecho a peticionar a la sociedad Un paso adelante y dos pasos atrás Un paraguas político a la represión: el protocolo contra la protesta

227 241 242 246

CAPÍTULO 9 – Protesta policial y sindicatos Acuartelamiento y saqueo Elementos para pensar la sindicalización policial La policía y el confort ideológico de la izquierda

251 284 286

CAPÍTULO 10 – Vecinocracia y violencia social Fantasismo vecinal La caza del pibe chorro Matar al prójimo Consensos difusos en torno a la violencia social Ciudadanos soldados La ciudad apiñada

291 293 298 300 302 303

La indiferencia social, otro deporte nacional Saqueadores y bandoleros: digresión sobre el don o la economía según Santa Claus Con la violencia grabada en el cuerpo: caleidoscopio para pensar las periferias

306 311 312

CAPÍTULO 11 – Ilegalismos y (des)regulación policial Drogas y bienestar La regulación del universo transa Narco-socialismo y megaoperativo Made in Argentina: ¿Argentina es un país de elaboración de drogas? Ladrones con olor a bosta

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CAPÍTULO 12 – El giro reaccionario del autoritarismo simpático Vecinos asustados: consumismo y seguritismo de la clase media Un patrullero para el arbolito de navidad Magia y saqueos: prestidigitación y emergencia de seguridad La emergencia de los patrones de estancia Vidal en manos de la Bonarense (La seguridad según Don Pirulero) Vamos a la guerra

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A MODO DE CONCLUSIÓN Militancias políticas contra las violencias

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FUENTES CONSULTADAS

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AGRADECIMIENTOS

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D I S T R I B U I D O R A & E S TA N T E R Í A D E L I B R O S Y R E V I S TA S

D I A G O N A L 7 8 E S Q . 6 - L A P L ATA - A R G E N T I N A [email protected]

Esta primera edición de LA MÁQUINA DE LA INSEGURIDAD

de Esteban Rodríguez Alzueta se terminó de imprimir en TecnoOffset Mayo de 2016